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ACOGIMIENTO FAMILIAR
Pere Amorós Jesús Palacios
ACOGIMIENTO FAMILIAR
Alianza Editorial
Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura
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Primera edición electrónica, 2014 www.alianzaeditorial.es
© Pere Amorós Martí y Jesús Palacios González, 2004 © Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2014 Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid ISBN: 978-84-206-6593-1 Edición en versión digital 2014
ÍNDICE
PRÓLOGO ......................................................................................................................
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1.
15 15 18 19 21 24 25 28 30 37 40 42 43 46 48 50 54 55 56
EL SISTEMA DE PROTECCIÓN DE LA INFANCIA ...........................................
El «superior interés del niño» ......................................................................... Necesidades básicas de la infancia .................................................................. Necesidades relacionadas con la seguridad, el crecimiento y la supervivencia .. Necesidades relacionadas con el desarrollo emocional .............................. Necesidades relacionadas con el desarrollo social ...................................... Necesidades relacionadas con el desarrollo cognitivo y lingüístico ............ Necesidades relacionadas con la escolarización ......................................... Maltrato infantil: concepto y tipos ................................................................ Consecuencias del maltrato infantil ............................................................... Consecuencias físicas y neurofisiológicas .................................................. Trastorno de estrés postraumático ............................................................ Repercusiones emocionales ...................................................................... Repercusiones sobre las relaciones con compañeros .................................. Consecuencias sobre el lenguaje, la inteligencia y el desempeño académico . El sistema de protección de la infancia maltratada ......................................... Necesidades básicas de los niños y las niñas que están en el sistema de protección .. Necesidad de un contexto familiar ........................................................... Necesidad de un contexto familiar estable y con buena dinámica familiar .....
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2.
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Evitar la acumulación de rupturas ............................................................ El especial significado del tiempo en los niños y las niñas ........................ Necesidad de reparación de los daños producidos previamente ................ Necesidad de saber ...................................................................................
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EVOLUCIÓN DEL ACOGIMIENTO FAMILIAR Y TIPOS DE ACOGIMIENTO ...
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Antecedentes históricos ................................................................................. Primer periodo. De la guarda y custodia al acogimiento familiar (1975-1986) .. Segundo periodo. Los cambios legislativos y la elaboración de una nueva metodología de intervención (1987-1995) ......................................... Tercer periodo. Los nuevos retos (de 1996 hasta la actualidad) ................ Modalidades de acogimiento familiar ............................................................ Modalidades de acogimiento según la forma de su constitución ............... Modalidades de acogimiento según la finalidad ....................................... Modalidades de acogimiento según las características de los niños y las niñas acogidos ............................................................................................. Modalidades de acogimiento según la relación del niño y la niña con la familia ............................................................................................... 3. LOS PROTAGONISTAS Y LOS FACTORES CLAVE EN EL ACOGIMIENTO FAMILIAR ...........................................................................................................
Los protagonistas del acogimiento familiar .................................................... Las familias biológicas de los niños y las niñas acogidos .......................... Familias de acogida .................................................................................. Niños y niñas en acogimiento familiar ..................................................... Factores clave en el acogimiento familiar ....................................................... Factores relacionados con los padres y las madres de los niños y las niñas acogidos ............................................................................................. Factores relacionados con los acogedores .................................................. Factores relacionados con los niños y las niñas acogidos ........................... Factores relacionados con la intervención profesional ............................... 4.
EL PROCESO DE ACOGIMIENTO ........................................................................
La captación de familias de acogida ............................................................... Principios generales ................................................................................. La organización del proceso de captación ................................................. El proceso de valoración/formación ............................................................... Fase inicial ............................................................................................... Fase intermedia. Programa de formación ................................................. Fase final ................................................................................................. El proceso de adaptación ............................................................................... La familia biológica ................................................................................. Los niños y las niñas en acogimiento ....................................................... La familia acogedora ................................................................................ Seguimiento y apoyo .....................................................................................
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ÍNDICE
5.
ALGUNAS MODALIDADES DE ACOGIMIENTO DE ESPECIAL INTERÉS .....
Acogimiento de urgencia o urgencia-diagnóstico ........................................... Caracterización del acogimiento de urgencia ............................................ Las familias biológicas en los acogimientos de urgencia ............................ Las familias acogedoras de urgencia ......................................................... Niños y niñas en acogimiento de urgencia ............................................... Duración de los acogimientos y destino posterior de los acogidos ............ El lugar del acogimiento de urgencia en el sistema de protección ............. El acogimiento en familia extensa .................................................................. Historia y concepto ................................................................................ Aspectos diferenciales entre el acogimiento en familia ajena y el acogimiento en familia extensa .............................................................................. Características de los padres biológicos .................................................... Características de los acogedores ............................................................. Características de los niños y las niñas acogidos en familia extensa ........... La valoración de los acogedores ................................................................ Formación y apoyos ................................................................................ Acogimiento especializado ............................................................................. Historia y concepto ................................................................................. La intervención profesional en acogimiento especializado ........................
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Principios generales ....................................................................................... Los padres de los niños y las niñas en acogimiento ........................................ Los acogedores .............................................................................................. Niños y niñas acogidos .................................................................................. El sistema y los profesionales .........................................................................
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BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................................
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ÍNDICE ANALÍTICO ......................................................................................................
271
ÍNDICE ONOMÁSTICO ................................................................................................
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6.
CONCLUSIONES Y PROPUESTAS ........................................................................
PRÓLOGO
La inmensa mayoría de los niños y las niñas nacen y crecen en el seno de su familia, típicamente con sus padres y madres. Existen también otras formas de organización familiar, algunas de las cuales han ido surgiendo a medida que la sociedad se ha ido haciendo más compleja y las personas más libres para organizar su vida de la forma que les pareciera más adecuada, de forma que uno de los rasgos de las sociedades contemporáneas es el de la gran diversidad de formas de organización familiar que hay en su interior, diversidad que no deja de aumentar al menos en las sociedades occidentales. De una de esas formas de organización familiar trata este libro, en el que se analiza con detalle el acogimiento familiar. Aunque forma parte de la diversidad de formas de familia que caracteriza a las sociedades contemporáneas, el acogimiento familiar no es un fenómeno nuevo, sino que constituye una respuesta común en las sociedades de todos los tiempos. Una respuesta a aquellas situaciones en las que niños y niñas no pueden o no deben estar con sus padres y pasan a vivir temporal o permanentemente con otra familia que se hace cargo de
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su cuidado y educación, familia que puede estar emparentada con la del niño o la niña, o puede no tener nada que ver con ella. Pero si el acogimiento familiar no es ningún fenómeno de última hora, su organización como parte del sistema de protección de la infancia en situación de riesgo es una realidad mucho más reciente. Aunque haya existido durante siglos como parte de las prácticas sociales informales, es a lo largo del siglo XX (y, muy particularmente, en su segunda mitad) cuando, al socaire de los movimientos a favor de la infancia y en contra del maltrato infantil, el acogimiento forma parte del cuerpo legislativo que articula la respuesta social al problema planteado por aquellas circunstancias familiares especiales que exigen la intervención de los poderes públicos para garantizar al máximo el derecho al bienestar y a la protección que se atribuye a las personas más indefensas. Las leyes que protegen a la infancia, en efecto, determinan qué es el acogimiento familiar, en qué circunstancias está indicado, cuáles son sus modalidades y en qué términos y condiciones debe llevarse a cabo. Una de las consecuencias de la regulación formal del acogimiento familiar es el surgimiento y el desarrollo de toda una práctica profesional alrededor de la toma de decisiones, la salida del niño o la niña de su hogar para entrar en otro, la disponibilidad y la preparación de familias alternativas, el trabajo hecho con los padres de cara a su posible recuperación y con los acogedores de cara a asegurar que el acogimiento esté transcurriendo en las mejores condiciones, etc. Surge así y se desarrolla la intervención profesional en el acogimiento familiar, un conjunto de prácticas profesionales tan diversas como complejas alrededor del objetivo fundamental del sistema de protección de la infancia: asegurar al máximo el bienestar de los niños y las niñas a los que atiende. Junto a su regulación legal y al desarrollo de la intervención profesional, alrededor del acogimiento familiar surge también la investigación que trata de documentar cómo funciona y qué repercusiones tiene esta alternativa para todos los que en ella están implicados: los padres biológicos, los acogedores y los niños y las niñas que tienen en común. Una investigación que no ha hecho sino crecer y desarrollarse, aunque de forma desigual en función de los temas y las modalidades de acogimiento. Poco a poco se ha ido asentando un importante cuerpo de conocimientos que a la vez se ha visto informado por la práctica profesional y la ha ido conformando.
PRÓLOGO
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Todo lo anterior es perfectamente aplicable a la realidad del acogimiento familiar en España, que ha sido una fórmula utilizada desde tiempos remotos, que más recientemente se ha formalizado en nuestra legislación sobre protección de la infancia, que ha dado lugar a una intervención profesional alrededor de su organización y puesta en práctica y que, finalmente, ha empezado a conocer también esfuerzos de investigación destinados a generar conocimiento en torno a la realidad del acogimiento, a sus consecuencias para todos los implicados y a las prácticas profesionales con ella relacionadas. De todo ello trata este libro. A lo largo de nuestro quehacer profesional en torno al acogimiento familiar, en el trabajo con instituciones, con profesionales, con familias y niños, así como en nuestra actividad investigadora, hemos echado frecuentemente de menos una sistematización de los conocimientos actuales sobre el acogimiento familiar. Y cuando se nos pedían recomendaciones sobre lecturas o estado de la investigación, no teníamos más remedio que remitir a publicaciones escasas y fragmentarias, habitualmente en otros idiomas. Y así es como surgió la idea de este libro, que trata de responder al vacío existente en lengua castellana de una sistematización actualizada de los conocimientos y de la práctica profesional en torno al acogimiento familiar. De los seis capítulos que componen el libro, el primero está dedicado al análisis de las necesidades de la infancia, del maltrato infantil y sus consecuencias, a una presentación general del sistema de protección de la infancia y, finalmente, a una reflexión sobre las necesidades específicas de los niños y las niñas que en él son atendidos. Se trata, obviamente, de una panorámica general organizada en torno a las necesidades infantiles fundamentales, tanto de niños y niñas en general como de aquellos atendidos por el sistema de protección. El segundo capítulo se centra ya específicamente en el acogimiento familiar. Tras analizar sus antecedentes históricos, se analizan con detalle las distintas modalidades de acogimiento familiar existentes, definidas en función de su forma de constitución y su finalidad, en función de las características de los niños y las niñas acogidos y en función de la relación de los acogidos con los acogedores. El tercer capítulo presenta de forma sistematizada los datos fundamentales aportados por la investigación en torno al acogimiento familiar en lo que se refiere al conocimiento que tenemos tanto sobre sus
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protagonistas (adultos y niños) como sobre los factores clave en el desarrollo de los acogimientos. Es un capítulo central del libro, en la medida en que trata de organizar la gran cantidad de conocimientos generada por la investigación en torno a esta alternativa familiar, una investigación fundamentalmente internacional, pero también crecientemente referida a nuestra propia realidad. Si el tercer capítulo está basado en los datos de la investigación, el cuarto tiene como eje fundamental la intervención profesional en acogimiento familiar. Los procesos de captación de familias, de su valoración y formación, la dinámica del proceso de adaptación una vez que el acogimiento empieza y el posterior proceso de seguimiento y apoyo profesional son los temas fundamentales de este capítulo, tan central respecto a la práctica profesional como el anterior lo era en relación con la investigación. En el capítulo quinto analizamos con más detalle algunas modalidades específicas de acogimiento familiar. En concreto, hemos seleccionado tres que representan al mismo tiempo la modalidad históricamente más asentada (el acogimiento en familia extensa), una de las más recientemente impulsadas entre nosotros (el acogimiento de urgencia-diagnóstico) y una de las que probablemente habrá de ser más desarrollada en el futuro (el acogimiento especializado). La idea de este capítulo es profundizar en modalidades de acogimiento que al mismo tiempo representan la diversidad y los retos que existen en esta forma de organización familiar. Finalmente, el capítulo sexto ofrece una serie de conclusiones y de propuestas que, a la vez que compendian gran parte de los conocimientos analizados en el libro, abren también perspectivas de futuro. Las que más han merecido nuestra atención son las relacionadas con la intervención profesional en torno al acogimiento, un campo en el que es ya mucho lo conseguido, pero es más todavía lo que queda por hacer.
CAPÍTULO 1
EL SISTEMA DE PROTECCIÓN DE LA INFANCIA
El «superior interés del niño» A lo largo del siglo XX, las distintas instancias e instituciones jurídicas internacionales fueron consolidando una doctrina clara y coherente que aboga por la especial protección de la familia y de la infancia. Aunque enunciados de forma aún genérica a finales del primer cuarto de siglo (así, ya la Declaración de la Sociedad de Naciones sobre los Derechos del Niño, celebrada en 1924 en Ginebra tras los desastres de la Primera Guerra Mundial, establecía que los miembros más jóvenes debían recibir lo mejor de la sociedad en la que viven), es en la segunda mitad del siglo XX, tras la catástrofe de la Segunda Gran Guerra, cuando dicha doctrina se desarrolla y consolida, tanto en la esfera internacional como en la de muchos países, particularmente en occidente. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 estableció que «la maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales». Pero sin duda alguna es la Declaración de los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de
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noviembre de 1959, la que más concreta lo que hasta el momento habían venido siendo declaraciones muy genéricas y poco precisas. Tras un primer principio en el que se especifica que todos los niños, con independencia de su raza, color, sexo, idioma, religión, origen nacional o social, posición económica o cualquier otra condición, gozarán de los derechos recogidos en la Declaración, se enumeran con mayor detalle los contenidos de esos derechos, algunos de los cuales establecen que: • El niño gozará de una protección especial y dispondrá de oportunidades y servicios (...) para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad. El principio segundo añade: «Al promulgar leyes con este fin, la consideración fundamental que se atenderá será el interés superior del niño». • El niño tendrá derecho a crecer y desarrollarse en buena salud; tendrá derecho a disfrutar de alimentación, vivienda y recreo y servicios médicos adecuados. • Para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, el niño necesita amor y comprensión. Siempre que sea posible, deberá crecer al amparo y bajo la responsabilidad de sus padres y, en todo caso, en un ambiente de afecto y de seguridad moral y material. Salvo circunstancias excepcionales, no deberá separarse al niño de corta edad de su madre. • El niño tiene derecho a recibir educación. El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación; dicha responsabilidad incumbe en primer término a sus padres. El niño debe disfrutar plenamente de juegos y recreaciones. • El niño debe, en todas las circunstancias, figurar entre los primeros que reciban protección y socorro. • El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No será objeto de ningún tipo de trata. En ningún caso se le dedicará ni se le permitirá que se dedique a ocupación o empleo alguno que pueda perjudicar su salud o su educación, o impedir su desarrollo físico, mental o moral. • El niño debe ser protegido contra las prácticas que puedan fomentar la discriminación racial, religiosa o de cualquier otra índole.
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La Convención de los Derechos de la Infancia, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1989 (y ratificada por España en 1990), completa y matiza los principios establecidos en la Declaración de 1959. Los Estados firmantes se comprometen ahora a: • Satisfacer las necesidades básicas de la infancia, proporcionando a los niños atención sanitaria, educación y formación, seguridad social, oportunidades de juego y recreo... • Proteger al niño contra toda forma de crueldad y explotación: maltrato y abandono, tortura, pena de muerte, consumo y tráfico de drogas, explotación laboral y sexual, etc. • Ayudar a las familias, respetando sus responsabilidades y sus derechos, y creando servicios de atención a la infancia para que atiendan convenientemente las necesidades de sus hijos; • Dedicar una atención especial a los niños particularmente vulnerables, como (...) los niños víctimas de malos tratos, abandono, niños sin familia, etc. • Permitir al niño expresar su opinión en los asuntos que le conciernen, profesar su religión (...); todo ello en función de su edad y madurez. Por su parte, la Constitución Española de 1978 expresa su compromiso con todos los principios anteriores al indicar en su artículo 39 que «los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos». Sin duda como consecuencia de este compromiso, la ley 1/1996 establece en su artículo segundo «la primacía del interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir». Y tanto la recién citada ley como su precedente, la ley 21/1987, ponen todo el énfasis en la protección de los niños ante situaciones de desamparo, que son aquellas en las que los niños «quedan privados de la necesaria asistencia moral o material», fundamentalmente por causa del «incumplimiento, o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores»; tales deberes vienen definidos como la obligación que tienen los padres o los guardadores de un niño de «velar por él, tenerlo en su compañía, alimentarlo, educarlo y procurarle una formación integral». Como se ve, tanto los acuerdos internacionales en materia de protección de la infancia y la adolescencia como las leyes españolas que los re-
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flejan y desarrollan otorgan una clara prioridad a unos derechos y necesidades que se convierten en la principal fuente de inspiración de todo el sistema de protección de los menores de edad, sobre cuyos detalles se profundizará al final de este mismo capítulo. Pero, como es lógico, lo propio de las leyes es establecer los principios generales, sin entrar en el detalle de las consideraciones técnicas que deben después ser reglamentariamente desarrolladas. Es evidente que expresiones como «derechos de los niños» o «la necesaria asistencia moral y material» dejan un amplio campo abierto a la determinación de cuáles sean esos derechos y en qué aspectos concretos se manifiesta la asistencia moral y material, así como su ausencia. Es, por eso, por lo que conviene analizar, en primer lugar, cuáles son las que hoy día, en nuestro contexto histórico y cultural, podemos considerar como necesidades básicas de la infancia, centrando nuestra atención posteriormente en la vulneración de esas necesidades conocida genéricamente como maltrato infantil. Necesidades básicas de la infancia El análisis de las necesidades básicas de niños y adolescentes tiene interés, en primer lugar, porque nos ayudará a especificar en torno a qué cuestiones concretas deben analizarse los derechos a los que los tratados internacionales y las leyes españolas hacen referencia. Pero tiene, además, interés porque tales necesidades constituyen el parámetro con el que habrán de evaluarse situaciones concretas de cara a determinar el grado de buen o mal trato que en ellas hay implicado. En otras palabras, las necesidades básicas de niños y adolescentes constituyen la vara de medir las prácticas educativas y de crianza con ellos utilizadas para tomar decisiones que aseguren el mayor bienestar posible para los menores implicados. Por eso, tiene sentido repasar ahora las necesidades consideradas básicas y examinar en el apartado siguiente tanto el concepto como las diversas modalidades de malos tratos infligidos a niños y a niñas. Las necesidades infantiles fundamentales pueden analizarse agrupadas en cuatro grandes apartados: necesidades relacionadas con la seguridad, el crecimiento y la supervivencia; necesidades relacionadas con el desarrollo emocional; necesidades relacionadas con el desarrollo social; necesidades relacionadas con el desarrollo cognitivo y lingüístico.
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Necesidades relacionadas con la seguridad, el crecimiento y la supervivencia Pocas criaturas son en la naturaleza tan frágiles como un bebé humano recién nacido. Su grado de dependencia de los cuidados adultos es absoluto, de manera que su supervivencia y su normal crecimiento y desarrollo van a depender por entero de las atenciones que se le dediquen de cara a satisfacer las necesidades de alimentación, higiene, protección frente a los rigores del clima, prevención de situaciones de riesgo de accidentes, etc. De hecho, las necesidades que los bebés tienen al respecto son una continuación de las que ya tuvieron durante el embarazo, que es un complejísimo proceso biológicamente guiado desde dentro, pero que requiere de toda una serie de cuidados y atenciones por parte de la embarazada. Visto desde el lado positivo, cuando un embrión, más tarde un feto y luego un bebé reciben las atenciones adecuadas, todo su proceso de crecimiento y desarrollo funciona como una maquinaria perfectamente engrasada en la que los muy diversos y muy complejos elementos y procesos que intervienen se desarrollan normalmente: el peso, la altura, las conexiones neurológicas en el interior del cerebro, la secuencia de los cambios evolutivos precisa y ajustada (sonreír a las pocas semanas, mantenerse sentado sin apoyo a los 7 meses, decir las primeras palabras en torno al primer cumpleaños, caminar en algún momento del primer semestre del segundo año...). Procesos todos ellos muy complejos e interrelacionados, pero guiados por una dinámica interna que funciona de forma generalmente muy precisa en la medida en que no haya ningún problema hereditario, ningún contratiempo especial durante el embarazo y en que haya una adecuada atención a los aspectos médicos, higiénicos, alimenticios y relacionales. Si las condiciones son mínimamente adecuadas, la lógica interna del desarrollo se impone y se despliega, dando lugar a perfiles de crecimiento y maduración compatibles con la normalidad. Merece la pena subrayar el adverbio «mínimamente», porque dicha lógica interna es tan implacable, está tan prevista en el código genético de nuestra especie, que no hacen falta condiciones de estimulación o de cuidado excepcionales para que todo ocurra con normalidad evolutiva. De hecho, niños y niñas concebidos, nacidos y crecidos en circunstancias adversas (en las situaciones de penuria económica generalizada posterior a una guerra, por ejemplo), pero cuidados y
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tratados de manera adecuada, se desarrollan con toda normalidad. Es cierto que si tales niños y niñas hubieran crecido en otra época, tal vez su talla final hubiera sido unos centímetros mayor, habrían tenido una esperanza de vida algo más larga, etc., pero evidentemente ello no compromete su crecimiento y desarrollo plenamente normales. Visto desde el ángulo negativo, si el complejísimo proceso de crecimiento humano no recibe al menos los mínimos requerimientos para desenvolverse correctamente, se producirán problemas que en algunos casos pueden llegar a ser irreversibles y que pueden comprometer muy seriamente, según los casos, la supervivencia, el desarrollo normal y la evolución psicológica correcta. Así, ocurre, por ejemplo, si durante el embarazo sucede algún problema serio que pueda alterar el complejísimo y frágil conjunto de procesos en desarrollo; especial mención merecen a este respecto aquellas influencias negativas que pueden alterar el normal desarrollo de los procesos neurológicos que van dando poco a poco lugar a un cerebro de la complejidad del humano: cualquier agresión a la embarazada o por parte de la embarazada que pueda afectar al feto; la adicción de la madre a sustancias como el alcohol o la heroína, que tienen impacto sobre el funcionamiento cerebral; la ausencia de cuidados básicos durante la gestación; etc., son todas ellas circunstancias que comprometen de partida el crecimiento y el desarrollo normales. Y, lógicamente, una vez que el nacimiento ha tenido lugar, sigue aplicándose la misma lógica, pues la falta de atención a las necesidades básicas de sueño, alimentación e higiene, así como cualquier agresión que pueda tener repercusiones sobre el cerebro o sobre cualquier otro órgano vital comprometerán, o bien la supervivencia del niño, o bien su normal crecimiento y su correcto desarrollo de acuerdo con las normas evolutivas que establecen las edades de adquisición de las diferentes capacidades y habilidades. Algunas de las necesidades básicas a que estamos haciendo referencia son más evidentes que otras. Así, por ejemplo, la necesidad de alimentación o el peligro de las agresiones son muy evidentes. Pero otras pueden serlo menos y no por ello ser menos importantes. Así ocurre, por ejemplo, con la necesidad de sueño, a que se ha hecho referencia hace un instante y que constituye un requisito imprescindible para el crecimiento infantil. Así ocurre también con la necesidad de supervisión que durante bastantes años tienen niños y niñas, una supervisión que les proteja de peligros y accidentes, y que sea sensible a las necesidades que con
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su conducta los pequeños manifiestan. Así ocurre, por citar un ejemplo más, con la imposición a niños y a niñas de condiciones laborales que no se corresponden con su fuerza o que comprometen otras cuestiones tan básicas como el descanso y el sueño (por hablar ahora sólo de los aspectos relacionados con el crecimiento y la maduración). Algunas formas de maltrato a que se hará referencia en el apartado siguiente tienen que ver con la falta de atención o atención inadecuada a todas las necesidades a que se han venido haciendo aquí referencia: negligencia, maltrato prenatal, maltrato físico y explotación laboral. Necesidades relacionadas con el desarrollo emocional Constituyente fundamental de nuestro funcionamiento psicológico, las emociones son la clave principal de la salud mental de las personas; así, del mismo modo que una vida emocional sólida, segura y positiva nos hace psicológicamente fuertes y resistentes a las tensiones y a las contrariedades, una vida emocional frágil y dominada por la inseguridad nos debilita y nos deja a merced de las tensiones y de los contratiempos. Del amplio y complejo mundo de las emociones, dos deben ser destacadas por su importancia central: las que sentimos a propósito y en relación con las personas que nos son más significativas (apego) y las que experimentamos a propósito de nosotros mismos (autoestima). Probablemente, el apego constituye el núcleo primigenio y central de nuestra vida emocional (Bowlby, 1973, 1986). Está previsto en nuestro código genético y en nuestro calendario madurativo como un rasgo particularmente importante de los humanos. En el mismo sentido en que antes se decía que un mínimo de atención a las necesidades físicas fundamentales es el soporte suficiente para un crecimiento normal, basta con que un bebé mantenga un mínimo de relaciones positivas y estables con un adulto sensible a sus necesidades para que dicho bebé experimente fuertes sentimientos afiliativos hacia esa persona, de manera que la echará de menos cuando no esté, la reclamará cuando necesite ayuda, se alegrará con su retorno tras la ausencia...; es decir, el tipo de dependencia afectiva conocida como apego. Merece la pena subrayar de nuevo el «mínimo de relaciones positivas» para indicar que con ello pretendemos sólo mostrar la fuerte preparación con que el
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bebé viene equipado para vincularse, de manera que lo hace a poco que las circunstancias sean mínimamente adecuadas; por supuesto que lo ideal es que las relaciones positivas y duraderas no funcionen al mínimo y que las circunstancias favorables sean máximamente propicias. Siguiendo la lógica anterior, visto en positivo, el tipo de relaciones favorables, sensibles y duraderas a que se ha hecho referencia da lugar a un apego de tipo seguro: el bebé es plenamente feliz en compañía de la figura de apego, se entristece cuando se marcha, pero se queda tranquilo ante la seguridad de su retorno, se alegra cuando tal retorno se produce, etc., (Ortiz, Fuentes y López, 1999). La relación evoluciona en el sentido de una creciente interiorización de la figura de apego y de la relación con ella, de manera que el niño o la niña soportará cada vez mejor separaciones más prolongadas porque la persona querida acaba volviendo y continúa respondiendo de manera favorable, sensible y emocionalmente positiva a sus necesidades. Dicha interiorización es buena no sólo porque el niño acabará «llevando dentro» a la persona querida temporalmente ausente, sino también porque la calidad de nuestras relaciones emocionales tempranas con las figuras de apego constituye un patrón de importante influencia sobre las relaciones de apego posteriores (lo que se ha denominado un «modelo interno de relaciones afectivas»), de manera que si bien las relaciones de apego seguro en los primeros años no garantizan que todas las relaciones posteriores vayan a tener el mismo carácter, sí predispone a ello. Las relaciones de apego de los primeros años tienen, pues, una crucial importancia tanto por sí mismas cuanto por constituir la base y el modelo para relaciones emocionales posteriores. El lado negativo es, o bien la ausencia de relaciones de apego, o bien relaciones de apego disfuncionales por no haber en el entorno del bebé ninguna persona que de manera estable y reiterada responda de forma positiva a sus llamadas y a la expresión de sus necesidades a través del llanto, los gestos, etc. Pueden ser personas que nunca responden de manera positiva, o que responden positivamente unas veces y negativa o negligentemente otras, o personas que responden de manera negativa de modo habitual. Cuando alguna de estas circunstancias se da, se desarrollan tipos de apego de naturaleza ambivalente (el bebé desea, por ejemplo, ser tomado en brazos por la madre, pero luego da muestras de rechazo y patalea por desprenderse de ella), evitativa (el bebé no busca el contacto cuando la figura de apego regresa, llegando incluso a
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esquivar la interacción con ella) o desorganizada (un comportamiento ante la figura de apego caótico, no predecible, o sencillamente extraño o abigarrado, como ocultarse, refugiarse en una esquina mirando a la pared, etc., cuando dicha figura aparece o está presente). Por lo que se refiere a la autoestima, su contribución a nuestra felicidad y a nuestra salud mental es igualmente fundamental. La autoestima constituye el trasunto interno de la valoración que recibimos de nosotros mismos por parte de las personas que nos son significativas, de manera que la autoestima no es sino la imagen en espejo de esa valoración: nos sentimos valiosos si se nos valora, nos sentimos capaces si como capaces nos valoran quienes para nosotros son importantes (Palacios e Hidalgo, 1999). Para mostrar la importancia de la autoestima, baste con señalar que es uno de los más potentes predictores de la salud mental de una persona, de modo que, usando de nuevo los contrastes anteriores, una autoestima positiva se relaciona con buena estabilidad emocional, estado de ánimo positivo, sentimientos de competencia personal ante los retos y exigencias que la vida plantea, etc. Por el contrario, la autoestima negativa predispone a la depresión, a los sentimientos personales negativos, a una menor motivación ante situaciones que exigen esfuerzo, etc. Muy moldeable en los primeros años, se va luego «solidificando» a medida que el tiempo pasa y las imágenes de nosotros mismos que recibimos se mantienen coherentes y estables en la misma dirección, lo que no quiere decir que el cambio no sea posible y que estemos condenados de por vida a llevar una autoestima negativa si de esa manera se desarrolló en nuestros primeros años. Tampoco haber tenido una autoestima positiva en la infancia nos vacuna definitivamente contra los peligros de la autoestima negativa. Pero en la mayor parte de las personas la continuidad a lo largo del tiempo predomina sobre los grandes cambios, que son de todas formas posibles si las circunstancias llevan estable y coherentemente hacia ellos. Algunas de las formas de maltrato que se analizarán en el siguiente apartado están estrechamente relacionadas con el mundo de las emociones (hacia los demás en forma de apego, hacia nosotros mismos en forma de autoestima) a que hemos venido refiriéndonos: la negligencia, el maltrato psicológico, el maltrato institucional y el abuso sexual, por ejemplo. Conviene, no obstante, avanzar ya la idea de que cualquier forma de maltrato implicará un cierto coste emocional para la víctima, pero sobre ese asunto tendremos ocasión de volver después con más detalle.
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Necesidades relacionadas con el desarrollo social Desde los remotos tiempos de la filosofía griega, los humanos hemos sido definidos como seres sociales. Ello es así sencillamente porque necesitamos del entorno social para crecer y desarrollarnos normalmente. Basta, a este respecto, con recordar el caso de los llamados «niños salvajes», crecidos en contacto con otros animales pero carentes de relaciones sociales y, a la postre, carentes de habilidades humanas tan básicas como el lenguaje y la interacción social convencional. Gracias a la interacción social aprendemos multitud de habilidades que nos son tremendamente útiles para nuestro desarrollo personal y, por supuesto, para nuestro desarrollo social. Estas habilidades se adquieren, en primer lugar, en el contexto familiar (donde aprendemos, por ejemplo, cómo pedir ayuda, cómo llamar la atención de los demás, que nuestras necesidades no siempre se pueden satisfacer inmediatamente; donde aprendemos a ser ayudados y consolados, pero también a ayudar y prestar consuelo, etc.), pero su adquisición continúa luego a medida que vamos entrando en contacto con otros niños y niñas de nuestra edad, que van a reclamar de nosotros habilidades para el juego, la cooperación, el control de los impulsos y la agresividad, etc. (Moreno, 1999a). En su aspecto positivo, las relaciones sociales son, sobre todo, una fuente de estimulación y de diversión. En efecto, es en el contacto con los demás como aprendemos a relacionarnos, como observamos el comportamiento de otros y rápidamente lo imitamos, como aprendemos a jugar y disfrutar del contacto social. Pero las relaciones sociales son también fuente importante de aprendizaje de formas y modos de relación: en contacto con los otros es como aprendemos a satisfacer nuestras necesidades sin olvidar las de los demás; como aprendemos habilidades tan básicas pero tan útiles como guardar turnos, ganar unas veces y perder otras; es como aprendemos a hacer un uso socialmente aceptable de la agresividad para conseguir nuestros fines o para defender nuestros derechos; es como aprendemos a ayudar y a buscar ayuda, a consolar y a buscar consuelo. La inserción en grupos de iguales como la que se da en las agrupaciones escolares, por ejemplo, va a permitir (y a exigir) a niños y a niñas mostrar y desarrollar sus habilidades sociales y encontrar un lugar en el grupo que va a venir, en gran medida, definido por su competencia y sus habilidades sociales: capa-
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cidad para relacionarse positivamente con los demás, para controlar su agresividad, para facilitar la convivencia, el juego y los intercambios. La ausencia o deficiencia de contactos y relaciones sociales estimulantes se va a traducir en una variada fuente de problemas. La no estimulación de las relaciones y las interacciones positivas en el contexto familiar van a impedir llevar a cabo el aprendizaje básico de las habilidades de comunicación interpersonal y de interacción social. Niños y niñas sometidos a estilos de crianza caracterizados por la indiferencia, o por la incoherencia, o por el exceso de agresividad, van a tener enormes dificultades para desarrollar algunas de las habilidades sociales e interpersonales básicas a que se ha hecho referencia un poco más arriba. Por otra parte, el aislamiento social va a ser una fuente de importantes privaciones de estimulación y aprendizaje; aislados de los demás, carentes de contactos sociales, niños y niñas van a carecer de habilidades que por definición sólo son posibles en interacción. Cuando se inserten en grupos de compañeros, estos niños y niñas tendrán dificultades para ser aceptados por los demás y para ocupar un lugar en el grupo en el que disfrutar de las relaciones con los demás; por el contrario, frecuentemente ocuparán posiciones marginales o bien serán abiertamente rechazados. En efecto, la falta de habilidades de relación y de iniciativa en el contacto con los demás da lugar muy frecuentemente al aislamiento social dentro del grupo, mientras que el exceso de agresividad y la falta de conductas de cooperación y ayuda suele dar lugar al rechazo social. Lógicamente, cuando esa agresividad no sólo es favorecida por determinados estilos de crianza paternos, sino que es además enseñada, fomentada y estimulada, las consecuencias para el desarrollo social serán aún más contraproducentes. En el apartado siguiente se hará referencia a algunas formas de maltrato que tienen directa repercusión sobre los aprendizajes y las relaciones sociales. Así, la negligencia, el maltrato psicológico, el maltrato físico, el abuso sexual y la corrupción están en el origen de graves perturbaciones en el desarrollo y la adaptación social. Necesidades relacionadas con el desarrollo cognitivo y lingüístico Para los humanos, las relaciones tempranas constituyen una auténtica matriz social que viene a tener en los primeros años un significado y un
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valor parecido al que la placenta tuvo durante la gestación. Envueltos y protegidos por los cuidados y la estimulación de quienes vigilan y promueven nuestro desarrollo temprano, vamos desarrollando nuestro cuerpo y sus posibilidades de acción y de expresión, las relaciones de apego y los primeros fundamentos de la identidad y la autoestima, las habilidades y la competencia social. Y son también esas relaciones tempranas las que nos permiten aprender a relacionarnos con los objetos y descubrir sus propiedades (el sonido del sonajero; la textura del chupete; la agitación del móvil; las propiedades de la pelota que rueda, desaparece bajo el sillón y con un pequeño empujón vuelve a aparecer rodando...), las que nos permiten descubrirnos como agentes sobre las cosas y las personas (si yo agito el sonajero, suena; si doy una patada a la pelota, rueda; si lloro, alguien viene; si sonrío, se queda...). Y es en el contexto de esas relaciones tempranas donde aprendemos, primero, a comunicarnos (lloro y vienen, señalo un objeto y me lo alcanzan, emito sonidos guturales y me sonríen y hablan...) y, luego, a hablar. Como a otras conductas complejas de las que hemos hablado más arriba, los humanos venimos tan genéticamente predispuestos a adquirir el lenguaje que basta con que encontremos un mínimo de estimulación lingüística a nuestro alrededor para que aprendamos a hablar. Aunque, naturalmente, si de lo que se trata no es sólo de aprender a hablar, sino además de hacerlo en el momento evolutivamente más adecuado y con una complejidad y riqueza crecientes, entonces con el mínimo de estimulación no será suficiente, sino que se requerirá —tanto para el desarrollo cognitivo como para el lingüístico— una estimulación más fina, que sintonice mejor con nuestras potencialidades y las estimule adecuadamente. Si las condiciones ambientales son positivas, si en las interacciones tempranas, primero, y, luego, en las posteriores recibimos los estímulos que en cada momento del desarrollo mejor promuevan las capacidades que la maduración biológica va abriendo, vemos desplegarse en niñas y niños el maravilloso espectáculo de la adquisición del lenguaje —conducta complejísima que, en condiciones adecuadas, niños y niñas adquieren con sorprendente facilidad— (Pérez Pereira, 1999; Vila, 1999), así como su extraordinaria capacidad para absorber la realidad y sus propiedades con un conocimiento cada vez más complejo y articulado (Palacios, 1999). Y, lo que es tanto o más importante, al realizar todos estos
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progresos y adquirir todos estos aprendizajes, no sólo se están adquiriendo contenidos concretos (cómo son las cosas, cómo funcionan, cómo responden a nuestra acción sobre ellas, cómo se llaman, etc.), sino que además están desarrollando habilidades cognitivas tan básicas como la atención selectiva, la memoria, el análisis y la resolución de problemas..., habilidades sin cuyo concurso la adquisición de nuevos conocimientos y la resolución de nuevos problemas se verá muy seriamente comprometida. En efecto, cuando nos sentamos junto a una niña y le leemos un cuento estamos enseñándole palabras (y sintaxis y gramática y semántica...), estamos también enseñándole cosas sobre la realidad y su funcionamiento (el niño saltó desde tan alto que al caer se hizo mucho daño, el perro más grande alcanzó el bocado al que no pudo llegar el más pequeño, el niño que ayudó a resolver un problema fue recompensado...), pero estamos además enseñándole cosas todavía más básicas y de mayor repercusión a largo plazo: a mirar un objeto y no otro, a prestar atención, a imaginar, a prever, a recordar... Cuando meses o años después este niño o esta niña tenga que hacer frente a situaciones de aprendizaje escolar, disponer de un buen arsenal de estas habilidades básicas le será tanto o más útil como tener un buen vocabulario y una buena capacidad de comprensión y producción lingüística. El lado negativo lo tenemos en circunstancias ambientales que no aciertan a proveer a los pequeños en desarrollo de ese contexto que estimula su capacidad para la comunicación, el lenguaje y el diálogo, así como su capacidad para aprehender la realidad y enfrentarse a los dilemas y problemas que plantea. En su versión extrema, aquellos niños y niñas institucionalizados aquejados de lo que Spitz denominó «síndrome de hospitalismo»: niños y niñas a los que no se estimulaba, a cuyas llamadas de atención no se respondía, que pasaban largos periodos de tiempo solos y sin estimulación personalizada, acababan con profundos trastornos de la comunicación y el desarrollo, con graves alteraciones evolutivas. Cualquier circunstancia en la que los pequeños estén sometidos a condiciones de aislamiento, soledad, inadecuada atención, pobre o ausente estimulación, supondrá un déficit evolutivo tanto más importante cuanto más extremas sean las condiciones de privación o mala estimulación. La consecuencia más habitual y dramática es el retraso evolutivo generalizado en el que el niño o la niña afectado muestra un perfil evolutivo marcada-
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mente pobre y desajustado en relación con lo esperable para su edad. Y lo peor no estriba en las palabras que no ha aprendido, en la gramática o la sintaxis que tiene mal desarrollada; lo peor no estriba en su escasa experiencia con las cosas, situaciones y objetos, su escasa comprensión de la realidad y de su relación con ella. Lo peor son las graves deficiencias en las capacidades cognitivas y lingüísticas básicas (la atención, la imaginación, la memoria, las destrezas para comprender y producir lenguaje...), dificultades que limitarán severamente sus posibilidades de desarrollo posterior. Es cierto que si el retraso no es muy severo y si la estimulación reparadora se introduce pronto, muchos de estos niños y niñas van a conseguir buenos niveles de recuperación. Pero también es desgraciadamente cierto que si el retraso ha sido muy severo y/o la actuación reparadora tarda en introducirse, a veces habrá que poner más esperanzas en compensar y reducir las limitaciones que ilusiones en una completa recuperación y normalización. De las diversas formas de maltrato que se analizarán a continuación, sin duda alguna es la negligencia la que más agudamente va a comprometer el buen desarrollo de todos estos aspectos, aunque otras modalidades de maltrato como el institucional o el psicológico, también pueden relacionarse con problemas en estos ámbitos. Necesidades relacionadas con la escolarización En sociedades como la nuestra, la escuela se ha convertido a la vez en un poderoso agente de socialización, en un privilegiado espacio para el despliegue y el desarrollo de las habilidades sociales, y en un filtro social que contribuye poderosamente a discriminar la posición que las personas van a ocupar primero en los tramos avanzados de la escuela y más tarde en la sociedad. Se trata de un espacio un tanto especial, con su propia lógica, con su lenguaje, con su gradación, con sus ritos, con sus normas y con sus prácticas peculiares. La incorporación a este contexto socializador y educativo tiende a hacerse a edades cada vez más tempranas, de manera que aunque la obligatoriedad de la escolarización está legalmente situada entre los 6 y los 16 años, la mayoría de los niños y las niñas españoles a principios del siglo XXI se incorporan va-
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rios años antes y permanecen varios años más que los marcados por la obligación legal. Analizado en una perspectiva positiva, la escuela en cierto sentido supone una continuidad con la familia, pero supone sobre todo la apertura de nuevos horizontes, la llegada de nuevas exigencias y la posibilidad de nuevos aprendizajes y desarrollos. La continuidad con la familia viene dada por el hecho de que se trata de un espacio organizado por los adultos en función de los niños en desarrollo, con relaciones fuertemente asimétricas entre los primeros y los segundos; también, por el hecho de que, para niños procedentes de entornos cuya cultura familiar está próxima a la cultura escolar, el tipo de relaciones y de lenguaje tiende a presentar muchos elementos similares. Pero lo que más llama la atención de la incorporación a la escuela son las posibilidades que en ella se abren: nuevas exigencias que van a obligar al desarrollo de nuevas habilidades, nuevas oportunidades de aprendizaje, el acceso al conocimiento cultural curricularmente organizado, el acceso continuado al grupo de compañeros y compañeras, con sus aportaciones y con sus exigencias. Si en el desarrollo temprano en la familia se han adquirido elementos fundamentales relacionados con la atención, el lenguaje, la interacción social, etc., los niños y las niñas presentarán normalmente una buena adaptación a la escuela y encontrarán en ella un lugar en el que desplegar todas las habilidades ya adquiridas y en el que adquirir otras muchas nuevas. Aunque los adultos tendamos a prestar atención sobre todo a los aprendizajes escolares, para los niños y las niñas la escuela es sobre todo un espacio de encuentro social, un lugar donde estar con compañeros, disfrutar con ellos y confrontarse a ellos. Un mundo de posibilidades que sin duda ensancha mucho las contenidas en el hogar. Pero lo que para muchos niños y niñas es sobre todo oportunidad de desarrollo, para otros es más que nada un universo de dificultades. Algunas de ellas vienen del lado más estrictamente académico, cuando los aprendizajes básicos llevados a cabo en la familia dejan al niño mal equipado para hacer frente a las exigencias de lenguaje, de atención, de memoria, de resolución de problemas, de habilidades que en la escuela se convierten en herramientas de trabajo cotidianas; así, por ejemplo, problemas en el desarrollo del lenguaje o tendencias hiperactivas son un predictor negativo del buen ajuste escolar. Otras dificultades vienen
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de la esfera social, que, como se ha indicado, para los niños es tan o más importante que la estrictamente académica; a este respecto, debe destacarse sobre todo el papel de la falta de empatía y de la agresividad como fuentes de la mala adaptación escolar y la poca aceptación por parte de compañeros y compañeras —y, frecuentemente, por parte de profesores y profesoras— (Moreno, 1999b). De forma directa, es sin duda la negligencia la tipología de maltrato más relacionada con las dificultades de adaptación y éxito escolar, aunque otras modalidades (como la explotación laboral, por ejemplo) vayan también claramente en el mismo sentido. Pero de manera más indirecta, particularmente a través de las tensiones emocionales que acarrean a los afectados, seguramente no hay forma de maltrato que no tenga un negativo efecto potencial sobre el ajuste escolar, como más adelante tendremos ocasión de ver. Maltrato infantil: concepto y tipos En la medida en que las diversas necesidades infantiles básicas analizadas en el apartado anterior sean atendidas de forma satisfactoria, podemos decir que hay un buen trato a niños y a niñas; en ese caso, el proceso de crecimiento y desarrollo funcionará correctamente y, dentro de las marcadas diferencias interindividuales que son norma, dará lugar a perfiles evolutivos diversos, pero plenamente compatibles con la normalidad. Por el contrario, cuando alguna o varias de las anteriormente analizadas necesidades básicas no sean atendidas, sean gravemente amenazadas o sean directamente imposibilitadas y atacadas, nos encontraremos ante situaciones de maltrato que variarán en su modalidad, en su intensidad y en su mantenimiento a lo largo del tiempo, pero que tendrán en común estar comprometiendo o imposibilitando el normal crecimiento y desarrollo. Sin duda alguna, lo que predomina entre los humanos son las situaciones de buen trato a niños y a adolescentes. Ello es así por un mandato evidente de la especie, que para su conservación, reproducción y mantenimiento requiere —y más dada la enorme debilidad e inmadurez iniciales de los humanos— una adecuada atención y un correcto cuidado de los más pequeños. Pero es así además porque los fuertes
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sentimientos que desde muy pronto se generan de los padres hacia los hijos y, muy poco después, de los hijos hacia los padres predisponen a una relación positiva y estimuladora mucho más que a otra entorpecedora del desarrollo. Por lo demás, es inevitable que también en estos aspectos se reflejen los cambios históricos y la diversidad cultural que caracterizan tantos otros aspectos del desarrollo humano y su heterogeneidad. Dando por hecho, pues, que lo predominante entre los humanos es el trato adecuado de los más pequeños por parte de padres, educadores y cuidadores, y sabiendo también que lo que hoy y aquí consideramos buen o mal trato está sujeto a las inevitables variaciones de tipo histórico y cultural, lo cierto es que el maltrato infantil existe y que por más que en otro tiempo histórico o en otra realidad cultural golpear a los niños, o hacerles trabajar, o someterlos a importantes privaciones como castigo se considere o se haya considerado adecuado, lo cierto es que quienes vivimos en este tiempo y en este lugar del mundo debemos ajustar nuestra conducta dentro de la amplísima variedad de posibilidades de manifestación que el buen trato tiene. Cuando se traspasan los límites de la variedad considerada aceptable en nuestra cultura, y en este momento, estamos ante situaciones de maltrato. En efecto, se habla de maltrato infantil para referirse a toda acción u omisión no accidental que impide o pone en peligro la seguridad de los menores de 18 años y la satisfacción de sus necesidades físicas y psicológicas básicas. Merece la pena detenerse para subrayar, brevemente, algunos de los aspectos contenidos en la definición precedente. En primer lugar, para remarcar que el maltrato puede producirse por acción (golpear a un niño, abusar sexualmente de una niña, obligarles a trabajar, etc.), pero también por omisión (no atender a un niño, no responder a sus llamadas y peticiones, no defender a quien está siendo violentado sexualmente, etc.). En segundo lugar, para resaltar el carácter no accidental (lo que equivale a decir, en un sentido u otro, voluntario e intencionado) de tales acciones y omisiones. En tercer lugar, para remarcar que la protección y la estimulación se entienden obligatorias hasta la mayoría de edad, establecida en los 18 años, lo que no obsta para que en edades inferiores a ésta las leyes establezcan determinadas capacidades y posibilidades, como lo hacen, por ejemplo, nuestras normas jurídicas al permitir el trabajo a partir de los 16 años o al prever la posibilidad de
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relaciones sexuales consentidas a partir de los 13 años. Finalmente, merece la pena subrayar el hecho de que todas las apreciaciones sobre buen o mal trato a la infancia se hacen teniendo como telón de fondo y como parámetro las necesidades básicas a las que se ha hecho referencia en el apartado precedente. Por otra parte, la anterior definición de maltrato tiene la ventaja de su simplicidad, pero el inconveniente de ocultar realidades que son siempre mucho más complejas y heterogéneas: • En primer lugar, que bajo esa misma denominación se encuentran conductas muy diversas, como se verá a continuación al analizar las diversas modalidades o tipologías de maltrato. • En segundo lugar, que dentro de cada tipo de maltrato hay una abundante diversidad de formas y de niveles de gravedad; así, por ejemplo, el abandono puede referirse a la falta de higiene, pero también a la falta de alimentación o a dejar al niño o a la niña sin supervisión durante largos periodos de tiempo. • Por otra parte, las fronteras entre los diversos tipos de maltrato distan a veces de ser nítidas. Probablemente, el ejemplo más claro lo proporciona el maltrato psicológico, que difícilmente puede considerarse independiente y aislado de otras formas de maltrato: ¿puede, por ejemplo, pensarse en el maltrato físico o en el abuso sexual sin una clara implicación de maltrato psicológico? • Además, los diversos tipos de maltrato pueden aparecer como tipos aislados o, muy frecuentemente, en combinaciones en las que se dan varios de ellos. Así, por ejemplo, un determinado niño puede ser víctima a la vez de abandono y de maltrato físico. La clasificación de las diversas formas de maltrato es arbitraria: unos autores gustan de establecer unas tipologías y otros prefieren utilizar otras. El hecho es relativamente irrelevante siempre y cuando cualquier clasificación se haga explícita y no haya formas de maltrato que queden al margen de las tipologías elegidas. Así, por ejemplo, una forma bastante habitual de clasificar las diversas formas de maltrato se realiza con una matriz de doble entrada en la que, por un lado, estarían formas de malos tratos activas (por acción) y pasivas
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(omisión), y, por otro lado, estarían formas de maltrato físico y emocional (véase cuadro 1.1). El cruce de estas dimensiones lleva a distinguir, por ejemplo, entre maltrato físico y maltrato psicológico en el lado de la acción, y entre abandono físico y abandono emocional en el lado de la omisión. CUADRO 1.1 Una forma habitual de definir las distintas formas de maltrato Activo
Pasivo
Físico
Abuso físico, abuso sexual
Abandono físico
Emocional
Maltrato psicológico
Abandono emocional
Es, sin duda, una forma adecuada de clasificación, pero tiene al menos dos serios inconvenientes: deja fuera bastantes formas de maltrato e introduce una distinción que en la práctica puede ser algo forzada entre abandono físico y abandono psicológico, pues de hecho el abandono, cuando se da, suele ser bastante generalizado y, en consecuencia, se entrecruzan el físico y el psicológico. El cuadro 1.2 presenta una clasificación y una definición de las diversas formas o modalidades de maltrato infantil (Palacios, Jiménez, Oliva y Saldaña, 1998). Como cualquier otra, la clasificación que se presenta tiene algo de arbitraria y tiene además el inconveniente de dar la impresión de que en el mundo del maltrato infantil nos enfrentamos a tipos «puros» o separados de malos tratos, cuando en la realidad nos encontramos con mezclas e interacciones de unos con otros. Ello está particularmente claro, por ejemplo, en relación con el maltrato psicológico: un niño o una niña puede estar siendo objeto sólo de maltrato psicológico (en forma de aislamiento social, en forma de rechazos a su persona explícitos y reiterados, en forma de no responder a sus demandas de afecto o estimulación, etc.), pero el maltrato psicológico forma también parte de los demás tipos de maltrato; así, por ejemplo, resulta difícil imaginar que en la negligencia, en el maltrato físico, en el abuso sexual, en el síndrome de Munchausen por poderes, etc., no haya además claros componentes de maltrato psicológico, como ya se ha indicado.
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CUADRO 1.2 Maltrato infantil: definiciones e indicadores Abandono o negligencia Las necesidades básicas de un niño y su seguridad no son atendidas por quienes tienen la responsabilidad de cuidarlo. Indicadores: Suciedad muy llamativa, hambre habitual, falta de protección contra el frío, necesidades médicas no atendidas (controles médicos, vacunas, heridas, enfermedades), repetidos accidentes domésticos debidos a negligencia, periodos prolongados de tiempo sin supervisión de adultos, falta de atención a las necesidades emocionales y de estimulación, falta de atención a las necesidades educativas. Maltrato psicológico Comportamientos adultos que ponen en peligro el normal desarrollo psicológico, particularmente en los ámbitos del apego, la autoestima y las relaciones interpersonales. También cuando el niño y la niña son testigos de violencia doméstica, aunque no les afecte a ellos directamente. Indicadores: Rechazar, aterrorizar, privar de relaciones sociales, insultar, ridiculizar, ignorar demandas emocionales y de estimulación, notable frialdad afectiva. Ser testigos de violencia doméstica. Maltrato físico Acción no accidental que provoca daño físico o enfermedad en el niño o en la niña, o que le coloca en grave riesgo de padecerlo como consecuencia de alguna negligencia intencionada. Indicadores: Heridas, magulladuras o moratones, quemaduras, fracturas, torceduras o dislocaciones, señales de mordeduras humanas, cortes, pinchazos, lesiones internas, asfixia o ahogamiento. Abuso sexual Utilización que un adulto hace de un menor de 18 años para satisfacer deseos sexuales. El niño o la niña es utilizado para realizar actividades sexuales o como objeto de estimulación sexual (por ejemplo, utilización de menores para pornografía). Indicadores: Conocimientos, intereses o conductas relacionados con la sexualidad y que son inadecuados para la edad, dificultades para andar o sentarse y otros indicadores fisiológicos.
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CUADRO 1.2 (Continuación) Maltrato prenatal Situaciones y características del estilo de vida de la mujer embarazada que, siendo evitables, perjudican el desarrollo del feto. Indicadores: Situaciones y características del estilo de vida que afectan negativamente a la madre gestante, especialmente de manera prolongada; agresiones al feto. Síndrome alcohólico fetal, síndrome de abstinencia en el recién nacido. Mendicidad El niño o la niña es utilizado habitual o esporádicamente para mendigar, o bien ejerce la mendicidad por iniciativa propia. Indicadores: Solo o en compañía de otras personas, el niño o la niña pide limosna. Corrupción Conductas de los adultos que promueven en el niño pautas de conducta antisocial o desviada, particularmente en las áreas de la agresividad, la apropiación indebida, la sexualidad y el tráfico o el consumo de drogas. Indicadores: Crear dependencia de drogas, implicar al niño en contactos sexuales con otros niños o adultos, utilizar al niño en actividades delictivas. Explotación laboral Para la obtención de un beneficio económico se asigna al niño o a la niña la obligación de realizar trabajos que exceden los límites de lo habitual, que deberían ser realizados por adultos, e interfieren de manera clara en las actividades y necesidades escolares. Indicadores: Participación de menores de 16 años en actividades laborales, sea continuada o por periodos de tiempo. El niño no puede participar en las actividades sociales y académicas propias de su edad. Síndrome de Munchausen por poderes Se provocan en el menor síntomas físicos patológicos que requieren hospitalización o tratamiento médico reiterado. Indicadores: Reiteradas hospitalizaciones y exploraciones médicas que no resultan en diagnósticos precisos, síntomas persistentes de difícil explicación etiológica; abundantes contradicciones entre los datos clínicos y los conductuales. Los síntomas desaparecen cuando el niño o la niña no está en contacto con su familia.
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CUADRO 1.2 (Continuación) Maltrato institucional Situaciones que se dan en centros u organizaciones que atienden a menores de edad y en las que por acción u omisión no se respetan los derechos básicos de la protección, el cuidado y la estimulación del desarrollo. Indicadores: En el centro o en la institución en que el niño se encuentra (escuela, hospital, sistema de administración de justicia, centro de protección de menores...), la seguridad física del niño está en peligro, el menor es objeto de discriminación, se le separa innecesaria y prolongadamente de su contexto familiar, se ejerce una autoridad despótica y no se toman en consideración sus características o sus necesidades evolutivas.
Existe una tendencia cada vez más amplia a incluir también entre las formas de maltrato infantil el hecho de que niños y niñas contemplen en su casa situaciones de violencia entre los padres. Aunque es cierto que muchas veces los pequeños no salen físicamente indemnes de esta violencia, incluso en el caso de que las agresiones se queden entre los adultos, parece claro que hay implicada una importante dosis de trauma para los niños que asisten a esos episodios. De hecho, como se verá más adelante, al reflexionar sobre los efectos negativos de las experiencias de maltrato, es frecuente referirse a las consecuencias de asistir a situaciones de violencia entre los padres. Es muy difícil saber cuántos niños y niñas están afectados por el problema del maltrato. Muchas situaciones maltratadoras se quedan en el ámbito privado. El caso extremo es quizá el del abuso sexual, en el que frecuentemente sólo la víctima y el abusador saben lo que está ocurriendo; no es ya, por tanto, que la gente de fuera de la casa no sepa que allí hay maltrato, sino que ni siquiera los que conviven con el abusador y la víctima son conscientes de lo que está ocurriendo. Por otra parte, cuando alguien conoce de un caso de maltrato, lo más habitual es que no lo denuncie, con lo que al problema de la escasa detección se une el de la baja notificación. Esa es la razón por la que se dice que el maltrato detectado y cuantificado es sólo una muy pequeña parte del realmente existente. Una estimación que aparece una y otra vez en diversas investigaciones de incidencia (número de casos que se detectan en una unidad de tiempo dada, que suele ser un año) indica que el 15
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por mil de la población menor de 18 años está sometida a algún tipo de maltrato, lo que en realidad se debe entender como que al menos el 15 por mil está afectado por el problema (Palacios, 1995). El ejemplo del abuso sexual puede de nuevo servir para ilustrar la debilidad de las cifras de que disponemos sobre la realidad del maltrato infantil: según diversos estudios que informan de la incidencia del maltrato, el abuso sexual es una de las formas de maltrato menos frecuentes, afectando sólo a un 4% de los maltratados (por tanto, a un 4% del 15 por mil). La impresión, por tanto, es que se trata de una forma de maltrato con un perfil de ocurrencia claramente bajo. Sin embargo, los estudios españoles de prevalencia (porcentaje de la población que afirma haber sufrido algún tipo de abuso sexual en su infancia o adolescencia) muestran que en torno al 20% del total de la población se ha visto afectada por alguna experiencia de abuso, lo que da la impresión de ser una tasa bastante importante (López, 1994). Por lo que a la distribución de las formas de maltrato se refiere, sin duda alguna la negligencia es el más extendido, afectando aproximadamente a 7 de cada 10 niños maltratados. Como forma aislada de maltrato, el psicológico ocupa el segundo lugar por orden de incidencia, afectando aproximadamente a 4-5 de cada 10 niños maltratados. El maltrato físico ocupa el tercer lugar, con una tasa de 3 de cada 10 niños maltratados. El resto de las formas de maltrato ocuparía tasas por debajo de 2 de cada 10 niños maltratados (Palacios, 1995). Como se ve por estas cifras, es bastante frecuente que un mismo niño o una misma niña sufra más de un tipo de maltrato, pues la suma de los parciales anteriores es mayor que 10. En efecto, se estima que al menos la mitad de los maltratados sufren más de una forma de maltrato, y ello considerando el psicológico sólo como una forma «pura» de maltrato, es decir, sin contar su casi inevitable asociación a otras modalidades, como ya se ha comentado anteriormente. Consecuencias del maltrato infantil El análisis de las consecuencias del maltrato puede hacerse desde dos ópticas diferentes: por tipos de maltrato (cuáles son las consecuencias de la negligencia, cuáles las del maltrato psicológico...) o por tipos de
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consecuencias (secuelas físicas, emocionales...). Dada la frecuente concurrencia de más de una forma de maltrato sobre el mismo niño o la misma niña, parece que tiene aquí más sentido optar por la segunda aproximación. Antes de examinar, sin embargo, las repercusiones de las experiencias de maltrato sobre distintas áreas del funcionamiento y la conducta infantil, conviene detenerse a reflexionar sobre los factores que van a ser clave a la hora de determinar si tales repercusiones van a tener mayor o menor magnitud. Aunque hay formas de maltrato que producen automáticamente consecuencias irreversibles (por ejemplo, una agresión a un bebé que le deja ciego), en la mayor parte de los casos el nexo maltrato-consecuencias va a ser más complejo y va a estar mediado por una serie importante de factores: • La forma concreta de maltrato que esté implicada: no es lo mismo abusar de la cocaína durante el embarazo que tener a un niño desnutrido, que golpearle en la cabeza o que insultarle, riduculizarle, etc. • La magnitud y duración del maltrato: no es lo mismo una negligencia ocasional que una crónica, no es lo mismo una negligencia menos acusada que otra severa. • Las secuelas concretas que el maltrato ha dejado: no es lo mismo una paliza que rompe un brazo que una paliza que daña el cerebro. • Las características individuales del sujeto afectado (por ejemplo, su resistencia al estrés y a la adversidad, etc.)... Por supuesto, la edad de la víctima juega también un papel clave, pues no es lo mismo golpear la cabeza de un bebé cuyo cerebro está en formación que hacerlo sobre un adolescente; o, por poner un ejemplo distinto, no es lo mismo una agresión sexual a una niña de edad preescolar (que puede producir, por ejemplo, importantes desgarros vaginales), que a una adolescente (que puede producir un embarazo no deseado). • La relación entre la persona que maltrata y la víctima es otra importante fuente de variación sobre las repercusiones del maltrato; aunque por supuesto toda forma de abuso sexual es rechazable y puede producir un impacto muy negativo, no es lo mismo
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que el abuso sea cometido por una persona desconocida o que sea cometido por el propio padre, caso este último en el que la previsión de consecuencias se torna claramente más negativa. • Las repercusiones variarán en función de si se considera el impacto a corto o el impacto a largo plazo. Una situación de abandono, por ejemplo, puede dar lugar a un retraso subsecuente en el desarrollo psicomotor, pero eso no necesariamente significa que el futuro desarrollo psicomotor del niño o la niña implicado se vea necesariamente comprometido. En sentido contrario, una forma de maltrato concreta puede dejar consecuencias a corto plazo poco apreciables y, sin embargo, traducirse posteriormente en efectos más negativos, como puede ocurrir, por ejemplo, con la situación de negligencia en relación con un bebé cuyo retraso lingüístico va a ser al principio poco apreciable, dada la canalización normativa que le lleva a balbucear y decir sus primeras palabras con un calendario evolutivo razonablemente normal, pero en el que sólo posteriormente, cuando la presión de la canalización madurativa temprana haya desaparecido, las muy negativas consecuencias de la negligencia sobre el lenguaje se pondrán crudamente de manifiesto. • Por otra parte, las repercusiones del maltrato están determinadas de forma crucial no sólo por las características del maltrato y de las personas en él implicadas a que se acaba de hacer referencia, sino también por las experiencias posteriores al maltrato que el niño o la niña tenga. El ejemplo de lo que ocurre en el caso de la exposición fetal a drogas y alcohol nos proporciona un buen ejemplo: aunque dicha exposición suele provocar serias consecuencias a corto plazo, como se mostrará enseguida, las consecuencias a largo plazo van a depender enormemente del ambiente postnatal: como la investigación ha documentado, el impacto negativo de la exposición prenatal a drogas y alcohol dará lugar a secuelas evolutivas muy negativas si va asociado con factores de riesgo postnatal tales como pobreza extrema, inestabilidad familiar, violencia en el hogar y pobres interacciones entre el niño o la niña y sus cuidadores. Por el contrario, si un niño sometido a una experiencia temprana muy adversa encuentra después un entorno favorable, protector, estimulante, su desarrollo puede normalizarse y su funcionamiento psicológico ser adecuado (Schaffer, 1996).
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• Todos los factores anteriores deben ser considerados no aisladamente, sino en interacción: así, si el daño producido por una experiencia de maltrato ha ocurrido a una edad muy temprana y ha sido severo, afectando a procesos neurofisiológicos o psicológicos básicos, y creciendo posteriormente el afectado en un entorno poco protector y poco estimulante, las previsiones evolutivas van a ser mucho menos optimistas que si los factores en interacción hubieran mostrado una configuración menos negativa. Consecuencias físicas y neurofisiológicas Como se ha indicado anteriormente, las consecuencias físicas y neurofisiológicas del maltrato infantil van a depender enormemente de la forma concreta de maltrato que esté implicado, así como de su severidad, del momento en que ocurra y del resto de las variables recién analizadas. Así, por ejemplo, se pueden destacar algunas consecuencias concretas de tipos de maltrato sobre estos ámbitos: • Si el maltrato prenatal ha consistido en abuso de drogas y/o alcohol, el menor tamaño de la cabeza y la acentuada reactividad ante los estímulos suelen estar entre las consecuencias más comunes. Los bebés con estos antecedentes nacen con síndrome de abstinencia, presentan gran agitación, son difíciles de calmar, presentan temblores, lloran agudamente o bloquean la entrada de estímulos exteriores cayendo en un sueño profundo (Chasnoff, Griffith, Freier y Murray, 1992). Algunas enfermedades infecciosas con consecuencias posteriores de muy alto riesgo, como las hepatitis tipo B y C o el sida, se transmiten en fase prenatal. • La negligencia puede dar lugar a una muy diversa serie de consecuencias somáticas: retraso en estatura y peso, trastornos de crecimiento derivados de carencias en la alimentación, la higiene y los cuidados (llegando, por ejemplo, al raquitismo), lesiones derivadas de quemaduras o congelaciones por falta de cuidados y supervisión, repetidos accidentes domésticos por la misma causa, riesgo de contraer determinadas enfermedades por no cumplimentar el
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calendario de vacunas, aplanamiento del occipucio y deformación craneal por tener al niño continuamente inmóvil boca arriba... • El maltrato físico provocará lesiones de muy diversa consideración y gravedad, desde heridas y quemaduras superficiales a otras más profundas; con todo, las agresiones más graves suelen ser aquellas que provocan lesiones internas; así, por ejemplo, cuando se trata de traumatismos craneales, pueden darse hemorragias cerebrales, hidrocefalias postraumáticas o edemas subdurales que fácilmente se traducirán en retrasos, deficiencias motoras y/o cognitivas, epilepsias... En el caso de traumatismos oculares, pueden encontrarse ceguera por desprendimiento de retina, glaucoma, cataratas postraumáticas... (Martínez y de Paúl, 1993). • Lógicamente, las formas de abuso sexual con consecuencias somáticas son aquellas que implican contacto genital (que, por fortuna, son las menos abundantes dentro del abuso sexual). En ese caso, las consecuencias pueden ser desgarros de diversa entidad, enfermedades de transmisión sexual (sífilis, sida...) y embarazos no deseados. Sin embargo, la secuela física más frecuente de los abusos sexuales (impliquen o no contacto entre genitales) tiene que ver con trastornos psicosomáticos diversos a los que enseguida se hará referencia (Echeburúa y Guerricaechevarría, 2000; Intebi, 1998). Pero, además de las secuelas somáticas asociadas a formas concretas de maltrato, se puede identificar una serie de consecuencias sobre este ámbito que son comunes a diversas formas de maltrato y que tienen su base en la afectación temprana del desarrollo del cerebro y el sistema nervioso, bien sea por daños directos, por ausencia o inadecuación de la estimulación, o, en otras ocasiones, por sobreestimulación de ciertas estructuras cerebrales. Algunas de las consecuencias comunes a distintas formas de maltrato son (Gómez de Terreros, 1995): • Nivel de activación y capacidad para reaccionar ante situaciones de estrés; problemas frecuentes serían la reactividad excesiva, el tono muscular elevado, conductas de alarma excesiva, anormalidades en la regulación cardiovascular y problemas de sueño. Algunas de estas situaciones (reactividad y alarma excesivas, por ejemplo) pueden ser funcionales en situaciones de estrés ocasio-
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nal, pero se convierten en problemáticas cuando presentan un carácter más permanente, como ocurre con frecuencia en niños sometidos a estrés crónico. • La influencia del estrés y los traumas puede también afectar a estructuras neurofisiológicas relacionadas con el crecimiento, por lo que entre las posibles consecuencias del maltrato pueden encontrarse retrasos y trastornos en el crecimiento, así como complicaciones en el desarrollo puberal. • Los problemas psicosomáticos asociados al estrés son frecuentes en niños y niñas sometidos a diversos tipos de maltrato, incluidos aquellos que son víctimas de la contemplación de violencia doméstica: asma, diarrea, úlceras y otros problemas intestinales, regresiones en el lenguaje o en el control de esfínteres, trastornos de la alimentación y el sueño, sonambulismo y pesadillas... son algunas de las consecuencias observadas. Trastorno de estrés postraumático De acuerdo con Margolin y Gordis (2000), las repercusiones fisiológicas del maltrato infantil están íntimamente ligadas a los síntomas del trastorno de estrés postraumático, respuesta a situaciones particularmente estresantes caracterizada por conductas como revivir una y otra vez el acontecimiento causante del estrés, bloqueo y parálisis psicológica, pesadillas y otras dificultades del sueño. Según Terr (1991), los niños y las niñas afectados por traumas relacionados con experiencias de maltrato presentan cuatro conductas típicas del síndrome de estrés postraumático: recuerdos repetidos de las situaciones de maltrato a través de su visualización, conductas y juegos repetitivos relacionados con los acontecimientos estresantes, miedos relacionados con el contenido del maltrato, y actitudes pesimistas relacionadas con sentimientos de indefensión ante su futuro y ante la vida. Otra de las características de los niños y las niñas afectados por el síndrome de estrés postraumático tiene que ver con la activación excesiva, la hiperactividad y los problemas de atención. Estos síntomas tienen que ver con las respuestas de exageradas conductas defensivas y de vigilancia mencionadas anteriormente, conductas que pueden ser fun-
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cionales para hacer frente a situaciones episódicas de amenaza, pero que se convierten en disfuncionales y problemáticas cuando se cronifican. Merece la pena insistir en la idea de que el trastorno de estrés postraumático se observa no sólo en niños y niñas víctimas de abandono o violencia, sino también en aquellos otros que están expuestos a la violencia doméstica entre sus padres. Y aunque es verdad que este tipo de secuelas es más grave cuando se está expuesto a la violencia (directa o indirecta) repetidamente, también es cierto que la investigación ha documentado la influencia de este tipo de situaciones a largo plazo incluso con una sola experiencia (Margolin y Gordis, 2000). Repercusiones emocionales Las experiencias de maltrato tienen entre sus secuelas más importantes las afectaciones en el ámbito de lo que genéricamente se puede clasificar como emociones, que pueden estar, o bien relacionadas con los demás (como el apego, por ejemplo), o bien relacionadas con uno mismo (como, por ejemplo, la autoestima). Las secuelas emocionales pueden presentar un carácter estrictamente vinculado al tipo de maltrato sufrido, pero suelen estar presentes con mucha frecuencia en las víctimas de cualquier tipo de maltrato, que será la perspectiva de análisis que adoptaremos a continuación. Los trastornos del apego deben mencionarse de manera destacada entre las consecuencias negativas del maltrato infantil. Al contrario de los niños y las niñas que crecen en ambientes familiares en los que se responde de manera positiva y coherente a sus demandas de atención, afecto y ayuda (y que, consecuentemente, desarrollan apegos de tipo seguro), los que sufren malos tratos desarrollan frecuentemente tipos de apego o bien inseguro o bien desorganizado y desorientado. En el primer caso, el apego será de tipo evitativo o de tipo ambivalente, en gran parte en función de las experiencias concretas de maltrato que hayan sufrido; así, si la madre es habitualmente punitiva es más probable que se desarrolle una conducta evitativa en su presencia o cuando trata de aproximarse al bebé, mientras que si la madre alterna situaciones de atención positiva y adecuada con otras de falta de atención o de atención y afecto inadecuados, es más probable que dé lugar a respuestas ambivalentes por parte del
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bebé. A su vez, el apego desorganizado suele ser la respuesta a comportamientos adultos insensibles, carentes de sintonía y, sobre todo, incoherentes, comportamientos que no permiten al niño aprender una pauta de conducta adecuada para obtener reacciones concretas, con lo cual se genera en ellos una ansiedad extrema y conductas erráticas en las que en un mismo episodio pueden alternar reacciones muy diversas que dan, efectivamente, la pauta de la desorganización y la desorientación del pequeño (Cerezo, 1995). Como ya quedó indicado anteriormente, las experiencias tempranas de apego son importantes en sí mismas, pero también por la impronta que dejan en la forma de modelos internos de relaciones interpersonales, modelos que repercutirán sobre las relaciones emocionales más allá de los primeros años. Una niña o un niño, por ejemplo, que haya crecido con un apego inicial fuertemente inseguro y que no haya tenido la oportunidad de establecer relaciones de apego sanas y seguras posteriormente, correrá el riesgo de repetir conductas y pautas de apego disfuncionales cuando entre en contacto con otros adultos (educadores en un centro de acogida, padres acogedores, profesores...) o cuando empiece a intimar con personas de su edad. Otro de los ámbitos emocionales sobre el que las experiencias de maltrato tienden a dejar secuelas problemáticas tiene que ver con sentimientos negativos respecto a sí mismos. Uno de los más frecuentes y paradójicos son los sentimientos de culpa en relación con sus experiencias de maltrato. En efecto, es muy frecuente que los niños y las niñas que han pasado por tales experiencias desarrollen la creencia de que ellos son en todo o en parte responsables de lo que les está ocurriendo o les ha ocurrido. En parte, porque en ocasiones el maltratador se encarga de transmitir esa idea («tú tienes la culpa», «si no fueras malo no te haría esto»...), en parte, porque al niño le es difícil pensar en su padre o en su madre como malos, violentos, agresores, abusadores... y, en parte, porque en ocasiones son conscientes (por ejemplo, en episodios de violencia doméstica donde hay argumentos sobre los hijos) de que ellos forman parte de los conflictos. Uno de los corolarios de lo anterior son los sentimientos de vergüenza, frecuentemente acompañados de tristeza, depresión, inseguridad e indefensión. Es también muy frecuente que las experiencias de maltrato dejen importantes secuelas sobre la autoestima, es decir, una visión negativa
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de uno mismo como persona y de las propias características, cualidades y capacidades. Tales problemas pueden observarse ya a edades muy tempranas; por ejemplo, cuando niños o niñas maltratados de un par de años se enfrentan a tareas que requieren un cierto esfuerzo por su parte y reaccionan con escasa motivación, con nulo entusiasmo o esfuerzo, con enfado y frustración: no han tenido la oportunidad de aprender a interesarse o a esforzarse, no han recibido ayuda para resolver tareas que plantean una cierta dificultad y reaccionan con enojo y evitación, dando muestras de un enfado y de unas conductas negativas que en el fondo no son sino formas de reconocerse incapaces de enfrentarse a la tarea y resolverla, o bien de pedir ayuda eficaz para poder hacerlo. Los sentimientos de incapacidad e indefensión se pueden, pues, observar ya a edades tempranas. Y, por supuesto, tales sentimientos no suelen sino aumentar y solidificarse con el paso del tiempo y con la confirmación repetida a través de situaciones de maltrato, abandono o abuso de que ellos no son personas valiosas, respetables, capaces, dignas de ser queridas y admiradas. La autoestima negativa que así se va desarrollando dará lugar a fuertes sentimientos de tristeza que pueden llegar a la depresión y a la indefensión (Cerezo, 1995). Aunque no suelen ser los que más llaman la atención, los síntomas de tipo interno son muy frecuentes en las víctimas de maltrato y en realidad no son sino una consecuencia o una manifestación más de los problemas a que ya hemos hecho referencia en los párrafos precedentes. Entre tales síntomas se incluyen emociones negativas tales como la introversión excesiva, la depresión, la ansiedad, los miedos, la rabia, una capacidad de afecto limitada y como embotada, conductas de hipervigilancia (excesiva sensibilidad respecto a ruidos, movimientos, cambios de humor de los adultos...). Más llamativos que los anteriores suelen ser los síntomas hacia fuera, que pueden presentarse en lugar de, pero a veces además de, los expuestos en el párrafo anterior. Uno de los más recurrentes es la presencia de agresividad instrumental en niveles y edades desproporcionadas. En el desarrollo normal de la agresividad, la de tipo instrumental es característica de niños y niñas menores de 3 años, que responden con agresiones físicas a situaciones de frustración o a los rutinarios conflictos entre iguales (así, un niño de 2 años empuja a otro para quitarle un sitio, o le golpea para apoderarse de su juguete, etc.). Pronto en los
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años preescolares la agresividad instrumental se ve sustituida con frecuencia cada vez mayor por la llamada agresividad hostil, en la que se trata de molestar o de dañar al otro, pero de forma cada vez menos física, recurriendo más, por ejemplo, a ataques verbales, a agresiones sociales varias (desprestigiar al otro, hacer circular rumores, poner motes o insultar...). Como este tipo de agresión suele tener consecuencias muy claras y visibles sobre la competencia social y sobre las relaciones con los compañeros, reservaremos un comentario más detallado para el apartado siguiente (Palacios y otros, 1998). Repercusiones sobre las relaciones con compañeros Las relaciones con los iguales de los niños y las niñas que han pasado por experiencias de maltrato van a venir influidas por algunas de las características de personalidad básicas examinadas anteriormente. La investigación ha demostrado continuidad, por ejemplo, entre las pautas de apego temprano con los padres y la competencia social puesta de manifiesto, posteriormente, en las relaciones con los compañeros y amigos; los niños que en sus relaciones familiares tempranas desarrollaron tipos de apego inseguro o desorganizado, así como algunas de las demás conductas revisadas anteriormente, van a desplegar con sus compañeros conductas coléricas y agresivas (más frecuentes en los niños de apego inseguro evitativo), o bien comportamientos quejicas, fácilmente frustrables e inhibidos (más frecuentes en los de apego inseguro ambivalente), o bien comportamientos habitualmente inmaduros e imprevisibles que pueden ir desde la reacción colérica y agresiva, a la inhibida y en exceso retraída (más frecuente en los de apego desorganizado) (Moreno, 1999a, y b). Como consecuencia de sus adversas experiencias familiares, los niños y las niñas que han sufrido malos tratos o que han sido testigos de ellos presentan frecuentemente dificultades para el procesamiento de la información social. Tal procesamiento requiere, para ser eficaz, de una serie de fases que implican decodificar las claves sociales («si alguien me empuja, ¿qué aspecto tiene?, ¿qué expresiones faciales presenta?»), interpretarlas («ha sido un accidente» o «trata de fastidiarme y agredirme»), buscar respuestas adecuadas («¿qué puedo hacer en estas circunstancias?»), tomar
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decisiones («de las respuestas posibles, la mejor me parece que es...»), llevarlas a la práctica y, finalmente, evaluar sus consecuencias (véase Moreno, 1999b). Los niños que han crecido en ambientes de malostratos suelen tener dificultades en este proceso y con frecuencia se observa que tienen capacidades distorsionadas para decodificar claves sociales (que requieren pararse a atender los rasgos de la situación, particularmente cuando ésta es ambigua y poco clara) y para interpretarlas adecuadamente (con una excesiva tendencia a atribuir al otro intenciones hostiles y agresivas), así como un limitado repertorio de conductas disponibles (siendo las agresivas las que más frecuentemente les dominan), que se ejecutan con poca reflexión y previsión de consecuencias. Sin duda alguna, una de las consecuencias más llamativas de las experiencias de maltrato (consecuencia, a su vez, de rasgos que venimos examinando) es el comportamiento agresivo que tan frecuentemente se observa en las víctimas. Consecuencia en parte de la pura imitación de las conductas que con frecuencia han observado, pero en ocasiones también resultado de su impulsividad, o de su menor inteligencia, o de sus dificultades para interpretar adecuadamente las claves sociales, o de su frustración y enfado, la conducta agresiva forma parte del escenario habitual en la personalidad de estos niños y niñas. Como se ha indicado hace un momento, se trata además de una forma de agresividad frecuentemente inmadura, pues adopta formas instrumentales en edades en las que debe haberse producido ya la transición evolutiva hacia formas de agresividad más hostiles y, si se quiere, indirectas. Además, se trata de un tipo de agresividad que presenta una gran estabilidad a lo largo del tiempo, de manera que el niño pequeño agresivo tiene una alta probabilidad de ser un niño mayor y luego un adolescente también agresivo. Se trata de una agresividad que se va a poner de manifiesto en las relaciones con los compañeros, como ahora veremos, pero que frecuentemente aparece también en las relaciones con los adultos, en forma de desobediencia, desafíos, retos e, incluso, violencia física. En la adolescencia, las manifestaciones de estas conductas adoptarán con frecuencia la forma de peleas, ataques, robos y otras conductas delictivas (Palacios y otros, 1998). Lógicamente, todo lo anterior va a tener un importante impacto negativo sobre el lugar que se ocupa entre los compañeros (estatus sociométrico), pues como consecuencia de sus múltiples problemas (de apego, de procesamiento de información social, de agresividad...) los niños vícti-
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mas y testigos de malos tratos van a presentar con mucha frecuencia serias dificultades de ajuste y competencia social. Llevarse bien con los otros, prestar atención a sus necesidades y emociones (empatía) y saber responder a ellas (conducta prosocial), reaccionar adecuadamente en situaciones de conflicto y de frustración, acostumbrarse a ganar unas veces y a perder otras, etc., son conductas que requieren mucha competencia y habilidad social (Moreno, 1999b). Las circunstancias en que se ha producido el desarrollo de los niños maltratados no están precisamente a favor de estas capacidades, siendo la principal consecuencia una conducta social que lleva a sus compañeros a marginarlos, cuando no a rechazarlos. El niño maltratado resulta ser un compañero de juego no atractivo, y las consecuencias se manifiestan pronto y de forma duradera, marcando negativamente las experiencias sociales de niños y niñas que ya venían señalados por experiencias familiares negativas. Consecuencias sobre el lenguaje, la inteligencia y el desempeño académico Finalmente, pero de forma no menos importante, las experiencias de maltrato pueden también tener un impacto negativo sobre la esfera que genéricamente se llama de lo cognitivo y que incluye en realidad cosas muy diversas. Algunos de los problemas más importantes tienen su origen en la negligencia, ya se presente sola, ya formando parte de cuadros de maltrato más complejos. La atención inadecuada o ausente a un niño o a una niña en sus primeros años va a afectar a lo que en el apartado Necesidades relacionadas con el desarrollo cognitivo y lingüístico presentamos como elementos básicos del correcto funcionamiento cognitivo: procesos básicos de atención selectiva (ahora presto atención a esto, más tarde prestaré atención a eso otro), de análisis (¿qué ocurre aquí?) y resolución de problemas (¿qué otras soluciones puede haber para resolver esto además de la primera que se me ha ocurrido?), de memoria (tengo que acordarme de que guardo esto aquí para encontrarlo mañana), de evaluación de consecuencias antes de que se produzcan (si hago esto, ¿qué pasará después?). Cuando estos fundamentos básicos se ven alterados, se establecen las bases a corto y largo plazo para serias dificultades en el aprendizaje. Así, por ejemplo, las dificultades de atención, los problemas de
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impulsividad cognitiva, la incapacidad para pararse a reflexionar antes de actuar o para prever los errores antes de cometerlos y, en consecuencia, cambiar el rumbo de la acción antes de que ésta empiece a ponerse en marcha. De hecho, los problemas relacionados con la impulsividad, los problemas de atención e hiperactividad están entre los más frecuentemente encontrados en los niños y en las niñas que han tenido experiencias de pobre estimulación y de maltrato; dichos problemas tienen una gran importancia porque van a determinar dificultades casi inevitables en el funcionamiento cotidiano, en el aprendizaje y en el ajuste y adaptación escolar (Palacios y otros, 1998). Muy frecuentemente presentes en toda forma de educación poco estimulante, los problemas de lenguaje suelen formar parte de los problemas de los niños y las niñas sometidos a condiciones de crianza inadecuadas y maltratadoras. Los problemas pueden manifestarse de muy diversas formas, pero el retraso en la adquisición del lenguaje, su uso muy restringido (pobre vocabulario, jergas personales, dificultades para producir o comprender sintaxis con alguna complejidad, como es el caso de oraciones subordinadas...) y su escasa función autorreguladora (uso del lenguaje interior para dirigir la acción) suelen estar entre las manifestaciones más comunes. Por lo que al funcionamiento intelectual se refiere, los problemas entre los niños y las niñas maltratados son frecuentes, ya sea como consecuencia directa del maltrato que les afecte (por ejemplo, negligencia), ya sea como consecuencia indirecta (explotación laboral que impide o dificulta la escolarización). En ocasiones, el origen del problema no es estrictamente intelectual, sino que tiene más que ver con las interferencias emocionales producidas por las perturbaciones consecuentes al maltrato (por ejemplo, en el caso del abuso sexual). Y, con mucha frecuencia, el problema se refiere no al hecho de que el niño o la niña carezca de capacidad intelectual, sino a que su hiperactividad o su impulsividad le impide sacar todo el partido de unas capacidades aceptables. Con todo lo anterior, resulta poco sorprendente que las dificultades escolares formen parte del cuadro de problemas que presentan los afectados por maltrato. Tales dificultades están sobre todo presentes en situaciones que implican negligencia, pero, por las razones ya explicadas, hay otras formas del maltrato (forme o no la negligencia parte del cuadro) que pueden dar lugar a serios problemas en este ámbito, bien por pro-
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blemas de capacidad, bien de motivación, bien de estrategias cognitivas básicas (atención, por ejemplo), bien de interferencia emocional. Finalmente, antes de concluir este examen de las consecuencias del maltrato, conviene hacer una reflexión sobre el alcance y el significado de algunos de los datos y hechos que se han revisado: • Ser objeto de maltrato y verse expuesto como testigo a la violencia familiar es una potencial fuente de serios problemas tanto a corto como a largo plazo. • Estos problemas pueden hacerse presentes en áreas muy diversas y pueden presentar una intensidad igualmente muy variada. • Los problemas no son inevitables: no todos los afectados por un problema reaccionan de la misma manera ni padecen las mismas consecuencias, de forma que algunas víctimas parecen salir relativamente indemnes a largo plazo de esas experiencias, mientras que otras se ven afectadas muy profundamente. • La diversidad de consecuencias a largo plazo a que se acaba de hacer referencia depende, en parte, de factores relacionados con las circunstancias del maltrato y del sujeto, pero depende también de cuál sea el contexto general en que el maltrato ocurre (si está asociado o no, por ejemplo, a otras fuentes de tensión y problemas) y de cuáles sean las circunstancias posteriores a las experiencias maltratadoras. El sistema de protección de la infancia maltratada Tiene ahora sentido volver sobre el análisis que al principio de este capítulo se hizo sobre los derechos de niños y adolescentes, así como sobre las leyes que se han promulgado para defenderlos. Por todo lo expuesto en los apartados anteriores, queda claro que las experiencias de maltrato del tipo que sean suponen una potencial amenaza al bienestar infantil presente y al ulterior desarrollo de los afectados. Un sistema legislativo basado en la preeminencia del bienestar de los menores de edad debe, lógicamente, articular una serie de medidas que, en primer lugar, traten de evitar que el maltrato llegue a producirse y que, en segundo lugar, si el maltrato ocurre se actúe para proteger a las víctimas de la forma que se considere más adecuada y eficaz. En lo que queda de capítulo analizaremos la lógica y las previsiones de nuestro sistema de protección, previsiones entre las cuales el
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acogimiento familiar ocupa un lugar importante. En el capítulo siguiente se profundizará sobre el acogimiento como una de las medidas de protección, dedicando el resto del libro a examinar esta alternativa en detalle. El ordenamiento legal establecido en la ley 1/1996 a que se hizo referencia en el apartado primero contempla y establece una gradación de medidas en función de cuáles sean las circunstancias y las previsiones. Como se muestra en el cuadro 1.3, la medida de protección que en cada caso se adopte dependerá, por una parte, de si nos encontramos ante una situación de riesgo o de maltrato ya consumado y, por otra, de cuáles sean las previsiones que de cara al futuro de las relaciones del niño o la niña afectado con sus padres puedan establecerse. CUADRO 1.3 Medidas de protección en contexto familiar Situación de riesgo
Programas de preservación de la unidad familiar con intervención para modificar la situación de riesgo y con seguimiento de la intervención y la situación.
Situación de maltrato
Separación del niño o la niña de su familia. Separación con vistas a la posterior reunificación: acogimiento simple. Separación sin previsión de posterior reunificación, pero sin modificación legal de la filiación: acogimiento permanente. Separación sin previsión de reunificación y modificando el estatus jurídico de la filiación: adopción (con acogimiento preadoptivo como paso previo).
Naturalmente, la situación ideal es aquella en la que las necesidades de niños y adolescentes están bien atendidas, ya sea porque todas las circunstancias son favorables a ese fin, sin que existan motivos de ries-
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go o de preocupación especiales, ya sea porque, habiendo circunstancias que pudieran ser preocupantes, las actuaciones preventivas y compensatorias han conseguido que el riesgo no llegue a materializarse. Se trataría, en esos casos, de las situaciones más deseables, pues implican que las necesidades infantiles y adolescentes han estado adecuadamente atendidas, sea o no con la mediación de actuaciones preventivas específicas. Ocurre, sin embargo, que no siempre las circunstancias son favorables y que, cuando no lo son, no siempre se ponen los medios de prevención que serían necesarios. Puede incluso ocurrir que se hubieran puesto tales medios, pero que por cualquier razón no hubieran dado el resultado apetecido. En tales casos, cuando las necesidades de la niña, del niño y los adolescentes no están siendo adecuadamente atendidas o corren grave peligro de no serlo, nos encontramos ante situaciones de riesgo, definidas en la exposición de motivos de la ley 1/1996 como aquellas «caracterizadas por la existencia de un perjuicio para el menor que no alcanza la gravedad suficiente para justificar su separación del núcleo familiar». En tales casos, el objetivo de la intervención será «intentar eliminar, dentro de la institución familiar, los factores de riesgo», viniendo obligada la entidad pública competente (en la mayor parte de los casos, los servicios sociales de la comunidad autónoma) a poner en marcha las actuaciones pertinentes para reducir la situación de riesgo y a realizar el seguimiento de la evolución del menor y su familia (artículo 17 de la ley 1/1996). Ante estas situaciones, pues, se abre el camino para los programas de intervención familiar o programas de tratamiento familiar, que tienen una finalidad fundamentalmente educativa y reparadora de cara a poder mantener a la familia unida, evitando la separación de los pequeños de su interior. A este respecto, debe tenerse en cuenta que si el primer principio rector de las actuaciones en materia de protección es «la supremacía del interés del menor» (artículo 11, 2 a) de la ley 1/1996), a renglón seguido la ley establece el segundo principio rector de tales actuaciones, que no es otro que «el mantenimiento del menor en el medio familiar de origen salvo que no sea conveniente para su interés» (artículo 11, 2 b) de la ley 1/1996). En una situación de riesgo, la primera preocupación debe ser el interés del menor y la primera hipótesis debe ser la de mantener al niño o a la niña con sus padres, introduciendo todas aquellas medi-
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das de apoyo y compensación, ya sean de tipo económico, educativo, terapéutico o de cualquier otra índole, que sirvan para disminuir los riesgos y aumentar la respuesta adecuada ante las necesidades infantiles y adolescentes. Puede haber ocasiones en que la prevención no funcionó adecuadamente o no obtuvo el éxito deseable, o bien otras en las que la intervención no consiguió reducir y hacer desaparecer la situación de riesgo, que llegó a convertirse en situación de maltrato. Cuando «la gravedad de los hechos aconseja la extracción del menor de la familia» (exposición de motivos de la ley 1/1996) estamos ante una situación de desamparo, que viene definida como aquella que «se produce de hecho a causa del incumplimiento o del imposible o inadecuado ejercicio de los deberes de protección establecidos por las leyes para la guarda de los menores, cuando éstos queden privados de la necesaria asistencia moral o material» (disposición final quinta de la ley 1/1996 que modifica el artículo 172 del Código Civil). La referencia al incumplimiento o al inadecuado cumplimiento de los deberes de protección es, de hecho, una referencia a las situaciones diversas de maltrato a que se ha hecho referencia en el apartado Maltrato infantil: concepto y tipos de este capítulo. Determinada una situación de desamparo, la entidad pública competente asumirá la tutela del menor o de los menores implicados, responsabilizándose además de poner en marcha las medidas de protección adecuadas (artículo 18). La asunción de la tutela lleva consigo la suspensión de la patria potestad y la obligación por parte de la entidad pública de asegurar una adecuada respuesta a las necesidades de los declarados en desamparo. Pero la propia ley 1/1996 establece que la respuesta a tales necesidades debe darse en un medio familiar, instando a la entidad pública a «procurar que el menor permanezca internado durante el menor tiempo posible» en dispositivos residenciales, «teniendo en cuenta que es necesario que tenga una experiencia de vida familiar» (artículo 21). Así es como aparece en nuestro ordenamiento jurídico actual la figura del acogimiento familiar, con el que se busca una sustitución o complementación del medio familiar original y que se presenta con la siguiente caracterización básica: «el acogimiento familiar produce la plena participación del menor en la vida de la familia e impone a quien lo recibe las obligaciones de velar por él, tenerlo en su compañía, alimentarlo, edu-
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carlo y procurarle una formación integral» (disposición final sexta de la ley 1/1996 que modifica el artículo 173 del Código Civil). El capítulo siguiente explora en detalle las características y las modalidades del acogimiento familiar. La pretensión por ahora ha sido establecer el marco en el que esta medida de protección tiene sentido: la supremacía del interés de los menores de edad, la reflexión sobre sus necesidades, el análisis de las situaciones en las que esas necesidades no se atienden de forma adecuada (situaciones de maltrato) y las consecuencias de tal inatención, y, finalmente, el contexto legal que traduce todos estos principios en un conjunto de medidas en el que se prevé un continuo que va desde la prevención y la preservación de la unidad familiar, hasta la separación de su familia de aquellos niños y niñas para los que proceda una situación de desamparo. Son éstos los que pueden y deben beneficiarse de las experiencias proporcionadas por el acogimiento familiar. No obstante, antes de entrar en el detalle de lo que esta medida es, cómo está regulada y organizada, terminaremos este capítulo con un complemento que nos parece lógico y necesario: el análisis de las necesidades básicas de aquellos niños y niñas que están en el sistema de protección de infancia, no importa cuál sea la medida en que se encuentren. Necesidades básicas de los niños y las niñas que están en el sistema de protección Como no podría ser de otra manera, los niños y las niñas que están en cualquiera de las situaciones contempladas por nuestro sistema de protección comparten con los demás las necesidades básicas a que se hizo referencia en el apartado segundo de este capítulo: las relacionadas con la seguridad, el crecimiento y la supervivencia; las relativas al desarrollo emocional, al social, al desarrollo cognitivo y lingüístico, y las relacionadas con la escolarización. Pero, puesto que se trata de niños y niñas que en la mayor parte de los casos han pasado por alguna o varias de las situaciones de maltrato que se analizaron en el apartado tercero, conviene reflexionar aunque sea brevemente sobre las necesidades específicas que presentan en cuanto a su tránsito por el sistema de pro-
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tección, reflexión que ha de ser de gran utilidad de cara a prestar a estas necesidades específicas una atención tan completa como sea posible. Necesidad de un contexto familiar Son muchas y datan de muchos años las investigaciones que han mostrado las consecuencias que para los niños y las niñas tiene crecer en contextos institucionales. Desde los viejos trabajos de Spitz (1949) en torno a lo que él denominó «síndrome de hospitalismo», hasta los trabajos más recientes que han analizado las consecuencias que a largo plazo tiene haber pasado los primeros años de la infancia en instituciones rumanas para niños (ver, por ejemplo, los trabajos de Rutter y su equipo, como Rutter y otros, 2000), todos los datos muestran que el paso por instituciones, particularmente si es prolongado y particularmente si es en instituciones que no responden a las necesidades infantiles de estimulación y afecto, tiene consecuencias muy negativas y muy a largo plazo para muchos de los niños y las niñas afectados. No son pocas las investigaciones en que los problemas que los niños y las niñas adoptados presentan después de varios años de haber dejado las instituciones en las que estuvieron, se ponen en relación con las malas experiencias institucionales iniciales. Las negativas consecuencias de la institucionalización no se limitan a los casos dramáticos de los niños abandonados en hospitales o crecidos en las nefastas condiciones de los orfanatos rumanos. Es decir, no son una consecuencia de la, por así decirlo, «mala institucionalización», sino del hecho institucional en sí mismo. Porque la investigación también ha documentado el caso de niños y niñas que han pasado por instituciones de mejor calidad y que presentaban problemas y dificultades a largo plazo que bien podían relacionarse con las experiencias institucionales iniciales. Si nos limitamos, por ejemplo, a los datos de algunos estudios españoles recientes, cuando se ha querido comparar a los niños y a las niñas institucionalizados con los adoptados y con los que viven con sus familias biológicas (Palacios, Sánchez y Sánchez, 1997), no se han encontrado ya grandes instituciones, sino agrupamientos que raramente superaban los 20 ó 30 niños y niñas en los grupos más numerosos. Con frecuencia, estos niños y niñas están al cuidado de profesionales experi-
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mentados y especializados en el trabajo en esas circunstancias; se trata siempre de niños y niñas que llevan una vida muy normalizada, pues asisten a los colegios del entorno de la residencia en la que viven y en ellos se relacionan con compañeros y compañeras con los que también realizan actividades extraescolares. Y, sin embargo, a pesar de estas circunstancias tan alejadas de las viejas instituciones, su desarrollo psicológico y su bienestar personal distan mucho de ser satisfactorios, presentando un complejo cuadro de problemas que contrasta con el perfil de los grupos con que son comparados. No se trata, naturalmente, de satanizar las instituciones. Desaparecidas ya del sistema de protección en algunos países, siguen ofreciendo en muchos otros una alternativa para los niños y las niñas que tienen que ser separados de sus familias y para los cuales no es fácil o posible encontrar familias alternativas. El problema de las instituciones estriba, por una parte, en lo que difícilmente pueden ofrecer a quienes en ella están (particularmente, el tipo de relaciones emocionales estrechas y fuertemente personalizadas que son características del contexto familiar) y, por otra, en que resuelven el presente de los acogidos en mucha mayor medida que su pasado o su futuro, pues ni suelen ofrecer programas terapéuticos para ayudar a los afectados a superar las secuelas de sus traumas y sus separaciones, ni con frecuencia pueden ofrecer al tipo de niños que en la actualidad está institucionalizado una salida de futuro que implique su incardinación en un contexto familiar (Palacios, 2003). El tipo de relación emocional estrecha, personalizada y con continuidad que está entre las necesidades básicas de la infancia anteriormente analizadas, parece que se encuentra sobre todo en la familia, que proporciona un contexto que favorece el surgimiento y asegura el mantenimiento de ese tipo de relación. Y si la familia biológica no garantiza tal relación, entonces ha de buscarse en familias alternativas, de acuerdo con lo que, por una parte, indica la investigación acumulada y, por otra, establecen las normas que regulan nuestro sistema de protección. Necesidad de un contexto familiar estable y con buena dinámica familiar Pero si las instituciones no deben ser demonizadas, tampoco la familia debe ser sacralizada e hipostasiada. La familia no es buena porque sea fa-
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milia, sino porque ofrezca en su interior un tipo de relaciones estrechas, personalizadas y estables marcadas por el afecto, el compromiso y la atención continuada. Los rasgos de la dinámica familiar que más típicamente se relacionan con su buena calidad tienen que ver con la presencia de altas dosis de afecto y de comunicación en las relaciones padres-hijos. Efectivamente, son muchas las investigaciones que han analizado el funcionamiento de agrupamientos familiares de características muy diversas, llegando típicamente a la conclusión de que lo fundamental no tiene que ver con el tipo de estructura familiar, sino con las características de las relaciones que se dan en su interior, siendo los rasgos mencionados al final de párrafo anterior los que más claramente ayudan a diferenciar los contextos familiares de mejor y de peor calidad. Pero la gran mayoría de esas investigaciones da por supuesto que se trata de agrupamientos familiares estables. Precisamente, en algunos países en los que las instituciones han dejado de existir, uno de los problemas más frecuentemente mencionados como fuente de graves perturbaciones es el de los reiterados cambios de familia a que se ven sometidos algunos de los niños y las niñas del sistema de protección que no sólo no logran consolidar una relación estable con una familia, sino que además experimentan reiterados fracasos en su intento de establecer el tipo de relaciones que más fácilmente aseguran esa estabilidad. Como se analizará en un capítulo posterior, tales fracasos son de la máxima importancia no sólo por lo que en sí mismos suponen de experiencia fracasada, sino porque se relacionan con la mayor probabilidad de que las cosas no vayan bien en intentos posteriores con otras familias. Siendo la estabilidad en las relaciones familiares muy deseable, el acogimiento familiar nos sitúa a veces precisamente ante situaciones en las que no es posible, pues, como se verá en el capítulo próximo, existen tipos de acogimiento que vienen definidos por su provisionalidad y, en algunos casos, por su corta duración. ¿Se trata entonces de una opción indeseable? No es una mala opción si la alternativa es la permanencia del niño o la niña en una situación de grave riesgo en su núcleo familiar, o su paso por una institución. El argumento que a veces se plantea es que si se pone al niño en una familia alternativa temporal, formará unos lazos de apego que luego le resultará doloroso romper si ha de volver a su familia biológica o pasar a convivir con otra
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familia alternativa estable. Lógicamente, lo que parece implícito a tal argumentación es que es preferible que el niño o la niña esté en un lugar donde el establecimiento de lazos de apego no sea posible o sea, en todo caso, improbable. Pero puesto que el apego se establece en circunstancias en las que el niño o la niña se siente querido y protegido, y se responde a sus necesidades de manera coherente y sistemática, resulta entonces evidente la poca solidez de la argumentación, cuya esencia vendría a ser que para los niños y las niñas que proceden de familias que no han sabido o podido atender a sus necesidades básicas, se recomienda una alternativa una de cuyas características sería la inadecuada atención a una de las más básicas de esas necesidades, la de tipo emocional. En realidad, que el niño establezca buenas relaciones de apego en un contexto familiar temporal no es un problema, sino que puede empezar a ser parte de la solución a los problemas que ese niño tiene como consecuencia de sus negativas experiencias familiares. Si el niño ha de pasar de un contexto familiar alternativo provisional a otro más estable, el problema no es que forme lazos de apego en el primero, sino cómo se realiza la transición al segundo, garantizando al máximo la continuidad y protegiendo al niño de la vivencia de una ruptura que es lo que en realidad produce daño emocional. La forma de hacerlo variará enormemente en función de la edad del niño, como es evidente, pues no es lo mismo un bebé de 6 meses que una niña de 8 años. Pero la idea central es la de tomar en consideración las necesidades básicas de aceptación y respeto, así como asegurarse de que la expresión de cariño sea claramente perceptible por aquel a quien va dirigida. Evitar la acumulación de rupturas Estrechamente relacionada con el argumento anterior está la necesidad de evitar a los niños y a las niñas a los que atiende el sistema de protección una sucesión de rupturas negativas, es decir, no de aquellas como las planteadas al final del apartado anterior, en que un niño sale de un entorno familiar provisional favorable para pasar a otro igualmente favorable pero más estable, sino del tipo de ruptura que procede del fracaso de las relaciones anteriores.
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Como se ha señalado anteriormente más arriba al hablar de las necesidades básicas relacionadas con el desarrollo emocional, las relaciones de apego de la infancia tienen una doble virtualidad. Por una parte, aseguran la satisfacción en el presente de una de nuestras más básicas necesidades, que es la de afecto. Por otra, dejan en nuestro interior un poso que tiene que ver con la forma en que percibimos a los demás como donantes y a nosotros como receptores de cariño. Si en sus relaciones de apego una niña se ha sentido querida de forma sostenida y sistemática, si sabe que tanto cuando ha estado enferma como cuando ha estado sana, que tanto cuando las cosas le han ido bien en el colegio como cuando le han ido peor ha podido contar con la seguridad del afecto de sus padres, la niña no sólo se ha beneficiado de ese afecto, sino que además ha aprendido a confiar en sus padres como fuente segura de cariño y protección. Si, por el contrario, hubiera tenido unos padres a veces afectuosos pero a veces negligentes o rechazadores, si hubiera tenido unos padres de cuyo afecto no podía estar segura, en este caso no sólo no habría disfrutado de la seguridad continuada del afecto, sino que habría aprendido a dudar y a desconfiar de sus padres como fuente de cariño. En relación con uno mismo, en la medida en que uno se sabe querido de forma estable e incondicional, le es más fácil desarrollar una imagen de sí mismo como persona que es importante para alguien y merecedora de su afecto. Y, por el contrario, la percepción de falta de cariño por parte de las personas más significativas genera dudas sobre la propia valía y despierta todo tipo de sentimientos de indefensión y de culpa. Por ello, al evitar la acumulación de rupturas negativas se está protegiendo uno de los núcleos más profundos y significativos de nuestra personalidad: aquel en el que se define la percepción de nosotros mismos como personas merecedoras de respecto, consideración y afecto. El especial significado del tiempo en los niños y las niñas Para todos es valioso el tiempo, niños y adultos. Pero el significado del tiempo en la infancia y los primeros años de la juventud es muy especial en gran parte por la cantidad de desarrollo y de experiencias nuevas que ocurren en unidades de tiempo relativamente pequeñas. Los nueve meses de la concepción, por ejemplo, tienen un valor que no es comparable con
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nueve meses en ningún otro momento de la vida. Y lo mismo se puede decir respecto al primer año, al segundo o a cualquiera de los que componen nuestra infancia y adolescencia. Se trata de años cruciales en los que es mucho lo que se juega en relación con nuestra felicidad presente y futura. Uno de los objetivos que debe proponerse el sistema de protección es tomar decisiones con la mayor prontitud que sea posible, manteniendo el menor tiempo posible a los niños y a las niñas en circunstancias indeseables o en situaciones provisionales e inestables. Son muchas las investigaciones que han demostrado que unos cuantos meses más de institucionalización, por ejemplo, no son inocuos, que pueden afectar de forma negativa al desarrollo del niño o la niña (véase, por ejemplo, el trabajo de Rutter y otros, 2000, antes mencionado). Y lo mismo puede decirse respecto a las situaciones de inestabilidad o inseguridad, en las que el niño está, o bien en un contexto inadecuado, o bien en un limbo de indefinición y falta de perspectiva. Para los niños con un pasado problemático, la prolongación de un presente incierto no puede ser sino perjudicial. La toma de decisiones en el sistema de protección no siempre es fácil. Hay protocolos que deben cumplimentarse, trámites que tienen que hacerse, informes que deben ser elaborados, comisiones que tienen que tomar decisiones. Y, en ocasiones, intervenciones judiciales que pueden prolongarse sine die. Siendo todo eso comprensible, no lo es menos que quienes están afectados por la espera son niños y niñas para los cuales el tiempo es crucial. Seguramente uno de los indicadores de calidad de un buen sistema de protección está constituido por los esfuerzos hechos para evitar a toda costa la prolongación innecesaria de situaciones provisionales, inestables o indeseables. Y, por el contrario, un indicador seguro de mala calidad es la no preocupación por el factor tiempo, la desidia respecto a la importancia que tiene y la ausencia de control sobre los procedimientos para aligerar al máximo la toma de decisiones. Necesidad de reparación de los daños producidos previamente El repaso de los párrafos inmediatamente anteriores a éste, así como del apartado anteriormente dedicado a las consecuencias del maltrato infantil son suficientes para dar una idea de la complejidad y negatividad de las experiencias por las que pasan niños y niñas que son objeto
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de algún tipo de maltrato y tienen la experiencia de salir de su entorno familiar y pasar por instituciones o por contextos familiares alternativos. Como quedó puesto de manifiesto, las secuelas son complejas, frecuentemente graves y duraderas. Y, sin embargo, es muy frecuente que estos niños no reciban la atención terapéutica que reclaman su historia y las consecuencias que de ella derivan. A veces da la impresión de que se actúa en este terreno con una lógica simple del tipo: si una familia que no cumplió adecuadamente con sus funciones causó el daño, el contacto con otra familia que sí las cumpla será suficiente para repararlo. Pero la investigación ha documentado suficiente y reiteradamente que con el amor no basta para resolver todos los problemas que los niños y las niñas afectados acarrean. Sin duda alguna, para un niño que ha crecido en un entorno familiar maltratador, en el que no se le ha respetado ni querido, encontrarse en un entorno protector, afectuoso, comprensivo, comprometido y dedicado supone un cambio cualitativo de una extraordinaria importancia. Serán muy numerosos y muy duraderos los beneficios que de ese cambio se deriven. Pero el cariño que el niño reciba ahora, ¿será suficiente para responder a las preguntas que en su interior se hace sobre por qué sus padres no se lo dieron?, ¿tranquilizará al niño en sus sentimientos de culpa de acuerdo con los cuales lo que ocurrió se debió a su mala conducta?, ¿le ayudará a tener una perspectiva clara de qué va a ocurrir con él, qué ha pasado con sus padres y tal vez con sus hermanos? Y si estos problemas pudieran considerarse resueltos por el paso de un contexto de desprotección a otro de protección, ¿qué ocurrirá, por ejemplo, con las secuelas en otros ámbitos, como el de la hiperactividad y la falta de atención?; una dieta rica en cariño y estimulación ¿será suficiente para que el niño se sobreponga de todas las carencias en medio de las cuales se configuraron sus características psicológicas? Traspasar el umbral de un hogar estimulante y afectuoso encierra un sinfín de promesas de futuro, pero no ejerce poderes taumatúrgicos. Y si los niños y las niñas afectados pueden beneficiarse enormemente de sus nuevas experiencias familiares, no debe olvidarse que con mucha frecuencia seguirán necesitando ayuda profesional especializada que les permita poner orden y perspectiva en sus recuerdos, en sus emociones, en su presente y en su futuro. Y que necesitarán con mucha
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frecuencia ayuda en ámbitos concretos relacionados con su desarrollo cognitivo, lingüístico y social, ayuda que no siempre estarán en condiciones de ofrecer los adultos responsables del nuevo contexto familiar. Cuando la investigación documenta retrasos y problemas en niños acogidos o adoptados, se hace a veces difícil saber si tales problemas son fundamentalmente la secuela de las malas experiencias de partida, o la consecuencia de una inacción basada en la errónea creencia de que el amor todo lo puede. Necesidad de saber Para la mayor parte de las personas es fácil pensar en su propia vida en términos de continuidad, con vagos recuerdos iniciales y memoria más clara de acontecimientos y etapas posteriores, pero con un entorno familiar estable en el que la presencia continuada, durante un buen número de años, del padre, de la madre o de ambos, así como de hermanos, abuelos, etc., constituye un telón de fondo fácilmente identificable. Se han oído además historias familiares que llevan la memoria más atrás en el tiempo y que dan aún un mayor sentido de continuidad a la propia vida, prolongándola a veces más allá de sus propios confines temporales. Como ha quedado reiterado anteriormente, la continuidad es una de las cosas que por definición va a verse interrumpida en la vida de niños y niñas que por diversas razones deben salir de su contexto familiar original para insertarse en uno alternativo. Discontinuidad en la experiencia vital que marcará también una discontinuidad en la memoria y en la biografía. Y es aquí donde surge la importancia de que a estos niños y niñas les sea posible reconstruir su propia biografía para así tener un sentido realista y coherente de su propia trayectoria vital. Por ello, entre los profesionales de la protección de menores está cada vez más generalizada la convicción de que el conocimiento que un niño o una niña tenga de la verdad que le afecte no es sobre todo una opción que tienen los adultos que conocen esa verdad y pueden administrarla, sino que es fundamentalmente un derecho que el niño o la niña tiene a saber la verdad que le concierne. Y es precisamente el derecho del niño o la niña a saber lo que genera en los adultos responsa-
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bles la obligación de decir. Tales adultos pueden ser los profesionales de la institución en la que el niño está, su terapeuta, sus acogedores, sus adoptantes o cualquier otro que esté en situación de estar obligado a respetar el derecho a saber que todo niño o niña tiene. Dando por supuesto ese derecho como algo básico, el papel de los adultos será no decidir si cuentan o no, sino qué, cómo y cuándo lo harán. El punto de partida es que el niño debe saber la verdad que le afecta que en cada momento sea capaz de entender y de gestionar tanto cognitiva como emocionalmente. Cuanto antes esa verdad forme parte de la autobiografía, mejor. Naturalmente, no se trata de que el niño sepa desde el principio todo lo que le ha ocurrido ni la complejidad de su situación, que durante años sobrepasará sus capacidades de comprensión y asimilación. Se trata de que el niño pueda situarse ante su pasado, su presente y su futuro con las herramientas cognitivas que su edad o su situación personal le permitan manejar. Lógicamente, la información deberá irse incrementando y ganando en complejidad a medida que esas herramientas vayan siendo más complejas y sofisticadas. Una de las claves del proceso de información es que la historia que se cuente al niño sea coherente y verdadera. Es muy importante no mentir, siendo preferible omitir alguna información temporalmente a deformar la realidad y dar al niño o a la niña una imagen falsa que antes o después se descubrirá, quebrando entonces la relación de confianza con quien hubiera mentido anteriormente. Se podría pensar que la necesidad de comunicación a propósito de la propia biografía afecta sobre todo a aquellos casos en los que los acontecimientos sobre los que se deba hablar ocurrieron en los primeros años, de manera que el niño o la niña no guarda memoria de ellos y, por tanto, se hace necesario proceder a una «revelación» en el sentido etimológico de manifestación de una verdad secreta u oculta. En ese caso, aquellos niños y niñas que han tenido que ser separados de su familia biológica a una edad más tardía, que les permite tener claros recuerdos de lo que era su vida, lo que ocurrió en ella, lo que hicieron o dejaron de hacer su padre y su madre, etc., no tendrían necesidad de que se les revelara aquello que les es por demás conocido. Pero si bien es cierto que a estos niños no hay que contarles lo que bien saben, no lo es menos que eso no significa que no tengan importantes necesida-
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des de comunicación a propósito tanto de su pasado (tal vez para entenderlo, para ponerlo en orden, para interpretarlo), como de su presente y de su futuro. De hecho, investigaciones llevadas a cabo con niños mayores adoptados han puesto de manifiesto que los que fueron adoptados por encima de los 6 años (por lo tanto, con memoria de su vida anterior) experimentan tantos o más deseos de comunicación a propósito de su historia y su vida que aquellos que fueron adoptados como bebés (Sánchez-Sandoval, 2002). A veces, estos chicos y chicas pueden saber más sobre sí mismos y su pasado que sus propios adoptantes o acogedores, lo que deja de manifiesto que su necesidad no es tanto de saber cuanto de poder entender, poner orden, comprender, integrar, dar sentido, saber su papel en lo que pasó, etc. La comunicación a que estamos haciendo referencia suele ser difícil para los adultos, que tienden siempre a pensar que ese no es el mejor momento, que es preferible esperar a que sea el propio niño o la propia niña quien pregunte, que todavía no está en condiciones de entender la información, etc. El problema adicional es que cuanto más se demore, más difícil resultará iniciar la comunicación, con lo que empiezan a complicarse las cosas: ya no sólo hay que hablar del tema, sino que a medida que el tiempo pasa empieza a ser necesario justificar por qué razón no se ha hablado antes, etc. Sin duda alguna, la temática de la comunicación con los niños y con las niñas que pasan por alguna situación relacionada con la protección es uno de los contenidos que no deben faltar ni en la formación de quienes van a acoger o a adoptar, ni en los apoyos posteriores, ni en la formación de los profesionales que intervienen con niños y niñas o con adultos.
CAPÍTULO 2
EVOLUCIÓN DEL ACOGIMIENTO FAMILIAR Y TIPOS DE ACOGIMIENTO
Establecido en el capítulo anterior el lugar que el acogimiento familiar ocupa en el sistema de protección de la infancia en situación de riesgo, el propósito de este capítulo es doble. Por una parte, examinar los antecedentes históricos, más remotos y más próximos, de nuestros actuales planteamientos en acogimiento familiar. Por otra, analizar con detalle las distintas modalidades de acogimiento familiar tal y como vienen definidas, por un lado, por el sistema legal de protección a la infancia y, por otro, por la práctica profesional habitual. Con este capítulo se pretende, pues, analizar el origen y la situación actual del acogimiento familiar, tratando de facilitar una comprensión básica de las distintas opciones existentes y de sus características y requisitos fundamentales. Antecedentes históricos A lo largo de los siglos XVIII y XIX ya existían figuras que sin ser iguales a lo que hoy en día entendemos como acogimiento familiar eran pare-
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cidas. Existía la costumbre de confiar niños y niñas institucionalizados a familias para que los cuidasen. Esta práctica, por lo general, no tenía ningún tipo de control y podía provocar abusos por parte de algunas familias. Para evitar estas situaciones en 1788 se publicó una Real Orden de Carlos III en donde se recomendaba a los directores de las instituciones que los niños y las niñas debían ser colocados en familias que pudieran garantizar un mínimo de formación y educación (Creus, 1994). La figura del prohijamiento se reguló en la Ley de la Beneficencia de 1822, aunque su aplicación fue mínima. Posteriormente, se fueron creando nuevas leyes y reglamentos de Beneficencia que fueron regulando la figura del prohijamiento, aunque no quedaba del todo definida y daba lugar a confusión con la figura de la adopción. De una forma más concreta, es la orden del 1 de abril de 1937 la que define el acogimiento familiar como una colocación familiar destinada a la protección de la infancia abandonada. Posteriormente, el decreto de 11 de junio de 1948 regula que bajo la facultad protectora el Tribunal Tutelar de Menores puede ordenar que un niño o una niña sea confiado a una persona, a una familia o a un establecimiento. Durante la posguerra civil española, la medida del acogimiento familiar no fue utilizada de forma generalizada por las diferentes juntas de protección de menores. En España, la medida más utilizada era el internamiento en centros de protección, y la tendencia generalizada era la existencia de macrocentros en los que vivían muchos niños (frecuentemente, varios centenares) en auténticas ciudadelas, pues en el interior del centro contaban con todo lo necesario para la vida diaria (colegio, enfermería, peluquería...), de manera que los niños no necesitaban salir si no era por causas de fuerza mayor, como ir al hospital. De los macrocentros en que crecían juntos niños y niñas pequeños se pasaba luego frecuentemente a «ciudades juveniles» en las que se separaba ya a chicos y a chicas y en cuyo interior, de nuevo, podían desarrollar su vida de la mañana a la noche sin necesidad de más contacto con el exterior. Primer periodo. De la guarda y custodia al acogimiento familiar (1975-1986) En 1975 se produce en España una democratización de los ayuntamientos y esto tiene una repercusión en las políticas sociales. Son los
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ayuntamientos y las diputaciones los que inician el cambio en las políticas de protección a la infancia. La influencia de los organismos internacionales para favorecer una atención más individualizada a los niños en situación de desprotección provoca que las macroinstituciones se transformen en los llamados «colectivos infantiles», «pisos de acogida», pequeñas residencias que están insertas en la misma comunidad y no alejadas de ellas. Los niños y las niñas viven en una pequeña comunidad o una casa, pero salen al colegio, acuden a actividades extraescolares diversas, reciben atención médica en el centro de salud de su zona, etc. Estas políticas iniciadas en algunas comunidades a mediados de los años 70 del pasado siglo se fueron consolidando en otras en los años 80 y en algunas otras en los 90. Por otra parte, surge una mayor sensibilización social y una búsqueda de alternativas más normalizadas. En este sentido, en 1975 Luis Sanz, pedagogo y psicólogo, crea en Barcelona una asociación denominada MACI (Movimiento de Atención a Cierta Infancia). Esta asociación tenía como objetivo dar una respuesta familiar a los niños y a las niñas en situación de lo que ellos denominaban «semi-abandono». El acuerdo establecido con los Tribunales de Menores de Cataluña posibilitó que muchos niños y niñas que hasta aquellos momentos tenían como única alternativa la institucionalización pudieran disponer de una familia de acogida, denominada en aquellos tiempos de guarda y custodia. Por primera vez se introdujeron procedimientos de selección/ valoración de las familias candidatas, actividades realizadas por un equipo de profesionales (pedagogo, psicólogo, psiquiatra y trabajador social). La labor realizada por esta institución en Barcelona posibilitó su expansión a otras regiones. A partir de 1979 se van creando equipos de trabajo en distintas comunidades autónomas (Aragón, Asturias, Andalucía, Baleares, Galicia, Madrid, Murcia y Valencia), hasta que en 1986 se inicia un nuevo periodo constituyente para darle a la Asociación una estructura federativa en consonancia con la situación planteada en España por el estado de las autonomías. La modalidad de acogimiento que mayoritariamente propuso MACI la denominaríamos hoy en día acogimiento preadoptivo, abriéndose de esta forma la medida de la adopción para los niños institucionalizados que ya tenían cierta edad. Empezaba a cambiar el concepto de la adop-
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ción: su objetivo no era buscar niños (típicamente, bebés) para familias que no pueden tenerlos biológicamente, sino buscar familias para los niños y las niñas que las necesitan para desarrollarse felizmente. No será hasta el año 1984 cuando se crearán los primeros servicios de acogimiento familiar en el sentido moderno del término. En Barcelona y Girona se inicia una nueva modalidad de acogimiento familiar, los llamados acogimientos «temporales», acogimientos que en la terminología actual llamaríamos con previsión de retorno. De una forma lenta se fueron utilizando estos acogimientos en la Comunidad de Valencia, el País Vasco, Madrid, Canarias, Aragón... En resumen, en esta primera fase podríamos destacar que no existía una cultura de acogimiento familiar, que la alternativa más utilizada era el acogimiento en centros y que la modalidad más utilizada era el acogimiento preadoptivo, aunque ya se empezaban a vislumbrar los acogimientos con previsión de retorno con una perspectiva más abierta a una intervención integral, tanto con el niño y la niña acogido como con su familia biológica. Segundo periodo. Los cambios legislativos y la elaboración de una nueva metodología de intervención (1987-1995) La ley 21/1987, de 11 de noviembre, por la que se modifican determinados artículos del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de adopción, regula el acogimiento familiar, señalando ya en su preámbulo: «se ha estimado que la figura posee la sustantividad necesaria para ser digna de incluirse en el Código Civil, con lo que también se logrará unificar prácticas divergentes y difundir su aplicación». Esta ley propició la creación de programas de acogimiento familiar en el 60% de las diferentes delegaciones territoriales de protección de menores existentes en España (Amorós, 1989). Dos años después de la entrada en vigor de la ley, sólo en un 4% de las delegaciones no se utilizaba todavía el acogimiento familiar. Los acogimientos realizados a lo largo de 1988, según los datos ofrecidos por las delegaciones territoriales (Amorós, 1989) y complementados con los datos obtenidos de la Dirección General de Protección del Menor, fueron los siguientes:
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Nº de Acogimientos
Nº de delegaciones
%
Ninguno
6
12%
De 1 a 5
16
30%
De 6 a 20
19
37%
De 21 a 50
6
12%
Más de 50
5
9%
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En esta fase, los acogimientos en familia ajena que más se realizaban seguían siendo los preadoptivos, aunque ya se empezaba con la utilización de acogimientos en familia extensa. Para los acogimientos de tipo permanente se utilizaban mayoritariamente los centros residenciales. Es a principios de los 90 cuando confluyen varios factores que potencian la figura del acogimiento familiar en las comunidades autónomas más innovadoras: • Formación de los profesionales. • Cambio en la utilización de los programas de protección y adecuación a las características de los niños y las niñas en situación de desprotección. • Determinación de la metodología de intervención. • Elaboración de guías, instrumentos y programas. Formación de los profesionales La motivación de los profesionales, la sensibilización de los responsables políticos respecto a este nuevo recurso y la creación del Centro de Estudios del Menor del Ministerio de Asuntos Sociales potenciaron la formación de los profesionales, el intercambio de experiencias y la elaboración de procedimientos o materiales que facilitasen el proceso de intervención. Se realizaron innumerables cursos, jornadas y encuentros de formación dirigidos a los diferentes profesionales de los servicios de protección y a los de entidades colaboradoras. También se potenció la creación de materiales e instrumentos para la valoración y la formación de familias de acogida (Amorós, 1989; Amorós, Fuertes y Roca, 1994).
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ACOGIMIENTO FAMILIAR
Esta formación facilitó una mayor adecuación de los acogimientos, un acompañamiento más adecuado al niño y a la familia de acogida y la evidencia de que era preciso dedicar muchos más esfuerzos a la intervención con la familia biológica como elemento fundamental para la reunificación del niño o la niña con su familia. Cambio en la utilización de programas de protección de menores La confianza adquirida en los primeros años de funcionamiento del acogimiento familiar y la legislación específica por parte de diferentes comunidades autónomas favorecieron que algunos de los niños que estaban en instituciones tuviesen la posibilidad de utilizar un recurso más normalizado e individualizado como era el acogimiento familiar. La modalidad de acogimiento familiar más utilizada fue el acogimiento en familia extensa, lo que en muchas ocasiones no era sino el reconocimiento de una situación de hecho. Esta modalidad, que se ha extendido considerablemente, no ha utilizado criterios de valoración rigurosos ni procesos de formación para las familias acogedoras. Paralelamente al acogimiento en familia extensa, también se generalizaron los acogimientos con previsión de retorno y los acogimientos permanentes, surgiendo al mismo tiempo los programas de acogimiento familiar especializado, destinados a la atención y al cuidado de niños con «particularidades» o necesidades especiales. Las primeras experiencias de acogimiento familiar especializado se llevaron a cabo en Cataluña y en Castilla y León. Elaboración de una metodología de intervención El asumir nuevos retos requería un planteamiento más riguroso de las diferentes fases del programa de acogimiento, particularmente en lo referido a las campañas de captación y los procesos de valoración/ formación. En este sentido, se diseñaron campañas de captación con la utilización de medios de comunicación de masas (prensa, radio y TV) y la ayuda de materiales complementarios (pósters, trípticos, folletos o guías de acogimiento). Respecto al proceso de valoración se pasó de un modelo de evaluación de familias por medio de entrevistas a un modelo de valoración/formación en el que se ofrece a las familias acogedoras
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la oportunidad de tomar conciencia de lo que representa el acogimiento familiar y se les facilita la posibilidad de conocer sus propias limitaciones o potencialidades para decidir si son o no capaces de asumir el reto del acogimiento. Para posibilitar este modelo de valoración/formación, se elaboró el Programa de formación para las familias acogedoras (Amorós y otros, 1994), impulsado por la Comunidad de Castilla y León y editado por el Ministerio de Asuntos Sociales. Distribuido ampliamente entre las diversas comunidades autónomas españolas, el programa ha sido utilizado profusamente en los procesos de valoración/ formación con las futuras familias acogedoras. Tercer periodo. Los nuevos retos (de 1996 hasta la actualidad) En esta última etapa también confluyen varios factores que facilitan la potenciación del acogimiento familiar. • La Ley orgánica 1/1996 de Protección jurídica del menor. • El programa de acogimientos impulsado por la Fundación La Caixa con el nombre genérico de «Familias canguro». • El cambio en el concepto del acogimiento y en los roles de los acogedores. • El cambio en las actitudes de los profesionales. La Ley Orgánica 1/1996 de Protección jurídica del menor Este periodo está marcado por la publicación de la Ley Orgánica 1/1996 de 15 de enero «de Protección jurídica del menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de enjuiciamiento Civil», con la que se ha pretendido abordar de una forma más adecuada la protección de la infancia. En la ley, las necesidades de los menores son el eje de sus derechos y de su protección. Concibe a «las personas menores de edad como sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad para modificar su propio medio personal y social; de participar en la búsqueda y la satisfacción de sus necesidades y en la satisfacción de las necesidades de los demás» (preámbulo).
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ACOGIMIENTO FAMILIAR
Respecto al acogimiento familiar, esta ley recoge la posibilidad de un acogimiento provisional que podrá ser acordado por la entidad pública en interés del menor cuando los padres no consientan o se opongan al acogimiento. Además, la ley también contempla la adecuación de modalidades diferentes según las condiciones de temporalidad. Se reconoce el acogimiento simple para aquellas situaciones en las que se prevé el retorno del niño o la niña a su hogar y el acogimiento permanente, para aquellos casos en los que la edad u otras circunstancias del niño o la niña o su familia aconsejan dotarlo de mayor estabilidad, ampliando la autonomía de la familia acogedora respecto a las funciones derivadas del cuidado del menor, mediante la atribución por el juez de aquellas facultades de la tutela que faciliten el desempeño de sus responsabilidades. También se recoge la modalidad del acogimiento preadoptivo, principalmente para favorecer un periodo de adaptación al niño y a la familia o mientras se eleva una propuesta de adopción. De estos diferentes tipos de acogimiento se habla con más detalle más adelante en este mismo capítulo y en algunos de ellos se profundiza en el capítulo 5. El programa «Familias canguro» de la Fundación La Caixa La Fundación La Caixa puso en marcha en 1997 un programa llamado «Familias canguro» que trataba de llenar un vacío existente en la sociedad española para los niños y las familias en situación de riesgo. La iniciativa se ha ido desarrollando en colaboración con distintas comunidades autónomas, diputaciones y consejos insulares: Andalucía, Aragón, Asturias, Mallorca, Canarias, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Cataluña, Extremadura, La Rioja, Madrid, Vizcaya y Valencia. «Familias canguro» ayuda a resolver el problema de muchos niños y niñas que deben ser separados de sus familias, para los cuales se considera inadecuado vivir en instituciones de protección y para los que además no es posible plantearse la adopción, ya que no se dan en ellos circunstancias que lleven a una ruptura definitiva con su familia de origen, sino que, por el contrario, dicha familia es una de las opciones de futuro. A lo largo de estos años, y bajo la denominación genérica del programa, se han creado nuevas modalidades de acogimiento familiar o se han diversificado modalidades ya existentes. Entre las innovaciones podemos destacar los aco-
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gimientos de urgencia-diagnóstico, los acogimientos de inmigrantes, los programas de intervención familiar con las familias biológicas, el programa piloto de formación dirigido a familias extensas y a los jóvenes acogidos y el programa de formación para familias acogedoras de urgenciadiagnóstico (Amorós, Palacios, Fuentes y León, 2003). A partir del año 1998, probablemente bajo la influencia de la nueva regulación legal, el impulso de la Fundación La Caixa en colaboración con las diferentes comunidades autónomas y una política social más de acuerdo con los principios de individualización y normalización, se ha ido produciendo una mayor potenciación de los acogimientos familiares y un mantenimiento de los acogimientos residenciales. Los datos que se presentan en la figura 2.1 son de acogimientos familiares sin distinción de modalidad y de acogimientos residenciales acumulados a final de cada año.
20.000
18.055 19.426
15.897
15.000
16.184
15.826
14.159
10.000 5.000 0
15.687
13.568 15.542 12.420
1996
1997
1998
1999
2000
Acogimientos familiares Acogimientos residenciales Figura 2.1 Acogimientos familiares y residenciales a final de año (Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, 2002)
En el estudio realizado por Fernández del Valle y Bravo (2003) se refleja que de los acogimientos familiares acumulados en 2002, el 85,5% eran acogimientos en familia extensa y el 14,5 en familia ajena y que las altas realizadas en el mismo año representan un 71,5% en familia extensa y un 28,5% en familia ajena. Para formarse una idea
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precisa del lugar que el acogimiento familiar tiene en el conjunto de medidas de acogimiento que se toman (excluido, en este caso, el acogimiento preadoptivo), la figura 2.2 (Fernández del Valle y Bravo, 2003, p. 78) muestra la semejanza en las cifras de acogimiento residencial y en familia extensa y el lugar relativamente marginal que ocupan los acogimientos en familia ajena. Los datos de acogimiento residencial se refieren a 2001 y los de acogimiento familiar a 2002. Cifras del total de España Acogimientos acumulados a final del año Acogimiento familia extensa 46,8%
Acogimiento familia ajena 7,9%
2.487
14.670
14.211
Acogimiento residencial 45,3%
Figura 2.2 Acogimiento residencial, en familia extensa y en familia ajena
Cambio en el concepto del acogimiento y en los roles de los acogedores A lo largo de estos últimos años, en los lugares con más tradición en la utilización de este recurso se han producido cambios de gran magnitud en la concepción del acogimiento familiar. Los cambios más significativos han sido: • Mediante el acogimiento familiar se pretende dar una atención complementaria en la medida en que los padres no puedan pres-
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tarla. No se trata de sustituir a la familia biológica, sino de complementar la labor que ella temporalmente no puede realizar. Esta lógica ha llevado a potenciar los programas de intervención con las familias biológicas para facilitar el retorno del niño o la niña. En cuanto a los destinatarios del acogimiento familiar, se han ampliado los tipos de niños y niñas susceptibles ser acogidos. El acogimiento familiar se ha abierto a los que pueden presentar ciertas «particularidades» o necesidades especiales: discapacidades físicas, psíquicas o sensoriales, problemas de comportamiento, grupos de hermanos, etnias diferentes a la mayoritaria, enfermedades crónicas, adolescentes, inmigrantes, etc. Se han buscado modalidades que permitan la no institucionalización de los niños, en particular de los más pequeños, creando los acogimientos de urgencia-diagnóstico, que permiten una atención inmediata para menores de 6 años. Se han comprendido mejor las causas que provocan una situación de desprotección. Los resultados de las investigaciones han indicado que el funcionamiento de los padres está influido por sus recursos personales (historia del desarrollo, personalidad), las características del niño (temperamento, salud, estado de desarrollo, edad) y las fuentes de estrés y apoyo contextuales (relación matrimonial, red social, trabajo) (Belsky, 1993; Belsky y Vondra, 1989; Bronfenbrenner, 1986; Quinton y Rutter, 1988). La escasez de recursos externos, el desempleo, una vivienda inadecuada y las situaciones de marginalidad también se consideran factores de riesgo que pueden afectar a la calidad de la paternidad y la maternidad (Elder y Caspi, 1988; Jones, 1990). Sin embargo, el enfoque actual subraya que los defectos o las debilidades de un factor pueden compensarse con los efectos compensadores de otro factor u otros factores. El maltrato se concibe como el resultado de factores de riesgo acumulados y acompañados por una deficiencia de los factores de apoyo compensatorios (Belsky y Vondra, 1989).
Todas las tendencias anteriores suponen igualmente una definición diferente de las funciones de los acogedores. Los roles actuales de las familias de acogida son:
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Cuidar y educar a un niño o a una niña en una etapa evolutiva de su vida sin que en la mayor parte de los casos conozcan ni hayan podido compartir su vida anterior. La familia de acogida tendrá que responsabilizarse del cuidado, día a día, de un niño, ofreciéndole un modelo correcto de comportamiento y unas pautas claras de relación, afecto y comunicación. En este sentido, es preciso comprender que algunas pautas educativas pueden ser inadecuadas al aplicarlas al niño o a la niña acogido, por las diferentes vivencias negativas que hayan tenido; así, por ejemplo, situaciones de enfados o de levantar la voz, que pueden ser relativamente normales en la relación con los hijos en un momento determinado, deben ser evitadas con niños que proceden de situaciones en las que han estado sometidos a gritos y a manifestaciones de rechazo constantes por parte de sus padres. Comprender las reacciones que puede manifestar el niño y la niña ante la separación. Cuando una persona es separada de alguien con quien se siente vinculada afectivamente, se produce un sentimiento de pérdida. La importancia y la gravedad de esta pérdida estarán relacionadas con la intensidad del vínculo previo, la fortaleza emocional de la persona y su preparación, así como con el apoyo que reciba cuando se produzca la separación. En la medida en que el acogimiento implica una separación, la comprensión de los sentimientos y de las reacciones que puedan manifestar tanto el niño y la niña como sus padres será muy importante para ayudarles. El propio acogimiento puede convertirse en una experiencia dolorosa y complicada para el niño o la niña desde el punto de vista emocional. Así, se han descrito procesos típicos, como el «conflicto de lealtades», con los que el acogedor debe estar familiarizado y a los que debe saber hacer frente. Facilitar al niño o a la niña posibilidades de comunicación y relación con el entorno. El acogimiento familiar tiene que contar con el soporte de los equipos técnicos de acogimiento, pero también con otras fuentes de apoyo, como son los propios amigos y familiares, los servicios comunitarios o los grupos de apoyo. De esta forma, tanto la familia acogedora como el niño o la niña fortalecerán su capacidad de enfrentarse a las dificultades y resolverlas satisfactoriamente.
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Asumir la situación temporal del acogimiento con la consiguiente vivencia de la despedida. Un tema constante de preocupación para las familias de acogida es el retorno del niño o la niña a su casa. Las familias temen establecer unos vínculos afectivos demasiado profundos que dificulten este retorno y que ello pueda representar un problema tanto para el niño o la niña como para la familia de acogida. En este sentido, el apoyo y la preparación que reciban ambos serán de gran importancia para asumir cualquier final del acogimiento. Especialmente hay que asegurarse de que las despedidas se realicen de una forma adecuada y que el niño o la niña cambia de residencia comprendiendo lo que sucede y esperanzado con su futuro. Prever el posible contacto con la familia biológica. Aunque la relación que el niño o la niña pueda mantener con su familia biológica guarda una estrecha relación con las posibilidades de retorno a su hogar, estos contactos pueden ser una fuente de problemas y tensiones. El tema de las visitas y contactos debe, por ello, ser abordado con realismo, cuidado y sensibilidad. El mantenimiento de contactos adecuados aumenta la autoestima y el desarrollo de una identidad positiva. Trabajar con el equipo y con otros profesionales. El trabajo en equipo se contempla como una necesidad en los acogimientos. Las decisiones que se deben tomar requieren que las partes implicadas se sientan incorporadas en la mayor medida posible a la toma de decisiones. Las familias de acogida deben ser contempladas como colaboradoras del servicio, con todas las implicaciones que esto lleva consigo. Copartir infomación manteniendo la confidencialidad. Compartir información (respetando, a la vez, el derecho a la confidencialidad) es una de las maneras de reducir la ansiedad. La información facilitará la comprensión de algunas de las situaciones conflictivas que pueda manifestar el niño o la niña y, al mismo tiempo, permitirá utilizar unas pautas educativas que respeten tanto las vivencias anteriores como las necesidades actuales. Respetar la historia, los antecedentes personales y los valores de la familia biológica. Es fácil, en nuestra sociedad, utilizar tópicos sobre las familias con problemática social y tener una actitud moralizante más
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que una actitud educativa y de comprensión y de respeto a las situaciones. El respeto a la historia del niño o de la niña es fundamental para que se sienta comprendido ante las situaciones por las que ha pasado y para que se entiendan las dificultades que han tenido sus padres. Cambio en las actitudes de los profesionales La experiencia, los conocimientos y los resultados de las investigaciones han facilitado que los profesionales que trabajan en el ámbito de la protección de la infancia hayan ido cambiando su actitud hacia la utilización de los programas de acogimiento familiar. Nos queda mucho camino por recorrer, pero el que se ha iniciado en este espacio corto de tiempo de 25 años nos plantea la posibilidad de seguir trabajando en esta línea, superando dificultades y asumiendo nuevos retos. Gracias al impulso de los profesionales, el acogimiento familiar se está convirtiendo poco a poco en una alternativa importante en el ámbito de la protección de la infancia y tiene que ir asumiendo nuevos retos a los que nos referiremos a lo largo de este libro. Modalidades de acogimiento familiar Las nuevas necesidades de los niños y las niñas y de sus familias, los nuevos planteamientos profesionales, la nueva mentalidad social, la diversidad existente de unos países a otros, o de unas comunidades autónomas a otras, todo ello contribuye a que vayan surgiendo diferentes modalidades de acogimiento familiar y una nueva terminología relacionada con el acogimiento. Una de las consecuencias inevitables es que se crea una cierta confusión respecto a qué significa cada etiqueta o a qué tipo de acogimiento corresponde. El problema se agrava porque un mismo acogimiento puede recibir etiquetas diferentes en función del criterio que se aplique, o porque hay tipos de acogimiento que acabarán teniendo una significación u otra en función de cómo continúen, como ocurre, por ejemplo, con los acogimientos de urgencia. En el apartado anterior, al comentar la ley 1/1996, ya se han citado las modalidades de acogimiento que nuestra legislación contempla: acogimiento simple, permanente, preadoptivo y provisional. Pero la
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realidad esconde en su interior una mayor diversidad de tipos de acogimiento, de forma que, sin separarse de lo legalmente establecido, en la práctica profesional suelen utilizarse otras clasificaciones en función de la finalidad y la duración del acogimiento, en función de las características de los acogidos y en función de las relaciones de parentesco entre el niño o la niña y los acogedores: • Según la forma de su constitución: Acogimiento administrativo. Acogimiento judicial. • Según la finalidad y la duración: Acogimiento de urgencia-diagnóstico. Acogimiento simple o con previsión de retorno. Acogimiento permanente. Acogimiento preadoptivo. • Según las características de los niños: Acogimientos especializados. • Según la relación del niño y la niña con la familia: Acogimiento en familia extensa. Acogimiento en familia ajena. Modalidades de acogimiento según la forma de su constitución La legislación española en materia de acogimiento familiar prevé dos posibles vías de constitución del acogimiento familiar: la administrativa y la judicial. Se habla de acogimiento administrativo cuando todas las partes implicadas están de acuerdo, lo que significa que prestan su consentimiento para el acogimiento la entidad pública con competencia en protección de la infancia (es decir, la Administración), los padres biológicos no privados de patria potestad, los acogedores y los niños o niñas que van a ser acogidos (cuyo parecer debe tenerse en cuenta si tienen 12 años o más). La administración constituye el acogimiento y se lo notifica a la Fiscalía para que de ello quede constancia en sede judicial. Como indica Cubiles (2003), ésta es la fórmula más frecuente en los acogi-
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mientos permanentes y en muchos acogimientos simples, pues en ellos se requiere con mucha frecuencia la colaboración de los padres. Son muchos los casos en los que una de las partes (típicamente, los padres biológicos) no están de acuerdo con la separación de sus hijos y la propuesta de acogimiento en otra familia. Cuando eso ocurre, estamos ante un acogimiento judicial, ya que, si el acogimiento llega definitivamente a constituirse, será por la decisión tomada por el juez que ha conocido y decidido sobre el caso. Pero como ocurre que la decisión del juez puede demorarse mucho en el tiempo y se considera indeseable que mientras tanto el niño o la niña siga con su familia o pase a acogimiento residencial, se puede constituir un acogimiento provisional por parte de la entidad pública (o, menos frecuentemente, del ministerio fiscal), con la obligación de presentar una propuesta al juez en un plazo inferior a 15 días a partir de dicha constitución a fin de que sea el juez quien al final se pronuncie sobre el caso. Así, el acogimiento provisional no es en realidad una modalidad de acogimiento, sino una fase del acogimiento judicial. El acogimiento judicial es frecuente en casos de acogimiento preadoptivo en que los padres biológicos se oponen a la medida (Cubiles, 2003). Modalidades de acogimiento según la finalidad Acogimiento de urgencia-diagnóstico Es la modalidad más novedosa. Su finalidad es doble: por una parte, ofrecer una atención inmediata a niños y a niñas, evitando su institucionalización; por otra, llevar a cabo el proceso de diagnóstico durante el espacio de tiempo previsto, que idealmente no debería exceder de tres meses y, excepcionalmente, de seis. En España, los acogimientos de urgencia se han desarrollado principalmente a partir de 1997 bajo el impulso del programa de «Familias canguro» de la Fundación La Caixa. En ningún caso, los de urgencia son acogimientos permanentes, porque son por definición de corta duración. Pero tampoco son en todos los casos acogimientos simples, pues en ocasiones lo que sigue no es el retorno a la familia, sino el paso a otra medida de acogimiento (simple, permanente, preadoptivo, residencial). En realidad, el acogimiento de urgencia viene a asumir una de las funciones típicas del acogimiento residencial (situación transitoria que permite la separación del niño o la niña de la familia cuando
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ello es necesario y que da un tiempo para la toma de decisiones mientras se estudia el caso y se analizan las alternativas), pero se lleva a cabo en un contexto familiar y no institucional. Se trata, pues, de una situación en la que se combinan el acogimiento familiar, la urgencia de la medida que hubo de tomarse y el diagnóstico del futuro que habrá que configurar. Aunque en el capítulo 5 volveremos con más detalle sobre este tipo de acogimiento, merece la pena subrayar al menos que uno de sus aspectos clave son las propias familias acogedoras. Estas familias requieren un proceso de formación adecuado, ya que deben asumir un conjunto de roles específicos para desarrollar su función. Son familias que deben estar preparadas para acoger al niño disponiendo de escasa información sobre sus características. Pueden acoger a varios niños diferentes a lo largo del año, con todo lo que ello comporta de establecimiento de relación afectiva y posterior separación, teniendo presente que la mayoría de los niños acogidos serán de corta edad. Deben colaborar en el proceso de diagnóstico, manteniendo una observación sistematizada del niño o la niña y una estrecha colaboración con el equipo de profesionales. Tienen que aceptar los contactos con la familia biológica cuando éstos sean necesarios para el bienestar del niño y la niña. Estudios realizados en Inglaterra y España demuestran que los niños que más se benefician de esta alternativa son los más pequeños y que una parte importante retorna a sus familias (Amorós, Palacios, Fuentes y León, 2003; Stone, 1991). La investigación muestra que los acogimientos de urgencia están entre los que mejor consiguen los objetivos previstos inicialmente. Un aspecto muy importante para la utilización de estos acogimientos es respetar al máximo el tiempo de permanencia de los niños en esta situación de urgencia, siendo aconsejable un periodo de tres meses y no sobrepasar los seis meses. En los casos en que el niño o la niña no pueda retornar a su familia, debe disponerse de familias de acogida o adoptivas para ofrecer una continuidad del acogimiento a medio o largo plazo. Acogimiento simple con previsión de retorno El artículo 173 bis del Código Civil indica que una de las modalidades de acogimiento familiar es el acogimiento familiar simple, que tendrá
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carácter transitorio, bien porque de la situación del menor se prevea la reinserción de éste en su propia familia, bien en tanto se adopte una medida de protección que revista un carácter más estable. En cierto sentido, esta modalidad refleja lo que es la esencia del acogimiento, ya que se prevé la recuperación de la familia y, en la mayor parte de los casos, su aceptación voluntaria de la situación de acogimiento temporal. Los acogimientos con previsión de retorno son los que, desde un punto de vista de los técnicos, presentan una mayor dificultad diagnóstica, ya que la toma de decisión se basará en un pronóstico en el que se valorará si los recursos, los medios y la dedicación que se faciliten a la familia biológica posibilitarán, en el tiempo previsto, la recuperación necesaria para que se consideren resueltas las causas que provocaron la separación provisional. La experiencia y la investigación indican cuáles son los factores que favorecen o que, por el contrario, ponen en riesgo la posibilidad de retorno. Entre ellos se pueden destacar algunos de los que se refieren a continuación, algunos de los cuales son examinados con más detalle en el capítulo siguiente. Por una parte, la posibilidad de recuperación de la familia de origen en un espacio de tiempo no superior a los dos años. La investigación (por ejemplo, Amorós y otros, 2003) nos indica que las posibilidades de recuperación de las familias biológicas están en relación con la problemática inicial (a mayores problemas, mayores dificultades de cambio) y con la ayuda recibida. Los cambios satisfactorios experimentados en salud, drogodependencia y situaciones familiares conflictivas se dan en alrededor del 20% de las familias. La existencia de problemas de salud, particularmente el consumo de drogas, se relaciona negativamente con la reunificación familiar (Maluccio, 2000). Otros factores relevantes implicados incluyen la pobreza extrema, niños con muchos problemas (de salud, de conducta...) y la falta de apoyo social formal e informal (Jones, 1998). Otro factor relevante es la aceptación voluntaria de la situación de acogimiento por parte de los padres y, si es el caso en función de su edad, por parte del niño o la niña implicados. La clave está en que la familia sienta que forma parte del equipo, que mantiene sus posibilidades de participar en la toma de decisiones y que percibe que el niño o la niña podrá retornar. Cuando la familia, después de un proceso de preparación e información clara por parte del equipo de técnicos, acepta voluntariamente la intervención, se favorecen la adaptación y el
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desarrollo del acogimiento. Por lo demás, la adaptación de los niños se ve enormemente facilitada cuando cuentan con una buena preparación inicial (Quiton, Rushton, Dance y Mayes, 1998). Si la relación afectiva es uno de los pilares básicos para el desarrollo adecuado del niño y la niña, la existencia de estos vínculos con los padres es uno de elementos determinantes para favorecer el acogimiento con previsión de retorno. De hecho, como se analizará en el capítulo siguiente, la existencia de buenos vínculos afectivos entre padres e hijos es uno de los factores que se relacionan con la posibilidad de reunificación familiar (véase también Perkins, 1999). Para que tal relación positiva pueda mantenerse o mejorarse, se hacen habitualmente necesarios contactos entre padres e hijos mientras éstos están en acogimiento. En efecto, otro de los factores importantes para el buen desarrollo del acogimiento con previsión de retorno es el deseo de los padres de mantener visitas con el niño o la niña, y el deseo de éstos de mantener visitas con sus padres. La convergencia de deseos por ambas partes refleja un sentimiento de querer mantener el vínculo afectivo, de poder conocer la evolución de ambas partes, de comprobar que se está atendido y seguro, de experimentar el sentimiento de pérdida de forma más atenuada y de poder transmitir de forma directa los sentimientos y las preocupaciones acerca de la situación. De hecho, la existencia de visitas y el contacto frecuente entre el niño y su familia se relacionan significativamente con la probabilidad de reunificación, siempre y cuando se den determinadas circunstancias (Cleaver, 2000; Kelly, 2000; Millham y otros, 1986; Wulczyn, 1991). Si las familias acogedoras pueden participar en estas visitas, las cosas suelen evolucionar incluso mejor (Perkins, 1999). Naturalmente, como se examinará con más detalle en el capítulo siguiente, lo que cuenta no es la existencia de visitas, sino su calidad y su frecuencia. Para empezar, obviamente, hay que buscar familias acogedoras con las que las visitas vayan a ser posibles al existir proximidad geográfica o facilidad de transporte. Cuando los niños necesitan ser separados de sus padres es porque estos presentan muchos y serios problemas. Si la previsión de que los niños puedan retornar a su hogar quiere hacerse efectiva, resulta imprescindible el apoyo profesional y social para ayudar a los padres a superar sus problemas. En este sentido, la aceptación de la relación de ayuda por parte de los padres resulta tan fundamental como la existen-
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cia de recursos técnicos puestos a su disposición. La recuperación de la familia implica aceptar una relación de ayuda que le permita en primer lugar conocer las circunstancias que le han llevado a aquella situación conflictiva, comprender globalmente la situación y finalmente determinar con la ayuda de los profesionales los cambios que son necesarios. El profesional debe valorar esta aceptación por parte de la familia y determinar qué recursos serán necesarios. Una apreciación equivocada de las posibilidades y de los recursos conducirá en la mayoría de las situaciones a que el acogimiento no pueda alcanzar el objetivo más importante, que es el retorno del niño y la niña con su familia. Finalmente, para que el acogimiento simple pueda cumplir sus finalidades hace falta disponer de familias de acogida adecuadas a las necesidades de los niños y de las niñas implicados, de un buen equipo de profesionales y de un adecuado diseño del programa de acogimiento familiar que facilite la captación y la valoración de familias acogedoras. Para llevar a cabo un buen programa de acogimiento familiar hace falta ante todo disponer de un número adecuado de familias seleccionadas y preparadas para asumir las diferentes modalidades de acogimiento. Como veremos en el capítulo 4, hoy en día ya disponemos de suficiente experiencia para la realización de campañas de captación que pueden ser aprovechadas para disponer de suficientes familias acogedoras. Acogimiento permanente o de larga duración El artículo 173 bis del Código Civil indica que el acogimiento familiar permanente se utilizará cuando la edad u otras circunstancias del menor y su familia lo aconsejen y así informen los servicios de atención al menor. Son acogimientos que se caracterizan porque el retorno no es posible o deseable, al tiempo que la adopción no resulta posible o aconsejable. Suelen durar hasta la mayoría de edad o hasta que se encuentre una opción más adecuada para el niño y la niña. Son acogimientos que en ocasiones están condicionados por la edad, las características especiales del niño y la niña, la existencia de referentes familiares, etc. En ocasiones, suele ser una alternativa a la adopción. Algunos estudios han indicado que los acogimientos permanentes pueden no ser tan adecuados como la adopción, ya que para los niños es
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más difícil establecer un sentido de pertenencia y es más fácil tener sentimientos de inseguridad (Thoburn, 1994). Sin embargo, la investigación también ha confirmado que la integración social satisfactoria de los jóvenes que han estado acogidos de forma permanente está asociada con la estabilidad del entorno de los acogedores, con la calidad de la ayuda y con el apoyo psicológico recibido en el acogimiento. La mayoría de los adultos que fueron en su momento acogidos permanentemente tienen una vida aceptable y están satisfechos con su situación actual. Una cuarta parte de quienes habían tenido una experiencia de ruptura indicaron que creían que se hubiera podido hacer algo para evitarla y que en todo caso hubieran repetido el acogimiento (Dumaret, 1998). Para una propuesta de acogimiento permanente, los profesionales deben tener presentes factores muy diversos. En primer lugar, el acogimiento permanente está indicado cuando la recuperación de la familia es poco probable, ya sea por enfermedades crónicas, discapacidades u otras situaciones conflictivas. Ante esta situación, la determinación de un acogimiento permanente o una adopción estará relacionada con otros factores, algunos de ellos relacionados con los padres; otros, con los niños, y otros, con la relación entre ellos. Si la alternativa al acogimiento permanente que los profesionales se plantean muchas veces es la adopción, debe valorarse la viabilidad judicial de una propuesta de adopción. Por ejemplo, hay circunstancias en las que la separación de padres e hijos viene obligada por factores que no se refieren a las relaciones padre-hijo, sino por problemas de otra naturaleza. Así, los padres pueden haber sido condenados a una larga pena en prisión por haber cometido un delito que nada tiene que ver con las relaciones padre-hijo, existiendo además buenas relaciones paterno-filiales. En este caso, la adopción no sería una medida adecuada, entre otras cosas porque uno de los aspectos más relevantes a considerar cuando se duda entre acogimiento permanente y adopción es si el niño o la niña tiene algún referente afectivo que realmente permita y justifique el mantenimiento de una relación con su familia. La no existencia de ningún referente afectivo o familiar que permita una relación a lo largo del tiempo que dure el acogimiento y una posible convivencia posterior será un elemento a tener muy presente en la determinación de esta alternativa. Lógicamente, habrá que valorar tanto el deseo de los padres de mantener la relación como, en su caso, la opinión de los propios hijos al respecto.
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Respecto a la opinión de chicos y chicas, la ley española establece que a partir de los 12 años es preceptivo, de cara a una posible adopción, contar con la opinión de los jóvenes afectados. La práctica habitual es contar incluso con la opinión de niños y niñas por debajo de esa edad cuando se estime que tienen suficiente juicio para expresarla. Ocurre en ocasiones que algunos chicos o chicas para los que la adopción podría ser una medida adecuada no quieren, sin embargo, ser adoptados, principalmente si son mayores y, o bien no quieren romper su vinculación con la familia de origen, o bien no desean comprometerse con una relación familiar estable, a veces porque han tenido malas experiencias de relación familiar no sólo con su propia familia de origen, sino también con otras familias con las que han estado. Cuando hablamos de acogimiento permanente, hacemos referencia a un cuidado continuo, donde el niño y la niña y los acogedores esperan poder establecer un compromiso más permanente del uno hacia el otro. Este acogimiento representa, en ocasiones, convivir de forma continuada con la familia acogedora y mantener contactos con la familia biológica. Y, lógicamente, para poder hacer acogimientos permanentes es necesario no sólo que jurídicamente sea una buena opción y que los implicados la acepten, sino que se disponga además de familias acogedoras con perfiles adecuados para atender las necesidades de los niños o de las niñas afectados. Algunos elementos clave identificados por la investigación respecto a estas familias son la madurez, la estabilidad emocional y la experiencia en acogimientos (Denby, 1999). No por casualidad, la investigación ha documentado un cierto papel de la edad de los acogedores, de forma que los mayores de 40 años tienden a tener más éxito en el acogimiento (Berridge y Cleaver, 1987; Triseliotis, 1989). La existencia de un buen plan de intervención y que las familias acogedoras compartan sus experiencias con otras que están en situación similar son también factores relacionados con el buen desarrollo de los acogimientos permanentes (Denby, Rindfleisch y Bean, 1999; GRISIJ, 1999).
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Acogimiento preadoptivo Como ya sabemos, el acogimiento preadoptivo es una modalidad de acogimiento prevista en nuestra legislación. Si se nos permite la expresión, este tipo de acogimiento tiene un pie en el acogimiento y otro en la adopción. El legislador ha querido que quienes vayan a ser adoptados (en este caso, en adopción nacional) no pasen directamente a esa situación, ya que la adopción es una medida irreversible y es crucial asegurarse de que la adaptación mutua adoptado-adoptantes se produce de forma satisfactoria. El acogimiento preadoptivo se utiliza, pues, cuando se ha optado ya por la adopción, se ha asignado al niño a una familia concreta y se quiere asegurar la existencia de una buena relación adoptantes-adoptados: el niño o la niña pasa a vivir con su nueva familia y es objeto de los oportunos seguimientos para asegurar que todo se desarrolla felizmente, en cuyo caso se hace al juzgado la propuesta de adopción. No debe olvidarse que mientras que las medidas de acogimiento son en su mayoría administrativas (aunque sujetas a control judicial posterior), la adopción es una medida estrictamente judicial en la que lo único que cabe al sistema de protección es asegurarse de que se han cumplido todos los requisitos necesarios, de que se ha llevado a cabo una buena integración familiar y, finalmente, elevar al juzgado la propuesta de adopción. Aunque no vamos aquí a analizar qué es y qué supone la adopción, baste con señalar que deben darse una serie de requisitos básicos tanto en los niños o las niñas como en los adoptantes. Respecto a lo primero, la idea básica es que tienen que ser niños o niñas que legalmente estén en situación de ser adoptados, es decir, que hayan sido declarados en desamparo y que no tengan posibilidad de ser reintegrados a su familia de origen. Respecto a los adoptantes, una de las cuestiones clave a considerar tiene que ver con su motivación, que difiere entre acogimiento y adopción. Mientras que quienes desean adoptar lo que realmente quieren es tener un hijo o una hija y desarrollar con él o con ella la experiencia de la maternidad y la paternidad de por vida, en el caso de los acogedores la motivación fundamental se relaciona con el deseo de ayudar, de servir de puente temporal en la vida de un niño en su tránsito de unas situaciones iniciales no adecuadas a situaciones futuras más promisorias.
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Modalidades de acogimiento según las características de los niños y las niñas acogidos Acogimiento especializado A medida que el acogimiento familiar ha ido adquiriendo seguridad en sus planteamientos, ha ido también asumiendo nuevos retos. El acogimiento familiar especializado es el acogimiento con mayor complejidad y dificultad (Rowe y otros, 1989), implicando por parte de la administración la creación de un programa que disponga de recursos profesionales especializados que permitan una valoración y un acompañamiento posterior a los niños acogidos y a las familias acogedoras. Es una modalidad de acogimiento que requiere una cierta profesionalización de las familias acogedoras, profesionalización en el sentido de una formación inicial y permanente, así como de una retribución económica de acuerdo con las necesidades de los niños y las niñas implicados. Mayoritariamente, el acogimiento familiar especializado se ha utilizado en algunos sitios para el acogimiento de jóvenes, siendo el proyecto Kent, desarrollado por N. Hazel (1981), la primera experiencia evaluada. En España se usa el nombre de acogimiento familiar especializado para referirse a acogimientos destinados a ofrecer un ambiente familiar a los niños y a las niñas que presentan necesidades especiales o ciertas particularidades que requieren una atención más especializada (discapacidad física, psíquica, sensorial, trastornos graves del comportamiento, enfermedades crónicas, etc.). Se hace difícil comparar los resultados de diversas investigaciones sobre acogimiento familiar especializado, ya que bajo el mismo epígrafe se engloban situaciones muy heterogéneas de niños y niñas. Lógicamente, cuanto mayores sean las necesidades educativas de estos niños o sus dificultades de comportamiento, mayores son los esfuerzos que deben realizar las familias acogedoras. Las experiencias y los estudios llevados a cabo en Cataluña (GRISIJ, 1999) indican que cuando se utilizan buenos procedimientos de captación, valoración, formación y acompañamiento a las familias acogedoras, el proceso de adaptación, la evolución de los niños y las niñas y la valoración de los acogedores son altamente satisfactorios. Redding, Fried y Britner (2000) han hecho una buena revisión de los factores relacionados con el buen desarrollo de este tipo de acogimiento, que, como se señalará
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en el capítulo siguiente, no difieren mucho de los factores que predicen un buen desarrollo de las demás formas de acogimiento. En el capítulo 5 analizaremos con más detalle esta modalidad de acogimiento. Modalidades de acogimiento según la relación del niño y la niña con la familia Acogimiento en familia extensa El acogimiento de un niño o una niña por sus familiares más cercanos cuando sus padres no pueden hacerse cargo temporalmente de él o de ella es uno de los recursos más importantes en el ámbito de protección a la infancia, habiendo sido utilizado a lo largo de toda la historia de manera informal por familiares que han ayudado a otros familiares. Frente a los realizados en familia ajena, algunas ventajas evidentes de este tipo de acogimientos, bien documentadas por la investigación, son que favorecen los sentimientos de pertenencia, continuidad y seguridad (Hegar, 1993). A partir de los años 80 del siglo XX, el acogimiento en familia extensa se ha convertido en una práctica que está en aumento en países como Holanda, Israel, el Reino Unido y Suecia (Thoburn, 1994). Las estadísticas de otros países muestran que el porcentaje de acogimientos en familia extensa está alrededor del 30%-50% de los casos en Estados Unidos (Hegar, 1993; O’Brain, 2000) y en torno al 20% en Gran Bretaña (Administration for Children and Families, 1999). En España, el acogimiento en familia extensa fue históricamente una alternativa informal utilizada ampliamente, pero es a partir de la Ley 21/1987 cuando se aplica de manera formalizada y generalizada por los servicios de protección de la infancia. Como se mostró anteriormente en la figura 2.2, constituye, a gran distancia de los demás, el tipo de acogimiento más frecuente entre nosotros. El empleo masivo de estos acogimientos se ha producido por diferentes razones: regularización de situaciones de hecho, mayor predisposición de las familias extensas y menor esfuerzo profesional y de gasto económico por parte de las administraciones. Sin contar, naturalmente, con que en muchos casos es en sí misma una buena opción, ya que supone mantener al niño en contacto con su familia, en un contexto donde es conocido y querido, y en el que la probabilidad de
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mantener contacto con los padres queda máximamente facilitada. Por todo ello, no es sorprendente que el acogimiento en familia extensa haya pasado a ser la primera hipótesis a valorar cuando un niño o una niña debe ser separado de sus padres. No obstante, es importante señalar que el acogimiento en familia extensa no siempre es una opción posible (tiene que haber parientes dispuestos a ser una alternativa familiar para el niño o la niña), ni deseable (los acogimientos en familia extensa no pueden ser acogimientos de segunda categoría en los que las familias carezcan de las cualidades adecuadas). Por otra parte, el sistema de protección debe considerar que este tipo de acogimiento necesita tantos apoyos, recursos e intervenciones profesionales como cualquier otro acogimiento. Así, los parientes acogedores deben estar preparados para proporcionar seguridad, para afianzar el bienestar, para cubrir las necesidades especiales y para manejar los contactos y la vinculación con la familia biológica. En resumen, los acogimientos en familia extensa permiten que los niños o jóvenes vivan con personas que ya conocen y en las que confían, apoyan la transmisión de la identidad de la familia del niño y la niña, facilitan su identidad cultural y étnica, refuerzan las relaciones entre los hermanos y las hermanas, así como la construcción y la solidificación de los vínculos afectivos con los miembros de la familia extensa (Child Welfare League of America, 1994; Hegar y Scannapieco, 1999). Sobre el acogimiento en familia extensa volveremos con más detalle en el capítulo 5. Acogimiento en familia ajena El acogimiento en familia extensa es en cierto sentido la respuesta natural de una familia ante graves problemas que afectan a alguno de sus miembros, de forma que en este tipo de acogimiento la familia resuelve un problema planteado dentro de la familia. Esa es la situación típica, por ejemplo, cuando unos abuelos se hacen cargo de los nietos que no pueden o no deben seguir al cuidado de unos padres que están inmersos en graves y prolongados problemas. Pero esta solución no siempre es posible, ya que no en todos los casos existen miembros de la familia extensa en disposición de hacerse cargo de los niños o las niñas implicados. Puede también ocurrir que haya familiares dispuestos al acogimiento,
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pero que la valoración que los profesionales hacen de sus capacidades educativas sea negativa, en cuyo caso la alternativa familiar que conviene a los afectados debe buscarse fuera de las líneas de parentesco. Nos encontramos entonces con acogimientos en familia ajena. En este tipo de acogimiento no se dan las ventajas que evidentemente hay en la familia extensa: conocimiento del problema y de los implicados, continuidad en las relaciones, mantenimiento de contextos y ambientes de crianza, menos dudas sobre la identidad propia y la de los cuidadores. Pero cuando se opta por él, es evidente que este tipo de acogimiento plantea otras ventajas: ofrece a los niños y las niñas que la necesitan una familia con buenas capacidades educativas, introduce en sus vidas una discontinuidad que se considera les va a resultar favorable en muchos aspectos, y no necesariamente tiene por qué suponer una ruptura en las relaciones con los padres o con otros miembros de la familia extensa, ya que se pueden programar contactos y visitas en función de las características y posibilidades de cada caso. Las estadísticas de acogimiento familiar que hemos mostrado en este mismo capítulo muestran que el que se lleva a cabo en familia ajena es un tipo de acogimiento comparativamente mucho menos utilizado que el realizado dentro de la familia extensa. Eso no significa que sea en sí mismo menos deseable, sino que es el resultado de la influencia combinada de dos factores: en primer lugar, si es necesario proceder a la separación del niño de su familia nuclear, la opción por la familia extensa es, en principio, la primera hipótesis de trabajo de cara a mantener la continuidad de los vínculos y las relaciones; en segundo lugar, mientras que la familia extensa forma parte de lo que ya hay en la vida y el entorno del niño o la niña, la disponibilidad de familias ajenas debe ser creada a través de las campañas de captación de las que se tratará en el capítulo siguiente, lo que obviamente implica una dificultad añadida. Aunque no necesariamente tuviera que ser así en todos los casos por imperativo legal, hay, sin embargo, modalidades de acogimiento que típicamente se hacen en familia ajena, las más señaladas de las cuales son el acogimiento simple, el acogimiento de urgencia-diagnóstico y el acogimiento especializado. Y, por supuesto, el acogimiento preadoptivo, que está precisamente encaminado a la constitución de nuevos vínculos y relaciones familiares.
CAPÍTULO 3
LOS PROTAGONISTAS Y LOS FACTORES CLAVE EN EL ACOGIMIENTO FAMILIAR
Se puede decir con justicia que las investigaciones sobre acogimiento familiar son escasas. Otros temas relacionados con el sistema de protección de infancia, como ocurre, por ejemplo, con el maltrato infantil o con la adopción, han atraído en mucha mayor medida la atención y el interés de los investigadores. Con seguridad, eso no es casual, sino mero reflejo de la escasa visibilidad social del acogimiento familiar, que no ha salido aún del oscuro rincón en el que en otro tiempo también estuvieron fenómenos relacionados (como el maltrato infantil, el abuso sexual, las secuelas de los malos tratos, la adopción) del que luego fueron poco a poco emergiendo. Lamentablemente, el ostracismo al que el acogimiento familiar está sometido afecta no sólo a la opinión pública, sino también a los estudiosos e investigadores interesados por la protección de la infancia, pues la investigación tanto española como internacional sobre acogimiento familiar es más escasa de lo deseable y la existente es relativamente joven. Pero aun siendo mucho lo que nos queda por saber sobre acogimiento familiar, la investigación ha dejado ya un buen puñado de conclusiones de la mayor relevancia, tanto para la investigación en sí misma como para
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la intervención profesional. El propósito de este tercer capítulo es precisamente ofrecer un resumen de algunos de los más significativos hallazgos dejados hasta la fecha por la investigación sobre acogimiento familiar, buena parte de los cuales procede de revistas y publicaciones internacionales, pero a los que ya es posible, por fortuna, añadir unas cuantas contribuciones derivadas de la investigación española. Son muchos los criterios que pueden seguirse al organizar una revisión de los resultados de investigación como la que proponemos para este capítulo. Para simplificar y facilitar al máximo la exposición y la comprensión, presentaremos en un primer apartado una caracterización de los protagonistas del acogimiento familiar (las familias biológicas de las que proceden los niños y las niñas acogidos, los propios niños y niñas, y sus acogedores) y en un apartado posterior un análisis de lo que la investigación ha encontrado como los factores relacionados con el mejor y el peor desarrollo de los acogimientos familiares, análisis que estará organizado de nuevo en torno a los protagonistas del acogimiento, incluidos en este caso los profesionales que intervienen en el proceso. Los protagonistas del acogimiento familiar Si cualquier realidad familiar es compleja, el acogimiento familiar lo es aún más, dadas las especiales características de todos los implicados y de los procesos que entre ellos se desarrollan. Y aunque la investigación sobre acogimiento se ha centrado preferentemente en los niños y las niñas y sus acogedores, hay también investigaciones sobre la familia de origen que deben ser recogidas, pues, aunque notablemente más escasas, dejan algunas enseñanzas de especial interés. Por ellas precisamente comenzaremos nuestro repaso. Las familias biológicas de los niños y las niñas acogidos En el entramado del acogimiento, las familias biológicas son, en efecto, las que han recibido menos atención por parte de los investigadores, lo que no es casual y seguramente se relaciona con la escasa dedicación que se les da por parte del sistema de protección de la infancia. Así es que si
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el acogimiento familiar es una realidad poco conocida, los padres de los acogidos constituyen la parte menos visible de lo que apenas se ve. A finales de la década de 1990, en el contexto de la evaluación de una serie de innovaciones en acogimiento familiar en España (véase Amorós, Palacios, Fuentes, León y Mesas, 2003), tuvimos ocasión de evaluar a 129 niños y niñas, a las 100 familias biológicas de las que procedían y a las 89 familias de acogida con las que pasaron a vivir temporalmente. Aproximadamente nueve y dieciocho meses después de esa evaluación inicial, tuvimos ocasión de volver a examinar la situación de un buen número de los sujetos de la muestra inicial (en el seguimiento tras año y medio participaron 75 niños, 64 familias biológicas y 51 familias de acogida). Los técnicos encargados de cada uno de los casos completaron una serie de cuestionarios que preguntaban minuciosamente por distintos aspectos relacionados con la situación de cada niño o cada niña, las características de sus padres y de sus acogedores. A lo largo de este capítulo y del resto del libro nos referiremos con frecuencia a los datos de esa investigación para ilustrar muchos de nuestros argumentos. Conviene ante todo reflexionar sobre algunas limitaciones de esos datos. La muestra utilizada no trata de ser representativa de todos los niños y niñas en acogimiento familiar en España, de sus padres y sus acogedores. Los evaluados en la investigación son los implicados en una serie de innovaciones en acogimiento familiar de las que se ha dado cuenta en el capítulo anterior, con un fuerte peso de los acogimientos de urgencia, lo que sin duda sesga la muestra hacia edades más bajas que el promedio de los niños y las niñas en acogimiento familiar en España. Los acogimientos permanentes en familia extensa, que tan alto porcentaje representan del total de los acogimientos familiares españoles, no están representados en la muestra, precisamente por ser esa una realidad tan extendida y por centrarse nuestro estudio en las nuevas iniciativas. Por tanto, los datos de esa investigación que en este libro se expongan no deben tomarse como representativos del acogimiento en general, sino sólo de la muestra a la que se refieren. Sin embargo, hay que apresurarse a añadir que los datos de esta muestra son perfectamente compatibles con los encontrados por otras investigaciones que se han centrado en muestras diferentes, con niños y niñas de otras edades y en otras modalidades de acogimiento. Por lo que a las familias biológicas de los niños y las niñas acogidos se refiere, en efecto, los datos extraídos de nuestra muestra son
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perfectamente compatibles con los existentes en la investigación internacional sobre estas mismas familias (véase, por ejemplo, la revisión de Berridge, 1997), lo que nos permite exponer los nuestros con cautela, pero con la convicción de que reflejan realidades más amplias que las de nuestra propia muestra. Se trata de padres y madres ni excesivamente jóvenes ni muy mayores, con edades de entre 25 y 45 años. En otros países, la presencia de madres adolescentes es más alta que entre nosotros, lo que seguramente refleja no lo que ocurre en el ámbito del acogimiento, sino en la sociedad en general. La mitad de las familias de la muestra estudiada tiene más de un hijo en el sistema de protección y lleva al menos cinco años en contacto con los servicios sociales, lo que nos habla de unas dificultades que no son transitorias, sino en general cronificadas. Los padres y las madres de los niños y las niñas que pasan a acogimiento familiar son adultos con un bajo nivel educativo (por ejemplo, en nuestra muestra sólo el 19% había pasado de los estudios primarios y aproximadamente un tercio constaban como sin estudios). Las tasas de inestabilidad en la vida de pareja son muy altas, de manera que sólo en el 50% de los casos se trataba de parejas con una cierta estabilidad en la relación. La situación económica es calificada por los profesionales que trabajan con estas familias como insatisfactoria o muy insatisfactoria en el 70% de los casos, con un 15% de poco satisfactoria. El aislamiento social es notable: las dos terceras partes tienen relaciones poco o nada satisfactorias con los miembros de sus familias extensas, y en casi el 80% de los casos este aislamiento se extiende a amigos y vecinos. En las tres cuartas partes de los casos, la capacidad para administrar recursos económicos y organizar la vida cotidiana es considerada también insatisfactoria. Respecto a los estilos educativos, predominan desproporcionadamente los de tipo indiferente y permisivo, que son los relacionados con una menor implicación en la relación con los hijos. En el 95% de los casos, los profesionales que trabajan con ellos han valorado sus capacidades parentales como no satisfactorias. De hecho, si sus hijos han pasado a acogimiento familiar, como más adelante veremos, es porque se han dado con ellos situaciones de maltrato, o bien por grave violencia entre los padres, o bien por la existencia de graves problemas psicológicos, frecuentemente asociados a drogodependencias, que afectan casi a la mitad de los padres y a la cuarta parte de las madres.
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Sumergidos en tan negras circunstancias personales y familiares, sólo entre el 20 y el 25% busca soluciones de forma activa. Entre el resto, predominan los que tienen una falsa o escasa conciencia de su realidad y la de sus hijos, así como las actitudes de evasión y las pasivas, a la espera de soluciones que no se sabe de dónde han de venir. Cuando se les plantea la necesidad de que sus hijos sean temporalmente acogidos por otras familias, la mayor parte de los padres suele reaccionar con expresiones de rechazo, aunque tras un proceso de preparación y explicaciones, conociendo los derechos y los deberes del acogimiento y las ventajas que podrían derivarse de la experiencia, tanto para ellos como para sus hijos, aproximadamente las dos terceras partes comprenden y aceptan la medida. Carecemos de datos que nos permitan saber si esta proporción es generalizable a la media de los acogimientos familiares que se realizan o si es específica de esta muestra y sus circunstancias. Jenkins y Norman (1975) encontraron porcentajes parecidos a los nuestros en una evaluación retrospectiva de madres cuyos hijos estaban en acogimiento. De todas formas, aunque sean muchos los que la comprenden y aceptan, no son pocos los que se enfrentan a ella con alguna preocupación. Así, a casi la mitad le cuesta trabajo la separación, y, aunque hay padres y madres que no ven en ella ningún problema, son bastantes los que se refieren a temores varios, como que su hijo le coja cariño a otra gente, que la medida que se plantea como provisional acabe convirtiéndose en definitiva, etc. Por último, merece la pena resaltar que las dos terceras partes de las familias biológicas se muestran dispuestas a colaborar en el plan de intervención propuesto, mientras que hay un tercio que manifiesta actitudes negativas al respecto. Como antes, ignoramos en qué medida estas proporciones son generalizables o son particulares para esta muestra y sus circunstancias de intervención. En la investigación recién aludida sobre madres cuyos hijos pasaron a acogimiento, Jenkins y Norman (1975) encontraron tres tipos de actitudes diferentes: el grupo más numeroso estaba constituido por madres que reaccionaron a la decisión del acogimiento con rabia y hostilidad; típicamente se trataba de madres que habían estado implicadas en alguna forma de maltrato y que presentaban los perfiles socioeconómicos más problemáticos. Un segundo grupo estaba constituido por madres para las que el paso del niño o la niña a acogimiento era vivido como una liberación y una descarga; se trataba
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en este caso de madres con mejor perfil socioeconómico y que, o bien estaban enfermas, o bien tenían hijos cuya conducta eran incapaces de controlar. Finalmente, un tercer grupo más reducido estaba compuesto por madres con problemas de salud mental y que se sentían muy culpabilizadas por el hecho de que sus hijos tuvieran que ser acogidos. Como se ha señalado anteriormente, las familias del estudio de Amorós y otros (2003) fueron evaluadas en dos ocasiones durante el año y medio que siguió a la salida de sus hijos del hogar para pasar con sus acogedores. De aproximadamente la cuarta parte de estas familias carecemos de datos de seguimiento, por lo que el resumen que sigue es sólo aplicable a aquellos casos en los que tenemos información disponible. Por otra parte, merece la pena señalar que, mientras sus hijos estaban con otra familia, estos padres y madres fueron objeto de intervención profesional, recibiendo apoyos diversos con objeto de hacer más probable el retorno de sus hijos con ellos. El resumen de los datos de seguimiento que aparece a continuación debe, pues, entenderse como válido para las parejas o las personas que han sido evaluadas, y para aquellas situaciones en las que además de la retirada temporal de los hijos, se están poniendo una serie de medios para ayudar a estas familias a recuperarse de sus problemas y, con ello, a facilitar el retorno de los niños. Globalmente, se puede decir que la situación promedio de estas familias ha mejorado. Así, por ejemplo, en los temas más materiales se observan mejoras en el aspecto laboral, incremento medio en los ingresos económicos, algunas mejoras en el acondicionamiento de la vivienda y la capacidad del hogar para atender a las necesidades básicas de sus miembros. Los cambios son de magnitud en general moderada (por ejemplo, la disminución de las familias que ingresan 3.000 € al año es a costa del incremento de las que ingresan entre 3.000 y 6.000 € al año), aunque significativa. Por otra parte, estas mejoras son promedio, por lo que esconden en su interior realidades muy diferentes: desde quienes han mejorado bastante, hasta quienes han empeorado notablemente. En el caso, por ejemplo, de los problemas de drogadicción, se observa una disminución del 15% de situaciones de adicción, aunque es cierto que el porcentaje de mejoras en otras áreas afecta hasta a un 50% de las familias. Cuando se dan cambios positivos, es más frecuente que afecten a las mujeres que a los hombres; así, la mejora en los problemas de salud afecta a un 7% de hombres y a un 16% de mujeres. En resumen, por tanto, por lo
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que a estas cuestiones más materiales se refiere, las familias objeto de estudio muestran un progreso moderado a lo largo del tiempo, progreso que tiende a darse en todas las cuestiones en este apartado consideradas y que suele afectar más a las mujeres que a los hombres. Desde luego, hay familias que cambian bastante y en dirección positiva. Y también las hay que no cambian o empeoran. Queda por saber en qué medida más intervención, más apoyo profesional y un modelo más sofisticado de intervención podrían haber conseguido mejorar estos resultados, aunque no es difícil imaginar que cuanto mejor, más complejo y más mantenido en el tiempo sea el apoyo que estos padres reciben, mayores serán sus progresos a partir de situaciones iniciales realmente muy problemáticas. Como indica Ratterman (1987, citado en Martin, 2000), las intervenciones profesionales destinadas a ayudar a estas familias deben valorarse, en primer lugar, por su relevancia, es decir, por en qué medida están adaptadas al tipo de problema, a su gravedad y a su cronicidad; deben valorarse, además, en función de la calidad de la intervención y de cada uno de los esfuerzos que se pongan en juego para tratar de mejorar las cosas; y debe valorarse también en función de la cantidad de dichos esfuerzos, pues si los problemas de estas familias suelen ser muchos, las ayudas que se les brinden deben estar en consonancia con esa diversidad. Por lo que se refiere a los cambios en otros ámbitos, las cosas no son muy diferentes a lo descrito al comienzo del párrafo anterior. Tomemos, por ejemplo, lo ocurrido en relación con la conflictividad familiar (fuertes desavenencias o, incluso, agresiones entre los cónyuges), terreno en el que al cabo de año y medio de iniciado nuestro seguimiento las cosas habían cambiado favorablemente para aproximadamente la cuarta parte de las familias, lo que evidentemente no significa que todos sus problemas estuvieran resueltos, sino que estaban avanzando en su resolución de manera significativa. Por el contrario, para aproximadamente las tres cuartas partes de las familias biológicas de los niños y las niñas acogidos, las cosas seguían igual o peor que año y medio antes. En sentido parecido, en aproximadamente la tercera parte de las familias se observan cambios favorables en la motivación para cambiar y en la disponibilidad para recibir las ayudas que se les ofrecen. Y algo parecido ocurre respecto a la modificación de las habilidades parentales, en las que los cambios en expresión de afecto, comunicación, establecimiento de normas, etc., han sido favorables para unos
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contenidos en el caso del 10%, y en otros, en el 25% de la muestra estudiada, observándose en general más progresos en las madres que en los padres. Como se ha indicado anteriormente, queda por saber en qué medida una intervención profesional diferente, o más intensa, o más larga, podría haber mejorado estos porcentajes. En los datos de esta investigación, en torno al 70% de los padres y las madres tienen una vivencia satisfactoria o muy satisfactoria del acogimiento de sus hijos, y un porcentaje menor (entre el 50 y el 60%) ha cumplido de forma más o menos satisfactoria los acuerdos iniciales respecto a las visitas, el cumplimiento de normas, etc. Lógicamente, al tratarse de una investigación longitudinal es posible establecer ciertas relaciones entre las puntuaciones de partida y las posteriores. Lo que más llama la atención de estas relaciones es su continuidad a lo largo del tiempo, de manera que normalmente los padres que evolucionaron mejor son los que tenían una situación de partida más favorable y los que evolucionaron peor son los que en la primera evaluación ya habían presentado peores perfiles. Lo anterior es cierto para ámbitos tan diversos como la situación de salud, la situación económica o las habilidades parentales. Además de la situación personal de partida, otros factores mostraron guardar una relación significativa con los cambios o con la ausencia de cambios a lo largo del tiempo; de ellos, tres nos parecen dignos de ser destacados. En primer lugar, al lado de las características individuales de partida deben situarse las de la pareja, de manera que es más probable que la evolución sea favorable en aquellas personas cuya pareja está menos deteriorada o tiene menos problemas. En segundo lugar, está el apoyo familiar y social, de manera que a mayor aislamiento social, menos cambios positivos o, incluso, empeoramiento a lo largo del tiempo de la situación de partida. En tercer lugar, se deben mencionar la actitud y la predisposición iniciales para colaborar con el acogimiento y el plan de intervención que se propone, de manera que cuanto menos colaboradora fuera esa actitud, peor resultó ser la evolución posterior del caso. Puesto que en la investigación nos interesamos también por la intervención que se había llevado a cabo con estas familias, era lógico preguntarse en qué medida había relación entre dicha intervención y la evolución posterior de las familias. Los datos muestran que hay aspectos en los que tal relación parece darse (por ejemplo, en la evolución de la salud,
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con disminución significativa del porcentaje de drogodependencias), pero otros muchos en los que es menos clara. El conjunto de los datos lleva a pensar que la intervención no parece producir efectos llamativos en bastantes ámbitos, pero que los problemas disminuyen con la intervención y se estabilizan o empeoran en su ausencia. Ello no debe necesariamente interpretarse como que estamos ante problemas de imposible resolución, sino que puede también interpretarse en términos de un tiempo de intervención aún insuficiente teniendo en cuenta la gravedad de las situaciones de partida, o en términos de un modelo de intervención al que le faltan elementos importantes para ser más eficaz. Familias de acogida Sentir que se está ayudando a un niño o a una niña y observar su evolución y sus cambios positivos son dos recompensas a las que frecuentemente se refieren quienes acogen. Y aunque tengan además otras satisfacciones, hay que reconocer que su labor no siempre es fácil. Berridge (1997) ha señalado dos de las dificultades a las que tendrán que enfrentarse: por un lado, llevan a cabo una actividad de bajo estatus dentro de los departamentos de asuntos sociales, donde tal vez reciban más atención y tengan más visibilidad los padres adoptivos o, incluso, las familias biológicas. Por otro, tienen que llevar a cabo sus funciones en medio de una indudable ambigüedad respecto a su rol, pues se les pide que se impliquen activamente con los acogidos, que respondan a todas sus necesidades y les incorporen a su familia, y, al mismo tiempo, que no olviden el carácter transitorio de esas relaciones. Pero las dificultades son más de estas dos, siendo posible enumerar al menos cuatro más: 1. Con mucha frecuencia se les pide que colaboren estrechamente en el régimen de visitas, lo que puede implicar contactos con los padres biológicos, debiendo apoyar al niño o a la niña acogido antes y después de las visitas. 2. Además, tienen que hacer frente a la problemática que el niño o la niña presenta, que con frecuencia es muy compleja como secuela de la dificultad de las circunstancias de las que proceden y de las situaciones por las que han pasado.
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3. Si tienen hijos biológicos viviendo con ellos en casa, tendrán también que hacer frente a la probable conflictividad en las relaciones que pueda surgir, así como a las casi inevitables situaciones de celos que entre hijos biológicos y niños acogidos puedan suscitarse. 4. No siempre el apoyo que reciben (tanto por parte de su entorno como de los servicios sociales) está a la altura de los problemas a los que tienen que hacer frente. Este apoyo implica cosas muy diversas: desde la compensación económica por su trabajo, dedicación, esfuerzo y por los gastos que el acogimiento les genere, hasta en qué medida pueden tener acceso a servicios de ayuda y apoyo, particularmente en situaciones de crisis y, si es necesario, de manera inmediata. A pesar de estas dificultades, hay familias que deciden embarcarse en la compleja y apasionante aventura del acogimiento familiar. El número de familias disponibles será siempre inferior al de las familias necesitadas. Tal vez por la escasa visibilidad social del acogimiento familiar, tal vez por las dificultades que le son inherentes, tal vez porque el perfil del niño o la niña que necesita ser acogido (y el de su familia biológica) va siendo crecientemente complejo, lo cierto es que hay menos familias en disposición de acoger que niños y niñas con necesidad de ser acogidos. El contraste con lo que ocurre en el campo de la adopción está claro: son muchas las familias que espontáneamente acuden a los servicios de protección solicitando su inscripción para poder adoptar, no siendo necesario hacer campañas de captación de estas familias si no es para los tipos de adopción que implican mayor complejidad. En el caso del acogimiento familiar, tal cosa es muy infrecuente y, de hecho, casi inexistente; al contrario, es el sistema de protección el que tiene que hacer todo lo posible para que haya familias que, primero, se interesen por el acogimiento y, luego, lleven a cabo todo el proceso de preparación para el mismo. En este sentido, los procesos de captación de que se hablará más adelante y en el capítulo siguiente son un elemento clave en la potenciación de los acogimientos. Una vez que se ponen en marcha campañas de captación, hay un cierto número de familias que se interesan por la posibilidad de un acogimiento. Tanto los datos españoles (Amorós y otros, 2003) como los internacionales (por ejemplo, Lowe, 1990; Martin, 2000) muestran
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que aproximadamente entre un 10 y un 20% de quienes se interesan por el acogimiento familiar en respuesta a las campañas de captación acaban llevando a cabo acogimientos (con muchas investigaciones más cerca del 10% que del 20%). En el caso de los acogimientos de niños con necesidades especiales, las cifras son aún menos optimistas, habiéndose estimado por algunos en un 3% el porcentaje de aquellos que, inicialmente interesados, acaban luego haciendo acogimientos de estas características, una vez informados con más detalle y, eventualmente, una vez comenzado el proceso de intervención profesional que se describirá brevemente más abajo y con más detalle en el capítulo siguiente. No obstante, cuando las campañas de captación son más intensas, están mejor organizadas y van dirigidas a sectores de la población inicialmente más sensibilizados, los resultados pueden ser mejores, como lo muestra la tasa del 10% obtenida por Amorós, Freixa, Fuentes y Molina (2001). Y, como se verá en el capítulo 4, este porcentaje se triplica si se parte no de las familias que hacen una primera llamada para interesarse, sino de las que acuden a recibir más información en reuniones o entrevistas. ¿Qué características presentan los hombres y las mujeres que finalmente se deciden a llevar a cabo acogimientos? La respuesta dependerá enormemente del tipo de acogimiento de que se trate, pues es evidente que las cosas son muy diferentes si se trata de familia extensa que si hablamos de familia ajena. Evidentemente, la motivación de una abuela para el acogimiento de su nieto no puede ser la misma que la de una persona que lo desconoce todo respecto a ese niño y no tiene nada que ver con él hasta el momento de la formalización del acogimiento. Esta diferencia se pone de manifiesto claramente en la motivación que conduce al acogimiento, pues en torno al 90% de quienes llevan a cabo acogimientos en familia ajena hacen referencia a motivos de tipo social y altruista, mientras que el 100% de quienes llevan a cabo acogimientos en familia extensa mencionan motivaciones de índole familiar (Amorós y otros, 2003). Merece la pena, pues, referirse a estos dos grupos de acogedores por separado, empezando nuestro análisis por los acogedores en familia ajena. En relación con las características sociodemográficas y por referirnos en primer lugar a la edad, el 75% de las acogedoras en familia ajena está por debajo de 45 años, tanto en la investigación española a que venimos haciendo referencia como en la de otros países (por ejemplo, Triseliotis,
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Borland y Hill, 2000). Los perfiles educativo y laboral de las familias que acogen a niños y a niñas con los que no tienen relaciones familiares presentan una notable diversidad, desde familias sin estudios y con ingresos económicos por debajo de los 12.000 € anuales (las menos), hasta familias con elevado nivel educativo y con ingresos superiores a los 48.000 € anuales del año 2000. El perfil típico de los acogedores representa la heterogeneidad de la población de la que surgen; de manera que, por ejemplo, en España, una tercera parte tenía estudios primarios, otra tercera parte tenía estudios medios (bachillerato o formación profesional) y casi un 40% tenía estudios universitarios (Amorós y otros, 2003), lo que muestra la presencia algo superior de este grupo entre los acogedores respecto a su representación en la población general. Excepto en este último aspecto, los datos no son muy diferentes de los de la investigación en otros países (véase, por ejemplo, Bebbington y Miles, 1990). Respecto al perfil profesional, varía de los acogedores (bastante heterogeneidad: desde oficios hasta empresarios, con casi un 20% del sector educación o sanidad) a las acogedoras (casi exclusivamente o amas de casa, o relacionadas con educación o sanidad). Llama, pues, la atención la sobre-representación entre los acogedores de personas vinculadas profesionalmente con temas relacionados con la infancia, dato, por lo demás, que no es exclusivo de los datos españoles (Triseliotis y otros, 2000, por ejemplo, encuentran datos muy similares en Escocia). La mayoría de los acogedores vive en pareja (82% en los datos españoles, algo muy parecido en los internacionales), siendo los restantes personas solas, típicamente mujeres que, según los datos de Triseliotis y otros (2000), son en su mayoría separadas o divorciadas. En más del 80% de los casos se trata de parejas que ya tienen hijos, siendo lo mayoritario que tengan dos o más hijos. Si a la experiencia con sus propios hijos se une la experiencia profesional de un porcentaje importante de estas parejas, se trata con frecuencia de personas con especiales conocimientos y destrezas para las relaciones con niños y niñas. Antes del comienzo de los acogimientos, las relaciones en el interior de estas familias fueron valoradas por los técnicos que trabajaron con ellas como caracterizadas por la cohesión y la flexibilidad, así como por la buena colaboración entre sus miembros y la coherencia de criterios. El estilo educativo predominante resultó ser el democrático, con altas dosis de afecto, comunicación, disciplina y control. Además, estas fa-
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milias contaban con abundantes apoyos externos, ya se trate de su propia familia extensa o de amigos y vecinos, ya de acceso a recursos y servicios educativos (Amorós y otros, 2003). Puesto que son muchas las familias acogedoras que tienen sus propios hijos, es lógico preguntarse por cómo viven estos niños y niñas el acogimiento. Aunque la investigación al respecto es escasa, los datos existentes muestran que la mayor parte de los que han pasado por situaciones de acogimiento en su familia ven favorablemente la experiencia. Según los datos de Part (1993), el 80% de estos niños y niñas se mostró satisfecho con el acogimiento, frente al 5% claramente insatisfecho y un 15% con valoraciones más mezcladas. En la investigación de Triseliotis y otros (2000), los acogedores valoraron el impacto sobre sus hijos como claramente positivo en una tercera parte, como más positivo que negativo en similar proporción, igualmente positivo que negativo en un 20% y de forma negativa en el algo más del 15% restante. La mayoría de los acogedores señalaron que el acogimiento había ayudado a sus hijos a mejorar su conciencia social y a fortalecer su carácter, aunque una minoría manifestó su convicción de que la experiencia había sido perjudicial para sus hijos. Los datos de esta investigación indican que es mejor evitar poner juntos a hijos biológicos y niños acogidos de la misma edad, porque los conflictos frecuentes entre ellos serán casi inevitables. Así mismo, los datos indican que si el acogido es mayor que el hijo biológico de los acogedores, es recomendable una distancia de al menos cinco años para evitar conflictos y experiencias desagradables. Según las valoraciones de los propios interesados, lo que más les gustó de la experiencia de acogimiento fue el tener compañía, disfrutar del cuidado de bebés o de niños más pequeños que ellos y sentir el acogimiento como una forma de ayuda atractiva y que suponía un cierto reto. Lo que más difícil les resultó fue tener que soportar conductas difíciles y enojosas (como el robo de alguna propiedad suya, por ejemplo), que los padres tuvieran que prestar tanta atención al niño o a la niña acogido y la intromisión en su privacidad. Es bueno recordar con Martin (1993) que las experiencias de los hijos de los acogedores no deben ser tomadas a la ligera, pues asumen una doble función, a la vez de compañeros y de cuasi-acogedores, por lo que convendría que no quedaran fuera del foco a la hora de programar la intervención con la familia acogedora.
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Por lo que se refiere a los acogimientos en familia extensa, el panorama puede definirse en contraste con los datos anteriores. De acuerdo con el perfil presentado por Scannapieco (1999), las protagonistas de los acogimientos en familia extensa suelen ser mujeres, con predominio de las abuelas maternas (más del 60%) y de las tías. En comparación con los datos de familia ajena, la monoparentalidad es aquí más frecuente, así como edades más avanzadas. Los niveles educativos y profesionales son más bajos que entre los acogedores en familia ajena, y, por consiguiente, los niveles de ingresos son también típicamente inferiores. Los problemas de salud son mayores entre los acogedores en familia extensa. La percepción de rol por parte de estos acogedores es más nítida, con menos confusión de papeles, pues tienen más clara cuál es su función y la importancia de las relaciones con los padres de los niños (no obstante lo cual, hay casos en que la convivencia resulta complicada precisamente por el problema de definir las fronteras entre el papel de la abuela y el de la madre). Las edades de los acogidos son superiores en acogimiento en familia extensa que en familia ajena y su rendimiento académico está claramente por debajo de la media. Respecto al acogimiento en familia extensa, resultan muy ilustrativos los datos de la investigación que Villalba (2002) llevó a cabo en la provincia de Sevilla sobre 40 abuelas cuidadoras. Con casi 61 años de media en el momento de ser estudiadas, habían empezado el acogimiento con una edad promedio de 54 años. Se trata de mujeres que habían tenido una media de 5,5 hijos y con algo más de 8 nietos como promedio. Algo más de la mitad son mujeres analfabetas. Curiosamente, el 55% de estas abuelas refieren haber sido ellas mismas cuidadas por sus abuelas de pequeñas. La edad media de los nietos en acogimiento por estas abuelas es de algo más de 9 años, pero debe tenerse en cuenta que más del 60% de ellas afirma estar cuidando de sus nietos desde que éstos nacieron. Como se ve, por tanto, un perfil muy diferente del que se ha descrito anteriormente para las familias ajenas que hacen acogimientos. Volviendo a la descripción de los acogedores que fueron estudiados por Amorós y otros (2003) —en la que había un pequeño porcentaje de acogimientos en familia extensa y un fuerte predominio de los acogimientos en familia ajena—, hay datos de interés respecto a la situación y a las perspectivas de los acogedores antes de iniciar el acogimiento y des-
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pués de haber pasado por los procesos de formación y valoración. Así, los acogedores analizados en esta investigación se muestran conocedores del acogimiento y sus diferentes modalidades, son en su mayor parte conscientes de las historias personales y familiares de los niños y las niñas a los que esperan acoger, se muestran más flexibles respecto a unos rasgos que respecto a otros (así, no les preocupa mucho la etnia, pero sí los problemas de conducta y los retrasos en el desarrollo), muestran cierta preocupación ante el tema de las visitas y el de la despedida. Los aspectos que en principio les resultan más fáciles de asumir son la atención a las necesidades básicas (alimentación, vestido, atención sanitaria, educación...), la organización de la vida cotidiana de la familia, la colaboración con los profesionales que intervienen en el caso y las características físicas y de salud de los niños que acogerán. Por el contrario, los aspectos que más difíciles les resultan a priori tienen que ver con los problemas de comportamiento relacionados con agresividad y rebeldía, las relaciones entre los hijos propios y los niños y las niñas acogidos, el miedo a una vinculación afectiva demasiado intensa, la despedida al final del acogimiento y los conflictos que pueden surgir en la relación con la familia del niño. Los datos de estas mismas familias a lo largo del proceso de acogimiento muestran una muy interesante evolución. Claramente, a lo largo del año y medio o hasta dos años que se prolongó la investigación, muchas familias acogedoras han visto cómo iban mejorando la adaptación individual y familiar al acogimiento. Así, por ejemplo, los ajustes en la organización familiar se van haciendo cada vez más fáciles, las relaciones entre los hijos de la familia y los niños y las niñas acogidos tienden a ir mejorando con el tiempo, así como la integración en el entorno y con los iguales fuera del hogar; mejoran también con el paso del tiempo las relaciones entre familia acogedora y familia biológica (que a lo largo del proceso de acogimiento se mantienen mejores en unas familias que en otras, dándose las relaciones menos favorables en las familias ajenas que hacen acogimientos permanentes). De hecho, la aceptación de las visitas se mantiene año y medio después de iniciado el acogimiento en línea con la valoración que antes del mismo se había hecho en los acogedores, con cerca de un 70% que muestra actitudes favorables, un 20-25% con actitudes parcialmente favorables y un 1015% con actitudes de rechazo a las visitas. Algunos aspectos han variado a peor a lo largo del acogimiento, sin embargo. Así, por ejemplo,
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los acogedores han percibido significativamente menos apoyo por parte de los profesionales a medida que el acogimiento ha ido progresando, las resistencias respecto a la vuelta del niño o la niña con la familia biológica han ido aumentando y la despedida ha ido viéndose como un proceso crecientemente difícil por los acogedores. Los datos de otras investigaciones no difieren sensiblemente de los nuestros en algunos aspectos, pero los matizan o modifican en otros. Así, por ejemplo, en su investigación sobre acogimientos escoceses, Triseliotis y otros (2000) encontraron también una favorable evaluación de la experiencia de acogimiento por parte de los acogedores, si bien en su caso alrededor del 50% se mostró claramente satisfecho, en torno al 40% se mostró parcialmente satisfecho y un 10% se mostró claramente insatisfecho. Los aspectos mencionados como más satisfactorios fueron ver el progreso de los niños, sentir que estaban haciendo y logrando cosas con ellos, y creer que sus propias vidas se habían enriquecido con la experiencia. Los aspectos que los acogedores mencionaron como más insatisfactorios para ellos fueron la organización de los servicios profesionales alrededor del acogimiento, los problemas de conducta de los niños y la acumulación de trabajo y estrés. La separación de los acogidos les resultó más o menos difícil en función de la edad de los niños, la duración del acogimiento y la intensidad de las relaciones afectivas establecidas entre ellos, pero en general, como también mostraron Berridge y Cleaver (1987), la partida de los niños es vivida con sentimientos de pérdida y de tristeza, tanto por los acogedores como por sus hijos biológicos, sentimientos que se intensifican cuanto más largo sea el acogimiento y cuanta menos información sobre el niño reciban una vez que se marcha, sea a su familia de origen, sea a otra distinta. En este último caso, particularmente cuando se trata de niños que pasan a adopción, no son pocos los que piensan que hubiera sido más justo que el niño se quedara con ellos en su casa para siempre. Niños y niñas en acogimiento familiar Si escasas son las investigaciones sobre acogimiento familiar, peores aún son las estadísticas disponibles que nos den una información detallada de cuántos niños y niñas hay en acogimiento familiar, en qué
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modalidades de acogimiento se encuentran, cuál es su edad media en el momento de entrar, cuánto tiempo permanecen en acogimiento, etc. Mientras que en otros países esa información está disponible y es fácilmente accesible a través de Internet, el caso español se ve además complicado por el hecho de que cada comunidad autónoma tiene sus propios registros, no siempre unificados con los de las demás en cuanto a tipo de información que se incluye, criterios que definen la organización de la información, etc. No es fácil, por ello, aportar cifras detalladas de las diversas cuestiones que se acaban de mencionar. Tenemos, por una parte, datos del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales referidos a las altas anuales en acogimiento familiar en España, ilustradas en la figura 3.1. Nótese en esta figura cómo, a pesar de que la legislación española en materia de protección marca una clara preferencia por el acogimiento familiar frente al residencial, la realidad es que el segundo sigue predominando claramente sobre el primero, habiendo una lenta y fluctuante aproximación de las cifras, aunque siempre con claro predominio del acogimiento residencial sobre el familiar (Fernández del Valle, 2003). 9.000 8.000 7.000 6.000 5.000 4.000 3.000 2.000 1.000 0
1990 1991 1992
1993
1994
Acogimiento residencial FUENTE:
1995
1996
1997
1998 1999 2000
Acogimiento familiar
Fernández del Valle, 2003, p. 376.
Figura 3.1 Altas anuales en acogimiento familiar en España
Respecto a los tipos concretos de acogimiento, los datos de Cataluña ilustrados en la figura 3.2 (Anuari Estadistic de Catalunya, 2001) pueden servir como ejemplo si no de los números concretos en otras
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partes de España, sí al menos de las tendencias generalizadas, con un fuerte predominio del acogimiento en familia extensa, una clara tendencia a la disminución en los acogimientos preadoptivos de adopción nacional y un incremento progresivo de los acogimientos en familia ajena. 1.800 1.600 1.400 1.200 1.000 800 600 400 200 0 1992 Familia extensa FUENTE:
1994
1996 Preadoptivo
1998
2000 Familia ajena
Anuari Estadistic de Catalunya, 2001.
Figura 3.2 Evolución de los tipos de acogimiento en Cataluña
Por lo que al perfil personal de los niños y las niñas acogidos se refiere, las características dependen mucho del tipo de acogimiento de que estemos hablando. Así, por ejemplo, en la investigación española a que venimos haciendo reiterada referencia, en la que el porcentaje de niños y de niñas era muy semejante, los había desde un mes de edad hasta los 17 años, con una edad media en torno a los 5 años de edad y con una desviación tipo de cuatro años y medio (Amorós y otros, 2003). Esta edad no se aleja mucho de los 4 años que, de acuerdo con la revisión de Berridge (1997), es la edad promedio de los niños cuando entran en familias acogedoras. Pero si se analizan las edades promedio en distintas modalidades de acogimiento nos encontramos con que la media de los niños
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españoles en acogimiento de urgencia es de dos años y ocho meses (Amorós, Palacios, Fuentes, León y Mesas, 2002), la edad media en acogimiento especializado es de entre 8 y 9 años (Amorós, Freixa, Fuentes y Molina, 2001) y la edad media en acogimiento en familia extensa es de entre 9 y 10 años (Villalba, 2002). Las anteriores son las edades en el momento de llevar a cabo las investigaciones respectivas, no las edades en que los acogimientos comenzaron. A este respecto, son varias las investigaciones que muestran que la edad promedio de los niños y las niñas en el momento de iniciarse el acogimiento va aumentando según pasa el tiempo, de manera que se va configurando un panorama en el que sólo la tercera parte se incorpora al acogimiento por debajo de los cinco años (véase, por ejemplo, Berridge, 1997; y Triseliotis y otros, 2000). La procedencia de los niños en el momento de su entrada en acogimiento es variable, con un cierto porcentaje que procede directamente de sus familias biológicas (el 41% en la investigación española con cuyos datos estamos ilustrando este capítulo) y otros que proceden de centros e instituciones. Aproximadamente la cuarta parte de los acogedores se hace cargo de un grupo de hermanos, típicamente de una pareja (Triseliotis y otros, 2000). Los niños y las niñas que están en acogimiento familiar lo están porque ha habido una decisión de acuerdo con la cual su familia biológica no está cumpliendo adecuadamente sus funciones, no está respondiendo a las necesidades básicas de sus hijos y, por ello, se decide poner al niño en el seno de otra familia, frecuentemente después de algunos intentos de que la situación mejorara en el interior de su familia para evitar la separación. Estamos, pues, hablando de niños que en su gran mayoría han estado sometidos a distintas experiencias de maltrato y que, por consiguiente, experimentan las secuelas esperables de acuerdo con lo analizado en el capítulo primero. Así, por ejemplo, hay un cierto porcentaje que presenta problemas médicos de diverso tipo. En los datos de Amorós y otros (2003), el 30% de los niños tenía algún problema en el desarrollo físico y en el 16% se daban bastantes de dichos problemas, incluso algunos graves. Los datos de Simms (1989) son similares, con un 35% de niños y niñas con problemas crónicos de salud. Según Halfon, Mendonca y Berkowitz (1995), el perfil medio es aún más negativo: un 20% con problemas de crecimiento; un 30% con trastornos neurológicos; un 16% con asma, siendo pocos los que no presentan ningún problema médico
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(20%), y algunos más los que presentan tres o más problemas de ese tipo (29%). Por su parte, Rosenfeld y sus colaboradores (1997) han señalado la presencia creciente de niños cuyos padres tienen sida, estando muchos de los propios niños afectados de una u otra forma por el VIH. Los datos españoles muestran que, aproximadamente, la mitad de los niños y las niñas que entran en acogimiento familiar llega con problemas en hábitos y conductas que tienen que ver con la salud: el 45% presenta algún problema en la alimentación, el 55% en la limpieza y los hábitos de higiene, el 22% en el sueño, el 18% terrores nocturnos y pesadillas reiteradas. Por lo que se refiere a aspectos relacionados con el desarrollo psicológico y la educación, el perfil promedio muestra la existencia de bastantes problemas, cuya incidencia varía en función del ámbito de que se trate. Así, el 50% de los niños y las niñas de la muestra de Amorós y otros (2003) presenta un desarrollo cognitivo y lingüístico normal para su edad, pero el 30% muestra algunos problemas en esos ámbitos; el 14% bastantes problemas y el 6% graves problemas. La integración y el rendimiento escolar en el momento de iniciarse el acogimiento era satisfactoria para el 40% y con distinto grado de problemas para el resto (38% con bastantes problemas y 5% con graves problemas). Algo más de la mitad de los niños y las niñas presenta problemas relacionados con la autoestima, y el 60% es evaluado por los profesionales que intervienen en el caso como con problemas emocionales (24% con bastantes y 7% con graves problemas). Así es que, en resumen, al menos el 50% de los niños y las niñas acogidos presenta problemas de distinta gravedad en ámbitos psicológicos muy relevantes. El porcentaje parece similar entre los niños que entran en el sistema con la etiqueta de necesidades especiales; sus problemas más frecuentes no son discapacidades físicas o psíquicas, sino la acumulación del tipo de dificultades a que se acaba de hacer referencia. Resulta interesante señalar que la gran mayoría de los niños y lass niñas (91%) mostraron reacciones de pérdida tras la separación de sus padres, lo que indica que tenían establecidos con ellos vínculos de apego. La tendencia de los bebés a apegarse es tan fuerte que la vinculación se produce incluso con respecto a personas que maltratan, lo que no quiere decir, lamentablemente, que en todos los casos se trate de un apego sano y seguro, sino, con mucha más probabilidad, de tipos de
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apego marcados por la inseguridad. Finalmente, hay que hacer referencia a la importante presencia en al menos el 50% de estos niños y niñas de problemas de conducta que pueden presentar muy diversas formas, siendo frecuente el síndrome que integra problemas de impulsividad, agresividad, hiperactividad y dificultades de atención (véanse, por ejemplo, Berridge, 1997; Rosenfeld y otros, 1997; Triseliotis y otros, 2000). Los problemas emocionales son también muy frecuentes y de muy diverso tipo, pudiendo expresarse a través de las más variadas conductas: violencia, trastornos de la alimentación, dificultades de vinculación, mentiras compulsivas, robos, conductas de huida, obsesiones sexuales, desorganización emocional, hipersensibilidad emocional, en unos casos, y emociones «congeladas», en otros, etc. Lamentablemente, son varios los investigadores (por ejemplo, Altshuler y Gleeson, 1999) que se refieren al incremento progresivo de la gravedad de los problemas emocionales de los niños que se van incorporando a programas de acogimiento. La investigación ha documentado la estrecha relación entre este abigarrado conjunto de problemas y las circunstancias familiares de las que estos niños y niñas proceden. La ecuación parece ser sencilla de entender: a mayor gravedad de los problemas en los padres y su situación, mayor acumulación de problemas en sus hijos en el momento de incorporarse a un programa de acogimiento; cuanto más riesgo acumulado y durante cuanto más tiempo, peores consecuencias. Por ilustrarlo con un ejemplo sencillo, mientras que el 21% de los niños y las niñas con problemas de autoestima no había sido objeto de malos tratos, el 83% de ellos había recibido tres o más tipos distintos de maltrato (Amorós y otros, 2003). Sin duda, la mezcla de problemas personales, relacionales, sociales, de salud y de comportamiento, que vimos como característica de las familias biológicas de estos niños, es el caldo en el que se cultivan los graves problemas que los niños presentan. A este respecto, conviene recordar la célebre investigación de Werner y Smith (1992) en la que siguieron durante más de tres décadas a 500 niños nacidos en Kauai, en Hawai, y en la que controlaron factores de riesgo tales como la pobreza extrema, el estrés familiar, los bajos niveles educativos, los conflictos de pareja, el alcoholismo u otras drogodependencias, etc. Aquellos niños que a los dos años tenían más de cuatro factores de riesgo presentaban posteriormente con mucha más
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probabilidad problemas tales como dificultades de aprendizaje, problemas de conducta y de salud mental y embarazos prematuros. Pues bien, de acuerdo con Thorpe y Swart (1992), el niño típico de acogimiento familiar presenta como promedio 14 factores de riesgo, lo que abunda en la idea de acumulación de problemas de partida que da lugar a los serios problemas que la conducta de estos niños refleja. A medida que pasa el tiempo en acogimiento, es frecuente que se produzcan cambios no ya sólo de familia acogedora, sino también de tipo de acogimiento. La tendencia lógica es que cuanto más tiempo está un niño en acogimiento, más probable es que pase de estar en modalidades más provisionales y de corta duración, a otras más estables y prolongadas. Así, por ejemplo, en los datos españoles, el 35% de los niños y las niñas acogidos volvió con sus padres (aunque ignoramos si algunos de ellos han vuelto posteriormente a ser acogidos). Del 65% restante, el 41% inicial de urgencia-diagnóstico era un 4% año y medio después; los acogimientos con previsión de retorno fueron disminuyendo (del 42% inicial al 4% final) y fueron aumentando los acogimientos permanentes y los preadoptivos (estos últimos, del 2% inicial al 22% final) (Amorós y otros, 2003). El tiempo medio en situación de acogimiento varía mucho en función del tipo de acogimiento, lo que es consecuencia lógica de lo anterior. Así, en la muestra española en la que tenía un peso importante la innovación de los acogimientos de urgencia, la mayoría de los acogimientos duraron menos de dos años. Con toda probabilidad, la media de tiempo de acogimiento es bastante mayor y no sólo, lógicamente, en el acogimiento permanente, sino seguramente también en el que se hace con previsión de retorno. Respecto al acogimiento en familia extensa, en el caso de las abuelas estudiadas por Villalba (2002), la media de duración del acogimiento fue de siete años. Nuestra investigación ha documentado ampliamente los cambios que se producen en los niños y las niñas desde su situación inicial hasta la que presentan cuando llevan ya algún tiempo en acogimiento, en concreto, a los 18 meses de haberse iniciado. Tales cambios son muy favorables y empiezan a ocurrir muy pronto, lo que muestra la enorme capacidad de recuperación de los niños y las niñas frente a la adversidad de partida. A los seis meses de iniciado el acogimiento, por ejemplo, las dos terceras partes de quienes inicialmente presentaban proble-
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mas físicos o de crecimiento habían pasado a ser valorados como de desarrollo normal, una proporción que siguió aumentando posteriormente. Al año y medio, el 80% ha avanzado de forma muy importante en todo lo relacionado con los hábitos, la autonomía, etc., quedando en un 15% los que no han presentado avances significativos en esos terrenos. El 80% de los acogedores afirma que los niños han evolucionado favorablemente en la relación afectiva con ellos a lo largo del tiempo. El 90% ha hecho progresos muy significativos en la autoestima. El 60% ha hecho progresos en el desarrollo y el funcionamiento cognitivo, frente al 50% que ha mostrado favorables cambios en el lenguaje, que se muestra como una de las áreas más resistente a la recuperación de todas las exploradas. Otro de los ámbitos en el que los cambios de los niños se producen con dificultad o lentitud tiene que ver con sus relaciones afectivas con sus padres. En los datos de nuestra investigación, en torno al 65% de los niños y las niñas ha presentado cambios en este sentido, de los que un 20% ha sido valorado por los técnicos que han intervenido como cambios no favorables, frente al 16% de cambios algo favorables y el 28% de cambios favorables. A este respecto, debe tenerse en cuenta que año y medio después de empezado el acogimiento, el 85% de los niños o las niñas de la muestra mantiene contactos con su familia de origen, sea con la madre (56%) y/o el padre (31%), con hermanos (34%) o con otros familiares (familia extensa, 15%). Tales contactos adoptan sobre todo la forma de visitas, sean controladas por la presencia de algún técnico (36%) o sin control alguno (40%), pero otras veces son contactos por teléfono (21%). La mitad de esos contactos tiene lugar en el domicilio de los familiares a los que se visita, mientras que el resto de los contactos tiene lugar en sitios diversos, como lugares públicos (21%), centro de trabajo del equipo de acogimiento (15%) o centro en que se encuentran los padres internados (5%). En el 45% de los casos, tales contactos tienen lugar semanal o quincenalmente, siendo más esporádicos en el resto de los casos. De acuerdo con la valoración que hacen los técnicos, las visitas a sus familiares repercuten sobre los niños y las niñas acogidos de manera muy satisfactoria o satisfactoria (55%), frente al 40% de los casos en que la repercusión es considerada poco satisfactoria y un 5% en el que es sencillamente muy insatisfactoria.
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Puesto que disponemos de datos de estos mismos niños y niñas un tiempo después de iniciado su acogimiento (en torno a 18 meses, como se recordará), hemos podido preguntarnos por los factores que se relacionan con los cambios, su sentido y su magnitud. Aunque está claro que la situación de acogimiento ha supuesto una importante discontinuidad positiva en la vida de estos niños y niñas, y que, en general, todos se benefician ampliamente del cambio de situación, los datos muestran las relaciones existentes entre la situación de partida y la situación posterior de cada niño, de manera que quienes tenían inicialmente menos problemas siguieron así posteriormente, mientras que los niños que empezaron con más problemas tenían más probabilidad de no tenerlos del todo resueltos pasados unos meses. Por otra parte, los cambios producidos no guardan relación tanto con las características de la familia biológica cuanto con los de la acogedora. Respecto a ésta, los cambios en los niños son más favorables en los casos de acogedores que presentan un perfil más favorable. Así, por ejemplo, progresan más los niños y las niñas que están con familias con más recursos personales (económicos, educativos, ocupacionales...) y con una red de apoyo más tupida; mejoran más aquellos niños que viven con parejas que tienen entre sí las relaciones más satisfactorias, así como aquellos cuyos acogedores —sean pareja, sean personas solas— tienen estilos educativos con buenas dosis de afecto, comunicación y control. Es importante subrayar, sin embargo, que la investigación ha documentado suficientemente que los recursos de tipo económico, educativo y ocupacional están lejos de ser una condición para el progreso de los niños y para el éxito del acogimiento, pareciendo jugar un papel mucho más clave factores tales como las expectativas de los acogedores, sus capacidades educativas, su tolerancia a la frustración, su clima familiar, etc. La impresión que los datos dan es como si todo en la familia de acogida, desde sus recursos personales y sociales hasta las relaciones de pareja y las estrategias educativas, actuara con una sinergia que tiende a favorecer al máximo las posibilidades de desarrollo positivo. Esa sinergia es sin duda de la máxima utilidad para los niños y las niñas cuyo contexto de desarrollo anterior estaba caracterizado por sinergias que actuaban en detrimento de la expresión y el desarrollo de sus capacidades personales. De hecho, a juzgar por los datos de Johnson, Yoken y Voss (1995), la mayor parte de los preadolescentes acogidos por ellos
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estudiados se mostraba de acuerdo en la necesidad de su acogimiento y en su impacto positivo, lo que no impedía que sugirieran unas cuantas propuestas para mejorar la experiencia. Por lo que a nuestros propios datos se refiere, resulta particularmente llamativo —y esperanzador, desde el punto de vista de las posibilidades de recuperación tras la adversidad— que el importante progreso observado en prácticamente todos los ámbitos de la personalidad infantil se haya podido documentar fehacientemente en una investigación en la que el tiempo transcurrido desde la llegada de los niños y las niñas a sus familias de acogida es inferior a dos años (Amorós y otros, 2003). Factores clave en el acogimiento familiar Dentro de las investigaciones sobre acogimiento familiar, uno de los temas que ha despertado el interés de los estudiosos es el referido a la evolución de los acogimientos y, más en concreto, los factores que se relacionan con su mejor o peor curso a lo largo del tiempo. A veces se hace referencia a este tema en términos de éxito o de fracaso, analizándose entonces los factores que predicen o se relacionan, respectivamente, con un final más o menos feliz de la experiencia de acogimiento. Típicamente, se considera que un acogimiento tiene éxito si continúa a lo largo del tiempo, y se considera fracasado si tiene que ser interrumpido antes de lo inicialmente previsto. Sin embargo, somos muchos quienes pensamos que tanto los términos éxito y fracaso como la identificación del uno con la continuidad y el otro con la ruptura deben ser evitados porque, como ha señalado Berridge (1997), hay acogimientos que continúan que no necesariamente son positivos y hay acogimientos que se interrumpen y que, sin embargo, han resultado beneficiosos (p. 33). Por otra parte, la bondad de una continuidad o una interrupción debe ser valorada en relación con el tipo y la finalidad del acogimiento. Así, un acogimiento de urgencia previsto para tres o cuatro meses que se prolonga más allá de un año tiene tanto de «fracaso» como un acogimiento permanente que debe interrumpirse a los tres o cuatro meses de iniciado. Finalmente, el reconocimiento de que un acogimiento no ha ido como se esperaba no supone, en principio, responsabilidades concretas de ninguno de los implicados, pues la razón
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puede haber estado en alguno de los protagonistas (por ejemplo, los acogedores) o en el sistema de protección (falta de apoyo adecuado ante los conflictos, por ejemplo). En el ejemplo anterior, un acogimiento de urgencia previsto para pocos meses que se prolonga excesivamente está poniendo de manifiesto que algo no ha funcionado correctamente, sea que el tipo de acogimiento por el que se optó ha resultado a la larga no ser el más adecuado, sea que la toma de decisiones no se ha llevado a cabo con la celeridad necesaria, sea cualquier otro aspecto achacable a una o más de una de las partes que intervienen en el proceso. En lo que queda de este capítulo nos proponemos llevar a cabo una revisión de los resultados de diversas investigaciones que han explorado los factores clave en acogimiento familiar, sea para contribuir a que funcionen satisfactoriamente y con buenos resultados para los implicados, sea que su desarrollo deba ser considerado menos positivo. Para seguir con la misma lógica que hemos usado en las páginas precedentes, nos referiremos, en primer lugar, a los factores relacionados con los padres de los niños; luego, a los que tienen que ver con los acogedores y, en tercer lugar, a los relativos a los propios acogidos. Pero en ese caso añadiremos un cuarto apartado para referirnos a la influencia de factores que tienen que ver con la intervención profesional en acogimiento familiar, lo que nos llevará de la mano para analizar en el capítulo siguiente las características fundamentales de dicha intervención. Factores relacionados con los padres y las madres de los niños y las niñas acogidos La mayor parte de la investigación sobre los padres y las madres de los niños que están en acogimiento trata de describir y analizar sus características y la dinámica familiar que ha llevado a la necesidad de recurrir a otras familias. El tipo de datos obtenidos gracias a esas investigaciones ha sido presentado más arriba, al describir las características de las familias biológicas de los niños y las niñas acogidos. Una vez comenzado el acogimiento, existe mucha menos investigación que implique a la familia biológica, que pasa a convertirse en lo que a veces se ha llamado el vértice olvidado del triángulo familia-niño-acogedores. De los estudios existentes, probablemente los más interesantes son los que se relacionan con
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la reunificación familiar y, más en concreto, con las características y la dinámica de la familia biológica que guardan relación con la mayor o menor probabilidad de retorno del niño a ella una vez finalizado el acogimiento en una familia alternativa. Será, por ello, a ese tema al que dediquemos la revisión de investigaciones que contiene este apartado. Al menos desde el estudio longitudinal de Fanshel y Shinn (1978) se ha venido sosteniendo que la existencia de contactos entre padres e hijos mientras éstos están en acogimiento con otra familia es el mejor predictor de la reunificación familiar en los acogimientos orientados a ese fin. Sin embargo, la investigación posterior ha demostrado que el proceso de reunificación es mucho más complejo y que no depende de una única variable, así como que la reunificación debe verse más como un proceso que como el hecho mismo de la vuelta de un niño o de una niña con sus padres. Existe ya una cierta cantidad de investigación acumulada que confirma estas dos afirmaciones, de entre la que nos interesa destacar el trabajo de León (2003) por ser el primero llevado a cabo en España sobre la reunificación familiar y sus características. La investigación de León (2003) merece ser resaltada no sólo por su carácter pionero entre nosotros, sino también, y sobre todo, porque viene a situarse en la línea de las más actuales investigaciones sobre la reunificación familiar, mostrándola como un proceso en el que confluyen un número importante de variables interrelacionadas. En efecto, los datos de esta investigación confirman con una muestra española lo que otras investigaciones de los últimos quince años habían venido mostrando, por lo que en este apartado nos apoyaremos sobre todo en sus conclusiones, aunque poniéndolas en relación con las de otros investigadores. Lo que la investigación hace es explorar cuáles son las características que se relacionan con la reunificación, sean características de las familias biológicas, de las acogedoras, de los niños o del proceso de acogimiento mismo. Conviene recordar que, como ocurre siempre en este tipo de investigaciones, lo que se están encontrando no son relaciones de causa-efecto, sino más bien asociaciones o correlaciones, es decir, cosas que parecen suceder las unas en relación con las otras, sin que el tipo de análisis efectuado, con el tipo de datos y de muestra disponible permitan decir que unas son causa y otras consecuencia. De la muestra de la investigación de Amorós y otros (2003), León (2003) ha analizado con detalle aquellos casos en los que se produce la
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reunificación familiar, que constituyen aproximadamente un 30% del total de la muestra. Este porcentaje coincide con el hallado en algunas investigaciones, pero difiere del encontrado en otras, que han dado cifras o sensiblemente superiores o claramente inferiores. Las variaciones de unas investigaciones a otras tienen mucho que ver, lógicamente, con el tipo de acogimiento que se considere (hay más probabilidades de reunificación en acogimientos que la prevén, como es el caso del acogimiento simple, que en modalidades de acogimiento que en principio no están orientadas al retorno del niño o la niña con sus padres). Los factores relativos a las familias biológicas que la investigación de León (2003) ha encontrado relacionados con la reunificación familiar se entienden mejor si se agrupan bajo unas cuantas rúbricas, unas relacionadas con características personales y relacionales, otras con la forma y el estilo de vida, otras con historia y estilo educativo y, finalmente, otras que tienen que ver con el proceso mismo y la dinámica del acogimiento familiar. Por lo que al primer grupo se refiere, hay unas cuantas características personales y relacionales de los padres que parecen estar asociadas con la mayor probabilidad de reunificación familiar. Así, por ejemplo, en los datos de León (2003), la reunificación parece más probable cuando los padres —y, particularmente, las madres— son algo más jóvenes (menos de 35 años), dato este que coincide con el de algunas otras investigaciones, aunque no con todas, lo que probablemente indica que es una variable que en sí misma muestra una asociación más débil que otras con la existencia o no de reunificación. Sin embargo, el estado de salud y, muy particularmente, la situación con respecto al consumo de drogas aparecen como factores claramente asociados a la reunificación, confirmando así lo aportado por muchos otros investigadores (por ejemplo, Hohman y Butt, 2001; Maluccio, 2000) que han señalado también cómo la acumulación de problemas de salud de los padres, con particular incidencia del consumo de alcohol u otras drogas, se relaciona negativamente con la reunificación familiar. Uno de los factores relacionados con el retorno de los niños acogidos con sus padres es, según los datos de León (2003), el hecho de que en el tiempo del acogimiento se haya producido la separación de los padres, lo que con toda probabilidad se relaciona con una mejora sensible en la dinámica familiar al desaparecer una figura maltratadora, por
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ejemplo. Datos en dirección semejante han sido encontrados también por Jones (1998). Además, en la investigación de León (2003), la reunificación es menos probable en familias con más hijos (cuatro o cinco) y con más hijos con expedientes de protección. Y es también menos probable en aquellas familias que presentan más aislamiento social y menos apoyo familiar, dato este en el que coinciden otras investigaciones, como la recién citada de Jones (1998), que muestran sistemáticamente la conexión entre reunificación y apoyo social de diverso tipo (informal, familiar, profesional...). En relación con la forma y el estilo de vida, unos cuantos rasgos aparecen claramente relacionados con la mayor o la menor probabilidad de reunificación familiar. Así, a mayores niveles de precariedad económica, de incapacidad para sostener un hogar con los propios recursos más los aportados a través de la intervención, menor probabilidad de reunificación, dato éste encontrado en muchas otras investigaciones (por ejemplo, Maluccio, 2000). Por otra parte, y según los datos de León (2003), cuanto peor es la valoración del hogar respecto a su capacidad para organizarse adecuadamente en la vida cotidiana y para atender a las necesidades básicas de niños y niñas (alimentación, salud, vestido, educación...), menos probable es que la reunificación llegue a darse. Esta investigación muestra una interesante relación entre la evolución de la situación socioeconómica familiar y el trabajo de la madre, que suele aparecer como mucho más activa que el padre en aquellas familias en las que se han producido cambios significativos en estos aspectos que luego han hecho posible la reunificación. En parte relacionado con lo indicado en el párrafo precedente, pero también con lo expuesto en pasajes anteriores, el nivel de estrés de las familias se muestra negativamente relacionado con la reunificación, de manera que aquellas en las que el estrés es mayor (como consecuencia de la suma de características personales, de pareja, de apoyo social, de número de hijos y sus características, de la situación económica, etc.) tienen menos probabilidades de reunificarse con sus hijos. Como no podía ser menos, hay aspectos relacionados con los estilos educativos de los padres que guardan una estrecha relación con el futuro de las relaciones padres-hijos. Por lo que se refiere a la situación que dio lugar a la separación, la reunificación parece claramente menos
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probable en aquellos casos en los que el problema de partida tenía que ver con el maltrato infantil. Mientras que parece haber acuerdo entre diversos autores respecto a las negativas previsiones de reunificación en caso de negligencia (Davis, Landsverk y Newton, 1997; León, 2003; Wells y Guo, 1999), los datos son discrepantes en otros aspectos, pues en la investigación española ninguno de los casos de abuso sexual acabó en reunificación, mientras que otras investigaciones han hallado que ésta es una forma de abuso que se relaciona con mayor probabilidad de retorno. Tal vez se estén utilizando distintas caracterizaciones, o el papel y la actuación de los servicios de protección sea diferente y ello explique esta notable diferencia. En todo caso, la investigación acumulada ha indicado que tal vez no se trata sólo del tipo de maltrato, sino también de su severidad, de manera que las familias que habían maltratado más gravemente a sus hijos tenían luego menos probabilidades de verlos regresar tras el acogimiento (Barth, Snowden, Ten Broek, Jordan, Barusch y Clancy, 1986). Como es ya clásico en las investigaciones sobre dinámica familiar, aquellas familias biológicas de los niños acogidos en las que las pautas educativas están más cerca de los llamados estilos democráticos (con alta presencia de afecto, de comunicación y de control no punitivo) y en las que en el clima familiar hay más presencia de afecto tienen más probabilidad de que en ellas se dé la reunificación tras el acogimiento (Festinger, 1994; León, 2003). Finalmente, hay factores relacionados con el proceso de acogimiento y sus características que se muestran también relacionados con la mayor o la menor probabilidad de reunificación familiar tras el acogimiento. Para empezar, como ya se ha señalado anteriormente, el tipo de acogimiento por el que se opta (que, sin duda, toma en cuenta todas las circunstancias y características de la familia del niño, pues al fin y al cabo, optar por una modalidad u otra de acogimiento lleva implícito un pronóstico de la evolución de la situación de partida) guarda una clara relación con la mayor o la menor probabilidad de reunificación, que lógicamente debe ser mucho mayor en acogimientos con previsión de retorno que en aquellos otros que de entrada no contemplan esa posibilidad. Decidido el tipo de acogimiento, la ubicación del hogar de acogida en relación con el familiar es otro aspecto relevante, pues tanto los datos de León (2003) como los de otros investigadores (Petr y Entriken, 1995) muestran que cuanto
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más alejados estén geográficamente el hogar de acogida y el familiar, menor probabilidad hay de reunificación familiar. Todo ello, naturalmente, contando con el compromiso, la aceptación y la colaboración de la familia biológica del niño con el plan de intervención propuesto, pues de nada serviría reducir la distancia geográfica entre el niño y sus padres si éstos no se mostraran dispuestos a trabajar por su regreso. Lógicamente, el dato anterior debe ponerse en relación con la existencia o no de visitas y contactos entre padres e hijos durante el acogimiento, la variable que típicamente se ha creído ser responsable última de la existencia o no de reunificación familiar. Los datos de León (2003) aportan una visión más matizada, coincidiendo en ello con otros investigadores (como Cleaver, 2000, por ejemplo) que apuntan que el valor de las visitas y los contactos debe medirse en relación con variables diversas como el clima afectivo entre padres e hijos en acogimiento, la gravedad de la situación de partida y de los malos tratos infligidos, la frecuencia de las visitas y contactos (más probabilidad de reunificación a más frecuencia de contactos), y la calidad misma de esas visitas y contactos (a mejor calidad, más probabilidad de reunificación). Por tanto, no serían las visitas en sí mismas las que favorecerían la reunificación familiar tras el acogimiento, sino visitas que ocurran frecuentemente y con un buen clima de relación afectiva entre los padres y el niño o la niña, clima relacional que se refiere tanto a la realidad actual como a la situación de partida. Por lo demás, tanto León (2003) como otros investigadores (por ejemplo, Quinton, Rushton, Dance y Mayes, 1997) han encontrado que la reunificación es más probable cuando las visitas y los contactos son sólo con la madre. En resumen, aunque las visitas y los contactos no garantizan per se el retorno del niño con sus padres, parece que tanto en sí mismos como por lo que implican, están estrechamente relacionados con la reunificación familiar, a condición, naturalmente, de que sean satisfactorios y se mantengan con frecuencia. Factores relacionados con los acogedores Resulta cualquier cosa menos sorprendente que gran parte del mejor o el peor proceso de adaptación y posterior desarrollo de un acogimiento se deba a las características de la familia que acoge. Como ha quedado
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expuesto más arriba, se trata de familias con un buen perfil educativo, con una buena dinámica familiar, típicamente con experiencia con hijos propios, parejas estables y con buen nivel de cohesión y armonía. En muchos casos, se trata de familias que además han recibido alguna preparación especial para el acogimiento, lo que sin duda contribuye a incrementar los aspectos positivos de su perfil inicial. La investigación aporta algunas claves para entender qué características y procesos de estas familias están más asociados con la continuidad y cuáles más con la imprevista interrupción del acogimiento. Las características de los acogedores que han mostrado relación con un buen desarrollo de los acogimientos son relativamente variadas, lo que una vez más pone de manifiesto que, en este como en otros casos, no hay un «elemento mágico» cuya presencia por sí sola garantice la continuidad y la satisfacción con el acogimiento. Por lo demás, los factores asociados a un buen proceso de acogimiento parecen repetirse de unas modalidades a otras de acogimiento, de manera que, por ejemplo, los descritos por Redding, Fried y Britner (2000) respecto al acogimiento familiar especializado son muy parecidos a los descritos respecto al acogimiento en general (Berridge, 1997; Triseliotis, 1989). Entre los factores de los acogedores que deben mencionarse están los relacionados con la motivación para el acogimiento. Motivaciones del tipo querer dar cariño a niños o a niñas que lo necesitan están asociadas a una mayor satisfacción con el acogimiento (Denby, Rindfleisch y Bean, 1999), lo que probablemente significa que las necesidades de los acogidos son contempladas como un factor primordial en la toma de decisiones por parte de los acogedores. Ello no significa que no puedan también pensar en sí mismos y, eventualmente, en sus hijos como beneficiarios de la experiencia, sino que el objetivo fundamental del acogimiento es percibido en relación sobre todo con lo que va a significar en la vida de los acogidos. En este sentido, que los acogedores tengan claros sus roles y sus expectativas es un hecho de la mayor importancia subrayado por Triseliotis (1989): que los acogedores tengan claras sus motivaciones sin confundir acogimiento con adopción, que comprendan que en situaciones de acogimiento simple su papel no es tanto el de sustituir a los padres de los acogidos cuanto el de colaborar con ellos y ayudarles en el cuidado de sus hijos y en su eventual vuelta con ellos, que no aspiren a que el niño se convierta en su hijo o
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la niña en su hija constituyen puntos de partida de la mayor relevancia para el buen desarrollo de los acogimientos familiares. Algunos factores sociodemográficos han aparecido como relevantes de cara al buen desarrollo de los acogimientos, mientras que otros se han mostrado irrelevantes. Así, por ejemplo, la edad de los acogedores parece jugar un papel relevante, en el sentido de que las edades entre 45 y 55 años parecen las más relacionadas con resultados positivos (Sanderson y Crawley, 1982). Eso no quiere decir, naturalmente, que una persona por debajo o por encima de esos límites no pueda llevar a cabo acogimientos con gran éxito, sino que generalmente entre padres aún jóvenes (tal vez aún muy centrados en la crianza de sus propios hijos, o en el comienzo de su desarrollo profesional, por ejemplo) y entre padres de edades avanzadas (a veces quizá sin la flexibilidad y la energía necesaria para hacer frente a las cambiantes necesidades de pequeños y jóvenes), el buen desarrollo de los acogimientos es algo menos probable. Sin embargo, el nivel educativo de los acogedores no parece relacionarse con un mejor o peor desarrollo de los acogimientos, ya que los hay que funcionan muy bien o que son más insatisfactorios con padres de los distintos niveles culturales y profesionales. No obstante, algunas investigaciones han mostrado que las personas de más elevado nivel educativo tienen más probabilidad de acogimientos interrumpidos antes de que se cumplan sus objetivos (James Bell Associates, 1993), habiendo más estabilidad en los acogimientos llevados a cabo por personas y parejas de niveles educativos bajos y medios. Uno de los rasgos de las familias acogedoras que tiene un papel relevante en el proceso de acogimiento es la presencia de hijos en la familia acogedora. Los acogimientos van mejor, lógicamente, en las circunstancias más sencillas: cuando los hijos de los acogedores ya no viven en el hogar familiar, o cuando los que en él viven no son del mismo sexo y, sobre todo, de la misma edad que los acogidos. Como es lógico, de lo que se trata es de evitar situaciones de celos y conflictos, porque si éstos se dan de manera continuada, pueden ser muy desestabilizadores para todos. Como ha señalado Triseliotis (1989), cuando la conducta de los acogidos amenaza la estabilidad y la seguridad de los hijos de los acogedores, el riesgo de interrupción del acogimiento es elevado, pues en situaciones como ésa los acogedores «antepondrán las necesidades de sus propios hijos» (p. 13).
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Algunos investigadores han encontrado que los acogedores que mejor funcionan tienen ciertas características de personalidad: gente equilibrada, con niveles de ansiedad moderados, introvertidos y extrovertidos en partes proporcionales, capaces de tomar decisiones basándose tanto en la cabeza como en el corazón (Ray y Hormer, 1990). Según los datos de esta investigación, el perfil de personalidad de hombres y mujeres varía un poco dentro de esas características generales, de manera que en ellos destacan rasgos como algo desconfiados (difíciles de engañar), sensibles y más orientados a usar la razón que la fuerza, mientras que en ellas llaman un poco más la atención características tales como entusiasta y animada, emocionalmente madura y tranquila, controlada y capaz de tomar una cierta distancia emocional. La tolerancia a la frustración, la capacidad para trabajar por objetivos a largo plazo y el sentido del humor y la capacidad para sacar una punta divertida a situaciones cotidianas (incluso a situaciones potencialmente problemáticas) han sido también citados en ocasiones como otros de los rasgos positivos de algunos acogedores. Una de las características que la investigación ha encontrado como muy relevante son las actitudes inclusivas respecto a la familia biológica del niño (Berridge y Cleaver, 1987; Triseliotis, 1989), dato poco sorprendente si se recuerda el positivo papel que las visitas y los contactos de los acogidos con sus padres tienen tanto sobre el bienestar infantil como sobre la calidad del acogimiento (véase, por ejemplo, Millham, Bullock, Hosie y Haak, 1986). Los acogedores están en una posición privilegiada para mediar entre el niño o la niña y sus padres en la preparación de visitas, los comentarios posteriores a ellas, etc. Por ello, una actitud de los acogedores más positiva, de mayor respeto y consideración respecto a la familia biológica, actuará como facilitadora y ayudará notablemente a los acogidos. La investigación de Denby y otros (1999) muestra un interesante dato según el cual tener que hacer frente a los serios problemas de conducta del acogido es una variable que se relaciona tanto con la continuidad de los acogimientos como con su interrupción. Lo que ello significa es que la clave probablemente no está en los problemas de conducta por sí mismos, sino en cómo de capaces se ven los acogedores de hacerles frente. Así, cuando los acogidos resultan ser problemáticos pero los acogedores pueden verse a sí mismos como capaces de enfrentarse a esa
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dificultad e ir resolviéndola, el sentimiento de control y de satisfacción con el acogimiento tiende a aumentar. Por el contrario, serios problemas de conducta (o incluso no tan serios) que los acogedores se ven incapaces de gestionar y de modificar constituyen una seria amenaza a la continuidad del acogimiento. En este sentido, Wilkinson (citado en Triseliotis, 1989) halló cómo los acogedores se desilusionaban si veían que un año después de iniciado el acogimiento no se observaban progresos significativos en la conducta infantil problemática. Según Triseliotis (1989), ésa es la razón por la que la mayoría de los acogimientos que se interrumpen lo hacen en torno a los 15-18 meses después de haberse iniciado. En parte relacionado con lo anterior se encuentra el nivel de apoyo que los acogedores reciben por parte del sistema de protección y de las entidades que organizan y gestionan los acogimientos. Aunque éste es un aspecto sobre el que hemos de volver más adelante, merece la pena dejar señalado que todas las revisiones de investigación coinciden en señalar que el grado de preparación antes del acogimiento y de apoyo durante el acogimiento están entre los factores más fuertemente asociados con el mejor o el peor desarrollo de los acogimientos. Así, por ejemplo, según los datos de Denby y otros (1999), la preparación, la formación, el apoyo y el respeto dado a los acogedores aparecen entre los más potentes predictores de la satisfacción de los acogedores y su intención de seguir haciendo acogimientos. Estos datos son muy coherentes con los aportados por Triseliotis, Borland y Hill (1998) en su análisis de las familias acogedoras que decidieron dejar de acoger, las tres quintas partes de las cuales explicaron su decisión como consecuencia de su insatisfacción con el apoyo que estaban recibiendo por parte de unos servicios a los que veían como crecientemente poco sensibles a sus necesidades y poco disponibles. Además, estas familias mencionaron las serias dificultades que los niños acogidos estaban presentando y el impacto negativo que la experiencia estaba teniendo sobre sus propias familias. En su análisis del acogimiento familiar especializado, Redding y otros (2000) llegan respecto a los acogedores a unas conclusiones que nos parecen enteramente aplicables a cualquier forma de acogimiento: los acogedores más eficaces son aquéllos con un buen grado de estabilidad familiar y profesional, con una fuerte y clara motivación hacia el
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acogimiento, que son emocionalmente maduros y estables y que pueden educar en una atmósfera de afecto, comunicación y control, así como en un entorno familiar estimulante (cfr. p. 438). Su carácter inclusivo respecto a la familia biológica (en aquellos tipos de acogimiento en que sea pertinente), su capacidad para hacer frente eficazmente a los problemas de conducta que puedan presentar los acogidos y un buen sistema de apoyo social y profesional nos parecen características que deben ser añadidas y que se desprenden del resumen de investigaciones que hemos venido presentando. Factores relacionados con los niños y las niñas acogidos Son varios los factores relativos a los niños y las niñas acogidos que la investigación ha encontrado estar significativamente relacionados con el desarrollo de los acogimientos, con su continuidad o su riesgo de interrupción, así como con la satisfacción con que son vividos por parte de todos los implicados. Mientras que algunas características infantiles no parecen resultar de especial trascendencia o han dado lugar a evidencias contradictorias, otras, sin embargo, han mostrado estar sistemática y coherentemente relacionadas con la forma en que la experiencia del acogimiento se ha desarrollado y ha funcionado. El género de los acogidos es una de las variables que la investigación ha encontrado como no relacionada o relacionada de forma poco clara y firme con el desarrollo de los acogimientos. Son muchas las investigaciones que no han encontrado una relación significativa entre el hecho de ser niño o niña y la forma en que el proceso ha funcionado y se ha desarrollado. Algunas investigaciones pueden haber encontrado una ligera tendencia a que los acogimientos de niños o los de niñas hayan presentado más dificultades, pero el conjunto de la investigación deja la impresión de que se trata de una variable no especialmente relevante para el tema que nos ocupa. Muy diferente es lo que ocurre en relación con la edad de los niños y las niñas en acogimiento. De una investigación a otra se repite el mismo patrón, según el cual cuanto mayores son los niños y las niñas en el momento de iniciarse el acogimiento, tanto mayor es el riesgo de que éste resulte problemático y, con alguna frecuencia, interrumpido
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antes de lo previsto en el plan de intervención inicial. Desde la revisión de investigaciones de Triseliotis en 1989 a la de Berridge en 1997, el dato de que los acogimientos que implican a preadolescentes y adolescentes son más difíciles de mantener es una constante. Pero a veces se ha puesto tanto el acento en las dificultades de los acogimientos con adolescentes, que se olvida que los niños y las niñas que están por debajo de esa edad pueden también correr el riesgo de tener dificultades similares. En este sentido, los datos de la investigación de Berridge y Cleaver (1987) obligan a recordar que las dificultades de continuidad en el acogimiento con niños y niñas de entre 6 y 11 años son también importantes. El importante papel que la edad de los acogidos en el momento de iniciarse el acogimiento juega en el proceso de acogimiento no debe llevar a pensar que los acogimientos con adolescentes están mayoritariamente condenados a la interrupción indeseada y prematura. Así, por ejemplo, en la investigación de Rowe, Hundleby y Garnett (1989) se encontró que los objetivos propuestos para el acogimiento de niños y niñas menores de 11 años se habían logrado de manera total o muy significativa en el 84% de los casos por ellos estudiados, mientras que por encima 11 años se obtuvieron resultados similares sólo en el 64% de los casos. Como los datos muestran, cuanto mayores son los chicos y las chicas acogidos más probable es que surjan dificultades, pero estas dificultades no están por completo ausentes de los acogimientos con niños y niñas más pequeños, ni el tener más de una cierta edad hace imposible que las cosas vayan bien, aunque evidentemente las hace algo más complicadas. En realidad, el cuadro de las predicciones es más complejo de lo que resultaría si sólo o fundamentalmente la edad fuera tomada en consideración. De hecho, los problemas de conducta deben ser tenidos en cuenta como uno de los primordiales elementos que contribuyen al desarrollo y a la dinámica de los acogimientos. Los datos de la investigación señalan claramente que cuanto más problemática sea la conducta de los niños y las niñas acogidos tanto más dificultoso resultará el proceso de acogimiento y tanto más en riesgo estará de tener que ser interrumpido antes de lo previsto. En sentido contrario, aquellos niños y niñas con buenas capacidades de apego, no agresivos, bien adaptados en la escuela y con experiencias previas de maltrato no cronifica-
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das, facilitan enormemente el proceso de acogimiento y tienen escasas probabilidades de interrupciones no deseadas (Stone y Stone, 1983). La investigación no contiene una definición precisa de qué deba entenderse por problemas de conducta. Algunos autores ponen el énfasis en la conducta agresiva; otros, en las dificultades emocionales; otros, en los retos a la autoridad de los adultos; otros, en las mentiras y robos, etc. De hecho, parece que cualquiera de estas conductas, o una combinación de ellas, que desestabilice el funcionamiento del hogar (particular, pero no exclusivamente, cuando hay hijos de los acogedores implicados), que disminuya en los acogedores el sentimiento de competencia y satisfacción y que lleve a que el acogimiento sea vivido fundamentalmente como fuente de estrés y de tensión, más que como un proceso gratificante, será suficiente para constituir un serio obstáculo a la satisfacción con el acogimiento y, por consiguiente, a su buen desarrollo y su continuidad. Algunas situaciones potencialmente problemáticas, como las necesidades educativas especiales, no parecen pertenecer al grupo de los problemas de conducta, al menos a juzgar por lo que la investigación nos enseña sobre su impacto en el desarrollo de los acogimientos. De hecho, si se puede juzgar por lo que ocurre en un territorio próximo como es la adopción, hay datos de investigación que muestran que la crianza de niños y niñas con estas características puede incluso ser vivida más satisfactoriamente y con menos estrés por parte de quienes deciden compartir la vida con este tipo de niños, que por parte de los padres biológicos que de manera inopinada se encuentran ante situaciones para las que no estaban preparados (ver, por ejemplo, Glidden, 1992, 2000). Los datos de un estudio llevado a cabo en Escocia (citado por Berridge, 1987) confirman, en efecto, que la mayoría de los acogimientos de niños y niñas con necesidades especiales se desarrollaron de forma muy satisfactoria y fueron muy estables. Por otra parte, los dos factores que hemos presentado por separado, la edad y los problemas de conducta, guardan relación entre sí, de manera que, en general, cuanto mayor es el niño o la niña en el momento del acogimiento, tanto más probable es que haya estado sometido durante más tiempo a situaciones traumatizantes y/o de escasa o inadecuada estimulación. Naturalmente, esto no excluye que haya niños y niñas de más corta edad que han pasado por situaciones que han dejado en ellos
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la huella de graves problemas, como tampoco excluye la posibilidad de niños y niñas mayores que llegan al acogimiento sin graves problemas, bien porque su resistencia a las tensiones y a las dificultades sea mayor, bien porque esas tensiones y esas dificultades hayan estado menos presentes, o presentes durante menos tiempo, o de forma menos cronificada. Pero la tendencia de los datos parece señalar claramente en dirección de la existencia de correlaciones positivas entre edad y problemas de conducta. Y, como señala acertadamente Triseliotis (1989), cuando la edad elevada y los graves problemas de conducta coinciden en un mismo niño o niña, el riesgo de que el acogimiento no funcione bien e incluso se interrumpa aumenta de forma significativa. En buena medida relacionado con lo anterior está otro factor que la investigación ha mostrado relacionado con el buen funcionamiento y la estabilidad de los acogimientos: las experiencias en acogimientos previos y, particularmente, el número de acogimientos diferentes en que un niño o una niña haya estado implicado. De hecho, los datos de Kagan y Reid (1986) muestran que tanto la duración de la estancia en instituciones como el número de acogimientos previos guardan relación con el desarrollo y la satisfacción con los acogimientos por parte de los acogedores: el pronóstico es peor cuanto más prolongada fuera la institucionalización y cuantas más transiciones de una familia acogedora a otra se hubieran visto obligados a llevar a cabo los acogidos. Lo anterior está seguramente relacionado con un tipo concreto de problemas psicológicos a que se ha hecho referencia anteriormente: los problemas emocionales y, más en concreto, los problemas de apego. Como se indicó en el capítulo primero, los trastornos del apego son una de las más repetidas y comunes secuelas del maltrato en la infancia, particularmente porque —como allí se indicó— afectan negativamente a los llamados «modelos internos de relaciones interpersonales», es decir, la representación que el niño o la niña se hace de en qué medida pueden confiar en los demás como fuente segura y estable de apoyo y afecto en la vida cotidiana y, particularmente, en caso de necesidad. Cuando un niño o una niña ha tenido repetidas experiencias de fracaso en sus relaciones con adultos en los que tal vez pusiera inicialmente su confianza y sus ilusiones, sus capacidades para establecer posteriores relaciones de apego seguras y confiadas se ven con toda probabilidad mermadas, lo que afecta a las relaciones interpersonales,
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así como a la confianza y a la espontaneidad con que se implica en nuevas relaciones. Y los niños y las niñas que han tenido una larga experiencia de institucionalización pueden haber carecido de oportunidades para establecer el tipo de relación estable, privilegiada y de cierta exclusividad que hace posible el surgimiento y el mantenimiento de las relaciones de apego. Los datos de investigaciones como la de Milan y Pinderhughes (2000) muestran claramente la importancia de las actitudes y las expectativas que respecto a las relaciones interpersonales ha dejado la historia infantil previa al acogimiento, así como su papel en el ajuste del niño o la niña a la familia acogedora. La percepción que el niño o la niña tiene de su propia historia y su situación ha sido repetidamente señalada por Triseliotis (1989; Triseliotis, Borland, Hill y Lambert, 1995) como otro de los factores importantes en el desarrollo y evolución de los acogimientos. Por un lado, según este autor, está la representación que el niño o la niña tiene de su propia historia, de su pasado, de su presente y de sus circunstancias, en el sentido de que cuanto más clara sea la percepción que el niño o la niña tenga tanto más probable será que presente una buena adaptación, debiéndose evitar en este sentido que el niño o la niña viva en situaciones de confusión o de irrealidad. Y, en lo que a la situación de acogimiento se refiere, Triseliotis y sus colaboradores han resaltado la enorme importancia que para los acogidos tiene sentirse cuidados, queridos y respetados por sus acogedores. La contribución que niños y niñas pueden hacer entonces al buen desarrollo del acogimiento se ve máximamente favorecida. Lógicamente, la sensación que tengan respecto a en qué medida son queridos y respetados va a depender en gran parte de su propia percepción de las cosas, pero en gran parte también de la claridad con que la conducta de los acogedores les transmita mensajes positivos al respecto. No debe olvidarse que un niño o una niña que ha pasado por experiencias de abandono y otras formas de maltrato y que ha interiorizado una visión de los adultos como peligrosos y no merecedores de confianza, llega con frecuencia al acogimiento con la seguridad de que sus acogedores, antes o después, acabarán abandonándolo o maltratándolo (Rosenfeld y otros, 1997), por lo que la claridad y la estabilidad de las conductas de los acogedores en sentido contrario a esas expectativas son de la mayor importancia. Debe tenerse en cuenta que son
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muchos los niños y las niñas acogidos que piensan que se merecen la situación de separación de sus padres en que se encuentran, que son ellos la causa de los problemas y conflictos en su familia, etc., entre otras cosas porque ése es el mensaje que con frecuencia tal vez oyeron. Por eso, resulta tan importante que estos niños y niñas puedan tener una percepción lo más ajustada posible de las circunstancias que les han llevado a la separación familiar, de su situación actual y de sus perspectivas de futuro. Como reflexión complementaria a lo anterior, nos parece especialmente pertinente el énfasis que Butler y Charles (1998) han puesto en la diferente percepción que acogedores y acogidos tienen de su situación y sus relaciones. El cuadro 3.1, adaptado a partir de su propuesta, deja clara la diferente percepción de la realidad antes, durante y tras el acogimiento (en este caso, tras su interrupción) por parte de acogedores y acogidos. CUADRO 3.1 Diferencias en las percepciones de acogedores y acogidos en distintas fases del proceso de acogimiento (adaptado de Butler y Charles, 1998) Fase del acogimiento
Acogedores
Acogidos
Antes
• Valor de la familia y la vida familiar. • Hogar estable.
• Imagen negativa de la familia. • Muchas dudas sobre el futuro.
Durante
• Intentan tratar a los acogidos como si fueran sus hijos. • El afecto de una familia como solución para los acogidos.
• Se ven tratados de manera especial, no en pie de igualdad. • Acogedores formados y pagados: ¿cariño auténtico?
Tras la ruptura
• Resaltan las diferencias entre ellos y los acogidos. • Auto-imagen como familia negativamente afectada.
• Sus esfuerzos de adaptación a la familia no han sido valorados. • No encajan en la familia por ser muy diferentes.
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Estrechamente relacionado con lo anterior está la preparación que niños y niñas reciben antes de su acogimiento. La preparación para el acogimiento es una de las variables que la investigación ha mostrado sistemáticamente relacionada con el buen desarrollo de los acogimientos. Pero en la mayor parte de los casos, la expresión «preparación para el acogimiento» remite al trabajo profesional hecho con quienes van a convertirse en acogedores. La preparación de los niños y las niñas para su acogimiento recibe mucha menos atención y es menos frecuentemente considerada, tanto en la investigación como en la práctica profesional. Y, sin embargo, los datos de investigación muestran que cuanto mejor se prepare a niños y a niñas para el acogimiento, explicándoles cuál es la situación, por qué se llega a ella, qué perspectivas existen, qué va a ocurrir con ellos en los próximos meses o años, quiénes son los acogedores y por qué les acogen, qué va a pasar con sus padres y con la relación con ellos, etc., cuanto mejor se haga esta preparación tanto más probable es que el acogimiento se desarrolle de forma positiva. Lamentablemente, según los datos de la investigación de Lowe (citado por Berridge, 1998), la preparación que los niños y las niñas reciben suele ser muy escasa, lo que contribuye a sus sentimientos de confusión, porque frecuentemente reciben mensajes diferentes de sus padres, de sus acogedores y de los profesionales que se relacionan con ellos. Otra de las variables cuya contribución los investigadores han tratado de analizar a la hora de valorar el desarrollo y la duración de los acogimientos ha sido el acogimiento de hermanos juntos. Aunque los datos de las investigaciones no son concordantes en todos los casos y hay algunas que han encontrado que son un factor de riesgo para el buen desarrollo de los acogimientos (Rowe, Hundleby y Garnett, 1989), la mayoría de los estudios indican que niños y niñas se benefician del hecho de permanecer juntos, sin que ello parezca suponer un mayor riesgo de cara al desarrollo del acogimiento (por ejemplo, Berridge y Cleaver, 1987). Como señaló Hegar (1988), la pérdida de un hermano o una hermana es una experiencia traumática más para los niños, mientras que el hecho de permanecer unidos les ayuda a superar las otras pérdidas y situaciones estresantes a las que están enfrentándose. En gran parte por los positivos hallazgos de la investigación sobre la materia, la Child Welfare League of America (1991, p. 39) adoptó una firme posición oficial al respecto, sosteniendo que «la destrucción de una relación de hermanos por medio de
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su separación es demasiado perjudicial como para ser tolerable, excepto en circunstancias totalmente excepcionales». Entre estas circunstancias excepcionales pueden mencionarse situaciones en las que uno de los hermanos haya abusado previamente del otro o ejerza sobre él una relación claramente negativa para su desarrollo, o aquellas otras en las que el número de hermanos hace muy difícil o imposible encontrar una familia que se haga cargo de todos ellos. En conjunto, pues, parece que la recomendación general que se extrae de las investigaciones es que los hermanos deben mantenerse unidos a no ser que haya muy poderosas razones que aconsejen (o fuercen) su separación (véase, por ejemplo, Triseliotis, 1989). No obstante, debe tenerse presente que el acogimiento de hermanos puede implicar retos mayores para los acogedores, porque la adaptación a la familia puede ser más lenta (especialmente si los hermanos forman un bloque cerrado en lo que algunos llaman la «piña fraterna»), o porque si el acogimiento de uno resulta por cualquier razón problemático, ello puede afectar al del otro. En todo caso, se trata de acogimientos perfectamente viables que requieren más seguimiento y apoyo que en el caso de un solo niño. Finalmente, quisiéramos hacer referencia a otro aspecto relacionado con los niños y las niñas en acogimiento que nos parece ser tomado en consideración con menos frecuencia de la que sería deseable: la ayuda terapéutica que reciben mientras están en acogimiento. Como ya comentamos en el primer capítulo, el sistema actúa a veces bajo la ingenua pretensión de que si los problemas de niños y niñas se originaron en el seno de una familia muy conflictiva, su convivencia con una familia competente y afectiva será suficiente para que esos problemas se resuelvan. Sin duda alguna, hay muchos casos en los que las cosas pueden funcionar de esa manera, en los que las capacidades de los acogedores para responder a las necesidades de sus acogidos sean muy notables, o en las que los problemas de los acogidos no sean tan graves, o en las que se trate de niños o niñas particularmente resistentes a la adversidad y especialmente sensibles al buen trato y la estimulación adecuada. Pero no debe olvidarse que habrá otras muchas situaciones en las que esas circunstancias no se den: en las que los acogedores no sean tan competentes, o en las que los problemas de los acogidos sean de naturaleza mucho más compleja y grave, o en las que se trate de niños particularmente vul-
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nerables. En tales casos, la psicoterapia puede frecuentemente ser muy útil, convirtiéndose en un apoyo fundamental para el desarrollo del niño o la niña, así como para el apoyo de la labor realizada por los acogedores. Con la precaución, subrayada por Rosenfeld y otros (1997), de que la psicoterapia no debe ser vista como una panacea capaz de resolver cualquier problema en cualquier momento, o capaz de darle a un niño o a una niña concreto lo que sus acogedores no están sabiendo o pudiendo darle; pues, como estos autores señalan, la psicoterapia sólo puede contribuir a que niños y niñas con serios problemas saquen el mayor partido de su situación en un entorno claramente favorable a su desarrollo y progreso; en otras palabras: la psicoterapia no puede cambiar el contexto en que el niño se encuentra, pero puede contribuir a que se beneficie máximamente de las posibilidades de mejora que un buen y favorable contexto le facilitan. Puesto que son muchos los chicos y las chicas que cuentan con un entorno acogedor muy favorable, y puesto que no son pocos los que tienen importantes problemas psicológicos derivados de sus experiencias previas, deberían también ser muchos los que se beneficiaran de un apoyo terapéutico adecuado mientras están en situación de acogimiento, particularmente cuando no sea previsible que esta situación, por sí misma, vaya a ser suficiente para resolver la problemática de fondo. Factores relacionados con la intervención profesional Hemos mencionado anteriormente la metáfora del «triángulo del acogimiento», que frecuentemente se utiliza para referirse a las relaciones entre padres biológicos-niños acogidos-acogedores. Para ser completa, la metáfora geométrica debería más bien referirse al «cuadrado del acogimiento» con el cuarto vértice ocupado por la intervención profesional en torno a él. Dicha intervención es tan importante y trascendental, que merece tratamiento aparte en un capítulo específico, que será el que siga a éste. Pero como de la reflexión sobre los factores que se relacionan con el desarrollo de los acogimientos este vértice no puede quedar olvidado, señalaremos al menos algunas de las cuestiones de que se ha ocupado la investigación y cuáles han sido sus conclusiones fundamentales, dejando para el capítulo siguiente el tratamiento de las formas y las etapas concretas de intervención profesional en torno al acogimiento.
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Dada la escasa visibilidad social del acogimiento familiar a que se hizo referencia al comienzo de este capítulo, resulta poco sorprendente que la captación de acogedores sea una de las actividades profesionales a las que resulta inevitable hacer referencia. En su investigación sobre el funcionamiento del acogimiento en Escocia, Triseliotis, Borland y Hill (2000) encontraron que las campañas de captación eran episódicas, típicamente montadas a propósito de alguna presión concreta (algún acontecimiento, la celebración de un día de especial significado para la infancia, etc.) y que la razón fundamental para no hacer campañas más frecuentes era de tipo económico, relacionada con las limitaciones presupuestarias bien para pagar campañas, bien para pagar a los profesionales que deberían estar luego disponibles una vez que los efectos de las campañas empezaran a hacerse sentir. El problema, según Pasztor y Wynne (1995), es que cuando las campañas de captación son de tipo intensivo suelen requerir que haya muchos profesionales dispuestos a atender a quienes responden; como habitualmente las limitaciones presupuestarias no lo permiten, lo que ocurre entonces es que quienes se interesan en respuesta a una campaña no reciben de forma casi inmediata el tipo de respuesta que querrían, lo que les desanima y hace que se pierdan como potenciales acogedores. Como se señaló más arriba, aproximadamente un 10% de las personas que inicialmente se interesan por el acogimiento en respuesta a las campañas de captación acaba luego convirtiéndose en acogedores, lo que resalta la necesidad —si se quiere contar con una base de familias acogedoras que responda a las necesidades existentes— de campañas con continuidad en el tiempo y a través de una diversidad de medios, tanto los destinados a público en general (a través de los medios de comunicación) como aquellos dirigidos a grupos más sensibilizados (asociaciones relacionadas con la infancia, por ejemplo). Parece que las más eficaces son campañas que se basan en una diversidad de medios complementarios; así, por ejemplo, en el estudio escocés (Triseliotis y otros, 2000), las campañas a través de la televisión y, más ocasionalmente, la radio mostraron un impacto significativo sobre la captación, mientras que los pósters y los folletos tal vez fueron menos eficaces para iniciar la motivación para el acogimiento, pero resultaron influyentes a la hora de tomar la decisión final. De todas formas, según los datos de esta misma investigación, el medio más eficaz de captación
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fue el «de boca a oreja»: la mitad de los acogedores analizados por Triseliotis y otros (2000) entró en contacto con el mundo del acogimiento a través de parientes, amigos o compañeros de trabajo que acogían. Una de las implicaciones de lo anterior es clara: la satisfacción con la experiencia de quienes hacen acogimiento es una de las formas más eficaces de contribuir a la captación de futuros acogedores. Sobre todas estas cuestiones se volverá en el capítulo 4. Existe acuerdo unánime en que los procesos de formación de los acogedores constituyen uno de los elementos clave en el éxito de los acogimientos. La tarea de acoger es muy compleja y, por más que sus motivaciones sean las más adecuadas, los acogedores no tienen por qué estar intuitivamente preparados para hacer frente de forma adecuada a las muchas y muy complejas demandas con que se van a encontrar desde el comienzo mismo de la experiencia. Niños y niñas llegan al acogimiento después de haber pasado por una serie de experiencias personales muy negativas, que han dejado en ellos conductas, sentimientos, expectativas y formas de relación que van a marcar sus interacciones con los acogedores. Para poder responder adecuadamente a las necesidades y a los problemas de los acogidos, los acogedores necesitan formación para saber cómo interpretar las conductas infantiles, cómo educar y estimular a sus acogidos, cómo relacionarse con los servicios y profesionales... Ninguna de estas cuestiones forman parte de lo que cualquier padre o madre sabe por su propia experiencia o por su sentido común. En castellano, por fortuna, disponemos de un programa de formación en grupo para el acogimiento que ha sido amplísimamente utilizado y que sin duda ha reportado muchos beneficios (Amorós y otros, 1994). De él se tratará con más detalle en el capítulo siguiente. La necesidad de la formación se extiende a todas las familias acogedoras, sean del tipo que sean. Conviene subrayarlo porque tanto la investigación internacional como lo que sabemos de nuestro entorno muestran que con mucha frecuencia la formación se limita a los acogedores en familia ajena, no llegando a los acogedores en familia extensa, como si el hecho de ser los abuelos de un adolescente automáticamente capacitara para entender sus dificultades, ayudarle a resolver sus problemas, tomar decisiones razonables sobre sus contactos con los padres, etc. Y, por otra parte, conviene también recordar tres importantes enseñanzas dejadas por la investigación internacional (que sepa-
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mos, no hay estudios al respecto entre nosotros). En primer lugar, que la formación no debe limitarse al periodo anterior al acogimiento, sino que debe continuar una vez que el acogimiento se ha iniciado, existiendo, incluso, algunas investigaciones que muestran que la formación una vez empezado el acogimiento puede incluso tener más impacto que la que se da antes de comenzarlo, aunque ambas se consideran necesarias (Hampson, 1985). En segundo lugar, que no toda la formación es igualmente eficaz. La estructura y el contenido del programa de formación (típicamente, en grupo) son piezas clave, como es lógico; también lo son el nivel de preparación y las habilidades de los coordinadores del grupo de formación, así como el grado de compromiso y la implicación de los participantes. En una ilustrativa investigación al respecto, Engel (1983) mostró que sólo algunos de los programas de formación examinados merecían ser caracterizados como de buena calidad, evaluada ésta a través de la asistencia a las sesiones, el nivel de participación y la relevancia de los contenidos. En otra interesante investigación, un programa de formación de tres días resultó no tener un impacto significativo sobre el bienestar de los niños y las niñas acogidos por quienes participaron en él (Minnis y Devine, 2001). Y, en tercer lugar, que la formación en grupo tiene el valor añadido de crear una red de apoyo entre futuros acogedores que resulta ser luego de la máxima utilidad una vez comenzado el acogimiento (véase, por ejemplo, los datos de Triseliotis y otros, 2000). Como en el caso de los temas mencionados con anterioridad y de los que siguen a continuación, en el capítulo 4 volveremos sobre estos asuntos. La valoración de acogedores y el emparejamiento acogedores-acogidos son las intervenciones profesionales que siguen a las campañas de captación. Como señala acertadamente Triseliotis (1989), no tenemos manera de estar seguros de si una persona o una pareja va a funcionar satisfactoriamente como acogedor, y el emparejamiento de un niño o una niña concretos a una determinada familia está también lleno de incertidumbres. Pero, evidentemente, toda la información revisada en este capítulo contiene elementos que ayudan a los profesionales en la toma de decisión en lo relativo a las motivaciones, los estilos educativos, la composición familiar, el apoyo social disponible, etc. En otras palabras, los resultados de las investigaciones sobre acogimiento familiar permiten que los procesos de valoración de familias y asignación de niños no se hagan en la oscuri-
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dad ni de manera aleatoria, sino de acuerdo con ciertos criterios que aumentarán la probabilidad de que las decisiones sean acertadas. Sería bueno que los profesionales del acogimiento familiar contaran con manuales y protocolos para la toma de decisiones y la evaluación del acogimiento (en castellano, véase Amorós, Diego, Ger, Mora y Santa Cruz, 1997; en inglés, véase, por ejemplo, Ward, 1995). La decisión de con qué familia poner a un niño o a una niña concreto se torna particularmente delicada cuando éstos presentan características o necesidades especiales, sea por el tipo de configuración (una pareja de hermanos, por ejemplo), sea por características personales (edad, problemas de conducta, necesidades educativas especiales...). Lógicamente, cuanto mayor riesgo haya de que el acogimiento no vaya bien, más importante resulta que la elección de la familia concreta a la que el niño o la niña va a ir sea cuidadosa y meditada. Lamentablemente, como ha señalado Berridge (1997), el problema es que con mucha frecuencia los niños van a parar allí donde hay una familia disponible, que no necesariamente es la que en teoría podría resultar idónea para sus características o necesidades. En tales condiciones, se aumenta el riesgo de que el acogimiento no tenga un buen desarrollo, lo que es malo no sólo para el niño o la niña afectados y para sus acogedores, sino también para los profesionales implicados y para el sistema de protección, así como por el mensaje social que en el entorno de los acogedores la negativa experiencia deja (un «boca a oreja» negativo en vez de positivo). Todas las investigaciones coinciden en señalar que el apoyo a lo largo del acogimiento es una de las más relevantes y decisivas variables para determinar cómo se va a desarrollar la experiencia, cuánto va a durar, cuál va a ser su impacto, etc. (Lowe, 1990). Lamentablemente, los datos de la investigación tanto española (anteriormente comentados) como internacional muestran una cierta hiperactividad profesional antes de comenzar el acogimiento (tareas de captación, valoración, formación, preparación para la llegada del niño o la niña...), seguida de una cierta pasividad una vez comenzado el acogimiento (pasividad que no significa que los profesionales se queden con los brazos cruzados, sino que se entregan a las urgencias que reclaman otros casos). De hecho, los datos de Berridge y Cleaver (1987) muestran claramente que, una vez comenzado un acogimiento concreto, los profesionales tienden más a ser reactivos que proactivos, es decir, que tienden más a actuar si la fa-
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milia se lo reclama que por iniciativa propia o porque así esté programado y forme parte del protocolo de intervención. Esta ausencia de contacto por parte de los profesionales, a la espera de que los padres llamen si tienen algún problema, tiene entre otros el efecto perverso de desincentivar los contactos espontáneos por parte de los acogedores, temerosos de que sus llamadas o peticiones de ayuda se interpreten como incapacidad para hacer frente a los problemas y, por tanto, para llevar a cabo con éxito el acogimiento (Berridge, 1997). La necesidad de apoyo a los acogedores una vez comenzado el acogimiento se extiende a todos los acogimientos, en familia extensa o ajena, con o sin previsión de retorno, de corta o larga duración. Lógicamente, esa necesidad es todavía más incuestionable en los casos de acogimientos de más complicado pronóstico, porque, como indican Rushton, Quinton y Treseder (1993), hay chicos y chicas cuya historia y cuyas características les hacen particularmente perturbados y que pueden desestabilizar, incluso, a las familias más sólidas y con mejores habilidades educativas. De la investigación llevada a cabo por Triseliotis y otros (2000) en Escocia se deriva que la mayoría de los acogedores están insatisfechos con el nivel de apoyo que reciben una vez iniciado el acogimiento. En concreto, las cosas que reclaman son: visitas más frecuentes de los profesionales, sobre todo para interesarse por el niño o la niña; mayor disponibilidad por parte de los profesionales, incluyendo servicio permanente de 24 horas; ser escuchados y valorados; trabajar en equipo; formación y apoyo continuados como parte de los contactos habituales; ayuda concreta en el manejo tanto de las visitas de los niños con sus padres como de los problemas de conducta; más apoyo a todos los miembros de la familia cuando el acogimiento termina y los acogidos se marchan; más apoyo en el caso de que los acogidos hagan acusaciones falsas contra los acogedores; servicios de respiro para momentos de crisis o cada cierto tiempo. El de la remuneración económica por el acogimiento es un tema polémico que debe ser mencionado aquí porque algunas investigaciones han encontrado una relación positiva entre la calidad y la estabilidad de los acogimientos y el hecho que los acogedores reciban alguna retribución económica (Chamberlain, Moreland y Reid, 1992). La polémica sobre la remuneración económica esconde en realidad un debate más de fon-
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do sobre si el acogimiento debe ser una acción altruista o paraprofesional. En el primer caso, se supone que lo que los acogedores hacen es por su especial sensibilidad respecto a los niños y a las niñas con graves problemas familiares, que se trata de un acto de amor y solidaridad, y que esos términos están reñidos con la remuneración económica. En el segundo caso, se pone el acento en las muchas tareas que los acogedores tienen que asumir; en las dificultades y los esfuerzos de su labor; en el dinero que, por una parte, ellos están gastando y el que, por otra, están ahorrando al sistema en cuidados residenciales, y, en esa perspectiva (de la que el amor y la solidaridad no tienen por qué considerarse ausentes), la remuneración es vista como justa y necesaria. La investigación internacional que se ha ocupado del problema de las remuneraciones coincide en la enorme variabilidad que existe de unas situaciones a otras: hay acogedores que no reciben ninguna compensación económica por su labor; los hay que reciben una cantidad fija semanal o mensual por niño o niña acogido durante el periodo que dura el acogimiento; los hay que reciben cantidades extra si se trata de un niño o una niña con necesidades especiales; los hay que reciben compensación económica no sólo cuando tienen a un niño o a una niña acogido, sino también mientras están disponibles y a la espera de que los profesionales les asignen un caso; los hay que deben incluir la remuneración que reciben como un ingreso sujeto a declaración de impuestos... (véase, por ejemplo, Triseliotis y otros, 2000, como ejemplo de la gran diversidad incluso dentro de una misma región). No obstante esta gran variabilidad, parece que hay al menos cinco constantes que merecen ser subrayadas: una, que los acogedores llegan al acogimiento más movidos por la perspectiva de gratificaciones intangibles que tangibles (Butler y Charles, 1998) y que la remuneración económica no suele formar parte de las motivaciones para el acogimiento, lo cual no impide que una vez que el acogimiento empieza los acogedores vean del todo lógico ser, como mínimo, compensados por los muchos gastos en que incurren, si no además remunerados por su esfuerzo, su dedicación y el problema social que resuelven. En segundo lugar, que son muchos los acogedores que, incluso si reciben algún tipo de compensación económica, gastan a propósito del acogimiento más de lo que ingresan por él. Tercero, que los acogimientos en familia extensa tienen menos probabilidad de ser remunerados que los acogi-
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mientos en familia ajena, siendo así que frecuentemente las familias que realizan acogimientos de nietos o sobrinos están más necesitadas económicamente que el resto de las familias acogedoras. En cuarto lugar, que cuando hay remuneración, lo más frecuente es que sea escasa y llegue con retraso y de forma irregular, lo que, según los propios acogedores, es una demostración de la importancia que los servicios sociales dan a su labor (Berridge, 1997). Y, finalmente, que la mejor forma de incentivar a los acogedores y asegurar su satisfacción no es a través de la remuneración económica, sino por medio de una combinación de dicha remuneración con buenos servicios de formación (antes y después de iniciado el acogimiento) y de apoyo (continuado y, especialmente, en situaciones de crisis) (Chamberlain y otros, 1992). El debate sobre las remuneraciones es complejo, pero parece que se va abriendo más y más paso la idea de los acogedores como paraprofesionales, muy particularmente (pero no sólo) cuando se trata de acogimientos especialmente exigentes (niños y niñas mayores, con necesidades especiales, grupos de hermanos...). Según Triseliotis (1990, citado por Berridge, 1997), el acogimiento debe abandonar su amateurismo y debe tender a un enfoque más profesionalizado. Esta concepción lleva directamente a la conclusión de que, en principio, todos los acogimientos deben ser remunerados (como mínimo, para compensar por los gastos; mejor aún, para gratificar por el esfuerzo y la labor realizada), variando de unos casos a otros la cantidad concreta en función de las variables en cada caso más relevantes. Los datos de investigación parecen mostrar que este enfoque más profesional, en el que los acogedores están más cuidadosamente seleccionados, reciben la preparación adecuada, están remunerados y tienen más implicación en la toma de decisiones, da lugar a menos bajas entre los acogedores y a mejores resultados para los acogidos (Berridge, 1997). Finalmente, otro asunto del que se ha ocupado la investigación que ha tratado de desentrañar los factores ligados a la calidad de la intervención profesional en el acogimiento tiene que ver con la organización de los servicios profesionales en torno al acogimiento. Los investigadores se han interesado por saber si hay un cierto modelo de organización profesional más eficaz que otro. Algunas de las variables analizadas tiene que ver con la composición del equipo profesional, su dependencia administrativa y organización jerárquica, y sus sistemas
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de coordinación y control. Los hallazgos de estas investigaciones se pueden resumir de manera muy breve y sencilla: no parece que haya ningún modelo de organización de la intervención profesional que en principio sea mejor o más eficaz que otro, pues la clave no parece radicar en el modelo organizativo, sino en la calidad de la intervención profesional (véanse, por ejemplo, Berridge, 1997; Martin, 2000; Triseliotis y otros, 2000). Las claves que en el resumen que ahora concluye se han aportado, referidas a los factores cruciales en el desarrollo de los acogimientos (en la captación, la formación, el apoyo, etc.), son las que de verdad se relacionan con el éxito de la intervención profesional, no importa cuál sea su modelo organizativo bajo el cual los profesionales trabajen. Lo anterior no significa que no haya modelos que pueden dar mejores resultados que otros, sino que la diferencia vendrá determinada no por la organización de la intervención en sí misma, sino por la medida en que dicha organización permita y facilite una intervención de buena calidad en torno al complejo mundo del acogimiento familiar. Para concluir este capítulo, la reflexión anterior da pie a llamar la atención sobre la complejidad y la dificultad de la intervención profesional en acogimiento familiar. Como han señalado Hess, Mintum, Moehlman y Pitts (1992), esta intervención requiere habilidades profesionales como la arriesgada toma de decisiones en medio de la incertidumbre; la capacidad para tomar en consideración necesidades, peticiones y expectativas en conflicto; el saber hacer frente a situaciones continuamente cambiantes, así como el manejo de reacciones emocionales intensas, tanto en los demás como en uno mismo. Frente a tan complejas demandas, la realidad muestra a veces una elevada inestabilidad en el puesto de trabajo, falta de experiencia o de preparación para la realización de las complejas tareas implicadas en el acogimiento, e incluso dificultades personales para sentirse personal y profesionalmente cómodo en medio de grandes tensiones emocionales y de relaciones interpersonales conflictivas y cambiantes. De nuevo, el hecho de que profesionales poco experimentados, a veces no bien formados, insuficientemente apoyados y con una gran sobrecarga de casos se enfrenten a la complejidad del acogimiento remite al valor que para los servicios de protección de la infancia tiene esta alternativa familiar.
CAPÍTULO 4
EL PROCESO DE ACOGIMIENTO
Si el capítulo anterior ha servido para analizar los factores clave en el proceso de acogimiento, nuestro análisis necesita ahora orientarse por derroteros más prácticos. El presente capítulo se propone analizar los puntos y los momentos clave en el proceso de acogimiento, haciéndolo desde la lógica de la secuencia de la intervención profesional: la captación de familias acogedoras, el proceso por el que son valoradas y formadas, la llegada del niño o la niña a su familia acogedora y el proceso de adaptación que a partir de ahí se pone en marcha, y el seguimiento y los apoyos una vez que el acogimiento ha comenzado. Así, si el capítulo anterior estaba fundamentalmente informado por los contenidos de la investigación, serán los contenidos de la intervención profesional los que guíen ahora la lógica de la exposición. La captación de familias de acogida La captación de familias acogedoras es la primera fase de un programa de acogimiento familiar y disponer de un número suficiente de fami-
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lias es un requisito necesario para llevar a cabo los acogimientos. Esto implica que buena parte de la imaginación y de los esfuerzos de los profesionales y las administraciones se han de dedicar a la planificación adecuada de las campañas de captación. En realidad, el reto planteado no sólo entre nosotros, sino a escala internacional, es doble: captar a nuevas familias y mantener en el sistema a las que ya estaban para poder así aprovechar sus conocimientos y experiencia. Principios generales Como se indicó en el capítulo 3, los estudios sobre campañas de captación en diversos países indican que entre el 10 y el 20% de las familias inicialmente interesadas gracias a las campañas terminan haciendo acogimientos (Martin, 2000). En los estudios realizados en España (GRISIJ, 1999), los datos oscilan entre el 6 y el 10% cuando se contabiliza el número de personas que han solicitado información telefónica. Pero si se parte de las personas que después de la llamada telefónica acuden a realizar la primera entrevista informativa, el porcentaje aumenta hasta el 30%. Ello indica que en muchas ocasiones las campañas tienen una influencia eminentemente informativa y de sensibilización y son las personas que acuden a los servicios para obtener más información aquellas con una mayor predisposición y a cuyas expectativas, dudas o temores hay que saber responder adecuadamente. En los países anglosajones, con amplia y documentada experiencia en acogimiento familiar, uno de los elementos clave es la utilización en las campañas de captación de las propias familias acogedoras como elementos activos y de mayor credibilidad. Así, en algunos estudios hasta un 37% de los acogedores había recibido información sobre el acogimiento a partir de otras familias acogedoras (James Bell Associates, 1993). Carentes todavía entre nosotros de una buena y extendida cultura de acogimiento, la sociedad en general conoce poco este recurso, por lo que las campañas de captación tienen que hacer una gran parte del esfuerzo de informar sobre el acogimiento y estimularlo. Las campañas de captación se iniciaron en España a finales de los ochenta y a principios de los noventa del siglo XX y desde entonces una gran mayoría de las comunidades autónomas han realizado campañas
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con diversos resultados habitualmente poco o nada documentados. Típicamente, estas campañas se plantean un doble objetivo: por una parte, sensibilizar a la comunidad en general para que se conozcan y entiendan las necesidades que tienen los niños y las niñas en situación de desprotección, para que comprendan la bondad del acogimiento familiar como una alternativa normalizadora y apoyen a las familias que quieran asumir el reto del acogimiento. Por otra parte, captar familias que estén motivadas y que tengan las actitudes y las habilidades adecuadas para asumir el conjunto de derechos y deberes que implica el acogimiento en la actualidad. Las investigaciones sobre la captación de familias son escasas y se centran fundamentalmente en las estrategias más adecuadas para captar y retener a las familias acogedoras. Como se señaló en el capítulo 3, en los estudios realizados en el Reino Unido por Triseliotis y otros (2000) se observó que los servicios de protección no realizan campañas sistemáticas, sino acciones esporádicas que dependen de varios factores: por una parte, de la disponibilidad económica suficiente para realizar una campaña utilizando todos los medios necesarios y, por otra parte, de la predisposición y disponibilidad de los profesionales para realizar una campaña en la que puedan realmente atender las demandas generadas de forma adecuada. Evidentemente, las campañas de captación implican previsiones financieras, de personal y de posibilidades reales de realizar adecuadamente todo el proceso de atención inmediata y la posterior valoración y formación de las futuras familias acogedoras. Algunos datos de la investigación internacional (Waterhouse, 1997) indican que ha habido un cierto descenso en el número de familias dispuestas a realizar acogimientos. Como quiera, por otra parte, que cada vez hay más niños y jóvenes con mayores problemas que entran en el sistema, resulta crucial conocer cuáles son los factores que intervienen en la toma de decisiones y de qué forma pueden subsanarse los problemas de las familias para sentirse atraídas por el acogimiento. Un grupo de factores está relacionado con la percepción positiva o negativa que los destinatarios de las campañas pueden tener sobre diversos aspectos del funcionamiento de los servicios de protección a la infancia y, más en concreto, de los programas de acogimiento familiar. Entre los factores que pueden dificultar la captación (Berridge, 1997; Chamberlain y otros, 1992) podemos destacar:
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• Las mayores dificultades que presentan hoy en día los niños y las niñas acogidos. • La falta de un mayor reconocimiento social de la figura del acogedor. • Las escasas ayudas económicas en relación con el coste real del acogimiento y la baja eficiencia de la administración para cumplir a tiempo sus compromisos económicos. • La falta de apoyo continuado por parte de los servicios de protección de la infancia. • La necesidad de mayor formación inicial y continuada. Se hace, pues, necesario mejorar todos aquellos aspectos que faciliten los sentimientos de seguridad y de confianza entre los potenciales acogedores. Entre las diversas recomendaciones que a este respecto la investigación internacional ha formulado (Benedict y White, 1991; Bereika, 1991; Chamberlain y otros, 1992; Pasztor y Wynne, 1995), algunas se refieren específicamente a la captación, pero otras hacen referencia a cuestiones más generales que, al incidir sobre la organización de los acogimientos en general, acaban también teniendo repercusión sobre los procesos de captación. Entre las recomendaciones que se han mencionado se pueden citar las que siguen: • Facilitar una mejor formación de las familias, más de acuerdo con las necesidades reales. • Incrementar la frecuencia y la calidad de la supervisión y el acompañamiento. • Mejorar la formación de los profesionales del acogimiento. • Facilitar a las familias que lo necesiten momentos y oportunidades de descanso y respiro. • Ofrecer respuestas rápidas a sus problemas. • Promover una retribución económica y un reconocimiento social de su labor. Entre las medidas más específicamente relacionadas con el proceso de captación, la realización de campañas especializadas y una buena organización del proceso de captación están entre las recomendaciones
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más habituales. A profundizar en esta última cuestión dedicamos las páginas que siguen. La organización del proceso de captación Como se ha indicado, las campañas de que hablamos deben responder a un doble objetivo: sensibilizar y captar. Pero para poder diseñar adecuadamente el proceso de captación es preciso partir de algunas cuestiones clave que merecen ser analizadas en seguida con cierto detalle: • La modalidad o modalidades de acogimiento que se desea realizar. • Las características de la población a la que irá dirigida la captación, atendiendo tanto a los motivos que tienen las familias para ser acogedoras como a los factores que pueden dificultar la toma de decisiones de las familias. • Los mensajes que se deben trasmitir. • Los medios y recursos que se utilizarán. • La recepción de la campaña. Modalidad o modalidades de acogimiento para las que se realiza la captación El primer elemento que hay que determinar es si se quiere realizar una campaña para captar familias que puedan asumir alguna de las diferentes modalidades de acogimiento sin que a priori se cierre ninguna posibilidad (campañas de captación general), o si, por el contrario, se pretende centrar la campaña en una modalidad concreta que aconseje dirigir la campaña a un segmento determinado de la población (campañas de captación especializada). Por lo general, en España se han realizado campañas de los dos tipos: generales y especializadas. En las comunidades autónomas que no tenían un proyecto específico y que necesitaban familias para las diferentes modalidades de acogimiento, típicamente se han realizado campañas dirigidas a la población en general, siendo luego las familias y los profesionales quienes en el proceso de valoración decidían la modali-
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dad más adecuada en cada caso. Obviamente, la ventaja de estas campañas es que pueden captar a un número mayor de familias que pueden luego ser utilizadas en las diversas modalidades de acogimiento. El inconveniente es que el mensaje a veces no es tan claro y responden familias con expectativas incorrectas, aparte de que al acudir un mayor número de familias se precisa una mayor dedicación de los profesionales para valorar y formar. Lógicamente, las campañas más especializadas (dirigidas, por ejemplo, a captar familias acogedoras de urgencia) resuelven bien este último inconveniente: el mensaje es más claro y las familias que acuden están mejor informadas, de forma que los esfuerzos y la dedicación de los técnicos están más equilibrados con los resultados finales. El inconveniente de este planteamiento, obviamente, es que este tipo de campañas no promueve un «banco» amplio de familias disponibles para diferentes modalidades. Características de la población a la que se dirigen las campañas y motivaciones para el acogimiento Allí donde, como ocurre en nuestro caso, no se parte de una adecuada cultura de acogimiento, las campañas de captación tienden a dirigirse a toda la comunidad para lograr el doble objetivo de sensibilización y captación. La captación y la posterior valoración de familias tienen un objetivo básico que es encontrar familias que reúnan las motivaciones, las actitudes y las habilidades suficientes para atender a las necesidades de los niños y las niñas en situación de desprotección y que asuman los aspectos característicos del acogimiento familiar (relaciones con la familia biológica, colaboración con el equipo de intervención y la administración, etc). Por lo general, las familias han llegado al acogimiento por una variedad de razones, entre las que destacan las de tipo social (70%), aunque también las hay con una predominante motivación de desarrollo y realización familiar (25%) y otras con connotaciones de tipo religioso (5%) (GRISIJ, 1999). En los estudios realizados por Triseliotis y otros (2000) se indican una serie de motivos no excluyentes entre sí, ya que, como se puede observar en los porcentajes que siguen, varios de ellos pueden estar presentes (véase cuadro 4.1):
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CUADRO 4.1. Motivos de los acogedores (adaptado de Triseliotis y otros, 2000) Motivos
Mujer
Hombre
Deseo de ofrecer algo a los demás
38%
30%
Gusto especial por los niños
35%
27%
Conciencia de las necesidades que algunos niños tienen
21%
20%
Se ajusta bien a las circunstancias familiares actuales
17%
7%
7%
7%
Deseo de constituir una familia más amplia
Junto con estos motivos, que pueden ser alentados a través del proceso de captación, existen también factores que pueden dificultar la participación: cierta desconfianza de la administración, falta de confianza en sus propias posibilidades para hacer frente a las necesidades de los niños, temor a ser rechazados por parte de los servicios, desconfianza respecto al intrusismo de los profesionales del acogimiento. Todos estos factores pueden estar presentes desde el primer momento o pueden aparecer posteriormente en la toma de decisiones para llegar a ser una familia acogedora, por lo que hay que tenerlos muy presentes a la hora de diseñar una campaña de manera tal que los objetivos, el mensaje y las actitudes de los profesionales faciliten el interés de aquellas familias que desean ayudar, al tiempo que se despejan y aclaran al máximo sus temores o sus dificultades. Los mensajes que se deben trasmitir El tema central para poder elaborar una campaña de captación es conocer cuáles son las necesidades de los niños y las niñas que precisan ser acogidos y cuáles pueden ser las satisfacciones o los estímulos que las familias puedan tener o necesiten para asumir el reto del acogimiento. En los sistemas tradicionales, los acogedores eran seleccionados a partir de una fuerte motivación por el acogimiento y una actitud responsable de cara a la atención a los niños (Plumer, 1992). Hoy en día se concibe el acogimiento familiar como un trabajo en equipo en el que la colaboración entre las partes es fundamental (Testa y Rolock, 1999). Por
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ello, la captación de acogedores se centrará en la búsqueda de familias que acepten un proceso de formación que les permita una madura toma de decisiones, que acepten el trabajo en equipo como un sistema para la resolución de los problemas que puedan surgir a lo largo del acogimiento e, incluso, que sepan ayudar a la familia biológica en la adquisición de habilidades parentales (Pecora, Withaker y Maluccio, 1992). Existe una coincidencia entre los expertos en que los mensajes de las campañas de captación tienen que ser verdaderos y realistas en relación con las necesidades y características del acogimiento, incluyendo las dificultades de los niños y las satisfacciones que su cuidado puede también reportar. Al mismo tiempo, es preciso trasmitir que el acogimiento es un trabajo en equipo en el que las responsabilidades están compartidas entre los profesionales y las familias, y que todo ello requiere de una formación que les será facilitada y de un apoyo técnico y económico que recibirán. Un elemento importantísimo en la captación y en la posterior retención de las familias acogedoras es que sientan que serán apoyadas y reconocidas en las diversas necesidades que se les presenten, sean de tipo psicológico, educativo o económico. Los medios y los recursos de las campañas Las experiencias realizadas en otros países con una larga tradición en el acogimiento familiar difieren en cuanto a la utilización de los recursos. Los estudios realizados por Triseliotis y otros (2000) encontraron que el 46% de los acogedores había sido captado mayoritariamente por el conocimiento que ya tenían del tema, por los amigos o los familiares; un 19%, por artículos en el periódico; un 17%, por anuncios en la prensa, y un 11%, por la televisión y la radio. Hay que matizar la tradición y la cultura de acogimiento que existe en el Reino Unido y, al mismo tiempo, indicar que las campañas de captación funcionan fundamentalmente en el ámbito local, en parte porque no se dispone del dinero suficiente para utilizar medios como la televisión o la prensa de ámbito nacional. Las experiencias que se han llevado a cabo en España han surgido mayoritariamente de las comunidades autónomas, que en ocasiones han dedicado a la captación esfuerzo e imaginación, habiendo obtenido resultados satisfactorios cuando se han utilizado los medios adecuados. El
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estudio realizado por GRISIJ (1999) en Cataluña señala que el 69% de los candidatos al acogimiento había sido captado a través de la televisión; el 25%, a través de la prensa escrita (en particular, los artículos en los que se relataban experiencias de familias o jóvenes acogidos); el 3%, por la radio, y el 3%, por carteles. Los datos confirman el gran poder de captación y sensibilización que tiene la televisión en nuestro país, con su incomparable capacidad para llegar en un momento a miles de hogares. En una primera fase de sensibilización y captación, la utilización de medios de comunicación de masas como la televisión puede ser muy aconsejable. En este mismo estudio, se observó que las campañas sirven para despertar el interés latente que tienen algunas familias ya sea sobre el acogimiento o sobre la atención y la protección de la infancia. Por lo general, las familias manifiestan que este interés latente fue despertado por la televisión y reforzado posteriormente por otros medios escritos como la prensa y los folletos y las guías que les permitieron tener un conocimiento más profundo de las características del acogimiento. También en un estudio realizado en Inglaterra se indica que la televisión puede ser más efectiva que el material impreso (Moore, Granpre y Scoll, 1988), al menos en relación con una parte del proceso de captación. Para un 67% de las familias acogedoras, la campaña les supuso «el detonante de un pensamiento latente» para embarcarse en un proyecto sobre el que ya tenían alguna información a través de amigos o familiares. La información de la campaña transmitió a muchas familias el sentimiento de que también podían hacer alguna cosa para los otros o colaborar en su bienestar. Para un 33% que nunca se había planteado esta posibilidad anteriormente, la campaña supuso aventurarse en algo nuevo (GRISIJ, 1999): Veíamos que había un problema y que a nuestra manera parecía que podíamos ofrecer una pequeña solución. Nos planteamos conocer un poco más cómo funcionaba este tema y hasta qué punto nosotros lo podríamos asumir. (Familia acogedora)
La valoración de la campaña realizada por parte de los técnicos coincide en utilizar los medios de comunicación de masas, pero también introducir los testimonios de familias acogedoras y el respaldo en la campaña de los representantes de la administración que ofrecen un
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respaldo institucional al programa. Son varios los estudios que han destacado la utilización de acogedores en las campañas, a las que dotan entonces de mayor credibilidad (Child Welfare League of America, 1991; James Bell Associates, 1993). La televisión tiene la indudable ventaja de que llega a miles de familias al mismo tiempo y juega un papel muy importante de cara a la sensibilización y, eventualmente, a la captación. Puede tratarse de spots publicitarios para divulgar y promocionar el acogimiento, pero también de espacios diferentes en los que se entrevista a un profesional o se cuenta el testimonio de una familia acogedora, por ejemplo. Puede ser una televisión estatal, autonómica o local, en función de las posibilidades, pero la idea central es que es un medio excelente para cooperar en la meta de acabar teniendo familias acogedoras que atiendan a los niños y a las niñas que las necesitan. De la radio se pueden decir cosas parecidas, aunque tal vez su impacto sea algo menor. La utilización de carteles, la distribución de folletos informativos, la presentación de la experiencia de acogimiento en determinados encuentros en los que coinciden muchas personas potencialmente interesadas en temas de infancia son algunos de los ejemplos de las vías complementarias a través de las cuales se lleva a cabo la mayor parte de las campañas de captación que entre nosotros se realizan. En cuanto a la duración e intensidad de las campañas de captación, las experiencias realizadas en España indican la necesidad de realizarlas con cierta intensidad y a lo largo de unos dos meses, ya que de esta manera pueden llegar mensajes a través de los diferentes medios y facilitar la información básica para una toma de decisiones. Las experiencias realizadas de forma poco sistematizada y con informaciones esporádicas durante largos periodos de tiempo no parecen haber dado resultados positivos. Los resultados de GRISIJ (1999) indican que el espacio de tiempo para la toma de decisión es muy variable, pero, mayoritariamente (63%), las familias se deciden en el espacio de unos días a dos meses; el resto necesita un periodo más largo de tiempo y/o un estímulo o un recordatorio por parte de la administración. Así, algunas familias llaman directamente para concertar una entrevista personal con los equipos de técnicos nada más recibir la campaña, mientras que otras necesitan un periodo de reflexión que puede ser estimulado cuando, pasados los dos primeros meses, se les recuerda telefónicamente la primera información solicitada. La toma de
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decisión fue realizada conjuntamente por los miembros de la familia en un 86% de los casos, mientras que en un 14% predominó la decisión de un miembro. En general, parece que la toma de decisión se lleva a cabo en el interior del núcleo familiar, no informando a los demás hasta que ya se han dado los primeros pasos en dirección al acogimiento. La recepción de los resultados de la campaña Una vez puesta en marcha una campaña, algunas familias se sentirán interesadas y querrán tener más información. Se hace entonces importante tener organizada la forma de responder a ese interés, porque ello permite a las familias sentirse seguras en su decisión y les revela una imagen responsable por parte de la Administración. Las experiencias realizadas en distintas comunidades autónomas indican que hay varias formas adecuadas de realizar la recepción de los resultados de las campañas de captación: • Disponibilidad de una línea telefónica gratuita con acceso directo a un profesional que pueda responder de forma clara y precisa a las cuestiones o temáticas que manifiesten los interesados. La utilización de teléfonos gratuitos de línea 900 puede facilitar la comunicación. Es muy importante que el primer contacto que las familias tengan con quienes les atiendan sea agradable, clarificador y motivador. Los profesionales dispondrán de un horario para atender a las llamadas a lo largo del día, dejando la posibilidad de la línea abierta por medio de un contestador que permitirá llamar al día siguiente a las familias interesadas. • Existencia de folletos o guías del acogimiento. En los casos en que las familias demuestren interés, se les solicitará su dirección y se les facilitarán documentos explicativos (folletos o guías del acogimiento) en donde se reflejen de forma escrita los deberes y los derechos de todas las partes implicadas y la forma de establecer un primer contacto personal con los profesionales responsables del programa. • Atención inmediata y motivadora: las solicitudes de información personal realizadas por los interesados serán atendidas en el espacio máximo de quince días, por lo que es preciso una organización interna de los profesionales para atender esta demanda en los plazos previstos.
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• Realización de un encuentro personal. La primera entrevista entre la familia interesada y los profesionales tiene la finalidad de atender las demandas de la familia, aclarar las dudas, informar del proceso y facilitar un clima de confianza. A partir de este momento, si la familia sigue interesada, se iniciará el proceso de valoración y formación. Por último, como señalamos anteiormente, debe recordarse que la preocupación actual de las entidades o servicios de protección de la infancia no sólo está en captar familias, sino también en que las familias acogedoras puedan permanecer colaborando durante largo tiempo y con diferentes acogimientos. La experiencia, la formación y las habilidades que acumulan estas familias son elementos muy importantes para facilitar una mejor adaptación de los niños o las niñas acogidos. Los estudios que se han realizado para identificar los factores que facilitan la permanencia de las familias como acogedoras (por ejemplo, Ramsay, 1996) indican que un buen apoyo por parte de los profesionales y una compensación económica adecuada son algunos de los factores clave para la permanencia. El apoyo que ofrecen los profesionales no sólo sirve para resolver problemas, sino también para ofrecer un reconocimiento de la labor que realizan las familias acogedoras y reforzar la calidad del servicio. Los acogedores sienten y expresan satisfacción cuando se ven como personas capacitadas que colaboran con los profesionales con los que trabajan conjuntamente para mejorar el acogimiento. La ayuda económica reduce la necesidad de que algún miembro de la familia acogedora tenga que buscar empleo y permite un mayor grado de libertad para llevar a la práctica el deseo de contribuir al cuidado de los niños. De todas formas, es importante destacar que la compensación económica sin el apoyo por parte de los profesionales no produce el sentimiento de satisfacción a que antes nos referíamos y que tan importante resulta para la permanencia de una familia en el programa de acogimiento (Chamberlain y otros, 1992). El proceso de valoración/formación La intervención clásica en acogimiento familiar estaba muy circunscrita a la valoración de familias acogedoras. A través de pruebas y entrevistas
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se determinaba si una familia parecía tener las características requeridas para el buen desarrollo de un acogimiento. Frente a este modelo de trabajo, poco a poco se ha ido imponiendo una lógica de intervención diferente, en la que la valoración de las familias y su formación y preparación se entrelazan y apoyan mutuamente. Por una parte, los candidatos a acoger deben reunir ciertos requisitos y no deben presentar determinados factores de riesgo. Por otra parte, las familias deben prepararse para las situaciones, sentimientos y reacciones que se puedan dar a lo largo del acogimiento y al mismo tiempo adquirir un mayor conocimiento de sus propias fuerzas, debilidades, emociones y características de personalidad. Además, es preciso que las familias acogedoras se sientan una parte importante del acogimiento y un recurso para la Administración y para las familias y los niños que las necesitan. Todos estos objetivos han dado al traste con el viejo modelo basado sólo en la valoración y han conformado un modelo de valoración/formación abierto y flexible destinado a asegurar al máximo que las familias acogedoras puedan responder mejor a las necesidades y sentimientos que presentan los niños y las niñas acogidos. En estos planteamientos resulta importante que los futuros acogedores comprendan y vivencien que la actitud de los profesionales es congruente con el planteamiento de ayuda y apoyo, y no sólo parte de un procedimiento de valoración. Como es obvio, el acogimiento actual representa un cambio en la concepción de los roles del profesional y de los acogedores, pues las familias de acogida no son clientes del servicio, sino sus colaboradores, con todo lo que ello implica en la toma de decisiones. Fase inicial El proceso de valoración puede realizarse como paso previo a la formación, como conclusión de la formación o en una situación intermedia. Por lo general, la fórmula intermedia es la que más se utiliza actualmente. Este procedimiento consiste en realizar una primera entrevista de toma de contacto con la familia que sirve para clarificar las dudas o los temores que pudieran tener, recoger unos primeros datos familiares, informar de las características del proceso de valoración y facilitar desde el principio un clima de confianza.
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Es aquí crucial que los profesionales sepan escuchar y atender las demandas de los interesados. El establecimiento de un clima de confianza y la búsqueda de un lenguaje y un conocimiento comunes son objetivos básicos de los primeros contactos. Las entrevistas posteriores (dos o tres, realizadas por los diferentes profesionales a los componentes de la unidad familiar) servirán para profundizar en diferentes áreas clave. El cuadro 4.2 muestra los detalles de algunos de los contenidos que deben ser abordados en este inicio del proceso de valoración. CUADRO 4.2 Áreas generales a explorar en los inicios del proceso de valoración para el acogimiento A. Datos personales y sociodemográficos Recursos de tipo personal 1. Composición del núcleo familiar. a. b. c. d.
Edad del acogedor Edad de la acogedora Número de hijos biológicos Convivencia en el mismo domicilio de otros miembros de la familia extensa
2. Domicilio actual, teléfono, otros teléfonos de contacto (la información se necesita para poder contactar con las familias). 3. Nivel educativo de cada uno de los integrantes del núcleo familiar. Nivel de escolarización más alto alcanzado por cada uno. 4. Situación laboral de cada uno de los integrantes del núcleo familiar. Profesión de cada miembro. 5. Nivel de suficiencia económica del núcleo familiar. 6. Grado de disponibilidad para atender a la vida familiar de cada uno de los miembros adultos de la familia. 7. Experiencia previa en relación con niños. Especificar el grado de experiencia (por ejemplo, experiencia con hijos propios, no propios, en acogimiento, profesional, etc.). 8. Historia de salud de los integrantes del núcleo familiar: enfermedades significativas.
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CUADRO 4.2 (Continuación) Vivienda de la familia y entorno en el que está ubicada. 9. Características de la vivienda. Tipo de vivienda (piso, casa,...) número y amplitud de habitaciones, habitaciones compartidas o no, aislamiento térmico y sonoro, luminosidad, limpieza, orden y cualquier otro aspecto de interés. 10. Equipamientos y servicios que existan en el entorno que puedan ser importantes para la atención y desarrollo del niño(a) como colegios, dispensarios médicos, parques, centros de tiempo libre... B. Estructura y dinámica familiar Relaciones familiares 11. Relaciones entre los miembros de la pareja: expresiones de afecto, satisfacción con la vida en común, grado de autonomía familiar. 12. Grado de colaboración entre los miembros de la pareja: distribución de roles en las tareas del hogar, cooperación, reparto de responsabilidades en las tareas de crianza y educación. 13. Grado de coherencia de la pareja por lo que se refiere a criterios, gustos, etc. 14. Estilo de afrontamiento de los problemas y tensiones, así como de las dificultades. 15. Grado de flexibilidad de la pareja cuando aparecen situaciones imprevistas (por ejemplo, si es necesario ajustar horarios o aspectos organizativos, etc.). 16. Relaciones existentes entre los niños de la familia (si hay otros niños): relaciones de afecto, rivalidad, cooperación, dependencia, etc. Estilo educativo 17. Estilo educativo de los acogedores (impositivo, democrático, permisivo, indiferente): grado de acuerdo y, si las hubiere, diferencias más importantes entre uno y otro. 18. Capacidad de comunicación de los acogedores (por ejemplo, si tienden a hablar, a comentar, a expresar opiniones y a pedirlas, etc.) en relación con los niños. 19. Capacidad de los acogedores para establecer normas y exigir su cumplimiento. 20. Manejo con los niños de estrategias educativas concretas tales como el castigo y la negociación.
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CUADRO 4.2 (Continuación) Ayuda/apoyos familiares y sociales 21. Relaciones con la familia extensa. Existencia o no de familiares accesibles para apoyo emocional (compartir vivencias) e instrumental (ayudas concretas). 22. Relaciones con las personas del entorno. Existencia o no de vecinos accesibles para apoyo emocional e instrumental. C. Motivación, actitud y conocimientos ante el acogimiento 23. Conocimiento que la familia tiene sobre los tipos de acogimiento y sus características. 24. Motivación de la familia para plantearse el acogimiento. 25. Aceptación del resto de los miembros de la familia nuclear al plantearse la idea de acogimiento. 26. Aceptación de la idea por parte de la familia extensa. 27. Aspectos del acogimiento que la familia ve como más fáciles de asumir y como más difíciles. 28. Tipo de acogimiento que la familia estaría dispuesta a asumir. En relación con la edad, hermanos, minusvalías o deficiencias, enfermedades, trastornos de conducta, etc. 29. Evolución de la familia en relación con la idea del acogimiento. D. Expectativas sobre el niño/a y el acogimiento 30. Actitud ante los orígenes del niño o la niña y la problemática de la familia biológica. 31. Actitud ante las posibles visitas o contactos con la familia biológica. 32. Consideración de una imagen correcta, excesivamente idealizada o excesivamente negativa del niño o la niña concreto o de los que habitualmente están disponibles para acogimientos. 33. Actitud ante la separación del niño o la niña y su salida del hogar o su retorno a la familia biológica. 34. Grado de concordancia o de acuerdo existente entre los miembros de la pareja por lo que al acogimiento se refiere.
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CUADRO 4.2 (Continuación) E. Colaboración con el equipo técnico del programa 35. Grado de aceptación por parte de la familia del curso de formación. Datos que al respecto pueden ser de interés. 36. Aceptación por parte de la familia del contacto con otras familias de acogida. 37. Grado de aceptación y de colaboración con la familia biológica, si existe. D. Valoración general de la entrevista Valoración general de la entrevista por lo que se refiere al clima durante su desarrollo, valoración del grado de cooperación, de la facilidad de comunicación, de la dinámica familiar durante la entrevista (quién suele contestar, qué ocurre cuando no hay acuerdo, relación con el niño o con la niña si está presente...).
Otros autores han sistematizado de forma diferente la información que debe ser considerada: historias previas familiares, de sus hijos y de sus familias; relaciones personales y familiares con ocasión de la llegada de un nuevo miembro; habilidades educativas; reacciones ante niños afectados por malos tratos previos; percepción de las visitas; grado de colaboración y actitud ante las despedida (Berrick, Needell y Barth, 1999; Child Welfare League of America, 1995; Touliatos y Lindhome, 1992). Con la ayuda de los instrumentos de recogida de información distribuidos por áreas, los diferentes miembros del equipo de acogimiento realizan entrevistas con la familia candidata al acogimiento familiar y con los miembros que conviven en la unidad familiar (hijos, abuelos...). La experiencia misma de las entrevistas proporciona a quienes se plantean acoger unos primeros elementos de reflexión sobre el acogimiento familiar. El 89% de las familias de acogida valora positivamente esta fase, remarcando que para ellos sirve como una primera reflexión. Lógicamente, si a las familias estas entrevistas les son útiles, serán del máximo interés para los profesionales que las realizan, pues a través de ellas conocen a las familias y pueden hacer una valoración de sus posibilidades y capacidades (GRISIJ, 1999). Existen diferentes posicionamientos por parte de los técnicos en cuanto a la finalidad de esta fase. Unos defienden que forma parte del
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proceso y que la valoración definitiva debe hacerse cuando se terminan tanto las entrevistas como la formación, momento en que tanto las familias candidatas como los profesionales tendrán más elementos para la toma de decisiones. Para otros, esta fase debe ser excluyente cuando se detectan indicadores que pueden dificultar la adaptación del niño, por lo que no es conveniente que las familias que ofrezcan dudas durante las entrevistas participen en la formación. De momento, no existen datos de investigación que avalen uno u otro modelo. El sentido común parece señalar que si los indicadores que se detectan no son muy claros, es más aconsejable continuar el proceso aun con el riesgo de que al final acabe con una evaluación negativa. Fase intermedia. Programa de formación Posteriormente a las entrevistas iniciales se realiza el programa de formación grupal, que oscila entre seis y ocho sesiones de unas dos horas y media de duración cada una de ellas. Los programas de formación proporcionan a los acogedores una posibilidad de aprender lo que necesitan saber sobre cómo actuar ante ciertas circunstancias que puedan producirse a lo largo del acogimiento y deben prever formación inicial antes de comenzar el acogimiento y formación continuada que responda a las necesidades que vayan surgiendo posteriormente (Child Welfare League of America, 1975). En el ámbito internacional existen diferentes programas de formación. Entre ellos podemos destacar el Parenting Plus, de la Child Welfare League of America; el Model Approach to Partnership in Parenting (MAPP), de Pasztor, Shannon y Buck (1989). Un programa específico para las familias extensas (Jackson, 1999) y un programa para adolescentes (Pine y Jacobs, 1989). Recientemente, y como parte del programa de formación, se ha elaborado un material para la sensibilización respecto a las diferencias culturales (Child Welfare League of America, 1990). En España se dispone del «Programa para la formación de familias acogedoras» (Amorós y otros, 1994) y del «Programa de formación para familias acogedoras de urgencia-diagnóstico» (Amorós, Palacios, Fuentes, León y Mesas, 2002). El primer programa contempla ocho
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sesiones de unas dos horas y media de duración cada una. En el manual vienen descritos los objetivos, los contenidos, las estrategias, las técnicas y las actividades para poderlo desarrollar. La formación se realiza en grupo, con la participación de unas 16-18 personas, atendiendo a tres contenidos fundamentales: • Aspectos actitudinales y emocionales: disposición a aceptar el pasado del niño, sus sentimientos y recuerdos sobre su familia; disposición a mostrar respeto hacia la familia biológica y las circunstancias que llevaron a la separación; ayudar al niño a conservar y a valorar su propia historia y a aceptar sus sentimientos de ambivalencia e inseguridad. • Desarrollo de habilidades que permitan afrontar de forma competente la tarea de educar a un niño con todos sus aspectos y necesidades concretos. • Aspectos cognitivos relacionados con el proceso del acogimiento y sus implicaciones, los problemas más habituales, los recursos existentes en la sociedad, etc. El programa de formación para familias acogedoras de urgenciadiagnóstico es complementario al primero y permite combinar diferentes actividades y recursos didácticos diseñados específicamente para las familias candidatas a los acogimientos de urgencia. Tanto en un caso como en otro se trata de programas basados fuertemente en la participación, en la expresión de vivencias y sentimientos y en conocer las vivencias y los sentimientos de otros recogidos en vídeos en los que personas que ya tienen la experiencia de acogimiento, o familias biológicas o niños y niñas que han pasado por acogimiento cuentan diferentes aspectos de sus experiencias más significativas. Como han mostrado varias investigaciones, la implicación de acogedores actuales y potenciales como parte de la formación ayuda mucho a mejorarla y hacerla más realista (Rodwell y Biggerstaff, 1993; Sanchirico, Lau, Jablonka y Russel, 1998). Por lo demás, se trata de una formación que hace amplio uso de las técnicas de grupo y que en muy escasa medida se basa en dar explicaciones o contar teorías. Por el contrario, está muy basada en situaciones y casos concretos, dentro de un gran realismo y con contenidos tomados de la práctica del acogimiento entre nosotros.
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En la evaluación del «programa de formación de familias acogedoras» se encontró que para el 80% de las familias la realización del programa se consideraba un paso previo necesario y una herramienta muy valiosa para ayudar a tomar una decisión sobre ser o no ser familia acogedora. Las experiencias grupales con otros acogedores permiten a los participantes reconocer y analizar sus ilusiones, sus miedos y sus ansiedades y prever los problemas. El rol de los profesionales como conductores del proceso formativo ayuda a las familias a romper tópicos y a reflexionar sobre las implicaciones personales, familiares y sociales del acogimiento. Las familias toman conciencia de lo que es el acogimiento no desde el sentimentalismo, sino a partir de las situaciones y los problemas concretos sobre los que se trabaja. El estudio observó que las expectativas de las familias antes de empezar el curso de formación eran muy variadas, desde quienes pensaban que no serviría para nada hasta una actitud abierta a recibir información que le permitiera una toma de decisión. Por fortuna, la actitud recelosa fue mejorando de una forma importante a lo largo del proceso de formación en la mayoría de las familias que inicialmente tenían esa actitud (GRISIJ,1999). Fase final Es la culminación del proceso de valoración. Las últimas entrevistas que se realicen servirán para completar la recogida de datos, conocer con mayor profundidad los cambios que se han operado en la familia después del curso de formación, valorar las expectativas ante las diferentes modalidades de acogimiento y analizar las características de los niños o los jóvenes que se consideran capaces de asumir. Es un encuentro que se puede realizar en el propio domicilio y en el que estarán presentes los profesionales que están participando en el proceso de valoración. Es importante que la familia vea que el proceso de valoración/preparación está abierto y que tiene continuidad durante el tiempo que pueda estar en espera. Una vez finalizado el proceso de valoración/formación el equipo técnico tomará una decisiçon y, en el caso de idoneidad, se realizará un perfil de la misma y de las características de los niños y del tipo de acogimiento que presumiblemente podrían asumir. A cada familia se le notificará de una forma personal la valoración recibida.
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El proceso de valoración comporta contrastar los datos recogidos a lo largo de las entrevistas y del proceso de formación con un conjunto de criterios que a priori los técnicos creen que deben reunir las familias de acogida. Los criterios tienen que analizarse dentro de un contexto y no de forma aislada. Es importante señalar que no existe un modelo típico de familia de acogida y que lo que realmente determinará su adecuación será si las características presentes y sus potencialidades pueden responder a las necesidades específicas de un niño o una niña determinado. Las familias acogedoras deben ser seleccionadas en base a sus características personales y, muy fundamentalmente, a su capacidad para afrontar las responsabilidades que pueden derivarse de tener un niño o una niña acogido. En el caso de algunas modalidades de acogimiento es particularmente importante la aceptación de la relación con su familia biológica, y en todos los casos es muy relevante la capacidad para colaborar con los profesionales. Según la Child Welfare League of America (1975), los acogedores tienen que ser personas que: • sean capaces de cuidar de otras personas y responder por ellas; • puedan dar afecto y cuidado a los niños sin esperar una gratificación inmediata; • muestren flexibilidad en sus expectativas, actitudes y conductas en función de la edad, las necesidades y los problemas del niño, así como habilidad para usar la ayuda cuando se necesite para resolver los problemas de la vida familiar; • puedan aceptar las relaciones del niño con sus padres biológicos y con los servicios sociales; • tengan un trabajo satisfactorio y unas relaciones estables, con una sólida identidad y un maduro manejo de los sentimientos; • sean capaces de mantener relaciones positivas y significativas con los miembros de su propia familia y con las personas del entorno familiar; • sean emocionalmente estables y capaces de funcionar adecuadamente en relación con las responsabilidades familiares y el trabajo, y • tengan unos valores y una ética que permitan predecir un ambiente propicio al bienestar del niño. Respecto al número y la edad de los niños que una familia puede acoger, vendrán normalmente determinados por la resistencia, la capa-
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cidad y las habilidades de la familia acogedora, por las condiciones físicas de la vivienda y el impacto que sobre el equilibrio de la familia como unidad pueda causar la llegada de uno o más niños acogidos (Child Welfare League of America, 1975). Otras características que deben tomarse en consideración son la edad de los acogedores y su estado de salud. Respecto a la edad, lo relevante es en qué medida pueda afectar a la energía física, la flexibilidad y la habilidad en el cuidado de un niño determinado. También es relevante la edad en el caso de acogimientos de larga duración, en los que hay que prever una convivencia prolongada durante la que el adulto debe estar en condiciones de atender adecuadamente las necesidades del acogido. Con respecto al estado de salud de los acogedores, la información será obtenida, normalmente, por el estudio de la historia clínica de los padres (se estudiarán detalladamente las enfermedades específicas y las posibles discapacidades, así como su repercusión) y por un examen de la salud actual, que se verificará a lo largo del tiempo si fuera necesario. Será importante también determinar que otros miembros de la familia no presenten riesgos de salud para el niño acogido (Child Welfare League of America, 1975). Junto a los criterios generales para todos los acogimientos, existen otros que son específicos para algunas de las modalidades de acogimiento, pero no necesariamente para las demás. Criterios generales para todos los acogimientos • Capacidad de aceptación de las características del acogimiento, lo que implica aceptación de la temporalidad, de los contactos del niño o la niña con su familia y de los contactos de la familia de acogida con la familia del niño o la niña cuando sea adecuado. • Actitud comprensiva respecto a la familia del niño o la niña y a su historia. • Capacidad de colaboración con el servicio. • Capacidades educativas y de adaptación a las nuevas situaciones. • Capacidades de comprensión de los conflictos y de búsqueda de solución de los problemas.
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• Estructura familiar: preferente, pero no necesariamente, familias con hijos. • Proximidad: familiar (en el caso de familia extensa), geográfica (vivir en el mismo barrio o en sitio próximo), social (nivel sociocultural similar en la medida de lo posible). • Motivación de ayuda a otras personas (familia y niño). • Disponibilidad horaria. • Equilibrio y solidez en las relaciones familiares (pareja, padreshijos, hermanos). • Actitudes abiertas ante los cambios, ante la expresión de los sentimientos, ante la flexibilización de normas. • Comunicación fácil entre los miembros de la familia, capacidad de escucha, de respeto, de comprensión. • Relaciones adecuadas con el entorno y con su familia extensa. • Aceptación del acogimiento por todos los miembros de la unidad familiar. Criterios específicos para un acogimiento de urgencia-diagnóstico • • • • • •
Conocimiento básico del desarrollo infantil de 0 a 6 años. Capacidad de observación. Aceptación de la temporalidad. Capacidad de adaptación a las nuevas situaciones. Capacidad de asumir las despedidas frecuentes. Entorno colaborador tanto de la familia como de las amistades.
Criterios específicos para un acogimiento con previsión de retorno • • • •
Prioritaria, pero no necesariamente, que sea familia extensa. Capacidad para colaborar con los profesionales. Aceptación de contactos y visitas con la familia del niño o la niña. Motivación de ayuda a una problemática familiar, no sólo al niño o a la niña. • Proximidad geográfica. • Capacidad de mediación.
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• Familias preferentemente, pero no exclusivamente, con hijos. • Capacidad para aceptar y respetar al menor y todas sus características. • Capacidad de aceptación de la reunificación familiar. • Aceptación del acogimiento por parte de todos los miembros de la unidad familiar. • Capacidades educativas: adecuación de pautas educativas a las necesidades de los acogidos. • Estabilidad emocional y salud física.
Criterios específicos para un acogimiento sin previsión de retorno • Salud física. • Familias preferentemente, pero no exclusivamente, con hijos. • Capacidad para aceptar y respetar al menor y todas sus características. • Aceptación del acogimiento por parte de todos los miembros de la unidad familiar. • Capacidades educativas: adecuación de pautas educativas a las necesidades de los menores. • Capacidad de diálogo y de reflexión. • Estabilidad emocional para aceptar una relación de ayuda a un niño, sin sentimiento de posesión sobre el mismo. • Capacidad de colaboración con el servicio y/o con otras familias de acogida. • Comprensión y aceptación de la posible temporalidad del acogimiento.
Criterios específicos para un acogimiento en familia extensa Como norma general, el acogimiento en familia extensa debería ser la primera opción a considerar cuando se tiene que separar el niño provisionalmente de su familia biológica. La utilización de la familia extensa permite la continuidad de las relaciones y de la identidad, reducien-
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do los sentimientos de pérdida ante la separación. Pero aunque a priori puede ser una buena alternativa, la familia extensa no siempre reúne las condiciones adecuadas para asumir las necesidades del niño o la niña acogido, por lo que es preciso aplicar un proceso de valoración adecuado a las características de esta modalidad. Berrick, Needell y Barth (1999) encontraron que los criterios de valoración con las familias extensas eran inferiores a los utilizados con las familias ajenas. Y aunque desde luego no deben ser inferiores, los criterios de valoración cambian en ciertos aspectos respecto a los utilizados con familias ajenas. En todo caso, la valoración de la «tríada» (Jackson, 1999) debe hacerse examinando las relaciones presentes y pasadas entre el niño, la familia biológica y la familia extensa acogedora. Algunos de los elementos clave a tener en cuenta en la valoración de la familia extensa son (Child Welfare League of America, 1994): • La naturaleza y la calidad de las relaciones entre el niño y los familiares. • La capacidad y el deseo de ser parientes acogedores y de proteger al niño de abusos o de otros maltratos. • La seguridad del hogar de los familiares y su capacidad y habilidad para proporcionar al niño o a la niña un entorno adecuado. • La buena voluntad de la familia extensa para aceptar al niño dentro de su casa. • La naturaleza y la calidad de las relaciones entre los padres biológicos y los parientes acogedores, incluyendo las preferencias de los padres biológicos sobre el acogimiento en familia extensa. • Que en la familia acogedora no haya riesgo alguno de maltrato, abuso o negligencia. • Ausencia de problemas de alcohol u otras drogas en la casa y en el entorno de la casa de los parientes acogedores. • Buena voluntad de la familia extensa acogedora y habilidad para cooperar con los profesionales y con el servicio. • Existencia de apoyos y recursos en el entorno de la familia acogedora. • El número de niños ya acogidos por los parientes y la situación de los demás niños de la casa (su salud, su historial, sus problemas).
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• La posibilidad de que los miembros de la familia presionen al niño para retractarse ante la revelación de abusos. • La edad y la salud de los acogedores. El proceso de adaptación La llegada del niño o la niña a su familia acogedora marca el comienzo de un proyecto con importantes implicaciones para todos los afectados (familia biológica, niño o niña, familia acogedora, profesionales). Para cada uno de ellos el comienzo del acogimiento va a tener repercusiones que merecen ser consideradas, por lo que dedicaremos este apartado a un análisis de la dinámica que se pone en marcha una vez iniciado el acogimiento, con una especial atención a los procesos que tienen lugar en los niños y en las niñas acogidos. Suele utilizarse el término «acoplamiento» para referirse a la transición del niño o la niña a su nueva familia de acogida, pero ese término sugiere que estamos hablando de algo mecánico o, en todo caso, muy transitorio, como si sólo afectara a los primeros días del acogimiento. Las palabras tienen su importancia y el diccionario de la Real Academia define «acoplar» como «ajustar una pieza al sitio donde deba colocarse» (lo que, efectivamente, remite a una operación puramente mecánica), o como «ajustar o unir entre sí a las personas que estaban discordes, o las cosas en que había alguna discrepancia» (lo que sugiere que una vez producido el acoplamiento, el problema ha terminado). Por nuestra parte, preferimos utilizar el término «adaptación», que pone más énfasis, a nuestro entender, en el carácter dinámico y progresivo de los procesos que se ponen en marcha con la salida del hogar familiar y la entrada en una familia alternativa. De lo que no cabe duda es de que se trata de una fase de una gran importancia de cara al posterior desarrollo del acogimiento, por lo que no es extraño que suela recibir una atención especial por parte de los profesionales implicados. Como ocurre con tanta frecuencia en el acogimiento, quienes quedan más desdibujados en el cuadro son los miembros de la familia de la que salen el niño o la niña que pasan a acogimiento, mientras que hay bastante más información sobre los acogidos y sus acogedores. No obstante, aunque su tratamiento sea mucho más breve, no dejaremos de hacer referencia al proceso de
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adaptación a la nueva situación por parte de la familia biológica, sobre todo para dejar testimonio de que también pasa por una adaptación, aunque de ella sea poco lo que sepamos. La familia biológica Obviamente, la salida de un niño o una niña de su familia para irse con una familia alternativa indica que las cosas no han ido bien en la primera. Las circunstancias pueden ser muy diversas, desde aquellas —muy poco frecuentes— en las que los padres de unos niños reconocen que no pueden atender bien las necesidades de sus hijos y que quizá lo mejor sea que pasen una temporada con quienes puedan atenderlas mejor, hasta aquellas otras —la inmensa mayoría— en las que la separación de los niños de sus padres es forzada por una actuación impulsada desde el sistema de protección o, en menor medida, desde los juzgados de familia. En su investigación sobre acogimiento permanente, Schofield, Beek, Sargent y Thoburn (2000) analizaron el impacto que la separación de sus hijos había tenido para la familia biológica. Sus datos muestran que con independencia de cuáles fueran las razones y las causas por las que ocurrió la separación, su impacto emocional sobre alguno, varios o todos los miembros de la familia biológica (madre, padre, hermanos, abuelos) parece inevitable. Los sentimientos de rabia, tristeza y desesperación fueron probablemente los más frecuentes. En algunos casos, pero no en todos, se daban también sentimientos de culpa. Como han mostrado otras investigaciones, estos sentimientos son más intensos si los familiares del niño o la niña tienen la impresión de que se ha ido para no volver nunca más y que no habrá forma de estar en contacto o mantener relaciones (Horejesi, Craig y Pablo, 1992). La salida de sus hijos del hogar supone para los padres una pérdida afectiva importante, incluso en el caso de que las relaciones que con ellos mantenían no fueran adecuadas. La importancia de las pérdidas afectivas es tal que el propio fundador de la moderna teoría del apego se ocupó también de ellas (Bowlby, 1973; en castellano, véase Bowlby, 1986), señalando que tanto niños como adultos que tienen que hacer frente a separaciones afectivas pasan por una secuencia caracterizada en una primera fase por el shock y la negación (intento de no reconocer que la
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pérdida se ha producido, minimizando su ocurrencia y su impacto), en una fase posterior por la protesta (que implica que la pérdida se reconoce, pero que no se trata como irreversible, de forma que se intentan maniobras de recuperación), en una tercera fase por la desesperación (reconocimiento de la pérdida y su irreversibilidad, con sentimientos de duelo, rabia e indefensión) y en una fase final por el desapego (aceptación de la pérdida y reajuste a la nueva situación). Naturalmente, en el acogimiento familiar no nos encontramos ante pérdidas irreversibles, aunque, como se ha señalado hace un momento, son muchos los padres que con la salida de sus hijos tienen la impresión de que nunca más volverán. De hecho, las reacciones adultas de embotamiento y negación no son infrecuentes, como ha analizado Fahlberg (1991), que ha indicado que eso es precisamente lo que hay detrás de conductas que parecen como de falta de implicación o de interés, o incluso tras conductas de uso abusivo de alcohol u otras drogas. Lógicamente, la existencia de visitas y contactos con los hijos puede cumplir un papel de primera importancia de cara a mitigar estos sentimientos y a situar a los padres ante la realidad de que su hijo no ha desaparecido de sus vidas, que ellos siguen siendo importantes y que el retorno es incluso posible si se dan ciertas circunstancias. Los sentimientos que en los padres provoca la separación de sus hijos tienen importancia no sólo en sí mismos, sino también por sus repercusiones sobre sus actitudes hacia el acogimiento y hacia los acogedores. Como indican Schofield y otros (2000), cuando los padres no aceptan la separación de sus hijos y su ida a otra familia es mucho menos probable que vayan a ser capaces de mantener una buena relación de cooperación con la familia acogedora o incluso con el propio hijo o hija en acogimiento. Por el contrario, en la medida en que entienden que la nueva situación puede ser beneficiosa para sus hijos y que ellos siguen siendo importantes en su vida, es mucho más probable que las relaciones entre las dos familias sean agradables y más de cooperación que de enfrentamiento. Lógicamente, el trabajo de los profesionales en todos estos aspectos es crucial, tanto para explicar las razones por las cuales se ha adoptado esa medida de protección como para permitirles formarse expectativas realistas sobre el futuro de sus relaciones y contactos con sus hijos. En la medida en que se entienda que el proceso de acogimiento funciona mucho mejor cuando se trata de dos familias que cooperan en
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beneficio de los niños que tienen en común, la experiencia de acogimiento será mejor y los contactos entre las familias serán más positivos. El carácter positivo que para los padres biológicos tienen los contactos con sus hijos acogidos una vez comenzado el acogimiento ha sido puesto de manifiesto por las investigaciones en un territorio vecino como es una modalidad de adopción existente en países anglosajones en la que se mantienen contactos entre el niño y sus nuevos padres con la madre biológica y/o con otros miembros de su familia de origen (la llamada «adopción abierta»). La idea de que el niño o la niña mantenga alguna forma de contacto con su familia de origen cuando ya ha sido adoptado por otros padres suscita toda suerte de temores, pero lo cierto es que la investigación ha mostrado que muchos de esos miedos en realidad no se cumplen, como lo indica, por ejemplo, el hecho de que el proceso de duelo subsecuente a la separación parece resolverse mejor en fórmulas que implican contacto que en otras en las que se rompen no sólo las relaciones, sino también el conocimiento de dónde está el niño, cómo está, si todavía se acuerda o no de sus padres biológicos, etc. (Grotevant y McRoy, 1998). Y, como estas mismas investigaciones han mostrado, estos mayores beneficios para las familias biológicas no tienen la contrapartida de mayores perjuicios para los niños y las niñas afectados, cuya evolución en las fórmulas de adopción abierta es al menos tan satisfactoria como la de quienes están en modalidades más confidenciales o cerradas a la posibilidad de contactos con la familia biológica. En cualquier caso, quizá la idea fundamental a retener es la de que los padres de los niños en acogimiento pasan también por una fase de adaptación a su nueva situación, que esta transición es potencialmente dolorosa para ellos porque pone en marcha fuertes sentimientos de pérdida y rabia, sentimientos que no pueden ser ignorados, particularmente en los casos en los que sea importante trabajar con la familia biológica de cara a la existencia de contactos o visitas, así como con vistas a la posible reunificación familiar. Los niños y las niñas en acogimiento Aunque la salida de un niño o una niña de su hogar y su llegada a una nueva familia supone importantes cambios no sólo para el niño o la
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niña en cuestión, sino también, como acabamos de ver, para sus padres y, como se verá luego, para sus acogedores, son los niños y las niñas afectados quienes se enfrentan a esta situación con una mayor vulnerabilidad, por lo que merece la pena analizar con especial detenimiento lo que para ellos es y supone el proceso de adaptación a su nueva situación. Analizaremos, en primer lugar, las pérdidas que inevitablemente están asociadas a la salida de la propia familia para ser acogidos por otra, así como las reacciones típicas ante tales pérdidas. Examinaremos luego cómo los niños y las niñas tratan de entender y de dar sentido a lo que les está ocurriendo, así como de situarse emocionalmente ante ello. Finalmente, analizaremos las fases por las que pasa el proceso de adaptación y las importantes diferencias entre unos niños y otros en la forma de llevarlo a cabo. Pero antes de entrar en el detalle de estas diversas cuestiones importa señalar que el proceso de adaptación se inicia antes de la llegada a la nueva casa o en el proceso de transición que a ella lleva. Así, por ejemplo, a los niños y a las niñas que van a irse con una familia de acogida les facilita mucho la transición poder llevar consigo alguno de sus objetos y juguetes preferidos, así como fotos de sus personas queridas (Child Welfare League of America, 1995; Fahlberg, 1991). A este respecto, una investigación mostró que la inmensa mayoría de los chicos y las chicas de la muestra pensaban que poder llevarse algún objeto personal era muy útil de cara a facilitar su transición al hogar de los acogedores y lo mismo ocurrió respecto a la posibilidad de llevar fotos de su familia. Sin embargo, los datos de esa misma investigación mostraban que menos de la mitad de los niños pudieron llevarse cosas consigo y que menos de las dos terceras partes llevaron con ellos fotos de familiares (Kufeldt, Armstrong y Dorosch, 1989, citado por Martin, 2000). Otra forma de facilitar enormemente la transición es, cuando resulte posible, implicar en ella a los padres, lo que tiene la ventaja de indicarles que su colaboración es importante y bienvenida, así como la de mostrar a los niños y a las niñas que sus padres son partícipes y aprueban el proyecto de acogimiento en que se van a embarcar. Como ya se ha indicado, cuando los niños tienen que salir de su familia y pasar a estar con otra, normalmente es porque en la familia biológica las cosas estaban yendo mal o muy mal. Puesto que las familias a las que van suelen haber sido valoradas como adecuadas, protectoras y compe-
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tentes, la transición que los niños hacen es de un contexto familiar marcado por los problemas y el riesgo a otro marcado por la estimulación y la protección. El razonamiento que entonces se hace es que puesto que los niños pasan de estar mal a estar bien, de vivir en tensiones a vivir en paz, de verse rechazados o maltratados a verse queridos y protegidos, lo lógico es pensar que antes los niños se encontraban muy mal y que ahora se encuentran muy bien. Pero, como ya hemos visto, este razonamiento es enormemente simplista, porque si bien es cierto que con el tránsito a una nueva familia los niños están ganando mucho, también lo es que con la salida de su propia familia es mucho lo que están perdiendo: padres, hermanos, vecinos, amigos, colegio, compañeros, rutinas... Una de las primeras tareas a lo largo del proceso de adaptación va a consistir, precisamente, en hacer frente a las pérdidas inherentes a su nueva situación, particularmente en niños y niñas que ya habían tenido la oportunidad de formar relaciones de apego con su familia, lo que ocurre típicamente a partir de los seis meses. A este respecto, conviene recordar lo ya analizado en el capítulo primero a propósito de la formación de los vínculos de apego, donde se analizó cómo crecer en contextos familiares disfuncionales e incluso maltratadores no significa que los niños no se apeguen a sus cuidadores, sino que desarrollan con ellos tipos de apego marcados por la inseguridad, la ambivalencia o la desorganización. Por tanto, la separación no va a consistir en alejarse de alguien afectivamente neutro o carente de importancia, sino de las figuras centrales de apego, sea cual sea su calidad. De los niños y las niñas de la muestra de Amorós y otros (2003), nueve de cada diez tenían claramente establecidos vínculos de apego con las personas de las que se separaban, lo que muestra que para la gran mayoría de quienes pasan a una situación de acogimiento la de la separación afectiva será una de las primeras tareas a que tendrán que enfrentarse. Como se muestra en esta misma investigación y en otras muchas (por ejemplo, Johnson, Yoken y Voss, 1995), la mayoría de los niños y las niñas que pasan a acogimiento familiar echa de menos a sus familias, aunque con una intensidad y frecuencia variable en función de circunstancias tales como la edad en que se produce la separación, la intensidad de las relaciones previas, el tipo de dificultades por las que se ha tomado la decisión de la separación, etc. Como se ha indicado anteriormente, las reacciones a la separación de las figuras de apego analizadas por Bowlby son comunes a adultos y ni-
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ños que se enfrentan a situaciones de pérdida afectiva, por lo que la secuencia de shock y negación, protesta, desesperación y desapego se aplica también a los procesos que en teoría pueden darse como consecuencia de la separación. Como en el caso de los adultos, conviene recordar que el acogimiento no debe suponer en la mayoría de los casos una pérdida definitiva y que la forma en que se organicen los contactos y las relaciones va a determinar en gran medida la manera en que se resuelve la tristeza por la separación. Por poner sólo dos ejemplos bastante evidentes, la fase primera de shock y negación será en los niños más acusada cuando la separación de produzca de manera brusca y tras alguna situación traumática, y la fase de desapego no tiene por qué producirse si se mantienen contactos que permitan la continuidad de las relaciones y la expresión de sentimientos. Lógicamente, en los casos en que haya visitas y contactos posteriores a la separación, la forma en que se manejen influirá decisivamente en los sentimientos subsecuentes en los niños. Los análisis de Fahlberg (1991) y Schofield y otros (2000) ilustran con detalle la secuencia de acontecimientos y reacciones que siguen a la separación, así como la diversidad de reacciones a lo largo del proceso. Por lo demás, la separación que muchos niños y niñas sufren no es sólo respecto a sus padres, sino a veces también en relación con sus hermanos. Con independencia de cuáles fueran sus relaciones con ellos, no debe olvidarse que, como señalan Heptinstall, Bhopal y Brannen (2001), los hermanos tienen un significado simbólico como parte esencial del concepto de familia, por lo que es poco sorprendente que, como estos mismos autores muestran en su investigación, los sentimientos de pérdida de que estamos hablando impliquen también tristeza por la separación de los hermanos cuando ésta se ha producido. Además de hacer frente a las pérdidas que la separación supone, los niños y las niñas que pasan a acogimiento familiar tienen que tratar de entender lo que está ocurriendo. Para los profesionales que están tomando las decisiones y para los acogedores, el significado de lo que está pasando puede ser perfectamente claro, pero no es seguro que los padres y sus hijos tengan la misma claridad en su percepción y comprensión de la situación. Así, en una investigación sobre chicos y chicas de entre 11 y 14 años que llevaban en acogimiento entre seis meses y dos años, para al menos el 40% las circunstancias que habían dado lugar a la separación familiar no estaban claras (Johnson y otros 1995). Si para
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un buen número de estos chicos relativamente mayores existían dudas al respecto, resulta fácil imaginar que el problema será todavía mayor cuando se trata de niños y niñas más pequeños, cuya comprensión de un fenómeno tan complejo como es la salida de su familia y su entrada en otra sin duda alguna es más limitada. Los sentimientos de confusión son, pues, frecuentes y forman parte del proceso de adaptación a la nueva situación por los que tienen que pasar los niños y las niñas acogidos. Como han señalado Heptinstall y otros (2001), la comprensión que éstos tienen de las razones y las circunstancias de su acogimiento va a ir cambiando con el tiempo, por lo que no estamos hablando de algo que quede fijado de una vez para siempre cuando los niños se incorporan a su familia de acogida o a lo largo del proceso de adaptación inicial, sino de una realidad que va a estar sujeta a importantes cambios a lo largo del proceso, con el paso del tiempo y a medida que las circunstancias se vayan modificando. Por lo demás, es obvio que no se trata de un asunto meramente intelectual de comprender y encontrar sentido. Bien al contrario, el proceso de adaptación va a tener como uno de sus componentes hacer frente a los sentimientos producidos por las nuevas circunstancias. Entre esos sentimientos, los de ambivalencia y el conflicto de lealtades deben ser mencionados entre los más frecuentes. Por una parte, niños y niñas echan de menos a sus padres y sueñan con reunirse de nuevo con ellos. Por otra, pueden sentirse tanto avergonzados respecto a unos padres que les trataban de manera inadecuada y que con su conducta dieron lugar a la separación como enojados por un abandono o maltrato que les ha hecho sufrir mucho. Además, están ahora con unos acogedores que se portan bien con ellos y que les ofrecen unas condiciones de vida (materiales y no materiales) más satisfactorias. Están también sus propios sentimientos de culpa, que con tanta frecuencia agobian a quienes han sido maltratados (como se mostró en el capítulo 1) y que pueden ser particularmente intensos cuando la propia conducta ha formado parte de los conflictos que precipitaron su salida del hogar. Es fácil, pues, entender la complejidad de los sentimientos infantiles, que en cierto modo se sienten traicionados por sus padres, pero que pueden también sentir que son ellos quienes les han fallado, que se encuentran ahora en otra familia que no es la suya, pero en la que se preocupan por ellos.
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Además, en las fases iniciales del acogimiento los niños y las niñas acogidos tienen que llevar a cabo una serie de inevitables ajustes conductuales a la nueva familia, con sus costumbres, rutinas y normas tan diferentes de aquellas a las que estaban acostumbrados en su hogar familiar. Martin (2000) se ha referido a la dificultad de este proceso indicando que en esta primera etapa los niños acogidos viven físicamente en una casa, pero psicológicamente, en otra, sintiéndose, como han señalado Johnson y otros (1995) «queridos» por sus padres y «cuidados» por sus acogedores. Es en este contexto en el que tiene que producirse la socialización en un nuevo hogar, el reajuste de su conducta y de sus interacciones. El proceso que se pone en marcha puede ser sencillo o complejo y merece ser analizado con un poco más de detalle. Suele decirse que el proceso de adaptación a la nueva familia comienza de forma suave y agradable, captando sobre todo las ventajas de la nueva situación, probablemente tras el periodo de tormentas y de tensiones que antecedieron a la salida del hogar. También para los acogedores termina el largo proceso que les llevó, primero, a tomar la decisión de acoger y, luego, de pasar por procesos de formación y valoración. Con frecuencia se utiliza la expresión luna de miel para referirse a esta transición en la que tal vez la percepción de las ganancias predomine sobre la de las pérdidas. A ello puede contribuir que los niños estén en la primera fase de las que se inician tras la pérdida de las figuras de apego, aquella caracterizada por la negación de que ésta se haya producido y la minimización de sus implicaciones. Particularmente cuando se trata de niños pequeñitos, esta luna de miel puede prolongarse por ambas partes y dar después lugar a una adaptación mutua menos idealizada y más basada ya en el conocimiento y en los ajustes mutuos, pero fundamentalmente satisfactoria. Hay casos, sin embargo, en que la luna de miel es un periodo corto que se ve sucedido por problemas y desajustes derivados en gran medida de la adaptación a las nuevas demandas educativas (cuidar de las cosas, colaborar en las tareas de la casa, ordenar, no utilizar un lenguaje ofensivo, obedecer, esforzarse...) y de algunas conductas que pueden ser especialmente preocupantes para los acogedores (desobediencia sistemática, conducta sexualizada...). Un cierto distanciamiento afectivo puede ser casi inevitable en algunos casos, particularmente cuando los niños presentan muchas dificultades y los acogedores no estaban preparados para estas
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complicaciones y las viven como una señal de que el niño es muy problemático o de que hay incompatibilidades entre ellos. Las cosas pueden complicarse si en la conducta de los niños aparecen retos, desafíos y muestras de rechazo, que los acogedores pueden interpretar de nuevo como una amenaza al proyecto de acogimiento, como la expresión de un cierto rechazo hacia ellos y como la manifestación de graves problemas de difícil solución en el niño o la niña. Algunas de estas conductas tienen que ver con desobediencia sistemática, robos, mentiras, rabietas... Quinton, Rushton, Dance y Mayes (1998) han analizado estos problemas y su evolución a lo largo del primer año de convivencia con los acogedores, mostrando un cuadro «complicado y fluctuante» (p. 107), por usar la expresión de los autores: algunos problemas se resuelven o disminuyen, pero pueden aparecer otros nuevos, aunque no todos los que aparezcan deben ser interpretados negativamente (por ejemplo, el hecho de que el niño sea ahora menos tímido y exprese más abiertamente sus puntos de vista, a veces con conductas de oposición). Resulta interesante indicar que las conductas de reto y desafío se interpretan con mucha frecuencia como manifestaciones de rechazo e insatisfacción de los niños y las niñas hacia los acogedores, cuando a veces tienen un significado bien diferente: se trata en gran medida de una manifestación de sus tensiones internas, pero también de explorar los límites y de poner a prueba el compromiso afectivo de los acogedores. Algunos niños pueden llevar tan lejos esta exploración que pueden poner el acogimiento al borde de la ruptura, por lo que la preparación previa y el apoyo profesional posterior a los acogedores se convierten en una necesidad de cara a proteger el proceso en sus fases más complicadas. Por otra parte, no puede olvidarse que a estas alturas del proceso de acogimiento los niños pueden haber pasado de la fase de shock y negación a la de protesta, y que algunas de sus conductas desafiantes y de rechazo pueden ser precisamente una forma de expresar su rabia y desesperación. Están al mismo tiempo reclamando comprensión y no aceptándola cuando se les da, con un rechazo casi ritualista de la ayuda que se les ofrece (Levine, 1990). Si ante esta situación los acogedores no están preparados para entender la complejidad de la situación y para hacerle frente de manera adecuada, el propio proceso de acogimiento puede entrar en situación de riesgo.
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Por fortuna, en muchos casos las dificultades de que estamos hablando tienen un carácter transitorio y forman parte del proceso normal de adaptación, que, como se ve, está muy lejos de ser un mero acoplamiento entre partes anteriormente disjuntas. Tras la fase de protesta, los niños y las niñas por ella afectados es probable que acaben reconociendo la situación tal como es, que la elaboren con mayor realismo, incluyendo tanto el hecho de que ellos no pueden estar con sus padres como, eventualmente, la posibilidad de retorno con ellos, así como las ventajas y los aspectos positivos de su nueva situación. Y si bien es cierto que a la protesta le sigue la desesperación, que trae consigo sentimientos de tristeza y desmotivación, también lo es que superadas las fases tal vez más complicadas del proceso de adaptación, el acogimiento puede ahora entrar en una fase más constructiva y de mejor entendimiento mutuo. Los datos de la investigación longitudinal de Amorós y otros (2003) muestran los cambios operados en los primeros meses del acogimiento. Los progresos en ámbitos tan diversos como los hábitos de alimentación, limpieza e higiene, capacidad de autonomía, disposición a recibir ayuda, la expresión y aceptación de expresión de emociones, la autoconfianza, la integración en el grupo de iguales... son ya apreciables después de unos cuantos meses de convivencia en la familia acogedora. Por poner sólo un ejemplo, la figura 4.1 muestra la valoración que los técnicos que seguían el proceso hicieron del desarrollo emocional de los niños y las niñas acogidos al comienzo de su acogimiento y entre seis y nueve meses después. 0
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Graves problemas Bastantes problemas Algún problema Normal Muy satisfactorio Inicial
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Figura 4.1 Desarrollo emocional inicial y tras 6-9 meses
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Como puede apreciarse, los problemas más graves parecen haber desaparecido y, en el otro extremo, aparecen niños y niñas que merecen una valoración muy satisfactoria. En conjunto, la situación emocional de este grupo de niños y niñas ha experimentado un cambio positivo incuestionable, con un significativo aumento de quienes han normalizado su situación y una clara disminución de los problemas. No obstante, aunque ésta sea la tónica general, conviene no olvidar la existencia de muy importantes diferencias interindividuales en todos los procesos de que nos venimos ocupando. Hay niños y niñas que tienen una adaptación muy rápida, mientras que otros la tienen mucho más lenta; hay algunos que apenas plantean problemas, mientras que otros resultan muy complicados de manejar; los hay que manifiestan sus tensiones sobre todo hacia fuera, en forma de conducta molesta o agresiva, mientras que otros las interiorizan, presentando tendencias depresivas y conductas ansiosas. Factores tales como la edad, las experiencias previas a la separación, la preparación para el acogimiento, el estilo de personalidad, el tipo y la duración del acogimiento, el tipo de apoyo que encuentran en sus acogedores y la ayuda profesional que puedan recibir están entre los que determinan cómo será y cuánto llevará el proceso de adaptación a la nueva situación. La variedad de estilos de adaptación al acogimiento se puede ilustrar con la clasificación que Schofield y otros (2000) hace de los niños y las niñas de su muestra. Se trata de chicos y chicas de entre 4 y 12 años en situación de acogimiento permanente. La clasificación que de ellos hacen los autores permite distinguir cuatro patrones diferentes dentro de su muestra: • Niños y niñas que son «libros abiertos»: se trata de chicos y chicas que expresan clara y abiertamente sus sentimientos; que son a la vez dicharacheros y sentimentales, pero también irritables y exigentes; niños que reclaman mucho afecto y que están deseosos de agradar y complacer, pero que al mismo tiempo son inquietos, impulsivos, hiperactivos; desarrollan conductas de riesgo (saltar desde muy alto, por ejemplo, o aceptar irse con cualquiera), y tienen fantasías relacionadas con situaciones de miedo y angustia. • Niños y niñas que son «libros cerrados»: se trata de chicos y chicas muy reservados, obedientes, auto-suficientes y algo despega-
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dos, con dificultades para expresar sus sentimientos a otras personas, con tendencia a cerrarse en sus propios pensamientos y fantasías. • Niños y niñas «en el límite»: recelosos y desconfiados, estos chicos y chicas son miedosos (miedo de la gente, miedo a ser rechazados), indefensos y tristes; para expresar sus emociones pueden usar la agresividad o la violencia, a veces contra sí mismos o contra animales, con conductas infantiles (mojar e incluso ensuciar la cama, por ejemplo) y con pobres procesos mentales, que afectan incluso al sentimiento de identidad. • Niños y niñas «reforzantes». Chicos y chicas de conducta normal, agradables, cariñosos, simpáticos, con buena adaptación escolar y buenas relaciones con amigos y compañeros. Se trata en este caso de niños y niñas que no plantean problemas especiales y con los que las relaciones son fundamentalmente satisfactorias. El interés de esta clasificación no radica en su generalizabilidad a otras muestras, pues lo más probable es que con chicos y chicas diferentes, que hubieran tenido experiencias previas distintas, los resultados fueran en parte semejantes y en parte diferentes. Su interés está en que ilustra claramente la gran diversidad de caracteres, de formas de reaccionar, de actitudes ante los demás y ante los problemas. Y es también de interés la frecuente y en cierto modo inevitable presencia de problemas a lo largo del proceso de adaptación, problemas que los autores de la investigación citada relacionan sobre todo con diferentes historias de maltrato y diferentes estilos de apego (Schofield y otros, 2000). En cualquier caso, la idea clave a retener es la de una gran diversidad de unos casos a otros, así como que la presencia de problemas y dificultades en el proceso de adaptación es bastante frecuente. La familia acogedora También en el caso de la familia acogedora el proceso de adaptación a quienes van a ser acogidos y a la nueva situación familiar comienza antes de su incorporación efectiva. Los dos aspectos previos cruciales que pueden jugar un papel importante sobre el proceso de adaptación
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son, por una parte, la información que los acogedores reciben sobre el niño o la niña que todavía no ha llegado y, por otra, la forma en que se produce la transición de la situación previa a la familia acogedora. Por lo que se refiere a la información previa, el conocimiento detallado de las características del niño o la niña (su edad, sus antecedentes, su personalidad, sus capacidades y limitaciones, sus problemas...) y de su familia biológica (el motivo del acogimiento, las perspectivas de retorno, las características de los padres, sus problemas y posibilidades...) permitirá a los acogedores hacerse una idea lo más precisa posible de las situaciones a las que van a tener que enfrentarse, de los tipos de satisfacciones y de tensiones con que se van a encontrar, del tipo de relaciones que va a ser posible establecer con el niño y sus padres, formándose así unas expectativas que es preferible que la realidad no defraude posteriormente de forma significativa. De hecho, partir de una información muy insuficiente o muy inadecuada se ha asociado por los investigadores con mayor riesgo de dificultades en el acogimiento e, incluso, con el mayor riesgo de ruptura (Berridge y Cleaver, 1987). Es importante subrayar que la necesidad de información completa y adecuada se da en todo tipo de acogimiento, no quedando excluidos los de familia extensa de ese requerimiento, pues el hecho de que el niño forme parte de la familia no garantiza que los acogedores dispongan de toda la información que les puede resultar relevante de cara a pasar a convivir directamente con él, y algo parecido puede decirse respecto a sus padres, cuyas circunstancias y perspectivas no tienen por qué ser completamente conocidas por los acogedores. Por lo que se refiere a la forma en que se lleva a cabo la transición de un hogar a otro, lo más habitual es que se haga en condiciones que no son las más recomendables. Así, suele considerarse una buena idea que los padres ayuden al niño o a la niña a preparar su equipaje (poniendo en él algunas de las cosas que al niño o a la niña más le gustan y más asocia con su bienestar o relajación), así como que los padres acompañen a los niños en sus visitas a la familia acogedora anteriores al acogimiento. Los mensajes que de esta forma se transmiten al niño son claros: su familia no es algo que se vaya a esperar que olvide, las cosas que le gustan y que le recuerdan a su casa y a sus padres son valoradas, los padres están implicados en el proceso de acogimiento y no es algo que les sea extraño o en lo que ellos no hayan tenido nada que ver, la
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familia biológica y la acogedora no son completamente extrañas la una a la otra... Sin embargo, a pesar de que la teoría del acogimiento familiar recomienda claramente esta práctica en la que los padres acompañan a sus hijos en los primeros contactos con los acogedores (Triseliotis, Sellick y Short, 1995), la realidad es que son muy pocos los casos en que se actúa de esta manera (3% en la investigación de Palmer, 1995, por ejemplo). Una vez que el acogimiento ha comenzado, otro aspecto en que la teoría y la práctica frecuentemente se distancian tiene que ver con las relaciones entre la familia biológica y la acogedora. Mientras que lo ideal es que se trate de relaciones de complementariedad y cooperación, la realidad apunta con frecuencia hacia la rivalidad, la incomprensión y las tensiones. Los padres biológicos pueden ver a los acogedores como rivales que pueden acabar monopolizando el afecto de sus hijos; los acogedores pueden experimentar toda suerte de sentimientos negativos hacia unos padres a los que consideran responsables de los problemas y dificultades por los que atraviesan sus hijos. Las visitas serán muy frecuentemente el catalizador de todas estas tensiones, pues los acogedores podrán pensar que no es lo mejor para el niño volver a tener contacto con quienes le han ocasionado daños y sufrimientos, argumentando, por ejemplo, que los avances conseguidos entre visitas se pierden cuando el niño está con sus padres, etc. Por su parte, los padres del niño pueden vivir las visitas como el punto culminante de sus recelos respecto a los acogedores, como una comprobación de que su hijo está cambiando o está siendo manipulado en sus afectos, etc. En todas las cuestiones hasta ahora mencionadas (la información previa al acogimiento, la transición de una familia a otra y las relaciones entre las familias), el papel de los profesionales que intervienen es crucial. Es a ellos a quienes corresponderá facilitar al máximo las cosas, removiendo factores de tensión y de riesgo, y tratando de incorporar en las relaciones y en su vivencia elementos positivos y facilitadores sin los que es difícil que el acogimiento funcione y prospere adecuadamente. Cuando se ha producido la incorporación del niño o la niña acogido, los temas relacionados con la vinculación afectiva se convierten en muy importantes para los acogedores. Como se indicó más arriba, es frecuente que la primera reacción por parte de los niños tras su separa-
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ción de los padres biológicos sea la de negación, actuando a veces de forma muy idealizada en relación con sus padres y sus circunstancias familiares, lo que puede conducir a un bloqueo para aceptar el cariño y los cuidados que se le ofrecen por parte de sus acogedores, que están deseando ver en el niño o la niña muestras de apego hacia ellos y una respuesta adecuada a los esfuerzos que están haciendo (Butler y Chadler, 1998). La distinta vivencia que de la situación tiene cada uno de los implicados está aquí en el centro del problema, que para el niño adquiere frecuentemente la forma de un conflicto de lealtades (cuanto más se aproxima a la familia acogedora, más infiel se siente a sus padres, como ha indicado McFadden, 1996) y para los acogedores se convierte en una situación incomprensible en la que un niño que ha sido gravemente maltratado parece mostrarse emocionalmente aferrado a sus maltratadores, al mismo tiempo que parece poco sensible a todo el cariño y todas las atenciones que se le están dando. Como ya se indicó más arriba a propósito del proceso de adaptación de los niños y las niñas en acogimiento, el proceso de integración y adaptación a la familia de acogida puede complicarse notablemente cuando aparecen problemas de conducta en los acogidos, particularmente cuando se trata de problemas «hacia fuera» tales como la agresividad, la impulsividad, conductas de llamar la atención, quitar a otros las cosas que les pertenecen, etc. Hay niños que expresan estos problemas de manera tan frecuente y aguda que pueden llegar a ser muy desestabilizadores de las relaciones familiares y de la vinculación con ellos por parte de sus acogedores. El significado de las conductas puede ser muy diferente para el niño (que trata, por ejemplo, de probar los límites o de obtener confirmación del compromiso afectivo) y para sus acogedores (que lo interpretan en parte como su fracaso para controlar al niño y conseguir una vida cotidiana tranquila y agradable), lo que aumentará la incomprensión mutua y el distanciamiento. De hecho, los problemas de conducta aparecen muy frecuentemente en los análisis de los acogimientos que llegan a ponerse en serio riesgo o, incluso, a interrumpirse (ver, por ejemplo, Triseliotis, Borland y Hill, 1998). Las tensiones que pueden surgir en el proceso de adaptación y a lo largo del acogimiento pueden afectar seriamente a la dinámica familiar en la familia acogedora. Como ha señalado McFadden (1996), estos problemas son en parte un asunto de «fronteras». No ya sólo las fron-
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teras entre la familia biológica y la acogedora a que se ha hecho referencia anteriormente, sino también las internas a la propia familia acogedora, que al mismo tiempo tiene que estar abierta y permanecer cohesionada en su interior, manteniendo la unidad familiar de la pareja y, si existen, sus hijos, y a la vez dando entrada a elementos hasta entonces ajenos a ella. Se trata de preservar espacios y momentos de privacidad y de cohesión de la familia, y de atención a las necesidades específicas de cada uno de sus miembros y del sistema en su conjunto, al mismo tiempo que se lleva a cabo la inclusión de quienes en ella se integran por la vía del acogimiento. Una tensión que indudablemente no siempre es fácil de resolver. Los problemas planteados a los hijos de los acogedores deben traerse aquí a colación, pues ellos también forman parte del acogimiento, frecuentemente con una comprensión de la situación notablemente más limitada que la que sus padres tienen. Y, por otra parte, con un papel no siempre fácil, pues se van a ver simultáneamente en el rol de compañeros de los acogidos y en el de sus acogedores y cuidadores (Martin, 1993). Van a tener que compartir, posponer a veces la satisfacción de sus necesidades, perder parte de su privacidad y sus privilegios, hacer frente a las tensiones y problemas en el interior de la familia... Las escasas investigaciones llevadas a cabo sobre los «niños y las niñas acogedores» parecen concluir que su papel y su tarea no es fácil y que tienen la percepción de que su familia ya no es la misma, pero, al mismo tiempo, parece que la mayor parte encuentra agradable ser parte de una familia acogedora y son bastantes los que afirman haber adquirido una mayor madurez gracias a la experiencia de acogimiento en su familia (Part, 1993). Algunos autores llevan su preocupación por las posibles consecuencias negativas que el acogimiento puede tener en los hijos de los acogedores a sugerir que éstos están tan necesitados de formación y preparación como sus padres, habiendo incluso desarrollado materiales específicos para esta tarea (Martin, 1993). Volviendo a la temática de la dinámica familiar alrededor del acogimiento, vale la pena destacar que los cambios que se están analizando no se limitan a una fase inicial de integración de nuevos niños en la familia. De hecho, como ha indicado McFadden (1996), el ciclo típico del acogimiento implica tanto las crisis vinculadas a la incorporación de nuevos miembros a la familia como las que se originan con motivo de su salida
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una vez finalizado el acogimiento. Crisis de «incorporación» y de «desmembramiento», como las califica esta autora. Y crisis de «desmoralización» cuando la salida no es debida a que se hayan cumplido los objetivos del programa, sino a que las cosas no han ido bien y la convivencia de acogida ha tenido que ser interrumpida. Por fortuna, entre las casi inevitables crisis a la llegada y a la salida, los acogedores disfrutan de la experiencia de acogimiento y la valoran en general de manera claramente satisfactoria (véase, por ejemplo, Triseliotis y otros, 2000). Finalmente, el último aspecto a mencionar del proceso de adaptación tal como lo vive la familia acogedora remite al otro vértice del acogimiento: el de los encargados de la intervención profesional. Es evidente que sobre ellos recae toda una serie de responsabilidades de la más crítica importancia: la captación de familias, su formación, su valoración, su preparación para la llegada de un niño o una niña concreto; el apoyo continuado, pero muy particularmente en las situaciones de crisis a que acabamos de referirnos o en otras que puedan surgir. En su análisis de los servicios de apoyo al acogimiento familiar, Rushton, Quinton y Treseder (1993) han insistido en la necesidad de que el apoyo no sea meramente reactivo con ocasión de problemas o crisis, sino más bien continuado y, en todo caso, de fácil acceso. Y, por otra parte, han mostrado que lo que los acogedores necesitan con mucha frecuencia no es tanto que se les prescriba qué es lo que tienen que hacer cuanto que se les ayude a pensar en el problema de que se trate y a buscar juntos las mejores soluciones y alternativas. Pero los temas relacionados con el apoyo al acogimiento constituyen el argumento a desarrollar en el apartado que sigue. Seguimiento y apoyo Al igual que al hablar de los requisitos previos para un buen acogimiento la referencia a procesos de formación es tan obligada como inevitable, resulta difícil encontrar un trabajo sobre el acogimiento familiar, su desarrollo y sus problemas que no termine concluyendo que el seguimiento y el apoyo una vez comenzado el acogimiento son cruciales. Se trata de un auténtico lugar común que al mismo tiempo refleja una verdad bien asentada y una necesidad mal cubierta. De la
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importancia de los apoyos y actuaciones profesionales antes de que el acogimiento comience ha quedado ya amplio testimonio en los tres primeros apartados de este capítulo, ocupándonos ahora de los apoyos profesionales una vez que el acogimiento está en marcha. En la exposición que sigue nos inspiraremos ampliamente en el análisis de Triseliotisy otros (2000), aunque no nos limitaremos a él. La idea básica que pretendemos desarrollar es que el apoyo al acogimiento es un proceso con diversos componentes y que se debe manifestar en distintas circunstancias y a través de variados procedimientos. Así, el apoyo al proceso de acogimiento está en realidad constituido por una variedad de actuaciones profesionales que tienden a crear las condiciones adecuadas para el buen funcionamiento del proceso, particularmente en aquellos momentos o situaciones en que aparezcan las casi inevitables dificultades. El primero de los componentes del apoyo identificados por Triseliotis y otros (2000) es el de visitas frecuentes por parte de los profesionales que apoyan el acogimiento. Nada más opuesto a esta idea que la práctica profesional que consiste en desaparecer una vez que el emplazamiento del niño o la niña en su familia acogedora queda resuelto. Como hemos tenido ocasión de mostrar en los análisis anteriores, el proceso de adaptación mutua del niño o la niña a su familia y de ésta a aquéllos es complejo y lleno de posibilidades de tensión y dificultad. Y si la formación previa al acogimiento había preparado a los acogedores en cuanto a actitudes, conocimientos y pautas de conducta generales, una vez que el acogimiento comienza es cuando hay que concretar todo eso en relación con un niño o una niña determinado, con sus necesidades, su historia pasada, sus problemas y sus posibilidades. Incluso si los acogedores tienen recursos suficientes para hacer frente a todo esto, las visitas de los profesionales son necesarias, aunque sólo fuera para reafirmarles en sus buenas prácticas familiares. Obviamente, cuando los acogedores se sienten agobiados o sobrepasados por los problemas, la importancia de las visitas es todavía mucho mayor. Y esto, evidentemente, con independencia de que se trate de acogimientos en familia extensa o ajena, pues el hecho de ser abuela no deja a la acogedora automáticamente equipada con la comprensión de la situación problemática o con las habilidades educativas que en un momento determinado pueden serle necesarias.
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Como se ha indicado unas líneas antes, el buen apoyo profesional al acogimiento familiar no es esporádico y reactivo (es decir, en respuesta a las llamadas o peticiones de los acogedores o de los acogidos), sino que tiene un carácter más estable y continuado, con un ritmo y periodicidad que —ese sí— puede perfectamente ajustarse a las necesidades concretas de cada caso, pues es evidente que las necesidades de apoyo de una familia que está acogiendo a un bebé de dos meses sin especiales problemas tienen poco que ver con la de quienes se han hecho cargo del acogimiento de dos hermanos que plantean múltiples problemas entre sí y por separado, poniendo a la familia en situación de estrés y tensión continuada. Parece evidente que lo más deseable es que haya continuidad en los profesionales con los que las familias se relacionan, pues si la persona o las personas de referencia cambian continuamente y la familia sabe mucho más del niño o la niña que los profesionales que aparecen, es menos probable que la visita profesional sea vivida como útil y enriquecedora para la familia y/o para el niño o la niña acogidos. En este sentido, uno de los males endémicos al sistema de protección, cual es la indeseable rotación de profesionales que aparecen y desaparecen, constituye una amenaza a un apoyo de calidad que responda satisfactoriamente a las necesidades de todos los implicados (incluidos los profesionales, lógicamente). Además de las visitas por parte de los profesionales a la familia de acogida, la disponibilidad de los profesionales es otro importante elemento de apoyo. En este caso, se trata de ser reactivos a las necesidades de las familias, estar disponibles para una conversación telefónica o para una visita no programada. Para las familias se trata de momentos de especial tensión o desesperación en los que poder contrastar opiniones y alternativas con el profesional o los profesionales de referencia. La rapidez y la inmediatez de la atención suelen ser aquí factores clave, particularmente en el caso de los acogimientos más complicados y con mayor riesgo de problemas graves. Particularmente en estos casos, las familias agradecen enormemente poder disponer de un número de teléfono que esté disponible 24 horas, pues no hay nada más opuesto a la disponibilidad que algunas familias necesitan que los horarios de 8 a 3, los fines de semana que empiezan al final de la mañana del viernes (cuando son precisamente esos los días en que frecuentemente hay un mayor contacto continuado de todos los miembros de la familia y ma-
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yor probabilidad de que surjan problemas), las ausencias del despacho para asistir a reuniones, los permisos para asistir a cursos de formación... Como indican Triseliotis y otros (2000), las familias se desesperan si dejan mensajes a los que nadie responde, si el profesional por el que se pregunta está habitualmente no disponible... En estas circunstancias, existe el riesgo de que las familias se convenzan de que es inútil llamar para pedir ayuda. Una vez que se produce el contacto entre los acogedores y los profesionales, sea en el curso de visitas periódicas, sea en el de contactos de emergencia, la actitud de los profesionales resulta crucial. Si el apoyo al acogimiento tiene aspectos tangibles (frecuencia de las visitas o compensación económica, por ejemplo), existen en el apoyo componentes intangibles (Triseliotis y otros, 2000) de los que uno de los más importantes tiene que ver precisamente con la forma en que los profesionales se relacionan con los acogedores o los acogidos. Algunas de las cosas que más valoran las familias tienen que ver con sentirse atendidas, escuchadas, entendidas y valoradas. Lo que reclaman no es una relación burocrática o distante. Tampoco necesariamente esperan que se les den soluciones ya hechas, ni que se les diga lo que hay que hacer sin haber explorado antes juntos diversas alternativas. Por supuesto, frases hechas del tipo «lo estáis haciendo bien» o «hay que dejar pasar un poco de tiempo» pueden ser útiles en ocasiones, pero la mayor parte de las veces se espera algo más de los profesionales a los que se recurre para pedir apoyo. El tipo de relación con los profesionales de que estamos hablando tiene, pues, mucho que ver con el trabajo en equipo entre profesionales y acogedores. Un trabajo en equipo en el que cada uno juega un rol distinto y tiene capacidades y competencias diferentes, pero en el que el tono predominante no sea el de profesionales que prescriben y acogedores que se limitan a seguir instrucciones. En la medida en que los acogedores tienen alguna implicación en la planificación y la toma de decisiones que les afectan, en la medida en que su voz se oye cuando hay que orientar el caso en una u otra dirección, en la medida en que se pide su opinión, en la medida en que se les usa como fuente de información fiable en relación con el niño o la niña, en esa medida los acogedores sienten que están trabajando en equipo y no que son un mero instrumento de que el sistema de protección se sirve para derivar
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problemas y tensiones. Por otro lado, el hecho de participar como acogedores con experiencia en programas de formación de nuevos acogedores añade una dimensión de satisfacción de incuestionable valor, situando a los acogedores en una posición lo más alejada posible de simples terminales de un sistema con el que ellos tienen poco que ver y en el que se les dan escasas oportunidades de ser oídos, tomados en consideración y valorados. Una forma de reforzar la labor que hacen los acogedores es a través de los grupos de autoayuda. A lo largo del proceso de valoración/ formación, los acogedores tuvieron ocasión de experimentar lo que representa compartir con otras personas sus conocimientos, sentimientos y experiencias; la continuación de esta experiencia por medio de grupos de autoayuda es muy valorada por las familias. A través de ellos se puede facilitar la comunicación entre iguales, se comparten satisfacciones y dificultades, se facilita el aprendizaje de la resolución de problemas y se genera un apoyo mutuo. Las relaciones que se establecen facilitan el intercambio de ideas que ayudan a la solución de los problemas y reducen el aislamiento, proporcionando seguridad en las actuaciones y capacidad para hacer frente a sentimientos de cansancio, frustración o enfado. De hecho, se ha observado que las relaciones que se inician dentro del grupo se expanden fuera de él, creándose un sentimiento de pertenencia e identidad con el grupo y el programa, lo que posibilita que las familias acogedoras se ayuden en momentos de crisis. Un componente del apoyo que se analizó con detalle en el capítulo 3 debe ser al menos mencionado aquí para que no quede ausente de esta relación de elementos constitutivos del apoyo: la remuneración o compensación económica por el acogimiento. Como se indicó en el capítulo 3, los acogedores no se acercan al acogimiento buscando dinero, sino con su mayor ilusión puesta en las gratificaciones intangibles (Butler y Charles, 1998) en forma de sentimiento de ser útiles, de ayudar a un niño o una niña y a su familia, de sentirse partícipes en un proyecto a la vez personal y social, de dedicar su tiempo, su energía y sus afectos a una buena causa. Pero la investigación ha documentado reiterada y suficientemente que la remuneración por el acogimiento (o, en todo caso, la compensación por los gastos que ocasione) forman parte del cuadro de apoyos que son a la vez lógicos y positivos. Lo que llega con el dinero no es sólo la retribución o la compensación que se hubiera acordado previamente, sino tam-
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bién el reconocimiento por el trabajo y la función que se están desarrollando. Por lo demás, la idea de una remuneración o compensación económica es del todo coherente con la exigencia de formación y con los procesos de valoración a que se somete a los acogedores, habiendo no poca incoherencia en pretender que sean paraprofesionales en cuanto a lo que se les exige, pero voluntarios en cuanto a lo que de ellos se espera. En cualquier caso, la investigación ha documentado abundantemente no sólo que las cuestiones económicas forman parte del cuadro que facilita o dificulta el buen desarrollo de los acogimientos (Berridge, 1997), sino que los esfuerzos adicionales que se hagan en el aspecto económico y en el resto de los tipos de apoyo que venimos considerando se traducirán en una mayor satisfacción por parte de los acogedores, en una mayor probabilidad de que continúen acogiendo y en un mejor funcionamiento de los acogimientos que llevan a cabo (véase, por ejemplo, Chamberlain y otros, 1992). También debe mencionarse aquí otro elemento del apoyo que habitualmente se considera sólo en la preparación para el acogimiento, pero que tiene también pleno sentido una vez que se ha iniciado: la formación. En efecto, aunque lo más habitual sea vincular los términos formación y preparación, la necesidad de entender qué es lo que está ocurriendo y cómo se le puede hacer frente de la mejor manera posible sigue estando presente —y ahora de manera mucho más concreta y acuciante— una vez que el acogimiento ha comenzado, por lo que tiene pleno sentido la existencia de programas de formación que adopten más la forma de programas de acompañamiento que de preparación. Estos programas son un magnífico contexto para analizar las diversas situaciones que a los acogedores se les van planteando, para explorar las alternativas educativas que pueden ser más adecuadas y, además, para crear lazos de comprensión, simpatía y conexión con otros acogedores que están haciendo frente a situaciones muy parecidas. En el momento de escribir estas líneas estamos ultimando la preparación de un programa de esta naturaleza para apoyar a acogedores en familia extensa que hacen frente a diversas tensiones relacionadas con la educación de sus acogidos adolescentes. Y, en la misma dirección, preparamos otra intervención formativa dirigida a los propios adolescentes que están acogidos por esas familias. La intención es sacar al acogimiento en familia extensa de la mayor desatención que suele
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caracterizarlo en contraposición con otras formas de acogimiento y dar a los implicados todo el reconocimiento y todo el apoyo que necesitan y que sin duda merecen. Un servicio de apoyo incluido en la práctica de acogimiento familiar en algunos países, pero todavía poco extendido entre nosotros, tiene que ver con la posibilidad de descanso o «respiro» en situaciones en las que los acogedores se sienten particularmente cansados, sobrecargados o, incluso, «quemados» con un acogimiento concreto. Como señalan Triseliotis y otros (2000), es irónico que los padres biológicos puedan tener el «respiro» de tener a sus hijos en acogimiento familiar y que los acogedores no puedan disponer de la oportunidad de un fin de semana o unas vacaciones en que puedan realmente descansar, tener tiempo solos como familia nuclear y recuperar fuerzas para continuar con un acogimiento particularmente problemático. Incluso en países donde la tradición de los servicios de descanso o respiro existe como posibilidad, su utilización real es muy escasa. Y aunque sean muchos los acogimientos en los que tales servicios no son necesarios, puede que haya ocasiones en que sea la única manera de preservar a los acogedores no sólo para el acogimiento que en ese momento estén llevando, sino para otros que en el futuro se les puedan plantear. Finalmente, si todos los servicios y apoyos que hasta ahora hemos estado comentando tienen o deben tener un carácter continuado a lo largo del proceso de acogimiento, se debe también hacer mención a la existencia de momentos críticos en los que la necesidad de apoyo puede hacerse particularmente sentida y puede ser especialmente valorada por los acogedores. Momentos tales como la llegada y el proceso de adaptación, o como situaciones de crisis que pueden surgir, o como la salida del hogar acogedor de los niños o las niñas acogidos son algunos de los que se pueden claramente identificar como más sensibles de cara a la necesidad de apoyo y ayuda. Para terminar, existe una obviedad que no queremos dejar de mencionar. Nos hemos referido en este apartado a las necesidades y a las vías de apoyo al acogimiento familiar, entendiendo por tal el dirigido a la familia acogedora, incluidos, naturalmente, los niños o las niñas que estén con ella en acogimiento. Lógicamente, en el caso de acogimientos familiares con previsión de retorno se debe estar simultáneamente haciendo todo un trabajo de apoyo, de ayuda y, en su caso, un
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tratamiento a los padres biológicos que tratan de resolver sus problemas y estar en condiciones de recuperar a los hijos que tuvieron que pasar a ser temporalmente cuidados por la familia acogedora. Si con la familia biológica no se lleva a cabo un trabajo concienzudo, sus probabilidades de recuperación espontánea son muy reducidas, si no nulas. Y aunque no es el objetivo de este libro ni de este capítulo entrar en las cuestiones que afectan a la recuperación de la familia biológica, no queríamos dejar de señalar que si muchas son las necesidades de los acogedores, no menos serán las de los padres de los niños y las niñas de que se han hecho cargo por su acumulación de problemas y tensiones.
CAPÍTULO 5
ALGUNAS MODALIDADES DE ACOGIMIENTO DE ESPECIAL INTERÉS
En el capítulo 2 se hizo una detallada exposición de la historia y las modalidades del acogimiento familiar en España. Se examinaron allí los distintos tipos de acogimiento, atendiendo tanto a la clasificación legal como a las modalidades de acogimiento que, dentro de esa clasificación, se utilizan en la práctica profesional habitual. El objetivo de este capítulo es analizar con más detalle algunas modalidades de acogimiento de especial interés. Nuestra selección ha estado guiada por la consideración, por una parte, de los acogimientos entre nosotros más novedosos (acogimientos de urgencia), por otra, de los más frecuentes pero no siempre bien planteados (acogimientos en familia extensa) y, finalmente, de los más difíciles de llevar a cabo dadas las peculiaridades de las personas y los procesos implicados (acogimientos especializados). Aunque de todos ellos se habló en el capítulo 2, nos proponemos ahora un análisis más detallado que permita una mejor comprensión y que aporte mayores elementos de utilidad de cara a la intervención. El tratamiento que sigue refleja la cantidad de conocimiento que la investigación y la experiencia de intervención han acumulado sobre cada
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uno de los tipos de acogimiento a examinar, por lo que nuestra exposición será claramente más detallada para el acogimiento en familia extensa (el más usado y más investigado de los tipos de acogimiento), algo menos extensa para el acogimiento de urgencia y menos extensa aún para el especializado, reflejando el menor desarrollo de la investigación y la experiencia de intervención. Acogimiento de urgencia o urgencia-diagnóstico Como ya se ha expuesto, el acogimiento de urgencia-diagnóstico tiene entre nosotros menos de una década de existencia. Surgió en el contexto del programa «Familias canguro», que se proponía introducir innovaciones en acogimiento familiar en la sociedad española de finales del siglo XX. No debe sorprender, pues, que la información de que disponemos sobre este tipo de acogimiento sea considerablemente más escasa de la que tenemos a propósito de formas de acogimiento con mayor tradición. Además, en este caso no nos sirve de gran ayuda la investigación llevada a cabo en otros países que tienen una más larga tradición en acogimientos de urgencia, ya que la forma en que este tipo de acogimiento se ha definido y usado entre nosotros difiere sustancialmente de la práctica de otros países. Tomemos, por ejemplo, el caso de Gran Bretaña, que tan larga y productiva tradición tiene en la práctica y en la investigación sobre acogimiento familiar. Como ha señalado Stone (1991), el término «acogimiento de corta duración» es un auténtico cajón de sastre en el que se han metido juntas «toda suerte de actividades de acogimiento mal diferenciadas unas de otras» (p. 6). Triseliotis (1995) ha distinguido tres subtipos de este tipo de acogimiento: el de respiro, utilizado para dar descansos breves a padres que crían a sus hijos en condiciones particularmente estresantes y agotadoras; el de urgencia, utilizado durante tiempos muy breves para atender a niños y a niñas que proceden de situaciones de riesgo y a los que en ese momento no se puede atender en servicios más estables (por ejemplo, porque es fin de semana y esos servicios están cerrados); y, en tercer lugar, el de corta duración, usado durante hasta tres meses para situaciones de crisis familiar (hospitalización, encarcelamiento) o cuando hay que llevar a cabo una valoración de la familia.
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La investigación de Stone (1991) encontró que aproximadamente la mitad de los niños y las niñas en acogimientos de corta duración habían ingresado como un «servicio a la familia» (p. 6), para ofrecerle ayuda con el cuidado del niño mientras resolvía algún problema importante. En una tercera parte de los casos, este acogimiento se utilizaba para «rescatar» al niño de alguna situación de riesgo. Cuatro de cada cinco casos en esta investigación eran situaciones de acogimiento con acuerdo de los padres biológicos, y en el 95% de los casos los niños y las niñas volvieron a su casa antes de tres meses. Tanto Triseliotis (1995) como Berridge (1997) coinciden en que este tipo de acogimientos de urgencia o corta duración constituye la vía de entrada al sistema de protección de un gran número de niños (en torno a la mitad, según la estimación del primero de los autores citados). Y sin embargo, estos acogimientos han recibido un «mínimo interés» por parte de los investigadores (Berridge, 1997, p. 25), hasta el punto de que Stone (1991) los calificó como la Cenicienta del acogimiento. Algo parecido ha ocurrido en los Estados Unidos, otro país del que procede una gran parte de la investigación sobre acogimiento familiar. Aunque también allí existe el acogimiento de urgencia, se trata de una medida de muy corta duración en tránsito hacia otras alternativas más estables. Tal vez esa brevedad explique por qué este tipo de acogimiento, por lo demás tan frecuente, ha sido tan escasamente estudiado (R. Barth, comunicación personal). Por lo que se refiere a la situación española, el acogimiento de urgencia fue, como se ha señalado, una de las modalidades introducidas bajo el paraguas genérico de «Familias canguro». Y como quiera que ese programa fue evaluado, disponemos de información detallada de unos cuantos rasgos y aspectos de este tipo de acogimiento (Amorós, Palacios, Fuentes, León y Mesas, 2001). En lo que sigue presentamos, en primer lugar, una caracterización del acogimiento de urgencia tal como ha sido utilizado entre nosotros. Posteriormente analizaremos los perfiles característicos de los protagonistas de estos acogimientos (padres, acogedores y niños) en el momento de iniciarse; para hacerlo, usaremos la información fundamentalmente descriptiva de que disponemos. Como se verá, muchos de los rasgos de estos protagonistas son muy semejantes a los que se analizaron en el capítulo 3 para el conjunto de los acogimientos,
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aunque hay también aspectos diferenciales a los que nos referiremos. Terminaremos analizando cuál fue el destino posterior de los niños y las niñas que pasaron por acogimientos de urgencia y reflexionando sobre el lugar del acogimiento de urgencia en el sistema de protección. Caracterización del acogimiento de urgencia Entre nosotros, el acogimiento de urgencia o de urgencia-diagnóstico se ha implantado con unas características en parte relacionadas con dos de los tipos descritos por Triseliotis (1995). En nuestro contexto, este tipo de acogimiento trata de evitar la institucionalización de niños y niñas de corta edad que deben ser separados de sus padres de forma inmediata y de cuyas circunstancias se conoce muy poco. En estos casos, los objetivos básicos a cumplir son tres: proteger al niño o a la niña situándolos en un contexto seguro, evitar su institucionalización proporcionándoles una familia de acogida y disponer de unos meses para llevar a cabo un diagnóstico de la situación y de sus posibilidades. Entre nosotros, los acogimientos de urgencia cumplen funciones muy similares a las que desempeñan los centros de acogida inmediata o de primera acogida, pero lo hacen en un contexto familiar y no institucional. Cumplidas sus funciones, del acogimiento de urgencia los niños pasan a una situación más estable, ya sea por el retorno con su familia, ya sea por su paso a una fórmula de acogimiento más estable o a una situación preadoptiva. Algunos rasgos adicionales completan la caracterización de este tipo de acogimientos entre nosotros. Por una parte, los implicados son niños y niñas menores de 6 años y el acogimiento no debe durar más de tres o, como máximo, seis meses. Por otra, se trata de un tipo de acogimiento no programado y, por tanto, imprevisible en cuanto al momento de su comienzo, lo que exige una gran disponibilidad por parte de los acogedores, que básicamente deben estar en condiciones de acoger a un niño o a una niña a cualquier hora de cualquier día o cualquier noche. Típicamente, cada familia acoge simultáneamente a uno o dos niños. Otro rasgo característico del acogimiento de urgencia es que es muy poca la información de que se dispone en el momento de la incorporación del niño o la niña, tanto sobre estos como sobre sus padres y sus circunstancias. Por tanto, asegurada la protección del niño o la niña en su familia de acogida, lo si-
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guiente que hay que hacer es llevar a cabo una valoración concienzuda de las circunstancias familiares y hacer un pronóstico de recuperación que va a orientar la salida del caso en una dirección (por ejemplo, retorno con los padres) u otra (por ejemplo, propuesta de acogimiento preadoptivo). En este tipo de acogimiento, como en cualquier otro, los niños se incorporan a su familia de acogida y llevan con ella una vida normalizada, recibiendo los cuidados, las atenciones, la estimulación y el afecto de los acogedores y del resto de los miembros de la familia (otros niños que pueda haber en el hogar, por ejemplo). Mientras, los profesionales llevan a cabo todas las indagaciones y las valoraciones que necesiten para tomar una decisión respecto al futuro. Puesto que es evidente que este tipo de acogimiento plantea unos retos específicos, se hace necesaria para los acogedores una formación que en parte será compartida con la formación recibida por cualquier otro acogedor, pero que en parte tendrá sus propias particularidades. Piénsese, por ejemplo, que en muchos casos estamos hablando de bebés a los que es fácil apegarse tras unas semanas de contacto; y, sin embargo, las familias que hacen acogimiento de urgencia saben (porque forma parte de su compromiso) que en ningún caso el niño o la niña al que están acogiendo se quedará con ellos, lo que significa que habrá que prepararles para una despedida que no se da en el caso de otros tipos de acogimiento, por ejemplo, en los permanentes. Las familias que participan en este tipo de acogimiento reciben una gratificación económica por su disponibilidad (tengan o no tengan algún niño en acogimiento en ese momento en su casa) y una compensación económica por los gastos en que necesariamente incurrirán como parte de los cuidados y las atenciones al niño o a la niña (alimentación, vestido, equipamiento del hogar, etc). No se trata de que estas familias reciban un salario como pago, sino simplemente de que el acogimiento de urgencia no se convierta en una carga económica para quienes lo hacen. Las familias biológicas en los acogimientos de urgencia De las cien familias que participaron en la investigación de Amorós y otros (2003), 39 tenían hijos que estuvieron en un acogimiento de ur-
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gencia. Tales familias en ocasiones se parecen y en ocasiones difieren del resto de familias cuyos hijos pasaron a otros tipos de acogimiento, aunque generalmente las semejanzas son superiores a las diferencias. Aproximadamente, la mitad de los padres de los niños acogidos de urgencia estaban casados o vivían juntos de forma razonablemente estable, lo que significa que en el otro 50% había situaciones diversas entre las que se incluye la maternidad en solitario, que la madre viva con el hijo pero con un hombre distinto al padre, que la presencia del padre del niño en el hogar no sea estable, sino esporádica, etc. En algo más de la mitad de los casos ha habido experiencias de separación o divorcio. Aproximadamente, la mitad de los padres y las madres tenía estudios primarios, careciendo de estudios un 35% adicional de los padres y algo más del 20% de las madres. La precariedad económica (menos de 3.000 € anuales por familia en la mitad de los casos al comenzar el acogimiento), las dificultades para tener vivienda (la tercera parte vivía en el domicilio de familiares o amigos, y un 13% adicional lo hacía en alguna institución pública) o para mantenerse en ella (el 70% de estas familias cambia de domicilio en el periodo en que sus hijos están en acogimiento de urgencia) forman parte del cuadro familiar. Al comenzar el acogimiento de sus hijos, un 36% de los padres tenía problemas de toxicomanía, un 14% adicional presentaba serios problemas psicológicos y hasta un 70% presentaba algún problema de salud. Respecto a las madres, el 26% eran toxicómanas, y los porcentajes de problemas psicológicos y de salud eran similares a los de sus parejas. El análisis de en qué medida las necesidades básicas de los niños y las niñas (en alimentación, vestido, cuidados de salud, educación) estaban atendidas muestra, según las valoraciones de los técnicos, un cuadro poco optimista: falta de atención educativa en el 69% de los casos, problemas en la alimentación y el vestido en aproximadamente la mitad de los casos. Más de las tres cuartas partes de los padres y madres de los niños y las niñas que pasaron a acogimientos de urgencia mostraban una dedicación a la vida familiar considerada insuficiente o muy insuficiente. La dinámica familiar fue considerada por los técnicos que intervinieron como poco satisfactoria en una cuarta parte de los casos y como insatisfactoria o muy insatisfactoria en el resto. En el momento de ingreso de sus hijos en acogimiento de urgencia, algo más de la mitad de las familias fue evaluada por los técnicos como
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teniendo dificultades en la comunicación con sus hijos o para expresarles afecto. Un porcentaje parecido tenía dificultades para establecer normas y controlar su cumplimiento, con un fuerte predominio de los estilos educativos permisivos e indiferentes. En el 67% de los casos se valoró como escasa la responsabilidad e influencia de estos padres respecto a la integración escolar de sus hijos. Como ocurre frecuentemente con este tipo de familias, el aislamiento social y las dificultades de relación con el entorno inmediato forman parte del cuadro de problemas que les afectan. Así, estas familias tenían malas relaciones con su familia extensa en un 65% de los casos y con sus vecinos o amigos en un 83%. La mitad de estas familias tiene más de un hijo con expedientes de protección y lleva dos o más años usando los servicios sociales. Y frente al 32% de ellas que busca soluciones a sus problemas, el resto se distribuye en categorías menos esperanzadoras: falsa o escasa conciencia de los problemas (21%), se evade ante los problemas (22%), espera pasivamente a que lleguen soluciones (3%)... La gran mayoría de estas familias (96%) había sido objeto de intervenciones de apoyo por parte de los servicios sociales comunitarios (ayudas económicas, intervenciones sanitarias, orientaciones psicológicas...). Pero la motivación para el cambio se consideró escasa o nula en un 70% de los padres y en un 57% de las madres. Al ser separados de sus hijos, el 55% cree que la separación le va a resultar muy difícil de aceptar, aunque es consciente de las ventajas que el acogimiento supone frente a la institucionalización y de cara a su mejor educación. Son mayoría los que comprenden la importancia de mantener los vínculos entre ellos y sus hijos mientras dure el acogimiento, lo que se considera un dato favorable de cara al establecimiento de visitas y de cara al cumplimiento de los compromisos que se alcancen. Comparando el grupo de padres y madres cuyos hijos e hijas pasaron a acogimientos de urgencia con el resto de los padres y madres de la muestra estudiada por Amorós y otros (2003), se observan muchas semejanzas entre unos y otros, aunque son también bastantes los indicadores en los que el perfil de los padres de niños en acogimiento de urgencia es más optimista que el del resto de los padres: su situación económica era algo mejor al inicio del acogimiento, en mayor porcen-
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taje buscaban activamente solución a sus problemas (32% de los padres de acogimiento de urgencia frente al 17% del resto), parecían tener menos dificultades para establecer y controlar las normas (54% frente a 87%, respectivamente, con problemas en esta área) y tener una mejor y más positiva actitud ante la separación y ante el posible retorno. Las familias acogedoras de urgencia Como era de esperar, las familias acogedoras de urgencia tienen muchos rasgos en común con el resto de las familias acogedoras. En la muestra por nosotros estudiada (Amorós y otros, 2001) se trata en el 90% de los casos de parejas, frente a un 10% de mujeres solas. El 84% de estas familias tiene hijos, lo que de nuevo redunda en la idea de que la motivación fundamental de estas personas no es tener la experiencia de la maternidad o la paternidad. Mientras que la cuarta parte de los padres y las madres de estas familias tiene estudios primarios, el resto ha cursado estudios secundarios (25%) o universitarios (50%). La situación económica no plantea problemas, teniendo en su mayoría ingresos mensuales medios y siendo sus profesiones bastante variadas (oficios diversos 32%, empresarios 28%, relacionados con educación o sanidad 14%). El 55% de las acogedoras de urgencia es ama de casa. Las viviendas son adecuadas en todos los casos y están dotadas de servicios públicos adecuados en su entorno. Las relaciones con familiares, vecinos y amigos son en general satisfactorias, con apenas un 3% que es valorado como teniendo algunas dificultades en el ámbito de las relaciones sociales. Disponen en su entorno de los servicios médicos y psicológicos que resultan necesarios para atender las necesidades de los niños y las niñas acogidos. Desde el punto de vista de la dinámica familiar, son escasas las familias con perfiles permisivos o autoritarios, e inexistentes las que tienen un perfil indiferente. Como vimos que ocurre con los acogedores en general, la gran mayoría de los de urgencia parece responder al llamado estilo democrático, con énfasis en la expresión de afecto y la comunicación, pero también en la imposición de normas y el control de su cumplimiento por parte del niño o de la niña. Las relaciones en-
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tre los miembros de la pareja eran mayoritariamente muy satisfactorias o satisfactorias. Comparadas con el resto de las familias acogedoras de la muestra de Amorós y otros (2003), las que realizan acogimientos de urgencia destacan por la mayor presencia entre ellas de mujeres que no trabajan, por haber encontrado más resistencia de sus familiares respecto a la idea del acogimiento, por presentar un mayor énfasis en la motivación social, por disponer de menos información sobre el niño o la niña en el momento de su incorporación y por desarrollar con ellos desde el principio del acogimientos una relación afectiva más positiva. También el porcentaje de acogedores que mantienen contacto con los padres de los niños a los que acogen es menor que en el caso de otros acogimientos, lo cual tiene mucho que ver con la frecuente inexistencia de régimen de visitas en el tiempo en que se está haciendo la valoración de la familia biológica y sus circunstancias. En la gran mayoría de los casos, la evolución del acogimiento es buena o muy buena, con un alto nivel de satisfacción por parte de los acogedores y con muchas señales de avance y progreso por parte de los niños (Amorós y otros, 2002a). La salida de los niños y las niñas del hogar de urgencia para pasar a alternativas más estables prueba que se han cumplido los fines del acogimiento, consistentes, fundamentalmente, en permitir el diagnóstico y la toma de decisiones sobre un niño o una niña que ha tenido que ser separado de su familia y al que se ha ahorrado la experiencia de la institucionalización. Un poco más adelante nos referiremos a cuáles han sido los destinos de estos niños y niñas una vez acabado su acogimiento de urgencia. Niños y niñas en acogimiento de urgencia En la muestra por nosotros estudiada, los 49 niños y niñas en acogimiento de urgencia comenzaron el acogimiento a una edad media de dos años y ocho meses, teniendo el más pequeño un mes y el mayor 11 años. Aproximadamente la mitad niños y la otra mitad niñas, presentan perfiles muy parecidos a los del resto de los niños en acogimiento estudiados como parte de la misma investigación, incluido el hecho de que entre el 40% y el 50% son acogidos junto a algún hermano.
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Como en la investigación de Stone (1991), los niños de la nuestra llegan al acogimiento de urgencia no por sus problemas, sino por los de sus padres. Los más frecuentes son situaciones de maltrato de diverso tipo (con predominio de la negligencia, como es habitual) (27%), presencia de enfermedades físicas o psíquicas (22%), drogodependencia (22%) y, en menor medida, falta de recursos (12%) y renuncia (10%). La mitad de los niños y las niñas llegan a sus familias acogedoras de urgencia con problemas de distinto tipo en los hábitos cotidianos de alimentación e higiene. Más de la tercera parte tienen problemas relacionados con la autonomía y la independencia. En torno al 45% llegó con problemas cognitivos de diverso tipo, así como con dificultades en el lenguaje. Un porcentaje parecido de niños y niñas tenía una historia de escolarización pobre o irregular, teniendo aproximadamente la mitad bastantes o muchos problemas de rendimiento escolar (naturalmente, estos datos se refieren sólo a aquellos niños que por su edad estaban ya escolarizados). También algo más del 40% presentaba problemas en su autoestima, y la tercera parte mostraba dificultades para confiar en los adultos. Como ocurre con la mayor parte de los niños y las niñas en acogimiento, la gran mayoría de ellos mostró al inicio del acogimiento que para ellos sus padres y la relación afectiva con ellos eran importantes, lo que nuevamente confirma que el hecho de que el niño pase por situaciones de maltrato o se vea en medio de crisis de sus padres o entre ellos no quita para que forme relaciones afectivas y vínculos que darán lugar a inevitables sentimientos de pérdida y ruptura cuando la separación se produzca. Aunque fueron bastantes los que al llegar a sus familias acogedoras reaccionaron con nerviosismo y temor (50%), su evolución posterior fue en casi todos los casos muy positiva. Los progresos en todos los dominios (hábitos, salud, desarrollo cognitivo, lenguaje, independencia, autoestima) fueron generalizados, de manera que se puede decir que a lo largo de los meses que duró su acogimiento de urgencia se beneficiaron de una estabilidad y una estimulación de la que su desarrollo tomó buena nota. Sólo en dos de los casos estudiados se produjo una ruptura de la situación de acogimiento como consecuencia de problemas de convivencia surgidos a lo largo del acogimiento.
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Duración de los acogimientos y destino posterior de los acogidos El diseño de los acogimientos de urgencia preveía para ellos una duración de 3 meses —y máxima de 6 meses—. Tal era también el compromiso inicial con los acogedores en el momento en que el acogimiento se iniciaba. Sin embargo, sólo el 39% de los acogimientos de urgencia por nosotros estudiados se ajustó a esa cronología. Un 43% adicional duró entre siete y doce meses, y el resto duró, o bien hasta los 18, o hasta los 24 meses. El desajuste entre la duración prevista y la real sin duda es debido a una diversidad de factores, entre los que se debe destacar el hecho de que se trataba de un nuevo tipo de acogimiento para el que los procedimientos no siempre estaban bien rodados entre los profesionales que intervenían y en el propio sistema de protección. Las dificultades para la toma de decisión o para encontrar la familia dispuesta a hacerse cargo del niño en otro tipo de acogimiento también fueron causa de más de una prolongación del acogimiento de urgencia más allá de lo previsto. En el momento de concluir la investigación de Amorós y otros (2003), el 41% de los niños y las niñas en acogimiento de urgencia había vuelto con su familia biológica (el análisis de los procesos de reunificación familiar de buena parte de estos niños se presentó en el capítulo 3). De los que no lo hicieron, un 31% pasó a acogimiento preadoptivo, un 6% a acogimiento permanente en familia extensa y otro 6% a acogimiento residencial. El resto (dos grupos de hermanos bastante atípicos por sus circunstancias concretas) seguía aún en acogimiento de urgencia. El lugar del acogimiento de urgencia en el sistema de protección La utilización de los acogimientos de urgencia y la valoración claramente positiva de su implantación y desarrollo constituyen sin duda dos de las aportaciones más novedosas del conjunto de innovaciones genéricamente llamadas «Familias canguro». Se trata de un tipo de acogimiento que funciona con un alto nivel de satisfacción y con muy bajo nivel de rupturas o interrupciones. Y es una magnífica alternativa familiar a la institucionalización de niños y niñas. De hecho, como
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consecuencia de la buena experiencia de la implantación piloto, su utilización no ha dejado de aumentar en distintas comunidades autónomas españolas. Algunas de ellas se están ya atreviendo a plantear que para los niños y las niñas menores de 6 años que deben ser separados de forma imprevista y urgente de sus familias, la única alternativa extrafamiliar debe ser el acogimiento de urgencia, quedando cerrado para ellos el camino de las instituciones. De hecho, esa era precisamente la intención de la puesta en marcha en plan piloto de las experiencias de acogimiento de urgencia cuyos datos aquí se han resumido. Las investigaciones nacionales e internacionales (por ejemplo, Barth, 2002) muestran claramente las ventajas de los acogimientos familiares sobre los residenciales y ello es particularmente importante para los niños y las niñas más pequeños. De paso, merece la pena señalar que aunque entre nosotros este tipo de acogimiento se ha utilizado sólo por debajo de los seis años (con excepciones ligadas, fundamentalmente, a la presencia de hermanos de otras edades), en otros países la fórmula de acogimiento de urgencia, en las variantes que ya comentamos anteriormente, se han utilizado también con éxito con adolescentes como alternativa a su institucionalización. En el proceso de implantación de los acogimientos de urgencia se hizo pronto evidente que los acogedores necesitaban una formación en parte semejante a la que recibían los acogedores de las demás modalidades, pero en parte también diferente. Fue así como surgió la necesidad de elaborar un material de formación complementario al que se utiliza en la formación para el acogimiento en general (Amorós y otros, 1994). La idea es que a lo largo del proceso de formación, quienes van a hacer acogimientos de urgencia trabajen sobre algunos contenidos comunes a las demás formas de acogimiento, pero realicen también actividades específicas. Se trata, por una parte, de ponerles al tanto de las peculiaridades de este tipo de acogimiento desde el punto de vista de su tramitación y de su ubicación en el sistema de protección. Pero se trata, sobre todo, de entrar en profundidad en algunos asuntos que en el acogimiento de urgencia son particularmente importantes. Así, por ejemplo, los acogedores tendrán que colaborar en la observación del niño o la niña acogidos para así prestar ayuda en el proceso de diagnóstico que se está llevando a cabo, tendrán que acostumbrarse a relacionarse con niños de los que se sabe muy poco en el
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momento de su llegada, tendrán que estar capacitados para establecer una buena relación con estos niños al mismo tiempo que para despedirse de ellos cuando pasen a una alternativa más estable, etc. (Amorós, Palacios, Fuentes, León y Mesas, 2002b). El programa para la formación de quienes van a realizar acogimientos de urgencia es una buena demostración de que cada tipo de acogimiento plantea necesidades específicas y que no se puede dar la misma respuesta a personas y a situaciones que son sustancialmente diferentes. El acogimiento en familia extensa Como se señaló al principio del capítulo, el acogimiento en familia extensa cuenta con una larga tradición en la investigación y la intervención. Para dar cuenta de los conocimientos más importantes acumulados sobre esta modalidad de atención a niños y a niñas, analizaremos, en primer lugar, la historia y el concepto de este tipo de acogimiento, tratando, luego, de sus diferencias con el acogimiento en familia ajena; posteriormente, analizaremos los perfiles de los implicados (padres, acogedores y niños) y algunas cuestiones clave en el proceso de intervención en el acogimiento en familia extensa. Historia y concepto El acogimiento en familia extensa es el realizado por los familiares cuando un niño o una niña está en situación de desprotección o cuando sus padres biológicos no pueden hacerse cargo temporalmente de su cuidado y educación. Se trata de un tipo de organización familiar muy utilizado a lo largo de la historia, pues desde siempre la labor de crianza y el proceso de socialización de los niños y las niñas han estado compartidos con integrantes de la familia tales como los abuelos, los tíos o los primos, por ejemplo. De hecho, desde hace siglos se conoce el hecho de que los padres comparten la labor educativa con adultos con los que tienen lazos de parentesco. Diversas narraciones de las culturas antiguas o investigaciones respecto a la familia en la Edad Media aportan información sobre la presencia de niños acogidos por la familia extensa para
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su cuidado y educación como recurso de ayuda a los familiares con problemas o con menos posibilidades económicas (Korbin, 1991). El que se llevo a cabo en la propia familia extensa es un tipo de acogimiento que permite la preservación de la familia y que los niños o jóvenes vivan con personas que ya conocen y en las que confían, lo que facilita enormemente la identidad cultural y étnica, refuerza las relaciones entre los hermanos y las hermanas, así como la construcción y solidificación de los vínculos afectivos con los miembros de la familia extensa (Child Welfare League of America, 1994; Hegar y Scannapieco, 1999). Por todo ello, esta modalidad de acogimiento suele ser la primera hipótesis que se plantea cuando un niño tiene que ser separado de sus padres, aunque no siempre hay parientes dispuestos o en condiciones adecuadas para responder a ese planteamiento. Conviene no ignorar que el acogimiento en familia extensa no ha estado exento de polémica. Aunque muchas familias han recurrido informalmente a este tipo de solución, muchos profesionales lo valoraban como una opción inadecuada, en gran parte por la creencia de que el maltrato se transmitía intergeneracionalmente (Belsky, 1980; Kadushin, 1980), de forma que si una niña, por ejemplo, había sido maltratada por su madre, se daba por supuesto que ella había sido a su vez maltratada por la abuela de la niña, lo que hacía indeseable ponerla bajo su responsabilidad. Siguiendo esa lógica, si un niño había sido maltratado por sus padres, los servicios de protección evitaban ponerlo con sus abuelos. Así está documentado que ha ocurrido en Inglaterra, por ejemplo, donde los profesionales del sistema de protección evitaban el acogimiento en familia extensa, siendo el acogimiento en familia ajena la modalidad predominante tras el acogimiento residencial. Es alrededor de la década de 1980 cuando en algunos países se produjo un reconocimiento de los acogimientos en familia extensa, produciéndose una revalorización positiva de esta alternativa (Greef, 1999). Diversas investigaciones mostraron que los acogimientos en familia extensa tenían más consecuencias positivas de las que se pensaba. Así, por ejemplo, la investigación de Rowe, Cain, Hundleby y Keane (1984) sobre acogimientos a largo plazo llegó a la conclusión de que, comparados con los que estaban en otras modalidades de acogimiento, los niños acogidos en familia extensa parecían estar mejor en todos los aspectos.
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El reconocimiento de que el acogimiento en familia extensa responde a una filosofía de preservación familiar, las dificultades para los acogimientos en familia ajena, el apoyo social a las familias con dificultades, la problemática de la compensación económica ligada a otros tipos de acogimiento son algunos de los factores que han ocasionado un cambio en la actitud, en la política y en la práctica de algunos países, permitiendo que el acogimiento en familia extensa se difundiese y aumentase (Berrick, Barth y Nedell, 1994). Este aumento se ha realizado en países tan diversos como Holanda (Portengen y Van Neut, 1995), Suecia (Bergerhed, 1995), Israel (Mosek y Adler, 1993), el Reino Unido (Colton y Willians, 1997; Thoburn, 1994) y Estados Unidos. Concretamente en este último país, la tradición de este tipo de acogimientos comenzó en los años 80 del siglo XX, llegando a realizarse este tipo de acogimientos entre el 30% y el 50% de los casos (Hegar, 1993). En Gran Bretaña, en 1999, 52.000 niños (un 20% de los que estaban en acogimiento) estaban en acogimientos en familia extensa (Administration for Children and Families, 1999). El acogimiento en familia extensa representa en España un porcentaje mucho mayor. El estudio realizado por Fernández del Valle y Bravo (2003) referido a la situación de los distintos tipos de acogimiento en España en el año 2002 muestra unos totales de 14.287 niños en acogimiento residencial, 14.670 en acogimientos en familia extensa y 2.500 en acogimientos en familia ajena. Así, en España el 85% de los acogimientos familiares se lleva a cabo en familia extensa, lo que supone proporciones mucho más elevadas que las indicadas en el párrafo anterior, referidas a otros países. La expansión del acogimiento en familia extensa en España se debe a una serie de factores. Por una parte, se piensa que es una buena opción mantener al niño en contacto con su familia, en un contexto donde es conocido y querido, y en el que la probabilidad de mantener contacto con los padres queda facilitada. Además, el crecimiento del acogimiento en familia extensa entre nosotros se debe también a la regularización de situaciones de hecho, a la mayor predisposición de las familias extensas y al ahorro de tiempo y dinero que este acogimiento supone para las administraciones. Por todo ello, no es sorprendente que el acogimiento en familia extensa haya pasado a ser la primera hipótesis a valorar cuando un niño o una niña debe ser separado de sus padres. No obstante, es importante señalar que el acogimiento en fa-
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milia extensa no siempre es una opción posible (tiene que haber parientes dispuestos a ser alternativa familiar para el niño o la niña), ni deseable (los acogimientos en familia extensa no pueden ser acogimientos de segunda categoría en los que las familias carezcan de las cualidades adecuadas). Por otra parte, el sistema de protección debe considerar que este tipo de acogimiento necesita tantos apoyos, recursos e intervenciones profesionales como cualquier otro acogimiento. Así, los familiares acogedores deben estar preparados para proporcionar seguridad, para afianzar el bienestar, para cubrir las necesidades de todo tipo (las habituales y las especiales) y para manejar los contactos y la vinculación con la familia biológica. Existe ya consenso profesional en que el acogimiento en familia extensa presta un buen servicio a las necesidades de niños y niñas. Da continuidad a una vida en la que cierta discontinuidad debe introducirse, ayuda a vivir con naturalidad una transición que no es fácil, sin crear un entorno cargado de profesionales y desconocidos en que el niño pueda sentirse perdido. El cambio tiene mucho más de suave que de brusco y típicamente aporta importantes elementos de seguridad y continuidad (la red de amigos, el entorno de personas conocidas, la escuela, la proximidad de los padres, el vecindario....) (Greff, 1999). Se piensa que al minimizar los diversos aspectos negativos que conlleva la separación del niño del núcleo familiar (las rupturas de todo tipo), se minimizarán las posibles consecuencias emocionales (ansiedades de separación, confusión...) y conductuales que puede conllevar la separación (agresividad, inhibición, problemas de integración...), aumentando, a su vez, la probabilidad de éxito. Diversas investigaciones (por ejemplo, Hegar, 1993) han mostrado cómo los acogimientos en familia extensa aumentan la seguridad, el sentimiento de pertenencia y la sensación de integración. Aspectos diferenciales entre el acogimiento en familia ajena y el acogimiento en familia extensa El acogimiento en familia extensa se diferencia del acogimiento en familia ajena, fundamentalmente, porque se construye sobre relaciones que ya existían, manteniendo y aumentando los vínculos entre el niño, los padres biológicos y los parientes acogedores. Se han realizado diver-
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sos estudios en los que se comparan los acogimientos en familia extensa y los acogimientos en familia ajena, estudios que han comparado el porcentaje de acogimientos que son exitosos, el comportamiento de los menores acogidos, los servicios que reciben las familias acogedoras y la temporalidad del acogimiento. Respecto al éxito del acogimiento, Berridge y Cleaver (1987) muestran que existe un alto porcentaje de acogimientos en familia extensa con éxito. En esta modalidad de acogimiento hallaron una media de un 9% de interrupciones dentro del primer año de acogimiento, no existiendo interrupciones en los cuatro años subsiguientes. Por el contrario, la proporción de interrupciones en los acogimientos en familia ajena se sitúa entre un 15%-40%, según las investigaciones. Datos parecidos fueron aportados por Triseliotis (1989); por Starr, Dubowitz, Harritgton y Feigelman (1999), y por la Administration for Children and Families (1999). Los niños que están en acogimientos en familia extensa tienden a volver a los servicios de protección en un porcentaje menor que los acogidos en familia ajena. Parte de este éxito, según Holman (1975), puede deberse a la actitud más inclusiva de los acogedores, al hecho de no tener que competir con otros niños de la misma edad y sexo, o a la mayor edad de los acogedores. Algunas investigaciones han hecho comparaciones directas entre los problemas de conducta de los niños acogidos en familia extensa y en familia ajena, existiendo discrepancias entre ellas. Algunos autores indican que los niños que están acogidos con familiares tienen menos problemas de comportamiento y de salud mental que los acogidos en familia ajena (Berrick, Barth y Needell, 1994; Keller, Wetherbee, Le Prohn, Payne, Sim y Lamont, 2001; Starr y otros, 1999). Otros, en cambio, indican lo contrario (Landsverk, Davis, Ganger y Newton, 1996). Para Shore, Sim, Le Prohn y Keller (2002) no existen diferencias en los problemas de comportamiento salvo en el ámbito del comportamiento delictivo evaluado por el CBCL, resultando superior en los chicos de familia extensa; los acogidos en familia ajena presentan mayores problemas en la casa que en la escuela. En conjunto, los acogidos tanto en familia ajena como extensa presentan mayores problemas de comportamiento que la población en general. En relación con los servicios que reciben los acogedores, las investigaciones coinciden en que los acogedores de familia extensa reciben me-
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nos servicios y una menor formación (Berrick, Barth y Needell, 1994; Gebel, 1996), hecho sobre el que hemos de volver más adelante por tener, a nuestro juicio, una gran trascendencia de cara a la intervención profesional en este tipo de acogimiento, intervención que no debiera ser de menor calidad que la que se ofrece en otras modalidades. Finalmente, con respecto a la temporalidad de los acogimientos, se trata de un aspecto que preocupa tanto a los niños acogidos como a las familias acogedoras. Los datos de investigación muestran que los niños que son cuidados por su familia extensa tienen menos probabilidades de regresar con sus padres, mientras que los que van con familias ajenas tienen más probabilidades de reunificación. Pero aunque los niños en acogimiento familiar en familia extensa permanecen más tiempo y retornan menos a sus casas (Pecora, Le Prohn y Nasuti, 1999), este hecho les preocupa tres veces menos que a los que están en familia ajena (Rowe y otros, 1984). Por otra parte, una serie imbricada de factores, tales como la empatía, los sentimientos de responsabilidad y los sentimientos de reciprocidad parecen influir sobre el deseo de los familiares de acoger al niño (allí donde el acogimiento en familia extensa sea remunerado, este factor puede también jugar un cierto papel). Así, por ejemplo, Testa y Shook (2002) observaron que si la relación de acogimiento se percibe como intrínsecamente satisfactoria, los familiares tienden menos a renunciar a sus responsabilidades, lo que evidentemente repercute en la duración del acogimiento. Algunos contrastes adicionales entre el acogimiento en familia extensa y ajena permiten ver que, por una parte, las familias biológicas suelen mayoritariamente preferir que su hijo esté entre su familia, pues piensan que de esta manera se fortalecen las relaciones. Por otra parte, los niños que se encuentran acogidos por parientes presentan un mayor sentimiento de seguridad y menos experiencia de la estigmatización social, que ocurre en uno de cada cinco casos en familia extensa frente a uno de cada dos en familia ajena (Rowe y otros, 1984). Finalmente, los contactos con los padres son mucho más frecuentes en el acogimiento en familia extensa (un contraste del 65 frente al 20% en comparación con los acogimientos en familia ajena) (Rowe y otros, 1984). Pero mientras que la experiencia afectiva del acogimiento con familiares puede proporcionar una mayor comodidad y seguridad a los niños, no debe ignorarse que algunas circunstancias que rodean el acogi-
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miento en familia extensa pueden poner en peligro otras áreas del bienestar infantil. Así, es más probable que los niños en acogimiento en familia extensa vivan en un vecindario desfavorecido y en hogares más pobres, sin que los servicios de protección colaboren adecuadamente a paliar estos problemas (Geen y Berrick, 2002). Por otra parte, los acogedores en familia extensa pueden tener sus propios problemas, tanto en el seno mismo de la familia extensa como en la relación con los padres de los niños, que puede ser conflictiva y poco adecuada. Características de los padres biológicos La mayoría de los estudios sobre familia extensa se centran en los niños y en los acogedores, dejando de lado el análisis de los padres biológicos de los niños acogidos. Según el estudio realizado por Burdnell (1999), la mayoría de los servicios de protección opinan que los factores que determinan la colocación del niño en familia extensa son, por orden de prevalencia: el abuso de drogas de los padres biológicos y la exposición de las drogas por partes de los niños, maltrato y negligencia infantil, y problemas de salud mental. Uno de los problemas en que suelen estar implicados los padres tiene que ver con la calidad de las relaciones afectivas con sus hijos. Las deficiencias observadas en la calidad del afecto han sido puestas en relación con limitaciones en los padres para las relaciones afectivas, con su poco interés en comprometerse en una relación emocional intensa con los hijos, con factores relacionados con el consumo de drogas y, en relación con ello, sus frecuentes estancias en prisión (Kähkönen, 1999). Este mismo estudio cita deficiencias en las habilidades parentales y en el escaso conocimiento y comprensión de las necesidades infantiles. Los problemas en la relación de pareja es otro fenómeno muy frecuente en estas familias; problemas típicamente agravados por consumo de drogas, maltrato, etc. La imagen más frecuente es la de una familia desestructurada, con graves conflictos en la convivencia y la relación (Kähkonen, 1999).
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Características de los acogedores Los acogedores que realizan acogimientos en familia extensa suelen tener algunas características diferentes a los acogedores en familia ajena. Lógicamente, al ser los acogedores en familia extensa miembros de la familia, suelen tener más elementos en común con la familia biológica que los acogedores en familia ajena. Pero una de las diferencias principales entre unos y otros acogedores es la percepción del rol de acogedor y las actitudes ante el cuidado del niño en sus casas (Gebel, 1996; Le Prohn, 1994). Aunque tanto los acogedores en familia extensa como los de familia ajena tienden a percibir su rol como mucho más parecido al de los padres que al de los profesionales, se dan entre ellos algunas diferencias importantes que merecen ser comentadas. La percepción del rol que se tiene cobra una especial importancia en el acogimiento familiar. Se trata de un tema de cierta complejidad, ya que no hay un claro consenso en la definición del rol y además puede haber discrepancia entre la concepción del rol (cómo se ve uno) y las demandas del rol (qué espera el sistema de protección), lo que frecuentemente da lugar a conflictos de rol. Uno de los problemas es que en la modalidad de familia extensa (al contrario que en la familia ajena) lo más habitual es que el rol de acogedor no ha sido planificado: los familiares empiezan a acoger al niño para reforzar la vinculación con la familia o por obligación, ya que no quieren que el niño o la niña vaya a vivir con desconocidos. De hecho, el acogimiento en familia extensa se lleva a cabo como parte de la percepción del rol, ya que se trata de mantener al niño unido a la familia y no disgregado de ella, lo que no ocurre en el caso de la familia ajena. Los roles de los acogedores en familia extensa se complican, además, porque de por medio están las relaciones con los padres de los niños. Acogedores y padres pueden percibirse como competidores entre sí, con sentimientos de culpabilidad y desconcierto, en los unos, por pensar que al acoger al niño están contribuyendo a la separación familiar; en los otros, por sentirse culpables y desconcertados ante la salida del niño de su hogar. A los sentimientos de culpa que ello implica, los acogedores añaden otras culpabilidades percibidas: pueden sentir que no van a saber educar adecuadamente al niño o a la niña, pueden considerar que las pautas educativas que usaron con sus hijos no fueron las
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adecuadas pero no están seguros de cuáles son las alternativas; pueden sentirse incapaces de asumir nuevas responsabilidades o de hacer frente a los temas legales. Cuando tienen que informar al niño o a la niña de la situación, su desconcierto y sus sentimientos de culpa se ven incrementados. De entre los diversos aspectos en que los acogedores en familia extensa difieren de los demás acogedores, se pueden destacar tres grupos de factores. En primer lugar, el lugar y las condiciones que ocupan en el sistema de protección. Para empezar, muchos acogimientos en familia extensa no están formalizados, sino que están organizados de manera totalmente informal. En la investigación de Rowe y otros (1984), por ejemplo, el 30% de los niños ya estaba acogido antes de que los profesionales intervinieran. Ello hace que muchos acogimientos en familia extensa carezcan de valoración y de atención profesional. A veces, los profesionales se han enterado cuando el acogimiento ya llevaba tiempo, con lo que pueden empezar a apoyarlo, pero no hubo valoración inicial. Por otra parte, se ha visto que los acogimientos en familia extensa no dan lugar a seguimientos tan exhaustivos como los que se llevan a cabo en familia ajena. Como se ha comentado, las familias extensas acogedoras no suelen estar preparadas con antelación para la llegada del niño o la niña, con lo que no disponen de tiempo para preparar la atención a las necesidades de los niños acogidos (espacio, juguetes...). El hecho de que, como se comenta en seguida, la mayoría sean abuelos significa que no han hecho de padres hace bastante tiempo, de manera que los problemas de los niños les son ya lejanos. Están, además, menos familiarizados con el sistema de protección y con los servicios sociales comunitarios (aunque, por el contrario, conocen mucho mejor la historia y la dinámica familiar) (U. S. Department of Health and Human Services, 2000). Otro grupo de diferencias relevantes tiene que ver con las características demográficas. Como ya quedó apuntado en el capítulo 3, los acogedores en familia extensa suelen ser personas de mayor edad que el resto de los acogedores, y generalmente son los propios abuelos (U. S. Department of Health and Human Services, 2000; Villalba, 2002). Más en concreto, existe más probabilidad de que los acogedores en familia extensa sean las abuelas por parte de madre, seguidas por las tías (Dubowitz y Sawyer, 1994; Scannapieco y Hegar, 1996). En la investi-
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gación de Rowe y otros (1984), el 70% de los acogedores en familia extensa eran abuelas y abuelos, y el 20% eran tías y tíos; la cuarta parte eran viudos. La consecuencia lógica es que hay diferencias entre acogedores en familia extensa y en familia ajena respecto a la edad y al estado marital, de forma que los parientes acogedores suelen tener más edad que los acogedores de familia ajena (Berrick y otros, 1994). Una de las consecuencias de las diferencias de edad que hacen que los acogedores en familia extensa sean más mayores es que van a tener más problemas de salud que los acogedores en familia ajena. Finalmente, existen entre acogedores en familia extensa y ajena diferencias en el nivel educativo y económico. Típicamente, los acogedores de familia extensa tienen un menor nivel educativo y, por tanto, empleos de menor cualificación. Y aunque el 48% de los acogedores en familia extensa trabaja fuera de casa, los acogedores en familia ajena tienen niveles más altos de ingresos (Berrick y otros, 1994; Gebel, 1996; Le Prohn, 1994). De hecho, los acogedores en familia extensa tienen más problemas económicos y más dificultades para resolverlos, lo que hace que reciban más ayudas públicas (U. S. Department of Health and Human Services, 2000). Características de los niños y niñas acogidos en familia extensa Estén acogidos en familia extensa o ajena, todos los niños presentan necesidades de protección y alimentación, así como necesidades emocionales, sociales y de estimulación. Algunos estudios, como el de Berrick y otros (1994) no han encontrado diferencias significativas entre los niños en función de la modalidad de acogimiento, de forma que tanto los que estaban en familia extensa como los de familia ajena presentaban en un 15% problemas de salud y en un 40% exposición prenatal a drogas que había llevado al 10% al síndrome de alcoholismo al nacer. Ya de mayores, aproximadamente una tercera parte de los niños y las niñas había repetido un curso. De las pocas diferencias encontradas puede indicarse que en los acogimientos en familia extensa es más probable que haya algún otro hermano en situación de acogimiento y que haya más incidencia de maltrato. Por lo que a los problemas de conducta se refiere, aunque algunas
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investigaciones hayan encontrado que los niños en familia extensa tienen más dificultades (Shore y otros, 2002), son varias las investigaciones que han hallado en ellos una menor presencia de problemas (Berrick y otros, 1994). De todas formas, los datos tienen algo de contradictorio, pues mientras que entre los 4 y los 15 años se observan menos problemas entre los chicos y las chicas acogidos en familia extensa, presentan más tarde mayor incidencia de delincuencia que los que están en familia ajena (Berrick y otros, 1994). En todo caso, Keller, Wetherbee, Le Prohn, Payne, Sim y Lamont (2001) han sugerido algunas explicaciones para justificar la menor problemática de los jóvenes en acogimiento con familia extensa: tal vez algunos rasgos de este tipo de acogimiento (por ejemplo, el mantenimiento de los lazos familiares) reduzca la problemática de estos chicos y chicas; o tal vez se trate de que los parientes sólo se hacen cargo de jóvenes que no sean particularmente difíciles; o tal vez que los de familia extensa sean acogedores menos inclinados a informar de los problemas de conducta de los acogidos, mientras que los de familia ajena (sobre todo los profesionalizados) pueden tender más a informar de cara a obtener más apoyos y servicios. La valoración de los acogedores Cualquier familiar de sangre o familiar político de la red familiar de los padres biológicos puede ser considerado un acogedor en familia extensa. Hay culturas en las que ciertos miembros de la red social no familiar tienen lazos tan fuertes con miembros de la familia, que ésta los considera como familiares. En tales casos, lo que es realmente importante no son los familiares «legales», sino los familiares «afectivos». Por este motivo, de cara a encontrar para un niño o una niña acogedores en familia extensa, los profesionales del sistema de protección, normalmente, toman en consideración a todas las personas que mantengan lazos afectivos significativos con el niño o la niña y que, a la vez, puedan ofrecer un apoyo al menor y a la familia biológica. Así, para tomar una decisión, los profesionales tendrán que recopilar información sobre todos los familiares (legales y afectivos), los contactos que han ido manteniendo con la familia biológica y la posibilidad de compromiso y de colaboración eficaz en el caso, tomando siempre en consideración
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la proximidad y las posibilidades de la familia biológica para mantener contactos con el niño o la niña. (Portengen y Neut, 1999). El rol de los profesionales difiere significativamente cuando el acogimiento familiar es en familia extensa. En este caso, los acogedores suelen conocer muy bien la historia familiar y la situación actual de la familia, siendo su conocimiento, en la mayoría de las ocasiones, mucho mayor que el de los profesionales. En los acogimientos en familia extensa, los profesionales no hacen de intermediarios entre los dos grupos familiares, y, por tanto, no pueden filtrar la información, a diferencia de los acogimientos en familia ajena, en que los profesionales hacen de intermediarios, lo que les coloca en una posición muy «superior» en la que pueden controlar la información que se proporciona y los contactos que se realizan. De hecho, en los acogimientos en familia extensa hay un mayor control de la información en manos de los acogedores, siendo frecuentemente los profesionales los últimos en enterarse de los problemas o de los cambios que se están operando en la familia biológica. En relación con el conocimiento del niño y su historia familiar, Portengen y Neut (1999) hablan del acogimiento familiar como un continuum. Como se puede observar en el cuadro 5.1, hay toda una gradación en el nivel de conocimientos que se tienen sobre la historia familiar y la situación del niño. Los dos extremos serían los casos típicos de acogimiento en familia ajena (extremo de la derecha) y familia extensa (extremo de la izquierda). CUADRO 5.1. Conocimiento de la historia familiar y modalidad de acogimiento Acogimiento en familia extensa
Los acogedores conocen toda la historia familiar.
Acogimiento en familia ajena
Los acogedores conocen toda la historia familiar, pero no conocen la situación de los últimos años.
Los acogedores no tienen ninguna información previa.
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No obstante, las excepciones a lo anterior son numerosas, como cuando una familia acogedora ajena vive en el mismo barrio que la familia biológica y por ese motivo tiene cierta información sobre la familia. O puede darse una familia extensa que viva lejos de la familia biológica, y que las dos familias hayan perdido el contacto en los últimos años. Como podemos observar existe una multitud de posibilidades. Según Portengen y Neut (1999), un acogimiento en familia extensa puede comenzar de varias formas: puede haberse empezado de manera informal, puede hacerse a propuesta de la familia biológica o puede requerir de una intervención profesional cuando la familia biológica no tiene o no conoce a ningún pariente que pueda hacerse cargo de los niños. Es en esta tercera situación cuando se plantea la necesidad de llevar a cabo una captación de familia. En este caso, los profesionales implicados en el caso investigan todas las posibilidades dentro de la red familiar y social, procediendo, en su caso, a seleccionar a quienes van a recibir la propuesta de acogimiento. En la toma de decisión sobre a quién seleccionar, Portengen y Neut (1999) valoran los siguientes aspectos: • La motivación y la relación que mantiene con la familia biológica. • Si los potenciales acogedores tienen la posibilidad de negarse en caso de que lo deseen. • Qué repercusiones tendrá la entrada del niño o la niña acogida, qué cambios en los roles, en las relaciones, en la organización de la vivienda, etc. Debe valorarse cómo de importantes serán los cambios y a quiénes afectarán. • Cómo repercutirá el acogimiento sobre la relación entre la familia biológica y la acogedora. • Hasta qué punto existe una visión realista de la situación y si se conocen bien los problemas del niño o la niña. • Las habilidades de los acogedores para poder resolver las situaciones conflictivas que puedan ir surgiendo. En España, un equipo de investigación de la Universidad de Barcelona y de la Universidad de Sevilla, trabajando conjuntamente con diversos equipos de profesionales de los servicios de protección de la infancia, ha elaborado un instrumento que actualmente está en proceso
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de experimentación para poder realizar una valoración de los candidatos a familias acogedoras en familia extensa. Aún estando en fase piloto, nos parece que puede tener interés reproducirlo (véase cuadro 5.2). CUADRO 5.2 Instrumento para la valoración inicial de la familia acogedora extensa (en fase de experimentación) EVALUACIÓN INICIAL DE LAS FAMILIAS EXTENSAS DE ACOGIDA A. Datos personales y sociodemográficos 1.1. Nombres y apellidos de los acogedores y de todas las personas que convivan en el domicilio. Domicilio actual, teléfono, otros teléfonos de contacto y correo electrónico. 1.2. Composición del núcleo familiar. • Genograma familiar (en él se tiene que incluir la relación entre la familia biológica y la familia acogedora, fecha de nacimiento de todos los miembros de la familia acogedora y de las personas que conviven en el domicilio familiar de ésta y lugar de residencia). • ¿El padre o la madre del menor convive en el mismo domicilio que el menor acogido? 1.3. Capacidades y limitaciones (económicas, temporales, de salud...) para cubrir las necesidades básicas del menor (materiales, afectivas, cognitivas y sociales). • Nivel de suficiencia económica del núcleo familiar y forma de percepción de ingresos (prestaciones, renta mínima de inserción, pensión...). • Enfermedades físicas y psíquicas significativas. • Antecedentes de adicción y/o adicciones actuales. • Tiempo del que dispone cada uno de los miembros adultos de la familia para atender la vida familiar. B. Cobertura de las necesidades básicas 2.1. Capacidad y pautas o hábitos adquiridos para la cobertura de las necesidades básicas del niño o la niña acogido. • • • • •
Cobertura de la alimentación. Cobertura del vestido. Cobertura de la salud. Cobertura de la educación. Condiciones de la vivienda.
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CUADRO 5.2 (Continuación) C. Estructura y dinámica familiar 3.1. Relaciones entre los miembros de la familia acogedora (expresiones de afecto, satisfacción con la vida en común, grado de autonomía familiar). 3.2. Historia y/o existencia actual de maltrato en la familia. Contrastar la veracidad de lo que dice la familia con otros informes externos sociales y sanitarios. • Historia y antecedentes de maltrato de las dos familias, biológica y acogedora (especificar antecedentes de maltrato y existencia actual). • Especificar la relación familiar de las personas maltratadas y las maltratadoras con la familia de acogida y el niño acogido. 3.3. Capacidad de comunicación, de resolución de conflictos, organizativa y para establecer normas y exigir su cumplimiento que poseen el acogedor y la acogedora. • Especificar los modelos y estilos educativos de cada uno de los acogedores. 3.4. Integración social de los acogedores. D. Relación de la familia acogedora con el menor y con su familia biológica 4.1. Relación entre el menor y los acogedores (relaciones de afecto, actitud, predisposición, expectativas... tanto del niño como de la familia acogedora). • Historia de vinculación entre la familia acogedora y el menor. 4.2. Relaciones existentes entre los otros miembros de la familia acogedora (relaciones de afecto, rivalidad, cooperación, dependencia, etc.). • Relaciones con los niños que viven en el domicilio. • Relaciones entre los miembros de la familia extensa que viven en el mismo domicilio. • Grado de aceptación de los miembros que viven en el mismo domicilio. 4.3. Relación entre la familia acogedora y la familia biológica del niño: relación afectiva, nivel de aceptación y ayuda, contactos... • Relación afectiva entre la familia acogedora y los padres del niño o la niña. • Contactos entre la familia acogedora y los padres del niño o la niña.
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CUADRO 5.2 (Continuación) 4.4. Aceptación y grado de colaboración con la familia biológica. • Aceptación y comprensión de la problemática en que están envueltos los padres del niño o la niña. • Tipo de colaboración y ayuda de la familia de acogida con respecto a los padres del niño/a. E. Postura ante el acogimiento (motivación, actitud, información y expectativas) 5.1. Motivación y actitudes que manifiestan los acogedores para acoger (para realizar un acogimiento temporal o permanente). Aspectos diferenciales entre los miembros de la pareja. 5.2. Conocimiento práctico que la familia tiene sobre lo que significa el acogimiento en familia extensa y actitud ante el acogimiento en la vida diaria. 5.3. Aspectos del acogimiento que la familia ve como más difíciles y actitud de los acogedores ante las posibles dificultades. 5.4. Actitud ante las posibles visitas o contactos con la familia biológica. 5.5. Actitud ante la posible reunificación. 5.6. Grado de aceptación de la familia biológica del proyecto de acogimiento. 5.7. Opinión y deseo del niño. F. Colaboración con el equipo técnico del programa 6. Aceptación del seguimiento que realizan los profesionales. G. Síntesis final 7.1. Caracterización global de la familia acogedora (idoneidad o no idoneidad de la familia). • Principales puntos débiles, críticos, trastornos o limitaciones (indicadores claros de no aptitud). • Aspectos positivos destacables (tipo de ayudas o intervenciones necesarias y existencia de posibilidades de mejorar). 7.4. Posibilidad de mejorar la situación con ayudas (especificar si las ayudas son para el menor o para la familia acogedora). • Existencia de posibilidades. • Tipo de ayudas o intervenciones necesarias.
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Conviene tener en cuenta que, de acuerdo con la Child Welfare League of America (1994), existen dos momentos de valoración, aunque en realidad se trata más de puntos en un continuo que de dos fases propiamente dichas: por un lado, la valoración del preacogimiento, centrada en el análisis de la seguridad, la protección y la cobertura de las necesidades básicas, tanto físicas como emocionales, junto con las habilidades educativas de la familia acogedora. Por otro, una vez iniciado el acogimiento será necesario un análisis en profundidad para evaluar en qué medida se están percibiendo y cubriendo adecuadamente las necesidades del niño o la niña. Lógicamente, en el caso que se dictamine como contraindicado que una familia sea acogedora, el niño no será acogido. Ello ocurrirá cuando se crea que los factores de riesgo predominan sobre los favorecedores. Y en ausencia de posibilidad de acogimiento en familia extensa, se optará por otro en familia ajena. Formación y apoyos Cuando los acogimientos son en familia extensa, la intervención profesional suele ser menor, no realizándose, por ejemplo, procesos de formación. Es un hecho bien constatado que las familias extensas reciben menos preparación que las ajenas; así, por ejemplo, O’Brain (2000) muestra que, frente al 76% de las ajenas, únicamente un 13% de las familias extensas recibe formación para el acogimiento. Esta misma investigación encontró también menos seguimiento en grupo en el caso de acogimientos en familia extensa (15%) que en el de ajena (62%) (Congressional Research Services, 1993). Dado el claro déficit formativo en la intervención profesional con los acogedores en familia extensa, un equipo de investigación de las universidades de Barcelona y Sevilla, en colaboración con profesionales de ocho comunidades autónomas, estamos en la actualidad desarrollando un material de formación para las familias acogedoras en familia extensa adaptado a las características concretas de los acogedores y de la situación, y tratando de abarcar todos los aspectos conflictivos que suelen surgir en este tipo de acogimiento y de proporcionar a los acogedores habilidades y recursos para afrontarlos.
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La relación entre los profesionales y las familias acogedoras requerirá especiales actitudes y habilidades sociales, siendo la meta fundamental mejorar las habilidades educativas de los miembros de la familia y ayudarles a confiar en sus propias capacidades, y todo ello en el clima de una buena colaboración entre profesionales y familia. De acuerdo con Portengen (1995), es importante que los acogedores en la familia extensa sientan que son una parte del sistema de protección alrededor de sus acogidos, que se vean a sí mismos como personas capaces tanto de formular metas como de alcanzarlas, y que perciban que lo que se está haciendo con ellos no es solucionarles un problema desde fuera, sino ayudarles a desarrollar los conocimientos y las destrezas que les permitan resolverlos por sí mismos. Uno de los objetivos de la intervención profesional es que los acogedores tomen conciencia de su nuevo rol y ayuden al niño o a la niña y a sus padres a ser conscientes del cambio de situación producido. Los nuevos roles comportarán nuevas responsabilidades, nuevas interacciones y nuevas formas de resolver las situaciones problemáticas. Lógicamente, lo más deseable es que se establezcan de forma consensuada entre las dos familias los objetivos y las estrategias de actuación, evitando a toda costa las descalificaciones mutuas. El buen clima en las relaciones ayudará al niño a conocer mejor la nueva situación, cuáles son sus derechos, qué posibilidades de relación existen entre las diferentes partes implicadas, si puede mantener la relación con sus hermanos, qué nuevos roles tiene que asumir, cómo desarrollar una nueva identidad y hacer frente a los sentimientos de pérdida. La intervención profesional dedicará especial atención a algunos puntos que pueden ser críticos. Por ejemplo, habrá de velar para que las familias acogedoras no manifiesten una excesiva sobreprotección derivada de la extrema empatía y simpatía hacia el niño y del intento de compensar todas sus carencias. También algunos abuelos ven la educación de sus nietos como una segunda oportunidad en sus vidas, en la que se marcan como meta que el niño y sus padres vuelvan a estar juntos, siendo importante que los profesionales se aseguren de que estas expectativas se corresponden con las posibilidades reales a fin de no forzar situaciones o dar al niño esperanzas o mensajes que las limitaciones de los padres hagan desaconsejables. Para acabar, si se espera que los acogedores en familia extensa proporcionen seguridad, faciliten el bienestar infantil, cubran sus necesidades
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concretas, y sean capaces de manejar los contactos y mantener la vinculación del niño con sus padres, la intervención profesional, a través de la formación, el apoyo y el seguimiento debe aspirar a ayudar a los acogedores y desarrollar con ellos una alianza como equipo de trabajo alrededor de los niños y sus necesidades (Child Welfare League of America, 1994). Acogimiento especializado El acogimiento familiar especializado surge para dar respuesta a las necesidades que presentan los niños y las niñas que tienen serios problemas y que se ven inmersos en las situaciones de alto riesgo que presentan actualmente sus familias. Como consecuencia de situaciones de grave maltrato y de otros problemas de las familias biológicas (Kates, Johnson, Rader y Streider, 1991), es cada vez es más frecuente encontrar niños y niñas con serios problemas de salud y de comportamiento que necesitan de atenciones especiales (Amorós y otros, 2003; Rosenfeld y otros, 1997; Soliday, 1998). Historia y concepto El acogimiento familiar especializado trata de atender en un contexto familiar las necesidades y dificultades que presentan niños y niñas con graves problemas. Los programas de acogimiento familiar especializado se iniciaron en Estados Unidos en la mitad del siglo XIX y surgieron del trabajo de Charles L. Brace (Hudson y Galaway, 1989) desarrollándose a partir de finales de los años de 1950. De acuerdo con Bryant (1981, 1983), existen dos etapas en su desarrollo. La primera comienza a finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, cuando se utiliza el acogimiento familiar como un tratamiento complementario de los hospitales psiquiátricos y de los centros residenciales, con el objetivo de que los niños y los jóvenes pudieran volver a su comunidad. La segunda etapa corresponde al movimiento de desinstitucionalización de hacia finales de los 60 del siglo XX, momento en que este tipo de acogimiento se usó como alternativa a la institución, pasando los niños y las niñas a vivir plenamente con sus acogedores. A partir de esta época, los acogimientos familiares especializados se han desarrollando a escala mundial. En los inicios de la década de
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1970 surgieron programas como el PATH en Minnesota, Estados Unidos (Galaway, 1972, 1976, 1978); The Parent Counselors, en Alberta (Larson, Allison y Johnston,1978); The Parent Therapist, en Ontario (Levin, Rubestein y Streiner,1976), ambos en Canadá, y The Family Placement en Kent, Inglaterra (Hazel, 1981). Estos programas fueron precursores de hasta 157 programas distintos identificados en Canadá y EEUU (Nutter, Hudson y Gallaway, 1989). En Europa, los acogimientos familiares especializados se desarrollaron a finales de la década de 1960 a partir de la experiencia de Suecia, que fue el país pionero en desarrollar programas de acogimiento dirigidos a jóvenes con serios problemas de conducta, emocionales o de drogadicción. Las experiencias suecas fueron las que inspiraron a Nancy Hazel el diseño en Inglaterra del Proyecto Kent, que se inició en el año 1975. Dirigido a jóvenes, este programa ha sido uno de los más emblemáticos, sobre todo por el proceso de evaluación que se ha ido realizando a lo largo de su implantación y desarrollo. En el Reino Unido, el acogimiento familiar especializado se fue luego incrementando en los años de 1990 (Barth y otros, 1994). Como se analizó en el capítulo 2, en España, desde la implantación de la ley 21/1987 que regula la adopción y el acogimiento familiar, se han ido realizando programas de acogimiento familiar, en particular, acogimientos permanentes y preadoptivos. Posteriormente surgieron los acogimientos simples o con previsión de retorno. No es hasta principios de los años de 1990 cuando surgen los acogimientos especializados. En un primer momento, el objetivo de los acogimientos especializados fue ofrecer una posibilidad de convivencia familiar a muchos chicos y chicas que llevaban mucho tiempo institucionalizados y que por sus características especiales no habían podido tener la ocasión de realizar un acogimiento. La realización de estos acogimientos requirió la elaboración de un programa de acogimientos familiares especializados que contemplaba la metodología adecuada para realizar la captación, la valoración, la adopción y el seguimiento de las futuras familias acogedoras. En 1992 se iniciaron los programas de acogimiento familiar especializado de Castilla y León y Cataluña. Posteriormente, otras comunidades autónomas han introducido este modelo de acogimiento (Amorós y Hernández, 1993). El acogimiento familiar especializado se ha ido asentando y es una opción con mucho futuro, ya que facilita la normalización de la vida
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de muchos niños y niñas las necesidades especiales que hasta el momento sólo eran atendidas en contextos institucionales. No existe una unanimidad en la literatura científica sobre el concepto de acogimiento familiar especializado, no habiendo si quiera acuerdo respecto a la terminología con que denominarlos. Así, los anglosajones utilizan diferentes expresiones para referirse a estos acogimientos: treatment foster care, specialized foster care, specialist family care, professional foster care o family-based treatment and community care. En nuestra opinión, el acogimiento familiar especializado viene definido por ser una parte de los servicios de protección integral de la infancia en la que se atiende en un contexto familiar a las necesidades educativas especiales que pueden presentar niños o jóvenes con ciertas particularidades (preadolescentes, adolescentes, grupos de hermanos, disminuciones físicas, sensoriales o psíquicas, trastornos del comportamiento, enfermedades crónicas, etc). Estos acogimientos se centran cada vez más en niños y jóvenes con disminuciones psíquicas, autistas, trastornos del comportamiento, delincuencia. Entre sus ventajas está el favorecer una mayor adaptación del niño o el joven con su entorno y el tener un menor coste que los acogimientos residenciales (Hudson y Gallaway, 1989) o que el internamiento psiquiátrico (Rosenfeld y otros, 1997). Un elemento significativo en los acogimientos especializados es que, junto con los cuidados familiares, también se ofrece un cierto tratamiento terapéutico de acuerdo con las características del niño o el joven. En una revisión realizada por Hudson y Gallaway (1989) sobre diversos programas especializados, encontraron que el tratamiento terapéutico es un elemento clave en muchos de estos programas (como ocurre, por ejemplo, en los programas PRYDE o en el Treatment Program Development). En ellos, se ejecutan planes individualizados elaborados y realizados por profesionales en el hogar de las familias de acogida. En cambio, otras experiencias (como el Proyecto Kent, en Inglaterra, o el PAFE iniciado en 1993, en Cataluña) plantean el tratamiento desde una perspectiva más global, tendiendo a combinar la normalización y la individualización que ofrece la familia de acogida con la utilización de los recursos del entorno. Este planteamiento ecológico remarca la necesidad de que el joven pueda establecer unos buenos vínculos con su entorno. Los acogedores desarrollan una función de orientación y ayuda en la que tienen que descubrir sus propios re-
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cursos y los de la comunidad de cara a una mejor solución de la situación. El acogimiento familiar especializado tiene como requisitos la formación de las familias acogedoras, la atención a las necesidades especiales de los niños acogidos y la retribución económica como reconocimiento de la labor y los esfuerzos que tienen que realizar (Redding y otros, 2000). Generalmente, en los acogimientos especializados, se tienen uno o dos niños acogidos y se dispone de apoyo por parte de los servicios de protección de la infancia y de los servicios especializados de ámbito comunitario. Todos estos apoyos son muy necesarios, ya que los problemas emocionales y de conducta que presentan los acogidos suelen ser serios y están negativamente relacionados con el éxito del acogimiento (Keane, 1983; Proch y Taber, 1985). En la revisión realizada por Redding y otros (2000), los niños que presentaban una buena adaptación a este tipo de acogimiento eran aquellos con: • Pocos problemas emocionales o de comportamiento. • Menos acogimientos previos y poco tiempo de espera antes del acogimiento. • Menos experiencias negativas en anteriores acogimientos. • Buenas relaciones con la familia de acogida. • Equilibrio en la frecuencia y en el tipo de visitas con su familia biológica, que son un elemento importante si el niño las vive de una forma satisfactoria. La satisfacción de estos niños parece estar determinada más por su control sobre la situación y su satisfacción con las visitas que por la cantidad de contactos con los padres biológicos (Festinger, 1983). En general, los resultados indican que la mayor estabilidad se consigue cuando existe un buen proceso de valoración y formación de las familias acogedoras, se establece un proceso de adaptación con información de todas las partes y un seguimiento y acompañamiento por parte de los profesionales que aporta confianza y seguridad a las familias. De hecho, tres son las variables del proceso de intervención que Baker (1989) identifica como asociadas al éxito en este tipo de acogimientos: una estrecha y afectuosa relación entre los profesionales y la familia de acogida, una buena colaboración entre la familia acogedora y los servicios de protec-
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ción y una relación de confianza entre el acogido y el profesional. En concreto, Baker (1989) enfatiza que lo más importante es el establecimiento de una vinculación emocional y un respeto mutuo entre la familia y los profesionales. La dedicación del profesional puede ayudar a resolver las posibles dificultades que puedan presentar los acogidos. La intervención profesional en acogimiento especializado Lógicamente, uno de los aspectos clave en los acogimientos familiares especializados es poder captar familias que asuman las características que presentan estos niños y niñas. El éxito de las campañas será saber despertar el interés de las familias hacia este tipo de acogimientos. Para Chamberlain y otros (1992), la forma de despertar este interés se relaciona con la energía y la ilusión que manifiestan los profesionales, la orientación de las campañas de captación hacia poblaciones sensibilizadas y el ofrecimiento de una retribución económica suficientemente atractiva. En cuanto al proceso de valoración, los criterios son similares al resto de los acogimientos: fuerte motivación para el acogimiento, estilos educativos adecuados, utilización de los recursos del entorno y apoyo social. De una forma particular se valora la estabilidad emocional y las expectativas realistas ante las necesidades del niño (Gray y Steiberg, 1999). Lógicamente, las aptitudes y las características de las familias deben contrastarse con las necesidades concretas que puedan presentar los niños en el momento del acogimiento. Dentro del proceso de selección, en los acogimientos familiares especializados, la formación de los candidatos conforma un elemento estrictamente necesario. Las familias necesitan poder tomar conciencia de las necesidades que pueden presentar los niños y las niñas y de los retos que supone su acogimiento. Una vez seleccionadas las familias, se pasa por un tiempo de espera durante el que las familias pueden reflexionar sobre las implicaciones del acogimiento. En este periodo de espera son muy importantes los contactos que puedan mantener con los profesionales. Llegado el momento, el equipo debe trasmitir toda la información sobre las características del niño y del acogimiento. Es necesario que las familias perciban que los profesionales ofrecen de una forma veraz toda la información necesaria para conocer al niño y facilitar su adaptación. El
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proceso de adaptación (habitualmente llamado fase de acoplamiento) es un momento muy sensible tanto para los niños como para los acogedores, por lo que es preciso llevar a cabo un acompañamiento intenso para compartir tanto los problemas como las situaciones satisfactorias que puedan surgir. El proceso de acompañamiento resulta imprescindible, a ser posible con continuidad de los profesionales concretos que atienden cada caso. Las familias manifiestan que a lo largo de este acompañamiento necesitan poder comentar, sobre todo, tres aspectos: las dificultades de los niños para expresar sentimientos y emociones, la resolución de los conflictos y la incertidumbre de la temporalidad del acogimiento (GRISIJ, 1999). Junto con el acompañamiento individual, la creación de grupos de autoayuda puede permitir compartir experiencias con otras familias para reducir la angustia que comporta el proceso, buscar soluciones ante las situaciones y sentirse respaldado por los iguales. El seguimiento que puede recibir cada familia es muy variable, siendo lo más importante que las familias encuentren en los profesionales una gran capacidad de escucha, de buena disposición y de colaboración. En este sentido, es bueno que la comunicación entre las familias y los profesionales no gire exclusivamente sobre los problemas, sino que verse también sobre las satisfacciones. Los resultados (GRISIJ, 1999) indican que si bien el acogimiento familiar especializado ha facilitado la superación de ciertos trastornos a un número importante de niños, quedan todavía buena parte por resolver. Los trastornos que más persisten son los relacionados con el comportamiento, seguidos por los de la salud. Estos resultados son similares a otros estudios, como los de Garlan y otros (1996) y Glisson (1996), que han demostrado que los acogidos tienen mayores problemas de conducta que la población general. Estos problemas se han relacionado con factores tales como el número de acogimientos que ha experimentado el niño (Marcus, 1991), la inestabilidad matrimonial de los padres biológicos (Hulsey y White, 1989), la escasez de contactos y visitas (Fanshel y Shinn, 1978) y la existencia de abusos como origen del acogimiento (Dubowit y otros, 1993). La revisión de Hudson y otros (1994) y de Reddy y Pfeiffer (1997) sobre más de cincuenta estudios, en los que el acogimiento familiar especializado se ha comparado con otras alternativas (acogimiento fa-
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miliar convencional, hogares residenciales, etc), sugiere que este tipo de acogimiento produce cambios positivos en los jóvenes: desarrollo de habilidades sociales y buena adaptación psicológica, reducción de los problemas de conducta, aumento de la posibilidad de permanecer en acogimiento y menos coste que los tratamientos residenciales. En la investigación sobre acogimientos familiares especializados llevada a cabo por GRISIJ (1999) se ha constatado que la adaptación familiar es un hecho complejo en el que entran en juego un conjunto de factores. Las familias de acogida y el joven han tenido que hacer un proceso de adaptación que ha sido considerado difícil en el 56% de los acogidos, ya sea por las dificultades de relación con alguno de los miembros de la familia, o por las dificultades que manifestaba para asumir las normas familiares. Globalmente, el acogimiento familiar especializado se vive satisfactoriamente cuando todas las partes se sienten apoyadas y escuchadas (Jivanjee, 1999); cuando se planifica como un acogimiento estable, pero que a la vez permita el retorno del niño a su hogar (Staff y Fein, 1995), y cuando se ha realizado suficiente formación con las familias acogedoras (Wells y D’Angelo, 1994). Las familias de acogida deben sentir que forman parte del equipo y que no son clientes de un servicio. Si en todos los acogimientos ello es cierto, en los especializados es quizá más evidente que en ninguno que sin familias dispuestas a llevarlo a cabo y a trabajar en equipo con los profesionales, este tipo de acogimiento sería imposible. De cara a asegurar el bienestar, el desarrollo, la educación y las atenciones necesarias al niño, es preciso trabajar de forma consensuada y coordinada. Y el seguimiento no podrá consistir en dirigir, controlar o ignorar a la familia de acogida, sino en buscar procedimientos que puedan ofrecer seguridad, reducir las tensiones, superar las dificultades y disfrutar de los progresos de los niños. Los programas de acogimiento familiar especializado han experimentado un importante incremento, y los resultados que conocemos hasta ahora son esperanzadores, aunque ello no significa que no se deba seguir investigando y conociendo con mayor profundidad los factores que pueden facilitar una mejor solución de las complejas necesidades que presentan los niños y los jóvenes acogidos a los que va dirigido.
CAPÍTULO 6
CONCLUSIONES Y PROPUESTAS
Nuestro análisis del acogimiento familiar y algunos de sus aspectos más relevantes, tanto desde el punto de vista de la investigación como desde el de la intervención profesional, termina con la formulación de una serie de conclusiones y propuestas que derivan, o bien de todo lo anteriormente expuesto, o bien de reflexiones más generales sobre el acogimiento y sus procesos. Tras unos cuantos principios generales, y siguiendo una lógica parecida a la que hemos usado ya repetidamente en este libro, nos centraremos en conclusiones y propuestas referidas a los padres biológicos, a los acogedores, a los niños y a las niñas en acogimiento familiar, y a la intervención profesional en este campo. Nos serán de utilidad muchas de las cosas que se han analizado en capítulos anteriores del libro, así como los diversos artículos que sobre los retos futuros del acogimiento familiar acaban de aparecer publicados en The Future of Children.
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Principios generales De las diferentes alternativas existentes en el sistema de protección de la infancia, el acogimiento se encuentra entre las más complejas. Esta complejidad afecta a los cuatro sistemas que participan en el acogimiento familiar. Porque, en efecto, si bien clásicamente se ha hablado del triángulo del acogimiento (con vértices en padres biológicos, acogedores y acogidos), y tal como señalamos en el capítulo 3, parece más adecuado referirse al cuadrado del acogimiento, añadiendo la intervención profesional como cuarto sistema que interactúa con los tres anteriores. Desde el punto de vista de los padres de los niños, el acogimiento implica la salida de sus hijos del hogar, con las inevitables dudas e incertidumbres sobre su posible retorno, con el establecimiento a veces de un régimen de visitas que no siempre les será fácil y con el contacto con profesionales del tratamiento familiar que han apostado por su posibilidad de recuperación, pero que al mismo tiempo les reclaman cambios en sus complicadas vidas que con mucha frecuencia les serán muy difíciles. Desde el punto de vista de los acogedores, el acogimiento implica una relación familiar que inevitablemente tiene una intensidad diferente a la relación profesional que se da en el acogimiento residencial, una relación familiar complicada a veces por las complejas necesidades del acogido; otras, por las dificultades inherentes al régimen de visitas; otras, por el aparente contrasentido de, por una parte, hacer esfuerzos para incorporar y vincularse y, por otra, tener que hacerlos más adelante para favorecer la salida y facilitar la separación. Desde el punto de vista de los niños y las niñas en acogimiento, su situación no es más sencilla, inmersos como están a la vez en dos mundos familiares muy diferentes, con conflictos de lealtades, con imprevisión respecto a su futuro, con sus propios problemas y dificultades personales, fruto muchas veces de un pasado conflictivo y siempre de un presente incierto. Desde el punto de vista de los profesionales, el acogimiento no es la alternativa en la que más tiempo y esfuerzos invierte el sistema de protección, y los profesionales no siempre disponen del apoyo que necesitarían o de las destrezas profesionales que les serían necesarias. Siendo, pues, el del acogimiento un mundo cargado de complejidad, ocurre además que buena parte de los casos que entran en acogi-
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miento están entre los más complicados con los que actualmente se trabaja en el sistema de protección. Por una parte, los programas de tratamiento logran retener en sus familias a muchos de los niños y niñas cuyas situaciones de partida quizá eran menos conflictivas, de manera que aquellos para los que se considera necesaria la medida de separación proceden de situaciones que se han valorado como más complejas y perjudiciales. Por otra, para niños y niñas con serias dificultades o, incluso, altamente perturbados que otrora hubieran sido sin más institucionalizados, el acogimiento familiar se ve ahora como una alternativa posible y deseable. El énfasis puesto, por una parte, en la preservación de la unidad familiar y, por otra, en los esfuerzos para lograr reunificaciones una vez producida la separación implica muchas más complicaciones que las derivadas de una separación radical y definitiva (que, por otra parte, no está exenta de complicaciones, pero que simplifica mucho el funcionamiento del sistema). A la complejidad inherente al acogimiento hay que añadirle, pues, la que se deriva de la mayor problemática que suponen el pasado y el presente de los niños y las niñas en acogimiento, lo que convierte esta alternativa en un conjunto de difíciles retos para todos los implicados. Seguramente esto es así de manera inevitable, de forma que hay que hacerse a la idea de que el trabajo en el mundo del acogimiento va a reclamar importantes esfuerzos de organización y de intervención. Las estructuras, las lógicas y las herramientas simples están condenadas al fracaso cuando enfrente tienen realidades cargadas de complejidad y dificultad. Y el acogimiento se encuentra por definición en el entrecruce de diversas realidades con esa carga. Como han señalado Bass, Shields y Behrman (2004), el acogimiento está caracterizado por la incertidumbre y una cierta inestabilidad, incluso en las condiciones más favorables (que —añadimos nosotros— son las que con más frecuencia se resisten a aparecer). En medio de los retos y las tensiones que el acogimiento implica, conviene no perder de vista unos pocos principios generales que por elementales no son menos esenciales. El primero de ellos tiene que ver con la forma en que se organizan y conceptualizan los vértices del cuadrado a que se ha hecho referencia un poco antes. Porque si un cuadrado puede en principio ser colocado de cualquier manera, siendo indiferente la posición que ocupa cada uno de sus lados y ángulos, en el caso del aco-
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gimiento no debe olvidarse que los niños y las niñas implicados constituyen el vértice fundamental, aquel en torno a cuyas necesidades deben pivotar los demás elementos implicados. Naturalmente, el bienestar de niños y niñas no es el único bien a preservar, y, en la medida de lo posible, se debe atender al de las demás partes implicadas. Pero si se quiere ser coherente con el principio de que el bienestar infantil es el bien superior a proteger, ese debe ser el eje y la guía en la toma de decisiones. El objetivo primero del acogimiento familiar, como el de todas las demás actividades en el sistema de protección de la infancia en situación de riesgo, debe ser garantizar la seguridad y el bienestar de los niños y las niñas implicados, que además son sujetos con una especial vulnerabilidad, dadas las circunstancias en que su vida ha tenido que desarrollarse. Porque, como señalan Bass y otros (2004), para niños y niñas que con frecuencia ya han sufrido mucho, el acogimiento familiar no puede ser una experiencia que añada traumas y malas experiencias. Como acertada y esquemáticamente ha sabido decirlo Badeau (2004), el objetivo número uno del acogimiento familiar es muy sencillo: no hacer daño. Y, sobre todo, no hacer daño a los más vulnerables, que son los niños y las niñas implicados. Un segundo principio general que nos parece importante traer a este pequeño grupo de grandes principios tiene que ver con un aspecto esencial del estilo de intervención profesional. En la medida de lo posible, la toma de decisiones no debe hacerse sobre los protagonistas (decisiones sobre la familia biológica, o sobre el niño, o sobre los acogedores), sino con ellos. Como señalaremos en más de una ocasión en las páginas que siguen, implicar todo lo que sea posible a los padres, a sus hijos o a los acogedores de éstos en la toma de decisiones que les afectan es un principio que a veces no puede realizarse, pero que en las más de las ocasiones puede ser llevado a cabo en mayor o menor medida. Y el resultado cuando se les da la participación posible no es peor que cuando las decisiones las toman exclusivamente los profesionales, sino que suele ser mejor y producir resultados más satisfactorios, con una percepción de participación que aumenta la sensación de control sobre la propia vida frente a los sentimientos de incapacidad, impotencia e indefensión. Un tercer principio general que también nos parece importante destacar tiene que ver con uno de los componentes del modelo de intervención utilizado para aproximarse a la resolución de los difíciles pro-
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blemas implicados. Con mucha frecuencia, el trabajo profesional está excesivamente estructurado en torno a las deficiencias o limitaciones de los implicados (sobre todo, de los padres biológicos y de sus hijos), y no siempre toma en consideración la existencia en ellos de algunos factores de protección o, simplemente, de algunos recursos personales que pueden y deben ser potenciados. La perspectiva del déficit es la más fácil cuando además las deficiencias son tan llamativas, pero no se debe olvidar que existe también la perspectiva de las potencialidades y que el trabajo profesional no consiste sólo en reducir las limitaciones y puntos débiles, sino también en aumentar las capacidades y los puntos fuertes que además se encuentran en la mayoría de las personas, incluso en las que tienen situaciones más negativas. Así es que, por ejemplo, los padres de un niño no sólo son unas personas a las que hay que tratar de sacar de su alcoholismo o de su desestructuración familiar, sino que son también padres que han sabido esforzarse en algunos aspectos concretos, que han encontrado algunos recursos en los que apoyarse, o que tienen sentimientos hacia sus hijos que constituyen un buen punto de apoyo a partir del cual trabajar. Y otro tanto ocurre con sus hijos, que pueden tener multitud de problemas y dificultades, pero que también tienen potencialidades que merecen ser aprovechadas y resaltadas de cara a utilizarlas en el proceso de recuperación de sus dificultades. Y, finalmente, un cuarto principio general sobre el que también hemos de volver más adelante tiene que ver con la forma en que se organiza la intervención profesional en torno al acogimiento. Por la cantidad y diversidad de profesionales que están implicados, por el hecho de que en el acogimiento intervienen la entidad pública, un número creciente de entidades colaboradoras, profesionales que esporádicamente se relacionan con alguno de los implicados en una situación de acogimiento, el sistema de justicia, etc., la organización del acogimiento familiar puede fácilmente convertirse en una maraña de intervenciones profesionales mal estructuradas, pobremente engarzadas entre sí y carentes de la necesaria coordinación. Cuando un sistema o una realidad son fuertes y sólidos, la debilidad de las estructuras de su entorno puede que no sea un grave problema. Pero cuando se trabaja con realidades de una enorme fragilidad y complejidad, la falta de planificación y coordinación se convierte en una amenaza para el éxito de los muchos esfuerzos que pueden estar haciéndose.
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Los padres de los niños y las niñas en acogimiento Como quedó ampliamente expuesto en el capítulo 2, hay modalidades de acogimiento familiar que no contemplan la posibilidad de retorno a su hogar de los niños y las niñas que de él fueron separados, mientras que en otras modalidades, sin embargo, el retorno es la hipótesis de trabajo fundamental. En unos casos y en otros, no se puede olvidar que detrás de los niños y las niñas separados de sus familias están unos padres que tienen problemas y necesidades. Responder a la problemática de los padres de los acogidos parece necesario en todos los casos, pero muy particularmente en aquellos en los que se trabaja para el regreso de los niños. Lógicamente, no tendría sentido optar por un acogimiento simple, con previsión de retorno, y tomar como única medida el acogimiento de los niños en una familia alternativa, esperando a ver si los padres se recuperan de sus problemas. Porque la separación de sus hijos se convierte para ellos en un problema más que sumar a los muchos que ya tienen y, con toda probabilidad, la separación no les resuelve la situación, sino que sencillamente la complica. Dejados a su albur, es difícil que estos padres encuentren la forma de salir de problemas en los que llevan atrapados ya mucho tiempo. Por todo ello, el trabajo con la familia del niño o la niña en acogimiento familiar es esencial si de verdad se apuesta por su retorno. No es éste el lugar en el que entrar en el análisis de los programas y estrategias de tratamiento familiar, pero sí lo es para señalar la importancia de que tales programas se pongan en marcha como complemento imprescindible a la disgregación familiar que supone el paso del niño o la niña a un programa de acogimiento. Digámoslo claramente: optar por un acogimiento simple y no poner en marcha simultáneamente un programa serio de trabajo con la familia del niño es una contradicción en los términos; sería tan contradictorio como optar por la adopción y no ponerse a buscar una familia adecuada para llevarla a cabo. Como siempre ocurre, una parte del éxito del tratamiento familiar radica en un adecuado diagnóstico. Y para la evaluación de estas familias disponemos típicamente de instrumentos que están orientados fundamentalmente a evaluar sus factores de riesgo, con poca apreciación de los factores de protección que pueden existir y de las buenas posibilidades y cualidades que la familia y sus miembros pueden tener
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en ciertos aspectos (porque, entre otras cosas, si no los tuvieran, difícilmente se hubiera optado por una modalidad que implica la hipótesis de la reunificación familiar). Evaluar a una familia desde el punto de vista de su capacidad para el retorno de sus hijos implica poner una especial atención en sus competencias de cara al cuidado y la interacción con sus hijos (Budd y Holdsworth, 1996) y no simplemente analizar cuáles son sus debilidades y factores de riesgo. La identificación de áreas de competencia y aspectos positivos constituye un paso previo a su fomento y potenciación en la intervención que se lleva a cabo con estas familias, que ven así que se aprecian aquellos aspectos en que su funcionamiento es más adecuado o parece tener una mayor potencialidad. Los programas de intervención familiar han de plantearse con la suficiente intensidad y calidad para que puedan ser eficaces y generar posibilidades reales de retorno del niño o la niña a su hogar. A buen seguro, el trabajo con las familias cuyos niños han tenido que ser llevados a otra familia no es fácil. Como se analizó en el capítulo 3, se trata típicamente de personas y sistemas familiares de una extraordinaria complejidad y fragilidad, con una acumulación de factores de riesgo tales como la pobreza extrema, viviendas inadecuadas, drogadicción y otros problemas de salud, historias personales marcadas por la adversidad, serias dificultades psicológicas, desestructuración familiar, violencia doméstica... Con frecuencia, estos problemas aparecen entremezclados en la misma persona y en la misma familia. Como es evidente, a esta enmarañada complejidad no se le puede pretender hacer frente con unos cuantos buenos consejos y alguna ayuda económica esporádica. O existen planteamientos de intervención rigurosos, complejos, mantenidos en el tiempo, bien coordinados, llevados a cabo por profesionales con los medios y las destrezas adecuados a la magnitud de los problemas, o lo más probable es que los problemas de los padres no puedan resolverse. Como parte de estas intervenciones, el planteamiento de visitas y contactos entre los padres y sus hijos suele ser un ingrediente esencial. En el capítulo 3 se analizó en qué circunstancias estas visitas son adecuadas y constituyen un elemento positivo tanto para los padres como para los niños como para el proceso de acogimiento. La coordinación entre los profesionales del tratamiento familiar y los del acogimiento
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resulta entonces esencial (algo sobre lo que volveremos en el último apartado de este capítulo). En parte porque tienen una tradición de problemas y conflictos con los profesionales de la protección de menores, en parte porque se ha tomado la decisión de sacar a sus hijos del hogar, las familias de que estamos hablando ven frecuentemente al sistema de protección como un enemigo del que hay que defenderse, como un conjunto de actuaciones punitivas en las que ellos siempre salen perdiendo. Precisamente una de las primeras tareas de la intervención familiar será tratar de revertir esta lógica de relaciones, tratando de llegar a una alianza y a unos compromisos de trabajo en los que queden claras las ayudas y los apoyos que se van a aportar y las ventajas que de todo ello pueden derivar. Para que este cambio de lógica de relaciones sea factible, un elemento que puede servir de gran ayuda ha sido ya mencionado entre los principios generales que hemos discutido más arriba: incorporar a los padres, en la medida de lo posible, en la toma de decisiones que afectan a sus hijos. Al principio, por ejemplo, en cuestiones relacionadas con detalles del régimen de visitas y contactos. Al final, en relación con las posibilidades de retorno de los niños y las circunstancias y las condiciones en que habría de producirse. Tan importante como que los padres sientan que no han perdido del todo el control de sus vidas y de la relación con sus hijos, es que puedan llegar a percibir al sistema de protección no como su enemigo sino como su aliado. Un aliado para ellos exigente, pero un elemento en el que apoyarse y en el que basar la esperanza de retorno de sus hijos. Una última consideración nos parece relevante para aquellos casos en que se produce la vuelta con sus padres de los niños que han estado en acogimiento. Cuando pensamos en las familias acogedoras nos resulta fácil identificar la necesidad de que cuenten con los apoyos profesionales adecuados para hacer frente a las dificultades que sin duda les surgirán (asunto este sobre el que abundaremos un poco más adelante). Parece entonces claro que la misma lógica debe extenderse a las familias biológicas una vez que la reunificación familiar se ha producido. La intervención familiar no terminaría, pues, con la decisión de reunificación, sino que exigiría el mantenimiento de los apoyos necesarios para asegurar al máximo que las necesidades de la familia toda sigan estando atendidas una vez que los niños han vuelto. Si, como
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vimos en el capítulo 3, en torno a un 30% de los niños y las niñas en acogimiento familiar retorna a sus familias (León, 2003), no puede ignorarse que entre un 15% (Festinger, 1994) y un 35% de los casos (Block y Libowitz, 1983; Wulczyn, 1991) retornan otra vez al sistema de protección. Hay que recordar que, por una parte, estamos tratando con personas y sistemas particularmente frágiles y que, por otra, hay que evitar a toda costa nuevas separaciones, que no hacen sino ensombrecer la posibilidad de reunificación y dejar además en los niños el amargo poso de la inseguridad respecto a su futuro, comprometiendo además su buen ajuste en futuros acogimientos. Los acogedores Como se ha insistido en más de una ocasión a lo largo de este libro, el acogimiento es una de las formas más complejas y exigentes de vida familiar. Se espera de los acogedores que ofrezcan un hogar a los niños de los que se van a hacer cargo, que trabajen con el sistema de protección, con las escuelas y con otros profesionales que atiendan al niño; al mismo tiempo, se espera que se relacionen y mantengan visitas con los padres biológicos, lo que puede acabar llevando a que el niño vuelva con ellos; se espera, pues, que colaboren en el retorno de los niños y las niñas con los que previamente tuvieron que hacer el esfuerzo de integración familiar. Las dificultades del acogimiento se acrecientan a veces por el alto nivel de atenciones que los niños acogidos pueden llegar a requerir o por la complejidad de sus conductas (Bass y otros, 2004; Stukes Chipungu y Bent-Goodley, 2004). Como se analizó con detalle en el capítulo 3, se trata de familias que tienen especiales características y muchos factores de protección con los que hacer frente a los retos y exigencias que el acogimiento les va a plantear. Tienen además una especial motivación y generalmente unas buenas actitudes y capacidades educativas, contando además frecuentemente con la ventaja de disponer de experiencia en la educación de sus propios hijos. Pero no sería justo confiar a estas buenas cualidades y características personales y familiares el éxito del acogimiento familiar en que se embarcan. Porque dada la complejidad de la tarea, es esencial que estas familias cuenten con los apoyos y recursos de los que
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se trató en el capítulo 4. Como allí se vio, las dos vías fundamentales para apoyar a los acogedores son la formación (inicial y a lo largo del acogimiento, si es el caso) y el apoyo profesional. En ambos casos, debe tratarse de una formación y unos apoyos de buena calidad, adecuados a las necesidades concretas que el acogimiento plantee y accesibles cuando se necesiten. Por lo que a la formación se refiere, sus características y contenidos quedaron analizados con detalle en el capítulo 4. Baste ahora con recordar que al hablar de formación debe pensarse no sólo en la que se debe proporcionar a todos los futuros acogedores antes de comenzar el acogimiento, sino también en la formación una vez que el acogimiento está teniendo lugar. Los formatos de uno y otro tipo de formación pueden o no ser los mismos, de manera que si la formación inicial se hace en grupo, será muy frecuente (y en muchas ocasiones, deseable) que la formación una vez iniciada la experiencia de acogimiento se lleve a cabo también de forma grupal, pero habrá sin duda muchas actividades de formación que se desarrollarán en el curso de visitas de supervisión y seguimiento. Ambos tipos de formato de formación (en grupo, individual) responden a necesidades y momentos diferentes del proceso, por lo que no deben entenderse como incompatibles. En todo caso, lo que es crucial es que los procesos de formación sean de alta calidad, impliquen un elevado nivel de participación por parte de los acogedores (por tanto, sean programas mucho más basados en la discusión, el contraste de opiniones y el trabajo sobre vivencias y situaciones concretas aportadas por los acogedores, que programas basados en la transmisión de información), respondan a sus necesidades concretas y se mantengan a lo largo del tiempo en la medida en que sea necesario. Los apoyos profesionales de que se habló en el capítulo 4 tienen que ser necesariamente traídos a colación de nuevo en este capítulo sobre conclusiones y propuestas. Elemento imprescindible en los programas de acogimiento familiar, los apoyos a los acogedores resultan tanto más críticos cuanto más complejo sea el acogimiento que estén llevando a cabo. Algunas de las cosas que las familias acogedoras echan a veces de menos son tan sencillas y básicas como tener un profesional de referencia con el que hablar, tener un teléfono al que llamar, estar seguro de que las llamadas telefónicas serán atendidas o devueltas en cuanto sea
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posible, poder hablar de problemas concretos y esperar recibir ayudas igualmente concretas, estar informados de los aspectos fundamentales que puedan afectar al acogimiento y su desarrollo. Por básicas que todas estas cuestiones parezcan, no siempre están aseguradas o no siempre lo están de manera eficaz. Cuando eso ocurre, es evidente que la calidad de los servicios de apoyo no está a la altura de la complejidad de la tarea de los acogedores. Y si, como se ha analizado en capítulos anteriores, una de las mejores formas de extender el acogimiento es con el «boca a oreja» que viaja de unos padres a otros, una de las mejores formas de desincentivarlo es no ofreciendo a los acogedores los servicios y los apoyos que necesitan para hacer frente de manera adecuada a sus tareas y responsabilidades como acogedores. Por no insistir de nuevo en cosas que se han reiterado a lo largo del libro, haremos mención a sólo dos aspectos del tipo de apoyos que los padres necesitan. El primero de estos aspectos tiene ya antecedentes en cada uno de los apartados de este último capítulo: en la medida de lo posible, incorporar a los acogedores en la planificación y la toma de decisiones, haciendo que la familia acogedora se convierta en una parte no sólo del proceso, sino también del equipo de intervención. Las buenas cualidades personales y familiares de los acogedores a que ya hemos hecho mención, y, además, su contacto continuado con el niño o la niña, cuya conducta y reacciones observan en directo de forma continua, hacen de ellos una fuente de información valiosísima que debe ser incorporada al proceso de evaluación y a la toma de decisiones. Para ello, inevitablemente, la cercanía de los profesionales y el contacto con ellos se convierte en imprescindible. Los contactos profesionales-familias muy distanciados en el tiempo o basados en meras conversaciones telefónicas «para ver cómo van las cosas» no son suficientes, particularmente en el caso de los acogimientos que impliquen una mayor dificultad por la razón que sea. El otro ejemplo que puede ilustrar las respuestas que los acogedores tienen por parte del sistema de protección y sus profesionales tiene que ver con la compensación económica por el acogimiento. Como se vio en su momento, en el proyecto de acogimiento que las familias se hacen suelen tener un lugar importante la solidaridad y el altruismo, pero ello no es óbice para que el sistema de protección deba asumir el coste que representa el mantenimiento de un niño o una niña y la atención
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a sus muy diversas necesidades. Y, en el caso de niños con necesidades especiales, parece lógico que junto a la compensación económica por el mantenimiento haya otra en concepto de dedicación. Está claro que las familias no se embarcan en el acogimiento por razones económicas, pero tampoco es lógico que su implicación en esta actividad tenga que ser a costa de su propio patrimonio, entre otras cosas porque eso puede significar que muchas familias queden automáticamente excluidas de la posibilidad de acoger cuando su capacidad económica no permita hacer frente a gastos adicionales. Nos parece, pues, que todos los acogimientos deben tener un cierto nivel de compensación económica, aunque la cantidad no puede ser fija, sino adecuada a los gastos que en realidad supone la atención a cada niño o cada niña. Nos parece además que es particularmente importante que las compensaciones económicas sean lo más puntuales posibles en cuanto al momento en que llegan a las familias. Si al niño hay que comprarle zapatos hoy o si a la niña hay que ponerle gafas mañana, no parece lógico que la compensación económica de esos gastos llegue un año después. Por básicas que parezcan, estas cuestiones traslucen la eficacia de la organización del sistema y su capacidad para responder a las necesidades reales de los implicados. Y todo ello, inevitablemente, se va a relacionar con la satisfacción de las familias y con su disponibilidad para seguir acogiendo o para transmitir a otros la ilusión por hacer acogimientos. Y aunque entre nosotros la experiencia carece casi por completo de antecedentes, para aquellas familias que llevan a cabo los acogimientos más difíciles y que suponen un mayor desgaste físico y psicológico, la disponibilidad de servicios de respiro que les permitan recuperar energías para poder seguir haciendo frente a la dura tarea parece que es una de las direcciones en las que habría que mirar de cara a disponer de un sistema de acogimiento más completo y eficaz. No podemos terminar este apartado referido a los acogedores sin hacer una mención muy especial a los acogimientos en familia extensa, de los que se ha hablado en el capítulo anterior. Por una variedad de razones, se trata a veces de los acogimientos más difíciles. Con frecuencia, como se vio en los capítulos 3 y 5, los acogedores suelen ser mayores, tienen menor nivel educativo, más problemas de salud, menos ingresos, etc. Además, la relación con los padres es mucho menos con-
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trolable que la que se da en el caso de familias ajenas, donde el régimen de visitas, por ejemplo, forma parte de acuerdos formales. En el caso de los acogimientos en familia extensa, la frontera entre la familia biológica y la acogedora está enormemente desdibujada y ello puede dar lugar a conflictos y tensiones más frecuentes. Además, los acogedores en familia extensa suelen tener menos propensión a buscar ayuda profesional, lo que hace más probable que se enfrenten a todas estas cuestiones con sus solos recursos y posibilidades. Para empeorarlo todo, los servicios de apoyo les llegan con menos frecuencia, como si el hecho de ser la abuela de un adolescente ayudara automáticamente a resolver los conflictos y las tensiones que puedan aparecer. Y lo mismo ocurre con la más frecuente ausencia de compensación económica en este tipo de acogimientos, como si por ser el abuelo del niño las camisas que éste necesita le fueran regaladas en las tiendas. Los acogimientos en familia extensa tal vez debieran situarse no entre los acogimientos considerados más fáciles, sino precisamente entre los que implican mayor dificultad. Tal vez con ese cambio de mentalidad no serían acogimientos de segunda categoría en cuanto al apoyo de todo tipo que de hecho reciben, pasando entonces los recursos que les llegan a estar a la altura de las complejas exigencias de las tareas que se les plantean. Como síntoma, el hecho de que el programa de formación para acogedores en familia extensa en que en este momento estamos trabajando haya respondido no al encargo de ninguna entidad pública con responsabilidad sobre el acogimiento familiar, sino al de una entidad privada con tradición en programas de intervención social, nos parece plenamente significativo del lugar que el acogimiento en familia extensa todavía tiene entre las preocupaciones y las prioridades del sistema de protección. Niños y niñas acogidos Ha quedado dicho anteriormente que los niños y las niñas en acogimiento son el vértice fundamental en torno al cual deben girar todos los elementos que integran el cuadrado del acogimiento. Ha quedado dicho también que el objetivo primero debe ser no causar daños adicionales a quienes con toda probabilidad ya han sido afectados por
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experiencias negativas previas. Por el contrario, la experiencia de acogimiento debería servir para introducir en sus vidas un cambio positivo y el inicio de una etapa más prometedora. Como ha señalado Harden (2004), el sistema de protección ha actuado típicamente como si su misión fuera separar a los niños de las situaciones de riesgo de las que proceden y asignarles a familias alternativas, preocupándose menos sobre qué pasaba a continuación, cómo quedaban y evolucionaban, qué necesidades les surgían, etc. Como ocurre en otras situaciones (la adopción, por ejemplo), sacar a un niño o a una niña de un contexto altamente problemático y situarle en un contexto protector es una medida sin duda necesaria, pero no suficiente, porque si el cambio de ambiente resuelve algunos de los problemas, no puede por sí solo acabar con todos. Mucho nos parece que queda por hacerse todavía, para empezar, en la preparación de los niños y las niñas para el acogimiento. Con razón ha señalado Núñez (2002) que éstos se ven muchas veces arrastrados de acontecimiento en acontecimiento sin entender qué finalidad se persigue, qué plazos de tiempo se están barajando, cuáles son las perspectivas de futuro, etc. Como la misma autora indica, el trabajo de preparación del menor es fundamental para su bienestar y para el mejor desarrollo del proceso de acogimiento, exigiendo una planificación cuidadosa, una adecuada atmósfera de relación con el niño o la niña y una serie de fases (el estudio del menor, su preparación para la convivencia con otra familia, el acoplamiento y, en su caso, la preparación para la finalización del acogimiento) en cada una de las cuales se deben desarrollar actividades profesionales específicas. Tal como se analizó en el capítulo primero, los niños y las niñas que transitan por las distintas alternativas del sistema de protección tienen una necesidad de saber que debe ser atendida adecuadamente en el proceso de preparación para el acogimiento al que estamos haciendo referencia. Conviene recordar que, como se analizó en el tercer capítulo, la separación de un niño o una niña de su entorno familiar habitual, por problemático que éste sea, pone en marcha una serie de sentimientos de pérdida difícilmente evitables. Tal como allí se indicó, no son pocos los niños que tras la separación, al mismo tiempo que sin duda experimentan sentimientos de alivio en más de un sentido, tienen también manifestaciones de tristeza y retraimiento que no deben interpretarse como
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que no se encuentran contentos o a gusto en su nuevo entorno, sino como que están, sencillamente, elaborando interiormente la situación por la que están pasando. La intervención profesional no puede ignorar que estos sentimientos existen y que, si en parte son inevitables, en buena parte pueden también ser aliviados a través de la adecuada preparación antes del acogimiento y el correspondiente acompañamiento y apoyo una vez que el acogimiento está en marcha. Dar a los acogedores claves que les permitan entender la situación y las manifestaciones de conducta a que dé lugar en los niños es una forma de ayudar a éstos en el proceso por el que casi inevitablemente tienen que pasar. Por todas las circunstancias que les han rodeado y les rodean, los niños y las niñas acogidos tienen un indudable riesgo de problemas y dificultades. Por ejemplo, en las relaciones afectivas y en las interacciones sociales, en el ajuste y el rendimiento académico. Ni los niños ni los acogedores pueden ser dejados solos para hacer frente a estas circunstancias problemáticas. El diagnóstico de cuáles son los problemas y las necesidades de los acogidos y de qué medios van a ser necesarios para aumentar su adaptación y bienestar es esencial para su mejor desarrollo (y, de paso, para el mejor funcionamiento de su proceso de acogimiento). Y, por supuesto, la puesta en acción de las medidas que se consideren necesarias para atender adecuadamente a sus necesidades es el corolario que de todo ello se desprende. El plan del caso está, pues, lejos de acabarse una vez que se ha optado por la medida de acogimiento y se ha situado al niño en su hogar de acogida, siendo necesario continuar desarrollándolo y llevándolo a la práctica. Como ejemplo, en el estudio sobre los acogimientos en familia extensa en el Principado de Asturias, la primera necesidad manifestada por los acogedores tras los apoyos de tipo material era el apoyo psicológico para ellos mismos y/o para los acogidos (Fernández del Valle, Álvarez-Baz y Bravo, 2002). Todo lo anterior, lógicamente, debe adaptarse a las necesidades concretas que cada niño o cada niña presenta en función de sus características, la más notable de las cuales es su edad. Lógicamente, no es lo mismo que hablemos de un bebé que va a pasar a un acogimiento de urgencia, que de una adolescente que va a pasar a vivir con su abuela en régimen de acogimiento permanente. Pero, siendo una de las más importantes y visibles, la edad no es la única circunstancia que determinará el tipo de apoyos y las características de la intervención que será
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necesaria. Pensemos, por ejemplo, en los niños y las niñas que tienen hermanos pero que, por la razón que sea, no se han incorporado con ellos a la situación de acogimiento, sino que están en otras familias; para ellos puede ser de gran importancia plantearse no sólo el tema de las visitas de los padres, sino también las conexiones con los hermanos. En definitiva, la «talla única» no puede funcionar bien en una realidad tan diversa, tan heterogénea y cambiante como es el acogimiento familiar: la diversidad de modalidades, la variedad de situaciones familiares y de características de todos los implicados, la heterogeneidad de problemas y necesidades reclaman un trabajo que inevitablemente tendrá que ser fuertemente personalizado en el que —de nuevo— las necesidades concretas de niños y niñas en cada momento deben ser el eje fundamental en torno al cual organizar la intervención. Intervención, por otra parte, que no termina con el acogimiento, sino que debe continuar una vez que el niño o la niña pasa a una nueva situación. De particular importancia nos parece hacer referencia a las necesidades de niños y niñas para los que se ha optado por la reunificación familiar, que van a necesitar de servicios «accesibles, duraderos y de buena calidad» (Bass y otros, 2004, p. 18). No es ocioso recordar que estamos hablando de personas y situaciones particularmente frágiles y vulnerables a las que no se puede dejar a su suerte sencillamente porque han cambiado de situación administrativa. Un aspecto que nos parece esencial en el caso de los niños y las niñas en acogimiento tiene que ver con una realidad que en la infancia tiene un significado bien diferente al que luego adquiere en otros momentos de la vida: el tiempo. Un año en la vida de un adulto es una unidad de tiempo importante, pero no trascendental. En la vida de un niño o una niña, el valor de esa misma unidad es mucho más elevado. Como se analizó en el primer capítulo, lo que inevitablemente se desprende del especial significado y la especial importancia del tiempo en la infancia es la necesidad de intervenciones profesionales en las que la rapidez sea uno de los componentes que se tomen en consideración, particularmente cuando las medidas que se han adoptado tienen carácter provisional y transitorio. El limbo de la provisionalidad no es un lugar en el que tener instalado a un niño si se le quiere proteger adecuadamente. En el mismo sentido, la prolongación mucho más allá de los tiempos previstos (por ejemplo, en el caso de los acogimientos de ur-
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gencia) está indicando —como ya señalamos— que, o bien se optó por una modalidad de acogimiento equivocada, o bien que no se está gestionando bien el tránsito del niño o la niña por el sistema. Conviene también recordar aquí otras de las necesidades básicas de las que también hablamos en la última parte del primer capítulo: la de evitar la acumulación de rupturas en las vidas de estos niños y niñas. Porque, naturalmente, no resuelve las cosas, sino que las complica, sacar a un niño de una situación provisional simplemente porque se ha cumplido el plazo establecido para pasarle a continuación a otra situación provisional y poder poner así el contador de tiempo de nuevo a cero. La estabilidad es un valor que debe perseguirse, y el paso por situaciones transitorias debe evitarse y reducirse en el tiempo todo lo que sea razonablemente posible. Por otra parte, como venimos señalando a lo largo de este capítulo, en la medida en que sus capacidades y su situación lo permitan, chicos y chicas deben ser incorporados al proceso de las tomas de decisión que les afectan. Lo hemos dicho a propósito de los padres y de los acogedores, siendo el mismo principio pertinente también en el caso de los niños: en la medida en que sea posible, es deseable que no sean los últimos en enterarse de lo que sobre ellos se ha decidido, sino que puedan participar en los procesos de toma de decisión de la forma más activa que sus capacidades y circunstancias lo permitan, lo que redundará, como en el caso de los adultos, en un sentimiento de mayor seguridad y control sobre las cosas que les ocurren. Una última reflexión sobre los niños en acogimiento hace referencia a una realidad que ya empieza a darse entre nosotros y que probablemente está llamada a aumentar en los próximos años. En aquellos países en los que existen importantes grupos étnica y culturalmente minoritarios se ha observado que los niños y las niñas acogidos pertenecientes a tales grupos reciben menos visitas por parte de los profesionales, tienen menos contacto con el sistema de protección y permanecen más tiempo en él (Stukes Chipungu y Bent-Goodley, 2004). En la medida en que nuestro sistema de protección vaya atendiendo cada vez más —como, de hecho, empieza ya a ocurrir— a niños y a niñas que pertenecen a diferentes minorías, habrán de arbitrarse medidas que impidan que su tránsito por el sistema ocurra en condiciones para ellos más perjudiciales que para los demás.
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El sistema y los profesionales La complejidad del acogimiento familiar ha quedado suficientemente acreditada y documentada a lo largo de las páginas de este libro. Y corresponde al último de los vértices del acogimiento, al que ahora nos referimos, hacer frente a esa complejidad y darle respuestas adecuadas. Para resaltar algunos de los aspectos fundamentales que nos permitan a la vez sacar algunas conclusiones de todo lo analizado y formular algunas propuestas de actuación, subrayaremos cuatro elementos que nos parecen esenciales si el funcionamiento de los acogimientos familiares pretende estar a la altura de los retos que la complejidad de esta alternativa plantea: organización y planificación, diversificación, coordinación y eficacia. En primer lugar, organización y planificación: como ha quedado bien patente a lo largo de este libro, en el proceso de acogimiento son muchos los agentes que intervienen y muchos los procesos implicados. Con mucha frecuencia, el sistema de acogimiento presenta una estructura débil, encontrándose, como vimos, en un lugar muy poco prominente dentro del sistema de protección. Si pensamos ahora en cosas tales como las campañas de captación, los procesos de valoración y formación, la preparación específica de todos los implicados en la salida de un niño de su familia y su adaptación a otra, el seguimiento individual y grupal, la provisión de los apoyos y los recursos que respondan a las diversas necesidades de todos los implicados, se hace evidente la enorme desproporción que existe entre los retos y las exigencias que el acogimiento plantea y las estructuras desde las cuales se trata de darles respuesta. Sólo desde una organización más potente de los servicios y desde una minuciosa planificación de las actuaciones es posible acercarse a la respuesta adecuada a las exigencias que la buena práctica en acogimiento familiar reclama. En segundo lugar, diversificación: para realidades tan diversas y necesidades tan heterogéneas a las que el acogimiento tiene que responder, disponer de respuestas estándar resulta claramente insuficiente. La diversificación a que hacemos referencia afecta, en primer lugar, a las modalidades de acogimiento familiar existentes, que deben ser suficientes para dar respuesta adecuada a la variedad de hipótesis que la realidad y la intervención sobre ella plantean. Pero afecta también a las actividades
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profesionales que deben llevarse a cabo con los padres de los niños, con sus acogedores y, por supuesto, con los niños mismos; afecta a los tipos de apoyo, por ejemplo, o a la frecuencia y la modalidad de los seguimientos. Resulta estremecedor el contraste entre el abigarrado cuadro de necesidades que el acogimiento plantea y el escuálido soporte institucional desde el que se trata de darle respuesta. Sólo desde una diversificación de los servicios, los profesionales y las respuestas parece posible reducir de forma significativa este lamentable contraste. Lógicamente, cuanto mayor sea la diversificación, más riesgo hay de fragmentación y caos. De ahí que el tercer aspecto que nos importa subrayar sea el de la coordinación. La fragmentación y, sobre todo, la descoordinación entre los agentes de la intervención y entre los servicios que ponen en marcha resultan una fuente de continua confusión y frustración para los padres, para los acogedores y para los niños (Stukes Chipungu y Bent-Goodley, 2004). El sistema en sí mismo y la eficacia de su respuesta y sus actuaciones se debilitan enormemente cuando las intervenciones profesionales se retrasan por falta de coordinación, cuando se duplican de forma indeseable, cuando dejan de producirse porque se supone que otros elementos del sistema se hacen cargo, cuando se retrasan porque no se habían engranado suficientemente los mecanismos de coordinación, etc. Finalmente, el criterio último del buen funcionamiento del sistema está en su eficacia, es decir, en su capacidad para responder de forma adecuada a los objetivos planteados y para atender adecuadamente a las necesidades de los implicados, muy particularmente de los niños y las niñas. Hasta donde sabemos, entre nosotros está por elaborarse una lista sistemática de indicadores de calidad del acogimiento familiar y tal vez esa elaboración constituyera un hito que contribuyera a aumentar la sensibilidad del sistema respecto a la importancia de asegurar una respuesta adecuada a los problemas planteados. Porque es evidente que la eficacia del sistema no consiste en emplazar a un niño o a una niña con una familia acogedora, sino en ser capaz de responder adecuadamente a la numerosa y compleja diversidad de retos que a todos los implicados en el proceso de acogimiento se les plantean. La eficacia de que hablamos tiene que traducirse en las muy diversas tareas implicadas en el acogimiento. Baste pensar, por ejemplo, en la necesidad de mejorar el conocimiento y la sensibilización social con
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respecto al acogimiento, o las campañas de captación como las analizadas en el capítulo 4, sin las que no habrá familias acogedoras que hagan posible esta alternativa familiar. O en la importancia de la evaluación inicial y la toma de decisiones, momento crítico del proceso porque de él van a derivar cosas tan trascendentales como la modalidad de acogimiento por la que se opta y los recursos y los apoyos que se prevén necesarios. Pero la reflexión sobre las necesidades del sistema que organiza y desarrolla los programas de acogimiento no puede ser completa si no incluye una referencia a los profesionales que protagonizan las muchas intervenciones que en el proceso de acogimiento están implicadas. Sin duda alguna, Bass y otros (2004) aciertan cuando afirman que sin profesionales bien preparados ni los mejores planteamientos respecto al acogimiento familiar pueden conducir al éxito. El trabajo de los profesionales del acogimiento es de una gran complejidad, pues tienen que tomar decisiones muy importantes teniendo presentes las necesidades, las demandas, las expectativas y los conflictos de las diferentes partes implicadas. Tienen que hacer frente a situaciones con un gran dinamismo y muchos cambios, así como a reacciones emocionales intensas (en los demás y en ellos mismos). Una buena formación tanto inicial como continuada parece un requisito indispensable para el buen ejercicio profesional en acogimiento familiar. El surgimiento de nuevas modalidades de acogimiento, la mayor complejidad de los perfiles de los niños y las niñas que entran en acogimiento familiar, una actitud cada vez más exigente y reivindicativa por parte de muchos padres biológicos, las peticiones de apoyo crecientes por parte de los acogedores son algunas de las razones por las que se hace necesaria una formación de calidad —repetimos, tanto inicial como continuada— que asegure al máximo el buen funcionamiento de los acogimientos y de todos los en él implicados. Pero no es sólo cuestión de formación, porque igualmente importante para los profesionales es estar inmersos en redes o grupos de trabajo que permitan el intercambio de conocimientos y experiencias que puedan ser utilizados en la práctica profesional cotidiana. Tales redes forman parte de los servicios de apoyo a los profesionales implicados, que pueden también beneficiarse mucho de la supervisión de otros profesionales con más experiencia y tal vez mayores conocimientos.
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La realidad es, sin embargo, que, junto a otros excelentemente formados y capacitados, no son pocos los profesionales del acogimiento que tienen una formación escasa, que carecen de herramientas y recursos técnicos puestos a su disposición, así como de la supervisión técnica que —sobre todo en la etapa de iniciación profesional, pero también posteriormente— les ayude a planificar y realizar un buen trabajo. Para complicar las cosas, los profesionales del acogimiento familiar suelen tener que hacerse cargo de muchos casos a la vez, tienen que hacer mucho trabajo burocrático-administrativo, tienen puestos de trabajo especialmente inestables, etc. Y es en estas condiciones como tienen que tomar decisiones que afectan a cosas esenciales en la vida de otras personas, sometidos a una gran presión por parte del sistema del que dependen y de las familias a las que atienden. La consecuencia es un estrés profesional poco compensado por el reconocimiento social y por las condiciones de trabajo. Un estrés que ayuda poco de cara a la realización de un trabajo complejo y exigente en el que uno de los problemas indicados, el de la inestabilidad profesional, acaba distorsionando y debilitando seriamente el sistema. Tal vez por la complejidad misma del trabajo que tienen que realizar, tal vez por las condiciones en que se ven obligados a llevarlo a cabo, no resulta fácil atraer y retener en los programas de acogimiento a los mejores profesionales. Los hay, por fortuna, que se mantienen en su trabajo a pesar de las dificultades y a pesar de la ausencia o escasez de reconocimiento y apoyo institucional, pero la inestabilidad predomina de forma perjudicial, de manera que es frecuente que profesionales con preparación, con espíritu innovador y comprometidos con el acogimiento familiar acaben encontrando acomodo en otros espacios del sistema de protección o, sencillamente, en proyectos profesionales diferentes y que lo hagan a veces por voluntad personal, pero en otras ocasiones como parte de la enrevesada lógica de las rotaciones de personal de la maquinaria administrativa, o de la inestabilidad inherente al trabajo de asociaciones y entidades colaboradoras. No debe olvidarse que, como han señalado Stukes Chipungu y Bent-Goodley (2004) la competencia y la eficacia de los profesionales dependen en parte de sus características y capacidades individuales, pero también de la organización del sistema en su conjunto. El mejor y más eficaz de los profesionales puede, en efecto, ver su trabajo debili-
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tado o sencillamente comprometido por una mala o inadecuada organización del servicio, por una deficiente planificación del conjunto de las actuaciones e intervenciones, por una insuficiente red de apoyos. Por ello, que en una determinada comunidad autónoma el programa de acogimiento funcione más o menos satisfactoriamente va a depender en parte de la eficacia y competencia de los profesionales del acogimiento, pero en buena medida también de la forma en que el programa esté estructurado, de la importancia que tenga dentro del conjunto del sistema de protección, de la atención que los profesionales reciban de cara a la mejora de su trabajo, etc. En otras palabras, el buen funcionamiento del acogimiento familiar es sólo en parte responsabilidad de los profesionales implicados, dependiendo también de forma importante de quienes tienen la capacidad de organizar los servicios y de proveer los recursos, es decir, de los responsables de las políticas de infancia y familia. La debilidad crónica de las estructuras administrativas y profesionales alrededor del acogimiento familiar no suele dar de ellos la mejor imagen, con las muy meritorias excepciones que también en este terreno existen. Y si en páginas anteriores hemos defendido que los profesionales del acogimiento deben dar la palabra y, en la medida de lo posible, hacer partícipes a los implicados en la toma de decisiones que les conciernen, justo es aplicar aquí el mismo razonamiento a propósito de los profesionales y de su papel en la organización y planificación de los servicios, que no pueden hacerse eficaz y seriamente ignorando la experiencia y las perspectivas de quienes en ellos trabajan y, frecuentemente, de quienes mejor conocen la realidad, sus necesidades y limitaciones. Porque los profesionales deben estar no sólo para ejecutar los diseños que se determinen, sino también para contribuir a conformar y a enriquecer esos diseños sirviéndose de sus conocimientos y experiencia. A propósito de la organización político-administrativa del acogimiento familiar, merece la pena hacer referencia al hecho de que la organización del Estado español en comunidades autónomas, a las que se ha transferido toda la responsabilidad en materia de protección de la infancia, ha tenido indudables aspectos muy positivos en muchos terrenos. Sin embargo, en el campo concreto que en este libro nos ocupa, la dispersión de la responsabilidad y el control ha dado lugar a una sorprendente diversidad. Es sorprendente, por ejemplo, que estando
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todas las comunidades autónomas bajo la misma legislación que define claramente los tipos de acogimiento de que se habló en el capítulo 2, se haya impuesto una diversidad que, al menos en apariencia, conduciría a pensar que cada una trabaja con una legislación de partida diferente. Así, en el análisis que Fernández del Valle y Bravo (2003) han hecho del acogimiento familiar en España se pone de manifiesto una diversidad de tipologías de acogimiento familiar entre la que no siempre es fácil reconocer las modalidades descritas en nuestro segundo capítulo. En efecto, en su repaso a la realidad del acogimiento en las distintas comunidades autónomas españolas, estos autores se han encontrado con acogimientos referenciales, con acogimientos de menor con medida, con acogimientos especializados por especial preparación o por especial dedicación, con acogimientos a tiempo parcial o completo, con acogimientos compartidos, con familias educadoras, con familias sustitutas profesionalizadas y hasta con «familias sustitutas institucionalizadas». Hay mucho de positivo en que cada entidad pública defina y desarrolle los programas de acogimiento que más se ajusten a sus necesidades y planteamientos. Así, por ejemplo, allí donde haya una incidencia importante de población inmigrante tiene todo el sentido prever la forma en que se atenderá a los acogimientos de inmigrantes, lo que carece de sentido donde esta problemática sencillamente no existe. Hay además tradiciones locales que merecen la pena mantenerse porque han demostrado eficacia y buenos resultados. Si anteriormente hemos defendido la bondad de la diversificación de los programas de acogimiento familiar, no defenderemos ahora su uniformidad y estandarización. Pero cuando al analizar la situación global del acogimiento en España lo primero que aparece es la jungla terminológica a que acabamos de referirnos, existen razones para temer que esa diversidad en los términos sea simplemente la manifestación más superficial de una gran diversidad en la calidad de los programas de acogimiento. Por otra parte, las políticas de infancia y familia de las diferentes comunidades autónomas son estancas entre sí, existiendo escasa permeabilidad entre ellas que permita que las innovaciones de las unas sean aprovechadas por las otras, o que los instrumentos y herramientas profesionales que se ponen a punto en una zona sean incorporadas a la
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práctica profesional que se desarrolla en otra. Como se ha indicado anteriormente, es del todo revelador que el esfuerzo más reciente por llevar a cabo una intervención y una investigación que han trascendido las fronteras de la división político-administrativa haya provenido de una entidad privada vinculada a una caja de ahorros. Por nuestra parte, pensamos que nuestra configuración territorial no debería ser obstáculo para la existencia de esfuerzos coordinados para hacer del acogimiento familiar una realidad más profesionalizada y mejor atendida. De hecho, hubo un tiempo en que existió suficiente liderazgo técnico desde la administración central como para impulsar el tipo de coordinación del que estamos hablando. Pero un cambio de gobierno en 1996 trajo consigo el desmantelamiento de la estructura administrativa que daba soporte a la idea de esfuerzos comunes para una empresa común, y no parece que el paso del tiempo haya sido capaz de resolver adecuadamente el vacío entonces producido. Una de las lamentables consecuencias de la ausencia de coordinación a que estamos refiriéndonos tiene que ver con la enorme dificultad para disponer de datos estadísticos fiables y de buena calidad sobre el acogimiento familiar. Resulta poco sorprendente que si las denominaciones varían con las fronteras territoriales sea tan difícil disponer de estadísticas y datos unificados sobre acogimiento familiar en España. Y la importancia de los datos no radica fundamentalmente en que permitan responder a la curiosidad de los investigadores, sino en que hacen posible diagnosticar mejor las dificultades, identificar más adecuadamente los problemas y controlar la eficacia del sistema (Stukes Chipungu y Bent-Goodley, 2004). En otras palabras, con mejores datos se puede prestar un mejor servicio y hacer una mejor intervención sobre el acogimiento familiar. Para que tales datos puedan existir hace falta superar las barreras territoriales y disponer de un sistema de indicadores compartido, así como de unos procedimientos para la recogida, la recopilación y la explotación de la información. Si tales cosas existen respecto a otras facetas de nuestra realidad social (la educación, por ejemplo), no es imposible que existieran también en relación con el acogimiento familiar. Pero, para ello, se requieren una voluntad política y una capacidad organizativa de las que se dispone en unos ámbitos y de las que se carece en otros, entre los que se encuentra el acogimiento familiar.
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Los datos que se echan de menos incluyen prácticamente todos los aspectos y procesos del acogimiento familiar: modalidades de acogimiento, tiempo de permanencia, motivos de entrada y salida, porcentajes de niños y niñas que pasan a cada una de las alternativas posteriores y motivos por los que ello ocurre, acogimientos que se interrumpen y por qué, servicios que se ponen a disposición de los implicados, con su tasa de utilización y la valoración de su eficacia, etc. Los datos que se necesitan tendrán muchas veces a los niños y a las niñas como protagonistas centrales, pero también serán necesarios respecto a sus padres, a sus hermanos, a sus acogedores, a los profesionales que intervienen en el proceso, etc. Y aunque la empresa parezca en exceso ambiciosa, es perfectamente posible. Y si no lo fuera para las administraciones, podría serlo para un equipo universitario con conocimientos y experiencia en el tema, que en estrecho contacto con los responsables administrativos y los profesionales y los protagonistas del acogimiento, podría desarrollar un sistema de indicadores de la máxima utilidad para la intervención profesional. Relacionado en parte con este problema se encuentra la necesidad de fomentar la investigación sobre acogimiento familiar. Como en el caso anterior, una investigación que puede servir para responder a la curiosidad de los investigadores, pero que tiene como objetivo último la mejora del acogimiento familiar. Porque si la práctica profesional genera una gran cantidad de experiencias personales del máximo valor, tiene en sí misma más dificultades para generar conocimiento compartido y contrastado. Para ello, el papel de la investigación es insustituible. Una investigación que será tanto más rica y aprovechable cuanto menos alejada esté del trabajo que los profesionales realizan y de las necesidades y los problemas de los protagonistas del acogimiento familiar. Saber más para intervenir mejor es una de las claves del progreso en todos los ámbitos, incluido el que nos ha ocupado a lo largo de este libro. La formación y la consolidación de equipos de investigación especializados en acogimiento familiar son seguramente las vía más prometedoras en este sentido; equipos que hoy mejor que nunca pueden beneficiarse de las redes de investigación y documentación que las nuevas tecnologías de la comunicación han puesto a nuestra disposición. Es mucho lo que necesita ser investigado en torno al acogimiento familiar. Por una parte, investigación descriptiva para permitirnos co-
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nocer mejor la realidad del acogimiento, sus datos, sus problemas, sus recursos y sus tendencias. Por otra parte, investigación básica para analizar algunos de los procesos clave en el desarrollo de los acogimientos familiares, como, por citar sólo un ejemplo, los cambios en las representaciones mentales del apego una vez que los niños son separados de sus familias y luego de transcurrido un cierto tiempo desde su inicio. Finalmente, investigación ligada a la evaluación del impacto de las intervenciones profesionales, como la evaluación de la eficacia de los programas de formación o la de las innovaciones en acogimiento familiar, como se hizo, por ejemplo, a propósito del programa «Familias canguro» (Amorós y otros, 2003), varias veces mencionado a lo largo de este libro. El del acogimiento es entre nosotros un vasto territorio inexplorado que está a la espera de iniciativas de investigación que ayuden a conocerlo mejor y, por ende, a mejorarlo. Por último, hay toda una serie de importantes factores que afectan al acogimiento familiar y que pertenecen no al ámbito de la intervención profesional, sino al de la acción política. De ella depende, por ejemplo, la forma en que se definen, se organizan y se coordinan las políticas de familia e infancia; la manera en que se articulan las intervenciones administrativas y las judiciales; la arquitectura del sistema de protección y el engarce entre sus diferentes componentes; el lugar y la importancia que el acogimiento tiene dentro del sistema y los recursos que se destinan a su puesta en marcha, a su apoyo, a su evaluación y mejora. Todos los anteriores son ejemplos de las responsabilidades que tienen las autoridades de las que depende el acogimiento familiar, un formidable pero muy complejo recurso que debe todavía luchar por salir del muy secundario papel que las políticas de protección de la infancia le han asignado.
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ÍNDICE ANALÍTICO
abuelos acogedores, 73, 103, 106, 138, 188, 207, 215-216, 224, 245, 247 acogimiento de urgencia-diagnóstico, 14, 72-73, 75, 7881, 91, 95, 111, 114, 117-118, 150, 167, 195-197, 203, 247-249 en familia ajena, 69, 74, 79, 90, 103, 106-107, 138, 141-143, 188, 208, 210-213, 223, 245 en familia extensa, 14, 69-70, 73-74, 79, 8990, 95, 103, 106, 111, 114, 138, 141-142, 168-179, 183, 188, 192, 195, 207-225, 244245, 247 especializado, 14, 79, 88, 91, 111, 124, 127, 195, 225 permanente, 51, 70, 72, 79-80, 84, 95, 107, 114, 117, 141, 168, 171, 205, 247 preadoptivo, 51, 67-69, 72, 74, 79-80, 8788, 91 residencial (institucionalización), 66-67, 69, 72-74, 80, 109, 131, 198, 203, 205-206, 208-209, 227, 231, 234-235 simple, con previsión de retorno, 51, 68, 70, 72, 79-84, 91, 114, 119-120, 122, 124, 141, 167, 193, 238
adaptación (acoplamiento), 14, 72, 87-88, 122123, 132-133, 135, 145, 156, 167, 170, 188, 193, 210, 227-231, 246-247 adopción, 51, 55, 64, 66-68, 72, 81, 84, 86, 87, 93, 101-102, 108-110, 114, 130, 132, 173, 198-199, 205, 238, 246 agresividad, 24-25, 30, 35, 45-46, 99, 107, 113, 129-130, 181-182, 185, 210 apego (vinculación) 21-23, 26, 34, 43-44, 46, 57-59, 77, 112-113, 129, 131, 171, 176, 178, 184-185, 199, 201, 203, 210, 213, 225. apoyo profesional (véase intervención profesional) apoyo social, 75-76, 82-83, 100, 102, 121, 128, 139, 191, 201-202, 209, 229 autoestima, 21, 23, 26, 34, 43-45, 59, 112-113, 204 captación de familias, 14, 70, 84, 88, 91, 102103, 137-138, 140, 144-156, 187, 219, 229, 250, 252 compensación económica, 88, 102, 133, 141143, 148, 152, 156, 190-192, 199, 209, 212, 228-229, 243-245
272
ACOGIMIENTO FAMILIAR
comunicación, 27, 62, 76, 128, 159, 161, 167, 191, 201-202, 230 conflicto de lealtades, 76, 177, 185, 234 crecimiento (véase desarrollo físico) desamparo, situación de, 17, 53, 87 depresión, 23, 44-45 desarrollo cognitivo, 19, 25, 48, 54, 62, 112, 115, 204 del lenguaje, 19, 25, 29, 39, 42, 54, 62, 112, 115, 204 físico, 19, 42, 54, 111, 115 social, 24, 46, 54, 62 despedida, 107-108 dinámica familiar (véase estilos educativos) drogadicción, 20, 35, 40, 82, 96, 98, 101, 113, 120, 172, 200, 204, 213, 216, 220, 237 edad de los acogedores 86, 103, 125, 158, 166, 170, 215-216, 244 de los acogidos, 64, 75, 79, 84, 128-131, 140, 160, 165, 175, 181, 183, 198, 203, 247 de los padres, 96, 120 estadísticas, 69, 73, 89, 91, 108, 209, 256 estilos educativos, 25, 76-77, 96, 99, 104, 116, 118-122, 124, 139, 159, 166, 168, 200-202, 213, 215, 221, 229 estrés, 41-43, 75, 108, 113, 121, 130, 189, 253 expectativas, 116, 124, 132, 160, 165, 172, 183, 221, 224, 229 Factores de riesgo (véase riesgo, factores de) Familia biológica, 94, 101 Formación, 12, 14, 69-71, 73, 81, 88, 127, 133, 138-141, 143-145, 147-148, 150, 152, 156170, 178-179, 186-188, 191-192, 199, 206207, 212, 223, 225, 228, 245, 257-258 hermanos (de los acogidos), 75, 90, 111, 115, 121, 130, 134-135, 140, 143, 160, 171, 177, 203, 205, 208, 216, 224, 227, 248 hijos de los acogedores, 102, 104-105, 108, 124125, 158, 186, 199 hiperactividad, 29, 42, 49, 61, 113, 181 ingresos económicos, 82, 98, 100, 104, 106, 116, 121, 158, 200-202, 216, 220, 239, 244 interrupción del acogimiento, 85, 117, 124, 126, 128-136, 143, 183, 185, 187, 204-205, 211, 257 intervención profesional, 12, 13, 14, 70, 75-76, 8283, 86, 99-100, 102-103, 105, 108, 118, 127-
128, 136-144, 148, 152, 156, 172, 179, 184, 187-194, 199, 201, 210-212, 223-224, 245 legislación sobre acogimiento, 12, 13, 15-18, 51-53, 65, 68-71, 78-79, 84, 86-87, 206 maltrato infantil, 12, 13, 17, 21, 23, 28, 30-35, 42, 53, 60, 75, 94, 111, 113, 122, 129, 131132, 177, 204, 208, 213, 221, 225, 230 abuso sexual, 23. 25, 33-34, 36-38, 41, 49, 93, 112 maltrato físico, 25, 32, 37, 41 maltrato psicológico, 23, 25, 28, 30, 32-34, 37 negligencia (abandono), 23, 25, 28, 30, 3234, 37-38, 40, 48-49, 122, 132, 213 mentiras, 63, 113, 130, 179 modelos internos de relaciones interpersonales, 22, 44, 59, 131-132, 258 motivación, 23, 87, 97, 99, 103, 124, 139, 142, 147, 149-151, 153, 160, 167, 201-203, 219, 222, 229, 241 necesidades educativas especiales, 70, 75, 88, 103, 112, 130, 140, 142-143, 160, 227, 244, nivel educativo de los acogedores, 104, 106, 125, 158, 202, 216, 244 de los padres, 96, 113, 200 pérdida, sentimientos de, 59, 76, 83, 157, 163, 169, 171-173 preservación de la unidad familiar, 51, 54, 111, 208-209 preparación para el acogimiento, 83, 134, 140, 181, 187, 192, 246-247 problemas de conducta, 75, 82, 88, 107-108, 113, 126-131, 140-141, 177-178, 181, 185, 189, 204, 211, 216, 227-228, 230-231 respiro (servicios de), 141, 148, 193, 196, 244 rendimiento académico, 27-28, 48-50, 112, 114, 204, 214, 247 retribución a los acogedores (véase compensación económica) reunificación familiar, 51, 77, 81-84, 114, 119123, 160, 173, 180, 198-199, 205, 212, 222, 235, 238-240, 248 riesgo, factores de, 39, 75, 113, 134, 157, 184, 237-239, 247 riesgo, situación de, 51-52, 179, 197, 236 robos, 105, 113, 130, 179, 185
ÍNDICE ANALÍTICO
roles de las familias acogedoras, 71, 74, 81, 101, 106, 124, 142, 157, 186, 190, 214, 224, 234, 241 ruptura (véase Interrupción del acogimiento) salud de los acogedores, 106, 158, 166, 170, 216, 220, 244 de los niños, 19-20, 40, 107, 111-112, 121, 160, 200, 216, 225, 227, 230 de los padres, 82, 85, 98, 100, 113, 120, 200 salud mental, 23 de los acogidos, 75, 88, 204, 211 de los padres, 98, 213 satisfacción con el acogimiento, 127-128, 130131, 138, 143, 151-152, 156, 187, 191-192, 203, 230-231, 244 seguimiento, 14, 52, 87, 95, 98-99, 135, 145, 187-194, 215, 222-223, 228, 230-231, 242, 250-251, sentimientos de pérdida, 59, 76, 83, 157, 163, 169, 171-177, 204, 224, 237, 246-247 sentimientos de culpa, 44, 59, 61, 98, 171, 177, 214-215
273
separación de los acogedores, 77, 81, 141, 187, 193, 207, 234 de los acogidos, 160-161 de los padres, 12, 63, 76, 80. 82, 97, 112, 120, 122, 169, 171-173, 178, 201-202, 204, 210, 214, 234, 238, 241, 246, 258 sida (VIH), 41, 112 sistema de protección de la infancia, 12, 13, 18, 50-54, 87, 135, 140, 144, 190, 197-198, 206, 210, 214-215, 224, 227, 234-236, 240241, 243, 249-250, 253-254, 258 tratamiento familiar, programas de, 52, 75, 234235, 238-240 valoración, 14, 67, 69-71, 84, 88, 91, 139-140, 143, 145, 147, 149-150, 156-170, 178, 187, 191-192, 196, 198-199, 203, 215, 217, 220, 223, 228-229, 250 vinculación (véase apego) visitas, contactos, 77, 81, 83, 90, 100-101, 107, 115, 123, 126, 138, 141, 160-161, 165-167, 172173, 176, 183-184, 188-190, 201, 203, 210, 212, 222, 228, 230, 234, 239-240, 242, 248-249
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Adler, L., 209 Administration for Children and Families, 209, 211 Albert, V., 226 Allison, J., 226 Altshuler, S., 113 Álvarez-Baz, E., 247 Amorós, P., 68-69, 71-73, 81, 82, 95, 98, 102106, 110-114, 117, 119, 138-140, 162, 175, 197, 201-202, 205, 207, 225-226, 258 Badeau, S. H., 236 Baker, J. N., 228-229 Barth, R. P., 122, 161, 169, 197, 206, 209, 211212, 216-217 Barusch, A.S., 122 Bass, S., 235-236, 241, 248, 252 Bean, G., 86, 126-127 Bebbington, A., 104 Beckett, C., 55, 60 Beek, M., 171-172, 176, 181-182 Behrman, R. E., 235, 241, 248, 252 Belsky, J., 75, 208 Benedict, M., 148 Bent-Goodley, T. B., 241, 249, 251, 253, 256
Bereika, G., 148 Bergerhed, E., 209 Berkowitz, G., 111 Berrick, J. D., 161, 169, 209, 211-213, 216, 226 Berridge, D., 86, 96, 101, 111, 113, 117, 124, 126, 129-130, 134, 140-144, 147, 183, 192, 197, 211 Bhopal, K., 176 Biggerstaff, M. A., 163 Block, N. M., 241 Borland, M., 104-105, 108, 111, 113, 127, 132, 137-144, 147-148, 150, 152, 185, 187-188, 190, 193 Bowlby, J., 21, 171, 175 Brannen, J., 176-177 Bravo, A., 73, 209, 247, 255 Britner, P. A., 88, 124, 127, 228 Bronfenbrenner, U., 75 Bryant, B., 225 Buck, P., 162 Budd, K., 239 Bullock, R., 83, 126 Butler, S., 133, 142, 191
276
ACOGIMIENTO FAMILIAR
Butt, R. L., 120
Fuertes, J., 69, 71, 138
Cain, H., 208 Caspi, A., 75 Castle, J., 55, 60 Cerezo, M. A., 44-45 Chamberlain, P., 141, 143, 147-148, 156, 192, 229 Charles, M., 133, 142, 191 Chasnoff, I. J., 40 Child Welfare League of America, 90, 134, 154, 161, 162, 164, 165, 169, 174, 208, 223, 225 Clancy, T., 122 Cleaver, H., 83, 86, 108, 123, 126, 129, 134, 140, 183, 211 Colton, M., 209 Congressional Research Services, 223 Courtney, M., 226 Craig, B. R. H., 171 Crawley, M., 125 Creus, E., 66 Croft, C., 55, 60 Cubiles, J. E., 79-80
Gallaway, B., 225, 227 Ganger, W., 211 Garlan, A. F., 230 Garnett, L., 88, 129, 134 Gebel, T., 212, 214, 216 Geen, R., 213 Ger, M., 140 Gleeson, J., 113 Glidden, L. M., 130 Glisson, C., 230 Gómez de Terreros, I., 41 Gordis, E. B., 42-43 Grandpre, M., 153 Gray, M. R., 229 Greef, R., 208, 210 Griffith, D. R., 40 GRISIJ, 86, 88, 146, 150, 153-154, 161, 164, 230-231 Groohues, Ch., 55, 60 Grotevant, H., 173 Guernicaechevarría, C., 41 Guo, S., 122
D’Angelo, L., 231 Dance, C. H., 83, 123, 179 Davis, L., 122, 211 de Paúl, J., 41 Denby, R., 86, 126 Devine, C., 139 Diego, F., 140 Dubowitz, H., 211, 215, 230 Dumaret, A., 85 Dunn, J., 55, 60 Echeburúa, E., 41 Elder, G., 75 Engel, J. M., 139 Entriken, C., 122 Fahlberg ,V., 173-174, 176 Fanshel, D., 119, 230 Feigelman, S., 211 Fein, E., 213 Fernández del Valle, J., 73, 109, 209, 247, 255 Festinger, T., 122, 228, 241 Freier, C., 40 Freixa, M., 103 Fried, C., 88, 124, 127, 228 Fuentes, M. J., 22 Fuentes, N., 73, 81-82, 95, 98, 102-106, 110114, 117, 119, 162, 175, 180, 197 199, 202203, 205, 207, 258
Haak, M., 83, 126 Halfon, N. G., 111 Hampson, R., 139 Harden, B. J., 246 Harrington, D., 211 Hazel, N., 88, 226 Hegar, R. L., 89-90, 134, 208-210, 215 Heptinstall, E., 176-177 Hernández, E., 226 Hess, P., 144 Hidalgo, M., 23 Hill, M., 104-105, 108, 111, 113, 127, 132, 137144, 147, 150, 152, 185, 187-188, 190, 193 Hohman, M. M., 120 Holdsworth, M., 239 Holman, R., 211 Horejesi, C., 171 Hormer, W. C., 126 Hosie, K., 83, 126 Hudson, J., 225-227, 230 Hulsey, T. C., 230 Hundleby, M., 88, 129, 134, 208, 212, 215216 Intebi, I., 41 Jablonka, K., 163 Jackson, S., 162, 169
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Jacobs, M., 162 James Bell Associates, 125, 146, 154 Jenkins, S., 97 Jiménez, J., 33, 49 Jivanjee, P., 231 Johnson, P. R., 116, 175-176, 225 Johnston, E., 226 Jones, L., 75, 82, 121 Jordan, C. T., 122 Kadushin, A., 208 Kagan, R. M., 131 Kähkonen, P., 213 Kates, W. G., 225 Keane, A., 208, 212, 215, 228 Keller, T., 211, 217 Kelly, G., 83 Korbin, J., 208 Kreppner, J., 55, 60 Lamont, E., 211, 217 Landsverk, J., 122, 211 Larson, G., 226 Lau, W., 163 Le Prohn, N. S., 211-212, 214, 216-217, León, E., 73, 81-82, 95, 99, 102-104, 106, 110114, 117, 119-125, 162, 175, 180, 197, 199, 202-203, 205, 207, 211-212, 214, 216-217, 225, 241, 258 Levin, S., 226 Levine, K. G., 179 Libowitz, A. S., 214 Lindhome, B., 161 López, F., 22, 37 Lowe, K., 102, 132, 140 Maluccio, A., 82, 120-121, 152 Marcus, R. F., 230 Margolin, G., 42-43 Martin, G., 99, 102, 104, 144, 146, 174, 178, 186 Martínez, A., 41 Mayes, D., 83, 123, 179 McFadden, E. J., 185-186 McRoy, R., 173 Mendonca, A., 111 Mesas, A.,, 82, 95, 98, 102-106, 110-114, 117, 119-125, 162, 175, 180, 197, 199, 202-203, 205, 207, 225, 258 Miles, J., 104 Millham, S., 83, 126 Minnis, H., 139 Mintum, G., 144
277
Moehlman, A., 144 Molina, M. C., 103 Moore, B., 153 Mora, M. J., 140 Moreland, S., 141, 143, 147, 192, 229 Moreno, M. C., 24, 30, 47-48 Mosek, A., 209 Murray, J., 40 Nasuti, J., 212 Needell, B., 161, 169, 209, 211-212, 216-217 Neut, B., 218-219 Newton, E., 122, 211 Norman, E., 97 Núñez, A., 246 Nutter, R. W., 226 O’Brain, V., 89, 233 O’Connor, Th., 55, 60 Oliva, A., 33, 46-47, 49 Ortiz, M. J., 22 Pablo, J., 171 Palacios, J., 23, 26, 33, 37, 46-47, 49, 55-56, 73, 8182, 95, 98, 102-106, 110-114, 117, 119, 162, 175, 180, 197, 199, 203, 205, 207, 225, 258 Palmer, S., 184 Part, D., 105, 186 Pasztor, E., 148, 162 Payne, V., 211, 217 Pecora, P., 152, 212 Pérez Pereira, M., 126 Perkins, D. F., 83 Petr, C. G., 122 Pfeiffer, S. L., 230 Pinderhughes, E. E., 132 Pine, B., 162 Pitts, G., 144 Plumer, E., 151 Portengen, R., 184 Proch, K., 228 Quinton, D., 75, 83, 123, 141, 179, 187 Rader, M. W., 225 Ramsay, D., 156 Ratterman, D., 99 Ray, J., 127 Redding, R. E., 88, 127, 228 Reddy, L. A., 230 Reid, K., 131, 141, 143, 147-148, 192, 229 Rindfleisch, N., 86, 126-127 Roca, M. J., 69, 71, 138
278
ACOGIMIENTO FAMILIAR
Rodwell, M. K., 163 Rolock, N., 151 Rosenfeld, A. A., 112-113, 132, 136, 225, 227 Rowe, J., 88, 129, 134, 208, 212, 214, 216 Rubenstein, J., 226 Rushton, A., 83, 123, 141, 179, 187 Russel, S., 163 Rutter, M., 55, 60, 75 Saldaña, D., 33, 46-47, 49 Sánchez-Sandoval, Y., 64 Sanchirico, A., 163 Sanderson, H. W., 125 Santa Cruz, M. A., 140 Sargent, K., 171, 172, 176, 181-182 Sawyer, R., 215 Scannapieco, M., 90, 106, 208, 215 Schaffer, H. R., 39 Schofield, G., 171-172, 176, 181-182 Scoll, B., 153 Sellick, C., 184 Shannon, D., 162 Shields, M. K., 235, 241, 248, 252 Shinn, E. B., 119 Shook, K. L., 212 Shore, N., 211, 217 Short, R., 184 Sim, K., 211, 217 Simms, M. D., 111 Smith, R. S., 113 Snowden, R. L., 122 Soliday, E., 225 Spitz, R., 55 Staff, I., 231 Starr, R., 211 Steinberg, L., 229 Stone, N. M., 81, 130, 196-198, 203 Streider, F. H., 225
Streiner, D., 225 Stukes Chipungu, S., 241, 249, 251, 253, 256 Swart, G. T., 114 Taber, M., 228 Ten Broek, E., 122 Terr, L., 42 Testa, M. F., 151, 212 Thoburn, J., 85, 89, 171-172, 176, 181, 209 Thorpe, M., 114 Touliatos, J., 161 Treseder, J., 141, 187 Triseliotis, J., 86, 104-105, 108, 111, 113, 124, 131-132, 134, 137-144, 147, 150, 152, 184188, 193, 196-198, 211 U. S. Department of Health and Human Services, 215, 216 Van Neut, B., 209 Vila, I., 26 Villalba, C., 106, 111, 114, 215 Vondra, J., 75 Voss, R., 116, 175-176 Ward, H., 140 Waterhouse, S., 147 Wells, K., 231 Werner, R., 113 Wetherbee, K., 211, 217 White, R.B., 148, 230 Whittaker, J., 152 Wilkinson, C., 127 Willians, M., 209 Wulczyn, F., 83, 241 Wynne, S., 137, 148 Yoken, C., 116, 175-176, 178
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