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AGUACATES JUAN CÓMO INICIAR Y TRIUNFAR EN LOS NEGOCIOS LORENZO VICENS
CONTENIDO
DEDICATORIA PRÓLOGO CAPÍTULO 1 CAPÍTULO 2 CAPÍTULO 3 CAPÍTULO 4 CAPÍTULO 5 CAPÍTULO 6 CAPÍTULO 7 CAPÍTULO 8 CAPÍTULO 9 CAPÍTULO 10 ACERCA DEL AUTOR DERECHOS DE AUTOR
DEDICATORIA
A mi querido padre, agricultor por obligación, comerciante por accidente, pensador y poeta por elección.
PRÓLOGO
La historia extraordinaria de un hombre común
“Los negocios tienen su lado novelesco. La historia del éxito de toda gran empresa es tan conmovedora y fascinante como la más imaginativa de las novelas.” “THE ROMANCE OF COCA COLA” THE COCA COLA COMPANY, ATLANTA, EE. UU., 1916. Cuando conocí el manuscrito de “Aguacates Juan”, todavía se llamaba “Juan, el aguacatero”, título que, presumí, iría a parar al zafacón, cuando el original llegara a mano de algún editor. “Un título tan corriente ―pensé, sin embargo―, no puede ser casual en un creador de marcas como Lorenzo Vicens”. En efecto, al adentrarme en la lectura de los originales, comprendí que el título reflejaba la intención de contar la historia de un hombre tan común como el nombre de su protagonista, Juan, que era, a la vez, la historia común de la mayoría de las familias de República Dominicana, donde los pequeños y medianos empresarios y la economía informal conforman la principal fuente de empleos; y donde la mayoría de las empresas son familiares, por su estructura de propiedad y/o por su estilo de gestión. Presumo, además, que por las realidades socio-culturales y económicas compartidas, la historia de este aguacatero es la misma de cientos de miles de emprendedores y de hombres de negocios en Latinoamérica, y esto es, paradójicamente, lo excepcional de la ópera prima de Vicens. Historias de éxito como la de General Motors o Facebook pueden ser entretenidas e impactantes, y se encuentran en Internet por doquier, pero suenan lejanas y poco aplicables al contexto doméstico. La de Juan, en cambio, es la historia vívida y vivida diariamente por el “hombre-pueblo”, como gusta llamar el periodista español Manuel Domínguez Moreno al ciudadano de a pie, o, si se quiere, la versión emprendedora y optimista del derrotado “Pablo Pueblo”, que describe el cantautor panameño Rubén Blades en su canción del mismo título, aquel que “…toma sus sueños raídos (y) los parcha con esperanzas…”. Con la publicación de Aguacates Juan, Vicens empieza a satisfacer una demanda silente del mercado editorial latinoamericano: una novela de negocios anclada en la realidad del subcontinente, una obra de ficción sobre gerencia tan verosímil como aterrizada, alejada de ese híbrido editorial
que oscila entre el management y la autoayuda, tan exitoso en los últimos años, o esas fábulas con moralejas obvias que cuentan cuentos de quesos y ratoncitos a quienes les roban el queso o de sopitas de pollo que sirven para curar el alma. Procesos y teorías complejos del mundo de la administración, la estrategia y el marketing son planteados de forma fácil de comprender en las páginas de esta novela, con una amenidad poco común en el mundo plano de la literatura académica sobre economía o gerencia. Aunque sabía de las dotes excepcionales del autor para comunicar de manera simple conceptos y procesos complejos, como resultado de su larga experiencia como consultor, docente, ejecutivo y voraz lector de la literatura gerencial, para mí ha constituido una verdadera y grata sorpresa verlo incursionar con eficacia en la literatura de ficción, logrando explicar con metáforas temas tan terrenales y a veces abstractos como la planificación estratégica y la ventaja competitiva; el posicionamiento y la diferenciación; la mezcla de mercadeo y la política de producto; el liderazgo y la toma de decisiones, y la gestión de recursos humanos y las competencias profesionales, entre otros asuntos empresariales de los cuales no escapan ni siquiera las rivalidades que se dan en el entramado de una organización. Pretendiéndolo o no, Vicens demuestra a través de la historia empresarial de unos campesinos emigrados a la metrópolis, que el mercadeo y la gestión gerencial en general tienen tanto de intuición, astucia y sentido común como de técnicas, formación y recursos sofisticados. Por estos y otros rasgos inusuales, Aguacates Juan, esta historia extraordinaria sobre un hombre común, está llamada a ser una obra de excepción en el acervo bibliográfico dominicano, y, hasta donde sé, en el contexto latinoamericano. MELVIN PEÑA SANTO DOMINGO, OCTUBRE 2007
CAPÍTULO 1 UN VIAJE PARA VOLVER A EMPEZAR
Juan se puso la ropa silenciosamente y, sin despedirse de su mujer y sus hijos, partió hacia la parada de guaguas, siguiendo el caminito que tantas veces había recorrido para ir a su trabajo, pero esta vez iba en busca de su destino. Aguardó en la carretera y subió en el primer vehículo público que pasó rumbo a Moca. Pensó que tal vez podría dormir por unas cuantas horas camino a la capital, y reunir suficiente energía para el trajín que le esperaba. Juan no había podido dormir en toda la noche. Después de trabajar por toda su vida en la plantación de aguacates de don José, ahora tenía que ir a la capital a ver si conseguía trabajo. Su compadre Ramón, que contaba años viviendo allá, le consiguió una entrevista para un trabajo en la gran ciudad. Cuando llegó a la parada de guaguas, vio el letrero que tenía la voladora en la ventana trasera: “Mi propio esfuerzo”. Más arriba las insignias del sindicato a la que estaba afiliada: SINCHOVOCI (Sindicato de Choferes de Voladoras del Cibao). Como llegó temprano aprovechó para ocupar un buen asiento, el primero del lado contrario al chofer, pegado a la ventana. Aprendió cómo se llena una lata de sardinas desde dentro, viendo llegar poco a poco a los viajeros, ocupar cada asiento y, como por arte de magia, el pasillo también se convirtió en una hilera de asientos que fueron llenando desde atrás hacia delante. Observó cada uno de los rostros de las personas que subieron, y trató de adivinar la historia de sus vidas. Algunos iban cargados de alegría, otros de pena. Algunos regresaban y otros iban. Algunos iban para volver, otros para nunca regresar. Más mujeres que hombres, mayores de edad, mocanas de nacimiento, campesinas de corazón. Cuando se ocupó el último lugar vacío en el pasillo, el chofer subió, se acotejó en el asiento y colocó un disco compacto en el equipo de música. Una bachata a golpe de guitarra y letra de amor perdido inundó la guagua. El chofer maniobró para sacar el autobús del estacionamiento y la voladora salió directo para Santo Domingo, la gran capital. Cargado de pesares, Juan trataba de dormir en vano. Atrás dejaba a su familia, tres hijos y una mujer, su casita, con muy poco dinero. Después de salir de la finca solamente había conseguido trabajitos que no pagaban bien y del dinero de liquidación no quedaban rastros. Él sólo llevaba unas pocas monedas en los bolsillos. ¡Cuántos años dedicados a esa finca! Viajaba con la vergüenza del fracasado, con la pena del que ha perdido una batalla, del exiliado, de los fanáticos del Licey cuando pierden una serie final en Santiago. Iba mirando por la ventana para dejar de pensar. Su cabeza no aguantaba más preguntas, más reprimendas, más lamentos. Notó cómo la voladora dejó las casas de Moca y se internó en la carretera hacia la autopista, pasando por la fábrica de defensas para vehículos, la factoría de arroz y las cabañas. Recordó sus intentos fallidos de conseguir otro empleo decente en su tierra natal, las entrevistas, los rechazos. Revivió el velorio de don José, su jefe, su mentor y a quien debía todo. Volvió a respirar el olor a flores de muerto, a saborear el café del velorio. El peso del ataúd en el hombro derecho, la soledad de dejar a un ser querido en la tierra de los muertos. Caras hinchadas de lágrimas, gente que conoció a don José. Vestidas de negro, los ojos preñados de lágrimas que escapaban por debajo de los
grandes lentes oscuros, vio a las hijas de don José. Escuchó el panegírico que leyó la menor, sintiendo cada una de las palabras. De pronto la voladora perdió altura y frenó de golpe. Con el sacudión Juan regresó a la realidad. El chofer voceó unas maldiciones al chofer del carro que había frenado de golpe para comprar chicharrones en el cruce de San Francisco de Macorís. Oyó la ráfaga de una canción que no era su realidad… “Buscando visa, la razón de ser; buscando visa para no volver…” Sorprendido miró al chofer y, aunque no le vio pinta de 4-40, agradeció que no fuera un seguidor del reguetón. Experimentó la bajadita antes de entrar a la recta de Bonao, allí estaban los puestos de comida, el nuevo restaurante Típico Bonao, los camiones estacionados en el badén. Soñó con el trajín del día en que prepararon el primer contenedor de exportación. Vio a las mujeres trabajando en las mesas, clasificando los aguacates, poniéndolos en cajas, y los hombres cargando el contenedor. Recordó la sonrisa del patrón, y su orgullo de haber completado otra tarea más sin ninguna novedad. Recordó lo que gozaba recogiendo frutas con los amigos, las corridas que le daba la vieja Franca y la vez que se cayó de una mata y por poco se mata. Recordó cuando su abuelo lo llevaba a la vieja mata de aguacate parida y le enseñaba cuál escoger. El abuelo fue quien lo ayudó a conseguir su primer trabajo, recogiendo aguacates en la finca de don José, y en esa finca había echado toda su vida, hasta llegar a encargado. Vagamente recordó la muerte de sus abuelos en un tiempo ya olvidado. Lamentó no haber dedicado más tiempo a su pequeña finca, a comprarles tierra a los infelices que no tenían para comer como habían hecho muchos vecinos de él. Lamentó no haberla atendido con los empleados de la finca de don José, usar el abono y los equipos de la finca, como le sugerían los demás. Lamentó que nunca se aprovechó de que los hijos de don José no querían la finca, sino el dinero que sacaban para derrochar, aparentando en la capital, compitiendo con los funcionarios y sanguijuelas del gobierno de turno, los banqueros de moda, los afortunados nuevos ricos, como si en las matas de aguacates crecieran papeletas en vez de hojas. En medio de su lamento, de los latigazos que se propinaba, recordó quién era y rechazó esos pensamientos. Recordó su orgullo, su formación, su seriedad. Escuchó una voz interior que le dijo: Primero muerto que coger lo ajeno. Por más que lo pinten de rosa, eso es robar. No, no, eso no lo haría yo, ni por mis tres hijos. Retomó fuerzas y emergió a la realidad en medio de las plantaciones de arroz a la salida o entrada de Bonao, según se vaya o venga. Se sorprendió con la cantidad de camiones estacionados en el paseo de la carretera y, buscando una explicación, leyó el letrero que ofrecía chivo picante. En ese momento recordó un merengue de antaño: “A los choferes que guían la guagua de Carolina…” y se dijo ¡Félix del Rosario. Esos si eran unos merenguitos ripiaos!” Mientras, en la voladora se escuchaba una salsa romántica a dos voces, un hombre y una mujer. Nada que ver con sus recuerdos. De vuelta al pasado, sonrió con el recuerdo del día en que conoció a su mujer, Esperanza. La vio sentada en el escritorio, frente a la máquina de escribir, la máquina negra Olivetti de teclas redondas donde ella escribía las cartas y telegramas que enviaba don José. Se le infló el pecho de felicidad al recordar el nacimiento de María, su primera hija. En ese entonces era un pichón, con muchos bríos y poca cabeza. Sintió el vaso de jugo de jagua que le echó arriba Juanito en la ropa nueva antes de ir a la iglesia: ¡Qué muchacho que rendía, tenía más energía que una batería nueva! Escuchó a Esperanza susurrar la falta de otra menstruación, la llegada de José, bautizado con el nombre del patrón, que tuvo la gentileza de ser el padrino como testimonio de su agradecimiento, aunque Juan
nunca lo viera como compadre sino como patrón. El zumbar de las gomas lo trajo de su mundo encantado y por momentos sintió que habían despegado. Era ese tramo ancho de la autopista, antes de llegar a la Cumbre, donde los choferes aprovechan y aceleran hasta el fondo. Subieron, bajaron disminuyendo la velocidad y volvieron a subir pasando frente a la parada de los quesos de hoja frescos que tanto le gustaban a don José. Vio las matas de naranja y se preguntó qué había pasado con las piñas que una vez sembraron. Era una compañía americana, con un nombre fácil de pronunciar como el de la compañía que le compraba los aguacates allá en los países, que perdieron por culpa de ese mal nacido, bueno para nada, hijo de don José. Le encantaba inventar, creyendo que sabía, y no sabía de nada. Comentó para sí mismo: Una cosa es con guitarra y otra con violín. Los libros dicen muchas cosas que son verdad, pero lo duro es hacer las cosas realidad. Hay gente a quien no le hace bien la universidad, y la fórmula para quebrar es muy fácil de ejecutar. Inmerso en el recuerdo, Juan no extrañó cuando giraron a la izquierda esquivando a Villa Altagracia, la amada tierra del cantante que tanto le gustaba a María. Ni se dio cuenta de que el pueblo se estaba virando para el lado de la nueva autopista buscando aire a causa de la necesidad. Recordó el día que vendieron la finca al hombre más ruin de la zona, a ese chupasangre, prestamista y abusador. Escuchó sus palabras al pedir su liquidación después de aguantar casi un año, y ver cómo lo iban acabando con cuchillito de palo: Usted y yo no nos gustamos y esto no va a funcionar. Búsqueme mis chelitos y así usted hace lo que quiera con esta tierra y su gente . Vio la cara de Esperanza cuando llegó a mitad de la tarde, sin comer, con la camisa empapada de sudor de deambular sin rumbo, de pensar y pensar. ¿Qué le depararía el destino? ¿Cómo sacaría adelante a sus hijos? ¿Cuándo los volvería a ver? Todo trabajo era digno, no importaba lo que fuera. Se preparó hasta para vender chinas en una esquina, mientras no fuera robar. Miró al futuro y no vio nada, sintió un vacío en el alma, un vacío que sólo logró sacar invocando a Dios y a la Virgen de la Altagracia, pensando que otros habían pasado cosas peores, como su madre, a la que únicamente recordaba por la fotografía en su cartera, muerta de pena, de desesperanza, después que asesinaron a su marido durante la dictadura de Trujillo. Sin darse cuenta llegaron a las afueras de la capital. Sintió el pesar de los tapones, de tantos carros grandes y pequeños, de camiones tan cargados que casi no podían arrancar. Vio los hombres y mujeres vendiendo en las calles. Vio los motores zigzagueando como culebras para adelantar. Respiró hondo y se preparó como el que va a caminar en el aire, en el vacío. Sin saber qué le iba a pasar, sonrió al recordar los muñequitos que veía con José en la televisión, como el del coyote al que vio caminar en el aire hasta que se dio cuenta dónde estaba y cayó al vacío. Y de repente cambió de cara y se preguntó, ¿caeré yo? Entre recuerdo y recuerdo, la voladora aterrizó en la parada. Juan vio la gran entrada del nueve y respiró profundamente. Nunca pensó que a la muerte de don José sus hijos venderían la finca, y menos a ese chupasangre contra quien don José había luchado tanto. En la parada lo estaba esperando su compadre Ramón, vestido con un traje de colores. ―Hola, compadre Ramón, me da gusto verle. ¿Y ese disfraz? ―saludó Juan, mirándolo de arriba a bajo con una sonrisa en los labios, antes de unirse en un abrazo de hermanos. ―Ríase, ríase que usted también se va a poner un disfraz de pingüino en un momento. ―respondió Ramón, al tiempo que empuñaba el timón de su motocicleta, Honda C70.
―Bueno, eso está difícil ―murmuró Juan con cara de arrevesado. ―Móntese atrás compadre que vamos lejos. Y así salieron de la parada conocida como El Nueve y Medio rumbo a La Feria, por la Avenida Luperón. Entraron por un portón ancho a un patio donde muchos hombres vestidos de pingüino apresurándose a salir empujaban carritos en forma de pingüinitos. Al final había una larga fila de hombres con ropa de calle. Ramón le hizo señas para que se colocara en la fila y fue a decirle al supervisor que le había traído un hombre de verdad. La fila era larga, pero el tiempo pasó rápidamente, al ritmo del bullicio de las personas que entraban y salían sin ton ni son. Cuando llegó su turno, entró al local donde había una mujer sentada a un escritorio pequeño y un grupo de pupitres donde los hombres que estaban delante de él escribían afanosamente. La mujer lo invitó a sentarse en un pupitre vacío, al mismo tiempo que le pasaba un largo formulario, y le decía: ―Por favor, llénelo. Si tiene alguna pregunta levante la mano y yo vengo a contestársela. Tenga su cédula de identidad a mano cuando termine. Juan decidió leer el formulario primero, y luego contestar. Se parecía al que usaban en la finca en los últimos años: nombre, cédula, estado civil, lugar de nacimiento, trabajo anterior, experiencia, recomendado por. Lo completó lo mejor que pudo y se lo pasó a la señorita. Odiaba este proceso y pensaba que en su caso era un requisito sin sentido, era como tomar los exámenes de la escuela primaria de nuevo. Todavía muchos de los hombres que estaban sentados antes que él no habían terminado. La señorita leyó el formulario rápidamente y comentó sin mirarlo: ―Parece que sabe leer y escribir apropiadamente, tiene buena experiencia de trabajo y ha sido recomendado por uno de nuestros mejores vendedores. Venga por aquí y déme su cédula para sacarle una copia. La joven se paró y fue a sacar una copia de la cédula. Cuando regresó con el duplicado, le devolvió la original a Juan y le pidió que pasara a otra oficina. Ya en ella, le dijo: ―Siéntese en esta silla un momento hasta que terminen los demás. Le van a dar una explicación sobre la empresa a los seleccionados, y los detalles para que comiencen hoy mismo. Necesitamos subir las ventas. Juan se sentó, preguntándose si ya tenía empleo, “¿tan rápido?”. No tenía idea. Le preguntó a uno de los hombres que estaban junto a él pero tampoco sabía. Esperaron una hora durante la cual se sumaron seis personas más. Al rato llegó un hombre con una corbata morada y se presentó: ―Mi nombre es Felipe Ramos y tengo que hacerles la inducción a la empresa. Ustedes están contratados, y queremos que comiencen hoy mismo. Trabajan para la compañía líder de ventas de esquimalitos, pingüinitos como les dicen nuestros clientes. Su salario es por comisión de venta, y el que cumpla la meta tiene un bono. El hombre siguió explicando el precio de venta, ganancia por unidad, uso de uniforme, cuyo costo es descontado del salario, al igual que cualquier daño que sufra el carrito. Habló tantas cosas y tan aprisa que al instante Juan no recordaba nada. Pensó que tendría que preguntarle a su compadre. Entró a un vestidor, se quitó la ropa que traía puesta y se disfrazó de pingüino. Fue a un depósito donde le entregaron un carrito lleno de los llamados esquimales. Los contó, firmó la hoja donde decía “recibido conforme” y salió rumbo a la intersección de las avenidas 27 de Febrero y Abraham Lincoln. No tenía idea de dónde quedaba esa esquina, pero recordó el viejo refrán que dice: “Preguntando se llega a Roma.” Uno de los compañeros le dijo que al cruzar el portón doblara a la
derecha hasta que encontrara la Lotería Nacional, y que allí preguntara de nuevo. Al salir del portón oyó un pito y, al volverse, vio a Ramón que lo estaba esperando. ―¡Compadre, qué bien se ve con su uniforme, vestido de pingüino! ―gritó Ramón después de unas carcajadas―. Hasta se ve más joven. ―¡No me diga! Y qué bueno que me esperó porque no tengo idea de cómo llegar al cruce de la 27 de Febrero con Lincoln. Además no sé bien cuánto debo vender, cuánto me gano por unidad y qué hago con los pingüinitos que queden. Ayúdeme, compadre. ―No se preocupe, esto es mucho más fácil que bregar con esa finca que usted manejaba. Vamos andando que yo le explico con calma por el camino. Y salieron rumbo a la Lotería Nacional, hacia el Este, por la avenida Independencia. Ramón había conseguido este trabajo después de que se precipitó a dejar su empleo anterior en un almacén de importación. Su hijo, Iván, lo había pedido para ir a vivir a los países, y estaba a punto de salirle su residencia; sin embargo, problemas con los documentos lo mantenían varado en Santo Domingo. Entre cuentos y chistes de sus vidas, sin darse cuenta, llegaron a la esquina de la 27 de Febrero con Abraham Lincoln. Respirando profundo y mirando a su alrededor, Ramón anunció: ―Bueno, Juan, ésta es su esquina, una de las más productivas de la capital. Sin apenas notarlo, Juan estaba parado en un cruce de la capital, vestido de pingüino. Nunca antes había visto tantos carros juntos. Miró a su alrededor, vio la avenida Lincoln con tres carriles repletos de vehículos hacia el Sur, camino del mar, y tres igual de llenos del otro lado. Hacia el Este, la 27 de Febrero se partía en dos. Siguió girando en cámara lenta, encontró la torre del Bulevar y una nevera de cervezas frías para gigantes. ¡Qué más van a inventar! A sus espaldas una gran fila humana acababa de formarse, un grupo de gente caminaba por los pasillos que dejaban las grandes colas de vehículos. Un viejito en silla de ruedas pedía limosna, una mujer con una cajita llena de tarjetas telefónicas, un muchacho ofreciendo lentes de todo tipo, un moreno vendiendo aguacates, otro con una mano de guineos; un hombre con un trapo limpiando vidrios, una mujer con los periódicos del día. Toda esta gente se movía en sentido contrario al flujo de vehículos que venía. Sintió una gota de sudor que le bajaba por la espalda, un frío que iba de la cabeza hasta los pies. Se quedó inmóvil, congelado en la acera, en un día soleado, templado, con las brisas saladas del Mar Caribe. Observó fijamente el andar y parar de los carros, como si fueran olas del mar. Analizó la conducta de los vendedores ambulantes. Caminaban hacia la cola cuando el tránsito se detenía, ofreciendo su carga a los choferes y pasajeros de carros nuevos y viejos, de yipetas, vehículos que sustituyeron al jeep y ahora son símbolos de poder; de guaguas grandes y medianas, de los autobuses llamados voladoras, de motocicletas, y también a los peatones; a los agraciados que consiguieron un vehículo de los comúnmente llamados pollitos y garzas por sus colores amarillo o blanco, esos que dieron los gobiernos de turno y a veces hacían de taxis y otras aprovechaban para conchar, recogiendo pasajeros en cualquier lugar. También presentaba su oferta a los choferes de los camiones que cruzaban de vez en cuando, llenando de humo negro la calle, e invadiendo los pulmones de los vendedores; a los pasajeros y conductores de los carros milagrosos, verdaderos cadáveres andantes, armados con piezas ajenas y con olor a gas, que no se sabe cómo pueden circular. Era un flujo de nunca acabar, era terminar para volver a empezar. En el cruce de las avenidas un policía controlaba la trulla, con radio en mano y agitando los brazos, mientras las luces del semáforo inútilmente cambiaban de color.
Salió de su trance al oír una voz que lo llamaba: ―¡Juan! ¡Compadre! ¡Juan! ―gritaba Ramón, moviéndolo de un lado a otro―. ¿Qué le pasa compadre? ―¿Qué? ¿Qué pasa? ¡Estoy bien, compadre! ¿Y ahí es que nos vamos a meter? ―No se preocupe ―lo calmó Ramón―, eso no es nada, déjeme enseñarle, sígame. Deje el carrito aquí, en la esquina. Coja su tijera en la mano derecha, abra el bolso y míreme a mí. Cuando haya cogido el piso, entonces se pone delante y yo detrás. ―¡Pingüinitos! ¡Pingüinitos! ―voceaba Ramón. ―¡Hey, dame uno de chinola! ―gritó un pasajero de un carro moribundo. Como si fuera un baile sincronizado, Ramón sacó con la mano izquierda un pingüinito de chinola y le cortó la punta con las tijeras, pasándoselo al pasajero con la mano derecha y recibiendo el pago con la izquierda. Parecía un segunda base haciendo un doble play. ―¡Cuidado, compadre, con ese motor que viene ahí! ―alertó Ramón. Juan dio un brinco de maco, se puso blanco como un papel, y al rato balbuceó: ―¡Hey!, ¿qué fue eso? ―Tiene que cuidarse de esos desgraciados. Salen de cualquier lado y sin aviso, van tejiendo su camino entre las filas de vehículos, sin parar, hasta llegar a la punta. Mucho ojo también cuando vaya a pasar de carril, cuando el tránsito empieza a arrancar o no acaba de parar. ―le explicaba Ramón, mientras regresaban a la esquina para volver a empezar. Ramón era un experto. Se metía entre los vehículos y ofrecía los pingüinitos. Tomaba el dinero y devolvía en un santiamén. Esquivaba los carros y los motores, adelantándose a los demás vendedores. Poco a poco Juan perdió el miedo. Ofrecía los pingüinitos a los carros repletos de pasajeros, a las guaguas, a las voladoras del Sur, a las personas que cruzaban la calle. Lo más difícil era cobrar antes de que el semáforo cambiara. Varias veces tuvo que cruzar la intersección detrás de un carro público, esquivando motores para no perder su dinero o la vida. En un abrir y cerrar de ojos Juan había cogido el piso de su nuevo trabajo. Se levantaba temprano y se esforzaba todo el día. Llegaba primero y se iba cuando ya estaba oscuro. Siempre saludaba a los clientes y daba las gracias amablemente, con ese respeto que se cultiva en el campo. Lentamente fue conociendo a los choferes, a los mensajeros, a las personas que esperaban transporte a la salida del trabajo. Muchos le llamaban desde que se acercaban. Juan estaba haciendo su clientela. Sin embargo, él extrañaba mucho a su mujer y sus hijos. No veía el día en que pudieran venir a la capital a vivir juntos de nuevo. Esperanza estaba sola cuidando esos muchachos. Añoraba compartir con su mujer una taza de café en las mañanas, sentarse a la mesa con su familia a repasar los eventos del día, comentar con Esperanza a la hora de acostarse la dicha de tener una hija como María, la apatía de Juanito y las travesuras de José. María había terminado el bachillerato y quería estudiar mercadeo en una universidad de la capital. Ella siempre había sacado muy buenas notas y leía todos los libros sobre el tema que llegaban a sus manos. De ninguna manera Juan quería cambiar los sueños de su hija. Juanito y José todavía estaban en la escuela y lo ideal era que empezaran el nuevo año escolar en Santo Domingo. No obstante, las casas que había visto estaban caras y con el dinero que ganaba, no le alcanzaría para mantener la familia en la capital. Juan siguió trabajando, y varios meses seguidos ganó el bono por cumplimiento de ventas. También conoció a los otros vendedores de la esquina. Uno de ellos vendía aguacates, le decían
Moreno. Siempre estaba discutiendo con los clientes. Las doñas se quejaban y decían que él las engañaba. Un sábado al final de la tarde, en medio de un aguacero, debajo del voladizo del edificio de la esquina, Juan le preguntó: ―Moreno, ¿por qué tienes tantos problemas con los clientes? Yo nada más oigo las quejas. ―Juan, tú sabes que el corazón del aguacate solamente lo conoce el cuchillo. ¿Cómo voy a saber yo cuál aguacate está maduro o cuál está fibroso? Los clientes exigen mucho. Algunos aguacates salen malos pero no es culpa mía. Estoy pensando cambiar de producto en cuanto termine de vender estos cuatro que me quedan. Voy a vender accesorios de celulares. En estos días parece que todo el mundo los necesita y no se dañan, no maduran, ni salen fibrosos. El lunes comienzo mi nueva vida, no más problemas con marchantes. Cambia tú también Juan. Necesito a alguien que cubra las otras bocas de la esquina. Moreno le explicó todo el negocio, buenos márgenes, no se dañan, mucha demanda. Dejaba más que vender pingüinitos. Cuando la lluvia paró, ambos hombres salieron a vender, pero Juan ya no era el mismo. No paraba de oír las palabras de Moreno y una voz de muy adentro le repetía: Tú sí sabes de aguacate, cuando están maduros, cuando tienen fibras. Tú echaste los dientes en eso. Nadie sabe más de eso que tú. Nadie.
CAPÍTULO 2 LA GRAN DECISIÓN. ELIGIENDO OPORTUNIDADES
Esa noche cuando Juan llegó a la casa de Ramón, donde se estaba quedando, y después de comerse unos plátanos verdes fritos con aguacate y salami, se puso a analizar la situación. Aunque estaba ganando más o menos bien, no tenía para traer a su familia del campo. Necesitaba más dinero. Él pensaba: María es una señorita y quiere ir a la universidad, no puedo buscar una casita en cualquier hoyo. Tengo que buscar la forma de hacer más dinero. Ahora que Moreno va a dejar de vender aguacates es mi oportunidad. Una extraña sensación inundaba su cuerpo y su mente. Con papel y lápiz en mano, calculó cuánto podía ganar vendiendo aguacates. Sumó y restó, y los números le parecieron atractivos. Podía ganar el doble de lo que ganaba ahora. Bueno, vendiendo hasta los domingos por la mañana. Era un riesgo y tenía que esforzarse, pero podría ganar el dinero que necesitaba para alquilar la casita frente a la de Ramón, para traer a su familia del campo. Por otro lado, tenía una oferta de la distribuidora de pingüinitos. Aunque no tenía fecha todavía, el hombre de la corbata morada le había ofrecido una posición en el almacén. Era una promoción, pero al final iba a ganar casi igual porque se echaba en los bolsillos una buena comisión, más el bono por resultados de ventas. Tenía la ventaja de que era en un lugar más tranquilo y cómodo, menos riesgoso. Ramón lo veía como una posición de mayor nivel. Esta posición en el almacén ofrecía la posibilidad de seguir escalando a otros puestos, pero eso siempre llevaba tiempo. Era la opción más segura, pero también la de más lento crecimiento de ingresos. Juan conocía el trabajo de almacén porque lo desempeñó en la finca. Exigía ser organizado, escribir bien y saber de números. No tenía problemas con ningún requerimiento; es más, era bueno en todos. La oferta de Moreno completaba la tripleta que Juan sorteaba en su cabeza. Buscó su cuaderno y escribió su objetivo: ganar más dinero para alquilar la casa de en frente y traer la familia del campo, y pagar la universidad a María, con todo y pasaje, que estaba muy caro. Su cerebro parecía resonar al analizar las alternativas: ―¿Cuánto me puede dejar cada trabajo? ―¿Con cuál puedo crecer más? ―¿Cuál es menos competido? ―¿Cuál me ofrece más seguridad? ―¿Cómo varían las ventas en el año? ―¿Hay días buenos y días malos? ¿Por qué? Por otra parte: ―¿Cuál yo conozco más que los demás? ―¿En cuál me puedo destacar? ―¿Por qué me comprarán a mí y no a otro vendedor? Con la cabeza al explotarle, Juan buscaba una respuesta, pero solamente tenía más y más preguntas. Para empezar, los ingresos de las tres alternativas eran casi iguales, aunque no sabía cuánto podía crecer el negocio de venta de accesorios de celulares. Las ventas de audífonos para los
celulares estaban en crecimiento con la nueva ley que prohíbe hablar con el teléfono en las manos mientras se maneja un vehículo de motor, y el ataque de los AMET; es decir, los agentes de la Autoridad Metropolitana de Transporte. Había visto a otros vendiendo accesorios y parecía que les iba bien. Moreno decía que era muy rentable y que lo difícil era saber vender en las esquinas, y de eso sabían ellos. Moreno quería que Juan le hiciera el dúo para que no se metiera otra persona que luego quisiera inventar con su parte de la esquina. Finalmente, estaba la oportunidad de quedarse con el mercado de ventas de aguacates que dejaba Moreno. Juan repasaba en su mente con el cuidado de un cirujano: es un producto complicado, perecedero, que hay que tratarlo con mucha delicadeza. Los márgenes son buenos, y pueden ser mejores si se consigue un buen suplidor en el mercado y se compran cantidades mayores, incluso directamente del campo. Es un producto de estación, que a veces escasea o se pone muy caro. Aunque los dominicanos comen aguacate cualquier día y de todas formas, las ventas se disparan los días de lluvia, cuando son buscados para acompañar un buen sancocho. Lo más complejo son las quejas de los clientes: que no está maduro, que salió muy blandito, que estaba fibroso. Esas mismas quejas alejaron a Moreno del negocio. Sin embargo, si hay algo en el mundo que yo conozco es de aguacates. Puedo seleccionarlos para que no salgan fibrosos y que maduren bien. Sé cuando un aguacate está maduro y cuándo necesita un día o un par de días más. Estoy seguro de que los clientes no se quejarán de mis aguacates; de que puedo conseguir un mejor precio en el mercado, y luego comprar directamente de alguna finca; de que nadie puede vender aguacates mejor que yo. Este último pensamiento terminó de decidir a Juan, quien salió en busca de su compadre. Ramón estaba en la esquina, jugando dominó. Esperaba su turno cuando Juan llegó, lo haló por el brazo, y le dijo: ―Compadre, tenemos que hablar. Los dos hombres hicieron un aparte y Juan le explicó todo el análisis que había realizado, y su gran decisión. Ramón se limitó a decirle: ―Compadre, usted es un hombre serio e inteligente, en lo que usted se meta, yo lo apoyo. ―Gracias, compadre. Sin usted no estaría aquí. Yo tengo que buscar la vía para mantener una familia que está en pleno crecimiento. Usted ya tiene lo suyo resuelto. Solamente tiene que esperar a que le salga la residencia y pa’ los países. ―No es tan fácil, así como usted lo pone. Mi hijo está fajado allá en una bodega día y noche. ¡Y es fácil! El que no se faja en Nueva York, no echa pa’lante. Me dicen que se gana dinero, pero hay que trabajar mucho, que la gente siempre anda a mil. ―Yo estoy muy contento por usted, pero no le escondo que lo voy a extrañar. Acordaron ir temprano en la mañana al mercado de la Duarte a visitar a un señor que vendía aguacates, y que algunas veces compraba los aguacates de la finca del difunto don José. Todavía el gallo del vecino no había cantado cuando los compadres partían para el mercado. Estaban asomando las primeras luces cuando llegaron y alcanzaron a ver a don Pedro que llegaba a su negocio. ―Buenos días, don Pedro, ―saludó Juan. ―¡Oh, muchacho!, ¿qué haces por aquí? ―respondió don Pedro, saltando una pila de aguacates y estrechando la mano de Juan―. Cuánto tiempo sin verte. Lamenté mucho la muerte de don José y pregunté por ti, pero no me supieron decir qué estabas haciendo.
―Bueno, don Pedro, como usted sabe, los hijos de don José vendieron la finca y tuve que venir a la capital a trabajar vendiendo esquimalitos en una esquina. Mi compadre Ramón me consiguió ese trabajito, ¿usted se acuerda de él? ―Sí, claro, Ramón trabajaba contigo en la finca. Al principio no lo reconocí con esa gorra. Hola, Ramón. ―Buenos días, don Pedro. ―Bueno, como le decía, estoy pensando dejar el trabajo para vender aguacates ―prosiguió Juan―. No es mucho, pero he visto que los vendedores no saben de eso y entiendo que puedo ganarme unos chelitos en algo que sé hacer. Todo va a depender de los precios que usted me dé y de la calidad de los productos que pueda conseguir. Si no es mucho pedir, me gustaría tener una cuenta abierta para poder evolucionar. ―Tú sabes que puedes contar conmigo ―comentó don Pedro―. Si alguien sabe de aguacates eres tú. Pero ten cuidado, que mucha gente ha quebrado en ese negocio. Lamentablemente no puedo fiar mucho, solamente unos días, pero te puedo dar un buen precio. ―Muchas gracias, don Pedro, por su ofrecimiento y por sus consejos ―respondió Juan―. ¿Le puedo pedir algo más? ―Sí, claro, lo que quieras ―respondió don Pedro, al mismo tiempo que acercaba una silla. ―Yo quiero seleccionar mis aguacates. Usted sabe que yo hablo con ellos. Juan se llevó un aguacate al oído y comenzó a murmurar unas palabras sin sentido. ―Por mí puedes bailar con ellos, lo que no te dejaré hacer es seleccionar los grandes solamente ―dijo don Pedro, parándose de la silla―. Tú sabes que hay que coger grandes y pequeños. ―No se preocupe ―asintió Juan―. Usted sabe que no es en el tamaño donde está el secreto. Se pusieron de acuerdo en el precio, el monto del crédito, y Juan seleccionó su primera partida de aguacates. A la mañana siguiente, Juan salió corriendo para no llegar tarde al centro de los pingüinos. Anunció su renuncia y salió a vender pingüinitos por última vez. Pasó el día pensando en cómo iba a vender sus aguacates. Vio a Moreno repleto de antenas, cargadores y demás accesorios de celulares y le contó sobre su decisión. Moreno se encogió de hombros y le preguntó si estaba loco. Al otro día, Juan llegó bien temprano a la esquina, cargado con los aguacates que había seleccionado. Maduros, medio maduros, y verdes. Los guardó detrás de una verjita y se llevó seis para la calle, cuatro maduros para comer el mismo día y dos verdes para el día siguiente. Y así comenzó su jornada. ―Buenos días, marchante, déme un aguacate para la comida de hoy ―solicitó una señora que pasaba por la acera. ―Tome éste, doña, que está madurito ―respondió Juan con una sonrisa a flor de labios. ―¿Seguro? ―preguntó la doña―. Ustedes siempre están diciendo que están maduros y cuando uno los parte saben amargo, están duros o dañados. ―No, mi doña, yo sé de aguacates y éste está garantizado. Si le sale malo me lo trae y se lo cambio. No hay problema, disfrútelo, mi nombre es Juan. Fue su primera venta. Juan estaba feliz. En una ola que dejaba el tránsito, calle al medio, se dispuso a vender. ―¡Hey, aguacatero, ven acá! ―gritó un hombre que iba en una voladora de las que viajan a Baní―. Dame uno para ahora mismo, que me lo voy a comer con unos panes de agua que tengo aquí.
―Ahora mismo, tome éste que está en su punto para comer con pan de agua. La mañana había estado un poco floja porque estaba lloviznando. Era cerca del medio día cuando comenzó a caer un fuerte aguacero. Juan seguía calle al medio con sus aguacates en las manos, toreando carros, y de pronto la venta comenzó a picar. La gente que iba a comer a su casa al mediodía quería llevarse un aguacate maduro para el sancocho que le aguardaba. Se le acabaron los maduros y una doña por poco le da con la sombrilla para que le vendiera uno, pero Juan le explicó que ese estaba verde, que se le habían acabado los que se podían comer hoy. Luego, aunque cayeron las ventas, siguió vendiendo hasta entrada la tarde, diciéndoles a los clientes que sólo tenía aguacates para mañana, que no estaban listo para hoy. ¡Qué día!, se dijo al llegar a su casa. Dejó los aguacates al sereno en una caja, y calculó cuántos tenía que comprar en el mercado para el día siguiente. Algunos estarían listos para mañana y si seguía lloviendo, la venta aumentaría, por eso necesitaba mayor cantidad maduros, y también unos cuantos verdes. Al otro día paró de llover y la venta no fue buena. Juan no sabía qué hacer con tantos aguacates maduros. Este negocio puede ser más complicado de lo que pensé. A las diez de la mañana del siguiente día llegó una doña en una yipeta, una todo terreno blanca, y preguntó si tenía quince aguacates bien maduros, blanditos. La señora organizaba una cena mejicana y necesitaba hacer guacamole. Juan le vendió todos los aguacates maduros que le quedaron del día anterior, mientras pensaba: Dios protege al inocente. Nunca antes había oído hablar de guacamole, pero le gustó de primera impresión. Asi que muchos aguacates bien maduros. En un momento en que se cruzó con Moreno le preguntó qué era aquello del guacamole. Es como un puré de aguacate, le explicó, y los mejicanos lo comen con tortillas de maíz duras o blandas. Le indicó un restaurante cercano donde podía verlo con sus propios ojos. ¡Qué extraordinario!, tantos años bregando con aguacate y no sabía que los majaban. ¿Qué otras cosas harán los ricos con los aguacates aquí en la capital?, se preguntó. Desde ese día, Juan preguntaba a sus clientes cómo comerían sus aguacates. De ellos escuchaba muchas respuestas: ―Aguacates para comer con pan, con fritos, con mangú, con yuca o casabe. ―Aguacates para hacer ensalada verde, con salsa agria o gourmet. ―Aguacates para sancocho, cocido u otras sopas. ―Aguacates para guacamole, o para comer con tacos o nachos. Ya no bastaba con aguacates para hoy, para mañana o para madurar. Los consumidores eran exigentes y querían aguacates de todas formas, para cada una de sus comidas, para cada ocasión. Juan estaba feliz, estaba aprendiendo y el negocio mejoraba. Ya había ahorrado para pagar los depósitos del alquiler de la casita del frente. Llamó a Esperanza y le dio la buena noticia. Él iba a llegar al campo el sábado tarde en la noche, pues iba a salir como a las siete de la parada del Nueve y Medio. La mudanza la iban a traer al otro día en el camioncito de Julián, un amigo que venía a buscar una maquinaria a la capital. Todos en la casa saltaron de alegría al saber la noticia, esperaron despiertos a su querido Juan. Juan debía completar los trámites de la venta de la casita y la finquita del campo. Esperanza y sus hijos se habían mantenido todos estos meses, en parte, con el dinero que le habían avanzado de la venta. El resto serviría para comprar camas nuevas, una nevera y otros muebles que no estaban en condiciones de viajar a la capital. No pasó ni cerca de la finca que era propiedad de don José. Trató
de no dejarse ver de sus amigos y ex compañeros de trabajo pues no tenía nada bueno que contarles. Y así partieron hacia la capital. Juan y Juanito iban detrás, entre los trastes, atesando cuerdas y cuidando de no perder los pocos muebles que habían quedado. Esperanza, Maria y José se apeñuscaron con Julián en el sillón delantero. Con sentimientos de pesar y alegría, salieron del campo que les vio nacer, a lo mejor para nunca jamás volver.
CAPÍTULO 3 ¿PARA QUÉ SIRVEN LOS NOMBRES?
El negocio seguía creciendo. Los clientes estaban contentos con los aguacates que Juan les vendía, y repetían sus compras. María había empezado la universidad, y los muchachos, la escuela. La familia estaba unida de nuevo, gracias a los benditos aguacates y a la capacidad de Juan de conocerlos por dentro. Ese día Juan llevó más aguacates que nunca. El noticiero de la noche anterior pronosticaba un 70% de probabilidades de lluvia para cerca del mediodía. Era un día de sancocho. Las ventas habían iniciado bien con los clientes del barrio que compraban al regresar del supermercado. Sin embargo, a eso de las diez de la mañana se nubló y no fue de lluvia. Juan oyó una voz que lo llamaba desde una yipeta blanca estacionada al costado de la avenida. Era una de sus mejores clientas. Juan hizo un movimiento rápido para torear a unos carros y llegar hasta la yipeta. ―Hola, mi doña, ¿en qué puedo servirle? ―saludó Juan haciendo equilibrio con ocho aguacates en las manos y todavía sofocado con el brinco que había dado. ―Bueno, no muy bien ―respondió la doña con cara de amargura―. Da la vuelta y ven a ver como salieron los aguacates que mandé a comprar ayer. Están en esa caja. No pude hacer mi famosa ensalada de aguacates, y la cena no fue igual. Juan se movió al otro lado de la yipeta y vio un reguero de aguacates que estaban en la caja partidos en dos. Abrió la puerta y examinó los aguacates detenidamente uno por uno y, finalmente, balbuceó con cara de preocupación: ―Perdóneme, mi doña, pero ¿dónde compraron estos aguacates? Todavía están verdes y ni siquiera están llenos. No me los compraron a mí. Yo no los vendo así, mejor dejo de vender. ―Aquí ―reclamó la doña―. Como acostumbro, mandé a mi chofer ayer. Él me dejó en el salón y vino a comprar los aguacates aquí. Él me lo confirmó. ―Excúseme, doña, yo no recuerdo haber visto su yipeta ayer por aquí. Cuidado si su chofer le compró al vendedor del otro lado de la esquina. Ya me ha pasado otras veces con los choferes que vienen a la esquina y le compran al otro vendedor. Por favor, pregúntele a su chofer si fue a mí, a Juan, a quien él le compró. ―Bueno, mi chofer hoy anda con el señor para el aeropuerto. Mañana venimos para que me devuelvas todo mi dinero. Quédate con la caja y anota que fueron doce aguacates. ―Usted sabe que yo le cambio cualquier aguacate que salga dañado, y que nunca antes le habían salido verdes o dañados. Mis aguacates están garantizados, más con usted que la conozco. Llévese estos dos mientras tanto que están buenos para un sancochito. Cuando usted venga con su chofer arreglamos la cuenta. Comenzó a llover y la gente a pedir aguacates. Los aguacates maduros se terminaron temprano. Había superado los niveles de ventas anteriores. Juan estaba contento, aunque preocupado por los aguacates de la doña de la yipeta blanca. Lo mismo le había pasado con otra señora hacía unos días. Esta situación estaba pasando con mucha frecuencia y él no sabía qué hacer para solucionarla. Llegó a la casa temprano, mojado de arriba abajo. Saludó a su mujer y cogió agua, la puso a calentar y se dio un buen baño. Después se puso a registrar las cuentas en su agenda, hasta que
Esperanza anunció que la cena estaba lista. Todos se sentaron a la mesa rápidamente, pues el olor a yuca con cebolla llenaba toda la casa. Como era su costumbre, Esperanza preguntó cómo había estado el día. ―Hoy se vendió más que nunca ―contestó Juan―, aunque estoy preocupado porque no me gustó un incidente que ocurrió con una de mis mejores clientas. Juan contó la historia completa, mientras todos escuchaban muy atentos. Todos se quedaron callados, nadie se atrevía a decir una palabra. Pasaron unos segundos eternos, hasta que María rompió el silencio, y preguntó: ―Papá, ¿esto ha ocurrido anteriormente? ―Sí, en otra ocasión una señora me dijo que había enviado a su chofer desde Arroyo Hondo a comprar unos aguacates a mi esquina y el chofer le llevó unos aguacates podridos. No sé que hacer. Yo sé de aguacates, pero no puedo controlar a los demás vendedores que, por ganarse unos cheles, venden cualquier cosa. ―¿Esto pasaba cuando vendías pingüinitos, papá? ―volvió a preguntar María con cara de detective tras la pista, sin todavía tener una respuesta. ―¿Y qué tiene que ver eso con el día de las madres?― inquirió Juanito sarcásticamente―. Son dos cosas diferentes, papá vende aguacates ahora, no esquimalitos. ¿Todavía no te has dado cuenta? ―¡Juanito, déjate de necedades y permite que tu hermana hable! ―reclamó Juan que presentía una solución a su problema―. La pregunta es muy buena, déjame pensar. No recuerdo que eso me haya pasado. Los pingüinitos tienen un empaque que dice claramente el nombre, y los vendedores están vestidos de los colores de la empresa con el nombre grabado en el frente y la espalda. ―¡Eso es, papá! ―exclamó María―. A ellos no les pasa porque sus productos y sus vendedores están claramente identificados. Si una persona manda a otra a comprar pingüinitos, no pueden comprar un esquimalito cualquiera porque el nombre está en la envoltura. Y si la persona llega a una esquina, se da cuenta de una vez cuál es el vendedor de pingüinitos por el uniforme. ―¡Sí!, tienes razón María ―respondió Juan visiblemente emocionado. ―Tú sí eres una muchacha inteligente ―comentó Esperanza llena de orgullo―. Ahora veo los frutos de las horas que pasaste leyendo esos libros de mercadeo, y de la lucha que pasaba tu papá escarbando en los puestos de libros usados en sus viajes a la capital. Juan no se atrevía a entrar a la casa sin traerte por lo menos uno de los libros que habías encargado. Con un cuadre de burócrata en televisión, y con las alas abiertas completamente, María inició su cátedra, no sin antes decirle a Juanito con los ojos “aquí la que sabe soy yo”: ―Hace unos días leí un libro sobre marcas que me prestó una amiga. Una marca es el nombre distintivo que se le da a un producto o servicio para distinguirlo de los demás. Son como los nombres de las personas. Imagínate si aquí no tuviéramos nombres el lío que se te armaría para llamarnos de manera individual. ―Sí, ahora hasta el arroz tiene marca ―comentó Esperanza―. Se pasan el día entero por la televisión y la radio repitiéndole la marca para que se le meta a uno entre ceja y ceja. ―Las marcas ayudan a los consumidores a reconocer los productos que prefieren para volverlos a comprar ―prosiguió María con su conferencia magistral, torciendo la boca hacia un lado y arreglándose el pelo detrás del cuello―. Y así los consumidores desarrollan una lealtad hacia diferentes marcas. ―Eso es cosa de libros, María ―argumentó Juan―. No estamos en la universidad, sino
vendiendo en una esquina. Los dominicanos compran el producto más barato y no son fieles a nadie. Dímelo a mí que paso el día vendiendo en el triángulo de la riqueza y me viven regateando. Mientras más grande es el carro, más gritón es el cliente. ―Perdóneme, papá, pero yo creo que los dominicanos son leales a muchas marcas ―respingó María―. Para muestra, un botón: Presidente, Café Santo Domingo, Rica, Induveca. Todos comenzaron a gritar al mismo tiempo, recordando las marcas preferidas o las más sonadas. ―¡Ya, ya! Cállense que ésta es una conversación seria ―exclamó Juan con voz de papá―. Esos son productos hechos en fábricas y yo vendo aguacate. Juanito vio la oportunidad de sobresalir después de la vergüenza que le había hecho pasar María. Se paró de un brinco y exclamó: ―¡Yo he visto frutas con nombres! ¡Con marcas! Las manzanas traen una etiqueta y los guineos del supermercado también tienen. ―¡Es verdad! ―asintió María―. Choca los cinco, la sacaste por los cuatrocientos, Juanito. ¿Quién lo diría? ―¡Ay!, se me pasa la novela ―gritó Esperanza. La novela Megadivas estaba en su apogeo. Esperanza y sus hijos fueron a verla. Juan se quedó pensando en las palabras de María y Juanito. Una marca, un uniforme. ¿Y qué nombre le pondremos? Todo el mundo me conoce como Juan y los aguacates de Juan. Puedo ponerle: Aguacates Sabrosos, Cien por Cien, Moca, Cibao, Monte Verde… no me gustan. ¿De qué color será el uniforme? ¿Verde? ¿Y qué se yo? Y siguió dándole vueltas al asunto. Esa noche Juan no pudo dormir. El apagón fue demasiado largo. Con el abanico apagado, el calor del verano se apoderó de la habitación y los mosquitos atacaron sin piedad. Esperanza pudo dormir algo gracias a la brisita de la madrugada, pero Juan se quedó despierto hasta que salieron los primeros rayos del sol. Saltó de la cama y se bañó con agua bien fría. Cuando salió de la habitación, vestido para ir a trabajar, le dio el olorcito a café recién colado y se fue volando a la cocina como el pato de los muñequitos. ―Buenos días, vieja ―saludó Juan a su mujer, dándole un beso en la mejilla―. Anoche no dormí nada. ¡Cuánto calor! ―Sí, yo te sentí. Con tantas vueltas tampoco me dejaste dormir a mí. Bébete este cafecito con leche y espera que estén las empanadas que estoy friendo. Te tengo una especial para ver si te gusta. Esa luz va a acabar con la existencia de uno, y lo cara que está. Desde que nos pusieron el contador la factura no para de subir y cada vez hay más apagones. Yo no entiendo y no sé qué hacer. ―Vieja, este país es así. Deja de quejarte que el domingo te traigo dos baterías nuevas para que veas tu novela y que no se apaguen los abanicos a mitad de la noche. Cuando María se levante dile que al salir de la universidad, en la tardecita, pase por la esquina. Quiero hablar con ella del asunto de la marca. Esa muchachita salió a la abuela Chencha, es inteligente, organizada y trabajadora. Juan tomó una empanada y le dio una mordida. ―Vieja, ¿y qué le pusiste a ésta? ¡Umm! Sabe a bacalao con unos pedacitos de… ¡aguacate! ―exclamó Juan, dando un salto de emoción. Esperanza buscaba un dinero adicional friendo empanadas para el desayuno y la cena. Las vendía en la casa y Juanito las llevaba a varias cafeterías que quedaban camino de la escuela. En las tardes sacaba una mecedora a la galería de la casa y se sentaba a vender una bandeja llena que cubría cuidadosamente con un mantelito. Juan finalmente terminó de comer, se puso de pie y fue al baño a cepillarse los dientes. Cuando
tomó la pasta, sacudió la cabeza y soltó un grito: ―¡Colgate! ¡Nos faltó Colgate! Hizo tanta bulla que Esperanza fue corriendo y le preguntó: ―¿Qué te pasa, Juan? ―Nada, mujer, que nos faltó Colgate. ―Salió del baño y le dio un fuerte abrazo―. Adiós mi amor, me voy que hoy es viernes día quince, hay dinero en la calle, y yo tengo muchos aguacates maduros. Juan llegó a la esquina con más ánimo que nunca, se trepó en una ola de vehículos y, entre toreo y toreo, pensaba en diferentes nombres para su producto y en las tareas que debía realizar: Voy a mandar a preparar una etiqueta como las que tienen las manzanas y me voy a preparar un disfraz, digo…, un uniforme de aguacate. Pero tiene que ser fresco porque hace mucho calor en esta esquina corriendo de un lado para otro. Me moría del calor vestido de pingüino. Juan solamente salió de su mundo cuando oyó la bocina de la yipeta blanca. Un chofer flaco y largo, con cuadre de ex militar, iba manejando. La doña estaba sentada en el sillón de atrás. Ambos vidrios del lado del chofer bajaron suavemente y Juan oyó la voz de la doña que interrogaba al chofer. ―¿Este fue el hombre que te vendió los aguacates que salieron malos el día de la cena? ―No, doña ―contestó el chofer, después de mirar a Juan de arriba a abajo, con esa mirada de sargento que parecía penetrar la piel―. Yo se los compré a un hombrecito chiquito y gordito al otro lado de la calle. Usted me dijo que viniera a la Lincoln con 27 de Febrero. ―Entonces no fuiste tú quien vendió los aguacates dañados ―comentó la doña, con cara de alivio―. ¡Qué bueno!, porque necesito quince aguacates para una cena de esta noche y hoy sí que no puedo fallar con mi famosa ensalada. Búscame los mejores aguacates que tengas. Estás en deuda conmigo. ―Mi doña, ahora mismo voy a seleccionarlos. Aguacates de primera. Juan fue a su caja y buscó los mejores aguacates. Eran los más bonitos y buenos, tanto por fuera como por dentro. Los iba besando cada vez que seleccionaba uno y les decía en voz baja: Mis hijos, ya saben, salgan buenos que esa es mi mejor clienta. No me defrauden que mi familia depende de ustedes. Los colocó en una cajita y se los llevó a la doña. ―Doña, aquí le traigo los mejores aguacates. Usted va a ver que no va a tener problemas, y que su ensalada va a quedar riquísima. ―Gracias, Juan, ¿cuánto es? ―preguntó la doña con la vista fija en los aguacates―. Recuérdate de los dos de ayer. Y mira a ver qué haces para que los choferes te distingan. Tú sabes que a una amiga mía le pasó lo mismo que a mí, y no te ha vuelto a comprar. Ella vive en Arroyo Hondo y mandó a su chofer a comprar diez aguacates para preparar guacamole y le salieron podridos. ¡Qué vergüenza me hiciste pasar! ―Yo no sé qué pasó ahí, mi doña, pero usted puede estar segura que mis aguacates están garantizados. Dígale a su amiga que vuelva por la 27 de Febrero y pregunte por Juan. ―Doña, eso fue que lo compraron por ahí ―sugirió el chofer con una voz ronca y gutural―. Yo conozco ese chofer, y es muy haragán. De seguro lo compró en la primera esquina donde encontró un vendedor de aguacates. ¡Y es fácil!, salir de Arroyo Hondo III a la Lincoln con 27. Eso lo hago yo que fui militar, y soy un hombre disciplinado. Juan asintió con la cabeza, le dijo que los aguacates del día anterior iban por la casa y cuánto
sumaba la cuenta. La doña, agradecida, le dejó una buena propina. ―No se apure, doña, que ese caso lo tenemos, como dice el hombre en la televisión. Pronto usted, sus amigas y los demás clientes no tendrán ninguna confusión al comprar mis aguacates. Ni los otros vendedores podrán confundir a los choferes, ni los choferes podrán hacerle cuentos de que vinieron hasta aquí. No se apure, apueste a mí, que no la voy a defraudar, no va a quedar mal. Juan vio a María, que iba subiendo la cuesta de la Lincoln, y le hizo señas con los brazos. Todavía le quedaban unos cuantos aguacates y, a la salida del trabajo, muchas personas compraban para la cena. María saludó a su papá y recogió los ocho aguacates que quedaban en el piso, y salió a vender entre los carros que se apiñaban al detenerse el tránsito. María ayudaba a su papá cuando salía temprano, y era una vendedora excelente. Sabía torear carros y devolver con una mano. Lo único que no le gustaba eran los piropos de los pasajeros y los peatones. No había pisado la calle cuando un chofer de un carro público, que se caía a pedazos y dejaba una estela de humo negro a su paso, le vociferó: ―¿Y quién no come aguacate con una mami así? ―¡Mira qué receta! ―gritó un ayudante de un camión que iba en el carril de al lado―. Una muñequita así me la recetó el médico ayer para curarme este cáncer en el centro del amor. María ya estaba acostumbrada y no les hacía caso. Vendió sus aguacates en un dos por tres, y fue a reunirse con Juan que también había terminado de vender y estaba guardando los aguacates verdes que quedaron para el día siguiente. María escuchó la historia de la yipeta blanca con lujo de detalles. Juan había pasado el día desesperado por contarle a su hija. El problema de los supuestos aguacates dañados estaba ahuyentando clientes, aunque Juan no tuviera la culpa. Por eso tenían que desarrollar la marca urgentemente, y para empezar sugirió que entraran al supermercado para ver bien las que llevan las manzanas y los guineos. Entraron y se dirigieron a la sección de frutas y vegetales. En silencio, examinaron las marcas, compraron algunas frutas para tener muestras de los sellos, y salieron a esperar la guagua para volver a la casa. ―Fíjate, papá, cómo le ponen un sellito con el nombre. Hay que quitárselo con las uñas. Es un sellito autoadhesivo, fuerte y resistente. ―Sí, sí, mi hija, eso es lo que necesitamos, ¿pero qué nombre le pondremos? Desde anoche vengo dándole vueltas a diferentes nombres, y no sé cuál elegir. ―En cuanto lleguemos a la casa, tomamos papel y lápiz y anotamos los nombres que se nos ocurran a todos, a mamá, a Juan y a José. Yo tengo un amigo en la universidad que estudia publicidad y trabaja como diseñador gráfico. Él nos puede diseñar el logo y la etiqueta, y recomendarnos dónde las pueden imprimir. Durante la cena comentaron a los demás el ejercicio que iban a realizar para anotar los nombres para los aguacates. ―Es como el juego de dominó ―explicó María―. Cada quien dice un nombre cuando llegue su turno, si no tiene ninguno dice “paso” y el otro sigue. No se puede hablar fuera de turno, ni tampoco hacer muecas. Y así comenzó el juego de los nombres: Sabrosos, Cibao, Maduros… paso… La lista comenzó a crecer, pero ninguno parecía ser adecuado. María le preguntó a su papá: ―¿Cómo llaman los clientes a tus aguacates? ―Ellos solamente dicen “aguacates, Juan”.
Y en ese momento, todos dijeron: ¡Aguacates Juan! ¡Aguacates Juan! ¡Aguacates Juan! Ese es el nombre. ―Mañana mismo llamaré a mi amigo y le pediré que nos ayude con la etiqueta ―dijo María―. Ya me la imagino: “Aguacates” en la parte de arriba de la etiqueta ovalada, y “Juan” debajo. Color amarillo para que se destaque con el verde. Una raya en el borde. No sé cuánto nos va a cobrar, pero de seguro no será mucho y a la vez le pregunto por la imprenta. Juan estaba tan contento que se sentó con la familia a ver la novela Megadivas. No le gustaban las novelas, pero secretamente disfrutaba viendo las bellas mujeres con cuerpos de modelo, hechos puramente a mano, por la magia de los cirujanos plásticos. Otra vez la energía eléctrica brilló por su ausencia, y los mosquitos atacaron sin piedad. Juan estuvo despierto hasta la madrugada. Luego, cuando logró conciliar el sueño, lo despertaron los gallos del vecino. Se levantó, desayunó y salió con Juanito. Por casualidad pasaron por donde el sastre Manuel, y Juan le explicó que necesitaba un uniforme para trabajar pero que fuera cómodo, fresco, duradero y encubridor. Le pidió además que tuviera un gran bordado en el frente y la espalda que dijera “Aguacates Juan”. Manuel pensó en diferentes alternativas, hasta que le surgió una idea. Buscó en una pila de revistas viejas y le mostró un uniforme de un restaurante de comida rápida. Era un delantal con grandes bolsillos al frente que servirían para colocar aguacates y el dinero, y una camiseta que tenía serigrafiado o bordado el nombre de la empresa por delante y por detrás. Mostrándole la revista, Manuel le comentó: ―Me gusta este diseño, es práctico y fácil de poner y quitar. Claro, debe ser verde con letras amarillas, en tela de algodón fuerte, y doble costura. ―Está muy bonito y práctico porque se pone por encima de la ropa y, cuando uno termina de trabajar, se lo quita y lo guarda ―comentó Juan, estudiando la foto detenidamente, como si quisiera probarse el delantal―. Aunque me parece que es muy caliente. Me quemaba con los pingüinos, a las dos de la tarde yo quería meterme en la neverita y no trabajar más. Piense en algo más ligero y fresco, que se ponga por encima de la ropa, como este delantal. Juanito estaba cómodamente hojeando unas revistas, sentado en una silla recostada a la pared, como el que no quiere las cosas. De repente se puso de pie: ―¡Ya lo tengo! ¿Qué les parece este chaleco? ―¡Déjame verlo! ―pidió Manuel, arrebatándole la revista de las manos―. ¡Sí, esto puede funcionar! Tiene bolsillos para poner el menudo, aunque no para los aguacates. ―Es fresco, y se quita y se pone con facilidad ―continuó diciendo Juan, que miraba la revista por encima de Manuel y Juanito. ―Se le puede colocar el nombre de la empresa en la espalda y el logo en la parte izquierda delantera ―dijo Manuel―. Un bolsillo grande en el lado derecho de abajo. Lo hacemos en un color verde… verde aguacate, en algodón para que sea fuerte, fresco y lavable. Manuel preparó un presupuesto que revisaron Juan y su hijo. El chaleco también salía económico. Tanto a Juan como a Juanito les gustó mucho el diseño y se llevaron la página de la revista para que María y Esperanza dieran su opinión. Eran parte del equipo, era una decisión en la cual ellos no iban a arriesgarse a fallar. Ellas eran las especialistas en modas y combinaciones de colores, y siempre criticaban las ropas que Juan y Juanito compraban sin ellas. ―Mi hijo, tengo que felicitarte por haber encontrado el chaleco ―comentó Juan, echándole el
brazo a Juanito camino a la tienda de las baterías―. Te vi echado en esa silla y pensé que no estabas en esto, pero me equivoqué. ―Gracias, papá ―le respondió, mirando hacia la acera y agarrando la visera para ajustarse la gorra―. Yo estoy en esto, papi, lo que pasa es que a usted solamente le gustan las ideas de María. Yo estoy en esto… ―No, Juanito, eso no es cierto ―se defendió Juan―. Lo que pasa es que María siempre está atenta a lo que pasa en la casa, el negocio y también a ustedes, sus hermanos. Desde niña ha sido muy madura y estudiosa. Se ha preocupado por trabajar cada vez que ha tenido la oportunidad. En el supermercado de la cooperativa, impulsando productos, en la tienda de celulares. Tú te la pasas oyendo esos reggaetones que nos vuelven locos a tu mamá y a mí, imitando a Daddy Yankee y perdiendo el tiempo con los amigos en el colmadón de la esquina. ―Esa es la música y la ropa que está de moda, papi. Usted es loco con una bachata de las de antes. Y eso no quiere decir que yo no sepa lo que está pasando. Yo también trabajé en el negocio de repuestos de vehículos y hasta los ayude con la computadora. Déme una oportunidad y apueste a mí, que yo soy de los buenos. Ya yo vendo más aguacates que ella cuando voy a la esquina. Usted vio el sábado pasado. Hacía mucho tiempo que Juan no conversaba con su hijo de esta manera. Juanito estaba terminando el bachillerato para entrar a la universidad. Él nunca había sacado buenas notas como María, pero siempre se las ingeniaba para pasar de grado. Él quería estudiar informática, pero su papá lo estaba forzando a estudiar contabilidad aunque de paso tomara unas materias de Informática. Juanito era bueno con la computadora, ayudaba a un joven técnico que se dedicaba a hacer arreglos en una avenida cerca de la casa. Allí, aparte de recibir algún dinero para sus gastos, consiguió armar una computadora personal con piezas de otras ya rechazada, de esas que cambian las empresas porque supuestamente no dan más. Sabía cómo desarmarlas, cambiarles el disco duro, el tablero y todo lo demás. También conocía cómo instalar los programas y utilizar el procesador de palabras y diseño gráfico. Pero su fascinación era preparar cálculos en la hoja electrónica. Dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a jugar con su computadora, mejorándola cada vez que podía. Esperanza apoyaba a Juanito en su elección de carrera, pero Juan no daba su brazo a torcer. Él pensaba que la contabilidad era la carrera de los pobres, porque permite conseguir trabajo rápidamente en cualquier empresa, y siempre repetía unas palabras que le había dicho don José: “Los administradores no saben de contabilidad y por eso siempre hay un desorden en las empresas. Gastan más de lo que ingresan”. Al llegar a la casa, les enseñaron a Esperanza y a María el recorte de la revista. Le explicaron los detalles que habían conversado con Manuel. Madre e hija dieron su visto bueno al chaleco y, como era de esperar, de inmediato comenzaron a discutir sobre los detalles del uniforme. A los pocos días, el diseñador gráfico amigo de María le preparó la etiqueta: amarilla con el borde y las letras verdes. Como les gustó a todos, la enviaron a imprimir inmediatamente. Manuel preparó el uniforme bajo la dirección de Esperanza y María, y afortunadamente quedó muy bien. Juan estaba muy animado con las innovaciones que iba a introducir a su negocio y contaba los días con ansiedad. Su mente no dejaba de trabajar ni un segundo, pensando en su negocio y en el futuro de su familia: Tendré una marca como las grandes empresas. Mi negocito está echando para adelante. Después de que me recupere de estos gastos, voy a aprovechar para hacerle una oferta de compra a la dueña de la casita donde vivimos. También tengo que ir preparándome porque ya
Juanito va a entrar a la universidad.
CAPÍTULO 4 CUALQUIER CAMINO ES BUENO, SI NO SABES PARA DÓNDE VAS
Una semana después Juan llegó a la esquina un poco más tarde de lo acostumbrado. Saludó a los compañeros que ya estaban estirando las piernas en la calle. Juan siguió su rutina diaria, pero este día había algo muy especial en él. Clasificó los aguacates y de una funda sacó un chaleco verde con letras color amarillo tráfico. Se lo puso con cuidado, sacó el dinero que traía, colocó las papeletas en el bolsillo derecho del chaleco y las monedas, en el izquierdo. Metió la mano en la funda de nuevo y sacó una gorra también verde con un logo amarillo ovalado en el frente que decía “Aguacates Juan” en letras verdes. Seleccionó un grupo de aguacates de desayuno, hizo su ritual aguacatero y, con más cuadre que un vaquero de películas, se lanzó calle al medio en una ola que se formaba después de que el tránsito fue detenido por el AMET de turno. Los demás vendedores no tardaron en darse cuenta de la nueva vestimenta de Juan, y armaron tal alboroto que Juan no sabía dónde meterse. ―¡Vaya, Juan, qué buen disfraz! ―le gritó Moreno, desde el otro lado de la calle―. Ahora pareces uno de tus aguacates. ―Parece una cotorra ―dijo el pasajero de una voladora, riéndose, al tiempo que la mitad de los pasajeros se salían por la ventana para ver qué pasaba, y la voladora se inclinaba sobre sus cansados resortes. ―¡Ahora sí nos embromamos! ―exclamó el vendedor de pingüinitos que atendía la esquina―. El hombre aguacate está entre nosotros. Por fin, hay alguien más a quien darle cuerda para que a mí me dejen descansar un poco. Juan no hacía caso a los chistes y se dedicaba en pleno a vender sus aguacates. ―¡Hey!, aguacatero, dame uno para desayunarme con yuca ―gritó un motorista―. Gracias, Juan ―dijo después de seleccionar y pagar su aguacate. La mañana fue intensa. El calor del verano estaba en sus buenas, y la calle parecía estar más ardiente que nunca. Entre comentario y comentario terminó el día. Juan contó el dinero que tenía en los bolsillos del chaleco y lo guardó en el bolsillo del pantalón. Se quitó el chaleco, y lo colocó en una funda. Contó los aguacates que le quedaron y los acomodó para el próximo día. Haciendo cuentas en la mente, se dijo a sí mismo: Hoy se vendió bien, para ser un día normal. Voy a pasar por donde don Pedro en el mercado para comprar más aguacates, no me alcanzan para mañana los que tengo madurando en la casa. Encontró a don Pedro atareado, como de costumbre, clasificando sus aguacates y atendiendo a los clientes. ―¿Cómo estás, Juan? ―saludó, desde que alcanzó a verlo. ―Muy bien, don Pedro. Ya usted sabe, trabajando de sol a sol para mantener a la familia, que todos los días gasta más. ―Sí, es así. Todos los precios están subiendo. Y hablando de precios, vamos a buscar un refresco al colmadito de allí para hablarte de un negocio que me propuso un señor que tiene una finca de aguacates. ―Vamos, don.
―¡Flaco! ―gritó ―, voy a llegar al colmadito, encárgate del puesto. ―Dígame, don Pedro. ―Mira, Juan, yo he visto que cada semana tú compras más, y me han propuesto un mejor precio en los aguacates, si compro por camionada directamente de la finca. Yo tengo el volumen, más ahora que tú me estás comprando; sin embargo, tengo que tener seguridad de que tú seguirás igual porque, como sabes, los aguacates no esperan para madurar y luego podrirse. Puede ser una fórmula para perder dinero. ―Don Pedro, yo solamente le compro a usted, y mis ventas están subiendo semana tras semana. Ahora estoy haciendo algunas cosas nuevas con ayuda de mis hijos que de seguro me ayudarán a subirlas mucho más. Quiero mejorar mis beneficios. Por favor dígame a cuánto va a salir el ciento de aguacate. ―¡Pulpero!, déme dos mabíes bien fríos. ―Ahora mismo, don Pedro ―contestó el dependiente del colmado. ―Ponlo en mi cuenta. Nos vemos luego ―se despidió. Bebieron un largo trago y, con las botellas de vidrio en las manos, caminaron de vuelta al puesto de don Pedro. ―Juan, yo no he echado los números todavía, pero mi idea es que tú compres la mitad del camión y yo la otra mitad. No me malentiendas, yo los guardo aquí, pero tú tienes el compromiso de comprarlos. Yo me gano algo en los tuyos y consigo un mejor margen en los míos. Como a ti te gusta seleccionarlos para que tengan el mismo tamaño, y yo creo que hasta el mismo color, tú vienes a buscarlos. A mí me conviene, pues te vas llevando los maduros. Tú sabes. ―¡Cuidado con esa motocicleta! Se lo va a llevar de un golpe, don Pedro. Don Pedro dio un brinco, se quitó del medio y exclamó con el corazón en la boca: ―Esta gente va acabar con este mercado. Ayer chocaron a una señora y tuvieron que llevarla con una pierna rota al hospital “Darío Contreras”. ―Volviendo a la conversación ―prosiguió Juan mirando para todos lados antes de dar cada paso―. Don Pedro, estamos hablando de un compromiso muy grande. ¿De cuánto dinero se trata? ―No te preocupes por pagarlo todo junto. Yo resuelvo. Tú lo único que tienes que hacer es vender tu parte semanalmente. Y si puedes algo más para ayudarme con la mía. Lo importante es que vamos a conseguir un mejor precio. ―Estoy muy interesado. Como le mencioné, estoy en proceso de ejecutar unas ideas que entiendo van a mejorar las ventas y desde hace tiempo he pensado en buscar otra persona que me ayude, y parece que ya es hora. Déme un tiempito para tirar unos números y evaluar la situación. Es una decisión que tengo que consultar con mi gente y me gustaría pensarla muy bien. ―Bueno, a los negocios no se les puede dar muchas vueltas. Las oportunidades no se dan todos los días. Tengo que darle respuesta al proveedor lo antes posible, no quiero que haga negocio con otro puesto aquí en el mercado. Cuando regresaron al puesto de don Pedro en el mercado, Juan seleccionó los aguacates que se iba a llevar para la casa, pagó parte de la cuenta que tenía pendiente, y ayudó a montar los aguacates en una camioneta pequeña que utilizan para vender plátanos casa por casa y que llaman platanera. Luego se montó en la parte delantera y se despidió de don Pedro y del Flaco. En todo el camino hasta su casa, Juan iba analizando esta nueva oportunidad: Con mejores precios y mejores aguacates, sin duda puedo vender más. Aunque los clientes hace tiempo que no
regatean. Eso ya resulta raro. La gente que me compra a mí lo hace porque sabe que mis aguacates son buenos y están garantizados. Las doñas de las yipetas me compran mucho para sus cenas, y hasta los restaurantes cercanos, si les hace falta, van a buscar aguacates allá. Cuando María o Juanito me ayudan vendemos hasta cincuenta por ciento más. Bueno, eso sucede los mejores días, los días pico. Hace tiempo que María no puede ayudarme. Desde que entró a trabajar en la heladería, no tiene tiempo. Juanito, ahora que está de vacaciones, pudiera darme una mano. Creo que ya tomó las pruebas nacionales. Le pregunto desde que llegue. Le voy a ofrecer una buena comisión por la venta para que pueda ahorrar y cambiar la computadora por una mejor. Con su ayuda entiendo que podemos hacer negocio con don Pedro. Aunque por otro lado, comprometerme a comprar esa cantidad puede ser riesgoso. Estamos apretados económicamente y no tengo un colchón para cubrir pérdidas. Vamos a ver qué dice mi familia. Juan llegó a la casa, desmontó los aguacates y los llevó al almacencito del patio. Saludó, y se dio un baño con el agua tibia del tanque del techo para quitarse el olor a mercado que traía encima, y se sentó a la mesa para cenar junto a su mujer y sus hijos. Esperanza y María terminaban de traer la cena: unos platanitos con bacalao y unos aguacates con aceite por encima. Juan se sirvió y luego los demás atacaron frenéticamente. Esperanza le preguntó a Juan cómo le había ido con su chaleco, y así se desató la conversación. ―Ya tú sabes cómo son esos muchachos, son unos tigueres. Se burlaron de mí de todas formas, pero eso a mí me da lo mismo, ni me va ni me viene. Las ventas fueron buenas, están mejorando cada día. De ahí fui donde don Pedro a buscar más aguacates maduros porque no me quedaban suficientes para mañana. ―Yo me imagino a esos tigueres relajando ―comentó Juanito. ―Hasta los clientes me relajaron ―comentó Juan―. Una voladora por poco se va de lado. Los pasajeros se salían por las ventanas para verme. ¡Qué lío! Pero bueno, basta ya de tonterías. Lo más importante es que don Pedro me propuso un negocio que puede rebajarme los precios de los aguacates, más de un treinta por ciento. Eso sí, tengo que comprometerme a quedarme con la mitad de un camión de aguacates por semana. Estuve haciendo unos cálculos y eso es casi dos veces lo que estamos vendiendo ahora. ―Viejo, yo sé que tú puedes hacerlo, Dios mediante ―dijo Esperanza. ―¡Y es fácil! ―exclamó María―. Eso es mucho aguacate, y es papá solamente. ―¡Hey! ―exclamó Juanito― Yo estoy de vacaciones ahora y me quiero ganar un dinero extra, unos chelitos. Me pongo el otro chaleco y me voy a trabajar contigo mañana temprano, papá. Solamente dime cuánto hay para mí. ―Juanito, tú no puedes hablarle así a tu papá ―reclamó Esperanza―. Tú sabes que todo lo que él gana es para ustedes. Tienes que aceptar lo que te den. ―No, no, Esperanza ―dijo Juan―. Yo venía pensando en eso y le quiero pagar una comisión por aguacate vendido como si fuera un empleado. Yo tengo tiempo dilatando la decisión de buscar una persona y no lo he hecho por miedo a que dañen el negocio. Juanito conoce de aguacates y me puede ayudar mucho si se dedica. Ya veremos cuando comience la universidad qué horario le toca. ―¡Ay!, se me había olvidado ―gritó María―. Me enseñaron la prueba de la etiqueta y se ve chulísima. Me la prometieron para final de la semana, informó María. Juan se paró detrás de la silla, agarrando el espaldar con sus dos manos, y continuó presentando la situación.
―Hay otra cosa en la que venía pensando desde el mercado y quiero saber qué piensan ustedes. Con la reducción en el precio de compra de los aguacates, es posible bajar los precios cinco pesos y de seguro la gente va a comprar más. Pero no sé qué efecto va a tener porque me compran por la calidad de mis aguacates, la garantía y por mi capacidad para ofrecerles el aguacate que necesitan para cada comida. ―Sí, sí, eso se cae de la mata ―murmuró Juanito―. Para eso no hay que ir a la universidad. Menor precio, mayor demanda. Eso me salió en el examen final de Introducción a la Economía. ―No tan rápido, hermanito ―dijo María. No iba a permitir que Juanito se la luciera. Ella siempre trataba de opacar a su hermano menor y por eso le preguntó sarcásticamente: ―¿Has oído decir que lo barato sale caro? A la gente le gustan las cosas buenas, aunque paguen más. Cuenta los toyotas que hay en la calle, los corollas. Son más caros que los demás. Mamá es una que no compra porquería, no hay quien le haga comprar un arroz que no sea La Gaviota. ―Tú con tus teorías siempre quieres llevarme la contraria, María. Todos esos libros te van a dañar la cabeza ―respingó Juanito con las orejas calientes, visiblemente incómodo y alzando la voz. ―He analizado la situación y la verdad es que me canto y me lloro ―prosiguió Juan―. Estoy de acuerdo con Juanito que cuando bajan los precios suben las ventas, pero yo no creo que la gente vaya a comprarme mucho más si bajamos los precios. Además, a mí la gente me compra por la calidad y garantía de mis productos. Las doñas mandan sus choferes de cualquier parte de la capital. Muchos vienen de lejos, con todo y los tapones de vehículos en las calles. Yo creo que el cuello de botella de mis ventas soy yo. Con más personas vendiendo puedo vender más al mismo precio que ahora. Lo importante es que no caiga la calidad. ―Así es, papá ―corroboró María―. Ustedes van a ver, con la etiqueta se le va a acabar a los choferes eso de comprarles a otros vendedores. La pasta Colgate es más cara y se vende más, para los que llevan anotaciones. Si Juanito trabaja contigo pueden duplicar las ventas. ―Antes pensaba que podía subir los precios porque, como dice mi compadre Ramón, yo no vendo aguacates, vendo el placer de comer bien ―comentó Juan―. Yo nunca los he subido porque la comida está muy cara y la gente no tiene para pagar más. ―Depende de como se vea, papá ―argumentó María―. Los demás vendedores piden un precio, pero la mayoría de las veces dan una rebaja o venden los aguacates grandes al precio que tú vendes, pero los pequeños más baratos. Si lo analizamos bien, el precio promedio de los Aguacates Juan es más alto que los demás aguacates. ―Asimismo es, mi hija ―asintió Juan―. También hay que ver que no es lo mismo vender un aguacate que vender diez o quince aguacates juntos para una cena y esos yo los vendo al mismo precio porque mis doñas no buscan precio, quieren calidad. Hasta propina me dan. ―Vaya! ―balbuceó María, haciendo un gesto de asombro. ―Recuerden lo que pasó con la cerveza Bohemia ―intervino Juanito―. Le bajaron cinco pesos y se está vendiendo más que la misma Presidente. La situación está muy difícil y la gente está inventando soluciones de mil maneras. La discusión comenzaba a acalorarse. Esperanza sintió que era momento de intervenir, los miró a todos y con su tono conciliador llamó a la reflexión. ―Yo no sé tanto de negocios como ustedes, pero a mí me gusta lo bueno, aunque pague un poco más. Prefiero comprar donde me atienden bien. Mis empanadas son las más caras del barrio y la gente viene de lejos a buscarlas. Juan, recuerda que los aguacates de la finca del difunto don José se
vendían afuera en dólares, más caros que los demás. Hagan como hacen esas tiendas grandes, que ponen precios buenos para ellos y hacen especiales los días que se vende menos. ―Vieja, tú hablas poco pero bueno ―comentó Juan, tomando de la mano a su querida mujer―. Los mejores días son los días de pago y los de lluvia. Sacando esas condiciones, los martes y miércoles son los más lentos. Podemos bajar los precios esos días para que no se acumulen muchos aguacates maduros. Me parece una muy buena observación. ―Sí, eso puede funcionar ―puntualizó María con un aire de experta en la materia―, pero hay que tener cuidado con relajar los precios. Hay muchas cosas más que se pueden hacer para aumentar las ventas. Con los precios que estás consiguiendo papá, puedes venderle a los restaurantes que están cerca, al mismo precio que ellos compran en el mercado. Esos negocios compran muchos aguacates y al por mayor, se le puede dar un menor precio sin reducir la ganancia de la venta normal. ―¡Vaya, María!, hasta a mí me impresionaste. ¡Chócala ahí! ―voceó Juanito. ―De verdad que esa es una buena idea, María ―comentó Juan, moviendo la cabeza de un lado para otro como en señal de “no”, con la boca apretada―. ¿Y quién va a visitar esos restaurantes, si Juanito y yo tenemos que echar el día en la esquina? No podemos partirnos… ―Si quieres yo me encargo de visitar los restaurantes. Tengo unas horas libres por la mañana antes de que abran la heladería. Soporto ganarme algo más, el sueldito ya no me da, y necesito ahorrar. ―¿Y en qué vas a ir a todos esos restaurantes? ―preguntó Juan ingenuamente, todavía con cara de preocupación―. Están lejos uno de otro y algunos lejos de la ruta de guaguas o carros. En ese momento un silencio total se apoderó del comedor. Todos miraban la mesa fijamente, unos movían las cejas, otros garabateaban con sus dedos en el mantel como haciéndose los locos, como que no habían oído nada. En medio del silencio se oyó una voz que no quería sobresalir, pero que resonó como un avión jet. ―¡Oh! en tu pasola, María ―balbuceó el pequeño José. La calma de la habitación de pronto se transformó en el mismo infierno, como si hubieran dejado caer una bomba incendiaria. ―¿En qué? ―preguntó Juan de forma cortante― ¡Dime que tú no andas en una motocicleta, María! ¡No tú! Nadie se atrevió a contestar la pregunta, y Juan siguió con su rabieta. ―Me lo tenías escondido y tú bien sabes que a mí no me gustan los motores. El tránsito aquí es un desorden y a cualquiera le parten una pierna o peor, lo matan. Tu mamá y yo nos hemos sacrificado mucho para darte ese cuerpazo que tienes para que ahora… ―Papá, yo estaba esperando el momento para decírtelo, ―interrumpió María con una voz del que va a llorar y cortándole los ojos a José―. Fue una oportunidad. Una amiga que se mudó para España, me la dejó para pagársela poco a poco. Está entera. Con el trabajo de la heladería y el horario tan complicado que tengo en la universidad, no tenía tiempo para estudiar. Te prometo que no voy a andar rápido, que no me quitaré el casco protector, que… ―Esperanza, ¿y tú sabías de este asunto? ―preguntó. ―Sí, ella me lo dijo ―respondió Esperanza con cara de jueza―. Yo inmediatamente le expliqué todas las cosas que tú has dicho siempre de andar en esas benditas motocicletas. Le puse claro que yo no la apoyaría y que tenía que conversar contigo, que yo no quería problemas. Juan se paró de la mesa abruptamente y salió de la casa. Tenía la cara colorada, como pasta de
tomate, parecía que botaba humo por las orejas y fuego por los ojos. Solamente se oyó el golpetazo que dio la puerta al cerrar. ―Tú vas a ver José, me la vas a pagar ―gritaba María―. Le voy a contar a papá que tú te vas a jugar para el río Isabela con los tigueritos del barrio. Me la vas a pagar ―continuaba llorando María sin saber qué hacer. Sin ver para dónde iba, Juan caminó hasta la avenida. Cuando llegó a la intersección, se paró y, con las manos en la cabeza, miró al cielo y murmuró: ―¿Qué he hecho yo para merecer esto? Después de un largo rato maldiciendo e implorando, pidiendo perdón por todas las cosas no tan buenas que había hecho desde niño, y recordando que no había sido tan malo, finalmente se devolvió para el barrio. La gente que lo veía hablando solo, se le quedaba mirando y murmuraba. Sin recordar cómo había cruzado las esquinas, regresó al barrio y pasó por el colmadón de la esquina donde, como siempre, estaban jugando dominó, para ver si conversaba con Ramón. ―Ven, siéntate, Juan, que no ha llegado mi frente ―saludó Tiburón―. Tu compadre Ramón no ha llegado todavía. Siéntate a jugar una manito que no tengo frente y Ramón dice que tú sabes tirar fichas. Conoces las reglas con que jugamos aquí, ¿verdad? Hacía tiempo que Juan no jugaba y, aunque comenzaron perdiendo, su compañero y él ganaron seis manos corridas, antes de que llegara Ramón. ―¡Oh!, compadre, qué bueno verlo divirtiéndose por aquí ―comentó Ramón al llegar. ―Hola, Ramón, lo estaba esperando― respondió sin perder de vista su juego. ―Usted lo único que hace es trabajar, trabajar y trabajar ―afirmó Ramón―. Como dicen en gringo, usted es un “workaholic”. ―Usted siempre sale con una palabrita nueva en inglés ―dijo Juan con cara de alivio―. No me diga nada, que cogí un pique con María y salí a despejar la mente, a tomar un airecito. Uno se mata trabajando para que esos… ―¿Con María? ―interrumpió Ramón con voz y cara de asombro―. Pero esa muchacha nunca le ha dado problemas. ―¡Hasta ahora! ―comentó Juan―. ¡Y la bendita muchacha no se ha comprado una pasola! ¡Una pasola! Usted sabe lo que yo odio esos motores… ―¡Compadre, compadre! ―llamó Ramón― Estos muchachos de ahora son así. Hay que dejarlos hacer lo que quieran y pedirle a Dios que no pase nada. Y es con su dinero. No hay nada que hacer. Yo tengo un motor desde hace tiempo y nunca me ha pasado nada. ―La mía tiene una pasola desde hace más de dos años ―comentó Tiburón, mientras barajaba las fichas de dominó―. Una vez sufrió una caída, pero no le pasó nada. Lo importante es que se ponga su casco protector y que ande con cuidado, y despacio. Eso sí, no le permito que llegue después de las once de la noche. Ya es una mujer y, si me pongo a llevarle la contraria, ahorita se casa. Juan se sorprendió al escuchar de boca de Tiburón esas palabras tan sabias. Nunca se imaginó que ese beodo pudiera pensar así, y mucho menos aconsejarlo en un momento como este. Lo tomó como una señal, se sintió mucho mejor y siguió jugando. Ahora se enfrentaba con los mejores del barrio, Ramón y el Mayimbe. El juego se puso bueno. Solamente se oían los golpes de las fichas cuando las estrellaban en la mesa, y los comentarios de los jugadores: ¡Ve a ver si lleva de esos! ¡Capicúa veinticinco! ¡Muchacho y todos esos dientes! ¡Tiene un pollo de seis! La batalla fue dura pero finalmente ganaron Ramón y el Mayimbe.
―Esto es todo para mí. Buenas noches muchachos. Mañana me espera un día duro y tengo que levantarme bien temprano— dijo Juan, poniéndose de pie. Camino de la casa recordó la conversación con su familia, previa al conflicto de la pasola. Habían surgido muy buenas ideas para incrementar las ventas. Juan repasaba los eventos en su mente: Desde que llegue saco mi agenda y las apunto todas para que no se olviden. Antes de darle una respuesta a don Pedro necesito tener un plan para vender esa cantidad de aguacates. Una pasola. ¿A dónde la guardará? ¿Estará en un sitio seguro? Tal vez ni candado tiene. Los buenos son los que tienen un cable, esos sí que no los cortan los ladrones. Juan entró a la casa por la puerta del patio para no encontrarse con nadie. Buscó su agenda y se sentó a la mesa del comedor a escribir el plan para incrementar las ventas, siguiendo las ideas que habían surgido después de la cena. Lápiz en mano comenzó a maquinar su plan y a escribir las ideas principales: Juanito va a cubrir el lado de la Lincoln, yo el de la 27 de Febrero. A lo mejor debería llevar el doble de los aguacates para que haya suficiente para los dos. También tengo que sacar otro uniforme, chaleco y gorra. Le voy a hablar a mi amigo del restaurante mejicano de la Lincoln para ofrecerle los aguacates, y a la pizzería de la Plaza, que tiene un bar de ensaladas. A veces me compran del restaurante del español que está doblando la avenida Pedro Henríquez, y al que va mucha gente a desayunar, frente al parquecito de la Lincoln. · Lo más importante es saber cuánto podemos vender al añadir a Juanito y a los restaurantes. Tenemos tiempo para probar bajando los precios los días más flojos. También puede ser al final de la tarde. Hasta ahora no había tenido capacidad para vender más y no tenía sentido disminuir los precios, pero ahora puede ser que sí. En estos días, debemos probar cuánto podemos incrementar las ventas con la adición de Juanito. Juan se paró a buscar su calculadora para estimar cuántos aguacates podía vender con el nuevo plan y cuánto se podía ganar después de descontar la comisión de Juanito, la de María, incluyendo la gasolina de la pasola de la discordia, y los descuentos. También había que pagarle a Carmito el dueño de la platanerita para repartir los pedidos de los restaurantes. Se sorprendió con el monto que leyó en la pantalla de la calculadora, y una sonrisa pobló toda su cara. Guardó la agenda y la calculadora, y fue a cepillarse los dientes, antes de ir a la cama. Justo antes de meterse en la cama, notó un sobre que descansaba sobre la almohada. Estaba oscuro y no podía leer lo que estaba escrito en el inesperado sobre. Lo tomó en sus manos y caminó a tientas hasta la sala, encendió la luz de la lámpara y se sentó en la mecedora. En la portada del sobre decía: A mí querido padre. Abrió el sobre, sacó una carta y todavía confundido empezó a leer. Querido padre: Te pido perdón desde lo más profundo de mi corazón. En ningún momento pretendí llevarte la contraria y mucho menos incomodarte. Entiendo tu posición y la respeto. Simplemente se me presentó una oportunidad y la aproveché, pensado que así perdería menos tiempo en el transporte, podría dedicar más tiempo a mis estudios o quizás trabajar unas horas adicionales sin pensar en lo que siempre nos has dicho sobre las motocicletas. Tú eres la persona que más admiro en el mundo. Tú eres mi Norte, mi brújula, mi guía, no dejaré que nada ni nadie se interponga en la hermosa relación que tenemos, envidia de mis amigas y amigos. Orgullo que llena mi vida y llevo siempre conmigo. Admiro la forma en que te enfrentaste al destino y rearmaste nuestras vidas, luego de que
vendieron tu amada finca. Y doy gracias a Dios cada día cuando veo los frutos de tu arduo trabajo y nos mantenemos unidos en una familia ejemplar en medio de tanta corrupción, drogas y delincuencia. Disfruto cada segundo en que estamos todos juntos sentados a la mesa y las conversaciones que tenemos sobre el negocio y nuestras vidas. ¿Cómo olvidar las noches de insomnio que pasaste a mi lado cuando me enfermaba? ¿Cómo olvidar los paseos a caballo por la finca y la manera en que cuidabas de los árboles y hablabas con las frutas y las flores? ¿Cómo olvidar las historias que nos contabas en la marquesina de nuestra casita en la colina, la que no puedo sacar de mi mente? Añoro que me leas cuentos, que me cuentes la historia de tu vida, y la historia que has vivido u oído de tus abuelos. Añoro sentarme en tus piernas y que me acurruques en tus brazos como cuando era niña y juntos contemos de nuevo las estrellas del firmamento en una noche despejada con olor a campo. Dime lo que quieres que haga, y eso haré. Tu hija que te quiere y admira. MARÍA DEL CARMEN Las lágrimas inundaron los ojos de Juan. No podía respirar y, al mismo tiempo, sentía una felicidad inexplicable que brotaba de sus entrañas. Lloró por horas, lloró las lágrimas que desde niño había guardado después que le enseñaron que los hombres no lloran. Lloró la pérdida de sus abuelos que lo criaron, de sus padres, a quienes apenas conoció. Lloró a don José, su papá, su mentor. Lloró la pena de perder toda una vida construida a base de mucho sudor. Finalmente, lloró de felicidad por la bendición de tener una familia como la suya y por la dicha de haber reencausado su vida. Con los ojos hinchados, y con un cansancio milenario, finalmente fue a su cama y se quedó profundamente dormido. Durmió como un bebé, con su abanico toda la noche, sin donar sangre a los mosquitos de la vecindad. Y, por primera vez en mucho tiempo, soñó con la finca. Estaba rodeado de matas de aguacate, revisando las hojas y los aguacatitos recién nacidos. Sintió la textura de la tierra negra de Moca en sus manos, su olor y sabor peculiar. Oyó cómo daba órdenes que hacía años no daba: hay que podar estas matas, le hace falta abono, hay que entresacarle…
CAPÍTULO 5 GANAR MÁS O VENDER MÁS, ESE ES EL DILEMA
El día estaba encendido en todo el sentido de la palabra. El sol tenía baterías nuevas y la gente estaba acelerada. El tránsito reflejaba el calor del aire y los choferes estaban más desesperados que de costumbre. Las olas de vendedores ambulantes desafiaban el calor infernal y la tensión del tránsito. Los limpiavidrios humanos tiraban sus paños con más fuerza contra los cristales de los vehículos y tan sólo lograban desatar el furor de los conductores. Los agentes de la AMET se refugiaban a la sombra de una mata y como barracudas atacaban por sorpresa a los conductores que conversaban por sus teléfonos móviles violando las leyes de tránsito. Habían pasado varias semanas desde que Juanito entró a cubrir la Lincoln y sus ventas iban en ascenso. Como se había criado entre los aguacates, sabía distinguirlos; sin embargo, aún le faltaba un no sé qué para igualar a su padre. Estaba ansioso por incrementar sus ventas, no podía contener su espíritu competitivo. Ya había superado los niveles de venta alcanzados por María alguna vez y estaba tras la marca de su padre. Juan había cerrado el negocio con don Pedro y el lunes próximo recibían el primer camioncito de aguacates. Estaba preocupado y su cerebro no dejaba de maquinar, mientras su cuerpo navegaba entre las olas del tránsito. Su personalidad se debatía entre el potencial y el riesgo del negocio: Son muchos aguacates por vender, y somos Juanito y yo solamente. ¿Por qué arriesgarme si el negocio va bien como está? ¿La gente está en olla y no creo que compre más aguacates? Se me van a madurar y los voy a tener que quemar. Por otro lado, Juanito está vendiendo cada vez más. Estamos casi logrando los niveles de ventas requeridos sin hacer especiales los días de menor venta. El aguacate está de moda y continuamente salen artículos en la prensa destacando sus características positivas para la salud. Se ha corrido la voz y el club de doñas adineradas solamente recomienda Aguacates Juan. Parece que María está equivocada. Los contactos que hice con los restaurantes cercanos no fueron tan halagadores como ella pregonaba. A los encargados de los restaurantes les parecía una buena idea, pero decían que tenían que comprobar la calidad de los aguacates y chequear los precios. Ellos le daban poco valor a que se los llevaran a domicilio porque había otros proveedores que lo hacían. Todo estaba por ver. Cuando pensaba en María, instantáneamente recordaba el abrazo de ella esa madrugada después de la gran discusión, como si fuera la escena de una película famosa: él entraba en la habitación con pasos silenciosos y ella se despertaba al sentir su presencia y lo abrazaba. Enlazados y con los ojos vidriosos conversaban sobre la situación de la noche anterior, aclaraban sus sentimientos motivados por el amor que los unía. Era mejor discutir las cosas primero y actuar después, aunque no llegaran a un acuerdo. María prometía comunicarle siempre sus planes, aunque supiera que él se opondría, y Juan prometía respetar las opiniones de María y aceptar que ya era una mujer, aunque ante sus ojos siguiera siendo la niñita de papá. Al final de la escena, Juan se peguntaba: ¿Y cuándo te hiciste una mujer? Sacando partido a una experiencia de trabajo como encuestadora, María preparó una pequeña encuesta para hacer un sondeo y conocer el comportamiento del consumo de aguacates de los
restaurantes. Listó las informaciones que quería conseguir: ―Déjame ver ―pensó María en voz alta―, ¿qué necesitamos saber? 1- Tipo de restaurante y qué venden principalmente. 2- Si compran aguacates. 3- Cantidad comprada por día y semana. 4- Precio de compra. 5- Lugar de compra. 6- Frecuencia de compra. 7- Cómo los compran: maduros o verdes. 8- Cómo maduran los verdes. 9- Cantidad de aguacates que se le dañan. 10- Principales problemas que se presentan con los aguacates. 11- Qué características deben tener los aguacates que prefieren. 12- Cuál piensan que sería la forma perfecta de comprar. 13- Propuesta de nuestra oferta e intención de compra. 14- Generales del restaurante: dirección, teléfono, cantidad de mesas, horario de servicio, nombre del dueño, tiempo de establecido. Después de preparar su lista de preguntas, la ordenó lo mejor que pudo, simulando entrevistas con clientes y siguiendo el orden más lógico de una conversación. Luego hizo un listado de potenciales clientes, utilizando las páginas amarillas: nombre, dirección y teléfono. Con la ayuda de un mapa de la ciudad, clasificó los restaurantes por zonas. Primero incluyó solamente los que quedaban cerca de la esquina y luego, pensó que podía incluir a los establecimientos que estaban localizados en la ruta hacia la esquina, de todas formas pasaba por allí. María decidió visitar un restaurante donde trabajaba una amiga para hacer su primera entrevista. La llamó y acordó una cita para las diez de la mañana. Era un restaurante de carnes que quedaba rumbo a la heladería. Al llegar, estacionó su pasola bien pegada a la pared, le colocó el cable y el candado, y entró por la puerta de la cocina. ―Buenos días, busco a Josefina ―dijo a unos ayudantes de cocina, que afanosamente picaban los ingredientes para sazonar. ―¡Josefina! ―gritó―, ¡te buscan! ―¡Ya voy! ―contestó Josefina, desde la caja del bar. ―Hola, María, ¿cómo estás? Vamos a sentarnos en la barra para que me expliques qué andas buscando. María le explicó el plan que tenía su papá, su interés en conocer el consumo de aguacates del restaurante y que los datos eran confidenciales. ―¿Cuántos aguacates consumen ustedes a la semana? ―preguntó María. ―Es variable, en promedio deben andar entre 500 y 600, depende. Pero aquí salen muchos servicios de aguacate, de filete verde o de cotorra como le dicen los clientes. También se utilizan mucho en las ensaladas y en algunas entradas. ―Son muchos aguacates, ¿y a quién se los compran? ―Generalmente le compran a un vendedor que trae los vegetales y los víveres aunque a veces los adquieren en el supermercado. Todo depende de la temporada. Y los compran para dos días. María anotaba rápidamente en su libreta, a la vez que formulaba nuevas preguntas:
―¿Y los maduran aquí? ―Casi siempre los compran maduros para el mismo día y el resto los maduran aquí. ―¿Tienes una idea de cuánto pagan por unidad? ―¡Claro! Yo soy la mujer de los cuartos. No te tengo que decir que eso varía, pero déjame buscar la factura de la compra de ayer. María leyó el precio y lo comparó con los precios de compra de su papá antes y después del acuerdo. Continuó con las preguntas: ―En un mundo perfecto, ¿cómo quisieran ustedes comprar sus aguacates? ―Bueno… déjame llamar a quien te puede contestar mejor esa pregunta. ―Ella es mi amiga María ―presentó Josefina. ―Encantado, María ―dijo el joven que acababa de entrar, inclinando la cabeza y mirando a María de arriba a bajo con cara de aprobación. Se llamaba Andrés. ―Igualmente ―respondió María, arreglándose el pelo al darse cuenta del interés de Andrés. ―María está haciendo una encuesta sobre el comportamiento de compra de aguacates ―explicó Josefina―, y quiere saber, ¿cómo tú quisieras comprar aguacates? Ya sabes, si fuera un mundo perfecto y todo eso. ―Sí, sí, te entiendo ―asintió Andrés, mirando a María a los ojos con su cara de pícaro―. Quiero que todos estén perfectamente maduros, que no tengan fibras, ni pedazos duros o en mal estado. Deben tener buen sabor porque hay algunos que los clientes dicen que no saben a nada. Ya sabes, grandes o medianos, pero no pequeños, que mantengan el tamaño, para que los servicios siempre sean iguales. Es muy importante que no escaseen nunca. ―Entonces, ¿el precio no es problema? ―preguntó María. ―¡Claro que el precio es importante! ―reclamó Andrés― Tampoco le ganamos una fortuna a un servicio de aguacates. Compramos mucha cantidad y queremos el precio más bajo que podamos conseguir. ―Perdona, pero no me quedó claro ―argumentó María―. ¿Quieren aguacates de calidad o a bajo precio? ―Queremos aguacates de calidad a un precio competitivo ―contestó Andrés―. No me interesa comprar aguacates que me salgan malos porque al final pierdo más, pero tampoco puedo pagar una fortuna. Esto es un negocio y hay que ganar dinero. María sabía que tenía a Andrés comiendo de sus manos y coqueteaba discretamente para obtener sus mejores respuestas. Josefina, que estaba junto a ella, solamente se divertía viendo la cara de Andrés y cómo se dejaba llevar por la belleza de su amiga. En su interior pensaba: Qué estúpidos son los hombres. Ante una cara bonita dicen el mayor secreto del mundo. Y eso que yo creía que Andrés era tímido. ―Entonces, resumiendo ―sugirió María quitándose el pelo de la cara con un movimiento de cabeza―, ¿primero está la calidad y luego el precio? ―Sí, sí, puedes decirlo así― balbuceó Andrés, quien se quedó encantado por la gracia de María. ―Gracias, Andrés ―comentó María en lo que anotaba en su libreta con aire de indiferencia y con esa vocecita que utilizan las mujeres en momentos como ese―. Una última preguntita, ¿cómo maduran los aguacates? ―¡Claro!, todas las que quieras ―contestó Andrés―. Los envolvemos en periódicos. Tú sabes, los aguacates son frutas, no son algo enlatado. A mí me gustaría que fueran como esos productos
totalmente iguales, pero a nuestros clientes le gustan los productos naturales y frescos. María suspiró y se incorporó en el taburete donde estaba sentada, cruzó las piernas para el lado contrario y suavemente se arregló el pelo, preparándose como un torero antes de lanzar su estocada final: ―Mi papá es un aguacatero de más de veinte años de experiencia y ha desarrollado un sistema para seleccionar y madurar los aguacates que es como si los fabricara. Son de la calidad con que sueñas y nosotros podemos traerte aquí, a tu restaurante, los aguacates que necesites todos los días, al mismo precio que compras actualmente. ¿Cuántos te traigo? Andrés sintió el filo de la espada penetrar su piel y seguir su camino hasta el interior de su cuerpo. Trató de defenderse, pero era demasiado tarde. Aunque una parte de su cerebro le decía que no se comprometiera a comprar, la otra entendía que era una muy buena oferta para desechar con los juegos típicos de Negociación 101. Más aún, deseaba demasiado volver a ver a María y gritaba: “Todo lo que tú quieras.” Después de unos segundos de intensa lucha interna entre su yo cordura y su yo aventura, logró un acuerdo y contestó: ―Bueno, me parece interesante tu oferta, me gustaría comprarte, pero tengo que probarlos primero. Tengo que ver los aguacates, comprobar su calidad. No me puedo dar el lujo de fallar. Mis clientes son muy ñoños. ―Entiendo tu posición ―asintió María―, ¿te parece si mañana traigo unas muestras? Así puedes darte cuenta de la calidad de nuestros productos, no hay riesgo. Mañana estoy aquí. ¿A qué hora llegas? ―Llego antes de las nueve de la mañana ―respondió Andrés―. Tráeme las muestras. Ha sido un placer conocerte. Espero verte con más frecuencia. Josefina, ¿dónde la tenías guardada? Las dejo porque tengo mucho que hacer. Te espero mañana. ―Para mí también ha sido un placer conocerte, Andrés. Nos vemos mañana a las nueve y media ―contestó María, mirando cómo Andrés cerraba la puerta de la cocina. ―¡Muchacha! ―exclamó Josefina en voz baja, pero con énfasis, poniéndole la mano en el hombro―. No conocía esa faceta tuya. Eres muy hábil, muy buena vendiendo. ¿Dónde aprendiste? ―¿Tú crees, manita? Lo puedes creer, es la primera vez que salgo a vender de esta manera. He vendido en la esquina, tú sabes, con mi papá, pero algo como esto, jamás. ―Andrés estaba que babeaba. María sonrió y no se dio por aludida. Completó los datos del restaurante, se despidió de su amiga y salió corriendo para la heladería porque se le hacía tarde. Montada en su pasola, defendiéndose de los carros, las guaguas y sus compañeros motociclistas, se felicitaba por lo bien que había salido todo. Resumía los principales hallazgos de su primera entrevista: Compran mucho, son exigentes, quieren aguacates perfectamente madurados y de tamaño estándar, y están dispuestos a pagar el precio de la plaza. Tengo que arreglar varias preguntas que no se entendieron bien, y añadir otras. Esta noche hago los cambios. Mañana le traigo los mejores aguacates. Les van a encantar. Luego iré al restaurante donde trabaja Miguel. Tienen varios locales y allí sí que deben comprar muchos aguacates para combinarlos con mofongo, sancocho, fritos verdes, yuca... Al salir de la universidad no me puedo olvidar de buscar las etiquetas. Estoy loca por verlas y por verle la cara a papá. Mientras tanto, Juan seguía su rutina al pie de la letra, ofreciendo, riendo, devolviendo, manejándose entre el flujo imparable de las olas de vehículos. Cuando tenía un segundo de descanso,
trataba de imaginar a María haciendo encuestas. Sin darse cuenta, la recordó caminando, dando tumbos por el patio, carreteando las gallinas. Con sus ojos grandes y aquellos gestos tan peculiares con los que se comunicaba sin saber aún decir palabras. Luego su afán por aprender a leer, a escribir, por calcular la devuelta cuando hacían la compra en la bodega. El zumbido de vehículos lo despertaba de su sueño y, con energías renovadas, se montaba en la próxima ola. Esa noche María salió tarde de la universidad porque el profesor esperó al final de la clase para explicar los temas que iban al examen final. Se montó en su pasola, se puso el casco protector, la mochila a la espalda, y partió para casa de su amigo, el diseñador gráfico, a buscar las etiquetas. No perdería mucho tiempo ya que la casa del diseñador estaba en la misma ruta que la suya. No le gustaba andar sola tan tarde en la noche a pesar de que había menos tránsito. Estaba desesperada por contarle a su papá y, sobre todo, por estrujarle en la cara a Juanito el éxito de su primera visita. Entró la pasola por el callejón que daba al patio de la casa. En la cocina, encontró a su mamá fregando, y la saludó con un beso. ―Muchachita, qué susto me has dado, no te sentí ―respondió Esperanza sobresaltada y poniéndose las dos manos en el pecho, como agarrando su corazón para que no se liberara de la cárcel en que vivía―. Me van a matar del corazón. ―Perdona, mamá, no lo hice con esa intención. Tienes que ir al médico. Un día de estos nos vas a dar un susto de verdad. ¿Dónde están Juanito y papá? ―Tu papá creo que en el comedor, con su agenda y su calculadora, ya sabes, asentando las ventas y refunfuñando por cada detalle que no sale a la perfección. Juanito está a la computadora, como siempre. ―Ven, mamá, vamos al comedor. ¡Papá! ¡Juanito!, les tengo una sorpresa, ¿a que no adivinan lo que traje? ―¡Las etiquetas! ―gritó Juanito al llegar corriendo al comedor―. Déjame verlas. María extrajo de la mochila una de las cajitas, le quitó la tapa, sacó una etiqueta y preguntó: ― ¿Qué les parece? ―¡Chulísimas! ―gritó Juanito quitándosela de las manos a María. ―Dame una a mí ―pidió Juan―. Se ven muy bien, ¿qué dices tú, Esperanza? ―Bellas. Mi hijo, por favor, tráeme un aguacate que dejé en la cocina para comprobar cómo se ve. ―Sí, sí, eso es ―comentó Juanito. Fue corriendo a la cocina, le colocó la etiqueta al aguacate e hizo su entrada triunfal―. Miren, que bien se ve: Aguacates Juan. ―¡Un palo! ¡Déjame verlo de cerca! ―exclamó María. Luego de revisar desde diferentes perspectivas el aguacate etiquetado, se lo pasó a su papá. ―La verdad es que se ve muy bien ―comentó Juan, tomando el aguacate que le pasaba María. Entonces, con la cara iluminada por una inmensa sonrisa, dijo: ―¡Aguacates Juan! Muy profesional. ―¡Ay!, se me olvidaba ―gritó María saltando como si estuviera con sus amigos de la universidad―. Papá, fui al restaurante donde trabaja mi amiga Josefina, y le llevé una encuesta. Bueno, hice otras cosas, preparar un listado con los restaurantes cercanos, con sus direcciones y teléfonos. ―¡Al tema, deja de pasar anuncios! ―respingó Juanito. ―Bueno, como les iba diciendo, fui al restaurante de carnes, muy chulo por cierto, nunca había entrado a un sitio así. Mamá, un día tengo que llevarte allá. Sí, sí, ya sé, al tema, ¡qué aburridos son
ustedes! Bueno, te digo luego, mami, que Juanito y papá me están mirando mal. Esa gente compra muchos aguacates, se los compran a una persona que se los lleva con los demás vegetales y víveres o en el supermercado, cuando escasean. Son ñoños con la calidad, pero ellos nunca han probado… María se puso de pie y tomó en las manos el aguacate etiquetado, e imitando la voz sexy y el cuadre de presentadora de televisión, de la megadiva de turno, susurró: ―Aguacates Juan. Todos se murieron de la risa con la imitación. ―Y eso no es todo ―prosiguió ella―. Mañana tengo que llevarle unas muestras para que prueben, cuando vean esta etiqueta, de ahí en adelante, dinerito, dinerito, dinerito, cantaba María frotando los pulgares con los dedos índice y medio. ―A mí no me fue tan bien ―confesó Juan―. Pasé por los restaurantes cercanos y me la pusieron difícil, ni siquiera me hicieron una promesa de compra: que había que ver la mercancía, que ellos iban al mercado como quiera, que los precios… ―No te desanimes, papi. Así también me dijeron a mí. La gente cuando va a comprar siempre se da importancia, es parte del rito antiguo de la negociación. Lo que tenemos que hacer es llevarles dos o tres aguacates de prueba, bien bonitos, con sus etiquetas, y dejárselos para que prueben un aguacate con verdadero sabor. Se levantó rápido y de nuevo se le montó el espíritu de la megadiva: ―Aguacates Juan, irresistibles. ―Esa es una magnifica idea ―corroboró Esperanza―. Como en el supermercado, con los salamis, las galletitas, el ponche. ―No digo que sea mala idea ―interrumpió Juan―, pero hay que tener cuidado porque eso de regalar aguacates es peligroso. Es dinero que estamos dando. Claro, yo no tengo problemas en dar aguacates gratis si me va a generar ventas. ―¡Sí, papá! ―imploró María―. Solamente lo haremos con clientes de alto potencial que queremos convencer. Total, nos salen baratos. ―¡OK! ―asintió Juan― Mañana busco unos aguacates lindos de verdad, y te los dejo con tu mamá. Ahora vamos a acostarnos, es tarde y Juanito y yo tenemos que levantarnos muy temprano para colocarles las etiquetas a los aguacates. ―Papá, ¿viste lo que vendí hoy? ―preguntó Juanito tratando de opacar un poco a su hermana― Yo soy un caballo vendiendo aguacates, vendo más que cualquiera. ―¿Vendió mucho, papá? ―inmediatamente preguntó María― ¿Más que yo? ―Los días buenos sí. ―A ti te compran para verte de cerca María ―argumentó Juanito―. Esos choferes se vuelven locos contigo. Papá, no la dejes poner esos jeans tan apretados. ―¡Ya, ya! ¡No comiencen! ―ordenó Esperanza― A dormir que mañana hay muchas cosas que hacer. Esa noche Juan tuvo dificultades para conciliar el sueño. Tenía cientos de mariposas en la cabeza, mariposas vestidas de los eventos del día y las tareas de mañana. Después de luchar para espantarlas, se quedó dormido y volvió a soñar con la finca. Esta vez vio un contenedor y decenas de mujeres clasificando y encajando aguacates. Cuando María se despertó, su papá y su hermano ya habían partido rumbo a la esquina cada uno con medio saco de aguacates. Esperanza le comentó que llevaron más aguacates que nunca. Después
de desayunar, María tomó sus muestras para llevarlas al restaurante de Andrés. El tránsito estaba pesado y le tomó más de lo previsto llegar. Encontró a Andrés dando órdenes a los ayudantes de la cocina. Lo saludó y le entregó los tres aguacates, con cuidado de que las etiquetas estuvieran visibles. Andrés los tomó y los examinó por fuera; olió la punta y le dio un apretoncito a cada uno. Tomó un cuchillo grande y filoso, y le cortó una tajada a uno de ellos. Examinó ambos pedazos y los colocó sobre la mesa, haciendo lo mismo con los otros dos. María, sorprendida y sin aliento, tenía los ojos clavados en las diestras manos de Andrés. Este tomó una de las tajadas, la partió en dos desprendiendo la cáscara y suavemente mordió un pedazo. Lo masticó lentamente y le pasó el otro pedazo a un ayudante que estaba a su lado. Saboreó lentamente reflejando en cada movimiento de su mandíbula los gustillos que sus papilas gustativas iban descubriendo como si se tratara de un vino de la Ribera del Duero. Finalmente comunicó su veredicto: ―No está mal, ¿qué dices tú? ―dirigiéndose a su ayudante. ―Buenísimo ―respondió el ayudante sin disimular―. El mejor aguacate que me he comido en mi vida. ―Vamos a probar los demás ―dijo Andrés―. Córtalos en tajadas y que los muchachos me digan su opinión. Se oyó un murmullo colectivo y luego se escuchó a uno de los ayudantes con mentalidad de gordito decir: ―Pásame un pedazo de pan y un poco de aceite verde y sal que no me he desayunado. ―Si todos tus aguacates saben así, haremos negocio ―comentó Andrés, con su cara de pícaro―. No quiero variaciones luego. Aguacate que salga dañado, te lo guardo. El pedido debe estar aquí a más tardar a las diez de la mañana. Josefina es la que se encarga de pagar. Ya sabes, espero el mismo precio que en el mercado. ―No hay ningún problema. Nuestros aguacates están garantizados, por eso están debidamente etiquetados. ―Sí, sí, lo noté. Primer aguacate con marca que veo en este país. María tomó el pedido, se despidió del grupo y salió caminando por las nubes. No lo podía creer, era su primera venta. Partió para la próxima cita, ésta vez estaba preparada. Llevaba dos aguacates de muestras para acelerar el proceso de cierre de la venta. Llegó al restaurante y su amigo Miguel le informó que el dueño no podía recibirla. Se le había presentado una emergencia. María aprovechó la visita para que Miguel contestara el cuestionario. Esta gente compraba aguacates por sacos pues tenían una cadena de restaurantes, no eran tan exigentes en la calidad, pero sí en el precio. Le dejó un aguacate de muestra para que conocieran el producto, y se marchó para la heladería. En la esquina las cosas no iban tan bien, a Juanito lo chocó un motor, tumbándole los aguacates de las manos, haciéndole una cortada bastante profunda en una pierna y lastimándole los codos. Juan tuvo que salir corriendo a la farmacia del supermercado para comprar con qué curarlo y vendarlo. No fue tan grave pero su hijo cojeaba de la pierna derecha y esto lo desaceleró. Como a las cinco de la tarde, se apareció un chofer en una pequeña yipeta gris. Venía de la Anacaona buscando 15 aguacates para una ensalada y no había encontrado ninguno bueno en toda la 27 de Febrero, lo habían enviado directamente a donde Juan. El chofer estacionó en el parqueo de la tienda antes de llegar a la esquina con Lincoln, se desmontó y le preguntó al AMET que estaba
vendiendo multas: ―Perdón, agente, ando buscando a Juan, un vendedor de aguacates. ―Míralo ahí donde viene caminado, con su chaleco verde. ―Entonces, usted es el tal Juan ―saludó el chofer. ―Para servirle, caballero, ¿cuántos aguacates quiere y cómo los quiere? ―Déjame verlos primero. El chofer observó los aguacates detenidamente y prosiguió diciendo: ―Son para una ensalada que encargó mi patrona. Conseguí unos en la Núñez de Cáceres, pero no eran suficientes. La doña llamó a su amiga y ella le indicó que viniera a donde Juan, en la 27 con Lincoln. ―¡Ah! Esa debe ser la doña de la yipeta blanca. Ella siempre viene por aquí y me refiere a sus amigas. Usted como que sabe de aguacates, ¿de dónde es usted? ―¡Qué va! Yo soy de Altamira y antes de venir para la capital trabajaba agricultura, a mí no me pasan gato por liebre. ―Entonces, ¿qué le parecieron mis aguacates? ―Se ven bien, no puedo decir que no ―murmuró el chofer, quitándose sus lentes oscuros―. Búsqueme quince, pero ya usted sabe, me tiene que dar precio especial. ―Ahora mismo se los busco, seleccionados. A seguidas, Juan fue a la pila de aguacates que tenía escondida detrás de la verjita. Eligió quince aguacates bien maduros, pero no como si fueran para guacamole, los metió en una cajita que tenía guardada para estos fines y se los llevó al chofer. El chofer salió regateador y Juan, aunque había tenido un día flojo, no quiso bajarle el precio. Él sabía que esas señoras no tenían problema con pagar más por aguacates en salud, de calidad. Para contentar al chofer que parecía que andaba buscando lo del pasaje, le regaló un aguacate. Aunque Juan nunca lo iba a saber, esa venta abrió muchas puertas. Esa noche, en un apartamento de la Anacaona, la cena fue todo un éxito y, sobre todo, los invitados quedaron encantados con la ensalada de aguacates. Las señoras y los caballeros aspirantes a chef trataron en vano de conseguir la receta, pero la cocinera contratada, que vivía de eso, no se las dio por más que insistieron. No obstante, entre los invitados intentaron descifrar el secreto de la ensalada que les había devuelto la esperanza de la completa felicidad: ―Yo sé que tiene aguacate y yogurt ―comentó un joven, que tiene uno de los restaurantes de moda, quitándose el pelo de la cara. ―No, eso no es yogurt ―inmediatamente advirtió una señora que escuchaba al joven mientras saboreaba un bocado de la ensalada―. Eso es crema agria. Yo hago una salsa así. El truco es echarle un poco de azúcar para matarle el agrio, aunque también se le pone un toque de limón. ―Puede ser ―asintió una señora embarazada―. Siento que está sazonada con un poco de cebolla, sal y mucho cilantrico. ―Sí, sí ―dijo a coro el grupo de comensales que entusiasmados, y desde una esquina de la terraza, trataban de descubrir el secreto de la ensalada. Finalmente, una doñita recauchada de cuarenta largos, pero en perfectas condiciones gracias a una estricta dieta y dos horas diarias de gimnasio, adornada con un collar de piedras y platería antigua, comentó: ―El secreto de la ensalada no está en la crema agria, ni en la cebolla, ni en el azúcar o el limón y
mucho menos en el cilantrico. No, el secreto son los aguacates, que deben estar en su punto en sabor y textura. De pronto un silencio ártico invadió la terraza y se expandió a las zonas continuas. Las orejas de los invitados se extendían como nariz de Pinocho para escuchar a la doñita recauchada de cuarenta largos que había descifrado el mayor secreto de la noche. Bajando la voz, la doñita continuó diciendo: ―Yo entré a la cocina y vi un aguacate que quedó. Tenía una etiqueta que decía… “Aguacates Juan”. ―¡Ah! ¡Ya sé! ―comentó uno que hasta el momento parecía muy alejado de la conversación y concentrado en un viejevo, un señor de estos que se cree que aún es joven, que contaba sus últimas aventuras amorosas―. Esos aguacates los vende un señor en la 27 con Lincoln, frente a la Plaza, por la Santísima. ―¡Sí, sí!, yo también lo he visto ―comentó una ex señora de fulano de tal, ahora divorciada y en pleno proceso del cambio radical que recomiendan los diseñadores famosos a las que pierden su marido: cambio de corte y color de cabello, rebajar hasta los huesos, una que otra cita con el bisturí y ropa de quinceañera―. Él siempre tiene muy buenos aguacates. Yo antes de la dieta le compraba a la salida de la iglesia. Ahora usa un chaleco que dice: “Aguacates Juan”. Imposible confundirlo. Al otro lado de la ciudad, María regresaba a su casa con la buena noticia del pedido del restaurante. Encontró a Juanito vendado por todas partes, y a su papá un poco deprimido. Su hermano descansaba en el sofá de la sala, con las piernas sobre su mamá, semidormido por los calmantes. La noticia alegró los ánimos, aunque no logró disipar el ambiente de negatividad con relación al negocio de don Pedro. Conjuntamente con su mamá, María logró que Juan llamara a don Pedro y le pidiera una semana más para tomar la decisión. Aunque don Pedro aceptó, le hizo presión recordándole que otras personas estaban interesadas en el negocio. María sabía que sin el trato con don Pedro se caían las ventas a los restaurantes y, por lo tanto, sus ingresos adicionales. No podía permitir que ese dinero se esfumara sin dar la pelea. Esa noche le pidió a su mamá que la levantara bien temprano, había muchas cosas que hacer y debía entregar su primer pedido. Esperanza tuvo que emplearse a fondo para levantar a María. Le abrió las ventanas, le quitó la sábana y hasta le hizo cosquillas en los pies. Finalmente, el bullicio del desayuno la movió a levantarse de la cama. Usualmente, María no se despertaba bien hasta que se bañaba y bebía café. ―Buenos días, mamá ―dijo María bostezando todavía―. Dame mi café con leche por favor. ¿Qué hora es? ―Buenos días, mi hija. Ahora mismo te lo doy. Son las ocho de la mañana. ¿Qué vas a desayunar? ―¡Ay, mami!, ¿por qué no me despertaste más temprano? Tengo tantas cosas por hacer. No tengo tiempo para nada más, mamá. Tengo que lavarme la cabeza. ¿Papá me dejó el pedido listo? ―Claro, mi hija. Eso fue lo primero que hizo al levantarse. Los seleccionó uno por uno, tú sabes como es él. ―¿Y Juanito, está mejor? ―preguntó María, mientras soplaba su tasa de café con leche para enfriarla un poco. ―Gracias a Dios, Juanito se levantó mucho mejor. El remedio que le puse anoche le bajó la hinchazón y ya casi ni cojea. Ahí se fueron discutiendo porque Juanito dice que hoy se la va a
desquitar vendiendo el doble, y tu papá le dice que tiene que ir despacio, que debe cogerlo suave. María preparaba en la mente una lista de pendientes para el día, mientras se arreglaba: Hacer la tarea, entregar el pedido antes de las diez de la mañana, llamar a Miguel para hacer otra cita, visitar otros restaurantes. Hoy estoy libre en la heladería y tengo clases a las seis de la tarde. Podré avanzar con las visitas y las encuestas. Después de hacer su tarea, llamó a Miguel y éste le dijo que el jefe aún no podía verla. Le preguntó por el aguacate y Miguel no sabía bien qué habían dicho los cocineros. Prometió investigar. Ya no tenía más amigos en restaurantes, o sea que tenía que llegar sin conocer a nadie. Preparó una lista y una ruta con los restaurantes que quería visitar ese día. Tomó la caja con los aguacates del pedido y la amarró en la parrilla trasera de su pasola. Metió el cuestionario y unas muestras de aguacate por si acaso. Se marchó, después de despedirse de su mamá. Era día de pago y la calle estaba caliente por todos lados: hacía mucho calor y el tránsito era insoportable. Juanito estaba más atento que antes a los motores, y solamente cargaba tres aguacates en la mano derecha. No obstante, estaba entusiasmado vendiendo con un nuevo enfoque: “Estos aguacates están garantizados con su marca y todo. ¿Cuántos se va a llevar, dos?” Su padre estaba como electrizado, corriendo de un lado para otro, tratando de recuperar las ventas perdidas el día anterior. Ya los clientes lo llamaban por su nombre y buscaban la etiqueta para comprobar que estaban comprando Aguacates Juan. María había entregado el pedido y visitado dos restaurantes. En uno compraban pocos aguacates y no eran muy expertos. En otro sí compraban muchos porque, aunque no era un restaurante mejicano, hacían un plato con nachos y guacamole, y también unas ensaladas que llevaban aguacate. El chef estaba trabajando en una nueva ensalada que llevaba muchos aguacates, crema agria y otros ingredientes más. Se la había requerido uno de los dueños porque la había probado en una cena la noche anterior. Pasó toda la mañana y la tarde visitando restaurantes en la zona de Piantini y otros sectores aledaños, sorprendida de encontrar uno nuevo en cada esquina, cada uno con su propia especialidad: carnes, ensaladas, italianos, más o menos gourmet. Visitó como treinta locales en el triángulo de la riqueza de la ciudad, el polígono central, como lo llaman los urbanistas. La atendieron en la mayoría y en todos pudo ver el menú. Notó que algunos que estaban en la guía telefónica habían cerrado sus puertas y que este era un sector de alto riesgo. Los restaurantes abrían y cerraban como moriviví. Observó que tenía que conversar con el chef o el cocinero, ésa era la persona clave porque valoraba los productos de buena calidad. Se dio cuenta que no conocían de aguacates, y les importaba la garantía de sabor y calidad que ofrecía Aguacates Juan. Esos pequeños restaurantes disponían de poco espacio y preferían comprar aguacates maduros en lugar de madurarlos. Lo que definitivamente impresionó muy positivamente a los clientes fue la etiqueta. Eso era lo primero que ellos veían cuando tomaban la muestra en las manos. No consiguió ningún pedido, pero sí le prometieron que pasara al otro día temprano para comprarle aguacates. En la medida que entrevistaba más potenciales clientes, poco a poco iba surgiendo un patrón claro del perfil de los mismos. A mitad del día ella podía predecir la mayoría de las respuestas solamente viendo el menú, aunque recibió algunas sorpresas. Al final del largo día había completado unas veinte encuestas y visitado más de treinta locales. No se olvidó de llamar a Miguel para conseguir la cita postergada, este se la prometió para el día siguiente. Camino a la casa repasaba los datos en su mente, dándose cuenta que podía agrupar los
restaurantes en tres grupos. Un grupo no utilizaba aguacates, no tenían platos que utilizaran el producto, ni vendían servicios individuales. Otros establecimientos empleaban aguacates en buenas cantidades, pero no valoraban la calidad. Sus precios eran bajos o medios y como el aguacate era una parte importante de sus costos trataban de minimizarlos comprando lo más barato posible. Ellos asumían el proceso de maduración. Por último, identificó un segmento de los restaurantes que empleaban el aguacate en diversos platos: ensaladas, guacamoles y para acompañar carnes y mariscos. Muchos eran pequeños restaurantes que ofrecían platos variados, y algunos eran gourmet. En este grupo también estaban algunos especializados en carne y hasta españoles con una clientela criolla que disfrutaba de sus aguacates con los callos a la madrileña, y otros caldos españoles. La mayoría de los restaurantes compraba los aguacates al proveedor que les suplía los demás vegetales, y los precios de compra eran aproximadamente la mitad del precio que pagaban los consumidores finales en las esquinas, aunque variaban según la estación. La mayoría pagaba una vez a la semana. Por los restaurantes que vio cerrados, se percató del riesgo de fiar. Aunque revisaría sus estimaciones una vez pasara los datos a la hoja electrónica, ya tenía una idea clara de cómo se comportaban las compras de los restaurantes en el polígono central, su zona de influencia natural. En la casa el clima había cambiado. Las ventas fueron muy buenas, y Juanito estaba muy motivado. Su nuevo mensaje de ventas estaba dando muy buenos resultados y, por primera vez, vendió casi la misma cantidad que su papá. María resumió los aspectos principales de su investigación y la posibilidad de vender a varios restaurantes si llevaba los aguacates para que los eligieran.
CAPÍTULO 6 DE NEGOCIAR Y VENDER, TODOS DEBEMOS SABER
El día amaneció triste, gris y mojado. Estuvo lloviendo toda la noche. Llovió sin parar, arreciando de vez en cuando, sin relámpagos, ni truenos. Solamente el murmullo de las gotas chocando con el techo de zinc. En la madrugada soplaba una suave brisa fría que unía la sábana al cuerpo de María, quien se resistía a los esfuerzos de su madre por levantarla. Ese era el talón de Aquiles de María, le encantaba dormir. Esperanza tuvo que utilizar su arma secreta. Preparó un rico café con leche y se sentó en la cama junto a su hija. Lentamente el aroma del café fue despertando los sentidos de la niña hecha mujer, hasta finalmente incorporarla para tomar la infusión. María llegó un poco tarde al restaurante donde trabajaba su amigo Miguel. Había parado de llover, las calles estaban más congestionadas que de costumbre debido a los charcos de agua que amenazaban con ahogar a los automóviles y alegraban a los conductores de yipetas, finalmente justificados en su inversión, al pasar por estos ríos improvisados sin el menor contratiempo. Perdió más tiempo de lo previsto vendiendo a los restaurantes que visitó el día anterior. No obstante, estaba muy contenta porque había vendido todos los aguacates que había llevado consigo esa mañana y los clientes querían más para los próximos días. María apenas tuvo tiempo de saludar a Miguel cuando el dueño del restaurante se acercó a conversar con ella. Era un hombre simpático, flaco, alto y le escaseaba el pelo en su redonda cabeza. María se presentó e introdujo el negocio. Sigilosamente, sacó un par de aguacates que llevaba en la mochila, se los pasó al dueño con el cuidado de que viera las etiquetas e inició su presentación de ventas: ―Nuestros aguacates son los únicos garantizados en el país, por eso están etiquetados. Examínelos por dentro y por fuera, y verá que son de calidad y sabor insuperable. El dueño del restaurante pidió un cuchillo filoso. Cogió los aguacates y los examinó por fuera, olió la punta y le dio un apretoncito a cada uno. A seguidas le sacó una tajada a uno de ellos. Inspeccionó ambos pedazos y los puso sobre la mesa, haciendo lo mismo con el otro. Levantó una de las tajadas, la partió en dos quitándole la cáscara, y mordió uno de los pedazos. Entonces, moviendo la cabeza, comentó: ―Suaves y sabrosos, ¿a cómo está el ciento? ―¿El ciento? ―preguntó María asustada―. Eh, eh, eh… Mañana le doy respuesta porque mi papá es quien define los precios, usted sabe... ―Entiendo. Los aguacates están bonitos y saben bien. Me gustó lo de la etiqueta, a mí me gustan esas cosas, pero te anticipo que yo consigo unos precios muy bajos porque compramos mucho. Somos la cadena de restaurantes más grande del país. Restaurantes de verdad, no comida rápida. Averigua el precio con tu papá y luego hablamos. ―Este restaurante está muy bonito, la decoración y el ambiente son espectaculares ―comentó María tratando de alejar la conversación del tema de los precios, ya que ése no era el fuerte de Aguacates Juan. ―Sí, gracias a Dios las ventas van bien porque nosotros somos el único restaurante de comida
criolla con altura, caché. Vienen muchos turistas, dominicanos ausentes y mucha gente de aquí. ―Me imagino que se llena, personas de dinero, de aquí y de allá ―insinuó María, preparando el terreno. En su primera visita había examinado el menú, conocía el precio de un servicio de aguacate y sabía que el asunto no era precio sino calidad, y tenía que lograr que el Don confesara eso. ―Seguro, pero muy exigentes también. Quieren que todos los platos sean de absoluta calidad. Hacemos un gran esfuerzo para mantener los estándares de calidad. Un poco más caros, es cierto, porque los productos que compramos son de primera. Lo importante es que nos prefieren y regresan, un cliente satisfecho es un cliente leal. ―El aguacate es un complemento clave de los platos que vende, me imagino. ¿Quién no quiere un aguacate en su sancocho? ¿O con una carnita frita con yuca o tostones? ―Sí, son muy ñoños con los aguacates. Los devuelven si están verdes o fibrosos. No los quieren si están un poco desabridos. ¿Y qué puede uno hacer? Buscarle otro servicio para que no se enojen ni dejen de comprar. ―Entiendo. Quieren que su comida sea excelente ―dijo María, resumiendo―. No quieren aguacates verdosos, sin sabor, podridos o con estrías. ―Lo dijiste mejor que yo. Son ñoños, te lo advierto. Este negocio no es fácil y suplirnos a nosotros tampoco es un cachú, no es fácil, estamos en la obligación de ser exigentes. ―Eso mismo nos pasa a nosotros. Nuestros clientes quieren lo mejor y eso nos cuesta mucho trabajo. Pero, como le explicaba, mi papá se crió en una plantación de aguacates y ha desarrollado un método de selección y maduración que nos permite garantizar un sabor inigualable. ―Suena interesante. ¿Y el precio? ―Son un poco más caros, pero usted dijo que sus clientes quieren comer calidad. Si usted nos da la oportunidad nosotros le podemos servir. Comencemos con este restaurante. ¿Cuántos les traigo mañana para que prueben? ―¡Qué muchachita que sabe!, ¿de dónde la sacaste, Miguel? Ponle una orden, y sácale el mejor precio. Tengo que irme. Me recuerda a mí cuando comenzaba, no aceptaba un “no” ni de casualidad. Adiós, mi hija, Dios te deje criar. El hombre salió del restaurante y se trepó en una tremenda yipeta que apenas cabía en un parqueo. María negoció con Miguel un precio bajo, aunque compensado por la cantidad. María se despidió de su amigo con un beso en la mejilla, dándole las gracias por la oportunidad. Tengo que contarle esta negociación a mi papá, pensaba María. También debo apartar los aguacates que prometí para el final de la tarde. No puedo quedar mal con los nuevos clientes. Más vale pájaro en mano que cien volando. Si consigo ese clientazo me hago. Ya me veo con mis zapatos nuevos. Después de pasar balance a los resultados de la semana, el domingo en la mañana Juan se preparaba para ir a conversar con don Pedro. Sumó las ventas diarias de la esquina, las suyas con las de su hijo. Todavía vendía un doce por ciento más que Juanito. Analizó el valor y luego calculó su mejor estimado de ventas, multiplicando por dos lo que él vendía semanalmente. Agregó los pedidos despachados a los restaurantes, y así determinó el volumen de ventas semanal total. Estaban un poco por debajo del medio camión semanal, aunque las ventas a los restaurantes continuarían creciendo en la medida que María fuera visitando otros establecimientos. Pensó en levantar a Juanito para que hiciera en la computadora los cálculos con los nuevos gastos,
pero lo dejó dormir. Se lo merecía. Ni siquiera herido dejó de trabajar. Le llevó más tiempo, pero con la ayuda de su pequeña calculadora, recalculó la hoja que le había preparado Juanito. El negocio daba, pero el margen se reducía cuando restaba el gasto de transporte en la camioneta de Carmito. Esa gasolina está cara y encarece todo, murmuró Juan, hablando solo. El negocio se podía hacer, siempre y cuando los precios de compra bajaran un poco más. Los restaurantes compraban un poco más barato por la cantidad, y el acarreo se comía la mayor parte de la ganancia. El dinero estaba en la venta directa, el margen era mayor. Don Pedro era un buen hombre, pero sabía demasiado. Cortaba en el aire. Aunque tenía buen corazón, una vez cerraba una negociación, había que llegar preparado y bien desayunado para negociar con él. Le gustaba el dinero y se aprovechaba si lo dejabas, pero Juan no era un recién nacido, también era muy hábil. Había negociado mucho en la finca y sabía que la clave fundamental para una buena negociación era conocer la posición del contrario y estar seguro de la posición propia. Antes de ir a conversar con él, Juan investigó a cuánto se estaba pagando el ciento de aguacates en el campo. Esperanza contactó con varios capataces que trabajaban en la misma zona donde él trabajaba antes. Aunque el precio variaba según la calidad, obtuvo un rango de precios y un promedio. También contactó un señor que tenía un camioncito y con él, la información del precio de venta a los puestos del mercado. Armado con estos datos preparó su argumento y se fijó un precio de compra que le dejaba un margen razonable a su futuro socio. Sabía que don Pedro estaba interesado en el negocio y que era muy desconfiado. Pensó en tirarse a muerto, argumentando que eran muchos aguacates y que los restaurantes compraban más barato. Aún más importante era asegurar el suministro todo el año, esa batalla tenía que echarla don Pedro con el proveedor. Habló con don Pedro, según el plan. Primero le describió la situación calamitosa por la que había pasado y el gran potencial de negocio que podían explotar si los costos bajaban; le contó sobre el accidente de Juanito, de los restaurantes, los gastos de acarreo. Don Pedro no cayó en la red y se defendió con mucha astucia. ―Juan, tú sabes que yo tengo que pagarle en efectivo a esa gente, ―argumentó―. Después, tú me vas a pagar a lo largo de la semana. Y también te estoy dando la oportunidad de seleccionar los aguacates. Si quieres más, no eres más que un agalludo. En la mente de Juan surgían las ideas a medida que oía las palabras de su futuro socio: Este tiguere sabe demasiado, por ahí no le puedo entrar, más sabe el diablo por viejo que por diablo. Era hora de poner las cartas sobre la mesa, y Juan tenía un as debajo de la manga. ―Don Pedro, parece que este juego está trancado a bandas. Usted tiene un precio en su mente que yo no puedo pagar. ¿Qué le parece si yo compro el camioncito de aguacates y le doy la mitad a usted? Lo que da igual no es ventaja. Usted paga su mitad y coge sus aguacates, yo me encargo del resto. Juan se había virado como un tiburón. Uno de los aguacateros con los que había hablado esa semana estaba interesado en hacer el negocio. Él tenía una buena finquita y un camioncito en el que traía los aguacates al mercado de la capital. Estaba dispuesto a fiarle a vuelta de una semana. ―¿Tú conoces ese proveedor? ―preguntó don Pedro tratando de librarse― Hay mucha gente improvisada que te suple hoy, y mañana no aparece por parte. ―Yo lo conozco bien, echamos los dientes juntos. Rafael es un hombre serio. Tiene una finquita muy bien manejada, por el libro, y está dispuesto a darme mejor precio y me garantiza aguacates todo
el año. Me va a traer un saco mañana para que veamos sus aguacates y ahí, usted me dirá. ―Bueno, la verdad es que yo ya me había comprometido con este hombre y no me gusta quedar mal ―replicó don Pedro viendo su negocio volar. ―Negocios son negocios. Usted lo sabe. Ese proveedor suyo nos iba a cortar. Llévese de mí que estoy informado. Hay muchos aguacates y la competencia es cada vez más fuerte. ―Bueno, está bien. Mañana probamos los aguacates del hombre tuyo y partimos de ahí. La piña está agria, no se está vendiendo nada. Yo lo que quiero es mejorar mi ganancia porque en alquiler y comida se me va todo. Tú sabes. ―Entonces tenemos un trato. ¡Chóquela ahí! ―exclamó Juan para cerrar el negocio. Juan se había salido debajo de las ruedas de un camión. Con unas llamadas, no solamente había obtenido la información para negociar un mejor precio, sino que sus buenas relaciones le permitieron replantear el negocio, mejorar su margen en un diez por ciento adicional y, más importante aún, asegurar el producto todo el año. Aunque Juan conocía esa finca de arriba abajo, pensaba visitarla de nuevo y conversar con Rafael cara a cara para sellar el acuerdo. Tenía mucho tiempo sin visitar su pueblo y ya lo extrañaba. Camino a casa pensaba en lo bien que había manejado la negociación y lo valioso que había sido cada minuto que había empleado en preparase para la misma. Agradecía las palabras de Esperanza, aconsejándole romper el hielo con sus amigos del campo: “Llama a tus amigos, tú no necesitas intermediarios, tu palabra es dinero, y ayudaste a mucha gente. Ya es hora de que los utilices.” Antes de llegar a la casa, se detuvo en la tienda de la avenida y compró el par de zapatos que su mujer añoraba. La avenida estaba llena de gente comprando. Cuando llegó, entró por el callejón sin hacer ruido y por la puerta de atrás. Le dio el olor inigualable de un arroz con sardinas, un locrio de pica-pica. La boca se le hizo agua y el estómago le crujió. Esperanza, con su pelo recogido en una colita levantada, estaba moviendo el locrio. Juan se acercó sin hacer ruido por detrás, la abrazó y besó en el cuello. Esperanza brincó y se agarró el corazón con los dientes, que se le iba a salir por la boca. —¡Ay, Dios, qué susto! No me hagas eso nunca más. ―¿A que no adivinas qué te traje? ―No sé, ¿qué me trajiste?, déjame ver. ―Te traje algo que desde hace mucho tiempo querías ―respondió Juan, sacando la caja de la funda. ―¡Ay, mi amor! ¡Gracias! ―gritó Esperanza, al ver los zapatos nuevos dentro de la caja― ¿Por qué te pusiste a gastar dinero? Sabes que estamos apretados. ―¡Hay que celebrar, vieja! Nos estamos poniendo viejos y, gracias a tus consejos, casi tengo cerrado el negocio con don Pedro, a nuestro favor, con los aguacates de Rafael. ―¡Qué bueno, mi corazón! Te dije que eso se iba a dar. Busca un vaso para que te tomes un jugo de limón que acabo de preparar. Siéntate para que nos cuentes cada detalle de tu conversación. ¡María! ¡Juanito! ¡Vengan a ver lo que me trajo su papá! ¡Vengan a oír la gran noticia!
CAPÍTULO 7 NADIE NACE SABIENDO Y TODA PERSONA SIRVE PARA ALGÚN TRABAJO
El trabajo era tan intenso que las horas, días y semanas pasaban volando. De noche, los cuerpos cansados reposaban; sin embargo, las mentes continuaban repasando los hechos del día que finalizaba y programando las tareas del próximo. Enfocados en alcanzar su meta, Juan y su familia seguían este ciclo en aparente perfecta sintonía. Aunque Juan, María y Juanito luchaban cada día para lograr mover el volumen de aguacates que recibían cada semana, los beneficios apenas eran mayores que antes. Los márgenes de las ventas a restaurantes escasamente cubrían los costos y las promociones de venta de aguacates que se maduraban antes de tiempo, erosionaban los beneficios del negocio. En pocas palabras, trabajaban para estar cansados. Juan hacía los números cada semana y se preocupaba sin comentarlo. Buscaba alternativas para incrementar los beneficios. Comenzó a vender más temprano, entrada la noche y los domingos. Sin embargo, el incremento en ventas era bajo. La única alternativa sensata parecía ser, expandir las ventas al detalle o cancelar el acuerdo y volver a los volúmenes anteriores, dejando de vender a los restaurantes. Bueno, no a todos los restaurantes porque había algunos rentables con los costos actuales. Juanito había comenzado la universidad y tenía menos tiempo disponible. María descuidaba la universidad y había renunciado al trabajo en la heladería. Aquella noche de domingo, todos estaban cansados y tensos. Incluso José lucía cansado de mover los aguacates en el almacén casero de acuerdo a su secreto método de maduración. ―¿Qué pasa que están tan callados? ―preguntó Esperanza con intención de romper el hielo. No los veía tan tristes desde el día en que su marido anunciara su marcha a la capital en busca de trabajo. Ahora parecía lejana la alegría por el acuerdo del medio camioncito. ―Nada, mamá ―contestó María―. Lo que pasa es que no importa qué tanto yo me esfuerce por vender a los restaurantes, papá nunca está contento. Cada semana es lo mismo, la venta a los restaurantes no deja. Pero sin las ventas a restaurantes no hay negocio, porque ellos no venden el volumen requerido en la esquina. Yo creo que el problema son las promociones que hace Juanito. ―Mi hija, yo no quiero buscar pleito. Ya te he enseñado los números. Y la verdad es que no cuadran por más vueltas que le demos. De tus ventas totales, la mitad no deja beneficios. ―Yo creo que los cálculos están mal. No creo mucho en esos cálculos que haces en tu agenda y menos en los que hace Juanito en su computadora. ―Mis cálculos están muy bien ―respondió Juanito de manera cortante―. Los márgenes fueran mejores si tus comisiones fueran menores o buscaras más restaurantes rentables. ―Basta ya ―imploró Juan―. Hablando la gente se entiende. Piensen en qué podemos hacer para lograr los volúmenes de venta sin hacer tantas promociones ni venderles a esos restaurantes a los que le regalamos nuestros aguacates. Esperanza miró a su esposo y en una voz que salió de su alma dijo:
―Juan, te he visto rumiando este asunto muchas noches, y estoy segura que tienes algunas ideas. Explícanos qué piensas. ―Sí, sí, le he dado muchas vueltas. Me parece que estamos acorralados, en una situación con pocas salidas. La solución es añadir vendedores, pero es tan difícil conseguir gente buena y honrada, que pueda identificar los aguacates como nosotros. María y Juanito conocen un poco porque los he enseñado desde que eran unos bichos. No es fácil. ―Con perdón, papá, yo creo que se puede ―sugirió Juanito. ―¡Mira éste! —interrumpió María quitándole las palabras de la boca a su papá― Tiene unos días trabajando y se cree que sabe. ―¡Déjenlo hablar, por amor a Dios!— solicitó Esperanza― Habla, mi hijo, que tú te has ganado el derecho a opinar y estamos aquí para oír todas las ideas. ―Ustedes creen que yo soy bruto, pero no lo soy ―argumentó―. He visto cómo algunos amigos que han entrado a trabajar a cadenas de restaurantes sin saber nada, ahora saben hacer de todo. ―Sí, pero no es lo mismo ―sugirió Juan―. Estos no son hamburguesas ni tacos, son aguacates. ―Recuerdo lo que me explicabas cuando yo era chiquito ―prosiguió Juanito―. Era sencillo. Yo no ponía mucha atención porque quería irme a jugar, pero entiendo que tú puedes enseñarle a cualquier persona cómo identificar los aguacates. Claro, seleccionar los que van a madurar bien es otra cosa. ―¿Y si traemos a mi sobrino del campo? ―preguntó Esperanza― Él sabe de aguacates. ―No, no, mi amor ―argumentó Juan―. Él sabe abonar la mata y recoger aguacates, pero no sabe seleccionarlos y clasificarlos; si tú me dijeras Héctor, que trabajaba clasificando... ―¿Héctor? ¿Ese vago? ―exclamó Esperanza sorprendida― Es más haragán que la pata de un buey. Y le gusta mucho el ron. ―¿Y el primo Chuchú? ―sugirió María―. Vendía aguacates en el ventorrillo de su mamá, en el cruce de la carretera, y le encantan los aguacates. ―Yo estoy con María. Chuchú es un buen muchacho ―comentó Esperanza―. Serio, responsable y le gustan los aguacates. Un poco callado, pero estoy segura que puede aprender a seleccionarlos. Puede dormir con Juanito y José, y completar su bachillerato aquí. ―No sé, vieja ―dijo Juan―. Chuchú es medio cabeza dura y no creo que su mamá lo deje venir para la capital. ―No hay peor diligencia que la que no se hace. Mañana le mando un recado para ver qué dice su mamá. ¡Ay!, es hora de la novela, seguiremos conversando después. Juan piensa en lo que te dije. Muy temprano, al día siguiente, Esperanza llamó a Julián, le explicó la situación y le pidió que conversara con Chuchú primero y luego, con su mamá. Esperanza confiaba en Julián, lo conocía muy bien porque se habían criado patio con patio. Para ampliar las posibilidades, también le preguntó si podía recomendar a alguien con las cualidades que Juan buscaba. Esperanza se pasó la mañana atendiendo a José. No se sentía bien, se había levantado sin fuerzas y tenía calentura. Alrededor del mediodía prendió la fiebre y perdió el apetito. Muy asustada, Esperanza salió con su muchacho al hombro y lo llevó al dispensario de las monjas. Después de mucho esperar, un médico le dijo que parecía dengue. El resultado estaría en 24 horas. Mientras tanto el niño debía estar en completo reposo, sin tomar aspirinas contra la fiebre. Además, le recetaron una bebida para mantenerlo hidratado. Por suerte, en el dispensario habían recibido una donación de este medicamento y lo repartían a los pacientes que lo necesitaran.
Esperanza compró un paquete de acetaminofén en la farmacia con el dinero que le quedaba, además tomó a crédito en el colmado, cuatro hidrattas de ponche de frutas y uva, los sabores que le gustaban a José. No avisó a su marido para no asustarlo, pero estaba muy preocupada. Todos los días daban los números de muertos por el dengue como números de la lotería. Había una epidemia y las víctimas eran principalmente niños y adolescentes. Cuando Juan finalmente llegó a la casa, su mujer estaba a punto de perder la paciencia y decidida a llevar a José al hospital. El niño estaba pálido y sin fuerzas, apenas podía hablar. Además, le había salido un salpullido en los brazos. Esperanza recibió a Juan con lágrimas en los ojos: ―Viejo, José está muy malito. Me dijo el médico que parece dengue. Mañana me dan los análisis. No sé qué más hacer para bajarle la fiebre. Le he dado acetaminofén, le pongo en la frente paños tibios con agua y berrón... Nunca lo había visto así. Todos los días se mueren dos y tres a causa del dengue. Me dijo el dependiente del colmado que hay varios casos por aquí, ayer se llevaron uno muy grave para el hospital. Estoy muy preocupada. ¿Qué hacemos, Juan? ―¿Mi hijo, cómo te sientes? ―preguntó Juan, posándole la mano por la frente. El niño devolvió el saludo con la mirada. ―¡Está que quema, Esperanza! ―exclamó Juan―. ¿Qué tiempo hace que le diste el acetaminofén? ―Hace como tres horas, viejo. ―Entonces hay que esperar. Juan se bañó, se cambió de ropa y se sentó en una silla al lado de la camita de José. Esperanza le trajo su cena, pero su marido apenas la probó. Estaba preocupado por su hijo. De pronto, las ventas perdidas, los beneficios, los aguacates, pasaron a un segundo plano y la familia se centró en la enfermedad del niño. Todos estaban muy preocupados. Esperanza se afanaba con dar de comer a su marido y sus dos hijos. A eso de la medianoche, José estaba muy caliente. Esperanza buscó la batea grande de lavar llena de agua tibia hasta la mitad. Sentó a José envuelto en una toalla mientras le echaba agua con un jarro para bajarle la temperatura. Por fin la fiebre cedió un poco. Habían pasado una noche de perros, pero los aguacates no daban tregua. O los vendían o se maduraban y podrían en las manos. Juan, María y Juanito se despidieron de José tratando de esconder la preocupación, encomendándolo a la Virgen de La Altagracia, y pidiendo que los mantuvieran informados en todo momento. Esperanza no se quedó sola con su muchacho; la acompañaban un rosario, una botella de hidratta bien fría, un paquete de Acetaminofén y un pañito de agua empapado en agua tibia con Bay Rum. En la esquina, el trajín del tránsito no pudo apagar la preocupación de Juan. El día fue duro. El vaivén de los vehículos no cesó ni un minuto. A las dos de la tarde, María pasó por la esquina y les informó que Esperanza había buscado los análisis y que las plaquetas estaban bajas. No había dudas, José enfrentaba el temido dengue y solamente contaba con sus defensas naturales para combatir la temible enfermedad. La fiebre seguía alta. Esperanza lo había metido de nuevo en la batea de agua tibia. La noche fue una repetición de la anterior. Esperanza quería llevarlo para el hospital pero Juan no. Había oído demasiadas veces a conocidos quejarse de los hospitales: no hay de nada, acuestan a los pacientes en el piso porque no hay camas, no hay ni una aspirina, son centros de contagio más que
de sanación, no hay quien cuide a los enfermos, y los familiares no tienen dónde estar. ―No, no, no va a salir de aquí. No, José no va para ningún lado, está mejor aquí ―repetía Juan una y otra vez. Estaba mejor en su casa, cuidado por su mamá, en su camita; en caso de emergencia, la batea con agua tibia, las oraciones de Esperanza... Al otro día las plaquetas volvieron a bajar. Cuando la fiebre subía, Esperanza se las ingeniaba para controlarla empleando el procedimiento que había perfeccionado: Acetaminofén, pañitos tibios, el rosario, la batea, una y otra vez, día y noche. José no era ni el recuerdo de antes, ya ni abría los ojos. Su madre era de nuevo su punto de anclaje a la vida. Aunque no era visible a simple vista, el cordón umbilical seguía uniendo madre e hijo y así, juntos batallaban con esta terrible enfermedad. Pasaron varios días de agonía, hasta que las fiebres comenzaron a ceder. Poco a poco José mejoraba sus signos vitales: abrió los ojos, dijo unas palabras, se paró para ir al baño. Como un moriviví, volvió a reír y hablar sin parar. Finalmente, Esperanza pudo dormir y poco a poco el hogar de Aguacates Juan volvió a la normalidad. Juan, María y Juanito retomaron sus niveles de venta en la medida que recuperaban las horas de sueño perdidas y que sus mentes volvieron a enfocarse en el negocio. Con el ambiente despejado, Esperanza le devolvió la llamada a Julián para preguntar si Chuchú quería venir a la capital. ―Él sí, la mamá no. —respondió Julián—. Conversé muchísimo con la mamá, explicándole las ventajas, pero no la hice cambiar de parecer. Yo le tengo un muchacho a Juan que quiero que vea en el mercado de la capital, trabaja en un puesto de aguacate, y me ayuda a descargar. Me parece serio y trabajador, y le tiene cariño al producto. ―¿Tú crees Julián? ¿Tú lo conoces? ―A mí no me gusta recomendar a nadie. Juan es muy exigente y nadie sabe de nada, pero dile que hable con él, que no pierde nada. Le dicen el Chino. Todavía estaba oscuro cuando Juan llegó en busca de aguacates. El olor a desperdicios en descomposición vino a su encuentro. Se veía a las mulas humanas descargando los sacos de los camiones Daihatsu de diferentes colores. No se detuvo en el puesto de don Pedro, y siguió hasta el lugar donde trabajaba el Chino. Lo encontró cerrado. Sentado en la acera había un muchacho joven con el pelo negro y lacio, y los ojos achinados. No había dudas, era el Chino. ―Buenos días, ¿eres el Chino? ―Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece? ―Julián te recomendó para un trabajo. ¿Estás trabajando aquí? ―No, yo hago trabajo por ajuste y me la busco aquí. Nada fijo. ¿Qué es lo que hay que hacer? ―Yo vendo aguacates en una esquina y busco a una persona para que me ayude. ―¿Y eso deja dinero? ― Para mantener a mi familia. Hay que saber de aguacates, y no engañar a nadie. ― ¿Cuánto paga? ―Es por comisión. Mi hijo trabaja conmigo y gana más que sus amigos. ¿Sabes de aguacates? ―Yo sé lo que se puede saber. ―¿Puedes venir conmigo al puesto de don Pedro? Llegaron al puesto de don Pedro y, después de esperar unos quince minutos, lo vieron llegar. ―¿Cómo le amanece, don Pedro? ―saludó Juan. ―Muy bien, Juan ¿Qué haces tan temprano por aquí?
―Vine a conversar con este muchacho ¿Usted lo conoce? ―Sí, sí, ése es el Chino, hace trabajos por aquí ―contestó don Pedro, saludándolo con las manos. ―Vamos directo, al grano ―dijo Juan―. Don Pedro, yo necesito otra persona para que trabaje conmigo, y Julián me recomendó a este muchacho. Vine a probarlo en su pila de aguacates. ―El Chino es de lo mejor que hay por aquí ―sugirió don Pedro―. Es trabajador y serio, pero no sé cuánto sabe de aguacates. ―Chino, ¿puedes sacarme diez aguacates maduros, que estén bien buenos? ―preguntó Juan señalando la pila de aguacates. ―No hay problema. Déjeme prender la luz y se los busco en un momento. El Chino comenzó a revisar los aguacates con detenimiento. Los seleccionaba con la vista, los tomaba en las manos, examinaba con cuidado. Los olía, acariciaba y ponía los afortunados en una mesa, los demás los regresaba con cuidado a la pila. Juan no le quitaba los ojos de encima. Parecía haber visto un fantasma. El Chino seguía un ritual muy parecido al suyo. Ahora había que probar si los aguacates en verdad eran de primera. Juan los tomó uno por uno. Los examinó con sumo cuidado, los acarició buscando golpes, cicatrices o nervaduras. Como si sus manos pudiesen leer y oler detrás de la verde piel del aguacate. Los olió y les dio un apretoncito. Finalmente les habló en su lenguaje. Siete de los aguacates seleccionados por el Chino pasaron la prueba. No era un record, pero era un buen promedio. ―Parece que sabes de aguacates, ¿dónde aprendiste? ―preguntó Juan todavía sorprendido con lo que había visto. ―Aquí en el mercado. Nací aquí, en este mercado y me encanta comer aguacate. Es mi comida favorita. ¿Qué les pasa a los tres que apartó? ―Están un poco verdes ―comentó Juan apretando la boca y moviendo la cabeza en señal de afirmación. ―¿Quién dijo?, para mi están bien. ―Bueno, bueno, eso lo podemos comprobar de una vez ―interrumpió don Pedro, deteniendo el duelo de egos que estaba a punto de escalar—. ¡Mira, muchachito, ven acá! Dame seis panes de agua de los que llevas ahí y tres vasos de café. Vamos a ver cómo están estos aguacates. Don Pedro tomó un aguacate del grupo de tres y cortó una tajada. Le despegó la cáscara y le dio una mordida. Luego cogió un aguacate de la pila de los siete he hizo lo mismo. Lo probó y dijo: ―Superior. Ahora pruébalo tú, Chino. El Chino probó ambos aguacates y no tuvo más remedio que aceptar que Juan había hecho una mejor selección. Hasta la fecha, nadie le había ganado seleccionando aguacates. Admirado por el conocimiento de Juan, le dijo: ―Usted sabe su asunto. ―Tú sabes bastante ―respondió Juan―. Cámbiate esa ropa. Te espero en la esquina de la 27 de Febrero con Lincoln lo antes que puedas. Juanito estaba en plena faena cuando Juan llegó. Una medía hora más tarde llegó el Chino. Juan le explicó los fundamentos de la venta en esquinas, introduciéndolo como su compadre Ramón lo hizo con él cuando empezó a vender esquimalitos: el flujo de las oleadas del tránsito, las diversas formas de torear los vehículos y la necesidad constante de mantener un ojo en la calle al mismo tiempo que se ofrece la mercancía a los clientes. Juanito le mostró sus cicatrices de veterano de guerra y los
peligros que acechaban, especialmente por los motoristas cimarrones. Finalmente, Juan le entregó un chaleco con el emblema de “Aguacates Juan” y le pidió que lo siguiera de cerca en el pasillo, entre carriles. Juan aprovechaba el contraflujo para continuar su charla. Le contó cómo había surgido la necesidad de utilizar el chaleco distintivo de Aguacates Juan y el sello de la marca, al igual que su concepto de venta de aguacates. Su objetivo era satisfacer plenamente las necesidades de los clientes. No sólo vender aguacates maduros o verdes, sino que ofrecer aguacates para cada plato: solos, con tostones, ensalada verde, guacamole, sancocho y para la ensalada gourmet. Un aguacate para cada ocasión. Le habló de la garantía, de por qué era mejor perder una venta que pasarle gato por liebre a un cliente. Le explicó por qué los Aguacates Juan se vendían a un precio mayor que los demás. Le habló de las clientas que venían de lejos, de los choferes y de las historias de las ensaladas. Juan solamente dejaba al Chino en paz cuando Juanito y María llegaban a reportar sus actividades. Como de costumbre María, fascinada por las negociaciones con los restauranteros, no perdía ninguna oportunidad para destacar la importancia de su canal de ventas y promover el excelente trabajo que ella estaba realizando. Mientras, en estos encuentros, Juanito se centraba en mostrar que estaba cerca de vender igual que su papá. El Chino aprendió rápido y a media mañana comenzó a vender junto a Juan, cubriendo uno de los pasillos. Al final del día el Chino había ayudado a romper el record de ventas de Aguacates Juan. No había quedado ni un solo aguacate. ―¡Qué buen día! ―dijo Juan―. Hoy fue un gran día para Aguacates Juan. Chino, ¿tienes alguna pregunta o comentario después de tu primer día? ¿Qué te pareció? ―Muy bien ―contestó el Chino―. La verdad que no me esperaba que fuera un trabajo tan intenso, tampoco imaginaba la cantidad de personas que vienen a buscar sus aguacates. ¿Cuánto gané hoy y cuándo me paga? Juan calculó las ganancias del Chino y le explicó que pagaba semanalmente, pero que si él deseba podían liquidar diariamente. Asimismo le indicó la hora de llegada y la importancia de estar bien presentado: ropa limpia y bien afeitado. Después de varios días de la inducción, Juan lo asignó a la zona de Juanito, y este último pasó a trabajar en la Lincoln con Bolívar, una esquina más hacia el mar. Las ventas del Chino fueron creciendo, pero muy lentamente. Juan aprovechaba los días que terminaba temprano para observarlo. Pensando que podía ser la zona, Juan lo cambió, pero la situación no mejoró. Trajo a Juanito a su vieja zona y las ventas subieron. Entonces Juan decidió observar más de cerca al Chino. Una tarde se dedicó a seguirlo mientras navegaba las olas del tránsito y vio cómo se acercaba rápidamente a los clientes, saludaba, ofrecía su mercancía, completaba su transacción y se despedía. El Chino parecía seguir el guión de ventas de Aguacates Juan perfectamente. Una y otra vez, y nada. Juan no encontraba qué mejorar. A eso de las cinco y media de la tarde, cansado de observar el proceso, Juan resolvió aprovechar la hora pico para vender. Iban en líneas paralelas, atacando los tres carriles de vehículos de la 27; en algunas ocasiones abordaban algunos vehículos por ambos lados. Una y otra vez la venta se hacía efectiva del lado que estaba Juan. Por pura casualidad, Juan pudo observar al Chino de frente cuando vendía a una pareja de esposos montados en una minivan. Lo vio, oyó, sintió desde los ojos del cliente. El Chino saludó, preguntó cómo comerían los aguacates, recomendó dos, mostró la etiqueta,
habló de la garantía, cerró la venta, entregó los aguacates, tomó el dinero, pasó el cambio y se despidió. Todo en unos segundos, rápido y preciso, profesional y sin desperdicio, mecánico y sin sentimientos. En un momento de luz Juan se dio cuenta de que el Chino saludaba de manera seca, sin cariño, impersonal. Le faltaba la magia de la sonrisa y el saludo que Juanito había aprendido tan bien. No eran las palabras, era la expresión de la cara, el tono de la voz, la silenciosa comunicación del cuerpo. Sabiendo qué hacer, Juan llamó al Chino y le pidió sus aguacates y le dijo: ―Creo que he encontrado la razón por la que tus ventas no alcanzan las mías. Sígueme en ese pasillo, obsérvame de frente desde la perspectiva del cliente, trata de encontrar qué nos diferencia. El Chino observaba, y mentalmente cotejaba cada paso de Juan: se acerca rápidamente, saluda, ofrece los aguacates, cierra la venta, toma el dinero, devuelve el cambio y se despide. Una vez y otra vez, el mismo ritual, igual que él. Lo único diferente que notó fueron las caras sonrientes de los clientes al ser atendidos por Juan. Juan caminó hasta la acera y le pasó los aguacates que quedaban al Chino y le preguntó: ―¿Qué viste? ―Nada, nada que yo no haga. Es más, yo soy más rápido; sin embargo, pierdo más ventas. ―¿Algo más? ―Noté que los clientes terminaban sonrientes después que los atendías. Nunca los veo tan satisfechos cuando yo los atiendo. ¿Qué les dices? ―Los saludo con cariño, son los que me dan de comer, y les muestro respeto y agradecimiento. Recuerda la expresión de tu cara cuando de niño agradecías a tu madre cuando te daba la comida que más te gustaba. ―No la recuerdo, nunca me vi en un espejo, pero la puedo sentir. Leche con chocolate y pan de agua calientico. Veo las caras de mis hermanos y hermanas, y siento la expresión de mi cara. ―Piensa en ese momento cuando atiendas a tu próximo cliente. Tómate el tiempo de saludarle con respeto y cariño. Explícale tus razones sin llegar a discutir. Véndele el placer de comer un aguacate cuando está en su punto, un Aguacate Juan. Da las gracias, vendas o no vendas. Mantén una sonrisa sincera en tu cara. Suelta tu rostro, deja de enfocarte en la venta, disfruta el proceso. El Chino tomó los tres aguacates que quedaban. Con la sensación de felicidad de aquellos días de infancia en el campo, atendió el llamado de varios clientes. Saludó, ofreció, explicó, dio las gracias por un negocio que no pudo cerrar. Dejó escapar la presión, sintió la alegría de vender algo tan sabroso como un aguacate. Volvió a la carga y vendió el primero, luego el segundo. Comenzó a disfrutar el proceso, el flujo y contraflujo del tránsito, los sonidos de la tarde que moría. Notó que sus clientes se sentían más satisfechos y a la vez, él también se sentía mejor. Juan en la acera observaba la metamorfosis, el surgimiento de un gran vendedor. Al vender el último aguacate regresó a la acera donde le esperaba Juan, sonriente, lleno de satisfacción. ―Es increíble, la diferencia ―comentó el Chino, al dejar la ola y subir a la acera. ―Una gran diferencia. Me hubiera gustado tener una cámara para grabarte como en ese programa de televisión que filman a las personas sin que se den cuenta. ―No sólo noté la diferencia en los clientes, sino que yo me sentí mejor. ―Así es, más que vender atendemos, servimos a las personas. Ellos son nuestra razón de ser. Has descubierto un gran secreto y con esto completas tu entrenamiento. Eres un gran vendedor. Te
felicito. Con el Chino entrenado adecuadamente, las ventas fueron creciendo. Al mismo tiempo y luego de fuertes discusiones con María, Juan subió los precios a los restaurantes que compraban en base a precio sin considerar la calidad. Algunos dejaron de comprar, otros prefirieron la calidad de Aguacates Juan. Ahora no sólo estaban vendiendo, ahora estaban ganando dinero. Si encontrara varios como el Chino. ¡Y es fácil!, ésa fue una casualidad. No aparecen otros como el Chino, discutía Juan con su conciencia, entre su lado positivo, emprendedor, y su lado pesimista, conservador. Tenemos muchos buenos clientes pero todavía queda mucha gente que no ha probado los Aguacates Juan. Muchas esquinas que son servidas por vendedores que no saben de aguacates, que engañan a la gente por su ignorancia Una noche fresca, después de cena, Juan se sentó en la mecedora y se permitió soñar despierto. Vio un par de vendedores en cada esquina caliente del polígono central de la ciudad, del triángulo de la riqueza de la capital, con sus chalecos verdes, Aguacates Juan, en la espalda y en el frente. Compraba aguacates por camiones y los repartía a las esquina con una camioneta vestida de Aguacates Juan. Después de un largo rato, sintió las manos de Esperanza en su hombro y su voz con sabor a dulce de leche que le invitaba a despertar. ―¡Juan! ¡Juan!, despiértate que es tarde. Vamos a la cama. ―¡Hey!, ¿qué pasa? ―exclamó Juan asustado―. Vieja, tuve una visión, lo vi todo tan claro que parecía realidad. Era a colores, como una película, sentía que todo lo podía agarrar. ―¡Anja!, ve contándome, párate de esa mecedora. ―Imagínate que en cada esquina caliente…
CAPÍTULO 8 DEL DICHO AL HECHO HAY UN GRAN TRECHO
Juanito estaba estudiando Contabilidad en la universidad y su padre sabía que ya era hora de que comenzara a trabajar en su profesión El señor Martínez, de la Compañía de Asesoría Financiera y Contable, le había prometido darle una oportunidad. Era una empresa de dominicanos con nombre extranjero. Sacar a Juanito del equipo de venta suponía una reducción de un veinticinco por ciento de las ventas totales. Ahora más que nunca Juan necesitaba otro colaborador. Su visión de vender Aguacates Juan en cada esquina del “triángulo de la riqueza” se alejaba más con la salida de su hijo. Angustiado por la encrucijada, y motivado por su visión, Juan se decidió a plantearle sus pensamientos a su mujer y sus hijos: ¿Qué hago? ¿Dónde puedo encontrar a otra persona como el Chino? ¿Una o mejor, varias? Era hora de un consejo familiar, pero nunca parecía llegar el día o la noche en que todos coincidieran con suficiente tiempo disponible y el ambiente para tratar el tema: trabajo, universidad, amigos o novios, coros, proyectos, cumpleaños. Finalmente, Juan decidió conversar con cada uno de ellos por separado y comenzó con su hijo un sábado, al volver de la esquina. ―Oye, Juanito, he estado pensando… ―¿Qué pasó? ―Nada, Juanito, vas muy bien. Tan sólo he pensado que ya es hora de que trabajes en tu profesión, la contabilidad entra por las manos. Me encantaría. Pero si te dejo las ventas caerían más de un treinta por ciento. ―No exageres, Juanito. Vendes el veinticinco por ciento del total de las ventas. ―¡Eso mismo!, no te puedo dejar solo. ―Lo sé, mi hijo, tengo días pensando en qué hacer y no veo una solución fácil. Necesitamos una persona honesta, responsable y trabajadora, que conozca de aguacates. Otro Chino. ―Sí, tiene que estar dispuesto a coger lucha en una esquina. ―Lo veo difícil, mi hijo. Con la experiencia del Chino, ahora sé que debe ser alguien que tenga buen trato con las personas. ―Esa es la solución, papá. Vamos a buscar otras personas como el Chino. ―Sí, sí, pero eso fue suerte. Yo estoy pendiente cada vez que voy al mercado y ya corrí la voz para ver a quién me podían recomendar, y todavía no me han sugerido a nadie. ―¿Y alguien del campo, como Chuchú? ―Esperanza llamó a Julián para que buscara a alguien por allá, pero no ha recibido respuesta. ―Papá, para ti, ¿qué es más importante, saber de aguacates o ser honesto, responsable y trabajador? ―Para mí, ser honesto, responsable y trabajador. De aguacates se puede aprender, aunque es lento, pero la honestidad, la responsabilidad y el deseo de trabajar son asuntos de la formación doméstica. Claro, es mejor que la persona haya trabajado con aguacates o le guste seleccionar los aguacates. ―¿Tal vez el Chino conoce a alguien?
Al llegar a la casa, Juan le preguntó a Esperanza si tenía noticias del campo en relación a la persona que andaban buscando. Ella no había conversado con Julián, y prometió llamarlo al otro día. María escuchó la conversación y, como de costumbre, opinó: ―Hay que buscar una persona inteligente, con chispa, que sepa de sumar y restar, leer y escribir. No soporto la gente bruta. ―Yo te digo, vieja, que esta muchachita es muy exigente. Leer y escribir, sumar y restar. ¡Bueno esto está difícil! ―Viejo, no te pongas así. Allá en el campo hay mucha gente que se defiende y quiere venir para la capital. La cosa no está fácil. Desde que tú no estás en la finca, han sacado mucha gente buena que trabajaba contigo. Alguien va a aparecer. ―Hablando de finca ―dijo María―, conocí a una muchacha de San José de Ocoa, del Sur, que su papá siembra aguacates por allá. Me dice que están sembrando una variedad nueva que sabe muy parecido a los aguacates criollos. Ella me dijo que me iba a traer para que los probemos, la voy a llamar a ver si conoce a alguien. ¿Qué andas buscando papá? ―Bueno, ya sabes, mi hija: una persona responsable, honesta y trabajadora, con conocimientos de aguacate y buen trato con las personas. Como dice Juanito, con hambre y planta propia, viva, ágil y dispuesta. Y tú adicionalmente deseas que sepa leer y escribir, sumar y restar. Son muchos requisitos y la paga, aunque es relativamente buena, no es para tanto. ―No te pongas tan pesimista, viejo ―murmuró Esperanza―. Todavía hay mucha gente buena en este país. ―No es pesimista Esperanza. Conseguir gente dispuesta a trabajar de seis a seis no es fácil. La conversación siguió en el transcurso de la cena y todos opinaron, hasta José. Al final de la cena, cada uno se comprometió a trabajar para buscar una o varias personas. Como de costumbre, Juan sacó su agenda y anotó las responsabilidades de cada cual y se pusieron como fecha límite el próximo sábado. Durante la semana, Juan fue al mercado y conversó con varios jóvenes que le habían recomendado a riesgo propio. Tenía experiencia reclutando personas porque siempre estaba contratando en la finca. Al primero le faltaban todos los dientes y no sabía de números. El otro tenía un tufo a ron que no se podía aguantar. El último parecía bueno, un poco lento, pero conocía algo de aguacates, y lo recomendaron por serio y responsable. Vino hace unos meses de Altamira, en un camión, a buscar mejor vida en el mercado. Le llamaba la atención la gran ciudad y no quería trabajar como mesero en un hotel, tampoco tenía porte de sanky panky, ya que no le gustaba eso de andar conquistando turistas. Se llamaba Héctor, pero en el mercado lo bautizaron con el apodo de Agonía porque siempre estaba inquieto. Acordaron juntarse a las siete en la esquina de la 27 y Lincoln para que conociera el trabajo. Esperanza habló con Julián. Él tenía un muchacho que trabajó con Juan clasificando aguacates, le decían Tony y era de familia seria y trabajadora. Acordaron que Julián lo traería en su próximo viaje. Juan tenía la última palabra. Juanito conversó con el Chino para que buscara alguna gente que conociera. Sin embargo, las personas que consiguió no se interesaron en el trabajo de vender aguacates en esquinas. También pasó por el sastre y ordenó seis chalecos nuevos, suficientes para sustituir los existentes, que ya estaban desteñidos, y otros para los nuevos colaboradores. María conoció una muchacha a través de su amiga de Ocoa que quería trabajar y no había
encontrado qué hacer. Era bajita y trigueña, con cara de asustada, pero había recogido aguacates en Ocoa. Se llamaba Altagracia, pero todos la llamaban Tatica. Primero probaron a Agonía. En la esquina, Juan le dio la explicación de lugar y lo puso a trabajar junto a él. Tony se asustó desde que llegó a la esquina, demasiados carros, mucho movimiento. Regresó al campo el mismo día. Tatica era la que conocía menos de aguacates, pero era una avispita y tenía potencial. Ella fue a trabajar con Juanito en la Lincoln con Bolívar. Al final de la semana, solamente quedaba Tatica. Agonía no aguantó el bregar con la gente, no era lo suyo. Entonces Juan tomó a Tatica bajo su tutela y poco a poco le fue enseñando de aguacates. Juan se dijo a sí mismo: “…de tres uno, no es un récord, pero en pelota batear para 333 es un buen promedio”. Juanito estaba desesperado por comenzar a trabajar. Ya había tomado Contabilidad Básica en la universidad y practicaba ansioso en su computadora, que cada día mejoraba con piezas descartadas que conseguía por aquí y por allá. Llevaba las ventas diarias del negocio, registraba los costos y gastos, calculaba los beneficios y las comisiones por venta. Disfrutaba haciendo gráficos del crecimiento de las ventas, ventas por canal, por vendedor, ventas diarias. Pasaron casi tres meses antes de que Juan dejara a Tatica sola en la esquina de Juanito. Cuando ella asumió esta tarea, Juanito se fue a trabajar contabilidad. Tatica tenía buen sentido para los aguacates, ya sabía seleccionarlos con los ojos cerrados, los olía, los acariciaba, ya hasta les hablaba. Era gentil con los clientes y no le daba mente a los piropos de los choferes, pasajeros y viejos verdes que pasaban por la esquina. Juan estaba orgulloso de cómo la chica se había desarrollado. Él había anotado en su agenda paso por paso los detalles de la contratación y su aprendizaje. En una página describía los requisitos de la contratación como uno de los anuncios de búsqueda de empleados que siempre veía en el diario gratuito: a. Honesta, responsable y trabajadora. Viva, con planta propia. Con hambre, deseos de trabajar, y sin complejos. Sabe sumar y restar, leer y escribir. Tiene buen trato con las personas. Conoce de aguacates. (Imprescindible) En otra página describía cómo se debía probar a las personas. Una nota decía: “La seriedad, responsabilidad y honestidad es un asunto de referencias, aunque puedo darme cuenta preguntando sobre algún trabajo anterior, experiencias familiares: ¿tienes hermanos más pequeños? ¿Tu mamá te los deja o dejaba cuando salía de la casa? ¿Te enviaban a comprar en la tienda o al colmado? Si te mandan al colmado con cincuenta pesos y debes comprar media libra de azúcar y dos plátanos, ¿cuánto dinero te deben devolver? Escribe tu nombre y un mensaje a tu mamá contándole sobre este trabajo. Al final hay que enfrentarlo a la esquina, a montar olas, torear carros, al sol infernal de las dos de la tarde.” Para enseñarle a una persona a conocer de aguacates: ―Primero se le debe pedir que busque el mejor aguacate que encuentre en la pila, lo parta y lo pruebe. Si sale bueno debe anotar las cosas que lo pueden delatar. Si sale malo, por igual. ¿Cómo olía? ¿Cómo era la cáscara?...
―Luego se le explica el método Aguacates Juan y las condiciones que se buscan: cáscara suave, sin golpes, nervaduras ni signos de enfermedad. Olor, hay que acostumbrar el olfato a diferenciar el olor a maduro. Sentir, sentir con las manos si está blando y para qué tipo de comida es mejor… En una página marcada con un pedacito de papel se leía, en letras grandes: “Aguacates Juan en cada esquina de la capital.” Juanito comenzó a trabajar con el señor Martínez. Como él era bueno con las hojas electrónicas, su jefa inmediata lo puso a digitar unos números de las ventas mensuales en una empresa importadora, totales y por las principales líneas de negocios. En otra hoja electrónica registró los costos de los productos, en otra, los gastos. Juanito trabajaba sin descansar y descifrando los números de los reportes que le entregaba su jefa. Juanito investigó que estaban preparando los números para hacer unas proyecciones financieras. En otra hoja, digitó las ventas estimadas para el próximo año. Las líneas de productos existentes subían bajaban de volumen, entraban otras líneas y otras regiones del país. Aunque no se lo habían pedido, Juanito graficó todas estas variables y analizó detenidamente las tendencias. Este ejercicio fascinó a Juanito, quien calladamente comenzó a preparar en su casa un trabajo similar para el negocio de su papá con los datos semanales. Analizó el crecimiento de las ventas del año, los costos de los aguacates (productos) vendidos que variaban según la estación del año y los gastos. Varias semanas después, pensó en cómo podían incrementar las ventas si colocaban vendedores en otras esquinas. Primero, incorporó una esquina a su modelo; luego, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Se sorprendió de los volúmenes de ventas que podían alcanzar. A seguidas incluyó los gastos correspondientes a estas ventas: vendedores, distribución, uniformes, reclutamiento, entrenamiento y selección. El verdadero cuello de botella era encontrar personas entrenables para vender Aguacates Juan. Lo demás era fácil. Incorporó el tiempo de entrenamiento en el modelo. Una esquina cada tres meses con dos vendedores, luego cambió a una esquina cada dos meses para final de año. Con seis nuevas esquinas al final del próximo año, papá debe comprar dos camiones a la semana para suplir los aguacates que su red de venta podrá vender. No creía sus cálculos cuando vio la partida de los beneficios. Revisó cada fórmula, incluyó gastos que había dejado fuera en los primeros ejercicios y como quiera los beneficios eran muy atractivos. Muy entusiasmado llamó a su papá que estaba en la galería sentado en su mecedora: ―¡Papá, papá!, ven a ver estos números que preparé en la computadora. ―Ya voy, mi hijo, por qué tanto alboroto, no vayas a despertar a José. ―Es que tienes que ver estos números ―Y le explicó lo que estaba haciendo en la compañía, y lo que había hecho con las ventas de Aguacates Juan―. Papá, con seis esquinas adicionales podemos vender casi dos camiones de aguacates a la semana. ―¿Estás seguro? Lo encuentro muy alto. No creo que llegue a camión y medio. ―OK, déjame bajar el estimado de ventas a camión y medio semanal. Bajo las ventas por equipo aquí. Muy alto todavía, déjame bajarla un poco más. Mira ahora, papá. Seis esquinas con ventas totales de un camión y medio a la semana. Chequea los ingresos netos del negocio. ―Bastante bien, Juanito, pero no podemos vender esa cantidad de aguacates sin incrementar la supervisión y los gastos de acarreo. ―Bueno eso lo debes establecer tú, papá. Dame todos los costos y los gastos que debo incluir y
yo mejoro el análisis. Por favor, María deja eso y ven para acá un momento. María se levantó de su silla y, con ganas de pelear, fue a ver qué quería Juanito. ―Dime, Juanito, estoy ocupada. Mañana tengo un examen de Estrategia de Mercadeo, y ese profesor es una piedra, mira que le dicen el Doctor Cuchilla. ―Estoy haciendo unas proyecciones financieras, similares al proyecto del que te hablé. Mira el volumen de las ventas con seis nuevas esquinas y los beneficios brutos, aunque papá dice que hay otros gastos que restar. ―Se ven muy bien ―murmuró María con los ojos bien abiertos―. Ahora mismo estoy leyendo sobre cómo preparar un plan de mercadeo y luego del examen tenemos que preparar un proyecto en equipo. Papá, ¿podemos hacer el proyecto de tu negocio? ―Bueno, mi hija, si no se dan los números reales no tengo problema. Tú sabes como son los dominicanos de copiones, ahorita se enteran y nos ponen una competencia en cada esquina. Tengo meses dándole vuelta a esta idea: “Aguacates Juan en cada esquina.” Necesito unos tres meses para entrenar a una persona. Juanito, el crecimiento es más lento de lo que tú te supones y hay más gastos. Se necesita un supervisor y alguien que reparta los aguacates en cada esquina, y un almacén más grande para el proceso de maduración. Además, Esperanza debe dedicar más tiempo junto a José para mover los aguacates de los cajones. ―Supongo que sí, papá ―comentó María―, pero esas son cosas internas, más importante aún, es el mercado. Debemos determinar las esquinas de mayor potencial de negocios, analizar la competencia, porque en muchas hay vendedores de aguacate. ―No hablen más en el aire ―interrupió Juan de manera cortante―. Déjame buscar mi agenda para anotar el plan de trabajo y dividirnos las tareas. María, tú te encargarás de la parte del mercado, Juanito de los números y yo de la organización interna. ―Después del examen hablo con mis compañeras de clase y les doy la gran noticia de que tenemos tema para el proyecto, con ayuda para la parte financiera. A ellas no les gustan los números para nada. ―No les pintes pajaritos en el aire que yo estoy muy ocupado ―respingó Juanito. ―Bueno, si tú no quieres trabajar con Milagros y Ester, ese es tu problema. Después no me estés pidiendo que te las presente. ―¡No, no!, lo que tú quieras. Milagros está buenísima. Bomba, mi herma. Doy la vida por trabajar junto a ella. ―¿Cuándo nos volvemos a reunir para organizar todas las tareas y preparar un listado completo? ―preguntó Juan. ―Dame dos o tres días, papá ―pidió María―, que tengo exámenes y debo visitar unos restaurantes nuevos. ―Que sean dos ―contestó Juan―. ¿Y tú, Juanito? ―Yo soy el más avanzado porque estoy haciendo ese trabajo en la oficina. Voy a pedirle a mi jefa que me dé otros trabajos del proyecto para aprender más, y seguir mejorando mi modelo financiero. Ella está trabajando con un muchacho que es muy lento y sé que no le gusta para nada. ―Tenemos que comenzar a buscar candidatos para seleccionar los vendedores ―comentó Juan―, eso es lo que más tiempo nos llevará. Esperanza, ven acá, vieja, que se ha armado el lío de nunca acabar. ―¡Dime, viejo! ―respondió Esperanza, llegando al grupo―. ¿En qué están los tres que echaron a
Pedro dentro del pozo? ―Haciendo planes con estos muchachos, vieja, que ya saben más que uno. ¿Cuánto tiempo les lleva a ti y a José movilizar los aguacates cada día? ―No mucho ―respondió Esperanza―, yo le digo a José y él lo hace como en media hora. ―Eso es medio camión, así que dos camiones les llevará unas dos horas― estimó Juan en voz alta. ―Bueno, si no me necesitan más me voy a estudiar― comentó María, frotándose las manos de la alegría porque ya tenía tema para el proyecto. ―Vieja, tienes que ayudarme con Julián y con tus amigas de la iglesia para ver si aparecen unos cuantos muchachos o muchachas para ponerlos a vender. ―¿Qué pasó, se fue el Chino, o Tatica? ―preguntó Esperanza. ―¡No, no! ¿Recuerdas aquella idea de la que te hablé? ―¿Cuál de todas? ―preguntó Esperanza―. Son tantas. ―Mi sueño de vender Aguacates Juan en cada esquina. Como es la vida, yo no le había comentado a nadie sobre esa idea, excepto a ti. Pero Juanito por su cuenta preparó unos números incrementando la cantidad de esquinas, y la verdad es que se ven interesantes. Así si es verdad que te puedo comprar la casita de tus sueños. ―¡Claro que sí!, con Dios mediante. Mañana mismo corro la voz. Me siento tan orgullosa, viejo, cuando los veo a todos trabajando. Recuerdo cuando eran unos pipiolitos, y ahora, utilizando la computadora y haciendo planes. Mira, se me pone la piel de gallina, ¡tócame! Esa noche Juan volvió a soñar con la finca de aguacates. Sintió la brisa fresca que soplaba entre las matas, la tierra entre sus dedos, y olió ese aroma del campo que añoraba tanto. Al otro día, Juan le pidió a Tatica y al Chino que buscaran otros vendedores para otras esquinas, y les comunicó que ellos pasarían a ser líderes de esquinas y que era importante que buscaran un buen personal. Ellos, como buenos negociantes, preguntaron si tendrían más ingresos, y Juan respondió que ese era el plan, y aclaró que cualquier esquema de comisión iría atado al cumplimiento de la cuota de venta diaria y semanal. María observaba cada esquina que pasaba en su ruta de ventas. También pensaba en otras esquinas que tenían mucho tránsito. Al final de su ronda de ventas fue a una esquina que pensaba que era buena, la Winston Churchill con 27 de Febrero, al oeste de la esquina actual. Pasaban muchos carros y yipetas, los semáforos duraban mucho pero, lamentablemente, había un par de vendedores de aguacate. Siguió hacia el oeste, y más adelante en la Avenida 27 de Febrero con la Defilló, había un gran tapón, pero el tránsito era muy desordenado. Este punto no le gustó porque no había carriles definidos para vender, los vehículos formaban una enredadera muy difícil de navegar. Continuó hasta la esquina con Núñez de Cáceres y le gustó más, pero había una fuerte actividad de venta de aguacates. Dobló a la izquierda y bajó Núñez hacia el sur, rumbo al mar, hasta la avenida Rómulo Betancourt, y vio que era muy buena, y había sólo un vendedor de aguacates. Siguió bajando por la Núñez a la próxima intersección, con la Sarasota, y no le gustó. En esta intersección solamente había vida a la salida del colegio de los gringos. Giró a la izquierda y tomó la Sarasota hacia el este, rumbo a la Churchill de nuevo. Sarasota con Churchill le pareció una buena esquina. Dobló a la izquierda y subió la Churchill rumbo al norte, contrario al mar, cruzó la 27 de Febrero y llegó a la Charles Summers. Esa era otra buena esquina, pero, por supuesto, había competencia. Entonces María se dijo: Tengo que venir con mis compañeras de proyecto a analizar cada una
de las esquinas. ¡Manos a la obra! Tomó el teléfono celular, las llamó y les pidió que se reunieran en la Churchill con Sarasota a las tres de la tarde. “Las Chicas Superpoderosas”, como les decían los compañeros de universidad, en forma de broma, se reunieron puntualmente. Después de una breve introducción de María, cada una tomó una punta diferente de la esquina y por veinte minutos observaron el tránsito y los vendedores ambulantes. Era una esquina caliente que tenía un restaurante de comida rápida, una bomba de gasolina, una tienda de licores y una plaza comercial en cada vértice. Había muy cerca una importante universidad de riquitos y un colegio. Se reunieron de nuevo frente a la estación de gasolina, y María les preguntó: ¿Qué criterios debemos utilizar para evaluar el potencial de negocios en una esquina? Cada una hizo su mejor esfuerzo para identificar alternativas y al final compilaron una lista. Luego visitaron otras esquinas y se dieron cuenta del patrón que se repetía: mucho tránsito congestionado de vehículos de clase alta y media, mejor si la esquina estaba en la ruta de los colegios para venderle a las doñitas y los choferes al mediodía. El tránsito debía estar organizado para permitir el libre movimiento de los vendedores entre las hileras de vehículos. La competencia debía ser baja o nula. Habían ubicado diez esquinas con buen potencial. El próximo paso era evaluar su nivel y ordenarlas según la calificación. En la oficina, lejos del sol y el calor, Juanito conversó con su jefa y consiguió mucha información, y más trabajo. Esto le costó trabajar los sábados. La jefa estaba atrasada y con gusto aceptó el ofrecimiento de Juanito de trabajar más en el proyecto. Para eso tuvo que explicarle con más detalle y hasta le entregó un manual: Guía Práctica para Preparar Planes de Negocio. Juanito apenas tuvo tiempo para leer el manual, pero estaba claro de qué datos necesitaba y tenía fotocopias del contenido de un plan de negocios: Resumen ejecutivo Descripción de la compañía Análisis del mercado Plan de mercadeo Plan Operativo Gerencia y Plan de Desarrollo Información financiera Anexos La hora cero había llegado y Juanito estaba seguro de que se la iba a lucir. Iba a destronar a María de su posición de genio de la casa. Él estaría en la cima después de la reunión. Estaba ansioso por explicar la información que había encontrado, pero cuando llegó su papá a la mesa él estaba conversando con su mamá, y María aprovechó su descuido para iniciar la reunión con su informe:―Visitamos más de quince esquinas en el polígono central. Evaluamos cada esquina basadas en los siguientes criterios: volumen de tránsito y lentitud del mismo, perfil de los clientes que pasan por la esquina, organización del tránsito, cercanía de colegios, universidades y plazas frecuentadas por la clase más adinerada. Identificamos diez esquinas con buen potencial. ―Al grano ―dijo Juanito burlándose. ―También evaluamos la competencia en cada esquina ―prosiguió María―, aquí tengo una lista clasificada. Juan escuchaba atentamente, sin interrumpir, a la vez que su cabeza se iba llenando de preguntas e ideas sobre los detalles de cada esquina. María continuó con su reporte:
―Para tener un punto de comparación para las nuevas esquinas, hicimos una evaluación de las existentes y las incluimos en el análisis. Cuantificamos el tipo de clientela de las esquinas existentes, y clasificamos en varias categorías según el volumen de compra. ―Buen trabajo, María― comentó Juan―. Veo que se fajaron de verdad. Déjame leer la lista. Aquí están las principales esquinas y algunas que no había pensado. Lamentablemente, las mejores esquinas están tomadas, hay mucha competencia. Eso complica las cosas. Juanito, es tu turno. ―Bueno, yo encontré este modelo para preparar un plan de negocios y digité el formato en el procesador de palabras y las proyecciones financieras que tenía en la hoja electrónica. Después de leer el manual detenidamente, les puedo decir que una vez analizado el potencial de mercado, es muy importante evaluar la capacidad de la empresa de cumplir con las promesas a los clientes. ―¿Qué? Y dices que soy teórica ―reclamó María. ―En otras palabras ―prosiguió Juanito―, tenemos que organizarnos para no quedar mal a los clientes. Como decía papá, se necesitan supervisores; además, hay que determinar la logística de entrega, selección y entrenamiento del personal, forma de pago, sistemas y cómo se irá desarrollando el negocio. ―¿De dónde sacaste tantas estupideces, Juanito? ―preguntó María claramente a la defensiva―. Lo que hay que hacer es buscar más vendedores y fajarse a vender. ―No son estupideces. Es la parte de organización interna, debemos mejorar la capacidad del negocio. Es lo que ustedes, los de mercadeo, nunca ven, tal como lo dice el manual. ―¡Calma!― pidió Juan―. Yo estuve pensando en esas mismas cosas, Juanito, y le hice el planteamiento a Tatica y al Chino para que ayudaran a formar sus equipos. Ellos pueden ser los que dirijan las nuevas esquinas. Así como yo hago con las ubicaciones que atendemos. ―¡Yes! ―exclamó Juanito haciendo una seña con los brazos y el cuerpo como hacen los peloteros de las grandes ligas―. Ellos van a ser como el coach de primera y tercera. O como dice la encargada de recursos humanos de la compañía, los líderes de los equipos. ―¡Muy bien, Juanito! Estoy sorprendido ―exclamó Juan―. Asimismo es. Un líder, un coach en cada esquina. Me gusta eso. Ya yo conversé con el Chino y Tatica, y les dije que si cumplen con la meta de venta tendrían un bono. Como don José me daba a mi cuando cumplía con el presupuesto de embarque de aguacates en la finca. ―Papá, el mayor cambio no lo has mencionado todavía ―sugirió Juanito―. Tú debes de dejar de vender y pasar a supervisar y entrenar. Como un manager de pelota, fíjate que ellos no juegan. ―Eso está radical ―murmuró María―. No es jugando pelota que estamos. Esto es un negocio. Yo nunca he tenido tiempo para ver ese juego tan estúpido. Un hombre con un palo esperando que otro le tire una bola. ¡Qué pérdida de tiempo! ―No, no, no es tan radical ―contestó Juan―. Ese era mi trabajo en la finca. María déjame la lista para analizarla. Excelente trabajo, Juanito. La verdad que ese trabajo te está enseñando mucho. Eso del equipo de pelota está genial. No se me había ocurrido y tienes toda la razón. En un equipo de pelota hay personas dedicadas a entrenar a los bateadores y lanzadores. Los observan y luego le explican cómo pueden mejorar. Practican continuamente y hasta preparan jugadas para que todo el mundo sepa qué hacer. Durante el juego el manager y los coaches de primera y tercera guían al equipo. Llevan estadísticas de todo y las utilizan para tomar decisiones. Ahora lo veo más claro. Quien iba a decir que todo ese tiempo que pasabas mirando los juegos de pelota un día nos iba a servir. ¡Bien hecho mi hijo! Estoy muy orgulloso de ti.
―Gracias papa ―contestó Juanito orgulloso de los comentarios de su papá. ―Yo voy a seguir trabajando con el plan de mercadeo ―dijo María visiblemente afectada por el éxito de Juanito. ―Yo voy a estudiar el manual del plan de negocios de inicio a fin para comenzar a escribirlo ―comentó Juanito. Juan se quedó analizando la lista de las esquinas e hizo sus propias anotaciones. Pensó que era mejor iniciar con las más cercanas para facilitar la distribución y la supervisión. Tenía que sacar tiempo para visitar las esquinas que había marcado y buscar la forma de negociar con la competencia. Pasaron varias semanas y Juan no pudo sacar tiempo para visitar las esquinas que había seleccionado. Muchos aguacates por vender. El día a día se comía el tiempo y no dejaba ni un minuto para el plan. Tan sólo había tenido tiempo para escribir en su agenda todo el plan, robándole tiempo a las horas de sueño. Esperanza había encontrado una casita con un almacén en el patio trasero con la capacidad que necesitaban. Quedaba en un barrio mejor y era un poco más grande. Solamente había un pequeño problema, el alquiler era el doble del que pagaban actualmente. Todas las noches Juanito preguntaba por el avance del plan y trataba de explicar sus nuevos hallazgos. Tenía locos a todos en la casa preguntándoles sobre el avance de sus tareas y enseñándole nuevos escenarios. María y su equipo continuaron con el proyecto y seleccionaron las seis esquinas con mejor evaluación. Juanito preparó las proyecciones de ventas y gastos a cambio de conocer y pasar tiempo con Milagros. Claro, los números y las esquinas no eran reales. Hasta cambiaron el producto de aguacates a melones. Pasaron dos semanas más, y nada. Juan ahora estaba involucrado en las entrevistas de los candidatos y candidatas a vendedoras, ayudando al Chino y a Tatica. La semana anterior había utilizado su tiempo libre para explicarles cómo preevaluar los candidatos y los detalles del proceso de entrenamiento. Juanito había calculado los gastos de acarreo y tenía la impresión que salía mejor comprar una camioneta para que su papá distribuyera los aguacates y supervisara las esquinas. Más importante aún, montado, Juan podía cubrir más terreno. María podía utilizarla para repartir los aguacates a los restaurantes y así eliminar el gasto de Carmito. Hasta había programado el tiempo en que cada uno utilizaría la camioneta. Esperanza por su parte presionaba porque la casita que le gustaba la iban a alquilar. Ya no sabía que decirle a la señora que la alquilaba. Aunque el alquiler era el doble, era lo mejor que había encontrado. Finalmente, después de que dos nuevos colaboradores habían avanzado lo suficiente en su entrenamiento, Juan tuvo tiempo para salir, y visitó cuatro esquinas. Conoció a un vendedor de aguacates en la 27 de Febrero con Churchill que le contó que había comprado la esquina a otro vendedor hacía varios meses. Eso abrió una oportunidad. Vio otras tres esquinas. Había verdaderas posibilidades en la Churchill con Sarasota y en la 27 con Núñez. Las Chicas Superpoderosas habían hecho un gran trabajo. Juan hizo el propósito de visitar cuatro esquinas nuevas a la semana. Ahora tenía más tiempo para trabajar en el plan porque en las horas más flojas encargaba de atender el negocio al Chino y a
Tatica, con sus colaboradores. Él sabía que en la medida que los nuevos equipos se formaran él tendría más tiempo para dedicar a la supervisión y dirección del negocio. Al llegar a la casa, se reunió con Juanito y replantearon los ingresos y los gastos, ya que había que agregar los gastos de adquisición de algunas esquinas. También evaluaron la compra de la camioneta y otros posibles desembolsos. La suerte estaba echada, era tiempo de alquilar la casa que le gustaba a Esperanza. En la mecedora, Juan repasaba la situación actual y pensaba en los próximos pasos. El Chino y Tatica consiguieron un buen par de personas y están en proceso de seleccionar otras dos. En unas seis semanas el Chino abrirá una nueva esquina, la Chuchill con Sarasota. Tatica quedará a cargo de las esquinas existentes con su equipo, y mi apoyo. Yo me centraré más en el entrenamiento de la selección de aguacates, Tatica y el Chino ya hacen un buen trabajo con el resto. Debo investigar los precios de las camioneticas y cerrar el alquiler de la nueva casa. No hay mucho dinero guardado, el dinero debe salir del mismo negocio. El plan comienza a rodar. Se ha retrasado, pero la verdad es que había sobreestimado mi disponibilidad.
CAPÍTULO 9 VÍSTEME DESPACIO QUE VOY DE PRISA
Eran como las siete de la noche cuando sonó el teléfono de la casa. Después de sonar repetidamente, Esperanza lo tomó. ―¿Aló? ―Hola, comadre, es Ramón. ―Hola, compadre, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo están todos por allá? ―Todo bien por aquí, ya sabe, trabajando mucho y pasando frío. Las cosas van bien. ¿Y por allá? ―Bien, compadre. Nos mudamos a una casita para los lados de Villa Mella, más grande y cómoda. ―¿Y mi ahijada, cómo sigue? ―María continúa sacando excelentes notas en la universidad y fajada vendiéndole aguacates a los restaurantes, ampliando su clientela, de restaurantes amantes de los aguacates, como dice ella. ―¡Qué bueno! ―La sorpresa ha sido Juanito. Está sacando buenas notas en la universidad y está muy bien trabajando en una empresa de asesoría financiera y contable. Los jefes no comen cuento con él, por sus habilidades con la computadora. ¿Quién lo iba a decir? Tanto que yo le peleaba por pasar horas muertas mirando esa bendita pantalla. ―¿Y José, sigue tan inquieto? ―Ya usted sabe, igualito. Bueno hace unos meses estuvo al morir debido a un dengue que le dio. Yo nunca había visto algo así, ese muchachito ni hablaba. ¡Jesús Santísimo! ―¡Qué bueno, que está todo bien! Y mi compadre, ¿está por ahí? ―No, él no ha llegado todavía. Fue a ver una camioneta que quiere comprar para el negocio. ―¡Anjá! ¿y cómo sigue el negocio? ―De lo más bien, va creciendo poco a poco. Ahora ya venden en varias esquinas, como le dije, María le vende a los restaurantes y están en proceso de abrir nuevas esquinas. Ya casi están comprando un camioncito de aguacates a la semana. Bueno, yo ya no tengo tiempo para preparar mis empanadas, solamente las hago por encargo. ―¿Cómo? ¡Un camioncito! ¡Magnífico! Yo apuesto a mi gallo, estoy seguro de que Juan saldrá exitoso. Y hablando de gallos, ¿usted tiene noticias del campo? ―Sí, siempre hablo con Julián cuando nos trae los aguacates. Las cosas están bien por allá. Hay mucha siembra de aguacate. ―¿Usted tiene un teléfono donde pueda llamar a Julián? ―Claro, déjeme buscárselo y se lo doy en un segundo. Esperanza le dictó el número de teléfono y se despidieron. Eran como las nueve de la noche cuando Juan llegó. José ya estaba durmiendo y todavía María y Juanito no habían llegado de la universidad. Juan había tardado tanto porque andaba viendo varias camionetas con un amigo mecánico. Finalmente, consiguieron la de un señor cliente del amigo de Juan. Aunque tenía unos cuantos años, la camioneta estaba en muy buenas condiciones, hecha en
Japón, tenía un sistema a gas y, como el mecánico conocía al dueño, la dejaron en tres pagos. Juan solamente tenía que llevar el primer pago al otro día y dejaba su condición de peatón. Luego de la conversación sobre la camioneta, Esperanza le contó a Juan de la llamada de su compadre. Juan se alegró mucho por la llamada. Extrañaba a su amigo y compadre, y estaba contento de que estuviera bien por los países. María y Juanito se alegraron de la compra y estaban locos por montarse. Con la bulla, despertaron a José, quien se unió con mucho ánimo a la celebración. El negocio estaba mejorando y, como consecuencia, también la familia. Durante la cena, Juan comentó que el plan avanzaba a paso de tortuga, pero que avanzaba. Juanito, siempre acelerado, se quejaba de la velocidad y hacia presagios negativos de que la competencia se adelantaría y perderían la oportunidad. Ya había otros vendedores que tenían uniformes y se estaban organizando. Juan explicó que se había dado cuenta de que la apertura de nuevas esquinas dependía de la formación de más líderes, no solamente la contratación de nuevos colaboradores. Él estimaba que una persona necesitaba seis meses o más para liderar una esquina. También Juan anunció que ampliarían la cobertura en la parte sur de la esquina Chuchill con 27. Él había conversado con un señor que vendía aguacate en esa área, que quería vender su puesto para volver al campo a recuperarse de una enfermedad. El Chino se iba a encargar de esa posición dejando a su colaborador más experimentado en la Sarasota con uno de los que estaba en entrenamiento. Ese era un gran movimiento para dominar la zona y elevar las ventas a un camión completo, de esta forma podían bajar los costos aún más porque ya no tenían que comprar a don Pedro cuando vendía más de medio camioncito. No todas eran buenas noticias. María se había enterado que el segundo de Tatica estaba vendiendo por encima del precio, quedándose con el dinero. Era una pérdida importante. Juan se preocupó porque ese muchacho estaba haciendo un gran trabajo. Él y Tatica habían hablado de enviarlo a la 27 de Febrero con Núñez. Eso retrasaba aún más el avance del plan. Esperanza lamentó mucho la situación y tranquilamente comento: ―A mí me parece que con la promesa del incremento en los ingresos al líder de una esquina podemos conseguir dos o tres personas buenas del campo que hasta la fecha no se animaban porque no les cuadraba. Ya saben, con los gastos más altos de vivir en la capital. ―¿Cómo quién? ―preguntó Juan incrédulamente. ―Para empezar, el mismo Chuchú y este muchacho que trabajaba contigo en la finca. Tengo el nombre en la puntica de la lengua… Un jabaíto él, flaco, con los ojitos claros… ―¿Mateo? Ese muchacho sí es bueno. Trabajaba directamente conmigo. Serio, capaz y sabe de aguacates hasta más que yo. A mí no se me había ocurrido que él quisiera venir para acá. ¿Él no estaba en la finca? ―Sí, pero se fue hace unos meses porque las cosas estaban inaguantables. Eso va de mal en peor. El tiene un trabajito en Moca, pero el sueldito no le da para nada. ―Llámate a Julián para que traiga a Mateito lo antes posible. Mateo me puede ser muy útil. ―¿Y a Chuchú? ―Sí, sí, dile que lo traiga. No tengo tanta fe en Chuchú, pero al menos es serio, y de tu familia. No hay mal que por bien no venga, así son las cosas. ―Déjame llamarlo ahora mismo ―dijo Esperanza parándose a buscar el celular―. Chuchú no es malo, tú vas a ver cuando lo conozcas mejor. Después de intentar varias veces, Esperanza comentó que le salía un mensaje, que las líneas
estaban ocupadas y que trataría más tarde. La nueva empresa de celulares estaba teniendo problemas de congestionamiento cada vez más frecuentes. María y Juanito estaban sumergidos en su propia reunión paralela, revisando un cronograma de trabajo que él había impreso. Eran como cuatro páginas unidas. ―Papá, mira lo que te he dicho desde hace tiempo. ―Comentó Juanito, moviendo hacia Juan el papel impreso. ―¿Qué es esto? Es como una longaniza de papeles. ―Es un listado de las actividades que planificamos hacer, con sus fechas y un comparativo con las fechas reales de ejecución ―explicó María―. Mira el gran atraso que llevamos. ―Sí, mis hijos tienen razón― asintió Juan―. Estamos atrasados y eso me corroe la mente todos los días. ¿Tú crees que yo no quiero completar las diez esquinas? Pero una cosa piensa el burro y otra él que lo apareja. La verdad es que planear es más fácil que ejecutar. ―Tampoco así ―argumentó María―. Sin una estrategia clara y un plan de trabajo no se sabe para dónde ir y se dan palos a ciegas. ―Supongo que así es, pero no es tan fácil llevar las cosas del papel o la computadora a la realidad ―insistió Juan―. Tú sabes la lucha que ha dado conseguir gente buena y luego que los entrenamos se van, o los tenemos que sacar. La lucha que me dio conseguir la camioneta. Es que en un negocito como éste es arañando que uno logra las cosas. Los cuartos no están en el banco esperando, y hay que ir ahorrando, conseguir que le den algo de crédito y tener el valor de meterse en un lío. ―Entendemos, papá― comentó de nuevo Juanito―, pero mira todo el tiempo de atraso. ―Te entiendo, mi hijo― dijo Juan―. Debes entender que las cosas no comenzaron a moverse hasta que pude sacar tiempo y, finalmente, eso sucedió cuando Tatica me pudo aguantar en la esquina, cuando conseguimos los nuevos colaboradores. Es una cadena. Ahora sí, hay que saber para dónde se va porque de otra manera se llega a cualquier parte. No me di cuenta de la necesidad de formar los líderes hasta hace poco y eso no estaba en tus proyecciones. ―Sí, eso es lo más importante, la estrategia, ―sugirió María―, y tener un plan, aunque mis compañeras y yo preparamos el plan y no lo ejecutaste hasta que no verificaste cada esquina, papá. Eso es lo que llaman falta de delegación. ―Bueno, María, hay cosas que tengo que evaluar directamente por lo menos al inicio. La evaluación de las esquinas que ustedes hicieron fue excelente, no lo puedo negar. Sin embargo, cuando yo visité las que seleccioné de la lista que ustedes prepararon, me di cuenta de muchas cosas que no estaban descritas en la lista. Conocí los otros vendedores de aguacates y, hablando con algunos de ellos, me di cuenta de la posibilidad de comprar esquinas y de poder suplirle aguacates a otros. También sentí el tránsito y me di cuenta del tipo de clientela. Así comprendí que ustedes habían hecho un buen trabajo. El trabajo en realidad me ayudó mucho. ―Sí, pero no confías en mis proyecciones y siempre le estas buscando las cinco patas al gato ―respingó Juanito. ―No, no, nada puede estar más lejos de la verdad ―exclamó Juan―. Tenía meses pensando en la expansión y no me decidía porque no tenía los números claros aunque los hacía en mi mente y en la agenda. Cuando me enseñaste las proyecciones de ingresos y gastos fue que me percaté de la oportunidad que teníamos por delante. ―Gracias, papá― asintió Juanito ―, pero eso solamente lo dices porque los números indicaban
lo que tú sospechabas. Cuestionaste cada número y cada cálculo. ―Bueno, tienes algo de razón, no lo niego ―respondió Juan―. Al tener tanto tiempo pensando en ese plan me interesé mucho en tus cálculos; sin embargo, mis preguntas eran legítimas. Son las mismas que me hacía, no era falta de confianza. Además, había cosas que no me tenían sentido en mis cálculos generales, y no puedes negarlo, algunas proyecciones estaban erradas. La computadora solamente hace lo que se le indica. ―Sí ―afirmó María―, así me ocurrió en la clase de presupuesto. Me equivoqué en una fórmula y todos los cálculos me salieron mal, y no me di cuenta hasta que la profesora lo hizo en clase. ―Juanito, quiero que hagas de nuevo el programa con los tiempos ―pidió Juan―, tomando en cuenta la realidad que vivimos y no podemos hacer todo de golpe. Hay que ir paso a paso. Si quieres vamos a la computadora y lo hacemos juntos. Cuanto me gustaría aprender a utilizar ese aparato. Es mucho más que las máquinas de escribir y las sumadoras. ¡Qué maravilla! Yo debí nacer en este tiempo, con todos estos avances. El nuevo cronograma de ejecución que prepararon era más realista. Tomaba en cuenta que el tiempo de Juan era limitado y que había que eliminarle responsabilidades para que tuviera tiempo para trabajar en las tareas del plan. Colocaron como actividades críticas la contratación de colaboradores para que Tatica pudiera relevarlo más rápidamente y la compra de la camioneta. Incluyeron la preparación de líderes, que era algo que no tenía el plan original. Si se hubieran dado cuenta de esa necesidad habrían reclutado personal de más nivel con la promesa de mejores ingresos. Algo más que afloró al final del ejercicio era la importancia del trabajo de Juanito, su capacidad de llevar las estadísticas del negocio. Asimismo, sus análisis habían sido críticos en todo el proceso. ¿Quién lo iba a decir? Colocaron una partida para mejorar la capacidad de la computadora de Juanito y también una impresora. Al otro día, Juan había sacado el dinero de su cuenta de ahorros de la Asociación y fue a buscar su camioneta. Estaba luchando por llegar a la 27 de Febrero con Lincoln para conversar con Tatica e investigar la situación del vendedor. Al manejar la camioneta, se decía a sí mismo: ¡Qué buena compra! Esta camioneta me va a ayudar mucho porque puedo moverme más rápido. También la puedo utilizar para mantener un inventario de aguacates de reserva y suplir las esquinas que estén más calientes. La conversación de la noche anterior con María y Juanito había sido muy provechosa, sobre todo porque permitió generar un nuevo calendario de ejecución más realista. Teníamos una idea, pero un pobre plan de trabajo, y un programa de ejecución irreal. Los tropezones hacen levantar los pies. Debí dedicar más tiempo a esas tareas críticas para hacer posible las cosas. Finalmente, Juan llegó a la 27 con Lincoln, estacionó la camioneta en una calle lateral y fue a conversar con Tatica que estaba en plena acción. Le explicó la situación y acordaron cómo manejarla. También le habló sobre la necesidad de reclutar personal con la capacidad para convertirse en líderes de esquinas. Tatica le comentó que había notado algo raro porque varios clientes se habían quejado de un supuesto aumento de precio, y apoyó la salida de la persona en cuestión de inmediato. Ella tenía otra persona que ya podía cubrir la vacante. Luego de finalizar con esta situación, Juan pasó a conversar con el Chino sobre los nuevos planes. Después, tenía que pasar por la Avenida Tiradentes con Roberto Pastoriza para ver un señor que vendía aguacates, que María había identificado como un potencial comprador y a evaluar dos esquinas potenciales. Luego tenía que trabajar en la esquina del Chino entrenando a dos colaboradores nuevos.
En la casa, Esperanza finalmente había conseguido a Julián y acordaron que él hablaría con los muchachos y que si aceptaban, los traería en su próximo viaje. Por otra parte, Julián le comentó de la llamada de Ramón y su interés en saber qué estaba pasando en la finca que era de don José. Una semana después, Chuchú finalmente pudo venir a la capital. Se quedó en la casa en el cuarto de Juanito y José, y comenzó a trabajar de inmediato con Tatica. Mateo llegó una semana después porque no podía abandonar el trabajo que tenía. Él había hecho arreglos para quedarse con una tía que desde hacia tiempo vivía en la entrada a la capital por Los Alcarrizos. Juan se alegró mucho de volver a trabajar con Mateo y le explicó la operación completa. Las ventas en las esquinas, la recepción de los aguacates en el almacén de la casa, y el resto de los planes. Mateo lo actualizó sobre la situación en la finca, el desastre que había armado el nuevo dueño, y su mala experiencia. Mateo se adaptó rápidamente y antes de dos meses estaba al mando de la importante esquina de la 27 con Núñez, y su satélite Núñez con Rómulo Betancourt. Chuchú iba más despacio pero ya vendía fluidamente en la Lincoln con Bolívar. Tatica había reclutado un muchacho de su pueblo, Manuel que tenía experiencia en la supervisión y estaba dispuesto a tirar para delante. Ahora la principal dificultad que tenía la red de ventas de Aguacates Juan era la falta de productos en la estación de escasez. Hacía algunas semanas que se dejaba de vender porque conseguir buenos aguacates era muy difícil. Como consecuencia de la baja en las ventas, algunos vendedores estaban insatisfechos y dejaron el trabajo. Astutamente, Juan sacrificando sus ingresos completó el salario a los mejores colaboradores para retenerlos por el momento. María finalmente pudo conseguir a la amiga cuya familia sembraba aguacates en San José de Ocoa, con el fin de explorar la posibilidad de una nueva fuente de suministro. Le dio una lucha tremenda porque hacía tiempo que no la veía. Su amiga, Rosa, había terminado su carrera de ingeniería industrial y estaba trabajando en la zona franca de Las Américas en una fábrica de equipos médicos en horario nocturno. Los intentos que habían realizado Juan y el Chino con los camiones que llegaban al mercado habían sido improductivos. Un domingo, Rosa llevó a Juan y a María a conocer a su papá, Mario. Era un hombre grande y fuerte, con la cara rasgada por el sol por los años que había dedicado a la agricultura. Su finca era pequeña y muy bien cuidada. Los aguacates mayormente se exportaban y los que quedaban se vendían en el mercado local. Como la variedad que sembraba era más parecida a la nacional, tenían muy buena demanda. Otra ventaja era que se cosechaban en la época de escasez tradicional. Mario y Juan hicieron buena química de inmediato. Mario le enseñó la finca y Juan se sintió como en su casa. Se dieron una hartura de chivo guisado con guineitos y, por supuesto, aguacates. Juan trató de asegurar el suministro de aguacates, pero Mario le explicó que, aunque le daría prioridad a cambio de pagar algo más, no podía darle garantía. Sellaron la amistad con un apretón de manos, pero no un acuerdo de suministro que le garantizara aguacates a su red como quería Juan. Camino a la capital, Juan no se calló ni un minuto hablando de la finca que era de don José. Rosa y María llegaron mareadas. A Juan le brillaban los ojos, su cara irradiaba una luz de alegría. Solamente paró de conversar cuando la voladora pasó la rotonda de la Bandera y tomó la 27 de Febrero rumbo al centro de la ciudad. Las esquinas estaban tranquilas, a las seis de la tarde sólo había algunos vendedores de tarjetas de llamadas. Mañana será otra cosa, se dijo Juan. Revisando los pendientes de la mañana siguiente, Juan tenía que ir a negociar la entrada a la esquina de la Charles Summers con Churchill. No sabía cuanto podía ofrecerle a ese hombre, pero si no aceptaba habría que irse a la guerra con él. La negociación no fue bien. La esquina costaba mucho
y con la escasez de aguacates no valía la pena entrar en una guerra. Había que esperar tiempos mejores o conseguir una fuente de suministro segura. Era más fácil abrir un punto de ventas en la Tiradentes con 27 de Febrero, al este de la Lincoln y en otras esquinas que manifestaban un buen potencial. Sin embargo, Juan sabía que no eran tiempos de estar pensando en expansión y que debía enfocar sus energías a solucionar la crisis que se estaba gestando. Las quejas de los clientes aumentaban por la mala calidad de los aguacates en esta época, pero Juan no tenía suficientes para hacer una buena selección. En el último mes, las pérdidas por devoluciones aumentaron tanto que el negocio estaba en rojo. Juanito hizo varios análisis que indicaban que debían buscar una fuente de aguacates confiable o tenían que reducir la fuerza de ventas. María había sugerido vender otros productos para evitar las dificultades en los tiempos de escasez de aguacates; entre ellos sugería guineo, melón, mandarina, auyama, y hasta accesorios de celulares y tarjetas de llamadas. Juan estaba muy preocupado y sabía que tenían que hacer algo para no desmantelar la red de vendedores y luego tener que buscar gente nueva. Maquinaba sobre estas alternativas, hablando consigo mismo: Muchas de esas frutas dejan muy poco dinero y no veo cómo podemos ofrecer algo adicional que nos permita aumentar los precios. Los melones pueden ser buenos porque también son difíciles de seleccionar, pero yo no sé de melones, conozco de aguacates. Yo pudiera aprender, pero eso toma su tiempo. Cotorra vieja no aprende a hablar. ¿Qué vamos a hacer con los chalecos que decían Aguacates Juan? Una persona vendiendo melones con un chaleco verde con un letrero de Aguacates. Aumentar los tipos de productos que vendemos puede ser hasta más difícil que ampliar los puntos de venta. Debo conversar con Esperanza y los muchachos para ver qué piensan y decidamos que es lo que más nos conviene. De pronto Juan sintió algo raro y al mirar a los lados se dio cuenta que los choferes y personas que estaban a su alrededor esperando el cambio del semáforo se reían y lo miraban como si estuviera loco. Se dio cuenta que había estado hablando solo, sin darse cuenta. Por suerte, el semáforo cambio a verde, él metió primera y arrancó lo más rápido que pudo detrás de las motocicletas que iban delante de él, como una manada de lobos, echando carreras hasta la próxima esquina. Al llegar a la casa, Juan no encontró a su mujer en la cocina, como de costumbre, tampoco estaba José. Salió al patio y los escuchó peleando en el almacén, caminó hacia allá, y en la medida que se acercaba, comenzó a oír los lamentos: ―Esto no puede ser José ―decía Esperanza―. Tantos aguacates podridos en un lado y verdes por el otro. ―Yo los moví como siempre, mamá, te lo juro ―gritaba José. Cuando vieron entrar a Juan se sorprendieron y lo saludaron sin quitar sus ojos de las pilas de aguacates dañados que habían sacado para que no afectaran a los demás. Un olor fuerte a podredumbre golpeó a Juan, que resbaló con un pedazo de aguacate podrido y por poco se cae. ―¿Y qué es esto? ―preguntó Juan alarmado―. ¿Qué pasó? ―No sé ―respondió Esperanza con cara de tristeza―. Parece que los últimos aguacates estaban muy nuevos y no han madurado bien. ―¡Son demasiados!, déjame ver qué podemos hacer ―exclamó Juan con los ojos desorbitados. Juntos reorganizaron y reclasificaron los aguacates, apartando los más nuevos y eliminando los podridos. Juan pensaba que si seguía un proceso de maduración más lento podía lograr salvar una cantidad mayor. Contaron los aguacates dañados para darle la información a Juanito, limpiaron bien
el almacén y abrieron las ventanas para que circulara más el aire. Juanito llegó y después de registrar los aguacates podridos vaticinó pérdidas mayores, y problemas en el flujo de caja. Esta crisis se estaba comiendo los beneficios acumulados. Para colmo, María llegó con la mala noticia de que había perdido su mejor restaurante. El ambiente en la casa era cada vez más tenso, se podían oír los mosquitos volando. Nadie se atrevía a hablar. María también anunció que le habían ofrecido un trabajo en una empresa de promociones, trabajando durante el día. Por el horario de la universidad ella no podía trabajar en la noche, que era donde estaban los mayores ingresos. No obstante había encontrado un trabajo en su área, en una buena empresa, donde podía aprender mucho. Juan atendería las ventas a los pocos restaurantes que quedaban y luego conseguirían a otro vendedor, cuando aparecieran aguacates sin problemas. Transcurrió una semana y Mario no pudo enviarle los aguacates que le prometió. La cosecha fue pobre. Esa fue la gota que rebosó el vaso y Juan estaba listo para reducir los gastos: sacar personal si era necesario o vender la camioneta, reducir el tamaño de la red según la cantidad de aguacates que conseguía. Era tiempo de apretarse los cinturones. ¿Quién dijo miedo? ―Se decía Juan―. Yo he pasado por tiempos peores. Buscó a Mateo y le explicó la situación para que juntos buscaran alternativas, y comenzó la conversación de manera directa. ―Mateo, tú conoces la situación de los aguacates en estos momentos y parece que con la sequía de este año, la escasez se va a prolongar más de lo acostumbrado. ―Sí, Juan, estoy consciente de la situación, y la vivo a diario. Los clientes cada vez se quejan más porque los aguacates no están madurando bien ya que están muy nuevos. ―Le he dado mucha mente a este asunto y considero que mientras dure la crisis, tenemos que buscar y vender productos alternativos. María me ha sugerido que venda cualquier otra cosa, como guineo, auyama, accesorios de celulares. Yo he pensado en melones que son complicados de elegir, pero eso puede durar un tiempo, y ahora tenemos prisa. Ahora mismo, lo que necesitamos es mantener los vendedores con nosotros porque cuesta mucho conseguirlos y entrenarlos. ―A mí me gustan las auyamas. Tú sabes Juan: “el corazón de la auyama solamente lo conoce el cuchillo”. Son como los aguacates y yo conozco de auyamas. ―No sabía que eras auyamero. Vamos a dar una vuelta por las esquinas para ver lo que están vendiendo, el nivel de competencia. Luego pasamos por el mercado para buscar suplidores. Dieron una vuelta por las esquinas del polígono central, chequeando lo que se estaba vendiendo, los precios y la cantidad de productos que tenían los vendedores en inventario. El producto más prometedor de inmediato era la auyama. Partieron camino al mercado a buscar suplidores. Consiguieron uno que estaba dispuesto a darle crédito por unos días, una vez iniciada la operación. Mateo seleccionó un grupo de auyamas para probar al otro día. Se pararon en una ferretería cercana a comprar unos buenos cuchillos para equipar a los vendedores. Acordaron seleccionar aguacates llenos solamente, en su punto para madurar. Esta medida suponía limitar el volumen de ventas, subir los precios y vender en las esquinas y restaurantes dispuestos a pagar. También decidieron que lo mejor era quitarles los uniformes a los colaboradores que no vendieran aguacate. El margen no era tan bueno en las auyamas, aunque estimaron que daba para mantener los ingresos de los vendedores y líderes al mismo nivel, y pagar los gastos de transporte y otros gastos operativos. Además, era una cuestión de semanas. El plan de contingencia comenzó a dar resultado. Las auyamas seleccionadas por Mateo eran de
muy buena calidad y se vendieron fácilmente. Era un asunto de comprar mayor cantidad, conseguir precios más bajos para mejorar el margen, y desarrollar un buen suplidor que les vendiera a crédito. Juan y Mateo consiguieron un mayorista que traía muy buenas auyamas del Sur. Consiguieron mejor precio debido al volumen de compra que prometieron que iban a mover y crédito de una semana. Este suplidor de auyamas había visto los vendedores de Aguacates Juan en la 27 de Febrero y estimaba que podía ser un buen negocio para él. Juan también trató en vano de conseguir más aguacates que no estuvieran nuevos y sirvieran para madurarlos apropiadamente.
CAPÍTULO 10 NO HAY ESCAPATORIA
El tiempo se encargó de demostrar que tomaron la decisión correcta. La incorporación de las auyamas arrojó los resultados esperados. Con los nuevos precios de compra, los beneficios del negocio mejoraron sustancialmente, aunque no llegaron al nivel anterior. La escasez de aguacates se extendió y se hizo más crítica, pero ya no importaba mucho. A su tiempo comenzaron a llegar más aguacates “llenos” hasta que se restableció el suministro normal. Todos los vendedores entrenados pasaron a realizar su trabajo con chalecos nuevos para anunciar la nueva temporada. Se contrataron nuevos vendedores para vender auyamas en las esquinas que demostraron un buen nivel de ventas de ese producto. Mateo entendía que podía ser muy bueno si se trabajaba adecuadamente. En una medida genial, Mateo aprovechó la crisis de los aguacates para posicionar vendedores de auyama en algunas esquinas que Juan tenía como potenciales: Churchill con Charles, Tiradentes con 27 de Febrero, Kennedy con Tiradentes y Kennedy con Lincoln. En la medida que se restauró el suministro de aguacates estos vendedores cambiaron de producto, tomando a la competencia por sorpresa. Mateo visitó los mejores restaurantes y reestablecieron las relaciones comerciales. Varias semanas después de superada la crisis, Juan rumiaba sobre los acontecimientos, columpiándose en su mecedora: La crisis me dio una gran lección. Los tiempos de crisis son difíciles, pero si se analiza bien la situación pueden brindar valiosas oportunidades. Son como los huracanes, se llevan muchas plantas, pero luego nacen nuevas y más fuertes. Hay que echar raíces profundas para soportar los vientos y saber cambiar. Las matas que botan las hojas no se caen porque no les hacen resistencia al viento. Las que se aferran a sus hojas se caen. En el cuaderno de Juan quedaron anotadas las principales enseñanzas de la crisis: ―Desarrollar relaciones de negocios con suplidores de aguacates de varias regiones para evitar el riesgo de las sequías. Seguir desarrollando la relación con Mario. ―Negociar una garantía efectiva de suministro en los tiempos de escasez. ―Conseguir una finquita de aguacates para ponerla a producir precisamente para los tiempos de escasez. ―Cambiar gradualmente los vendedores a auyama u otro producto en la medida que el suministro de aguacates disminuya. ―Mantener las relaciones con los suplidores de auyama y otros víveres o frutas. ―Estudiar los melones para descubrir sus secretos. Tal vez podían contratar a alguien con experiencia en ese cultivo. ―Conocer la situación de los cultivos, ya que los productos del campo son muy sensibles. ―Recordar que tenemos una red de vendedor que mueven mucho volumen. Esta es una de nuestras principales armas, tenemos que aprender a utilizarla. Con un suministro estable de aguacates, Juan y su equipo continuaron con su plan de expansión, cumpliendo un riguroso cronograma de trabajo. Mes tras mes, añadían nuevas esquinas, restaurantes y vendedores independientes. Las esquinas se abrían con mucho más facilidad que antes porque se reclutaban y desarrollaban los vendedores más rápidamente, así como los líderes. También se reclutó un vendedor para los restaurantes que captó los clientes perdidos e incorporó nuevos socios
al “Club de amantes de los aguacates” como le gustaba llamarlos a María. Adicionalmente, continuaron reclutando vendedores de aguacate interesados en distribuir la marca. Al negocio volver a su ritmo de crecimiento, el ambiente en la casa cambió totalmente, y con los beneficios adicionales, la familia comenzó a disfrutar de una mejoría sustancial en su estándar de vida. Durante el almuerzo familiar del domingo, Juanito informó que los beneficios continuaban en ascenso. La incorporación de nuevas esquinas llevó los volúmenes de ventas a niveles sin precedentes y Aguacates Juan se convirtió en uno de los principales compradores locales de aguacate, logrando costos de adquisición más bajos y por lo tanto, márgenes de beneficios más altos. Con una cara de pícaro de películas, Juanito comentó: ―Papá, este negocio va muy bien. Es una maquinita de producir efectivo. Cuando multiplico las ventas de este mes por… ―Juanito, no comiences. Tú y tus números. Ese trabajo te ha dañado. ―¡No! No es así, lo que te digo es verdad. Es que los números no mienten, solamente hay que estar dispuesto a aceptar la verdad. Vende ya esa camioneta vieja y cómprate la doble cabina que está vendiendo la doña amiga tuya. ―Sí, sí, Juanito. Lo haré, le voy a dejar mi camioneta a Mateo. La doble cabina nos sirve para mover el personal. Pero recuerda siempre, mi hijo, ustedes también, María y José, los números son solamente una guía, son las decisiones que tomamos las que nos sacan de las crisis o nos llevan al fracaso. En los negocios hay que tomar decisiones constantemente. Hay que planificar, pero si los tiempos cambian, hay que cambiar con ellos. Yo me aferré demasiado a lo que conocía y eso por poco nos hace fracasar. En medio de la conversación sonó el teléfono de la casa y respondió María: ―¿Aló?, ¿quién habla por favor? ―Es Ramón, ¿quién me habla, mi ahijada querida? ―Bendición, padrino. ―Que Dios te bendiga, ¿cómo estás? Me dice Esperanza que estás obteniendo muy buenas notas y que sabemos más de mercadeo que los profesores que te dan clases. ―Bueno, padrino, estoy fajada y ahora conseguí un trabajito en mi área. ―Te felicito mi ahijada, ponme a tu papá, por favor. María le pasó el celular a su papá y se fue a ver televisión con el resto del grupo. Juan se acotejó en su silla y contestó: ― ¿Qué dice ese gringo? ¿Cómo van las cosas, compadre? ― Van bien, compadre, ¿y por allá? ―Ahora van muy bien pero pasamos una crisis por falta de aguacate que por poco nos vamos a pique. ―¡Vamos!, usted siempre tirándose a muerto. Usted es un León. Sabe demasiado para dejarse tumbar de una brisita. Como si yo no supiera de lo que usted es capaz. Lo estoy llamando para decirle que Iván y yo vamos para allá la semana que viene y quiero que vaya al campo para que nos ayude con unos asuntos. Mi hijo Iván quiere comprar unas tierritas por allá y yo le digo que sin su opinión no hago nada en materias de finca. ―Bueno, compadre, no sé qué decirle, tengo demasiado trabajo y … ―¿Cuándo no? ―dijo Esperanza que oía la conversación desde lejos. ―Juan, se la voy a poner fácil. Vaya el domingo que viene que tenemos una comida en la
finquita de Iván. Llévese a Esperanza que está loca por volver a ver su gente y a los muchachos para que no se olviden de sus raíces. Dígale a mi ahijada que le llevo un regalito que le va a encantar y también, a Juanito y José. ―Cuando usted se le mete una cosa en la cabeza, no hay pero que valga. Nos vemos allá antes del mediodía, porque tengo que repartir los aguacates. ―OK, nos vemos. Saludos por allá. Esperanza estaba muy contenta con la noticia, pero los muchachos aceptaron a regañadientes porque ya tenían planes para el domingo. María, finalmente, aceptó ir porque estaba curiosa por saber qué le traía su padrino de Nueva York. El domingo llegó más rápido de lo esperado. A eso de las diez de la mañana salieron en la camioneta de doble cabina para el campo. Esperanza iba delante con Juan y en el sillón de atrás María y Juanito en las posiciones de ventana y José entre ellos. El aire acondicionado mantenía la brisa caliente de la autopista Duarte lejos de los cabellos recién lavados y secados de María. La camioneta surcaba la autopista amortiguando con suavidad los baches que aparecían por aquí y por allá. Su fuerte motor mantenía la velocidad en las subidas y en los momentos de rebasar. Los muchachos discutían sobre qué canción poner en la radio. Esperanza cambiaba de emisora tratando de buscar una canción de las solicitadas: cualquier reguetón, Shakira, Juanes. Cambiando emisoras oyó una canción que le fascinaba, y no movió más el dial. Un merengue de los buenos se hizo escuchar: “Volvió Juanita y dijo que no volvía. Volvió con una maleta cargada de lejanías…” Juan iba conduciendo y repasando los acontecimientos de los últimos tiempos. En unos años, había reconstruido su vida y era dueño de un negocio de mucho porvenir. Ya cubrían quince esquinas y los mejores restaurantes del polígono central de la capital. Había mucha gente interesada en trabajar con él y otros vendedores ya compraban Aguacates Juan. Los proveedores de aguacates trataban de venderle. El reportaje que le hizo la periodista lo había hecho famoso. La gente que no los conocía pasaba a ver los vendedores con sus uniformes verdes y amarillos, de Aguacates Juan. Era un empresario emprendedor, un caso de éxito, que los estudiantes de las universidades perseguían con afán para hacer sus proyectos de clase. Recordó esa madrugada en que salió como fugado de su casa. Vio el letrero que tenía la voladora que lo llevó a la capital: “Mi propio esfuerzo”. Se vio disfrazado de pingüino junto a Ramón, metido en medio de un mar de olas que iban y venían sin parar. Sonrió ante el recuerdo del día que decidió cambiar, que se arriesgó a explotar lo que sabía. Lloró por los días que pasó lejos de su familia. Celebró el día en que vistió su uniforme de Aguacates Juan por primera vez, el día que colocaron las etiquetas, que logró la negociación con don Pedro. Llevaba la mirada fija en la carretera, manejando con el piloto automático. Pasó sin darse cuenta la ciudad de Sergio Vargas, los quesos de hojas frescos y la Cumbre, la parada del chivo picante repleta de camiones, camionetas y autos. Se dijo a si mismo: Han sido años duros, de volver a empezar, pero he aprendido tanto... He vuelto a aprender como un niño, desde cero, descubriendo cómo se satisfacen las exigencias de los clientes, cómo enseñar lo que creía imposible de aprender, los secretos del mercado aplicados a las esquinas, las ventajas de preparar un plan por escrito, de compartir las preocupaciones y las ideas y buscar soluciones juntos, de seguir mi intuición, de sacarle más tiempo al tiempo delegando en otras personas, de sacar de donde no hay, de definir un rumbo y seguir hasta que sea absolutamente necesario cambiar. Me da tanta risa cuando me preguntan cómo logré esta red
de vendedores de esquinas o por qué la pasión por los aguacates. Yo tan sólo traté de escapar de una trampa que me tendió el destino, con mucho trabajo, sudor, con la ayuda de mi mujer y mis hijos, de mis buenos amigos y muchos más, hasta el momento desconocidos. Ahora que he logrado lo que creía un sueño, ahora no veo de forma triste ese día que tuve que partir para la capital. Ahora lo veo como el inicio del triunfo. Pasaron Bonao, el Típico, los chicharrones del cruce de San Francisco y La Vega. La camioneta iba acariciando la superficie de la autopista, guiada por la destreza del que sabe adónde va. Juan seguía inmerso en su mundo, cuando escuchó que le llamaban: ―¡Juan, Juan, llegamos al cruce! ¿Para dónde vas? ―le dijo Esperanza, moviéndole el hombro. ―Sí, sí, ya lo sé ―respondió Juan, azorado al volver a la realidad. Llegaron más tarde de lo previsto porque se perdieron para encontrar la casita de Iván. Era una casita muy bonita, pintada de colores brillantes que contrastaba con el verde de la grama que la alfombraba. Al entrar sintieron el olor de una buena comida de campo. La mesa estaba servida, guinea guisada, plátanos verdes fritos, guineitos, un moro de habichuelas y, por supuesto, aguacate. ―Por fin, compadre, ya llegaron ―saludó Ramón―. Ya íbamos a empezar. ―Hola, compadre ―respondió Juan, uniéndose en un abrazo a su querido compadre. Todos se saludaron y luego se sentaron a la mesa los más grandes, los de menos edad se sentaron en otra mesita que había en la cocina. Después de comer, salieron a la galería. La casa estaba en un alto y se veía el valle debajo. María abrió el regalo que le trajo su padrino; era una cartera preciosa. Tomaron café, descansaron un rato poniéndose al día y recordando tiempos de antaño, hasta que Iván, en su español mezclado con inglés, dijo: ―Está bueno ya de historias viejas, vamos al asunto. Mira, Juan, yo tengo unos chelitos aquí en la Asociación, pero los intereses están muy bajos y ya no dejan nada. Le había comentado a papá que quería invertir en unas tierritas. ― Buena idea ―asintió Juan―. Yo quiero hacer lo mismo desde que el negocio deje para eso. ―Papá y yo vimos varias propiedades que están vendiendo y un muchacho que se crió conmigo que es un jefecito en la Asociación me ofreció una finca de aguacates que le quitaron a una gente. ―Nosotros vendemos aguacate en las bodegas ―interrumpió Ramón―, y conocemos a un importador que puede comprar la producción. Vamos caminando por aquí para soltar las piernas y para que veas la finca desde un poco más allá. Vengan, Esperanza, María, Juanito y José. Vengan para que vean qué lindo es esto. ―“Back to business” (de vuelta a los negocios) ―dijo Iván―. Papá me dice que tú eres el hombre que más sabe de fincas de aguacate y que contigo el negocio es seguro. ―Gracias por lo que me toca ―dijo Juan, tomando aire y mirando hacia el cielo―. Hace unos años me hubiera matado por una oportunidad así, pero ahora tengo un negocio en la capital que me demanda mucho tiempo. Desde atrás se oyó la voz de Juanito: ―Papá, necesitamos un proveedor de aguacates seguro. ―Es verdad ―contestó Juan, defendiéndose de inmediato como un buen boxeador―, pero, ¿a quién le dejo el negocio allá? ¿Y la familia? ―Mateo lo puede manejar sin problemas ―comentó Esperanza―y tú puedes viajar a supervisar. En Santiago hay buenas universidades y oportunidades de trabajo para los muchachos… aunque no me gusta mucho la carretera.
―Mira, Juan ―volvió a la carga Iván―. Déjate de pendejadas, tú eres un manager, un gerente, y tienes una organización que puedes fortalecer. Mira yo estoy aquí y mis bodegas siguen funcionado allá. Vamos a hablar claro ya yo le dije que sí al gerente y te tengo una propuesta que tú no puedes rechazar. “An indecent proposal,” en español no suena tan bien: una propuesta indecente. Yo doy el inicial y garantizo el préstamo que lo pagamos con los beneficios de la operación, y dividimos a un cincuenta por ciento lo que quede. Tú eres propietario de la mitad de la finca. ―¿Cómo? No, yo no puedo aceptar ―dijo Juan. ―Compadre, llévese de Iván que sabe más que un lápiz ―imploró Ramón―. Usted dirigiendo esa finca, exporta y le vende a su negocio en la capital, y desde aquí puede abrir en Santiago. Además la estamos consiguiendo regalada. ―Papá, es como dice don Ramón ―comentó Juanito―, si me dan los números y me consiguen una PC yo les digo en cuánto tiempo se puede pagar. ―“!Nonsense!” Tú si eres pendejo ―dijo Iván―, éste es un negocio sin riesgo para ti, Juan. Mira como está esa finca, esperándote a ti. “Fifty-fifty”, cincuenta a cincuenta, sin poner nada, es una oferta que no se puede rechazar. Siguieron bajando por un sendero, hasta llegar a un llano. Desde allí se veían las hileras de matas de aguacate. Juan se quedó mirando lejos, revisando las matas de aguacate que encontraba tan familiar. Esperanza, María, Juanito y José se acercaron a él, diciéndole con los ojos que aceptara la oferta. Nadie se atrevía a seguir la contraria, porque sabían que era el sueño de su papá. Pasaron unos minutos que se negaban a pasar, hasta que Juan dijo: ―Sí, de acuerdo, trato hecho. ―Y le dio un apretón de manos a Iván y un abrazo a su compadre. ― Compadre, esa fue la decisión correcta ―decía Ramón―. Iván busca las cervezas, hay que celebrar. Vamos a ver la finca de cerca, te esperamos allá. ― Gracias, compadre; gracias, Ramón ―balbuceaba Juan visiblemente emocionado. ― Compadre, tranquilo, que usted ha hecho eso y más por mí. Todos brincaban de alegría y entre gritos de celebración bajaron hasta la finca por un sendero empinado. Al llegar a un gran llano, Juan, que venía detrás, se puso blanco como un papel, se quedó con la boca abierta y sin aliento. No podía creer lo que sus ojos veían. Desde lo alto había reconocido la finca que había aceptado comprar para pagarla con su trabajo, mitad a mitad. Su adorada y tan soñada finca estaba frente a él. Vio las matas de aguacate alineadas en la distancia, lamentó el tiempo que las había abandonado y la falta de cuidado que habían experimentado. En su lenguaje secreto les pidió disculpa y agradeció la espera. Ramón se reía sin parar viendo la treta que le habían hecho a Juan, y felicitaba a Esperanza, María, Juanito y José sus colaboradores en la actuación. Juan sintió una sensación extraña, como que había vivido ese momento antes en su vida. “Déja vu”, como decía Esperanza, copiando de las novelas de la televisión. Él sabía lo que iba a pasar, el perro que ladró anunciando su llegada, el muchacho que pasó y saludó de lejos “Que bueno que volvió, don Juan.” Se agachó y tomó un poco de tierra en las manos, la palpó, la olió, la probó. Era igual, tierra cibaeña, como no hay otra. Movió la cabeza apretando sus labios, sin creer lo que pasaba. Se pellizcó una oreja para comprobar que no estaba soñando. Sintió la suave brisa acariciar su cara tostada por el sol, sazonada por tantos meses con la sal del inquieto Mar Caribe, y arropar todo su cuerpo ofreciéndole un abrazo de bienvenida. Se le puso la piel de gallina, y sintió la presencia de sus padres, de sus abuelos detrás
de él. Abrazó a su mujer y miró la cara de felicidad de cada uno de sus hijos, con los ojos brillosos, el pecho lleno de orgullo, sin poder respirar. Miró a su compadre Ramón con una sonrisa de oreja a oreja, a Iván que llegaba con las cervezas y los vasos. En ese momento no se pudo contener y dejó caer lágrimas de alegría por sus mejillas, dio gracias a Dios y con palabras cortadas por el llanto gritó: ―¡Regresé!… ¡Regresamos!… ¡Estamos de vuelta aquí, don José!
ACERCA DEL AUTOR
Lorenzo Vicens es una rara mezcla de estratega y táctico. Un hombre de mercadeo y operaciones que formula estrategias y las implementa, con demostrada capacidad para generar innovaciones en el mercado y transformar empresas. El autor de Aguacates Juan es un líder innato con una singular habilidad para potenciar lo mejor de los recursos humanos. Docente por vocación y consultor de numerosas empresas de la industria y los servicios, Vicens ha trabajado para la banca, telecomunicaciones, manufactura ligera y de zonas francas, industria de procesos, tecnología y educación. Investigador y frecuente expositor sobre estrategia competitiva, mercadeo, operaciones y gestión de servicios. Actualmente, preside la firma de consultoría y entrenamiento gerencial Intelecta, S.A. Ha ocupado los cargos de vicepresidente de Mercadeo y de Negocios en importantes empresas; fue director de asesorías del Programa de Reestructuración Industrial de República Dominicana, además de director de la Maestría en Administración de Empresas y del Centro de Investigaciones Aplicadas de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM). Vicens es doctor en Administración de Empresas por la Universidad de Carolina del Sur, e ingeniero eléctrico por la Pontificia Universidad Catolica Madre y Maestra. Sus artículos han aparecido en prestigiosas publicaciones nacionales e internacionales como el Journal of Operations Research, la revista de negocios de la Universidad de Colorado y la Serie de Desarrollo Productivo de la CEPAL.
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