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Psicología de la salud Abordaje integral de la enfermedad crónica
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Psicología de la salud: Abordaje integral de la enfermedad crónica
EL LIBRO MUERE CUANDO LO FOTOCOPIA AMIGO LECTOR: La obra que usted tiene en sus manos posee un gran valor. En ella, su autor ha vertido conocimientos, experiencia y mucho trabajo. El editor ha procurado una presentación digna de su contenido y está poniendo todo su empeño y recursos para que sea ampliamente difundida, a través de su red de comercialización. Al fotocopiar este libro, el autor y el editor dejan de percibir lo que corresponde a la inversión que han realizado y se desalienta la creación de nuevas obras. Rechace cualquier ejemplar “pirata” o fotocopia ilegal de este libro, pues de lo contrario estará contribuyendo al lucro de quienes se aprovechan ilegítimamente del esfuerzo del autor y del editor. La reproducción no autorizada de obras protegidas por el derecho de autor no sólo es un delito, sino que atenta contra la creatividad y la difusión de la cultura. Para mayor información, comuníquese con nosotros: Editorial El manual moderno S. A. de C .V.
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Carrera 12A No 79-03/05 Bogotá, D.C.
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Psicología de la salud Abordaje integral de la enfermedad crónica Marcela Arrivillaga Quintero Diego Correa Sánchez Isabel Cristina Salazar Torres
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Psicología de la salud: Abordaje integral de la enfermedad crónica
Psicología de la salud. Abordaje integral de la enfermedad crónica MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO DIEGO CORREA SÁNCHEZ ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES © 2007 ISBN: 978-958-9446-20-1
Editorial El Manual Moderno (Colombia) Ltda. E-mail
[email protected] www.manualmoderno.com Bogotá, D. C. Diseño: Germán Leal Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema alguno de tarjetas perforadas o transmitida por otro medio –electrónico, mecánico, fotocopiador, registrador, etcétera– sin permiso previo por escrito de la Editorial. All rights reserved. No part of this publication may be reproducer, stored in a retrieval system, or transmitted in any form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording or otherwise, without the prior permission in writing of the Publisher.
y el diseño de la portada son marcas registradas de Editorial El Manual Moderno, S. A. de C. V.
Ficha Catalográfica Arrivillaga Quintero, Marcela Psicología de la salud : abordaje integral de la enfermedad crónica / Marcela Arrivillaga Quintero, Isabel Cristina Salazar Torres, Diego Correa Sánchez. — Bogotá : Editorial El Manual Moderno, 2007. 304 p. ; 23 cm. Incluye índice. ISBN 978-958-9446-20-1 1. Enfermedades crónicas - Aspectos psicológicos 2. Enfermedades crónicas - Aspectos sociales 3. Psicología de la salud I. Salazar Torres, Isabel Cristina II. Correa Sánchez, Diego. III. Tít. 616.0019 cd 21 ed. A1115181 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
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Contenido
Colaboradores ................................................................................................ XI Resconocimientos ....................................................................................... XIII Presentación ................................................................................................. XV Parte I Enfermedades crónicas: Aspectos psicológicos e intervención Capítulo 1 Aspectos psicológicos del cáncer y su afrontamiento ..................................... 3 Diego Correa Sánchez e Isabel Cristina Salazar Torres Introducción ..................................................................................................... 3 La comunicación del diagnóstico: la crisis inicial ............................................ 5 Impacto psicológico y reacciones emocionales en el paciente con cáncer ...... 6 Intervención psicológica cognitivo-conductual ............................................. 12 Afrontar los tratamientos: la cirugía, la radioterapia y la quimioterapia ....... 15 Intervenciones grupales ................................................................................. 17 Aspectos psicológicos e intervención en la fase terminal .............................. 19 El trabajo psicológico con las familias de pacientes con cáncer en fase terminal ......................................................................................... 21 Conclusiones .................................................................................................. 23 Referencias ..................................................................................................... 23
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Capítulo 2 Impacto emocional e intervención psicológica con personas diagnosticadas con VIH/sida .................................................................... 27 Diego Correa Sánchez, Isabel Cristina Salazar Torres y Marcela Arrivillaga Quintero Introducción................................................................................................... 27 Consideraciones generales respecto al VIH/sida ........................................... 29 Reacciones emocionales ante el diagnóstico de VIH/sida ............................. 29 Intervención psicológica con personas diagnosticadas con el VIH/sida ........ 33 Vivir con VIH: afrontamiento y percepción de control................................. 36 Los grupos terapéuticos: una opción de intervención con personas infectadas con el VIH/sida................................................... 38 Intervención en problemas de adherencia al tratamiento.............................. 42 Familia: un duelo con complicaciones ........................................................... 45 Conclusiones .................................................................................................. 50 Referencias ..................................................................................................... 50 Capítulo 3 Evaluación y tratamiento psicológico de la diabetes mellitus....................... 53 Isabel Cristina Salazar Torres y Mónica Ventura de Chapaval Introducción................................................................................................... 53 Consideraciones generales de la diabetes mellitus ......................................... 54 Impacto psicológico ante el diagnóstico de diabetes mellitus ....................... 56 Evaluación psicológica en casos de diabetes mellitus ................................... 58 Instrumentos de evaluación ........................................................................... 59 Intervención psicológica en casos de diabetes mellitus ................................. 67 Adhesión al tratamiento ................................................................................ 77 Apoyo familiar y social ................................................................................. 78 Conclusiones .................................................................................................. 80 Referencias ..................................................................................................... 80 Capítulo 4 La diabetes en la edad pediátrica: Abordaje integral ................................... 85 Ofelia Vélez Orrego, Beatriz Gracia de Ramírez, Martha Lucía Lemos de Delgado, Ana Victoria Blanco Rodríguez, José Alfredo Calderón García y Hernán Castañeda Martínez
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Introducción ................................................................................................... 85 Clasificación de la diabetes mellitus .............................................................. 86 Fisiopatología de la diabetes mellitus ............................................................ 87 Prevalencia de la diabetes mellitus en niños .................................................. 88 Tratamiento y seguimiento de la diabetes mellitus en niños ......................... 89 Tratamiento de urgencia ................................................................................ 89 Manejo ambulatorio....................................................................................... 90 Manejo de enfermería en la diabetes tipo I ................................................... 91 Manejo de la dieta en pacientes con diabetes mellitus tipo I ........................ 92 Educación física en diabetes tipo I ................................................................ 95 Intervención psicológica en niños con diabetes tipo I ................................... 97 Conclusiones ................................................................................................ 101 Referencias ................................................................................................... 102 Capítulo 5 Hipertensión arterial: factores de riesgo e intervención biopsicosocial ..... 105 Marcela Arrivillaga Quintero y Diego Correa Sánchez Introducción ................................................................................................. 105 Presión arterial e hipertensión arterial ......................................................... 106 Factores de riesgo asociados a la hipertensión arterial y la enfermedad cardiovascular ............................................................... 110 Estrategias de intervención biopsicosocial en hipertensión arterial ............. 123 Conclusiones ................................................................................................ 145 Referencias ................................................................................................... 145
Parte II Situaciones críticas relacionadas con la enfermedad crónica capítulo 6 Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica ....................... 153 Mónica Ventura de Chapaval e Isabel Cristina Salazar Torres Introducción ................................................................................................. 153 Evolución en la conceptualización del dolor ............................................... 153 Clasificación del dolor ................................................................................. 159 Psicología y dolor ......................................................................................... 161
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Dolor: contenidos y procedimientos de la evaluación ................................. 162 Dolor: tratamiento psicológico .................................................................... 166 Equipo interdisciplinario y dolor crónico .................................................... 174 Conclusiones ................................................................................................ 177 Referencias ................................................................................................... 177 Capítulo 7 La enfermedad crónica en el niño y la familia: Consideraciones generales e intervención psicológica ...................................................... 181 Adriana Dussán Giraldo Introducción................................................................................................. 181 Comprensión de la enfermedad en el niño .................................................. 182 Impacto e intervención psicológica en el niño con enfermedad crónica ..... 182 Impacto e intervención psicológica en la familia del niño con enfermedad crónica .......................................................................... 184 Condiciones especiales de la enfermedad crónica en el niño: hospitalización y cirugía .......................................................................... 188 Cáncer y VIH/sida en niños, casos especiales .............................................. 192 Conclusiones ................................................................................................ 197 Referencias ................................................................................................... 198 Capítulo 8 El proceso de morir y los duelos en la enfermedad crónica ....................... 201 Ana Fernanda Uribe Rodríguez Introducción................................................................................................. 201 Preparación para la muerte .......................................................................... 202 El proceso de morir...................................................................................... 203 La muerte por enfermedad crónica ............................................................. 206 Las pérdidas y los duelos en la enfermedad crónica .................................... 208 Intervención psicológica en la fase terminal ................................................ 213 Conclusiones ................................................................................................ 220 Referencias ................................................................................................... 221
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Capítulo 9 Burnout en profesionales de la salud que atienden la enfermedad crónica ............................................................................ 225 Ingrid Carolina Gómez Barrios y Sandra Ximena Gómez Páez Antecedentes ............................................................................................... 225 Definiciones del burnout .............................................................................. 227 Variables relacionadas con el inicio y desarrollo del burnout ....................... 230 Consecuencias biopsicosociales del burnout ................................................ 235 Intervención preventiva del burnout ............................................................ 236 Conclusiones ................................................................................................ 243 Referencias ................................................................................................... 245 Capítulo 10 La humanización de la asistencia en la enfermedad crónica ...................... 247 Diego Correa Sánchez y Marcela Arrivillaga Quintero Introducción ................................................................................................. 247 ¿Qué es la humanización en salud? ............................................................. 248 Humanización y enfermedad crónica .......................................................... 249 Situaciones deshumanizantes en el mundo de la salud ............................... 250 Bioética, derechos del enfermo y atención humanizada .............................. 258 Estrategias de intervención para la humanización en salud ......................... 262 Conclusiones ................................................................................................ 270 Referencias ................................................................................................... 270
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Colaboradores
MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO Psicóloga, Magister en Educación, Pontificia Universidad Javeriana, Cali. Estudiante del Doctorado en Salud Pública, Universidad Nacional de Colombia. Profesora e investigadora, Departamento de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana. Cali, Colombia.
[email protected] ANA VICTORIA BLANCO RODRÍGUEZ Enfermera con entrenamiento en Diabetes de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Cali, Colombia. JOSÉ ALFREDO CALDERÓN GARCÍA Educador Físico. Integrante del equipo interdisciplinario de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Cali, Colombia. HERNÁN CASTAÑEDA MARTÍNEZ Psicólogo Clínico de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Cali, Colombia. DIEGO CORREA SÁNCHEZ Psicólogo, Universidad del Valle; candidato a Magister en Educación. Profesor e investigador, Departamento de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana. Psicólogo, Hospital Universitario del Valle y Corporación de Lucha contra el Sida. Cali, Colombia.
[email protected] ADRIANA DUSSÁN GIRALDO Psicóloga, Universidad del Valle. Psicóloga, Unidad Especializada de Pediatría del Hospital Universitario del Valle. Cali, Colombia.
[email protected] BEATRIZ GRACIA DE RAMÍREZ Nutricionista de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Profesora Titular, Departamento de Pediatría, Escuela de Medicina, Universidad del Valle. Cali, Colombia.
[email protected] XI
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INGRID CAROLINA GÓMEZ BARRIOS Psicóloga, Universidad del Norte, Barranquilla. Estudios de posgrado en Análisis Experimental del Comportamiento, UNAM, México. Magister en Educación, Pontificia Universidad Javeriana, Cali. Profesora e investigadora del área Psicología Organizacional y del Trabajo, Universidad del Valle. Colombia.
[email protected] SANDRA XIMENA GÓMEZ PÁEZ Psicóloga, Pontificia Universidad Javeriana. Cali. Candidata a Magíster en Psicología Clínica, Fundación Universitaria Konrad Lorenz, FUKL. Profesora e investigadora, Departamento de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana. Cali, Colombia.
[email protected] MARTHA LUCÍA LEMOS DE DELGADO Nutricionista de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Vicepresidenta Asociación de Nutricionistas y Dietistas Seccional Sur Occidental. Cali, Colombia. ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES Psicóloga, Máster en Terapia de Conducta, UNED, España. Profesora e investigadora, Departamento de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana. Práctica Clínica Privada. Cali, Colombia.
[email protected] ANA FERNANDA URIBE RODRÍGUEZ Psicóloga, Pontificia Universidad Javeriana, Cali. Especialista en Gestión en Salud, ICESI, Cali. Magister en Educación y Prevención del sida, Universidad Complutense de Madrid, España. Doctora en Psicología Clínica y de la Salud, Universidad de Granada, España. Profesora e investigadora, Departamento de Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana, Cali.
[email protected] OFELIA VÉLEZ ORREGO Médica Pediatra Endocrinóloga, Instituto de Seguros Sociales. Fundadora y Presidenta de la Asociación para Niños y Adolescentes Diabéticos Mellitus Tipo 1 (ANADIMEL). Cali, Colombia. MÓNICA VENTURA DE CHAPAVAL Psicóloga, Universidad del Valle. Especialista en Psicología Clínica, Universidad del Norte, Barranquilla. Máster en Terapia de Conducta, UNED, España. Práctica Clínica Privada. Profesora, Departamento de Ciencias Sociales. Pontificia Universidad Javeriana. Cali, Colombia.
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Reconocimientos
Los directores del libro Psicología de la salud: abordaje integral de la enfermedad crónica agradecen el apoyo del grupo de investigación “Psicología, Salud y Calidad de Vida” [PSCV] de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali, Colombia, del cual forman parte, para la realización de la obra. Este grupo ha sido reconocido desde el año 2000 por Colciencias1, como un grupo de máxima calidad científica y tecnológica2, y tiene por objetivos contribuir al desarrollo del conocimiento en el campo de la Psicología Clínica y de la Salud, por medio de la ejecución de proyectos de investigación de alto nivel académico y la realización de programas de intervención con impacto social, reconocidos por la comunidad científica nacional e internacional. De igual forma, los directores expresan su reconocimiento al equipo de autores que hicieron posible la publicación de esta obra. Su valioso y excelente trabajo es reflejo de su amplia experiencia en el estudio, evaluación y tratamiento integral de la enfermedad crónica. Se agradece también al grupo de expertos asesores que enriquecieron con sus apreciaciones los capítulos, a Delcy Elena Cáceres de Rodríguez, Psicóloga y Magíster en Educación, a Uriel Largo, Especialista en Medicina Interna; a Jaime Galindo Quintero, Especialista en Medicina Interna e Infectología; a Armando Echandía Alvarez, Especialista en Pediatría y Magíster en Epidemiología Clínica; a Rodrigo Reyes, Especialista en Salud Ocupacional; a Patricia Carvajal, Psicóloga de la Unidad de Cuidado Paliativo del Instituto de
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Entidad oficial líder en el fomento y el desarrollo de las actividades de ciencia y tecnología en Colombia. Colciencias otorgó al grupo PSCV, en mayo de 2006, la categoría A de excelencia en Colombia.
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Seguros Sociales de la ciudad de Cali; a Mónica Silva Añez, Psicóloga con Máster en Terapia de la Conducta, directora del Centro de Bienestar y profesora de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali; a Maria Teresa Varela Arévalo, Psicóloga, profesora e investigadora de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali y de la Universidad del Valle. A su vez, se reconocen y agradecen los aportes de Lyda Eugenia Holguín Palacios, Psicóloga y joven investigadora de Colciencias con el grupo PSCV, de Paula Andrea Hoyos Hernández, Mónica Cardona Ramírez y Marcela Tinoco Tenorio, estudiantes de último año de la Carrera de Psicología y practicantes de investigación en el grupo PSCV de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali, que participaron en la revisión final del libro. Finalmente, este libro también fue posible por el apoyo recibido por parte de la Vicerrectoría Académica, la Coordinación Institucional de Investigaciones y la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali, Colombia.
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Presentación
La salud es un campo que ha tenido un avance importante en las tres últimas décadas, debido al cambio conceptual que se produjo especialmente desde los años 70, cuando la Organización Mundial de la Salud [OMS] instó a diversas disciplinas para que se cuestionasen el objeto y las formas de intervención sobre la salud humana. La psicología no fue ajena a este planteamiento y la generación de una rama específica denominada Psicología de la Salud no se hizo esperar. Desde la fundación de las divisiones de Psicología de la Salud de la Asociación Psicológica Americana (American Psychological Association [APA]) hace 25 años, destacados profesionales asumieron una visión común sobre la contribución de las investigaciones y prácticas psicológicas, en la comprensión y promoción de la salud. En el año 2004, el consejo de la APA3 mostró su acuerdo para expandir la declaración de la misión organizacional de la Asociación, que actualmente incluye el avance de la psicología como un medio para la promoción de la salud, la educación y el bienestar humano. Los desarrollos de esta especialidad han sido cada vez mayores, y esto se debe en parte, a la conexión que existe entre la psicología y otras áreas del conocimiento de la salud, como la medicina, enfermería, trabajo social, fisioterapia, nutrición, entre otras, e incluso el avance y las aplicaciones que en este campo tiene la tecnología.
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American Psychological Association (2004). Bylaws of the American Psychological Association, Article I, 1. Recuperado el 8 de enero de 2004, de http://www.apa.org/gobernase/bylaws/artl.html
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La Psicología de la Salud ofrece múltiples oportunidades para generar cambios en las personas y las comunidades, pero sólo será eficaz si se continúa con el desarrollo y perfeccionamiento de modelos conceptuales, métodos de investigación y recursos de aplicación, sensibles a las variaciones del contexto4, y si se favorece la expansión del conocimiento a través de los distintos medios, incluyendo los tecnológicos5. En consecuencia, implica que la disciplina preste atención a los indicadores de las tasas de morbilidad y mortalidad, los comportamientos de riesgo y sus consecuencias en las condiciones de salud, los determinantes modificables de los riesgos psicológicos, sus efectos y las intervenciones relacionadas con ellos6, así como a la detección de aquellas características personales y las condiciones sociales y ambientales que potencian los recursos que los individuos y los grupos tienen, con el fin de mantener la salud y la calidad de vida. Sin duda, esto requiere el control de la calidad de los procesos y los diseños de investigación y de intervención, específicos e interdisciplinarios. Esta perspectiva coloca en el escenario la importancia de realizar ajustes en los programas de formación en las licenciaturas, los postgrados y demás cursos de extensión (diplomados, cursos, simposios, etc.) El aprendizaje de métodos de evaluación e intervención para el cuidado integral de la salud y el fomento del bienestar (y no necesariamente la curación de la enfermedad) es un tema fundamental en la formación profesional. Este aspecto seguramente podría tener un impacto indirecto en la reducción de costos de la salud pública y privada, dado que las nuevas competencias y actitudes que tendrían los profesionales frente al paciente y a todo lo que a la salud concierne, los conduciría a la implementación de programas que cumplan con estos fines. En lo que concierne al abordaje y manejo de las enfermedades crónicas se ha evolucionado significativamente. Inicialmente, las intervenciones en este campo no tenían resultados muy positivos. En la actualidad, se ha encontrado evidencia
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Yali, A. M. y Revenson, T. A. (2004). How changes in population demographics will impact Health Psychology: Incorporating a broader notion of cultural competence into the field. Health Psychology, 23 (2), 147-155. Keefe, F., y Blumenthal, J. (2004). Health Psychology: What Will the future Bring? Health Psychology, 23, 156-157. Saab, P., MaCalla, J., Coons, H., Christensen, A., Kaplan, R. y Johnson, S. (2004). Technological and medical advances: Implications for Healh Psychology. Health Psychology, 23, 142-146. Glawsgow, R., Vogt, T., y Boles, S. (1999). Evaluating the public health impact of health promotion interventions: The RE-AIM framework. American Journal of Public Health, 89, 1322-1327. Siegler, I., Bastian, L., Steffen, D., Bosworth, H. y Costa, P. (2002). Behavior medicine and aging. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 70, 843-851. Whitfield, K., Weidner, G., Clark, R., y Anderson, N. (2002). Sociodemographic diversity and behavior medicine. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 70, 463-481.
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empírica que soporta la eficacia de las intervenciones de la psicología de la salud en distintas enfermedades crónicas7. Los datos muestran que las intervenciones psicológicas y, específicamente las comportamentales, mejoran los síntomas y la calidad de vida de los pacientes. No obstante, muchos de los soportes empíricos de las intervenciones en enfermedad crónica no han sido ampliamente incorporados dentro de la rutina de la práctica clínica y hospitalaria, bien sea por inconvenientes en la transferencia de los resultados de la investigación al medio sanitario o por fallas en la motivación de los profesionales de la salud encargados del cuidado y atención de la persona con enfermedad crónica, relacionadas con la impotencia en el manejo de patologías de pronóstico poco exitoso. En algunos casos, la formación recibida por estos profesionales está dirigida por la idea de curar, más que de prevenir o mantener la funcionalidad y la calida de vida de las personas, lo cual afecta significativamente el manejo integral de la enfermedad crónica. Hoy en día, el horizonte es muy distinto, especialmente para la psicología, porque los principios científicos han sido aplicados al campo de la salud con una perspectiva distinta a aquella de carácter eminentemente curativo, aunque se trate de enfermedades crónicas. El psicólogo clínico y de la salud trabaja en la educación del paciente y la familia, con el objetivo de promover en él una vida de mayor calidad, en la que mantenga la autonomía, reconozca las potencialidades de su entorno y las emplee a favor de sí mismo y de sus seres queridos. Esta obra tiene como principal propósito presentar evidencias clínicas, empíricas y teóricas propias del campo de la psicología de la salud, útiles para la atención integral de personas con enfermedad crónica. Posee la ventaja que muchos de los autores de los capítulos participan en las investigaciones realizadas por el grupo «Psicología, Salud y Calidad de Vida» de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali y además tienen experiencia clínica en los ámbitos sobre los que escriben. La obra, aunque está dirigida prioritariamente a profesionales de la psicología; puede tener una amplia utilidad para los profesionales de medicina, enfermería, trabajo social, nutrición y demás disciplinas afines, incluso personal técnico de la salud; puesto que con ella pueden conocer las formas de intervención del psicólogo, ampliando su perspectiva y favoreciendo el trabajo interdisciplinario. Psicología de la salud: abordaje integral de la enfermedad crónica, consta de dos partes. La primera presenta los aspectos psicológicos y la intervención de las principales enfermedades crónicas en la actualidad, como el cáncer, el VIH/sida, 7
Nicasio, P. M., Meyerowwitz, B. E. y Kerns, R. D. (2004). The future of health psychology interventions. Health Psychology, 23, 132-137.
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la diabetes mellitus en edad adulta y pediátrica, y la hipertensión arterial. En la segunda parte, se presentan las situaciones críticas relacionadas con la enfermedad crónica: el manejo del dolor desde la perspectiva psicológica; la enfermedad crónica en el niño y la familia, sus consideraciones generales y la intervención psicológica; el proceso de morir y los duelos en la enfermedad crónica. Por último, se tratan los temas del síndrome del quemado (burnout) en profesionales de la salud que atienden la enfermedad crónica y la humanización de la asistencia en la enfermedad crónica. Finalmente, es importante destacar que este libro resalta las posibilidades de intervención de la psicología de la salud, concibiendo a las personas, con un enfoque idiográfico, centrado en sus necesidades y considerando sus propias condiciones de vida. Los autores en sus capítulos enfatizan en aspectos tales como los valores del paciente, su capacidad y derecho para responder y decidir sobre su salud, la importancia de la relación entre el profesional de la salud y el paciente en el proceso de mejoría de estos últimos, los compromisos éticos en la calidad de la atención y procura del bienestar y la calidad de vida del paciente. Por tal razón, los métodos para evaluar e intervenir que se proponen en este libro, tienen básicamente la finalidad de devolver el sentido de control y eficacia no sólo al profesional de la salud en sus intervenciones, sino también al paciente y su familia. MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO DIEGO CORREA SÁNCHEZ ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES
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Par artte I Enfermedades crónicas: Aspectos psicológicos e intervención
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Capítulo 1
Aspectos psicológicos del cáncer y su afrontamiento DIEGO CORREA SÁNCHEZ ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES
Introducción El cáncer, a pesar de los avances científicos, farmacológicos y tecnológicos, continúa siendo una de las principales causas de muerte en el mundo: World Health Organization [WHO], (2005); las cifras de crecimiento de esta enfermedad resultan preocupantes en todos los países, sin importar si son o no industrializados. Esta problemática de salud está vinculada con los estilos de vida poco saludables de las personas y de las comunidades. Según algunos estudios (Epping-Jordan, 2004; WHO, 2005), el comportamiento, en combinación con la exposición a factores de riesgo medioambientales (consumo de tabaco, de alcohol, de alimentos ricos en grasa y sal, el sedentarismo, las relaciones sexuales a temprana edad y sin protección, entre otros) más que la genética, es el factor que tiene mayor incidencia en el desarrollo y la evolución del cáncer y de otras enfermedades crónicas. Cada año son detectados alrededor de 10 millones de casos de cáncer en el mundo (WHO, 2005). En América, es la segunda causa de muerte en los adultos, después de las enfermedades cardiovasculares, y en niños entre 1 y 14 años es la principal causa de muerte por enfermedad. En Colombia, según Piñeros et al. (2002), el comportamiento del cáncer es similar y han aumentado considerablemente en los últimos años los diagnósticos de cáncer de cuello uterino (16%); de mama (11,9%); de piel (8,7%); de estómago (7,8%) y del sistema hematopoyético (6,9%), que constituyen el 53,9% del total de casos. Los más predominantes en mujeres son los de cáncer de cuello uterino, y en hombres, el cáncer de estómago. Por otra parte, en los niños se presentan con más frecuen3
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cia las leucemias (35,3%), los linfomas y las neoplasias reticuloendoteliales (19,7%). El cáncer es la multiplicación incontrolada de células que da lugar a la destrucción de tejidos normales y a la formación de masas tumorales llamadas neoplasias. Las células cancerígenas tienen la capacidad de invadir los tejidos cercanos y movilizarse a otras partes del cuerpo, a través del torrente sanguíneo o sistemas linfáticos, donde forman nuevos cánceres que reciben el nombre de metástasis (Gerald, 1996; Vásquez, Fernández y Pérez, 1998; WHO, 2005). El cáncer es una entidad compleja y en casi todos los tejidos corporales puede llegar a desarrollarse un estado maligno. Según Orr-Weaver y Weinberg (1998), de acuerdo con la ubicación del tumor y del tejido que involucre, se puede clasificar como: • Carcinomas: si se han originado en tejidos epiteliales (cáncer de células escamosas), como la piel o las mucosas que tapizan las cavidades y órganos corporales, o en los tejidos glandulares (adenocarcinomas). Entre estos se incluyen los neoplasmos de los aparatos respiratorio y digestivo. • Sarcomas: neoplasmos malignos de los tejidos muscular, óseo y conectivo. • Linfomas: cánceres del sistema linfático. • Leucemias: cánceres de los órganos que forman la sangre; se originan en gran medida en la médula ósea. La investigación en el tema se ha orientado hacia aspectos como la influencia de estados emocionales, los estilos de vida y algunos factores sociales y ambientales en la aparición de la enfermedad y en la sobrevida de quienes la enfrentan, lo cual dio origen a la Psicología Oncológica como una vertiente de la psicología aplicada a la salud (Grau, Knappe, Pire, Villanueva y Rodríguez, 1994). En Hispanoamérica es relevante el aporte de Bayés, quien en 1985 publicó su libro Psicología Oncológica, con el cual marcó una pauta para el desarrollo de investigaciones y propuestas de trabajo en el medio hospitalario, al tiempo que motivó a los profesionales de la medicina y la psicología para aproximarse de manera científica y práctica al abordaje del paciente oncológico desde perspectivas multi e interdisciplinarias. Considerando la importancia de la actualización en el tema y el rol del comportamiento en la prevención de las complicaciones y la calidad de vida del paciente y su familia, este capítulo pretende revisar los aspectos más relevantes del afrontamiento de un diagnóstico de cáncer y plantear algunas estrategias de
Aspectos psicológicos del cáncer y su afrontamiento •
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intervención psicológica en los diferentes momentos y situaciones durante el proceso de la enfermedad. La comunicación del diagnóstico: la crisis inicial La comunicación del diagnóstico es el momento más exigente desde el punto de vista emocional. Algunas veces el paciente recibe algún tipo de preparación previa, pero desafortunadamente casi siempre es un acto instrumental, técnico y de rutina que pasa por alto la amplia gama de emociones que suscita el recibir una mala noticia relacionada con la salud. En el caso del cáncer, el sujeto ha pasado por múltiples evaluaciones diagnósticas fallidas que finalmente desembocan en el diagnóstico; si a esto se suman las barreras comunicacionales propias de quienes tienen a su cargo informarlo, se puede comprender la confusión que genera en el paciente ser objeto de una enfermedad catalogada por el común de la gente como irreversible y mortal. Centeno (1995), citado por Bayés (2001), plantea que entre el 30 y el 60% de los enfermos oncológicos tiene que afrontar, no ya un diagnóstico claro de la enfermedad grave, sino la incertidumbre de un diagnóstico que sospecha y teme, pero no se encuentra explícitamente formulado y desconoce su alcance real. La desinformación es una constante en las instituciones de salud. Muchas veces su origen está en la ambivalencia entre informar o no informar el diagnóstico al paciente, bien sea por evasión del médico tratante o por la tendencia generalizada en las familias a proteger al paciente del sufrimiento que le ocasiona conocer la realidad de su situación. Sin embargo, no hay que obviar el derecho que tiene el paciente a recibir la información relacionada con su diagnóstico, así como las posibilidades para su tratamiento y posible recuperación de la salud. En Colombia, según la Resolución 13437 del 1° de noviembre de 1991, el Ministerio de Salud adoptó el Decálogo de los derechos de los pacientes (Roldán, 1992), del cual se quiere destacar el segundo, pues expresa textualmente que los pacientes tienen “… derecho a disfrutar de una comunicación plena y clara con el médico, apropiada a sus condiciones psicológicas y culturales, que le permita obtener toda la información necesaria respecto a la enfermedad que padece, así como a los procedimientos y tratamientos que se le vayan a practicar y al pronóstico y riesgos que dicho tratamiento conlleve. También su derecho a que él, sus familiares o representantes, en caso de inconciencia o minoría de edad consientan o rechacen estos procedimientos, dejando expresa constancia ojalá escrita de su decisión” (p. 155).
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De cualquier manera, en cada caso es importante considerar las posibles reacciones emocionales que caracterizan a los pacientes con cáncer; muchas de ellas están relacionadas con aquellas que ya son previas al momento del diagnóstico de la enfermedad. Es frecuente encontrar incertidumbre, confusión y rechazo, entre otras y por tanto, se requiere valorar los beneficios y los problemas que estas emociones traerían consigo para el paciente. En un estudio realizado por Sala (1998), con 117 pacientes con cáncer admitidos para realizar un trabajo de psicoprofilaxis quirúrgica, se encontró que el 56% presentó angustia, el 44.5%, insomnio; el 14% ansiedad y el 16% agresividad. Un aspecto fundamental en el momento del diagnóstico es modificar la percepción errada que el paciente pueda tener sobre su enfermedad y su pronóstico. La relación cáncer-muerte es predominante en los momentos iniciales y constituye una fuente de incertidumbre, desesperanza y ansiedad. Sin embargo, la información oportuna, suministrada en forma clara y sencilla, contribuye significativamente en el proceso de ajuste. Muchas veces, cuando la información que se brinda es insuficiente o confusa, el paciente tiene que sacar sus propias conclusiones, lo cual incrementa sus expectativas, miedos y barreras en el afrontamiento de la enfermedad, razón por la cual Bayés (2000c); Cruzado y Labrador (1990); Fawzy y Fawzy (2000, 1993) y Fonnegra (1998), entre otros, han enfatizado que la información y la forma como ésta se ofrece son factores decisivos en el proceso de afrontamiento del enfermo. En este sentido Bayés (2000a), plantea la siguiente interrogante: “¿podemos considerar eficiente la atención de un paciente al que se cura bien de sus heridas, pero que sufre debido a la falta de información que padece?” (p. 143). Inevitablemente la cotidianidad personal y familiar se altera a partir del diagnóstico, dado que la enfermedad invade la vida, la seguridad y la confianza, y lo predecible, ésta se va perdiendo. Con el transcurrir del tiempo, la persona tiende a ir aceptando lenta y progresivamente la idea de la enfermedad crónica, a acomodarse a las muchas pérdidas que ella conlleva, a buscar una organización más efectiva del medio familiar y, a nivel emocional, a hacer un duelo por lo que cada día se ve obligado a renunciar (Fonnegra, 1999). Impacto psicológico y reacciones emocionales en el paciente con cáncer El cáncer es una problemática crónica de salud que puede afectar, de manera considerable, el bienestar de las personas que han desarrollado la enfermedad, así como de quienes se relacionan con ellas, especialmente la pareja y la familia. De allí que la evaluación y la intervención profesional, con el fin de favorecer la
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calidad de vida de estos grupos poblacionales, consideren el impacto que el cáncer tiene a nivel físico, psicológico, social e incluso espiritual. Durante muchos años el cáncer tuvo una connotación catastrófica, cargada de miedo, indefensión y desesperanza; reacciones exageradas por la comunidad debido a la falta de información y a la presencia de factores culturales, como las creencias, las expectativas, los temores (especialmente frente a la enfermedad y la muerte), la desinformación y el sentido de poco control sobre la primera. Esta imagen social del cáncer ha sido reforzada por los profesionales de la salud como un mecanismo de control, pero a su vez ha ocasionado un miedo irracional hacia la enfermedad y la estigmatización de los pacientes (Kaufmann, 1989). A pesar de lo anterior, el cambio de paradigmas en torno a la salud y la relación entre los profesionales de estas disciplinas y los pacientes, así como el desarrollo mismo de las ciencias, han aportado nuevos esquemas, respuestas y alternativas para el manejo del cáncer, y aquello que ha incidido negativamente en el afrontamiento de la enfermedad se ha ido superando. Las reacciones emocionales de quienes afrontan el diagnóstico de cáncer son variables y pueden estar en función de aspectos como la edad, el sexo, el tipo de cáncer y su localización, las condiciones físicas de la persona, la severidad de los síntomas, así como con los recursos y las habilidades individuales y la presencia y eficacia de las redes de apoyo social (Hipkins, Whitworth, Tarrier y Jayson, 2004). Esas reacciones suelen estar asociadas a que las personas con cáncer deben sobrellevar los síntomas propios de la enfermedad, los efectos colaterales de los tratamientos, los cambios en su estilo de vida y las preocupaciones sobre la enfermedad misma y la muerte, lo que implica estar sometidas a altos niveles de estrés, ansiedad, sentimientos de impotencia, irritabilidad, desesperanza y pérdida de control (Inagaki et al., 2004; Iwamitsu et al., 2005; Tacón, Caldera y Ronaghan, 2004). De acuerdo con Rodríguez-Marín (1995), las reacciones iniciales y el mantenimiento de los estados emocionales dependen en gran medida de la interpretación de los síntomas y de la situación en general. Este proceso psicológico está influenciado por varios aspectos como la experiencia previa del sujeto con otras enfermedades, sus actitudes y opiniones referidas al cáncer, el nivel de expectativas generales frente a la vida y la materialidad de los síntomas, lo cual es asumido como señal de mayor o menor gravedad.
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El proceso que vive el paciente, desde la percepción de los primeros síntomas, está mediado por el contacto con los médicos, la realización de exámenes y la tramitología preliminar al diagnóstico. En esta fase el sujeto interactúa con diversos profesionales y recibe información que, en muchos casos, resulta contradictoria y confusa, con lo cual se incrementan sus fluctuaciones emocionales y las reacciones de miedo. Esto puede obstaculizar o postergar la confirmación de la sospecha, dado que se presentan comportamientos evasivos, como la inasistencia a citas médicas y el aplazamiento de la realización o entrega de las pruebas confirmatorias. Una vez que el paciente ha recibido su diagnóstico, es importante considerar los factores personales, tanto aquéllos que son propios de la enfermedad, como los del medio ambiente, que pueden incidir en el proceso de adaptación y ajuste frente a la misma (Rodríguez-Marín, 1995; Rodríguez-Marín, Plaza y Paz, 1999). Entre los factores personales se encuentran la edad, el sexo, las creencias religiosas, los antecedentes que se tienen con relación a otras enfermedades; los estilos de afrontamiento utilizados en otras situaciones críticas o problemáticas; las habilidades para resolver asuntos de tramitología y acciones legales para garantizar la salud y la vida; las conceptualizaciones previas relacionadas con la enfermedad y el cáncer; los antecedentes de pérdidas en el último año; el nivel de tolerancia a la frustración y los antecedentes de depresión, ansiedad u otras alteraciones emocionales. Con relación a la enfermedad se resaltan aspectos clínicos, como el tipo de cáncer, el estadio de la enfermedad, la localización del tumor, el pronóstico, los posibles tratamientos, la presencia de dolor y otros síntomas incapacitantes. Algunas enfermedades suelen ser más agresivas porque afectan de manera directa la imagen corporal, el autoconcepto y el sentido de autoeficacia de los pacientes. Por último, entre los factores medioambientales se incluyen: 1) las redes de apoyo, pues ellas ofrecen un nivel de apoyo y contención; 2) el cubrimiento de la seguridad social, que posibilita o dificulta el acceso a la atención médica y a tratamientos, por tratarse una enfermedad de alto costo; y 3) el entorno físico del enfermo, en el cual, hay que evaluar el impacto psicológico del cáncer, teniendo en cuenta las actitudes que manifiestan la comunidad y los cuidadores del paciente hacia la enfermedad, pues la primera barrera que deberá enfrentar el paciente es contrarrestar la influencia negativa y derrotista en sus interacciones familiares y sociales. Según Fisman, González, Di Pretoro y Romeo (1998), las actitudes de la sociedad, los miedos, los preconceptos y prejuicios, los mitos y
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las creencias entretejen una trama que incide en el paciente, ofreciéndole algunas veces desafíos adicionales; por el contrario, otras veces el entorno próximo crece emocionalmente, y el paciente y su núcleo cercano de vínculos pueden verse favorecidos por esta contingencia. Una vez se han considerado los aspectos que inciden en las reacciones emocionales, es pertinente considerar las características más destacables de los procesos psicológicos del paciente. En los momentos más cercanos al diagnóstico es factible que la persona presente estados de shock o de desorientación y no logre comprender lo que está sucediendo; experimente aturdimiento, considere que probablemente hubo un error en el diagnóstico y de manera automática genere comportamientos de aislamiento social y de distanciamiento de la situación, por tanto, no podrá efectuar ningún tipo de cambio (Iwamitsu et al., 2005; Taylor, 1986). En la mayoría de los pacientes, la negación es otra forma habitual de responder al diagnóstico, no sólo en la fase inicial sino también en otras etapas de la enfermedad. Según Fonnegra (1999), esta reacción funciona como un amortiguador después de una noticia inesperada e impresionante; le permite al paciente recobrarse de manera gradual y movilizar otras defensas menos radicales para asumir en forma activa, en etapas venideras, los retos de su enfermedad (Kubler-Ross, 1994). Esta fase puede durar de unos cuantos días a unas cuantas semanas, y, mientras tanto, el paciente continuará con su vida de manera rutinaria. Posteriormente, hay una reacción de encuentro (Shontz, 1975 citado por Rodríguez-Marín, 1995), en la que aparecen sentimientos y pensamientos asociados con el diagnóstico, aunque de manera desorganizada, y casi siempre están asociadas con las implicaciones de la enfermedad y el rechazo de la misma. Es una etapa que se caracteriza por una conmoción transitoria, y el enfermo aún considera que la situación “no debería estar ocurriendo”. Otras reacciones emocionales que pueden presentarse son la ira, la rabia, la envidia o el resentimiento, porque se empiezan a considerar con mayor detalle las distintas pérdidas y los pacientes se autoevalúan en una situación de desventaja con respecto a los demás, incluyendo al resto de sus familias (Castillo, González, Hincapié y García, 1995). Por lo anterior, es factible que la ira se desplace en todas las direcciones (pareja, familia, médicos, etc.) y el sujeto se sienta incomprendido y solo en el afrontamiento de la enfermedad.
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Igualmente las reacciones de ansiedad y depresión pueden ser características en estos pacientes (Burgess, Cornelius, Love y Graham, 2005; Iwamitsu et al., 2005). La ansiedad del enfermo es un temor confuso, pues la persona se da cuenta que su vida cambió, pero hay una espera ante un futuro incierto y tiene miedo de sufrir, de no curarse, de presentar complicaciones, de convertirse en una carga para otros, de que la prescripción terapéutica no sea la más apropiada, de que en caso de tener que someterse a operaciones las cosas fallen porque descubran metástasis o condiciones que no pueden ser superadas sólo con este tratamiento; mantiene el temor a no despertarse de la anestesia (en caso de cirugía), a sufrir un mal incurable o a tener consecuencias que invalidan por sí mismas (como en el caso de las mastectomías, que alteran la imagen corporal), y por supuesto, temen a la muerte (Bayés y Limonero, 1999; Colombero, 1993; Fawzy y Fawzy, 2000). La ansiedad parece incrementarse por el tipo de relación que establece el paciente con los tiempos de espera. Vale la pena destacar una afirmación de Bayés (2001), la cual se refiere a que una parte importante del sufrimiento que se genera en los enfermos oncológicos y en sus familiares tiene su origen en la incertidumbre de muchos tiempos de espera a lo largo de la enfermedad, dado que “aunque el reloj marque horas y minutos idénticos para enfermos, familiares y profesionales sanitarios, la percepción del tiempo transcurrido no es igual para todos” (p. 677), debido a la variedad e importancia de los problemas y decisiones que cada uno debe tomar (tanto médicos, como pacientes y familiares). Con relación a la depresión, se ha encontrado que los pacientes con cáncer suelen sufrirla un tiempo después del diagnóstico, mientras logran entender todas las implicaciones de su condición; antes han estado resolviendo aspectos urgentes de la enfermedad, como la decisión de someterse a cirugías o enfrentar hospitalizaciones y, cuando esto ha sido en alguna medida superado e intentan volver a su vida cotidiana, pueden hacerse evidentes algunas restricciones (Taylor, 1986): por ejemplo, las relacionadas con su desempeño laboral, con la realización de tareas en casa o con su grado de autonomía para atenderse a sí mismos. Por otra parte, la depresión puede incrementarse, puesto que en ocasiones la gravedad de los síntomas, la frecuencia de las hospitalizaciones, los cambios físicos en la persona (alteraciones estructurales y funcionales), son indicativos de un deterioro progresivo de la salud e incrementan la cercanía del estado terminal y de la muerte. En estos casos, la depresión puede ser reactiva o preparatoria (Kubler-Ross, 1994). Sin embargo, según Sala (1998), es discutible la incidencia de la depresión en pacientes con cáncer comparados con sujetos que no están afectados por ésta u otra enfermedad crónica.
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Rosero (1998), plantea que síntomas como la anorexia, la disminución de peso, el desinterés, los trastornos del sueño y la fatiga son controversiales en la valoración de la depresión del paciente con cáncer, porque son síntomas comunes derivados de la enfermedad o el tratamiento y, por esto, aconseja valorar dichos síntomas como depresivos, para proteger al paciente de un subdiagnóstico. Por su parte, Colombero (1993), describe que los pacientes con estados de ánimo depresivos presentan “… una caída del tono de humor, dificultad de evocación de los recuerdos, debilitamiento de la fuerza de voluntad de la que el sujeto es dolorosamente consciente y ante la cual se siente impotente. La melancolía y la tristeza marcan profundamente su rostro y sus palabras; predominan sentimientos de pesimismo, desconfianza y falta de estima de sí mismo. En el área motivacional se verifica una caída de los intereses y de la atracción hacia los valores fundamentales de la vida; realidades y experiencias sumamente gratificantes para el hombre: la familia, el trabajo, los amigos, el futuro, la distracción, los proyectos, el mismo transcurrir de la enfermedad, lo dejan indiferente. El enfermo deprimido restringe el horizonte del propio mundo; no ve otra cosa sino a sí mismo enfermo y a veces ni siquiera esto” (p. 50).
Finalmente, cuando los pacientes se encuentran en fase terminal, según KublerRoss (1994), pueden realizar pactos o acuerdos (generalmente con Dios o un Ser Superior) para intentar posponer lo inevitable; es una búsqueda de compensación por “la buena conducta” y la mayoría de las veces se desea la desaparición de la enfermedad, la reducción del sufrimiento o la prolongación de la vida. Algunos pueden llegar a experimentar aceptación; luego de pasar por múltiples emociones y sentimientos las personas contemplan su próximo fin con relativa tranquilidad; es una fase casi desprovista de sentimientos, como si hubiera desaparecido el dolor, la lucha hubiera terminado y llegara el momento del descanso. Un aspecto muy importante que debe considerarse es que se ha encontrado que el impacto psicológico negativo puede mantenerse aun cuando la persona haya tenido tratamiento y el cáncer esté en remisión, pues se incrementa la sensibilidad frente al tema y este grado de vulnerabilidad está caracterizado por la presencia de pensamientos asociados con la recurrencia del cáncer, la reexperimentación de los síntomas, los recuerdos repetitivos de las experiencias traumáticas de la enfermedad, las consecuencias del tratamiento o de los efectos secundarios de la enfermedad, tales como el dolor crónico, la infertilidad o una disfunción sexual (Inagaki et al., 2004; Nakano et al., 2002). Adicionalmente, se mantienen las preocupaciones asociadas con la incapacidad laboral, la pérdida del empleo y los problemas económicos. En palabras de Sala (1998), “el cáncer desde todo punto de vista, es una herida que no cierra, aun cuando el individuo se considere clínicamente curado. Tener que asistir perió-
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dicamente a los controles le significa una recognición traumática de lo ya, supuestamente, dejado atrás” (p. 211). Intervención psicológica cognitivo-conductual En los últimos años, la necesidad de dar una respuesta rápida, variada, recursiva y flexible por parte de los profesionales de la salud a los pacientes con cáncer, ha favorecido el desarrollo de intervenciones más estructuradas y ajustadas a las condiciones y necesidades del mismo. Las unidades de cuidados paliativos, están integradas hoy en día, por equipos multidisciplinarios o interdisciplinarios que abordan desde diferentes perspectivas, el mundo del enfermo con cáncer, y esto ha incidido notoriamente en el pronóstico y la calidad de vida de los afectados (Bayés, 2000c; Bayés y Limonero, 1999; Borda, Pérez y Blanco, 2000; Fonnegra, 1999; Rodríguez-Marín, Plaza y Paz, 1999; Sunga, Eberl, Oeffinger, Hudson y Mahoney, 2005). De acuerdo con Cruzado y Labrador (1990) y Bayés (2000c), los principales objetivos de un programa de intervención psicológica cognitivo-conductual, son: 1. Reducir la ansiedad, la depresión y otras reacciones emocionales desadaptativas. 2. Reestructurar la ideación irracional asociada a la enfermedad y la muerte. 3. Promover en los pacientes un sentido de control personal sobre sus vidas y una participación activa en su tratamiento. 4. Desarrollar estrategias de solución de problemas en lo relacionado con el cáncer y mejorar los niveles de autoeficacia. 5. Facilitar la comunicación del paciente con su pareja y otros miembros de la familia. 6. Estimular la participación en actividades y mejorar las relaciones sociales. 7. Incrementar el autocontrol, específicamente para el enfrentamiento del dolor. De allí que una intervención cognitivo-conductual en pacientes con cáncer constituya un esfuerzo sistemático de procedimientos psicoterapéuticos y educativos orientados a influir en la manera como el paciente afronta su enfermedad y toma decisiones con relación a ella; al manejo de la variabilidad emocional y afectiva que puede presentar, tanto en los momentos en que la enfermedad está en remisión como en aquellos en que se exacerba; al control del dolor, de las
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dificultades de comunicación y, en general, al manejo de sus relaciones interpersonales, así como de sus responsabilidades ocupacionales. Para el tratamiento psicológico se han utilizado técnicas como el biofeedback, la relajación muscular progresiva, el entrenamiento autógeno, la imaginación guiada o visualización, de desensibilización sistemática, la hipnosis, el entrenamiento en respuestas, de solución de problemas, de inoculación del estrés, de habilidades sociales, el control de pensamientos negativos, de distracción y desviación de atención y de reestructuración cognoscitiva; las cuales se integran en el proceso de intervención, con base en la evaluación preliminar y en la identificación de reacciones, procesos y complicaciones psicológicas asociadas al manejo de los síntomas. Las primeras técnicas se han utilizado ampliamente con los enfermos de cáncer, en especial para el manejo del dolor, las náuseas, el vómito anticipatorio, el insomnio, de igual manera para la modulación de las reacciones emocionales asociadas a la enfermedad, tales como la ansiedad, el estrés, la depresión y la ira (Baider, Uziely y Kaplan De-Nour, 1994; Fawzy y Fawzy, 2000). Dado que el dolor es un síntoma común en los pacientes con cáncer, ha sido objeto de atención y estudio desde la psicología y por ello, las alternativas terapéuticas que han tenido excelentes resultados se revelan con mayor detalle en otro de los capítulos de este libro. Por su parte, las técnicas conductuales están orientadas al aprendizaje de habilidades específicas que ayudan al desarrollo de las respuestas de afrontamiento del paciente y que constituyen una ventaja, en la medida que no sólo ayudan a enfrentar aspectos relacionados de manera directa con la enfermedad, sino aquellas situaciones vitales del paciente, tales como la interacción y la búsqueda de apoyo social, la solución de conflictos interpersonales y de problemas, el manejo de situaciones estresantes, entre otras. Las estrategias cognoscitivas se utilizan al considerar que en gran parte las reacciones emocionales y afectivas son producto de la forma como el paciente percibe y afronta su enfermedad. Resultan muy útiles en el control de pensamientos negativos, sobre todo aquellos que son automáticos, catastróficos e intrusos, en los que existe una gran cantidad de falsos probabilísticos y que no están basados en un razonamiento de tipo lógico. Una intervención cognoscitiva puede beneficiar al paciente, en la medida que le ayuda a flexibilizar sus formas de pensar, a ser más optimista (y no centrarse exclusivamente en eventos aversivos), a incrementar la percepción de control, etc.
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Existe una modalidad de intervención conocida como terapia psicológica adyuvante, que tiene un énfasis clínico educativo, es breve y estructurada y se centra en la conceptualización individual que el paciente hace de su enfermedad y en las estrategias para afrontarla. Sin embargo, es factible que se utilicen también métodos no directivos, como la expresión de sentimientos. Para comprobar la eficacia de la terapia psicológica adyuvante, Greer (1992) y Greer, Moorey y Baruch (1992), trabajaron con un grupo de pacientes con cáncer durante cinco semanas y al concluir el tratamiento evaluaron ansiedad, depresión y adaptación psicológica a la enfermedad; posteriormente hicieron mediciones a las ocho semanas, a los cuatro meses y al año, encontrando que la terapia mejoró significativamente las medidas de malestar psicológico de los pacientes. En cualquier caso, la educación al paciente es un elemento inherente de la intervención y aunque puede efectuarse inicialmente como una fase, en la que el objetivo principal es motivar al paciente para asumir una posición activa frente al proceso de la enfermedad y el tratamiento, se pretende que durante todo el tratamiento el paciente incremente su nivel de control sobre situaciones exigentes y desmitifique el cáncer, para reducir así sus niveles de ansiedad y estrés (Fawzy y Fawzy, 2000). Por lo tanto, se requiere en todo momento de información estructurada, clara y sencilla sobre la enfermedad y los posibles tratamientos. Este punto exige que el psicólogo apoye el trabajo de otros profesionales de la salud, dado que si se utiliza la “conspiración del silencio” para “proteger” al paciente del posible sufrimiento (Borda et al., 2000), se podría incumplir con el objetivo propuesto. Por último, es relevante destacar que para evaluar la eficacia de estas intervenciones, puede ser útil emplear, además de la entrevista y los autorregistros, instrumentos como el Sistema de evaluación de síntomas de Edmonton (Edmonton Symptom Assessment System, ESAS), de Bruera (1991), en el cual, a partir de escalas visual-análogas se miden síntomas como: el dolor, el nivel de actividad, las náuseas, la depresión, la ansiedad, la somnolencia, el apetito, el bienestar y el ahogo; o se puede efectuar la medición de la percepción subjetiva del paso del tiempo como una medida del malestar del paciente, mediante preguntas sencillas formuladas de manera directa en cualquier momento o situación. Con relación a este punto, la hipótesis es que cuanto más largo se hace el tiempo, con menor grado de bienestar se cuenta, y viceversa (Bayés, Limonero, Barreto y Comas, 2001).
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Afrontar los tratamientos: la cirugía, la radioterapia y la quimioterapia Los tratamientos para el cáncer son una de las grandes amenazas para el paciente. La realidad es que las alternativas actuales tienen algunas consecuencias que afectan su calidad de vida y las variables psicológicas lo predisponen para el rechazo y la evitación de estos tratamientos. El enfermo realiza balances costo-beneficio de las reacciones adversas producidas por los tratamientos, considerando el tiempo (cantidad) y la calidad de vida y, si existen fallas en la comprensión de la información de los tratamientos y no puede reevaluar sus expectativas y conocimientos con relación a los mismos, podría tomar decisiones desacertadas respecto a su salud. El objetivo no es en todos los casos que el paciente acepte los tratamientos, sino que pueda participar activamente en la decisión de hacérselos o no y, en caso de optar por realizarlos, comprenda el impacto del tratamiento, sus consecuencias y cómo puede contribuir para que no afecten su calidad de vida. Cualquiera de estos casos implica que las respuestas de afrontamiento del paciente sean de carácter activo. De lo anterior se deriva, como punto central de la intervención psicológica, la ampliación del nivel de conocimiento de cada uno de los tratamientos y la manera en que puede hacer frente a los efectos colaterales de los mismos. Esto significa que el paciente no sólo está en capacidad de mencionar y describir las alternativas terapéuticas, sino que alcanza a predecir las implicaciones de cada una y se anticipa en el desarrollo de estrategias cognitivas, conductuales y emocionales para afrontarlas. En el caso de la cirugía que es quizás la principal estrategia para el tratamiento del cáncer, no sólo a nivel curativo sino para la minimización del dolor o para la reducción del tumor con el fin de tener una respuesta más favorable a la radioterapia, es importante que el paciente sepa cómo es el procedimiento, qué partes de su cuerpo se verán afectadas y si ello ocasionará limitaciones funcionales o estructurales. Un aspecto importante que debe tener en cuenta el paciente, es que hoy en día la extracción de las células malignas no implica perder una parte considerable de tejido, puesto que durante las cirugías es posible realizar biopsias para determinar el tamaño de la extracción y así ocasionar un menor impacto físico y emocional en el paciente. Esta opción es factible sólo si el cáncer no ha hecho metástasis, o si la ubicación y extensión del tumor facilitan su extirpación.
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En estos casos, la intervención psicológica se orienta a que el paciente tenga un conocimiento claro de los beneficios y de las limitaciones de la cirugía, con relación al cáncer y su pronóstico; a que se prepare para la cirugía, es decir, que conozca y discuta de antemano todos los riesgos que ésta implica (incluido el uso de la anestesia), asi como las consecuencias derivadas del tratamiento, la posibilidad de no retornar a las condiciones físicas previas al cáncer y que pueden producir una alteración en la percepción corporal, cuando ya se ha sufrido otro tipo de pérdidas. Por otra parte, enfrentarse a la radioterapia puede suponer algunas distinciones en la intervención psicológica. La radioterapia es un procedimiento en el que se exponen los tejidos afectados a radiaciones ionizantes, que pueden ser electromagnéticas o por partículas, y ocasionan la destrucción de los mismos. En este caso, las secuelas están relacionadas con el dolor (producido por las quemaduras), el cansancio, o algún otro malestar corporal, y por tanto, será un reto para el psicólogo enseñarle al paciente a enfrentarlas. Al igual que en la cirugía, se debe discutir con el paciente cómo este tratamiento supone una alternativa en aquellos casos en que hay metástasis. Por último, la quimioterapia es utilizada en los casos en que la cirugía o la radioterapia no parecen ser muy efectivas, como ocurre en los sarcomas, la leucemia y los linfomas. Consiste en la utilización de fármacos que son introducidos directamente al sistema circulatorio, manteniendo un control estricto en la repetición de los ciclos y de la dosis, con el fin de disminuir las posibilidades de toxicidad y resistencia. En este tipo de tratamientos los efectos secundarios más notorios son las náuseas, los vómitos, los estados de fatiga y la pérdida del cabello, y por tanto, es necesaria la utilización de las estrategias de relajación (Fawzy y Fawzy, 2000), de desviación de atención y focalización en aspectos positivos, para mantener cierto grado de control. Las terapias combinadas son muy comunes en el tratamiento del cáncer y han demostrado ser más efectivas en términos de la supervivencia de los pacientes a largo plazo (Stahl et al., 2005). Éstas consisten, en la mayoría de los casos, en la realización de cirugía y radioterapia o ésta y quimioterapia, pero también puede darse la utilización conjugada de tres o más métodos de intervención, así como la utilización de terapias coadyuvantes de otro tipo, como las nutricionales (Ford, Judson, Zhang, Mangiante y Muga, 2004). En los tratamientos biconjugados, la principal estrategia es la cirugía y las otras actúan como terapias coadyuvantes; sin embargo, puede que el orden de presentación de las mismas varíe.
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En casos en que se requiere conjugar los tratamientos, los pacientes en ocasiones no consideran que les toque enfrentar tal situación y puede ocurrir que la percepción de su estado sea de máxima gravedad, con lo cual se incrementan algunos síntomas de ansiedad, estrés y pérdida de control (Hipkins et al., 2004). Por tal motivo, es importante que la intervención psicológica le permita al paciente comprender cómo funcionan los tratamientos coadyuvantes y cuáles son las razones para su elección. Por ejemplo, si la radioterapia actúa como coadyuvante, hay que explicar que ésta se efectúa luego de la cirugía y su objetivo es ayudar a eliminar algunos tejidos circundantes al tumor que comprometen órganos o estructuras vitales los cuales podrían estar en riesgo si se realiza una cirugía; mientras la quimioterapia, por su parte, puede efectuarse de manera previa a ésta para favorecer la eliminación de las micrometástasis o para ayudar a reducir la masa del tumor y facilitar su operabilidad. Intervenciones grupales Existen diversas formas de trabajo grupal con pacientes que enfrentan alguna enfermedad crónica y han demostrado ser una gran ayuda para que los pacientes y sus familias puedan enfrentar todos los desafíos que representa ésta (Leszcz et al., 2004). Algunas formas de intervención en grupo son: la terapia grupal, el grupo de autoapoyo y los grupos de apoyo (Alonso y Swiller, 1995) y, aunque estos últimos no son iguales a la psicoterapia de grupo, sí son grupos terapéuticos (Franco, 1998). La terapia grupal supone la participación de profesionales clínicos y otros pacientes con cáncer que ya han superado la enfermedad, quienes organizan y facilitan el proceso de interacción (Sank y Shaffer, 1993). Según Salazar y Uribe (1997), desde los años 60 se han realizado intervenciones grupales cognitivoconductuales con el fin de enseñar a los pacientes las conductas concretas de afrontamiento, refuerza patrones de comportamiento acertados y entrena en las habilidades sociales. El trabajo terapéutico grupal beneficia a todos los miembros del grupo y éstos a su vez se convierten en recurso para la intervención, puesto que en la medida en que se incrementan los repertorios comportamentales, emocionales y cognoscitivos, los miembros del grupo actúan como modelo para sus iguales y como fuente de refuerzo. Tal como lo expresan Salazar y Uribe (1997), “la terapia en grupo ha dado las oportunidades de aprender y practicar conductas y cogniciones de sus otros compañeros, de tener retroalimentación y apoyo y, de recibir refuerzo a través de ellos mismos” (p. 46).
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En trabajos que se han realizado contrastando pacientes con cáncer que asisten a psicoterapia de grupo vs. grupo control de pacientes con cáncer, se han encontrado variaciones muy significativas a favor de los primeros en disminución de la recurrencia, aumento del tiempo de sobrevida, aumento del número de granulocitos, células de NK y aumento de la actividad de NK, lo cual persiste hasta seis meses después de finalizada la intervención grupal (Fawzy y Fawzy, 2000; Sala, 1998). En síntesis, las terapias grupales ofrecen la oportunidad de integrar las diferentes técnicas que suelen ser utilizadas para los aprendizajes directos (relajación, entrenamiento en asertividad, solución de problemas, reestructuración cognitiva, inoculación del estrés, autoinstrucción, etc.), con los principios de las teorías del aprendizaje social, dando resultados positivos para el manejo de las problemáticas abordadas. Los pacientes que participan en las terapias de grupo exhiben una capacidad mayor de afrontar su situación y una recurrencia inferior del cáncer en comparación con un grupo que sólo había recibido cuidados médicos (Fawzy y Fawzy, 1993, 2000). Por otra parte, se ha encontrado que en los últimos años ha aparecido una tendencia hacia la conformación de grupos de autoapoyo para personas diagnosticadas con enfermedades crónicas o terminales. Esta forma de trabajo no incluye necesariamente a un profesional de la salud, pero sí supone que algunos de los que participan han sido pacientes que tienen una mayor experiencia en relación con el afrontamiento de la enfermedad; sus formas de manejo han resultado apropiadas y cuentan, además, con la motivación para acompañar a otros que están iniciando el proceso o tienen muchas dificultades para superar el impacto del diagnóstico y están desarrollando comportamientos que afectan negativamente su propia vida y la de sus seres queridos. Estas personas que coordinan los grupos de autopoyo deben incluir entre sus características personales, la capacidad para escuchar, observar e interactuar con otras personas, de tal forma que puedan ayudarlas a afrontar situaciones similares a las que ellos vivieron. Por último, los grupos de apoyo son una alternativa que resulta viable para las familias o seres queridos de las personas afectadas por la enfermedad. Estos grupos pueden o no contar con la presencia de profesionales de la salud. Según Franco (1998), “en este espacio se busca reforzar actitudes positivas para enfrentar la crisis, proporcionar herramientas para el manejo del estrés, facilitar la comunicación y las relaciones interpersonales, el intercambio de información, la visualización de temores y ansiedades que conduzca a un enriquecimiento personal, espiritual y favorezca la autodeterminación” (p. 410).
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Aspectos psicológicos e intervención en la fase terminal El auge que han tomado en los últimos años las unidades de cuidados paliativos como alternativa óptima para el manejo integral del paciente oncológico, indica la relevancia que cada vez adquiere lo relacionado con el proceso de morir y el derecho a una muerte digna. Según Borda et al. (2000), un paciente terminal tiene las siguientes características: 1) su enfermedad es incurable, está en estado avanzado y es de progresión rápida, claramente diferenciada de una situación de cronicidad estable; 2) no tiene opciones de tratamientos que sean capaces de detener la progresión de su enfermedad; 3) presenta síntomas intensos, cambiantes y de naturaleza multicausal y, 4) se evidencia el impacto emocional en el paciente y su familia ante la proximidad de la muerte. Los pacientes terminales tienen, generalmente, un pronóstico de vida inferior a seis meses. El cuidado paliativo es un programa coordinado e interdisciplinario que responde al control del dolor y al alivio de los síntomas; ya no se ocupa de erradicar la enfermedad ni de prolongar la vida (Fonnegra, 1999). El objetivo es reducir el sufrimiento durante el proceso de enfermedad, haciendo uso de los recursos disponibles, tanto farmacológicos como tecnológicos y profesionales. Es importante considerar, sin embargo, que los cuidados paliativos no han sido valorados en su real dimensión debido a las características y los objetivos centrales de la formación médica, que se ocupa básicamente de “curar” y “restaurar la salud”. A lo anterior se suma la conceptualización de la muerte como un fracaso profesional, razón por la cual el médico utiliza todos los recursos disponibles para mantener con vida a su paciente y puede tener dificultades para acompañar al enfermo en el proceso de morir. En palabras de Bayés, Limonero, Romero y Arranz (2000), “ayudar a los pacientes a morir en paz, aun reconociéndose como una tarea sanitaria digna de elogio, aparece como un objetivo médico de menor entidad que vencer a la muerte y, con cierta frecuencia sólo se acude a ella tras haber agotado, sin éxito, prácticas muy agresivas de previsible fracaso, en el denominado encarnizamiento terapéutico” (p. 579).
Los cuidados paliativos afirman la vida y dimensionan la muerte como un proceso natural, sin que esto signifique acelerarla o retrasarla; proporcionan alivio al dolor y otros síntomas que interfieren con el bienestar del paciente; incluyen en el abordaje terapéutico lo psicológico y lo espiritual de manera integral; orientan a una vida activa durante la última etapa de la existencia e integran a la
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familia durante todo el proceso hasta el momento final (Johnson y Abraham, 1995). Como puede verse, la fase terminal plantea niveles de exigencia mayores tanto para el paciente, como para su familia y los profesionales de la salud. La preparación para la muerte continúa siendo un tema pendiente para quienes tienen a su cargo esta tarea que implica tantos retos. En el campo de la psicología, la intervención en los momentos finales de la vida debe orientarse al acompañamiento del paciente y su familia durante el proceso o etapas que deberán transitar. Barreto (1993) citado por Bayés (1995), afirma: “el tiempo que les queda es tiempo de vida y no una espera angustiosa de la muerte” (p. 154), por tanto, los esfuerzos deberán servir para romper las barreras de incomunicación y facilitarle al enfermo hablar y depositar en otros los miedos (p.ej., a perder la autonomía, a la desfiguración, al dolor, a llegar a ser una carga, a la dificultad respiratoria, a llegar a molestar al médico, al abandono de la familia, etc.), las angustias e incluso el terror, lo cual favorece la introspección, la revisión del presente y del futuro y la construcción de una actitud más decidida a favor de adueñarse de su muerte y poder vivirla (Fonnegra, 1999). Según Bayés et al. (2000) y Bayés y Limonero (1999), el único medio de conocer qué cosas concretas inquietan o producen temor a un enfermo ante la proximidad de la muerte es preguntar por los síntomas, los comportamientos y las situaciones que personalmente considera que amenazan o pueden amenazar su integridad psicológica o corporal, así como su propia vida y, por supuesto, hablar sobre los sentimientos que en ese momento experimenta el paciente. Con base en lo anterior, es pertinente resaltar el trabajo realizado por (Bayés, 2000a, 2000b, 2000c; Bayés et al., 2001) con relación a los tiempos de espera en medicina vs. el sufrimiento del paciente oncológico. Sobre este último, dicho autor definió entre las posibles causas de sufrimiento en el paciente con cáncer, la presencia de un estímulo, estado o situación, ya sea de origen biológico o psicosocial, cultural o ambiental, que produce malestar intenso en el paciente; la espera incierta de que suceda algo que valora como muy importante para su integridad o supervivencia; la presencia de estados de ánimo ansiosos o depresivos y la valoración subjetiva (de amenaza) y diferencial de los síntomas y las preocupaciones. Bayés et al. (2001) realizaron una investigación multicéntrica con 371 pacientes oncológicos españoles y latinoamericanos en situación terminal para identificar la percepción de síntomas, el grado de preocupación que estos suscitan y
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su nivel de bienestar. Los investigadores diseñaron un cuestionario sencillo y de fácil administración, con instrucciones precisas para asegurar la homogeneidad de las condiciones en la recolección de la información. Algunas conclusiones de este estudio ofrecen interesantes posibilidades para profundizar en estrategias con el fin de intervenir con enfermos terminales: • La identificación de síntomas debe abordarse en forma personalizada. Cada paciente es diferente con relación a lo que realmente le preocupa del síntoma. Es muy importante en cuidado paliativo identificar las preocupaciones o la percepción de amenaza que cada persona construye de su situación. En otras palabras, lo importante no son los síntomas en sí mismos, sino las valoraciones amenazadoras que los mismos suscitan en quienes los padecen. • En los pacientes hospitalizados la percepción del paso del tiempo constituye un buen indicador del grado de malestar o bienestar que experimenta. • Es preciso reducir a un mínimo los tiempos subjetivos de espera del enfermo y de los familiares, en todos los ámbitos en que esto sea posible. Bayés et al. (2001), plantea que la paliación del sufrimiento, tenga su origen o no en un dolor físico, debería ser el objetivo prioritario de las intervenciones biomédicas y psicológicas. Hay que considerar que una persona puede sufrir cuando experimenta o teme que le acontezca un daño físico o psicosocial que valora como una amenaza para su existencia o integridad orgánica y psicosocial, y, al mismo tiempo, cree que carece de recursos para afrontarla. En el caso del cáncer el dolor neoplásico contituye una fuente de sufrimiento, y por tanto, éste debe ser minimizado con la posibilidad de “aumentar las horas de sueño, de reposo y de actividades libres de dolor” (p. 180), según lo estipula la OMS (1986), citada por Penzo (2000). El trabajo psicológico con las familias de pacientes con cáncer en fase terminal Las familias siguen procesos psicológicos similares a los planteados para pacientes en fase terminal (Kubler-Ross, 1994). Según Rolland (1999), éstas necesitan realizar varios ajustes para lograr una óptima adaptación a la situación, brindar apoyo al paciente y seguir adelante. Lo anterior implica que la familia construya un significado de la enfermedad que le permita mantener su sentido del control y de la competencia; que haga el duelo por la “vida anterior a la enfermedad”, acepte gradualmente ésta como una condición permanente, mientras se mantiene la continuidad entre el pasado y el futuro, se conserva unida
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para afrontar la crisis inmediata y flexibiliza sus objetivos futuros, a pesar de la incertidumbre. Según Rolland (1999), las familias que se adaptan mejor en la fase terminal de la enfermedad son aquéllas capaces de cambiar la necesidad de controlar la enfermedad por una actitud de permitir al enfermo que “se marche”. Un afrontamiento óptimo supone la expresión de emociones, así como resolver la miríada de problemas prácticos que implican estas situaciones, entre los que se incluye contemplar la fase como una oportunidad para compartir tiempos preciosos juntos, reconociendo lo inevitable de la pérdida, para resolver los asuntos inconclusos y despedirse. Según Rosen (1990), citado por Fonnegra (1999), las familias deberán afrontar problemas como: • La desorganización, puesto que la enfermedad pone a prueba y, a veces, quebranta los recursos adaptativos para afrontar situaciones difíciles que antes habían sido exitosos. • La ansiedad, dado el alto grado de incertidumbre, lo cual puede conducir al desarrollo de conductas hiperactivas, generar irritabilidad e intolerancia de unos a otros y tener rupturas o alteraciones en la comunicación. • Labilidad o fragilidad emocional, cuando la capacidad de contener, frenar y organizar las respuestas afectivas parecen insuficientes. • Tendencia a la introversión, dado que la enfermedad y la muerte actúan como “poderosas fuerzas centrípetas” que ejercen un efecto de muralla en la familia. Así mismo, se debe enfatizar que las acciones del psicólogo en el núcleo familiar del enfermo muchas veces van más allá del acompañamiento en el proceso de morir. La enfermedad y la evolución a la fase terminal, muchas veces están acompañadas de graves conflictos familiares, producto del estrés y el desgaste de los cuidadores del enfermo. Situaciones inconclusas, conflictos de poder, mutua culpabilización, expectativas económicas, culpa por el manejo del tratamiento médico, etc., son aspectos que generan conflictos, crisis y deberán ser abordadas por el equipo que ofrece apoyo en la fase terminal. Un aspecto fundamental para quienes trabajan con pacientes con cáncer tiene que ver con la facilitación de los niveles de comunicación del paciente y la familia, que permitan claridad frente a los derechos del enfermo vs. las necesidades de la familia. La “conspiración del silencio” incrementa los niveles de an-
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siedad de aquél y genera ambivalencia en su grupo familiar, es una dificultad que deben resolver los profesionales de la salud para dirimir las posiciones muchas veces radicales que asume ésta para proteger el ajuste emocional del paciente y reducir su sufrimiento. Conclusiones El cáncer, por la complejidad de situaciones y emociones que suscita en el enfermo y su familia, es una patología que requiere de intervenciones eficaces que integren los esfuerzos de diversas disciplinas de la salud, entre ellas la Psicología. Este trabajo exige del profesional una variedad de conocimientos y habilidades que incluyen, por una parte, aquellos que son específicos de su campo de acción y de carácter técnico y, por otra, los repertorios que posibilitan la interacción con los demás profesionales de la salud y la organización conjunta de las formas de intervención; así como aquellos que facilitan la relación con el enfermo. El psicólogo tiene un papel importante en el acompañamiento del paciente con cáncer, y sus recursos técnicos y personales son esenciales desde el momento inicial en que el paciente recibe el diagnóstico hasta el momento final de la vida, cuando requiere los cuidados paliativos. En este sentido, la perspectiva cognitivoconductual ha logrado contribuir a la revisión de aquello que debe considerarse en la evaluación idiográfica de los casos y en las decisiones respecto a los objetivos y tratamientos a seguir, considerando la relevancia de intervenciones en función de la calidad de vida de los afectados. De allí, que en el capítulo se resalten principalmente las reacciones emocionales que han sido investigadas con personas que padecen la enfermedad y algunas que incluso están en fase terminal, así como la contribución psicológica al afrontamiento positivo de la misma.
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Capítulo 2
Impacto emocional e intervención psicológica con personas diagnosticadas con VIH/sida DIEGO CORREA SÁNCHEZ ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO “... no hay dos enfermos iguales. Mil personas enfermas son mil modos diversos de ser hombres. Hay quien descubre recursos insospechados de valentía y quien renuncia inclusive a la esperanza; quien abdica después de tres días y quien no cede después de diez años; quien sabe descubrir y redescubrir valores y quien escoge la soledad o la recriminación agresiva ... ” COLOMBERO (1993)
Introducción Los avances científicos en materia de diagnóstico y farmacología han cambiado el abordaje clínico de la infección por el virus de inmunodeficiencia humana y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (VIH/sida) a lo largo de las últimas tres décadas. Con los nuevos medicamentos y tratamientos se ha logrado prolongar la sobrevida, ha disminuido la aparición de infecciones oportunistas y ha mejorado notablemente la calidad de vida de las personas infectadas. El panorama en este sentido es esperanzador; sin embargo, el aumento en las cifras de personas infectadas y el impacto económico y psicosocial de la epidemia, especialmente en los países en vías de desarrollo, enfrentan el reto de ofrecer una respuesta en materia de tratamiento desde una perspectiva psicosocial, humana y de calidad. De acuerdo con el Programa conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/ sida [ONUSIDA] (2002a), el VIH/sida es hoy una seria emergencia sanitaria
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mundial, que afecta a todas las regiones del mundo y causa millones de defunciones, y sufrimiento a muchos millones de personas más. Si se revisan cifras a nivel mundial, el panorama es desalentador. En el 2002 vivían con VIH/sida 42 millones de personas: de ellas, 19.2 millones eran mujeres y 3.2 millones menores de 15 años. En ese mismo año 5 millones de personas se infectaron y 3.1 millones de personas fallecieron (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2003). Según la tipología de ONUSIDA (2002b), Colombia se clasifica con una epidemia de tipo concentrada, con un grupo de prevalencia alta, 18%, en hombres que tienen sexo con hombres, mientras la población general se encuentra por debajo del 1%. A marzo de 2002 los casos acumulados VIH/sida eran de 33640, de los cuales 20650 correspondían a pacientes asintomáticos; se registraron 4698 muertes. El 60% del total de los casos se encuentra entre los 20 y los 49 años. Las dos terceras partes del total corresponden a transmisión sexual y la relación hombre-mujer, que en 1990 era de 10 a 1, actualmente está cerca de 3 a 1, mostrando tendencia a la feminización de la epidemia. El comportamiento de la epidemia en el país presenta una transición progresiva del predominio en homosexuales masculinos al de la población heterosexual masculina y femenina. Es importante resaltar que en Colombia se presentan problemas de subregistro que desvirtúan la verdadera dimensión de la epidemia: se considera que las estimaciones reales mostrarían cifras de 200.000 personas afectadas por la infección. Hoy día, el sida es una enfermedad crónica; los avances farmacológicos permiten mantener por mayor tiempo el estado asintomático y mejorar la calidad de vida. Sin embargo, cabe resaltar el impacto social que tiene en los países en vías de desarrollo, donde además de los altos índices de personas infectadas, se enfrentan obstáculos en los sistemas de salud, en el acceso a los antirretrovirales y en la vulnerabilidad de la población joven y productiva. El VIH/sida implica un desafío para la salud pública, para la medicina y las ciencias del comportamiento. En este sentido, la psicología ofrece amplias posibilidades de intervención en los tres niveles de prevención: primaria, secundaria y terciaria, sobre la cual se centrará el presente capítulo. Se inicia con una revisión sobre las reacciones emocionales ante el diagnóstico, se presentan los lineamientos más relevantes para la consejería pre-test y pos-test, formas de intervención psicológica individual y grupal con los pacientes, y finalmente algunos elementos básicos sobre la intervención con familias.
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Consideraciones generales respecto al VIH/sida El sistema inmune es el responsable de mantener la integridad del organismo frente a agentes invasores como virus y bacterias. Su tarea es reconocer a los elementos extraños y eliminarlos. El VIH, retrovirus que causa el sida, ingresa al organismo y ataca en forma selectiva a los linfocitos ayudadores, los cuales poseen el receptor CD4, al cual se une el virus, destruyendo la célula y causando el deterioro progresivo del sistema inmunológico. En su fase más avanzada, las personas infectadas se hacen susceptibles a una amplia variedad de infecciones como respuesta al estado de inmunodeficiencia, que se conoce como sida. Sin embargo, los pacientes pueden permanecer muchos años sin presentar síntomas, así su organismo continúe recibiendo el impacto del virus. La vía de transmisión predominante es la sexual, a través de secreciones y fluidos corporales, en relaciones vaginales, anales u orales sin protección. Las cifras de transmisión vertical de madre a hijo durante el embarazo o el parto, así como por transfusión sanguínea, han presentado cambios significativos por las nuevas políticas en el manejo preventivo y por el control de calidad que se realiza en los bancos de sangre, respectivamente. El diagnóstico de la infección se realiza a partir de la prueba ELISA y la prueba serológica confirmatoria Western Blot. Ambas aportan información importante para evaluar la evolución clínica y tomar decisiones acerca del inicio de la terapia antirretroviral: el recuento de linfocitos CD4 y la carga viral. Reacciones emocionales ante el diagnóstico de VIH/sida La enfermedad es la ruptura no sólo del equilibrio somático, sino del pensamiento habitual, del ritmo normal de la vida con sus tiempos y cadencias. Aparece como una injusticia, como un suceso ilógico que la persona no logra integrar en el cuadro de su existencia. Se presenta como una ofensa y un agravio; es una experiencia de agresión y de obstáculo (Colombero, 1993). De acuerdo con Bruhn (2000), la adaptación psicológica a cualquier enfermedad grave potencialmente mortal depende de factores derivados de tres aspectos principales: médicos (síntomas, evolución clínica y complicaciones, en particular del sistema nervioso central); psicológicos (personalidad, capacidad para enfrentar problemas, apoyo interpersonal), y socioculturales (estigmas sociales vinculados a la enfermedad y a los grupos afectados).
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Afrontar la enfermedad implica reacciones emocionales como respuesta a las múltiples exigencias que debe asumir la persona al recibir el diagnóstico; en el pronóstico, en los exámenes clínicos, en el inicio de los tratamientos farmacológicos; la naturaleza impredecible de la enfermedad, la negociación y tramitología con los servicios de salud, las exigencias económicas, las reacciones familiares, la amenaza laboral, el nivel de interferencia de los síntomas con sus rutinas y actividades cotidianas y la interacción con profesionales de la salud y con el medio hospitalario. Todo lo anterior, en un marco donde priman la incertidumbre, la desesperanza, el miedo y la impotencia. El modo como una persona interpreta su enfermedad depende de varios factores, según Rodríguez (1995): • • • • •
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extensión del daño o anormalidad de la estructura biológica. gravedad de la función dañada. naturaleza y gravedad de los síntomas. capacidad para controlar los síntomas. valoración, normas y expectativas de los otros.
Farber, Mirsalimi, Williams y McDaniel (2003), exploraron la relación entre el significado de la enfermedad y el ajuste psicológico en 203 pacientes con VIH/ sida sintomáticos. Se encontró que los individuos que significan positivamente su enfermedad informan mayores niveles de bienestar psicológico y menores niveles de ánimo depresivo. Como aspecto relevante se resalta que el significado de la enfermedad estuvo correlacionado positivamente con el incremento de células CD4 y negativamente correlacionado con la carga viral, lo cual demuestra efectos favorables en la salud y menores tasas de mortalidad relacionada con el sida. La infección por VIH/sida tiene características clínicas, sociales y culturales muy particulares que influyen en la interpretación a veces distorsionada por parte del paciente. La ausencia de síntomas durante largos periodos; el ser una enfermedad “vergonzante” por provenir de transmisión sexual; el estigma y el rechazo social que genera en la comunidad, son ejemplos de variables que deben ser consideradas al evaluar el proceso de interpretación que el paciente hace de su enfermedad. La forma como una persona conceptualiza el diagnóstico por VIH/sida y el significado que le asigna, van a depender, además, de factores relacionados con enfermedades antecedentes, referentes de experiencias previas con familiares o amigos enfermos, creencias personales en torno a la salud, procesamiento de la
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información obtenida en los medios de comunicación, valoración del estilo de vida asociado a culpa, percepción de enfermedad como resultado de castigo, interacción con los profesionales de la salud y de la valoración de la familia como factor de apoyo y contención. Estos procesos de significación de la enfermedad parecen ser muy relevantes en la problemática VIH/sida, y por eso algunos estudios han propuesto la existencia de una estrategia de afrontamiento llamada “afrontamiento centrado en el significado”, que involucra el cambio de interpretación de una situación estresante, en lugar de tratar de cambiar la situación en sí misma. Este tipo de afrontamiento implicaría utilizar estrategias como la reevaluación positiva para influir positivamente en el ajuste (Farber et al., 2003). La manera como las personas conceptualizan lo que está ocurriendo en sus vidas, especialmente lo que se relaciona con el VIH/sida, incidirá en los procesos de adaptación a la enfermedad, que según Rodríguez (1995), se puede definir como una situación en la que el individuo ha renunciado a falsas esperanzas, ha suprimido desesperanzas destructivas y ha reestructurado su circunstancia para desenvolverse en ella con la mayor eficacia posible. La adaptación a una enfermedad de carácter crónico, como el VIH/sida, exige una reorganización y aceptación de sí mismo, así como la instalación de un propósito de vida que trascienda las limitaciones impuestas por la enfermedad. Con relación al sida varios autores han planteado etapas o fases por las que transita la persona desde el diagnóstico, pasando por el proceso de enfermedad hasta llegar a la fase final. Sin embargo, es interesante retomar la propuesta pionera de Kubler-Ross (1993), quien plantea las fases de negación y aislamiento, ira, pacto o negociación, depresión y aceptación. Estas fases sirven de guía a las personas que acompañan profesionalmente al enfermo en el afrontamiento de la enfermedad. Estas etapas no ocurren en todos los pacientes en una secuencia cronológicamente ordenada, y no siempre, al final, se logra la aceptación (Fonnegra, 1999). La respuesta psicológica ante la infección por VIH es variable e individualizada; depende de factores que tienen que ver con la edad, la historia personal, la forma como se produce la infección; con la percepción de la enfermedad, las creencias en torno a la salud, los recursos económicos, las redes de apoyo, las pérdidas recientes asociadas a la infección (de la pareja), entre otras. Se han identificado múltiples reacciones emocionales frente al diagnóstico: impacto, estupor, miedo, ansiedad, tristeza, ira, frustración, desesperanza, impotencia, culpabilización, ideación suicida y trastornos obsesivos. Sin embargo, los
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estudios sobre reacciones emocionales asociadas al VIH/sida coinciden en señalar la ansiedad, la depresión y el estrés como las reacciones características de las personas que reciben un resultado positivo. Estas reacciones son generadas tanto por el diagnóstico, como por variables relacionadas con la falta de conocimientos básicos sobre la infección, con la incongruencia entre la información que se recibe (Bayés, 1995; Pomeroy, Kiam y Green, 2000), la baja autoestima y la autocrítica; las reacciones sociales negativas y el rechazo social (Castillo, González, Hincapié y García, 1995), entre ellos el de la familia y los amigos al tener que descubrir el diagnóstico y muchas veces, en forma simultánea, la orientación sexual (Carvalho, 1999; Correa, 2003), y las actitudes de los profesionales de la salud (Bayés, 1995; Carvalho, 1999). Didlley, O’Chitill, Perl y Volberding (1985), evaluaron las respuestas emocionales en 40 pacientes diagnosticados con VIH/sida y encontraron la depresión, la ansiedad, la incertidumbre y la ira como las reacciones más comunes a la entrega del resultado. Otras reacciones posteriores fueron el aislamiento social y la culpabilidad, al percibir la enfermedad como castigo. Con relación a su sexualidad, disminuyeron sus contactos sexuales al autoculpabilizarse por su homosexualidad y la vivencia del sexo con múltiples parejas. También se han descrito reacciones como el miedo a perder el empleo (Castillo et al., 1995), el temor al dolor y a desarrollar lesiones físicas, los sentimientos de culpa y vergüenza y el temor a infectar a otros, entre otras. La depresión ha sido informada en muchos estudios como una reacción común en personas que reciben el diagnóstico de VIH/sida (Bayés, 1995; Bruhn, 2000; Castillo et al., 1995; Luque, 1996; Piña, 2003; Preciado, 1996), y parece ir en aumento, en especial la depresión mayor, con la evolución del VIH (Avery, 2000); dato que es desafortunado, pues algunos hallazgos investigativos señalan que la depresión disminuye el número de células CD4. Burack et al. (1993), en un estudio con 330 hombres homosexuales y bisexuales, encontró que los hombres deprimidos perdieron un promedio de 81 células T-ayudantes al año, comparado con 59 pérdidas por hombres sin evidencia de depresión clínica. Lo anterior, sin embargo, sugiere que es importante tratar la depresión para retrasar la progresión del sida y así, prolongar la supervivencia. Así mismo, la ansiedad leve crónica, caracterizada por tensión, irritabilidad y temor, es común entre pacientes que viven y se enfrentan al VIH (Avery, 2000; Bayés, 1995; Castillo et al., 1995; Piña, 2003; Remor, Carrobles, Martínez-Donate y Ulla, 2001). Remor et al. (2001), investigaron la relación existente entre la percepción de control y la ansiedad en una muestra de 100 pacientes de VIH/
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sida, utilizando medidas de la primera sobre la salud; de la percepción de control sobre los eventos estresantes y la evaluación de la ansiedad; adicionalmente, realizaron mediciones de variables biomédicas, como el número de linfocitos CD4, la carga viral, el tiempo de infección y el estadio CDC. Los resultados sugieren que la ansiedad cambia según la etapa de la enfermedad en que se encuentran los sujetos y que la percepción de control sobre los acontecimientos estresantes tiene un efecto predictor sobre los niveles de ansiedad. Por último, el estrés es una reacción característica en los procesos de afrontamiento de las enfermedades. En el caso del VIH/sida algunos estudios sugieren la influencia del estrés en el sistema inmunitario o en la activación del virus, como factor activador de mecanismos psicoinmunológicos que pueden acelerar el proceso de deterioro, aunque son hipótesis en proceso de comprobación (Farber et al., 2003; Luque, 1996; Moscoso, 1995; Preciado, 1996). Intervención psicológica con personas diagnosticadas con el VIH/sida A pesar de que el término psicosocial aparece reseñado en todos los manuales y guías de atención a personas con VIH/sida, en la práctica la respuesta psicosocial es pobre y se diluye en intervenciones ocasionales, instrumentales e impersonales, que no responden a la necesidad de quienes enfrentan las pérdidas propias de la enfermedad. Desde la perspectiva psicológica, la intervención cobra especial importancia cuando se trata de contrarrestar el impacto del diagnóstico, preparar al paciente para afrontar el pronóstico, el tratamiento y la hospitalización; promover cambios en su estilo de vida, fortalecer la autoeficacia, incrementar su percepción de control y la autonomía en el manejo de su situación, así como fortalecer sus proyectos de vida y reforzar en la familia el apoyo efectivo. Arauzo, Blanck y Bermúdez (1992), sugieren que la tarea del psicólogo conductual en la problemática VIH/sida, consiste en lograr, con los procedimientos propios del análisis conductual y la modificación del comportamiento, que se incorporen como hábitos las conductas preventivas. En estos casos el trabajo se orienta a: • Evitar comportamientos conducentes a inmunosupresión, tales como la ingesta de drogas o estilos de vida estresantes. • Aumentar la inmunocompetencia.
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• Evitar alterar el sistema endócrino, por su relación con el sistema inmune. • Prevenir alteraciones del sistema nervioso, por su relación con el sistema inmune. • Adquirir repertorios de conducta preventiva para evitar infectar a otros, disociándolos de la vivencia emocional perturbadora, ocasionada por saber que se está infectado. • Contemplar la neutralización de la conducta de aquellos sujetos infectados cuya personalidad los lleva a contagiar deliberadamente a otras personas. Desde el punto de vista cognitivo-conductual, los principales componentes del tratamiento consisten en la reevaluación cognitiva, la utilización de técnicas de relajación, la solución de problemas y el afrontamiento activo (Moscoso y Bermúdez, 1999). Las técnicas de afrontamiento están diseñadas para cambiar la percepción del individuo acerca de eventos ambientales de carácter amenazante o causante de estrés y, a su vez crear un adecuado nivel de habilidades que permitan controlar la situación. Los principios fundamentales de estas técnicas se basan en que el individuo puede aprender nuevos patrones de pensamiento y comportamiento que permiten incrementar el control sobre los estados emocionales y las conductas que originan un desajuste en términos de funcionamiento efectivo en la vida diaria (Moscoso, 1995). A partir del inicio de la infección se definieron criterios precisos para ofrecer una aproximación inicial a las personas que desean hacerse la prueba de anticuerpos para el VIH o a las que reciben un resultado positivo para la prueba. La asesoría pre-test y pos-test, que cumplen con el objetivo fundamental de dar el apoyo inicial a quienes reciben el resultado, y prepararlos para el proceso de valoración médica. Según Bayés (1995), el objetivo de la consejería pre-test es valorar la probabilidad real de infección del paciente y prepararlo, si es necesario, para un posible resultado de seropositividad al VIH, de forma que se reduzcan al máximo las consecuencias psicológicas adversas que frecuentemente suelen presentarse tras la comunicación del diagnóstico, tales como: shock psicológico, ansiedad aguda, depresión, accesos de rabia y desesperación, etc. Estas intervenciones preliminares contribuyen a explorar en los pacientes el significado personal que asignan a su enfermedad, resignificar concepciones distorsionadas y reforzar interpretaciones que posibiliten el uso de estrategias de afrontamiento orientadas a la búsqueda de opciones y alternativas realistas que permitan la convivencia con el VIH por largo tiempo.
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Por su parte, en la consejería pos-test, que se realiza inmediatamente después que el sujeto tiene conocimiento del resultado de su análisis, los objetivos fundamentales son, según Carvalho (1999), explorar la comprensión que tiene el paciente sobre el significado de la prueba; clarificar qué es seropositividad y sida; desarticular la relación sida-muerte y ofrecer apoyo en las reacciones emocionales; promover conductas positivas de salud; informar sobre formas de transmisión del virus y refuerzo de comportamientos sexuales saludables; orientar la asimilación interpersonal del resultado y la toma de decisiones sobre a quién informar; ofrecer una esperanza realista y estimular al paciente en el uso de estrategias de afrontamiento para hacerle frente a la situación y evaluar los recursos disponibles del paciente (seguridad social, asesoramiento legal, apoyo social, grupos de autoapoyo, etc). Remor et al. (2001), señalan que resulta extremadamente importante proporcionar información a las personas infectadas por el VIH sobre su tratamiento y las posibles opciones del mismo, al tiempo que se les debe instar a participar en el proceso de toma de decisiones y a asumir una parte de la responsabilidad en el control de la enfermedad, lo cual beneficia al paciente, dado que incrementa su percepción de control. Preciado (1996), plantea que a medida que se empieza a aceptar esta enfermedad como crónica, el centro de atención de las intervenciones será enseñar al paciente a controlar la enfermedad y aprender a vivir con el VIH/sida. Según Moscoso y Bermúdez (1999), el tratamiento psicológico con individuos infectados con el VIH ha sido útil en la reducción de la ansiedad y la depresión, la evaluación de las posibilidades de suicidio y la consideración de aspectos existenciales del enfermo, tales como aquellos relacionados con las evaluaciones del concepto de muerte. Los programas de intervención en VIH/sida presentan una amplia gama de posibilidades, en las cuales se integran diversas estrategias o técnicas cognitivoconductuales que apuntan a objetivos específicos. Según Moscoso (1995), en la investigación sobre el manejo del estrés con pacientes VIH-1 y sus repercusiones en términos de funciones inmunológicas y emocionales, se ha concluido que las intervenciones psicológicas para el manejo del estrés producen efectos positivos tanto en la reducción de síntomas emocionales (ansiedad, depresión, hostilidad), como en el aumento del vigor y la actitud positiva. Castillo et al. (1995), diseñaron un programa de asesoría psicológica para seropositivos al VIH, con el objetivo de identificar y modificar las conductas
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manifiestas de ansiedad y depresión. Se utilizó un diseño cuasiexperimental de un solo grupo, con medidas pre y pos-test. Para la evaluación se empleó una entrevista semiestructurada, el Inventario de ansiedad estado-rasgo (STAI) y el Inventario de depresión de Beck. Los resultados mostraron cambios en los niveles de ansiedad y depresión como efecto de la aplicación del programa, cambios que se mantenían treinta días después de terminada su ejecución. El modelo de intervención fue diseñado de acuerdo con los planteamientos de KublerRoss (1993) sobre pacientes terminales; los resultados mostraron dificultad para ubicar a los pacientes seropositivos en este modelo por las características mismas de la enfermedad. Sin embargo, los investigadores recomiendan la ampliación del programa para extenderlo a la pareja y a la familia, así como adecuarlo para pacientes sintomáticos y terminales. Kelly et al. (1993), evaluaron los efectos de una intervención cognitivoconductual con 68 pacientes VIH-1 diagnosticados con depresión, los cuales fueron asignados a dos grupos, uno con técnicas del enfoque y otro, de apoyo social. El primer grupo logró reducir significativamente los síntomas de depresión, somatización y hostilidad, así como mejores niveles de funcionamiento, en comparación con el segundo. Es importante resaltar que las estrategias de intervención son utilizadas de acuerdo con los objetivos, la complejidad de la situación, la variedad de problemas, las recaídas, las complicaciones médicas y las situaciones familiares y de pareja. Por ejemplo, algunas de ellas son de gran utilidad para el refuerzo de estrategias de afrontamiento (Preciado, 1996); en la resignificación de la enfermedad (Farber et al., 2003); para modificar ideas de indefensión y reducir la tendencia a anticipar consecuencias negativas (Bayés, 1995); en la adherencia al tratamiento (Meichenbaum y Turk, 1991) y en la reducción del malestar emocional (Pomeroy et al., 2000). Otras formas de intervención, como el entrenamiento asertivo, han demostrado ser de gran utilidad para las personas que viven con el VIH y tienen que exponerse a múltiples situaciones que incrementan sus niveles de estrés (Correa, 2001; Kelly y Murphy, 1992; Preciado, 1996). Existen, además, técnicas específicas para el control del estrés, tales como: la relajación muscular, la biorretroalimentación, la meditación, la respiración profunda y el entrenamiento autógeno (Bayés, 1995; Moscoso, 1995; Preciado, 1996). Vivir con VIH: afrontamiento y percepción de control Uno de los aspectos que puede considerarse un reto para la psicología tiene que ver con el uso de estrategias de afrontamiento que permitan mantener el
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estado de portación asintomática por periodos largos. Según Lazarus y Folkman (1986), el afrontamiento son aquellos esfuerzos cognitivos y conductuales constantemente cambiantes, que se desarrollan para manejar las demandas específicas externas o internas que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo. Así mismo se conceptualiza como una actuación dirigida a frenar, amortiguar y anular el impacto y los efectos de la situación amenazante. Teniendo en cuenta que cada vez se encuentran evidencias que confirman la interacción de los estados emocionales en la evolución de la enfermedad, se hace indispensable la intervención en problemáticas puntuales y suficientemente documentadas en la bibliografía, como la ansiedad, la depresión, el estrés, el afrontamiento y la adherencia al tratamiento. Vivir con VIH/sida significa, para algunas personas, vivir con la amenaza y la expectativa del desarrollo de síntomas, los temores a las reacciones adversas de los medicamentos, cesar proyectos y sueños, a la espera de la llegada de la enfermedad y la muerte y, por ello, se mantienen expectantes y vigilantes en forma permanente a cambios a veces imperceptibles en el organismo, pero que son el anuncio de graves problemas de salud. Sin embargo, cada vez es más evidente la supervivencia por largos años de las personas portadoras del VIH/ sida y esto se ha convertido en uno de los aspectos motivantes para el estudio de esta problemática: conocer las razones por las cuales algunos individuos viven muchos años con buen estado de salud, mientras que otros presentan un deterioro más rápido y aceleran la aparición de síntomas. Bruhn (2000), plantea que la causa de sobrevivencia es una complicada red de factores. A continuación se señalan algunos de ellos: • • • • • • • • •
Mantener un sentido de responsabilidad personal respecto a su salud. Aceptar la realidad del diagnóstico. Poseer compromiso con la vida. Tener una sensación de significado y propósito en la vida. Ser sensible a las necesidades físicas y psicológicas de su cuerpo. Tener experiencia previa de una enfermedad. Hacer ejercicio físico. Buscar información. Participar de manera altruista con otras personas afectadas por el VIH/ sida. • Cambiar el estilo de vida.
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• Ser positivo y tener capacidad de decir “no”. • Percibir al médico como colaborador. Así mismo, Luque (1996), informa como factores claves: el buen sentido del humor, los efectos de la esperanza, la capacidad de tener control sobre la propia situación. El desarrollo de la percepción de control juega un papel importante en el ajuste y afrontamiento de las enfermedades, y en particular en personas diagnosticadas con el VIH/sida. Según Remor et al. (2001), ella constituye una parte esencial del bienestar psicológico. La creencia más aceptada es que puede modular los efectos de los eventos estresantes o del estrés de la vida diaria, especialmente en individuos con una enfermedad que amenaza la vida y, que, a menudo, se encuentran frente a incertidumbres sobre cómo disponer de estrategias para alargar la vida, sobre el futuro de su enfermedad y su habilidad para cuidar de sí mismos. Rodríguez (1995), plantea que se considera factor importante en el proceso de afrontamiento de la enfermedad en la medida que las personas creen que pueden controlar su destino como un factor de resultados adaptativos. Asimismo, Fernández y Edo (1994), afirman que para poder prevenir los efectos nocivos del estrés y potenciar emociones positivas y hábitos saludables con éxito, se debe intentar mejorar las percepciones de control, ya sea cambiando las creencias generales o por medio de la experiencia enseñando a ejercer dicho control de manera realista. Con relación al estrés y la percepción de control, Farber et al. (2003), reconocen que es importante evaluar y promover la segunda sobre la enfermedad, teniendo en cuenta que los estresores que se perciben como controlables facilitan el afrontamiento centrado tanto en el problema como en el significado. Los grupos terapéuticos: una opción de intervención con personas infectadas con el VIH/sida Poner en común un evento traumático permite compartir las expectativas, temores, dudas y miedos relacionados con el suceso. En el caso del VIH/sida, esta alternativa parece ser muy útil para tratar las cuestiones asociadas con el diagnóstico, el inicio de tratamiento con antirretrovirales, la hospitalización, y muchas otras situaciones relacionadas con la convivencia con el virus. La opción de intervención grupal toma cada día más relevancia por diferentes aspectos, entre ellos, porque permite una mayor cobertura de personas afectadas
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por la infección, su aprendizaje de comportamientos relacionados con la sexualidad, la adherencia al tratamiento y el desarrollo de competencias sociales. Las intervenciones grupales oscilan entre ser estructuradas y no estructuradas, o directivas y no directivas, y requieren el uso de múltiples estrategias de intervención; el énfasis se realiza en el paciente como eje del proceso terapéutico. La terapia cognitivo-conductual grupal es de naturaleza educativa, en ella el papel activo de los miembros del grupo es indispensable en la discusión y confrontación de los conocimientos sobre la infección por VIH/sida y en las creencias irracionales que generan miedo, tristeza, culpa, vergüenza y otras emociones negativas que inmovilizan la acción y el afrontamiento de los pacientes. Según Ortiz (1992), el modelo de grupos de apoyo, mediado por un proceso de autoayuda, cuyo fin es vincularse para mantenerse saludable, funcional y vivo, juega un rol amortiguador para contrarrestar los mensajes negativos del sida y facilitar interacciones interpersonales que enriquezcan la vida. Las intervenciones grupales presentan beneficios para las personas con VIH/sida, porque tienen la oportunidad de compartir con otros sus experiencias, recibir apoyo emocional e información sobre tratamientos, sin sentirse rechazados y aislados (Preciado, 1996). Ortiz (1992), informó que una intervención grupal realizada con homosexuales seropositivos de Puerto Rico tuvo efectos positivos sobre sus vidas, dado que las sesiones semanales estaban orientadas a reforzar un proceso educativo continuo para ayudar a lidiar con las repercusiones que tiene el diagnóstico de seropositividad. Esta experiencia demostró que la intervención grupal de sostén es una alternativa comunitaria efectiva y viable, la cual puede ayudar a estas personas a fortalecer su respuesta inmune, especialmente para aquellos que han estado aislados, estigmatizados y oprimidos por su estilo de vida. Pomeroy et al. (2000), realizaron un estudio cuasiexperimental a partir de una intervención psicoeducativa grupal con 53 hombres reclusos, asignados aleatoriamente a grupos control y experimental, en dos sesiones semanales durante cinco semanas. Se trabajó con técnicas cognitivo-conductuales para la depresión, la ansiedad y el trauma, en la modificación de actitudes y comportamientos negativos, en el refuerzo de estrategias positivas de afrontamiento y en estrategias educativas para presentar la información sobre la enfermedad. Los resultados mostraron una significativa reducción del malestar emocional, así como un importante incremento en el nivel de conocimientos sobre el VIH/ sida.
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Correa (2001), por su parte, desde 1990 ha trabajado en Colombia con grupos de hombres diagnosticados con VIH/sida; en su intervención integra diversas estrategias cognitivo-conductuales, como la reestructuración cognitiva, el entrenamiento en habilidades sociales y el entrenamiento en solución de problemas, con el fin de fortalecer habilidades de afrontamiento ante el diagnóstico y la convivencia con el VIH. Los ejes temáticos que incluyen sus intervenciones son: sexualidad, muerte y duelos, autoestima y habilidades de afrontamiento. A continuación se presentan algunas consideraciones relevantes identificadas por el autor. Sexualidad. Es importante la normalización y validación de los sentimientos relacionados con la infección y su relación con la sexualidad, especialmente con la orientación sexual de los participantes (en el caso de los homosexuales), dado que para muchos pacientes el diagnóstico genera retroceso y sentimientos negativos hacia su orientación sexual. Por otra parte, resulta conveniente tratar el tema de la normalidad vs. anormalidad y lo referente a las conductas sexofóbicas y homofóbicas de la familia y la sociedad, y su impacto en el portador de VIH. También se cuestionan y confrontan conductas relacionadas con el sexo casual, clandestino y anónimo, como alternativa para vivir su sexo-afectividad. Autoestima. El fortalecimiento de la autoestima es un aspecto central en la intervención grupal. En ella debe tratarse la relación entre autoestima y sexualidad, específicamente, la posible influencia de la aceptación de la orientación sexual vs. la autoestima y la culpa por haberse infectado. A partir de la autoevaluación y la confrontación directa del individuo, se establecen los parámetros para mejorar el autoconcepto, la autoimagen y la autoeficacia de los participantes, y posteriormente orientar la construcción y revisión permanente de sus proyectos de vida. Afrontamiento. La capacidad de la persona infectada para enfrentar situaciones críticas asociadas al diagnóstico y la enfermedad es un factor fundamental para el mantenimiento de su estado de portación asintomática. La intervención psicológica grupal le permite establecer la relación entre la depresión psicológica y la del sistema inmunológico, la relación mente-cuerpo y la influencia de las cogniciones en el proceso de enfermar y en la evolución a un estado sintomático. De manera específica, se puede intervenir sobre las relaciones de pareja conflictivas y sus reacciones emocionales, el manejo de conflictos en las relaciones familiares y en los grupos de autoapoyo a los que pertenecen los individuos.
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Muerte y duelos. Un objetivo importante de la intervención grupal es la desarticulación de la conexión sida-muerte y abordar las consecuencias emocionales que produce la posibilidad de enfermar y morir. El trabajo se orienta a trabajar sobre las pérdidas anteriores al diagnóstico, sus duelos y su afrontamiento, para posteriormente llegar a discutir y plantear estrategias específicas para la situación actual. Igual que con la sexualidad, la muerte como tema tabú se coloca en abierta discusión para procesarse como algo natural e inevitable y centrar esfuerzos en la vivencia actual y el afrontamiento positivo, contra la desesperanza y la espera pasiva de la aparición de los síntomas y la enfermedad. Depresión. Las personas diagnosticadas con el VIH presentan confusión al referirse o describir sus reacciones emocionales y oscilan entre depresión y estrés de manera confusa. En la fase educativa debe clarificarse este concepto, explorando reacciones comunes presentadas por los participantes en situaciones específicas informadas por ellos. Se enfatiza en la relación entre duelos y depresión con base en las múltiples pérdidas que a lo largo del proceso de la enfermedad deben afrontar; así mismo se realizan monitoreos de depresión a través de autorregistros o mediante el uso de instrumentos, como el Inventario de depresión de Beck. Con base en las evaluaciones de los participantes se seleccionan estrategias cognitivo-conductuales específicas para afrontar la depresión. Es importante resaltar que la reestructuración cognitiva grupal reporta excelentes resultados en las personas con diagnóstico VIH/sida. El debate abierto sobre autoafirmaciones falsas y creencias irracionales asociadas al diagnóstico, el pronóstico y tratamiento con antirretrovirales contribuyen al cambio conductual. Así mismo, la percepción e interacción con modelos de afrontamiento eficaz, la observación de habilidades de comunicación asertiva y las estrategias para la solución de problemas (p.ej., cómo negociar el uso del condón; cómo revelar el diagnóstico a mi familia; cómo informar a la pareja que es VIH positivo), logran excelentes resultados en la interacción grupal. Con relación a los resultados se encuentra que los integrantes asumen un rol activo frente a la enfermedad y el tratamiento; utilizan apropiadamente estrategias de afrontamiento en la enfermedad, en la hospitalización y en las pérdidas; presentan mayor adherencia a los antirretrovirales y cumplimiento en las citas médicas; vivencian una sexualidad satisfactoria, responsable y segura y comprenden la muerte como parte de un proceso natural de la vida.
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Intervención en problemas de adherencia al tratamiento Los problemas de adherencia al tratamiento son mayores en las enfermedades crónicas y en aquellas que requieren cambios de hábitos o estilos de vida. Según Amigo, Fernández y Pérez (1998), la tasa típica de adhesión puede estimarse en torno al 50%, aunque con frecuencia no supera el 20%. Lo anterior tiene un impacto negativo en la salud, por un lado, porque los tratamientos resultan ineficaces para el control de la patología, aumentando la morbilidad y la mortalidad, y por otra parte, porque incrementa los costos en la atención y hospitalización del paciente. Ésta no es la excepción en lo que se refiere al VIH/sida, un campo en el que a pesar de los grandes avances en los aspectos farmacológicos (terapia antirretroviral altamente activa, HAART, que consigue disminuir con rapidez la carga viral hasta niveles indetectables) (Gatell, 2001), la falta de cumplimiento incide notablemente en los fracasos terapéuticos y en la mortalidad (Carrascal, 2002). De acuerdo con Ballester, Reinoso y Campos (2000), el 53% de los pacientes deja de tomar ocasionalmente los medicamentos; el 14% continúa manteniendo las prácticas de riesgo que les llevó a la infección por VIH y el 10% no cumple con el régimen de visitas médicas. Lo anterior es factible en los tratamientos para el VIH, dado que algunas características de la infección contribuyen al bajo nivel de cumplimiento. En especial, es importante resaltar el hecho de que no se manifiesten síntomas durante largos periodos, y como consecuencia, el paciente, al no sentirse enfermo, minimiza la importancia de la medicación. Según Correa (2002), basado en los planteamientos hechos por Meichenbaum y Turk (1991), y Amigo et al. (1998), los aspectos que interfieren en la adherencia a la terapia antirretroviral en el caso del VIH/sida, pueden clasificarse de la siguiente manera: Variables del tratamiento: • Características de los medicamentos: tamaño, olor, cantidad. • Complejidad en las instrucciones. • Efectos secundarios de la medicación. • Interferencia de la toma de medicamentos con actividades cotidianas. • Creencias asociadas a efectos de los medicamentos. • Duración del tratamiento: es por tiempo indefinido. • Referencias y comentarios de otros pacientes sobre los medicamentos. • Alteraciones en la calidad de vida.
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• Barreras para cargar los medicamentos. • Factores económicos asociados al costo del tratamiento. • Tiempo entre las citas. Variables del paciente: • Nivel de conocimiento sobre la enfermedad. • Conocimientos sobre los efectos de los medicamentos. • Creencias relacionadas con la salud. • Desesperanza e indefensión frente al tratamiento. • Déficit en la comprensión de instrucciones. • Incertidumbre ante la eficacia del mismo. • Aspectos culturales relacionados con el proceso salud-enfermedad. • Estancamiento en la fase de negación de su estado. • Antecedentes y experiencias previas con enfermedades. • Creencias asociadas al impacto de los medicamentos en la sexualidad. Variables de la enfermedad: • Ausencia de sintomatología manifiesta. • Ser una enfermedad de transmisión sexual. • Variabilidad y fluctuación de los síntomas. Variables de la relación entre el profesional de la salud y el paciente: • Falta de empatía del profesional de la salud. • Actitudes negativas frente a la orientación sexual o el estilo de vida del paciente. • Déficit en comunicación verbal. • Déficit en comunicación no verbal. • Incongruencia entre la comunicación verbal y la no verbal. • Minimización de los síntomas y de las necesidades del paciente. Con relación a los eventos o situaciones específicas asociadas a la falta de adherencia, Correa (2002), ha encontrado los siguientes factores como los más importantes: 1) resultados de la carga viral y el recuento de CD4, ya que existe una interpretación de los resultados como “eliminación del virus” o una percepción errada de no requerir medicamentos y, en los resultados negativos (carga viral alta), por desesperanza ante la poca eficacia del tratamiento; 2) la divergencia de los profesionales de la salud con relación a los medicamentos y la utilidad de los resultados del recuento de CD4; 3) desesperanza ante la posibilidad de necesitar cambio en el esquema de tratamiento, ocasionada básicamente por la negación de volver a lidiar con los efectos secundarios de los nuevos
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medicamentos; 4) cambios en la respuesta sexual y la aparición de disfunciones sexuales, especialmente en la población masculina; 5) la lipodistrofia y otras manifestaciones externas que afectan la imagen corporal; 6) la información obtenida en las salas de espera y en los grupos de autoapoyo, en especial en las personas que van a iniciar tratamiento, puesto que ellos reciben los puntos de vista y las creencias negativas que son trasmitidas por otros pacientes con una percepción negativa de los antirretrovirales; y 7) el afrontamiento de pérdidas, simultáneamente al inicio del tratamiento, en especial las relacionadas con la ruptura de la relación de pareja. Correa (2002, 2004), clasificó las creencias que interfieren en el cumplimiento de los tratamientos, con el fin de poder utilizarlas para estructurar programas de intervención que utilicen la reestructuración cognitiva. Entre las más destacadas se encuentran: • Creencias que minimizan la eficacia de la medicina tradicional. • Creencias que predicen daño en el organismo a causa de los antirretrovirales. • Creencias que anticipan consecuencias negativas con el tratamiento. • Creencias que magnifican el impacto de los medicamentos en las actividades cotidianas. • Creencias de amenaza a la respuesta sexual por el efecto de los antirretrovirales. • Creencias de desesperanza e impotencia frente al tratamiento. Se puede predecir la falta de adherencia en las consultas preliminares a la formulación, si se evalúa el nivel de conocimientos, la autoeficacia, la motivación y las competencias del paciente, así como las creencias, ya que éstas influyen sobre el comportamiento relacionado con la salud o la enfermedad e inciden en el afrontamiento positivo y la adherencia. Según Correa (2004), se requiere entonces, un compromiso activo por parte del paciente para mantener o reducir los indicadores clínicos que garantizan salud y buena calidad de vida, así como disminuir las posibilidades de infectar a otros o reinfectarse a sí mismo y, para esto, sugiere cinco componentes claves para un programa de adherencia al tratamiento en la problemática VIH/sida. Fase educativa. Incrementar el nivel de conocimientos del paciente sobre su diagnóstico, pronóstico y aspectos básicos de la infección; ilustrar los aspectos
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clínicos, farmacológicos y del tratamiento y, orientar sobre cambios en el estilo de vida y sus consecuencias en la evolución de la enfermedad. Fortalecimiento de la autoeficacia. Desarrollar la convicción en el paciente de su capacidad para generar cambios en su estado de salud. Reforzar la autoeficacia como variable predictora de la adherencia al tratamiento. Reestructuración de creencias. Reestructurar ideas erróneas relacionadas con los medicamentos y el tratamiento; replantear la percepción del paciente asociada a enfermedad-minusvalía y reforzar creencias orientadas al afrontamiento y la autoeficacia. Básicamente se trabaja en torno a creencias específicas relacionadas anteriormente. Entrenamiento en habilidades de comunicación en la relación médico-paciente. Desarrollar habilidades de comunicación que permitan un intercambio efectivo con los profesionales de la salud. La comunicación es factor fundamental en la captación de información, su procesamiento y la respuesta traducida en actitudes y conductas coherentes con la representación y comprensión de la situación. Desarrollo de destrezas y habilidades simples y complejas. Orientar a favor de conductas que faciliten la ingesta de medicamentos y el cumplimiento de la dieta; instruir al paciente respecto al manejo de registros, automonitoreos y reportes; aprender a utilizar señales para recordar la toma de los antirretrovirales y desarrollar estrategias para reducir los niveles de ansiedad ante la portación de los medicamentos en el lugar de trabajo, etc. Familia: un duelo con complicaciones La enfermedad pone a las familias frente a uno de los mayores desafíos de la vida. En especial la enfermedad crónica rompe el equilibrio y genera crisis por diversas pérdidas asociadas a la enfermedad. Los múltiples cambios de la estructura familiar y su funcionamiento, producto de las tareas de acompañamiento y atención del enfermo, alteran las rutinas de cada uno de sus miembros, y las diversas reacciones emocionales que experimentan interfieren en su cotidianidad. La familia es un factor fundamental a lo largo de todo el proceso que afrontan las personas afectadas por esta problemática. Una de las dificultades tiene que ver con la conceptualización del VIH/sida como una enfermedad vergonzante.
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Un enfermo con cáncer en la familia genera sentimientos de solidaridad, cooperación y apoyo incondicional; en cambio, un enfermo de sida en casa suscita ambivalencia, miedo, culpa, vergüenza y rechazo. En el momento de conocer el diagnóstico, el desafío fundamental es crear un significado de la enfermedad que preserve una imagen de competencia y de control en el contexto de una pérdida parcial, de un declinar físico o de la muerte (Rolland, 1999). En los momentos iniciales, la familia se enfrenta a una confusión generada por la incongruencia entre la información que recibe y los preconceptos que tiene sobre el sida como una enfermedad mortal y catastrófica. La mayoría de las veces la familia conoce el diagnóstico mucho tiempo después de ser informado el paciente, debido a la tendencia a ocultar la información por miedo al rechazo y a evitar sufrimiento a la familia, y en algunas circunstancias las familias reciben la información en las salas del hospital, cuando su familiar se encuentra en situación crítica o en la fase terminal. La familia presenta diversas respuestas frente a la enfermedad de uno de sus miembros. Rocamora (2000), plantea que se pueden sintetizar en dos formas: centrípetas y centrífugas. En las respuestas centrípetas la familia se aglutina en torno al enfermo, se vive por y para el enfermo; toda la actividad familiar gira alrededor del enfermo y su enfermedad, renunciando a planes y proyectos particulares por estar junto a él. Esta respuesta es característica del inicio de la enfermedad, ante el impacto del diagnóstico y el pronóstico; a medida que pasa el tiempo es posible que se origine una nueva respuesta, que corresponde a la segunda forma, la centrífuga. Aquí se produce un distanciamiento progresivo de los familiares y la carga es asumida por uno de los miembros; ya no hay cohesión, sino separación, y muchas veces se da la ruptura de los lazos familiares. Según Rolland (1999), en la fase inicial de crisis es esencial que los clínicos pregunten sobre las creencias esenciales de la familia y sus estrategias de afrontamiento. Algunas de esas creencias tienen relación con: 1) la normalidad, las relaciones cuerpo-mente, el control y el afrontamiento; el significado que la familia, el grupo étnico, la religión y la cultura atribuyen a los síntomas (p.ej., al dolor crónico); a los tipos de enfermedad (p.ej., a las fatales), o a ciertas enfermedades (p.ej., al sida); 2) presupuestos sobre las causas de la enfermedad y aquello que influye en su curso y resultado; y 3) factores multi-generacionales que conforman el sistema de creencias familiares sobre la salud, así como anticipación a los puntos nodales de la enfermedad, de los individuos y del ciclo vital de la familia, en los que sus creencias se ven cuestionadas y necesitan cambio.
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Cuando una familia tiene dificultades para aceptar la realidad de la enfermedad e intenta afrontarla negando sus serias implicaciones, el paciente presenta más probabilidades de experimentar un incremento de ansiedad; mientras que las familias que están junto al paciente y favorecen el diálogo abierto acerca de sus miedos y preocupaciones, facilitan la adaptación a la nueva situación (Pérez, 1999). La actitud de la familia frente a la infección del VIH es fundamental cuando se evalúa el afrontamiento y la calidad de vida de las personas portadoras del VIH/sida. Además, es frecuente que la familia conozca en forma simultánea el diagnóstico y la orientación sexual de la persona afectada, lo que implica el afrontamiento de un doble duelo y las reacciones homofóbicas que interfieren en el apoyo efectivo. Para Castillo et al. (1995), el rechazo social que se experimenta hacia estos pacientes tiene sus bases en la falta de información sobre la enfermedad; al aclarar las dudas y comentar los temores, la actitud hacia el paciente cambia y se propicia una mayor unión en el grupo familiar. Muchas veces se dirigen los esfuerzos a la intervención con la persona diagnosticada, capacitándola para afrontar la crisis inicial y ofreciéndole herramientas para vivir con el virus, y se olvida el entorno familiar como determinante en el ajuste emocional. La familia necesita respuestas a múltiples interrogantes, y en la búsqueda de explicaciones, a veces construye sus propias explicaciones culpabilizadoras y controversiales; en otras ocasiones asigna un mayor valor a lo cultural y, en ciertos casos se centra en el infortunio y la desgracia, donde todo cuanto ocurre es “producto de la voluntad divina”. Algunos autores plantean que la familia pasa por fases similares a las que atraviesa el paciente desde el momento del diagnóstico. Sin embargo, se debe entender que existen múltiples factores y reacciones de las familias que dependen de circunstancias particulares. Correa (2003) ha encontrado que las reacciones emocionales más comunes son: • Negación del diagnóstico, del pronóstico, de la orientación sexual del paciente y de su estilo de vida. • Ansiedad por la incertidumbre ante la enfermedad, por la variabilidad en el estado del enfermo, por la sensación de impotencia y desesperanza, por la ideación catastrófica e irracional que prima cuando no se tiene información veraz, clara y fiable. • Rabia y desaprobación. La familia presenta mucha dificultad en asumir el “comportamiento sexual diferente” de uno de sus miembros; a veces debe
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afrontar el impacto de recibir información acerca del diagnóstico y, simultáneamente, la revelación de la orientación sexual del familiar. Hay frustración e impotencia por sentirse limitados para realizar acciones que beneficien al paciente y sentimientos de fracaso ante la falta de alternativas de curación. Se le asigna culpa al paciente y reprobación por haber corrido riesgos. Así mismo, es común que se presenten reacciones de rabia y hostilidad contra el personal de salud. • Culpa. Ésta es una de las reacciones más características en las familias, debido a lo que se hizo y lo que se dejó de hacer; por el desagrado de lidiar con el paciente y con sus síntomas; por desear momentos de evasión; a causa de desear que no se prolongue la espera por más tiempo y que suceda la muerte del paciente; por fallas en el manejo de la enfermedad; por las reacciones hostiles y negativas ante el conocimiento del diagnóstico y/o la orientación sexual. • Miedo a exponerse al VIH; a los momentos finales y a la muerte del ser querido; a perder el control emocional en los momentos difíciles; a la pérdida de la seguridad familiar, en especial cuando el enfermo es cabeza de familia o tiene el peso del soporte económico, y miedo al futuro. Es importante destacar la ambivalencia que manifiesta la familia entre el temor a infectarse y la obligación moral de cuidar, atender y apoyar a su familiar. También se manifiestan temores por la reacción de la comunidad, el miedo a ser discriminados, rechazados o señalados por tener un familiar con VIH/ sida. • Tristeza y dolor, en especial por el sufrimiento físico y mental del paciente, al aceptar la inevitabilidad de la situación; debido a la pérdida en sí del familiar y a pérdidas secundarias que afectan el núcleo familiar. La intervención con familias es una experiencia que implica altos niveles de recursividad, dadas las múltiples variables que contribuyen a generar un entorno cargado de emociones y reacciones negativas. La asesoría a la familia en las fases iniciales debe cubrir los siguientes aspectos: 1) ofrecer información clara, suficiente y actualizada sobre la infección por VIH/sida; 2) restablecer los canales de comunicación entre el paciente y la familia; 3) reforzar en la familia la importancia de asumir un rol activo en la atención del enfermo; 4) reducir los conflictos y mantener la cohesión familiar; 5) facilitar el proceso de aceptación del diagnóstico, las pérdidas, la orientación sexual, etc.; y 6) informar sobre normas de bioseguridad en el manejo del paciente en casa. Según Correa (2003), la intervención se hace compleja y difícil cuando existen conflictos familiares preexistentes, situaciones inconclusas o previas al diag-
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nóstico; si se ha dado fragmentación familiar como consecuencia del diagnóstico; si persiste la negación a lo largo del proceso de la enfermedad y en la fase terminal; cuando la familia presenta déficit en habilidades de comunicación desde antes del diagnóstico; si la familia tiene posiciones radicales frente a los estilos de vida y la orientación sexual de la persona enferma; cuando hay antecedentes de violación sexual del paciente, en la que estuvo involucrado un miembro de la familia; si la familia es demandante e intrusiva y entorpece el acompañamiento en la fase terminal; cuando existen posiciones religiosas incompatibles con la intervención psicológica, o el diagnóstico es producto de la infidelidad y existe amenaza o posibilidad de ruptura de la relación. La orientación sexual se convierte en un factor determinante en el desarrollo de actitudes negativas, de rechazo y hostilidad familiar para personas con resultados positivos de VIH/sida, e influye en la interacción familiar y en el posterior ajuste de la persona portadora. El déficit en educación sexual en las familias determina las actitudes negativas frente a las personas con orientación homosexual. Las creencias y mitos persistentes en nuestra sociedad obstaculizan las acciones de la familia como factor clave en el apoyo. El contexto machista que aún persiste en los países latinoamericanos influye negativamente frente a la conceptualización que se hace de la problemática VIH/sida y su relación con la orientación sexual de las personas afectadas. Entre las creencias que se han identificado como relacionadas con la homosexualidad, que influyen en la respuesta de la familia frente al VIH/sida (Correa, 2005), están: la persona homosexual no puede ser feliz, ni concretar sus proyectos de vida; la homosexualidad es una enfermedad, desviación o anormalidad; el VIH/sida es un castigo por la orientación sexual de la persona afectada; inevitablemente el homosexual terminará vistiendo prendas femeninas; los homosexuales sólo buscan sexo, no es posible pensar en sexo-afectividad y vida en pareja; la homosexualidad es producto de errores parentales; es culpa de los padres y de la creencia de poder restaurar la heterosexualidad a partir de tratamientos médicos o psicológicos. El impacto del conflicto familiar se manifiesta en la persona con VIH/sida en conductas de evitación y escape como alternativa para contrarrestar las agresiones y hostilidad de su familia y su comunidad; evade así su aproximación a los profesionales de la salud y su vinculación al tratamiento. La adherencia al tratamiento se afecta cuando persiste de manera simultánea al duelo por el diagnóstico, al afrontamiento de situaciones familiares difíciles asociadas al descubrimiento de comportamientos y estilos de vida cuestionados por la familia.
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Conclusiones El virus de inmunodeficiencia humana ha convertido el mundo en un lugar distinto; afecta no sólo el ámbito de la salud, sino todos los contextos relacionados con la vida del ser humano. Por ser una enfermedad de transmisión sexual, el sida ha modificado la percepción sobre las relaciones humanas, el amor y la sexualidad; ha hecho que las personas se enfrenten a la obtención de placer por nuevos caminos, de maneras creativas y recursivas, modificando pautas establecidas, y ha despertado en la sociedad la conciencia de que existe la homosexualidad, la bisexualidad y la diversidad sexual, lo cual incita a la comprensión y la tolerancia. Esta enfermedad ha planteado exigentes cuestionamientos a la comunidad científica, y a pesar de los avances y descubrimientos, existen interrogantes sin descifrar y grandes retos para los profesionales de la salud. La situación actual de la epidemia exige, necesariamente, la formación y preparación de psicólogos en las áreas de investigación e intervención relacionadas con la infección por VIH; hay al menos tres razones que sustentan lo anterior: a) su frecuencia creciente: desde el primer caso diagnosticado en 1981 hasta hoy, ha ido creciendo rápidamente el número de infectados por el VIH, y esta progresión continúa; b) sus graves consecuencias para la salud (encefalitis, infecciones secundarias y oportunistas, neoplasias víricas, ansiedad, depresión, etc.), y su elevado índice de mortalidad; y c) la escasez de medidas terapéuticas y profilácticas.
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Capítulo 3
Evaluación y tratamiento psicológico de la diabetes mellitus ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES MÓNICA VENTURA DE CHAPAVAL
Introducción La concepción actual de la salud ha permitido abordar las problemáticas que se presentan en este campo considerando no sólo los eventos de tipo biológico presentes en los procesos patológicos, sino también aquellos de orden psicológico y social cuya interacción ocasiona efectos en la salud. En la actualidad la salud se relaciona directamente con los conceptos de bienestar y satisfacción, y no exclusivamente con la ausencia de enfermedad; por tanto, en circunstancias concretas como las enfermedades crónicas, estos elementos deben ser objetivo prioritario de las intervenciones. En el caso de la diabetes mellitus, lo anterior plantea un reto para quienes directa o indirectamente están relacionados con esta condición de enfermedad no curable, con la cual hay que aprender a vivir, pues demanda de las personas un ajuste en su estilo de vida (formas de pensar, sentir y actuar), con el fin de controlar efectivamente su curso y evolución y propender así hacia una mejor calidad de vida. Esta última es una condición de gran relevancia dada la prevalencia de la enfermedad, que según la Organización Mundial de la Salud [WHO, por sus siglas en inglés] (2005a), es de 171 millones de personas. Las concepciones de salud derivadas del modelo médico tradicional generaban un mayor impacto negativo de la enfermedad, debido a que en él se asumía a la persona como víctima, la involucraba de manera pasiva y le proveía pocos elementos para el manejo de su enfermedad y de los estados emocionales subsecuentes. Lo anterior favorecía el incremento de pensamientos de ausencia 53
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de control y desesperanza para el afrontamiento del proceso de enfermedad. La evolución hacia modelos biopsicosociales de salud plantea aspectos muy distintos, pues aunque se continúa validando a los factores biológicos como causales de la enfermedad, se precisa que ellos alcancen a tener un peso muy relativo en su mantenimiento y se propende por el fortalecimiento de los factores comportamentales, especialmente los de tipo protector, para que en la interacción con los ambientes sociales y físicos se determinen cursos más positivos para la salud, y por tanto, para la calidad de vida del paciente y la familia. Los aspectos biopsicosociales mencionados hasta el momento enmarcan el curso de la evaluación y el tratamiento que se proponen para la diabetes mellitus. Ellos sustentan que el nivel de conocimiento que logren las personas sobre su condición médica, potenciada con el desarrollo de estrategias cognoscitivas, emocionales y conductuales para su manejo, así como la existencia de condiciones ambientales favorables (Schulz et al., 2005), permite a la persona tomar decisiones en función de su estado de salud y asumir conductas de autocuidado que previenen complicaciones y en algunos casos las revierte. Consideraciones generales de la diabetes mellitus La diabetes mellitus [DM], según la American Diabetes Association [ADA] (2005), es una enfermedad producida por un funcionamiento inadecuado del páncreas que altera el metabolismo de los hidratos de carbono (contenidos en los alimentos, especialmente frutas, cereales, vegetales y azúcares) y por tanto, impide el aprovechamiento del azúcar en el cuerpo. Esta alteración pancreática corresponde a una deficiencia en la producción o en la acción de la insulina, hormona producida por el páncreas, que transforma el azúcar en energía vital para el cuerpo. La ADA (2005) ha definido como criterios para el diagnóstico de diabetes mellitus, un nivel de concentración de glucosa de 126 mg/dl (7.0 mml/L) en ayunas o una medida (tomada al azar) mayor a 200 mg/dl si está acompañada de síntomas (Kligler y Lynch, 2003). Aún no se conoce una causa exacta de la diabetes mellitus. Sin embargo, se han identificado dos condiciones de riesgo para la aparición de la enfermedad: la herencia y la obesidad. Esta última está asociada con la ingesta excesiva de alimentos, específicamente de aquellos con altas concentraciones de carbohidratos refinados y grasas saturadas y a otro factor conductual, el sedentarismo.
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Hasta el momento, la clasificación de la diabetes mellitus señala la existencia de dos tipos: Tipo I. Es más frecuente en niños y jóvenes menores de 30 años. Esta denominación se da en los casos en que el páncreas no produce insulina por un daño en las células β, ya sea por una predisposición genética o por factores ambientales. Por esta razón, las personas son insulinodependientes y requieren de la inyección de esta hormona para sobrevivir (ADA, 2005). Se presenta en menos del 10% de los casos (Kligler y Lynch, 2003). Tipo II. Es más frecuente en personas adultas (mayores de 40 años), sin embargo en los últimos años se ha presentado un incremento en la incidencia en niños y adolescentes (ADA, 2000; Wei et al., 2003). En este tipo de diabetes las células se hacen resistentes a utilizar la insulina que el organismo produce, especialmente por la presencia de tejido adiposo. La diabetes tipo II es producida por factores de tipo conductual (sedentarismo y alimentación inadecuada), que conducen a la obesidad. Las personas pueden controlar la enfermedad con hipoglicemiantes (no son insulinodependientes), acompañado de dieta y ejercicio (Schulz et al., 2005; Smith et al., 2005), es decir, con una modificación de su estilo de vida, que incluye en ocasiones la supresión de hábitos como el consumo de alcohol y cigarrillo (Tuomilehto, 2005). Existen otros tipos de diabetes, como la gestacional y la pre-diabetes o intolerancia a la glucosa (ADA, 2005; Kligler y Lynch, 2003; WHO, 2005b), y aunque éstas pueden ser factores de riesgo para la diabetes tipo II, no se desarrollan aquí, pues su abordaje puede diferenciarse, dado que son condiciones transitorias (como en el caso de la primera), o pueden ser prevenidas (como en el segundo). Los síntomas más característicos de la diabetes mellitus son: polidipsia, poliuria, fatiga, irritabilidad, visión borrosa, polifagia, resequedad en la piel o con picazón, pérdida repentina de peso (en la DM tipo I), y sobrepeso (en la DM tipo II). La mayoría de éstos sólo dejan de presentarse en la medida en que la glicemia se controle. Según la WHO (2005b), a mediano y largo plazo la diabetes mellitus genera una serie de complicaciones si no es controlada, pues el azúcar se acumula en la sangre y produce cambios devastadores en los órganos diana. Entre las principales complicaciones están: compromiso de la retina (retinopatías), con posi-
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bles cegueras subsecuentes; fallas en los riñones; afección del sistema nervioso (neuropatías); problemas urinarios, digestivos, circulatorios; enfermedades coronarias, accidentes cerebrovasculares, hipoglicemia, coma cetoacidótico (en la DM tipo I), y coma hiperglicémico (en la DM tipo II). Impacto psicológico ante el diagnóstico de diabetes mellitus Antes de entrar a especificar las formas de evaluación e intervención psicológica, es conveniente conocer el impacto que sufre una persona ante el diagnóstico y las consecuencias (a veces irreversibles), de la enfermedad. Al hablar de impacto se hace referencia a aquel estado temporal de trastorno y desorganización caracterizado, principalmente, por la incapacidad del individuo para abordar situaciones particulares utilizando métodos acostumbrados para la solución de problemas. Durante este periodo el individuo es incapaz de resolver problemas acertadamente y adopta estrategias de afrontamiento inadecuadas, en parte, porque sus expectativas sobre la vida se ven afectadas por este suceso (que en algunos casos resulta traumático). Sin embargo, afrontar la pérdida de la salud es un proceso que permite ir aceptando esta nueva condición y adaptarse, con el fin de desarrollar comportamientos prosalud. Es muy probable que tan pronto se le comunique el diagnóstico de DM, a la persona le parezca imposible lo que le está sucediendo y cueste trabajo aceptar la realidad (fase inicial o de evitación). Con el tiempo, y de acuerdo con las condiciones particulares en las que se encuentre, es usual que experimente sentimientos de rabia (contra sí misma, su familia y el médico), de incomprensión e incontrolabilidad, razones por las cuales puede llegar a rechazar cualquier tipo de apoyo. En este momento su sensación es de “no poder volver a vivir una vida normal” (fase aguda o de confrontación). Sin embargo, las ideaciones catastróficas van siendo reemplazadas y se asume un compromiso activo de salir adelante. Es allí cuando la persona está en capacidad de buscar y asimilar información sobre la diabetes mellitus, está dispuesta a la autoobservación, al reconocimiento de sus necesidades físicas y emocionales y a realizar ajustes para satisfacerlas (fase final o de restablecimiento). Recibir un diagnóstico sobre cualquier enfermedad crónica suele tener un impacto sobre la persona y la familia, aunque no todos lo sufren en igual medida (Fernández y Pérez, 1996, citados por Buela-Casal, Caballo y Sierra, 1996). Existe una serie de factores que predisponen para un mayor impacto negativo. A nivel individual, la presencia de trastornos anímicos, emocionales o de personalidad; la existencia de desórdenes orgánicos y el manejo de sus complicacio-
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nes; la falta de adhesión a tratamientos previos y a sistemas de autorregulación deficientes; las dificultades en el autocontrol y las discapacidades. Por otro lado, en el nivel contextual es importante considerar las características y el estilo de vida familiar (Fisher et al., 2000), el sistema y formas de interacción familiar (límites rígidos o confusos); la presencia de personas allegadas afectadas por una enfermedad crónica; el déficit en la accesibilidad a los servicios de salud (Bowker, Mitchell, Majumdar, Toth y Johnson, 2004), al igual que en las redes de apoyo social, y la poca disponibilidad de recursos económicos. Si el diagnóstico desencadena una crisis1, es probable que distintos aspectos de la vida del paciente entren en conflicto. Generalmente, el sistema de valoración interfiere en las decisiones, porque existe una serie de necesidades y deseos que la persona no puede satisfacer. Las personas deben escoger entre alternativas percibidas como negativas (tomar medicamentos, aplicarse insulina, realizar ejercicio), o perder cosas valoradas como positivas (consumir algunos alimentos). Es importante tener en cuenta algunos puntos claves para identificar las crisis, puesto que las acciones de tipo psicológico que se emprendan dependerán en gran medida del nivel de funcionamiento observado en las personas. Los sistemas de respuesta involucrados incluyen componentes emocionales, fisiológicos, cognoscitivos, motivacionales y conductuales. En estado de crisis se pueden observar reacciones emocionales y afectivas, tales como, estado de shock, negación, confusión y desorientación, pánico y ansiedad, ira (explosiva o inhibida), tristeza, pérdida de la autoestima, desesperanza y sentimientos de incapacidad e inutilidad. A nivel fisiológico hay exacerbación de los síntomas de la diabetes mellitus, dolores (de cabeza y musculares), estados de fatiga y cansancio, gastritis, insomnio, hiperfagia, mayor activación (sobresaltos o “nerviosismo”). Se observa que los sistemas biológicos interactúan con otros sistemas e incrementan los niveles de
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Una crisis es un estado de desorganización y de cambios en el sistema psicológico de la persona, en el cual se pierde el equilibrio y la situación es percibida como negativa o amenazante. Durante ella se produce una modificación en el comportamiento habitual y las respuestas, especialmente las emocionales, presentan una alta intensidad y no representan una solución al problema. Éstas siempre están asociadas a eventos ambientales o individuales desencadenantes, es decir disparadores de la crisis, y en este caso tiene que ver con la ocurrencia de un evento o fenómeno vital que parece superar todos los recursos y las habilidades personales para hacerle frente.
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reactividad emocional, alterando el procesamiento de la información y el desempeño. A nivel cognoscitivo se identifican preocupaciones, pensamientos referentes a falta de comprensión por parte de otros, dificultad para entender lo que sucede, percepción de amenaza o agravamiento de las condiciones de salud; pensamientos catastróficos, sobreestimación de la probabilidad de muerte; homologación del concepto de “dependencia” (de la insulina) al de “adicción”, así como otras dificultades características de las crisis, como falta de atención y concentración, olvidos e incapacidad para generar alternativas en el manejo de la situación. A nivel motivacional se observan alteraciones en el equilibrio del organismo, dado que aumentan las condiciones de restricción y se altera el sistema de contingencias ambientales, lo cual incrementa las posibilidades de conflicto entre las alternativas de elección; además hay bajos niveles de predicción y control. Lo anterior se evidencia conductualmente en las habilidades de afrontamiento para buscar apoyo social y expresar sentimientos, así como aquellas que permiten el control emocional, las cuales están ausentes o inhibidas. Todo esto conlleva una serie de cambios en el funcionamiento de la persona, en los distintos contextos sociales. Se observa una disminución de su capacidad productiva; hay menos involucramiento en actividades; experimenta desconfianza hacia otros; se aísla y en ocasiones puede dañar sus relaciones interpersonales. Evaluación psicológica en casos de diabetes mellitus La evaluación de esta condición de salud debe efectuarse idealmente por un equipo de profesionales conformado por un médico especialista (endocrinólogo), un psicólogo y un nutricionista. De no ser así, cuando el sistema de atención en salud no lo permite, debe establecerse interconsulta entre los profesionales tratantes para darle una atención clínica adecuada al paciente y tomar decisiones favorables para el tratamiento. La valoración médica se centra generalmente en la elaboración de una historia clínica que permita conocer los antecedentes familiares y condiciones personales relacionados con la enfermedad, así como el estado de salud general, los valores y el manejo de los niveles de glicemia y la presencia de factores de riesgo para las complicaciones. Esta evaluación suele ser completada por un
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nutricionista, quien en detalle puede abordar los aspectos específicos de la dieta, particularmente el consumo (tipo y cantidad) de alimentos. La evaluación psicológica debe centrarse en la comprensión y valoración que el consultante alcanza a tener sobre la enfermedad; en su percepción de control; el impacto emocional que le ocasiona (tanto la enfermedad como la presencia de algunas complicaciones, e incluso la posibilidad de morir); la significación que la persona da a sus condiciones de vida actuales; el nivel de autoeficacia que considera puede lograr en las cuatro áreas relacionadas con el cambio conductual (la toma o aplicación del medicamento, la medición de la glicemia, la realización de un programa de ejercicio y llevar una dieta saludable); la evaluación del riesgo por la falta de adhesión al tratamiento, las estrategias de afrontamiento empleadas hasta el momento, la historia concreta del problema y los tratamientos previos. Todos los análisis de las conductas asociadas con la diabetes mellitus se realizan en el marco general de la terapia de conducta, aunque con algunas consideraciones específicas del problema. Instrumentos de evaluación Los principales instrumentos empleados para la evaluación conductual son la entrevista, los autorregistros, los cuestionarios y la observación. La entrevista puede ser semiestructurada. En ella se abordan tópicos como el estado de salud general, el impacto del diagnóstico y el manejo que ha hecho de él y de la enfermedad; el apoyo social y el nivel de interés por vincularse en el tratamiento. El principal objetivo de la entrevista es conocer las reacciones emocionales y conductuales que presenta la persona frente a su estado de salud, así como las decisiones que ha tomado en este sentido. De allí que la evaluación puede iniciarse con la indagación de los aspectos biológicos2 y, posteriormente, profundizar en los repertorios cognoscitivos, emocionales y conductuales, además de la manera en que estos interactúan, convirtiéndose en factores de riesgo o de protección para la salud.
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Algunos aspectos biológicos que deben ser considerados en esta evaluación son: el tipo de D.M., el tiempo de evolución, el manejo de los niveles de glicemia; los síntomas más frecuentes, la presencia de otras enfermedades, las complicaciones y las condiciones orgánicas limitantes; las formas de tratamiento que ha llevado a cabo y la evolución de éstas.
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De lo anterior se deriva la importancia de evaluar los preconceptos e ideas respecto a la enfermedad y su tratamiento, la comprensión que la persona tiene del fenómeno y las implicaciones para su vida; la capacidad para discriminar información relevante; la percepción de control sobre la situación; las expectativas de eficacia y de resultado y la capacidad para evaluar las consecuencias y efectos del no control de la enfermedad; así como las habilidades específicas para el autocuidado, las conductas generales de afrontamiento, entre ellas las orientadas al control emocional, el autocontrol, la capacidad para solucionar problemas y tomar decisiones. Como en otras enfermedades crónicas, en la diabetes mellitus es prioritario incluir la evaluación de los criterios en que se basa para tomar decisiones y mantener sus comportamientos. En esta medida debe conocerse cuáles son las necesidades actuales del paciente, cuál es su estado de satisfacción, cuales serían sus posibles satisfactores y cuál es el grado de equilibrio entre aquello que quiere y las implicaciones de cambio en su estilo de vida; cómo ha realizado hasta el momento el manejo de las restricciones y qué está dispuesto a hacer para controlar la enfermedad. Un componente que no puede ser ignorado es el emocional o afectivo, en el cual se incluyen las principales emociones o reacciones que acompañan el diagnóstico y el grado de malestar producido; la presencia de estados afectivos y emocionales, como depresión y ansiedad; la relación de dichos estados con los niveles de glicemia y los niveles de autoestima, especialmente porque ambos están asociados al control eficaz que posteriormente tienen de los niveles de glicemia (Nichols, Hillier, Javor y Brown, 2000). Una de las características de las enfermedades crónicas es el impacto que genera en los distintos contextos del paciente. La evaluación que se haga en este sentido debe evidenciar si se han presentado cambios o no en las diversas áreas de funcionamiento y las consecuencias que esto ha ocasionado. En la relación de pareja y de familia se evalúa la modificación de roles, de responsabilidades y formas de interacción (comunicación, solución de conflictos, sexualidad); en las relaciones sociales (con iguales), la consecución o pérdida de apoyo; en los contextos ocupacionales (estudio o trabajo), las relaciones y el nivel de producción, y en cuanto al tiempo de ocio, las limitaciones y la disminución de actividades con fines lúdicos y placenteros. En cuanto al apoyo social, cabe resaltar que éste es un punto central en el manejo de la enfermedad crónica, pues los nichos ecológicos pueden facilitar u obstaculi-
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zar la aparición y el mantenimiento de comportamientos en pro de la salud. En la evaluación es importante establecer los déficit y los recursos externos disponibles a nivel familiar y en niveles macrosociales. En el ámbito intrafamiliar son importantes el estilo de vida, la presencia de ansiedad, los sentimientos de impotencia, culpa o rabia, el estilo relacional y las formas de apoyo entre los miembros, y en el ámbito extrafamiliar hay que considerar la afiliación al Sistema General de Seguridad Social en Salud, la pertenencia o conocimiento de grupos de apoyo, terapéuticos, de autoayuda y organizaciones no gubernamentales, particularmente para personas con diabetes mellitus y la disponibilidad de recursos económicos (Schulz et al., 2005), para la compra de medicamentos y satisfacción de condiciones que permitan llevar a cabo el tratamiento (p.ej., acceder a un plan de alimentación adecuado). Otra herramienta muy importante para la evaluación y la intervención psicológica en los casos de diabetes mellitus es la autoobservación asociada a sistemas de registro (autorregistros). Estos proveen información funcional más precisa acerca de los comportamientos que está llevando a cabo el paciente, su efectividad para el control de la enfermedad, las situaciones (biológicas y psicosociales) que incrementan los niveles de glicemia, así como los pensamientos y emociones asociados a cada una de las conductas objetivo. Las primeras conductas objetivo para la autoobservación son: • Glicemias y medicación. Este tipo de autorregistros tiene la ventaja de relacionar los comportamientos del paciente con su nivel de eficacia en el control de la DM, pues se evidencia la asociación entre aspectos como la hora en que se toma o inyecta el medicamento con la acción del mismo (Cuadro 1), o permite identificar pensamientos o ideas obstructoras, así como las consecuencias emocionales de los mismos (Cuadro 2). • Conductas importantes para el tratamiento: La mayor ventaja de utilizar este autorregistro consiste en la identificación de hábitos de alimentación y ejercicio y su relación con estados de ánimo y síntomas. Esta información se puede utilizar como evidencia de los efectos de la modificación apropiada de estas conductas en la disminución de los niveles de glicemia y la consecuente desaparición de síntomas, así como la mejoría del estado anímico. En general la duración de cada autorregistro es de una semana y se puede solicitar al paciente que lo haga de manera paralela o secuencial.
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- Hábitos de alimentación: Es específico para el registro del tipo y la cantidad de alimentos que se consumen durante los diferentes momentos del día, en qué situaciones, y las distintas consecuencias del consumo de alimentos (Cuadro 3). Esta variable debe ser evaluada con suma atención, puesto que es frecuente que a la diabetes se encuentren asociadas algunas problemáticas de alimentación que quizás constituyan trastornos (Crow, Keel y Kendall, 1998). - Actividad física y ejercicio: En éste deben registrarse las actividades físicas y deportivas (Cuadro 4), con el fin de identificar si ellas son pertinentes, según el tipo y cantidad que se realice (Pérez y Rigla, 1996, citado por Sierra, 1996). La observación tiene las mismas características de la autoobservación, excepto porque no se puede dar cuenta de los eventos privados (cogniciones, sentimientos, emociones) de manera directa ya que la realiza un tercero (pareja, padres, maestros, etc.). Sin embargo, pueden emplearse formatos de registro similares. Los cuestionarios e inventarios pueden emplearse para evaluar aspectos específicos de la enfermedad, como el nivel de conocimiento, la autoeficacia para el control de peso y de la alimentación, así como para identificar factores de riesgo comportamentales y psicosociales en las complicaciones (Polonsky et al., 2005; Surwit, Tilburg, Zucker, McCaskill y Parekh, 2002; Toobert, Hampson y Glasgow, 2000), o evaluar la calidad de vida del paciente (Robles y Cortázar, 2003). Algunos de estos instrumentos son: el Inventario de estrés en diabetes (“Diabetes Distress Scale”, DDS); el Cuestionario de calidad de vida en la diabetes (“Diabetes Quality of Life”, DQOL); el Inventario de actividades de autocuidado en la diabetes (“the Summary of Diabetes Self Care Activities”, SDSCA); la Escala de ajuste en diabetes (“Diabetic Adjustment Scale”); el Cuestionario de eficacia del estilo de vida para el control de peso; el Cuestionario de alimentación y salud; el Inventario de calidad de vida, bienestar y satisfacción (“Quality of Life Wellbeing and Satisfactions Measures”); el Cuestionario de estado de salud y síntomas (“Health Status and Symptoms Measures”); el Inventario de trastornos de la alimentación (“Eating Disorders Inventory”, EDI); el Test de actitudes hacia la comida (“Eating Attitudes Test”, EAT); el Cuestionario de actitudes y creencias (“Measure or Attitudes and Beliefs”); el Inventario de afrontamiento (“Measure of Coping”); el Inventario de depresión de Beck; el Inventario de ansiedad de Beck, el Cuestionario de salud SF-36 y el Inventario de estrés diario.
FECHA: ____________________________
Domingo
Sábado
Viernes
Jueves
Miércoles
Martes
Lunes
Día
Conductas Glicemia
Cristalina
Nph
Cristalina
Nph
Cristalina
Nph
Glicemia
Hora
Cena (antes de dormir)
Nph
Comida
Cristalina
Almuerzo
Pasta
Desayuno
Hora
Hora comida
Pasta
Glicemia
Hora
Hora almuerzo
Pasta
Glicemia
Hora
Hora desayuno
Pasta
Registre día a día, el valor de la glicemia y el tipo de medicamento (marcando con una “x”) y la hora en la que lo tomó (si era hipoglicemiante), o inyectó (si era insulina).
NOMBRE: ______________________________________
Cuadro 1. Medición de glicemia y aplicación de insulina o toma del hipoglicemiante
Evaluación y tratamiento psicológico de la diabetes mellitus • 63
Hora
FECHA: ____________________________
Momento 4 del día
Momento 3 del día
Momento 2 del día
Momento 1 del día
Describa la situación que se presenta antes de inyectarse la insulina o tomar el medicamento. Incluya lo que piensa y siente respecto a la situación o lo que las personas que están cerca le dicen o hacen.
Antecedentes ¿Se inyectó la insulina o tomó el hipoglicemiante? (Si/ No).
¿Midió su nivel de glicemia? (Si/No). ¿De cuánto fue?
Conductas
Describa qué sintió y si se presentó algún inconveniente o malestar (físico o emocional) asociado a este procedimiento ¿Cómo reaccionaron las personas que estaban cerca de ud. cuando realizó el procedimiento?
Consecuentes
Registre durante los distintos momentos en que se aplica la insulina o toma el medicamento lo que a continuación se le pide. Llene un registro por cada día.
NOMBRE: ______________________________________
Cuadro 2. Identificación de emociones y cogniciones asociadas a la aplicacion de insulina o toma del hipoglicemiante
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Hora
Descripción de la situación (qué acaba de ocurrir, dónde, cuándo, en presencia de quiénes realiza la conducta de comer).
Estado de ánimo (depresión, ansiedad, tristeza).
¿Qué comió y cuánto comió? (sumar calorías)
¿Cómo se sintió después? ¿Aparecieron síntomas de la DM? ¿Cuáles?
¿Qué hizo?
FECHA: ____________________________
Registre durante los distintos momentos del día en que come, sin importar si es una comida principal, un entredía o un bocadillo. Recuerde anotar la hora.
NOMBRE: ______________________________________
Cuadro 3. Registro de los hábitos de alimentación y relación con el control de la enfermedad
Evaluación y tratamiento psicológico de la diabetes mellitus • 65
Domingo
Sábado
Viernes
Jueves
Miércoles
Martes
Lunes
¿Qué hizo?
¿Qué hizo?
¿Cuánto tiempo? ¿Cómo se sintió después de hacer ejercicio?
Si hizo ejercicio
Registre durante la semana sus hábitos de actividad física y deporte.
¿Qué pensó sobre ud. mismo y el que haya hecho ejercicio?
NOMBRE: ______________________________________
¿Pensó en hacer ejercicio? (Si/No).
¿Qué pensamientos tuvo como alternativos a hacer ejercicio?
Si NO hizo ejercicio
FECHA: ____________________________
¿Qué hizo en lugar de hacer ejercicio?
Cuadro 4. Registro de la actividad física – deporte – y su relación con el control de la enfermedad
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Evaluación y tratamiento psicológico de la diabetes mellitus •
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La elección de los cuestionarios debe ajustarse a los datos obtenidos en la entrevista, pues no en todos los casos se requiere de la valoración de todos los aspectos. Con esta información puede efectuarse un análisis funcional de las situaciones relacionadas con la enfermedad, así como plantear hipótesis molares referidas al caso clínico en su totalidad. Intervención psicológica en casos de diabetes mellitus La naturaleza de la diabetes mellitus impone la necesidad de intervenir, si no de manera interdisciplinaria (médico, preferiblemente un endocrinólogo; nutricionista, enfermera o educadora en salud; psicólogo), al menos multidisciplinaria, con el objetivo de mejorar la calidad de vida de la persona, esto es, lograr un equilibrio biológico y físico, así como condiciones psicosociales que pueden incidir en la hiperglicemia (Barceló, Karkashian y Duarte, 2003). Los objetivos y formas de intervención cambian, especialmente si se trata de atención en crisis o de un proceso terapéutico relacionado con el manejo emocional y conductual de esta nueva condición de vida. A continuación se dan algunas pautas para el manejo de las crisis y se enfatiza en la función y en los aportes que desde la psicología se pueden realizar en la modificación de la conducta de las personas con diabetes mellitus (Amigo, Pérez y Fernández, 1998; Belendez y Méndez, 1999, citados por Simon, 1999). Intervención en crisis. Como es bien sabido, en muy pocos casos la intervención psicológica se presenta en el momento mismo en que sucede la crisis. Sin embargo, como ya se ha dicho, la crisis va más allá del episodio y sus consecuencias se extienden por algún tiempo, en el cual se observa una alteración significativa del modo de vida del sujeto. La crisis es factible ante el diagnóstico mismo, por tener que enfrentar secuelas debidas a la presencia de elevados niveles de glicemia previos y éste o durante el primer mes, dado que la condición biológica misma puede no haberse normalizado, a pesar de haber realizado algunos esfuerzos por controlar la enfermedad. Basados en la información específica del caso, y a través de la relación terapéutica, se pueden fijar objetivos inmediatos y a largo plazo para el manejo de la crisis. Durante las primeras 72 horas se considera importante:
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-
Disminuir la mortalidad. Aminorar o eliminar, si es posible, la reacción emocional. Facilitar la expresión de sentimientos y pensamientos. Concientizar a la persona de su desorganización física y emocional, así como de los aspectos sobre los que puede tener control. Informar sobre las consecuencias de las acciones inmediatas. Elaborar de manera conjunta alternativas de solución, lo cual implica buscar y discutir cada una de ellas. Ampliar los canales de comunicación. Buscar o movilizar las redes de apoyo.
Para lograrlo, se puede: • Establecer una “alianza terapéutica”, mostrar empatía, transmitir sensibilidad, crear un clima de confianza y confidencialidad, expresar la incondicionalidad, entender sin juzgar, validar los sentimientos y el recuento que la persona realiza sobre su situación, mostrándole cierto nivel de control sobre la misma. • Utilizar técnicas de control emocional, como la respiración, la relajación, la meditación, el ejercicio (si la condición biológica lo permite), o en general, cualquier alternativa frecuentemente empleada por la persona que conduzca a disminuir el malestar emocional y los síntomas físicos; sólo hay que asegurarle posibilidades al paciente para que las lleve a cabo. • Proporcionar información a cerca de lo “normales” que son las reacciones que en ese momento presenta la persona, cómo van a ir cediendo de tal forma que incrementen sus posibilidades de recuperación, y que no existe una pérdida total de los aspectos positivos. Según el caso, puede hacerse énfasis en la transitoriedad de la situación. • Evaluar el estado emocional de la persona para hacer las remisiones necesarias y utilizar las redes de apoyo. • Realizar reestructuración cognoscitiva. En la crisis puede hacerse una aproximación al cambio de pensamientos automáticos y creencias irracionales, identificándolos y mostrándole al paciente cómo es la relación entre pensamiento-comportamiento-sentimiento. Intervención psicológica a largo plazo. Las intervenciones psicológicas pueden ayudar a modificar el nivel de la glicemia mediante el cambio de comportamientos, el manejo de las restricciones alimenticias, el automonitoreo de la glicemia, el uso de los medicamentos, el desarrollo de prácticas físicas, el manejo de las condiciones emocionales (depresión, ansiedad, estrés), las cuales pue-
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den darse como consecuencia de las alteraciones en el nivel de azúcar, y también actúan como agravantes de las complicaciones (Fonseca, 2004; Graue, Wentzel-Larsen, Bru, Hanestad y Sovik, 2004; Pérez y Rigla, 1996; Walling, 2005). De manera específica, el trabajo psicológico tiene como objetivos a largo plazo (semanas y meses) para el manejo y ajuste a la enfermedad los siguientes: • Desarrollar habilidades específicas para el autocuidado (establecimiento de hábitos y rutinas, medición de la glicemia y aplicación de la insulina o toma de hipoglicemiante). • Trabajar en habilidades de afrontamiento (de solución de problemas y de control emocional). • Desarrollar autocontrol para la alimentación y el ejercicio. • Alterar la forma de procesar la información para realizar análisis más lógicos (con menos falsos probabilísticos), que partan de premisas correctas (basadas en un mayor conocimiento de la enfermedad), a través de la reestructuración cognoscitiva. • Lograr la adhesión al tratamiento, lo cual es uno de los principales retos para la persona afectada por la DM, su familia y el profesional de la salud; lograr una participación activa en el mantenimiento, protección y cuidado de su salud, así como en la prevención de complicaciones. • Revisar la influencia de la crisis en la vida de la persona. Para ello, se pueden considerar de manera general una fase educativa, una fase interventiva o de modificación de conducta y otra de seguimiento. A continuación se explica cada una de ellas. Fase educativa. En esta primera parte, el trabajo consiste básicamente en explicar al paciente la naturaleza de la enfermedad, incluyendo el papel de las cogniciones, emociones y circunstancias en el mantenimiento de las condiciones adversas que están asociadas con ella, y cuál sería el pronóstico de continuar así. Esta fase es muy importante para que el paciente desarrolle posteriormente comportamientos de autocuidado, y por ello el profesional de la salud debe tener habilidades comunicativas que resulten eficaces con el paciente (Kim, Love, Quistberg y Shea, 2004). El consultante debe comprender con mayor claridad las posibles causas de la diabetes mellitus, así como los factores que contribuyeron a su aparición y aquellos que pueden incidir actualmente en el curso y evolución de la misma. Por esto, es importante ayudar a la persona a potenciar o adquirir recursos
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personales para el afrontamiento de la enfermedad y a incrementar la percepción de control a partir del inicio y el mantenimiento de los cambios comportamentales requeridos, así como de la adecuación de los ambientes físicos y sociales que le faciliten el ajuste. La información recogida durante la evaluación y sobre todo la evidencia obtenida con los autorregistros son los principales insumos de este proceso, pues en un diálogo con el paciente se discuten las hipótesis que sobre su caso tiene el terapeuta y logra mostrarle el alto grado de responsabilidad (y no de culpa), que él mismo tiene con su salud. A continuación se presenta un listado de los planteamientos que deben ser discutidos en esta fase: • La diabetes mellitus y sus complicaciones pueden ser letales si no reciben tratamiento adecuado y oportuno. • La importancia de usar insulina en un tiempo no muy lejano del momento del diagnóstico. Discutir las creencias inadecuadas respecto al medicamento. • Un adecuado control de la DM en etapas tempranas de la enfermedad puede conducir a la prevención de complicaciones (Seeman y Chen, 2002). • El afrontamiento de esta enfermedad crónica requiere una modificación total de sus hábitos de vida: dieta, ejercicio, medición de glicemia y toma de medicamento (Dalahanty, Meigs, Hayden, Williamson y Nathan, 2002; Fonseca, 2004; Gonder-Frederick y Cox, 2002; Graue et al., 2004), así como el manejo apropiado de estados emocionales asociados a situaciones de conflicto o la enfermedad misma, tales como, depresión, ansiedad, estrés (Karlsen y Bru, 2002; Surwit et al., 2002; Vaaler, 2000; Walling, 2005). • Considerar el riesgo que corre por la no adhesión al tratamiento, así como los costos (económicos y de salud) que tendría que asumir. Anticipar sus ideas del valor relativo de los riesgos y de la susceptibilidad a las complicaciones. • A largo plazo, la meta es el autocontrol de la enfermedad (Norris, Lau, Smith, Schmid y Engelgau, 2002). Es importante anticipar la alta probabilidad de no ver resultados tan rápidos y visibles, lo cual podría llevar a la persona a la deserción del tratamiento. • El grado de aceptación de la enfermedad, así como el cambio de cogniciones con contenido pesimista y de incontrolabilidad por aquellas de contenido
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positivo y de control, pueden incrementar los niveles de eficacia frente a la enfermedad (Zauszniewski, McDonald, Karcik y Chung, 2002). La proactividad y el papel activo del consultante son dos características fundamentales que hay que resaltar en esta fase, dado que son los factores comportamentales los que tienen mayor influencia en el manejo de la glicemia, y por esta razón la persona es quien debe tomar decisiones en pro de su salud y calidad de vida (Norris et al., 2002). Esta perspectiva tiene doble efecto: retroalimenta al paciente de manera integrada respecto a lo que está aconteciendo con su vida y su estado de salud considerando aspectos biopsicosociales y, en el área motivacional lo involucra activamente en el tratamiento (Channon, Smith y Gregory, 2003). En esta fase puede ser importante incluir a otro miembro de la familia elegido por el consultante, considerando la evaluación de criterios objetivos y subjetivos relacionados con el apoyo social. Fase de entrenamiento en habilidades específicas para el autocuidado. El establecimiento de contratos de contingencias o la realización de programas de economía de fichas resultan muy efectivos en la modificación de hábitos, por la organización conductual que representan para el consultante y su correspondiente incremento en el ámbito motivacional y emocional. Sin embargo, el requisito previo es garantizar que el consultante sabe efectuar las conductas específicas necesarias y tiene los recursos emocionales y cognoscitivos para desarrollar las conductas de autocuidado que requiere (aplicación de insulina, toma de medicamentos, ejercicio y dieta). A continuación se hace una breve descripción de técnicas que serían útiles en estos casos. Desensibilización sistemática (DS). A finales de los años 50, Wolpe presentó esta técnica basada en el principio de inhibición recíproca. Puede ser utilizada específicamente en las situaciones en las que se produce una respuesta de ansiedad condicionada, como ocurre en ocasiones ante procedimientos como la medición de la glicemia y la aplicación de la insulina. Una de las mayores ventajas de esta técnica (adicional al control de la emoción) es que decrementa las conductas evitativas y por tanto, en las personas con diabetes mellitus puede favorecer la adhesión al tratamiento. La DS consiste en una exposición a los estímulos ansiógenos jerarquizados según el nivel de ansiedad evocada, pero en presencia de un estado de relajación,
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como respuesta diametralmente opuesta a la ansiedad. Con esto se busca el reemplazo de la respuesta condicionada inicial por otra (relajación), que favorezca el control y el bienestar. Entrenamiento en autoinstrucción (EA). El entrenamiento en autoinstrucción fue propuesto por Meichenbaum en la década de los 70, desde la perspectiva del modelo cognitivo. Es útil tanto en procedimientos concretos como la aplicación de la insulina, y también en la organización del comportamiento para realizar alguna actividad física (ejercicio). Antes de enfrentarse a cualquiera de las situaciones problema pueden emplearse autoinstrucciones orientadas a la preparación previa a la situación, a la definición del problema y cómo aproximarse al mismo, así como algunas que podría emplear para el control de su propio malestar emocional. Estas autoinstrucciones ayudan al consultante a desarrollar comportamientos de afrontamiento y a disminuir aquellos que son evitativos; minimizan las anticipaciones negativas frente al evento y enfatizan en la presencia de habilidades conductuales concretas para realizar conductas de autocuidado y manejar la activación emocional que este evento le produce. Durante la situación específica, las autoinstrucciones indican qué hacer para focalizar la atención en el desarrollo de las conductas necesarias para medir la glicemia, aplicarse la insulina o realizar una actividad físico-deportiva, autoevaluar cómo lo está haciendo y autorreforzarse por el esfuerzo y los logros parciales, o, por el contrario, para hacer frente a los errores que el mismo paciente prevé va a cometer, por la interferencia cognoscitiva y emocional. Estas autoinstrucciones hacen que la atención se centre en aquellos recursos que ahora posee la persona; en su capacidad para evaluar su ejecución de manera realista y pueda continuar utilizando los comportamientos adecuados, así como implementar aquellos que le permitan corregir sus equivocaciones. Después de realizar las conductas meta, las autoinstrucciones resultan útiles para la autoevaluación y el autorrefuerzo; el consultante aprende a valorar no sólo el resultado final, sino el intento de afrontamiento que realizó con el fin de disminuir la tendencia a la alta autocrítica negativa. Este entrenamiento puede efectuarse mediante la combinación del modelamiento por parte del terapeuta y el ensayo conductual por parte del consultante. En el primer caso, se puede utilizar un coterapeuta (enfermera u otro paciente que sea experto, y que ambos estén entrenados), o el mismo terapeuta puede efectuar la demostración, haciendo cortes e indicando en voz alta las autoinstrucciones que pueden emplearse en cada fase, tal como se ha descrito anteriormente. Es importante que incluya en ese entrenamiento, todas las va-
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riables del caso y explicite qué hacer, tanto para resolver el problema, como para tener un control de la activación emocional (modelado cognitivo). Posteriormente, se pide al consultante que efectúe la exposición y el terapeuta puede ir dando las instrucciones en voz alta. Éstas deben adaptarse al comportamiento del paciente y se emplean para resolver los problemas que se presenten durante la ejecución (guía externa explícita). Los dos siguientes ensayos conductuales efectuados por el consultante consisten en que él mismo debe darse las instrucciones. En el primero se utiliza voz alta (autoguía explícita), y en el segundo se hace en voz baja (autoguía explícita desvanecida). En ambos casos, las autoinstrucciones tienen el mismo fin con que se utilizaron en el modelado cognitivo y la guía externa explícita. Finalmente, el consultante realiza las conductas meta al emplear las autoinstrucciones concretas sin verbalizarlas (autoguía encubierta). Reestructuración cognoscitiva (RC). Ésta se realiza considerando la existencia de ideas distorsionadas y temores asociados a la aplicación de la insulina, y a la diabetes en general. Se listan los pensamientos automáticos y autoverbalizaciones distorsionadas o se extraen de los autorregistros hechos por el consultante ante las situaciones problemáticas. Se discute qué tipo de evidencia hay a favor y en contra de tales pensamientos, la lógica del procesamiento de la información y la validez de las conclusiones, relacionando ésta con los efectos emocionales y conductuales que produce. Es importante proponer “pequeños experimentos” que permitan hacer una evaluación empírica de la creencia, y posteriormente, con base en el diálogo socrático, se configuran otros pensamientos más realistas (flexibles, preferenciales y adaptativos –sin excesos de contenido positivo–), consideran en especial que las nuevas habilidades que hacen parte del repertorio para el afrontamiento. Fase de entrenamiento en habilidades para afrontar. Ésta es la fase en la que se invierte más tiempo, pues a través de prácticas específicas se aprenden las habilidades para hacer frente a los componentes cognitivos, emocionales y conductuales implicados en el manejo de la enfermedad y de otras situaciones, las cuales contribuyen a agravar las condiciones de salud y el bienestar (Karlsen y Bru, 2002). Algunas habilidades que se consideran son las de control emocional, solución de problemas y habilidades sociales. Entrenamiento en autocontrol (EAC) y en control emocional (ECE). En esta parte resultan muy útiles tanto las técnicas orientadas al control de las respuestas
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fisiológicas, como la respiración, la imaginación, la relajación y el biofeedback, hasta aquéllas más complejas para el manejo de estados emocionales como la ira y el estrés. La relajación es quizás la que se utiliza con más frecuencia, dado que tiene efectos identificables para el paciente en el control de su activación fisiológica; su práctica es relativamente sencilla y de fácil implementación en las situaciones que producen emociones negativas intensas. La relajación debe practicarse regularmente (dos veces al día, mínimo durante 15 minutos); para ello es importante seleccionar un buen momento, lugar y adoptar una postura adecuada. Existen diversos tipos de relajación, pero en el caso de la muscular progresiva, o de Jacobson, se tensionan por un tiempo (alrededor de 10 segundos) los diferentes grupos musculares, y se relajan aproximadamente durante 30 segundos; este proceso se efectúa dos o tres veces por cada grupo muscular. Estos son: • • • • • • • • • • • • • • • •
Mano y antebrazo dominantes Bíceps dominante Mano y antebrazo no dominante Bíceps no dominante Frente Ojos Nariz Mandíbula Labios Cuello Pecho, hombros y espalda Abdomen Pierna dominante Pie dominante Pierna no dominante Pie no dominante
Con cada ejercicio de tensión-relajación que se efectúe en cada grupo muscular, se deben identificar las diferencias entre estas dos sensaciones. Cuando se está relajado debe realizarse la respiración profunda por lo menos cuatro veces, de forma lenta y diafragmática. La inhalación se hace por un periodo de cuatro a cinco segundos, se retiene el aire durante dos segundos y se exhala durante cinco segundos, sosteniendo al final, por dos segundos, “el vacío”. Adicionalmente, puede resultar útil la introducción de una señal inductora de relajación. Para esto, antes de relajar cada músculo hay que pensar en la pala-
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bra “calma”, de modo que, eventualmente esta palabra logre evocar estados de relajación en situaciones críticas (relajación inducida por señal). Una vez que se ha concluido la práctica, se dedica un tiempo (aproximadamente cinco minutos), para atender las sensaciones experimentadas y disfrutar de la relajación conseguida. La efectividad de la práctica en casa se puede evaluar con el formato que se presenta en el Cuadro 5. Cuadro 5. Registro del entrenamiento en relajación en casa Fecha
Hora de inicio
Grado de tensión inicial (0 – 10)
Hora de finalización
Grado de tensión final (0 – 10)
Observaciones
Entrenamiento en solución de problemas (ESP). Esta estrategia cognoscitiva fue planteada originalmente por D´Zurilla (1993), en los años setenta. Consiste en enseñar a los pacientes a detectar e identificar los problemas o las situaciones problemáticas a las que se enfrentan, cuáles son las variables implicadas y cómo se relacionan. Posteriormente, se generan alternativas de solución, se elige una en particular o la combinación de ellas, de acuerdo con la valoración de costos y beneficios de cada alternativa; se implementa y se evalúan los resultados obtenidos. Esta estrategia ayuda en la toma de decisiones frente a los factores precipitantes y de mantenimiento de la enfermedad o sus complicaciones. La solución de problemas puede implementarse inicialmente como una forma de afrontamiento encubierto y debe incluir la capacidad para autorreforzarse. Ésta consiste en el reconocimiento de los logros parciales (y no únicamente del resultado final), así como del esfuerzo que se está haciendo por manejar la situación. Entrenamiento en habilidades sociales (EHS). Existen diversas habilidades sociales y es bien conocida la utilidad de las mismas en la solución de los problemas interpersonales, mediante la emisión de comportamientos en los que se tienen en consideración tanto los derechos propios como los de las otras personas (Caballo, 1997). Sin embargo, con los pacientes diabéticos puede ser necesario enfatizar en las habilidades para pedir ayuda, comunicar estados emocionales negativos, expresar asertivamente puntos contrarios y poder discutir acerca de opciones que lo involucren (toma de decisiones en cuanto a la
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enfermedad y otros aspectos de su vida). Para definir concretamente el objetivo de la intervención, es necesario evaluar cuidadosamente el papel de variables emocionales y cognoscitivas que actúan como mediadoras de la conducta social. El EHS incluye: Aprendizaje instruccional, es decir, una descripción operacional, de manera concreta y precisa de la topografía de la conducta objetivo y la forma como ésta se relaciona con el contexto. La explicación incluye cómo se emplea la conducta y cuál es su fin. Modelamiento, a través de la observación de un video o una representación de papeles en la que el terapeuta le muestra al consultante cómo organizar secuencialmente la conducta social, la congruencia entre los aspectos verbales, no verbales y paraverbales de la misma y cómo se conjugan con el comportamiento de otra persona. Se le pide al paciente que observe atentamente y tome nota de las conductas, para que posteriormente las realice. Este entrenamiento puede exigir la presencia de un coterapeuta y es importante efectuar una retroalimentación precisa al consultante. Ensayo conductual, en el cual se le pide al consultante que describa verbalmente cómo se realiza la conducta objetivo; y, posteriormente se efectúa el ensayo que incluye dichas habilidades. En éste, la participación de un coterapeuta también parece ser valiosa. Fase de seguimiento. Un aspecto al que pocas veces se le presta atención es el seguimiento, a pesar de que parte del éxito en la adhesión al tratamiento; tiene relación con la revisión periódica de los conocimientos sobre la enfermedad y las habilidades de autocuidado que las personas tienen. Esto permite proveer educación o entrenamiento oportuno que refuerce positivamente dichos aspectos o corrija los déficit. (Kim et al., 2004; Norris et al., 2002). Para el seguimiento, es importante conservar la información sobre las descompensaciones y las formas de manejo del tratamiento llevadas a cabo por el paciente. De manera específica pueden conservarse los autorregistros de los perfiles de glicemia y las soluciones que da a sus problemas, con sus correspondientes efectos emocionales.
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Esta idea de hacer tratamiento y seguimiento es abordada a partir de las bases arrojadas por los estudios sobre adhesión al mismo; se incluye todo aquello que el paciente realiza, con el fin de generar una mejoría en las condiciones biológicas y emocionales relacionadas con la salud. Adhesión al tratamiento Este concepto tuvo una modificación importante con el modelo biopsicosocial de atención en salud. Actualmente es el paciente quien tiene la mayor responsabilidad de su salud y para ello las intervenciones se orientan hacia el desarrollo de competencias y nuevos patrones de comportamiento que le permitan tener una participación activa en la toma de decisiones, de filosofía de vida y de procesos de autocontrol necesarios para el mantenimiento, protección y cuidado de su salud, así como en la prevención de las complicaciones (Cuadro 6). En la adhesión al tratamiento de la DM se han identificado como relevantes la relación entre el profesional de la salud y el paciente (Belendez e Hidalgo, 2002), el sistema de creencias del paciente y el régimen de tratamiento mismo; el papel del psicólogo en estos tres campos es muy amplio. Su participación en el establecimiento de una óptima relación: profesional de la salud-paciente, está dada por su capacidad para estimular una interacción participativa por parte Cuadro 6. Concepción y actitudes del profesional de la salud y el paciente frente a la salud, desde las perspectivas tradicional y biopsicosocial
Concepto
Profesional de la salud
Paciente
Modelo tradicional
Modelo biopsicosocial
“Cumplimiento de prescripciones médicas”
“Adhesión al tratamiento”
Es el que sabe. El único que puede opinar. Utiliza un lenguaje inalcanzable para el paciente.Espera a que se dé el problema y lleguen a buscarlo.
Discute con el usuario sobre el tratamiento, planes y medidas de salud. Utiliza un lenguaje más comprensible para el cliente. Trabaja más en prevención.
No sabe. Obedece las órdenes del médico. Asume una perspectiva exclusiva de sufrimiento frente a la enfermedad. Es pasivo frente a su enfermedad. No puede opinar. Espera a que esté complicado y busca ayuda.
Puede aprender. Es activo frente a su enfermedad. Puede tomar decisiones sobre su salud. Puede opinar y sugerir. Desarrolla competencias de vigilancia y autocuidado. Tiene control sobre la posibilidad de tener complicaciones por la enfermedad.
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de éste y menos coercitiva por parte del profesional de la salud. En este sentido, el entrenamiento en el acertado manejo de la comunicación al profesional de la salud (dar explicaciones e instrucciones, centrándose en las necesidades e inquietudes del paciente), suele ser muy útil, pues conduce al mismo hacia un mayor entendimiento, recuerdo y seguimiento de las recomendaciones. Con referencia al sistema de creencias del paciente y de la familia, el psicólogo puede desarrollar acciones educativas que incluyan la resignificación de los eventos y de las ideas que sustentan el malestar asociado a la enfermedad y, que mantienen patrones de evitación o “sabotaje”. En ellas el nivel informativo sobre la DM está incluido, y se abordan además las creencias y los temores que comparten también los otros miembros de la familia. Estos sistemas de creencias sólo pueden derribarse si se estimula la ejecución de “experimentos” para reevaluarlas y construir otras más adaptativas. Con relación al régimen, tal como se explicita en la fase educativa, es importante que el psicólogo discuta acerca de por qué es ése el tratamiento que debe efectuar, sus costos (duración, complejidad, valor, etc.) y sus beneficios (cambios en el estilo de vida que favorecen a largo plazo su salud). Con la familia especialmente, es importante ayudar a la reorganización de algunos hábitos familiares que sirvan de apoyo social y refuerzo a los intentos del paciente e impidan (o disminuyan) el sufrimiento emocional de la familia. Dada la importancia de la participación activa de la familia y los pares en el manejo de la diabetes mellitus, se dedica un apartado a su abordaje. Apoyo familiar y social La familia, al igual que el paciente, sufre un impacto ante la noticia de tener éste diabetes mellitus, y ello les exige un reacomodo en su funcionamiento. Cada miembro cumple en la familia una función especial, y ante la situación de crisis debe modificar los papeles para poder atender a las demandas (costo del tratamiento, necesidades del paciente, cambios alimentarios, etc.) (Buendía, 1999; Olivares, Méndez, Ros y Bermejo, 1997; Romero y Portilla, 1992; Trief, Himes, Orendorff y Winstock, 2001; Trief y Sandberg, 2003). Por esto es frecuente que la familia pase por momentos de tensión, inseguridad y estrés. El impacto ocasionado en la familia varía de acuerdo con factores de carácter interno y externo del sistema familiar, que deben ser evaluados. Entre los primeros están: quién fue la persona afectada, el estilo relacional de los miembros
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(p.ej., difuso, independiente), la composición familiar (p.ej., nuclear, extensa, padres solos, nuevas uniones); la presencia de periodos largos de conflicto; el nivel educativo de los miembros; el estilo de vida familiar (p.ej., hábitos de alimentación, consumo de sustancias psicoactivas, alcohol y cigarrillo principalmente). A nivel externo, deben considerarse: la accesibilidad a los servicios de salud y la disponibilidad de recursos para el apoyo socioafectivo de los miembros de la familia y el paciente. Considerar a la familia como un sistema implica que éste también ha perdido su equilibrio, de modo que el trabajo psicológico debe orientarse al reestablecimiento del mismo, ya sea a través de un miembro de la familia distinto al paciente, o con terapia familiar. En cualquier caso, lo primero que debe hacer la familia es informarse sobre la DM, su tratamiento e implicaciones para el paciente, con el fin de prevenir consecuencias negativas o asumir comportamientos de sobreprotección que incapaciten a la persona, además de conocer las formas en que puede ofrecerle apoyo. Otros objetivos terapéuticos, según Buendía (1999), son: • Cambiar los estilos atribucionales y elaborar la culpa. • Generar expectativas de eficacia reales sobre el control del curso de la enfermedad y del manejo del paciente. • Modificar las creencias y mitos alrededor de la enfermedad y lo que ella ocasionará en el paciente. • Desarrollar habilidades de solución de problemas, en especial las relacionadas con cómo actuar frente a las demandas del paciente. • Desarrollar habilidades de comunicación y de expresión de sentimientos. • También desarrollar habilidades de cuidado y seguimiento al paciente. • Desarrollar habilidades de control emocional (ira, tristeza). • Desarrollar las competencias necesarias para satisfacer las necesidades de los diferentes miembros de la familia. • Reorganizar los horarios y rutinas, especialmente los que se asocian con el cuidado de la salud. • Regular los ciclos que disminuyan el cansancio y la fatiga de los miembros. • Establecer un feedback positivo respecto a los logros frente a la salud. • Desarrollar actividades conjuntas con el paciente. • Definir con claridad las funciones al dar un papel activo al paciente dentro de la familia (de acuerdo con sus capacidades).
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Conclusiones La diabetes mellitus es uno de los problemas más graves en materia de salud y economía para América Latina. Según la Organización Mundial de la Salud (2005a), esta enfermedad afecta aproximadamente a 33 millones de personas (entre 10 y 15% de la población adulta) en la región, los costos asociados con el medicamento, tanto inyectado como de administración oral, suman aproximadamente 4720 millones de dólares al año; las hospitalizaciones, 1012 millones, y las consultas, más de 2500 millones, sin contar las discapacidades y fallecimientos (aproximadamente 62000 muertes anuales) asociados a esta condición. Estos datos permiten comprender que la intervención psicológica trasciende el ámbito personal y familiar y tiene repercusiones a niveles macrosociales, especialmente porque no se circunscribe a la prevención terciaria, sino que propende hoy día por aquella de tipo primario y secundario, con el fin de reducir complicaciones, mejorar la calidad de vida de las personas y favorecer la economía y la salud de un país. Ésta es la principal razón de fortalecer las intervenciones psicosociales, para que manteniendo su carácter idiográfico, beneficien a las personas en sí mismas y a sus contextos.
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Capítulo 4
La diabetes en la edad pediátrica: Abordaje integral OFELIA VÉLEZ ORREGO BEATRIZ GRACIA DE RAMÍREZ MARTHA LUCÍA LEMOS DE DELGADO ANA VICTORIA BLANCO RODRÍGUEZ JOSÉ ALFREDO CALDERÓN GARCÍA HERNÁN CASTAÑEDA MARTÍNEZ
Introducción La diabetes mellitus es una enfermedad sistémica, crónica, cuya característica bioquímica principal es la hiperglicemia. La diabetes tipo I es la más frecuente en menores de 15 años, aunque puede presentarse a cualquier edad, inclusive en menores de 1 año. Se manifiesta cuando el páncreas produce poca o ninguna insulina, sin la cual la glucosa no puede entrar a las células ni ser usada como sustrato energético, y por lo tanto su concentración en la sangre aumenta significativamente. La hiperglicemia ocasiona daños en los vasos sanguíneos y terminaciones nerviosas en todo el organismo, aumentando los riesgos de enfermedad cardiovascular, renal y de retinopatías, entre otras, y en el caso de los niños y los adolescentes, afecta su crecimiento apropiado. Al no producir insulina, los pacientes deben aplicársela exógenamente y seguir un plan de manejo encaminado a mantener los niveles de glicemia tan cerca de lo normal como sea posible, y de esta manera prevenir las complicaciones. El tratamiento más apropiado para niños y adolescentes incluye manejo por parte de un grupo interdisciplinario de profesionales, formado por médico pediatra endocrinólogo, enfermera, nutricionista, educador físico y psicólogo. Otros profesionales son necesarios para dar apoyo en aspectos específicos. 85
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La complejidad del tratamiento y la necesidad de que el paciente se adhiera a él para prevenir las complicaciones y lograr una buena calidad de vida, hacen indispensable el establecimiento de un programa permanente de soporte educativo por parte de los profesionales de las diferentes áreas. Entre ellas, el apoyo psicológico juega un papel preponderante, ya que con frecuencia el niño o el adolescente diabético se siente diferente y con algunas limitaciones que provocan un perfil psicológico muy especial. Por tanto, es muy importante que este profesional tenga claro todo lo referente a la diabetes, su fisiopatología, manifestaciones clínicas, complicaciones y las alternativas de manejo. En el presente capítulo se detallan los componentes del manejo integral de la diabetes mellitus tipo I, los procedimientos y técnicas que involucran, las bases fisiológicas que lo respaldan y las implicaciones psicológicas que esto trae para el paciente y su familia. Clasificación de la diabetes mellitus Las formas más frecuentes de diabetes, según National Diabetes Data Group [NDDG] (1979), y Alberti y Zimmet (1998), son: Diabetes mellitus tipo I. Resulta del daño primario de tipo autoinmune de la célula beta de los islotes de langerhans, del páncreas, lo cual produce una disminución progresiva en la producción de insulina hasta la ausencia total. Esta carencia de insulina da como resultado el aumento continuado de glucosa en la sangre (hiperglicemia), agravado por la acción de las hormonas contrarregulatorias (glucagón, adrenalina, cortisol, hormona de crecimiento), que en condiciones normales son contrarrestadas por la insulina. Estas hormonas contrarreguladoras son hiperglicemiantes y cetogénicas; en ausencia de insulina tienen un efecto continuo, desencadenando la cetoacidosis diabética, que es en último caso, la que pone en peligro la vida del paciente. Se tiene entonces, por una parte, la hiperglicemia producida por la ruptura de los depósitos de glucógeno (glucogenólisis); por la utilización de proteínas para elaborar glucosa (gluconeogénesis) y por la incapacidad de introducir la glucosa a la célula (paso que necesita indispensablemente la insulina); por otra parte, acidosis, por la liberación de cetonas que son residuos de la utilización de las grasas, como sustituto para producir energía ante la imposibilidad de utilizar la glucosa como sustrato. Las manifestaciones clínicas de estos eventos fisiopatológicos son: la deshidratación, ya que se eliminan grandes volúmenes
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de orina (poliuria), para excretar la glucosa filtrada por el riñón; la polidipsia, o sed intensa secundaria a la deshidratación; la polifagia, o hambre continua causada por los procesos catabólicos (ruptura de depósitos y de proteínas); la respiración difícil causada por la acidosis debida a los cuerpos cetónicos producidos, y la pérdida de peso, por la disminución de proteínas y grasas. Este cuadro clínico se conoce como cetoacidosis y si no se controla, continúa hasta producir un coma hiperglicémico y la muerte. Diabetes mellitus tipo II. En la cual se presenta una resistencia a la insulina a nivel tisular, que va produciendo un aumento gradual de las síntesis o liberación de la insulina. En esta diabetes, a diferencia de la tipo I, los niveles de insulina son más altos de lo normal. Se presenta más frecuentemente en la población adulta, pero por el actual aumento de la obesidad en los niños, cada vez son más los casos en esta población. Está demostrado que la obesidad es una gran causa de resistencia periférica a la insulina. Estas dos clases de diabetes son las más frecuentes y constituyen enfermedades muy diferentes entre sí, en sus aspectos genéticos, fisiopatológicos y clínicos; por lo tanto su tratamiento y seguimiento son también diferentes. Fisiopatología de la diabetes mellitus En el momento del diagnóstico de la diabetes tipo I, el paciente puede presentar la triada clásica: poliuria, polidipsia, polifagia, además de pérdida de peso, fatiga y deterioro progresivo. Si no se trata oportunamente, continúa el proceso hasta la cetoacidosis, cuadro clínico dramático que puede terminar en un coma hiperglicémico, poniendo en riesgo la vida del paciente. Por ser la diabetes una enfermedad crónica, al hacer el diagnóstico con la sintomatología descrita, debe suponerse que los eventos etiopatogénicos se iniciaron aproximadamente tres años antes de estas manifestaciones. En este punto las glicemias son mayores de 200 mgr% y hay grandes cantidades de glucosa y de cetonas en la sangre y la orina, lo que permite fácilmente establecer el diagnóstico (The Expert Committee on the Diagnosis and Classification of Diabetes Mellitus, 1997). Por tal motivo, es recomendable realizar el diagnóstico antes de la cetoacidosis e iniciar un tratamiento oportuno, con mejores posibilidades a largo plazo para el niño. Pérdidas inexplicables de peso, deterioro físico, disminución de la velocidad de crecimiento e infecciones recurrentes son casos en los cuales es útil tomar una glicemia en ayunas y, si ésta es igual o mayor a 126 mgr%, se debe
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tener como posibilidad una diabetes mellitus. En estos casos, se debe repetir la glicemia en ayunas, estando seguros que el paciente no está recibiendo ninguna droga hiperglicemiante y se halla completamente en ayunas. Los niños con hiperglicemias significativas, mayores de 200 mgr% en cualquier momento del día, sin ayuno, durante episodios febriles o enfermedades intercurrentes, con normalización de las mismas al controlarse el episodio desencadenante, pueden desarrollar diabetes en algún momento de su vida. La diabetes produce complicaciones a corto y a largo plazo, las cuales están relacionadas con el mal control de la misma. A corto plazo se presenta cetoacidosis y baja talla, principalmente. A largo plazo puede presentarse: nefropatía con daño renal definitivo; retinopatía con ceguera; neuropatía periférica, que lleva a amputación de extremidades; glaucoma; cataratas; etc., pero con adecuado control metabólico se logra evitar estas complicaciones (Diabetes Control and Complications Trial Research Group [DCCT], 1993, 1999). En la diabetes tipo II se presentan niños o jóvenes obesos, con un índice de masa corporal (IMC) muy por encima de lo esperado para la edad, con pigmentación oscura en las áreas de pliegues como la nuca, las axilas y la región inguinal (acantosis nigricans), e hipertensión. Además, existen claros antecedentes familiares de diabetes y las glicemias en ayunas son iguales o mayores a 126 mgr%, y a las dos horas después del alimento son iguales o mayores a 200 mgr%. Estos niños pueden debutar con cetoacidosis. Prevalencia de la diabetes mellitus en niños En Colombia, como en la mayoría de los países y aun en los Estados Unidos, hay dificultad en establecer con exactitud, la prevalencia de diabetes, pero se estima que aproximadamente existen 0.6 a 2.5 casos por cada 1000 habitantes, con variaciones según las diferentes regiones. La incidencia que representa el número de nuevos casos identificados por año es también muy variable de región a región; se tiene la mayor incidencia anual en Finlandia, con aproximadamente 30:100000 y en el Japón 1:100000. Queda claro en este momento que la diabetes tipo I y la tipo II están aumentando su frecuencia en la población infantil y juvenil; además, la tipo I está afectando a niños cada vez más pequeños. (La Porte, Tarima y Akerbloom, 1985; Diabetes Epidemiology Research International Group, l988; Karvonen, Notkola, Taskinen, Moltchanova y Tuomilehto, 2005).
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Tratamiento y seguimiento de la diabetes mellitus en niños El tratamiento de la diabetes tipo I comprende varios aspectos que dependen de la severidad de la condición clínica en que se encuentra el paciente, al momento del diagnóstico o durante su seguimiento. En algunas oportunidades necesitará un manejo de urgencia, que debe realizarse en un centro hospitalario diferente al tratamiento ambulatorio que recibirá permanentemente, y comprende varios aspectos para que el paciente tenga un manejo integral (Drash, 1987). Es imposible pensar en tratar a un niño diabético sin un soporte educativo que involucre, no sólo al niño, sino también a su familia, a sus profesores y a sus iguales. El programa debe ser asequible, comprensible y adaptado a las condiciones socioculturales del grupo. El objetivo del programa educativo es lograr que el paciente tenga un óptimo control glicémico medido por la hemoglobina glicosilada (HbA1c), que debe realizarse cada tres meses y mantenerse en un valor menor a 7%, si se quiere asegurar la vida y la calidad de la misma, al tiempo que se garantizan pocas complicaciones y una integración adecuada a la sociedad (Carrasco, 2003). A continuación se detallan los diferentes aspectos del tratamiento de los niños y adolescentes con diabetes tipo I, y el manejo específico por cada uno de los profesionales del equipo. Tratamiento de urgencia Se realiza cuando el paciente debuta con cetoacidosis o sus condiciones así lo requieren. La atención debe hacerse en un centro especializado que cuente con pediatra endocrinólogo con el fin de brindarle el manejo oportuno para su estado. Se inicia de manera inmediata la reposición de líquidos con solución salina, se introduce insulina regular en goteo endovenoso si su condición es crítica, a razón de 0.1 U/Kg/min y se estabilizan sus condiciones generales. Una vez que sale del periodo inicial y está en condición de recibir tratamiento vía oral, se inician las insulinas NPH (acción intermedia) y la R (acción rápida), ambas por vía subcutánea. Actualmente existen, además de las insulinas ya mencionadas, los llamados Análogos de la Insulina, que son la Glargina, cuyo nombre comercial es LANTUS (acción lenta), y la Lispro, cuyo nombre comer-
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cial es HUMALOG (acción muy rápida), y vienen a reemplazar a las insulinas NPH y a la R (Dawn e Irl, 2003; Gerich, 2002). Manejo ambulatorio El programa educativo orientado por el equipo interdisciplinario debe iniciarse lo más pronto posible, ya que el control posterior de la diabetes de parte del paciente, va a depender del tiempo que éste demore en aprender sobre el manejo de su situación. Este equipo debe estar conformado por pediatra endocrinólogo, enfermera, nutricionista, psicólogo y educador físico, todos con entrenamiento en diabetes, y siempre se debe contar con el apoyo del podólogo, la trabajadora social, el odontólogo, etc. El programa educativo comprende el aprendizaje de las rutinas y destrezas del autocontrol, como son: manejo del glucómetro, aplicación de insulina y ajuste de las dosis de la misma según las necesidades; medición de cuerpos cetónicos en orina, etc. (Crawford, 2002). Es factible que algunos casos puedan ser manejados por consulta externa, la cual comprende la revisión del paciente en forma periódica para conocer sus progresos y sus condiciones generales, además del ajuste de insulina según las glicemias obtenidas, la adherencia a la dieta y a la rutina de ejercicios recomendada. Debe efectuarse con cada uno de los profesionales del equipo. Sin embargo, es recomendable que el niño o adolescente y su familia participen en un programa educativo grupal, de apoyo continuo, el cual se halla dirigido a ambos grupos poblacionales, dado que el trabajo conjunto con todas las familias afectadas por el mismo problema permite que aprendan unos de otros, al tiempo que consolidan una fuente de apoyo social. Su objetivo final es que tanto los pacientes como sus padres, logren apropiarse del problema y manejarlo en forma acertada, para evitar las complicaciones que ponen en peligro la vida y su calidad. Este programa, además de las reuniones con los pacientes y sus padres, comprende varias estrategias que permiten realizar el control y seguimiento de las recomendaciones. Entre ellas se destacan las siguientes: a) los campamentos de verano, considerados como una estrategia importante para que el niño aprenda acerca de la diabetes y se capacite en su manejo, compartiendo con sus iguales en un medio campestre; b) las visitas domiciliarias, para evaluar si se han asimilado las rutinas de manejo como: toma de glicemia, aplicación de insulina,
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seguimiento del plan de alimentación, etc.; y c) las visitas a colegios, las cuales buscan que tanto los profesores como los alumnos no diabéticos, conozcan sobre la diabetes y le den un buen apoyo a su compañero diabético. Tanto las visitas domiciliarias como a los colegios permiten al equipo de profesionales conocer mejor los ambientes que habitan los niños, así como estudiar aspectos socioculturales importantes a tener en cuenta para el enfoque de manejo que se dé a cada uno. Manejo de enfermería en la diabetes tipo I El trabajo de enfermería, dentro del equipo de profesionales que atiende al niño y al adolescente diabético, es fundamental y se relaciona principalmente con la enseñanza de los procedimientos que el paciente debe conocer y aprender a realizar diariamente para hacer el autocontrol de su diabetes. Estos procedimientos, así como aquellos relacionados con el cuidado corporal, deben establecerse como parte de su rutina diaria, para que pueda conocer cómo está manejando su enfermedad y si está cumpliendo con todas las partes del tratamiento. De esta manera, el paciente puede informar en las consultas a los diferentes profesionales, sobre la evolución de su diabetes, analizar en conjunto las fallas que están ocurriendo y hacer los cambios necesarios para corregirlas. Dentro de estas rutinas se pueden mencionar: 1. Técnica de medición de la glicemia o glucometría. Generalmente, en la medición de la glicemia se utiliza el glucómetro, razón por la cual el niño o adolescente debe aprender la asepsia correcta para extraer la gota de sangre de uno de sus dedos y el manejo correcto del instrumento. Este procedimiento lo debe hacer mínimo tres veces al día, previamente a la aplicación de la insulina, pues es necesario para determinar la dosis que se debe aplicar de acuerdo al esquema que el pediatra endocrinólogo le haya establecido. Debe registrar el resultado en un cuaderno o libreta para que pueda analizar cómo está su control y así que el médico y demás profesionales puedan conocer también la evolución de su diabetes. 2. Aplicación de insulina. La mayoría de los pacientes necesita como mínimo dos aplicaciones de insulina al día, por lo cual es indispensable que aprenda la medición, la técnica de autoaplicación, los sitios de inyección y
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rotación de los mismos para no hacer daño a los tejidos, así como que conozca las diferentes acciones de cada tipo de insulina. 3. Higiene corporal. Es de gran importancia para prevenir lesiones e infecciones que puedan complicar el control de la diabetes. La enfermera enseña la forma como el paciente debe cotidianamente practicar su higiene (p.ej., cuidado de los pies, asepsia en la manipulación de jeringas y ampolletas de insulina, etc). Para lograr esto, se utilizan diferentes alternativas educativas, tanto a nivel de grupos de niños, familias e individualmente. La enfermera participa en los talleres y citas con los demás profesionales que forman el grupo interdisciplinario, en reuniones científicas, visitas domiciliarias, campamentos de verano, paseos de familia, visitas a colegios, entre otros. A través de visitas domiciliarias observa el cumplimiento de las recomendaciones que se le han dado al paciente y a su familia, identifica dificultades, resuelve inquietudes y preocupaciones que la familia tenga respecto a la enfermedad y hace un refuerzo educativo en todos los aspectos. Observa también aspectos de relaciones intrafamiliares que puedan estar ocasionando o contribuyendo a un pobre control del paciente, y motiva a la familia para que consulte y solicite ayuda psicológica. Igualmente, estimula al paciente a participar del grupo y de los diferentes eventos que se realizan, para que comparta con otros niños que tienen la enfermedad, con el fin de formar grupos solidarios que trabajen en conseguir bienestar para todos. A nivel hospitalario, la enfermera aplica lo anterior, más los requerimientos especiales, según el estado del paciente. Se recomienda que esta función sea realizada por un profesional de enfermería con entrenamiento especial en diabetes. Manejo de la dieta en pacientes con diabetes mellitus tipo I La terapia nutricional es un componente esencial en el manejo del paciente diabético. Antes del descubrimiento de la insulina, en 1922, la dieta era el único medio disponible para mitigar los síntomas de la enfermedad. Se utilizaron periodos de ayuno y dietas altas en grasa para contrarrestar la alteración en el metabolismo de los carbohidratos, así como dietas altas en proteínas y muy bajas en carbohidratos, llevando a aumentar el trabajo renal y su consecuente daño. Actualmente, la nutrición continúa teniendo un rol de gran importancia
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en el mantenimiento de niveles adecuados de la glucosa sanguínea, para mantener un crecimiento satisfactorio en los niños y ayudar en la prevención de complicaciones a corto, mediano y largo plazo (DCCTR, 1999). La valoración detallada del estado nutricional debe ser la base para determinar la prescripción del plan de alimentación y lograr los objetivos de tratamiento en un niño o adolescente. Esto requiere de la coordinación día a día, a lo largo de las 24 horas del día, entre la dieta y el tipo, dosis y horario de aplicación de la insulina, así como con la rutina de actividad física que realice el paciente. Alcanzar los objetivos propuestos en el aspecto nutricional requiere gran esfuerzo y coordinación del equipo interdisciplinario que atiende a los pacientes. Debido a su complejidad, un profesional nutricionista dietista con entrenamiento en diabetes debe formar parte del equipo y coordinar las acciones relacionadas con esta área. Se requiere, además, un entrenamiento detallado y educación permanente al paciente y a su familia, con un enfoque individualizado, apropiado a su estilo de vida, su cultura y su situación socioeconómica particular. El monitoreo del crecimiento, de los niveles de glicemia, de la hemoglobina glicosilada, lípidos, presión sanguínea y estado renal es esencial para evaluar el resultado del cuidado dietario. La adherencia al plan de alimentación es considerada como uno de los desafíos más grandes del tratamiento. Con frecuencia, los pacientes y los padres mencionan que “dejar el dulce” es el aspecto más difícil del cuidado de la diabetes y no las inyecciones diarias para aplicarse la insulina o la extracción de sangre para el examen de glicemia. Para facilitar la adherencia al plan de alimentación, es indispensable que el nutricionista enseñe a los padres a ser imaginativos en la preparación y modificación de recetas, para dar variedad a la dieta, de tal manera que ésta sea agradable y el paciente disfrute su alimentación. El reto consiste en que la familia siga las mismas pautas de la dieta del paciente, puesto que éstas se enmarcan dentro de los lineamientos de una alimentación saludable recomendada a la población general, se beneficie de esta manera la familia y ayude al paciente diabético en el seguimiento de su plan alimentario. El objetivo general del cuidado nutricional es lograr que el paciente tenga el mejor estado nutricional posible y un buen control metabólico, los cuales le permitan mantener un óptimo crecimiento y desarrollo (Marion, 1998).
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Como objetivos específicos se pueden mencionar: • Asistir al paciente en los cambios necesarios de su dieta para alcanzar y mantener un buen control metabólico. • Conservar los niveles de glicemia tan cerca de lo normal como sea posible, mediante el balance de la ingesta de alimentos con la dosis, el tipo y horario de administración de la insulina y con la actividad física. • Proveer la cantidad de calorías y nutrientes necesarios para mantener un buen crecimiento y un peso adecuado en los niños y adolescentes (American Diabetes Association [ADA], 1999c). • Mantener óptimos niveles de lípidos sanguíneos (Expert Panel on Blood Cholesterol Levels in Children and Adolescents, 1992; Orchard, 2001). • Prevenir las complicaciones agudas, como hipoglicemias, y a largo plazo, enfermedad renal, neuropatía, hipertensión y enfermedad cardiovascular. • Lograr que el paciente sea capaz de seleccionar los alimentos por sí mismo, conozca el tamaño de las porciones que le corresponden, interprete las etiquetas de los productos elaborados y decida cuáles puede consumir (Ludwig, 2002). Una vez diagnosticado el paciente, el pediatra endocrinólogo debe remitir al paciente a la consulta con el nutricionista, la cual incluye entre otros aspectos: a) la valoración de su estado nutricional; b) el conocimiento y la evaluación de la ingesta usual de alimentos; c) la elaboración de un plan de alimentación individual, ajustado a las características propias de cada niño; d) el cálculo de los requerimientos de energía y nutrientes según la edad, el género y la actividad física; e) el horario y la distribución de las comidas durante el día según dosis, tipo y esquema de administración de insulina; f) el cálculo del tamaño de porciones que debe consumir en cada comida; y g) el plan de control y seguimiento. Se establecen metas a corto, mediano y largo plazos. En las consultas de control se evalúan y discuten con el paciente y su familia las dificultades en el seguimiento del plan alimentario, se hace refuerzo educativo y se brinda apoyo para alcanzar las metas que se han propuesto. Igual que para los demás componentes del tratamiento, ninguno de los objetivos se puede lograr únicamente con la consulta individual. Para facilitar los cambios, el nutricionista hace parte del programa educativo de apoyo continuo que desarrolla el equipo de profesionales. Este programa debe incluir actividades prácticas, como talleres de preparación de alimentos con los niños y con los padres de familia, orientación sobre menús en casa o para las loncheras escola-
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res de los niños; selección de preparaciones para reuniones especiales; la manera como puede efectuar los ajustes necesarios en la alimentación cuando se incrementa la actividad física y, a los adolescentes particularmente, se les explica claramente la acción del alcohol en el organismo y su interacción con la insulina (ADA, 1999b). Otra opción en el ámbito de la nutrición, la cual se relaciona con el contexto escolar de los niños y adolescentes con diabetes, son los festivales gastronómicos o bazares, que se convierten en una oportunidad de preparación de alimentos, integración de familias y educación al público en general; se utilizan recetas tradicionales modificadas que responden a las características nutricionales de una alimentación sana (ADA, 1999d). Educación física en diabetes tipo I El ejercicio produce un estado fisiológico del organismo mediante el cual se movilizan y se redistribuyen energías metabólicas, con el fin de aumentar la capacidad contráctil del músculo (Marion, 1988). Cuando la intensidad y la duración del ejercicio se aumentan y prolongan, es mayor la demanda de energía; para facilitarla se requieren fuentes energéticas que intervengan en los diferentes procesos bioquímicos. En los primeros instantes del estímulo físico, los fosfatos provocan la contracción de las fibras y el glucógeno muscular sirve como fuente de energía para los primeros minutos del ejercicio. Este glucógeno, puede ser utilizado por el tejido contráctil en el mismo sitio donde se encuentra localizado, sin necesidad de ser transportado por la sangre a otras partes del cuerpo. La energía del glucógeno muscular es limitada y se requieren las fuentes oxidativas para continuar con la demanda de energía en el músculo, la cual es proporcionada por la glucosa, los ácidos grasos y en menor proporción por los cuerpos cetónicos y aminoácidos (Villegas, 1987). El aumento del consumo de glucosa por el músculo durante el ejercicio se da gracias al incremento de la liberación de ésta por parte del hígado (hidrólisis del glicógeno hepático) y cuando es más prolongado, por la neoformación de glucosa. La regulación de la misma provoca que en condiciones de ejercicio corto se presente un aumento de la glicemia circundante (hiperglicemia), o hipoglicemia, si el movimiento es prolongado. Sin embargo, en la mayoría de las
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condiciones fisiológicas la producción de glucosa por el hígado es igual a la cantidad captada por el músculo (Orrego, 1988). La respuesta hormonal al ejercicio es variada e incluye descenso de la insulina y aumento del glucógeno, catecolaminas, hormona del crecimiento y cortisol. En estas complejas reacciones bioquímicas que ocurren durante el ejercicio, como la función de la insulina y de las hormonas contrarreguladoras que mantienen homeostasis de la glucosa, la concentración y secreción en el diabético son anormales. Las diferencias son más evidentes en el enfermo tipo I. El tipo de insulina, el sitio donde se aplica, el tiempo transcurrido entre la inyección de insulina y el momento de realizar el ejercicio, así como el tiempo entre éste y la última comida, son variables importantes para determinar la respuesta metabólica al ejercicio del diabético tipo I. El ejercicio físico debe ser orientado y dirigido a través de procesos educativos, donde la pedagogía y la didáctica brinden medios y formas para satisfacer y lograr resultados en pro de la disminución de los requerimientos clínicos, el aprovechamiento de nutrientes, el aprendizaje y el monitoreo de signos y síntomas. La adhesión positiva a programas educativos y el desarrollo de la personalidad con elementos propios, son necesarios para que el paciente tenga una mejor calidad de vida. El objetivo general de la actividad física en el paciente diabético es proporcionar bienestar físico a través de la práctica dirigida, como un componente activo en pro de la adhesión a un programa de tratamiento integral y educativo. Como objetivos específicos se pueden mencionar: • Desarrollar progresivamente las características físicas. • Mejorar la condición física individual de los niños y adolescentes diabéticos. • Desarrollar el hábito motor. • Proporcionar una buena técnica en el manejo operativo del área. • Reducir los riesgos de episodios críticos durante el ejercicio físico. • Prevenir las complicaciones degenerativas articulares. El ejercicio se fundamenta en la aplicación de los principios fisiológicos del entrenamiento deportivo: la adaptación, la individualidad biológica y la progre-
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sión, entre otros; es importante igualmente tener una programación estructurada de la actividad física, ajustar el horario de la práctica y los requerimientos nutricionales, brindando una intensidad y duración suficiente para facilitar el logro de los objetivos. La actividad física y el deporte en los pacientes diabéticos deben ser planeados y dirigidos por un profesional en educación física con entrenamiento en diabetes, de tal suerte que cada paciente tenga su plan individual de rutinas, el cual pueda ser evaluado y ajustado permanentemente. Dentro de los diferentes ejercicios que se desarrollan y que han mostrado un impacto benéfico en el logro de los objetivos, se mencionan: las caminatas, la gimnasia dirigida, el deporte alternado y las actividades recreativas y culturales en un ambiente lúdico, y aunque estas últimas representan un gasto energético menor, se recomiendan, pues brindan bienestar físico. Los trabajos grupales de actividad corporal en niños y adolescentes se fundamentan en el concepto de clase, con fase inicial, central y final en la dosificación del esfuerzo físico, y con un método secuencial rotativo del entrenamiento de las valencias motrices, de la resistencia cardio-respiratoria, la coordinación, la flexibilidad, la postura, la fuerza y las diferentes técnicas de la relajación, como son la respiración, el automasaje y los estiramientos musculares. La dosificación del esfuerzo se controla con el manejo nutricional, la hidratación constante, la respiración y las condiciones mínimas de seguridad en el calzado y vestuario ante el clima, que pueden ser un factor de riesgo para la presencia de episodios críticos en diabetes. El grupo debe ser clasificado por edades, condición física y necesidades para las características del programa, y su ejecución realizarse con la retroalimentación educativa constante acerca de los beneficios del ejercicio y sus formas de practicarse. Intervención psicológica en niños con diabetes tipo I La intervención psicológica es fundamental debido a la complejidad, los cambios, procedimientos, rutinas y disciplina en general que debe seguir un niño o adolescente diabético y su familia.
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Por ser la diabetes una enfermedad crónica, ésta constituye para el niño o adolescente y su familia un problema de difícil manejo, especialmente por la actitud que debe asumir para controlarla (toma de glicemia, aplicación de la insulina, plan de alimentación, ejercicio diario y control del estrés) (Feldfogel y Zimerman, 1981; Polaino-Lorente y Roales-Nieto, 1990; Wolff, 1985). En los niños el impacto emocional se da a nivel de los procedimientos médicos que se deben aplicar inmediatamente después del diagnóstico. Aparece el temor a los pinchazos, tanto para la glucometría como para la aplicación de la dosis de insulina; también la culpa asociada al procedimiento en mención; la angustia, rabia y tristeza por las restricciones de algunas comidas, específicamente las que contienen azúcar, las cuales son un refuerzo universal. Estas reacciones cursan acompañadas de una condición de dependencia de los padres, quienes deben orientar al niño a una adaptación apropiada a los requerimientos, los cuales para ellos, también son generadores de conflicto, por traer a la vida un “hijo defectuoso”, que los obliga a condicionar su vida de una forma diferente a lo deseado; los sentimientos de culpa conducen a que su relación con el niño tome formas inapropiadas, como la sobreprotección, la indiferencia o el resentimiento (De la Fuente, 1983; Fonagy, Moran y Higgitt, 1989; PolainoLorente y Roales-Nieto, 1990). A medida que el niño avanza en su madurez biopsicosocial, se va haciendo más consciente de su condición real de “enfermo”, que lo hace diferente a todas las personas que están a su alrededor (familia, compañeros del colegio y vecindario), y esto se nota más cuando comparten espacios sociales recreativos. De hecho, el niño está en un proceso de estructuración de la personalidad que lo hace vulnerable, y tiene con frecuencia crisis emocionales (y consecuentemente sus padres), las cuales afectan de alguna forma el cumplimiento estricto del tratamiento (p.ej., darle dulces en pequeñas porciones, entre muchas otras violaciones de la norma). Lo anterior ocasiona un mal control metabólico de la diabetes, con lo cual ocurre la exacerbación de síntomas, posibles comas cetoacidóticos, otras complicaciones orgánicas (neuropatías, nefropatías, etc.), o incluso la muerte. Durante este proceso de acomodación con la diabetes, tanto el niño como los padres agudizan los problemas psicológicos previos al diagnóstico (p.ej., trastornos de conducta, depresivos, disfunciones familiares), y otros que aparecen con la enfermedad (p.ej., trastornos de ansiedad o angustia y depresivos). Esto no significa que todos los niños y padres terminen con una psicopatología asociada a la diabetes, pues hay padres que asumen el duelo con apropiada madu-
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rez, lo cual es compartido y superado en conjunto con el hijo, cuando deciden aceptar el apoyo psicológico (Fonagy et al., 1989; Hamp, 1984; Wicks-Nelson e Israel, 1997). El niño atraviesa las distintas etapas del desarrollo, y en la pubertad y la adolescencia enfrenta todos los cambios biopsicosociales esperados; sin embargo, en los diabéticos se presentan algunas diferencias; por ejemplo, el desarrollo de sus características sexuales secundarias son un poco más tardías, lo que origina diferencias en su imagen corporal y su autoestima. Adicionalmente, los hábitos de diabético que trae desde niño, en la adolescencia lo hace ver diferente a sus iguales. A pesar de que desde niños han asumido un estilo de vida apropiado para mantenerse bien y controlar su diabetes, la llegada a la adolescencia los desubica, pero deben seguir cumpliendo. Es factible que se presente omisión, disminución o sobredosis de insulina, ingesta de alimentos azucarados, ingesta de licor, toma inadecuada de anovulatorios, entre otras y, al sumarle los trastornos psicológicos premórbidos, su cuadro clínico puede complicarse. La literatura médica y psicológica informa muchos estudios que muestran cómo la diabetes de los niños y adolescentes cursa con serios trastornos psicológicos, los cuales se acentúan por la disfunción familiar presente (Hamp, 1984; Lustman et al., 2000; Orlandini et al., 1995; Wicks-Nelson e Israel, 1997). Cuando el diagnóstico de la diabetes se da en la adolescencia, se observa que el impacto se fija en la comprensión inmediata de la afección y su repercusión en el presente y futuro inmediato. El adolescente atraviesa todas las fases del duelo, al informarse que la enfermedad es irreversible y constituirá un obstáculo para algunos de sus deseos. Emergen sentimientos de frustración, culpa, rabia, tristeza, rencor y desesperanza por lo “catastrófico” de su situación, pues debe someterse a un régimen terapéutico que riñe con su búsqueda de identidad. Al someterse a las exigencias del tratamiento lo hace para preservar la vida, pues lo vivido previo al diagnóstico no es nada agradable (polifagia, polidipsia, debilidad y demás síntomas de la diabetes), mas espera tomarse la confianza suficiente para apoderarse de la situación y hacerle las modificaciones personales, de acuerdo a su conveniencia, para no hacer una gran diferencia con el grupo de iguales con el cual comparte esta etapa de su vida. Algunos adolescentes asumen autosuficiencia en el manejo del medicamento (insulina), disminuyendo, aumentando u omitiendo las dosis requeridas, comiendo libremente sin restricción alguna, con marcado sedentarismo o ejercicios
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pasivos con baja frecuencia y estrés frecuente por los constantes conflictos a raíz de su diabetes y su activa socialización con sus iguales. Son conscientes de la violación de estas normas terapéuticas, pero prima su despertar y “gratificación” de esta etapa de su vida y por ello se niegan a los diferentes controles que el equipo interdisciplinario les indica para su bienestar. En estos casos, es factible que acudan a las urgencias del servicio médico por una descompensación de su diabetes; lo que para algunos significa que deben elegir entre adaptarse a controlar la diabetes, o asumir vivir con las complicaciones de ésta o, morir. Esto último puede suceder, por la ausencia de un apoyo psicoafectivo, que los sume en una depresión profunda y, prácticamente, los conduce a un “suicidio encubierto” a causa de un mal control de su diabetes (Graue, Wentzel–Larsen, Brau, Hanestad y Sovik, 2004; La Greca, 1995; WicksNelson e Israel, l997). La familia de este adolescente recién diagnosticado cursa por las diferentes fases del duelo al igual que el paciente que inicia la diabetes en la niñez. Es un hecho que el diagnóstico de una enfermedad crónica en un niño o adolescente conmociona a toda la familia, y de allí se derivan actitudes inapropiadas para su manejo; se acude a, desde curas mágicas hasta lo que es realmente científico, como el tratamiento ya universal de la diabetes. La aceptación del diagnóstico y el cumplimiento del respectivo tratamiento permiten que haya una buena adherencia a éste, lo que asegura al paciente una buena calidad de vida. Sin embargo, hay estudios que muestran lo difícil que es obtener de estos pacientes una buena adherencia por las múltiples variables que inciden en el cumplimiento y compromiso con el tratamiento (Corrales, Galves y Olaya, 1998; Masur y Andersen, 1988; Polaino-Lorente y Roales-Nieto, 1990; Wicks-Nelson e Israel, 1997). La intervención psicológica debe estar integrada a la del equipo interdisciplinario. Vale la pena destacar que dentro del concepto adaptación a la enfermedad y adherencia al tratamiento del paciente diabético, existen dos estrategias de intervención psicológica que son: 1) intervención clínica, y 2) intervención educativa. 1. Intervención clínica. Se hace una evaluación psicológica del impacto del diagnóstico en el niño o adolescente en su familia, y consecuentemente, se elabora un plan psicoterapéutico para cada uno de los miembros a nivel individual o grupal, acorde con lo hallado en la valoración.
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A nivel individual, la terapia cognitivo-conductual tiene como objetivo que el paciente acepte y controle la enfermedad y la familia haga el ajuste adaptativo de la misma en el niño o adolescente, para que se convierta en el apoyo positivo de estos. Se utilizan técnicas de relajación, afrontamiento y asertividad, entrenamiento en habilidades sociales, autocontrol y automonitoreo; la intervención puede iniciarse en la sala de hospitalización, en la consulta externa o en la visita domiciliaria (Fonagy et al., 1989; Florez, 2001; La Greca y Skyler, 1994; PolainoLorente y Roales-Nieto, 1990; Wertlieb, Jacobson y Hauser, 1990; Wicks-Nelson e Israel, 1997). A nivel grupal se realizan la terapia de grupo y la terapia de familia, que tienen como objetivo resolver las dificultades que se presentan al paciente y su entorno social, para alcanzar un buen control de la diabetes en el nuevo estilo de vida (Romero, Portilla y Martín, 1992; Olivares, Méndez, Ros y Bermejo, 1997a; Olivares, Méndez, Ros y Bermejo, 1997b; Wysocki, Bubb, Greco, White y Harris, 2001). 2. Intervención educativa. El psicólogo participa en la programación de educación permanente, la cual tiene como objetivo reforzar y retroalimentar el cumplimiento del tratamiento. Para ello, el profesional de la psicología desarrolla, en conjunto con el resto del equipo interdisciplinario, las diversas actividades que faciliten una apropiada interacción evaluativa y de intervención clínica y educativa del paciente y su familia (ADA, 1999a; ADA, 1999b; Polaino-Lorente y Roales-Nieto, 1990). La educación en niños y adolescentes diabéticos con una metodología teóricovivencial es mucho más efectiva para desarrollar habilidades de manejo de los requerimientos del tratamiento; sin embargo, esto no es suficiente para garantizar una óptima adherencia a éste porque existen otras variables culturales, familiares, socioeconómicas y personales que intervienen y deben ser estudiadas para manejarlas dentro del contexto del paciente diabético (ADA, 1999b; Corrales et al., 1998). Conclusiones En el pasado, la expectativa de vida del paciente diabético tipo I era corta, prácticamente no llegaban a la adolescencia y su calidad de vida era muy deficiente, pues resultaban inhabilitados para disfrutar los aspectos propios de su etapa de desarrollo, debido incluso a las hospitalizaciones periódicas.
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En la actualidad, tal como se resalta en este capítulo, en la descripción y objetivos de cada uno de los aspectos de manejo del paciente diabético tipo I, el enfoque corresponde a la prevención secundaria. La evidencia muestra que se puede lograr una mayor expectativa de vida, casi igual a la de sus pares no diabéticos, mediante el abordaje que se detalla; las complicaciones se reducen al mínimo o no aparecen. Sin embargo, como se puede observar, su manejo no es fácil y puede tener diversas y complejas implicaciones. Por lo anterior, se deben crear siempre espacios educativos respaldados por instituciones o asociaciones donde poner en práctica los requerimientos terapéuticos mencionados, basados en la investigación científica, con el fin de obtener un mejor aprendizaje, una mejor adaptación a la enfermedad y una buena adherencia al tratamiento. El logro más significativo está determinado por la interacción de todas las áreas que comprenden el tratamiento de los niños y adolescentes diabéticos, como son: el manejo médico especializado, el plan de alimentación, la correcta técnica de monitoreo de glicemia, la aplicación de la insulina, el manejo del estrés y la realización de ejercicio físico dirigido. De esta manera, la búsqueda de un excelente control metabólico se ve representada en la disminución gradual y progresiva del requerimiento individual en la terapia con insulina, además de presentar a la población diabética una mejor opción de tratamiento interdisciplinario integral, que fomenta una mejor calidad de vida.
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Capítulo 5
Hipertensión arterial: factores de riesgo e intervención biopsicosocial 3
MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO DIEGO CORREA SÁNCHEZ
Introducción La hipertensión arterial [HTA], es un serio problema de salud pública en la mayoría de los países. Ocupa desde hace años un puesto elevado en la lista de afecciones a controlar en nuestra sociedad, dado que la morbimortalidad nacional y mundial es muy elevada. Se ha definido como una enfermedad de las sociedades industriales, ya que afecta entre un 8% y un 50% de la población adulta, con un promedio del 25%, con el agravante de ser una afección silenciosa, que no siempre presenta síntomas. Por eso, más del 50% de las personas que la padecen ni siquiera lo saben (Organización Panamericana de la Salud [OPS], 2003). Esta enfermedad tiene impacto no sólo en la salud, sino también en el ámbito económico y social. La visita frecuente a los médicos, y en general el costo social que ocasiona el padecimiento de la HTA y las enfermedades asociadas, es muy alto. Gran parte de los recursos destinados a la salud se invierten en medicamentos antihipertensivos; genera baja en la productividad laboral; explica un 20% de la mortalidad prematura; obliga a otros miembros de la familia a trabajar más, para suplir la incapacidad, y disminuye la calidad de vida de los pacientes, dados los efectos en el estado de ánimo producidos por el tratamiento. Además, la HTA es uno de los principales factores de riesgo para la aparición 3
Capítulo producto de la investigación “Intervención psicosocial orientada a disminuir los niveles de Hipertensión Arterial”, del grupo Psicología, Salud y Calidad de Vida, de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali.
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de enfermedades cardiovasculares [ECV], como los accidentes cerebrovasculares o la enfermedad isquémica del corazón, principales causas de muerte prematura en la mayoría de los países. Según se documenta en el libro “La Salud en las Américas”, de la OPS, estudios realizados entre 1995 y 1999 demostraron que la mayor prevalencia de hipertensión en hombres se ha encontrado en Maracaibo, Venezuela (49,7%). En mujeres, la tasa más alta se registró en Paraguay (43,9%). En los Estados Unidos, un estudio nacional realizado en personas de 35 a 64 años, entre 1988 y 1994, comprobó una prevalencia de hipertensión del 33%. El problema se multiplica en Latinoamérica y el Caribe, donde la hipertensión está subdiagnosticada y, una vez diagnosticada, menos del 60% de las personas recibe tratamiento médico adecuado (OPS, 2003). La mayoría de los países latinoamericanos tiene una mortalidad cardiovascular que representa del 20 al 35% de todas las muertes. La mortalidad por hipertensión, informada como una de las primeras causas de muerte, varía del 1 al 4%. Asimismo, los accidentes cerebrovasculares se encuentran en el orden del 10% de todas las muertes, lo cual indica una falla importante en el tratamiento de la hipertensión. En Colombia, las enfermedades relacionadas con factores de riesgo cardiovascular ocupan el segundo, tercero y cuarto nivel dentro de las cinco primeras causas de mortalidad. La hipertensión arterial y las enfermedades cardiovasculares representan un problema epidemiológico de gran importancia para la salud pública en este país. En general, en los países latinoamericanos hoy en día, el grado de conocimiento, tratamiento y control de la hipertensión es menor que en los países desarrollados. Esto, aunado al hecho de que el padecimiento de la HTA deteriora progresivamente la calidad de vida de las personas, dando lugar a enfermedades cardiovasculares, como trastornos de larga evolución y poco sintomáticos; es pertinente y necesario diseñar adecuados modelos de promoción de la salud, así como programas para la detección, el tratamiento y el control de la hipertensión y los otros factores de riesgo de dichas enfermedades que vayan desde la atención primaria hasta los niveles superiores de ésta. Presión arterial e hipertensión arterial La presión arterial es la fuerza que ejerce la sangre contra las paredes de las arterias. Esa fuerza no es constante, sino que fluctúa a lo largo del ciclo cardiaco. El momento de máxima presión sobre las arterias es lo que se denomina “pre-
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sión arterial sistólica”, mientras que la “presión arterial diastólica” se alcanza cuando se registra el nivel más bajo de presión, midiendo la fuerza que se ejerce sobre las arterias en el intervalo de los latidos del corazón. La presión arterial normal es menor a 120/80 mm Hg. La presión arterial depende de dos mecanismos hemodinámicos: el flujo sanguíneo y la resistencia, tal como se expresa en la Ley de Poiseulle: P = F x R (P: Presión, F: Flujo y R: Resistencia). El flujo sanguíneo está en estrecha relación con la salida cardiaca desde el corazón, y es la resistencia la dificultad para que la sangre fluya a través del vaso sanguíneo. La salida depende del ritmo de los latidos del corazón o tasa cardiaca y del volumen de sangre expulsada en cada uno. Todo el funcionamiento está regulado por el sistema nervioso autónomo, en sus ramas simpática y parasimpática. Existen, además, unos mecanismos de control que regulan el nivel de presión arterial, estos son: • Mecanismos reflejos de retroalimentación o feedback negativo, con actuación muy rápida de barorreceptores y quimiorreceptores. • La influencia del sistema nervioso autónomo, en su rama simpática para la regulación circulatoria, y en ambas ramas para la regulación de la función cardiaca. • La influencia del sistema riñón-líquidos corporales, que aumenta la excreción renal de líquido extracelular y normaliza la presión. Los niveles de presión arterial se clasifican de la siguiente forma, según el informe de Joint National Comitte on Prevention, Detection, and Treatment of High Blood Pressure [JNC-VII], (2003), que se presenta en la Tabla 1. Por su parte, la Organización Mundial de la Salud [OMS] y la OPS (2003), clasifican la hipertensión en dos categorías: • Hipertensión esencial, primaria o idiopática, que suele definirse como aquella cuyo origen no puede determinarse; constituye la forma más frecuente de hipertensión, alcanzando el 90% de los casos. • Hipertensión arterial secundaria o sintomática, que es la derivada de una enfermedad detectada y capaz de producirla, como nefropatías o endocrinopatías, y constituye alrededor del 10% restante de los casos de hipertensión.
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Tabla 1. Clasificación de los niveles de presión arterial (JNC-VII, 2003) Clasificación
Presión arterial sistólica
Presión arterial diastólica
Normal
100 mm Hg.
El establecimiento de la hipertensión se hace de forma lenta y progresiva; no es necesario que se produzcan grandes cambios en cualquiera de los mecanismos reguladores, sino que pequeñas modificaciones la producen gradualmente. Sin embargo, se pueden identificar dos momentos claves en su desarrollo: 1) el incremento de la salida cardiaca que, tras su cronificación, da paso al 2) aumento en la resistencia periférica. La hipertensión arterial es una enfermedad multifactorial, en la cual problemas genéticos asociados a problemas medioambientales y personales facilitan de alguna manera la disfunción endotelial. Dentro de estos problemas se encuentran, por ejemplo, las manifestaciones psicológicas, como el estrés, la ira, la hostilidad y el patrón de conducta tipo A. Concretamente, el estrés psicosocial tiene un efecto vasoconstrictor, altera el equilibrio entre las prostaglandinas vasodilatadoras y vasoconstrictoras a favor de las últimas, lo que clínicamente se evidencia como hipertensión arterial. Esto se ha probado experimentalmente en ratas sometidas a estrés, a las que se ha logrado inducir vasoconstricción e hipertensión arterial, y también disminución de factores liberados por el endotelio vascular. En humanos, la influencia genética y medioambiental ha sido tratada en un estudio efectuado por Frazer, Larkin y Goodie (2002), donde evaluaron en qué medida las respuestas comportamentales al estrés median o moderan la relación entre la reactividad cardiovascular y la historia parental de hipertensión, en sujetos con y sin estos antecedentes. Los sujetos con historia parental de hipertensión exhibieron una excesiva reactividad cardiovascular al estrés y una mayor frecuencia de comportamientos negativos verbales y no verbales, lo cual indica que existen mecanismos comportamentales por los cuales los sujetos con antecedentes de hipertensión, estarían en riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares. Posiblemente, este riesgo no obedecería únicamente a la excesiva reactividad cardiovascular al estrés, sino a un aprendizaje maladaptativo de respuestas comportamentales al mismo en los hogares con historia parental
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de hipertensión. Al respecto, se plantea que podría existir un patrón cíclico de evitación de conflictos o de inadecuada expresión de sentimientos, que se aprende de generación en generación en familias hipertensas. Por tanto, los autores concluyen que el estudio de los factores de riesgo en hijos de personas hipertensas, debería incluir la valoración de las respuestas comportamentales al estrés, más que las respuestas cardiovasculares a éste. En cuanto a la medición de la presión arterial, a pesar de los avances en métodos de medición automática de la misma, continúa vigente el uso del esfigmomanómetro de mercurio, el cual fue desarrollado por Marey en 1860 y ajustado por Korotkoff en 1905, quien colocó el estetoscopio debajo de la almohadilla esfigmográfica, y al inflar y desinflar pudo escuchar los ruidos que indican la presión sistólica y la diastólica. Recientemente, Blumenthal et al. (2002), en una revisión sobre cuestiones metodológicas de los estudios para el control de la hipertensión, indican que una de las mejores formas de medición de la presión arterial consiste en el método de auscultación que utiliza el estetoscopio y el tensiómetro de mercurio. Sin embargo, actualmente se habla de la importancia del monitoreo ambulatorio de la presión arterial, que permite examinar sus variaciones en las actividades cotidianas, durante 24 horas, permitiendo superar el problema de la “bata blanca” (fenómeno en el cual algunas personas presentan niveles de presión arterial elevadas en ambientes médicos, pero niveles normales durante la rutina). Este tipo de medición permite, además, predecir de manera más fiable el daño a los órganos blanco, como consecuencia de la hipertensión. Además, estudios recientes han examinado la importancia de la medición de los niveles de presión arterial durante tareas de estrés mental, como un procedimiento útil para evaluar la efectividad de las intervenciones en pacientes hipertensos. Para una toma adecuada de la presión arterial, ver Hernández et al. (2000), quienes presentan las recomendaciones básicas. Para estudios de prevalencia y ensayos clínicos sobre la hipertensión arterial, la Iniciativa Panamericana sobre la HTA, la OPS, y el Instituto Nacional del Corazón, los Pulmones y la Sangre de Estados Unidos, desarrollaron un protocolo para la medición de la Presión Arterial que arroja información común al respecto y es recomendable utilizar (Iniciativa Panamericana de la Salud sobre la Hipertensión Arterial, 2003). Es importante resaltar que, en algunos casos, la medición de la presión arterial en el consultorio no arroja resultados fiables por la interferencia de factores situacionales; en esos casos, y cuando se requieren valores más precisos, se re-
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curre a la medición ambulatoria o monitoreo de presión arterial por 24 horas. Actualmente, se cuenta con equipos de medición que registran por intervalos de tiempo la presión arterial, lo que permite evaluar las fluctuaciones durante periodos específicos; así mismo es un excelente recurso para evaluar la relación estrés-hipertensión. Una vez realizada la medición se cuenta con escalas de clasificación que permiten ubicar al paciente en rangos que determinan los parámetros del tratamiento, el cual puede ser farmacológico (fármacos antihipertensivos), o no farmacológico (modificación en el estilo de vida o cambios sobre los factores de riesgo modificables e intervención psicosocial). El tratamiento farmacológico de la hipertensión arterial se apoya actualmente en medicamentos clasificados en cuatro categorías. Según Hernández et al. (2000), estos fármacos son los diuréticos, betabloqueadores, inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina, calcioantagonistas y simpaticolíticos. Sobre la terapia farmacológica antihipertensiva, Donker (1991), en Buela-Casal y Caballo (1991), afirma que su valor preventivo en cuanto a la incidencia de mortalidad por enfermedades cardiovasculares es dudoso; los efectos curativos positivos aparecen claramente en casos graves de hipertensión y los efectos secundarios de la medicación afectan la calidad de vida. Factores de riesgo asociados a la hipertensión arterial y la enfermedad cardiovascular Entre los principales factores de riesgo para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares se encuentran: la hipertensión, la obesidad, el consumo de cigarrillo (Lichtenstein, 1982), la vida sedentaria (Dishman, 1982) y la conducta tipo A (Suinn, 1982), entre otros. Además, desde los años 70, con los trabajos de Jenkins (1971) y Jenkins, Zyzanski y Shaper (1976), se sugirió la existencia de cuatro conjuntos de factores relacionados con las enfermedades cardiovasculares: la desventaja socioeconómica, los trastornos emocionales prolongados, el patrón tipo A de conducta y la sobrecarga. Todos estos factores poseen en común exigencias psicológicas excesivas. A su vez, la hipertensión se incrementa por factores de riesgo como la obesidad, el consumo alto de sal, el consumo de alcohol, el sedentarismo (Amigo, Fernández y Pérez, 1998), el poco ejercicio físico, y problemas psicológicos, como el estrés, la ansiedad, la ira y el estilo de vida (Baker, Kazarian y Márquez, 1994; Dressler, 1996; Johnson, 1989; Novaco, 1992; Schwartz, Pickering y
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Landsberg, 1996; Suls, Wan y Costa, 1995). El estrés es un factor ampliamente informado por la literatura psicológica como un factor asociado a alteraciones cardiovasculares más o menos agudas, de la mano del patrón de conducta tipo A (Friedman y Rosenman, 1959; Houston y Snyder, 1988). Se puede considerar una alteración con etiología multicausal, donde el factor de riesgo predominante es el comportamiento. Teniendo en cuenta todo lo anterior, los factores de riesgo para el desarrollo de hipertensión se pueden clasificar en tres categorías, no necesariamente excluyentes, sino complementarias: 1. Factores de riesgo sociodemográficos y culturales En cuanto a las variables sociodemográficas y culturales, el sexo, la edad y la raza se han asociado significativamente con la hipertensión arterial. Los riesgos de la HTA son mayores en el hombre que en la mujer. Se ha comprobado que para los distintos niveles de cifras de tensión arterial elevada, la morbilidad y la mortalidad son mayores entre los varones, por lo que se ha planteado indicar para las mujeres cifras diferentes para definir la HTA. Sin embargo, hoy todavía se carece de datos suficientes para adoptar este criterio. El estudio de Gump, Mathews y Owens (2001), ratifica las diferencias por sexo. En esta investigación se encontró que independientemente de la presencia o ausencia de estrés crónico, los hombres tuvieron mayores niveles de presión sanguínea sistólica y cortisol que las mujeres, tanto antes de empezar las pruebas como durante éstas y en la posterior recuperación. En los hombres, la presión sanguínea diastólica incrementó durante la ejecución de las tareas. Esto indica que los hombres no solamente muestran respuestas elevadas ante el estrés, sino que además fallan en recuperarse rápidamente. Una retrasada recuperación explicaría entonces el elevado riesgo en los hombres para desarrollar enfermedades cardiovasculares en la adultez media. Igualmente, los resultados sugieren que los niveles de respuesta al estrés se ven más afectados por los factores ambientales (laborales y de pareja) en los hombres que en las mujeres, lo cual explica las variaciones en las tasas de enfermedad cardiovascular masculina en diferentes países, en contraste con la relativa estabilidad en las mujeres, independientemente de su lugar de residencia. También la edad supone un riesgo. La prevalencia de HTA no sólo aumenta con la edad, sino que el riesgo es mayor. Por ejemplo, el seguimiento a lo largo de 30 años de pacientes del Estudio Framingham, demostró que las complicaciones
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cerebrovasculares eran tres o cuatro veces más frecuentes entre los que sufrían HTA aislada (sistólica superior a 160 mmHg y diastólica inferior a 90 mmHg). No obstante, entre los adultos mayores (75 a 80 años o más), la HTA deja de suponer un riesgo de ECV, quizá porque los pacientes sensibles a dicho riesgo ya murieron. Este motivo puede ser responsable de que el tratamiento a partir de los 80 años de edad, no haya demostrado reducir el riesgo cardiovascular. Sin embargo, es definitivo que el envejecimiento poblacional indica que después de los 50 años casi el 50% de la población padece HTA (OPS, 2003). En cuanto a la raza, la población negra experimenta mayores índices de morbilidad y mortalidad que la población blanca, como resultado de la prevalencia de enfermedades cardiovasculares, principalmente hipertensión. La OPS (2003) ha informado elevados índices de HTA en población negra de Cuba y Brasil. En esta población, la enfermedad no sólo se presenta en mayores niveles, sino que además es más severa, persiste sin tratamiento mayor tiempo, aumenta más rápido con la edad y está asociada con mayores afecciones de órganos. Esta población presenta una mayor hiperactividad simpática (un factor importante en la etiología de la hipertensión), como respuesta al estrés físico y psicológico que experimentan. Los efectos conocidos del estrés en la población de raza negra, aunque han sido poco estudiados, incluyen: • Hipertrofia ventricular izquierda [HVI]: el incremento de la masa ventricular izquierda está directamente asociada con un incremento en la presión arterial y es predictor de la efectividad de las intervenciones terapéuticas. Factores hemodinámicos como la contractibilidad cardiaca, la viscosidad sanguínea, y no hemodinámicos, como la dieta, peso, edad, enfermedad renal y diferencias hormonales, intervienen en el desarrollo de la HVI. • Disfunción diastólica: la hipertensión produce anormalidades en la función diastólica, al alterar la relajación cardiaca y el proceso de llenado ventricular. • Arteriosclerosis carótida: la hipertensión es predictora de una enfermedad asintomática de la arteria carótida en personas mayores de 40 años, incrementa la consistencia y espesor de las paredes arteriales, facilitando el desarrollo de la placa ateromatosa. El estrés psicológico y altos niveles
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de colesterol en sangre influyen también en el desarrollo de la arteriosclerosis y la hipertensión (Schneider et al., 2001). Además, los componentes asociados al estrés psicológico propio de las condiciones socioeconómicas y culturales de algunas personas de raza negra incluyen desorganización social; apoyo social y recursos limitados; migración rural; situaciones sociofamiliares conflictivas y estatus socioeconómico bajo, factores que incrementan el riesgo para estilos de vida no saludables asociados a la hipertensión. En las comunidades indígenas los factores sociales y socioculturales, como la pobreza, la baja escolaridad y los procesos de aculturación por migración a centros urbanos, donde desarrollan comportamientos sedentarios y hábitos de alimentación inadecuados, condicionan una alta prevalencia de HTA. 2. Factores de riesgo psicológicos Estrés La psicoinmunología ha prestado especial atención a las relaciones entre el estrés y el desarrollo de enfermedades. Actualmente, estas enfermedades reciben el nombre de trastornos psicofisiológicos, y entre ellas cabe citar las enfermedades cardiovasculares, las úlceras de estómago y duodeno, el asma, el dolor de cabeza crónico, ciertas enfermedades de la piel, e incluso el cáncer (Bayés, 1991). Al tener en cuenta una fuerte evidencia epidemiológica y empírica, el estrés ha sido ampliamente considerado como un factor que contribuye al desarrollo de la hipertensión primaria. Consistente con este hallazgo, varias intervenciones psicológicas han sido diseñadas para reducirlo; apuntan hacia las deficientes estrategias de afrontamiento tanto cognitivas como conductuales de los hipertensos y hacia la reducción de la reactividad simpática. Varios estudios informan sobre los beneficios asociados a estas intervenciones, pero los resultados varían sustancialmente de acuerdo con el diseño del estudio. El estrés puede influir sobre la salud porque modifica el funcionamiento fisiológico general del organismo (frecuencia cardiaca, presión sanguínea, respiración, tensión muscular, etc.), la actividad neuroendócrina y la competencia inmunológica (Buendía, 1993). Es un agente activo en la etiología de la enfermedad y produce cambios en el sistema biológico que afectan la salud. Por ejemplo, implica la liberación de hormonas como las catecolaminas y
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corticoesteroides por el sistema endócrino, lo cual tiene un efecto negativo en el sistema cardiovascular, produciendo cardiopatías isquémicas, como la angina de pecho o el infarto al miocardio. A su vez, la generación de estas hormonas puede alterar el funcionamiento del sistema inmune. La acción de estímulos estresantes sobre la actividad del sistema inmune se expresa mediante fenómenos alérgicos, infecciones, enfermedades autoinmunitarias y formación de neoplasias (Valdés y Flórez, 1985). Lazarus y Folkman (1984, 1986), han definido el estrés como un proceso. Estos autores están en contra de la concepción del estrés como un estímulo, debido a las reacciones diferenciales de las personas ante distintos estímulos por factores individuales, como la percepción, el aprendizaje, el juicio y la memoria, entre otros. Además, son contrarios a la posición que define el estrés como una respuesta fisiológica, bajo la evidencia de que muchas respuestas producen aumentos en la actividad del sistema nervioso central sin ser estresantes. Lazarus y sus colaboradores hacen énfasis en los procesos cognoscitivos que intervienen entre las condiciones ambientales y la reactividad fisiológica que estas condiciones producen. Las variables más importantes, según esta perspectiva, se encuentra en la actividad mental del sujeto. Se considera que una persona está en una situación estresante cuando los eventos conllevan demandas conductuales que le resultan difíciles de llevar a cabo o satisfacer. Es decir, si el sujeto se encuentra bajo estrés, esto depende tanto de las demandas del medio como de sus propios recursos para enfrentarse a él, o puede producirse por las discrepancias entre las demandas del medio externo e interno y la manera en que el sujeto percibe que puede dar respuesta a esas demandas (Lazarus y Folkman, 1984). A pesar de sus innegables aportes, el modelo de Lazarus y Folkman (1984), no especifica adecuadamente los mecanismos fisiológicos implicados en la respuesta de estrés, ni permite identificar cómo la alteración de éstos facilita el desarrollo de los trastornos asociados a éste. Trabajos posteriores han intentado establecer dicha conexión entre respuestas de estrés (considerando sus componentes fisiológicos, cognitivos y motores), y la aparición de trastornos psicofisiológicos. Muestra de esta relación, la constituyen los trabajos de Labrador y Crespo (1993, 2001), quienes consideran que una persona está sometida a una situación de estrés cuando ha de hacer frente a demandas ambientales que sobrepasan sus recursos, de manera que el sujeto percibe que no puede darles una respuesta efectiva. En este tipo de situaciones, el organismo emite una respuesta de estrés.
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La respuesta de estrés consiste en un importante aumento de la activación fisiológica y cognitiva, lo cual favorece una mejor percepción de la situación y sus demandas, un procesamiento más rápido y potente de la información disponible, una búsqueda de soluciones más eficaz y una mejor selección de las conductas adecuadas para hacer frente a las demandas de la situación, a la vez que prepara al organismo para actuar de forma más rápida y vigorosa ante las posibles exigencias de la situación. La sobreactivación a estos tres niveles: fisiológico, cognitivo y conductual, es eficaz hasta un cierto límite, el cual si es rebosado tiene un efecto desorganizador del comportamiento. A su vez, las consecuencias de la activación dependen de la frecuencia, intensidad y duración de la respuesta, lo cual puede tener repercusiones negativas, con una amplia gama de manifestaciones orgánicas, denominadas trastornos psicofisiológicos. Siguiendo a los autores, la respuesta de estrés en sí misma no es “nociva”; por el contrario, se trata de una intensa reacción adaptativa que pone a disposición del organismo una importante cantidad de recursos excepcionales. Es más, las mejores realizaciones se consiguen en esas condiciones, en las cuales, en general, el organismo con mayores recursos (o activación), realiza mejor, de manera más rápida y precisa y de forma más duradera, las conductas necesarias. Pero si la respuesta de estrés es excesivamente frecuente, intensa o duradera, puede tener consecuencias negativas. El organismo no puede mantener por mucho tiempo un ritmo constante de activación por encima de sus posibilidades y, si se mantiene más allá del límite, se producirán serios deterioros en diferentes sistemas. Según Crespo y Labrador (2001), las condiciones ambientales que generan estrés o estímulos estresantes pueden clasificarse en: • Psicosociales: son situaciones o estímulos que no causan directamente la respuesta de estrés, sino que se convierten en estresantes, a través de la interpretación cognitiva o del significado que la persona les asigna. Son los más frecuentes y se clasifican en sucesos vitales intensos y extraordinarios, sucesos estresantes cotidianos y situaciones de tensión crónica mantenida. Si bien es cierto que sucesos estresantes cotidianos son estímulos generadores, no sólo de la respuesta de estrés, sino también pueden asociarse a la activación de la ira o al patrón de conducta tipo A en hipertensos, las situaciones de tensión crónica mantenida se han relacionado con el desarrollo de hipertensión
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por la activación lenta y progresiva del eje neuroendócrino, como se mostrará más adelante. Al tener en cuenta lo anterior, Gump et al. (2001), estudiaron el estrés crónico y agudo evaluando la influencia del primero en las respuestas cardiovasculares y neuroendócrinas de personas bajo estrés agudo y durante su recuperación, así como las posibles diferencias por género. Los resultados arrojaron que el estrés crónico en personas saludables de mediana edad suprime o disminuye las respuestas frente al estrés agudo y durante la recuperación; por tanto, ya sea que el estrés crónico esté o no presente, no es la dimensión clave que explica el aumento de las respuestas al estrés agudo. En esta medida, las diferencias individuales en la reactividad como una predisposición estable no serían tan fiables como tradicionalmente se había considerado. Visto de otro modo, personas expuestas a condiciones de estrés crónico afrontan mejor el estrés agudo, lo que indica que es mejor evaluar los estresores crónicos, en tanto pueden predecir mejor el desarrollo de la hipertensión arterial. • Biológicos: son estímulos o situaciones que se convierten en estresantes por su capacidad para producir en el organismo determinados cambios bioquímicos o eléctricos que automáticamente disparan la respuesta de estrés, con independencia de la interpretación cognitiva que se haga de la situación (p.ej., un cigarrillo, exponerse a calor o al frío intensos, un pinchazo, etc.). Por su parte, los aspectos personales involucrados en la respuesta de estrés son cognitivos, motores y fisiológicos. Los aspectos cognitivos se refieren a la forma en que el sujeto percibe su medio, filtra y procesa la información de éste y evalúa si las situaciones deben ser consideradas como relevantes o irrelevantes, aterrorizantes o inocuas. Esto determinará en gran medida la forma de responder de ese sujeto a esa situación y el modo en que se verá afectado por el estrés. Siguiendo a Labrador y Crespo (1993), se consideran cuatro momentos que implican procesos diferentes dentro de los denominados aspectos cognitivos: • Evaluación automática inicial. • Valoración de las demandas de la situación (evaluación primaria): - Irrelevante. - Benigno-positiva. - Estresante: daño o pérdida, amenaza y desafío.
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• Valoración de las habilidades para hacer frente a la situación (evaluación secundaria). • Selección de la respuesta. Por su parte, las respuestas motoras básicas ante situaciones de estrés pueden ser bien de enfrentamiento o afrontamiento (ataque), huída o evitación y, menos frecuentemente, pasividad o inhibición (colapso). El tipo de respuesta de afrontamiento determinará la forma de activación del organismo y, en consecuencia, el tipo de recursos que se utilizarán y las estructuras fisiológicas implicadas, así como los posibles trastornos psicofisiológicos que puedan generarse. El afrontamiento de situaciones de estrés se desarrollará en forma de respuestas más o menos específicas, según la historia de aprendizaje del organismo. • Conductas de afrontamiento: - Afrontamiento dirigido al problema. - Afrontamiento dirigido a la emoción. • Conductas de escape-huida. • Pasividad o inhibición. • Patrones de comportamientos específicos. Por ejemplo, los sujetos con patrón de conducta tipo A, frente a los de tipo B, presentan diferencias marcadas de comportamiento que no sólo implican distintas maneras de abordar y tratar de superar situaciones de estrés, también una forma diferente de activación orgánica, lo que facilita una mayor predisposición al desarrollo de trastornos cardiovasculares (Muñoz, Fernández-Abascal y Labrador, 1989). Este patrón de conducta corresponde a sujetos competitivos apegados al trabajo y al éxito, y con un gran nivel de autoexigencia. Finalmente, hay que destacar que el desarrollo de un trastorno psicofisiológico como consecuencia del estrés depende en gran parte de las respuestas fisiológicas activadas y los órganos implicados, de la frecuencia, intensidad y duración de la reacción de estrés. Los trastornos cardiovasculares, como la hipertensión esencial, la enfermedad coronaria, la taquicardia, las arritmias cardíacas episódicas, la enfermedad de Raynaud y las cefaleas migrañosas, pueden ser producto de la respuesta de estrés. Concretamente, los efectos más importantes del estrés en el establecimiento de la hipertensión esencial, según Crespo y Labrador (2001), son: • La activación del eje neural, específicamente del Sistema Nervioso Autónomo en su rama simpática, que:
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- Incrementa la salida cardiaca, mediante el aumento de la tasa cardiaca y la contractibilidad miocardial. - Incrementa la resistencia vascular mediante vasoconstricción, con la consiguiente disminución del diámetro de los vasos. - Incrementa los efectos de tolerancia de los barorreceptores (por incremento del tono simpático). - Disminuye la excreción de orina, con el consiguiente incremento en la retención de líquidos. Cabe anotar que los incrementos en la tasa y la salida cardiacas, en la respuesta sistólica, sólo se producen en situaciones de afrontamiento activo. En situaciones aversivas con afrontamiento pasivo se produce una respuesta fisiológica contraria. • La activación del eje neuroendócrino así: - Liberación de catecolaminas (adrenalina y noradrenalina) desde la médula de las glándulas suprarrenales que provoca vasoconstricción, incremento de la circulación de ácidos grasos, triglicéridos y colesterol en sangre, con el consiguiente aumento de viscosidad y por ende aumento de resistencia periférica. - El incremento en la liberación de vasopresina y aldosterona (mineralocorticoide), que aumentan la retención de líquidos. Adicionalmente, el estrés puede propiciar la aparición de conductas facilitadoras de la hipertensión, como el consumo de cigarrillos, con la consiguiente repercusión en la resistencia vascular (aumento de la densidad sanguínea y reducción del diámetro de los vasos), el consumo de alcohol y la ingesta inadecuada de alimentos (incremento de la resistencia vascular). • La activación del eje endócrino así: - Aumenta la secreción de glucocorticoides, que genera mayor susceptibilidad para procesos arterioscleróticos y mayor susceptibilidad de necrosis miocardial no trombótica. - Aumenta la secreción de mineralocorticoides (aldosterona), la cual se relaciona con una mayor absorción de sodio y cloruro por los túbulos renales, y con la disminución de la excreción de sodio y cloruro por glándulas salivares, sudoríparas y tracto gastrointestinal, produce retención de líquidos e hipertensión. - Incrementa la actividad de las hormonas tiroideas, aumentando la tasa cardiaca, la contractibilidad del corazón y la resistencia vascular periférica, con el consecuente aumento de la presión sanguínea.
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La activación de este eje es más lenta que la de los anteriores y así mismo sus efectos son más duraderos, necesitando situaciones de estrés más mantenidas. A diferencia del eje II, este tercer eje parece dispararse selectivamente cuando la persona no dispone de estrategias de afrontamiento, es decir, solamente le queda resistir o soportar el estrés. Sus efectos más importantes tienen que ver con depresión, indefensión, pasividad, no percepción de control, inmunosupresión y sintomatología gastrointestinal. Parece conveniente insistir en que uno de los órganos activados específicamente por el disparo del eje III es el propio cerebro, facilitando, en consecuencia, patologías o trastornos de corte predominantemente psicológico, como depresión, ansiedad, miedo, entre otras. Ira-hostilidad La ira-hostilidad perturba las relaciones familiares e interpersonales; tiene un impacto sobre el desempeño en el trabajo o en los estudios, lleva a decir cosas sobre las cuales las personas se sienten culpables o avergonzadas, disminuye la autoestima y hace sentir sin control emocional. La ira se presenta ante eventos específicos o generalizados. La ira generalizada es producida por un amplio rango de situaciones, experimentando periodos intensos y duraderos. La ira-hostilidad se está convirtiendo en uno de los factores de riesgo psicológico más importantes para comprender y explicar cómo los procesos emocionales pueden influir sobre los trastornos cardiovasculares. De hecho, numerosas investigaciones indican que la experiencia y la expresión de la ira contribuyen al desarrollo de algunos trastornos físicos, como la hipertensión y la enfermedad coronaria (Chesney y Rosenman, 1985; Diamond, 1982; Spielberger y Moscoso, 1995, citados por Fernández-Abascal, Palmero y Choliz, 1997). Es importante establecer cuál de los componentes de la ira-hostilidad es el principal factor de riesgo para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares: el componente experiencial-interno o el componente expresivo-externo. Al respecto, parece que la dimensión expresiva de la ira-hostilidad correlaciona positivamente con la aparición de trastornos cardiovasculares. Sin embargo, esto debe ser objeto de investigación detallada donde se identifiquen las diferencias psicofisiológicas (activación, reactividad, intensidad y recuperación), entre los sujetos que puntúan alto en la dimensión expresiva de la ira-hostilidad y aquellos que lo hacen en la dimensión interna o experiencial. Para ello puede utilizarse el Buss Durkee Hostilite Inventory [BDHI], como uno de los medios apropiados para comprobar empíricamente las hipótesis formuladas.
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Al respecto, Van der Ploeg, Van Buuren y Van Brummelen (1985), citados por Fernández- Abascal, Palmero y Choliz (1997), trabajaron con una muestra de 104 pacientes con hipertensión arterial esencial y un número igual de pacientes como grupo control. El grupo de hipertensos mostró un nivel más alto de estado de ira y de expresión de ese estado que el grupo de normotensos. En la comparación por sexos, los hombres hipertensos mostraron puntuaciones más altas en ambas medidas. Patrón de conducta tipo A El patrón de conducta tipo A [PCTA] ha sido asociado con las enfermedades cardiovasculares. Es uno de los factores de riesgo para la aparición de la hipertensión arterial, la enfermedad coronaria y el colesterol excesivo. El concepto de PCTA ha evolucionado a lo largo del tiempo y en las revisiones teóricas de autores que trabajaron y publicaron juntos frente a esta temática, existen en la actualidad posiciones distintas. Friedman y Rosenman (1974), definen al PCTA como un complejo de acciones y emociones que pueden observarse en cualquier persona que esté envuelta agresivamente en una lucha crónica e incesante para lograr cada vez más, en menos tiempo, inclusive, en contra de los esfuerzos opuestos de otras personas u otros factores. Es la reacción que tiene lugar cuando determinadas características de personalidad de un individuo son puestas a prueba o activadas por un agente ambiental específico. A su vez se entendía el PCTA, no como un trastorno psicológico, como las fobias o las obsesiones, sino como una forma de conflicto socialmente aceptable e incluso a menudo alabada. Mas tarde, Rosenman (1990), insistió en una concepción más acorde con la primera definición del PCTA, definiéndolo como un complejo acción-emoción que comprende disposiciones conductuales, tales como la ambición, agresividad, competitividad e impaciencia; conductas específicas tales como tensión muscular, alerta, un estilo de habla rápido y enfático y un ritmo de actividad acelerado. Acompañado de respuestas emocionales como irritación, hostilidad y un elevado potencial para la ira. Por su parte, Friedman (1982), considera que el PCTA se caracteriza por componentes encubiertos y manifiestos. En cuanto al componente encubierto, él lo considera como el factor responsable del inicio y mantenimiento del PCTA, expresado en una inseguridad intrínseca o un grado insuficiente de autoestima, que tiene su origen en la infancia temprana. Por su parte, el componente manifiesto observado con más frecuencia en las personas que muestran el PCTA es el sentido de las urgencias del tiempo o impaciencia.
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Relacionado con lo anterior, Rosenman (1986), refiere que al conjunto de comportamientos llamado PCTA subyace la ansiedad como principal factor asociado a la tendencia coronaria. Este autor plantea además que hay muchas razones para considerar el estrés percibido como equivalente a la ansiedad. La competitividad actúa como mediadora entre las conductas tipo A manifiestas y la ansiedad encubierta. Asocia la ansiedad encubierta a la inseguridad y al miedo a fallar, propia de los tipo A. El PCTA no sólo se compone de una amplia gama de elementos emocionales y estilos personales de funcionamiento, también de elementos cognitivos que emergen de una persona predispuesta en una conducta observable, cuando enfrenta una situación de reto. Así mismo, puede ser provocado no solamente por situaciones problema, sino por experiencias placenteras y agradables para la persona. Particularmente, son situaciones disparadoras que se perciben como retos relevantes y se manifiesta por valores característicos, pensamientos, relaciones interpersonales, así como por gestos particulares, expresiones faciales, actividad motora y estilo de habla (lenguaje rápido y explosivo). Estos comportamientos se acompañan de incrementos en la frecuencia cardiaca y de niveles de conductancia de la piel o de presión arterial, mayores que los observados en sujetos que no son tipo A. Complementariamente, el PCTA puede describirse como un conjunto de conductas dentro de las que se observa excesiva competitividad, esfuerzos para realizar muchas tareas, agresividad, urgencia del tiempo y aceleración de las actividades comunes; los sujetos tipo A procuran no descansar, demuestran su hostilidad y estado de hiperalerta, son explosivos al hablar, presentan tensión de los músculos faciales y manifiestan sentimientos de lucha contra las limitaciones del tiempo y la insensibilidad del ambiente; son sujetos ordenados, bien organizados, que prefieren trabajar solos cuando se encuentran bajo presión; no se distraen fácilmente cuando desempeñan alguna tarea; se involucran profundamente en su trabajo y son incapaces de relajarse. Estas conductas se canalizan usualmente en una vocación o profesión con tal dedicación, que los sujetos tipo A, a veces, niegan otros aspectos de su vida, tales como la familia o el ocio (Tron y Reynoso, 2000). Respecto a las explicaciones del origen del PCTA permanecen las teorías ambientalistas y las biologicistas. Las primeras defienden fundamentalmente la importancia de la educación familiar. Weidner, McLellarn, Sexton, Istvan y Connor (1986), sostienen que en su mayor parte es aprendido, probablemente en la infancia. Este patrón puede ser el resultado de un intento de adaptación a
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objetivos ambiciosos y ambiguos impuestos por los adultos (Matthews y Siegel, 1982). Por su parte, las teorías biologicistas, apoyadas en los estudios de Krantz y Durel (1983), exponen que las personas tipo A tienen una presión sanguínea sistólica más elevada que las personas tipo B, incluso bajo anestesia general, lo que hace suponer una predisposición biológica significativa. En cuanto al desarrollo y evolución del PCTA, en los estudios de Dielman, Butchart y Moss (1990), se ha encontrado que parece mantener una cierta estabilidad a lo largo de los años, pero se incrementa notoriamente en la transición de la adolescencia a la adultez y desciende de manera significativa en los últimos años de la vida. Los contextos que desencadenan el PCTA aun no se conocen con precisión. Sin embargo, de manera general, el estilo de vida occidental ha mostrado mayor presencia del PCTA. Sin embargo, las posiciones permanecen en que los contextos que podrían disparar el PCTA son muy variados y difíciles de determinar. Adherencia al tratamiento La mayoría de las patologías de alta incidencia en la población se puede prevenir, tratar y curar. Paradójicamente, los avances en ayudas diagnósticas y a nivel farmacológico han logrado controlar las cifras de presión arterial en los pacientes hipertensos, pero no han logrado reducir exitosamente la mortalidad cardiovascular en éstos. Cada vez se hace más evidente la importancia de la participación activa del paciente en la adhesión al régimen de medicamentos y en el cambio de hábitos y estilo de vida para la prevención y el tratamiento de la enfermedad. Algunos estudios indican que el 50% de los pacientes hipertensos no sigue los consejos de su médico; más del 50% abandona la atención de su salud al cabo de un año, y sólo dos tercios de aquellos que llevan a cabo su programa de cuidados toman la medicación suficiente como para poder controlar adecuadamente su presión sanguínea (Eraker, Kirscht y Becker, 1984; Vetter, Ramsey y Luscher et al., 1985). Por su parte, Leventhal, Zimmerman y Gutmann (1984), señalan que un tercio de los casos detectados no busca tratamiento; otro tercio lo abandona y el tercio restante no está bajo control. Esto significa que el 70% de aquellas personas en riesgo de padecer hipertensión, no están controladas adecuadamente. Luscher et al. (1985), y Vetter et al. (1985), encontraron que una adhesión del 80% al régimen de medicación prescrito a una muestra de
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pacientes hipertensos, resultaba en normalización de la presión sanguínea, mientras que una tasa de adhesión del 50% o menos resultaba ineficaz. Schulman (1979), comprobó que aquellos pacientes que estaban activamente comprometidos en los programas de tratamiento exhibían tasas más altas de adhesión y un resultado terapéutico más favorable. En un grupo de pacientes hipertensos, los individuos comprometidos con el tratamiento poseían mayor comprensión de su enfermedad, menores efectos secundarios a la medicación, mayor persistencia en la adhesión al régimen, adoptaban con mayor frecuencia conductas de promoción de salud y sobre todo, mejor control de su presión sanguínea. Las cifras anteriores evidencian el impacto que la falta de adherencia tiene en el éxito o fracaso de los programas terapéuticos; sin embargo, es importante resaltar la complejidad y multiplicidad de los factores que determinan esta conducta. El cumplimiento de cualquier prescripción terapéutica implica realizar una serie de tareas que requieren no sólo saber qué hacer, sino cómo y cuándo hacerlo, no es meramente un asunto voluntario; requiere, además, de una actuación eficaz, un control ambiental y beneficios contingentes al cumplimiento (Amigo et al., 1998). Por lo tanto, antes de implementar cualquier programa de prevención de la enfermedad y promoción de la salud deben identificarse y evaluarse las variables del paciente, sus características propias; las variables de la enfermedad, que para el caso de hipertensión leve cobra importancia la ausencia de sintomatología crónica; las variables del tratamiento y las variables de la relación con el profesional de la salud. En muchas ocasiones la falta de adherencia se deriva del hecho de no haber comprobado inicialmente que el paciente poseía, efectivamente, las habilidades necesarias para la adhesión como son planificación, solución de problemas, incorporación de la información, asertividad, manejo del estrés y afrontamiento de las recaídas. Estrategias de intervención biopsicosocial en hipertensión arterial La intervención psicológica en la hipertensión ha acumulado bastantes resultados favorables en muchas investigaciones. Se ha consolidado como método válido para su tratamiento desde hace varias décadas, hasta el punto en que organizaciones mundiales de salud han desalentado el uso de fármacos, para sugerir la aplicación de técnicas psicológicas y del comportamiento para el control de la presión arterial (Labiano, 2002). En general, puede afirmarse que la mayoría de las intervenciones psicológicas son exitosas; por ejemplo, Blumenthal et al. (2002), en una revisión crítica de las aproximaciones no farmacológicas tradicionales para el tratamiento de la
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hipertensión, resaltan los resultados obtenidos en varios estudios mediante la implementación del ejercicio, la pérdida de peso y la modificación dietaria, así como el manejo del estrés y las terapias de relajación. Además, el automonitoreo es un procedimiento conductual útil, especialmente en aquellos pacientes en los que la presión arterial está pobremente controlada con medicación y los procedimientos de control del estrés hacen posible la reducción significativa de la medicación de diuréticos y bloqueadores beta (Frazer et al., 2002). Asímismo, podría decirse que hay tres componentes básicos que determinan el éxito del tratamiento psicológico: la técnica, las características del terapeuta y las del enfermo. Es importante tener en cuenta que los individuos difieren en sus necesidades y en el valor que otorgan a los componentes del tratamiento; por tanto, se requieren diferentes estrategias para que los pacientes logren afrontar las condiciones cambiantes, mantener los beneficios terapéuticos y lograr la generalización de lo aprendido a diferentes contextos de la vida diaria. Sin embargo, no todos los pacientes hipertensos logran beneficiarse de este tipo de tratamientos debido a que sus efectos son variables. En esta medida, es importante lograr predecir qué tipo de pacientes podría beneficiarse en mayor medida con las intervenciones psicológicas y cuáles no. Al respecto, cabe anotar que las creencias y actitudes iniciales del individuo son factores de importancia que afectan su nivel motivacional e influyen en el mantenimiento de los resultados. Es importante que el paciente crea en la efectividad de la terapia para poner en práctica lo aprendido. Otras variables de importancia en el proceso incluyen el grado de malestar psicológico, la disponibilidad de tiempo y el apoyo del entorno familiar (Labiano, 2002). Teniendo en cuenta lo anterior, cualquier intervención en el campo de las enfermedades cardiovasculares o en el de la hipertensión incluye en su fase inicial la evaluación, diagnóstico y análisis de los factores de riesgo asociados, entendidos éstos como condiciones psicológicas o ligadas a estilos de vida, que incrementan la probabilidad de enfermar o morir por una enfermedad cardiovascular. Los factores de riesgo se clasifican en modificables o no modificables, según sea posible o no actuar sobre ellos y limitar el riesgo cardiovascular subsidiario. Entre los factores de riesgo no modificables para el desarrollo de enfermedades cardiovasculares se encuentran la edad, el sexo, la herencia, la historia personal de enfermedad coronaria y la comorbilidad o presencia de otras enfermedades asociadas, como la diabetes o la insuficiencia renal crónica. Entre los factores de riesgo modificables y objeto de intervención están la hipertensión, los factores de riesgo psicosocial, como el estrés, el patrón de conducta tipo A y la ira-
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hostilidad; el consumo de cigarrillo y alcohol; la obesidad; el sedentarismo; el aumento del colesterol, la resistencia a la insulina, la hipertrofia ventricular izquierda, el fibrinógeno, la lipoproteína y la microalbuminuria. Según lo anterior, el control de la hipertensión es uno de los principales factores de riesgo a modificar para prevenir la aparición de complicaciones futuras. En este apartado se presentan las distintas posibilidades de intervención que deben ser implementadas, teniendo en cuenta el nivel de presión arterial o el tipo de hipertensión (esencial o secundaria). Para organizar la intervención es útil la clasificación de los pacientes hipertensos en tres categorías, sugeridas por Gatchel y Oordt (2002): • Grupo 1: sin daños a órganos blanco; sin enfermedad cardiovascular. • Grupo 2: al menos un factor de riesgo sin incluir diabetes; sin daños a órganos blanco; sin enfermedad cardiovascular. • Grupo 3: daño a órganos blanco o enfermedad cardiovascular o diabetes; con o sin otros factores de riesgo. Antes de diseñar el programa de intervención es prioritaria la evaluación del riesgo biopsicosocial con un protocolo que incluya la identificación de factores de riesgo, como son los hábitos alimentarios; el nivel de actividad física y ejercicio; los antecedentes familiares de hipertensión; las características físicas; los factores psicológicos, como la presencia de estrés, de ira-hostilidad o patrón de conducta tipo A, y, las condiciones ambientales, como apoyo social y estresantes diarios o crónicos. De igual forma, existen tres niveles de atención a personas normotensas o hipertensas que implican objetivos terapéuticos diversos: 1. Prevención primaria de la hipertensión arterial La hipertensión puede ser prevenida mediante la implementación de estrategias complementarias que apunten tanto a la población general, como a los grupos de personas que se encuentran en riesgo de presentar altos niveles de presión sanguínea (Whelton et al., 2002). Estas dos estrategias, generalmente complementarias, se dirigen a: • La población general. Es aplicable a grandes masas normotensas antes de que los niveles de presión arterial aumenten. Según Whelton et al. (2002), cualquier tentativa que busque reducir el contenido calórico o los niveles
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de sodio en la comida, o que provea oportunidades atractivas, saludables y convenientes para hacer ejercicio; el acceso a instalaciones apropiadas, como parques, andenes, ciclovías, etc., que inciten a llevar estilos de vida más saludables, son ejemplos de aproximaciones basadas en la población general para reducir el riesgo de hipertensión. En otras palabras, la implementación de estrategias de promoción de la salud. • Población de alto riesgo, donde se incluyen personas con prehipertensión, historia familiar de hipertensión, estrés u otro riesgo psicosocial, e individuos con uno o más de los factores ambientales que contribuyen a la elevación de la presión arterial. En este nivel de prevención, dirigida a personas normotensas y personas con niveles entre 120-129 mm Hg. / 80-89 mm Hg. o prehipertensos, es prioritaria la comprensión de la enfermedad, pero vinculada a la percepción del riesgo y la vulnerabilidad. De hecho, las creencias sobre la importancia o gravedad de un determinado problema, la vulnerabilidad frente a ese problema y el que la acción a implementar produzca más beneficios que costos personales, favorecen la conservación y el mejoramiento de la salud, la evitación de conductas de riesgo, la prevención de las enfermedades y lo que en general puede denominarse la adopción de estilos de vida saludables (Arrivillaga, Salazar y Correa, 2003). En este sentido, los beneficios de la temprana identificación y modificación del riesgo cardiovascular han sido ampliamente delineados. Es necesario primero percibir y entender los riesgos presentes antes de actuar para tomar decisiones apropiadas que resulten en la reducción de tales riesgos (Barrera, Cerón y Ariza, 2000). Sin embargo, la investigación en el área de la percepción del riesgo y vulnerabilidad para desarrollar enfermedad cardiovascular no ha sido abundante. La poca información existente sugiere que los adultos frecuentemente perciben de manera incorrecta el riesgo, inclinándose hacia sesgos más optimistas (Scisney-Matlock, Watkins y Colling, 2001). Los estudios recientes indican que la percepción del riesgo está relacionada con la percepción individual del estado general de salud, el número de factores del mismo presentes y la percepción sobre la propia vulnerabilidad a otras enfermedades, además de las cardiovasculares. A este respecto, Green, Grant, Hill, Brizzolara y Belmont (2003), investigaron una muestra de 470 jóvenes universitarios, donde encontraron que subestiman los riesgos para desarrollar enfermedades cardiovasculares, lo cual ha sido demostrado para otras enfermedades. Teniendo en cuenta esto, los autores proponen motivar a los jóvenes a modificar sus comportamientos riesgosos, al
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señalarles los beneficios de realizar acciones de autocuidado. Aunque el estudio no revela diferencias significativas en cuanto a la percepción del riesgo por género, es de notar que se encontró en las mujeres una tendencia a percibir una mayor cantidad de indicadores de riesgo, en comparación con los hombres. En general, se plantea que este déficit en la percepción del riesgo cardiovascular en los jóvenes, al igual que para la mayoría de enfermedades, podría deberse al síndrome de “optimismo juvenil”, o sesgo optimista frente a los riesgos para la salud. Relacionado con lo anterior, está demostrado que la probabilidad de éxito de las intervenciones sobre el estilo de vida aumenta en la medida en que son dirigidas a grupos de personas que se encuentran en mayor riesgo para desarrollar hipertensión, porque lo perciben y reconocen su estado de vulnerabilidad. De acuerdo con intervenciones cuya eficacia ha sido comprobada, los factores de riesgo percibidos incluyen: niveles medio-altos de presión sanguínea (130-139 mm Hg. sistólica o 85-89 mm Hg. diastólica); historia familiar de hipertensión; ancestros afroamericanos; obesidad o sobrepeso; sedentarismo; un exceso de consumo de sodio en la dieta, insuficiente consumo de potasio, exceso de consumo de alcohol y presencia de sintomatología. Además de la intervención psicoeducativa, en este nivel de prevención primaria son prioritarias las modificaciones en el estilo de vida y en el desarrollo de conductas de autocuidado. Las recomendaciones básicas para prevenir la aparición de la hipertensión arterial o su aumento con grupos de bajo riesgo son: • Mantener un peso y masa corporal adecuados. • Reducir el consumo de sodio en la dieta a niveles menores de 100 mml/d (aproximadamente 2,4 g de sodio por día). • Involucrarse en actividades físicas regulares (al menos 30 minutos diarios, la mayor parte de la semana). • Limitar el consumo de alcohol (no más de 1 onza de etanol en hombres o 0,5 onzas en mujeres y personas de bajo peso). • Mantener un consumo suficiente de potasio (3500 mg. diarios). • Consumir una dieta rica en frutas y verduras y baja en productos con altos niveles de grasa total y saturada. 2. Prevención secundaria en casos de hipertensión arterial Este nivel de prevención está dirigido a personas con niveles de presión arterial entre 140-159 mm Hg./90-99 mm Hg., es decir con una HTA estadio I. Sin
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embargo, cabe aclarar que las medidas aquí presentadas también pueden dirigirse a pacientes con HTA estadio II sin mayores complicaciones. El objetivo primordial de la intervención es prevenir la aparición de enfermedades cardiovasculares, cerebrovasculares y otras complicaciones, con las siguientes metas terapéuticas: psicoeducación, control y tratamiento biomédico (terapia farmacológica), desarrollo de conductas de autocuidado y adopción de medidas básicas, manejo del estrés, la ira-hostilidad y el patrón de conducta tipo A. Psicoeducación A pesar de que la hipertensión puede ser automanejada a través de medicación y un ajuste del estilo de vida, la mayoría de los adultos no mantiene un adecuado control de su presión arterial, lo cual ocurre a pesar de los constantes esfuerzos de los gobiernos por educar al público acerca de la naturaleza de la enfermedad y su manejo. Debido a que la educación a los pacientes no es suficiente para garantizar logros terapéuticos, las intervenciones y estrategias deben optimizarse, siendo congruentes con la conceptualización del individuo sobre su enfermedad. (Barrón, Torreblanca, Sánchez y Martínez, 1998). Si bien está suficientemente ilustrada la ineficacia de las campañas únicamente educativas e informativas en la prevención de las enfermedades, la psicoeducación debe estar siempre relacionada con un programa de intervención multimodal que tenga objetivos terapéuticos amplios dirigidos al cambio conductual. La psicoeducación tiende a ser más exitosa en la medida en que se dirige a personas en riesgo de desarrollar hipertensión, en tanto el riesgo y la vulnerabilidad percibida son mayores. Los objetivos de la psicoeducación son: • Lograr la comprensión de la enfermedad, sus características, etiología, evolución y tratamiento. • Facilitar la adopción de conductas de autocuidado. • Evaluar los beneficios de pertenecer a un programa de intervención o adherirse a un tratamiento. • Valorar los riesgos de mantener comportamientos negativos para la salud. • Reestructurar los pensamientos asociados a la “ausencia de sintomatología”, por lo cual se llama a la hipertensión, “enfermedad o afección silenciosa”. • Evaluar el sentido de autoeficacia y control de la propia salud.
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• Comprender la relación entre la presencia de factores de riesgo psicosocial y la aparición de la enfermedad. • Evaluar y analizar la percepción del riesgo y la vulnerabilidad. • Revisar los efectos secundarios de los antihipertensivos, para anticipar el riesgo de abandonar la prescripción médica; reestructurar ideas irracionales al respecto. • Involucrar familiares o una fuente de apoyo social significativa para el paciente, de forma que participen del proceso de adhesión al tratamiento y reducción del riesgo psicosocial. Es recomendable la utilización de estrategias creativas para llevar a cabo la psicoeducación. Los materiales educativos simples han mostrado ser poco eficaces. Por ejemplo, se pueden diseñar talleres, presentar testimonios de iguales, montar presentaciones en multimedia u otros recursos informáticos; utilizar personajes o imágenes que representen algún aspecto de la enfermedad y sus implicaciones. También son recomendables las estrategias que utilizan el apoyo social, la educación al paciente y a su familia, el monitoreo de la presión arterial en el hogar, los contratos conductuales y el chequeo telefónico como seguimiento del tratamiento. Éstas han mostrado ser estrategias educativas que aumentan el compromiso de los pacientes con el tratamiento (Blumenthal et al., 2002). Otro aspecto clave en los procesos de psicoeducación se relaciona con la formación del médico como educador de pacientes. Inui, Yourtee y Williamson (1976), impartieron seminarios tutoriales especiales para médicos, de una sesión de dos horas, respecto a las estrategias para promover la adhesión en pacientes hipertensos, e ilustraron de manera fehaciente el potencial de educar al médico. Estas estrategias deben girar en torno al proceso de comunicación entre médico y paciente, con temas como la claridad de las instrucciones, la adopción de un lenguaje comprensible y ajustado al nivel educativo de los pacientes, la empatía, la asertividad y la búsqueda de retroalimentación sobre la información comprendida por el paciente. Entre las variables que pueden influir negativamente en la psicoeducación, están: el bajo nivel educativo de los pacientes, que puede interferir en la comprensión de los contenidos; la característica relativamente asintomática de la enfermedad hipertensiva, la cual puede impedir el compromiso para el control de la misma, y el tiempo insuficiente destinado al cubrimiento de la psicoeducación, por considerarla el punto menos importante de la intervención.
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Control y tratamiento biomédico y farmacológico Aunque se ha demostrado que los tratamientos farmacológicos, especialmente en hipertensos leves, no son óptimos (Blumenthal et al., 2002; Labiano, 2002), debido a la baja adherencia por parte de los pacientes, a la complejidad y sus costos, a la falta de comprensión y percepción de los riesgos de no controlar la enfermedad, y a los efectos secundarios, como impotencia, apatía y mareos, la intervención en casos de hipertensión estadios I e II debe incluir la terapia farmacológica, en combinación con la intervención psicológica. La primera debe ser adecuadamente vigilada por los médicos responsables del manejo del paciente. El tratamiento no farmacológico para hipertensos se aplica a personas con factores de riesgo o que están clasificadas en la categoría “normal alta”, es decir, que sus registros se hallan entre 130/139 mm Hg. para la presión sistólica y 85/89 mm Hg. para la diastólica. Desarrollo de conductas de autocuidado El desarrollo de conductas de autocuidado, o lo que tradicionalmente se ha denominado la modificación de los estilos de vida, ofrece un gran potencial para prevenir, reducir o retrasar la hipertensión (Dubbert, 1995), y otros factores de riesgo cardiovascular, así como para aplazar el uso de fármacos en su tratamiento. Las intervenciones dirigidas hacia la modificación de estilos de vida son una efectiva estrategia inicial para disminuir los niveles de presión arterial en pacientes hipertensos. De hecho, el VII Comité Nacional Conjunto para la Detección, Evaluación y Tratamiento de la Hipertensión Arterial (JNC VII, 2003), recomienda en pacientes con hipertensión en el estadio I, no complicada (140159 mm Hg./90-99 mm Hg.), la modificación del estilo de vida encaminada a controlar factores de riesgo reversibles durante un periodo superior a un año, antes de iniciar tratamiento farmacológico. El objetivo específico de esta meta de intervención debe ser el desarrollo de un conjunto de pautas y hábitos comportamentales cotidianos en una persona o grupos de personas que incluyan la instauración y el aumento o disminución de comportamientos relacionados con la dieta, la actividad física, el consumo de alcohol y cigarrillo. El desarrollo de conductas de autocuidado debe incluir el establecimiento de medidas generales para la reducción de la hipertensión mediante la implementación de técnicas cognitivo-conductuales, orientadas principalmente al autocontrol, el refuerzo y el apoyo social, la reestructuración cognitiva, el análisis costo-beneficio y la generación de cambios ambientales. El desarrollo de conductas de autocuidado debe asegurar el mantenimiento y la
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consistencia de hábitos de salud, en el tiempo, bajo condiciones más o menos constantes, teniendo en cuenta que éstos incluyen creencias, expectativas, motivaciones, valores, percepciones y otros elementos cognitivos. Los hábitos de salud a desarrollar se refieren a: • Disminución del peso. La reducción del peso está directamente relacionada con la aminoración de la tensión arterial, del consumo de medicación antihipertensiva y de la mortalidad por enfermedad cardiovascular. Se han desarrollado bastantes programas para tratar el sobrepeso; sin embargo, sigue siendo un problema frecuente la adhesión a los programas para tratar esta situación. • Ajustes nutricionales. Es muy importante la reducción del consumo de sodio, el incremento del consumo de potasio y la disminución del consumo de alcohol. Las dietas con bajo contenido de sodio tienen con frecuencia un alto porcentaje de potasio, de forma que el alto nivel de potasio se ve como una explicación alternativa para el hecho de que aparezcan relativamente tan pocos casos de hipertensión en personas con baja ingestión de sal. Asimismo, el consumo de alcohol se ha reportado como un factor de riesgo en el 5 al 11% de hipertensos norteamericanos; de hecho, la mayoría de personas que deja de beber cae en estados de normotensión rápidamente (Donker, 1991, citado por Buela-Casal y Caballo, 1991). Asumir la dieta DASH (Dietary Approaches to Stop Hipertensión) es la principal recomendación médica para el control de la hipertensión. De hecho, las modificaciones en la alimentación han mostrado ser las más efectivas. Las recomendaciones de la dieta DASH del JNC podrían ser la mejor estrategia, tanto de intervención como de prevención de la hipertensión, debido a la ausencia de efectos adversos para el paciente. Para ilustrar lo anterior, Appel et al. (2003), evaluaron los efectos de la implementación de la dieta DASH, combinando tres tipos de intervenciones como parte del ensayo clínico PREMIER. La muestra, constituida por 810 adultos prehipertensos e hipertensos en estadio I, con una edad promedio de 50 años, fue dividida en tres grupos: uno de ellos recibió una intervención conductual establecida que implementaba recomendaciones tradicionales sobre los estilos de vida; el segundo grupo con las mismas recomendaciones del primero más la implementación de la dieta DASH; y el tercero, que sirvió como grupo control y que recibió únicamente una sesión de asesoramiento al respecto. Las dos primeras intervenciones tuvieron una duración de 18 meses, durante los cuales se
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llevaron diarios de alimentación, de actividad física y monitoreos del consumo de calorías y de sodio, y se midió la presión constantemente. El ensayo clínico permitió documentar los efectos de diferentes aproximaciones a la modificación de los estilos de vida, con el propósito de disminuir los niveles de presión arterial. Tanto en el grupo en el cual se implementaron las recomendaciones tradicionales, como en el que se implementaron éstas más la dieta DASH, la disminución de los niveles de presión arterial fue significativa, mayor en el segundo grupo. Asímismo, los participantes cumplieron las metas en cuanto a disminución de peso, reducción del consumo de sodio e incremento de la actividad física. Quienes recibieron la instrucción para la dieta DASH además de las recomendaciones tradicionales, informaron el cumplimiento de otros objetivos adicionales, entre ellos, un incremento en el consumo de frutas, verduras y productos bajos en grasa, lo cual podría llegar a favorecer otros aspectos de su salud, en términos de disminución del riesgo cardiovascular así como del riesgo para cualquier otra enfermedad crónica, incluida la diabetes, la osteoporosis, e inclusive el cáncer. Varios índices de adherencia al tratamiento confirmaron la apropiación de los estilos de vida saludables como consecuencia de las intervenciones implementadas. • Ejercicio físico. La actividad física y el ejercicio aeróbico han recibido una atención considerable en el control de la hipertensión, habiéndose demostrado una alta correlación entre el estado físico y los niveles de presión arterial. Sin embargo, los resultados de estudios que verifican su efectividad muestran inconsistencias y señalan que si bien el ejercicio es importante en una intervención para la hipertensión, por sí solo no produce resultados significativos y, por tanto, debe ser combinado con programas de reducción de peso para obtener mejores resultados (Blumenthal et al., 2002). La recomendación básica es realizar ejercicio aeróbico al menos tres veces a la semana, durante 30 minutos cada vez. • Consumo de cigarrillo. Suprimirlo. • Consumo de alcohol. Disminuirlo. Adherencia al tratamiento El objetivo de un programa de adhesión al tratamiento es promover la implicación del paciente con su enfermedad, su autocontrol, autorregulación y el mantenimiento a largo plazo, en ausencia de supervisión por parte del profesional de la salud. Meichenbaum y Turk (1991), plantean que las dos estrategias más estudiadas con relación a la adherencia al tratamiento han sido la educación del
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paciente y la modificación de su conducta, demostrando esta última ser la más exitosa. Los programas de modificación de conducta utilizan técnicas como autorregistros, establecimiento de metas, feedback correctivo, contrato conductual, procedimientos para fortalecer compromisos y sistemas de refuerzo. A este respecto, Coleman (1985), empleó con éxito un procedimiento de autorregistro con pacientes hipertensos; se pedía a los pacientes que llevaran una tarjeta en la cual iban registrando los cambios de su presión sanguínea. Este tipo de feedback explícito e inmediato actuaba como un refuerzo más para tomar la medicación. Por su parte, Kirschenbaum y Flanery (1983), indican que el contrato conductual es un acuerdo explícitamente negociado entre paciente y profesional de la salud, que especifica en cada área conductual las expectativas, planes, responsabilidades y contingencias de la conducta que se va a cambiar. Dunbar y Agras (1980), señalaron que los contratos conductuales habían sido empleados con resultados satisfactorios para mejorar el control de la presión sanguínea y ayudar a seguir dietas alimentarías. En una investigación realizada por Steckel y Swain (1977), se comprometió a un grupo de pacientes hipertensos en un contrato de adhesión, permitiendo que los enfermos eligieran aquellas conductas que se comprometían a cumplir fielmente durante el periodo del contrato y las recompensas que obtendrían. Se trabajó con tres grupos: uno recibió atención médica convencional; el segundo grupo, un programa de educación y atención médica, y el tercero, tuvo atención médica, programa de educación y contrato conductual. El estudio se realizó durante 30 meses y los resultados mostraron datos importantes con relación a programas de intervención. El 28% de los sujetos del grupo que recibió atención convencional abandonó el tratamiento, así mismo sucedió con el 56% del grupo que recibió atención médica más programa educativo, mientras que el 100% de los pacientes que recibió atención médica, programa educativo y contrato conductual no presentó problemas de adherencia; además presentaba buen control de su presión sanguínea en los seguimientos realizados a los 15 y 30 meses. Los otros dos grupos presentaron fluctuaciones considerables en su presión arterial en las mediciones de seguimiento. Levine et al. (1979), utilizaron un programa exhaustivo para mejorar niveles de adhesión en pacientes hipertensos ambulatorios, el cual incluía un programa educativo integral a lo largo de dos años. El programa consistía en consejería,
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clarificación sobre fármacos prescritos, participación de los familiares en el control de la presión arterial y reuniones de grupo. Los resultados mostraron una tasa más elevada en el mantenimiento de citas y un mejor control del peso y de la presión sanguínea. Los resultados se mantenían al cabo de un seguimiento efectuado a los tres años. Por su parte, Amigo et al. (1998), presentan algunas recomendaciones para implementar los programas de intervención psicológica desde la perspectiva cognitivo-conductual, orientadas a fortalecer la adherencia al tratamiento: • Se debe establecer un tratamiento individualizado adaptado, en lo posible, al estilo de vida del paciente. • Es importante entrenar al paciente en autocuidado, para reforzar su propia competencia para “ejecutar”, comportarse tal y como sería necesario para obtener beneficios terapéuticos. Se puede hacer uso de ensayos de habilidades, guiados y supervisados, así como evaluar el cumplimiento a partir del uso de informes, registros, etc. • Los intereses, motivaciones y expectativas del paciente son variables importantes para evaluar porque miden directamente el cumplimiento. • Negociar los cambios al solicitar el compromiso del enfermo es una buena estrategia, acompañada de una asignación secuencial de metas, tareas y objetivos terapéuticos. Las técnicas conductuales de control de estímulos y manejo de contingencias pueden ser muy útiles en este sentido. • Reforzar el seguimiento del paciente a las prescripciones, teniendo en cuenta que uno de los reforzadores más potentes es el propio efecto sobre la sintomatología. El empleo de reforzadores es una técnica que debe aplicarse con extrema corrección. Un recurso muy adecuado es el contrato de contingencias. • El profesional de la salud debe mantener una atención personalizada, supervisada, continua y accesible con el paciente. Debe suministrarse en forma permanente feedback sobre la información que él nos da, la información que recibe, sobre su ejecución y posibles errores, etc. Complementan lo anterior y resaltan el uso de registros en los programas de intervención psicológica en adherencia, Meichenbaum y Turk (1991), quienes citan unas directrices resumidas por Dunbar y Agras (1980): • Pedir al paciente que registre conductas positivamente valoradas (p.ej., registrar la medicación tomada, en lugar de la olvidada). • Emplear registros accesibles y fáciles de utilizar (p. ej., calendarios).
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• Pedir al paciente que evalúe conductas fácilmente observables (p. ej., registrar la cantidad de alimentos ricos en sodio que ha comido, en lugar de medir la cantidad de hidratos de carbono que ha tomado). • Entrenar al paciente en autorregistros. • Reforzar la precisión del paciente en lugar de cualquier mejoría o cambio en las conductas relacionadas con el tratamiento. • Hacer que los pacientes sepan que la precisión de sus registros va a ser comprobada. • Pedir a los enfermos que registren la conducta en el momento en que se produzca, en lugar de al final del día o de la semana. Además, es muy importante atender el tema de la ausencia de sintomatología de la hipertensión. Según Rodríguez (1994), a medida que la terapia se prolonga los sujetos tienden a renunciar, especialmente en tratamientos para enfermedades asintomáticas, como es el caso de la hipertensión arterial, ya que las señales internas no están proporcionando información acerca de los efectos de su comportamiento. Esto afecta la percepción de riesgo y de complicaciones futuras, por lo cual es importante mantener la motivación y la autoeficacia bajo el modelo de adopción de precauciones de Weinstein. Manejo del estrés Existe evidencia que demuestra que intervenciones multicomponentes cognitivoconductuales dirigidas hacia el manejo del estrés, pueden tener efectos significativos respecto a la disminución de los niveles de presión arterial (Blumenthal et al., 2002). Para ello se recomiendan los siguientes objetivos de intervención (Crespo y Labrador, 2001; Donker, 1991): • Comprender el concepto de estrés y reconocer el impacto que tiene en la salud. • Identificar eventos estresores cotidianos, vitales y crónicos que alteran el bienestar emocional y las condiciones de salud. • Identificar las señales de tensión y ansiedad y disminuir los niveles de activación fisiológica. La más frecuente aproximación no farmacológica para el manejo de la hipertensión, que está siendo desarrollada en países donde esta patología es una de las principales causas de muerte, es la relajación. Esta se caracteriza por ajustar la reacción del hipotálamo a los nervios parasimpáticos, permitiendo una reducción de la tasa cardiaca, de la presión arterial, del metabolis-
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mo y de la tasa respiratoria, además de reducir el consumo de oxígeno y la tensión muscular. La relajación le permite a quien la practica el mantener el cuerpo en un estado saludable y equilibrado y lograr tranquilidad mental. Por estas razones, la relajación ha sido utilizada ampliamente en la enfermedad cardiovascular. Específicamente en el área de la hipertensión, la implementación de la relajación muscular progresiva [RMP] durante 4 a 12 semanas, ha logrado reducir la presión arterial sistólica en 4.7 mm Hg., y la presión arterial diastólica en 3.3 mm Hg., disminuyendo la necesidad de utilizar medicación antihipertensiva. En un estudio con 40 pacientes hipertensos, Sheu, Irvin, Lin y Mar (2003), examinaron el efecto del entrenamiento en RMP en la presión arterial y el estado psicosocial, encontrando efectos inmediatos en la reducción de la tasa cardiaca, así como de la presión arterial sistólica y diastólica. De acuerdo con ésto, un promedio de 30 minutos de RMP puede reducir los niveles de presión sistólica en 5,44 mm Hg. y de presión diastólica en 3.48 mm Hg. después de 4 semanas de entrenamiento y práctica diaria. Por tanto, un breve entrenamiento en RMP puede producir resultados significativos para pacientes hipertensos. El entrenamiento en relajación muscular progresiva produjo en los participantes además un incremento en la salud percibida, mientras que redujo el estrés percibido. Se concluyó así que la técnica tiene importantes efectos no sólo a nivel fisiológico, sino también psicológico, siendo una aproximación no farmacológica y no invasiva para la reducción de los niveles de presión arterial. Por su parte, Jonhston, Cook y Shaper (1987), revisaron 25 estudios controlados y aleatorizados sobre programas de manejo de estrés, especialmente mediante relajación, para el control de la presión arterial, con el fin de evaluar su eficacia. En total fueron tratados 823 pacientes con hipertensión arterial ligera, y 578 pacientes hipertensos formaron parte de los grupos de control. Los resultados mostraron una reducción de 8.8/6.2 mm Hg. en la presión arterial sistólica y diastólica, respectivamente, mientras en el grupo de control esa reducción fue de 3.1/3 mm Hg. Dado el tamaño de la muestra, esas diferencias parecen altamente significativas y sugieren que las técnicas de relajación tienen un claro efecto sobre la presión arterial. Otros estudios que han destacado el papel de la RMP en la reducción clínicamente significativa de la tensión arterial han sido efectuados por Johnston et al. (1987) y Schneider et al. (2001). En consecuencia, las técnicas de relajación producen una baja de la tensión arterial mayor que la ausencia de trata-
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miento, la medida de la tensión por el paciente mismo y los programas en los que sólo se presta atención al paciente. Además, estas técnicas modulan reacciones ante circunstancias estresantes y favorecen estados de ánimo positivos. Sin embargo, también hay que reconocer que los efectos de la relajación son menores que los de la medicación, en los cuales la disminución de la tensión arterial es estable por más tiempo. Otras técnicas utilizadas en sujetos hipertensos han sido el biofeedback y la meditación trascendental [MT]. Con el biofeedback el paciente puede identificar las reacciones emocionales asociadas al aumento de su presión arterial y reducir ésta. La meditación trascendental fue recientemente utilizada por Schneider et al. (2001), en investigación realizada con sujetos afroamericanos. Este estudio apoya su implementación por ser una efectiva técnica conductual con un importante impacto a nivel de gestión para el cuidado de la salud. La MT está basada en el sistema tradicional natural de prevención derivado de la tradición védica, y es un procedimiento mental que debe ser practicado durante 20 minutos, dos veces al día, en un sitio confortable y con los ojos cerrados. Durante este tiempo, el pensamiento de la persona se vuelve calmado y se experimenta un estado psicofisiológico de “alerta en descanso”. Estudios sobre la práctica de la MT indican grandes reducciones en la tasa respiratoria, en la reactividad cardiaca y en la sensibilidad adrenérgica e incremento en la recuperación a los estresores. Estos estudios indican también que los efectos de la MT en los factores de riesgo para las enfermedades cardiovasculares son mayores que los producidos por otros programas de relajación, y está también asociada a una alta conformidad con el tratamiento, menor presión arterial tanto sistólica como diastólica y un mejoramiento de la calidad de vida de los pacientes, ya sea que estén o no medicados. La incidencia de la enfermedad cardiovascular en practicantes de la MT es 50% menor, principalmente en aquellas personas mayores de 40 años. Por otra parte, se ha encontrado muy útil el control de aspectos cognitivos en el manejo del estrés. Por esta razón se recomienda: • Identificar pensamientos negativos generadores de estrés, comprendiendo la relación pensamiento-emoción-conducta. • Modificar pensamientos negativos generadores de estrés. • Promover la autoeficacia. Los sujetos autoeficaces se preocupan en primer lugar por lo que les demanda una situación estresante, centrándose en el análisis de sus características y en la forma como podrían manejarse;
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obtienen mejor información de la situación, seleccionan adecuadamente las conductas a seguir, solucionan pronto el problema y disminuyen rápidamente la activación. Conservar el optimismo como una expectativa generalizada de resultados positivos produce que las personas seleccionen estrategias de afrontamiento más adecuadas, busquen los aspectos positivos de la experiencia estresante y presenten una menor reactividad fisiológica. Facilitar la sensación de control como un mecanismo que media los efectos del estrés sobre la salud. Con la percepción de control se reduce la amenaza, se incrementa la observación de síntomas y se emiten conductas promotoras de salud. Promover la percepción de la propia vulnerabilidad y riesgo, en tanto, las personas que tienden a subestimar su propio riesgo pueden padecer más fácilmente complicaciones de la enfermedad o experimentar acontecimientos estresantes. Implementar la reestructuración cognitiva como una técnica útil con pacientes hipertensos, pues facilita la reducción del colesterol y de los triglicéridos en el organismo, dado el cambio de ideas relacionadas con la modificación del estilo de vida. (Donker, 1991). En un estudio realizado por Correa, Arrivillaga y Varela (2004), entre las ideas sobre la etiología, factores de riesgo y tratamiento de la HTA presentes en usuarios de servicios de salud están: “Sólo se debe seguir el tratamiento cuando se presentan síntomas”. “Si uno se siente bien no es necesario tomar medicamentos”. “El control de la enfermedad depende sólo de los medicamentos”. “Sólo a las personas viejas se les complica la hipertensión”. “No tomaría medicamentos antihipertensivos porque éstos podrían afectar severamente mi sexualidad”. “Sólo la medicina natural controla la hipertensión sin ocasionar otros daños”. “Hay que comer de todo hasta los cuarenta, después hay que cuidarse”. “Uno debe ir donde el médico sólo cuando está enfermo”. “La hipertensión es inevitable cuando se llega a viejo”.
Otro aspecto importante para el control del estrés lo constituyen las conductas de afrontamiento, que se orientan tanto a resolver el problema como a manejar la emoción. En el primer caso, la persona intenta manipular o modificar la situación estresante o la valoración que realice sobre ésta; por lo tanto, los modos de afrontamiento dirigidos al problema se presentan cuando las condiciones o
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acontecimientos son evaluados como susceptibles de cambio; es decir, cuando se puede modificar o alterar el problema con el entorno causante de perturbación. Las estrategias de afrontamiento orientadas a manejar aquél no sólo incluyen las que hacen referencia al entorno (y están dirigidas a modificar las presiones ambientales, los obstáculos, etc.), sino las que se refieren al individuo (las cuales están orientadas hacia el logro de cambios motivacionales o cognitivos, el desarrollo de nuevas pautas de conducta o el aprendizaje de recursos y procedimientos nuevos). Pueden considerarse formas de afrontamiento dirigido a los problemas, el desarrollo de habilidades sociales, de comunicación, de solución de éstos y de toma de decisiones. Por otra parte, el afrontamiento dirigido a la emoción está constituido por los procesos cognitivos orientados a manejar el grado de trastorno emocional cuando no se puede hacer nada para modificar las condiciones lesivas, amenazantes o desafiantes del entorno. Se encuentran varias estrategias de afrontamiento dirigidas a la emoción: 1) las que disminuyen el grado de trastorno emocional, tales como la evitación, la minimización, el distanciamiento, la atención selectiva, las comparaciones positivas y la extracción de valores positivos a los acontecimientos negativos; y 2) las que aumentan el grado de trastorno emocional, como las formas de autocastigo, autorreproche y autodesafío, condiciones necesarias en algunos individuos para luego sentirse realmente mejor. De esta manera, el afrontamiento dirigido a manejar la emoción básicamente se orienta hacia la conservación del optimismo frente a los hechos y sus implicaciones y hacia la preservación de la homeostasis del individuo, que forzosamente no puede modificar el problema en sí; por lo tanto, se busca la regulación afectiva y la modulación de las respuestas emocionales surgidas a partir de la experiencia de estrés. Las intervenciones psicológicas que apuntan hacia las deficientes estrategias de afrontamiento de los hipertensos, tanto cognitivas como conductuales, y hacia la reducción de la activación simpática, tienen en cuenta que el estrés psicológico ha sido ampliamente considerado como un factor que contribuye al desarrollo de la hipertensión primaria, con una fuerte evidencia epidemiológica. Muestra de lo anterior es el estudio llevado a cabo por Linden, Lenz y Con (2001), fundamentado en la intención de evitar las críticas hechas a intervenciones pasadas, el cual se centró en la inclusión de la toma de presión ambulatoria; el ofrecimiento a los pacientes de la intervención aparentemente más efectiva (terapia psicológica individualizada basada en una conceptualización y manejo cognitivo-conductual del estrés); la inclusión de pacientes con niveles de presión arterial suficientemente altos; la valoración de factores de riesgo
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cardiovasculares generales (peso, ejercicio, hábitos, perfil lipídico); la utilización de escalas psicológicas (para medir rabia y hostilidad, estrés diario, estilo de afrontamiento preferencial, ansiedad y depresión), el seguimiento de los resultados, y por último, la replicación de la intervención más usada actualmente en la práctica clínica. La intervención implementada en una muestra de 60 hombres y mujeres hipertensos, medicados y no-medicados, incluyó 10 horas de entrenamiento personal para el manejo del estrés durante 10 semanas, una evaluación inicial de los factores de riesgo cardiovascular y una serie de estrategias cognitivo-conductuales estandarizadas: entrenamiento autógeno, biofeedback térmico, terapia cognitiva, manejo de ansiedad, reducción del comportamiento hostil y tipo A, entre otros, los cuales mostraron una reducción significativa en los niveles de presión arterial sistólica en el grupo experimental, correlacionada positivamente con un decremento en los niveles de estrés y con el cambio en los estilos de afrontamiento. Por último, en lo que se refiere al manejo del estrés, es relevante mencionar que las intervenciones deben reforzar las conductas que mitigan los efectos nocivos de éste, como los denominados hábitos de conducta sanos (p. ej., no fumar, no beber alcohol, hacer ejercicio, alimentación equilibrada), y que propician un estado físico favorable al hacer al individuo más “resistente” a los efectos negativos del estrés. Especial importancia debe darse, por las características de la vida actual, al ejercicio físico por su doble efecto: 1) mejorar las condiciones del organismo (en especial del sistema cardiovascular), y 2) gastar productos movilizados por las respuestas de estrés no utilizadas (Labrador y Crespo, 1993). Manejo de la ira-hostilidad La ira-hostilidad es una de las características centrales del patrón de conducta tipo A. Para su manejo es importante tener en cuenta que las personas pueden ser víctimas de la hostilidad de los otros, pero también fuentes de hostilidad para los demás. Para motivar el cambio hay que poner el énfasis en el daño que hace una actitud hostil y la expresión de ira, en tanto ambas van acompañadas de un incremento de la presión sanguínea, en la tasa cardiaca y en el nivel de adrenalina. Igualmente, es muy probable que a largo plazo deteriore las relaciones familiares, laborales y de amistad. Samper y Ballesteros (1999), compararon dos programas para el manejo de la hipertensión arterial esencial. Un programa tenía énfasis en factores médicos (nutrición y ejercicio), y el otro en factores psicológicos (estrés e ira). Se utilizó un diseño cuasiexperimental de series cronológicas para grupos apareados. La
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muestra la conformaron 60 sujetos con diagnóstico único de hipertensión y medicados con droga antihipertensiva. Se encontró que ambos grupos disminuyeron los niveles de presión arterial, pero sólo el segundo grupo mantuvo los efectos en el tiempo. El estilo de vida y el estrés se modificaron en ambos grupos, mientras que la ira sólo disminuyó significativamente en el segundo. El programa de intervención utilizado para el manejo de la ira resultó efectivo. Los objetivos del manejo de la ira-hostilidad son: • Comprender la ira, su forma de modificar el comportamiento, de alterar las relaciones interpersonales y aumentar los niveles de presión sanguínea. La ira se plantea como una reacción cognitivo-emocional-fisiológica ante afrentas percibidas, intrusiones en el terreno personal y frustraciones de la conducta dirigida hacia un fin (Deffenbacher y Lynch, 1998). • Promover el desarrollo de conductas adaptativas y positivas, en vez de actuar de forma agresiva, impulsiva y autoderrotista. • Entrenar en relajación muscular progresiva, lo cual es consistente con el control de la activación fisiológica para el manejo del estrés, previamente expuesta. Se puede añadir a la técnica la visualización de una imagen relajante clara, concreta y que refleje un momento específico de la vida. La imagen debe incluir tantos detalles sensoriales y afectivos como sea posible. • Entrenar en habilidades de afrontamiento por medio de la relajación (Deffenbacher y Lynch, 1998), de esta manera: - Relajación sin tensión, donde el paciente centra la atención en los grupos de músculos sin realmente tensarlos, sino aumentando la relajación. - La imagen relajante, donde el paciente visualiza la imagen construida durante aproximadamente 30 segundos. - Relajación provocada por la respiración, en la cual el paciente respira profundamente tres o cuatro veces y aumenta la relajación con cada exhalación. - Relajación controlada por estímulos, durante la que el terapeuta repite una palabra o frase tranquilizadora. Luego se indica al paciente que repita la palabra lentamente para sí mismo, relajándose más con cada repetición. • Identificar las reacciones de ira y sus manifestaciones cognitivas, emocionales, fisiológicas y conductuales asociadas. Utilizar las escenas de ira para generar activación durante las sesiones, gradualmente, según su intensi-
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dad. Asociar la activación con las habilidades de afrontamiento por medio de la relajación. • Comprender y reconocer la influencia de los elementos cognitivos en las reacciones de ira. No atribuirlas a eventos externos. Para ello se puede utilizar una representación de papeles en la cual las reacciones en una misma situación, pueden ser diversas. ojo revisar ojo revisar Las estrategias de cambio cognitivo se desarrollan con base en la suposición de que la ira es, al menos en parte, una función de la forma en que el sujeto interpreta y da sentido a los acontecimientos externos o a la estimulación interna. Esta interpretación proviene del bloqueo de la conducta dirigida hacia un fin, de las intrusiones no deseadas en el espacio físico o psicológico de la persona, de la pérdida de oportunidades, de encuentros degradantes o abusivos, de expectativas no cumplidas, etc. - Reestructurar ideas relacionadas con la catastrofización y la maximización de los eventos negativos, como las exigencias, órdenes y coacciones que trae consigo el pensamiento de que el mundo tiene que ser, necesita ser, espera que sea, de determinada manera; la sobregeneralización; el pensamiento absurdo y provocador, que implica formas absurdas y groseras de referirse a las personas, en vez de utilizar descripciones negativas realistas; las atribuciones erróneas; el pensamiento limitado a un objetivo y las explicaciones egocéntricas; el pensamiento polarizado; la minimización de eventos positivos, con la consecuente percepción de un mundo hostil y amenazador. En esta reestructuración pueden utilizarse preguntas socráticas, confrontación y modelado cognitivo para generar pensamientos nuevos que contrarresten los pensamientos disfuncionales. - Implementar otras estrategias para el cambio cognitivo, como son el control final, escape y tiempo fuera, donde el paciente se marcha de la situación generadora de ira, demora un tiempo antes de responder, teniendo la oportunidad de iniciar otras estrategias de afrontamiento; las autoinstrucciones orientadas a la tarea de solución de problemas, con mensajes como: “no es terrible, solo es un problema por solucionar”, o “me encuentro molesto, pero solo es un contratiempo que tratar”; la generación de pensamientos emocionales fríos y atenuantes, como autoinstrucciones que inducen a la relajación: con mensajes como “tranquilízate, respira profundo”. - Realizar ensayo conductual y transferencia de los procesos cognitivos modificados a circunstancias de la vida real activadoras de ira, integrando las habilidades de afrontamiento cognitivo y de relajación.
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Manejo del patrón de conducta tipo A Los objetivos del manejo del patrón de conducta tipo A incluyen: - Comprender la relación entre patrón de conducta tipo A, hipertensión y enfermedad coronaria. - Controlar la tensión física, para lo cual se debe registrar el estado de tensión diaria, relacionándola con sus respectivos estímulos antecedentes, consecuentes y formas de manejo; utilizar la relajación muscular progresiva, insistiendo en la importancia de su práctica en casa; resaltar los beneficios percibidos tras la relajación, como son el cambio en los estados de tensión corporal y el incremento del conocimiento de las variaciones diarias de los niveles de tensión física. - Controlar la tensión conductual, con cuyo fin se implementan técnicas para el control de conductas relacionadas con la urgencia del tiempo, la impaciencia y la competitividad. Se pueden utilizar estrategias de autocontrol y asertividad para modificar conductas tensas, estereotipadas y dañinas, y ofrecer alternativas (p. ej., hablar, comer o caminar despacio). En este punto de la intervención, es importante reforzar el control de la tensión conductual gradualmente: iniciar con el control de conductas en tres o cuatro ocasiones en un día, hasta completar la mayoría o todas las situaciones cotidianas productoras de tensión. - Modificar pensamientos disfuncionales e ideas irracionales. La excesiva reactividad fisiológica de los tipos A puede provenir también de la tendencia a percibir amenazas y desafíos en situaciones en que otras personas no los perciben. Por lo general, presentan problemas en la evaluación inicial de las situaciones, debido a lo cual se debe identificar cuándo y cómo ocurren; desarrollar la habilidad para detectar los diálogos internos, promoviendo la conciencia de los propios pensamientos y la automaticidad con que se presentan. Pueden utilizarse técnicas propias de la terapia racional emotiva conductual, de Ellis, para restructurar las ideas irracionales propias de los tipos A, como son: la autoexigencia, el perfeccionismo, el pensamiento dicotómico, el éxito en todas las acciones que se emprendan y la idea de que todo el mundo debe pensar y ser como uno mismo. Debe quedar claro que en la medida en que se admita como una parte normal de la vida la existencia de puntos de vista, intereses y necesidades diferentes, es menos probable que se interprete cualquier oposición como un ataque personal. - Modificar emociones nocivas, como la ira, la hostilidad y la frustración. Específicamente, para el control de la segunda se deben implementar téc-
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nicas de afrontamiento activo en el caso de frustraciones por conflicto de intereses; y técnicas de afrontamiento pasivo, porque la vida presenta necesariamente situaciones frustrantes que deben aceptarse y solamente cabe modificar las propias reacciones frente a ellas. - Desarrollar habilidades para el manejo del tiempo y de las urgencias, de forma que se organicen las demandas ambientales y las conductas de afrontamiento, con el objetivo de minimizar las respuestas de estrés y la alteración de la presión arterial. Para esto, debe identificarse la rutina semanal; clasificar las actividades diarias, tomando en cuenta la cantidad de tiempo invertido en cada actividad (laboral, pareja, familia, ocio, etc.); analizar una adecuada distribución del tiempo en una semana y proponer una nueva rutina semanal, que tenga en cuenta los aprendizajes previos y asigne ejercicios para el control de ésta y la urgencia del tiempo. - Planificar actividades de placer y disfrute. Las personas tipo A suelen tener estados de desequilibrio entre sus actividades de dominio y sus actividades de placer. Generalmente, son sujetos centrados en el logro profesional, laboral o académico; dejan de lado la satisfacción de necesidades relacionadas con el descanso, el ocio, el placer y el disfrute. Se debe entonces identificar la frecuencia, intensidad y descripción de las actividades valoradas como placenteras. En la planeación de actividades de ocio es conveniente reestructurar las ideas de pérdida de tiempo por estar haciendo cosas que no tienen, aparentemente, nada que ver con las obligaciones laborales. Para esta reestructuración es importante relacionar la eficacia personal con el placer. El logro requiere gasto de energía y un buen planificador destina tiempo para la recuperación de esa energía. Un ejercicio que facilita esta planeación es la identificación de deseos y la descripción de los comportamientos para hacerlos realidad. - Control del estrés. 3. Prevención terciaria en casos de hipertensión arterial La prevención terciaria en casos de hipertensión arterial está dirigida a personas con niveles mayores a 160 mm Hg./100 mm Hg. o con estados de comorbilidad definida. En estos casos, es necesario mantener las medidas preventivas primarias y secundarias referentes a actividad física, hábitos de alimentación, control de factores psicosociales mantenedores de la problemática y control biomédico orientado al seguimiento y tratamiento de las enfermedades asociadas. En términos de la intervención psicológica es importante tener en cuenta los ajustes específicos según las patologías presentes y la cronicidad de las mismas.
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Conclusiones La hipertensión arterial es una enfermedad crónica que debe atenderse de forma integral y preventiva para evitar complicaciones en el largo plazo. Su carácter asintomático es un reto para los profesionales de la salud, debido a la escasa o casi nula percepción de la vulnerabilidad y el riesgo por parte de quienes la padecen. La organización de la intervención con personas hipertensas debe considerar los niveles de presión arterial sistólica y diastólica, el desarrollo de estados de comorbilidad, los comportamientos de riesgo, y en general todas las condiciones asociadas al cuidado farmacológico y no farmacológico de la enfermedad. Estos factores indican las metas terapéuticas en cada nivel de prevención, el tipo de intervención a implementar y las técnicas apropiadas para el cumplimiento de los objetivos.
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Parte II Situaciones críticas relacionadas con la enfermedad crónica
152 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica
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Capítulo 6
Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica MÓNICA VENTURA DE CHAPAVAL ISABEL CRISTINA SALAZAR TORRES
Introducción El dolor es una manifestación o respuesta válida e innata que favorece la supervivencia del individuo y constituye una información relevante para el sujeto (Le Breton, 1999). Aun así, puede convertirse en una limitación que afecta la calidad de vida y obstaculiza el enfrentamiento. Desde el punto de vista físico, incrementa la posibilidad de supervivencia, pues alerta sobre un daño físico que requiere de pronta atención. Desde el punto de vista médico, da información al profesional sobre un problema que debe atender. Desde la perspectiva psicológica, puede constituir un sufrimiento relacionado con una pérdida física, emocional o socialmente significativa. En el presente capítulo se realiza una aproximación a la problemática del dolor que parte de la presentación de los modelos explicativos más relevantes, hasta alcanzar una perspectiva biopsicosocial del fenómeno la cual permite sustentar las pautas de evaluación e intervención psicológicas en el marco del trabajo interdisciplinario. Evolución en la conceptualización del dolor Las definiciones del dolor han respondido a los diferentes momentos históricos de las disciplinas involucradas. Desde la perspectiva tradicional de la psicología en el área de la salud, las primeras aproximaciones se fundamentaron en el concepto dualista mente-cuerpo, que parte del modelo médico. Allí se manejaba lo psicológico como una entidad aparte que adquiere el papel de variable 153
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interviniente en los trastornos fisiológicos; su importancia crece en la medida en que se cuente con menos bases desde la medicina para la explicación de la etiología y el mantenimiento del problema. El aporte psicológico, por ende, estaba circunscrito a casos asociados de psicopatología identificada y los estudios se basaban en la identificación de diferentes estructuras de personalidad y trastornos, intentando hallar correlaciones significativas. El uso del Inventario multifásico de personalidad de Minnesota [MMPI], como criterio diagnóstico, estuvo muy difundido en las diferentes aproximaciones explicativas y de tratamiento en los casos de dolor crónico (Penzo, 1989). En la actualidad ha entrado en desuso en la medida en que no se encuentra sustento significativo a los beneficios de su aplicación. El dolor psicógeno, aquella condición que hace referencia a la ausencia de causas fisiológicas explicativas del problema, es un concepto actualmente revaluado que proviene de esta perspectiva. Esta categoría usualmente se sustenta en un diagnóstico de exclusión; esto es, si no se encuentra una causa orgánica que sustente el dolor, entonces debe buscarse a partir de otras fuentes, en este caso, la mente de quien lo padece. En este punto, tanto médicos como psicólogos y psiquiatras comparten la idea de que la mente del paciente se encuentra “alterada” y esto lo conduce a simular o magnificar síntomas, probablemente en función de conflictos reprimidos o no resueltos. Aún así, como ya se verá, el dolor, como concepto general, es de carácter subjetivo y complejo, psicológicamente determinado, lo cual hace al dolor “orgánico” tan psicógeno como aquel cuya causa no se encuentre claramente determinada. Esto último, además, puede deberse a las falencias en los medios diagnósticos con que se cuenten. El dolor ha sido definido de múltiples maneras: algunas, de carácter ambiguo e inespecífico, dejan de lado ciertos factores determinantes de la experiencia; otras involucran diversos factores enfatizando la multidimensionalidad de este fenómeno. Como estímulo, tiene la función primordial de señalar la presencia de un daño y activar otras respuestas protectivas, generalmente de carácter reflejo, que conducen potencialmente a controlar su incidencia. Como respuesta, sería la reacción a una estimulación real o potencialmente nociva para el organismo. El primer modelo explicativo del dolor, la teoría sensitiva, se desarrolló a finales del siglo IX a partir de los estudios fisiológicos de Von Frey y Goldsheider, señala fundamentalmente que la respuesta dolorosa es directamente proporcional a la magnitud del daño tisular (Figura 1). Este tipo de modelo, de carácter lineal, se mantuvo hasta la década de 1950.
Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica • 155
Figura 1. Modelo lineal simple del dolor, teoría de la especificidad (citado por Penzo, 1989)
ESTÍMULO
>
SENSACIÓN
>
DOLOR
>
RESPUESTA
Sus alcances explicativos son limitados; podría ser útil en el caso de dolor agudo pero, sin duda, no permite abordar la complejidad de la experiencia misma en el resto de ellos. Tal vez lo más cuestionado es la referencia al dolor como sensación, dado que en sí mismo, no recoge información sobre el mundo exterior sino, más bien, sobre condiciones internas del organismo, señalando la necesidad de desarrollar acciones específicas para controlar el daño físico. Por otro lado, diversos estudios experimentales han puesto de relieve una condición significativa que desfavorece el modelo lineal: los factores contextuales determinan en parte la percepción de dolor. Esto indica que, además del estímulo específico, las condiciones contextuales en las cuales el mismo se presenta definen la calidad de la experiencia. Entre ellos se han identificado las instrucciones provocadoras o no de anticipación del dolor (Sternbach, 1968, citado por Penzo, 1989); el control sobre la administración de la estimulación (Staub, 1975, citado por Penzo, 1989); la presencia y el comportamiento de modelos sociales (Craig, 1975, 1986 citado por Penzo, 1989), y las interpretaciones en función de la participación activa o pasiva en la reducción del dolor (Nisbett y Schachter, 1966, citados por Penzo, 1989). Todo lo anterior conduce a la reformulación del modelo y da paso a otros mas de carácter multidimensional, los cuales posibilitan la participación de la psicología en un campo, abordado hasta el momento, principalmente por la neurofisiología, la anestesiología y la bioquímica4. En un principio, sin embargo, estos modelos se limitaban a presentar de manera descriptiva una serie de factores que se conjugaban en la experiencia del dolor, sin análisis funcionales que permitieran reconocer la interacción. Entre estos modelos de carácter multidimensional, el más conocido es el de Melzack y Casey (1968), en Labrador, Cruzado y Muñoz (1994), basado en la teoría de la compuerta de control 4
De hecho, es en la última mitad del siglo pasado cuando se dieron los principales desarrollos teóricos que sustentan la participación de la psicología en la comprensión del dolor. Recientes publicaciones recogen las diferentes postulaciones (Arbelaez, 2002; Bejarano, 1983; Bonica, 1981; Duque, 2000; Martin, Grau, Bosch, Delgado et al., 1993; Martin, Grau, Bosch, Zas et al., 1993; Penzo, 1989; Vallejo, 1983; Vallejo y Comeche, 1994).
156 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica
postulada por Melzack y Wall en 1965. Esta compuerta de control consiste en “un mecanismo de modulación del dolor localizado en el asta dorsal de la médula y que actúa como una puerta, en el sentido que deja pasar o impide el paso de los impulsos nerviosos provenientes de los nociceptores hacia los centros superiores” (Melzack y Wall, 1965, citados por Labrador y Mayor, 1984, p. 530). Este modelo resalta la perspectiva multidimensional donde la percepción y la respuesta de dolor se consideran fenómenos complejos que resultan de la interacción entre componentes sensorio-discriminativos, motivacional-afectivos y cognitivo-evaluativos; cada uno de ellos depende de sistemas cerebrales especializados (Labrador et al., 1994; Penzo, 1989). El componente sensorial-discriminativo tiene como función transmitir la estimulación nociva, así como la descripción de su intensidad y características espacio-temporales. Según los autores, esto depende de sistemas espinales de conducción rápida, a diferencia del segundo, motivacional-afectivo, que dependería de aquellos de conducción lenta que actúan sobre estructuras reticulares y límbicas. Este componente, motivacional-afectivo, se refiere a la caracterización del dolor como desagradable o aversivo, lo cual puede provocar ansiedad y alterar las respuestas emocionales del individuo, así como motivar complejas conductas de escape. En otras palabras, se trata de la caracterización emocional inicial de la experiencia dolorosa que conduce a comportamientos de aproximación o huída del estímulo doloroso. El último componente, cognitivo-evaluativo, se define en función de los pensamientos y creencias que subyacen la experiencia dolorosa y que pueden afectar los otros componentes. Es la dimensión más cercana a la experiencia subjetiva del dolor e incluye factores atencionales, el impacto de las experiencias previas y los pensamientos y creencias. Depende de las funciones neocorticales o superiores del sistema nervioso central. Vale la pena mencionar los aportes de Loeser y de Fordyce para la conceptualización del dolor. Loeser, médico neurocirujano colaborador de Bonica, propuso en 1980 un esquema jerárquico de niveles de dolor que parte de la nocicepción, al dolor, el sufrimiento hasta las conductas de dolor (Martin, Grau, Bosch, Delgado, et al., 1993). La figura 2 representa este modelo.
Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica • 157
Figura 2. Modelo de Loeser
CONDUCTA DEL DOLOR SUFRIMIENTO DOLOR NOCICEPCION
La nocicepción hace referencia a aquella energía potencialmente destructiva del tejido que actúa sobre las terminaciones nerviosas. El dolor es la “experiencia sensorial provocada por la percepción de la nocicepción” (Loeser, 1980, en Penzo, 1989, p. 31). El sufrimiento hace referencia a la experiencia afectiva negativa, y las conductas de dolor a todas aquellas generadas por el sujeto que indican la presencia de nocicepción. Por su parte, Fordyce (1978), realiza aportes significativos basados en el análisis experimental de la conducta y hace énfasis en las conductas de dolor como objeto de estudio de la psicología; las explica en función de un planteamiento que incluye dos conceptos: el dolor respondiente y el dolor operante. Según el autor, el dolor respondiente hace referencia a aquellas conductas que pueden estar explicadas directamente en función de la lesión (Figura 3), mientras que el dolor operante, se explica más en función de condiciones ambientales o factores de aprendizaje (Figura 4). Figura 3. Dolor respondiente
Estímulo
Sensación
Dolor
Respuesta
158 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica
Figura 4. Dolor operante Estímulo
Conducta de dolor
Consecuencia
El modelo de Schoenfeld (1980), desarrollado a partir de la propuesta de Fordyce (1978), explica también las conductas de dolor, pero principalmente las comunicacionales y verbales, a las que llama respuestas de informe. Este modelo integra conceptos del condicionamiento clásico, operante y del aprendizaje social, señalando que la respuesta de informe es una respuesta condicionada asociada a la respuesta incondicionada provocada por el estímulo que causa la lesión. A su vez, la respuesta de informe está modulada por el contexto y el entrenamiento social del sujeto, lo cual determina sus características específicas. Tal vez la definición más difundida en la actualidad es la formulada por la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor [IASP] (1979), que lo define como una experiencia subjetiva sensorial y emocional desagradable, asociada con una lesión hística presente o potencial, o descrita en términos de dicho daño. En ella se recoge tanto la subjetividad de la experiencia dolorosa como su complejidad y la asociación entre elementos sensoriales y afectivos. Además, se le da importancia a la atribución de significado que le da el sujeto a los hechos sensoriales negativos, aproximándose más a la realidad multidimensional del dolor (Schofield y Black, 2005). Todo esto permite evidenciar el largo camino recorrido en el estudio del dolor que, por supuesto, está determinado por el carácter complejo del fenómeno. De allí parten diferentes sistemas de clasificación, y además, el trabajo en la determinación del objeto de estudio de la psicología con referencia al dolor: ¿existen diferentes tipos de dolor? y, siendo el dolor un fenómeno biológico; ¿cuál es el papel de la psicología? Ambos aspectos se abordan a continuación.
Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica • 159
Clasificación del dolor Existen diferentes sistemas de clasificación del dolor, ajustados según las necesidades de la disciplina que pretenda abordarlo. Los más comunes son la clasificación en función de la localización y en función de su duración. Para la clasificación en función de la localización se trabaja con base en el criterio anatómico, de modo que se hace referencia al órgano o parte del cuerpo afectado. Esto, desde el punto de vista de la psicología, resulta relevante en la medida en que permite, según la zona afectada, determinar las implicaciones del dolor en la vida de quien lo padece y las limitaciones funcionales que de esto se desprenden. En la otra forma de clasificación, según criterios temporales, se estipulan dos tipos de dolor: el agudo y el crónico. El dolor agudo “es una constelación de experiencias de percepción desagradables y emocionales y ciertas reacciones asociadas, autonómicas, psicológicas y de comportamiento provocadas por un estímulo nocivo o que causa daño a los tejidos, producido por trauma o enfermedad” (Bónica, 1981, p. 193). La evolución del dolor agudo está directamente relacionada con la de la lesión que lo causa y, en general, su duración es limitada en el tiempo. Por otro lado, el dolor crónico se refiere a aquel que persiste más allá de la curación de la enfermedad o lesión que lo pudo haber causado; es un dolor constante que deteriora la vida del sujeto y para el cual no son suficientes las herramientas de la medicina, pero parece ser controlado por variables cognitivas y conductuales del individuo. Su tiempo de evolución también se constituye en una condición relevante al momento de evaluar el dolor crónico; algunos autores sugieren que un tiempo mayor a seis meses ya le convierte en crónico, independientemente de la existencia o no de una patología evidente (BuelaCasal y Moreno, 1999; Moreno, 2004). El dolor crónico es un cuadro complejo definido por la presencia de problemas específicos, los cuales se podrían resumir como sigue (Penzo, 1989; Rincón, 2002; Vallejo, 1983; Vallejo y Comeche, 1994): • • • •
Percepción de fracaso de los recursos de control. Reducción de la actividad física. Disminución de la actividad funcional. Abuso de narcóticos y psicofármacos.
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• Trastornos del sueño. • Alteración del estado de ánimo. • Deterioro de la interacción social y familiar, que tiende a basarse en la comunicación del dolor. La cronificación del trastorno se manifiesta y a la vez se sustenta en la conjugación de todos estos factores, en un ciclo que se retroalimenta a sí mismo. Esto significa que la presencia de un trastorno doloroso conduce a ciertos comportamientos supuestamente protectivos o de control, como reducción del movimiento y de la actividad e ingesta de fármacos analgésicos. Al no ser completamente efectivos, el dolor permanece y se incrementa la percepción de ausencia de control. Lo anterior puede conducir a trastornos en el estado de ánimo y eventualmente a trastornos del sueño, en función del fracaso en el control del dolor. Esto, por supuesto, se traduce en mayor inactividad y limitación funcional, lo cual favorece la cronificación del trastorno doloroso. El dolor crónico afecta sustancialmente la calidad de vida de quien lo padece y se constituye en una condición de difícil manejo, en la medida que involucra múltiples variables y afecta diferentes niveles de respuesta y funcionamiento (Siedlecki, 2004; A. Smith, 2001). La diferencia fundamental entre ambos tipos de dolor, agudo y crónico, no está relacionada únicamente con su duración. El dolor agudo promueve la supervivencia y generalmente es signo de algún daño físico. El dolor crónico es usualmente destructivo, física, psicológica y socialmente. Mientras que el dolor crónico y la depresión comparten muchas características, el dolor agudo y la ansiedad están ligados como signos autonómicos comunes. En el dolor crónico el componente “miedo” está bastante disminuido, o inclusive ausente, ya que el paciente presenta una respuesta adaptativa a la experiencia aguda inicial con otros comportamientos, como depresión e inactividad (Camacho y Anarte, 2001). Sin embargo, todo ello coexiste con niveles crecientes de incertidumbre en función del fracaso de las diferentes acciones conducentes al control del dolor, así como de la ausencia de una explicación válida acerca de las posibles causas y los factores que mantienen el problema. En el dolor agudo la ansiedad lleva a una carencia de control que induce a una baja en la tolerancia a éste; por lo tanto las respuestas fisiológicas son, en parte, proporcionales a la intensidad del estímulo, como también al grado de ansiedad presente.
Dolor: Una aproximación desde la perspectiva psicológica • 161
En ambos casos, enfrentarse a la experiencia dolorosa implica hacerlo a una condición que usualmente sobrepasa los recursos del sujeto, lo cual precipita una percepción de ausencia de control y, en muchos casos, también de baja predicción, que se constituye en la causa de diferentes condiciones emocionales que se reflejan posteriormente en dicha experiencia dolorosa. Psicología y dolor Si se considera que la psicología estudia las “relaciones funcionales del sujeto con el medio socialmente construido” (Penzo, 1989, p. 38), entonces su objeto de estudio en este campo son las conductas del dolor y su relación con el entorno, su valor funcional y su rol en la comunicación de un estado específico. El comportamiento de dolor incluye: 1) la evaluación del dolor mediada por variables cognoscitivas y emocionales; 2) la motivación o tono afectivo que determina el nivel de sufrimiento y, 3) las acciones directas e indirectas en función del dolor (control, comunicación y efectos sobre el contexto). Existen diferentes campos de acción de la psicología del dolor, entre ellos las intervenciones orientadas a trastornos físicos; aquellos en respuesta a daño físico, independiente del sujeto, identificando e interviniendo sobre aquellas condiciones de comportamiento que favorecen el mantenimiento de la problemática; las orientadas a trastornos psicofisiológicos o funcionales, en respuesta a demandas ambientales; el apoyo a intervenciones biomédicas, con aportes para la optimización de intervenciones de otros profesionales, y la promoción de la salud, en busca de mejorar las condiciones que favorecen ésta en personas sanas. El psicólogo, debe estar entonces, en capacidad de llevar a cabo múltiples acciones específicas, por lo cual vale la pena mencionar cada una de ellas: • Evaluar las relaciones funcionales del comportamiento y el contexto social. Esto incluye establecer una impresión diagnóstica acerca de la problemática, en función de la explicación de la interrelación entre la condición física, el comportamiento y la calidad de vida. Asímismo, debe incluirse una evaluación periódica de la eficacia que la propuesta de intervención interdisciplinaria, ha tenido, y tomar en cuenta que la experiencia dolorosa es subjetiva, y por tanto el individuo tiene un papel protagónico en su manejo y evaluación.
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• Proponer formas de intervención. Incluye propuestas educativas preventivas y de rehabilitación. Las primeras estarían orientadas a facilitar el acceso del consultante al conocimiento general de la problemática del dolor y a la comprensión y asimilación de la experiencia dolorosa, en función de variables propias y contextuales. Por su parte, las propuestas de intervención o rehabilitación incluyen diferentes estrategias orientadas a hacerle frente al manejo de los comportamientos de dolor y los factores que lo mantienen. Puesto que usualmente se trabaja en el marco de un equipo interdisciplinario, en éste se establece un criterio general del tipo de propuesta a ofrecer. Sin embargo, es el psicólogo quien establece el criterio específico acerca del tipo de intervención psicológica que beneficiaría a cada consultante, por lo que la optimización del trabajo psicológico depende del acertado criterio de dicho profesional. La propuesta de intervención debe ser de carácter idiográfico y sensible a las necesidades específicas del consultante, y conducir a la identificación de las variables que intervienen en su adhesión al tratamiento, así como entrenar en habilidades y estrategias para el manejo del dolor. Evaluar e intervenir en problemáticas de dolor son los dos objetivos fundamentales de las propuestas psicológicas. Los siguientes apartados se centran en estas dos funciones, y presentan las generalidades para ambos procesos; para una revisión exhaustiva se recomienda remitirse a Penzo (1989), Vallejo y Comeche (1994) y Krohn (2002), entre otros. Dolor: contenidos y procedimientos de la evaluación En primer lugar, al iniciar la evaluación en caso de una problemática relacionada con dolor, resulta de vital importancia identificar la patología orgánica a la cual se está haciendo referencia. El psicólogo debe poseer un conocimiento suficientemente cimentado en función de las condiciones físicas asociadas, ya que esto determina, al menos en parte, las connotaciones a nivel de comportamiento y emociones y, además, constituye una información relevante que puede ser utilizada en la fase educativa de la intervención con el consultante. La evaluación previa por parte del médico es condición básica para el inicio del proceso psicológico. De esto se desprende la necesidad de mantener un contacto directo por parte del psicólogo con dicho profesional de la salud, infor-
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mándose, además, de otros tratamientos a los cuales ha estado o está siendo sometido el consultante. Por su parte, el paciente brinda información acerca del dolor en sí mismo y de su relación con su comportamiento y la experiencia personal. Específicamente, se recoge información acerca de los siguientes contenidos: • Características espacio temporales, de intensidad y cualidades del dolor: ¿dónde se localiza el dolor?, ¿cuáles son sus variaciones en intensidad?, ¿cómo podría describirlo? La entrevista clínica y algunos métodos de autoinforme resultan de gran ayuda para obtener esta información. • Conductas de dolor: ¿qué hacer ante el dolor?, ¿qué comportamientos o acciones favorecen el incremento del dolor? y ¿cuáles favorecen su decremento? • Indicadores de incapacidad: reducción de actividad física y funcional, deterioro de la interacción social y familiar. • Recursos adaptativos del paciente: comportamiento general que no constituye el problema, pero que puede favorecer su control. Por su parte, los procedimientos de evaluación pueden incluirse en las siguientes categorías: • Autoinformes: - Entrevista clínica. - Estimaciones cuantitativas y cualitativas. - Cuestionarios. • Autorregistros: - Diario de dolor. - Indicadores de patrón de actividad. • Observación directa: - Observación directa de conductas de dolor. - Nivel basal conductual. A continuación, se hace referencia a algunos de estos procedimientos por ser los más difundidos. La entrevista clínica constituye el punto de partida en el proceso de evaluación. A partir de ella se puede obtener información acerca de las características del dolor, así como de los factores que inciden sobre éste; el conocimiento que posee el paciente acerca del diagnóstico del síndrome de dolor; la medicación y
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medidas analgésicas utilizadas como mecanismos de control, las intervenciones quirúrgicas relacionadas, los tratamientos previos y actuales a los que se ha sometido en función de este problema, junto con los profesionales a los que ha visitado y la influencia del dolor sobre actividades físicas, funcionales, de placer y de interacción. La existencia de pleito o invalidez pendiente es una condición relevante a tener en cuenta al momento de la evaluación, dado que puede entrar a actuar como determinante de mejoría o mantenimiento del dolor. Así mismo, deben abordarse las expectativas del consultante frente al tratamiento y sus objetivos, de modo que se logren ajustar adecuadamente. Entre los cuestionarios, el Cuestionario de dolor de McGill (McGill Pain Questionnaire, MPQ), elaborado por Melzack en 1975, es el más conocido y divulgado instrumento de evaluación, que aborda tanto la dimensión sensorial, como la afectiva y la evaluativa, siguiendo los parámetros establecidos por la Teoría de la compuerta de control anteriormente descrita. Por otra parte, los procedimientos de autorregistro resultan de especial relevancia al momento de establecer las relaciones funcionales de la conducta de dolor. Entre ellos se incluyen: • Registro diario de aspectos específicos del fenómeno inmediato o muy cercano a la ocurrencia del episodio de dolor. • Diario de dolor. Se basa en la propuesta de Fordyce (1978) y, como su nombre lo indica, debe ser diligenciado diariamente, preferiblemente en la noche, antes de acostarse. Incluye información acerca de la hora, actividad, lugar, compañía, posición adoptada, intensidad, sentimientos, mecanismos de control de dolor, eficacia de dichos mecanismos. • Perfil del dolor. Gráfico de la intensidad diaria del dolor durante un periodo establecido, generalmente un mes. Permite visualizar de manera clara la evolución del cuadro doloroso, según el momento de la intervención. • Indicador del patrón de la actividad. Tipo y frecuencia de actividades funcionales que la persona realiza habitualmente en su ambiente natural; incluye categorías como: - Cuidado personal y actividades personales fuera de casa. - Actividades domésticas y de cuidado de hijos. - Interacciones sociales o recreativas. - Actividades remunerativas, estudio. - Descanso. - Otras actividades.
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Finalmente, las técnicas de observación directa, que como ya se mencionó, se centran en las conductas de dolor entendidas como repertorios de comunicación con impacto en el entorno social del sujeto. De manera general se clasifican en conductas verbales, no verbales y paraverbales y se miden en términos de frecuencia e intensidad. El nivel basal conductual, por su parte, se establece para todos los repertorios conductuales que se modificarían con la intervención. Incluye: actividad física, funcional, y habilidades sociales. Por otro lado, desde la perspectiva del modelo de formulación clínica por procesos (Castro y Angel, 1998), la evaluación se orientaría de tal manera que se logre hallar las interrelaciones entre variables biológicas, motivacionales, de aprendizaje o repertorio del sujeto, afectivas y emocionales, en referencia al medio ambiente y el momento del ciclo de vida del consultante. Desde esta perspectiva, conviene especificar algunos de los aspectos relevantes a evaluar, de acuerdo al proceso implicado. Para • • • • •
evaluar el proceso biológico se tienen en cuenta aspectos como: Características del diagnóstico. Tiempo de evolución. Intensidad del dolor. Características espacio-temporales del dolor. Limitación funcional producto del problema.
Dentro del proceso motivacional se evalúa: • El grado de control que tiene el individuo sobre su estado físico. • Las necesidades que está dejando de suplir, de acuerdo con el área del cuerpo afectada y la limitación funcional. • La efectividad de los tratamientos anteriores, puesto que los fracasos conducen a la falta de adhesión a nuevos tratamientos. El proceso de aprendizaje se refiere a las habilidades para el afrontamiento del estado doloroso y de sus precipitantes. Incluye también el sistema de ideas, pensamientos y creencias en torno a su estado (variables cognoscitivas). Se evalúan entonces: • Los factores que incrementan el dolor. • Los factores que decrementan el dolor. • Las estrategias que utiliza el individuo durante el episodio doloroso, y en general para el afrontamiento de su estado físico y emocional. • El patrón de interacción del individuo con su medio ambiente:
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- Forma de manifestar su malestar. - Reacciones de quienes le rodean. • Las variables cognoscitivas, pensamientos referentes a su estado de salud/dolor y aquellos que se presentan durante el episodio o ante los signos antecedentes. Se identifican pensamientos catastróficos, selectividad en la atención y percepción de ausencia (real o subjetiva) de control sobre la situación. Para los procesos emocionales y afectivos se evalúan las reacciones a este nivel que se suscitan a partir del diagnóstico y de la experiencia del dolor. Se determina el estado afectivo y emocional actual, su relación con los cambios en la experiencia dolorosa y se revisa si se constituye en algún trastorno específico que puede afectar la evolución. También, conviene establecer condiciones de psicopatología premórbida. Finalmente, se establecen las variables del contexto o medio ambiente e identifica la interacción del individuo en todos sus contextos de funcionamiento (familiar, social, ocupacional), de modo que se logre establecer el impacto del problema de dolor y las relaciones funcionales establecidas. Dolor: tratamiento psicológico El tratamiento psicológico del dolor, particularmente del crónico, se basa en estrategias dirigidas al control de factores actuales de mantenimiento del problema, el cual incluye hábitos aprendidos y el ajuste de estilos de vida por causa del dolor. El principio sobre el cual se trabaja es la participación activa por parte del paciente, en cuanto a las decisiones, que deben ser negociadas por éste responsablemente, según sus necesidades. La relación igualitaria entre el profesional de la salud y el paciente es un elemento indispensable en su formación como base para el diálogo y la percepción de control. La formación implica dotar de información nueva y relevante y reestructurar aquella sin sustento válido, que tiende a obstaculizar el acertado manejo de la problemática. Para nadie es nuevo el reconocimiento del papel de las distorsiones cognitivas en el empeoramiento de la experiencia dolorosa. La dificultad para la comprensión de los diferentes términos médicos que describen la patología, en conjunto con variables emocionales (usualmente ansiedad, en función de la incertidumbre producto de esta situación incontrolable), favorece la construc-
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ción de explicaciones personales de la posible causa del dolor, que en muchos de los casos distan de la realidad. Esto, por supuesto, contribuye al incremento del malestar emocional y deteriora el manejo de la experiencia dolorosa. La falta de información acerca del papel de factores biológicos, psicológicos, sociales y ambientales en el desarrollo y mantenimiento del dolor también incide en la distorsión de la explicación. De lo anterior, se desprende la importancia de una intervención coordinada entre los diferentes profesionales de la salud, y en el caso del psicólogo, del desarrollo de habilidades terapéuticas que le permitan el acertado abordaje de las variables cognitivas, emocionales y conductuales asociadas. El grupo terapéutico de base se conforma por el profesional de la salud, el paciente y su familia, y el objetivo fundamental del mismo se sustenta en la generalización de lo aprendido para el control del dolor y las variables que lo mantienen, de modo que se consoliden los recursos propios del consultante y se desarrollen otros nuevos que puedan ser utilizados eventualmente de manera independiente en diferentes momentos de su vida, de modo que le permitan funcionar mejor en su ambiente natural. Dentro de los principales objetivos del tratamiento psicológico se pueden enumerar los siguientes: • Incrementar el nivel de actividad física hasta niveles normales de funcionamiento. • Eliminar toda medicación relacionada con el dolor, incluyendo psicofármacos, o mantenerla en los niveles mínimos requeridos, en caso que se considere necesario (por ejemplo, para aquellos casos de dolor neoplásico). • Normalizar el nivel de actividad funcional para alcanzar condiciones de vida satisfactorias para él y su familia. • Modificar las relaciones familiares, al disminuir la necesidad de basarse en el dolor como medio de interacción y control. • Eliminar la dependencia de hospitales y profesionales de la salud y modificar actitudes y forma de relación con ellos. • Reducir las quejas de dolor verbales y conductuales. Para abarcar estos objetivos, siguiendo a Penzo (1989), se presentan las diferentes acciones del tratamiento del dolor crónico en los siguientes ámbitos. (Para una revisión exhaustiva, remitirse directamente a la fuente):
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• • • • •
Analgesia. Desintoxicación. Normalización del sueño. Normalización del nivel de actividad física y funcional. Readaptación social.
Para un acertado abordaje de la analgesia se hace necesario un trabajo coordinado entre el médico tratante y el psicólogo. Se recomienda una revisión a fondo del sistema de analgesia que ha venido siendo utilizado por el consultante, diferenciando entre las indicaciones médicas y el manejo real por parte del sujeto. Es importante comprobar si se ha dado una cobertura suficiente según las características individuales del caso, sobrepasando el mito del “paciente uniforme” (al considerar que la respuesta de los pacientes al tratamiento debe ser igual en la medida en que sus dolencias se asemejan). Se revisa la pauta de administración del analgésico en función del tiempo, así como de psicofármacos, haciendo énfasis en el concepto de analgesia como un medio, no un fin, para el control del dolor. Además, se estudia el uso de medios de analgesia no química (temperatura, masajes, relajación, biofeedback, TENS, acupuntura, hipnosis), como mecanismos alternos de control. Para la determinación del nivel basal se utilizan dos tipos de registro: el diario de dolor, llevado a cabo por el paciente, el cual, como su nombre lo indica, relaciona la evolución de la intensidad del dolor y el medicamento, día a día, la hora de toma y la dosis ingerida, además de datos sobre el sueño y actividades realizadas; y el perfil de medicación, proporcionado usualmente al ingreso al programa interdisciplinario, que servirá de base para el posterior proceso de desintoxicación. Este perfil representa el consumo medio de fármacos en un periodo específico, en general de 24 a 48 horas. Con esta información se trabaja en la elaboración del cóctel para el dolor, que no es otra cosa que la dosis media identificada diluida en un líquido enmascarador (jarabe de cereza), de modo que progresivamente se pueda ir disminuyendo dicha dosis para su supresión gradual. Para la normalización del sueño se recomienda revisar el manejo farmacológico, de modo que se pueda controlar su uso y, si es el caso, conducir un proceso de desintoxicación similar al expuesto para analgésicos. Una opción válida es el entrenamiento en relajación muscular progresiva, que además se constituye en una valiosa herramienta para el control de los episo-
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dios de dolor. Las técnicas de control de estímulos, que incluyen la identificación y el control de aquellas condiciones que favorecen o desfavorecen el dormir, también son una alternativa de manejo alterno al farmacológico. Esto se une con estrategias de regularización de ritmos vigilia y sueño e indicaciones para el aumento de la actividad física en general. Por otra parte, para la normalización del nivel de actividad se debe hacer un abordaje desde dos perspectivas: la rehabilitación física y la rehabilitación funcional. Para ambos casos conviene establecer primero el nivel basal conductual, aquel que referencia las características de la actividad física y funcional del momento. A partir de éste, se trabaja con las pautas de un programa de moldeamiento, en el que se refuerzan las aproximaciones sucesivas a la conducta meta establecida, la cual es un nivel de funcionamiento óptimo, según las características individuales del caso. La terapia ocupacional, así como los programas de reinserción al trabajo y el desarrollo de actividades alternativas de distracción, son elementos fundamentales para la rehabilitación funcional. Finalmente, para el proceso de readaptación social es importante involucrar el contexto del paciente de modo que se logre trabajar en la modificación de la respuesta social de las personas que le rodean. Una opción está en la participación por parte de las personas más significativas (usualmente el cónyuge), en actividades grupales de carácter formativo e informativo alrededor del dolor como experiencia compleja y su relación con múltiples variables, así como acerca del valor del contacto social como reforzador que puede favorecer pautas de recuperación o, por el contrario, promover conductas de dolor que mantienen el problema. A estas personas se les entrena para la modificación de la interacción social basada en el dolor. Paralelamente, se trabaja con el consultante promoviendo el aumento y la mejoría cualitativa de los contactos sociales, para lo cual puede ser necesario incluir estrategias para la adquisición de habilidades sociales. Estos programas de entrenamiento en asertividad y habilidades sociales van orientados a que el sujeto aprenda a identificar sus comportamientos asociados a la comunicación del dolor, y posteriormente desarrolle nuevas formas de expresar sus quejas, así como haga una lectura de la respuesta del interlocutor, de modo que pueda ajustar su comportamiento también a las necesidades ajenas. Por otra parte, resulta relevante reconocer que una de las condiciones a tener en cuenta para el adecuado abordaje del dolor es la adhesión al tratamiento. Es común encontrar que el paciente crónico “salta” de un tratamiento y de un
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profesional a otro, ante la imposibilidad de controlar el dolor adecuadamente. Esta búsqueda puede resultar beneficiosa en un principio, en la medida en que se revisan diferentes puntos de vista y posibilidades de manejo. Sin embargo, con frecuencia este comportamiento contribuye a la cronificación del problema, en la medida que afecta la consistencia y perseverancia necesaria para el abordaje del mismo. Meichenbaum y Turk (1991), presentan una exhaustiva revisión y análisis de todas las variables que influyen en la adhesión al tratamiento, dividiéndolas según la fuente de donde provengan: paciente, enfermedad o trastorno, tratamiento, profesional de la salud y relación entre el profesional de la salud y el paciente. Su revisión y control son condiciones indispensables para cualquier profesional que pretenda enfrentar el dolor crónico. Desde otra perspectiva, se considera relevante realizar una breve presentación de las diferentes estrategias de intervención psicológica que han resultado efectivas para el abordaje de problemas de dolor. Dentro de las diversas opciones se encuentran estrategias directas orientadas hacia el control y la disminución de éste, así como aquellas desarrolladas para el control de sus precipitantes. Dentro de las estrategias para el control del dolor se incluyen las siguientes: • Técnicas de relajación. La relajación es el estado diametralmente opuesto al de tensión; como técnica tiene los objetivos de disminuir la activación fisiológica y la ansiedad asociada. Actúa sobre tres tipos de respuesta: - Fisiológica, produciendo cambios viscerales, somáticos y corticales. - Conductual, con disminución de los actos externos directamente observables. - Subjetiva, con cambios en el estado emocional o afectivo. Existen numerosas estrategias de relajación, todas igualmente efectivas (Cautela y Groden, 1985; A. Smith, 2001; J. Smith, 1992), siempre que se cumplan cuatro requerimientos básicos: - Posición adecuada del cuerpo con apoyo total; usualmente se recomienda trabajar recostado boca arriba, con apoyo debajo de la cabeza y de las rodillas, de modo que se borren las curvas cervical y lumbar. - Respiración abdominal; estableciendo un ritmo lento y profundo con inhalación vía nasal y exhalación oral.
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- Concentración en estímulos relajantes; que pueden ser visuales, auditivos o mixtos. - Práctica diaria; replicar el ejercicio dos a tres veces al día para desarrollar una mayor destreza. Las estrategias de relajación en sí mismas pueden considerarse de gran efectividad. Sin embargo, hasta hace poco la principal dificultad encontrada era la imposibilidad de obtener información objetiva referente a los cambios fisiológicos esperados, dado que únicamente se contaba con el dato subjetivo del paciente. Las medidas psicofisiológicas ayudan a sobrepasar esta dificultad. • Técnicas de biorretroalimentación o biofeedback. Tienen como fin determinar objetivamente los cambios fisiológicos (tensión muscular, temperatura periférica, respuesta galvánica de la piel, tensión arterial, o el más novedoso, las ondas cerebrales), lo cual permite un control más objetivo y fiable (Crispino y García, 2002; Díaz y Vallejo, 1998). Al obtener de manera inmediata y precisa esta información, el paciente aprende a detectar y controlar los cambios fisiológicos asociados a su problema doloroso, y aprende a modular los estados de tensión y relajación, alcanzando un mayor grado de relajación de la que él que alcanzaría por sí solo. El biofeedback más utilizado en dolor de origen muscular es el electromiográfico [BFB EMG], que ofrece retroalimentación visual a través de una pantalla, y auditiva mediante un sonido que se activa al sobrepasar un umbral de actividad muscular preestablecido. El paciente debe aprender a desaparecer el estímulo sonoro utilizando estrategias de relajación o ejercicios de tensión/relajación de los músculos en cuestión; de esta manera el umbral va disminuyendo hasta lograr una actividad muscular mínima en estado de relajación (Flor y Birbaumer, 1993). El biofeedback térmico recoge información acerca de los cambios en la temperatura periférica del cuerpo (manos o pies), que se asocia con cambios en la irrigación sanguínea de la zona (por cambios en el calibre de los vasos sanguíneos). Esta medida representa una información importante en aquellos casos de dolor asociados con esa condición; la cefalea tipo migraña es el ejemplo más típico (Blanchard y Applebaum, 1990; Hermann y Flor, 1997). El neurofeedback o biofeedback EEG es una estrategia de biorretroalimentación de las ondas cerebrales basada en los principios del condicionamiento operante;
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asume que al dar al individuo la información clara, precisa e inmediata de estas funciones cerebrales asociadas con diferentes problemáticas emocionales y conductuales, se hace posible su modificación y control. En la actualidad ha sido ampliamente utilizada con resultados positivos en problemáticas tales como el trastorno por déficit atencional con hiperactividad, adicciones, desórdenes depresivos, manejo del dolor, entre otros (Evans y Abarbanel, 1999). • Desviación de la atención. Hace referencia a la concentración en estímulos diferentes a los que generan el dolor. Con la desviación de la atención se disminuye la ansiedad asociada al proceso doloroso y, por tanto, se incrementa el umbral de tolerancia. Se utiliza principalmente cuando el paciente debe someterse a procedimientos curativos dolorosos o prolongados (p. ej., infiltraciones, tracciones, debridaciones). Es importante tener en cuenta que el estímulo doloroso, por su intensidad, novedad y significado, atrae potentemente la atención del individuo, de manera que el distractor externo utilizado debe sobrepasar esas características, motivando al paciente a centrar su atención involucrándose en la actividad propuesta. Distractores que requieran de la participación activa del individuo (p. ej., coser, tejer, actividades laborales, pintar) generalmente resultan ser más eficaces que aquéllos que no lo hagan (p. ej., ver televisión, escuchar música). • Hipnosis: Las técnicas de sugestión e hipnosis hacen referencia a “un conjunto de fenómenos conductuales, perceptuales y de modificación de la experiencia subjetiva, que se alcanza por el propio progreso en la experimentación de los mismos” (Vallejo, 1998, p. 541). Desde esa perspectiva se relacionan tres términos: sugestión, sugestibilidad e hipnosis. La sugestión es la situación estimular específica que incluye algún tipo de demanda. La sugestibilidad es una característica del sujeto que indica el grado en que podría ser afectado por la sugestión. Por último, la hipnosis es el estado subjetivo de alteración perceptiva producido por la sugestión. El comportamiento en estado de hipnosis se explica en función de las mismas variables que permiten entender el estado no hipnótico (Vallejo, 1998). Las aplicaciones de la hipnosis en el campo del dolor han demostrado ser eficaces, según lo demuestra la evidencia experimental (Barber, 2000; Holroyd, 1996; Olivares y Sánchez, 2001; Simon, 1993; M. Smith, 2003; Vallejo, 1998), pero, aún así, no resulta ampliamente aplicada. Esto tal vez en función de la necesidad por parte del psicólogo de un entrenamiento sistemático, controlado y específico al cual no se accede sino a través de algunos estudios de posgrado.
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Por otra parte, entre las estrategias para el control de precipitantes se incluyen: • Reestructuración cognitiva. La reestructuración cognitiva busca la identificación y modificación de los pensamientos distorsionados y catastróficos y, por tanto, de las emociones y comportamientos asociados. Dar información clara referente al diagnóstico, pronóstico y tratamiento se convierte en un elemento fundamental durante la fase de intervención, ya que disminuye la ansiedad asociada y genera una mayor adhesión al tratamiento. Aún así, puede resultar necesario llevar a cabo procedimientos estructurados de reestructuración cognitiva, pues es común detectar pensamientos distorsionados relacionados con el origen del malestar físico percibido, lo cual se relaciona directamente con un incremento de la ansiedad y la activación fisiológica y, por lo tanto, con una baja en la tolerancia del dolor. Es tarea de los profesionales encargados del tratamiento despejar las dudas y clarificar aquellas distorsiones, reafirmando las conceptualizaciones adecuadas tantas veces como sea necesario, ya que, por lo general, una única aproximación resulta ser insuficiente (Lega, Caballo y Ellis 1997; Olivares y Sánchez, 2001; Villamizar, 2001). · Inoculación de estrés. Con la inoculación de estrés se generan habilidades para el afrontamiento del dolor, la tensión y el estrés. En general, este tipo de entrenamiento incluye tres fases, según Meichenbaum y Jaremko (1983) y Meichenbaum (1987): - Fase educativa, que consiste en una discusión con el paciente acerca del papel que juegan las cogniciones en los comportamientos y emociones y la naturaleza de sus respuestas ante eventos estresantes, demostrándole que juega un papel activo en el manejo de su problema. - Fase de adquisición y práctica de habilidades de afrontamiento; este afrontamiento puede ser de carácter cognoscitivo (a nivel de pensamientos ajustados a la realidad) o instrumental, con mecanismos como la relajación o desviación de la atención, para el caso del dolor. - Fase de aplicación y seguimiento de las habilidades adquiridas en situaciones reales gradualmente dificultosas. Otras estrategias. Ya que resulta relativamente común encontrar dificultades a nivel de las relaciones interpersonales (pareja, familia, sociales o laborales), como precipitantes del problema doloroso, se incluye generalmente dentro de la intervención el entrenamiento en habilidades más específicas, como autocontrol, solución de problemas y, especialmente, habilidades sociales (habilidades de comunicación y asertividad).
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• Técnicas de autocontrol. Los procedimientos de autocontrol pretenden la disminución de las respuestas fisiológicas ante el estímulo ansiógeno, para lograr inmediatamente un control de la respuesta cognoscitiva y conductual ante dicha situación, disminuyendo así las respuestas desadaptativas (Golfried, 1974, citado por Meichenbaum y Jaremko, 1983). El entrenamiento en control de estímulos, mencionado anteriormente como parte de la intervención para las alteraciones del sueño, hace parte de la fase inicial de autocontrol. Por otra parte, las estrategias de relajación y de reestructuración cognitiva también se consideran herramientas básicas de autocontrol. • Entrenamiento en solución de problemas. A través de esta estrategia se induce al paciente a la toma de decisiones, capacitándolo para el manejo de las numerosas situaciones difíciles que van surgiendo en el transcurso de su vida, pues esto trae como consecuencia niveles altos de ansiedad e incremento en la intensidad del dolor. Este procedimiento se lleva a cabo en cinco fases (D´zurilla, 1993; Mazarío, 1999): - Orientación general: reconocer la existencia de un problema que debe resolverse. - Definición y formulación del problema: reducción de los hechos a términos concretos. - Generación de alternativas, hallando soluciones factibles y adecuadas. - Toma de decisiones: se determina la mejor alternativa a intentar. - Verificación: evalúa la eficacia de la alternativa intentada y plantea opciones y acciones subsecuentes. • Entrenamiento en habilidades sociales: El déficit en habilidades sociales y asertividad para responder adecuadamente a una situación genera múltiples dificultades en la vida cotidiana del paciente, que repercuten negativamente en su estado de salud. Partiendo de esto, se ve la necesidad de dotarlo de un repertorio conductual adecuado que le permita una expresión clara, directa y no agresiva de los diversos pensamientos y sentimientos que experimenta. Diversos autores (Caballo, 1997; Kelly, 1987), presentan opciones de entrenamiento exhaustivas en esta área. Equipo interdisciplinario y dolor crónico Por último, se considera relevante hacer énfasis en la importancia de un abordaje interdisciplinario principalmente en los casos de dolor crónico. Un equipo interdisciplinario es aquél en el que interactúan entre sí, y con el consultante y su familia, diferentes profesionales de la salud, todos orientados por un mismo objetivo: el adecuado control del problema. El equipo reconoce que se trata de
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una intervención gradual, por etapas y, por ende, con objetivos y metas parciales (Goldberg, 2003; Skelly, 2003). La definición de objetivos debe hacerse con la participación activa del paciente; él y su familia deben tener un conocimiento claro y explícito de los objetivos finales e intermedios que, además, deben ser construidos de modo que sean específicos y realistas, con criterios de logro que permitan establecer en qué medida, durante el proceso de intervención, se están acercando o alejando de aquello establecido como meta. La definición de objetivos en estos términos favorece el proceso en la medida en que permite disminuir las expectativas no realistas y el nivel de incertidumbre, y además, controla el pensamiento dicotómico (“blanco y negro”), todo lo cual se conjugaría favoreciendo el incremento del malestar emocional el cual, a su vez, repercute en el nivel de control y tolerancia del dolor. Para ello es importante buscar instrumentos que den cuenta del proceso y los cambios sutiles en el mismo. De ahí se desprende la relevancia de los autorregistros, los registros psicofisiológicos y los observacionales como herramientas básicas de control. El proceso de intervención no sólo se centra en aquellas conductas funcionalmente inadecuadas, sino en potenciar aquellos recursos del paciente que favorecen el control y la recuperación. Por lo general, la construcción de propuestas de intervención está basada en el principio del moldeamiento, lo cual conduce a la necesidad de aprender a valorar pequeños logros hasta llegar a la meta final. Esto favorece el control de la actitud de resignación por parte del consultante, que es común cuando sus expectativas se sustentan únicamente en el control total del problema y, además, incrementa la posibilidad de adhesión al tratamiento por efecto del refuerzo de los logros parciales. Debe enfatizarse en la importancia de construir propuestas de intervención de carácter idiográfico, centradas en las necesidades específicas del caso, aunque los principios del procedimiento sean generales. Entre las condiciones para el trabajo interdisciplinario se destaca la importancia de diferenciar un equipo multidisciplinario de aquél, pues no todos los abordajes en los que participan profesionales de diferentes disciplinas cumplen
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con los requisitos básicos para establecer un trabajo interdisciplinario. En un abordaje multidisciplinario cada profesional aporta desde su orientación aquello que pueda favorecer la recuperación del paciente. En el interdisciplinario se sobrepasa este nivel, pues lo fundamental se establece en función de la comunicación entre profesionales, el consultante y su familia, de modo que se favorezca la concertación de posibilidades, necesidades y expectativas; esto permite trazar objetivos explícitos y acciones terapéuticas en común. De lo anterior, se desprende la necesidad de tener en cuenta una serie de condiciones que, de una u otra manera, influyen en el acertado manejo interdisciplinario. Entre ellas: • Las fortalezas intradisciplinarias, que se definen en función del conocimiento de los alcances de la disciplina, el dominio que posea el profesional sobre conceptos y estrategias de manejo alrededor del problema y sus habilidades específicas de intervención. • El acertado manejo del concepto multidimensional del dolor, que permite ampliar la perspectiva de comprensión y manejo de la problemática. • El reconocimiento de las fortalezas y campos de acción de las otras disciplinas involucradas. • La diferenciación entre la estructura organizacional y la estructura funcional del equipo. Las clínicas de dolor, el sistema interdisciplinario más común para el abordaje del dolor crónico, requieren, como cualquier organización, de una adecuada estructura organizacional que favorezca la administración de recursos. Sin embargo, debe tenerse especial cuidado en que la posición jerárquica a nivel administrativo no afecte el funcionamiento del equipo interdisciplinario, en cuanto a participación igualitaria en la construcción de objetivos y propuestas de intervención. • Las características de la propuesta de intervención que, por definición, debe ser flexible, para ajustarse a las diferentes condiciones y cambios durante el proceso y sensible a las diferencias individuales. El paciente debe conocer, valorar y establecer la relación costo-beneficio de la propuesta de intervención, de modo que logre identificar su propia posición frente a ella. • La oportunidad de la comunicación interdisciplinaria, de modo que deben establecerse canales y estrategias claras de comunicación que permitan a cada profesional contar con toda la información relevante, en el preciso momento en que así lo requiera. • Las competencias personales de cada uno de los profesionales que integran el equipo. Aquí se recomienda revisar las habilidades de comunicación, las de trabajo en equipo y las de solución de problemas, pues todas ellas pueden favorecer o, por el contrario, obstaculizar su adecuado funcionamiento.
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Para finalizar, vale la pena enfatizar que el papel del psicólogo en problemáticas de dolor no debe circunscribirse al tratamiento de aquellos casos, mal descritos, de dolor psicógeno o de difícil atención, sino más bien al aporte en recursos para la rehabilitación del consultante, al apoyar al equipo interdisciplinario y desarrollar estrategias psicológicas válidas para el alivio del dolor y el control de aquellas condiciones asociadas a éste. Los aportes de la psicología en este campo, usualmente reservado para profesionales de la medicina, resultan evidentes y significativamente positivos a favor del consultante, cuya calidad de vida se ha visto afectada y no encuentra respuesta eficaz en opciones de intervención orientadas sólo a las condiciones físico-sensitivas. Conclusiones Por muchos años, la psicología estuvo relegada de la intervención en las problemáticas de dolor, en especial de aquellas de carácter crónico, pues las explicaciones respecto al origen y el mantenimiento de las mismas se fundamentaban exclusivamente en aspectos de carácter biológico. Sin embargo, durante el siglo XX se presentaron avances significativos, se crearon modelos explicativos que integran la perspectiva clásica, operante y de aprendizaje social a las de carácter biomédico, y éstos contribuyeron a la evaluación e intervención del dolor de manera multidimensional, favoreciendo el rol activo del paciente y la familia en la toma de decisiones frente al tratamiento, y el manejo eficaz de las conductas dolorosas.
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Capítulo 7
La enfermedad crónica en el niño y la familia: Consideraciones generales e intervención psicológica ADRIANA DUSSÁN GIRALDO
Introducción La enfermedad crónica de un niño genera un sinnúmero de cuestionamientos que involucran al paciente, a su grupo familiar y al personal de salud: ¿qué significa la enfermedad para el niño? ¿Qué impacto tiene en él? ¿Qué impacto tiene en la familia? ¿Cómo se organiza ésta frente a una situación de enfermedad permanente? ¿Qué efectos tienen el diagnóstico y el tratamiento en el niño y en otros miembros de su grupo familiar? ¿Cómo viven el niño y la familia enfermedades como el cáncer y el sida?, entre otros. El niño crónicamente enfermo debe enfrentar no sólo los efectos de la enfermedad como tal; también se ve expuesto a procedimientos médicos, hospitalizaciones y cirugías que son vividas por él como una amenaza a su integridad física. La enfermedad conlleva para el niño y su familia una serie de pérdidas, las cuales deben ser elaboradas para poder continuar luchando por la vida. Este capítulo intenta dar respuesta a las interrogantes anteriores desde una mirada integral y sistémica a la enfermedad crónica en el niño, en la cual, la familia adquiere un lugar preponderante. Para cada tema, se hace referencia a la intervención psicológica, proporcionando algunos elementos generales que puedan orientar el trabajo con los niños y con sus familias. Finalmente, teniendo en cuenta su incidencia en nuestro me181
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dio, se hace una aproximación a dos situaciones particulares: niños con diagnóstico de cáncer y de VIH/sida. Comprensión de la enfermedad en el niño La comprensión que el niño pueda lograr sobre su enfermedad está determinada en gran parte por su desarrollo cognitivo. Según Palomo del Blanco (1995), las explicaciones de los niños sobre el origen, la evolución y el tratamiento de las enfermedades, varían de ser estáticas hasta dar cuenta de un proceso. En edad preescolar, los niños con frecuencia tienen una comprensión mágica de la enfermedad: asocian las causas de la misma con mal comportamiento, desobediencia, incumplimiento de normas, etc., de tal forma que la enfermedad se convierte en un castigo por una mala acción. En edad escolar, los niños explican la enfermedad mediante la identificación de síntomas o de acciones o situaciones asociadas con la misma. Atribuyen la causalidad de la enfermedad a sucesos que coinciden temporal o espacialmente con su aparición. Entre los siete y los nueve años, la enfermedad es pensada como una condición causada por factores externos al cuerpo; por ejemplo, “gérmenes dañinos que se introducen en él”, y no hay referencia a procesos internos. Hacia los diez y los once años, el niño comprende la repercusión interna del evento que ocasiona la enfermedad (Palomo del Blanco, 1995). Finalmente, alrededor de los doce y trece años, el niño tiene la noción de enfermedad causada por la interacción entre mecanismos corporales (factores físicos o psíquicos) y eventos externos, y comprende el papel de su organismo en el reconocimiento y afrontamiento de la enfermedad. Es en este momento cuando empieza a entender la interacción de las partes del cuerpo y la relaciona con los procesos de salud-enfermedad. Impacto e intervención psicológica en el niño con enfermedad crónica La comprensión y el impacto de la enfermedad en el niño están determinadas por una serie de variables relacionadas con la enfermedad (naturaleza, aparición, trayectoria, desenlace, incapacidades y pérdidas), con la edad del niño, su desarrollo cognitivo y organización psicológica; también están determinadas por
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la dinámica familiar y la relación establecida con el mundo médico y el personal de salud en general. Una enfermedad crónica es vivida por el niño de manera fraccionada: cada crisis, cada hospitalización, es percibida como un episodio independiente, donde su principal angustia está relacionada con la separación de la madre, la cual se manifiesta en comportamientos de protesta y, en casos de separaciones prolongadas, de desesperanza y desinterés por el medio y por las personas que le rodean. La ansiedad generada por la enfermedad y la hospitalización puede ocasionar en los niños una reaparición de comportamientos característicos de etapas previas de su desarrollo y una pérdida de habilidades recientemente adquiridas (p. ej., control de esfínteres, marcha, etc.) En edad escolar, los niños presentan gran angustia ante las separaciones de sus padres impuestas por los tratamientos; ante la presencia de personas extrañas y los ambientes no familiares. La condición de cronicidad de la enfermedad genera en el niño respuestas de oposición a las limitaciones en el movimiento impuestas por la misma, las cuales se manifiestan en inquietud, aumento de irritabilidad y negación manifiesta a los procedimientos médicos. También se observan respuestas de sumisión y depresión por el sentimiento de pérdida de autonomía y de integridad corporal, y vergüenza por la exposición de su cuerpo (Ajuriaguerra y Marcelli, 1987). En los adolescentes, el mayor impacto del diagnóstico de una enfermedad crónica está relacionado con la pérdida de independencia, de control y con los cambios en la apariencia física que acompañan al diagnóstico y al tratamiento. Un sentimiento de debilidad y vulnerabilidad interfiere con el establecimiento y mantenimiento de relaciones con iguales (Ajuriaguerra y Marcelli, 1987). Las actividades sociales y escolares se ven interrumpidas con frecuencia por las demandas de la enfermedad y el tratamiento. Algunos adolescentes se observan inquietos con relación a aspectos específicos de la enfermedad (etiología, terapia, pronóstico), en tanto que otros están más interesados en el efecto del tratamiento en su cuerpo, el impacto del diagnóstico en su grupo familiar, en sus relaciones con iguales y en sus actividades escolares. El trabajo psicológico individual realizado con el niño depende de diferentes factores: el tipo de enfermedad que padece, su edad, su lugar en la familia y la posibilidad de acompañarle en su proceso por la misma. (Robles de Fabre,
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Jenkins y Fernández de Cerruti, 1987). Teniendo en cuenta estos aspectos, el objetivo principal de la intervención psicológica debe orientarse a brindar apoyo emocional al niño, escucharle siempre que él lo requiera y ayudarle en la elaboración de los duelos por las pérdidas permanentes asociadas a la enfermedad. Es necesario explorar el concepto que el niño tiene acerca de la enfermedad, el significado que le ha atribuido a la misma y el papel que ésta juega en su vida y en la vida de su familia. La intervención pretende que el niño resignifique la enfermedad y adquiera una mayor comprensión de su diagnóstico y tratamiento, a través de información clara y precisa, acorde a su desarrollo cognitivo y emocional, con el fin de disminuir la angustia que conlleva y facilitarle su apropiación y participación activa. La preparación para los diferentes procedimientos médicos debe ocupar un lugar central en el trabajo psicológico con el niño que padece una enfermedad crónica. Esta preparación disminuye significativamente su angustia, razón por la cual es necesario explicarle las razones por las cuales los procedimientos son necesarios, quién y cómo los realizará, qué equipos se utilizarán y si van a ser dolorosos o incómodos. Un punto importante es lograr que el niño se perciba a sí mismo como un niño y no sólo como un niño enfermo, así que hay que estimularlo y acompañarlo en su retorno a actividades propias de su edad, que son cotidianas y que le permiten fortalecer su autoimagen y la relación con sus grupos de iguales. Se trata de pensar la enfermedad como un elemento incorporado a la vida cotidiana del niño, sobre la cual él puede tener cierto grado de control. Impacto e intervención psicológica en la familia del niño con enfermedad crónica La enfermedad, como un fenómeno presente en cualquier momento de la vida familiar, puede comprender desde episodios leves hasta enfermedades terminales, y de cualquier manera constituye una ruptura del mundo de la cotidianidad del paciente y de su familia. El momento del ciclo vital de la familia, sus historias previas de enfermedades, pérdidas y crisis, el sistema de creencias sobre salud-enfermedad y su estructura y funcionamiento, son determinantes del impacto de la presencia de una enfermedad crónica en el grupo familiar y de su manejo. El diagnóstico de una
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enfermedad crónica con frecuencia genera crisis que requieren para ser afrontadas del reconocimiento y uso de recursos de la familia. La identificación de las diferentes fases en la evolución de la enfermedad, las condiciones psicosociales de la misma y las características familiares, son factores que se conjugan al momento de comprender la adaptación de la familia y sus manejos en relación con la presencia de una enfermedad crónica en uno de sus miembros. El ciclo vital familiar es un aspecto importante a considerar, en la medida en que su comprensión facilita la incorporación de las demandas del sistema familia y de sus miembros individuales, con relación a las demandas suscitadas con una enfermedad crónica. Como afirma Rolland (1993), los diferentes momentos del ciclo vital plantean a las familias una serie de tareas que requieren mayor o menor cohesión de sus miembros para cumplirse. Éstos se organizan de una manera particular según las exigencias que van surgiendo en cada etapa, y responden a una serie de tareas que se les van presentando en cada una de ellas. Cuando se diagnostica una enfermedad crónica es necesario tener en cuenta cuál es el momento de la familia y quién es el miembro enfermo, ya que el grupo familiar deberá manejar, además de las tensiones propias de cada etapa de su desarrollo, las tensiones adicionales que surgen con el diagnóstico y la evolución de la enfermedad. La revisión de la historia de enfermedades, pérdidas y crisis permite identificar los recursos de la familia y sus debilidades, y la forma como se organiza ante situaciones de alta carga emocional. Según Rolland (1993), elaborar con la familia un genograma centrado en la enfermedad crónica puede ser una herramienta muy útil, que da cuenta de la manera como la misma ha asumido y se ha organizado frente a experiencias previas de crisis, enfermedades y pérdidas. Los individuos y las familias desarrollan sistemas de creencias sobre salud-enfermedad que se reflejan en sus decisiones y en sus acciones. Éstas permiten significar situaciones complejas como el diagnóstico de una enfermedad grave, conservando la sensación de competencia y control (Rolland, 1993). Éste es un elemento importante para el afrontamiento de la enfermedad, tanto a nivel operativo como emocional. Sobre la estructura y el funcionamiento de una familia con un miembro enfermo crónico, la flexibilidad o la rigidez del sistema familiar son parámetros importantes que influyen sobre el curso de la enfermedad. La estructura de un siste-
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ma se considera flexible cuando logra integrar su tendencia al equilibrio y al cambio, de manera que puede continuar su desarrollo en el ciclo vital, a pesar, inclusive de ciertos desequilibrios. La flexibilidad posibilita la diferenciación del sistema, la diversidad de interacciones, la búsqueda de acuerdos y de nuevas soluciones a los conflictos (Kornblit, 1996). Una familia flexible se organiza en periodos de crisis y puede manejarlos mediante la variación en los límites entre los subsistemas, la modificación de las jerarquías, etc. La rigidez se refleja en el atascamiento en alguna etapa del desarrollo, es decir, en la imposibilidad de la familia para evolucionar a etapas superiores. Los miembros del grupo familiar tienen la tendencia a conservar su estabilidad, presentando dificultades para reorganizarse y hacer los cambios necesarios según las demandas de las situaciones. “Las familias con un miembro con enfermedad crónica, que presenta etapas de “normalidad” y crisis periódicas o intermitentes, requieren de flexibilidad suficiente para cambiar de una estructura y organización de familia “normal” a una estructura y organización de familia “en crisis” y viceversa” (Rolland, 1993, p. 249).
En general, los límites entre los subsistemas familiares y del grupo familiar con el entorno se hacen más permeables, tienden a diluirse, permitiendo que el enfermo ocupe una posición central, ya que muchas de las interacciones en la familia se dan en torno a él. Según Kornblit (1996), es posible identificar dos patrones de respuestas de la familia frente a una enfermedad crónica: una tendencia centrípeta y otra centrífuga. La primera se expresa en el desarrollo de una extrema cohesión del grupo en torno a la situación de enfermedad. El enfermo se convierte en el centro de todas las interacciones, monopoliza la atención y resta las posibilidades de crecimiento y desarrollo de otros miembros de la familia, la cual se mantiene muy intranquila, anticipando complicaciones y recaídas. La tendencia centrífuga se expresa en el desarrollo de conductas evitativas en torno a la situación de enfermedad. Generalmente se delega en una persona el cuidado del enfermo, la cual asume actitudes de control como respuesta a la evitación de otros miembros. Es frecuente que la persona encargada del cuidado del paciente se sienta sobrecargada y se identifiquen dificultades en otros miembros de la familia, como consecuencia de las tensiones generadas por la aparición de la enfermedad crónica y por las continuas reorganizaciones requeridas para el manejo de la misma (Robles de Fabre et al., 1987).
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Otra característica importante en las familias con un miembro enfermo crónico, es que con frecuencia el subsistema conyugal tiende a perder importancia frente al parental y si la pareja tiene problemas previos a la aparición de la enfermedad, es posible que se presenten coaliciones que involucran al miembro enfermo, al tratamiento y a la enfermedad (Robles de Fabre et al., 1987). Al tener en cuenta lo anterior, el propósito general de la intervención psicológica con la familia del niño crónicamente enfermo, es ayudarle a convivir con la enfermedad, procurando que pueda hacer compatible el cuidado del niño con su cotidianidad, sus prioridades familiares y su proyecto de vida (Navarro, 1995). El psicólogo facilita la expresión del dolor explorando los sentimientos de la familia en relación con la enfermedad y las implicaciones de la misma. Centra su escucha en la percepción y el significado otorgado a la experiencia de la enfermedad. La familia, y particularmente los padres, se enfrentan permanentemente a situaciones y decisiones complejas. La intervención psicológica en estos casos les ayuda a resignificar aquélla, a manejarla y a generar acciones que les permitan acompañar a su hijo en el curso de la misma. Según Navarro (1995), el tipo de intervención con la familia está determinado principalmente por la fase de la enfermedad en la cual se realiza dicha intervención. Por ejemplo, en la fase crítica, es decir, el periodo sintomático previo al diagnóstico de la enfermedad crónica y de ajuste posterior al mismo, durante el cual el niño y la familia tienen acceso a un plan de tratamiento (Rolland, 1993), el objetivo terapéutico es identificar y activar los recursos emocionales, materiales, sociales y de información que posee la familia, para afrontar la crisis de manera más inmediata (Navarro, 1995). En el momento en que conocen el diagnóstico, es importante que los padres tengan información adecuada sobre la enfermedad del niño. En muchas ocasiones el psicólogo actúa como mediador entre la familia y el personal de salud y facilita la comunicación entre ambas partes. Uno de los objetivos de la intervención con la familia es la ampliación de los canales de comunicación y la facilitación de un clima afectivo en el cual se pueda manejar información entre los miembros de la familia, incluyendo al paciente (Fonnegra, 1992). El psicólogo debe acompañar a la familia en su proceso de crear un significado para la enfermedad que maximice su percepción de control, le permita aceptarla gradualmente como algo permanente y elaborar el duelo por la pérdida de la vida anterior al diagnóstico.
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En la fase crónica de la enfermedad, es decir, el día a día que transcurre entre el diagnóstico inicial y la fase terminal, los objetivos terapéuticos se centran en la reorganización de la estructura familiar, la cual sufre cambios esenciales y permanentes relacionados con la evolución y el tratamiento de la enfermedad, la adaptación de los miembros de la familia, con sus respectivos proyectos de vida, a estos cambios y el mantenimiento de las relaciones sociales (Navarro, 1995). En la fase terminal, la vida familiar está determinada por la inevitabilidad de la muerte; los objetivos terapéuticos están orientados a la elaboración del duelo por las pérdidas sufridas por la familia, y la necesidad de reasumir la vida más allá de las mismas. Es muy importante permitir al niño expresar sus sentimientos y temores, responder a sus preguntas generando un clima de confianza y apoyo. Es el momento para los reencuentros de la familia y el niño, para resolver los asuntos pendientes y para las despedidas. Es un tiempo de reorganización y de apertura emocional. Condiciones especiales de la enfermedad crónica en el niño: hospitalización y cirugía El niño hospitalizado Los niños que padecen enfermedades crónicas pueden estar expuestos a numerosas hospitalizaciones y a algunas cirugías en el curso de sus vidas y, aunque éstas les resulten conocidas, siempre generan ansiedad. Al ingresar al hospital, el niño es separado de su contexto habitual y de las rutinas de su vida cotidiana: el contacto y cuidado permanente de sus padres, las interacciones con sus hermanos, la vida escolar y social y las actividades con sus iguales. Esta situación es fuente de ansiedad e interfiere en los procesos de construcción de su autonomía, además el menor está emocional y físicamente afectado por la enfermedad misma, la cual activa miedos, debido a fantasías y/ o pensamientos mágicos sobre las experiencias de dolor y los procedimientos médicos. El niño evalúa estos eventos como agresiones y amenazas a su integridad corporal y siente un gran miedo al daño físico, a las heridas y, en ocasiones, a la mutilación (Lansky, List y Ritter-Sterr, 1989). Al ingresar al hospital, el niño se enfrenta a nuevas rutinas, a adultos y niños desconocidos y debe afrontar situaciones en las cuales se alteran hasta las funciones más básicas, como la alimentación, el sueño y el cuidado personal. Debe,
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además, ponerse en contacto con una tecnología que no le es familiar y someterse a una serie de procedimientos médicos. Además, al infante le resulta difícil comprender lo que ocurre en su cuerpo, las causas de su enfermedad y la razón por la cual la hospitalización y los procedimientos médicos, que pueden resultar muy dolorosos, son necesarios para la recuperación de su salud. El proceso de enfermedad-internamiento puede resultar muy amenazante para el niño, por los cambios y pérdidas que implica a nivel corporal, en la dinámica familiar, en las rutinas cotidianas y por la pérdida de control que conlleva para él. Según Palomo del Blanco (1995), las respuestas de los menores ante situaciones estresantes como la hospitalización, están determinadas por algunas variables como la edad, el sexo, el desarrollo cognitivo, el diagnóstico médico, la duración de la hospitalización, las experiencias previas con procedimientos médicos y con el hospital, la organización psicológica de los chicos y la habilidad de los padres para brindarles un apoyo adecuado. Las respuestas más comunes ante la hospitalización son: la reaparición de comportamientos anteriores de su desarrollo; desórdenes en la alimentación y el sueño; mayor dependencia de sus padres; agresividad, miedo ante la presencia del personal de salud y depresión. El niño y la cirugía Cualquier intervención quirúrgica despierta en el niño respuestas emocionales complejas, en tanto que el acto quirúrgico es vivido por él como un evento amenazante, una agresión que pone en peligro su integridad corporal. Como afirma Rinaldi (2001), “el acto quirúrgico es un hecho terapéutico, cruento, intrusivo y, por todo esto, paradójico, pues por un lado repara, cura y, por otro, arremete, invade y causa dolor” (p. 52). Estos temores no están determinados solamente por la cirugía como tal, también son determinantes las condiciones emocionales del niño, sus vínculos familiares y sus experiencias anteriores al respecto. La inminencia de una cirugía, genera con frecuencia en los niños una serie de trastornos: terrores nocturnos, insomnio, trastornos de adaptación y problemas de conducta y aprendizaje (Rinaldi, 1978), y son comunes las fantasías y el miedo relacionados con el acto quirúrgico: temor a no dormirse o a despertar durante el procedimiento, a no despertar de la intervención (miedo a la anestesia, relacionado con miedo al dolor y a la muerte), entre otros.
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La preparación pre-quirúrgica tiene como objetivo reducir el impacto psicológico de la operación en el niño, de modo que pueda vivirla y significarla como un hecho reparador, con el cual se busca mejorar su estado de salud, así como reducir la ansiedad en él y en su familia, relacionada con el miedo a las pérdidas corporales, al dolor y la muerte. La preparación busca que el niño comprenda cómo será la intervención; qué le ocurrirá antes y después de la misma; el tipo de anestesia que se utilizará; que se familiarice con el personal de salud que le atenderá, con el quirófano y la unidad de cuidado intensivo (en caso de que sea necesario). Cuando la cirugía es de urgencia y no resulta posible hacer previamente la preparación, es igualmente importante trabajar con el menor sobre el acto quirúrgico, el manejo del dolor y las molestias post-quirúrgicas, con el fin de evitar posibles respuestas traumáticas ante la cirugía. Hospitalización en unidad de cuidado intensivo pediátrico El niño hospitalizado en una Unidad de Cuidado Intensivo [UCI] Pediátrico se encuentra críticamente enfermo y requiere cuidados especiales por parte del personal de salud, además de alta tecnología para su atención. Las unidades de cuidado intensivo poseen características especiales en su planta física y contexto general, que tienen un impacto importante en el paciente y su familia: ambiente ruidoso (por equipos, especialmente ventiladores, voces del personal de salud, etc.); dificultad para la orientación en el tiempo (las secuencias día-noche se tornan confusas debido a las rutinas de las salas y porque las condiciones de las instalaciones, son idénticas las 24 horas del día), y el acceso a un área visual, limitada. A esto es necesario añadir los aspectos emocionales presentes en el niño y en su familia, generados por su grave condición física y por el alto riesgo de muerte. En los niños preescolares, las ideas mágicas sobre la enfermedad les hacen pensar en la misma como un castigo por sus malos pensamientos, deseos o acciones. En esta edad, ellos construyen una nueva conciencia y curiosidad sobre su cuerpo y sus capacidades y se encuentran en proceso de construirse como sujetos autónomos. Así, los procedimientos médicos realizados en la UCI, la inmovilidad física y la separación de los padres son vividas por el niño como un castigo, resultado de transgresiones a las normas impuestas.
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Durante y después de su permanencia en la UCI, como se dijo antes, los niños pueden presentar pérdida del control de esfínteres, o de otros repertorios conductuales que habían logrado adquirir; además mostrar gran dependencia de sus padres en su cuidado personal y alimentación, así como episodios de mutismo. También pueden observase muy alertas y temerosos. En estos casos, es importante que la intervención psicológica ayude a los niños a comprender el sentido de su permanencia en el hospital como una forma de recuperar la salud y no como un castigo. Para explicarles lo que sucede en su cuerpo y a su alrededor, es necesario tener en cuenta su desarrollo cognitivo. Los niños necesitan saber sobre su enfermedad y tratamiento, y al responderles es necesario emplear un lenguaje apropiado a su edad. De ser posible, antes de cualquier procedimiento médico, el personal de salud debe ofrecer al niño una explicación clara y sencilla sobre el mismo, reconociendo su dolor y garantizando que se intentará su manejo. Esto disminuye de manera importante la angustia del menor. Los niños en edad escolar también pueden presentar pérdida de las habilidades propias de su edad y tener ideas distorsionadas o mágicas sobre la etiología de su enfermedad. Su conocimiento limitado de la misma puede generar altos niveles de ansiedad, pueden sentirse aislados, dependientes, inquietos por su apariencia física, lo cual puede tener consecuencias en su imagen personal y en sus relaciones con iguales. Por lo anterior, el niño necesita la seguridad de que podrá recuperar las competencias adquiridas en su ciclo evolutivo. De esta manera, podrá sentir algún control sobre el medio y sentirse menos dependiente si se le permite conocerlo. Así pues, es importante explicarle con claridad dónde se encuentra, cómo son la UCI, sus normas, la razón de las restricciones en las visitas; hablar con él sobre los equipos, los sonidos que éstos emiten, las funciones del personal de salud, etc. Finalmente, es importante mantener el contacto del niño con el mundo exterior, a través de cartas, fotos, grabaciones, etc. En este sentido, los padres juegan un papel muy importante como facilitadores de este intercambio. En cuanto al adolescente hospitalizado en una UCI, puede comprender los conceptos de enfermedad médica y de muerte, pero no aplicarlos a su situación. Durante la hospitalización, su deseo y lucha por autonomía se ven seriamente afectados: debe retornar a una relación de estrecha dependencia con sus padres; también depende del personal de salud. Puede tornarse cínico, déspota, temeroso y negativo. Algunos procedimientos y tratamientos pueden alterar su
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apariencia física y esto afecta profundamente su imagen corporal, generándole angustia por el posible rechazo o aceptación del grupo de iguales. La comprensión de la enfermedad y sus causas generan en el joven un sentimiento de vulnerabilidad. Como plantean Abrams y Rauch (1998), a diferencia del común de los jóvenes, los pacientes con enfermedades crónicas como diabetes y fibrosis quística, deben vivir su adolescencia con limitaciones especiales impuestas por la enfermedad, ya que muchas de las prácticas propias de esta etapa pueden resultar peligrosas y aun fatales para ellos. Una hospitalización en la UCI tendría que convertirse en un evento en el que el adolescente se haga consciente de su responsabilidad por su salud. Cáncer y VIH/sida en niños, casos especiales El niño con cáncer y su familia El diagnóstico de cáncer en el niño generalmente tiene un efecto devastador en la familia, en tanto que se trata de una condición médica cargada emocionalmente con una alta posibilidad de muerte. Como plantean Kaufman, Aich y Waissman (1990), el concepto de gravedad de una enfermedad se asocia con frecuencia con el peligro de muerte, la duración de la misma y su irreversibilidad, de modo que el cáncer reúne las condiciones para ser pensada como una enfermedad fatal. El diagnóstico produce una desorganización en la estructura familiar, la cual se torna caótica por el abandono temporal de los papeles y proyectos de vida de sus miembros. La familia se encuentra en un estado de desequilibrio, de crisis, ocasionado por el paso de un estado previo de salud a otro de enfermedad, por las transformaciones físicas, familiares y sociales y el riesgo de muerte del paciente (Kaufman et al., 1990). Ante el diagnóstico los padres se cuestionan por su etiología. Con frecuencia se sienten culpables y responsables por la aparición de la enfermedad, atribuyéndola a manejos inadecuados de la alimentación del niño; a factores hereditarios, a algún accidente o trauma sufrido durante el embarazo, el nacimiento o en el transcurso de su vida. Se cuestionan si la enfermedad pudo haberse prevenido (Cotter y Schwartz, 1983). Otro aspecto que genera culpabilidad en los padres es el reconocimiento tardío de los síntomas de la enfermedad, y en caso de haber consultado tempranamente, dirigen sus sentimientos de rabia y culpa hacia el personal de salud que atendió en primera instancia al niño.
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Por otra parte, los padres experimentan temor de comunicar el diagnóstico al menor. A este respecto, hay que mencionar que es importante que él conozca su enfermedad; según su edad y desarrollo psicológico, puede recibir información honesta, adecuada y clara sobre el diagnóstico y sobre los diferentes aspectos del tratamiento. Los niños necesitan conocer las razones por las cuales deben someterse a un tratamiento y a procedimientos que son incómodos, dolorosos y que no les harán sentir mejor de manera inmediata, sino que, por el contrario, tienen fuertes efectos colaterales, como en el caso de la quimioterapia, la cual para muchos niños genera más ansiedad que la enfermedad misma. Conocer de manera amplia su enfermedad y su tratamiento le permite al menor prepararse para las situaciones asociadas a éstos y asumir una posición activa frente a ellos. Uno de los aspectos más difíciles para los pacientes y sus familias es convivir con la enfermedad, incorporarla a su vida cotidiana; los niños se ven sometidos a procedimientos dolorosos, a asistir con frecuencia al hospital y a asumir importantes cambios corporales producidos por la enfermedad y el tratamiento. La forma como el niño diagnosticado con cáncer vive su enfermedad varía según su nivel de desarrollo. Los niños pequeños (preescolares), cuando es necesaria una hospitalización centran su atención en aspectos como la separación de sus madres, y presentan gran temor al dolor físico y al daño corporal. En edad escolar, los niños comprenden que el cáncer es una enfermedad grave y amenazante. La mayor dependencia de otras personas, las restricciones en dieta y movilidad, el carácter invasivo del tratamiento, las pérdidas en relaciones con amigos y compañeros, implican una pérdida de control y competencias (Soler, 1996). Por esta razón, es necesario que conozcan el tratamiento como un medio que permitirá su recuperación. Los niños mayores y los adolescentes pueden comprender su diagnóstico con mayor claridad y, en muchos casos, identifican el cáncer como una condición mortal. El impacto psicológico del cáncer en la adolescencia es devastador, en tanto que la enfermedad y el tratamiento dificultan el desarrollo de una adecuada autoimagen y autoestima en el joven, e interfieren con sus procesos de socialización y su vida sexual (Soler, 1996). Tras el diagnóstico, la familia y el niño se enfrentan a la compleja tarea de retornar al curso “normal” de sus vidas, incorporando las demandas propias del tratamiento. El inicio del mismo genera confianza y esperanza en los padres, quienes
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sienten que se están movilizando en la lucha contra la enfermedad. Sin embargo, simultáneamente hay gran ansiedad, relacionada especialmente con los efectos colaterales de la terapia y con la expectativa de su eficacia. Éste es el momento en el cual los padres deben tomar la decisión de reintegrar al niño a su vida escolar. El regreso puede resultarle difícil ya que la enfermedad y el tratamiento le ocasionan cambios físicos notables y le afectan emocionalmente de manera significativa. Es necesario ayudar al niño en este proceso, al establecer una comunicación clara y abierta entre la familia, la escuela y, en lo posible, involucrar al personal de salud encargado de la atención del niño. El paciente y el personal de la escuela necesitan estar preparados para el regreso. En la escuela, los maestros deben estar informados sobre la condición del menor y, de ser posible, deben trabajar con los otros niños en resolver las inquietudes que puedan tener con relación a su compañero enfermo. Como en todas las enfermedades crónicas, es importante realizar un trabajo educativo que permita al paciente y a su familia conocer la enfermedad, tener acceso a la información relacionada con el tratamiento y fortalecer la relación con el personal de salud, de modo que haya una comunicación franca y honesta. Esto ayuda a disminuir la angustia y proporciona a la familia y al niño, un nivel importante de competencia y de control sobre la situación. Mediante la relación terapéutica, el psicólogo facilita la expresión de sentimientos en el niño y en su familia, fortalece el vínculo afectivo entre ellos y mantiene viva su esperanza hacia el futuro (Cotter y Schwartz, 1983). El trabajo psicoterapéutico individual debe acompañarse de intervenciones grupales en la modalidad de grupos de apoyo y de autoapoyo (para mayor información, véase el capítulo 1 de este mismo libro). Estos encuentros de personas que comparten una situación crítica, viven momentos comunes y luchan por la vida, resultan enriquecedores y son una fuente importante de apoyo para los niños y sus familias. El niño con VIH/sida y su familia El VIH/sida tiene un impacto psicosocial importante en los pacientes, sus familias y en la sociedad en general. La respuesta familiar ante este tipo de diagnóstico en un niño, es particularmente compleja y más aún cuando el mismo pone
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en evidencia por primera vez a la madre su propia enfermedad, y existe una comprensión de su responsabilidad en la infección de su hijo. Sin importar el modo de adquisición del virus, los padres sienten algún grado de culpa, incredulidad, miedo y dolor por el diagnóstico de su hijo. La rabia es una emoción predominante en algunas familias y puede estar dirigida hacia las personas transmisoras de la infección, hacia el sistema de salud, hacia determinados grupos sociales, etc. Como en otras condiciones médicas crónicas, los niños pequeños con VIH/sida viven los procedimientos médicos y las hospitalizaciones como eventos aislados, y su angustia se relaciona más con la separación de sus padres y con el dolor ocasionado por algunos procedimientos, que con el diagnóstico mismo. En los padres se observa gran ansiedad por el tratamiento, el temor a que la condición física de su hijo se deteriore y a su propia muerte en el caso –bastante frecuente– de ser seropositivos. En edad escolar, los niños con frecuencia cuestionan a sus padres o adultos cercanos sobre su diagnóstico. En muchos casos, estos se observan temerosos y dudan sobre la pertinencia de compartir esta información con el niño. Esto se debe al temor de los padres a que él no pueda mantener en secreto su diagnóstico y sea rechazado y abandonado por familiares y amigos. Los adultos cercanos asumen una actitud protectora hacia el niño, evitando exponerlo a situaciones dolorosas y a discusiones sobre la enfermedad y la muerte. Cuando la familia decida informar el diagnóstico de VIH/sida al niño, debe hacerlo teniendo en cuenta su desarrollo cognitivo y sus condiciones emocionales. Por esta razón, el niño debe acceder a explicaciones sencillas sobre el virus y el tratamiento, de modo que la intervención médica no sea vivida por él como un castigo. Mantener una comunicación abierta y honesta con los niños ayuda a los padres en su proceso de toma de decisiones con relación a la enfermedad, el tratamiento y la dinámica y la vida familiares. Ya que la adolescencia representa un momento crucial en la construcción de la identidad del joven, de su independencia y sentido de control, el diagnóstico de una infección por VIH/sida genera a menudo respuestas de negación, rabia, retraimiento y temor al rechazo por parte de su grupo de iguales.
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Según Wiener y Figueroa (1998), el diagnóstico de VIH/sida en adolescentes implica una alteración profunda en sus vidas, ya que muchos de ellos han iniciado un proceso de separación física y emocional de sus padres, tienen una vida sexual activa y se encuentran consolidando relaciones con diferentes grupos. El diagnóstico implica un cambio en su estilo de vida, y por esta razón los adolescentes necesitan conocer su enfermedad, pues solo así pueden asumir el cuidado de su salud y las consecuencias de sus actos, incluyendo su vida sexual. Las familias de niños y adolescentes infectados por el VIH/sida viven con frecuencia momentos de crisis. En muchos casos se trata de grupos familiares en los cuales varios miembros son seropositivos (uno o los dos padres y uno o varios hijos). En el caso de los padres, viven cada momento con la angustia de saber que pueden morir primero que sus hijos. Según la Academia Americana de Pediatría –Comité sida en Pediatría [AAP], (1999)–, uno de los aspectos más dolorosos a los que se enfrentan los padres cuando viven un inminente deterioro de su salud y la proximidad de la muerte, es la incapacidad de poder cuidar a sus hijos, de planear su futuro y de verlos crecer y madurar. Por su parte, los niños seropositivos están sometidos a numerosas pérdidas importantes; muchos de ellos deben vivir la muerte de sus padres y quedar bajo el cuidado de familiares o de instituciones; enfrentan su propio deterioro físico; carecen de apoyo familiar y social y, experimentan el rechazo de su grupo de iguales y del sistema escolar, entre otros. Por estas mismas razones, muchos padres se encuentran ante el dilema de dar a conocer o no el diagnóstico de su hijo en el ámbito escolar. Existe en ellos un gran temor al rechazo por parte de profesores, compañeros de clase y otros padres de familia hacia el niño. Según Rodríguez, Pumariega y Pumariega (2001), los niños con VIH/sida presentan con frecuencia cuadros de depresión y ansiedad. En el primer caso, se aíslan y temen una muerte temprana que ven como inevitable, tienen miedo de transmitir el virus y se sienten una carga para la familia, lo que les hace sentir muy culpables. El diagnóstico de VIH/sida también tiene un efecto importante en los hermanos del niño enfermo: se sienten desplazados, desatendidos, molestos por tener que colaborar en el cuidado del niño y, según la edad, temerosos ante la posibilidad de infectarse con el virus. Éste es un aspecto sobre el cual es importante trabajar, no solamente con el niño seropositivo y con su familia, sino también con el personal de la escuela; es
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necesario adelantar procesos educativos y de sensibilización hacia la problemática del VIH/sida, de modo que puedan superarse los mitos y estigmas existentes alrededor de esta enfermedad y se posibilite la continuidad del proceso de escolarización de estos niños. La intervención psicológica con familias de niños seropositivos debe ser permanente durante el curso de la enfermedad y, de ser posible, iniciarse con anterioridad a la entrega del diagnóstico (pre-test), teniendo en cuenta el estado emocional de los padres, su nivel de conocimiento sobre la infección por VIH/ sida, sus creencias, su contexto cultural y social y sus necesidades psicológicas. La intervención pos-test consiste en un acompañamiento a la familia en su proceso de asimilación y aceptación del diagnóstico; la identificación de habilidades de afrontamiento y de las redes de apoyo con las que cuenta. En muchos casos, la intervención psicológica facilitará a los padres tomar la decisión sobre la comunicación del diagnóstico al niño. Uno de los principales objetivos del trabajo es ayudar a la familia a elaborar los duelos por las pérdidas que a cada momento conlleva la enfermedad y a realizar proyectos de vida realistas, en los que predomine una atención a las necesidades del niño que le permitan una buena calidad de vida. Finalmente, es necesario atender permanentemente las demandas de cada niño y de su familia, según el momento particular que viven e invitarles a participar en grupos de apoyo y autoapoyo para personas seropositivas (para mayor información véase el capítulo 2 de este mismo libro), los cuales pueden ser un instrumento importante para su sostén emocional. Conclusiones El diagnóstico de una enfermedad crónica en un niño tiene un impacto significativo tanto en él como en su grupo familiar. Es un evento amenazante para su integridad corporal y lo expone a numerosas pérdidas físicas y emocionales. La comprensión del niño sobre su enfermedad, su etiología y tratamiento, está determinada por su edad, el desarrollo cognitivo, la dinámica familiar y la relación establecida con el mundo médico y el personal de salud. En edad preescolar, predominan las explicaciones mágicas, asociadas a castigos por faltas cometidas. En edad escolar, los niños explican la enfermedad mediante la identificación de síntomas y la atribuyen a factores externos a su cuerpo. Para el adolescente, la enfermedad se origina en la interacción entre mecanismos corporales y eventos externos.
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El objetivo principal de la intervención psicológica con el niño enfermo crónico y con su familia es brindarles apoyo emocional de manera que puedan vivir con la enfermedad y el tratamiento e incorporarlos a su vida cotidiana. Es necesario realizar intervenciones educativas que familiaricen al niño y a sus padres con el diagnóstico y el tratamiento. Un manejo adecuado de la información disminuye su angustia y les proporciona sentimientos de competencia y control frente a la enfermedad. Finalmente, la atención del niño que padece una enfermedad crónica requiere del trabajo integral y coordinado entre los padres, la familia extensa y el personal de salud.
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Capítulo 8
El proceso de morir y los duelos en la enfermedad crónica ANA FERNANDA URIBE RODRÍGUEZ Introducción La muerte es uno de los temas que genera mayor ansiedad y resistencia en los seres humanos, no sólo por el desconocimiento del proceso, sino por las diferentes ideologías, ideas irracionales y reacciones emocionales que se manejan alrededor de la misma. Diferentes autores han tratado, desde su quehacer clínico e investigativo, de aportar conocimientos, planteamientos y modelos que permitan un abordaje mucho menos impactante y mucho más funcional de la muerte, tanto para el paciente y su familia como para los profesionales de la salud. Se ha planteado que dependiendo del afrontamiento de la vida y del estilo de vida, así mismo se vivirá el proceso de la muerte (Davies, 2005). Para algunas personas con enfermedad crónica, el proceso de morir inicia con el diagnóstico, ya que ocurre una serie de pérdidas y cambios en el estilo de vida. Tal como se ha dicho en los otros capítulos del libro, el afrontamiento de un diagnóstico depende de la asesoría brindada por los profesionales de la salud, de las características de la persona diagnosticada, de las características de la enfermedad y de los recursos con los que se cuenta. Por tanto, el apoyo psicológico es fundamental en este proceso de acompañamiento, desde el diagnóstico hasta el pronóstico y el fin de la enfermedad crónica. Las principales causas de muerte en un país cambian con base en la situación sociopolítica, sanitaria y económica (Mishara y Riedel, 1986). En Colombia, las principales causas de muerte han cambiado en los últimos años, y a pesar de que el homicidio es la principal se ha generado una especie de “costumbre” frente al número de muertes, contraria a la reacción de otros países. En una encuesta realizada a 811 familias, se encontró que el colombiano promedio no ha pensado en 201
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la muerte, sus opiniones son contradictorias y superficiales, y principales estrategias de afrontamiento son distraerse y no hablar del tema (81%) (Franco, 1998). Por tanto, las aproximaciones teóricas y metodológicas frente al tema de la muerte y al proceso de morir, son cada vez más relevantes, sobre todo en las enfermedades crónicas, en las cuales es fundamental realizar todo lo que sea posible y esté al alcance de las personas para propender a su bienestar en una etapa difícil de la enfermedad (Markham, 1996). En el capítulo se desarrollan principalmente tres aspectos: la preparación para la muerte, en el que se incluye el proceso de morir y la muerte por enfermedad crónica; las pérdidas y los duelos en ésta, donde se define el duelo y se presenta una clasificación del mismo, y finalmente, la intervención psicológica en la fase terminal, donde se describen los objetivos y los diferentes tipos de abordaje psicológico que pueden realizarse con respecto al duelo y la muerte. Preparación para la muerte y definiciones La muerte es uno de los temas más difíciles de abordar por las personas, posiblemente por el desconocimiento del mismo, por los temores que genera, las experiencias vividas en relación con la pérdida de personas significativas, y sobre todo, porque cada día los avances en la medicina prolongan más la vida y hacen más lejana la muerte. De igual forma, la cultura influye significativamente en las actitudes frente a ésta en especial por medio de los diferentes ritos, representaciones y símbolos con que aproxima a las personas a morir (De Castro de la Iglesia, 2003). Este autor plantea una modificación en la forma de asimilar la muerte. En la antigüedad, la muerte era un proceso normal que se compartía en familia y en espacios familiares como la casa; posteriormente, en la edad media se centró la atención en la persona, en su preparación para la muerte y en las características de su sepultura (diseño de lápidas, tipos de entierros, etc.); en el siglo XVII y XVIII se enfatizaba en la muerte ajena. Se ocultaba información que podía ser dolorosa; y en la actualidad, la muerte es mucho más privada; en ella se cuenta con toda una logística para el final de la vida, que va desde la velación hasta el entierro. Aún se mantienen muchos temores frente a la muerte, principalmente porque se asocia como algo que altera la vida de las personas y de su entorno (Feldman, 1998). El proceso de preparación está muy relacionado con su concepción. Ésta va a determinar las estrategias de afrontamiento del individuo: pueden ser rituales para la aceptación, procesos de negación o bloqueo generalizado frente al hecho. Investigaciones antropológicas han encontrado aproximaciones sobre
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la idea de la muerte y reflexiones sobre qué hay más allá de la misma (Ember y Ember, 1997). Esta idea actualmente tiene relevancia para ciertas culturas; para otras simplemente es un hecho sin importancia; este tipo de creencias establece diferencias en la concepción y manejo de la muerte. De igual forma, la conceptualización de la muerte ha generado corrientes biologicistas, psicológicas y sociopolíticas que permiten una visión amplia del tema y su multidimensionalidad. Lavados (1993), establece una diferencia fundamental entre dos conceptos: la muerte y morir. la muerte es “un evento límite concebido como el término o fin de la existencia de un organismo” (p. 184), y morir se refiere “al conjunto de procesos fisiopatológicos que ocurren en el organismo antes de la muerte” (p. 184). Muñoz (2001), afirma que la muerte puede ser repentina (accidente o suicidio); como consecuencia de una enfermedad incurable o de patologías agudas. La comprobación para establecer que una persona ha fallecido va desde la verificación de signos vitales (respiración y palpitaciones), hasta lo relacionado con el reflejo pupilar y la muerte cerebral. Desde otra perspectiva, se establece próxima la muerte cuando la persona no se alimenta adecuadamente, se deshidrata, pierde peso y no hay respuesta efectiva frente al tratamiento. Fonnegra (1999), establece diferentes tipos de muerte: la muerte natural (anticipada o repentina); el homicidio, la muerte accidental y el suicidio. Las dos primeras y la última, son las que más se relacionan con las enfermedades crónicas, especialmente la muerte anticipada, la cual es ocasionada por una enfermedad crónica con mal pronóstico, es decir, que existe la probabilidad de prepararse, ya que hay un tiempo de espera hasta el momento de su desenlace. La muerte natural repentina “es la que sucede súbitamente sin un síntoma previo, como en el caso de un infarto cardiaco, un derrame cerebral, un aneurisma y otras muchas enfermedades fulminantes” (Fonnegra, 1999, p.31); por tanto, es la muerte generada sin ningún antecedente que permita preverla; generalmente es causada por algún accidente mortal, incidentes médicos, como un derrame o un infarto. De igual forma, el suicidio es definido como la conducta de quitarse la vida o causarse la muerte. El proceso de morir Alrededor del proceso de morir se han planteado principalmente tres modelos: el modelo de Kübler-Ross (1974), el modelo de Stedeford (1984) y el modelo de Buckman (1998). El modelo más conocido sobre las respuestas emocionales frente a la muerte es el desarrollado por Kübler-Ross, en el cual se estable-
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ce una reacción inicial de choque e incredulidad, seguida de una negación como mecanismo de defensa, para acomodarse y asimilar la realidad paulatinamente; consecuentemente, se genera irritabilidad y rabia frente al fenómeno ocurrido; posteriormente, se inicia un proceso de negociación, se desarrollan alteraciones del ánimo, como la tristeza y la depresión, cuando la persona constata que la negociación no da resultados, y finalmente se llega a la aceptación pacífica de la muerte. Stedeford (1984), por su parte, adaptó el modelo de Kübler-Ross estableciendo circularidad en las diferentes fases y, explica que la primera etapa es la crisis del conocimiento. De igual forma, el autor diferencia la negación psicológica de la negación activa: la primera es igual a la del modelo anterior, y la segunda consiste en que el individuo hace planes de futuro a pesar del conocimiento de su situación terminal. El tercer modelo es el de Buckman (1998), citado por Schröder (2003), quien plantea que los diferentes procesos se dan según el individuo, que algunas fases pueden darse simultáneamente, como la negación y la rabia, y que existen reacciones emocionales como el miedo, la culpabilidad y el humor, que deben ser contempladas en el modelo. Buckman plantea entonces tres fases en el proceso de morir: la fase de lucha (miedo, ansiedad y negación); la fase de desanimo (tristeza) y la fase de comprensión (aceptación). Se han realizado investigaciones que permiten establecer diferencias y similitudes en la forma de ver la muerte, y las reacciones frente a la misma, dependiendo de la edad. Los padres de los niños y adolescentes tienden a evitar el tema por sus propios temores, y los niños tienen su propia comprensión del fenómeno, según su edad cronológica. Nagy (1948), citado por González y Ramos (1996) establece que existe una caracterización en la comprensión de la muerte. Por ejemplo, niños entre tres y cinco años consideran a la muerte como un viaje o una separación temporal de la persona que muere; los niños entre los cinco y nueve años ven la muerte como algo externo, un hecho concreto; y finalmente, en los niños entre nueve y diez años empiezan los procesos de generalización y abstracción que les permiten ver la muerte como algo universal, con causalidades específicas y sin retroceso. En la misma línea, Kane (1979), establece la influencia del desarrollo intelectual y el entorno sobre la concepción de muerte; a mayor edad se va construyendo una visión más real sobre la muerte. Las diferentes etapas de la vida permiten la modificación de los contratos con el inicio y el final de la vida, las formas de aproximarse a la muerte y el desarrollo del repertorio conductual de afrontamiento a partir de la relación con el entorno.
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Teniendo en cuenta lo anterior, González y Ramos (1996), establecen que las variables como la edad, las experiencias y el desarrollo psicosocial del niño determinan la concepción de muerte y su actitud ante la misma. Por su parte, Feifel (1963), citado por Angarita y De Castro (2002), afirma que la madurez psicológica del individuo, las estrategias de afrontamiento y los marcos de referencia son fundamentales para afrontar mejor las situaciones de pérdida. De la misma manera, Ramos y García (1991), realizaron un estudio sobre la ansiedad ante la muerte, que incluye miedo a la muerte personal, preocupación por el cambio físico, preocupación por el paso del tiempo y miedo al sufrimiento asociado con la enfermedad y la desaparición. Estudios relacionados con la ansiedad ante ésta han caracterizado este fenómeno en los adolescentes y en los adultos y establecen que el tener creencias religiosas y pensar que hay vida después de la muerte genera mayor ansiedad ante la misma. Por el contrario, otros autores establecen que las creencias religiosas disminuyen la ansiedad al respecto (Collett y Lester, 1969). La ansiedad ante una enfermedad crónica puede verse mediada por el pronóstico que se tenga, los miedos frente a la muerte y la relación médico-paciente (Missiha, Solish y From, 2003). En otro estudio, se encontró que existe un mayor miedo ante la muerte en las mujeres jóvenes que en las mayores y no se encuentran diferencias significativas en función de las formas de morir (Straub y Roberts, 2001). Existen varios estudios que plantean que la edad (Cicirelli, 2001), el soporte social (Cicirelli, 1999, 2002), la autoestima, la religiosidad y el sexo (Cicirelli, 2002), están relacionados con el miedo a la muerte. En la misma línea, la ansiedad ante ésta es mayor en las mujeres y en las personas que tienen menor religiosidad (Suhail y Akram, 2002). Otro factor que ha sido estudiado con relación a ésta, ha sido la diferencia cultural, la cual es fundamental en los procesos de intervención. En efecto dependiendo de la cultura y la etnia, se producen los significados sobre la muerte y su ansiedad. (Depaola, Griffin, Young y Neimeyer, 2003). De igual forma, los trastornos psicopatológicos han sido evaluados y relacionados con la ansiedad ante la muerte, y es la hipocondriasis la de mayor correlación (Noyes, Stuart, Longley, Langbehn y Happel, 2002). Existen varios aspectos relacionados con la muerte, que son claves en la evaluación de un duelo. En primera instancia, las variables sociodemográficas, como la edad, el sexo y el estatus social influyen sobre los pensamientos, sentimientos y comportamientos hacia el hecho de morir. En segunda instancia, las variables psicológicas, como el ciclo evolutivo, la madurez psicológica y las habilidades de afrontamiento del individuo afectan la evaluación que se realice de la pérdi-
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da y el manejo de la misma. Y finalmente, las consecuencias de la muerte en el individuo, en su familia y en su entorno en general, permiten concebir el grado de implicación o afectación al que pueden verse expuestos el paciente y su familia. Por tanto, las consecuencias pueden oscilar entre alteraciones económicas, en la estructura familiar y en la salud física y mental y afectar la calidad de vida del paciente y su entorno. Finalmente, la evaluación de las ideas, las estrategias de afrontamiento y las habilidades terapéuticas van a favorecer el apoyo psicológico y social adecuado para un evento como la muerte. La muerte por enfermedad crónica Cuando a una persona se le diagnostica una enfermedad crónico-degenerativa, se inicia un proceso de preparación para las diferentes pérdidas relacionadas con las condiciones de salud y, en etapa terminal, para la pérdida de la vida. Según los estudios sobre la historia de la muerte, la enfermedad tenía un sentido, un significado, dependiendo de la enfermedad que se tuviera y de la forma de ver la muerte; así, podría verse como un proceso de redención, como un castigo, un paso a la santificación o al descanso (Mitre, 2002). Desde hace algunos años se han generado corrientes en las cuales lo fundamental es que el paciente viva sus últimos días con calidad y tranquilidad. Se habla, por tanto, de un concepto de muerte digna, donde se busca que la persona tenga las condiciones necesarias para una muerte, respetando la dignidad humana y garantizando la calidad en los últimos momentos de su vida y en sus diferentes áreas (Fonnegra, 1999). Este concepto no sólo es una denominación: implica factores humanos, éticos, existenciales que buscan la calidad de vida y el bienestar del paciente. Existen diferentes actos médicos utilizados con el fin de dar una muerte digna, entre ellos se pueden mencionar la eutanasia (voluntaria y pasiva), y el suicidio médicamente asistido, con el fin de evitar la distanasia, es decir, la postergación de la muerte por intervenciones biotecnológicas. La eutanasia activa es definida como un acto médico que finaliza la vida del paciente terminal por su solicitud, ya que no son tratables el dolor y los sufrimientos. De igual forma, Fonnegra (1999), define la eutanasia pasiva como el resultado de la suspensión de los procesos artificiales para mantener la vida, o en su caso no iniciar tratamientos en el mismo nivel de artificialidad para que la persona pueda morir naturalmente. La eutanasia se considera un derecho a morir dignamente; la persona puede elegir el momento de su muerte, principalmente como un acto de finalización del sufrimiento o por dignidad frente a una enfermedad terminal que no
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le permite tener bienestar alguno (Davies, 2005). El suicidio médicamente asistido consiste en que el paciente se suministra unos medios sugeridos por el médico para finalizar su vida. Estos aspectos mencionados tienen implicaciones legales sobre las cuales se debe tener conocimiento y asesoría especializada, dependiendo del lugar, el país y la legislación. En Colombia, por ejemplo, en el Decreto 1543 de 1997, relacionado con la infección por el VIH, se contemplan algunos derechos fundamentales y se compara con los derechos y principios de la Constitución Política de Colombia. Un derecho fundamental en las personas con enfermedades crónicas es el derecho a morir dignamente, el cual se describe en la Tabla 1. Tabla 1. Derecho a morir dignamente según la Constitución Política de Colombia y el Decreto 1543 de 1997 Principios y Derechos (Constitución Política de Colombia)
Las personas infectadas con VIH/sida tienen derecho a ...(Decreto 1543/97)
Derecho a morir dignamente, y a elegir la inhumación o la cremación
• Permitir que el proceso de la muerte siga su curso natural, en la fase terminal de la enfermedad. • El equipo de salud, si el paciente lo permite, debe otorgarle los cuidados paliativos que le sean posibles, hasta la muerte. • El paciente o las personas a cargo pueden decidir libremente, después de su muerte, la inhumación o cremación del cadáver.
Los lineamientos de la National Hospice Organization [NHO], citados por Fonnegra (1999), establecen que el objetivo es brindar apoyo y cuidado a las personas en estado terminal para un mayor bienestar, por medio de la atención personalizada y una efectiva comunicación médico-paciente durante el proceso de la enfermedad hasta la muerte. De igual forma, una de las principales preocupaciones de los funcionarios de salud y los educadores es la preparación para la muerte, tanto del paciente como de la familia; y esto exige que el profesional debe analizar cuál es su actitud frente a la muerte, qué es lo que le preocupa y cómo debe manejarlo. En el ejercicio profesional es indispensable discriminar el límite entre lo que se debe hacer y cómo se debe ejecutar cualquier procedimiento médico y psicológico.
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Se han proclamado en diferentes espacios los derechos del paciente terminal, los cuales se mencionan en la Carta de derechos de los moribundos, para ser tenidos en cuenta (Cuadro 1). Con base en lo anterior, la preparación para la muerte implica procesos individuales, grupales, sociales y profesionales, con el fin de lograr un afrontamiento de la enfermedad crónica más funcional y, a su vez, tener una muerte digna. Las pérdidas y los duelos en la enfermedad crónica El duelo es uno de los temas de mayor interés en relación con la muerte, y las aproximaciones teóricas y filosóficas han sido fundamentales para lograr una mayor comprensión y aceptación de los procesos de pérdida. Cuadro 1. Carta de derechos de los moribundos, citada por Muñoz (2001) 1. Tengo derecho a ser tratado como un ser humano vivo hasta el momento de mi muerte. 2. Tengo derecho a ser cuidado por personas capaces de mantener una situación de optimismo por cambiantes que sean mis circunstancias. 3. Tengo derecho a expresar mis sentimientos y emociones sobre mi forma de enfocar la muerte. 4. Tengo derecho a participar en las decisiones que incumban a mis cuidados. 5. Tengo derecho a esperar una atención sanitaria y humana continuada aun cuando los objetivos de “curación” tengan que transformarse en objetivos de “bienestar”. 6. Tengo derecho a no morir solo. 7. Tengo derecho a no experimentar dolor, sin medida del costo de ningún tipo. 8. Tengo derecho a que mis preguntas sean respondidas con sinceridad. 9. Tengo derecho a no ser engañado si no quiero. 10. Tengo derecho a disponer de ayuda de y para mi familia a la hora de aceptar mi muerte. 11. Tengo derecho a morir con paz y dignidad. 12. Tengo derecho a mantener mi individualidad y a no ser juzgado por decisiones mías que puedan ser contrarias a las creencias de otros. 13. Tengo derecho a discutir y acrecentar mis experiencias religiosas o espirituales, cualquiera que sea la opinión de los demás. 14. Tengo derecho a esperar que la inviolabilidad del cuerpo humano sea respetada tras mi muerte, según mi voluntad. 15. Tengo derecho a ser cuidado por personas solícitas, sensibles y entendidas, que intenten comprender mis necesidades y que sean capaces de obtener satisfacción del hecho de ayudarme a afrontar mi muerte.
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¿Qué es el duelo? Tapias (1996), establece que el duelo es “el proceso natural vivido por la persona que se duele, sufre y lucha interiormente por una pérdida” (p. 6). A su vez, Cabodevilla (2003), define el duelo como “la respuesta emotiva a la pérdida de alguien o de algo” (p. 201), y en ello coincide Muñoz (2001), quien afirma que el duelo es “la reacción emocional que se produce con la pérdida de un ser querido” (p. 201). Otros autores establecen una relación entre el duelo y la psicopatología y lo definen como: “una reacción normal ante la muerte de un ser querido y debe distinguirse de un cuadro clínico de depresión a partir de la severidad, de su duración y de los diferentes síntomas que se presentan” (p. 116) (Navia y Bas, 2000). El afrontamiento del duelo depende del valor atribuido por la persona a su pérdida (Cabodevilla, 2003). A partir de ésta, la persona entra en un proceso de duelo, donde busca adaptarse a partir de los cambios significativos que implica la enfermedad crónica en la salud, en la sexualidad y en su estilo de vida en general. A esto se suman las reacciones a nivel fisiológico de la persona en el duelo: el insomnio, el dolor, la pérdida del apetito, la hiperactividad; a nivel emocional se puede mencionar la incapacidad de tomar decisiones, la irritabilidad, la ansiedad, la depresión, etc. (Muñoz, 2001). Este proceso es consecutivo a la pérdida, inevitable, conlleva al sufrimiento por medio de reacciones emocionales no manejadas; tomándolo positivamente puede tener ganancias y hay que darle una reorganización de tipo físico, cotidiano, de tipo social y espiritual. Con base en estos cambios la persona diagnosticada tiene la necesidad de hablar, expresar sus miedos y ser escuchado; por tanto, es importante reducir su malestar con la utilización de los cuidados paliativos y lograr una muerte tranquila y digna (Bayés, 2001; Muñoz, 2001). Cuando se habla de duelo, es inevitable retomar el concepto de pérdida, el cual se relaciona básicamente con pérdidas físicas y tangibles y con pérdidas simbólicas. Estas pérdidas son procesos de rompimiento de los vínculos afectivos con objetos o personas y la reorganización emocional y cognitiva frente al hecho que genera desequilibro temporal. Por tanto, representa el estado de pérdida de cualquier ser, objeto, parte del cuerpo o función que es significativa para el individuo. Los duelos que se presentan más frecuentemente son los relacionados con la muerte de un ser querido y la ruptura de relaciones (Gómez, 1996). La pérdida más difícil la constituye la muerte de un hijo, y es fundamental todo el apoyo familiar para su afrontamiento (Davies, 2005; Markham, 1996).
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Clasificación de los duelos Pueden darse varios tipos de duelo: el normal; el retardado (cuando no se da de inmediato por la “anestesia”); el crónico (por no resolverlo a su debido tiempo); el patológico (afecta la calidad de vida y el entorno de quien enferma), y el anticipatorio (el conocimiento de la propia muerte, que se puede usar de un modo benéfico tanto para el paciente como para la familia, al dedicar tiempo en la solución de conflictos y lograr despedirse con amor) (Fonnegra, 1999). El duelo anticipatorio y el duelo patológico son posiblemente los más relevantes en relación con las enfermedades crónicas. Por tanto, se profundizará en ellos. Partiendo de la definición de duelo de Fonnegra (1999), como un proceso activo donde la persona poco a poco va asumiendo la pérdida, se puede afirmar que desde el momento del diagnóstico de una enfermedad crónica se inicia la preparación para la muerte. Esta preparación es realizada por y para el paciente, la vive éste directamente y se espera sea en compañía de sus seres queridos, con la orientación de un profesional que facilite la información sobre lo que va a ocurrir y logre la expresión de sentimientos y dudas para, en alguna medida dar certidumbre. En los grupos de autoapoyo, la muerte de un miembro del grupo puede ser una forma de duelo anticipatorio. El hecho de compartir el mismo diagnóstico les permite a los miembros del grupo tener aproximaciones a la muerte. Dependiendo de la forma de muerte que ha tenido un compañero, asumirán ideas adecuadas o inadecuadas sobre el proceso de su enfermedad. De ahí la importancia de generar permanentemente, intervenciones que aclaren los hechos y expliquen las causas de la muerte sin interpretaciones incorrectas. Por ejemplo, la muerte ocasionada por una enfermedad crónica no es igual para todos, porque depende de factores biológicos e individuales relacionados con el autocuidado y la adherencia terapéutica, entre otros. El duelo anticipatorio permite prepararse para la muerte, puede disminuir la intensidad de las reacciones emocionales al tener una preparación previa, pero puede también causar un efecto contrario en la medida que incrementa la ambivalencia, al no presentarse inmediatamente la muerte (Gómez, 2004). El duelo en el que “la persona está desbordada, recurre a conductas desadaptativas, o permanece inacabablemente en este estado, sin avanzar en el proceso del duelo hacia su resolución” (p.1158), se considera un duelo patológico (Horowitz, Wilner, Marmar y Krupnick, 1980). El modelo de Bowlby (1980), referente al duelo patológico, incluye las características personales de quien sufrió la pérdida, las experiencias previas y el procesamiento cognitivo de la misma. Adicionalmente, las personas ansiosas, las que sobreprotegen a las per-
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sonas y las que se consideran autosuficientes y racionales tienen más tendencia a desarrollar un duelo patológico y, posteriormente, a reproducir relaciones similares y reaccionar ante la pérdida con un intenso sentimiento de culpa o con depresión mayor, crisis de ansiedad, estrés postraumático, etc. Thomas (1991), establece una clasificación de los duelos patológicos con relación a las enfermedades psiquiátricas, como son el duelo delirante, el duelo melancólico, el duelo maniático, el duelo obsesivo y el duelo histérico. De igual forma, Cabodevilla (2003), clasifica los duelos patológicos en cinco tipos: duelo crónico, aquel en el que no se ha logrado finalizar el duelo de forma satisfactoria; duelo congelado, donde se ha presentado una inhibición de sentimientos en el momento de la pérdida; duelo enmascarado, en el cual se presentan síntomas que no se explican y no se relacionan con ésta; el duelo exagerado, donde la intensidad es muy alta, y el duelo ambiguo, que ocurre cuando no se tiene claridad de la muerte de la persona, y puede deberse tanto a la ausencia física como a la psicológica de la persona fallecida o desaparecida. El duelo patológico puede prevenirse con un programa educativo relacionado con las pérdidas y el manejo de las mismas. Sin embargo, el desconocimiento de todos estos factores no favorece una evaluación del riesgo que permita intervenir a tiempo y facilitar un adecuado proceso. Los profesionales de la salud pueden actuar en diferentes momentos relacionados con la muerte y tener en cuenta el diagnóstico y el pronóstico de la enfermedad, tanto para el paciente como para su familia. Existen factores que influyen en el desarrollo normal o patológico del duelo, entre esos factores están: los duelos vividos con anterioridad, la relación con la persona fallecida, la edad y la personalidad, los factores socioeconómicos, culturales y religiosos, y las circunstancias en que se presentó la muerte (Mishara y Riedel, 1986). Entre los factores que influyen en el duelo, se encuentran: la forma de dar un diagnóstico, la relación terapéutica, las redes de apoyo con las que cuenta y las estrategias de afrontamiento. Por otro lado, Cabodevilla (2003), establece que la personalidad y la edad del doliente, su relación con la persona que muere, la forma de morir y las redes de apoyo influyen en la forma en que se presenta el duelo. De igual forma, el autor plantea que el duelo tiene cuatro fases: inicia con el shock o incredulidad; posteriormente se siente rabia o agresividad por la pérdida, seguida de desesperanza hasta la fase en la cual se da un proceso de reorganización. Davies (2005) y Jankélévitch (2002), plantean que la muerte se asume de forma diferente si es personal, si es la muerte de otros y si se tiene conciencia de la misma. De igual forma, la edad es una variable fundamental en el momento de
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ver, comprender y afrontar la muerte, ante lo cual se deben dar intervenciones diferenciadas según el ciclo de vida (Davies, 2005). A su vez, el autor indica que la muerte de un niño es más difícil de asimilar, teniendo en cuenta que no se espera que a esa edad tan temprana se produzca, siendo más aceptable la muerte de una persona mayor. De igual forma, las experiencias previas con relación a la muerte de un ser querido influyen en la asimilación de próximas muertes dependiendo de cómo haya sido el proceso (Floyd, Coulon, Yanez y Lasota, 2005). Cuando el paciente es un niño, las preocupaciones de los padres inician desde el momento de la comunicación del diagnóstico, e incluyen aspectos como las explicaciones sobre la situación, las circunstancias, los cambios que se deben dar y la preparación para la muerte; al tiempo que se preparan para la pérdida de su hijo y la modificación de algunos comportamientos en función de su ausencia (Espada y Quiles, 2001). Por otra parte, se han relacionado las condiciones de salud con la percepción ante la muerte, encontrándose que en la medida que se tenga mayor deterioro físico a causa de una enfermedad, se ve la muerte como una forma de escape (Lockhart et al., 2001). Sullivan, Ormel, Kempen y Tymstra (1998), encuentran una relación entre la salud mental y las condiciones de salud en función del miedo a la muerte, y plantean que la salud mental tiene una relación más fuerte con el miedo a la muerte que la salud física. Tapias (1996), concluyó sobre las reacciones tanto físicas como psicológicas y socioculturales ante la muerte, que la respuesta depende de las características individuales, las relaciones interpersonales y el momento en el cual se esté dando la situación. Sin embargo, también es importante considerar que las reacciones dependen de la enfermedad, porque no es lo mismo el manejo de una enfermedad con connotación social negativa, como el sida, a una enfermedad como el cáncer, donde el sistema de apoyo varía considerablemente (Castellanos y Jerez, 1996). De igual forma, Serani (1993), apoya la diferencia de asimilación y respuesta ante un diagnóstico, dependiendo de la enfermedad. Los pacientes diagnosticados con VIH/sida tienen diferentes situaciones personales y sociales que manejar, principalmente por causa de la infección relacionada con comportamientos sexuales sin protección, lo cual tiene connotaciones morales, sociales, etc.; en muchas ocasiones también se ve influenciado por el temor a descubrir la orientación sexual. Por el contrario, enfermedades como el cáncer, la hipertensión, etc., tienen más relación con estilos de vida poco saludables, malos hábitos de vida relacionados con la alimentación, el deporte, y en muchas ocasiones la causa tiene un componente alto de herencia, por lo cual la connotación social es diferente.
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El acompañamiento por parte de los profesionales de la salud debe estar fundamentado en una preparación académica y práctica en relación con las diferentes enfermedades y no asumir que todas tienen las mismas reacciones y consecuencias. El desconocimiento de las reacciones emocionales y biológicas podría generar una intervención inadecuada, dificultaría la empatía al no poder entender los planteamientos del paciente y no ser efectiva su intervención. Intervención psicológica en la fase terminal La psicología tiene un papel fundamental, no sólo en el acompañamiento en los procesos de pérdida del ser humano, sino también en la educación y sensibilización ante otro proceso con diferentes manifestaciones, como es la muerte. Por tanto, el principal objetivo es contribuir a la disminución de las consecuencias negativas de la muerte y el duelo, a nivel biológico, psicológico y social teniendo en cuenta que se deben realizar procesos de adaptación ante la ausencia de una persona que ha pertenecido a la familia o a un entorno y ha tenido vínculos afectivos, sociales, académicos, laborales, etc., significativos o no, y que afecta el presente o podría afectar el futuro. De igual forma, es importante tener una visión integral sobre la muerte, no sólo para preparar a la familia ante el fallecimiento de su familiar, sino también para todos los cambios y consecuencias que este evento pueda generar. Se debe considerar el ciclo de vida de los familiares, el tipo de relación con la persona fallecida, las redes de apoyo con las que cuenta y sobre todo, evaluar las estrategias de afrontamiento e intervenir en ellas. Teniendo en cuenta que el impacto emocional puede verse influenciado por la información recibida, las redes de apoyo con las que se cuente, los cambios percibidos en el estilo de vida y las crisis de valores y creencias, es fundamental realizar una evaluación de la situación del paciente para una intervención acorde con las necesidades (Bayés, 2001; López, 2003). La evaluación de algunos trastornos psicológicos como la depresión, la ansiedad y la calidad de vida en los pacientes puede realizarse por medio de diferentes escalas o procesos de entrevista clínica. Schröder (2003), menciona que las principales escalas utilizadas son el Inventario de depresión de Beck, el Hospital Anxiety and Depresión Scale, el Edmonton Symptom Assessment System, la Perceive Adjustment to Chronic Illness Scale [PACIS], entre otras, que evalúan la situación psicológica de los pacientes terminales. De igual forma, es importante mencionar que existen instrumentos que permiten valorar el nivel de ansiedad, miedo o temor ante la muerte en enfermos crónicos que no están en etapa terminal, los cuales pueden aproximarnos a la situación del paciente; tal es el caso de la Escala Collett-
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Lester, que ha sido utilizada en diferentes poblaciones con sus respectivas validaciones (Abdel-Khalek, 2004; Collett y Lester, 1969). Obviamente esta evaluación debe estar incluida dentro de una entrevista en la cual se logre tener información sobre el paciente, su situación médica, sus redes de apoyo, su historia médica fundamentada en el diálogo terapéutico y que cumpla con las normativas esenciales de los procesos evaluativos con los ajustes a la situación del paciente. Por tanto, la estandarización y normalización de los instrumentos de medición son fundamentales para lograr evaluaciones aproximadas a la realidad donde la fiabilidad y la validez se garanticen (Bayés, 2001).
Objetivos de la intervención psicológica La intervención en la preparación ante la muerte y el afrontamiento de la misma pueden orientarse hacia el paciente, la familia y los profesionales de la salud, dependiendo de las necesidades en cada uno de aquéllos. El objetivo de la intervención psicológica en la etapa terminal de las enfermedades crónicas es el control de síntomas y la solución de problemas psicosociales en el paciente, con el fin de obtener el mejor nivel de calidad de vida y tener en cuenta sus necesidades, las necesidades de la familia y la preparación necesaria de los profesionales de la salud como redes fundamentales de apoyo. Bayés, Arranz, Barbero y Barreto (1996), consideran que para lograr una intervención efectiva en pacientes terminales es fundamental tener un modelo integral que incluya la intervención con el paciente, la familia y los profesionales de la salud. Así mismo, otros autores han planteado la importancia de hacerlo con el paciente, la familia y los profesionales de la salud como personas claves en la etapa terminal del paciente (Barreto y Martínez, 2000; Fonnegra, 1992; Sanz, Gómez, Gómez y Núñez, 1993). Teniendo en cuenta los planteamientos teóricos anteriores, en este apartado se incluirán los objetivos fundamentales de la intervención psicológica con relación al paciente, a su familia y a los profesionales de la salud. La intervención psicológica hacia el paciente debe centrarse en el proceso de adaptación a su diagnóstico y a su estado actual de salud, resolver las dudas tanto de él como de su familia, favorecer el cambio de los hábitos de vida, facilitar la búsqueda o vinculación en las diferentes redes de apoyo y finalmente, acompañar en su etapa terminal (Espada y Quiles, 2001). Según los autores en la fase de los cuidados paliativos, la interdisciplinariedad está relacionada con los aspectos biopsicosociales, cuyo objetivo es aliviar en lo posible la mayoría de los síntomas físicos y psicológicos; de igual forma, facilitar el proceso
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de aceptación de su enfermedad, finalizar las actividades y procesos emocionales inconclusos o no resueltos con relación a sus actividades, sus relaciones sociales, familiares y afectivas, y prepararlo para la muerte. Los objetivos esenciales para el desarrollo del proceso terapéutico en la búsqueda de la adaptación del paciente a su diagnóstico son: la educación, el control emocional y los cambios en su vida. El primer objetivo es educativo y busca la contrastación y complementación de la información frente a la información que se tenga sobre la enfermedad y sus consecuencias. Por tanto, es fundamental realizar procesos educativos en los cuales se evalúe la actitud de las personas frente a la muerte, con el fin de modificar aquellas ideas y sentimientos que no sean funcionales para ellas (Abengozar, Bueno y Vega, 1999). En segundo lugar, el manejo de las reacciones emocionales del paciente y de su familia para disminuir un poco el impacto del diagnóstico y prepararlos ante el pronóstico. En la búsqueda del primer objetivo se debe manejar lo que se llama el ABC de la enfermedad crónica, que consiste en identificar el nivel de conocimiento del diagnóstico relacionado con la evolución, las alternativas de tratamiento, las estrategias de autocuidado (físico y psíquico) y el manejo social e institucional del mismo. Se busca conocer las fortalezas y debilidades en el manejo de la enfermedad para potencializar un manejo óptimo de la misma. El segundo objetivo es tranquilizar al paciente por medio de la consejería para facilitar alguna certidumbre y predicción de sus reacciones. Es muy frecuente restarle importancia a la comunicación del diagnóstico, siendo este momento, clave en el comienzo del proceso terapéutico con el paciente desde una perspectiva biopsicosocial. Aparentemente, el diagnóstico no sería un elemento relevante frente a las situaciones críticas de la enfermedad crónica; sin embargo, se considera que es trascendental para un manejo adecuado desde el inicio, y ante todo, el primer paso para la elaboración de pérdidas y ganancias a partir del diagnóstico. La comunicación del diagnóstico al paciente está regida por diferentes planteamientos legales, morales y éticos; por tanto, un factor fundamental es contemplar si éste tiene la capacidad y las condiciones suficientes para afrontar un diagnóstico determinado, y si no va a ser contraproducente comunicárcelo (Markham, 1996). Otro aspecto fundamental es el pronóstico de la enfermedad, el cual va a determinar la intervención óptima, y el seguimiento permanente de la evolución del paciente. En muchas ocasiones las enfermedades crónicas son diagnosticadas ya en etapa terminal; ante esto la intervención debe ser mucho más efectiva y rápida para aclarar las dudas, para comprender los temores e informar sobre la posible evolución. Se utiliza el término posible, ya que ningún caso es igual a otro, a pesar de que la enferme-
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dad diagnosticada sea la misma; esto depende de factores individuales, sociales, biológicos, psicológicos, institucionales y profesionales, entre otros. En este objetivo es fundamental el tratamiento de los miedos frente a la muerte y el acompañamiento en el duelo al paciente y a su familia. El tercer objetivo se relaciona con el apoyo en los cambios de estilo de vida que deben vivir el paciente y su familia: desarrollar habilidades de afrontamiento hacia una nueva situación, modificar los roles familiares y asumir otros; modificar la alimentación, cambio a actividades más pasivas, etc. De igual forma, el apoyo en el proceso de adherencia terapéutica, que en muchas ocasiones es fundamental para poder manejar adecuadamente la sintomatología y evitar las complicaciones (medición y control del dolor). Por otro lado, la intervención con la familia debe centrarse en la identificación y funcionalidad de las redes sociales, tanto institucionales como personales, con las cuales cuentan el paciente y su familia para facilitarles las diferentes etapas del diagnóstico crónico. Actualmente se busca que el paciente pase el menor tiempo posible en la clínica u hospital y la mayoría del tiempo en su casa, con el fin de tener mayor tranquilidad en su tratamiento y en caso de morir. Como lo planteaba Nuland (1993), citado por Fonnegra (1999), los centros hospitalarios se convertían en un lugar para morir solos y abandonados. Este aspecto genera una movilización de recursos humanos, económicos y logísticos a los cuales se ven expuestos el paciente y la familia. Además, exige una reorganización funcional y estructural con en el fin de evitar equivocaciones que pueden ser perjudiciales a todos. Para realizar un monitoreo y acompañamiento del paciente y su familia, la atención domiciliaria es esencial en los cuidados paliativos del enfermo terminal; por tanto, se deben crear las condiciones necesarias de desplazamiento del equipo de salud hasta su casa; buscar la adaptación de él y de su familia a la situación terminal; aumentar la esperanza de vida en enfermedades de las cuales se tenga algún nivel de control; contribuir a la disminución de las disoluciones y conflictos familiares por la proximidad de la muerte, y apoyar en el duelo anticipatorio (Cruzado y Olivares, 2000; De la Revilla y Espinosas, 2003). La pérdida del cónyuge o de una persona significativa ha sido muy estudiada en la medida que se han establecido reacciones o consecuencias negativas, como son los cambios en la salud física y mental, las alteraciones de ánimo como la depresión, y hasta consecuencias nefastas, como la muerte; por ejemplo, ante la viudez (Vega y Bueno, 1996). Por tanto, en los diferentes estudios se han
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encontrado diferencias en el afrontamiento de ésta según el sexo, estableciendo que las mujeres se adaptan mejor que los hombres cuando fallece su cónyuge (Stroebe y Stroebe, 1983). Cuando alguien se enferma o fallece, las familias se ven sometidas a cuatro tipos de problemas: la desorganización, las reacciones emocionales, la labilidad emocional y el deseo de introversión (Fonnegra, 1999). Esto se complicaría si no se resuelve de forma adecuada previniendo la aparición y el desarrollo de un duelo patológico. Un aspecto fundamental ha sido el apoyo espiritual en los pacientes terminales, el cual genera beneficios en la aceptación de la muerte y, obviamente, en la trascendentalidad del individuo (Donnay, 1999). A su vez, Domingo y Rodríguez (1999), indican la importancia de la asistencia psiquiátrica a los pacientes terminales, la cual permite controlar las enfermedades psicológicas y psiquiátricas que necesitan tratamiento farmacológico adicional. Los cuidados paliativos se han convertido en una de las áreas de intervención de mayor implicación para un equipo interdisciplinario, donde el trabajo coordinado y con una alta sinergia es fundamental para el acompañamiento al paciente y a la familia, cuando ya no existen posibilidades de curación ante una enfermedad crónica. Por tanto, en los cuidados paliativos se busca ver la muerte como algo natural y brindar todo el apoyo necesario para una muerte con calidad (Reig y Vázquez, 1999; Schröder, 2003). Otro aspecto de intervención con las familias que se descuida en frecuentes ocasiones es el aspecto legal, no sólo por el proceso de defunción y entierro, sino en todos los procesos posteriores relacionados con la pensión, el testamento, entre otros (Sherr, 1992). De aquí surge la necesidad de complementar el equipo multidisciplinar con un asesor jurídico o trabajador social, para realizar de una manera organizada y efectiva estos procesos legales, que en ocasiones, o no son aprovechados, o por el contrario, generan mayores conflictos. Una variable de gran relevancia para la evaluación psicológica son las opciones religiosas de los pacientes, ya que se presentan confrontaciones sobre los procedimientos médicos y psicológicos permitidos o no, según la confesión propia. Este aspecto podría entrar a favorecer procesos como la reducción de la ansiedad, según diferentes estudios, pero también puede ser un obstáculo para salvar la vida de una persona, en caso de contradecir sus principios. Por último, aunque actualmente la actitud de los profesionales de la salud frente al paciente ha cambiado, aún se mantiene la dualidad frente al dar o no información a éste sobre su enfermedad. Esto ha avanzado gracias a la difusión de estrategias de comunicación, y a las normas de información de la situación del paciente desde el inicio hasta la evolución de la enfermedad (Meyer, 1983). Sin
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embargo, preservar la vida es el principio fundamental de la medicina y en muchos casos puede ser a costa del desgaste físico, psicológico y emocional del enfermo. Este aspecto se ha logrado controlar un poco a través de la creación del consentimiento informado, que como lo describe Fonnegra (1999), es. La aprobación o desaprobación por parte del paciente de cualquier tratamiento o intervención médica, siempre y cuando sea una persona competente, adulta y disponga de información suficiente, actualizada y explícita, en un lenguaje comprensible y detallado, acerca de lo que va a decidir (p. 7).
Los profesionales de la salud, especialmente los médicos, deberían no sólo preservar la vida, sino también estar preparados para el acompañamiento del enfermo en el proceso de morir y en aliviar el sufrimiento. Por tanto, la clínica y la investigación deben estar unidas y tener en cuenta que son fundamentales en el avance de la comprensión y el acompañamiento en ese proceso; para tal fin, la sensibilización, la información y la capacitación frente a la muerte y el duelo deben impartirse o facilitarse en el paciente, en la familia, en los profesionales de la salud y en la comunidad en general (Bayés, 2001). No se puede olvidar que la actitud de los médicos frente a la muerte y a los métodos de intervención se ve influenciada por la edad del profesional, contrario al género y la especialidad, y los más jóvenes son un poco más abiertos a las diferentes intervenciones poco tradicionales (Hinkka, Kosunen, Lammi, Metsanoja y Kellokumpu, 2004). La muerte también es considerada como una oportunidad de confrontación personal para el profesional de la salud, frente a sí mismo y el entorno, y en muchas ocasiones debe replantearse la vida en términos de un plan acorde a su situación actual (Yalom, 2000). Este aspecto se convierte en un área importante de intervención, teniendo en cuenta que ante una enfermedad crónica se deben generar ajustes en todo el estilo de vida, y así afrontar una nueva situación y continuar con la vida normalmente, en la medida de lo posible. Esto no sólo depende del tipo de enfermedad, sino también de las intervenciones interdisciplinarias, los recursos económicos y sociales, y ante todo los recursos personales. Los profesionales de la salud deben tratar de entender las diferentes reacciones emocionales de los pacientes con el fin de apoyarlos, tomando en cuenta la ansiedad y el miedo que genera la muerte (Cicirelli, 1999). La comunicación con el paciente es fundamental en el proceso terminal, principalmente la creación de un ambiente de confianza, de sinceridad, en el cual se pueda compartir una situación que puede llegar a ser muy compleja para él, para la familia y el profesional de la salud (Benítez del Rosario y Asensio, 2002).
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En el caso de los niños en fase terminal, según Die (2000), es fundamental el diálogo con ellos, brindando la información que los niños soliciten y adaptándola a su nivel de comprensión y de conocimientos. De igual forma, se deben crear espacios óptimos para la expresión de sentimientos, utilizar sólo conceptos adecuados y tener en cuenta la disposición del niño. Existen diferentes formas de preparación para la muerte y el duelo y, específicamente con los niños y los adolescentes se han utilizados técnicas gráficas que han sido efectivas (Turner, 2004). Tipos de intervención psicológica El cumplimiento de los objetivos de la intervención psicológica en fase terminal, puede lograrse por diferentes procesos y desde diferentes enfoques de la disciplina. Cada uno tiene sus ventajas y sus limitaciones; lo importante es que el trabajo se realice en función de las necesidades que tengan el paciente, la familia y las otras personas implicadas en el proceso de preparación para la muerte. A partir de los resultados obtenidos de la evaluación, la intervención psicológica debe centrarse en el control emocional; en el manejo de la sintomatología física de la enfermedad, “como el dolor, en el fortalecimiento del control y la autonomía del paciente en la medida de sus posibilidades y solucionar las situaciones que aun no se han podido resolver y que son fundamentales para realizar un proceso adecuado”. (Schröder, 2003). Entre las modalidades terapéuticas más mencionadas por su efectividad y aportaciones a los cuidados paliativos se encuentran la asesoría y las psicoterapias, ya sean psicodinámicas, cognitivo-conductuales, racional-emotiva, psicoterapia breve y terapia de familia (Nieto, Abad, Esteban y Tejerina, 2004). La asesoría es la terapia más simple que se deriva del asesoramiento social enfatizando en los problemas cotidianos; este proceso implica la exploración de las diferentes situaciones vividas por el paciente y su familia, tratar de resignificar la situación que se vive y finalmente, realizar una serie de acciones encaminadas al desarrollo normal del duelo y de la pérdida (Nieto et al., 2004).
Existen diferentes formas de intervención en los diferentes momentos, tanto de la muerte como del duelo, y su principal función es el acompañamiento y asesoramiento en los dos procesos. A partir de los diferentes estudios y por experiencia clínica se observa un alto nivel de desinformación de las personas frente a éstos. Por tanto, una de las estrategias sugeridas es el desarrollo de programas educativos a través de los cuales las personas puedan aproximarse a los conceptos de la muerte y el duelo y sus implicaciones biopsicosociales (Reynolds, 1983). Otro aspecto fundamental en las intervenciones en el proceso de morir se relaciona con la elaboración de los duelos, en los cuales Worden (1997), plan-
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tea que una persona debe cumplir tres tareas fundamentales para finalizar su proceso de duelo: tratar de aceptar la realidad de la pérdida por medio de verbalizaciones; trabajar sobre las emociones y el dolor que genera la pérdida con expresión de sentimientos; y adaptarse a su nueva vida sin la persona fallecida, lo cual implica en muchas ocasiones modificar los roles asumidos; y finalmente, resignificar emocionalmente al fallecido y continuar con la vida. De igual forma, Gómez (2004), plantea que la intervención en las personas que están en duelo debe centrarse en el mejoramiento de la calidad de vida del paciente, la ampliación de interacción y redes sociales, la disminución del estrés, el aumento de la autoestima y la prevención de enfermedades mentales. Existen diferentes técnicas conductuales que pueden utilizarse en la preparación para la muerte, así como la reducción de la ansiedad en los pacientes terminales (relajación, visualización, control de la respiración, desensibilización sistemática, expresión de sentimientos, detección del pensamiento con relación a ideas irracionales sobre la muerte, y la modificación de los mismos) (López, 2003); el control de la sintomatología física, como el dolor (relajación, desviación de atención, etc.), o las intervenciones relacionadas con el desarrollo de habilidades de afrontamiento de la pérdida, la reorganización familiar y el cambio de roles (expresión de sentimientos, solución de problemas, etc.) (Markham, 1996). La Terapia racional emotiva es una de las más integrales, en la medida en que permite no sólo la reestructuración cognitiva, sino también el control de las emociones de las personas en momentos de crisis (Ellis y Grieger, 1990). Conclusiones La muerte y el duelo son temas importantes para la intervención con el enfermo crónico. Se han realizado diferentes estudios en los cuales se logra vislumbrar la multidimensionalidad de estos fenómenos y el nivel de profundización que se necesita para un manejo óptimo. En este capítulo se realizó una revisión sobre aspectos fundamentales del duelo y la muerte en relación con las enfermedades crónicas y los posibles focos de intervención. Es importante resaltar que en el entorno social colombiano existen pocas investigaciones que caractericen las reacciones frente a los duelos y la muerte, lo cual resulta paradójico, si se contrasta con la tasa de muerte violenta en este país. Después de lo tratado en el capítulo, podría pensarse que dos objetivos fundamentales en las ciencias de la salud son: preservar la vida y contribuir a morir dignamente cuando sea necesario e inevitable, con el apoyo tanto al paciente como a su familia y a los profesionales de la salud implicados en la situación;
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obviamente, estableciendo límites terapéuticos y garantizando la ética profesional en cada una de las intervenciones que se realicen. Con base en los planteamientos de la American Geriatric Ethics Comittee [AGS], (1995), las intervenciones que se realizan en las personas con enfermedades crónicas que se encuentran en etapa terminal, no sólo deben incluir la intervención con el paciente, sino también con la familia y los profesionales de la salud. Teniendo en cuenta los cambios permanentes y radicales en el estado de salud del paciente, lo cual implica conocimiento y habilidades terapéuticas específicas, el trabajo interdisciplinario, los aspectos éticos y la actitud de los profesionales de la salud (Barreto y Martínez, 2000). Por lo tanto, los profesionales de la salud no se deben conformar con tener información sobre los procesos de duelo, sino realizar un proceso personal sobre sus actitudes frente a la muerte y las consecuencias de ellas en su ejercicio profesional. Finalmente, es fundamental tener claro que los procesos implicados en la enfermedad crónica no sólo son biológicos, también hay emocionales, psicológicos y sociales deben ser intervenidos por diferentes profesionales en función de su competencia. La intervención integral en las diferentes enfermedades crónicas debe ser desde el momento del diagnóstico hasta la muerte del paciente, centrarse en el diagnóstico precoz, el control de la enfermedad, el manejo de la sintomatología y la disminución del sufrimiento; sin embargo, el cuidado biológico no es suficiente, es fundamental atender los aspectos psicosociales que viven el paciente y su familia (Bayés, 2001). Por tanto, el campo de la intervención psicológica en la etapa terminal es un tema de investigación e intervención fundamental en nuestro país.
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Capítulo 9
Burnout en profesionales de la salud que atienden la enfermedad crónica 5
INGRID CAROLINA GÓMEZ BARRIOS SANDRA XIMENA GÓMEZ PÁEZ
Antecedentes La mayoría de los estudios en el campo de la Psicología de la Salud han estado orientados hacia las problemáticas de los pacientes y no hacia el personal que los atiende. Alexander et al. (2001), citados por Serrano (2002), consideran que atender o cuidar a otras personas es una fuente de satisfacción personal, pero que en ocasiones esta situación puede afectar la salud y el bienestar del personal de salud. No se pueden negar las repercusiones emocionales que conlleva ser responsable de la salud y seguridad de otro ser humano; sentirse impotente ante la enfermedad, el continuo y sostenido contacto con el sufrimiento, el dolor y la muerte y el agotamiento físico generado por las largas jornadas de trabajo, son situaciones que están presentes en el quehacer cotidiano de los profesionales de la salud. Landa y Mena (2003), señalan que las instituciones de salud constituyen uno de los estamentos relevantes en la gestión gubernamental, ya que tienen la importante misión de velar por el bienestar físico y mental de las personas. Para que éstas puedan operar óptimamente se necesita que sus trabajadores se encuentren sanos, pues el recurso humano de una institución de salud es vital para el buen funcionamiento del sistema y para la consecución de un servicio de alta calidad. Los autores señalan que la Organización Mundial de la Salud (OMS)
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Capítulo producto de la Investigación “Burnout en profesionales de la salud”, financiada por la Pontificia Universidad Javeriana, Cali.
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recomienda el cuidado de las personas que trabajan en este tipo de organizaciones, dado que el sistema de salud depende casi absolutamente de los conocimientos, las destrezas y la motivación de los profesionales que allí trabajan; los sistemas de salud deben velar por la calidad de vida de sus funcionarios, previniendo y atacando los riesgos laborales del entorno de trabajo mediante una adecuada manipulación de las condiciones ambientales. Se afirma que el estrés propio de los profesionales de la salud es mayor que el que se asocia a otras ocupaciones (Simpson y Grant, 1991, citados por Comisión Nacional del Sida [CNS], 2001), ya que estos profesionales se enfrentan a diario a situaciones como el dolor, la muerte, la enfermedad terminal, situaciones límite de otras personas y muchas veces la sensación de hacer poco o nada. Además estas situaciones vienen definidas por la urgencia y la toma de decisiones inmediatas en cuestiones de vida o muerte (Moreno-Jiménez y Peñacoba, 1999). Pero, además, estos profesionales enfrentan, al igual que muchos otros, la competitividad e inseguridad que rigen el ámbito laboral, el empeoramiento de las condiciones laborales, los bajos salarios, el aumento de las exigencias por parte de las instituciones, el desarrollo de las nuevas tecnologías, las exigencias del medio, los cambios trascendentales en los enfoques de la vida y las costumbres y la falta de expectativas de solución, las cuales condicionan en los profesionales en general, y en los profesionales de la salud en particular, un ritmo de vida que genera angustia, agotamiento emocional y problemas en las distintas áreas de funcionamiento y en el estilo de vida. Peiró (2004), señala que los nuevos sistemas de trabajo plantean una serie de implicaciones en la actividad de los profesionales; entre otros aspectos menciona: • El trabajo pasa a ser menos una actividad física y más una actividad mental, de procesamiento de información, de solución de problemas y de gestión de incertidumbre. • El incremento de la flexibilidad en sus múltiples formas: funcional (basada en nuevos aprendizajes y cualificaciones); horaria, geográfica, etc., la cual requiere una mayor capacidad de adaptación. • Se incrementa el trabajo en equipo y también la diversidad de los equipos con que se trabaja. • Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación representan una superación de diversas barreras relacionadas con el tiempo y el espacio; se redefine así el contexto físico y social del trabajo en relación con los grupos laborales, la supervisión, la propia vida y el entorno familiar.
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• Está cambiando lo que se entiende por buen desempeño laboral; toman peso características como la iniciativa, la toma de decisiones, el asumir riesgos para solucionar problemas, la innovación en el puesto de trabajo, los mecanismos de autocontrol y autorregulación y el desarrollo de estrategias de automotivación. En este contexto, el estrés laboral y el burnout ocupan un lugar destacado como factores de riesgo psicosocial o asociados a las denominadas enfermedades de adaptación (Serrano, 2002), pues son una de las principales causas del deterioro de las condiciones de salud, de la incapacidad laboral, la accidentalidad y el ausentismo. El problema del burnout alcanza tal magnitud, que la OMS evalúa la calidad de los sistemas de salud, en su informe del año 2000, y entiende que consecuencias como: la tasa de accidentalidad, la morbilidad y el ausentismo en los profesionales (entre los cuales está sobradamente demostrado que el personal de salud es el más afectado), se hallan están directamente ligadas a sus condiciones de trabajo (Gil–Monte, 2001, citado por Calvo, Tremearne y Valera, 2005). Definiciones del burnout El término burnout fue introducido en 1974 por Fredeunberger, quien lo empleó para describir el estado físico y mental que observó en jóvenes voluntarios que trabajaban con él en una clínica de desintoxicación. Después de un año, muchos de ellos se sentían agotados, fácilmente irritables, presentaban cansancio emocional, una pérdida de motivación, de compromiso laboral, y habían desarrollado una actitud cínica hacia sus pacientes, así como una tendencia a evitarlos (Hernández, Castejón e Ibáñez, 2004; Moreno-Jiménez y Peñacoba, 1999). El autor lo definió como una sensación de fracaso y una existencia agotada o gastada que resultaba de una sobrecarga por exigencias de energías, recursos personales o fuerza espiritual del trabajador. Freudenberger situaba las emociones y sentimientos negativos producidos por el burnout, en el contexto laboral, ya que es éste el que puede provocar dichas reacciones. En 1980, aportó otros términos a la definición, al plantearlo, como un espacio de “vaciamiento de sí mismo”, que viene provocado por el agotamiento de los recursos físicos y mentales, tras esfuerzos excesivos por alcanzar una determinada expectativa no realista, la cual ha sido impuesta por el individuo o por los valores propios de la sociedad. Es principalmente con las investigaciones de Maslach y Jackson, cuando adquiere importancia el estudio de esta problemática; el burnout fue descrito por
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estas autoras, como el cansancio emocional que lleva a una pérdida de motivación y que suele progresar hacia sentimientos de inadecuación y fracaso (Maslach y Jackson, 1982 citados por García, 1993). Las autoras plantean tres dimensiones, a partir de las cuales se identifican diferentes síntomas: • Agotamiento emocional, hace referencia a la falta de recursos emocionales y al sentimiento de que nada se puede ofrecer a la otra persona. Es consecuencia de las continuas interacciones que los trabajadores deben mantener entre ellos, así como con los clientes. Las manifestaciones somáticas y psicológicas que se presentan, son entre otras: abatimiento, ansiedad e irritabilidad. • Despersonalización, la cual supone el desarrollo de actitudes negativas y respuestas cínicas y de insensibilidad hacia las personas a quienes los trabajadores prestan sus servicios, así como hacia los colegas, lo cual conduce con mucha frecuencia a la idea de que son la verdadera fuente de los problemas (responsabilizan a los otros de su propia frustración y fracaso). • Baja realización personal, que conllevaría a la pérdida de confianza en la realización personal, y la presencia de un autoconcepto negativo como resultado, muchas veces inadvertido de las situaciones ingratas; se refiere a la percepción de que las posibilidades de logro en el trabajo han desaparecido, junto con sentimientos de fracaso y baja autoestima. El burnout es un cuadro que se caracteriza por ser un proceso con etapas progresivas. En la primera etapa se produce agotamiento emocional, con presentación de tedio y disgusto por las tareas propias del trabajo y la pérdida de atracción, interés y satisfacción laboral; esta etapa se asocia con intentos activos pero inefectivos de modificar la situación con la consiguiente sensación de indefensión. En la segunda etapa, caracterizada por la despersonalización, depresión y hostilidad, se producen cambios en las relaciones con los usuarios y pacientes, marcadas por el desinterés, pérdida de empatía e incluso la culpa. Finalmente, en la tercera etapa, marcada por la pérdida de realización personal, se produce una sensación cada vez más generalizada de que no vale la pena implementar cambios ni es posible mejorar las cosas; esto se acompaña de la pérdida de ilusión con respecto al propio trabajo y de idealismo en su ejecución (CNS, 2001). El burnout es considerado como la fase avanzada del estrés profesional, y se produce cuando se desequilibran las expectativas entre el ámbito profesional y la realidad del trabajo diario. Está relacionado con las denominadas profesiones
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de ayuda o trabajos de servicios humanos, es decir, con aquéllas que deben mantener una relación continúa de ayuda hacia el cliente: médicos, profesores, enfermeras, asistentes sociales, psiquiatras, psicólogos, voluntarios, policías y trabajadores sociales entre otros. Por esta razón, una de las características propias del burnout es el desgaste emocional que dicha interacción va produciendo en el trabajador. Es necesaria la presencia de interacciones humanas trabajadorcliente, intensas y duraderas, para que el trastorno aparezca. El burnout afecta de manera directa la calidad de vida del profesional de la salud y de manera indirecta la atención a los pacientes, la adhesión al tratamiento, la relación profesional de la salud-paciente y la eficacia en el desempeño óptimo de la actividad profesional y laboral. En noviembre de 1981, se celebró en Filadelfia la Primera Conferencia Nacional sobre el burnout. Allí se señaló que la importancia del burnout se debe a tres factores fundamentales: la relevancia cada vez mayor que los servicios humanos han ido adquiriendo como agentes del bienestar individual y colectivo; la mayor exigencia que los usuarios hacen de los servicios sociales, educativos y sanitarios, y el conocimiento de los efectos perjudiciales del estrés, tanto en las personas como en los ambientes (Guillén, Guil y Mestre, 2000). Ayuso y López (1993), citados por Garcés de los Fayos (2000), definen el burnout como un estado de debilitamiento psicológico, causado por circunstancias relativas a las actividades profesionales, que ocasionan síntomas físicos, afectivos y cognitivos, y precisan que el desgaste sería una adaptación a la pérdida progresiva de idealismo, objetivos y energías de las personas que trabajan en servicios de ayuda humana, causada por la difícil realidad de su trabajo. Atance (1997), señala que el término burnout hace referencia a un tipo de estrés laboral e institucional, generado en profesionales que mantienen una relación constante y directa con otras personas, máxime cuando ésta es catalogada de ayuda (médicos, enfermeros, profesores), y su origen se basa en cómo estos individuos interpretan y mantienen sus propios estadios profesionales ante situaciones de crisis. Jáuregui (2000), citado por Garcés de los Fayos (2000), aporta adicionalmente, que el burnout es padecido por profesionales de la salud y educadores, los cuales, en su voluntad por adaptarse y responder eficazmente a un exceso en las demandas y presiones laborales, se esfuerzan de un modo intenso y sostenido en el tiempo, con una sobreexigencia y una tensión que originan importantes riesgos de contraer enfermedades y afectar negativamente el rendimiento y la calidad del servicio profesional.
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Gil-Monte (2003), lo define como una respuesta al estrés laboral crónico caracterizada por la tendencia de los profesionales a evaluar negativamente su habilidad para realizar el trabajo y relacionarse con las personas a las que atienden, por la sensación de estar agotados a nivel emocional, el desarrollo de sentimientos negativos y de actitudes y conductas de cinismo hacia las personas destinatarias del trabajo, quienes son vistas de manera deshumanizada debido al endurecimiento afectivo del profesional. Insiste en que esta problemática debe ser entendida como una respuesta a fuentes de estrés crónico que se originan en la relación profesional de la salud-paciente y en la relación profesional-organización. Al revisar las diferentes definiciones del burnout, se puede señalar que la mayoría de los autores enfatizan la importancia del trabajo como detonante fundamental del trastorno, e incluye una interacción compleja de factores cognitivos con respecto a las atribuciones causales concernientes al trabajo y a las aspiraciones de progreso profesional. Hay acuerdo en que el burnout es consecuencia de eventos estresantes que disponen al individuo a padecerlo; estos eventos son de carácter laboral, fundamentalmente. También se destaca la importancia de las estrategias de afrontamiento como mediadoras en el proceso que conduce al trastorno, y el hecho de que podría estar ligado a una crisis de autoeficacia, pues el burnout es una construcción cultural que permite a los profesionales de la relación de ayuda, manifestar sus sufrimientos y dificultades, y se llega a conceptualizar como un planteamiento defensivo de la profesión. Variables relacionadas con el inicio y desarrollo del burnout Entre las variables relacionadas con el inicio y desarrollo del burnout se encuentran: las características sociodemográficas (edad, género, estado civil, tener o no hijos, entre otras); aspectos psicológicos, como los patrones de comportamiento (conducta tipo A); la ansiedad, la adicción al trabajo, estilos atribucionales, el locus de control; las variables referidas al sí mismo (autoestima, autoconcepto, autoconfianza); el constructo personalidad resistente; las estrategias de afrontamiento; la frustración de las expectativas personales y la auto eficacia, vista como la falta de percepción de capacidad para desarrollar el trabajo. En el nivel interpersonal (colegas, familia, amigos, redes de apoyo social), se señalan aspectos como la falta de apoyo social, las relaciones humanas negativas, la comunicación con esas características o la ausencia de ella; las actitudes negativas de parientes y amigos, problemas familiares en general y su relación con el desarrollo del burnout.
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Bravo et al. (1993), citados por Serrano (2002), destacan los siguientes factores organizacionales como productores de estrés en los profesionales de la salud: • Sobrecarga de rol. Entendida como la falta de tiempo material para realizar todo el trabajo asistencial encomendado en una jornada laboral. • Conflicto de rol. El cual hace referencia a que la atención individualizada y responsable, puede suponer en ocasiones, un conflicto entre los principios éticos adquiridos en la formación profesional y las prácticas diarias sometidas a las disponibilidades y recursos reales; la preocupación por el gasto en salud, las restricciones económicas y las presiones para dar de alta a los pacientes son factores que aumentan los niveles de estrés en los profesionales de la salud (Moreno-Jiménez y Peñacoba, 1999). • Ambigüedad de rol. Se concreta en la incertidumbre de las exigencias de la propia tarea y los métodos o maneras de realizarlos; con frecuencia afecta a los profesionales más jóvenes, cuya escasa experiencia les provoca serias dudas a la hora de tomar decisiones, especialmente en casos de urgencia. • Recursos inadecuados. No disponer de suficientes recursos humanos o materiales que inducen a una sobrecarga en el trabajo, así como la carencia de medios de seguridad para la realización de tareas peligrosas con riesgo para la integridad física del profesional de la salud. • Escasa participación. En el sentido de no participar en la toma de decisiones, sentirse aislado en la propia organización; de no contar con la retroalimentación sobre el resultado de la tarea; la monotonía y la rutina. • Clima o ambiente laboral. Cuando en las relaciones interpersonales con compañeros, jefes y pacientes no existe confianza; la rivalidad, la falta de apoyo en situaciones conflictivas, la no promoción cuando el profesional la espera, son factores que generan tensión, ansiedad y estrés. Carwrite y Cooper (1997), citados por Landa y Mena (2003), identifican los siguientes factores estresantes en la labor de los profesionales de la salud: • Naturaleza de la enfermedad. Ciertas enfermedades provocan sentimientos arraigados de imposibilidad y desesperanza, sobre todo las enfermedades terminales, que necesariamente llevan a la muerte del paciente. • Labores relacionadas con la atención. La exigencia de toma de decisiones que afectan el bienestar de otros, en medio de muchas incertidumbres; los conflictos entre el tratamiento y el cuidado, el cual es parte del dilema entre el método de curación y el sufrimiento que el primero implica en algunos momentos; enfrentamiento de las reacciones complejas de los
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pacientes y sus familiares y seres queridos. Por ejemplo, la orden de “no resucitación” muy común en los hospitales, algunas veces refleja la desesperanza del personal, ya que se ve enfrentado a un dilema, al aparecer como los que inflingen el sufrimiento a través del tratamiento. Los beneficios del tratamiento a largo plazo son difíciles de conciliar con las reacciones inmediatas del paciente, de dolor y sufrimiento. • Naturaleza de la relación con los pacientes. Durante el cuidado del paciente se producen relaciones estrechas entre pacientes y el personal de salud que afectan a ambos. Los pacientes pueden experimentar sentimientos de enfado, dependencia o control exagerados. • Naturaleza del ámbito organizacional. Factores relacionados con el trabajo mismo; los turnos, las remuneraciones, la insuficiencia de recursos hospitalarios, entre otros. Cordeiro et al. (2003), citados por Barria (2004), señalan como predictores más potentes de burnout: las relaciones interpersonales en el trabajo, la insatisfacción con su rol, experimentar altos niveles de estrés en aquél, sentimientos de apatía y claudicación y recibir apoyo inadecuado. Las variables que se han estudiado como causas del burnout son, en general, las relacionadas con las malas condiciones en las que los profesionales trabajan; los extensos períodos de atención al público o a los pacientes; los salarios bajos, la inestabilidad laboral, entre otras. También se ha estudiado cómo afecta la infraestructura de los recintos de trabajo (la falta de luz, el ruido y las deficientes condiciones de salubridad de las instituciones) (Garcés, 1997 y Maslach, 2001, citados por Barria, 2004). En particular los profesionales de la salud se ven continuamente enfrentados a una serie de situaciones y eventos relacionados con su quehacer profesional y con el contexto laboral, tales como, la antigüedad en la profesión; los turnos y el horario laboral; la sobrecarga debida al excesivo número de pacientes; la caída del valor social de la profesión (en Colombia particularmente); la presencia de patologías cada vez menos reversibles; la carencia de recursos; la disminución en las retribuciones y estímulos de distinto tipo; la amenaza cada vez más inquietante de enfrentar juicios por mala praxis; el resolver dilemas éticos resultantes de las nuevas tecnologías, entre otros. Los roles y actividades desarrolladas por el personal de salud varían de acuerdo con su función de trabajo. La clasificación de conocimiento y habilidades por áreas es necesaria para suministrar apropiadamente atención especializada y para hacerse cargo de las múltiples tareas laborales a desarrollar.
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La atención de enfermedades crónicas (cáncer, VIH/sida, diabetes, hipertensión, etc.), de las incapacidades y traumas agudos, de las enfermedades psiquiátricas y las terminales, representan el reto más crítico y reciente para el modelo curativo de los servicios de salud, tanto por los desafíos éticos y morales que implican los cuidados de estos pacientes, como por la naturaleza recalcitrante de dichas enfermedades. Algunas de éstas pueden desgastar las capacidades y funciones consideradas como esencia de la personalidad. Los profesionales de la salud son testigos del decaimiento progresivo en pacientes con demencia o con delirios; las alteraciones emocionales y comportamentales que pueden encerrar los aspectos neuropsiquiátricos de algunas enfermedades, probablemente sean penosos para el personal médico. A lo anterior se le suman las experiencias vividas ante el trauma, la muerte, el desfiguramiento, la vida en peligro y, en algunos casos, el conflicto moral que suscita el cuidado de este tipo de pacientes. A pesar de que los profesionales de la salud que atienden pacientes con enfermedades crónicas comparten características similares, existen factores propios de la enfermedad que causan agotamiento emocional en el médico o la enfermera. Florez (2002), plantea que los profesionales de la salud que atienden pacientes oncológicos pueden posiblemente generar una “represión emocional” por tantas “pérdidas afectivas” y enfrentamiento con el dolor, lo cual puede constituir una estrategia de afrontamiento psicológico defensiva y peligrosa para la salud, pues genera agotamiento emocional o refuerza el desarrollo de conductas de evitación, de ausentismo laboral y de importantes trastornos psicosomáticos o de personalidad. Felton (1998), y Pagel y Wittmann (1986), citados por Maytum, Bielski y Garwick (2004), encontraron que las enfermeras pediátricas que trabajaban con niños con problemas sociales y comportamentales tenían altos niveles de burnout; también Oehler y Starr (1991), citados por Maytum et al. (2004), encontraron que las enfermeras que trabajaban en unidades de cuidado intensivo de neonatos, tenían un moderado riesgo de presentar burnout. En las áreas de alto estrés, como unidades de quemados, salas de oncología o, más recientemente, de enfermos con sida, los profesionales de la salud deben concentrarse en tareas prácticas, que les permiten integrarse de forma saludable a lo que de otra manera sería una experiencia intolerable. En muchos servicios hospitalarios, el gran número de pacientes manejados y su alta rotación (frecuentes admisiones y salidas) tienden a romper la continuidad
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del cuidado y el nivel de satisfacción para quien lo proporciona. La atención se ve interrumpida y el personal puede no tener la oportunidad de observar al enfermo desenvolverse como una persona útil a la sociedad, un paso que le ayudaría considerablemente a desarrollar una apreciación más satisfactoria de la humanidad de sus pacientes. Estas situaciones se presentan especialmente en unidades especializadas, tales como cuidados intensivos [UCI] o coronarios, en las cuales se suministran cuidados breves, y con frecuencia, altamente técnicos. Estos factores contribuyen a la insatisfacción en el trabajo y al agotamiento emocional que se experimentan en estas salas, en ocasiones. El vacío y la tristeza experimentados por la muerte de un paciente pueden ser críticos. Para quienes trabajan en áreas de alta mortalidad (UCI, unidades para enfermos de sida, salas de oncología), los decesos frecuentes se pueden convertir en el factor más importante para que se presente una “sobrecarga traumática”. El desarrollo de la tecnología médica ha dado una mayor complejidad al asunto. Los efectos potenciales por la deshumanización de los pacientes y el distanciamiento entre éstos y el personal, han sido subrayados en informes recientes, debido a la creciente preocupación de los usuarios de estos servicios por la pérdida del sentido psicosocial en la medicina. Barreto, Arraniz, Barbero y Bayes (1998), plantean que los profesionales encargados del cuidado integral del paciente se enfrentan a una tarea compleja, en la que influyen diversas circunstancias, las cuales pueden resumirse de la siguiente manera: • Exceso de estimulación aversiva, ya que constantemente se ven en contacto con el sufrimiento de éste, la angustia de la familia, la incertidumbre y la muerte. • La presión laboral excesiva, con gran cantidad de tareas, turnos incómodos, entre otros. • Presiones internas, como sentimientos de indefensión, resistencia al dolor de contestar preguntas difíciles; tratar temas cargados de angustia; situaciones difíciles entre el paciente y la familia. • La frustración de no poder curar, objetivo para el cual han sido formados.
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• Un manejo inadecuado del vínculo, por exceso (sobreimplicación), o por defecto (conductas de evitación). • La formación de los profesionales de la salud no incluye el aprendizaje sobre cómo manejar las emociones propias y cómo ayudar en el momento en que se producen reacciones emocionales adversas en los pacientes y sus familias. Enfrentarse con estos factores estresantes en la atención médica, involucra procesos cognoscitivos, emocionales y de comportamiento. La adaptación a ellos depende de los recursos personales del individuo (como su estilo usual de enfrentar las situaciones o las defensas emocionales que posea), y de los recursos que le proporcione el ambiente laboral, social y familiar. El mantenimiento de la autoestima y la sensación de dominio se pueden considerar como las metas hacia las cuales se deben encauzar los esfuerzos para enfrentar los factores estresantes. La manifestación de los esfuerzos por mantener una sensación de dominio variará en cada individuo de acuerdo con la percepción de su papel, sus expectativas y sus atributos particulares, así como sus estrategias de lucha. La habilidad para mantener el sentimiento de voluntad hacia el trabajo, combatir la desesperanza, mantener la motivación, disminuir la autocensura, establecer expectativas reales y sentir orgullo de los éxitos alcanzados, es muy importante. Enfrentar el burnout es un proceso dinámico, por lo que, a nivel individual y colectivo, el personal de la salud puede manifestar diferentes estilos de adaptación a los diversos momentos en que está expuesto al estrés en los lugares de trabajo. Consecuencias biopsicosociales del burnout En 1974, Freudenberguer planteaba que los individuos con burnout se quejaban de catarro crónico, jaquecas frecuentes, alteraciones digestivas, insomnio, dificultades respiratorias, cansancio y fatiga, frustración fácil y poco control emocional, entre otros. Por su parte, Maslach (1977, 1982), citado por Guillén et al. (2000), señaló los siguientes síntomas: 1) a nivel físico, fatiga crónica, cefalea, insomnio, trastornos gastrointestinales, pérdida de peso y dolores musculares; 2) a nivel conductual, ausentismo laboral, abuso de drogas, conductas violentas, comportamientos de alto riesgo; y 3) a nivel cognitivo-afectivo, distanciamiento afectivo, irritabilidad, recelos, incapacidad para concentrarse, baja autoestima, pesimismo, indecisión e inatención.
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García (1999), citado por Calvo et al. (2005), encontró en una investigación realizada en diferentes centros hospitalarios los siguientes trastornos físicos: dolor de espalda (50,4%), dolor de cabeza (41,8%), resfriado y tos (29,2%), insomnio (27%), taquicardia (16,5%), entre otros. Hamberger y Stone (1983), citados por Moreno-Jiménez y Peñacoba (1999), anotan que el burnout se asocia a niveles altos de colesterol, triglicéridos, ácido úrico, glucosa; se han encontrado también asociaciones con problemas sexuales, perturbaciones del sueño, cambios de peso y enfermedades menores, como catarros, dolores de cabeza, lumbalgias, dolores musculares; sensación de agotamiento físico, malestares persistentes; insomnio y alteraciones gastrointestinales. Es claro que las consecuencias del burnout, no sólo están relacionadas con problemas de salud física, también afectan la dimensión psicosocial del profesional de la salud; se presentan conflictos de pareja y familiares; problemas con los hijos y distanciamiento familiar; problemas en la interacción social, así como actitudes negativas hacia la vida en general y disminución de la calidad de vida personal. Pines y Aronson (1978), citados por Guillén et al. (2000), plantean que a nivel laboral los síntomas de desgaste profesional son: la falta de energía y entusiasmo; el descenso del interés por los usuarios; la percepción de los usuarios como frustrantes, crónicos y desmotivados; el alto ausentismo y deseos de dejar el trabajo por otra ocupación. A nivel organizacional, se puede presentar deterioro de las relaciones laborales (con jefes y compañeros), disminución de la satisfacción laboral, ausentismo, aumento de la rotación laboral, incremento de accidentes laborales y deterioro de la calidad del servicio, rigidez e inflexibilidad ante los asuntos de trabajo; disminución del rendimiento y del compromiso; actitudes negativas y falta de motivación hacia el trabajo; actitudes negativas hacia los clientes; incapacidad para realizar el trabajo con rigor; intención de abandonar o abandono real del trabajo y retrasos y largas pausas en el trabajo. Intervención preventiva del burnout Se considera que la prevención del burnout es el enfoque más eficaz para evitar un deterioro que no siempre es subsanable. Entre los mecanismos de enfrentamiento que han sido descritos se destacan: el apoyo emocional de personas cercanas, consulta con los colegas, mejoramiento de la relación con los profesionales y compañeros; juego, recreación y actividades de ocio (Looney et al.,
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1980, citados por Moreno-Jiménez y Peñacoba, 1999). Algunos de los programas de intervención del burnout, tanto a nivel individual como grupal, han incluido actividades de relajación, clarificación de valores, modificación de las redes de apoyo, dieta y ejercicio. Como organizaciones de trabajo, se sugiere que los servicios de salud tengan en cuenta el apoyo social por parte de los directivos, la mejoría de los niveles de comunicación y cooperación y, la facilitación del cambio de ámbito laboral, de funciones e incluso de trabajo (CNS, 2001). Landa y Mena (2003), anotan, que se deben diseñar intervenciones organizacionales efectivas que consideren la multicausalidad del problema, las características particulares de la organización y del grupo objetivo a intervenir. A continuación, se presenta una propuesta de intervención preventiva, la cual tiene en cuenta las tres dimensiones que caracterizan el burnout, así como el nivel individual y el organizacional. Se deben desarrollar a nivel individual, estrategias que permitan al profesional de la salud hacer frente a los factores estresantes característicos de la enfermedad crónica, el sufrimiento del paciente; la angustia de la familia; la frustración de no poder curar; el contacto frecuente con la muerte; los malos tratos por parte del paciente y los familiares. La intervención incluye una fase educativa y una fase de tratamiento. Fase educativa En esta fase se trabaja en la explicación del burnout, haciendo énfasis en la naturaleza del síndrome como una fase avanzada del estrés profesional, especificando que se presenta en profesionales que establecen relaciones permanentes e “intensas” con las personas en contextos laborales (Álvarez, 1991, citado por Díaz, Mendo y Vásquez, 2003). Se dan a conocer las características del burnout, los factores de predisposición ambientales e individuales, las causas intra e interpersonales y de la organización, y las consecuencias fisiológicas, cognitivoafectivas y conductuales del mismo. Con base en lo anterior, se pretende que el profesional de la salud logre comprender la interacción entre los factores físicos, psicológicos y sociales, los efectos contraproducentes en la calidad de vida personal y laboral, y la posibilidad de prevenirlos, en tanto, se modulen las variables comportamentales y su interacción con el entorno laboral.
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Fase de tratamiento En esta fase se desarrollan o fortalecen estrategias, tanto a nivel individual como organizacional, para disminuir o eliminar síntomas, conductas y actitudes que conlleven al agotamiento emocional, a la despersonalización y la falta de realización personal. La intervención individual pretende entrenar a los profesionales de la salud en habilidades que permitan el afrontamiento de las condiciones ambientales e individuales evaluadas como amenazantes. A continuación se presentan los aspectos relevantes a los procedimientos de intervención cognitivo-conductuales que subyacen la propuesta. Técnicas de control de la activación (entrenamiento en relajación y control de la respiración). Estas técnicas tienen como objetivo enseñar a la persona a controlar su propio nivel de activación fisiológica sin ayuda de recursos externos (Crespo y Larroy, 1998). Lo anterior favorece la prevención y el control de síntomas físicos que se generan cuando se presenta el estrés; entre ellos están: cefaleas, dolores musculares e insomnio (característico de la dimensión agotamiento emocional). Las técnicas pueden ser aplicadas por el profesional de la salud, después de haber sido entrenado para ello. El entrenamiento en respiración consiste en enseñar la respiración que permita una adecuada oxigenación de los tejidos y un mejor trabajo cardiaco. El aire inspirado debe hacer un recorrido en tres tiempos, inicialmente en la zona del vientre, luego al estómago y por último al pecho. Cuando la persona logre aprender el recorrido, la inspiración debe hacerse de forma continua y la espiración debe ser pausada y constante. Esta técnica se puede asociar con otras de imaginación, que consisten en evocar imágenes cuyo efecto sea tranquilizante en la persona. El procedimiento se realiza inicialmente en posición de tumbado, pero la finalidad es que la persona logre poder realizarlo en cualquier lugar y momento que observe sensaciones productoras de tensión. “Una buena respiración es un antídoto general contra el estrés” (Davis, Mckay y Eshelman, 1985, citados por Labrador, Cruzado y Muñoz, 1993). La relajación progresiva o diferencial se caracteriza por enseñar a identificar la tensión en los diferentes músculos y realizar ejercicios de tensión-relajación por grupos musculares. Se inicia con los grupos musculares de la cara, luego las extremidades superiores y se finaliza con las extremidades inferiores. Por otra parte, el entrenamiento autógeno consiste en aprender a obtener niveles al-
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tos de concentración, expresar frases que permitan generar sensaciones y regular la frecuencia cardiaca y respiratoria. Todas las técnicas anteriormente descritas se deben enseñar en espacios donde los factores ambientales, como el ruido, la luz y la temperatura no perturben su desarrollo; así mismo la persona debe inicialmente practicarlas en posición acostada, con los ojos cerrados y con ropa cómoda. Reestructuración cognitiva. Se basa en la teoría de que no son los acontecimientos externos o las situaciones los que causan o desencadenan nuestras conductas y emociones, sino que son los pensamientos que tenemos sobre los hechos, los auténticos responsables de nuestras acciones y emociones (Crespo y Larroy, 1998). El estrés depende de una relación dinámica entre el ambiente y la persona (González, 2003). Es por esto, que las cogniciones que se deben trabajar en los profesionales de la salud son aquellas que obstaculizan el afrontamiento efectivo, es decir aquellas cogniciones que conllevan a: la distorsión de la evaluación de la realidad (minimización y maximización); la supresión de los efectos emocionales que un problema genera (distanciamiento); el centrarse en factores negativos de su labor, ignorando otras características que le pueden proporcionar beneficios personales y laborales (atención selectiva) y la deducción de conclusiones generales negativas sobre su desempeño a partir de unas pocas situaciones negativas (sobregeneralización) (Abascal, Palmero, Montañés y Sánchez, 1997). Se debe enseñar al profesional de la salud a identificar los pensamientos disfuncionales y los supuestos desadaptativos que pueden estar causando las emociones desagradables, para de esta manera, a partir de un diálogo socrático contrastar dichos pensamientos. Entrenamiento en solución de problemas. Tiene como objetivo hacer frente directamente a la situación y solucionar el problema. Para el entrenamiento de los profesionales de la salud se puede trabajar, según las fases planteadas por D´Zurilla (1993): orientación general hacia el problema; reconocer que la situación problema tiene la probabilidad de ser resuelta; definición y formulación del problema; enseñar a definir éste de forma concreta, específica y clara; generación de soluciones alternas; generar múltiples alternativas; toma de decisiones; evaluar el costo-beneficio de las alternativas de solución generadas y puesta en práctica y verificación de la solución. Para esta última se utilizan los cuatro componentes mencionados por D´Zurilla (1987) citado por Labrador et al. (1993): la ejecución (la implementación de la solución), la autoobservación (observación de la
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propia conducta y sus resultados); la autoevaluación (comparación del resultado de la solución con el resultado esperado) y el autorrefuerzo (administrarse refuerzo social o tangible por el buen resultado de la solución). Incremento de la motivación. Los profesionales de la salud experimentan una pérdida de motivación por la evaluación negativa que hacen sobre las características laborales, por invertir mayor número de horas en el trabajo versus el tiempo invertido en ellos, y el establecimiento de metas poco realistas, que trae como consecuencia la frustración por no lograrlas. La intervención debe orientarse a evaluar las necesidades que este profesional presenta y enseñarle cómo aumentar los niveles de satisfacción personal, al utilizar para ello formatos de planeación de metas, programación de actividades, establecimiento de actividades placenteras (ejercicio físico, viajes, lecturas, actividades manuales, cursos), y estrategias para el manejo y distribución del tiempo. Incremento de la autoeficacia. La baja eficacia en los profesionales de la salud se manifiesta a través de la percepción de sí mismos como poco capaces de satisfacer las demandas laborales; una de las formas en que se presenta es su percepción de sí mismos como cínicos, indiferentes o distantes de sus pacientes, teniendo en cuenta que su trabajo se fundamenta en la ayuda al otro (Greenglass, Burke y Fiksenbaum, 2001). Para incrementar los niveles de autoeficacia, inicialmente se debe preparar adecuadamente a los profesionales de la salud acerca de las funciones que deben ejercer (Ewers, Bradshaw y McGovern, 2002). De esta manera, se evita que perciban ambigüedad en su desempeño. Además, se debe trabajar en los procesos atribucionales, específicamente atribuciones internas, globales y estables para que reconozcan, cuando el éxito es obtenido por sus propios esfuerzos, y atribuciones externas e inestables para que reconozcan si el fracaso no dependió de ellos. De esta manera, el profesional de la salud logra diferenciar si los éxitos y fracasos dependen de su ejecución o de factores externos. Entrenamiento en habilidades sociales. A veces la despersonalización que acompaña al burnout hace que los profesionales de la salud traten de forma fría y árida a los pacientes y familiares, pero en ocasiones el no saber comunicarse adecuadamente con éstos también puede ser fuente de estrés. Las habilidades sociales que se deben instaurar en el profesional de la salud son aquéllas orientadas por una parte, a la oposición asertiva, como: rechazar y hacer peticiones; solicitar ayuda; solicitar el cambio de una conducta que resulta molesta; expresar desacuerdo; formular y responder a una crítica, y por otra, a la expresión y aceptación asertiva del afecto o los cumplidos. Para complementar la enseñan-
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za, se deben instaurar conductas no verbales, como el contacto visual, la voz, las pausas, los gestos y la postura corporal. Este tipo de entrenamiento se realiza a través de la representación de papeles; se establecen escenas de situaciones conocidas para que los profesionales las realicen, o escenas presentadas por los terapeutas. Es útil la presentación de videos, ya que permite observar las conductas no verbales y verbales y facilita el ensayo conductual. La retroalimentación por parte del terapeuta debe ser permanente. Se pueden utilizar registros de comportamientos asertivos y análisis de casos. Generar y ampliar las redes de apoyo social contribuye a proporcionar de alguna manera, un efecto protector contra el burnout (Kilfedder, Power y Wells, 2001), y evitar efectos moduladores sobre el agotamiento emocional (Grau y Chacón, 1999). Este entrenamiento permite que adquieran una serie de habilidades básicas las cuales aumentan el éxito en el proceso de comunicación y la adherencia terapéutica, como explorar preocupaciones, expectativas y metas de los pacientes y familiares; responder a las preguntas; evitar términos técnicos; discutir pros y contras de las evaluaciones y tratamientos alternativos, ser cordiales en lugar de distantes (Pascual, 1996 citado por Borda, Perez y Blanco, 2000). A nivel organizacional, las estrategias se deben orientar al manejo de poca claridad en las tareas; al desarrollo de múltiples funciones; a la organización de los turnos laborales; al escaso nivel de autonomía laboral; a la falta de apoyo por parte de los compañeros o los directivos; al poco reconocimiento laboral; al cambio de sala o unidad de servicio y a la apropiación y el uso de las tecnologías novedosas. La intervención organizacional se orienta a trabajar sobre todas las características propias de la organización y del puesto de trabajo que pueden favorecer la adquisición del burnout. Cambiar el ambiente de trabajo para eliminar o minimizar las fuentes de estrés es una de las estrategias más útiles para la prevención de éste (Nyssen, Hansez, Baele, Lamy y Keyser, 2003), y una forma de solucionar el problema es establecer rotaciones regulares entre los profesionales afectados por el trastorno, lo que permite reducir los efectos acumulativos de los factores estresantes laborales (Hiscott y Connop, 1989, citados por Garcés de los Fayos, 2000). La intervención también debe dirigirse a la minimización de todas las condiciones que sean percibidas por el profesional de la salud como amenazantes y que
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no dependen de sus recursos, sino que son propias de las políticas de la organización o del ambiente físico que ésta presenta. Tal como lo afirman Aguayo y Lama (2004), deben cumplirse unos requisitos mínimos de seguridad e higiene en el trabajo respecto a los eventos o estímulos estresantes específicos que han sido identificados. A continuación se proponen diferentes alternativas para el mejoramiento de la organización con el fin de prevenir los niveles de burnout en los profesionales de la salud: • La explicación previa de las funciones y demandas del sitio de trabajo. • Generar espacios para que tanto directivos como compañeros retroalimenten las funciones llevadas a cabo por cada profesional. • Reestructurar y rediseñar el lugar de trabajo. • Establecer objetivos claros para los roles de los profesionales. • Reforzar socialmente y si es posible de forma tangible, el desempeño y el resultado de su labor. • Mejorar las redes de comunicación entre compañeros y directivos. • Asignación clara de tareas. • Hacer partícipes a los profesionales en la selección de horarios y turnos. • Fomentar espacios para reuniones informales entre directivos y profesionales de la salud. • Propiciar la participación de estos últimos en la gestión de la empresa y en el rediseño organizacional. En resumen, los administradores de recursos humanos en el ámbito de la salud deben ser conscientes de que la primera medida para evitar el burnout, es educar al personal para que pueda identificar las primeras manifestaciones del trastorno. Más, además de considerar programas que impliquen la adquisición de conocimientos, los intentos de intervención deben incorporar otras acciones. Las estrategias para la intervención deben contemplar tres niveles: a) considerar los procesos cognitivos de autoevaluación de los profesionales, y el desarrollo de estrategias cognitivo-conductuales que les permitan eliminar o mitigar la fuente de estrés, evitar la experiencia de éste, o neutralizar las consecuencias negativas de esa experiencia (nivel individual); b) potenciar la formación de las habilidades sociales y de apoyo colectivo de los equipos de profesionales (nivel grupal); y c) eliminar o disminuir los estresores del entorno organizacional que dan lugar al desarrollo del burnout (nivel organizacional).
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En el nivel individual, el empleo de estrategias de afrontamiento centradas en el problema previene el desarrollo del burnout, mientras que el empleo de estrategias de evitación o de escape facilita su aparición. Dentro de las técnicas y programas dirigidos a fomentar las primeras se encuentran el entrenamiento en solución de problemas, el entrenamiento en la asertividad y el entrenamiento para el manejo eficaz del tiempo. También pueden ser estrategias eficaces: olvidar los problemas laborales al acabar el trabajo, tomar pequeños momentos de descanso durante éste y trazarse objetivos reales y factibles de conseguir. En el nivel grupal e interpersonal, las estrategias pasan por fomentar el apoyo social de parte de los compañeros y supervisores. Este tipo de apoyo social debe ofrecer apoyo emocional, pero también incluye la evaluación periódica de los profesionales y retroinformación sobre su desarrollo del rol. Por último, en el nivel organizacional, la dirección de las organizaciones debe desarrollar programas de prevención dirigidos a mejorar el ambiente y el clima de la organización. Como parte de estos programas se recomienda utilizar técnicas para la socialización anticipatoria, con el objetivo de acercar a los nuevos profesionales a la realidad laboral y evitar el choque con sus expectativas irreales. También se deben desarrollar procesos de retroalimentación sobre el desempeño del rol, sobre los procesos grupales e interpersonales; esta retroinformación debe darse desde la dirección de la organización y desde la unidad o el servicio en el que se ubica el trabajador. Además, es conveniente implementar programas de desarrollo organizacional; su objetivo se centraría en mejorar el ambiente y el clima organizacional mediante el desarrollo de equipos de trabajo eficaces. Otras estrategias que se pueden llevar a cabo desde el nivel organizacional, son reestructurar y rediseñar el lugar de trabajo, con la participación del personal de la unidad; establecer objetivos claros para los roles profesionales; aumentar las recompensas a los trabajadores; establecer líneas claras de autoridad y mejorar las redes de comunicación organizacional. Conclusiones Debido a la importancia que tienen en la actualidad la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad desde una visión ecobiopsicosocial, para abordar distintas problemáticas que afectan no sólo a los usuarios de los servicios de salud, sino también a los profesionales de las mismas que los atienden, el comprender e intervenir una problemática como el burnout se convierte en un desafío importante para los psicólogos de la salud.
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El burnout es un fenómeno social que hay que afrontar, y teniendo en cuenta los índices de presentación de las enfermedades crónicas y los aspectos biopsicosociales asociados a las mismas, se hace prioritario el “cuidado de los cuidadores” como un compromiso de todos. En este sentido, la psicología cuenta con herramientas competitivas, óptimas y eficaces para abordar esta tarea.
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Capítulo 10
La humanización de la asistencia en la enfermedad crónica 6
DIEGO CORREA SÁNCHEZ MARCELA ARRIVILLAGA QUINTERO
“Ven para ser sanado; si no sanado, al menos curado; y si no curado, al menos consolado” ANÓNIMO “…la ciencia sin ética es ciega y por ello desorienta y deshumaniza” POTTER, 1971.
Introducción Los cambios económicos, culturales y sociales de los últimos años han modificado el contexto de la enfermedad y la atención hospitalaria en Colombia y en el mundo. Los avances tecnológicos y científicos, la globalización, y especialmente las modificaciones instauradas en Colombia, por la Ley 100 de 1993 imprimen paradójicamente una fisonomía deshumanizante al contexto de la salud. Humanizar es un término que hoy en día tiene vigencia en el ámbito de la salud. Quien repasa la literatura sobre la humanización del área de la salud y está atento a las distintas iniciativas de este sector, difícilmente puede huir fren6
Capítulo producto de la investigación “Por un hospital más humano: formación de líderes para la humanización en salud”, del grupo Psicología, Salud y Calidad de Vida de la Pontificia Universidad Javeriana, Cali.
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te la interrogante: ¿por qué se habla tanto de este tema? No hay duda que vivimos en un mundo más humano que en el pasado, en el sentido de que existen más posibilidades de gozar de los bienes esenciales de la vida y la salud. Nuestra sociedad ha conseguido grandes progresos, y en términos de salud, particularmente, se ha dado el desarrollo de la medicina preventiva, la participación de los ciudadanos en los programas de salud y la prolongación de la vida humana (Camilos, 2001). A pesar de lo anterior, los grandes avances tecnológicos y científicos de la medicina no han sido congruentes con la calidad y humanidad en la atención de la persona enferma. Paradójicamente, el contacto y el encuentro con el enfermo se han instrumentalizado y tecnificado, dejando de lado la esencia del acto médico. Muchos cuestionamientos surgen en la actualidad, ante las múltiples barreras que encuentra la persona para recibir atención cálida y humanizada a los problemas de salud. En el hospital de hoy son más relevantes la eficiencia, la rentabilidad, la productividad, la eficacia, la competitividad, lo económico y lo científico, que la persona enferma. En este capítulo se presentan las distintas definiciones sobre humanización en salud, algunas situaciones deshumanizantes que se dan en los contextos clínico-hospitalarios, especialmente aquellas relacionadas con la enfermedad crónica; la bioética como postura que regula y promueve la atención humanizada del enfermo, y por último, algunas estrategias de intervención para favorecer los objetivos de humanización. ¿Qué es la humanización en salud? En general, todas las definiciones de humanización de la salud apuntan al objetivo central de orientar la actuación en el mundo de la salud hacia el servicio del enfermo, considerando a éste en su globalidad personal y tratando de ofrecerle una asistencia integral con calidez, que responda a las dimensiones psicológica, biológica, social y espiritual de la persona (Camilos, 2002). Humanizar una realidad significa hacerla digna de la persona humana, es decir, coherente con los valores peculiares e inalienables del ser humano. La humanización implica una confrontación entre dos culturas distintas, entre dos maneras de ver el mundo. Por una parte, hay una cultura que privilegia el valor de la eficacia, basada en los resultados de la tecnología y la gerencia y, por otra parte, la cultura que da la primacía al respeto por la persona y a la defensa de sus derechos, apoyando una actitud positiva frente a unas relaciones de empatía
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y comunicación en busca de comprender la situación de la persona como ser integral (Brusco, 1990). Aplicado al mundo de la salud, humanizar significa referirse al hombre y la mujer en todo lo que se hace para promover y proteger su salud, curar la enfermedad y garantizar el ambiente que favorezca una vida sana y armoniosa en los ámbitos físico, emocional, social, intelectual y espiritual. Es considerar a la persona en su integralidad y no sólo en su dimensión patológica (Bernal, 2001; Brusco, 1998). Es el proceso de restablecer una alianza con el hombre y la mujer que sufren, que están en peligro de perderse en una sociedad cada vez más tecnificada y mecanizada como la actual. Humanizar el hospital no significa añadir cosas, significa ofrecer al hombre lo que más necesita: humanidad, corazón y alma. El hombre necesita hospitalidad en el auténtico sentido de la palabra (Camilos, 2002). Complementariamente, Gómez (2004), agrega que humanizar, no es otra cosa que gestionar para que los recursos humanos mejoren su competencia, se realicen y desarrollen personalmente, alcanzando el objetivo de dar calidad al servicio de salud, aumentando la satisfacción tanto del usuario como del trabajador. “La conciencia de que la persona enferma no es siempre tratada con la dignidad que le es inherente, la encontramos: siempre que se producen procesos de despersonalización en las relaciones; siempre que las necesidades no son satisfechas a la medida del hombre; siempre que la tecnología anula o reemplaza la insustituible importancia del encuentro interpersonal; siempre que los criterios economicistas impiden que los valores más genuinamente humanos estén en el centro de los programas y servicios que tienden a prevenir, curar, cuidar, o proteger en la dependencia…” (Bermejo, 2003, p. 7).
Humanización y enfermedad crónica La enfermedad crónica plantea retos y exigencias al sistema de salud, en especial los recursos para enfrentar las múltiples pérdidas que van marcando el desgaste gradual y la cronicidad de los síntomas. Vale la pena reflexionar en torno a las limitaciones que entraña enfermar en un país del tercer mundo, donde la equidad y la calidad del servicio que se presta no corresponden con parámetros de calidad, ni de humanidad. Vivir con una enfermedad crónica es una experiencia exigente y desgastante para el paciente y su familia; surgen la amenaza ante la carencia de recursos; la incertidumbre ante la respuesta del sistema de seguridad social; la desesperanza ante los intentos fallidos por lograr una atención efectiva y cálida; los miedos ante la indiferencia e incompetencia de algunos profesionales de la salud y la ansiedad ante la posibilidad de una hospitalización. La realidad de sentirse enfermo expresa mucho más que preguntarse “si algo falla a nivel corporal”, pues el hecho “experiencial de la enfer-
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medad” abarca al hombre en su existencia humana total: en su autonomía, en su trabajo, en su vida social y en su entorno (Osorio, 1993). El enfermo crónico debe continuar una existencia normal a pesar de su enfermedad, del dolor, de la medicación y de las frecuentes citas médicas. Todos estos factores impactan en forma determinante su calidad de vida, de allí la importancia de dimensionar lo que implica vivir con la enfermedad y con los síntomas. A pesar de la existencia de estrategias de afrontamiento que permiten al paciente el manejo adecuado de las crisis por enfermedad, se reconocen como factores determinantes de su respuesta: la accesibilidad a la atención oportuna, el contexto en el cual tendrá que interactuar (los hospitales y centros de salud), y las actitudes y conductas del personal profesional que le presta atención. Muchas veces se pasan por alto las realidades deshumanizantes que a diario deben soportar los enfermos crónicos en las instituciones de salud. A continuación se discuten algunas situaciones que evidencian la deshumanización en el mundo de la salud. Situaciones deshumanizantes en el mundo de la salud La sociedad contemporánea es consumista y materialista, es la era de lo desechable, donde se conjugan tres palabras: tener, poder y saber; donde vale el que rinde, el que tiene, el que produce. La constante preocupación por “el tener” origina relaciones de tipo interindividual y los actores buscan privilegiar el beneficio propio (Santos, 2003). Es también la era de la eficacia, de las estadísticas, porque el tiempo es oro y se mide en cifras, no hay tiempo para compartir, para escuchar. En una sociedad que vive con estos criterios, el enfermo, el anciano, el que no produce, tiende a ser marginado y aislado. La técnica y la ciencia, cuando se absolutizan, tienden a reducir a la persona enferma a un número, a un caso clínico interesante, a una historia. Asímismo, el trabajador de la salud puede convertirse en una ficha, en un objeto que vale por el rendimiento y la eficacia en su trabajo. La relación trabajador de la salud-enfermo es una relación funcional, anónima, que puede llegar a la despersonalización, la masificación y la cosificación (Bernal, 2001). En este contexto, la enfermedad es una condición que impone demandas tanto al paciente y a su familia, como a los sistemas de salud encargados de la atención. En el primero, la enfermedad se asume como una pérdida significativa que genera reacciones emocionales, características del proceso de duelo y que la mayoría de las veces, se agudizan o complican por el contexto amenazante
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donde usualmente se busca la curación y el restablecimiento de la salud. Las instituciones de salud, por su parte, cuentan con obstáculos y limitaciones de tipo administrativo y organizacional, pero también la mayoría de las veces las situaciones deshumanizantes obedecen a factores actitudinales o comportamientos en la interacción profesional de la salud-enfermo. Actuaciones que se traducen en algunos casos, en la violación de los derechos del enfermo y en el incremento del dolor y el sufrimiento de éste y su familia. A continuación se presentan aspectos que afectan y atentan contra la atención humanizada en los contextos de salud. Las directrices del sector de la salud y las fallas organizacionales de las instituciones del sector. Las estructuras encargadas de legislar las instituciones de salud en ocasiones atentan contra los intentos de humanizar la atención. La presión para presentar rendimientos económicos no garantiza la distribución de recursos físicos ni humanos y, por ende, las instituciones se ven ante la imposibilidad de desarrollarse y evolucionar en materia de humanización (Franco, 1999). Desafortunadamente, en el sector salud priman el mercantilismo, la cuantificación y la productividad por encima del bienestar del enfermo. Es más importante la rotación del número de pacientes, el volumen de consultantes y las cifras de facturación, que responder a las necesidades de éstos. Surge el “hospital empresa”, en el cual las asambleas, reuniones y comités ponen sobre la mesa: número de enfermos, días de estancia, tarifas, habitaciones libres, niveles de utilidades; allí se percibe al enfermo como “medio” o “cliente” que garantiza la economía del centro y nivela los presupuestos y balances financieros (Bernal, 2001). Sumado a lo anterior y debido al constante aumento de personas con enfermedad, se puede considerar que los sistemas sanitarios sufren una especie de hipertrofia que se caracteriza por el simplismo al momento de resolver problemáticas individuales y sociales. Se dice invertir en recursos materiales y humanos para resolver las problemáticas de salud de alta prevalencia, pero en realidad no se diseñan políticas efectivas de prevención de la enfermedad y de promoción de la salud. En cuanto a las fallas a nivel organizacional y de funcionamiento de la estructura de los sistemas de salud que llevan a la deshumanización, Santos (2003), plantea las siguientes: 1) la inestabilidad del personal debido a la complejidad, el dinamismo y la sobrecarga laboral, elementos que no posibilitan la estabilidad de la atención y el seguimiento del paciente por el mismo profesional; 2) la
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fragmentación cada vez más creciente de los servicios, la cual atenta contra la visión compleja e indivisible del paciente; 3) la difusión y formas de evaluación de la calidad de los servicios de salud basadas en criterios economicistas (competencia, productividad, eficacia), que tienen la finalidad de rentabilizar al máximo los recursos de salud y originar ganancias; 4) el funcionamiento del menor costo y mayor productividad, que originan recorte presupuestal y de personal, aumento en el volumen de pacientes, omisión de diagnósticos o procedimientos costosos, entre otros; 5) dirección dentro de los hospitales basadas en un excesivo centralismo, que deja de lado la participación de los subordinados en la toma de decisiones, frena la creatividad, genera descontento, frustración y falta de compromiso con los resultados de su labor; y 6) el escaso reconocimiento a las aspiraciones y necesidades del personal del hospital, al que se concibe como instrumento útil del sistema, y que se siente instrumentalizado y encuentra difícil, a su vez, no tratar como objetos a cuantos dependen de él. Correa (2001), al evaluar el contexto de salud, plantea los siguientes factores organizacionales, a los que ve como obstáculos para abordar en forma efectiva el trabajo de humanización: • Heterogeneidad de los grupos ocupacionales. La comunidad hospitalaria está integrada por diversidad de grupos ocupacionales (médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, terapeutas, psicólogos, personal administrativo, etc.), con diversos niveles de educación, expectativas, motivaciones, percepciones y actitudes. • Trabajadores pesimistas y desmotivados. La situación hospitalaria en Colombia actualmente se muestra caótica y sin respuestas eficaces. El cierre de hospitales y el despido de trabajadores refuerzan un ambiente laboral donde priman la apatía, la falta de compromiso y la desesperanza hacia el futuro. • La humanización es subvalorada como objetivo estratégico. Siguiendo la línea actual del hospital eficiente, productivo y autosuficiente, los objetivos y lineamientos estratégicos de las instituciones minimizan la importancia de lo humano y lo relacional en el proceso de atención a la persona enferma. • Déficit de líderes motivados. El esfuerzo de muchos años en torno a la sensibilización y la humanización se queda en “simpatizantes transitorios”, personas que intentan trabajar por la humanización, pero que al enfrentarse a múltiples barreras y poco apoyo institucional se limitan a observar pasivamente. Se identifican déficit en conocimientos y estrate-
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gias de intervención efectivas para multiplicar y liderar acciones en humanización. Por todo lo anterior, podría pensarse que en los contextos de salud la razón para que los proyectos de humanización fracasen y no perseveren en el tiempo, es que las personas encargadas de los mismos carecen de liderazgo para involucrar y mantener a compañeros y usuarios interesados en su ejecución. A este respecto, León, Gil y Cantero (1998), plantean que los profesionales de la salud encargados de generar y promover programas de intervención, además de poseer una serie de capacidades conceptuales y técnicas propias de su perfil profesional, deberían poseer un conjunto de habilidades sociales que les permitiese crear una relación eficaz y satisfactoria, tanto con los usuarios como con los propios compañeros, y les facilitase actuar como asesores o educadores. Concepción distorsionada de la persona humana con enfermedad. La despersonalización del enfermo. Durante los diversos cambios que hoy se reflejan en nuestra sociedad, se ha ido empobreciendo poco a poco la concepción que se tiene del ser humano y su dignidad; ahora sólo se observa y define desde paradigmas económicos (p. ej., competitividad, eficacia); ideológicos (p. ej., poder, dominio) y socioculturales (p. ej., éxito, placer). Esto ha afectado los diversos ámbitos en los que las personas se desenvuelven, incluyendo el cuidado de la salud (Santos, 2003). La persona enferma se cosifica al ingresar al hospital, es tratada de forma indolente o indiferente, no se tienen en cuenta sus necesidades e incluso se violan sus derechos, como la confidencialidad y la privacidad. Se empieza a concebir a la persona como un objeto que se usa o instrumentaliza para la satisfacción de los propios intereses de la institución de salud o del profesional que lo atiende. El paciente pierde sus rasgos personales e individuales, se prescinde de sus sentimientos y valores y se le identifica con sus rasgos externos: el que padece una determinada patología, el que se encuentra atado a una determinada terapia (p. ej., quimioterapia, aparato de diálisis). “Al entrar al hospital se convierte en un paciente, se le separa. Desde que toca el umbral de la institución empieza a ser manejado, se le lleva a una pieza y se le asigna una cama; se le quita la ropa y se le obliga a ponerse una pijama; se le trasporta en una silla de ruedas o en una camilla despertando la curiosidad de todos. Se le aísla verbalmente porque los profesionales de la salud usan un lenguaje especializado que el paciente no puede entender. Pierde su intimidad: es examinado, tocado por personas desconocidas de ambos sexos; entran a su cuarto de día y de noche sin tocar la puerta, encienden luces sin contar con él; está expuesto como objeto de estudio ante un grupo de estudiantes que lo examinan, auscultan sin pedirle permiso, sin cerrar la puerta o correr la cortina” (Llano, 1991, p. 2-4).
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Los servicios de salud pueden ser relativamente despersonalizados (ya que son muchas las personas que tratan al enfermo), pero al mismo tiempo, humanizados (porque puede existir un énfasis en la cercanía al paciente) y, por el contrario, pueden darse asistencias médicas relativamente personalizadas, pero poco humanizadas. En cualquier caso, los términos de deshumanización y despersonalización, hacen referencia, sobre todo, al grado de objetivación del enfermo en la percepción de aquellos que le atienden (Gironés, 1997). Factores relativos a los profesionales de la salud. Entre los más importantes factores relativos a los profesionales de la salud que promueven la deshumanización están el desequilibrio en la formación académica, la especialización, las dificultades en la realización profesional, la sobrecarga de trabajo y el desgaste (Santos, 2003). En cuanto a la formación académica, se considera que la falla de los programas académicos en salud consiste en que estos se hallan centrados en las habilidades técnicas y en el saber científico, pero carecen de formación humana (p. ej., filosofía, antropología); hay predominio de las asignaturas técnicas en los currículos, ausencia de asignaturas de humanidades y poca reflexión sobre la vocación de servicio (Nizama, 2002; Santos, 2003). Además, entre los profesionales se ha generado la necesidad excesiva de especializar la praxis, lo que tiende a convertir al enfermo en la patología que padece, se olvidan o relegan a un segundo plano sus dimensiones personales, siempre distintas y específicas en cada paciente. Esto despersonaliza la atención y provoca que con frecuencia se trate la patología ignorando la integralidad de la persona. La enseñanza de la medicina está más orientada al individuo que a la familia o a la comunidad, a la demanda más que a los requerimientos sociales. Las escuelas de medicina insisten teóricamente en el hombre como una unidad biopsicosocial; sin embargo, la praxis cada día es más reduccionista y únicamente se enfoca en el órgano enfermo. La comunicación y la relación médico-paciente cada día es más deficiente, y para el diagnóstico y la toma de decisiones sólo se confía en la tecnología Estos aspectos de la enseñanza médica se expresan teóricamente, pero en la práctica no se realizan (Roldán, 1992). Las dificultades en la realización profesional atentan también contra la humanización, en tanto las expectativas y el desempeño de quienes prestan el servicio dependen de la vocación por su labor, así como de ciertos aspectos psicológicos, como la necesidad de aprecio, respeto y reconocimiento por parte de los pacientes, de la comunidad y los superiores. Si no cuentan con una sólida
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vocación profesional y no satisfacen las expectativas en este sentido, los profesionales fácilmente pueden presentar comportamientos deshumanizantes. Sumado a esto, factores materiales y administrativos, como la necesidad de una justa retribución monetaria proporcional a la carga de trabajo, al nivel de responsabilidad, a la jerarquía, entre otros; la duración, intensidad y elevado volumen de trabajo, o un déficit en el tiempo de descanso, probablemente afectan también la atención que se brinda a los pacientes. Fallas en la interacción entre el personal de salud, el enfermo y su familia. Esta relación se puede caracterizar por la distancia, la indiferencia y la incongruencia entre la comunicación verbal y la no verbal, el intercambio instrumental, la falta de información; en las últimas veces puede tratarse de encuentros fugaces y despersonalizados. Una relación profesional de la salud-paciente es funcional cuando el otro es visto simplemente como alguien que permite cumplir un trabajo y, al contrario, es auténtica cuando el otro es considerado como un ser autónomo, poseedor de una dignidad que ninguna enfermedad física o psíquica puede oscurecer (Brusco, 1990). También puede percibirse como una relación de poder, donde el médico ejerce cierta autoridad sobre el paciente y es quien se encarga de orientar desde su conocimiento, experiencia y habilidades con el fin de alcanzar la salud y la vida (Santos, 2003). La humanización lleva a afirmar que “ser” con el enfermo puede ser más importante que el “quehacer”; por lo tanto, encontrarse con el otro significa escucharlo, acogerlo con sus preocupaciones, esperanzas, dificultades; con su historia, sus miedos, sus angustias; establecer con él una relación de igual a igual, centrada en la persona, reafirmando su dignidad y grandeza (Camilos, 2001). La mayoría de estudios hace énfasis en las habilidades de comunicación que deben poseer los profesionales de la salud, como condición relevante para un intercambio humanizado (Arango, 1998; Gadacz, 2003; Haidet et al., 2002; Santos, 2003; Street, Krupat, Bell, Kravitz y Haidet, 2003; Williams, Cantillon y Cochrane, 2001). Una posible razón por la cual los profesionales de la salud no siempre centran su comunicación en el paciente, es porque aunque tienen necesariamente habilidades de comunicación, eligen usar una centrada en las tareas que realizan, como un mecanismo de protección emocional o de apoyo en aspectos de su trabajo (McCabe, 2004). Aunque los profesionales de la salud necesitan mantener una distancia afectiva con los enfermos, la ausencia de calidez en la relación humana es un indicador claro de deshumanización (Barrio, 1997; Gironés, 1997).
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Generalmente, los profesionales de la salud creen tener buenas habilidades interpersonales y de comunicación, pero se ha demostrado que con frecuencia se sobrestiman al respecto. Los médicos subestiman lo que el paciente desea, no tienen en cuenta sus expectativas y opiniones, generan insatisfacción por la atención recibida y alta incertidumbre e inseguridad sobre el diagnóstico y el pronóstico (Gagliardi, Mazor, Bellanger, 2001; McGuir, Fairbaim y Fletcher, 1986). No obstante, se ha demostrado que el déficit en estas habilidades por parte de los pacientes también genera dificultades en la relación con el médico (Fallowfield, 1998; Fallowfield y Jenkins, 1999). Concretamente, en cuanto a las habilidades de comunicación de las enfermeras, varios autores citados por McCabe (2004), sugieren que ellas no se comunican bien debido a la cultura organizacional. Tradicionalmente, las enfermeras no son alentadas y apoyadas por la gerencia de los hospitales para establecer relaciones terapéuticas con los pacientes; se considera que es una buena forma de protección a éstas ante las dificultades que representan las situaciones emocionales que enfrentan, y de esta manera se les previene del estrés (Burton, 1985; Chant, Jenkinson, Randle y Rusell, 2002; McMahon, 1990; Menzies, 1960; Telford, 1992). La interacción profesional de la salud-paciente también se ve afectada por la concepción que tienen los enfermos y sus familias sobre la ciencia. Por lo general, las personas consideran que la ciencia debe tener la solución a todos los problemas de salud; esto hace que depositen una confianza total en el personal médico, y si en algún momento el caso es difícil de resolver, los pacientes y sus familiares lo asumen como desinterés o incapacidad de éste y no como limitación de la ciencia misma; debido a tal hecho se puede deteriorar la relación médico-paciente (Santos, 2003). La tecnología médica. La tecnología, aunque posee un indudable poder humanizador, puede convertirse en fuente de deshumanización (Brusco, 1998). Se desvirtúa su razón de ser cuando se interpone en la relación con el paciente, cuando prima la máquina sobre la persona del enfermo, cuando el médico no toca a éste, porque deposita en el equipo el poder de diagnosticar. En cuanto a las consecuencias de la tecnificación en el contexto de la salud, Santos (2003), identifica las siguientes reacciones que pueden experimentar el paciente y su familia:
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• Angustia: por la incapacidad para adaptarse a un mundo tan cambiante y asimilar el torrente de información que le llega por muchas vías, la cual es imprescindible dominar en un mundo tan competitivo. • Expectación paralizante: la inmovilidad del individuo a la espera de que aparezca la solución técnica a sus problemas, lo cual le impide intentar una búsqueda en otros ámbitos de la realidad. • Frustración: cuando el individuo reconoce la incapacidad para afrontar la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. • Falta de comunicación: aun las tecnologías que pretenden comunicar, pueden aislar en espacios virtuales, desperdiciando la riqueza insustituible del encuentro físico interpersonal. • Marginación: no son pocas las personas a las que se les niega el acceso a las ventajas y los beneficios que proveen las nuevas tecnologías, por razones relacionadas con la edad, la raza, el nivel socioeconómico o el lugar de residencia. • Amenaza: cuando algunos progresos tecnológicos se vuelven contra las personas, por ejemplo, en ciertos estados de fragilidad, en casos de enfermedad terminal, o cuando el médico utiliza medios extraordinarios para mantener vivo al paciente, la eutanasia, entre otros. Los tiempos de espera. Los tiempos de espera comportan siempre una amenaza para el paciente; para alguien que aguarda una noticia que considera vital, el tiempo no sólo es tiempo de sufrimiento, sino de sufrimiento más duradero del que marcan las manecillas del reloj o los números del calendario (Bayés, 2000). Las largas filas para solicitar la cita, para realizarse el examen, para recibir un resultado; el trámite de una institución a otra; el papeleo, las exigencias de documentación, desgastan y angustian a quien mantiene expectativas, temores e incertidumbre sobre el rumbo que tomará su salud. Todas estas situaciones representan amenaza para el paciente y su familia y constituyen condiciones que deshumanizan la atención de las instituciones prestadoras de los servicios de salud. La muerte y el moribundo. El proceso de morir no ha sido ajeno a los cambios drásticos en la interacción con la persona enferma. La muerte en el hospital se ha rutinizado, es un evento más, desligado de sentimientos y emociones. Esto resultaba evidente en la ambivalencia de los profesionales de la salud ante el enfermo terminal, en la falta de respeto por el cadáver, y en la indiferencia ante el dolor de la familia.
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La dificultad que encuentran los profesionales de la salud para tomar conciencia acerca de sus reacciones con respecto a la muerte, para aceptárlas e integrarlas a la propia experiencia, depende de numerosos factores, entre los cuales se encuentra el clima cultural que caracteriza a la sociedad contemporánea. La cultura de nuestro tiempo tiende a ver la muerte más como un problema (Brusco, 1998). La forma de morir ha cambiado, hoy la gente muere en los hospitales y clínicas, no en su casa; lejos de su familia y seres queridos, de su médico y del sacerdote: es una muerte más científica, no más humana ni más serena (Llano, 1991). Bioética, derechos del enfermo y atención humanizada La respuesta frente a este panorama desalentador es incierta y, la mayoría de las veces, aplazada y reemplazada por prioridades que responden más a objetivos de logro económico y productivo en las políticas e instituciones de salud. Teniendo en cuenta que la mayor parte de las problemáticas giran en torno a las relaciones interpersonales, las actitudes, las conductas y las creencias relacionadas con la enfermedad y el tratamiento, se deben buscar respuestas en la psicología, como ciencia del comportamiento enmarcada en la bioética. El término bioética designa el estudio sistemático de la conducta de las personas en el área de las ciencias humanas y de la atención en salud; examina esta conducta a la luz de valores y principios morales. También denominada la ética del cuidado, cumple un papel primordial en la práctica clínica; basa su esencia en el diálogo, la comunicación e interrelación con el otro que sufre, ya sea paciente o familiar (Suazo, 2001). Se le ha definido como el estudio interdisciplinar de los problemas suscitados por el progreso biológico y médico, tanto al nivel microsocial como al de la sociedad global y, sus repercusiones en el presente y el futuro sobre ésta y su existencia de valores. (Gironés, 1997). El gran reto de la medicina, desde que nació en manos de Hipócrates, era humanizar la relación entre los profesionales de la salud y el enfermo. Este es el principal problema bioético, aunque lo que aparece en primer plano y tiene siempre actualidad, son los temas de procreación asistida, los de manipulación genética o el sida. Lo que constituye el “principal problema bioético” es cómo humanizar la relación entre aquellas personas que poseen conocimientos médicos y el ser humano, frágil y frecuentemente angustiado, que vive el duro trance de una enfermedad que afecta hondamente su ser personal (Gracia, 1995).
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De acuerdo con Gironés (1997), la bioética se sustenta en tres principios fundamentales: • Beneficencia. En el ámbito médico, este principio obliga al profesional de la salud a poner el máximo empeño en atender al paciente y hacer cuanto pueda para mejorar su salud, de la forma que aquél considere más adecuada. Es un principio ético básico que se aplica primariamente al paciente, aunque también a los otros (la humanidad, las generaciones futuras), que pueden beneficiarse de un avance médico particular. Es el primer principio ético de las actuaciones médicas y en él se han fundamentado los códigos médicos, desde el de Hipócrates. Queda claro que la palabra beneficencia tiene aquí su sentido etimológico, no el de una caridad ineficaz y paternalista. • Autonomía. Se basa en la convicción de que el ser humano debe ser libre de todo control exterior y respetado en sus decisiones vitales básicas. Significa el reconocimiento de que el ser humano, también el enfermo, es un sujeto y no un objeto. El reconocimiento de este principio significa, en el terreno médico, que el paciente debe ser correctamente informado de su situación y de las posibles alternativas de tratamiento que se le podrían aplicar. • Justicia. Tradicionalmente, la justicia se ha identificado con la equidad, con dar a cada uno lo que le corresponde. Una sociedad justa que intente promover la igualdad de oportunidades debe asegurar que los servicios de salud estén a disposición de todos. Ante las tensiones que puedan surgir en la aplicación de los principios bioéticos de autonomía, beneficencia y justicia, entre los intereses del individuo y la sociedad, se propone la figura del llamado “método del observador ideal”, como un personaje imaginario que sea omnisciente (que conozca y entienda todos los hechos), omnipercipiente (capaz de empatizar con los sentimientos de las personas afectadas), desinteresado (carente de egoísmo) y desapasionado (sin implicaciones personales). En cuanto al tema ético en las instituciones de salud en Colombia, desde 1991 se establecieron los comités de ética hospitalaria. Estos comités han tenido como finalidad cumplir un papel activo frente a los cambios en la concepción de la atención en salud, la introducción de la tecnología, el proceso de toma de decisiones y la búsqueda de una mejor participación de los pacientes. Era necesario establecer grupos que se encargaran del manejo de la parte ética del día a día, infundieran la conciencia en el personal de salud sobre los derechos y el respeto al ser humano con enfermedad, construyendo así una organización más hu-
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mana. No obstante, se creó la necesidad de integrar equipos con otro tipo de características; fue en ese momento que se instauraron los comités bioéticos clínicos, definidos por el Ministerio de Salud (1991, 1993), como grupos interdisciplinarios de diálogo abiertos y respetuosos de la pluralidad ética, que cumplen una función asesora, consultora y de docencia bioética, para facilitar la calidad al respecto de la atención en salud (Hackspiel, 2000). Los comités bioéticos clínicos deben promover el respeto a los derechos del enfermo. Según Casares (2001), a lo largo de la historia diferentes declaraciones de organismos nacionales e internacionales han contribuido a sentar las bases de tales derechos; el cambio fundamental ha sido en el modelo tradicional paternalista de la relación médico-paciente; hoy en día se ha cambiado por un enfoque más autónomo, en el que el paciente ha pasado a ser el protagonista en la toma de decisión. Si bien es cierto que hay una creciente necesidad de que los profesionales de la salud y las diferentes instancias de sanidad logren desarrollar actitudes que permitan garantizar una asistencia de calidad y una atención humanizada, también el aporte de los pacientes es fundamental, en tanto adopten un papel activo y colaboren en el progreso del mismo. En Colombia, los derechos del paciente se adoptan a partir de la Resolución 13437 de 1991. Estos derechos son especialmente importantes para humanizar la atención de personas con enfermedad crónica: • Derecho a una asistencia de calidad científica y humana. Éste surge del derecho constitucional a la protección de la salud y plantea que todo profesional de ésta tiene la obligación de ofrecer a todos sus pacientes, sin discriminación de ningún tipo, los procedimientos terapéuticos que requieran y sean adecuados, conservando siempre el mejor beneficio para el paciente. De igual forma, el paciente tiene el derecho a que se le garantice la continuidad del tratamiento, aun si desea rechazarlo o no colabora, y en caso de que el profesional de salud decida no continuar, debe asignar y garantizar la asistencia de otro profesional. El paciente no debe ser expuesto a tratamientos que no garanticen la calidad de la vida y, por el contrario, alarguen su sufrimiento. • Derecho a recibir una información adecuada, comprensible y veraz. Aquí se hace hincapié en que el paciente debe saber en todo momento sobre su estado de salud, los procedimientos terapéuticos practicados, así como acerca de las ventajas y riesgos de los mismos. De igual forma, se le deben dar a conocer otras posibles alternativas, los efectos de no tratar y, el diagnóstico y pronóstico de la patología que padezca. Así mismo, el profesional debe comunicárselo de manera que logre comprenderlo, y en aquellos
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casos en que los enfermos no deseen obtener la información, deberá asignarse una persona que desee ser informada; finalmente, todo el tiempo los profesionales de la salud deben practicar la promoción y prevención de la salud de manera activa. Derecho a la autodeterminación y, por lo tanto, a aceptar o rechazar tratamientos. Este derecho hace alusión al consentimiento informado, donde el paciente tiene plena libertad de tomar la decisión de aceptar, rechazar o detener un tratamiento. Sin embargo, deberá tener en cuenta una serie de condiciones que se han establecido con el fin de garantizar tal libertad de decisión. Estas condiciones son: haber sido informado sobre las consecuencias posibles y tener la capacidad de comprender tales consecuencias; tener intencionalidad, es decir, que la decisión esté basada en los deseos del individuo o en su proyecto de vida, y no se halle influenciada por factores externos. Es importante mencionar que si un enfermo no puede tomar la decisión, ya sea por incapacidad o urgencia, se deberá delegar un representante. En cualquier caso en que se requiera una decisión de sustitución, deberá ser en beneficio del paciente. Derecho a la confidencialidad de sus datos y al respeto a su intimidad. Como su nombre lo indica, el conocimiento de la salud de un paciente por parte del profesional debe ser mantenido en secreto, salvo con autorización de él. Toda institución de salud debe tomar las medidas necesarias para garantizar tal confidencialidad. Las intervenciones médicas sólo podrían llevarse a cabo si existe el debido respeto a la intimidad del individuo. Derecho a que se le respete su dignidad y se evite el sufrimiento. El paciente tiene derecho a ser tratado con dignidad en su asistencia médica, así como también a recibir el apoyo de sus familiares y amigos durante la misma. De igual manera, tiene derecho a recibir alivio en su sufrimiento, a tener una asistencia terminal humana y de calidad, a morir con dignidad, comodidad y sin sufrimiento, siempre de acuerdo con su voluntad, creencias y valores. Derecho a que se le respeten sus convicciones culturales, morales y religiosas. Los pacientes tienen el derecho a que les respeten sus propias convicciones, sin que el médico imponga las suyas, aun en los casos en que el paciente se encuentre vulnerable. Así mismo, tiene derecho a recibir, pero también a rechazar, la asistencia moral y espiritual, cualquiera que sea su religión.
Por otro lado, los comités éticos de investigación clínica son los encargados de velar por la calidad ética de la investigación biomédica y por la protección de
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los sujetos humanos que en ella participan (Feito, 2002). Vale la pena anotar que los lineamientos y normas de la investigación con seres humanos se apoyan en el Código de Nüremberg (1946), la Declaración de Helsinki (1964) y las Guías Operativas para comités de ética que evalúan investigación biomédica (CIDEIM, 2003; OMS, 2000). En Colombia la legislación sobre comités de ética de investigación con humanos se rige por la Resolución 008430 de 1993, por la cual se dictan normas científicas, técnicas y administrativas para la investigación en salud (Ministerio de Salud, 1993). Finalmente, Casares (2001), menciona que es importante hacer alusión a las obligaciones que se derivan de quienes son los encargados de hacer respetar tales derechos. Hasta hace muy poco, éstos sólo eran considerados como aspectos que debían tenerse en cuenta únicamente ante la conciencia del profesional, y por ello los derechos individuales sólo se contemplaban en los códigos deontológicos. En la actualidad, existen diferentes instancias, como los colegios profesionales, las autoridades sanitarias e inclusive los tribunales ordinarios, los cuales permiten recoger las lesiones de los ciudadanos a quienes se les han violado sus derechos, con el fin de que se apliquen las sanciones pertinentes. Estrategias de intervención para la humanización en salud El contexto para humanizar es el hospital y todos los demás espacios donde se ofrecen servicios de salud. Según Londoño, Morera y Laverde (2000), la misión fundamental del hospital está encaminada a la recuperación de la salud, en la cual compromete todos los esfuerzos administrativos, técnico-científicos y de investigación, bajo la responsabilidad de un equipo humano preparado y seleccionado. Desde el ingreso del paciente hasta su egreso del hospital, transcurre una serie de etapas que exige una cuidadosa y acertada intervención; deben comprometerse al máximo los conocimientos, las destrezas, la habilidad y la ética de todos los funcionarios de la institución. Es decir, volcar todos los esfuerzos de la organización para lograr la plena satisfacción del paciente. Éste es la razón de ser del hospital, y el psicólogo de la salud tiene en su paradigma de conocimiento la atención de su labor centrada en lo humano (Werner y Benavides, 2003). Los planes integrales para la humanización de la salud deben basarse en los siguientes principios (Gómez, 2004): • El paciente es el eje sobre el que girarán todos los procesos, estructuras y acciones, tanto de la organización como del personal sanitario y asistencial.
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• El centro de salud es un ente que se debe regir por principios de servicio, rentabilidad social, y también desarrollo y calidad de vida en el trabajo para todos sus integrantes. • La buena imagen que se proyecta de la atención hospitalaria debe considerarse como factor crucial, tanto fuera como dentro de los centros de salud. • La transmisión de aprendizajes, tanto en conocimientos y habilidades como actitudes, es trascendental en un medio de gran dinamismo, donde existen cambios constantes. • La educación en salud y la prevención son tan importantes como la propia asistencia. • El efecto de curación del paciente se debe tanto al tratamiento terapéutico suministrado como a la relación personal y de confianza que todo el personal de salud es capaz de desarrollar en su presencia, y de la imagen que permanece en él en su ausencia. En Colombia, desde hace más de diez años hay intentos por orientar un trabajo coherente y profesional centrado en la humanización como objetivo central. Los religiosos Camilos, comunidad italiana, han liderado desde 1982 el Movimiento Nacional de Humanización en Salud; han organizado diez congresos nacionales de humanización, contribuido en la formación de líderes, conformado cinco regionales de humanización que coordinan actividades y promueven la educación permanente del personal de salud sensible a esta problemática, a través de semanas intensivas de formación. Así mismo, han realizado publicaciones de boletines y textos de soporte para los seminarios y cursos. Son los pioneros en la conformación de los grupos de humanización en los hospitales del país. Para la intervención en humanización en salud, distintos autores consideran tres aspectos fundamentales: los factores estructurales y organizacionales de la institución, las necesidades de la persona enferma y su familia, y las necesidades del trabajador de la salud (Alía, 1991; Bernal, 2001; Camilos, 2001; Correa, 2001). Estos aspectos deben tenerse en cuenta en el diseño de propuestas dinámicas e interactivas orientadas a fortalecer procesos de humanización. • Los factores estructurales y organizacionales de la institución. Las organizaciones con una visión caracterizada por la racionalidad, la benevolencia, la solidaridad y la comprensión, deben emprender acciones decididas para luchar por la humanización en la atención en salud (Achury, 2000). Deben promover el equilibrio entre los recursos humanos y los recursos
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técnicos, inclinándose hacia los primeros; diseñando y potenciando valores como la confianza, la cual permite crear un clima laboral en el que las personas cuentan las unas con las otras; la visión o capacidad para crear nuevas expectativas; la pasión como sentimiento que ayuda a alcanzar metas; la ética, que conduce a las personas hacia la honradez; la energía o tenacidad necesaria para persistir en el trabajo; el sentido positivo, esto es, trabajar en función de lo constructivo; la comunicación como proceso de vital importancia para el trabajo en equipo; la estrategia para ser eficaz en el logro de los objetivos; la flexibilidad o capacidad de las personas para adaptarse a las estrategias; la innovación y la motivación como reconocimiento y agradecimiento por el logro de objetivos (Hoyos, 1999). La puesta en práctica de estos valores y estrategias podría permitir al profesional de la salud desarrollar conductas de humanización, a partir de una relación de calidad con el paciente y del desempeño responsable, entusiasta y comprometido de su labor. En relación con las prácticas administrativas, los estudios de Anderson et al. (2005), indican que cierto tipo de acciones favorecen la calidad de la atención en enfermos crónicos. Estas prácticas son: reducir la dependencia de los roles y la aplicación de los mismos; facilitar una comunicación abierta, en la que el personal pueda expresarse sin miedo; generar un ambiente de expectativas y recompensas claras; atención especial para el personal de salud, al tiempo que una comunicación sincera; facilitar comportamientos de liderazgo orientados al establecimiento de buenas relaciones; y facilitar la participación en la toma de decisiones por parte de las enfermeras (Anderson, Corazzini y McDaniel, 2004; Anderson, Issel y McDaniel, 2003; Anderson y McDaniel, 1999). • Las necesidades de la persona enferma y su familia. La atención humanizada debe responder a las necesidades de la persona enferma como un ser integral, al percibirse como el centro y la razón de ser de la institución hospitalaria. Se valora la participación de la familia en el proceso saludenfermedad y se promulga el respeto por los derechos del enfermo. Correa (2001), sugiere estructurar las propuestas de intervención para la humanización tomando como ejes orientadores la acogida y la centralidad en el enfermo: - Acogida. “Hospital” significa “hospedar”, ofrecer acogida (Pangrazzi, 2000). Es ofrecer al enfermo desde su llegada un ambiente amable, cálido, humano, acogedor, donde se privilegien lo humano y relacional, en vez de la despersonalización, la impersonalidad y lo meramente formal y burocrá-
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tico. La noción de comunidad, en oposición a la de sociedad, se presenta como un elemento que favorece la acogida humana. La palabra “comunidad” evoca el acuerdo entre las personas, la colaboración, el respeto, el intercambio y la participación (Brusco, 1998). - Centralidad en el enfermo. Poner al enfermo en el centro significa convertirlo en protagonista de su salud y de su enfermedad; pensar en primer lugar en él, al organizar el sistema de salud, al diseñar las estructuras arquitectónicas, al establecer los horarios de comidas y de las visitas (Pangrazzi, 2000). En los hospitales los protagonistas son el médico, la enfermera, los directivos, los sindicalistas, pero no el enfermo (Roldán, 1992). Un servicio no debería ser concebido para hacer frente a una necesidad, sino más bien para responder a la necesidad de una persona. Frente al servicio hay siempre una persona, no una necesidad (Brusco, 1990). Desde los criterios de la humanización se debe pensar en las expectativas de los pacientes, al igual que en su satisfacción, considerando que éste es un concepto complejo que se relaciona con numerosos factores que incluyen el estilo de vida, las experiencias pasadas, las expectativas futuras y los valores individuales y sociales. Los usuarios de los servicios de salud evalúan la calidad de los cuidados a través de atributos considerados dimensiones humanas (humanidad), como la empatía, la confianza o la comunicación, dejando al mismo nivel, o inclusive a nivel inferior, los componentes técnicos (Delgado, 1997). • Las necesidades del trabajador de la salud. Al pensar en respuestas a la problemática de la humanización, no se debe dejar de lado a los trabajadores de la salud. La mayoría de las veces recaen sobre ellos las críticas y señalamientos sobre la calidad de la atención. Sin embargo, se debe reconocer que trabajar en salud es exigente y desgastante por las múltiples variables que interactúan y crean entornos amenazantes, donde predomina la urgencia y el estrés. El trabajo se debe orientar a satisfacer sus necesidades; según Alía (1991), el proceso de humanización es un proceso interactivo entre los agentes de salud y las personas asistidas: ¿cómo podemos dar respuesta a las necesidades de las personas asistidas si las necesidades de los agentes de salud no son consideradas ni satisfechas? ¿Cómo podemos transmitir seguridad a los asistidos si nosotros, agentes de salud, nos encontramos en situación de inseguridad? ¿Cómo podemos garantizar a la persona asistida un trato afectivo y cordial, si los agentes de salud se encuentran rivalizando entre ellos? Es importante dar respuesta a las siguientes necesidades de los trabajadores de la salud: necesidad de unas condiciones de trabajo justas; necesidad de formación permanente; de
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autonomía; de participación; de ser valorado y de tener buenas relaciones interpersonales. Para que la atención en salud sea más humana, además es necesario que en los profesionales de la salud se conjuguen la vocación, la competencia profesional y las virtudes morales. En cuanto a la vocación, se cree que hay tres niveles por los que hay que pasar: el afectivo, donde se comprenda que la profesión se desempeña en un ámbito donde se estiman los valores más preciados para el ser humano; el racional, que consiste en comprometerse con su labor de manera responsable, como respuesta al sufrimiento humano que se ve todos los días en los hospitales; y finalmente, el nivel volitivo, relacionado con la capacidad de perseverar en la misión de su profesión, pese a todos los sacrificios que se tengan que hacer. Con respecto a la competencia profesional, se plantea que el personal de salud debe estar capacitado para desarrollar la propia profesión de un modo óptimo. Referente a las virtudes morales, las acciones del profesional de la salud deben estar mediadas por valores como la prudencia, la honestidad y la sensibilidad, entre otros (Santos, 2003). Otras alternativas para los trabajadores de la salud se centran en la adquisición de habilidades y competencias para la interacción con la persona enferma. Respecto a la relación profesional de la salud-paciente, se quiere dar paso de la atención centrada en la enfermedad a la atención centrada en el paciente. En este tipo de relación, el profesional de la salud no se limita a ser un observador competente y objetivo de los síntomas perturbadores del funcionamiento del organismo, sino que se encuentra involucrado en el trabajo de comprensión global del paciente, para el cual la perturbación emocional es importante al igual que el malestar físico. El enfermo objeto se convierte en objeto persona (Colombero, 1993; Langerwitz, Eich, Kiss y Wossmer, 1998). La relación profesional de la salud-paciente debe ser una relación bidireccional, que promueva el descubrimiento propio por parte de éste y tenga en cuenta su autonomía y sus decisiones. El profesional de la salud debe ser un guía, un educador, una persona dispuesta a establecer empatía y contacto permanente en el proceso de aceptación del paciente, a resaltar la importancia de la comunicación con actitudes prácticas, como la capacidad de escucha, el contacto visual, sonreír, consolar, un tono de voz agradable y mantener una actitud calmada y comprensiva (Lugo, 1999; Rodríguez, 1999). Es fundamental la empatía como una disposición interior de la persona, que se despliega en habilidades concretas (la escucha activa y la respuesta comprensiva), para poder hacer un camino significativo y eficaz con una persona a la que se quiere ayudar (Ber-
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mejo, 1998; Gadacz, 2003). La buena comunicación con el paciente es imprescindible para que tome decisiones y asuma una actitud activa y de responsabilidad frente a su enfermedad (General Medical Council [GMC], 1993, 1998; Royal Pharmaceutical Society [RPS], 1997; Tattersall y Ellis, 1998; Towle y Godolphin, 1999; Williams et al., 2001). Esta comunicación es posible integrando distintos modos del lenguaje: la palabra, la mirada, el lenguaje no verbal, el silencio, el acompañamiento, la escritura, las señas, los recuerdos y la gesticulación, e incluso el tacto (Álvarez, 1991). En una investigación realizada por Street et al. (2003), con 45 médicos voluntarios, se evaluó la orientación de control en la relación médico-paciente, explorando el comportamiento verbal (realizar preguntas, respuestas asertivas y expresiones de preocupación), y el sentido de compañerismo del médico (estímulo para que el paciente exprese opiniones, se responda a sus preguntas, hable acerca de sentimientos y participe en la toma de decisiones). Se encontró que la comunicación en la interacción médico-paciente, es un proceso de relación recíproca y de mutua influencia; que aquellos pacientes orientados hacia una relación compartida con los médicos son más activos, realizaron más preguntas, expresaron sus preocupaciones y fueron más asertivos. En cuanto a la relación enfermera-paciente, Sheppard (1993), sugiere que la comunicación involucra, más que la transmisión de información, la transmisión de sentimientos y el reconocimiento de los mismos. Reynolds y Scout (2000), describen la empatía como un prerrequisito esencial para una buena práctica de la enfermería. Si las enfermeras fracasan en la empatía con sus pacientes, no lograrán ayudarlos y mucho menos comprenderlas y cooperar efectivamente con las personas en sus enfermedades. Los autores encontraron en su estudio que los pacientes alabaron a las enfermeras por ser amistosas, “parlanchinas” y de humor. Éstas desempeñaron una función social importante para relajar a los participantes, pasando el tiempo y ayudándolos a olvidar sus adversidades. Una posible razón por la cual las enfermeras utilizaron el humor y fueron amistosas, es que ellas percibían esta conducta como un nivel de comunicación creador de una atmósfera que relajaba y facilitaba la socialización, a pesar de ser inadecuado para tratar consecuencias emocionales difíciles. Respecto a esto, Summers (1990) y Astedt-Kurki (2001), afirman que aunque esta comunicación puede ser superficial, su interacción social con los pacientes les dio a éstos la oportunidad de renunciar al rol de enfermo, pues el humor ayuda a establecer rapport y confianza, a aliviar la ansiedad y tensión, y transmitir tácitamente mensajes emocionales.
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En conclusión, las ventajas de una buena comunicación entre los profesionales de la salud y los pacientes son: un alto nivel de satisfacción por parte de ellos, el avance de su estado de salud, su conformidad con el tratamiento y la medicación, y una mejor comprensión y conocimiento de su enfermedad. En cuanto a la formación del profesional de la salud, hoy en día se plantean grandes retos para las instituciones educativas y sanitarias, ya que, como se ha mencionado, el fuerte impacto de los avances tecnológicos, las ayudas diagnósticas y la sistematización, distancian al enfermo de quien lo atiende, en el marco de un intercambio instrumental y despersonalizado. De aquí la importancia de formar líderes para la atención humanizada de los usuarios de los servicios de salud y volver la mirada hacia los procesos de formación en las escuelas correspondientes. En estos espacios es donde realmente se forman las actitudes y las conductas que serán congruentes con la humanización. Los docentes como modelos de comportamiento humanizado en la interacción con los enfermos, son de capital importancia a lo largo del proceso de formación de los futuros profesionales. Nizama (2002), ha planteado como lineamientos para humanizar la asistencia médica: promover la bioética, en la enseñanza de la medicina desde los primeros cursos la práctica de la ética médica y del humanismo médico a través de conferencias, trabajos grupales y talleres basados en la introspección, el autoanálisis y la autocrítica sobre el ejercicio de la humanización de la medicina; supervisar el comportamiento y el trato que el médico ofrece a los pacientes; promover el cumplimiento de los derechos de éstos y sus familias. Además hacer uso de carteles, folletos, videos en la difusión de una cultura de humanización. La competencia profesional de quienes prestan servicios de salud tiene tres aspectos relevantes: 1) la idoneidad: “hacer bien lo que se debe hacer”, la cual se nutre de la calidad de la formación profesional y de la capacidad de actualización, que permiten responder a las demandas del día a día; 2) la vocación: “amar lo que se hace y hacerlo con amor”, que requiere del profesional claridad sobre sus motivaciones y habilidades para responder mejor y hacer las cosas con alta calidad; y 3) la humanización, como una actitud de vida que permite entender la problemática del otro, y por tanto respetarla, valorarla e intentar comprenderla (Rodríguez, 1999). En el encuentro con el enfermo la competencia profesional es insustituible y el equipaje de las cualidades humanas que se revelan, es fundamental (Colombero, 1993). De igual forma, teniendo en cuenta que el modelo de enseñanza-apren-
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dizaje hace énfasis en la imitación por el estudiante de medicina de las acciones de sus docentes, es importante que las actitudes y comportamientos de estos últimos sean adecuados modelos a seguir en términos de la atención humanizada (Williams et al., 2001). Para lograr los objetivos de intervención que faciliten la puesta en marcha de la atención humanizada, Achury (2000), destaca la utilización de manuales de procedimientos humanizantes que se integren a los procedimientos asistenciales; la realización de una reflexión sobre la humanización basada en la distribución de documentos de sensibilización (p. ej., “nuestro credo”, que contiene los principios corporativos; “el poder de la palabra”, que recalca la necesidad de crear vías de comunicación, y “el poder de la sonrisa”, como una actividad positiva y amable); el mejoramiento del ambiente laboral, para permitir la satisfacción de los integrantes del hospital. Con este fin plantea crear canales de comunicación suficientes y desarrollar programas para disminuir los riesgos profesionales, implementados por el área de salud ocupacional y desarrollo humano; asimismo el diseño del decálogo de los deberes del paciente el cual se difunde entre los usuarios del hospital; y finalmente, se divulgan los derechos y deberes de los proveedores del mismo. Para finalizar, Correa (2001, 2003), ha planteado estrategias de intervención para humanizar los contextos hospitalarios con base en un proceso de observación rigurosa, la sistematización de las limitaciones y barreras que se identifican en el centro sanitario, y el diseño de un programa permanente con acciones concretas y evaluaciones periódicas. Su propuesta es partir de la conformación de “equipos de humanización en salud”, liderados por personas con una preparación previa sobre aspectos básicos de la humanización en salud y con habilidades en la conducción de grupos, quienes evaluarán con guías de observación las diferentes áreas de la institución y diseñarán propuestas específicas de intervención. Se propone dejar de lado las acciones aisladas y ocasionales, para proponer un proyecto que se ajuste a una secuencia de fases, el cual debe ser controlado con evaluaciones periódicas para ajustar los objetivos y redireccionar la intervención. En este proceso estructurado y coherente para intervenir los contextos de salud, se requiere la implementación de estrategias y metodologías que produzcan cambios de actitudes en la comunidad hospitalaria. Por ende, deben vincularse profesionales sanitarios, personal técnico y auxiliar y personal administrativo de la institución, lo cual finalmente va a contribuir a optimizar el intercambio en la relación profesional de la salud-paciente (Correa, 2003).
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Conclusiones Finalizar esta revisión sobre el abordaje psicosocial de la enfermedad crónica con el tema de la humanización en salud, constituye una invitación a integrar en los intereses y objetivos profesionales la construcción de una cultura que privilegie lo humano, por encima de lo técnico e instrumental, en la interacción con la persona enferma. El mundo de la salud refleja en forma dramática los problemas que enfrenta la sociedad de hoy. De modo particular, la psicología tiene elementos contundentes que aportar en el proceso de humanización del contexto hospitalario, si se tiene en cuenta que las actitudes en el intercambio trabajador de la salud-paciente son el foco de insatisfacción y donde se centran los mayores índices de quejas de las personas enfermas. Afrontar el reto de la humanización significa, entonces, mirar el presente y el futuro con la conciencia de que estamos llamados a realizar nuestra vocación de hombres en el mundo actual que buscamos enfrentar los problemas de salud, la enfermedad, la asistencia y la muerte a la luz de aquellos valores que han orientado siempre a la humanidad (Camilos, 2001).
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274 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica
• 275
Índice Analítico
A Aceptación; 31, 40, 70, 100, 192, 204 Acupuntura; 168 Adherencia al tratamiento; 42, 49, 100, 132 Adhesión al tratamiento; 169, 175 Afrontamiento; 4, 15, 31, 37, 40, 117, 217 Afrontamiento Pasivo; 144 Emocional; 228, 234 Agresividad; 6, 120, 189, 211 Aislamiento; 9, 31 Ambigüedad de rol; 231 American Diabetes Association [ADA]; 54, 94 American Geriatric Ethics Comittee [AGS]; 221 Angustia; 6, 20, 98, 183, 184, 191, 198, 223, 226, 234, 237, 255, 257 Ansiedad; 6, 22, 47, 52, 57, 70, 98, 110, 119, 135, 140, 156, 166, 170, 183, 195, 201, 205, 223, 224, 228, 249, 267 Apariencia física; 183 Apoyo familiar; 78, 196 Asintomático; 28, 145
Asociación Internacional para el Estudio del Dolor; 158 Aspectos cognitivos; 116 Atención oportuna; 250 Autocensura; 235 Autocontrol; 174 Autoeficacia; 8, 12, 33, 40, 45, 128, 137, 230, 240 Autoestima; 40 Autoevaluación; 40, 72, 240, 242 Autoobservación; 61 B Baja autoestima; 235 Baja realización personal; 228 Biofeedback; 13, 74, 137, 140, 168, 171, 177 Biofeedback térmico; 171 Biorretroalimentación; 36, 171 Bisexualidad; 50 Buss Durkee Hostilite Inventory [BDHI]; 119 C Carcinomas; 4 Ciclo de vida; 165, 212, 213 275
276 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica Ciclo vital; 46, 184 Ciclo vital familiar; 185 Clasificación del dolor; 159 Comisión Nacional del Sida [CNS]; 226 Comorbilidad; 124, 144, 145 Conducta preventiva; 34 Conductas de cinismo; 230 Conductas de dolor; 157 Conflicto de ro; 231 Confrontación; 56 Control emocional (ECE); 73 Criterio diagnóstico; 154 Cuestionario de dolor de McGill; 164 Cuidado de los cuidadores; 244 Cuidados paliativos; 219 Culpa; 48 Culpa; 98, 192, 228 D DASH (Dietary Approaches to Stop Hipertensión); 131 Definición de objetivos; 175 Depresión; 8, 10, 31, 41, 119, 160, 183, 189 Desaprobación; 47, 218 Desarrollo cognitivo; 182, 189 Desensibilización sistemática (DS); 71 Desgaste profesional; 236 Deshumanización; 254 Despersonalización; 228, 250, 254, 264 Despersonalización del enfermo; 253 Diagnóstico; 27, 31, 44, 46, 124, 173, 184, 192, 195, 201, 211, 256, 260 Diagnóstico de diabetes mellitus; 54 Diagnóstico de exclusión; 154 Diagnóstico de la diabetes tipo I; 87 Diagnóstico precoz; 221 Diario de dolor; 164, 168 Diversidad sexual; 50 Dolor; 13, 32, 48, 153, 157 Dolor agudo; 159 Dolor crónico; 11, 46, 154, 159 Dolor físico; 21
Dolor neoplásico; 21, 167 Dolor operante; 157 Dolor psicógeno; 154 Dolor respondiente; 157 Duelo; 21, 41, 47, 98, 184, 188, 205, 208, 220, 250 Duelo anticipatorio; 210 Duelo delirante; 211 Duelo histérico; 211 Duelo maniático; 211 Duelo melancólico; 211 Duelo obsesivo; 211 Duelo patológico; 210, 217 E Edmonton Symptom Assessment System; 213 Efectos colaterales; 7, 193, 194 Ejercicio físico; 132 Ejercicio físico; 37, 96, 110, 140, 240 El niño hospitalizado; 188 El niño y la cirugía; 189 Empatía; 43, 68, 129, 213, 228, 248, 265, 266, 267 Enfermedad crónica; 6, 45, 53, 60, 87, 132, 181, 237, 249, 270 Enfermería; 91, 252, 267 Ensayo conductual; 76 Ensayo conductual; 142, 241 Entrenamiento asertivo; 36 Entrenamiento en autocontrol (EAC); 73 Entrenamiento en autoinstrucción (EA); 72 Entrenamiento en habilidades sociales (EHS); 75, 174, 240 Entrenamiento en respiración; 238 Entrenamiento en solución de problemas; 174 Entrenamiento en solución de problemas (ESP); 75 Equipo interdisciplinario; 174, 217 Equipo multidisciplinario; 175 Escala Collett-Lester; 213
Índice Analítico • 277 Estado de shock; 57 Estados emocionales; 4, 34, 37, 53, 70, 74 Estímulo doloroso; 156, 172 Estrategias de afrontamiento; 34, 139, 202 Estrés; 33 Estrés agudo; 116 Estrés asistencial; 245 Estrés crónico; 111, 116, 230 Estrés físico; 112 Estrés laboral; 227, 229, 244 Estrés mental; 109 Estrés ocupacional; 244 Estrés postraumático; 211 Estrés profesional; 228, 237 Estrés psicológico; 112, 139 Estrés psicosocial; 108 Estresores; 38, 116, 135, 242 Etiología; 183 Eutanasia activa; 206 Eutanasia pasiva; 206 Evaluación psicológica; 59, 100, 217 F Factores de riesgo; 110 Factores de riesgo; 3, 55, 58, 62, 105, 109, 110, 227 Familia flexible; 186 Fase aguda o de confrontación; 56 Fase final o de restablecimiento; 56 Fase inicial o de evitación; 56 Fase terminal; 11, 19, 21, 46, 49, 188, 207, 213 Feedback; 79, 107, 133, 134 Fragmentación familiar; 49
H HAART; 42 Habilidades sociales; 169, 173, 253 Heterosexualidad; 49 Hiperfagia; 57 Hipnosis; 13, 168, 172, 177 Homosexualidad; 49 Hospital Anxiety and Depresión Scale; 213 Hospital empresa; 251 Humanización en salud; 248 I Impacto psicológico; 6, 56, 190 Impotencia; 30, 48, 61, 130 Incremento de la autoeficacia; 240 Indiferencia; 98, 249, 255, 257 Inmunocompetencia; 33 Inmunosupresión; 33, 119 Inoculación del estrés; 13, 18, 173, 179 Insatisfacción; 234 Insomnio; 6, 13, 26, 57, 189, 209, 235, 238 Intervención clínica; 100 Intervención organizacional; 241 Intervención psicológica; 170, 187 Inventario de ansiedad de Beck; 62 Inventario de ansiedad estado-rasgo (STAI); 36 Inventario de depresión de Beck; 36, 41, 62, 213 Inventario multifásico de personalidad de Minnesot; 154 Ira-hostilidad; 119 Ira-hostilidad; 124, 128, 140
G L Grupo terapéutico; 167 Grupos de autoapoyo; 18, 35, 40, 210 Grupos ocupacionales; 252 Grupos terapéuticos; 17, 38
La comunicación del diagnóstico; 5 Leucemias; 4 Linfocitos; 29
278 • PSICOLOGÍA DE LA SALUD: Abordaje integral de la enfermedad crónica Linfomas; 4 Linfomas; 16 Lipodistrofia; 44 M Malestar emocional; 175 Manejo del estrés; 135 Medicina preventiva; 248 Meditación trascendental; 137 Metástasis; 4, 10, 15 Miedo; 48 Modelamiento; 76 Moldeamiento; 169, 175 Morbilidad; 42, 111, 227 Mortalidad; 42, 50, 111, 234 Mortalidad cardiovascular; 106, 122 Mortalidad prematura; 105 Muerte; 41, 201 Muerte digna; 206 N Nefropatía; 88, 98, 107 Negación; 47 Negación; 9, 31, 57, 183 Negación activa; 204 Negación psicológica; 204 Neoplasias; 4, 50 Neurofeedback; 171 Neuropatía; 94 Neuropatía periférica; 88 Neuropatías; 56, 98
P Patrón de conducta tipo A; 120 Pensamiento dicotómico; 143, 175 Pensamiento polarizado; 142 Perceive Adjustment to Chronic Illness Scale [PACI; 213 Percepción de control; 13, 32, 36, 38, 59, 138, 166, 187 Pérdidas afectivas; 233 Perfil de medicación; 168 Perfil del dolor; 164 Polidipsia; 55, 87, 99 Polifagia; 55, 87, 99 Poliuria; 55, 87 Primera Conferencia Nacional sobre el burnout; 229 Proactividad; 71 Proceso biológico; 165 Proceso de aprendizaje; 165 Proceso de morir; 203 Proceso motivacional; 165 Procesos emocionales y afectivos; 166 Pronóstico; 5, 8, 30, 44, 47, 173, 183, 201, 211, 256, 260 Psicoeducación; 128 Psicofármacos; 159, 168 Psicología y dolor; 161 Psicopatología; 98, 154, 166, 209 Psicoprofilaxis; 6, 198 Psicoterapia; 17 Psicoterapias; 219 Q
O Quimioterapia; 15, 193, 253 Objetivos de la intervención psicológica; 214 Objetivos del tratamiento psicológico; 167 ONUSIDA; 27, 28 Organización Mundial de la Salud; 28, 53, 80, 107, 225
R Radioterapia; 15 Reacciones emocionales; 7, 9, 23, 28, 29, 137, 201, 213, 218, 250 Readaptación social; 169
Índice Analítico • 279 Reestructuración cognoscitiva (RC); 73, 138, 173, 239 Reevaluación cognitiva; 34 Registros psicofisiológicos; 175 Regularización de ritmos; 169 Relación de poder; 255 Relaciones interpersonales; 13, 18, 58, 121, 141, 173, 212, 231, 232, 258, 266 Relajación; 13, 16, 34, 68, 71, 97, 101, 135 Relajación cardiaca; 112 Relajación muscular progresiva [RMP]; 141, 143, 136, 168 Relajación progresiva; 238 Represión emocional; 233 Resentimiento; 9, 98 Respuesta de estrés; 115 Respuestas centrípetas; 46 Respuestas motoras; 117 Retinopatía; 55, 85, 88 Riesgo psicosocial; 124, 126, 129, 227 S Sarcoma; 4, 16 Seguridad social; 8, 35, 61, 249, 273 Sexualidad; 40, 60 Sistema de evaluación de síntomas de Edmonton; 14 Sistema endócrino; 34, 114 Sistema inmune; 29, 34, 114 Sistema nervioso; 29, 34, 56, 107, 114, 117, 156 Sobrecarga de rol; 231 Sobrecarga traumática; 234 Sobreprotección; 79, 98 Sugestibilidad; 172 Sugestión; 172 Suicidio médicamente asistido; 207 T Técnicas de control de estímulos; 169 Técnicas de relajación; 170
Tendencia centrífuga; 186 Tendencia centrípeta; 186 Terapia; 183 Terapia antirretroviral; 29 Terapia cognitiva; 140 Terapia cognitivo-conductual; 39 Terapia de conducta; 59 Terapia de familia; 101 Terapia de grupo; 101 Terapia familiar; 79 Terapia farmacológica; 110, 128 Terapia grupal; 17 Terapia nutricional; 92 Terapia ocupacional; 169 Terapia psicológica; 14, 139 Terapia racional emotiva conductual; 143 Terapias combinadas; 16 Terapias de relajación; 124 Trastorno emocional; 139 Tratamiento; 173, 184 Tratamiento farmacológico; 110, 217 Tratamiento psicológico del dolor; 166 Tratamientos farmacológicos; 30, 130 Tristeza; 48 Tristeza; 204, 234 U Umbral de tolerancia; 172 V Vulnerabilidad; 11, 28, 126, 127 W WHO; 3, 4, 53, 55