ACTO JURÍDICO, NEGOCIO JURÍDICO Y CONTRATO.doc

December 29, 2017 | Author: Luis Vera Huaman | Category: Legislation, Reality, Society, Existence, Metaphysics
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UNIVERSIDAD PRIVADA

ANTENOR ORREGO

Facultad de Derecho y Ciencias Políticas

Escuela de Derecho “LIBRO ACTO JURÍDICO, NEGOCIO JURÍDICO Y CONTRATO. LIZARDO TABOADA CÓRDOVA” CURSO

:

DERECHO CIVIL III DOCENTE

: EDGARDO, QUISPE VILLANUEVA

ALUMNO

: OSCAR HERNÁNDEZ SERRANO

CICLO

: V

Trujillo – Perú 2007

Introducción

07 CAPÍTULO PRIMERO La concepción social del negocio jurídico como paradigma

LIZARDO TABOADA CÓRDOVA de los actos de autonomía privada 1.1. Necesidad de abandonar la concepción clásica francesa del acto jurídico y alemana del negocio jurídico

35

1.2. Las diferentes concepciones sobre el negocio jurídico como paradigma de los actos de autonomía privada

44

1.2.1. 1.2.2.

La concepción clásica del acto jurídico como declaración de voluntad realizada con el propósito de alcanzar un efecto jurídico. Cuestionamiento y crítica Las diferentes orientaciones en la doctrina del negocio jurídico. Desarrollo y evolución del concepto del negocio jurídico. De la concepción clásica a la noción del negocio jurídico como supuesto de hecho. La teoría normativa del negocio jurídico y el intento de atribuirle al supuesto de hecho negocial contenido de norma jurídica

44

62

1.3. La teoría general del contrato frente a la del negocio jurídico. Objetivos y fundamentos de ambos sistemas. Legitimidad y utilidad del concepto del negocio jurídico frente a la categoría contractual

87

1.4. La concepción preceptiva del negocio jurídico en la obra de EMILIO BETTI y el significado social del supuesto de hecho negocial como razón de ser de su reconocimiento jurídico

98

1.5. El valor y el contenido del significado social de la autonomía privada y del negocio jurídico como su manifestación más importante. La necesidad de abandonar concepciones legalistas y abstractas. La tipicidad legal y la tipicidad social. La noción de lo socialmente digno o legítimo o razonable como fundamento de la eficacia jurídica de los actos de autonomía privada.

121

1.6. Conclusiones sobre el significado social de la autonomía privada

128

1.7. La concepción normativa del negocio jurídico como supuesto de hecho con contenido de norma jurídica y la orientación mercantilista del sistema contractual en el derecho moderno. La necesidad de suprimir el significado social de las operaciones contractuales en la contratación masiva para justificar y legitimar la imposición y predisposición de los términos contractuales por los más poderosos económicamente 1.7.1. El dogma de la voluntad en el campo contractual y los principios clásicos de la libertad de contratar y de libertad contractual 1.7.2. La justificación política y económica de la categoría de los contratos celebrados por adhesión y la libertad contractual en los sistemas modernos de contratación

129

1.7.3.

1.7.4.

Las cláusulas generales de contratación como mecanismo jurídico moderno para favorecer la contratación en gran escala y expresión contractual del fenómeno económico-social de la producción masiva de bienes y servicios La generalidad y abstracción como notas características

2

129 131

132

LIZARDO TABOADA CÓRDOVA

1.7.5.

1.7.6.

de las cláusulas generales de contratación 137 La problemática sobre el carácter vinculante y la fuerza obligatoria de las cláusulas generales de contratación y el intento de la concepción normativa del negocio jurídico de atribuirles contenido de normas jurídicas para favorecer posición de privilegio de las grandes empresas en el mercado de bienes y servicios moderno. El contenido normativo de los contratos particulares celebrados masivamente 138 La regulación legal de las cláusulas generales de contratación dentro de la orientación contractualista consagrada en el Código Civil peruano. Énfasis legal en las modalidades de incorporación de las cláusulas generales al contenido de los contratos 150 CAPÍTULO SEGUNDO La declaración de voluntad y el objeto dentro de la estructura del supuesto de hecho negocial

2.1. La declaración de voluntad en la teoría del negocio jurídico

157

2.2. La estructura del negocio jurídico.

157

2.3. La estructura de la declaración de voluntad del negocio jurídico y la problemática sobre la discrepancia entre voluntad y declaración.

160

2.4. Los supuestos de ausencia de declaración de voluntad en la doctrina del negocio jurídico. Análisis de la incapacidad natural.

164

2.5. La incapacidad natural dentro de la doctrina sudamericana 2.6. La incapacidad natural como supuesto de ausencia de manifestación de voluntad dentro del Código Civil peruano 2.7. La declaración de voluntad en el contrato como especie más importante de negocio jurídico 2.8. El disenso dentro de la doctrina general del contrato y su regulación en el Código Civil peruano 2.9. La capacidad natural como requisito de validez del contrato 2.10. El disenso y la incapacidad natural en la doctrina general del contrato y su regulación en el Código Civil peruano 2.11. La polémica sobre el voluntarismo y declaracionismo dentro de l Código Civil peruano. El declaracionismo como orientación fundamental en el ámbito del acto jurídico y del contrato dentro del sistema jurídico nacional. La necesidad de unificar criterios 2.12. La noción de objeto del negocio jurídico 2.12.1. Planteamiento del problema 2.12.2. Las diferentes teorías sobre el objeto del negocio jurídico. Del objeto del contrato al objeto del negocio jurídico. La obligación como objeto del contrato como expresión de la orientación voluntarista e individualista de los actos de autonomía privada 2.12.3. La noción de objeto del negocio jurídico dentro de una concepción social de los actos de autonomía privada 2.12.4. La confusión entre objeto del contrato y su finalidad jurídica. La necesidad de precisar conceptos 2.12.5. La contradicción que existe entre la noción de objeto del artículo 1402 y aquélla del artículo 1403 del Código Civil peruano 2.12.6. La noción de objeto del negocio jurídico

3

174 189 194 202 210 211

214 227 227

229 236 238 242 247

LIZARDO TABOADA CÓRDOVA CAPÍTULO TERCERO La noción de causa del negocio jurídico 3.1. Causa y tipo en la teoría general del negocio jurídico. El tipo legal como fundamento de la eficacia jurídica del negocio jurídico dentro de la orientación abstracta y formal de los actos de autonomía privada. La tipicidad legal y la noción del contrato mixto 3.2. Las orientaciones neocausalistas en la doctrina de la causa y la incorporación de los motivos a la estructura del negocio jurídico

250 258

3.3. La teoría de la causa como función económica y social en la concepción preceptiva del negocio jurídico y la orientación objetiva de la causa

262

3.4. La concepción objetiva que caracteriza la causa como la función jurídica dentro de la concepción formal y abstracta del negocio jurídico como supuesto de hecho

270

3.5. La noción moderna de causa del negocio jurídico como función socialmente digna y legítima, merecedora de tutela legal. Notas comunes y diferencias con la noción de causa como función económica y social de la teoría preceptiva

274

3.6. La íntima vinculación entre la noción de causa y el concepto del negocio jurídico. El aporte fundamental de las concepciones objetivas de la causa. La necesidad de tomar en cuenta el aspecto legal y social del negocio jurídico como razón de ser del reconocimiento jurídico de la autonomía privada. La causa como base o fundamento de la eficacia jurídica del negocio jurídico

277

3.7. La noción de causa como función socialmente razonable o digna en los negocios jurídicos atípicos y como función socialmente útil en los negocios jurídicos tipificados legal y socialmente. La atipicidad como expresión fundamental del carácter social y jurídico de la autonomía privada. El aspecto objetivo y subjetivo de la causa

285

3.8. La construcción del aspecto objetivo de La causa del negocio jurídico

300

3.9. La construcción del aspecto subjetivo de la causa del negocio jurídico y la noción de propósito práctico en la teoría general del negocio jurídico. Los motivos incorporados a la causa

303

3.10. La justificación del concepto de causa del negocio jurídico como fundamento del reconocimiento y eficacia jurídica de los actos de autonomía privada. Las concepciones individualistas y formales del negocio jurídico

305

3.11. La noción de causa como función jurídica en base a una función socialmente razonable en concordancia con el propósito práctico de los sujetos dentro del Código Civil peruano

312

CAPÍTULO CUARTO La doctrina de la ineficacia del negocio jurídico 4.1. Panorama de la categoría de ineficacia del negocio jurídico y su regulación en el Código Civil peruano

322

4.2. La categoría genérica de la ineficacia de los negocios jurídicos

328

4

LIZARDO TABOADA CÓRDOVA 4.3. Las categorías de ineficacia estructural y de ineficacia funcional. Notas comunes y diferencias

333

4.4. La importancia de la noción de estructura del negocio jurídico en la comprensión de la categoría de ineficacia estructural o invalidez. La orientación moderna sobre la estructura del negocio jurídico frente a la concepción tradicional

336

4.5. Las notas características de la ineficacia estructural o invalidez del negocio jurídico y su regulación legal dentro del Código Civil peruano

342

4.6. Las diferencias entre nulidad y anulabilidad dentro del Código Civil peruano

346

4.7. La nulidad virtual como mecanismo de salvaguarda del principio de legalidad sin necesidad de acudir al concepto de tipicidad en materia de nulidad de los actos de autonomía privada

353

4.8. Las causales genéricas de nulidad contempladas en el artículo 219 del Código Civil peruano

356

4.8.1. 4.8.2. 4.8.3. 4.8.4. 4.8.5. 4.8.6. 4.8.7. 4.8.8.

Falta de manifestación de voluntad del agente Incapacidad absoluta Objeto física o jurídicamente imposible o indeterminable Fin ilícito Simulación absoluta Ausencia de formalidad prescrita bajo sanción de nulidad Nulidad expresa Nulidad virtual

357 360 360 364 369 370 371 372

4.9. Las causales genéricas de anulabilidad reguladas en el artículo 221 del Código Civil peruano

373

4.10. E1 negocio jurídico en fraude a la ley dentro del Código Civil peruano. La causa fraudulenta como un supuesto de causa ilícita sancionada con nulidad. Diferencias entre negocio fraudulento y negocio simulado

376

CAPÍTULO QUINTO La teoría general del error del negocio jurídico y su aplicación dentro del sistema jurídico peruano 5.1. Los vicios de la voluntad dentro de la teoría general del negocio jurídico y la problemática de la doctrina del error en los diversos sistemas jurídicos 388 5.2. El concepto de error como vicio de la voluntad 391 5.3. El error en la formación de la voluntad y el error en la declaración. La problemática sobre la identidad entre el disenso y el error en la declaración 392 5.4. Las diferentes figuras de error esencial en el Código Civil peruano 5.5. Los supuestos de error indiferente o accidental en el Código Civil peruano 5.6. La sanción legal que corresponde al error obstativo. Problemática y solución en el Código Civil peruano 5.7. La regulación del error en el Código Civil peruano de 1936

5

415 424 425 435

LIZARDO TABOADA CÓRDOVA

5.8.

5.9.

5.10. 5.11.

5.7.1. Introducción 5.7.2. Asimilación del error obstativo al error dirimente 5.7.3. Conclusión El tratamiento legal del error dentro del Código Civil peruano de 1852 5.8.1. Introducción 5.8.2. El error dentro del Código Civil francés de 1804 5.8.3. La disciplina y las figuras de error dentro del Código Civil peruano de 1852. 5.8.4. Conclusión La disciplina del error dentro del Código Civil chileno 5.9.1. Introducción 5.9.2. La figura del error como vicio de la voluntad dentro del Código Civil chileno 5.9.3. Conclusión El error dentro del Código Civil argentino 5.10.1. Introducción 5.10.2. El error como vicio de la voluntad dentro del Código Civil argentino Conclusiones

435 438 441 441 441 442 446 457 449 449 450 457 457 457 458 466

CAPÍTULO SEXTO Comentarios al Libro II del Código Civil sobre el acto jurídico y propuestas de modificación 6.1. Apreciación general sobre el contenido normativo del Libro II del Código Civil peruano dedicado al Acto Jurídico 6.2. Comentarios y propuestas de modificación a las disposiciones generales contenidas en el Título I del Libro II del Código Civil peruano 6.3. Comentarios y propuestas de modificación a las normas sobre interpretación del acto jurídico contenidas en el Título IV del Libro II del Código Civil peruano 6.3.1. Planteamiento y valoración del artículo 168 actual 6.3.2. Propuesta normativa sobre la interpretación del acto jurídico 6.4. Comentarios y propuestas de modificación a las normas sobre nulidad del acto jurídico contenidas en el Título IX del Libro II del Código Civil peruano 6.4.1. Apreciación general 6.4.2. Articulado propuesto sobre nulidad del acto jurídico 6.5. Comentarios y propuestas a las normas sobre simulación del acto jurídico contenidas en el Título VI del Libro II del Código Civil peruano 6.5.1. Planteamiento y apreciación general 6.5.2. Propuesta normativa sobre simulación del acto jurídico 6.6. Comentarios y propuestas a las normas sobre los vicios de la voluntad contenidas en el Título VIII del Libro II del Código Civil peruano 6.6.1. Apreciación general 6.6.2. Articulado propuesto sobre los vicios de la voluntad BIBLIOGRAFÍA

470 472 473 473 476 485 485 485 490 490 491 494 494 494 500

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LIZARDO TABOADA CÓRDOVA

Introducción En nuestro medio estamos acostumbrados desde siempre a definir el acto jurídico como toda manifestación de voluntad productora de efectos jurídicos, bien se trate de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas, y realizada por el sujeto con el fin de producir justamente efectos jurídicos. En otras palabras, a nivel nacional se identifica el concepto del acto jurídico con el de la manifestación de voluntad, utilizándose ambos conceptos como sinónimos, de manera inconsciente, por los estudiantes de derecho, abogados, magistrados y en general por todos los que conformamos la comunidad jurídica. En tal sentido, existe consenso en nuestro medio en entender y definir el acto jurídico como toda manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos. Esta «costumbre nacional» se ha visto reflejada, a nivel legislativo, en el propio Código Civil de 1984 en el artículo 140, que textualmente define el acto jurídico como la manifestación de voluntad destinada a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas. De esta manera, nuestro Código Civil ha consagrado, a diferencia del código de 1936, el concepto clásico francés del acto jurídico, elaborado por los primeros comentaristas del Código de Napoleón sobre la base de las ideas de DOMAT y POTHIER. Ahora bien, esta definición del artículo 140, debe señalarse con toda claridad, no sorprendió en ningún momento a ningún miembro del foro nacional, por la sencilla razón que desde la vigencia del Código Civil peruano de 1936, por la poderosa influencia de la magnífica y brillante obra de JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN, al comentar el Código Civil (específicamente el Libro dedicado al Acto Jurídico), se entendió y aceptó como algo «natural» que el acto jurídico, debidamente regulado, mas no definido, en aquel código, debía concebirse como la manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos, en sus diversas modalidades, y que el sujeto, autor de la misma manifestación, ha realizado con el ánimo o la intención precisa de producir efectos jurídicos. Es decir, se entendió siempre y hasta la fecha que el notable

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LIZARDO TABOADA CÓRDOVA

jurista entendía el acto jurídico como una manifestación de voluntad. Sin embargo, ello no es así. Siendo esto así, para nadie fue sorpresa que el actual Código Civil definiera el acto jurídico de la manera como se ha hecho, identificándolo con la noción de declaración de voluntad, a la que denomina, al igual que el anterior, «manifestación de voluntad». Podríamos aseverar, sin duda alguna y sin ningún problema, que en opinión de la casi totalidad de estudiosos, especialistas y juristas nacionales, la definición del artículo 140 es impecable, debiendo ser aplaudida, no sólo por recoger y consagrar legislativamente una noción de acto jurídico caracterizada por su claridad, lógica y sencillez, sino porque adicionalmente permite una mejor comprensión de la definición del contrato como categoría jurídica abstracta, contenida en el artículo 1351 del actual Código Civil, que de manera concordante con aquella del artículo 140, define textualmente al contrato como el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial. Desde este punto de vista, la concordancia no pudo y no puede ser mayor, existiendo una perfecta correlación entre ambas definiciones: la del acto jurídico, que lo caracteriza como una manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos, ya sean de carácter patrimonial o extrapatrimonial, en el entendimiento válido de que el acto jurídico puede ser unilateral, bilateral o plurilateral; y la del contrato, que en lógica concordancia lo define como el acuerdo de dos o más partes que producen efectos jurídicos de carácter patrimonial, justamente por tratarse de un acto jurídico bilateral o plurilateral con contenido patrimonial. En tal sentido, en nuestro medio se aplaude, desde la entrada en vigencia del actual Código Civil, la pulcritud en la correlación lógica de ambas definiciones, limitándose el debate en la actualidad a examinar si el contrato, además de ser fuente de obligaciones, puede ser capaz o no de producir directamente derechos reales, es decir, si puede tener además del natural efecto obligatorio, también efectos reales. Pero, como insistimos, nadie duda de la bondad de ambas definiciones y menos aún

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de su perfecta concordancia conceptual. Es éste, pues, a la fecha el panorama de la opinión de la comunidad jurídica nacional. Pues bien, cabe hacer las siguientes preguntas: ¿es verdad tanta excelencia en el ámbito de nuestro derecho civil patrimonial?; ¿es cierto que el acto jurídico debe entenderse como una manifestación de voluntad?; ¿es verdad que la noción de acto jurídico se agota en la idea de la manifestación de voluntad productora de efectos jurídicos que el sujeto ha deseado como tales precisamente?; ¿es cierto que en los ordenamientos jurídicos los sujetos de derechos buscan siempre la consecución de efectos jurídicos?; ¿es verdad que la noción de contrato se agota igualmente en el acuerdo de dos o más partes, es decir, en la idea del consentimiento dirigido también a la producción de efectos jurídicos de carácter patrimonial?; ¿es cierto que las nociones de acto jurídico y de contrato deben entenderse de manera abstracta y totalmente desvinculadas de la realidad social, limitándose al concepto de declaraciones de voluntad realizadas con el único fin de producir efectos jurídicos? En nuestro concepto, la respuesta a todas las interrogantes antes mencionadas es negativa en todos los casos, por las razones que expondremos a continuación y que nos revelarán que el fenómeno del acto jurídico, al igual que el contractual, como consecuencia lógica, no se agotan en las simples manifestaciones de voluntad, consideradas abstractamente, dentro del simple ámbito de producción de efectos jurídicos, pues no se pueden definir los actos del hombre que producen consecuencias legales, bien se trate del acto jurídico o del contrato, como meras manifestaciones de voluntad o expresiones de propósitos jurídicos que el derecho debe amparar necesariamente concediendo los efectos jurídicos. Más aún, como lo veremos luego en el primer capítulo, el doctor JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN en ningún momento concibió al acto jurídico como una simple manifestación de voluntad. Esto significa, en consecuencia, que desde nuestro punto de vista no se puede definir el acto jurídico como una declaración o manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos perseguidos como tales por el sujeto.

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De esta manera, como consecuencia lógica de lo antes señalado, debemos manifestar también nuestro total desacuerdo con el enunciado del artículo 140, que a nuestro juicio debe desaparecer del Código Civil. A esta conclusión llegaremos cuando haya culminado nuestro razonamiento sobre la imposibilidad de caracterizar el acto jurídico como simple manifestación de voluntad. Para poder desarrollar esta tesis, es preciso empezar tratando de explicar el origen del concepto del acto jurídico y el objetivo fundamental de su elaboración doctrinaria y posterior consagración legal en algunos códigos civiles. Consideramos que el fundamento de la creación del concepto francés del acto jurídico es justamente el tratar de explicar adecuadamente, dentro del ámbito de un determinado ordenamiento jurídico, el por qué algunos actos del hombre producen consecuencias legales y otros no, es decir, por qué estos últimos permanecen completamente intrascendentes e irrelevantes al derecho, a diferencia de los primeros, en los cuales el efecto jurídico es consecuencia directa de la declaración o manifestación de voluntad del sujeto y fundamentalmente porque sí producen efectos jurídicos. En algunos casos este efecto es simple consecuencia mecánica de la manifestación de voluntad, sin interesar a la norma jurídica el propósito del sujeto o sujetos, y en otros casos, por el contrario, el efecto jurídico es concedido como respuesta directa al propósito evidenciado del sujeto o sujetos autores de las manifestaciones de voluntad. En otras palabras, el objetivo fundamental de la elaboración de la teoría general del acto jurídico es buscar la justificación conceptual al por qué, en algunos casos, los actos o comportamientos del hombre en su vida de relación con otros son capaces de producir efectos jurídicos en concordancia con el propósito que los hubiere determinado en su realización (propósito que es considerado por el ordenamiento jurídico al momento de conceder o atribuir el efecto jurídico, de forma tal que de no existir dicho fin o propósito no nacerían aquellos efectos).

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Como se podrá apreciar, el fenómeno del acto jurídico, al igual que del contrato, están basados o fundamentados en la necesidad de explicar y entender adecuadamente cuándo las intenciones de los sujetos de derecho, en un determinado ordenamiento jurídico y en una sociedad y en un momento histórico determinado, deben ser valoradas y tomadas en consideración por aquel ordenamiento para la atribución de efectos jurídicos. Dicho muy brevemente, lo que se trata de justificar y entender es en qué casos las intenciones de los sujetos de derecho deben ser valoradas por las normas jurídicas, como base de la producción de efectos jurídicos, lo cual implica diferenciar estos comportamientos de aquellos otros, en los cuales la producción de efectos jurídicos es directa atribución de la norma a la simple manifestación de voluntad, sin interesar el propósito o la finalidad que los hubiera determinado, teniendo obviamente como punto de partida la gran distinción entre actos del hombre relevantes jurídicamente y aquellos otros que son intrascendentes, irrelevantes legalmente y como tal son considerados simples «actos sociales» o «compromisos de caballeros» con importancia únicamente dentro del ámbito estrictamente social, sin ninguna vinculación con el sistema jurídico. Ahora bien, como será fácil deducir, la importancia de la respuesta a estas trascendentales interrogantes, sobre los comportamientos del hombre y su específico valor en un determinado sistema jurídico, es evidente e innegable, no sólo por tratarse de interrogantes que se dan en cualquier sociedad, en cualquier momento histórico, con independencia de las concepciones sociales y filosóficas y de los sistemas políticos imperantes, del grado de desarrollo cultural y económico, sino fundamentalmente porque se trata de diferenciar, dentro de todos los comportamientos del hombre, en el ámbito social, los que deben merecer la tutela legal en atención al propósito práctico que los hubiere determinado, con la consiguiente imposibilidad de retractarse de aquellos otros que son intrascendentes, o que siendo también relevantes jurídicamente producen efectos atribuidos directa y abstractamente por la norma jurídica al simple comportamiento voluntario sin interesar el fin práctico perseguido por sus autores.

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Pues bien, hecha esta breve reflexión sobre la importancia del tema del acto jurídico y su aplicación uNiversal, debemos tratar de buscar el origen de su planteamiento clásico como manifestación de voluntad, en el pensamiento de los autores clásicos franceses. Como es sabido por todos, los autores clásicos fueron los primeros comentaristas del Código Civil francés, quienes se basaron en todo momento en las ideas expuestas por DOMAT y POTHIER. Sabido es también que las obras doctrinarias de estos dos grandes civilistas del antiguo derecho francés fueron el reflejo de la corriente de pensamiento predominante en la época. Nos estamos refiriendo al jusnaturalismo que resaltó como valor fundamental la libertad del hombre, entendiendo a este último como el centro de la sociedad y, por ende, el centro del ordenamiento jurídico, cuya función debía limitarse en último término a consagrar todos los propósitos de los sujetos de derecho. Corresponde pues a esta época la idea del denominado «dogma de la voluntad», en el sentido que el derecho tiene como función recoger las aspiraciones de los sujetos y darles la protección legal. De ahí se derivaron como algo natural los principios de la «autonomía de la voluntad», del simple «consensualismo», del «valor de la palabra dada» y todos aquellos principios jurídicos que tienen como común denominador el resaltar el valor de la voluntad como fuente de derechos y obligaciones en el ordenamiento jurídico, correspondiendo a este último, como ya se ha indicado, únicamente el recoger las expresiones de voluntad de los sujetos y conceder en lógica correspondencia los efectos jurídicos perseguidos, siempre y cuando, claro está, no se contravengan los principios y valores que conforman el orden público y las buenas costumbres -entendidas como reglas de convivencia social aceptadas por todos los miembros de una determinada comunidad, como de cumplimiento obligatorio- o las normas imperativas. Dentro de una concepción jusnaturalista del derecho, es lógico que se definan los actos del hombre relevantes jurídicamente como simples manifestaciones de voluntad dirigidas a la producción de efectos jurídicos, sin tomar en cuenta en absoluto la función organizadora y ordenadora del ordenamiento jurídico, pues siendo el hombre el centro de un

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sistema jurídico, nada más lógico y consecuente resulta el concebir el acto jurídico como una simple manifestación de voluntad o la expresión de un deseo para producir consecuencias jurídicas. Tal es la importancia de la intervención del individuo, que de su propia voluntad debe depender en última instancia la concesión de efectos jurídicos por parte del ordenamiento. Los efectos jurídicos deben ser conferidos cuando han sido queridos o deseados por los sujetos a través de sus manifestaciones de voluntad. Las normas jurídicas atribuyen los efectos jurídicos en cuanto han sido queridos por los propios sujetos como efectos jurídicos. La voluntad debe estar dirigida a la consecución de efectos jurídicos. Los efectos jurídicos dependen de la voluntad de los sujetos en un ordenamiento jurídico. En otros términos, no sólo resulta insuficiente definir el acto jurídico como una simple manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos, sino que debe añadirse que la producción de dichos efectos debe ser también consecuencia de la voluntad del sujeto, por lo cual se agrega a esta noción de acto jurídico, como un segundo requisito fundamental, el que la voluntad deba estar orientada y dirigida a la obtención de efectos jurídicos, no siendo suficiente una voluntad orientada únicamente a la consecución de efectos meramente prácticos. Como será fácil observar, con una noción así, la estructura y el valor del acto jurídico como tal, depende en última instancia casi exclusivamente del sujeto y de su voluntad, siendo la función del ordenamiento jurídico una función meramente secundaria, que se limita exclusivamente a recibir los deseos expresados de los sujetos y a revestirlos de carácter jurídico, en la medida que no atenten contra la licitud, es decir, contra los lineamientos generales del mismo sistema jurídico, conformado por el orden público, las buenas costumbres y las normas imperativas. Todas las promesas y acuerdos de voluntades que los sujetos hayan expresado o manifestado merecen así la tutela del ordenamiento jurídico. Es la licitud el único límite al poder creador y omnipotente de la voluntad de los sujetos en el mundo jurídico. Solamente deben ser rechazadas las promesas que tengan un contenido ilícito.

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Ahora bien, la noción que estamos criticando del acto jurídico, no sólo sitúa la esencia del mismo en la decisión y voluntad del individuo, sino que adicionalmente se convierte en una noción completamente abstracta, artificial, totalmente desvinculada de la realidad social y de los valores en los que descansa cualquier sistema jurídico, ya se trate de valores morales, económicos, políticos, sociales, filosóficos, etc. Evidentemente, si se entiende que el acto jurídico es una manifestación de voluntad, carece de sentido hacer referencia o tomar en consideración su valor y significado social, pues solamente debe examinarse si su contenido es lícito o no. Dentro de esta orientación, el acto jurídico, y por consiguiente el contrato, no es una operación o conducta social, sino exclusivamente una conducta individual, particular de cada sujeto. Por ende, el significado social del mismo no tiene ningún valor para su calificación y valoración como acto humano protegido jurídicamente. La caracterización de los actos jurídicos no depende en absoluto de su significado social, únicamente de lo deseado o querido por el sujeto. Con esta concepción clásica el acto jurídico se convierte en una noción meramente jurídica, que no guarda ninguna vinculación con la realidad social en la que se produce y opera. Corolario de esta consecuencia lógica es que se deja de lado también la función organizadora del derecho, en el sentido de valorar los diversos comportamientos del hombre en su vida de relación con los demás, a fin de decidir cuáles de dichos comportamientos serán merecedores de la tutela legal -y por ende, deberán convertirse en actos jurídicos o relevantes jurídicamente- y cuáles otros deberán permanecer intrascendentes al mismo sistema -por tanto completamente irrelevantes e indiferentes jurídicamente. Estamos, pues, frente a una concepción completamente individualista y artificial de los comportamientos del hombre que producen consecuencias legales. «Individualista» porque se deja de lado toda valoración social y normativa y «artificial» porque se pretende hacer creer que es en la voluntad del individuo donde reposa la esencia del concepto mismo de acto jurídico. Como veremos más adelante, es justamente esta concepción abstracta y artificial la que ha originado en nuestro medio, desde siempre,

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cierto rechazo al estudio de la doctrina general del acto jurídico, por pensar que se trata de un asunto meramente académico, puramente abstracto, de ninguna aplicación práctica. Algunos han llegado a plantear, copiando ideas de autores extranjeros, el que deba prescindirse de toda referencia al acto jurídico dentro del Código Civil peruano, pues bastaría con la noción genérica de contrato para resolver los problemas que sugiere y plantea la teoría general del acto jurídico. Este tema de la vinculación entre la teoría general del negocio jurídico y la doctrina general del contrato será estudiado a profundidad en el primer capítulo de la presente obra, dada la importancia del tema y a fin de tomar posición sobre la necesidad o no de mantener a nivel doctrinario y legal el concepto del negocio jurídico frente a la también categoría genérica del contrato. Desde nuestro punto de vista, podemos decir a manera de adelanto, este asimilamiento es completamente equivocado y responde en gran medida a la costumbre, muy arraigada en algunos sectores de nuestro medio jurídico, de copiar y aceptar sin discusión alguna preceptos doctrinarios de autores extranjeros de gran prestigio. Esta posición felizmente minoritaria olvida que el acto jurídico, además de un problema teórico, es también una opción legal. Sobre este aspecto volveremos nuevamente después, como ya se ha mencionado. Ahora bien, una vez creado este concepto por los autores clásicos franceses y difundido a nivel doctrinario con mucha fuerza en Alemania, desde antes de la promulgación del Código Civil germano y con mayor razón a partir de su entrada en vigencia en 1900, los pandectístas, ante la necesidad igual de justificar y conceptualizar los actos del hombre que son relevantes jurídicamente, por una diversa interpretación de las fuentes, crearon y elaboraron el concepto del «negocio jurídico», que en su primera versión clásica pandectista coincidió totalmente con la versión clásica francesa, salvo el cambio de término, pues mientras los clásicos franceses prefirieron la denominación de «acto jurídico», los pandectistas optaron por la de «negocio jurídico», pero coincidiendo totalmente en sus postulados, pues entendieron y definieron el negocio jurídico, al igual que los franceses, como una declaración de voluntad que produce efectos jurídicos perseguidos por los sujetos como jurídicos precisamente.

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Resulta increíble comprobar cómo, a pesar del cambio de denominación, en un primer momento ambas teorías, tanto la del acto como la del negocio jurídico, coincidieron totalmente en sus nociones. Esta identidad es muy importante, no sólo para entender la evolución del concepto mismo de acto jurídico y su posterior abandono por la del negocio jurídico, sino fundamentalmente para dejar establecido, desde ahora, que ambas nociones tuvieron en su creación el mismo objetivo: la justificación de los actos del individuo que son relevantes jurídicamente en un determinado sistema jurídico. Sin embargo, esta coincidencia entre ambos sistemas doctrinarios no duraría mucho, pues fueron los propios autores alemanes y todos aquellos que se adhirieron a la nueva concepción del negocio jurídico, los que sin darse cuenta empezaron a alejarse de los postulados clásicos y a marcar una brecha casi imborrable entre ambas nociones. El alejamiento, que posteriormente determinaría el total desprestigio del concepto francés del acto jurídico y su casi total abandono por los juristas de los diversos sistemas jurídicos latinos, para dar lugar a la enorme difusión y aceptación del concepto del negocio jurídico, se inició desde el mismo momento en que los autores alemanes y sus seguidores empezaron a definir y entender el negocio jurídico ya no como una simple manifestación de voluntad, sino como un supuesto de hecho (tatbestand), es decir, como una hipótesis prevista en abstracto por las normas jurídicas de una o más declaraciones de voluntad que producirán consecuencias jurídicas. Como se puede apreciar, con esta nueva orientación del negocio jurídico, que lo concibe como un supuesto de hecho y ya no como una simple manifestación de voluntad, se toma en consideración la función organizadora del derecho en el campo de los actos del hombre que son relevantes jurídicamente. Si se aprecia con paciencia y sin prejuicios individualistas y clásicos, lamentablemente muy arraigados en nuestro medio por la enorme influencia que ha tenido la doctrina francesa1, esta nueva concepción del 1

No sólo debido al gran influjo ejercido por el Código Civil francés en toda la doctrina iberoamericana, sino fundamentalmente por el enorme prestigio de los tratadistas franceses, que insisten en seguir entendiendo el acto jurídico como una simple manifestación de voluntad.

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negocio jurídico como un supuesto de hecho, determina a su vez un cambio radical en la orientación originaria de los pandectistas, completamente coincidente con la de los clásicos franceses. Así pues, al hablar de supuesto de hecho, no sólo se está dejando de lado la noción de negocio jurídico como una simple manifestación de voluntad, sino que, y esto es lo más importante, se está tomando en cuenta la intervención del ordenamiento jurídico en la existencia y justificación de la figura negocial como instrumento otorgado por el derecho a los individuos para que puedan satisfacer sus propias necesidades, autorregulando sus propios intereses privados y relacionándose con otros individuos. Es decir, se está tomando en cuenta la función organizadora del sistema jurídico, que es el que decide en última instancia cuándo un comportamiento o conducta del hombre en sociedad debe merecer la tutela legal y por ende ser capaz de crear efectos jurídicos. Desde este nuevo punto de vista, el individuo deja de ser centro del sistema jurídico y deja de ser el que decide cuándo hay negocio jurídico o no, lo que significa que su voluntad no es la causa generadora de los efectos jurídicos, sino únicamente un elemento importante para la producción de los mismos, al ser atribuidos por el derecho en determinados supuestos. Más aún, con esta nueva orientación sobre los actos del hombre relevantes jurídicamente, se concibe que el negocio jurídico, para ser tal, requiere necesariamente del concurso del derecho, a través de la adecuación de la conducta de los individuos a los diferentes supuestos de hecho típicos o atípicos, entendiéndose por ello que los efectos jurídicos son la respuesta del sistema a las conductas que se hubieran adecuado a dichos supuestos de hecho. Una segunda consecuencia trascendental de la nueva orientación, es que ya no va a ser necesario recurrir al artificio, negado por la experiencia cotidiana en cualquier sistema jurídico y en cualquier

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sociedad, de que la voluntad del individuo debe estar dirigida a la producción de efectos jurídicos para que exista negocio jurídico. Es por ello, precisamente, que los autores, en su gran mayoría y no en su totalidad por cierto, que se adhirieron a la segunda orientación negocial, no dudan en señalar que en el negocio jurídico la voluntad siempre está dirigida y orientada a la consecución de efectos meramente prácticos, que en cuanto concedidos por el derecho se convierten en efectos jurídicos. Efectos prácticos que el sujeto busca sabiendo, claro está, que serán protegidos por el ordenamiento jurídico, lo cual sí es perfectamente demostrable en cualquier sociedad y en cualquier época, con independencia del sistema político, económico y social imperante. Adicionalmente, la nueva orientación determinó también un cambio en la noción y concepto de la declaración de voluntad, que en la concepción clásica francesa se denomina «manifestación de voluntad», pues ésta dejó de identificarse con el propio negocio, para pasar a constituir el elemento principal del mismo. Por ello, desde ese momento, se dice que la declaración de voluntad es el elemento o componente fundamental del negocio jurídico, en la medida en que el derecho busca y persigue que los individuos autorregulen sus relaciones jurídicas en concordancia con sus propósitos debidamente manifestados o expresados, por cuanto nadie acepta que la voluntad interna sea elemento negocial, sino únicamente la voluntad declarada. Como se podrá apreciar, la nueva orientación negocial reordenó los conceptos, permitiendo un desarrollo magnífico de la noción de declaración de voluntad. Sin embargo, a pesar de las grandes virtudes del negocio jurídico, que determinaron que la mayor parte de juristas optaran por éste, los postulados del mismo, esencialmente vinculados con la norma jurídica y el concepto de supuesto de hecho, dieron lugar a que se construyera una noción completamente «legalista» y «abstracta» del fenómeno negocial, totalmente desvinculada de la realidad social, concepción en la cual el concepto de declaración de voluntad tiene un valor trascendental pero, como insistimos, ya no como el único fundamento del negocio, sino como su elemento esencial, relegando a un segundo lugar el concepto de causa y el significado social del negocio jurídico.

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En otros términos, a pesar del gran avance que significó esta nueva orientación negocial, al tomar en cuenta el rol fundamental del ordenamiento jurídico en la existencia del negocio, como instrumento de autorregulación de intereses privados, y dejar de identificar el concepto del mismo negocio con el de la declaración de voluntad, sí se coincidió, lamentablemente, con la orientación clásica francesa y con la primera orientación pandectista, en dar un rol fundamental a la noción de declaración de voluntad dentro del esquema de la estructura negocial. Lo que determinó, a su vez, como segunda coincidencia, en construir un concepto del negocio completamente abstracto y desvinculado de la realidad social. Dentro de esta nueva orientación negocial, el concepto de causa se identificó, como consecuencia lógica, con el de la finalidad o función típica y abstracta, siempre idéntica en todo negocio de un mismo tipo o naturaleza, pues si el negocio jurídico es un supuesto de hecho, es decir, una figura cuyos límites son establecidos por la norma jurídica, la única finalidad a tomar en cuenta, es obviamente la finalidad o función que la misma norma ha decidido para cada negocio jurídico en particular. Como se podrá comprobar, de esta manera nacieron las orientaciones objetivas y abstractas de la causa, entendida como la finalidad o función jurídica del negocio, que no permite en absoluto la valoración de los móviles de los particulares, para poder valorar y calificar el significado social de cada negocio jurídico en concreto. Como es evidente, a una concepción legalista del negocio, corresponde también una orientación meramente abstracta y legalista de la causa. Esto determinó, a su vez, no sólo la poca importancia de la causa y el valor social del negocio dentro de la teoría general del mismo, sino el que la noción de la declaración de voluntad adquiriera también, como en las anteriores concepciones, un valor trascendental, llegando incluso a decirse que era innecesaria cualquier referencia a la causa, pues bastaba con la noción del supuesto de hecho. Ante las críticas a las que fue sometida esta segunda orientación, y por la importancia y enorme influencia de los problemas sociales, políticos y económicos que modificaron radicalmente el panorama de

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Europa, durante y luego de las dos guerras mundiales, los juristas europeos, por la propia fuerza de los acontecimientos, se vieron obligados a replantear sus postulados sobre la utilidad de una concepción del negocio jurídico completamente desvinculada de la realidad social y que tenía como punto de partida la noción equivocada de la autonomía de la voluntad, entendida como el poder ilimitado de los particulares para regular sus propios intereses, sin más límite que el de la licitud y la adecuación a los diferentes supuestos de hecho. Más aún, se empezó a reflexionar mucho sobre la posibilidad de poder celebrar cualquier clase de negocios jurídicos, sin tomar en cuenta su utilidad social, bastando con la utilidad individual y meramente personal. Se cuestionó si el ordenamiento jurídico debía prestar su apoyo siempre, tutelando cualquier declaración de voluntad que se acomodara a la estructura y esquema de un supuesto de hecho, es decir, si bastaba, para la existencia de un negocio jurídico, con el respetar las formas y esquemas de los supuestos de hecho negociales, o si además de ello era necesario examinar en cada caso concreto el propósito de los particulares al celebrar un negocio, para determinar si el mismo estaba dirigido o no a la obtención de una finalidad socialmente útil, que justificara la tutela legal y por ende el reconocimiento del derecho de tal comportamiento como negocio jurídico, capaz de producir efectos jurídicos y de vincular legalmente a los sujetos que lo hubieran celebrado, sin existir la posibilidad unilateral de retractarse. De esta forma, nació la tercera corriente sobre el negocio jurídico, que se denominó teoría preceptiva, por entender que el negocio jurídico es un supuesto de hecho, pero que contiene no simples declaraciones de voluntad, sino un precepto social, es decir, una autorregulación de intereses privados socialmente útil. Se aceptó de la concepción legalista la noción del negocio como supuesto de hecho, pero se le añadió que debía tratarse de un supuesto con un significado social, siendo insuficiente cualquier declaración de voluntad orientada a cualquier finalidad, pues debía tratarse de una

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finalidad importante para todos los miembros de una determinada sociedad y por ello mismo merecedora de la tutela legal. Como será fácil apreciar, dentro de esta tercera orientación ya no es tan importante el concepto de la declaración de voluntad, adquiriendo por el contrario gran valor y trascendencia la noción de causa, pero entendida ya no como simple finalidad del supuesto de hecho, es decir, como finalidad o función jurídica, sino como finalidad o función socialmente útil. De esta manera, además del límite de la licitud para la validez y eficacia jurídica de los negocios, se añadía el de la utilidad social, pues toda autorregulación de intereses privados dirigida a la consecución de fines meramente frivolos, caprichosos, fútiles, sin valor social, no debía merecer la tutela legal y por ende la calificación de negocio jurídico, debiendo permanecer en todo caso en el ámbito meramente social, completamente intrascendente al ordenamiento jurídico. La aceptación y auge de esta nueva corriente fue casi inmediata, por el contraste con las anteriores orientaciones, deslumbrando a la mayor parte de los juristas la noción de utilidad social como elemento de validez del negocio jurídico y, por ende, del contrato, en sociedades destrozadas moral, social y económicamente por los conflictos mundiales. En tal sentido, el rechazo de las anteriores concepciones fue casi unánime. Obviamente, desde este mismo instante, el abandono de la concepción clásica del acto jurídico -que no progresó en el mismo sentido que la del negocio jurídico— fue total y definitiva en la doctrina europea, con excepción de la doctrina francesa, y no así en la doctrina sudamericana, por la enorme influencia de la doctrina francesa, derivada de la poderosa influencia del Código Civil francés en los códigos civiles latinoamericanos. Sin embargo, como se verá posteriormente, en la doctrina sudamericana actual, es cada vez mayor el número de tratadistas que han aceptado y aceptan el concepto y la denominación del negocio jurídico. Esto originó a su vez el desprestigio y abandono de la denominación de acto jurídico.

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Es así como el concepto de negocio jurídico, teniendo en cuenta su evolución y desarrollo, fue aceptado casi unánimemente, pero dejando de lado también su noción originaria coincidente con la clásica francesa. En la actualidad, la doctrina negocial se encuentra dividida, entre los que optan por la concepción legalista y aquellos que aceptan los postulados de la teoría preceptiva, pero suavizada por la influencia de la economía de mercado, según explicaremos de inmediato. Antes de seguir avanzando en nuestro razonamiento, queremos dejar bien en claro el por qué del abandono de la concepción francesa del acto jurídico. Como se podrá deducir, no se trata de una simple preferencia por la concepción alemana del negocio, ni de estar a la moda en el campo jurídico, sino simplemente del abandono de una noción que no progresó, por no adaptarse a los cambios sociales, permaneciendo estática e inmutable en los tratados de derecho civil. Por el contrario, el negocio jurídico, coincidente en sus inicios con la noción de acto jurídico, supo adaptarse a dichos cambios, dando al jurista la posibilidad de adherirse al nuevo concepto. Esto explica pues el enorme auge y la increíble aceptación del negocio jurídico en casi toda Europa y actualmente en casi toda América Latina, incluso en los sistemas jurídicos cuyos códigos regulan expresamente la figura del acto jurídico, como sucede en la doctrina argentina. Pues bien, hecha esta importante precisión, pasemos ahora a explicar la última etapa de la evolución del concepto del negocio jurídico, que nos demostrará también la adaptabilidad del mismo a los cambios sociales y económicos. Como habíamos establecido, la teoría preceptiva deslumbre a la mayor parte de la doctrina. Empero, en la medida que la situación económica en Europa occidental fue cambiando y mejorando, los juristas no fueron ajenos a estos cambios y empezó a incomodarles el concepto de la utilidad social como requisito de validez de los negocios jurídicos y contratos, pues empezó a parecer exagerado exigir a la autonomía privada en todos los casos, el valor de una función socialmente útil, además del requisito de la licitud.

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En el caso de los negocios jurídicos típicos no cabe duda que existe el valor de la utilidad social, que justifica la existencia de los mismos a nivel legal. En tal sentido, el fundamento de la tipicidad se encuentra siempre en una utilidad social como base de la existencia y eficacia del negocio jurídico. Utilidad social que determina que el ordenamiento jurídico se vea en la imperiosa necesidad de elevar la figura de negocio, que se practica en el ámbito social, al rango de negocio jurídico tipificado legalmente a través de su incorporación a un determinado supuesto de hecho. Sin embargo, el problema se manifiesta en toda su amplitud en el campo de los negocios atípicos, que por no estar contenidos en supuestos de hecho específicos, carecen del respaldo de un tipo legal que justifique su existencia y regulación legal. Como es sabido, en estos negocios también se cumple el requisito de la necesidad de un supuesto de hecho, pero genérico y no específico, es decir, un supuesto de hecho que no es un tipo legal, sino únicamente un esquema legal genérico. Pues bien, como ya lo hemos mencionado anteriormente, para los tratadistas que se acogieron a la concepción preceptiva del negocio jurídico, el supuesto de hecho genérico tenía como única exigencia el de la utilidad social, de forma tal que entendían que cualquier autorregulación de intereses privados que estuviera orientada a la consecución de una finalidad socialmente útil, merecía la calificación de negocio jurídico por adaptarse al supuesto de hecho genérico. De esta manera, se entendía que los negocios jurídicos atípicos, eran todos aquellos dirigidos a una función socialmente útil, que como tal, se encontraba tipificada, ya no por la norma jurídica, sino por la misma realidad social. Es así como se llega al concepto de la tipicidad social, en contraposición al de la tipicidad legal, señalando que en los negocios típicos la tipicidad es legal y en los atípicos debía entenderse siempre la existencia de una tipicidad social. Esta identificación forzosa entre atipicidad y tipicidad social, aceptada de muy buena gana en los comienzos de la difusión de la teoría

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preceptiva, empezó a ser cuestionada una vez que la situación política, económica y social progresivamente fue cambiando. Resultaba incómodo restringir la autonomía privada y, por ende, el poder de autorregulación de intereses privados de los sujetos, a funciones socialmente típicas, dejando de lado, carentes de toda protección legal, autorregulaciones de intereses privados dirigidas a satisfacer necesidades personales e íntimas de los sujetos, de acuerdo a sus propias expectativas, intereses y particulares aspiraciones. No parecía justo que el ordenamiento jurídico limitara el poder de los particulares únicamente a la obtención de finalidades socialmente útiles, tipificadas legal o socialmente. Esto significó en consecuencia que la teoría preceptiva del negocio jurídico empezara a ser cuestionada y progresivamente abandonada por los juristas, para dar paso a concepciones más abiertas y flexibles, que sin abandonar el valor y el significado social del negocio jurídico, le dieran sin embargo a ese significado social un contenido diferente, contenido cuyo significado ya no será el de la utilidad social en el sentido de la orientación preceptiva, por considerarlo peligrosamente restrictivo de la autonomía privada. Desde ese mismo momento se empezó a hablar de finalidades socialmente razonables o dignas, como requisito de validez de los negocios jurídicos atípicos. Es así cómo se modificó el concepto de negocio jurídico de la teoría preceptiva, mediante el cambio y evolución de la noción de causa del negocio, pues se entiende que la causa no es en todos los casos una función socialmente útil, como en el supuesto de los negocios tipificados legalmente, o de aquellos negocios atípicos con tipicidad social, sino también una función socialmente razonable que permite la tutela legal de todos aquellos negocios orientados a la consecución de intereses meramente privados. Con este cambio en la concepción radical de la utilidad social, el concepto del contenido preceptivo del negocio jurídico se ha adaptado a los tiempos modernos y actuales, en los que el individuo juega un rol fundamental dentro del ámbito social, sin dejar de lado en ningún momento el valor social de todo negocio jurídico y sin desconocer que, además del significado social, todo negocio supone siempre una valoración del ordenamiento jurídico, pues en principio el negocio jurídico es siempre un supuesto de hecho.

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De esta forma, han quedado abandonadas para siempre las concepciones individualistas de los actos del hombre que producen consecuencias legales, que desconocían toda intervención del ordenamiento jurídico en su función ordenadora y valorativa y dejaban de lado abiertamente el significado social de dichos actos, limitándose a construir concepciones meramente artificiales y abstractas de los mismos. Siendo esto así, ya no se puede sostener más, sin peligro y riesgo de ser absurdo, que el negocio jurídico es una declaración de voluntad destinada a crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas, pues se trata de una definición totalmente desactualizada y destruida por la evolución del propio concepto negocial. Menos aún nos podemos aferrar al concepto francés clásico del acto jurídico, por tratarse de una noción que se estancó definitivamente y que no supo adaptarse a los cambios políticos, sociales, filosóficos y económicos. Por ello, nos parece totalmente fuera de sentido el afirmar que existe una relación de sinonimia conceptual entre el concepto de acto jurídico y el del negocio jurídico, pues aun cuando se trata de nociones elaboradas para explicar el mismo fenómeno, que coincidieron en sus inicios, el alejamiento y distanciamiento de ambas fue posteriormente total y definitivo. Cosa distinta, como insistimos, es el señalar que se trata de nociones que tienen el mismo objetivo, según ya se ha dicho varias veces. Por todo lo expuesto anteriormente, y como será fácil deducir, debemos señalar con toda claridad que, desde nuestro punto de vista, es completamente inadecuada la definición del artículo 140 del Código Civil, por estar inspirada directamente en la concepción clásica del acto jurídico, completamente destruida y abandonada en la actualidad. En tal sentido, nuestra posición personal es que debe eliminarse la definición del acto jurídico contenida en el artículo 140, debiendo mantenerse únicamente la segunda parte referida a los requisitos de validez, que sí nos parece pertinente. Ahora bien, en este momento de nuestra exposición debemos plantearnos las siguientes interrogantes: ¿es posible utilizar la concepción

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del negocio jurídico, a pesar de que el Código Civil peruano utiliza aún la terminología francesa del acto jurídico?; ¿es posible utilizar la denominación de negocio jurídico cuando nuestro sistema jurídico ha optado por la terminología de acto jurídico?; ¿es posible prescindir de la definición clásica del artículo 140 y entender el concepto dentro de las orientaciones modernas sobre el negocio jurídico?; ¿ha sido necesario respetar en el nuevo Código Civil la denominación de acto jurídico?; ¿la utilización del término acto jurídico viene legitimada por la tradición jurídica nacional?; ¿debemos entender que el legislador nacional se ha querido referir al concepto del negocio jurídico, respetando únicamente por tradición jurídica local el término de acto jurídico?; ¿el acto jurídico del Código Civil peruano es idéntico al negocio jurídico del sistema alemán? Como se podrá apreciar, se trata de una serie de interrogantes que apuntan, todas ellas, a la concepción sobre los actos del hombre relevantes jurídicamente al interior del ordenamiento jurídico nacional y que deberán ser respondidas en su totalidad para aclarar el panorama doctrinario local, pues para nadie es secreto que una de las grandes interrogantes de los juristas, abogados, magistrados y estudiantes de derecho de nuestro medio, es aquella referida a la diferencia o identidad entre nuestro acto jurídico y el negocio jurídico. Para resolver esta inquietud, debemos empezar señalando con toda claridad y precisión, como ya se ha indicado antes, que se trata de dos nociones elaboradas por diferentes sistemas doctrinarios con el mismo objetivo: establecer una teoría general sobre los actos humanos relevantes jurídicamente. Más aún, como también se ha señalado en varias oportunidades, se trata de dos nociones que coincidieron en un primer momento. Posteriormente, como también se ha explicado, las dos nociones se alejaron definitivamente a nivel conceptual, marcando una total diferencia entre ambos conceptos, pues dentro del marco de la teoría general del negocio jurídico nadie sostiene, en la actualidad, que el mismo sea una declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, deseados por el declarante como tales.

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Siendo esto así, no se puede sostener, como ya se ha mencionado, que exista una relación de sinonimia conceptual entre ambas nociones, pues ello supone desconocer toda la enorme evolución del concepto del negocio jurídico, debiendo decirse únicamente que se trata de nociones con el mismo objetivo. Asimismo, debemos añadir que si por tradición jurídica se ha decidido mantener en el nuevo código, al igual que en el código de 1936, la terminología francesa, ello no es impedimento para entender el acto jurídico del código peruano bajo la óptica del negocio jurídico, por tratarse justamente de dos nociones dirigidas al mismo objetivo conceptual, aun cuando han experimentado una evolución distinta. Sin embargo, el hecho de que la concepción clásica del acto jurídico esté completamente destruida, nos lleva obligatoriamente a optar por Ja concepción del negocio jurídico, en sus diversas variantes, menos, claro está, en su versión inicial, también abandonada. Esperemos, en consecuencia, que quede claramente establecido que el usar la terminología francesa de acto jurídico, no nos obliga a optar por dicha concepción clásica, por tratarse de una noción superada completamente en la actualidad y desde hace mucho tiempo atrás. Por el contrario, el enfoque adecuado debe ser sin duda el de los postulados de la teoría general del negocio jurídico. Ahora bien, dentro de las variantes conceptuales del negocio jurídico, existe total libertad para el jurista y el intérprete, dependiendo de su propia concepción económica, social y filosófica. Sin embargo, al interpretar un Código Civil se debe optar por la concepción negocial que se adecué más a una determinada y particular realidad social y económica, pues se trata de un tema íntimamente vinculado con la realidad social a la cual se aplica. Todo esto nos lleva también al convencimiento que es un error consagrar una definición sobre el negocio jurídico dentro de una norma jurídica, pues no se pueden obligar y forzar las concepciones doctrinarias y jurisprudenciales.

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Finalmente, debemos reiterar, conforme lo hemos señalado anteriormente, que en nuestra opinión la definición de nuestro negocio jurídico (denominado por tradición acto jurídico) debe desaparecer, debiendo modificarse por ello el artículo 140 del Código Civil peruano. Por todo lo expuesto, y a manera de conclusiones, podemos señalar lo siguiente: 1. El concepto del negocio jurídico es aplicable al Código Civil peruano en la medida que el acto jurídico regulado en dicho cuerpo legal es equivalente al negocio jurídico de la doctrina alemana. El concepto del acto jurídico de la doctrina francesa responde a la idea de abstraer las normas legales aplicables a todos los contratos, llegándose a crear la figura de la manifestación de voluntad destinada a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas, como una especie dentro del universo de los hechos jurídicos voluntarios lícitos. De esta forma, se establece en la doctrina francesa el concepto del acto jurídico como toda declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, realizada por el sujeto con la intención de alcanzar resultados jurídicos. Acto jurídico que dentro de su sistema de clasificación de los hechos jurídicos responde al concepto de los hechos jurídicos voluntarios lícitos con declaración de voluntad. Este concepto del acto jurídico que fuera regulado por el Código Civil peruano de 1936, al igual que por el nuevo Código Civil, así como por la mayor parte de la doctrina sudamericana, actualmente ha sido superado y desplazado por la casi totalidad de la doctrina contemporánea, que ha preferido optar por el concepto del negocio jurídico, figura que ha sido creación de los pandectistas alemanes. La razón de esta preferencia, no obedece a nuestro deseo de optar por la doctrina alemana por esnobismo o por el hecho de que ella es seguida mayoritariamente por la doctrina italiana y española, sino que obedece estrictamente a razones de orden conceptual. 2.

En primer lugar, la doctrina del negocio jurídico es más perfecta y elaborada, habiendo basado la distinción entre el negocio jurídico y el acto jurídico en sentido estricto, equivalentes al acto jurídico y al hecho jurídico voluntario lícito sin declaración de voluntad de la doctrina francesa y del Código Civil peruano,

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respectivamente, no en la existencia de una declaración de voluntad (lo cual no es suficiente), ya que se entiende también que existe una manifestación de voluntad en el campo de los actos jurídicos en sentido estricto (hecho jurídico lícito sin declaración de voluntad), sino en que el ordenamiento jurídico, cuando se trata del acto jurídico, en sentido estricto atribuye el efecto jurídico a la simple manifestación de voluntad sin valorar el propósito práctico del sujeto, mientras que en el negocio jurídico el derecho atribuye el efecto jurídico en concordancia con el propósito práctico del sujeto, o de las partes, si se trata de un negocio jurídico unilateral o bilateral. Esto significa que la doctrina del negocio jurídico ha perfeccionado la distinción, no bien realizada por la doctrina francesa, entre el negocio jurídico y el acto jurídico en sentido estricto (o lo que es lo mismo dentro del Código Civil peruano, como lo volvemos a señalar, entre acto jurídico y hecho jurídico voluntario lícito sin declaración de voluntad), basándola no en la existencia de una declaración de voluntad, sino en la valoración dada a toda conducta social por parte del ordenamiento jurídico. De acuerdo a la nueva concepción del negocio jurídico, no es el sujeto el que decide cuándo un hecho es o no un acto jurídico, o cuándo es un acto jurídico en sentido estricto o un negocio jurídico, sino que ello depende exclusivamente de la valoración del ordenamiento jurídico. Los efectos jurídicos son siempre atribuidos o concedidos por el derecho, no son nunca creación de la voluntad del sujeto o de las partes. 3.

En segundo lugar, la distinción no sólo no es realizada sobre la base de si existe o no una declaración o manifestación de voluntad, pues siempre existirá una manifestación de voluntad en todo hecho jurídico voluntario, sea lícito o no (en términos de la doctrina europea, los hechos jurídicos voluntarios, lícitos o no, son siempre calificados de actos jurídicos), sino que tampoco es determinada, como en la doctrina clásica francesa, por el hecho de que el sujeto al declarar su voluntad persiga o no un efecto jurídico, pues se entiende que los sujetos no tienen que tener conocimiento de los efectos jurídicos negocíales -aceptándose por el contrario que los sujetos buscan siempre la consecución de

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efectos prácticos, económicos, sociales, que en cuanto valorados normativamente por el sistema jurídico se convierten en efectos jurídicos-, ya que la distinción debe hacerse sobre la base de la valoración dada por la norma jurídica respecto de cada hecho jurídico. Si la norma, o el conjunto de normas, valoran la intención práctica del sujeto o de las partes, estaremos en presencia de un negocio jurídico. En otras palabras, si para la atribución de efectos jurídicos, que es tarea siempre exclusiva del ordenamiento jurídico, se toma en cuenta el propósito práctico o lo querido por los sujetos, el hecho jurídico será un negocio jurídico. Por el contrario, si la atribución de los efectos jurídicos es determinación exclusiva del derecho, tomando en cuenta únicamente la realización voluntaria de la manifestación o del comportamiento concluyente, se tratará únicamente de un simple acto jurídico en sentido estricto. Como se podrá apreciar, la teoría del negocio jurídico realiza una distinción entre ambas especies de actos jurídicos (o hechos jurídicos voluntarios lícitos de acuerdo al Código Civil peruano) en términos realistas y acordes con el principio que todo hecho o conducta del hombre recibe siempre una calificación jurídica, considerándose relevante en algunos casos y en otros no. La relevancia de la conducta, puede ser valorada a su vez en forma positiva, acto jurídico o negocio jurídico, o en forma negativa, acto jurídico ilícito, contractual o extracontractual, o en forma indiferente, acto intrascendente o irrelevante. 4. En tercer lugar la doctrina del negocio jurídico ha destacado también el rol fundamental de la función del negocio jurídico, acudiendo a la noción de causa con dicho significado. De esta manera, para la mayor parte de los autores que siguen la concepción del negocio, la causa es la función económico social, o la función jurídica, o la función práctico social del negocio, en vez de concebir la causa, según los autores franceses seguidores de la teoría del acto jurídico, como el motivo determinante o como el motivo típico y abstracto, que ha determinado al sujeto a celebrar el contrato o contraer una obligación. De esta manera, al destacarse el aspecto funcional del negocio se ha precisado también el concepto de que el negocio jurídico es una

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manifestación de la autonomía privada consistente en una autoreglamentación, o autorregulación, de intereses privados, que los particulares realizan con el propósito de obtener funciones económico sociales consideradas relevantes o dignas de tutela por el mismo ordenamiento jurídico. De esta manera, se ha dado lugar a la concepción objetiva de la causa, a diferencia de la concepción subjetiva de la causa que es creación de la doctrina francesa. Según esta orientación francesa, la causa es el motivo abstracto, siempre idéntico en todos los contratos de una misma naturaleza, por el cual el deudor contrae o asume una obligación. Esta tesis denominada "teoría clásica" ha sido combatida ardorosamente por la moderna doctrina del negocio jurídico, inclusive por los mismos autores franceses (que fueron denominados por ello mismo "anticausalistas"), por la sencilla razón que un motivo, por más abstracto que sea, no puede nunca formar parte de un contrato o ser elevado a la categoría de elemento del contrato. Del mismo modo, si se establece y acepta la idea de que la causa es un motivo, el motivo que ha determinado a las partes que han contraído obligaciones a asumirlas, se llega al resultado, por ejemplo, que en un contrato bilateral, en vez de una causa del propio contrato, habrán dos causas, rompiéndose de esta manera en forma artificial la unidad del contrato, desde el punto de vista del interés de cada una de las partes contratantes. Por estas razones fundamentales la moderna doctrina no acepta la teoría de la causa como el motivo o móvil que determina al deudor a contraer una obligación. Y es así que se llega a la teoría objetiva de la causa, predominante en la actualidad, en sus dos modalidades. De acuerdo a la primera, la causa es entendida como la función jurídica del negocio jurídico. Esta concepción objetiva de la causa ha sido rechazada también, por entender que de esta forma todos los actos jurídicos tendrían también una causa y no únicamente los negocios jurídicos. En efecto, si la causa es la función jurídica, es perfectamente posible hablar de ella en todos los actos jurídicos, en cuanto los mismos son productores de efectos jurídicos atribuidos por el derecho. Además de ello con esta concepción se desconoce el carácter del negocio jurídico como acto de la autonomía privada que se da en la vida social, antes del reconocimiento por parte del derecho. Es

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decir, se desconoce el valor y el significado social de los negocios jurídicos. No se olvide que los particulares regulan entre sí sus diversas relaciones con el fin de satisfacer sus múltiples necesidades de intercambio de bienes y servicios, de circulación de bienes, de cooperación social, etc. Lo que determina que el negocio jurídico cumple siempre una función social y tiene por ello un significado y mérito social. Resulta evidente que no se puede identificar la causa, que es la razón justificadora de la eficacia del negocio jurídico, con su función jurídica, porque estaríamos diciendo que la misma eficacia jurídica sería la justificación de ella misma, es decir, estaríamos identificando causa con tipo legal. Por ello es que la doctrina objetiva en forma predominante ha modificado su concepto de causa de función jurídica (o la síntesis de los efectos jurídicos) por el concepto objetivo de la función económico social que el negocio cumple en la vida social con independencia de la sanción legal, representada por la síntesis de los elementos esenciales del negocio. La causa es así considerada como la función económico social que hace a cada negocio merecedor de su reconocimiento como negocio jurídico. Los negocios cuya función no sea considerada relevante, por no tener trascendencia social, serán considerados negocios no jurídicos y por ello mismo irrelevantes o intrascendentes. Evidentemente en el supuesto de los negocios típicos cuyo esquema está previsto en la ley, la función económico social se convierte en función reconocida por el derecho, pudiendo identificarse en estos casos la función jurídica o función reconocida por el derecho, es decir, el tipo legal con la causa del negocio jurídico. Sin embargo, ello no es posible para el supuesto de los negocios jurídicos atípicos, cuyos esquemas no están regulados ni previstos en la ley. Para ello es necesaria una causa genérica, en el sentido de un esquema genérico que contenga una función genérica aplicable a todos los contratos que no estén disciplinados en la legislación, a fin que los mismos puedan merecer también su reconocimiento como negocios jurídicos. Es imposible aceptar que los negocios jurídicos atípicos respondan exclusivamente a la voluntad libre y soberana de las partes contratantes. Esta posición tradicional es la

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sustentada por la doctrina francesa y seguida por gran parte de la doctrina sudamericana y se puede resumir en el sentido que cualquier declaración o acuerdo de voluntades declaradas, que sean lícitas, constituyen un negocio jurídico unilateral o bilateral, en la medida que los sujetos hayan buscado la obtención de efectos jurídicos. Esta posición tradicional es la que se denomina en la doctrina italiana "el dogma de la voluntad". Este dogma de la voluntad desgraciadamente está muy extendido en la formación jurídica de nuestros especialistas, abogados y estudiantes de Derecho, y ello obedece a que en nuestro medio no se ha estudiado a profundidad las concepciones sobre los limites de la autonomía privada y las concepciones modernas del negocio jurídico, teniéndose casi como axioma la definición francesa de acto jurídico como manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos, a lo que ha contribuido necesaria y definitivamente la definición de acto jurídico consagrada en el artículo 140 de nuestro Código Civil. En nuestro concepto toda esta orientación voluntarista e individualista sobre los actos de autonomía privada debe cambiar radicalmente, no sólo porque de esa manera se tendrá una adecuada comprensión del reconocimiento de la misma, sino porque principalmente se entenderá que el negocio jurídico, como el contrato, son actos jurídicos valorados por la ley como productores de efectos jurídicos, en concordancia con el propósito práctico de las partes. 5.

En consecuencia, en nuestro medio debe aceptarse de una vez por todas la concepción social de la autonomía privada, que establece que uno de los límites es el de que la misma esté orientada al logro de una función social considerada digna de tutela, además obviamente del límite de la licitud, que en nuestro Código Civil adquiere pleno reconocimiento en el artículo V del Título Preliminar. El límite de una función social considerada digna de tutela es que no toda declaración de voluntad, o todo acuerdo de voluntades declaradas, merece la calificación jurídica de negocio jurídico o de contrato, aun cuando sean lícitos. Además de ello se requiere que los mismos cumplan una función social, pero no en el sentido de función socialmente útil, o función social con trascendencia o relevancia social, sino en el sentido de función

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socialmente apreciable o razonable o digna. En algunos casos la función social del negocio tendrá una utilidad social, en el sentido de una trascendencia social, no sólo por su constancia, normalidad, sino principalmente por su relevancia e importancia para la conciencia social, como sucede en el caso del contrato de arrendamiento, compraventa, mandato, donación, sociedad, etc. En estos casos esta función socialmente útil ha merecido el reconocimiento del derecho en tipos contractuales, ello significa que su función social es considerada jurídicamente relevante. Sin embargo, en muchos casos existen contratos que sin tener un tipo legal, cumplen en la vida social, en la vida de relación, una función socialmente útil. En estos casos se habla de una tipicidad social, por contraposición a la tipicidad legal. Pero además de estos contratos atípicos, tipificados socialmente, reconocidos en tipos cuajados socialmente, existen también negocios que las partes celebran como creación exclusiva de su voluntad. En estos supuestos no les podemos negar su calidad de negocios jurídicos, siempre y cuando, a pesar de no ser socialmente útiles, sean merecedores de la tutela legal por cumplir una función que representa estrictamente intereses individuales que la sociedad considera dignas para el desarrollo de la libertad e iniciativa del individuo. Se trata ya no de funciones socialmente útiles, sino de funciones socialmente razonables. De esta forma todo lo que sea socialmente irracional, absurdo, aun cuando sea lícito no merecerá la protección legal y por ende no le será atribuida la calidad de negocio jurídico.

CAPÍTULO PRIMERO La concepción social del negocio jurídico como

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paradigma de los actos de autonomía privada

1.1.

Necesidad de abandonar la concepción clásica francesa del acto jurídico y alemana del negocio jurídico En nuestro medio, desde siempre se ha señalado e identificado el acto jurídico con las declaraciones de voluntad que producen efectos jurídicos queridos o deseados por el o los sujetos. En este sentido, nadie duda en afirmar que es acto jurídico toda declaración de voluntad destinada a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas, al igual que lo señala expresamente el artículo 140 del Código Civil. Lo que caracteriza la noción de acto jurídico es, pues, su identificación con el concepto de la manifestación o declaración de voluntad, en la medida que la misma produzca obviamente efectos jurídicos. Consecuencia lógica y hasta podríamos decir natural de esta noción es el hecho de no realizar reflexión alguna ni ninguna clase de cuestionamiento o interrogante sobre la razón por la cual algunas declaraciones de voluntad de los sujetos de derecho pueden producir efectos jurídicos y otras no, al punto que podría decirse, sin ningún temor, que en nuestro medio prevalece la idea de que cualquier declaración de voluntad, con tal que esté orientada a la consecución de un fin no prohibido por norma legal imperativa, o que no atente contra el orden público o las buenas costumbres, es un acto jurídico y por ende merece la protección del sistema jurídico. Esta noción no sólo se ha venido utilizando desde la época de vigencia del Código Civil de 1936, a pesar que el mismo no consagró ninguna definición sobre dicho concepto, sino fundamentalmente con mayor razón a partir de la entrada en vigencia del actual Código Civil de 1984, teniendo en cuenta la definición antes referida de su artículo 140. Como resulta evidente, si con el código de 1936, que no contenía ninguna definición de acto jurídico, se estableció en nuestro medio casi como axioma dicha noción de acto jurídico, ahora con el

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artículo 140 del actual Código Civil nadie duda de la veracidad de dicha manera de entender y definir el acto jurídico. Todo esto significa, adicionalmente, que la actual codificación civil peruana, al igual que con el Código Civil de 1936, ha consagrado legal-mente el término acto jurídico como denominación legal para referirse a los comportamientos del hombre en su vida de relación con los demás, que producen efectos o consecuencias jurídicas sobre la base de la necesaria identificación del mismo con las declaraciones de voluntad destinadas a producir consecuencias amparadas por el Derecho. Si se observa bien, esta manera clásica, completamente francesa, de entender el acto jurídico supone además la afirmación implícita, pero rotunda, de dos premisas adicionales. La primera de ellas nos señala el principio que todos los sujetos de derecho son completamente libres dentro del marco de un determinado ordenamiento jurídico, correspondiendo a este último únicamente la capacidad y la función de dar valor legal a las aspiraciones de los mismos, sin que cumpla ninguna función organizadora de la realidad, debiendo limitarse esta función a recibir los deseos de los miembros de una determinada sociedad, en un momento histórico determinado, sin ningún otro control que no sea el de la licitud. La segunda afirmación que sirve de fundamento a esta concepción, es aquella que nos dice que los sujetos al momento de celebrar actos jurídicos tienen la intención de producir efectos jurídicos, lo cual supone que todos los miembros de una determinada sociedad tienen conocimientos legales y deben conocer a la perfección los efectos jurídicos que nacen de cada especie de acto en un determinado ordenamiento jurídico. Por el contrario, todos los demás comportamientos o conductas del individuo que producen también efectos jurídicos, pero atribuidos directamente por el ordenamiento jurídico, sin tomar en cuenta en lo más mínimo el deseo o la voluntad de producir efectos jurídicos, a diferencia del acto jurídico, son -según la concepción clásica que estamos cuestionando- simples «hechos jurídicos voluntarios lícitos sin manifestación de voluntad», para dejar bien en claro que solamente en los actos jurídicos existe una declaración o

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manifestación de voluntad. En otros términos, en nuestro medio, la diferencia fundamental respecto de los actos del hombre que producen consecuencias jurídicas, se ha planteado siempre entre los hechos jurídicos voluntarios lícitos sin manifestación de voluntad y aquellos que sí la tienen y que por eso se denominan «actos jurídicos». En este momento de nuestro comentario podemos dejar bien en claro la siguiente afirmación: el sistema jurídico nacional, ante la problemática necesaria a todo sistema jurídico de distinguir qué comportamientos del hombre, dentro del marco de lo permitido, producen o no consecuencias legales, ha optado por denominar a unos «actos jurídicos» y a otros «hechos jurídicos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad», pero sobre la base de una concepción clásica de origen francés que presupone la afirmación fundamental de que todos somos completamente libres, iguales y con conocimiento perfecto de las normas jurídicas. Pues bien, esta noción clásica del acto jurídico fue modificada posteriormente, antes de la promulgación del Código Civil alemán, por los pandectistas clásicos alemanes, con la creación del concepto del negocio jurídico, que en su primera versión, denominada también concepción clásica, coincidió totalmente con la francesa, al definirse el mismo como toda declaración de voluntad productora de efectos jurídicos buscados por el declarante justamente como efectos jurídicos. En este sentido, la concepción pandectista clásica del negocio, utilizó la denominación de «negocio jurídico» para referirse a los comportamientos del hombre, en su vida de relación con los demás, que producen consecuencias jurídicas, en correspondencia con el propósito jurídico que los determinara, apareciendo también dentro de esta nueva orientación la doctrina o teoría de la «voluntad dirigida al efecto jurídico». Del mismo modo, dentro de esta orientación clásica del negocio, se entendió también que todos los demás comportamientos o conductas que producían efectos legales, pero ya no deseados como tales por los declarantes, sino atribuidos o impuestos directa y exclusivamente por el ordenamiento jurídico a la simple declaración de voluntad, a la simple realización del comportamiento voluntario sin importar lo querido o no por el sujeto,

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debían recibir la calificación de «actos jurídicos en sentido estricto», justamente para diferenciarlos de los negocios jurídicos, en los cuales sí es factor fundamental el propósito jurídico o no del o los declarantes. Como se podrá observar, dentro de la concepción clásica pandectista del negocio jurídico, la diferencia se plantea, ya no entre actos jurídicos y simples hechos jurídicos voluntarios sin manifestación de voluntad, sino entre negocios jurídicos y actos jurídicos en sentido estricto, aún cuando en ambos casos, a pesar de la diferente terminología, existe obviamente una total uniformidad conceptual. Evidentemente, en toda sociedad, en cualquier momento histórico y en cualquier sistema político, existen, además de los comportamientos que producen efectos jurídicos, una inmensa variedad y diversidad de conductas o actuaciones del hombre en su vida de interrelación social que, según el criterio social imperante debidamente reconocido por el sistema jurídico y aceptado por todos los miembros de cada sociedad como una conciencia colectiva, no son productores de efectos jurídicos. Todos estos simples eventos reciben y han recibido desde siempre la denominación de «compromisos sociales», «hechos intrascendentes», «simples actuaciones», «conductas indiferentes», «pactos de caballeros», o «simples actos sociales». Todas estas conductas o eventos, según el criterio unánime, por la simple razón de no producir efectos jurídicos, no merecen la calificación de «jurídicos», quedando su regulación o cumplimiento al simple ámbito social, sin ninguna intervención del sistema jurídico, al cual le será completamente indiferente el cumplimiento de los mismos o no. El problema fundamental se presenta, como es claro, respecto de los comportamientos que sí producen efectos jurídicos y que por ello mismo deben dividirse en dos grupos, atendiendo a si el efecto jurídico es otorgado o no en concordancia con lo deseado o perseguido por el o los sujetos que han declarado su voluntad. En tal sentido, las dos teorías clásicas, bajo comentario, han utilizado

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diferentes terminologías, pero coincidiendo íntimamente en sus nociones. Ahora bien, las ideas antes expuestas de ambas concepciones clásicas, ya sea del acto como del negocio jurídico, consagradas, según insistimos, en nuestro Código Civil bajo la denominación francesa, han sido abandonadas en su totalidad por la mayoría de juristas de todos los sistemas jurídicos, por tres razones fundamentales: 1. En primer término, respecto de la concepción clásica del acto jurídico, se sabe y se reconoce por todos desde hace mucho tiempo, y fundamentalmente por los creadores de la teoría del negocio jurídico, que en todo hecho jurídico voluntario, sea lícito o no, siempre hay de por medio un comportamiento voluntario del hombre, es decir, una manifestación de voluntad, de forma tal que no se puede caracterizar la figura francesa del acto jurídico por la presencia de uno o más declaraciones o manifestaciones de voluntad, teniendo en cuenta que la misma es un elemento común a todo hecho jurídico voluntario, lícito o no. Por ello, la concepción clásica del negocio planteó desde un primer momento la diferencia entre actos y negocios, únicamente en que en los segundos, además de la declaración existía el propósito jurídico, mientras que en los primeros éste no se presentaba, dejando bien en claro que en ambos casos había siempre de por medio por lo menos una declaración de voluntad. 2. En segundo lugar, porque se admite también por casi todos que con una definición del acto y del negocio jurídico como una simple manifestación de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos buscados por el declarante se deja de lado el rol valorativo que cumple el sistema jurídico respecto de la conducta de los individuos. Rol valorativo que se convierte fundamentalmente en la función organizadora que cumple el derecho respecto de la realidad social. A nadie escapa la idea que si un comportamiento del hombre en una determinada sociedad, y en un determinado momento histórico, sea cual fuere el sistema político, es capaz de producir efectos jurídicos, ello no ocurre por

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ser algo consustancial a la naturaleza humana, o por tratarse un don divino, o por derecho natural, sino simplemente porque el ordenamiento jurídico de esa sociedad en particular es el que ha decidido si esa conducta debía o no producir efectos jurídicos. Dicho de otro modo, actualmente existe total y definitiva coincidencia en que los efectos jurídicos son siempre concedidos o atribuidos por el Derecho como respuesta a la realización de un determinado evento o comportamiento, que por ello mismo recibe la calificación de jurídico. Sin embargo, con una definición del acto jurídico francés y del negocio jurídico alemán como simples declaraciones de voluntad, se deja de lado totalmente la intervención del sistema jurídico en la creación de figuras legales y fundamentalmente en la atribución de efectos jurídicos, destacándose únicamente la conducta del sujeto, como si éste fuera el centro del ordenamiento jurídico, el mismo que no tendría otra función que recoger siempre lo deseado o querido por el sujeto, en cuyo caso el sujeto sería completamente libre para crear a su libre albedrío efectos jurídicos a su antojo, sin ninguna valoración social o jurídica, bastando con su simple «querer» como un poder ilimitado y absoluto, únicamente restringido por el límite natural de la ilicitud o antijuricidad. En tal sentido, debe recordarse lo establecido en el artículo V del título preliminar de nuestro Código Civil, que literalmente dispone que es nulo todo acto jurídico contrario a las leyes que interesan al orden público o a las buenas costumbres. 3. En tercer lugar, porque se admite casi unánimemente también que es falso que los sujetos al celebrar actos y negocios jurídicos busquen siempre y en todos los casos la producción de efectos jurídicos, por cuanto todo acto del hombre, de acuerdo a la experiencia universal, está orientado siempre fundamentalmente a la consecución de efectos meramente prácticos y empíricos o, en todo caso, efectos prácticos con el conocimiento que los mismos están amparados o protegidos por el sistema jurídico. Afirmación que es demostrable en cualquier sociedad sin duda alguna.

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Pues bien, son estas tres razones fundamentales las que han originado desde hace muchísimo tiempo el abandono de ambas teorías clásicas y nosotros diríamos aún más, su total olvido. Este triste final de las concepciones clásicas de los hechos del hombre que producen consecuencias jurídicas en concordancia con lo deseado por el sujeto, ha sido consecuencia de la posterior evolución y desarrollo de la teoría del negocio jurídico, no así de la del acto jurídico, la cual se estancó y terminó con su primera versión. El auge del concepto negocial fue consecuencia de su gran difusión y enorme aceptación en la mayor parte de la doctrina de los diferentes sistemas jurídicos latinos, acentuado aún más por el enorme prestigio de los juristas que se adhirieron a la misma. Fueron precisamente los postulados de las nuevas corrientes sobre el negocio jurídico y los argumentos de los autores que decidieron participar de la misma, los que pusieron de manifiesto las terribles contradicciones antes mencionadas, a tal punto que en la actualidad, y lo decimos con el mayor de los respetos, es muy difícil poder sustentar y comprender con lógica jurídica los argumentos de ambas concepciones clásicas. Es necesario señalar, sin embargo, que el abandono de las concepciones clásicas no fue consecuencia inmediata de la aparición de la teoría del negocio jurídico, como algunos creen a ciegas, sino de su posterior desarrollo, cambio y evolución, por cuanto en su primera versión clásica el concepto del negocio jurídico fue exactamente igual al del acto jurídico. Posteriormente, el alejamiento fue progresivo pero total, desde el mismo instante en que se empezó a entender y concebir el negocio jurídico como un supuesto de hecho conformado por una o más declaraciones de voluntad y ya no como una simple declaración de voluntad. Este cambio en los conceptos significó de inmediato un cambio radical, por cuanto desde que se entiende que el negocio es un supuesto de hecho, se está tomando en cuenta el rol valorativo del derecho en las diferentes conductas de los individuos en una sociedad en particular. Es el ordenamiento jurídico el que decide, en concordancia con el criterio de valoración social, cuándo un acto del hombre debe ser

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considerado negocio jurídico y cuándo no, por supuesto en íntima vinculación con las valoraciones sociales y culturales existentes. Más aún, con la noción de negocio como supuesto de hecho se está diciendo de manera categórica, lo cual también es muy importante, que la declaración o manifestación de voluntad no pueden identificarse con el negocio, sino solamente con un elemento del mismo, el fundamental, obviamente en conjunto con la causa o finalidad, entendida como la función socialmente razonable que cumplen los negocios en la vida de relación social y que los convierte justamente en merecedores de la tutela legal y por ende de su calificación como negocios jurídicos y ya no como simples negocios sociales. Es importante destacar que esta noción de la causa como función o finalidad socialmente razonable, corresponde también a este segundo momento de la evolución del concepto negocial, por cuanto en un primer momento, en correspondencia con las versiones clásicas del acto y del negocio jurídico, se entendió y se pensó, como algo que no admitía demostración en contrario, que la causa era también la finalidad o la función jurídica del negocio, incluso se llegó a elaborar la concepción -completamente legalista y absurda- de la causa de la obligación como fundamento de que la voluntad siempre tenía que estar dirigida a la obtención de efectos jurídicos. Sin embargo, felizmente, estas concepciones clásicas, meramente jurídicas de la causa, han sido también dejadas de lado por la mayor parte de los juristas. La ruptura y el total derrumbe de las concepciones clásicas del acto y del negocio jurídico culminaron, desde nuestro punto de vista, con las corrientes preceptivas del negocio jurídico, que entendieron que en el mismo no existía únicamente un supuesto de hecho conformado por una o más declaraciones de voluntad, sino un supuesto legal con un precepto social, con un contenido fundamentalmente social. Desde este mismo instante, se empezó a definir el negocio jurídico, ya no como un supuesto de hecho, sino como una autorregulación de intereses privados dirigida a la satisfacción de necesidades e intereses de los sujetos, en una determinada sociedad, considerados dignos de tutela por un

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ordenamiento jurídico en particular, a tenor de lo establecido por el conjunto de los valores sociales. En otros términos, desde este instante se empezó a definir el concepto del negocio jurídico como una noción eminentemente social con un reconocimiento legal, pero posterior. Esta tercera etapa en la evolución y desarrollo del concepto negocial -en debate todavía en la actualidad, debido a que no está libre de defectos, por restringir en algunos casos en demasía los límites de la autonomía privada- ha tenido sin embargo el mérito fundamental de vincular la teoría del negocio jurídico con la realidad social, entendiendo el negocio como una figura legal con contenido y valor social, debidamente recibido por el derecho cuando es socialmente considerado digno de tutela. Por supuesto que en la actualidad el debate todavía continúa y hay quienes, con justa razón y total legitimidad, optan por una tendencia o por otra, incluso algunos pocos por las concepciones clásicas, que hemos criticado. Otros, por el contrario, en su desesperación por lo complicado y abstracto del tema, prefieren desentenderse del problema y levantan como bandera la negación de todo concepto del negocio o del acto jurídico. Esta última tendencia, minoritaria por cierto, olvida que el negocio jurídico, al igual que el acto jurídico, son figuras sin contenido, meros esquemas lógicos elaboradas con el fin de estudiar de manera conjunta todas las figuras de actos y contratos típicos, al igual que los atípicos. Lo que sí es indiscutible es que el concepto francés del acto jurídico, consagrado en el artículo 140 de nuestro Código Civil, al igual que el concepto clásico alemán, completamente coincidentes, se encuentran completamente destruidos y abandonados. En tal sentido, por nuestra parte, proponemos la supresión de la definición clásica contenida en el artículo 140 de nuestro Código Civil, y que se deje en libertad al intérprete de optar por una concepción o por la otra, teniendo en cuenta que se trata de un tema doctrinario, bastante discutido y opinable como todos.

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Finalmente, debemos señalar que no existe ningún inconveniente para utilizar los criterios de la doctrina del negocio jurídico en un código, como el nuestro, que ha mantenido la denominación francesa, se dice legitimada por la tradición jurídica nacional, del acto jurídico, por cuanto ambas teorías son esfuerzos y han sido elaboradas para entender los actos del hombre que producen efectos jurídicos en correspondencia con el propósito práctico que los hubiera determinado. Es decir, se trata de dos conceptos con nombres distintos, que buscan explicar el mismo fenómeno social. Más aún, pensamos que el actual Código Civil ha regulado la figura del negocio jurídico, manteniendo únicamente la denominación francesa. Lo que sí no podemos afirmar en ningún sentido es que entre ambas nociones exista una relación de sinonimia conceptual, pues ésta sólo se dio en las versiones clásicas. Además no debe olvidarse que dentro de la propia lógica del esquema negocial, el negocio jurídico es completamente distinto al acto jurídico en sentido estricto. 1.2.

Las diferentes concepciones sobre el negocio jurídico como paradigma de los actos de autonomía privada 1.2.1. La concepción clásica del acto jurídico como declaración de voluntad realizada con el propósito de alcanzar un efecto jurídico. Cuestionamiento y crítica De acuerdo a la concepción tradicional del acto jurídico, de origen francés, derivada de las ideas de DOMAT principalmente, se entiende por acto jurídico toda manifestación de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos. En este sentido se señala que la voluntad destinada a crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas es un acto jurídico. Esta idea tradicional y clásica del concepto del acto jurídico, según indicáramos anteriormente, ha traído como consecuencia el que se afirme indiscriminadamente que toda declaración o manifestación de voluntad, que produce efectos jurídicos y es realizada con el fin de alcanzarlos, es un acto jurídico, lo cual es

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inexacto y ha contribuido a obscurecer el concepto del acto jurídico. Evidentemente, nadie puede negar el rol fundamental de la declaración o manifestación de voluntad como elemento principal del acto jurídico, lo cual es también aceptado por todos los autores que siguen la corriente del negocio jurídico. Empero, esta importancia de la declaración o manifestación de voluntad no puede llevarnos a identificar ambos conceptos, el de acto jurídico y el de manifestación de voluntad, por cuanto existe diversidad de manifestaciones de voluntad que producen efectos jurídicos que no son precisamente actos jurídicos. Esta materia ha sido precisada con bastante claridad por la doctrina del negocio jurídico, que en forma enfática ha negado esa identificación conceptual, aun cuando el mismo negocio jurídico, en su concepción clásica, identificaba también el negocio jurídico con la declaración de voluntad. Así pues, dentro de la teoría general del negocio jurídico, existe uniformidad de criterio en el sentido que la declaración de voluntad es únicamente uno de los elementos del negocio, el elemento principal del negocio. Dentro de la misma concepción tradicional del acto jurídico no se acepta tampoco una identificación total entre manifestación de voluntad y acto jurídico, por cuanto se señala en forma unánime que sólo es acto jurídico la manifestación de voluntad destinada a producir efectos jurídicos. En otras palabras, para esta corriente no es acto jurídico toda declaración de voluntad, sino solamente aquella dirigida a producir efectos jurídicos, esto es, consecuencias jurídicas, que por ser jurídicas son precisamente lícitas. Veamos muy brevemente cómo llegan los autores que siguen esta corriente a precisar el concepto del acto jurídico. Parten, como es obvio, del concepto genérico del hecho jurídico, en el sentido que es un hecho de esa especie todo

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aquel cuya realización genera consecuencias jurídicas, siendo hechos irrelevantes jurídicamente aquellos a cuya realización el ordenamiento jurídico no atribuye ninguna consecuencia jurídica. En este sentido, el hecho jurídico viene a ser el género respecto del cual el acto jurídico no es sino una de las especies. Una vez que se ha hecho la distinción entre hechos jurídicos y hechos jurídicamente irrelevantes, la posición tradicional procede a distinguir entre hechos jurídicos voluntarios e involuntarios, entendiéndose por hechos involuntarios aquellos en los cuales no interviene la conducta voluntaria del hombre, tales como la muerte, el nacimiento, un terremoto que ocasione pérdidas de vidas humanas y de bienes, un aluvión, la mayoría de edad, etc. Mientras que los hechos jurídicos voluntarios son todos aquellos en los cuales interviene la voluntad, en el sentido de conducta voluntaria. La distinción entre estas dos clases de hechos jurídicos radica en que en los primeros no interviene una conducta voluntaria y en los segundos por el contrario los efectos jurídicos nacen como consecuencia de la realización de una conducta voluntaria del individuo. En los involuntarios, por el contrario, el efecto jurídico se atribuye a la realización del simple fenómeno o acontecimiento. En otros términos, al hablar de la intervención o no de la voluntad, es decir, al plantearse la diferencia entre hechos jurídicos voluntarios e involuntarios, estamos hablando de acuerdo a la posición tradicional de la intervención de la voluntariedad, entendida como conducta realizada voluntariamente, sin interesar la voluntad de producir o no algún tipo de efecto o consecuencia jurídica. Asimismo, una vez precisada la distinción entre hechos jurídicos voluntarios e involuntarios, la doctrina del acto jurídico procede a distinguir dentro de los hechos jurídicos voluntarios dos categorías: ia de los hechos lícitos y la de

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los hechos ilícitos. Los hechos voluntarios ilícitos son aquellos que producen consecuencias jurídicas no queridas por los autores de la conducta voluntaria y que el derecho atribuye como respuesta a la realización de la propia conducta ilícita. Igualmente se señala que una de las características fundamentales de los hechos voluntarios ilícitos es la de consistir en conductas que contravienen las normas jurídicas, y es por ello mismo que se ha venido hablando siempre del hecho ilícito, con todas las dificultades que desde siempre y modernamente ha traído el definir el concepto de ilicitud o de antijuricidad en materia de hechos jurídicos. Evidentemente, su estudio corresponde a la disciplina de la responsabilidad civil, ya sea ésta contractual (en cuyo caso el ilícito consiste en la contravención de una relación jurídica obligatoria nacida como consecuencia de la voluntad de los particulares -por ejemplo a través de un contrato, entendido en su sentido más amplio como un acuerdo de voluntades- o de la voluntad unilateral) o extracontractual (en cuyo caso el ilícito consiste en la violación del deber jurídico genérico de no causar daño a otro, en sus múltiples alcances). Sin embargo, sea como sea, esta materia de la ilicitud que corresponde a la doctrina general de la responsabilidad civil, con todos los matices y puntos de vista que ella encierra, nos muestra que el universo de los hechos jurídicos no corresponde íntegramente a la teoría general del acto jurídico; bastando con saber que los hechos ilícitos, al consistir en conductas violatorias del ordenamiento jurídico en general, no dan por ello mismo lugar al nacimiento de efectos jurídicos deseados por los autores de las mismas; razón por la cual existe uniformidad de pareceres, entre los autores que siguen la corriente del acto jurídico y la del negocio jurídico, en señalar que el acto jurídico o, en su caso el negocio jurídico, es un hecho jurídico voluntario lícito. Finalmente y antes de llegar a la noción del acto jurídico, y como paso último y previo, la posición clásica distingue entre los hechos jurídicos voluntarios lícitos, dos últimas

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clases: los hechos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad y aquellos que tienen como elemento una o más declaraciones de voluntad, que no son sino los actos jurídicos. En última instancia, para esta posición, el acto jurídico no es sino el hecho jurídico voluntario lícito con declaración de voluntad, pues desde este punto de vista, existen otros hechos jurídicos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad que no merecen la calificación de actos jurídicos, sino de simples hechos jurídicos voluntarios lícitos. No obstante lo cual, y ante la certidumbre y el conocimiento de que en la totalidad de los hechos jurídicos existe siempre una manifestación de voluntad, ya se trate de hechos lícitos o ilícitos, la doctrina clásica a fin de garantizar la distinción entre los actos jurídicos, es decir, hechos jurídicos voluntarios lícitos con declaración de voluntad y los simples hechos jurídicos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad, realiza una segunda precisión conceptual respecto del acto jurídico; y ésta justamente es aquella de que en los actos jurídicos el efecto jurídico es deseado voluntariamente por el autor de la declaración de voluntad, tratándose de efectos jurídicos queridos por los particulares, lo que no sucede para esta posición en el supuesto de los hechos jurídicos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad. En este sentido, resulta muy valioso tener en cuenta la opinión del célebre jurista peruano JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN, quien en sus Comentarios al Código Civil peruano nos dice: «Dentro de los actos lícitos, cabe hacer una discriminación, hay que distinguir dos subclases. La primera sub-clase comprende una serie de hechos -voluntarios y lícitos-, que forjan una serie de situaciones jurídicas sin que exista declaración dé voluntad, mientras en la segunda subclase el elemento característico es la declaración de voluntad. Esta distinción es difícil de precisar y es, empero, fundamental para destacar: el acto jurídico es

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ante el hecho jurídico como la especie frente al género. En efecto, el acto jurídico es la última clase constituida por los hechos jurídicos, a lo menos dentro de la sistemática y técnica del Código Civil peruano». Y agrega: «Los maestros destacan las dos notas antes señaladas para hacer la distinción antes mencionada: declaración de voluntad y efecto querido, que existen en la clase 6 y no en la clase 5. Veamos los principales casos de esta última clase 5. Tales, el hallazgo, la invención, la ocupación, la especificación, la conmixtión, la accesión industrial, la constitución y el abandono de domicilio (por el simple hecho de la residencia), la edificación, la plantación, en cierto modo a gestión de negocios, la posesión bajo ciertas condiciones y nosotros incorporamos aquí el enriquecimiento sin causa cuando no consistiendo él mismo en un hecho meramente causal, sino dependiente de la voluntad del empobrecido o del enriquecido, acarrea el efecto jurídico pertinente de dar lugar a la repetición». Como se puede apreciar hasta este momento de su análisis, JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN nos dice que existen las dos clases de hechos jurídicos voluntarios lícitos: con declaración de voluntad y sin declaración de voluntad; y que según los tratadistas sobre el acto jurídico, la diferencia entre ambas clases no sólo radica en la presencia o no de la declaración de voluntad, sino también en que el efecto jurídico sea querido o no. Así, pues, si se trata de un hecho jurídico voluntario lícito sin declaración de voluntad, según la opinión uniforme el efecto jurídico no es querido por el agente, mientras que en los denominados actos jurídicos, además de la declaración de voluntad, el efecto jurídico es querido por el agente. Continuando con su exposición y análisis sobre el concepto del acto jurídico, el gran maestro peruano nos dice después, refiriéndose a los hechos jurídicos voluntarios lícitos sin declaración de voluntad: «En todos estos casos de hechos de la clase 5, que comprenden un plexo de figuras, por lo cual no se encuentra una denominación apropiada de

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ellos; en esta clase de hechos se dice que el efecto principal sobreviniente del hecho, la consecuencia jurídica misma de este último, no es querido por el agente. En cambio, en los casos de la clase 6, que comprenden el acto jurídico, el efecto sí es querido por el agente». Sin embargo, posteriormente, el mismo JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN, expresa su disconformidad respecto de esta diferencia señalada por la doctrina tradicional, en lo concerniente a que el efecto jurídico sea querido o no, cuando nos dice: «No se percibe, sin embargo, con perspicuidad la diferenciación. En los casos de los hechos de dicha clase 5, el autor del hecho quiere éste, desde que lo practica (se trata de un hecho voluntario y, por lo tanto, se quiere el respectivo efecto sobreviniente). La distinción aquí entre querer el hecho y no el efecto es meramente dialéctica. Quien realiza una especificación, una conmixtión, una accesión industrial, está queriendo ser dueño de la misma». Esto nos demuestra cómo JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN, a pesar de respetar la denominación de «acto jurídico» adoptada por el Código Civil de 1936, no hizo suya sin embargo la doctrina clásica del acto jurídico en su totalidad, pues no aceptó que el criterio de distinción entre hechos voluntarios lícitos con y sin declaración de voluntad pueda fundarse también en que en un caso se quiera el efecto jurídico y en el otro caso no se desee el mismo. En su opinión la distinción se funda en la existencia o no de la declaración de voluntad. Por ello en otro momento de su pensamiento nos dice: «Creemos que la nota distintiva no está aquí, sino en el otro elemento, el de la declaración de voluntad, que existe, que es indispensable en los hechos de la clase 6, y que no existe en los hechos de la clase 5. La declaración, como manifestación consciente de voluntad, se presenta en el acto jurídico. (...) En todos los casos de actos jurídicos, que constituyen la clase 6 de nuestra clasificación, no hay un simple despliegue de actividad, como ocurre relativamente a los hechos jurídicos de la clase 5. Hay una indicación, una mención peculiar, de índole significativa,

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como relación indicativa de lo que el sujeto quiere. Es decir, se trata de una expresión intencional. Expresión, por lo demás, que se notificará, que es comunicada a otro, al proyectarse hacia afuera del declarante, dándosela a conocer». De esta manera, queda bastante claro cómo el maestro peruano no aceptó la formulación tradicional de que en el acto jurídico se desea el efecto jurídico y en los hechos voluntarios lícitos que no son actos jurídicos el efecto jurídico no es deseado o querido por el agente. En su opinión, la distinción debe basarse en la existencia o no de la declaración de voluntad. Se deduce sin embargo, que según su razonamiento, el efecto jurídico es querido en ambos casos, es decir, en todos los casos de hechos jurídicos voluntarios lícitos, con o sin declaración de voluntad. Posteriormente, el mismo JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN rechaza también la identificación entre acto jurídico y declaración de voluntad, diciéndonos: «La declaración de voluntad tipifica el acto jurídico, en distinción de todo otro hecho jurídico voluntario y lícito. Esto no quiere decir que aquélla baste en todo caso para crear el acto jurídico, o sea, que ambos términos acto jurídico y declaración de voluntad no son absolutamente identificables». Y añade: «ENNECCERUS ha reparado en esto, y nosotros vamos a transcribir lo que este autor ha escrito, haciendo la advertencia de que dicho autor utiliza la denominación "negocio jurídico" para lo que ahora se mienta como "acto jurídico"; pues nosotros seguimos el criterio (de acuerdo con lo que deriva de nuestro código) de considerar como acto jurídico Lo que ENNECCERUS denomina negocio jurídico: "Si el negocio jurídico -indica ENNECERUS- consiste únicamente en una declaración de voluntad, que es reconocida por sí sola como base del efecto jurídico, la declaración de voluntad y el negocio jurídico son una misma cosa. Por ejemplo, a la denuncia de una relación jurídica la podemos llamar indistintamente declaración de voluntad o

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negocio jurídico. Pero a veces la declaración de voluntad no produce el efecto jurídico por sí sola, sino únicamente en relación con otras declaraciones de voluntad o con otras partes del supuesto de hecho. Entonces sólo es parte del supuesto de hecho que denominamos negocio jurídico, e induciría a error y no estaría de acuerdo con el lenguaje del Código Civil el calificarle, no obstante, como negocio jurídico"». De esta forma queda claro cómo JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN, en el fondo, desarrolló el concepto del negocio jurídico, pero respetando la denominación francesa de acto jurídico; y lo que es más importante aún, no aceptó plantear la diferencia entre acto jurídico y los demás hechos jurídicos lícitos, en que se desee o no el efecto jurídico, sino únicamente en la existencia o no de una o más declaraciones de voluntad, entendiendo igualmente que no se puede identificar acto jurídico con declaración de voluntad. Se trata pues de un pensamiento crítico de la concepción clásica y tradicional del acto jurídico. Es por eso que según nuestro punto de vista, el doctor JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN desarrolló siempre la doctrina del negocio jurídico, rechazando la concepción tradicional que lo caracteriza solamente como una declaración de voluntad, y optando por el contrario por la concepción del negocio jurídico que lo caracteriza como un supuesto de hecho conformado por una o más declaraciones de voluntad y otros elementos. Es decir, el ilustre jurista peruano, si se examina con atención su pensamiento, en ningún momento postuló la idea de identificar el acto jurídico con la simple declaración de voluntad. Más aún, cuando respetó la denominación del acto jurídico utilizada por el Código Civil de 1936, trabajó y desarrolló a plenitud el concepto y el sistema del negocio jurídico, pero entendiendo que el negocio jurídico no es una declaración de voluntad, sino un supuesto de hecho, conformado fundamentalmente por una o más declaraciones de voluntad. Esto significa finalmente, y es necesario señalarlo con toda precisión, que el maestro peruano fue

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siempre crítico respecto de las concepciones tradicionales de los actos de la autonomía privada, pues no aceptó los postulados de la concepción clásica francesa del acto jurídico, ni los de la concepción clásica pandectista del negocio jurídico. Por el contrario, optó claramente, por la concepción del negocio jurídico que lo concibe como un supuesto de hecho, es decir, por la orientación que toma en cuenta la función organizadora del derecho que califica y valora los actos del sujeto que producen consecuencias jurídicas. Esta misma crítica de JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN respecto del acto jurídico, ha sido presentada por la doctrina del negocio jurídico, respecto de su concepción tradicional sobre el mismo negocio jurídico, pues ésta, al igual que la del acto jurídico, concibe el negocio jurídico como una declaración de voluntad y plantea la distinción entre negocios jurídicos y actos jurídicos voluntarios lícitos que no son negocios, denominados por lo general «actos jurídicos en sentido estricto», en que el efecto jurídico haya sido deseado o no por el sujeto. En última instancia, dentro de la lógica de la teoría del acto jurídico, la calificación de un hecho jurídico voluntario lícito como acto jurídico o no, dependerá de la intención del autor de la misma manifestación de voluntad, lo que implicaría como consecuencia el otorgar a los simples particulares la potestad de decidir cuándo una conducta es un acto jurídico y cuándo es un simple hecho jurídico voluntario lícito. Esto sería inaceptable, pues ello supondría negar el rol valorativo del ordenamiento jurídico respecto de las conductas de los particulares. Ahora bien, toda esta concepción tradicional del acto jurídico, aceptada por nuestro actual Código Civil, como por el anterior, desde nuestro particular punto de vista adolece de ciertos defectos fundamentales en la comprensión integral del fenómeno de la autonomía privada,

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olvidándolos y descuidándolos a tal extremo de llegar a desnaturalizar el concepto del acto jurídico. Dicho de otro modo, la concepción del acto jurídico como toda declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos deseados por el agente, olvida y no toma en cuenta los siguientes aspectos fundamentales de la noción de la autonomía privada: 1. De aceptar que el acto jurídico es toda declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, realizada por el sujeto con el fin de alcanzar los mismos, estaríamos aceptando que son los particulares los que deciden cuándo una determinada conducta voluntaria es o no un acto jurídico. En otras palabras, estaríamos dejando en poder de los individuos la facultad de decidir qué promesas o declaraciones de voluntad son o no jurídicamente vinculantes, de modo tal que hasta la declaración de voluntad más irracional sería considerado un acto jurídico y por ende jurídicamente vinculante; o lo que es lo mismo los particulares serían los únicos llamados a determinar cuándo sería procedente retractarse de una promesa y cuándo no. 2. Un segundo aspecto bastante vinculado con el anterior es el de conocer que es únicamente la norma jurídica la que atribuye efectos jurídicos a las conductas de los particulares, lo cual se obscurece y casi se olvida con una concepción del acto jurídico como una simple declaración de voluntad; ello significaría afirmar que serían los propios individuos los que decidirían qué efectos jurídicos son los resultantes o los que corresponden a una determinada declaración de voluntad. Todo este resultado nefasto derivado de la concepción del acto jurídico, no es sino consecuencia a su vez de resaltar al máximo, al infinito, el rol de la voluntad en el derecho, el pretender establecer que la voluntad es todopoderosa, capaz por sí misma de producir cualquier consecuencia jurídica, lo cual

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modernamente es inaceptable, por cuanto existe uniformidad de pareceres en que el ordenamiento jurídico es siempre el único capaz de atribuir los efectos jurídicos a las conductas voluntarias de los particulares. En nuestra opinión este defecto de la teoría del acto jurídico es mucho más grave que el anterior, porque desconoce la función valorativa del ordenamiento jurídico, que es el único llamado a decidir cuándo una conducta debe ser o no productora de efectos jurídicos. 3. Un tercer aspecto que no sólo es grave, sino absolutamente falso, es el de que esta concepción nos afirma que los particulares buscan la producción de efectos jurídicos al celebrar actos jurídicos, lo cual es inaceptable porque ello supondría afirmar que los particulares tuvieran que tener conocimientos profundos de las normas jurídicas y de los efectos jurídicos correspondientes a determinadas figuras de actos jurídicos; lo que es peor, esta concepción del acto jurídico, supondría que sólo los especialistas en derecho podrían celebrar actos jurídicos. Es por ello que modernamente, prevalece la corriente dentro de la concepción del negocio jurídico, de que los particulares al celebrar negocios jurídicos buscan la realización de intereses o de efectos prácticos, que en tanto valorados por el ordenamiento jurídico se convierten en efectos jurídicos. En nuestro concepto la dirección de la voluntad hacia meros efectos prácticos no admite discusión alguna. Cosa distinta es el establecer si se trata de efectos prácticos que son buscados con conciencia de que los mismos están o no amparados por un determinado ordenamiento jurídico. 4. También, la concepción tradicional atenta, desde nuestro punto de vista, contra el concepto mismo del acto jurídico y contra su propia identidad conceptual, pues el

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afirmar que es acto toda declaración de voluntad productora de efectos jurídicos deseados por los declarantes, supone como conclusión lógica, que una declaración de voluntad determinada en un caso pueda valer como acto jurídico y en otro caso como un simple hecho voluntario lícito, dependiendo de si en un supuesto el autor de la declaración ha buscado o no la obtención de un efecto jurídico (por cuanto de haber buscado la consecución de un simple efecto práctico, esa misma conducta declaratoria no sería acto jurídico; cosa que sucedería a la inversa de desear el sujeto la obtención de un efecto jurídico con la misma conducta declaratoria). Así por ejemplo, la apropiación podría ser indistintamente un acto o un simple hecho jurídico voluntario lícito, dependiendo de la dirección de la voluntad del declarante en un caso o en otro. Lo mismo sucedería con todos los demás hechos jurídicos, que de acuerdo a la común opinión y a los respectivos ordenamientos jurídicos, no son sino simples hechos jurídicos voluntarios lícitos (actos jurídicos en sentido estricto dentro de la concepción del negocio jurídico). Por el contrario, en igual forma, un contrato de compraventa, como cualquier otro tipo de acto jurídico, podría dejar de serlo si en un caso particular los declarantes no desearan o no buscaran la producción de efectos jurídicos. En nuestro concepto, basar la distinción entre actos jurídicos y simples hechos jurídicos en la intención de los particulares, de desear o no la obtención de Rectos jurídicos es realmente absurdo e inaceptable. Evidentemente, dentro de nuestra concepción del negocio jurídico no dejamos de lado el propósito práctico de los declarantes, que de acuerdo a la moderna concepción juega un rol fundamental en la elaboración y en el entendimiento del concepto del negocio jurídico, según lo veremos posteriormente y principalmente al examinar la doctrina de la causa en su aspecto subjetivo como motor fundamental del desarrollo de la autonomía privada y la creación de

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diversas y nuevas figuras negóciales, según vayan apareciendo nuevas necesidades en el grupo social de que se trate. En otros términos, el propósito de los declarantes o del declarante, según se trate de un acto jurídico bilateral, plurilateral o unilateral es fundamental, porque de la valoración de aquel dependerá justamente la atribución de los efectos jurídicos, que por ello mismo se llaman efectos negocíales. Sin embargo, la importancia del propósito práctico en el acto jurídico (o en el negocio jurídico), no nos puede hacer olvidar que siempre en última instancia es la norma jurídica la que atribuye efectos jurídicos, valorando claro está la intención práctica de los particulares. 5. Igualmente, desde nuestro punto de vista, con una concepción como la tradicional se deja de lado también el aspecto funcional del acto jurídico, referido a la causa del mismo, haciendo del acto jurídico una simple declaración de voluntad, lo cual consideramos inaceptable ya que la autonomía privada no es un poder otorgado a los particulares para la obtención de cualquier finalidad o función, sino sólo para aquéllas que, de acuerdo a la concepción socio-jurídica imperante en una determinada sociedad, en un determinado contexto histórico social, merezcan la protección del ordenamiento jurídico y del aparato coactivo del estado. No debe olvidarse en este sentido que la autonomía privada supone la valoración y el reconocimiento por parte del ordenamiento jurídico y que los negocios jurídicos sólo son tal, o sólo pueden ser negocios jurídicos (o actos jurídicos dentro de la concepción tradicional que criticamos) las declaraciones de voluntad de los particulares tendientes a la obtención de fines o funciones consideradas relevantes, no sólo en forma típica por las normas jurídicas, sino en forma atípica por los principios en los que se inspiren determinados

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ordenamientos jurídicos en determinados contextos históricos sociales (función socialmente razonable). Este es un aspecto trascendental de la moderna concepción del negocio jurídico y del contrato, sobre todo por obra y gracia de la doctrina italiana, la mayor parte de los autores españoles y de ciertos juristas franceses cuya influencia fue decisiva. En nuestro concepto, se ha debido fundamentalmente a la nefasta influencia de la teoría clásica del acto jurídico y el relieve dado por la misma a la declaración de voluntad como elemento fundamental del acto jurídico, el que se haya olvidado y dejado de lado, consciente e inconscientemente, el estudio de la causa como requisito fundamental del negocio jurídico y del contrato. Esto ha traído como consecuencia el que se considere a la causa como un aspecto muy complicado, misterioso, enigmático, del cual es mejor no ocuparse a fin de evitar inútiles confusiones y discusiones. Más aún, esta concepción del acto jurídico, a nuestro entender, ha originado el nacimiento de un infundado prejuicio en nuestro medio respecto de la propia teoría del acto jurídico y con mayor razón de la todavía no muy conocida, por decir lo menos, disciplina del negocio jurídico, en el sentido de tratarse de una disciplina sumamente abstracta y complicada, y desvinculada totalmente de la realidad social. Analizar y examinar el acto jurídico (o el negocio jurídico) desde un punto de vista basado exclusivamente en la declaración de voluntad, lleva a desconocer el significado social del negocio jurídico como acto de la autonomía privada y por ende el rechazo al concepto de causa como función socialmente razonable, digna o apreciable.

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Lo que es peor todavía, este tipo de concepción lleva a que se traslade, como sucede frecuentemente en nuestro medio, el problema de la causa al campo de la estructura de la relación jurídica obligatoria, y a que todo esfuerzo por imponer una concepción causalista del negocio jurídico y, por ende, del contrato sea considerado como un esfuerzo inútil, extremadamente sofisticado y complejo. Esto ha contribuido también a una tendencia en nuestro medio, muy lamentable, de dejar de lado el estudio de la doctrina del negocio jurídico, a diferencia de lo que ocurre en otros sistemas jurídicos y medios doctrinarios donde el negocio jurídico es la disciplina sobre la que más se ha escrito y se escribe. Con esta reflexión no queremos decir que el negocio jurídico sea lo único importante dentro del derecho civil y del derecho privado, sino que el mismo constituye una disciplina que es básica para poder tener una concepción más perfecta y completa del derecho civil en general, principalmente la doctrina general del contrato, con la cual se encuentra íntimamente vinculada, según lo examinaremos posteriormente en este mismo capítulo en el punto siguiente. 6. En esta línea, el estudio del acto jurídico desde el punto de vista criticado ha traído también como consecuencia, no sólo en nuestro medio donde los estudios han sido mínimos, sino principalmente en la doctrina francesa y por ende en la casi totalidad de la doctrina sudamericana, el que se consideren como temas fundamentales del acto jurídico, y se le dedique mayor atención a los tópicos vinculados directamente con la declaración de voluntad. Por otro lado, esta misma idea de la concepción clásica francesa compartida por la concepción clásica pandectista del negocio jurídico, ha traído también como consecuencia el que se estudie el concepto del negocio jurídico desde el punto de vista casi exclusivo de la declaración de voluntad, y lo que es

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peor aún que se estudien todos los temas del negocio jurídico desde un punto de vista voluntarista o declaracionista, o que resulte de las teorías de la confianza y de la responsabilidad, o de una combinación de los dos, dejando de lado el tema de la causa y el significado social y funcional del negocio jurídico. 7. Igualmente, esta concepción tradicional ha originado un prejuicio en el sentido que el único límite a la autonomía privada debe ser el de la licitud, sin interesar el mérito social de la función del acto jurídico, establecida y medida en concordancia con los principios en que se encuentre inspirado un determinado ordenamiento jurídico; y a que se admita como contrato y como acto jurídico en general todo acuerdo de voluntades o toda declaración de voluntad que sea lícita, es decir, que no atente contra las normas imperativas, o contra los principios de orden público o las buenas costumbres. Situación similar ha sucedido también respecto del negocio jurídico como influencia negativa de su concepción tradicional pandectista. 8. Finalmente, la concepción criticada ha traído como consecuencia la idea falsa de que la voluntad es el factor fundamental en la concepción del acto jurídico, favoreciendo la idea equivocada de que el derecho debe proteger siempre la voluntad interna, aun cuando sea discrepante de la voluntad declarada; y que los efectos jurídicos nacen porque han sido queridos por los declarantes o por el declarante. Incluso esta concepción falsa atenta contra el propio concepto del acto jurídico, entendido como declaración de voluntad, habiendo reforzado la idea tradicional de entender el contrato como un acuerdo de voluntades, que es la concepción predominante en nuestro medio, olvidando que el contrato, al ser el acto jurídico por excelencia, no es sino una autorregulación de intereses establecido por las concordes declaraciones de voluntad de las partes

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contratantes, sin interesar la coincidencia o no de sus voluntades internas a los efectos de la formación del consentimiento. Todo esto ha traído igualmente como consecuencia lógica el predominio de la concepción voluntarista del contrato y del acto jurídico en nuestro medio y ha originado como reacción la asunción de posturas declaracionistas, como si se tratara de ser voluntarista o declaracionista, olvidando que se trata de posturas extremas, que no pueden ser sustentadas como ejes de una determinada concepción del negocio jurídico o del contrato, según sea el caso. Siendo esto así, y por todo lo expuesto anteriormente, resulta evidente que nosotros no compartimos la idea que ve en el acto jurídico, como ha sido regulado y definido en el Código Civil peruano, una simple declaración de voluntad destinada a la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Creemos que el acto jurídico (aunque tampoco aceptamos esta denominación, como se habrá podido comprobar, pues nos parece más conveniente referirse al negocio jurídico) debe ser entendido como la manifestación más importante de la autonomía privada consistente en una autorregulación de intereses privados en vista de una función considerada socialmente razonable, y como tal valorada y reconocida por el ordenamiento jurídico. Autorregulación de intereses privados que se establece de mutuo acuerdo, si se trata de un acto bilateral o plurilateral, o por el solo declarante, si se trata de uno unilateral, mediante la o las declaraciones de voluntad, las que conjuntamente con la causa o la función del negocio jurídico constituyen los aspectos fundamentales del negocio jurídico.

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1.2.2. Las diferentes orientaciones en la doctrina del negocio jurídico. Desarrollo y evolución del concepto del negocio jurídico. De la concepción clásica a la noción del negocio jurídico como supuesto de hecho. La teoría normativa del negocio jurídico y el intento de atribuirle al supuesto de hecho negocial contenido de norma jurídica Habiendo analizado la concepción clásica del acto jurídico, y habiendo llegado a la conclusión de que la misma adolece de graves insuficiencias e incongruencias conceptuales que hacen necesario su abandono, corresponde ahora examinar muy brevemente el concepto del negocio jurídico, que ha tenido gran difusión en la moderna doctrina del derecho civil de los diferentes sistemas jurídicos, principalmente en la doctrina alemana, italiana y española. En primer lugar, debemos señalar como punto de partida que esta doctrina o mejor dicho que el concepto del negocio jurídico tiene el mismo objetivo que el concepto del acto jurídico de la doctrina francesa, ya que aquello que los pandectistas alemanes llamaron «negocio jurídico» no es sino lo que los juristas franceses calificaron de «acto jurídico», es decir, el acto voluntario que produce consecuencias jurídicas que han sido queridas por el autor de la conducta voluntaria. Se trata de dos conceptos y de dos denominaciones distintas, elaboradas en diferentes sistemas jurídicos y doctrinarios, con el mismo propósito de explicar los distintos actos del hombre que producen consecuencias jurídicas, cuando las mismas han sido deseadas por los particulares. Ambas doctrinas explican el mismo fenómeno como manifestación fundamental de la autonomía privada, el de los actos voluntarios que producen efectos jurídicos buscados por los particulares. Sin embargo, los dos sistemas teóricos llegan al mismo concepto en forma distinta y utilizando terminología también distintas.

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Esta precisión es muy importante realizarla desde un comienzo, por cuanto en nuestro medio, por un problema de falta de difusión de la figura negocial, a pesar de ciertas excepciones, y por un problema de falta de comprensión de su entorno conceptual, se ha pretendido señalar que el acto jurídico y el negocio jurídico no son figuras diferentes. Esto es un grave error, ya que el acto jurídico de la doctrina francesa no es igual al negocio jurídico de la doctrina alemana. Ambos constituyen figuras que tienen actualmente una construcción conceptual disímil, pues los elementos y criterios teóricos utilizados para su fundamentación son diferentes, siendo por ello mismo también diferentes en cuanto a su estructura y delimitación conceptual. Así pues, mientras que para la concepción clásica del acto jurídico, éste no es sino una declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos buscados por el o los declarantes, para el sistema del negocio jurídico, éste es algo más, mucho más que una simple declaración de voluntad con efectos jurídicos queridos por los declarantes. Sin embargo, debe señalarse con toda claridad y de manera categórica que la concepción inicial del pandectismo sobre el negocio jurídico coincidió totalmente con la teoría clásica francesa del acto jurídico, por cuanto se caracterizó al negocio jurídico como toda declaración de voluntad productora de efectos jurídicos deseados y buscados como tales por el declarante. En otras palabras, sólo en ese momento, se puede decir que la noción de negocio jurídico coincidió totalmente con la del acto jurídico francés, ya que en ambos sistemas doctrinarios se entendió que el acto o el negocio jurídico eran declaraciones de voluntades productoras de efectos jurídicos y realizadas por los sujetos con el ánimo de producir dichos efectos jurídicos. Obviamente en ambos sistemas nunca se dudó que el ordenamiento jurídico era siempre el que atribuía los efectos

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jurídicos, pero se señaló en los dos casos que la fuente inmediata de la producción de los efectos jurídicos era la voluntad de los sujetos. En tal sentido era lógico caracterizar al acto o al negocio jurídico como declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos. Siendo esto así, resulta conveniente examinar muy brevemente el pensamiento de GIUSEPPE STOLFI, célebre jurista italiano, cuyo pensamiento y obra sobre el negocio jurídico son considerados clásicos en la doctrina italiana, justamente por aceptar el concepto inicial el pandectismo sobre el negocio jurídico como una declaración de voluntad que produce efectos jurídicos realizada con el propósito de alcanzar dichos efectos. Más aún, son célebres en la doctrina italiana s ideas y planteamientos de STOLFI en la introducción de su libro denominado Teoría del negocio jurídico, cuando utiliza como título de dicha Introducción la expresión «libertas est radix voluntatis». Del mismo modo, la cerrada defensa que hace STOLFI, en la parte introductoria de su obra antes mencionada, sobre el concepto clásico del negocio jurídico elaborado por el pandectismo en su concepción original, ha determinado que en la doctrina italiana se considere su planteamiento, y el de EMILIO BETTI (completamente contrapuesto al de STOLFI), como las expresiones más claras y representativas sobre el negocio jurídico 2 STOLFI inicia su exposición diciendo: «Lo que desde hace siglos constituye el signo distintivo del derecho civil es el respeto escrupuloso de la autonomía de la voluntad individual entendida en su más amplio significado. Para que los hombres puedan convivir unos con otros y, por tanto, estrechar los lazos familiares que dan sentido a la vida o intercambiar bienes o servicios que permitan facilitar su 2

El planteamiento de BETTI, lo estudiaremos más adelante (pp. 96 y ss.)

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existencia sin sentirse estorbados por la vida de sus semejantes, es necesario que cada uno de ellos pueda obrar como tenga por conveniente, cualquiera que sea el estímulo o la ocasión: "nihil enim est hominis tam naturale quam ut liberam habeat voluntatem, liberumque arbitrium faciendi quid velit" (...); así, la persona debe ser arbitro de obligarse o no, de adquirir o no derechos, contraer matrimonio, reconocer hijos, comprar cosas ajenas o donar las propias, contratar servicios a destajo o comprometerse a realizar obras, dar en mutuo o comodato, instituir herederos o disponer legados, y concertando en suma voluntariamente todos los actos por los que otro se obliga para con él o él para con otro: "comme l'homme est libre, ilya des engagements oú il entre par sa volonté". Añadiendo después: «Lo importante es que todos los negocios en cuestión se fundan por regla general en un acto de voluntad que el interesado quizá no cumpla, pero que en concreto cumple para obtener un determinado efecto que en realidad alcanza. Y decir esto es lo mismo que reconocer que todo acto: matrimonio, adopción, renuncia, testamento, permuta, enfiteusis, depósito, transacción, sociedad, el tener en común el elemento decisivo del consentimiento, porque todos presuponen una manifestación de voluntad -o, más brevemente, una voluntad- dirigida directamente a producir el nacimiento, la modificación, la confirmación o la extinción de un derecho subjetivo». De esta manera, vemos en STOLFI delineada la categoría del negocio jurídico como manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos realizada con el propósito de alcanzarlos. Posteriormente se refiere al origen del negocio jurídico: «Para convencerse de la exactitud de cuanto precede puede recordarse que la figura en examen fue delineada por los jusnaturalistas alemanes hacia finales del siglo XVIII y recogida a continuación por los pandectistas, también después de surgir la escuela histórica. (...) La contestación surge de lo que antes hemos dicho: jusnaturalistas y

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pandectistas vivieron en uno de los períodos más brillantes del pensamiento humano, cuando florecía la idea de la libertad, que dominó su espíritu y guió sus investigaciones, a base de la normal coincidencia de las doctrinas jurídicas y de la ideología social y política de la misma época. Así, los primeros se hicieron valedores de la omnipotencia de la voluntad individual también en el campo del Derecho, especialmente como impedimento a la prepotencia del príncipe. Y los segundos, remontándose y desarrollando la doctrina de los justinianeos de que el efecto jurídico de los humanos depende directamente de la voluntad individual, terminaron por crear un sistema de derecho privado fundado en la libertad de los particulares, y en el centro del mismo pusieron al negocio jurídico, concebido como el paradigma típico de la manifestación de voluntad, de la que deriva el nacimiento, la modificación o la extinción de una relación personal o patrimonial». Como se puede observar con facilidad, para STOLFI, al igual que para los pandectistas creadores de la figura del negocio jurídico, el punto de partida de este concepto es la libertad del individuo y el poder omnipotente de su voluntad en el campo del Derecho, de forma tal que el efecto jurídico depende directamente de la voluntad individual, llegándose a decir que el negocio jurídico es una manifestación de voluntad dirigida a la producción de efectos Jurídicos de la que deriva el nacimiento, la modificación o la extinción de una relación jurídica. Posteriormente, sentencia categóricamente: «Y después de lo dicho es fácil afirmar -ya al principio de este libro- que todavía permanece firme el principio básico tradicional del derecho privado: el dogma de la autonomía de la voluntad». De esta forma llega STOLFI al mismo punto de partida de su concepción clásica sobre el negocio jurídico, tomada de los primeros pandectistas, creadores de la figura negocial, coincidentes con los autores clásicos franceses, es decir, al dogma de la autonomía de la voluntad, el cual será criticado

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ácidamente por EMILIO BETTI, lo que dará lugar al clásico debate en la doctrina italiana sobre la legitimidad o no del dogma de la autonomía de la voluntad. Inmediatamente después STOLFI se ocupa de las consecuencias del dogma de la voluntad, diciéndonos: «Del conjunto de las normas indicadas resulta lo siguiente: a) Que cuando el particular elige vincularse a otro, al cual promete ejecutar lo prometido dentro de los límites establecidos, lleva a cabo actualmente una acción, un querer a causa de haberse decidido en tal sentido, y al mismo tiempo promete una conducta futura: cumplir aquello que ha querido, b) De modo que se considera titular del derecho y sujeto de la obligación por efecto de la sola manifestación de su querer». Luego afirma algo fundamental para la comprensión del dogma de la voluntad, base de la concepción del negocio jurídico (igual que la del acto jurídico francés) como manifestación de voluntad: «La consecuencia más saliente del dogma de la autonomía de la voluntad es que el efecto de los negocios jurídicos tiene por causa inmediata la voluntad de la parte o partes interesadas». De esta forma resulta bastante claro cómo para STOLFI y en general toda la concepción tradicional y clásica sobre el negocio y el acto jurídico, se caracteriza a ambos como declaraciones o manifestaciones de voluntad dirigidas a la producción de efectos jurídicos, por cuanto se entiende que los efectos jurídicos derivados de un negocio jurídico tienen por causa inmediata la voluntad de los sujetos. Los efectos jurídicos se producen porque han sido queridos, la causa inmediata de los mismos es la voluntad, y por ello se define al negocio jurídico como una manifestación de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos, como ocurrió con la concepción clásica francesa del acto jurídico. El punto de partida de ambas concepciones clásicas es que la voluntad es la causa inmediata de la producción de los efectos jurídicos.

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Sin embargo, inmediatamente después STOLFI se plantea la siguiente interrogante: «Pero si las partes determinan "ex volúntate" el nacimiento y en conjunto los efectos del negocio, ¿se podrá considerar superflua la función del ordenamiento jurídico, y en particular del estatal?». Es fundamental responder esta pregunta dentro de las concepciones clásicas del acto y del negocio jurídico, porque si decimos que la causa inmediata de los efectos es la voluntad, parecería sin sentido la intervención del ordenamiento jurídico en la atribución de efectos jurídicos. En otras palabras, no se llega a comprender bien dentro de estas dos concepciones clásicas cuál es el rol del ordenamiento jurídico respecto de los actos del hombre vinculantes jurídicamente. A su misma interrogante, STOLFI responde: «Evidentemente, no; ya que sostener algo semejante y afirmar la absurda tesis de que los particulares pueden promulgar normas de derecho objetivo sería lo mismo. (...) En realidad, la función de que tratamos es doble: al ordenamiento, cualquiera que sea, le incumbe declarar si los actos son o no válidos y en qué límites lo son; al ordenamiento estatal se debe recurrir en caso de incumplimiento para imponer coactivamente el respeto al vínculo establecido. Por consiguiente, la norma constituye el criterio para enjuiciar la acción y suministra, además, un medio de coacción». Añadiendo después: «Para explicar el primer punto observemos que reconocer a todo hombre el derecho de obligarse para con otro o de que otro se obligue hacia él ex "volúntate" hace surgir la eventualidad de cuestiones entre ellos acerca de la existencia y el ámbito de los derechos recíprocos. Estas controversias no pueden dirimirse sin referencia a una voluntad que la de los interesados. La primera pauta la da el ordenamiento: dada la relación que un acto cualquiera provoca entre la voluntad y la norma, entendida la primera como la causa y la segunda como el reconocimiento del efecto querido, los términos de

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la comparación necesaria entre lo que es y lo que debería ser lo constituye el ordenamiento». Queda claro, en consecuencia, que para STOLFI, como en general para todos los que postulan el dogma de la voluntad, la voluntad es ta causa del efecto, y el ordenamiento jurídico a través de la norma jurídica el que se limita a reconocerlos. El rol del ordenamiento jurídico es reconocer lo que la voluntad ha querido como efecto jurídico. De inmediato el mismo autor resume su pensamiento sobre el rol del ordenamiento jurídico en los negocios jurídicos, diciendo: «Al prescribir que el contrato tiene fuerza de ley entre las partes, reconoce el legislador que la voluntad individual es soberana y, como tal produce el efecto jurídico. Al sancionar después que el deudor moroso "está obligado al resarcimiento de los daños" (art. 1218 pr. [CC italiano de 1942]), aumenta la eficacia de la voluntad manifestada de las partes, amenazando al bolsillo del que no cumpla, y, finalmente, da al acreedor insatisfecho los medios técnicos para poderlo conseguir (art. 2740 y s. [CC italiano de 1942]). Estas son las funciones características del ordenamiento jurídico». En conclusión, puede decirse que según el dogma de la autonomía de la voluntad, el efecto jurídico siempre es consecuencia inmediata de la voluntad del individuo, limitándose el ordenamiento jurídico a reconocer el efecto jurídico deseado. El ordenamiento jurídico reconoce que la voluntad individual es soberana y en tal sentido la causa de la producción del efecto jurídico. Por ello, STOLFI define el negocio jurídico de la siguiente manera: «[es] la manifestación de voluntad de una o más partes con miras a producir un efecto jurídico, es decir, el nacimiento, la modificación de un derecho subjetivo o bien su garantía o su extinción», coincidiendo de este modo con la definición de acto jurídico de la doctrina francesa, según

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se vio anteriormente. Coincide también con la definición del acto jurídico consagrada legalmente en el artículo 140 del Código Civil peruano, que hemos criticado desde un primer momento en el presente libro. Resultan bastante claras las razones de orden filosófico y conceptual por las cuales se entiende que el acto jurídico pudo haber sido caracterizado como una simple manifestación de voluntad productora de efectos jurídicos. Es, pues, sobre la base de aceptar el dogma de la autonomía de la voluntad, que se puede llegar a definir y concebir el acto jurídico y el negocio jurídico únicamente como manifestaciones o declaraciones de voluntad que producen efectos jurídicos queridos por el o los sujetos. De esta forma se puede decir que existió una relación de igualdad de contenido entre la noción francesa de acto jurídico y la noción pandectista de negocio jurídico, únicamente al nivel de la concepción clásica pandectista del negocio jurídico. Relación de igualdad que no existe ahora, y desde hace mucho tiempo, por cuanto mientras la noción francesa de acto jurídico no desarrolló ni cambió posteriormente, salvo contados casos de algunos autores, manteniéndose hasta el día de hoy el concepto del mismo como manifestación de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos, la noción pandectista del negocio jurídico por el contrario ha experimentado una notable evolución.

En tal sentido, no se puede decir que el acto jurídico francés sea idéntico al negocio jurídico, por cuanto se trata de dos nociones elaboradas con el mismo objetivo, pero utilizando criterios y principios completamente distintos. Esto podrá ser observado a cabalidad, cuando estudiemos al detalle la concepción preceptiva del negocio jurídico, tal como fue ideada por EMILIO BETTI en la doctrina italiana, sobre la base de las ideas de SCIALOJA.

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Problema distinto es el que está referido a si se puede hablar de negocio jurídico en el sistema jurídico peruano que ha consagrado expresamente la denominación de «acto jurídico», y si se puede comprender o examinar el denominado acto jurídico del Código Civil nacional con criterios de la doctrina del negocio jurídico. En nuestra opinión ello es perfectamente posible. Y es esta razón la que nos ha llevado a tomar partido, desde siempre, por la concepción del negocio jurídico, es decir, hablar y razonar en términos de negocio jurídico dentro del sistema jurídico nacional que habla de acto jurídico. No podemos aceptar la noción clásica de acto jurídico definida en el artículo 140 del Código Civil porque se trata de una noción incoherente, que considera que la voluntad es la causa inmediata del efecto jurídico. Tampoco aceptamos la noción clásica del negocio jurídico y es por eso que es necesario abandonar las concepciones clásicas sobre los actos de autonomía privada, por considerar que las mismas nos dan una visión irreal y distorsionada del fenómeno de la autonomía privada y sus límites. En nuestra opinión no se puede aceptar la idea que el sujeto causa el efecto jurídico inmediatamente por la sola fuerza de su voluntad, limitándose el ordenamiento jurídico a reconocerlo Slmplemente. Ello, claro está, en la medida que se cumplan con ciertas exigencias legales. En nuestro concepto, el rol del ordenamiento jurídico no se limita a reconocer simplemente el efecto jurídico perseguido o deseado por el declarante. Como es lógico, tampoco aceptamos la noción clásica pandectista del negocio jurídico tal como ha sido expuesta por GIUSEPPE STOLFI. Creemos que el negocio jurídico debe examinarse en concordancia con el propósito práctico del declarante y teniendo en cuenta su significado social. En tal sentido, no existe ningún impedimento en seguir respetando la denominación legal de acto jurídico, pero entendiendo dicha figura bajo los criterios de la doctrina del

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negocio jurídico. Incluso pensamos que tampoco existe impedimento alguno para utilizar en el lenguaje jurídico académico la denominación «negocio jurídico», en la medida que se sepa y se entienda que nos estamos refiriendo a lo que nuestro Código Civil denomina «acto jurídico». Si tuviéramos que estar obligados a respetar la definición legal del artículo 140, en su sentido literal, tendríamos que entender el negocio jurídico en su concepción clásica como declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos. Como es evidente, el desarrollo y la evolución de los conceptos no puede estar atado ni impedido por una definición contenida en una norma jurídica. Seria monstruoso tener que aceptar la definición tradicional de acto o negocio jurídico, no poder cuestionar dicha orientación, y no poder aceptar o crear nuevas tendencias sobre el significado del concepto del negocio jurídico. Siendo esto así, pensamos que se puede y se debe hablar de negocio jurídico entendiéndolo dentro de los propios criterios utilizados por la teoría general del negocio jurídico. No se olvide tampoco que en el sistema jurídico peruano el acto jurídico no es, como el negocio jurídico en el sistema italiano, una mera creación doctrinaria, sino que por el contrario en el sistema nacional el acto jurídico es una figura con reconocimiento legal expreso, de cuya existencia no se puede renegar. Con mayor razón podemos hablar en términos de negocio jurídico, dado que se trata, según se ha dicho, de dos nociones elaboradas con el mismo objetivo. Cosa distinta es que estemos de acuerdo o no con la misma noción de acto jurídico o de negocio jurídico, pero en forma alguna no podemos negar su existencia legal. A diferencia de lo que sucede en Italia, donde un grupo reducido de tratadistas, entre los que se encuentra FRANCESCO GALGANO, tomando en cuenta fundamentalmente el hecho que el código italiano de 1942 no ha regulado la figura del

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negocio jurídico, plantea seguir construyendo y debatiendo la figura negocial. Lo cual sí tiene sentido en la medida que el paradigma de los actos de voluntad productores de efectos jurídicos en el Código civil italiano es el contrato, al igual que sucede en el Código civil francés. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, esta discusión en la doctrina italiana sobre la aceptación o no del negocio jurídico, no puede plantearse en el sistema jurídico nacional, que ha aceptado y consagrado legalmente la figura del acto jurídico, centrándose el debate en todo caso sobre cuál de las nociones de negocio jurídico es la que debemos utilizar para comprenderlo en nuestro sistema jurídico. Volviendo a la teoría del negocio jurídico, una vez que ya hemos expuesto la concepción clásica del mismo, obra de los primeros pandectistas, debemos señalar que este sistema utiliza también el concepto del acto jurídico, pero con una significación distinta a la de la posición clásica francesa. En otras palabras, el sistema del negocio jurídico utiliza la noción del acto jurídico, pero no como equivalente a la del negocio, sino como paso previo para llegar al concepto del mismo negocio. En ese sentido, puede decirse que dentro de la lógica del sistema del negocio, el acto jurídico es completamente distinto del negocio jurídico.

Se utiliza este concepto en forma unánime para referirse a todos los hechos jurídicos voluntarios, sean lícitos o ilícitos. El acto jurídico dentro del sistema del negocio no es sino el hecho jurídico voluntario del sistema francés del acto jurídico. En tal sentido, es perfectamente válido afirmar que el acto jurídico es completamente distinto del negocio, dentro del propio sistema o esquema teórico del negocio jurídico; siendo por el contrario el acto jurídico de la doctrina clásica francesa, equivalente, no idéntico, al negocio jurídico del esquema pandectista alemán

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actualmente, salvo la coincidencia con su primera versión, denominada por ello mismo «clásica pandectista». Pues bien, habiendo estudiado la concepción clásica pandectista del negocio jurídico, corresponde examinar ahora brevemente también la construcción del negocio jurídico como supuesto de hecho, fattispecie o tatbestand, que es actualmente la mayoritariamente aceptada en los diferentes sistemas jurídicos, consagren o no legalmente la figura del negocio jurídico. Dentro de la doctrina del negocio jurídico, se entiende que éste es también una declaración de voluntad, pero que produce efectos jurídicos que son siempre en todo supuesto atribuidos por el ordenamiento jurídico a través de una norma jurídica. Dicho de otro modo, el negocio jurídico es siempre para esta concepción un supuesto de hecho, al igual que en todos los demás hechos y actos jurídicos, que produce efectos jurídicos porque el derecho los atribuye a la realización del supuesto de hecho en la realidad. Sin embargo, la diferencia entre el supuesto de hecho del negocio y el de todos los demás hechos jurídicos está que en el del negocio el supuesto contiene como mínimo una declaración de voluntad dirigida a la obtención de ciertos efectos o consecuencias amparadas por el ordenamiento jurídico. Se trata pues de un supuesto de hecho complejo del cual uno de sus aspectos fundamentales es una o más declaraciones de voluntad dirigidas a la obtención de ciertos efectos protegidos por el Derecho. En este sentido, nos parece sumamente importante y necesario examinar la doctrina de LUDWIG ENNECCERUS, quien expone con suma claridad la noción de negocio jurídico como supuesto de hecho, de forma tal que podamos comprender bien esta concepción de negocio jurídico, y

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podamos por consiguiente distinguirla adecuadamente de la concepción clásica pandectista, examinada anteriormente. ENNECCERUS inicia su planteamiento refiriéndose en general al nacimiento de derechos, señalando: «Un derecho nace cuando concurren todos los supuestos a los cuales el ordenamiento jurídico condiciona el nacimiento de aquél. En tanto falte uno de estos requisitos, este derecho no ha nacido aún (...). El conjunto de requisitos, a que el ordenamiento jurídico (es decir, las proposiciones jurídicas abstractas) condiciona un efecto jurídico, o sea el nacimiento, la extinción o la modificación de una relación jurídica, se llama supuesto de hecho de este efecto jurídico. Entre el supuesto de hecho y el efecto jurídico media la relación lógica de fundamento a consecuencia (...) La expresión supuesto de hecho (tatbestand) ha sido creada por la ciencia del derecho penal (supuesto de hecho del delito), pero ha sido recogida por la doctrina del derecho privado (...). Esto tiene especial importancia en cuanto a los negocios jurídicos y a los delitos, que son los más importantes de todos los supuestos de hecho. Llamamos, en consecuencia, supuestos de hecho al conjunto de aquellos requisitos que el ordenamiento jurídico reconoce como fundamento de una consecuencia jurídica».

De esta manera, resulta bastante claro el pensamiento de ENNECERUS, cuando nos dice que los negocios jurídicos, al igual que los delitos, son supuestos de hechos, entendido éstos como el conjunto de requisitos a cuyo cumplimiento el ordenamiento jurídico condiciona la producción de un efecto jurídico, conjunto de requisitos que es reconocido en abstracto por el ordenamiento jurídico como fundamento de una consecuencia jurídica.

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Posteriormente, el mismo autor se refiere a la relación entre hechos jurídicos y supuestos de hecho, diciendo: «El elemento principal del supuesto de hecho son los hechos jurídicos. Calificamos de hecho jurídico, o sea un hecho que tiene importancia o eficacia jurídica, a aquel que, por sí o junto con otros, determina un efecto jurídico». Queda claro, en consecuencia, cómo todo hecho jurídico, para ser tal, debe formar parte siempre de un supuesto de hecho. Este mismo concepto del supuesto de hecho es claramente expuesto, en la doctrina italiana, por F. SANTORO PASSARELLI, cuando nos dice: «En relación con el acontecimiento, el hecho que la norma prevé y hace causativo recibe el nombre técnico de supuesto (fattispecie), y, según que para la producción del acontecimiento baste un solo hecho o sean precisos varios, el supuesto se llama simple o complejo». Añade después: «Si el acto tiene relevancia como mero presupuesto de efectos dispuestos por la ley pertenece a la categoría de los actos jurídicos en sentido estricto. Si, por el contrario, el acto tiene relevancia como expresión de una voluntad dirigida a la producción de efectos pertenece a la categoría de los actos de voluntad o negocios jurídicos. Precisando más, en el ámbito del derecho privado los negocios jurídicos son actos de autonomía privada, puesto que a través de ellos los efectos son determinados por la voluntad privada, autorizada para esto por el ordenamiento jurídico». De esta manera resulta claro cómo lo que se llama supuesto de hecho en español, se denomina tatbestand en alemán y la fattispecie en la doctrina italiana. En términos similares se refiere ALBERTO TRABUCCHI cuando nos dice: «Modernamente, al conjunto de elementos que el ordenamiento jurídico requiere en abstracto para que se produzca la modificación jurídica se le denomina presupuesto abstracto ("fattispecie astratta"): es la situación "típica" prevista por la norma; mientras que el presupuesto

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concreto es el constituido por el hecho específico, o sea por aquellos elementos que, de vez en vez, concurren para provocar modificaciones en el mundo jurídico». Queda claro entonces cómo todos los hechos jurídicos, incluidos los negocios jurídicos, son siempre supuestos de hecho, o implican una fattispecie o tatbestand, en el sentido de venir previstos en abstracto por la norma jurídica como fundamento del efecto jurídico, el mismo que se producirá una vez producido en los hechos el supuesto de hecho. Posteriormente, continuando con el pensamiento, ENNECCERUS, éste se ocupa de las declaraciones de voluntad, diciendo: «Por tales se entienden las exteriorizaciones de la voluntad del particular dirigidas a un efecto jurídico. Se requiere, por consiguiente, que la declaración de voluntad se dirija a una consecuencia jurídica, esto es, que ésta se califique de consecuencia querida y sea pertinente al derecho privado. La gran importancia de las declaraciones de voluntad reside en que el hombre forma por sí mismo y mediante ellas sus relaciones jurídicas dentro de los límites trazados por el ordenamiento jurídico. El ordenamiento jurídico dota a su voluntad con la virtud de engendrar efectos jurídicos, y declara decisivo para estos efectos el contenido de la voluntad -si bien no exclusivamente-(...). Al supuesto de hecho global, del cual deriva en estos casos el efecto jurídico, se llama, como veremos más tarde, negocio jurídico. Las declaraciones de voluntad son, pues, actos negocíales, ya que, por sí solas o junto con otros requisitos, forman el supuesto de hecho de un negocio jurídico». Esta concepción del negocio como supuesto de hecho implica en consecuencia la existencia de una hipótesis de figura negocial prevista en abstracto por una norma jurídica, que ha sido calificada por la doctrina italiana de fattispecie y

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por la doctrina alemana de tatbestand. En consecuencia, la fattisfecie o el tatbestand es el supuesto de hecho o supuesto jurídico de una figura negocial, típica o genérica, lo que supone necesariamente la existencia previa de una norma jurídica que atribuye a la realización de dicha supuesto de hecho la producción de determinados efectos jurídicos, que son precisamente los que la propia norma jurídica ha previsto también en abstracto como consecuencia de la realización de la fattispecie o tatbestand. De esta forma, ya no se identifica negocio jurídico con declaración o manifestación de voluntad dirigida a la producción de un efecto jurídico. La declaración de voluntad es necesaria siempre, pero como elemento del supuesto de hecho negocial. Si las declaraciones de voluntad producen efectos jurídicos, no es por el dogma de la autonomía de la voluntad, o porque se entienda que la voluntad es omnipotente, capaz de crear o ser la causa inmediata de los efectos jurídicos, sino que se debe entender que el derecho le atribuye la virtud de engendrar efectos jurídicos en la medida, claro está, que se trate de una declaración de voluntad contenida o prevista en un supuesto de hecho.

Las declaraciones de voluntad por sí solas, o junto con otros requisitos, forman el supuesto de hecho de un negocio jurídico. Si la voluntad manifestada es capaz de producir efectos jurídicos es porque ha estado incorporada en un supuesto de hecho, fattispecie, tatbestand, presupuesto abstracto, porque ha formado parte de él. La voluntad manifestada por sí misma, si no está contenida en un supuesto de hecho, es incapaz de producir efectos jurídicos. El efecto jurídico nace como consecuencia de la realización del supuesto de hecho de un negocio jurídico, respecto del

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cual la declaración de voluntad es uno de sus requisitos. En el negocio jurídico la declaración de voluntad es reconocida como fundamento de un efecto jurídico y este reconocimiento se produce a través del supuesto de hecho. El supuesto de hecho negocial es el conjunto de requisitos tenidos en cuenta por el ordenamiento jurídico, entre los cuales figura una o más declaraciones de voluntad, para la producción de efectos jurídicos. Como se podrá observar, con esta concepción del negocio se destierra definitivamente la idea que el negocio pueda ser una simple declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, porque se resalta y se señala en forma definitiva que el negocio no puede ser nunca una simple declaración de voluntad, sino que es siempre, en todo caso, un supuesto de hecho o supuesto jurídico complejo, respecto del cual la declaración de voluntad no es sino uno de sus elementos o requisitos. De esta forma se deja de lado también la idea completamente errada de que la sola declaración de voluntad por sí misma, pueda producir efectos jurídicos, porque siempre en todo caso los efectos jurídicos van a ser consecuencia de la realización o materialización en la realidad del supuesto de hecho negocial. Dicho de otro modo, se abandona definitivamente la idea de que la voluntad por sí sola pueda crear efectos jurídicos, pues los mismos serán siempre atribuidos a una declaración de voluntad que conforme un supuesto de hecho de figura negocial. En este contexto, debe quedar bien en claro que los efectos jurídicos son siempre otorgados o atribuidos por el derecho; punto de vista que se encontró siempre obscurecido y descuidado, por decir lo menos, por la concepción tradicional del acto jurídico. Esta idea de la atribución de los efectos jurídicos por el derecho al supuesto de hecho negocial, como de cualquier otro hecho jurídico voluntario o

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no, nos parece fundamental en la dogmática jurídica moderna, y constituye el pilar de una adecuada y realista concepción de la autonomía privada, según se verá luego. Es el ordenamiento jurídico, en consecuencia, el que dota a la voluntad declarada del particular de virtud productora de efectos jurídicos. La declaración de voluntad no produce los efectos jurídicos por sí misma, por su sola fuerza, limitándose el ordenamiento jurídico a reconocerlos, sino porque esa misma declaración de voluntad es reconocida por el ordenamiento jurídico como base o fundamento de la producción de efectos jurídicos a través de supuestos de hecho. La declaración de voluntad es capaz de crear efectos jurídicos porque es autorizada para ello por el ordenamiento jurídico. En este sentido, nos parece necesario y conveniente analizar muy brevemente la definición de negocio jurídico que brinda ENNECCERUS. Sobre el tema, este autor nos dice: «El derecho privado vigente y la constitución concede al hombre un amplio poder para formar por su propia voluntad (exteriorizada) sus relaciones jurídicas, poniéndolas así en armonía con las necesidades e inclinaciones personales. El medio que sirve a este efecto es la emisión de una declaración de voluntad, esto es, una exteriorización de la voluntad privada dirigida a un efecto jurídico. Esta declaración de voluntad, por sí sola o en unión de otras declaraciones de voluntad y de otras partes del supuesto de hecho puestas en movimiento por la voluntad, es reconocida como base del efecto jurídico querido. A este supuesto de hecho total, querido o puesto enjuego por la voluntad, lo llamamos negocio jurídico (...). El negocio jurídico es un supuesto de hecho que contiene una o varias declaraciones de voluntad y que el ordenamiento jurídico reconoce como base para producir el efecto jurídico calificado de efecto querido».

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Por su parte, sobre este mismo aspecto del negocio jurídico como supuesto de hecho, FEDERICO DE CASTRO Y BRAVO nos dice: «El negocio jurídico no se confunde ya hoy con la declaración de voluntad, y se reconoce por todos que el supuesto de hecho negocial será generalmente una situación compleja. Afirmación que puede matizarse añadiendo que si la declaración de voluntad sola no la constituye, es ella el elemento indispensable o esencial del negocio jurídico». De esta manera, se observa cómo en la doctrina actual sobre el negocio jurídico, éste, al igual que todos los demás hechos jurídicos, es considerado como un supuesto de hecho, lo que implica un hecho previsto en abstracto con determinados requisitos, como base de la producción de determinados efectos jurídicos, que una vez realizados, producirán automáticamente los efectos jurídicos atribuidos por la norma jurídica al hecho previsto en abstracto. Del mismo modo, la declaración de voluntad se convierte en uno de los elementos diferenciadores del supuesto de hecho negocial, del supuesto de hecho de los demás hechos jurídicos. Y esta característica fundamental ha originado también que dentro del sistema doctrinario del negocio jurídico se estudie a profundidad la declaración de voluntad como elemento fundamental del negocio jurídico, lo que ha originado también serios problemas al descuidar el significado social del negocio relativo a la causa. Así, pues, como nos dice FEDERICO DE CASTRO Y BRAVO: «El estudio de la declaración de voluntad ha dominado tiránicamente la doctrina del negocio jurídico. Lo que, en parte, se justifica, ya que el negocio jurídico, como instrumento de la libertad humana, tiene su raíz en la voluntad ("quod radix libertatis est voluntas"). No, en cambio, que se haya desmesurado su importancia, hasta confundir declaración de voluntad y negocio jurídico, dejando de lado el significado social del negocio y, así, olvidando el de la causa».

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Sin embargo, dentro de esta concepción del negocio jurídico como supuesto de hecho, también se plantea el problema de la dirección de la voluntad en el negocio jurídico. En otras palabras, al establecerse que el negocio es un supuesto de hecho complejo, no sólo se dice que el derecho es siempre el que atribuye los efectos jurídicos, sino que se dice también que en el negocio se requiere, además de la declaración de voluntad, de otros aspectos, elementos o requisitos del supuesto de hecho. Y es justamente uno de los aspectos adicionales del supuesto de hecho, el relativo a la dirección de la voluntad en el negocio jurídico, aspecto negocial que por no estar claramente definido dentro de la concepción del negocio jurídico como supuesto de hecho, se constituye uno de los grandes defectos de la concepción comentada, que ha podido ser subsanada por la concepción causalista del negocio, según se comprobará luego. Más aún, la doctrina de la causa del negocio jurídico se ha construido en, gran medida, según se podrá comprobar después, sobre la base de la idea de la dirección de la voluntad en el negocio jurídico. Por ello es que se habla de intento o propósito práctico, o del intento típico o jurídico en materia de causa del negocio jurídico.

En nuestro concepto, este segundo aspecto del negocio jurídico, más que como un elemento independiente, está planteado en esta concepción del supuesto de hecho como una característica de la propia declaración de voluntad para ser considerada como elemento del negocio, pues se dice que la misma debe estar dirigida a la obtención de ciertos efectos; existiendo una controversia, sobre si dichos efectos deben ser buscados por el sujeto como efectos jurídicos o como simples efectos prácticos. En otras palabras, el debate se centra en establecer si la voluntad declarada del sujeto o

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sujetos debe estar dirigida a la consecución de una finalidad jurídica, o basta con que se trate de una finalidad práctica, que en cuanto valorada por el ordenamiento jurídico se convierte en finalidad jurídica. La posición tradicional, principalmente la de la doctrina alemana, al igual que un gran sector de la doctrina italiana anterior a la promulgación del Código Civil italiano de 1942 y gran parte de la española, se basa en la premisa de que el sujeto al declarar su voluntad negocial, lo hace persiguiendo efectos jurídicos, tal como lo señala la concepción tradicional del acto y del negocio jurídico. Sin embargo, modernamente la gran mayoría de la literatura especializada en materia negocial señalan que es suficiente con una intención práctica, agregando algunos que debe tratarse de una intención práctica con conciencia o conocimiento de que se trata de efectos prácticos amparados o protegidos por el derecho. Consideramos que todavía no es oportuno dar nuestro punto de vista definitivo sobre este tema, por cuanto será analizado una vez que examinemos la noción de causa en su aspecto subjetivo. No obstante lo cual, se puede deducir con mucha claridad que nuestra opinión y opción es por la teoría de los efectos prácticos, por las razones que hemos expuesto al criticar la concepción tradicional del acto jurídico. Por ahora es suficiente que quede claramente establecida la íntima vinculación existente entre la noción de causa del negocio y el requisito que la declaración de voluntad deba estar dirigida en el supuesto de hecho negocial a la producción de efectos jurídicos o a la producción de efectos prácticos. En consecuencia, habiendo examinado los aspectos fundamentales del concepto de negocio jurídico, a través del examen de las concepciones clásicas y del supuesto de

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hecho, debemos señalar también que dentro de otra de las orientaciones que se han elaborado sobre el mismo negocio jurídico, denominada concepción normativa (minoritaria, por cierto) del negocio jurídico, también se acepta la idea que el negocio jurídico es un supuesto de hecho. En este sentido, resulta muy útil e importante conocer la opinión de LUIGI FERRI, que propugna una orientación normativa sobre el negocio jurídico, en relación al mismo como un supuesto de hecho. Sobre el particular, FERRI nos dice: «Al mismo tiempo se ha abierto camino la idea de que sólo la voluntad del Estado es fuente de derechos subjetivos; que los efectos jurídicos se producen por obra del ordenamiento jurídico, entendido en el sentido estricto de conjunto de normas creadas por el Estado y por otras personas públicas. Al negocio se le atribuye la sola función de dar existencia al supuesto de hecho al que la norma (estatal, se sobreentiende) liga el efecto jurídico o —como han dicho los alemanes con expresión imaginativa-la exclusiva función de liberar o "desatar" {auflosen) los efectos jurídicos ya fijados por la ley (...). Esta doctrina no consigue superar la antítesis norma jurídica-supuesto de hecho, por lo que, al atribuir al negocio jurídico la naturaleza de supuesto de hecho -es decir, de hecho (en sentido amplio) previsto y regulado por la ley- excluye, por incompatibilidad con ésta su naturaleza, que éste pueda contener normas jurídicas, esto es, que pueda ser considerado al mismo tiempo como supuesto de hecho y como fuente de derecho objetivo». Y añade: «Por el contrario, es necesario llegar a admitir (...) que supuesto de hecho y fuente normativa no son términos que se excluyan. El negocio jurídico puede muy bien ser (y es) un acto regulado por el derecho, y contener a su vez derecho; no hay ninguna contradicción en ello». Obsérvese que dentro de la noción de FERRI el negocio jurídico es un supuesto de hecho, en cuanto hecho previsto y

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regulado en abstracto por la ley, pero que tiene un contenido normativo, esto es, un supuesto de hecho que contiene normas jurídicas. Lo que significa que en su construcción teórica el negocio jurídico es al mismo tiempo un supuesto de hecho y fuente de derecho objetivo. Es un acto regulado por el derecho y que contiene a su vez derecho. Posteriormente, el mismo FERRI nos dice: «Nuestra doctrina civilista se inclina a considerar sólo lo que los alemanes llaman "Tatbestandsmoment"', es decir, a considerar el negocio jurídico únicamente como hecho jurídico, dejando a un lado su aspecto aormativo. Para darse cuenta de esto basta abrir cualquier manual ie instituciones de Derecho Privado y echar una ojeada al índice. Se podrá comprobar rápidamente que el negocio está tratado en el capítulo relativo a los hechos jurídicos, es decir, en la parte de las instituciones dedicada a lo que comúnmente se suele llamar dinámica iel derecho, mientras que no se le dedica espacio ni alusión alguna m el capítulo que se refiere a la norma jurídica». Añadiendo luego: 'Ahora bien, no hay duda de que el negocio es un hecho jurídico, es lecir, que está previsto como tal por el derecho; que, al acontecer y ) recisamente como consecuencia de su acontecer, se verifican cambios urídicos; pero es cierto igualmente que del negocio jurídico no se puede ni se debe decir sólo que "ha acaecido" o que "ha sucedido", como de cualquier otro hecho que sea solamente tal». Queda claro, pues, cómo dentro del pensamiento de LUIGI FERRI el negocio jurídico es, como para todos los demás, un supuesto de hecho, pero un supuesto de hecho diferente, porque contiene en sí mismo normas jurídicas, tiene un contenido normativo. Aspecto que no reconoce la mayor parte de la doctrina sobre el negocio jurídico, pues se entiende que el contenido del supuesto de hecho es la declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos, o de efectos prácticos. Sin embargo, la utilidad de esta opinión, minoritaria por cierto, radica en que nos

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demuestra que, incluso dentro de una concepción normativa, referida a que el negocio tiene un contenido de normas jurídicas, se acepta también la idea que el negocio jurídico es un supuesto de hecho, es decir, un hecho previsto en abstracto por la norma jurídica, que una vez producido en la realidad produce los efectos jurídicos reconocidos por el ordenamiento jurídico. Esta concepción sobre el negocio jurídico como supuesto de hecho, que la misma concepción normativa acepta, tiene el mérito de haber establecido con suma claridad que el negocio jurídico no consiste únicamente en una declaración de voluntad que produce efectos jurídicos porque lo han querido así los declarantes, sino que ello es así por cuanto el derecho atribuye efectos jurídicos a la declaración de voluntad, que conjuntamente con otros elementos, requisitos y presupuestos, se ajuste a un supuesto de hecho específico o genérico. Se rompe por consiguiente definitivamente el dogma falso de que la voluntad por sí misma puede ser creadora de efectos jurídicos, de que la voluntad es todopoderosa, omnipotente y de que el ordenamiento jurídico se debe limitar a reconocerlos. Veremos también en el presente capítulo, inmediatamente después, lo que señala la concepción preceptiva del negocio jurídico sobre el negocio jurídico como supuesto de hecho.

1.3.

La teoría general del contrato frente a la del negocio jurídico. Objetivos y fundamentos de ambos sistemas. Legitimidad y utilidad del concepto del negocio jurídico frente a la categoría contractual Dentro de la temática del derecho privado existen dos teorías fundamentales para la lógica de todo el sistema en su conjunto: la teoría general del contrato y la doctrina del negocio jurídico, las mismas que han demandado la atención preferente de la mayor parte

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de los civilistas, dando lugar a un enorme y sobresaliente desarrollo de estos dos aspectos y conceptos. Esto ha originado que tanto el concepto del contrato como el del negocio jurídico se conviertan merecidamente en las figuras preferidas y engreídas del derecho civil. No obstante ello, este enorme desarrollo conceptual ha originado también de manera indirecta la formación de dos tendencias dentro del sistema de derecho privado, pues para algunos autores el contrato es el concepto fundamental de todo el sistema, debiendo girar en torno al mismo toda la problemática de los actos voluntarios del hombre que son capaces de producir efectos jurídicos, mientras que para otros la base del sistema es y debe ser el concepto del negocio jurídico, el mismo que permitiría un estudio sistemático de todos los actos vinculantes, entre los cuales existen una gran mayoría que no son contratos. A la consolidación de la primera tendencia, que podríamos calificar de «contractualista», ha contribuido también de manera decisiva el hecho histórico de que la mayor parte de códigos civiles, siguiendo el modelo del código francés, hayan consagrado y reconocido únicamente dentro de su textp normas sobre el contrato como la única categoría jurídica genérica abstracta, pues no debe olvidarse que el concepto francés del acto jurídico fue creación de los primeros comentaristas del código de Napoleón, esto es, un concepto doctrinario sin rango ni reconocimiento legal. De esta manera, se tuvo siempre la impresión de que bastaba con estudiar el contrato para poder comprender toda la problemática de los actos voluntarios productores de efectos jurídicos. Como reacción lógica a este planteamiento y por la fuerza del prestigio de la doctrina pandectista sobre el negocio jurídico, surgió la segunda tendencia dentro del sistema que podríamos calificar de «negocial». A la gran difusión de esta segunda corriente contribuyó también, además del prestigio alemán, la circunstancia de que la doctrina italiana recibiera de inmediato y sin objeciones el concepto del negocio jurídico, a pesar de que en el código italiano de 1942 sólo se consagrara la categoría del contrato como única categoría jurídica genérica abstracta, tal como sucediera en su código de 1865.

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Esta segunda tendencia doctrinaria se ha caracterizado a su vez por la generalidad de sus planteamientos y por una preferencia casi absoluta hacia los temas abstractos y sofisticados, vinculados principalmente con determinar la razón fundamental por la cual algunos actos del hombre pueden dar lugar a consecuencias jurídicas dentro del ordenamiento jurídico. Dicho de otro modo, la tendencia que le ha dado preferencia al concepto negocial se ha ocupado principalmente de resolver la interrogante fundamental del derecho privado, desde el derecho romano hasta el derecho de nuestros días, sobre cuál es el fundamento que explica y justifica el carácter vinculante de algunos comportamientos del hombre en su vida de relación con otros individuos en una determinada sociedad y en un momento histórico determinado. Interrogante que se ha planteado en todos los sistemas jurídicos y en todas las épocas, porque no ha escapado nunca a ningún jurista el reflexionar sobre el por qué del carácter jurídico de algunos eventos o comportamientos. Este tópico es conocido dentro de la teoría general del contrato como el referido a la fuerza obligatoria del contrato, mientras que dentro de la teoría general del negocio jurídico es conocido como el carácter vinculante del mismo. Para los autores que le han brindado su favoritismo al concepto del contrato, el tema de la fuerza vinculante de los mismos, salvo algunas excepciones, ha pasado casi desapercibido; en el mejor de los casos ha sido únicamente objeto de comentarios menores, sin el énfasis debido, dándose la impresión que se trata de un tópico poco importante, respecto del cual no sería necesario pronunciarse, e incluso en algunos casos ni siquiera es mencionado. Desde nuestra óptica el olvido o la poca importancia que se le ha prestado al tema de la fuerza vinculante del contrato no es una mera casualidad, sino la consecuencia lógica del dogma de la voluntad y del principio de la autonomía de la voluntad, traducido en los conceptos de la libertad de contratar y de la libertad contractual, según los cuales el sujeto de derecho es libre para contratar como quiera, cuando quiera y con quien quiera, siempre y cuando se respete el límite de la licitud, esto es, no se atente contra las normas imperativas, el orden público o las buenas costumbres.

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Esta actitud de la doctrina contractualista, según repetimos, no significa en modo alguno que se desconozca la importancia del tema de la fuerza obligatoria del contrato, sino únicamente el que se dé por hecho que el contrato, siempre que su contenido sea lícito, será vinculante y por ende obligatorio, es decir, productor de efectos jurídicos. En otras palabras, la aceptación generalizada y casi inconsciente de la premisa según la cual el contrato es vinculante jurídicamente, teniendo fuerza obligatoria, ha determinado el que se le dé poca importancia a la reflexión sobre el fundamento de su fuerza obligatoria. A esto ha contribuido necesaria y definitivamente los conceptos casi sagrados sobre la libertad de contratar y la libertad contractual, así como el principio según el cual lo pactado tiene fuerza de ley entre las partes. De esta manera, toda esta aceptación, considerada lógica, indiscutible y absolutamente necesaria, sobre la fuerza obligatoria del contrato, que se manifiesta clara y directamente en la expresión según la cual el contrato es fuente de obligaciones, ha originado el que se le atribuya poca importancia a la discusión y reflexión sobre el fundamento de dicha fuerza obligatoria. Si se acepta de manera prácticamente absoluta que el contrato tiene fuerza obligatoria, poco importa el determinar cuál es la razón de dicha fuerza obligatoria. Basta con saber que el contrato es fuente de obligaciones. Se tratará en todo caso de una discusión de menor importancia.

La discusión se ha trasladado en los últimos años, por el contrario, al tema sobre si el contrato es capaz de producir únicamente efectos obligatorios, o también efectos reales, lo que a su vez ha producido dentro de los contractualistas ardorosas y encarnizadas discusiones. Evidentemente, si se acepta sin mayor discusión y debate que el contrato tiene fuerza obligatoria, es de vital importancia saber si el consentimiento de las partes tiene también poder suficiente para producir directamente efectos reales. En otras palabras, en la actualidad no sólo se acepta que el contrato es el acuerdo de dos o

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más partes para crear, modificar, regular o extinguir obligaciones, sino que además de ello se pretende saber si el mismo será capaz de producir efectos reales por la sola fuerza del consentimiento de las partes contratantes. Esto significa que, en la actualidad, para algunos juristas ya no resulta suficiente la premisa según la cual el contrato es fuente de obligaciones, debatiéndose la posibilidad sobre si el mismo puede ser también fuente de relaciones jurídicas patrimoniales de carácter real. De esta forma, el debate en estos momentos no gira sobre la posibilidad de si el contrato tiene efectos obligatorios, por tratarse de una premisa aceptada sin discusión de ninguna clase, sino sobre la posibilidad que el contrato pueda tener además efectos reales. Como es evidente, dentro de esta lógica conceptual, tiene poca importancia discutir y debatir la razón por la cual el contrato tiene fuerza obligatoria. Sin lugar a dudas, un tema principal dentro de la doctrina contractualista es el referido a la formación del consentimiento y a todos los temas conexos al mismo, como el de la fuerza vinculante de la oferta y el de la naturaleza jurídica de la aceptación y todos los problemas sobre la relación entre el disentimiento y el error obstativo. Preocupación que confirma nuestra impresión en el sentido de dar preferencia al concepto de la autonomía de la voluntad como expresión del dogma de la voluntad. De esta manera, según se podrá observar, ambas teorías y orientaciones han tenido un desarrollo paralelo, pero distinto, por cuanto una le ha dado preferencia fundamental al dogma de la voluntad y sus derivados y la otra al tema de fuerza vinculante de algunos actos y comportamientos del hombre, lo que ha derivado a su vez en una preocupación distinta de los diferentes juristas que se han afiliado a una tendencia u a otra. Esto no significa en modo alguno una crítica o un juicio de valor sobre una actitud o la otra, sino simplemente la observación y comprobación de dos realidades conceptuales diferentes. Lamentablemente, y este es el riesgo que ha originado este dualismo teórico, esta diferente actitud ha derivado en una evidente falta de relación entre la teoría del contrato y la del negocio jurídico, que se

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manifiesta no sólo en la escasa vinculación entre el concepto negocial y el contractual, sino principalmente en el nacimiento, existencia y desarrollo de un prejuicio en contra de la teoría del negocio jurídico, lo que ha llevado a que se formulen críticas contra el mismo que han pretendido ser devastadoras, apuntando todas ellas a la inutilidad del mismo por tratarse de un concepto sumamente abstracto, extremadamente sofisticado y artificial, que en vez de aclarar el panorama del derecho privado, habría contribuido en todo caso a obscurecerlo, razón por la cual sería más conveniente dejarlo de lado y prestar toda la atención a un concepto mucho más práctico y vinculado al quehacer diario, como el del contrato. Este prejuicio desgraciadamente se ha introducido con mucha facilidad en nuestro medio, lo que ha originado a su vez una preferencia casi absoluta a la doctrina general del contrato. Por ello no es sorprendente observar el culto desmedido que se rinde en nuestro medio al principio de la autonomía de la voluntad y el rechazo a cualquier intento de llevarlos a reflexionar sobre los fundamentos de la fuerza obligatoria del contrato que no estén basados en la fuerza omnipotente de la voluntad como creadora de efectos jurídicos. Todo esto ha originado un rechazo al estudio de los conceptos y ha contribuido decididamente a que se piense que para ser un buen abogado no es necesario tener fundamentos teóricos sólidos, bastando con el simple ejercicio profesional, lo que ha desembocado a su vez en un caos al cual nadie es ajeno. Este culto desmedido y amor exagerado hacia la doctrina general del contrato, ha determinado a su vez como consecuencia lógica necesaria un desprecio hacia la teoría general del negocio jurídico, en el entendimiento que se trata de un tema sumamente abstracto y complicado, que no lleva a ningún resultado práctico. Dicho en otras palabras, el negocio jurídico entendido como supra concepto, según algunos, no tendría justificación, debiendo girar toda la problemática sobre los actos de la autonomía privada en torno al concepto fundamental del contrato. Pues bien, el propósito de la presente reflexión no es únicamente la comprobación de una triste realidad, sino contribuir al derrumbe de este infundado prejuicio, el cual por último ha sido consagrado normativamente en alguna forma por nuestro Código Civil, pues si se observa con atención las normas que el mismo dedica tanto al acto

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jurídico (acto jurídico nuestro que es conceptualmente equivalente al negocio jurídico alemán) como al contrato, podremos constatar muy fácilmente la incongruencia entre muchas normas de ambos libros del Código Civil. Así, por ejemplo, mientras que en materia de acto jurídico el código es declaracionista, según se desprende con toda claridad de los artículos 168, 201, 208 y 194, en las normas sobre la parte general del contrato no existe claridad sobre este tema, más aún resulta evidente, a tenor de lo dispuesto en la segunda parte del artículo 1361, que la intención del legislador fue la de introducir el principio voluntarista como regla general, existiendo evidentemente otras normas dentro de este mismo articulado que nos demuestran que el sentido normativo (y no ya la intención del legislador) es el declaracionismo y no el voluntarismo, tales como el artículo 1359, la primera parte del mismo 1361 y el 1373. Sin embargo, lo evidente y que lleva a enorme confusión a los intérpretes, es el propósito del legislador de introducir el voluntarismo a través de la segunda parte del artículo 1361, antes mencionado, ya que esa es la interpretación casi unánime de los especialistas nacionales en derecho contractual. En nuestro concepto esta confusión es inaceptable e incomprensible, por cuanto no puede ser posible que dentro de un mismo texto normativo que ha optado claramente por el declaracionismo en la parte general del acto jurídico, se haya intentado introducir el voluntarismo en materia contractual, como si se tratara de universos conceptuales distintos sin relación entre sí. Esta divergencia es inadmisible por cuanto a nadie debe escapar que la categoría fundamental de negocio jurídico es esencialmente el contrato. Dicho de otro modo, el contrato es el negocio jurídico por excelencia. Más aún, las normas sobre el negocio jurídico (o actos jurídicos dentro de la terminología del código nacional) son aplicables en gran medida únicamente al contrato. No debe olvidarse que los negocios jurídicos regulados en los libros del Derecho de Familia, Personas, Derechos Reales y Sucesiones, son fundamentalmente típicos, es decir, están regulados por el principio

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del numerus clausus, no admitiendo en modo alguno el concepto de la atipicidad, razón por la cual todos ellos, como figuras típicas, tienen una regulación especial, que se aleja en muchos casos de las reglas generales contenidas en el libro del Acto Jurídico, aplicable de manera automática al ámbito contractual, dentro del cual sí rige el principio de la atipicidad y por ende del numerus apertus. Asimismo, tampoco debe olvidarse que en materia de negocios que no son contratos, las normas que los regulan son por regla general de orden público, lo cual impide en la mayor parte de los casos la aplicación de las reglas del acto jurídico, destinadas principalmente al concepto contractual. Otro de los aspectos que nos demuestran esta falta de unidad dentro del Código Civil es el referente al objeto, pues mientras se dice una cosa sobre éste en el libro del Acto Jurídico, específicamente en el artículo 140 (concordado con el inciso tercero del artículo 219), el mismo concepto de objeto es definido de manera distinta cuando se regula el objeto del contrato, lo cual nos parece también inaceptable. Evidentemente, no es propósito del presente comentario hacer un análisis del tema del objeto, lo cual se hará después en el segundo capítulo, sino únicamente poner de relieve la incongruencia entre el tratamiento dado a este tema en el libro del acto jurídico y el correspondiente al contrato. Sucede igual con el concepto de fin o causa, el cual es mencionado en el libro del acto jurídico y no así en la parte de las disposiciones generales del contrato, como si este último no tuviera necesidad de la existencia de una causa o fin lícito. Del mismo modo, encontramos incongruencias en la regulación dada a la formalidad del acto jurídico y del contrato, pues en sentido estricto no debieran existir normas sobre la forma del contrato, debiendo bastar para ello con las normas sobre la formalidad del acto jurídico. Es inconcebible que existan estas faltas de coordinación conceptual y legal en nuestro medio entre dos conceptos y regulaciones que debieran ser perfectamente armónicas y congruentes. Como ya lo hemos mencionado líneas arriba, el defecto normativo de nuestro Código Civil es únicamente consecuencia del

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dualismo conceptual que hemos descrito y que se ha manifestado lamentablemente con mucha fuerza en nuestro medio. Por ello, la manera de corregir este problema dentro del Código Civil no se limita únicamente a una labor de modificación o revisión de las incongruencias, anotadas precedentemente es decir, a una labor de revisión y estudio, sino fundamentalmente a conocer la razón de la enfermedad para luego poder curarla. Definitivamente, la labor de corrección y modificación del Código Civil es de fundamental importancia e imperiosa necesidad y debe merecer el apoyo de todos los miembros de la comunidad jurídica nacional, no sólo en el ámbito del acto jurídico y del contrato, sino en cualquier otro caso que se presente a lo largo de todos los libros del Código Civil. Somos conscientes que un Código Civil, como cualquier otro texto normativo, por más bondades que tenga, es siempre perfectible, y la experiencia de otras naciones nos demuestra que el paso del tiempo va mostrando siempre la necesidad de ir revisando y modificando paulatinamente un Código Civil. Sin embargo, nos parece que antes que el remedio, debe difundirse en nuestra comunidad jurídica la razón de la enfermedad, esto es, el por qué existe específicamente en materia de negocio jurídico y contratos incongruencia a nivel normativo. Este dualismo en nuestro concepto es también completamente irracional y carente de toda fundamentación, no sólo porque el contrato es la especie más importante del negocio jurídico, sino fundamentalmente porque la razón de ser de la existencia y elaboración profunda de una teoría general del negocio jurídico ha sido y sigue siendo un estudio más completo de la doctrina general del contrato. Esto significa, y hay que decirlo también con toda claridad y honestidad, que la disciplina del negocio jurídico sólo está legitimada con la existencia de la doctrina general del contrato, por cuanto de no existir la categoría contractual y sus diversas manifestaciones en la realidad social, bajo los supuestos de contratos típicos o atípicos, carecería totalmente de sentido y utilidad el estudio y elaboración de la doctrina del negocio jurídico.

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Con esta afirmación tampoco estamos desmereciendo en modo alguno la legitimidad de la doctrina del negocio jurídico, sino que desde nuestro punto de vista estamos comprobando simplemente la razón de ser de su existencia. Ahora bien, la fundamental aplicación de la teoría del negocio al campo contractual, tampoco quiere decir o implicar que la misma no se aplique a los demás negocios que no son contratos y que sea solamente útil para el mejor estudio de los contratos, pues no se debe olvidar que otro de los propósitos importantes de la teoría negocial es permitir un estudio conjunto y genérico de todos los supuestos que encajen en la categoría de negocio jurídico, a fin de encontrar las notas comunes a todos ellos, siempre con el propósito de dar una regulación legal conjunta que impida la repetición innecesaria de normas legales. Esto quiere decir que el negocio jurídico es un simple paradigma lógico, sin contenido propio, vacío, elaborado por la doctrina para el estudio conjunto de algunos aspectos, obviamente los más trascendentes, de todos los actos del hombre que por ser socialmente importantes se convierten en jurídicamente relevantes. Se trata de una visión conjunta para evitar innecesarias repeticiones conceptuales y también legales. De otro lado, tampoco debe olvidarse que el contrato es también por excelencia un esquema lógico, vacío sin contenido propio, elaborado con el fin de dotar a todas las especiales figuras contractuales de una regulación conjunta y de carácter general, y evitar innecesarias e inadecuadas repeticiones. Sin embargo, a pesar de esta nota común con la teoría negocial, pocas veces se ha objetado esta cualidad respecto del contrato, suponemos por tratarse en gran medida de una abstracción menos genérica. Pues bien, sabiendo ya que no se trata de ámbitos distintos, sino por el contrario de disciplinas íntimamente vinculadas, debemos examinar brevemente cuál es precisamente la relación que debe existir entre las dos teorías, a fin de poder comprender la utilidad de cada

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una de ellas y fundamentalmente rescatar la validez y legitimidad de la teoría del negocio jurídico, tan combatida en los últimos tiempos. La respuesta a esta interrogante es trascendental, pues de la misma dependerá nuestra opinión sobre la legitimidad o no del dualismo conceptual al que hicimos referencia anteriormente y la justificación o no de estas dos tendencias teóricas en el derecho privado contemporáneo. En nuestro concepto, y además de las razones argumentadas anteriormente sobre la relación de género a especie entre el negocio jurídico y el contrato, que ha originado a su vez una relación de dependencia de la doctrina del contrato respecto de la del negocio y su respectiva regulación legal. La relación fundamental entre ambas disciplinas se da en el sentido que ha operado dentro del derecho privado una especie de división del trabajo a nivel conceptual. Esta división del trabajo, si cabe la expresión, no sólo es consecuencia de habérsele atribuido a la teoría negocial la responsabilidad de examinar los aspectos más generales de todo negocio jurídico en general, permitiendo una visión conjunta del ámbito contractual y no contractual, sino principalmente en el hecho de habérsele encomendado a la doctrina del negocio la enorme responsabilidad de construir las bases teóricas que deben justificar la fuerza obligatoria del contrato y la fuerza vinculante de todo negocio jurídico en general.

De esta manera, la razón de ser de la teoría del negocio jurídico no sólo radica en un estudio conjunto de todos los comportamientos del hombre que deban merecer la tutela legal en cada ordenamiento jurídico en particular, con el objeto de evitar innecesarias repeticiones conceptuales y normativas, sino que se basa fundamentalmente en el compromiso del ámbito negocial de ir investigando y justificando en cada sociedad y en cada momento histórico determinado la fuerza

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vinculante de algunos comportamientos del hombre, que los hacen merecedores de la protección y amparo legal. En otras palabras, compete a la doctrina del negocio ir estableciendo, paso a paso, según la fuerza y la rapidez de los cambios sociales, la base y el fundamento teórico del carácter vinculante de los negocios y en especial de los contratos, pues no debe olvidarse que este fundamento no es inmutable y eterno, sino por el contrario cambiante y variable, de sociedad a sociedad, y de una época a otra, según la vigencia de las diferentes concepciones sociales, políticas y filosóficas en cada momento histórico determinado. No debe olvidarse que el fundamento conceptual del negocio ha sido siempre distinto, dependiendo de la época. En el período del derecho romano antiguo y clásico este fundamento fue siempre el cumplimiento de las formalidades establecidas, las cuales estaban investidas de un carácter mágico y misterioso, y donde no existía siquiera la categoría general del contrato, prevaleciendo también el concepto de la tipicidad, conjuntamente con el de la formalidad, como criterio y fundamento de la eficacia jurídica de algunas promesas. Posteriormente, en el derecho de la edad media, dicho fundamento fue también las formalidades establecidas y en algunos casos el valor casi religioso de la palabra dada. Ya en el derecho moderno, dependiendo del sistema jurídico que se trate y de la respectiva posición filosófica y política que le sirva de base, el fundamento es la utilidad social, la función socialmente relevante, la motivación común de las partes intervinientes, el valor de la palabra dada, el criterio económico, los intereses en conflicto, la voluntad del estado, o cualquier otro motivo. Por todas estas razones, por tratarse de un tema tan espinoso y poco jurídico, y por no ser únicamente técnico y abstracto, que variará de sociedad a sociedad y de una época a otra, siendo más bien un tópico eminentemente social y político, la existencia de la teoría general del negocio jurídico está garantizada, pues no es sino un concepto que refleja la opinión de los individuos sobre cada realidad en particular.

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Cuando se haya comprendido a cabalidad esta íntima relación entre doctrina general del contrato y del negocio jurídico, y el carácter eminentemente social de la disciplina negocial y su preocupación fundamental, podremos corregir sin ningún temor las incongruencias y defectos normativos en nuestro Código Civil y proponer las respectivas reformas. Más aún, pensamos que cuando entendamos mejor el rol fundamental de la teoría general del negocio jurídico, estaremos reflexionando permanentemente sobre nuestra realidad social y podremos comprendernos mejor y dar a nuestros comportamientos el valor que merecen. 1.4.

La concepción preceptiva del negocio jurídico en la obra de EMILIO BETTI y el significado social del supuesto de hecho negocial como razón de ser de su reconocimiento jurídico En el capítulo primero de la obra Teoría general del negocio jurídico de EMILIO BETTI, dedicada a la autonomía privada y su reconocimiento jurídico, dicho autor inicia su análisis señalando en forma bastante clara que: «Los intereses que el derecho privado disciplina existen en la vida con independencia de la tutela jurídica y se mueven a través de continuas vicisitudes, donde quiera se reconozca a los individuos un círculo de bienes de su pertenencia, sometido al impulso de su iniciativa individual. Los particulares mismos, en sus relaciones recíprocas, proveen a la satisfacción de las necesidades propias según su libre apreciación mediante cambio de bienes o servicios, asociación de fuerzas, prestación de trabajo, préstamo o aportación común de capitales, etc. La iniciativa privada es el mecanismo motor de toda conocida regulación recíproca de intereses privados (...). La iniciativa privada no sólo se aplica a desear ciertos fines prácticos, sino también a crear los medios correspondientes a ellos. Ya en la vida social, antes aún de cualquier intervención del orden jurídico, los particulares proveen por sí a proporcionarse los medios adecuados e instrumentos de esta naturaleza son, por excelencia, los negocios jurídicos. Bastante instructiva a este respecto es la que suele ser génesis de aquellos en el terreno social. Tienen su origen, los negocios jurídicos, en la vida de

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relación: surgen como actos con los que los particulares disponen para el futuro una regulación vinculante de intereses dentro de sus relaciones recíprocas y se desarrollan espontáneamente, bajo el impulso de las necesidades, para satisfacer variadas exigencias económico sociales, todavía libres de la injerencia de todo orden jurídico. (...). Sólo después que han alcanzado un cierto grado de desarrollo y han obtenido la sanción de la práctica, el orden jurídico, partiendo de valoraciones de oportunidad contingente, garantiza sus efectos con la propia autoridad. Pero antes que esto ocurra, aquellos contratos se practican en el tráfico bajo la simple tutela del uso y la corrección. Sólo la buena fe que ha de observarse en la celebración de los negocios impone, en un principio, el respeto a la palabra dada y atribuye a ésta valor vinculante en la consideración social». Hasta este primer momento del análisis de BETTI sobre la autonomía privada, se puede observar que para dicho autor los negocios jurídicos son manifestación de dicha autonomía en el ámbito social, aún antes de la sanción o del reconocimiento legal. Para este autor los negocios son operaciones que se realizan en la vida de relación como actos de regulación vinculante de intereses privados. Este primer aspecto del pensamiento de BETTI es fundamental para una adecuada comprensión de su teoría sobre el negocio jurídico y la causa, ya que se pone de relieve para la configuración de ambos conceptos la existencia de los mismos en la vida social, aún antes de la sanción del derecho. En la concepción de EMILIO BETTI la autonomía privada, el negocio jurídico y la causa son nociones eminentemente sociales, que existen con independencia de todo reconocimiento jurídico. Continúa este autor su razonamiento señalando que: «El derecho, cuando se resuelve a elevar los contratos en cuestión al rango de los negocios jurídicos, no hace otra cosa que reconocer, en vista de su función socialmente trascendente, aquel vínculo que, según la conciencia social, los mismos particulares, ya por adelantado, sentían haber contraído en las relaciones entre sí. No hacen más que reforzar y tornar más seguro tal vínculo, sumándole su propia sanción». Este pensamiento de BETTI es mucho más importante, porque nos muestra ya su idea sobre la causa como la función socialmente

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trascendente del negocio, relevante según la conciencia social y que se constituye por ello mismo en la razón determinante del reconocimiento de dichos negocios como negocios jurídicos. Dicho de otro modo, desde este momento de su pensamiento, se observa que para BETTI la causa es la base del reconocimiento jurídico de los negocios. Líneas después el ilustre autor nos confirma esta idea en forma mucho más precisa, cuando nos señala: «Que la génesis que suelen ofrecer los negocios en el campo social, respondiendo a la exigencia de la circulación de los bienes, muestra claramente como aquellos brotan de la iniciativa privada y son, esencialmente, actos con los que los particulares atienden, en vista de aquella exigencia, a regular por sí intereses recíprocos; actos de autonomía privada en este sentido, es decir, actos de autodeterminación, de autorregulación de los intereses propios entre los mismos interesados. Autorregulación que en la conciencia social es ya considerada como obligatoria para las partes, antes aún de que el acto ascienda a la dignidad de negocio jurídico (...). La sanción del derecho se presenta como algo añadido y lógicamente posterior, como un reconocimiento de la autonomía exactamente». Como corolario de todo este razonamiento el mismo BETTI manifiesta que: «En virtud de tal reconocimiento, los negocios de la vida privada asumen la calidad de negocios jurídicos, y tórnanse instrumentos que el derecho mismo pone a disposición de los particulares para regir sus intereses en la vida de relación, para dar existencia y desarrollo a las relaciones entre ellos, y, por tanto, permanecen siempre siendo actos de autonomía privada». De esta manera, el comentado autor nos muestra su idea fundamental sobre el negocio jurídico como actos de la autonomía privada, que está en íntima vinculación con su concepción sobre la causa del negocio, según se determinará más adelante. Para este punto de vista, los negocios son antes que nada actos de autonomía privada al ser actos de autorregulación, de autodeterminación de intereses privados, considerados ya vinculantes en la vida social, aún antes del reconocimiento de los mismos por el derecho como negocios jurídicos, en vista de su función socialmente trascendente, que es justamente la tomada en cuenta por el derecho para la

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elevación de dichos actos de la autonomía privada, a la categoría de actos negóciales. Luego de expuestas estas ideas fundamentales, en otro momento de su obra BETTI nos explica al detalle su noción de la autonomía privada cuando nos dice: «La autonomía, como actividad y potestad de autorregulación de intereses y relaciones propias, desplegada por el mismo titular de ellas, puede ser reconocida por el orden jurídico estatal en dos distintas y diversas funciones: a) puede ser reconocida como fuente de normas jurídicas destinadas a formar parte del mismo orden jurídico que la reconoce; b) puede, también, ser reconocida como presupuesto y fuente generadora de relaciones jurídicas ya disciplinadas, en abstracto y en general, por las normas del orden jurídico, ya que sólo interesa considerar la autonomía privada, la misma que es reconocida por el orden jurídico, en el campo del derecho privado, exclusivamente en la segunda de las funciones citadas. Es decir, como actividad y potestad creadora, modificadora o extintiva, de relaciones jurídicas entre individuo e individuo; relaciones cuya vida y vicisitudes están ya disciplinadas por normas jurídicas existentes. La manifestación suprema de esta autonomía es el negocio jurídico. El cual es precisamente concebido como acto de autonomía privada, al que el derecho atribuye el nacimiento, la modificación o la extinción de relaciones jurídicas entre particulares. Tales efectos jurídicos se producen debido a que están dispuestos por normas, las cuales, acogiendo como presupuesto de hecho el acto de autonomía privada, se remiten a él como supuesto necesario y suficiente». En este pasaje BETTI nos da su noción genérica del negocio jurídico, señalando que es un acto de autonomía privada al cual el derecho le atribuye efectos jurídicos, en la medida que el mismo sea considerado presupuesto de hecho, o fattispecie de las normas jurídicas que disponen la creación, modificación o extinción de efectos jurídicos, entendidos como relaciones jurídicas. Para BETTI el negocio jurídico es pues la manifestación suprema de la autonomía privada, tomado en cuenta por la norma jurídica como supuesto de hecho, el cual una vez producido en la realidad social produce los efectos jurídicos que las propias normas jurídicas le atribuyen.

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Es un acto de autonomía privada que en la vida social, por la conciencia social, es ya considerado vinculante, en virtud de su función social trascendente, la misma que amerita su reconocimiento por parte del derecho como negocio jurídico. Puede observarse también que para BETTI el negocio, aun cuando acto de autonomía privada, es también necesariamente un supuesto de hecho, razón por la cual en una de sus anotaciones a pie de página nos señala en forma indubitable, refiriéndose a la norma jurídica: «Que la misma presenta la estructura de un precepto hipotético, es decir, condicionado, que consta de una previsión y de una correspondiente disposición. Con él (a) se prevé en abstracto y en general una determinada hipótesis de hecho o supuesto de hecho, y (b) se dispone que cuantas veces se verifique tal supuesto deberá producirse un efecto jurídico correspondiente. Todo hecho concreto, o estado de hecho, que se comprenda en la hipótesis prevista apenas surge, transforma automáticamente el precepto, de hipotético que era, en categórico e incondicionado». No obstante lo cual, profundizando su concepto del negocio jurídico, nos dice respecto del mismo que: «Existe un solo punto singular, que es verdaderamente característico del negocio jurídico frente a otros supuestos de hecho de distinta naturaleza previstos por las normas jurídicas, y es el de que en el negocio, a diferencia de otros casos, el supuesto a que la norma enlaza el efecto jurídico contiene ya en sí mismo la enunciación de una regla. El orden jurídico valora luego esta regla según su soberano juicio y la traduce en precepto jurídico, con las restricciones y modificaciones que estime oportunas. Con el negocio, en efecto, los individuos disponen para el futuro, en sus relaciones una ordenación vinculante de los intereses propios. (...). Si los particulares, en las relaciones entre ellos, son dueños de perseguir, en virtud de su autonomía, los fines prácticos que mejor responden a sus intereses, el orden jurídico es, con todo, arbitro de ponderar tales fines según sus tipos, atendiendo a la trascendencia social, tal como él la entiende, conforme a la sociabilidad de su función ordenadora. Es obvio, en efecto, que el derecho no puede prestar su apoyo a la autonomía privada para la consecución de cualquier fin que ésta se proponga. Antes de revestir

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el negocio con su propia sanción, el orden jurídico valora la función práctica que caracteriza su tipo y lo trata en consecuencia». Nuevamente BETTI se refiere a la función del negocio como la razón justificadora de su reconocimiento jurídico, esto es, como aquel factor en vista del cual el derecho eleva a la categoría de negocio jurídico los actos de autonomía privada, considerados ya vinculantes en la vida social, por la conciencia social. Sin embargo, obsérvese bien que BETTI, al igual que la totalidad de autores modernos que siguen la teoría del negocio jurídico, entiende que el mismo es ante todo un supuesto de hecho, pero un supuesto de hecho especial, con un contenido social, con un significado preceptivo, referido a la autorregulación de intereses privados realizados en la vida de relación por los particulares. En opinión de BETTI el negocio jurídico es un supuesto de hecho, pero es más que ello, es un supuesto de hecho con un contenido preceptivo, referido a normas de autodeterminación de intereses particulares. Recuérdese que LUIGI FERRI, dentro de su concepción normativa del negocio jurídico, aceptaba también que el mismo era un supuesto de hecho, pero añadía que tenia un contenido normativo, en el sentido de ser fuente de derecho. BETTI, por el contrario, partiendo del mismo punto, es decir, aceptando que el negocio jurídico es un supuesto de hecho, llega a una conclusión diferente, pues entiende que se trata de un supuesto de hecho con un contenido de normas o preceptos de carácter social, no de carácter jurídico. Sin embargo, y en esto está la importancia del tema, ambos autores, al igual que todos los autores modernos en los diferentes sistemas jurídicos, aceptan que el negocio es un supuesto de hecho y no una simple declaración de voluntad.

Esto nos demuestra cómo dentro de la teoría general del negocio jurídico existe unanimidad actualmente en el sentido que el negocio es, como todo otro hecho jurídico, un supuesto de hecho, lo que significa que los efectos jurídicos son siempre atribuidos o concedidos por el ordenamiento jurídico, nunca son consecuencia del

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reconocimiento de la voluntad de los particulares; son una atribución, por el contrario, a la realización del supuesto de hecho (fattispecie astratta) en la realidad social {fattispecie concreta). Por ello es que en el primer capítulo incidimos con fuerza en el concepto del negocio como supuesto de hecho. Esta idea no admite duda de ninguna clase en el pensamiento de EMILIO BETTI. Continuando con este autor, pasemos a conocer sus ideas sobre la razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio en base a su función. Según BETTI, las hipótesis posibles son tres: «a) que no juzgue su función digna o necesitada de tutela, en cuyo caso ignora el negocio y lo abandona a sí mismo como indiferente, dejándolo desprovisto de sanción jurídica; b) que considere, en cambio, su función como socialmente trascendente y digna de tutela, y entonces reconoce al negocio y lo toma bajo su protección; c) o que, finalmente, estime la función reprobable, y entonces combate al negocio, haciendo sí jurídicamente trascendente el comportamiento del individuo, pero en el sentido de provocar efectos contrarios al fin práctico normalmente perseguido. Cuando el orden jurídico no inviste al negocio con su tutela, si bien existe un negocio de la vida privada en sentido social, con una correspondiente función práctica, no se tiene, sin embargo, un negocio jurídico, sino, o un acto jurídicamente intrascendente (en la primera hipótesis señalada) o un acto jurídico ilícito (en la tercera hipótesis). Sólo en la segunda hipótesis consignada es elevado a la dignidad de negocio jurídico el acto de autonomía privada; entonces el derecho le concede los efectos jurídicos destinados a asegurar el cumplimiento de la función útil que caracteriza a su tipo y le da vida del modo más ajustado posible». Se observa, pues, que BETTI hace hincapié en el carácter preceptivo del negocio, en cuanto que el mismo, además de ser supuesto de hecho de una norma jurídica, se distingue de los demás supuestos de hecho en que contiene una autorregulación de intereses privados, pues son actos de autonomía privada que han merecido el reconocimiento del derecho como negocios jurídicos, a diferencia de los negocios indiferentes y de los reprobados, que aun cuando son negocios de la vida privada en sentido social, no son negocios jurídicos, por no estimarse su función práctica digna de tutela. Nótese

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que para BETTI, la causa, es decir, la función económica social, es el factor fundamental del negocio jurídico que lo caracteriza, que lo individualiza, distinguiéndolo de los demás actos de la autonomía privada, además, claro está, de la mencionada autorregulación de intereses. Sin embargo, mientras la causa distingue los negocios jurídicos de los intrascendentes y reprobados, el contenido preceptivo distingue los negocios reconocidos como jurídicos de los demás supuestos de hecho; contenido preceptivo que se da también en los negocios intrascendentes y reprobados, en la medida que son también negocios de la vida social. Llega así el momento en el cual BETTI nos da su concepto del negocio jurídico, luego de haber destacado su carácter preceptivo, con una función socialmente trascendente y su condición de acto de la autonomía privada considerado relevante por el derecho en vista de aquella función. Sobre el particular, comienza señalando que: «La institución del negocio jurídico no consagra la facultad de querer en el vacío, como place afirmar a cierto individualismo que no ha sido aún extirpado de la dogmática actual. Más aún -agrega BETTIsegún se ha visto, el negocio jurídico garantiza y protege la autonomía privada, en la vida de relación, en cuanto se dirige a ordenar intereses dignos de tutela en las relaciones que los afectan. Esto afirmado, es fácil llegar a definir el negocio jurídico según sus caracteres genéticos y esenciales como el acto con el cual el individuo regula por sí los intereses propios en las relaciones con otros (actos de autonomía privada), y al que el derecho enlaza los efectos más conformes a la función económico social que caracteriza su tipo (típica en este sentido)».

De la definición de BETTI sobre el negocio, destacan pues dos aspectos fundamentales: la de ser un acto de autonomía privada y contener por ello mismo una autorregulación o autodeterminación de intereses y por ende un contenido preceptivo, pues existe una íntima vinculación entre autonomía privada y contenido preceptivo, según se

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ha explicado anteriormente; y la de tener, en segundo lugar, una función económico social que caracteriza su tipo, esto es, una causa que lo eleva a la categoría de negocio jurídico de simple negocio de la vida social. El negocio jurídico no es en su concepto un simple supuesto de hecho abstracto y desvinculado de la realidad social. Por el contrario, en la construcción de BETTI, partiendo de la realidad social, del acto de autonomía privada como autorregulación de intereses privados, en vista de una función socialmente trascendente, se llega al carácter jurídico y por ende al concepto de negocio jurídico, como acto de la autonomía privada reconocido justamente en base a su función socialmente trascendente, razón por la cual el derecho atribuye los efectos jurídicos más adecuados a la función socialmente trascendente. Dentro de esta orientación preceptiva el negocio jurídico es ante todo una conducta o un comportamiento social, es una operación que nace en la vida social, y que cuando tiene una función socialmente trascendente es elevado al rango de negocio jurídico. Queda demostrado cómo, a diferencia del concepto de negocio jurídico como simple supuesto de hecho, delineado en base a la norma jurídica, la noción preceptiva de negocio jurídico lo vincula directamente con la realidad social. Desde este momento el negocio jurídico deja de observarse como una simple operación jurídicoformal, contenida y regulada en la norma jurídica, para observarse desde la realidad social, como instrumento social de autodeterminación de intereses particulares, sin dejar de lado obviamente su aspecto legal, descrito en la idea de BETTI a través de su reconocimiento jurídico en base a su función socialmente trascendente. Definido su concepto, luego de las ideas preliminares fundamentales sobre la autonomía privada, BETTI empieza a analizar el concepto mismo del negocio, indicándonos: «Que en el análisis de los aspectos bajo los que se considera en su propia definición, el negocio da lugar a tres distintas cuestiones: a) cómo es (forma); b)

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qué cosa es (contenido); por qué es (causa). Las dos primeras cuestiones atañen a la estructura (que es forma y contenido); la tercera, a la función. A la primera cuestión se debe responder que es un acto consistente, ora en una declaración, ora en un simple comportamiento. A la segunda se responde que contiene y da vida a una disposición, un precepto de la autonomía privada en orden a concretos intereses propios de quien lo formula; precepto destinado a tener eficacia constitutiva, es decir, a desplegar inmediatamente los efectos correspondientes». De esta forma, la opinión BETTI se distingue de la doctrina tradicional que ve en el negocio jurídico una declaración de voluntad destinada a la creación, modificación, regulación o extinción de efectos jurídicos, sin interesar la causa o su función, considerándola como un mero motivo concreto y determinante o uno abstracto, concepción que responde a la teoría clásica del acto jurídico y a las concepciones subjetivas sobre la causa estudiadas, así como de la doctrina que ve en el negocio jurídico un mero supuesto de hecho complejo, del cual la declaración de voluntad constituye uno de sus elementos, el elemento principal. Es una definición típica de la doctrina alemana moderna que caracteriza al negocio jurídico como simple supuesto de hecho, desentendiéndose de la función o causa, esto es, del aspecto funcional del negocio jurídico. La noción de BETTI del negocio jurídico, sin desconocer su carácter de ser un supuesto de hecho, es distinta, pues se le mira como un supuesto de hecho que contiene un precepto de la autonomía privada en vista de una función socialmente relevante y por ello mismo digna de tutela.

Obsérvese también que BETTI no niega que el negocio jurídico implique una declaración o un comportamiento, pues afirma que la forma del negocio (no en el sentido de formalidad, sino únicamente en el de manera de expresarse el precepto social) es justamente una declaración preceptiva o un comportamiento, es decir, cualquier

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conducta significativa y concluyente que exteriorice un precepto negocial, sino que afirma que tanto la declaración como el comportamiento no expresan «una voluntad», sino que contienen un precepto social, en el sentido de autorregulación o autodeterminación de intereses particulares. En su opinión, el contenido de la declaración es un precepto de la autonomía privada y por ende un precepto social. En su construcción el contenido de la declaración es un precepto social. Profundizando este carácter preceptivo del negocio, el ilustre autor nos dice que: «La declaración, por tanto, tiene naturaleza preceptiva o dispositiva, y, en consecuencia, carácter vinculante, el comportamiento tiene igualmente por sí tal carácter. Con ello, se quiere decir que declaración y comportamiento no son simples revelaciones externas, manifestaciones complementarias de un estado de ánimo interno o propósito; no son mera enunciación o indicio de un contenido psicológico cuya existencia sea ya jurídicamente trascendente como tal y demostrable en otra forma; enunciación o indicio con una pura eficacia representativa o probatoria y sin fuerza operante propia. Sino que, por el contrario, son determinación ordenadora de una línea de conducta frente a los demás, disposición con la que el individuo dicta reglas a sus relaciones con otros y que alcanza, por tanto, una trascendencia esencialmente social y una eficacia operativa propia, no válida en otra forma; eficacia que primero, lógicamente, se despliega sobre el plano social y después, merced a la sanción del derecho, está destinada a producirse también sobre el jurídico». Queda claro, en consecuencia, que para BETTI, la estructura del negocio jurídico tiene dos aspectos, el de la declaración o un comportamiento y el contenido preceptivo de los mismos en cuanto conllevan una regulación social de los propios intereses en sus relaciones con otros individuos, esto es, un precepto social o regulación de intereses sociales considerados trascendentes. Para BETTI la estructura del negocio no implica una declaración de voluntad, o un conjunto de ellas, dirigidas a la consecución de fines jurídicos o prácticos, sino una declaración o un comportamiento con una regla social de conducta respecto de intereses privados. Este

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valiosísimo aporte definitivamente ha revolucionado el concepto del negocio como una simple declaración de voluntad (o un conjunto de ellas, obviamente), o como un supuesto de hecho complejo. Obsérvese también que según BETTI la causa no forma parte de la estructura del negocio jurídico, pues los únicos elementos de su estructura son la declaración de voluntad o el comportamiento concluyente y significativo, y el contenido preceptivo. Es, pues, desde este momento que en la doctrina italiana se hace la distinción entre estructura y función. La causa, pues, no forma parte de la estructura del negocio jurídico en la concepción de EMILIO BETTI, ella corresponde al aspecto funcional. Este aspecto, como es obvio, será retomado después. Refiriéndose a la causa, en forma bastante escueta, BETTI nos dice: «Que finalmente se debe responder que todo tipo de negocio sirve a una función económica social característica suya (típica en este sentido), la cual al mismo tiempo que, normalmente, se tiene presente por quien lo realiza (constituyendo así la intención práctica típica), es tomada en consideración por el derecho, ya como razón justificante de la garantía y sanción jurídica, ya como criterio directivo para la configuración de efectos conforme ella. El derecho no concede su sanción al mero arbitrio, al capricho individual, al motivo eventual (que aun cuando no sea frivolo, sino plausible, permanece siendo intrascendente), sino a funciones que estime socialmente relevantes y útiles para la comunidad que rige y en que se desarrolla». De esta manera, se observa como BETTI, inicia la construcción de su concepto de causa del negocio jurídico, haciendo referencia a que se trata de la razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio, en vista de su función socialmente trascendente. Su noción de causa es antes que una noción jurídica una noción social, en correspondencia con su concepto social de negocio jurídico y de autonomía privada. BETTI no habla de la causa como la función jurídica, pues no parte del negocio jurídico como un simple supuesto de hecho, sino que en su criterio el negocio jurídico es antes que todo un negocio de la vida de relación.

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Expuesto con claridad su punto de vista sobre el negocio, BETTI critica la definición tradicional del negocio (coincidente con la del acto jurídico de la doctrina francesa), señalando que: «Una definición corriente, en cambio, caracteriza el negocio como una manifestación de voluntad dirigida a producir efectos jurídicos». Es la concepción que nosotros hemos denominado «clásica» y que hemos criticado siempre, considerándola modernamente inaceptable por no tomar en cuenta todos los aspectos fundamentales del negocio jurídico, entre ellos la causa. Y añade el mismo autor: «Esta calificación formal, inspirada en el famoso "dogma de la voluntad", no recoge su esencia. La cual reside en la autonomía, en la autorregulación de intereses en las relaciones privadas; autorregulación que el individuo no debe limitarse a querer, a desear, sino más bien a disponer, o sea, actuar objetivamente». Según BETTI: «Con el negocio el individuo no viene a declarar que quiere algo, sino que expresa directamente el objeto de su querer, y éste es una regulación vinculante de sus intereses en las relaciones con otros. Con el negocio, no se manifiesta un estado de ánimo, un modo de ser del querer, lo que tendría una importancia puramente psicológica, sino que se señala un criterio de conducta, se establece una relación de valor normativo». BETTI llega a señalar con profunda agudeza que la cuestión recae, no ya sobre el carácter de acto voluntario que todo negocio debe ostentar, sino sobre la función de la voluntad, sobre el lugar que a la voluntad debe asignarse en la estructura del negocio. Según nos dice el mismo autor: «No se niega que en la generalidad de los casos el individuo declara o hace alguna cosa querida. Se rechaza únicamente la idea de que la voluntad se encuentre, en el negocio, en primer plano y de que la concordancia de los efectos jurídicos con la función o razón (causa) del negocio deba también ser querida, como se pretende cuando se postula una voluntad dirigida a los efectos jurídicos». Y agrega: «No conviene en efecto olvidar que en el momento en que el negocio se concluye, el proceso volitivo ha recorrido ya, normalmente, su iter, ha alcanzado su meta definitiva, se ha agotado y concretado en una firme resolución, y los efectos son determinados por el derecho de conformidad con la función del negocio. El tenor de un negocio cualquiera muestra que en él se halla

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en primer plano la regulación de intereses dispuesta para el futuro, mientras que la voluntad está sólo en un segundo plano, como proyectada a la finalidad práctica de aquélla, la voluntad es fuente generatriz, pero no contenido de acto». Para BETTI, en consecuencia, no es posible definir el negocio jurídico como una declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos, porque si bien no se puede negar la existencia de una declaración, o de un comportamiento como una manera distinta a la declaración de voluntad, que en su concepción del negocio constituyen la forma, no en el sentido de formalidad negocial, insistimos; lo cierto es que para dicho autor se trata de la declaración o manifestación, no de una voluntad, sino de un precepto de la autonomía privada, de una autorregulación, autodeterminación de intereses privados en la vida de relación de los individuos; precepto social de regulación de intereses que para BETTI constituye el contenido del negocio jurídico. Además de ello, según esta concepción, el negocio requiere de una función distinta de su estructura, constituida por la forma y el contenido preceptivo antes indicados. Y es justamente esta función, económico social, la causa del negocio jurídico. La noción de negocio jurídico es, pues, desde este punto de vista, bastante distinta de la concepción del negocio como una declaración de voluntad. Punto de vista que el ilustre autor italiano crítica profundamente, por considerarla basada en el dogma de la voluntad. Sobre el particular, es conveniente mencionar otros textos del mismo autor, en los cuales expresa con suma claridad su crítica a esta concepción del negocio jurídico. Así, pues, nos dice que: «La concepción individualista, que inspira el dogma de la voluntad, impulsa inconscientemente a buscar la justificación del efecto jurídico a ocasionarse en la voluntad de la persona a cargo o provecho de la cual se produce, o de cuya actividad irradia, conduciendo así a exagerar la contribución que esta voluntad aporta a la verificación del efecto, y haciendo reconocer en ella su causa exclusiva o principal. (...). Ella hace creer en la omnipotencia de la voluntad individual (la cual en el fuero de la conciencia, no halla límites extrínsecos) e indu-

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ce así a desconocer los múltiples límites sociales y jurídicos de la autonomía privada». Como se puede apreciar, BETTI crítica en forma rotunda el concepto del negocio como declaración de voluntad, ya que no acepta que se trate de una declaración o de un comportamiento que exterioricen una voluntad de producir un determinado efecto jurídico (o conjunto de ellos), sino de una declaración o comportamiento con contenido preceptivo en el sentido de contener una autorregulación de intereses privados, en vista de la consecución de fines prácticos de trascendencia social. Si se observa bien, las criticas de BETTI, apuntan directamente contra la concepción clásica del negocio jurídico, defendidas ardorosamente por GIUSEPPE STOLFI, según se examinó líneas arriba. Es por ello mismo, que en dicha oportunidad, mencionamos, que es clásico en la doctrina italiana el debate doctrinario entre los dos autores: STOLFI por defender ciegamente la concepción tradicional del negocio jurídico, que coincide totalmente con la concepción clásica francesa del acto jurídico; y BETTI, por rechazar rotundamente esa orientación y entender que en el negocio jurídico no se debe hablar de declaración voluntad, sino de declaración preceptiva, que tiene un contenido preceptivo, en el sentido de autorregulación de intereses privados. Además de las discrepancias en la estructura misma del negocio jurídico, lo que separa a los dos autores, si se examina con atención sus planteamientos, es que mientras STOLFI parte del supuesto del negocio como una simple declaración de voluntad, BETTI elabora su teoría preceptiva sobre la base del concepto del negocio jurídico como un supuesto de hecho; lo que implica que según STOLFI la voluntad es la causa inmediata del efecto jurídico, mientras que para BETTI la declaración preceptiva es únicamente un elemento de la estructura del supuesto de hecho negocial, por cuanto los efectos jurídicos son siempre concedidos o atribuidos como respuesta por el ordenamiento jurídico a la realización del supuesto de hecho negocial. Por nuestra parte, no entendemos cómo todavía el día de hoy se puede sostener la idea que el negocio jurídico es una manifestación

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de voluntad que produce efectos jurídicos y realizada por el sujeto con el ánimo de producir efectos jurídicos. No podemos aceptar que se haya definido el acto jurídico en el artículo 140 del Código Civil peruano en base a esa orientación clásica. El efecto jurídico, en el caso del negocio jurídico, como de cualquier otro hecho jurídico, es consecuencia de la realización de la fattispecie o supuesto de hecho. No se puede decir más que la voluntad es la causa inmediata del efecto jurídico que el ordenamiento jurídico reconoce. Al decirlo se está desconociendo injustificadamente la función ordenadora del derecho, ya que los efectos jurídicos son siempre establecidos mediante normas jurídicas por el ordenamiento jurídico en correspondencia de determinados supuestos de hecho. Es por ello que BETTI critica sin compasión la concepción clásica que dice que la voluntad es la causa inmediata del efecto jurídico; como si se dijera que la voluntad tiene el poder de producir el efecto jurídico, debiendo únicamente el ordenamiento jurídico limitarse a reconocer el efecto querido. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, y como lo mencionamos en su oportunidad, este aspecto de la concepción clásica ha sido desterrado desde el preciso momento en que se entendió que el negocio jurídico era un supuesto de hecho complejo. La concepción de EMILIO BETTI no hace más que confirmar el derrumbe definitivo de la noción tradicional de negocio jurídico por parte de la teoría del supuesto de hecho. BETTI, concluye esta parte de su razonamiento, señalando que: «Por todas estas razones, que se compendian en una elemental exigencia de sinceridad constructiva, evitaremos cuidadosamente en nuestra exposición la calificación del negocio como declaración de voluntad, y hablaremos siempre de declaración preceptiva, reguladora de relaciones privadas». Es evidente en consecuencia la distinta naturaleza que le atribuye BETTI al concepto del negocio jurídico; siendo también diferente, como consecuencia lógica, su concepto de declaración, que ya no es de voluntad, sino que es una declaración preceptiva. Una vez precisado su concepto del negocio jurídico como acto de autonomía con contenido preceptivo, BETTI se ocupa de la distinción

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entre el negocio jurídico y los demás actos lícitos, lo que según la doctrina dominante sería la distinción entre el negocio y los actos jurídicos en sentido estricto. Según la posición mayoritaria esta distinción radica en que mientras en el negocio los efectos jurídicos son queridos, ya sea como efectos jurídicos o como efectos prácticos, en el acto jurídico, en sentido estricto, se producen con independencia de la voluntad de los sujetos dirigida hacia ellos, por la simple declaración o manifestación de voluntad; esto es, mientras en un caso se valora la intención jurídica o el propósito práctico, en el otro únicamente el comportamiento voluntario. En tal sentido, nos parece muy importante destacar la manera como BETTI distingue ambas categorías de hechos jurídicos: «Característica general común a todos los actos jurídicos lícitos es, como se dijo, la conformidad de los efectos jurídicos del acto a la conciencia que ordinariamente lo acompaña, y a la voluntad que normalmente lo determina. La citada conformidad de la nueva situación jurídica es fruto de una apreciación favorable que hace el orden jurídico de aquella toma de posición, típica, por la conciencia y la voluntad, pero es que en el negocio jurídico, precisamente por ser acto de autonomía, la conciencia y la voluntad del particular toman una actitud bastante más compleja que en los demás actos lícitos. Ellas aquí no se presentan, según el mismo tenor del acto, dirigidas a dictar una reglamentación válida en el futuro y orientadas hacia el fin práctico típico que informa dicho acto. La intención práctica asume aquí una significación preeminente y verdaderamente decisiva para la nueva situación jurídica, que debe ser amoldada a ella, valorándose así de una manera particularmente intensa. Por el contrario, nada de esto ocurre en los demás actos lícitos. La conciencia y voluntad del individuo no están en ellos dirigidas a prescribir a sus intereses una regulación para el futuro, no miran a un fin que trascienda del acto, sino que agotan su eficacia conduciendo a resultados más próximos, más circunscritos, de carácter inmediato y transitorio». En otras palabras, para BETTI la distinción no radica que en un caso se persiga el efecto y en el otro caso no, sino en el contenido preceptivo propio de los negocios y no de los actos jurídicos lícitos.

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Sin embargo, si se observa bien, BETTI pone énfasis que en el negocio jurídico se acentúa el significado del propósito práctico de los sujetos que han celebrado el negocio jurídico, el mismo que es valorado intensamente por el ordenamiento jurídico para la atribución de los efectos jurídicos negocíales. Esto nos demuestra entonces que en el negocio jurídico, entendido como supuesto de hecho, con contenido preceptivo o no, el efecto jurídico es atribuido por el ordenamiento jurídico a las declaraciones de voluntad, o declaraciones preceptivas, valorando intensamente el propósito práctico de los declarantes, pues es en base a él que se conceden los efectos jurídicos al supuesto de hecho negocial. BETTI hace hincapié también en que los efectos jurídicos son siempre consecuencia de la atribución del ordenamiento jurídico, es el derecho siempre el que atribuye los efectos jurídicos. En este sentido, nos señala que: «Es de competencia de los individuos determinar, en las relaciones entre ellos, los fines prácticos a alcanzar, y los caminos a seguir para ordenar sus propios intereses. Siendo competencia del orden jurídico valorar, cotejándolas con las finalidades generales, las categorías de fines prácticos que los individuos suelen proponerse, prescribiendo modalidades a sus actos y los requisitos de su validez y eficacia, y enlazándoles, por fin, situaciones jurídicas adecuadas que realicen con la máxima aproximación las funciones sociales a que aquellos fines corresponden. Cierto es que también la propia competencia privada está determinada por el orden jurídico, en el sentido de que éste le asigna límites e impone cargas. Pero el punto saliente es que respecto a la iniciativa privada el orden jurídico no tiene más que una función negativa, limitadora y ordenadora, y no es concebible que pueda sustituir al individuo en el contenido que es propiamente suyo, o sea, el dar existencia a aquello que es el contenido del negocio jurídico». BETTI, inmediatamente después, precisa la distinción entre contenido negocial y efectos jurídicos, diciendo: «Se afirma así la exigencia de distinguir netamente entre el contenido del negocio y los efectos jurídicos de él, en correlación a las diferentes esferas de competencia a que el uno y los otros están sujetos». Añade luego que:

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«El contenido preceptivo del negocio se somete a la competencia dispositiva de los individuos, dentro de la órbita en que ésta es admitida y circunscrita por la ley; los efectos jurídicos, en cambio, reciben su disciplina exclusivamente de la ley, están reservados a su competencia normativa. Mientras a las partes incumbe la tarea de modelar el contenido del negocio, es oficio del orden jurídico y sólo de él, no de las partes, determinar los efectos jurídicos que se acompañan al negocio». Se trata pues de un aspecto fundamental, que ya fue destacado también por la teoría del negocio jurídico como un supuesto de hecho, y que se encontró también obscurecido por la teoría clásica pandectista del negocio jurídico, coincidente con la teoría clásica francesa del acto jurídico. Por el contrario, desde el momento que el negocio jurídico se consideró en la doctrina como un supuesto de hecho, se entiende acertadamente que los efectos jurídicos son siempre atribuidos por el ordenamiento jurídico, y que los mismos nunca son consecuencia de la voluntad de los sujetos. Partiendo de su concepción preceptiva que entiende que el negocio es también un supuesto de hecho, pero con un contenido preceptivo, BETTI considera igualmente que es imposible que los efectos jurídicos sean consecuencia de la voluntad, estableciendo una magnifica distinción entre contenido y efectos jurídicos, que tendrá mucho éxito en la doctrina posterior. Distinción según la cual mientras a las partes corresponde determinar el contenido del negocio jurídico, corresponde únicamente al ordenamiento jurídico determinar la atribución de los efectos jurídicos a los supuestos de hecho negocíales materializados en la realidad, tomando en cuenta de manera fundamental el propósito práctico de los sujetos. Finalmente, y esto es muy importante de resaltar, sobre este aspecto, BETTI critica, como no podía ser de otro modo, la posición según la cual en el negocio jurídico, se requiere una voluntad dirigida a los efectos jurídicos, aun cuando sin tener clara conciencia de los mismos respecto de propia configuración jurídica, señalándonos que: «La traducción del precepto negocial en términos de derecho, la construcción técnica de los efectos jurídicos, es tarea exclusiva de la ley, razón por la cual se incurre en un evidente error de perspectiva profesional y confunde entre contenido y efectos jurídicos del negocio quien, de la normal presencia de una intención proyectada

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hacia las consecuencias prácticas típicas, discurre la necesidad de un querer vuelto .hacia el complejo de los efectos jurídicos sin un preciso conocimiento de su construcción técnico jurídica. En realidad, no existe ninguna necesidad de requerir también, junto al propósito práctico típico, una intención dirigida a los efectos jurídicos». En nuestro concepto la crítica que hace EMILIO BETTI de la concepción tradicional es demoledora y categórica, que no admite discusión alguna. Sin embargo, nótese también que vuelve a hacer referencia respecto de la distinción entre contenido y efectos jurídicos, destacando la valoración de la intención práctica típica, es decir, del propósito práctico que determina la celebración de negocios jurídicos. Hasta este momento del análisis del pensamiento de EMILIO BETTI, podemos establecer, que para este autor el negocio no es una declaración de voluntad, sino un acto de la autonomía privada consistente en una autorregulación de intereses, dispuesta para el futuro por los mismos individuos y que por ello mismo tiene un contenido preceptivo, que el derecho valora otorgando en concordancia con el mismo los efectos jurídicos más adecuados. Contenido preceptivo que distingue el negocio de los demás actos jurídicos lícitos y que es también materia de la voluntad de los participantes a través de la denominada intención práctica típica. De esta forma, BETTI destierra definitivamente la concepción de la declaración de voluntad dirigida a los efectos jurídicos.

No obstante lo cual, desde nuestro punto de vista, como ya lo hemos anotado, la contribución fundamental de BETTI, en la construcción del concepto del negocio jurídico, no está en señalar que éste es un supuesto de hecho 3, sino que la contribución fundamental 3

Pues esta característica había quedado ya claramente establecida por la propia doctrina alemana, desde que se entendió que, como todos los demás hechos jurídicos, el negocio

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de BETTI, hasta este momento del análisis de su obra, está, desde nuestro punto de vista, en el hecho de haber destruido la idea sobre la necesidad que la voluntad esté dirigida a los efectos jurídicos, y haber destacado por el contrario la valoración que hace el ordenamiento jurídico del propósito práctico de los sujetos al celebrar un negocio determinado. La mayor parte de la moderna doctrina, por no decir la casi totalidad, acepta que en el negocio jurídico los efectos jurídicos son generalmente consecuencia de la atribución de las normas jurídicas, habiendo de suprimir el escaso margen para hablar de consenso en que los declarantes buscan siempre la obtención de efectos prácticos, lo que ha sido denominado también por esa gran mayoría como la intención práctica típica, o el propósito práctico del negocio. Existe igualmente casi unanimidad en que los efectos jurídicos son siempre atribuidos valorando la intención práctica típica o el propósito práctico. En otros términos, gran parte de los puntos de vista de BETTI han sido recogidos por la mayoría de autores sobre el negocio jurídico, manteniéndose sin embargo la discusión sobre el contenido preceptivo o no del negocio jurídico, tema que se encuentra vinculado íntimamente con el de la causa del negocio, entendida como la función económica social, según se verá en unos momentos, ya que la autorregulación de intereses privados se hace siempre en los negocios de la vida social en vista de la obtención de fines prácticos, según la opinión de BETTI, los cuales cuando son considerados merecedores de la tutela legal, justifican el reconocimiento de dicho negocio de la vida social como un negocio jurídico. Estas opiniones de BETTI nos muestran que en su concepción sobre el negocio jurídico, el elemento fundamental que caracteriza la existencia de un acto de autonomía privada como negocio jurídico, lo que decide cuándo un acto de autodeterminación de intereses es implica también un supuesto de hecho o presupuesto abstracto y se entendió definitivamente que los efectos jurídicos eran siempre atribución del ordenamiento jurídico.

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negocio o no, es justamente la causa, entendida como su función socialmente trascendente. Y esto nos muestra con suma claridad, la importancia de la causa dentro de la noción del negocio jurídico. La causa, según se entiende modernamente, no es un simple aspecto más del negocio o del contrato, sino que es el requisito fundamental que determina cuándo un acto de voluntad es negocio o no y cuándo produce o no efectos jurídicos. Prosiguiendo, conviene precisar, aún más, el pensamiento de BETTI sobre el contenido preceptivo del negocio jurídico. Sobre este punto BETTI nos dice enfáticamente: «El elemento central y propiamente característico del negocio jurídico es el contenido de la declaración o del comportamiento. Declaraciones y comportamientos trascendentes en el campo del derecho privado pueden tener el más variado contenido. (...) En realidad, lo que el individuo declara o actúa con el negocio es siempre una regulación de intereses propios en las relaciones con otros sujetos, de la cual advierte aquél el valor socialmente vinculante antes aún de que sobrevenga la sanción del derecho. Característica del negocio es que ya su supuesto de hecho, antes aún que su efecto prescriba una reglamentación obligatoria, la cual, reforzada que sea por la sanción del derecho, está destinada a elevarse a precepto jurídico». Finalmente, BETTI, sobre este punto nos dice que: «Estos caracteres hacen también comprender dentro de qué límites un precepto de la autonomía privada es posible y plausible, y, por tanto, capaz de trascendencia jurídica. Se trata de límites reconocidos por la conciencia social, aun antes que impuestos por el orden jurídico».

Esta última afirmación de BETTI nos muestra con toda claridad cómo en materia de negocios jurídicos y, por ende, de causas o funciones económico sociales, lo primero, antes que la valoración del derecho, es lo considerado ya vinculante por la conciencia social, ya que el derecho no hace sino recoger algunas de dichas manifestaciones y elevarlas a las categorías de actos negocíales. Esto explica sobremanera por qué la causa para BETTI, es la función

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económico social y no la función jurídica o la función típica y abstracta del negocio jurídico. Si la causa fuera para BETTI únicamente la función jurídica, el punto de partida de su construcción sería la del negocio jurídico como simple supuesto de hecho, sin contenido preceptivo. Partiendo del contenido preceptivo, BETTI llega pues a entender la causa como una noción eminentemente social. Si se afirma, por el contrario, que el negocio jurídico es un simple supuesto de hecho, del cual su elemento fundamental es la declaración de voluntad, no habrá ningún problema en afirmar que la causa es la función jurídica del negocio, establecida por la propia norma jurídica para cada figura negocial, o para una determinada categoría de actos negocíales. Por el contrario, si se señala que el negocio es un precepto de la autonomía privada, que existe en la vida social por iniciativa espontánea de los particulares, y que es posteriormente elevado a la categoría de negocio jurídico, cuando el derecho valora su función socialmente trascendente como digna de la tutela legal, resulta lógico señalar que la causa, en vez de ser la función jurídica es la función económico-social considerada relevante, ya que antes el negocio existe por sí en la vida de relación, que en las normas jurídicas que lo reconocen y dotan de efectos jurídicos. En otras palabras, si aceptamos la premisa que el negocio jurídico es un supuesto de hecho que contiene una o más declaraciones de voluntad que producen efectos jurídicos, no nos queda otro camino que señalar que su causa, dentro de la concepción objetiva, es su función jurídica o la finalidad típica y abstracta, siempre idéntica en todos los contratos de una misma categoría o tipo. Por el contrario, cuando se señala que el negocio existe en la vida social con independencia de su reconocimiento jurídico, es necesario e imprescindible admitir que su causa es su función económico-social, pues el negocio como tal siempre tiene una, aun antes de su reconocimiento jurídico, porque toda autorreglamentación de intereses es generalmente establecida en vista de una finalidad práctico social o función económico social.

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1.5.

El valor y el contenido del significado social de la autonomía privada y del negocio jurídico como su manifestación más importante. La necesidad de abandonar concepciones legalistas y abstractas. La tipicidad legal y la tipicidad social. La noción de lo socialmente digno o legítimo o razonable como fundamento de la eficacia jurídica de los actos de autonomía privada. La teoría preceptiva en materia de autonomía privada plantea en esencia, como ya lo hemos visto en el punto anterior, que sólo deben merecer la calificación, o mejor dicho, la caracterización de negocios jurídicos y contratos, los actos de la autonomía privada que estén dirigidos a cumplir una función económico social. Se entiende por esta última, dentro de la concepción de EMILIO BETTI, la función práctica que tiene trascendencia social o que es útil socialmente, o que responde a un interés social, por su relevancia, constancia y normalidad, aprobada por la conciencia social y que por ello mismo el derecho la considera digna de tutela. El aspecto fundamental de esta teoría se muestra no tanto con respecto a los negocios y contratos tipificados legalmente, sino principal y fundamentalmente con relación a los contratos atípicos, ya que en los típicos, al estar su función económico social incorporada en el esquema negocial establecido por la norma jurídica, es evidente que la función social del negocio jurídico y del contrato ha sido ya valorada por el ordenamiento jurídico como una función socialmente trascendente y por lo mismo digna de la tutela legal, dentro de la lógica de esta orientación. En los contratos atípicos, por el contrario, no se produce esta valoración específica y anticipada de su función social y es por ello precisamente que respecto de los mismos se plantea en toda su magnitud la cuestión sobre el significado social de la autonomía privada. Los contratos atípicos, como es evidente, para su justificación y admisión por el ordenamiento jurídico requieren necesariamente de una valoración por parte de las normas jurídicas, la misma que se da, no a través de un esquema legal específico o tipo legal, salvo el caso de los contratos mixtos (que son el resultado de la combinación libre y voluntaria de dos o más tipos legales), sino a través de esquemas legales genéricos que reconozcan la posibilidad

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de celebrar contratos no tipificados legalmente, en la medida que se cumplan con determinados requisitos legales y de valoración social. Por ello, insistimos, el significado social de la autonomía privada adquiere un matiz fundamental en el supuesto de los contratos atípicos, por cuanto en ellos la valoración del resultado social debe ser realizada en cada caso en concreto, es decir, debe establecerse si su función social es digna o no de tutela y reconocimiento. La valoración del resultado social de los contratos atípicos implica necesariamente acudir al concepto de causa del contrato y del negocio jurídico en general, entendiendo la causa como función social que justifica el reconocimiento de un acto de autonomía privada como contrato y, por ende, como acto de autonomía privada digno de reconocimiento jurídico. Si aceptamos que la causa es la razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio jurídico y por ende del contrato y también de su eficacia jurídica, tenemos que aceptar necesariamente que todos los negocios jurídicos y contratos típicos tienen una causa, porque de lo contrario no habrían sido establecidos y reconocidos específicamente por el ordenamiento jurídico como figuras especíales de negocios jurídicos. En este sentido, nos parece que en todos los negocios y contratos típicos existe siempre una función socialmente útil, que ha llevado al ordenamiento jurídico a reconocerlos y sancionarlos como tales. Por ello es que consideramos que sí se puede hablar o aceptar la noción de causa como función socialmente útil en los negocios y contratos típicos. En este sentido, podemos aceptar, restringidamente, la identificación entre la causa y la función económico social, tal como fue concebida por EMILIO BETTI, pero sólo para el caso de los negocios jurídicos típicos. No se olvide que en la concepción de BETTI la causa se entiende como la función socialmente útil del negocio jurídico. Función socialmente útil en el sentido de ser socialmente trascendente y relevante por satisfacer una necesidad común y general a todos los miembros de una determinada sociedad. Ahora bien, al aceptar la casi totalidad de los autores (posteriores a BETTI) que se puedan celebrar contratos atípicos que no estén

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tipificados socialmente, sino que sean exclusiva creación de la voluntad de los particulares, en forma indirecta e inconsciente dicha doctrina posterior a BETTI ha modificado substancialmente el concepto de causa como la función socialmente relevante del contrato. En efecto dentro de la concepción de BETTI, denominada teoría preceptiva de la autonomía privada, sólo merecían el reconocimiento jurídico los actos de autonomía privada que estuvieran dirigidos al logro de una función socialmente útil, bien se trate de negocios tipificados legalmente o de aquellos otros tipificados socialmente. De esta manera se acepta actualmente en la doctrina italiana, y estamos de acuerdo con ello, que en los negocios jurídicos tipificados legalmente, la causa es la función socialmente relevante y constante, que ha determinado al ordenamiento jurídico a sancionar específica y típicamente, las distintas figuras de negocios y contratos típicos. En este sentido la moderna doctrina italiana y española han seguido fielmente la concepción de BETTI. La han seguido también al aceptar la categoría de los contratos tipificados socialmente. En efecto, nadie duda que se encuentra perfectamente legitimada la noción de tipicidad social, pues existen muchos contratos que se encuentran tipificados, contando con una detallada regulación, no por un esquema legal, sino por su uso constante en una determinada realidad. Más aún podemos decir que uno de los principales aportes de la teoría preceptiva del negocio jurídico es, sin lugar a dudas, la formulación de la categoría de la tipicidad social por contraposición a la de tipicidad legal, por cuanto no hace sino mostrar claramente un fenómeno contractual que se presenta en toda realidad, con independencia de la valoración normativa. Desde ese momento nadie duda de la legitimidad de la categoría de la tipicidad social, como algo perfectamente adicional y compatible con aquella de la tipicidad legal. Sin embargo, la moderna doctrina sobre la autonomía privada, no ha seguido totalmente la noción de tipicidad social desarrollada por BETTI, pues ha utilizado para estos negocios jurídicos la calificación de contratos atípicos. Es decir, se acepta que una modalidad de contratos atípicos es justamente la de aquellos que se encuentran tipificados socialmente, además de los denominados contratos mixtos. Esto significa en consecuencia que si bien se acepta

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de buena gana el concepto de tipicidad social, se entiende que lo tipificado socialmente es atípico legalmente, a diferencia del pensamiento de EMILIO BETTI, por cuanto en su elaboración doctrinaria lo atípico no tiene justificación dentro del ámbito de los actos de la autonomía privada, debiendo estar todo siempre tipificado, bien sea legal o socialmente, en consideración a una función socialmente útil y por ello trascendente y merecedora de tutela legal. Modernamente se entiende que una de las modalidades de contratos atípicos es justamente aquello de los que se encuentran tipificados socialmente, pero poniendo énfasis en que dicha tipificación social no los convierte en contratos típicos, pues se tratará siempre de figuras atípicas, en el entendimiento que sólo la norma jurídica puede tipificar figuras contractuales y negóciales en general. Por el contrario, los autores modernos se han alejado definitivamente de la formulación de BETTI al aceptar que los contratos atípicos puedan ser obra de la creación exclusiva de los particulares, lo cual BETTI no aceptó en ningún momento, pues dentro de su construcción conceptual, lo atípico no existe, sino únicamente lo tipificado legal o socialmente; siendo esto último todo aquello que por su constancia, normalidad y trascendencia social, haya sido aprobado por la conciencia social, determinando definitivamente la aprobación o el reconocimiento por parte del ordenamiento jurídico. Dicho de otro modo, la moderna doctrina sobre el significado social de la autonomía privada admite que pueden existir contratos atípicos que no sean mixtos o que no se encuentren tipificados socialmente, sino que sean creación de la exclusiva iniciativa de los particulares, pero en la medida que estén orientados al logro de una función socialmente digna o razonable, aun cuando no sea socialmente útil o trascendente para toda la comunidad. Dentro de una concepción que identifique la causa con la función socialmente útil y trascendente del contrato lo estrictamente individual no puede tener cabida, ya que sólo aquello que responda a intereses generales puede ser considerado socialmente útil, socialmente trascendente, por su constancia, normalidad y relevancia social. La causa como la función socialmente útil o trascendente ha quedado relegada en la moderna doctrina sobre la autonomía privada

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al ámbito de los negocios y contratos típicos y al de los contratos, que no estando tipificados legalmente, lo están sin embargo socialmente. La causa dentro de la teoría de la función económico social, como orientación teórica, no se ha entendido únicamente como la función socialmente trascendente del negocio jurídico, sino en general como la función socialmente razonable o plausible. Dicho de otro modo, el significado actual sobre el valor social de los actos de autonomía privada señala, con toda claridad, que todos los actos que estén orientados al logro de una función socialmente digna y razonable, aun cuando se trate de una función estrictamente individual, por satisfacer únicamente una necesidad también individual o privada, merecen el reconocimiento y la tutela del sistema jurídico como contratos atípicos, a pesar de no estar tipificados socialmente, ni ser resultado de la combinación de dos o más tipos legales. Este es justamente el significado social de la autonomía privada en las orientaciones modernas sobre el particular, concepto que no se limita a observar las figuras negóciales y contractuales como meros esquemas formales o legales, carentes de contenido humano y significado. La función ordenadora del derecho de las conductas de los hombres que deben ser vinculantes jurídicamente en correspondencia con el propósito práctico que los hubiere determinado, no puede establecerse únicamente en base a significados exclusivamente sociales, o simples hechos sociales, pues supone como toda valoración normativa, una conformación jurídica a través de normas jurídicas. Y son justamente las normas jurídicas las que nos dicen qué resultados prácticos o funciones sociales son las que deben merecer la protección legal y justificar el reconocimiento y la eficacia jurídica de un acto de la autonomía privada, entendido como una autorregulación de intereses particulares con miras a la satisfacción de determinadas necesidades, den sean socialmente útiles, socialmente necesarias o estrictamente individuales pero socialmente dignas y razonables. Todos los negocios jurídicos en un determinado ordenamiento jurídico deben estar justificados y reconocidos mediante una determinada función jurídica, bien se trate de una función jurídica típica o específica establecida en in tipo negocial, o bien se trate de una función jurídica genérica establecida en un esquema genérico de negocios jurídicos. Función jurídica que debe ser también querida por

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los sujetos y que permite la valoración de las finalidades concretas y determinantes de los mismos al celebrar los negocios. De esta manera, pensamos, se tiene una visión realista de los contratos y negocios jurídicos en general, apreciándolos como conductas sociales pero con un significado jurídico, y se puede sancionar la ausencia de causa cuando el negocio no se ajuste a una determinada función jurídica típica o cuando no merezca ser reconocido y tutelado jurídicamente, por representar una función socialmente absurda en el caso de los no tipificados. Del mismo modo, se podrá sancionar las hipótesis de causa ilícita cuando el propósito práctico de las partes esté dirigido a una finalidad ilícita o inmoral. Todo esto significa que no basta con una función jurídica específica o genérica, se requiere además que cada negocio jurídico tenga una causa concreta, esto es, una función social típica o genérica, materializada en la realidad en concordancia con las finalidades : concretas perseguidas por los sujetos que lo han celebrado. El aspecto social de la causa es de trascendental importancia porque es precisamente a través del significado social de la misma que se ; establecen los diferentes tipos o esquemas genéricos de negocios jurídicos. La norma jurídica siempre toma en cuenta para la atribución de efectos jurídicos conductas sociales de los individuos, en otras palabras, el aspecto social de la causa es el que sirve para justificar la existencia de las funciones jurídicas y por ende de las diferentes figuras de negocios jurídicos. Sería imposible para el legislador en cualquier sistema jurídico establecer y prever en abstracto todas las funciones sociales consideradas dignas de la protección legal.

Por ello es necesario que el legislador se remita al valor social de determinadas conductas o comportamientos para el establecimiento de las diferentes figuras negóciales. La justificación de los contratos atípicos se garantiza con el establecimiento de una función jurídica genérica que establezca que toda autorregulación de intereses

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privados dirigida a la consecución de una función socialmente razonable y digna, deberá ser elevada al rango de negocio jurídico y por consiguiente jurídicamente vinculante. Nuestra concepción sobre la autonomía privada, toma en cuenta tanto el aspecto legal como el aspecto social e individual, sobre la base que la sociedad está conformada por individuos que tienen necesidades e intereses semejantes y distintos, que no están necesariamente vinculados con los intereses comunes de todos los miembros de la misma sociedad. En nuestra opinión los intereses estrictamente individuales, en cuanto sean considerados socialmente razonables, serios y dignos, deben merecer la protección legal. Es decir, el derecho debe acudir al criterio social de lo que es normalmente legítimo o debe serlo. Existe pues una íntima vinculación entre el lado social y jurídico del aspecto objetivo de la causa. Ambos lados conforman un mismo concepto, referido al aspecto objetivo de la causa, entendida como la razón justificadora del reconocimiento y de la eficacia jurídica del negocio jurídico como acto de la autonomía privada consistente en una autorregulación de intereses privados en miras a un propósito práctico o resultado práctico socialmente razonable y digno. Del mismo modo, debe también darse relevancia a las motivaciones concretas y determinantes de los sujetos, cuando las mismas se evidencien a través de la estructura negocial como la base o razón única y determinante de la celebración del negocio. Entendiendo que es necesario además que los sujetos deseen también alcanzar el fin jurídico del negocio para que el mismo sea válido y vinculante jurídicamente.

1.6.

Conclusiones sobre el significado social de la autonomía privada

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La función ordenadora del derecho se manifiesta en los sistemas jurídicos a través de la valoración normativa de los diferentes actos de autonomía privada, mediante esquemas legales que pueden ser específicos o genéricos. Todo acto de autonomía privada para ser jurídicamente vinculado debe ser valorado o medido normativamente. La autonomía privada es desde este punto de vista, un fenómeno fundamentalmente jurídico, teniendo todos los actos consecuencia de ella, un carácter jurídico.

-

Sin embargo, todo acto de autonomía privada tiene, además, de su significado jurídico un contenido social, pues supone también una autorregulación de intereses privados, con miras a satisfacer determinadas necesidades.

-

La valoración jurídica de los actos de autonomía privada se hace precisamente en función del significado y social de los mismos.

-

Desde este punto de vista, la autonomía privada es un fenómeno

-

Es en base al carácter social de la autonomía privada que se justifica el reconocimiento jurídico de las figuras contractuales atípicas que no se encuentran tipificadas socialmente ni son resultado de la combinación de dos o más tipos legales, en la medida que estén dirigidos al logro de una función socialmente razonable y digna, aun cuando no sea socialmente útil.

-

Es precisamente la comprensión del significado social de la autonomía privada lo que permite entender a cabalidad la evolución de los sistemas de contratación y la aparición de nuevas figuras contractuales atípicas sin respaldo de ningún tipo legal o social.

1.7.

La concepción normativa del negocio jurídico como supuesto de hecho con contenido de norma jurídica y la orientación

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mercantilista del sistema contractual en el derecho moderno. La necesidad de suprimir el significado social de las operaciones contractuales en la contratación masiva para justificar y legitimar la imposición y predisposición de los términos contractuales por los más poderosos económicamente 1.7.1. El dogma de la voluntad en el campo contractual y los principios clásicos de la libertad de contratar y de libertad contractual Según hemos visto, el contrato es definido en la doctrina como un acuerdo de voluntades que produce efectos jurídicos patrimoniales, en la medida que se cumpla con una serie de elementos, presupuestos y requisitos estructurales de orden legal, entre los que destaca como elemento fundamental, como es evidente, el consentimiento de las partes contratantes, la finalidad lícita, el objeto, la capacidad legal de ejercicio, la forma prescrita bajo sanción de nulidad si se trata de un contrato solemne, etc. Por ello nadie duda que el contrato puede ser caracterizado adecuadamente como un acuerdo de voluntades, consecuencia de la perfecta coincidencia entre la oferta y la aceptación. En tal sentido el artículo 1351 del Código Civil señala que el contrato es el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial. Debido a la importancia del consentimiento en la estructura contractual y en la teoría general del contrato, uno de los principios fundamentales en materia de contratación es el de la «autonomía privada», denominado también clásicamente dentro de una orientación individualista y voluntarista «autonomía de la voluntad», el mismo que a su vez se subdivide en dos principios: el de la libertad de contratar y la libertad contractual. La libertad de contratar es entendida como la facultad que tiene el sujeto de decidir libremente si celebra o no un contrato, o lo que es lo mismo como el derecho del sujeto a

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decidir si contrata o no; mientras que la libertad contractual es considerada como la facultad que tienen las partes de poder decidir libremente los alcances del contenido del contrato que celebren. Desde este punto de vista se entiende que si en un caso particular no existe libertad de contratar por encontrarse un sujeto obligado a celebrar un contrato, no habría contrato, sino que se trataría simplemente de un hecho jurídico. En igual sentido, para que exista un contrato es necesario que el contenido de éste haya sido libremente negociado por ambas partes. La libre negociación de los contratos es en definitiva uno de los fundamentos sobre los que descansan los sistemas de contratación en los diferentes sistemas jurídicos. Por ello el artículo 1362 del Código Civil peruano señala que los contratos deben negociarse, celebrarse y ejecutarse según las reglas de la buena fe y común intención de las partes. Ahora bien, la libertad contractual, como no podía ser de otro modo, tiene sus límites, establecidos por el respeto a las normas imperativas, los principios de orden público y las buenas costumbres, entendidas como reglas de convivencia social aceptadas por los miembros de una comunidad como de cumplimiento obligatorio. Por ello el artículo 1354 del Código Civil señala con toda claridad que las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato, siempre que no sea contrario a norma legal de carácter imperativo. Esto significa en consecuencia que los contratos no sólo deben haber sido celebrados libremente, sino que el contenido del mismo, es decir, el conjunto de cláusulas, términos y condiciones contractuales, deben haber sido establecidas libremente por las partes.

No obstante lo cual, la experiencia en todos los diferentes sistemas jurídicos ha venido demostrando desde hace mucho tiempo atrás, que la mayor cantidad de los contratos que se

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celebran modernamente no son negociados, esto es, que los términos, condiciones y cláusulas contractuales no son producto de la libre negociación entre las partes, sino que en muchos casos es sólo una de las partes la que impone a la otra la totalidad del contenido contractual, teniendo la otra parte únicamente la alternativa de decidir si celebra o no el contrato, en consideración al principio de la libertad de contratar. En la actualidad, lo podemos comprobar diariamente, la mayor parte de contratos no son libremente negociados entre las partes, sino constituyen el resultado de la imposición de una de las partes contratantes, por lo general, la parte más fuerte y poderosa económicamente. 1.7.2.

La justificación política y económica de la categoría de los contratos celebrados por adhesión y la libertad contractual en los sistemas modernos de contratación La característica de los sistemas de contratación modernos es la imposición por una de las partes de la totalidad del contenido contractual a la parte contratante más débil. Esta modalidad de contratación denominada «contratos por adhesión» es definida acertadamente en el artículo 1390 del Código Civil cuando dispone que el contrato es por adhesión cuando una de las partes, colocada en la alternativa de aceptar o rechazar íntegramente las estipulaciones fijadas por la otra parte, declara su voluntad de aceptar. Inicialmente la doctrina contractualista fue reacia a aceptar la nueva modalidad de contratación por adhesión, en el entendimiento que no se daba cumplimiento en ellos al principio de la libertad contractual. No obstante lo cual, progresivamente, los mismos fueron aceptándose, en la medida que los hechos fueron demostrando que pese a no existir libertad contractual, estaba siempre presente la libertad de contratar, hasta su aceptación definitiva en la doctrina moderna como una de las modalidades de contratación utilizadas con más frecuencia en las economías modernas.

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Como es evidente, la utilización frecuente de contratos celebrados por adhesión no sólo es expresión de una realidad económica, sino que sirvió también como mecanismo jurídico para favorecer la contratación moderna, en la medida que dicha modalidad facilita la contratación rápida y veloz que exigen los tiempos actuales al no existir negociación entre las partes respecto de los términos de los contratos que se celebran. Sin embargo, un nuevo recurso o mecanismo jurídico para favorecer la contratación moderna aparecería en la doctrina contractualista, que aun cuando tiene puntos de coincidencia con los contratos por adhesión, reúne características propias que la distinguen de los mismos con nitidez. Se trata de las denominadas cláusulas generales de contratación. Este nuevo mecanismo jurídico, al igual que los contratos celebrados por adhesión, no ha sido producto de la imaginación de juristas y doctrinarios, sino expresión de una realidad económico-social y, como tal, regulado adecuadamente en los códigos civiles modernos. 1.7.3. Las cláusulas generales de contratación como mecanismo jurídico moderno para favorecer la contratación en gran escala y expresión contractual del fenómeno económicosocial de la producción masiva de bienes y servicios Como bien es sabido, las cláusulas generales de contratación, denominadas también en la doctrina condiciones generales de contratación, son un reglamento contractual establecido por una persona o entidad, generalmente una empresa productora de bienes y servicios, con el fin de establecer el contenido de una serie indefinida de futuros contratos particulares que se celebren en base a ellas con elementos propios de cada uno de dichos contratos particulares. Este nuevo mecanismo de contratación moderna no constituye en sí mismo una modalidad de contratación, menos aún una figura o categoría contractual, sino simplemente un instrumento o mecanismo de

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contratación para uniformizar contratos que serán celebrados masivamente o en serie por una empresa productora de bienes y/o servicios con una cantidad indefinida de clientes o consumidores. Las cláusulas generales de contratación son definidas acertadamente en el artículo 1392 del Código Civil cuando señala que las mismas son aquellas redactadas previa y unilateralmente por una persona o entidad, en forma general y abstracta, con el fin de fijar el contenido normativo de una serie indefinida de futuros contratos particulares, con elementos propios de ellos. Consiguientemente, en sí mismas, abstractamente consideradas, las cláusulas generales de contratación no tienen fuerza obligatoria, ni producen efectos de tipo contractual, hasta que no pasen a formar parte, es decir, integrar el contenido de los contratos particulares que se celebren en base a ellas. Se trata en consecuencia de un reglamento o esquema contractual conformada por diversas cláusulas de carácter general preestablecidas y destinadas a incorporarse a futuros contratos particulares, que deberán tener elementos propios y específicos de cada uno de dichos contratos. Se trata de una declaración unilateral de voluntad de quien las ha predispuesto que sólo producirá efectos jurídicos una vez que las mismas se hayan incorporado a cada uno de los futuros contratos particulares que se celebren con arreglo a ellas. Ahora bien, como es evidente, la incorporación de las condiciones generales a los futuros contratos que se celebren en masa con arreglo a aquéllas, teniendo desde ese mismo momento fuerza vinculante y carácter obligatorio, no es automática, sino que requiere como primer paso de su incorporación a la oferta de los contratos particulares, la que luego de ser aceptada dará lugar al nacimiento de dichos contratos, momento en el cual las cláusulas generales adquirirán la fuerza obligatoria antes mencionada. Sin embargo, debe quedar claramente establecido desde un primer momento que las cláusulas generales de contratación, a pesar de denominarse

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«cláusulas generales», en sí mismas, antes de su incorporación a los contratos particulares celebrados masivamente, no tienen fuerza vinculante ni carácter obligatorio alguno y que como paso previo a la incorporación al contrato requieren ser incorporadas a las ofertas que se formulen para celebrar dichos contratos particulares. Puede afirmarse, por consiguiente, que las denominadas cláusulas generales de contratación sirven para uniformizar el contenido de contratos que serán celebrados masivamente o en serie por una empresa con una cantidad indeterminada de consumidores, favoreciendo de esta forma la rapidez y celeridad que exige la contratación moderna. Las cláusulas generales de contratación, según se ha explicado anteriormente, no son el resultado del refinamiento o del capricho intelectual de un jurista o grupo de estudiosos del derecho contractual, o de la necesidad de crear nuevas figuras para el ámbito de la contratación, sino que las mismas son también, al igual que los contratos por adhesión, la expresión jurídica de una realidad fundamentalmente económica, que se caracteriza no sólo por la presencia de grupos de empresas monopólicas productoras o proveedoras de bienes y servicios que están en una situación de privilegio, y por ende en capacidad de imponer a los más débiles económicamente la totalidad de los términos de los contratos que ofrezcan, sino también por la necesidad de un consumo masivo y muchas veces angustiante de bienes y servicios que se pretende satisfacer mediante la producción masiva igualmente de dichos bienes y servicios.

Este fenómeno de producción y consumo masivo de bienes y servicios ha determinado a su vez que la contratación para satisfacer ambas fuerzas deba ser rápida y

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sencilla, evitando en la medida de lo posible la discusión y libre negociación de muchos aspectos del contenido de los contratos particulares. La solución más sencilla para lograr esta finalidad la ofrecen sin lugar a dudas los contratos por adhesión, ofrecidos, bien sea en base a formularios prerredactados o no, en la medida que la empresa fabricante, productora o proveedora, impone a la otra parte, es decir, los consumidores, la totalidad de los términos y condiciones de los contratos que ofrecen masivamente, evitando cualquier discusión o negociación sobre el contenido de los mismos. Sin embargo, sucede muchas veces que una sola empresa no tiene el monopolio de un determinado bien o servicio, sino que en un mismo mercado varias empresas ofrecen los mismos bienes y servicios, compitiendo entre ellas por la captación de clientes o consumidores. En esos casos no es del todo conveniente la utilización de los contratos por adhesión, pues podría significar la pérdida de un lugar importante en el mercado en beneficio de la competencia. Es preferible utilizar cláusulas contractuales redactadas previa y unilateralmente por cada una de las empresas proveedoras de los bienes y servicios consumidos masivamente, a fin de celebrar contratos en serie o en gran escala de la manera más rápida y sencilla con la masa de consumidores, buscando lograr o mantener una posición sólida en el mercado y en competencia exitosa con las demás empresas. Las cláusulas generales cumplen como función primordial la de favorecer la contratación masiva de bienes y servicios, haciéndola más rápida y sencilla, evitando discusiones sobre aspectos del contenido de los contratos que ya vienen preestablecidos con anticipación, pero posibilitando la libre negociación de algunos aspectos del contenido contractual a fin de no asfixiar al consumidor. El legislador peruano ha distinguido acertadamente las cláusulas generales de los contratos por adhesión, pues mientras en estos últimos la nota fundamental es que no

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existe negociación sobre los términos contractuales que son impuestos necesariamente por una parte a la otra, en las cláusulas generales, gran parte de los términos contractuales vienen predispuestos con el fin de acelerar la contratación, pero existiendo la posibilidad de negociar elementos propios de cada uno de los contratos particulares. Evidentemente, cuando las empresas ofrecen contratos por adhesión en base a formularios prerredactados o predispuestos, no se estará ante el fenómeno de las cláusulas generales, sino exclusivamente ante un contrato por adhesión ofrecido en base a formularios predispuestos. La nota característica de las cláusulas generales es la de acelerar la contratación masiva, dejando abierta la posibilidad a alguna negociación entre las partes, pero imponiendo el contenido de los contratos incluido en las condiciones generales. Como se podrá observar, existen elementos comunes entre ambas figuras, pero diferencias insalvables que impiden su confusión. Dentro de las características de las cláusulas generales destaca en primer lugar, como es evidente, la de su predisposición, por cuanto son un instrumento utilizado por todas las grandes empresas proveedores de bienes y servicios consumidos o utilizados masivamente, que tienen en consecuencia necesidad de celebrar contratos particulares en gran escala, esto es, en masa o en serie con sus clientes, es decir, con los consumidores de los bienes y servicios que proveen, fabrican o producen, estableciendo por anticipado gran parte del contenido contractual de los mismos, con el fin de evitar la discusión o negociación sobre todo el contenido del contrato, dejando abierta la posibilidad de negociación únicamente respecto a los elementos propios de cada uno de los futuros contratos particulares. Sería absurdo, imaginar por un momento, que una empresa proveedora de un bien o servicio que se utiliza en forma permanente y masiva, tenga que establecer caso por caso el contenido de cada uno de los contratos que celebre con cada

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uno de los consumidores respecto del mismo producto o servicio. Con la utilización de las cláusulas generales se facilita la contratación en serie, haciéndola más rápida y fluida. Para ello la predisposición de las mismas es una característica esencial, que no se presenta necesariamente en los contratos por adhesión, a pesar que los mismos se ofrecen también en gran medida en base a formularios predispuestos, según se ha indicado antes, aun cuando es bueno insistir que en esos casos se estará frente a los contratos por adhesión, no a las cláusulas generales de contratación. 1.7.4. La generalidad y abstracción como notas características de las cláusulas generales de contratación Como consecuencia de su naturaleza predispuesta, señalada claramente en el artículo 1392 cuando indica que las mismas son «redactadas previa y unilateralmente», otra característica esencial de las cláusulas generales es la de que son siempre abstractas, es decir, pensadas no en un contratante en particular, sino en una masa indeterminada de consumidores o futuros contratantes, y generales, en el sentido que serán de aplicación a una gran cantidad de futuros contratos, que serán celebrados con uniformidad justamente en base a las mismas cláusulas y no en consideración a un contrato en particular. Por ello en la doctrina se entiende que las cláusulas generales son un reglamento o esquema contractual uniforme predispuesto elaborado con el fin de facilitar la contratación masiva. La predisposición, abstracción y generalidad de las cláusulas generales son, pues, las características propias de las mismas y que las distinguen no sólo de los contratos por adhesión, sino también de las denominada cláusulas particulares que son las que forman parte del contenido propio de cada uno de los contratos particulares, y que podrán ser el resultado de la libre negociación entre las partes.

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1.7.5. La problemática sobre el carácter vinculante y la fuerza obligatoria de las cláusulas generales de contratación y el intento de la concepción normativa del negocio jurídico de atribuirles contenido de normas jurídicas para favorecer posición de privilegio de las grandes empresas en el mercado de bienes y servicios moderno. El contenido normativo de los contratos particulares celebrados masivamente Ahora bien, ya se ha indicado que las cláusulas generales de contratación intrínsecamente no tienen carácter vinculante ni fuerza obligatoria, sino desde el momento mismo en que se incorporan al contenido de cada uno de los contratos particulares celebrados con arreglo a ellas, pues al pasar a formar parte del contenido de un contrato en particular, aquéllas ya forman parte de dicho contrato y adquieren por ello mismo fuerza obligatoria. No debe olvidarse que otro de los principios fundamentales en materia de contratación es que lo pactado es obligatorio, ley entre las partes y que por eso debe ser respetado y cumplido, según lo indica con claridad el artículo 1361 del Código Civil cuando nos dice que «los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos». Este es el sentido de la tesis contractualista en esta materia, es decir, se entiende que las cláusulas generales al momento de su creación por la empresa predisponente no tienen carácter obligatorio ni fuerza vinculante, siendo simplemente una declaración unilateral de voluntad del predisponente, emitida con el objetivo de establecer por anticipado el contenido de los futuros contratos en gran escala o en serie a celebrarse con una cantidad indeterminada de consumidores. La tesis contractualista señala pues, con toda claridad, que las cláusulas generales, en sí mismas, no son cláusulas contractuales, careciendo por ello de fuerza obligatoria, siendo simplemente una declaración de voluntad de su creador, adquiriendo fuerza obligatoria y carácter contractual desde el momento en que se incorporan al

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contenido del contrato particular a celebrarse con cada uno de los consumidores. Incorporación que se produce cuando la oferta formulada con arreglo a ellas es aceptada por el consumidor. La tesis contractualista en definitiva se limita a aplicar los conceptos tradicionales de declaración de voluntad y de consentimiento, para intentar explicar y justificar el carácter vinculante de las cláusulas generales, siempre y cuando las mismas hayan sido incorporadas a la oferta y hubiere sido ésta aceptada. Debe señalarse que la mayor parte de la doctrina ha optado por la tesis contractualista en esta materia. La tesis del carácter normativo de las cláusulas generales es minoritaria en la doctrina contractualista, y entiende que las mismas cláusulas, antes de su incorporación al contenido de los contratos particulares, tienen carácter y naturaleza normativa y como tal serían vinculantes jurídicamente, no por su incorporación al contrato, sino en sí mismas por su propia naturaleza. Esta tesis podría considerarse incorporada en el Código Civil peruano, en la medida que el artículo 1392 señala expresamente estas cláusulas se redactan «con el objeto de fijar el contenido normativo de una serie indefinida de futuros contratos particulares (...)». En otras palabras la referencia que hace el artículo 1392 del Código Civil, al contenido normativo de una serie indefinida de futuros contratos particulares, podría llevarnos a pensar que se habría consagrado legalmente en nuestro sistema jurídico la tesis normativista. La tesis normativista a diferencia de la posición contractualista, entiende que las cláusulas intrínsecamente tienen carácter obligatorio y fuerza vinculante, por sí mismas, sin necesidad de su incorporación al contenido de cada uno de los contratos particulares celebrados con los diferentes consumidores. Como se podrá comprobar, inmediatamente después, la diferencia entre una y otra, no sólo obedece a una concepción distinta sobre la técnica contractual, sino que responde fundamentalmente a un

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diferente grado de intentar legitimar jurídicamente una misma concepción ideológica, política y económica en materia contractual, aun cuando las dos tienen como común denominador el dejar de lado cualquier referencia al significado social de las cláusulas generales y los contratos celebrados en base a ellas, como si se tratara de un mecanismo jurídico totalmente abstracto y técnico, bastando en un caso con la creación de las mismas cláusulas como reglamento contractual y en el otro caso siendo suficiente con que las cláusulas se incorporen al consentimiento de las partes. Como se comprobará después, mientras la tesis contractualista busca legitimar la posición individualista en materia contractual sobre la base de la noción del consentimiento, sin ninguna referencia al significado a valor social del contrato, la tesis normativista tiene como objetivo legitimar una posición individualista extrema que llega al delirio de señalar que los contratos en sí mismos tiene carácter de norma jurídica. Es decir, el individualismo de la posición clásica en materia negocial y contractual se resalta y destaca al extremo con la orientación normativista. Y es por ello que hablamos de un diferente grado de intento de legitimación de orientaciones individualistas. No cabe duda alguna, como ya lo hemos señalado, que la tesis normativa en el tema de las cláusulas generales de contratación es reflejo de la concepción normativa del negocio jurídico y del contrato, que se contrapone a la concepción preceptiva negocial y a la doctrina del supuesto de hecho, según hemos estudiado a profundidad en los puntos anteriores del presente capítulo. Tesis normativa que en esta materia no es producto de la casualidad ni del deseo académico de adoptar posiciones de avanzada en temas de gran importancia económica y social, como tampoco lo fue la elaboración y creación de la misma concepción normativa del negocio jurídico como supuesto de hecho con contenido de norma jurídica de carácter concreto y particular, sino que

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se trata de un intento de justificar y legitimar jurídicamente posiciones de privilegio en el mercado, de los protagonistas más poderosos económica y políticamente, a fin de evitar que los contratos particulares celebrados en masa con cantidades indeterminadas e ilimitadas de consumidores puedan ser cuestionados o impugnados judicialmente, por contener condiciones contractuales injustas y establecidas únicamente en beneficio de las empresas predisponentes, obviamente en perjuicio de la gran masa anónima de consumidores. De esta manera se facilita la contratación moderna, haciéndola más rápida y eficiente, pero se evita que los consumidores puedan impugnar los contratos celebrados en base a cláusulas generales de contratación, por la sencilla razón que las mismas tendrían desde su nacimiento carácter de normas jurídicas. En otras palabras, el dogma de la voluntad, que fue la idea central de la tesis clásica que concibió y entendió el negocio jurídico como una simple manifestación de voluntad productora de efectos jurídicos, y que en materia contractual creó la ilusión del principio de la libertad contractual en todos los casos, se refuerza y se eleva a un grado supremo con la tesis normativa en materia de las cláusulas generales de contratación. La voluntad contractual manifestada a través de contratos celebrados en gran escala mediante cláusulas generales de contratación, tendría también carácter normativo y por ende sería absoluta e inmutable, no pudiendo ser modificada ni revisada en ningún caso, adquiriendo dichos contratos prácticamente un valor sagrado, de forma tal que dicha voluntad contractual no podría nunca ser cuestionada ni por las partes, ni por el juez, ni por ningún otro agente o entidad representativa de la legalidad en un determinado sistema jurídico.

Como es sabido, conviene recordarlo ahora, el negocio jurídico fue definido clásicamente como una declaración de voluntad que producía efectos jurídicos por haber sido

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queridos por el declarante. Esta orientación individualista resaltó únicamente el rol del sujeto en el campo de la autonomía privada, haciendo énfasis en el dogma de la voluntad, según el cual si los negocios jurídicos y contratos producían efectos jurídicos, ello era consecuencia del valor y la fuerza de la voluntad individual en la medida que hubiera sido manifestada adecuadamente. Esta concepción clásica del negocio jurídico es justamente la base sobre la cual se ha construido la tesis contractualista en materia de cláusulas generales de contratación. Esto significa, en consecuencia, que mientras la tesis normativista es corolario de la concepción normativa del negocio jurídico y del contrato, la tesis contractualista es producto de la concepción clásica del negocio jurídico y del contrato. No debe olvidarse que las dos tesis en materia negocial y, por ende, su correlato en materia de cláusulas generales de contratación, tienen el mismo objetivo, siendo la concepción normativa en extremo individualista y proteccionista de la voluntad contractual, considerada prácticamente como inmutable. Y es por ello mismo que ambas orientaciones son muy gratas al mercantilismo en materia contractual. Como ya lo hemos comentado, la tesis clásica en materia negocial fue rechazada desde hace muchísimo tiempo, por cuanto se entendió que concedía al ordenamiento jurídico un rol meramente pasivo, dejando de lado el aspecto fundamental de la valoración normativa en el campo de los actos de autonomía privada. Frente a la tesis clásica nació como respuesta la noción del negocio jurídico como un supuesto de hecho, es decir, como una hipótesis prevista en abstracto de una determinada conducta humana que producía efectos jurídicos en la medida que se ajustara al esquema legal contenido en el supuesto de hecho, según hemos visto anteriormente. Esta segunda tesis tuvo y tiene todavía un éxito impresionante, por cuanto dejó de lado los prejuicios individualistas y voluntaristas que contaminaban el campo

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de la autonomía privada. Pero como no podía ser de otro modo, no llegó a satisfacer el criterio de todos los juristas y pensadores en esta materia, que si bien aceptaron de buena gana el concepto del supuesto de hecho, cuestionaron el contenido del mismo, o la abstracción de la misma noción negocial. Frente a esta segunda tesis nació la doctrina preceptiva en materia de negocios jurídicos y contratos, de la que ya nos hemos ocupado 4 Sin embargo, a pesar de la importancia y notable influencia de la doctrina preceptiva del negocio jurídico en los diferentes sistemas doctrinarios, debido fundamentalmente al haber rescatado el valor y mérito social de cada operación negocial y contractual como razón de ser de su reconocimiento jurídico, curiosamente no se ha podido introducir, o mejor dicho, no ha sido recibida, menos aún adoptada, dentro de las orientaciones que pretenden explicar satisfactoriamente la naturaleza jurídica de las cláusulas generales de contratación. En otros términos, la doctrina contractualista al debatir el carácter y la naturaleza jurídica de las denominadas cláusulas o condiciones generales de contratación, no le ha permitido a esta orientación el ingreso. Únicamente se han elaborado las dos tesis que hemos indicado y comentado anteriormente: la tesis contractualista y la tesis normativa. Hemos explicado también que estas dos tesis son producto de las orientaciones individualistas en materia negocial y contractual.

En ningún momento se ha pretendido justificar la naturaleza jurídica de las cláusulas generales diciendo que las mismas tienen un contenido preceptivo de orden social, 4

Supra, pp. 117 y ss.

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pues ello supondría juzgar y calificar la utilidad social de las funciones de los contratos celebrados en base a cláusulas generales, con los consiguientes inconvenientes para sus predisponentes. Por el contrario, sólo se ha optado por la tesis contractualista, que en sí misma es adecuada, pero que supone dejar de lado también el significado social de cada operación contractual, haciendo únicamente referencia al concepto de declaración de voluntad y al concepto del consentimiento contractual consecuencia de la coincidencia entre la oferta formulada con arreglo a las cláusulas generales y la aceptación del consumidor. Asimismo, otro sector ha optado también por la tesis normativista, pretendiendo conferirle a las cláusulas generales el carácter de normas jurídicas de carácter concreto y particular, con las implicancias de orden legal, económico, político e ideológico que estamos comentando y que se encuentran todas ellas encaminadas al beneficio directo de las grandes empresas que utilizan las cláusulas generales como mecanismo de contratación en gran volumen, sin importar, o importando muy poco en honor a la verdad, los intereses de los consumidores masivos. Es decir, a pesar de la existencia de la concepción preceptiva en materia negocial, los juristas sólo han acudido a la concepción clásicí del negocio jurídico y a su concepción normativa cuando intentan explicar y justificar la naturaleza jurídica de las denominada cláusulas o condiciones generales de contratación, dejando de lado & todo momento cualquier referencia al significado o mérito social d cada operación contractual y haciendo abstracción de cualquier valoración de los propósitos de las partes contratantes cuando contratan en base o con arreglo a cláusulas generales de contratación Como es evidente, no se trata de un olvido, sino de una toma ( posición evidente en un tema que interesa al mercado y a las grandes empresas. Ahora bien, como ya lo hemos comentado también, se acepta la actualidad en la doctrina italiana, y estamos de acuerdo con el que en los contratos tipificados legalmente

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existe una función socialmente relevante y constante, que ha determinado ordenamiento jurídico a sancionar específicamente, típicamente, distintas figuras de contratos típicos. En este sentido la moderna doctrina italiana y española han seguido fielmente la concepción BETTI. La han seguido también al aceptar la categoría de los contra tipificados socialmente. En efecto, nadie duda que se encuentra perfectamente legitimada la noción de tipicidad social, pues existen muchos contratos que se encuentran tipificados, contando con una detallada regulación, no por un esquema legal, sino por su uso constante en una determinada realidad. Sin embargo, la moderna doctrina sobre la autonomía privada, no ha seguido totalmente la noción de tipicidad social desarrollada por BETTI, pues ha utilizado para estos negocios jurídicos la calificación de contratos atípicos. Es decir, se acepta que una modalidad de contratos atípicos es justamente la de aquellos que se encuentran tipificados socialmente, además de los denominados contratos mixtos. Por el contrario, se han alejado definitivamente de la formulación de BETTI al aceptar que los contratos atípicos puedan ser obra de la creación exclusiva de los particulares, lo cual BETTI no aceptó en ningún momento, pues dentro de su construcción conceptual, lo atípico no existe, sino únicamente lo tipificado legal o socialmente, siendo esto último todo aquello que por su constancia, normalidad y trascendencia social, haya sido aprobado por la conciencia social, determinando definitivamente la aprobación o el reconocimiento por parte del ordenamiento jurídico. Dicho de otro modo, la moderna doctrina sobre el significado social de la autonomía privada admite que pueden existir contratos atípicos que no sean mixtos o que no se encuentren tipificados socialmente, sino que sean creación de la exclusiva iniciativa de los particulares, pero en la medida que estén orientados al logro de una función socialmente digna o razonable, aun cuando no sea socialmente útil o trascendente para toda la comunidad.

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De esta manera, el significado actual sobre el valor social de los actos de autonomía privada, en lo que podríamos denominar «teoría preceptiva moderna» nos señala con toda claridad que todos los actos que estén orientados al logro de una función socialmente digna y razonable, aun cuando se trate de una función estrictamente individual, por satisfacer únicamente una necesidad también individual o privada, merecen el reconocimiento y la tutela del sistema jurídico como contratos atípicos, a pesar de no estar tipificados socialmente, ni ser resultado de la combinación de dos o más tipos legales. Este es justamente el significado social de la autonomía privada en la orientación moderna sobre la tesis preceptiva en materia de negocios jurídicos y contratos. Por lo expuesto, resulta claro que la función ordenadora del Derecho de las conductas de los hombres que deben ser vinculantes jurídicamente en correspondencia con el propósito práctico que los hubiere determinado, no puede establecerse únicamente en base a significados exclusivamente sociales, o simples hechos sociales, pues supone como toda valoración normativa, una conformación jurídica a través de normas jurídicas. Y son justamente las normas jurídicas las que nos dicen qué resultados prácticos o funciones sociales son las que deben merecer la protección legal y justificar el reconocimiento y la eficacia jurídica de un acto de la autonomía privada, entendido como una autorregulación de intereses particulares con miras a la satisfacción de determinadas necesidades, bien sean socialmente útiles, socialmente necesarias o estrictamente individuales pero socialmente dignas y razonables. Nosotros, como lo hemos venido diciendo permanentemente en este libro, participamos de esta orientación modificada de la teoría preceptiva, que toma en cuenta tanto el aspecto legal como el aspecto social e individual, sobre la base que la sociedad está conformada

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por individuos que tienen necesidades e intereses semejantes y distintos, que no están necesariamente vinculados con los intereses comunes de todos los miembros de la misma sociedad. En nuestra opinión los intereses estrictamente individuales, en cuanto sean considerados socialmente razonables, serios y dignos, deben merecer la protección legal. Sin embargo, esta concepción preceptiva moderna o moderada tampoco ha sido tomada en cuenta al intentar fundamentar la naturaleza jurídica de las cláusulas generales de contratación, por cuanto, aun cuando es menos restrictiva y más elástica y sabia que la teoría preceptiva originaria, toma también en cuenta el valor y mérito social de cada operación contractual y el objetivo de los contractualistas en esa materia es favorecer fundamentalmente la rapidez en las transacciones y evitar la impugnación o revisión de los contratos celebrados en gran escala, y frente a este objetivo fundamental resulta incómoda cualquier referencia al significado social de cada operación contractual particular celebrada con arreglo a las referidas cláusulas generales. La posición normativista, por el contrario resulta sumamente cómoda en esta materia, como ya lo hemos comentado anteriormente, pues parte de la base de aceptar que el negocio jurídico es también un supuesto de hecho, pero un supuesto de hecho no con contenido social dirigido al logro de una función socialmente trascendente o socialmente digna y razonable, sino un supuesto de hecho con un contenido normativo, en el sentido de ser el mismo negocio jurídico una norma jurídica de carácter concreto y particular. Los negocios jurídicos en sí mismos según esta orientación son normas jurídicas y como tal deben ser cumplidos y respetados. Esta posición resalta y rescata, como es evidente, el individualismo en la teoría general del negocio jurídico, por cuanto la obligatoriedad del negocio y su fuerza vinculante no radican ya en la valoración normativa de una conducta humana, sino en la misma conducta, la misma que llega a tener carácter y fuerza de norma jurídica.

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En nuestra opinión, resulta absurdo concederle a la voluntad humana el carácter de norma jurídica cuando haya sido expresada adecuadamente, no sólo por cuanto se deja de lado el aspecto fundamental de la valoración normativa, sino porque se estaría desconociendo el mismo principio de la autonomía privada, según el cual los particulares están facultados en una determinada sociedad a satisfacer sus diferentes necesidades mediante autorregulaciones de intereses privados establecidas individualmente o en relación con otros sujetos. Autonomía privada que además de contenido social, tiene también un eminente valor jurídico. Por ello mismo consideramos también absurda la posición normativista en materia de cláusulas generales de contratación, sobre todo si se tiene en cuenta que en esta materia el objetivo es evitar que los consumidores puedan impugnar los contratos celebrados con arreglo a ellas. Como es evidente, frente a la doctrina que concede a las cláusulas generales de contratación carácter o contenido normativo, señalando que por sí mismas tienen carácter de norma jurídica de carácter concreto y particular, resulta preferible la tesis contractualista, por cuanto, como ya hemos indicado anteriormente, antes de su incorporación al contenido de un contrato en particular, las cláusulas generales no tienen fuerza obligatoria ni carácter vinculante, sino sólo desde que se incorporan a la oferta y la misma es aceptada, en cuyo caso la fuerza obligatoria de aquéllas debe haber pasado a formar parte del contenido del contrato. Una cosa es que se reconozca que las cláusulas generales abstractamente consideradas son una declaración unilateral de voluntad y otra muy distinta el que se afirme que tienen contenido o carácter normativo. Decimos que nos parece preferible frente a la posición normativista, por cuanto sería exagerado y absurdo entender que las cláusulas generales tuvieran carácter de norma jurídica, sin embargo, debemos señalar que al conferirles carácter contractual por su incorporación al consentimiento contractual, se está bus-

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cando únicamente mantener la validez y legitimidad del concepto contractual como acuerdo de voluntades manifestadas en el campo de la contratación masiva, a pesar que es evidente que en estos casos no existe prácticamente la libertad contractual (como sucede también con los contratos celebrados por adhesión). Lo que es peor aún, con la tesis contractualista, la atención de los juristas y de los códigos civiles se dirige únicamente al tema de si las cláusulas han sido incorporadas a las ofertas y de si estas últimas han sido aceptadas por los consumidores, dejando de lado casi totalmente, es decir, haciendo abstracción prácticamente total de la valoración del contenido de las referidas cláusulas, con el consiguiente beneficio para las grandes empresas que hacen uso constante de ellas al contratar masivamente en la actualidad y la consecuente falta de protección para los consumidores, que estarían sujetos a la cláusulas, por más injustas que éstas fueren, por haberse incorporado las mismas al consentimiento de sus contratos, salvo ciertas reglas legales de excepción en beneficio de los consumidores, pero que sin embargo confieren una tutela sumamente restringida. En nuestra opinión, cuando el Código Civil hace referencia en el artículo 1392 al contenido normativo de los futuros contratos particulares que se celebren en base a las cláusulas generales, nos está indicando únicamente que dichas cláusulas establecen gran parte del contenido de dichos contratos, siendo su objetivo uniformizar los mismos, es decir, establecer un reglamento o esquema contractual, o lo que es lo mismo una normatividad contractual que regirá una serie indefinida de futuros contratos, pero de dicho artículo como de ningún otro se deduce que el sistema jurídico peruano le confiere a las cláusulas generales carácter de norma jurídica concreta y particular. Desde nuestro punto de vista la orientación del Código Civil es típicamente contractualista en esta materia. Por ello

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se insiste permanentemente en la incorporación de las cláusulas a las ofertas de los contratos que se celebren con arreglo a ellas, según lo explicaremos posteriormente. 1.7.6. La regulación legal de las cláusulas generales de contratación dentro de la orientación contractualista consagrada en el Código Civil peruano. Énfasis legal en las modalidades de incorporación de las cláusulas generales al contenido de los contratos Pues bien, habiendo dado nuestro punto de vista sobre la naturaleza jurídica de las cláusulas generales en el sistema jurídico nacional, que desde nuestro punto de vista ha optado por la tesis contractualista, corresponde examinar un aspecto adicional, muy importante, para poder determinar lo relativo a las cláusulas generales de contratación abusivas. Nos referimos al aspecto sobre las clases o tipos de cláusulas generales. El Código Civil distingue dos tipos de ellas: las aprobadas y las no aprobadas administrativamente, y lo que es más importante aún, dependiendo de su diferente naturaleza, concede una regulación diferente en un caso y en el otro. Como ya se ha indicado con insistencia, las cláusulas generales de contratación sólo adquieren desde nuestro punto de vista carácter vinculante y fuerza obligatoria cuando se incorporan al contrato, pero la incorporación al contrato no es producto de que existan las mismas, es decir, de que hayan sido elaboradas o predispuestas, sino que el sistema jurídico nacional nos indica que el primer paso para que las cláusulas generales puedan pasar a formar parte de un contrato particular es a través de su incorporación a la oferta, que es justamente una de las declaraciones de voluntad contractuales que conforman el consentimiento. En tal sentido, el Código civil señala que si se trata de cláusulas aprobadas administrativamente, las mismas se incorporan automáticamente a todas las ofertas que se

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formulen para contratar con arreglo a ellas, según lo dispone el artículo 1393, mientras que si se trata de cláusulas no aprobadas administrativamente las mismas se incorporarán a la oferta de un contrato particular cuando sean conocidas por la contraparte o haya podido conocerlas usando de una diligencia ordinaria, según lo dispone el artículo 1397. Establece finalmente dicho artículo que se presume que la contraparte ha conocido las cláusulas generales de contratación cuando han sido puestas en conocimiento del público mediante adecuada publicidad. Como se podrá observar, el sistema utilizado por nuestro Código Civil es distinto en un caso y en el otro. Al señalar el artículo 1393 que las cláusulas generales aprobadas administrativamente se incorporan a la oferta de los contratos particulares automáticamente, nos está diciendo que no es necesario que las mismas sean conocidas por la contraparte, es decir, por el consumidor. La razón de esta regulación entendemos radica en el hecho de que al haber sido aprobadas administrativamente, las mismas ya han sido debidamente valoradas por una entidad ajena a la propia parte que las formuló previa y unilateralmente, en cuyo caso estaría descartada la posibilidad de abuso respecto de la contraparte, o de que las cláusulas estén predispuestas de modo que sean totalmente convenientes para la parte que las ha formulado y en perjuicio del consumidor. Por ello el artículo 1394 dispone con toda claridad que el Poder Ejecutivo señalará la provisión de bienes y servicios que deben ser contratados con arreglo a cláusulas generales de contratación aprobadas por la autoridad administrativa. Por el contrario, como está garantía de valoración posterior no existe en las cláusulas no aprobadas administrativamente, el sistema peruano exige en este caso específico que las mismas sean conocidas por la contraparte para que puedan considerarse incorporadas en la oferta de un contrato particular. Sin embargo, el Código Civil añade

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que no es necesario que las cláusulas hubieran sido conocidas efectivamente por la contraparte, pues bastaría con que hubiera podido conocerlas usando de una diligencia ordinaria. Esto significa que el Código Civil establece un criterio de diligencia y responsabilidad para todos aquellos que contratan con arreglo a cláusulas generales de contratación no aprobadas. El fabricante o empresario no sólo está en la obligación de dar a conocer las cláusulas adecuadamente a los consumidores, sino que estos mismos tienen el deber de conocer dichas cláusulas usando de una diligencia ordinaria. Además de lo expuesto, el Código Civil en el mismo artículo 1397 establece claramente una presunción de conocimiento de las cláusulas generales por la contraparte cuando las mismas hubieran sido puestas en conocimiento del público mediante adecuada publicidad. Esta presunción de conocimiento de las cláusulas no aprobadas es consecuencia desde nuestro punto de vista de la carga de responsabilidad que pesa sobre todo consumidor cuando contrata en base a dichas cláusulas; tratándose por otro lado en nuestra opinión de una presunción que no admite prueba en contrario, obviamente en la medida que se acredite el requisito legal de la adecuada publicidad. Ahora bien, como es evidente, toda esta regulación legal está encaminada a que los consumidores contraten sin necesidad de conocer y negociar con la contraparte el contenido de las cláusulas generales. La justificación según los autores de esta clase de regulación legal radica en la necesidad de dotar de seguridad y rapidez las operaciones contractuales en gran escala en el mercado moderno. Sin embargo, además de ello, desde nuestro punto de vista resulta obvio que el objetivo fundamental de esta clase de normatividad es el favorecer al predisponente o creador de las cláusulas, evitando que los consumidores puedan posteriormente impugnarlas o cuestionarlas.

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Pues bien, conociendo que el Código Civil peruano establece regulación si se trata de cláusulas generales aprobadas o no aprobadas administrativamente, y sabiendo que las aprobadas se incorporan automáticamente a las ofertas que se formulen con arreglo a ellas, mientras que las no aprobadas requieren ser conocidas por la contraparte para que se consideren incorporadas a las ofertas de dichos contratos particulares, debe también señalarse un segundo aspecto de trascendental importancia en la regulación del Código Civil sobre esta materia, que es justamente el referido a las cláusulas generales que pueden ser consideradas abusivas. Sobre este aspecto la posición del Código Civil es bastante clara: solamente las cláusulas generales no aprobadas administrativamente pueden ser consideradas o calificadas jurídicamente como cláusulas abusivas. Tal es el sentido del artículo 1398. Esta norma jurídica, como será fácil apreciar, se refiere expresamente a la categoría de las cláusulas generales no aprobadas administrativamente y al tema sobre el control de las cláusulas generales de contratación no aprobadas administrativamente, en la medida que las mismas son justamente no aprobadas. El Código Civil, siguiendo la tendencia de la doctrina moderna establece en el artículo 1398 un número o lista de cláusulas generales que deberán ser consideradas nulas de pleno derecho por ser abusivas, es decir, predispuestas en beneficio excesivo del que las ha formulado y en perjuicio del consumidor. La orientación del Código Civil es que si se trata de cláusulas generales aprobadas, dicho control no será necesario, en la medida que se trata precisamente de cláusulas que ya han merecido la revisión, aprobación y por ende el control sobre los intereses de los consumidores, razón por la cual no les será de aplicación el artículo 1398. Dicho de otro modo, la posición del sistema legal peruano es que sólo las cláusulas no aprobadas podrán ser consideradas abusivas, supuesto que será imposible de concebir en el caso de las aprobadas administrativamente.

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Sobre este primer punto, nuestra opinión es que hubiera sido preferible que el artículo 1398 sea de aplicación a todo tipo de cláusulas sean aprobadas o no, por cuanto no es suficiente garantía de no abuso la aprobación administrativa de las cláusulas generales. Evidentemente, estamos totalmente de acuerdo con el enunciado de dicho artículo cuando se refiere también a los contratos celebrados por adhesión, por cuanto en aquellos supuestos justamente por no existir negociación de los términos contractuales, sino imposición de una parte a la otra parte de la totalidad del contenido contractual, es más frecuente el abuso en las cláusulas impuestas a la parte contratante más débil. Consideramos que el fenómeno de las cláusulas abusivas es más común y frecuente en el caso de los contratos por adhesión y por ende la inclusión de estos contratos en el supuesto de hecho del artículo 1398, conjuntamente con las cláusulas generales no aprobadas administrativamente, nos parece adecuada y conveniente. Sin embargo, convenimos que hubiera sido preferible considerar también en esta regulación legal a las cláusulas generales aprobadas administrativamente. No obstante lo cual, debe destacarse cómo en este aspecto específico de las cláusulas consideradas abusivas, el legislador peruano ha regulado uniformemente tanto a las cláusulas generales como a los contratos por adhesión, a pesar de tratarse de figuras distintas, en la medida que ambas son utilizadas en la contratación en masa en los sistemas contractuales modernos.

En cuanto a la sanción legal de las cláusulas generales o de los contratos por adhesión, consideradas abusivas, se trata de un supuesto típico de nulidad textual o expresa establecido de conformidad con lo dispuesto en el inciso sétimo del artículo 219 del mismo Código Civil. La sanción

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de la nulidad textual nos parece conveniente para evitar interpretaciones que puedan señalar que se trata de cláusulas anulables o ineficaces, en cuyo caso la protección al consumidor sería menor y menos efectiva. No obstante lo cual, nos parece que la fórmula elegida por el legislador peruano no es la más adecuada, por cuanto se ha indicado o señalado un numerus clausus de cláusulas abusivas que son consideradas nulas de pleno derecho, es decir, una lista taxativa de las mismas, con lo cual la protección de los consumidores no nos parece la más conveniente. Hubiera sido preferible optar por una fórmula genérica que establezca el concepto de cláusulas abusivas y su nulidad expresa. En todo caso en el sistema jurídico nacional, tendremos que optar para llegar a resultados prácticos positivos, en favor de la protección del consumidor, por una interpretación extensiva del artículo 1398, y permitir de esta manera la incorporación de nuevas figuras de cláusulas abusivas que la realidad social y económica nos vaya mostrando, debiendo ser las mismas también privadas de validez por imperio de la ley. En consecuencia, aun cuando nos parece adecuado que el concepto de cláusulas abusivas se extienda no sólo al campo de las cláusulas generales de contratación, sino también al ámbito de los contratos por adhesión, no nos parece conveniente que se hayan dejado de lado las cláusulas generales aprobadas administrativamente. Del mismo modo, aun cuando consideramos conveniente la sanción elegida por el legislador peruano, que castiga con nulidad dichas cláusulas, pues se trata de un evidente supuesto de nulidad textual, no nos parece conveniente establecer un numerus clausus de cláusulas que deberán ser consideradas abusivas. Hubiera sido preferible optar por una fórmula genérica para poder implementar un control más eficiente de las cláusulas no aprobadas, y tutelar de modo más efectivo al consumidor nacional. Por el momento, desde nuestro punto de vista,

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tendremos que acudir a una interpretación extensiva de los supuestos contemplados directamente en el artículo 1398 del Código Civil.

CAPÍTULO SEGUNDO La declaración de voluntad y el objeto dentro de la estructura

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del supuesto de hecho negocial 2.1.

La declaración de voluntad en la teoría del negocio jurídico El objeto de este capítulo está dedicado al estudio de la declaración de voluntad como elemento fundamental del negocio jurídico, a efectos de conocer la estructura misma de la declaración de voluntad, demostrar que la voluntad interna no es nunca elemento del negocio jurídico y examinar toda la discusión que gira en torno a este aspecto fundamental de la problemática del negocio jurídico. Sin embargo, debemos señalar también con toda claridad, que en nuestra elaboración la problemática de la declaración de voluntad no agota el fenómeno negocial, pues si bien es cierto que la declaración de voluntad es el elemento fundamental del negocio jurídico, no debe olvidarse que el elemento caracterizador del mismo es la causa o función, que hace referencia tanto a su contenido social como a la valoración de los motivos determinantes de las partes al celebrar el negocio jurídico

2.2.

La estructura del negocio jurídico. Como es sabido, en un primer momento la doctrina alemana, creadora del sistema del negocio jurídico, identificaba el concepto de negocio jurídico con el de la declaración de voluntad. Esta relación de sinonimia entre ambas figuras fue superada progresivamente, ya que se llegó al convencimiento general de que en la gran mayoría de hechos jurídicos voluntarios lícitos existe también una declaración de voluntad, razón por la cual, se tomó conciencia que el negocio jurídico importaba algo más que la simple declaración de voluntad. En un primer momento, se pensó que la distinción se encontraba en que en los hechos jurídicos voluntarios lícitos, llamados actos jurídicos, incluso para el caso de los ilícitos, el sujeto buscaba obtener

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un efecto no jurídico, mientras que en el negocio jurídico se emitía la declaración o declaraciones de voluntad buscando siempre la producción de un efecto jurídico. Este criterio de distinción entre el acto jurídico y el negocio jurídico europeo ha sido en la actualidad completamente superado, principalmente por la abundante doctrina italiana, pues se considera que para determinar si un acto jurídico es o no negocio jurídico no interesa lo que las partes hayan querido, sino únicamente la valoración que el ordenamiento jurídico otorga a cada acto voluntario; de forma tal que un acto será negocio jurídico cuando la ley le otorgue tal categoría, valorando para ello el propósito práctico del declarante o de los declarantes. En tal sentido, se entiende en la actualidad, que en el negocio jurídico los sujetos no buscan la producción de un efecto jurídico, sino de un efecto práctico, que en cuanto valorado por la ley se convierte en un efecto jurídico. De esta forma, se modificó la concepción del negocio jurídico entendido como declaración de voluntad, llegándose al concepto del mismo como supuesto de hecho. Por esta razón, existe hoy, salvo el caso de la doctrina francesa, total coincidencia en que el negocio jurídico constituye un supuesto de hecho, al cual la ley le atribuye efectos jurídicos en concordancia con los efectos prácticos buscados por las partes o por el declarante. En otras palabras, se entiende que el negocio jurídico es un supuesto de hecho que una vez materializado en la realidad social, produce consecuencias jurídicas que la ley atribuye como respuesta a la realización o materialización del supuesto de hecho. Consecuencias o efectos jurídicos que son atribuidos por la ley como respuesta teniendo en cuenta el efecto práctico buscado por los sujetos. Existiendo en la doctrina uniformidad de pareceres en que el negocio jurídico es un supuesto de hecho, y no una o más declaraciones de voluntad, la doctrina ha estudiado también los elementos que conforman el supuesto de hecho.

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En este aspecto, a pesar de la diversidad de opiniones, existe en la actualidad en nuestro concepto, una tendencia cada vez más uniforme a establecer que la estructura del supuesto de hecho, denominado negocio jurídico, está conformado por elementos, requisitos y presupuestos. Dentro de los elementos del negocio jurídico, existe uniformidad total en considerar que la declaración o declaraciones de voluntad constituyen el elemento fundamental del negocio jurídico; existiendo sin embargo, todavía en algunos autores, alguna resistencia a considerar la causa como un segundo elemento del negocio jurídico. No obstante lo cual, la mayoría de los autores consideran que los elementos son la declaración de voluntad y la causa. Además de los dos elementos, en la actualidad se acepta también que el negocio jurídico tiene dos presupuestos, antecedentes o términos de referencia, los cuales son el sujeto y el objeto, debido que a nivel del negocio jurídico nadie afirma ya que el agente capaz y el objeto sean elementos del negocio jurídico, como sí lo hace la doctrina francesa en relación al contrato y la gran mayoría de autores sudamericanos que estudian la doctrina general del contrato. Felizmente este aspecto ha sido superado, habida cuenta que es absurdo sostener que el sujeto y el objeto, que son entes que existen en la realidad jurídica con independencia del supuesto jurídico, puedan ser elementos o componentes del negocio jurídico. Debe quedar claramente establecido, que existe también coincidencia en señalar que los dos presupuestos antes mencionados forman parte de la estructura del negocio jurídico, pero no como elementos, sino como presupuestos, aun cuando deben ser estudiados al momento de tratar el tema de la estructura del mismo. Finalmente, en la actualidad se acepta también que además de los elementos y de los presupuestos, el negocio jurídico requiere también para su validez de ciertos requisitos, aplicables unos a los elementos y otros a los presupuestos.

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Respecto del elemento declaración de voluntad se exige como requisito que la voluntad exteriorizada haya sido formada libremente, sin vicios de la voluntad; respecto de la causa se exige que la misma sea lícita. En lo referente al objeto, resulta imperioso que éste reúna determinadas condiciones, tales como la posibilidad física y jurídica, y que el mismo haya sido determinado en cuanto a su especie y cantidad, dependiendo que el objeto sea la transferencia de un derecho real o un hecho personal del deudor. Finalmente, y en lo atinente al presupuesto llamado sujeto, la doctrina exige que el mismo sea capaz legal, esto es, que tenga capacidad de ejercicio o capacidad de ejercer los derechos de los cuales es titular, así como capacidad natural, según lo examinaremos a profundidad en el presente capítulo. 2.3.

La estructura de la declaración de voluntad del negocio jurídico y la problemática sobre la discrepancia entre voluntad y declaración. Como hemos visto anteriormente, la declaración de voluntad constituye el elemento fundamental del negocio jurídico. Al estudiar este elemento, la doctrina considera que la declaración de voluntad constituye toda conducta a través de la cual el sujeto exterioriza la voluntad de producir un efecto práctico amparado por la ley. En otras palabras, se entiende por declaración de voluntad la conducta que exterioriza la voluntad y la propia voluntad declarada a través de dicha conducta declaratoria; de forma tal que tanto la declaración como la voluntad declarada constituyen dos aspectos de un mismo concepto, íntimamente vinculados entre sí, por cuanto la voluntad es declarada a través de una conducta y esa conducta exterioriza una voluntad. En tal sentido, y teniendo en cuenta tanto la declaración como la voluntad declarada, conceptos íntimamente vinculados de la declaración de voluntad, al estudiar su estructura, se distinguen los siguientes aspectos de la misma:

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1. La voluntad declarada, que es propiamente el contenido de la declaración de voluntad y que es lo expresado a través de la conducta declaratoria (por ejemplo, quiero comprar, quiero alquilar, quiero donar, quiero recibir un préstamo, quiero dar en suministro, quiero depositar, quiero reconocer un hijo extramatrimonial, etc.). 2. La voluntad de declarar, compuesta a su vez por dos voluntades: a. La voluntad del acto externo, que es propiamente la voluntad de realizar la conducta en que consiste la propia declaración de voluntad (por ejemplo, quiero hablar, quiero escribir, quiero firmar la escritura pública, quiero levantar la mano en una subasta, etc.). b. El conocimiento del valor declaratorio de la conducta en que consiste la propia declaración de voluntad, esto es, el conocimiento de que a través de una determinada conducta se está declarando una voluntad (por ejemplo, el conocimiento de que hablando, escribiendo, firmando, haciendo un determinado gesto, levantando la mano o realizando un determinado comportamiento, se está declarando una determinada voluntad). Estos tres aspectos conforman la declaración de voluntad de acuerdo a la doctrina, de forma tal que cuando falte uno de ellos no habrá una verdadera declaración de voluntad, siendo por ello mismo inválido el negocio jurídico. Sin embargo, esta regla no es tan absoluta en lo que respecta a la voluntad declarada, por cuanto puede suceder que la voluntad declarada en un negocio jurídico no corresponda a la verdadera voluntad interna del sujeto, planteándose en estos casos el problema de la discrepancia entre voluntad y declaración. Como ya se ha mencionado, la declaración de voluntad supone una conducta que declara la voluntad del sujeto, esto es, una conducta que expresa la verdadera voluntad del sujeto, ergo, una conducta que manifiesta su voluntad real. Este supuesto se da en la generalidad de

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los casos, ya que la declaración de voluntad expresa la correcta voluntad del sujeto, encontrándonos frente a la declaración de una verdadera o real voluntad, es decir, frente a una verdadera declaración de voluntad. En estos casos, obviamente el negocio jurídico será perfectamente válido, por cuanto no sólo existe una voluntad declarada, sino que además de ello esta voluntad declarada indica o refleja la correcta voluntad del sujeto, esto es, su voluntad real y el objetivo del sistema jurídico es que los sujetos regulen sus relaciones jurídicas entre ellos en base a sus verdaderos propósitos e intenciones. No obstante lo cual, en algunos casos, la voluntad declarada no corresponde a la voluntad interna o voluntad real, discrepando ambas entre sí. Esto sucede en cuatro casos: el primero de ellos, denominado reserva mental, que se da cuando el sujeto deliberadamente declara una voluntad distinta a su verdadera voluntad interna; el segundo, relacionado con la simulación, que se produce cuando las partes de común acuerdo y con el fin de engañar a los terceros declaran una voluntad distinta a sus reales voluntades internas; el tercero, en el caso del error obstativo, que se produce cuando el sujeto en forma inconsciente declara una voluntad distinta a su verdadera voluntad; y el cuarto, en el caso de la declaración hecha en broma, que se produce cuando el sujeto en forma deliberada declara una voluntad discrepante de su voluntad interna por jactancia, por cortesía, para fines teatrales, para fines didácticos, o en broma propiamente hablando. Aun cuando se han elaborado cuatro teorías fundamentalmente para resolver estos cuatro casos de discrepancia, la llamada teoría de la voluntad, de la declaración, de la responsabilidad y de la confianza, existe en la actualidad uniformidad de pareceres en que cada caso debe resolverse de acuerdo a su propia naturaleza y teniendo en cuenta los intereses en juego, sin pretender que una sola teoría sea capaz de resolver adecuadamente los cuatro casos ya señalados. Así, por ejemplo, existe uniformidad en precisar que la reserva mental es irrelevante, por cuanto debe prevalecer siempre la voluntad declarada.

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Del mismo modo, existe también uniformidad en señalar que en los casos de simulación debe prevalecer siempre la voluntad interna, siendo nulo el negocio jurídico simulado, ya se trate de una simulación relativa o de una simulación absoluta. Igualmente existe coincidencia en admitir que en los casos de declaración hecha en broma debe prevalecer siempre la voluntad interna del sujeto, siendo nulo el negocio jurídico aparentemente celebrado. Finalmente, respecto del error obstativo se entiende que la sanción debe ser la nulidad del negocio jurídico, prevaleciendo también la voluntad interna del sujeto. De esta forma, se puede observar que en estos cuatro casos, aun cuando hay una voluntad declarada, ella sólo da lugar a la validez del negocio jurídico en los casos de la reserva mental, ya que en los supuestos de simulación, error obstativo y declaración hecha en broma, esa voluntad declarada se considera nula (y por ende nulo también el negocio jurídico), de tal forma que en algunos casos no basta para que exista una verdadera declaración de voluntad (y exista por ende un verdadero negocio jurídico) el que la conducta declaratoria exprese cualquier voluntad, o una voluntad aparente, ya que en esos cuatro casos, es necesario que dicha voluntad declarada coincida con la voluntad interna para que sea válido el negocio jurídico. En conclusión, en los tres casos antes mencionados, a pesar de haberse exteriorizado una voluntad no existe una verdadera voluntad declarada, por cuanto ella discrepa de la voluntad interna del sujeto, debiendo señalarse entonces como principio que para que la voluntad declarada dé lugar a la validez del negocio jurídico, ella deberá coincidir con la voluntad interna, salvo el caso de la reserva mental.

Habiendo examinado los supuestos en los cuales falta una verdadera voluntad declarada por ser ella distinta de la voluntad interna, debe señalarse también con mucho cuidado que la voluntad interna no es nunca un elemento del negocio jurídico, por cuanto en

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los tres casos de discrepancia mencionados, el negocio jurídico no valdrá sobre la base de la voluntad interna, sino que el mismo será destruido por el hecho que la voluntad declarada sea distinta a la voluntad interna, no valiendo el negocio jurídico ni en base a la voluntad declarada, ni en base a la voluntad interna, que por sí misma jamás produce efectos jurídicos. 2.4.

Los supuestos de ausencia de declaración de voluntad en la doctrina del negocio jurídico. Análisis de la incapacidad natural. Ahora bien, examinados los casos en los cuales falta una verdadera voluntad declarada, dando lugar por ello mismo a la invalidez del negocio jurídico, deben examinarse los supuestos en los cuales falta también una verdadera declaración de voluntad, ya no por carecer de una voluntad declarada sino por faltar la voluntad de declarar. El primer supuesto en el cual, a pesar de haber voluntad declarada, no hay una verdadera declaración de voluntad, por faltar la voluntad de declarar, es el supuesto de la violencia absoluta o de la violencia física, que se produce cuando el sujeto declara su voluntad conducido físicamente por una fuerza irresistible. En estos casos, no existe una verdadera declaración de voluntad, porque falta la voluntad de declarar, en la medida en que no hay voluntad del acto externo, siendo la sanción aplicable la nulidad del negocio jurídico. No obstante, nuestro Código Civil, siguiendo al código de 1936 y a la mayor parte códigos extranjeros, asimila la violencia física a la intimidación o violencia moral, sancionando ambas con la anulabilidad del negocio jurídico. Si se observa bien, en el caso de la violencia absoluta, y a diferencia del error obstativo, declaración hecha en broma y simulación, hay una voluntad declarada, faltando sin embargo, la voluntad de declarar, que sí se da perfectamente en los tres casos señalados. Sin embargo, en estos cuatro casos, por diferentes razones evidentemente, el negocio jurídico es considerado inválido.

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De esta forma, se observa también que la invalidez o ineficacia estructural del negocio, no sólo opera cuando hay discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, sino también cuando no hay una declaración de voluntad por faltar la voluntad de declarar al no haber voluntad del acto externo. Un segundo caso, establecido por la doctrina sobre ausencia de una verdadera declaración de voluntad por faltar la voluntad de declarar al no haber voluntad del acto externo, lo constituye lo que la doctrina del negocio jurídico denomina "la incapacidad natural". En este sentido STOLFI nos señala lo siguiente: «Con las palabras "incapacidad natural" se expresa el defecto de la aptitud para entender y querer, y en particular aquel defecto que se basa en causa transitoria; por ejemplo, enfermedad mental temporal, hipnotismo, sonambulismo, embriaguez. Por efecto de una de estas causas el individuo que en abstracto podría darse cuenta de cuanto hace o dice pierde en concreto el dominio de sí: cuando manifiesta su voluntad se halla privado de la inteligencia necesaria para comprender si le conviene vincularse o al menos para formular su decisión de obligarse. El negocio concertado en tales condiciones debe, por tanto, considerarse nulo por defecto del elemento esencial del consentimiento, ya que la incapacidad natural significa incapacidad para consentir. Bajo el imperio del código derogado, en la controversia doctrinal la opinión de los más autorizados se orientó en el sentido de que el negocio concluido por quien momentáneamente se halla en estado de inconsciencia era afecto de nulidad absoluta: la simple presunción, no siempre acorde con la realidad del defecto o inexistencia de capacidad de obrar, produce la anulabilidad del acto, sin tener en cuenta si faltó o no efectivamente la conciencia, ya que en todo caso ello excluye la posibilidad de consentimiento.

A los redactores del vigente código les ha parecido quizá que la rigurosa aplicación de los principios vulnera excesivamente la estabilidad de la contratación y las legítimas expectativas de terceros,

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en cuanto expone a una y otras a verse frustradas sin remedio mediante el ejercicio de la acción de nulidad. Pero al mismo tiempo ha parecido inconveniente dejar sin tutela al que ha creado un negocio jurídico cuando se hallaba en situación de incapacidad. Entonces se siguió un camino intermedio, que, como frecuentemente ocurre, sacrifica demasiado aquellos intereses que habría debido proteger escrupulosamente. El negocio realizado por el incapaz de entender o querer, igual que el concluido por el interdicto antes de la sentencia de interdicción o del nombramiento de tutor provisional (artículo 427, p. 3): a) Es anulable (arts. 120, p. 1; 428, p. 1; 591, p. 6; 1171, párrafo, 1; 1425, p. 2); b) Absolutamente si es "mortis causa" (art. 591, p.6) y relativamente si es "inter vivos" (arts. 120, p. 1; 428, 1; 175, párrafo 1); c) Dentro de los cinco años, a partir del día en que el testamento se otorgó (art. 591, p. 3) o en que tuvo lugar el acto entre vivos (arts. 428, p. 3; 775, p. 2), a excepción del matrimonio, que no puede ser impugnado si tuvo lugar la cohabitación un mes después que los esposos hayan recuperado la plenitud de sus facultades mentales (art. 120, p. 2), d) Y siempre que del acto unilateral resulte un grave perjuicio a su autor (art. 423, p. 1, i.f.) o del contrato resulte la mala fe de la otra parte por el perjuicio que se derive o pueda derivarse para el incapaz o para la clase del negocio o de otro modo (art. 428, p. 2), cuyas condiciones, por otra parte, no se requieren respecto del testamento (art. 591, núm. 3) ni en cuanto al contrato de matrimonio (art. 775, p. 1). Una vez dicho lo anterior procede examinar analíticamente las normas más complejas de las mencionadas.

La incapacidad natural, precisamente porque supone la inconsciencia, no habitual, sino transitoria, de la persona, que de otro modo sería capaz de obrar, ha de ser probada. A tal fin valen todos los

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medios admitidos por la ley, como son, p. ej., los testigos y las presunciones: a) aunque el negocio resulte o conste por escrito, ya que se trata de probar no el contenido del acto, sino el defecto del presupuesto de la manifestación de voluntad, es decir, de la capacidad de querer; b) y cuando resulte el negocio de un documento público en el que se afirme la capacidad mental de las partes: no es necesaria la inscripción o constatación falsa para demostrar lo contrario, ya que no se pretende afirmar que el notario haya recogido extremos diversos de los que se le indicó o tuvieron lugar a su presencia, sino que se quiere comprobar una circunstancia que él no era competente para constatar y sobre la cual generalmente manifiesta sin necesidad su opinión. El objeto de la prueba es doble, debiéndose demostrar que "en el momento" de la formación del acto la parte era "incapaz de entender y de querer". Se habla de "momento" para indicar el instante en que alguien manifiesta su voluntad, no sólo porque ello es decisivo a fin de concretar si el acto se ha concertado válidamente, sino sobre todo porque la investigación de las condiciones psicológicas del sujeto durante un período de tiempo, anterior o posterior, no tiene importancia alguna. En efecto, a nada conduce constatar que antes de vincularse la parte carecía de la conciencia de sus propios actos, por no tener entonces declarado querer algo, y, por consiguientes, es inútil discutir si fue o no capaz de expresar aquella voluntad que de hecho no ha manifestado. Es, pues, inútil, demostrar la inconsciencia posterior a la constitución del negocio, porque los requisitos esenciales de un acto deben coexistir cuando el mismo es concertado; por tanto, si en tal momento la parte pudo prestar el consentimiento y lo prestó, el acto es válidamente concertado y no puede ser privado de eficacia por la circunstancia de que después hayan desparecido los presupuestos o condiciones requeridos para su conclusión válida. Por tanto, se habla de incapacidad de entender y de querer para designar el defecto, debido a causa transitoria, de la inteligencia que es necesaria para tener conciencia de los actos propios y, por

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consiguiente, para poder determinarse a realizarlos. 1. Tal defecto o privación es provocada habitual o generalmente por la enfermedad mental en toda su variedad de formas, como son la demencia verdadera y propia, el cretinismo, el idiotismo, el delirio febril, etc.; en general, por una causa que si fuese habitual justificaría la interdicción del sujeto, ya que de otro modo, podría el juez anular un acto en virtud del sentido absurdo, real o supuesto, de sus cláusulas y no por la existencia de una enfermedad mental tan grave que suprima enteramente la libertad de querer. Por ello, la monomanía se considera causa de incapacidad sólo cuando haya influido en la determinación de la parte y no cuando permanezca extraña a ella; las pasiones, aunque sean fuertes, no afectan a la capacidad, salvo que de hecho equivalgan a verdadera y propia manía; la debilidad senil es motivo de impugnación en la sola hipótesis de que excluya la inteligencia. 2. El defecto de que hablamos puede deberse también al sonambulismo y a la sugestión hipnótica, ya que la persona afectada obra mecánicamente bajo el impulso de otra voluntad y no por efecto de la propia. 3. Del mismo modo la incapacidad derivada de la embriaguez completa, y a este respecto no puede acogerse la distinción entre embriaguez premeditada o voluntaria y accidental, reconocida en los arts. 91 y ss. del C. pen., porque las normas de ese cuerpo legal no son aplicables por analogía (art. 14, dip. pre. 1) y porque las razones que el legislador tuvo en cuenta para castigar más severamente el homicidio ejecutado en estado de embriaguez completa premeditada o para excluir la imputabilidad en caso de embriaguez fortuita no sirven para declarar válido o nulo un acto como afrenta al defecto de voluntad del declarante. 4. Finalmente, bien entendido, sólo en los casos en que nos dé incapacidad legal, el defecto supradicho puede derivar de la infancia, que es el período de la edad en que no funciona la voluntad por deficiente desarrollo orgánico del individuo, período en el que, por no decir nada la ley, no se podrá fijar el límite tradicional de los siete años sin introducir arbitrariamente una presunción de incapacidad que contradiría, por otro lado, el concepto mismo de la incapacidad natural, que debe ser probada». Del mismo modo, MESSINEO nos dice sobre este aspecto lo siguiente:

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«c) Incapaz natural (en oposición a incapaz legal) de contratar o (como ahora se dice, siguiendo una terminología que se ha afirmado antes en el campo del derecho penal: cfr. art. 88, Cód. pen.) incapaz de entender o de querer es quien se encuentra en tal estado psíquico (si bien transitorio), que queda disminuida o paralizada su aptitud para comprender el valor del acto que realiza o, más aún, su facultad de determinarse (hipnosis, ebriedad, grave, demencia, sonambulismo y similares). Pero, a los fines de la anulación por incapacidad natural, no basta la incapacidad de entender o de querer. Es necesario (art. 428) el estado de mala fe (en sentido subjetivo; sobre todo significado, de la contraparte o sea el conocimiento, de la contraparte, del estado psíquico en que se encontraba el incapaz. La mala fe puede resultar que tenga alguna importancia; pero la ley considera particularmente proviátos de fuerza probatoria de la existencia de mala fe, los indicios que consisten: 1) en el perjuicio derivado, o que pueda derivarse al sujeto (de entender o de querer), o 2) en la calidad del contrato (por ejemplo, contrato aleatorio para el incapaz) (art. 428, segundo inciso). Para establecer el hecho de la incapacidad de entender o de querer, es preciso referirse al momento en que el contrato fue estipulado, es decir, a aquel punto del tiempo, al que se remonta el perfeccionamiento del contrato. Este punto del contrato se perfeccionó entre presentes, coincide con el de la manifestación de voluntad del incapaz; pero, si se trata de contrato entre personas distantes, la indagación acerca de la incapacidad debe hacerse al momento en que tuvo lugar aquella manifestación: lo que prácticamente significa que es preciso referirse a la propuesta o bien a la aceptación, según se trate de aclarar si el incapaz fue el proponente, o bien el aceptante; y, por consiguiente, es necesario referirse a un momento del tiempo diverso, según se trate, de uno u otro caso.

Lo que no debe admitirse es que se pueda remontar al estado psíquico anterior o subsiguiente al de la manifestación de voluntad del incapaz, cuando la ley (art. 428, primer inciso) se refiere al

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momento en que el contrato ha sido concluido y emplea una fórmula diferente de la del tercer inciso del art. 428, donde se habla del día de la conclusión del contrato. Sin embargo, es legítimo remitirse al estado psíquico anterior o subsiguiente, con el fin limitado de inferir de él el estado psíquico del momento en que la manifestación de voluntad ha tenido lugar; se trata, no de la materia de indagación, sino de los indicios probatorios, eventualmente idóneos para hacerla posible. La prueba puede darse también por indicios, ya que está en cuestión (art. 2722), no el contenido del contrato (redactado tal vez por escrito), sino uno de sus presupuestos, cual es, precisamente, la capacidad de entender y de querer. En algunos casos específicos la ley defiende con mayor energía al incapaz de entender o de querer. Así, en la donación, el donante incapaz puede pedir la anulación, aun sin que concurra el extremo de la mala fe del donatario (disposiciones conjuntas del art. 428, segundo inciso y art. 775, primer inciso): se trata aquí del contrato, en el que el donante certat de damno vitando». Como se podrá observar, las amplias opiniones de estos dos juristas italianos están basadas en lo dispuesto en el artículo 428 del Código Civil italiano, cuyo texto señala textualmente lo siguiente: «Actos realizados por persona incapaz de entender o de querer.-Los actos realizados por persona que, si bien no está sujeta a interdicción, se pruebe que ha sido por cualquier causa, aun transitoria, incapaz de entender o de querer en el momento en que los actos sean realizados, pueden ser anulados a instancia de la misma persona o de sus herederos o causahabientes, si resulta de ello un grave perjuicio para el autor.

La anulación de los contratos no se puede pronunciar sino cuando, por el perjuicio que haya derivado o pueda derivar a la persona

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incapaz de entender o de querer o por la calidad del contrato o por otra causa, resulte la mala fe del otro contratante. La acción prescribe dentro del término de cinco años a contar del día en que el acto o el contrato se ha llevado a cabo. Queda a salvo toda diversa disposición de ley». No obstante lo cual, y a pesar que la sanción legal del Código Civil italiano es la anulabilidad del acto jurídico celebrado en estado de incapacidad natural, STOLFI considera que la sanción en sentido técnico debiera ser la nulidad, y es por ello que, en pie de página a su anterior comentario, nos dice textualmente lo siguiente: «De las normas que más adelante estudiaremos se deduce la evidente desventaja en que es colocado el incapaz "naturaliter" respecto del interdicto. El negocio concluido por éste es siempre anulable si lo concertó durante un intervalo lúcido y si no le sobreviene algún daño o si había contratado con quien conocía la sentencia de interdicción. En cambio, el acto unilateral "intervivos" concertado por quien no era "compos sui" es anulable sólo cuando sufra un "grave perjuicio" y el contrato es impugnable sólo cuando la otra parte actúe de mala fe. Por consiguiente, el interdicto es protegido porque es o se presume incapaz; el demente, el sonámbulo, el ebrio, etc., son protegidos no porque les falte la posibilidad de manifestar su consentimiento, sino porque subsisten las demás condiciones extrínsecas, por otra parte de escaso relieve: por eso aquellos corren el riesgo de ser obligados a cumplir un negocio por ellos no querido cuando el juez, que es un tercero, niegue la gravedad del perjuicio o mala fe de la parte contraria. La sentencia que anula el negocio concertando por el interdicto, es decir, por el incapacitado legalmente produce efectos "erga omnes" y sin límites de tiempo, mientras que la sentencia que anula el negocio concluido por el incapaz "naturaliter" no opera contra quien había adquirido a título oneroso y de buena fe derechos basándose en título inscrito con anterioridad a la transcripción de la demanda de nulidad (art. 2652, p. 13, y 2690,1 6): así que quien supiese o sospechase haber contratado con el incapaz puede privar de toda

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eficacia práctica a la futura anulación del acto si en el tiempo intermedio quedó insolvente vendiendo la cosa a persona que ignore la invalidez y haya gastado el precio recibido en cosas superfluas. Pero el haber infringido la norma jurídica fundamental de que el negocio se funda en el consentimiento válidamente prestado y haber, en cambio, instaurado un sistema de protección limitada y susceptible de ser privada de eficacia práctica por la superchería ajena, no es digno de un legislador previsor al cual corresponde regular las relaciones humanas según la justicia y sin desviarse por las engañosas sugestiones de los perjuicios y preconceptos. Es fácil replicar al que trate de justificar las normas vigentes basándose en la exigencia profundamente sentida de dejar a salvo hasta donde sea posible la validez de los actos y asegurar así la firmeza de las relaciones: a) porque dicha validez supone la existencia efectiva y no la inexistencia de consentimiento; b), y porque dicha firmeza debe ser la consecuencia de actos válidamente conclusos y no de negocios a que el capricho del "conditor iuris" atribuya eficacia a despecho de la imposibilidad en que se halla el interesado de manifestar conscientemente su voluntad». En nuestro concepto es correcta la opinión de STOLFI, por cuanto -como ya lo hemos señalado anteriormente- en los casos de incapacidad natural falta una verdadera declaración de voluntad no sólo porque no hay una voluntad de declarar, al no haber una voluntad del acto externo, sino principalmente porque falta el conocimiento del valor declaratorio de la conducta que expresa la voluntad. Se trata pues, de un caso distinto al de la violencia física, en el que falta la voluntad de declarar porque no hay voluntad del acto externo, mientras que en la incapacidad natural no hay declaración de voluntad por no haber voluntad de declarar al faltar la voluntad del acto externo, y principal y fundamentalmente por no haber conocimiento del valor declaratorio de la conducta. Debe señalarse, asimismo, que al faltar en los casos de incapacidad natural voluntad del acto externo, no hay evidentemente una verdadera voluntad declarada; sin embargo, lo que caracteriza la

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incapacidad natural no es una discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, al igual que en los casos de error obstativo, simulación y declaración hecha en broma, por cuanto la falta de una verdadera declaración de voluntad (y por ende de una verdadera voluntad declarada) es la ausencia de la voluntad de declarar. Se debe distinguir entonces los casos de discrepancia y los supuestos de incapacidad natural. Sobre el particular, MESSINEO nos señala en un pie de página a su anterior comentario lo siguiente: «Cicu {II testamento, Milano, 1942, p. 187) niega que la llamada incapacidad natural sea un caso de verdadera incapacidad; la incapacidad natural no daría lugar (como la incapacidad legal y judicial) a una condición del sujeto. Por lo tanto, Cicu resolvería el concepto de incapacidad natural en el de falta de voluntad jurídicamente importante, propia del acto singular del sujeto. Análogamente, ALLARA (ob. cit., pp. 132 y 185 y ss.) ve, en la incapacidad de entender o de querer, un caso de divergencia inconsciente entre voluntad y declaración. No parece, sin embargo, que estas tesis sean correctas, no tan sólo porque la ley subsume la figura en examen bajo el concepto de incapacidad, sino también porque los casos de divergencia entre voluntad y declaración no pueden ampliarse más allá de los tradicionalmente admitidos y, sobre todo, porque la incapacidad de entender (que es una de las manifestaciones posibles de la llamada incapacidad natural) no es susceptible de entrar en la hipótesis de la figura de falta de voluntad, debería, para ser relevante, asimilarse a los clásicos casos análogos. Pero, al hacerlo así, ¿habrá que reducir la misma al caso de la violencia absoluta, que lleva consigo divergencia involuntaria y al propio tiempo inconsciente? Como se ve, un cúmulo de complicaciones; en vista de las cuales, parece oportuno no apartarse de la concepción tradicional». De esta manera queda pues, claramente configurada la incapacidad natural como un supuesto de falta de declaración de voluntad por ausencia de la voluntad de declarar, supuesto que a su vez es perfectamente distinguible, ya que no tiene ninguna relación

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con el supuesto de la incapacidad legal, que es la ausencia de un requisito aplicable al sujeto. 2.5.

La incapacidad natural dentro de la doctrina sudamericana Hasta el momento se ha estudiado la figura de la incapacidad natural dentro del sistema del negocio jurídico, y se ha podido observar que la doctrina es unánime en señalar que la capacidad natural, esto es, la aptitud del sujeto de entender y querer, es un requisito para la validez del negocio jurídico. En este sentido el mismo MESSINEO nos dice lo siguiente: «Para que el negocio no sea nulo, son necesarios los elementos estudiados hasta aquí; pero, para que el negocio no sea anulable, es necesario que el mismo provenga de un sujeto que esté dotado de capacidad de entender y de querer y de capacidad de obrar, y que esté exento de vicios de la voluntad, o sea que esta última no haya sido influenciada, en su formación, por elementos perturbadores. a) La capacidad de realizar negocios jurídicos, sin embargo, no es tomada directamente en consideración por la ley. La misma emerge, como presupuesto para la validez del negocio, de la constatación (negativa) de que, cuando falte la capacidad (o sea, que el sujeto sea incapaz), el negocio es inválido (anulable) art. 1425. a) Es necesario, ante todo, la capacidad de entender y de querer; el defecto de ésta, aun cuando no resulte de especiales comprobaciones (interdicción), configura la denominada incapacidad natural y hace anulable el negocio, b) La incapacidad legal de realizar negocios jurídicos es un caso particular de la incapacidad de obrar. Por consiguiente, entretanto, la incapacidad de obrar se resolverá, también, en una incapacidad (particular) de realizar negocios jurídicos, o sea de declarar válidamente una voluntad; y aquí no hay más que remitir a lo que ya hemos dicho. Sin embargo, están vigentes reglas particulares sobre la capacidad, necesaria para determinados negocios jurídicos: para el testamento (art. 591), para la donación (arts. 774-775), para los contratos en general (arts. 1425-1426)».

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Por el contrario, la doctrina sudamericana es hasta la fecha bastante reacia a aceptar la incapacidad natural como causal de invalidez del acto jurídico. En este sentido, es bastante ilustrativa la opinión de Guillermo Borda, quien al tratar sobre los actos jurídicos nos manifiesta lo siguiente: «La cuestión del discernimiento; crítica del artículo 921.Hemos visto ya que los artículos 897 y 900 hacen del discernimiento un requisito esencial de los actos voluntarios. Pero cabe preguntarse: ¿A qué edad tiene discernimiento una persona? En la realidad de la vida ello depende de cada caso particular; hay niños jóvenes sumamente precoces y otros de desarrollo más lento. Pero es tan sutil esto de saber si una persona tiene o no discernimiento que si no hubiera una regla fija conforme a la cual los jueces pudieran decidir con certeza cuándo lo hay y cuándo no, habría numerosísimos casos dudosos. Para zanjar esas dificultades, el artículo 921 dispone: Los actos serán reputados hechos sin discernimiento, si fueren actos lícitos practicados por menores impúberes o actos ilícitos, por menores de diez años; como también los actos de los dementes que no fuesen practicados a intervalos lúcidos y los practicados por los que, por cualquier accidente, están sin uso de razón. Embarcado el código en la teoría psicológica, era inevitable una disposición como la del artículo 921, que determinase claramente cuándo hay discernimiento y cuándo no lo hay. El error en el planteo conducía inevitablemente a este otro error. Es inexacto que los menores de catorce (impúberes) carezcan siempre de discernimiento, es decir, de la aptitud de apreciar o valorar ciertas cosas. Desde el punto de vista psicológico, un menor de doce años, por ejemplo, tiene pleno discernimiento para realizar una multitud de actos sencillos, tales como comprar sus útiles de colegio, tomar un ómnibus (lo que significa celebrar un contrato de transporte), comprar mercaderías de escaso valor, tales como golosinas, algunas provisiones del almacén por mandato de sus padres, etc. En cambio, un menor de quince años

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no tiene todavía el discernimiento necesario para otorgar ciertos actos jurídicos complejos, tal como podría ser un contrato de sociedad, un contrato relativo a la explotación de un establecimiento rural o industrial, la constitución de un derecho real sobre sus bienes inmuebles. Esto significa que, desde el punto de vista psicológico, es arbitrario fijar una sola edad para atribuir discernimiento a las personas, sin tener en cuenta el desarrollo de cada ser ni la complejidad de cada acto en relación al cual interesa saber si se posee o no discernimiento. Esto del punto de vista psicológico. Del punto de vista jurídico, la ley ha debido reconocer la validez de numerosos actos realizados por personas que según el artículo 921 carecen de discernimiento, lo que supone una contradicción con el principio sentado en los artículos 897 y 900. Una mujer que no ha cumplido catorce años (y que, por tanto, es legalmente impúber) puede, si está embarazada, contraer matrimonio, es decir, puede realizar el acto más importante de la vida civil, no obstante carecer de discernimiento según el artículo 921; más aún, a partir del casamiento y aunque tenga menos de catorce años, puede celebrar todos los actos para los cuales son capaces los menores emancipados, que son numerosos e importantísimos. Un menor de diez años puede tomar la posesión de las cosas, lo que es también un acto voluntario lícito. Finalmente, los menores que no han cumplido catorce años y los dementes, no obstante lo dispuesto en el artículo 921, pueden realizar válidamente una multitud de pequeños actos, que nosotros hemos llamado "pequeños contratos". Por nuestra parte, pensamos que la noción del discernimiento es totalmente inútil en el plano del derecho. Por lo pronto se resume en el requisito de la intención, según ya lo hemos dicho: además, el derecho no tiene por qué entrar a juzgar si ha existido o no discernimiento, problema muy sutil y esencialmente variable. Lo que la ley debe hacer es simplemente esto: en materia de actos lícitos, fijar la edad a partir de la cual reconoce capacidad para realizarlos y las causales que determinan la pérdida de esa capacidad (demencia sordomudez, condenaciones

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penales, etc.); en materia de actos lícitos, determinar desde qué edad es responsable por sus consecuencias y cuáles son las causas de irresponsabilidad» 5 Como se podrá observar, GUILLERMO BORDA considera que no debe tratarse en el derecho civil, en lo relativo a los actos jurídicos, el tema del discernimiento o no, bastando según su criterio fijar presunciones, por cuanto él dice que en materia de actos lícitos, esto es, de actos jurídicos, se debe fijar la edad a partir de la cual se reconoce capacidad para realizarlos y las causales que determinen la pérdida de esa capacidad. En otras palabras, según el ilustre tratadista argentino, lo que debe establecerse es la validez o invalidez de los actos jurídicos únicamente en base a la capacidad legal. Por su parte, este mismo criterio nos lo brinda DE GASPERI MORELLO, también con relación al Código Civil argentino, cuando en su tratado de Derecho Civil, en la parte relativa a la teoría general de los hechos y actos jurídicos nos dicen lo siguiente: «El discernimiento supone en el hombre cierta madurez de su desarrollo intelectual. Aparece él completo a una edad variable, según los factores étnicos o físicos que concurren a retardar o a acelerar su advenimiento. Dado el desigual desarrollo intelectual de los individuos, no tendría solución este problema si la ley no viniese a resolverlo con una regla positiva, aunque arbitraria. Dispone el artículo 126 del Código Civil que: "Los individuos de uno y otro sexo, que no tuviesen la edad de veintidós años cumplidos, son menores". Y el artículo 129 agrega: "La mayor edad habilita desde el día que comenzare, para el ejercicio de todos los actos de la vida, sin depender de formalidad alguna o autorización de los padres, tutores o jueces".

5

Cursivas nuetras.

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Estas disposiciones son relativas a la capacidad de obrar, también llamada capacidad de ejercicio, fundada en el discernimiento. Explícase que la ley subordine al discernimiento la atribución de la capacidad de obrar, porque, constituyendo el acto jurídico el medio normal de que nos valemos para establecer voluntariamente con otras personas relaciones jurídicas, creando, modificando, transfiriendo, conservando o extinguiendo derechos, razonable es que el poder social no reconozca la facultad de obrar para tales efectos sino a quien tenga el discernimiento bastante a juzgarlo con acierto. En este sentido dispone el artículo 1040: "El acto jurídico para ser válido, debe ser otorgado por persona capaz de cambiar el estado de su derecho". La capacidad de hecho supone la capacidad de derecho. El que tiene capacidad de derecho es, según las circunstancias, capaz o incapaz de obrar, el que carece de la capacidad de derecho es por esto mismo incapaz de obrar, pues sus actos no podrían producir efecto alguno. Ello acontece cuando la ley prohibe a las personas la celebración de determinados actos. En los actos ilícitos, el discernimiento es la base de la imputabilidad». Como se podrá observar, el texto antes transcrito es bastante ilustrativo, porque nos señala que la capacidad de ejercicio, llamada también por dichos autores capacidad de obrar, está fundada en el discernimiento, a tal punto que los mismos autores señalan que la capacidad de hecho supone la capacidad de derecho.

Con relación al Código Civil colombiano, los OSPINA, respecto a la capacidad, nos señalan lo siguiente:

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«La doble acepción de la voz "capacidad".- Según ya quedó dicho, en el léxico jurídico la expresión capacidad es anfibológica, pues unas veces denota la aptitud que se les atribuye a las personas o sujetos para ser titulares de derecho y obligaciones, al paso que, otras veces, se emplea para significar el poder que se reconoce a la mayoría de dichos titulares para realizar actos jurídicos, sin el ministerio o la autorización de otras personas. En el primero de los sentidos indicados, la capacidad es un atributo de la personalidad jurídica, porque la aptitud para convertirse en titular de derechos y obligaciones es precisamente la que permite que un ente pueda entrar a formar parte de la categoría de las personas o sujetos de derecho. Así, los individuos de la especie humana son personas en el mundo jurídico, en cuanto se les reconoce la referida aptitud, y dejan de serlo cuando se les priva de ella en virtud de instituciones positivas, como la esclavitud, la muerte civil, etc. Igualmente, ciertos entes ideales, como las corporaciones, las sociedades, las fundaciones, etc., adquieren personalidad jurídica cuando se les reconoce aptitud para adquirir derechos y para contraer obligaciones. En un segundo sentido, la capacidad ya no es un atributo de todas las personas o sujetos de derecho, sino un requisito para la validez de los actos jurídicos realizados por ellos, porque si bien es cierto que la capacidad de goce, o sea, la aptitud para ser titular de derecho y obligaciones, es una propiedad esencial de todas las personas, las legislaciones positivas no admiten la validez de los actos jurídicos, celebrados por quienes no tienen el grado de discernimiento y de experiencia suficiente para comprender el sentido y las consecuencias de tales actos. De ahí que el art. 1502 de nuestro Código Civil disponga que "para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad, es necesario que sea legalmente capaz", agregando que "la capacidad legal consiste en poderse obligar por sí misma y sin el ministerio o la autorización de otra". Varias observaciones sugiere el texto legal citado, que sirven para precisar el significado y alcance del requisito de que se trata; a saber: a) la expresión persona, empleada por la ley, indica que

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esta parte del supuesto de que quien intervienen en un acto jurídico tiene capacidad de goce, porque repetimos, cuando se habla en derecho de una persona se está significando implícitamente que se trata de un sujeto dotado de la aptitud para adquirir derechos y contraer obligaciones; b) la definición transcrita corresponde al concepto de la capacidad legal, considerada como requisito de los actos jurídicos; y c) el artículo incurre en notoria impropiedad al dar a entender que esta capacidad legal es requisito que solamente se exige respecto de la persona que se obliga, cuando, en realidad, se trata de una condición que debe tener cualquiera que intervenga en un acto jurídico, aunque solamente ocupe la posición de acreedor. Con otras palabras, la capacidad legal no es únicamente requisito para obligarse, sino que lo es, en general, para que cualquier persona pueda intervenir por sí misma en la celebración de actos jurídicos, sin el ministerio o la autorización de otra persona». Como se puede apreciar, para los autores colombianos mencionados, la capacidad como requisito para los actos jurídicos está referida únicamente a la capacidad legal. En estos mismos términos se pronuncia LEÓN HURTADO respecto al Código Civil chileno, quien nos señala expresamente lo siguiente: «La capacidad de ejercicio o capacidad de obrar, como la denominan algunos autores/consiste en hacer valer los derechos, sea mediante la celebración de actos jurídicos, sea mediante realización de ciertos hechos que son lícitos en razón del derecho que se hace valer. Así, quien vende o dona una cosa de su propiedad ejercita su derecho de dominio; e igualmente el padre de familia que castiga a su hijo el derecho que le reconoce el art. 233. Pero para los efectos del presente trabajo limitaremos el concepto de capacidad de ejercicio a la facultad de poder celebrar actos jurídicos por sí mismo. A ella se refiere el art. 1.445 (inc. 2) cuando dispone: "La capacidad legal de una persona consiste en

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poderse obligar por sí misma, y sin el ministerio o la autorización de otra." La capacidad de ejercicio supone necesariamente la capacidad de goce, pues para ejercitar un derecho es previo tenerlo. A veces la incapacidad de ejercicio es una consecuencia necesaria de la incapacidad de goce como, por ejemplo, capacidad para contraer matrimonio, para reconocer o legitimar hijos o para testar. En estos casos la capacidad para adquirir y para ejercitar el derecho vienen a confundirse, pues sólo se conceden a quien los pueda ejercitar por sí mismo. La capacidad de goce puede existir sin que haya capacidad de ejercicio, como sucede al demente, al infante, etc., que si bien adquieren derechos, no pueden ejercitarlos por sí mismos». De esta forma, resulta bastante claro que en la doctrina sudamericana no se ha acogido con fuerza el concepto de la capacidad e incapacidad natural de la doctrina italiana, recogido también por la doctrina alemana y por la doctrina española, según veremos posteriormente. Para la gran mayoría de autores sudamericanos el discernimiento es un requisito del acto jurídico que ha sido absorbido por el requisito de la capacidad legal de ejercicio. Sin embargo, en los últimos trabajos que la doctrina argentina le ha dedicado al estudio del negocio jurídico, se observa una introducción de este concepto. Así, por ejemplo, ZANNONI, en su obra titulada Ineficacia y nulidad de los actos jurídicos, nos dice sobre el particular lo siguiente: «Pero también la ausencia momentánea o circunstancial de discernimiento -aun, repetimos, en quien es capaz en términos generales- obsta a la perfección del hecho que se pretende voluntario. "Los actos serán reputados hechos sin discernimiento

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-reza el art. 921— si fueren actos lícitos practicados por lo que, por cualquier accidente, están sin uso de razón". En la consagración de las incapacidades de obrar, la carencia de discernimiento se presume. Más aún: el presupuesto de tales incapacidades es una presunción general -de iure- que fundamenta la representación necesaria del sujeto, y que reside en considerarlo sin la aptitud psicológica suficiente de discernir la naturaleza de los actos. Implica, como dice MESSINEO, la ausencia o disminución de la aptitud del sujeto para entender o querer, como facultad volitiva de determinación. Por eso la incapacidad de entender o de querer es siempre general y el acto que eventualmente realizase por sí el incapaz es nulo: "Son nulos — reza el art. 1041- los actos jurídicos otorgados por personas absolutamente incapaces por su dependencia de una representación necesaria". En la misma situación quedan los incapaces que sólo tienen capacidad para los actos que las leyes les autorizan otorgar por sí, respecto de los demás: en nuestro derecho, el caso de los menores adultos (conf. arts. 55 y 1043). De otro lado, la ausencia momentánea o circunstancial de discernimiento en un sujeto capaz, si bien afecta la voluntariedad del acto realizado en ese estado, requería su demostración concluyente como causa de anulabilidad de aquél. Aquí, la presunción es de capacidad -o sea del pleno desarrollo de la facultad volitiva de determinación-, en el entender y el querer. Entonces el acto no es nulo sino anulable (presumimos el conocimiento de la distinción): "Son anulables -establece el art. 1045- los actos jurídicos, cuando sus agentes obraren con una incapacidad accidental, como si por cualquier causa se hallasen privados de su razón".

En forma mucho más amplia y detallada, SANTOS CIFUENTES nos señala lo siguiente:

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«El art. 921 estatuye: "Los actos serán reputados hechos sin discernimiento, si fueren actos lícitos practicados por menores impúberes, o actos ilícitos por menores de diez años; como también los actos de los dementes que no fuesen practicados en intervalos lúcidos, y los practicados por los que, por cualquier accidente, están sin uso de razón". Comprende tres causas que pueden enunciarse de la siguiente forma: a) la inmadurez, por razones de edad; b) la insanidad, por padecimiento de demencia; y c) la inconsciencia, debido a situación accidental transitoria. Esta determinación legal que fija las pautas con precisión en la medida de lo posible, enrola el sistema del Código dentro de los considerados rígidos, por oposición a los catalogados de flexibles. VÉLEZ se inspiró en FREITAS y en el derecho romano, como lo demuestra su nota, apartándose del derecho francés en donde, sin el establecimiento de pautas rígidas, quedó sometida la cuestión a la variable de las situaciones particulares de hecho, especialmente en lo que se refiere a la edad del discernimiento. En los sistemas rígidos se establece, sin admitir prueba en contrario en los estados en que ello es posible, cuándo debe reputarse que la persona tiene discernimiento y cuándo no. Del art. 921 surge que ello queda determinado y respecto de la eda * y de la demencia declarada. Quedan sujetos, en cambio, al juzgarr),efito particular los supuestos de intervalos lúcidos en los dementes, \ps actos de los no declarados tales enjuicio y los de pérdida accidental de la razón. En los sistemas flexibles, como son los seguidos en Fr^ncia, Suiza e Italia, cada caso depende del examen judicial del sujeta para comprobar si ha obrado comprendiendo el alcance del acto. Las ventajas de los primeros -rígidos- son la simplicidad y la seguridad, ya que evitan discusiones múltiples después de realizado el acto; los siguen Alemania y Brasil. En cambio, tropiezan con el inconveniente de evadirse de la realidad en casos en que ella no concuerda con la determinación tasada legalmente, pero no suscitan, en particular

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frente a los menores y a la imputabilidad de sus actos, la gran incertidumbre de los sistemas flexibles. Dentro de estos últimos está el que ha seguido el Código Italiano de 1942, en sus arts. 428, 1389, 1425, 2046, denominándose por los autores "incapacidad natural" al estado de falta de discernimiento, por oposición a la "incapacidad legal". Es lo que ocurría antes, en los comentarios al Código de 1865, que no contenía disposiciones al respecto y que había provocado gran polémica. Dicha "incapacidad natural", cuando de hecho el individuo careció de la aptitud de discernir, sin que la ley haya declarado su incapacidad, ha sido considerada como una "incapacidad de entender y de querer" que puede producir la anulabilidad del acto, siempre que se pueda probar el grave perjuicio que sufre el sujeto carente de discernimiento». Hasta este momento de su razonamiento, se puede observar que SANTOS CIFUENTES considera, a diferencia de BORDA, que además de la capacidad legal, se debe tener en cuenta la capacidad del sujeto de entender y querer, razonamiento que realiza sobre la base de lo establecido en el art. 921 del Código Civil argentino, que en su último párrafo se refiere a los actos lícitos practicados por los que, por cualquier accidente, están sin uso de razón. El mismo autor, ampliando su exposición, sobre la base del mismo artículo 921 nos señala también lo siguiente: «El régimen del art. 921 de nuestro Código, en virtud de su ubicación metodológica, abarca tanto a los actos lícitos, incluidos naturalmente los actos jurídicos o negocios, como los actos ilícitos. Sienta la presunción iuris et de iure del discernimiento, señalando taxativamente las causas que lo suprimen, pues, si se compara su solución con la del art. 909, cuyo primer párrafo se refiere a la "estimación de los hechos voluntarios", para los cuales "las leyes no toman en cuenta la condición especial, o la facultad intelectual de una persona determinada", se advierte que

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saliéndose de las causas que según el art. 921 afectan el discernimiento y por tanto la voluntariedad del acto, y salvo disposición legal específica, ya no es admisible ninguna investigación sobre la medianía, torpeza, ancianidad, bajo nivel intelectual de un individuo, para calificar por este motivo de involuntario acto». Posteriormente, se ocupa este mismo autor directamente de los supuestos de la incapacidad natural, desarrollando este aspecto de la siguiente forma: «Serán reputados hechos sin discernimiento los actos "practicados por los que, por cualquier accidente, están sin uso de razón". Es de recordar la enseñanza de SAVIGNY: así como la enajenación mental lleva consigo un impedimento natural a los actos libres, y a los efectos que hubieran de producir, este principio se aplica a "todo estado semejante, llamándoles asía aquellos en que el hombre está privado de su razón, conservando las apariencias, sin embargo, de las actividades de su inteligencia". No hay sino una apariencia de actividad intelectual, "por ejemplo, el sueño, el desvanecimiento, la epilepsia y la muerte aparente"; "es lo que sucede en el delirio producido por la fiebre y en el sonambulismo provocado por el magnetismo». Si en una situación análoga un hombre repite maquinal-mente los términos de un contrato o firma un acta, sus palabras y su firma no tienen ninguno de los efectos de un acto libre. No se crea obligación del mismo modo por los delitos cuando un hombre en un estado semejante hubiere causado un daño en una propiedad ajena. Los estados transitorios de inconsciencia o de perturbación de la actividad del espíritu no tienen por consecuencia la incapacidad, pero se produce la nulidad de la declaración del inconsciente o perturbado, siempre y cuando la perturbación fuera de tal modo que excluyese la libre determinación de la voluntad. Tanto, pues, los actos lícitos como los ilícitos practicados en estado inimputable al autor que le ha hecho perder el uso de razón en cuanto al acto, como el caso de hipnotismo, sonambulismo, embriaguez, drogadicción, pánico, crisis momentáneas de origen

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patológico (p. ej., histerismo o esquizofrenia, psicasténicos, neurasténicos), intoxicación por medicamentos, lipotimias, mareos intensos, no pueden ser atribuidos a la voluntad de la persona, por lo que respecto de ellos ésta es irresponsable, anulándose el acto o considerándosela inimputable. AGUIAR recuerda también el "furor". Sin embargo, SAVIGNY señaló con razón, que no se puede asimilar la "cólera" a aquellas situaciones, diciendo: "los actos jurídicos son apenas posibles en tal situación de ánimo (cólera) y, en cuanto a los crímenes y a los delitos, la cólera no excluye jamás al dolus". La pérdida de la razón puede ser total o parcial, pero no cualquier anormalidad o alteración de las facultades del espíritu es suficiente para viciar la voluntad de quien la padece, mientras no llegue a comprometer gravemente el uso de la razón. Lo importante es establecer el estado mental al tiempo de ejecutar los actos, o sea, en el momento de otorgárselos, sin que baste probar la carencia de discernimiento en la época, pues ello no asegura que el acto no haya sido efectuado en un momento de lucidez. La prueba queda a cargo de quien invoca la falta de discernimiento y correspondiente irresponsabilidad, o invalidez del acto». Antes de concluir esta somera revisión de la doctrina sudamericana, es necesario señalar que en Chile, RAMÓN DOMÍNGUEZ ÁGUILA, quien ha publicado últimamente su teoría general del negocio jurídico, tampoco se ocupa del concepto de incapacidad natural, limitándose a referirse a la capacidad legal únicamente, cuando nos dice textualmente que: «El negocio supone, como dijimos, una voluntad consciente. De ello resulta que sólo se mirará como voluntad verdadera, la proveniente de una persona que tiene facultad para comprender el alcance de sus actos, la proveniente de una persona que tiene capacidad para obligarse.

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Pero una persona, aun teniendo capacidad, puede carecer de la facultad de disponer de ciertos derechos o bienes, pues no se le ha conferido el poder para hacerlo. Así, desde un punto de vista teórico, la capacidad dice relación con un elemento intelectual, mientras el poder se refiere a las reglas de administración de los bienes. Por ejemplo, un menor no puede realizar actos válidos sobre sus bienes, pues carece de capacidad. Un gerente de una cierta sociedad no puede, sin autorización, vender bienes raíces sociales, pues carece de poder, si no se lo ha dado al estatuto social o un acuerdo de la sociedad. El gerente es capaz, pero carece de poder respecto de tales bienes. La capacidad se define como la aptitud de la persona para adquirir, gozar y hacer valer por sí mismo un derecho en la vida jurídica». Finalmente, debemos ocuparnos de la doctrina nacional. En este sentido, es necesario destacar la opinión de FERNANDO VIDAL RAMÍREZ, quien al referirse a la capacidad como requisito para la generación del acto jurídico, nos dice lo siguiente: «La manifestación de voluntad para generar el acto jurídico debe emanar de sujeto capaz. BETTI destaca que la capacidad que se requiere como presupuesto de validez es la capacidad de obrar (de ejercicio), pero señala que son presupuestos de validez también la existencia de la persona y su aptitud genérica para ser sujeto de relaciones jurídicas, o sea,' su capacidad de derecho (de goce). Sin embargo, destaca la de obrar, puesto que la de derecho, por principio, es reconocida por todos. LEÓN Barandiarán, comentando el art. 1075 del Código del 36, expresa que el requisito de la capacidad está referido tanto a la capacidad de derecho como a la capacidad de obrar, aun cuando la primera es un prius frente a la segunda.

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Como se sabe, el art. 1075 del Código Civil derogado señaló, como primer requisito para la validez del acto jurídico, al agente capaz. El nuevo Código utiliza la misma expresión al prescribir que la manifestación de voluntad debe emanar de agente capaz. No cabe duda, pues, que la capacidad que se exige al agente es la de goce y la de ejercicio. Pero hay que distinguir los efectos, según que al agente le falte capacidad de goce o capacidad de ejercicio. Si falta la primera, el acto jurídico es nulo; si falta la segunda, el acto puede ser nulo o anulable. De las nulidades nos ocuparemos en un capítulo especial. La capacidad de goce es insustituible como requisito de validez; la falta de capacidad de ejercicio puede ser suplida con la representación». Como se podrá observar, VIDAL RAMÍREZ al tratar el requisito de la capacidad dentro del acto jurídico, se refiere únicamente a la capacidad legal, sin referirse para nada a la capacidad natural. No obstante lo cual, al referirse a las causales de nulidad contempladas en el artículo 219 del mismo Código Civil peruano, específicamente a su inciso 1, referido a la falta de manifestación de voluntad, nos dice lo siguiente: «Es una causal prevista en el nuevo Código (Art. 219, inc. 1) pero no lo estuvo en el Código del 36, por lo menos de manera explícita, pese a que sin declaración de voluntad no puede haber acto jurídico. Por ello LEÓN BARANDIARÁN, en relación al Código derogado y citando el art. 104 del Código alemán, habló de la voluntad practicada en estado de inconsciencia o perturbación mental pasajera y señaló los casos de hipnosis, sonambulismo, influencia narcótica, embriaguez excluyente de discernimiento, y otros casos de enfermedades, excluyentes también de discernimiento. El estado de inconsciencia no puede generar, pues, una declaración de voluntad jurídicamente válida. Tampoco puede

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generar la perturbación grave de la conciencia, siempre que, como indica ENNECCERUS, sea de modo que excluya la libre determinación de la voluntad». Como es evidente, VIDAL no se refiere sino a la incapacidad natural, deduciéndose de su comentario que la sanción en su criterio sería la nulidad del acto jurídico. 2.6.

La incapacidad natural como supuesto de ausencia de manifestación de voluntad dentro del Código Civil peruano Como ya hemos indicado anteriormente, al referirse al acto jurídico, el Código Civil peruano, en el artículo 140, exige únicamente la capacidad legal de ejercicio que presupone la capacidad de goce, como requisito para la validez del acto jurídico. En concordancia con el inciso 1 del artículo 140 del Código Civil, el inciso 2 del artículo 219 señala que el acto jurídico es nulo cuando se haya practicado por persona absolutamente incapaz, salvo lo dispuesto en el artículo 1358. Este artículo 1358 del Código Civil será examinado posteriormente. A su vez, debe señalarse el artículo 221, inciso 1 del mismo Código Civil que sanciona con anulabilidad el acto jurídico por incapacidad relativa del agente. Pero en ambos casos, el Código se está refiriendo también a la incapacidad legal de ejercicio. Sin embargo, como ya ha indicado FERNANDO VIDAL, al comentar el primer inciso del artículo 219 del Código Civil, la incapacidad natural debe ser considerada como un supuesto en el que falte la manifestación de voluntad del agente; quedando de esta forma contemplada dentro de dicho inciso.

La razón de ser de esta opinión, con la cual coincidimos, radica en que en los casos de incapacidad natural no hay una verdadera manifestación de voluntad del agente, en la medida en que no hay la voluntad de declarar, que es uno de los aspectos de la declaración de

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voluntad, al no haber conocimiento del valor declaratorio de la conducta. Nuestra opinión está basada, no sólo en los puntos de vista de la doctrina italiana y en los de un minoritario sector de la doctrina sudamericana, sino también en la doctrina alemana. Así por ejemplo, LEHMANN nos dice sobre el particular lo siguiente: «No producen incapacidad los trastornos transitorios ni la pérdida del conocimiento (embriaguez, delirio febril, hipnosis). Pero en cuanto proceda se equipararán en sus efectos a la enfermedad mental, produciendo, por consiguiente, la nulidad de la declaración de voluntad emitida en tal estado. Para la recepción de declaraciones de voluntad no se equiparan, en cambio, tales estados a los del incapaz, de suerte que en determinadas circunstancias puede hacérseles llegar válidamente la declaración». Si se observa bien, esta concisa opinión del autor alemán es muy importante por cuanto señala con toda claridad que la falta de discernimiento, que la doctrina italiana denomina incapacidad natural, no es un supuesto de incapacidad legal, imponiéndose en estos casos también la nulidad de la declaración de voluntad emitida en tal estado. Asimismo, debe destacarse de la opinión del indicado autor alemán que la nulidad sólo se considera en los casos de falta de discernimiento, respecto de la declaración de voluntad. Este aspecto es desarrollado también por ENNECCERUS, quien sobre el particular nos señala lo siguiente:

«Llámese capacidad de negociar a la capacidad de provocar efectos jurídicos mediante negocios jurídicos. Pero, por regla general, hay que considerarla por analogía de los 104 ss., también como requisito de los actos semejantes a los negocios jurídicos, pero no, en

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cambio, para los actos reales con efecto jurídico, como el hallazgo de un tesoro, la especificación, la toma de posesión o la composición de una obra científica o artística». Hasta este momento de su razonamiento ENNECCERUS se está refiriendo a la capacidad legal del ejercicio; lo cual es confirmado también cuando nos dice lo siguiente: «El C.C. no dice quién es capaz de celebrar negocios jurídicos, sino que se ciñe a establecer los supuestos en que falta o está limitada la capacidad. Considera, pues, por regla general, como capaz a la persona que efectivamente concluye un negocio, y, por tanto, el que afirma la incapacidad propia o ajena, tiene que probar los supuestos de esta excepción». Más adelante el mismo autor se refiere a la incapacidad natural cuando afirma lo siguiente: «Los estados transitorios de inconsciencia o de perturbación de la actividad del espíritu no tienen por consecuencia la incapacidad de celebrar negocios jurídicos. Un inconsciente puede, pues, durante este estado, recibir eficazmente una declaración, cosa que no ocurre con los incapaces. En cambio, es nula la declaración del inconsciente o del perturbado transitoriamente. Ahora bien, la perturbación tiene que ser de modo que excluya la libre determinación de la voluntad. Encajan dentro de estos supuestos especialmente las declaraciones (aparentes) emitidas en estado de embriaguez intensa, de fiebre alta, de hipnosis, el ataque epiléptico, etc. Respecto a la carga de la prueba vale lo dicho antes». Si se observa bien, al igual que LEHMANN, ENNECCERUS considera que es nula la declaración de voluntad emitida sin discernimiento, siendo válida en caso de ser él únicamente la persona que recepcione la misma. Sin embargo, lo importante es destacar que para ambos autores alemanes es nula la declaración de voluntad emitida por una persona en estado de falta de discernimiento, supuesto que es completamente distinto de la incapacidad legal.

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Nuestra opinión sobre la incapacidad natural como un supuesto de nulidad del acto jurídico por ausencia de manifestación de voluntad dentro del Código Civil peruano, considerado dentro del primer inciso de su artículo 219, no sólo es una opinión que tiene un adecuado y perfecto sustento doctrinario, sino que además de ello encuentra el sustento legal dentro de nuestro Código Civil. Si bien es cierto que en el Libro del Acto Jurídico no se menciona la incapacidad natural expresamente como causal de nulidad o de anulabilidad, sin embargo, en el Libro del Derecho de Familia, en el artículo 277, inciso 4, se sanciona con anulabilidad el matrimonio de quien no se halle en pleno ejercicio de sus facultades mentales por una causa pasajera. Agregando este artículo que la acción sólo puede ser interpuesta por dicha persona dentro de los dos años de la celebración del casamiento, siempre que no haya hecho vida común durante seis meses después de desaparecida la causa. En nuestro concepto, el supuesto contemplado en el inciso 4 del artículo 277 es evidentemente un supuesto de incapacidad natural, que se caracteriza precisamente por la celebración de un acto jurídico por una persona capaz legal, que no se halla en pleno ejercicio de sus facultades mentales por una causa pasajera, esto es, una falta de discernimiento debida a una causa transitoria. Este artículo nos revela que en un solo supuesto, el Código Civil peruano contempla la incapacidad natural, obviamente sin calificarla como tal. Este artículo es a nuestro entender muy importante, ya que su interpretación nos permitirá establecer el criterio del código patrio sobre la incapacidad natural.

La sanción establecida expresamente es la anulabilidad, la misma impuesta como regla general por el Código Civil italiano.

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Sin embargo, hemos visto también que no toda la doctrina italiana comparte este punto de vista, sino que por el contrario consideran que la sanción aplicable es la nulidad. En nuestra opinión, no podemos establecer que dentro del código nacional la sanción sea la anulabilidad, no sólo por existir el inciso 1 del artículo 219 del mismo Código Civil, sino también por cuanto consideramos que este cuerpo de leyes ha impuesto para el caso del matrimonio la anulabilidad en resguardo de la familia, institución que el código protege evidentemente en el libro de derecho de familia, protección que no se hace necesaria en el campo del acto jurídico patrimonial unilateral o bilateral. En otras palabras, en nuestro criterio, la anulabilidad viene impuesta para el caso del matrimonio únicamente con el fin de proteger la familia, entendida jurídicamente como la institución básica de nuestra sociedad. Como es sabido, y lo hemos comentado en el primer capítulo, el negocio jurídico constituye una abstracción lógica elaborada por la doctrina y recogida en algunos códigos civiles, para regular determinados aspectos de todos los negocios jurídicos en un conjunto de normas, sin necesidad de repetir las mismas al momento de regular cada acto jurídico en particular. Así, por ejemplo, por el hecho de haberse establecido en el Código Civil, en el libro del Acto Jurídico, normas relativas a los requisitos de validez, vicios de la voluntad, modalidades, nulidad y anulabilidad, simulación, formas de declarar la voluntad, representación, etc., ya no va a ser necesario, al momento de regular cada negocio jurídico en particular, el fijar las reglas sobre cada uno de dichos aspectos contenidos en el libro del acto jurídico, sino que ello sólo será necesario cuando el legislador haya decidido apartarse de las reglas generales del acto jurídico para el tratamiento del acto jurídico en particular. Siendo esto así, debe entenderse que la hipótesis del inciso 4 del artículo 277 es un tratamiento especial para el caso del matrimonio, sancionado por ello mismo con la anulabilidad, de forma tal que la

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regla general para el resto de negocios jurídicos sería la nulidad y no la anulabilidad. Como se podrá observar, estamos interpretando «^ contrario la norma del artículo 277, inciso 4, interpretación que -nos confirma nuestro punto de vista doctrinario en el sentido que ^l inciso 1 del artículo 219 contempla, entre otras hipótesis, la d& incapacidad natural. En conclusión, desde nuestro punto de vista la. incapacidad natural está considerada dentro del primer inciso del artículo 219 del Código Civil, por cuanto en los casos de falta de discernimiento por una causa pasajera falta la declaración de voluntad, al no haber voluntad de declarar. 2.7.

La declaración de voluntad en el contrato como especie más importante de negocio jurídico La declaración de voluntad no es elemento del contrato, sino del negocio jurídico, por cuanto el elemento fundamental del contrato es el consentimiento, que según algunos es la coincidencia de dos o más declaraciones de voluntad y según otros la declaración conjunta de una voluntad común. Queda en evidencia que el consentimiento, asúmase cualquiera de las dos anteriores posiciones, se encuentra íntimamente vinculado con el concepto de la declaración de voluntad del negocio jurídico. En este sentido, consideramos que la forma más adecuada para iniciar este estudio es referirnos a los artículos del nuevo Código Civil en materia de contratos, parte general, que pueden estar vinculados con el consentimiento. En primer lugar, debe señalarse como premisa fundamental el artículo 1351 del Código Civil, que contiene una definición del contrato como categoría jurídica abstracta, en el sentido que el mismo es el acuerdo de dos o más partes para crear, regular", modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial. Evidentemente, cuando el artículo en mención se refiere al acuerdo de dos o más partes, a nuestro entender no está aludiendo a las voluntades internas de las mismas, sino a las respectivas declaraciones de voluntad de dos o más partes contratantes. Decimos evidentemente, por cuanto si el negocio

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jurídico, que puede ser unilateral o bilateral, o plurilateral, está conformado siempre por una, dos o más declaraciones de voluntad, resulta claro que el contrato que es el negocio jurídico bilateral o plurilateral con contenido patrimonial, debe estar conformado por dos o más declaraciones de voluntad, ya que en el mundo del derecho, en cualquier supuesto del negocio jurídico, sea unilateral o bilateral, con o sin contenido patrimonial, lo que produce efectos jurídicos, no es nunca la voluntad interna, sino la voluntad declarada, ya que como lo hemos indicado anteriormente, el negocio jurídico es un supuesto de hecho, cuyo elemento fundamental es la declaración de voluntad, al cual la ley le atribuye efectos jurídicos, en concordancia con el efecto práctico buscado por las partes, o por el sujeto, en caso de tratarse de un acto jurídico unilateral. Siendo esto así, mal podría decirse, desde nuestro punto de vista, que el artículo 1351 está referido a las voluntades internas coincidentes de las partes contratantes, por cuanto es evidente, que en la medida que el contrato es un negocio jurídico, el mismo tiene que estar conformado necesariamente por dos o más declaraciones de voluntad de las dos o más partes contratantes. Por esta razón, en nuestro concepto el contrato implica declaraciones de voluntad de dos o más partes que sean coincidentes. Este concepto de que el contrato está conformado por las declaraciones de voluntad de las partes contratantes y no por sus respectivas voluntades internas, está confirmado también, a nuestro entender por el artículo 1361, primera parte del Código Civil, que nos señala en forma bastante clara que los contratos son obligatorios en cuanto se haya expresado en ellos. Esto significa que de acuerdo al Código Civil peruano lo que produce obligaciones, es decir, los efectos jurídicos derivados del contrato, no son las voluntades internas coincidentes de las partes contratantes, sino las voluntades declaradas coincidentes de las mismas. La segunda parte del artículo 1361, como es sabido por todos, señala en forma expresa que se presume que la declaración expresada en el contrato responde a la voluntad común de las partes y quien niegue esa coincidencia debe probarla. Aparentemente, esta segunda parte está estableciendo una presunción que admite prueba en contrario, de que las declaraciones

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de voluntad de las partes contratantes coincidentes, deben concordar a su vez con las voluntades internas coincidentes de las mismas partes; de forma tal que pudiera señalarse o entenderse, que de acuerdo al nuevo código nacional, las voluntades internas coincidentes de las partes contratantes son también un elemento del contrato. En otras palabras, sobre la base de la segunda parte de este artículo, podría pensarse que para el código patrio es requisito indispensable para la existencia del contrato no sólo la existencia de las voluntades declaradas coincidentes, sino también las voluntades internas coincidentes. En nuestro concepto, el artículo está mal planteado por las siguientes razones: a) La problemática de la discrepancia entre la voluntad interna y voluntad declarada, elaborada por la teoría general del negocio jurídico, no está referida al contrato, sino al negocio jurídico, y en cualquier caso de negocio jurídico, unilateral, bilateral o plurilateral, está referida siempre a la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada respecto a una sola declaración de voluntad, o mejor dicho respecto a cada una de las declaraciones de voluntad que puedan conformar un determinado negocio jurídico. Dicho de otro modo, cuando se estudia la teoría de la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, se está aludiendo a la declaración de voluntad de cada una de las partes en un negocio jurídico bilateral o plurilateral. Se trata pues de la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada respecto de la propia declaración de voluntad, no de la declaración de voluntad ajena o de la otra parte, en el supuesto de un negocio jurídico bilateral o plurilateral. Siendo esto así, en cualquier supuesto de negocio jurídico bilateral o plurilateral, la problemática de la discrepancia entre voluntad interna y la voluntad declarada y las respectivas teorías que se han elaborado sobre el particular, bien se trate de la teoría de la voluntad, de la declaración, confianza o de la responsabilidad, no buscan resolver el problema de si existe o no coincidencia entre las voluntades internas de las dos o más partes contratantes y sus

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respectivas voluntades declaradas, sino que buscan únicamente resolver el problema que se presenta cuando la declaración de voluntad de una de las partes o de todas ellas discrepan de sus propias voluntades internas. Por ello, no es claro y consideramos también que no es correcto establecer, como lo hace la segunda parte del artículo 1361, que la declaración expresada en el contrato responde a la común voluntad de las partes contratantes. b) De igual modo, en nuestro concepto el artículo está mal planteado, por cuanto no se señala tampoco cuál es la sanción en caso se llegara a probar que no existe coincidencia entre la voluntad común de las partes y la declaración expresada en el contrato. c) En nuestro concepto, aun cuando el artículo debiera estar referido a la coincidencia entre la voluntad interna de cada una de las partes contratantes y sus respectivas voluntades declaradas, tampoco entendemos la necesidad de un artículo como éste, ya que es perfectamente conocido que en el contrato, como en cualquier otro negocio jurídico, la voluntad declarada debe coincidir siempre con la voluntad interna, ya que justamente el contrato, como todo otro negocio jurídico, es un instrumento abstracto que otorga el ordenamiento jurídico a los sujetos de derecho para que puedan establecer libremente relaciones jurídicas, que los lleve a satisfacer sus necesidades dentro de una determinada sociedad. Lo que queremos expresar es que no hay ninguna necesidad de establecer en alguna norma del Código Civil lo que constituye un principio fundamental de la teoría del negocio jurídico, en el sentido que la declaración de voluntad debe coincidir con la voluntad interna del declarante. Más aún si la segunda parte del artículo 1361 no establece la sanción aplicable en caso de probarse la no coincidencia entre ambas voluntades. En conclusión, el artículo 1361, segunda parte, en nuestro concepto, está referido equivocadamente a que deba existir una coincidencia entre la voluntad común de las partes y sus

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respectivas declaraciones de voluntad, ya que como lo hemos explicado anteriormente, debe existir siempre una coincidencia entre la voluntad interna propia del sujeto y su propia declaración de voluntad, no pudiendo hablarse jamás de coincidencia o discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada respecto a la declaración de voluntad de la otra parte, en los negocios jurídicos bilaterales. Además de ello, debe tenerse en cuenta que los únicos casos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada son, según la opinión predominante, la simulación, el error obstativo y la reserva mental, y para algunos otros la declaración hecha en broma, de forma tal que no existe tampoco una única sanción para los casos de discrepancia señalados. A nuestro entender, la intención del legislador peruano al plantear la segunda parte del artículo 1361, ha sido la de establecer que las voluntades internas coincidentes de las partes contratantes constituyen también el consentimiento del contrato, razón por la cual se señala que la declaración expresada debe responder a la voluntad común. Vale la pena remarcar que la única intención o interpretación posible de la segunda parte del artículo 1361 del Código Civil, guardando total simetría con la primera parte cuyo sentido es bastante claro, sin admitir duda de ninguna clase, es que las voluntades internas coincidentes de las partes contratantes forman parte también del consentimiento del contrato, conformado por las voluntades declaradas coincidentes a tenor de la primera parte del mismo artículo 1361. Cuestión distinta es determinar si este intento del legislador ha fracasado o no. Más aún debe también determinarse si este intento de la segunda parte del artículo 1361 guarda total concordancia con la primera parte del mismo artículo. Sin embargo, como ya lo hemos explicado, por las razones inmediatas anteriormente expuestas, este intento ha sido desafortunado, e incluso contradicho por la primera parte del mismo artículo que dispone en forma clarísima que lo que produce los efectos jurídicos en un contrato son las declaraciones de voluntad de las partes contratantes, cuando se señala que los contratos son obligatorios en cuanto se haya

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expresado en ellos. Esta primera parte del artículo 1361 no admite ninguna duda, es evidente que con este enunciado se está señalando que en materia contractual lo que produce efectos jurídicos son las declaraciones de voluntad coincidentes de las partes contratantes. Confirma además nuestro entendimiento en el sentido que el contrato, como todo negocio jurídico, está conformado únicamente por las voluntades declaradas y no por las voluntades internas, como lo señala el artículo 1359 del Código Civil, que nos dice textualmente que no hay contrato mientras las partes no estén conformes sobre todas sus estipulaciones aunque la discrepancia sea secundaria. Como es obvio, cuando este artículo se refiere a las estipulaciones no se está refiriendo a las voluntades internas, sino a las voluntades declaradas de las partes contratantes, estableciéndose de esta forma claramente que para la existencia del consentimiento y, por ende, del contrato, lo que se requiere es una total y perfecta coincidencia entre voluntades declaradas, quedando al margen las voluntades internas de cada una de las partes, las cuales en caso de discrepar con sus respectivas voluntades declaradas, podrían ocasionar la anulabilidad del contrato por error obstativo. Debe señalarse que mientras el error obstativo constituye un supuesto de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada respecto de la propia declaración de voluntad, el disenso constituye a nuestro entender, una causal de nulidad del contrato por no existir coincidencia entre las voluntades declaradas de ambas partes. Evidentemente, el artículo 1360 del mismo Código Civil no le quita valor a nuestra argumentación, por cuanto el mismo está concebido en el supuesto que las partes hubieran acordado reservar alguna estipulación, señalando dicho artículo que en esos casos el contrato será válido siempre que con posterioridad la reserva quede satisfecha, en cuyo caso opera retroactivamente. Adicionalmente, debe señalarse lo dispuesto en el artículo 1373, según el cual el contrato queda perfeccionado en el

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momento y lugar en que la aceptación es conocida por el oferente, señalándose pues en forma rotunda que lo que conforma el consentimiento son las voluntades declaradas de cada una de las partes contratantes y no sus respectivas voluntades internas. En nuestro concepto no puede hablarse de voluntades internas coincidentes, no sólo porque las mismas no forman parte del contrato como de ningún otro negocio jurídico, sino porque materialmente es imposible establecer si las voluntades internas de dos partes contratantes son o no coincidentes, ya que el ser humano no está capacitado para conocer los pensamientos de sus semejantes, en la medida que no sean expresados o manifestados; y es por ello mismo que el artículo 1359 afirma que no hay contrato mientras las partes no estén conformes sobre todas sus estipulaciones, aunque la discrepancia sea secundaria. Finalmente, tenemos el artículo 1376 que señala que la aceptación tardía y la oportuna que no sea conforme a la oferta equivalen a una contraoferta. De este artículo es necesario destacar la referencia a que la aceptación oportuna que no sea conforme a la oferta equivale a una contraoferta. Justamente la aceptación oportuna que no sea conforme a la oferta equivale a una contraoferta, que no da lugar al consentimiento de las partes contratantes, porque el consentimiento implica coincidencia de voluntades declaradas y si la aceptación, aun cuando es oportuna, no es conforme a la oferta, no puede dar lugar al consentimiento por no ser conforme a la oferta, es decir, por no ser coincidente con la declaración de voluntad de la otra parte contratante. En otras palabras, desde nuestro punto de vista, este artículo nos confirma también el concepto que de acuerdo al Código Civil peruano, el consentimiento está conformado por las declaraciones de voluntad coincidentes de las dos o más partes contratantes y no por sus respectivas voluntades internas. El único artículo de la parte general del contrato del Código Civil que puede interpretarse en forma distinta es el artículo 1362 del nuevo Código Civil, que nos dice en forma expresa que los contratos deben negociarse, celebrarse y ejecutarse según las

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reglas de la buena fe y común intención de las partes, en la medida en que esta norma hace referencia a la común intención de las partes. Sin embargo, esta norma no constituye la excepción al principio consagrado en el Código nacional de que el contrato está conformado por las declaraciones de voluntad de las partes contratantes, por cuanto la común intención de las partes a que hace referencia, debe entenderse en el sentido de la común intención evidenciada o expresada en el contrato a través de las declaraciones de voluntad. En conclusión, de acuerdo a nuestro Código, debemos señalar que el contrato (y por ende el consentimiento) implica la coincidencia de las voluntades declaradas de las partes contratantes, no siendo necesario en modo alguno la coincidencia de sus respectivas voluntades internas. Como ya lo hemos indicado en repetidas oportunidades, esto no constituye ninguna novedad, ya que de acuerdo a la teoría general del negocio jurídico, aplicable al contrato, es claro que lo que produce efectos jurídicos en el mundo del derecho son las declaraciones de voluntad y no las voluntades internas. De esta manera se comprueba que al ser el consentimiento la coincidencia de las voluntades declaradas de las partes contratantes, es decir, la coincidencia de las declaraciones de voluntad de las partes contratantes, deberá exigirse para la validez del contrato todos los requisitos concernientes a la estructura de la declaración de voluntad negocial. Sin embargo, es necesario examinar la figura de falta de consentimiento, es decir, el denominado disenso, a fin de establecer la correspondencia con nuestra opinión sobre el consentimiento contractual. 2.8.

El disenso dentro de la doctrina general del contrato y su regulación en el Código Civil peruano La doctrina francesa y un gran sector de la doctrina sudamericana consideran que el disenso es un supuesto de error obstativo, posición

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que no compartimos en la medida que desde nuestro punto de vista el error obstativo o error en la declaración es un supuesto de divergencia inconsciente entre voluntad interna y voluntad declarada respecto de una sola declaración de voluntad, que se presenta cuando un sujeto declara inconscientemente una voluntad distinta de su voluntad real o voluntad interna, figura que como es evidente no guarda vinculación con la falta de consentimiento o disenso, en el sentido de estar conformado por las declaraciones de voluntad coincidentes de las partes contratantes. Dicho de otro modo, a nuestro entender la posición de la doctrina francesa y un gran sector de la doctrina sudamericana, seguidora de la anterior, según la cual el disenso es un supuesto de error obstativo, no nos parece convincente ni aceptable en la medida que se entienda que el consentimiento es la coincidencia de las voluntades declaradas de las partes contratantes y no así de sus voluntades internas, además que el error en la declaración está referido a una declaración de voluntad y no a su relación con la de la otra parte contratante. Por otro lado, la doctrina alemana y un gran sector de la doctrina italiana consideran que el disenso es un supuesto de error sobre la declaración de la otra parte, que da lugar a una falta de coincidencia entre las voluntades declaradas de las partes contratantes. Con esta posición teórica es perfectamente válido distinguir el disenso del error obstativo, pues mientras el segundo es un caso de discrepancia inconsciente entre la voluntad interna y voluntad declarada respecto a la propia declaración de voluntad, en el primer caso la voluntad interna de cada una de las partes contratantes coincide con sus respectivas voluntades declaradas, sólo que dichas voluntades declaradas no son coincidentes entre sí, ya que debido a un error las partes no se han entendido adecuadamente, a pesar de creer haber coincidido (disenso oculto). El disenso es pues, como ya lo hemos mencionado con insistencia, un error respecto a la declaración de voluntad de la otra parte, pero no es bajo ningún supuesto un caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada. Por ello es que decimos que no se debe confundir disenso con error obstativo, sino por el contrario deben distinguirse nítidamente ambas figuras. Distinción que sólo se logra, desde nuestro punto de vista, con la

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posición de la doctrina alemana y un gran sector de la doctrina italiana. Es por ello precisamente que la doctrina del negocio jurídico no considera al disenso dentro de los cuatro casos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada anteriormente mencionados. Ahora bien, habiendo determinado que de acuerdo a nuestro Código Civil el consentimiento y por ende el contrato está conformado por las declaraciones de voluntad de las partes contratantes y no por sus respectivas voluntades internas, y habiendo establecido también nuestro punto de vista sobre el concepto del disenso, distinguible perfectamente del concepto del error obstativo, que el código actual denomina error en la declaración, debemos determinar el concepto del disenso dentro de este cuerpo de leyes y su correspondiente sanción legal, esto es, establecer si el disenso está referido únicamente a la falta de coincidencia entre voluntades declaradas, o si está también referido a la falta de coincidencia entre voluntades internas; y en segundo lugar determinar también si esta figura es una causal de anulabilidad, de nulidad, o de inexistencia del contrato. Por otra parte, resulta bastante claro que mientras el error obstativo está referido a la declaración de voluntad de una parte contratante, esto es, al negocio jurídico bilateral o también unilateral (razón por la cual se ha regulado bajo el título de los Vicios de la Voluntad, dentro del Libro del Acto Jurídico, como un supuesto de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada), el disenso es una figura privativa de los contratos, que podría también ser eventualmente de aplicación en forma analógica a los negocios jurídicos bilaterales o plurilaterales. Cosa distinta hubiera sucedido si el código no hubiera legislado la figura del acto jurídico, sino únicamente la del contrato, al igual que el Código Civil francés y todos los códigos que han seguido su modelo. En este supuesto, hubiera sido posible confundir ambas figuras. No obstante lo cual consideramos que, aun cuando no se hubiera legislado sobre el acto jurídico, desde un punto de vista

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conceptual hubiera sido perfectamente posible siempre distinguir ambas figuras por las razones antes expuestas. Debemos determinar también, y ello no es tan claro, si el disenso dentro del código nacional constituye únicamente un supuesto de discrepancia o no concordancia entre voluntades declaradas, o también entre voluntades internas. Como es sabido, la definición de disenso no se encuentra positivizada por nuestro ordenamiento jurídico, sin embargo, podemos determinar su concepto y estructura sobre la base del concepto de contrato incorporado en nuestro Código Civil, ya que si el disenso o disentimiento es lo opuesto al consentimiento, podremos determinar su estructura también sobre lo opuesto al concepto del consentimiento regulado por el código nacional. Como ya lo hemos analizado en el punto anterior, a nuestro entender el consentimiento (y por ende el contrato) está conformado únicamente por las voluntades declaradas coincidentes de las partes contratantes y no por sus respectivas voluntades internas, de forma tal que lo que da lugar al nacimiento de obligaciones no es nunca la llamada voluntad común, sino las voluntades declaradas coincidentes totalmente de las partes contratantes intervinientes en un determinado contrato. Siendo esto así, es claro también que habrá disenso de acuerdo a nuestro código cuando las declaraciones de voluntad de las partes contratantes no sean coincidentes entre sí. Evidentemente, habrá disenso manifiesto cuando las partes contratantes sean conscientes de que sus declaraciones de voluntad no son coincidentes entre sí; y habrá disenso oculto cuando las partes han creído que sus declaraciones de voluntad coincidían, cuando realmente no eran coincidentes entre sí, disenso oculto que se produce por un error sobre la declaración de voluntad de la otra parte. Un ejemplo de la coincidencia de las voluntades declaradas, pero no de las voluntades internas, es cuando una de las partes tiene como voluntad interna vender la casa X y declara efectivamente vender la

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casa X, mientras que la otra parte, el comprador, tiene la voluntad interna de comprar la casa Z y por error obstativo sobre la identidad del objeto declara comprar la casa X. En ese supuesto, desde nuestro punto de vista habría consentimiento de las partes contratantes por cuanto las declaraciones de voluntad son coincidentes entre sí al estar referidas a la casa X. Sin embargo, a pesar de haber consentimiento, el contrato sería anulable por error obstativo del comprador, ya que en forma inconsciente ha declarado una voluntad distinta a su verdadera voluntad interna. En otras palabras, cuando las voluntades internas de las partes contratantes no sean coincidentes entre sí, no puede hablarse de disenso, sino únicamente de error obstativo, sancionándose por ello mismo el contrato no con nulidad, sino con la anulabilidad, por el hecho de haber asimilado el Código Civil el error obstativo a la figura del error dirimente. Cuestión distinta es que estemos de acuerdo o no con la sanción impuesta por el Código Civil al error obstativo. Sin embargo, lo real y cierto es que el error obstativo en el sistema jurídico nacional es causal de anulabilidad por expresa disposición del artículo 208, concordado con el artículo 201. En conclusión, a nuestro entender, el disenso se produce únicamente cuando las declaraciones de voluntad de las partes contratantes no son coincidentes entre sí, ya que en los casos en que las voluntades internas no sean coincidentes ello será consecuencia no del disenso sino del error obstativo o error en la declaración; el error obstativo dentro del Código Civil peruano es causal de anulabilidad, no de nulidad. En lo que respecta a la sanción legal que corresponde al disenso, resulta obvio que no es la anulabilidad, por cuanto la figura del disenso no es asimilable a la del error obstativo según se ha indicado anteriormente. Resta determinar si dicha sanción debe ser la nulidad o la inexistencia del contrato. Para ello debemos determinar, en primer término, si el código patrio reconoce la inexistencia como una de las causales de ineficacia del acto jurídico.

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Como es sabido, la doctrina del negocio jurídico establece que éste puede verse privado de efectos jurídicos, por una causal coetánea a la formación del mismo negocio jurídico, o por una causal sobreviniente. En el primer caso, estamos hablando de la ineficacia estructural, llamada también invalidez, mientras que en el segundo, de la ineficacia funcional, de la cual son supuestos la resolución, la rescisión, la revocación, la caducidad, la inoponibilidad, entre otros. A su vez, la invalidez puede ser de dos clases: nulidad y la anulabilidad. En ambos casos el negocio jurídico se ve privado de efectos jurídicos por una causal existente al momento de la celebración del negocio; sin embargo, en la nulidad la ineficacia es consecuencia de la carencia de algún elemento, presupuesto o requisito del negocio, o cuando el contenido del mismo contraviene normas imperativas, el orden público o las buenas costumbres, mientras que la anulabilidad supone que el negocio está afectado de algún vicio en su estructura, como son el dolo, la violencia, el error, etc. Habiendo descartado la anulabilidad como sanción legal que corresponde al disenso, resulta bastante claro que la aplicable es la nulidad, porque en los casos de disenso falta el consentimiento de las partes contratantes, que es el elemento fundamental del contrato, y como ya lo hemos indicado anteriormente los casos de nulidad suponen, entre otros, la ausencia de un elemento del negocio jurídico, en este caso la ausencia del consentimiento como elemento del contrato. Siendo esto así, resulta evidente que el contrato en el cual falte el consentimiento de las partes contratantes por existir disenso, será nulo de pleno derecho; además de ello debe tenerse en cuenta que el contrato nulo por disenso no producirá ninguno de los efectos jurídicos que en abstracto debía producir ni respecto de las partes contratantes ni respecto de los terceros. Habiendo determinado que la sanción correspondiente es la nulidad y no la anulabilidad, debemos precisar también si es correcto establecer que el disenso puede ser considerado como una causal de inexistencia

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del contrato. Para ello es necesario determinar si la inexistencia existe dentro de nuestro Código Civil. Como es sabido, esta categoría de la inexistencia fue creación de la doctrina francesa, que no ha aceptado nunca la nulidad de los contratos sin norma legal expresa, de forma tal que para ellos cualquier contrato que carezca de algunos de sus elementos esenciales, y no esté sancionada expresamente su nulidad por dicha razón, no será sino inexistente. Modernamente, este concepto se ha cuestionado enormemente, por cuanto la doctrina del negocio jurídico acepta sin discusión alguna que hay dos tipos de nulidad: las expresas o textuales, que son aquellas que vienen establecidas por alguna norma jurídica, y las tácitas o virtuales, que son aquellas que se producen cuando el negocio jurídico contraviene una norma imperativa (por ejemplo, el matrimonio celebrado entre dos personas del mismo sexo es nulo por nulidad virtual, por contravenir el artículo 234 del Código Civil, que señala en forma bastante clara que el matrimonio es la unión voluntaria concertada por un varón y una mujer legalmente aptos para ella; de acuerdo a la doctrina francesa, por el contrario, el matrimonio por dos personas del mismo sexo no puede ser nulo sino inexistente, pues consideran que no hay nulidad sin texto, esto es, que no hay nulidades virtuales). Nuestro nuevo Código Civil de 1984, al igual que el código de 1936, no ha contemplado la figura de la inexistencia, razón por la cual el artículo 219 considera como causales de nulidad supuestos en los cuales el acto jurídico carece de algún elemento o componente de su estructura. En tal sentido, no puede señalarse bajo ningún punto de vista que el disenso sea una causal de inexistencia dentro del código nacional, tratándose únicamente de una causal de nulidad del contrato. Este tema será examinado posteriormente, en el capítulo referido a la ineficacia del negocio jurídico. Sin embargo, resta establecer si el disenso es una causal de nulidad textual o una causal de nulidad virtual. Evidentemente el disenso no está incluido dentro de las causales de nulidad del acto

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jurídico consideradas expresamente dentro del artículo 219 del Código Civil, por la sencilla razón que el disenso es una causal de nulidad privativa de los contratos, aplicable en todo caso por analogía al negocio jurídico bilateral o plurilateral sin contenido patrimonial, pero de ninguna manera aplicable al negocio jurídico unilateral, con o sin contenido patrimonial; como es evidente, las causales de nulidad del acto jurídico, entre las cuales no está el disenso, tienen que ser aplicables a todos los actos jurídicos, sean unilaterales, bilaterales o plurilaterales. En este sentido, debe quedar claramente establecido que el disenso no está considerado dentro de ninguno de los supuestos del artículo 219 del Código Civil, aplicables al acto jurídico. ¿Existe alguna norma dentro de nuestro código que establezca expresamente que la falta de coincidencia de las voluntades declaradas da lugar a la nulidad del contrato? La norma que más se acerca a este significado la constituye el artículo 1359, antes estudiado, que determina que no hay contrato mientras las partes no estén conformes sobre todas sus estipulaciones, aunque la discrepancia sea secundaria. No obstante lo cual, en nuestro concepto, esta norma no establece que será nulo el contrato en el que las partes no hayan coincidido en sus declaraciones de voluntad, por cuanto lo que el artículo 1359 señala es que para que exista contrato las declaraciones de voluntad de las partes contratantes deben ser completamente coincidentes. Evidentemente podría también servirnos como norma para obtener la nulidad del contrato por disenso el artículo 1376, también examinado anteriormente, que señala que la aceptación oportuna que no sea conforme a la oferta equivale a una contraoferta, ya que interpretando a fortiori dicha norma podría señalarse que si la aceptación oportuna que no es conforme a la oferta equivale a una contraoferta, no dando lugar al consentimiento, con mayor razón no habrá contrato cuando la oferta oportuna sea completamente distinta a la aceptación, aun cuando las partes crean por error haber coincidido.

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Sin embargo, estas dos interpretaciones de estos dos artículos de la parte general del contrato a nuestro entender no son del todo convincentes, ya que en ninguno de los dos casos se sanciona expresamente con nulidad el contrato en el cual no haya consentimiento por no haber coincidencia entre las declaraciones de voluntad de las partes contratantes. A nuestro entender, el disenso puede sancionarse como causal de nulidad del contrato, bajo la modalidad de una nulidad virtual, por contravención del artículo 1351 del Código Civil, ya que si dicho artículo señala en forma expresa que el contrato es el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial, es evidente que será nulo el contrato en el cual no se haya producido ese acuerdo por contravenir abiertamente el artículo 1351 del Código Civil, que es a nuestro entender una norma de carácter imperativo, pues en materia contractual sólo da lugar al nacimiento de relaciones jurídicas patrimoniales el acuerdo, esto es, las voluntades declaradas coincidentes de dos o más dos partes para crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas patrimoniales. En conclusión, a nuestro entender, el disenso es una causal de nulidad del contrato configurado bajo la modalidad de nulidad virtual sobre la base del artículo 1351 del Código Civil. Esta nulidad virtual se encuentra consagrada en el inciso octavo del artículo 219 del Código Civil peruano, en concordancia con el artículo V del Título Preliminar del mismo código. Imaginemos por un momento que siguiendo a la doctrina francesa, identifiquemos el disenso con el error obstativo. De ser así, la sanción al disenso sería dentro del Código Civil peruano la anulabilidad y no la nulidad, por la sencilla razón que éste ha asimilado el error obstativo al error dirimente, sancionando ambas figuras con la anulabilidad del acto jurídico. Ello no sólo sería contraproducente sino también completamente incorrecto, por cuanto en los casos de disenso no existe el consentimiento de las partes

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contratantes, no pudiendo dar en consecuencia dicho contrato nulo lugar a la producción de ningún efecto jurídico. 2.9.

La capacidad natural como requisito de validez del contrato Pues bien, habiendo examinado a profundidad el concepto del consentimiento y del disenso en materia contractual dentro del Código Civil, corresponde ahora examinar si la capacidad natural es un requisito de validez del contrato y por ende si la incapacidad natural es un supuesto de nulidad contractual. Luego del análisis que hemos efectuado en los puntos anteriores sobre el consentimiento, podemos señalar que el concepto del mismo está referido a la coincidencia de las declaraciones de voluntad de las partes contratantes, es decir, a la coincidencia de las voluntades declaradas y no así de las voluntades internas. Sin embargo, como es evidente, el concepto mismo de consentimiento presupone el de la capacidad natural, en la medida que se trata de la coincidencia de dos declaraciones de voluntad, debiendo estar cada una de dichas declaraciones de voluntad perfectamente formadas. Ello sólo es posible en la medida en que cada una de las partes contratantes haya manifestado conscientemente su voluntad, pues si resulta que existe coincidencia en las voluntades declaradas, pero la voluntad declarada de una de las partes es producto de la pérdida de discernimiento de dicha parte producto de una causa pasajera, no existirá verdadera declaración de voluntad, sino únicamente en apariencia, en la medida que no habrá existido una voluntad de declarar de la parte afectada al no existir la voluntad del acto externo, respecto de dicha parte contratante.

En otras palabras, la capacidad natural, o lo que es lo mismo actuar con discernimiento es un requisito de validez del contrato previo a la formación del consentimiento, en la medida que el mismo es producto de la coincidencia de dos declaraciones de voluntad: la oferta y la aceptación. Si resulta que una de las declaraciones de

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voluntad contractuales es producto o consecuencia de la incapacidad natural de una de las partes, aun cuando fueran coincidentes las declaraciones de voluntad, no habrá efectivo consentimiento, pero no como consecuencia de la existencia de un disenso entre las partes, sino por la incapacidad natural de una sola de las mismas. De esta manera resulta claro que la capacidad natural no sólo es un requisito de validez del contrato, como de todo negocio jurídico, sino que es un requisito ajeno y previo a la existencia del consentimiento; más bien, la capacidad natural es uno de los presupuestos del contrato necesario para la existencia del consentimiento. 2.10. El disenso y la incapacidad natural en la doctrina general del contrato y su regulación en el Código Civil peruano Pues bien, sabiendo ya que la capacidad natural es un requisito del contrato, distinto a la capacidad legal y al mismo consentimiento, pero base de su formación y existencia, corresponde ahora determinar si en los supuestos de incapacidad natural estaremos frente a un supuesto de disenso. Es decir, debemos ahora preguntarnos si la incapacidad natural tiene existencia independiente en materia contractual, o si se trata de un caso más de disenso por no existir efectivamente coincidencia de voluntades de las partes contratantes. El problema se presenta, nuevamente, dependiendo de cuál sea nuestra posición respecto del disenso. La explicación es la siguiente: 1. Si decimos que el disenso es consecuencia de la no coincidencia de las voluntades internas de las partes contratantes, no habrá duda alguna que la incapacidad natural se confundirá con el disenso, o en otros términos, que los casos de incapacidad natural se confunden con los casos de disenso, por cuanto es evidente, que si en un aparente contrato existe coincidencia de voluntades declaradas (siendo una producto de una aparente declaración de voluntad, por haberla emitido el sujeto privado de discernimiento por una causa

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pasajera, en vez de causal de nulidad por incapacidad natural), sería suficiente con sancionar la nulidad por disenso al haber discrepancia entre las voluntades internas de las partes contratantes, por carecimiento de voluntad interna de una de las partes al no existir declaración de voluntad por falta de la voluntad de declarar de una de ellas. Dicho de otro modo, en vez de construir e invocar la incapacidad natural, bastaría con invocar y alegar la falta de consentimiento, al no existir declaración de voluntad de una de las supuestas partes contratantes. 2. Por el contrarío, si partimos de la premisa que el consentimiento es únicamente consecuencia de la coincidencia de las voluntades declaradas, podremos distinguir los casos de disenso de los supuestos en los cuales no exista consentimiento, no por faltar coincidencia entre las voluntades declaradas, sino por no existir una de las declaraciones de voluntad contractuales, al no haber sido emitida ninguna voluntad justamente por encontrarse el sujeto privado de discernimiento por una causa pasajera. En efecto, esta segunda solución nos permitiría distinguir adecuadamente los supuestos de disenso, en los cuales las dos declaraciones de voluntad de las partes contratantes existan perfectamente, no siendo sin embargo coincidentes entre sí, de los casos en los cuales, aun cuando falte una coincidencia externa, falte verdadero consentimiento, justamente por no existir, sino en apariencia, una de las declaraciones de voluntad que forman el consentimiento. Pues bien, desde nuestro punto de vista, esta segunda solución es la correcta, en la medida que optamos por una solución adecuada respecto del disenso como falta de coincidencia entre las voluntades declaradas de las partes contratantes, pues si optamos por entender el disenso como falta de coincidencia entre las voluntades internas, nos sería imposible distinguir el disenso de los supuestos de incapacidad natural.

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Como ya lo hemos explicado en los ítems anteriores del presente capítulo, el consentimiento es consecuencia de la coincidencia de las voluntades declaradas de las partes contratantes, en tanto que el disenso, es decir, la falta de consentimiento, es producto de la no coincidencia de dichas voluntades declaradas, siendo desde nuestra óptica ajenas al concepto de consentimiento o no, la coincidencia o no de las voluntades internas de las partes contratantes. Siendo ello así, no existirá duda alguna que en los casos en que una de las supuestas partes contratantes haya declarado su aparente voluntad privada de discernimiento por una causa pasajera, no habrá disenso, sino que no existirá contrato y por ende tampoco consentimiento, no por disenso, sino por incapacidad natural. Esto significa, en consecuencia, que la nulidad de un contrato puede ser producto del disenso, cuando existan las dos declaraciones de voluntad contractuales no siendo coincidentes entre sí, o cuando falte una de dichas declaraciones de voluntad contractuales precisamente por no existir discernimiento. Dicho de otro modo, una cosa es la falta de consentimiento por disenso y otra distinta la falta de consentimiento por incapacidad natural de una de las partes contratantes. En los casos de disenso la ausencia de consentimiento es consecuencia de la no coincidencia de voluntades declaradas y en los casos de incapacidad natural la ausencia de consentimiento será producto de no haberse perfeccionado una de las declaraciones de voluntad de las partes contratantes por no existir voluntad de declarar. La sanción del disenso es, como ya se ha expuesto, fruto de una nulidad virtual, mientras que la sanción de la incapacidad natural es consecuencia de la nulidad expresamente señalada en el primer inciso del artículo 219 del

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Código Civil (nulidad por ausencia de manifestación de voluntad de una de las supuestas partes contratantes). Podemos concluir, señalando, que la incapacidad natural en materia contractual es un supuesto de nulidad completamente distinto al del disenso. Cuando hay disenso existen las dos declaraciones de voluntad contractuales, perfectamente formadas, sólo que no falta coincidencia entre las mismas por ser discrepantes sus voluntades declaradas y por ende hay carencia de consentimiento, siendo nulo el contrato; y en los casos de incapacidad natural, no hay consentimiento y por ende es también nulo el contrato, pero por faltar una de las declaraciones de voluntad contractuales al ser la misma consecuencia de una pérdida de discernimiento por una causa pasajera. La capacidad natural es, pues, un presupuesto del consentimiento y por ende un requisito de validez del contrato distinto al consentimiento. La polémica sobre el voluntarismo y declaracionismo dentro del Código Civil peruano. El declaracionismo como orientación fundamental en el ámbito del acto jurídico y del contrato dentro del sistema jurídico nacional. La necesidad de unificar criterios Dentro de la amplia y complicada problemática de la teoría general del negocio jurídico, uno de los temas fundamentales, sin lugar a dudas, lo constituye el de la estructura de la declaración de voluntad, que para todos los especialistas es el elemento fundamental del negocio, aun cuando nadie desconoce el rol básico y no menos importante de la causa dentro de la estructura del negocio jurídico. El rol de la causa dentro de la estructura negocial será examinado posteriormente en el siguiente capítulo y se comprobará que la causa según la opinión de la mayor parte de la doctrina moderna es la razón justificadora de la eficacia jurídica del negocio jurídico, entendida como la función jurídica establecida en base a una función socialmente razonable y

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digna en concordancia con el propósito práctico de las partes que han celebrado el negocio jurídico. Sin embargo, a pesar de la importancia fundamental de la causa en la estructura de los negocios y contratos, en esencia el negocio jurídico (mejor dicho el supuesto de hecho complejo que lo constituye), debe existir también una o más declaraciones de voluntad. La declaración de voluntad es sin lugar a dudas el elemento fundamental del negocio jurídico, por cuanto es a través de la voluntad declarada que se establece el contenido del negocio. Por el contrario, la causa es la función jurídica que tiene como base una función socialmente razonable o apreciable y cumple el rol de justificar el carácter del acto de voluntad de los sujetos como negocio jurídico, es decir, como acto humano tutelado por el ordenamiento jurídico. En otras palabras, mientras la causa es el elemento que sirve para justificar el carácter negocial de una determinada conducta o comportamiento, la conducta o comportamiento caracterizada o medida por la causa es justamente la declaración de voluntad. Por esta razón es que se dice que el elemento fundamental del negocio jurídico es la declaración de voluntad, cuya estructura hemos estudiado en los primeros puntos del presente capítulo. Tal es la importancia de la declaración de voluntad que sobre ella ha girado siempre la mayor parte de los temas que conforman la teoría general del negocio jurídico. Entre estos tópicos encontramos, entre otros, el referido a la interpretación negocial, el de los vicios de la voluntad, la simulación, las formas de declarar la voluntad, el silencio, la vinculación entre declaración y voluntad, etc. Empero, dentro de todos estos temas derivados, conexos e íntimamente vinculados con el concepto de declaración de voluntad, el más importante, según reiteramos, lo constituye el de la estructura de la misma declaración de voluntad como elemento fundamental del negocio. Y es por ello que en el presente capítulo hemos dedicado gran atención al tópico de la estructura de la declaración de voluntad.

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Como ya hemos indicado anteriormente, en esta dirección existe consenso sobre un aspecto fundamental en el sentido que el negocio jurídico y, por ende, el contrato son por esencia declaraciones de voluntad, pues la voluntad interna, entendida como la voluntad real no exteriorizada, no manifestada, no es nunca elemento del negocio y tampoco del contrato. Dicho de otro modo, nadie duda que en el ámbito del Derecho sólo es capaz de producir efectos jurídicos la voluntad declarada, esto es, la voluntad manifestada, exteriorizada por alguna conducta o comportamiento, porque el derecho, entendido como sistema normativo de conductas humanas en una determinada realidad y en un momento histórico determinado, sólo es capaz de atribuir consecuencias jurídicas a las voluntades manifestadas o declaradas. Esto significa que como premisa fundamental del sistema jurídico sólo nacen relaciones jurídicas de las voluntades exteriorizadas, nunca de los propósitos internos o no manifestados. Para que el derecho le atribuya a una determinada voluntad la potestad de crear relaciones jurídicas, debe tratarse de una voluntad manifestada o declarada, pues el común denominador de todos los supuestos de hechos negocíales y contractuales es siempre la voluntad manifestada y la concordancia de voluntades declaradas respectivamente. Como consecuencia lógica e inmediata de esta premisa fundamental, se desprende otra premisa que sirve también de base al sistema jurídico, en el ámbito de los actos voluntarios del hombre que son capaces de producir consecuencias legales, cual es de que la voluntad interna no es capaz nunca de producir consecuencias jurídicas, bajo la modalidad de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Por ello es que se ha definido el negocio jurídico de manera insistente, y desde siempre, como la declaración de voluntad destinada a crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas. En otras palabras, por no tener ningún

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valor la voluntad interna dentro de la estructura negocial, se ha caracterizado y definido siempre al negocio como una declaración de voluntad que produce consecuencias jurídicas. No obstante lo cual, como veremos un poco más adelante, la voluntad interna ha jugado siempre un rol importante, pero negativo, produciendo también efectos jurídicos, pero contrarios a los del negocio, efectos dirigidos en todo caso a privar de efectos a un negocio jurídico ya celebrado. Definitivamente, como ya lo hemos mencionado en todo instante en este trabajo, esta caracterización del negocio como una simple declaración de voluntad es incorrecta, pues deja de lado el significado social del negocio referido a la causa, que es otro de los elementos de su estructura, que cumple también un rol importantísimo según hemos explicado anteriormente. Sin embargo, a pesar de lo inadecuado de la misma, ha servido para poner de relieve que solamente la voluntad declarada es elemento negocial, y no así la voluntad interna, que el derecho no puede medir, ni valorar y menos aún reconocer jurídicamente, salvo la atribución de una eficacia jurídica negativa, si cabe la expresión, según se ha explicado anteriormente. La voluntad interna sólo juega pues en algunos supuestos un rol negativo. Si se observa bien todo este panorama, podremos constatar que uno de los temas más complicados de la teoría general del negocio jurídico, y específicamente de la temática de la declaración de voluntad, a pesar de la claridad en sus premisas básicas es, en consecuencia, el de la relación entre voluntad declarada y voluntad interna, por cuanto aun cuando esta última no forme parte de la estructura negocial como elemento del mismo, juega, sin embargo, un rol importante como aspecto que priva en algunos supuestos a un negocio jurídico de validez, condenándolo a la nulidad o a la anulabilidad. Esta problemática, por su enorme importancia, ha dado lugar a la elaboración de la doctrina de la discrepancia entre voluntad declarada y voluntad interna,

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como sistema teórico destinado a resolver la siguiente pregunta fundamental: ¿cuándo en un negocio jurídico la voluntad declarada no coincide y por el contrario discrepa de la voluntad interna, cuál debe ser la sanción legal de ese negocio? Esta interrogante se ha planteado evidentemente sobre la base que en la realidad social, en la práctica negocial y contractual, en muchos casos, los individuos, por alguna razón, celebran negocios y contratos, declarando voluntades que no corresponden con sus voluntades reales. Esta comprobación de la realidad social ha dado lugar justamente a la formación de un aspecto de la teoría negocial, como ha sucedido en la totalidad de los demás aspectos que la conforman, pues no debe olvidarse que la teoría general del negocio no es un mero artificio intelectual, sino que en todos sus aspectos es siempre reflejo de la realidad. Ahora bien, esta interrogante se debe responder partiendo de la afirmación, según la cual el elemento del negocio es la declaración de voluntad, que supone como es evidente la unión íntima e indesligable entre voluntad y declaración; es decir, entre voluntad declarada y conducta o comportamiento a través del cual se ha declarado precisamente dicha voluntad negocial, pues no puede haber una declaración que no transmita nada y no puede haber tampoco, por lógica consecuencia, una voluntad declarada que no haya sido expresada mediante la declaración o comportamiento, de forma tal que la una supone la otra, no pudiendo existir una independientemente de la otra.

Si se observa bien, esta estructura básica sobre la noción de declaración negocial descarta definitivamente, según se ha indicado antes, el que la voluntad interna sea elemento de la declaración de voluntad, pues como su propio nombre lo está indicando, voluntad interna significa justamente

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voluntad no manifestada o no exteriorizada, o lo que es lo mismo, voluntad externa a la voluntad declarada, pues tampoco se debe identificar necesariamente voluntad interna con la que permanece únicamente en el fuero interno del sujeto, pudiendo ser también una voluntad manifestada pero ajena y externa a la declaración de voluntad de que se trate. Pues bien, luego de estas breves afirmaciones sobre la estructura misma del concepto, debe señalarse, en segundo término, que el objetivo y en última instancia el fundamento de la teoría del negocio y de la existencia del propio concepto negocial, al igual que el contractual, es el que los sujetos de derecho puedan regular sus propios intereses y satisfacer sus múltiples necesidades a través de sus voluntades reales, expresando las mismas mediante sus declaraciones de voluntad. No es por amor a los simples conceptos que se han dedicado tantos estudios y análisis teóricos a la disciplina negocial y contractual, como lamentablemente en nuestro medio se entiende con mucha frecuencia. En este sentido, sabiendo ya que el derecho busca como objetivo fundamental que los sujetos regulen sus propias relaciones mediante sus voluntades reales, y siendo conscientes que en muchos supuestos de la vida real, por determinadas razones, se declaran voluntades que no corresponden con las voluntades internas, es preciso para la teoría del negocio jurídico buscar la solución a estos supuestos, pues tampoco bastaría con dejar de lado simplemente la voluntad interna, sin atribuirle algún rol en la teoría negocial, cuando sea discrepante de la voluntad manifestada. Y como no podía ser de otra manera, para la solución de este conflicto que se presenta con mucha frecuencia en la realidad social, los juristas, dependiendo de sus variadas concepciones políticas, filosóficas y sociales, han elaborado diversas respuestas que han dado lugar a su vez a diferentes

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teorías sobre este aspecto. Estas teorías han sido mencionadas en varias oportunidades en el presente capítulo. La primera de ellas es la denominada «teoría voluntarista», que postula la idea fundamental que en cualquier caso de discrepancia debe prevalecer la voluntad interna, invalidándose la voluntad declarada, y produciéndose la nulidad del negocio jurídico. Esta primera teoría ha sido por lo general mal interpretada, al haberse pretendido señalar que según aquélla la voluntad interna se convertiría en elemento negocial, habiendo servido por ello mismo de soporte para la definición clásica de contrato como «acuerdo de voluntades». Esta definición lamentablemente ha tenido mucha acogida en nuestro medio, a pesar del enorme desarrollo que ha experimentado en los últimos años la doctrina contractualista. Sin embargo, debe insistirse sobre este aspecto, la teoría voluntarista nunca ha pretendido afirmar este absurdo jurídico, por cuanto jamás ha buscado señalar que la voluntad interna sea elemento negocial, habiéndose precisado con total claridad que en materia de discrepancia debe prevalecer la voluntad interna, invalidándose la voluntad declarada y por ende el negocio jurídico. Como reacción a esta primera teoría un sector de los autores alemanes crearon y elaboraron la teoría de la declaración, denominada también simplemente "teoría declaracionista". De acuerdo con esta segunda posición en caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, debe prevalecer siempre y en todos los casos la voluntad manifestada, por ser ésta única el componente de la estructura negocial. De esta manera, la doctrina del negocio jurídico dio lugar a la existencia de dos teorías completamente diferentes y contrapuestas en sus postulados: la voluntarista, que considera que aun cuando la voluntad declarada es el elemento negocial, debe tenerse presente la voluntad interna

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como la que debe dar luz a la voluntad manifestada y que cualquier discrepancia debe dar lugar a la nulidad negocial; y la declaracionista, según la cual en ningún caso debe atenderse a la voluntad interna (salvo para el supuesto de los vicios de la voluntad) y no admite ningún supuesto de discrepancia por considerarlos intrascendentes jurídicamente. Ante dos concepciones extremas, es lógico y natural que en la doctrina hayan surgido posiciones eclécticas, que hayan tratado de buscar un justo equilibrio entre la voluntad interna y la voluntad declarada. Es así cómo nacieron las teorías de la confianza y de la responsabilidad, buscando aminorar las consecuencias extremas de la aplicación de la teoría voluntarista que admite ilimitadamente cualquier supuesto de discrepancia y de la teoría declaracionista que no acepta ninguna de esos supuestos de conflicto. Según la formulación de la teoría de la responsabilidad, que busca suavizar los efectos de la teoría voluntarista, en casos de discrepancia prevalecerá la voluntad declarada si dicha discrepancia ha sido querida por el autor de la declaración de voluntad, en el sentido de haber sido consecuencia de su dolo o culpa, pues si la misma ha sido involuntaria deberá prevalecer la voluntad interna. Para la teoría de la confianza debe prevalecer la voluntad interna si el destinatario de la declaración de voluntad, en caso de haber discrepancia, no confió, por que se percató de la falta de coincidencia, pues de haber confiado por no haber podido advertir la discrepancia prevalecerá la voluntad declarada. Actualmente existe consenso en la doctrina en el sentido de que ninguna de estas cuatro teorías, por sí sola, es capaz de resolver los supuestos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada (simulación, reserva mental, declaración hecha en broma y error obstativo), para cuya solución fueron elaboradas inicialmente, en la medida en que existe consenso de que cada uno de los cuatro supuestos de divergencia debe ser resuelto de acuerdo a los intereses en

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conflicto, utilizando una u otra teoría, dependiendo de cada sistema jurídico en particular. En otras palabras, en la actualidad hay unanimidad en considerar, que más que un problema conceptual, es un problema de regulación legal que merece una respuesta simplemente normativa como solución de los cuatro casos de discrepancia ya mencionados. Así, pues, nadie ha podido afirmar que la teoría de la declaración sirva para la solución de todos los casos, ya que se estaría privando de sanción a la declaración hecha en broma, a la simulación y al error obstativo, figuras que serían intrascendentes jurídicamente según la óptica del declaracionismo. Del mismo modo, si se aplicara la teoría de la voluntad el error obstativo sería siempre causal de nulidad y no de anulabilidad, no cabría la protección al tercero en materia de simulación, y lo que es más grave la reserva mental sería siempre causal de nulidad. Con respecto a la aplicación de la teoría de la responsabilidad y de la confianza, sucede lo mismo, siendo imposible aplicarla a todos los casos, pues se llegaría al absurdo de afirmar que en algunos supuestos, dichos casos de divergencia darían lugar a la nulidad y en otros casos serían intrascendentes jurídicamente. Todo esto ha llevado, según se ha indicado, a un agotamiento en la doctrina sobre la aplicación de estas teorías como única solución para los cuatro casos de discrepancia, razón por la cual se ha preferido utilizarlas combinadamente y de distinta manera para la regulación legal de los mismos, dependiendo de la solución que cada ordenamiento positivo quiera lograr. Así, por ejemplo, el Código Civil peruano utiliza la teoría de la voluntad y la confianza para el régimen legal de la simulación; la teoría de la confianza para el tratamiento del error en la declaración; la teoría de la declaración para el supuesto de la reserva mental; y la teoría de la voluntad para el caso de la declaración hecha en broma o con propósito no serio.

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Sin embargo, este agotamiento ha producido como consecuencia distinta y de seguro no pensada por los creadores de las mencionadas teorías, que se utilice dos de las cuatro, específicamente la teoría voluntarista y la declaracionista, para fines distintos, relacionados ya no con los temas de la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, sino con la concepción general sobre el negocio jurídico y el rol que debe cumplir la voluntad interna, no en un caso de discrepancia, sino dentro de todo el sistema negocial, en cualquier supuesto en el que esté involucrada la declaración de voluntad. Por su parte, en el ámbito contractual se han utilizado también estas dos teorías para establecer una diferente concepción de contrato y de disenso o disentimiento, pues para el voluntarismo contractual el contrato debe suponer no sólo coincidencia de voluntades declaradas, sino fundamentalmente de voluntades internas, razón por la cual se ha señalado, según esta orientación, que el contrato implica una voluntad común o conjunta, mientras que para el declaracionismo el consentimiento debe resultar de la coincidencia de las voluntades declaradas debidamente interpretadas. Recuérdese que este tema lo hemos examinado al detalle en el presente capitule y lo vamos a ver también posteriormente cuando analicemos la relación entre disenso y error obstativo. En materia de acto jurídico, la orientación adoptada por nuestro código es claramente la declaracionista, sobre la base del artículo 168, que señala que para interpretar el acto jurídico se debe tomar en cuenta únicamente la voluntad manifestada, debidamente concordada con los artículos 201 y 194. Al haber optado por la teoría de la confianza, está admitiendo de manera implícita el sistema declaracionista, no existiendo ningún artículo dentro de este libro que nos permita siquiera sugerir que la orientación es la voluntarista. Confirma nuestra opinión el hecho que el código no haya sancionado con nulidad el supuesto de la reserva mental, ni

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siquiera utilizando la teoría de la confianza cuando el destinatario hubiere tenido conocimiento de la misma reserva. Sin embargo, en materia contractual no hay claridad en los planteamientos del Código Civil, pues algunos artículos son típicamente declaracionistas (a saber: el 1359, la primera parte del 1361 y el 1373), mientras que otros son voluntaristas (como la segunda parte del artículo 1361 y el mismo 1362), según hemos visto al estudiar el concepto del consentimiento. Esta disparidad de criterios al interior del propio código ha dado lugar a un interesante debate en nuestro medio sobre si en materia contractual se ha consagrado el voluntarismo o el declaracionismo. Desde nuestro punto de vista la posición del código es y deber ser la declaracionista, no sólo por lo inadecuado de la segunda parte del artículo 1361, según lo hemos visto al detalle en su oportunidad, sino fundamentalmente porque sería absurdo e incongruente que dentro de un código se establecieran normas declaracionistas para el acto jurídico y normas voluntaristas para el contrato. Es necesario señalar también que en el ámbito local, con la mayor naturalidad, como algo totalmente lógico, se acostumbra mencionar que el sistema del código es declaracionista en materia negocial y voluntarista en materia contractual, lo que desde nuestro punto de vista es completamente inadecuado e incorrecto. La explicación es la siguiente: en primer lugar, es falso que la segunda parte del artículo 1361 sea efectivamente voluntarista, pues se trata de una «norma frustrada», aun cuando es cierto que se intentó introducir a través de ella el voluntarismo. Es una norma frustrada, por la sencilla razón que no establece ninguna sanción legal para los casos de discrepancia en materia contractual, supuestos que se encuentran ya debidamente sancionados en el Libro del Acto Jurídico. Asimismo, la norma sólo se limita a enunciar que la

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voluntad declarada debe coincidir con la voluntad interna de las dos partes, lo que no constituye sino una declaración de principios, admitida por todos en la teoría general del negocio jurídico, según se ha explicado anteriormente. Si la norma hubiera establecido como sanción la nulidad para cualquier supuesto de discrepancia, sería claramente una norma voluntarista y ya no podríamos dudar, en modo alguno, sobre la legitimidad del voluntarismo en el campo contractual. Sin embargo, ello no es así, convirtiéndose en una norma imposible de aplicar por carecer de enunciado claro y no establecer sanción alguna. En segundo lugar, si el código es declaracionista en materia de acto jurídico, por lógica consecuencia debe ser declaracionista en materia contractual, pues no debe olvidarse que existe una relación de género a especie entre acto jurídico y contrato y que éste es por esencia la especie más importante de acto jurídico. Debe recordarse que sólo existe la posibilidad de celebrar negocios jurídicos atípicos en el campo contractual, evidentemente bajo la modalidad de los contratos atípicos, porque en materia de todos los demás negocios jurídicos que no son contratos, tales como los negocios de derecho de familia, derecho sucesorio y derecho de las personas, rige el principio de la tipicidad legal y no se admite la posibilidad del negocio atípico. Más aún, la disciplina negocial ha sido elaborada para estudiar y comprender mejor la disciplina contractual, a la cual se le aplica de manera inmediata y automática, lo que no sucede con los demás negocios típicos que no son contratos, que por lo general están dotados de una disciplina particular y especial. Todas estas razones nos llevan a la conclusión que sería absurdo que en un código declaracionista en materia negocial existan normas voluntaristas en materia contractual, pues se trata de dos campos íntimamente vinculados, que no pueden tener en esta materia una regulación distinta. Ello sólo sería posible si el contrato fuera una especie minoritaria

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en el campo negocial, lo cual es absurdo, pues sólo se pueden dar negocios atípicos en el campo del contrato, lo que demuestra por sí mismo que la especie más importante de negocio jurídico es definitivamente el contrato, según se ha indicado. Por todas las razones expuestas anteriormente, nuestra opinión es que el Código Civil peruano es declaracionista, tanto en el sistema del acto jurídico como en el de los contratos. Confirma nuestra posición el que nuestro código distinga el error obstativo del disenso, pues el solo hecho de sancionar el error obstativo con anulabilidad, a tenor de lo dispuesto en los artículos 201 y 208, nos dice a todas luces que el disenso es distinto del error obstativo dentro de la lógica del código, pues la anulabilidad no podría ser nunca la sanción de la falta de consentimiento. Dicho de otro modo, la sola circunstancia que se haya asimilado el error obstativo al tratamiento del error vicio, es clara muestra que el código distingue el error obstativo del disenso, y eso sólo es posible en un sistema declaracionista perfectamente bien concebido, pues dentro de uno voluntarista se confunden las nociones de disenso y de error obstativo, sancionando ambas figuras con la nulidad. Sin embargo, nuestra opinión no es compartida por todos, pues como repetimos, para un gran sector de especialistas nacionales, el voluntarismo ha sido consagrado en el ámbito contractual y el declaracionismo únicamente en el campo negocial. Obviamente esta opinión encuentra sustento en la existencia de la segunda p'arte del artículo 1361 y en el texto del artículo 1362 que hace referencia expresa a la «común intención». Por ello debemos finalizar dando a conocer nuestra propuesta, a fin de que la segunda parte del artículo 1361 sea eliminada y el término «común intención» aclarado con el agregado de «evidenciada», de forma tal que no existan dudas sobre el declaracionismo dentro de la lógica de todo el Código Civil nuestro y principalmente para no ofrecer a extraños la lamentable idea de que puedan coexistir, como planteamientos generales, dos

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sistemas que son contrapuestos entre sí: el voluntarismo y el declaracionismo. La noción de objeto del negocio jurídico Planteamiento del problema Uno de los temas más complicados dentro de la teoría general del negocio jurídico, sin lugar a dudas, lo constituye el tema del objeto, no sólo por su altísimo grado de abstracción, al igual que el tema del concepto mismo del negocio jurídico y de la causa como su razón justificadora, sino fundamentalmente por su íntima vinculación con el tema de la causa del negocio jurídico, o causa de la obligación, según se opte por un sistema u otra sobre el ámbito de la causa. Esta íntima vinculación entre los dos conceptos, causa y objeto, no sólo ha determinado un enorme grado de confusión entre los juristas, sino fundamentalmente el que respecto del objeto se hayan elaborado, al igual que respecto del mismo concepto del negocio jurídico y de causa, una serie de teorías y orientaciones presentadas por los diversos autores de los diferentes sistemas jurídicos sobre la base de concepciones filosóficas, sociales, políticas y económicas completa y totalmente distintas. Así también, no sólo no existe unanimidad sobre la noción misma de objeto, sino que adicionalmente tampoco hay consenso sobre el ámbito de aplicación del objeto, es decir, existe enorme debate sobre si el objeto es un aspecto estructural del contrato, o de todo negocio jurídico en general. Todo esto nos demuestra que la principal dificultad que campea sobre el tema del objeto del negocio jurídico y del contrato se debe a que respecto de aquél confluyen diversas corrientes de pensamiento, cada una de las cuales está presente como base o sustento en cada una de las diferentes teorías elaboradas para explicar la noción de objeto del contrato o del negocio jurídico. Evidentemente, a esta dificultad no escapa ninguno de los temas que conforman la doctrina general del negocio jurídico, pues respecto de todos ellos confluyen también diversas teorías producto o resultado de diferentes concepciones políticas, sociales y

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económicas, en especial todos los temas vinculados con los diferentes elementos, presupuestos y requisitos de la estructura negocial. Sin embargo, esta dificultad se hace presente con mayor grado y fuerza respecto del concepto de objeto y causa y sobre la relación existente entre ambos, así como respecto del propio concepto del negocio jurídico, según lo hemos podido comprobar en el primer capítulo del presente libro y lo estamos comprobando también en este segundo capítulo dedicado a toda la problemática sobre la declaración de voluntad, en el cual estamos estudiando como punto final la noción de objeto del negocio jurídico. Adicionalmente, se deberá comprobar cómo todos los aspectos que conforman la estructura negocial se encuentran íntimamente vinculados entre sí, de forma tal que es imposible conocer a ciencia cierta el significado de cada uno de ellos si no se estudia todos los demás. Toda esta estrecha vinculación no es sinónimo de confusión o de oscuridad conceptual, sino la mejor demostración que se trata de aspectos que forman parte de una misma estructura, lo que nos demuestra que sólo para efectos analíticos es posible realizar la distinción entre los mismos, por cuanto en los hechos de la realidad social se trata de una unidad. Sin embargo, lo fundamental es que respecto del concepto mismo del negocio jurídico y, por ende, respecto de todos y cada uno de sus elementos, presupuestos y requisitos, encontramos diversas formas de pensamiento que son producto de diferentes concepciones ideológicas, políticas, económicas, filosóficas y sociales. Por ello es necesario saber siempre qué concepción sirve de sustento o fundamento a cada orientación, para poder comprenderlas mejor. Las diferentes teorías sobre el objeto del negocio jurídico. Del objeto del contrato al objeto del negocio jurídico. La obligación como objeto del contrato como expresión de la orientación voluntarista e individualista de los actos de autonomía privada

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Dentro de todas las teorías formuladas en la doctrina sobre el objeto, hay algunas que disfrutan de la preferencia de los autores de los diferentes sistemas jurídicos, destacando entre ellas aquella que conceptualiza el objeto como la relación jurídica obligatoria, pues se dice que el objeto del contrato es la obligación. Esta teoría como es fácil de comprobar de inmediato ha sido elaborada por los autores que entienden que el objeto es un elemento del contrato, es decir, dentro del sistema teórico que restringe el ámbito de aplicación del objeto al campo de los negocios jurídicos bilaterales o plurilaterales con contenido patrimonial. Es por esta obvia razón que esta teoría no ha sido elaborada por los autores que se adhieren a la doctrina del negocio jurídico, sino por los especialistas en la doctrina general del contrato. Es una teoría nacida dentro del ámbito de la doctrina general del contrato. Esta orientación sobre el objeto del contrato como la obligación es la que prevalece en nuestro medio jurídico, pues la mayor parte de especialistas aceptan sus postulados, sobre la base de la definición de objeto del contrato consagrada en el artículo 1403 de nuestro Código Civil y ante la ausencia de cualquier definición sobre objeto del acto jurídico, a pesar que nuestra ley sustantiva contiene una definición clásica de acto jurídico como manifestación de voluntad destinada a crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas. Esta última es, en nuestro concepto, la gran responsable del poco interés que existe en nuestro medio lamentablemente sobre la doctrina general del negocio jurídico. Sin embargo, a pesar de ello el código nacional no presenta ninguna definición sobre objeto y causa del acto jurídico, lo cual nos parece sumamente acertado. Como lo estamos diciendo esta concepción de objeto del contrato como la obligación tiene en nuestro medio aceptación mayoritaria, por no decir prácticamente unánime. Sin embargo los especialistas y profesores nacionales, no se han

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conformado con aceptar esta noción sobre objeto del contrato, sino que a diferencia de sus creadores, han pretendido y pretenden extender sus postulados al campo del acto jurídico, con el afán lógico de ser consecuentes y en tal sentido la opinión prácticamente unánime en nuestro medio es la siguiente: si el objeto del contrato es la obligación, el objeto del acto jurídico ser la relación jurídica. De esta manera se ha pensado y se ha creído que así se le daba al Código Civil la concordancia lógica necesaria, bobteniendo un concepto único de objeto, aplicable tanto al contrato como a nuestro negocio jurídico. Nótese pues que se trata de una teoría sobre el objeto del negocio jurídico surgida en nuestro medio, pero derivada de una teoría sobre el mismo tema en el ámbito contractual y no de una tesis surgida en el campo estrictamente negocial. En la doctrina por el contrario, esta posición prevalece en el ámbito de los especialistas en la disciplina contractual, no habiendo sido extendida al campo negocial, a diferencia de lo que ha sucedido y sucede en nuestro país. Esto nos demuestra también cómo los especialistas nacionales no se han dado el trabajo de deducir la noción de objeto del acto jurídico, de las propias normas contenidas sobre este aspecto en el Libro del Acto Jurídico, sino que han considerado preferible extender, la noción de objeto del contrato, que no discuten por estar literalmente consagrada en el artículo 1403, al campo del acto jurídico. Es decir, en vez de utilizar como fórmula de razonamiento la relación de especie a género que existe entre el negocio jurídico (acto jurídico nuestro) y el contrato, han utilizado una relación género a especie entre el contrato y el acto jurídico, lo que nos parece absurdo y contradictorio, y carente de toda lógica. Sin embargo, como hemos dicho cuando estudiamos la relación entre la disciplina general del contrato y del negocio jurídico, esta postura es consecuencia, pensamos, de la actitud de poco respeto hacia el concepto de acto jurídico, que se ha ido presentado en nuestro medio por el hecho de aceptar la

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prestigiosa opinión de algunos autores como FRANCESCO GALGANO, que entienden, dentro de la lógica de su propio sistema jurídico, que el concepto del negocio jurídico como supra concepto es innecesario. Lo que ha contribuido en el medio local a destacar como concepto fundamental el del contrato. Pues bien, desde nuestro punto de vista, esta teoría es completa y totalmente falsa, careciendo de toda lógica y justificación, por la sencilla razón que la obligación o la relación jurídica en general, sea patrimonial o no, bien se trate del ámbito negocial o del ámbito contractual, no es sino la consecuencia o el efecto jurídico que nace bien sea del contrato o del negocio jurídico. La relación jurídica, sea obligacional o no, es en todos los casos el efecto jurídico atribuido por el ordenamiento jurídico como respuesta a la celebración de un negocio jurídico contractual o no. No se puede afirmar bajo ningún punto de vista, por más que el Código Civil peruano así lo establezca aparentemente en el artículo 1403, y lo digan cientos de autores, que una relación jurídica forme parte de la estructura del contrato o del negocio jurídico en general, y es esto precisamente lo que se está señalando directamente cuando se afirma que la obligación o la relación jurídica en general sea el objeto del contrato o del negocio jurídico. No debe olvidarse que dentro de la teoría general del negocio jurídico los efectos jurídicos no forman parte de la estructura del negocio jurídico mismo, pues ellos nacen una vez que se ha formado o celebrado el negocio jurídico que les sirve de fuente. Y es por esta razón, que dentro del ámbito de la teoría general del negocio jurídico, existe unanimidad en señalar que el objeto es siempre un aspecto estructural del mismo negocio, siendo considerado indistintamente por los diferentes autores como un elemento, o un presupuesto, o un requisito. Esto significa que el común denominador de los distintos puntos de vista es que el objeto es un aspecto estructural que debe estar presente al momento de la

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formación o celebración del negocio jurídico, ya sea como elemento, presupuesto o requisito. Realmente, no podemos ni siquiera comprender cómo se puede decir, dentro de la lógica del sistema del negocio jurídico, que la relación jurídica, que es posterior ala celebración del negocio jurídico justamente por ser efecto o consecuencia jurídica, pueda ser objeto del mismo negocio jurídico, es decir, pueda formar parte de su estructura. Nos parece que se trata de una posición totalmente contradictoria, completamente ilógica y que desconoce absurdamente el hecho fundamental que la relación jurídica es el efecto jurídico que nace de la celebración de un negocio jurídico. Tan contradictoria es esta absurda posición, que nosotros no conocemos autor especialista en materia negocial que señale que la obligación o la relación jurídica en general pueda o deba ser objeto del negocio jurídico. Sobre todo si se tiene en cuenta que los especialistas en materia negocial son muy cuidadosos al entender la naturaleza jurídica y las clases de efectos jurídicos y, más aún, al distinguir nítidamente el negocio jurídico como supuesto de hecho de los efectos jurídicos que son su consecuencia, es decir, de las relaciones jurídicas. Desde nuestro punto de vista, y lo observamos desde siempre en la doctrina contractualista, y sobre todo en nuestro medio, existe un culto desmedido al concepto de obligación y de relación jurídica en general, pues muchos de los problemas fundamentales del derecho civil se pretenden explicar y justificar en gran medida acudiendo al concepto de obligación. A nuestro entender, este culto a la disciplina obligacional y la intromisión del concepto de obligación en muchos ámbitos de la disciplina contractual, que en nuestro medio pretende extenderse al campo negocial, no es pura y simple casualidad, pues se explica por el desprecio que hemos mencionado anteriormente existe en el medio local hacia la teoría general del negocio jurídico consecuencia del infundado prejuicio en el sentido que la misma representa un esfuerzo estéril, de un altísimo grado de abstracción que no implica ninguna aplicación práctica y que constituye en última

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instancia un esfuerzo intelectual inútil, que en vez de aclarar no hace sino oscurecer el campo casi sagrado del contrato y de 1; obligación. Sin embargo, convenimos que el triunfo momentáneo d orientación, que podríamos calificar de obligacionista del contrato del negocio jurídico, responde fundamentalmente al triunfo mayoritario en materia de la doctrina general del contrato de una concepción voluntarista e individualista, tomándose como una verdad absoluta e inmutable el principio de la autonomía de la voluntad y del efecto obligatorio del consentimiento. Concepción jurídica que no es sino la consecuencia de un punto de vista completamente individualista y anacrónico de nuestra realidad social y de nuestros sistemas jurídicos. Es decir, se trata de una consecuencia del individualismo en materia no sólo del ámbito contractual, sino también en el campo del negocio jurídico. Fruto de este individualismo y voluntarismo es la definición de negocio jurídico como simple manifestación de voluntad que produce efectos jurídicos queridos como tales por el declarante, que hemos venido criticando permanentemente en esta presente obra. Como es evidente, nadie puede negar la importancia fundamental de la noción de la declaración de voluntad en el ámbito de la doctrina general del negocio jurídico, en tanto el supuesto de hecho negocial está siempre conformado por una o más declaraciones de voluntad, sin embargo, el tema del negocio jurídico no se agota en la noción de declaración de voluntad, por cuanto los efectos jurídicos son atribuidos a las declaraciones de voluntad en concordancia con los propósitos prácticos de los declarantes. De esta manera un aspecto fundamental del concepto negocial es justamente el de la valoración de cada declaración de voluntad o conjunto de las mismas según la función social a la que estén encaminadas. Todo esto implica, como lo hemos visto anteriormente, que el negocio jurídico, al igual que el contrato, no se agota en el tema de la estructura de la declaración de voluntad y todo los

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problemas relacionados con ella, sino que es necesario tomar en cuenta la valoración normativa y el aspecto del propósito práctico de los sujetos. Sin embargo, en nuestro medio, pensamos, prevalece todavía la concepción individualista y voluntarista del negocio jurídico y del contrato que los conciben como una simple declaración de voluntad o acuerdo de voluntades, respectivamente, lo que ha hecho pensar que es en base al contrato que se debe entender el negocio jurídico, cuando lo lógico es que se entienda la especie en función al género. Justamente producto de este individualismo jurídico es la definición de contrato como un simple acuerdo de voluntades o como fuente de obligaciones, o como la declaración conjunta de una supuesta voluntad común encaminada a la producción de efectos jurídicos. Esto significa, consiguientemente, que la doctrina contractualista le ha dado también importancia fundamental al concepto de consentimiento, dejando de lado el tema del significado social del contrato, al igual que sucedió durante mucho tiempo con la doctrina general del negocio jurídico mientras prevaleció la orientación clásica pandectista que lo concibió como una simple declaración de voluntad. Esto significa, en consecuencia, que mientras en el campo negocial se ha ido dejando de lado progresivamente el voluntarismo e individualismo jurídico desde el momento mismo que se aceptó y entendió que el negocio jurídico era un supuesto de hecho, es decir, una conducta valorada normativamente, en el campo contractual esta orientación tiene todavía mucha fuerza y vigor, razón por la cual la doctrina contractualista se ha ocupado del tema del contrato principalmente en el sentido de determinar si el contrato es la expresión conjunta de una voluntad común, o por el contrario un acuerdo de voluntades declaradas o manifestadas. Es decir, mientras en el campo del negocio jurídico se le ha venido dando importancia fundamental al tema del significado social de las conductas valoradas normativamente, en el campo contractual toda la problemática sigue girando en torno al problema de la

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naturaleza del consentimiento, o sea, al debate sobre el voluntarismo y el declaracionismo. Pues bien, como resulta evidente, dentro de una orientación individualista y voluntarista del campo contractual, y también del negocio jurídico, que no reconoce mayor valor a la intervención del ordenamiento jurídico en la valoración y calificación de las conductas humanas, ni los principios en los cuales se inspira, y que desconoce toda vinculación del contrato y del negocio jurídico con su significado social, resulta consecuente y lógico afirmar como verdad absoluta que la obligación, en vez de ser un simple efecto jurídico nacido como consecuencia de la celebración del mismo contrato, sea elevada a la categoría de un aspecto estructural del contrato, diciendo que aquélla es su objeto. Del mismo modo, dentro de una orientación de este tipo, es lógico que se señale que relación jurídica en vez de efecto jurídico del negocio jurídico sea su objeto, formando parte de su estructura. Ahora bien, el afirmar que la obligación es objeto del contrato y que la relación jurídica es objeto del negocio jurídico, implica también dejar de lado el aspecto fundamental de la función de los actos de autonomía privada, pues si el consentimiento de las partes es suficiente para la creación de obligaciones, poco interesará analizar las finalidades o funciones a las cuales se encamine el consentimiento de las partes, por cuanto la única razón justificadora de la eficacia jurídica del contrato y también del negocio jurídico, residirá en la fuerza de la voluntad de las partes, en la medida que hubiere sido manifestada. En otros términos, dentro de una orientación que deja de lado el aspecto normativo y el aspecto funcional, que sólo resalta y destaca el aspecto de la voluntad de los individuos, lógico es que se señale que la obligación, o la relación jurídica en general, es el objeto del contrato y del negocio jurídico respectivamente, pues no sólo se dice que la voluntad por sí misma es capaz de crear efectos jurídicos, sino que estos

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efectos jurídicos creados forman parte de los actos que las crean, generándose de esta manera un circulo vicioso, dentro del cual la voluntad y sus efectos forman una misma cosa. Por ello, esta concepción del objeto como la obligación o la relación jurídica en general, que nosotros criticamos y no compartimos, no sólo no es seguida por todos los que tienen una concepción social del negocio jurídico y del contrato, sino que en sí misma no debe ser aceptada por implicar una contradicción evidente sobre la naturaleza del negocio jurídico y del mismo contrato como supuestos de hecho y la relación jurídica como su efecto jurídico. Obviamente nuestra posición no implica dejar de lado la importancia del consentimiento y de la declaración de voluntad en ambos campos, pero no se puede afirmar que los mismos giren únicamente en torno a ellos. La noción de objeto del negocio jurídico dentro de una concepción social de los actos de autonomía privada Dentro de una concepción social del negocio jurídico y del contrato, el objeto debe buscarse en la misma realidad social, ya no en los efectos jurídicos, sino en todos los asuntos o aspectos que de acuerdo a la valoración de cada sociedad en particular, en un momento histórico determinado, merezcan la calificación de objeto del negocio jurídico, es decir, en los intereses, asuntos particulares o materias que cada sociedad considera relevantes de acuerdo a sus propias reglas en un momento histórico determinado. Se trata pues de una noción social de objeto que no tiene cabida en un medio, como el nuestro, donde sufrimos los prejuicios individualistas que florecen y se encuentran profundamente enraizados, sobre todo debido a la poderosa influencia de la doctrina clásica francesa, responsable de las concepciones individualistas y voluntaristas. No debe olvidarse que, con independencia o no del contenido patrimonial de las relaciones jurídicas, ellas no son sino relaciones eminentemente sociales que por ser consideradas como relevantes y dignas de tutela por cada

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ordenamiento jurídico en especial, son elevadas al rango de relaciones jurídicas y atribuidas como efectos jurídicos a los negocios jurídicos, que en sí mismos son preceptos o reglas de conducta de carácter social, pero que gracias al mérito de su función o finalidad social, son caracterizados como negocios jurídicos, es decir, como actos de la autonomía privada vinculantes jurídicamente. No debe olvidarse que el negocio jurídico es siempre un supuesto de hecho, es decir, la valoración de una conducta del individuo en su vida de relación con otros sujetos, que contiene una autorregulación de intereses privados dirigida a la satisfacción de diversas necesidades también de orden social. El negocio jurídico, como lo hemos venido diciendo, es siempre la manifestación más importante del fenómeno de la autonomía privada, entendida como el poder que tienen los particulares para vincularse entre sí para la satisfacción de sus propias necesidades. En tal sentido, hacer referencia a una concepción social del negocio jurídico y por ende del contrato implica examinar no sólo el lado estrictamente formal y jurídico de las figuras jurídicas, sino también su correspondencia con figuras de orden social y entender en general el derecho como un conjunto de normas que sólo son tales en la medida que tengan un sustrato y una justificación social. Esto significa en consecuencia tomar en cuenta tanto el aspecto abstracto y formal de la valoración y calificación jurídica, como el aspecto social de las conductas humanas medidas y calificadas normativamente.

Dentro de una orientación social de la autonomía privada, el objeto del contrato y del negocio jurídico no puede encontrarse en un aspecto estrictamente jurídico como el referido a la relación jurídica obligatoria, sino en los intereses y materias de orden social considerados relevantes o dignos de la tutela legal.

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La confusión entre objeto del contrato y su finalidad jurídica. La necesidad de precisar conceptos Otra de las teorías que ha logrado bastante éxito en nuestro medio y que de un modo contradictorio se encuentra también consagrada en nuestro Código Civil, específicamente en el artículo 1402, es aquella que define el objeto del contrato como la creación, modificación, regulación o extinción de obligaciones, según lo dispone expresamente el artículo en mención. Esta teoría, al igual que aquella estudiada anteriormente sobre objeto como obligación, es aplicada en nuestro medio también por extensión por algunos especialistas al ámbito del negocio jurídico y es por ello que se dice por un sector de la doctrina nacional que el objeto del contrato como del negocio jurídico es la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Como se podrá comprobar de inmediato, con esta teoría se está diciendo que el objeto del contrato, como del negocio jurídico en general, es la finalidad o función jurídica, y como es aceptado por la doctrina del negocio jurídico, en la actualidad la finalidad o función jurídica no está referida a un problema de objeto, sino que hace referencia directa al tema de la causa, que será estudiado en el siguiente capítulo, pues en gran medida la estructura de la causa reclama para sí el concepto de finalidad o función jurídica. En efecto, como veremos después, la causa desde nuestro punto de vista, se entiende como la función jurídica establecida en base a una función socialmente razonable y digna en concordancia con el propósito práctico de las partes que han celebrado el negocio jurídico. Esto significa en consecuencia que la causa, además de tener un lado social referido a la función socialmente útil o socialmente razonable en última instancia, tiene también un lado jurídico referido a la finalidad o función jurídica prevista en abstracto por la norma jurídica en cada supuesto de hecho de cada figura negocial. Este aspecto jurídico de la función ha sido destacado por la doctrina desde el momento mismo que se empezó a concebir el negocio jurídico como un supuesto de hecho,

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superada la concepción clásica que lo identificaba con la sola declaración de voluntad productora de efectos jurídicos. Sin embargo, a pesar del aspecto social de la causa, de suma trascendencia en la moderna doctrina del negocio jurídico en su concepción preceptiva, tanto clásica como moderada, como razón justificadora de su eficacia jurídica y tutela como acto humano tutelado jurídicamente, existe uniformidad de pareceres en que la causa necesita también de un lado o aspecto jurídico, constituido precisamente por su finalidad o función jurídica. En este sentido, existen dos orientaciones que hacen referencia al concepto de la función jurídica al examinar la noción de causa: una netamente objetiva, que la caracteriza únicamente con la función jurídica, llegando al extremo de identificar causa con tipo legal y la define como la síntesis de sus efectos jurídicos; y otra que la define como la función jurídica sobre la base de una función o finalidad social. Sin embargo, en la actualidad, dentro del ámbito de la doctrina del negocio jurídico, nadie duda que el concepto de función jurídica está referido directamente al concepto de causa. No obstante lo cual, como sucede en otros casos, y al igual que sucedió antes en materia de objeto, los autores que estudian y destacan la doctrina general del contrato, como paradigma lógico de los actos de autonomía privada, no toman en cuenta que la función jurídica está referida a la noción de causa, sino que la refieren directamente al concepto de objeto del contrato. En nuestro sistema jurídico, como hemos visto, esta segunda posición sobre objeto del contrato, que se pretende también aplicar por extensión al ámbito del negocio jurídico, encuentra igualmente reconocimiento legal en forma contradictoria con el artículo 1403 y en el artículo 1402 del Código Civil. Por lo expuesto resulta claro que al definir el objeto del contrato como la creación, modificación, regulación o extinción de obligaciones, se está confundiendo la causa con

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el objeto. Lo que sucede es que mientras para un sector de los autores que cultivan la doctrina general del contrato la causa es su función jurídica, para los autores que desarrollan y cultivan la teoría general del negocio jurídico la función jurídica está referida al concepto de causa directamente. Se presenta nuevamente en este caso, lo que ocurre entre la doctrina general del contrato y del negocio jurídico, en el sentido de que ambas doctrinas en vez de marchar juntas como consecuencia de la relación de genero a especie que existe entre el negocio jurídico y el contrato, marchan por separado como si se tratara de diferentes aspectos de la autonomía privada. O lo que es peor, se busca por un sector adaptar los conceptos de la doctrina general del contrato a los de la doctrina general del negocio jurídico, modificando la mencionada relación de género a especie. Son éstas pues las razones por las cuales no compartimos esta segunda posición sobre el objeto del contrato, menos aún su extensión al objeto del negocio jurídico. Desde nuestro punto de vista no se puede definir el objeto del contrato o del negocio jurídico como su función jurídica, porque estaríamos confundiendo el objeto con la causa. La razón de ser de esta posición sobre el objeto está basada también en una concepción voluntarista e individualista del contrato y del negocio jurídico en general, al igual que la teoría anterior, pero además en una concepción subjetiva de la causa, que hace que la finalidad o función jurídica, al no poder prescindirse de ella dada su trascendental importancia en la estructura contractual y negocial, sea elevada al rango de objeto del contrato y del negocio jurídico. En efecto, la concepción subjetiva de la causa entiende que la causa es el motivo o el móvil por el cual el sujeto es determinado a celebrar un concreto negocio jurídico, es decir, se caracteriza la causa como un aspecto que corresponde y pertenece al lado psicológico de los sujetos que declaran sus voluntades, sin hacer referencia alguna al rol limitador del ordenamiento jurídico, olvidando por ello cualquier vinculación de la causa con la función jurídica del contrato y

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del negocio jurídico. Evidentemente, mientras que dentro de las concepciones objetivas se caracteriza a la causa como la función jurídica, la función económico y social, con utilidad social, o con dignidad social, las concepciones subjetivas entienden que la causa pertenece al fuero interno de los sujetos, concibiéndola como un motivo, el motivo determinante de la celebración del contrato o del negocio jurídico. Consiguientemente, si se parte de la premisa que la causa es un motivo, la función jurídica, de la cual no se puede prescindir dada su importancia, ya no formará parte de la causa, sino que habrá que referirla a la noción de objeto. Esta segunda tesis sobre el objeto del contrato, se encuentra basada también en una concepción voluntarista e individualista de éste, pues si decimos que el contrato obliga por la sola fuerza del consentimiento de las partes contratantes, resulta forzoso y obligado señalar que la causa debe encontrarse dentro del mundo psicológico de las partes contratantes. Dentro de esta concepción subjetiva de la causa resulta innecesario hacer referencia a la finalidad o función jurídica, dado que la misma carecería de toda importancia al bastar las simples declaraciones de voluntad de las partes contratantes para la producción de efectos jurídicos y al no existir otro límite para la autonomía de la voluntad y el rol creador del consentimiento de las partes que la licitud del contenido, es decir, el no contravenir el orden público, las buenas costumbres o las normas imperativas.

Dicho de otro modo, dentro de una concepción voluntarista e individualista que señale como verdad absoluta que los efectos jurídicos son producto de las declaraciones de voluntad, o de la llamada voluntad común, en el campo negocial y contractual, respectivamente, sólo queda como única posibilidad ubicar la causa dentro del ámbito

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psicológico de los sujetos, definiéndola como la razón o el motivo por el cual se contrae una obligación, o se celebra un contrato o un negocio jurídico. Y dentro de estas orientaciones, como consecuencia lógica, la función jurídica constituirá el objeto del contrato y del negocio jurídico. Queda claro entonces que las concepciones subjetivas sobre la causa, al igual que las nociones de objeto como relación jurídica o como función jurídica, son producto y consecuencia natural de una concepción voluntarista, individualista y completamente liberal del contrato y del negocio jurídico. Más aún, dichas teorías sobre el objeto y la causa, sirven para justificar y legitimar la orientación liberal del contrato y del negocio jurídico en general, existiendo una mutua dependencia entre estas orientaciones, conformando todas ellas una sólida concepción y orientación sobre el fenómeno contractual en su conjunto, aplicable también al ámbito negocial. La contradicción que existe entre la noción de objeto del artículo 1402 y aquélla del artículo 1403 del Código Civil peruano Con relación al negocio jurídico, y en general con relación a los actos de autonomía privada, el cambio de concepción producto principalmente de la doctrina italiana y española reciente, así como de la misma doctrina alemana mediante la elaboración de figuras como la base del negocio jurídico, determinó en general un cambio de conceptos, y así ya no se habla ahora de autonomía de la voluntad, como el poder creador, prácticamente omnipotente de la voluntad de las partes, sino de autonomía privada, como el poder de los particulares de vincularse entre sí en miras a la obtención de determinadas finalidades o funciones de orden social. En tal sentido, ya no se define el negocio jurídico como una simple declaración de voluntad, sino como un supuesto de hecho conformado por una o más declaraciones de voluntad, o con un contenido preceptivo, o con un contenido normativo. En el mismo sentido, ya no se entiende la causa como un simple

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motivo o como el motivo común a ambas partes, sino como la función jurídica, o como la función jurídica en base a una función socialmente útil, o socialmente razonable y digna. Esto significa, en consecuencia, que el cambio en las concepciones sobre el mismo negocio jurídico, originó a su vez un cambio de perspectiva respecto de la causa, la cual dentro de las nuevas orientaciones ya no se define como el motivo abstracto, o como el móvil impulsivo y determinante, sino como la función del negocio jurídico, estrictamente jurídica para algunos, con un lado social y jurídico para otros, y según algunos en concordancia con los propósitos prácticos de los sujetos. Una vez que se empezó a concebir el negocio jurídico como un supuesto de hecho, es decir, como una conducta valorada y autorizada normativamente, se empezó a entender la causa como la función jurídica. Del mismo modo, una vez que el negocio jurídico se empezó a entender como un supuesto de hecho con un contenido preceptivo social, se empezó también a ver la causa como una función social. Como ya lo hemos comentado, en la actualidad prevalece la opinión en el sentido que el negocio jurídico no es una operación abstracta y formal, sino un acto social, utilizado por los particulares en su vida de relación para la autorregulación de sus propios y particulares intereses, pero valorado normativamente. Del mismo modo, ya no se habla tampoco -como en las doctrinas subjetivas de causa- de la obligación, sino que ahora se habla de causa del negocio jurídico o del contrato. La noción de causa de la obligación, como motivo abstracto, o móvil impulsivo y determinante, fue también producto, -uno de los más sofisticados- del voluntarismo e individualismo que enarboló el principio, o mejor dicho, el dogma de la voluntad. Sin embargo, todo este cambio de perspectiva que gravitó definitivamente en una evolución y perfeccionamiento del tema de la causa y del propio negocio jurídico, lamentablemente ha tenido una menor influencia en el campo

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del objeto del negocio jurídico, y con mayor razón del contrato, debido a que en este último todavía prevalecen las orientaciones voluntaristas e individualistas. Pareciera que no se le da importancia al tema del objeto o que existe cierto temor respecto del mismo, pues la mayor parte de especialistas le dedican apenas algunas líneas. Ello ha originado que se impongan con mucha fuerza las dos nociones de objeto voluntaristas que hemos estudiado y criticado, y que en nuestro concepto han contribuido a obscurecer aún más el panorama doctrinario sobre el objeto del negocio jurídico. Por ello, consideramos de fundamental importancia poner de relieve esta nefasta vinculación entre las dos concepciones de objeto que hemos analizado y la orientación individualista y voluntarista de los actos de autonomía privada. No se puede aceptar la noción de objeto del contrato, aplicada por algunos al negocio jurídico, que nos lleva a confundir la causa con el objeto y que se encuentran en contradicción con las modernas teorías sobre el negocio jurídico. No podemos darle a la finalidad jurídica el carácter de objeto por ser éste el lado jurídico de la causa, menos aún si nuestro actual Código Civil, a diferencia del código de 1936, reconoce la causa como elemento del acto jurídico, definiéndola como el fin lícito. Sin embargo esta expresión tampoco es feliz pues permite entender la causa como la finalidad o motivación de las propias partes o sujetos intervinientes, permitiendo justificar y legitimar la definición de objeto del contrato contenida en el artículo 1402 del Código Civil. Evidentemente, si aceptamos la idea que la causa tal como está regulada en el artículo 140 está referida a las motivaciones determinantes de las partes que celebran el negocio jurídico, podremos sostener sin temor alguno y justificar también la idea consagrada sobre el objeto del contrato en el artículo 1402, pues siendo la causa la finalidad que motivó a las partes a celebrar el contrato, el objeto del mismo sería sin ningún problema su finalidad jurídica.

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Por el contrario si aceptamos la idea que el fin lícito al que hace referencia el artículo 140 es el fin jurídico del mismo negocio jurídico, es decir, su función o finalidad jurídica, no podremos entender y menos aún aceptar de modo alguno la definición sobre objeto del contrato contemplada en el artículo 1402 y es por ello justamente que los comentaristas e intérpretes del artículo 140 actual entienden o creen que la expresión fin lícito hace referencia a la finalidad o motivaciones determinantes de las partes que han celebrado el negocio jurídico y no a la finalidad objetiva del mismo negocio jurídico o contrato. Algunos autores nacionales afirman también -opinión que nosotros no compartimos- que en nuestro sistema jurídico se ha llegado a una perfecta armonía entre el sistema negocial y el sistema contractual, teniendo por ende un sistema de actos de la autonomía privada completamente lógico y armónico. Felizmente ese punto de vista no resiste la menor crítica por la sencilla razón que el término «fin lícito» es uno que puede estar referido tanto a la finalidad o motivaciones determinantes de las mismas partes, como a la finalidad objetiva y jurídica del mismo negocio jurídico. Más aún, la doctrina causalista en la actualidad entiende mayoritariamente que el término «causa» está referido al fin objetivo y jurídico del contrato y del negocio jurídico. Siendo ello así, no existe ningún problema de orden lógico o doctrinario para entender que la expresión del artículo 140 está referida a la orientación objetiva de la causa, que la concibe como la finalidad jurídica del negocio jurídico. Es más, pensamos que con una interpretación doctrinaria del artículo 140 del Código Civil, podemos llegar a entender que la expresión fin lícito está referida a la finalidad jurídica del acto jurídico y no a las motivaciones comunes y determinantes de las partes. La razón es muy clara: al tener este término un doble sentido coloquial, tenemos que recurrir a su significado jurídico, el cual nos la da únicamente la doctrina y como ésta le atribuye casi unánimemente un significado objetivo, al ser minoritaria la tesis subjetiva de la causa, debemos interpretar dicha

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expresión como referida al fin jurídico y objetivo del negocio jurídico y no así a las motivaciones de las partes. Por todo lo expuesto somos de la opinión que no se deben aceptar las definiciones de objeto del contrato contempladas en los artículos 1402 y 1403, no sólo por ser contradictorias entre sí6, sino por estar las dos definiciones en abierta contradicción con la propia lógica del contrato en la dogmática jurídica actual, basada en concepciones filosóficas que rechazan el individualismo y que pone énfasis por el contrario en la necesidad de una valoración jurídica que tome en cuenta el significado social de cada operación contractual, además de valores como la solidaridad por semejanzas y por diferencias y la necesidad de una dignidad social. En definitiva, pensamos que los dos artículos antes mencionados deben ser retirados del Código Civil. No estamos de acuerdo que el Código Civil pretenda definir conceptos que deben quedar a responsabilidad de la doctrina y en todo caso de la jurisprudencia. Pero así como hemos manifestado nuestra disconformidad con la definición del acto jurídico consagrada en el artículo 140, del mismo modo estamos en completo desacuerdo con las definiciones de objeto del contrato, consagradas en los artículos 1402 y 1403, sobre todo cuando se trata de conceptos contradictorios entre sí. No se puede atar a los estudiosos a definiciones en conceptos, que van cambiando progresivamente, en la medida que cambian los valores sociales y económicos. Más aún, nos parece que el tema del objeto debe ser regulado en el Libro del Acto Jurídico únicamente, sin 6

Lo cual nos muestra un gravísimo defecto de técnica legislativa, pues una cosa es decir que la obligación es objeto del contrato y otra muy distinta que el objeto del contrato sea la creación, modificación, regulación o extinción de obligaciones, existiendo por ende sobre un mismo tema increíble y absurdamente dos definiciones en dos artículos, uno después del otro, y por las razones de orden estructural que hemos comentado respecto de cada una de dichas concepciones.

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contemplar ningún tipo de definición, como sucede con el concepto del fin lícito, ya que ello nos permitirá, como hemos hecho con el concepto de fin lícito, interpretar doctrinariamente el Código Civil, con resultados más satisfactorios. Menos aún, somos de la opinión de adaptar las definiciones de objeto del contrato a la de objeto del acto jurídico, incorporándolas en alguna norma jurídica, pues ello supondría un error más grave que el existente en el código actual. La contradicción entre el libro del Acto Jurídico y las normas generales sobre el contrato no se puede resolver adaptando definiciones del objeto del contrato al objeto del acto jurídico, con el ánimo de alcanzar la concordancia respectiva. Por el contrario, el concepto de objeto del acto jurídico, debe aplicarse por extensión al objeto del contrato, como consecuencia de la relación de género a especie que hemos mencionado en varios momentos. La noción de objeto del negocio jurídico El concepto de objeto del negocio jurídico, que debe permanecer en el nivel doctrinario, siendo preferible que se imponga también a nivel jurisprudencial, debe estar referido a la noción de objeto que hemos esbozado anteriormente, que ha venido siendo ya elaborada por algunos autores, aun cuando ha sido formulado de manera muy escueta y breve. En tal sentido, según nuestro punto de vista, y como consecuencia de nuestra concepción social del negocio jurídico, que toma en cuenta el aspecto de la valoración normativa por parte del sistema jurídico, el objeto debe ser entendido como la materia social o interés o necesidad socialmente relevante o razonable, digna de ser satisfecha mediante la celebración del negocio jurídico. De esta forma entenderíamos por objeto, ya no algo abstracto o meramente jurídico o formal, sino que al igual que la causa en su versión moderna, que examinaremos inmediatamente después, debemos señalar que el objeto es un presupuesto del negocio jurídico necesario para su formación, que cuenta con dos lados o aspectos: uno de orden social

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referido al interés, necesidad o materia considerada socialmente relevante o razonable y por ello mismo digna de la tutela legal en una determinada sociedad, en un momento histórico particular; y otro, de orden jurídico, referido a la valoración legal o normativa de esa materia, necesidad o interés, que determinaría y atribuiría valor y reconocimiento jurídico a aquélla, incorporándola dentro de los supuestos de hecho sobre los negocios jurídicos y que permite esta definición de objeto del negocio jurídico: es el interés socialmente relevante o razonable jurídicamente protegido por ser considerado digno de la tutela legal. De esta forma se obtendría una perfecta vinculación entre objeto y causa, sin llevarnos a ningún tipo de confusión entre los mismos, pues la causa sería considerada como la función socialmente razonable considerada digna de tutela legal y elevada al rango de función jurídica, en el sentido de función del mismo negocio jurídico y el objeto como el interés o materia o asunto socialmente razonable considerado también digno de tutela y por ello mismo elevado al rango de materia o interés jurídico obtenible mediante la celebración de un negocio jurídico. La causa se entiende de esta manera como el vehículo o el medio jurídico a través del cual el sujeto debe obtener la satisfacción del interés o materia mediante la celebración del propio negocio jurídico. Es decir, con la orientación que proponemos existe y habría siempre una íntima vinculación entre objeto y causa, sin llevarnos a confundir estos dos aspectos fundamentales dentro de la teoría general del negocio jurídico.

Como es evidente estas nociones de objeto y causa del negocio jurídico son perfectamente aplicables y sin ningún tipo de variación a la doctrina general del contrato. Como lo hemos manifestado anteriormente, nosotros no estamos de acuerdo con incorporar definiciones dentro de un Código Civil, no sólo porque es peligroso y poco conveniente

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emitir definiciones en materia de regulación legal, trabajo y labor que debe quedar para el ámbito de la doctrina y la jurisprudencia, sino también por el altísimo grado de abstracción que supone la noción de objeto, al igual que la de causa. Por ello pensamos que debe mantenerse simplemente la necesidad del objeto como aspecto estructural del acto jurídico, tal como se encuentra regulado actualmente en el artículo 140 del Código Civil.

CAPÍTULO TERCERO La noción de causa del negocio jurídico

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Causa y tipo en la teoría general del negocio jurídico. El tipo legal como fundamento de la eficacia jurídica del negocio jurídico dentro de la orientación abstracta y formal de los actos de autonomía privada. La tipicidad legal y la noción del contrato mixto Dentro de la teoría general del negocio jurídico, aplicable íntegramente al sistema del acto jurídico del Código Civil peruano, uno de los temas más importantes y que ha merecido mayor estudio, sobre todo en la doctrina española e italiana, lo constituye sin duda el tema de la causa como elemento fundamental del negocio jurídico, cuya función consiste precisamente en determinar el carácter del negocio en cada caso concreto en particular y su fuerza vinculante. En íntima vinculación con el tema de la causa existe también un tema muy importante para la dogmática del negocio jurídico, que está siendo objeto cada vez más de mayor estudio y atención, dada su trascendental importancia no sólo para la mejor comprensión del concepto mismo de causa del negocio jurídico, sino sobre todo para el mejor entendimiento del concepto del negocio jurídico y de todo su sistema. Este tópico de fundamental relevancia lo constituye el de la tipicidad de los negocios jurídicos y en especial el concepto del tipo negocial, que a su vez nos permite estudiar y comprender la verdadera naturaleza y estructura del negocio jurídico atípico y el significado de la atipicidad en el derecho civil moderno. En primer lugar, debe destacarse que al hablar del tipo en materia negocial, se está hablando definitivamente del esquema legal establecido por un determinado sistema jurídico para la existencia de determinadas figuras de negocios y de contratos. Desde este punto de vista el tipo negocial no es sino el molde o la estructura formal, dispuestos por el ordenamiento jurídico para una serie determinada de figuras de negocios jurídicos. Esta noción de tipo no debe olvidarse, por cuanto resulta relevante para la comprensión del concepto del negocio jurídico y de la causa, según veremos más adelante. Debe recordarse siempre que el tipo es el molde o la estructura formal o el esquema legal de determinadas figuras de negocios jurídicos y contratos.

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Por otro lado, no debe perderse de vista también que el concepto de la tipicidad tuvo una importancia mayúscula en el derecho romano de la época clásica, en el cual no se aceptó la categoría general de contrato, sino únicamente la existencia de un número determinado de figuras contractuales típicas. Posteriormente con la admisión de los contratos innominados de la época justinianea se rompió el tradicional esquema de la tipicidad, aceptándose la fuerza vinculante de acuerdos de voluntades no previstos específicamente en esquemas legales específicos. Sin embargo, cabe precisar que la existencia de estos contratos innominados supuso siempre la existencia de un esquema legal genérico, es decir, ya no de un tipo legal, sino de un molde genérico que permitiera justificar la fuerza vinculante de un gran número de figuras contractuales. Es así como en el derecho romano clásico el tipo contractual o tipo legal desempeñó un rol de máxima importancia en la teoría del contrato, pues el tipo legal era el vehículo dispuesto por el ordenamiento jurídico para dar fuerza vinculante a determinadas declaraciones de voluntad. La escuela del derecho natural y la doctrina clásica francesa fueron, por el contrario, las que privaron de valor al tipo legal en materia contractual, por entender que en virtud de la autonomía de la voluntad y del principio del consensualismo, las partes contratantes eran libres de celebrar cualquier acuerdo de voluntades, teniendo el mismo fuerza vinculante y eficacia jurídica por la sola voluntad de las partes contratantes. Este sistema liberal clásico respecto del contrato representa una concepción individualista, dentro del cual el tipo cumple un rol muy limitado, referido únicamente a la regulación legal determinadas figuras contractuales específicamente previstas por el ordenamiento jurídico. Esta tendencia individualista fue acogida también por las primeras orientaciones sobre el negocio jurídico, dentro de las cuales el tipo legal no jugó nunca ningún rol de importancia. Sin embargo, por obra y gracia de la doctrina italiana, seguida posteriormente por notables autores españoles especialistas en negocio jurídico, el tipo legal ha sido elevado a la categoría de concepto fundamental para la justificación de la eficacia jurídica de las declaraciones de voluntad. En este sentido estos autores han identificado el concepto del tipo con el de causa del negocio jurídico, dándole así a la causa el rol fundamental de ser la razón justificadora de la eficacia de los

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negocios jurídicos, de forma tal que si un determinado negocio de la vida social, de la vida de relación, no se llegara a ajustar o acomodar a una determinada estructura formal típica, no estaríamos en presencia de un negocio jurídico y por ende las declaraciones de voluntad de las partes no serían capaces de producir efectos jurídicos. Obviamente todo esto obedece al derrumbamiento del dogma de la voluntad en materia contractual y negocial, por cuanto la moderna doctrina ya no acepta bajo ningún punto de vista que los negocios jurídicos o los contratos sean vinculantes jurídicamente por la sola fuerza del consentimiento, es decir, por la sola voluntad de las partes. No se olvide que dentro de la concepción general del negocio jurídico, el mismo ya no se identifica con la declaración de voluntad, sino con un supuesto de hecho complejo, lo que supone necesariamente la valoración del ordenamiento jurídico respecto de las declaraciones de voluntad de los particulares mediante esquemas legales, sea específicos o genéricos. Esto ha traído a su vez como consecuencia que modernamente ya no se hable de la autonomía de la voluntad sino de la autonomía privada, como facultad que tienen lo particulares para relacionarse y vincularse entre sí con el fin d obtener la satisfacción de sus más variadas necesidades. Estamos pues, frente a una concepción legalista o positivista del negocio jurídico, distinta a la concepción individualista francesa sobre el contrato y el acto jurídico. Sin embargo, no se acepta modernamente la identificación entre causa y tipo, por cuanto se entiende que la causa no es el esquer legal sino la función socialmente trascendente o útil, socialmente razonable y digna del negocio en la vida social, que justifica su reconocimiento, y su sanción como negocio jurídico y ya no como simple negocio de la vida social. En efecto, una vez cuestionado por parte de la doctrina europea el dogma de la voluntad y de la fuerza vinculante del solo consentimiento de las partes contratantes, surgió la necesidad de preguntarse, con un nuevo enfoque, sobre la razón de la fuerza vinculante de los negocios jurídicos y contratos en general. Para responder a esta cuestión fundamental, la doctrina no dudó en recurrir al tema de la causa del negocio jurídico, según se ha explicado anteriormente. Por ello, en el primer momento, la

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vinculación entre causa y tipo, es decir, entre causa y fuerza vinculante de algunos negocios jurídicos, no encontró mayor obstáculo en la doctrina europea. Sin embargo, debe señalarse que mientras la vinculación entre causa y tipo ya no es aceptada por la mayor parte de los autores, sí se ha convertido en un nuevo dogma la vinculación entre causa y fuerza vinculante de los negocios jurídicos, principalmente por el derrumbamiento progresivo del dogma de la voluntad y en alguna forma por un intento de revalorar la causa civilis del derecho romano en el derecho privado moderno. La identificación entre causa y tipo se basó fundamentalmente en el hecho que al ser el tipo el esquema legal que determina la producción de determinados efectos jurídicos, lo que supone también una regulación de los efectos jurídicos derivados de un determinado negocio jurídico, no había ningún obstáculo para dar de esta manera a la causa (identificada con el tipo legal) el rol absoluto de justificar la eficacia jurídica del negocio jurídico. El tipo legal se convertía así, dentro de esta orientación, en el mecanismo establecido por el ordenamiento jurídico para la valoración del resultado práctico propuesto por las partes al celebrar un determinado negocio jurídico. En un primer momento la causa se identificaba con el tipo legal, con el fin de dar a la causa el rol de justificar la fuerza vinculante de los negocios jurídicos. Sin embargo, como ya lo hemos indicado anteriormente, esta identificación tan satisfactoria en un primer momento, sobre todo para la doctrina italiana, chocó siempre con el obstáculo de conceptualizar la causa únicamente desde un punto de vista meramente formal o legal, dejando de lado el aspecto fundamental consistente en el propósito o fin práctico perseguido por las partes al declarar sus respectivas voluntades. En otras palabras, identificar el tipo con la causa, si bien permitía resolver nítidamente la cuestión sobre la fuerza vinculante de los negocios jurídicos, convertía el elemento causal en una mera estructura formal, dejándose de lado el aspecto más importante de la misma noción de causa referido al propósito práctico de las partes.

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De otro lado, y esto es de fundamental importancia, la identificación criticada entre causa y tipo legal dejaba en la penumbra la justificación de los negocios jurídicos atípicos, en cuanto los mismos carecen de un tipo o esquema legal específico determinado por el ordenamiento jurídico. Dicho de otro modo, con esta inaceptable identificación entre causa y tipo, se condenaba a los negocios atípicos, que no se ajustan a ninguna estructura formal típica, a la irrelevancia jurídica, privándolos de esta manera de fuerza vinculante y de eficacia jurídica. Para aminorar las consecuencias inaceptables a que conducía la criticada identificación, dicha orientación teórica elaboró el concepto del negocio mixto, como un intento desesperado por mantener la lógica de la antedicha identificación. En otras palabras, la creación de la figura y del concepto del negocio mixto constituye en gran medida un artificio para aceptar la existencia y la eficacia jurídica de negocios jurídicos distintos a los tipificados legalmente y salvar así la contradicción a que nos conducía la identificación entre causa y tipo legal. En efecto, el negocio mixto, según la opinión unánime de la doctrina, es aquel que resulta de la combinación de diversos esquemas legales correspondientes a los negocios típicos. Este concepto del negocio mixto dio lugar a su vez a la noción de la causa mixta, con lo cual se resolvía el obstáculo de identificar causa con tipo legal, encontrándose en la misma la razón vinculante de todos los negocios jurídicos que no se ajustaran íntegramente a un determinado esquema legal de una determinada operación legal. Otro de los recursos utilizados fue el utilizar la categoría de los negocios jurídicos tipificados socialmente, es decir, la llamada tipicidad social, que fue impuesta por EMILIO BETTI en la doctrina italiana, pero con el propósito de negar toda atipicidad en materia negocial. Para este ilustre jurista la tipicidad social es aquella impuesta, no por los esquemas legales, sino por la conciencia social, sobre la base de determinadas funciones económico-sociales, que por su trascendencia, constancia y por el hecho de satisfacer un interés social, son consideradas dignas de amparo, en primer lugar, por la conciencia social y acto seguido reconocidas por el ordenamiento jurídico. Según BETTI, todo negocio está siempre tipificado, ya sea

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legalmente o socialmente, pero siempre sobre la base de una determinada función económico social. Este valiosísimo intento teórico constituyó obviamente un intento de resaltar el concepto de la tipicidad, a la manera como se hizo en el derecho romano de la época clásica, en la que sólo se admitieron la existencia de contratos típicos, ya fueran estos reales, verbales, literales o consensúales. Evidentemente, el esquema de BETTI no resiste mayor análisis, a pesar de su enorme trascendencia y de la notable importancia del mismo en la doctrina italiana y en toda la doctrina sobre el negocio jurídico. No se puede negar que en muchísimos casos la propia sociedad, su mismo desarrollo, va tipificando determinadas figuras de negocios de la vida social, que luego son tipificadas legalmente y que aun antes de ellos son celebradas por los particulares con total certeza sobre su carácter vinculatorio. Sin embargo, estos negocios tipificados por la misma vida social, jurídicamente no son sino negocios jurídicos atípicos, por cuanto la valoración de una determinada operación social como negocio jurídico o no, no depende en ningún caso de la valoración exclusiva de la comunidad o de una determinada sociedad, sino de las normas jurídicas, de un cierto ordenamiento jurídico. Es el sistema jurídico de una determinada sociedad, en un preciso momento histórico, el que determina qué operaciones de la vida social, de la vida de interrelación entre los particulares, son o no negocios jurídicos. La ley es siempre la que califica y valora las declaraciones de voluntad y los propósitos prácticos de los particulares, sobre la base de las necesidades que se buscan satisfacer, las mismas que son también distintas de una sociedad a otra y en un determinado momento histórico.

Consecuentemente, la tipicidad social, fue un concepto elaborado para resaltar aún más el rol de la tipicidad en el derecho privado moderno, acentuando aún más la necesidad que todas las figuras negóciales estuvieran siempre tipificadas o previstas con anticipación, bien sea por el ordenamiento jurídico, bien sea por la misma sociedad. De esta forma, también se daba un respiro a la

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identificación entre causa y tipo, pudiéndose aceptar la existencia de negocios jurídicos validamente celebrados, distintos a los típicos, en la medida que fueren negocios mixtos o que estuvieran socialmente tipificados. El sistema teórico criticado obtenía así el margen necesario de flexibilidad para dar lugar a la autonomía privada, es decir, a la facultad de los particulares de vincularse entre sí para la satisfacción de sus múltiples necesidades, bien se trate de necesidades comunes a todo el grupo social o de las distintas necesidades de cada uno de sus miembros. Debe señalarse sin embargo, que aun cuando la tipicidad social constituyó al igual que la categoría del contrato mixto, un recurso de la moderna doctrina para revalorar la noción y la importancia del tipo en el derecho moderno, la tipicidad social está basada, a diferencia de la noción del contrato mixto, ya no en la identificación entre la noción de causa y tipo legal, sino en la noción de la causa como la función social típica, valorada por la conciencia social en forma anticipada para la justificación de un determinado negocio jurídico. Se trata, pues, de dos intentos distintos de revaluar la importancia de la tipicidad del derecho romano en el derecho moderno, a través de la noción de causa, identificándola en un caso con el esquema legal y en otro caso con la función socialmente relevante tipificada por la conciencia social y su uso permanente en la vida social. No debe dejarse de señalar como mérito de la creación de EMILIO BETTI, que a partir de su elaboración teórica, la doctrina italiana y la moderna doctrina española, como gran parte de la modernísima doctrina sudamericana, han tomado conciencia que la causa debe ser identificada ya no con el tipo legal y con la función social típica, sino con la función social del negocio jurídico. Ahora bien, en nuestro concepto, de estos dos intentos de la doctrina italiana, sólo nos parece rescatable el hecho de identificar la causa con la razón justificadora de la eficacia jurídica del negocio jurídico, pero no aceptamos la identificación entre causa y tipo legal, ni la identificación entre causa y función social típica. Evidentemente, si aceptamos la categoría del contrato mixto y la

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noción de la tipicidad social, pero todo ello conjuntamente con el concepto de que el negocio jurídico, para ser tal, debe estar justificado con una causa, la misma que siempre debe ser establecida por el ordenamiento jurídico, bien sea específicamente causa típica o bien genéricamente causa genérica, valga la redundancia. La necesidad de una causa típica en numerosos supuestos no nos puede hacer olvidar el concepto del negocio atípico. Pues bien, dentro de la orientación que consideramos preferible, el negocio atípico no sólo es el negocio mixto y el tipificado socialmente (es decir, sobre la base de una tipicidad social), sino también aquel que responda a la exclusiva creación de la voluntad de los particulares, con tal que esté dirigido a la consecución de una finalidad o función socialmente razonable. Queda pues bastante claro, luego de todo lo expuesto, que existe una íntima vinculación entre el concepto de causa y el del negocio jurídico, no pudiendo prescindirse en ningún caso de la causa como elemento caracterizador de los negocios jurídicos, ya que permite justificar la existencia de los negocios típicos y de los atípicos. Sin embargo, cuando identificamos la causa con la función socialmente razonable o digna de los negocios jurídicos, estamos dejando de lado definitivamente la concepción individualista del negocio jurídico para entrar de lleno y sin ningún recelo a una concepción social del negocio jurídico. Concepción social no sólo porque no está basada exclusivamente en esquemas legales, sino principalmente porque está construida y fundamentada sobre la base de la función que cumple cada negocio en la vida social, en la vida de relación, teniendo desde este punto de vista mayor significado el concepto de la autonomía privada y debiendo olvidarse para siempre el de la autonomía de la voluntad. Las orientaciones neocausalistas en la doctrina de la causa y la incorporación de los motivos a la estructura del negocio jurídico A continuación describimos cada una de las ideas centrales que conforman estas orientaciones: 1. El neocausalismo, a semejanza del causalismo clásico, encuentra y ubica la causa en el ámbito psicológico, es decir, en el aspecto subjetivo de las partes contratantes. La concepción neocausalista,

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en sus tres direcciones, y la tesis clásica consideran que la causa es una noción de carácter subjetivo, que corresponde al ámbito de las motivaciones o móviles de las partes, razón por la cual la definen como el motivo, la razón, el propósito, o el fin, por el cual se celebra el contrato. En efecto, para ambas orientaciones, la causa forma parte de las motivaciones que determinan a las partes a celebrar un contrato. 2. Para ambas orientaciones el fundamento obligatorio, es decir, la base de la eficacia jurídica del contrato, o la razón justificadora de su carácter vinculante, se encuentra en el consentimiento de las partes contratantes y no en algo externo a las partes. 3. A diferencia del causalismo clásico, que plantea la distinción total y definitiva entre la causa y los motivos, las tres posiciones que conforman la concepción neocausalista, consideran que la causa está vinculada con los motivos concretos y determinantes de las partes al celebrar un contrato. Dicho de otro modo, ninguna de las tres direcciones plantea una separación radical y definitiva entre la causa, como elemento del contrato, y los motivos, como algo extraño e indiferente al ámbito del contrato. Así, pues, según la concepción causalista dual el motivo concreto y determinante es la causa del contrato, mientras que el motivo abstracto la causa de la obligación. Para la orientación neocausalista pura no existe diferencia entre la causa y el motivo concreto y determinante de la celebración del contrato, identificándose ambas nociones. Por último, para el neocausalismo integral la causa es el motivo abstracto, que permite la incorporación de los móviles concretos y determinantes, cuando se han constituido en la base o en el presupuesto exclusivo de la celebración del contrato. Para el causalismo clásico, la causa es la razón o el motivo abstracto, siempre idéntico en todos los contratos de un mismo tipo o categoría, por el cual contrata la parte que va a quedar obligada; los motivos son, por el contrario, las razones personales, contingentes, variables de sujeto a sujeto, por las cuales las partes celebran el contrato.

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4. La concepción neocausalista, en sus tres modalidades, constituye una reacción a la inutilidad e insuficiencia de la teoría clásica de la causa, fundamentalmente en materia de causa ilícita. En efecto, según se recordará, salvo la aplicación restringida de la causa ilícita en materia de contratos sinalagmáticos, los postulados de la teoría clásica no permiten concebir un supuesto de causa ilícita en materia de contratos reales y contratos a título gratuito. 5. La concepción neocausalista se ha inspirado fundamentalmente en la jurisprudencia y en la noción de causa elaborada por esta misma, denominada «causa impulsiva y determinante», según la cual los motivos concretos y determinantes constituyen la causa del contrato. Esta noción jurisprudencial, como es evidente, se opone directa y abiertamente a la noción clásica y abstracta de la causa de la obligación. 6. Las tres orientaciones neocausalistas son un rechazo a la doctrina anticausalista, que entiende que la causa no es un elemento del contrato. 7. La concepción neocausalista pura identifica plenamente la causa con el fin práctico, es decir, con el motivo concreto y determinante de la voluntad, rechazando la tradicional distinción clásica entre la causa y los motivos. Para esta orientación la causa es una noción completamente subjetiva. Esta corriente no ha tenido mucho éxito en la doctrina causalista en general, debido a la aceptación, casi total, de la diferencia entre causa y motivos. 8. En nuestra opinión el neocausalismo puro es incorrecto, porque no se pueden identificar ambas nociones totalmente, pues de esa manera se olvida que la causa es un elemento del contrato y como tal debe tener un carácter objetivo. 9. La concepción neocausalista dual, entiende que en vez de una sola causa que se identifica con el motivo concreto y determinante de las partes, existen dos nociones de causa: la causa de la obligación o causa objetiva, que es abstracta y que se concibe de

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acuerdo a los postulados clásicos; y la causa del contrato o causa subjetiva, que se entiende como el motivo común, concreto y determinante de la celebración del contrato. Según esta corriente, en vez de una sola causa, existen dos tipos de causas: la referida a la obligación y la referida al contrato. 10. Para el neocausalismo dual, las dos causas, aunque distintas, se complementan perfectamente, pues mientras la causa abstracta se constituye en un elemento del contrato, la causa subjetiva sirve para sancionar la nulidad del contrato por causa ilícita y como tal sirve de elemento de control judicial de los motivos de las partes contratantes. 11. La doctrina mayoritaria francesa sigue la corriente neocausalista dual. 12. En nuestra opinión es absurdo crear artificialmente una segunda noción de causa, referida al contrato, con el fin de justificar los supuestos de causa ilícita, pues la causa, de acuerdo a la regulación de los códigos civiles causalistas, es un único elemento del contrato. Más aún es ocioso atribuir a una segunda noción de causa la responsabilidad de determinar o no la presencia de una causa ilícita, pues esa misma función puede asumirla la causa, entendida como causa objetiva o abstracta, en la medida que se permita la incorporación a ella de los móviles concretos y determinantes de la celebración del contrato. En tal sentido, desde nuestro punto de vista, la concepción neocausalista dual, al igual que la pura, debe ser rechazada. 13. La concepción neocausalista integral no identifica la causa con el motivo común concreto y determinante únicamente, ni señala arbitrariamente la existencia de dos conceptos de causa con diferente función, pues entiende que la causa es un único elemento del contrato de carácter objetivo, por consistir en la consideración de la finalidad jurídica por la cual celebra el contrato el que va a resultar obligado, que permite, según las circunstancias, la incorporación de los motivos concretos y

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comunes a las partes, en la medida que se constituyan en la base o razón única y determinante de la celebración del contrato. 14. La concepción neocausalista integral proclama la idea de una sola noción de causa, con dos aspectos: el objetivo y el subjetivo. Desde el aspecto objetivo la causa vendría a ser el motivo abstracto y desde el aspecto subjetivo el motivo concreto, común, pero determinante de la celebración del contrato. 15. El neocausalismo integral ha ejercido y sigue ejerciendo una influencia poderosa y decisiva en la construcción del moderno concepto de causa, como una única noción con dos aspectos, el objetivo y el subjetivo. 16. En la moderna doctrina de la causa el aspecto subjetivo de ésta se construye en los mismos términos del neocausalismo integral, haciendo referencia a los motivos incorporados a la causa. En efecto, la opinión mayoritaria actualmente señala que el aspecto subjetivo de la causa está conformado por los motivos concretos, comunes y determinantes de la celebración del contrato o del negocio jurídico. En otros términos, ya no se plantea la radical distinción entre causa y motivos, sino que se entiende que los motivos pueden integrar la causa del contrato o del negocio jurídico, dejando de ser por ello simples motivos, intrascendentes jurídicamente. 17. En la moderna doctrina de la causa, por el contrario, el aspecto objetivo se construye mayoritariamente haciendo referencia a la noción objetiva de causa de la doctrina italiana, en sus dos variantes, bien sea como función o finalidad típica o jurídica, o bien sea como la función económica y social del negocio jurídico. En efecto, el aspecto objetivo no se concibe, mayoritariamente, en los términos del motivo abstracto de la tesis clásica, debido fundamentalmente a que existe casi unanimidad en la doctrina causalista moderna sobre la falsedad e inutilidad de la teoría clásica. Esto se explica también porque existe el convencimiento mayoritario de que la causa es un elemento que se debe encontrar dentro del propio negocio jurídico, pues la razón justificadora de

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la eficacia jurídica del mismo no se encuentra en el consentimiento o en las declaraciones de voluntad. 18. El neocausalismo integral, y en mucho menor medida las otras dos orientaciones neocausalistas, han desempeñado un importante rol en la evolución y cambio del concepto de causa, pues se entiende ahora que la causa no es únicamente un motivo y tampoco únicamente una función o finalidad jurídica o social. La teoría de la causa como función económica y social en la concepción preceptiva del negocio jurídico y la orientación objetiva de la causa Esta tesis, que es la predominante en la actualidad, señala que los negocios son manifestaciones de la autonomía privada, que han merecido el reconocimiento subsiguiente del ordenamiento jurídico, por tratarse de operaciones de la vida social que cumplen una función social-mente relevante, que es precisamente la que justifica el reconocimiento de este acto de la autonomía privada como negocio jurídico. Para esta concepción el punto de partida lo constituye el negocio considerado como un supuesto de hecho, pero que a diferencia de los supuestos de los actos jurídicos que no son negocios jurídicos, contiene un precepto social, en el sentido de estar establecido por los propios sujetos en su vida en sociedad.

El negocio es un supuesto de hecho que contiene un precepto social consistente en una autorregulación de intereses privados, que antes del reconocimiento jurídico en la vida social son considerados ya como vinculantes, no existiendo la posibilidad de retractarse, y que son reconocidos como figuras negóciales protegidas y tuteladas jurídicamente -como negocios jurídicos- por el ordenamiento jurídico, en vista de estar dirigidos al cumplimiento u obtención de una determinada función económica y social.

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La causa es pues la función económica y social del negocio que justifica su reconocimiento como figura negocial. El derecho sólo otorga su amparo y protección a los actos de la autonomía privada que están dirigidos a la obtención de una función socialmente relevante, teniendo en cuenta los principios en que se inspiran los diferentes ordenamientos jurídicos. La causa es, pues, la razón de ser del reconocimiento jurídico de una determinada figura de negocio jurídico, es la función económica y social considerada relevante por un determinado ordenamiento jurídico, y que se convierte en consecuencia en la base de la eficacia jurídica del negocio. Los actos de la autonomía privada sólo son considerados negocios jurídicos cuando están dirigidos al cumplimiento o logro de una función socialmente- importante y por ende considerada jurídicamente relevante, merecedora de la tutela legal. Desde este punto de vista, no todo acto o manifestación de la autonomía privada merecen el reconocimiento jurídico, sino sólo los que, a tenor de las concepciones económicas y sociales predominantes en una determinada sociedad, merezcan tal protección y el reconocimiento de su valor como actos protegidos por el derecho y al mismo tiempo productor de efectos jurídicos. El derecho no puede prestar su apoyo a la prepotencia individual, al capricho, a la vanidad, a fines fútiles, sin importancia social, sino únicamente a los que a tenor de una determinada concepción social merezcan su protección. Más aún, se señala por todos los que siguen esta teoría que la autonomía privada, aun antes del reconocimiento jurídico, en la vida en sociedad reconoce ya el carácter obligatorio de ciertas operaciones de la vida social que cumplen una función considerada socialmente relevante por el propio grupo social. Para esta teoría la causa es, en consecuencia, la función económica y social del negocio que justifica el reconocimiento de un acto de la autonomía privada como negocio jurídico, justamente por ser esa función social merecedora de tutela legal según las concepciones sociales y principios en que se inspira cada ordenamiento jurídico. La causa ya no es la finalidad típica o la

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función jurídica del negocio, sino su función social considerada relevante por la norma jurídica y por ende elevada a la categoría de función jurídica, que se convierte por ello mismo en requisito de cada negocio jurídico. La causa no es únicamente la función legal o jurídica establecida por la norma jurídica para cada tipo de negocio jurídico, sino la función económica y social desde siempre y por ello mismo ha merecido el reconocimiento de la norma jurídica como función jurídica que justifica a su vez la caracterización de un acto como negocio jurídico, convirtiéndose en la base de su eficacia jurídica. La causa es la función del negocio establecida por la norma jurídica, pero considerada socialmente relevante por el grupo social y por el ordenamiento jurídico. Como se podrá apreciar, esta teoría, al igual que la de la función jurídica, destierra definitivamente el prejuicio o la falsa idea de que el negocio jurídico es una simple declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, acentuando y perfeccionando la idea del negocio jurídico como un supuesto de hecho, del cual la declaración o conjunto de declaraciones de voluntad no son sino simples elementos, necesarios con otros aspectos, para la producción de efectos jurídicos. Con esta teoría se establece definitivamente en la doctrina general del negocio jurídico la premisa, aceptada modernamente por la totalidad de autores, de que la declaración sólo produce efectos jurídicos cuando se ajusta a un determinado supuesto de hecho, estableciéndose también que el contenido negocial es un precepto social. La declaración es eficaz jurídicamente porque el derecho le atribuye la facultad de crear, modificar, extinguir o regular, en determinadas circunstancias, relaciones jurídicas. Del mismo modo, esta tesis consolida definitivamente la distinción fundamental de la causa del negocio jurídico del mundo psicológico de los sujetos. Desde este momento, queda consolidada la idea que la causa es distinta de los motivos. Teniendo en cuenta estos dos aspectos, la teoría de la función social tiene los mismos méritos que la teoría de la finalidad o función jurídica.

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Sin embargo, la teoría examinada va mucho más allá. En nuestro concepto, explica con mayor profundidad el fenómeno de la autonomía privada, adentrándose hasta las propias raíces del mismo como fenómeno jurídico. Si se observa bien, como ya lo hemos indicado, esta teoría parte de la premisa que el negocio es un supuesto de hecho, que se distingue de los supuestos de hecho de los demás hechos y actos jurídicos, en que a diferencia de éstos contiene un precepto de la autonomía privada, entendido como una autorregulación de intereses privados. La teoría de la función económica y social se basa en la concepción del negocio como precepto o norma de conducta establecida por los mismos particulares al regular la satisfacción de sus intereses. El negocio jurídico no es una simple atribución de efectos jurídicos a la concurrencia de ciertos elementos, presupuestos y requisitos, dentro de los cuales destaca una o más declaraciones de voluntad y una finalidad o causa, sino que el negocio es para este punto de vista un supuesto de hecho establecido por la norma jurídica para dotar de efectos jurídicos un determinado precepto social o autorregulación de intereses privados. El negocio sigue y seguirá siendo, dentro de la lógica de la teoría de la función económico social, un supuesto de hecho, pero un supuesto de hecho especial, con un contenido preceptivo. Al profundizar en el concepto del negocio jurídico, esta teoría ahonda también la concepción objetiva de la causa, no viendo en ella única y exclusivamente la función jurídica establecida por la norma jurídica para cada figura de negocio jurídico, sino la función o finalidad jurídicamente relevante sobre la base del reconocimiento de una función socialmente relevante y por ello mismo considerada merecedora de tutela legal. La causa es en consecuencia la función económica y social, relevante, elevada a la categoría de función jurídica por la norma jurídica.

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Para esta teoría la causa es, en consecuencia, un límite de la autonomía privada, distinto al de la licitud, porque no sólo merecen la calificación o caracterización de negocios jurídicos aquellas declaraciones de voluntad que sean lícitas, sino las que además de ello estén dirigidas a la obtención de fines socialmente relevantes, merecedoras de la tutela legal. Desde ese momento, en la dogmática jurídica moderna se impone la idea que la relevancia social es un requisito más para el reconocimiento jurídico de la autonomía privada, además de la licitud, a diferencia de la concepción francesa individualista del acto jurídico y también del contrato, según la cual la declaración de voluntad y el consentimiento obligan en la medida que se esté dentro del ámbito de lo lícito. Como resultará también evidente, esta concepción es rechazada por todos aquellos que no aceptan un límite más a la autonomía privada. La voluntad no es omnipotente para la producción de efectos jurídicos. Sin embargo, debe también señalarse que esta orientación objetiva, ha generado una enorme discusión en la doctrina, no sólo italiana, respecto a si es posible o no imponer a la autonomía privada como límite adicional el de la relevancia social. Ahora bien, examinado el cambio y el avance que representa esta tesis respecto de las concepciones subjetivas y respecto de la teoría de la causa como la finalidad o función jurídica del negocio, debemos examinar la manera cómo la misma justifica la admisión y el reconocimiento de los negocios jurídicos atípicos, que no pudo ser debidamente fundamentada por la tesis de la función o finalidad típica, según vimos anteriormente. Para esta concepción debe desterrarse definitivamente la distinción tradicional entre negocios típicos y atípicos, reemplazándola por la de los negocios tipificados socialmente, según lo expone con suma claridad EMILIO BETTI, cuya opinión es fundamental conocer a profundidad, por tratarse del autor que consagró definitivamente esta noción de causa con su célebre construcción doctrinaria, sobre la base de las ideas de VITTORIO SCIALOJA, según veremos posteriormente en este mismo capítulo.

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Los negocios tipificados legalmente son aquellos cuya función social ha sido elevada a la categoría de función jurídica e incorporada como un aspecto de los supuestos de hecho creadores de figuras negocíales típicas o específicas. En estos casos, para esta concepción la causa es la función económica y social pero reconocida como función jurídica por la norma jurídica. Existe una identificación entre función económica y social y la función típica del negocio. Por el contrario, en el ámbito de los negocios atípicos, denominados tradicionalmente de esa manera, la causa es únicamente la función económica y social, considerada relevante por el derecho de manera genérica. De tal forma que en vez de hablar de negocios atípicos, esta orientación, tal como fue ideada por BETTI, considera preferible hablar únicamente de negocios tipificados socialmente. En estos casos el reconocimiento jurídico se produce en forma genérica, mediante la disposición legal que señala que es negocio jurídico toda operación dirigida a la obtención o cumplimiento de funciones sociales consideradas relevantes y merecedoras de tutela por un determinado ordenamiento jurídico. Dicho de otro modo, desde este punto de vista, los llamados negocios atípicos ya están tipificados en la vida en relación por el grupo social y, por tanto, merecen la calificación, no de negocios atípicos, sino de negocios tipificados socialmente. Evidentemente, al afirmar que la causa es la función económica y social del negocio, en vez de su finalidad jurídica, se está señalando que todos los negocios sean típicos o atípicos, tienen una causa y por ende se está justificando jurídicamente la admisión de los negocios atípicos, aceptando en toda su dimensión el fenómeno de la autonomía privada, cosa que no sucedía con la teoría de la función típica, según se vio anteriormente. Problema distinto que veremos en su oportunidad es el de aceptar que no existen los negocios atípicos, sino únicamente los negocios tipificados socialmente en contraposición a los tipificados legalmente. Dicho de otro modo, a pesar de reconocerse la existencia de los

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negocios atípicos, se entiende -bajo las ideas de EMILIO BETTI- que en vez de hablar de negocios atípicos, debe hablarse de negocios tipificados socialmente, como categoría distinta y única a las de los negocios tipificados legalmente. Este aspecto nos parece un aporte fundamental de la teoría bajo estudio, ya que resulta inconcebible modernamente dejar de lado los negocios atípicos, salvo que se trate del caso de los negocios mixtos, según lo plantea la teoría de la función jurídica, no sólo por su gran importancia, sino principalmente porque de lo contrario se estaría restringiendo o limitando en forma excesiva la autonomía privada. Mientras tanto, la noción de causa es considerada modernamente como un límite de la autonomía privada, no en el sentido de condenar a los particulares a utilizar necesariamente las figuras negocíales típicas o del negocio mixto, sino en el sentido de brindar a los particulares tutela jurídica respecto de sólo aquellas declaraciones de voluntad dirigidas al cumplimiento de una función socialmente relevante. La causa vista como un límite de la autorregulación de los particulares no se puede entender como el obligar a los mismos a celebrar necesariamente algunos de los negocios tipificados legalmente (en todo caso negocios que resulten de la combinación de dos o más negocios típicos, es decir, los llamados negocios mixtos o con causa mixta), sino que deben entenderse en el sentido que los particulares están facultados para celebrar cualquier clase de negocios, siempre y cuando se trate de actos que tengan una función económica y social, considerada merecedora de tutela legal, según las concepciones sociales en que se inspire cada ordenamiento jurídico. La causa, según esta teoría, limita la autonomía privada distinguiendo qué actos de voluntad debidamente manifestada merecen la calificación de negocios jurídicos y cuáles no; o lo que es lo mismo, otorgando protección jurídica a algunos y no a otros. En este sentido, la autonomía privada (o mejor dicho su reconocimiento) no permite ya justificar la protección jurídica de

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cualquier acto de voluntad, sino sólo de aquéllos que tengan una función socialmente relevante. El negocio jurídico (y por ende, el contrato) no puede entenderse como una declaración o conjunto de declaraciones de voluntad emitida por los particulares con el propósito de producir efectos jurídicos, sino como actos de la autonomía privada que producen efectos jurídicos atribuidos por la ley en atención a su función económica y social, considerada merecedora de tutela. No son los particulares los que deciden cuándo un acto produce o no efectos jurídicos, ni tampoco la ley en forma abstracta y arbitraria, sino que es la ley la que los atribuye valorando el fin social perseguido con el negocio. Por todo lo anteriormente expuesto, consideramos que el aporte fundamental de la teoría de la causa como la función económica y social del negocio está en haber aproximado el concepto del negocio jurídico a la vida social, a la realidad, lo que permite considerar al negocio como una porción de la realidad social y no como una simple declaración de voluntad o supuesto de hecho, esto es, como una simple operación jurídica abstracta. No obstante lo cual, como veremos posteriormente, no aceptamos totalmente la idea de la tipicidad social en reemplazo de la idea de atipicidad (tal como fue entendida y concebida por EMILIO BETTI), como tampoco estamos de acuerdo con la identificación entre función económica y social y función socialmente útil, que responda a un interés social o a un interés general de todos los miembros de la sociedad. Esto significa que a pesar de los méritos de la teoría en cuestión, no aceptamos la idea que todo negocio jurídico deba tener una causa entendida como función socialmente útil, con trascendencia social. Más aún, al ser ésta una teoría objetiva que distingue nítidamente los motivos de la causa, al igual que la teoría de la función jurídica, esta teoría, del mismo modo que aquélla otra, no permite tampoco una adecuada visión del supuesto de la causa ilícita, que requiere

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necesariamente la valoración de ciertos motivos de los particulares al celebrar negocios jurídicos. La concepción objetiva que caracteriza la causa como la función jurídica dentro de la concepción formal y abstracta del negocio jurídico como supuesto de hecho Indicaremos a continuación las premisas básicas que conforman esta concepción: 1. La causa según esta concepción se identifica con la finalidad o función jurídica, o lo que es lo mismo con la síntesis de los efectos jurídicos esenciales del negocio jurídico, tal como se encuentran previstos en los esquemas legales de los negocios jurídicos. De esta manera, se llega a identificar la causa con el esquema negocial o el esquema de la operación negocial tal como es definida por la norma, es decir, con el tipo legal de cada uno de los negocios jurídicos legalmente tipificados. 2. Se trata en consecuencia de una posición teórica netamente objetiva, por cuanto al estar la finalidad o la función determinada por el tipo o el esquema legal, dicha función no tiene ninguna vinculación con la voluntad de los particulares que hayan celebrado un negocio que se ajuste al esquema o tipo. En este aspecto, esta teoría coincide con la de la función económico social. Se trata en ambos casos de orientaciones objetivas de la causa del negocio jurídico. 3. Por consiguiente, desde este punto de vista, la causa es perfectamente distinguible de los motivos de las partes o de los sujetos que hubieran celebrado el negocio jurídico. En este sentido, la teoría de la función jurídica coincide también con la tesis de la función económico social. 4. La teoría de la función jurídica no se refiere en absoluto al significado social de la causa, a diferencia de la teoría de la función económico social, que considera que la causa más que una noción jurídica o legal, es una noción de carácter social y extrajurídica. La teoría de la función jurídica se refiere única y

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exclusivamente a la causa desde un punto de vista estrictamente legal, es decir, a las funciones que son valoradas en abstracto por el ordenamiento jurídico para la existencia de determinados tipos o figuras de negocios jurídicos. La función jurídica es la función del negocio prevista en abstracto por el esquema de la operación negocial. Se trata pues de una noción completamente abstracta y estructural de la causa del negocio jurídico. Por ello ha sido denominada como concepción objetiva absoluta y extrema, pues se deja de lado cualquier significado social de la causa. 5. El concepto de causa desde la teoría de la función jurídica puede identificarse, como lo hacen los autores que siguen esta tesis, con la síntesis unitaria o funcional de los efectos jurídicos esenciales previstos en abstracto por el esquema negocial, a diferencia de la teoría de la función económico social que identifica la causa con la síntesis funcional o unitaria de los elementos esenciales del negocio jurídico. Aun cuando ambas teorías utilizan el concepto de función del negocio jurídico, por la lógica de sus propios postulados llegan a conceptos distintos de función del negocio. En un caso se trata de un concepto eminentemente social y en el otro de uno totalmente legal. 6. La teoría de la función jurídica no puede explicar y fundamentar adecuadamente la admisión y justificación en el ordenamiento jurídico de los negocios atípicos, que no se encuentran previstos en esquemas legales, por cuanto la causa es, dentro de esta orientación, precisamente el esquema de la operación negocial previsto en abstracto por la norma jurídica. En vista de ello, los autores que siguen esta orientación objetiva absoluta de la causa, cuando tienen que referirse a los negocios atípicos y su respectiva causa, destacan que los negocios atípicos o innominados son el resultado de la combinación de otros tipos negocíales, es decir, negocios jurídicos con causa mixta. La lógica de los postulados de esta orientación lleva a que sólo se admita el negocio atípico en la medida que sea el resultante de la combinación de algunos de los esquemas de los negocios jurídicos tipificados legalmente. Tampoco se acepta la categoría de la tipicidad social. Por el contrario, la teoría de la función económico social admite

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plenamente la existencia de los negocios atípicos, siempre y cuando estén orientados al logro de una función socialmente útil, que responda a un interés social. Por dar ambas teorías nociones distintas de causa, llegan como consecuencia lógica a posiciones distintas respecto de los negocios atípicos o innominados. 7. Para esta concepción, la causa es un aspecto del negocio jurídico que puede faltar o ser ilícito, al igual que para la teoría de la función económico social. Ambas teorías consideran que la causa es un elemento del negocio jurídico y por ende entienden que se debe hablar de ausencia de causa y de causa ilícita. 8. La ausencia de causa no es configurada como la ausencia del esquema de la operación negocial, como tendría que ser, sino como la ausencia de algunos de los efectos jurídicos esenciales por ausencia de alguno de sus presupuestos lógicos necesarios. En otras palabras, la ausencia de causa no es configurada como la ausencia del esquema previsto en abstracto por la norma legal, sino en relación al caso concreto del negocio jurídico determinado de que se trate. Pero siendo totalmente lógicos, los postulados de esta teoría nos llevarían a la imposibilidad de encontrar un supuesto de ausencia de causa, pues al ser un negocio típico, no puede faltar su esquema, al igual que en los negocios mixtos, que por ser el resultado de la combinación de otros esquemas legales típicos, tampoco pueden faltar justamente por provenir de negocios típicos. 9. Esta concepción de la causa no puede explicar satisfactoriamente la hipótesis de la causa ilícita por no dar cabida a los motivos ilícitos de las partes dentro de la noción de causa. En otras palabras, no se considera para nada el aspecto subjetivo de la causa, a diferencia de las posiciones neocausalistas. En este aspecto coincide totalmente con la teoría de la función económico social. Ambas teorías son la mejor demostración que la orientación objetiva de la causa no permite la justificación de los supuestos de causa ilícita y que se debe dar cabida en algunos casos a los motivos concretos, comunes y determinantes de la celebración de un negocio jurídico para poder apreciar su real

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significado. Ambas teorías coinciden también con la teoría clásica francesa de la causa de la obligación. 10. No se puede aceptar esta noción de causa porque la misma nos llevaría a identificar la causa con el esquema de la operación negocial. Hablar de la causa sería igual que hablar del tipo o del esquema negocial previsto en abstracto por la norma jurídica. La noción de causa podría suprimirse sin ningún daño a la construcción de la doctrina general del negocio jurídico. En este sentido, existe una coincidencia con la teoría que identifica la causa con la función económico social, que tampoco puede ser aceptada únicamente desde el aspecto objetivo, porque hablar de causa sería igual que hablar del negocio jurídico en su totalidad, en la síntesis de sus elementos esenciales. Esta concepción, al igual que la de la función social, nos muestran que una concepción objetiva de la causa es inadecuada para comprender el fenómeno causalista en el derecho moderno. 11. Por tratarse de una noción totalmente objetiva, que no puede explicar satisfactoriamente la hipótesis de la causa ilícita, por no poder explicar la causa en el ámbito de los negocios atípicos o innominados y por llevarnos a identificar la causa únicamente con el esquema de la operación negocial prevista en abstracto por la norma jurídica en la síntesis de sus efectos jurídicos esenciales, de forma tal que podría aplicarse también al acto jurídico en sentido estricto (que tiene también una función jurídica, en cuanto produce también efectos jurídicos que la norma le atribuye a la realización de la hipótesis), la noción de causa como la función jurídica del negocio debe ser rechazada. 12. Sin embargo, la teoría de la función jurídica tiene el mérito de mostrar que las declaraciones de voluntad y promesas solamente son vinculantes jurídicamente cuando se encuentren reconocidas por el ordenamiento jurídico, que es el que establece el valor jurídico de las conductas de los particulares.

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La noción moderna de causa del negocio jurídico como función socialmente digna y legítima, merecedora de tutela legal. Notas comunes y diferencias con la noción de causa como función económica y social de la teoría preceptiva La doctrina italiana maneja en la actualidad un concepto de función social como causa del negocio jurídico distinto al de EMILIO BETTI. Las características de esta nueva versión del concepto de función económico social son las siguientes: 1. La causa sigue siendo la razón justificadora del reconocimiento y de la eficacia jurídica del negocio jurídico. En tal sentido, se señala por todos que la causa es la función económico social que caracteriza al negocio jurídico. Se dice, por consiguiente, que la función económico social es la razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio, la base de su sanción y, por ende, el fundamento de su eficacia jurídica. Como es evidente, sobre este punto no hay variación ninguna respecto de la noción de función económico social construida por EMILIO BETTI, pues dentro de su elaboración doctrinaria la función económico social, entendida como función socialmente trascendente, que responde a un interés social, es también la base del reconocimiento jurídico de un acto de autonomía privada como negocio jurídico, es decir, lo que determina que el acto de la vida de relación se eleve al rango de negocio jurídico. En dicha construcción la causa es, pues, la razón justificadora de la eficacia jurídica del negocio y de su sanción como tal por el ordenamiento jurídico. Esto significa, en consecuencia, que este punto de la doctrina de BETTI ha sido totalmente aceptado por la posterior doctrina italiana sobre la causa del negocio jurídico. 2. En consecuencia, otro punto de contacto entre ambas construcciones doctrinarias es el que la causa entendida como función económico social se constituye en uno de los límites del reconocimiento jurídico de la autonomía privada. En ambas nociones sobre la causa negocial no basta con el límite de la licitud, se requiere también de una función social que tenga un mérito que la haga digna de la tutela legal.

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3. La diferencia está en que el mérito social es entendido de distinta manera. Para BETTI el mérito social de la función económico social del negocio jurídico radica en que se trate de una función práctica, que responda a un interés social, y que por su constancia, normalidad y trascendencia social (aprobada por la conciencia social, aun antes del reconocimiento jurídico), se haga merecedora de dicho reconocimiento y de la tutela legal. Por el contrario, para la moderna doctrina italiana deberá tratarse de un mérito social en el sentido de ser una función económico social, digna, oportuna, seria, que responda al interés de la colaboración social y de la protección de los sujetos que han celebrado el negocio jurídico, en especial de la parte más débil. Dignidad social que deberá ser apreciada en consideración al ambiente social, no en base al exclusivo interés de las partes, esto es, sobre la base de la valoración del ambiente social. No se requiere que se trate necesariamente de una función considerada por la misma sociedad como de trascendencia social, basta con que se trate de una función social digna, seria, razonable y, por ende, merecedora de la tutela legal. 4. Se acepta por la nueva doctrina sobre la causa como función económico social la categoría de los negocios jurídicos atípicos o innominados, sin necesidad de una tipicidad social. Dentro de esta concepción los negocios jurídicos atípicos o innominados pueden resultar de la exclusiva iniciativa de los particulares, sin tener que estar necesariamente tipificados ya socialmente. Y esto es así justamente porque la causa como función económico social no debe estar aprobada por la conciencia social como de cumplimiento obligatorio en base a su trascendencia o utilidad social. Por el contrario, en la construcción de EMILIO BETTI no se acepta la categoría de los negocios jurídicos atípicos, sino solamente la de los negocios jurídicos típicos y de aquellos no previstos en esquemas legales que tengan una tipicidad social. Tipicidad social que corresponde justamente a una función social aprobada y considerada obligatoria por la conciencia social, por su uso constante, normal y trascendencia o utilidad social y, como tal, contemplada y construida en tipos sociales.

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5. La nueva versión sobre la causa del negocio jurídico como función económico social limita la autonomía privada, pero de modo que deja sitio a la iniciativa de los particulares para satisfacer las nuevas necesidades que nazcan como consecuencia del desarrollo social. Por el contrario, la noción de causa formulada por EMILIO BETTI restringe en forma muy peligrosa la autonomía privada, condenándola al uso de los esquemas legales y de las causas típicas de un lado, y al uso de los moldes negocíales tipificados socialmente por el otro. En consecuencia, dentro de la versión de EMILIO BETTI, la iniciativa privada sólo puede manifestarse jurídicamente a través de los tipos legales o de los tipos sociales. 6. Dentro de la nueva visión de la causa como función económico social no se le da ninguna importancia al aspecto subjetivo de la causa, centrándose la atención únicamente en el aspecto objetivo de dicha noción. Se trata pues de un concepto objetivo de causa del negocio jurídico. Por el contrario, EMILIO BETTI construye cuidadosamente el concepto del aspecto subjetivo de la causa como función social, referida al propósito práctico típico, al intento práctico típico de los sujetos, entendida como la razón normal determinante de la celebración de un determinado negocio jurídico tipificado legal o socialmente. 7. En consecuencia, se refiere a dos construcciones diferentes sobre la causa como función económico social. Se trata del mismo término, pero con un contenido distinto. Así, en la doctrina italiana moderna se atribuye al concepto de función social, no el de ser socialmente útil, trascendente, por su constancia, normalidad, y su aprobación anticipada por la conciencia social, sino únicamente el de ser socialmente digna, oportuna, seria, razonable y que responda a la colaboración y protección de los mismos sujetos, fundamentalmente de la parte más débil, valoración de la dignidad social que debe hacerse en base al criterio del ambiente social. De esta manera podemos decir, como conclusión final, que a pesar del enorme prestigio de EMILIO BETTI, la doctrina italiana

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posterior a él, no ha aceptado su concepto de función económico social como función socialmente útil, por considerarla limitativa en exceso de la autonomía privada y por entender que con dicha noción se estaba imponiendo a los particulares la persecución de fines o funciones que respondan a un interés social o público. Por ello se ha construido de manera paulatina y progresiva por los mismos autores italianos un nuevo concepto de función social, en el sentido de función socialmente digna y merecedora de la tutela legal. Debe quedar claramente establecido, que esta diferencia no se advierte en general, debido a que en ambos sectores doctrinarios, dentro de la misma doctrina italiana, se utiliza el término o expresión «función económico social»; sin embargo, como queda comprobado no basta con la utilización de dicho termino para señalar que se siguen o no las ideas de EMILIO BETTI, es necesario comprender el significado que se le atribuye a dicha expresión. La íntima vinculación entre la noción de causa y el concepto del negocio jurídico. El aporte fundamental de las concepciones objetivas de la causa. La necesidad de tomar en cuenta el aspecto legal y social del negocio jurídico como razón de ser del reconocimiento jurídico de la autonomía privada. La causa como base o fundamento de la eficacia jurídica del negocio jurídico La sola declaración de voluntad no genera ninguna consecuencia jurídica. Este aspecto ha sido destacado correctamente por todos los autores que siguen las orientaciones objetivas de la causa y nosotros estamos de acuerdo con esta formulación teórica, pues nos parece absurdo y sin ningún tipo de fundamento histórico aceptar la idea que el solo consentimiento o las simples declaraciones de voluntad sean suficientes, por sí mismas, para producir efectos jurídicos. Este aspecto fundamental sobre la incapacidad de la simple declaración de voluntad para crear consecuencias legales, ha sido no sólo destacado por las orientaciones objetivas de la causa, sino implícitamente por la concepción positivista del negocio jurídico que lo caracteriza como un supuesto de hecho. Esto significa, en consecuencia, que es gracias a las concepciones objetivas y abstractas sobre la causa y el negocio jurídico que se ha podido establecer que la simple declaración de voluntad no es capaz para producir efectos jurídicos.

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Como ya lo hemos mencionado, la voluntad por sí misma es impotente para crear efectos jurídicos, pues nadie duda que la voluntad es capaz de generar efectos legales sólo cuando es autorizada por el sistema jurídico para ello. Es por esta razón que en la actualidad no se acepta la noción del negocio jurídico como simple declaración de voluntad productora de efectos jurídicos, queridos por el declarante como tales. Y es por ello que con anterioridad dijimos que las concepciones clásicas del acto y del negocio jurídico habían sido abandonadas por estar construidas en premisas conceptuales falsas. Más aún, existe unanimidad en la doctrina moderna en que el negocio jurídico es siempre un supuesto de hecho conformado por una o más declaraciones de voluntad y otros elementos adicionales, existiendo debate sobre el contenido del supuesto de hecho, pues para un sector doctrinario el contenido está conformado únicamente por las declaraciones de voluntad, mientras que para otros se trata de un supuesto de hecho con un contenido preceptivo o normativo, y dentro de los que aceptan la idea del contenido preceptivo, la discusión gira en torno a si el contenido social debe estar orientado en todos los casos a una función socialmente útil, o si basta con que se trate de una función socialmente razonable o digna. La afirmación de que el negocio jurídico es un supuesto de hecho implica necesariamente la valoración de la conducta voluntaria del hombre, y en general de los sujetos de derecho, por parte del ordenamiento jurídico, a fin de establecer si le corresponde la categorización de acto o negocio jurídico. Sobre este punto estamos plenamente de acuerdo con las teorías objetivas sobre la causa: la causa es la razón justificadora de la eficacia jurídica del negocio jurídico (y por ende del contrato). En nuestra opinión, no cabe duda de ninguna clase. Sin embargo, el aceptar la validez de esta premisa fundamental destacada por las concepciones objetivas sobre la causa, no significa aceptar la totalidad de las premisas de dichas orientaciones. La causa, como ya lo hemos mencionado, no puede entenderse como el tipo legal, no sólo porque se estaría dejando de lado la posibilidad de admitir y justificar los negocios atípicos (salvo el caso

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de los negocios mixtos), o porque sería imposible encontrar un supuesto de causa ilícita y también muy difícil hablar de ausencia de causa (salvo referido al negocio en concreto), sino también porque el negocio jurídico no es únicamente esquema legal o tipo, el negocio jurídico es además un hecho, una conducta, un comportamiento social, que se encuentra, cuando está tipificado legalmente, previsto en abstracto por la norma jurídica. El tipo legal es, en todo caso, el criterio de valoración establecido por el ordenamiento jurídico para la admisión y justificación de los negocios tipificados legalmente, es decir, un modelo de conducta negocial y, como tal, totalmente abstracto y formal (forma intrínseca), pero en modo alguno puede señalarse que dicho esquema sea exclusivamente el mismo negocio. Como es evidente todo negocio jurídico supone un esquema o supuesto de hecho, pero además de ello todo negocio es un hecho, es decir, una conducta, obviamente social. El negocio jurídico se celebra en la vida social y, en la medida que se acomode al esquema legal, tendrá carácter jurídico, producirá efectos jurídicos y será una conducta jurídicamente vinculante. Todo esto significa que el negocio jurídico y por ende la causa tiene un doble significado: el social y el jurídico, no se puede concebir y observar el negocio y la causa únicamente desde el punto de vista social o jurídico. Cualquier concepción u orientación sobre el fenómeno negocial y causalista desde uno de dichos puntos de vista exclusivamente está condenado al total fracaso, por tratarse de una visión unilateral del problema. El tipo legal constituye una de las maneras como el derecho ordena y valora las conductas de los individuos que producirán efectos jurídicos en casos específicamente predeterminados. Pero en modo alguno, puede identificarse el mismo con el negocio jurídico, ni siquiera con el que se encuentra tipificado legalmente. Es como confundir el molde de una pieza de plata con el mismo objeto hecho en plata. Es justamente esta inadecuada posición formalista del derecho, la que se traduce en el ámbito de las doctrinas causalistas, en la teoría de la función jurídica, que es la primera de las concepciones objetivas sobre la causa.

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En efecto, es aceptado por todos que el negocio jurídico es un supuesto de hecho, que tiene un contenido conformado por una o más declaraciones de voluntad, o por un precepto social que contiene una autorregulación de intereses privados o particulares, o un contenido de norma jurídica de carácter concreto y particular. Sin embargo, no se puede decir que el negocio jurídico es únicamente el supuesto de hecho, como tampoco se puede decir que la causa sea únicamente la función jurídica. Es decir, así como no se puede identificar negocio jurídico con declaración de voluntad, tampoco se puede asimilar negocio jurídico con supuesto de hecho, ni menos confundir la causa con la función jurídica. Evidentemente, el tema de la causa del negocio jurídico no se reduce a estudiar la estructura de un elemento más del negocio jurídico o del contrato, sino a estudiar directamente el por qué en el derecho moderno el individuo -el sujeto de derecho-, puede dar lugar mediante su declaración de voluntad a la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. El tema de la causa no es, como se ha entendido desgraciadamente en nuestro medio, un aspecto meramente doctrinario, que no reviste ninguna utilidad práctica, que sirve para complicar en vez de aclarar conceptos, sino que responde única y exclusivamente a la necesidad de distinguir qué declaraciones de voluntad son vinculantes jurídicamente y cuáles otras no. En otros términos, que comportamientos del individuo merecen ser tutelados por el ordenamiento jurídico como vinculantes y, por ende, productores de efectos jurídicos. Problema que se plantea en todos los sistemas jurídicos. En nuestro concepto, las opiniones sin fundamento, muy comunes y frecuentes sobre lo absurdo e innecesario de la doctrina de la causa, responden entre otros factores no sólo a un comprensible rechazo por un tema sumamente complejo y mayoritariamente poco estudiado, sino a que lamentablemente hemos estado muy próximos a la teoría clásica de la causa de la obligación, debido a la gran influencia que ejerció la misma en todos los sistemas causalistas, sobre todo sudamericanos. Esta teoría, como es sabido, contribuyó decididamente a obscurecer la noción y la propia utilidad de la causa, dando lugar también -como reacción- a la denominada corriente anticausalista, confundiéndose de esta manera aún más a los juristas.

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Hizo también que el Código Civil de 1936 no se ocupara de ella, siguiendo el ejemplo del Código Civil alemán, que optó únicamente por el sistema de la causa de la atribución patrimonial y que se desentiende de la causa como elemento del negocio jurídico y del contrato. Estudiar la noción de causa nos permite ver con toda claridad lo que constituye la función ordenadora del derecho respecto de la realidad social. De esta manera resulta claro que el derecho siempre cumple o desarrolla una función ordenadora de la realidad social, en algunos casos recibiéndola tal como ella se presenta y, en otros, corrigiéndola o modificándola. Incluso cuando recibe, no se debe entender que reproduce, sino que imprime direcciones. En otras palabras, es el derecho el que determina cuándo un determinado comportamiento voluntario del sujeto es un acto jurídico ilícito, un acto jurídico lícito en sentido estricto o un negocio jurídico (en los términos de nuestro Código Civil tendría que hablarse de la distinción entre hecho jurídico voluntario ilícito, hecho jurídico voluntario lícito y acto jurídico). Es así, en consecuencia, cómo se manifiesta la vinculación entre derecho y sociedad, justamente a través de la función ordenadora del derecho. De esta manera, queda claramente establecido, que se debe tener siempre en consideración el aspecto social del contenido de la norma jurídica, para poder entender el fundamento de la misma norma como precepto legal. No se puede desconocer el contenido social de las normas jurídicas. Trasladando esta afirmación al campo que nos interesa, al de los negocios jurídicos, resulta con total claridad que no es suficiente con determinar la existencia de un tipo o esquema negocial establecido en la misma norma jurídica como fundamento de la eficacia jurídica del negocio. El fundamento de la eficacia jurídica de los negocios jurídicos, de su reconocimiento jurídico como tales, no se encuentra únicamente en el esquema o tipo legal, debe buscarse también en el significado social de las conductas negocíales. El fundamento de los negocios jurídicos está dado tanto por su aspecto legal o jurídico como por su contenido social. Existe una íntima e indesligable vinculación entre ambos lados del fenómeno negocial y, por ende, del fenómeno causalista.

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Para poder comprobar el reconocimiento de una determinada figura negocial, no basta con constatar que la misma se encuentre tipificada legalmente, debe también constatarse en los hechos, en la situación social concreta, de que se trate de un negocio que tiene efectivamente todos los elementos considerados en su esquema legal, es decir, en su tipo. Esto debe entenderse en el sentido que el negocio jurídico, como cualquier otro acto o hecho jurídico, al ser una conducta valorada por la norma jurídica, supone una previsión en abstracto en la hipótesis de la norma, es decir, el negocio como tal supone una fattispecie y de su concreta realización en la vida social. Por ello, recuérdese lo dicho en el primer capítulo sobre el concepto del negocio jurídico como un supuesto de hecho con un determinado contenido. En muy breves términos, el negocio jurídico no sólo debe observarse a través de la norma jurídica, sino principalmente a través de la realidad social, representado en la síntesis de sus elementos o componentes. No se puede confundir el negocio, considerado en sí mismo, tal como se presenta en la vida social, con su estructura formal establecida por el esquema legal. Y esta comprobación del negocio en la vida social es posible justamente gracias a la función ordenadora del derecho respecto de los hechos sociales. Más aún, esta íntima vinculación entre derecho y sociedad nos muestra también cómo no se puede estudiar únicamente la forma intrínseca del negocio jurídico en el sentido del aspecto o de la estructura formal tenido en cuenta por la norma jurídica, es decir, cómo no se puede estudiar únicamente el negocio desde el punto de vista del tipo o esquema legal, desde el punto de vista de la norma jurídica únicamente, ya que es indispensable examinar el negocio como porción de la realidad social, como hecho social, como manifestación de la autonomía privada en la vida de relación, en la vida social. Lo que, con relación al tema de la causa, implica también la necesidad de estudiar dicho concepto, tanto desde el punto de vista de la norma jurídica como del punto de vista de su significado social. Como se puede comprobar también, existe una íntima vinculación entre el concepto de causa y el del negocio jurídico.

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Obsérvese que la teoría que identifica la causa con la función jurídica, identificándola con el tipo negocial, únicamente se ocupa del aspecto formal del reconocimiento jurídico del mismo negocio jurídico. Por el contrario, los que examinan la causa únicamente desde el punto de vista social, como la función socialmente relevante, trascendente, que por su constancia y normalidad se ha hecho merecedora de la tutela legal, llegando a hablar de una tipicidad social en contraposición a una tipicidad legal, olvidan que el negocio y por ende las diferentes causas deben ser siempre objeto de una valoración por las normas jurídicas. Esto significa que las dos concepciones objetivas sobre la causa del negocio jurídico son, por sí mismas, incompletas y totalmente insatisfactorias. Ya hemos demostrado la imposibilidad de identificar la causa exclusivamente con el tipo legal, por tratarse simplemente del modelo establecido para la existencia y eficacia jurídica de los negocios que se encuentren tipificados legalmente. Pero tampoco podemos decir que la causa es únicamente la función social, porque de esta forma estaríamos desconociendo la función ordenadora del derecho. En consecuencia, ambas teorías sólo se ocupan de un aspecto parcial del concepto de función, que en idea de ambas corresponde al concepto de causa del negocio jurídico. La verdadera concepción de causa del negocio deberá tener en cuenta aspectos jurídicos de la valoración normativa y aspectos sociales sobre el significado real de cada acto de autonomía privada. Esto nos demuestra también, como será explicado posteriormente, que los contratos atípicos para su justificación y admisión en el ordenamiento jurídico requieren necesariamente de una valoración por parte de las normas jurídicas, la misma que se da, no a través de un esquema legal específico o tipo legal, salvo el caso de los contratos mixtos, sino a través de esquemas legales genéricos que reconozcan la posibilidad de celebrar contratos no tipificados legalmente. En otras palabras, para la justificación y eficacia jurídica de un negocio jurídico, para poder hablar de un negocio jurídico, siempre es necesaria una valoración normativa y a la vez una materialización social de una determinada conducta. La causa debe revestir siempre

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un aspecto legal y un aspecto social. Construir una noción de causa únicamente sobre el aspecto legal o exclusivamente sobre el aspecto social, es construir una noción incorrecta destinada al total fracaso. Esto significa también que debe rescatarse de la teoría de la función jurídica la necesidad que la conducta negocial se encuentre valorada por el derecho, a través de normas jurídicas. No se puede señalar que los negocios jurídicos son conductas simplemente sociales, que por su importancia y aceptación en la misma vida de relación, deban ser automáticamente elevados a la categoría de negocios jurídicos. El negocio jurídico tiene un significado social, pero el tema de la causa no se agota en él, es necesario también hacer referencia al valor legal o al criterio de valoración legal de las conductas que son calificadas de negocios jurídicos. La intervención del ordenamiento jurídico es fundamental en la existencia de los negocios jurídicos, incluso en el ámbito de los negocios atípicos. En otras palabras, no se puede decir únicamente que el tipo o esquema es la causa del negocio y no se debe olvidar que el tipo legal es un criterio de valoración de las conductas que deben ser jurídicamente relevantes. Esto significa finalmente que la noción de causa del negocio jurídico debe ser construida teniendo en cuenta el aspecto de su valoración legal y de su significado social. La función ordenadora del derecho nos indica que no se puede construir una noción de causa únicamente desde el punto de vista social, ni exclusivamente desde el punto de vista legal.

La noción de causa como función socialmente razonable o digna en los negocios jurídicos atípicos y como función socialmente útil en los negocios jurídicos tipificados legal y socialmente. La atipicidad como expresión fundamental del carácter social y jurídico de la autonomía privada. El aspecto objetivo y subjetivo de la causa En nuestro concepto, el aceptar la íntima vinculación entre derecho y sociedad, no nos lleva necesariamente a aceptar que la trascendencia social deba ser el criterio de medida de las manifestaciones de la autonomía privada, es decir, de los negocios

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jurídicos, para reconocerlos y sancionarlos. En otros términos, no aceptamos la idea que todo negocio jurídico, para ser tal, deba cumplir una función económico social, en el sentido de una función con trascendencia social, con relevancia social, que responde a un interés social o que tenga una utilidad social. Tampoco aceptamos el concepto de causa de EMILIO BETTI como función económico social con trascendencia o utilidad social, aprobada por la conciencia social. Como ya lo hemos indicado antes, no aceptamos los postulados de la teoría de la función jurídica, menos los de la teoría de la función económico y social, por entender que ambas nos dan, a pesar de sus enormes méritos, una visión incompleta del fenómeno causalista. Evidentemente, existen múltiples negocios que sí cumplen o están dirigidos a cumplir una función socialmente útil, como sucede en el contrato de compraventa, de arrendamiento, de suministro, de mutuo, de sociedad, etc. Sin embargo, resulta harto difícil entender por qué se exige o pueda exigirse este requisito para la totalidad de los negocios jurídicos y contratos. Con una premisa como ésta, es decir, con la afirmación de que el negocio jurídico, para merecer la tutela y el reconocimiento legal, requiere necesariamente de una trascendencia y utilidad social, en nuestro concepto se estaría limitando en forma excesiva y muy peligrosa la autonomía privada y su reconocimiento jurídico, entendida como la potestad que tienen los particulares de vincularse entre sí para la satisfacción de sus múltiples intereses y necesidades. En suma, resulta imposible aceptar que se deba configurar o concebir la noción de causa del negocio jurídico como su función económico social, en el sentido de la construcción de EMILIO BETTI. Sería absurdo exigir en todo negocio jurídico necesariamente una función socialmente útil, con trascendencia social, que responda a un interés social. No nos parece que la causa del negocio (y del contrato), tal como se encuentra regulada en los códigos civiles de los sistemas jurídicos causalistas, pueda ser entendida como la función socialmente útil, que el negocio jurídico está dirigido a cumplir. Incluso la doctrina italiana, a pesar que la exposición de motivos de su Código Civil nos dice claramente que la causa debe ser entendida

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como la función socialmente trascendente del negocio, no mereciendo la caracterización de negocios jurídicos los que estén dirigidos a satisfacer la vanidad o el capricho de los particulares, no está totalmente de acuerdo en concebir la causa como la función económica social, en el sentido de función socialmente útil. Ahora bien, esto no significa que desconozcamos que en determinados negocios jurídicos exista una función económico social con utilidad o trascendencia social así como tampoco podemos desconocer que en algunos casos se pueda hablar o reconocer una función socialmente trascendente como criterio de valoración de determinados negocios jurídicos. Desde nuestro punto de vista, se advierte una función socialmente trascendente en los negocios jurídicos que han sido debidamente tipificados por el ordenamiento jurídico. La explicación de nuestra opinión es la que sigue: En primer lugar, convenimos que la causa del negocio jurídico debe ser entendida como una sola y única noción, pero con un doble aspecto: un aspecto subjetivo y un aspecto objetivo, conforme lo hemos venido adelantando a lo largo de todo nuestro trabajo. Esto significa que no aceptamos, como también lo hemos venido señalando, una concepción meramente subjetiva que identifique la causa con los motivos, ya sean los motivos abstractos (siempre idénticos en todos los contratos de una misma naturaleza o tipo, que es justamente la idea de la concepción clásica de la causa), o los motivos determinantes de la celebración del negocio jurídico (esto es, el móvil impulsivo y determinante, que es la idea de la teoría neocausalista); tampoco estamos de acuerdo con una concepción meramente objetiva que identifique la causa con el tipo negocial, o con la función económica social del negocio jurídico. No participamos de la concepción clásica de la causa, porque la misma no nos permite resolver ni la hipótesis de ausencia de causa ni la de causa ilícita. Hacer nuestra configuración de la causa como el motivo abstracto no nos lleva a ningún resultado sobre la utilización o el rol de la causa del negocio jurídico. Lo inadecuado de esta teoría contribuyó decididamente al obscurecimiento de la doctrina de la causa en los diferentes sistemas jurídicos causalistas, pues dio lugar

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al nacimiento de la corriente anticausalista y neocausalista, creándose de esta manera un panorama doctrinario sumamente confuso. En este contexto, no aceptamos la concepción neocausalista porque el identificar la causa con un motivo, por más que se trate del móvil determinante de la celebración del negocio jurídico (o contrato), es decir del móvil impulsivo y determinante, tampoco nos permite establecer la hipótesis de ausencia de causa. Por otro lado, esta orientación neocausalista confunde la causa con los motivos y sabido es que los motivos no pueden identificarse con la causa del negocio jurídico, dado su carácter meramente subjetivo, contingente, variable de sujeto a sujeto Sin embargo, la teoría neocausalista permite entender y configurar de manera acertada el aspecto subjetivo de la causa. El gran mérito de esta teoría neocausalista, está en que nos permite configurar adecuadamente las hipótesis de causa ilícita. Y este aspecto positivo de la teoría neocausalista es el que rescatamos para nuestra construcción de la noción de causa, bajo su aspecto subjetivo. En efecto, si identificamos la causa bajo su aspecto subjetivo como el móvil determinante de la celebración del negocio, debidamente incorporado en la estructura del negocio jurídico, es decir, el móvil determinante, pero debidamente causalizado, podremos encontrar numerosos supuestos de causa ilícita, a la manera como lo han hecho los tribunales de los sistemas causalistas con abundante jurisprudencia. La teoría neocausalista es falsa e inútil en cuanto identifica la causa con el móvil impulsivo y determinante, pero contiene una parte de verdad y utilidad en la medida que nos describe uno de los dos aspectos de la noción de causa: su aspecto subjetivo. No estamos de acuerdo también con las teorías meramente objetivas, específicamente con la que identifica la causa con el tipo negocial, por cuanto no se puede reducir la causa únicamente al esquema legal establecido por el ordenamiento jurídico para las diferentes figuras de negocios jurídicos, ya que estaríamos dejando de lado los negocios atípicos y también porque no podríamos hablar en ningún caso de un supuesto de causa ilícita. Incluso, no sería muy claro poder hablar de los supuestos de ausencia de causa. En efecto, si

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identificamos la causa con el esquema legal establecido por las normas jurídicas, será imposible hablar de causa ilícita y de causa en los negocios atípicos, que en cuanto atípicos, justamente no se encuentran previstos en ningún esquema legal y será muy difícil poder hablar de ausencia de causa, en materia de negocios típicos, porque al estar el negocio tipificado, el mismo siempre tendrá un esquema legal y por ende una causa que justifique su reconocimiento legal. No aceptamos igualmente la teoría objetiva de la función económico social, tal como fue construida por EMILIO BETTI, según lo acabamos de mencionar, por la sencilla razón que no consideramos que todos los negocios jurídicos, para merecer el reconocimiento legal, deban cumplir una función socialmente trascendente o socialmente útil. Por otro lado, esta segunda concepción objetiva de la causa, al igual que la del tipo negocial, imposibilita, en cuanto concepción netamente objetiva, poder hablar de supuestos de causa ilícita. Recuérdese, sin embargo, que existe un buen número de autores, que siguen esta segunda concepción objetiva de la causa, pero que sin embargo aceptan también la existencia del aspecto subjetivo. Con este agregado podría considerarse que la causa pudiera ser concebida como la función económico social del negocio jurídico, en la medida que si reconocemos el aspecto subjetivo conformado por los motivos causalizados, podremos hablar sin ningún problema de supuestos de causa ilícita. En otras palabras, por qué no aceptar la teoría de la función económico social del negocio jurídico, aceptándose la existencia del aspecto subjetivo de la causa, de forma tal que se pudiera hablar con propiedad de los supuestos de causa ilícita. En segundo lugar, y prosiguiendo con nuestra explicación, debemos señalar que de las teorías objetivas aceptamos íntegra y totalmente el rol que las mismas le atribuyen a la causa, como aspecto del negocio que le da su carácter jurídico, como requisito caracterizador del negocio jurídico. En otras palabras, nos parece que el mérito fundamental de las dos teorías objetivas y, por ende, de la orientación objetiva de la causa, en su conjunto, es el de haber

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precisado nítidamente el rol que cumple la causa en el derecho moderno, de ser la base o el fundamento de la eficacia jurídica del negocio jurídico. La causa es, pues, la base del reconocimiento jurídico o de la tutela legal de los negocios jurídicos. Si una declaración o conjunto de declaraciones de voluntad puede ser caracterizada como negocio jurídico es precisamente en base a su causa, ya que las declaraciones de voluntad de los particulares, por sí mismas, son incapaces para producir efectos jurídicos. Para que el negocio sea eficaz jurídicamente y sea, por ende, un negocio jurídico, debe tener una causa, que se constituya en la razón de su reconocimiento jurídico. En este sentido, y como consecuencia de esta función caracterizadora de la causa, tenemos que aceptar, en tercer lugar, que la causa es necesariamente dentro del derecho moderno, un límite a la autonomía privada impuesto por el mismo ordenamiento jurídico. No todas las declaraciones de voluntad merecen ser consideradas jurídicamente vinculantes, no todas pueden ser calificadas de negocios jurídicos, y no todas pueden ser objeto de tutela legal y protección del derecho. Para que ello sea posible es necesario la existencia de una causa. Sin embargo, como lo estamos diciendo, tampoco nos parece conveniente la identificación entre causa y función socialmente trascendente. Ahora bien, en cuarto lugar, si aceptamos que la causa es lo que caracteriza el negocio jurídico, lo que lo hace jurídicamente vinculante, será necesario e imprescindible admitir que la causa tenga un aspecto objetivo, siempre idéntico en todos los contratos de una misma naturaleza. Del mismo modo, y en quinto lugar, como consecuencia inmediata y directa de la premisa anterior, tendremos que aceptar que todos los negocios jurídicos típicos, tipificados legalmente, tengan una causa, pues de lo contrario no habrían sido previstos por el ordenamiento jurídico en esquemas legales. Dicho de otro modo, si aceptamos que la causa es la razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio y, por ende, de su eficacia jurídica, tenemos que aceptar necesariamente que todos los negocios típicos tienen una causa, porque de lo contrario no

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habrían sido establecidos y reconocidos específicamente por el ordenamiento jurídico como figuras especiales de negocios jurídicos. En este sentido, nos parece que en todos los negocios jurídicos típicos existe siempre una función socialmente útil, que ha llevado al ordenamiento jurídico a reconocerlos y sancionarlos como negocios jurídicos. Por ello es que en nuestro criterio sí se puede hablar o aceptar la noción de causa como función socialmente útil en los negocios típicos. A esta conclusión han llegado todos los autores que siguen no sólo la teoría de la función económico social, sino también aquellos que identifican la causa con el tipo negocial. En efecto, si se acepta que la causa es el tipo negocial, todos los negocios jurídicos típicos tendrán necesariamente una causa desde el punto de vista legal, en la medida en que se encuentran previstos en esquemas legales o tipos (otra cosa es que en la situación concreta de un determinado negocio jurídico el mismo tenga o no una causa, en la medida que se ajuste perfectamente o no al tipo negocial). Igualmente, si aceptamos que la causa es la función socialmente trascendente, por la cual el derecho reconoce las figuras de negocios jurídicos, es lógico aceptar que todos los negocios jurídicos típicos tengan también una función económico social (cosa distinta es también que en un supuesto particular de negocio jurídico, en la situación concreta, el mismo tenga todos los elementos necesarios para identificar la función social del negocio, tal como ha sido valorada y considerada por la ley). Siendo esto así, y en la medida que aceptamos una noción de causa con un aspecto objetivo, consideramos que todos los negocios típicos tienen necesariamente una causa, entendida como la razón justificadora de su reconocimiento jurídico. Evidentemente, no podemos aceptar que todos los negocios tengan un tipo negocial, porque ello supondría desconocer la existencia de los negocios atípicos y retroceder a la época del derecho romano clásico, en la cual todos los contratos eran contratos típicos. Sin embargo, si aceptamos la premisa establecida explícitamente por la casi totalidad de los autores que siguen la teoría de la función económico social, según la cual todos los negocios típicos tienen siempre una función socialmente útil que los ha llevado a hacerse

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merecedores de la tutela legal, podemos aceptar, en consecuencia, la idea que nos señala que los negocios típicos tienen siempre una función socialmente trascendente, relevante, considerada digna de tutela por parte del ordenamiento jurídico. En este sentido, podemos aceptar, restringidamente, la identificación entre la causa y la función económico social, tal como fue concebida por EMILIO BETTI, pero sólo para el caso de los negocios típicos. Es por ello que, según se recordará, en anteriores oportunidades hemos señalado que la cuestión fundamental sobre la vigencia de la teoría de la función económico social se manifiesta principalmente en el campo de los negocios atípicos, porque en los típicos, al estar los mismos previstos y disciplinados, la doctrina entiende que su función social ha sido ya valorada por la norma jurídica como socialmente trascendente y por ende como causa suficiente (causa típica) de los diferentes negocios jurídicos típicos. Según BETTI, la aceptación de los negocios no previstos en esquemas legales sólo se puede hacer mediante remisión a las normas de la conciencia social. Sin embargo, como ya lo hemos mencionado y lo hemos podido comprobar anteriormente, la doctrina italiana posterior sí acepta en forma unánime que se pueda hablar de negocios atípicos o innominados (aunque la doctrina española prefiere hablar únicamente de negocios atípicos), ya se trate de los tipificados socialmente, o de aquellos otros que siendo creación exclusiva de la voluntad de los particulares están dirigidos al cumplimiento de una función social considerada merecedora de la tutela legal. Función social que en su nueva versión no debe ser una que tenga en todos los casos una trascendencia o utilidad social, pues bastará con que se trate de una función socialmente digna, que responda a la colaboración social, apreciable socialmente y como tal merecedora de la tutela legal. La doctrina italiana, en consecuencia, no acepta la distinción que hace BETTI entre los negocios tipificados legalmente y los tipificados socialmente, como únicas especies de negocios jurídicos, pues ha considerado preferible continuar utilizando el criterio de distinción entre negocios típicos y atípicos. En este sentido, BIGLIAZZI GERI, BRECCIA, BUSNELLI y NATOLI, nos dicen: «En términos

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conceptuales la contraposición entre la teoría subjetiva y la teoría objetiva de la causa quizá puede ser reconsiderada hoy, puesto que en realidad cada cual destaca uno de los aspectos de la causa, pero a niveles distintos. En efecto, en primer lugar es necesario que la parte pretenda (o las partes pretendan) alcanzar un resultado correspondiente en sentido lato a la función económica de la operación jurídica (y puede tratarse de una función cuyo esquema se encuentre ya tipificado en el ordenamiento, o que de todos modos muestre una cierta tipificada social, o que sea fruto de una iniciativa de los particulares del todo original)». Con más claridad nos dicen directamente que: «Con el desarrollo progresivo de las actividades económicas, los tipos lineales y generalísimos de la tradición, conformes con estructuras económicas y sociales primitivas, dejaron de estar en condiciones de abarcar las nuevas experiencias. (...). El proceso de ampliación de los tipos ya codificados se ha visto acompañado de un fenómeno de articulación progresiva de los esquemas generalísimos recibidos de la tradición: contratos que tenían una fisonomía unitaria tienden a ser subdivididos en numerosos sub-tipos (piénsese en la venta que se subdivide hoy en día en multitud de figuras especiales, diferenciadas entre sí según el objeto y las modalidades del acto); (...). Existe, sin embargo, la posibilidad constante de un "dilema" entre el proceso de adecuación de las leyes a la concreción de las operaciones de la vida económica, y la rica y variada experiencia contractual. (...). No es, pues, inoportuno el que algunos contratos -que presentan caracteres de regularidad y tipicidad suficientes en la práctica- permanezcan por fuera de la disciplina normativa, y que, adicionalmente, queden espacios amplios para la expresión de figuras conformes a nuevos sistemas de intereses». Finalmente, se refieren al contrato atípico totalmente singular, que no se encuentra tipificado socialmente y que no es mixto, por no ser resultado de la combinación de dos o más contratos ya tipificados, diciéndonos: «Así se justifica plenamente la facultad, atribuida a los particulares por el segundo inciso del art. 1322, de dar vida a "contratos innominados". En especial, en la creación del nuevo esquema legal culmina, en general, un proceso de adecuación progresiva del fenómeno de la autonomía negocial a los intereses específicos de los sujetos: en efecto, se ha visto que estos últimos, aun cuando con los límites profundos ya señalados tienen a

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su disposición una gama cada vez más amplia y articulada de tipos legales, modificables según las exigencias del caso; pueden remitirse a experiencias extralegales ya probadas; y pueden, en fin, colocados frente a necesidades nuevas y particulares, "inventar" y forjar esquemas por completo singulares». Queda claro de esta manera, cómo para dichos autores italianos, los negocios atípicos no sólo son aquellos que se encuentren tipificados socialmente, o que sean mixtos por resultar de la combinación de algunos de los diferentes esquemas de los tipificados legalmente, sino también aquellos que son consecuencia del invento de las partes, que corresponden por ello mismo a un esquema negocial completamente novedoso y singular. Esto nos demuestra también que la doctrina moderna, que acepta la noción de función económico social como causa del negocio jurídico, no entiende dicho concepto en el sentido que le atribuyó BETTI, sino en un sentido distinto. En términos similares se pronuncia FRANCESCO GALGANO, cuando refiriéndose al significado positivo de la autonomía contractual, nos indica que: «Es libertad de concluir contratos atípicos o innominados, reconocida en el párrafo segundo del art. 1322, es decir, de concluir contratos que no corresponden a los tipos contractuales previstos por el Código Civil o por otras leyes, sino ideados y practicados en el mundo de los negocios. Muchos de los modernos contratos típicos tienen este origen: han nacido y se han difundido en la práctica de los negocios antes que la ley los previera y los regulase (...). Incesantemente, el mundo de los negocios siempre crea nuevas figuras contractuales, destinadas a vivir, como contratos atípicos, siempre que la ley no intervenga para regularlos (lo cual no siempre es aconsejable, en concreto para los modelos contractuales susceptibles de continua evolución, dependientes de la transformación del sistema económico)». Por su parte, en la doctrina española, entre los que siguen la teoría de la causa como la función económico social, en su segunda versión y no en la de BETTI, tenemos la opinión de LACRUZ BERDEJO, quien sobre este aspecto nos dice: «La libertad de concluir el negocio jurídico se realiza en la experiencia práctica ordinaria mediante la utilización electiva, en función de los fines que los particulares se

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proponen, de los diversos tipos negocíales propuestos por la ley, bien tomados individualmente bien en manera combinada (...). Ocurre, sin embargo, con cierta frecuencia, que los designios de los particulares no encuentran adecuada o definitiva composición mediante la realización de los negocios típicos o sus combinaciones, por lo que la libertad de concluir negocios ha de completarse, como expresión también de la autonomía privada, con la libertad de poder recurrir a operaciones negóciales, atípicas o innominadas, no previstas en la ley, puesto que, como bien dice la S. 31 de enero de 1963, a propósito de la utilización de ciertas convenciones novatorias, "los contratantes gozan de absoluta libertad para sujetarse a un molde legal, elaborarlo por su cuenta o tomar de la ley y agregar, por su propia voluntad, los elementos necesarios para conseguir el fin particular o peculiarísimo que se propusieron al contratar" (...)». En el mismo sentido, RUIZ SERRAMALERA, con relación a los negocios atípicos, señala: «Al no venir regulados estos negocios de manera específica por la ley y permitir nuestra legislación unas amplias facultades a la autonomía privada, se hace posible que la propia voluntad pueda construir una serie de figuras negocíales que no están previstas como típicas por el derecho. En muchos casos, a pesar de su falta de regulación concreta, no se trata de negocios raros o exclusivos, sino que muchos de ellos se imponen como corrientes dentro del tráfico jurídico». Agrega el mismo autor: «Cuando se habla de negocios atípicos se suelen incluir dentro de este concepto a aquellos que la doctrina considera como mixtos o complejos, en los que su causa o sus prestaciones se corresponden con las de dos o más clases de negocios típicos, como a los que se apartan (o, incluso, son incompatibles) de las figuras que legalmente se regulan». Esto significa que la causa, según la teoría de la función económico social, ha tenido en su desarrollo y evolución dos grandes momentos: el primero con BETTI y con el legislador italiano, entendiendo la causa como una función socialmente útil, partiendo como es evidente de las ideas originarias de SCIALOJA, y el segundo, con la subsiguiente doctrina, entendiendo la causa como una función socialmente útil para el caso de los negocios típicos y para los negocios que se encuentren tipificados socialmente, y como una función socialmente razonable para el caso de los negocios que sean

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creación exclusiva de la voluntad de los particulares. Esto significa, a su vez, que en forma mayoritaria se ha modificado el concepto de causa como la función socialmente útil al concepto de causa como la función socialmente razonable o plausible. La causa como la función socialmente útil o trascendente ha quedado relegada al ámbito de los negocios típicos y al de los negocios, que no estando tipificados legalmente, lo están sin embargo socialmente. La causa dentro de la teoría de la función económico social, como orientación teórica, no se ha entendido únicamente como la función socialmente trascendente del negocio jurídico, sino en general como la función socialmente razonable o plausible. Se trata de una observación de carácter fundamental, porque nos muestra que dentro de una misma orientación teórica, existen y han existido, dos nociones distintas de causa, aunque semejantes en lo relativo a la expresión «función económico social». Una concepción adecuada de la causa del negocio jurídico y de la eficacia jurídica de los actos de la autonomía privada de los particulares, debe dar cabida no sólo a las funciones sociales que respondan a un interés socialmente importante, sino también a todas aquéllas que respondan a un interés estrictamente individual, pero necesario para el desarrollo del individuo en su vida en sociedad y para la satisfacción de sus múltiples necesidades, derivadas de su vida de relación con los otros miembros del grupo social. Si el derecho ordena las relaciones de los individuos en sociedad, debe hacerlo no únicamente respecto de las relaciones sociales dirigidas a la satisfacción de necesidades comunes del grupo social, sino también de aquéllas dirigidas a la satisfacción de necesidades derivadas de la división social del trabajo, es decir, de las necesidades distintas de los diferentes miembros de una determinada sociedad en un determinado momento histórico social. En otras palabras, la noción de la función social no sólo debe estar basada en la solidaridad o interdependencia social por semejanzas (necesidades comunes), sino también en la solidaridad consecuencia de la división social del trabajo, es decir, en la interdependencia social por diferencias (necesidades distintas y diferentes de los distintos miembros de una determinada sociedad).

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No aceptamos la idea que la relevancia social esté referida únicamente a las necesidades comunes de todos los miembros de una determinada sociedad, pensamos que son también relevantes socialmente las necesidades distintas de los diferentes miembros de la sociedad consecuencia de la división social del trabajo; mejor dicho, son igualmente relevantes la satisfacción de dichas necesidades. Para nadie es un secreto o una verdad oculta que dentro de cada sociedad los individuos tienen diferentes aptitudes, capacidades, conocimientos y posibilidades. Los individuos en sus relaciones sociales, en su vida de relación con los otros individuos buscan siempre la satisfacción de sus múltiples necesidades o intereses (entendidos éstos como sus diversas aspiraciones). Si las necesidades e intereses son diferentes de individuo a individuo, ello es justamente consecuencia de las diversas aptitudes y capacidades de los mismos individuos. Así, por ejemplo, para un pintor lo más importante es tener material para poder pintar, tiempo que disponer para crear sus obras; para un jurista lo más importante es estudiar permanentemente y contar con la posibilidad de tener siempre a su disposición el mayor número de bibliografía jurídica, investigar y crear elaboraciones doctrinarias; para un abogado lo fundamental es el constante ejercicio profesional, el estar al tanto de todos los dispositivos legales vigentes de acuerdo a las diversas especialidades, las vinculaciones con otros abogados; y, así, indefinidamente, cada individuo de acuerdo al rol que quiere o debe cumplir en una determinada sociedad, según sus diferentes aptitudes y capacidades, tendrá diversas necesidades, intereses y aspiraciones, metas que cumplir. Sin embargo, todos los miembros de cualquier sociedad tienen también las mismas necesidades: vestido, alimentación, trabajo, educación, respeto unos por otros, seguridad personal, recreación, afecto, etc. Pues bien, siendo esto así, no se puede reducir la protección legal únicamente a la satisfacción de las necesidades comunes de los diferentes miembros de una determinada sociedad. En consecuencia, resulta evidente que la función social del negocio no debe estar referida únicamente a la satisfacción de las necesidades comunes sino también a la de las diferentes necesidades de los distintos miembros de una determinada sociedad. Se debe buscar la protección de los intereses sociales e individuales de los

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miembros de una determinada sociedad. . En nuestro concepto, la noción de función social debe construirse sobre la base de la solidaridad o interdependencia social por semejanzas como por diferencias. Deben merecer la protección legal y ser considerados jurídicamente vinculantes los actos de la autonomía privada dirigidos a satisfacer las necesidades comunes de todos los miembros de la sociedad y las diferentes necesidades de cada uno de los mismos. Se debe buscar satisfacer los intereses colectivos como los intereses individuales. Pero mucho cuidado, cuando hablamos de los intereses individuales no estamos hablando de cualquier tipo de intereses o aspiraciones del individuo, sino únicamente de aquellos que sean considerados individuales, pero socialmente razonables, socialmente dignos, y por ende merecedores de la tutela legal; es decir, no debe tratarse de cualquier necesidad del individuo, sino únicamente de aquéllas que puedan ser satisfechas por las conductas socialmente aceptadas de los otros miembros de la sociedad. Si el negocio está dirigido al cumplimiento o al logro de una función que satisfaga una necesidad individual, pero considerada socialmente razonable, digna, seria, que responde a la colaboración entre individuos, o indispensable para la vida en sociedad, estaremos frente a un negocio jurídico. Por el contrario, si el negocio está dirigido al cumplimiento de un interés personal, que no es necesario para la vida en sociedad, que responde a un interés no serio, un interés absurdo, irracional, desde el punto de vista del criterio social, ya no será un negocio jurídico, sino un acto irrelevante para el derecho. Las funciones individuales merecen la protección jurídica, pero en cuanto sean socialmente necesarias para el desarrollo del individuo en su vida de relación con los otros individuos que conforman una determinada sociedad. La función social no sólo está referida a toda la sociedad en su conjunto, sino también a cada individuo en cuanto sea socialmente apreciable o necesaria para la misma vida en sociedad. No sólo se trata de que cada individuo tenga que realizar actos tendientes al cumplimiento de la función social que le corresponde ejecutar por el lugar que ocupa en la sociedad, sino que los actos de los individuos merecen la protección legal cuando están dirigidos a satisfacer intereses individuales considerados por la sociedad como aspiraciones, es decir, cuando se trata de intereses particulares

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socialmente apreciables o considerados socialmente importantes para cada individuo en particular. Construir una noción de causa como función social del negocio jurídico fundamentada en la solidaridad social por semejanzas como por diferencias, nos va a permitir atribuir eficacia jurídica no sólo a los actos de la autonomía privada dirigidos a la satisfacción de necesidades comunes de todos los miembros de una sociedad, sino también a aquellos dirigidos a la satisfacción de las diferentes necesidades de los diferentes miembros de una misma sociedad consecuencia de la división social del trabajo. Sin embargo, nuestra construcción conceptual no para ahí, no finaliza con esta premisa, por cuanto consideramos que no sólo deben ser merecedores de la tutela legal los actos dirigidos a satisfacer intereses individuales que sean consecuencia de la función que cada individuo deba desarrollar en la sociedad producto de la división social del trabajo y del lugar que ocupa en la sociedad, sino también aquellos actos destinados al logro de intereses estrictamente individuales en la medida que sean socialmente apreciables por ser considerados socialmente razonables o necesarios para el desarrollo del individuo en su vida en sociedad. En nuestro concepto la noción de función social como causa del negocio jurídico, en el sentido de razón justificadora del reconocimiento del mismo por el ordenamiento jurídico, y de su correspondiente eficacia jurídica, y por ende de su protección legal, no sólo debe incluir el significado de función socialmente útil o trascendente, y el de función socialmente necesaria e indispensable, sino también el de función individual socialmente apreciable, digna, razonable, seria, importante para el desarrollo de cada individuo en su vida en sociedad. No se trata en este último caso, de la función social necesaria para la satisfacción de las necesidades de los demás miembros de la sociedad, sino de la función necesaria para la satisfacción de las necesidades de cada individuo en particular. Es decir, se trata de funciones estrictamente individuales, pero socialmente apreciables, consideradas socialmente como razonables para el desarrollo de cada individuo, según sus personales y peculiares características. De esta manera, se protege también el

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desarrollo integral de cada miembro de la sociedad, con el consiguiente beneficio para todo el grupo social. Si se observa bien, el tercer aspecto o significado que en nuestro concepto debe incorporarse a la función social como causa del negocio jurídico es, a su vez, una consecuencia de la función socialmente necesaria, sólo que en este específico supuesto la función socialmente necesaria está referida directamente al desarrollo del individuo en su vida en sociedad y ya no a la función que debe desempeñar en la sociedad producto de la división social del trabajo. Debe quedar bien en claro, que hablar de la función socialmente necesaria para el desarrollo del individuo, y la satisfacción de sus múltiples necesidades, en la medida que las mismas sean consideradas por el ambiente social del momento como dignas y serias, no significa en modo alguno proponer la relevancia jurídica de cualquier fin individual (lo que haría superfluo e inútil toda concepción sobre la causa y la correspondiente limitación de la autonomía privada), sino el proponer la protección jurídica de los intereses estrictamente individuales, en la medida que sean socialmente razonables para el desarrollo del individuo dentro de la sociedad. Este concepto de la utilidad socialmente plausible o normal, o socialmente apreciable, o interés individual de carácter normal y objetivo, también se encuentra en FEDERICO DE CASTRO y BRAVO, cuando nos señala que: «Como se recordará, en el derecho español se ha estimado deber negar el amparo del aparato coactivo del estado a negocios, contratos y promesas acusados de carecer de un fundamento socialmente razonable (...)», y cuando nos dice que: «La figura de la causa fue elaborada para distinguir y justificar el carácter jurídico vinculante reconocido a ciertos contratos, a pesar de estar ellos desprovistos de solemnidades legales; después será utilizada como medio de negar la protección jurídica a las promesas y contratos carentes de sentido o que resultasen ilícitos». La causa se identifica de esta manera como una función socialmente razonable, plausible o anreciable. Ya no se reauiere aue se trate de una función socialmente útil, con trascendencia social, que responda a un interés social o al deseo de satisfacer necesidades comunes y generales, y

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tampoco que se trate de la función socialmente necesaria inspirada en la solidaridad social por semejanzas en base a la función que cada individuo debe desarrollar en una determinada sociedad. Se trata de la función que responda a un interés fundamentalmente individual, pero socialmente apreciable por ser un interés serio, digno, razonable y por ende merecedor de la solidaridad social por diferencias y en la necesidad fundamental de proteger los intereses estrictamente individuales en cuanto sean considerados socialmente dignos de la tutela legal. Esto significa, en consecuencia, que no se puede desconocer en nuestra opinión el aspecto social de la causa del negocio jurídico. El significado social de los fines perseguidos por los particulares es siempre fundamental para la justificación del reconocimiento jurídico de la autonomía privada y de sus diferentes manifestaciones. Pero no encontramos ningún obstáculo en que los fines individuales, estrictamente personales, puedan ser valorados socialmente como dignos de la tutela legal en tanto sean considerados socialmente razonables o plausibles. La construcción del aspecto objetivo de La causa del negocio jurídico Es necesario reconocer que el gran mérito de la construcción doctrinaria de EMILIO BETTI, ha sido justamente el dejar bien en claro que la causa no puede estar referida únicamente al aspecto de la función jurídica, sino que además del reconocimiento jurídico de la misma, debe tomarse en cuenta fundamentalmente su significado o aspecto social. No obstante lo cual, uno de los problemas fundamentales de la concepción de BETTI, además del referido a la exigencia en todos los casos de una utilidad social, que hemos criticado y comentado con amplitud, en los acápites anteriores del presente capítulo, es también el de concebir que la causa es ante todo una noción social y extrajurídica. Desde nuestro punto de vista, esta posición no es la correcta, por cuanto se olvida que el negocio jurídico, en cuanto hecho jurídico, y al igual que todos los demás hechos jurídicos voluntarios, lícitos o ilícitos, es también en esencia una conducta social valorada jurídicamente. No se debe olvidar que el negocio jurídico, por ser un supuesto de hecho, es precisamente un

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hecho previsto o presupuesto en abstracto en el supuesto abstracto o supuesto de hecho o fattispecie. Como tal el negocio jurídico, tiene dos lados: uno jurídico constituido por el supuesto de hecho o fattispecie, denominado también supuesto de hecho abstracto o jurídico, que es justamente el esquema legal establecido por la norma jurídica para atribuir efectos jurídicos a la realización del hecho previsto en abstracto; y otro social, integrado por el mismo hecho que se acomoda a la fattispecie negocial, conformado a su vez por la conducta social consistente en una o más declaraciones de voluntad dirigidas a la obtención de un fin práctico en la realidad social. Estos dos aspectos del negocio jurídico: el formal o legal y el aspecto social conforman una unidad íntima e indesligable, pues no puede haber hecho jurídico y, por ende, negocio jurídico sin fattispecie o supuesto de hecho abstracto, y tampoco puede hablarse de negocio jurídico sin una conducta social que se acomode o ajuste a la fattispecie. Del mismo modo, la causa del negocio jurídico supone dos lados: el jurídico y el social. No se puede decir que la causa es únicamente la función jurídica, pues se estaría dejando de lado los negocios atípicos, salvo el caso de los mixtos, que en cuanto atípicos no están previstos en un tipo o esquema legal; y tampoco se puede decir que la causa es únicamente la función social, por cuanto la misma para ser relevante jurídicamente requiere del reconocimiento del sistema jurídico a través de un tipo legal o de un esquema negocial genérico (las denominadas causas genéricas).

Esto significa que la noción de causa, en su aspecto objetivo, debe observarse, no sólo a través de la función jurídica, sino también a través de la función social. Todo negocio jurídico debe tener una causa jurídica (esto es, reconocida jurídicamente en un supuesto de hecho específico o genérico) y también una causa concreta (consecuencia de la concurrencia de todos los elementos señalados por el supuesto de hecho para la función jurídica típica o genérica). En tal sentido, es obvio que si decimos que la causa es la función netamente social, llegamos a confundirla con la totalidad de los elementos del negocio, por cuanto la función estrictamente social es

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el resultado de todos los elementos de cada negocio jurídico, según su uso constante en la realidad social. Pero ello no sucede con nuestro concepto de causa en su aspecto objetivo, por cuanto a pesar de reconocer que la causa es la función social, socialmente digna y razonable por supuesto, en nuestra construcción la causa es una noción jurídica que tiene un significado social. En tal sentido, los aspectos sociales de la causa adquieren un carácter formal y se convierten estrictamente en elementos jurídicos. Por ello, en nuestra opinión, la causa es la función social reconocida en los supuestos de hecho específicos o genéricos. Es la función social que debido a su dignidad y mérito social se convierte en función jurídica. La causa dentro de nuestra construcción es antes que todo una noción jurídica que responde a la protección y tutela de un interés o necesidad considerada socialmente razonable. Sin embargo, tampoco confundimos causa con tipo legal, por cuanto la causa es únicamente la función delimitada en el tipo, mientras que el tipo es el supuesto de hecho de cada figura negocial. Del mismo modo, en los negocios atípicos la causa es la función social delimitada y prevista en abstracto en el esquema genérico, que tampoco se confunde con el mismo esquema. No se identifica causa con tipo, aunque la causa sirve justamente para individualizar una determinada figura de tipo legal y distinguirla de los demás.

La construcción del aspecto subjetivo de la causa del negocio jurídico y la noción de propósito práctico en la teoría general del negocio jurídico. Los motivos incorporados a la causa Este razonamiento, pensamos, nos demuestra que no se puede seguir una concepción estrictamente social de la causa del negocio jurídico, bajo riesgo de caer en enormes contradicciones y empujar la propia noción al vacío, convirtiéndola en una repetición inútil del concepto del mismo negocio jurídico. De otro lado, tampoco se debe olvidar que la causa es también subjetiva, en cuanto puede examinarse desde un ángulo subjetivo, conformada por la voluntad de

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los sujetos dirigida a la obtención de la función, no como función jurídica, sino como función práctica. Este aspecto subjetivo de la causa permite la incorporación de los motivos concretos y determinantes de los sujetos cuando los mismos se conviertan en la base o razón exclusiva y determinante de la celebración del negocio jurídico. Esto significa que la noción de causa da cabida al concepto del propósito práctico como razón determinante de la celebración del negocio. En otras palabras, no podemos ni debemos construir un concepto meramente objetivo de la causa, no sólo porque sería imposible hablar de causa ilícita, sino porque el mismo negocio jurídico supone siempre un propósito práctico, y no se puede dejar al mismo en el limbo, mencionándolo solamente cuando estudiamos la noción de declaración de voluntad, como algo referido a la voluntad de los sujetos al celebrar el negocio, sino que debemos ser conscientes que el propósito, para algunos jurídicos, para nosotros, al igual que para la gran mayoría, prácticos, forma parte también del negocio jurídico, como conducta social valorada jurídicamente. Es absurdo entender que el supuesto de hecho negocial está conformado únicamente por la declaración de voluntad y la causa en su aspecto objetivo. El supuesto de hecho negocial considera también el propósito de las partes, que en nuestro entender, es práctico, o práctico social, en la medida que todo acto voluntario esta siempre dirigido a la consecución u obtención de una determinada finalidad. Propósito práctico entendido como causa negocial en su aspecto subjetivo, que no implica necesariamente, la existencia de un propósito distinto al de la función objetiva del negocio. Cuando las partes no hayan celebrado el negocio, determinadas por un fin común y concreto, distinto del fin jurídico del negocio, la causa en su aspecto subjetivo estará conformada por la intención de alcanzar dicha finalidad o función jurídica. El aspecto subjetivo en este caso deberá denominarse propósito práctico típico o intento práctico típico de los sujetos. En tal sentido el aspecto subjetivo es siempre elemento del negocio jurídico, no se puede decir, bajo pena de desconocer la realidad, que los sujetos al celebrar un negocio no

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desean alcanzar la función o finalidad jurídica del negocio. Del mismo modo, si los sujetos al celebrar un negocio evidencian una finalidad común, distinta de la finalidad jurídica, dicha finalidad común pasará a formar parte del negocio a través de ser considerada como el aspecto subjetivo de la causa, en la medida que se trate de una finalidad común evidenciada a través de la estructura negocial, o a través de alguno de los elementos, presupuestos o requisitos del mismo negocio. Por el contrario, si la finalidad es común y determinante, pero no se ha incorporado al mismo negocio, seguirá siendo un simple motivo, aunque común y como tal completamente intrascendente e irrelevante. De esta manera se podrá apreciar el negocio jurídico, no como una simple operación abstracta, sino como una operación real, con un significado propio, concreto, determinado por una situación particular, y se podrá apreciar si el mismo merece o no el amparo jurídico, el mismo que se negará cuando el propósito evidenciado sea socialmente absurdo o ilícito. Dicho de otro modo, la causa debe ser entendida como la función social reconocida por el ordenamiento jurídico a través de un tipo o de un esquema genérico de negocio. Función social que está referida no a una función socialmente útil, sino a una socialmente razonable y digna, que permite también la valoración de los propósitos o fines concretos de los particulares al celebrar negocios. La función ordenadora del derecho de las conductas de los hombres que deben ser vinculantes jurídicamente en correspondencia con el propósito práctico que los hubiere determinado, no puede establecerse únicamente en base a significados exclusivamente sociales, o simples hechos sociales, pues supone como toda valoración normativa, una conformación jurídica a través de normas jurídicas. Y son justamente las normas jurídicas las que nos dicen qué resultados prácticos o funciones sociales son las que deben merecer la protección legal y justificar el reconocimiento y la eficacia jurídica de un acto de la autonomía privada, entendido como una autorregulación de intereses particulares con miras a la satisfacción de determinadas

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necesidades, bien sean socialmente útiles, socialmente necesarias o estrictamente individuales pero socialmente dignas y razonables. Todos los negocios jurídicos, en un determinado ordenamiento jurídico, deben estar justificados y reconocidos mediante una determinada función jurídica, bien se trate de una función jurídica típica o específica establecida en un tipo negocial, o bien se trate de una función jurídica genérica establecida en un esquema genérico de negocios jurídicos. Función jurídica que debe ser también querida por los sujetos y que permite la valoración de las finalidades concretas y determinantes de los mismos al celebrar los negocios. La justificación del concepto de causa del negocio jurídico como fundamento del reconocimiento y eficacia jurídica de los actos de autonomía privada. Las concepciones individualistas y formales del negocio jurídico De esta manera, pensamos, se tiene una visión realista de lo; negocios jurídicos, apreciándolos como conductas sociales, pero con un significado jurídico y se puede sancionar la ausencia de causa cuando el negocio no se ajuste a una determinada función jurídico típica, o cuando no merezca ser reconocido y tutelado jurídicamente por representar una función socialmente absurda en el caso de lo no tipificados. Del mismo modo, se podrá sancionar las hipótesis d< causa ilícita, cuando el propósito práctico de las partes esté dirigid" a una finalidad ilícita o inmoral. Todo esto significa que no basta con una función jurídico; específica o genérica, se requiere además que cada negocio jurídico tenga una causa concreta, esto es, una función social típica o genérico materializada en la realidad en concordancia con las finalidad de concretas perseguidas por los sujetos que lo han celebrado. El aspecto social de la causa es de trascendental importancia porque es precisamente a través del significado social de lo mismo que se establecen los diferentes tipos o esquemas genéricos d negocios jurídicos. La norma jurídica siempre toma en cuenta, par la atribución de efectos jurídicos, las conductas sociales de lo individuos. En otras palabras, el aspecto social de la causa es el que

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sirve para justificar la existencia de las funciones jurídicas y, por ende, de las diferentes figuras de negocios jurídicos. Sería imposible para el legislador, en cualquier sistema jurídico, establecer y prever en abstracto todas las funciones sociales consideradas dignas de protección legal. Por ello, es necesario que el legislador se remita al valor social de determinadas conductas o comportamientos para el establecimiento de las diferentes figuras negóciales. La justificación de los negocios atípicos se garantiza con el establecimiento de una función jurídica genérica que establezca que toda autorregulación de intereses privados dirigida a la consecución de una función socialmente razonable y digna, deberá ser elevada al rango de negocio jurídico y por consiguiente jurídicamente vinculante. Nuestra noción de causa, en su aspecto objetivo, no está basada como es evidente únicamente en el carácter legal del negocio, ni tampoco en su lado social exclusivamente, sino por el contrario está fundamentada en los dos aspectos. Recuérdese que con una visión formalista del negocio y de su causa, que ponga atención únicamente en el esquema legal del mismo establecido por la norma jurídica como razón justificadora de su eficacia jurídica, no se llega a ningún resultado, porque se desconoce el factor social del negocio jurídico y daría lo mismo hablar de causa del negocio que del acto jurídico en sentido estricto. La causa ya no sería un requisito de existencia del negocio jurídico, sino en general de todo hecho jurídico voluntario. No debe olvidarse que la función establecida en el esquema legal es causa jurídica en la medida que hace referencia a una función social de un acto de la autonomía privada encaminado a la obtención de un propósito práctico amparado por el ordenamiento jurídico. Del mismo modo, con una noción meramente social se desconoce la función ordenadora del derecho, organizadora de la realidad social en realidad jurídica. Nuestra concepción sobre la causa toma en cuenta tanto el aspecto legal como el aspecto social e individual sobre la base que la sociedad está conformada por individuos que tienen necesidades e intereses semejantes y distintos, que no están necesariamente vinculados con los intereses comunes de todos los miembros de la misma sociedad. En nuestra opinión, los intereses estrictamente individuales, en cuanto

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sean considerados socialmente razonables, serios y dignos, deben merecer la protección legal. Es decir, el derecho debe acudir al criterio social de lo que es normalmente legítimo o debe serlo. Existe, pues, una íntima vinculación entre el lado social y jurídico del aspecto objetivo de la causa. Ambos lados conforman un mismo concepto, referido al aspecto objetivo de la causa, entendida como la razón justificadora del reconocimiento y de la eficacia jurídica del negocio jurídico como acto de la autonomía privada consistente en una autorregulación de intereses privados, en miras a un propósito práctico o resultado práctico socialmente razonable y digno. Del mismo modo, debe también darse relevancia a las motivaciones concretas y determinantes de los sujetos, cuando las mismas se evidencien a través de la estructura negocial como la base o razón única y determinante de la celebración del negocio. Entendiendo que es necesario además que los sujetos deseen también alcanzar el fin jurídico del negocio para que el mismo sea válido y vinculante jurídicamente. Como ya señalamos antes, en la moderna doctrina negocial se acepta que la declaración de voluntad es únicamente un elemento del supuesto de hecho del negocio jurídico. Cosa distinta es que algunos autores señalen que en el negocio jurídico la voluntad declarada deba estar dirigida a los efectos jurídicos, mientras que según otros a los efectos prácticos. Esto es así, por cuanto se entiende que lo que caracteriza el acto negocial, es justamente que los efectos jurídicos sean atribuidos por el ordenamiento jurídico a las declaraciones de voluntad en concordancia o correspondencia con el propósito jurídico o práctico del sujeto o los sujetos que han celebrado el negocio. Obviamente la posición según la cual el propósito de los sujetos debe estar dirigido a los efectos jurídicos, ha perdido vigencia en la actualidad, por cuanto se acepta desde hace mucho tiempo que los sujetos persiguen siempre efectos prácticos, que en cuanto concedidos por el ordenamiento jurídico son efectos jurídicos. Propósito práctico que en nuestra construcción se convierte en el

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aspecto subjetivo de la causa. No se olvide que el hecho de no aceptar las concepciones neocausalistas, no significa que no rescatemos el mérito del neocausalismo, debidamente transportado a la concepción objetiva de la causa, entendida como función socialmente razonable y digna. Toda esta situación ha sido observada por la moderna doctrina, y es por ello precisamente que los autores que siguen el sistema del negocio jurídico, aceptan las teorías objetivas de la causa, bien se trate de la tesis de la función jurídica; de la función económico social en el sentido de la elaboración de EMILIO BETTI, O de la función socialmente digna o razonable. Cosa también distinta es que los autores modernamente hayan reaccionado contra las teorías objetivas de la causa, que no permiten la configuración de los supuestos de causa ilícita, estableciendo la existencia de un aspecto subjetivo de la misma, conformado por los motivos incorporados a la estructura del negocio jurídico. En otros términos, es importante insistir en que el rechazo casi unánime a las teorías subjetivas dentro de la moderna concepción del negocio jurídico, tampoco nos debe llevar a separar y distinguir nítidamente la causa de los motivos, pues a ellos tenemos que recurrir cuando nos referimos al aspecto subjetivo de la causa. Incluso BETTI, según se recordará, ha sido uno de los autores que con su aceptación de este aspecto subjetivo de la causa, ha marcado el camino para que otros autores hayan hecho lo mismo en la doctrina italiana, dada su gran autoridad, al igual que sucedió con CAPITANT en la doctrina francesa y DIEZ PICAZO y FEDERICO DE CASTRO Y BRAVO en la doctrina española. Cosa también distinta es, finalmente, la doctrina alemana de la causa, que hace referencia únicamente a los negocios jurídicos de atribución patrimonial, que constituye una orientación subjetiva sobre la causa indudablemente, pero con un significado diferente al de los sistemas jurídicos causalistas, ya que dentro del sistema jurídico alemán la causa no ha sido elevada al rango de elemento del contrato o del negocio jurídico, cumpliendo únicamente el rol de ser la razón justificadora de la atribución patrimonial, es decir, de la trasmisión de

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derechos de un patrimonio a otro. En el sistema alemán la causa no es la razón justificadora o la base de la eficacia jurídica del negocio, sino únicamente de las atribuciones patrimoniales, es decir, del enriquecimiento de un sujeto a otro. En el sistema alemán, la razón justificadora del reconocimiento de los negocios jurídicos es el tipo legal exclusivamente, sin darle ninguna importancia al significado social de las conductas negóciales. En conclusión, el valor o significado social de un negocio jurídico o contrato no puede ser nunca consecuencia de una posición individualista del derecho, sino únicamente de una concepción social y realista del mismo; no se puede desconocer la trascendencia o el valor social de cada manifestación de la autonomía privada de los particulares y no se le puede concebir únicamente como declaraciones de voluntad abstractas completamente desvinculadas de la realidad social. El factor justicia nos impide examinar las operaciones contractuales y negóciales únicamente desde un punto de vista abstracto y estructural. Se debe examinar el valor social de cada manifestación de la autonomía privada, si las partes han buscado utilizar la estructura negocial o contractual para la obtención de algún resultado social ilícito o inmoral, o si no merece la protección jurídica por ser socialmente absurdo. Esto también significa que no se puede aceptar bajo ningún punto de vista una concepción meramente formal, normativa de la causa del negocio jurídico en cuanto referida a la función jurídica, o al tipo negocial o contractual, según se ha explicado también anteriormente, y fundamentalmente porque con una concepción de dicha naturaleza se estaría olvidando que el negocio jurídico es en esencia una porción de la realidad social, una conducta del hombre en su vida social. Obviamente esto significa también que no se puede aceptar una concepción meramente subjetiva de la causa del negocio jurídico, pues de hacerlo así se estaría desconociendo que el negocio no es únicamente una conducta del individuo, sino sobre todo y fundamentalmente una conducta del individuo en su vida de relación con los otros individuos.

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En esta línea, todo aquello implica igualmente que no se puede desconocer el aspecto subjetivo de la causa, no pudiendo dejarse de lado que los negocios son celebrados también siempre para la satisfacción de intereses estrictamente individuales, que no son relevantes para el derecho, pero que sin embargo, en algunos casos merecen ser tomados en consideración, en cuanto le den al negocio jurídico celebrado una significación social distinta a la del aspecto objetivo de la causa. En otras palabras, es igualmente siempre necesaria una valoración de los fines personales de los individuos al celebrar negocios jurídicos, ya que los mismos, en cuanto sean socialmente ponderables y se incorporen a la estructura del propio negocio, se hacen objetivos, y pueden darle al negocio jurídico una significación social diferente, o más adecuada a la de los intereses individuales en juego en cada operación negocial. De esta forma también se podrá sancionar los supuestos de causa ilícita. Lo cual resulta imposible con una concepción objetiva según se ha visto a profundidad en todos los capítulos del presente trabajo. En tal sentido, debe señalarse nuevamente el gran valor de la concepción neocausalista, que aún cuando nacida en el ámbito de la doctrina francesa individualista, transportada al ámbito de las concepciones objetivas que consideran que la causa es la razón justificadora del reconocimiento jurídico de los actos negóciales, sirve para poder construir adecuadamente el aspecto subjetivo de la noción de causa, y poder entender que el negocio jurídico no es una simple operación abstracta y formal, sino que debe ser apreciado en su significado concreto, de acuerdo a las particulares motivaciones de los particulares, en cuanto las mismas se hayan transformado en un factor objetivo por ingresar a la estructura negocial o contractual. En nuestra opinión no se puede elaborar un concepto de causa separado de la realidad social, del aspecto de la solidaridad social, pues no debe olvidarse que el derecho ordena, organiza la realidad social, valorando determinados comportamientos del individuo en sociedad y atribuyéndoles en consecuencia ciertos efectos jurídicos. Nuestra concepción de la causa está fundamentada en la íntima vinculación existente entre derecho y sociedad y en la función

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ordenadora del mismo respecto de la realidad social. La causa no puede ser entendida únicamente como una noción estrictamente jurídica, sino también como una noción social, con un significado social, con un valor social, porque todo lo jurídico responde necesariamente a un aspecto social. Todo aspecto jurídico, respecto de los hechos jurídicos en específico, implica definitivamente un aspecto social, pero no todo lo social es jurídicamente traducible. En consecuencia, la causa está referida al aspecto social en cuanto jurídicamente considerado digno de la tutela legal. En sintonía con lo anterior, nuestra concepción de causa del negocio jurídico, se basa y apoya en una concepción del derecho, según la cual se deben tener en cuenta tanto los fines sociales como los fines individuales. Debiendo buscarse una armonía entre ellos. En este sentido, como ya lo hemos señalado, nuestra concepción sobre la causa no está referida únicamente a los fines sociales, sino también a los fines individuales en cuanto puedan ser considerados socialmente razonables y dignos por ello mismo de la tutela legal. Aceptar la concepción de BETTI, basada en los postulados del corporativismo, nos parece no sólo inadecuado, sino muy peligroso, ya que con una orientación de dicha naturaleza estaríamos limitando la autonomía privada única e increíblemente a la consecución de fines sociales, que interesan a toda la colectividad. Por ello no aceptamos que la causa del negocio pueda ser entendida como la función económico-social, en el sentido de función socialmente útil, trascendente, que responda a un interés social, sino únicamente en el sentido de una función o resultado socialmente razonable. En conclusión, nuestro concepto de causa está referido a 1 función socialmente digna, oportuna, razonable, seria, que respond al interés de la colaboración social y de la protección de los sujete mismos que han celebrado el negocio jurídico, evitando el abuso d la parte más fuerte. Dignidad y oportunidad social que deberán se apreciadas en consideración al ambiente social vigente, esto es, e base a la valoración objetiva del ambiente social.

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La noción de causa como función jurídica en base a una función socialmente razonable en concordancia con el propósito práctico de 1os sujetos dentro del Código Civil peruano Habiendo construido nuestra noción de causa del negocio jurídico y sabiendo que en nuestra opinión es posible desarrollar la teoría general del negocio jurídico en nuestro sistema jurídico, a pesar que el Código Civil peruano nos habla de acto jurídico, debemos determinar si nuestro concepto de causa sobre la función jurídica e base a una función socialmente razonable en concordancia con propósito práctico de los sujetos, es aplicable. Ello supone en primer término determinar si la causa ha sido considerada dentro de 1 elementos del negocio jurídico en nuestro Código Civil y, en nuestro sistema jurídico. Caso contrario, nuestra construcción sobre concepto de causa negocial no tendría mayor sentido, pues no del olvidarse que la causa no es un elemento del negocio jurídico que impone por la sola fuerza de los conceptos. La causa es, por contrario, un elemento del negocio jurídico y del contrato que de tener reconocimiento legal. El legislador puede optar por regular los negocios jurídicos contratos en base a la tipicidad legal (esto es, en base al principio la valoración de conductas por esquemas legales, sin preocuparse en lo más mínimo por su significado social o concreto, y consecuencia prescindiendo de la causa); o en base a una concepción causalista, estableciendo la causa como elemento legal caracterizador de los negocios jurídicos y contratos. A su vez, de haber elegido el ordenamiento jurídico por una concepción causalista, puede haber optado perfectamente, bien sea por las orientaciones objetivas en cualquiera de sus dos modalidad bien sea por alguna de las direcciones subjetivas. Así, por ejemplo no debe olvidarse que el Código Civil de 1936 optó nítidamente por una concepción que prescindía de la causa como elemento caracterizador de los negocios jurídicos y contratos, esto es, por una posición anticausalista. Esto significa, en consecuencia, que no se puede construir una noción de causa en el vacío, sobre normas legales que no le atribuyan el rol de ser elemento caracterizador de los negocios jurídicos. En

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esta materia no hay lugar a romanticismos ni a idealismos. La opción es bien clara: o se está frente a un sistema causalista o frente a un sistema anticausalista. Por ello es que se dice que en los sistemas anticausalistas (como el del Código Civil peruano de 1936 y el Código Civil alemán), los negocios jurídicos se establecen no en base a su significado social en concordancia con el propósito práctico de los sujetos que los hubieren celebrado, sino únicamente en base a los tipos legales, evitando de esta manera cualquier referencia al significado social o concreto de una operación negocial. En estos sistemas, el reconocimiento jurídico de los negocios como conductas jurídicamente vinculantes se basa exclusivamente en la tipicidad legal, resultando por lógica consecuencia bastante difícil la justificación de los negocios atípicos, es decir, no previstos en tipos o esquemas legales. Viéndose el sistema y la doctrina obligada a justificar cualquier negocio nuevo y diferente como negocio mixto resultante de la combinación de dos o más tipos legales. Obsérvese incluso que la teoría de la función jurídica, a pesar de haberse desarrollado en un sistema causalista por excelencia, como el italiano, plantea un sistema negocial y contractual bastante semejante al alemán al concebir la causa como el tipo legal, justificando el reconocimiento jurídico de los negocios únicamente en los tipos o esquemas legales. En tal sentido, recuérdese que nosotros hemos rechazado dicha teoría totalmente abstracta de la causa negocial, pues no hemos aceptado la confusión entre causa y tipo legal. Ahora bien, en los sistemas jurídicos que prescinden de la causa para justificar el carácter jurídico de los negocios y contratos, no se puede introducir doctrinariamente la causa como elemento del negocio jurídico o del contrato, pues se entiende que dicho sistema evita cualquier valoración del significado social, o del propósito práctico de los particulares al celebrar negocios jurídicos. La noción de causa como elemento del negocio jurídico y del contrato exige un reconocimiento legal. Pues bien, es opinión generalizada, que nosotros compartimos, que el Código Civil actual es causalista al haber considerado la causa dentro de los elementos del acto jurídico. Ello se deduce de modo unánime (aunque todavía no se le dé la importancia debida, sobre

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todo a nivel jurisprudencial) de lo dispuesto en el inciso tercero del artículo 140 del mismo Código Civil, que hace referencia expresa al «fin lícito». De esta manera, el primer gran problema sobre la aceptación o no de la causa como elemento del contrato, lo encontramos resuelto en nuestro sistema jurídico, pues es evidente que el concepto fin a que hace referencia directa y expresa el artículo 140 del código actual está íntimamente vinculado con el de causa. El término «causa» es utilizado en la doctrina y en los diferentes sistemas jurídicos causalistas, según ha quedado plenamente demostrado en los capítulos anteriores, para hacer referencia directa al concepto de fin del acto jurídico, del negocio jurídico, y del contrato. Recuérdese, por ejemplo, la doctrina clásica de la causa cuando se define indistintamente la causa de la obligación como el motivo abstracto o típico, o como el fin inmediato y directo por el cual contrae su obligación el deudor. Más aún se dice en todo momento por los autores clásicos que la causa es el fin por el cual se contrae una obligación. Esto nos demuestra que en el ámbito de la tesis clásica el término «causa» es utilizado para hacer referencia directa a la noción de fin. Obsérvese, finalmente, que en esta teoría el fin inmediato y directo no es el del mismo contrato, sino el fin del sujeto que contrae una obligación por la celebración del contrato. Lo mismo sucede con las orientaciones neocausalistas, pues en ellas el término causa es utilizado para hacer referencia al fin que persiguen las partes al celebrar un contrato. En otros términos, no hay duda de ninguna clase que la definición de causa está referida directamente al concepto de fin que persiguen las partes mediante la celebración de un negocio jurídico. Obviamente los autores hablan indistintamente de fin o finalidad, pero en ambos casos se entiende que la causa es la consideración de un resultado determinado que las partes contratantes desean alcanzar con la celebración del contrato. La causa viene a entenderse, en consecuencia, como la consideración del fin que se propone alcanzar el sujeto con la celebración del contrato.

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Del mismo modo, en las concepciones objetivas la noción de causa está también referida al concepto de fin o resultado, pero no de las partes, sino del mismo negocio jurídico como operación social o jurídica, pues el término «causa» es utilizado para hacer referencia al fin del negocio jurídico y por ende del contrato, por cuanto da lo mismo hablar de función que de fin o finalidad del mismo negocio jurídico. La diferencia con las tesis subjetivas radica en que las orientaciones objetivas se refieren al fin del mismo negocio jurídico, al fin que le es característico, mientras que las orientaciones subjetivas al fin de las partes contratantes. Más aún, esto significa también que la palabra «fin», puede estar referida bien sea a la finalidad de las partes o a la finalidad del mismo negocio jurídico. En otras palabras, el término fin no nos lleva a ningún resultado concluyente sobre qué noción de causa es la aplicable, pues el fin puede estar referido a las partes (teorías subjetivas) o al mismo negocio jurídico (teorías objetivas). Se podría legitimar legalmente cualquier orientación sobre la causa del negocio jurídico, si nos atenemos únicamente al término «fin» empleado por el artículo 140. Esto significa que el artículo 140 no nos dice cuál sea la noción de causa incorporada en dicho artículo, pues hace referencia escueta al fin lícito, pudiendo interpretarse que se trata del fin de las partes, típico o concreto, o del fin del negocio jurídico, estrictamente jurídico o social. De esta manera, cualquiera de las nociones de causa elaboradas en la doctrina de los diferentes sistemas causalistas, podría entenderse considerada y consagrada legalmente en el Código Civil peruano. En este sentido, se hace necesario como primer paso de esta parte final del presente capítulo, analizar la opinión del legislador peruano al consagrar el fin lícito dentro de los elementos del acto jurídico. Ahora bien, FERNANDO VIDAL RAMÍREZ nos dice textualmente al comentar el artículo 140 que: «La causa pues, no ha retornado sino que continúa en nuestra codificación civil, pero en su acepción moderna, como causa subjetiva, esto es, como motivo impulsivo y determinante de la celebración del acto jurídico». Agrega después «La finalidad o fin lícito consiste, pues, en la orientación que se da la

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manifestación de voluntad, esto es, que ésta se dirija, directa reflexivamente, a la producción de efectos jurídicos, vale decir, a crea regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas. De este modo, ] finalidad del acto jurídico se identifica con el contenido específico c cada acto, o sea, con los efectos buscados mediante la manifestado de voluntad, los cuales deben ser lícitos y, por tanto, amparados p< el ordenamiento jurídico». Si se observa con atención, el autor de esta exposición de motivo se refiere aparentemente a la tesis neocausalista, que identifica causa con el motivo determinante, lo cual se expresa con claridad señalar que la causa debe entenderse en su acepción moderna con causa subjetiva, es decir, como motivo impulsivo y determinante c la celebración del acto jurídico. En otros términos, aun cuando VIDAL RAMÍREZ no dice directamente que se refiere a la noción de causa elaborada por la concepción neocausalista, de sus palabras se deduce en apariencia- que entiende la causa dentro del enfoque de dicha orientación, pues hace referencia a la causa subjetiva entendida como motivo impulsivo y determinante de la celebración del acto jurídico. Recuérdese que la noción jurisprudencial de causa impulsiva determinante fue el modelo que utilizaron los juristas franceses para elaborar sus concepciones neocausalistas. Sin embargo, a pesar de la aparente claridad de este momento de su comentario al artículo 140, ello no aparece del todo claro después, cuando en su segundo pasaje hace referencia a la finalidad jurídica que persiguen los sujetos al celebrar actos jurídicos, pues se refiere directamente a la finalidad del acto jurídico que se identifica con los efectos buscados median la manifestación de voluntad. Pareciera, pues, que se estuviera refiriendo a la tesis clásica de la finalidad determinada o impuesta por la naturaleza del contrato. No obstante lo cual, la intención del doctor VIDAL RAMÍREZ, según interpretamos nosotros, es obviamente el referirse a la noción causa elaborada por la tesis clásica complementada por la tesis neocausalista. La confusión aparente es producto de referirse, primer término, a la noción de causa impulsiva y determinante, que rechaza

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la noción clásica de causa, sirviendo de modelo a los autores neocausalistas. Sin embargo, de estos dos breves comentarios al artículo 140, deducimos que la posición de FERNANDO VIDAL RAMÍREZ es referirse al concepto neocausalista de la causa, elaborado por CAPITANT, también sobre la base de la noción jurisprudencial de causa impulsiva y determinante, que acepta la posición clásica del motivo jurídico o abstracto, permitiendo la incorporación de los motivos concretos y determinantes. Esta apreciación nuestra se confirma en sus comentarios a este mismo artículo en su libro El Acto Jurídico en el Código Civil peruano, cuando al comentar el mismo artículo señala expresamente: «El acto jurídico, según el art. 140 del Código, es la manifestación de voluntad destinada a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas. La finalidad -o "fin lícito"- consiste en la orientación que se da a la manifestación de voluntad para que ésta se dirija, directa y reflexivamente, a la producción de efectos jurídicos, vale decir a crear, regular, modificar o extinguir relaciones jurídicas. Emite, pues, una identificación de la finalidad del acto jurídico con los efectos buscados mediante la manifestación de voluntad». Obsérvese bien que aquí hace referencia directa al motivo jurídico, no al motivo concreto de las orientaciones neocausalistas. Inmediatamente después agrega: «Ahora bien, si la finalidad del acto jurídico va con la manifestación de voluntad, necesita también exteriorizarse, ponerse de manifiesto. Si bien hemos señalado que el Código ha acogido la causa como "finalidad" o "fin" del acto jurídico y que ha sido tomada como «motivo determinante» de la celebración del acto jurídico, hay una identificación entre causa y motivo, pero sólo del «motivo» relevante para el derecho y que requiere de algún modo de manifestación, y no del simple motivo subjetivo o dato psicológico sin relevancia jurídica». Nótese como el autor se refiere al motivo relevante para el derecho y no al simple motivo subjetivo. Posteriormente, aclarando, desde nuestro punto de vista, su pensamiento nos dice: «La finalidad del acto jurídico se da en relación a cada acto jurídico en particular, según su especie y nominación, para producir

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la relación jurídica correspondiente y los demás efectos asignados por el ordenamiento jurídico». En este pasaje es evidente que el autor comentado se refiere a la noción clásica del motivo jurídico, abstracto, impuesto por la naturaleza del acto jurídico, pues hace referencia a la especie y nominación del mismo. Sin embargo, expresando definitivamente su posición neocausalista integral, nos dice finalmente: «El Código exige que la finalidad sea lícita, esto es que el motivo determinante de la celebración del acto jurídico no sea contrario a las normas de orden público ni a las buenas costumbres a fin de que los efectos producidos puedan tener el amparo del ordenamiento jurídico. Así, en el caso de la compra del punzón, que es un acto jurídico bilateral, si las partes tuvieron un motivo común, el acto es nulo por la ilicitud de su finalidad; y, en el matrimonio para regularizar la situación migratoria de uno de los contrayentes, el acto también será nulo si ese es el motivo común y determinante de su celebración». De esta manera, se entiende, que en opinión de VIDAL RAMÍREZ, el Código Civil peruano sería neocausalista, en el sentido del neocausalismo moderno, al haber introducido la noción de fin del acto jurídico, entendido como la finalidad jurídica que buscan los sujetos, pero permitiendo la valoración del motivo impulsivo y determinante. Según dicho autor, el concepto de causa incorporado en el Código Civil, debe entenderse bajo los lineamientos de una concepción neocausalista integral. Salvo la opinión del Dr. FERNANDO VIDAL RAMÍREZ, expresada en los trabajos antes mencionados, no tenemos ningún otro antecedente o medio para tratar de averiguar lo que intentó decir el legislador al referirse al fin lícito en el artículo 140 del Código Civil. En nuestro concepto la opinión del doctor VIDAL RAMÍREZ es totalmente legítima, pues corresponde a una teoría sobre la causa aceptada por muchos autores, la cual, si bien nosotros no hemos aceptado por rechazar también el causalismo clásico, tampoco debe olvidarse que ha servido como ejemplo a seguir en la construcción del aspecto subjetivo de la causa del negocio jurídico en la doctrina

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de los diferentes sistemas causalistas. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, a pesar de la total legitimidad de la opinión comentada, ello no significa que el Código Civil peruano haya optado por un neocausalismo integral basado en la noción clásica de la causa como motivo abstracto o jurídico, que permite la incorporación de los motivos concretos y determinantes de las partes. Del propio sentido del artículo 140, interpretado doctrinariamente, fluye que el legislador peruano ha entendido que el acto jurídico debe tener un fin, el cual además debe ser lícito. En consecuencia, el fin como elemento del acto jurídico en nuestro sistema jurídico no está referido al fin de las partes, sino al fin del mismo acto jurídico. De acuerdo al código, el fin es un elemento de validez del acto jurídico. En consecuencia, se trata del fin propio del acto jurídico que debe reunir el requisito de ser lícito, y como sabemos en doctrina el fin del negocio jurídico está referido a las concepciones objetivas de la causa. De esta manera, resulta lógico y claro, desde nuestro personal punto de vista, que el fin debe entenderse como referido a las concepciones objetivas de la causa. Lo que significa que dentro de nuestro sistema jurídico podemos hablar sin ningún problema de fin o función típica y abstracta, o de fin o función social. Sabemos también que la única manera realista y adecuada de apreciar la licitud o no de un negocio jurídico es remitiéndonos a las motivaciones concretas y determinantes de los sujetos que lo han celebrado. En consecuencia, si para entender la causa en nuestro sistema jurídico debemos acudir a la noción de función social o de función jurídica, para apreciar su ilicitud o no debemos entender la causa bajo el aspecto subjetivo, en base a la concepción neocausalista integral debidamente adecuada a las teorías objetivas. Ahora bien, el aspecto objetivo de la causa como fin o función del mismo negocio, no podemos referirlo a la noción de función jurídica, porque al hacerlo así estaríamos prescindiendo inmediatamente de la causa, entendiendo que el tipo legal es la única razón justificadora de la eficacia jurídica de los negocios jurídicos. Además, estaríamos dificultando la admisión de los negocios atípicos, regulados en el

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Código Civil peruano directamente en el artículo 1353. Por otro lado, tampoco podemos aceptar que el código permita la consagración legal de las ideas de EMILIO BETTI, porque no sólo no hay ninguna referencia a la utilidad social como razón justificadora de la eficacia jurídica de negocios y contratos, sino porque estaríamos restringiendo peligrosamente el ámbito de la autonomía privada. Recuérdese que incluso en el propio sistema jurídico italiano, a pesar que el legislador manifestó en la exposición de motivos con toda claridad aceptar las ideas de BETTI, la doctrina moderna ha rechazado esta solución por entender que la misma no pasó al propio código, tratándose únicamente de una opinión respetable del legislador italiano. En nuestro concepto, la noción de causa en el Código Civil peruano debe entenderse en el sentido de función socialmente digna y razonable, debidamente valorada como razón justificadora del reconocimiento jurídico del negocio. No hay ningún impedimento de orden legal para no aceptar esta noción de causa como consagrada en el Código Civil peruano, sobre todo si el código, al no definir la causa, deja abierta la posibilidad de una interpretación en base a la teoría que nos parezca la más adecuada. Del mismo modo, el aspecto subjetivo necesario para calificar la licitud o no del fin, debemos construirlo desde el punto de vista neocausalista integral, debidamente adaptado a las nuevas orientaciones sobre la causa, dejando de lado el causalismo clásico. En tal sentido, nuestra opinión es que la causa o fin debe entenderse con un aspecto objetivo y uno subjetivo. El aspecto subjetivo debe entenderse en el sentido de nuestra construcción expuesta en este mismo capítulo, es decir, como el propósito práctico dirigido al logro de la función objetiva del negocio y orientado también al logro de una finalidad concreta evidenciada en la estructura del mismo negocio jurídico. De este modo, no sólo proponemos una noción de causa objetiva como función socialmente razonable y digna reconocida jurídicamente en concordancia con el propósito práctico de los

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sujetos, sino que proponemos también que se entienda y acepte que dicha noción debe considerarse como consagrada legalmente en nuestro Código Civil y, por ende, en nuestro sistema jurídico. El Código Civil actual, a diferencia del Código del 36, no es anticausalista, es por el contrario uno perfectamente causalista. Siendo esto así, la causa debe dejar de ser entendida como un tema completamente abstracto, desvinculado de la realidad social, que sólo sirve para echar a volar la imaginación. Por el contrario debe entenderse de una vez por todas que la noción de causa, adecuadamente entendida, nos permite concebir el negocio jurídico y el contrato como conductas u operaciones con un significado social, del cual dependerá su calidad o no de negocio jurídico y, por ende, su carácter de acto jurídicamente vinculante. Las concepciones meramente abstractas y esquemáticas del negocio jurídico ya no tienen razón de ser. El negocio jurídico es una autorregulación de intereses privados en la vida de relación con los demás y como tal tiene un significado social; en ese sentido debe ser valorado también de acuerdo al propósito práctico de los sujetos.

CAPÍTULO CUARTO La doctrina de la ineficacia del negocio jurídico 4.1.

Panorama de la categoría de ineficacia del negocio jurídico y su regulación en el Código Civil peruano

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Como es sabido, uno de los temas más importantes del derecho privado y específicamente del derecho civil patrimonial es el de la ineficacia de los negocios jurídicos. Los negocios jurídicos, como ya hemos dejado establecido, son supuestos de hecho conformados por una o más declaraciones de voluntad realizadas con el fin de alcanzar un determinado resultado práctico tutelado por el ordenamiento jurídico. Resultado práctico social que en cuanto tutelado por el sistema jurídico se convierte en resultado jurídico conformado por determinados efectos jurídicos. Esto significa, por consiguiente, que todos los negocios jurídicos cuando son celebrados conforme a ley, producen como consecuencia lógica necesaria efectos jurídicos. Dicho de otro modo, los negocios jurídicos son fuente de efectos jurídicos y son celebrados a fin que sean productores de los mismos. Para ello es necesario, como es evidente, que el negocio jurídico cumpla determinados requisitos de validez, además de concurrir todos sus elementos y presupuestos. Como es evidente, la eficacia es el objetivo del ordenamiento jurídico respecto de los negocios jurídicos, por cuanto lo que se busca es que los particulares puedan satisfacer sus más variadas y múltiples necesidades, a través de sus promesas y declaraciones de voluntad y para ello es necesario que las mismas sean capaces o autorizadas para producir efectos jurídicos, bien se trate de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Sucede sin embargo que en muchos supuestos los negocios jurídicos no producen nunca efectos jurídicos o dejan de producir efectos jurídicos que se han venido produciendo. En estos casos nos encontramos frente a supuestos de ineficacia negocial. De esta manera puede señalarse que los negocios ineficaces son aquellos que nunca han producido efectos jurídicos, o aquellos que habiéndolos producido dejan de producirlos posteriormente por la aparición de una causal sobreviniente a la celebración del mismo negocio. Existen, en consecuencia, dos tipos de ineficacia negocial: la ineficacia inicial o originaria (denominada también ineficacia por causa intrínseca o ineficacia estructural) y la ineficacia sobreviniente o funcional (denominada también ineficacia por causa extrínseca). Los supuestos de ineficacia funcional son todos aquellos en los cuales

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un negocio jurídico que venía produciendo normalmente efectos jurídicos, deja de producirlos posteriormente por la aparición de una causal sobreviniente a la celebración del negocio jurídico. Los supuestos típicos de ineficacia funcional son la resolución y la rescisión. Sin embargo, debe señalarse que en el caso de la rescisión la causal es coetánea a la celebración del negocio jurídico, a pesar que se trata de un supuesto de ineficacia funcional. Por el contrario, en los supuestos de ineficacia originaria el negocio no produce nunca efectos jurídicos por haber nacido muerto o deja de producir retroactivamente todos los efectos jurídicos que hubieran producido por haber nacido gravemente enfermo. La ineficacia originaria se presenta en dos supuestos: la nulidad y la anulabilidad, recibiendo ambas el nombre genérico de invalidez en el Código Civil peruano. Consiguientemente, existen dos supuestos de invalidez en el sistema jurídico nacional: la nulidad y la anulabilidad, debiendo quedar claramente establecido que el sistema nacional no reconoce la categoría de inexistencia, como sucede en otros sistemas jurídicos como el italiano, francés y español. Debe quedar, por tanto, claramente establecido que en el sistema jurídico nacional existen únicamente los supuestos de nulidad y de anulabilidad conforme se detalla en nuestro Código Civil a partir del artículo 219 y siguientes. Pues bien, a fin de establecer las características de la nulidad y de la anulabilidad, mencionaremos las semejanzas y diferencias entre ambas categorías. Las semejanzas son las siguientes: - Todas las causales de nulidad como aquellas de anulabilidad se presentan siempre al momento de celebración del negocio, es decir, al momento de su formación y por ello es que se habla de ineficacia originaria. -

Las causales de nulidad al igual que las de anulabilidad suponen siempre un defecto en la estructura negocial y se dice por ello que son supuestos de ineficacia estructural. Esto significa en consecuencia que los negocios nulos, al igual que los anulables, son siempre negocios que tienen una estructura defectuosa, es decir, negocios jurídicos mal conformados y por ende inválidos.

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Por eso, en el caso de la rescisión, aun cuando la causal es también coetánea a la celebración del negocio jurídico, no se trata de un supuesto de ineficacia estructural, por cuanto la causal no supone un defecto en la estructura del negocio jurídico, sino que se trata de un defecto ajeno a la conformación estructural del negocio jurídico. Los supuestos de invalidez suponen siempre, además de una causal que se presenta al momento de la formación o celebración del negocio jurídico, un defecto estructural y es por ello mismo que se habla de ineficacia estructural, por tratarse de negocios jurídicos mal conformados, cosa que no sucede con ninguno de los supuestos de ineficacia funcional, llamada también por ello mismo ineficacia por causa extrínseca. -

Tanto las causales de nulidad como las de anulabilidad son de carácter legal, es decir, establecidas e impuestas por la ley, no pudiendo ser creadas por los particulares. Esta característica es muy importante por cuanto existe en el Perú la mala costumbre de invocar sin fundamento alguno causales de nulidad, tanto por abogados como por magistrados en general. Permanentemente escuchamos y leemos que cuando un abogado o un litigante considera que un contrato o negocio jurídico no le es conveniente, se invoca siempre que existe una causal de nulidad o una causal de anulabilidad. Este proceder típico de nuestro medio es totalmente equivocado y lleva a gran confusión, por ello todos los autores y todos los códigos civiles de los diferentes sistemas jurídicos son unánimes en que las causales de nulidad y de anulabilidad son siempre legales, se fundamentan siempre en el principio de legalidad. Esto significa, en consecuencia, que las causales de invalidez no pueden ser pactadas o ser resultado de la voluntad de las partes o, lo que es lo mismo, no deben sustentarse en el principio de la autonomía privada, sino exclusivamente en el principio de legalidad. La invalidez, sea la nulidad o la anulabilidad, es una sanción que impone el ordenamiento jurídico a los negocios jurídicos que no se ajustan a determinadas aspectos estructurales de orden legal. Las causales de invalidez solamente pueden venir establecidas por ley. Cosa distinta es que en materia de nulidad, las causales pueden considerarse tácita o

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implícitamente consideradas en las normas jurídicas o en las bases del sistema jurídico en general, bien se trate del orden público o de las buenas costumbres. Ni la doctrina ni la jurisprudencia, ni el juez, pueden crear causales de invalidez. El juez solamente está facultado a declarar una nulidad de oficio cuando la misma resulte manifiesta. Habiendo establecido las semejanzas entre ambas categorías de invalidez, corresponde ahora, en este panorama introductorio, precisar muy brevemente sus diferencias: -

La definición es distinta: el negocio nulo es aquel que carece de algún elemento, presupuesto o requisito, o aquel que teniendo todos los aspectos de su estructura tiene un contenido ilícito, por contravenir las buenas costumbres, el orden público o normas imperativas. Por el contrario el negocio anulable es aquel que tiene todos los aspectos de su estructura y su contenido es perfectamente lícito, sólo que tiene un vicio estructural en su conformación. Se dice por ello que el negocio anulable es el negocio viciado.

-

El negocio nulo nunca produce los efectos jurídicos que tenía que haber producido y se dice por ello que nace muerto. Sin embargo, debe mencionarse que el negocio nulo, si bien no produce nunca efectos jurídicos de los que tenía que haber producido abstractamente, puede eventualmente producir otros efectos jurídicos aunque como un hecho jurídico distinto, no como el negocio celebrado por las partes originariamente. Por eso se dice que los negocios jurídicos nulos nunca producen los efectos que en abstracto tenían que haber producido. Por el contrario, el negocio anulable nace con vida y produciendo todos sus efectos jurídicos, pero por haber nacido con un vicio en su conformación tiene un doble destino alternativo y excluyente: o es confirmado, es decir, subsanado por la parte afectada por la causal, en cuyo caso seguirá produciendo normalmente todos sus efectos jurídicos, o es alternativamente declarado judicialmente

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nulo, en cuyo caso la sentencia que declara la nulidad opera retroactivamente a la fecha de celebración del negocio anulable. -

La acción de nulidad puede interponerla no sólo cualquiera de las partes, sino cualquier tercero, siempre que acredite legítimo interés económico o moral. Incluso puede interponerla el Ministerio Público al cumplir su rol de defensor de la legalidad. Por el contrario, la acción de anulabilidad, cuyo objetivo es que se declare la nulidad del negocio anulable, sólo puede interponerla la parte perjudicada por la causal en cuyo beneficio la ley establece dicha acción. Más aún la nulidad puede también ser declarada de oficio por el juez cuando resulte manifiesta.

-

Las causales de nulidad están basadas en la tutela del interés público, mientras que las causales de anulabilidad tutelan el interés privado.

-

Los negocios nulos no son confirmables, a diferencia de los negocios anulables que sí son subsanables por la confirmación.

-

La sentencia en materia de nulidad es simplemente declarativa, se limita a constatar que se ha producido la causal de nulidad y que el negocio nunca ha producido efectos jurídicos, mientras que la sentencia en materia de nulidad del negocio anulable es constitutiva y por ello tiene efecto retroactivo a la fecha de celebración del negocio jurídico.

-

La anulabilidad siempre es expresa, es decir, viene siempre declarada directamente por la norma jurídica, mientras que la nulidad puede ser expresa o tácita. La nulidad expresa o textual es aquella que se presenta cuando la norma declara directamente la nulidad del negocio en un determinado supuesto, mientras que la nulidad tácita o virtual es aquella que se configura cuando el negocio celebrado contraviene las buenas costumbres, el orden público o una o varias normas imperativas. Las nulidades virtuales son pues aquellas que se infieren o se deducen de una

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interpretación integradora del sistema jurídico en su totalidad. Como es evidente, la mayor parte de nulidades son tácitas o virtuales. Asimismo, debemos mencionar que las causales genéricas de nulidad se encuentran reguladas en el artículo 219, mientras que las causales genéricas de anulabilidad en el artículo 221 del Código Civil. Finalmente, debemos señalar que en el Código Civil peruano no se aplica el principio de la imprescriptibilidad de la acción de nulidad, por cuanto la acción de nulidad prescribe a los diez años, mientras que la acción de anulabilidad a los dos años. En lo que sigue de este capítulo brindaremos, dada la aplicación práctica y constante de los temas de ineficacia en todos los sistemas jurídicos, una exposición sumamente clara y profunda del tema de la ineficacia del negocio jurídico y su regulación legal en el Código Civil peruano, poniendo énfasis en las semejanzas y diferencias entre la nulidad y la anulabilidad, como categorías de ineficacia estructural, de forma tal que se pueda diferenciar nítidamente los supuestos de nulidad y de anulabilidad, evitando confusiones, lamentablemente muy frecuentes en nuestro medio jurídico.

4.2.

La categoría genérica de la ineficacia de los negocios jurídicos Como visto en el primer capítulo de esta obra, dentro del universo de los hechos jurídicos, existe la categoría de los hechos jurídicos voluntarios a los que llamamos negocios jurídicos, los cuales se caracterizan por ser supuestos de hecho conformados por una o más manifestaciones o declaraciones de voluntad, emitidas por los sujetos con el propósito de alcanzar un resultado práctico, que en cuanto tutelado por el ordenamiento jurídico, se convierte en un resultado jurídico.

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Estos negocios jurídicos constituyen, sin lugar a dudas, la especie más importante de hechos jurídicos voluntarios, por cuanto a través de ellos los particulares tienen la posibilidad de satisfacer sus múltiples y variadas necesidades en su vida de relación con otros sujetos de derecho. Los negocios jurídicos son caracterizados, por ello mismo, como la manifestación más importante del fenómeno jurídico denominado «autonomía privada», entendida como el poder que tienen los particulares, sean personas naturales o jurídicas, en los diferentes sistemas jurídicos, para autoregular sus intereses privados, vinculándose con los demás con el fin de satisfacer sus más variadas y múltiples necesidades. Para poder ejercer este poder o facultad de la autonomía privada, los particulares tienen la libertad de celebrar los negocios jurídicos que consideren convenientes, por cuanto a través de los mismos podrán alcanzar los resultados prácticos que deseen, creando, modificando, regulando o extinguiendo relaciones jurídicas de carácter patrimonial o extrapatrimonial y es por ello justamente que se dice que los negocios jurídicos son la manifestación más importante de la autonomía privada en los diferentes sistemas jurídicos. No debe olvidarse sin embargo, que los negocios jurídicos, para ser caracterizados y tutelados como tales, deben estar orientados al logro de funciones socialmente razonables y dignas. Además de ello, los negocios jurídicos deben tener un contenido perfectamente lícito, que no atente contra el orden público, las buenas costumbres o las normas imperativas. Todo esto significa que los particulares tienen la posibilidad de satisfacer sus más variadas y distintas necesidades vinculándose con los demás, a través de sus manifestaciones de voluntad, pero siempre y cuando esos actos tengan un contenido licito y estén orientados al logro de una función socialmente razonable y legítima. No debe olvidarse que la autonomía privada tiene límites, y que no es un poder absoluto. Sin embargo, claro está, dentro de estos límites los particulares tienen total libertad para celebrar los negocios jurídicos que consideren más convenientes, pudiendo utilizar los esquemas legales contemplados en las normas jurídicas, combinar a su libre albedrío los mismos, utilizar esquemas tipificados por su uso constante en una determinada realidad, o crear figuras nuevas siempre

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que sean socialmente apreciables y dignas. Este es pues el contenido de la autonomía privada en el derecho moderno. Pues bien, de esta forma resulta evidente que los negocios jurídicos son celebrados libremente por los particulares para poder autoregular intereses privados a través de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Esto significa, en consecuencia, que el fin de la celebración de los negocios jurídicos es alcanzar un determinado resultado jurídico, que consistirá en crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas. En otras palabras los negocios jurídicos son celebrados para que produzcan efectos jurídicos, pues es a través de dichos efectos jurídicos, concebidos y entendidos por los particulares como efectos simplemente prácticos, que se podrán autoregular libre y satisfactoriamente los diferentes intereses privados que determinaron la celebración de los mismos, de forma tal que se puedan satisfacer las distintas necesidades de los sujetos de derecho en los diferentes sistemas jurídicos. Por ello, debe quedar claramente establecido que los negocios jurídicos son celebrados para que produzcan válidamente efectos jurídicos, pues si no se llegaran a producir los efectos jurídicos, buscados por los sujetos como simples efectos prácticos, no tendría sentido alguno que los sujetos celebraran negocios jurídicos. Y es por ello que el artículo 140 del Código Civil peruano define el acto jurídico como la manifestación de voluntad destinada a crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas, mientras que el artículo 1351 define el contrato (especie más importante de los actos jurídicos conformada por todos los actos jurídicos bilaterales o plurilaterales con contenido patrimonial) como el acuerdo de dos o más partes para crear, modificar, regular o extinguir una relación jurídica patrimonial. Los negocios jurídicos y contratos son celebrados para que sean eficaces jurídicamente y el objetivo fundamental de cualquier ordenamiento jurídico es, pues, precisamente, el que los actos y comportamientos considerados dignos de la tutela legal sean vinculantes jurídicamente, bien sea a través de la creación, modificación,

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regulación o extinción de relaciones jurídicas. Los negocios jurídicos son celebrados para que sean eficaces jurídicamente. Queda evidenciada pues la importancia de la producción de los efectos jurídicos tanto en el campo de los negocios jurídicos como en el de los contratos, pues lo que distingue un negocio jurídico y un contrato validamente celebrado y eficaz de otro que no lo es, es justamente la producción de los efectos jurídicos, bien se trate de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas patrimoniales o extrapatrimoniales. Esto significa entonces que los negocios jurídicos y contratos se celebran para ser eficaces, porque, en tanto lo sean, permitirán que los sujetos autoregulen sus intereses privados satisfaciendo sus más variadas y diferentes necesidades. Queda claramente establecido así que la eficacia de los negocios jurídicos es uno de los objetivos fundamentales de toda la disciplina y regulación legal de los actos de autonomía privada. Sin embargo, sucede en muchos casos que los negocios jurídicos y contratos no son eficaces, pues no llegan en ningún caso a producir efectos jurídicos, o porque los efectos jurídicos que se han producido inicialmente llegan a desaparecer por un evento posterior a la celebración de los mismos. En estos supuestos estamos dentro de lo que se denomina en doctrina «ineficacia» del negocio jurídico o del contrato. Consiguientemente, la categoría genérica que describe todos los supuestos en los cuales los negocios jurídicos y contratos no son eficaces, por no haber producido nunca efectos jurídicos, o por desaparecer posteriormente los efectos jurídicos producidos inicialmente, recibe el nombre genérico de ineficacia. Como resulta claro el sistema jurídico busca que los negocios jurídicos y contratos sean eficaces, a fin que los particulares puedan satisfacer sus más variadas y distintas necesidades de orden social y personal, en la medida que se trate de intereses privados considerados socialmente dignos y legítimos y por ello mismo merecedores de tutela legal. Sin embargo, el ordenamiento jurídico reacciona en forma negativa cuando se celebra un negocio jurídico que no cumple con alguno de los requisitos que establecen las normas jurídicas, o

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cuando carece de alguno de los elementos, o presupuestos que se establecen normativamente, o cuando el contenido del negocio jurídico celebrado no se ajusta a derecho, por contravenir los principios de orden público, las buenas costumbres o normas imperativas. Asimismo, sucede también que el ordenamiento jurídico reacciona negativamente cuando los negocios que se celebran se encuentran viciados. Del mismo modo, la reacción es negativa cuando por eventos posteriores a su celebración, que el sistema jurídico no tolera, los negocios jurídicos que han venido produciendo normalmente sus efectos jurídicos, desde la fecha misma de su celebración, dejan luego de producirlos. En estos casos el ordenamiento jurídico señala como sanción que los negocios jurídicos sean ineficaces. La ineficacia es, en consecuencia, una sanción y respuesta para los negocios jurídicos que el sistema jurídico considera que no deben producir nunca efectos jurídicos, o para aquellos que habiendo producido dichos efectos deben dejar de producirlos. Por ello se regulan detalladamente los diferentes supuestos de ineficacia del negocio jurídico y de los contratos, a fin de salvaguardar el principio de legalidad en el ámbito de los actos de la autonomía privada, pues el objetivo de todo sistema jurídico no sólo es que los particulares puedan regular libremente sus intereses privados, sino que dicha autorregulación se realice dentro del marco del cumplimiento de determinados requisitos y presupuestos de orden legal, tanto al momento de la celebración como al momento del cumplimiento de las prestaciones pactadas, pues en caso contrario los negocios jurídicos y contratos celebrados, por más que cuenten con las manifestaciones de voluntad de las partes libremente emitidas, serán incapaces de producir efectos jurídicos, debiendo ser declarados judicialmente -en algunos casos, de pleno derecho-ineficaces, es decir, como incapaces para crear, modificar, regular o extinguir relaciones jurídicas. Las razones de la ineficacia son distintas, pero en términos genéricos la ineficacia bien sea ésta inicial o sobreviniente, es consecuencia por regla general del incumplimiento de un requisito de orden legal, bien sea al momento de la celebración del negocio jurídico, o con posterioridad a la misma, que justifique que no se produzcan nunca los efectos jurídicos deseados, o que los efectos

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jurídicos ya producidos desaparezcan. Sin embargo, por excepción, en algunos casos de ineficacia sobreviniente, la misma puede ser consecuencia no del incumplimiento de un requisito de orden legal, sino de la voluntad de las mismas partes, como sucede en los supuestos de resolución voluntaria. Esto significa que las partes, en aplicación del principio de autonomía privada, pueden disponer que un negocio jurídico o contrato libremente celebrado por ellas, que ha venido produciendo normal y válidamente todos sus efectos jurídicos, deje de producirlos por resolución voluntaria. Pero en términos generales la ineficacia, sea inicial o sobreviniente, es siempre producto del incumplimiento de un requisito o aspecto de orden legal. La ineficacia se sustenta por regla general en el principio de legalidad, que es uno de los pilares de los actos de autonomía privada. Podemos concluir este punto señalando que el sustento de la categoría genérica de ineficacia de los negocios jurídicos (y por ende de los contratos) es la tutela del principio de legalidad en el ámbito de los actos de la autonomía privada, pues el objetivo fundamental del sistema jurídico es que los actos de la autonomía privada produzcan efectos jurídicos, siempre y cuando los mismos se ajusten a los requisitos de orden legal, que establecen las normas para que los negocios jurídicos sean eficaces. 4.3.

Las categorías de ineficacia estructural y de ineficacia funcional. Notas comunes y diferencias En el punto anterior habíamos señalado que los supuestos de ineficacia son aquellos en los cuales los negocios jurídicos celebrados no llegan a producir los efectos jurídicos buscados por las partes, o aquellos en los cuales los efectos jurídicos producidos normalmente desde un inicio desaparecen posteriormente por la aparición de un evento o causa sobreviniente a su celebración que justifica dicha desaparición. Habíamos dicho también que existen dos grandes categorías de ineficacia de los actos de la autonomía privada: la ineficacia inicial, también llamada ineficacia estructural, y por otro lado la ineficacia sobreviniente, denominada también ineficacia funcional. Solamente por razones de claridad y uniformidad en la

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expresión vamos a utilizar desde este momento sólo los términos de ineficacia estructural y el de ineficacia funcional. La ineficacia estructural es aquella que se presenta al momento mismo de la celebración del negocio jurídico, es decir, se trata de un negocio jurídico afectado por una causal de ineficacia desde el momento mismo de su celebración o formación. No debe olvidarse que cuando nos referimos a la celebración o formación de un negocio jurídico, nos estamos refiriendo al momento en el cual se conforma o compone el negocio jurídico por la concurrencia de todos los aspectos de su estructura, bien se trate de sus elementos, presupuestos y requisitos. Del mismo modo, tampoco debe olvidarse que la doctrina utiliza indistintamente los términos de celebración, formación, nacimiento, conclusión o perfección para hacer referencia a este momento. Nosotros únicamente por comodidad de expresión en este trabajo utilizaremos indistintamente los términos de celebración o formación. Pues bien, como ya lo hemos indicado anteriormente, la ineficacia estructural se presenta cuando el negocio jurídico, desde el momento mismo de su formación, se encuentra atacado o afectado por una causal de ineficacia. La coetaneidad al momento de la formación del negocio jurídico es pues el primer rasgo característico de la ineficacia estructural. Sin embargo, no basta que se trate de una causal de ineficacia que se presente al momento de la formación, sino que además de ello es necesario que la causal suponga un defecto en la estructura del negocio jurídico. En otros términos, todos los supuestos de ineficacia estructural, como su propio nombre lo indica claramente, suponen un negocio jurídico mal formado, mal estructurado, con un defecto congénito, de modo tal que se trate de un negocio jurídico con un defecto intrínseco. Como es obvio, nos referiremos en lo que sigue al concepto de estructura del negocio jurídico, que hemos mencionado antes, a fin de comprender a cabalidad en su momento el concepto de ineficacia estructural. Por el momento baste con señalar que la causal de esta categoría de ineficacia supone un negocio jurídico mal estructurado o conformado. Por ello es precisamente que en doctrina y en los diferentes sistemas

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jurídicos se utiliza la expresión de «invalidez» para hacer referencia al concepto de ineficacia estructural Un negocio jurídico inválido es, pues, aquel que tiene un defecto en su estructura desde el momento mismo de su formación o celebración. Debe recordarse que en los casos de rescisión, que es uno de los supuestos de ineficacia funcional, la causal también es coetánea a la celebración del negocio, pero totalmente ajena a un defecto en su estructura, razón por la cual no se puede confundir la rescisión con los supuestos de ineficacia estructural o invalidez. Por otro lado, como nota distintiva de la ineficacia estructural o invalidez, debemos señalar que la misma se fundamenta exclusivamente en el principio de legalidad, pues todas las causales de invalidez vienen siempre establecidas por la ley, no puede ser consecuencia del pacto entre las partes. Vale decir, la invalidez no puede ser pactada, no puede ser acordada por las partes que han celebrado un negocio jurídico. Ahora bien, por el contrario, la ineficacia funcional, a diferencia de la ineficacia estructural o invalidez, supone en todos los casos un negocio jurídico perfectamente estructurado, en el cual han concurrido todos sus elementos, presupuestos y requisitos de orden legal, sólo que dicho negocio jurídico, por un evento ajeno a su estructura, debe dejar de producir efectos jurídicos. Y es por ello que se dice que en los supuestos de ineficacia funcional, los negocios jurídicos tienen también un defecto, pero totalmente ajeno a su estructura, no intrínseca, sino extrínseco. Esto significa en consecuencia que los negocios jurídicos atacados o afectados por causales de ineficacia funcional o sobre viniente, son negocios jurídicos perfectamente bien estructurados y conformados, pues el defecto que se presenta posteriormente es totalmente extraño a la conformación estructural del negocio jurídico. Como se podrá observar, esta primera característica de la ineficacia funcional marca una diferencia contundente con los supuestos de ineficacia estructural, tratándose de una diferencia esencial entre ambas categorías de ineficacia de los negocios jurídicos.

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Del mismo modo, en los supuestos de ineficacia funcional, a diferencia de los supuestos de invalidez, por regla general el defecto se presenta con posterioridad a la celebración o formación del negocio jurídico y es por ello que se habla de ineficacia funcional o sobre viniente, para marcar la diferencia respecto de la ineficacia estructural o invalidez. Sin embargo, esta segunda nota distintiva de la ineficacia funcional no es absoluta, debido a que no se presenta en todos los supuestos de dicha ineficacia, pues como ya lo hemos mencionado en los casos de rescisión, que es uno de los supuestos de ineficacia funcional, la causa de ineficacia es coetánea a la formación del negocio jurídico. Empero, en la generalidad de los casos, las causales de ineficacia funcional son siempre sobrevinientes a la formación de los negocios jurídicos. De esta manera, puede decirse que los negocios jurídicos afectados por una causal de ineficacia funcional son aquellos que suponen un defecto totalmente ajeno a su estructura, que se presenta por regla general con posterioridad a la formación de los mismos. Finalmente, a diferencia de la ineficacia estructural, en algunos casos la ineficacia funcional puede ser consecuencia del pacto entre las partes que han celebrado un negocio jurídico. Se pueden pactar libremente por las partes las causales de ineficacia funcional, en aplicación del principio de autonomía privada, que es el principio directriz en materia de negocios jurídicos y contratos. Queda claramente establecido las notas que distinguen tanto a la ineficacia estructural como la ineficacia funcional. 4.4.

La importancia de la noción de estructura del negocio jurídico en la comprensión de la categoría de ineficacia estructural o invalidez. La orientación moderna sobre la estructura del negocio jurídico frente a la concepción tradicional Como ya hemos indicado anteriormente, la ineficacia estructural o invalidez supone un negocio jurídico mal conformado o estructurado defectuosamente, desde el momento mismo de su nacimiento. De esta

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manera, a fin de poder entender a cabalidad el concepto de invalidez es necesario que se recuerde brevemente lo relativo a la estructura del negocio jurídico. Como ya hemos señalado, los negocios jurídicos se definen comúnmente como supuestos de hecho conformados por manifestaciones de voluntad que producen efectos jurídicos, bien se trate de la creación, modificación, regulación o extinción de relaciones jurídicas. Hemos indicado también que los negocios jurídicos tienen una estructura conformada por diversos aspectos: los elementos, los presupuestos y los requisitos. Pues bien, corresponde ahora definir estos diferentes aspectos de la estructura de todo negocio jurídico. Los elementos se entienden como los componentes del negocio jurídico, es decir, todo aquello que conforma el negocio jurídico celebrado por los sujetos. En tal sentido, se entiende modernamente que los únicos elementos comunes a todo negocio jurídico son dos: la declaración o manifestación de voluntad y la causa o finalidad, existiendo unanimidad en el sentido que la formalidad no es un elemento común a la estructura de todo negocio jurídico, sino solamente en aquellos casos en los cuales las partes o la ley prescriban la formalidad, bajo sanción de nulidad, como componente del negocio jurídico y que por ello mismo se denominan negocios jurídicos solemnes o formales. Por el contrario, todo negocio jurídico tiene siempre una o más declaraciones de voluntad y una causa o finalidad. Ahora bien, en los casos de las formalidades establecidas por la ley o por las partes, como simples medios de prueba y no como elementos adicionales, es también claro que dichas formalidades denominadas ad probationem, no son elementos del negocio, sino simples medie de prueba, en cuyo caso su ausencia o defecto no determinará nulidad del negocio, el mismo que será válido, pero tendrá que probarse por otro medio probatorio. Por el contrario, las formalidades ad solemnitaten sí son elementos del negocio, por lo que su ausencia o defecto determinan automáticamente la invalidez del negocio afectado. Sin embargo como las formalidades ad solemnitatem no son la regla, sino la excepción, bien sean establecidas por la ley o por las partes, las mismas no son

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consideradas como elementos comunes a la estructura de todo negocio jurídico, sino solamente en los negocios en los cuales hayan sido prescritas por la ley o por las propias partes. La formalidad solamente es elemento en los negocios formales solemnes que tienen una formalidad ad solemnitatem. Debe señalarse que en la doctrina tradicional a los elementos se les denominaba «elementos esenciales», para dar a entender que los mismos eran necesarios para la formación del negocio jurídico. Si embargo, como ya se ha indicado, la doctrina moderna prefiere utilizar únicamente la denominación de "elementos", por las razones antes explicadas y porque entiende que sólo existe una categoría de elementos, mientras que la doctrina tradicional, además de los elementos esenciales, hacia también referencia a los elementos naturales y accidentales, que examinaremos en breve. Además de los elementos, la doctrina moderna hace referencia los presupuestos, los cuales se definen como los antecedentes términos de referencia, es decir, todo aquello que es necesario que preexista para que el negocio jurídico pueda celebrarse o formarse. En la actualidad se acepta unánimemente que los presupuestos comunes a todo negocio jurídico son dos también: el objeto y el sujeto. Recuérdese que en la doctrina tradicional el objeto era considerado como otro de los «elementos esenciales», al igual que el denominado «agente capaz» (hoy llamado sujeto). La razón del cambio en concepción y en la terminología se justifica en el hecho que tanto el objeto como el sujeto no forman parte del negocio jurídico, lo cual no significa que éstos no sean necesarios para la existencia de éste sino señalar que los mismos deben preexistir para que el negocio jurídico conformado por sus elementos pueda formarse. Se trata, como se puede comprobar, de una visión bastante lógica y ordena de la estructura de los negocios jurídicos, mientras que en la concepción tradicional todo se reducía al aspecto de elementos esenciales, a los cuales se contraponían los elementos naturales y accidentales.

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Ahora bien, como es evidente, el negocio jurídico en el cual no concurra algún elemento o presupuesto no se habrá formado y, por ende, será un negocio jurídico inválido, defectuosamente estructurado y atacado por una causal de ineficacia estructural. Ello significa en consecuencia que los elementos y presupuestos son necesarios para la formación del negocio jurídico. La ausencia de cualquiera de ellos determina de inmediato la invalidez del negocio jurídico. Finalmente, en la doctrina moderna se hace referencia a los requisitos como todas aquellas condiciones que deben cumplir tanto los elementos como los presupuestos, para que el negocio jurídico formado por la concurrencia de los mismos, pueda producir válidamente sus efectos jurídicos. Los requisitos, en la doctrina tradicional, también eran uno de «elementos esenciales» o «elementos de validez». Sin embargo, en la doctrina moderna sobre la estructura del negocio jurídico, se ha preferido denominarlos requisitos para que quede bien en claro que no bastan los elementos y los presupuestos para la conformación válida de un negocio jurídico, sino que además de ellos es necesario que concurran otras condiciones que deben cumplir tanto los elementos como los presupuestos, para que el negocio jurídico se considere formado válidamente y por ende pueda producir válidamente sus efectos jurídicos. Esto significa en consecuencia que mientras los elementos y presupuestos son necesarios para la formación del negocio jurídico, los requisitos son necesarios para que el negocio jurídico correctamente formado pueda producir validamente sus efectos jurídicos. Resulta claro, en consecuencia, la diferencia esencial entre los tres aspectos de la estructura de todo negocio jurídico, siendo los tres necesarios para que el mismo pueda formarse válidamente y es por eso mismo que se trata de aspectos estructurales, a pesar de las diferencias entre ellos. Cuando concurren los tres, nos encontraremos frente a un negocio jurídico válidamente estructurado o conformado y por ello será un negocio jurídico plenamente eficaz que producirá los efectos jurídicos buscados por las partes. Por el contrario, cuando nos encontremos frente a un negocio jurídico en el cual no ha concurrido alguno o varios de dichos aspectos, estaremos frente a un negocio

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jurídico defectuosamente estructurado y que será por eso mismo ineficaz, es decir, impotente para producir válidamente los efectos jurídicos deseados. Así, pues, lo que antes en la doctrina tradicional se denominaba «elementos esenciales» (algunos lo llaman «elementos de validez»), «elementos naturales» y «elementos accidentales», en la doctrina moderna, por criterios estrictamente lógicos, se les denomina (aunque no respectivamente) elementos, presupuestos y requisitos, aclarando que estos tres últimos casos formaban parte de los antiguos «elementos esenciales»; los otros elementos («naturales» y «accidentales») no han sido considerados. Ahora, estos tres aspectos estructurales son necesarios para la formación válida del negocio jurídico y por ende para su eficacia. Consiguientemente el negocio jurídico en el cual no concurra alguno o varios de dichos aspectos estructurales, será uno ineficaz por una causal de ineficacia estructural, o lo que es lo mismo será un negocio jurídico inválido. La invalidez es, pues, un supuesto de ineficacia consecuencia de la ausencia de algún aspecto estructural del negocio jurídico, y es por ello mismo que invalidez es lo mismo que ineficacia estructural. Nos toca señalar ahora las razones por las cuales la doctrina moderna ha preferido abandonar la antigua clasificación, para dar paso a la opinión moderna sobre los tres aspectos estructurales. Como ya se ha indicado, se entendían los elementos esenciales como aquellos que eran necesarios para la formación válida del negocio jurídico. Sin embargo, se consideraba que todo lo que era necesario para la formación del negocio jurídico debía ser considerado elemento esencial, con la consiguiente confusión y falta de claridad conceptual y es por eso que no se tenía una idea clara y lógica de la estructura del negocio jurídico. Sin embargo, la confusión no sólo se encontraba al definir los elementos esenciales, pues además de ellos también se hacía referencia a los denominados elementos naturales y accidentales, aumentándose la confusión en las ideas.

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Por elementos naturales se entendían todos aquellos que eran propios de un determinado negocio jurídico, pero que las partes podían dejar de lado por haberlo así pactado, por expresa disposición de la ley que los facultaba a ello, y que en ausencia de pacto en contra, se producían de todas maneras. Así pues, se señalaba como ejemplo de los elementos naturales, la obligación de saneamiento por evicción, los intereses legales, etc. Sin embargo, la doctrina moderna cuestionó esta categoría de los elementos naturales con el siguiente argumento: lo que se denomina elementos naturales, no son elementos de un negocio jurídico, sino únicamente efectos jurídicos que producen por expresa disposición de la ley determinados negocios jurídicos, de modo tal que no se justifica en modo alguno esta categoría clásica y tradicional, por tratarse de efectos jurídicos que se producen necesariamente ex-lege. A partir de ese momento en la doctrina moderna quedó establecido que una cosa son los aspectos estructurales del negocio jurídico y otro muy distinto el de los efectos jurídicos, no pudiendo confundirse ambos por ninguna razón. Finalmente corresponde referirnos muy brevemente a los elementos accidentales. Según esta orientación tradicional son todos aquellos que las partes podían incorporar libremente por su propia voluntad a la estructura de un negocio jurídico. En este sentido, se decía que elementos accidentales son todas aquellas figuras que siendo ajenas a la estructura común del negocio jurídico, las propias partes podían incorporar por su libre decisión, tales como la condición, el plazo, el modo, la cláusula penal, etc. Al igual que en el caso de los llamados elementos naturales, la doctrina actual criticó severamente esta categoría de los denominados elementos accidentales con el siguiente argumento: lo que se dice que son elementos accidentales, no son tales, por cuanto se trata de modalidades que las partes libremente pueden incorporar a la estructura de un negocio jurídico y en cuyo caso una vez incorporadas las mismas pasan a formar parte de la estructura del negocio jurídico particular de que se trate, razón por la cual no se encuentra justificada tampoco esta categoría, debiendo hablarse en todo caso de modalidades de los negocios jurídicos, que son

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elementos que las partes pueden incorporar por su libre decisión y que afectan, no la formación, sino la eficacia del negocio jurídico. De esta forma en la concepción actual sobre la estructura del negocio jurídico, ya no se hace referencia a los elementos esenciales, naturales y accidentales, sino únicamente a los tres aspectos estructurales del negocio jurídico: elementos, presupuestos y requisitos. Finalmente, corresponde ahora señalar cuáles son los requisitos del negocio jurídico. Estos son los siguientes: la capacidad legal de ejercicio, la capacidad natural (entendida como el actuar con discernimiento), la licitud, la posibilidad física y jurídica del objeto, la determinación en especie y cantidad y finalmente el que la voluntad manifestada haya estado sometida a un proceso normal de formación, es decir, sin vicios de la voluntad. Ya nos hemos ocupado de ellos anteriormente y nos volveremos a ocupar de los mismos cuando examinemos más adelante las causales genéricas de nulidad y anulabilidad. Queda así demostrada la importancia de la noción de estructura del negocio jurídico en la comprensión de la categoría de ineficacia estructural, pues conociendo adecuadamente la noción de estructura y los conceptos de elementos, presupuestos y requisitos del negocio jurídico, podremos saber a ciencia cierta en qué supuestos será inválido el negocio jurídico, por cuanto la ausencia de cualquiera de ellos determinará de inmediato la existencia de una causal de invalidez o ineficacia estructural, cuya sanción será la nulidad o la anulabilidad, dependiendo del aspecto estructural de que se trate. Dicho de otro modo, en forma inmediata se podrá saber si estamos o no en presencia de una causal de nulidad o de anulabilidad del negocio jurídico, por el simple hecho de constatar la ausencia de un elemento, presupuesto o requisito. No debe olvidarse que los negocios jurídicos nulos son aquellos que carecen de algún elemento, presupuesto o requisito, o aquellos cuyo contenido es ilícito por atentar el mismo contra el orden público, las buenas costumbres o las normas imperativas. Del mismo modo, recuérdese que los negocios son anulables cuando contienen un vicio en la conformación de un

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aspecto de su estructura. De esta forma, se hace muy simple conocer las causales de invalidez del negocio jurídico, bastando que se compruebe que la ausencia de cualquier aspecto estructural, bien se trate de un elemento, presupuesto o requisito, determinará de inmediato la existencia de una causal de invalidez, llamada por ello mismo ineficacia estructural. Por el momento, y antes de concluir el presente punto, bastará con señalar que la ausencia de cualquiera de los elementos, presupuestos y requisitos examinados determinará de pleno derecho la existencia de una causal de nulidad, salvo en los casos de vicios de la voluntad que son causales de anulabilidad por incumplimiento del requisito negocial de una voluntad sanamente formada y en el supuesto de incapacidad relativa del sujeto que es también causal de anulabilidad del negocio jurídico. Por el contrario, la ausencia de cualquier otro de los aspectos estructurales que hemos estudiado, es causal de nulidad. 4.5.

Las notas características de la ineficacia estructural o invalidez del negocio jurídico y su regulación legal dentro del Código Civil peruano En los puntos anteriores del presente capítulo dedicado a la ineficacia del negocio jurídico, hemos examinado el concepto genérico de ineficacia de éste, habiendo establecido la existencia de dos categorías genéricas de ineficacia: la ineficacia estructural y la ineficacia sobre viniente. Asimismo, en el punto anterior hemos determinado la noción de estructura del negocio jurídico. Pues bien, corresponde ahora establecer las notas características de la ineficacia estructural o invalidez. Hemos señalado también que la ineficacia estructural supone siempre una causal coetánea a la celebración del negocio jurídico, referida a un defecto en la estructura de éste por ausencia de alguno o varios de sus elementos, presupuestos y/o requisitos y que en ningún caso puede ser producto de la voluntad de las partes, debido a que se fundamenta en el principio de legalidad. En este contexto, existen dos categorías de ineficacia estructural o invalidez: la nulidad y la anulabilidad, denominadas también por

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algunos sectores doctrinarios como nulidad absoluta y nulidad relativa. Conviene desde ya establecer que además de la nulidad y la anulabilidad no existe ninguna otra categoría de invalidez, no teniendo sustento en el sistema jurídico nacional la categoría de inexistencia, por las razones que serán explicadas posteriormente cuando examinemos lo relativo a la nulidad virtual o tácita. Al ser la nulidad y la anulabilidad las únicas categorías de invalidez, resulta claro que las notas comunes a ambas figuras son las tres que caracterizan a la invalidez por contraposición a la ineficacia funcional, es decir, en ambos casos, tanto en los supuestos de nulidad como de anulabilidad, las causales son siempre coetáneas a la celebración del negocia jurídico, estando siempre referidas a un defecto en la estructura del negocio jurídico, no pudiendo en ningún caso ser pactadas debido a que vienen siempre establecidas por la ley. En términos genéricos debe decirse que el negocio jurídico será inválido, nulo o anulable, cuando carezca de algún aspecto estructural. Sin embargo, a pesar de las notas comunes a ambos supuestos de invalidez, existen diferencias entre las mismas. La primera gran diferencia se encuentra en la caracterización de ambas figuras. Específicamente, se define el negocio nulo como aquel que carece de algún elemento, presupuesto o requisito, o como aquel cuyo contenido es ilícito por atentar contra los principios de orden público, las buenas costumbres, o una o varias normas imperativas. Por el contrario el negocio anulable se define como aquel que se encuentra afectado por un vicio en su conformación. Como es evidente, la diferencia es clara e insalvable, tratándose de dos supuestos totalmente distintos de invalidez, toda vez que en el caso del negocio jurídico nulo estamos en presencia de un negocio que no se ha llegado a formar válidamente por carecer de algún elemento, presupuesto o requisito, o por tener un contenido ilícito que atenta contra los fundamentos del sistema jurídico, es decir, el orden público, las buenas costumbres y las normas imperativas. Es decir, la nulidad es el supuesto más severo y grave de invalidez, debido a que

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supone en todos los casos negocios jurídicos que no se han llegado a formar por ausencia de algún elemento o presupuesto, o que se han formado inválidamente con ausencia de alguno de los requisitos establecidos por la ley o, lo que es más grave aún, negocios jurídicos cuyos contenidos no cumplen con el requisito de la licitud por atentar contra uno o varios de los fundamentos del sistema jurídico. Esto significa en consecuencia que en los supuestos de nulidad el negocio jurídico nace muerto por carecer de alguno de sus aspectos de orden estructural, bien se trate de la falta de algún elemento, presupuesto o requisito. No debe olvidarse que el negocio jurídico se considera formado cuando concurren sus elementos y presupuestos. Consiguientemente, el negocio jurídico en el que no concurra algún elemento o presupuesto, será un negocio jurídico que no habrá llegado a formarse, habiendo nacido muerto y mereciendo por ello la calificación jurídica de negocio nulo. No existen causales de anulabilidad por ausencia de elementos o presupuestos. La ausencia de cualquiera de ellos automáticamente determina un supuesto y causal de nulidad. Del mismo modo, hemos establecido también que los requisitos, denominados tradicionalmente elementos de validez, son necesarios para que el negocio jurídico se considere válidamente formado. En este sentido, la ausencia de un requisito determinará también que estemos frente a un negocio que no se ha formado válida o adecuadamente, en cuyo caso habrá nacido igualmente muerto, y no podrá producir ninguno de los efectos jurídicos que en abstracto tenía que haber producido. Empero, la ausencia de todos los requisitos no determina la nulidad del negocio, pues en dos casos específicos su ausencia es causal de anulabilidad. Puede decirse, no obstante, que la ausencia de la casi totalidad de requisitos del negocio acarrea la nulidad del mismo. Por el contrario, en el caso de los negocios jurídicos anulables no se trata de un acto que carezca de algún elemento o presupuesto, o cuyo contenido sea prohibido, sino de negocios que cumplen con la mayor cantidad de sus aspectos estructurales, pero que tienen un vicio en su conformación que supone la ausencia de determinados requisitos, razón por la cual tampoco son válidos. Sin embargo, veremos después cómo esta diferencia de caracterización entre ambos supuestos de invalidez determina a su vez la existencia de grandes diferencias entre ambas categorías y en sus efectos entre las partes y respecto de los terceros.

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Debido a esta diferencia fundamental es que en la doctrina algunos autores califican la nulidad de nulidad absoluta, mientras que la anulabilidad de nulidad relativa. Sin perjuicio de lo anterior, debe señalarse que nuestro sistema jurídico ha optado por los términos de nulidad y de anulabilidad. Como se podrá comprobar, los supuestos más graves y severos de invalidez son los de nulidad, razón por la cual los efectos de la nulidad igualmente son mucho más graves y drásticos que los efectos de la anulabilidad, según veremos luego. Es por ello mismo que se dice que el negocio nulo nace muerto, mientras que el negocio anulable nace con vida pero gravemente enfermo. Tanto la nulidad como la anulabilidad son, pues, supuestos de ineficacia estructural, pero existiendo entre ellos una diferencia en lo que a su gravedad o magnitud se refiere. Los supuestos de nulidad suponen un defecto sumamente grave, mientras que los supuestos de anulabilidad, un defecto menor que se caracteriza por la presencia de un vicio en la estructura. Finalmente, debemos señalar que en ambos casos existen tipos de causales: las genéricas y las específicas. Las causaos genéricas de nulidad, que son por ello mismo de aplicación a todos los negocios jurídicos en general, se encuentran reguladas en el artículo 219 del Código Civil, mientras que las causales genéricas de anulabilidad en el artículo 221. Además de estas causales genéricas aplicables a todos los negocios jurídicos, existen las causales específicas, que se presentan en ciertas circunstancias y en determinados supuestos o tipos de negocios jurídicos. Respecto de las causales específicas puede decirse que aquéllas se encuentran dispersas en todo el sistema jurídico en general, no existiendo una lista cerrada o numerus clausus de las mismas como sucede con las genéricas. Existen dos tipos de causales de nulidad específicas: las denominadas nulidades virtuales o tácitas y las llamadas nulidades expresas o textuales. En el caso de la anulabilidad, las causales específicas son siempre expresas o textuales, no pudiendo ser tácitas o virtuales. La diferencia entre las

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causales de nulidad virtuales y expresas será examinada posteriormente. Por ahora baste con señalar que las nulidades son expresas o textuales cuando vienen declaradas directamente por la norma jurídica (al igual que sucede con las anulabilidades expresas o textuales), mientras que las nulidades son tácitas o virtuales cuando se infieren o se deducen del contenido del negocio jurídico, por contravenir el mismo el orden publico, las buenas costumbres o las normas imperativas. Como se podrá deducir fácilmente son infinitos los supuestos de nulidades virtuales. 4.6.

Las diferencias entre nulidad y anulabilidad dentro del Código Civil peruano En el capítulo anterior señalamos que la caracterización entre las dos categorías de invalidez es distinta, por cuanto la nulidad supone un defecto severo en la conformación del negocio jurídico mientras que la anulabilidad únicamente un vicio en la estructura es decir, un defecto menor. Pues bien, esta primera gran diferencie acarrea otras más que explicaremos a continuación. La segunda diferencia entre ambas categorías es que todas las causales de nulidad se construyen y establecen legalmente en tutela del interés público, mientras que las causales de anulabilidad se fundamentan en la tutela del interés privado, de las partes que han celebrado el negocio jurídico, a fin de proteger a la parte que ha resultado afectada por la causal de anulabilidad. Esta segunda diferencia es consecuencia inmediata de la anterior y nos confirma la diferencia de grado de gravedad que existe entre la nulidad y la anulabilidad. Esta segunda diferencia a su vez origina la tercera, según la cual la acción para solicitar la declaración judicial de nulidad de un negocio jurídico puede ser interpuesta no sólo por cualquiera de las partes que lo han celebrado, sino también por cualquier tercero (siempre que acredite legítimo interés económico o moral), o por el Ministerio Público. Incluso el juez puede declarar de oficio una nulidad cuando la misma resulte manifiesta, según lo establece claramente el artículo 220 del Código Civil.

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Por el contrario, la acción judicial para solicitar la anulabilidad del negocio jurídico sólo puede ser interpuesta por la parte perjudicada que ha celebrado el negocio jurídico viciado en cuyo beneficio la ley establece dicha acción. Esta tercera diferencia, como es evidente, es consecuencia del diferente grado de gravedad que existe entre la nulidad y la anulabilidad, según vimos anteriormente. A diferencia de la nulidad, la causal de anulabilidad sólo atenta contra el interés privado, afectando a una de las partes que ha celebrado el negocio jurídico. El artículo 222 del Código Civil cuida bien en señalar que la misma se pronunciará a petición de parte y no puede ser alegada por otras personas que aquellas en cuyo beneficio la establece la ley. Ahora bien, como lo veremos inmediatamente después, la acción de anulabilidad no tiene como objetivo que se declare la anulabilidad del negocio jurídico atacado por la causal de anulabilidad, sino que se declare la nulidad del negocio anulable, es decir, afectado por la causal de anulabilidad. Los negocios jurídicos anulables pueden ser declarados judicialmente nulos, en ningún caso podrán ser declarados judicialmente anulables. La razón es muy simple: cuando un negocio afectado por causal de anulabilidad es impugnado por la parte afectada por la causal, que no desea confirmarlo, el juez, en caso de acreditarse la misma, deberá declarar la nulidad del negocio anulable, el cual se considerará nulo desde la fecha de su celebración por efecto de la sentencia que lo declare. La cuarta diferencia fundamental entre ambas categorías radica en que los actos nulos nacen muertos y por ende no producen ninguno de los efectos jurídicos que tendrían que haber producido. Por el contrario, los actos anulables nacen con vida, pero gravemente enfermos y como tales tienen un doble destino alternativo y excluyente: o son subsanados o convalidados a través de la confirmación, o son declarados judicialmente nulos a través de la acción de anulabilidad. Respecto de los negocios anulables, debemos decir que a diferencia de los negocios nulos, los mismos nacen produciendo todos sus efectos jurídicos, y los seguirán produciendo normalmente si son confirmados, o dejaran de producirlos si son declarados judicialmente nulos.

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Conviene insistir en que mientras el negocio nulo nace muerto (y por ende en ningún momento produce ninguno de los efectos jurídicos que tendría que haber producido, por haber nacido sin vida), los negocios anulables, por el contrario, nacen enfermos pero con vida, produciendo todos sus efectos jurídicos, aunque los dejará de producir en caso la parte afectada por la causal de anulabilidad opte por solicitar judicialmente la nulidad del mismo, o los seguirá produciendo normalmente en caso la parte afectada opte por confirmar el acto, es decir, por subsanar el vicio que lo afectaba. Esto significa, en consecuencia, que el doble destino alternativo y excluyente del negocio anulable depende de la parte afectada por la causal de anulabilidad, que es quien decide la suerte del acto anulable. A fin de entender el doble destino del acto anulable, es necesario precisar lo siguiente: el objetivo de la acción de anulabilidad, como lo hemos mencionado, no es la declaración judicial de anulabilidad, sino la declaración judicial de nulidad del negocio anulable, y esto es así por cuanto una de las posibilidades del negocio anulable es justamente la de ser declarado judicialmente nulo como consecuencia de la acción de anulabilidad, previa acreditación de la causal evidentemente. Ahora bien, como ya hemos indicado, en los casos de negocios anulables confirmados, los efectos jurídicos que ha venido produciendo el acto desde su nacimiento, los seguirá produciendo normalmente justamente por haberse subsanado el vicio que lo afectaba. Por el contrario, en el caso de negocios anulables declarados judicialmente nulos por interposición de la acción de anulabilidad, los efectos que el acto anulable produjo desde su nacimiento desaparecerán como consecuencia de la sentencia firme que declare la nulidad del negocio anulable. Pero los efectos no desaparecen desde la fecha de expedición de la sentencia hacia delante, sino retroactivamente a la fecha de celebración del negocio jurídico, de modo tal que el acto anulable declarado judicialmente nulo es como si hubiera sido nulo desde siempre, como consecuencia del efecto retroactivo de la sentencia. Esta retroactividad del efecto jurídico, denominada retroactividad obligacional, viene establecida en forma clara por el artículo 222 del Código Civil, cuando dispone que el acto

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jurídico anulable es nulo desde su celebración, por efecto de la sentencia que lo declare. De esta forma se entiende, ahora sí con claridad, el doble destino alternativo del negocio anulable, el cual precisamos de la siguiente manera: el acto anulable nace con vida produciendo todos sus efectos jurídicos, pero por haber nacido con una enfermedad grave tiene un doble destino alternativo y excluyente: o es subsanado o convalidado por la confirmación en cuyo caso seguirá produciendo normalmente todos sus efectos jurídicos, o por el contrario es declarado judicialmente nulo como consecuencia de la interposición de la acción de anulabilidad, en cuyo caso los efectos jurídicos que produjo desaparecerán retroactivamente a la fecha de celebración del acto. Como es evidente, para poder entender a profundidad esta cuarta diferencia ha sido necesario precisar el objetivo de la acción de anulabilidad y el efecto retroactivo de la sentencia que declara la nulidad del acto anulable. Por el contrario, el acto nulo nace sin vida y en ningún caso puede producir ninguno de los efectos jurídicos que tendría que haber producido. Una quinta diferencia bastante sencilla, que se sobreentiende de la anterior, es que los negocios nulos, a diferencia de los negocios anulables, no pueden ser confirmados o convalidados justamente por haber nacido sin vida. Como es evidente, la confirmación es a su vez un negocio jurídico unilateral que puede ser celebrado por la parte perjudicada por la causal de anulabilidad, a fin de subsanar el negocio jurídico, en cuyo caso los efectos jurídicos que ha venido produciendo el negocio desde la fecha de su celebración, continuarán produciéndose normalmente. En sexto lugar, son también distintos los plazos prescriptorios de las acciones de nulidad y de anulabilidad. La acción de nulidad prescribe a los diez años, mientras que la de anulabilidad a los dos años, según lo dispone el artículo 2001 del Código Civil. Con relación a esta sexta diferencia conviene referirse a la prescriptibilidad de la acción de nulidad con el siguiente razonamiento: según vimos anteriormente, los negocios nulos no producen efectos jurídicos porque nacen muertos, sin vida. Sin

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embargo sucede que en muchos casos una o las dos partes (obviamente pueden ser más de dos) deciden cumplir voluntariamente un acto nulo. Frente a esta situación conviene ser categórico, por cuanto el hecho que se cumpla voluntariamente un acto nulo no lo convalida en absoluto. No debe olvidarse que los negocios nulos no producen efectos jurídicos. En todo caso se tratará del cumplimiento de un efecto meramente práctico o fáctico, pero en ningún caso de un efecto jurídico. Ahora bien, si se produce la prescripción de la acción de nulidad, ello tampoco significa que el negocio nulo se convalida por el transcurso del tiempo. Los negocios nulos no son confirmables o convalidables por ninguna razón o causa, ni por el cumplimiento voluntario de los mismos, ni por el transcurso del tiempo operando la prescripción de la acción de nulidad a los diez años. Lo que es nulo nunca produce los efectos jurídicos que tendrían que haberse producido, y es por ello que se señala en forma enfática y unánime que los negocios nulos no son confirmables. No obstante lo cual, para efectos prácticos, de operar la prescripción de la acción de nulidad en un supuesto determinado, se estaría prácticamente imposibilitando la declaración judicial de nulidad, con la consiguiente inseguridad jurídica para las partes y los terceros, creando una falsa apariencia de validez del negocio nulo. Es por ello justamente que la mayor parte de la doctrina considera que la acción de nulidad debe ser imprescriptible y es así como se ha regulado en algunos códigos civiles la acción de nulidad. Sin embargo, el Código Civil peruano actual, al igual que el anterior, considero siempre que la acción de nulidad debía prescribir. En el código de 1936 se estableció que el plazo prescriptorio era de 30 años, mientras que en el código actual se ha reducido dicho plazo a 10 años. Debemos ser bastante claros sobre este aspecto. Aun cuando el Código Civil peruano no ha optado por la tesis de la imprescriptibilidad de la acción de nulidad, posición que desde nuestro punto de vista hubiera sido preferible, debemos insistir en lo que señalamos anteriormente: el transcurso del tiempo no puede convalidar en ningún momento un negocio jurídico nulo y por ello la solución a este problema sería la considerar que si bien la acción de

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nulidad ya no puede ser interpuesta al prescribir la misma por el vencimiento del plazo de ley, la parte contra la que se pretenda hacer valer el acto nulo, exigiéndosele su cumplimiento, tendría la posibilidad de defenderse, deduciendo la nulidad ya no como acción, sino como excepción. Es ésta justamente la solución que se ha elaborado en la doctrina de los países con sistemas jurídicos como el nuestro, que establecen la prescripción de la acción de nulidad. Según esta tesis, la nulidad no sólo puede solicitarse vía acción, sino que también puede deducirse vía excepción. No obstante que, desde nuestro punto de vista, hubiera sido preferible que el código optara por la imprescriptibilidad de la acción de nulidad. Como es evidente, este problema no se plantea respecto de la acción de anulabilidad, por cuanto al ser confirmables los actos anulables, se entiende que al operar la prescripción de dicha acción, se estaría confirmando tácitamente el negocio anulable por la parte a quien correspondía la acción. La sétima diferencia entre ambas categorías de invalidez radica en que la nulidad opera de pleno derecho, siendo por tanto la sentencia que declare judicialmente la nulidad de un acto afectado por causal de nulidad, meramente declarativa, al limitarse a constatar que se presentó y operó la causal de nulidad y que el negocio jurídico nació muerto sin producir ninguno de sus efectos jurídicos. Por el contrario, la sentencia que declara judicialmente la nulidad de un negocio jurídico atacado por una causal de anulabilidad no es declarativa, sino constitutiva, por cuanto la nulidad del acto anulable no opera ipso iure o de pleno derecho, sino que se constituye recién por la sentencia que la declara. Sobre este aspecto, que es fundamental para entender a cabalidad la diferencia entre nulidad y anulabilidad, debe precisarse lo siguiente: si bien es cierto que la nulidad opera de pleno derecho, sin necesidad de sentencia alguna, es conveniente para efectos prácticos contar con una sentencia que declare judicialmente la nulidad, a fin de tutelar fundamentalmente a los terceros de la apariencia de validez de un acto nulo. Por el contrario, la única forma en que un acto anulable será considerado nulo desde la fecha de su celebración es por efecto de la sentencia que declare dicha

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nulidad y es por ello que se dice que en materia, de anulabilidad la sentencia que declara su nulidad es constitutiva. La última diferencia entre ambas categorías, que ya hemos mencionado en el capítulo anterior, es que la nulidad puede ser expresa o tácita, mientras que la anulabilidad puede ser únicamente expresa o textual. Debe recordarse que la nulidad tácita es denominada también nulidad virtual. Según se señaló en dicha oportunidad, mientras la nulidad expresa o textual es aquella que viene declarada directamente por la norma jurídica, la nulidad virtual es aquella que se deduce del contenido del negocio jurídico, cuando el mismo contraviene el orden publico, las buenas costumbres, o una o varias normas imperativas. Las causales específicas de anulabilidad son siempre expresas, es decir, vienen generalmente establecidas directamente por la norma. En ningún caso pueden deducirse o inferirse como sucede con las causales específicas de nulidad virtual o tácita. Estas son, pues, las diferencias que existen entre las dos categorías de invalidez reconocidas en el Código Civil peruano.

4.7.

La nulidad virtual como mecanismo de salvaguarda del principio de legalidad sin necesidad de acudir al concepto de tipicidad en materia de nulidad de los actos de autonomía privada Uno de los temas más importantes dentro de la categoría de la nulidad de los negocios jurídicos, lo constituye sin lugar a dudas el tópico de la nulidad tácita o virtual. Como ya hemos mencionado en los capítulos anteriores, la nulidad expresa o textual es aquella que es declarada directamente por la norma jurídica, por lo general con las expresiones "es nulo", "bajo sanción de nulidad", pudiendo sin embargo utilizarse, como de hecho ocurre, cualquier otra expresión, que indique la no aceptación por parte del sistema jurídico de un

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negocio jurídico en particular en una circunstancia especial. En cualquiera de estos casos y sea cual fuere la expresión que se utilice, estaremos frente a un supuesto de nulidad textual. Por el contrario, la nulidad tácita o virtual es aquella que sin venir declarada directamente por el supuesto de hecho de una norma jurídica, se deduce o infiere del contenido de un negocio jurídico, por contravenir el mismo el orden público, las buenas costumbres o las normas imperativas. Esto significa en consecuencia que la nulidad virtual o tácita es aquella que se encuentra tácitamente contenida en las normas jurídicas y que se hace evidente cuando un negocio jurídico en particular tiene un contenido ilícito, no sólo por contravenir las normas imperativas, sino también por contravenir un principio de orden público, o las buenas costumbres. Esta categoría de nulidad virtual, exige por ende una interpretación no sólo de la norma jurídica, sino también de las bases o fundamentos del sistema jurídico, conformado por normas imperativas, orden público y buenas costumbres. En otras palabras, para poder detectar un supuesto de nulidad virtual, es necesario en la mayoría de los casos una interpretación integral del sistema jurídico, no sólo sus normas, sino también de sus fundamentos. Lo que exige a su vez una delicada labor de análisis del sistema jurídico en su totalidad. Como es evidente esta figura hace mucho más complicada y delicada la labor interpretativa de los jueces al administrar justicia. Un ejemplo muy claro de nulidad virtual, presentado por la doctrina, desde siempre, es el del matrimonio entre personas del mismo sexo. Evidentemente, en este caso específico, no hay norma que disponga expresamente que el matrimonio será nulo, por cuanto dicha prohibición es innecesaria, ya que aquella nulidad, se deduce, tácitamente, del artículo 234 del Código Civil peruano que define el matrimonio como «la unión voluntariamente concertada por un varón y una mujer legalmente aptos para ella y formalizada con sujeción a las disposiciones de este código, a fin de hacer vida común». Como es obvio, la posición del legislador peruano es que el matrimonio sólo

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puede ser válidamente celebrado entre personas de sexo opuesto, con lo cual se deduce tácitamente que el matrimonio entre personas del mismo sexo es nulo de pleno derecho. Otro ejemplo, también bastante simple de entender, sería el de una persona que designe a su gato como su heredero conjuntamente con sus hijos. Como es evidente, no se requiere de una norma que expresa o textualmente señale, que dicho nombramiento es nulo, basta con las normas sobre la legítima, que en ningún caso permiten que los animales, por más queridos que sean éstos para el causante, puedan ser considerados herederos. Sería absurdo pretender la existencia de una norma que expresamente señale la nulidad en los dos casos antes mencionados a manera de ejemplo, por tratarse de supuestos en los cuales la nulidad se deduce o infiere indirectamente del sistema jurídico, siendo innecesaria la exigencia de una prohibición textual o directa. Y es justamente en este punto donde radica la gran utilidad e importancia de la nulidad virtual como mecanismo de salvaguarda del principio de legalidad en el ámbito de la celebración de los negocios jurídicos y contratos. Esto significa en consecuencia que las normas, en infinidad de supuestos, indirecta o tácitamente declaran nulidades, cuando establecen determinados requisitos para la configuración de los negocios jurídicos, de modo tal que todos los negocios jurídicos que se celebren sin cumplir con dichos requisitos de orden legal serán nulos, sin necesidad de norma expresa que lo disponga, por tratarse de actos con contenido prohibido o no permitido por el sistema jurídico, es decir, por tratarse de negocios jurídicos cuyo contenido no se ajusta a los requisitos legales. Del mismo modo, el conjunto de principios que constituyen el sustento de un sistema jurídico y que por ello mismo se denominan orden público, así como las reglas de convivencia social aceptadas por todos los miembros de una comunidad como de cumplimiento obligatorio, denominadas buenas costumbres, y las normas imperativas en general, constituyen los límites dentro de los cuales los particulares pueden celebrar válidamente negocios jurídicos y contratos, esto es, los límites dentro de los cuales se puede hacer uso de la autonomía privada, de modo tal que todos los negocios jurídicos que contravengan dichos límites, serán también nulos, sin necesidad de que existan normas que lo señalen así expresamente, por tener

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también un contenido ilícito o prohibido. Nulidad que será tácita o virtual por cuanto se deduce indirectamente de las bases del sistema jurídico. Como sucedería con el caso del contrato de prostitución, nulo virtual-mente por atentar contra el orden público y las buenas costumbres. De esta manera, puede reconocerse que la nulidad virtual es uno de las formas como el sistema jurídico salvaguarda el principio de legalidad, esto es, el mecanismo por excelencia para velar por el cumplimiento del principio de legalidad en materia de negocios jurídicos y contratos. La nulidad virtual tiene reconocimiento legal en el Perú en el inciso octavo del artículo 219 del Código Civil, debidamente concordado con el artículo V del Título Preliminar, que se refiere también en forma directa a dicha categoría de nulidad. Por el contrario, el inciso sétimo del mismo artículo 219 se refiere en forma clara y precisa a la categoría de nulidad textual o expresa. De esta manera, resulta harto conocida, la lógica del artículo 219, cuando en el inciso sétimo reconoce la categoría de nulidad textual y en el inciso octavo la de nulidad virtual o tácita. Pues bien, sabiendo ya el significado del concepto de nulidad virtual y su reconocimiento legal en el sistema jurídico nacional, corresponde ahora referirnos a la categoría de inexistencia de los negocios jurídicos. Como se podrá comprobar fácilmente, el Código Civil peruano solamente reconoce dos modalidades de invalidez o ineficacia estructural, la nulidad y la anulabilidad, y en modo alguno se refiere a la inexistencia como categoría principal o accesoria de ineficacia. Ello es así por cuanto la inexistencia es una categoría de ineficacia que sólo se acepta en los sistemas que no aceptan la nulidad virtual, como consecuencia del principio que «no hay nulidad sin texto», consagrado legalmente en alguno sistemas jurídicos como el francés. En tales sistemas, que no reconocen la categoría de nulidad virtual, es necesario también prohibir los negocios jurídicos cuyo contenido sea ilícito, privándolos de efectos jurídicos y para ello acuden al concepto de inexistencia. Esta es justamente la razón por la cual en el sistema legal peruano no se reconoce la inexistencia como categoría de ineficacia, siendo la

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misma totalmente innecesaria, al estar claramente consagrada la nulidad virtual. Finalmente, corresponde señalar que la mayor parte de nulidades específicas son supuestos de nulidad virtual o tácita, tratándose esta categoría de una formula genérica para privar de efectos jurídicos a todos los negocios cuyo contenido sea ilícito, sin necesidad de acudir a un tipo legal. El principio de legalidad en materia de celebración de negocios jurídicos y contratos, si bien se sustenta en el principio de estricto cumplimiento de los requisitos de orden legal, rechaza aquel de la tipicidad legal, siendo un sistema abierto que exige una delicada labor de interpretación del sistema jurídico y sus bases. 4.8.

Las causales genéricas de nulidad contempladas en el artículo 219 del Código Civil peruano Se distinguen dos tipos de invalidez del negocio jurídico, la nulidad y la anulabilidad. Se entiende por negocio jurídico nulo aquel al que le falte un elemento, o un presupuesto, o un requisito, o sea contrario al orden público, a las buenas costumbres, o cuando infrinja una norma imperativa. Las causales genéricas de nulidad del acto jurídico, dentro del Código Civil peruano, están contempladas en su artículo 219. Dichas causales son las siguientes: 4.8.1.

Falta de manifestación de voluntad del agente Como es sabido, la doctrina moderna acepta, en forma casi unánime, que los elementos del acto jurídico, entendidos éstos como los componentes que conforman el supuesto de hecho, son la declaración de voluntad o conjunto de declaraciones de voluntad y la causa, entendida ésta, según un sector cada vez más amplio, como la finalidad o función que justifica el reconocimiento de determinado acto de voluntad como acto jurídico, es decir, como capaz de producir efectos jurídicos. Ahora bien, esta primera causal de nulidad está referida a la circunstancia de que en un determinado supuesto no exista realmente manifestación de voluntad del declarante. En otras palabras, se trata de un verdadero supuesto de nulidad del acto

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jurídico por ausencia de uno de sus elementos, en este caso, la declaración de voluntad. Los autores concuerdan en que la declaración de voluntad, que es una sola unidad entre la voluntad y la declaración, requiere para su configuración de dos voluntades: la voluntad declarada, que es lo que aparece expresado en la conducta en que consiste la misma declaración, es decir, el contenido del negocio; y la voluntad de declarar. Esta última importa a su vez dos tipos de voluntades: la voluntad del acto externo, esto es, de la conducta en que consiste la propia declaración, y el conocimiento del valor declaratorio de dicha conducta7. Siendo esto así, resulta simple de entender que faltará la manifestación de voluntad del agente, en cualquier supuesto en que falte tanto la voluntad declarada como la voluntad de declarar. Los supuestos que encajan dentro de esta primera causal de nulidad son los siguientes: Incapacidad natural: Son todos aquellos supuestos en que por una causa pasajera el sujeto se encuentra privado de discernimiento, de forma tal que la declaración de voluntad que haya podido emitir, aun cuando tenga un contenido declaratorio, no será una verdadera declaración de voluntad por no existir la voluntad de declarar, estar ausente la voluntad del acto externo y por no existir conocimiento del valor declaratorio de la conducta. Error en la declaración: El error en la declaración, llamado también error obstativo, es aquel que consiste en un lapsus linguae, esto es, una discrepancia inconsciente entre la voluntad declarada y la voluntad interna del sujeto. En este supuesto, como es obvio, aun cuando hay voluntad de declarar, falta una verdadera voluntad declarada, ya que el sujeto por un error ha declarado en forma inconsciente una voluntad distinta a la verdadera, imponiéndose, en puridad de 7

Vid. supra Capítulo Segundo.

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términos, como sanción la nulidad del acto jurídico. Sin embargo, en vista que nuestro Código Civil ha asimilado el error en la declaración al error dirimente o error vicio, estableciendo como sanción la anulabilidad, no podemos incluir dentro de esta primera causal de nulidad al error en la declaración, aun cuando es la sanción que le correspondería en sentido estricto8. Esto significa que en sentido estricto el error en la declaración es un supuesto de nulidad por falta de manifestación de voluntad, correspondiéndole como sanción la nulidad. Sin embargo, esta solución doctrinaria de otros sistemas jurídicos no es de aplicación en el sistema legal peruano, por cuanto nuestro Código Civil ha optado por la solución de asimilar el error en la declaración al tratamiento legal del error vicio o error dirimente, considerando a ambos como causales de anulabilidad de] negocio jurídico. Declaración hecha en broma: La declaración hecha en brom£ es aquella que el sujeto realiza con fines teatrales, didácticos jactancia, cortesía o en broma, propiamente dicha, y que para algunos autores consiste en un verdadero caso de discrepancia entre la voluntad interna y voluntad declarada. A nuestro entender, la declaración hecha en broma puede ser considerada como un caso más de discrepancia entre voluntad y declaración, al igual que lo es la simulación, la reserva mental y e error en la declaración, por cuanto en los supuestos antes indicados existe una discrepancia consciente entre voluntad declarada ; voluntad interna, ya que la nulidad se impone por el solo hecho de que existe conciencia de que mediante una declaración de voluntad emitida en cualquiera de las circunstancias indicadas, no se está declarando una verdadera voluntad de celebrar un acto jurídico, no concurriendo por consiguiente uno de los componentes de la voluntad de declarar, siendo el acto jurídico nulo por faltar la manifestación de voluntad. Recuérdese también en esta 8

Vid. infra Capítulo Quinto.

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materia lo examinado sobre la problemática de la discrepancia entre la voluntad interna y 1 voluntad declarada9. Violencia: En los casos de negocio jurídico celebrado como violencia, falta también una verdadera declaración de voluntad, por cuanto no concurre la voluntad de declarar, al estar ausente igualmente la voluntad del acto externo. Sin embargo, nuestro código (siguiendo el criterio imperante en la doctrina, asimila la violencia absoluta o la violencia física a la intimidación o violencia moral estableciendo como sanción para ambos casos la anulabilidad, aun cuando en sentido estricto la violencia física debería esta considerada dentro de este primer supuesto de nulidad como u supuesto de ausencia de manifestación de voluntad del sujeto. En conclusión, dentro de esta primera causal de nulidad d< negocio jurídico, de acuerdo a la lógica del Código Civil peruano, debemos incluir los supuestos de incapacidad natural como la declaración hecha en broma. Sin embargo, debe quedar claramente establecido, que desde un punto de vista estrictamente técnico y doctrinario, esta causal comprendería también los supuestos de error en la declaración y violencia física o absoluta. 4.8.2. Incapacidad absoluta La segunda causal de nulidad está referida al supuesto que el sujeto sea incapaz absoluto. Tratándose obviamente de la incapacidad de ejercicio. Este supuesto de nulidad, dado su simplicidad, no requiere de mayor comentario ni siquiera en lo relacionado con la excepción contemplada en el artículo 1358 del Código Civil. No obstante lo cual debemos incidir, y esto sí es muy importante, en que se trata de un supuesto de nulidad por ausencia de un requisito y no de un elemento del acto jurídico, como es la capacidad de ejercicio, que si bien no constituye 9

Vid. supra Capítulo Segundo.

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un elemento, debe concurrir con los elementos para que el acto jurídico sea válido, ya que este tipo de capacidad es un requisito que debe reunir el sujeto, entendido como presupuesto o antecedente del acto jurídico. 4.8.3. Objeto física o jurídicamente imposible o indeterminable La tercera causal de nulidad contemplada en el artículo 219 está referida directamente al objeto del acto jurídico, en forma tal que para poder entender a cabalidad este tercer supuesto de nulidad, debemos determinar en primer lugar el concepto de objeto del acto jurídico. ¿Qué es el objeto dentro de la teoría general del acto jurídico? Según una primera corriente doctrinaria, elaborada por los primeros comentaristas del Código Civil francés, por objeto del contrato debía entenderse la cosa sobre la cual recae la relación jurídica nacida del propio contrato. A esta primera teoría se le ha objetado desde mucho tiempo atrás, el hecho de que si calificamos la cosa de objeto, no podría darse nunca ningún supuesto de ilicitud en el objeto, por cuanto una cosa en sí misma considerada jamás podrá ser ilícita. Por esta razón, y en la medida en que todos los códigos elaborados siguiendo el ejemplo del Código Civil francés han sancionado con nulidad la ilicitud en el objeto, al igual que lo hiciera nuestro Código Civil de 1936, la doctrina buscó un nuevo significado al objeto del contrato, entendiéndose, según una segunda corriente doctrinaria, ya no como la cosa, sino como la prestación a que vienen obligadas las partes por el contrato. La prestación, según es sabido, puede consistir, bien sea en la transferencia de un derecho real al acreedor, en cuyo caso consiste en un dar, o en la ejecución de un hecho personal del deudor, en cuyo caso consiste en un hacer o en un no hacer. No obstante lo cual, según algunos autores, al considerarse la prestación como el objeto del contrato, se estaría confundiendo e objeto del acto jurídico con el objeto de la

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obligación. Estos autores en su afán de distinguir el objeto de la obligación del objeto de contrato -pues se trata de autores franceses que utilizan el contrate como paradigma lógico y no así el acto jurídico-, llegan a la conclusión de que mientras el objeto de la obligación es la prestación debida, e objeto del contrato es la creación, modificación, regulación o extinción de obligaciones, confundiendo, sin darse cuenta, el objeto del contrate con su causa o finalidad objetiva. A nuestro entender, y en la medida en que la prestación consiste en una conducta que una de las partes se compromete a realiza frente a la otra, no hay ningún obstáculo de orden conceptual parí establecer que el objeto del contrato o del acto jurídico es la prestación debida, pues entendida ésta como un comportamiento, deben concurrir para la validez del supuesto de hecho, el mismo que uní vez debidamente formado con la concurrencia de todos sus elementos dará lugar al nacimiento de determinadas obligaciones, cuyo objeto serán también las conductas a que quedan obligadas las partes, esto es, el cumplimiento de las prestaciones debidas. Sin embargo, aun cuando consideramos que el objeto del acto jurídico debe entenderse como la prestación debida, somos de la opinión que el mismo no constituye un elemento o componente del acto jurídico, sino únicamente un presupuesto, antecedente o término de referencia, que sin embargo debe concurrir con el resto de elementos requisitos para que el acto jurídico sea plenamente válido y eficaz. Estando claramente establecido, que según nuestro punto d vista, el objeto del acto jurídico consiste en la prestación, debemos determinar a ciencia cierta cuál es el significado de objeto dentro d nuestro Código Civil. En primer lugar, llama la atención que el nuevo Código Civil en su artículo 140 exija para la validez del acto jurídico que el objeto sea físico y jurídicamente posible, a diferencia del artículo 1075 del código derogado que exigía para la

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validez del acto jurídico la existencia de un objeto lícito. Como es sabido, este requisito de la licitud del objeto en el Código de 1936, fue cuestionada por los comentaristas de dicho código, en el sentido de que siendo el objeto la cosa, el objeto nunca podrá ser ilícito, pues lo que es susceptible de ser ilícito es la finalidad de las partes contratantes y no la cosa en sí misma considerada. En vista de estos antecedentes y teniendo en cuenta que el código actual no exige la licitud del objeto para la validez del acto jurídico, pues sólo exige la licitud en el fin, podría pensarse que el nuevo código ha incorporado la noción de objeto entendido como cosa. En otros términos, si el código exigiera la licitud como requisito del objeto, podría pensarse que se habría optado por la noción de objeto entendido como prestación y no como cosa. Sin embargo, y aun cuando el código no establece la licitud como requisito del objeto, no podemos deducir de modo alguno que se haya incorporado la noción de objeto como cosa, ya que al establecerse en forma categórica que el objeto deberá ser física y jurídicamente posible, se está aludiendo en forma directa a una de las características del objeto entendido como la prestación, cuando ella consiste en un hecho personal del deudor. La explicación de este punto de vista es la siguiente: a. Como hemos afirmado anteriormente, la prestación puede consistir en un dar, en un hacer o en un no hacer, es decir, en la transmisión de un derecho real, o en un hecho personal del deudor. b. Cuando la prestación consiste en la transmisión de un derecho real, se entiende que se trata, obviamente, de la transmisión de un derecho al acreedor, sin embargo, por comodidad de expresión, en el lenguaje común se dice que la prestación es una cosa. Esta expresión abreviada es incorrecta, pues lo que se transfiere es un derecho real que recae sobre una cosa, y no es la cosa la que va a ser transferida mediante el contrato o el negocio jurídico.

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Siendo esto así, cuando la prestación consiste en la transmisión de un derecho real, la cosa sobre la cual recae el derecho que va a ser transferido al acreedor, debe reunir los siguientes requisitos: la cosa debe existir, debe estar en el comercio de los hombres (ya que no son transmisibles los bienes de dominio público) y debe estar determinada o ser determinable en cuanto a su especie y cantidad. c. Asimismo, cuando la prestación consiste en un hecho personal del deudor, sea positivo o negativo, este hecho debe a su vez reunir los cuatro requisitos siguientes: debe ser un hecho física y/o jurídicamente posible; el hecho prometido debe ser lícito en el sentido estricto; debe ser personal del deudor por regla general; y por último, el hecho prometido debe representar un interés para el acreedor, patrimonial o moral. d. Como se podrá observar fácilmente, mientras el artículo 140 del Código Civil señala que el objeto deberá ser física y jurídicamente posible, el inciso 3 del artículo 219 dispone que el acto jurídico es nulo cuando su objeto es física o jurídicamente imposible o cuando sea indeterminable . En otros términos, el código exige que el objeto del acto jurídico deba ser física y/o jurídicamente posible y determinable. Y estas dos condiciones o requisitos de la posibilidad y de la determinabilidad, como ya lo hemos visto anteriormente, no son sino condiciones que deben reunir las prestaciones, bien sea que consistan en la transmisión de un derecho real o en la ejecución de un hecho personal del deudor. Siendo esto así, la conclusión lógica es que el nuevo Código Civil ha incorporado la noción de objeto del acto jurídico entendido como la prestación prometida, esto es, como el comportamiento que deberá realizar una de las partes frente a la otra. De no ser así, el código no hubiera exigido para la validez del acto jurídico que el objeto cumpliera con los requisitos de la posibilidad y determinabilidad,

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que son requisitos que según la doctrina se aplican a las prestaciones debidas. En consecuencia, el inciso 3 contiene una causal de nulidad por ausencia de ciertos requisitos que son de aplicación al objeto del acto jurídico, lo cual es correcto conceptualmente hablando, pues el objeto entendido como prestación debe reunir determinados requisitos para que el acto jurídico sea válido. 4.8.4. Fin ilícito Según el inciso 4 del artículo 219, el acto jurídico será nulo cuando su fin sea ilícito. Esta disposición guarda armonía con el inciso 3 del artículo 140 que señala que para la validez del acto jurídico se requiere un fin ilícito. Pues bien, en este caso, y al igual que con la causal anteriormente estudiada, para poder determinar el alcance de esta nueva causal de nulidad, deberemos conocer a ciencia cierta cuál es el concepto de «fin» incorporado en el Código Civil vigente. Como el Código Civil no contiene una definición de fin, que tampoco hubiera podido estar presente, tenemos que recurrir a la doctrina para conocer el significado de dicha expresión, y observaremos que la palabra «fin» en derecho civil, específicamente en materia de actos jurídicos y de contratos, está vinculada necesariamente al concepto de causa. ¿Qué cosa señala la doctrina de la causa respecto a la naturaleza de este elemento del acto jurídico? La doctrina causalista no da una respuesta uniforme para determinar el significado de la causa como elemento del acto jurídico, pues existen una serie de teorías que pretenden explicar la naturaleza jurídica de dicho elemento, según la diversidad de sistemas causalistas existentes. Siendo esto así, tendremos que analizar brevemente cada una de las diferentes teorías sobre la causa que se han elaborado en los distintos sistemas

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causalistas. Estas teorías pueden ser agrupadas en cuatro grandes rubros. Dentro del primero que podríamos calificar de teorías subjetivas, encontramos, en primer lugar, la teoría clásica de la causa, todavía vigente en la actualidad en Francia, y que fuera elaborada por los primeros comentaristas del Código Civil francés. Sin embargo, está totalmente dejada de lado en la actualidad en el resto de los países con sistemas jurídicos causalistas. Según esta teoría clásica la causa es el fin inmediato y directo por el cual el deudor asume su obligación, tratándose siempre del mismo fin, según se esté frente a un contrato sinalagmático, a un contrato real y/o a un contrato a título gratuito. En otras palabras, según esta primera teoría sobre la causa, aun cuando ella es un móvil o motivo, se trata de un móvil abstracto, que es siempre idéntico en todos los contratos de una misma naturaleza, a diferencia del motivo en sentido estricto, que es distinto en cada tipo de contrato, según sean distintas las partes contratantes. La segunda teoría subjetiva elaborada por Josserand, en base a los repertorios de la jurisprudencia francesa de su época y denominada "teoría neocausalista", es aquella que señala que la causa ya no es un móvil abstracto, sino el móvil impulsivo y determinante por el cual el deudor asume su obligación, distinto en cada tipo de contrato, según las partes que hayan intervenido. En buena cuenta, esta segunda teoría subjetiva sobre la causa viene a identificar el concepto de causa con el de motivo o móvil concreto que impulsa a las partes a contraer sus obligaciones al celebrar un determinado contrato. La razón de ser de esta teoría subjetiva radicó principalmente en el hecho de que con la formulación sobre la causa elaborada por la teoría clásica era imposible, salvo en el caso de los contratos sinalagmáticos, encontrar un supuesto de causa ilícita, lo cual era perfectamente posible si se entendía que la causa ya no era un móvil abstracto, sino un móvil concreto. Sin embargo, esta tesis subjetiva no logra explicar el concepto de ausencia de causa incorporado en el Código Civil

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francés y en los códigos que lo han seguido, ya que hasta un loco actúa siempre determinado por un móvil o motivo. En la actualidad esta teoría no cuenta con casi ningún seguidor, además de su creador y algunos otros como Julien Bonnecase. A nuestro entender, esta teoría no puede aceptarse, no sólo porque no explica el concepto de ausencia de causa, sino principalmente porque identifica en forma inapropiado la causa con el motivo determinante de la celebración de un contrato. En segundo lugar, tenemos las teorías objetivas, producto de la doctrina italiana, que identifican el concepto de causa con la finalidad objetiva del negocio jurídico que justifica su reconocimiento como tal. Según estas teorías, la causa consiste en la finalidad típica del negocio jurídico, o en su función económica y social, o en su función jurídica, o en la razón económica y jurídica del mismo, etc. Sin embargo, para todas ellas, con independencia de sus distintos matices, la causa consiste siempre en un elemento netamente objetivo, que debe ser examinado desde el punto de vista del ordenamiento positivo y perfectamente distinguible de los motivos de las partes. Todas estas teorías objetivas, y principalmente la que ve en la causa la función económica y social del negocio jurídico que justifica su reconocimiento como tal, son las predominantes en la actualidad. Sin embargo, así como las teorías subjetivas, principalmente la neocausalista no llegan a explicar satisfactoriamente el concepto de ausencia de causa, las teorías objetivas por su parte se ven imposibilitadas de justificar el concepto de causa ilícita, dada la perfecta distinción entre la causa y los motivos, de forma tal que se ha llegado a pensar que en algunos supuestos es necesario tener en consideración los motivos de las partes, cuando ellos son ilícitos, a fin de poder dar un contenido al concepto de causa ilícita. Por ello, determinados autores causalistas han optado por una visión dual de la causa del acto jurídico, entendiendo que

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la causa es objetiva cuando se trata de determinar el valor de determinado acto de voluntad como acto jurídico, y que la causa es subjetiva cuando se trata de conocer el concepto de causa ilícita, de forma tal que para este tercer grupo de autores habrían dos conceptos de causa, uno objetivo netamente separado de los motivos, y otro subjetivo que identifica el concepto de causa y el motivo. Sin embargo, y en vista que todas las teorías anteriormente expuestas sobre la causa, no han resultado satisfactorias para explicar el concepto de causa incorporado en los códigos civiles, que sancionan con nulidad los contratos que no tengan causa, o en los que la causa exista, pero es ilícita, un buen número de civilistas modernos han establecido que la causa es un elemento que conlleva un doble aspecto: un aspecto objetivo que es idéntico al que le dan a la causa las teorías objetivas italianas, y un aspecto netamente subjetivo que permite incorporar los motivos ilícitos a la causa, de tal manera que se pueda establecer que un contrato con causa objetiva, pueda ser nulo por tener una causa ilícita. A nuestro entender, esta cuarta posición teórica es la más adecuada para comprender a cabalidad el rol de la causa como elemento de los actos jurídicos. Ahora bien, ¿a qué teoría sobre la causa se ha adherido nuestro Código Civil? En nuestra opinión, los redactores del Código Civil han creído incorporar la teoría subjetiva de la causa, tal como la entiende JOSSERAND, la razón de esta opinión es la siguiente: Si bien es cierto que el Código Civil en su artículo 140 dispone en forma expresa que para la validez del acto jurídico se requiere un fin lícito, lo que nos podría llevar a pensar que el código habría optado por un sistema unitario de la causa, en el sentido que el acto jurídico no sólo requiere de un fin objetivo, sino además de ello de un fin objetivo que no deberá estar viciado por ningún motivo ilícito, en el inciso 4 del

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artículo 219 sanciona con nulidad únicamente el acto jurídico cuyo fin sea ilícito, de forma tal que al código sólo le interesaría el aspecto subjetivo de la causa, pues si se hubiera tomado en cuenta su aspecto objetivo, se habría establecido como una causal adicional de nulidad la del acto jurídico que no tuviera fin. Sin embargo, en nuestra opinión, el código puede ser correctamente interpretado, en forma doctrinaria, en el sentido de que para la validez del acto jurídico no sólo se requiere de un fin, que además deba ser lícito, sino que la causal de nulidad por ausencia de fin podría deducirse perfectamente como un caso más de nulidad virtual, por contraposición al inciso 3 del artículo 140, pues si para la validez del acto jurídico se requiere de un fin lícito, será nulo el acto jurídico que no tenga un fin lícito. En otras palabras, sólo por nulidad virtual o tácita podremos llegar a la conclusión de que es nulo el acto jurídico que no tenga un fin o causa. En nuestro concepto, sin embargo, hubiera sido preferible que el Código Civil utilizara el término "causa" y no el de "fin lícito". Es así como, de acuerdo a la exposición realizada ahí, la causal de nulidad por fin ilícito, contemplada en el artículo 219, deberá entenderse como de aquel negocio jurídico cuya causa, en su aspecto subjetivo sea ilícita, por contravenir las normas imperativas, el orden público o a las buenas costumbres. Se trata, pues, de una causal de nulidad por ausencia del requisito de la licitud, aplicable al fin, que constituye uno de los elementos del acto jurídico, según nuestro Código Civil. Sin embargo, debemos reiterarlo, esto no significa que el Código Civil peruano haya optado por la posición neocausalista, por cuanto somos de la opinión que la noción de causa consagrada legalmente en él puede y debe entenderse dentro de las concepciones unitarias, señalando que la causa es un único elemento con un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo. Desde el punto de vista objetivo, la

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causa -tal como debe entenderse en nuestro sistema jurídicoserá la función jurídica en base a una función socialmente razonable y digna. Desde el punto de vista subjetivo, la causa será el propósito práctico de las partes integrado por los motivos comunes y determinantes de la celebración del negocio jurídico. La nulidad por ilicitud en el aspecto subjetivo se encuentra consagrada en el inciso comentado del artículo 219, mientras que la nulidad por ausencia de causa en el sentido del aspecto objetivo, fluye como nulidad virtual por contravención del artículo 140. No obstante lo cual, debemos ser claros, la causal de nulidad del inciso cuarto del artículo 219 está referida únicamente al aspecto subjetivo, cuando un negocio jurídico haya sido celebrado por un motivo ilícito común y determinante para las partes. 4.8.5. Simulación absoluta Según el inciso 5 del artículo 219 el acto jurídico será nulo cuando adolezca de simulación absoluta. Corno es sabido, para la casi totalidad de los civilistas la simulación no consiste sino en un caso de discrepancia entre la voluntad declarada y la voluntad interna, realizada de común acuerdo entre las partes contratantes, a través del acuerdo simulatorio, con el fin de engañar a los terceros. En forma unánime la doctrina distingue dos clases de simulación: la simulación absoluta, en que existe un solo acto jurídico denominado «simulado», y la simulación relativa en que detrás del acto simulado permanece oculto un verdadero acto jurídico que se denomina «disimulado». Tanto en el supuesto de la sindicación absoluta como en el de la relativa, el acto jurídico simulado es siempre nulo por cuanto no contiene la verdadera voluntad de las partes contratantes, mientras que en la simulación relativa el acto disimulado, en la medida en que contenga todos sus requisitos de sustancia y forma será siempre válido por ser un acto jurídico verdadero y real que contiene la auténtica voluntad de las partes contratantes. Siendo esto así, resulta incongruente que el inciso 5 del artículo 219 sancione con nulidad únicamente al acto jurídico

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simulado en la simulación absoluta, por cuanto como ya lo hemos expresado el acto jurídico simulado es nulo tanto en la simulación absoluta como en la relativa. El Código Civil ha debido señalar únicamente que el acto jurídico será nulo cuando sea simulado, pues de esta forma hubiera quedado perfectamente establecida la nulidad del acto simulado o aparente en cualquier supuesto de simulación10. 4.8.6. Ausencia de formalidad prescrita bajo sanción de nulidad La causal de nulidad contemplada en el inciso 6 del artículo 219 está referida al supuesto de que en un acto jurídico solemne o con formalidad ad solemnitatem, no concurra la forma dispuesta por la ley bajo sanción de nulidad, en cuyo caso el acto jurídico será nulo por ausencia de uno de sus elementos o componentes. Como lo hemos afirmado anteriormente, los dos únicos elementos comunes a todo acto jurídico son la declaración de voluntad y la causa. Sin embargo, existen determinados actos jurídicos, que además de dichos elementos, requieren para su formación del cumplimiento de una determinada formalidad, que la ley impone bajo sanción de nulidad, de tal manera que en ausencia de dicha formalidad el acto jurídico será nulo y no producirá ningún efecto jurídico de los que en abstracto debía producir. Estos actos jurídicos formales, denominados también solemnes o con formalidad ad solemnitatem, generalmente son actos jurídicos de derecho familiar o actos jurídicos patrimoniales a título gratuito. Así, por ejemplo, en nuestro Código Civil son actos formales el matrimonio, la adopción, el reconocimiento de los hijos extramatrimoniales, el testamento, la donación de bienes muebles en algunos casos, la donación de bienes inmuebles, el 10

Vid. infra Capítulo Sexto.

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mutuo entre cónyuges, el suministro a título gratuito, el secuestro, la fianza, la renta vitalicia, entre otros. Esta causal de nulidad está bien concebida, pues se trata de un típico caso de nulidad por ausencia de un elemento, en este caso, la forma impuesta por la ley bajo sanción de nulidad 11. 4.8.7. Nulidad expresa Según el inciso 7 del artículo 219 el acto jurídico será nulo cuando la ley lo declare nulo. Este inciso hace referencia a los supuestos de nulidades textuales o expresas. La doctrina, según es conocido, distingue dos tipos de nulidad: nulidades expresas y nulidades tácitas o virtuales. Las expresas son aquellas que vienen dispuestas manifiestamente por un texto legal, mientras que las nulidades virtuales son aquellas que se producen cuando un determinado acto jurídico contraviene una norma imperativa, el orden público o las buenas costumbres. Así, por ejemplo, el matrimonio entre dos personas del mismo sexo es nulo tácitamente por contravenir lo dispuesto en el artículo 234 del Código Civil 12. Otros casos de nulidades expresas en nuestro Código Civil son, por ejemplo: el artículo 274 para el matrimonio; el artículo 865 para la partición hecha con preterición de algún heredero; el artículo 1543 que dispone que la compraventa es nula cuando la determinación del precio se deja al arbitrio de unas de las partes; el artículo 1972 que establece que es nula la renta vitalicia cuya duración se fijó en cabeza de una persona que hubiera muerto a la fecha de la escritura pública; el artículo 1932 que señala la nulidad de pacto que prohíbe la cesión de la renta constituida a título oneroso entre otros. 11

Recuérdese también lo examinado sobre la formalidad del negocio jurídico en el presente capítulo al comentar lo relacionado a la estructura del negocio jurídico. 12

Vid. supra 4.7.

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4.8.8. Nulidad virtual A diferencia de la causal de nulidad contemplada en el inciso anterior, la dispuesta en el último inciso del artículo 219 hace referencia directa a los supuestos de las nulidades tácitas o virtuales, explicadas anteriormente, por cuanto se dispone que es nulo el acto jurídico en el caso del artículo V del Título Preliminar, esto es, el acto jurídico contrario al orden público, las buenas costumbres, o una o varias normas imperativas. En estos casos, la nulidad viene impuesta no expresamente por la norma legal, sino por el hecho de que el negocio jurídico contraviene uno de los fundamentos o pilares del sistema jurídico.

4.9.

Las causales genéricas de anulabilidad reguladas en el artículo 221 del Código Civil peruano Habiendo examinado las causales genéricas de nulidad, corresponde en el presente examinar las causales genéricas de anulabilidad, las mismas que se encuentran consagradas en el artículo 221 del Código Civil. La primera de ellas hace referencia al supuesto de la incapacidad relativa del sujeto, la cual es un caso típico de anulabilidad. La segunda, por su parte, está referida al supuesto de los vicios de la voluntad, bien se trate del error, dolo, violencia moral y violencia física. Sobre esta segunda causal, no existe duda alguna que los vicios de la voluntad son causales de anulabilidad, ni en la doctrina ni en el derecho comparado, por cuanto lo que los caracteriza es que el sujeto ha declarado su voluntad real, es decir, ha declarado lo que él deseaba y pensaba, sólo que dicha voluntad real que ha sido correctamente declarada, ha estado sometido a un proceso anormal de formación, por la presencia de un vicio, justamente de un vicio de la voluntad.

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En el caso específico del error, el vicio consiste en una falsa representación de la realidad que determina al sujeto a declarar una voluntad que no habría declarado de conocer la verdadera situación real. Debe señalarse también que, aun cuando en sentido estricto el error es vicio de la voluntad cuando es un error dirimente, es decir, un error en la formación de la voluntad, el Código Civil peruano, a través del artículo 208, ha asimilado el error en la declaración o error obstativo al tratamiento legal del error dirimente o error vicio, considerándolo también como causal de anulabilidad. El error en el sistema jurídico nacional, sea dirimente u obstativo, es decir, se trate de un error en la formación de la voluntad o de un error en la declaración, es siempre causal de anulabilidad. Con independencia de la discusión sobre la inconveniencia o no de asimilar el error en la declaración al error dirimente, discusión que ha dado lugar a ardorosos debates en la doctrina 13, se acepta en forma unánime por todos los juristas y todos los sistemas jurídicos que los vicios de la voluntad son siempre causales de anulabilidad. En tal sentido, la presente causal de anulabilidad se encuentra perfectamente consagrada en el inciso bajo comentario. En el caso del dolo, que es el error provocado por la otra parte, o excepcionalmente por un tercero con conocimiento de la parte que obtuvo beneficio de él, el vicio de la voluntad no es la falsa representación de la realidad en que incurrió la víctima, sino la intención de la otra parte, o del tercero, de provocar un error en la víctima. Por su parte, en la violencia moral o intimidación el vicio de la voluntad es el temor que despierta en la víctima la amenaza injusta de sufrir un mal. En estos tres casos: error, dolo y violencia moral o intimidación, resulta claro que estamos frente a causales de anulabilidad, por tratarse de actos jurídicos en los cuales ha existido una voluntad correctamente declarada, sólo que por haber sido dicha voluntad anormal o viciosamente formada, corresponde a la víctima la opción

13

Cfr. Supra Capítulo Segundo e infra Capítulo Quinto.

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de confirmar el acto o solicitar judicialmente su declaración de nulidad. Sin embargo, en los casos de violencia física, llamada también violencia absoluta, no estamos frente a un supuesto de vicio de la voluntad, sino ante un supuesto de ausencia de voluntad, por cuanto en los casos de violencia física el sujeto no tiene la voluntad de celebrar ningún acto jurídico, sino que se ha obligado a ello por una fuerza física irresistible. Es por ello que doctrinariamente se entiende que en los supuestos de violencia física o absoluta la sanción debiera ser la nulidad y la anulabilidad. Sin embargo, y esto es importante señalarlo, el Código Civil peruano, siguiendo al código de 1936, y a la mayor parte de códigos civiles de otros sistemas, ha considerado conveniente considerar la violencia física como un supuesto de anulabilidad. Es esta la razón que explica la causal de anulabilidad contemplada en el segundo inciso del artículo 221. La tercera causal de anulabilidad contemplada en el tercer inciso del mismo artículo 221 exige una explicación un poco más detallada, pues hace referencia al fenómeno de la simulación en la celebración de los actos jurídicos, específicamente al supuesto de simulación relativa, por cuanto en la simulación absoluta es claro que nos encontramos frente a un supuesto de nulidad, por no existir voluntad real de las partes de celebrar ningún acto jurídico, sino únicamente el de aparentar la celebración de uno, según lo dispone claramente el artículo 190 del Código Civil, cuando dice: «Por la simulación absoluta se aparenta celebrar un acto jurídico cuando no existe realmente voluntad para celebrarlo». Por el contrario, en los supuestos de simulación relativa se celebran dos actos jurídicos: el simulado o aparente que las partes saben que es falso pues no corresponde a su voluntad real; y el disimulado que es verdadero y que las partes han querido celebrar realmente, sólo que ocultándolo a los terceros bajo la fachada del acto simulado o aparente. Como es evidente, en las hipótesis de simulación relativa, el acto simulado es nulo por ser aparente, al no corresponder a la voluntad real de las partes, mientras que el acto disimulado es válido por ser verdadero y corresponder a la verdadera voluntad de las partes, pero

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siempre y cuando concurran sus requisitos de sustancia y forma y no se perjudique el derecho de tercero, según lo establece claramente el artículo 191 del Código Civil: «Cuando las partes han querido concluir un acto distinto del aparente, tiene efecto entre ellas el acto ocultado, siempre que concurran los requisitos de sustancia y forma y no perjudique el derecho de tercer». Como se podrá comprender, el acto ocultado o acto disimulado por ser verdadero en principio es válido, pero siempre y cuando concurran sus requisitos de sustancia y forma, es decir, siempre y cuando concurran todos los aspectos de su estructura, y es por eso que el artículo 191 precisa que «tiene efecto entre ellas». Pues bien, la causal de anulabilidad contemplada en el tercer inciso del artículo 219 hace referencia al acto disimulado en los supuestos de simulación relativa, cuando el mismo, reuniendo todos sus requisitos de sustancia y forma, perjudica sin embargo el derecho de tercero. Esto significa en consecuencia que esta causal de anulabilidad sólo está referida al acto disimulado u ocultado, no al acto simulado, el cual es nulo por no corresponder a la voluntad real de las partes. Pero se refiere al acto disimulado solamente cuando el mismo perjudica el derecho de tercero, en cuyo caso será anulable. Si el acto disimulado carece de algún requisito de sustancia o formalidad, como cualquier otro acto jurídico celebrado verdaderamente, será nulo por falta de un aspecto de su estructura. Por lo tanto, la causal de anulabilidad que estamos comentando, solamente se refiere al supuesto en el cual el acto disimulado perjudique el derecho de tercero. Finalmente, tenemos el cuarto y último inciso, referido al concepto de nulidad textual o expresa, por cuanto, como ya examinamos anteriormente, no existe la posibilidad de una anulabilidad tácita o virtual. 4.10. E1 negocio jurídico en fraude a la ley dentro del Código Civil peruano. La causa fraudulenta como un supuesto de causa ilícita sancionada con nulidad. Diferencias entre negocio fraudulento y negocio simulado

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Uno de los temas más comentados en los tiempos actuales es el del fraude, entendido como engaño o acto destinado a engañar a los terceros, y es por ello que se habla de actos fraudulentos en sentido amplio, sobre la base del significado literal del término «fraude». Sin embargo, cuando se habla de negocio fraudulento o de negocio celebrado en fraude a la ley, dentro del marco de la teoría general del negocio jurídico, no se hace referencia a ese significado lato o genérico del fraude, sino a un significado específico y perfectamente bien delimitado conceptualmente que es, justamente, el que pretendemos explicar ahora, dada su íntima vinculación con el tema de la nulidad del negocio jurídico. La importancia del tema del negocio en fraude a la ley radica en que se trata de una instrumentalización anormal de las figuras negocíales dentro de un sistema jurídico determinado, lo que origina un uso inadecuado de los esquemas negóciales, establecidos, como ya lo hemos visto, no en base a inventos del legislador, sino en base a la valoración de una función socialmente útil o trascendente para la satisfacción de necesidades no contempladas dentro del respectivo ordenamiento jurídico. Demás está decir, que la utilización fraudulenta de las figuras negóciales no sólo se da en nuestro medio jurídico, sin en cualquier otro sistema jurídico, pues siempre los particulares, impulsados por la necesidad de satisfacer determinadas expectativas, recurren a esta instrumentalización anormal de las diferentes figuras negóciales mediante la celebración de negocios jurídicos determinados por la búsqueda de finalidades distintas a las reconocidas por el legislador, como socialmente importantes. Como ya hemos visto14, los negocios jurídicos, en el caso de los tipificados legalmente, son supuestos de hecho establecidos en esquemas legales en base a una función socialmente útil, en concordancia con el propósito práctico de las partes, el cual siempre busca alcanzar la finalidad jurídica del mismo negocio pero entendida como una finalidad meramente práctica. Esto significa en consecuencia que los negocios jurídicos típicos son esquemas legales que cuentan con una determinada y detallada regulación legal, pero sobre la base de una 14

Supra Capítulo Tercero.

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determinada finalidad o función considerada por las normas jurídicas como socialmente trascendente o relevante. Pues bien, en el caso del negocio celebrado en fraude a la ley, los sujetos celebran el negocio buscando una finalidad distinta a la contemplada por el legislador, al establecer el esquema legal, es decir, una función totalmente distinta a la función socialmente útil que justificó la creación de ese esquema legal de figura negocial. Esto significa que en toda sociedad y en todo sistema jurídico la figura del fraude estará siempre presente, con mayor o menor medida, y con mayor o menor fuerza, como práctica anormal dentro del ámbito de la celebración de los negocios jurídicos, y fundamentalmente como fenómeno social. Frente a esta realidad social y jurídica corresponde al legislador y, por ende, al sistema jurídico en su conjunto establecer una clara posición y calificación jurídica sobre el negocio fraudulento, a fin de determinar la eficacia jurídica del mismo y su legitimidad. No ocuparse del tema y dejarlo a las simples reglas de la convivencia social nos parece peligroso en grado extremo, por cuanto se corre el riesgo de que todo el sistema jurídico y las diversas figuras e instituciones que lo conforman puedan ser utilizadas en contravención con las finalidades sociales para las cuales y en mérito de las cuales fueron reconocidas. Determinar la naturaleza jurídica y la eficacia del negocio celebrado en fraude a la ley constituye el objetivo del presente punto de este capítulo, dada la íntima vinculación entre el tema y la ineficacia del negocio jurídico, como se podrá comprobar más adelante. Debe advertirse que esta figura fue incorporada dentro del proyecto de la Comisión Reformadora del Código Civil actual en la parte relativa a la doctrina general del contrato, siendo posteriormente eliminada del texto final del actual Código Civil de 1984, presumimos por el criterio de la Comisión Revisora. Con esta omisión lamentable, el actual Código Civil no hace referencia al tema del negocio celebrado en fraude a la ley, sino únicamente al tema del negocio celebrado en fraude a los acreedores, que es un tópico totalmente distinto y vinculado fundamentalmente con el derecho de obligaciones, no con el tema de la doctrina general del negocio jurídico. Por ello, a efectos de determinar los límites conceptuales del

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fraude, tenemos que señalar en primer lugar y de manera prioritaria y categórica que la figura del negocio celebrado en fraude a la ley, no tiene ninguna vinculación con la de los negocios celebrados en fraude a los acreedores, que se encuentra debidamente regulada en las normas sobre fraude contenidas en el Libro del Acto Jurídico. Del mismo modo, no existe tampoco ninguna vinculación entre esta figura y aquélla de la simulación, que será examinada después 15, en cuanto a su conformación estructural, a pesar que en algunos casos mediante las dos figuras de negocios anómalos se busque una finalidad fraudulenta. A efectos de distinguir adecuadamente la simulación del negocio fraudulento, consideramos pertinente ocuparnos muy brevemente de la primera de las mencionadas. Como es sabido existen tres grandes teorías sobre la simulación: la teoría voluntarista, según la cual la simulación es un caso de discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada; la teoría declaracionista, que entiende que en la simulación hay también un caso de discrepancia o divergencia pero entre la declaración y la contradeclaración; y la teoría clásica francesa, que entiende que la simulación es un supuesto de causa falsa, similar a la hipótesis de la causa errónea. Sabido es también que ninguna de estas tres teorías se ha impuesto definitivamente sobre las otras, razón por la cual en la actualidad y desde siempre, encontramos autores que se adscriben a una u otra teoría. En nuestro concepto, la que mejor explica y fundamenta la naturaleza jurídica de la simulación, a pesar de nuestra gran preferencia por el tema de la causa y que nuestra concepción social del negocio jurídico es una orientación causalista, es sin lugar a dudas la teoría de la voluntad, que concibe la simulación como un supuesto de discrepancia consciente, realizada de mutuo acuerdo entre las partes, entre su voluntad interna y su voluntad declarada, con el fin de engañar a los terceros. Más aún, somos de la opinión, que la teoría de la voluntad es la que ha sido consagrada en el articulado del Código Civil peruano 15

Infra Capítulo Sexto.

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sobre la simulación, específicamente en los artículos 190 y 191. Esto no significa, sin embargo, que neguemos la utilización de alguna otra teoría, distinta a la de la voluntad, para resolver algunas situaciones de conflicto que se presenten con relación a los terceros afectados por la simulación. Así, por ejemplo, nos parece acertada la posición del Código Civil peruano en su artículo 194 al consagrar claramente la teoría de la confianza, no existiendo, a nuestro entender, ninguna contradicción entre este último artículo y los dos mencionados anteriormente. En consecuencia, debe quedar muy en claro que en lo que se refiere a los lincamientos generales de la simulación, la teoría de la voluntad es sin lugar a dudas la más conveniente y, también, la que ha sido incorporada por el Código Civil peruano. Del mismo modo, es necesario señalar que optar por la teoría de la voluntad para explicar adecuadamente la naturaleza jurídica de la simulación, no significa que aceptemos dicha teoría como regla general para explicar y justificar cualquier otro problema de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, pues como ya lo hemos demostrado anteriormente16 y lo ha demostrado y señalado la doctrina desde hace mucho tiempo, no se puede pretender utilizar una sola teoría para comprender y resolver las demás situaciones sobre no coincidencia entre las dos voluntades. Nos referimos específicamente a los supuestos de la declaración hecha en broma, la reserva mental y el error obstativo. Igualmente, y como lo hemos indicado en la última parte del segundo capítulo, somos de la opinión que actualmente la teoría de la voluntad no puede aceptarse como regla general para entender a cabalidad el concepto general del negocio jurídico y del contrato, sino únicamente para resolver algunos supuestos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, de los ya mencionados. Así, pues, nos parece que la visión que ve en el contrato un simple acuerdo de voluntades y en el negocio jurídico una mera declaración de voluntad dirigida a la producción de efectos jurídicos, no resisten ya mayor análisis, como lo hemos venido diciendo insistentemente en todo momento en la presente obra, pues se olvida que en ambos casos lo relevante jurídicamente es el precepto establecido por los particulares mediante su declaración o 16

Supra Capítulo Segundo.

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comportamiento y no lo que los sujetos hayan querido real y efectivamente. Ahora bien, y esto es muy importante señalarlo con toda claridad, a pesar de nuestra preferencia por la teoría de la voluntad para el caso específico de la simulación, debemos señalar también que, con independencia de los diferentes fundamentos teóricos sobre los cuales se construye la simulación por cada una de estas tres grandes teorías, las tres coinciden plenamente en que la simulación, sea absoluta o relativa, implica necesariamente la existencia de un negocio jurídico falso, aparente, simulado, fingido o fantasma; es decir, se coincide en que la simulación supone la celebración de un negocio falso que constituye una mera apariencia dirigida a engañar a los terceros, por cuanto los sujetos que lo han celebrado conocen la verdadera voluntad y la real situación jurídica.

Este negocio falso, denominado técnicamente negocio simulado, es pues en todo caso un negocio nulo que no produce ninguno de los efectos jurídicos que hubiera tenido que producir, pues no es un negocio jurídico verdadero que responda al verdadero propósito práctico de los sujetos. En otras palabras, la falsedad y la nulidad del negocio simulado es el primer punto de coincidencia de las tres teorías, que las lleva a resultados prácticos exactamente iguales, siendo la única diferencia la manera como se explica y fundamenta esta falsedad y consecuente nulidad. Según los voluntaristas la falsedad se fundamenta en una falta de coincidencia entre voluntad interna y voluntad declarada que determina definitivamente la nulidad negocial, por cuanto se trata de un negocio que las partes no han querido celebrar verdaderamente; por su parte, para los declaracionistas la nulidad se explica por una discrepancia entre la declaración externa (por ello mismo conocida por los terceros) y la contradeclaración que en última instancia no hace sino recoger la voluntad interna de las partes que han simulado. Finalmente, para los que se adhieren a la teoría de la falsa causa, la nulidad se explica porque el negocio simulado adolece de una causa

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verdadera, siendo su causa falsa al no desear los sujetos que se produzcan los efectos jurídicos correspondientes a la causa típica del negocio jurídico que se haya simulado. Existe también otra y fundamental coincidencia en que el negocio simulado siempre es nulo, con independencia de cuál sea la finalidad que buscaron las partes al simular, bien se trate de una finalidad lícita o ilícita. No debe olvidarse además que en la simulación el fin es siempre y necesariamente el engañar a los terceros, lo que no implica necesariamente perjudicar o causar daño en todos los casos. Esto significa que sea la simulación lícita o no, la sanción será siempre la nulidad, salvo el caso de la simulación relativa respecto del negocio jurídico disimulado o real que permanece oculto a los terceros, en principio válido, siempre y cuando concurran todos sus elementos estructurales, por ser un negocio jurídico verdadero que permanece oculto frente a los terceros; negocio disimulado que en los casos de ser ilícito por perjudicar el derecho de los terceros será anulable y no nulo. En otros términos, por ser el negocio simulado siempre nulo, la ilicitud en la finalidad de la simulación sólo puede afectar al negocio disimulado en materia de simulación relativa, deviniendo el mismo en un negocio anulable justamente por haber sido ilícita la finalidad que determinó la simulación relativa. Esta finalidad ilícita consiste, precisamente, en encubrir un negocio verdadero que perjudica el derecho de un tercero con la celebración de un negocio falso que se aparenta celebrar y que es conocido y oponible a todos. Esta poca importancia en el ámbito civil de la calificación de la finalidad que determinó a los sujetos a celebrar negocios jurídicos simulados, ha determinado a su vez una clarísima distinción de esta figura con la del fraude, en la cual sí es de fundamental importancia la calificación de la finalidad que determinó a los sujetos a celebrar el negocio fraudulento, por la simple razón que en este caso el negocio jurídico sí es verdadero, al haber tenido los sujetos la voluntad real de celebrarlo. Efectivamente, en materia de simulación, la nulidad es consecuencia de que el negocio simulado no ha sido querido realmente por las partes, no correspondiendo el mismo a la voluntad

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real de aquéllos, tratándose de un negocio falso o aparente. La razón de la nulidad radica en que se trata de un caso de discrepancia consciente y deliberada entre voluntad interna y voluntad declarada, realizada de común acuerdo por las partes con la finalidad de engañar a los terceros. La nulidad no radica en la finalidad de engañar a los terceros. En tal sentido, si dicha finalidad es lícita o no, ello en nada cambiará la calificación jurídica del negocio simulado. La finalidad de la simulación es irrelevante para la calificación jurídica del negocio simulado, bien se trate de simulación relativa o absoluta. En consecuencia, va quedando bastante clara la distinción entre el negocio jurídico celebrado en fraude a la ley y la simulación, no sólo por tratarse en un caso de un negocio jurídico real y en el otro de un negocio falso, sino sobre todo por la poca importancia que en materia de simulación reviste la calificación jurídica de la finalidad de los sujetos, que sí es de fundamental trascendencia en la calificación de un negocio como fraudulento o no, ya que de esta última calificación y valoración dependerá justamente la calificación del negocio o no como fraudulento y su respectiva validez o nulidad. Esto significa que en materia de negocio fraudulento se presentan todos los elementos, presupuestos y requisitos que conforman la estructura de la figura negocial utilizada de manera anormal con fines fraudulentos, tratándose siempre de un negocio completo en cuanto reúne todos los aspectos de su estructura negocial. Siendo esto así, la característica fundamental del fraude debemos encontrarla en la finalidad fraudulenta, debiendo determinarse desde este momento qué debemos entender por finalidad y más aún por finalidad fraudulenta. Dicho de otro modo, lo fundamental para calificar un negocio de fraudulento o no radica en su finalidad y no en su estructura. Finalidad que está referida obviamente al propósito práctico de los sujetos que celebraron el negocio jurídico. Ahora bien, sabido es por todos17 que el concepto de fin o de finalidad, tanto en doctrina como en nuestro Código Civil está referido al concepto de causa, pero en su 17

Cfr. Supra Capítulo Tercero, dedicado al estudio del concepto de causa del negocio jurídico.

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aspecto subjetivo, es decir, ya no al concepto de causa como función jurídica en base a una función socialmente útil para el caso de los negocios jurídicos tipificados legalmente, o socialmente razonable y digna para el caso de los negocios jurídicos atípicos, que es precisamente el elemento caracterizador de todo negocio jurídico y que conforma justamente su aspecto objetivo, sino como la finalidad común que las partes pretenden conseguir mediante la celebración del negocio y que es, precisamente la que las ha determinado a concluir dicho negocio. Finalidad común que conforma el denominado aspecto subjetivo de la causa del negocio jurídico y que deja de pertenecer al campo de las motivaciones de las partes para convertirse en elemento propio del negocio de que se trate en particular. El aspecto subjetivo de la causa debe entenderse, en consecuencia como el propósito práctico determinante de la celebración del negocio, conformado no sólo como la intención de alcanzar el resultado práctico del mismo negocio, sino fundamentalmente por las motivaciones comunes a las partes y aceptadas por ellas como la razón única y determinante de la celebración del negocio, lo que implica distinguir adecuadamente los motivos de la causa, por cuanto el aspecto subjetivo de ésta se encuentra integrado por los motivos comunes aceptados por ambas partes, y no por los motivos individuales de cada una de ellos por más determinantes que sean, los cuales no pasan a formar parte de la causa y por ende no se incorporan a la estructura del negocio jurídico, permaneciendo como todos los motivos irrelevantes o intrascendentes jurídicamente. Esta noción del aspecto subjetivo de la causa como propósito práctico determinante de la celebración del negocio ha sido reconocido por la doctrina sin problemas, por cuanto modernamente es sabido y aceptado por todos los autores que los negocios son celebrados pensando en los efectos prácticos y no en los jurídicos, lo que no requiere de mayor demostración. De otro lado, el concepto de finalidad o causa fraudulenta podemos descubrirlo si entendemos y aceptamos que la celebración de los negocios jurídicos por los particulares en su vida de relación social, no siempre está determinada por el propósito de alcanzar los fines típicos de cada negocio en particular como efectos meramente

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prácticos, pues los particulares pueden buscar legítimamente le obtención y satisfacción de fines irrelevantes al derecho, únicamente importantes para el sujeto o los sujetos que han celebrado un determinado negocio. Es decir, reconocido es que los particulares a celebrar negocios jurídicos lo hacen siempre buscando efectos prácticos, los cuales pueden ser totalmente irrelevantes o sin trascendencia jurídica, como sucede en la mayor parte de los casos por estar referidos a motivaciones personales e intimas. Sin embargo en muchos casos la realidad social nos muestra que los sujeto; celebran un determinado negocio jurídico con el fin de alcanzar conseguir un resultado práctico que no tiene correspondencia alguna con el fin jurídico de una determinada figura negocial, bien sea porque se busca una finalidad completamente distinta, incluso contrapuesta a la finalidad típica del mismo negocio, o bien sea porque se pretende alcanzar una finalidad prohibida por ser contraria al orden público, a las buenas costumbres, o a alguna norma jurídica en particular. En estos tres últimos casos de finalidades contrarias al orden público, las buenas costumbres, o a las normas imperativas, nos encontramos frente a supuestos de finalidad o causa ilícita en los cuales el negocio jurídico es nulo por tener una causa prohibida. Cuando el negocio es nulo por causa ilícita, la oposición al sistema jurídico o al derecho, es decir, la contravención del negocio al ordenamiento jurídico, es evidente y total, sustentándose la causal de nulidad justamente en esa oposición, ya que el derecho no puede amparar negocios dirigidos a la contravención de normas imperativas que establecen prohibiciones, o que contravengan los principios que conforman el orden público o las buenas costumbres, razón por la cual los priva de efectos jurídicos desde su mismo nacimiento. No debe olvidarse que el negocio jurídico es la manifestación más importante de la autonomía privada y a su vez un instrumento otorgado por el sistema jurídico a los particulares para que puedan vincularse entre sí y satisfacer sus múltiples necesidades, dentro de los límites de esa misma autonomía privada, establecidos por el ordenamiento jurídico sobre la base de los preceptos sociales.

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Justamente dentro de los límites de la autonomía privada encontramos, además de la dignidad social, el de la ilicitud, por el cual ningún negocio jurídico puede contravenir una norma imperativa, el orden público o las buenas costumbres. Demás está decir, que las hipótesis de causa ilícita pueden presentarse tanto en los negocios con causa tipificada como en aquéllos con causa atípica. Por esta razón es que en la teoría general del negocio jurídico se ha establecido como requisito de validez, aplicable a todo negocio, el de la licitud de la causa, siendo nulo el negocio cuya causa o finalidad sea ilícita, según lo dispone también nuestro Código Civil en el inciso cuarto del artículo 219, y de manera genérica en el artículo V del Título Preliminar. Como es evidente, en estos casos la nulidad se impone porque no puede atribuírsele eficacia jurídica y considerarse jurídicamente vinculante un acto de autonomía privada que esté dirigido a la consecución de un fin ilícito por ser prohibido, inmoral o atentar contra el orden público, por cuanto el derecho valora como socialmente relevantes los fines que está destinado a cumplir, elevándolos a la categoría de efectos jurídicos y caracterizando el mismo acto de autonomía privada como negocio jurídico. En el caso de la finalidad fraudulenta, por el contrario, la oposición al sistema no es abierta, sino escondida, encubierta, oculta, y es por esta razón que se confunde inapropiadamente la simulación con el negocio celebrado en fraude a la ley, por cuanto la finalidad del negocio fraudulento es la de conseguir la misma finalidad práctica de otra figura negocial, que se elude para evitar la aplicación de una norma o regulación que se considera incómoda o molesta. Esto significa que en materia de fraude se celebra un negocio jurídico verdadero, dirigido a producir todos sus efectos jurídicos pero con el propósito práctico de alcanzar los resultados prácticos de otro negocio, que no se ha llegado a celebrar, justamente porque no se quiere el sometimiento a las normas legales que lo regulan. De esta manera, hay una finalidad escondida de utilizar una figura negocial con el propósito de alcanzar u obtener los resultados prácticos, no jurídicos, de otra figura negocial que se evita para no sujetarse a las reglas legales que lo regulan. En estos casos la finalidad es fraudulenta porque no resultan de aplicación las normas

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legales correspondientes al fin o resultado o práctico que se obtiene. Se trata de una violación disimulada, escondida, es decir, no manifiesta del ordenamiento jurídico, al eludir las reglas legales establecidas por el mismo para un fin práctico a obtenerse por un determinado negocio jurídico; fin práctico que se obtiene mediante el uso anormal de otra figura negocial que se utiliza precisamente para evitar la aplicación de dichas reglas legales, lo que demuestra la intención evidenciada de los sujetos de no querer sujetarse a las normas que dispone el ordenamiento jurídico para una determinada figura negocial, para lo cual se utilizan inadecuadamente, desnaturalizando el resultado que se obtiene con un determinado negocio jurídico distinto. Como es evidente, en los casos de fraude negocial el negocio jurídico es utilizado de manera anormal, ya no para conseguir los fines prácticos que nos ofrece una determinada figura negocial, esto es, ya no para alcanzar el resultado práctico correspondiente al fin jurídico de un negocio sino para obtener maliciosamente los resultados prácticos de otra figura que se encuentra sometida a reglas legales que, por considerarse molestas, se buscan evitar mediante la celebración de otro negocio. El resultado es también la contravención del sistema jurídico, pero no de una manera directa y abierta, sino de una manera disimulada e indirecta, simulando, es decir, aparentando el respeto al mismo. Aquí no hay simulación del negocio jurídico, el cual es celebrado verdaderamente, sino simulación de respetar el ordenamiento jurídico, cuando en realidad el verdadero objetivo de las partes es no respetarlo, buscando evitar la aplicación de determinadas reglas legales correspondientes a una determinada figura negocial. En nuestro concepto, la violación del sistema jurídico es tan flagrante como en el caso de la causa ilícita, sólo que disimulada, por cuanto no se respetan las normas jurídicas dispuestas por el ordenamiento para determinadas figuras negocíales, buscando el mismo resultado práctico mediante la celebración de otras figuras, con el único fin de eludir la aplicación de las normas legales aplicables. En conclusión, en materia de negocios fraudulentos la sanción debe ser también la nulidad del negocio, sobre la base de la misma

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norma de nulidad por causa ilícita dentro de nuestro Código Civil, expresamente contemplada en el inciso cuarto del artículo 219.

CAPÍTULO QUINTO La teoría general del error del negocio jurídico y su aplicación dentro del sistema jurídico peruano 5.1.

Los vicios de la voluntad dentro de la teoría general del negocio jurídico y la problemática de la doctrina del error en los diversos sistemas jurídicos El error al igual que la violencia y el dolo constituye uno de los vicios de la voluntad que el Código Civil peruano considera como causas de anulabilidad del negocio jurídico, sancionado expresamente en el artículo 201. La característica común a estos tres vicios de la voluntad radica en que al momento de producirse cada uno de estos tres supuestos, la voluntad del sujeto que fue correctamente declarada, ha sido sin

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embargo afectada en su proceso de formación por una especial situación que ha determinado al sujeto a manifestar su voluntad, de forma tal que de no haber sido por dicha especial circunstancia, la voluntad no hubiera sido declarada y, por ende, no se hubiera celebrado el negocio jurídico. En el caso de la violencia moral o intimidación, dicha situación especial la constituye el temor, mientras que en el dolo lo constituye el comportamiento de la otra parte o de un tercero que induce al sujeto a incurrir en error que lo determina, a su vez, a declarar su voluntad. Por su parte, en el supuesto del error, dicha situación especial constituye una falsa representación de la realidad del propio sujeto que lo ha determinado a declarar su voluntad, de manera tal que de no haber sido por dicho error el sujeto no habría declarado su voluntad. En este sentido, el código peruano sigue a la totalidad de los códigos civiles de los sistemas jurídicos latinos, tales como el Código Civil francés, alemán, italiano, argentino, chileno, etc., al igual que lo hiciera el código de 1936. Sobre los vicios de la voluntad, STOLFI nos dice lo siguiente: «Para ser válido y producir, por tanto, sus efectos el negocio jurídico debe constar no sólo de una voluntad y de una manifestación, sino, además, de una voluntad libremente emitida. Por consiguiente, si su proceso de formación fue perturbado por alguna causa que indujo a la parte a expresar una voluntad diversa de la que habría manifestado, es dudoso si el acto ha de considerarse válido o no. Declararlo nulo por la discordancia entre voluntad y su manifestación podrá quizá satisfacer las exigencias de la lógica, pero en la práctica tiene el inconveniente de afectar con mucha frecuencia a la seguridad de las relaciones jurídicas con grave daño para los interesados: para el declarante que sufriría sin duda la ineficacia de un negocio que estaría dispuesto a mantener válido, por ejemplo para no restituir la cosa recibida; para el destinatario que se vería expuesto a soportar el efecto de una causa de invalidez imprevista y a menudo imprevisible. Por esto se tiende a conciliar las exigencias de la lógica con las de la práctica, insistiendo en la solución tradicional de constituir al interesado en arbitro de decidir sobre el destino del negocio;

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manifestó una voluntad diversa de la verdadera y por consiguiente, el negocio no puede decirse válido desde luego. Pero al mismo tiempo no puede considerarse sin más, nulo, porque la parte que podía no querer, sin embargo ha querido: el interesado, en efecto, no ha incurrido, por ejemplo en el error llamado obstativo que impide la formación del consentimiento, sino en el error vicio, el cual determina la voluntad, si bien en manera diversa de la que se hubiera formado en otro caso. A título de transacción entre ambos criterios se dice que el negocio es anulable: por haber sido querido surge válidamente y produce los efectos de que es capaz, salvo que el interesado no estime oportuno alegar que su voluntad fue viciada por alguna anomalía, en cuyo caso puede quedar destruido en virtud del ejercicio de la acción adecuada de nulidad (artículo 122, 624, 1427), la cual se concede en los casos y por las causas preestablecidas por el legislador18. Sin embargo, frente a esta unidad en la regulación legal respecto a lo que se considera como vicios de la voluntad, en lo que se refiere al error, los códigos civiles y la doctrina de los diversos sistemas jurídicos ya señalados no coinciden en muchos aspectos, debido a la diversidad de teorías, plasmadas todas ellas en los distintos códigos que se han elaborado sobre la naturaleza jurídica del error como vicio de la voluntad. Así, pues, mientras que para algunos autores el disenso es igual al error obstatívo, sancionándolo con la nulidad o la inexistencia del negocio jurídico, para otros ambas figuras son completamente distintas, debiendo el error obstatívo asimilarse en todo caso al error vicio, denominado por la doctrina francesa error dirimente, error en el contenido de la declaración de voluntad por la doctrina alemana, y/o error motivo por algún sector de la doctrina italiana. A su vez, los autores que consideran que el error obstatívo -llamado también error obstáculo por la doctrina francesa, o error en la declaración por la doctrina alemana e italiana- es diferente al 18

STOLFI, Giuseppe, Teoría del negocio jurídico, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1959, pp. 169-170.

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disenso y al error dirimente, no están de acuerdo en si le corresponde como sanción la nulidad, o en todo caso la anulabilidad, es decir, no existe uniformidad de pareceres en cuanto a si se le debe asimilar al tratamiento del error dirimente, o si se debe aplicar en todo caso cualquiera de las teorías elaboradas para resolver la problemática de la relación entre la voluntad y la declaración, esto es, la teoría de la voluntad, la de la declaración, la de la responsabilidad y/o la de la confianza. Del mismo modo, respecto al error vicio o error dirimente, los tratadistas no están de acuerdo sobre el concepto del error in substancia, o error sobre la composición material del objeto del negocio jurídico, que algunos autores confunden con el error sobre las cualidades esenciales, llamado también error in qualitate. Tampoco existe acuerdo sobre la naturaleza del error que recae sobre las cualidades esenciales del objeto del negocio jurídico, habiéndose elaborado sobre el particular dos teorías. La misma preocupación y disparidad de opiniones se manifiesta respecto al error sobre las cualidades de la persona con quien se hubiera contratado. Del mismo modo, se discute el concepto de la esencialidad del error, preguntándose los autores si la esencialidad radica o no en la enumeración taxativa que hacen los códigos civiles de las figuras del error, expresamente no contempladas por el legislador. Se discute también sobre la naturaleza jurídica del error de derecho, su justificación y alcances; si el error respecto a la naturaleza del negocio jurídico es obstativo o dirimente, o si puede ser de ambas clases; sobre la naturaleza jurídica del error en la identidad del otro contratante; el error en la identidad del objeto del negocio jurídico y su naturaleza; el error sobre la causa, etc. Es así cómo se manifiesta en toda su complejidad y amplitud la doctrina del error en el negocio jurídico. Frente a este complejo panorama doctrinario y legal, nos corresponde preguntarnos la forma como se ha plasmado la doctrina del error en nuestro Código Civil y la manera como debe entenderse de acuerdo a dicha regulación legal. 5.2.

El concepto de error como vicio de la voluntad

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Como ya lo hemos señalado, el error como vicio de la voluntad consiste en una falsa representación de la realidad, que actúa como móvil o coeficiente determinante de la declaración de voluntad, afectando el mismo proceso de formación de la voluntad correctamente declarada. Existe coincidencia en la doctrina en que esta falsa representación de la realidad puede ser consecuencia, bien sea de un conocimiento equivocado o de la ignorancia, esto es, de un total desconocimiento de la verdadera situación. Dicho de otro modo, la ignorancia se asimila al error, que en sentido estricto es un conocimiento equivocado. Sin embargo, la ley no puede permitir que cualquier tipo de error pueda causar la anulación de un negocio jurídico, no sólo porque por regla general al celebrar un negocio jurídico el declarante o las partes incurren en una diversidad de errores, sino porque de admitir la anulabilidad por cualquier error se estaría atentando contra la seguridad jurídica, ya que serían muy pocos los negocios jurídicos que no pudieran ser atacados por dicho vicio. Por ello, y a fin de limitar los casos de anulabilidad por error, el Código Civil peruano exige en su artículo 201 que el error sea esencial y conocible por la otra parte. Estos dos requisitos serán explicados posteriormente en este mismo trabajo. En este sentido, conviene citar a MESSINEO, quien nos dice lo siguiente: «El error en el contrato consiste en una falsa representación de la situación contractual; a él se equipara la ignorancia, es decir, la falta de toda noción de la situación contractual. El error actúa como motivo (y por esto se puede llamar Error-Motivo, o Error-Vicio); y, o contribuye a determinar la voluntad, o es motivo exclusivo, de la determinación de la voluntad misma. La terminología corriente (cfr. también art. 787) que habla de error en el motivo o sobre el motivo, es inexacta: no es que se produzca un error al apreciar el motivo (en esto podría consistir el error en el motivo o sobre el motivo); el error

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interviene, en cambio, como coeficiente de la determinación de la voluntad y como tal se torna motivo relevante»19. 5.3.

El error en la formación de la voluntad y el error en la declaración. La problemática sobre la identidad entre el disenso y el error en la declaración En primer lugar, debemos señalar que la mayor parte de la doctrina europea distinguen netamente dos clases de error. El primero de ellos llamado error dirimente, error vicio, error motivo o error en el contenido, que consiste en una falsa representación de la realidad, bien sea por un conocimiento equivocado de la misma o por ignorancia, es decir, por total ausencia de conocimiento de aquélla. En otras palabras, en esta clase de error no existe una discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada, pues ambas voluntades coinciden perfectamente, ya que el sujeto ha declarado su verdadera voluntad, sólo que dicha voluntad interna -que ha sido efectivamente declarada- se ha formado viciosamente por un error. Como se podrá observar, a la figura del error que consiste en una falsa representación de la realidad se asimila la figura de la ignorancia, que como su propio nombre lo está indicando consiste en un total desconocimiento de la misma, según se ha explicado anteriormente. Esta clase de error puede recaer sobre la composición material del objeto, sus cualidades esenciales, sobre la cantidad, sobre las cualidades esenciales de la otra parte, sobre el motivo determinante y sobre la aplicación de determinadas normas jurídicas a un negocio jurídico, según se explicará posteriormente. El segundo de ellos, denominado error obstativo, error obstáculo, o error en la declaración, se presenta cuando el sujeto declara una voluntad distinta a su verdadera voluntad interna, ya sea porque ha declarado inconscientemente una voluntad diferente, por un lapsus linguae o por un lapsus calami. Así, por ejemplo, si queriendo comprar un jarrón chino del siglo XVII, el sujeto declara por error

19

MESSINEO, Francesco, Doctrina general del contrato, Ediciones Jurídicas Europa América, Buenos Aires, 1986, T. I, pp. 124-125.

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comprar un jarrón chino del siglo XVII, habrá un error en la declaración sobre la identidad del objeto del negocio jurídico; o porque los términos utilizados por el sujeto conscientemente en su declaración no reflejan su verdadera voluntad, ya sea porque no conoce el exacto significado de las palabras utilizadas o porque las mismas tienen un doble significado. También existirá un error en la declaración cuando el sujeto declare su voluntad de comprar una casa por 100,000 dólares, en el entendimiento que se trata de dólares canadienses, habiendo utilizado sin embargo en el texto de aceptación el signo utilizado para identificar al dólar de los Estados Unidos de América. O cuando queriendo contratar con el señor Juan Valdivia, dirige su oferta a una persona del mismo apellido pero de distinto nombre. En todos estos casos, si se observa bien, existe un supuesto de discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada, a diferencia del error dirimente, explicado anteriormente, en el que el sujeto declara su verdadera voluntad, la misma que se ha formado en forma viciosa por una errónea apreciación de las circunstancias. En este sentido es bastante nítida la diferencia conceptual entre ambas clases de error. Es por ello que la doctrina en forma unánime sanciona al error dirimente con la anulabilidad del negocio jurídico, mientras que al error en la declaración con la nulidad y con la inexistencia del negocio jurídico. Esta distinción es correctamente descrita por ENNECCERUS, quien señala lo siguiente: «El error que determina una disconformidad entre la voluntad y la declaración fue denominada con poco acierto por SAVIGNY «error impropio»; hoy lo calificamos de «error en la declaración» o de «error en el negocio». El error en la declaración debe distinguirse rigurosamente del error en los motivos. Este influye sobre la voluntad, llevando a una resolución que sin el error no se hubiera formado o se hubiera formado de otro modo. Ahora bien, con esta resolución coincide la declaración (a menos que además exista un error en la declaración). Así, pues, por regla general, el negocio no es impugnable. Así lo exige la seguridad del tráfico y lo reconocen todos los ordenamientos jurídicos. En cambio, el error en la declaración no influye sobre la formación de la voluntad y sobre el

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contenido de la misma, sino que produce una declaración divergente de la voluntad»20. En sentido estricto, pues, el error obstativo no constituye un vicio de la voluntad, a diferencia del error vicio que por su propia naturaleza sí lo es. Sin embargo, como lo veremos al detalle más adelante, un gran sector de la doctrina y un gran número de códigos civiles, entre ellos el peruano, siguiendo la doctrina legislativa del Código Civil italiano, asimilan en sus consecuencias jurídicas, no en su naturaleza, el error obstativo al error vicio. Frente a esta clarísima distinción entre el error dirimente y el error en la declaración, existe sin embargo la posición de la doctrina francesa, que si bien distingue también ambas clases de error, basa sin embargo la diferenciación en conceptos distintos. Dicho de otro modo, la doctrina francesa al igual que la mayoría de la europea, es perfectamente consciente que ambas clases de error son completamente distintos, pero precisa la distinción en que mientras en el error dirimente existe realmente un vicio de la voluntad consistente en una falsa representación de la realidad, en los casos del error que ellos denominan preferentemente «error obstáculo» no es que el sujeto haya declarado una voluntad distinta de su verdadera voluntad interna, sino que las partes contratantes no se han entendido, produciéndose un disenso o disentimiento, que es lo contrario al consentimiento. Como se podrá apreciar, para la doctrina francesa el error obstativo consiste en un diálogo de sordos o en una discrepancia entre las declaraciones de voluntad de las partes contratantes que obstaculiza o impide la formación del consentimiento y por ello mismo la formación del contrato. Esta opinión es sustentada también por un gran sector de la doctrina sudamericana, específicamente por la doctrina chilena. Así, LEÓN HURTADO nos dice lo siguiente: «Nuestro Código dispone en el artículo 1453 que "el Error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la especie del acto 20

ENNECCERUS / KIPP / WOLF, Tratado de Derecho Civil, Tomo II, Volumen II, Bosch, Barcelona, 1954, p. 212.

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o contrato que se ejecuta o celebra, como si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación; o sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, como si en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa determinada, y el comprador entendiese comprar otra". Hay, por consiguiente, Error Obstáculo en dos supuestos: cuando se yerra sobre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra, y cuando el Error recae sobre la identidad de la cosa específica de que se trata. En este segundo caso, el Error se puede producir con especie de un mismo género o de géneros distintos: La Ley no distingue. Y como ha dicho la jurisprudencia, el Error debe recaer sobre la cosa en sí misma, es decir, sobre el objeto in ipso corpore, porque la diferencia específica a que se refiere el artículo 1453 del Código Civil no dice relación con la que exista entre dos cosas de género diverso, como entre una vaca y una casa, por ejemplo. Esa diferencia puede existir sea cual fuere el género de la cosa materia de la convención, bastando que el Error se produzca en la determinación de la cosa. Existe dicho Error si el arrendatario creyó contratar sobre la extensión de terrenos comprendidos dentro de ciertos deslindes y el arrendador con relación a una cabida que es muy inferior a la comprendida en aquellos deslindes, y en dicho caso es nulo el contrato de arrendamiento. En el Error Obstáculo, más que vicio del consentimiento, hay ausencia de consentimiento, pues las voluntades no son coincidentes ya que el acto jurídico o su objeto son distintos para cada parte. Por eso LAROMBIÉRE lo denominó Error Obstáculo u Obstativo, puesto que impide la formación misma del consentimiento. Este es el criterio dominante en las doctrinas francesa y chilena. La sanción sería la nulidad absoluta»21. Por nuestra parte, creemos que el disenso no puede asimilarse a la figura del error obstativo, ya que mientras este último consiste en una discrepancia entre la voluntad declarada y la voluntad interna, esto es, en una equivocación respecto a la propia declaración de voluntad, el disenso se da cuando una de las partes se equivoca respecto a la declaración de la otra parte. Es decir, mientras que el error obstativo 21

LEÓN HURTADO, Avelino, La voluntad y capacidad en los actos jurídicos, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1979, p. 146.

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consiste en un error respecto a la propia declaración de voluntad, el disenso consiste en un error sobre la declaración de voluntad ajena. Debe señalarse igualmente que en los casos de disenso las declaraciones de voluntad de las partes coinciden cada una de ellas con sus respectivas voluntades internas, no siendo ambas declaraciones de voluntad coincidentes entre sí. En estos términos se pronuncia STOLFI cuando nos señala lo siguiente: «La palabra "disenso" o "disentimiento" sirve para indicar que cada una de las manifestaciones coincide con el querer interno del respectivo declarante, pero entre ambas no se corresponden entre sí. Esto puede acaecer por cualquier causa: por ejemplo, porque el interesado tiene conocimientos rudimentarios de una lengua extranjera hablada por la otra parte o porque una ha utilizado el lenguaje técnico y la otra el vulgar, o porque una enfermedad de oídos ha impedido a uno de los sujetos captar con precisión la propuesta del otro, o de otra forma parecida. Un alemán, por ejemplo, ha encargado a su agente concertar una compra {"Ankauf) de títulos y éste la ha aceptado, pero ha entendido que debe efectuarse una venta ("Verkauf); el abogado ha escrito en el sentido de querer constituir un derecho de uso sobre una vivienda, mientras el negociante ha creído haberla adquirido en usufructo, no sabiendo que para los juristas ambas palabras tienen significado diverso; el comprador ha ofrecido pagar el precio a plazos y el vendedor ha aceptado sin haber oído las dos últimas palabras, y por tanto ha creído que el acuerdo fue de pago al contado, que es lo normal. Si bien se reflexiona, en las hipótesis expuestas y en otras que podrían citarse no hay desacuerdo entre la voluntad y la declaración, ya que cada uno ha manifestado la voluntad real que tenía; pero hay un disentimiento, porque las dos declaraciones no coinciden entre sí: cada parte ha declarado lo que quería, pero, no obstante, no quieren la misma cosa. Y aunque la divergencia en estudio dependiese de un error, siempre estaremos ante una hipótesis diversa de la examinada en el parágrafo precedente, ya que en vez de equivocarse en el significado de la propia manifestación el declarante se ha equivocado en el significado de la declaración ajena»22 22

STOLFI, Teoría del negocio jurídico, p. 150.

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En términos similares se pronuncia MESSINEO: a) Cuando, aunque las partes hayan tratado de formar el consentimiento, éste no se forma, se dice que hay disenso. Este disenso puede ser manifiesto, en cuanto las partes sean ambas conscientes del mismo, y en este caso ninguna relación ulterior puede establecerse entre ellas, ya que saben que ni siquiera se ha formado el contrato. Y aquí no hay ningún influjo del error: el disenso es el efecto de dos voluntades que, según es bien conocido por las partes, no se combinan. b) De mayor interés práctico es el caso del disenso oculto, que mejor se llamaría mal entendido. Siempre es provocado por un error, y, por lo tanto, se debe tratar de él en este lugar. Es preciso decir desde ahora que el determinante del mal entendido no es, de ordinario, un error en la declaración (error-obstáculo); o, para ser más exactos hay que decir que, cuando se presenta un error en la declaración, bastaría para poner de relieve la falta de formación del contrato, remitirse al error que ha intervenido en la declaración. En efecto, dado que el error en la declaración hace que una de las partes exprese una voluntad que no tiene, bastaría esto para invalidar todo el ulterior proceso formativo del contrato; y sería superfluo invocar el disenso, cuando con sólo invocar el error en la declaración que es anterior al disenso, se pone en evidencia la falta de formación del consentimiento. Si una de las partes habla del predio de Sempronio y también la otra habla del predio de Sempronio, pero esta última quiere referirse, en cambio, al predio de Túsculo, el contrato no se forma realmente (aunque se forme en apariencia), porque hay error sobre la identidad del objeto, que, según el artículo 1429, es esencial. Y no sería necesario que quien yerra alegue la falta de consentimiento; le bastaría alegar una circunstancia lógicamente y cronológicamente anterior a la falta de consentimiento: esto es, el error en su propia declaración, para neutralizar el contrato que se ha formado aparentemente.

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Pero puede darse otro caso, en el que obra, no un error en la declaración, sino un error vicio de la voluntad y que igualmente puede desembocar en el disenso oculto. Esto ocurre, cuando una de las partes, entendiendo mal la declaración de voluntad de la otra (supongamos, la propuesta de contrato) es decir, interpretándola en un sentido diverso de lo que es en realidad, da su aceptación en atención a un contenido del contrato que es diverso a aquel al que la contraparte efectivamente se refería. Si, por ejemplo, Ticio ofrece en venta a Cayo el objeto A y Cayo, entendió mal la oferta, cree que se trata del objeto B y acepta la oferta, no se ha formado el consentimiento entre las partes (el caso se califica, también, de dissensus in causa). Ocurre, por otra parte, que de la falta de consentimiento, las partes no tengan conocimiento inmediatamente y sólo después (por ej. cuando hay que cumplir el contrato) se percaten claramente del disenso. Esta hipótesis es de disenso oculto y, por tanto, de consentimiento aparente. Es determinado por la presencia de un error, pero no de un error obstáculo, pues el error no da lugar a divergencia entre voluntad y declaración; el aceptante emite su declaración sin errar sobre lo que quería declarar; su error consiste tan sólo en la falsa apreciación de la declaración de la contraparte (proponente), esto es, en considerar conforme a su propia voluntad lo que en realidad es diferente; por lo tanto, es un error-vicio, es decir, un error-motivo, esto es, una mala interpretación o un mal entendido»23. Como se podrá observar, para estos dos autores el disenso es completamente distinto del error obstativo, ya que mientras este último supone una discrepancia entre la voluntad declarada y la voluntad interna del propio declarante, el disenso se presenta cuando las dos declaraciones de voluntad son discrepantes entre sí, coincidiendo ambas voluntades internas con sus respectivas declaraciones de voluntad. Este concepto de disenso es también seguido por la doctrina alemana24.

23

MESSINEO, Francesco, Doctrina general del contrato, pp. 137-138.

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Ahora debemos examinar cuál es la posición de la doctrina nacional sobre el disenso y el error obstativo. En primer lugar, debemos analizar la opinión del doctor JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN25. Desde su punto de vista hay error obstativo cuando las dos partes declarantes no coinciden en cuanto a los consentimientos que prestan en relación a la identidad del acto (error-in negotio) o la identidad del objeto {error in corpore). Así error in negotio hay si Pedro entrega a María un ramo de flores en la inteligencia de que se lo vende y María lo recibe en la inteligencia de que le es obsequiado. En tanto que existe error in corpore si Ticio cree vender a Cayo el caballo A, y Cayo entiende comprar el caballo B. «El artículo 1080 [del Código de 1936 mienta el error in negotio cuando habla de la naturaleza del acto, y el error in corpore cuando habla del objeto principal. El error obstativo es bilateral, porque las dos partes no coinciden en cuanto a la declaración, y cualquiera de ellas puede solicitar la nulidad. Hay la tendencia, por lo demás, de llamar error obstativo al que consiste en uno recayendo sólo en la declaración». En otro pasaje nos dice también que en el supuesto de error obstativo, él produce la anulación del acto jurídico, y la razón contundente de ello reside en que no hay propiamente consentimiento en cuanto a acuerdo de partes, sino disentimiento o desacuerdo, pues una y otra voluntad no coinciden en el objeto mismo del acto (error en el cuerpo), o no coinciden en la naturaleza del negocio (error en el negocio). El acto es, sobre todo, nulo antes que anulable; pero el código por economía de trabajo trata de este error obstativo como un caso de anulabilidad del acto, al igual que en el otro caso en que hay propiamente un error que es calificable del causante de anulabilidad: el llamado error dirimente. Por ello el artículo 1080 [del CC 1936] se refiere a todos estos casos de error con el nombre común de error sustancial.

24

ENNECCERUS / KIPP / WOLPF, Tratado de Derecho Civil, T. II, Vol. II, p. 265; LEHMANN, Heinrich, Tratado de Derecho Civil, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1956, Vol. I (Parte general), pp. 353 a 356. 25

LEÓN BARANDIARÁN, José, Curso del Acto Jurídico, Universidad Nacional-Mayor de San Marcos, Lima, 1983, pp. 22-23.

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Por otro lado, FERNANDO VIDAL RAMÍREZ expresa26, que antes de entrar a considerar cada uno de estos errores esenciales, hay que detenerse en el denominado error obstativo u obstáculo, también llamado impediente, que algún sector de la doctrina llama disentimiento, y que la moderna doctrina prefiere reconocerlo como error en la declaración. Según JOSSERAND, este error no sólo vicia sino que destruye el consentimiento. Los MAZEAUD lo definen como el error que impide el acuerdo de voluntades, y por eso prefieren llamarlo impediente, y lo explican en el sentido de que los dos contratantes no se han entendido; cada uno se ha engañado no sobre lo que él quería, sino sobre lo que quería el otro contratante; el error impediente -dicen- es un "diálogo de sordos". Por eso -concluyen-hay que ver en él algo más que un vicio del consentimiento: impide el consentimiento, el acuerdo de las voluntades, en realidad, existe una ausencia de consentimiento, que lleva consigo la nulidad absoluta del contrato. OSPINA y OSPINA recuerdan que cuando en el derecho romano se introdujeron las especies contractuales, denominadas bonae fidei, porque en la interpretación de ellas prevalecía la ponderación de la voluntad real de los contratantes sobre la forma de la declaración, ciertos errores, como el que versaba sobre la identidad de la persona, o sobre la naturaleza del negocio, o sobre la identidad de la cosa, se reputaron, por regla general, como que impedían la formación del consentimiento. Esta concepción fue recogida por la doctrina tradicional francesa e inspiró a los redactores del código napoleónico. El código alemán tomó un rumbo distinto. Bajo el concepto genérico de error en la declaración, según explica ENNECCERUS, el BGB comprende el error en el acto de la declaración, el error en la inexacta transmisión de la declaración y el error en el contenido de la declaración. En el primero, el declarante emite una declaración que no quería emitir cometiendo un lapsus linguete o calami; el error consiste en que el declarante cree que ha declarado lo que quería declarar. En el segundo, la declaración es transmitida inexactamente 26

VIDAL RAMÍREZ, Fernando, Teoría General del Acto Jurídico, Cultural Cuzco, Lima, 1986, pp. 423-425.

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por la persona o institución utilizada al efecto. El código del 36 recogió el error en el acto y en el objeto en el art. 1080, el error en la persona en el art. 1081, sin recoger el error en la transmisión de la declaración. Pero como lo señala LEÓN BARANDIARÁN, sin considerar la concepción francesa del error obstativo, según la cual se hace el acto inexistente. En nuestra codificación el error hace el acto anulable, cuando es esencial. El nuevo Código considera al error obstativo como vicio de la voluntad y como un error esencial. Sigue así la sistemática del código italiano». Como se podrá observar, el doctor JOSÉ LEÓN BARANDIARÁN participa de la teoría francesa que considera al error obstativo como un supuesto de disenso, por considerar que no existe consentimiento en los casos en que se presente un error de dicha clase. Por su parte, FERNANDO VIDAL RAMÍREZ se limita a señalar la existencia de las dos posiciones teóricas, esto es, la francesa y la adoptada por los códigos alemán e italiano, en el sentido de asimilar el error obstativo al error vicio, por considerar que en el supuesto del error obstativo la discrepancia está en el que emite su declaración de voluntad respecto a su propia voluntad interna. En otras palabras, VIDAL RAMÍREZ no se pronuncia sobre cuál de las dos escuelas es la correcta, limitándose a señalar únicamente la posición adoptada por la doctrina alemana e italiana en base a sus respectivos códigos. Distinta resulta la posición de GUILLERMO LOHMAN27, quien nos dice que el error obstativo también llamado por algunos error obstáculo o impropio constituye un error en la declaración de voluntad o en la transmisión de la misma. Se le denomina error impropio porque en realidad no está perturbada la formación de la voluntad del agente declarante. El proceso mental, el razonamiento que invita a las partes a tomar una decisión, no ha experimentado malformación alguna. En este orden de ideas, el error obstativo afecta 27

LOHMANN LUCA DE TENA, Juan, Negocio Jurídico, Librería Studium, Lima, 1987, p. 340.

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a la voluntad de realizar un acto adecuado a la voluntad negocial, siendo esta última la que ha elaborado el propósito o intención de ciertos efectos o resultados. El error obstativo revela que se ha producido una disconformidad entre lo querido y lo declarado; es decir, la declaración ha venido a obstaculizar, por error, la voluntad sanamente querida. La manifestación ha sido infiel a lo verdaderamente querido. La disconformidad señalada es involuntaria, claro está. Conforme veremos ampliamente (artículo 208), el error obstativo comprende las hipótesis de disenso, que concurre cuando en negocios plurilaterales la parte receptora de la declaración entiende otra cosa distinta de la declarada y, creyendo que coincide con la suya, presta su consentimiento. Aparte del disenso, puede el error obstativo revestir otras modalidades: equivocación del declarante, verbal o escrita; equivocación en la transmisión de la declaración por un tercero; error sobre el significado de lo declarado.

Posteriormente, en otro pasaje de su obra nos dice lo siguiente: «Se llama disenso el inadvertido desacuerdo entre las partes respecto del sentido en que cada una de ellas entiende el contenido del negocio. Hay una aparente o creída congruencia exterior de las respectivas declaraciones, que en realidad son divergentes; no hay coincidencia intrínseca, aunque sí extrínseca entre ellas. El disenso solamente puede ser error obstativo (en el sentido que opera como él y tiene igual tratamiento), y presupone, desde luego, que se trata de negocios bilaterales. Es indudable que el disenso tiene características propias que lo distinguen del error obstativo u obstáculo, sólo que en el error la divergencia está entre la voluntad y la declaración tal como en realidad se hizo y en el disenso la divergencia entre la voluntad y declaración está en la forma que la declaración ha sido percibida. En un caso el error está en la declaración propia; en el disenso hay error por la declaración ajena, que hace aparecer una no existente concordancia entre las declaraciones de las partes. La existencia de un error en la declaración debe determinarse antes de comprobar la existencia de un error-vicio.

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Resulta fundamental examinar el planteamiento del doctor MANUEL DE LA PUENTE Y LAVALLE, quien aun cuando no se ocupa directamente de la figura del error obstativo, trata en forma muy clara las dos posiciones que se presentan en la doctrina sobre el disenso, tomando posición definitivamente, a nuestro entender, por aquella inspirada en la doctrina francesa sobre la base de la teoría voluntarista. En este sentido, nos parece aconsejable analizar al detalle el planteamiento del indicado autor. DE LA PUENTE28 inicia su razonamiento señalando que no se puede soslayar la importancia del problema, tanto más cuanto que el Código Civil peruano no lo contempla adecuadamente, por lo que es necesario adoptar una posición respecto a si es necesaria la concordancia de voluntades para que exista consentimiento, o si basta que exista conformidad en las declaraciones. El aceptar un planteamiento o el otro tiene consecuencias de trascendencia, ya que, en un caso, la falta de concordancia de las voluntades determina que no se haya formado el contrato, esto es que sea nulo, mientras que en el otro caso, tal falta de concordancia sólo dará lugar a la aplicación de las reglas sobre el error, que es sancionado únicamente con la anulabilidad, o sea que el contrato se ha formado, aunque después pueda declararse su ineficacia. Como se podrá observar, hasta este momento, DE LA PUENTE no hace sino plantear la existencia de las dos posiciones teóricas sobre el disenso, esto es, aquélla que considera que el disenso es un caso de discordancia entre dos declaraciones de voluntad y la otra que sostiene que el disenso se presenta cuando no coinciden las voluntades internas de ambas partes contratantes. Acto seguido, DE LA PUENTE, desarrolla la primera posición señalando que no hay duda que la teoría de la declaración es muy atractiva. Si lo que un contratante sabe de la voluntad del otro contratante es lo que éste expresa mediante su declaración, parece lógico que lo que hay que apreciar para saber si existe coincidencia de voluntades es el contenido de cada declaración, por lo cual si existe coincidencia en las declaraciones, esto es, si el aceptante está declarando, como declaración conjunta suya y del oferente, lo mismo que éste declaró 28

PUENTE Y LAVALLE, Manuel de la, Estudios del Contrato Privado, Cultural' Cuzco, 1983, pp. 169 a 171.

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en su oferta, aunque por error ellas no traduzcan las respectivas voluntades de los contratantes, debe considerarse que se ha formado el consentimiento. Cabe agregar que la aplicación de esta teoría soluciona una multitud de problemas. Sólo es necesario analizar las declaraciones para establecer la coincidencia de ellas, sin entrar en el terreno tan complejo de la voluntad interna de cada parte, cuyo verdadero sentido es muchas veces muy difícil de conocer. Esta posición teórica que DE LA PUENTE califica de declaracionista es la que comparte la moderna doctrina italiana y alemana, a la cual se adhieren STOLFI, MESSINEO, ENNECCERUS y LEHMANN, que ya examináramos anteriormente, pues para todos ellos el disenso es producto de un error sobre la declaración ajena, que determina la no formación del consentimiento por la no coincidencia entre las dos o más declaraciones de voluntad de las partes contratantes; posición que es la que nosotros seguimos, según lo hemos mencionado anteriormente. Posteriormente, continuando con su planteamiento, este autor desarrolla la posición que él sostiene y que está basada en la teoría voluntarista. En este sentido el autor nos dice que debe tenerse presente que, como se ha visto, el consentimiento tiene dos lados. Un lado interno que está constituido por las voluntades internas coincidentes de las partes, y un lado externo que es la manifestación o declaración conjunta de esas voluntades coincidentes que, por lo mismo, constituyen una voluntad común. Lo que da lugar a la declaración es la coincidencia de las voluntades internas, ya que, mientras no se haya llegado a esa coincidencia, las declaraciones que hagan las partes tienen el carácter de meras informaciones que recíprocamente se transmiten durante la etapa de las negociaciones. Cuando se produce la coincidencia es cuando las partes dejan de informarse la una a la otra, para declarar, no sólo con relación a ellas mismas sino también respecto a los terceros, que por existir coincidencia de voluntades, y desear las partes que esa voluntad coincidente tenga efectos jurídicos obligatorios, existe contrato. Desde luego que la oferta es una declaración y que la aceptación también lo es. Pero cada una no es una declaración cualquiera, sino una declaración de voluntad

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contractual, esto es la manifestación de querer celebrar el contrato de la manera como el contrato es querido por las partes. Esto es muy importante. El contrato sólo es tal en la medida que sea el resultado de un querer de ambas partes, porque lo que tiene valor para el derecho es la voluntad como generadora de obligaciones, de tal manera que para que el contrato pueda existir debe haber una voluntad común subyacente, constituida por los «quereres» coincidentes de las partes, que cobra significado jurídico por la exteriorización de esa voluntad común mediante la declaración conjunta contenida en la aceptación. Pretender que el contrato puede formarse por una mera coincidencia de declaraciones, importa concebir el contrato como una entelequia que encuentra en sí misma todo su contenido. Basta, según la teoría de la declaración, que dos declaraciones coincidan, para que el derecho les dé el espaldarazo y las considere aptas para formar, por el solo hecho de su existencia, el contrato. No importa que el contrato no represente el querer de ambos, posiblemente el querer de ninguno, con tal que las declaraciones coincidan. Se olvida, en mi opinión, que la declaración es sólo un vehículo de algo, por lo cual si no transmite lo que debe transmitir carece de valor y significado. En el campo contractual, lo que interesa, lo que realmente produce efectos jurídicos, es la declaración de voluntad, de tal manera que tal declaración valdrá en la medida que constituya el vehículo adecuado para transmitir la voluntad. Si por error, o por cualquier otra causa, la declaración transmite algo distinto de la voluntad en que encuentra su razón de ser, nada puede generar por cuanto nada vale. Para quienes pensamos que las declaraciones de voluntad constituidas por la oferta y la aceptación tienen como única finalidad poner de manifiesto la existencia de una voluntad coincidente o común, sólo puede existir consentimiento cuando las declaraciones transmitan fielmente la voluntad común. Si bien es cierto que la voluntad sin la declaración no produce ningún efecto jurídico, porque no cobra materialidad para el derecho, también es cierto que la declaración que transmite una voluntad distinta de la que está destinada a transmitir, tampoco es relevante para el derecho. De no ser así, se daría la incongruencia de que las declaraciones que se funden para dar lugar a una declaración conjunta, no obstante ser emitidas por las partes para exteriorizar sus voluntades coincidentes, estarían transmitiendo una presunta voluntad

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que no es la voluntad común constituida por la fusión de las voluntades coincidentes. En nuestro concepto el planteamiento de DE LA PUENTE está basado sobre la concepción que ve en el contrato un acuerdo de voluntades, olvidando que se trata siempre de un acuerdo de voluntades, pero de voluntades que han sido declaradas por cada una de las partes contratantes, ya que es aceptada por toda la doctrina del negocio jurídico que la voluntad interna no forma parte de ningún negocio jurídico, menos aún del contrato, como lo examináramos a profundidad en otro lugar29. Tan es así que cuando la doctrina se ocupa de los elementos que componen el supuesto de hecho del negocio jurídico, señala en forma unánime que además de la causa, el elemento común a todos los negocios jurídicos, sean unilaterales, bilaterales o plurilaterales, tengan o no contenido patrimonial, es siempre una o más declaraciones de voluntad, ya que se entiende también en forma unánime que lo que producen efectos jurídicos, al adecuarse a un supuesto de hecho previsto en la norma jurídica, es la declaración de voluntad y no la voluntad interna. No existe ningún autor que en materia de negocio jurídico sustente el punto de vista que la voluntad interna por sí misma sea capaz de producir efectos jurídicos. Siendo esto así, es evidente que en el caso del contrato, negocio jurídico bilateral o plurilateral con contenido patrimonial, lo que produce efectos jurídicos es la coincidencia de las dos declaraciones de voluntad, no así las voluntades internas de las partes. En otras palabras, por ser el contrato un negocio jurídico bilateral o plurilateral, con contenido patrimonial, lo que producirá efectos jurídicos no es la voluntad interna de cada una de las partes contratantes, sino las declaraciones de voluntad de las mismas partes contratantes, las cuales deben ser además coincidentes. Según la teoría voluntarista, no es que la voluntad interna produzca por sí sola efectos jurídicos, sino que frente a un caso de 29

Vid. supra Capítulo Segundo.

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discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada, debe prevalecer la voluntad interna, invalidándose el negocio jurídico formado únicamente en base a la voluntad declarada. Dicho de otro modo, para la teoría voluntarista, la voluntad interna no es, ni ha sido, ni será nunca un elemento del negocio jurídico, por cuanto éste es en esencia y únicamente voluntad declarada. Sin embargo, según esta teoría, si la voluntad declarada discrepa de la voluntad interna el negocio jurídico debe invalidarse ya que la declaración de voluntad debe transmitir la voluntad interna del sujeto. Por el contrario, según la teoría declaracionista, lo único relevante para el derecho es la declaración de voluntad, de forma tal que frente a un caso de discrepancia, debe prevalecer únicamente la voluntad declarada. Estas dos teorías, elaboradas por la doctrina para resolver los casos de discrepancia entre ambas voluntades ante las consecuencias prácticas inaceptables a que conducen sus postulados, fueron atenuadas mediante la elaboración de dos teorías intermedias. La primera de ellas, denominada teoría de la responsabilidad, atenúa las consecuencias prácticas de la teoría de la voluntad y sostiene que frente a un caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada debe prevalecer la voluntad declarada si la discrepancia fue consecuencia de dolo o culpa del declarante, ya que si dicha discrepancia fue consecuencia de causa no imputable el negocio jurídico deberá ser nulo. En otras palabras, según esta teoría prevalece la voluntad declarada si la discrepancia se ha debido a causa imputable al propio declarante. La segunda teoría es la llamada teoría de la confianza, según la cual frente a un caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, debe determinarse si el destinatario de dicha declaración de voluntad confió o no en la coincidencia de ambas voluntades, pues si el destinatario se percató de que ambas voluntades eran discrepantes el negocio jurídico será nulo; por el contrario, si el destinatario confió, es decir, no pudo haberse percatado de la discrepancia, el negocio jurídico será plenamente válido.

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Estas cuatro teorías, a su vez, han sido combinadas por algunos autores, sin embargo, en cualquier caso, son utilizadas únicamente para resolver los supuestos de discrepancia entre voluntad interna y declarada, y en ningún caso para determinar el concepto de lo que es el negocio jurídico, por cuanto la doctrina acepta en forma unánime y rotunda que el negocio jurídico es en esencia voluntad declarada. Debe señalarse que los casos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, han sido precisamente predeterminados y señalados por la doctrina del negocio jurídico, siendo estos casos los siguientes: la simulación, la reserva mental, el error obstativo y la declaración hecha en broma30. Si se observa bien, la doctrina del negocio jurídico no ha contemplado dentro de estos casos, el caso del disenso, por cuanto se entiende que en este supuesto las voluntades internas de cada una de las partes contratantes coinciden con sus respectivas voluntades declaradas, sólo que dichas voluntades declaradas no coinciden entre sí. Además de ello, no se ha contemplado tampoco la figura del disenso dentro de los supuestos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, por cuanto se entiende que el disenso no es una figura de aplicación al negocio jurídico sino al contrato. Siendo esto así, el contrato como cualquier otro negocio jurídico, tiene que ser necesariamente voluntad declarada, es decir, coincidencia de voluntades declaradas, no pudiendo señalarse a nuestro entender, que además de dicha coincidencia, se requiera una coincidencia de voluntades internas, pues de esa forma se estaría señalando que la voluntad interna constituye un elemento de formación del contrato, lo cual es a nuestro modo de ver conceptualmente inapropiado. Como volvemos a señalar, el contrato es como cualquier otro negocio jurídico, voluntad declarada, sólo que por ser un negocio jurídico bilateral o plurilateral, se requiere que dichas voluntades declaradas provenientes de cada una de las partes contratantes sean coincidentes entre sí.

30

Vid. supra Capítulo Segundo.

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Evidentemente, frente a un supuesto de error obstativo, supongamos que una de las partes contratantes desee comprar el inmueble X y por error obstativo sobre la identidad del objeto del acto declare querer comprar la casa Y, y si el vendedor declara vender la casa Y, habrá coincidencia de voluntades declaradas, mas no así de voluntades internas. Sin embargo, en la medida en que el contrato supone la coincidencia de dos o más voluntades declaradas, no se podrá afirmar en modo alguno que no hay contrato por disenso, sino que no hay contrato válidamente celebrado porque una de las partes ha incurrido en error obstativo. Dicho de otro modo, nosotros no negamos que el error obstativo sea causal de invalidez del contrato como de cualquier otro negocio jurídico, lo que señalamos es que el error obstativo constituye una causal de ineficacia estructural completamente distinta al disenso o disentimiento, ya que mientras en un caso la nulidad se impone por no existir coincidencia entre las voluntades declaradas de las partes contratantes, en el supuesto del error obstativo la anulabilidad se impone a pesar de existir coincidencia entre las voluntades declaradas, porque una de las declaraciones de voluntad que conforman el consentimiento es defectuosa por haber transmitido una voluntad distinta a la verdaderamente querida por el sujeto. En otros términos, frente a un caso de error obstativo no es necesario alegar la falta de consentimiento por disenso, bastando afirmar que el contrato no se ha formado porque una de las declaraciones de voluntad que lo conforman ha sido defectuosamente emitida. Supongamos otro caso: Un vendedor declara por error obstativo su voluntad de vender la casa Y, cuando su voluntad interna es la de vender la casa X, en tanto que el comprador está de acuerdo en adquirir la casa Y. En este caso habrá consentimiento por existir coincidencia entre las voluntades declaradas de las partes contratantes, ya que ambas han declarado su voluntad de celebrar un contrato de compraventa sobre la casa Y; sin embargo, dicho contrato será anulable por error obstativo y no por disenso, ya que la declaración de voluntad del vendedor no ha transmitido su verdadera voluntad interna que es la de vender la casa X.

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Debe señalarse también que según la casi totalidad de la doctrina (con excepción de la italiana), la teoría sobre la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada a ser aplicada al supuesto del error obstativo es la teoría de la voluntad, de forma tal que según este gran sector de tratadistas, la declaración de voluntad y por ende el negocio jurídico en el que se haya dado un supuesto de error obstativo, deberá considerarse nulo en su conjunto, por cuanto debe prevalecer la voluntad interna de la parte contratante que ha incurrido en error obstativo. Por su parte, la doctrina italiana, y gran parte de los tratadistas alemanes, sobre la base de las normas contenidas en sus respectivos códigos civiles, asimilan el error obstativo al error dirimente, sancionándolo con la anulabilidad del negocio jurídico, sistema que nuestro Código Civil ha adoptado siguiendo al código italiano, según se explicará al detalle más adelante. De esta manera, en nuestro Código Civil (al igual que en el italiano y en el alemán), el error obstativo, a diferencia del disenso, ocasionará la anulabilidad del negocio jurídico. En conclusión: 1. La teoría de la responsabilidad ha sido elaborada para atenuar los efectos de la teoría voluntarista, mientras que la teoría de la confianza nació para remediar los efectos de la teoría declaracionista. 2. La teoría voluntarista en ningún momento sostiene que la voluntad interna sea elemento del negocio jurídico o del contrato, limitándose a señalar que en caso de discrepancia entre ambas voluntades, deberá prevalecer la voluntad interna, invalidándose el negocio jurídico. 3. El contrato, como cualquier otro negocio jurídico, requiere para su formación, además de sus presupuestos y requisitos, la concurrencia de dos aspectos: la declaración o declaraciones de voluntad y la causa.

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4. El negocio jurídico como el contrato es siempre un supuesto de hecho, cuyo elemento fundamental es la declaración de voluntad, a la cual la norma jurídica le atribuye como respuesta los efectos jurídicos. 5. La voluntad interna al no ser elemento de ningún supuesto de hecho negocial, por sí misma no produce efectos jurídicos. 6. El elemento fundamental del contrato es el conjunto de dos o más declaraciones de voluntad que se denomina «consentimiento». 7. Siendo el consentimiento el conjunto de dos o más declaraciones de voluntad, para dar lugar a la producción de efectos jurídicos, las mismas deberán ser coincidentes. 8. Si el consentimiento es el conjunto de dos o más declaraciones de voluntad coincidentes, el disenso o disentimiento será la no coincidencia o discrepancia entre voluntades declaradas. 9. En los casos de disenso las declaraciones de voluntad de cada una de las partes contratantes coinciden con sus respectivas voluntades internas. 10. Por su parte, el error obstativo consiste en una discrepancia inconsciente entre la voluntad interna del sujeto y su propia voluntad declarada. 11. La mayoría de la doctrina considera que en los casos de error obstativo la teoría a aplicarse sobre la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada es la teoría voluntarista. 12. Sin embargo, un sector de autores, siguiendo el ejemplo del Código Civil alemán y el Código Civil italiano, asimilan la figura del error obstativo al del error dirimente, sancionándolo también con la anulabilidad del acto jurídico.

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En este sentido, es necesario destacar la opinión de CASTRO Y BRAVO, quien nos dice lo siguiente: «La polémica entre voluntaristas y declaracionistas plantea como dilema la preferencia entre voluntad y declaración. Con ello, se olvida que, como la misma expresión indica, la declaración de voluntad da nombre a una realidad compuesta o compleja. Ni voluntad ni declaración pueden considerarse separadamente. La voluntad se conoce sólo al exteriorizarse. Podrá probarse lo que se dijo o se hizo en un momento y tenerse también en cuenta lo que ahora se afirma o confiesa. ¿Cómo saber lo que realmente fue querido? Habrá que discriminar, para ello, lo que sólo se pensó, lo que fueran meros temores o veleidades, de lo que fuera, en fin de cuentas, decidido; y, entonces, todavía, filtrar la verdad de la mentira y del autoengaño, pues hasta los mismos recuerdos del que confiesa pueden ser inexactos. El derecho no consiente que se acuda a pitonisas, ni a psiquiatras. Teniendo que averiguar por los signos externos lo querido, ha de contentarse con deducciones de probabilidad («signa autem nulla de animi certitudinem habent mathematican, sed probabiliurrí tantum»)31. Sin embargo, en otro pasaje de su obra, DE LA PUENTE (32) nos confirma su punto de vista en el sentido que las voluntades internas de las partes contratantes constituyen parte del consentimiento, ya que nos dice textualmente lo siguiente: «Al llegar el momento de celebrar el contrato existen dos, o más, voluntades internas, o sea la voluntad interna de cada parte contratante. Para facilitar la explicación se va a considerar en adelante el caso del contrato en el que hay dos partes: un oferente o grupo de oferentes; y un aceptante o grupo de aceptantes. Estas dos voluntades internas pueden haber sido originalmente distintas entre sí, aunque no han tenido necesariamente que serlo. En realidad, se confunde muchas veces respecto al contenido de estas dos voluntades internas de los contratantes. No interesa saber, para los efectos del consentimiento, qué es lo que las partes desearon individualmente obtener del contrato y qué las ha llevado a iniciar las 31

CASTRO Y BRAVO, Federico de, El Negocio Jurídico, Civitas, Madrid, 1985, p. 122. PUENTE Y LAVALLE, Estudios del Contrato Privado, T. I, pp. 171-172.

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negociaciones, si es que éstas hubieran existido, pues durante esa etapa no estaban consintiendo sino únicamente queriendo. Sólo cuando llega el momento de celebrarse el contrato, cuando surge en la vida del derecho ese acto jurídico plurilateral, es que las partes dejan de querer individualmente para ponerse de acuerdo, para unir sus voluntades, ya que como muy bien BAUDRY-LACANTINERIE y BARDE dicen: yo puedo querer solo, pero no puedo consentir solo, porque el consentimiento es un concurso de voluntades. Consecuentemente, llegado ese momento (el de celebrarse el contrato), las voluntades internas de las partes, con relación al contrato, tienen que ser coincidentes, porque el contenido de la oferta debe ser necesariamente el mismo de la aceptación para que haya acuerdo de voluntades. Es cierto que existen dos voluntades internas, pero no es menos cierto que esas dos voluntades quieren consentir, quieren desear la misma cosa; y si no lo logran, si no quieren lo mismo, no habrá contrato. En estas condiciones, cuando se habla de los dos lados del consentimiento, o sea de la voluntad interna y de la declaración, se está hablando de las dos caras de una misma moneda. La voluntad interna de los contratantes, llegado, repito, el momento del contrato, es la misma voluntad que va a ser expresada; precisamente, el contrato va a estar constituido por la declaración de esas dos voluntades internas que ya se han unido, mediante la aceptación de la oferta, para constituir una voluntad común». Posteriormente DE señalando lo siguiente:

LA

PUENTE finaliza su argumentación

«Cabe concluir, pues, que para que exista consentimiento es necesario la coincidencia de las voluntades exteriorizadas por declaraciones también coincidentes que, como tales, tiene el carácter de declaración conjunta. Existen, por lo tanto, cinco posibilidades: 1. Declaraciones realmente coincidentes que transmiten voluntades coincidentes: hay consentimiento efectivo; 2. Declaraciones realmente disconformes que transmiten voluntades disconformes: hay disenso manifiesto;

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3. Declaraciones real o aparentemente coincidentes que transmiten voluntades disconformes: hay consentimiento aparente, pero disenso oculto; 4. Declaraciones realmente disconformes que transmiten voluntades coincidentes; hay disenso manifiesto; 5. Declaraciones aparentemente disconformes que transmiten voluntades coincidentes: hay disenso aparente, pero consentimiento efectivo. Para facilitar la contratación, conviene que se establezca la presunción juris tantum de que la declaración corresponde a la voluntad, tocando a quien niegue tal correspondencia acreditar la disconformidad entre la declaración y la voluntad común. Acreditado el disenso, se producirá la nulidad del contrato por falta de consentimiento. Es también aconsejable, en este sentido, establecer legislativamente que el consentimiento es requisito indispensable para la validez del contrato»32. Como se podrá observar, para dicho autor las declaraciones realmente coincidentes que transmiten voluntades disconformes constituyen un caso de disenso oculto, sin embargo, para nuestro punto de vista, como ya lo hemos señalado anteriormente, éste sería un supuesto de consentimiento, por cuanto lo único relevante para su existencia es la coincidencia de las declaraciones de voluntad, debiendo entenderse por disenso la discrepancia entre dichas voluntades declaradas. Esto no significa que frente a un supuesto de discrepancia entre voluntad declarada y voluntad interna de alguna de las declaraciones de voluntad que conforman el consentimiento por error obstativo, el contrato sea válido, por cuanto en estos casos la sanción que 32

PUENTE Y LAVALLE, Estudios del Contrato Privado, T. I, p. 172.

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corresponde en sentido estricto es la nulidad del contrato por error obstativo, de acuerdo al criterio general establecido en la doctrina tradicional. Solución que, sin embargo, no se acepta a nivel legal, por cuanto la mayoría de los códigos civiles asimilan el error obstativo al error vicio sancionándolo con la anulabilidad. 5.4.

Las diferentes figuras de error esencial en el Código Civil peruano Luego de la distinción entre error dirimente y error en la declaración, la doctrina distingue también la figura del error de hecho del error de derecho, entendiéndose por error de hecho, a aquél que consiste justamente en una falsa representación de los hechos o de las circunstancias, a la cual se asimila, como lo hemos enunciado anteriormente, la ignorancia o total desconocimiento de los hechos por el contrario, se entiende por error de derecho aquél que consiste en una falsa representación de la norma jurídica aplicable a un negocio jurídico en particular, bien sea por un conocimiento equivocado o una inexacta interpretación de la norma o de su sentido o por un total desconocimiento de la misma. Ahora bien, debe precisarse, sin embargo, que no todo tipo de error, sea dirimente u obstativo puede dar lugar a la invalidez del negocio jurídico, pues para ello la ley exige determinados requisitos. En primer lugar, el Código Civil peruano exige que el error sea esencial. El concepto de la esencialidad del error debe entenderse en el sentido que sólo son posibles de causar la anulación de un negocio jurídico los tipos de error taxativamente considerados por la ley como vicios de la voluntad, ya que de lo contrario (es decir, de aceptarse la posibilidad que un negocio jurídico pudiera ser invalidado por cualquier error), no habría negocio jurídico que por regla general pudiera ser válido, ya que en la mayoría de los casos la voluntad se forma sobre la base de consideraciones erróneas. En otras palabras, es error esencial aquél que ha sido considerado por la ley para dar lugar a la anulabilidad de un negocio jurídico. La figura contraria es la del error indiferente, que es aquél que en ningún caso puede originar la

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invalidez del negocio jurídico. Veremos más adelante cómo el Código Civil peruano contiene algunas figuras de error indiferente. El requisito de la esencialidad del error está expresamente contemplado en el artículo 201 del Código Civil, que exige además de ello que el error sea conocible por la otra parte. Este segundo requisito del error será analizado posteriormente. Siendo esto así, debemos determinar los errores esenciales dentro de nuestro Código Civil: 1. Error in substancia, que es aquel error que recae sobre la composición material del objeto del negocio jurídico, por ejemplo, si una persona compra un reloj bañado en oro, pensando que es realmente bañado en oro. Esta figura de error esencial está expresamente considerada en el primer inciso del artículo 202 del Código Civil, cuando se refiere al error que recae sobre la propia esencia del objeto del acto. Debe destacarse, que para muchos autores el error in substantia no sólo es aquél que recae sobre la materia del objeto, sino también sobre las cualidades esenciales del mismo. Sin embargo, un gran sector de juristas ha derivado del error in substantia la figura del error sobre las cualidades esenciales, que se denomina error in qualitate. Esta posición doctrinaria ha sido seguida por nuestro Código Civil. 2. Error in qualitate, que es aquel error que recae sobre las cualidades substanciales o esenciales del objeto del negocio jurídico, el cual como se ha explicado en el punto anterior se ha derivado de la figura del error in substantia, el mismo que resulta muchas veces difícil de distinguir. Así, por ejemplo, en el caso indicado anteriormente del reloj bañado en oro, podría argumentarse también que se trata también de un error in qualitate, de aceptarse que para el comprador era una cualidad esencial que el reloj fuera de oro. El error in qualitate como su propio nombre lo está indicando es el error que recae sobre las cualidades esenciales del objeto del negocio jurídico. Sin embargo, la doctrina no es unánime cuando distingue qué cualidades son esenciales y cuáles son accidentales, distinción de carácter fundamental, por cuanto si se considera que una cualidad es accidental, el error que haya recaído sobre la misma no será

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esencial, sino un error indiferente, que no da lugar a la invalidez del negocio jurídico. Para determinar qué cualidades son esenciales y cuáles son accidentales la doctrina ha elaborado dos teorías. La primera de ellas llamada teoría subjetiva, según la cual son cualidades esenciales las que el sujeto o las partes contratantes han considerado como tales, y la teoría objetiva, en cuyo entendimiento son cualidades esenciales las determinadas por el tráfico jurídico o por la opinión mayoritaria u opinión del Hombre Medio. Nuestro Código Civil, siguiendo al Código Civil italiano, ha optado por una posición ecléctica, que otorga un mayor criterio de decisión al Juez. Esta afirmación nuestra se deduce de una interpretación del primer inciso del mismo artículo 202, que se refiere al error in qualitate cuando alude al error que recae sobre una cualidad del objeto del acto que, de acuerdo con la apreciación general o en relación a las circunstancias, deba considerarse determinante de la voluntad. En nuestro concepto, cuando el Código Civil alude a la apreciación general, se está refiriendo a la teoría objetiva, mientras que cuando se remite a las circunstancias, se está refiriendo a la teoría subjetiva. 3. Error in quantitate, que es aquel error que recae sobre la cantidad, el cual es mencionado por nuestro Código Civil como error esencial en el artículo 204, distinguiéndose del error de cuenta o error de cálculo que no da lugar a la anulación del negocio sino solamente a su rectificación, por tratarse de un error indiferente. 4. Error sobre las cualidades de la persona, llamado también error in qualitate, que es aquel error que recae sobre las cualidades personales de una de las partes contratantes, que han sido tomadas en consideración por la otra parte para la celebración del negocio jurídico. Esta figura de error sólo se presenta en los casos en que el negocio jurídico se haya celebrado intuito personae. Aun cuando nuestro código no lo menciona, en nuestra opinión pueden utilizarse las teorías elaboradas por la doctrina para determinar el error sobre las cualidades de la persona, que ha sido expresamente considerado como error esencial en el inciso segundo del artículo 202 del Código Civil.

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Cabe señalar que tanto el error in substantia como el error que recae sobre las cualidades esenciales del objeto o de la persona, y el error in quantitate, son siempre supuestos de error de hecho. 5. Error de derecho, que ya hemos definido anteriormente, y que ha sido considerado como error esencial en el inciso 3 del artículo 202 de nuestro Código Civil, siguiendo también al código italiano. El error de derecho debe distinguirse del error sobre las consecuencias jurídicas del contrato, que es un error indiferente referido a los efectos jurídicos que nacen ex-lege de la celebración de un determinado negocio jurídico. Así, por ejemplo, es indiferente el error que recae sobre la obligación de saneamiento en un contrato de compra-venta. Por el contrario, en nuestro concepto será error de derecho, aquel que recae sobre las consecuencias principales de un negocio jurídico, por cuanto en ese supuesto el error incidiría sobre el alcance o existencia de una norma jurídica aplicable a un determinado negocio jurídico. Veremos más adelante la relación entre el error de derecho y el error in negotio. 6. Error en el motivo, que es aquel error que recae sobre el motivo cuando expresamente se ha declarado como la razón determinante de la celebración del negocio jurídico y ha sido aceptado por la otra parte. Si se trata del error sobre un motivo que no reúne estas dos condiciones, será un caso de error indiferente. Este error ha sido también considerado por nuestro Código Civil como un caso de error esencial, específicamente en su artículo 205, y que responde a lo que un sector de la doctrina francesa denomina «falsa causa». El error en el motivo es también siempre un supuesto error de hecho. 7. Error sobre la identidad del negocio jurídico llamado también error in negotio, que es aquel error que recae sobre la identidad misma del negocio jurídico celebrado. Por ejemplo, cuando una de las partes celebra un contrato de arrendamiento pensando que

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se trata de uno de comodato. Como se podrá observar, el error in negotio es siempre un supuesto de error de derecho. Según la opinión mayoritaria el error in negotio es siempre un supuesto de error obstativo o de error en la declaración, por cuanto es imposible que se configure un supuesto de error vicio que recaiga sobre la identidad o sobre la naturaleza del negocio jurídico. En la doctrina italiana, por ejemplo, la mayoría de autores participan de este punto de vista, existiendo sin embargo algunos que consideran que el error in negotio no tiene que ser necesariamente un error obstativo, pudiendo ser también un caso de error dirimente. Así, por ejemplo, se da el caso que una persona celebre un contrato de arrendamiento por un inexacto conocimiento de las normas legales aplicables, que lo inducen a pensar que se trata de un contrato de comodato; en este caso se trata obviamente de un error in negotio, un error de derecho y un error vicio. Distinto es el caso, de una persona que deseando celebrar un contrato de arrendamiento, por un error en la declaración, declara su voluntad de celebrar uno de comodato por creer que el término comodato significa arrendamiento. Como se podrá observar, en el primer caso la voluntad interna coincide con la voluntad declarada del sujeto, pero dicha voluntad interna se ha formado viciosamente por una equivocada apreciación o interpretación de las normas jurídicas aplicables al arrendamiento, que lo han llevado a pensar que se trata de un contrato de comodato; mientras que en el segundo caso, la voluntad interna del sujeto es la de celebrar un contrato de arrendamiento, sólo que por un desconocimiento del significado del término comodato, ha declarado su voluntad de celebrar un contrato de comodato en el entendimiento que dicha palabra significa arrendamiento. En el segundo caso, la voluntad interna discrepa de la voluntad declarada por haber utilizado en la declaración un término que no responde a lo realmente querido por el sujeto. En nuestro concepto, es posible que el error in negotio pueda ser obstativo o dirimente, no entendiendo nosotros la razón por la cual la doctrina considera en forma mayoritaria que esta figura de error tiene que ser necesariamente un error en la declaración. Por

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su parte, la doctrina francesa y un gran sector de la doctrina sudamericana consideran que el error in negotio es un caso de disenso que se da cuando las partes contratantes no han coincidido en sus declaraciones de voluntad. Como ya lo hemos explicado anteriormente, en nuestro concepto el disenso no puede asimilarse a la figura del error obstativo, ya que mientras este último consiste en una discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada, el disenso se da cuando una de las partes se equivoca respecto a la declaración de la otra parte contratante. Así, por ejemplo, habrá error obstativo sobre la identidad del negocio jurídico cuando una de las partes contratantes, queriendo realmente celebrar un contrato de comodato, declare por error celebrar uno de mutuo, aceptando la otra parte celebrar un contrato de mutuo. Por el contrario, habrá disenso cuando una de las partes declare efectivamente su voluntad de celebrar un contrato de comodato y la otra parte, entendiendo que se trata de uno de mutuo, declara su aceptación de concluir un contrato de mutuo. Mientras que en el caso primero hay consentimiento porque coinciden las dos declaraciones de voluntad de las partes contratantes, en el segundo caso hay disenso porque las dos declaraciones de voluntad que coinciden con sus respectivas voluntades internas no son coincidentes entre sí. En conclusión, en nuestro concepto el error in negotio puede ser error obstativo o error dirimente, siendo en este último caso un error de derecho. Sin embargo, conforme lo explicaremos más adelante, para el Código Civil peruano -siguiendo la opinión mayoritaria de la doctrina italiana mas no así lo que estipula el código de ese país- el error sobre la identidad del negocio jurídico es siempre obstativo. 8. Error sobre la identidad del objeto del negocio jurídico, denominado error in corpore, que es aquel que recae sobre la misma identidad del objeto. Este error, es considerado también por la opinión mayoritaria como un supuesto de error en la declaración que no puede consistir en ningún caso en un error

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dirimente. Por nuestra parte, y al igual que en el caso del error in negotio, consideramos que el error in corpore puede ser también un error vicio. Así, por ejemplo, si luego de ver en una tienda de antigüedades un jarrón de plata colonial que está ubicado en el primer ambiente de la tienda, lo solicito telefónicamente declarando mi voluntad de comprar el jarrón de plata que se encuentra en el primer ambiente de la tienda, pero resulta que el dueño ha hecho un cambio y ha colocado en dicho ambiente un jarrón de plata boliviana. En este caso, mi voluntad interna coincide con mi voluntad declarada, sólo que dicha voluntad interna se ha formado en base a una falsa representación de la ubicación del objeto que me ha determinado a identificar en forma equivocada el objeto del negocio jurídico. Distinto es el caso, que queriendo comprar un jarrón de plata colonial, declaro mi voluntad, por error, de comprar un jarrón de plata boliviana, ya que en este caso mi voluntad interna discrepa por mi voluntad declarada por un lapsus linguae. La doctrina francesa considera, al igual que en el caso del error in corpore, que dicho error es un caso de disenso. Nosotros no compartimos este punto de vista por las razones explicadas anteriormente. 9. Error sobre la identidad de la persona, denominado error in persona. En esta figura de error, se ha planteado también el mismo problema ya explicado sobre el error in negotio y el error in corpore. Y al igual que en esos dos casos, nuestra opinión es que el error in persona puede ser obstativo o dirimente, no debiendo confundirse tampoco el error obstativo con el disenso. Dentro de los autores que consideran que el error sobre la identidad del negocio jurídico, del objeto o de la persona, son siempre supuestos de error obstativo, encontramos a MESSINEO, cuyo planteamiento es el siguiente:

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«Lo que no se entiende en modo alguno es la sistemática del nuevo código en esta materia y la impropiedad de comprender bajo el título de los vicios del consentimiento (rectius: de la voluntad) una figura en la que, como se ha demostrado arriba, hay, a causa del error, no vicio, sino radical ausencia de voluntad. Ni tampoco se entiende cómo el artículo 1433 considera el error en la declaración como algo distinto del error sobre la naturaleza del contrato, o sobre la identidad de la cosa o de la persona, mientras semejantes figuras de error, contempladas ya en el artículo 1429, son, precisamente, no otra cosa, sino casos de error en la declaración, ya que, fuera de la hipótesis de error en la declaración, no pueden realizarse; y hubieran debido figurar, por tanto, en lugar de en el artículo 1429, en el artículo 1433, como virtualmente contenidos en la fórmula de este artículo. No es concebible error en la identidad del contrato, o del objeto del mismo, o de la persona del otro contratante, que no sea error en la declaración. Hay, por lo tanto, superposición, por lo menos parcial, entre el artículo 1433 y el artículo 1429» (34). Sin embargo, como ya lo hemos mencionado anteriormente, en nuestro criterio esas tres clases de error pueden ser tanto error obstativo como error dirimente. En este sentido se manifiesta STOLFI33, quien nos señala textualmente que: «Por consiguiente, el error puede ser de dos clases, según que recaiga sobre la individualidad de la cosa, en cuyo caso se denomina "error in corpore", o sobre la materia o cualidades sustanciales del objeto, en cuyo caso se denomina "error in substantia". El primero no debe ser tal que provoque defecto de consentimiento por discordancia entre voluntad y declaración, ya que entonces el acto sería nulo, sino que solamente origina un desacuerdo entre la voluntad manifestada y la que se tendría sin la 33

MESSINEO, Doctrina general del contrato, T. I, p. 131. STOLFI, Teoría del negocio jurídico, pp. 182-183.

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equivocación o error en vez de querer una cosa y declara otra, el sujeto dice una cosa que es la que quiere por confundirla con otra por él conocida o imaginada o que habría querido si no hubiera sido víctima del error, el cual por ello, influyendo sobre la determinación del consentimiento, ha producido una divergencia entre la voluntad efectiva y la eventual. Difícilmente se dará esta hipótesis cuando se contrata sobre una cosa que se tiene delante, ya que entonces es fácil indicarla con precisión, pero ocurrirá fácilmente cuando se contrata sobre cosa no presente, a la que se alude refiriéndose, por ejemplo, a su posición o a alguna de sus características. Piénsese en el caso del que visitando la vivienda de un amigo ve que en el comedor hay una mesa estilo imperio; después de algún tiempo quiere comprarla, ignorando que en su puesto hay otra mesa de estilo renacimiento aún más valiosa, pero que no le gusta o no le interesa. También el caso en que una persona ve en unas caballerizas un caballo nombrado "Fígaro" (vencedor en cierta carrera) y otro nombrado "Druso" que no rivaliza con el primero, pero que le confunde con él: después, queriendo comprar a "Druso" declara querer adquirir al vencedor en la carrera y designa en realidad a "Fígaro", en cuya adquisición no había pensado. En estas y otras hipótesis el error sobre la identidad del objeto no es obstativo, ya que se quería adquirir cierta mesa o cierto pura sangre, y se declara la voluntad correspondiente: pero por infortunio el error determinó a la voluntad en distinta forma de como habría ocurrido si se hubiese conocido el cambio de posición del mueble o no se hubiese producido la equivocación en el nombre del caballo; por consiguiente, hubo un vicio de voluntad que la parte puede remediar ejercitando la acción de nulidad». No obstante lo cual, debe destacarse que nuestro Código Civil, siguiendo a la mayoría de los autores italianos, que han criticado en forma rotunda al propio Código Civil italiano, como en el caso de MESSINEO, considera que el error in negotio, el error in

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corpore y el error in persona son siempre supuestos de error en la declaración, según se infiere claramente del artículo 208 de dicho cuerpo legal, a través del cual se observa claramente que para nuestro Código Civil estos tres tipos de error son únicamente supuestos de error obstativo. Nosotros, evidentemente discrepamos de esta posición legal según se ha explicado. 5.5.

Los supuestos de error indiferente o accidental en el Código Civil peruano A diferencia de los errores esenciales contemplados expresamente en el articulado del Código Civil, existe la figura del error indiferente o accidental, que es aquel error que no da lugar a la anulación del acto jurídico, aun cuando hubiere sido determinante de la declaración de voluntad del sujeto. ¿Qué errores son indiferentes? Como es obvio, cualquier clase de error que no haya sido considerado esencial es un error indiferente, así por ejemplo el error sobre el valor, sobre las cualidades no esenciales del objeto y dé la otra parte, el error sobre las consecuencias jurídicas del acto jurídico cuando son secundarias, el error de cuenta o cálculo y el error sobre el motivo individual, entre otros tipos de error. Sin embargo, el Código Civil peruano menciona dos casos de error indiferente: el de error de cálculo (contemplado en el artículo 204, que ya hemos mencionado al tratar sobre el error en la cantidad) y la falsa demostratio, que es el error sobre la denominación del acto jurídico, de su objeto y de la persona de la otra parte contratante. Este error indiferente ha sido considerado en el artículo 209 del Código Civil, según el cual el error en la declaración sobre la identidad o la denominación de la persona, del objeto o de la naturaleza del acto, no vicia el acto jurídico, cuanto por su texto o las circunstancias se pueda identificar a la persona, al objeto o al acto designado.

5.6.

La sanción legal que corresponde al error obstativo. Problemática y solución en el Código Civil peruano

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Finalmente, debemos señalar un aspecto muy importante vinculado con la sanción del error obstativo dentro del nuevo Código Civil peruano. Como es sabido, la totalidad de la doctrina acepta sin discusión alguna que la sanción al error vicio es siempre la anulabilidad del acto jurídico, por cuanto se entiende que aun cuando la voluntad ha sido erróneamente formada, ha sido correctamente declarada. Por el contrario, un gran sector de la doctrina considera que en los casos de error obstativo, la sanción es la nulidad del acto, por cuanto se entiende que dicho error impide la formación del consentimiento en los contratos. Incluso para la doctrina francesa, el error obstativo es un supuesto de disenso o disentimiento según se ha explicado. Esta concepción ha sido superada en la actualidad por la doctrina italiana, que en forma mayoritaria considera que el error obstativo debe ser asimilado al error vicio, en aplicación de la teoría de la confianza, que es una de las cuatro teorías elaboradas por la doctrina para resolver los casos de discrepancia entre la voluntad interna y declaración. Nuestro Código Civil, siguiendo al código italiano, ha efectuado esta asimilación, según se desprende del artículo 208 que ya hemos comentado anteriormente. En consecuencia, de acuerdo a la legislación civil peruana, el error obstativo es causal de anulabilidad y no de nulidad del acto jurídico, debiendo distinguirse también en forma bastante clara el error obstativo del disenso, por cuanto mientras el error obstativo es un caso de discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada que recae sobre la propia declaración de voluntad, el disenso consiste en un error sobre la declaración de la otra parte contratante. Sin embargo, existen autores italianos que han criticado esta solución del código de su país que hemos hecho nuestra, por considerar que no se puede aplicar la teoría de la confianza al error

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obstativo, sino la teoría de la voluntad, en el entendimiento que en los casos de error obstativo, al declarar el sujeto una voluntad completamente distinta a su verdadera voluntad, la misma no se ha formado erróneamente, como sucede en el caso del error vicio o error dirimente, sino que no existe verdadera voluntad. Se trataría de un negocio jurídico formado sin voluntad por haberse declarado una voluntad distinta a la voluntad real. En otras palabras, mientras en el primer caso hay total ausencia de voluntad, en el segundo caso, aunque viciada, existe una voluntad, siendo por ello imposible asimilar el error obstativo al error vicio. Para poder entender a cabalidad la discusión que se ha presentado en la doctrina italiana sobre el error obstativo es conveniente tener en cuenta las normas que el Código Civil de ese país le ha dedicado a aquella figura. En este sentido, el artículo 1429 del Código Civil italiano señala expresamente lo siguiente: «Error esencial. El error es esencial: 1. Cuando recae sobre la naturaleza o sobre el objeto del contrato; 2. Cuando recae sobre la identidad del objeto de la prestación o sobre una cualidad del mismo que, de acuerdo, con la común apreciación o en relación a las circunstancias, deba considerarse determinantes del consentimiento; 3. Cuando recae sobre la identidad o sobre las cualidades de la persona del otro contratante, siempre que la una o las otras hayan sido determinantes del consentimiento; 4. Cuando, tratándose de un error de derecho, haya sido la razón única o principal del contrato».

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A su vez, el artículo 1433 del mismo Código Civil nos indica lo siguiente: «Error en la declaración o en su trasmisión. Las disposiciones de los artículos precedentes se aplicarán también al caso de que el error recayese en la declaración o de que la declaración hubiese sido trasmitida inexactamente por la persona o por la oficina encargada de hacerlo». Esta asimilación del error obstativo al error vicio se ha justificado en la exposición de motivos de dicho código de la siguiente manera: «La distinción que establece una divergencia entre la declaración y la difícilmente reconducible a la tradición romanística. No siempre acogida en la doctrina moderna, pero admitida en la práctica de la jurisprudencia, la distinción no justifica el diverso tratamiento de las dos hipótesis, ya que la declaración existe "in re" también cuando es afectada por un error obstativo y la misma en tal caso puede provocar igualmente la confianza de la buena fe, cuyas consecuencias deben ser salvaguardadas». Como ya lo hemos indicado, ciertos autores italianos han criticado esta posición del Código Civil italiano. Dentro de estos autores tenemos a STOLFI 34 quien señala textualmente lo siguiente: «En orden, pues, a las razones lógicas en apoyo del artículo 1433, es fácil aclarar o explicar su inconsistencia. Dar importancia, en cambio, a la existencia "in re" de la declaración no querida para fingir un consentimiento no prestado es quizá efecto del equívoco de haber creído que dicha expresión latina se expresa en italiano con la fórmula "de hecho" en vez de "en realidad", lo cual considero inconcebible en un jurista: en cuanto al consentimiento no se ocupa de la circunstancia por otra parte, innegable de que la parte haya hablado o escrito, sino que se preocupa de confirmar si lo había dicho o escrito válidamente o no, es decir, si las palabras se corresponden o 34

STOLFI, Teoría del negocio jurídico, pp. 146-147.

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no con el querer interno. Por consiguiente, es extraño cómo no ha sido puesto de relieve que el mero hecho de la declaración no implica nada, ya que por sí carece de valor en tanto no sirva para manifestar la intención del sujeto. Si así no fuese, debería afirmarse en principio el absurdo de que de cualquier negocio nulo por defecto de voluntad pueda nacer la confianza en su validez, y debería deducirse la consecuencia de que siendo tal confianza digna de tutela es necesario dar cuerpo y ropaje a las ilusiones ajenas. Es claro, en cambio, que de la existencia misma del negocio jurídico brota una consideración que hay que tener presente, y es que si el consentimiento no se ha prestado, el acto no puede producir efecto alguno favorable o perjudicial, ya que no ha sido válidamente concluido». Si se observa bien, la opinión de STOLFI está basada en la teoría voluntarista, ya que según dicho autor la mera declaración no implica nada, pues carece de valor en tanto no sirva para manifestar la intención del sujeto. En otras palabras, según STOLFI, al caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada consecuencia de un error obstativo debe aplicarse necesariamente la teoría voluntarista, debiendo ser la sanción aplicable la nulidad y no la anulabilidad. MESSINEO sostiene una posición semejante, ya que nos dice textualmente lo siguiente: «Ahora bien, que, por razones de tutela de la buena fe y de la confianza, el nuevo legislador en lugar de relacionar con el error que recae sobre la declaración el efecto de la nulidad de la declaración (y, consiguientemente, del contrato, como por la violencia absoluta) haya equiparado en el tratamiento jurídico este error al error-motivo, haciendo derivar del error obstativo la simple anulabilidad del contrato (como resulta de la remisión que hace el artículo 1433); que, con esto, el legislador, haya innovado sobre el que era (al menos según una opinión muy compartida) el principio vigente bajo el imperio del código de 1865 es cosa que se puede reconocer oportuna desde cierto punto de vista (seguridad de las transacciones) mientras es discutible desde otro, toda vez que de la violencia absoluta, cuya analogía con el error-obstáculo es evidente, se hace surgir la nulidad del contrato. Lo que no se entiende

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en modo alguno es la sistemática del nuevo código en esta materia y la impropiedad de comprender bajo el título de los vicios del consentimiento (rectius: de la voluntad) una figura en la que, como se ha demostrado arriba, hay, a causa del error, no vicio, sino radical ausencia de voluntad». Posteriormente, en otro pasaje de su obra aclara su pensamiento señalando expresamente lo siguiente: «Es preciso decir desde ahora que el determinante del mal entendido no es, de ordinario, un error en la declaración (error-obstáculo); o, para ser más exactos, hay que decir que, cuando se presenta un error en la declaración, bastaría para poner de relieve la falta de formación del contrato, remitirse al error que ha intervenido en la declaración. En efecto, dado que el error en la declaración hace que una de las partes exprese una voluntad que no tiene, bastaría esto para invalidar todo el ulterior proceso formativo del contrato; y sería superfluo invocar el disenso, cuando con sólo invocar el error en la declaración que es anterior al disenso, se pone en evidencia la falta de formación del consentimiento. Si una de las partes habla del predio de Sempronio y también la otra habla del predio de Sempronio, pero esta última quiere referirse, en cambio, al predio de Túsculo, el contrato no se forma realmente (aunque se forme en apariencia), porque hay error sobre la identidad del objeto, que, según, el artículo 1429, es esencial. Y no sería necesario que quien yerra alegue la falta de consentimiento; le bastaría alegar una circunstancia lógicamente y cronológicamente anterior a la falta de consentimiento: esto es, el error en su propia declaración, para neutralizar el contrato que se ha formado aparentemente»35. Nótese que aun cuando estos dos autores mantienen posiciones distintas respecto a si el error sobre la identidad del negocio jurídico, su objeto o la otra parte, son siempre supuestos de error obstativo o no, respecto a la asimilación de éste a la del error vicio coinciden en que no es aplicable la teoría de la confianza, sino la teoría de la voluntad, aun cuando evidentemente MESSINEO sostiene un punto de vista menos radical que el de STOLFI. LO importante, sin embargo,

35

MESSINEO, Doctrina general del contrato, T. I, p. 131.

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sobre el aspecto bajo estudio, es que la doctrina italiana no acepta en su totalidad la asimilación de ambas figuras de error. Sin embargo, debe quedar bastante claro que la no aceptación de la asimilación no se debe a que la doctrina italiana considere que el error obstativo es igual al disenso, como lo hace la doctrina francesa, ya que se entiende que el error obstativo es un supuesto de discrepancia inconsciente entre la voluntad interna y la voluntad declarada, según se ha visto al detalle anteriormente. No obstante lo cual, y a pesar de esta distinción con la doctrina francesa, los dos puntos de vistas llegan al mismo resultado, pues entendiéndose que el error obstativo es igual al disenso o que es únicamente un caso de discrepancia inconsciente entre voluntad interna y voluntad declarada, la sanción legal para estos autores es siempre la nulidad del negocio jurídico. En otras palabras, aunque por distintas vías, un sector de la doctrina italiana coincide con la doctrina francesa y con gran parte de la doctrina sudamericana, en el sentido que el error obstativo es causal de nulidad del negocio jurídico. En consecuencia son tres las soluciones posibles que brinda la doctrina como sanción al error obstativo: a. La primera de ellas es la que brinda la doctrina francesa y gran parte de la doctrina sudamericana, que por considerar que el error obstativo es un caso más de disenso, señalan que la sanción es la nulidad del negocio. b. La posición de algún sector de la doctrina italiana es que, aun cuando distingue el disenso del error obstativo, la sanción aplicable a este caso de discrepancia debe ser la nulidad y no la anulabilidad. c. La posición de la doctrina alemana considera que el error obstativo debe ser asimilado al error vicio. Evidentemente, no compartimos la posición seguida por la doctrina francesa por las razones que se han explicado al detalle con anterioridad. De las que tenemos que ocuparnos ahora es de las dos últimas.

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La posición seguida por un sector de la doctrina italiana, entre cuyos seguidores se encuentran STOLFI y MESSINEO, según se ha visto también, no hace sino considerar que por ser el error obstativo un caso de discrepancia inconsciente entre la voluntad interna y la voluntad declarada, le es aplicable la teoría voluntarista. Aun cuando esta posición teórica es bastante lógica, a nuestro entender no es convincente, por cuanto no existe ninguna razón para establecer que sea aplicable a este caso de discrepancia únicamente la teoría voluntarista. Cosa distinta es que la posición tradicional sea ésta, lo cual no implica que se tenga que dejar de lado la solución brindada tanto por el Código Civil italiano como por el Código Civil alemán. Somos conscientes que el negocio jurídico implica una declaración de voluntad que debe transmitir la verdadera voluntad del declarante, pero no nos parece necesario considerar que frente a un caso de discrepancia inconsciente entre voluntad interna y voluntad declarada la sanción tenga que ser necesariamente la nulidad. Veamos ahora, en último lugar, la posición del Código Civil italiano. Según la doctrina italiana esta solución está basada en la teoría de la confianza. Siendo esto así, será necesario recordar nuevamente que cosa es lo que dispone esta teoría. Según STOLFI36, la teoría de la declaración que protege al destinatario pero sacrifica al autor de la declaración es atemperada por la teoría de la confianza, poco seguida entre nosotros. Es verdad, se dice, que la declaración prevalece sobre la voluntad porque el derecho debe mirar a la certidumbre antes que a la verdad. Pero en la hipótesis de discordancia entre los dos elementos no se puede sin más dar valor a la apariencia de voluntad, por que de otro modo para no favorecer la mala fe del declarante se corre el riesgo de fomentar la mala fe de la otra parte. Ésta podrá atenerse a los términos de la declaración en tanto tenga razones para creer que corresponde a la voluntad del declarante: si por el contrario sabía que tal concordancia 36

STOLFI, Teoría del negocio jurídico, p. 133.

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no existía, el negocio deberá considerarse nulo porque falta una expectativa digna de tutela». MESSINEO, por su parte, nos da una explicación más clara sobre el tema: «Según la teoría de la confianza (o, como podría llamarse también, de la legítima expectativa), la voluntad declarada prevalece sobre la voluntad efectiva, o hace las veces de la voluntad inexistente, cuando, con la declaración, se haya suscitado en el destinatario de ella una legítima expectativa, de manera que haya tenido razón para pensar -habida cuenta de todas las circunstancias objetivas- que la declaración que se le ha hecho llegar era normal y, por consiguiente, haya tenido razón para contar con ella y con sus efectos, comportándose en consecuencia. Hay, aquí, una razón de orden social que exige el respeto a la declaración; aunque no se apoye en una voluntad, la declaración se emite a riesgo del declarante. El principio de la confianza no vale, en cambio (y se hace relevante la falta de voluntad), si el destinatario no ha puesto la debida atención (culpa) y no ha captado los elementos objetivos (sobre todo, recognoscibilidad, mediante el uso de la normal atención), que lo habrían advertido de la falta de voluntad en la declaración que se le ha hecho llegar; y si, por tanto, no tenía razón para contar con ella. Así, por ejemplo, en el caso de declaración hecha bajo la acción de la violencia física, no puede haber lugar para confianza por parte del destinatario de dicha declaración; aun cuando él no sea el autor de la violencia»37. Dicho de otro modo, según la teoría de la confianza, frente a un supuesto de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, el negocio jurídico será nulo si el destinatario de la declaración de voluntad se ha percatado o ha debido percatarse de la falta de coincidencia entre ambas voluntades, ya que por el contrario, si no ha podido percatarse de dicha discrepancia (si ha confiado en la coincidencia de ambas voluntades), el negocio jurídico será válido.

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MESSINEO, Francesco, Manual de Derecho Civil y Comercial, Ediciones Jurídicas Europa América, Buenos Aires, 1980, T. II, p. 364.

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Como ya lo hemos indicado, la doctrina italiana considera que la regulación legal dada por el código italiano al error obstativo es consecuencia de la aplicación de la teoría de la confianza. La aplicación de esta teoría se desprende del hecho que el código italiano dispone, al igual que el Código Civil peruano, que el error será causa de anulación del contrato cuando fuere esencial y cognoscible por el otro contratante (art. 1428), disponiendo además el art. 1431 que el error se considerará cognoscible cuando en relación al contenido, a las circunstancias del contrato o a la calidad de los contratantes, una persona de normal diligencia hubiese podido advertirlo. Si se observa bien, esta norma del código italiano, bastante similar al artículo 203 de nuestro Código Civil, no exige que el error haya sido conocido por la otra parte efectivamente, únicamente se exige que la otra parte haya podido advertirlo, en cuyo caso si la otra parte no llegó a darse cuenta del error, por el solo hecho que hubiera podido advertirlo, el negocio jurídico será anulable.

Como se podrá observar, el establecer el requisito de la cognoscibilidad tanto al error obstativo como al error vicio para que sea susceptible de causar la anulación del negocio jurídico, implica evidentemente -para el caso del error obstativo— aplicar la teoría de la confianza, ya que si una declaración de voluntad discrepante por error de la verdadera voluntad interna del sujeto hubiese despertado la confianza de la otra parte contratante, es decir, en el destinatario de la declaración de voluntad, en el sentido que el sujeto no hubiese podido advertir dicha discrepancia producto del error, el negocio jurídico será válido, al no ser conocible el error por la otra parte. Por el contrario, si la otra parte contratante ha conocido la discrepancia o ha podido conocerla, será un supuesto de error obstativo conocible por la otra parte, en cuyo caso la sanción será la anulabilidad del negocio jurídico. En otras palabras, desde nuestro punto de vista el requisito de la cognoscibilidad nos muestra con bastante claridad que el Código

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Civil italiano -que en esta parte el código peruano sigue- ha optado por la teoría de la confianza. En nuestra opinión, esta solución es la más acertada, no sólo porque le deja a la parte que ha sufrido el error obstativo la posibilidad de mantener la validez del negocio jurídico, lo cual coincide con el principio de conversación de los negocios jurídicos, sino principalmente porque a nuestro entender, como ya lo hemos explicado al detalle anteriormente, el error sobre la identidad del negocio jurídico, del objeto y de la persona puede ser obstativo como dirimente. Finalmente, debemos señalar que esta solución del Código Civil peruano permite una regulación conjunta de las dos clases de error. Respecto al disenso dentro del código nacional, en nuestro concepto sigue teniendo también como sanción la nulidad del contrato, no siendo impedimento para ello el hecho que se haya asimilado el error obstativo al error vicio, imponiéndose como sanción la nulidad por nulidad virtual o tácita por contravención del artículo 1351 del código, que define el contrato como el acuerdo de dos o más partes para crear, regular, modificar o extinguir una relación jurídica patrimonial. 5.7.

La regulación del error en el Código Civil peruano de 1936 5.7.1. Introducción Como es sabido, el código de 1936 no distinguió en forma expresa entre el error obstativo y el error dirimente, como lo hace el código vigente. Sin embargo, ello no fue obstáculo para que la doctrina nacional distinguiera nítidamente las dos clases de error. El principio fundamental de que el error es causa de anulación del acto jurídico estuvo contemplado en el artículo 1079 de dicho código, cuyo texto señalaba que es anulable el acto jurídico cuando la declaración de voluntad emane de error sustancial.

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Como se podrá observar, existe una primera diferencia entre lo establecido en el código de 1936 y el código actual, ya que mientras el primero califica al error que causa la anulación del acto jurídico de sustancial, el segundo lo denomina error esencial. Sin embargo, se trata únicamente de una diferencia de terminología, por cuanto es sabido de ambos conceptos significan exactamente lo mismo. No obstante lo cual existe una segunda diferencia que sí es de orden conceptual, ya que el código de 1936 no exigía como lo hace el actual, que el error fuera conocible por la otra parte. En otras palabras, para el código de 1936 el error era causa de anulación del acto jurídico cuando hubiera sido esencial; entendiéndose por esencial que el error hubiera estado expresamente establecido por la ley para ser causa de anulación del acto jurídico. ¿Qué errores fueron esenciales de acuerdo al Código Civil de 1936? De acuerdo al artículo 1080 de dicho código era error sustancial el que se refiere a la naturaleza del acto, o al objeto principal de la declaración, o alguna de sus cualidades esenciales. Como se podrá observar, este artículo considera como esenciales tres clases de error: a. El error sobre la naturaleza del acto jurídico, llamado también error in negotio, que es también error esencial de acuerdo al código actual, según se ha explicado anteriormente. b. El error sobre el objeto principal de la declaración llamado también error in corpore, que es el equivalente al error sobre la identidad del objeto del acto, contemplado también como error esencial en el código vigente. c. Finalmente dicho artículo considera como error sustancial el error sobre las cualidades esenciales del objeto del acto, llamado también error in qualitate y que es considerado también en el código de 1984 como un tipo de error esencial. Como se podrá observar, a diferencia del código actual, el código del 36 no consideró como error esencial al error sobre la materia del

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objeto del acto, es decir, el llamado error in substantia, que el nuevo código ha contemplado expresamente como una figura de error esencial. No obstante lo cual, se interpretó en forma unánime el error in substantia implícitamente considerado como un supuesto de error sobre las cualidades esenciales. Sin embargo, es necesario dejar clara constancia que el código vigente sobre este aspecto es mucho más preciso que el código de 1936, ya que regula en forma bastante ordenada y clara los diversos tipos de errores esenciales. Adicionalmente, debe señalarse que el CódigoCivil de 1936 no tomó partido por ninguna teoría referida al error sobre las cualidades esenciales del objeto del acto, como lo hace el código actual. A nuestro entender, en este sentido, este último código es mudo más completo que el anterior, por cuanto el intérprete conoce que existen dos teorías para determinar cuándo una cualidad del objeto del acto es esencial o no. Asimismo, debe mencionarse que de acuerdo al artículo 1081 del código de 1936, se consideraba también error sustancial el referido a la persona cuando la consideración a ella hubiese sido el motivo principal del acto jurídico, esto es, el llamado error sobre la identidad de la persona, que es también un supuesto de error esencial dentro del Código Civil vigente. Debe indicarse que el código de 1936, a diferencia del actual, no consideró como error sustancial el error sobre las cualidades esenciales de la otra parte, que sí está expresamente contemplado como un tipo de error esencial dentro del código vigente. Esto nos demuestra también que este último, en materia de error, es mucho más completo y mucho más técnico que el Código Civil de 1936. Del mismo modo, el artículo 1083 del código de 1936 señalaba que el error de cuenta sólo daba lugar a la corrección, interpretándose a contrario sensu que cuando el error recaía sobre la cantidad sí daba lugar a la anulación del acto jurídico. Dicho de otro modo, sobre la base del artículo 1083 del derogado código, se infería que el error

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sobre la cantidad era un supuesto más de error sustancial, ya que el simple error de cálculo o de cuenta daba únicamente lugar a la corrección del acto jurídico. En este aspecto también es más técnico el nuevo código, ya que se entiende con toda claridad que el error sobre la cantidad es un caso de error esencial. A su vez, el artículo 1084 del código de 1936 señalaba que la falsa causa sólo vicia el acto cuando expresamente se manifiesta como su razón determinante, o bajo forma de condición. Este error llamado falsa causa es el equivalente al error sobre el motivo regulado también en forma más técnica por el código actual, siguiendo el ejemplo del Código Civil italiano. En conclusión, de acuerdo al Código Civil de 1936, eran errores sustanciales, es decir, errores esenciales, los siguientes tipos de error: - El error in negotio. - El error sobre la identidad del objeto del acto. - El error sobre las cualidades esenciales del objeto del acto. - El error sobre la identidad de la persona. - El error sobre la cantidad. - La falsa causa. De esta manera, el Código Civil de 1936 no consideró como errores sustanciales, como sí lo hace el nuevo Código Civil, a los siguientes tipos de error: - Error in substantia. - Error sobre las cualidades esenciales de la otra parte. - El error de derecho. Además de ello, y según se ha mencionado, el Código Civil de 1936 no exigía como requisito del error el que fuera conocible por la otra parte. 5.7.2. Asimilación del error obstativo al error dirimente

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Hemos señalado en el primer punto que la diferencia más importante entre los dos códigos civiles, respecto del error, es que mientras el Código Civil actual distingue claramente ambas figuras de error en forma expresa, esto es, el error obstativo del error vicio, el Código Civil de 1936 no especificaba dicha distinción. Sin embargo, aun cuando la distinción no se formuló abiertamente, del artículo 1082 del Código Civil de 1936 se deducía claramente la distinción entre ambas figuras de error, ya que el mismo señalaba en forma clara que el error sobre la persona, o sobre la cosa a que se refiere la declaración de voluntad, no vicia el acto, cuando por su texto, o las circunstancias, se puede identificar la cosa o la persona designada. Este artículo 1082 es bastante similar al artículo 209 del nuevo Código Civil, ya que ambos contienen la figura del error sobre la denominación que es considerado como un tipo de error indiferente, que no da lugar a la anulación del acto jurídico. Sin embargo, es necesario destacar que el artículo 1082 del Código Civil de 1936, además de cumplir con la sanción de señalar que el error sobre la denominación no es un supuesto de error sustancial, permitía también, y esto es lo más importante, señalar que de acuerdo a ese código existía también la figura del error obstativo o error en la declaración, debiendo entenderse que conforme a dicho código eran únicamente supuestos de error obstativo los referidos a la identidad del objeto y a la identidad de la persona, dejándose de lado el error sobre la naturaleza o identidad del acto jurídico que de acuerdo al nuevo Código Civil es un caso de error obstativo. En otras palabras, de acuerdo al Código Civil de 1936, todos los supuestos de errores esenciales eran errores dirimentes o verdaderos vicios de la voluntad, siendo únicamente supuestos de error obstativo los referidos a la identidad del objeto o de la persona designada, mientras que

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para el actual Código Civil el error sobre la identidad del acto jurídico es también un supuesto de error en la declaración. Si se observa bien, la no distinción en forma expresa entre ambas clases de error, nos indicaba que el Código Civil de 1936 consideraba que el error referido a la identidad de la persona o del objeto no tenía que consistir necesariamente en un supuesto de error obstativo, pudiendo configurarse ambos tipos de error como supuestos de errores dirimentes. Esta deducción implica también una diferencia respecto al nuevo Código Civil, ya que el mismo, siguiendo al Código Civil italiano de 1942, considera que el error referido a la identidad de la otra parte, del objeto y del acto jurídico, es necesariamente un supuesto de error obstativo, no pudiendo configurarse jamás como supuestos de error dirimente. Como lo hemos estudiado, esta solución del Código Civil de 1984, tomada del código italiano no ha sido aceptada por todos los autores italianos, ya que muchos consideran que el error sobre la identidad del acto, del objeto y de la persona, pueden darse indistintamente bajo la modalidad de errores obstativos o dirimentes. En nuestro concepto, en este punto fue más clara y correcta la posición del Código Civil de 1936, respecto al error sobre la identidad del objeto y sobre la identidad de la persona, mientras que en lo relativo al error sobre la identidad del acto, el mismo cuerpo legal se equivocó al no considerar que el mismo podría presentarse bajo la figura de error obstativo. Como se podrá observar, mientras el código de 1984 es más preciso al momento de definir y establecer los diversos clases de error, no es tan preciso al momento de señalar las figuras de error obstativo.

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En lo que respecta a la sanción del error obstativo dentro del código de 1936 -al igual que en el código actual-, ella era la anulación del acto jurídico. Sobre el particular, nuestro punto de vista es plenamente conforme, ya que resulta más técnico para la disciplina del acto jurídico, en aplicación de la teoría de la confianza, asimilar ambas figuras. Esta asimilación se ha hecho en el Código Civil actual en forma bastante clara a través del artículo 208, mientras que en el Código Civil de 1936, la misma se deducía únicamente de una interpretación a contrario del artículo 1082, siendo preferible la posición del código vigente.

5.7.3. Conclusión Finalmente, y a manera de conclusión, debemos señalar que el Código Civil de 1984 no ha hecho sino perfeccionar el sistema del error contemplado en el Código Civil de 1936, por las siguientes razones: 1. Ha definido en forma más completa los diversos tipos de errores esenciales. 2. Ha considerado en forma expresa supuestos de errores esenciales no consideradas dentro del código de 1936. 3. Ha asimilado la figura del error obstativo a la del error dirimente en forma más técnica y precisa. Sin embargo, el código de 1936 a nuestro entender era mejor en el siguiente aspecto: no cometió el yerro de establecer que el error referido a la identidad del acto, del objeto o de la otra parte, tengan que ser necesariamente supuestos de error obstativo.

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5.8.

El tratamiento legal del error dentro del Código Civil peruano de 1852 5.8.1. Introducción Como se ha visto al estudiar la teoría del error dentro del Código Civil peruano de 1984 y de 1936, el primero de ellos se ha basado principalmente en el tratamiento que le da el Código Civil italiano de 1942 a la figura del error, mientras que el segundo estuvo basado principalmente en el Código Civil alemán de 1986, en el Código Civil brasileño de 1900 y supletoriamente en el Código Civil francés de 1804. Por el contrario, el Código Civil peruano de 1852 estuvo basado principal y fundamentalmente en el Código Civil francés, razón por la cual no le dedicó un libro ni un título a la figura del acto jurídico, encontrándose regulada la figura del error en el libro dedicado al Contrato y dentro del título del Consentimiento. 5.8.2. El error dentro del Código Civil francés de 1804 El Código Civil francés le dedica al error los siguientes dos artículos: «Art. 1.109. No hay consentimiento válido si el consentimiento no ha sido más que por error o si ha sido arrancado por violencia o sorprendido por dolo». «Art. 1.110: El error no es una causa de nulidad de la obligación sino cuando recae sobre la sustancia de la cosa que es objeto de ella. No es causa de nulidad cuando no recae más que sobre la persona con la cual se tiene la intención de contratar, a menos que la consideración de esta persona sea la causa principal de la convención». Como se podrá apreciar, el Código Civil francés le concede al error prácticamente un solo artículo, ya que el artículo 1109 se limita a señalar que existen tres vicios del consentimiento

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aplicables al contrato, que son los mismos que se aceptan en todas las demás legislaciones. El artículo 1110 sí está referido directamente a la figura del error, señalando el mismo en forma expresa dos tipos de error, el error que recae sobre la sustancia de la cosa que es objeto de la obligación, y el error que recae sobre la identidad de la otra parte contratante. Sobre esta base, la doctrina francesa ha elaborado los siguientes conceptos de error: 1. El error obstáculo que es el que recae sobre la naturaleza del contrato y sobre la identidad del objeto del mismo, que se produce cuando las partes contratantes no han estado de acuerdo sobre estos dos aspectos del contrato. Para la doctrina francesa, en estos dos casos de error obstáculo, más que un vicio del consentimiento, lo que hay es una ausencia total de consentimiento, esto es, un disenso o disentimiento; razón por la cual ellos han calificado al error que recae sobre la identidad del contrato y del objeto, de error obstáculo, que impide la formación del consentimiento y por ende del contrato. Es por esta misma razón, que para la doctrina francesa, en estos casos, la sanción es la inexistencia del contrato. Si se observa bien, esta posición de la doctrina francesa, sobre la base del artículo 1110 de su propio Código Civil, es una posición netamente doctrinaria, en la medida en que el mismo artículo 1110 no se refiere para nada al error sobre la naturaleza del contrato o sobre la identidad del objeto del mismo; ha sido por el contrario consagrada legislativamente en el Código Civil chileno y también en el Código Civil colombiano, conforme se estudiará posteriormente. Por el momento baste con señalar que de acuerdo al artículo 1453 del Código Civil chileno, el error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra, como si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación; o sobre la identidad de la cosa

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específica de que se trata, como si en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa determinada, y el comprador entendiese comprar otra. De esta forma, se puede apreciar, a pesar que el Código Civil francés no se ha referido en ningún momento al error sobre la naturaleza del contrato y sobre la identidad del objeto, cómo la doctrina francesa sí ha sido legislativamente incorporada en el Código Civil chileno y también en el Código Civil colombiano, cuyo artículo 1510 señala que el error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra, como si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación; y sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, como si en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa determinada y el comprador entendiese otra. La influencia de la doctrina francesa no sólo es evidente y fundamental en el Código chileno y en el colombiano, sino que también ha ejercido cierta influencia en el Código Civil peruano de 1936, ya que su artículo 1080, señala también que se considera error sustancial el que se refiere a la naturaleza del acto o al objeto principal de la declaración. Sin embargo, la diferencia fundamental entre la doctrina francesa y los tres códigos civiles latinoamericanos antes mencionados, es que para la primera el error obstáculo es una causal de inexistencia del contrato, mientras que para los tres códigos indicados el llamado error obstáculo que está referido a la identidad del acto jurídico o del objeto, es una causal de anulabilidad del contrato, asimilándose en sus efectos al error dirimente, que es el verdadero vicio de la voluntad. Finalmente, es necesario destacar, que la doctrina francesa sobre la base del artículo 1110 de su propio Código Civil, ha considerado siempre que el error sobre la identidad de la otra parte, no es nunca un supuesto de error obstáculo, sino únicamente de error dirimente o verdadero vicio de la voluntad.

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2. Asimismo, y sobre la base del artículo 1110 del código de Napoleón, la doctrina francesa, además del concepto del error obstáculo, elaboró también la figura del error dirimente, tipificándolo como el verdadero vicio de la voluntad o del consentimiento que consiste en una falsa representación de la realidad y que da lugar a la anulabilidad del contrato. Sobre la base del mismo artículo 1110, la doctrina francesa distingue tres clases de error dirimente: a. El error in substantia, que de acuerdo a dicho artículo es el que recae sobre la sustancia de la cosa que es objeto de ella, y que modernamente se entiende como el que recae sobre la composición material del objeto. b. El error in qualitate, elaborado por la doctrina francesa de acuerdo a la interpretación jurisprudencial del mismo artículo 1110, y que es el que recae sobre las cualidades esenciales del objeto del contrato. c.

El error sobre la identidad de la otra parte, que sólo tiene efectos en los contratos celebrados en consideración a la persona, ya que la segunda parte del mismo artículo 1110 nos dice que el error no es causa de nulidad cuando no recae más que sobre la persona con la cual se tiene la intención de contratar, a menos que la consideración de esta persona sea la causa principal de la convención. Esta categoría del error dirimente, y la doctrina del error in substantia y del error in qualitate y el error in persona, ha sido acogida también por la totalidad de los códigos civiles latinoamericanos. Así, por ejemplo, el artículo 1454 del Código Civil chileno, que será objeto de estudio detallado posteriormente, nos dice refiriéndose al error in substantia y al error in qualitate que el error de hecho vicia asimismo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato, es diversa de lo que se cree, como si por alguna de las

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partes se supone que el objeto es una barra de plata, y realmente es una masa de algún otro metal semejante. Como se podrá observar, el Código Civil chileno no sólo está inspirado en el Código Civil francés, sino principalmente en la doctrina francesa elaborada sobre el código galo, ya que es producto de esta doctrina y de la jurisprudencia francesa, la figura del error in qualitate. Esta misma influencia se aprecia en el Código Civil peruano de 1936, en su artículo 1080, cuando se refiere al error que recae sobre alguna de las cualidades esenciales del objeto principal de la declaración. A su vez, la figura del error in persona, contemplada expresamente en la segunda parte del artículo 1110 del Código Civil francés, ha sido recogida también en el artículo 1455 del Código Civil chileno, que será estudiado también posteriormente, pero que nos señala en forma bastante semejante al código francés que el error acerca de la persona con quien se tiene intención de contratar no vicia el consentimiento, salvo que la consideración de esta persona sea la causa principal del contrato. El mismo texto ha sido reproducido por el artículo 1512 del Código Civil colombiano. Esta influencia del Código Civil francés y de su doctrina, se nota también en forma bastante clara respecto al error in persona en el artículo 1081 del Código Civil peruano de 1936, estudiado anteriormente, y que nos señala expresamente, con terminología similar a la francesa, que se considera igualmente error sustancial el que se refiere a la persona cuando la consideración a ella hubiese sido el motivo principal del acto. De esta manera, se observará también que la doctrina francesa respecto al error in persona ha ejercido una influencia notable en los códigos civiles latinoamericanos. Esta influencia conceptual, aun cuando no de redacción, se nota también en

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alguna medida en el Código Civil argentino que será estudiado posteriormente. 3. Sobre la base del mismo artículo 1110, la doctrina francesa elaboró también el concepto de error accidental o indiferente, que ha sido recogido por todos los códigos civiles latinoamericanos, principalmente por el Código Civil peruano de 1936, según se examinó anteriormente. 5.8.3. La disciplina y las figuras de error dentro del Código Civil peruano de 1852. Habiendo estudiado la doctrina francesa sobre el error, y habiendo señalado que el Código Civil peruano de 1852 estuvo basado fundamentalmente en el Código Civil francés de 1804, debemos examinar el tratamiento del error dentro del Código Civil peruano de 1852. El código de 1852, al igual que el Código Civil francés, le dedica al error dos artículos, el 1236 y el 1237. El artículo 1236 señala en forma textual lo siguiente: «No es válido el consentimiento que proviene de error, de dolo o de violencia». El artículo 1237 señala también en forma expresa: «El error causa la nulidad del contrato, cuando recae sobre la sustancia de la cosa que le sirve de objeto, o sobre cualquiera circunstancia que fuere la causa principal de su celebración». Como se podrá observar, el artículo 1236 es bastante similar al artículo 1109 del Código Civil francés, limitándose a señalar que son tres los vicios de la voluntad. Lo único que interesa resaltar de esta norma es que el código de 1852 está referido a los vicios del consentimiento y no a los vicios de la voluntad, ya que dicho código no reguló en ningún momento la figura del acto

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jurídico, sino que siguiendo al modelo francés reguló todo lo establecido al contrato y a las obligaciones en general. El artículo que sí interesa resaltar es el 1237, que en su primera parte está inspirado evidentemente en la primera parte del artículo 1110 del Código Civil francés, cuando se refiere al error in substantia o que recae sobre la sustancia de la cosa que le sirve de objeto al contrato. Siendo esto así, y dada la semejanza de redacción entre las normas de ambos códigos, es lógico de suponer que al Código Civil peruano de 1852 le fue de aplicación la doctrina del error obstáculo, del error dirimente y del error indiferente, por la sencilla razón que este código no consideró dentro de las figuras del error al error in negotio, al error in corpore y al error in persona. En este sentido, es claro que cualquier supuesto de error in negotio o de error in corpore tenía que ser tratado como figuras de error obstáculo equivalentes al disenso; mientras que la figura del error in persona, ante el silencio del Código Civil peruano, tenía que ser tratada como error dirimente de acuerdo a la doctrina francesa. Lo mismo aconteció con la figura del error indiferente o accidental. En otras palabras, dada la similitud de redacción entre ambos códigos, es evidente que al Código Civil peruano le fue de total aplicación la doctrina francesa sobre el error. Sin embargo, encontramos una diferencia muy particular entre el artículo 1237 del código peruano y el artículo 1110 del Código Civil francés. Como ya se ha explicado anteriormente, el artículo 1110 contempla únicamente dos figuras de error, la del error in substantia y la del error in persona, habiendo derivado la jurisprudencia francesa sobre la base de este artículo la figura del error in qualitate.

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Sin embargo, el artículo 1237 del código peruano no se refiere a la figura del error in persona, sino a la figura del error in substantia, al señalar que el error causa la nulidad del contrato cuando recae sobre la sustancia de la cosa que le sirve de objeto. No obstante lo cual, agrega finalmente: «o sobre cualquier circunstancia que fuere la causa principal de su celebración». A nuestro entender, con este último agregado, el Código Civil peruano, se está refiriendo al error in qualitate, que no estuvo contemplado en el código francés, pero que fue creación de la doctrina y jurisprudencia francesa. 5.8.4. Conclusión Podemos concluir señalando que el Código Civil peruano de 1852, en lo relativo al error, estuvo fundamentalmente influenciado por el Código Civil francés de 1804, código que ejerció a su vez enorme influencia sobre otros códigos civiles latinoamericanos como el chileno y el colombiano, y en menor grado en el Código Civil peruano de 1936 y en el Código Civil argentino. 5.9.

La disciplina del error dentro del Código Civil chileno 5.9.1. Introducción Como es sabido, el Código Civil chileno, elaborado por Andrés Bello, fue aprobado el 14 de diciembre de 1855. Dicho código, a diferencia del Código Civil peruano de 1936 y del Código Civil de 1984, no ha incorporado en su texto un articulado completo sobre la teoría general del acto jurídico, limitándose únicamente en su Libro Cuarto dedicado a «Las obligaciones en general y los contratos» a tener un Título Segundo, denominado «De los actos y declaraciones de voluntad». En otras palabras, a pesar que el código chileno no contempla la figura del acto jurídico, tampoco la desconoce. Llama la atención que el código chileno se refiera a los actos y declaraciones de voluntad como conceptos sinónimos, por

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cuanto esta sinonimia es propia no de la teoría francesa del acto jurídico, sino de la teoría alemana del negocio jurídico, que en un primer momento de su desarrollo conceptual identificó el concepto de negocio jurídico con el de la declaración de voluntad. En este sentido, el artículo 1445 de dicho código nos señala textualmente lo siguiente: «Para que una persona se obligue a otra por un acto o declaración de voluntad es necesario: 1. Que sea legalmente capaz. 2. Que consienta en dicho acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio. 3. Que recaiga sobre un objeto lícito. 4. Que tenga una causa lícita. La capacidad legal de una persona consiste en poderse obligar por sí misma, y sin el ministerio o la autorización de otra». Resulta bastante interesante constatar que de acuerdo al Código Civil chileno es un requisito de validez del acto jurídico que el consentimiento no adolezca de vicio, según lo exige en la actualidad la mayoría de los tratadistas que estudian la figura del negocio jurídico. Como se podrá apreciar, este requisito no ha sido expresamente considerado ni en el Código Civil peruano de 1936 ni en el nuevo Código Civil, sobreentendiéndose evidentemente el mismo. No obstante lo cual, nos parece bastante interesante la fórmula adoptada por el código chileno, sobretodo porque coincide con la moderna doctrina del negocio jurídico. 5.9.2. La figura del error como vicio de la voluntad dentro del Código Civil chileno

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Toca ahora examinar el tratamiento que le concede al error el código mapocho. En su artículo 1451 señala que los vicios de que puede adolecer al consentimiento son: error, fuerza y dolo. Esta norma no hace sino consagrar el principio establecido en la legislación comparada, en el sentido que son tres los vicios de la voluntad o del consentimiento. Sin embargo, interesa resaltar que para el Código Civil chileno, al igual que para los tres códigos civiles peruanos, el error consiste en un vicio de la voluntad, debiéndose entender por vicio de la voluntad cualquier motivación que haya intervenido en forma anormal en el proceso de formación de la voluntad interna, y por error la falsa representación de la realidad que ha determinado al sujeto a declarar una voluntad que no habría emitido de conocer la verdadera situación. Acto seguido, debe señalarse un aspecto que a nuestro entender es fundamental del tratamiento que le brinda el Código Civil chileno al error, y es el referido al error de derecho. De acuerdo al artículo 1452 de dicho código, el error sobre un punto de derecho no vicia el consentimiento. Como ya se ha examinado, existe en la doctrina del acto jurídico y en la doctrina del negocio jurídico, un aspecto fundamental en lo relativo a la disciplina del error, que consiste en determinar si el error de derecho es o no susceptible de causar la anulación de un acto jurídico. Sobre el particular, la doctrina se encuentra dividida, prevaleciendo en la actualidad el principio de que el error de derecho sí vicia la voluntad, siendo por ello mismo susceptible de causar la anulabilidad del negocio jurídico. Sobre este punto, el Código Civil peruano de 1936 no se pronunció al respecto, habiéndolo hecho en cambio el código actual en forma expresa y bastante clara, ya que siguiendo al Código Civil italiano considera que el error de derecho es un caso más de error esencial que da lugar a la anulación del acto jurídico.

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En este sentido, nos llama también profundamente la atención que el Código Civil chileno de 1855 haya tomado sobre el particular un punto de vista bastante claro, en el sentido que el error sobre un punto de derecho no vicia el consentimiento. Debe señalarse que en la actualidad la doctrina del negocio jurídico acepta en su gran mayoría que el error de derecho puede viciar la voluntad, entendiéndose por error de derecho la ignorancia o falsa o inadecuada interpretación de una norma jurídica que haya determinado al sujeto a declarar su voluntad. Por estas razones, no estamos de acuerdo con la solución del Código Civil chileno respecto del error de derecho, aun cuando nos parece una solución bastante clara que revela la posición de la legislación chilena. A continuación, el artículo 1453 se ocupa del error de hecho, señalando textualmente lo siguiente:

«El error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebra como si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación; o sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, como si en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa determinada y el comprador entendiese comprar otra». Asimismo, el artículo 1454 del mismo código chileno continúa ocupándose del error de hecho, señalando en forma expresa: «El error de hecho vicia asimismo el consentimiento cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre el que versa el acto o contrato, es diversa de lo que se cree; como si por alguna de las partes se supone que el objeto es una barra de plata, y realmente es una masa de algún otro material semejante.

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El error acerca de otra cualquiera calidad de la cosa no vicia el consentimiento de los que contratan, sino cuando esa calidad es el principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha sido conocido de la otra parte». Finalmente, el mismo artículo nos señala lo siguiente: «El error acerca de la persona con quien se tiene intención de contratar no vicia el consentimiento, salvo que la consideración de esta persona sea la causa principal del contrato. Pero en este caso, la persona con quien erradamente se ha contratado, tendrá derecho a ser indemnizada de los perjuicios en que de buena fe haya incurrido por la nulidad del contrato». Estos últimos artículos constituyen los únicos artículos que el código chileno le dedica al error de hecho y a toda la figura del error. En consecuencia, procederemos a analizar cada uno de ellos, a efectos de establecer el concepto del error dentro del Código Civil chileno. El artículo 1453 no sólo se refiere al concepto del error de hecho, para distinguirlo de la figura del error de derecho, sino que además de ello contiene algunos de los casos de error que el código chileno considera como susceptibles de causar la anulación de un acto jurídico o de un contrato. Sucediendo igualmente con el artículo 1454 y 1455. En otras palabras, las normas que el Código Civil chileno le dedica al error de hecho no sólo permiten apreciar con toda claridad que dicho código distingue el error de hecho del error de derecho, sino que además de ello nos permite establecer a ciencia cierta los supuestos de error que el código chileno considera como esenciales o susceptibles de producir la anulación del acto jurídico, a pesar que el código chileno no utiliza el término de error esencial o sustancial, como lo hacen el código peruano de 1936 y el nuevo Código Civil de 1984.

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En el artículo 1453, el código chileno se ocupa de las figuras del error sobre la identidad del acto o contrato y del error sobre la identidad del objeto, llamados error in negotio y error in corpore, respectivamente. Como se podrá observar, cuando el código chileno se ocupa del error sobre el acto o contrato, no se refiere al error como un vicio de la voluntad, en el sentido de una falsa representación de la realidad, ni al error en la declaración como una discrepancia inconsciente entre voluntad interna y voluntad declarada, ya que nos dice textualmente que el error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la especie de acto o contrato que se ejecuta o celebre, como si una de las partes entendiese empréstito y la otra donación. Como es evidente, con esta definición que proporciona el código chileno del error in negotio no se está aludiendo al error in negotio como un vicio de la voluntad que consiste en una falsa representación de la realidad, que ha determinado en forma anormal el proceso de formación de la voluntad interna, ni se está refiriendo tampoco al error in negotio como un supuesto de discrepancia inconsciente entre voluntad interna y voluntad declarada, esto es, como un caso de error obstativo, sino que se está refiriendo y definiendo el error in negotio como un supuesto de disenso o disentimiento. Como ya se ha explicado antes, existe disenso cuando las declaraciones de voluntad de las partes contratantes coinciden cada una de ellas con sus respectivas voluntades internas, pero las voluntades declaradas no son coincidentes entre sí, describiéndose el disenso como un supuesto de diálogo de sordos, en el cual las partes no se han entendido a pesar de creer haber coincidido. Es justamente esta hipótesis del disenso la que utiliza el Código Civil chileno para definir el error in negotio. Lo mismo sucede con el error sobre la identidad del objeto, llamado también error in corpore, ya que el artículo 1453 nos

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dice que el error de hecho vicia el consentimiento cuando recae sobre la identidad de la cosa específica de que se trata, como si en el contrato de venta el vendedor entendiese vender cierta cosa determinada y el comprador entendiese comprar otra, describiéndose evidentemente un supuesto de disenso y no uno de error dirimente o de error obstativo. La explicación de esta solución del Código Civil chileno a ambas figuras de error, se debe a que el mismo está inspirado obviamente a la doctrina francesa sobre el error, que considera que el error obstativo es exactamente igual al disenso, identificando ambos conceptos, razón por la cual el legislador chileno ha definido el error in negotio y el error in corpore como supuestos de disenso. Esta posición del Código Civil chileno, que no adopta el Código Civil peruano de 1984 y que en nuestro concepto tampoco fue adoptada por el Código Civil peruano de 1936, inspirado principalmente en el Código Civil alemán, es a nuestro entender incorrecta, por cuanto no se puede señalar que un supuesto de disenso constituya un vicio de la voluntad, ya que en los casos de disenso falta todo consentimiento de las partes contratantes, correspondiendo como sanción la nulidad del contrato y no la anulabilidad. La importancia de efectuar un estudio comparativo de los códigos peruanos con el Código Civil chileno, radica en que de esta forma se puede observar que la legislación peruana sobre error del acto jurídico es más avanzada que aquella de la legislación chilena, ya que mientras la primera está inspirada en la legislación alemana y últimamente en el Código Civil italiano, la legislación chilena está netamente inspirada en el Código Civil francés, que como es sabido ha sido incorrectamente interpretado por sus comentaristas en el sentido de señalar que el error obstativo es un supuesto de disenso. A nuestro criterio, como ya lo hemos explicado, el error obstativo o error en la declaración es un supuesto completamente distinto al del disenso.

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Corresponde ahora examinar el artículo 1454 del Código Civil chileno, referido a la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o contrato. De acuerdo a la propia formulación del artículo 1454, se observa que para el código chileno este error está referido a la sustancia o calidad esencial del objeto, es decir, al error in substantia o sobre la composición material del objeto del acto y al error sobre las cualidades esenciales del mismo. En otras palabras, en el artículo 1454 el Código Civil chileno está regulando las figuras del error in substantia y del error in qualitate, supuestos de error esencial claramente establecidos en el nuevo Código Civil peruano de 1984 y no con tanta claridad en el Código Civil de 1936. Por la regulación dada en este artículo del código chileno se observa que ambos supuestos no son regulados como casos de disenso, sino como perfectos vicios de la voluntad, en los cuales una de las partes ha sido determinada para declarar su voluntad por una falsa representación de la realidad y es por ello mismo que el propio artículo 1454 señala expresamente que este error se produce cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre el cual versa el acto o contrato es diversa de lo que se cree, quedando claramente establecido que ambos tipos de error son supuestos de error dirimente o verdaderos vicios de la voluntad. De esta forma, queda claro hasta el momento que para el código chileno el error in negotio y el error in corpore son supuestos de disenso, llamados por la doctrina francesa y por la doctrina chilena error obstáculo porque impide el consentimiento, mientras que el error in substantia y el error in qualitate son supuestos de error dirimente. Finalmente, el artículo 1455 se ocupa del error in persona, esto es, del error que recae sobre la identidad de la otra parte con quien se ha contratado.

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Como ya hemos estudiado al examinar el Código Civil peruano de 1984, de acuerdo a la doctrina italiana y a la moderna doctrina española y de acuerdo también al nuevo código peruano, el error que recae sobre la identidad del acto, del objeto o de la otra parte son supuestos de error obstativo o error en la declaración, según la gran mayoría de autores, mientras que para un grupo minoritario estas tres clases de error pueden ser indistintamente error obstativo o error dirimente. Sin embargo, a pesar de esta discrepancia secundaria entre los autores que siguen la moderna doctrina del negocio jurídico, existe total coincidencia entre todos ellos en señalar que el error in persona que recae sobre la identidad de la otra parte es siempre un error obstativo, que para algunos puede darse también como error dirimente. Por su parte, el Código Civil chileno, al igual que el Código Civil francés y a la doctrina gala, consideran que el error sobre la identidad de la otra parte es siempre un supuesto de error dirimente, no de error obstativo menos aún de disenso.

En nuestro concepto, este criterio es también equivocado, por cuanto es claro que si el error sobre la identidad del acto jurídico o del objeto, son supuestos de error obstativo o de error dirimente, no hay ninguna razón de orden lógico para señalar que el error sobre la identidad de una persona tenga que ser necesariamente un supuesto de error dirimente. En nuestra opinión, el error que recae sobre la identidad de la otra parte es por lo general error obstativo, pudiendo ser también error dirimente. 5.9.3. Conclusión De esta forma se ha culminado el estudio del error dentro del Código Civil chileno, debiendo concluir señalando que mientras este código se ha inspirado casi completamente en el Código Civil francés y en la doctrina francesa, los códigos peruanos de 1936 y

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de 1984 están basados por el contrario en el Código Civil alemán de 1900 y en el Código Civil italiano de 1942. La consecuencia fundamental de ambas orientaciones es que mientras el código chileno continúa con la doctrina francesa de que el error obstativo es idéntico al disenso, los códigos peruanos distinguen acertadamente ambas figuras, siendo por ello mismo nuestro sistema legal sobre el error más correcto y más elaborado que el del Código Civil francés y el del Código Civil chileno. 5.10. El error dentro del Código Civil argentino 5.10.1. Introducción I. Habiendo estudiado el Código Civil chileno, es necesario estudiar, por su gran importancia dentro del ámbito del derecho latinoamericano, el Código Civil argentino, obra del gran jurista cordobés DALMACIO VÉLEZ SÁRSFIELD, quien fuera designado para redactar el Código platense. Es necesario señalar además que el código argentino se basó también en el código chileno de ANDRÉS BELLO. Desde su promulgación en 1869, ha sido objeto de numerosos proyectos de reformas, entre ellos, el Anteproyecto de BIBILONI de 1936, el Anteproyecto de 1954 de JORGE LLAMBÍAS y recientemente el Proyecto de Código Civil de la República Argentina unificado con el Código de Comercio de 1999. El Código Civil argentino tiene dentro de sus grandes méritos el haber consagrado numerosos artículos a la teoría general del acto jurídico, desarrollándola desde el concepto del hecho jurídico. De esta forma, es necesario destacar que la teoría del error incorporada en el código argentino tiene como punto de partida el concepto del legislador argentino sobre el acto jurídico, lo cual es muy importante, teniendo en cuenta que el Código Civil francés, y todos los códigos que lo han seguido, se han basado en la teoría general del contrato.

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5.10.2. El error como vicio de la voluntad dentro del Código Civil argentino El primer artículo que es necesario destacar del código argentino es el 923, que señala en forma expresa: «La ignorancia de las Leyes o el error de derecho en ningún caso impedirá los efectos legales de los actos lícitos, ni excusará la responsabilidad por los actos ilícitos». Esta regla del código argentino contiene el precepto derivado del derecho romano y consagrado también en el Código Civil chileno, de que el error de derecho no constituye causa de invalidez del acto jurídico. Como ya lo hemos indicado anteriormente, esta regla no ha sido seguida por la mayoría de los códigos civiles de los sistemas latinos, existiendo por el contrario en la actualidad una tendencia mayoritaria a aceptar que el error de derecho es un caso más de vicio de la voluntad dentro de la teoría general del acto jurídico o del negocio jurídico. Sin embargo, es necesario resaltar este artículo del código argentino para mostrar también que el actual Código Civil peruano, en este aspecto, ha sido y es mucho más avanzado que la legislación argentina y que la legislación chilena. Sin embargo, debe indicarse también que gran parte de la doctrina argentina considera que esta regla general contiene una serie de excepciones contempladas dentro del mismo Código Civil argentino, de los cuales tenemos expresamente los siguientes: 1) El del artículo 784 que señala textualmente: «El que por un error de hecho o de derecho, se creyere deudor y entregase alguna cosa o cantidad en pago, tiene derecho a repetirlo del que la recibió». 2)

El del artículo 858 que dispone: «La transacción es rescindible cuando ha tenido por objeto la ejecución de un título nulo, o de reglar los efectos de derecho que no tenían otro principio que el título nulo que los había constituido, hayan o no las partes conocido la nulidad

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del título, o lo hayan supuesto válido por error de hecho o por error de derecho. En tal caso la transacción podrá sólo ser mantenida, cuando expresamente se hubiere tratado de la nulidad del título». 3)

El del artículo 3428 que señala: «El poseedor de la herencia es de buena fe cuando por error de hecho o de derecho se cree legítimo propietario de la sucesión cuya posesión tiene». El Código Civil argentino considera cuatro los casos de error esencial, los cuales son los siguientes: a) El error sobre la naturaleza del acto jurídico. b) El error sobre la persona. c) El error sobre el objeto del acto jurídico. d) El error sobre las cualidades sustanciales de la cosa. A continuación estudiaremos cada una de estas figuras de error dentro del Código Civil argentino. El artículo 924 de dicho código señala: «El error sobre la naturaleza del acto jurídico anula todo lo contenido en él". Como es evidente, este artículo contiene la figura del error in negotio, esto es, el error que recae sobre la naturaleza del acto jurídico. Del tratamiento que le concede el Código Civil argentino al error in negotio se observa no sólo que para este código se trata de un error esencial, sino que además de ello, y esto es lo más importante, se observa, que para el Código Civil argentino no rige la doctrina francesa tomada por el Código Civil chileno y por el Código Civil colombiano de considerar al error in negotio como un supuesto de disenso o error obstáculo. Por el contrario, de acuerdo a la formulación del código argentino, es posible señalar que el error in

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negotio es un supuesto de error dirimente o un supuesto de error obstativo, correctamente entendido, de forma tal que no habrá lugar a ninguna confusión con el disenso, denominado también error obstáculo. Sin embargo, la mayoría de la doctrina argentina considera que el error in negotio es un supuesto de error obstativo, al igual que gran parte de la doctrina europea moderna y que el nuevo Código Civil peruano de 1984. Siendo esto así, es necesario destacar la bondad del Código Civil argentino sobre este aspecto, por cuanto no comete el error de señalar que el error in negotio es un supuesto de disenso, como lo hace la doctrina francesa, el Código Civil chileno y el Código Civil colombiano; no cometiendo tampoco el error de señalar como lo hace el Código Civil peruano de 1984, el Código Civil italiano de 1942 y gran parte de la doctrina italiana, que el error in negotio es un caso de error obstativo únicamente. El Código Civil argentino no confunde el error que recae sobre la naturaleza del acto con el disenso o llamado error obstáculo. De esta forma, el Código Civil argentino deja total libertad a la doctrina para considerar si el error in negotio puede ser únicamente un supuesto de error obstativo, o de error obstativo y dirimente indistintamente. A continuación, nos corresponde referirnos al error sobre la persona, contemplado en el artículo 925 del código argentino, que textualmente nos señala: «es también error esencial y anula el acto jurídico, el relativo a la persona, con la cual se forma la relación de derecho». Cómo se podrá observar, en lo que respecta al error inpersonam, el Código Civil argentino señala

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expresamente que se trata de un supuesto de error esencial, no pronunciándose directamente sobre si se trata de un supuesto de error obstativo o de error dirimente, lo cual nos parece bastante aconsejable y positivo, ya que de acuerdo a la moderna doctrina el error in persona puede ser únicamente obstativo, o dirimente y obstativo indistintamente, de acuerdo a la manera como se presente el error, según se explicó al tratar del error in negotio. Sin embargo, y como también se comentó al tratar el artículo 924, el código argentino en su artículo 925 no establece en modo alguno que el error in personam puede ser un supuesto de disenso, coincidiendo ahora sí con lo establecido en el Código Civil chileno y en el Código Civil colombiano, y discrepando por el contrario con lo dispuesto en el Código Civil de 1984 peruano que señala textualmente en su artículo 208 que el error in personam es necesariamente un supuesto de error obstativo. Consiguientemente, tanto respecto al error in negotio como in personam el Código Civil argentino señala claramente que no se trata en ninguno de los dos casos de supuestos de disenso o de error-obstáculo, haciéndose énfasis en que en ambos casos se trata de figuras de error esencial que producen la anulabilidad del negocio jurídico. Por su parte, el artículo 926 del código argentino nos dice expresamente que: «el error sobre la causa principal del acto, o sobre la cualidad de la cosa que se ha tenido en mira vicia la manifestación de la voluntad, y deja sin efecto lo que en el acto se hubiere dispuesto». Este artículo 926 está señalando que es un caso más de error esencial el relativo a las cualidades esenciales de la cosa, es decir, el error in qualitate respecto al objeto del acto jurídico.

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De este artículo es necesario señalar las siguientes consecuencias: 1. En primer lugar, debe mencionarse que el código argentino sobre la base de este artículo no contempla expresamente el error in substantia como un supuesto de error esencial, refiriéndose eso sí en forma bastante clara al error sobre las cualidades esenciales del objeto. 2. Sin embargo, en lo relativo al error sobre las cualidades del objeto, el código argentino al igual que el chileno, el colombiano y el peruano de 1936, no señala tampoco por qué teoría sobre las cualidades esenciales del objeto se ha optado, a diferencia de lo establecido en el Código Civil peruano de 1984, que en este punto sigue al Código Civil italiano de 1942. 3. Del mismo modo, en lo que respecta al error in qualitate, el Código Civil argentino establece con toda precisión como lo hacen todos los códigos estudiados, que el error in qualitate es un supuesto de error dirimente o verdadero vicio de la voluntad, lo cual coincide plenamente con la doctrina sobre el error in qualitate. 4. No obstante, es necesario señalar que la doctrina argentina ha considerado en forma unánime que el error in substantia está considerado también dentro del concepto de error in qualitate. Posición que nos parece saludable y muy acertada por cuanto no existe ningún problema en considerar que el error in substantia se encuentra tácitamente regulado desde el momento que se acepta el error sobre las cualidades esenciales del objeto. 5. A su vez, podemos entender que el artículo 926 también considera una segunda figura de error esencial en el sistema jurídico argentino, referido al error sobre el motivo determinante aceptado por la otra parte como razón exclusiva de la celebración del negocio jurídico. No otro es el significado de la expresión "Error sobre la causa principal del acto", entendiendo por causa en este

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tema a la causa concreta, es decir, a los motivos incorporados a la causa por ser comunes y determinantes de la celebración del negocio jurídico. Esta figura es la que el derecho francés denominaba "Falsa causa" y que ahora en el Código Civil peruano de 1984 se encuentra regulado en el artículo 205. Asimismo debe señalarse lo establecido en el artículo 927, según el cual: «anula también el acto, el error respecto al objeto sobre que versare, habiéndose contratado una cosa individualmente diversa de aquella sobre la cual se quería contratar o sobre una cosa de diversa especie, o sobre una diversa cantidad, extensión o suma, o sobre un diverso hecho». Cómo se podrá apreciar, el artículo 927 no sólo está referido al error sobre la identidad del objeto, llamado también error in corpore, sino que también está referido al error sobre la cantidad, llamado también error in quantitate. En lo relativo al error in corpore, y al igual que lo comentáramos al estudiar el error in negotio y el error in persona, el Código Civil argentino tiene la gran virtud de desechar la noción francesa, adoptada por el código chileno y colombiano, de considerar que el error in corpore es un supuesto de disenso o error obstáculo. Por el contrario, el Código Civil argentino señala en forma bastante clara que el error in corpore constituye un verdadero vicio de la voluntad, debiéndose averiguar en todo caso si este código ha considerado que el error in corpore tenga que ser necesariamente un supuesto de error obstativo, o de error obstativo y dirimente indistintamente. En nuestro concepto, la virtud del Código Civil argentino es que permite considerar que tanto el error in corpore, como el error in negotio y el error in personara pueden configurarse indistintamente como error dirimente o error obstativo, desechando de plano la concepción francesa de que estas tres figuras son supuestos de disenso.

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En lo relativo al error in quantitate, el código argentino lo considera también como un caso más de error esencial al igual que los códigos peruanos de 1936 y de 1984. Habiendo ya examinado todos los tipos de error esencial contenidos en el Código Civil argentino, es necesario estudiar la figura del error accidental o indiferente contemplada también en forma expresa en el artículo 928 de dicho Código Civil, el cual señala: «el error que versare sobre alguna calidad accidental de la cosa, o sobre un accesorio de ella, no invalida el acto, aunque haya sido el motivo determinante para serlo». A diferencia de todos los códigos estudiados que se limitan a regular supuestos de error accidental o indiferente, el Código Civil argentino le dedica a esta figura un solo artículo de carácter general, señalando que el error que recae sobre una cualidad no esencial de la cosa o accesoria de ella no invalida el acto. De esta forma, y habiendo estudiado la teoría del error, dentro del Código Civil argentino, podemos concluir señalando que el gran mérito del mismo no sólo es el haber descartado el sistema francés del error obstáculo, sino que además de ello el de haberle dado al error in negotio y al error in corpore, la verdadera calidad de vicios de la voluntad. Es por eso que es plenamente válido, según dicho código, señalar que el error in negotio y el error in corpore puedan configurarse también como supuestos de error dirimente, que consisten en una falsa representación de la realidad. Ello, evidentemente, no es obstáculo para establecer que ambas figuras de error puedan presentarse también bajo la modalidad de errores obstativos. Adicionalmente, es necesario destacar también el hecho que el código argentino hable de la esencialidad del error, al igual que lo hace el Código Civil peruano de 1984 (sobre la base del

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Código Civil italiano de 1942 y al igual que lo hizo también el código peruano de 1936), utilizando el término de error substancial, ya que esta forma se permite establecer con toda claridad qué errores dan lugar a la anulación del acto jurídico y cuáles no, aspecto que no es regulado ni considerado en los códigos chileno y colombiano. Asimismo, el estudio del Código Civil argentino tiene gran importancia porque nos muestra que al igual que en el Perú, la doctrina francesa -bastante superada en la actualidad sobre la confusión entre el error obstativo y el disenso- no ha tenido mayor influencia en lo que respecta al tratamiento legal del error como vicio de la voluntad, dándose paso en todo caso a la doctrina alemana e italiana a través de los códigos de 1936 y de 1984.

5.11. Conclusiones 1. El error constituye uno de los vicios de la voluntad que afectan el proceso de formación de una voluntad interna correctamente declarada. 2. El error vicio o error dirimente es el verdadero vicio de la voluntad que consiste en una falsa representación de la realidad que determina al sujeto a declarar su voluntad. 3. La ignorancia se asimila al error, de forma tal que la falsa representación de la realidad puede ser consecuencia de un total desconocimiento de la misma o de un conocimiento equivocado. 4. El error obstativo o error en la declaración no es un vicio de la voluntad, pues consiste en un caso de discrepancia inconsciente entre la voluntad interna y la voluntad declarada. 5. El error dirimente puede ser de hecho o de derecho.

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6. El error de derecho consiste en un total desconocimiento de la norma jurídica o en un inadecuado conocimiento de la misma. 7. Las cuatro teorías elaboradas por la doctrina para resolver los casos de discrepancia entre la voluntad interna y la voluntad declarada son la teoría voluntarista, la teoría declaracionista, la teoría de la responsabilidad y la teoría de la confianza. 8. Los únicos casos de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada son la reserva mental, la simulación, la declaración hecha en broma y el error obstativo. 9. Ninguna teoría sobre la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada puede resolver la totalidad de los casos mencionados anteriormente. 10. La teoría voluntarista no establece en ningún caso que el negocio jurídico sea voluntad interna, limitándose a señalar que frente a un supuesto de discrepancia entre ambas voluntades, deberá prevalecer la voluntad interna, invalidándose la voluntad declarada y por ende el negocio jurídico. 11. Así como el negocio jurídico es por excelencia declaración de voluntad, debemos establecer que el contrato, que es aquel negocio jurídico que supone dos o más declaraciones de voluntad, es también el concurso de estas declaraciones de voluntad. 12. Las voluntades internas de las partes contratantes no son elementos del contrato. 13. El disenso no es un caso de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, pues es una causal de nulidad privativa de los contratos, en la cual las declaraciones de voluntad de las partes contratantes coinciden con sus respectivas voluntades internas, sólo que dichas declaraciones de voluntad no son coincidentes entre sí.

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14. El error obstativo no constituye un caso de disenso, pues mientras éste supone un error sobre la propia declaración de voluntad, el disentimiento o disenso supone un error sobre la declaración de voluntad ajena. 15. De acuerdo al Código Civil peruano de 1984, el error obstativo es asimilado al error dirimente en cuanto a sus efectos, sobre la base del Código Civil italiano de 1942. 16. De acuerdo con el Código Civil peruano de 1936, el error obstativo es también asimilado al error dirimente en cuanto a sus efectos. 17. De acuerdo con la doctrina tradicional, inspirada en la teoría voluntarista, la sanción del error obstativo es la nulidad del negocio jurídico. 18. Sin embargo, de acuerdo con el Código Civil alemán, con el Código Civil italiano y con los códigos peruanos de 1936 y 1984, la sanción del error obstativo es la anulabilidad del negocio jurídico. 19. De acuerdo con el Código Civil argentino, la sanción del error obstativo es la anulabilidad del negocio jurídico. 20. La doctrina francesa confunde el error obstativo con el disenso, sancionándolo con la inexistencia del contrato. 21. La doctrina francesa, que confunde el disenso con el error obstativo, es de aplicación al Código Civil peruano de 1852, mas no a los códigos civiles peruanos de 1936 y de 1984. 22. La doctrina francesa, que confunde el error obstativo con el disenso, es de aplicación al Código Civil chileno y al Código Civil colombiano en cuanto al concepto mismo se refiere, más no en lo relativo a la sanción, ya que los dos códigos sudamericanos sancionan el error obstativo con la anulabilidad.

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23. La sanción para el disenso es la nulidad del contrato, y para un gran sector de autores la inexistencia. 24. En el Código Civil peruano de 1984, la sanción para el disenso es la nulidad del contrato por nulidad virtual o tácita por contravención al artículo 1351. 25. El Código Civil peruano de 1984 exige que el error sea esencial y conocible por la otra parte para que pueda causar la anulabilidad del negocio jurídico. 26. La esenciabilidad del error consiste en establecer los tipos de error que la ley considera como susceptibles de causar la anulabilidad del negocio jurídico. 27. El Código Civil peruano de 1984 resuelve a través de la teoría de la confianza la discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada que es consecuencia de un error obstativo. 28. El Código Civil peruano de 1984 es más técnico y preciso al momento de regular las diversas figuras de error que el Código Civil de 1936. 29. El Código Civil peruano de 1852, respecto al error, se basó fundamentalmente en el Código Civil francés. 30. Respecto al error de los tres códigos civiles peruanos, el más completo es el de 1984, seguido por el de 1936 y finalmente el de 1852. 31. El Código Civil peruano de 1936, en lo que al error se refiere estuvo basado en el Código Civil alemán, y en menor grado en el Código Civil francés. 32. El Código Civil chileno y el Código Civil colombiano, en lo concerniente al error, están basados no sólo en el Código Civil francés, sino principalmente en la doctrina francesa.

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33. El Código Civil peruano de 1984, basado fundamentalmente en el Código Civil italiano de 1942, contiene una de las disciplinas mejor logradas sobre el error en el derecho comparado.

CAPÍTULO SEXTO Comentarios al Libro II del Código Civil sobre el acto jurídico y propuestas de modificación 6.1.

Apreciación general sobre el contenido normativo del Libro II del Código Civil peruano dedicado al Acto Jurídico En primer término debemos señalar que nuestra evaluación sobre el Libro II del Código Civil referido al Acto Jurídico, en términos generales, es bastante positiva, entendiendo que se trata de un Libro bien concebido y adecuadamente elaborado, por cuanto en el mismo encontramos reguladas de manera acertada todas las figuras

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relacionadas con la teoría general del negocio jurídico, como categoría jurídica abstracta, que sirve de modelo o paradigma lógico, para el estudio y la regulación sistemática de todas las figuras particulares de negocios jurídicos, sean o no contratos, evitando así repeticiones innecesarias. Sin embargo, nos ha parecido desde siempre, que el Libro II del Código Civil carece fundamentalmente de una regulación adecuada de los supuestos de divergencia entre voluntad interna y voluntad declarada, como la reserva mental, la declaración hecha en broma y el error en la declaración, por cuanto no se aprecia del conjunto de sus normas con claridad la opción legal, principista, por alguna de las grandes orientaciones sobre la problemática del negocio jurídico, en relación con el valor de la voluntad y la declaración. Del mismo modo, siempre hemos considerado que el tratamiento legal dado a la simulación como al error vicio es confuso e insuficiente, no sólo por no haber tomado con claridad el Código Civil una posición sobre la naturaleza jurídica de la simulación, sino también por existir mucha confusión en las normas dedicadas al error como vicio de la voluntad, al no precisarse los requisitos del error como causal de anulabilidad y al regularse con desorden las diferentes figuras de error esencial. El Código Civil, en su regulación actual, no precisa los casos en los cuales no existe una manifestación de voluntad, lo cual nos parece poco conveniente, teniendo en cuenta que se trata de una de las principales causales de nulidad. Asimismo, en materia de invalidez la categoría de la nulidad virtual no se encuentra, en nuestro concepto, debidamente regulada, originando confusiones en nuestro medio sobre la posibilidad de admitir o no la figura de la inexistencia. El Código Civil no contiene, desde nuestro punto de vista, los elementos necesarios para poder construir en nuestro medio una doctrina de la causa del negocio jurídico, que sea adecuadamente utilizada por nuestra jurisprudencia, como sucede en la mayor parte de los sistemas jurídicos del civil law, donde la causa se ha constituido desde siempre como instrumento legal para privar de efectos jurídicos todos aquellos negocios que tengan un contenido

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inmoral o ilícito, a pesar de haberse respetado las formalidades y los tipos legales. Finalmente, y en este caso, estamos frente a la carencia legal más grave. Nuestro Código Civil contiene una regulación deficiente respecto de la interpretación del negocio jurídico, a pesar de la enorme importancia de este aspecto, fundamentalmente de aplicación al ámbito de los contratos. Pues bien, el presente capítulo buscará tratar todos estos temas y la manera cómo desde nuestro particular punto de vista los defectos legales antes enumerados, debieran ser corregidos. Para ello, expondremos estos problemas y la forma como solucionarlos a través de una serie de propuestas al Libro II sobre el Acto Jurídico.

6.2.

Comentarios y propuestas de modificación a las disposiciones generales contenidas en el Título I del Libro II del Código Civil peruano TITULO I DISPOSICIONES GENERALES Propuesta de modificación al Artículo 141.- La manifestación de voluntad puede ser expresa o tácita. Es expresa cuando se realiza en forma oral o escrita, a través de cualquier medio directo, manual, mecánico, electrónico u otro análogo. Es tácita cuando la voluntad se infiere indubitablemente de una actitud o de circunstancias de comportamiento que revelan su existencia y contenido. No puede considerarse que existe manifestación tácita cuando la ley exige declaración expresa o cuando el sujeto formula protesta o declaración en contrario.

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Se considera que falta la manifestación de voluntad: 1. Cuando el sujeto la emite privado de discernimiento por una causa pasajera. 2. cuando se emite con propósito no vinculante. 3. cuando se emite bajo violencia física sobre el sujeto. Son irrelevantes las reservas mentales y las intenciones no declaradas. Como se podrá apreciar, el aporte fundamental de la propuesta radica, además de haber buscado aclarar los conceptos de manifestación de voluntad expresa y tácita, y de señalar de la manera más clara posible la opción legal por la teoría objetiva, en haber agregado al artículo 141 los supuestos en los cuales no existe una declaración de voluntad. En segundo lugar, a diferencia de lo que ocurre en el articulado actual, que no se ocupa del tema, la propuesta establece claramente que la declaración hecha en broma constituye uno de los supuestos en los que no existe manifestación de voluntad por no existir propósito serio o vinculante. Finalmente, y esto constituye un cambio radical respecto de la regulación actual, el artículo de la propuesta dispone expresamente que la violencia física es un supuesto en el que no hay una manifestación de voluntad y no un vicio de la voluntad como se establece en el código actualmente, en el entendimiento que no se puede asimilar el tratamiento de la violencia física al de la violencia moral o intimidación, por tratarse en un caso de una ausencia total de voluntad y en el otro de un verdadero vicio de la voluntad. 6.3.

Comentarios y propuestas de modificación a las normas sobre interpretación del acto jurídico contenidas en el Título IV del Libro II del Código Civil peruano 6.3.1. Planteamiento y valoración del artículo 168 actual Con relación al tema de la interpretación del negocio jurídico, el cual se encuentra en nuestro concepto deficientemente regulado

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en el artículo 168 actual, hemos considerado una propuesta de siete artículos, orientadas todos ellos a establecer con claridad un sistema declaracionista de interpretación de las declaraciones de voluntad, señalando los pasos a seguir cuando exista conflicto sobre el significado o sentido del contenido negocial. Además de ello, hemos buscado utilizar términos que permitan la construcción adecuada del concepto de causa en nuestro sistema jurídico, que la ha reconocido expresamente como elemento del negocio jurídico, bajo la denominación legal de «fin lícito» y que en la propuesta recibe los nombres indistintos de «finalidad», «naturaleza del acto» y de «propósito evidenciado», según se explicará al detalle posteriormente cuando se comente cada uno de los artículos que conforman nuestra propuesta. En tercer lugar, hemos buscado señalar la orientación del código respecto de la doctrina general del negocio jurídico, habida cuenta que de ella dependerá la solución que el legislador deba conceder a las diversas figuras dentro de la disciplina negocial. En tal sentido, nuestra intención es la de precisar que la orientación del código es en principio declaracionista, pero utilizando como mecanismo o instrumento adicional la teoría de la confianza. Pues bien, luego de estas premisas generales, debemos proceder a comentar, muy brevemente, los artículos que conforman nuestra propuesta sobre la interpretación del acto jurídico. 6.3.2. Propuesta normativa sobre la interpretación del acto jurídico INTERPRETACIÓN DEL ACTO JURÍDICO Artículo Primero El acto jurídico debe ser interpretado de acuerdo con lo que se haya expresado en él, atendiendo al propósito evidenciado del sujeto o los sujetos, sin limitarse al sentido literal de los términos empleados. Son irrelevantes las intenciones no declaradas u ocultas. El Artículo Primero de la propuesta está inspirado en el artículo 168 del Código Civil actual y recoge al igual que este

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último, pero en forma bastante clara que no admite duda alguna, el principio declaracionista en materia de interpretación del acto jurídico. Como es sabido, en materia de negocio jurídico (y por ende en el ámbito de nuestro acto jurídico) existen dos grandes orientaciones conceptuales sobre la relación entre la voluntad y la declaración: a) el voluntarismo, que dispone que cualquier tipo de discrepancia entre ambas voluntades debe ser causal de nulidad, pues lo fundamental en materia negocial es que los sujetos regulen sus propios intereses entre sí sobre la base de su voluntad interna, siendo ésta lo único importante, al ser la declaración sólo el vehículo a través del cual debe expresarse la voluntad interna o voluntad real del sujeto; y b) el declaracionismo, que a diferencia del voluntarismo, no le da ningún valor a la voluntad interna de los sujetos, considerando que lo único importante y relevante jurídicamente son sus voluntades declaradas, por cuanto el ordenamiento jurídico sólo puede proteger las autorregulaciones de intereses privados, cuando las mismas resulten de voluntades declaradas o manifestadas. Estas dos orientaciones, a la vez que representan posiciones principistas en materia negocial, en el sentido de iluminar toda una orientación u otra sobre la naturaleza del negocio jurídico, han sido utilizadas no sólo para elaborar y resolver problemas de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, específicamente los supuestos de la reserva mental, simulación, declaración hecha en broma y del error obstativo o error en la declaración, sino también para establecer pautas o sistemas de interpretación del negocio jurídico, entre otros problemas fundamentales de la teoría general del negocio jurídico. En tal sentido, la posición voluntarista de la interpretación sostiene que por ser la voluntad interna lo fundamental en materia negocial, al momento de interpretar un negocio debe buscarse determinar la voluntad interna del sujeto o los sujetos que hubieren celebrado el negocio jurídico, lo que significa en última instancia que interpretar un negocio es conocer la voluntad interna de los sujetos, a fin de poder entender las voluntades declaradas. Para esta primera orientación, sólo la voluntad interna puede indicarnos el sentido que debe atribuírsele a la voluntad declarada,

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de manera tal que cuando exista duda sobre el sentido de esta última voluntad habrá que acudir necesariamente a la voluntad interna para poder descubrir su verdadero significado. Por el contrario, la posición declaracionista de la interpretación, teniendo como premisa fundamental que lo único importante en materia negocial es lo manifestado o declarado, considera que interpretar un negocio es exclusivamente determinar el significado de las voluntades declaradas, es decir, de las declaraciones de voluntad, no teniendo ninguna relevancia conocer o averiguar lo que el sujeto o los sujetos hubiesen querido o deseado internamente. El significado de la declaración o declaraciones de voluntad no se determina sobre la base de lo querido internamente por el sujeto o los sujetos declarantes, sino sobre lo expresado, entendiéndose por lo expresado no únicamente lo que resulte del conjunto del sentido literal de los términos empleados o utilizados, sino también todo aquello que revele el verdadero propósito de los sujetos al celebrar el negocio jurídico. Para el declaracionismo sí es de trascendental importancia conocer lo que el sujeto o los sujetos hubiesen deseado, pero siempre y cuando este deseo o propósito práctico se hubiere evidenciado, es decir, se hubiere exteriorizado a través de la declaración de voluntad y de todas las circunstancias en las cuales se hubiere emitido. Como resulta evidente, la diferencia entre el voluntarismo y el declaracionismo en materia de interpretación del negocio es total, pues mientras el voluntarismo apunta a descubrir lo que se ha querido internamente, el declaracionismo busca conocer lo que el sujeto o los sujetos han declarado desear como su voluntad o propósito práctico. Con independencia de la legitimidad en asumir una u otra teoría, se considera que la elección debe estar fundamentada en una cuestión de principios, relativa a la concepción general que se tenga sobre el negocio jurídico, según se ha indicado antes, de forma tal que si se cree en el voluntarismo, nuestros mismos postulados iniciales nos llevarán al voluntarismo en materia de

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interpretación, mientras que si se admite que el declaracionismo es la orientación que nos da una idea cabal y completa del fenómeno negocial, no habrá duda alguna tampoco en aceptar esta misma orientación en materia de interpretación. Al respecto, hemos considerado siempre, desde nuestra posición particular sobre la teoría general del negocio jurídico, que el declaracionismo, entendido de manera moderada sin extremismos, es la posición conceptual que nos permite examinar y entender mejor el problema del negocio jurídico, pues en nuestro concepto no cabe duda alguna que en esencia el negocio jurídico es voluntad declarada y propósito práctico evidenciado, en razón que únicamente lo declarado es lo que produce los efectos jurídicos, que son concedidos justamente por el ordenamiento jurídico a las declaraciones de voluntad privadas que cumplan con los requisitos establecidos por la ley para la validez de los negocios jurídicos (negocio jurídico que nuestro código ha preferido seguir denominando acto jurídico por razones de tradición jurídica). Por ello hay unanimidad en aceptar el criterio declaracionista en materia de interpretación del negocio jurídico, tal como sucede con el artículo 168 del actual Código Civil, según se ha indicado líneas arriba. Entender el declaracionismo de manera moderada, significa que no se puede aceptar totalmente la premisa original de esta orientación, en el sentido que ningún caso de discrepancia pueda causar la nulidad del negocio, sino admitir como premisa fundamental que lo único relevante en el ámbito negocial es lo declarado o manifestado y que sólo en algunas circunstancias excepcionales, pueda atenderse a lo querido internamente para invalidar el negocio cuando exista discrepancia con lo manifestado. En este último aspecto nos adherimos al criterio de la confianza como principio moderador y regulador de las soluciones exageradas a las que nos conduce el declaracionismo. Criterio de la confianza, que en el ámbito de la interpretación del negocio, nos conduce al principio o criterio de la buena fe, según se examinará posteriormente al comentar el Artículo Tercero del presente proyecto.

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Por las razones expuestas anteriormente, hemos considerado conveniente mantener el principio declaracionista del actual Código Civil consagrado en su artículo 168, y es por ello que el artículo del proyecto que estamos comentando inicia su enunciado, señalando como lo hace el artículo 168 que: «El acto jurídico debe ser interpretado de acuerdo con lo que se haya expresado en el...». Sin embargo, se ha considerado conveniente agregar la siguiente frase: «Atendiendo al propósito evidenciado del sujeto o los sujetos, sin limitarse al sentido literal de los términos empleados». Este agregado se ha contemplado en el texto de nuestro artículo, para clarificar el concepto de voluntad declarada y del mismo modo la noción de lo que constituye el objeto de la interpretación negocial, por cuanto es fundamental entender que la voluntad declarada no es sino el propósito evidenciado de los sujetos que no siempre se desprende únicamente del sentido literal del conjunto de los términos empleados en la declaración, sino también del conjunto de circunstancias dentro de las cuales se declaró la voluntad. Por esta razón, nos ha parecido conveniente señalar con toda precisión que no le debe bastar al intérprete con examinar el sentido literal de los términos empleados al interpretar un negocio, sino que además de ello es necesario averiguar cuál ha sido el propósito evidenciado que ha determinado a los sujetos a celebrar el negocio. En los siguientes artículos del proyecto se irán estableciendo con precisión todos los criterios que nos servirán para determinar el propósito evidenciado de los sujetos. Finalmente, y con el objeto de precisar aún más el sistema declaracionista del proyecto que no acepta la voluntad interna, sino únicamente la voluntad declarada o el propósito evidenciado, se ha considerado conveniente señalar de manera absoluta que la voluntad interna es irrelevante en materia de interpretación negocial, añadiendo de manera lacónica que: «son irrelevantes las intenciones no declaradas u ocultas».

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De esta forma, y a diferencia de lo que acontece con el articulado del Código Civil actual que no se pronuncia en norma alguna sobre la reserva mental, hemos buscado también dejar bien en claro que la reserva mental es un supuesto de discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada que no afecta la validez negocial, por tratarse de una intención no declarada u oculta, reforzando lo dispuesto en el artículo antes comentado de la propuesta, que modificando el artículo 141 del código actual, señala en forma contundente que: «Son irrelevantes las reservas mentales y las intenciones no declaradas». Como insistimos, este propósito nuestro de señalar la irrelevancia de las intenciones no declaradas u ocultas, no sólo responde al objetivo de precisar que el proyecto ha optado claramente por el declaracionismo, atenuado por el principio de la confianza, sino también al deseo de establecer que la reserva mental es en principio irrelevante jurídicamente, dejando en todo caso al intérprete y al juez en la posibilidad de darle a esta figura trascendencia jurídica, en la medida en que la reserva hubiere sido conocida por un tercero o por el destinatario de la declaración de voluntad, pues consideramos que este supuesto no puede ser materia de regulación expresa, sino en todo caso solución que se desprenda del sentido de las normas legales sobre el acto jurídico, interpretadas sobre la base que la orientación adoptada sobre el negocio jurídico y sus diversos problemas, es el declaracionismo debidamente atenuado por el principio de confianza. Artículo Segundo «Para determinar el propósito evidenciado del sujeto o los sujetos se deberá tomaren cuenta su comportamiento total, aun el posterior a la celebración del acto jurídico». Este segundo artículo de la propuesta no es sino consecuencia del artículo anterior y representa una novedad respecto del Código Civil actual. Su objetivo es doble. De un lado hacer hincapié en el concepto del propósito evidenciado como el objeto de la interpretación negocial, es decir, dejar bien en claro

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que lo que se debe interpretar en un negocio es el propósito evidenciado y no la voluntad interna. Propósito evidenciado que es el que nos va a señalar las pautas para esclarecer el sentido del negocio cuando exista duda sobre su sentido o significado. Y de otro lado, establecer en una regla legal que el propósito evidenciado no sólo es resultado del sentido literal del conjunto de los términos empleados, sino también del conjunto de circunstancias en las cuales el sujeto o los sujetos declararon su voluntad, por lo cual se señala expresamente que: «se deberá tomar en cuenta su comportamiento total, aun el posterior a la celebración del acto jurídico». De esta forma, el intérprete conoce que para determinar el significado de una declaración de voluntad, se debe conocer también el comportamiento observado por el sujeto o los sujetos al declarar la voluntad. Como es evidente, al ser la declaración de voluntad y el mismo negocio jurídico un acto de la vida social de cada individuo, es de fundamental importancia conocer y poder utilizar todas las circunstancias que formen parte del contexto dentro del cual se emitió la declaración de voluntad. En tal sentido, todo el comportamiento del sujeto o los sujetos es importante para interpretar el negocio, bien se trate del anterior, del coetáneo a la celebración del negocio e incluso del posterior. Artículo Tercero «El acto jurídico debe ser interpretado de acuerdo al principio de la buena fe». Como ya lo hemos indicado al comentar el primer artículo de la propuesta sobre interpretación del acto jurídico, nuestra posición es claramente declaracionista, pero basada en un declaracionismo moderado atemperado por el principio de la confianza, que en materia de interpretación negocial se traduce en el principio de la buena fe, entendida no como la buena fe subjetiva, sino como una buena fe objetiva, específicamente como un principio rector, según el cual el negocio jurídico debe interpretarse de la manera más conveniente para los intereses de todas las personas involucradas, tratando de obtener en la medida

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de lo posible una solución justa para todos los intereses en conflicto. En el Código Civil actual, la referencia al principio de la buena fe se encuentra dentro del artículo 168, tantas veces mencionado. Sin embargo, hemos considerado conveniente establecer en un artículo independiente, que el principio de la buena fe constituye uno de los criterios de interpretación del negocio jurídico dentro de un sistema declaracionista, debidamente atenuado por la teoría de la confianza, con el fin de darle la relevancia necesaria al mismo como criterio fundamental de cumplimiento obligatorio y evitar así que se entienda que se trata de un criterio accesorio o subsidiario. Artículo Cuarto «Al interpretare! acto jurídico se deberá atenderá los usos sociales cuando las circunstancias así lo exijan». Este artículo de la propuesta constituye también una novedad respecto del articulado del actual Código Civil. Como es sabido, una de las circunstancias que forman parte del contexto dentro del cual se emiten las declaraciones de voluntad, lo constituyen los usos sociales aplicables a determinados negocios jurídicos, razón por la cual se ha considerado conveniente señalar dentro de una regla legal que los usos sociales también constituyen un criterio para interpretar determinados negocios jurídicos. Como resulta evidente, este criterio es imprescindible dentro de un sistema objetivo de interpretación del negocio que responda a una orientación declaracionista. Demás está señalar, que existe unanimidad en la doctrina, sobre la necesidad de utilizar los usos sociales para interpretar algunos negocios jurídicos. Debe distinguirse los usos sociales del comportamiento de los sujetos, aun cuando los dos criterios tienen como común denominador, el que son circunstancias que forman parte del contexto dentro del cual se emiten las declaraciones de voluntades. Ambas clases de circunstancias son completamente necesarias dentro de un sistema declaracionista de interpretación del negocio jurídico.

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Finalmente debe agregarse que la bondad de esta norma de la propuesta, se justifica también si se tiene en cuenta que en la mayor parte de negocios jurídicos que se celebran en el ámbito de las operaciones comerciales, los usos sociales juegan un rol fundamental en la determinación del sentido de las declaraciones de voluntad de los sujetos. Artículo Quinto «Las cláusulas de los actos jurídicos se interpretan las unas por medio de las otras, atribuyéndose a las dudosas el sentido que resulte del conjunto». El artículo quinto de la propuesta reproduce el artículo 169 del Código Civil actual, con una pequeña diferencia, pues se ha eliminado del texto original la expresión «de todas» que se indicaba al final del artículo, por considerarla innecesaria para el entendimiento del sentido de la norma. Lo que establecen ambas normas, tanto de la propuesta como del Código Civil actual, es el principio de interpretación sistemática u orgánica del negocio jurídico, según el cual el contenido del negocio es uno solo, estando todas sus cláusulas íntimamente relacionados, de manera tal que cada una de las cláusulas que conforman el contenido negocial deben interpretarse sistemáticamente con las otras y más aún, que en caso de duda sobre el sentido de una u otra cláusula, debe atribuirse a las mismas el sentido que resulte de conjunto, es decir, el sentido que resulte de la totalidad del contenido negocial. En consecuencia, si se observa bien, el objetivo de este artículo es doble: de un lado establecer que las cláusulas deben interpretarse las unas por medio de las otras, esto es, sistemática u orgánicamente; y de otro lado, establecer con claridad como un segundo aspecto del criterio sistemática u orgánico de interpretación negocial, que a las cláusulas que permanezcan obscuras, una vez interpretadas en conjunto con las demás, se les deberá atribuir el sentido que resulte de la totalidad del contenido negocial.

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Artículo Sexto «Las expresiones que tengan varios sentidos deben entenderse en el más adecuado a la naturaleza del acto». Este artículo de la propuesta reproduce también en gran medida el artículo 170 del Código Civil actual, con la única diferencia que del texto original se ha prescindido de la expresión «Y al objeto del acto». Este artículo establece el principio de interpretación finalista o causalista, entendiendo por finalidad o causa, tanto la del mismo negocio abstractamente considerado, como la concreta y específica establecida de manera particular, por el sujeto o los sujetos que hubieren celebrado el negocio jurídico, según lo hemos expuesto en el tercer capítulo del presente libro. El principio de interpretación finalista nos señala que cuando no existe seguridad sobre el sentido de una o varias cláusulas de un negocio, por haber utilizado las mismas expresiones que tengan varios sentidos o significados, se debe interpretar el sentido de dicha cláusula o cláusulas, atribuyéndole a la expresión el más adecuado a la finalidad o causa del negocio. Debe quedar muy en claro, como lo hemos comentado en su oportunidad, que el concepto de causa o finalidad del negocio no hace sino referencia a un único elemento del negocio con un doble aspecto: objetivo y subjetivo. En su aspecto objetivo, la causa se entiende como la finalidad abstracta del mismo negocio, con independencia de quiénes sean los sujetos que lo hubieren celebrado; y en su aspecto subjetivo, como la finalidad concreta y particular del sujeto o los sujetos que celebraron el negocio, y que se constituye en la razón única y determinante de la celebración del mismo. Dicho de otro modo, mientras la causa en su aspecto objetivo es la finalidad del mismo negocio jurídico, en su aspecto subjetivo la causa no es sino la finalidad particular de los que hubieren celebrado el negocio. Por ello es que indistintamente en doctrina, se habla de causa o finalidad del negocio, existiendo entre ambos términos una identidad conceptual. Sin embargo, en el texto del artículo propuesto, al igual que el del actual artículo 170, no se utiliza el término de «causa» o «finalidad», sino el de «naturaleza del acto», con el objeto de darle al intérprete la

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posibilidad de entender y construir un concepto unitario de causa, sin limitarse únicamente a la utilización del término «finalidad», que se usa en la propuesta justamente para hacer referencia a la noción de causa del negocio, habida cuenta que no se utiliza para nada, ni en el código actual ni en la propuesta la expresión «causa», por considerarse una denominación legal utilizada en los códigos civiles latinos que ha contribuido en gran medida a la enorme confusión reinante en la doctrina de la causa, teniendo en cuenta los múltiples significados de esta expresión. Por ello, y con el ánimo decidido de darle al intérprete y a nuestra jurisprudencia la posibilidad de construir un concepto de causa acorde con los cambios sociales, y que sirva como instrumento moralizador del negocio jurídico y del contrato, entendiéndolo como un único concepto con un doble aspecto, hemos considerado conveniente mantener el término «naturaleza del acto» utilizado en el artículo 170 del código actual, para que conjuntamente con el de «finalidad» y el de «propósito» utilizado en otros artículos de nuestra propuesta, según se ha visto anteriormente, nos permita comprender que la causa está referida tanto a la finalidad abstracta y permanente del negocio como a la finalidad concreta y particular de las partes que hubieren celebrado el negocio. De esta manera, se tendrá la posibilidad de construir un concepto realista de la causa como elemento del negocio jurídico, que permita sancionar con nulidad los negocios que no estén dirigidos a la obtención de una finalidad socialmente razonable por estar privados de causa y a aquellos otros que tengan una finalidad concreta y particular contraria al orden público, a las buenas costumbres o a las normas imperativas. Como se podrá apreciar, gran parte de nuestra preocupación al plantear las propuestas que estamos comentando, ha sido la de dar posibilidad de construir doctrinaria, legal y jurisprudencialmente un concepto de causa con un contenido eminentemente social y por supuesto jurídico, habida cuenta que en nuestro medio, lamentablemente influenciados por prejuicios anticausalistas, no hemos sabido construir un concepto adecuado de causa del negocio jurídico y menos aún utilizarlo, como sucede en la mayor parte de sistemas jurídicos latinos, como instrumento para fiscalizar la moralidad y el sentido socialmente razonable de los negocios y contratos. Esperamos que nuestra intención

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pueda hacerse realidad en poco tiempo y podamos contar en nuestro país, como en la mayor parte de sistemas jurídicos, con valiosa jurisprudencia sobre la ausencia de causa y la causa ilícita, que no existe a la fecha, a pesar que el código actual, al igual que nuestra propuesta, reconocen que la causa o finalidad es uno de los elementos, quien sabe el más importante, del negocio jurídico. Artículo Sétimo «El acto jurídico o cada una de sus cláusulas deben interpretarse en el sentido en que puedan tener algún efecto jurídico y no en aquel según el cual no tendrían ninguno». Este último artículo de nuestra propuesta representa también una novedad respecto del código actual en materia de interpretación, pues esta norma contiene el principio de conservación del negocio jurídico y que constituye un mecanismo de capital importancia que deberá ser utilizado por el juez cuando exista evidencia que el propósito de las partes fue el celebrar un negocio jurídico válido, aun cuando el significado de sus declaraciones de voluntad no resulte claro. 6.4.

Comentarios y propuestas de modificación a las normas sobre nulidad del acto jurídico contenidas en el Título IX del Libro II del Código Civil peruano 6.4.1. Apreciación general Respecto de la invalidez del negocio jurídico, nuestro aporte consiste en establecer con más precisión las causales de nulidad y anulabilidad, estableciendo claramente las diferencias y características de ambas figuras de ineficacia estructural y corrigiendo en algunos casos algunos defectos del código actual. Sin embargo, en nuestro concepto, dos son los aportes más importantes de toda nuestra propuesta: el primero de ellos está referido a una regulación, que no admite duda alguna, de la figura de la nulidad virtual y el segundo a señalar en un artículo, en forma directa, que en materia de invalidez no se protegen los derechos de los terceros, incluso los adquiridos a título oneroso con buena fe, salvo disposición legal en contrario.

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Siendo esto así, comentaremos los artículos correspondientes a los tópicos antes enunciados. 6.4.2. Articulado propuesto sobre nulidad del acto jurídico NULIDAD DEL ACTO JURÍDICO «Artículo Primero.- El acto jurídico es nulo: Cuando falta la manifestación de voluntad del sujeto, según lo dispuesto en el artículo ... Cuando sea simulado. Cuando su finalidad sea ilícita. Cuando se haya celebrado por sujeto absolutamente incapaz, salvo lo dispuesto en el artículo 1358. Cuando su objeto sea física o jurídicamente imposible o cuando sea indeterminable. Cuando no revista la formalidad prescrita bajo sanción de nulidad. Cuando la ley lo declara nulo. 8. Cuando atente contra el orden público o las buenas costumbres, o cuando sea contrario a normas imperativas, si otra sanción no se deduce de la ley». Este artículo primero de nuestra propuesta constituye una nueva versión del artículo 219 del código actual, no sólo por haberse aclarado el orden de las causales genéricas de nulidad, sobre la base de seguir ordenadamente la estructura del acto jurídico, lo que ha permitido una mejor estructuración de dichas causales según se trate de elementos, presupuestos y requisitos del acto jurídico, sino fundamentalmente por haberse aclarado algunos incisos que, dentro

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del texto actual, daban lugar a una serie de dudas e interrogantes de carácter conceptual. Así, en primer lugar, en el primer inciso se ha eliminado el término «agente», utilizando en su reemplazo el término «sujeto», que no sólo es más claro, sino que se encuentra respaldado por la casi unanimidad de la doctrina actual sobre el acto y el negocio jurídico. Más aún, este primer inciso, de acuerdo a nuestra propuesta, hace referencia directa al artículo en el cual se detallan los supuestos, en los que se considera que no hay manifestación de voluntad, según se ha establecido en el artículo 141 de nuestra propuesta de las disposiciones generales, y que no figura en el actual articulado, con el fin de dar mayor claridad al intérprete. De esta manera, se evitarán las confusiones en las que se incurre actualmente por no existir norma alguna que describa los casos en los que no hay una manifestación de voluntad. El segundo inciso de este artículo propuesto representa también una novedad, no sólo por habérsele ubicado, como debe ser, inmediatamente después de la causal referida a la manifestación de voluntad, habida cuenta que la simulación constituye también una anomalía respecto de la declaración de voluntad en sí misma, sino principalmente por haberse corregido el error del inciso 5 del artículo 219 del actual Código Civil, que equivocadamente dispone que es nulo el acto jurídico cuando adolece de simulación absoluta. En este sentido, el inciso segundo de nuestra propuesta dispone con toda claridad que el acto jurídico será nulo cuando sea simulado, porque, como es sabido y aceptado por toda la doctrina, no sólo hay nulidad en la simulación absoluta, sino también en la simulación relativa respecto del acto simulado o aparente, pues sólo es real y verdadero el acto disimulado que permanece oculto a los terceros. Por todo ello la referencia que hace el código actual a la simulación absoluta como causal de nulidad se ha corregido adecuadamente, refiriendo esta causal de nulidad a todo supuesto de simulación, claro está refiriéndose siempre al acto simulado. Con relación al tercer inciso, se ha cambiado el término «fin» y en su reemplazo se utiliza el de «finalidad», por ser más claro y hacer referencia más adecuada al concepto de causa del acto jurídico, que se ha introducido en la estructura del acto jurídico, según el código

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actual, con el término de fin, conforme se ha explicado al detalle al comentar nuestra propuesta de articulado sobre la interpretación del acto jurídico. Y como resulta evidente, y así lo ha demostrado la doctrina moderna, más precisa y adecuada resulta la denominación de finalidad. No obstante, tampoco debemos limitarnos a utilizar únicamente la denominación de «finalidad», por cuanto una comprensión adecuada del fenómeno causalista implica tener en cuenta el propósito y la naturaleza particular de cada negocio jurídico, en base a la finalidad concreta y particular del o los sujetos al celebrar un negocio jurídico. Todo esto significa en última instancia que no podemos limitar nuestro conocimiento y apreciación del concepto y utilidad de la causa, limitándonos a su simple identificación con la noción de finalidad, pues deben darse al intérprete otras ideas que le permitan una apreciación adecuada de este elemento fundamental del negocio jurídico. Por otro lado, en el cuarto inciso del texto de nuestra propuesta, referido al supuesto de incapacidad absoluta, hemos dejado de lado la expresión «cuando se haya practicado» utilizada por el código actual, para utilizar en su reemplazo el término técnico y reconocido desde siempre de «celebrar», por cuanto los actos jurídicos y contratos no se practican, sino se celebran. Del mismo modo, en el quinto inciso de nuestra propuesta hemos reemplazado el término forma por el de «formalidad», por razones evidentes, pues se entiende que toda declaración de voluntad tiene una forma, pero solamente algunas deben expresarse en una determinada formalidad, supuesto que se presenta en el caso de los actos jurídicos y contratos solemnes o formales. Como se podrá observar, hasta este momento nuestro aporte a este artículo 219 del código actual ha consistido fundamentalmente en una depuración de la terminología jurídica más adecuada, salvo el caso del inciso referido a la simulación, en el cual sí hemos corregido un error conceptual. Sin embargo, el aporte más valioso de nuestra propuesta es el relacionado con el último inciso, referido al concepto de nulidad virtual, que con nuestro texto se está definiendo, pues nos parece

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poco feliz la remisión que hace el código actual al artículo V del Título Preliminar, para dar a entender que en nuestro sistema jurídico se acepta la figura de la nulidad virtual. La aceptación o no de la figura de nulidad virtual es de importancia fundamental, por cuanto de la misma dependerá que se acepte o rechace la figura de la inexistencia. Tal es la importancia del tema, que en la actualidad, sobre la base de esta inapropiada remisión al Título Preliminar, hay quienes han pretendido negar la aceptación de la nulidad virtual en el sistema jurídico nacional. Por ello, nos parece muy importante definir esta figura en el inciso 8 del artículo 219, razón por la cual hemos establecido expresamente que el acto jurídico es nulo cuando atente contra el orden público o las buenas costumbres, o cuando sea contrario a normas imperativas, si otra sanción no se deduce de la ley. De esta manera, esperamos dejar bien en claro, que en nuestro sistema jurídico se acepta plenamente la figura de la nulidad virtual, por contraposición a la de la nulidad textual o expresa, descartando definitivamente la figura de la inexistencia. Artículo Segundo.- El acto jurídico es anulable: 1. Cuando esté viciado por error, dolo o intimidación. 2. Cuando se haya celebrado por sujeto relativamente incapaz. 3. Cuando en la simulación relativa el acto disimulado perjudica el derecho de tercero. 4. Cuando la ley lo declara anulable. El presente artículo está inspirado en el artículo 221 del código actual. Con relación al primer inciso, el cual se basa en el segundo inciso del artículo 221, hemos considerado conveniente suprimir la mención a la violencia, debiendo entenderse la intimidación como violencia moral, por cuanto pensamos que la violencia, entendida como violencia física, no es un vicio de la voluntad que determine la anulabilidad, sino que se trata de un supuesto de ausencia de manifestación de voluntad por no haber voluntad de declarar -en realidad no existe voluntad de ninguna clase-, razón por la cual la sanción legal debe ser la nulidad y no la anulabilidad. No debe

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olvidarse que en la propuesta al artículo 141 del código actual, hemos considerado expresamente que en los casos de violencia física no existe manifestación de voluntad, siendo por ello la sanción correspondiente la nulidad, en concordancia con lo establecido en el primer inciso del artículo 219, comentado anteriormente. El segundo inciso de la propuesta modifica la redacción del código actual que dispone que el acto es anulable por incapacidad relativa del agente, habiendo por nuestra parte considerado más claro el señalar que el acto será anulable «cuando se haya celebrado por sujeto relativamente incapaz». Con relación al cuarto inciso de la propuesta, el mismo recoge literalmente el cuarto inciso del artículo 221 sobre anulabilidad expresa o textual. Sin embargo, respecto del tercer inciso de la propuesta, que se basa en el tercer inciso del artículo actual, hemos variado la redacción de este inciso con relación a la fórmula original del código. La redacción actual dice textualmente que el acto será anulable por simulación «cuando el acto real que lo contiene perjudica el derecho de tercero». En nuestra opinión esta redacción es poco feliz, siendo bastante obscura, razón por la cual hemos considerado oportuno modificarla. Con esta redacción se señala con bastante claridad que lo que se está regulando es el supuesto de la simulación relativa y respecto de ésta al negocio disimulado, cuando perjudica el derecho de tercero. Artículo Tercero- La declaración de nulidad del acto jurídico perjudica los derechos adquiridos por los terceros, incluso los adquiridos a título oneroso por los terceros de buena fe, salvo que excepcionalmente la ley disponga específicamente lo contrario. Este artículo representa una novedad respecto del articulado del código actual, mas no respecto de su sentido integral, por cuanto desde nuestro punto de vista el Código Civil, siguiendo el criterio de la mayor parte de la doctrina, no protege al tercero, ni siquiera al tercero de buena fe en materia de nulidad, o también en materia de acto anulable declarado nulo, pues la doctrina de la apariencia está

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únicamente recogida en supuestos excepcionales como el de la simulación en el artículo 194. Obviamente se trata de una cuestión bastante discutible y respecto de la cual caben perfectamente dos puntos de vista. En nuestro criterio el más adecuado, y el que ha sido recogido por el actual Código Civil, es el de la no protección del tercero. 6.5.

Comentarios y propuestas a las normas sobre simulación del acto jurídico contenidas en el Título VI del Libro II del Código Civil peruano 6.5.1 Planteamiento y apreciación general Con relación a esta materia, el aporte esencial de nuestra propuesta, pensamos, radica en dejar bien en claro que dentro de la sistemática del Código Civil, la simulación debe entenderse no como un supuesto de divergencia o discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, o como una discrepancia entre declaración y contradeclaración, sino como una divergencia entre declaración y propósito real de las partes, contribuyendo también de esta manera, con insistencia, a una mejor construcción del concepto de causa. Asimismo, como consecuencia de esta toma de posición sobre la naturaleza jurídica de la simulación, pensamos que hemos señalado con más propiedad en nuestra propuesta las diferentes modalidades de la simulación, bien se trate de la simulación absoluta, y de la simulación relativa, total o parcial, esta última en sus dos variantes. Del mismo modo, hemos decidido mantener el artículo 194 del código actual, para que quede claro también que en materia de simulación el código ha optado por la teoría de la confianza, en concordancia con la orientación general de nuestra propuesta. Finalmente, se ha considerado una norma que dispone que la simulación también es posible en materia de actos unilaterales destinados a una persona determinada. En tal sentido, iniciamos el comentario de los siguientes artículos: 6.5.2

Propuesta normativa sobre simulación del acto jurídico SIMULACIÓN DEL ACTO JURÍDICO

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Artículo Primero.- Los actos jurídicos simulados no producen efectos entre los sujetos que los hubieran celebrado por no corresponder al propósito real de los mismos. Este artículo representa una novedad respecto del articulado actual, pues contiene una definición de la simulación en general, que serviría para aclarar esta figura, dada la cantidad de teorías que se han elaborado sobre el particular. Fundamentalmente se destaca el hecho que en la simulación los actos simulados no producen efectos jurídicos entre los sujetos por no corresponder al propósito efectivo y real de los mismos. Es decir, se deja bien en claro que en la simulación, como categoría jurídica genérica, los actos jurídicos celebrados son falsos y por ende no surten efectos jurídicos entre las partes y además sirve para dejar bien en claro que lo que caracteriza la simulación no es una discrepancia entre voluntad interna y voluntad declarada, ni entre declaración y contradeclaración, sino entre declaración y propósito de las partes. Este término «propósito» se ha venido utilizando en otros artículos de la propuesta y en la parte de la misma sobre la interpretación de los actos jurídicos, según se ha explicado al detalle. No se trata de establecer todas las definiciones que existen en la doctrina sobre simulación dentro del contenido de un artículo del Código Civil, sino simplemente de establecer una pauta general sobre el concepto mismo de simulación, a fin de facilitar la labor del intérprete y con el objetivo de que exista uniformidad entre la definición genérica y las subsiguientes sobre simulación absoluta y simulación relativa, que también están presentes en el articulado del código actual. Dicho muy brevemente, nuestra opinión es que una definición genérica es necesaria por ser sumamente útil, por las razones explicadas anteriormente. Artículo Segundo.-En la simulación absoluta se celebra un acto jurídico no existiendo propósito real de los sujetos para que surta efectos.

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Este artículo está inspirado en el artículo 190 del código actual, que contiene una definición del supuesto de simulación absoluta, redacción actual que nos ha parecido siempre poco clara, por cuanto en la simulación absoluta no sucede, como dice en el artículo 190, que se aparente celebrar un acto jurídico, sino que el mismo se celebra, sólo que de manera simulada, sin existir propósito real de los sujetos para que surta efectos jurídicos. Es decir, las partes celebran un acto jurídico, pero sabiendo que el mismo no va a surtir efectos jurídicos y que por ende no van a estar vinculadas jurídicamente. La definición planteada en el artículo 190, por esto mismo, nos parece poco clara, razón por la cual hemos sugerido el cambio por nuestra propuesta. Artículo Tercero.- En la simulación relativa, además del acto simulado, los sujetos concluyen un acto disimulado, que se oculta a los terceros, y que tiene efecto entre los sujetos, siempre que concurran los requisitos de contenido y formalidad y no perjudique el derecho de tercero. Este artículo está inspirado a su vez en el artículo 191 del código actual que contiene una definición de simulación relativa, que tampoco nos ha parecido lo suficientemente clara, razón por la cual hemos sugerido la definición que estamos proponiendo, y en la cual se detalla claramente la estructura de la simulación relativa. Artículo Cuarto.- La simulación no puede ser opuesta por las partes ni por los terceros perjudicados a quien de buena fe y a título oneroso haya adquirido derechos del titular aparente. Este artículo está basado en el artículo 194 del código actual, habiendo recogido el mismo literalmente en su integridad, por parecemos una norma bien redactada, que pone de manifiesto la protección al tercero de buena fe y a título oneroso en materia de nulidad por simulación y fundamentalmente la aplicación de la

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teoría de la confianza como orientación general de toda nuestra propuesta. Artículo Quinto.- Los artículos anteriores son de aplicación también a los actos unilaterales destinados a una persona determinada que fueren simulados por acuerdo entre el declarante y el destinatario. Este artículo representa una novedad respecto del código actual, que no hacía referencia al supuesto regulado en este artículo.

6.6.

Comentarios y propuestas a las normas sobre los vicios de la voluntad contenidas en el Título VIII del Libro II del Código Civil peruano 6.6.3. Apreciación general En materia de vicios de la voluntad, específicamente con relación a la violencia, se ha eliminado toda referencia a la violencia física como un vicio, por considerar que en esos casos lo que hay es ausencia de manifestación de voluntad, en concordancia con nuestra propuesta de modificación al artículo 141 del código actual. Con relación al error, se ha precisado que el error puede ser de dos clases: error en la formación de la voluntad, que es justamente el verdadero error vicio, y el error en la declaración, que se asimila al error vicio como consecuencia lógica de la aplicación de la teoría de la confianza como principio directriz de toda la propuesta. Además de ello, se ha cuidado en señalar las características del error como vicio de la voluntad, indicando en un único artículo todas las figuras de error esencial, evitando la dispersión del código actual. Finalmente, se ha indicado con precisión la opción del legislador para cada una de las figuras de

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error esencial, que han dado lugar a la elaboración de diferentes posiciones en la doctrina.

6.6.4.

Articulado propuesto sobre los vicios de la voluntad VICIOS DE LA VOLUNTAD Artículo Primero.- El error en la formación de la voluntad es causa de anulación del acto jurídico cuando sea esencial, determinante de la declaración de voluntad y conocible por la otra parte, salvo que se trate de acto unilateral. Este artículo está inspirado en el artículo 201 del código actual, que se limita a señalar los requisitos legales para que el error pueda causar la anulación del acto jurídico, señalándose dos requisitos: el de la esencialidad y la cognoscibilidad. Nuestra propuesta, además de señalar un tercer requisito, como es el de la determinabilidad, ha te nido como propósito fundamental el definir de alguna manera el concepto de error como vicio de la voluntad, razón por la cual en vez de mencionar simplemente al error, ha cuidado en destacar que el error como vicio de la voluntad es uno que incide en la formación de la voluntad, por lo que se señala que el error en la formación de la voluntad es causa de anulación del acto jurídico cuando concurran tres requisitos. Tal como lo hemos mencionado, además de la esencialidad, consideramos también como un segundo requisito que el error sea determinante de la declaración de voluntad, por tratarse de un aspecto aceptado por toda la doctrina y que también se encuentra presente en la actual regulación del error en el Código Civil -pero sin señalarse como requisito general-, en el artículo 201. En otras palabras, además de la esencialidad, nos ha parecido conveniente establecer en la norma general, y no así en las normas particulares sobre las diferentes figuras de error esencial, el requisito de la determinabilidad, con el fin de clarificar la figura del error dentro del Código Civil.

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Luego de haber reflexionado sobre el requisito de la cognoscibilidad y a pesar de las opiniones muy valiosas que existen en contra de la aplicación de la teoría de la confianza al ámbito del error, y con el fin de no alterar la actual disciplina del error en el Código Civil vigente, hemos considerado conveniente mantener dicho requisito para que el error pueda ser causa de anulación del acto jurídico. Artículo Segundo.- El error es esencial: 1. Cuando recae sobre la identidad, respecto la propia esencia o sobre una cualidad del objeto del acto de acuerdo con la apreciación general. 2. Cuando recae sobre la identidad o respecto a las cualidades personales de la otra parte, de acuerdo con la apreciación general o en relación a las circunstancias. 3. Cuando sea de derecho. 4. Cuando recae sobre la naturaleza de acto. 5. Cuando recae sobre el motivo expresamente manifestado como razón determinante de la celebración del acto y es aceptado por la otra parte. 6. Cuando recae sobre la cantidad. Este artículo contiene una relación abierta y no cerrada de las figuras de error esencial que existen en el código vigente y que en la actualidad se encuentran reguladas en normas independientes, lo que a nuestro parecer constituye una técnica legislativa no adecuada. El primer inciso contiene las figuras del error sobre la identidad, sobre la materia o sobre la cualidad del objeto del acto jurídico; el segundo incluye el error sobre la identidad o las cualidades de la otra parte; el tercero, el error de derecho; el cuarto, el error sobre la naturaleza del acto jurídico; el quinto, el error sobre el motivo determinante o falsa causa; y el último, el error sobre la cantidad. Estas figuras actualmente se encuentran dispersas en los artículos 202, 204, 205 y 208. De esta manera, se da al intérprete una relación de las figuras esenciales de error dentro del Código Civil, relación que en modo alguno constituye una lista cerrada, o un numerus clausus, siendo sencillamente una relación de las figuras actualmente reguladas.

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Debe destacarse que este artículo, a nuestro entender, constituye un aporte interesante a una mejor regulación legal de la figura del error como vicio de la voluntad. Consideramos que no debe confundirse esta relación de las figuras más conocidas e importantes del error, con el hecho de aceptarse la tesis del numerus clausus. En todo caso, se trata de una cuestión doctrinaria y de opción legal que deberá ser claramente establecida en la exposición de motivos. Con relación al propio texto de la propuesta, debe destacarse que la misma contiene también novedades importantes sobre las teorías aplicables a cada figura de error esencial en particular. Así, por ejemplo, respecto del error sobre la cualidad del objeto se ha optado por la teoría objetiva, a diferencia del código actual, que ha dado lugar a una diversidad de interpretaciones al no haberse pronunciado sobre el tema adecuadamente. Por el contrario, respecto del error sobre las cualidades de la otra parte, se ha optado por una posición ecléctica, lo que implica que dependiendo de cada caso en particular, se optará por la teoría objetiva o por la teoría subjetiva. Asimismo, se ha dejado bien en claro que las figuras de error sobre la identidad del objeto, de la persona o del acto jurídico, no son necesariamente figuras de error en la declaración, sino que pueden también presentarse bajo la modalidad de error dirimente, es decir, error en la formación de la voluntad. Artículo Tercero- El error de cálculo no da lugar a la anulación del acto sino solamente a rectificación. Este artículo está inspirado en el artículo 204 del código actual, que en nuestro concepto resulta sumamente confuso, pues dentro de un mismo artículo se regula una figura de error esencial con una de error accidental o error indiferente, suponemos con el fin de diferenciarlas. Por ello, y habiéndose establecido en el artículo anterior claramente que el error sobre la cantidad es un caso típico de error esencial, hemos considerado conveniente regular en una norma, de manera completamente independiente, la figura de error de cálculo como uno de los tantos casos de error accidental.

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Artículo Cuarto.- Las disposiciones de los artículos precedentes se aplican al caso en que el error en la declaración se refiera a la naturaleza del acto, a la identidad del objeto principal de la declaración o a la identidad de la persona, así como al caso en que la declaración hubiese sido transmitida inexactamente por quien estuviere encargado de hacerlo. Este artículo está inspirado en el artículo 208 del código actual, que regula las figuras de error en la declaración, llamado también error obstativo, habiéndose mejorado su redacción al eliminar la referencia que el mismo hace al motivo determinante de la voluntad, que no es propio del error en la declaración, sino del error en la formación de la voluntad. De esta manera se evitarán confusiones como sucede actualmente entre ambas categorías de error, legislándose de manera clara la regulación del error en la declaración.

Artículo Quinto.- El error en la declaración sobre la identidad o la denominación de la persona, del objeto o de la naturaleza del acto, no vicia el acto jurídico, cuando por su contenido o las circunstancias se puede identificar a la persona, al objeto o al acto designado. Este artículo está inspirado en el artículo 209 del código actual, respecto del cual hemos introducido únicamente una pequeña modificación al eliminar el término «texto», para reemplazarlo por el de «contenido», por cuanto los actos jurídicos, por más formalizados que estén, tienen un contenido y no un texto. Artículo Sexto.- El dolo es causa de anulación del acto jurídico cuando el engaño usado por una de las partes haya sido tal que sin él la otra parte no hubiera celebrado el acto.

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Cuando el engaño sea empleado por un tercero, el acto es anulable si fue conocido por la parte que obtuvo beneficio de él. Este artículo recoge textualmente el artículo 210 del código actual, que regula la figura del dolo como vicio de la voluntad, el cual nos parece bien redactado, razón por la cual lo hemos incorporado en nuestra propuesta. Artículo Sétimo- Si el engaño no es de tal naturaleza que haya determinado la formación de la voluntad, el acto será válido, aunque sin él se hubiese concluido en condiciones distintas, pero la parte que actuó de mala fe responderá de la indemnización de daños y perjuicios. Este artículo está inspirado en el artículo 211 del código actual, respecto del cual hemos introducido únicamente una pequeña modificación terminológica, al reemplazar el término «voluntad», por el de «formación de la voluntad», por cuanto lo que caracteriza los vicios de la voluntad es justamente un proceso anormal o vicioso en la formación de la voluntad y utilizar solamente el término voluntad nos puede llevar a confusión. Artículo Octavo.- La intimidación es causa de anulación del acto jurídico, aunque haya sido empleada por un tercero que no intervenga en él. Este artículo está basado en el artículo 214 del código actual, que hace referencia tanto a la violencia física como a la violencia moral o intimidación, asimilando ambas figuras y considerándolas como vicios de la voluntad y por ende como causales de anulabilidad. Siguiendo la tónica de todo el proyecto, se ha considerado eliminar a la violencia, entendida como violencia absoluta o violencia física, del título de los vicios de la voluntad, al considerarla como un supuesto de nulidad por ausencia de manifestación de voluntad al faltar la voluntad de declarar. En tal sentido, en el artículo de nuestra propuesta, se hace referencia únicamente a la intimidación o violencia moral

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como vicio de la voluntad y por ende como causal de anulabilidad. Artículo Noveno.- Hay intimidación cuando se inspira al sujeto el fundado temor de sufrir un mal inminente y grave en su persona, su cónyuge o sus parientes dentro del cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad o en los bienes de unos u otros. Tratándose de otras personas o bienes, corresponderá al juez decidir sobre la anulación del acto, según las circunstancias. Este artículo recoge casi textualmente el artículo 215 del código vigente, que contiene una definición bastante acertada de la violencia moral o intimidación, respecto del cual hemos introducido únicamente dos pequeñas variantes terminológicas, reemplazando el término agente por el de sujeto, en concordancia con toda la propuesta y agregando en el segundo párrafo la frase «anulación del acto», para dejar bien en claro que se trata de la anulación del acto viciado por violencia moral.

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