Abensour- Ensayos de Filosofia Politica (1)

May 16, 2018 | Author: inproviso | Category: Totalitarianism, Democracy, Hannah Arendt, State (Polity), Politics
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PARA UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA. ENSAYOS

PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

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Miguel Abensour

PARA UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA ENSAYOS

Traducción, introducción y notas de Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba

Esta obra se benefició del apoyo del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación (P.A.P. GARCÍA LORCA)

Casa abierta al tiempo

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA UNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias Sociales y Humanidades

Para una filosofía política crítica : Ensayos / Miguel Abensour ; traducción, introducción y notas de Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; México : Universidad Autónoma Metropolitana. Iztapalapa, 2007 XXVI p. 325 p. ; 20 cm. (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 165) ISBN 978-84-7658-831-4 1.

I.

II. Título III. Colección

Primera edición: 2007 © Miguel Abensour, 2007 © de la traducción Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba Miralles, 2007 © Anthropos Editorial, 2007 Edita: Anthropos Editorial, Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com En coedición con la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad Autónoma Metropolitana. Iztapalapa, México ISBN: 978-84-7658-831-4 Depósito legal: B. 38.432-2007 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 697 22 96 Fax: 93 587 26 61 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

Para Viviane G.

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INTRODUCCIÓN LA IRRUPCIÓN DE LO POLÍTICO

Y este pensar, alimentado por el presente, trabaja con los «fragmentos de pensamiento» que puede arrebatar al pasado y reunir sobre sí mismo. Al igual que un pescador de perlas que desciende hasta el fondo del mar, no para excavar el fondo y llevarlo a la luz sino para descubrir lo rico y lo extraño, las perlas y el coral de las profundidades del pasado, pero no para resucitarlo en la forma que era ni contribuir a la renovación de las épocas extintas. H. ARENDT, «Walter Benjamin»

Sobre el regreso de la filosofía política Schopenhauer1 se lamentaba de que la expresión «Kant y Fichte» se hubiera convertido en una suerte de lema filosófico de su tiempo, sin que preocupase mucho su significado y la posible —o imposible— compatibilidad de los términos unidos por la conjunción copulativa. Algo parecido sucede con la afirmación de «el regreso de la filosofía política». El regreso puede revestirse con los ropajes de la renovación, cobertura externa de un movimiento expansivo de dimensión mundial que se articularía en torno a La teoría de la justicia de J. Rawls. Ajena a la hipótesis straussiana del fracaso, esta filosofía política se complace en la multiplicación de editoriales, revistas y departamentos o en la exitosa estrategia que le ha permitido relanzar su 1. A. Schopenhauer (2006): «Sobre la filosofía universitaria», en Parerga y Paralipómena I, Editorial Trotta, Madrid, p. 203.

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propia historia al desplazar los interrogantes. No se pregunta por los problemas concretos de la ciudad, le basta restaurar la pregunta filosófica «sobre» lo político. La filosofía política se propone tareas, se plantea debates; pero no se cuestiona a sí misma como sujeto de ese regreso. Prefiere el aséptico análisis de las razones de la ruptura histórica entre filosofía política y filosofía, al incómodo pensamiento de su oposición. La expresión «el regreso de la filosofía política» también puede hacer referencia a una empresa más modesta, con protagonistas de una discreción casi carbonaria, de la que sólo son capaces los pioneros. Podríamos pensar en un acontecimiento que encontraría su sentido en una cadencia que iría de la filosofía a la política. Sin embargo, descubrimos fuerzas tectónicas de sentido inverso —de la política a la filosofía— que nos libran del hechizo de los nombres y nos enfrentan a la irrupción de las cosas políticas mismas. El planteamiento de cuestiones tales como la revuelta, la insurrección, el heroísmo, el teológico-político, la revolución y las divisiones sociales, emancipación e igualdad, dominación y servidumbre y, especialmente, la relación inextricable entre utopía y democracia aclaran el sentido y el sujeto de un regreso por el que se pregunta Miguel Abensour como editor y como pensador de lo político. Estas líneas —siempre en plural, siempre abiertas e inacabadas— de pensamiento han sido desarrolladas a lo largo de toda su obra, desde su importante trabajo de tesis, inédito, sobre las formas de la utopía —que ha nutrido su pensamiento— hasta su lectura maquiaveliana de Marx; pasando por su crítica del totalitarismo, su análisis innovador sobre Lévinas o su interés por la cuestión del heroísmo.

Pascal, pensamiento 294 La historia de la filosofía política, con todos sus regresos, está contenida en el pensamiento 294 de Pascal. Platón y Aristóteles, vestidos de pedantes, en un jardín, entretenidos con sus Leyes y sus Políticas, son la imagen de la institución platónica de la filosofía. Más allá, lejos, del lado serio de los asuntos humanos, queda la reunión de los que habitan la ciudad. Y ésta es la historia de la no-filosofía o, al menos, de la excepción, de los X

pocos filósofos que, siguiendo el ejemplo de Sócrates, entendieron que la filosofía no podía dejar de sentirse concernida por esa otra forma de vida elevada que es la política; que la filosofía es para la polis, o no es. Miguel Abensour es de los que se han situado de este lado. Así lo demuestran su participación (como fundador y colaborador), en los años setenta y ochenta —junto a Cornelius Castoriadis, Pierre Clastres, Marcel Gauchet, Michel-Pierre Edmond o Claude Lefort—, en revistas tan estimulantes y confidenciales como Libre, Passé Present o Textures; su papel de mentor de algunos de los más destacados nombres de la renovación de la cuestión política en Francia o su etapa como presidente del Collège International de Philosophie. El gesto socrático también se advierte en el gusto benjaminiano por el texto breve que transforma la filosofía en micrología;2 en la afirmación de la armonía entre acción y pensamiento; en la sonrisa de S. Leys; en su incansable búsqueda de las escasas brechas históricas en las que la libertad surge; en la construcción de un pensamiento polifónico empeñado en distinguir las diversas constelaciones; en una escritura filosófica que hace de su dispositivo retórico —cargado de interrogantes y de la doble negación frankfurtiana— parte esencial de su núcleo crítico. Esta filosofía de la libertad se construye, necesariamente, a partir de una tradición; ahora bien, no basta con replantear la pregunta de quiénes son los clásicos, ni sacar a la luz autores olvidados, resulta imprescindible establecer relaciones críticoinventivas con la tradición, una tradición que no es inmediatamente aplicable a la sociedad fruto del proyecto moderno. Es necesario modificar la tradición, apropiársela y fecundarla, dar un paso más. Proclamarse hijos de una tradición que no existe, de una tradición rota, no sólo implicaría pensar con determinados autores; sino pensar con ellos el presente,3 al objeto de crear nuevos nexos que posibiliten la propia reflexión. La tradición de la que se reclama Abensour es la de quienes se han negado a sí mismos la condición de filósofos, en su afán por liberarse del peso de una expresión tan cargada por las ideas recibidas como la de filosofía política. El redescubrimiento del 2. M. Abensour (1977): «La théorie critique: une pensée de l´exil», en M. Jay: L´imagination dialectique. L´école de Francfort (1923-1950), Payot, París, p. 428. 3. M. Abensour (2004): La démocratie contre l´État. Marx et le moment machiavelien. Éditions du Félin, París, p. 31.

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continente «re-emergido» tras los totalitarismos se realiza a partir de la nunca escrita filosofía política de Kant,4 de la risa emancipadora de Saint-Just,5 del momento maquiaveliano del Marx de 1843 —momento que reaparece en el pensamiento político contemporáneo en las figuras de Maurice Merlau-Ponty o Claude Lefort—, de la comunidad invisible de Pierre Leroux, del rechazo arendtiano a la filosofía política como filosofía heredada o del contra-Hobbes de Pierres Clastres y E. Lévinas.6

La filosofía política contra la filosofía política Pensar desde el presente no significa que, a semejanza de Hannah Arendt, consideremos las cosas políticas «con una mirada limpia de toda filosofía». Miguel Abensour propone la construcción —o, más aún— la entre-construcción de una filosofía que sustente el regreso de la política misma, un regreso de las ideas de libertad y de justicia. Regreso, que no restauración, insiste una y otra vez nuestro autor, por cuanto la restauración implicaría el silencio —que difícilmente podríamos considerar ingenuo— sobre el sin-precedente totalitario y la reducción de la política a mero programa de una disciplina especializada en el pasado. Regreso de —y no regreso a— las cosas políticas que, de manera intempestiva y con la urgencia que sólo concede el presente, vendrían al encuentro de la filosofía. Este doble regreso no sólo cambia la manera de pensar lo político, cambia la manera de pensar, sin más. La filosofía política ya no puede conformarse con añadir adjetivos (poco satisfactorios, como nueva, verdadera, moderna; o más acertados, como crítica) a la ya adjetivada filosofía; adjetivos que pretenden completar el 4. Miguel Abensour participa plenamente de la interpretación arendtiana de Kant que hace de la comunicación universal afirmación de la premisa igualitaria. Cfr. M. Abensour (2006): Hannah Arendt contre la philosophie politique?, Sens et Tonka, París, p. 199 y E. Tassin (1987): «Sens commun et communauté: la lecture politique de la philosophie de Kant», en VV.AA.: «Hannah Arendt. Confrontations», Les Cahiers de Philosophie, p. 82. 5. El impulso Saint-Just está presente en toda la obra de Miguel Abensour. Cfr. M. Abensour (1966): «La philosophie politique de Saint-Just», Annales historiques de la Révolution française, n.º 1, pp. 1-32 y n.º 3, pp. 341-358 y M. Abensour (2005): Rire des lois, du magistral et des dieux. L´impulsion Saint-Just, Horlieu Éditions, París. 6. M. Abensour (1987): «Le contre-Hobbes de Pierre Clastres», en M. Abensour (dir.): De l´esprit des lois sauvages, Seuil, París.

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significado de algo que parece formar parte de un todo más importante o purificar la naturaleza híbrida del binomio problemático. La filosofía sin adjetivos responde a una necesidad real. Como dijo Feuerbach en su texto Necesidad de una reforma de la filosofía (1842), «es cosa muy distinta que una filosofía deba su existencia a la mera necesidad filosófica [...] o que, muy contrariamente, surja o se corresponda con una necesidad de la humanidad».7 Bajo este prisma, la problemática de la filosofía política no depende de la premisa platónica de la desigualdad —la distinción entre sabios e insensatos. No existen dos momentos, a saber, un momento de la política que precede al momento de la filosofía. La afirmación abensouriana de un único momento filosófico-político niega, de plano, la existencia de una jerarquía de los modos de existencia y, con ello, desplaza el eje de la thaumázein hasta convertir a la condición ontológica de pluralidad en su objeto.8 Lo que se presenta como no-filosofía, es decir, el simple hecho de estar en el mundo, de percibir las cosas, de verlas y expresarlas no se distingue de la filosofía. La política es, desde este momento, problema filosófico y no una esfera separada que se contempla desde un nivel superior.9 Al separar la filosofía de la política, nos dice Abensour, separamos la filosofía de la libertad. Si queremos hallar el nexo entre estas dos formas de vida, «el filósofo —como dijo Feuerbach, en sus Tesis provisionales para la reforma de la filosofía (1842)— tiene que incorporar al texto de la filosofía lo que en el hombre no filosofa, lo que más bien está contra la filosofía [...] Sólo así la filosofía se convertirá en un poder universal, acontradictorio, irrefutable e irrevocable. La filosofía no tiene que comenzar consigo misma, sino con su antítesis, con la no-filosofía».10 La acción, el campo de experiencia de lo político, no sólo ha de considerarse condición del pensamiento; sino que ha de ser 7. Inédito en español. Trad. de Anselmo Sanjuán. 8. H. Arendt (1997): Filosofía y política. Heidegger y el existencialismo, Besatari, Bilbao, p. 63. 9. En este sentido, la institución platónica de la filosofía política remite siempre a la idea de una reflexión «sobre» la política, y no a una reflexión que tenga a la política como objeto. Cfr. R. Esposito (1996): Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, Editorial Trotta, Madrid, p. 17. También E. Weil (1998): Problèmes kantiens, Librairie Philosophique J. Vrin, París, p. 141. 10. L. Feuerbach, (1984): Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, Orbis, Barcelona, p. 33.

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contemplado como pensamiento mismo. Y ello porque el pensamiento comporta comunicabilidad y ésta, a su vez, una comunidad de hombres a los que dirigirse. Miguel Abensour borra, así, la distinción entre filosofía primera y filosofía práctica. Afirma la filosofía-política como filosofía primera o filosofía impensada, y hace del tiempo de la no-filosofía, el presente, el tiempo propiamente filosófico. En definitiva, invita —empujado por un impulso que le es característico— a pensar con la filosofía política contra la filosofía política.11

Crítica de la dominación, pensamiento de lo político La filosofía política que se piensa contra la filosofía política parte de la evidencia levinasiana de que el ser no existe jamás en singular.12 La pluralidad es el origen de todo, incluida la crítica de la dominación. No resulta extraño que filósofos de la pluralidad como E. Lévinas, H. Arendt y Cl. Lefort se cuenten entre los grandes intérpretes del totalitarismo y hayan inspirado la reflexión abensouriana sobre los totalitarismos, una reflexión tan polimórfica y compleja como las estructuras de dominación que intenta penetrar. El primer acento que distingue a esta crítica es su insistencia en el carácter nodal del propio término totalitarismo. Es imprescindible restituirlo en toda su dimensión filosófica y radical novedad; pues sólo así se superan las definiciones banales que presentan el sistema totalitario como exceso de lo político y se traslada el debate hasta su verdadero núcleo: de la pretendida monstruosidad monolítica del totalitarismo a la comprensión de su diversidad, de su definición como intento de politización a ultranza a su identificación con la destrucción de la política.13 La inteligencia del fenómeno arranca de su formulación en plural —que incluye la comparación entre nazismo y comunis11. Miguel Abensour ha publicado recientemente una versión ampliada de este trabajo. Cfr. M. Abensour (2006): Hannah Arendt contre..., op. cit. 12. E. Lévinas (2004): Le temps et l´autre, Quadrige, PUF, París, p. 21. 13. Al objeto de denunciar las identificaciones perversas entre totalitarismos y exceso de lo político, Miguel Abensour se cuida de distinguir entre la politización a ultranza y el intento totalitario de ideologización de lo social. Dicho intento comportaría la imposición, bajo el control del partido único, de un modelo dominante al conjunto de actividades de una sociedad concreta.

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mo— y de su análisis a partir de la categoría central de pluralidad. Lo propio de los regímenes totalitarios, nos dice Miguel Abensour, es alcanzar el elemento propiamente humano, destruir el vínculo en la separación que distingue a la amistad. Se trata, en definitiva, de la destrucción de la política, del mundo como horizonte de sentido que comparten quienes habitan la tierra, del poder como fenómeno que se da con y entre los hombres.14 La idea lefortiana de la institución de lo social y el concepto arendtiano de espacio-entre-los-hombres proporcionan a Miguel Abensour el material necesario para elaborar una metáfora original: la compacidad.15 En esta forma societaria inédita, todo sucede como en el interior de un cuerpo compacto en el que, superada la fobia al contacto,16 no hay lugar para la división. La configuración totalitaria de lo social viene marcada por una mutación, posty contra-democrática, que acaba con la irreductibilidad de la carne de lo social.17 Se observa un doble juego de espejos en el que cuerpo del Egócrata encuentra su proyección simétrica en el Todos-Uno.18 Nada queda fuera, salvo un «Otro» maléfico que sólo existe —o se crea— para reforzar el sentimiento de pertenencia. Esta nueva figura de la servidumbre voluntaria laboetiana (descubierta explícitamente en Lefort y, de manera implícita, en Arendt) se erige en auto-representación de una sociedad —la totalitaria— que se sueña comunidad fusionada, universo armónico. Bajo esta ilusión de totalidad unificada, Abensour señala, gracias al concepto levinasiano de estar-clavado-al-cuerpo, una nueva entrada en servidumbre. Esta experiencia del cuerpo19 inaugura un modo de existir que rompe con la tradición de la eman14. Como P. Clastres y H. Arendt, Miguel Abensour separa radicalmente el poder de la violencia y esa separación es la que le hace concebir las formas sociales con poder no coercitivo como formas políticamente adultas. M. Abensour (1987): «Présentation», en VV.AA.: L´esprit des lois sauvages, op. cit., p. 16. 15. Sobre este concepto y su significado cfr. M. Abensour (1997): De la compacité. Architectures et totalitarismes, Sens et Tonka, París. 16. E. Canetti (2000): Masa y poder, Muchnik Editores, Barcelona, p. 10. 17. M. Abensour (1997): De la compacité. Architectures et totalitarismes, Sens et Tonka, París, p. 63. 18. C. Lefort (2004): «La cuestión de la democracia», en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Anthropos, Barcelona, p. 42. 19. Lévinas utiliza el concepto heideggeriano de Stimmung —disposición afectiva— contra el propio Heidegger e intenta aprehender lo que él denomina el hitlerismo a través de la primacía que se da a esta experiencia del cuerpo. Cfr. M. Abensour (1997): «Le mal élémental», en E. Lévinas: Quelques réflexions sur la philosophie de l´hitlerisme, Rivages, Payot, París, pp. 38-39.

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cipación que postula la preponderancia de lo espiritual sobre el orden de la realidad.20 Esta original interpretación de E. Lévinas permite a nuestro autor reflexionar sobre el nexo cierto que existe en el nazismo entre política y vida, al tiempo que introduce un nuevo elemento en su diálogo permanente con Arendt y Lefort.21 La crítica abensouriana de los totalitarismos no se agota aquí. Abensour no se limita a señalar el sin-precedente, a describir empíricamente un fenómeno; nos advierte de los peligros de creerlo mágicamente irrepetible,22 de elaborar una suerte de teoría para todo que acabe por convertir el orden existente en «el mejor de los mundos posibles», impidiendo la búsqueda incesante de vías alternativas de construcción de lo político. El instrumento teórico binario que contrapone democracia y totalitarismos resulta demasiado simple; hemos de utilizar una tercera categoría, la del Estado autoritario —que el autor toma de la obra de F. Neumann, Behemoth—,23 para pensar conjuntamente la emancipación y su contrario, la posibilidad de degeneración. Y esa posibilidad, nos dice Abensour, permanece ahí, en el interior mismo de las repúblicas o las democracias, amenazándolas; al extremo de poder llegar a vaciarlas de sentido. La tarea de la filosofía política crítica consistiría en señalar las formas de dominación autoritaria que persisten en los regímenes políticos libres y en reconstruir los movimientos sociales que hacen de la libertad el verdadero núcleo de sus proyectos. Sólo desde esta perspectiva podemos evitar ceder al irenismo —que sitúa la dominación en el exterior de las formas políticas— y al catastrofismo —que entiende que todo proceso de corrupción desemboca, necesariamente, en una situación totalitaria. Frente a esta doble tentación —y, singularmente, contra el pathos de la dominación—, nuestro autor propone la crítica de 20. E. Lévinas, op. cit., pp. 15-16. 21. Pese a reconocer sus méritos, Roberto Esposito reprocha a estos dos pensadores no haber señalado la absoluta especificidad bio-política del nazismo; una especificidad que no sólo rompió con las categorías que habían sostenido el orden político de la modernidad, sino que supuso la sustitución integral de la filosofía por la biología. R. Esposito (2006): «Nazisme et philosophie», en A. Kupiec y E. Tassin, Critique de la politique. Autour de Miguel Abensour, Sens et Tonka, París, p. 322. 22. Esta idea se repite en los dos grandes referentes —Hannah Arendt y Claude Lefort— de Miguel Abensour en su crítica de los totalitarismos. Así, por ejemplo, cfr. H. Arendt (2004): Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, p. 557. 23. F. Neumann (1983): Behemoth. Pensamiento y acción en el nacional-socialismo, Fondo de Cultura de Económica, México.

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los totalitarismos como una crítica en dos tiempos.24 En un primer momento, plantea una reflexión profunda sobre la novedad radical del siglo XX; más tarde, y en el fondo de esa misma reflexión, una vía alternativa y dolorosa —la salida de los totalitarismos no se hace sin dolor— de redescubrimiento de lo político.

La elección de lo político Pensar de manera crítica y conjunta política y filosofía nos lleva a responder con un mismo concepto, el de democracia, a las preguntas por el sentido de las cosas políticas y por el mejor de los regímenes políticos que Léo Strauss se planteara en su texto ¿Qué es la filosofía política?25 El pensamiento de lo político es el pensamiento de la indeterminada (e indeterminada porque es, cada vez, diferente) configuración del nexo invisible que une a los hombres. La libertad nace de este nexo, de la intriga que se trama entre los hombres. Para referirse a esta cuestión, Miguel Abensour utiliza, indistintamente, los términos «vínculo humano», «vínculo político» y «vínculo social». La imprecisión terminológica no resta originalidad a su contribución y tampoco afecta al nervio teórico del concepto, la división. El mundo no es un todo, es un entre-dos, una mediación; lo que implica una distancia y, sin metáfora, un espacio, un movimiento posible. Nuestro autor concibe este vínculo-entre-los-hombres bajo el signo de la disonancia y de la visibilidad.26 Y esta exposición del conflicto a la luz no pasa sólo por el consentimiento de actuar y hablar, se encuentra también en la comunicabilidad del pensamiento. Abensour no puede —y no quiere— pensar en una filosofía ajena a esta potencia reveladora, a esta demanda de redescubrimiento incesante. Como hemos dicho, el advenimiento de una forma política no crea un estado de no-retorno que garantice, para siempre, la persistencia de esa forma; de ahí que nuestro autor entienda que la reflexión filosófica es, esencialmente, re24. Tal vez sea Jacques Rancière el único que no ha partido de la crítica de los totalitarismos para elaborar su pensamiento de lo político. Cfr. J. Rancière (1995): La mésentente, Galilée, París; e ídem (2004): Aux bords du politique, Folio, Gallimard, París. 25. L. Strauss (1970): ¿Qué es filosofía política?, Guadarrama, Madrid, p. 14. 26. M. Merlau-Ponty (1960): «Note sur Machiavel», Éloge de la Philosophie et autres essais, Folio, Gallimard, París, p. 296.

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flexión sobre la democracia en cuanto forma que conlleva la inagotable exigencia de volver a pensar. Esta exigencia es una de las dimensiones de la propia insurgencia de la democracia; el enigma que se abre ante nosotros para no cerrarse jamás, como demuestra una reciente polémica entre el propio Abensour y Marcel Gauchet27 sobre el concepto de democracia. Este debate no se reduce a una simple discusión entre dos formas distintas de concebir lo político, existen elementos externos que determinan la excepcionalidad de esta polémica respecto a debates anteriores. El primero de ellos es el paralelismo que se establece entre lo político y lo filosófico. La coincidencia del regreso intempestivo de las cosas políticas y del pensamiento transformado por la crisis filosófica hizo del redescubrimiento de lo político una aventura inédita que ya no perseguía la determinación del momento inaugural de la división originaria de lo social; pretendía, simplemente, posibilitar su advenimiento. La ausencia de fundamento en el registro filosófico tenía su correlato en la superación de las instancias primeras en el espacio de la política. Por otra parte, la desaparición del tiempo histórico y la sustitución de la idea de progreso por el benjaminiano «no hay tiempo» se han traducido en una pérdida de sensibilidad por el futuro como proyección de nuestras vidas y en una negación del pasado como referente. No hay tiempo, no hay modelos. El presente sólo puede ser pensado desde el presente. La idea del presente como único tiempo legítimo para la filosofía nos remite a una concepción heroica de la filosofía en cuanto pensamiento del presente sobre el presente. La parte de verdad que alcancemos con este tipo de reflexión no sólo está ligada al estricto esfuerzo por el conocimiento, sino también a su cualidad esencial de presente. No tenemos derecho a despreciar el momento que vivimos.28 El presente es siempre un tiempo crítico, un tiempo en el que la libertad de los hombres está en juego. Estamos en el presente, sólo este tiempo es real; todo lo demás es recuerdo o esperanza. Si ponemos en cuestión el orden del presente no es para hacer un elogio del pasado, ni para hacer un 27. Hemos expuesto más ampliamente el contenido de esta polémica en J. Riba «La democracia contra la filosofía política», en R. Mate (2005): Nuevas teologías políticas, Anthropos, Barcelona. 28. C. Baudelaire (1999): «Le peintre de la vie moderne», Curiosités esthétiques. L´art romantique, Classiques Garnier, París, p. 467.

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llamamiento a la confianza en el futuro. «Comprender es [...] aceptar el tiempo en el que estamos».29 Pensar desde el presente nos mantiene alerta frente al riesgo de la dominación y, lo que es más importante a juicio de Abensour, nos permite pensar la política como su exacto opuesto. La reivindicación del filosofar como acción heroica, del pensar como parte indispensable de la vita activa, es una apuesta en pro de la libertad del mundo, de la apertura de un espacio que escape a la división entre dominadores y dominados. Ahora bien, esta nueva manera de pensar política y filosofía entra en conflicto con el principio de realidad, ya que la forma Estado permanece como representación del conjunto social y, al mismo tiempo, como máquina que no sabe adecuarse a la continua modulación que el proyecto democrático le brinda. Frente a esta rigidez, la filosofía hace virtud de la crisis filosófica y convierte a la democracia en el modo de institución de lo social que puede satisfacer su inagotable exigencia de volver a pensar.

La democracia insurgente Para Miguel Abensour, democracia es el tipo de sociedad capaz de desarrollar formas de auto-construcción y de entre-construcción, si se nos permite cambiar la fórmula laboétiena. Partiendo del modelo de democracia salvaje propuesto por Claude Lefort, Abensour, en «Democracia salvaje y principio de anarquía», pretende mostrar que la verdadera esencia de la democracia se encuentra, precisamente, en una disolución de referentes que desemboca en la indeterminación de los fundamentos del poder, de la ley y del saber. Nuestro autor evoca, en este trabajo, el horizonte conceptual desde el que surge el concepto lefortiano de democracia salvaje: la afirmación de la división irreducible de lo social y su identidad enigmática, la imposibilidad de llegar al conocimiento de la heterogeneidad de lo social, la constatación de su radical indeterminación. De todo ello se colige la espontánea aparición de la democracia salvaje, potencia extraña a toda arkhé y a toda autoridad. La 29. C. Lefort (1986): «Hannah Arendt et la question du politique», Essais sur le politique, Éditions du Seuil, París, p. 62.

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democracia salvaje es, esencialmente, una muestra de libertad que rechaza la división entre gobernantes y gobernados y, por tanto, cualquier forma de sumisión al poder establecido. A la hora de establecer la dimensión ontológica de la democracia salvaje, Abensour recurre a la obra de Reiner Schürmann, Le principe d´anarchie.30 A partir de una interpretación inédita del pensamiento heideggeriano, el autor intenta fijar la no fundamentada fundamentación de la democracia. En la célebre entrevista del Spiegel (septiembre de 1966), Heidegger31 dejaba abierto el interrogante sobre la eventual compatibilidad entre democracia (entendida como sistema político) y sociedad tecnificada: «Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse un sistema político con la época técnica actual y cúal podría ser. No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido de que sea la democracia». Este «no sé» del rector de la Universidad de Friburgo sirve a R. Schürmann en su intento de dar consistencia a la ausencia de un principio determinante de la democracia. Con la deconstrucción heideggeriana, desaparece la vinculación tradicional entre teoría y práctica; el referente teórico que marcaba las pautas de actuación deja su espacio a la acción. El paso siguiente viene de la mano del principio de anarquía, que posibilita la irrupción de «la acción sin porqué». Si trasladamos esta fundamentación no fundamentada de la acción al plano societario, llegamos al concepto abensouriano de «democracia insurgente». La democracia, para Abensour, no es ni una forma cristalizada, ni una organización de los poderes; es un movimiento que no puede ser otra cosa que movimiento. Estamos ante la acción política que persigue la destrucción de la forma Estado y, por ende, la ruptura de la lógica que ella implica (dominación, totalización, mediación, interpretación); al objeto de sustituirla por una lógica propia, la del pueblo soberano en lucha contra las reconciliaciones mistificadoras y las interrogaciones falaces. La democracia, sostiene Abensour, «es la institución determinada de un espacio conflictivo, de un espacio contra, de una escena

30. R. Schürmann (1982): Le principe d´anarchie. Heidegger et la question de l´agir, Éditions du Seuil, París. 31. M. Heidegger (1989): «Entrevista del Spiegel», en La autoafirmación de la universidad alemana, Tecnos, Madrid, p. 68-69.

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agonística en la que se enfrentan dos lógicas contrarias, la de la autonomización del Estado en cuanto forma, y la de la vida del pueblo en cuanto acción, actuar político».32 Si la democracia es una forma de sociedad que da cabida al conflicto, el conflicto primero tendrá que ver con su existencia misma y su contenido. ¿Cómo definir lo que excede a toda definición? La democracia se presenta como una suerte de aporía positiva desde el momento en que los adjetivos —«salvaje», «radical» o «insurgente»— aconsejan, más que la determinación de un conjunto de caracteres, la búsqueda de una raíz común. Dicha raíz la encontramos en el impulso antiestático marxiano e, incluso más allá de éste, en la lucha contra el Estado que surge de toda revolución moderna. Marx es quien, adecuándose a esta sensibilidad, abre una tercera vía frente a una alternativa, que se suele plantear como disyuntiva, entre el ejercicio temperado de la democracia (la reducción de ésta a la condición de marco político insuperable) y la ilusión democrática (que entiende la democracia como una forma de dominación tanto más perniciosa cuanto se esconde bajo la apariencia de libertad). La propuesta de Marx, la «verdadera democracia»,33 permite a Abensour alejarse tanto de los que han optado por la moderación como de los que han preferido el rechazo. Todo ello, sin recurrir al esencialismo y desde la perspectiva de una reflexión sobre el destino de la democracia en la modernidad. La pregunta de Marx por la «verdadera democracia» redefine los términos de un debate que se ha visto dominado por cuestiones menores, como la del déficit democrático o la de las ilusiones suscitadas por el feliz advenimiento. Para Marx, el sentido de la democracia es la desaparición de la dominación; de ahí que considere que la verdadera democracia es aquella que pone todas sus energías en la destrucción del Estado, por ser éste la forma que representa a la dominación en la modernidad. Si pasamos esta idea marxiana por el tamiz schürmanniano, se sigue que la democracia se manifestaría allí donde surja una cesura entre dos formas políticas; puesto que ése es el lugar en el que pueden aparecer formas de acción ajenas a todo tipo de principio o 32. M. Abensour (2004): «Lettre d´un “révoltiste” à Marcel Gauchet converti à la “politique normale”», Réfractions, Démocratie, la volonté du peuple?, 12, pp. 7-8. [La traducción es nuestra.] 33. Cfr. K. Marx (1975): Critique du droit politique hégélien, Éd. Sociales, París, p. 70.

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referencia. Se suspende por un tiempo el princeps, el gobierno, y el principium, el sistema que aquel impone y sobre el que descansa. «En tales cesuras —afirma Reiner Schürmann— el campo político ejerce, de manera plena, su papel de revelador: manifiesta, a los ojos de todos, que el origen del actuar, del hablar y del hacer no está en el ser (sujeto, estar-ahí, o devenir; que no es un principio que domina y organiza una sociedad, sino que es la simple aparición de todo lo que es). Tales cesuras muestran que, con el origen, no comienza nada, es decir, que la pareja de nociones arkhé-telos no agota el fenómeno del origen. Tales cesuras también muestran que el origen no funda nada, que no es un “porqué” firme e indudable, a partir del cual la razón pueda derivar unas máximas.»34 En estas ocasiones críticas y, por otra parte, escasas —como dijera H. Arendt—, de la Historia, la democracia se ha mostrado, tal como señala Abensour (citando a Marx), «el enigma resuelto de la constitución».35 Para comprender la objetivación constitucional es necesario retrotraerse hasta aquello que lo ha producido: el demos y su acción. ¿Acaso la salvaguarda del contrato, del vínculo con el «pueblo real», no exige de la verdadera democracia, desde su constitución, la desaparición del Estado en cuanto potencia organizadora que ocupa el lugar de la acción del pueblo? La repolitización de la sociedad civil está inextricablemente ligada a lo que podríamos denominar momento restituyente, esto es, el momento en el que se redescubre la dimensión política fundamental de la reunión de los hombres, dimensión que ha sido ocultada por la Filosofía y usurpada por el Estado. No se trataría tanto de devolver la política a la ciudad —asegura Abensour— cuanto de (re)exponerla a la luz. ¿Podría, entonces, concebirse la «democracia salvaje» —elucidada por el principio de anarquía— como una forma posible de la democracia contra el Estado? Un tipo de institución de lo social que se define por la disolución de las certezas, por la repetida prueba de la indeterminación y, en consecuencia, por la salida de la derivación metafísica, por la emancipación de un principio con valor de fundamento, parece incompatible con el Estado, cuya existencia ha de apoyarse en un principio con valor de fundamento. En este sentido, la democracia debería ser todo lo opuesto al Estado. Pero la posibilidad no es, advierte Abensour, necesidad. 34. R. Schürmann, op. cit., p. 107. 35. M. Abensour (2004): La démocratie contre..., op. cit., p. 7.

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Nuestro autor sostiene que la lógica de la democracia salvaje no es, necesariamente, anti-Estado. En primer lugar, porque el calificativo de salvaje hace referencia a una crisis de fundamento de la que no se extraen todas las consecuencias posibles. En segundo lugar, porque existe el peligro de aproximar la idea de democracia salvaje a la de derecho y, más específicamente, a la lucha por el mantenimiento de los derechos adquiridos y a la conquista de unos nuevos.36 Sin acercar la idea de derecho a la de dominación y reconociendo que esta lucha presenta ciertos aspectos de resistencia, la tesis abensouriana afirma que esta dinámica acaba convirtiéndose en una batalla por el reconocimiento y la sanción de los derechos por parte del Estado, posibilitando así el reforzamiento y la reconstrucción permanente de éste. El esquema lefortiano acoge la formulación individual del conflicto (la del ciudadano frente a los poderes) sin llegar a plantear el conflicto fundamental, el de la comunidad de ciudadanos contra el Estado. Y es precisamente este conflicto el que emerge con la democracia insurgente. La asunción de la politicidad primera supone la formulación en plural de este contra. Ello no debe llevarnos a confundir la democracia insurgente con una de las variantes de la democracia conflictiva, puesto que lo característico «de la democracia insurgente es desplazar, sensiblemente, los problemas. En lugar de concebir la emancipación como la victoria de lo social (una sociedad civil reconciliada) sobre lo político, entrañando, al mismo tiempo, la desaparición de lo político; esta forma de democracia hace surgir, contribuye a hacer surgir, en permanencia, una comunidad política contra el Estado».37 Esta definición comporta pensar una carne social que se resiste a ser cuerpo político, una nueva experiencia del vínculo humano; en definitiva, tener la conciencia de que la esencia del hombre se encuentra en el «estar juntos», y no en la simple unión del hombre con el hombre, o en la afirmación de que la elevación propia de la política impregna todas las esferas de la vida humana. Desde esta óptica, la democracia insurgente sería, no tanto un desarrollo de la democracia salvaje, cuanto fruto de una 36. J. Rancière considera que la pretendida sumisión de lo estático a lo político oculta, en realidad, la sumisión de lo político a lo estático por medio de lo jurídico. Cfr. J. Rancière (1995): La mésentente..., op. cit., p. 150-151. 37. M. Abensour (2004): La démocratie contre l´État..., op. cit., p. 19.

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lectura integrada del contra-Hobbes plural formulado por P. Clastres y E. Lévinas. Abensour inscribe la original articulación del autor de La société contre l´État en la tradición de pensamiento político que coloca el conflicto en el núcleo de la política. Le interesa su definición de la guerra como institución plenamente humana que encuentra su sentido irreducible en el rechazo a todo intento de síntesis.38 El deslumbrante Pierre Clastres le permite convulsionar el «pensamiento del Estado» al presentar el poder coercitivo como un caso particular del poder político —éste, sí, universal, inmanente a lo social.39 Pero, después de todo, este contra-Hobbes supone cierta aceptación del estado de naturaleza hobbesiano —en y por la guerra, pasamos del lobo al hombre. Lévinas es mucho más radical. Sencillamente, rompe con la idea del Leviathán como horizonte insuperable y plantea ese más allá que apunta a la utopía, ese más allá que persigue Abensour. El autor de Ética e infinito piensa otro posible y opone al «Estado de César»—nacido de la violencia del estado de naturaleza— «el Estado de David», que encuentra su sentido en el recuerdo de la aventura primera —la fraternidad que da origen a una paz de la proximidad—,40 y en el fin que persigue —la justicia. Lo que admira Abensour en Lévinas es la propuesta de una intriga originaria nueva, fundada en el vínculo humano,41 que coloca al Estado en un espacio pluridimensional, crítico, en el que es posible la contestación.42

Centinela de sueños y pescador de perlas43 En literatura, el filósofo es un tema difícil. Parecería que estuviéramos obligados a ser platónicos y no pudiéramos concebir 38. M. Abensour (1987), «Le contre-Hobbes de Pierre Clastres», op. cit., p. 141-142. 39. P. Clastres (1974): La société contre l´État..., op. cit., p. 20. 40. Lévinas descubre un origen del Estado distinto al hobbesiano, pues, como él mismo dice, antes de la guerra existían los altares. Cfr. E. Lévinas (1991): Entre nous, Grasset, París, p. 20. 41. Cfr. E. Lévinas (1982): Éthique et Infini, Fayard, París, p. 74-75. 42. M. Abensour (1998): «Le contre-Hobbes d´Emmanuel Lévinas», en J. Halpérin y N. Hanson (dirs.): Difficile justice, Actes du XXXVI colloque des intellectuels juifs de langue française, Albin Michel, París, p. 129. 43. La unión de estas dos bellas imágenes no es nuestra, la encontramos en el propio autor. Cfr. M. Abensour (2000): L´utopie de Thomas More à Walter Benjamin, Sens et Tonka, París, p. 211.

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que fuera posible ser filósofo y hombre al mismo tiempo. Algo de ello hay en el Ursus hugoliano de L´homme qui rit. Este nombre sólo puede pertenecer a una singular criatura, que puede ser más o menos que un hombre; pero que no es exactamente un hombre. Claro que no todo en Hugo es filosofía heredada, intuimos al pequeño Sócrates en su definición del filósofo como espía, como centinela de sueños.44 Esta hermosa imagen —cita recurrente en los textos de Miguel Abensour— está en el origen de la afirmación abensouriana de la inquietud como disposición filosófica primera, disposición que previene contra los peligros de la dialéctica de la emancipación —movimiento paradójico, en virtud del cual, la emancipación está expuesta a convertirse en su contrario—45 y rompe con la tranquilidad que se supone propia de la filosofía. Para Miguel Abensour, el filósofo, como Ursus, ha de tener el coraje de exponerse, de aparecer. Su sitio (nada es igual tras los totalitarismos) ya no es la actividad del pensar, sino un mundo compartido —en palabras y en actos— con la paradójica pluralidad de seres únicos. En este lugar del vértigo debe ser audaz y llegar al fondo, allí donde se encuentra lo rico y lo extraño, los corales y las perlas.46 En su preciosa colección,47 Abensour descubre un nuevo modo de relación con el pasado. Ahí está Pierre Leroux, gema extraordinaria en su propia tradición —un socialista que piensa la política como un no derivado. Y esa piedra es engastada de tal suerte por el pescador de perlas que encaja a la perfección con un filósofo que, a priori, no es un pensador de lo político: E. Lévinas. Estos fragmentos de pensamiento, arrancados de su contexto, encuentran la unicidad de lo auténtico en la fusión del elemento humano con la utopía. Este nuevo todo abre una brecha por la que se filtran significados olvidados. Pero, ¿cómo recuperar conceptos que han sido utilizados para perpetuar épocas muertas? ¿Cómo arrancar la utopía del lado de los totalitarismos48 para colocarla —a contracorriente, 44. Victor Hugo (2002): L´homme qui rit, Folio, Gallimard, París, p. 395. 45. M. Abensour (2000): Le procès des maîtres rêveurs, Éditions Sulliver, Arles, p. 20. 46. H. Arendt (2001): «Walter Benjamin», Hombres en tiempos de oscuridad, Gedisa, Barcelona, p. 212. 47. Esta expresión se puede aplicar, literalmente, al pescador que reunió los títulos de la colección «Crítica de la política» de la Editorial Payot. 48. Desde la asunción de la pura heterogeneidad de las utopías, Abensour rescata los movimientos —entre otros señala a Josephe Déjacque y William Morris— que se opusieron resueltamente a la idea de partido único y a la estatización homogeneizante de lo social. Cfr. M. Abensour (2000): L´utopie de Thomas More..., op. cit., pp. 19-20.

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en un tiempo anti-utópico— del lado de la socialidad, de la relación inter-humana? Con la pasión del coleccionista, el pescador de perlas prosigue su búsqueda hasta dar con las piedras más raras, aquellas en las que se refleja la fragilidad del mundo. Y, desde el pasado —ese fondo casi insondable del que habla Arendt—49 son llevadas a la luz por un pensamiento alimentado por el presente. Ése es el gesto que hallamos en Miguel Abensour cuando ve, en el fracaso de 1848 y la extraordinaria floración utópica que le siguió, la esperanza para un futuro post-totalitario. El viejo Leroux nos enseña, según nuestro autor, un plus utópico que convierte a la política en sinónimo de crítica constante y nos permite pensar la utopía en relación con la democracia y la emancipación. El «Rousseau del siglo XIX» se esforzó por democratizar la utopía, por buscar nuevos espacios horizontales de experimentación social (la asociación). Y obedeciendo a un mismo impulso, se empeñó en utopizar la democracia, en convertir el horizonte crítico-utópico, no en un limes, sino en la fuerza activa que permitiría a la democracia resistirse a la constante amenaza de la degeneración.50 Como nacida de esta confluencia entre democracia y utopía, irrumpe la cuestión mayor, la cuestión destinada a permanecer tal: la emancipación. Este interrogante, en cuanto enigma persistente, recorre toda la obra de Miguel Abensour y nos deja entrever una pluralidad de posibles, una impulsión obstinada hacia la libertad y la justicia que, pese a todos los fracasos, renace a cada nueva cesura de la historia. *** Quisiéramos agradecer a Miguel Abensour su entusiasmo y su paciente colaboración en este proyecto. También debemos expresar nuestro reconocimiento a los profesores Patrice Vermeren y Reyes Mate, sin ellos no hubiera sido posible este libro. Contigo y con Heine. SCHEHEREZADE PINILLA CAÑADAS JORDI RIBA

49. Ibíd. 50. M. Abensour (2006): «Persistante utopie», Mortibus, n.º 1, p. 22.

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ITINERARIOS

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CRÍTICA DE LA POLÍTICA*

La crítica de la economía política no incluye, ni puede incluir, la crítica de la política que formaba parte, aunque de manera distinta, del proyecto de los grandes textos de 1843 y de 1844 del joven Marx. La crítica de la política se funda en la distinción esencial entre dominación y explotación y pretende recuperar la perdida, o voluntariamente silenciada, dimensión marxiana. Dado que se trata de un conjunto de fenómenos diversos, conceptualmente diferenciados, la dominación no puede reducirse a la explotación, ni puede ser considerada como derivada de ésta; ni siquiera por quienes conceden una autonomía relativa a lo político. Más allá de su propio objeto —la estructura histórica específica de la dominación-esclavitud— la crítica de la política se define: — por el rechazo de la sociología política, instancia que permite ocultar las cuestiones críticas enunciadas por la filosofía política; por cuanto, en su intento de edificar una ciencia de lo político, acaba por hacer de la política una ciencia; — por la elección de un punto de vista: escribir sobre lo político desde la perspectiva de los dominados, de los que están abajo, de aquellos para los que el estado de excepción es la regla; — por la pregunta, genialmente formulada por La Boétie, de: ¿por qué la mayoría de los dominados no se rebela? De cara a su realización, este esfuerzo crítico tiene el propósito de desarrollarse en tres direcciones fundamentales: * Este texto corresponde a la presentación de la colección Crítica de la Política de la editorial Payot, de la que Miguel Abensour es director desde su creación en 1973.

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La elaboración de una crítica social de la dominación que, con el apoyo de la Escuela de Frankfurt, y al margen del politicismo, sostenga como hipótesis principal la existencia de una tendencia a la dominación total en el mundo contemporáneo; sea cual sea el régimen político que la acompañe. Esta crítica persigue desvelar, más allá de justificaciones ideológicas, las nuevas formas de dominación que se refieren a la mutación de lo político y al reinado universal de la burocracia. La ambivalencia de las estructuras de dominación exigirá llevar a cabo un análisis sobre la genealogía de las formas históricas de lo político. Lejos de limitarse a la crítica fundamental del Estado, esta crítica resultará tan polimórfica y diversa como la estructura compleja de dominación que intenta desenmascarar. Una crítica de la razón política que —a partir de los grandes textos que, a lo largo de la historia, han servido para construir esta razón— dará lugar a las críticas teóricas de la política y se preguntará por los puntos ciegos del pensamiento occidental de lo político y por la relación de la filosofía y de lo político; al tiempo que procurará descubrir las raíces teóricas de la dominación. Una reconstitución de las prácticas críticas de la política, es decir, de los movimientos sociales que, con ocasión de las distintas insurrecciones y revoluciones de la historia, fieles a la divisa ni Dios ni Maestro, han atacado en acto la estructura misma de la dominación y, más que instalar un nuevo poder coercitivo, han querido abolir la división entre señores y siervos. La colección Critica de la política, siempre atenta a denunciar las empresas que impiden —con la instauración de una confusión entre la subversión de la sociedad y la transformación o modernización del Estado, y bajo el manto de la emancipación política— la vía de la emancipación humana, prestará atención a los proyectos que, en lugar de continuar la rehabilitación de la política tal como hacen diversas corrientes modernas, pretenden romper las «cadenas de la esclavitud».

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PRESENTACIÓN DE LOS CAHIERS DE PHILOSOPHIE POLITIQUE*

Comenzar, en estos tiempos y en el seno de la institución universitaria francesa, una publicación de filosofía política, podría parecer, si no aventurado; al menos, problemático. No se trata de enfrentarse al peso de la tradición o a la arrogancia de ambiciones que, a partir de horizontes diferentes, tendrían en común la voluntad de oponerse a una confrontación, al reencuentro de lo filosófico y lo político. A juicio de la mayoría de los filósofos, sólo se podría reconocer un derecho a la filosofía política como género menor, una especie de apéndice de la obra filosófica; o peor aún, un género mixto donde la impureza de lo político vendría a turbar la serenidad o la elevación de lo filosófico. Ciertos politólogos, ciertos especialistas en ciencia política, que ambicionan, animados por su pretendida juventud, construir una ciencia empírico-analítica de los fenómenos políticos —a menudo, un compuesto inestable entre el funcionalismo y el marxismo— sólo muestran desprecio hacia un tipo de discurso que consideran anticuado. Convencidos del fundamento de la identificación entre filosofía e ideología, estos analistas entienden que la filosofía política quedaría inmediatamente invalidada por cuanto no se ha operado la distinción básica entre ciencia e ideología; o bien se descubriría, si nos fijáramos bien, un resurgimiento ingenuo de la moral. ¿No sabe la filosofía que sólo merece el nombre de ciencia una forma de conocimiento éticamente neutra? * Los Cahiers de Philosophie politique, dirigidos por Miguel Abensour, aparecen en 1983 y son una publicación del Centre de Philosophie Politique de la Universidad de Reims.

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¿Afirmaciones trasnochadas? Es cierto que, durante el último decenio, se han manifestado ciertas muestras de interés, cierto ánimo de confrontación. El presente empeño también merece la pena, siempre que tenga una buena recepción y pueda, en consecuencia, ser compartido. Pero sería incompleta una visión puramente institucional y francesa —una especificidad nacional que está estrechamente ligada a la institución ecléctica de la filosofía en el siglo XIX. Esta crisis es, prácticamente, universal y se sitúa más allá de las amenazas que hostigan a una disciplina de enseñanza y de investigación. Escuchemos a Leo Strauss: «Hoy la filosofía política está en decadencia o, quizá, en estado de putrefacción, si es que no ha desaparecido por completo. No se trata sólo de un total desacuerdo sobre su objeto, su método y su función, sino que incluso la mera posibilidad de su existencia se ha hecho problemática. [...] No exageramos en absoluto al decir que hoy la filosofía política ya no existe, excepto como objeto de enterramiento, apropiado para las investigaciones históricas, o como tema de frágiles declaraciones que no convencen a nadie» (What is political philosophy?, 1955).* El diagnóstico se concreta y señala una época: la crisis política es la crisis de la modernidad; o, si invertimos la proposición, la crisis de la modernidad consiste, esencialmente, en la crisis de la filosofía política moderna. Esta declaración puede parecer exorbitante, provocadora y capaz de provocar una carcajada. Comprendamos bien la ironía straussiana: la filosofa política no es una disciplina académica; baste recordar que los grandes filósofos políticos —Sócrates, Platón, Jenofonte, Aristóteles, Maquiavelo, Rousseau— no eran profesores universitarios. Podemos intuir que se trata del destino del «viejo Adán», que lo que pone en juego el declinar de esta forma de pensamiento es la cuestión del nihilismo; e incluso, el rechazo o la aceptación de lo intolerable (por ejemplo, lo acontecido en 1933). La conclusión parece evidente. Convendría restaurar la filosofía política y, a tal fin, regresar al momento inicial de la destrucción de la filosofía clásica, al comienzo de la filosofía política moderna; en definitiva, reabrir la Querella entre los Antiguos y los Modernos para elegir, frente al proyecto moderno, el partido * La cita ha sido tomada de la edición española de L. Strauss, ¿Qué es filosofía política?, Madrid, Guadarrama, 1970, pp. 22-23. [Nota de los T.]

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de los Antiguos, el de la filosofía política clásica. Restauración que no equivale a repetición. Según confiesa el propio Strauss, este «regreso a los Antiguos» sólo puede tener un valor experimental, ya que la tradición, en sí misma, no es inmediatamente aplicable a una sociedad fruto del proyecto moderno; y, en este sentido, totalmente desconocida para los Antiguos. Hay que cuidarse de convertir en slogan o en programa dogmático aquello que pretende, más bien, abrir una perspectiva, un distanciamiento que permite tomar la medida del mundo moderno.1 Además, la referencia a Strauss no debe inducir a error. Todo interés por la filosofía política ha de pasar por un regreso a su obra; es más, no puede constituirse ni afirmarse sino mediante un diálogo con Leo Strauss —cómo olvidar la huella indeleble que su pensamiento transmite al pensamiento contemporáneo de lo político. Ello no significa, en ningún caso, que haya de suscribirse el análisis straussiano sobre la modernidad. Quedan algunas preguntas por resolver. — ¿Pueden considerarse homogéneas las diversas fundamentaciones múltiples de la modernidad? ¿Se puede incluir, por ejemplo, en una misma unidad —el proyecto moderno— las figuras instauradoras de Maquiavelo, Bacon y Hobbes? — ¿Se puede pensar la modernidad, tal como nos invita Leo Strauss, desde la perspectiva de la pérdida de lo antiguo, de la decadencia, de lo pequeño —la sociedad moderna sería Liliput— del estrechamiento del horizonte? ¿Cómo un pensamiento resueltamente anti-tiránico puede permanecer insensible a la aparición de una nueva libertad propia del mundo moderno? Pierre Leroux, advertido del sentido político de la Querella de los Antiguos y de los Modernos, sabe reconocer en la emancipación la esencia propia de la modernidad —una triple emancipación que comporta una nueva afirmación, el sentimiento creador «de una elevación de la Humanidad, una especie de exaltación divina de todas sus facultades»— sin ignorar que el fantasma de una reconciliación amenaza a esta emancipación moderna con la creación de una nueva servidumbre. ¿Leo Strauss plantea que la época moderna comprende lo humano a 1. Sobre este tema, nos permitimos señalar nuestro artículo, escrito en colaboración con Michel-Pierre Edmond, Leo Strauss, en la Encyclopedia Universalis.

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la luz de lo infra-humano antes que a la de lo sobre-humano? Una visión más compleja, y también más generosa, de la modernidad; sensible, a un tiempo, a la opacidad moderna y a lo que se revela a través de esa opacidad, no podría aprehender (con Merleau-Ponty) nuestro tiempo, «tan alejado de una explicación del hombre por lo inferior como de una explicación por lo superior»;2 y, por esta vía, no se encerraría lo político sobre sí mismo, sino que se abriría, desde el seno mismo de la inmanencia, hacia otra dirección, a la de la obra que confiere a lo político, a la manera de los modernos, irreductibilidad y relatividad, apartándola de la ilusión del dominio. Existen otros modelos de la modernidad, sea como proyecto inacabado, sea como proyecto ambiguo donde la invención, el surgimiento de lo nuevo, se enfrenta a la repetición. — Antes de aceptar la alternativa —o filosofía política del lado de los Antiguos o ciencias sociales del lado de los Modernos—, convendría exponer y explorar otra disyuntiva: filosofía política clásica o filosofía política moderna, en el entendido de que el proyecto político moderno no conduce necesaria y unánimemente a una «cientifización» de lo político. La hostilidad hacia cierta forma de inteligibilidad puede verse acompañada de la adhesión al despertar de otra. La exigencia nace también de la búsqueda de los lugares o los espacios desde los que puede elaborarse una filosofía política moderna, al margen del historicismo o del positivismo; por ejemplo, desde la perspectiva del «momento maquiaveliano» o desde la perspectiva de la tradición criticista del idealismo alemán. Así, creemos continuar nuestra reflexión sobre la idea y la legitimidad de una filosofía política moderna, filosofía de la libertad y no de la virtud, a partir de una reactivación o, mejor dicho, de una reconstrucción capaz de establecer relaciones inéditas con la tradición. Orientaremos nuestro trabajo en torno a cuatro interrogantes fundamentales: — ¿A través de qué vías una filosofía política moderna puede llegar a pensar la consistencia de lo político, sin servirse del referente teológico de un orden natural o de un orden del mundo; 2. M. Merleau-Ponty, Signes, París, Gallimard, 1960, p. 304.

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sin que ello comporte una reducción de lo político a mero nivel de la totalidad a partir del que podría edificarse un ciencia regional? La tesis de la «autonomía relativa», que algunos presentan como un progreso —puesto que evitaría la proyección de lo político sobre la economía— puede interpretarse de forma distinta; a saber, como una transacción estratégica, como una forma de censura sofisticada destinada a silenciar, bajo la apariencia de la sobredeterminación, la proposición radical de Rousseau, según la cual, «todo se refiere a lo político». Ya se trate de una fenomenología de la acción (H. Arendt), de la valorización de la pluralidad de los modelos de socialización (J. Habermas), o del pensamiento de lo político como instaurador de lo social (Cl. Lefort), estamos ante una misma determinación: recobrar, reconquistar la irreducible heterogeneidad de las cosas políticas; heterogeneidad que no puede relacionarse con ninguna necesidad natural o material, ni con lo empírico. En definitiva, pensar como nos invita a hacerlo el contraste entre las dos ciudades que inaugura la República: el enigma del vivirjuntos de los hombres que se manifiesta por esta separación, más allá del carácter recíproco de las necesidades, del juego de intereses, de la división del trabajo y de sus efectos, como relación, como nexo propiamente humano. Enigma de lo humano, del nexo social humano, que persiste, e incluso se acentúa, cuando se piensa lo político a partir de la figura de la servidumbre voluntaria (La Boétie) o de la del combate por el que pasamos de las «bestias» al «hombre» (Maquiavelo). — ¿A qué llamamos pensar lo político y gracias a qué facultad podemos pensar lo político sin positivizarlo, ni transformarlo en objeto sociológico? — ¿Qué relaciones se pueden establecer entre la filosofía política moderna y las ciencias sociales? — ¿Qué transformación, qué inflexión experimenta, finalmente, la cuestión del mejor régimen en las modernas corrientes de pensamiento, que han sabido sustraerse tanto al positivismo de una política del entendimiento como al nihilismo, merced a su ruptura con el «noble sueño» de los clásicos y con la ilusión moderna de la buena sociedad? Tal vez sea en la experiencia inaudi9

ta de nuevas formas de sociedad y en la atención prestada a las cuestiones que la forma totalitaria hace surgir donde hallamos el espacio en el que se redefinen las cuestiones de la libertad y de la democracia. Es evidente que la filosofía política moderna, indefectiblemente unida a la crítica de la dominación, intenta retomar con nuevos aires, de manera incesante y lejos de toda resignación, la cuestión destinada a permanecer tal: la emancipación humana.

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¿DE QUÉ REGRESO SE TRATA?*

La pregunta que enuncia este título da cuenta de una inquietud creciente —incluso de un malestar— ante un importante número de fenómenos que se inscriben bajo el signo del retorno. Lo que hemos visto reaparecer no se corresponde con lo que esperábamos. ¿Hemos hecho mal el trabajo? Aquello por lo que unos y otros hemos trabajado, de manera dispersa, sigue retrasando su aparición; mejor dicho, el retorno ha cedido, progresivamente, su lugar a una restauración, de la que podría pensarse que, por añadidura, impide el retorno que esperábamos. Con la excepción, es verdad, de ciertas obras que nos permiten medir mejor la distancia que separa regreso y restauración. ¿Acaso no estamos en presencia de dos gestos intelectuales que, por próximos que parezcan, entrañan una confusión verdaderamente lamentable: retorno a la filosofía política, por un lado; retorno de las cosas políticas, por otro? A primera vista, los signos son múltiples: creación de revistas, colecciones, organización de coloquios, asociaciones, publicación de manifiestos... Parece incluso —primera llamada de atención— que este movimiento precipita en un crisol prácticamente anónimo, muy en boga en la escena intelectual. Poco importa la divisa —filosofía política, filosofía moral, filosofía del derecho—, la dirección es la misma. En un primer momento, se trata de la constatación, más o menos dolorosa, de una desaparición enigmática. La disciplina intelectual de la que pretendemos * Este texto apareció como presentación de los Cahiers de Philosophie, 18, Les choses poltiques, Lille, invierno 1994-1995.

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ocuparnos habría desaparecido, de forma extraña, de la vida intelectual de nuestros contemporáneos. En un segundo momento, a pesar de esta extrañeza, el analista que prosigue su búsqueda sin muchas dificultades acaba por encontrarse con la tríada infernal, Marx, Nietzsche, Freud; o, en su defecto, con uno de ellos, considerado lo suficientemente malévolo como para haber provocado, por sí mismo, los efectos nefastos de la tríada de la sospecha. En un tercer momento, se anuncia la intención de regresar a la disciplina olvidada; atemperada en la medida en que es presentada y practicada, si no como un pensamiento débil, al menos, como una teoría de medio alcance. Cosa muy distinta es el regreso de las cosas políticas y la respuesta que se ha dado a esta cuestión. Se podría decir que las cosas políticas regresan. Ya no se trata del intérprete que decide retomar un discurso provisionalmente olvidado para darle vida; sino que son las mismas cosas políticas las que hacen irrupción en el presente, rompiendo con el olvido que las afectaba, esperando que se les de respuesta. En el momento del fin de los totalitarismos, es decir, de las tentativas que pretendían acabar con lo político; lo político regresa como si su «permanencia», en lugar de tomar caminos ya recorridos, nos llevara a abrir vías inéditas; pues es su permanencia misma la que se discute. Sería un grave error pensar que estos dos gestos intelectuales van en la misma dirección o responden a una misma orientación; distinguiendo en el segundo un fenómeno de naturaleza más amplia, capaz de incluir y superar al primero. No es así. Si entendemos que el retorno de las cosas políticas puede incluir, opcionalmente, un retorno de la filosofía política —o, más exactamente de la tradición, pero de la tradición interrumpida—, es legítimo pensar que el retorno de la filosofía política pueda tener el efecto paradójico de apartarnos de las cosas políticas hasta ocultarlas. Hipótesis cuyo carácter paradójico se atenúa cuando recordamos que dos de los más grandes pensadores de lo político de nuestro tiempo, Hannah Arendt y Claude Lefort —críticos de la dominación totalitaria desde una perspectiva distinta a la de los liberales— han manifestado serias reservas respecto a lo que se ha denominado, clásicamente, filosofía política. La primera se presentaba como «escritora política», preocupada por considerar las cosas políticas con una mirada ajena a toda filosofía, es decir, una mirada no contaminada por la «deformación profesional» de los filó12

sofos, ni por su desconfianza respecto a la política. El segundo prefería el término de «pensamiento político» al de filosofía política para definir su trabajo, pues consideraba que el primer término estaba demasiado marcado por su relación con un fundamento (el cosmos, la naturaleza, Dios, etc.). Este hecho —la oposición a la filosofía política de dos grandes pensadores de lo político; dos pensadores que establecen una relación fecunda e inventiva con la ruptura que supone la obra de Maquiavelo— que podría parecer sorprendente a primera vista; este hecho aparentemente ignorado, despreciado u olvidado, merece toda nuestra atención, puesto que su elucidación puede llevarnos al núcleo de nuestras dificultades y nuestros problemas. Esta reticencia compartida no da muestras suficientes de que el urgente interés por aplaudir el despertar de la filosofía política —pareciera que el encanto de Marx o de Nietzsche se hubiera desvanecido— evidenciara, en el mejor de los supuestos, ingenuidad y, en el peor, astucia. Queda por calibrar el sentido y los parámetros de esta reticencia, por comprender cómo la práctica de «los ejercicios de pensamiento político» (H. Arendt) o la asunción de la tarea de «pensar lo político» (Cl. Lefort) exige distanciarse de la filosofía política, más aún, trabajar contra ella para liberarse de la carga del pensamiento heredado, sin ceder por ello a una cierta téchne sociológica. Con el fin de entender mejor la diferencia entre retorno y restauración, volvamos nuestra mirada hacia Feuerbach —autor poco tratado por los nuevos guardianes— quien, en 1842, al principio del escrito Necesidad de una reforma de la Filosofía invitaba, precisamente, a distinguir entre dos tipos de reforma: Son dos cosas muy distintas la de una filosofía que viene a corresponder a la misma época común de las filosofías anteriores y la de otra filosofía que viene a corresponder a un nuevo capítulo de la humanidad, es decir, es cosa muy distinta que una filosofía deba su existencia a la mera necesidad filosófica— como es el caso de la de Fichte en relación a la de Kant— , o que, muy al contrario, surja o se corresponda con una necesidad de la humanidad. Una filosofía que nace de la historia de la filosofía y que no toca más que indirectamente, por ella, la historia de la humanidad es una cosa; muy distinta es una filosofía que es, inmediatamente, historia de la humanidad.* * Inédito en español, trad. del alemán de Anselmo Sanjuán. [Nota de los T.]

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De esta manera, si somos capaces de tomar la senda abierta por Feuerbach —a quien F. Rozensweig saludaba como inventor de un nuevo pensamiento— aprenderemos a discernir, bajo la etiqueta de filosofía política, entre el simple despertar de una disciplina académica —que, encerrada en un horizonte estrechamente institucional, vuelve a comenzar como si nada hubiera pasado, hallándose expuesta, además, a convertirse, casi obligatoriamente, en historia de la filosofía política— y algo completamente distinto: la manifestación post-totalitaria de la necesidad de lo político; o, para decirlo como Feuerbach, el redescubrimiento de las cosas políticas después de que la dominación totalitaria hubiera intentado anular y borrar, para siempre, esta dimensión constitutiva de la condición humana que se resume en una necesidad de la humanidad. Otra pregunta, otro proyecto, otros problemas, otro sistema de pensamiento, otro registro. Se comprenderá fácilmente que elaborar una investigación sobre Rousseau o sobre Kant es una cosa y formular la pregunta sobre la servidumbre voluntaria, tal como fue reactivada por las experiencias totalitarias —o, a partir de esas mismas experiencias, preguntarse sobre el posible sentido de la política—, otra muy distinta. Ahora bien, precisamente, esta diferencia, este origen —pensamiento de la resistencia y no empresa académica— ha nutrido a los dos pensadores que, en un mismo movimiento indivisible, han descrito la naturaleza del totalitarismo y han trabajado, bien en redescubrir la especificad de la acción como algo distinto del trabajo y de la obra, bien en la enunciación de la cuestión de la democracia moderna. A su vez, estas dos preguntas se sostienen en una interrogación aún más radical, a saber, ¿qué es la cosa política?, interrogante que ha de desglosarse en cuestiones últimas tales como: ¿qué es la libertad, el «milagro» de la libertad? ¿Qué es el hombre como ser político? ¿Cómo distinguir entre dominación, poder y autoridad? ¿Cómo distinguir entre política y Estado? ¿Qué significa pensar lo político en el horizonte de las sociedades contra el Estado? ¿Cuál es la diferencia entre régimen político libre y despotismo? ¿Qué es la felicidad pública, ese «tesoro perdido» de las grandes revoluciones modernas?

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FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA

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¿CÓMO UNA FILOSOFÍA DE LA HUMANIDAD PUEDE SER UNA FILOSOFÍA POLÍTICA MODERNA?*

La humanidad es una sociedad invisible. MERLEAU-PONTY

De Pierre Leroux, Georges Sand y Lamartine, entre otros, dijeron que sería el «Rousseau del siglo XIX». Poco importa que este juicio se haya revelado erróneo: dice mucho de la consideración que Pierre Leroux merecía a sus contemporáneos. «El genial Pierre Leroux» escribía el joven Marx, en una carta enviada a Feuerbach, con fecha de 3 de octubre de 1843, a propósito del «affaire Schelling».1 Si la predicción no se ha cumplido, tal vez la causa no haya de buscarse solamente en los defectos de Pierre Leroux: la repetición, su excesiva locuacidad. También se nos podría imputar la culpa, ¿no se nos debería acusar de hacer oídos sordos a una forma de cuestionamiento, insólito a nuestros ojos, que mezcla sin confundir, la filosofía, «ciencia de la vida», con la política, la política con el arte, el arte con la religión? De ahí el haz de tres discursos Sobre la situación actual de la sociedad y del espíritu humano, dirigido a filósofos, artistas y políticos. ¿Dónde podemos ubicar la obra política mayor de Pierre Leroux? ¿En qué texto se apreciaría mejor la parte de su obra que le valió ser comparado con Rousseau? ¿En la Réfutation de l’éclectisme (1839), que trata de la política de la filosofía? ¿En los tres Discours y, especialmente, en el Discours aux politiques (la primera versión fue publicada en agosto de 1832 en la Revue encyclopédique, con el título De la philosophie et du christianis* Este texto aparece como Postfacio del libro de Pierre Leroux, Aux philosophes, aux artistes, aux politiques. Trois discours et autres textes, París, Payot, 1994. 1. Sobre este punto, me permito referirme a mi trabajo, «L’affaire Schelling. Une controverse entre Pierre Leroux et les jeunes hégéliens», Corpus. Revue de Philosophie, 18-19, 1991, pp. 117-142.

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me)? ¿En la Grève de Samarez (1863-1865), poema filosófico sobre la esencia del siglo XIX? El procedimiento de Pierre Leroux, su halo, es el rodeo: la vía indirecta es, para él, lo propio del filosofar. El pensamiento de Leroux, articulado por la voluntad de dejarse llevar hasta las preguntas últimas, conoce en su escritura misma un perpetuo desplazamiento, en el que la cuestión más trivial se manifiesta como fundamental o conducente a lo fundamental; e, inversamente, lo fundamental aclara aquello que en un primer momento parecía trivial. «La filosofía posee siempre la doble característica de partir de las cosas más comunes y de los hechos más ordinarios para regresar a ellos después de un inmenso rodeo [...] no se trata de una cuestión de tipo práctico, tan simple como la imaginemos, que arrastra a nuestro espíritu a sondear los más profundos misterios y que nos conduce, de esta forma, a las preguntas más difíciles de la filosofía y, recíprocamente, los dogmas de la filosofía tienen por objetivo la propia práctica de la vida».2 Se trata de una obra, si no directamente política, poseedora de un gran valor ontológico —De l’humanité. De son principe et de son avenir— y es precisamente aquí donde hay que situar la mayor contribución de Pierre Leroux al pensamiento político. «Es indispensable abandonar el puro dominio de la política y de la historia para buscar fuera, en la filosofía, ese punto de anclaje que necesitamos».3 ¿Fundamentalismo metafísico de Pierre Leroux? Antes de proferir, en nombre de un nihilismo consumado, esta acusación, convendría —en aras de una mejor comprensión de este pensamiento— percibir en él la búsqueda de la necesaria articulación entre ética y política; articulación muy necesaria para la política moderna y de la que la teoría del nexo humano constituiría su núcleo esencial. Además, ¿no es esta filosofía de la humanidad la que relaciona los tres discursos dirigidos, respectivamente, a los filósofos, a los artistas y a los políticos? ¿No es ésta la «brújula» que Pierre Leroux busca y que descubre, progresivamente, situándose en un triple punto de vista para salir de laberinto, en el que, según él, está sumido el siglo XIX? ¿No se trata de la mani2. P. Leroux, De l’humanité, Corpus des oeuvres de philosophie en langue française (texto revisado por Miguel Abensour y Patrice Vermeren), París, Fayard, 1985, p. 27. 3. Ibíd., p. 20.

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festación de la nueva Síntesis de todo el conocimiento humano que anunciaba el prólogo de la edición de 1841? También podemos leer los textos aquí reunidos como otras tantas etapas de la génesis de la gran obra de Pierre Leroux, De l’humanité... Por ejemplo, la pregunta dirigida a los filósofos desde 1831: ¿qué es la Humanidad? Nada sabemos de ella. ¿De dónde viene, hacia dónde se dirige? Nada sabemos tampoco».4 Y este anuncio, cuando no respuesta, que viene a cerrar el Discours aux philosophes: «De esta manera, con el corazón afligido por los males de nuestra época, concebimos, no obstante, una gran esperanza y presentimos el tiempo en que la Humanidad renacerá recuperando la Unidad; pues la Unidad, es la Vida».5 O bien esta apreciación, en el Discours aux artistes, sobre el arte de la época, a propósito de la poesía byroniana: «Es el producto más vivo de una era de crisis y de renovación, en la que todo ha sido puesto en duda; porque, sobre las ruinas del pasado, la Humanidad va a comenzar la edificación de un mundo nuevo».6 Finalmente, en la prefiguración del Discours aux politiques, esta definición de sociedad, fruto evidente de la doctrina de la humanidad: «La sociedad no son los hombres, los individuos que componen el pueblo; la sociedad es ese ser metafísico, armoniosa unidad formada por la ciencia, el arte y la política».7 Brújula, puesto que Leroux, gracias a su recorrido a través de la tríada de la filosofía (o ciencia), del arte y de la política, sitúa exactamente el lugar al que ha llegado la Humanidad: «desde ahora, la sociedad entra en una nueva era, en la que la tendencia general de las leyes, en lugar de tener por objetivo el individualismo, tendrá por meta la asociación. Éste es el Rubicón que se ha de cruzar, o no; y más allá del cual, todo cambia de aspecto. De aquí se deriva la existencia, en la época en que estamos, de dos generaciones espirituales en casi todo distintas y opuestas: aquellos —poco numerosos, hay que reconocerlo— que han dado ese paso y aquellos que todavía permanecen de este lado» (De la philosophie et du christianisme, primera versión del Discours aux politiques, 1832).8 4. P. Leroux, Aux philosophes, aux artistes, aux politiques, París, Payot, 1994, pp. 118-119. 5. Ibíd., p. 130. 6. Ibíd., p. 163-164. 7. Ibíd., p. 210. 8. Ibíd., p. 195.

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La elección del opus magnum, De l’humanité..., además de respetar la andadura del autor, es tanto más legítima cuanto coloca este análisis bajo el signo de la problematicidad: sin dejar de preguntarnos por la pertenencia de tal filosofía a la metafísica de la subjetividad, podemos enunciar, de entrada, la pregunta esencial: ¿se puede edificar, legítimamente, una filosofía política a partir del sujeto «humanidad»? Empecemos por subrayar algunas particularidades del pensamiento de Pierre Leroux; presentadas, breviatis causa, en forma enunciativa. Primera singularidad: Leroux desarrolla una filosofía política moderna en el seno de la tradición socialista, de tendencia poco favorable a la idea misma de filosofía política. Elabora una articulación inédita entre la filosofía política y la cuestión social que lleva, en su obra, el nombre de asociación. ¿Una filosofía política? En primer lugar, Leroux, al contrario que su contemporáneo Marx, se cuida de distinguir entre dominación y explotación; a su juicio, el final de la explotación no se acompaña, necesariamente, del fin de la dominación. La vinculación con la cuestión política no se agota con esta primera distinción; esencial, por otra parte. Si Leroux asigna a la emancipación —la destrucción de toda forma de autoridad— la supresión de la dominación, se guarda mucho de identificar la desaparición del nexo señor-siervo con el fin de lo político. Saludando en Proudhon al pensador de la anarquía, interpreta esta teoría como un momento en la génesis de la libertad moderna —el de la negatividad, sólo un momento y no el telos de esta libertad—, con el fin de reafirmar mejor la necesidad de lo político como relación: «Destruida la dominación del hombre por el hombre, quedan los hombres, queda la ausencia de jerarquía; entonces, esta ausencia de jerarquía, o dicho en otros términos, esta igualdad, posee una ley; puesto que los humanos, sea en la época que sea, aún menos que las moléculas de la materia o los astros del cielo, pueden vivir sin relación. Llamando Anarquía, por utilizar vuestro lenguaje, a la no-jerarquía; es decir, a la Humanidad nueva, la Humanidad después de la destrucción de toda casta, ¿decidme cuál es la ley de la Anarquía?».9 Lejos, pues, de reducir la cuestión política a la de la domina9. P. Leroux, La République, 3 de marzo de 1850, p. 1.

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ción, convencido de que el vínculo político constituye una dimensión imprescindible del vivir-juntos de los hombres, indisolublemente relacionado con lo simbólico, Leroux no ha dejado de preguntarse por la ley de la libertad moderna. Filosofía política moderna, lo que invalida, en su caso, la alternativa straussiana, sea la filosofía practicada como regreso a los Antiguos, sea la entrada en la «vulgaridad moderna», aceptando la cientifización de lo político y dejando libre curso a los dos agentes destructores de la idea misma de filosofía política, el historicismo y el positivismo. En la Querella entre Antiguos y Modernos, bien conocida por Leroux e interpretada justamente como el enfrentamiento de dos proyectos de sociedad, Leroux se inclinó por la posición de una «síntesis» y supo unir la idea de koinonía de los Antiguos con la de perfectibilidad de los Modernos. ¿Quiere ello decir que Leroux, pensador de la Asociación, que escribe y cita en griego (cfr. De l’égalité), se habría limitado a contraponer la filosofía política clásica (Platón, La República) con la idea socialista; o incluso, que habría vertido la utopía socialista en el molde de la filosofía política clásica? Operación que no podría sorprendernos, puesto que tenemos conocimiento, en la tradición, de numerosas referencias socialistas a La República y podemos invocar, a propósito de estas recuperaciones, los sarcasmos de Nietzsche en Humano, demasiado humano (§ 473, «El socialismo con respecto a sus medios de acción»): «El socialismo es el fantástico hermano menor del casi decrépito despotismo, cuyo heredero quiere ser; sus afanes son, pues, reaccionarios en el sentido más profundo. Pues apetece una plenitud de poder político como sólo el despotismo ha tenido; más aún, excede de todo lo pasado por aspirar a la aniquilación literal del individuo. Se le antoja éste como un lujo injustificado de la naturaleza y que él debe corregir en un órgano de la comunidad que sea conforme a fin. Debido a su parentela, aparece siempre próximo a todos los despliegues excesivos de poder, como el antiguo socialista típico, Platón, en la corte del tirano siciliano; desea (y bajo ciertas circunstancias promueve) el cesáreo Estado dictatorial de este siglo, pues, como queda dicho, quisiera ser su heredero. Pero ni aun esta herencia bastaría para sus fines: ha menester el más rendido sometimiento de todos los ciudadanos al Estado absoluto, como nunca ha existido nada igual; y como ya no puede contar siquiera con la antigua piedad religiosa para con el Estado, 21

sino que más bien tiene sin querer que trabajar constantemente por su eliminación —pues de hecho trabaja por la eliminación de todos los Estados existentes—, sólo por breves períodos puede tener aquí y allá esperanzas en la existencia apelando al más extremo terrorismo. Por eso se prepara en silencio para regímenes de terror y les mete a las masas semi-cultivadas la palabra “justicia” como un clavo en la cabeza, para arrebatarles su entendimiento (después de haber sufrido ya mucho este entendimiento por la cultura a medias) y procurarles una buena conciencia para el villano papel que han de desempeñar. El socialismo puede servir para enseñar muy brutal y persuasivamente el peligro de todas las acumulaciones de poder político y en tal medida infundir desconfianza hacia el Estado mismo».10 Si, gracias al método tipificador de Nietzsche, Platón puede ser calificado de «viejo socialista típico», ¿se puede ver en Leroux a un «joven platónico» no menos típico? De ninguna manera. Ninguno de los signos de la «regresión platónica» diagnosticada por Nietzsche aparece en Leroux: ni la negación del individuo, ni el desarrollo excesivo de la potencia estatal. En muchos aspectos, Leroux participa plenamente de la libertad de los Modernos: — Al definir la sociedad moderna como la salida de la era de castas, critica sin reserva la orientación jerárquica de la tripartición platónica que pertenece a la forma de desigualdad propia de las sociedades de castas y rechaza, del mismo modo, cualquier reproducción de esta tripartición. — Encuentra en el reconocimiento del hombre por el hombre, del semejante por el semejante, la esencia de la experiencia política moderna por el hecho de que pone en marcha el dogma político —pero no sólo político—, el dogma filosófico de la igualdad. — Animado por un sentido agudo de la individualidad que se enriquece en su relación con Leibniz —el hombre comprendido como absolutamente distinto de todos sus semejantes—, Leroux se esfuerza por desarrollar, siguiendo la estela dejada por Maine de Biran, una filosofía original de la subjetividad. — La crítica repetida de la idea de soberanía, la crítica del «socialismo absoluto», la distancia de Leroux respecto de las jus10. F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, vol. 1, Madrid, Akal, 1996, p. 229.

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tificaciones de la violencia revolucionaria le sitúan lejos de la justificación de la potencia. Filosofía política moderna por cuanto como pensamiento integra, en su reflexión, el momento crítico y sabe, mediante un movimiento de auto-reflexión, discernir las aporías de la emancipación o el movimiento de inversión por el que la emancipación moderna —lucha contra las autoridades religiosas, espirituales, políticas— crea nuevas formas de autoridad. Con esta disidencia democrática, estamos ante una auténtica filosofía política moderna que conquista su identidad en oposición frontal a Hobbes y mediante una relación crítico-inventiva con la tradición que procede de La Boétie y Rousseau. En esta vía, Leroux se ha dado por objetivo pensar la idea de relación entre los hombres —la vida de relación del hombre con sus semejantes—, no sólo en la dimensión sincrónica sino también en la diacrónica. Retomando una de las expresiones favoritas de Leroux, se trata de «convertir» al individuo moderno, al individuo independiente, simultáneamente distinto e igual a otro hombre, en humanidad: «El hombre no es ni un alma, ni un animal. El hombre es un animal transformado por la razón y unido a la humanidad. Unido a la humanidad [...]. Es el medio nuevo, el medio verdadero, el único medio en el que se desarrolla la existencia de este nuevo ser surgido de la condición animal, y que se llama hombre».11 Notemos la importancia de esta conjunción. No es posible un origen individual de la razón. El acceso a la razón, verdadera metamorfosis, no puede llegar sino gracias a la pertenencia común a la humanidad. Leroux desarrolla también, en contra del cartesianismo, una teoría democrática del sentido común o del «consentimiento». En definitiva, la singularidad de la obra de Leroux, su novedad, consiste en instituir una filosofía política moderna que articule la ciudad con la idea de humanidad. «La Humanidad, considerada como ser colectivo, ha sido la causa originaria de todas las naciones [...]. Lo que los hombres han llamado ciudad, patria, aquello que ha constituido tantas ciudades diversas y tantas patrias provisionales, es la Humanidad, que se encontraba debajo de todas esas ciudades, en el fondo de todas esas patrias».12 De 11. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 100. 12. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 133.

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esta manera, en la idea de humanidad (en sus diversas acepciones) se circunscribe un lugar teórico original —como un estrato, un nexo originario— a partir del que puede constituirse una filosofía política moderna; al margen del historicismo, del positivismo y del tecnicismo que destruyen la idea misma de filosofía política. Apertura que no se orienta tanto hacia una antropología o a un humanismo cuanto hacia una ontología, un pensamiento de la vida y del ser. De ahí, la crítica que, en un primer momento, hace Leroux del sensualismo materialista. A su juicio, éste contamina la política moderna confiriéndole un carácter objetivante y apunta a una pura instrumentalización del poder entendido como conciliación de una relación de fuerzas. «[...] la Humanidad es sólo una palabra para los políticos actuales, [ellos] no ven en el género humano más que hombres particulares y, como dicen, individuos [...]. Los políticos, que no ven la intervención de la Humanidad en cada uno de los seres particulares que la componen, sólo poseen de esos seres particulares la fisonomía de un egoísmo impulsado por el cuerpo, por las sensaciones y por las necesidades; lo que permanece de la naturaleza humana, aquello que se podría llamar su aspecto moribundo; y proclaman como resultado de su ciencia, aquello que es, efectivamente, resultado: el egoísmo».13 De ahí la búsqueda, en un segundo momento —a partir de una alternativa claramente enunciada (Hobbes o contra-Hobbes)—, de un «axioma ontológico cierto». «¿Qué son los unos en relación a los otros? ¿Sois hermanos o enemigos?».14 Se trata de encontrar una proposición irreducible para la política, para la historia, que permita pensar, para una filosofía convertida en religión, la política moderna como el advenimiento del hombrehumanidad, como trabajo implícito de una comunidad invisible o, mejor aún, como manifestación en el seno de las comunidades visibles, de un nexo social, de un nexo humano, invisible. «Es un axioma sobre la vida, sobre el ser que nos falta. Es un axioma religioso. ¿Qué somos, qué hay de cada uno de nosotros en Dios? ¿Cuál es la voluntad del creador al darnos el ser en cada instante de nuestra existencia? ¿Dónde está nuestra vida, cuál es el objeto de nuestra vida? [...] Ahora bien, esta cuestión, que con13. Ibíd., p. 132. 14. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 26.

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sidero demostrable en la medida en que la vida puede serlo, en la medida en que el infinito puede probarse, y de la que voy a intentar aportar una demostración, es la comunión del género humano; o, en otros términos, la solidaridad mutua de los hombres».15

Rousseau: la antinomia de la ciudad y del género humano Las predicciones de George Sand sobre las relaciones privilegiadas entre Leroux y Rousseau se comprenden mejor desde la perspectiva de una filosofía de la humanidad. Reconoce al autor del Contrato social haber sido uno de los instauradores de la idea de humanidad. «Ha enseñado a todo hombre a contemplarse como miembro del único soberano legítimo. Inmenso y prodigioso cambio que hace de la Humanidad una nueva raza».16 Aún más, Rousseau es un revelador: «Este hombre nos llevará a Dios y a la Humanidad».17 Tan pronto subrayamos esta conexión con Rousseau, aparece la pregunta: ¿en qué medida una filosofía de la humanidad puede pretender ser una filosofía política? Su orientación hacia lo cosmopolita, hacia el género humano, ¿no implica, necesariamente, una salida de lo político, una salida de la dimensión propia de la ciudad? Leroux, de quien se puede decir que luchó contra los modelos negadores de lo político en el seno de las tradiciones socialistas —bajo la forma de subordinación de lo político a lo económico, o como forma de ilusión del fin de lo político—, ¿no se compromete, acaso, volens nolens, por esta vía en una reflexión de eliminación de lo político? ¿De dónde, por qué vía, Leroux habría conseguido escapar, profesando una filosofía de la humanidad, a esta figura inédita de negación de lo político? Uno se siente tanto más autorizado a plantearse la cuestión en estos términos cuanto es Rousseau quien formula, con la mayor claridad, la antinomia entre la ciudad y el género humano. En un primer momento, convendría leer el Discurso sobre el origen de la desigualdad en el sentido de una contribución a una génesis ideal del género humano o de la humanidad y ver cómo 15. Ibíd., p. 23. 16. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 134. 17. Ibíd.

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la idea de humanidad es inseparable de una reiterada reflexión sobre la piedad, lo que Leroux designa como el sentimiento que nos une, en humanidad, con nuestro semejante. Pero sobre todo, sería conveniente efectuar un análisis exhaustivo de la antinomia que Rousseau plantea entre la adhesión a la ciudad y el amor a la humanidad: «El patriotismo y la humanidad son dos virtudes incompatibles en su energía y, de manera especial, en todo un pueblo. El legislador que desee ambas no obtendrá ninguna».18 El amor a la humanidad ha de buscarse más del lado religioso que del lado político, que se subordina a las religiones nacionales. La idea de humanidad se relaciona con el cristianismo, por cuanto éste considera al hombre fuera de toda adscripción patria. «La gran sociedad, la sociedad humana en general, está fundada en la humanidad, en la benevolencia universal. Digo y he dicho siempre que el cristianismo es favorable a ella. Pero las sociedades particulares poseen otro principio completamente distinto; son establecimientos puramente humanos».19 Parecería que una filosofía de la humanidad fuera una filosofía de esencia religiosa y que, contrariamente, una filosofía política se aleje, en cuanto tal, de la propia idea de humanidad, siendo más filosofía del ciudadano y para el ciudadano que filosofía del hombre o del género humano. No se puede decir, sin embargo, que Rousseau haya ignorado la humanidad. Si acaba por suprimir el capítulo del Contrato Social referido a la sociedad general del género humano, no deja de mantener que la patria debe reposar sobre un sentimiento de humanidad que otorga muchas virtudes, pero no alcanza a comunicar la fuerza, la voluntad de ir más allá de uno mismo que produce la adscripción a la ciudad.20 De ahí la existencia de una tensión interna e irreducible en la obra de Rousseau.

Leroux: una filosofía de la humanidad como filosofía política ¿De qué manera llegará a resolver Leroux la antinomia planteada por Rousseau y, por tanto, concebir una filosofía de la hu18. J.J. Rousseau, Cartas desde la montaña, III. 19. J.J. Rousseau, Lettre à Usteri, 18 de julio, 1763. 20. Sobre este punto, véase Pierre Burgelin, La Philosophie de l’existence de JeanJacques Rousseau, París, PUF, 1952, p. 521.

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manidad que tenga el valor de filosofía política; es decir, capaz de relacionar la singularidad de lo político con la generalidad de lo humano, con lo cosmopolita? Se podría decir, en primera instancia, que, para el hombre moderno, la experiencia de lo político es inseparable de una conciencia nueva de la humanidad. Más concretamente, la ciudad revolucionaria, «organización nueva de la vida colectiva», constituye lo que se podría definir como una experiencia de humanidad. Entendiendo que, para Leroux, la Revolución Francesa debe ser analizada como una formidable y primera experiencia del reconocimiento del hombre por el hombre. Al otro ya no se le considera, de acuerdo con la lógica de una sociedad de órdenes, como el superior o el inferior, sino que es reconocido, desde este momento y por encima de cualquier otra determinación, como el semejante. En una sociedad de castas, o en la sociedad del Antiguo Régimen, el hombre se mostraba y se escondía, a la vez, bajo cualidades y atributos sociales; hoy, en la sociedad democrática post-revolucionaria, la cualidad de hombre es la primera evidencia. Es decir, que más allá de la igualdad jurídica, política, surgió una dimensión mucho más profunda de la igualdad, una cualidad antropológica —la llegada del homo aequalis—, una dimensión ontológica nueva. Algo ha cambiado en la economía del ser. «Si la justicia es justa e imparcial hacia ellos, es, únicamente, porque son hombres. El padre no tiene derecho de matar al hijo, porque el carácter de la humanidad se encuentra en la cara de su hijo [...]. Entonces reconocéis un derecho al hombre sólo por el hecho de que es hombre [...]. Lo que constituye el derecho, el derecho actual al menos, es la Igualdad reconocida de los hombres. Esta igualdad reconocida está antes que la Justicia, es ella quien la causa y la constituye».21 Leroux insiste en la prioridad del derecho del hombre sobre el ciudadano. Su posición es, exactamente, inversa a la de Marx. Mientras que éste último, en su crítica de las declaraciones de los derechos del hombre, reduce el hombre al individuo prisionero de las determinaciones de la sociedad civil y concibe al ciudadano como conquistador de su libertad mediatizada, gracias a la superación esas determinaciones, en y por el Estado; para Leroux, el hombre está en primer 21. P. Leroux, De l’égalité, París, 1845.

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lugar, la experiencia de la humanidad con la llegada del homo aequalis es simbólicamente fundadora; la humanidad accede al estatuto de condición de posibilidad de la experiencia de la ciudadanía y de la democracia. «Demostraré que la igualdad del ciudadano, tal como la entendemos hoy, tiene su origen en la creencia de la igualdad de los hombres en general [...] es reconocido, hoy, por el espíritu humano que un hombre posee ciertos derechos por su sola cualidad de hombre; lo que lleva a decir, cuando se piensa en ello, que un hombre posee los mismos derechos que cualquier otro hombre [...] de ahí se entiende que, si somos incapaces de organizar la Igualdad humana sobre la tierra, ello no signifique que esta igualdad sea superior y anterior a nuestras nacionalidades, a todas nuestras constituciones, a todas nuestras instituciones».22 Sobre la base de esta experiencia de humanidad, aparece una nueva definición de la cuestión política: ¿cómo se puede organizar una ciudad más allá de la división señor-súbdito? ¿de qué manera los hombres pueden formar una sociedad democrática sin ser amos los unos de los otros, sin dominarse, ni mandarse, sin reconocerse superiores o inferiores? Para vincular el pensamiento de Leroux con su filosofía de la historia, la Revolución Francesa es analizada por él como la salida de la sociedad de castas; como el surgimiento de la «casta-humanidad», como disolución de propio fenómeno de la casta, como advenimiento del hombre-humanidad. Esta desaparición de las castas patrias no significa la desaparición de lo político, puesto que no se trata de la negación del vivir juntos de los hombres en el seno de una ciudad; sino que se trata de acabar con un vivir juntos funcionando con exclusividad, para volverse hacia un vivir juntos que se abre a la generalidad de lo humano, a un horizonte cosmopolita. Lo que implica que todo grupo particular, en la historia postrevolucionaria —familia, patria, ciudad—, conozca en lo concreto mismo de su experiencia parcial un movimiento que, desde lo más profundo de sus límites, le lleve más allá de ellos, que todo grupo obedezca a una orientación hacia una comunicación generalizada de tal forma que el repliegue sobre sí, el ensimismamiento, sean contrariados cuando no imposibilitados; estando toda relación, todo tejido relacional parcial atravesado y habitado por la presen22. Ibíd., pp. 14-16.

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cia de la humanidad, por una tensión irreducible e irreprimible hacia la humanidad. Podría parecer que el fenómeno histórico del final de las castas hubiera tenido por efecto hacer acceder a la humanidad al rango de sujeto virtualmente político, de hacer que una filosofía de la Humanidad no sólo no evite la cuestión política, sino que ayude a plantearla y a pensarla de otra manera, en otra dimensión, con la mirada puesta en este nuevo sujeto, el género humano, que vendría a aparecer en toda manifestación de la emancipación moderna. Pero, y ésa fue la objeción de Ravaisson, ¿este género humano, como género lógico, no es una entidad puramente nominal, vacía y, por ello, necesariamente desprovista de identidad política? Conviene preguntarse por el estatuto del concepto de humanidad en la obra de Leroux. Éste procede en una doble dirección crítica: contra los nominalistas (Hobbes), afirma la existencia de la humanidad; contra los dogmáticos, desubstancializa la humanidad y postula que el modo de existir de este ser colectivo es del orden de la idealidad: la humanidad no es un dato de identidad empíricamente demostrable; sino un deber-ser, con el añadido de la cualidad de vínculo ontológico invisible. «Estamos unidos por un vínculo invisible».23 La pregunta de Leroux es: ¿existe un ser colectivo Humanidad o sólo existen individuos hombres? Reprocha a los pensadores del siglo XVII su atomismo dogmático; ya que, de seguirles, sólo existirían individuos y todos los pretendidos seres colectivos o universales —Sociedad, Patria, Humanidad— no serían más que abstracciones de nuestro espíritu. «No comprendían nada que no fuera tangible por los sentidos; no comprendían lo invisible», escribe Leroux. Pero, con la afirmación de la Humanidad, Leroux insiste en el específico modo de existir de ese ser colectivo, con el fin de prevenir toda forma de hipóstasis de la humanidad que, pensada como totalidad orgánica, reintroduciría el principio «católico» de autoridad y de abnegación. La humanidad, ser colectivo, no existe con una existencia real en el espacio-temporal, como cualquier otro ser. Como ser colectivo, puede ser concebida, podríamos decir, pero no conocida; puesto que, como ser ideal, escapa a toda percepción de los sentidos. 23. P. Leroux, Revue sociale, 1, octubre, 1845, p. 22.

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«No digas tampoco que la sociedad lo es todo y el individuo no es nada, o que la sociedad está antes que los individuos [...] No vayáis a convertir a la sociedad en una especie de monstruo del que seríamos las moléculas, las partes, los miembros [...]. Si Dios hubiera querido que los hombres fueran partes de la Humanidad, los habría encadenado en un gran cuerpo».24 Conviene, para salvar del pensamiento de Leroux su veta y su cualidad anti-autoritaria (en relación con su teoría de la conciencia de sí), distinguir correctamente entre la parte y la manifestación. Entonces, ¿cómo podemos pensar la humanidad? «Existe un reflejo necesario del ser particular hombre en el ser general humanidad y, recíprocamente, del ser general o colectivo humanidad en el ser particular hombre».25 O bien: «Existe una penetración del ser particular hombre y del ser general humanidad. Y la vida resulta de esa penetración».26 Leroux concibe la humanidad a partir del modelo spinozista de la expresión intermediadora de la sustancia y los atributos, salvo por lo que hace a una corrección importante. La relación del hombre con la humanidad puede concebirse a partir del modelo de relación de la expresión del atributo con la sustancia, insistiendo en la singularidad irreducible del modo finito. Como si, para Leroux, la relación que une al hombre con la humanidad debiera guardar, al mismo tiempo, ese carácter de expresión que descansa sobre la relación de identidad parcial entre el ser particular y el ser general —la humanidad—, pero sin que esa relación de expresión pueda, en nombre de esa identidad parcial, borrar la singularidad del individuo. Si sólo nos quedáramos con los efectos de la participación del modo finito con la sustancia infinita, se perdería la singularidad del modo finito. En contra de Giordano Bruno, Leroux escribe: «Tenéis razón al decir que en este hombre veis al ser, la sustancia, Dios». Pero hay que guardarse, añade a continuación, de confundir expresión e identidad. «Pero usted, y Spinoza, y Schelling, y Hegel, están equivocados al decir por ello que ese ser sea Dios. Es Dios por cuanto viene de Dios, procede de Dios; pero no es Dios por ello».27 De lo que se sigue que es legítimo decir: cuando veo a un hombre, veo 24. P. Leroux, Revue sociale, 1846, p. 184. 25. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 192. 26. Ibíd., p. 196. 27. Ibíd., p. 191.

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a la humanidad, por mucho que se precise «y es, sin embargo, un hombre particular».28 Al rechazar, de una parte, una concepción empírica de la humanidad y al reivindicar, de otra, en el seno de una concepción filosófica, la diferencia entre expresión e identidad, Leroux sitúa la singularidad en esta separación insuperable y procede a una verdadera recuperación. Parte de lo que podría aparecer como un déficit para afirmar la especificidad de lo humano. La humanidad como ser ideal puede entenderse en un doble sentido: la humanidad es un ser ideal, inmaterial, lo que designaría al conjunto de los nexos invisibles que vienen a superponerse a lo visible y aseguran, en cuanto lazos simbólicos, el intercambio, la coexistencia de los hombres. Es decir, al insistir en lo invisible como superposición de lo visible —la humanidad, sociedad invisible, escribe Merleau-Ponty—, Leroux afirma la dimensión simbólica del ente humano en contra del materialismo sensualista que reduce al hombre a un ser de necesidad o de sensación y que, confundiendo la manifestación y el ser, no ve en el mundo más que cuerpos. «Animal simbólico», el hombre-humanidad sólo puede constituirse en una relación en perpetuo diálogo crítico con la tradición que, si bien precipita en obras, no deja de instituir una «circulación» inmaterial entre los hombres. Pero esta definición de humanidad remite, igualmente, a un sujeto que pertenece al orden de la idealidad, a un tiempo, como deber-ser para siempre inaccesible —la humanidad es un infinito que se abre a otro infinito, Dios— y como horizonte implícito hacia el que se dirige, intencionadamente, toda relación humana construida por una sobre-significación. Así, la relación política está orientada, necesariamente, hacia la humanidad; por la sobre-significación que la transita, la relación política se excede a sí misma. Contiene algo más que ella misma pues, como apertura sobre lo humano, se relaciona con el infinito-humanidad, con el infinito de la humanidad. Se puede definir la humanidad como la luz que sólo llega a hacer plenamente visible aquello que está presente en la ciudad, el Estado o la república: «La humanidad es al hombre lo que la luz es al ojo».29 La humanidad, medio de vida, horizonte, manifestación de la vida, es la luz 28. Ibíd. 29. P. Leroux, Revue sociale, 7 de abril de 1846.

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gracias a la que vemos, aunque nosotros no lleguemos a verla. Este invisible inscrito en el corazón mismo de nuestra relación con lo visible define el cómo de la manifestación de la relación política: la humanidad, en cuanto dimensión invisible, está en los más profundo de la ciudad, bajo la forma de un estado de latencia que acompaña a toda manifestación. Lo que está en juego en esta voluntad de articular la política con un axioma ontológico es la elaboración de una nueva concepción de la vida, la vida o el ser, estrato original, como si se tratara de dar un nuevo temple a las manifestaciones de lo político dentro de esta fuente originaria. La Humanidad, tal como la concibe Leroux, en una relación compleja con Spinoza y Leibniz que queda por elucidar, funciona, exactamente, como un infinito positivo o un infinitamente infinito —característica del gran racionalismo del siglo XVII, según Merleau-Ponty— y que todo ser parcial presupone directa o indirectamente y en cuyo interior está contenido. Este infinito positivo es la vida: «No veis que aquello que os da la vida no puede ser otra cosa que la vida; es decir, la Vida universal, y que, en consecuencia, a través de esa luz, lo que os sucede y penetra es esta inteligencia, este sentimiento y esta sensación, que os atribuís, de manera absurda, a vosotros mismos y a nadie más [...]. Consecuentemente, no hay que decir que esta luz es puramente física y material; hay que decir que ES EL SER UNIVERSAL (que es, a un tiempo, inteligencia-amor-y-cuerpo) QUIEN SE MANIFIESTA POR ESE CUERPO QUE LLAMAMOS LUZ [...]. Es realmente Dios el que se hace sentir en la luz [...]. Dios se encuentra por todas partes en el Universo, y se manifiesta a nosotros por el universo».30 La originalidad de Leroux y el interés que despierta, ¿no procede del giro que efectúa de la cuestión de la naturaleza humana hacia la enigmática cuestión del vínculo humano? Leroux plantea la pregunta: ¿en qué consiste el vínculo que une a los hombres entre ellos, y también el vínculo que une al hombre individuo con la humanidad, en qué consiste el vínculo humano? Particularmente digno de atención parece ser esta doctrina de la humanidad, esta interrogación sobre el vínculo humano, sobre el elemento humano, tomando el elemento en el sentido fuerte del término, como medio de vida y como algo que se ajusta a las 30. P. Leroux, Revue sociale, 8 de mayo de 1847, p. 131.

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leyes de la vida. Tal forma de cuestionamiento conduce, necesariamente, a repensar lo político en su relación imborrable con la ética, tomando en consideración, desde ahora, este elemento humano, elemento real y vivo, sin ignorarlo, sin forzarlo o reducirlo al conjunto empírico de los vínculos entre los hombres. Lo que tiene el mérito de cortar de raíz toda tentativa de instrumentalización de la política o de su reducción a la cuestión del poder; o, inversamente, de absolutización. La política moderna así articulada con la humanidad y, más allá, con una «intuición de la esencia misma de la vida», no puede más que encerrarse en ella misma: abierta por esta vía a la cuestión de la humanidad como horizonte constitutivo, éste se define como el gesto de la religión. Entendemos la manifestación en un espacio de apariencia, de este vínculo humano, de esta vida que se encuentra en el núcleo del axioma ontológico, de ese vínculo, de esa concreta comunidad invisible en la religión. Se puede dar una nueva respuesta a la pregunta de partida: una filosofía de la humanidad no desemboca, necesariamente, en una salida o en una negación de lo político en beneficio de lo religioso puesto que, bajo ciertas condiciones, puede conducir a pensar las manifestaciones de la vida en el campo político —ciudad, Estado, república— en relación con lo invisible que los habita, que no deja de intervenir en ellas, con ese ser en estado de latencia, el infinito-humanidad. Lejos, pues, de reducir lo político, incluso de eliminarlo, este movimiento de pensamiento daría su plena consistencia a lo político moderno. Materialización, configuración de este vínculo invisible, lo político no sería ya un dominio cerrado sobre sí mismo sino, considerado, por su tropismo hacia la humanidad, un movimiento centrífugo, que le llevará, de modo distinto al de los clásicos, a conquistar su irreductibilidad en la misma medida que dará, por su relación con la humanidad, prueba de su relatividad. Es, pues, reconocer que una filosofía de la humanidad, antes de revelarse como una filosofía de esencia religiosa, puede concebirse como la condición de posibilidad de una filosofía política moderna: obligaría a pensar lo político, dimensión esencial del vivir-juntos de los hombres —ni siquiera la anarquía puede prescindir de una ley ni de una relación—, desde la perspectiva de un elemento que la trascienda, desde la luz de la humanidad. El «buen-vivir» de los clásicos recibi33

ría una nueva acepción: el suplemento que designa en relación con el vivir y en el que consiste la irreductibilidad de lo político exigiría, desde ahora, orientar las formas del vivirjuntos hacia la humanidad. El «buen-vivir» se convierte en vivir según la humanidad, con la preocupación por el vínculo humano, no manipulable, y con la preocupación de la constitución, siempre interminable, del hombre-humanidad. Se comprende mejor la fórmula de Georges Sand: Leroux había creado, en relación con una determinada concepción de la vida, la doctrina que Rousseau sólo habría profetizado. Digamos de entrada que, para Leroux, en la relación del hombre con el hombre, indisociable de la relación del hombre individuo con la humanidad, se pondría de manifiesto una forma de unidad o, más exactamente, una forma relacional completamente distinta de cualquier otra forma de unidad que aparezca en el universo, tales como la atracción entre los campos materiales o las relaciones desencarnadas entre los espíritus. De ahí la crítica auténticamente filosófica e original que Leroux, «centinela de sueños», dirige a la utopía moderna. Si él aplaude en ésta la grandeza y reconoce a los utopistas haber sabido percibir, en la experiencia revolucionaria o en la industria, el surgimiento de un nuevo vínculo social, critica la voluntad de organizar o constituir la ciudad futura, en la ignorancia destructiva del la especificidad del vínculo humano. Según Leroux, la idea básica tal como se revela en las Lettres de Genève de Saint-Simon (1802), el origo fons del movimiento utópico, consiste en afirmar que una misma ley, la de la atracción o de la gravitación universal, mueve el mundo moral tanto como el mundo físico. En este sentido, SaintSimon aparece como un genio político que, gracias a una nueva concepción del vínculo entre los hombres, habría proyectado otra modalidad de vínculo, una forma de vinculación distinta a la propuesta por el «ciudadano de Ginebra» en el Contrato social. «El principio de los astrónomos dice que los cuerpos celestes actúan unos sobre otros en razón directa con su masa y en razón inversa con el cuadrado de sus distancias. El principio de SaintSimon dice que los hombres actúan los unos sobre los otros mediante una ley análoga; de tal forma que ningún hombre es activo sin ser pasivo, ni atrae sin ser atraído, ni pesa sobre los otros sin que los otros pesen sobre él. Y ve cómo esta ley se manifiesta claramente en las tres clases que ha distinguido en el 34

orden social actual».31 De ahí, pese a las opiniones políticas de tal o cual fundador, una orientación fundamentalmente democrática de la utopía moderna que persigue el objetivo de destruir toda relación de mandato y de obediencia. «La verdad, que resulta de una comprensión correcta de este libro, de la ley de Atracción sustituida por la ley de dominación y esclavitud, una organización completamente nueva, sin superiores ni inferiores».32 Con el advenimiento de la utopía moderna, que no se puede clasificar simplemente del lado de una negación de lo político, se trata, llámese como se quiera, de que la asociación —una forma de relación anti-jerárquica— sustituya al reinado multisecular de la dominación. Pretendiendo, en nombre de esta ley de atracción, ser un Newton del mundo moral, el utopista moderno se equivoca al considerar la atracción entre los hombres bajo un modelo material, como si se tratara únicamente de combinar cuerpos o de asociar fuerzas mesurables. También practica una confusión entre órdenes diferentes de lo real y se orienta, al mismo tiempo, sea cual sea su intencionalidad emancipadora, hacia una fórmula tanto más tiránica cuanto mantiene la ilusión de dominio de lo social. «¡Cosa singular! Mucho se ha hablado en estos últimos siglos de la atracción, de la que se ha querido hacer ley única del mundo material. Se ha ido demasiado lejos y se ha pretendido introducir esta ley en el mundo moral, como si el mundo moral, una vez sometido a la atracción, debiera tomar este modelo fijo e inmóvil que, por medio de un prejuicio absurdo, se atribuía a la naturaleza física. Es verdad que aquellos que han hablado de generalizar en la sociedad humana aquello que llaman el descubrimiento de Newton sólo han comprendido las apariencias del mundo moral, habrían querido introducir en el mundo material una especie de atracción material. Pero, en realidad, este sistema de la atracción en el mundo espiritual existe desde siglos».33 La gran pregunta es: ¿de qué forma se debe concebir esta atracción entre los hombres y cómo esta atracción puede y debe establecerse en el mundo moral? «¿El hombre es únicamente sensación, la generalización de la atracción es la libertad conce31. P. Leroux, La République, 10 de febrero de 1850, p. 3. 32. P. Leroux, La République, 10 de marzo de 1850. 33. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 92-93.

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dida a los instintos?». Si el hombre es algo distinto de la sensación, si es sentimiento y conocimiento, ¿de qué manera podrá establecerse el reino de la atracción, que comprenderá tanto nuestras necesidades de sentimiento y conocimiento como nuestras necesidades de sensación?34 Se mide aquí en qué medida la idea de humanidad, al tiempo que obliga a pensar la heterogeneidad del mundo moral como búsqueda del vínculo humano e interés en esta parte invisible que se oculta en toda manifestación visible, invita, no a oponer la utopía a la política, sino a renovar la cuestión política dándole todo su espesor carnal. Desde este punto de vista, la crítica de Leroux no pretende desmantelar la utopía moderna, sino pensarla de otro modo al circunscribirla al campo que le es propio, la vida del yo y del nosotros o la humanidad en el sentido del vínculo humano —la búsqueda fenomenológica de la heterogeneidad de la relación humana: «nuestra vida no solamente está en nosotros, sino fuera de nosotros, en los otros hombres, nuestros semejantes, y en la humanidad».35 Estas reflexiones merecen ser comparadas con las especulaciones de Kant, en Los sueños de un visionario..., en lo que hace referencia a las fuerzas que mueven el corazón humano, cuyas sedes parecen estar situadas fuera de él: «el punto en el que coinciden las líneas directrices de nuestros impulsos no está, pues, sólo en nosotros, sino que existen fuerzas que nos mueven conforme al interés de otros. De ahí surgen las tendencias morales que muchas veces nos arrastran en contra de nuestro propio interés...». Interrogándose sobre el sentido moral, Kant evoca la atracción de Newton insistiendo en la especificidad de la unidad moral propia del mundo inmaterial: «¿No sería posible representar el fenómeno de las tendencias morales de las naturalezas pensantes tal como se relacionan recíprocamente como consecuencia de una fuerza verdaderamente activa por la que las naturalezas espirituales se influyesen unas a otras, de tal modo que el sentimiento moral fuera ese sentimiento de dependencia de la voluntad individual respecto de la voluntad general y una consecuencia de la acción recíproca natural y universal por la que el mundo inmaterial alcanza su unidad moral organizándose según las leyes de su propia combinación en un sistema de perfección espiritual?».36 34. La Revue social, 11 de agosto de 1846; Lettres sur le fouriérisme, p. 162. 35. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 29. 36. I. Kant, Los sueños de un visionario, Madrid, Alianza ed., 1987, pp. 51-53.

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Este elemento humano, considerado en su heterogeneidad, ha de pensarse en relación con una concepción de la esencia de la vida que asume la escala de los seres y el paso de un reino a otro. Leroux se esfuerza en confrontar lo humano con el mundo no humano, con el conjunto de la vida, vegetal y animal. Esta búsqueda de la especificidad del vínculo humano se apoya, además, en un pensamiento de la subjetividad; lo que Leroux denomina, de manera más concreta, la «verdad ontológica admirable» de Maine de Biran quien, afirmando el yo —la fuerza manifestada por la percepción—, no dejaba de afirmar que, en la percepción, se manifiesta también el objeto del fenómeno.37 A partir de la relación del Yo con aquello que no es, con la exterioridad, Leroux elabora su concepción del vínculo humano. La conciencia de sí, fuerza y no sustancia pensante, que Leroux sitúa en un nivel originario —«lejos de explicar, como Leibniz, la conciencia de nosotros mismos a través de la razón, sería más verosímil explicar la razón a través de la conciencia de nosotros mismos»—,38 no se piensa ni como coincidencia de sí, ni como inherencia de sí, tampoco como perseverancia del sujeto en su ser; menos aún como soberanía, sino como relación del Yo con otro elemento. Es decir, sin tomar en consideración las tesis de Leroux sobre la duración, sobre el mundo del tiempo, «segundo mundo», la conciencia de sí, distinta del conocimiento de sí, momento imborrable, según Leroux, que marca su diferencia dentro del pensamiento socialista, es concebida como diferencia de sí —el presente no existe— y como salida de sí. El sentimiento de la existencia, la mismidad, se constituye en una intencionalidad hacia afuera, hacia la exterioridad; y es la relación del yo y del noyo la que descubre el yo a uno mismo. «A través de estas tres caras de su naturaleza, el hombre se relaciona con los otros hombres y con el mundo. Los otros hombres y el mundo, he aquí lo que, uniéndose a él, lo determina y revela, o le hace revelarse; ésta es su vida objetiva, sin la que su vida subjetiva permanece latente y sin manifestación [...] Lo que llama su vida no le pertenece enteramente, y no está solamente en él, está dentro y fuera de él; reside en parte y, por así decirlo, de forma indivisa, dentro de sus semejantes y en el mundo que lo rodea».39 Y todavía: «La vida del 37. P. Leroux, Réfutation de l´éclectisme, Ginebra, Slatkin, 1979, p. 129. 38. Ibíd., p. 178. 39. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 128-129.

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individuo, en cada instante de su existencia, es a la vez subjetiva y objetiva. Ahora bien, ¿quién le proporciona la parte objetiva de su vida, es decir, cuál es su objeto? El hombre y la naturaleza exterior, siempre el hombre y la naturaleza exterior, y nada más. El hombre objeto contiene una parte de la vida del hombre sujeto. Por ello, el perfeccionamiento del hombre compete al hombre. El género humano es solidario [...]. No se puede obliterar la porción objetiva de mi vida sin herirme en mi vida subjetiva».40 De esta conciencia de sí como fuerza de aspiración, de esta vida a la vez en sí y fuera de sí, Leroux deduce la existencia y la necesidad de la comunicación del hombre con la naturaleza y con sus semejantes. También se podría afirmar que, para Leroux, el bienestar está relacionado con el aumento de nuestra fuerza de aspiración y con la multiplicación de nuestra vida relacional. Con el fin de aprehender esta descripción del vínculo humano, podríamos tomar una dirección que nos hiciera volver hacia la descripción que Leroux hace del sujeto entendido como sujeto encarnado. La definición del hombre como compuesto de espíritu-cuerpo hace que su fuerza de aspiración se despliegue y se revele a sí misma como fuerza que pertenece a un cuerpo vivo, lo que aumenta la intencionalidad; ya que este cuerpo, en su condición de cuerpo vivo, es inseparable de una relación constante, de una comunión perpetua con el universo exterior : «El ser que los fisiologistas llaman un cuerpo no es más que un cadáver tan pronto como esta comunión cesa, y [...] lo que deberíamos llamar de verdad un cuerpo, sería ese cuerpo más todos los medios que le dan la vida, que responden a su vida, que viven con él y con los que vive».41 De ahí se deriva una primera definición del proyecto de Asociación: se trata de organizar la pluralidad de estos medios, mejor aún, de esos medios de vida, para constituir, a partir de una fuerza de aspiración multiplicada, la humanidad en cuanto medio, medio simbólico irreducible a un medio animal, pues la humanidad es tradición. No somos miembros de la humanidad, ni somos partes, vivimos en ella, vivimos en la luz de la humanidad. Somos humanidad. También se podría decir que la desubstancialización de la humanidad pasa, en Leroux, por su reducción a un medio en el sentido fuerte del término, red 40. Ibíd., p. 146. 41. P. Leroux, Réfutation de l’éclectisme, op. cit., p. 290.

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de significaciones abiertas, medio de una pluralidad de medios o mundo de la vida, en relación con la concepción del hombre como animal simbólico. En definitiva, para dar a este pensamiento su plena consistencia, habría que consagrarse pacientemente a la descripción que propone Leroux del vínculo humano como reversibilidad, y que tiene, incontestablemente, un alcance crítico tanto por lo que se refiere a los utopistas que conciben la atracción como algo puramente material como por lo que hace a los revolucionarios, que no sospechan los efectos destructores de la violencia, pues ignoran la especificidad del vínculo humano y de su reversibilidad. De esta manera se explicaría cómo, en el movimiento de la revolución, la emancipación podría transformarse en una nueva forma de dominación. La violencia revolucionaria o, más generalmente, la violencia política es «ruptura» del vínculo humano, empobrecimiento. De ese principio de reversibilidad se sigue que «no podéis hacer mal sin haceros mal a vosotros mismos. Pues soy vuestro objeto como vosotros sois el mío, porque vuestra vida necesita objetivamente de la mía, igual que la mía necesita objetivamente de la vuestra, os desafío a hacerme infeliz sin perjudicaros a vosotros mismos. Si me tomáis como esclavo, os convertís en déspota. Es una desgracia ser esclavo, pero también lo es ser tirano [...]. Caín se hirió a sí mismo hiriendo a Abel».42 A partir del propio principio de la vida que hace al hombre objeto del hombre y que une al hombre con el hombre, del vínculo humano como manifestación de la reversibilidad de la vida con ella misma —la ley de la vida comporta la unión de la objetividad y la subjetividad—, Leroux emprende una descripción de ese vínculo como reversibilidad a varios niveles: a nivel de la nutrición, de la generación en sus diferentes figuras y, sobre todo, de la tradición, la manifestación más alta y más compleja del hombre como reversibilidad. La subjetividad, lejos de poder auto-constituirse, sólo puede aparecer cuando deja libre curso a la reversibilidad, sea por la amistad, sea por el amor. La falta de amor es la extinción de la subjetividad. ¿El hombre objeto del hombre? Como si percibiera el carácter insatisfactorio de esta formula, Leroux insiste en el carácter específicamente humano de la reversibilidad: a su juicio, no se debería confundir, 42. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., pp. 147-148.

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por decirlo en términos de Buber, la relación yo/tú con la relación yo/eso. «Por tanto, yo vivo por la comunión con mis semejantes. Entre ellos y yo, existe la vida invisible. Así, yo no vivo de ellos como vivo del mundo exterior».43 La reversibilidad humana es uno de los más dignos signos por el que podemos interrogarnos, es la existencia misma del libro. Estamos en nuestros libros. Para el sensualismo materialista, «un libro es negro sobre blanco, caracteres alfabéticos trazados sobre una sustancia textil, que, por medio de una magia inexplicable, me transmiten ideas [...]. Yo creo en otra magia, en virtud de la que los muertos, aunque muertos, permanecen vivos. Para mí, un libro es un hombre que habla».44 Solidaridad, reversibilidad eterna de los hombres, el libro es una de las formas del renacimiento del hombre individuo en la humanidad. La Asociación, a la luz de esta forma de pensar el vínculo humano, accede a una nueva definición: la ilimitada materialización de vínculos de reversibilidad, la constitución de medios de vida diferenciados, plurales y no jerarquizados; de tal naturaleza, que constituyen la Humanidad como un gran ser vivo, eternamente vivo. Es decir, que la humanidad, como vínculo invisible que viene a repetir lo visible, no remite sólo a los vínculos simbólicos que permiten la comunicación y el intercambio entre los hombres; sino que comporta una dimensión incontestablemente fenomenológica que tiene su origen en la concepción del sujeto como sujeto encarnado, en una teoría del cuerpo vivo y, más generalmente, en una concepción de la vida que viene a superponerse a una filosofía de la encarnación. No será exagerado considerar que esta filosofía de la humanidad dé nacimiento a lo que se podría designar un derecho natural moderno como derecho a la comunicación y define, a un tiempo, las obligaciones de una filosofía política entendida como filosofía práctica. Efectivamente, del axioma ontológico que se apoya en la reversibilidad, Leroux deduce unos criterios de juicio: es legítima toda forma de relación que va en el sentido de la solidaridad, del intercambio generalizado, que favorece la constitución de la humanidad; a la inversa, es ilegítima la relación que va en la direc43. P. Leroux, Revue sociale, 1847, p. 140. 44. P. Leroux, La grève de Samarez, París, Klincksieck, t. I, 1979, p. 75-76.

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ción del ensimismamiento, de una separación, que provoque la desaparición de la humanidad y un regreso al fenómeno de las castas. «Entonces, si, en lugar de tender a la expansión de la comunión general de los hombres entre ellos y de éstos con el universo, tienden a la negación o a la restricción del propio derecho que las funda; de ello resulta un mal, es más, de ello resultan todos los males».45 Según Leroux, toda forma de manifestación del vínculo humano (familia, propiedad, ciudad) está expuesta a una doble demanda, bien en términos de Fourier como «impulso subversivo» hacia el repliegue sobre sí y la desvinculación, bien como «impulso armónico» hacia la apertura a la humanidad y la multiplicación del vínculo humano. Aún queda por precisar que, para Leroux, la reversibilidad no es solamente relación de un ser finito con otro ser finito; sino que surge, en el seno de interrelación, del infinito de la relación afectiva. Para los hombres, seres finitos, se trata de gravitar por la mediación del infinito-Humanidad hacia el infinito Dios. Esta filosofía de la humanidad, al mismo tiempo que se revela como filosofía política, manifiesta incontestablemente una dimensión religiosa que no se puede sin embargo reducir, como hace Alexis Philonenko,46 a una involución a lo teológico-político. La necesidad de una reconstrucción conceptual de este pensamiento no debe esconder otras exigencias: darle mayor consistencia, encarando las prolongaciones en la esfera económica, especialmente, la cuestión de la subsistencia y la teoría del circulus; restituyéndola en las prácticas políticas, utópicas, periodísticas e industriales de Leroux ; interrogándose sobre la parte negativa que pueda contener (la cuestión de la nutrición); haciendo trabajar su extravagancia (la supervivencia en la humanidad) y su interés por el «bárbaro» en nosotros ; finalmente, tomando distancia en relación al dogmatismo metafísico que la atraviesa. ¿Podemos contraponer, como hace Philonenko en el artículo «Autour de Jaurès et de Fichte», «un espiritualismo de rostro humano», el de Jaurès, —«cosa nueva, maravillosa [...] algo fuerte, potente, enérgico; no solamente materialismo, sino la presencia del hombre en sí [...] esta ambición se resume en una palabra, la humanidad»— con el espiritualismo tradicional, impregnado de 45. P. Leroux, De l’humanité, op. cit., p. 145. 46. A. Philonenko, Études kantiennes, París, Vrin, 1982, pp. 177-178.

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religiosidad, el que habría profesado, según el desprecio del autor, «los Saint-Simon, los Auguste Comte, incluso los Leroux»?47 Con todo respeto, este desprecio, en el caso «de los Leroux», parece menos fundado, por cuanto A. Philonenko ignora claramente la dimensión económica de la doctrina de la humanidad, así como la oposición al cristianismo a través de la crítica de la abnegación y del sacrificio. Por otra parte, esta lectura parece participar de una visión, cuando menos insuficiente, de la presencia de lo religioso en la Revolución Francesa: ¿hemos de ver sólo debilidad, incapacidad de la Revolución para desposeer a la Iglesia de su poder y de su influencia? ¿Hemos de ver, en definitiva, una regresión a lo teológico-político? Tal vez debamos preguntarnos, como ha hecho Claude Lefort en su estudio «¿Permanencia de lo teológico-político?»,48 por la permanencia de lo religioso en la política moderna, aunque estemos dispuestos a percibir en ello la importancia constitutiva de lo simbólico en la institución política de lo social. En este último caso, el intérprete ya no intentará situar las filosofías de la humanidad del lado de la pre-modernidad o del lado de las supervivencias; sino que, acogiéndolos, se preguntará por la contribución original de esos pensamientos de la humanidad a la filosofía política moderna. A menos que asumamos cierta ingenuidad filosófica o sostengamos ilusiones restauradoras, es verdad que estas filosofías de la humanidad no pueden ser tomadas tal como ellas se presentan. Exigen, de entrada, ser confrontadas con el anti-humanismo moderno para apreciar hasta qué punto estas formas de pensamiento caen ante el ataque de la crítica legítima del humanismo. Queda por ver, por ejemplo, si el concepto de humanidad tal como aparece en Leroux está dentro de la dependencia de una metafísica de la subjetividad. Se puede dudar legítimamente. Conviene señalar que la mismidad, ni cosa, ni sustancia, ni transparencia de sí, sino fuerza de aspiración, no cae ni en la suficiencia de un sujeto reconcentrado ni tampoco en la ilusión de la autosuficiencia. Perpetuamente descentrado en relación con él mismo, en razón de la temporalidad y en razón del principio de la reversibilidad, el sujeto se orienta siempre hacia la exteriori47. Ibíd., p. 178. 48. Cl. Lefort, Le temps de la réflexion, París, Gallimard, 1981.

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dad, «intencional y virtualmente en comunión con sus semejantes [...] con todo el universo», dentro de un sistema generalizado de intercambios. La humanidad, en el proyecto de Leroux de dar cabida a todos los panteones sin excepción, de escuchar todas las tradiciones, aparece como un tema paradójico, plural y no reducible: al tiempo que se constituye, se muestra como enigma y, a un tiempo, desaparece; puesto que surge en perpetuo exceso de sí mismo, con manifestaciones en direcciones diversas. Del mismo modo, a nivel del individuo, la atención que Leroux presta a las formas de experiencia que la razón clásica sitúa al margen, el éxtasis, el sueño, todo lo que denota pasividad, muestran a las claras el distanciamiento que Leroux mantiene respecto al humanismo clásico. No es menos cierto que estas filosofías de la humanidad, que se presentan como «grandes relatos» de emancipación o de conclusión, son portadoras de dogmatismo metafísico, finalismo, providencialismo, afirmación de un sentido inscrito en la historia, etc., que no pueden ser más que objeto de sospecha o de crítica. Antes de remitir estos pensamientos de la humanidad al humanismo con el fin de asociarlos al descrédito en el que han caído, ¿no sería conveniente proponer otra hipótesis de lectura que no reduciría estas filosofías de la humanidad a simples objetos históricos? Quizá convendría, contemplando la cuestión política como algo que no se cierra sobre sí mismo, desembarazarlas de su formulación metafísica de partida al objeto de reactivar ciertos conceptos en juego y abrir un acceso a su verdadero contenido. ¿De qué manera, en nuestra época, la cuestión del vínculo humano puede ayudar a concebir de otra manera la búsqueda del «buen-vivir»? Desde esta perspectiva, hemos de entender el gesto especulativo con el que Adorno finaliza Minima moralia: «La única filosofía de la que podemos asumir la responsabilidad frente a la desesperanza intentaría considerar todas las cosas tal como se presentarían desde el punto de vista de la redención [...] Frente a la existencia a que debe hacer frente, la cuestión que concierne a la realidad o la irrealidad de la redención resulta poco menos que indiferente».49 La cuestión sería: ¿la actualización de estas filosofías de la humanidad no se manifestaría del lado de esto que podríamos 49. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 250.

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llamar «fenomenologías de lo humano», incluyendo la crítica de la metafísica? Se trataría de hacer trabajar lo que implica el paso de la humanidad a lo humano; lo que se realiza, por ejemplo, con el desplazamiento de la idea de género humano hacia la búsqueda de una historicidad primordial a partir de una reflexión sobre el cuerpo. Estas fenomenologías pueden desplegarse, ya sea bajo la forma de una analítica de la condición humana, que nos muestra cómo la Acción puede crear vínculos inmateriales entre los hombres (H. Arendt), ya sea a partir de una experiencia tenida por privilegiada, por su capacidad de darnos acceso a la «carne del mundo» (Merleau-Ponty), ya sea bajo la forma de una toma en consideración del «elemento humano» y de la carne de lo social. De esta forma, la democracia moderna se constituiría a través de una tensión irreducible entre el polo del poder, de la ley, de la soberanía, y el polo de lo humano, y la humanidad no se pensaría ya como un cuerpo total, superior, incluyente —«gran animal», diría Leroux— y se crearía un tejido de vínculos originales —Claude Lefort.50 A partir de la señalización y del respeto de esta diferencia de tiempo, habría de establecerse una comunicación entre estos pensamientos de la humanidad aparecidos en el siglo XIX —muchos de los cuales siguen sin estudiarse: Leroux, Quinet, Michelet, pues han sido ignorados, banalizados o simplificados— y un pensamiento de lo humano de nuestro siglo que, saludando la intuición genial del anti-humanismo moderno —«el humanismo sólo debe ser denunciado por ser insuficientemente humano» (E. Lévinas)—, se anuncie como el «humanismo de otro hombre».

50. Cl. Lefort, «L’idée d’humanité et le projet de paix universelle», en Écrire à l’épreuve du politique, París, Calmann-Levy, 1992, p. 244.

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¿POR UNA FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA?*

¿Cómo podemos reactivar, hoy, la teoría crítica? Esta pregunta resulta mucho más audaz y fecunda que la que se pregunta por «lo que está vivo y lo que está muerto en la teoría crítica». Quien así formula la pregunta se asemeja al cirujano que examina un cuerpo para determinar qué merece ser salvado. Mientras que la cuestión, tal y como la planteamos, parte de nosotros, de los intereses de la razón que son los nuestros, de nuestro propio nexo con la emancipación. En la medida en que perseveremos en hacer nuestra la cuestión de la emancipación, estaremos en disposición de establecer un vínculo con la teoría crítica. Pero, ¿cómo aprehender este hoy? Podemos contentarnos con definirlo como una renovación de la filosofía política. Si es así, ¿qué relación podemos construir con la teoría crítica en este clima? En todo caso, hemos de saber de qué renovación se trata. ¿Asistimos a un regreso a la filosofía política, a la restauración de una disciplina académica; o, cosa completamente distinta, a un regreso de las cosas políticas? Los defensores de la primera hipótesis entienden que estamos ante un movimiento interno a la historia de la filosofía, incluso cuando toman en consideración, o creen hacerlo, aquello que, púdicamente, denominan «las circunstancias». Tras el eclipse más o menos misterioso de la filosofía política, se vislumbraría un regreso a esta disciplina menospreciada, así como una rehabilitación del derecho y de la filosofía moral. Muy distinto es el regreso de las cosas políticas. Con la quiebra de los totalitarismos, lo político reaparece. No se * Este texto fue publicado en la revista Tumultes, n.º 17-18, mayo de 2002, pp. 207-258.

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trata ya del intérprete que vuelve su mirada a un discurso temporalmente abandonado con la intención de recuperarlo, sino que son propiamente los hechos políticos los que han irrumpido en el presente; rompiendo con el olvido que los afectaba, o poniendo freno a los intentos por hacerlo desaparecer. Las hipótesis planteadas no deben, en ningún caso, confundirse; más aún cuando el regreso a la filosofía política puede llegar a ocultar, paradójicamente, las diferencias existentes. Feuerbach, en Necesidad de una reforma de la filosofía (1842), invitaba a distinguir entre dos tipos de reforma. De un lado, la filosofía que nace del mismo fondo histórico del que surgieron sus predecesoras. De otro, la filosofía que aparece con el advenimiento de una nueva era de la historia humana. «Son dos cosas muy distintas la de una filosofía que viene a corresponder a la misma época común de las filosofías anteriores y la de otra filosofía que viene a corresponderse con un nuevo capítulo de la humanidad».* Además, debemos aprender a discriminar, en la expresión renovación de la filosofía política, entre la reaparición de una simple disciplina académica que vuelve a escena como si nada hubiera sucedido y la manifestación post-totalitaria de una necesidad de lo político. Entendiendo por esto último el descubrimiento del hecho político después de que los totalitarismos hayan pretendido anular o borrar para siempre la dimensión política de la condición humana, dimensión que no es sino una necesidad de la humanidad. Si se nos pide una manifestación de este regreso del hecho político, aludiremos al resurgir de la distinción entre régimen político libre y despotismo, a la cuestión que Spinoza toma de La Boétie: «¿Por qué los hombres luchan por su servidumbre como si se tratara de su liberación?». Si medimos bien los efectos, la distinción referida a la renovación de la filosofía política no es, ni mucho menos, una cuestión menor. Parece que si designa solamente la restauración de una disciplina académica, esta renovación comporta, como mínimo, un desinterés por toda forma de pensamiento crítico; cuando no, una franca oposición. A decir verdad, para estos «nuevos filósofos» de la política el problema no sería desbancar la teoría crítica por su conexión con la escuela de la sospecha —«la tríada infernal compuesta por Marx, Nietzsche y Freud»— y con la crí* Trad. inédita del alemán de Anselmo Sanjuán. [Nota de los T.]

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tica de la dominación que debería, a su vez, ser sustituida, ya que no nos permite ver la especificidad de la política. Por lo contrario, si esta renovación es preámbulo del regreso de las cosas políticas, el marco teórico que se plantea es muy diferente. En la medida en que la cuestión política no se reduzca a una mera gestión no conflictiva del orden establecido, y se abra a una reformulación de la emancipación hic et nunc, se impone la vinculación con el pensamiento crítico y, más precisamente, con la teoría crítica en cuanto crítica de la dominación, ya que los caminos de la emancipación pasan necesariamente, si no exclusivamente, por esta crítica. La diferencia irreducible que existe entre política y dominación nos impide ignorar los fenómenos que atañen a la crítica de la dominación y, por ende, convierte en legítima la exploración (e incluso la invención) de una relación tal vez inédita entre teoría crítica y filosofía política. No es acaso esta vía la que nos abre la posibilidad de lanzarnos a la búsqueda de una filosofía política crítica, o crítico-utópica, que, lejos de apartarnos de lo político, del resurgimiento de la cuestión política, nos conduce a ello; tanto más cuanto la orientación hacia la emancipación evitaría peligros igualmente funestos, a saber, el olvido de los fenómenos de dominación o la no percepción de la diferencia entre política y dominación. La pregunta por lo que podría ser una filosofía política crítica, por la posible articulación entre teoría crítica y filosofía política, exige un recorrido complejo. En primer lugar, hay que intentar dar respuesta a una cuestión previa que no puede ser obviada: ¿puede considerarse la teoría crítica, de alguna manera, como una filosofía política; o, a minima, ¿existen afinidades entre la teoría crítica y la filosofía política? Es evidente que una separación total entre ambas haría más difícil, tal vez imposible, la constitución de una filosofía política crítica. Sólo en el terreno de una relativa proximidad puede pensarse la articulación, incluso si ha de realizarse al precio de ciertos giros significativos. Nos sobreviene la tarea de determinar si la teoría crítica —de la que uno de sus fundadores, Marx Horkheimer, ha declarado: «la autoridad es una categoría esencial de la historia»—1 contiene explícita o implícitamente una filosofía política. 1. M. Horkheimer, Autoridad y familia, Barcelona, Paidós, 2001.

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No es suficiente verificar la orientación de la teoría crítica hacia la filosofía política para concluir, inmediatamente, en la posibilidad y la legitimidad de una filosofía política crítica. Esta orientación, sin duda necesaria, no posee el valor de condición suficiente. Una de las grandes cualidades de la teoría crítica es la de asumir la historicidad del trabajo del concepto. Lo que supone, en segundo lugar, la toma en consideración de las dimensiones indisociablemente filosóficas e históricas del problema. Si consideramos que la novedad de la época tiene que ver con la salida de las dominaciones totalitarias, entendidas como destrucción de la política y, por ende, encaminadas hacia el redescubrimiento de la política, nos encontramos frente a la siguiente disyuntiva: alternativa o articulación. Ya se trate de una alternativa entre dos paradigmas, el de la crítica de la dominación que define la teoría crítica y el del pensamiento de la política como algo diferente de la dominación; nos encontraríamos ante dos campos: de un lado, la crítica de la dominación que proseguiría, de manera incansable, la búsqueda de las manifestaciones de la división entre señor y siervo; del otro, los que, sensibles al renacer de la política, ignorarían las sombras que le aporta la persistencia de la dominación. Ya se trate de una articulación ajena a las dificultades del eclecticismo, que asumiría la aventurada tarea de concebir, de forma conjunta, en una co-existencia conflictiva, la crítica de la dominación y el pensamiento de la política; sin que la existencia de una impida la presencia de la otra. Convendrá proponer una pieza que una a ambas. Si nos retrotraemos al título del escrito, es claro que la hipótesis de la alternativa no nos complacerá por su lamentable tendencia a circunscribirse a una lógica unilateral de facciones y a complacerse en el enfrentamiento entre paradigmas. Sólo la vía de la articulación merece ser explorada; ya que, bajo la denominación de filosofía política es posible mantenerse al margen de dos derivas en las que podemos caer fácilmente: el irenismo y el catastrofismo.

¿La teoría crítica como filosofía política? Cuestión de difícil respuesta, por cuanto, para responder de manera satisfactoria, precisamos de otra definición, de una con48

cepción de la filosofía política que permita apreciar la adecuación de esta identificación. Esta dificultad, positiva o negativa, aparece desde el momento en que nos volvemos a las respuestas dadas. Así, G. Friedman, en su obra La filosofía política de la Escuela de Frankfurt, responde afirmativamente. Sin dar una definición previa, el autor reconoce en la obra colectiva de la Escuela de Frankfurt una filosofía política, en la medida en que la teoría crítica elabora una crítica de la modernidad e intenta intervenir en esa crisis. Para los teóricos de Frankfurt, el objeto esencial de la crítica sería la paradoja moderna, es decir, la aparición de una razón irrazonable con el advenimiento de la modernidad; de una razón que no mantiene sus promesas y da lugar a un mundo donde triunfa la sinrazón. Paradoja que daría respuesta a la pregunta inicial de La Dialéctica de la Ilustración: ¿por qué la humanidad, en lugar de comprometerse en condiciones verdaderamente humanas, ha caído en una nueva barbarie? A juicio del autor, la Ilustración fue el punto de partida de la filosofía política característica de la teoría crítica,2 si atendemos a las frases iniciales del capítulo «El concepto de Aufklärung» en La Dialéctica de la Ilustración: «La Ilustración, en el sentido más amplio del pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra, enteramente “ilustrada”, resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad».3 Si el programa de las Luces consiste en liberar al mundo del yugo del mito, la pregunta pasa a ser la siguiente: ¿mediante qué proceso interno la razón llega a autodestruirse, es decir, a convertirse en una nueva mitología? La tesis fundamental de Adorno y Horkheimer afirma la eficacia del movimiento interno de la razón en su propia destrucción.4 Del seno mismo de la razón surge esa mitología destructiva de la razón, que nada tiene que ver con arcaicas supervivencias, ni con manipulaciones concertadas. Lejos de mantener a la razón separada del mito, la teoría crítica descubre su proximidad y, lo que es peor, su afinidad. Aun despierta, la razón engendra monstruos. De esta manera, la teoría 2. G. Friedman, La filosofía política de la Escuela de Frankfurt, México, F.C.E., 1986, p. 110. 3. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, La Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 6.ª ed., 2004, p. 59. 4. Ibíd.

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crítica da la vuelta a la problemática clásica de la Ilustración, que hacía de la razón una adversaria declarada del mito. Según Adorno y Horkheimer, existe, por el contrario, una complicidad secreta entre razón y mito. En su calidad de motor de la inversión, dicha complicidad residiría en la unión de la liberación del miedo y la elección de la soberanía. Es, precisamente, en esta unión, en esta identificación, donde se encuentra la complicidad secreta entre razón y mito. Para la teoría crítica no se trata de despedirse de la razón; sino de la afirmación de una voluntad de salvamento. Siguiendo los análisis de G. Friedman, el asalto de la teoría crítica al filisteísmo burgués y al marxismo institucional, se inscribiría en la estela de un giro estético, como si la cuestión política hubiera abandonado la economía para volver sobre el arte y las promesas de felicidad que anuncia. Falta una pregunta: ¿una crítica de la modernidad, por compleja y paradójica que sea, basta para constituir una filosofía política? La conclusión de la obra expresa ciertas dudas en cuanto a la realidad de esta filosofía política. ¿La valoración de Eros, especialmente en la obra de Marcuse, no ha tenido por efecto alejar al hombre de los problemas de la ciudad? ¿Una desmesura típicamente moderna no comportaría el olvido de la cuestión de la justicia? ¿Cómo concebiremos la sociedad emancipada: mantendrá una dimensión política, o se situará más allá, como si la emancipación significara liberarse de la política? La formulación de estas dudas no es óbice para que el autor mantenga la perspectiva elegida y continúe viendo, en la crítica de la razón moderna, los elementos de una posible filosofía política. Por su parte, L. Kolakowski, en las duras páginas que ha consagrado a la Escuela de Frankfurt, acaba por responder negativamente a la pregunta. La asunción de posiciones liberales y la defensa de una definición taxonómica de la filosofía política, a partir de sus objetivos más clásicos, le sirven para negar a la teoría crítica esa cualidad y la hace derivar de otros ámbitos: la ideología, la utopía o la crítica social. Ahora bien, esta derivación de la teoría crítica fuera del ámbito de la filosofía política no deja de ser problemática. Verdad es que la teoría crítica no es una filosofía política en el sentido académico del término; mucho menos, cuando quienes la practican se mantienen apartados de lo que Schopenhauer denominaba, despectivamente, filosofía universitaria. Aclarada 50

esta cuestión, conviene añadir al punto que, dentro del campo de la filosofía moderna, la teoría crítica se distingue por su sensibilidad hacia la cuestión política o la cuestión de la emancipación. Filosofía para tiempos sombríos, podríamos decir. Si retomamos, por un momento, una polémica propia del joven hegelianismo, tal y como la expuso Feuerbach, gracias a la oposición entre filosofía y no-filosofía, la cuestión política se definiría como algo exterior de la filosofía, de la no-filosofía, que no deja de perturbar la identidad aparentemente estable de la filosofía. Acaso la política, en cuanto práctica, no reintroduce en el texto de la filosofía —que se construye bajo la negación del espacio y del tiempo—, precisamente, ese espacio y ese tiempo que son los primeros criterios de la práctica. Marcuse afirma, en Razón y Revolución, que lo propio de Hegel es haber hecho posible el tránsito hacia la teoría social. Con ello, Marcuse describe lo que le sucedió a la filosofía política de Hegel —de la que trata en el cap. VI de la Primera Parte— y a la filosofía política en general; señalando, al mismo tiempo, la centralidad de la obra hegeliana en la modernidad. «Sus ideas filosóficas esenciales se realizaron bajo la forma histórica específica del Estado y de la sociedad y esta última se ha convertido en el objeto central de un nuevo interés histórico. De esta forma el trabajo de la filosofía es derivado hacia la teoría social».5 Llegados a este punto, se abren dos vías: o bien el Estado y la sociedad se integran en el sistema y, entonces, la filosofía se convierte en ciencia administrativa —con L. von Stein— y la dialéctica en sociología; o bien la cuestión del Estado y de la sociedad se transforman en la cuestión de su abolición; es decir, en la cuestión de la revolución que, por definición, es exterior al sistema. Se opera, así, un desplazamiento de la filosofía política, en la medida en que la cuestión política se sitúa, desde este momento, fuera de sí. Este paso de la política hacia su exterioridad, esta salida de la política hacia otro elemento, implica una traducción del lenguaje filosófico; fundamentalmente, que la lengua de la política se vierta a la lengua más general de la emancipación. «La transición de Hegel a Marx, escribe Marcuse, es bajo todos sus aspectos una transición hacia un orden verdaderamente distinto y que no debe ser interpretado en términos filosóficos. Veremos cómo los términos filosófi5. H. Marcuse, Razón y revolución, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1972, p. 168.

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cos de la teoría marxista son categorías sociales y económicas, mientras que las categorías sociales y económicas en Hegel son siempre conceptos filosóficos. Tampoco en los escritos del joven Marx lo son. Expresan la negación de la filosofía a pesar de que lo hagan todavía en lenguaje filosófico».6 Con el añadido de que mientras, en el sistema hegeliano, todas las categorías utilizadas conciernen exclusivamente al orden establecido; en Marx, las categorías se refieren a la negación de ese orden. Dichas categorías apuntan a una nueva forma de sociedad y se dirigen a una verdad que aparecerá con la abolición de la sociedad civil. «La teoría de Marx —escribe Marcuse— es una crítica en el sentido que todos sus conceptos son al mismo tiempo actos de acusación a la totalidad del orden establecido».7 A ello se añade el hecho de que la crítica de la sociedad se convierte en la obra, no de la filosofía, sino de una práctica emancipadora socio-histórica. Para apreciar la calidad de filosofía política de la teoría crítica, hemos de considerar las dos salidas de sí —el de la filosofía y el de la política— que la constituyen: salidas que, en ningún caso, deben ser tenidas por abandono del objeto; sino por un desplazamiento de éste hacia otro elemento, por ejemplo, el de la economía, y por la distinta continuación, en este elemento, de los fines de la filosofía y de la política. De ello se sigue que la teoría crítica no significa tanto el abandono de la filosofía política, o su negación pura y simple, cuanto la traducción al lenguaje de la emancipación o de la revolución. Traducción que lleva a esa situación paradójica por la que la teoría crítica rompe con la filosofía política para retomarla y continuarla; en resumen, para salvarla por otros medios, mediante otros elementos y por otros caminos. Los fundadores conciben la teoría crítica como salvamento por transferencia de la filosofía política. No hay duda de que el modelo elaborado por K. Korsch, en ese gran libro que es Marxismo y filosofía, ha sido determinante. En esas condiciones, comprenderemos en qué medida la respuesta negativa al problema que nos ocupa queda de lado, por no haber considerado y entendido el giro y el salvamento por transferencia de la filosofía política y en qué medida esta respuesta se revela inaceptable. 6. Ibíd., p. 258. 7. Ibíd.

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La cuestión política, incluso traducida a otro lenguaje, se encuentra presente en la textura de la teoría crítica. Posee el estatuto de una dimensión constitutiva. Desde el preludio de Minima moralia, T.W. Adorno evoca, no sin melancolía, los nexos entre filosofía y política y recuerda que la misión de la primera era la enseñanza de la «vida justa». Ahora bien, la «ciencia melancólica» que nos presenta Adorno no es un saber resignado; si entendemos necesario «estudiar su forma alienada [de la vida], los poderes objetivos que determinan la existencia individual hasta sus zonas más ocultas»8 no es para renunciar a la búsqueda de la vida justa, a aquello que entre los clásicos tenía que ver con la búsqueda del mejor régimen en la teoría. Incluso si existen incontestables divergencias entre el principio y la conclusión de Minima moralia, la insistencia final en la Redención no resulta ajena a esta búsqueda. La teoría crítica nos pone en presencia de un grupo de filósofos que, en el siglo XX, han creído no degradarse al escribir sobre la sociedad moderna y las formas contemporáneas de la dominación. En lugar de reducir la teoría crítica a una teoría del conocimiento —como la recepción francesa ha estado tentada de hacer en la mayor parte de las ocasiones—, resulta más fecundo reconocer una crítica de la modernidad en sus manifestaciones más diversas; crítica orientada a la emancipación y, como tal, «el viejo topo» dispuesto a construir galerías en direcciones radicalmente divergentes, con el propósito de subvertir mejor la sociedad burguesa. De ahí la existencia de un corpus impresionante de obras que son, al mismo tiempo, contribuciones a una crítica de la política. Retengamos de Horkheimer et alii, Autoridad y familia, 1936; Egoísmo y emancipación, 1936; Razón y autoconservación, 1942; El Estado autoritario, 1942; El Eclipse de la razón, 1944; en colaboración con Adorno, La Dialéctica de la Ilustración, 1944; la dirección de Studies in Prejudice; de manera especial, el gran libro en el que la colaboración de Adorno fue determinante, La personalidad autoritaria, 1950; de Leo Lowenthal y N. Guterman, The prophets of Deceit, 1949; de Leo Lowenthal, el estudio sobre los campos; de Marcuse, La lucha contra el liberalismo en la concepción autoritaria del Estado, 1934; Algunas implicaciones sociales de la tecnología moderna, 1941; State and individual under National Socialism, 8. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 9.

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1942; sin hablar de las obras más conocidas, como los artículos de Adorno sobre la propaganda fascista, las creencias astrológicas, Des Etolies à terre, 1952-1953, la crítica de la industria cultural. Si echamos un vistazo a los «minores» de la Escuela de Frankfurt, las investigaciones recientes de William E. Scheheuerman han mostrado que, tanto en F. Neumann —autor del gran libro sobre el nazismo, Behemoth, 1942— como en O. Kirchheimer, existía una reflexión original sobre el destino de la ley en la sociedad moderna y los elementos de una teoría crítica de la democracia, en considerable oposición al jurista nazi Carl Schmitt.9 Finalmente, habría que hacer mención de los trabajos de F. Pollock sobre la Automatización y sobre El capitalismo de Estado. Esta crítica de la política llevada a cabo por la teoría crítica pudo efectuarse merced a un distanciamiento teórico respecto a Marx. Cuando, en 1843, éste pasaba —según las interpretaciones tradicionales— de la crítica de la política a la crítica de la economía política, escribió en una carta a Ruge: «dominación y explotación son un solo y mismo concepto». De ello se sigue, brevitatis causa, la tendencia a derivar la política de la economía, que se convierte, de esta forma, en instancia determinante. La teoría crítica, especialmente sus fundadores, rechazan esta identificación que comporta, según explican, confusión entre dominación y explotación, rehúsan esta mengua de lo político en relación a lo económico que conduce, necesariamente, a la inclusión de la crítica de la política en la crítica de la economía política. Para Horkheimer, en su obra consagrada a la filosofía burguesa de la historia (1930), la historia de las sociedades humanas se constituye en y por la división entre grupos de dominadores y grupos de dominados, al tiempo que la dominación permite la apropiación del trabajo alienado. No es casual que Horkheimer afirme lo siguiente en el capítulo consagrado a Maquiavelo: «Pero la sociedad no se apoya sólo en el dominio de la naturaleza, en sentido estricto, en el descubrimiento de nuevos métodos de producción, en la construcción de máquinas, en el mantenimiento de un cierto nivel de salubridad; la sociedad se basa en todo esto tanto como en la dominación de unos hombres sobre otros hombres».10 En este 9. W.E. Scheuerman, Between the Norm and the Exception, The Frankfurt Scholl and the Rule of Law, The MIT Press, 1994, y W.E. Scheuerman (ed.), The Rule of Law Under Siege, University of California Press, 1996. 10. M. Horkheimer, «Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia», en Historia, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza ed., 1982, p. 20.

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mismo texto, Horkheimer define la política, explícitamente y sin reservas, bajo el signo de la dominación: «El conjunto de los métodos que conducen a esa dominación y de las medidas que sirven para mantenerlas se llama política».11 En cualquier caso, hemos de retrotraernos a Adorno y su texto, Dialéctica Negativa, para encontrar el más serio intento de diferenciación entre dominación y explotación, remontándola a un origen que nada tiene que ver con la economía. Adorno plantea, bajo el título de Contingencia del antagonismo, la pregunta sobre si el antagonismo, «pedazo de historia natural prolongada», surgido cualquier día, se separaba de las necesidades de supervivencia de la especie; o bien lo hacía, de manera contingente, «mediante actos arbitrarios y arcaicos que pretenden la toma del poder». Planteada así la posibilidad de una catástrofe contingente en el origen de la historia humana, y alejándose, al mismo tiempo, del topos de la edad de oro, Adorno se dedica a desprestigiar la «Razón en la historia», la idea misma de la necesidad histórica, ya sea definida en los términos de Hegel o en los de Marx y Engels. Pero no se trata de plantear, bajo el nombre de contingencia del antagonismo, una nueva reificación que perjudicara a todo proyecto con una intervención histórica que profetiza a la dominación «un futuro eterno, tan duradero como sea posible, bajo cualquiera que sea la forma en que se organice la sociedad». El razonamiento de Adorno es tan crítico como complejo: no le basta con invitarnos a distinguir entre dominación y explotación, a contestar la preeminencia de la una sobre la otra; considera necesario vislumbrar la posibilidad de una dominación que no sea fruto de la economía, una dominación que sea extraña a ese campo. A propósito de Marx, a quien critica en este punto, escribe Adorno: «La economía primaría sobre la dominación, que no podría derivarse de nada que no fuera la economía». Es decir, la contingencia del antagonismo implica la existencia de una dominación que resulta de una catástrofe tan indeterminada como contingente y destinada a permanecer tal. No se trata, en ningún caso, de sustituir la necesidad económica por una necesidad antropológica o psicológica. A juicio de Adorno, encontraríamos en Marx y Engels una verdadera deificación de la historia en el seno mismo del ateísmo y la afirmación de la economía como seguro y garantía de la praxis. 11. Ibíd.

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Si la economía tiene la primacía sobre la dominación y si, condición suplementaria y esencial, la dominación es considerada como derivada de la economía, la transformación de la economía comportaría, automáticamente, la desaparición de la dominación. «La primacía de la economía, escribe Adorno, debe fundar históricamente, con rigor, el final feliz como algo inmanente a la economía; el proceso económico crearía y convulsionaría las relaciones políticas de dominación, hasta la necesaria liberación de las necesidades de la economía». Por el contrario, el primado de la dominación y la hipótesis de una dominación indeterminada permiten comprender el hecho de que la transformación de la economía pueda dejar inalterado el reino de la dominación. Que ésta se perpetúe más allá de la transformación de la economía, ¿no es una las definiciones posibles del fracaso de la revolución? Fracaso al que Marx y Engels no son ajenos, en la medida en que, por su preocupación por desmarcarse de los anarquistas, habrían dejado sin respuesta la cuestión del final de la dominación. «Él [Engels] y Marx querían la revolución en cuanto la de las relaciones económicas en la sociedad en su totalidad, en el nivel fundamental de su auto-conservación, no como cambio de las reglas de juego de la dominación, su forma política».12 Tanto la hipótesis de una catástrofe irracional en los orígenes como el vértigo frente a la catástrofe presente echan por tierra la idea de totalidad histórica, totalidad que se entiende dotada de una necesidad económica calculable y, por ello, controlable. De ahí la exigencia de un pensamiento nuevo de la dominación, exterior a la economía; que no parece, sin embargo, una fetichización de la política, ni una tendencia a pensar la dominación como eterna, como coextensiva a la historia humana. La intención de transformar el mundo se origina y fortalece con un cuestionamiento del carácter inevitable de la totalidad. «Hoy en día — escribe Adorno— la abortada posibilidad de lo Otro se ha concentrado en la de, pese a todo, evitar la catástrofe».13 La atención prestada a la cuestión de la dominación da origen, en Horkheimer, a una teorización de la autoridad entendida como dominación aceptada, e incluso, interiorizada. A partir de la pregunta sobre las grandes instituciones sociales y la dinámi12. Th.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005, p. 296. 13. Ibíd., p. 297.

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ca de su desarrollo, Horkheimer sostiene que la orientación y el ritmo de ese proceso están determinados, en última instancia, por las leyes internas del aparato económico de la sociedad. No obstante, tal como había hecho ya en 1931, en la lección inaugural del Instituto de Investigación Social, Horkheimer subraya que el comportamiento de los hombres, en una época determinada, «no puede explicarse solamente por los hechos económicos de la precedente». Desde este punto de su investigación, Horkheimer insiste en la importancia del carácter de los hombres, de sus disposiciones psíquicas, que han de ser consideradas en relación con las instituciones relativamente estables de una sociedad determinada. La economía no puede actuar de «forma mecánica, aislada», sino sumergida en una pluralidad de factores. Aparece la idea de la indeterminación. «De esta forma, el conjunto de la cultura, escribe Horkheimer, se integra en la dinámica de la historia».14 Más que invocar a la cultura para rendir cuentas de las disposiciones psíquicas de los individuos, Horkheimer se vuelve, deliberadamente, hacia el poder del Estado. «Aquello que sería decisivo —escribe— [...] por supuesto en el marco de las posibilidades económicas, sería el arte de gobernar, la organización del poder del Estado y, en último lugar, la violencia física». Horkheimer también señala su distancia en relación con la economía cuando insiste en la división política, no entre explotadores y explotados, sino entre los que mandan y los que ejecutan. «El proceso de la vida social no se podría cumplir si no fuera por la escisión entre dirigentes y ejecutantes, escisión específica para cada época». ¿Qué conviene invocar para dar cuenta de una unidad social determinada? ¿Un cimiento espiritual, es decir, una concepción dinámica de la cultura o bien la «forma extremadamente concreta del poder ejecutivo»? ¿Esta última hipótesis, identificada con una llamada al realismo, es del todo fundada? ¿El aparato psíquico de los miembros de una sociedad de clases no es la interiorización o, al menos, la racionalización y el complemento de la violencia psíquica? Horkheimer recurre entonces a la hipótesis sombría de Nietzsche en la Genealogía de la moral, según la cual, la transformación del hombre, «olvido encarnado», en un animal capaz de memoria, de 14. M. Horkheimer, Autoridad y familia, Barcelona, Paidós, 2001. Todas las citas relativas a la autoridad en el texto provienen de este escrito.

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promesa —es decir, en un animal previsible y, por ello, social—, es la culminación de una historia bajo el signo del terror. Horkheimer cita los fragmentos más célebres del § 3 de la Segunda Disertación: un vínculo escondido, pero no menos real; pues, en cuanto que persiste, relaciona lo que llamamos «conciencia», moralidad de las costumbres, e incluso sociabilidad, con ese terror primigenio, originario. «[...] Incluso podría decirse que en todos los lugares de ésta donde todavía ahora se dan solemnidad, seriedad, misterio, colores sombríos en la vida del hombre y del pueblo, sigue actuando algo del espanto con que en otro tiempo se prometía, se empeñaba la palabra, se hacían votos... Cuando el hombre consideró necesario hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás sin sangre, martirios, sacrificios».15 Al final de este pasaje de Nietzsche, uno de los inspiradores del pensamiento de la dominación en la Escuela de Frankfurt, Horkheimer reconoce sin reserva el lugar que ocupa la violencia en la historia de la civilización: «Es cierto que no se podría dar más importancia al papel de la violencia, que no determina sólo el principio, sino el desarrollo de todas las formas de Estado, si se quiere explicar la vida social a lo largo de la historia hasta nuestros días». Por violencia, hay que entender tanto los castigos y la amenaza de dichos castigos como la presión del hambre sobre aquellos que se someten. No obstante, para Horkheimer subsiste, con más intensidad que nunca, la pregunta siguiente: «¿por qué las clases dominadas han soportado tanto tiempo el yugo?». Si para dar una respuesta adecuada a esta pregunta hemos de tener presente la violencia, Horkheimer no podría atribuir, por completo, la explicación a la acción concreta del poder ejecutivo. Una vez que ha recordado, con la ayuda de Nietzsche, los planos oscuros de la cultura, considera que la historia debe tener en cuenta a la cultura en su conjunto, entendida como factor específico de la dinámica social. «En cualquier caso, no se puede imputar el mantenimiento de las formas sociales caducas a la simple violencia o a la mentira mantenida en el seno de la masa bajo intereses concretos». La violencia no es suficiente para explicar la división entre dominadores y dominados y, menos, para explicar la aceptación de esta escisión; es decir, la aceptación de la dominación. Para entender la interiorización que engendra la 15. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69.

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aceptación, conviene considerar al conjunto de la cultura, cemento espiritual, o mejor, al juego complejo que surge entre la cultura, las instituciones sólidas y el aparato psíquico o aparato interior. No se trata ni de la economía aislada, ni de la violencia sola; sino de una sobredeterminación que pone en marcha, en este conjunto dinámico que es la cultura, ese otro elemento dinámico que es el aparato psíquico, tan importante, desde los orígenes, para la teoría crítica. «La presencia de esta violencia y de esta mentira, así como sus modos de existencia, están en función de las disposiciones psíquicas de los hombres...». Del gran estudio de Horkheimer sobre la autoridad, hemos de retener tres cuestiones importantes: — La demostración de la aceptación por parte de los dominados: «No es solamente la violencia inmediata lo que ha permitido al orden mantenerse: los hombres han aprendido a aceptarlo». — El reconocimiento, de la forma más clara posible, de la omnipresente presencia, en la historia, del fenómeno de la dominación, que constituye, según Horkheimer, el marco del proceso vital de la sociedad. «La mayoría de los hombres ha trabajado siempre bajo las órdenes de la minoría y este estado de dependencia se ha traducido siempre en un agravamiento de las condiciones de existencia». En cuanto a los tipos humanos, pese a su diversidad, presentan algo en común: «Se encuentran todos determinados, en sus trazos esenciales, por la relación de dominación que caracteriza la sociedad de su época». — Al margen del quietismo de un Norbert Elias y su teoría de la dinámica de las civilizaciones, la insistencia, por parte de Horkheimer, en la imbricación entre las relaciones de dominación y la cultura; imbricación tal que la autoridad, en última instancia, puede definirse como el estado de dependencia aceptado, o como un estado de dependencia interiorizado. Se percibe aquí la vinculación entre esta primera reflexión sobre la autoridad y la investigación ulterior sobre la personalidad autoritaria. «Reforzar, escribe Horkheimer, la necesidad de la dominación del hombre sobre el hombre, incluso en el psiquismo de los individuos dominados —necesidad que hasta hoy ha determinado la estructura de la historia— fue una de las funciones del aparato cultural en las diversas épocas; en cuanto que ella es, al mismo tiempo, resultado y condición siempre renovada de este aparato, la fe en 59

la autoridad constituye en la historia tan pronto su motor como su freno». La respuesta negativa a nuestra pregunta de principio es inaceptable, por lo que tiene de exageradamente simplificadora. Sin llegar a percibir el salvamento por transferencia de la filosofía política por parte de la teoría crítica, pretende encontrarse en presencia de un discurso que no tendrá nada en común ni con la filosofía política ni con su objeto, a saber, la búsqueda de la libertad y el proyecto de edificación de una sociedad según las exigencias de la razón. Pero la respuesta positiva —la teoría crítica es una filosofía política— tampoco es sostenible; pues, para ser sensible a la dimensión política de la teoría crítica, a la crítica de la política que ella comporta, minimiza y, a un tiempo, oculta los desplazamientos y las transformaciones que la filosofía crítica ha hecho experimentar a la filosofía política. Sin interrogarnos sobre la naturaleza de la filosofía política, contentémonos con una mínima definición, al objeto de determinar los elementos constitutivos de esta filosofía. Dos requisitos parecen necesarios: — La afirmación de la consistencia de lo político, es decir, de la especificidad de las cosas políticas, especificidad que las hace irreducibles y distintas a otros fenómenos con los que suelen ser a confundidas, fenómenos sociales, o socio-históricos. — La insistencia en la distinción entre régimen político libre y despótico; o, en términos más contemporáneos, entre política y dominación totalitaria. ¿Pese a los elementos de una crítica de la política que hemos descubierto en el seno de la teoría crítica, podemos declarar que estamos en presencia de una filosofía política? Hay motivos legítimos para ponerlo en duda. El propio Horkheimer muestra sus reservas hacia la idea de filosofía política e intenta, ostensiblemente, mantener cierta distancia en relación a un proyecto de este orden. En un artículo de 1938, La filosofía de la concentración absoluta, una crítica sin indulgencia de una obra contemporánea de S. Marck, Le Nouvel Humanisme en tant que Philosophie politique, publicado en Zurich, Horkheimer manifiesta, a tres niveles, sus reservas respecto a una filosofía que se presenta como políti60

ca. Primero, una sospecha: si juzgamos a partir de la actitud de los socialistas después de 1919, ¿no es la filosofía política un nombre que sirve para enmascarar la falta de libertad o las insuficiencias de la praxis política? Luego, una interrogación. ¿Qué queda de la idea de filosofía política, si consideramos que su destino se encuentra estrechamente relacionado con las democracias decadentes de la época? Finalmente, un recordatorio. En contra de las posiciones sostenidas por S. Marck, M. Horkheimer subraya que la filosofía política, desde hace bastante tiempo, ha experimentado una transformación esencial y deja traslucir que invocarla, sin más, es síntoma de una regresión al estado anterior de dicha transformación. «Queremos dar a entender, escribe Horkheimer, que la filosofía que se califica como política se haya convertido ya hace tiempo en la crítica de la economía política».16 Este «desde hace bastante tiempo» indica que esa metamorfosis de la filosofía política parece referirse al trabajo crítico de Marx que, en la década de 1840, se salió de la filosofía política para trasladar su objeto a la crítica de la política y, más tarde, a la economía política. Según Horkheimer, esta metamorfosis coloca a la filosofía política ante una alternativa: o bien permite esta transformación y reserva su fuerza crítica para desenmascarar la situación histórica; o bien se aferra a su identidad y se convierte, en este caso, en un discurso ornamental, sin referencia a lo real. «Entonces, [la filosofía política] queda en manos de los epígonos».17 De igual manera, puede considerarse que la teoría crítica no sólo no se identifica con la filosofía política, sino que se aparta de ella y, merced a esta distancia, según Horkheimer, conseguiría permanecer fiel a su espíritu crítico. Se pueden señalar, al menos, dos posibles diferencias entre la teoría crítica y la idea de filosofía política. En primer lugar, no basta con proponer una crítica de la dominación tan compleja como se quiera, ni con atisbar la existencia de una dominación que no derive, necesariamente, de la economía para conseguir crear una filosofía política. Porque, salvo si se quiere caer en un descrédito radical del dominio político, como lo hizo, por ejemplo, M. Hess cuando identificó, en Philo16. M. Horkheimer, «La filosofía de la concentración absoluta», en Teoría Crítica, Barcelona, Barral, 1973, p. 89. 17. Ibíd., p. 324.

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sophie de l’action, la política con la dominación; la política no podrá ser reducida a una relación de dominación, a la existencia de una estructura que se define como escisión entre una minoría de dominadores y una multitud de dominados. Spinoza ya lo había afirmado en el Tratado teológico-político: el Estado, en la medida en que se trata de una institución para la libertad, ha de instaurarse fuera de la dominación. «De los fundamentos del Estado a que nos hemos referido más arriba, se deduce evidentemente que su fin último no es dominar a los hombres ni acallarlos por miedo o sujetarlos al derecho de otro, sino, por el contrario, libertar del miedo a cada uno para que, en tanto que sea posible, viva con seguridad, esto es, para que conserve el derecho natural que tiene a la existencia, sin daño propio o ajeno. Repito que no es el fin del Estado convertir a los hombres de seres racionales en bestias o en autómatas, sino, por contrario, que su espíritu y su cuerpo se desenvuelvan en todas sus funciones y haga libre uso de la razón sin rivalizar por el odio, la cólera o el engaño, ni se haga la guerra con ánimo injusto. El fin del Estado es, pues, verdaderamente la libertad».18 Cierto, la teoría crítica no se limita a una crítica de la dominación; o, más exactamente, la crítica de la dominación que lleva a cabo es inseparable de un deseo de emancipación. El binomio dominación-emancipación explica el carácter singular de los conceptos de la teoría crítica, tan alabada por H. Marcuse en el importante texto de 1937, La Filosofía y la Teoría Crítica: «Cuando la teoría critica, en medio de la desorientación actual, señala que lo que interesa en la organización de la realidad que ella pretende es la libertad y la felicidad de los individuos, lo único que hace es ser consecuente con sus conceptos económicos. Éstos son conceptos constructivos que conciben no sólo la realidad dada, sino también su superación y la nueva realidad. En la reconstrucción teórica de proceso social aquellos elementos que se refieren al futuro son partes necesarias de la crítica de las relaciones actuales y del análisis de sus tendencias».19 No existe la menor duda de que la salida de la dominación orientada a la emancipación contiene, bajo la denominación de sociedad razonable, las ideas de libertad y feli18. B. Spinoza, Tratado teológico-político, Madrid, Tecnos, 1966, cap. XX, p. 124. 19. H. Marcuse, «La Filosofía y la Teoría Crítica», en Cultura y Sociedad, Buenos Aires, Sur, 1976, p. 87.

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cidad. Ello no es óbice para que la teoría crítica guarde un curioso silencio en relación al reino de la libertad. Lo implícito de esta laguna sería: «eso no hay ni que decirlo». En el origen de este silencio no estaría tanto la prohibición de la representación, cuanto el grave error que, en el binomio dominación-emancipación, hace remitir o situar la política del lado de la dominación —en cuanto conjunto de medios que permiten instaurar y mantener esta dominación—, y no del lado de la emancipación o de la libertad. Como si la emancipación consistiera, no en instaurar una comunidad política libre, sino en liberarse de la política; es decir, en trascender a una organización de la sociedad que se apoya en la dominación. Ahora bien, la política abre, al margen de la innegable dominación, la posibilidad de un nexo —y de un espacio— específico para las formas múltiples; ya que, lejos de privilegiar la unidad, puede constituirse como vínculo de la división, según ha mostrado Nicole Loraux, a propósito de la ciudad griega. El nexo político, sea a la manera de la unión o de la división, instituye un vivirjuntos, un modo singular de coexistencia; e incluso, una acción de concierto realizada bajo el signo de la libertad. Jacques Rancière, de quien se sabe rechaza todo proyecto de filosofía política por crítica que sea, distingue dos maneras o dos lógicas del vivirjuntos humano que, con otras denominaciones —la política y la policía—, se refieren a la diferencia entre política y dominación. «Espectacular o no —escribe—, la actividad política sigue siendo un modo de manifestación que sustituye el compartir lo sensible del orden policiaco por la materialización de una presuposición que le es, por principio, ajena: la de una parte de los sin-parte».20 Podríamos considerar que esta afirmación se orientaría en la perspectiva de una filosofía política crítica, puesto que invita a pensar, conjuntamente, la heterogeneidad de la política y su relación con la dominación o vigilancia. «Tampoco olvidaremos el hecho de que si la política activa una lógica completamente ajena a la de la policía, está siempre ligada a ella».21 Es cierto que Rancière se mantiene claramente apartado de toda idea de filosofía política; no teme escribir, aunque pueda parecer contradictorio, que la política no posee ni cuestiones ni objetos que le sean propios. La 20. J. Rancière, La Mésentente, Politique et Philosophie, París, Galilée, 1995, p. 53; igualmente pp. 49-50. 21. Ibíd., p. 55.

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dominación es susceptible de sufrir una regresión, de desaparecer, en la medida en que existe la institución política de lo social, en los términos de Claude Lefort, o la constitución de un nexo político con la acción de concierto; reconociendo en el establecimiento de un nexo, más allá de la división entre gobernantes y gobernados o de la relación de mandato y obediencia, la ambición de la política. Si seguimos los análisis de H. Arendt en La condición humana, pensaremos la política a partir de la experiencia de la libertad que tuvo lugar en el seno de la polis griega —pero, de igual manera, en las grandes revoluciones modernas— y en oposición a la experiencia de la dominación que, bajo el imperativo de la necesidad, se vivía en el interior de la familia, del oîkos. En esas condiciones, identificar la política con la dominación lleva a confundir distintos órdenes de lo real, las lógicas opuestas del vivir-juntos y a cortar el cordón umbilical que une la política con lo que es su fuente viva, a saber, la libertad. La libertad es el elemento propio de la política, el elemento en el sentido fuerte, se podría decir. Tal es la especificidad de la política, según H. Arendt, en su estudio ¿Qué es la libertad? «El campo en el que siempre se conoció la libertad, sin duda no como un problema sino como un hecho de la vida diaria, es el espacio político [...] apenas si podemos abordar un solo tema político sin tratar, implícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre [...] muy pocas veces constituida en el objetivo directo de la acción política —sólo en momentos de crisis o de revolución—, la libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política: sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción».22 Este primer distanciamiento en relación a la filosofía política nos permite estimar cómo la filosofía política, siempre requerida por la urgencia y la necesidad de una crítica de la dominación de su época, ha faltado, parcial o globalmente, a la especificidad y al carácter irreducible del vivir-juntos; al haber situado, erróneamente, la política del lado de la dominación y de sus instrumentos. El privilegio otorgado a la crítica de la dominación ha llevado a la teoría crítica, en un intento de escapar a las insuficiencias de la filosofía política 22. H. Arendt, «¿Qué es la libertad?», en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, 2003, p. 231. También en ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 57-59.

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contemporánea, a obviar la reflexión sobre la consistencia y la dignidad de las cosas políticas, incluso si la idea de libertad le parecía esencialmente evidente. Un segundo distanciamiento. Las orientaciones anti-totalitarias de la teoría crítica son incontestables y manifiestas, tanto en el ensayo de 1942 de M. Horkheimer, El Estado autoritario, como en el gran libro de F. Neumann consagrado al nazismo, Behemoth. Estas orientaciones merecen tanto más nuestra atención por cuanto están próximas a una crítica anti-totalitaria, a menudo ignorada en Francia, a saber, la de la izquierda alemana —K. Korsch, O. Rühle y otros—, publicada con el título de La Contre-révolution burocratique. De esta forma, la cuestión del Estado autoritario, o de la dominación totalitaria, establece correspondencias entre M. Horkheimer y K. Korsch.23 Parece existir cierta proximidad entre la teoría crítica y determinadas tendencias de la filosofía política que poseen la particularidad de asociar una crítica política del totalitarismo al redescubrimiento de las cosas políticas. Bien mirado, esas críticas, aun cuando enuncian una oposición entre democracia y totalitarismo, se han fundado en la oposición de política y dominación total. Dichas críticas consideran que el totalitarismo no es, ni mucho menos, una excrecencia monstruosa de la política, sino la búsqueda de su destrucción hasta afectar a la condición política de los hombres. A pesar de las divergencias que existen entre la obra de H. Arendt y la de Cl. Lefort, estas dos interpretaciones nos imponen, tras la catástrofe del totalitarismo, la revisión de lo que ha sido destruido, o lleva camino de serlo, a saber, el domino político, el dominio de los asuntos humanos. El lector del Estado Autoritario no puede dejar de sentirse sorprendido por la proximidad de los análisis. M. Horkheimer compara el nazismo con el «estatismo integral», es decir, con la URSS, y percibe aquí las dos figuras de una nueva forma de dominación como dominación abierta e inmediata. Opone al estatismo integral los intentos de instaurar la libertad verdadera, las formas de una democracia sin clases que puedan «impedir el paso de posiciones administrativas en posiciones de po23. Sobre este punto, se puede consultar el valioso libro de William David Jones, The Lost debate. German Socialist Intellectuals and Totalitarianism, University of Illinois Press, 1999, que muestra cómo la cuestión del totalitarismo no se limita, en absoluto, a cuestiones de enfrentamiento durante la guerra fría.

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der».24 En diversos pasajes, se deja oír en este texto una llamada a la revolución contra el Estado autoritario, con la esperanza de que llegue un día en el que los hombres puedan resolver solidariamente sus asuntos. M. Horkheimer encarga la realización de esta revolución, no a un partido o a un grupo de vanguardia, sino a individuos aislados; recordando que, en la historia, la humanidad no fue traicionada por los intentos intempestivos de los revolucionarios, sino por la inteligencia oportunista de los realistas. Adhiriéndose, con vehemencia, al discurso sobre el capitalismo de Estado como posibilidad de la época, M. Horkheimer critica esta forma de pensamiento que «sólo conoce una dimensión, en la que se refleja el progreso y el retroceso» e ignora «la intervención humana».25 Para concluir, declara: «Mientras la historia mundial siga su curso lógico, no cumplirá su destino humano».26 A pesar de esta proximidad, existe una particularidad de la teoría crítica que la mantiene al margen de esta constelación de la filosofía política, crítica de la dominación total. En los textos de M. Horkheimer, es frecuente encontrar la afirmación de la continuidad entre el Estado autoritario y el liberalismo, como si la nueva forma de Estado que ha destruido el liberalismo resultara ser, sin embargo, su heredera. En La filosofía de la concentración absoluta, M. Horkheimer considera que «El Estado autoritario caracteriza el sector de la sociedad europea que reemplaza el liberalismo. Significa la represión en su más alto grado. La tarea de dominar las masas separadas de los medios de producción y de entrenar al pueblo para la lucha en el mercado mundial [...] surgió del liberalismo».27 A esta tesis de la continuidad se opone la de la discontinuidad radical, que aparece en los análisis de H. Arendt y Cl. Lefort. Para la autora de Los orígenes del totalitarismo, la dominación total es la gran novedad de nuestro siglo, constituye su esencia; es, exactamente, el sinprecedente y, por ello, no puede ser confundido con ninguna otra forma de dominación autoritaria —el despotismo o la tiranía— que la historia haya conocido. Encontramos en los partidarios 24. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», en Sociedad en transición: estudios de filosofía social, Península, Barcelona, 1976, p. 117. 25. Ibíd., p. 123. 26. Ibíd. 27. M. Horkheimer, «La filosofía de la concentración absoluta», op. cit., p. 86 y también en p. 87. Igualmente, en «Montaigne y la función del escepticismo», en Teoría Crítica, Barcelona, Barral, 1973, p. 57.

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de la discontinuidad, en su empeño por estar a la altura de este sin-precedente, una voluntad de análisis que se ve aumentada por una llamada a la imaginación, algo que no es propio de un teórico que pretende remplazar al Estado autoritario dentro del horizonte conocido. No es menos cierta la estridencia que se evidencia en El Estado autoritario, el ensayo de Horkheimer, en la medida en que el autor pretende aprehender una forma de dominación que engloba el régimen de Stalin y el de Hitler, haciendo un llamamiento a una resistencia inédita: la de los aislados. También podemos observar en este ensayo la superación de las metafísicas de la historia, es decir, del pensamiento de Hegel y de Marx. M. Horkheimer critica la representación hegeliana del desarrollo del espíritu del mundo, que se manifestaría por etapas que se suceden según una necesidad lógica. Marx cometió el error de haberse mantenido fiel a Hegel en esta cuestión. «La historia —escribe— aparece como un desarrollo sin solución de continuidad. Lo nuevo no puede empezar antes de que haya llegado su tiempo. Pero el fatalismo de ambos pensadores se refiere únicamente, cosa curiosa, al pasado. Su error metafísico de que la historia obedece a una ley fija, es reparado por el error histórico que se realiza en su época. El presente y el futuro no vuelven a encontrarse bajo la ley».28 Si se rechaza la metafísica marxista de la historia, se conserva el marxismo en cuanto instrumento de análisis. Se hace derivar el Estado autoritario de la economía o del conjunto de la estructura socio-económica, considerada desde la dinámica de la cultura. El campo de la economía es el espacio de inteligibilidad de la nueva forma de dominación, ya que la lógica de la economía política —el paso del mercado al plan con el capitalismo de Estado—, es capaz de dar razón de la aparición del Estado autoritario. Las interpretaciones del totalitarismo que hemos mencionado discrepan de la teoría crítica en esta cuestión. Tanto para H. Arendt como para Cl. Lefort, si se quiere aprehender la génesis y la constitución de la dominación total, es necesario hacer un llamamiento a una lógica de la política. De esta manera, hacen entrega de sus cartas de nobleza a la inteligencia política de la historia, que tiende a restaurar el lugar y la eficacia del campo político. Si consideramos el conjunto de la teoría políti28. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», op. cit., p. 109.

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ca, observamos que la génesis del totalitarismo muestra dos lógicas no exclusivas, una lógica de la estructura socio-económica, el capitalismo de Estado, y una lógica de la razón moderna. En el movimiento mismo de la razón —su subjetivación y la instrumentalización subsiguiente—, o en la complicidad de la razón con el mito, ésta se transforma en una nueva mitología que es, a su vez, uno de los orígenes posibles de la nueva dominación. Sensible al sin-precedente de la dominación total, la filosofía política se ha esforzado por ofrecer una interpretación original de esta nueva forma de régimen que, en cierto sentido, es un norégimen. Podría considerarse que esta interpretación tiene su inspiración en la fenomenología, por cuanto H. Arendt insiste en el movimiento que lleva al totalitarismo y Cl. Lefort en la imagen del cuerpo que se pone en marcha con la sociedad totalitaria, una carrera vertiginosa por la identidad, en la estela encantadora del nombre de Uno. Nada de ello encontramos en la teoría crítica, al menos, en Horkheimer o en H. Marcuse. M. Horkheimer analiza el Estado autoritario a partir de una lógica económico-social, la del capitalismo de Estado, sin llegar más que a una descripción empírica del fenómeno, incluso cuando el recurso a la hipótesis de la burocratización del mundo confiere a su análisis el vigor de una crítica de la política. Por el contrario, F. Neumann, en su libro sobre el nazismo, Behemoth (1942), muy influido por Adorno y por Marcuse, tuvo el mérito de presentar una tesis original, según la cual, el Estado totalitario sería un noEstado y, en este sentido, una ruptura con la tradición europea que va de Platón a Hegel. Un no-Estado, porque Behemoth engendraría un régimen y una situación de no-derecho, de no-jurisdicción; un no-Estado, porque Behemoth padece la ausencia de un aparato de Estado unificado gracias a la proliferación de todo tipo de burocracia; en fin, un no-Estado en el que, como sucedáneo del orden, reinaría solamente el poder carismático del jefe. Podríamos pensar que la lectura de Behemoth no dejó indiferente a H. Arendt. Ésta, en la línea del autor de Behemoth, invita a contemplar el régimen totalitario como una estructura de capas de cebolla. ¿Podemos relacionar la tesis del no-Estado con el análisis de H. Arendt, para quien la dominación total equivale a una destrucción de la política? La distancia respecto a la constelación de la filosofía política, que ha elegido repensar la política desde la experiencia del tota68

litarismo, es doble. La teoría crítica, al haber permanecido fiel a la crítica de la economía política, pese a las transformaciones acaecidas, no ha conseguido dar razón de la novedad en la historia, ni concebir una lógica de la política, incluso cuando su oposición a este nuevo régimen no le restaría ni un ápice de radicalidad, o su naturaleza resueltamente anti-totalitaria nos llevaría a preguntarnos por las formas políticas susceptibles de acabar con esta forma de dominación, a saber, en su caso, la democracia de los consejos. Al final de este recorrido, podemos replantearnos la pregunta inicial. En adelante, la pregunta correcta no será la de si la teoría crítica es una filosofía política. Esta pregunta habrá de ser más dinámica, más abierta y dúctil y se formularía de la siguiente forma: ¿tiene la teoría crítica capacidad para contribuir a la elaboración de una filosofía política crítica, orientada a la emancipación? Una de las transformaciones exigidas, en relación al binomio dominación-emancipación, es la de situar la política no tanto del lado de la dominación cuanto del lado de la emancipación.

La articulación de dos paradigmas o la constitución de una filosofía política crítica De este primer examen, concluimos con una doble proposición negativa, muy al estilo de la Escuela de Frankfurt: la teoría crítica no es ni una filosofía política, ni una negación pura y simple de la filosofía política. Lo que nos lleva al modo afirmativo: la teoría crítica es un salvamento por transferencia de la filosofía política, es decir, ha transferido las cuestiones que le son propias a otro elemento, la problemática de la dominación y de la emancipación. La cuestión esencial, al menos en Horkheimer, es el hecho de haber situado la política del lado de la dominación, como si las ideas de libertad, de felicidad, de sociedad solidaria, autónoma y razonable —el tejido de la emancipación— no tuvieran nada que ver con la política. Una vez analizado el problema, podemos regresar a la pregunta inicial: ¿cómo podemos reactivar, hoy, la teoría crítica, en aras de la renovación de la filosofía política? Desde el principio, hemos considerado que, dependiendo de la naturaleza de su renovación, se ofrecen distintas posibilidades. Si la renovación es 69

sinónimo del resurgir de una disciplina académica, siempre expuesta a transformarse en historia de la filosofía política y, en consecuencia, a la ocultación de los verdaderos problemas de hoy en beneficio de una gestión del orden establecido, llegamos a una alternativa: o teoría crítica o filosofía política. Lo que nos lleva a escoger la filosofía política contra la teoría crítica. Igual que hemos podido leer «¿por qué no somos nietzscheanos?»; podríamos preguntarnos, en el mismo sentido, «¿por qué no somos teóricos críticos?». La escena intelectual francesa ha visto cómo ciertos filósofos pasaron de un vago interés por la teoría crítica —Luc Ferry y Alain Renaud son autores de un prefacio de la edición francesa de la Teoría Crítica de Horkheimer— a una adhesión entusiasta a la filosofía política, concebida como una revocación absoluta de la teoría crítica y de todo lo que concierna, de cerca o de lejos, a una crítica de la dominación.29 Si la renovación significa, por el contrario, el regreso de las cosas políticas tras la quiebra de los totalitarismos, el panorama cambia radicalmente. La cuestión no estriba en elegir una frente a otra; sino en intentar una articulación entre la crítica de la dominación (entendida como una recuperación de la Escuela de Frankfurt) y el redescubrimiento de la política, de lo político en su irreducible heterogeneidad, en su consistencia y dignidad, cualidades todas ellas que no son susceptibles de intercambio. Así pues, tenemos dos paradigmas: el paradigma de la crítica de la dominación, surgido de la teoría crítica, y el paradigma político. ¿Cómo articular ambos paradigmas? ¿Qué puede aportarnos la teoría crítica frente a la coexistencia de los paradigmas? ¿De qué manera esta aportación favorece una posible articulación entre los dos paradigmas? Después de una breve presentación de estos enfoques será necesario examinar en qué términos ha de establecerse su posible articulación. ¿No podríamos intentar este ensamblaje invocando el nombre de Spinoza? Efectivamente, en el Tratado teológico-político pretende abrir un camino inexplorado, distinto a las dos vías que describe y critica. En primer lugar, la de los moralistas, que se ríen o se lamentan de los afectos humanos, lo que les lleva a concebir una doctrina política quimérica. En segundo lugar, la 29. L. Ferry y A. Renaut fueron también responsables de un n.º de Archives de Philosophie consagrado a la Escuela de Frankfurt: t. 54, cahier 2, abril-junio de 1982.

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vía de los pragmáticos de la política, que reducen ésta a un conjunto de estrategias con el propósito de dominar a los hombres. Spinoza busca otra senda, que se guarda tanto de tomar a broma las acciones humanas como de reducirlas a una simple táctica. No se trata de reír, ni de llorar, ni menos aún de manipular; sino de comprender e intentar pensar una política que apunte a la dirección señalada por la Razón. Esta senda es extremadamente complicada, según confiesa el propio Spinoza. Siguiendo a este autor, queda por explorar un camino distinto a los abiertos por los dos paradigmas que venimos estudiando, un camino que persigue articular una crítica de la emancipación con un pensamiento de lo político, o viceversa. Para hacer comprender mejor su necesidad, sólo hay que observar que cada uno de los paradigmas en cuestión, limitado por su carácter exclusivo, desarrolla una deriva sintomática. Por lo que se refiere al pensamiento político, nos encontramos con el irenismo, una representación de la política como actividad llamada a desplegarse en el espacio llano, sin asperezas, sin fisuras o conflictos, orientada hacia una intersubjetividad pacífica y carente de problemas. Por lo que hace al paradigma de la crítica de la dominación, hallamos el catastrofismo, actitud que consiste en pensar que todas las relaciones son de dominación, sin excepciones, sin la posibilidad de una apertura de un espacio o un tiempo de libertad que escaparía a la escisión entre dominadores y dominados. Ya se trate de la política, de la justicia, de los medios de comunicación o de cualquier otra actividad que concierna a la convivencia de los hombres, el espíritu habría de escoger entre la perspectiva irénica y la catastrofista; como si no existiera la posibilidad de huir de los «usureros» de ambos bandos, como si no fuera posible percibir lo que complica y dificulta la aplicación sistemática de cada uno de los paradigmas.

El paradigma de la crítica de la dominación Establezcamos algunas consideraciones previas. En el terreno de la teoría crítica, el pensamiento de la dominación es de una gran complejidad. Dispone de varios niveles que se entrecruzan y que no debemos confundir. Podemos discriminar, al menos, tres niveles relacionados con la crítica de la política; cada 71

uno de ellos contribuye, dentro de sus posibilidades, a la dominación en el campo político. El primer nivel, y éste es el esencial, puesto que se le reconoce, claramente, una fuerza determinante, es el de la dominación de la naturaleza. Este nivel posibilita una crítica de la razón, puesto que, tomando la apreciación de G. Petitdemange, «la dialéctica así descrita entre razón y naturaleza es la avanzadilla más fecunda de la Escuela de Frankfurt».30 Tras haber establecido una conjunción entre la liberación del mundo y la búsqueda de la soberanía, la razón acaba por «considerar el mundo como refugio» y por negar toda alteridad; como si abdicara de su calidad de razón y se hiciera ella misma naturaleza. «La sujeción de la naturaleza —escribe Horkheimer— reculará hacia la sujeción del hombre y viceversa, por tan largo período que no comprenderá su propia razón y el proceso de base por el cual ha creado y mantenido el antagonismo que está en vías de destruirlo».31 La salvación pasa por una autorreflexión de la razón, capaz de discernir en ella este movimiento hacia la dominación, movimiento que se traduce en una orientación hacia la observación de sí, con los efectos nefastos que ello entraña. Si la historia humana puede entenderse, en cierta medida, como la dominación de la naturaleza, corresponde al filósofo pensar esta historia en función de dicha forma de dominación y de su eficacia. «Una construcción filosófica de la historia universal —escribe Horkheimer— debería mostrar cómo, pese a todos los rodeos y resistencias, el dominio coherente de la naturaleza se impone cada vez más decididamente e integra toda interioridad. Desde este punto de vista sería necesario deducir también las formas de la economía, del dominio, de la cultura».32 El episodio de Ulises y las sirenas, en el que el marinero consigue neutralizar los encantos de éstas ordenando a sus hombres que lo aten al mástil y que ellos mismos taponen sus oídos con cera, ilustra la división entre el trabajo manual obligado y el goce estético, escisión conectada con el obstáculo que representa la dominación de la naturaleza. Más allá de la situación originaria, la dominación de la naturaleza 30. G. Petitdemange, «L´Aufklärung Un Myhte, Une Tâche», Recherches de Science Religieuse, julio-septiembre de 1984, t. 72, p. 426. 31. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2002, p. 180. 32. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 5.ª ed., 2003, p. 267.

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lleva a la técnica, a la ambición de un Bacon que permite al entendimiento humano dominar la naturaleza desmitificada. «Los hombres —escriben Adorno y Horkheimer— quieren aprender de la naturaleza la manera como utilizarla, para dominar más completamente, tanto a ella como a los hombres».33 También deberíamos describir la pluralidad de concepciones de la técnica que posee la Escuela de Frankfurt; así, la de Marcuse en 1941, concepción que reaparece, en cierta medida, en El hombre unidimensional; o la de W. Benjamin quien, gracias al contraste entre las dos técnicas, intenta concebir otra imagen de la técnica, más cercana al juego que al trabajo y susceptible, por ello, de sustituir la liberación de la naturaleza por su dominación. Debido a que el hombre forma parte de la naturaleza, la dominación de ésta comporta la dominación del hombre por el hombre. «Tan pronto como el hombre —escriben los dos autores— se aleja de la conciencia que él tiene de ser él mismo naturaleza, todos los fines por los que se mantiene en vida [...] se reducen a nada».34 Una de las mediaciones esenciales entre las dos formas de dominación es, claramente, el trabajo humano. Actividad de transformación de la naturaleza, el trabajo se ejerce en el seno de la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre función de dirección y función de ejecución; siendo todo ello una continuación de la dominación en la historia. «Las formas de sociedad que conocemos —escribe Horkheimer— fueron organizadas, desde siempre, de tal manera que sólo una minoría pudiera gozar de la cultura del momento, mientras que la gran mayoría se encontraba obligada a vivir en la renuncia a los instintos. La forma de sociedad que hasta ahora impusieron por fuerza las circunstancias materiales se caracterizaba por la escisión entre la dirección de la producción y el trabajo, entre los dominantes y los dominados».35 Esta dominación del hombre por el hombre, ha tenido, según Adorno y Horkheimer, un objeto privilegiado, a saber, el cuerpo. De ahí la idea de una doble historia de Europa; una, la oficial, la conocida, aquella que relata el proceso de civilización; la otra, subterránea, oculta, concerniente al destino de los instintos y de las pasiones humanas, desna33. Ibíd., p. 22. 34. Ibíd., p. 68. 35. M. Horkheimer, «Los principios de la Filosofía burguesa de la historia», en Historia, metafísica y escepticismo, Alianza ed., Madrid, 1982, p. 41.

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turalizados por la civilización. «Esta especie de mutilación —se señala en la Dialéctica de la Ilustración— toca especialmente a las relaciones con el cuerpo».36 Finalmente, se llega a la dominación de la naturaleza interior. Cada individuo debe controlar, en sí mismo, a la naturaleza. El principio de dominación, luego del reino de la fuerza bruta, ha sido objeto de un proceso de espiritualización y de interiorización. Horkheimer se acerca por esta última vía a la hipótesis de la servidumbre voluntaria. Acaso no llega a afirmar que «por mor del dominio mismo, el dominio se ve así “internalizado”».37 Si nos adentramos en la construcción de este paradigma de la dominación, desglosamos tres elementos esenciales. En primer lugar, la dominación está pensada a partir de Hegel y, más concretamente, a partir de la dialéctica del señor y del siervo, según la formulación que se recoge en La Fenomenología del espíritu. Partiendo de la célebre frase de Hegel, «la conciencia de sí sólo consigue su satisfacción en otra conciencia de sí»,38 Marcuse expone las escansiones principales tanto en su tesis como en Razón y Revolución:39 1) la forma inmediata de la confrontación de los individuos en un combate a muerte; 2) según la naturaleza del trabajo, se da el paso a un modelo de mediación de las conciencias que toma forma de escisión entre quien se apropia del trabajo de otro —el señor— y quien trabaja para otro —el siervo—, que vive en una situación de no libertad; 3) más allá de este reconocimiento «unilateral y desigual», se produce la transformación del siervo por el trabajo; así, el trabajador se convierte en autónomo en y gracias al objeto de su trabajo. Transformando la naturaleza, el trabajador se transforma a sí mismo; mientras que el señor, siempre en el lado del goce, está destinado al consumo de las cosas. Mediante este desequilibrio entre lo que permanece y lo que desaparece, el siervo quiebra el poder del señor; 4) si la relación del señor y del siervo pretende el reco36. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 6.ª ed., 2004, p. 277. 37. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, Trotta, 2002, p. 116. 38. G.W.F. Hegel, La phénomenologie de l´esprit, Aubier, París, 1949, t. I, p. 153. [Hay ed. española, La fenomenología del espíritu, Madrid, F.C.E.] 39. H. Marcuse, L´ontologie de Hegel, París, Minuit, 1972, pp. 262-271. [Hay ed. española, Ontología de Hegel, Barcelona, Martinez Roca, 1972.] Reason and Revolution, Nueva York, 1983, pp. 114-120. [Hay ed. española, Razón y Revolución, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1972.]

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nocimiento mutuo, resulta evidente que dicha relación no puede cumplirse y queda afectada por una desigualdad determinante. Ahora bien, si la dramaturgia hegeliana está presente en la teoría crítica, sería lícito preguntarse si no sale malparada de su recuperación a través de la historia de Ulises. Adorno y Horkheimer citan correctamente a Hegel, especialmente, cuando se refieren al pasaje en el que se deja al señor entregado al placer; mientras que el siervo sale de su estado de no-libertad gracias a su actividad y a su transformación de lo real. A juicio de los frankfurtianos, existe un freno a la transformación del siervo y de la propia relación en su conjunto. En un primer momento, interpretan la historia a través de Hegel. Así, se puede leer en La Dialéctica de la Ilustración: «Ulises ordena ser sustituido en el trabajo. Igual que no puede ceder a la tentación de abandonarse, renuncia finalmente, en su condición de propietario, a participar en el trabajo y, en última instancia, a dirigirlo; mientras que sus acompañantes, no pueden gozar de su trabajo, pese a que los aproxima a lo real, porque lo realizan bajo coacción, sin esperanza, con los sentidos obturados por la fuerza».40 Sin embargo, la conclusión de estos teóricos críticos se aleja del movimiento hegeliano: el siervo no transforma y el señor involuciona. Estos teóricos prosiguen diciendo: «El siervo queda dominado en cuerpo y alma y el señor sufre una regresión». El resultado de todo ello sería la permanencia de la dominación, su repetición recurrente en la Historia, desafección relacionada con el destino del poder. «Ninguna dominación —escriben los teóricos críticos— ha sabido todavía evitar pagar este precio y el carácter cíclico de la Historia se explica, en parte, por este desamparo, que es el equivalente del poder».41 ¿El carácter peculiar de la relación de Ulises con sus siervos da razón de la desviación del esquema hegeliano? Ulises, figura tradicional del señor, de la dominación, no se apropia solamente del trabajo de otros —está tan determinado que no renuncia a dirigir— sino que, por las disposiciones que manda tomar para neutralizar los encantos de las sirenas, también protege a sus siervos. Por lo que se refiere a estos últimos, la obturación de sus sentidos perturba su relación sensible con el mundo de los objetos y queda, bajo el amparo de esta 40. M. Horkheimer, Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, p. 77. 41. Ibíd.

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protección, al otro lado de la transformación liberadora que anunciaba el escenario hegeliano. Horkheimer afirma en Razón y autoconservación que «la protección es el arquetipo de la dominación»; como si, con la protección, se pudiera dar un salto cualitativo en la dominación. De esta forma, con la apropiación del trabajo del otro, se llegaría a una forma de relación todavía más alienante, la relación del protector con sus protegidos; sin que haya posibilidad de un reconocimiento recíproco, quedando cada uno de los protagonistas prisionero del papel que le es otorgado en la relación estereotipada que analizamos. «Los rufianes, los condottieri, los señores feudales, las ligas —escribe Horkheimer— siempre han protegido y despojado, al mismo tiempo a quienes dependían de ellos. Velaban por la reproducción de la vida en sus dominios».42 Tal vez se encuentre en esta desviación del esquema hegeliano el porqué del distanciamiento de los teóricos críticos respecto a Marx. Si hallamos en éste una dialéctica del señor y del siervo bajo la forma del binomio dominación-servidumbre, el trabajo de la teoría crítica consiste en disociar dominación y explotación, sustituyendo la idea de un antagonismo necesario por la idea de un antagonismo contingente que se refiere a posibles actos arbitrarios del poder. Con ello, el acceso a una historia autónoma de la dominación —de la fronda a la bomba atómica, en expresión de Adorno— invita a salir del quietismo marxista y a pensar la historia de los hombres bajo el signo de una inquietud, inquietud imposible de superar, pues se alimenta del enigma de una historia destinada a no ser resuelta. El segundo elemento refuerza una salida del quietismo que desemboca en Nietzsche. Mediante esta elección, se intenta no sólo «hacer bailar las categorías reificadas del marxismo», sino hacer penetrar en la esfera nocturna de la historia, una esfera que suelen eludir los filósofos para privilegiar la historia transparente de los dos últimos milenios. Por su parte, el psicólogo nietzscheano, siempre a la búsqueda de la historia anterior al alma humana, se esfuerza por encontrar, más acá del nacimiento de la razón o de la civilización, el texto primitivo, «el terrible texto básico homo natura».43 Como si este texto hiciera las veces 42. M. Horkeheimer, «Razón y autoconservación», en Teoría tradicional y teoría crítica, Barcelona, Paidós, 2000, p. 102. 43. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69.

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de soporte de aquello que tiende a escapársele, como si la historia humana, historia de los grupos humanos, estuviera obligada a luchar sin fin contra el regreso de lo arcaico, sobre todo, de la división entre una mayoría de dominados y una minoría de señores. De ahí la invocación de los autores de La Dialéctica de la Ilustración a la Genealogía de la moral y a su orientación hacia la era prehistórica y subterránea del devenir humano, la era de las torturas, de los suplicios y de los castigos; era que ha contribuido a hacer del hombre natural, «olvido encarnado», un animal previsible, aunque susceptible de prometer, de convertirse en un ser responsable y social. Este problema, muy antiguo, insiste Nietzsche, no se ha resuelto con delicadeza: «tal vez no haya, en la entera prehistoria del hombre, nada más terrible y siniestro que su mnemotécnica».44 Páginas en la prehistoria de los hombres tanto más crueles cuanto los hombres han descubierto, en el dolor, el elemento coadyuvante más eficaz para la creación de una memoria. «Ay, la razón, la seriedad, el dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esos privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las “cosas buenas”!».45 Este terror primigenio no ha desaparecido nunca de la historia de los hombres hasta el punto de que, en cualquier momento de la cultura, se encuentra, según Benjamin, la barbarie. Los teóricos del criticismo son nietzscheanos hasta cierto punto, porque han comprendido que, detrás del «vasto y lejano país escondido de la moral», se escondía un país todavía más secreto, el del poder. Acaso no es un acto de poder el que Nietzsche describe en el § 17 (segunda disertación) de La genealogía de la moral, cuando rinde cuentas del nacimiento del Estado, fruto de «puros actos de violencia», por parte «de una horda de rubios animales de presa»: «el Estado» más antiguo apareció como una horrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsiderada, y continuó trabajando hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y semi-animal no sólo acabó por quedar bien amasada y maleable, sino por tener una forma».46 Esta nueva máquina de opresión ha hecho desaparecer «una prodigiosa can44. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid, Alianza ed., 2.ª ed., 1975, p. 69. 45. Ibíd., p. 71. 46. Ibíd., p. 98.

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tidad de libertad del mundo», hipótesis asimilada por la teoría crítica para dar cuenta de la dominación de la naturaleza interior. A esto conviene añadir, al menos en el caso de Horkheimer, aquello que podríamos denominar una lectura sobria de Maquiavelo y, en definitiva, clásica. En el primer capítulo de la obra Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia, Horkheimer presenta al autor de El Príncipe y los Discursos como el fundador de una nueva ciencia política, alguien que, a la manera de los sabios y los físicos de su época, busca un principio de uniformidad que le permita deducir las leyes que son propias a la historia humana. Ahora bien, esta ciencia, según Horkheimer, tendría por objeto predilecto el hecho de la dominación, la división de las sociedades humanas en dominadores y dominados. El sabio de la política, cuyo laboratorio sería, de alguna manera, el pasado, rastrearía en la lectura de Tito Livio, o en otros autores de la Antigüedad, «las leyes eternas de la dominación», fundándose en la hipótesis de la invariabilidad de la naturaleza humana. La aportación de Maquiavelo podría definirse como una doble modificación. Por un lado, añadirá al saber pragmático y tradicional de la dominación la dimensión de la conciencia y, con ello, de la reflexión. Por el otro, reorientará la práctica de la dominación asignándole como objetivo supremo la constitución de un Estado fuerte, condición necesaria del desarrollo del individuo y de la sociedad. Si bien es cierto que Horkheimer no olvida la insistencia de Maquiavelo sobre la importancia de la división y que percibe en este autor ciertas simpatías democráticas (incluso cuando relata el extraordinario discurso del jefe de los Ciompi), no consigue superar el punto de vista de la dominación y comenzar a concebir a un Maquiavelo capaz de pensar la libertad política, un Maquiavelo que consigue articular la dominación con su contrario, la voluntad de vivir en libertad. Según sostiene Maquiavelo, toda ciudad se define por el enfrentamiento de dos deseos: el de los grandes (dominar) y el del pueblo (no dejarse dominar). Ahora bien, leyendo a Horkheimer parece que sólo existe el deseo de los grandes, que la escena política está enteramente invadida por la libido dominandi, que esta libido propia de los grandes no choca necesariamente con el pueblo y con el deseo de libertad que lo anima. Sin embargo, Maquiavelo reconoce al pueblo, más que a ningún otro tipo de ciudadano, el derecho de preocuparse por su libertad. Lectura unidimensional la de Horkheimer, ya que 78

privilegia la dominación si haber tenido en cuenta su contrario, el deseo de libertad. Desde esta perspectiva, no llega a percibir en Maquiavelo a un pensador de la libertad política. Este fracaso lleva a una cuestión de tipo más general: ¿las filosofías de la dominación se otorgan a sí mismas los medios para pensar la libertad o, por el contrario, pueden permanecer insensibles y cerrarse para siempre la posibilidad de alcanzarla?

El paradigma político La proposición central del paradigma político podría ser la declaración de Rousseau en las Confesiones de que «todo se relaciona con la política». Esto no significa, en absoluto, como las almas caritativas se apresuran en señalar que «todo es política», confundiendo así el hecho de «relacionarse con» y el hecho de «ser». Las expresiones «relacionarse con» o «pertenecer a» indican un vínculo entre dos instancias distintas y no una identidad o una homogeneización que anule las diferencias. En la proposición de Rousseau, hemos de entender que todas las manifestaciones de una sociedad dada (trátese de la relación con la naturaleza, de las relaciones entre los hombres o de la relación consigo mismo o con el otro) tienen que ver, a través de mediaciones diversas, con el modo de ser político de esa sociedad, con el régimen político entendido en un sentido amplio. El carácter deliberadamente indeterminado de esta formulación señala que las diferentes dimensiones de una sociedad dada dependen del modelo de institución política de dicha sociedad. De esta dependencia de un sistema político dado, se sigue, por lo que toca al estatuto de lo político (segundo elemento constitutivo del paradigma político), que lo político debe ser pensado como no derivado, o mejor, como no derivable de ningún tipo de instancia, sea ésta económica, militar o religiosa, etc. Por ejemplo, aun cuando algunas de sus formas históricas son contemporáneas al sistema capitalista, no pueden derivarse de éste. Puede ocurrir que la lógica de la democracia choque, por momentos, con la lógica del capitalismo; pero ello no impide que no pueda ser identificada con éste y que posea, en relación al sistema capitalista, un irreducible resto que sólo una aproximación política es susceptible de hacer inteligible. En el texto Sur la démocratie, 79

le politique et l´institution du social, Claude Lefort y Marcel Gauchet afirman: «Si no hay duda de que el análisis de la inserción de tal sistema político en tal modo de producción [...] constituye el rodeo obligado que asegura el modo de conocer su veracidad, queda por concluir que el estatuto de lo político, en general, es el de fenómeno esencialmente derivado [...] en ningún caso, infranqueable. Tan preocupado se muestra por no erigir ninguna instancia última como la única real y por no limitar, con ello, las instancias segundas a puras apariencias, por distender un poco más de lo habitual la distancia que separa lo determinado de lo determinante, que el repliegue de lo político sobre lo económico disimula el fundamento propio que encuentra en lo social la institución de un sistema de poder».47 ¿De qué manera esta formulación permitiría creer que lo social es el fundamento de lo político? En ningún caso. Lo político no es más derivable de lo social que la economía o cualquier otra instancia. Entendamos más bien que lo político y lo social forman una pareja indisoluble; en la medida en que lo político, en cuanto «esquema director» de un modo de coexistencia humana es respuesta, es toma de posesión en relación a la división originaria de lo social, división que es el ser mismo de lo social. «La lógica que organiza un régimen político —escriben Claude Lefort y Marcel Gauchet— es la de una respuesta articulada por el acontecimiento y en el acontecimiento de lo social como tal. El hecho de que haya sociedad, de que aparezca lo social, se vincula a una sociedad, mediante las formas de distribución del poder que la rigen».48 Lejos de ser una realidad masiva, sustancial, homogénea y estable, lo social se encuentra amenazado, desde el origen, por la posibilidad de su desaparición y su división, como si su acontecer llevara en sí mismo la cuestión de por qué hay sociedad en lugar de nada y, al mismo tiempo, la amenaza de la nada o de la pérdida en sí. Considerando esta perspectiva, parecería que la insociable-sociabilidad de Kant haya sido transportada de un plano psico-sociológico a un plano ontológico. Lo social puede ser tanto menos fundamento de lo político cuanto no puede haber sociedad sin institución política, incluso si esta 47. Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie, le politique et l´institution du social», Textures, 1971, n.º double 2-3, p. 8. 48. Ibíd., pp. 8-9.

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institución no puede sino ejercerse como mirada de la división originaria de la sociedad, de la interrogación del sí constitutivo del acontecer de lo social. Cualquier otra concepción llegaría a la absurda conclusión de «colocar la sociedad por delante de la sociedad». Para el paradigma de lo político y, concretamente para Claude Lefort, el modelo de institución de lo social, los principios generadores de la coexistencia humana o, mejor aún, el esquema director son los que «ordenan una configuración no sólo espacial, sino temporal de la sociedad».49 Sin duda, existe un vínculo que une la singularidad de la institución política de lo social y la idea de irreductibilidad de lo político. Eso puede ser, incluso, una explicación posible. Un tercer elemento del paradigma (no importa la definición que se le de) consiste en afirmar —en parte contra el materialismo, pero no sólo en contra de él— el carácter heterogéneo de las cosas políticas, la imposibilidad de ser reducidas a otro orden de la realidad. Ya se trate de la institución política de lo social, de la articulación de las prácticas de las opiniones por medio de las evaluaciones o de la manifestación de una acción cuya razón de ser es dar, de nuevo, consistencia a lo político —aquello en lo que consiste—, al tiempo que previenen las operaciones de reducción que se esconden tras el modelo «la política no es sólo» y las no menos nefastas de la identificación. El paradigma político se define mediante la afirmación de la especificidad del hecho político y el afán de considerar lo real en lugar mismo de lo político, disociándolo eventualmente de cualquier otra dimensión que podría sacarlo de su órbita al extremo de apartarlo de su eje y de perturbar su propia lógica. Así se explica el gran empeño, a lo largo de la modernidad, por separar lo político de lo teológico, es decir, de poner fin al nexo teológico-político. Así, uno de los efectos (y no de los menores) del paradigma político es el de rechazar, gracias a la afirmación de la especificidad de lo político, la reducción de la política a la dominación o la identificación de una y otra. Para el paradigma político, el problema es sostener, de manera radical, el diferente grado de consistencia de la política; de tal suerte que no pueda ser confundi49. Cl. Lefort, «¿Permanencia de lo teológico-político?», en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 58 (ed. original francesa, Essais sur le politique, París, Ed. du Seuil, 1986).

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da con el hecho de la dominación. De esta suerte, se rompe con una creencia secular que hace de la política el conjunto de estrategias y medios que tienen por meta el posibilitar a unos pocos el dominio sobre la multitud; como si esta creencia no hubiera sido afectada por la revolución de la ciudad griega ni por las grandes revoluciones modernas. Desde esta óptica, Hannah Arendt es el referente en el que encontramos la diferenciación más explícita y reveladora de las tendencias del paradigma político. Inspirándose en la concepción griega de la política, Arendt asigna a cada uno de los fenómenos un espacio, un escenario y un orden real distintos; ubicando el hecho de la dominación en el lado del oîkos y las cosas políticas en el terreno de la ciudad. Se abre así un abismo entre los dos, reproduciendo, a su vez, la diferencia cualitativa que existe entre estas dos esferas de la ciudad antigua. La lógica de la dominación, la escisión entre el dominador y el dominado, es la que rige en la casa o el oîkos, reinado despótico del padre de familia sobre los demás miembros del conjunto: mujer, hijos y esclavos. Como subraya Arendt, las palabras dominus (de donde proviene la palabra dominación) y pater familias eran sinónimos. La misma autora recuerda en una nota que, según Fustel de Coulanges, «todas las palabras griegas y latinas que expresan gobierno sobre otros, tales como rex, pater, anax, basileus, se refieren, originalmente, a las relaciones domésticas y eran nombres dados por los esclavos a sus amos».50 Para satisfacer las exigencias de reproducción de la vida, el oikos vive bajo la necesidad interior de la relación dominación-servidumbre. Sólo al salir del oikos, después de haber franqueado las demarcaciones que delimitan el ágora, el ciudadano penetra en el espacio político, un espacio que se caracteriza por la igualdad de sus miembros en el sentido de la isonomía y accede a la política, a la posibilidad de la acción colectiva, a la actuación concertada, una acción que tiene como razón de ser la libertad. En esta constelación, la libertad se sitúa en las antípodas de la dominación, puesto que representa una situación que se sale del marco de las relaciones de mandato y obediencia —«no desea gobernar ni ser gobernado»—51 y, concretamente, de la realización de la condición de pluralidad mediante la acción y la palabra. Cuando esta 50. H. Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2002, nota 22, p. 96. 51. Ibíd.

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experiencia de la libertad ha desaparecido con la constitución de los Imperios, los emperadores romanos seguían tomando el título de dominus. Así, la mutación surgida con la ciudad griega ha quedado como experiencia matriz que ha reaparecido, bajo diversas formas, a lo largo de la historia discontinua de la libertad. Según Arendt, siempre que pronunciamos la palabra política, establecemos, lo sepamos o no, una relación con la ciudad griega, con la polis. «Que política y libertad van unidas y que la tiranía es la peor de todas las formas de estado, la más propiamente anti-política, recorre como un hilo rojo el pensamiento y la acción de la humanidad europea hasta la época más reciente».52 De la relación entre política y libertad se desprende, necesariamente, que el hecho de la dominación, a despecho de quienes creen reconocer en ella la esencia de la política, nada tiene que ver con la política; es más, se sitúa en su opuesto simétrico y viene a ser su elemento destructor por naturaleza. Siguiendo a La Boétie, la oposición entre dos fenómenos puede describirse mejor por el contraste entre el todos Uno, situación en la que la relación entre los hombres se destruye para dejar paso a la figura del señor y del todos uno; situación en la que la relación entre los hombres, el reconocimiento, la amistad, da lugar a una totalidad (el todos) de carácter particular; en la medida en que, como totalidad, si bien no desprecia la condición ontológica de pluralidad, permite la expansión (los unos se convierten en pluralidad); hasta el punto de aprobar el desarrollo de un vínculo político específico, dirigido hacia la libertad y que se constituye como rechazo permanente de la relación dominación-servidumbre. Dada la naturaleza del paradigma político, no es de extrañar que Maquiavelo reciba un tratamiento especial por parte de Arendt. Lejos de ser, como en Horkheimer, el pensador típico de la política (en el sentido del conjunto de los medios de dominación), Maquiavelo emerge, en Arendt, como el pensador moderno que, más allá de la Edad Media, ha sabido redescubrir la grandeza de una política apartada de la dominación, de una política concebida como experiencia de la libertad y del valor. «Lo que continúa siendo sorprendente —declara Arendt— es que el único teórico político post-clásico que, en su extraordinario esfuer52. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., p. 71.

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zo por restaurar la vieja dignidad de la política, captó dicha separación y comprendió algo del valor necesario para salvar esa distancia fue Maquiavelo».53 En el núcleo del paradigma político se dan dos relaciones antitéticas que pueden ser formuladas de la siguiente manera: allí donde hay política, es decir, experiencia de libertad, la dominación tiende a desaparecer; por el contrario, allí donde reina la dominación, la política desaparece de la experiencia de los hombres y es objeto de destrucción. De la explicación y la confrontación de ambos paradigmas surge la posibilidad del establecimiento de dos unilateralismos que desembocan en dos derivas: el catastrofismo, para el paradigma de la crítica de la dominación y el irenismo, para el paradigma de la política. Por lo que se refiere al paradigma de la crítica de la dominación, la unilateralidad consistiría en ignorar, en beneficio del hecho de la dominación, la especificidad y la consistencia de lo político (sea cual sea la definición que se le dé), así como el nexo sustancial que une política y libertad; como si lo político pudiera reducirse a la dominación hasta llegar a identificarse con ella, como si lo político no fuera, precisamente, sino el fruto de una lucha sin tregua entre dominación y libertad. Y lo que es más grave aún, el paradigma de la crítica de la dominación ignoraría no sólo la relación esencial entre política y libertad, sino también la cuestión del vínculo político o la política que instituye una Relación entre los hombres, relación específica por cuanto permite el desarrollo de la pluralidad, la manifestación de una relación que tiene como particularidad la capacidad no tanto de unir cuanto de juntar y separar al mismo tiempo. Es la separación que une, característica del todos uno. La cuestión del vínculo político, por lo que se refiere a la problemática de la dominación y de la emancipación, está amenazada de resultar, en cierta manera, mutilada. Si la política se reduce a la dominación, la emancipación se concibe, lógicamente, como una salida de la dominación. Pero, ¿esta emancipación entendida como salida de la dominación puede pensarse como una entrada en el terreno de lo político, como una experiencia de libertad? Por el contrario, esta emancipación puede no identificarse con una salida 53. H. Arendt, La condición humana, op. cit., pp. 59-60.

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de la dominación, siempre y cuando la libertad signifique estar liberado de la política. ¿Basta con evocar la libertad y la felicidad para definir a la sociedad emancipada? ¿Hemos de establecer una equivalencia entre emancipación y surgimiento de la cuestión política; presentándose la emancipación, no como una negación de la política, sino como su aparición en cuanto que interrogante, en cuanto que enigma persistente e irresoluble? La representación de la política a través del prisma unilateral de la dominación puede, sin ninguna duda, conducir al catastrofismo. Pensando la historia bajo el signo de la repetición de la dominación y de la dominación de la repetición, la historia se presenta a su intérprete como una eterna catástrofe. De igual forma, es imposible ver las brechas de la libertad, los momentos fundadores de la libertad. Momentos que, en su sucesión, pueden ser interpretados como una historia discontinua de la libertad; historia cuyos momentos más brillantes serían la democracia griega, la república romana, las repúblicas italianas y las grandes revoluciones modernas; episodios en los que se mezclan, para reforzarse, los sentimientos de revuelta y el deseo de libertad. En cualquier caso, no se puede ver en este paradigma una tendencia exclusiva a pensar el totalitarismo como desarrollo monstruoso de la dominación; lo que sería uno de los efectos nefastos del paradigma de la crítica de la dominación. Los que salieron bien parados fueron insensibles al «sin-precedente» de la dominación total y a su aspecto más inquietante: la destrucción de la esfera política y, más allá, de la condición política de los hombres. La teoría crítica nacida del paradigma de la dominación puede ser objeto de estos reproches, siempre que planteemos dos restricciones: 1) los teóricos críticos están lo suficientemente preocupados por lo no-idéntico como para no pensar la historia bajo el signo de una identidad cualquiera, aunque sea la de la dominación. Así, Benjamin, sensible a la crítica de la ideología del progreso que ya sostuviera Blanqui, percibía en la obra de éste, L´Éternité par les astres (1871),* la realización de una nueva fantasmagoría. ¿El revolucionario no se aventuraba a leer la historia bajo el signo de la identidad transhistórica del desastre? 2) La teoría crítica ha de tomarse en su conjunto, es decir, conside* Hay ed. española, A. Blanqui, La eternidad a través de los astros, México, Siglo XXI, 2000. [Nota de los T.]

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rar también a aquellos que no se han contentado con reclamarse de la libertad y la felicidad, sino que han intentado —como F. Neumann y O. Kirchheimer— pensar la diferencia entre Estado democrático, Estado autoritario y totalitarismo y que han interpretado la emancipación desde la perspectiva del surgimiento de la cuestión política, no de su desaparición. El paradigma político puede derivar en otra forma de unilateralidad. La voluntad legítima de querer pensar lo político en su consistencia y especificidad tendría como tributo el olvido, cuando no la ocultación, del hecho de la dominación; como si la aparición de la cuestión política se efectuase en un espacio liso, homogéneo, sin asperezas ni conflicto. ¿Quiénes son los que, dentro del paradigma político, incurren en este unilateralismo? El paradigma político conoce hoy una doble orientación: una, de inspiración maquiaveliana, preocupada por situarse frente al conflicto entre dominadores y dominados, no podría olvidar ni ocultar el hecho de la dominación; otra, de inspiración neo-kantiana, que insiste, fundamentalmente, en la intersubjetividad. Ésta sería una intersubjetividad sin aristas, sin drama ni sinuosidades; una intersubjetividad que tendería a reducir a ella lo político y sus diferencias, como si lo político pudiera pensarse, únicamente, a partir de la libertad de pensamiento y de la libertad de comunicación que ello implica. Recordemos las palabras de Kant en ¿Qué es orientarse en el pensamiento?: «¿hasta qué punto y con qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decirlo así, en comunidad con otros, a los que comunicar nosotros nuestros pensamientos y ellos los suyos a nosotros?».54 Si es verdad que la libertad de pensar no se puede disociar de la libertad de comunicar, ¿podemos aceptar la restricción de la política a la existencia de estas dos libertades, ciertamente esenciales? Todo ello sin tener en cuenta a la lógica y su acción, tal como ha sido descrita por H. Arendt en La Condición Humana y sin considerar la institución política de la sociedad —siempre en relación, según Claude Lefort, con la división originaria de lo social. De esta propensión a pensar la cuestión política fuera del hecho de la dominación —como si el espacio político instituido pudiera mantener, de manera soberana, alejados de sí todos los 54. I. Kant, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?, Madrid, Fac. Filosofía de la U. Complutense, 1995, p. 23.

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fenómenos que tienden a perturbarlo y a aniquilarlo— resulta la deriva del irenismo. Podemos alegrarnos de este redescubrimiento de lo político, redescubrimiento que ha superado los intentos totalitarios de destruir la experiencia política y la condición política de los hombres. No menos estima merece la determinación de pensar la política como no derivada o inderivable. Pero, ¿este redescubrimiento, esta determinación deben necesariamente concebirse en un universo reconciliado, pacificado hasta el punto de que las fuentes del conflicto y de las situaciones de dominación hayan desparecido como por arte de magia? Del hecho de que existan, en el plano de los conceptos, relaciones antitéticas entre política y dominación no se puede colegir la mágica desaparición, en el plano socio-histórico, de la cuestión política y del hecho de la dominación. La confusión de estos dos planos, ¿acaso no tiene por consecuencia esa extraña tendencia de la filosofía política contemporánea de acompañar su renovación con un rechazo y una ocultación de las cuestiones políticas, cuestiones nacidas de su imbricación con lo social? Este esquema puede llegar a proceder al abandono del espacio del desorden, de lo socio-histórico y a encerrar a la filosofía sobre sí misma, invitándola a volverse sobre su historia interna y, en este interior, a limitarse a practicar, ocasionalmente, síntesis entre tal y cual autor, con un desprecio (consciente o no) de lo exterior. Sin embargo, no podemos pasar del desorden de lo político y del hecho de la dominación. ¿Acaso no se encuentra el todos-unos en peligro de degradación permanente, al punto de convertirse en todos-uno? Del poder con los otros pasamos al poder sobre los otros. En síntesis, el redescubrimiento de lo político no es garantía de perpetuidad de lo político, como si su reaparición pudiera asegurar su perseverar infinito en el ser. Si, tras el gran libro de M.C. Nussbaum, The fragility of goodness,* el tema de la fragilidad no se hubiera degradado o frivolizado, estaríamos tentados ante la idea de la fragilidad de las cosas políticas. Una de las manifestaciones más evidentes del irenismo es el predominio del consenso, del modelo consensuado, que no puede sostenerse sino excluyendo el hecho de la dominación, susceptible de reintroducir el conflicto en la esfera de lo político. La inspiración * Hay ed. española, M.C. Nussbaum, La fragilidad del Bien, Madrid, Visor, 1995. [Nota de los T.]

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maquiaveliana no puede caer bajo los golpes de las mismas críticas. Esta inspiración se constituye en la permanencia del conflicto y en la hipótesis de que este conflicto —de ahí la dominación y la lucha contra ella— es el principio de la libertad política. Valdría la pena preguntarse, de manera casi sociológica, por la degradación actual del paradigma político en relación a las concepciones de sus iniciadores; ya que parece que, para algunos autores, el pensamiento de la política y su consistencia hubiera tenido como efecto ulterior la supresión del hecho de la dominación de la escena universal; todo ello en nombre de la influencia del derecho sobre la política o de la «gobernanza» y otros artilugios de moda. Clarificadas las dos posturas unilaterales, una solución alternativa no puede sino ser rechazada; pues obligaría a elegir a una en detrimento de la otra, sin tener razones sólidas que den cuenta de dicha elección. Queda entonces la posibilidad de una articulación entre la cuestión política y el hecho de la dominación, posibilidad que confluye en la vía de una filosofía política crítica. Bien mirado, esta filosofía política crítica ya existe. Si consideramos la obra de dos de los pensadores más importantes del paradigma político, H. Arendt y Cl. Lefort, hemos de reconocer que en su obra encontramos apuntes de este proyecto, siempre que no tengamos en cuenta, por el momento, la oposición de H. Arendt a la idea misma de filosofía política. ¿Acaso no piensan uno y otro, en su conjunto, el hecho de la dominación y de lo político? ¿El redescubrimiento de lo político no va acompañado o, mejor aún, no es suscitado por la crítica de la dominación totalitaria? Es necesario pensar, de manera conjunta, dominación y política, puesto que observamos una misma progresión en dos tiempos: primero, la crítica del totalitarismo presentado como «lo sin precedente» del siglo XX; más tarde, en el fondo de esa crítica, el redescubrimiento o la afirmación de lo político concebido como antítesis misma del sistema totalitario, antítesis que puede tomar la forma de la democracia, sea ésta la de la república o la del Estado de consejos, según H. Arendt. En ningún caso, una «muralla china» separa lo político —democracia o república— de la dominación total. Cada una de las dos formas políticas está amenazada de caer en la dominación total, lo que no impide que los dos polos antitéticos permanezcan en relación de exterioridad. El totalitarismo se piensa como «el otro» de lo político. 88

Bajo esta perspectiva, ¿no conviene pensar la articulación entre el hecho de la dominación y lo político de forma interna, es decir, enlazándolo en el seno mismo de lo político? Con esta hipótesis, ha de entenderse que la forma política —democracia o república— puede encontrarse amenazada desde el interior por el resurgimiento de la dominación, no necesariamente totalitaria. Para ver esta hipótesis en todo su desarrollo, hay que añadir una suplementaria, la de la siempre posible degeneración, amenaza continua de las formas políticas. Como manifestaciones del principio político, democracias y repúblicas no son ni formas estables ni formas irreversibles. El retorno del hecho de la dominación las amenaza desde el interior al extremo de poder llegar a destruirlas, arruinarlas y vaciarlas de sentido. Una de las inconsistencias del paradigma político consiste en pensar que la consecución de una forma política crearía, de hecho, un estado de no retorno; garantizando para siempre la persistencia de esta forma. Ahora bien, esta falla del paradigma de lo político proviene de haber excluido el hecho de la dominación o de haberla situado en el exterior de la forma política. De ahí esta visión irénica de una escena política a salvo, no se sabe muy bien por qué, del regreso de la dominación. Por supuesto, no se trata de un fatum, es decir, la versión maquiaveliana del paradigma político no se encuentra, por principio, expuesta al irenismo; puesto que esta versión encierra en sí, mediante la pareja antagónica grandes-pueblo, una articulación entre política y dominación, en la medida en que dicha interpretación concibe la libertad como algo que surge de la lucha permanente contra la dominación. «La libertad política —escribe Cl. Lefort— se desarrolla gracias a su contrario; es la afirmación de un modo de coexistencia dentro de ciertos límites, pues ninguno tiene autoridad para decidir sobre los asuntos de otros, es decir, para ocupar la posición de poder».55 Podemos preguntarnos si esta interpretación se sostiene siempre sobre la posibilidad de articulación. A falta de preguntarse sobre la «corrupción» de la democracia y de la república, ¿no tiene tendencia a abandonar ese intento articulador? Tal vez sea necesario plantearse la cuestión de manera inversa al irenismo, considerando que la forma política (democracia y política) toma su principio de la lucha contra la dominación. Como 55. Cl. Lefort, Écrire à l´épreuve du politique, París, Calmann-Lévy, 1992, p. 171.

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si, de alguna manera, el hecho recurrente de la dominación fuera, a causa de la lucha que engendra entre el pueblo y los grandes, motor de una institución continuada de la política. En este caso, no hay por qué alejarse de las líneas de pensamiento que eligen por objeto el hecho de la dominación, siempre que no perpetúen este hecho y lleguen a percibir su supresión; circunstancia que se da en el caso de la teoría crítica. De ahí que el paso alternativo de la teoría crítica a la filosofía política contemporánea resulte aciago y nefasto. Dirijamos nuestra mirada hacia un pensador de la emancipación, G. Vico, a quien Horkheimer dedica un capítulo de su obra, Los comienzos de la filosofía burguesa de la historia. Según G. Vico, la emancipación se halla presente en el núcleo de la historia de la humanidad con un doble movimiento, ascendente y descendente. «Para Vico, los hombres —escribe G. Navet— crean y transforman su mundo civil hasta alcanzar la igualdad y la libertad de las repúblicas populares. El problema es que se muestran incapaces de mantener o de retener ese momento, de perseverar en él de forma duradera, a fortiori, de progresar».56 Resulta evidente que G. Vico invita a pensar, conjuntamente, la emancipación y su contrario, es decir, la posibilidad de su degeneración. Haciéndolo, no sólo llega a la articulación del principio político con el hecho de la dominación; sino que, por añadidura, suministra la hipótesis que la esclarece. Efectivamente, la forma de articulación ha de pensarse a partir de la hipótesis de la degeneración —al parecer, ignorada por el paradigma político—, es decir, ha de pensarse en la dirección de una filosofía política crítica. Pero, ¿hacia dónde va esta degeneración? Una hipótesis de otro orden, que no es ajena a la teoría crítica, permite responder a esta cuestión. Antes que permanecer bloqueados por el binomio antitético democracia-totalitarismo, resulta conveniente hacer intervenir a un tercer elemento, una tercera forma, la del Estado autoritario, que permite pensar la degeneración de la democracia o de la república sin obligar a que este proceso derrote, necesariamente, por el lado del totalitarismo. Es posible concebir la articulación entre la crítica de la dominación y el pensamiento de lo político porque la democracia o la 56. G. Navet, Le temps de l´emancipation, Memoria H.D.R. Université de Paris 7Denis Diderot, 2002.

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república están, permanentemente, expuestas a su corrupción, es decir, a degenerar en Estado autoritario; forma que no debe ser confundida con la del Estado totalitario o totalitarismo. Esto es, precisamente, lo que un teórico crítico, F. Neumann, ha tenido el mérito de hacer posible. Su pensamiento se articula, en efecto, en torno a tres ejes: el Estado democrático, el Estado autoritario y el Estado totalitario o totalitarismo. Siguiendo el análisis del capítulo uno de la primera parte de su obra consagrada al nazismo, Behemoth, el Estado totalitario tiene como rasgo particular ser un no-Estado; en la medida en que esta forma de dominación se ejerce sin recurrir a las reglas del derecho, se ejerce en un Estado de no-derecho. Habrá dominación directa de los grupos dirigentes sobre el resto de la población, «sin la mediación de este aparato racional, aunque coercitivo, que se conoce con el nombre de Estado».57 La dominación se ejerce recurriendo al aparato del Estado allí donde el totalitarismo se distingue del Estado autoritario. Las grandes líneas de la articulación aparecen de forma más clara. Conviene pensar, de manera conjunta, el principio político y la crítica de la dominación, porque toda manifestación del principio político, sea la democracia o sea la república, puede degenerar en una forma que, aunque alejada de las manifestaciones puras, sigue siendo de naturaleza estática, a saber, el Estado autoritario. Estamos en presencia de una oposición interna a la democracia o a la república. En este caso, no se establece una articulación entre la crítica de la dominación totalitaria y el pensamiento político, sino entre la crítica de la dominación autoritaria y el principio político. Precisemos que, en este caso, no se trata tanto de pensar la articulación bajo la forma de una síntesis teórica entre dos paradigmas antitéticos, cuanto de aprender a contemplar la escena política como el teatro de una lucha sin tregua entre el hecho de la dominación y la institución política; como el escenario de una posible degeneración de esta institución. Si la democracia es una forma de sociedad que se caracteriza por dar cabida al conflicto, ¿acaso no es conflicto primero el que tiene que ver con su existencia misma y su contenido? 57. F. Neumann, Behemoth, Madrid, F.C.E., 1983, p. 518. También The Democratic and the Authoritarian State, edited and with a preface by H. Marcuse, The Free Press, Nueva York, p. 157; igualmente, The rule of he law under siege, selected essays of F. Neumann and O. Kirchheimer, ed. By W.E. Scheuerman, University of California Press, 1996.

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Conclusión Al término de este recorrido, sólo podemos rechazar aquella posición que prima la alternativa en su forma presente, es decir, el planteamiento de una elección entre filosofía política y teoría crítica. Rechazamos todo lo que signifique dar, a la ligera, un salto de la teoría crítica a la filosofía política; cuestionamos también el predominio exclusivo y no contestado del paradigma político, que descansa, claramente, sobre la evicción de la crítica de la dominación. Pareciera que, en la esfera de la política, esta forma de crítica estuviera superada, en la medida en que el dominio político se concibe como un universo sin aristas del que habría desparecido toda forma de dominación, de conflicto; como un espacio en el que tendría cabida una intersubjetividad no problemática. Es lo que algunos denominan una intercomunicación no violenta. Una vía de articulación de los dos paradigmas puede hallarse en una relación viva con la teoría crítica. En cierta medida, la teoría crítica tiene vocación de articulación, si tenemos en cuenta los elementos que contribuyen a ello. En ningún caso, la teoría crítica piensa la dominación como un destino ineluctable. Inquietada por lo no-idéntico, la teoría crítica no podrá ceder al pathos de la dominación recorriendo, cual si fuera un hilo negro, la historia universal. En realidad, la dominación se piensa como dimensión compleja. Sin duda, un elemento recurrente en la vida de los hombres, pero susceptible de ser transformada por ellos, que debe ser transformada por ellos. Así, es importante constatar que los conceptos de la teoría crítica son bifrontes: críticos de la dominación, llevan en su propia estructura la idea de su supresión. Esto explica el hecho de que la cuestión política no esté ausente de la teoría crítica, sino que permanezca, por así decirlo, «en el vacío». Hemos de aprender a distinguir las distintas voces de los miembros de la Escuela de Frankfurt. Por lo que se refiere a la relación de la política y al binomio dominación-emancipación, hemos de discriminar dos dispositivos contrarios. Si Horkheimer demuestra una propensión lamentable a disminuir la política a favor de la dominación; Adorno, por su parte, refuerza esa distinción, estableciendo un vínculo entre emancipación y política. «Sin embargo —escribe en Minima moralia— una 92

sociedad emancipada no será un Estado unitario, sino la realización de lo universal en la reconciliación de las diferencias. Por eso, una política interesada por un tipo de sociedad tal debería evitar la propagación —incluso como idea— de la noción de igualdad abstracta de los hombres».58 Con esto, Adorno da el paso decisivo, puesto que ha conseguido desplazar la política, separarla de la dominación, para hacerla gravitar del lado de la emancipación; satisfaciendo de esta manera una de las condiciones esenciales de elaboración de una teoría política crítica. Que el interés por la emancipación pueda ser interés por la política es también convicción de F. Neumann y de O. Kirchheimer, excepciones, hasta cierto punto, de la teoría crítica, por cuanto se esforzaron por elaborar una teoría crítica de la democracia. Una de las condiciones de la relación mantenida con la teoría crítica sería partir del paradigma de lo político a la hora de establecer la articulación. ¿Por qué este privilegio? No se puede concebir la articulación como la simple apertura recíproca de ambos paradigmas; yendo, bien de la dominación a la política, bien de la política a la dominación. A decir verdad, ¿se trata de dos movimientos simétricos? ¿El paradigma de la crítica de la dominación (incluso en el caso de la teoría crítica) no tendrá más dificultades para producir un pensamiento político plenamente desarrollado, impedido como está por su identificación de principio entre política y dominación? Es difícil pasar de una crítica de la dominación al pensamiento político, cuando no se distingue la especificidad de la política. Sólo puede darse la articulación si hay un reconocimiento previo de la especificidad y de la heterogeneidad de las cosas políticas. Para el paradigma de lo político, basta con admitir que, realmente, los fenómenos de dominación pueden llegar a oponerse a lo político, corromperlo, e incluso hacerlo desaparecer. El redescubrimiento de la política no autoriza, en ningún caso, a ignorar el hecho de la dominación, a ocultarlo. Concediendo prioridad al paradigma político, aunque sin llegar a hacer de él algo absoluto, se puede instaurar una relación con la teoría política. Quedará pendiente la cuestión de que los pensadores de lo político estén lo suficientemente concienciados de su fragilidad y sepan que toda forma de liber58. Th.W. Adorno, Minima moralia, Madrid, Taurus, 1987, p. 99.

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tad está expuesta a corromperse, a degenerar, por ejemplo, en forma de un Estado autoritario. «Por una Filosofía política crítica» comporta mantenerse alejado tanto del irenismo como del catastrofismo, el gran hotel del Abismo. Una respuesta al regreso de lo político, poniendo en funcionamiento la necesaria articulación de los dos paradigmas; exige hacer de la inquietud nuestro referente.

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¿HANNAH ARENDT CONTRA LA FILOSOFÍA POLÍTICA?*

Este interrogante, aun considerado en su naturaleza, puede sorprender. De manera casi unánime, Hannah Arendt es vista como la autora de una de las grandes filosofías políticas de nuestro tiempo. Antes de responder a la pregunta, convendrá analizar la recepción de esta obra. Hace treinta años, cuando el análisis de lo político era una empresa propia del marxismo, del funcionalismo o de una mezcla indigesta de ambos, la obra de Hannah Arendt aparecía como un polo de resistencia: como filosofía política, hacía posible la resistencia a la cientifización o a la sociologización de lo político. Incluso si pudiéramos ignorar las particularidades de Hannah Arendt —especialmente, una relación singular con Maquiavelo— la identificaríamos, sin problemas, con la filosofía política y su tradición. Podría suceder que, en virtud de la lógica del enfrentamiento, fuera colocada, estratégicamente, en las filas de Leo Strauss, como si coincidieran en su manera de pensar lo político, como si las divergencias que les separaran no se debieran más que a las elecciones políticas propiamente dichas. Por ejemplo, Leo Strauss, a diferencia de Hannah Arendt, no consagró ninguna obra a la revolución. Ello equivaldría a ignorar, demasiado rápido, el hecho de que los straussianos negaban a Hannah Arendt el título de filósofa y le acusaban de hacer, en el mejor de los supuestos, periodismo con pretensiones filosóficas. Esta identificación no ha desaparecido. Todavía hay quienes escriben * Texto publicado en E. Tassin (dir.), Hannah Arendt. L’humaine condition politique, París, L’Harmattan, 2001.

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obras sobre la filosofía política de Hannah Arendt, mientras que otros la tienen por aristotélica o neo-aristotélica. El panorama intelectual ha cambiado hasta tal punto, que ya no es defendible la primera percepción que teníamos de Hannah Arendt; percepción que, de mantenerse, nos induciría a error. La coyuntura cumple una función reveladora. Esta situación, al menos en la escena francesa, puede definirse por un regreso a la filosofía política que, a decir verdad, se descubre como restauración de la filosofía política en cuanto disciplina académica, con los síntomas clásicos de este tipo de fenómenos (creación de asociaciones, de revistas, organización de coloquios, etc.). Como si la lección de Leo Strauss —la afirmación de que la filosofía política no concernía a los profesores de universidad, sino al hombre ordinario— hubiera perdido su vigencia. A partir de ahí, conviene distinguir, lo más nítidamente posible, entre el retorno de las cosas políticas y las respuestas dadas. Regresan las mismas cosas políticas. Ya no es el homo academicus quien decide volver su mirada hacia un discurso provisionalmente abandonado; son las cosas políticas las que irrumpen en el presente, acabando con el olvido que las afectaba, luchando para que se ponga fin a este distanciamiento y para que se responda a las preguntas que no dejan de plantearse. En el momento de la desaparición de los totalitarismos, es decir, de las empresas que pretendían dar fin a lo político; lo político regresa. Ahora bien, su permanencia, lejos de incitarnos a retomar las vías ya utilizadas de la tradición, nos conduce, más bien, a la apertura de vías inéditas, hasta el punto de que su manifestación misma plantea un interrogante. Estamos en presencia de dos gestos intelectuales que no deberíamos confundir, ni pensar que tienen un mismo sentido o que responden a una misma orientación. No importa si algunos se rasgan las vestiduras. De un lado, asistimos a la restauración de un discurso académico que, ingenuamente o no, vuelve a comenzar, retoma la cuestión como si nada hubiera sucedido, como si en el siglo XX la tradición no hubiera sido irremediablemente quebrada por pruebas de inhumanidad sin precedentes. Por el otro lado, conocemos la expresión de una necesidad de la humanidad, el redescubrimiento de la cosa política, después de que la dominación totalitaria hubiera intentado anular y borrar para siempre esta dimensión constitutiva de la condición humana. 96

Frente a esta ambigüedad histórica y filosófica, ¿dónde ubicamos a Hannah Arendt? Quizá habríamos de situarla, como estuvimos tentados de hacer treinta años atrás, del lado de esta renovación de la filosofía política en la que se superponen testamentos. En este último caso, la misma obra de Hannah Arendt adquiriría este sentido testamentario. Pero también podríamos aproximarnos a ella desde la perspectiva del retorno de las cosas políticas y de la de los pensadores que, denunciando la dominación totalitaria, han favorecido este regreso; del lado de quienes han contribuido y contribuyen a este regreso, anunciando y clarificando la verdadera alternativa: ¿política o totalitarismo? La respuesta parece evidente. La obra de Hannah Arendt presenta un doble potencial revelador. De un lado, la lectura de Hannah Arendt permite distinguir claramente esos dos movimientos y escapar al equívoco presente. Mejor aún, permite considerar que el regreso contemporáneo a la filosofía política, paradójicamente, nos aparta de las cosas políticas hasta ocultarlas, hasta desposeerlas de todo lo que tienen de intempestivo. Esta obra descubre, de manera palmaria, el significado de este movimiento a favor de la restauración de la filosofía política. De otro lado, esta posición, esta acción crítica, la lucidez que destila, revela la singularidad de Hannah Arendt. Es ese tipo de pensadora singular que coadyuva al redescubrimiento de la acción política, en la misma medida en que ella misma no ha dejado de luchar contra la tradición de la filosofía política, sus lastres, sus construcciones y sus puntos ciegos. Desde estos parámetros, surge una nueva percepción de su obra, a la que ya no podemos identificar, legítimamente, con la filosofía política; siempre que esa identificación no sea una opción estratégica. Hannah Arendt se convierte, por partida doble, en una figura de la resistencia. De manera evidente, contra la siempre amenazante cientifización de lo político; ¿o es que no hemos escuchado, recientemente, una llamada a la renovación de la sociología bajo la forma de una «filosofía política científica»? En cualquier caso, figura de resistencia contra esa restauración de la filosofía política y sus efectos de ocultación de las cosas políticas; figura que ha de ser tanto más vigorosa cuanto de lo que se trata no es del proceso de restauración, sino del objeto que ha de ser restaurado. Bien mirado, la obra de Hannah Arendt se ha construido, desde sus inicios, en franca oposición a la filosofía política. 97

¿Hannah Arendt contra la filosofía política? Pregunta y respuesta tienen un aire deliberadamente provocativo. Pero esta provocación viene de la propia Hannah Arendt, cuando nos invita a meditar sobre la siguiente afirmación: «nuestra herencia no está precedida de ningún testamento».* Nos vienen a la memoria las célebres declaraciones, hechas con ocasión de la famosa entrevista televisada con Günter Gaus, en 1964. En esta conversación, Hannah Arendt rechaza el título de filósofa y afirma que su oficio es la teoría política. A la pregunta de ¿dónde se encuentra, a su juicio, la diferencia entre la filosofía política y su trabajo como profesora de teoría política?, respondió de la siguiente manera: La diferencia no está en la cosa misma. La expresión «filosofía política», expresión que yo evito, está extremadamente sobrecargada por la tradición. Cuando yo hablo de estos temas, sea académicamente o no, siempre menciono que hay una tensión entre la filosofía y la política. Es decir, entre el hombre como ser que filosofa y el hombre como ser que actúa; es una tensión que no existe en la filosofía de la naturaleza. En cambio, frente a la política el filósofo no tiene una postura neutral. ¡Es así desde Platón! Hay una suerte de hostilidad a toda política en la mayoría de los filósofos, con muy pocas excepciones. Kant es una excepción. Esta hostilidad es de extraordinaria importancia en todo el problema, pues no se trata de una cuestión personal. Está en la naturaleza de la cosa misma. [...] En efecto, «no quiero participar de esa hostilidad»: yo quiero mirar a la política, por así decirlo, con ojos no velados por la filosofía.1

Estas frases sintetizan la postura de Hannah Arendt. En primer lugar, la insistencia en la ilegitimidad de la unión de los términos filosofía —que remite a la acción— y política —que se refiere al objeto. Para Hannah Arendt, esta expresión es inaceptable por su naturaleza engañosa; la idea de filosofía política induce a pensar en una afinidad esencial, en una relación consustancial de la filosofía y de la política; cuando, en realidad, se trata de dos actividades distintas, de dos formas de vida entre * Se trata de un aforismo de René Char perteneciente a Feuillets d’Hypnos, París, 1947, § 62. [Nota de los T.] 1. H. Arendt, «¿Qué queda? Queda la lengua materna», Revista de Occidente, 220, septiembre de 1999, p. 85.

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las cuales existe, no una proximidad, sino una tensión que puede convertirse, incluso, en antagonismo declarado. También conviene abandonar el nombre de «filosofía política»; ya que, como el velo, trae la oscuridad y, llevado al límite, la mistificación. Esta situación procede de la actitud corporativista de los filósofos; actitud que nació con la institución platónica de la filosofía política, que instauró una jerarquía entre la vita contemplativa y la vita activa, hasta el punto de llenar de descrédito la praxis y el bios politikós. Frente a la cuestión política, los filósofos habrían abandonado la exigencia de universalidad que les caracteriza para privilegiar, ante todo, su interés de grupo y, de esta forma, poder mantenerse apartados de los asuntos de la ciudad. En lugar de reconocer una afinidad electiva entre filosofía y política, fuerza será constatar una hostilidad, no ya ocasional, sino esencial entre ambas actividades. Ello tiene que ver con la cosa misma, subraya Hannah Arendt. Ésta es la razón por la que ella misma adopta la posición singular de «teórica de la política», sugiriéndonos un cambio de perspectiva: nos invita a dejar de mirar las cosas políticas a través de los cristales de la filosofía. Hannah Arendt, «una especie de fenomenóloga», invoca la fenomenología contra la filosofía, apelando a una especie de epokhé, que, en este caso, no persigue la liberación del psicologismo o del sociologismo, sino de la filosofía. Sólo el distanciamiento de la filosofía permitirá el acceso a las cosas políticas mismas, a considerarlas con una mirada «no velada por la filosofía», ajena a la perturbación que produce la filosofía profundamente anti-política. Lejos de ser la expresión de una irritación pasajera, esta hostilidad a la filosofía política se convierte en el leitmotiv de muchos textos de Hannah Arendt. Es conveniente tomar estos textos en serio, proponer una lectura maximalista, enfática. Estos textos conocidos han sido, hasta cierto punto, ignorados. El reconocimiento de la preferencia de Hannah Arendt por estos temas va parejo de un desprecio en forma de resistencia; como si se dijera: ciertamente, Hannah Arendt critica la filosofía política, «sí, pero a pesar de todo», perdura como filósofa de la política, haciendo obra de filosofía política. Un análisis serio de estos textos comporta superar esta resistencia, indicar la distancia que existe entre Hannah Arendt y la filosofía política, tomar medidas al objeto de conocer esa quiebra y explorarla para lograr que produzca sus efectos. «El curio99

so y difícil problema de la relación entre la política y la filosofía», la actitud extraña de los filósofos hacia el campo político, son cuestiones recurrentes que no dejan de atormentar a Hannah Arendt. No podemos quedarnos en la explicación del distanciamiento y, menos aún, diría Hannah Arendt, contentarnos, en nombre de su hostilidad hacia la filosofía política, con un regreso a una ciencia empírico-analítica de los fenómenos políticos. En un segundo momento, surge necesariamente una pregunta más arriesgada, en consonancia con el tono de esta obra: ¿cuál es el espacio de pensamiento que abre el distanciamiento de Hannah Arendt? ¿Cuál es la terra incognita que intenta descubrir o redescubrir en contra de la tradición? ¿Cuál es el nuevo pensamiento de la política que ella persigue bajo denominaciones, realmente poco satisfactorias, tales como «una nueva filosofía política» o «una auténtica filosofía política»? ¿Se reducirá el núcleo del debate a un problema de autenticidad?

Punto primero: los filósofos y el rechazo de la acción Si pretendiéramos resumir, de manera sencilla, el contencioso entre Hannah Arendt y la filosofía política, podríamos recurrir a la frase de R. Cummings, que la propia Arendt cita en el curso sobre Kant; frase con la que está visiblemente de acuerdo, hasta el punto de que, en su simplicidad, esta apreciación parece corresponderse con lo que la pensadora intenta mostrar por medios más complejos. Según R. Cumming: «El objeto de la filosofía política moderna [...] no es la polis o su política, sino la relación entre filosofía y política».2 Y Hannah Arendt añade, inmediatamente, que esta puntualización es extensible tanto al conjunto de la tradición como a sus inicios platónicos en Atenas. Hannah Arendt ha recurrido siempre al mismo guía, a Pascal, y, especialmente, al pensamiento 468, cuando se ha propuesto elucidar «este curioso y difícil problema». No podríamos resaltar mejor la importancia que, a juicio de Hannah Arendt, posee este texto: es, prácticamente, una obsesión; ya que no duda en reto2. R.D. Cumming, Human Nature and History: a Study of the Development of Liberal Political Thought, Chicago University Press, 1969, vol. 2, p. 16, cit. en H. Arendt, Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003, p. 48.

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marlo cada vez que intenta definir las relaciones entre la filosofía y la política dentro de la tradición o desea poner en evidencia la hostilidad que preside las relaciones entre los dos fenómenos. En su obra, encontramos esta referencia, al menos, en cuatro ocasiones: 1) en el texto «El interés por la política en el pensamiento filosófico europeo»; 2) en el curso sobre la filosofía política de Kant; 3) en la Vida del Espíritu, t. 1, p. 175; 4) en el curso ¿Qué es filosofía política? Releamos el pensamiento de Pascal: No se imagina uno a Platón y Aristóteles más que con grandes togas de oradores. Eran personas atentas y, como las demás, reían con sus amigos; y cuando se han distraído escribiendo sus Leyes y su Política, lo han hecho como jugando; era ésa la parte menos filosófica y menos seria de su vida, la más filosófica era vivir sencilla y tranquilamente. Si han escrito de política, era como si trataran de arreglar un hospital de locos; y si han aparentado hablar de ello como de una gran cosa, es que sabían que los locos a quienes se dirigían pensaban ser reyes y emperadores. Tenían en cuenta sus principios para moderar su locura, lo menos mal que se podía hacer.3

Este texto feroz e insolente se revela iconoclasta si lo contraponemos a una definición relativamente neutra, según la cual, la filosofía política clásica tendría por objeto la polis y la filosofía política moderna, el Estado. Su potencial revelador, nacido del pesimismo mundano, y no sin relación con la tradición cínica, consiste en destruir las sobrevaloradas representaciones imaginarias que rodean a Platón, a Aristóteles y a sus obras consagradas a la política. Lo que suele colocarse del lado de lo serio, del colmo de la seriedad, como si la filosofía política fuera la culminación del trabajo filosófico, debe ser colocado, a ciencia cierta, del lado de la diversión y del juego. Será un ejercicio lúdico, que intentará introducir reglas en un mundo descompuesto, anómico. De ahí el desplazamiento del objeto: «Han escrito de política como si trataran de arreglar un hospital de locos». Para acabar mejor con el prestigio majestuoso de estas obras fundadoras, Pascal sugiere que su apariencia de seriedad no es más que una ficción de filósofo, una especie de vía indirecta —«la via obli3. B. Pascal, Pensamientos, Buenos Aires, Aguilar, 1959, n.º 294, p. 133.

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qua»— por la que se harían escuchar por los insensatos que, instalados en el poder, se toman a sí mismos en serio. A juicio de Hannah Arendt, este texto de Pascal, pese a su insolencia, o gracias a su insolencia de moralista cristiano, dice la verdad de la filosofía política, de sus motivaciones reales. Desvela la intención constitutiva (el desdeño por los asuntos humanos), el carácter preventivo y curativo de esta intervención filosófica. Se trataría de remediar la falta de sabiduría, la locura de los hombres, siendo la ciudad el teatro de esta locura. Por esta razón, en el proceso que Arendt interpone contra la filosofía política cita a Pascal, en el doble sentido del término, como escritor y como testigo de cargo, como aquel que revela, en su declaración, lo impensado de la filosofía política. En un primer momento, Hannah Arendt no emprende, inmediatamente, el proceso contra la filosofía política como tal, sino contra las actitudes de filósofos que hicieron obra de filosofía política. Incluso se ocupa de distinguir entre dos modos de institución, por una parte, el de Sócrates —muchas veces relacionado con Solón—; por otra, el de Platón. La primera forma de institución se ocupó de las cosas políticas y de discutirlas desde el punto de vista de la ciudad, mientras que la segunda parece haber instituido la filosofía política en oposición a los asuntos humanos. En las dos se observa una mutación fundamental: si la primera tenía por objeto la ciudad y la acción política, la segunda no habría retenido de este conjunto más que las relaciones del filósofo y de la ciudad. Con frecuencia, Hannah Arendt remonta el traumatismo originario a la condena de Sócrates, proceso que abrió el abismo entre la filosofía y la política. «La tradición de nuestro pensamiento político —escribe en Filosofía y Política— comienza en el mismo momento en que la muerte de Sócrates lleva a Platón a desesperar de la vida de la polis y a poner a la vez en duda ciertos fundamentos de las enseñanzas socráticas».4 Esta convulsión tuvo efectos múltiples. Además de originar la desconfianza radical de Platón hacia la polis, impulsó a éste a poner en cuestión la lección de Sócrates, especialmente, todo lo que se refiere al valor de la doxa y a la posibilidad de pasar de ésta a la verdad. En cualquier caso, de este hecho surge una nueva pre4. H. Arendt, Filosofía y Política. Heidegger y el existencialismo, Bilbao, Besatari, 1997, p. 11.

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gunta: ¿de qué manera el filósofo, o el grupo de filósofos, puede protegerse de la agitación de la multitud? ¿Cómo pueden liberarse, apartarse de la preocupación por los asuntos humanos? Al mismo tiempo, la pregunta por el mejor régimen sufrió una transformación. Ya no era necesario responder a la cuestión desde el punto de vista de la ciudad y de su interés, sino desde el punto de vista de la filosofía y de su necesaria protección. La nueva formulación fue la siguiente: ¿cuál es la mejor forma de gobierno, es decir, cuál es la forma que asegura al filósofo la continuidad de su trabajo, al abrigo de la sinrazón de la ciudad, de la locura de la multitud? Este predominio del punto de vista del filósofo, esta nueva manera de formular la pregunta política, se acompaña de una tendencia que privilegia valores distintos a los de la ciudad, tales como la búsqueda de la permanencia y de la solidez. Este cambio de perspectiva comporta un desprecio por las cosas políticas, al tiempo que las oscurece hasta el punto de velar su naturaleza y de hacer derivar lo político de una situación de coexistencia y de la necesidad de una organización capaz de garantizar un equilibrio armonioso al conjunto. Hannah Arendt no se contentó con denunciar las actitudes auto-protectoras de los filósofos, su espíritu de cuerpo. Su ataque fue mucho más profundo y audaz. En cierto sentido, su gesto puede ser comparado al de Heidegger cuando critica la metafísica tradicional por haber sido construida a partir del olvido del ser; e invita a una lectura crítica de la tradición, en la estela de este olvido, que no ha de reducirse a la condición de fenómeno puramente negativo. En el caso de Hannah Arendt, se trataría de denunciar la institución platónica de la filosofía política que, en su hostilidad hacia la ciudad, entrañaría el olvido de la acción, de la acción política. Olvido que ha lastrado de tal forma la tradición que la esencia de la política podría ser «inocentemente» definida por las relaciones de mando y de obediencia; o, de manera más simple, como el ejercicio de la dominación. Se percibe en Hannah Arendt, además de una invitación a desmantelar la tradición bajo la influencia de la institución originaria, una llamada que sugiere «una vuelta» a los «escritores políticos» —Maquiavelo, Montesquieu, Tocqueville—, que poseería el valioso mérito de contemplar la política «con ojos limpios de toda filosofía»; de posibilitar, cuando menos, el distanciamiento de la institución platónica y de sus efectos. O más secretamente, una 103

llamada de atención sobre los momentos históricos en los que, en el intervalo entre dos formas políticas, resurge la acción; las brechas en las que la acción se «presenta de forma distinta a la arkhé o el principio».5 Tal sería la admirable «deconstrucción del campo político» a la que, según Reiner Schürmann,6 se habría entregado Hannah Arendt. De ahí una complejidad de movimientos que intenta, no sin riesgo ni ambigüedad, un nuevo comienzo; bien sea que Hannah Arendt se oriente hacia un origen anterior a la institución platónica (Homero, Sócrates), repetición más que regreso, pues no se trataría tanto de imitar o perpetuar cuanto de reactivar; bien se levante acta del «fin de la filosofía política», del fin de la tradición ante los envites de Marx, Kierkegaard y Nietzsche. Una nueva «misión del pensamiento» por la que pudiéramos redescubrir la acción, que permitiera a la filosofía liberarse de la hipoteca que, según Hannah Arendt, impide percibir las cosas políticas en su irreducible especificidad; incluso si este nuevo origen toma, eventualmente, el nombre de una «filosofía política auténtica». El campo de ruinas de la cultura contemporánea no es sólo deplorable, contiene, implícitamente, «la gran oportunidad de poder contemplar el pasado con una mirada ajena a toda distracción que provenga de la tradición, con una inmediatez que ha desparecido de la lectura y de la escucha occidentales desde que la civilización romana se sometió a la autoridad del pensamiento griego».7 «Una mirada ajena a toda distracción que provenga de la tradición». Conviene recuperar el anti-platonismo de Hannah Arendt al objeto de comprender mejor cómo su crítica de la institución política de la Filosofía política pretende encontrar esquemas fundadores y tendría como consecuencia el olvido de la política y la exclusión de la acción. Breviatis causa, la lectura de esta crítica nos permite enumerar cuatro elementos que son, a un tiempo, fundadores de la filosofía política y destructores de la acción política: 1. La reducción de la polis al hogar o a la familla, oîkos y, por ende, la difuminación de las diferencias entre un espacio de libertad en el que la acción posee su propio fin y un espacio de 5. R. Schürmann, Le Principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir, París, Seuil, 1982, p. 50. 6. Ibíd. 7. H. Arendt, Entre el pasado y el presente, Barcelona, Península, 2003, p. 49.

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necesidad orientado hacia una reproducción de la vida bajo la autoridad despótica del jefe de familia. 2. La disociación del binomio árkhein/práttein (comenzar y actuar), que define el ejercicio de la política en la ciudad hasta el punto de venir a reemplazar a otra distinción, la que existe entre mandar y ejecutar. La acción, con todas las características que le son propias —fragilidad, imprevisibilidad, irreversibilidad—, se vacía de contenido en beneficio de una nueva identificación entre política y gobierno. La acción en cuanto acción de concierto, acción entre iguales, es sustituida por la división entre gobernantes y gobernados. 3. En nombre del deseo de solidez, se rechaza la acción, que tiene, precisamente, la fragilidad por defecto. De lo que se colige una nueva manera de pensar lo político a partir del modelo de la obra, poíesis. En adelante, la política será pensada desde el esquema medios-fines, expuesta, de esta forma, a una valorización de la violencia semejante a la que se desprende de la célebre frase: «el fin justifica los medios». La búsqueda de modelos, utópicos o teóricos, obligaría a la actividad política a aplicar, a materializar estos modelos; entendiendo por lo real, no una red de relaciones que, a su vez, engendra la acción, sino el mero conjunto de las condiciones existentes. 4. Finalmente, la negación de la condición ontológica de la pluralidad que entraña, especialmente en Platón, un valoración máxima, sin límite, de la unidad, por cuanto se opone a la naturaleza misma de la ciudad y deja al descubierto el tropismo del filósofo hacia la tiranía, pues la negación de la pluralidad implica la aceptación del tirano. A través de este esquema, podemos observar, nos dice Hannah Arendt, las características típicas de la filosofía política, reproducidas hasta el exceso, volens nolens, por la mayor parte de los filósofos que se reclaman de esta tradición. El texto de Pascal tendría valor de revelación; como si, por medio de la ironía pascaliana, fuera posible que la filosofía política se revelara tal y como es. Hostil hacia las cosas políticas por su agustinismo, Pascal habría sabido reconocer, por afinidad y simpatía, una hostilidad de origen distinto, pero no de menos intensidad que la de los grandes fundadores de la tradición. Doble revelación, ya que, más allá de la revelación de la identidad de la filosofía política, los sarcasmos 105

de Pascal subrayarían el divorcio entre filosofía y política y aquello que, en parte, lo funda: el supuesto abismo entre sabios e insensatos. Hannah Arendt no recoge sólo esta revelación, sino que se lanza a transformarla en una renovación de lo impensado de la filosofía política clásica, de su tradición, en una invitación a desmantelar esta tradición a partir de la señalización de los puntos ciegos que le han dado su forma específica. Ello significa el reconocimiento de que Hannah Arendt no participa, en absoluto, de la hostilidad de los filósofos hacia las cosas políticas, ni de la opinión de Pascal. Frente a esta último, la teórica política deviene juez en presencia de un testigo de cargo que va a volver su declaración contra la tradición, fundando la legitimidad del proceso emprendido contra la filosofía política clásica, sobre todo platónica, hasta concluir en el paradójico veredicto que afirma que las más grandes obras de la tradición descansan en el desprecio de la filosofía respecto a la política y en el olvido de la acción. Hemos de retener dos elementos de esta lucha: — La teórica política critica el conjunto de los gestos intelectuales que componen la tradición, con su distinción entre inclusión y exclusión, por ejemplo, la división entre sabios e insensatos. En ¿Qué es la política? la autora intenta definir mejor su anti-platonismo: Platón —escribe ella—, el padre de la filosofía política de Occidente, intentó de maneras diversas oponerse a la polis y a lo que en ella se entendía por libertad. Lo intentó mediante una teoría política en la que los criterios políticos no se extraían de lo político mismo sino de la filosofía.8

— Igual crítica merece la institución platónica de la filosofía política, en la medida en que Platón habría trasladado la libertad de la polis a otro escenario, el de la Academia, como si por medio de esta institución hubiera querido luchar contra la polis, al tiempo que guardaba, en un espacio restringido, parte de su experiencia de la libertad y de la política. Hannah Arendt es, por tanto, una parricida.

8. H. Arendt, ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, p. 80.

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Llegados a este punto, se abre una alternativa: ya sea la repetición de un momento originario, ya sea la búsqueda de un nuevo principio que posibilite abordar la política «con una mirada ajena a toda filosofía». ¿Es éste el proyecto de H. Arendt? Decidida, como está, a distinguir, de la manera más clara posible, entre dos formas de experiencia —la política y la filosófica—, ¿podemos concluir que va a prescindir, definitivamente, de la filosofía para acercarse a la política? Lo cierto es que la autora guarda un momento fundamental de la filosofía el asombro. Acaso esta sorpresa no descubre la condición ontológica de la pluralidad y del origen. ¿No es el asombro el único capaz de crear un nuevo comienzo? Al término del ensayo Filosofía y Política, propone, precisamente, una nueva conjunción posible entre filosofía y política, en la estela de este asombro: La filosofía, tanto la filosofía política como todas sus otras ramas, nunca podrá renegar de que su origen es thaumázein, asombro ante lo que es tal y como es. Si los filósofos, a pesar de su necesario extrañamiento de la vida cotidiana y los asuntos humanos, han de llegar alguna vez a una verdadera filosofía política, habrán de convertir la pluralidad humana de la cual surge todo el ámbito de los asuntos humanos con toda su grandeza y miseria, en el objeto de su thaumázein.9

Punto segundo: la relación de la filosofía con la muerte y la cuestión política El trabajo crítico de H. Arendt consiste, por tanto, en detectar y descubrir los puntos ciegos de la tradición, con el fin de establecer una distinción entre filosofía y política, dado que una y otra obedecen a orientaciones radicalmente distintas. Una hipótesis, entre las más fecundas, sería la de señalar la existencia de una relación (que habría que definir) entre la filosofía y la muerte y la manera de acoger y pensar lo político. La relación con la muerte determinaría la manera de pensar lo político. En su estudio crítico, H. Arendt centraría su atención no tanto en las doctrinas cuanto en las actitudes, más específicamente, en las actitudes que los filósofos desarrollan a partir de sus doctrinas. 9. H. Arendt, Filosofía y Política. Heidegger y el existencialismo, Bilbao, Besatari, 1997, p. 63.

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Pese a la diversidad de sistemas filosóficos, ¿habría una actitud propiamente filosófica por lo que se refiere a la muerte? ¿No sería el Fedón el origen de esta actitud común a la mayoría de los filósofos? Al poner el acento sobre la transmisión, H. Arendt, en su empeño por que conozcamos cómo se constituyó la tradición —incluso al precio de una simplificación que raye el contrasentido—, no se preocupa tanto por la elaboración de una interpretación nueva del Fedón cuanto de captar una especie de versión vulgarizada, según la cual, «filosofar es aprender a morir». Según Monique Dixsaut, cuando Platón, en sus célebres frases, afirma que «un filósofo es un hombre que, durante su vida, se entrega a una forma de vida lo más cercana a la muerte que sea posible», o que «quienes filosofan bien se preparan para la muerte», no se referiría a «aprender a morir o prepararse para una muerte digna», sino a «llegar a purificar el pensamiento de todo lo que le llega del cuerpo».10 El filósofo estaría cautivado por la muerte, porque, a través de ella, podría conocer la experiencia de la separación del cuerpo y del alma; pues, en la muerte, y gracias a ella, el alma se liberaría del cuerpo y de las exigencias que obstaculizan su ansia y su búsqueda de la verdad. Si hemos de creer a H. Arendt, este contacto con la muerte sería una actitud casi estructural de los filósofos: aparecida en Jonia, se repetiría a lo largo de toda la historia de la filosofía hasta Heidegger. «A lo largo de la historia de la filosofía persistió la curiosa idea de una afinidad entre la muerte y la filosofía. Durante siglos se supuso que la filosofía enseñaba a los hombres a morir...».11 Quien se convierta a la filosofía entablará también una relación singular con la muerte, como si en esta situación se encontrara el paradigma de la emancipación del alma respecto al cuerpo-fardo. H. Arendt insiste en la considerable influencia del Fedón en el origen de una tradición espiritualista multisecular; después de Platón, la predilección de los filósofos por la muerte se ha convertido en un topos del discurso filosófico. Más allá del círculo de los filósofos, alimenta las representaciones habituales de la actividad filosófica. Para H. 10. Platón, Phédon, trad. de Monique Dixsaut, París, Flammarion, «GF», 1991, nota 94, p. 333. 11. H. Arendt, La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002, p. 101.

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Arendt, esta predilección, esta afinidad electiva entre muerte y filosofía, es problemática. Esta afinidad engendra, casi automáticamente, una sospecha sobre la vida que llega a entrañar cierto desprecio por el dominio de los asuntos humanos, de la política y de todo lo que le es propio. Durante el curso de 1969 sobre Filosofía y Política, H. Arendt insiste, de nuevo, en la idea del peso aplastante que el Fedón ejerce sobre la tradición filosófica y lleva su crítica más allá de la constatación o del lamento, desvelando cómo esta elección filosófica se aparta de la ciudad y de sus valores. Según Platón, ¿el cuerpo no habita la ciudad y la virtud política no está situada en el lado del cuerpo? Si tal es el caso, liberarse del cuerpo-fardo supone salirse del espacio cívico, romper los lazos que atan con la ciudad y poner distancia respecto a las virtudes vigentes: la gloria y la búsqueda de la inmortalidad. [...] los filósofos de verdad rechazan todas las pasiones del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor a la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría de los codiciosos. Y tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de la deshonra y el desprestigio de la miseria, como los ávidos de poder y de honores, y por ello luego se abstienen de esas cosas.12

Hasta cierto punto, la crítica arendtiana vendría a coincidir con la que Nicole Loraux formula a partir del Fedón. Según ésta última, el célebre diálogo que inaugura la historia occidental del alma sería el lugar donde se realizaría una operación extraordinaria que sustituiría la inmortalidad del alma por la inmortalidad cívica, a expensas de la ciudad. El Fedón sería «una empresa de reapropiación de los valores vigentes en la ciudad. Con la separación irreducible entre cuerpo y alma, Platón acaba para siempre con la idea de inmortalidad de la gloria cívica a la que se vinculaba».13 Se trata de una sustitución, ya que la proeza del Fedón «consiste en remplazar una inmortalidad por otra, en remplazar la palabra gloria por la supervivencia del alma».14 12. Platón, Fedón, 82c. Trad. de Carlos García Gual en Platón, Diálogos, III, Madrid, Gredos, 1986, p. 76. 13. N. Loreaux, «Donc Socrate est inmortel», en Le temps de la réflexion, III, París, Gallimard, 1982, p. 36. 14. Ibíd., p. 45.

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Si la finalidad de ambas críticas es evidenciar un punto de inflexión del desprecio por lo político en Occidente, difieren en cuanto a la forma. Para H. Arendt, todo es cuestión de método. Le será necesario explicar, en un principio, qué es lo que aparta a los filósofos de la ciudad para, en un segundo momento, descubrir una orientación diferente, susceptible de abrir la política a una nueva vía, con el objetivo de restaurar la dignidad y la grandeza de las cosas políticas. En la primera vía, la purificación que persigue la filosofía mediante su separación del cuerpo provoca una ruptura; mientras que, por la segunda, la política instaura un nuevo vínculo. Para conocer en toda su amplitud esta orientación hay que referirse al análisis de la condición humana, a la oposición entre las dos dimensiones que la constituyen, el nacimiento y la muerte. Si pensamos en términos de condición humana las condiciones esenciales por las que la vida nos ha sido dada, existe el simple hecho de que ha llegado a través del nacimiento y que desaparece a través de la muerte, natalidad y mortalidad.15

H. Arendt no se contenta con mostrar que la orientación de la filosofía hacia la muerte comporta un desprecio de los asuntos humanos; lleva su crítica más lejos: a partir de la referencia a la condición humana, diferencia dos series, según se privilegie, en el análisis, el nacimiento o la muerte. Estas dos orientaciones, ontológicamente fijadas, desembocan en dos paisajes completamente distintos. Por un lado, la insistencia en la mortalidad conduce, necesariamente, al distanciamiento respecto a la ciudad. De ello se sigue una valoración de la ruptura que se transforma, inmediatamente, en una valorización de la soledad que experimentamos con la reflexión. A ello se añade, tal como hemos observado en Nicole Loraux, el hecho de que la inmortalidad del alma viene a sustituir a la inmortalidad que aporta la gloria cívica. Por el contrario, poner el acento sobre la natalidad lleva hacia las cosas políticas, a comprender su consistencia y a determinar las condiciones de su posibilidad. El hecho mismo de nacer es ya una experiencia de la pluralidad, de la condición ontológica de la plura15. H. Arendt, curso «Philosophy and Politics: What is Political Philosophy», New School, spring 1969, L.C.C.: 45, p. O24 445.

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lidad, condición necesaria para que la acción política vea la luz. Venimos al mundo, nacemos de la unión de un hombre y una mujer, nacemos entre otros hombres. Nuestro nacimiento nos inscribe en una familia, en un pueblo, en una comunidad política. A través del nacimiento descubrimos la condición de la pluralidad, el hecho de que los hombres habitan la tierra más allá del campo de la política. En la natalidad se encuentran, a un tiempo, la experiencia de la pluralidad y la posibilidad de la política. Es evidente —escribe H. Arendt— que la natalidad se encuentra entre las condiciones esenciales de toda vida política y de todo cambio. La mortalidad es exactamente lo contrario: venimos al mundo y nos reunimos con los otros. Partimos y los abandonamos. Y cuando los abandonamos, también abandonamos este mundo, partimos solos, entregados a nosotros mismos.16

Esta orientación hacia la natalidad es, además, orientación hacia la política; puesto que el hecho de nacer es experiencia de principio. Aparecemos ante los demás hombres como recién llegados, capaces de crear algo, de introducir novedades. El nacimiento, él mismo un acontecimiento, está preñado de acontecimientos futuros. En este sentido, un hilo sutil y valioso vincula el nacimiento con el principio (no tanto el nacimiento biológico cuanto la repetición de éste por la aparición en la escena política); y el comienzo, con la libertad. Somos seres para-la-libertad, podemos tener una experiencia de la libertad, porque somos seres de principio, seres para-el-nacimiento. No sin razón, Hannah Arendt finaliza su gran obra sobre el totalitarismo recordando esta facultad eminentemente política. Pero también permanece la verdad de que cada final en la Historia contiene necesariamente un nuevo comienzo: este comienzo es la promesa, el único «mensaje» que le es dado producir al final. El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del hombre; políticamente, se identifica con la libertad del hombre. Initium ut esset homo creatus est («para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»), dice san Agustín. Este conjunto es garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, desde luego, cada hombre.17 16. Ibíd. 17. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1974, p. 580.

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El campo de la política es, por excelencia, el campo donde se entrecruzan la experiencia del nacimiento y la experiencia del principio. La aparición en la escena pública —la realización de acciones y la enunciación de grandes discursos— posee valor de segundo nacimiento, a saber, la repetición y la confirmación, en el campo político, del simple hecho del nacimiento. Este despertar a la política es despertar a un principio; simultáneamente, existe principio de la posibilidad y posibilidad de principio. En definitiva, la interrupción de un proceso, gracias a una palabra o a una acción que, súbitamente, y de manera imprevisible, se convierte en acontecimiento. Al término de este recorrido, a Hannah Arendt no le basta con haber desvelado las relaciones que existen entre el nacimiento y la política; entre la muerte y la separación, unión del alma a sí. La autora llega a una verdadera intersección en la que se pone de relieve la diferencia cualitativa entre dos formas de existencia posible: por un lado, la política; por otro, la filosófica. Con el propósito de subrayar mejor esta diferencia cualitativa, H. Arendt vuelve su mirada hacia Heidegger, más como testigo que confirma la atracción irresistible de la filosofía por la muerte que como autoridad. Cita el § de Ser y tiempo —proyecto existencial de un ser auténtico para la muerte. Desde el punto de vista de las formas de existencia, el pensamiento puede describirse como anticipación de la muerte; en el mismo sentido en que el pensamiento comprende la mortalidad como uno de los rasgos fundamentales de la existencia humana. Ello permite al Dassein salvar su autenticidad de la pérdida y la disolución en el régimen del «Se». La posibilidad propia del Dassein, su posibilidad insigne. Como si, en el pensamiento, el Dassein anticipara la unión sobre sí. De esta forma, la condición de mortal sería el origen eterno de la forma de existencia que es la filosofía y la condición del «nacido», o de ser-para-el-nacimiento, el origen de ese otro modo de existencia que es la política. H. Arendt concluye, de esta forma, el contraste entre las dos orientaciones: Si hablamos en términos de modos de existencia, la diferencia o la oposición entre Política y Filosofía es idéntica a la que existe entre Nacimiento y Muerte; en términos conceptuales, a la que existe entre Natalidad y Mortalidad. La Natalidad es la condición fundamental del vivir-juntos y, por tanto, de toda política. La Mor-

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talidad es la condición fundamental del pensamiento en el sentido de que el pensamiento se refiere a alguna cosa que está fuera de toda relación, a alguna cosa que es lo que es por sí-misma.18

Al descubrir este punto ciego de la tradición, el trabajo de H. Arendt lleva a enunciar, frente al pensamiento establecido, la cuestión crítica: ¿cuál es la fuerza que ha sostenido este pensamiento? ¿Se trata de una fuerza orientada hacia la mortalidad, hacia la contención del cuerpo y el desprecio por la política? ¿O bien estamos ante una fuerza orientada hacia la natalidad, hacia la experiencia de la pluralidad y de la acción política? Por ejemplo, ¿se puede reorientar, con Spinoza, la filosofía; apartándola de la relación con la muerte, es decir, definiendo al hombre libre como aquel cuya sabiduría es meditación sobre la vida y no sobre la muerte? (Ética, III, proposición 67) Este filósofo, tardíamente leído por H. Arendt, que invitaba a preguntarse sobre lo que puede un cuerpo; ¿no se giró, especialmente en el Tratado teológico-político, hacia los grandes textos emancipadores, hacia la política y hacia una reflexión sobre las condiciones de la libertad? ¿O bien la filosofía se encuentra, desde Platón y el hallazgo del Fedón, bajo el signo de un destino inexorable hacia la mortalidad y hacia el desinterés por las cosas políticas? Si la diferencia entre filosofía y política es la que se da entre dos modos de existencia, ¿de qué forma se puede resolver o superar la tensión entre el hombre que filosofa en soledad, o, al menos, apartado, y el hombre que, en el seno de la pluralidad, actúa de concierto? ¿La idea misma de filosofía política no se muestra como inconcebible y, por tanto, ilegítima?

Punto tercero: el giro kantiano y la cuestión de la igualdad En esta cuestión, la posición de H. Arendt va variar, sensiblemente, respecto a la que había venido manteniendo. Señalando un punto ciego de la filosofía política —la relación del filósofo con la mortalidad— la autora resalta sus efectos profundamente antipolíticos: el desprecio por la vida política y por la acción. Incluso si aquí el objetivo es idéntico (criticar a la tradición), 18. H. Arendt, curso «Philosophy and politics», p. O24 446.

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procede de modo distinto. Primero, va a señalar la innovación kantiana relativa a la igualdad, con el fin de descubrir, por derivación, los límites de la tradición; o, más exactamente, la presunción de desigualdad sobre la que reposa. De ahí la apertura de una nueva vía que se erige, a un tiempo, como ruptura con la tradición y como superación de la filosofía política. Para calibrar mejor los parámetros de esta cuestión, hemos de regresar a lo que Leo Strauss define como «centro de la posición clásica» en su artículo sobre Rousseau. Podemos decir que la premisa de partida de la filosofía política clásica es la idea de que la desigualdad natural de las capacidades intelectuales es —o debe ser— de una importancia política decisiva. Por ende, el poder ilimitado de los sabios, en absoluto responsables ante sus súbditos, aparece como la mejor solución, en términos absolutos, del problema político.19

Evidentemente, ocurre algo muy distinto fuera de lo absoluto. Según Leo Strauss, la desproporción entre las exigencias de la ciencia y las de la sociedad, o de la ciudad, transforma el problema del mejor régimen y, de alguna manera, lo desvirtúa. El orden verdadero o natural (el poder absoluto de los sabios sobre los que no lo son) debe ser reemplazado por su equivalente o imitación política: el poder de los patricios (circunscrito por la ley) sobre los que no lo son.20

Ahora bien, esta premisa de partida de la filosofía política clásica tiene por consecuencia lógica los dispositivos que H. Arendt ha denunciado, por su cuenta, en la tradición. A saber, la concepción de la política como organización elaborada por quienes «saben» con el fin de regular y controlar la vida de los que «no saben»; en términos pascalianos, la política como regla para un asilo de locos. La idea de que el objeto primero de la filosofía política no es la política —la acción, la vida política—, sino las relaciones difíciles, eventualmente arriesgadas, entre la filosofía y la ciudad, entre el grupo de los filósofos y la comunidad de ciudadanos. Desde la pers19. L. Strauss, «L’intention de Rousseau», en Pensée de Rousseau, París, Seuil, 1984, pp. 92-93. 20. Ibíd., p. 93.

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pectiva de la desigualdad, el mejor régimen es aquel que sitúa a los sabios al abrigo de los insensatos, de sus errores y sus locuras. El régimen se piensa en interés de los filósofos, a distancia de la ciudad, en su contra. Kant destruye, justamente, la premisa de base de la filosofía política clásica —la división entre sabios e insensatos— y, bien mirado, de manera mucho más radical que Rousseau. Siguiendo a H. Arendt, Kant no podía más que rechazar, incluso considerando la vida como una prueba temporal, una filosofía para la que el verdadero conocimiento sólo era accesible a un espíritu independiente, liberado de los sentidos. En efecto, para Kant, el acto de conocer resulta del encuentro entre el entendimiento y la sensibilidad; hasta tal punto, que se ha podido interpretar la Crítica de la razón pura «como una apología de la sensibilidad humana». Por lo demás, incluso en su juventud, cuando manifestaba tendencias platónicas, Kant nunca consideró que el cuerpo y los sentidos fueran origen de error. De esta orientación esencial de la filosofía de Kant, H. Arendt deriva dos consecuencias: 1. Para Kant, el filósofo, lejos de tener acceso a verdades que lo apartarían de los demás hombres, de la conciencia común, asume un papel muy modesto: ha de iluminar la conciencia común, revelarle su propio saber. Para Kant, declara ella, «el filósofo es un hombre como los demás, alguien que vive entre hombres, no entre filósofos».21 2. Cualquier hombre ordinario, y no solamente el filósofo, es capaz de apreciar la vida en relación al placer y al displacer». Ésta es la dimensión profundamente igualitaria de la filosofía de Kant. ¿El autor de las Críticas no veía posible el rencuentro de la filosofía y de la opinión? A su juicio, profesar una filosofía cuya proposición menor no pudiera ser comprendida por la razón común equivaldría a profesar una filosofía inhumana. Por tanto, H. Arendt interpreta desde una perspectiva resueltamente igualitaria la innovación kantiana. «Estas consecuencias son, a su vez —escribe ella— las dos caras de una misma moneda llamada igualdad».22 En apoyo de su interpretación, cita el famoso 21. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía política de Kant, Barcelona, Paidós, 2003, p. 58. 22. Ibíd.

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pasaje de Kant en el que éste relata cómo fue despertado de su sueño moral por Rousseau. La lectura de éste último transformó su mirada sobre los demás y sus relaciones con ellos. Yo mismo soy por gusto un investigador. Siento toda la sed por el conocimiento y la inquietud desasosegada por conocer siempre más, así como también el contenido que hay en todo progreso. Algún tiempo creí que todo esto podía constituir el honor de la humanidad y despreciaba a la plebe que no sabe. Pero Rousseau me ha traído a lo que es recto. Esta prerrogativa deslumbrante desaparece, aprendo a honrar a los hombres, y me encontraría a mí mismo más inútil que los trabajadores comunes si no creyera que esta consideración puede participar a todos los demás un valor para restablecer de nuevo los derechos de la humanidad.23

Lo que se pone en evidencia, lo que revela la innovación kantiana no sólo es la estructura de desigualdad de la filosofía política clásica. Su alcance teórico va mucho más allá. El autor de las Críticas demuestra cómo la forma, las orientaciones, la problemática misma de la filosofía política, dependían de la premisa de la desigualdad, de la división entre los que saben y los que no saben. Negando esta premisa, así como la ilusión de superioridad que la acompaña, se desvanecería esta tradición; hasta el punto de que, para acabar con ella, no habría de proponerse una filosofía política de tendencia igualitaria —¿no sería un proyecto contradictorio?—; sino la realización de un extraño giro que alcanzara a la idea misma de filosofía política y a aquello que le es indisociable, por ejemplo, la jerarquía de los modos de existencia. Con la desaparición de esta distinción ancestral ocurre algo curioso. El filósofo deja de estar preocupado por la política, ya no tiene interés alguno por ella; desaparece el interés personal y la búsqueda de un poder o de una constitución capaz de proteger al filósofo de la multitud.24 23. I. Kant, «Bemerkungen zu den Beobachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen», en Kants gesammelte Schriften, ed. de la Academia de Berlín, XX, p. 44 (citado por L. Jiménez Moreno en Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime, Madrid, Alianza Editorial, p. 9). 24. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía..., op. cit., p. 60.

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De esta forma, se manifiesta la excepción kantiana en la historia de la filosofía política. El carácter distintivo de Kant es que no ha escrito filosofía política en cuanto tal. Este carácter negativo, este déficit que representa una excepción en la tradición, esta laguna, es el signo de su fuerza; da razón del giro efectuado. Despertado de su sueño político por la experiencia estimulante de la Revolución Francesa, Kant consigue superar los escollos de la filosofía política, evitar la reproducción de sus defectos, especialmente, por lo que hace a la desconfianza referida a la política. Le resulta extraño el pensamiento que, para salvaguardar la filosofía, cree conveniente controlar y domesticar a la comunidad de ciudadanos. De esta forma positiva e inventiva, merced a esta «laguna», Kant, a semejanza de Sócrates, consiguió hacer de la política un objeto para la filosofía, con el mismo título que la historia. Aquí se subraya claramente la distancia respecto a la filosofía política: mientras que ésta última se da por objeto las relaciones entre la filosofía y la política, el pensamiento de Kant regresa, en cierta medida, a la política misma; cosa completamente distinta. En esta cuestión, H. Arendt retoma la interpretación de Eric Weil en Problèmes kantiens. Según este autor, «la política, con Kant, deja de ser una preocupación para los filósofos; se convierte, al igual que la historia, en problema filosófico».25 Entendamos que la pregunta filosófica por el sentido de la política, o de la historia, pasa a ocupar el lugar de la pregunta por el mejor régimen, aquel que da las máximas garantías a los filósofos, como cuerpo particular separado de la ciudad. «No se trata solamente de combinar historia y política, se trata de comprender su sentido común, el sentido que debe decidir toda combinación».26 De lo que se sigue que, a menos que elijamos la vía de la restauración de la filosofía política clásica y, con ella, la recuperación de la premisa de la desigualdad —vía elegida por Leo Strauss y sus discípulos—; sólo podemos inscribirnos en el regreso a Kant. A decir verdad, H. Arendt, al elegir esta última opción, abre un espacio de pensamiento que combate en dos frentes. De una parte, contra Hegel y la disolución del pensamiento de la política dentro de la filosofía de la historia. Si bien 25. E. Weil, Problèmes kantiens, París, Vrin, 1970, pp. 140-141. 26. Ibíd.

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Arendt reconoce en Hegel una rehabilitación de la política inscrita en el regreso a Kant; obligado es reconocer que Hegel encuentra algo para perderlo poco más tarde, transformándolo en una filosofía de la historia que desemboca en la disolución de la política. ¿Es que el modelo del artificio de la razón no termina en una negación de toda acción? De otra, contra Leo Strauss y sus discípulos; quienes, con su recuperación de la filosofía política clásica, reproducen volens nolens los puntos ciegos señalados y denunciados. En cierto sentido, H. Arendt intenta abrir una tercera vía: si es verdad que la modernidad, gracias al giro kantiano (sin mencionar a Maquiavelo), vuelve a la filosofía política clásica no puede ser pensada bajo el signo de la pérdida y de la decadencia; ya que también es germen de otra forma de pensar la política que rompe con los puntos ciegos de la tradición; sin que esta filosofía política, esta «verdadera filosofía política», se vea expuesta a disolverse y a pederse en una filosofía de la historia.

Conclusión «Una verdadera filosofía política», ¿este programa no expresa, tal vez sin pretenderlo, los límites de la crítica de H. Arendt? ¿Esta expresión no deja entender que, más allá de la filosofía política y de sus «vicios», sería posible acceder a otra filosofía política que, liberada de sus defectos, permitiera esperar una filosofía política en su verdad y en su autenticidad? Pero, ¿se puede concebir una verdad de la filosofía política? ¿Es legítimo entregarse a la venida de una «verdadera filosofía política»? ¿O sólo se trata, so pretexto de esta exigencia, de reproducir y reforzar una ilusión consustancial al proyecto mismo de filosofía política? Para una crítica que se quiere más radical —el, por momentos, arendtiano Jacques Rancière—, la verdad de la filosofía política sería su falsedad. No cabría alimentar el sueño de una filosofía política auténtica, pues lo que se rechaza sin condiciones, y no sólo tal o cual manifestación histórica, es la idea misma de la filosofía política, o de la política de los filósofos, indefectiblemente unida a una oposición de principio al antecedente de una política del demos. A decir verdad, H. Arendt no es ajena a esta afirmación radical; no en vano ella teme caer, de nuevo, en los 118

errores de la política de los filósofos. De ahí que rechace obstinada y enérgicamente el título de «filósofa» y se sitúe, más modestamente, entre los escritores políticos. Llegados a este punto del recorrido, nos encontramos en disposición de explicar, mucho mejor, la exigencia de abordar la política «con una mirada no velada por la filosofía». Esta expresión significa, de entrada, no encarar la política desde el punto de vista de la filosofía, del interés de grupo de los filósofos. Después, no someter la actuación política a la distinción y a la jerarquía entre dos modos de existencia, el filosófico y el político, otorgando el primer rango al modo de vida contemplativo. Y, para finalizar, no reproducir los errores de la tradición: el miedo a la acción, la orientación hacia la mortalidad con sus inevitables efectos, la premisa de la desigualdad. Sólo después de este ejercicio preliminar complejo, H. Arendt, «una especie de fenomenóloga», según sus propios términos, entiende que puede regresar a la acción misma, aprehender su irreducible especificidad, al margen del trabajo y de la obra, revelando, de esta forma, significados dormidos u olvidados. De la filosofía, como hemos indicado ya, ella no espera (con el fin de no caer ni en el empirismo ni en el positivismo) más que el asombro ante la condición ontológica de la pluralidad... Antes de definir esta «verdadera filosofía política» en todo su alcance, si es que existe la filosofía política, lo que vendría a describir, en cierto sentido, toda la obra de H. Arendt, conviene desplazar el ángulo de aproximación y prestar atención y oído al tono de esta filosofía, a su característica tonalidad. ¿Acaso no es en la tonalidad donde se encuentran, al mismo tiempo, la reactivación de la oposición a la filosofía política y el intento de ir más allá; deshaciendo, en cierta forma, los errores de la tradición? Esta tonalidad no es, ni mucho menos, una simple superestructura; orientaría las elecciones fundamentales de esta filosofía política de tal forma que fuera posible la elaboración de posiciones nuevas y la réplica a las opciones anti-políticas de la tradición. Planteada la cuestión en estos términos, es evidente que Hannah Arendt profesa una concepción heroica de la política en la medida en que comparte una concepción política del heroísmo. A través de este camino, gracias a ese tono heroico, la autora se esfuerza por responder de manera inventiva, por replicar a los 119

puntos ciegos de la tradición, por contrarrestar la pesadez y la imposición del pensamiento heredado. Al objeto de evitar cualquier equívoco, precisemos, de entrada, que la concepción heroica de la política de Hannah Arendt es de una cualidad particular. No ignoramos los peligros de la valorización de la tonalidad heroica. El siglo XX ha conocido formas de heroísmo totalitarias; ya sea mediante la exaltación del soldado en pro de la movilización total; ya sea mediante la glorificación del hombre nuevo. Una vez abierta esta puerta no faltan, por supuesto, «las almas cándidas» que procuran aproximar la tonalidad heroica de Hannah Arendt con la de Heidegger; hasta el punto de discernir un heroísmo típicamente anti-político, dirigido contra la ciudad. Sin lanzarnos a una confrontación entre el heroísmo arendtiano y el heroísmo heideggeriano (confrontación que debería inscribirse en la senda trazada por Jacques Taminiaux, preocupado por mostrar, en La fille de Thrace et le Penseur professionnel, lo mucho que Arendt ha pensado replicando a Heidegger), hemos de concluir que, en principio, resulta suficiente señalar que Hannah Arendt profesa una concepción sorprendentemente sobria del heroísmo. Inspirándose en Homero, la autora define al héroe como un hombre libre que, en compañía de otros hombres libres, ha combatido en Troya. Al mismo tiempo, elimina las concepciones post-homéricas que, habitualmente, han situado al héroe en un espacio indeterminado entre los dioses y los hombres, haciendo del héroe un semi-dios o un hombre divinizado. El héroe no posee cualidades heroicas, no manifiesta una naturaleza que lo distingue de los demás hombres, sus iguales.27 Le basta con estar dotado de la cualidad política por excelencia, a saber, el valor; cualidad redescubierta por Maquiavelo en contra de la valorización cristiana de la humildad. El valor es lo que permite responder «presente» en una situación crítica o en una situación en la que está en juego la libertad de los hombres. Esta convicción de que sólo puede ser libre quien esté dispuesto a arriesgar su vida jamás ha desaparecido del todo de nuestra conciencia... La valentía es la primera de todas las virtudes políticas y todavía hoy forma parte de las pocas virtudes cardinales de la política.28 27. H. Arendt, La condición humana, op. cit., p. 215. 28. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., p. 73.

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Sólo si el actor político remonta el miedo a la muerte puede dejar la esfera familiar; esfera orientada a la reproducción y a la protección de la vida, para exponerse, en la escena política, a múltiples riesgos que van desde el ostracismo hasta la muerte. Las categorías de que se sirve Hannah Arendt invitan a pensar la política en relación con el heroísmo. Así, se pasa de la oscuridad propia del dominio privado a la luz de la esfera pública. No es tanto un paso cuanto un salto que, en su inmediatez, es abandono al abrigo de la esfera privada y exposición a los peligros de la vida pública. No menos importante es la repentina transformación del hombre: en el momento en el que el actor político revela a los demás y a sí-mismo una identidad problemática, la del Quién, el nombre patronímico, el nombre del padre sale de la serie repetitiva de las generaciones para brillar con nuevo fulgor. Los grandes hechos o las grandes palabras le permiten acceder a la inmortalidad cívica. En el caso de Hannah Arendt, esta concepción heroica de la política es pre-platónica, en el sentido de que se gira deliberadamente de este lado de la institución platónica de la filosofía política —especialmente en el Fedón— para reencontrarse con Homero; como si deseara hacer de éste último el educador de la política; al tiempo que rechaza, contra Platón, el magisterio de Sócrates, al menos, del Sócrates de Platón. ¿Acaso Arendt no afirma un nexo imborrable entre la polis, la experiencia de la libertad y la aventura homérica? En ¿Qué es la política?, ¿qué conserva la autora de la epopeya homérica sino la prefiguración de «la experiencia prodigiosa de las posibilidades de la vida entre iguales». Hablábamos de la réplica a los tres puntos ciegos de la filosofía política clásica. Si la filosofía política, o la política de los filósofos, se caracteriza por el miedo a la acción, miedo a la acción de los ciudadanos; un miedo capaz de venir a turbar la serenidad de la vida filosófica; una concepción heroica de la política privilegia la acción hasta asegurar su preeminencia sobre toda teorización posible; puesto que, según H. Arendt, que aparta al héroe del mito, éste es «el ser que actúa en el sentido más elevado». Ésta es la cualificación precisa que, plegándose al hábito lingüístico griego, ella le reconoce en La vida del espíritu.29 Conviene notar que 29. H. Arendt, La vida del espíritu, op.cit.

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ello no sólo es válido para el héroe de la ciudad griega o de la república romana, sino también para el héroe revolucionario moderno; por más que éste siga siendo, en último caso, un actor político. Arendt aconseja, a quien quiera comprender efectivamente las características de la acción, volverse explícitamente hacia las grandes revoluciones modernas y estudiarlas.30 Podemos esperar una concepción heroica de la política, en el sentido arendtiano, que supere el miedo a la acción y deje atrás el punto de vista estrecho y temeroso de los filósofos. Hemos visto cómo H. Arendt, en su reflexión sobre la filosofía política, ha distinguido dos series de determinantes para pensar la relación con la política; por una parte, la natalidad y, por otra, la mortalidad. La mortalidad siempre desprecia el cuerpo volcado en la ciudad y la vida política; mientras que la natalidad se relaciona con la condición ontológica de pluralidad que se orienta hacia la política. Ahora bien, el héroe, en la concepción arendtiana, establece una relación esencial con la natalidad. Es el actor político por excelencia, el ser del comienzo, el «iniciador», aquel que es capaz de interrumpir un proceso gracias a una acción de concierto y de coadyuvar al advenimiento —o al comienzo de su posibilidad— de un hecho en esta cesura. Su repentina irrupción en el espacio público posee el valor de un segundo nacimiento; en cuanto tal, repite y metamorfosea el hecho mismo del nacimiento biológico. El héroe se dispone a afrontar el riesgo de la muerte en el seno de esta reinscripción política en la condición de natalidad. Parecería que el ser-parael-nacimiento que, al principio, pone a prueba sus poderes, debería preceder al ser-para-la muerte. Porque incluso si el héroe nace para sí mismo y para los otros asumiendo el riesgo y la suerte de la inmortalidad cívica, no deja de ser un ser-para-elnacimiento; puesto que esta relación con la muerte se coloca bajo el signo de la natalidad, de un segundo nacimiento, en la luz de la ciudad. Maurice Blanchot escribió: «Muriendo, el héroe no muere; nace, deviene glorioso, accede a la presencia, permanece en la memoria, en el recuerdo secular».31 Por lo que se refiere a la premisa de la desigualdad, ¿no tendríamos la tentación de pensar que el héroe la refuerza sen30. H. Arendt, «Action and the “pursuit of Happiness”», en Politische Ordnung und Mensliche Existenz, Festgabe Für Eric Voegelin, C.H. Beck, Munchen Nehen, 1962, pp. 1-16. 31. M. Blanchot, L’entretien infini, París, Gallimard, 1969, p. 549.

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siblemente, al añadir lo que Nietzsche llama «el pathos del distanciamiento», que marcaría una separación entre él y el resto de los humanos? Pero esto sería olvidar que, en el caso de H. Arendt, la concepción heroica de la política se encuentra absolutamente relacionada con una concepción política del heroísmo. ¿Qué queremos decir? Que no basta con decir que Arendt profesa una concepción sobria del heroísmo; sino que hay que añadir que el carácter político del heroísmo es la condición de posibilidad de esta sobriedad. Este carácter político del heroísmo ha de entenderse en su sentido fuerte; formulado negativamente quiere decir que no se trata de una concepción metafísica, en la que el héroe se entrega a las aventuras de la negatividad, eligiendo la vía de una super-naturaleza que niega más rotundamente la condición humana; ni de una concepción estética, en la que el héroe trabaja para hacer de su vida una obra de arte. La insistencia en el carácter político del heroísmo significa que éste se desarrolla y se manifiesta en los límites de la condición humana; no es, precisamente, la relación con la política la que debe permitir a tal héroe luchar contra la hýbris de la aventura heroica y resistir a las llamadas embaucadoras de una super-natualeza, sea cual sea el nombre de ésta. Este heroísmo surge en el seno, en el corazón de una experiencia política específica, de una experiencia de libertad que lleva por nombre la ciudad. El héroe se revela a sí mismo y a los demás como el actor político por excelencia, como el ser que actúa en el sentido más elevado del término en el marco de la polis y para-la-polis. En lugar de alzarse hypsípolis, por encima de la ciudad y fatalmente contra ella, el héroe, tal y como lo concibe H. Arendt, intenta inscribirse en el seno de la ciudad; de tal forma que este carácter político, en el sentido fuerte, para-lapolis le preserva de transformarse en bestia salvaje en contra de los demás hombres y previene el siempre amenazante deslizamiento del heroísmo hacia la tiranía. En cierta forma, la cualidad política de este heroísmo es lo que le salva de la locura y lo que introduce algo de mesura en este recorrido desmedido. Además, este heroísmo está volcado en la política, puesto que se manifiesta, según lo ha mostrado Jacques Taminiaux, en el seno de una acción de concierto, emprendida por muchos, experiencia in actu de la condición de pluralidad, exacto opuesto del pathos de la distancia y de la voluntad de separación. 123

Tal vez el heroísmo de las grandes revoluciones modernas —especialmente la de junio de 1848 y la de la Comuna de 1871— nos permitiría aproximarnos mejor al heroísmo arendtiano. Un heroísmo de la brecha, de tal suerte que el héroe, después de un momento de esplendor, acepta, como ciudadano republicano, volver a la fila; un heroísmo de nuevo cuño que, al contrario del heroísmo clásico, tendería hacia esta forma paradójica que es la del heroísmo sin nombre. ¿Cómo lo describieron los contemporáneos y, posteriormente, los historiadores? ¿Quién conoce a esos héroes que, en 1848 o en 1871, tomaron la iniciativa de un asalto o resistieron, hasta morir, en las barricadas frente a las fuerzas represivas? Estas tres respuestas derivadas de una concepción heroica de la política indican, sin duda, un propósito más amplio. Se orientan hacia una concepción de la política que, si guarda vinculación con el asombro filosófico, se sitúa resueltamente en el exterior de la filosofía política; no en sus bordes, ni en sus márgenes, sino en su exterioridad. Existe en H. Arendt un «heroísmo del espíritu», en el sentido de Vico, que le permite conquistar esta posición de exterioridad, como si el tono heroico abriera la vía hacia una nueva aproximación a la acción... Antes de hacer de la «verdadera filosofía política» un nuevo avatar de la política de los filósofos, que ambicionaría comprender la política en su verdad, más allá del carácter imprevisto de la acción, podríamos señalar una distancia crítica e irónica, gracias a una fórmula pascaliana —siempre Pascal— que rezaría «la verdadera filosofía política se burla de la filosofía política». Se burla de la tradición, del pensamiento heredado, se burla también de los intentos —presentes y pasados— de restauración. Esta fórmula, que no borra ni atenúa la oposición de H. Arendt a la filosofía política, señala un lugar a partir del que podemos leer a la autora de La Condición Humana. Podemos presuponer, sin miedo a equivocarnos, que la lectura de Arendt será distinta —si tomamos, o no tomamos, en cuenta— esta lucha contra la tradición. Si la minimizamos, o no la tomamos en serio, reduciéndola a la expresión de una idiosincrasia contingente; si trabajamos en hacer de H. Arendt una de las más grandes filosofas políticas de nuestro tiempo, desembocaremos rápidamente en una H. Arendt canónica, momificada, petrificada, que pronto funcionará como una autoridad que servirá para legitimar los conservadurismos 124

existentes, ya se trate de la educación o de la república. Muchos son los «arendtianos» que prefieren silenciar esta oposición a la filosofía política. Por el contrario, si prestamos toda la atención a esta orientación esencial, a esta ironía, si acogemos a esta fuerza perturbadora, si nos apercibimos de que esta exterioridad es un paso obligado para llegar a lo que de inclasificable, escandaloso y heterodoxo hay en H. Arendt. En definitiva, se multiplican las oportunidades de encontrar «l’enfant terrible» cuyo pensamiento, en todas sus vertientes, señala a una idea libertaria de la política. Baste recordar sus posiciones sobre Israel en el importante texto de 1944, El sionismo. Una retrospectiva,32 su crítica del Estado-nación, su crítica de la soberanía, de los partidos, su interés por la desobediencia civil, su relación con Rosa Luxemburgo, su preferencia por la república de los consejos. Antes de explorar estas vías, sepamos reconocer en H. Arendt a un tábano, a un torpedo, a un Sócrates moderno, a alguien que impide pensar de manera circular, que pone su bastón entre las piernas de los jóvenes que se precipitan hacia las bibliotecas para «hacer» filosofía política y les formula la pregunta preliminar, embarazosa donde las haya: pero, what is political philosophy?

32. H. Arendt, «El sionismo. Una retrospectiva», La tradición oculta, Barcelona, Paidós, 2004, pp. 129-169.

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CRÍTICA DEL TOTALITARISMO

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ATREVERSE A REÍR*

Un hombre que se atreve a reír. Ése es Simon Leys. La lectura de Ombres chinoises plantea una cuestión previa, ausente de cualquier escrito sobre China; cuestión esencial que marca, de entrada, la distancia, la irreducible diferencia, entre S. Leys y esas obras. ¿Cuál es el secreto de esa constante felicidad de expresión que aparece en esas páginas ligeras, aparentemente deslavazadas, casi frívolas? ¿Cuál es el secreto de su cualidad casi poética? Frente al continente de China, resueltamente determinado a superar todas las nieblas y las nubes que lo envuelven, S. Leys intenta, a su vez, una «investigación literaria», una suerte de exploración lateral que busca los detalles, los pequeños acontecimientos (un encuentro, una sonrisa), los pequeños hechos significativos. Las viñetas inconexas frente al cuadro monumental. Mientras que el cuadro, obra de gran dimensión, frecuentemente encargado por los grandes señores, oculta y enmascara; la viñeta, especie de microcosmos que condensa, merced a una vida o un fragmento de vida, la época, la sociedad, e incluso la historia, tiene un valor de instantaneidad explosiva que hace emerger las sombras y desvela todo. El despotismo, o el amor por el despotismo, embota el estilo, dice Stendhal. El horror intenso ante la mentira estática confiere al estilo una chispa perpetua de inteligencia. En el mar de escritos referidos a China, S. Leys ocupa una posición singular y, por muchas razones, intolerable: al margen de las mentiras de los propagandistas, o de la voluntad neuróticamente demostrativa de los turiferarios occidentales, S. Leys emer* Este texto fue publicado por la revista Textures (10-11-1975).

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ge como un escritor extraviado entre funcionarios. Un escritor que se dirige y se rebela contra los funcionarios del pensamiento, de la historia o de la revolución. Advertido del peligro de la atracción de lo individual por la universalidad, bajo su forma lógica y política, S. Leys se confía a su subjetividad —una subjetividad que se nutre del conocimiento de la lengua y de una prolongada experiencia de la cultura china— al objeto de abrir una vía de acceso irremediablemente cerrada a los ideólogos. Más proclive al arte de la elipsis que a la voluntad de decirlo todo, S. Leys escribió unas Minima Moralia ejemplares, teñidas de una continua ironía contra la aburridísima burocracia china. Nos proponemos descubrir la arquitectura interna de este tratado oculto que anuda y entrelaza sus digresiones sutiles en torno a un tema dominante: el intelectual frente al Estado o, más bien, contra el Estado; tema que se acompaña de una reflexión en perpetua alerta contra el Estado totalitario, horizonte político del presente. No existe el menor atisbo de inocencia ni de espontaneidad en este proceder. Lejos de ser el fruto de una feliz inspiración o de un deseo fútil por distinguirse, la perspectiva mencionada es consecuencia de una actitud razonada, de una reflexión muy coherente, histórica y políticamente, fundada en las relaciones que el intelectual mantiene frente al poder. Hobbes no sólo definió el ser del Estado moderno, sino también el servicio que el intelectual presta a esta nueva máquina de opresión: «Esos errores, de los que afirmamos en el capítulo precedente que eran incompatibles con la tranquilidad del Estado, se han deslizado en el ánimo de los incultos en parte por los predicadores, en parte por las conversaciones cotidianas de los que se dedicaban a los estudios al no tener preocupaciones familiares, y en los ánimos de estos últimos por los maestros de su adolescencia en las escuelas públicas. Por lo cual, el que quiera introducir la sana doctrina debe proceder al revés, comenzando por las escuelas públicas. Es allí donde se deben poner los cimientos de la doctrina civil verdadera y demostrada, con la que los adolescentes, después de haberla asimilado, puedan más adelante instruir a la plebe en público y en privado. Cosa que harán con tanta mayor fuerza y entusiasmo cuanto más seguros estén de la verdad de lo que enseñan y predican».1 1. Th. Hobbes, El ciudadano, Madrid, Debate/CSIC, 1993, XIII.9, p. 116.

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El Estado está presente, masivamente presente. No podemos sustraernos a la nueva alternativa histórica: estar al servicio de, o bien, estar contra el poder; servidor del Estado o traidor al Estado, funcionario o escritor. La elección atañe incluso al estilo. La gran Revolución Francesa agravó, si es que no trastocó, las variables del problema, al crear la noción, desconocida hasta entonces, de «gobierno revolucionario»; en el que se ha creído ver, con cada nueva generación de intelectuales, la salida inesperada a una alternativa tan constrictiva. Como si escribir a favor de la revolución exculpara de escribir en pro del poder o del gobierno. Los enragés* son los únicos que, en este tiempo, se atreven a denunciari la monstruosidad del acoplamiento Gobierno/Revolución. Protesta histórica fundamental de la que percibimos un eco en la impertinente cuestión que Marx planteara a los socialdemócratas alemanes: ¿Qué es un Estado libre? Esta advertencia quedaba sin efecto puesto que, «por más que se acople de mil maneras distintas la palabra Pueblo y la palabra Estado, no se avanzará ni un palmo en el problema». Esta alternativa, en el momento de la revolución, más que desaparecer, se evapora como por encantamiento, merced a la fórmula mágica del gobierno o el Estado revolucionario y cristaliza repentinamente, en una disyuntiva ineludible, definitiva —momento privilegiado en el que los años de lucha se esclarecen, adquieren su fisonomía definitiva bajo este nuevo estímulo—; de un lado, las acrobacias dialécticas, la mentira organizada, el servilismo, la producción y la reproducción de una nueva servidumbre; de otro, la perseverancia, la fidelidad constante, única en caso necesario, al movimiento de la revolución que, en su entramado mismo, en su impulso, lleva la destrucción, la aniquilación del Estado, la abolición de la división señor-siervo. A juicio del lúcido Lu Hsün, tras la victoria de la revolución, existen dos categorías de escritores: los que se dedican a hacer el elogio a la revolución —«su elogio y su celebración de la revolución no sería más que un elogio de los detentadores del poder; ¿qué relación podría tener todavía la revolución?»— y aquellos que «provistos de antenas más sutiles» no dejan, sin embargo, de estar insatisfechos y de mostrar su descontento. Infelices conciencias que irán a engrosar las filas de los irre* Nombre que identifica a la facción ultra-revolucionaria, especialmente activa durante el periodo del Terror, en la que se ha querido ver el embrión de una revolución proletaria. [Nota de los T.]

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ductibles, de los mártires, de los suicidas, tales como Wang Shih Wei, Hu Fang, Wu Han, Tang T´o. Frente a los dirigentes revolucionarios que, tras la revolución, proclaman que el tiempo de la crítica ha pasado, S. Leys se coloca del lado de Lu Hsün, de Orwell, y afirma su concepción del escritor como crítica permanente del Poder, de todo poder, sea cual sea, incluido el «poder revolucionario». Esta afirmación de principio, indefectiblemente unida al propósito de Leys, es una declaración de guerra a Mao, es el exacto contrapunto a las declaraciones de éste último, que no ha cesado de acosar a los intelectuales. Leys se abroga el derecho de crítica que Mao negó, de manera absoluta, a los intelectuales chinos. En contra de lo que proclamaban las tesis del Gran Timonel de 1961, el panfleto y la sátira están, más que nunca, a la orden del día. El panfleto es el instrumento ideal (y Ombres Chinoises es el panfleto acabado) para denunciar las mentiras deliberadas de la propaganda maoísta, cuidadosamente reproducidas por los intelectuales afectados por el mal del servilismo. En este sentido, la escritura de Leys, especie de aviso permanente para llevar a cabo un regreso a las cosas mismas sin llegar a la ideología, es un acto anti-Mao. Un acto de insurrección, no contra una línea política coyuntural, sino contra el sistema Mao. De ello se trata precisamente, de desmontar los engranajes de un verdadero sistema: el pensamiento de Mao Tse-tung o el sistema anti-pensamiento. El primer paso de esta guerra contra el espíritu fue dado en Yenan, con las famosas Interventions aux causeries sur la littérature et sur l´art, primera teorización de la necesidad de domesticar a los intelectuales. Cada proposición de este texto, al que son tan aficionados ciertos ideólogos occidentales, debe leerse con el trasfondo de las purgas políticas: es parte integrante del «Movimiento de rectificación» y exacto contemporáneo de una campaña de depuración lanzada para asegurar, definitivamente, la autoridad de Mao sobre el partido. ¿El balance? Según J. Guillermaz, elimaron de 40.000 a 80.000 personas, entre expulsiones y ejecuciones capitales. Tal fue la «sociedad fraternal» de Yenan, tan querida para el profesor Chesneaux. Éste puede ignorar soberanamente «la sombra» de Wang Shih Wei, represaliado en 1942 y ejecutado en la primavera de 1947, de quien ni siquiera conocía su existencia. Todo estaba en el comienzo de Yenan. Se enunciaron las dos cuestiones fundamentales en nombre del utilitarismo proletario y revolucionario: ¿a quién servir? ¿Cómo servir? Aquel a quien los 132

intelectuales franceses saludan como su «maestro de pensamiento» —uno, por haber desvelado la naturaleza específica de la contradicción marxista; otro, por su vena poética, su caligrafía— asigna a los intelectuales (a quienes profesó una desconfianza constante) la tarea de reflejar, de repetir el pensamiento del maestro, es decir, de ponerse al servicio del partido y de su líder supremo. Es cierto que estos intelectuales franceses no conciben el pensamiento más que como un pensamiento de escuela, la escuela como un mini-Estado y el Estado como una inmensa escuela; fieles en esto a la orden maoísta que, según J.P. Dieny, «trata a los niños como hombres y a los hombres como niños». En el universo maoísta, el intelectual, despojado absolutamente de su función crítica, debe contribuir a imponer a las masas doctrinas favorables al nuevo Leviathán, aureolado por el nombre de la revolución. «Tanto en las escuelas como en los cursos destinados a los cuadros de funcionarios, los profesores de filosofía no orientan a los alumnos hacia el estudio de la lógica de la revolución china, ni los de ciencias económicas les orientan hacia el estudio de las particularidades de la economía china, ni los de ciencias políticas les orientan hacia el estudio táctico de la revolución china, ni los de las ciencias militares hacia el estudio de la estrategia y de la táctica que responden a las condiciones específicas de China, etc. De lo que resulta la extensión del error y, por ende, del mal. Lo que aprendimos en Yenan, ya no lo sabemos aplicar a Foushien».2 En cuanto sistema, la política cultural maoísta manifiesta la tendencia irreprimible a perseverar en el ser. Implacable, la risa de Leys destruye las leyendas con las que se parapeta el maoísmo frente al exterior: el mito del anti-estalinismo, el mito de la renovación cultural. A través de las vicisitudes de la política maoísta, no se produce un renacimiento cultural; sino una desolación abisal en la que el Estado-Moloc, a cada crisis regenerada, emerge siempre más fuerte. Hecho que confirma el penetrante estudio de Siwit-Aray sobre Cent Fleurs (Flammarion, 1973), de donde se colige que la «floración interrumpida», «congelada» por una represión brutal de todas las fuerzas vivas de la crítica, la legalidad desquiciada, perfeccionaron el sistema de la «reeducación por el trabajo», realizando un salto hacia delante con el propósito de hacer surgir un «Orden que no quiere dejar nada fuera del espacio que circunscribe». 2. Mao, Reformons notre étude, mayo de 1941. [Hemos traducido la versión francesa que cita el autor. Nota de los T.]

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La obra de Mao es una gran reducción, una gran simplificación en acto, e incluso más, un terrorífico e incesante trabajo de unificación; una impulsión devoradora que tiende a reducir lo diverso, lo múltiple, lo no-Mao a la unidad Mao. Nada escapa, nada se resiste a esta larga marcha hacia la unidimensionalidad maoísta. Aquí cabe señalar la reforma de la escritura, más destructiva, según Leys, que cien, que mil autos de Fe; puesto que hace intransmisible e ilegible a las generaciones futuras de chinos la totalidad de su cultura. Amargos, terriblemente amargos son los frutos de la gran simplificación. Mao valoró el estado de indigencia de los chinos al extremo de escribir: «Una página blanca está libre de toda carga, se presta a lo que en ellas inscriban las palabras más nuevas y hermosas, a lo que allí impregne la pintura más nueva y hermosa». Parecería que Mao estuviera prisionero del fantasma de la página en blanco y persiguiera inexorablemente una política de tabula rasa, de tierra quemada, confundiendo el punto de partida con el de llegada. Mao funciona como un gran destructor, no para liberar la energía de unas masas populares vejadas durante siglos, sino para crear una suerte de gran desierto blanco, espacio político vertiginoso en el que pueden efectuarse, hasta el infinito, la reproducción, la repetición, la duplicación de la imagen de Mao, de los eslóganes de Mao, del pensamiento de Mao Tse-tung. Ser la única presencia. En última instancia, China aparece como la superficie lisa de un inmenso espejo en el que viene a fijarse y reflejarse el rostro petrificado del maestro. El desierto chino o la creación de un nuevo espacio-tiempo, un espacio-tiempo Mao Tse-tung. Hay vértigo y terror en la risa de Leys. La ligereza del tono no debe engañarnos: una tesis central emerge de Ombres Chinoises, a saber, la domesticación de los intelectuales, su reducción al estado de técnicos especializados al servicio del Estado «revolucionario», no es más que la parte más visible, más superficial e inmediatamente más perceptible de un proceso generalizado de domesticación del pensamiento; de todo pensamiento que, en cuanto tal, lleva en sí la amenaza virtual de la herejía. Domesticación implacable que, en su movimiento mismo, se adapta a la estructura piramidal de la sociedad burocrática: parte de la cima que gana las capas intermedias al objeto de desplegarse y abatirse sobre las masas, cual aplastante capa de plomo. «Resulta evidente que esta gigantesca empresa de cretinización del pueblo más inteligente 134

de la Tierra está animada, bajo su apariencia burlesca, de un propósito, de un rigor y de una coherencia terribles. Se trata de anestesiar la inteligencia crítica, de purgar los cerebros y de inyectar en los cráneos, debidamente vaciados de su contenido, el cemento de la ideología oficial que, una vez depurada y cristalizada, no dejaría ya espacio a la introducción de ninguna idea extraña y opondría su masa compacta, amorfa y hermética a toda operación intelectual de carácter autónomo o heterodoxo» (p. 247). Gran analista de los mecanismos del totalitarismo burocrático, Leys, más allá del perpetuo movimiento del régimen maoísta, designa el instrumento principal de esta tiranía: la gran mistificación de la «lucha de clases». «La Propaganda ha sustituido la lucha de clases real que opone en China los dirigentes a los dirigentes, por la ficción de una lucha entre el “proletariado” y la “burguesía” [...] La lucha de clases tal como la entiende el sistema maoísta, es decir, la denuncia, por parte de las masas, de los culpables que han sido previamente señalados por el Poder, constituye la válvula de seguridad, su higiene de base, la sangría periódica que le permite evacuar los humores tóxicos de su organismo [...]. En efecto, el engaño es total, puesto que lo propio del sistema burocrático es, precisamente, la condición intercambiable de los burócratas: ningún relevo de personal podría afectar lo más mínimo a la naturaleza del régimen» (pp. 278-280). Siguiendo las pistas trazadas por Leys, delimitamos con mayor precisión la especificidad del maoísmo, especialmente, la omnipresencia y la potencia de la ideología, signos indudables de la vejez del orden maoísta, de la continuidad que instaura entre el antiguo régimen imperial y la sociedad salida de la revolución. Leys separa el trabajo permanente ejercido sobre el lenguaje, la tendencia a transformar el lenguaje «en una suerte de álgebra arbitraria y autónoma», de la empresa total del Estado. Gracias a su predilección por las abreviaciones cifradas, la fraseología maoísta produce dos niveles de lenguaje: el de la esfera política y el de la vida popular efectiva —contraste en el que se manifiesta la escisión (Spaltung), la quiebra sintomática de la emancipación política y se revela la imperfección propia de esta forma de emancipación. Lo que vale para la «Cuestión Judía», según Marx, vale para la cuestión china. La emancipación política no es la forma acabada de la emancipación humana. Quedaría por interpretar la reaparición de esta escisión, su agravación 135

en un orden burocrático que se edifica sobre la armadura del socialismo. Sería preciso interrogarse sobre la sorprendente imposición de la metáfora médica en el pensamiento maoísta tal como aparece desde Yenan («La argumentación consiste, ante todo, en trastornar al enfermo diciéndole: “¡Estás enfermo!”, con el propósito de que transpire de terror y, más tarde, aconsejarle gentilmente que siga un tratamiento»);3 o bien, en el eslogan «curar la enfermedad para salvar al hombre». Medicalización del poder que coloca, al mismo tiempo, a quien ocupa su lugar en una situación total de exterioridad, de soberanía inaccesible. El señor es, simultáneamente, legislador, médico, pedagogo. Aquí se descubre la mayor sombra, la de los campos de trabajo, que permanece como trasfondo en la descripición de Leys y define, en su esencia misma, el universo social maoísta, universo compuesto de tres dimensiones principales: Estado, instituciones de reeducación y trabajo. Es decir, la importancia del testimonio de Pasqualini, Prisonnier de Mao, por pensar la diferencia entre el maoísmo y el estalinismo y ver cómo la «persuasión» en el interior o en el exterior de los campos se transforma, a espaldas de sus agentes, en una verdadera tecnología del «material» hombre. No se nos olvide, a propósito de Ombres Chinoises, la cantinela un tanto trasnochada sobre el etnocentrismo. ¿Leys permanece ciego a la alteridad china, a la originalidad de la vía china? Tributo a una ingenuidad superada, según tres pintorescos devotos (Le Monde, 25 de febrero de 1975), esta originalidad —verdaderamente única, podríamos decir— está ligada al hecho de que dirigentes y dirigidos no forman más que un único conjunto. La fuerza singular de Leys se debe a que se atreve a prestar su voz a los heterodoxos chinos cuya voz ha sido sofocada y amordazada por el régimen; y esto es intolerable, precisamente, porque denuncia la gran división dominantes/dominados. — La voz perspicaz de Wang Zun-yi (profesor en la Escuela Nornal de Shanxi): «Es necesario ir al Comité Central del Partido y del Presidente Mao para encontrar el origen de los “tres males” (burocratismo, subjetivismo, sectarismo) [...]. Pido al Presidente Mao, te pido, presidente Mao, que desciendas del trono y te adentres en el campo para ver un poco las condiciones de vida de los campesinos». 3. Mao, Contre le style stéréotypé dans le Parti, 8 de febrero de 1942.

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— La voz lúcida de los autores del programa de «Guanchang»: «Es preciso llevar el centro de nuestra atención a la búsqueda de los orígenes de los tres males; de tal forma que las gentes puedan conocer claramente que el problema que se plantea no se limita a una cuestión de estilo: es el sistema del Estado el que se pone en cuestión». — La voz amarga de un grupo de estudiantes de primer año del Departamento de historia de la Universidad de Pekín: «El objetivo de la campaña de rectificación del Partido Comunista no era eliminar los tres males, ni resolver las contradicciones en el seno del pueblo, ni mejorar el estilo de trabajo; sino adquirir un poder más grande, con el propósito de reinar más fácilmente sobre el estúpido pueblo chino. ¿No es verdad?».4 Este libro es admirable por lo que dice y por lo que intenta. Adoptando la perspectiva de lo que Marx denomina «la vida popular efectiva», podría entenderse como una introducción metodológica de viaje en una sociedad que se reclama hija de la revolución. Cómo no dejarse engañar por la nueva teatralidad revolucionaria y cómo desenmascarar la ilusión histórica del maoísmo. De te fabula narratur. China está cerca. Los intelectuales progresistas, como los emigrados tras la Revolución Francesa, no han aprendido nada ni han olvidado nada de la China de Mao, a la que miman con la moderación interrogativa que procede de su asentimiento o en la que penetran decididamente con servilismo apologético. Los mejores en este arte han sido los que se atreven a escribir acerca del testimonio de Pasqualini sobre los campos de trabajo, para quienes todo aquello nada tiene de abrumador; declarando, sin vergüenza, que ahí se encuentra un ejemplo notable del sistema de reeducación maoísta (Fairbanks, Daubier). ¿De dónde puede surgir y hasta cuándo se puede mantener esta ciega voluntad de servir, de hacer aceptable lo inaceptable? Pero, ¿dónde surge la sonrisa saludable de Leys? Si procede de una voluntad inquebrantable de no compromiso ni con el Poder ni con quienes concurren a la formación de un tabú, si procede del «gran rechazo», dicha risa se aproximaría más a la risa agresiva, a la risa regicida de los de abajo, de aquellos que Leys denomina «los humildes, los anónimos, los parados». Durante un tiempo, se someten, pero por su distancia respecto del poder, por su posición apartada, los parados no son menos libres potencialmente. A tra4. Textos tomados de Siwit Aray, Les Cents Fleurs, pp. 150-154.

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vés de la insolencia de Leys, resuena «la gran queja de los oprimidos» y, con fórmula más prometedora, el eco de la revuelta sorda de los que están en la base. Esos bruscos instantes de cólera, esos furtivos y rápidos gestos de insumisión y de complicidad contra el Poder, esas sátiras obscenas dirigidas al presidente Mao, esas chispas de insurrección, esos gestos. Todo ello para desmembrar la armadura sagrada del poder, para traspasar y poner al desnudo el cuerpo del tirano. Algo diferente se pone en funcionamiento cuando se abre una brecha, cuando aparece una grieta, una risa que, desde el fondo del alma, saludará a un nuevo amanecer. Leys se integra en la gran tradición de quienes, para alejarnos de la fascinación del poder, han tenido el cuidado de recordarnos que, por majestuoso que sea el tirano, siempre «ha de sentarse sobre su trasero». Para Leys, es el momento de censurar los abusos políticos de un poder sin control: se trata del sistema de Estado totalitario. Participando, como Etienne Balazs y otros, en el movimiento de redescubrimiento de lo político que impone el surgimiento generalizado del totalitarismo burocrático, Leys practica una escritura irreverente y resueltamente libertaria. Actitud libertaria más ofensiva y acentuada cuanto, lejos de alimentar la recuperación de la ideología anarquista, aparece espontáneamente con la lógica misma de la situación histórica. El totalitarismo no es una verruga en la cara de la historia, ni una arruga que pueda ser borrada a voluntad; de ahora en adelante, se ha convertido en el rostro mismo de esta historia, la nuestra. De esta constatación, que pone fin al quietismo en relación a la política, que hace que el enigma de lo político inquiete, emerge, de forma generalizada, una nueva interrogación sobre las formas de la libertad por todas partes, que desafía todas las máquinas de opresión. Leys no se desespera por el futuro. Los parias han enterrado veinte dinastías y sobrevivirán a todas ellas: «¡Se saben más grandes que aquellos que los gobiernan!». Es cierto. ¿Qué pueblo no ha terminado por despreciar sus leyes y sus dioses? Cuando Roma cayó, era estoica; cuando lo hizo Grecia, ésta era filósofa y, en uno y otro caso, los hombres se reían de las leyes, de los magistrados y de los dioses, observó Saint-Just. De ahí, concluye: «Me atrevo a predecir que, más tarde o más temprano, el hombre debe pisotear a sus ídolos». 138

REFLEXIONES SOBRE LAS DOS INTERPRETACIONES DEL TOTALITARISMO DE CLAUDE LEFORT*

Convendría preguntarse por el estatuto paradójico del concepto de totalitarismo. ¿La ambición de este concepto no es la de designar, señalar la novedad esencial de nuestro siglo, lo que constituiría su especificidad, a saber, el surgimiento de una forma de dominación total? En este sentido, estamos ante una dominación inédita, incomparable y que, en razón de su carácter inconmensurable, no podría reducirse a otras formas de dominación aparecidas en la historia; ya se trate del despotismo, de la tiranía o del fascismo, puesto que los fascismos no son necesariamente totalitarios. De esta forma, se percibe en quien recurre a este término, con la intención de subrayar «el sin precedente», la voluntad de no ceder al encanto de la repetición, fortalecida con la decisión crítica de no ocultar la novedad del totalitarismo, recubriéndola con denominaciones tradicionales. Podríamos hablar de una doble novedad: el totalitarismo es la novedad de nuestro siglo y, en este sentido, su núcleo (H. Arendt). Dentro de la historia de la dominación, pone de manifiesto una forma radicalmente nueva en todo lo que tiende a borrar la condición política de los hombres. Tanto la fidelidad, la sensibilidad hacia la experiencia de lo nuevo, como la distancia crítica que se refiere a las calificaciones tradicionales, dejan suponer la complejidad del concepto, una elaboración que implica una cierta interpretación de la historia, de lo socio-histórico moderno y un pensamiento reafirmado o reinventado de lo político. Dada su exigencia, esta nueva * Este texto apareció en C. Habib y C. Mouchard (dirs.), La démocratie à l´œuvre. Autour de Claude Lefort, París, Éditions Esprit, 1993, pp. 79-136.

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conceptualización no es suficiente para la constatación del acontecimiento, si bien conviene todavía interrogarse sobre las representaciones a partir de las que es posible pensar, de tomar conciencia de la mutación que comporta el fenómeno totalitario. A la pregunta que plantea ¿por qué estamos autorizados a hablar de totalitarismo?, Claude Lefort responde: «Detenerse en las características de la dictadura es quedarse en el nivel de la descripción empírica».1 Pese a la conceptualización que el término de totalitarismo exige, y que aún debemos desarrollar —tanto más precisamente cuanto no está unificada, sino que aparece distinta de un autor a otro, e incluso en un mismo autor, según las perspectivas desde las que surja— esta paradoja ha sido simplificada al extremo. «Vocablo gastado», verifica Claude Lefort, e incluso devaluado por lo que se refiere a su fuerza interpretativa. En el equívoco, el término parece remitir a toda dictadura caracterizada por la concentración de los poderes y la supresión de las libertades fundamentales. Banalización, equívoco, por cuanto se difuminan las distinciones y se borran las fronteras. ¿No hablan algunos de «totalitarismo democrático» y otros de «democracia totalitaria»? Aquí amenaza la célebre noche en la que todos los gatos son pardos. Curiosamente, el proceso al totalitarismo instruido en el paso de los años 1970-1980 ha reforzado la confusión; ya sea porque esta denuncia sirve para defender los valores de Occidente y la democracia como un régimen instituido con derechos adquiridos; ya sea porque el término se mezcló con una denuncia de la dominación estatal a través de los siglos y de la que totalitarismo y democracia no representarían más que dos formas de intensidad variable; ya sea porque el proceso al totalitarismo lleva al odio por la política, como si el totalitarismo representara su exceso. De ahí la desengañada puntualización de Cl. Lefort: «Quienes atacaron al totalitarismo, con una prudencia proporcional a la prudencia cautelosa de comunistas y socialistas, no han intentado concebirlo».2 También podemos suponer, legítimamente, que, tras la simplificación y confusión, se ocultan una negación del fenómeno y una resistencia a la conceptualización que exige toda reflexión. 1. Cl. Lefort, L´Invention démocratique, París, Fayard, 1981, p. 98. 2. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie, París, Gallimard, col. «Tel», 1979, préface, p. 27.

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En rigor, se acepta emplear, con desgana, el término; pero, inmediatamente, se niega todo contenido preciso, se elimina toda crítica y, por ende, la facultad de designar una mutación política fundamental. Una forma más sofisticada de resistencia sería la de tomar como pretexto la trivialización del término para reducirlo, abandonarlo a la doxa, con el propósito de oponerlo a las exigencias de cientificidad y a una verdadera conceptualización que quedaría al abrigo de la ideología. Esto es lo que ha nutrido, por ejemplo, el rechazo marxista bajo sus distintas formas. También puede producir otra estrategia. Hay quienes, deseosos de comprender la específica novedad de nuestro siglo, se ponen, no del lado del totalitarismo, sino del de la técnica, dispensando de hacer del Estado totalitario un efecto de acompañamiento. De dónde viene esta resistencia si no es de una adhesión al proyecto histórico de emancipación cuyo fracaso presente no se quiere reconocer. Sus errores y sus faltas se consideran contingentes; negándose a formular la pregunta por las cuestiones más arduas, a pesar de que, lo que ha aparecido bajo el nombre de socialismo, siguiendo la estela de las revoluciones obreras y campesinas, es un sistema de opresión sin precedente en la historia, e impidiendo la búsqueda, en el seno mismo del proyecto, de las fuentes de esta monstruosa inversión. Para terminar, rechazamos el término, dados el carácter excesivo y la errónea construcción teórica del concepto de totalitarismo, como si el referente, de alguna forma, estuviera contaminado por su objeto. Por el contrario, podemos apropiárnoslo y, al margen de toda conceptualización, hacer de él una suerte de contrapunto que permita justificar el orden establecido y desacreditar, por adelantado, la invención de una nueva forma de emancipación. Y los que han convertido el término en una palabra de moda se han preguntado, por un instante, lo que el término podía significar. Los que actúan en un sentido y en otro, ¿son conscientes? Dejando a un lado su ceguera, ¿se han molestado en comparar las concepciones singulares del totalitarismo, tales como la de R. Aron, la de C. Fiedrich, la de H. Arendt o la de Cl. Lefort? ¿Han intentado discriminar entre una crítica liberal, republicana, libertaria del totalitarismo? ¿Sospechan la existencia misma de estas diferencias? Ésta es, precisamente, la razón por la que, frente a esta paradoja, este embrollo, es necesario restituir toda la carga filosófica del término totalitarismo; pues no se trata sólo de una palabra 141

sin más, sino del fruto de una paciente elaboración crítica. Para llegar hasta aquí no hay mejor vía que la de recorrer el camino ya trazado por un autor —en este caso, Cl. Lefort. Este pensador no ha dejado de preguntarse, por las sendas más diversas, sobre el totalitarismo, de analizar el hecho totalitario luchando contra la banalización y el equívoco, convencido de que el totalitarismo, en cuanto forma de dominación inédita, pretende la destrucción del vínculo humano, del vínculo entre los hombres y del vínculo entre los hombres y la humanidad. Difícil reflexión sobre el totalitarismo, tanto más compleja y fecunda cuanto comprende —y ésta es mi hipótesis— si no dos teorías (el término resulta quizá un poco forzado); al menos, dos estados o, mejor dicho, dos constelaciones diferentes de la teorización. Como mejor se percibe la distancia entre opinión y verdad es con la repetición de un movimiento pendular, movimiento que tiene lugar en un horizonte diferente cada vez. En el recorrido de este itinerario, me he marcado, fundamentalmente, dos objetivos: — En primer lugar, explorar, explicitar y desarrollar los presupuestos teóricos y las articulaciones conceptuales que producen o acompañan la elaboración del concepto de totalitarismo. Si admitimos que existen dos interpretaciones, habremos de describir los marcos teóricos de cada una de ellas, preguntándome por los puntos de divergencia, las inflexiones y las eventuales repeticiones. Podemos presumir que hay mucho que examinar, ya que la primera constelación toma su forma del interior del marxismo, de un marxismo auténtico en la fidelidad a la inspiración crítica de Marx; mientras que la segunda hace lo propio desde el exterior del marxismo, en un impulso de redescubrimiento de lo político que podríamos calificar como maquiaveliano. — En segundo lugar, analizar los problemas, es decir, circunscribir los horizontes teóricos y prácticos en los que quedan delimitadas las dos constelaciones. De lo que se colige, fácilmente, que podemos esperar encontrar una diferencia sensible entre una interpretación crítica del totalitarismo pensado desde el comunismo —o, más exactamente, de la socialización acabada— y una interpretación que se fija como proyecto radicalizar la crítica, una radicalización que comporta una reelaboración, no desde la perspectiva de la democracia, sino desde la de la revolución democrática. 142

En diferentes ocasiones, el propio Lefort ha descrito su itinerario, insistiendo, cada vez, en el replanteamiento teórico de comienzos de la década de 1960, una vez consumada la ruptura con Socialisme ou barbarie, que se produjo en 1958. No ha vuelto a hacer mención de una nueva conceptualización del totalitarismo. Más que insistir en la cuestión de la continuidad y la discontinuidad, bastaría la constatación de la persistencia de la crítica del totalitarismo y, simultáneamente, las variantes teóricas; bastaría, para este propósito, retener la siguiente afirmación de Cl. Lefort: «Mis antiguos análisis me han otorgado el poder de rebasar sus límites».3 A lo dicho, añadiría que la cuestión del totalitarismo y de su concepción crítica es un excelente observatorio para comprender este itinerario. Es necesario corroborar esta apreciación de un intérprete que saluda en la última obra de Cl. Lefort, Écrire à l´épreuve du politique, una evolución de su tradición de pensamiento de origen, la fenomenología, a la tradición crítica. Por lo que a mí se refiere, prefiero dedicarme (y en esta tarea estoy auxiliado, felizmente, por la cuestión del totalitarismo) a repasar un itinerario de pensamiento político e, indisociablemente, filosófico, que tendría su origen en la crítica de los análisis de Trotkski sobre la URSS y su desembocadura en un redescubrimiento de Maquiavelo, bajo el signo de la división originaria de lo social y del nexo entre la ley y el deseo, siempre irreprimible, de libertad. Así, tenemos dos estados de conceptualización: — La primera constelación comprende, principalmente, el ensayo: «Le totalitarisme sans Staline» (Socialisme ou barbarie, n.º 14, julio-septiembre de 1956), que precede, por poco, a la revolución de Hungría. Un grupo de textos gravita en torno a este ensayo fundamental en el que se condensa la problemática de este período —la del marxismo antiburocrático. Podríamos ubicar este primer conjunto entre «La contradiction de Trotski» y «Le problème révolutionnaire» (les Temps modernes, diciembre de 1948-enero de 1949) y «Qu´est-ce que la bureaucratie?», Arguments, n.º 17, 1960) que, como el propio Lefort reconoce, representa un momento decisivo en su itinerario. — La segunda constelación se compone de una serie de textos mucho más recientes, inaugurada por Un homme en 3. Ibíd., p. 13.

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trop,* publicado en 1976. Conviene subrayar que, entre 1960 y 1976, a excepción del ensayo referido a la ideología, no consagra ningún texto al totalitarismo; como si, hasta esta última fecha, se tratara de una cuestión determinada. En cambio, entre 1976 y 1980 se sucede una serie de textos (cinco exactamente), motivada por los acontecimientos de Polonia y la llegada al poder de la izquierda, textos que serán recuperados en L´Invention démocratique, publicado en 1981, con el subtítulo de Limites de la domination. A todo ello habría que sumar el ensayo crítico dedicado a Orwell, «Le Corps interposé» (Passé Present, n.º 3, 1984). El intérprete está bien provisto para comprender, de la mejor manera posible, la evolución entre estas dos constelaciones, puesto que Cl. Lefort ha brindado al público textos de «auto-análisis» en los que, él mismo, ha intentado re-pensar su propio recorrido, esforzándose por subrayar los puntos de ruptura y el surgimiento de nuevas preguntas. Así, podríamos citar la advertencia final a Éléments d´une critique de la bureaucratie, de 1971, recuperada en 1979, en la segunda edición y bajo el título de Nouveau et l´attrait de la répétition; la entrevista con el Anti-mythes (n.º 14, abril de 1975); la nota final a la nueva edición de Éléments d´une critique de la bureaucratie (1979); «L´image du corps et le totalitarisme» (Confrontations, 1979); «Philosophe?» (1985). Y, todo ello, a la sombra de esa inmensidad que es Travail de l´oeuvre Machiavel (1971).

Totalitarismo, burocracia, revolución Sabemos (pero, ¿lo sabemos realmente?) que el proyecto de Socialisme ou barbarie se articuló en torno a una crítica de las tesis que, sobre la naturaleza social de la URSS, enunciara Trotski en La revolución traicionada; tesis que, en cuanto tales, constituían la plataforma de la «oposición de izquierda» y, posteriormente, de la IV Internacional. A tenor de estos principios, la URSS habría sido un «Estado obrero degenerado», es decir, un Estado * Ed. española Cl. Lefort, Un hombre que sobra. Reflexiones sobre El Archipiélago Gulag, Barcelona, Tusquets, 1980. [Nota de los T.]

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que, desde el punto de vista socio-económico, descansaba sobre fundamentos socialistas, pero cuyo aparato político habría sido acaparado por «una casta parásita», la burocracia que domina al proletariado. De ahí la degeneración. Desde el punto de vista práctico, se seguía que la tarea a alcanzar no era la de la revolución social, sino la de la revolución política destinada a liberar al proletariado de la dominación burocrática. La aportación de Socialisme ou barbarie hace referencia a cuatro cuestiones fundamentales: — La refutación de la tesis de las bases socialistas de la URSS. Partiendo de la distinción esencial entre el régimen jurídico de la propiedad y las relaciones de producción, C. Castoriadis, en un artículo seminal —«Les rapports de production en URSS»— demostraba que la nueva formación social aparecida en URSS ni era socialista, ni suponía un regreso al capitalismo clásico; sino un capitalismo burocrático que generaría una nueva división social entre dirigentes y ejecutores. — La refutación de la identificación de la burocracia con una casta parásita. La constitución de esta nueva sociedad, capitalismo de Estado, según Lefort, iría de concierto con la formación de la burocracia en cuanto nueva clase social dominante. Desde esta perspectiva, quedaba por resolver, con relación al marxismo, la cuestión de la génesis de esta clase y de las condiciones que la propiciaban. — La refutación del proyecto práctico. No se trataría tanto de derrocar la casta parásita que sería la burocracia mediante una revolución puramente política, como de efectuar un verdadera revolución social destinada a destruir esta nueva clase dominante y abolir la nueva división dirigentes/ejecutores. — La refutación de la identificación del totalitarismo como régimen político característico de la burocracia como casta parásita. De la misma fuente de la que surgía la hipótesis heterodoxa, según la cual, tras la estela de las revoluciones obreras y campesinas, no aparecía la sociedad sin clases anunciada por Marx, sino una nueva forma de división social sui generis, se precisaba la idea de que totalitarismo sería el nombre que mejor se ajustaba a esa nueva forma de sociedad. De esta forma, en el marco de una reflexión sobre la naturaleza social de la URSS y, siendo más ambiciosos, de una reinter145

pretación del proyecto revolucionario a partir de la naturaleza de la producción moderna, Cl. Lefort, en el grupo Socialisme ou barbarie, asume la misión de reflexionar sobre el totalitarismo. Volvamos al texto de 1956, «Le totalitarisme sans Staline». El movimiento de este ensayo va de una definición mínima del fenómeno totalitario a una definición máxima; definición que vendría a anular las anteriores, en el sentido de que las incluiría. Una definición mínima podría inducir al intérprete a tomar, equivocadamente, la parte por el todo. Una primera definición del totalitarismo, cuyo horizonte crítico vendría a refutar la pseudo-explicación del estalinismo a partir del culto a la personalidad, distinguiría tres rasgos fundamentales: — La concentración de todas las funciones políticas, económicas, sociales, jurídicas, culturales, etc., en una sola autoridad. — La imposición de un modelo de dominación, bajo control de la dirección, a todas las actividades. — El control de los individuos y los grupos por eliminación física de todos las formas de oposición. A decir verdad, lo que se designa como «un entramado de características» es de tal extensión, que acaba por componer un sistema. También se afirma, desde el principio del análisis, que «es rigurosamente absurdo separar la actividad política de la vida social total».4 Muy pronto aparece en el texto «la idea de la sociedad totalitaria». La interpretación del totalitarismo como «fenómeno social total» no debe ocultar la función específica que, en su constitución, juega una instancia propiamente política, a saber, el partido. De aquí se deriva una segunda definición que insiste en la relación esencial entre el estalinismo y el partido totalitario: «[El estalinismo] se confunde con el advenimiento del partido totalitario», escribe Lefort. Hemos de entender que, en el interior del partido, se efectúa la concentración de poderes; concentración que no aparecía en la primera definición y que justificaría la identificación del partido con el Estado, e incluso, el surgimien4. Cl. Lefort, «Le totalitarisme sans Staline», Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., p. 158.

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to del partido-Estado. Ésa es la forma que domina todas las instituciones y se desarrolla al margen de todo control. Librémonos de simplificar esta tesis. Cl. Lefort navega, con precaución, entre dos escollos, el politismo, de un lado, y el economicismo, de otro. Se sitúa al margen del politismo, por cuanto el intérprete del «Totalitarismo sin Stalin» se toma la molestia de precisar que el partido totalitario, «ese aparato político [que] se subordina directamente al aparato de producción»,5 no es un deus ex machina que daría forma a la realidad histórica en una suerte de vacuidad social. El aparato político del partido puede subordinarse directamente al aparato de producción en la medida en que la naturaleza de la producción moderna —su orientación a la concentración— requiere, suscita, un aparato político. Se sitúa al margen del economicismo, ya que esta correlación entre el partido y la producción moderna no es sinónimo de determinación. Ni el partido determina ya la producción moderna ni la producción determina la existencia y la forma del partido. El intérprete se rebela contra la tesis del partido-efecto, o del partido-reflejo, contra una reducción del partido a una simple instrumentalización del aparato de producción moderno. «Ni demiurgo» —el error del politicismo— ni instrumento —el error del economicismo— «el partido debe ser comprendido en cuanto realidad social».6 Consideramos que la imaginación sociológica debe dejar un lugar a la opción social, la opción de abolir las contradicciones del pre-estalinismo entre los medios utilizados y los fines invocados, la opción por cierta institución de lo social. Interesado en dar su lugar a la noción de acto, Cl. Lefort ve en el partido totalitario «un medio en el que se imponen las necesidades de una nueva gestión económica y se elaboran activamente las soluciones históricas».7 Esta concepción del partido como «realidad social» abre la posibilidad de una definición máxima del totalitarismo. En efecto, si el analista fija su atención en la función histórica del totalitarismo, las definiciones hasta ahora propuestas —el régimen político, la intervención de un partido de nuevo estilo— se revelan insuficientes y reductoras. Es necesario saber reconocer en 5. Ibíd., p. 174. 6. Ibíd., p. 175. 7. Ibíd.

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el estalinismo al agente de una formidable convulsión social que practica una doble exclusión del poder (frente los antiguos amos de la producción) y de control social (frente al proletariado). En paralelo a esta expropiación, surge una nueva clase dominante que acapara las tareas de dirección de la nueva sociedad. La aportación de la definición máxima es la siguiente: el totalitarismo se corresponde con la emergencia histórica de una nueva forma de sociedad —la sociedad totalitaria como formación social sui generis. La esencia del totalitarismo es un modo de socialización original, inédito, en relación con la estructura de la producción moderna, y que instaura una nueva división social bajo la aparente negación de esa división. Tres características definen el modo de socialización totalitaria: — Una tendencia a la integración social absoluta. — La imposición de un sistema normativo hegemónico. — Una sociedad de control total.8 Más que anular las definiciones precedentes, la definición máxima ejerce un efecto crítico que repercute sobre cada una de ellas. Aún resulta más difícil circunscribir el totalitarismo, en cuanto modo de socialización, a una forma de régimen político. El totalitarismo encierra, en sí mismo, una paradoja específica de la política totalitaria: teniendo por manifestación una politización extrema de todos los ámbitos —de donde se deriva la acusación de una excrecencia monstruosa del poder político— el totalitarismo desemboca en una desaparición de lo político como esfera separada. Lo mismo podría decirse sobre el partido. La definición del totalitarismo como modo de socialización exige pensar la heterogeneidad del partido totalitario en relación a otras formas de partido aparecidas en la modernidad. La complejidad y «la estructura de muñeca rusa» de esta teorización muestran que sólo se puede pensar rigurosamente el totalitarismo, sin pretender encontrar una determinación de última instancia, tejiendo y entrecruzando, sin cesar, tres hilos: el del capitalismo de Estado, el del partido totalitario y el de la burocracia; intentando aprehender las interrelaciones entre cada una de tres dimensiones, el juego cruzado de sus lógicas internas. 8. Ibíd., p. 190.

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Podemos preguntarnos, legítimamente, por las razones que indujeron a Cl. Lefort a pasar de la primera a la segunda constelación. Este paso no significa, en ningún caso, abandono. Es indudable que, para el analista de 1981, el hecho totalitario está siempre ahí, masivamente presente, con su constante exigencia de interpretación y, para reconocerlo en su especificidad, es necesario luchar contra múltiples obstáculos: la «utopía trotskista», la negación del hecho por parte de los diferentes partidos comunistas —recordamos la célebre frase «el así llamado fenómeno totalitario»— y la ceguera de los socialistas, incapaces de elaborar un análisis un poco coherente. Esta perseverancia en la crítica se acompaña, sin embargo, de un cambio de perspectiva conceptual y de horizonte político. A comienzos de la década de 1960, Cl. Lefort pone en cuestión el concepto mismo de revolución. En efecto, acaso no se trata de una ilusión que descansa en la creencia en una ruptura radical entre el pasado y el futuro, un momento absoluto y privilegiado en el que se haría presente el sentido de la historia. Esta crítica al monismo se une al rechazo de encerrar toda la historia en los límites de una clase singular. Ruptura manifiesta con la concepción marxiana de la clase obrera, según la cual, dicha clase sería el agente histórico que condensaría y concentraría todas las alienaciones; sólo ella susceptible, merced a la quiebra total de la alienación, de acceder, y hacer acceder a la humanidad, a una liberación radical. Al mismo tiempo, Cl. Lefort, en sus enfrentamientos con C. Castoriadis, profundiza en la crítica de la idea de la dirección revolucionaria y se esfuerza por provocar la aparición del conjunto de representaciones a las que se adhiere; especialmente, la de la organización. También rompe con la creencia en una fórmula general de organización de la sociedad, en una «solución», sea cual sea, que alimente la idea de una matriz de lo social; entendiendo lo social como una materia que hay que organizar, producir, configurar. Lejos de abandonar la crítica de la burocracia, Cl. Lefort profundiza en ella al actualizar todas las representaciones políticas que fomentan esta nueva forma de dominación. Sin embargo, no podríamos deducir de este conjunto crítico la tesis de que la revolución llevaría, necesariamente, al totalitarismo —Lefort deja esta simplificación a los que reconocen el terreno. Su trabajo crítico es mucho más serio y sutil; a decir verdad, más que con149

denar para siempre la idea de la revolución, se trataría de reformular en plural y de encontrar, al mismo tiempo y en otras formas, la exigencia de autonomía que ha arruinado la imposición del modelo bolchevique. Dentro del movimiento que sirve a Lefort para orientarse hacia una crítica democrática, de inspiración libertaria, de los proyectos modernos de emancipación, el autor pretende fijar los lugares de comunicación posible —y, por tanto, de deslizamiento— entre ciertas representaciones revolucionarias y la experiencia totalitaria. Esta contigüidad paradójica, que no es una fatalidad, sino un fenómeno social, podemos comprenderla mejor si, por un momento, recuperamos la visión que se ofrecía del totalitarismo en el texto de 1956. La fuerza y la originalidad del análisis de Lefort se debe al hecho de que piensa el totalitarismo desde el punto de vista del comunismo, o mejor dicho, por comparación con el comunismo. Lejos de hacer del totalitarismo una figura monstruosa de la dominación que remitiría a motivaciones psicológicas, o a los efectos de la técnica, Lefort percibe una forma de socialización sui generis de la que sólo se puede aprehender la esencia o la lógica interna por la relación que ella misma mantiene con el comunismo. Lefort escribe: «podemos decir que [el totalitarismo] es el reverso del comunismo. Es la alteración de la totalidad efectiva».9 Acertada fórmula que podríamos aproximar a la de Horkheimer en «El Estado autoritario» (1942): «El capitalismo estatal parece a veces casi una parodia de la sociedad sin clases».10 Alteración, parodia del comunismo, todo ello significa que, en el totalitarismo, existen dos movimientos inextricablemente mezclados, socialización y degradación; fracaso de la socialización en la medida en que este movimiento hacia la socialización se tropieza con una nueva división capital/trabajo, con la lógica implacable de una nueva sociedad de explotación. Sigamos un poco más de cerca el análisis: la socialización degenera en unificación de las creencias y de las actividades, la creación colectiva en pasividad y conformismo, la búsqueda de la universalidad en estereotipos de los valores dominantes. Trabajando, por otra parte, en el descubrimiento de «las exigencias positivas a las que viene a res9. Ibíd., p. 191. 10. M. Horkheimer, «El Estado autoritario», en Sociedad en transición: estudios de filosofía social, Barcelona, Península, 1976, p. 119.

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ponder el totalitarismo», Lefort accede a una forma superior de la crítica que supera, con mucho, la tesis de la mentira o de la manipulación instrumental para llegar a la de la ilusión, dar cuenta de su génesis, aceptar (aunque ello nos parezca de un racionalismo político estrecho) que los dominados son parte activa de la ilusión totalitaria. Ésta es, a juicio de Lefort, la función radicalmente nueva del partido: la de agente de la alteración. Al partido corresponde retomar las órdenes del comunismo, como proyecto histórico de reapropiación de la comunidad humana, reemprender la tarea de abolir todas las distinciones características del mundo burgués —distinción entre campo-ciudad, entre trabajo intelectual y manual, entre la vida del Estado y la cotidianeidad, etc.—, de abolirlas o, mejor dicho, de pretender abolirlas; ya que, incluso abolidas, estas distinciones se reinstauran y se alzan, siempre potentes y extrañas, frente a los miembros de esta nueva sociedad totalitaria. En cuanto al origen de esta alteración, todo sucede como si, por mediación del partido, la sociedad totalitaria se constituyera antes de la revolución (lo que sería una revolución social anti-burocrática que destruiría la nueva división dirigentes-ejecutantes denunciada, en 1917, por muchos grupos, tales como Oposición obrera), como si existiera después de la revolución; jugando todo el tiempo con el señuelo que entraña la confusión entre la revolución hecha (la de la burocracia) y la revolución por hacer (la revolución del proletariado). Ante esta encrucijada, este nido de confusión, entendemos mejor la economía del Terror que, frente a lo insuperable en el marco existente de la nueva explotación, se afana por invocar el período transitorio para confundir el antes y el después, para engendrar la confusión entre la lógica de una sociedad reaccionaria en todos los planos y la de una sociedad revolucionaria in statu nascendi. En este sentido, el Terror funciona como un sustituto de lo que podría ser la espontaneidad colectiva de una sociedad que se constituye en la experiencia de una revolución auténtica, es decir, de una revolución que, destruyendo cualquier nueva forma de división social, permitirá a sus participantes acceder a la autonomía. Y es aquí, precisamente, donde radica la alteración del comunismo que, por medio del velo de la ilusión, se erige en el secreto del atractivo innegable, formidable, que la nueva sociedad ejerce sobre miles de conciencias imbuidas del deseo de revolución, del deseo de superar la división; como si el 151

deseo de revolución aunara, en este nuevo universal concreto, la «necesidad de filosofía». Este análisis de la tesis de la alteración nos permite circunscribir, de la mejor manera posible, el núcleo esencial de la transición entre las dos interpretaciones del totalitarismo. Resulta evidente que, en 1956, la denuncia de la parodia genera, casi necesariamente, la exigencia de verdad; la reivindicación de una verdadera socialización, es decir, el socialismo definido como gestión colectiva de los medios de producción. En cuanto se abandona el binomio parodia/verdad, la sospecha también se ve afectada. En 1956, se trata de poner en cuestión el modo en el que se efectúa el proyecto —el ejercicio burocrático de la socialización y su confiscación en provecho de una nueva clase dominante—; posteriormente, el proyecto mismo de socialización será rechazado y criticado, en cuanto responsable de la desaparición de las diferencias entre la sociedad civil y el Estado y, más allá, de toda división interna de la sociedad. De ahora en adelante, el problema no es el de distinguir entre una socialización auténtica y un simulacro de socialización; sino el de mantener la distancia respecto a cualquier intento de borrar o superar las diferencias que manifiesta lo social, de romper con la ilusión de una realización de lo social. Volviendo a la ruptura con Socialisme ou barbarie, Lefort escribe en 1979: «Considero que la idea de una unificación inminente de todas las prácticas, de una socialización acabada, está estrechamente conectada al mito de una indivisión, de una homogeneización, de una transparencia interna de la sociedad, de la que el totalitarismo mostraría sus estragos, pretendiendo inscribirla en la realidad».11 Este redescubrimiento, esta revalorización de la distinción en el seno de lo social no significa, en ningún caso, el retorno a la distinción sociedad civil/Estado, característico del capitalismo burgués, una redefinición de esta distinción y de las que se dan entre las diferentes esferas de lo social —política, económica, jurídica, cultural, etc.— tal y como se manifiestan y desarrollan en el seno del universo democrático. La modernidad no es unánimemente capitalista, también está conformada por la revolución democrática que pone en marcha, sin fijarla en instituciones rígidas, una diferenciación de las esferas de lo social, irredu11. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 10-11.

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cible al estado de hecho del capitalismo. Se reafirma, en apoyo de este movimiento, la autonomía de la democracia en cuanto modo de socialización original. Es decir, se considera ilegítimo el intento de proyectar la historia de la democracia sobre la del capitalismo, mientras que la burguesía no ha dejado de luchar contra los efectos de la sociedad a cuyo nacimiento ha contribuido. Se trata de arruinar la expresión de «democracia burguesa», de hacerla estallar al reenviar cada uno de los dos términos hacia una historia propia y, lo suficientemente compleja, como para poder mezclarse sin confundirse. El horizonte político se revela radicalmente diferente: la crítica no se enuncia ya desde el punto de vista del comunismo en cuanto reapropiación de la comunidad humana; sino desde el punto de vista de la democracia o, más exactamente, de la revolución democrática. Se puede decir lo mismo de las modificaciones conceptuales que se observan a dos niveles: — Distancia frente al comunismo; pero, también, distancia frente al marxismo. Esta nueva teorización del totalitarismo se apoya en un redescubrimiento filosóficamente fundado de lo político, que se reivindica (aunque, dada la importancia acordada al partido, no podamos hablar de una sobreestimación de lo político en la primera teorización) en relación con la división originaria de lo social. Distancia en relación al marxismo al que se le reprocha, por una parte, haber pensado lo político como algo derivado, fuera cual fuera la voluntad de introducir mediaciones en la aproximación a lo socio-histórico y, por otra, no haber sabido pensar el conflicto —frecuentemente reducido a una dimensión puramente empírica— más que como algo históricamente provisional. No en vano, según la perspectiva marxiana, el conflicto de la sociedad de clases estaba destinado a desaparecer en la sociedad sin clases. — Podríamos hablar de un cambio de objeto: la nueva crítica del totalitarismo, es decir, la hipótesis (de origen muy complejo) de la imagen del cuerpo tal como aparece, desde 1976, en Un hombre que sobra y que se desarrolla, plenamente, en el texto de 1979, pretende responder a la cuestión fenomenológica del cómo. ¿Cómo se presenta, se manifiesta, la lógica de la indivisión en el totalitarismo, a través de qué vías lo hace, cuáles son las repre153

sentaciones que se utilizan para darle respuesta?; más exactamente, ¿cuál es la matriz de todo esto? Se sigue que, para dar razón de la segunda teorización, conviene no precipitarse con la hipótesis de la imagen del cuerpo, sino dar el rodeo que lo hace posible, a saber, la cuestión de la división originaria de lo social.

El momento maquiaveliano y la crítica del totalitarismo ¿Qué es lo que hemos de entender cuando colocamos la segunda crítica del totalitarismo bajo el signo del «momento maquiaveliano»? Esta expresión remite a la magistral obra de J.G.A. Pocock, El momento maquiavélico,* quien, a partir del resurgimiento del republicanismo en Italia, deriva una tradición filosófica y política que va del humanismo cívico florentino hasta la fundación de la República americana. A nuestro juicio, el recurso a esta constelación singular se justifica por cuanto se acepta la hipótesis de una transposición del momento maquiaveliano a nuestro tiempo. Retomemos sus elementos constitutivos al objeto de comprenderlos mejor. — La revalorización de la vita activa por parte de los humanistas, en oposición al privilegio cristiano que se acordaba a la vita contemplativa, se corresponde con el redescubrimiento de la cosa política y también contra la reducción o la negación marxista de la política, que redujo a ésta a la condición de elemento segundo y derivado de la infraestructura económica. — El ideal republicano que opone la forma republicana a la forma imperio respondería a la definición de la revolución democrática como elemento constitutivo del mundo moderno y a la reformulación del proyecto democrático a partir de una oposición susceptible de conocer distintas interpretaciones de la democracia y el totalitarismo. * J.G.A. Pocock, El momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica, México, F.C.E., 2002 (ed. original en inglés, The Machiavelian Moment, Princeton University Press, 1975). [Nota de los T.]

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— La república, capaz de materializar, con su intento de crear un orden humano, la finitud temporal, frente a la escatología cristiana, se correspondería con la determinación, por parte de los pensadores de lo político, de rechazar el historicismo marxista al objeto de redescubrir el tiempo de la praxis, el tiempo de la acción política. Esta transposición vendría a reforzar una hipótesis suplementaria, en virtud de la cual, existiría, en el seno de nuestra modernidad política (al menos, a nivel del pensamiento de lo político), una suerte de fatalidad de la filosofía política, a un tiempo, don y castigo, que conduciría a quienes plantean la cuestión de lo político a encontrarse con Maquiavelo, o, más exactamente, a emprender un camino que les llevaría a una crítica de Marx o del marxismo, a una relectura presente de Maquiavelo, una relectura del presente. La apertura de un itinerario complejo de Marx a Maquiavelo y de Maquiavelo a nosotros se debería al hecho de que algunos entenderían que aquello que su pasión política les había impulsado a buscar en Marx —un pensamiento del conflicto a través de la doctrina de la lucha de clases, una determinación del campo político como espacio del surgimiento de la libertad— se hallaría, de una forma mucho más radical, en Maquiavelo, en la medida en que, para éste último, la cuestión política no estaría destinada a desaparecer con el advenimiento de una sociedad sin clases; sino a ser pensada y planteada como consustancial a la «condición humana». Muchos han sido los que han tomado esta vía: Simone Weil, con su obra Oppression et liberté; H. Arendt que, en distintas obras, ha analizado las relaciones entre Marx y Maquiavelo; Merleau-Ponty, cuya duda sobre la condición política del hombre se nutre de un diálogo incesante con Maquiavelo; finalmente, Claude Lefort, el primero en quien podemos seguir las diferentes etapas de este camino. ¿Qué Maquiavelo hallamos en este último autor? Si observamos en Claude Lefort el movimiento general descrito con anterioridad, pero aún más acentuado y fundado que en otros pensadores, conviene precisar, una vez reconocida la relación crítica con Marx, que, para él, no sería prioritario orientarse hacia el republicanismo a través de Maquiavelo —tendencia que podría atribuirse a Pocock y a Skinner—, sino mostrar cómo el nombre de Maquiavelo hace referencia a la división originaria de lo so155

cial. Para un pensamiento pre-marxista, la fuerza de Maquiavelo no estaría relacionada con su preferencia por la república —¿dónde estaría, en este caso, su vigor crítico en relación a Marx?— sino con el nexo que establece entre la división y la institución políticas. Así, en el Travail de l´oeuvre, que interpreta a Maquiavelo, especialmente el cap. IX del Príncipe y el cap. IV de los Discursos, Lefort insiste en la división del deseo en la ciudad; por el lado de los señores, el deseo de oprimir, de mandar; por el lado del pueblo, el deseo de no ser gobernado, de no estar sometido a los señores, el deseo de libertad. «Debemos concluir, en efecto, que el orden de la Ciudad exige la expansión del deseo de los hombres, en un doble movimiento en el que dicho deseo se opone a sí mismo; que este orden no resulta de una represión del deseo, merced a la instancia de la razón, sino de la emergencia de la división... y que se instauran, de una sola vez, potencia, ley y libertad».12 Como subraya Cl. Lefort, Maquiavelo crea una nueva concepción de la ejemplaridad de Roma, que rompía con la opinión clásica que compartía la juventud republicana de Florencia; para quien la grandeza de Roma tenía su origen en la sabiduría de su constitución republicana, gracias a la cual, se habían contenido los deseos de la multitud y había sido posible el reinado de la unidad. Por el contrario, Maquiavelo hace de la discordia, de la desunión interna —la lucha entre el Senado y la plebe— el espacio, la fuente misma de la libertad romana. «Sostengo que quienes condenan los tumultos de la nobleza y la plebe condenan la que fue causa primera de la libertad romana, dejándose afectar más por los ruidos y los gritos que por los beneficios que producen».13 A decir verdad, se plantea otra versión del momento maquiaveliano. Si Pocock ponía el acento en la ruptura entre Maquiavelo y el humanismo cívico, Cl. Lefort interpreta de manera muy distinta la elección del autor de los Discursos. Para éste último, la grandeza de la República tenía su origen en su capacidad para acoger el conflicto, para permitir la desunión entre el partido de los señores y el partido del pueblo, para vivir en el clima agitado de los tumultos, para inclinarse por el acontecimiento antes que por el sueño de la estabilidad. Todo ello engendraría las «buenas 12. Cl. Lefort, Travail de l´œuvre Machiavel, París, Gallimard, 1972, p. 480. 13. Citado por Claude Lefort en Écrire. À l´épreuve du politique, París, CalmannLévy, 1992, p. 144.

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instituciones».14 De estas características de la división y de la libertad política se desprende otro concepto de ley que remitiría, no a la idea de medida, sino a la de la desmesura del deseo de libertad, el deseo del pueblo, deseo de ser y no-deseo de tener. Para Maquiavelo, la multitud, desde este punto de vista, se revela más sabia y constante que el príncipe. Ciertamente, Roma ya no está en Roma; pero, como nos ha enseñado Cl. Lefort en sus análisis del totalitarismo, el deseo de unidad, tan equívoco en un Estado, no habría perdido ni un ápice de su atractivo. En el caso de Lefort, la recuperación de Maquiavelo es, también, la recuperación de un pensamiento de lo social bajo el signo del conflicto, de la división. Ahora bien, bajo el manto de Maquiavelo, se insiste tanto en la quiebra característica de toda ciudad humana como en el redescubrimiento de lo político; no tanto por su autonomía como por su función de instituir lo político en la relación que mantiene con la división originaria de lo social. En el texto publicado con Marcel Gauchet,15 Cl. Lefort se alza contra una revalorización relativa de lo político, tal como lo podría llevar a cabo quien estuviera preocupado por introducir mediaciones —pensamos en el texto de L. Althusser, «Contradictions et surdétermination»— porque, bajo el manto de la «sobredeterminación» se mantiene, en última instancia, el carácter determinante de lo económico. Lo que se afirma, siguiendo una línea que va de Maquiavelo a Rousseau, es el carácter no derivado de lo político; al tiempo que se denuncia todo intento, por sofisticado que sea, de replegar lo político sobre lo económico, con el propósito de disimular mejor «el fundamento propio que encuentra, en lo social, la institución de un sistema de poder».16 El lugar de inscripción de un sistema de poder se plantea como una pregunta: «La pregunta que hace de lo social su origen. La lógica que organiza un régimen político, más allá del discurso explícito en él, en un principio, lo aprehendemos, es la de una pregunta articulada con el interrogante abierto por el acontecimiento, en el advenimiento de lo social como tal. Una sociedad, a través de

14. Ibíd., pp. 144-145. 15. Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie: le politique et l´institution du social», Textures, 1971/2-3, pp. 7-78. 16. Ibíd., p. 8.

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sus formas de reparto del poder, confirma el hecho de que allí donde exista sociedad, habrá de aparecer lo social».17 Lo dicho con anterioridad podría traducirse en otra pregunta referida al enigma de lo social: ¿Por qué existe lo social antes que la nada? Como si toda manifestación de lo social, toda aparición de lo social estuviera, al mismo tiempo, asediada, habitada por la amenaza de la disolución; «la amenaza de pérdida de sí que habita lo social —amenaza consustancial al ser de lo social».18 Ésa es la cuestión a partir de la que se instituiría todo régimen político y a la que, en su singularidad, intentaría responder. Aquí es donde hallamos la división del deseo señalada por Maquiavelo. La experiencia de esta división es la que permite a lo social remitirse, paradójicamente, a sí mismo; la que hace posible que aparezca como tal, sin poder disociarse de su manifestación. ¿No podría considerarse —aunque sólo sea para comprenderla mejor desde un punto de vista pedagógico— esta división originaria de lo social, a nivel simbólico y a nivel de una ontología de lo social —de un pensamiento del ser de lo social— como la transposición de la teoría kantiana de la insociable sociabilidad? En Ideas para una historia universal en clave cosmopolita (IV Proposición), Kant escribió: «Entiendo aquí por antagonismo la insociable sociabilidad de los hombres, esto es, el que su inclinación a vivir en sociedad sea inseparable de una hostilidad que amenaza constantemente con disolver esa sociedad».19 En vez de invocar una lucha de tendencias antagónicas, tal vez convendría más hablar de una oscilación originaria, consustancial al ser de lo social, entre «el intercambio y la lucha de los hombres», por retomar los términos de un antiguo trabajo de Cl. Lefort sobre Marcel Mauss. Intercambio y lucha de los hombres; la conjunción da cuenta de esta coexistencia primera entre el nexo y la división: «Sólo el hombre puede descubrir al hombre que es el hombre, igual que sólo él puede poner esta verdad en peligro. Es promesa de humanidad o amenaza de alienación. La fórmula spinozista, “el hombre es un dios para el hombre”, tiene su corolario negativo».20 17. Ibíd., p. 9. 18. Ibíd. 19. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, Madrid, Tecnos, 2001, pp. 8-9. 20. Cl. Lefort, Formes de l´histoire. Essais d´anthropologie politique, París, Gallimard, 1978, p. 28.

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Desde esta perspectiva, se descarta toda representación de lo social como totalidad masiva, compacta, plena, constituida por un repliegue sobre sí misma —lo que incluye una crítica de la reciprocidad— y, por tanto, todo proyecto de totalidad armoniosa, reconciliada; pero también una representación de lo social como totalidad negativa, negatividad que habrá de entenderse como déficit provisional de lo social que está destinado a coadyuvar al advenimiento de un social plenamente social: la totalidad reconquistada y transparente para sí misma. Fenomenología de la sociedad que, ajena a la perspectiva dialéctica, no deja de explorar «la carne de lo social»: «un medio diferenciado que se desarrolla a partir de su división interna, y sensible a sí misma en todas sus partes».21 De todo ello se deriva un nuevo pensamiento de lo político, libre de toda derivación. En efecto, la estructura política de una sociedad se hace inteligible en el análisis de la relación característica que una sociedad establece con el hecho de su existencia, a partir de la división que la constituye y que instituye.22 Recordemos brevemente esta conocida oposición para volver sobre ella. La democracia se constituye en la aceptación, en la asunción de la división originaria de lo social. Esta forma de sociedad, este modo de socialización (cualquier definición en términos de régimen político es insuficiente) reconoce la legitimidad del conflicto en su seno; como si la democracia fuera la sociedad que deja libre curso a la pregunta que lo social no deja de plantearse, pregunta irresoluble y, de alguna manera, destinada a ser interminable. Podríamos hablar de una experiencia desmultiplicada del conflicto por cuanto la democracia, al tiempo que abre, hasta cierto punto, la expresión al conflicto de clases por medio de la instauración de mecanismos de luchas por el poder, instituye una división del poder y de la sociedad civil; ella misma, a pesar de sus instituciones, espacio de conflicto permanente, puesto que cada uno de los polos siempre desea reducir la potencia del otro. El totalitarismo se define, por el contrario, como ese modo de socialización que procede de una fantástica negación del conflicto, sea porque haya pretendido abolir la división, sea porque procure llevar a cabo un desgarramiento, concebido como histó21. Cl. Lefort, Écrire à l´épreuve du politique, op. cit., p. 71. 22. Artículo de Claude Lefort y Marcel Gauchet en Textures, op. cit., p. 14.

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rico y reducible. Esta vocación universal, creadora de una lógica identitaria, asume la tarea de realizar la socialización y formar un poder exterior a lo social en un lugar desde el que cree poder acceder, por su posición de superioridad, a un dominio pleno de lo social. Ésta es una de las múltiples paradojas del totalitarismo que, en la lógica del sistema, da paso a otra negación. Es evidente que, cada una de las dos formas, en la medida en que una plantea la división como irreducible y la otra como reducible, se corresponde con una concepción y, por tanto, con una institución diferente de lo social. Acaso la idea misma de un social enigmático no haría de la identidad misma de lo social algo enigmático, desafiando, para siempre, la definición que convendría a una entidad sustancial y estable. Siguiendo la lógica del universo democrático, que se construye sobre la incertidumbre, la movilidad (denunciada airadamente por Lamennais en el siglo XIX) y la exposición a la diferencia, no es posible comprometerse con la vía de un repliegue de lo social sobre sí mismo, con la plenitud; sino con un modo de existencia cuyo ritmo viene marcado por una oscilación, esencialmente inestable, entre la unión y la división. Formación y manifestación de las diferentes esferas de la sociedad, apertura a la exterioridad en la medida en que la democracia puede acoger una verdadera experiencia de alteridad, esta forma de sociedad a la que podemos añadir el sentido whitmanniano de la multiplicidad como proliferación maravillosa de lo semejante y de lo diferente —coexistencia de actividades, de pasiones, de búsquedas, de temporalidades, de los ritmos más heteróclitos— sólo puede conducir, al margen de los fantasmas de la totalidad, a una experiencia de lo irreducible en la que vienen a confluir y fundirse una especie de descomposición de lo social que se escapa a sí mismo y su indeterminación. Este movimiento característico de la democracia, esta prueba renovada de la no-coincidencia consigo misma, de la descomposición —lo que Cl. Lefort designa algunas veces como democracia salvaje— puede suscitar movimientos contrarios, ya que algunos de los individuos o de los grupos que la forman no pueden soportar más las «turbulencias» del estar-en-sociedad democrática. Ésa es la razón por la que el totalitarismo amenaza siempre en el horizonte —ninguna garantía institucional puede preservarnos de ello. El totalitarismo ofrece el espejismo, aunque no se viva como tal, de una definición de lo social y, en el 160

proyecto de una adecuación a esta definición, el espejismo del acceso a un social plenamente positivo, sustancial, que coincide, por fin, con la superación de su descomposición. Los agentes del mundo totalitario poseen un conocimiento previo de lo social (plantear la división como reducible anula el enigma de lo social), el conocimiento de su esencia y de su modo de actualización. Dichos agentes están en disposición de construir, gracias a una fórmula o una solución, un mundo que alcanzaría la plenitud de la existencia social al cerrarse sobre sí, en una perfección inmóvil, ya sea por la valoración de una naturalidad cualquiera, ya sea por la abolición de las clases antagonistas, hermosa totalidad que está llamada a permanecer tal. El atractivo de este universo construido contra la incertidumbre y la confusión democráticas parece residir en su capacidad para terminar con las tormentas de la división y con la abertura de la indeterminación. Para analizar esta segunda teorización podríamos hablar de un cambio de horizonte político, de un cambio de espacio conceptual. Ahora bien, en la teoría de Cl. Lefort, la democracia posee la virtud de aunar estos dos cambios. La audacia del pensamiento democrático consiste en atreverse a confrontar el moderno proyecto de autonomía con los «irreductibles de lo político» —división originaria de lo social, pero también división del deseo de libertad, si aceptamos reconsiderar la hipótesis de la servidumbre voluntaria, singularmente reactivada por la interpretación política y filosófica del totalitarismo. Ello no significa que el pensamiento se resigne; muy al contrario, consciente de la inversión del proyecto moderno de la emancipación, no renuncia a ella, sino que intenta re-pensarla abriendo la senda de la complicación. Así, desde el punto de vista de la «invención democrática» —este movimiento característico de la sociedad moderna que plantea, de manera renovada, la diferencia de naturaleza entre régimen libre y tiranía— se replantea la crítica de la dominación. Queda por resolver, desde esta perspectiva novedosa y más allá de la hipótesis del disfrazamiento del comunismo, la cuestión del funcionamiento interno del totalitarismo. Si el totalitarismo es esa forma de sociedad moderna, y a pesar de las señas de arcaísmo que presenta, post-democrática y anti-democrática —movilizada contra la invención democrática— que descansa sobre la representación del pueblo-Uno, ¿cómo se 161

construye esta representación? ¿Cómo se efectúa esta negación de la división interna? Y es exactamente aquí, en este estadio de representación, en la cuestión del cómo, donde Cl. Lefort introduce la hipótesis de la metáfora del cuerpo, que tiene por ambición describir la lógica de identificación del totalitarismo y explorar las figuras de la servidumbre voluntaria que en ella se manifiestan. En términos de Claude Lefort, aquí podría definirse el estatuto. Desde la filosofía política y en una relación compleja con la tradición (porque no se trata sólo de una recuperación de la teoría de los regímenes políticos), Claude Lefort sostiene que una sociedad se distingue de otra «por una cierta configuración de la coexistencia humana», un patrón característico, de principios generadores, un modo singular de institución de lo social. Configuración que se acompaña, según el texto esencial de 1981, «Permanence du théologico-politique?» («¿Permanencia de lo teológico político?»), de una significación y una puesta en escena de las relaciones sociales que son, a un tiempo, una experiencia de la coexistencia humana y una experiencia del mundo. Ahora bien, la metáfora del cuerpo propia del totalitarismo es la figuración del esquema que rige el orden social totalitario. La metáfora del cuerpo, constitutiva e indisociable de la configuración y la puesta en escena del totalitarismo, es, en primer lugar, la puesta en escena de la institución totalitaria de lo social, por la que la sociedad se da una casi-representación de sí misma; por ella, y a través de ella, el pueblo queda completamente figurado y se le atribuye una identidad sustancial que permite a lo social cerrarse sobre sí mismo y ahoga la pregunta sobre sí que no deja de habitarle. Por el contrario, se comprende fácilmente que la democracia se sitúa del lado de lo infigurable, de lo irrepresentable —¿cómo representar lo carnal?—, puesto que gracias al rechazo mismo de la figuración se preserva mejor la indeterminación de la sociedad democrática y la dimensión simbólica de lo social —sin que ningún imaginario venga a ocultarla. La institución democrática, como ninguna otra, expone, de forma cruda, la distinción y el juego de las articulaciones entre el polo del poder, de la ley y del saber —lo que no significa que sea visible en lo social empírico—; al tiempo que posibilita el desarrollo de la división y los procesos de diferenciación. 162

Retomemos, cuidadosamente, la hipótesis de Cl. Lefort al objeto de no reducir su complejidad. La metáfora del cuerpo no es una hipótesis integradora, sino que funciona a distintos niveles. La lógica del sistema totalitario pone en evidencia «una imagen nueva del cuerpo social». No basta con definir el totalitarismo como fantástica negación de la división interna, convendría añadir que esta negación se acompaña de la afirmación de la división entre el interior indiviso —el pueblo-Uno— y un exterior representado como un otro maléfico. ¿Reubicación de la división? Se trataría más bien de la proyección de la división hacia lo que este interior indiviso plantea y produce como exterior. En este primer nivel, la metáfora del cuerpo, por su idea de unidad, por la indivisibilidad que se le atribuye, permite trazar una frontera entre el interior y el exterior. La primera dimensión hace referencia a la identidad, a la integridad del cuerpo; la segunda, a todo lo que puede causarle perjuicio. Se trata de reconocer que estamos ante un organicismo que funciona, simultáneamente, como un movimiento de inclusión —la inserción en un Nosotros colectivo— y como un proceso de exclusión, de expulsión, que están, evidentemente, conectados. En la medida en que el Nosotros se constituye como cuerpo, el otro maléfico, rechazado en nombre de la «profilaxis social», es eliminado como desecho, daño o parásito, capaz de corromper la salud del Nosotros. Este movimiento ya había sido subrayado en Un hombre que sobra. Hace falta la imagen de este enemigo, de este otro para sostener la del pueblo unido, sin división. La operación que instaura la «totalidad» exige siempre la que suprime a los hombres «que sobran»; la que afirma al Uno impone la que suprime al Otro. Sin embargo, apenas se hacía mención del cuerpo; sino que se interpreta la empresa de la «profilaxis social» descrita por Solzhenitsin como el fantasma «de un cuerpo aséptico». En todo caso, la nueva hipótesis es mucho más ambiciosa, ya que pretende dar cuenta del imaginario totalitario y de su dinámica. La metáfora del cuerpo es la imagen que la sociedad totalitaria se hace de sí misma como cuerpo —donde aparece ante sí misma como cuerpo—, es decir, el esquema gracias al que instituye la separación entre el interior y el exterior. Podríamos hablar de una doble génesis: por la determinación del interior, asegura su identidad sustancial, su integridad, e incluso, su pureza; al cerrarse sobre sí misma, determina como algo propio lo que se 163

encuentra en el interior de sus propios límites, de sus bordes. En paralelo a la conquista de esta identidad, o contribuyendo a la conquista de esta identidad, se constituye a partir del rechazo de un exterior imaginario al que remite toda alteridad que amenace la negación de la división, el rechazo a la diferenciación; el espacio en el que expulsa todo lo que aparece como peligro de efracción o de intrusión. La ganancia no es poca. En este sentido, el término de génesis no es adecuado; a decir verdad, se trata de la institución continuada de la sociedad totalitaria, porque la frontera no deja de desplazarse, ni se paraliza ni se detiene el juego del interior y el exterior, puesto que dicho juego está en el doble movimiento necesariamente conjunto de inserción y exclusión. Por añadidura, la función de la imagen del cuerpo desborda ampliamente esta institución continuada de lo social mediante el establecimiento de una separación entre el interior y el exterior. Podríamos estar tentados de preguntarnos, sabiendo que la relación con la exterioridad no se puede ignorar jamás, por lo que ocurre en el interior. En este punto, la perspectiva de análisis se desplaza considerablemente, puesto que Cl. Lefort cuestiona, precisamente, a la ideología totalitaria, a partir de la que va a intentar una «investigación» filosófica. En adelante, habremos superado la negación de la división; o, más bien, el intérprete asumirá la tarea de seguir mucho más de cerca los desarrollos de la negación de que se nutre la ilusión totalitaria. Dado que estamos inscritos en la ilusión, lo que significa —además de la crítica de las tesis instrumentalistas y la consideración del deseo de los miembros de la sociedad totalitaria en la génesis de la ilusión— que los agentes del sistema totalitario son ellos mismos presos de la ilusión que contribuyen a crear, en un juego de representaciones cuyo secreto se les escapa. Reino de las «ideas oscuras», de la confusión —¿se trata del entrecruzamiento de los límites de la sociedad civil y del Estado— o, más bien, el reino de la nocontradicción? En la estela de la ilusión totalitaria, el principio de no-contradicción deja de estar vigente. A continuación, Cl. Lefort descubre dos no-contradicciones que aparecen en este extraño universo. De una parte, no existe contradicción entre la representación del pueblo-Uno, indiviso, y la del partido, paradójicamente separado del conjunto social; de otra, no existe ventaja entre la representación del pueblo-Uno y la del poder todo164

poderoso, omnisciente, distinto de la sociedad y que culmina en la figura del Egócrata. Entendamos que lo que, en la efectividad social, introduce la división interna es percibido a través de la imagen que la sociedad totalitaria se da a sí misma como cuerpo, como algo no-contradictorio, como algo que no introduce la diferencia, como algo que no alcanza a la indivisión proclamada, afirmada. Pero, ¿podemos permanecer ahí, en el reino de la ilusión? Sea como fuere, una explicación en términos de negación resultaría insuficiente. Lo que queda al descubierto con el descubrimiento de otra función de la imagen del cuerpo es la puesta en marcha de un proceso dinámico, afirmativo, un proceso de identificación generalizado, el despliegue, mejor aún, el desencadenamiento de una lógica identitaria de tal naturaleza que, por medio de «ideas claras y distintas», introduciría la diferencia y, por tanto, la división, que se consideraría como algo idéntico, de suerte que la imagen del cuerpo ocultaría la diferencia e, incluso, la absorbería. Tomemos el caso del partido. Según Cl. Lefort, las dos representaciones, la del pueblo-Uno y la del partido pueden coexistir en el universo totalitario, el partido no aparece, en su manifestación misma, como algo dotado de una realidad particular. «El partido es el proletariado en el sentido de la identidad».23 Lo que podría traducirse en una teoría renovada de los regímenes políticos por la formulación siguiente: el totalitarismo es esta forma de régimen lato sensu que tiene por principio la identidad, que funciona con la identidad. El secreto de este principio identitario sería la imagen que esta sociedad se da a sí misma en cuanto cuerpo, en la medida en que la imposición de la representación corporal en lo social tendría por efecto, jugando con la pertenencia al mismo cuerpo, borrar la diferencia, digerirla, hacer prevalecer la identidad o la «mismidad» sobre todo origen de diferenciación. Puede decirse lo mismo por lo que se refiere a la representación del poder, que no comporta contradicción con la representación del pueblo indiviso. Precisemos que, en este último caso, se trataría más de una confusión o de una indistinción que de una identificación propiamente dicha. «Un poder tal, que se destaca del conjunto social y cuya totalidad sobrevuela, es 23. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, p. 248.

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confundido con el partido, con el pueblo, con el proletariado».24 El matiz es muy importante, puesto que evoca la imposible incorporación del poder en la sociedad y de la sociedad en el Estado. A decir verdad, observamos una lógica de la identificación que funciona en los dos sentidos, o, si se quiere, que es reversible. De una parte, funciona de lo más general o más comprensivo a lo concreto; la identificación que parte de un extremo de la cadena, el pueblo-Uno, hasta llegar al otro extremo, el Egócrata. Lo que significa, en el marco de la imagen del cuerpo, que la totalidad del cuerpo, o que el cuerpo como totalidad, se reconoce en una de sus partes en la medida en que ésta última parece ser su quintaesencia, como si este reconocimiento-identificación estuviera favorecido o, incluso, suscitado por la negación al comienzo de la división. De forma inversa, la lógica de identificación funciona de lo concreto a lo general, del Egócrata hacia el pueblo-Uno. «En cada caso, un órgano es a la vez el todo y la parte destacada que lo produce».25 Cómo no pensar en la definición anterior del partido totalitario, descrito en 1956, para percibir en ella la absoluta novedad como «el medio en el que el Estado se transforma en sociedad o la sociedad en Estado».26 Sin embargo, para dar cuenta de esta identificación, ¿bastaría recordar que el partido es agente de socialización? No parece. Recuperemos mejor los análisis del Hombre que sobra, a propósito de Stalin. El Egócrata es definido como «un amo que gobierna solo, eximido de las leyes, sino el que concentra el poder social en su persona, y, así, aparece (y se aparece) como si nada hubiera fuera de sí mismo, como si hubiera absorbido la sustancia de la sociedad, como si, Ego absoluto, pudiera dilatarse infinitamente sin encontrar resistencia en las cosas».27 Percibimos que existen distintas modalidades de identificación; al menos es lo que deja entender el término «confundir». Nos adentramos en un universo hechizado. Más allá de una simple encarnación de la totalidad social, aparecen, por parte del Egócrata, movimientos de dilatación —la parte se dilata hasta unirse, hasta alcanzar el todo—, de absorción de la sociedad, de consumición. Universo hechizado en el que, según la distinción propuesta en el 24. Ibíd., p. 249. 25. Ibíd. 26. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., p. 191. 27. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 62.

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artículo de Textures, ya no estamos en la estela de la ilusión; sino, más bien, en la de lo imaginario, a saber, «la conquista del poder por lo imaginario, la inscripción en lo real del gobierno del imaginario, la ocupación de la escena política por la empresa fantasmagórica de transformación de lo simbólico en algo real, gracias a la magia del Príncipe...».28 La sociedad aparece ante sí como una unidad imaginaria a través del cuerpo del tirano que le remite como un doble espejo de sí misma —»espejo perfecto del Uno». Cuerpo extra-ordinario, inconmensurable, fuera de las constricciones de la finitud, ni en el espacio, ni en el tiempo, cuerpo fantástico, simultáneamente, separado de la sociedad que domina y confunde con ella, desafiando lo imposible, ya se trate de las relaciones internas de la parte y del todo o de una coincidencia con aquello que tiende, sin cesar, a desbordarla; consumición interminable (como si el Uno, el todos Uno debiera trabajar sin descanso en la reducción de la multiplicidad inquietante del todos unos), que está secretamente expuesta a una tensión tal que el Otro se convertiría, de repente, en un Otro maléfico. «Así ocurre que este hombre, que está de más, se convierte en un hombre que sobra. Stalin aparece entonces como el parásito, el deshecho, el perturbador número uno».29 Un grado más de opacidad. La identificación no sólo juega entre los elementos y la totalidad social, en un sentido o en otro, sino que gana —como si por el encadenamiento de representaciones se abriera un abismo de indistinción— la imagen misma, puesto que la cabeza y el cuerpo tienden a confundirse. «Es confundido (el poder) con el cuerpo entero siendo al mismo tiempo su cabeza».30 ¿Tendríamos que entender esta proposición como el esclarecimiento de una contradicción en el reino de la no-contradicción que adquiriría sentido en la oposición entre la ficción y la realidad, o como el recordatorio de una paradoja propia del totalitarismo que, por un lado, descansa en el principio de la consustancialidad del Estado y de la sociedad civil y, por otro, engendra un poder que se escinde de la sociedad y se separa? ¿La invocación legítima de la paradoja no es una forma de sustraerse a la imposición todopoderosa de la no-contradicción? 28. Artículo de Claude Lefort y Marcel Gauchet en Textures, op. cit., p. 31. 29. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 80. 30. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», La incertidumbre..., op. cit., p. 249.

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¿No habríamos de avanzar más en el reino de las «ideas oscuras», no habríamos de dar todo su sentido a la idea de la toma del poder por lo imaginario, el imperio de lo imaginario? Más que a la creación de una paradoja o a la ocultación de una contradicción, con el totalitarismo asistimos al nacimiento de un cuerpo fantástico, a una metamorfosis de la imagen del cuerpo, es decir, a la invención de otra imagen del cuerpo. Cuerpo fuera del tiempo, pero también fuera del espacio, de tal forma que una parte pueda ser el todo o el todo pueda ser una parte (absorción de la cabeza en el cuerpo, absorción del cuerpo en la cabeza). Concentración, condensación de la unidad imaginaria de la sociedad, como si ello no fuera ya el cuerpo del tirano, sino la cabeza —y por qué no la mirada— que serviría de apoyo a la imagen especular de la sociedad. Como recuerda Cl. Lefort, Trotski tuvo la audacia intelectual de prestar a Stalin esta frase reveladora: «La sociedad soy yo». Esta identificación, en relación con un intento de incorporación de lo social, podría declinarse, en un régimen totalitario, de la siguiente forma: «El poder soy yo, la ley, el saber soy yo»; para añadir, poco después, que la apropiación difumina las fronteras entre lo que es apropiado. Así podría describirse la singularidad del totalitarismo por lo que se refiere a su empresa de «transmutación de lo simbólico en real». Como sabemos, el sistema totalitario tiende a acabar con la novedad de la democracia moderna: la emergencia de un poder como espacio simbólicamente vacío e, incluso, el Egócrata tiende, en nombre de la consustancialidad del Estado y la sociedad, a materializar, a encarnar el poder, a apropiárselo, a ocupar ese lugar que no se puede ocupar. Se manifiesta aquí, bajo la forma de la imagen del cuerpo, un desconocimiento de la naturaleza simbólica del poder que, en un régimen democrático, no pertenece a nadie y no se puede localizar. La reincorporación totalitaria del poder —ataque al orden simbólico— se acompaña de una coagulación, de una imbricación de los polos de la ley y del saber, como si el furor de la indistinción, el furor del Uno desencadenado por la lógica de la identificación «determinada secretamente por la imagen del cuerpo», no hubiera dejado de anular los procesos de diferenciación entre estas esferas. Si es cierto que no se puede concebir la sociedad sin hacer referencia al polo del poder, de la ley y del conocimiento, esta apropiación por el poder así como por la ley y por el saber, en la 168

medida en que niega el juego de articulación que las diferencia, pone en peligro la existencia misma de lo social o, más exactamente, de la sociedad política y de sus articulaciones específicas. Por la caducidad de lo simbólico se produce un cerramiento de lo social sobre sí y, al mismo tiempo, un rechazo a toda exterioridad. Por tanto, paradoja del totalitarismo: este objetivo de plena actualización de lo social, bajo la forma de una positivación de la ley y del saber, está amenazada por una anulación de lo social, bajo la forma de una anulación de lo simbólico. Pocos son los textos en los que Cl. Lefort propone una definición explícita de lo simbólico; así, vale la pena recoger la que da en una preciosa entrevista con François Roustang: «Cuando hablamos de organización simbólica, de constitución simbólica, pretendemos descubrir, más allá de las prácticas, de las relaciones, de las instituciones que parecen de los hechos dados, naturales o históricos, un conjunto de articulaciones que no se pueden deducir de la naturaleza y de la historia, pero que ordenan la comprensión de lo que se presenta como real».31 De forma mucho más clara que en otros textos, en el ensayo de 1979, nos recuerda que la distinción simbólica de las esferas del poder, de la ley y del conocimiento «es constitutiva de la sociedad», o «es un casi-trascendental» de la sociedad puesto que constituye la condición de su posibilidad. «La dimensión de la ley y la dimensión del saber [...] instauran las condiciones mismas de la sociabilidad humana».32 A decir verdad, el término de «casi-trascendental» no es adecuado. No puede tratarse de un trascendental porque la distinción de lo simbólico y de lo empírico no recubre la de lo trascendental y la experiencia. En adelante, lo simbólico, este «escalonamiento de esquemas organizadores» funciona, nos atreveríamos a decir, «como» un trascendental, puesto que es condición de posibilidad de la sociabilidad humana. Si bien no está en el tiempo de la realidad fenoménica ni tampoco fuera del tiempo como lo estaría un puro a priori, este conjunto de articulaciones, en lo que tiene de específico, varía con la institución de cada cultura, su universalidad sólo concerniría a lo que no es sociedad humana —ya se trate de las sociedades sin historia o, más bien, contra 31. Psychanalystes, Revue du collège de psychanalystes, n.º 9, octubre de 1983, p. 42. 32. Cl. Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo», La incertidumbre..., op. cit., p. 249.

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la historia, o de las sociedades históricas— sin configuración de la dimensión simbólica. De esta forma parece aclararse la tesis, según la cual, el intento de acabar con lo simbólico característico del totalitarismo, o el ensayo de transmutación de lo simbólico en real, tiende a alcanzar lo que Cl. Lefort designa, en Un hombre que sobra, como «el elemento humano».33 Ésta es la «gran puesta en escena totalitaria», regulada por la imagen del cuerpo y la lógica de la identificación devoradora que ella misma engendra. En el texto consagrado a Orwell, «Le corps interposé», Cl. Lefort no se contenta con encontrar un doble movimiento ya definido —constitución del pueblo-Uno, expulsión del enemigo—, descubre toda la dramaturgia del cuerpo o, mejor, de los cuerpos. Fractura del cuerpo, en efecto, desdoblamiento; durante el transcurso de la proyección ritual de la película de propaganda los Deux minutes de la haine, tenemos, por un lado, el cuerpo del enemigo, el desecho, el parásito es interpuesto y lanzado a las ratas —»un cuerpo producido para ser destruido eternamente»—, por el otro, el cuerpo del amigo del pueblo, el cuerpo protector de Big Brother, «que conjura el peligro de muerte eternamente». Esta oposición sería muy simple, e incluso mistificadora. El análisis también deja de lado los grandes planos y sabe hacerse micrológico para adaptarse mucho mejor a la odisea de una conciencia enfrentada al hechizo del sistema totalitario. Intérprete filósofo de la «investigación literaria» de Orwell, Cl. Lefort retoma, con renovado impulso, la cuestión de la servidumbre voluntaria. Ya La Boétie supo llamar la atención sobre el cuerpo del tirano. «Este que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el último hombre [...] Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya. ¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si vosotros no se los hubierais dado? [...]».34 Relación con La Boétie que, por no señalarse, no deja de estar menos presente. La cuestión esencial que continúa Cl. Lefort por medio del análisis de 1984 de Orwell es la siguiente: ¿cómo se lleva al fracaso a una 33. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 93. 34. E. La Boétie, Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el Contra uno, Madrid, Tecnos, 1995, p. 14.

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revuelta contra el sistema totalitario? Revuelta auténtica es la de Winston Smith, revuelta marcada por una doble voluntad: la de dar con el secreto del régimen y la de explorar su propio pasado. Pero poco importa la autenticidad de la revuelta. La cuestión no es ésa. La primera preocupación de Cl. Lefort consiste en hacernos comprender que si Winston Smith se convierte, él mismo, en su propio enemigo, es porque la cadena que lo retiene es más interior que exterior. El diagnóstico de Cl. Lefort, lector de Orwell, no deja lugar a dudas: «Hay algo en él que se presta al fantasma que gobierna el totalitarismo»35 (p. 27). Ahora bien, este algo nos remite al peso de la imagen del cuerpo: «La conciencia que vuelve de su alienación en Big Brother, conciencia sublevada (se comprometerá en la conspiración), es una conciencia engañada, embrujada por una imagen del cuerpo que está oculto en él como lo está el pasado» (p. 29). Así se entiende un juicio enunciado en términos próximos a los de La Boétie: «Él es su propia víctima, ha sido cogido en su propia trampa» (p. 29). Antes de preguntarnos por el fracaso de esta revuelta, volvamos al combate de Winston Smith, tal y como lo interpreta Cl. Lefort. En el régimen totalitario, el cuerpo de aquel que no tiene más que dos ojos puede ser un espacio de resistencia contra el partido que tiene «mil ojos» (Brecht). Ya Adorno, en Dialéctica negativa, tomaba partido por el individuo contra Brecht, que valoraba la omnisciencia de lo colectivo, es decir, del partido. «Sin embargo, el individuo aislado, al que no afecta el ukase, puede a veces percibir la objetividad de una manera menos turbia que un colectivo [...] La fantasía exacta de un disidente puede ver más que mil ojos a los que les han calado las gafas rosadas de la unidad».36 Para dar cuenta del «drama» de Winston Smith, Cl. Lefort distingue tres secuencias inextricablemente unidas, como las fases de un combate —el combate del individuo que busca salirse del cuerpo colectivo—, vuelta y contra-vuelta de la individuación, que se esbozan como las aventuras de la interposición. El primer momento, la resistencia o el acceso a la conciencia de sí, se apoya en la certidumbre del pasado, del nacimiento, de la muerte y, aún más, la certidumbre del cuerpo que ocupa un 35. Cl. Lefort, «le Corps interposé. 1984 de George Orwell», en Écrire à l´épreuve du politique, op. cit., pp. 15-36. Siguiendo de cerca la obra, incluimos la paginación en nuestro propio texto. 36. Th.W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005, p. 53.

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punto en el espacio, cuerpo objetivo y experiencia del cuerpo propio. Primer momento o primera interposición: el cuerpo finito, el cuerpo mortal, situado en el espacio, expuesto al tiempo, a la muerte —a lo ingobernable— se interpone para distanciarse mejor de la absorción en el partido, la aniquilación en la omnisciencia y la omnipotencia de Big Brother. «Existir por sí mismo», o, mejor, el advenimiento del Yo, coincide con la disidencia, este Yo que acompaña todos mis actos de resistencia —actos de libertad—, como si, en un régimen totalitario, sólo la disidencia originaria fuera capaz de abrir el camino de la conciencia de sí. Lejos de cerrarse en un repliegue sobre sí, en un egoísmo, la resistencia del individuo crece, se refuerza considerablemente en el encuentro con el otro. Así, la relación amorosa entre Winston Smith y Julia constituye una relación Yo/Tú (sin que haya necesariamente una reciprocidad) que conquista su singularidad, lo que ésta tiene de propio, en la oposición a la dominación de lo objetivo: el Yo/Tú contra el nosotros del partido. En este vínculo carnal, en esta experiencia cruzada del propio cuerpo con el cuerpo amado en la que se une, por retomar los bellos análisis de François Roustang, el vínculo de la libertad, es decir, esta forma de vínculo social y de vínculo humano que se constituye al margen del esquema guía-multitud (tirano-esclavo) y que, a partir de la multiplicidad de las relaciones humanas, la multiplicidad de redes —la condición ontológica de la pluralidad— se abre a una experiencia de la indeterminación de tal forma que el ejercicio de la libertad, lejos de concebirse de forma restrictiva, negativa —los muy célebres límites— se desarrolla, por el contrario, a partir del modelo spinozista del encuentro positivo —la amistad—, una composición de fuerzas que aumenta nuestra potencia de actuación, nuestra «fuerza de existir». Trazos de cuerpos expuestos a la finitud, insiste Cl. Lefort: «El cuerpo de Julia es un cuerpo mortal, la ama en cuanto tal y este amor es suyo; el otro le da la seguridad de su propio cuerpo» (p. 34). Ahí, en esta llamada de la libertad de uno a la libertad del otro, en este juego de pertenencia, en este tejido que nace de una felicidad y de una promesa de felicidad compartida, Julia y Winston ponen su fuerza más grande para resistir y encuentran su protección más segura. Cl. Lefort recuerda la frase de los amantes en la habitación que les sirve de refugio: «No entrarán en nosotros»; señalando, a continuación, que, para pronunciar estas palabras, es necesario 172

imaginar una entrada secreta, la del fantasma totalitario. Ahora bien, esta protección se derrumba, no resiste la prueba de la tortura. Segunda figura de la interposición: enfrentada al suplicio, presa del pánico de la consunción, la consunción por las ratas, cada uno interpone el cuerpo del otro entre él y la amenaza terrorífica, cada uno pide que se lance el cuerpo del ser amado a las ratas. Al mismo tiempo, es el desastre, todo está destruido, la conciencia de sí, la experiencia del propio cuerpo y la del cuerpo del amado, el núcleo de resistencia y el vínculo de la libertad nacido de este estar-juntos carnal. «Ha destruido la carne de su carne. Se ha privado de la carne que lo protegía, lo alimentaba, en la que se habían formado su amor, su deseo, su conciencia de sí. Para protegerse, ha abandonado una protección primordial, ha rasgado su tejido interno» (p. 34). Parece como si las miradas de los amantes dejaran de encontrarse, de cruzarse —una interrupción de la mirada, una repentina no-comunicación—, como si cada uno apartara su mirada de la mirada del otro, para ir a fundirse, a perderse, en todos los sentidos del término, en la mirada de O´Brien, el verdugo. Al contrario de lo que ocurre en el primer caso que relata François Roustang, el del militante que cede a la tortura, no podemos invocar, en la situación de Winston, la ausencia del propio cuerpo en relación con una falta de pertenencia del «cuerpo social individual» al «cuerpo social colectivo», por retomar los términos de François Roustang, tanto menos cuanto la relación con el cuerpo amado ha reforzado la experiencia con el propio cuerpo. ¿Cómo podemos dar cuenta de este desmoronamiento? Aquí nos reencontramos con la imagen del cuerpo, fantasma específico del totalitarismo. En la relación con el verdugo, no sólo se rompe la díada que forma la pareja de amantes. En el momento mismo de la ruptura, en el núcleo de esta ruptura interviene una tercera interposición: la protección del cuerpo del ser amado es sustituido por la protección del Egócrata, sustituido por el micro-Egócrata O´Brien, el verdugo, protección de la que no se puede decir que sea el arquetipo de la dominación. Cada uno de los amantes, sin llegar a un «Morir por...», en términos de Lévinas, cede al movimiento de auto-conservación e interpone entre él y el miedo a la muerte el cuerpo inconmensurable e inmortal de Big Brother. Para aquel que cede a la tortura, no se trata (como en el caso que relata François Roustang) de supe173

rar el vacío creado por el horror del cuerpo, llenándolo con la presencia del verdugo; no se trata tanto de efectuar una des-relación, cortando todos los vínculos con el cuerpo amado para sumergirse, fundirse, dejarse engullir por el cuerpo del tirano; se trata de pasar del «cuerpo social colectivo» dual o plural —el de la salida de sí y el del encuentro de la alteridad con el otro— al «cuerpo social colectivo» totalitario, que es aniquilación de sí, desaparición de toda alteridad y entrada en el reino de lo neutro. Combate de imágenes: contra la imagen concreta del ser amado en su singularidad se eleva, vuelve a la superficie y trae una imagen del pasado, que trabaja en profundidad, la imagen inconsciente del cuerpo, cuerpo-Uno, protector, cerrado sobre sí, monádico, incluyente, absorbente, devorador. En su lectura, Cl. Lefort procura mostrar todos los signos capaces de revelar el secreto de este fracaso. ¿Cómo se explica el fracaso de esta revuelta compartida? La culpabilidad de Winston, su voracidad —niño, ¿no se comporta como un ratón?—, la fascinación del torturado por su verdugo son otros tantos indicios. Siguiendo esta lectura, ¿no sería necesario, en primer lugar y sobre todo, entender que la cadena interior más sólida, la que puede dar cuenta de la noresistencia de Winston, es su deseo loco de fusión, el vestigio de su pertenencia a una totalidad-Una? ¿Acaso Julia y él no se van a entregar, de manera insensata, a aquel que pronto será su torturador, para compartir con él un supuesto proyecto de conspiración y compartir el conocimiento del libro? Así, la conquista de la finitud, que va de la mano de la conquista de sí, desea «participar en un saber común, en una comunión de los pensamientos de cada uno» (p. 35). Lo que la imagen del cuerpo lleva en ella es un deseo de indivisión que se acompaña de un rechazo de la división. ¿No es, precisamente, este rechazo de la división lo que lleva a los amantes a separarse el uno del otro, a romper sin remisión un vínculo amoroso, insatisfechos con esta forma de relación, es decir, con una relación en el que la distancia —por tanto, la división— se mezcla, indisociablemente, con la proximidad? «Lo que presentamos como fracaso de la comunicación en el amor constituye, precisamente, la positividad de la relación; esta ausencia del otro es, justamente, su presencia como otro», escribe Lévinas. No faltan las diferencias entre Winston y Julia; por ejemplo, uno es intelectual, la otra no. Pero, ¿qué buscan, apasionada y compulsivamente, cerca de O´Brien, si no es 174

un amor que los una, que acabe con toda distancia, la inclusión en un Nosotros en el que se borren tanto uno como otro —amor, sin ninguna duda, mortífero? La imagen del cuerpo: ése es el alcance secreto por el que «penetran en ellos», es el camino de la servidumbre voluntaria en el régimen totalitario. Es inútil insistir más. Resulta evidente la diferencia de problemática entre la crítica de 1956, inspirada por un marxismo anti-burocrático, en el horizonte de la socialización acabada, y la crítica posterior, en el marco del «momento maquiaveliano» (cuyo sentido aclaramos con anterioridad) y bajo el signo de la democracia. Gracias al redescubrimiento de lo político y su articulación con la división originaria de lo social, el totalitarismo aparece al intérprete como esa forma de sociedad moderna que se ordena y se constituye en la negación imaginaria de la división interna, dejando aparecer una lógica de la identificación que hace que la no-contradicción desaparezca en su seno; gana la indistinción, y, en la estela de la imagen consciente del cuerpo, se efectúa una verdadera «toma del poder por parte del imaginario», impidiendo, al mismo tiempo, todo acceso a la dimensión simbólica de lo social. No cabe la menor duda de que esta lógica dinámica de la identificación y de la indistinción, sin límite, sin control, conoce un crescendo: desaparición, confusión de las fronteras entre la sociedad civil y el Estado; desaparición de la diferenciación de esferas que se dan en una sociedad histórica moderna; desaparición de la separación de los polos del poder, de la ley y del saber. Crescendo, en efecto, porque si el totalitarismo alcanza a lo que es la esencia del liberalismo político, es decir, el trabajo de la delimitación. De manera más profunda, el totalitarismo tiende a anular la condición de esta delimitación, es decir, el desbloqueo de las articulaciones simbólicas a que procede, como ninguna otra, la sociedad democrática moderna, cuando, interrumpiendo la incorporación monárquica de lo social, elabora e inventa, en el registro de la separación, su particular manera de responder a la división originaria de lo social. Sin preguntarnos, en profundidad, por los orígenes de esta nueva teorización, podemos señalar sus elementos: — Una relación compleja con el psicoanálisis que se mantiene al margen de las facilidades y simplicidades del psicoanálisis aplicado a la cosa política. ¿La hipótesis de la imagen del cuerpo 175

no se formuló, en un primer momento, para un público de psicoanalistas? — Una recuperación de la cuestión de La Boétie, poniendo cuidado en distinguir un doble movimiento: el comentador de La Boétie pone a prueba, en el análisis crítico del totalitarismo, la nueva agudeza de la mirada que aparece en el paciente comentario al Discurso de la servidumbre voluntaria. El intérprete del totalitarismo, lejos de hacer de la servidumbre voluntaria un invariable de la historia humana enuncia o permite enunciar una nueva cuestión: ¿de qué manera el sistema totalitario reactiva o transforma esta extraña disposición de los hombres a combatir por su servidumbre como si se tratara de su salvación? — Finalmente —aquí observamos una notable distancia respecto al texto de 1960, Pour une sociologie de la démocratie—37 una investigación filosófica de los análisis de Kantorowicz sobre Los dos cuerpos del rey* lleva a Cl. Lefort, haciendo de la invención democrática uno de los espacios de la modernidad, al concebir el surgimiento de la democracia como la desincorporación de lo social, del poder, la desincorporación de los individuos —la sociedad deja de figurarse como encarnada en el cuerpo del rey y como cuerpo de cuerpos— y como el acceso de lo social a una suerte de extrañamiento de sí consigo. Por el contrario, podemos percibir una relativa continuidad en cuanto a la temática. La tesis del travestismo y la de la imagen del cuerpo, a pesar de sus diferencias sensibles, tienen en común la ambición de responder a la misma cuestión, la del atractivo que ejerce el sistema totalitario sobre quienes son sus víctimas. Antes de retomar el discurso clásico de los «arcanos de la dominación» que instala a aquel que lo sostiene en un espacio en el que pretende descubrir a quienes no pueden criticar, siquiera eventualmente, los instrumentos de la dominación —propaganda, disciplina, seducción, etc.—, Cl. Lefort, crítico del totalitarismo, intenta, sin disociarse de aquellos sobre los que se ha abatido la capa totalitaria, encontrar el principio de interiorización que mantiene a millones de seres cautivos. A un La Boétie del sistema totalitario, 37. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 323-348. * Ed. española E. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, Madrid, Alianza, 1985. [Nota de los T.]

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cuidándose mucho de proponer una «solución» —la democracia no se piensa ni se presenta como tal, en la medida misma en la que ella rompe con el mito de la buena sociedad— le basta mostrar los desastres que provoca el olvido de lo político y plantear que la cuestión política, la de la institución de un régimen político libre, es, por definición, una cuestión interminable, objeto de una interrogación repetida y de una búsqueda incesante. Como un centinela, no separado de los otros hombres, sino sólo ligeramente retrasado, este ligero retraso que aumenta la sensibilidad ante la diferencia entre un régimen político libre y el despotismo, no deja de recordarnos que no existe ciudad que pueda evitar la división del deseo y pretender escapar a la oposición entre los «grandes», los que desean dominar, y el pueblo, los que desean no ser oprimidos. Observamos un desplazamiento sensible del proyecto de la socialización acabada hacia el de la democracia. En adelante, será profundamente inexacto hacer de la opción de la democracia el resultado de una iluminación súbita que marcaría una ruptura entre un antes y un después. Además de que en el espíritu de Cl. Lefort, la acabada socialización no podría disociarse de la autonomía obrera, de los elementos, desde la primera teorización, que anuncian este redescubrimiento de la democracia; no sería más que la crítica de todos los proyectos de dirección revolucionaria y la interpretación de las revoluciones anti-totalitarias como profundamente democráticas, como reinvención de la democracia. En este sentido, convendría añadir una precisión de importancia, pues a falta de ello, algunos podrían estar tentados de reducir el pensamiento de Cl. Lefort a una variante del racionalismo jurídico-liberal. Al contrario de lo que afirman las descripciones apresuradas, la oposición a la que conduce la segunda teorización crítica de Cl. Lefort no es la de la democracia y el totalitarismo, sino la de la «invención democrática» y la de la «dominación totalitaria», o, mejor, la de la revolución democrática, «revolución indefinida, siempre en construcción», y la de la «contra-revolución totalitaria».38 Comprendemos que la crítica de la institución totalitaria de lo social se hace desde la perspectiva de la revolución democrática, que se piensa como un conjunto complejo de mutaciones políticas esenciales. Pese a la banalización de los térmi38. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 29.

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nos, el esfuerzo de pensar, de concebir tanto la institución democrática de lo social como la dominación totalitaria producen un análisis nuevo, inédito, al que sólo la conjunción de la pereza y la mala fe recubren con lo ya conocido. ¿Cómo nos podemos sorprender de ello? ¿Maquiavelo no fue, él mismo, durante siglos, víctima de una simplificación semejante? ¿No se le ha atribuido, recientemente, el haber pensado el poder en términos de relaciones de fuerza, mientras que toda su audacia fue criticar lo que era un lugar común en los medios aristocráticos de Florencia? Análisis nuevo, porque no se trata ya de oponer la democracia, régimen instituido por los derechos adquiridos y, por tanto, instalado en una plena posesión de sí, de su definición, de su identidad, y el totalitarismo —monstruo político de nuevo cuño—, que tendría valor de contrapunto o de contra-tipo deificado. De manera incontestable, el pensamiento de Cl. Lefort incluye una relación con el liberalismo político; pero no se reduce a ello, como muestran sus interesantes análisis sobre Tocqueville. Siguiendo los análisis de Cl. Lefort, ninguna muralla de China, ni jurídica ni institucional, separa la democracia del sistema totalitario. Antes bien, se trata —y ésa es la novedad de la interpretación— de reintroducir intelectualmente la comunicación, la posible complicidad entre la aventura democrática y «la experiencia» totalitaria, al igual que La Boétie tuvo el genio, en su época, de hacer lo propio con la libertad y la servidumbre. Si retomamos los rasgos principales de la institución democrática de lo social en su especificidad histórica, pronto llegamos a la conclusión de que el sistema totalitario no podría pensarse como una monstruosidad completamente extraña al universo de la democracia, puesto que se revela como otra respuesta a las cuestiones que suscita la modernidad política tras la monarquía del antiguo régimen. Hemos de quedarnos con dos lecciones por lo que se refiere a la manera de concebir estas dos formas de sociedad. Por una parte, ¿cómo se puede pensar el totalitarismo desde esta perspectiva? El sistema totalitario, a pesar de los signos de anarquismo que puede manifestar aquí o allí, es una experiencia profundamente moderna, post-democrática. Esto es, una formación social que nace de un rechazo generalizado a las transformaciones políticas esenciales que definen la revolución democrática. Así, sólo el conocimiento de la democracia permite abrir un espacio de inteligibilidad de la formación social totalitaria. 178

De todas las prevenciones de Cl. Lefort, quedémonos con la más explícita: «El totalitarismo procede de una mutación política: se instituye por la inversión del modelo democrático; prolonga de manera irreal alguno de sus rasgos, encuentra su origen en una revolución democrática que, si bien avanzó a lo largo de todo el Antiguo Régimen, como muestra Tocqueville, convulsionó la sociedad del siglo XIX. En vano se intenta ignorar esta filiación».39 Sin retomar los análisis de Cl. Lefort en su conjunto, lo seguimos en lo que se refiere a sus reflexiones sobre el pueblo. La democracia es el advenimiento del pueblo soberano que se convierte en un nuevo polo identificador para los ciudadanos; incluso convendría añadir que, en la sociedad democrática moderna, la identidad del pueblo está destinada a permanecer como algo enigmático, en permanente búsqueda de sí misma. Si leemos la Histoire de la Révolution Française de Michelet, comprendemos que el pueblo es un sujeto político de nuevo tipo que tiene por carácter distintivo el hecho de no coincidir jamás consigo mismo; inestable, sometido a eclipses, ya en la sombra, ya en la luz de la esfera pública, aparece por encima de sí mismo (en las jornadas revolucionarias) o por debajo de sí mismo (en las masacres de Septiembre). Por añadidura, ¿acaso la democracia no es teatro de un doble movimiento, el de la experiencia de la división, e incluso de la diferencia en una pluralidad de registros y el de la afirmación reiterada de la unidad del pueblo? Si esta sociedad entra en crisis de forma repentina, si el juego entre estos dos movimientos contradictorios se estropea, si lo social aparece amenazado por la disolución, el totalitarismo sería esa forma de socialización post-democrática que se daría por objetivo actualizar el pueblo, constituirle como unidad esencial, ya sea por la elección de una función y de un grupo que se convertiría en la esencia de lo social (el pueblo de trabajadores), ya sea por la elección de una naturalidad cualquiera. Filiación paradójica, pero terrenal: en la estela del advenimiento del pueblo, pero contra la indeterminación de éste último en el régimen democrático, puede nacer, en el sistema totalitario, la imagen imaginaria del puebloUno que busca en el Egócrata una imagen especular de su sustancia ilusoria. A la concepción tocquevilliana de la revolución democrática como igualación de condiciones, Cl. Lefort añade 39. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., pp. 23-24.

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dos rasgos esenciales que designan lo que podríamos denominar la trascendencia democrática: la experiencia de la desincorporación y una mutación simbólica en el campo del poder bajo la forma de la aparición de un lugar de poder como lugar vacío —ningún individuo, ningún grupo puede convenirle— y como lugar no configurado e ilocalizable en la medida misma en que aparece como articulación simbólica que permite la aprehensión de lo que se da como real y, por tanto, del espacio. De estas dos experiencias conjuntas surge una forma de socialización inédita que, liberándose de las ataduras tradicionales, se desarrolla en un movimiento que la lleva, permanentemente, más allá de sí misma, más allá de sus límites, revolución democrática o movimiento ilimitado que se nutre de la pérdida de un fundamento y de la disolución de todo espacio de certidumbre. Al objeto de intentar definir esta trascendencia que, en cierto sentido, se escapa a la definición, Cl. Lefort califica a esta sociedad de «inaprensible», «irreducible», «indefinida» —lo que se ve como algo instituido no se establece jamás, lo conocido queda afectado por lo desconocido, el presente se revela innombrable, cubriendo los tiempos sociales múltiples [...] una aventura que no se deshace por la experiencia de la división».40 Podríamos retomar la célebre frase de Eric Weil, en Logique de la philosophie, para definir al hombre democrático: ¿el hombre es un ser que es lo que no es y que no es lo que es?41 Trascendencia democrática o prueba de una indeterminación radical, entendida, no de forma negativa, como condición de posibilidad de una apertura a lo no conocido, al sin precedente, a una verdadera experiencia de la alteridad. Desde esta concepción de la revolución democrática, el sistema totalitario es esta forma de sociedad moderna que se constituye en un movimiento de resistencia a la trascendencia democrática. Tanto en el nivel de la ideología como en el de las prácticas, el trabajo del totalitarismo consistiría en rehacer el cuerpo, en rehacer la determinación, el fundamento, en cerrar la historia, en replegar lo social sobre sí, en rehacer la certidumbre. Estas fórmulas no deben desorientarnos, el totalitarismo no es una empresa de restauración; parada de la trascendencia democrática, crea una solución distinta a la democra40. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 174. 41. E. Weil, Logique de la philosophie, París, Vrin, 1950, p. 5.

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cia, sustituye el proyecto de una solución, sea cual sea, por la aventura democrática, desafío a la idea misma de solución. Podemos medir el beneficio crítico de esta lección. Además de minar las certidumbres de los «pequeños propietarios» de la democracia que creen llegar a buen puerto utilizando esta fórmula y haber acabado con la cuestión política, esta lección tiene el mérito de echar por tierra la tesis de quienes entienden que el totalitarismo habría de situarse del lado del arcaísmo y la democracia, del lado de la modernidad, como si el totalitarismo fuera una especie de sociedad tradicional, antidemocrática, que no hubiera sabido liberarse del peso del pasado. Al mismo tiempo, caen las interpretaciones que muestran, sin saberlo, una fatiga de la razón crítica: incapaz de sostener la experiencia de lo nuevo, la razón fatigada interpreta la novedad totalitaria como repetición del pasado, ya sea retorno al despotismo oriental, ya sea retorno a lo religioso. Culminación, fin de la aventura democrática, el sistema totalitario post-democrático, y no anti-democrático, es profundamente moderno; es más, en cuanto voluntad de imponer una solución —como una captación— a la trascendencia democrática, no deja de amenazarla, pues está expuesta, de manera permanente, a las empresas de inversión y perversión. Por una parte, la insistencia en la revolución democrática, dando a este concepto su extensión máxima, añade una segunda lección por lo que se refiere al pensamiento de la democracia. El esclarecimiento de la trascendencia democrática ofrece una primera aproximación a lo que Cl. Lefort entiende por «la idea libertaria» de la democracia que se conecta con «la disolución de las referencias de la certidumbre», características de la democracia moderna. «Inaugura una historia en la que los hombres experimentan una indeterminación última respecto al fundamento del poder, de la ley y del saber, y respecto al fundamento de la relación del uno con el otro en todos los registros de la vida social».42 La referencia libertaria no debe comprenderse aquí en un sentido ideológico. Se trata de aquello sobre lo que había ya prevenido Cl. Lefort cuando tuvo la audacia provocadora de calificar a Solzhenitsin, «contradictor público», de libertario. «La actitud libertaria escapa a las 42. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia», La incertidumbre democrática, op. cit., p. 50.

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categorías de la ideología y, menos aún, puede codificarse en una doctrina».43 Además de la referencia a la actitud, la calificación libertaria remite a la particularidad de la democracia en cuanto modelo, no en el sentido normativo, sino en el sentido de una forma que permite aprehender y describir el gobierno de un funcionamiento político —y que tiene sentido filosófico— específico. Con el fin de preservar mejor el estatuto y el valor de la inteligibilidad de la referencia libertaria, podemos comparar provechosamente —y no identificar, porque la presencia de Heidegger hace que persistan diferencias sensibles— las características de lo que R. Schürmann denomina, paradójicamente, el Principio de anarquía y las grandes líneas de la democracia salvaje, en cuanto matriz simbólica. ¿Esta forma de democracia no pertenece a una «ontología anárquica»?44 Democracia salvaje es, en efecto, el término que elige, en varias ocasiones, Cl. Lefort, invalidando, al mismo tiempo, las definiciones que pretenden reducir la democracia a una fórmula institucional, a un régimen político, o a un conjunto de procedimientos, o de reglas de juego, en lenguaje contemporáneo, de técnicas. «Es cierto que nadie detenta la fórmula de la democracia, y es tanto más ella cuanto más salvaje es. Es quizá esto lo que hace su esencia; en la medida en que no existe una referencia última a partir de la que el orden social pueda ser concebido y fijado, este orden social está en perpetua 43. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 32. 44. R. Schürmann, Le Principe d´anarchie, Heidegger et la question de l´agir, París, Seuil, 1982. Es evidente que el pensamiento de R. Schürmann se desarrolla en la estela trazada por Heidegger, puesto que se ofrece como una interpretación o un estudio sobre Heidegger y la cuestión de la acción. Habríamos de quedarnos con esta definición de la anarquía: «La anarquía [...] es el nombre de una historia que ha afectado al fundamento de la acción, historia en la que ceden los cimientos, en la que nos apercibimos de que el principio de cohesión, sea autoritario o racional, ya no es un espacio blanco sin poder legislador sobre la vida» (p. 16). Los elementos que enumeramos a continuación nos permiten establecer a una confrontación con la democracia salvaje tal y como la entiende Claude Lefort: el deterioro de los fundamentos que afecta a la acción; la reconstrucción de los fundamentos y, por tanto, la no-sumisión de la acción a una referencia ideal o normativa; la crítica de la teleocracia: el descubrimiento de que la historia epocal, la historia hecha de principios imperativos puede llegar a su fin; la reconstrucción de las ontologías del cuerpo político en beneficio de una tipología del espacio político. No puede tratarse más que de un diálogo o de una confrontación en torno a divergencias importantes: la recuperación del anti-humanismo, por un lado, y la reforma en la organización simbólica de la democracia en el hombre, ser indeterminado por excelencia; la indiferencia por la cuestión del régimen político libre, por un lado, y la referencia, por el lado de Lefort, de la modernidad como revolución democrática.

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búsqueda de sus fundamentos, de su legitimidad y es, justamente, en la contestación o en la reivindicación de quienes son excluidos de los beneficios de la democracia donde encuentra su resorte más eficaz».45 Democracia salvaje —lo que da su contenido y sentido a esta idea libertaria de democracia. Entendamos que la democracia, aunque permanezca fiel a su esencia, no está domesticada, ni es domesticable, no podría serlo, resiste a la domesticación. Allí donde encontramos la crítica y el rechazo de la noción de democracia burguesa, pues no fue otro el papel de la burguesía: trabajar por reconducir dentro de los límites del orden burgués este movimiento ilimitado característico de la modernidad política. A quienes estuvieran tentados de conjugar, en un sentido o en otro, democracia y burguesía, Cl. Lefort les recuerda que «el intento de sacralización de las instituciones mediante el discurso corre parejo a la pérdida de sustancia de la sociedad, de la descomposición del cuerpo».46 Por lo que se refiere al culto burgués por el orden, entiende que da testimonio «de un vértigo ante la abertura de una sociedad indefinida».47 Más allá de esta resistencia a la domesticación, democracia salvaje designa positivamente el conjunto de luchas por la democracia de los derechos adquiridos y el reconocimiento de los derechos lesionados o todavía no reconocidos. Volviendo, en esta cuestión, a una tesis del gran historiador inglés E.P. Thompson, el autor de The making of the the English Working Class,* Cl. Lefort llama la atención sobre el espacio de contestación permanente que abre la reivindicación del derecho en el seno de la revolución democrática. Quien antaño invitaba a pensar, en su integridad, «la experiencia proletaria», propone concebir la lucha política —en este caso, democrática— como un fenómeno social total, en la que la aspiración a otra forma de comunidad no podría disociarse de la lucha por el derecho y lo que de exigencia del derecho lleva en sí la exigencia de otra relación social. «Aunque se diga que no sólo se pone en cuestión la protección de las libertades individuales, sino también la naturaleza de la rela45. Cl. Lefort con P. Thibaud, «La communication démocratique», Esprit, n.º 9-10, septiembre-noviembre de 1979, p. 34. 46. Cl. Lefort, L´Invention démocratique..., op. cit., p. 173. 47. Ibíd. * Hay ed. española, La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1780-1832, Barcelona, Laia, 1977. [Nota de los T.]

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ción social, y que es allí donde la sensibilidad por el derecho se difumina, la democracia es, necesariamente, salvaje y no domesticada».48 Sin entrar en detalle en la lectura política que Cl. Lefort propone de los derechos del hombre —una lectura que no es ética ni individualista— podemos, brevemente, mostrar, cómo por y en la articulación con el derecho —el derecho no se piensa como un instrumento de conservación social, sino como la fuente, en el sentido fuerte del término, de una sociedad que se constituye en la búsqueda de sí misma— la idea de democracia adquiere un sentido plenamente libertario. Democracia salvaje, ante todo, por la relación esencial que esta forma mantiene con los derechos del hombre. Por el hecho de estar colocada junto al sujeto-hombre, tal y como lo concibieron desde Rousseau a Fichte, como algo no determinado, como una nada de determinaciones, la democracia conoce espontáneamente un movimiento de indeterminación, puesto que ninguna determinación previa viene, a priori, a entorpecer su expansión con esta referencia. Modelada por el reconocimiento de un ser por excelencia indeterminado, la democracia es esa forma de sociedad en la que el derecho, en su exterioridad en relación al poder, se revelerá en exceso respecto a lo que está establecido, como si lo instituyente resurgiera pronto con la mira puesta en una reafirmación de los derechos existentes y en la creación de nuevos derechos. Se abre una escena política en la que se entabla una lucha entre la domesticación del derecho y su desestabilización-recreación permanente por la integración de nuevos derechos, de nuevas reivindicaciones consideradas, en adelante, legítimas. Según Cl. Lefort, la existencia de esta contestación incesante, de este torbellino de derechos, lleva al Estado democrático más allá de los límites tradicionales del Estado de derecho. Democracia salvaje, allí donde se manifiesta mejor la dimensión simbólica de los derechos del hombre. Cl. Lefort —al contrario del joven Marx, quien, en su crítica a los derechos del hombre que aparece en La cuestión judía, confundía lo simbólico y lo ideológico, e incluso, reduciría lo simbólico a lo ideológico, a falta de pensarlo— plantea que los derechos del hombre constituyen una pieza esencial de la constitución simbólica de la democracia moderna. Por medio de los derechos del hombre 48. Cl. Lefort, Éléments d´une critique de la bureaucratie..., op. cit., p. 23.

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—entre otros medios— los ciudadanos de una democracia moderna pueden aprehender lo que se presenta ante ellos como real, así como el descubrimiento de uno y otro. Por el principio de interiorización que suscitan, los derechos del hombre engendran una nueva sensibilidad por el derecho, una nueva conciencia del derecho. Así, la democracia es, ante todo, esa sociedad modelada por un conflicto incesante entre lo simbólico y lo ideológico, entre este conjunto de articulaciones que deja libre curso a una experiencia de la indeterminación, en relación con la pérdida de fundamentos —del lado de lo salvaje— y los múltiples ensayos de lo ideológico por apoderarse de lo simbólico, para apropiárselo al objeto de domesticarlo mejor, intentos de grabar en el nombre de un grupo o de un hombre un contenido determinado aquello que se resiste y desafía toda determinación. Democracia salvaje, en fin, porque por la desaparición del cuerpo del rey y la desincorporación de lo social que se deriva, la sociedad se aparta, se separa del Estado y accede, al tiempo, a una experiencia, en sí misma, plural, diversa, bajo el signo de la interrogación. Con la constitución de lo que Cl. Lefort denomina «el poder social», aparecen nuevas formas de lucha que, llevadas a la lógica de la democracia, se convierten en inteligibles. Estas reivindicaciones, estas luchas «en nombre del derecho» son lo suficientemente heterogéneas como para no precipitarse en la ilusión de una solución global. Lo propio de la democracia moderna así concebida, ¿no consistiría en abrir la escena a una reivindicación continua, indefinida, que se desplaza de un espacio a otro, transversalmente, como si estuviera en juego, de manera permanente, el antagonismo entre esta pluralidad efervescente que remite a una multiplicidad de polos y la coacción estatal reforzada por la organización? Estos movimientos son irreducibles, porque han nacido en espacios múltiples de socialización, se nutren de su asumida, y reivindicada, especificidad; se apartan de toda forma de sujeto unificador que pretendiera concentrar y condensar sus luchas, es decir, englobarlas. Democracia salvaje en el sentido en el que el modelo que aflora con ella es el de la revolución anti-totalitaria, revolución plural que sabe distinguir entre el polo de la institución colectiva y el de la diferenciación social y no ceder a la ilusión de una desaparición de lo político. Tal es la paradoja de la sociedad democrática: no tiende tanto a borrar la instancia del poder al objeto de replegarse mejor sobre sí, cediendo al atractivo del Uno, cuanto deja 185

que rompa el tumulto, los tumultos que la agitan; mientras que el polo del poder —espacio, por primera vez, vacío— funciona como una mediación simbólica por la que la sociedad confía en sí misma, al tiempo que experimenta un extrañamiento entre su interior y su exterior. Salvaje: este calificativo se recomienda tanto más cuanto un análisis ilusorio pretendería comprender la invención democrática en el exclusivo plano de lo real, como un conjunto de instituciones positivas. La democracia, como matriz simbólica de las relaciones sociales es y queda por encima de las instituciones a través de las que se manifiesta. Cl. Lefort se dirige a los ensalzadores y a los detractores diciendo: «La democracia es soñar que suponemos que la poseemos [...] No es más que un juego de posibles, iniciado en un pasado todavía próximo, del que nos queda todo por explorar».49 ¿Salvaje? ¿Qué pretende esta exploración en última instancia? O, desde la perspectiva de este pensamiento y de su vínculo con Merlau-Ponty, ¿con qué espacio se relaciona esta búsqueda que anima el vivir-juntos democrático, esta «carne de lo social», si no es con el «El Ser bruto? [...] el Ser vertical [...] desde luego, no con el Ser “aplastado” que se ofrece a los sueños de una conciencia soberana. Es el Espíritu salvaje, el espíritu que hace su propia ley, no porque haya sometido todo a su voluntad, sino porque, sometido al Ser, se despierta siempre al contacto del acontecimiento para contestar la legitimidad del saber establecido».50 La modernidad política no deja de enfrentarse a una dificultad particularmente peligrosa: borrada toda referencia a un polo incondicional (Dios, la naturaleza o la razón objetiva), ¿cómo podemos llegar a pensar la divinidad de lo político y redescubrir su consistencia? Sabemos que la «solución» de los Antiguos consistía en pensar lo político a partir de una dimensión o un horizonte que se sitúa más allá de lo político —la búsqueda del «vivir bien», la comunidad política en pro de buenas acciones—; esta relativización tendría como consecuencia paradójica dar, conferir consistencia a la cosa política sin llegar a su absolutización. «La irreductibilidad del dominio político se corresponde con su relatividad».51 49. Ibíd., p. 28. 50. Cl. Lefort, «L´idée d´Être brut et d´esprit sauvage», en Sur une colonne absente. Écrits autour de Merlau-Ponty, París, Gallimard, 1978, p. 44. 51. M.P. Edmond, Philosophie Politique, París, Masson, 1972, p. 80.

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¿Qué nuevo dispositivo podemos inventar cuando desaparece la relación con un garante extrínseco, con una trascendencia? A falta de esta relación, lo político corre el riesgo de ser llevado al absoluto —la política se transforma en religión, el Estado se transforma en «el hombre absoluto» en los jóvenes hegelianos de izquierda— o bien de ser reducido a una simple técnica —el modelo tecnocrático o los lectores vulgares de Maquiavelo— o incluso puede remitirse a lo irracional —el modelo decisionista. Retomando una excelente fórmula de François Roustang que critica a Michel Foucault, pensador del poder, podríamos preguntarnos si el inmanentismo no sería, como la visibilidad, una trampa. Si se impone como necesario pensar lo político en relación a una dimensión que lo excede, en relación a una sobresignificación, ¿qué dispositivo podemos inventar, qué relación podemos elaborar entre lo político y la meta-política? Cuestión tanto más temible cuanto la referencia a lo meta-político puede ser una de las vías que toma la negación moderna de lo político. Uno de los mayores interrogantes que propone la reflexión de Cl. Lefort plantearía si la democracia no abriría una oportunidad, sin garantía, para afrontar esta dificultad. Acaso la desincorporación del poder —la descomposición del cuerpo—, el desenmarañamiento del poder, de la ley y del saber no han abierto una suerte de trascendencia interna a lo social, trascendencia que, cual lugar vacío de poder, está destinado, no a substanciarse, ni a actualizarse, ni a nombrarse; sino a permanecer, con peligro de desaparición, en la indeterminación, en este espacio no domesticable, espacio simbólico que no es «sólo para el hombre y por el hombre», irreducible a un hecho social empírico, espacio en el que lo social experimenta un continuo extrañamiento, un interrogante de sí sobre sí. Relación en exceso con el Ser o con el Ser como exceso, prueba de la desmesura engendrada por la irresistible y siempre renaciente pulsión del deseo de libertad, relación con una alteridad, por ejemplo, la del tiempo; desafío repetido con el proyecto de autonomía, la democracia es esa forma de socialización, esta institución específica de lo social que, al permitir el advenimiento de la «carne de lo social», posibilita otra experiencia del Ser. Paradoja de una prueba de la trascendencia en el seno de la inmanencia, una inmanencia en la que se esboza una relación inesperada, pero una relación posible entre el no-lugar de la utopía, su excentricidad, y el no-lugar que, en 187

un desorden siempre nuevo, abre la democracia salvaje.52 ¿La carne de lo social? «Con la carne no se ofrece una versión más elaborada de la experiencia muda, del último texto que, con anterioridad, había sido descifrado por medio del cuerpo. Precisamente nos vemos inducidos a preguntarnos por la carne como noción última mediante la destitución de este texto, la descomposición de la imagen del cuerpo. Noción última, puesto que da nombre a lo que no tiene figura, ni reside en ninguna parte, ni se refiere a un fondo oculto, ni implica una referencia al sujeto que la descubriría, que haría el movimiento del descubrimiento; puesto que lleva en sí misma el enigma de la diferenciación y de la reflexión, de la historia y de la repetición».53

52. Cl. Lefort, «Le désordre nouveau», en E. Morin, Cl. Lefort, J.M. Coudray, Mai 1968: la Brèche, París, Fayard, 1968, p. 49. 53. Cl. Lefort, «Le corps, la chair», en Sur une colonne absente..., op. cit., p. 130.

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HANNAH ARENDT: ¿LA CRÍTICA DEL TOTALITARISMO Y LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA?*

¿La crítica arendtiana de la dominación total que dio lugar a la obra Los orígenes del totalitarismo** contiene una problemática de la servidumbre voluntaria, ya sea recuperada y heredada de La Boétie, ya sea reinventada espontáneamente por Hannah Arendt ante esta nueva forma de régimen? Esta cuestión, que no es ni un problema de origen ni un problema de influencia, parece legítima cuando se trata del totalitarismo. Podemos considerar que la crítica del totalitarismo ha podido reactivar la cuestión de la servidumbre voluntaria, al menos, en dos sentidos: — La hipótesis de la servidumbre voluntaria ha podido servir como principio de inteligibilidad del fenómeno totalitario, especialmente, de sus caracteres más desconcertantes. — Por el contrario, la crítica del totalitarismo ha podido tener como consecuencia, tal vez inesperada, el resurgimiento repentino de la cuestión de la servidumbre voluntaria; de manera tanto más aguda cuanto la experiencia totalitaria del siglo XX ha hecho al lector más sensible al enigma así denominado por La Boétie y más dispuesto a acogerlo, sin enmascararlo con lecturas democráticas o anarquistas. Evidentemente, el fenómeno de la dominación total es un sin precedente. Lo que no impide que su crítica, estimulada por la interrogación de La Boétie, que tam* Este texto fue publicado en Eugène Enriquez, Le goût de l´altérite, Desclée de Brouwer, París, 1999, pp. 29-52. ** Ed. española Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 2004. [Nota de los T.]

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bién vale para la tiranía, nos pueda hacer avanzar en la exploración y en el conocimiento de lo innombrable, como si quedara por descubrir una nueva forma específica del enigma: la servidumbre voluntaria en el régimen totalitario. No se trataría de repetir a La Boétie, sino de asombrarse, siguiendo su ejemplo, al enfrentarnos con una forma de dominación inédita. Movimiento, de alguna manera, circular: podemos partir de la hipótesis de la servidumbre voluntaria, sin perjuicio de que experimente algunas modificaciones, para intentar esclarecer los mecanismos más desconcertantes de la dominación total —aquellos que más se resisten a un análisis en términos institucionales. Esta recuperación, esta puesta al día de la lógica totalitaria, puede confirmar y enriquecer la hipótesis laboétiana, descubrir sus características insospechadas, desde la experiencia de una forma de dominación sin precedente. ¿Cuál es el caso de Hannah Arendt, autora de una —la otra sería la de Claude Lefort— de las grandes interpretaciones filosóficas del totalitarismo? ¿Su teoría crítica del totalitarismo encuentra su origen en una problemática de la servidumbre voluntaria o bien la encuentra en un momento de su recorrido, inspirándose en ella para abrir nuevos caminos? ¿Cómo dar cuenta de este silencio, de esta distancia, de este rechazo o de esta resistencia? De manera subsidiaria, ¿el análisis arendtiano del totalitarismo es de una naturaleza capaz de recuperar la cuestión de la servidumbre voluntaria, haciendo que asumamos lo que exige de nosotros, al objeto de una eventual re-actualización, la diferencia entre el totalitarismo y la tiranía? Para responder mejor a estas cuestiones, tomaré dos desvíos: en primer lugar, un breve pasaje por la obra de Claude Lefort, en la que encontramos reunidas, precisamente, una interpretación crítica del totalitarismo y una relectura ejemplar de La Boétie; crítica y relectura que mantienen una relación evidente, como si el conocimiento del totalitarismo hubiera hecho a Claude Lefort particularmente sensible a la hipótesis de La Boétie, a su novedad siempre silenciada y recubierta de explicaciones convenientes —como si la interpretación de La Boétie surgida con las preguntas de nuestro siglo hubiera lanzado a Claude Lefort al asalto del enigma totalitario. El movimiento complejo de Claude Lefort ofrecería un precioso punto de comparación de nuestro diálogo con la obra de 190

Hannah Arendt. En segundo lugar, un breve repaso de la cuestión de la servidumbre voluntaria contra la tiranía tal como fue genialmente enunciada por La Boétie, con el fin de comprender mejor las inflexiones que eventualmente aporta ésta a una crítica de la dominación total. Primer desvío. La obra de Claude Lefort ofrece dos interpretaciones del totalitarismo, una primera, en 1956, con Le totalitarisme sans Staline, que gira alrededor del partido concebido como realidad social que da lugar a una forma de socialización sui generis. Aparece una segunda constelación de textos, a partir de 1976: Un homme en trop (Un hombre que sobra), 1976, L´invention démocratique, 1981, «Le corps interposé», Passé Présent, 1984. Si la inspiración de esta segunda crítica es de cuño maquiaveliano, en el sentido de que se efectúa a partir de una activación de la división originaria de lo social, se distingue de la primera por su aproximación a la cuestión de la servidumbre voluntaria y del totalitarismo. El totalitarismo sería la forma moderna de una servidumbre voluntaria inédita que encontraría, sin embargo, en La Boétie una impulsión crítica primera, susceptible de ser renovada y enriquecida al hacer intervenir en ella, por ejemplo, la imagen del cuerpo y su dinámica destinada a dar cuenta del imaginario totalitario. No cabe ninguna duda de que la virulencia crítica del análisis del totalitarismo ha ganado una agudeza renovada con la lectura del Discurso de la servidumbre voluntaria. A lo largo del mismo año de 1976, Lefort escribe Un hombre que sobra y propone una lectura ejemplar de La Boétie en el texto «Le nom d´Un» (Payot, 1976). De esta presencia evidente de La Boétie en la crítica lefortiana del totalitarismo, que no es ajena, por momentos, a una problemática analítica —desde esta perspectiva ha de entenderse la distinción de lo real, lo imaginario y lo simbólico—, subrayaré, brevemente, cuatro elementos: — El totalitarismo es esa forma de socialización moderna que descansa en la representación imaginaria del pueblo-Uno. Según Claude Lefort, a través de la imagen del cuerpo, verdadero esquema director, la sociedad totalitaria se daría una casi-representación de sí misma. Imaginaria negación de lo social, esta imagen pronto produce una separación entre el interior indiviso, el pueblo-Uno, y el exterior que adquiere el estatus de enemigo maléfico. 191

— En la estela de la ilusión totalitaria, nacida de la imagen del cuerpo, el principio de no-contradicción pierde vigencia hasta el punto de engendrar el reino de las ideas oscuras y permite que se desencadene, en toda la sociedad, una extraña lógica identitaria que funciona de manera reversible, de lo general a lo concreto e, inversamente, de lo concreto a lo general que acaba por desembocar en un proceso de consunción. — De la combinación entre la imagen del pueblo-Uno y la del poder-Uno, resulta el gran individuo que Solzhenitsin denomina el Egócrata. Según Lefort, aquí encontramos una pieza maestra y recurrente de la institución totalitaria de lo social, definida no como «un amo que gobierna solo, eximido de las leyes, sino el que concentra el poder social en su persona, y, así, aparece (y se aparece) como si nada hubiera fuera de sí mismo, como si hubiera absorbido la sustancia de la sociedad, como si, Ego absoluto, pudiera dilatarse infinitamente sin encontrar resistencia en las cosas».1 — Lefort percibe, en un nivel micrológico, podríamos decir, en el análisis de 1984 de G. Orwell, especialmente en los protagonistas Winston Smith y Julia, el movimiento de autodestrucción que tan bien analizara La Boétie. Lefort entiende que, pese a su rebelión, la conciencia de Winston Smith es víctima de un señuelo: «Fascinado por una imagen del cuerpo que está oculta como lo está el pasado». De ahí se sigue un juicio enunciado en términos muy próximos a los de La Boétie: «[Winston Smith] es, ante todo, su propia víctima, está cogido en su propia trampa».2 Reflexión ejemplar la de Claude Lefort, porque en ella encontramos la articulación de una crítica del totalitarismo con la recuperación de la cuestión laboétiana. Lejos de hacer de la servidumbre voluntaria una invariable transhistórica, fruto de una hipotética naturaleza humana, Lefort somete la hipótesis de La Boétie a la prueba de la diferencia de tiempos. La «novedad» del totalitarismo que se percibe aquí tiene que ver con la imagen del cuerpo, con su imposición y sus efectos. A través de la ima1. Cl. Lefort, Un hombre que sobra, op. cit., p. 62. 2. Cl. Lefort, «La corps interposé», en Écrire à l´épreuve de la politique, París, Calmann-Lévy, 1992, pp. 15-36. Me permito remitir a mi artículo, «Réflexions sur les deux interprétations du totalitarisme chez Claude Lefort», en La démocratie à l´œuvre. Autour de Claude Lefort, París, Éd. Esprit, 1993, pp. 79-136. [Este trabajo se incluye en este libro. Nota de los T.]

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gen del cuerpo, la representación de lo social como cuerpo que se une, en la experiencia totalitaria, a esta inquietante disposición que impulsa a los hombres «a combatir por su servidumbre como si se tratara de su salvación». A través del añadido de la imagen del cuerpo, de la consideración de la organización simbólica de lo social, Lefort llega a pensar el «sin precedente» de la dominación totalitaria, bajo la forma de la emergencia de una manifestación inédita de la servidumbre voluntaria. Segundo desvío. Para nuestra reflexión presente nos basta con reparar en algunas de las cuestiones claves del complejo recorrido de La Boétie. Ante todo, el asombro del autor ante un estado de servidumbre tan generalizado, tan devorador que abarca «mil ciudades», que alcanza millones de hombres. Asombro redoblado, pues se enfrenta a un fenómeno realmente desconcertante. No se trata sólo de constatar este estado, sino de comprender que, lejos de resultar de los esfuerzos del tirano —de los «instrumentos de la tiranía»—, esta servidumbre se revela fruto de una actividad de los dominados que trabajan por esclavizarse ellos mismos, que abren la tumba de su propia dependencia. Ésa es la novedad sin igual, y casi sin precedente, de La Boétie: la hipótesis de la servidumbre voluntaria —«concepto inconcebible», según Claude Lefort— es sustituida, repentinamente, por la problemática clásica de los «arcanos de la dominación». La ruptura laboétiana es tan nueva que, incluso los escritores posteriores que han creído repetirla o plagiarla, no la han comprendido en absoluto y se han dedicado, simplemente, como Marat, a recuperar una denuncia de las cadenas de la esclavitud. De alguna manera, con La Boétie, estamos ante una revolución copernicana. No se trata de hacer que la mirada del filósofo se gire hacia las estratagemas a las que han recurrido los señores para someter a los dominados, sino de invertir la dirección y provocar que se vuelvan hacia las extrañas disposiciones por las que los sujetos trabajan por su propia servidumbre, por forjar sus propias cadenas. La originalidad de este pensamiento es tal que, en un análisis reciente, JeanMichel Rey señala su excepcionalidad, aun cuando perciba en él cierta proximidad a Erasmo. «Por una parte, se trata de una reflexión de fondo sobre el estar sometido, sobre determinadas modalidades de dependencia que parecen el estado natural del 193

sujeto. Semejante propósito obliga al pensamiento a asumir una perspectiva para la que no está preparado o acostumbrado. Apenas encuentro precedentes de esta reflexión. Tendremos que “esperar” a Nietzsche, Freud y Valéry para encontrar, con distinto acento y orientación, un recorrido parecido».3 Este desvío, esta inversión de la mirada hace presente a un innombrable, esto es, un fenómeno que se opone a la nominación, que se resiste a ella, y que, por otra parte, se revela monstruoso. «Por consiguiente, ¿qué monstruoso vicio es este que no merece ni siquiera el título de cobardía? ¿Quién encuentra un nombre más villano? ¿Qué naturaleza no desaprueba esta situación que hasta la lengua rehúsa denominarla?».4 Enigma que no es ajeno a la dialéctica del escepticismo que La Boétie ha logrado renovar. Ha sabido llamar nuestra atención sobre este fenómeno que se manifiesta sin manifestarse, en términos de Lévinas, o cuya manifestación conservará siempre una parte irreducible de opacidad. Discurso ciertamente distinto al del poder, el texto de La Boétie es también un discurso de libertad. Porque —y el enigma no deja de crecer— la servidumbre voluntaria no proviene de un amor por la dominación, sino de una extraña proximidad del deseo de libertad al deseo de servidumbre, o, mejor, de una fragilidad del deseo de libertad que estaría expuesta a convertirse, catastróficamente, en su contrario. Profesando una concepción de la libertad resueltamente política, La Boétie asocia libertad y entre-conocimiento, libertad y compañerismo, libertad y amistad. En efecto, libertad y compañía van de la mano, la comunidad humana es condición de posibilidad de la libertad. El sometimiento no es un hecho de la naturaleza. No hay duda, estima La Boétie, de que «somos todos libres, porque todos somos compañeros, y no puede caber en la mente de nadie que la naturaleza haya colocado a algunos en esclavitud, habiéndonos colocado a todos en comunidad».5 En el reconocimiento del semejante vivificado por la naturaleza lingüística del hombre —«este gran presente de la voz y de la palabra»— tiene su origen el comercio humano. A juicio de La Boétie, la libertad es ella misma indisociable de la pluralidad hu3. J.-M. Rey, La part de l´autre, París, P.U.F., 1998, p. 191. 4. E. La Boétie, op. cit., p. 9. 5. Ibíd., p. 17.

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mana, de esa relación en el seno de la que experimentamos, a un tiempo, el vínculo y las diferencias. Es lo que Hannah Arendt denomina la condición ontológica de pluralidad, cuando designa a esta forma de vínculo que se une a nuestras singularidades, a través de nuestras singularidades y no contra ellas, ni violentándolas ni negándolas. La pluralidad se manifestaría bajo la forma de una separación comunicativa. La Boétie busca esta paradoja de la pluralidad humana cuando recurre a una rareza o a una invención ortográfica —el todos unos— con el propósito de hacernos comprender la particularidad de este vínculo puesto que la ipseidad persiste hasta en la constitución del «todos». La naturaleza ha apretado «el nudo de nuestra alianza y sociedad; si ha mostrado en todas las cosas que lo que más quería era unirnos y que todos fuéramos uno...».6 Sobre este todos unos puede ejercerse, se ejerce la fuerza capaz de engendrar la servidumbre voluntaria. La pluralidad humana se revela irremediablemente frágil; pues se trata de la libertad. La libertad humana encuentra su origen en la pluralidad, en ese todos unos, origen que explica su exposición a convertirse en su contrario, de la misma manera que este todos unos está expuesto a metamorfosearse en otra configuración: el todos Uno. De ahí la extraordinaria novedad laboétiana que ilustra este extraño parentesco entre el deseo de libertad y el deseo de servidumbre, puesto que afina nuestra mirada hasta el punto de permitirnos distinguir los lugares de transición entre los dos deseos que se dejan ver, aunque insistamos en seguir las sorprendentes aventuras de la pluralidad. La Boétie no afirma que los hombres estén sometidos por naturaleza; muy al contrario, recuerda, a semejanza de los trágicos griegos, la fragilidad del bien, de la libertad. La Boétie aporta o parece aportar una respuesta a la pregunta de partida. Se impone la precaución, pues esta respuesta, si es que existe, tiene la particularidad de no resolver el enigma, sino de reactivarlo al cambiar los términos del debate, al enunciarlos de otra manera. «Hechizados y encantados por el sólo nombre de uno», dice La Boétie. Cambio que no solución, porque si el autor muestra que, bajo el estandarte de este nombre de uno, se pone en marcha un misterioso mecanismo en el que el todos uno se descompone para dejar su lugar al todos Uno. El asombro permanece. ¿Podemos ir más allá en la inteligencia de este mecanis6. Ibíd.

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mo? Para ello, basta invocar, como hace Cl. Lefort, la amenaza del encantamiento inscrito en el lenguaje y añadir que esta fuerza no se ejerce en un espacio indeterminado, indiferente, sino en un lugar muy particular, el lugar del poder que, liberado, marca una diferencia con la sociedad, tanto más marcada cuanto se trata de un lugar apartado de los demás hombres y en el que es posible para quien lo ocupa hacer el mal, es decir, mostrarse inhumano y salvaje ante los otros. El encanto del nombre de Uno o el encanto del nombre del tirano. «Su nombre amado se convierte en aquel ante el que todos permanecen hechizados bajo pena de no ser nada».7 Dados estos pasos, ¿lo inconcebible continúa siendo tal? ¿Debe permanecer así? El juego sutil de La Boétie pretende despertar nuestro asombro, aumentarlo siempre, proporcionarnos respuestas que pronto se revelan tramposas y hacernos creer que cualquiera que posee la respuesta o cree poseerla se prepara nolens volens a ocupar el lugar del poder. En ningún caso intenta darnos una ontología cualquiera del misterio, sino que procura enfrentarnos al enigma de la cuestión política que, orientada a la libertad, no está menos expuesta a girarse hacia la servidumbre. Si existe la sociedad emancipada, ésta se constituye o se constituirá a partir de este afrontamiento permanente, sin tregua, de esta irritante cuestión. Cuanto más preocupada esté por preservarla, mejor sabrá que quienes conocen la respuesta, o pretenden conocerla, se revelan, invariablemente, como candidatos a la ocupación del lugar de poder. De ahí que encontremos en La Boétie una voluntaria ausencia de solución y la sola invocación de la amistad, única capaz de ofrecer un espacio de resistencia al encanto del nombre de Uno. Revisado este segundo desvío, retomemos nuestra pregunta de inicio. Hannah Arendt, en su crítica de la dominación total, recurre, en un momento de su reflexión, a una problemática de la servidumbre voluntaria, a la que se suma, como hace Cl. Lefort, una hipótesis suplementaria, la de la imagen del cuerpo, al objeto de delimitar mejor la diferencia entre totalitarismo y tiranía. ¿Hannah Arendt se mantiene, firmemente, ajena a esta problemática, sin llegar a su novedad, o llega, por otras vías, a aproximarse en tres niveles distintos, a la inversión de la problemática 7. Cl. Lefort, «Le nom d´Un», en Discours, op. cit., p. 274.

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clásica de la dominación, a la relación de la libertad con la pluralidad, al encanto del nombre de Uno? Para algunos intérpretes, no cabría dudar de la reactivación del pensamiento de La Boétie por parte de Hannah Arendt. Remo Bodei, durante el coloquio de Roma, se empeñó en la detección de una problemática de la servidumbre voluntaria en Hannah Arendt. Bertrand Vergely, en su estudio sobre Ernst Cassirer, sugiere la proximidad entre Hannah Arendt y La Boétie, invocando el «desinterés de las masas» en el régimen totalitario.8 ¿Podemos identificar, sin más, desinterés y servidumbre voluntaria? Pese a su crítica virulenta de la filosofía política, Hannah Arendt recupera la oposición que las define, esto es, la distinción entre régimen político libre y tiranía, cuidándose mucho de distinguir netamente el totalitarismo de la tiranía. Pero, si no me equivoco, ella jamás menciona a La Boétie, ni se sitúa a sí misma en una perspectiva próxima. Su punto de partida ha de buscarse en otro sitio. Arendt parte de la teoría de los regímenes de Montesquieu, teoría que modifica en la medida en que añade a los dos criterios que señalara este último —la naturaleza y el principio— un tercer elemento: la definición de una experiencia fundamental sobre la que reposa cada tipo de régimen. Punto de partida que no deja de plantear problemas: ¿podemos considerar el totalitarismo como un régimen? ¿Podemos, como ha subrayado Étienne Tassin, recurrir a un pensamiento crítico salido de la tradición o el totalitarismo ha arruinado todas las categorías provenientes de la tradición? A partir de los criterios tomados de Montesquieu, Hannah Arendt define el totalitarismo como esa forma de dominación que tiene por naturaleza el terror, por principio la ideología y por experiencia fundamental el aislamiento, considerablemente agravada por la experiencia moderna de la desolación. Ahora bien, el totalitarismo destruye el dominio político, la esencia de la política, es decir, la acción de concierto y lo que es su fuente viva: la pluralidad. «Los regímenes totalitarios no se han contentado con poner fin a la libertad de opinión, sino que han acabado por aniquilar, en su principio, la espontaneidad del hombre en todos los campos».9 Parte de Montesquieu, 8. B. Vergely, Cassirer. La politique du juste, París, Michalon, 1998, p. 93. Agradezco a Catherine Chalier haberme indicado esta referencia. 9. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 72-73.

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pero lo modifica. El terror, naturaleza del régimen totalitario, es, a un tiempo, ausencia de leyes y alteración de la idea de ley. La ley se convierte en la ley de un proceso, sea histórico, sea natural, concebida como algo que está en vías de su realización. También el totalitarismo conoce un juego específico entre la estabilidad y el cambio: para que la ley del proceso pueda dejar libre curso a su dinámica, la dominación totalitaria se esfuerza por estabilizar a los hombres. Este doble movimiento, desaparición de la ley y alteración de la ley, entraña la abolición de los límites que circunscriben un espacio de libertad entre los hombres y provoca, simultáneamente, una serie de destrucciones en cadena: abolición del espacio entre los hombres, abolición de los modos de comunicación, fin de la pluralidad. Por lo que se refiere al principio, la diferencia con Montesquieu no es menos sensible. La ideología no funciona tanto como un principio de acción —lo que lleva a los hombres a actuar en el sentido fuerte del término—, como un principio de movimiento que sumerge, por así decir, a los hombres en el proceso en curso. Por tanto, Hannah Arendt procede a una revisión general de Montesquieu. El terror, esencia, naturaleza del régimen totalitario, es pensado y descrito como un proceso. Es claro que lo que vale para el terror vale a fortiori para la ideología. El imperialismo del movimiento deja su sello en la esencia del régimen y en su principio: dinamiza la esencia en cierta forma y reduce el principio de acción al exclusivo rango de principio de movimiento. En la situación totalitaria, la ley del movimiento reina como señor, transforma todo lo que toca en movimiento. Para quienes los sufren, los regímenes totalitarios, afortunadamente, no son perfectos; remiten a un elemento coadyuvante que no es otro que la ideología, que viene a reforzar su esencia. Principio de movimiento que tiende a acelerar el proceso o a esperar su realización total, la ideología hace superfluo, peligroso, todo principio de acción. Para insuflar movimiento a un cuerpo político cuya esencia es el terror, «ningún principio de acción tomado del reino de las acciones humanas —tales como la virtud, el honor, el miedo— es necesario [...] Por tanto, lo que el régimen totalitario necesita es, en lugar de un principio de acción, un medio de preparar a los individuos igualmente bien para el papel de ejecutor y para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustituto del principio de 198

acción, es la ideología».10 Retengamos bien estas frases esenciales para relacionarlas con nuestra cuestión de partida. «Por tanto, lo que el régimen totalitario necesita es, en lugar de un principio de acción, un medio de preparar a los individuos igualmente bien para el papel de ejecutor y para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustituto del principio de acción, es la ideología». Al leer este pasaje, resulta evidente que Hannah Arendt asume la perspectiva clásica de los arcanos de la dominación, puesto que hace de la ideología una de las armas de la dominación total. La elección de los términos no puede más que reforzar esta apreciación: se trata de «manipular», de «preparar», de «contar con», de «movilizar», etc. Por añadidura, la autora no analiza la eficacia de la ideología más que como preparación para la función de verdugo o la de víctima; pero, en ningún momento, se separa al verdugo de la víctima, no concibe, en absoluto, otra hipótesis que sí la acercaría a La Boétie, hipótesis que afirmaría que la ideología, considerada en un movimiento que la excedería, podría actuar de tal suerte que la víctima se convertiría en su propio verdugo. Si consideramos el último criterio, la experiencia fundamental, el aislamiento agravado por la desolación —los peligros de la existencia abandonada y superflua—, el totalitarismo se presenta como un desierto, un desierto en movimiento. Significa reconocer que el totalitarismo engendra el desierto bajo la forma de la desertificación, de un proceso de extensión sin fin, como si el desierto debiera absorber, recubrir los espacios que continúan distinguiéndose de ella. El desierto crece: la desertificación es un proceso dinámico que gana terreno sin cesar. En la estela del movimiento, se aparta de la paz y conoce lo que Hannah Arendt denomina tormentas de arena que ponen en peligro los últimos oasis. Destrucción de todo espacio público, de todo espacio político, pero también de todo espacio privado. La desertificación hace nacer la experiencia de la desolación, experiencia absoluta de no-pertenencia al mundo. La desolación introduce un nuevo modo de existir, el ser abandonado, el ser abandonado por todo y por todos que experimenta una triple pérdida: del yo, del otro y del mundo. Para acabar, el ser abandonado se sume en el vértigo de ser superfluo. 10. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», en Ensayos de comprensión. Escritos no reunidos e inéditos de Hannah Arendt, Madrid, Caparrós Editores, 2005, pp. 419-420.

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Visión potente la de Hannah Arendt, casi alucinante, cuando describe el movimiento por el movimiento, más allá de las tipologías institucionales. Pero, por oscuro que pueda parecer este cuadro, no se manifiesta en él ninguna señal de servidumbre voluntaria. El ser abandonado, convertido en ser superfluo, no es descrito, en ningún caso, como un ser auto-sometido. Nada de todo esto puede sorprender, puesto que Hannah Arendt no ha abandonado la perspectiva clásica de los arcanos de la dominación, incluso cuando se enfrenta a una forma de dominación que considera sin precedente. Criticar la dominación total, e incluir en esta crítica la identificación de la ideología con un principio de movimiento, no es óbice para que Hannah Arendt sea considerada, de alguna manera, como pre-laboétiana, sin llegar a la «revolución copernicana» del Discurso de la servidumbre voluntaria. La autora no concibe una inversión de la problemática clásica hasta el punto de imaginar que los dominados puedan trabajar por su propio sometimiento. Podríamos presumir que esta idea le haría poca gracia, no en vano rechaza rotundamente la idea de obediencia para dar cuenta del vínculo político entre gobernantes y gobernados. Sólo del lado de este último, el de la experiencia fundamental de la desolación, se percibe alguna duda, porque la dominación que aquí se analiza toma como referencia, no «la cima», sino la situación misma de los dominados. Si nos detenemos ahora en el segundo nivel de la servidumbre voluntaria, la relación de la libertad con la pluralidad, podremos hallar una proximidad aún mayor entre Hannah Arendt y La Boétie. ¿No se asocia la dominación total con la destrucción del espacio entre los hombres, con el surgimiento de una forma de unidad tan violenta que destruye las singularidades y sus modos de interrelación y, al mismo tiempo, alcanza a la condición ontológica de pluralidad? La definición arendtiana del terror —naturaleza del régimen totalitario— se enuncia en términos próximos, en cierto sentido, a los que emplea La Boétie para esclarecer el paso misterioso del todos uno al todos Uno. La imagen del anillo de hierro, según Hannah Arendt, es la mejor evocación de la constitución de la unidad totalitaria, suerte de unión fusional. «El terror — escribe— sustituye los límites y los canales de comunicación entre los hombres individuales por un anillo de hierro que los presiona a todos ellos tan estrechamente, unos contra otros, que es como si los fundiese, como si fuesen 200

un solo hombre [...] el terror totalitario, sencilla e implacablemente, presiona unos contra otros a todos los hombres tal como son, de modo que desaparezca el espacio mismo de la acción libre —que es la realidad de la libertad».11 Para Hannah Arendt, como para La Boétie, libertad y pluralidad están estrechamente asociadas, al extremo de que si una es alcanzada, pronto desaparecerá la otra. Pese a una concepción común de la articulación entre estas dos dimensiones esenciales de la acción política, Hannah Arendt, en ningún momento, concibe un nexo complejo entre el deseo de libertad y de la servidumbre voluntaria, ni concibe de qué manera la destrucción de la pluralidad puede dejar surgir algo así como el encanto del nombre de Uno, una atracción por el Uno. Antes de seguir las vetas oscuras de la cuestión política, Hannah Arendt procede, cual mecanicista que, observando la desaparición de un espacio entre los hombres ante la presión de una fuerza de constricción, deduce un efecto de unidad apremiante. Evidentemente, los hombres sometidos, aplastados por el anillo de hierro totalitario son reducidos a un estado de servidumbre, puesto que el campo de la acción libre se ha venido, necesariamente, abajo. ¿Podemos hablar de servidumbre voluntaria? No, porque si seguimos el análisis arendtiano, el deseo de libertad sobreviviría a la constricción del anillo de hierro. «El terror totalitario no coarta todas las libertades ni deroga ciertas libertades esenciales, ni, al menos hasta donde llega nuestro limitado conocimiento de él, consigue erradicar de los corazones de los hombres el amor a la libertad».12 Como sabemos, esta reserva no es puramente retórica. En su análisis de los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt describe fenómenos próximos, en su concreción, a la servidumbre voluntaria, o fenómenos de los que podríamos dar cuenta con la ayuda de la hipótesis de La Boétie. Planteado así el problema, a juicio de Hannah Arendt, el auténtico desinterés de los adherentes de los movimientos totalitarios, por desconcertante y extraño que sea, puede llevar a la autoinculpación, a la autodestrucción. Detengámonos, por un momento, en el pasaje de la obra de Los orígenes del totalitarismo en el que podemos percibir un eco del comportamiento incomprensible de algunos acusados, durante el proceso 11. Ibíd., p. 412. 12. Ibíd.

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de Moscú. «Puede ser comprensible que un nazi o un bolchevique no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente es que no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus propios hijos y ni siquiera si ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución, si son acusados y condenados, si son expulsados del partido o enviados a un campo de concentración. Al contrario, para sorpresa de todo el mundo civilizado, pueden incluso mostrarse dispuestos a colaborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mismos la pena de muerte con tal de que no se vea afectado su status como miembros del movimiento».13 Conmocionado por el sometimiento que sostiene a la tiranía, La Boétie exclama: «¿Qué monstruo del vicio es éste?». Hegel rechazaba la hipótesis de la servidumbre voluntaria, afirmando, apoyado en su racionalismo, que «los hombres no son estúpidos hasta ese punto». Enfrentada a actitudes autodestructivas, Hannah Arendt, por su parte, no niega la evidencia y se interroga al objeto de saber, siguiendo la fórmula hegeliana, por qué los hombres son estúpidos hasta ese punto. Evidentemente, no es la estupidez la vía que conduce a los hombres a un desinterés que se convierte en negación de sí. Rechaza la explicación por idealismo ferviente. Además de su carácter ingenuo, esta explicación no conviene en el caso de los SS, que no estaban animados de ningún tipo de idealismo sino que obedecían a una coherencia lógica implacable. A su juicio, lo esencial, en esta situación tan particular, es la pertenencia al movimiento o al partido o, más exactamente, la continuación de su pertenencia. Mientras el movimiento o el partido existan, el sentimiento de pertenencia persiste con todos sus efectos. Desde esta perspectiva, en defensa de la que Hannah Arendt invoca el testimonio de Trotski, la autora propone varias respuestas: el fanatismo, la identificación con el movimiento, el conformismo absoluto, la destrucción de la experiencia. «Pero dentro del marco organizador del movimiento, mientras que los mantenga unidos, los miembros fanatizados no pueden ser influidos por ninguna experiencia ni por ningún argumento; la identificación con el movimiento y el con13. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, pp. 387-388.

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formismo total parecen haber destruido la misma capacidad para la experiencia, aunque ésta resulte tan extremada como la tortura o el temor a la muerte».14 La respuesta múltiple dice bastante del desarrollo interpretativo del autor y de su incapacidad para nombrar: el fanatismo, esta «peste del alma», según Voltaire, se designa sin definirlo ni analizarlo en profundidad. Quedaría por pensar de qué manera esta violencia ejercida sobre el otro puede volverse contra sí y convertirse en autodestructiva.15 El conformismo absoluto sólo se menciona como efecto. La vía de la identificación con el partido o con el movimiento está abierta, pero sin ser explorada, sin interrogarse por los mecanismos que ponen en marcha un proceso de identificación, ¿proyección, instinto mimético? A decir verdad, Hannah Arendt no se vuelve tanto hacia la servidumbre voluntaria, repensada al mismo tiempo por W. Reich en La función del orgasmo,* cuanto hacia una recuperación del concepto benjaminiano de destrucción de la experiencia.16 W. Benjamin, en su ensayo sobre «El narrador», constató cuánto «la cotización de la experiencia ha caído». A modo de ejemplo, el mutismo de los combatientes de 1914 quienes, a su regreso del frente, «en lugar de retornar más ricos en experencias comunicables, volvían empobrecidos».17 De manera más general, el hombre moderno experimenta, paradójicamente, la pérdida de la experiencia, su empobrecimiento, la incapacidad, de ahora en adelante, de verse afectado, de probar una experiencia, de elaborarla, de compartirla con otra, de comunicarla, de acogerla o de rechazarla según las normas del sentido común. Frente a fenómenos o actitudes que muestran a las claras la servidumbre voluntaria, Hannah Arendt queda de este lado de la hipótesis laboetiana. Ella las constata, subraya su carácter aberrante, pero no llega a denominarlos o, más bien, los denomina de tal manera que dejan de ser desconcertantes, colocados bajo ciertas nociones —fanatismo, conformismo— que tienen como consecuencia calificarlas hasta silenciar la interrogación. Mien14. Ibíd., p. 388. 15. Sobre el fanatismo, véase M. Ansart-Dourlen, Freud et les Lumières, París, Payot, 1985, pp. 185-208. * Hay ed. española en W. Reich, La función del orgasmo, Barcelona, Paidós, 1987. [Nota de los T.] 16. «La novedad del fascismo es que las masas consienten, ellas mismas, su sumisión y se emplean en realizarla». Citado por M. Ansart-Dourlen, op. cit., p. 204. 17. W. Benjamin, «El narrador», Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, p. 112.

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tras que la servidumbre voluntaria no puede enunciarse más que bajo la forma del enigma, como mucho, de lo concebible, incluyendo a aquel que plantea la hipótesis en un estado próximo al vértigo, las categorías a las que recurre Hannah Arendt reducen pronto el asombro, el pavor que había hecho nacer la observación. Fracaso al nombrarla, fracaso al responder a la cuestión fenomenológica del cómo. Hannah Arendt invoca la identificación con el partido o con el movimiento, pero no dice nada de los mecanismos de la identificación, ni cómo se hace, ni por qué vías se efectúa ni como llega a conseguirla. Si podemos reconocer a Hannah Arendt que consigue detectar el carácter problemático de las actitudes autodestructivas propias de los movimientos totalitarios, si observa, correctamente, que el núcleo esencial de la experiencia, la conservación de sí, ha sido destruido, que el «muelle» del miedo a la muerte ha sido, de alguna manera, sorteado; hemos de concluir que no va más allá de su asombro, no transforma este asombro en una renovada interrogación sobre la sociedad totalitaria. En el caso de Hannah Arendt, se trata de dominación total y no tanto de sociedad totalitaria o institución totalitaria de lo social. Ella recuerda las célebres frases de Trotski que justificaban teóricamente conductas de autoinculpación: «Los ingleses tienen un lema: “Con mi país, con razón o sin ella” [...] Nosotros disponemos de una justificación histórica mucho mejor al decir que si algo es justo o injusto en ciertos casos concretos individuales, es el partido quien es justo o injusto». Ella deriva de aquí el argumento que le sirve para sostener que, en el exterior del partido, estas conductas no aparecen, puesto que el mecanismo de identificación no tiene razón de ser. Siguiendo a Hannah Arendt, el fenómeno totalitario se habría circunscrito a los miembros del partido y no habría afectado al resto de la sociedad. Por ejemplo, los oficiales del Ejército rojo que no pertenecían al partido y resistían.18 En su análisis crítico, Hannah Arendt nunca menciona «el encanto del nombre de Uno» o de un fenómeno de este orden. Incluso cuando se refiere, en la descripción del terror totalitario, a «Un Hombre», el nombre de este Hombre, aunque sea susceptible de ser nombrado, no parece ejercer ningún encanto, ni suscitar ningún amor en la medida en que este Hombre sería el 18. H. Arendt, Los orígenes..., op. cit., nota 7, p. 388.

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sujeto, con todo el equívoco que el término comporta, del movimiento de la naturaleza o de la historia, del proceso totalitario. Hannah Arendt se aproxima a la servidumbre voluntaria, una vez más, por una vía que le es propia, vía que podríamos denominar «la empresa de la lógica». En la estela de Walter Benjamin, Hannah Arendt retoma la hipótesis de la destrucción de la experiencia, pero con el objetivo de dar cuenta de la dominación totalitaria. La ideología, principio de movimiento de la dominación total, destruye la experiencia de diversos modos: no se interesa jamás «por el milagro del ser», es decir, no piensa en el acontecimiento, sino que lo vincula a lo que parece ser proceso o movimiento; en su pretensión de explicarlo todo, la ideología no da cuenta de lo que es, de lo que nace o muere, pues está preocupada, de manera exclusiva, por el movimiento según la ley de la naturaleza o de la historia; el pensamiento ideológico se emancipa de la realidad que percibimos, con la ayuda de nuestros sentidos y, al mismo tiempo, de toda experiencia posible. Invocando una realidad «más verdadera» que aquello que percibimos, la ideología se presenta como un sexto sentido que tendría por cualidad, revistiendo cada hecho de una significación secreta, eximirnos de la experiencia que somos capaces de compartir con otros. Sustituyendo a la realidad, la ideología funciona como una pantalla que nos libra de la experiencia, de sus constricciones, pero también de sus enseñanzas. La cota de la experiencia se viene abajo. La ideología, como «lógica de una idea», realiza esta emancipación de la experiencia recurriendo, precisamente, a la lógica que, sustituyendo al pensamiento, parte de una premisa para reducir todo lo demás, ya se trate de la naturaleza o de la historia, a una coherencia implacable. De acuerdo con los análisis de Hannah Arendt, los hombres, durante el período totalitario, o pre-totalitario, experimentarían, paradójicamente, la pérdida de la experiencia, bajo la forma de la desolación. La desolación es un estado que afecta al conjunto de las relaciones que constituyen la existencia humana y que engendran en quienes la conocen el sentimiento desesperante de no pertenecer al mundo. Efecto de la destrucción de la pluralidad que entraña el terror total y, en un sentido más amplio, del desenraizamiento y de la inutilidad de las masas, la desolación es la experiencia de ser abandonado, de ser superfluo. «Lo que 205

torna tan insoportable la soledad es la pérdida del propio yo [...] El yo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo».19 Sobre este terreno desértico o, mejor dicho, en vía de desertificación, nace la empresa de la lógica, su atractivo. De manera bastante misteriosa y no del todo elucidada, Hannah Arendt plantea, a partir de una cita de Lutero, una relación entre la experiencia de la desolación y la seducción de la lógica. La desolación convertiría a la lógica en atrayente. En un primer nivel, parecería que, en este estado de pérdida generalizada —pérdida del yo, del otro y del mundo, pérdida de la experiencia—, sólo sobreviviría la facultad del razonamiento lógico cuya premisa es aquello que es evidente por sí. Sólo habría una certidumbre a «la que agarrarse», esta verdad vacía, privada de todo poder de revelación, tiene la particularidad de ser productiva en el estado de desolación, en el sentido de que tomaría la vía lógica de la deducción interna, sin perjuicio de pensar «desde la perspectiva de lo peor», según la expresión de Lutero. En un nivel más profundo, el atractivo de la lógica que puede ir hasta adquirir la forma de una autoconstrucción vendría de lo que esta sumisión a la lógica ofrecería como un indefectible «resto» en un universo desertificado, transformaría la no-contradicción en posible manifestación de una identidad de sí con un sí vacío (A = A), hasta el punto de fetichizar la primera premisa que permite el desarrollo de la lógica, incluso cuando este juego se demuestra una trampa. La valoración de la lógica, sea en los términos de Hitler o en los de Stalin, aparecería ante aquellos que aceptan la dominación «como un último apoyo en un mundo en el que nadie es digno de confianza y en el que no se puede contar con nada».20 En la conferencia sobre La naturaleza del totalitarismo, Hannah Arendt vincula, de manera mucho más clara, esta seducción de la lógica con la destrucción de la pluralidad y con el deterioro de la experiencia. «El logicismo es lo que atrae a seres humanos aislados, pues el hombre en completa soledad, sin otro contacto con sus congéneres humanos y, por tanto, sin ninguna posibilidad real de experiencia, no tiene otra cosa a que recurrir que las reglas más abstractas de razonamiento».21 Aceptar el reino de la lógica no es una muestra 19. Ibíd., p. 578. 20. Ibíd., p. 579. 21. H. Arendt, De la naturaleza del totalitarismo, op. cit., p. 430.

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de estupidez; aquel que lo consiente y se auto-constriñe sólo intenta escapar «de la desesperación del aislamiento por la adicción a los vicios de la soledad».22 Este señuelo es una auténtica trampa. Por la insistencia en el atractivo de la lógica, Hannah Arendt acaba, en el último capítulo, «Ideología y Terror», por responder a la pregunta planteada en el cap. 1, «Una sociedad sin clases», a propósito de los procesos de Moscú. ¿Por qué los acusados de Moscú se comportaron de forma tan extraña, tan estúpida? ¿Por qué se autoinculparon, provocando, ellos mismos, su propia condenación a muerte? ¿Cómo podemos dar cuenta de una conducta que llenó de «estupor el universo civilizado»? En este punto del análisis, ni el fanatismo, ni el conformismo absoluto, ni la identificación con el partido son explicaciones válidas para Hannah Arendt. Sólo la auto-sumisión a la lógica, unida a la destrucción de la experiencia, bajo la empresa de la ideología, de la lógica de una idea, es capaz de esclarecer y dar una respuesta más compleja, que merece ser valorada, aunque no comporte, necesariamente, un acuerdo. Según Hannah Arendt, esta actitud irracional, que no respeta la racionalidad mínima —la conservación de sí y el miedo a la muerte— revelaría la potencia apremiante de la lógica. La aceptación de la primera premisa, a saber, la lógica de una idea aplicada a la historia —la historia es lucha de clases y el partido es el instrumento privilegiado— llevó a los acusados, practicando la auto-sumisión a la lógica, a inculparse ellos mismos por crímenes que no habían cometido, a asumir las deducciones internas de estas premisas, a hacerles la requisitoria a los procuradores, como si el miedo a la contradicción fuera mayor que el miedo a la muerte. Poco importan los crímenes en su concreción, sólo cuenta el hecho de que el partido necesita criminales para fundamentar sus acusaciones, sólo cuenta el castigo de los criminales. Si tal es la exigencia del partido, rechazar la asunción del rol del criminal significa rechazar la premisa de que el partido tiene siempre razón y la adhesión primera a esta premisa supone apartarse de las consecuencias lógicas de una y otra, renegar de uno mismo con el pretexto de salvar la vida. «Aquí parece hallar su fuente la fuerza coactiva de la lógica —dice Hannah Arendt—; surgen de nuestro propio temor a contradecirnos».23 Habría algo 22. Ibíd., p. 431. 23. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 573.

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peor que la muerte: contradecirse, renunciar a sí, perderse. De ahí este trueque infernal: quien se salva atreviéndose a afirmar su inocencia, se pierde; quien se pierde auto-acusándose, se salva.24 La identificación con el partido, invocada al comienzo del análisis, no vale y no adquiere toda su amplitud a menos que asumamos que este fenómeno está bajo la estela de la lógica y que, para decir A, es necesario deletrear el alfabeto de la identificación y de la sumisión hasta el final. ¿Esta auto-sumisión a la lógica es una nueva figura de la servidumbre voluntaria? ¿Puede existir una equivalencia entre el encanto del nombre de Uno y el atractivo por la lógica? ¿Hannah Arendt redescubre la hipótesis de La Boétie cuando intenta rehacer y describir el recorrido interior de los acusados de Moscú? Si lo juzgamos por sus efectos, la autoinculpación, la aceptación de la muerte, la auto-negación, parece legítima la comparación con quienes engendran el deseo de servidumbre. Pero resulta menos evidente que Hannah Arendt haya concebido una hipótesis próxima a la de La Boétie: el don de sí no se hace a un tirano o, por ejemplo, a un Egócrata, sino a una instancia colectiva que, en el pensamiento de Hannah Arendt, no podría precaverse contra el nombre del Uno, incluso cuando en la realidad histórica una figura despótica la domina; por añadidura, la autora del libro Los orígenes del totalitarismo se sitúa del lado de los dominados para intentar comprender por qué mecanismos aceptan la negación de sí y van al encuentro de la muerte; ello no impide que esta autora considere que la tiranía de la lógica sea un efecto de la «preparación» efectuada por los dirigentes totalitarios. En fin, esta autoinculpación es negación de sí hasta cierto punto, puesto que se trataría, de seguir el análisis arendtiano, de una manera encubierta y sacrificada de salvar su identidad; identidad vacía, ciertamente, como si estuviéramos en presencia de «una artimaña de la identidad». Al término de este recorrido, la respuesta a la cuestión de partida sólo puede ser articulada y, necesariamente, matizada: de manera incontestable, la obra crítica de Hannah Arendt presenta avances reales por lo que se refiere a la problemática de la servi24. «Los dominadores totalitarios se apoyan en el apremio con el que podemos obligarnos a nosotros mismos para obtener la movilización limitada de personas que todavía necesitan; este apremio íntimo es la tiranía de la lógica, a la que nada se resiste si no es la gran capacidad de los hombres para empezar algo nuevo». Ibíd.

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dumbre voluntaria, recorre sus zonas próximas, especialmente, cuando constata la más que sorprendente conducta de los acusados de los procesos de Moscú. En su asombro, escuchamos casi un eco de la espantosa pregunta de La Boétie, «¡Oh!, ¿qué monstruo del vicio es éste?», y encontramos algo de este espanto cuando intenta describir los síntomas del «vicio totalitario». Pero —y aquí está, quizá, lo esencial— Arendt se queda a medio camino, no da el paso hacia delante cuando se trata de denominar a este vicio y vuelve sobre explicaciones tradicionales: el fanatismo, el conformismo absoluto que vendrían a ocultar y a cerrar un interrogante que abriría un abismo por su exigencia de ser nombrado. Y ello es así incluso cuando se dedica a profundizar, a complicar la identificación con el partido, añadiendo la ruina de la pluralidad, efecto del terror total, y la tiranía de la lógica; articulando la fe en la lógica y la descomposición de la pluralidad, una lógica que sustituye a la pluralidad desfalleciente. Como si la imaginación a la que apela de manera tan elocuente para «superar los abismos» no le bastara para reconocer y nombrar, precisamente, en los fenómenos totalitarios que «desafían el juicio normal», aquello que la lengua se niega a nombrar. En dos momentos, un movimiento de escritura señala, quizá, lo que impide a la imaginación superar determinados abismos. Hannah Arendt, sea cual sea el carácter siniestro del cuadro que bosqueja del totalitarismo, sostiene que el amor por la libertad no ha desaparecido del corazón de los hombres. «El Gobierno totalitario no restringe simplemente el libre albedrío y arrebata las libertades; tampoco ha logrado, al menos por lo que sabemos, arrancar de los corazones de los hombres el amor por la libertad».25 Idéntica declaración encontramos en De la naturaleza del totalitarismo, con la reserva del «hasta donde llega nuestro limitado conocimiento».26 Lo que parece indicar que, en caso contrario —la desaparición del amor por la libertad—, el intérprete se encontraría en presencia de un régimen aún más sorprendente y que, por su imaginación, la dominación estaría a una distancia infinitamente más grande que la que había estimado en un principio. Volvamos a la cuestión de la pluralidad. ¿Cuando Hannah Arendt analiza la destrucción de la pluralidad queremos decir 25. Ibíd., p. 565. 26. H. Arendt, De la naturaleza del totalitarismo, op. cit., p. 412.

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que toma por su cuenta el movimiento laboetiano, la repentina conversión del todos unos en todos Uno por la que quedan abolidas pluralidad y libertad, entrañando la desaparición de una el eclipse de la otra? No habría de percibirse en la identificación del terror total con un anillo de hierro, o con un círculo de fuego y con la producción de Un Hombre, la recuperación de la crítica aristotélica de la unificación violenta a la que se entrega Platón en La República, ignorando que la ciudad «es una cierta forma de multiplicidad». El producto del terror total, Un Hombre, parece próximo, hasta cierto punto, al individuo Uno al que se opone Aristóteles en la Política.27 ¿Basta invocar el desinterés de las masas para concluir que existe una problemática de la servidumbre voluntaria en la obra de Hannah Arendt? Desinterés significa des-inversión, al objeto de indicar que el fenómeno clásico del interés no tiene vigencia en el universo totalitario, en resumen, el paso de un acto positivo a un acto negativo. Entre el desinterés y la servidumbre voluntaria, la servidumbre no como retiro o pasividad —ellos han «ganado» su servidumbre, dice La Boétie—, sino como actividad o como deseo, teniendo en cuenta el paso que se da de la servidumbre voluntaria al deseo de servidumbre, existe un desvío que Hannah Arendt no se atreve a traspasar, y se guarda mucho de hacerlo pues, aun cuando admite la idea de «consentimiento tácito», la idea de deseo le es ajena, al menos, para la comprensión de la política. Ocurre lo mismo que con el amor. Recordemos cómo, en la célebre carta a Gershom Scholem, rechaza de plano la noción de amor del pueblo judío, que le parece, simplemente, incomprensible, pues contribuye a confundir las esferas. En todo caso, cómo no subrayar que, cuando intenta esclarecer los oscuros progresos de la identificación con el partido, se ve atrapada, de manera muy extraña, por una problemática de la identidad. Si seguimos su razonamiento, la autoinculpación de los acusados durante el proceso de Moscú tiene su explicación en un repliegue sobre sí, en el interior de un 27. «Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más unitaria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa, en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa», Aristóteles, Política, lib. II, cap. II, Madrid, Gredos, 1999, p. 89. Por su parte, Hannah Arendt escribe en Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 214: «En un perfecto Gobierno totalitario, donde todos los hombres se han convertido en Un Hombre».

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circuito cerrado, bajo el signo de la lógica; como si su único móvil fuera permanecer fieles a ellos mismos, a su compromiso de partida, a la primera premisa que les llevó a aceptar la ideología bolchevique. ¡Curiosa identidad aquella que se autoinculpa! Cómo no concebir la identificación con el partido como algo que lleva a sí. Una vez establecida esta identificación, ¿no se trata de un movimiento incontrolado, irresistible, que arrastra a quien se entrega a ella y lo empuja a subir por la cadena de identificación hasta alcanzar la cima, hasta esa pieza esencial de la dominación totalitaria, es decir, al Egócrata? ¿Cómo es posible, después de haber descrito tan bien los efectos del terror total —el paso de todos los hombres a Un Hombre—, mantener esta enigmática autoinculpación al margen de toda relación con aquello que Claude Lefort denomina «el gran Otro», colofón del dispositivo totalitario? Hannah Arendt invita a distinguir entre el dirigente totalitario y el tirano; mientras que éste se sirve de la todo-potencia para asegurar la calma del reino, una vez derrotada la oposición, aquel pondría su omnipotencia al servicio de las leyes del movimiento, como si fuera el único soporte, el único apoyo, el único cerebro capaz de conocerlos y de aplicarlos, abriendo un abismo, no entre la todo-potencia y la omnipotencia, sino entre el superviviente y los seres superfluos. Si ésta es la singularidad del jefe totalitario, ¿cómo no percibir que se separa imaginariamente de la sociedad que considera como el ser material destinado a materializar les leyes devoradoras del movimiento, cómo no considerar que ocupa efectivamente el lugar del Otro? Ya La Boétie, a propósito del tirano, mostraba cómo la dimisión, más exactamente, el don de todos, creaba un Ser fantástico, «Un ser único», con el cuerpo inconmensurable dotado de millones de ojos, de miles de brazos, de mil pies, constituido de alguna manera por lo que cada uno había «abandonado». De manera extraña, para Hannah Arendt, el producto del terror total, lo que denomina «Un Hombre», sigue siendo un ser de razón, como si no estuviera destinado a encarnarse, a sustraerse de la sociedad que domina, a llevar un nombre susceptible de ejercer este encanto del que nos advierte La Boétie. Hannah Arendt describe la dominación total, y no la sociedad totalitaria, por la excelente razón de que, a su juicio, ésta última no existe en cuanto tal. Si distingue entre los miembros del partido y los que se mantienen en el exterior, es para hacer211

nos comprender que sólo en el interior de una formación política de este orden, sometida a la ideología, podían aparecer las conductas aberrantes de autoinculpación; de esta forma, la sociedad en su conjunto permanecería ajena a la servidumbre voluntaria. Habida cuenta de la diferencia entre régimen totalitario y tiranía, Hannah Arendt se aleja de La Boétie, quien se dedica a mostrar cómo, por medio de una serie de pasos, la servidumbre gana toda la sociedad hasta que el pueblo se convierte en «traidor de sí mismo». También se aparta de la atractiva pintura de Solzhenitsin cuando describe «el pueblo convertido en su propio enemigo», o de la interpretación de Claude Lefort.28 A diferencia de Arendt, éste percibe, a partir de su articulación de lo político y lo social, la servidumbre voluntaria en toda la extensión de lo social, suscitada por la lógica del totalitarismo, la constitución del pueblo Uno que no deja de fabricar «hombres que sobran», que expulsa de su seno en cuanto otros maléficos. Lejos de esta re-actualización, transposición de la servidumbre voluntaria, la obra de Hannah Arendt recupera la representación clásica de un grupo de dirigentes, totalitarios en este caso, que organizan la dominación total con ayuda del terror y de la ideología, que concibe como «la preparación de los individuos para el papel de ejecutor y para el papel de víctima».29 Cuando se propone sustituir la cuestión de «¿por qué han obedecido?» por la infinitamente más justa de «¿por qué han dado su garantía?», resulta claro que piensa no tanto en las víctimas cuanto en los verdugos. ¿Por qué Hannah Arendt, a pesar de sus avances en la dirección de la servidumbre voluntaria, se quedó a medio camino? ¿Por qué no ha puesto a prueba la hipótesis de La Boétie, sin perjuicio de transformarla, al objeto de estar a la altura del «sin precedente»? De haberlo hecho, Arendt habría temido sus derivas psicológicas, analíticas, a su juicio, reductoras, e incluso, mistificadoras. No hay más que leer lo que ha escrito a propósito de la fascinación que tantos contemporáneos atribuyeron a Hitler. Además de cuestionar la realidad del fenómeno, recuerda a todos aquellos que se extravían que la fascinación es, en primer lugar y ante todo, un fenómeno so28. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., pp. 43-44. 29. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 420.

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cial y, en cuanto tal, signo de una interpretación social y política. Ella combate las reducciones psicologistas. También recuerda que el honor, la virtud y el miedo son principios de acción, el motor de la acción y no de los móviles psicologistas. Convendría comprender la lógica del totalitarismo con ayuda de la inteligencia política o de la inteligencia de lo político. Escribe sobre el abandono, que le parece ser el único terreno en el que la tiranía de la lógica alcanza su esplendor: «El aislamiento ha dejado de ser, en un mundo como éste, un asunto psicológico que manejar con términos tan bonitos y faltos de sentido como “introvertido” y “extrovertido”».30 La problemática de la servidumbre voluntaria, tal como fue descubierta y desarrollada por La Boétie, es una hipótesis social y política que se apoya en la naturaleza del vínculo social y la relación que los hombres mantienen con el lugar del poder, lugar aparte, heterogéneo. En este sentido, Hannah Arendt podría haberla hecho suya. Puede ocurrir que determinadas concepciones de lo político impidan la asunción de esta hipótesis. Ésta tiene que ver con una concepción heroica de lo político que hace imposible, para quien la profesa, el reconocimiento de tal origen del régimen totalitario. Edgar Quinet, en Les esclaves, planteó la servidumbre voluntaria y el heroísmo como dos polos antagonistas, viniendo éste a reparar a aquél. Quien elige a uno, ¿no tiene la tendencia de minusvalorar al otro? No cabe duda de que Hannah Arendt comparte una concepción heroica de la política, precisando, al objeto de evitar el malentendido, que defiende una concepción sobria del heroísmo, de inspiración homérica, que tiene la singularidad de ser un heroísmo en plural, que se practica de concierto. No puede elaborar una concepción heroica de la política porque eligió, deliberadamente, una concepción política del heroísmo que se mantiene apartada de ampulosidades metafísicas o estéticas. Aquí, junto a su desconfianza hacia la servidumbre, encontramos el origen de las mayores reticencias de Hannah Arendt. Nos equivocaríamos si interpretáramos de manera exclusivamente negativa esta reticencia de Hannah Arendt, o si no viéramos en ella más que un desfallecimiento, aun cuando sea cierto que ignoró la dimensión simbólica de la institución totalitaria 30. Ibíd., p. 431.

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de lo social que permite evitar, precisamente, las lecturas psicologizantes de la servidumbre voluntaria. Quizá habría que ver en esta resistencia una advertencia contra las reducciones analíticas y los intentos de hablar de servidumbre voluntaria, por ejemplo, en términos de «masoquismo primario»; borrando, al mismo tiempo, la dimensión social y política. Advertencia saludable porque, así reducida, la servidumbre voluntaria se presta a todos los usos, es bueno para todo y se emplea en cualquier situación. Cuando observamos la utilización acrítica de la noción de banalidad del mal, podemos prever y temer la eclosión de una última novedad de moda bajo la forma de una equivalencia confusa que daría enunciados del siguiente tipo: la banalidad del mal es la servidumbre voluntaria e, inversamente, ¡la servidumbre voluntaria es la banalidad del mal! No se emplea la hipótesis de la servidumbre voluntaria que se quiera; es necesario un amor indefectible por la libertad, la determinación de pensar lo político en su irreducible especificad y una adhesión inquebrantable a la idea de que el hombre es un ser-para-la libertad. En estas condiciones, la reticencia de Hannah Arendt tiene el mérito de recordarnos en qué condiciones podemos pensar, legítimamente, la servidumbre voluntaria, si no queremos que el recurso incontrolado a esta hipótesis sea el primer paso de la entrada en servidumbre. Qué pretende hacer comprender La Boétie por medio del relato de Licurgo y de sus dos perros —que vendría a confirmar la tesis del hábito—, si no es convencer de que se trata de un discurso del tirano que pretende someter al pueblo y no de la llamada de un filósofo o de un hombre libre por la libertad de los hombres.

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DE UNA ERRÓNEA INTERPRETACIÓN DEL TOTALITARISMO Y SUS CONSECUENCIAS*

¿La categoría interpretativa del totalitarismo no estaría afectada por una paradoja? En efecto, esta interpretación se desarrolla, a un tiempo, bajo el signo de la complejidad y de la banalización. Complejidad, porque se trata, al menos para las interpretaciones filosóficas, de comprender la novedad de nuestro siglo, el quid, según Hannah Arendt, y, sobre todo, el sin precedente. Se trata de llegar a describir una forma de dominación inédita que no puede confundirse ni con la tiranía ni con el despotismo. Lo que implica una interpretación elaborada de la modernidad y un nuevo pensamiento de lo político, al margen de toda cientifización. Es de subrayar cómo, en los filósofos, podemos encontrar una voluntad de elucidación del fenómeno en su originalidad y una determinación por redescubrir lo político, sea como acción, sea como institución de lo social. En resumen, a partir de la experiencia del totalitarismo, se forjó un nuevo pensamiento de lo político y, si bien mantiene relaciones con la tradición, no se reduce a ella. La experiencia totalitaria habría abierto un abismo entre la tradición y nosotros. Al mismo tiempo, obligado es constatar la banalización de la noción, que da lugar a equívocos múltiples, desde la identificación rápida de cualquier dictadura con el totalitarismo hasta la proposición de un simulacro de filosofía de la historia que postula la permanencia de la dominación en la historia de los hombres, identificada, sin otra forma de proceso, con la política misma. Uno de los puntos determinantes del equívoco es, precisa* Este texto fue publicado en la revista Tumultes, n.º 8, 1996, pp. 11-44.

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mente, la relación del totalitarismo con la política. En referencia al fenómeno totalitario, reaparece sin cesar una oscilación: — A veces, el totalitarismo es considerado como el exceso de lo político o como lo político llevado al exceso. — A veces, el totalitarismo es concebido como la desaparición de lo político, su destrucción, como el increíble intento de destruir el vínculo político y, más allá, la condición política de los hombres. Como si el totalitarismo se quisiera la negación más radical de la tesis aristotélica del hombre como animal político. Éste es el punto nodal que debemos desentrañar de manera urgente y necesaria. Las cuestiones claves son las siguientes: — Si el totalitarismo se concibe como un exceso de lo político o una politización a ultranza, la crítica del totalitarismo y la salida de lo político se orientarán hacia la desinversión política, que aparece tanto más legítima cuanto, en este caso, lo político es tenido por responsable del mal totalitario. — Si, a la inversa, el totalitarismo se concibe como la destrucción de lo político, la crítica y la salida del totalitarismo se orientarían de un modo muy distinto. Tras la experiencia totalitaria, se trataría de instaurar lo político, de redescubrirlo afirmando su consistencia irreducible y su dignidad. Redescubrimiento de las cosas políticas, puesto que el intento de destruirlas es juzgado como responsable de la experiencia totalitaria. Una vez esclarecida esta alternativa, esta oscilación, nos encontramos con la cuestión del apoliticismo. Si prevalece la primera tesis —el totalitarismo como exceso de lo político—, el apoliticismo podría ser considerado como una reacción casi legítima, normal, ante este exceso. El apoliticismo sería, en este caso, una desinversión de lo político que tiene lugar en una fase de saturación. Por el contrario, si prima la segunda tesis —el totalitarismo como destrucción de lo político—, el apoliticismo aparece desde una perspectiva distinta. ¿No podríamos ver ahí una supervivencia, un rastro de la destrucción totalitaria de lo político en la sociedad post-totalitaria? En este caso, el apoliticismo sería la señal de una irremediable herida inflingida a lo político. De este modo, el totalitarismo y su interpretación se descubren 216

no sólo como uno de los posibles espacios del apoliticismo contemporáneo, sino que determina igualmente su sentido y orientación; incluso si sus manifestaciones concretas puedan parecer próximas: ya se trate del apoliticismo como rechazo de lo político, ya se trate del apoliticismo como supervivencia de la destrucción de lo político.

El totalitarismo como exceso de lo político, sus efectos Al objeto de hacer lo más explicita posible la tesis y salir de los equívocos de la opinión, me volveré hacia un ensayista, Simon Leys, quien, en distintas ocasiones, ha escrito sobre el totalitarismo, en su caso, bajo la forma maoísta.1 Más tarde, propuso un ensayo sobre Orwell,2 autor, como se sabe, de Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja y, sobre todo, el célebre 1984; como si hubiera reconocido en Orwell la inspiración fundamental para su propia crítica de la dominación totalitaria. En sus obras, de las que podemos decir que añaden luces a la crítica en un período de oscurantismo, S. Leys analiza el totalitarismo como el Todo político en el sentido de que, según él, el totalitarismo se definiría por el aplastamiento, la aniquilación de los elementos y de los valores no políticos de la existencia y del mundo, en nombre de lo político «instalado en el puesto de mando», podríamos decir. Así, ha practicado, talentosamente, una «investigación literaria», en el sentido de Claude Lefort, del totalitarismo chino al oponer a los grandes cuadros ideológicos la pequeña viñeta crítica, examinando el detalle desapercibido; e incluso oculta la confesión de que el Todo es lo no-cierto. El totalitarismo, desde la perspectiva del «Todo político», aplastaría tanto lo contingente como lo eterno, el tejido imprevisible de lo cotidiano; lo que, en la vida de los hombres, pueda producir de nuevo, de improviso, aquello que Hannah Arendt denomina «el milagro del ser». Esta interpretación del totalitarismo pronto produce efectos en Simon Leys, especialmente, en el ensayo consagrado a George Orwell, cuyo título, «El horror por la política», es suficiente1. Cfr. S. Leys, Los trajes nuevos del presidente Mao. Crónica de la revolución cultural, Barcelona, Tusquets, 1976 (ed. original en francés, Les habits neufs du président Mao, París, Champ Libre, 1971) y S. Leys, Ombres chinoises, París, 1974. 2. S. Leys, Orwell ou l´horreur de la politique, Hermann, París, 1984.

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mente elocuente. A juicio de Leys, existiría un enigma de Orwell: para unos, éste sería el animal político por excelencia, «que llevaría todo a la política»; para otros, entre los que cabría contarse a su segunda mujer, Sonia, le hubiera gustado vivir en el campo, lejos de la política, su participación en España no habría sido más que un accidente sin importancia. Leys responde a este enigma con una paradoja, según la cual, Orwell habría vivido en una tensión entre dos direcciones: la política y lo bucólico. Pero pronto abandona él mismo la paradoja para reducir la excepcionalidad de Orwell al horror por la política, sin haber llegado a explorar la categoría de lo impolítico. Más específicamente —escribe— aquello que explica su originalidad como escritor político es que odiaba la política.3 Este escritor político que odiaba la política habría dado prioridad a lo contingente y a lo eterno; la política vendría después. Esta actitud podría ser definida como «un apoliticismo» de tendencia estético-metafísica. De ahí, Leys deriva la legitimidad de una actitud general en relación con la política: mantener con la política la misma relación que pueda tener un hombre preocupado por la conservación de sí con un perro rabioso, es decir, con un perro cuyo estado de furor no le permitiría ya, a diferencia del perro de Platón, distinguir entre amigos y enemigos. «Si la política debe llamar nuestra atención, debe hacerlo al modo de un perro rabioso que os salta a la garganta si le apartáis la mirada por un instante. En España, descubrió toda la ferocidad de la bestia».4 Leys insiste en la relación que existe entre esta actitud de gran desafío por lo que se refiere a la política y la experiencia española de Orwell. «Después de haber sido herido gravemente por una bala fascista, [Orwell] fue llevado a la retaguardia para verse acosado por los asesinos estalinistas, menos deseosos de defender la República contra el enemigo fascista que de aniquilar a sus aliados anarquistas. De regreso a Inglaterra, cuando quiso dar testimonio de la manera en que los comunistas habían traicionado la causa republicana en España, se topó pronto, y de manera duradera, con la conspiración del silencio y de la calumnia [...] Por primera vez, se enfrentó directamente con la mentira totalitaria».5 Ciertamente, Orwell descu3. Ibíd., p. 34. 4. Ibíd., p. 35. 5. Ibíd., p. 36.

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brió en España el estalinismo, su extensión y sus estragos, pero ¿no sería un poco precipitado reducir «la lección de España» de Orwell al odio por la política; tanto más cuanto el odio al estalinismo puede acompañarse muy bien del amor por la política? En la pluma de Orwell, la expresión «el horror por la política», en relación con España, se asocia, justo es decirlo, «con las maquinaciones internas de los partidos políticos de izquierda». ¿Horror por la política en sí o bien horror por la política partisana? La cuestión merece ser planteada, porque Orwell también descubrió en España el milagro de la Revolución o la Revolución como milagro, es decir, como surgimiento, invención en plural de algo nuevo. Algunas páginas del Homenaje a Cataluña figuran entre las más bellas que puedan leerse sobre el vínculo humano, sobre la metamorfosis del vínculo humano durante el período revolucionario, durante lo que Chateaubriand denominaba «las vacaciones de la humanidad». «El atractivo aspecto de Barcelona superaba toda expectativa. Era la primera vez en mi vida que me encontraba en una ciudad en la que la clase obrera había ganado la partida [...] Los mozos de café, los vendedores te miraban a la cara y te trataban como un igual. Los giros de frases serviles o, simplemente, ceremoniosas habían desaparecido momentáneamente [...] Y, sobre todo, se creía en la Revolución y en el futuro, existía la impresión de haber entrado en una era de igualdad y de libertad».6 Simon Leys nos ofrece, por tanto, un modelo acabado de la primera interpretación del totalitarismo con sus dos tiempos esenciales: — El totalitarismo como politización total o exceso de lo político. — El odio por la política —susceptible de adoptar diversas formas: la oposición estética, metafísica, o más cerca de nosotros, la oposición ética— como reacción legítima a esa nueva forma de dominación. Señalemos algunos puntos críticos antes de pasar a la segunda interpretación. Si designamos con el vocablo politicismo stricto sensu un proceso de ideologización y, como ocurre con el término 6. G. Orwell, Homenaje a Cataluña, Barcelona, Ariel, 1983, pp. 11-13.

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«economicismo», la sobrevaloración de una instancia separada de la totalidad; el apoliticismo como rechazo a este proceso parece, a todas luces, legítimo. Pero, ¿podríamos derivar un odio por la política como si el fenómeno de la política y su ideologización, su sobrevaloración, debieran confundirse necesariamente? ¿El error de Leys, a partir de esta identificación tan contestable, no consiste en haber confundido el «apoliticismo» con un punto de vista apolítico o, más bien, anti-político; en haber derivado un odio por la política, cuando menos, problemático, de un apoliticismo legítimo —como rechazo de la política? Mientras que este apoliticismo, en el sentido indicado, tiene por objetivo, no la negación de lo político, sino su hallazgo con vocación salutífera. Frente a esta interpretación del totalitarismo, siguen sin despejarse determinadas cuestiones: — ¿No se observa aquí una confusión entre el «Todo político» y el «Todo ideológico», es decir, la imposición de un modelo dominante bajo el control de un partido único a todas las actividades de una sociedad dada? Sea como fuere, este Todo político, a través de la ideología —esta identificación de la totalidad con un modelo ideológicopolítico, este politicismo en acto—, ¿no autoriza, sin embargo, a llenar de descrédito la célebre frase de Rousseau en Las Confesiones, «todo se relaciona con la política», que significa que una forma de institución política de lo social ejerce, hasta cierto punto, una eficacia sobre el conjunto de los elementos de una sociedad dada? Si analizamos bien esta proposición, comprobaremos que también es compartida por Montesquieu, con su teoría de los regímenes, y por Tocqueville, con su descripción de la democracia americana. Criticar el politicismo en acto es una cosa; analizar el papel de lo político en la institución de lo social, otra muy distinta. — ¿No observamos, por añadidura, una confusión entre el «Todo político» y lo que revela ser, más bien, un intento de producir una socialización acabada, cuya realización debería comportar, según sus artesanos y sus partidarios, la desaparición de lo político? — ¿Esta interpretación del totalitarismo en términos del «Todo político» no es algo reduccionista? ¿Esta concepción no tendría 220

el defecto de quedarse en una mera declaración de intenciones, sin llegar a calibrar los efectos de la práctica? Si suponemos que el totalitarismo es el proyecto de un «Todo político» —la identificación de la política y de la totalidad—, la puesta en marcha de este proyecto tendría por efecto hacer perder su consistencia y sus fronteras a lo político. Es decir, la realización del «Todo político» tendría por efecto paradójico disolver lo político que, en cierto sentido, debería su existencia al hecho de que se distingue de otras dimensiones en la institución de una sociedad dada. Por la acentuación de sus rasgos, este modelo de interpretación del totalitarismo tiene, al menos, el mérito de hacernos sensible a la actitud de desafío en relación a lo político, que afecta ampliamente a la opinión tras la experiencia totalitaria. Dentro de una concepción banal y equívoca, el totalitarismo aparece como el desencadenamiento de lo político, como exceso de lo político; y no podemos más que comprender el desafío difuso de la opinión en relación con la política, un apoliticismo que siempre estará expuesto a degenerar en odio por la política. En estas circunstancias, quizá habría que contar con el despertar de viejas actitudes cristianas que tienen la tendencia de asociar lo político con el mal; en este caso, el totalitarismo sería la manifestación del mal político por excelencia. Curiosamente, la opinión es aquí reemplazada y confirmada por las posiciones de determinados filósofos, como si, en este caso, la filosofía no hiciera su trabajo de crítica de la opinión y no intentara el paso de la opinión a la verdad. ¿Extraña dimisión de la filosofía? Quizá se trate de la reactivación del espíritu de cuerpo de los filósofos y de su desconfianza hacia la política, tan bien denunciada por Hannah Arendt. Según ésta, desde el traumático acontecimiento inicial —el proceso y la ejecución de Sócrates— los filósofos sufrirían una «verdadera deformación profesional» que les llevaría a concebir la política como una actividad peligrosa, capaz de afectar a la calma y la serenidad necesarias para la vita contemplativa y poner en cuestión su primacía. Podríamos observar esta desconfianza hacia la política en ciertos filósofos contemporáneos, considerando la recepción que han dispensado a la obra de Emmanuel Lévinas. De creerlos, éste sería el portavoz de la prioridad de la ética y del desprecio de la política, puesto 221

que esta prioridad tendría como consecuencia benéfica la lucha contra la política y su totalitarismo ontológico. Lectura miope e inexacta. Emmanuel Lévinas, en la estela de Kant, distingue entre política y ética y no deja de plantear la articulación necesaria entre las dos, en la medida en que reconoce la importancia y la consistencia de lo político. Evidentemente, postula la prioridad de la ética —del hecho ético, de la responsabilidad para con el otro—; pero, para recordar que, con la aparición del tercero, se impone la necesidad de la política. Frente a la relación ética expuesta a la extravagancia y a la desmesura, la política asumiría la tarea de reintroducir la medida, es decir, introducir, en función del tercero, la comparación entre los incomparables. Gracias a esta medida y, por tanto, gracias a la política, puede darse el paso de la extravagancia ética a la justicia. Esta recepción de la obra de Lévinas, con su excesiva simplificación, es síntoma de los movimientos que afectan a la opinión tras la mal interpretada experiencia totalitaria, a saber, un apoliticismo que degenera en depreciación de la política y la sobrevaloración de la ética. Podemos reconocer este doble movimiento en la valoración acrítica de la humanidad, que sería el otro nombre de la prioridad, sin articulación, de la ética sobre la política en un mundo desencantado, desorientado. El totalitarismo —es necesario insistir— constituye una referencia esencial del mundo contemporáneo y nos servirá de orientación. Desde este punto de vista, es fundamental la aceptación o el rechazo de la categoría para dar cuenta del nazismo y del estalinismo. Para quienes aceptan haber recurrido a esta noción al objeto de pensar esta nueva forma de dominación aparecida en el siglo XX, es evidente que el totalitarismo convulsionó el campo de lo político, al punto de hacerlo irreconocible. No nos sorprenderemos de que la concepción moderada del totalitarismo pueda engendrar un conjunto de representaciones que ejercerán un efecto decisivo sobre nuestra relación con las cosas políticas; en este caso, sobre el apoliticismo y su degeneración posible en descrédito de la política. Ya Benjamin Constant se alzaba contra la reducción de la política a un juego de fuerzas visibles y subrayaba la importancia de las opiniones. «Sin embargo, el imperio del mundo se debe sólo a las opiniones. Las opiniones crean la fuerza, creando sentimien222

tos, o pasiones, o entusiasmos».7 Como hemos visto, «la opinión» del totalitarismo como «Todo político», además de ser criticable, lleva en sí misma, de manera casi irresistible, el odio por la política y todas las pasiones aferentes. Desde esta perspectiva, la experiencia totalitaria habría descubierto, o eventualmente confirmado, la naturaleza profundamente maligna de la política.

El totalitarismo: dominación total y destrucción de la política Afortunadamente, existen otras posiciones con relación al totalitarismo. A partir de otra percepción e interpretación del hecho totalitario, Hannah Arendt y Claude Lefort han podido, en un solo y mismo movimiento, criticar la dominación totalitaria y trabajar en el redescubrimiento de lo político. Se han opuesto a los equívocos de la opinión y han invitado a resistir al desprecio generalizado que parece afectar a lo político. Dos análisis que comparten una misma inspiración filosófica: una y otro se niegan a dar cuenta de la dominación totalitaria, a quedarse en una descripción empírica que reúne un determinado número de características para extraer, desde una perspectiva fenomenológica, la esencia de esta forma de dominación. Por añadidura, reactivan, por vías distintas, la problemática de la filosofía política. Frente al fenómeno totalitario, plantean de manera renovada la cuestión de saber cuál es la diferencia entre un régimen político libre y su contrario, sin ceder por ello a la ilusión de una recuperación pura y simple de la tradición. Si no profesan la misma concepción de la política —una privilegia la acción y el otro insiste en la institución de lo social—, comparten, sin embargo, una tesis esencial: la dominación totalitaria, lejos de ser la política a ultranza, el «Todo político», es, fundamentalmente, como reino de la ideología, destructora de las cosas políticas, del dominio de lo político y, más allá, de la dimensión política que consideran como esencial de la condición humana. También desarrollan, en la lucha contra el totalitarismo, o tras el totalita7. B. Constant, De la liberté chez les modernes, textes choisis et présentés par Marcel Gauchet, Le Livre de Poche, París, 1980, p. 604.

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rismo, una posición distinta respecto a la política, una posición distinta por lo que se refiere a las oportunidades de lo político en el mundo post-totalitario. En este análisis, daré prioridad a Hannah Arendt, que consagró un amplio estudio a los trabajos que Claude Lefort dedicara a esta cuestión. Hannah Arendt, en su crítica del totalitarismo, parte de una teoría de los regímenes heredada de Montesquieu, pero sensiblemente modificada, en la medida en que añade a los dos criterios de Montesquieu un tercer elemento. Conserva de Montesquieu la distinción entre la naturaleza de un régimen —su forma y su estructura— y su principio de acción, la pasión específica que hace actuar y le permite perseverar en su ser. La autora añade un tercer elemento a estos dos criterios, a saber, la definición de una experiencia fundamental sobre la que descansa cada tipo de régimen, experiencia que remite, cada vez, a una dimensión de la condición humana. Mientras la monarquía se apoyaría en la experiencia inherente a la condición humana que distingue y diferencia a los hombres por su nacimiento; la República haría lo propio con la experiencia opuesta, la de la igualdad entre todos los hombres, que nacen iguales y que no se distinguen más que por su estatus social; lo que se manifiesta por una igualdad de poder que remite a la condición de pluralidad. Finalmente, la tiranía, que apela al temor, se sustentaría en la experiencia de angustia que experimentamos en situaciones de total aislamiento.8 Pertrechada de estos tres criterios, Hannah Arendt define el totalitarismo como sigue: tiene por naturaleza el terror, por principio de acción o, mejor, de movimiento, la ideología. Se apoyaría en la experiencia fundamental que se relaciona con el aislamiento, agravado por la experiencia moderna de la desolación. Ahora bien, todo su análisis tiende a demostrar que, en estos tres niveles, el totalitarismo destruye la vida política, el dominio político como dominio de los asuntos humanos, la esencia de lo político, esto es, la acción, la dimensión política por excelencia. Juicio que no puede ser tomado por la declaración de una periodista o de una actriz política, sino como la conclusión de una filósofa, conclusión que adquiere todo su sentido cuando se relaciona con las categorías esenciales de su pensamiento. 8. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 406.

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Destrucción de la política significa, ante todo, afectación de la condición de pluralidad, al hecho de que son los hombres los que habitan la tierra; ni un hombre, ni la simple multiplicidad, sino la pluralidad que incluye, a la vez, el ser entre los hombres y la unicidad. Verdadera condición ontológica de la política que, según Hannah Arendt, debe seguir provocando el asombro de una filosofía política renovada. Destrucción de la política significa también no tanto la destrucción de los hombres cuanto la destrucción del mundo, ese horizonte de sentido que los hombres edifican entre ellos, en la intersección de la obra y de la acción. El mundo, un espacio en el que se desarrollan y se ventilan los asuntos humanos, un espacio de la aparición en el que «aparezco ante los otros como los otros se me aparecen». Sólo el respeto de la condición de pluralidad asegura la posible existencia de un mundo y sólo la existencia de este mundo es la condición de posibilidad de un espacio público-político como espacio de libertad. Destrucción de la política significa, finalmente, negación de la libertad en un doble sentido: negación de la libertad de expresar e intercambiar opiniones, negación de la libertad de acción, del poder-comenzar, del poder de plantear un nuevo comienzo que depende de la presencia de otros y de la confrontación con ellos. Como sabemos, para Hannah Arendt, la acción que se relaciona con la condición de natalidad es siempre acción de concierto. Los conceptos están tan estrechamente unidos en Hannah Arendt que, en cierto sentido, si queremos dar fiel cuenta de su pensamiento, bastaría con afirmar que el carácter esencial de la dominación totalitaria consiste en destruir la política, en la medida misma en que niega el que es su hecho fundador: la pluralidad humana. El caso de Arendt es particularmente interesante; pues encontramos, en su obra, formulaciones tales como «la política totalitaria» o «el Estado totalitario», formulaciones que podrían llevarnos a pensar que oscila entre dos interpretaciones posibles del totalitarismo y comparte, por momentos, la primera concepción. Al mismo tiempo, ¿no marcó su distancia crítica respecto a esta primera interpretación, puesto que escribió a propósito de las formas de Estados totalitarios «en los que, supuestamente, la existencia entera del hombre ha sido politizada 225

de manera absoluta»?9 Esta duda, esta contradicción, sólo es aparente. El recorrido de Hannah Arendt es más complejo. La interpretación del totalitarismo como negación de la política no nace de manera repentina; ante todo, es necesario aparentar adhesión a la tesis de la politización total, experimentarla de alguna manera para hacer aparecer el prejuicio que está en su origen y del que hay que desprenderse: la confusión entre dominación y política. La opinión sólo ve una manifestación de politización total cuando identifica, de manera implícita, la política con la dominación. En un único y mismo movimiento, Hannah Arendt describe el totalitarismo como destrucción de la política, al disociar la política de la dominación y recobrar el sentido de la política: la libertad. Con un único y mismo movimiento, acaba con la desesperanza contemporánea que pretende liberarse de la política y encuentra en la política el espacio original de un milagro propiamente humano, el milagro de la acción, de la acción de concierto, «el milagro-acontecimiento» de la libertad en el dominio de los asuntos humanos. Si la política tiene todavía un sentido, el de la libertad, comprendemos que todos los males del totalitarismo que, erróneamente, atribuimos a la política son, en verdad, imputables a la ideologización de la dominación, a una división sin precedente entre dominantes y dominados y no a la acción entre sus iguales, orientados a la libertad. Con la sutil reflexión que plantea el texto «¿La política tiene, finalmente, un sentido?», parecería que los conceptos de Hannah Arendt se orientan todos en el sentido de la segunda interpretación del totalitarismo. ¿No afirmó, a propósito de la tiranía, que se trata de un régimen que se autodestruye puesto que el miedo que «enerva», que desalienta, no puede valer como principio de acción? Por lo que se refiere a los regímenes totalitarios —que son, en verdad, no-regímenes—; su veredicto no deja lugar a dudas. «Los regímenes totalitarios no se han contentado con poner fin a la libertad de opinión, sino que han acabado por aniquilar, en su principio, la espontaneidad del hombre en todos los campos».10 9. H. Arendt, «La politique a-t-elle encore finalement un sens?», Colloque Hannah Arendt, Ontologie et politique, Collège International de Philosophie, 1990, reeditado bajo el título Politique et pensée, París, Payot, 1993, p. 164. 10. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 72-73.

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En primer lugar, la destrucción de la política, en el nivel de la naturaleza del régimen, por el terror. El régimen totalitario como terror se define por oposición al gobierno constitucional o republicano. La esencia del gobierno republicano es la ley y, en cuanto tal, instituye las condiciones de la libertad y de la acción. A juicio de Hannah Arendt, las leyes cumplen distintas funciones: — Establecen barreras, delimitan y marcan límites. — Por medio de esta delimitación, crean un espacio diferenciado entre los hombres (inter-esse) y, al mismo tiempo, hacen posible la puesta en marcha de la condición ontológica de la pluralidad. — Gracias a estas limitaciones, las leyes instituyen modos de comunicación entre los hombres que viven juntos y actúan de concierto. — Estas leyes, por su estabilidad, permiten evolucionar a los hombres en el interior de un espacio así delimitado. Dicho de otra manera, la estabilidad de las leyes permite a los hombres, en un régimen republicano, experimentar las conmociones que es capaz de aportar la historia y, especialmente en el campo político, el nacimiento de hombres nuevos. Pensadores del nacimiento, de la condición de natalidad, Hannah Arendt recuerda: «Con cada nuevo nacimiento nace al mundo un nuevo inicio, y un nuevo mundo entra potencialmente en ser».11 De acuerdo con Hannah Arendt, podríamos considerar que la acción de las leyes, su estabilidad, consiste en instaurar un juego complejo entre la preservación de un mundo común y la apertura a las potencialidades de este comienzo. «La estabilidad de las leyes, que erige los límites y canales de comunicación entre hombres que viven juntos y actúan concertadamente, protege este nuevo comienzo y asegura al mismo tiempo su libertad: las leyes aseguran la potencialidad de algo enteramente nuevo y la pre-existencia de un mundo común».12 El terror conoce, al mismo tiempo, la ausencia de leyes, lo que la aproxima al despotismo y, sobre todo, una alteración de la ley, de la idea de ley. La ley ya no es la expresión del derecho 11. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 412. 12. Ibíd.

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positivo tal como se deriva de las fuentes tradicionales; se convierte en la ley de un proceso, ya sea natural, ya sea histórico, que es concebido como proceso en vías de realización, o por realizar, al que se ha de contribuir necesariamente. Se instaura un juego característico del totalitarismo entre la estabilidad y el cambio por el que la ley del proceso pueda desarrollarse, para dejar libre curso a su dinámica; al tiempo que la dominación totalitaria estabiliza a los hombres. «El terror congela a los hombres para abrir paso al movimiento de la Naturaleza o de la Historia».13 Esta ficción de los hombres, esta inversión de los espacios de lo estático y de lo dinámico alcanza pronto a la cualidad política de los hombres en cuanto actores, seres-del-comienzo, para el comienzo. En la medida en que esta forma de dominación trabaja por la realización de un proceso, pretende impedir «todo acto imprevisto, libre, espontáneo», capaz de obstaculizar el desarrollo del proceso. Abolición del tiempo político o del tiempo de la política como tiempo de la acción y de la novedad, puesto que la única temporalidad que tolera esta forma de dominación es una temporalidad procesualmente anónima, neutra, que se opera, de alguna manera, «a espaldas» de los hombres, despreciando su don de actuar. Abolición de los límites que comporta una cadena de destrucción: abolición del espacio entre los hombres que posibilita la activación de una relación compleja entre el vínculo y la división; abolición de los modos de comunicación entre los hombres y, sobre todo, de lo que constituye su raíz, la condición de pluralidad. Al término de esta descripción, Hannah Arendt propone la teoría del terror como anillo de hierro o círculo de fuego, que alcanza a este espacio entre los hombres, crea un estado sin precedente, un estado inédito de confusión. «El terror sustituye los límites y canales de comunicación entre los hombres individuales por un anillo de hierro que los presiona a todos ellos tan estrechamente, unos contra otros, que es como si los fundiese, como si fuesen un solo hombre. El terror, el siervo fiel de la Naturaleza o la Historia y el ejecutor omnipresente de su movimiento prefijado, fabrica la unidad de todos los hombres al abolir los límites de la ley que proporcionan el espacio vital para la libertad de cada individuo».14 13. Ibíd., p. 411. 14. Ibíd., p. 412.

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No se trata tanto de la destrucción de las libertades cuanto de la negación misma de la libertad. «El terror totalitario, sencilla e implacablemente, presiona unos contra otros a todos los hombres tal como son, de modo que desaparezca el espacio mismo de la acción libre —que es la realidad de la libertad».15 Encontramos el mismo análisis en Los orígenes del totalitarismo, donde se relacionan la abolición de la pluralidad y el surgimiento del Uno. «[El terror] reemplaza a las fronteras y los canales de comunicación entre los individuos con un anillo de hierro que los mantiene tan estrechamente unidos como si su pluralidad se hubiese fundido en Un Hombre de dimensiones gigantescas [...] Presionando a los hombres unos contra otros, el terror total destruye el espacio entre ellos».16 Para Hannah Arendt, el terror-anillo de hierro destruye, de manera incontestable, la política, negando, a un tiempo, lo que la hace posible y lo que ella, a su vez, hace posible. Destruye la ciudad, esa forma específica de vida en común, esa esfera público-política en la que los hombres actúan, deciden, de manera conjunta, poniendo en marcha y en escena la condición de pluralidad por medio de relaciones agonísticas. Destruye también los frutos de la acción política, la institución de un dominio de los asuntos humanos, la constitución de un mundo, la institución de un vínculo humano, visible e invisible, entre los hombres; que se mantiene más allá de la necesidad y de la utilidad y que se relaciona con ese extraño fenómeno denominado «felicidad pública». El terror alcanza o intenta alcanzar a la condición política de los hombres. El estado que instaura el terror es la negación de la sociedad y la negación de la política. No cabe ninguna duda de que Hannah Arendt presenta aquí la influencia de ciertos orígenes aristotélicos, aun cuando ella misma no fuera aristotélica. Como si la lucha contra el terror en nombre de la pluralidad recuperara, hasta cierto punto, la crítica que, en nombre de la multiplicidad, Aristóteles dirigiera a La República de Platón. Según Aristóteles, La República, por su exagerada valoración de la unidad, violentaría a la ciudad en cuanto manifestación de la multiplicidad de los hombres. «Sin embargo, es evidente que al avanzar en este sentido y hacerse más uni15. Ibíd. 16. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 565.

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taria, ya no será ciudad. Pues la ciudad es por su naturaleza una cierta pluralidad, y al hacerse más una, de ciudad se convertirá en casa, y de casa, en hombre, ya que podríamos afirmar que la casa es más unitaria que la ciudad y el individuo más que la casa».17 Podríamos hablar, hasta cierto punto, de una recuperación de la crítica de Aristóteles. Quedaría por distinguir la pluralidad arendtiana de la multiplicidad aristotélica y por precisar que Hannah Arendt no es Karl Popper. Si, en distintos momentos, profesó un antiplatonismo bien articulado, jamás cometió el error de convertir a Platón en padre del totalitarismo moderno. Si consideramos que el poder es un componente fundamental de la esfera política, el terror totalitario se entrega a un trabajo de destrucción a este nivel. Aquí aparece con toda su fuerza la originalidad del análisis arendtiano. Para Hannah Arendt, el totalitarismo, lejos de constituirse como un exceso de poder, como una acumulación de poder —que sería lo que vendría a decir la tesis de la «politización total»—, deshace el poder, toda posibilidad de poder entre los hombres, el poder como potencia para actuar de concierto. Hannah Arendt es uno de los pocos pensadores modernos que no ha profesado una concepción «negativa» del poder en la medida en que se guarda mucho de identificar poder y fuerza, poder y potencia de coacción o coerción. A su juicio, existe una misteriosa alquimia del poder de tal forma que el poder adviene y deja vía libre al compañerismo de los hombres, a la «gran gracia del acompañamiento».18 A partir de un vínculo entre el poder —la posibilidad de poder— y el hecho del estar-juntos, Hannah Arendt concibe el fenómeno como poder entre los hombres, como poder con los hombres y no como poder sobre. El poder es la manifestación misma de la pluralidad humana. «Pues el poder mismo en su sentido verdadero nunca puede ser poseído por un hombre solo: el poder viene al ser misteriosamente, por así decir, siempre que los hombres actúan “concertadamente” [...]».19 Por el contrario, el aislamiento arruina la posibilidad misma del poder y de su aparición: engendra voluntad de dominación. El tirano que está solo, sin amigos, al margen del compañerismo de sus iguales, conoce el miedo al poder de los otros y les responde por la voluntad de dominación. 17. Aristóteles, Política, lib. II, cap. II, Madrid, Gredos, 1999, p. 89. 18. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432. 19. Ibíd., p. 406.

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Al objeto de mantenerse al margen del prejuicio que confunde política y dominación, Hannah Arendt presenta un cuadro de contraste: del lado de la pluralidad, la eclosión del poder de actuar de concierto, la experiencia de la igualdad del poder entre los hombres; del lado del aislamiento, la voluntad de dominación de un hombre sobre los otros hombres. Describe la tiranía como algo fundado en «experiencia de la absoluta impotencia».20 En este sentido, el totalitarismo, forma de dominación total, reino sin límites de la libido dominando, excluye, por la confusión que instaura entre los hombres, por la destrucción del vínculo humano, la posibilidad misma del poder y de su surgimiento. Presas de la dominación sin límites, los hombres cogidos en el círculo de hierro de la dominación totalitaria, están sin poder, al margen del poder, fuera de lo político, fuera de toda posible acción. Descripción que, evidentemente, vale para dominantes y dominados, porque desde que cruzamos la puerta de la dominación, cerramos, de alguna manera, la puerta a la política y a lo que la funda, el don de la acción. No nos sorprenderemos de que, en estas condiciones, Hannah Arendt, en un proyecto de investigación de 1948, haga del campo de concentración la institución esencial de los regímenes totalitarios, instaurada con la vocación de provocar «un estado de apatía política y social» y ahogar la fuente de toda espontaneidad humana, todo poder-comenzar. Pero quienes creen encontrar el espacio público-político en el nazismo —porque, por sorprendente que pueda parecernos, la lectura que proponemos de Hannah Arendt, intérprete del totalitarismo, no parece imponerse—, están obligados a reconocer, cuando se vuelven hacia los campos de concentración, que allí no existe la menor traza de política, sino una situación extrema de dominación total.21 Precisamente, con el análisis de los campos, aparece el sin precedente del totalitarismo, su diferencia específica en relación con las tiranías clásicas. Al margen de toda utilidad y de toda racionalidad política, esta institución pretende crear una situación de tal naturaleza que pueda asegurar un dominio sin falla sobre 20. Ibíd. 21. L. Krier, A. Krier, Albert Speer, architecture 1932-1942, Bruselas, 1985. En esta cuestión, me permito remitir a mi artículo «Architecture et régimes totalitaires», La Part de l´oeil, n.º 12, Bruselas, enero de 1996, pp. 9-29 (reeditado bajo el título De la compacité. Architecture et régimes totalitaires, op. cit.).

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una población sometida al terror. «Lo que caracteriza al terror totalitario es que, mientras se acrecienta, la oposición política disminuye y los campos de concentración se desarrollan mientras que se agotan las reservas de los individuos realmente hostiles al régimen». Para Hannah Arendt, el núcleo del terror no puede ser más evidente: «El totalitarismo tiene por objetivo la dominación total del hombre».22 Igualmente, existe un abismo entre el tirano clásico y el Egócrata totalitario; mientras que uno ejerce el terror con el propósito de acabar con la oposición y de asegurar una dominación tranquila, el otro se ve como el líder de la especie humana y elimina a los hombres superfluos con el fin de permitir la realización de las leyes del movimiento. Podríamos continuar, exponiendo la teoría de la ideología en Hannah Arendt, la demostración: mostrar cómo la ideología, principio de acción del régimen totalitario, alcanza a la política y contribuye a su destrucción, invitando a distinguir, precisamente, entre ideologización y politización total. Nos bastaría retener tres cuestiones fundamentales: — De acuerdo con Hannah Arendt, la ideología sería el principio de acción de esa nueva forma de régimen, como la virtud es el principio de la república o el honor el de la monarquía. «Podemos decir, pues, que en los gobiernos totalitarios la ideología sustituye al principio de acción de Montesquieu».23 Pero la referencia a Montesquieu no debe ocultar el carácter novedoso del propósito, pues una lectura más atenta prueba que nada tiene que ver y que esta cuestión —principio de acción, o no— revela, precisamente, la especificidad del totalitarismo. En el seno del totalitarismo, la ideología no funcionaría tanto como un principio de acción cuanto como un principio de movimiento. Ése es el verdadero pensamiento de Hannah Arendt. ¿Qué queda por decir? En primer lugar, reconocer que si Hannah Arendt parte, efectivamente, de Montesquieu, la fidelidad a la esencia del totalitarismo exige de ella una reconsideración general de la problemática de partida. Volvamos al terror, la esencia del régimen totalitario. La fuerza de la interpretación de Hannah Arendt proviene del hecho de que ha dado consistencia a la tesis del «sin prece22. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 428. 23. Ibíd.

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dente», que disocia el terror de la tiranía, reino de lo arbitrario y de la ausencia de la ley. El terror obedece a una legitimidad más alta que aquella que rige las leyes positivas, puesto que invoca una ley del movimiento, la de la Naturaleza o de la Historia, destinada, en su realización, a producir, ni más ni menos, que el género humano. Si el terror empuja a los hombres unos contra otros en un anillo de hierro o en una picota que acaba con la condición de pluralidad, tiene la función de acelerar, de realizar la ley del movimiento, negando la espontaneidad humana que se relaciona con la condición de natalidad. «El terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer posible que la fuerza de la Naturaleza o la Historia corra libremente a través de la Humanidad sin tropezar con ninguna acción espontánea».24 Podemos ir más lejos y afirmar que el terror como esencia del régimen totalitario es en sí mismo proceso, movimiento —el terror es la ley de la Historia o de la Naturaleza en movimiento. «Bajo condiciones totalitarias, esta esencia se ha convertido ella misma en movimiento: el gobierno totalitario existe únicamente en la medida en que se mantiene en constante movilidad».25 Lo que entraña, pronto, una modificación de la idea de esencia, que ya no se puede pensar desde el lado de la permanencia y de la estabilidad —como el bello animal en reposo de La República—, sino aprehender como desarrollo del proceso, como el bello animal en movimiento del Timeo. A partir de esta modificación de la esencia, de la idea misma de esencia en el caso del régimen totalitario, Hannah Arendt puede llevar a esta declaración sorprendente, en una primera lectura: el terror cumple una doble función, la de la esencia del régimen totalitario y la de principio, y precisa pronto que se trata no de un principio de acción, sino de un principio de movimiento. El terror no puede cumplir esta doble función, no puede poseer una doble cualidad más que en el caso del régimen totalitario pues, en cuanto esencia, es ya movimiento, proceso; porque, en último extremo, se da una confusión entre la esencia del régimen y su principio bajo el signo del movimiento. De ahí una inversión de los polos de lo estático y lo dinámico. En un régimen clásico —república o monarquía— la esencia proporciona, por su estabilidad, 24. H. Arendt, Los orígenes del totalitarisno, op. cit., p. 564. 25. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., pp. 413-414.

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el cuadro estable en cuyo seno los hombres podrán dar libre curso a la acción en su imprevisibilidad y en su espontaneidad; por el contrario, en un régimen totalitario, la ley como ley del movimiento, estabiliza a los hombres, los fija para obstaculizar, impedir la acción y permitir, con ello, el desarrollo de la esencia y la realización del movimiento. Por lo que hace a la esencia, la dinamiza; en cuanto a su principio, lo reduce al sólo rango de principio de movimiento. En la situación totalitaria, la ley del movimiento reina como señor, transformando todo lo que toca en movimiento. La esencia del régimen totalitario no necesita, ya no necesita, principio de acción, puesto que contiene, en sí misma, un principio de movimiento que, en este caso, vale como sustituto de toda posible acción. Una vez que el movimiento se ha convertido en la esencia del régimen, podemos considerar que esta solución se conectaría con la teoría clásica y que consistiría en saber cómo poner en movimiento una estructura permanente que privilegia la estabilidad, cómo responder a la exigencia del movimiento de un cuerpo político. De ahí que encontremos en Montesquieu la idea de principio de acción que, con diferentes nombres, adaptados a la esencia del régimen, respondería a esta exigencia. La particularidad del régimen totalitario es que aporta una solución a este problema, no con el descubrimiento de un nuevo principio de acción, sino con el descubrimiento de la inutilidad de todo principio de acción. Siendo dinámica la esencia, ya no se necesita un principio de acción que la dinamice. «En un régimen totalitario perfecto [...] en el que podemos sobreponernos al terror para dar al movimiento un carácter perpetuo, no necesitaríamos ningún principio de acción separado de la esencia».26 Asimismo, está obligada a apelar a un elemento coadyuvante, la ideología, que, según la lógica del régimen totalitario, bajo la estela de la ley del movimiento, viene a reforzar la esencia y no funciona como un principio de acción, sino sólo como un principio de movimiento que persigue, bien acelerar el proceso, bien alcanzar su realización total. La ideología, como lógica de una idea aplicada a la historia, está ahí para preparar a los individuos para participar en el proceso, descubriéndoles la ley del movimiento, inculcándola, preparándoles para interpretar el papel de verdugo o el de víctima. 26. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, op. cit., p. 567.

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Pese a la referencia a Montesquieu, la respuesta de Hannah Arendt se inscribe en una problemática sensiblemente modificada; si todavía le corresponde definir la ideología como principio de acción del régimen totalitario, su verdadera respuesta no ofrece ninguna duda: el carácter sin precedente del régimen totalitario se relaciona con la parte de su esencia que es movimiento, proceso; por otra parte, con el principio que la anima, la ideología, que ya no es principio de acción, sino sólo principio de movimiento. Este principio de movimiento característico del régimen totalitario hace superfluo todo principio de acción, o, si se quiere, en nombre de este principio de movimiento —las ideologías que enuncian la ley del movimiento—, los dirigentes totalitarios eliminan, implacablemente, todo lo que se relaciona, de cerca o de lejos, con la acción humana. Para insuflar movimiento a un cuerpo cuya esencia sería el terror, «ningún principio de acción tomado del reino de las acciones humanas —tales como la virtud, el honor, el miedo— es necesario ni podría usarse para poner en movimiento un cuerpo político cuya esencia es la movilidad vehiculada por el terror [...] lo que el régimen totalitario necesita es, en lugar de un principio de acción, un medio de preparar a los individuos igualmente bien para el papel de ejecutor y para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustituto del principio de acción, es la ideología».27 ¿Principio de movimiento, principio de acción? El debate no es escolástico; no se trata sólo de la aplicación de la categoría correcta, sino de la existencia misma de la política. Definir la ideología como principio de movimiento vuelve a demostrar que el régimen totalitario —en la medida en que se da como realización de la ley de la naturaleza o de la historia destinada a producir el género humano— está movilizada en permanencia contra todo lo que podría obstaculizar su curso, en primer lugar, contra el don de la acción, contra la acción en plural, contra la existencia de un dominio político, contra la posibilidad misma de la política. Los hombres se apartan del entre-conocimiento, en adelante, superfluo, para encontrarse en el conocimiento de la ley del movimiento, eventualmente accesible a la sabiduría de uno solo. «[...] sería necesario no el concierto de distintas mentes humanas, sino un solo hombre para comprender estas leyes 27. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 420.

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y construir la humanidad».28 La ideología totalitaria, en su servidumbre para con el movimiento, lejos de ser una politización a ultranza, un exceso de política, es la figura, por excelencia, de la destrucción del dominio político, puesto que la ideologización total de la sociedad (que conviene distinguir del «todo se relaciona con la política») a la que procede persigue sustituir, de manera permanente, la «solución» ideológica, la que corresponde a la ley interna del movimiento, por el comienzo imprevisible de la acción de concierto. En este sentido, hablar de destrucción de la política es decir demasiado poco. Se trata de negar, pura y simplemente, la condición política del hombre, alcanzando su cualidad de ser para el comienzo, es decir, alcanzando su condición de natalidad. — Más allá del papel coadyuvante del terror, la ideología, poco importa su contenido, pone a las masas en movimiento. Logra impulsar a las masas, en un sentido o en otro, gracias al atractivo que ejerce sobre ellas. ¿Cuál es ese atractivo? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo dar cuenta de él? Volviendo su atención sobre los «farsantes de uniforme», Hannah Arendt escribe lo siguiente: «Más allá de qué contenido acepten —más allá de en qué clase de ley eterna decidan creer—, una vez que ellos han dado este paso inicial, nada más puede ya pasarles y están salvados». Ella plantea pronto la pregunta: «¿Salvados de qué?».29 La ideología, como lógica de una idea, es una forma de doctrina que pretende que la clave, la explicación de todos los misterios de la vida y del mundo, se daría en una única fórmula que remite a un único elemento determinante del proceso natural o histórico. Ello explica por qué la ideología y quienes la comparten tienden a emanciparse de la realidad percibida por nuestros cinco sentidos invocando una «realidad más verdadera», oculta, a la que tendríamos acceso a través de la ideología que, en este caso, funcionaría como un sexto sentido que vendría a corregir y suplantar los juicios del sentido común. Como insiste Hannah Arendt, lo propio de la ideología es ordenar los hechos según un procedimiento absolutamente lógico que parte de una premisa tenida por axioma y del que se deduce el conjunto del proceso, 28. Ibíd., p. 430. 29. Ibíd., p. 429.

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cuya lógica consecución se desarrolla a la manera de un alfabeto. Ahí, en esa forma lógica que se sustituye por el pensamiento, y no tanto en el contenido de cualquier paraíso atrayente, estaría el atractivo que ejerce la ideología sobre las masas. Cuando se derrumba el mundo interpuesto entre los hombres, cuando los hombres viven en el desierto, presas de la desolación, sólo quedaría la brújula de la ideología, como lógica de una idea tanto más salvadora cuanto produciría certidumbre —«ese terreno familiar y la certidumbre sin falla de la Ley»—, si hace falta, en contra de los testimonios de los sentidos. Como vemos, Hannah Arendt se aproxima, pero sólo se aproxima, a la hipótesis de la servidumbre voluntaria que elaborara La Boétie, sin adherirse a su falsificación, la tesis repugnante y cuán autoritaria de un pretendido «instinto de sumisión»: las masas, en la situación totalitaria, no son ni engañadas, ni manipuladas, sino atraídas, es decir, que participan, hasta cierto punto, en su propia dominación, en la medida en que encuentran en la lógica pura y el efecto de certidumbre que se sigue una especie de salvación o, mejor dicho, la ilusión de una salvación.30 Desde este punto de vista, Hannah Arendt, como señaló Remo Bodei, intenta dar cuenta de la opacidad moderna sin renunciar a la voluntad de la inteligibilidad de la filosofía política que se pregunta por los resortes de un régimen político libre y su contrario. La existencia misma de la servidumbre voluntaria (concebida por La Boétie en contraste con la amistad entendida en el sentido político del término), en situación totalitaria, muestra de qué manera este régimen se sitúa en el exacto opuesto de la relación política y de la forma del vínculo humano que éste último es capaz de hacer nacer. — En otro nivel, podemos medir de qué manera, a pesar de las apariencias, la ideología, principio de movimiento, no tiene nada de político. Para hacer esto, no hay más que confrontarla con el juicio, con la facultad de juzgar, según Hannah Arendt, componente esencial de la acción, del dominio político. Mientras que, con la ideología, la cuestión es tratar de conseguir la adhesión a la ley interna del movimiento, el «apego» a una doc30. Para esta delicada cuestión, véase M. Abensour, «Hannah Arendt: la critique du totalitarisme et la servitude volontaire», en Eugène Enriquez, Le Goût de l´altérité, Desclée de Brouwer, París, 1999, pp. 29-52. [Trad. en este volumen.]

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trina que pretende explicar todo y se sostiene en la ilusión de que, en último caso, basta un hombre para comprender las leyes de la naturaleza o de la historia y producir humanidad; con la facultad de juzgar, se trata de pensar «poniéndose en el lugar de otro ser humano». Ponerse en lugar de otro ser humano, gracias a una relación con el entendimiento y la imaginación, es lo que hace posible «un pensamiento de concierto», o un pensamiento que, virtualmente, apuntala «su juicio, por así decir, de la razón humana en su integridad».31 El trabajo de la imaginación permite a este pensamiento ampliado desarrollarse en un espacio virtualmente público y el pensamiento adopta el punto de vista que Kant atribuye al ciudadano del mundo.32 Mientras que la ideología, «pensamiento cautivo» o pensamiento pasivo que tiende hacia el no-pensamiento, exige de quienes le prestan obediencia, y a través de esta obediencia, sumisión a la ley interna del movimiento, poniéndose en manos de instancias que, por un juego identitario, están llamadas a encarnar este movimiento; la facultad de juzgar tiene como primera máxima la de pensar por sí mismo. Desde este punto de vista, podríamos considerar que la experiencia totalitaria ha modificado, indirectamente, el sentido de esta primera máxima. No se trataría, como en Kant, del pensamiento sin prejuicio cuanto del pensamiento sin ideología que desemboca en una nueva definición del Aufklärung: Aufklärung significa liberarse de la ideología. El totalitarismo procede a una destrucción de la política, peor, de las condiciones de posibilidad de la política al nivel de la experiencia fundamental de la comunidad humana que, según Hannah Arendt, constituye el mantillo común del terror y de la ideología. Como hemos notado, la situación de aislamiento de los hombres permite dar cuenta del atractivo que ejerce sobre ellos la ideología. El análisis arendtiano va más lejos: más allá del aislamiento que encontramos en la tiranía que deja pocas posibilidades de acción; el totalitarismo, a través del miedo, descansa en la experiencia fundamental de la desolación, es decir, en «el peligro del aislamiento y la condición superflua».33 31. I. Kant, «Critique de la faculté de juger», Oeuvres philosophiques, t. II, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1985, p. 1.072. [Hay ed. española, I. Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Espasa Calpe, «Austral», 2004.] 32. Cfr. H. Arendt, Lecciones sobre la filosofía..., op. cit., p. 78. 33. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432.

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Sean cuales sean las diferencias reales entre soledad, aislamiento y desolación, se dibuja una clara línea de continuidad y de agravación: la falta de compañerismo propia de estos tres estados, la ausencia de pares e iguales destruye toda posibilidad de poder —de poder con y de poder entre, esa realidad esencial de la esfera política. En relación con ella, Hannah Arendt no deja de recordar la existencia de una relación entre el poder y el hecho de estar juntos o, por el contrario, entre la ausencia de poder y el aislamiento. Si la tiranía lleva en sí misma el germen de su destrucción, pues el miedo —su principio de acción— es antipolítico, el totalitarismo aparece, en último extremo, como un no-régimen, porque la desolación obstaculiza, por una existencia que es negación de la pluralidad, la constitución de todo vínculo político y la constitución de todo espacio entre los hombres en el que pueda manifestarse su cualidad de ser para libertad y de ser para el comienzo. Al igual que la tiranía, el totalitarismo se corresponde con una experiencia del desierto, pero considerablemente agravado. Cuando la tiranía engendra el desierto lo hace sobre el modelo de la paz de los cementerios: «la paz reina» porque el tirano tiene por objetivo abatir la oposición, desalentarla en el sentido preciso del término, con el fin de disfrutar «en paz» de los frutos de su dominación. Mientras que el totalitarismo produce el desierto bajo la forma de una desertificación, es decir, de un proceso de extensión del desierto sin fin, como si el desierto debiera absorber, recubrir, devorar los espacios que continúan diferenciándose y ofrecen, así, posibles espacios de resistencia. La desertificación es un proceso dinámico que gana terreno sin cesar; en este sentido, bajo la influencia del movimiento, se aparta de la paz y conoce, más bien, lo que Hannah Arendt denomina «tormentas de arena», en las que todo lo que es tranquilo como la muerte se transforma, de repente, en pseudo-acción propia de los movimientos totalitarios.34 Campañas de movilización, Cien Flores, etc. «El desierto en movimiento» es lo que amenaza con recubrir la tierra por entero. Ésa es la potencia de la visión de Arendt, porque estamos hablando de una visión. Además, el desierto totalitario, amén de intentar destruir la facultad de sufrir y de actuar, pone en peligro los oasis, es decir, las fuentes de vida 34. H. Arendt, ¿Qué es la política?, op. cit., pp. 137-138.

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que existen, independientemente, de la política, por ejemplo, el amor entre Winston y Julia en 1984. Siguiendo las metáforas de Hannah Arendt, la desertificación totalitaria amenaza los oasis tanto más cuanto nos permiten vivir en el desierto «sin reconciliarnos con él», es decir, endurecer el desierto, las condiciones del desierto que esperan que los recién llegados, los que empiezan, puedan salir del desierto y edificar un mundo humano. Una vez más, Hannah Arendt se sitúa lejos de la crítica liberal clásica que concibe el totalitarismo como una sumisión de lo privado a lo público, como una confusión entre los dos y, con ello, se aproxima a la primera interpretación. La visión de Hannah Arendt es muy distinta, la dominación totalitaria no podría someter la vida privada a la vida pública, puesto que es, ante todo y esencialmente, destrucción de esta última y de su posibilidad misma: con el impulso de destrucción del dominio público-político que obedece al movimiento que la arrastra, la dominación totalitaria procede a la destrucción de la vida privada que persigue la destrucción de toda comunidad humana. «Los Gobiernos totalitarios, como todas las tiranías, no podrían ciertamente existir sin destruir el terreno público de la vida, es decir, sin destruir, aislando a los hombres, sus capacidades políticas. Pero la dominación totalitaria [...] no se contenta con este aislamiento y destruye también la vida privada. Se basa ella misma en la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo, que figura entre las experiencias más radicales y desesperadas del hombre».35 La experiencia fundamental de donde proviene el totalitarismo (el desarraigo y la inutilidad de las masas modernas), que él instaura y generaliza, es específica. La desolación inaugura un nuevo modo de existir: el ser-abandonado de todo y de todos que experimenta una triple pérdida, pérdida del yo, del otro y del mundo. Prueba de la destrucción de la experiencia, la desolación afecta a la condición humana misma: el ser-abandonado se sume en el vértigo de ser-superfluo. Si tejemos los hilos que acabamos de ver —el terror, la ideología, la desolación—, el diagnóstico de Hannah Arendt no deja de reforzarse, recorriendo tres niveles distintos. La dominación 35. H. Arendt, Los orígenes..., op. cit., p. 576.

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totalitaria es esa experiencia sin precedente de destrucción de la política, de su dominio, de sus condiciones de posibilidad y, más allá, en su intento de producir una humanidad que encarna la ley del movimiento, una voluntad de acabar con la condición humana como condición política. De esta forma, la fórmula implícita del totalitarismo podría ser: el hombre es un animal profundamente apolítico, e incluso, antipolítico, es decir, destinado a vivir al margen de la ciudad y contra la ciudad o, a contracorriente, si queremos dar su sentido máximo a la cesura totalitaria, a contracorriente de la invención de la política, de la ruptura que representa la emergencia de una comunidad de ciudadanos. Como contrapunto de este «acontecimiento-milagro» así descrito por el historiador Christian Meier: «Por primera vez en la historia del mundo, los hombres adquieren la posibilidad de decidir ellos mismos en qué tipo de orden desean vivir. A decir verdad, no llegan a hacerlo más que metamorfoseándose ellos mismos y constituyendo una identidad política. Los conceptos constitucionales en arkhía y en kratía nos parecen, hoy, evidentes. En realidad, han significado una revolución en la historia del mundo».36 Si nos atenemos a lo que Hannah Arendt decía sobre Walter Benjamin, corresponde a la lengua dar «cimiento firmemente arraigado» a ese pasado, a esa revolución. La polis griega seguirá estando presente en el fundamento de nuestra existencia política, en el fondo del mar, por mucho que tengamos en la boca la palabra política.37 Por supuesto, es necesario saber pronunciar esta palabra, saber a qué compromete su enunciación y no confundirla con su contrario, la dominación. Si unimos los tres hilos, medimos la importancia de la errónea interpretación del totalitarismo concebido como exceso de lo político, medimos cómo, cada vez, esta errónea interpretación descansa en una serie de prejuicios y de confusiones, confusión entre política y dominación, entre poder y violencia, entre acción y movimiento y, entrevemos más que medimos, la infinitas derivaciones que provoca esta errónea interpretación en nuestra relación con la política: ¿de qué manera todo lo que debería invitarnos a

36. Ch. Meier, Introduction a l´anthropologie politique de l´Antiquité classique, París, P.U.F., 1984, p. 30. 37. H. Arendt, «Walter Benjamin», en Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 211.

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recurrir a la política tiende, por el contrario, a alejarnos de ella, a falta de resistir a los prejuicios tradicionales y totalitarios que, en un tiempo post-totalitario, comunican el horror por la política? Para orientar nuestra reflexión tras la experiencia totalitaria —por ejemplo, lo que vale, en la actualidad, para los países del Este de Europa—, Hannah Arendt nos advierte de que el totalitarismo sobrevive al derrumbe de los regímenes totalitarios. El peligro del totalitarismo, un «peligro que por definición no conjurará la mera victoria sobre los gobiernos totalitarios».38 Directa o indirecta, nuestra experiencia del totalitarismo nos deja «en un verdadero campo de escombros». Escombros de la política, escombros del mundo. Además de la política, la dominación totalitaria ha destruido el mundo, ese horizonte de sentido, «esa cosa que surge entre las personas y dentro de la cual puede llegar a ser visible y audible todo lo que los individuos llevan consigo de manera innata».39 El imperialismo del movimiento, que avanza hasta llegar al desierto, ha destruido ese espacio interpuesto que se constituye en la intersección de la obra y de la acción y lleva en sí, con él, una especie de permanencia. La experiencia totalitaria nos deja presos de un nuevo tipo de acosmismo, fruto de la desolación. Lo que ahora está en cuestión es la existencia de un mundo y, en relación con esa existencia problemática, la existencia de un dominio político para los asuntos humanos, la posibilidad de una existencia política, cuestión previa a toda reconstrucción de un espacio público-político. No es que estemos enfermos de política por haber abusado de ella, porque nos hubiéramos politizado al extremo; la política y el mundo están enfermos por la experiencia totalitaria, pues la primera ha perdido su consistencia y éste, ni más ni menos, su textura. De ahí la extraña, pero legítima, expresión de «redescubrimiento de lo político», como si ese continente hubiera desaparecido de nuestro horizonte. Pero ese es el efecto de la dominación totalitaria, que nos deja buscar la política perdida; como si, cual pantalla, hubiera recubierto la política y ocultado la dimensión de lo político, hasta el punto de hacernos perder el recuerdo, el sentido, hasta el deseo, que la apuesta por la política recuperada exige de nosotros, «pescado38. H. Arendt, «De la naturaleza del totalitarismo», op. cit., p. 432. 39. H. Arendt, «Sobre la Humanidad en tiempos de oscuridad: reflexiones sobre Lessing», Hombres en tiempos..., op. cit., p. 20.

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res de perlas». En ningún caso. Quien trata el totalitarismo, trata el apoliticismo y sus derivas, las condiciones del apoliticismo, de su posible génesis. La experiencia totalitaria es un punto ciego y, muchas veces, inadvertido del apoliticismo, de todas las formas de desinversión que afectan a la política. Por el contrario, quien no consiente en dar este obligado rodeo, quien trata el apoliticismo sin hacer referencia a la dominación totalitaria, no puede aprehender este fenómeno de manera empírica, estrecha, sin reconocerle el espesor histórico y filosófico que ello exige. Volvamos al conflicto de interpretaciones. Si insistimos en la primera interpretación, sólo aumentaremos la confusión y no haremos más que sumergirnos en un mundo infrahumano, en el desierto, mantener la desconfianza hacia la política, considerada, a lo sumo, como un mal necesario o como un instrumento destinado a regir los problemas nacidos de la coexistencia de los hombres. ¿Este horror por la política es tan puro? ¿No participa, sin saberlo, del odio por la acción sobre el que se edifica la dominación totalitaria? ¿El tema recurrente del odio por la política no reproduce nolens volens la ilusión totalitaria de una desaparición de la política, la conquistada meta del movimiento? Ajeno a la revolución democrática moderna, el regreso a la libertad se vive como regreso a la libertad de liberarse de la política. Antes de levantar la bandera del odio por la política, quizá convendría albergar una saludable sospecha: ¿Este odio no es la recuperación del odio por la acción, no lleva en ella las marcas, los estigmas del desierto que atraviesa? Más que una orden, se debería ver en él un síntoma, la supervivencia de un mundo post-totalitario de actitudes que han nutrido la experiencia totalitaria. Si, por el contrario, nos volvemos sobre la segunda interpretación, podemos, tras el totalitarismo, siguiendo el razonamiento del análisis propuesto, abrir un interrogante: ¿después de la experiencia totalitaria, la política tiene, todavía, un sentido? ¿Y encontrar, en el núcleo de este interrogante, una posibilidad en la que este sentido sería, en términos de Hannah Arendt, el «acontecimiento-milagro» de la libertad? En esta dirección, después de haber medido el seísmo de la dominación totalitaria, ¿vemos despuntar, tímido amanecer, una renovación del pensamiento libertario o una reorientación de esa inspiración que no ha dejado de alentar la política moderna? Si la experiencia del totalitarismo, las ruinas acumuladas, la radicalidad de la destrucción, 243

hubiera descubierto, indirectamente, las nuevas exigencias de un pensamiento de la libertad: ¿de qué manera puede pensarse la libertad no ya contra la ley, sino con ella, al unísono del deseo de libertad que la hace nacer? ¿Cómo se puede concebir la libertad no ya contra el poder, sino con el poder, concebido, de manera distinta, como poder de actuar de concierto? ¿De qué manera la libertad ya no se dirige contra la política y la política es el objeto mismo del deseo de libertad? Se piensa, se desea la política al margen de toda idea de solución, llevada a cabo como un interrogante sin fin sobre el mundo y el destino de los mortales que habitan la tierra. De los dos intérpretes del totalitarismo que hemos estudiado, uno, Claude Lefort, nos ha hecho descubrir una idea libertaria de la democracia, la democracia salvaje. La otra, Hannah Arendt, ¿no participa de un «principio de anarquía» y la reconstrucción de lo político a la que invita no libera la acción de la dominación de los principios, de la teoría y de los fines? Una acción libre de toda arkhé.

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LA INAGOTABLE CUESTIÓN DE LA EMANCIPACIÓN

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«DEMOCRACIA SALVAJE» Y «PRINCIPIO DE ANARQUÍA»*

Conviene insistir, de entrada, en el carácter programático de este ensayo. Se trata de describir las grandes líneas de una potencial confrontación entre la «democracia salvaje», en los términos que utiliza Claude Lefort, y el «principio de anarquía», según Reiner Schürmann.1 Empresa paradójica, puesto que se trata de permanecer en el umbral de esta aproximación; acariciando, al mismo tiempo, la posibilidad de su resultado. Para quien intente interpretar la obra de Claude Lefort, el punto de llegada obligado es la democracia salvaje, siempre que no reduzcamos este pensamiento a una variante contestataria, «agitada», de la democracia liberal. Como si el intérprete llegara a una noción que, lejos de darle la «clave de la obra», le revelara toda su carga enigmática. El término aparece, explícitamente, en varias ocasiones. Pero el calificativo, en lugar de determinar la democracia, de inscribir su relación consustancial con la indeterminación en límites que puedan servir de referencia, relanza la pregunta. El calificativo resuena sobre el nombre para llevarlo hasta una determinación más grande, bajo el signo del tumulto, de lo irreducible, de lo que es, precisamente, indomesticable. La lectura de la obra de Reiner Schürmann, consagrada a Heidegger y a la cuestión de la acción, parecería dejar entrever ciertas conexiones entre la democracia salvaje y aquello que el intérprete de Heidegger llama, * Este texto fue publicado en la revista Les Cahiers de Philosophie, 18, Les Choses Politiques, Lille, 1984. 1. R. Schürmann, , Le Principe d’Anarchie. Heidegger et la Question de l’Agir, París, Seuil, 1982.

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de manera absolutamente contradictoria, «el principio de anarquía». ¿Este recorrido —aun cuando la referencia a Heidegger sea problemática— a través de una interpretación «heideggeriana de izquierdas» permitiría, si se intenta la confrontación, pensar mejor la democracia salvaje en su diferencia y también en su complejidad? El camino propuesto es sencillo: — Primero, intentaré definir la democracia salvaje, en el sentido de Claude Lefort ; tarea, a mi entender, tanto más necesaria cuanto esta concepción tan específica de la democracia constituye una orientación esencial de esta obra, a menudo silenciada o atenuada, reducida al solo valor de una contestación permanente. — En segundo lugar, después de haber explicitado el principio de anarquía de Reiner Schürmann, esbozaré los términos de una eventual confrontación; intentaré mostrar en qué medida esta confrontación de la democracia con la anarquía, concebida como principio, tiene la virtud de mostrar sus caracteres más «salvajes», sin que ello suponga disimular las dificultades que este esclarecimiento suscita o revela. Pero, a decir verdad, ¿no tendríamos que volver a la diferencia entre anarquía y principio, ahondar en ella, al objeto de estar más cerca de «la esencia salvaje» de la democracia?

La democracia salvaje: ¿intento de definición? Podríamos resumir la trayectoria de Claude Lefort diciendo que es la pregunta continua, jamás acabada, por interminable, de la novedad de nuestro siglo, es decir, de esa forma de dominación inédita que constituye el totalitarismo. En el seno de este cuestionamiento in-interrumpido, pueden distinguirse dos momentos de análisis: — Una primera interpretación que corresponde al período de Socialisme ou Barbarie (en el caso de Claude Lefort, de 1947 a 1958), interpretación que está mejor desarrollada en el gran artículo de 1956, Le Totalitarisme sans Stalin.2 Este texto sobre el 2. Cl. Lefort, Éléments d’une Critique de la Bureaucratie, París, Gallimard, 1979, pp. 155-235.

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totalitarismo denuncia un modo de hacer históricamente específico del proyecto de socialización: entendámonos, el ejercicio burocrático de la socialización y su confiscación por el partidoEstado, en provecho de una nueva clase social dominante, la burocracia. Esta primera crítica del totalitarismo se hace desde la perspectiva del comunismo, entendida como reapropiación de la comunidad humana o, si se prefiere, desde el horizonte de la socialización acabada que indica los criterios de juicio. El totalitarismo es condenado en cuanto travestismo de la socialización, en cuanto parodia del comunismo con la dinámica y los efectos que ello implica. Más que «la gran mentira» que se abate desde el exterior sobre los dominados, el totalitarismo sería el reino de la ilusión en que participarían, hasta cierto punto, esos mismos dominados. — Posteriormente, en un segundo momento interpretativo que comienza a principios de la década de los sesenta, ya no se condena el modo de desarrollo del proyecto, sino el proyecto mismo de socialización; la idea comunista se convierte, desde entonces, en objeto de crítica. Ya no se trata de distinguir para juzgar entre una socialización auténtica y su simulacro, sino de poner en cuestión esta voluntad de abolir las divisiones propias de la sociedad moderna, concretamente, romper con la ilusión de la realización del socialismo bajo la forma de la indivisión. Por lo que se refiere a una socialización acabada [...] admito que contiene el mito de una indivisión, de una homogenización, de una transparencia en sí de la sociedad, de la que el totalitarismo mostraría sus derivaciones, al pretender inscribirla en la realidad.3

En esta segunda fase, observamos un radical cambio de rumbo en la interpretación; el horizonte político se muestra absolutamente diferente. La crítica no se hace ya desde el punto de vista comunista, sino desde el de la democracia. Más exactamente, tomando como parámetro su propia redefinición de la revolución democrática, Claude Lefort asume la tarea de denunciar y desvelar, en todas sus dimensiones, incluso las más ocultas, esa nueva forma de dominación que la opinión y los analistas tienden a reducir a una simple resurgencia del despotismo o de la 3. Ibíd., pp. 10-11.

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tiranía. Además, la constitución de la oposición revolución democrática/dominación totalitaria (sobre la que hemos de preguntarnos constantemente) se inscribe en un movimiento de pensamiento más amplio, en el que la salida del marxismo, en su singularidad, se acompaña del redescubrimiento de lo político. Lejos de pensar lo político como una instancia necesariamente derivada, disminuida por la economía con la precisión de la última instancia y la sofisticación de la sobredeterminación, hemos de abrir un nuevo campo de reflexión en el que lo político sea aprehendido en relación con la división originaria de lo social. Bajo la influencia del Maquiavelo reinterpretado (Le travail de l’oeuvre, 1971), Claude Lefort plantea que toda ciudad humana se ordena, se construye, a partir de una división primera que manifiesta la división del deseo; el de los grandes de mandar y de oprimir, el del pueblo de no ser mandado ni oprimido —deseo de libertad. Entendamos que, para esta inteligencia de lo político, toda manifestación de lo social está indisociablemente amenazada por la disolución, por la exposición a la división, a la pérdida de sí. Como si toda manifestación de lo social estuviera habitada, hostigada, por la amenaza de su disolución. De esta forma, se nos invita a una nueva comprensión de lo político: todo sistema de poder sería considerado como una respuesta a la interrogación abierta por el advenimiento de lo social y su exposición a la disolución, como una posición o una toma de posición en relación a la división. La estructura de una sociedad se hace inteligible en el análisis de la relación que una sociedad establece con el hecho de su existencia —la experiencia de la división.4 La proposición anterior, según la cual, a partir de los años sesenta, el totalitarismo se mide con la vara de la revolución democrática, cobra todo su sentido. A partir de la división originaria de lo social y de su desarrollo, de su institución política, podemos distinguir entre democracia y dominación totalitaria. El totalitarismo se define como esa forma de socialización que procede de una imaginaria negación de la división y, en consecuencia, de un rechazo del conflicto; sea porque pretende haber abolido la escisión, sea porque asume la tarea de llegar hasta el final de una división que, lejos de ser considerada como primera, es 4. Véase Cl. Lefort, M. Gauchet, «Sur la démocratie: le politique et l’institution du social», Textures, 1971, 2-3, pp. 8-9.

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pensada como histórica y, por ello, reducible. Por el contrario, la democracia se constituye en la aceptación, más, en la asunción de la división originaria de lo social. ¿No es esa forma de sociedad que, no contenta con reconocer la legitimidad del conflicto en su seno, sabe percibir en él la fuente primera de una invención siempre renovada de la libertad? Para introducir la idea de democracia salvaje, añadiría lo siguiente: como si la democracia fuera esa forma de sociedad que, a través del juego de la división, deja libre curso a la pregunta que lo social no deja de plantearse a sí mismo, pregunta sin resolver y destinada a permanecer tal, dada la existencia de una interrogación de sí sobre sí. División originaria de lo social, por añadidura irreducible, identidad enigmática de lo social, experiencia de lo irreducible que permite articular la división de lo social y su indeterminación: tal es el horizonte conceptual en el que debemos enmarcar la aproximación a la idea de democracia salvaje. Antes de proseguir, conviene descartar algunas interpretaciones inexactas. — El término de salvaje asociado al de democracia no comporta ninguna vinculación con las sociedades salvajes descritas por la etnología; el rechazo de estos últimos a un poder independiente obedece a una lógica distinta a la de la democracia. — «Democracia salvaje» tampoco remite al estado de naturaleza, en el sentido de Hobbes, negación de la sociedad, caos que apelaría a la constitución de un Estado para poner fin a la guerra real o virtual de todos contra todos. — «Democracia salvaje» evocaría, más bien, la idea de huelga salvaje, es decir, que surge espontáneamente, surge de sí y se desarrolla de manera «anárquica», independientemente de todo principio (Arkhé), de toda autoridad —así como de reglas y de instituciones establecidas— y se afirma como irreducible. Como si el término «salvaje» dejara planear sobre la democracia una inagotable reserva de turbación. Forjarse una «idea libertaria» de la democracia implica pensarla como salvaje. La referencia libertaria —precisada en Un hombre que sobra— escapa a las categorías ideológicas; designa una actitud que no podría codificarse ni solidificarse en una doctrina. Es libertario quien se atreve a hablar cuando todo el mundo calla, el contradictor público que osa romper el muro de silencio para hacer oír la voz intem251

pestiva de la libertad. El vínculo entre libertario y salvaje muestra la particularidad de la democracia como forma —lo que permite aprehender y descubrir un modo de funcionamiento político que, inmediatamente, tiene sentido filosófico. Rechazo de la sumisión al orden establecido, «disolución de los referentes de la certidumbre», la democracia «inaugura una historia en la que los hombres experimentan una indeterminación última respecto al fundamento del poder, de la ley y del saber, y respecto al fundamento de la relación del uno con el otro en todos los registros de la vida social».5 Esta indeterminación de los fundamentos es el verdadero núcleo en el que se entrecruzan lo libertario y lo salvaje. Antes de intentar una definición de la democracia salvaje a partir de un conjunto de caracteres, conviene subrayar el carácter aporético de esta empresa. ¿Cómo definir aquello que excede a toda definición, aquello que desafía a la operación de definir? Aporía positiva, se podría decir, pues si «democracia salvaje» es el término que Claude Lefort elige, a propósito, en distintos momentos, para refutar las definiciones que pretenden reducir la democracia a una fórmula institucional, a un régimen político o a un conjunto de procedimientos o de reglas. Es cierto que en democracia, de alguna manera, nadie posee la fórmula y es tanto más profundamente ella misma cuanto más democracia salvaje es. Aquí está, quizá, su esencia: desde el momento que no existe una referencia última a partir de la que fijar y concebir el orden social; este orden social está en constante búsqueda de sus fundamentos, de su legitimidad y encuentra su fuerza más eficaz en la contestación o en la reivindicación de quienes son excluidos de los beneficios de la democracia.6

Comprendamos que la democracia, por más que permanezca fiel a su «esencia salvaje», no está domesticada, ni es domesticable; no podrá serlo, resiste a la domesticación. La democracia, cual río impetuoso que desborda sin cesar el lecho que lo acoge, no podría «regresar a casa», someterse al orden establecido. 5. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia» , op. cit., p. 50. 6. Cl. Lefort con Cl. Thibaud, «La Communication démocratique», Esprit, 9-10, septiembre-octubre de 1979, p. 34.

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Entonces, ¿podemos hablar de «esencia salvaje»? En cierto sentido, no más que de «principio de anarquía». En los dos casos, el carácter contradictorio de esas expresiones, al tiempo que muestra la aporía inventiva de una situación inédita, remite, a su manera, a la pérdida de fundamentos. En términos de Montesquieu, no se trataría tanto de describir una naturaleza cuanto de aprehender un principio; añadiendo pronto que, en el caso de la democracia salvaje, el principio lo llevaría hacia la naturaleza en la medida en que transformaría la naturaleza en un movimiento sin interrupción o en una naturaleza de género nuevo que tendría la particularidad de no coincidir jamás consigo misma; pues es arrastrada, de manera permanente, más allá de sí misma. Resistencia a la domesticación, «democracia salvaje» designa positivamente el conjunto de combates para la defensa de los derechos adquiridos y el reconocimiento de los derechos violados o todavía no reconocidos. Confluyendo, en este punto, con una tesis del gran historiador inglés E.P. Thompson, el autor de The making of the English Working Class, Claude Lefort llama la atención sobre el espacio de contestación permanente que abre la reivindicación del derecho en el seno de la revolución democrática. Aquel que con anterioridad invitaba a pensar, en su integridad, «la experiencia proletaria», apela a concebir el combate político —en este caso, democrático— como un fenómeno social total, en el que la aspiración a otra forma de comunidad no se debería disociar del combate por el derecho; menos aún cuando la exigencia del derecho comporta la exigencia de otra relación social. Hemos de decir que no sólo la protección de las libertades individuales es lo que está en juego, sino también la naturaleza del vínculo social y allí donde se difumina la sensibilidad hacia el derecho; la democracia es, necesariamente, salvaje y no domesticada.7

Sin retomar con detalle la lectura política que Claude Lefort propone de los derechos del hombre —lectura que no es ni ética, ni individualista—, se puede, no obstante, mostrar brevemente que la idea de democracia adquiere un sentido plenamente libertario por y en la articulación con el derecho —el derecho no se 7. Cl. Lefort, Eléments d’une Critique de la Bureaucratie, op. cit., p. 23.

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piensa tanto como instrumento de conservación social cuanto como instancia revolucionaria, es decir, el principio, en el sentido fuerte del término. Democracia salvaje, por la relación esencial que esa forma establece con los derechos del hombre. Por su vinculación con el sujeto-hombre, concebido de Rousseau a Fichte como no determinado, como una nada de determinación, la democracia conoce espontáneamente un movimiento de indeterminación; puesto que, a través de esta referencia, ninguna determinación previa puede contrariar su despegue. Construida por el reconocimiento de un ser indeterminado por excelencia, la democracia es esa forma de sociedad en la que el derecho, en su exterioridad respecto al poder, se presenta siempre como exceso sobre lo establecido; como si, al instituirla, pronto resurgiera con el propósito de una reafirmación de los derechos existentes y de la creación de nuevos derechos. Se abre una escena política en la que se entabla un combate entre la domesticación del derecho y su desestabilización-recreación permanente mediante la integración de nuevos derechos, de nuevas reivindicaciones consideradas ya como legítimas. ¿La existencia de esta contestación incesante, de ese torbellino de derechos, no sería, según Claude Lefort, lo que llevaría a la democracia más allá de los límites tradicionales del Estado de derecho? Democracia salvaje, allí donde mejor se manifiesta la dimensión simbólica de los derechos del hombre. Claude Lefort —al contrario del joven Marx que, en su crítica de los derechos del hombre en La cuestión judía, confundía lo simbólico y lo ideológico; o, más bien, reducía lo simbólico a lo ideológico, sin llegar a pensarlo— señala que los derechos del hombre forman una pieza esencial de la constitución simbólica de la democracia moderna. Comprendamos que, a través de los derechos del hombre, entre otros, los ciudadanos de una democracia moderna pueden aprehender lo que se presenta ante ellos como real, así como el descubrimiento de sí mismo y del otro. Mediante el principio de interiorización que suscitan, los derechos del hombre engendran una nueva sensibilidad hacia el derecho, una nueva conciencia del derecho. La democracia es esa sociedad construida por un conflicto incesante entre lo simbólico y lo ideológico, entre este conjunto de articulaciones que dejan el campo libre a una experiencia de la indeterminación, en 254

relación con la pérdida de fundamentos —del lado de lo salvaje— y los múltiples intentos de lo ideológico por acaparar lo simbólico, por apropiárselo para domesticarlo mejor, intentos de imprimir, en nombre de un grupo o de un hombre, un contenido determinado a lo que se resiste y escapa a toda determinación. Democracia salvaje, en fin, pues mediante la desaparición del cuerpo del rey y la desincorporación social que se sigue, la sociedad se separa, se desvincula del Estado y accede, al mismo tiempo, a una experiencia plural, abundante, bajo el signo de la interrogación. Con la constitución de lo que Claude Lefort denomina «el poder social», aparecen nuevas formas de luchas que, vinculadas a la lógica de la democracia, se convierten en inteligibles. Estas reivindicaciones, estas luchas «en nombre del derecho», son lo suficientemente heterogéneas como para no engendrar la ilusión de una solución global. Lo propio de la democracia moderna, así entendida, no es abrir la escena de una reivindicación continua, indefinida, que se desplaza de un espacio a otro, transversalmente, como si estuviera en juego, de manera permanente, el antagonismo entre esta pluralidad efervescente que remite a una multiplicidad de polos y la coacción estatal reforzada por la organización. Estos movimientos son no-totalizables; porque han nacido en distintos espacios de socialización, que se alimentan de su asumida, e incluso reivindicada, especificidad; se apartan de toda forma de sujeto unificador que pretendiera concentrar y condensar sus luchas, englobarlas. Democracia salvaje en el sentido en el que el modelo que allí aflora es el de la revolución anti-totalitaria, revolución plural que, además, sabe distinguir entre el polo de la institución colectiva y el de la diferenciación social; sin ceder, por ello, a la desaparición de lo político. Tal es la paradoja de la sociedad democrática: no ambiciona tanto borrar la instancia del poder —con el fin de replegarse sobre sí, cediendo a la atracción del Uno— cuanto permitir que el tumulto se desarrolle. Los tumultos que la agitan, el polo de poder —lugar, por primera vez, vacío—, funcionan como mediación simbólica por la que la sociedad se dirige a ella misma, al tiempo que experimenta un extrañamiento entre su interior y su exterior. Salvaje: este calificativo se recomienda tanto más para el análisis, pues sería ilusorio intentar comprender la invención democrática en el único plano de lo real, como un conjunto de institu255

ciones positivas. La democracia, como matriz simbólica de las relaciones sociales, está y permanece por encima de las instituciones a través de las que se manifiesta. Claude Lefort se dirige a los ensalzadores y los detractores, diciendo: La democracia es soñar que suponemos que la poseemos [...] Sólo es un juego de posibles, inaugurado en un pasado todavía cercano, del que nos queda todo por conocer.8

¿Salvaje? En último análisis, ¿qué se pretende con esta exploración? O mejor, con qué espacio se relaciona, en la economía de este pensamiento y de su vínculo con Merleau-Ponty, esta investigación que anima el vivir-juntos democrático, esta «carne de lo social»; sino con... El Ser bruto [...] el Ser vertical [...], no el Ser «aplastado», entregado a los sueños de una conciencia soberana, es el Espíritu Salvaje, el espíritu que elabora su propia ley, no porque haya sometido todo a su voluntad; sino porque, sometido al Ser, se despierta siempre al contacto del acontecimiento para contestar la legitimidad del saber establecido.9

Articulación que indica, suficientemente, que esta lucha por el derecho se integra en un movimiento mucho más amplio que la desborda, el de la revolución democrática, invención de un mundo sin reposo, trabajo de un espíritu igualmente sin reposo. Esta revolución, esta democracia, «juego de posibles», es, según Claude Lefort, en su ritmo, experiencia del ser, de la apertura del ser, del fundamental incumplimiento de todo.10

«El principio de anarquía» Algunas consideraciones previas. La referencia al libro de Reiner Schürmann no significa, en ningún caso, que avale esta interpretación de Heidegger; pero tampoco que me oponga a 8. Ibíd., p. 28. 9. Cl. Lefort, «L’idée d’être brut et d’esprit sauvage», en Sur une colonne absente. Écrits autour de Merleau-Ponty, París, Gallimard, 1978, p. 44. 10. Véase M. Richir, «Le sens de la phénomenologie dans Le Visible et l’Invisible», en Maurice Merleau-Ponty, Esprit, 6 de junio de 1982, p. 132.

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ella. No es mi propósito juzgar esta lectura como tal. Ello no significa tampoco que quiera introducir, de manera indirecta, una relación entre el pensamiento de Claude Lefort y el de Heidegger. Sin profundizar mucho, basta con enunciar ciertos puntos de ruptura entre estos dos pensamientos, lo suficientemente evidentes e importantes como para mantener a cierta distancia las teorías globalizantes que se limitan a comparar los pensamientos sólo en el nivel de la forma. Divergencias en lo que se refiere a la cuestión del humanismo, a la de la técnica y a la interpretación de la modernidad como era de la técnica; pero, sobre todo, el estatuto y el carácter determinado que confiere Heidegger a la técnica no pueden más que suscitar la oposición y la crítica de aquel que, como Claude Lefort, recupera una inteligencia política de la sociedad moderna y percibe en la revolución democrática un espacio de inteligibilidad primordial que no podría ignorarse en nombre del «a-razonamiento» o descrito como un efecto derivado de un proceso no político. A través de este recorrido, mi único propósito es mostrar la dimensión ontológica de la democracia salvaje que no podemos silenciar y cuya importancia desborda, ampliamente, la fuerza de contestación que le reconocemos; o, mejor, esta fuerza de contestación no adquiere verdaderamente sentido hasta que no se concibe dentro de la dimensión ontológica. Mi referencia al libro de Reiner Schürmann puede entenderse como una apuesta personal. Sin ninguna duda, voy a forzarla; puesto que voy a intentar extraer de ella un modelo que confrontaré con la democracia salvaje. Hay dos maneras de hacer este tipo de comparaciones: ya sea mediante una atenuación de las particularidades de los fenómenos en cuestión; ya sea mediante su acentuación, con la esperanza de que un nuevo esclarecimiento permita subrayar mejor dichas singularidades. La tesis de Reiner Schürmann, con la utilización del sorprendente término de «principio de anarquía», intenta situar, de manera inédita, la originalidad de la empresa heideggeriana, se vincula, de manera bastante curiosa, con la cuestión de la democracia; efectivamente, pretende explicar la famosa frase de Heidegger, en su entrevista póstuma, a propósito de la democracia. Hoy es para mí una cuestión decisiva cómo podría coordinarse un sistema político con la época técnica actual y cuál podría ser.

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No conozco respuesta a esta pregunta. No estoy convencido que eso sea la democracia.11

De este «no sé», de esta ignorancia confesada, Reiner Schürmann va a intentar explicar, proponiendo una lectura que no es biográfica, ni psicológica, ni inmediatamente política, sino plenamente filosófica. Lo importante es que esta confesión no es accidental. Tal vez se relaciona directamente con la única cuestión que nunca dejó de preocupar a Heidegger.12

En definitiva, convendría vincular esta revelación con lo impensado de Heidegger y saber percibir aquí un efecto del principio de anarquía que, como tal, invalidaría la idea misma de derivación o de coordinación de un sistema político. Simplificando, podemos considerar que, bajo el término de «principio de anarquía», el trabajo de Reiner Schürmann consiste en oponer el dispositivo metafísico clásico y el pensamiento de Heidegger que estaría del lado de ese nuevo principio o, más concretamente, de esta nueva manera de pensar el principio. Si planteamos que una de las cuestiones esenciales de la tradición filosófica, del pensamiento heredado, es el de la unidad entre la teoría y la praxis, entre el pensar y la acción —¿bajo qué fundamento se responde a la cuestión de qué debo hacer?—, ¿cuál es el efecto de la deconstrucción heideggeriana en este dominio? La deconstrucción, descrita en relación con esta cuestión, se definiría de la siguiente manera: [...] la pulverización de la base especulativa en la que la vida encontraría su asidero, su legitimación, su paz.13

O, todavía más, la deconstrucción consistiría en: [...] desmontar las derivaciones entre filosofía primera y filosofía política [...] De ello se sigue que la deconstrucción deja al discurso

11. M. Heidegger, «Entrevista del Spiegel», en La autoafirmación de la universidad alemana, Madrid, Tecnos, 1989, p. 68. 12. R. Schürmann, op. cit., p. 12. 13. Ibíd., p. 11.

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sobre la acción como suspendido en el vacío [...] el actuar mismo, y no sólo su teoría, pierde su fundamento o su arkhé.14

Al contrario de lo que piensan algunos de manera equivocada, no se olvidaría de la acción en beneficio de la cuestión del ser, sino que estamos ante otra posición. [Heidegger] no desarticula la antigua unidad entre teoría y praxis, hace algo peor: formula la pregunta de la presencia de tal forma que la cuestión de la acción encuentra ya su respuesta, de tal forma que la cuestión de la acción ya no vuelve a cuestionarse.15

Tengamos presente que la estructura filosófica tradicional —estructura de «arkhía», podríamos decir—, tenía por carácter dominante referir la cuestión de la acción a una arkhé; de tal forma que las teorías sobre la acción que aspiraban a responder a la cuestión de «¿qué debo hacer?» se referían a aquello que cada época entendía como saber último. Este conjunto de esfuerzos tendente a la determinación de un referente para la acción designaría la metafísica, o todavía, la metafísica sería este dispositivo... [...] en el que la acción exige un principio al que puedan referirse las palabras, las cosas, las acciones.16

Principio que tendría, a un tiempo, valor de fundamento, de comienzo, de mandamiento. La arkhé funciona siempre en relación con la acción como la sustancia funciona en relación con los accidentes, imprimiéndoles sentido y telos.17

Esta derivación metafísica de la acción a partir de una filosofía primera —o de un Primero— se acompaña de la imposición unitaria de una instancia primera a lo múltiple. Además, estas filosofías primeras procuran al poder sus estructuras formales. 14. Ibíd. 15. Ibíd., p. 12. 16. Ibíd., p. 16. 17. Ibíd., p. 15.

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En el fondo de esta estructura metafísica y de arkhía, podemos comprender el nuevo sentido que el autor da al nombre de anarquía y, al mismo tiempo, a la obra heideggeriana. En la época del cerramiento del campo metafísico —la tesis del principio de anarquía está en estrecha dependencia con la hipótesis del cerramiento—, la regla, según la cual, el mundo es inteligible y está gobernado a partir de un «Primero» —de un fundamento primero— pierde impulso. La derivación entre filosofía primera y filosofía práctica entra en decadencia; se atenúa el esquema de referencia a una arkhé, al mismo tiempo que... [...] se marchitan los principios epocales que, en cada era de nuestra historia, ordenaban los pensamientos y las acciones.18

De ahí la enunciación de esa paradoja instructiva, «admirable», del principio de anarquía. Los dos términos que la componen designan dos vertientes que se orientan en direcciones opuestas: una, que se queda de este lado del cerramiento del campo de la metafísica; la otra, que mira más allá. Al mismo tiempo que la referencia de principio se dice, se niega —la referencia de principio se dice, pero para negarla. Comprendamos que el siglo XX, por la crítica de la metafísica, aparece como la época en la que se agota la derivación de la praxis a partir de la teoría. La acción se manifiesta como anárquica, es decir, desprovista de arkhé, de fundamento, de comienzo, de mandamiento. La época del principio del sin-principio, o del principio que ordena no tenerlo. Llevada al pensamiento de Heidegger, esta paradoja evidencia en qué medida este pensamiento es obra de transición; pues si bien se enmarca todavía en la problemática clásica del «¿qué es el ser?», se aparta ya de un esquema atributivo o participativo: Principio todavía, pero principio de anarquía. Hay que pensar esta contradicción. La referencia de principio es analizada en su historia y en su esencia, por una fuerza de dislocación, de purificación [...] La deconstrucción es un discurso de transición.19

De ahí la distinción esencial que se propone entre anarquismo y anarquía. El anarquismo todavía permanece por entero en el 18. Ibíd. 19. Ibíd., p. 16.

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campo metafísico, en la medida en que sigue derivando la acción de un referente. No afecta al esquema referencial, pero se contenta con sustituir, en el interior de este esquema, la razón por el principio de autoridad; en resumen, el mantenimiento del los procesos de legitimación con la única elección de un nuevo criterio de legitimidad. Ahora bien, con Heidegger, la producción racional de este anclaje metafísico se convierte ya en imposible. La anarquía [...] es el nombre para una historia que ha afectado al fundamento de la acción, historia en la que ceden los fundamentos y en la que se percibe que el principio de cohesión, sea autoritario o racional, no es más que un espacio en blanco sin poder legislador sobre la vida. La anarquía habla del destino que socava los principios a los que los occidentales, desde Platón, han referido sus hechos y sus gestos; anclándolos allí, al objeto de sustraerlos del cambio y de la duda.20

El principio de anarquía —el marchitamiento de los fundamentos que ha afectado a la acción— sería lo que permitiría iluminar filosóficamente la ignorancia confesada de Heidegger y su duda respecto a la democracia. A juicio de Reiner Schürmann, convendría saber reconocer, entender, en esta frase, más que duda o ignorancia, una negativa a dar respuesta, disimulo. En efecto, ¿la decadencia del esquema referencial no obligaría a plantear la cuestión política en términos distintos a los de principio primero y derivación? Pero, ¿podríamos decir —sin examinar, de momento, la legitimidad de esta interpretación filosófica de la frase de Heidegger— que la hipótesis de la democracia salvaje no debería llevarnos a otra conclusión o, al menos, hacer que la conclusión propuesta fuera menos segura y apresurada? En su propio movimiento, en su dinámica, ¿la democracia salvaje no tiene que ver con la anarquía entendida como liberación de la autoridad de los fundamentos —de una arkhé— sobre la acción, en el sentido de la manifestación de una «acción sin porqué»? Se puede admitir, ciertamente, que la cuestión política debe plantearse al margen del esquema referencial. Pero, ¿podemos considerar a la democracia un sistema como cualquier otro? O, por el contrario, la democracia, en su esencia salvaje, ¿no se encuentra, instantáneamente, fuera del esquema principio-derivación? En este 20. Ibíd., pp. 16-17.

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caso, ¿qué relación mantiene, o es capaz de mantener, con el principio de anarquía? Cuestión tanto más legítima cuanto la obra de R. Schürmann parece trabajar con sordina en la búsqueda de una « ilustración» política del principio de anarquía. Así lo atestigua el capítulo «Deconstrucción de lo político» o el lugar que reconoce —brevemente, es cierto— a H. Arendt, a quien se debe, según el autor, haber practicado admirablemente la deconstrucción en el campo político, es decir, haber conseguido mostrar el origen de las normas políticas en términos distintos a los de arkhé y principio.21 Acaso el autor no se vuelve hacia ésta cuando se pregunta por los momentos en los que se libera la acción, «el tiempo en el que un origen óntico cede a otro». Cesuras entre dos formas políticas: Todos los esfuerzos modernos, analizados por H. Arendt en referencia al modelo americano, que se han propuesto liberar el dominio público de la fuerza coercitiva, marcan, cada vez, el fin de una época. Se suspende por un tiempo el princeps, el gobierno, y el principium, el sistema que aquel impone y sobre el que reposa. En tales cesuras, el campo político ejerce, de manera plena, su papel de revelador: manifiesta, a los ojos de todos, que el origen del actuar, del hablar y del hacer no está en el ser (sujeto, estar-ahí, o devenir; que no es un principio que domina y organiza una sociedad, sino que es la simple aparición de todo lo que es presente).22

La obra de R. Schürmann tiende a reconocer en H. Arendt a la verdadera pensadora de la acción, a quien ha sabido pensar la acción —la praxis— liberada de la influencia de lo teórico y, en su diferencia, en relación con la poíesis o fabricación. Sea como fuere, una vez definido el principio de anarquía, conviene extraer un modelo desde el que analizar la democracia salvaje; sin que veamos en esta última la traducción política del principio —lo que sería contradictorio—, sino la invención política con la que merece ser confrontada. Hemos de retener cuatro características: 1) Por lo que se refiere al cerramiento del campo metafísico, la crisis de fundamentos que ponga en cuestión la unidad tradi21. Ibíd., p. 50. 22. Ibíd., p. 107.

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cional de la teoría y de la práctica y que hunda el esquema referencial en el que la acción encontraba, hasta entonces, su legitimación; fuera cual fuera su instancia primera de legitimación (Dios, la Naturaleza, el Orden del Mundo, el Progreso, etc.) Simplificando, el derrumbamiento del dispositivo metafísico, al que cierra el camino hacia las derivaciones, libera a la acción de toda sumisión de principio y da así nacimiento a una acción anárquica, desprovista de arkhé. 2) La desaparición del esquema referencial y de la sumisión de la acción a un principio cualquiera se acompaña de «la subversión de las representaciones teleocráticas». Subversión compleja que comprende, en primer lugar, el descubrimiento de que se acaba la historia hecha de principios imperativos; pero también la comprensión de que el momento en que puede darse esta contestación es aquel en el que se efectúa el giro de la clausura metafísica. Por añadidura, esta contestación corre pareja de una modificación del pensamiento de lo político: Con la clausura, determinada manera de entender lo político cae en la imposibilidad y la otra se convierte en inevitable.23

Esta modificación del pensamiento de lo político no puede comprenderse más que en relación con otro pensamiento de la presencia, la presencia como historia y no como máquina, como presencia constante, lo que significa una entrada en la presencia como acontecimiento. Si la presencia se juega en el acontecimiento, ella es hostil a la dominación por los fines.24

Medimos, al mismo tiempo, la liberación de la acción; pues no sólo escapa a toda referencia, sino que deja de obedecer a finalidades venidas o recibidas del exterior. Mejor todavía, redescubre la verdadera naturaleza de la acción que es, para sí misma, su propio fin y desecha un esquema de finalidad abusivamente trasladado, pues este último pertenece a la fabricación más que a la acción. Una de esas redefiniciones «anárquicas» 23. Ibíd., p. 52. 24. Ibíd., p. 302.

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efectuadas por Heidegger consiste, no en anular la finalidad, sino en restringirla a su dominio propio, el de la fabricación. La acción también debe sustraerse de la influencia de la finalidad que no es más que una categoría que se aplica a la fabricación.25

Gracias a esta entrada en el acontecimiento, la acción puede sustraerse de todas las formas de dominación ejercidas por el Uno y puede encontrar, de nuevo, aquello que es su propio elemento; lo que H. Arendt denomina la condición ontológica de pluralidad. 3) Aparición de una nueva concepción de lo político. En la medida en la que desaparece la referencia a una arkhé —a un Primero—, lo político ya no se piensa en términos de fundamento. Siguiendo el análisis de Reiner Schürmann, asistiríamos al nacimiento de una concepción, a la vez, más modesta y más autónoma de lo político: lejos de fundar, o de materializar un principio primero con valor de fundamento, lo político se limitará a situar. «Lo político es el espacio en el que las cosas, las acciones y las palabras pueden convenir»,26 es decir, allá donde estos elementos pueden darse de manera conjunta. Para Heidegger, el espacio es «aquello que une en él lo esencial de una cosa».27 Lo político es, por tanto, el espacio en el que se manifiesta la fuerza de cohesión del principio de una época. Manifestación en un doble sentido: venida a la presencia, desvelamiento; pero también exposición, puesto que lo político hace público, expone este mismo principio. Nadie duda de que el giro —«la ruptura en las modalidades de la presencia»— aún no modifica lo político. Más que el lugar de manifestación y de exposición de un principio epocal, ¿no sería lo político el lugar de la entrada en el acontecimiento, de la presencia como historia? En el surgimiento de esa nueva concepción, resulta mucho más importante el paso de las ontologías del cuerpo político a la topología del lugar político, que hace las veces de deslegiti25. Ibíd., 303. 26. Ibíd., p. 52. 27. Ibíd., nota 3, p. 53.

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mación. Mientras que las ontologías del cuerpo político subordinan lo práctico a una idealidad y funcionan como discursos que justifican la sumisión al Estado, la nueva concepción topológica, como deconstrucción de la metafísica del cuerpo político, devuelve la acción a sí misma; abriéndola, de esta manera, a una libre aventura. 4) El intento de construir otra filosofía política, a partir de la deconstrucción de los fundamentos, que renuncia, por tanto, al dispositivo metafísico, es decir, a la referencia a una instancia ideal y normativa. Lo que implica, además, pensar de manera distinta el origen; de tal forma que los momentos inaugurales no ejercen ya la dominación y mandan sobre la acción y la acción queda exenta de los principios epocales. Sería ilegítimo —he advertido— el intento de presentar la democracia salvaje como la traducción política del principio de anarquía. ¿No sería contradictorio atribuir una aplicación a un principio cuyo rasgo dominante es no tenerlo, no funcionar como principio? Dentro de esta constelación, la acción deja de ser una derivación de la teoría y se revela anárquica. Si analizamos la cuestión desde el extremo opuesto, ¿cómo se podría reducir la democracia salvaje a la materialización de un principio, incluso cuando se trate del principio de anarquía? En lugar de volver a encerrarse, erróneamente, en el esquema referencial, ¿no convendría mostrarse sensible a la presencia de una doble paradoja, extraordinaria e instructiva en ambos casos? La democracia, como esencia salvaje, ¿no es tan sorprendente como un principio que es principio de anarquía? Igual que la anarquía acaba con la idea de principio, lo salvaje trastorna la idea de esencia, definición de la quididad. Esta relación con la paradoja, debería incitarnos, al atraer nuestra atención, a cambiar la pregunta: ¿de qué manera la democracia salvaje, manifestación de una experiencia de libertad, presenta una economía que responde, que se corresponde con la organización interna del principio de anarquía? Si formulamos el problema sin tener en consideración la hipótesis del cerramiento del campo de la metafísica, cómo no preguntarse por las eventuales afinidades que podamos descu265

brir entre democracia salvaje y principio de anarquía, por las posibles correspondencias en los niveles hasta aquí señalados; es decir, preguntarse, con ayuda de esta aproximación, por las distintas respuestas, por los modos de acción que merecen ser comparados, frente a la constelación histórica de la modernidad, frente a lo que Merleau-Ponty designaba como «una cierta oscuridad moderna».28 — La decadencia del dispositivo metafísico de derivación se correspondería, del lado de la democracia salvaje, con la indeterminación de todo lo que se refiere al fundamento del Poder, de la Ley, del Saber y al fundamento de la relación de uno y otro en toda la extensión del campo social. — La disolución de los referentes de la certidumbre y la indeterminación entendida como finalidad última, sea la que fuere, respondería al hundimiento de la dominación teleocrática que libera la acción del esquema finalista. La democracia salvaje, enfrentada al enigma del presente, se nutre de una interrogación permanente relativa a lo social, a los límites de lo político, que está expuesta a una exploración cuyos «caminos no se conocen de antemano».29 — Tanto la desincorporación de lo social como la desincorporación del poder que Claude Lefort relaciona, al menos en Europa, con la experiencia histórica del regicidio, se correspondería con la desaparición de las ontologías del cuerpo político que sirven de discurso de legitimación y de sumisión. — La búsqueda, en fin, de una filosofía política inspirada en la deconstrucción de los fundamentos que da testimonio de «la duda» reveladora o, más bien, de la coexistencia en Claude Lefort de la llamada a una «restauración de la filosofía política» y la insistencia en el pensamiento de lo político, es decir, en este movimiento del pensamiento que, en su búsqueda de un redescubrimiento de lo político, se adentra en una aventura sin fin; que no se apoya en el marco de la tradición, que se sitúa fuera de la filosofía política clásica y que ya no apela a las instancias primeras de donde se deducen los órdenes políticos que se consideran legítimos. Relación con 28. M. Merleau-Ponty, Résumés de Cours, París, Gallimard, 1968, p. 144. 29. Cl. Lefort, Essais sur le politique (XIXe siècle-XXe siècles), París, Seuil, 1986, p. 7.

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el origen tanto más turbadora cuanto, para la democracia, no se trata de elegir un momento inaugural bajo cuya autoridad se colocaría; sino de permitir el advenimiento de la división originaria de lo social y de experimentar una recuperación de la libertad. En este punto se puede calibrar la ruptura con la ontología tradicional de Aristóteles. En Le travail à l’oeuvre se confía a Maquiavelo el bosquejo de una nueva ontología. El autor del Príncipe, aplicando el binomio esencia/ accidente, no se contenta con juzgar a la tiranía como régimen que está por debajo del modelo de Estado justo; señala la existencia de la diversidad de situaciones y entiende que la sociedad está, por principio, abierta al acontecimiento, en razón de la división originaria que la habita. Con esta «brecha» tan ineludible como irreparable, se quiebra la concepción del Ser como presencia constante y estable, se diluye la idea de degradación y aparece un pensamiento del Ser desde la experiencia de lo que todavía no es. Pero el Ser no se deja aprehender más que en lo que adviene, en la articulación de las apariencias, en el movimiento que les impide fijarse y en la incesante puesta en juego de lo adquirido.30

El examen de esta nueva ontología leída en Maquiavelo nos permite comprender la democracia salvaje: la contestación permanente que la caracteriza en el campo del derecho y de la política no es más que el efecto de esta experiencia del Ser, de este pensamiento del Ser como aquello que adviene, como acontecimiento. Si acordamos dar su verdadera dimensión a la contestación permanente, ésta no se presenta como el rasgo empírico del régimen democrático, sino como el desvelamiento intermitente de esa experiencia del Ser en el tiempo, allí donde se reconoce la lucha de los hombres que deberemos cargar «con toda la creación histórica»;31 o, más bien, el juego interminable y complejo del intercambio y de lucha de los hombres. Las correspondencias, por interesantes que sean, no están exentas de disonancias. En primer lugar, tenemos la cuestión 30. Cl. Lefort, Le Travail de l’oeuvre Maquiavel, París, Gallimard, 1972, p. 426. 31. Ibíd., p. 725.

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del humanismo y la insistencia, por parte de Reiner Schürmann, en una triple ruptura con el humanismo que llevaría por nombre Marx, Nietzsche y Heidegger y se manifestaría en el buen uso de la presencia anárquica. Sin desarrollar aquí esta disonancia, nos bastará recordar que, si la interpretación de la democracia salvaje hace referencia explícita a los derechos del hombre, el hombre no se establece en función de determinaciones, sino más bien en espacio de indeterminación. Este pensamiento se sitúa tanto más lejos de un antropocentrismo cuanto se desarrolla al margen de una filosofía del sujeto —o de una metafísica de la subjetividad—, puesto que, en el núcleo la historia, se sitúa la permanente división originaria de lo social —división redoblada, el deseo de libertad que se mide, de manera permanente, con la inversión en servidumbre bajo el efecto «del encanto del nombre de Uno»— división que somete la indeterminación del hombre a una interminable experiencia del ser. Distancia tanto más grande respecto de una filosofía del sujeto cuanto el pueblo cuya democracia se reclama está afectado, como han enseñado Michelet y Quinet, de una identidad, por lo menos, problemática; bien por encima de sí mismo —el pueblo en estado heroico que se constituye con la invención misma de la libertad—, bien por debajo de sí mismo, cuando la experiencia de la libertad del pueblo se encuentra expuesta a convertirse en su contrario, la servidumbre; en resumen, sin coincidir jamás consigo mismo, nunca idéntico a sí mismo, el pueblo, allí donde se manifiesta, allí donde viene a la existencia, está sometido a la experiencia insoportable del extrañamiento de sí. Añadamos a todo esto que la democracia abre —o se abre— una reserva inexplorada de indeterminación por la relación que mantiene con eso que Claude Lefort denomina, sin describirlo previamente, el elemento humano; enorgulleciéndose solamente del enigma que lo rodea para desacreditar y condenar las empresas históricas, como el totalitarismo, que pretendieron crearlo o intentaron organizarlo como si se tratara de un material maleable a voluntad. Suprimiendo al elemento humano, o, más aún, demostrando que se lo puede tratar como materia es como se obliga a reconocer el reino de la organización [...] Este trabajo es la gran preocupa-

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ción del nuevo Estado [...] obtener por fin hombres abstractos, sin vínculos que los unan entre sí, sin propiedad, sin familia, sin relación alguna con ningún medio profesional, sin ubicación en el espacio, sin historia —desarraigados.32

Lo propio de la democracia no es sumergirse en este elemento inmaterial, desgranando su textura en toda su complejidad, los contornos en su diversidad y su pluralidad; acompañando al movimiento en su imprevisibilidad. Ocurre todo lo contrario con la dominación totalitaria pues, negando la especificidad de este elemento mediante la identificación con la materia, no deja de forzarlo hasta intentar destruirlo; arrogándose, en su voluntad de omnipotencia, el poder de construirlo o de organizarlo, sometiéndolo, de esta forma, a una regla o a una norma identitaria que es homogeneizante hasta el desprecio por la existencia de lo no-idéntico. ¿No es eso lo que Adorno quería hacer entender cuando decía que «la forma política de la democracia es infinitamente más cercana a los hombres»? A la democracia no le basta con respetar este elemento. Precisamente aquí, en este espacio de complicaciones, de agitaciones, que comporta la articulación de vínculos múltiples (tanto los que unen como los que separan) —bajo diferentes figuras y combinaciones, usurpación, desorden; pero también antagonismo—, la democracia encuentra el origen de su fuerza salvaje. Al sumergirse, una y otra vez, en esta reserva de indeterminación se muestra indomable, salvaje, deshaciendo el orden, las órdenes establecidas y todo ello, no para erigirse en potencia soberana; sino para acoger, sin apartarse, la experiencia de la institución en contra de ese elemento humano salvaje en sí mismo (dotado de la «barbarie salvaje de la alteridad», según Lévinas), susceptible en cuanto tal de engendrar formas de relaciones inéditas, de permitir el advenimiento de la heterogeneidad, un «desorden nuevo» que abra un no-lugar, por retomar la hermosa expresión de Claude Lefort; es decir, un espa32. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., p. 93. Sin duda alguna, hay que entender «elemento» en el sentido de Merleau-Ponty; retomándolo tal como «lo empleaba para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a medio camino del individuo espacio-temporal y de la idea, especie de principio encarnado que comporta un estilo de ser omnipresente allí donde se encuentra una parcela», Le Visible et l’Invisible, París , Gallimard, 1964, p. 184.

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cio o espacios de invención, de evasión, que perforen, en cierta modo, la compacidad de lo real. Allí renace lo posible, un posible indeterminado, un posible que va a producirse y a modificarse de acontecimiento en acontecimiento.33

Allí se desmultiplican, según la multiplicidad de los vínculos y sus conexiones, los lugares de conflicto, de división, donde se puede hacer presente el deseo de libertad mediante su rechazo de la siempre amenazante dominación. Cadena de paradojas vivientes, el elemento humano pone en marcha, en lo que adviene, al hilo del acontecimiento, el juego ontológico del intercambio y el combate entre los hombres, de la amistad y de la servidumbre. La democracia, por más que le reconozcamos ser salvaje en su manifestación, es esa forma de sociedad en la que «la carne de lo social» está en consonancia con el estilo de ser del elemento humano, la imprevisibilidad y la resistencia. Esta proximidad, esta afinidad, deja surgir pronto otra cuestión que me contentaré con enunciar, dadas las dificultades que entraña: ¿ hay que pensar lo humano sólo como juego ontológico de paradojas vivientes que lo animan; o, tal vez, entenderlo en el sentido de Lévinas como interrupción del acontecimiento de ser, del esfuerzo de ser, de la perseverancia en el ser, como advenimiento del uno-para-el otro, de la responsabilidad para con otros, con toda la asimetría que ello implica; en definitiva, el elemento humano como distinto del ser, como si la metapolítica debiera aprehenderse aquí en la relación de la democracia con el acontecimiento ético? ¿Podemos considerar que la democracia —habida cuenta de la relación que mantiene, necesariamente, con la justicia, con la responsabilidad del hombre democrático y su no-indiferencia respecto de los hombres que no conoce— es ajena a esta extrañeza de lo humano? Si analizáramos así la cuestión, quedaría por ver cómo se piensan las relaciones entre democracia, división originaria de lo social y elemento humano. 33. Cl. Lefort, «Le Désordre nouveau», en E. Morin, J.-M. Coudray, Cl. Lefort, Mai 68: la Brèche, París, Fayard, 1968, p. 49.

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De otra parte, ¿podemos contentarnos con la confrontación de esta nueva concepción de lo político propia del principio de anarquía? Si es cierto que este pensamiento de lo político como lugar subraya la deconstrucción de la metafísica del cuerpo político, ¿podemos contentarnos con la generalidad que ella propone? O, dicho de otra forma, ¿esta generalidad no es portadora de peligrosas ambigüedades? ¿La definición del lugar —y, por tanto, de lo político— como aquello que une no privilegia erróneamente lo unitario, enmascarando, al mismo tiempo, la división de la ciudad humana en dos deseos antagonistas? De quedarnos en una concepción topológica, ¿lo político no sería, más bien, el lugar donde se elabora y se instituye la ruptura de lo social, la fragmentación originaria de toda sociedad humana? ¿Y de qué manera el principio de anarquía puede despreciar dos de los caracteres esenciales de la democracia moderna, a saber, la des-intrincación del poder, de la ley y del saber y, puesto que se trata de una cuestión de lugar, el hecho de que el lugar de poder sea un lugar vacío? En definitiva, ¿podemos aceptar esta indiferencia filosóficamente fundamentada y esta duda por lo que se refiere a la democracia? ¿En nombre del principio de anarquía, podemos ignorar la diferencia entre régimen político libre y despotismo? ¿Habría que ver en esta distinción el regreso a un esquema finalista? ¿Si la acción convertida en anárquica es entregada a sí misma —se vuelve a convertir en su propio fin—, puede tomar una dirección distinta a la de un régimen libre? El régimen libre no implica la libertad de acción y ello tanto más cuanto, en su forma salvaje, la democracia no posee valor de solución; sino que abandona la idea misma de solución: la democracia, en busca de su identidad, de cara a la indeterminación, se suma en su exceso al movimiento infinito de la libertad que, según Kant, «puede superar toda limitación establecida». Más allá de la carga de las correspondencias y de las disonancias, persiste la dificultad esencial: ¿la democracia salvaje puede definirse como anárquica? Esta confrontación nos ha permitido, tal vez, discernir que la contestación permanente, el tumulto que agitan a la sociedad democrática son el signo de una experiencia del Ser en el tiempo, «El Ser bruto», «El Ser vertical». La democracia salvaje, como experiencia del Ser que adviene, se inscribe en el tiempo, acoge el acontecimiento sin los apoyos de la tradi271

ción, está abierta a los combates de los hombres, despierta su fuerza instituyente siempre en exceso bajo las formas instituidas y está dispuesta a cuestionar aquello que se considera perteneciente al orden establecido. Sin embargo, ¿qué hay de su relación con la ley? O, en otros términos, ¿la relación que mantiene con la ley permite mantener una relación con la anarquía? En el caso del anarquismo clásico, la respuesta es sencilla: esta doctrina, en su oposición a toda forma de autoridad, se quiere exclusión, si no del derecho —la teoría del derecho social puede desarrollarse en el registro del anarquismo—; al menos, de la ley que, acto de soberanía autoritaria, desnaturalizaría la espontaneidad y la armonía de lo social. ¿Podría decirse lo mismo de la anarquía, en el sentido del agotamiento de los fundamentos que han afectado la acción? Siguiendo los análisis de Claude Lefort, intérprete de Maquiavelo, descubriremos, sin dificultad, cómo una cierta concepción de la ley puede acompañarse de una idea libertaria de la democracia y, por tanto, pertenecer a una constelación anárquica; sobre todo, porque las leyes a favor de la libertad no son leyes como las otras. ¿La innovación maquiaveliana no ha consistido, en este punto, en subvertir la representación clásica de la ley que le asignaba como misión contener y moderar, por su sabiduría, los deseos de la multitud? Por el contrario, Maquiavelo, cuando se trata de pueblos libres, considera fecundos los deseos de la multitud. Lejos de asociarse con la medida, la ley así repensada nace de la desmesura del deseo de libertad que, si bien tiene su origen en los apetitos de los oprimidos, no se reduce a ellos; se aparta, en cierta manera, para metamorfosearse en deseo de ser. Deseo sin objeto, negatividad pura, rechazo de la opresión. Conectada con la desmesura del deseo de libertad y disociada de la imagen tradicional de la sujeción moderadora, la ley se convierte en parte integrante, cuando no motor, de la democracia salvaje en concordancia con la anarquía, puesto que el único fin que persigue es la libertad. También en lo que aparece, a primera vista, como efervescencia de la pasión política, agresión contra el Estado, «modi straordinarii e quasi efferati» (salvajes), debemos interpretar otro exceso, el del deseo sobre el apetito, de tal naturaleza que fundamentar el exceso de la ley sobre el orden de hecho de la Ciudad.34 34. Cl. Lefort, Le travail de l’oeuvre Machiavel, p. 477.

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¿No se podría ir más lejos y sostener que la ley puede ser considerada como «anárquica», desprovista de arkhé, en el sentido de «sin origen», «sin principio»? En efecto, cuando se deja de lado la cuestión del origen de la ley (Maquiavelo, por ejemplo, no entiende que la ley como tal sea producto de los hombres), ¿no puede pensarse la ley más allá de la oposición autonomía/heteronomía? La ley, en lugar de definirse como el fruto de la voluntad humana, ¿no puede ser entendida como la relación política siempre presente en la sociedad humana, como la clave siempre cuestionada de la institución política, como la clave de la división y del enfrentamiento de los deseos antagonistas? Al final de este recorrido y de estas interrogaciones, ¿no deriva todo hacia una paradoja todavía más extraordinaria que la del principio de anarquía, una paradoja que nos seduce, en efecto, hasta el punto de sustraerse de nuestra percepción desde el instante mismo en que se manifiesta ante nosotros? ¿Esta paradoja no es la de la democracia, aun cuando descubra mejor el calificativo de salvaje? La democracia, que tanto domestican y simplifican para domesticarla mejor, no es una forma extraña de experiencia política que, desarrollándose en la durabilidad y la efectividad, se da instituciones políticas; sino que, en el mismo movimiento, no deja de dirigirse contra el Estado, como si en su oposición al Estado y en su efervescencia se tratara, no tanto de llegar al fin de lo político, sino de elaborar de la manera más fecunda y paradójica un «nuevo desorden» que sea invención de la política, siempre renovada, más allá del Estado, contra él. Este desorden «es la operación del deseo que mantiene abierta la cuestión de la Unidad del Estado y, desvelándola, obliga a quienes lo dirigen a poner de nuevo en juego su destino».35 Si queremos llegar a comprender esta extrañeza de la democracia, conviene no sólo rechazar las ideologías del consenso, sino tomar en serio la idea de conflicto, de otorgarle su máxima función, es decir, la emergencia siempre posible de la lucha de los hombres, la aparición de la división originaria portadora de la amenaza de disolución, de fragmentación de lo social. Si el Estado, como nos ha enseñado Hegel, es, en cuanto sistema de 35. Ibíd.

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mediación, integración y reconciliación —el orden estatal tiene, precisamente, por función, integrar a la plebe en las reivindicaciones salvajes y, por ello, exteriores a la sociedad: «El Estado es esencialmente una organización de tales miembros [...], y ningún momento debe mostrarse en él como una multitud inorgánica».36 De otro lado, la revolución democrática, como revolución, ¿no mantiene, necesariamente, un movimiento contra el Estado, un desorden contra el Estado, contra esta reconciliación mistificadora y esta integración falaz? ¿La democracia, por paradójico que pueda parecer, no es esa forma de sociedad que instituye un vínculo humano a través de las luchas de los hombres y que, con esta institución misma, se conecta con el origen siempre por redescubrir de la libertad? Tal vez la democracia salvaje no debería confrontarse tanto con el principio de anarquía —pensamiento de la transición, se ha dicho—; sino que, más bien, habríamos de pensarla, sin negar la contradicción que habita en este conjunto, con la mirada puesta en la insuperable diferencia entre anarquía y principio, de acuerdo con el análisis contrastado de Lévinas.37 ¿Pensar la democracia desde el prisma del principio de anarquía no significa acostarla en el lecho de Procusto y aprehenderla, equivocadamente, desde la perspectiva de la idealidad? Obligándola a entrar en el corsé del principio de anarquía se llega, más que a una aclaración, a una privación de toda la fuerza de aventura que lleva en sí y desborda todo principio, toda arkhé. Lévinas, en la lógica que establece entre principio y anarquía, rechaza una concepción puramente política de la anarquía que, según él, se sitúa más allá de la alternativa entre el orden y el desorden. La noción de anarquía, tal como la introducimos aquí, precede al sentido político (o anti-político) que popularmente se le atribuye.38

36. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Barcelona, Edhasa, 1988, § 303, p. 390. 37. Véase en particular la esclarecedora nota 3 de la p. 166 de De otro modo que ser o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 2003 (ed. original francesa, Autrement qu´être ou au-delà de l´essence, La Haya, M. Nijhoff, 1978). 38. Ibíd.

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Una concepción política de la anarquía no es sino la imposición de un principio a la anarquía. Ahora bien, según Lévinas, la anarquía tiene que ver con un estrato mucho más profundo, antepolítico o, más bien, más allá de lo político y más allá de la ontología. ¿La interrupción del juego del ser que aporta la irrupción de lo humano como acontecimiento ético no está al margen de todo principio? La anarquía conmociona al ser por encima de tales alternativas (orden/desorden). Detiene el juego ontológico que, precisamente, en cuanto juego, es conciencia en la que el ser se pierde y se encuentra y, de este modo, se esclarece.39

Disyunción de la anarquía y de lo político, disyunción de la anarquía y de todo principio (el anarquismo, lo hemos visto, no es más que la afirmación de un principio de razón frente a otro de autoridad). Bajo pena de desmentirse, [la anarquía] no puede ser colocada como principio (en el sentido en que lo entienden los anarquistas). La anarquía no puede ser soberana como lo es el arkhé.40

Aquí reencontramos la democracia salvaje y su oposición al Estado. Porque, aun cuando Lévinas separa la anarquía de su acepción puramente política, puesto que, en este caso, pasaría por la idealidad de un principio y se mostraría contradictoria, no deja de subrayar los efectos turbadores que ella ejerce, al dibujar las líneas de una dialéctica negativa. La democracia salvaje, y no el Estado —aunque éste se cierre sobre ella como si pudiera incluirla identificándose con ella—, muestra, marca, al margen de toda arkhé, los límites del Estado; y, haciéndolo, contesta, e incluso destruye, el movimiento totalizador de esa instancia que se quiere soberana. [La anarquía] No puede por menos de perturbar también, pero de un modo radical, lo que hace posibles los instantes de nega39. Ibíd. 40. Ibíd.

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ción sin ninguna afirmación, esto es el Estado. De este modo, el Estado no puede erigirse en Todo.41

Éste es el desorden que, como sostiene Lévinas contra Bergson, no está dirigido a convertirse en otro orden. La democracia salvaje posee un sentido irreducible en cuanto rechazo de la síntesis, rechazo del orden; en cuanto invención en el tiempo de la relación política que desborda y sobrepasa al Estado.

41. Ibíd.

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LA EXTRAVAGANTE HIPÓTESIS*

¿La extravagante hipótesis? Se trata de la hipótesis que propone Emmanuel Lévinas acerca del origen del Estado o, en ciertos textos, de la sociedad. En esta expresión, «extravagante» no se refiere tanto al razonamiento de Lévinas, del que podríamos decir que es exageración o exceso, cuanto al fenómeno del que parte. En Paix et Proximité, designa el elemento sobre el que se sustenta como «la extravagante generosidad para-con-el otro». Esta extravagante generosidad para con el otro, este paso de un «pensamiento de [...] a un pensamiento para», suscita la búsqueda de una paz distinta a la paz política conforme a la idea del Uno, la paz ética, la de la proximidad que se alimenta de la responsabilidad del yo para con el otro.1 La extravagante hipótesis es, pues, la proposición de Emmanuel Lévinas acerca del origen del Estado y adquiere su carácter extraordinario, su poder de errar, de apartarse de los caminos trillados, en la extravagancia misma del «hecho ético»: «La relación en la que el Yo (Je) encuentra al Tú (Tu)», el encuentro en el que «el otro cuenta por encima de todo»; que, según Lévinas, constituyen «el lugar y la circunstancia originales del advenimiento ético».2

* Este escrito apareció en la revista Rue Descartes, 19, dedicado a Emmanuel Lévinas, París, P.U.F., 1998. 1. E. Lévinas, «Paix et Proximité», en Les Cahiers de la nuit surveillée, 1984, pp. 339-346. 2. El diálogo en E. Lévinas, De Dios que viene a la idea, Madrid, Caparrós Editores, p. 237 (ed. original francesa, De Dieu qui vient à l´idée, París, Vrin, 1982).

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I Entre las numerosas formulaciones de esta hipótesis, centraremos nuestra atención en dos: — En Ética e infinito (1982), libro de entrevistas, Lévinas declara, a propósito de Totalité et Infini y su intento de mostrar una sociabilidad diferente de la sociedad total y adicional: «Tan sólo intento deducir la necesidad de lo social racional a partir de las exigencias mismas de lo intersubjetivo tal como yo lo describo. Es extremadamente importante saber si la sociedad, en el sentido corriente del término, es el resultado de una limitación del principio que dice que el hombre es un lobo para el hombre, o si, por el contrario, resulta de la limitación del principio según el cual el hombre es para el hombre. Lo social, con sus instituciones, sus formas universales, sus leyes, ¿proviene de que se han limitado las consecuencias de la guerra entre los hombres, o de que se ha limitado lo infinito que se abre en el seno de la relación ética de hombre a hombre?».3 Se abre la alternativa entre un social que procede de un principio animal, el de Hobbes, según el cual, el hombre es un lobo para el hombre, y un social que resulta, no del principio de Spinoza, para quien el hombre es un dios para el hombre; sino de un principio humano, más exactamente, de la vinculación excepcional que se manifiesta en la relación del hombre para con otro hombre. ¿A qué acontecimiento hemos de poner límites? ¿La guerra o el infinito de la relación ética? — Al final del texto Paix et Proximité , «no resulta ni mucho menos intrascendente —piensa Lévinas— saber —y, tal vez, sea la experiencia europea del siglo XX— si el Estado igualitario y justo en el que el europeo se realiza —y que se trata de instaurar y, sobre todo, de preservar— procede de una guerra de todos contra todos —o de la responsabilidad irreducible de uno por el otro, si puede ignorar la unicidad del rostro y del amor. No resulta baladí saberlo; pues, de esta forma, la guerra no se convierte 3. E. Lévinas, Ética e infinito, Madrid, Visor, p. 76 (ed. original francesa, Ethique et Infini, París, Fayard, 1982).

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en instauración de una guerra con buena conciencia en nombre de necesidades históricas».4 Lévinas responde a esta cuestión sin rodeos; elige la segunda hipótesis —la de la responsabilidad— para describir las bases del Estado y las de la paz, aun cuando su propósito va más allá de la simple descripción. De igual manera, sitúa el papel de la filosofía en la constitución del Estado en cuanto orden razonable y en la construcción de la paz, bajo el signo de la mesura. «A la extravagante generosidad del para-el-otro se superpone un orden razonable, pedestre o angélico, de la justicia a través del saber; y la filosofía es aquí una medida que se da al infinito del ser-para-el-otro de la paz y de la proximidad y como la sabiduría del amor».5 La economía de este pensamiento rechaza, sin ninguna duda, la hipótesis de Hobbes sobre el origen del Estado y la existencia de una sociedad razonable. «No es seguro que la guerra fuese al principio. Antes de la guerra estaban los altares».6 Rechazo esencial, pues permite a Lévinas apartarse de las vías comunes, perfectamente conocidas, perfectamente explicitadas; como si su extravagancia procediera, efectivamente, de una lectura enfática de los adversarios de Hobbes, los partidarios de la sociabilidad natural (Pufendorf). Esta lectura se hace bajo el signo del exceso, puesto que, para él, no se trata de permanecer en el mismo terreno de Hobbes, eligiendo en el interior de este espacio, de este mundo, una posición contraria —hacer jugar a la sociabilidad contra la guerra, al altruismo contra el egoísmo—; sino de cambiar radicalmente de terreno, de evadirse del mundo, abriendo vías inéditas, insospechadas, pasando, gracias a la hipérbole, de la sociabilidad a la responsabilidad para con el otro. Salto superlativo por el que Lévinas se asegura el acceso «a todo un paisaje de horizontes que han sido olvidados»; en este caso, a este lado de la identidad, a este «[...] “más acá” anterior a la intriga del egoísmo tejido en el conatus del ser».7 Lejos de los análisis psicológicos, sociológicos o antropológicos, Lévinas rechaza la prioridad de la guerra y la relación con el ser que ésta implica; de 4. E. Lévinas, «Paix et proximité», op. cit., p. 346. 5. Ibíd. 6. E. Lévinas, «Lenguaje y proximidad», en Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger, Madrid, Síntesis, p. 331 (ed. original francesa, En découvrant l´existence avec Husserl et Heidegger, París, Vrin, 1987). 7. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 155.

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esta manera, con su pretensión de explicar el Estado, descubre una intriga distinta de la de la limitación de la violencia y, al soslayar la perspectiva ontológica, conjetura, más allá del ser, una limitación del infinito de la relación ética. En definitiva, al volver nuestra atención sobre lo humano, «que no es simplemente lo que habita en el mundo», sobre nuestras relaciones con los hombres, «ese campo de investigación apenas entrevisto» —según Totalidad e Infinito—, Lévinas se aparta de la hipótesis común de la guerra original, la evidente, la que parece serlo, que desciende la pendiente de nuestras evidencias al tiempo que muestra cierto cansancio de la razón. La separación de Lévinas encuentra su origen en la proposición que afirma que las relaciones humanas, en cuanto humanas, proceden del desinterés. Lo humano, en el sentido levinasiano del término, comienza más allá del conatus. Esta ruptura con la doxa posee tanto más valor cuanto no emana de una conciencia irénica que ignoraría los acontecimientos del siglo XX y, más allá, los «milenarios fratricidas». ¿Cómo podría olvidar la violencia de la historia una conciencia judía? ¿No recuerda Lévinas, en Paix et proximité, que la visión de la historia que prometía la Ilustración —la pacificación gracias a un saber universal— ha sido cruelmente desmentida en nuestros días? Ni cerrazón, ni optimismo. Una posición compleja en la que la ironía vendría a mezclarse con la utopía, y la utopía, con su fuerza de evasión, con el estímulo. La travesía del desierto que hemos conocido exige de nosotros una atención que va más allá de la transformación de la mirada. Con el nombre de lo humano, se entrelazan varios hilos que habrá que intentar desanudar; puesto que, a decir verdad, en este nudo tiene su origen la extravagante hipótesis. «La idea de que lo humano adquiere su sentido en la relación del hombre con los demás, ¿es optimista o pesimista? Es, sobre todo, una propuesta irónica tras los horrores de 1939-1945. O es utópica. Este término no me asusta. Pienso que lo humano propiamente dicho no hace más que despertarse en “el hombre tal como es”».8 La utopía no asusta a Lévinas, pues él mismo invita a reencontrar lo humano, no en «lo real donde se hunde y se hace historia política del mundo»; sino en las rupturas de esa historia, en los actos de resistencia, como si en esas brechas emergieran sig8. S. Malka, Lire Lévinas, París, ed. du Cerf, 1989, p. 109.

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nificados olvidados que permitieran a lo humano manifestarse en oposición de evidencias anti-utópicas. Posición valiosa también, ya que esta evocación no es sólo descripción; sino, más audazmente, apertura de otro espacio de pensamiento, de sensibilidad más que de percepción, más allá del saber, apertura de otra orientación. Incluso cuando se trata de instituir el Estado o de preservarlo cuando ya existe, Lévinas en ningún momento hace de él un horizonte insuperable. Con esta raíz, ¿el Estado no reconoce estar atravesado por un movimiento irresistible que lo lleva más allá de sí mismo, según el título de una nueva lectura talmudica, Au-delà de l´État dans l’État?9 Mi razonamiento se realizará en dos tiempos. — En primer lugar, antes de la extravagante hipótesis, en busca del gesto filosófico que la ha hecho concebible. — Posteriormente, una modificación que pretende apreciar los efectos múltiples que esta hipótesis hace, a su vez, posibles. De qué manera permite subrayar la pluralidad de tradiciones y formas estatales; iluminar de manera distinta las relaciones de lo político y de la ética; por último, abrir el camino más allá del Estado.

II ¿Cuál es el gesto principal que ha hecho posible, que ha producido, esta extraña conjetura? Esta hipótesis ha visto la luz, ha podido ver la luz en el seno de lo que Lévinas, en su texto de 1935, De l’évasion, llama, precisamente, una filosofía de la evasión que pone en el núcleo de su aventura «esta categoría de salida, no asimilable ni a la renovación, ni a la creación».10 Lévinas practica una transfiguración y una radicalización filosófica de orientación literaria que tiene por tema la evasión. Más allá de estos motivos, se esfuerza por recuperar un tema más profundo, más esencial, que toca a la raíz misma. Lévinas profundiza, enfáticamente, en el extrañamiento: «Por9. E. Lévinas, Nouvelles lectures talmudiques, París, Minuit, 1996, pp. 43-76. 10. E. Lévinas, De la evasión, introducción y notas de Jacques Rolland, Madrid, Arena Libros, 1999, p. 82 (ed. original francesa, De l´evasion, Montpellier, Fata Morgana, 1982).

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que [los motivos] todavía no ponen el ser en tela de juicio, y obedecen a una necesidad de trascender los límites del ser finito. Traducen el horror de cierta definición de nuestro ser y no del ser como tal».11 La evasión, tal como la concibe Lévinas, pone en juego el horror del ser mismo. La sensibilidad moderna conoce una situación paradójica: parece dividida entre el renacimiento de la ontología y su contrario, como si el sentimiento del ser, que estaría en el origen de este regreso de la ontología, hiciera nacer, al mismo tiempo, «una condena, la más radical, de la filosofía del ser [de nuestra generación]».12 Bajo la «movilización» que amenaza —en el sentido de una influencia de orden universal— la sensibilidad moderna percibe en el ser «una tara más profunda». En la meditación de 1935 se mantiene la oposición siempre retomada, revisada, de una parte, por una experiencia de los límites del ser que concerniría solamente a su naturaleza o a sus propiedades (perfecto o imperfecto, finito o infinito) y, de otra, por una experiencia de distinta amplitud que es experiencia del ser mismo, del hecho de que exista el ser. A la primera forma de experiencia corresponde el deseo de ir más allá de los límites del ser, de trascenderlos; a la segunda, un nuevo deseo que ambicionaría, no trascender esos límites; sino liberarse del ser, de su pesadez; en definitiva, salir. Deseo de evasión para el que Lévinas acuña un neologismo —el deseo de excendencia, con el fin de subrayar mejor la originalidad irreducible. El contraste entre las dos formas de experiencia cobra todo su sentido en la medida en que es la expresión de la diferencia ontológica, de la distinción entre existente y existencia —entre lo que existe y la existencia misma. La tara más profunda que la sensibilidad moderna ha sabido percibir concierne a la existencia misma, el ser de lo que es y no lo que es. Lévinas, en oposición apenas encubierta a Heidegger, reconoce al deseo de evasión la fuerza de llegar al núcleo de la filosofía y de poseer un alcance crítico capaz de ejercerse en múltiples direcciones. Primero, conduce a una crítica de la filosofía tradicional. Después, lleva a una crítica de la nueva filosofía alemana y de su maestro más prestigioso. «¿Está [el ser] en el fondo y en el límite de nuestras preocupaciones tal como lo pretenden ciertos filósofos modernos?».13 11. Ibíd., p. 80. 12. Ibíd., p. 78. 13. Ibíd., p. 84.

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Contestar de esta forma a la universalidad del problema del ser implica la subordinación de este pensamiento del ser a una civilización que, so cobertura de universalidad, resulta ser históricamente determinada. «¿No es [el ser], por el contrario, nada más que la marca de cierta civilización, instalada en el hecho consumado del ser e incapaz de salir de él?».14 Cuando considera la revuelta anti-ontológica y sus resultados —el deseo de evasión, la excendencia— Lévinas se pregunta por el ideal de felicidad y de dignidad humana que prometen. De la declaración de Lévinas, la originalidad de la evasión es tal que se encuentra en disposición —ésas son las últimas palabras de la meditación de 1935— «de salir del ser por una nueva vía corriendo el riesgo de invertir algunas nociones que al sentido común y a la sabiduría de las naciones».15 En el vuelco de estas evidencias comunes encontramos, exactamente, la extravagante hipótesis. Si esta hipótesis se desmarca de las vías trazadas por la sabiduría de las naciones —si extra-vaga—, si posee la fuerza de escapar de las vías marcadas, evidentes o tenidas por tales, es porque es el fruto de esa teoría de la evasión, de la puesta en práctica de la categoría de salida. La filosofía es capaz de concebir una hipótesis que, contrariando la sabiduría de las naciones, dejaría de situar la guerra como prioridad, pues ella misma es evasión, salida del ser y, por ello, rompe o se esfuerza por romper con una filosofía del saber, del ser y de lo Mismo. Que la influencia del ser desaparezca y el torno de la guerra se destruya a continuación. La guerra está vinculada substancialmente al ser, a la perseverancia en el ser, al conatus essendi o al Dasein por el cual en su ser se trata de su ser mismo.16 En el prefacio de Totalidad e infinito, consagrado a la escatología de la paz (—«el extraordinario fenómeno de la escatología profética»— que, lejos de reducirse a una evidencia filosófica, como si revelara el Telos del ser, se refiere más bien a «un añadido siempre exterior a la totalidad»), Lévinas asigna la guerra a la ontología, la sitúa del lado del ser que se fija en el concepto de totalidad; ordenando, a la vez, la filosofía y la política occidenta-

14. Ibíd. 15. Ibíd., pp. 116-117. 16. Sobre el golpe que hace homólogos el conatus y el Dasein, E. de Fontenay, «L’exaspération de l’infini», en Emmanuel Lévinas, Cahier de l‘Herne, 1991, p. 221.

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les. «[...] la guerra se presenta como la experiencia pura del ser puro». Se trata de un «acontecimiento ontológico».17 Asignación de la guerra al ser que se repite, con mayor insistencia, en De otro modo que ser. La esencia es participación, en el sentido de una refutación de la negatividad y positivamente como «Conatus de los entes». ¿A qué lleva esta relación entre la esencia, la persistencia de la esencia y el conatus, adónde conduce la confrontación del conatus, sino a la guerra de todos contra todos? «El interés del ser —escribe Lévinas en términos casi hobbesianos— se dramatiza en los egoísmos que luchan unos contra otros, todos contra todos, en la multiplicidad de egoísmos alérgicos que están en guerra unos con otros y, al mismo tiempo, en conjunto. La guerra es el gesto o el drama del interés de la esencia».18 En las dos obras mayores se encuentra la misma dinámica de búsqueda de una paz distinta a la de los Imperios, que reposa siempre sobre la guerra; distinta de la paz política que sólo es cálculo y mediación. Esta otra paz, la paz mesiánica, se concibe, en Totalidad e Infinito, como irrupción del infinito en el ser que supera la totalidad, añadido inaprensible; en De otro modo que ser, la paz de la proximidad —retorno, en cierto sentido, de una filosofía de la evasión— se descubre salida del ser, interrupción del juego conflictivo de los entes, de los conatus. Paz profética entonces, que, más allá de la lucidez que intuye la permanencia de la guerra, no equivale, sin embargo, ni a la opinión, ni a la creencia próxima a la ensoñación. Esta paz, este pensamiento de la paz, ¿no se niega, de entrada, a reducir lo humano al juego del ser, a hacer de la energía animal el secreto de lo social y de lo político? Al recordar, en la lección ¿Quién juega el último?, las controversias entre los rabinos que compartían una visión muy sombría de la política universal, Lévinas inquiere: «Me pregunto [...] si la revelación inicial del judaísmo no es un cuestionamiento del derecho incontestable del conatus mismo, del derecho a la perseverancia en el ser, sin otra razón de ser que la causalidad».19 Y Lévinas se dirige a los spinozistas, visiblemente sorprendidos por este cuestionamiento del conatus, para formularles esta cuestión: ¿la perseverancia en el ser, exigencia natural y sin justificaciones, es justicia? ¿La ley no procede, más bien, de la responsabilidad para con el otro 17. E. Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 47 (ed. original francesa, Totalité et Infini, La Haya, M. Nijhoff, 1961). 18. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., pp. 46-47. 19. E. Lévinas, L’au-delà du verset, París, Minuit, pp. 77-78.

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hombre? La respuesta levinasiana, que invoca la revelación previa del rostro humano, no deja lugar a dudas: «La Ley misma se deriva de esta responsabilidad, Ley contra una política de la fuerza que va, de la fuerza que se despliega sola».20 Queda patente el vínculo entre la filosofía de la evasión y la extravagante hipótesis. Dónde puede manifestarse «la extravagante generosidad para con el otro» si no es más allá del ser, más allá de la participación de la esencia, del desencadenamiento de los conatus y, por tanto, más allá de la guerra. Esta forma particular de filosofía, la recuperación de este gesto inicial a través de la categoría de salida —«el tema inimitable que nos propone salir del ser»— que más que haber hecho posible la hipótesis anti-Hobbes —porque no se trata, como ocurre con el método trascendental, de encontrar el fundamento, la condición de posibilidad de una idea—, ha inspirado, bajo la influencia de la salida del ser, bajo el impulso del énfasis, otra salida, la salida de la guerra, de su evidencia, de su pretendida universalidad y de su no menos pretendida permanencia en el orden del mundo. La filosofía ya no es el conocimiento de lo que es como en el realismo hegeliano o feuerbachiano, sino que deviene nuevo pensamiento en el sentido de F. Rosenzweig y nuevo camino, como si se tratara de perforar lo real. Desborda la ontología y practica una evasión en el sentido de que, sobrepasando lo real referido a él mismo, o aquello que se da por tal, pretende conseguir aquello que se manifiesta más allá de la totalidad de lo que es, aquello que se manifiesta más allá de la participación de la esencia. Sin duda, un hilo une la evasión, esta metáfora de la salida del ser, el deseo de excendencia y la extravagante hipótesis, fruto, en cierta forma, de esta salida, así como la búsqueda insistente de una paz distinta a la política, la paz ética, la mesiánica, a la que Lévinas denomina, en ocasiones, «la socialidad utópica». ¿Podemos encontrar ahí una relación directa? Iluminadora hasta cierto punto, ¿es realmente satisfactoria esta respuesta? Podemos dudar de ello, sobre todo si se la entiende en su simplicidad, pues según el autor del prefacio del ensayo de 1935, «la noción de evasión iba a ser pura y simplemente abandonada en cuanto tal».21 Abandono que no es tanto rechazo cuanto apertura a unas «meta20. Ibíd. 21. J. Rolland, «Salir del ser por una nueva vía», en E. Lévinas, De la evasión, op. cit., p. 62.

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morfosis sucesivas» que han acompañado la obra en su desarrollo. Y Jacques Rolland llegará a ver una conexión entre el ensayo de 1935 y De otro modo que ser: «la última metáfora de la evasión» sería «la des-neutralización ética de lo que hay en la aventura de lo que es distinto del ser». Y cita un pasaje de De otro modo que ser que describe el significado del para-el otro —la entrega ética de sí—, en la que se percibe la reactivación del registro de la evasión: «Liberación en sí de un Yo despertado de su sueño imperialista, de su imperialismo trascendental, despertado a sí mismo, paciencia en cuanto sujeción a todo».22 En la misma vía, en nombre de esas metáforas del tema de la evasión, o de recuperaciones con otros nombres, ¿no podríamos contar con la aceptación levinasiana de la reducción fenomenológica que, según su propia confesión, no respeta las reglas fijadas por Husserl? Baste evocar, gracias a un bello texto, «La filosofía y el despertar», los términos con los que Lévinas describe la reducción fenomenológica como respuesta a la degeneración del sentido, a la petrificación del saber frente al pensamiento vivo; en la medida en que, según él, la filosofía husserliana no se reduce a una explicitación de la experiencia, experiencia del ser o presencia en el mundo. Contra este «aburguesamiento» del espíritu, contra esta inversión de la razón caída en un estado paradójico de lucidez sonámbula, Lévinas subraya la radicalidad del gesto husserliano. «Hay que cambiar de plan. Pero no se trata de añadir una experiencia interior a la experiencia exterior. Hay que remontarse del mundo a la vida, ya traicionada por el saber, que se complace en su tema, se absorbe en el objeto hasta el punto de perder su alma y su nombre y convertirse en mudo y anónimo. Por un movimiento contra-natura —porque es contra el mundo—, es necesario remontarse a un psiquismo distinto al del saber del mundo».23 Lévinas insiste en el carácter revolucionario de la reducción recurriendo, no sin intención, a un vocabulario político. El gesto de Husserl, parecido al de los revolucionarios, ¿no pretende dar vida a las voces reducidas al silencio, rechazadas por el saber petrificado del mundo? «Es la revolución de la Reducción fenomenológica —revolución permanente. La revolución reanimará o reactivará esta vida olvidada o debilitada en el saber [...] Bajo la 22. Ibíd., p. 69. 23. E. Lévinas, «La philosohie et l’éveil», Les études philosophiques, 3, 1977, p. 312.

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paz en sí de lo Real referido a él mismo en la identificación, bajo la presencia, la Reducción lleva una vida contra la que el ser tematizado habrá ya, en su suficiencia, protestado o habrá resaltado apareciendo. Intenciones ocultas que despiertan a la vida al reabrir horizontes desaparecidos, siempre nuevos, que descomponen el tema en su identidad de resultado, que despierta la subjetividad de la identidad donde reposa en su experiencia».24 Retengamos cuidadosamente estas fórmulas, «remontar del mundo a la vida ya traicionada por el saber», «remontar a un psiquismo distinto al del saber del mundo», reactivar o reanimar «esta vida olvidada o debilitada en el saber», «intenciones ocultas que despiertan a la vida al reabrir horizontes desaparecidos», «que descompone lo Mismo en el seno de su identidad» y percibiremos los movimientos —cuestionamiento del sujeto, de la razón en la adecuación del saber, distanciamiento del mundo, desaparición de la conciencia de «toda traza de subordinación a lo mundano»—, que son otras tantas maneras de facilitar el camino a la extravagante hipótesis. ¿Esta amnesia, más allá de las evidencias del mundo, del saber del mundo, permite rechazar la tesis de Hobbes, la de la guerra de todos contra todos, levantando, gracias a la vivacidad de la vida, horizontes impensados que el sentido ponderado del teórico ingles, el aburguesamiento del saber, ¡oh, cuán burgués!, encerrado en el «individualismo posesivo», habían desacreditado hasta hacerlos desaparecer de la conciencia europea? No cabe duda de que si, en nombre del saber o de la ciencia lúcida, se invita a considerar las relaciones entre los hombres como relaciones de fuerza entre energías mecánicas o animales —homo homini lupus—, se llega al estado de guerra generalizado. «Cuando juntamos —escribe Lévinas en Liberté et commandement— las libertades como fuerzas que se afirman negándose mutuamente, se llega a la guerra en la que se limitan recíprocamente. Se contestan o se ignoran inevitablemente, es decir, no ejercen más que violencia y tiranía».25 La lucidez puede ser sueño despertado. Pero el trabajo de la reducción no se acaba con el extrañamiento de la odiosa hipótesis de Hobbes, según Rousseau. Cuando se convierte en intersubjetiva, no se contenta 24. Ibíd., p. 312. 25. E. Lévinas, Liberté et commandement, prefacio de P. Hayat, Montpellier, Fata Morgana, 1994, p. 46.

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con disminuir, con rechazar; sino que revela, puede revelar un conjunto de relaciones humanas, inter-humanas apenas entrevistas, como si el extrañamiento de Hobbes, incrustado, tematizado en el saber del mundo, dejara el campo libre para la aparición de otra figura de lo humano, opuesta a las evidencias del mundo. Conviene, en este nivel, superar los límites de Husserl, porque este último, fuera cual fuera su audacia, su fuerza de cambio, ha permanecido dentro de las fronteras del saber. «En él —juzga Lévinas—, incluso la propia espiritualidad del espíritu es siempre saber».26 Aún queda que la reducción llegue a realizar un salto en la revolución permanente, a hacer disponible una nueva modalidad del despertar —éste es el novum de Lévinas, el lugar de su ruptura con la tradición filosófica—, a concebir un pensamiento que no sea saber. Con la admiración de Jean-François Lyotard, Lévinas responde describiendo esta instauración, que no es ebriedad, ni sueño. «Evocando la posibilidad de un pensamiento que no sea saber, he querido afirmar un espiritual; que, ante todo —ante toda idea—, está en el hecho de encontrarse cerca de alguien. La proximidad, socialidad, es algo distinto al saber que la expresa. El saber tampoco es creencia».27 La reducción intersubjetiva es el estadio último de la Epokhé, allí donde muestra y desarrolla sus efectos en toda su amplitud. Introducción a «algo distinto del saber», porque posee el valor de un acontecimiento no gnoseológico. La relación con el otro yo desplaza el yo a su primordialidad, a su voluntad hegemónica. Despierta la subjetividad de «la egología: del egoísmo y del egotismo». El encuentro con el rostro del otro, aventura excepcional, verdadera conmoción, despierta al yo de su sueño dogmático, de su soberanía replegada sobre sí en una quietud satisfecha. Salida del sueño que introduce a la vigilia, no como estado; sino como vigilancia, como insomnio. Despertar específico a partir del otro; pues al tiempo que es fisión del sujeto —«desplazamiento de lo Mismo por el Otro»— es desilusión continua, sin descanso, de tal forma que lo Mismo es excedido. Más allá de la experiencia que pertenece al mundo —la proximidad al otro desborda la experiencia del otro—, el reencuentro con el Otro es el acontecimiento propio de la trascendencia, la experiencia de la trascendencia en relación con otro hombre. 26. E. Lévinas, «De la conciencia a la vigilia», en De dios que viene..., op. cit., p. 63. 27. E. Lévinas, Autrement que savoir, édit. Osiris, 1988, p. 90.

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El camino recorrido parece llevarnos a la cuestión de la evasión y de su relación con la reducción. El saber del mundo, aquel que alimenta en su pseudo-evidencia la obra de Hobbes, es marginado; debido a que el encuentro con el rostro del otro es revelación de una relación humana que no es relación de fuerzas, que escapa, en su textura misma, al enfrentamiento de fuerzas. «La oposición del rostro, que no es oposición de una fuerza, ni hostilidad... Es quien se me resiste por su oposición y no quien se opone a mí por su resistencia. Quiero decir que esta oposición no se descubre en el enfrentamiento con mi libertad, es una oposición anterior a mi libertad y la pone en marcha».28 La originalidad del encuentro con el rostro vale como refutación de Hobbes (y de Hegel). En la medida misma en que el rostro no pertenece al mundo, se escapa a las relaciones de fuerza que lo caracterizan. «El rostro se niega a la posesión, a mis poderes».29 Si el rostro se resiste a la dominación, si desafía mi capacidad de poder, su alteridad lo expone a la negación total, al asesinato. «La alteridad que se expresa en el rostro proporciona la única “materia” posible a la negación total. No puedo desear matar más que un ser absolutamente independiente... El Otro es el único ser que puedo desear matar».30 Aquí se abre una extraordinaria aventura en lo humano, el paso hacia donde no hay paso. En la alteridad del rostro se descubre la trascendencia del prójimo. Tal es la magnífica invalidación de Hobbes que aporta Lévinas. Para el autor del Leviathán, todos tenemos en común ser asesinos potenciales y la astucia vendría a compensar las diferencias de fuerza. Pero este «drama» —ésa es la refutación del materialismo de Hobbes— no muestra una relación de fuerzas, un cálculo de fuerzas. Efectivamente, la resistencia del prójimo «no concierne a la fuerza que este ser pueda poseer como parte del mundo». Esta resistencia pertenece a un orden distinto. «En el contexto del mundo [el otro (prójimo)] es casi nada».31 En este nivel, Hobbes tiene, pues, razón; el cuerpo humano es vulnerable, lo puede vencer cualquier cosa. Sin embargo, el prójimo no opone una fuerza a otra —un dato objetivo que podría calcularse y controlarse—; sino la imprevisibilidad de su reacción, más, la trascendencia de su ser en relación a la totali28. E. Lévinas, Liberté et commandement, op. cit., p. 39. 29. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 211. 30. Ibíd., p. 212. 31. Ibíd.

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dad, al sistema de fuerzas. La ruptura de la totalidad se opera mediante una resistencia inédita —«resistencia de quien no tiene resistencia»— e imprevisible del otro, el infinito de su trascendencia. «Relación con algo completamente Otro [...] la resistencia ética». En el aumento de la epifanía del rostro bajo la amenaza de la lucha —epifanía del infinito—, en el desbordamiento, en esta imposibilidad de matar que se deriva, se produce la apertura de otra dimensión que viene a redoblar lo real, perforar lo real y que remite al acontecimiento primero de la paz. Nos hemos liberado de Hobbes y de sus pretendidas evidencias. «La guerra supone la paz, la presencia previa y no alérgica del Otro; no marca el primer hecho del encuentro».32 Ciertamente, Lévinas no ignora las situaciones de hecho, el curso del mundo, que parecen otorgar la razón a Hobbes y a sus discípulos, para quienes la guerra es lo primero. A propósito de la vulnerabilidad —el sujeto como pasividad—, precisa: «Si no se plantea esto, de inmediato uno se encuentra en un mundo de revancha, de guerra, de la afirmación prioritaria del yo. No discuto que de hecho siempre estemos en este mundo, pero es un mundo de revancha, de guerra, de la afirmación prioritaria del yo. No discuto que de hecho siempre estemos en este mundo, pero es un mundo en el que estamos alterados. La vulnerabilidad es el poder de decirle adiós a este mundo [...]».33 «Un mundo en el que estamos alterados», donde las relaciones humanas, en su humanidad misma, cambian a peor, son degradadas, peor, falsificadas, por desconocidas; abandonadas completamente a la acción violenta, a la guerra, a los choques de los yos imperialistas, «en ausencia de una relación con el Otro». Choques entre libertades, pero libertades salvajes, animales, «libertades sin rostro». «Lo que caracteriza a la acción violenta —escribe Lévinas en Liberté et commandement—, lo que caracteriza a la tiranía, es el hecho de no mirar de frente a lo que se aplica la acción [...] el hecho de no encontrarle de frente, de ver la otra libertad como fuerza, como salvaje, de identificar lo absoluto del otro con su fuerza».34 Este mundo al estilo de Hobbes es un mundo que, en su unilateralidad, ignora la quiebra descubierta por Emmanuel Lévinas, la escisión entre «el existir en su conatus essendi atraído por su ser... y la 32. Ibíd., p. 213. 33. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 144. 34. E. Lévinas, Liberté et commandement, op. cit., p. 39.

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posibilidad humana, pura eventualidad, claro, pero, en seguida, pura o santa —consagrarse al otro o presentir ya esa devoción, a espaldas o pese a la obstinación del conatus».35 En definitiva, un mundo anterior a la reducción, se podría decir, encerrado en la evidencia natural del egoísmo, de la perseverancia en el ser, de la guerra como resultado necesario e inevitable de los egoísmos. Un mundo que, bajo la influencia de los usureros, productores y reproductores de la tiranía, se niega a tomar cualquier vía que llevaría a un dominio, a un hecho original, de tal naturaleza que invalida la autoridad de la guerra y de la astucia, que se niega a despertar la intenciones ocultas capaces de reabrir horizontes desconocidos. Un mundo anterior a la reducción intersubjetiva, que ignora el fin de la prioridad del yo que, al contacto con el Otro, pasa a un lugar secundario; cerrado a la vigilancia, «al despertar que se levanta en el despertar» que, sin reprimir la libertad, la suscita de forma distinta, haciéndola surgir como responsabilidad para con el otro; cerrado a una desilusión capaz de una de-fección de la identidad; cerrado, finalmente, al salto de la razón y del saber hacia esta otra fuente de lucidez distinta, la proximidad del prójimo. En contra de este mundo en el que la subjetividad está atrincherada y ensimismada que se piensa como otra aventura que va a trazar, gracias a esta proximidad, una vía inédita por donde salir del ser y de su afirmación. ¿Reducción y evasión? Forzada y abusiva sería una simple identificación de una y otra. Sería más justo considerar que la reducción fenomenológica produce efectos de evasión, al precisar que estos efectos, no sólo no son secundarios; sino que regresan, en cierta forma, hacia la Epokhé, le dan color y tonalidad, como si la evasión fuera la Stimmung de la reducción. En la obra de Lévinas, muchas, obsesivas, son las metáforas de la salida, del extrañamiento, de la retirada, del más allá, que pertenecen al registro de la evasión, en el sentido del ensayo de 1935. ¿El hecho ético no es, por excelencia, salida del mundo? La originalidad del encuentro con el otro está en el rostro del otro, que permanece trascendente, «rompe con el mundo que puede sernos común».36 En Totalidad e Infinito, escribe sobre el rostro que abre el discurso original que «no pertenece al mundo».37 ¿Lo propio del 35. E. Lévinas, Autrement que savoir, op. cit., p. 33. 36. E. Lévinas, Totalidad..., op. cit., p. 208. 37. Ibíd., p. 212.

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énfasis o de la hipérbole, a diferencia del método trascendental, en busca de un fundamento —un término que está construido para un mundo que habitamos—, no es partir de lo humano, es decir, de lo humano «que no es simplemente algo que habita el mundo, sino que envejece en el mundo, que no se retira de él por oposición»?38 El despertar que procede de la no-indiferencia, de la responsabilidad para con el otro, en la medida misma en que, como desilusión, rompe con la perseverancia en el ser, se efectúa más allá de la ontología. Tal es la originalidad de la proximidad que evitara la recuperación hegeliana, el regreso del conatus y al conatus. «La proximidad no es un estado, un reposo; sino que es precisamente inquietud, no-lugar, fuera del lugar del reposo que perturba la calma de la no-localización del ser que se torna reposo en un lugar».39 Si la proximidad del rostro da lugar a un significado más allá del ser, ¿no ve, así, la luz el tema inimitable de salida; o mejor, no es la salida la que intenta abrir una salida más allá de la tematización? Aquí volvemos a encontrar la extravagante hipótesis, que supera de lejos la crítica de Hobbes; porque resurge con una nueva intensidad, puesto que se cuestiona su vinculación con un pensamiento más allá del ser. En el último capítulo de De otro modo que ser o más allá de la esencia, Lévinas conecta su interrogación filosófica con las aventuras de la modernidad: «Para nosotros los occidentales, el verdadero problema no consiste tanto en rechazar la violencia cuanto en preguntarnos por una lucha contra la violencia que, sin languidecer en la no-resistencia al Mal, pueda evitar la institución de la violencia a partir de esta misma lucha».40 La respuesta a esta cuestión es, en primer lugar, de orden filosófico: para evitar esta inversión de la lucha contra la violencia, hay que redefinir la paciencia, una cierta debilidad humana, bajo el signo de la asimetría; de tal manera que podamos «encontrar para el hombre un parentesco distinto a aquel que lo remite al ser».41 El término «más allá de» no cesa de acompasar el texto de Lévinas; aparece incluso en el título, De otro modo que ser o más allá de la esencia. Y, no obstante, ¿este término no puede ser objeto de una legítima sospecha? A despecho de la salida que anuncia, ¿no expone a una caída o a una recaída en la ontología? ¿Cómo hacer la 38. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 152. 39. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 142. 40. Ibíd., p. 259. 41. Ibíd.

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distinción entre una apertura que conduce a ser de otra forma y aquella que conduce a otra forma de ser? ¿Acaso la apertura puede poseer otro significado que el de desvelamiento? En las últimas páginas de De otro modo que ser, páginas sobrecogedoras, Lévinas, llevado por una inspiración extrema, se esfuerza por describir la proximidad del otro —la responsabilidad por el otro— como esa otra apertura del espacio, nacida de significaciones humanas: «como abertura de sí sin mundo, sin lugar, la u-topía, el no estar amurallado, la inspiración hasta el límite, hasta la expiración».42 El Otro detenta la clave de esta salida hacia otra forma de ser. Si la evasión ha podido rendir cuentas, hasta cierto punto, del movimiento de la utopía; la utopía puede, a su vez, ser testimonio inimitable de la evasión, para distinguirlo del éxtasis. En esta modernidad que Lévinas define como «imposibilidad de permanecer en uno mismo», «cada individuo [...] está llamado a salir [...] del concepto del Yo». Para quien quiera entablar una guerra justa contra la guerra, se impone «un relajamiento de la esencia en segundo lugar», un desfallecimiento o una debilidad, «un relajamiento sin abandono de la virilidad», que deja de lado los arrebatos del heroísmo. Bajo el signo de la salida que, gracias a su vínculo humano, escapa a su indeterminación primera, se comprende la ironía utópica de Lévinas en presencia de aquello que llama el «fiasco humano»; o, en términos de Maurice Blanchot, el desastre. En nuestro tiempo, el triunfo sin precedentes de la odiosa hipótesis, más allá de toda desesperanza, ¿no requiere girarse, mediante una torsión radical, hacia la extravagante hipótesis, saber prestar atención a los márgenes de la historia, a lo humano utópico, a aquello que invalida efectivamente en la vida cotidiana «la sabiduría de las naciones» y que es testimonio —sólo lo sería en el «buenos días» del encuentro— de la proximidad del otro?

III Retomemos la extravagante hipótesis. El Estado, forjador de paz, lejos de proceder de la limitación de la violencia, de los límites opuestos a los excesos de la guerra de todos contra todos, verdadero desencadenamiento de una libertad animal —homo 42. Ibíd., p. 265.

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homini lupus—, derivará, por el contrario, de la proximidad, de la aventura humana de la responsabilidad por el otro, de la extravagante generosidad para con el otro, en la medida en que se instituiría limitando el infinito que afecta a la relación ética. En todos los enunciados de esta hipótesis, se repite siempre una fórmula: «no es cuestión menor saber»; o bien, «es extremadamente importante saber». Conviene saber si esta hipótesis es la correcta, si es la justa, pues a su justicia se adscriben consecuencias múltiples y su importancia está a la altura del problema que se plantea, prioridad de la guerra o de la paz. En principio, de ello resulta un criterio para distinguir entre tradiciones estatales y entre las formas de Estado. La pregunta pasa a ser ésta: ¿un Estado dado surge de la responsabilidad para con el otro y de su limitación; o bien, la forma del Estado, su concepción, es fruto de la limitación de la violencia? El pensamiento de Emmanuel Lévinas se muestra, a menudo, ambivalente en relación al Estado. Si acepta sin reservas la necesidad del Estado —la importancia de preservarlo o de mantenerlo—, no confiesa menos sus reticencias o sus resistencias. De esta manera, en 1962, con ocasión de la presentación de sus tesis ante la Société française de philosophie, Lévinas conecta el trabajo de la filosofía y el del Estado como asimilación del Otro por lo Mismo. «Lo Mismo, en el que el Yo supera la diversidad y el No-yo que se le opone, comprometiéndose en un destino político y técnico. El Estado y la sociedad industrial que el Estado homogéneo corona y de la cual nace, pertenece, en este sentido, al proceso filosófico».43 Pero, segundo movimiento, en este trabajo sobre el Estado, Lévinas distingue el origen de una nueva alienación. La guerra, la administración, las jerarquías propias del Estado alienan lo Mismo hasta el punto de no reconocerse. Para suprimir la violencia, ¿no debe el Estado, por su parte, recurrir a la violencia? El proceso de mediación que hubiera debido garantizar el triunfo de lo Mismo es fuente de una alienación inédita de lo Mismo. La contradicción, que no se detiene, es presentada como inherente al proceso mismo de la mediación. A la crítica un poco violenta de Jean Wahl, ese día un poco más hegeliano que de costumbre, «Quiero que se critique el Estado, pero también percibo su utilidad. 43. E. Lévinas, «Transcendance et hauteur», Bulletin de la Société française de philosophie, t. LIV, 1962, p. 94.

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Sin él, ¿qué sucedería?»; Lévinas responde precisando su posición: el Yo cuya opresión por parte del Estado denuncia no es el Yo egoísta centrado en sí mismo; sino el Yo que «es necesario para dar derecho al Otro». No hay que denunciar al Estado en su incapacidad, sino al Estado funcionando a pleno rendimiento. La violencia de Estado puede correr pareja a las necesidades del orden razonable. «Hay lágrimas que un funcionario no puede ver: las lágrimas del Otro».44 De ahí la invocación a la responsabilidad infinita de cada uno, de ahí la llamada a la subjetividad para remediar un cierto desorden susceptible de desprenderse del orden razonable. «[...] El Yo sólo puede percibir “las lágrimas secretas” del Otro que hace que se vaya a pique el funcionamiento, incluso racional, de la jerarquía».45 La protesta de la subjetividad se presenta como indispensable para asegurar esta no-violencia que no es ajena a la vocación profunda del Estado. «Existo por el Yo, como existencia en primera persona, en la medida en que su ego-idad significa una responsabilidad infinita para con el Otro».46 Incluso cuando se refiere a la filosofía de Hegel y una sabiduría más antigua, el Talmud, Lévinas propone, por su cuenta, una oposición entre Atenas y Jerusalén. De un lado, Atenas representa «una jerarquía enseñada»; de otro, Jerusalén manifiesta un individualismo ético abstracto y un poco anárquico. Gracias a este contraste, se ofrece una primera distinción entre los Estados que se inscriben o, más bien, se instalan en la violencia, no olvidan su vocación primera de no-violencia, en la medida misma en que su institución procede de la responsabilidad ética y de su necesaria limitación. Aparece otra oposición en el texto de 1971, «L´État de César et l´État de David», que debe llamar nuestra atención tanto más cuanto coincide perfectamente con la alternativa abierta por Lévinas entre un Estado según Hobbes y un Estado contra Hobbes. Citando un pasaje del Talmud, Lévinas subraya que los rabinos tributaron homenaje al Estado de Roma —el Estado de César—, aunque éste fuera una potencia pagana que representa, por añadidura, la opresión de los Imperios. Homenaje de los rabinos, pues estos últimos no podían olvidar la reivindicación de la ley que sale a la luz, el principio organizador de Roma— y su derecho, el famoso 44. Ibíd., p. 102. 45. Ibíd., p. 103. 46. Ibíd.

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derecho romano. «Ya la Ciudad —sea cual sea su orden— garantiza el derecho de los hombres contra sus semejantes, imaginados en el estado de naturaleza, lobos para los hombres, como hubiera querido Hobbes. Aunque Israel se quiere fruto de una fraternidad irreducible, no ignora, en sí mismo, o a su alrededor, la tentación de la guerra de todos contra todos».47 Pese a «su participación en la esencia pura del Estado», la relación con la paz, el Estado de César conoce la corrupción y cae en la idolatría de sí. Este Estado, al tiempo que persigue su realización, busca una hegemonía conquistadora, imperialista, que «separa a la humanidad de su liberación». Evidentemente, no hay un lugar en este Estado para un Yo que se constituiría en la responsabilidad para con el otro. Estamos en el reino de la Realpolitik. De otro lado, encontramos el Estado de David, Jerusalén, que procede de una fraternidad primera, irreducible y que, por ello, es susceptible de dar origen a una paz de la proximidad, fruto de esa fraternidad original, en consonancia con ella, una paz bajo el signo del «para el otro». Muy distinto es, según Lévinas, el pensamiento judío, pensamiento complejo para el que el Estado no podría formar jamás un horizonte insuperable, puesto que el judaísmo tenía la particularidad de saber entrever un más allá del Estado. Sin embargo, pese a esta apertura específica, el Estado no puede concebirse como sustraído a la ley; incluso si se trata de ir más allá, el Estado, manifestación de la ley, representa un camino necesario en esta vía. Aparece aquí una concepción dinámica, evolutiva, del Estado que sabe mantener una posición difícil y original de naturaleza tal que consigue poner en práctica una apertura al más allá que rechaza la anarquía o, más exactamente, el anarquismo. Lo esencial en esta confrontación es que el Estado de David, una realeza —la idea de realeza expresa, en efecto, el principio estatal—, no se concibe como autónomo, encontrando su legitimidad en sí mismo. Por encima de él, se coloca la ley del absoluto, al tiempo que sólo se concibe el Estado como «penetrado por la palabra divina». «Lo que importa, sobre todo, es la idea de que no sólo la esencia del Estado no contradice el orden absoluto, sino que es apelada por él». La Casa de David mantiene una relación indisoluble con la escatología. «El Estado davídico —escribe Lévinas— continúa en la finalidad de la Liberación [...] Es necesario que este mundo político per47. Ibíd.

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manezca emparentado con este mundo ideal».48 A juicio de Lévinas, dos son las proposiciones que resumen esta tradición: — La ciudad mesiánica no se sitúa más allá de la política, porque conserva una forma política; porque los «tiempos mesiánicos son tiempos de un reino». — Pero la ciudad sin más, la ciudad política, no está jamás de este lado de lo religioso. El Estado davídico no sólo continúa en la finalidad de la Liberación, sino que, tras ella, se anuncia más allá del Estado, el Estado mesiánico y más allá del mundo futuro, «el mundo que viene», verdadero término de la escatología. Esta dimensión, que mantiene una relación evidente con la utopía que, según Lévinas, tiene derechos sobre todo pensamiento digno de este nombre, comprende posibilidades que se sitúan más allá de las estructuras políticas. Clara distinción entre el Estado de César y el Estado de David; entre un Estado que proviene de la limitación de la violencia primera, según el modelo de Hobbes, y un Estado que proviene, por lo que a él se refiere, de la limitación de la fraternidad irreducible que une a los hijos de Israel. Un Estado que, en su origen, se inspira en la utopía que la anima y la lleva más allá del la política. Y así como uno se encierra en sí mismo, cogido en un irresistible movimiento centrípeto que lo constituye en totalidad con desprecio del pluralismo; el otro, por su relación con un origen extravagante —la extravagante generosidad del para el otro—, conoce un descentramiento que le permite conservar un sentido de la alteridad, de inscribirse en ella, de buscar aquí la senda de la liberación, a condición de que no exista una captación política abusiva de la Liberación y de lo religioso. La elección entre las dos hipótesis no es indiferente: determina formas de Estado opuestas; la primera preserva en su naturaleza estatal, imbricándose ahí hasta el punto de engendrar el realismo y el mito del Estado, horizonte insuperable; la segunda toma distancia para dejar abierta la posibilidad de realización de un paso más allá, hacia la u-topía. La hipótesis levinasiana crea una nueva posición de la relación entre la ética y la política. Su existencia, su concepción misma, 48. Ibíd., p. 213.

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permiten abrir un espacio crítico frente al Estado que se ve, así, despojado de una soberanía sin contestación o al abrigo de toda contestación. En dos momentos distintos de su obra, Emmanuel Lévinas insiste en la especificidad de la situación que hace posible la hipótesis que propone por oposición a la de Hobbes. — En el curso sobre «Dios y la onto-teología», «¿podemos deducir —se pregunta Lévinas— las instituciones a partir de la definición del hombre “lobo para el hombre” antes que la de rehén de otro hombre? ¿Qué diferencia existe entre las instituciones que nacen de una limitación de la violencia y las que nacen de una limitación de la responsabilidad? Al menos ésta: en el segundo caso, podemos revolvernos contra las instituciones en nombre mismo de lo que les ha dado nacimiento».49 La extravagante hipótesis que hace proceder el Estado de la proximidad original abre, por tanto, la vía a la crítica e incluso a la revuelta que lleva a invocar este origen extraordinario. — En una entrevista publicada por la revista Concordia, al tiempo que esboza la definición de un Estado totalitario, Lévinas subraya la incapacidad crítica en que nos deja la concepción de Hobbes. «[...] a partir de la relación con el Rostro, o del yo ante el otro, podemos hablar de la legitimidad del Estado o de su nolegitimidad. Un Estado en el que la relación inter-personal es imposible, en la que está dirigida por el determinismo propio del Estado, es un Estado totalitario. Existe, por tanto, límite en el Estado. Mientras que en la visión de Hobbes —en la que el Estado sale, no de la limitación de la caridad, sino de la limitación de la violencia—, no podemos fijar límites al Estado».50 Podemos deducir el Estado a la manera de Hobbes —ésta es, tal vez, la inclinación natural del cinismo ordinario—; pero, en este caso, el Estado resulta ser un dispositivo muy particular. Da lugar a un universo institucional unidimensional, completamente inmerso en la violencia. Nacido de la violencia, puesto en marcha para limitar esta violencia —eventualmente por la violencia—, no conoce ninguna exterioridad al fenómeno de la violencia. Porque incluso la paz

49. E. Lévinas, «Dieu et l´onto-théologie», en Dieu, la Mort et le Temps, establecimiento del texto, notas y epílogo de J. Rolland, Grasset, 1993, pp. 211-212. 50. «Philosophie, justice, amour», entrevista con E. Lévinas, Concordia, 3, Valencia, 1983, p. 61.

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que instaura —paz armada como la de los Imperios— descansa, más o menos, en la violencia virtual. Cuando definimos el Estado a partir de Hobbes como detentador del monopolio de la violencia legítima, queremos decir que, en todo momento, el Estado es capaz de ejercer la violencia que mantiene en reserva —como un dispositivo disuasorio— y mantiene controlados a sus eventuales enemigos al utilizar, implícita o explícitamente, la amenaza de la violencia. Tal universo sufre la ausencia de lugar, de instancia, de idea, a partir de los que criticar el recurso a la violencia o su ejercicio espontáneo. La cuestión de la legitimidad, incluso si da lugar a un Estado de derecho, no cambia fundamentalmente la situación; porque, en estas condiciones, puede producirse una fetichización de la forma, o una hýbris de la forma que sólo consiste en vaciar el ejercicio de la violencia en el molde de la forma; o a hacer entrar la violencia en el marco del normativismo. A propósito de una cuestión planteada a la Administración en relación a los centros de relegación en los que son retenidos los sin-papeles, el funcionario concernido responde: «Es reglamentario». ¿No conocemos los Estados en los que se apela a la Corte suprema con el propósito de obtener la autorización de practicar «interrogatorios fuertes» que pronto pertenecen al Estado de Derecho? En este caso, el único criterio a partir del que juzgar al Estado —la acción del Estado en la historia— es puramente pragmático, incluso técnico. Juzgamos su eficacia y sólo su eficacia, a falta de criterios éticos y políticos. La sola existencia del Estado basta para conferirle la legitimidad, como si el problema de la legitimidad debiera coincidir necesariamente con el de la existencia efectiva. La cuestión que se plantea ahora es: ¿el Estado llega a poner fin al caos original que amenaza siempre y llega a asegurar un orden que permite una seguridad relativa y el juego de transacciones en el Estado? En resumen, domina la cuestión de la efectividad del poder y del orden. La sociología moderna, en la persona de Parsons, ¿no felicitó a Hobbes por haber sabido asociar las estructuras políticas y el problema del orden? Unidimensionalidad que, bajo la cobertura de la Realpolitik, reduce —ya que la tentación siempre está ahí en la modernidad— lo político a una técnica o, peor todavía, a lo que denominamos, en nuestros días, la «gestión» de los conflictos o los bloqueos; dada nuestra renuencia a reconocer la existencia de conflictos. Surge 299

otra dificultad. Con el Estado sometido a una simple apreciación técnica, abandonado al determinismo de la violencia, ¿qué es lo que le permitirá no comprometerse en la vía de la hegemonía, qué resorte será capaz de detenerlo en esta vía, qué prevendrá el movimiento propio al Estado de César, la idolatría, la estatolatría? Recordemos que ya Hobbes denominaba al Estado «un dios mortal». Unidimensionalidad que es otra forma de mostrar que el Estado está centrado sobre sí mismo, que encuentra su centro de gravedad en sí mismo, por retomar una expresión de Emmanuel Lévinas, que obedece a una lógica centrípeta y acaba por constituir una totalidad determinada a perseverar en su ser. Desde que consideramos al Estado como una totalidad bajo el signo del Uno, surgen los movimientos de negación de la pluralidad, de integración-absorción o de exclusión de la alteridad y de negación del sufrimiento de lo particular; puesto que, según la lógica de este Estado, pertenece a la totalidad «descubrir» este sufrimiento —para Hegel, el individuo es demasiado pequeño para que su sufrimiento pueda intervenir en la Historia y formar uno de los lugares a partir de los que podamos juzgarla eventualmente. Como decía Lévinas a Jean Wahl, «hay lágrimas que el funcionario no ve». El dispositivo que se deriva de la hipótesis levinasiana es muy distinto. Esta diferencia le da fecundidad y valor. Desde el principio, esta hipótesis, que descansa en la extravagante generosidad del para el otro, coloca al Estado, lo instala en un espacio pluridimensional en el que se encuentra, en cierta forma, dividido entre la aventura extraordinaria de la que procede y el fin que persigue que no es otro que la justicia, como si la efectividad presente del Estado estuviera subordinada antes y en apoyo de las instancias que, por naturaleza, lo dominan y lo superan. Desde esta perspectiva, el Estado está permanentemente sometido a un doble cuestionamiento con el propósito de decidir sobre su legitimidad. De una parte, la forma de coexistencia humana que instituye el Estado, ¿está en la continuidad de la aventura original? De otra parte, ¿esta forma permite acceder al fin que la anima, la justicia? Esta concepción se orienta hacia un Estado descentrado, hacia un Estado al que somete las determinaciones propias del movimiento centrífugo, en la medida en que una eficacia orientada de otra forma viene a superponerse a la institución. El recuerdo de la aventura primera —la proximidad— y el telos del Estado —la justicia— permitirán luchar contra la inclinación natural del Estado que consiste en volver a 300

centrarse sobre sí mismo, a poner en marcha una lógica centrípeta que lo lleva a construirse y a reconstruirse como totalidad. Lévinas, en De otro modo que ser o más allá de la esencia, advierte contra esta tendencia del Estado a replegarse de nuevo sobre sí mismo, que comparte con otras piezas maestras de la sociedad moderna. «[...] el ser, la totalidad, el Estado, la política, las técnicas o el trabajo están en todo momento a punto de encontrar su centro de gravitación en ellos mismos, de juzgar por su propia cuenta».51 Igual advertencia encontramos en Paix et Proximité: «[...] la unidad política con las instituciones y las relaciones que allí se instauran, [...] pretenden, en todo momento, llevar su centro de gravedad a ellas mismas e influir sobre el destino de los hombres como fuente de conflictos y violencias».52 Este descentramiento del Estado tiende a hacerle estallar como totalidad cerrada, a hacer resurgir el pluralismo primero, a abrir así el círculo al objeto de someter la institución política a instancias de control de legitimidad que reintroducen la exterioridad y proporcionan verdaderos criterios de juicio. «La justicia —escribe Lévinas—, la sociedad, el Estado y sus instituciones —los intercambios y el trabajo comprendido a partir de la proximidad—; todo ello significa que nada se escapa al control propio de la responsabilidad del uno para con el otro».53 En el ensayo Paix et Proximité, encontramos esta idea de manera más explícita: «Desde entonces, nos ha parecido importante recordar la paz y la justicia como su origen (de las instituciones del Estado), justificación y medida; recordar que esta justicia que puede legitimarlas éticamente [...] no es una legalidad natural y anónima que gobierne a las masas de la que se deriva una técnica del equilibrio social que armoniza, por medio de crueldades y violencias transitorias, las fuerzas antagonistas y ciegas [...] Nada podría sustraerse del control de la responsabilidad de “uno para el otro” que dibuja el límite del Estado». Mientras que Marx, en su lucha contra el Estado cristiano, veía uno de los signos de las fuerzas de la modernidad en el descentramiento, en el movimiento que llevaba al Estado político a separarse de lo teológico y a encontrar en esta autonomía la posibilidad de desarrollar su lógica específica sin dejarse parasitar, ni contaminar otras finalidades, salidas del universo teológico; Lévinas, sensible a 51. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239. 52. E. Lévinas, «Paix et Proximité», op. cit., pp. 345-346. 53. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239.

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la alienación de la desalienación que pesa sobre la emancipación moderna, se dedica a subrayar los peligros que acechan a toda instancia que pretende encontrar su centro de gravedad en ella misma, sin preguntarse, previamente, por la inversión siempre amenazante de la autonomía y su contrario. Todo ocurre como si Lévinas, en nombre de una analogía inexplorada, esbozara un paralelismo entre el Yo encerrado en su ego-idad, replegado sobre sí mismo en su egoísmo, y el Estado recentrado en la lógica hegemónica que le es propia, la de una institución destinada a perseverar en su ser y a reproducirse. Sería erróneo percibir aquí un anti-marxismo de Lévinas, pues éste, para quien sepa prestar atención, mantiene un diálogo intermitente, pero real, con Marx, que tiene que ver, precisamente, con las aventuras de la emancipación moderna. ¿De qué manera podemos apreciar este dispositivo por lo que se refiere a las relaciones de la ética y la política? Ya sea la célebre frase de Totalidad e Infinito: «Pero la política librada a sí misma, incuba la tiranía».54 Se sigue la necesidad de someter la política a la ética. Pero, ¿qué significa esta sumisión? ¿Es la entrada en el «todo ético»? ¿Es la afirmación de la prioridad conferida a la ética? Lo que, en uno y otro caso, entraña el peligro de una depreciación de la política. A decir verdad, la tesis del «todo ético» o de la prioridad de la ética fuerza al pensamiento de Lévinas, simplificándolo excesivamente, hasta el punto de transformarlo en cuestión ideológica. Lévinas, si no es un pensador de lo político, ni un filósofo político, no ha dejado, sin embargo, de recordar «la importancia extrema, en la multiplicidad humana, de la estructura política de la sociedad sometida a las leyes y, desde entonces, a las instituciones en las que el para-el-otro de la subjetividad —o el yo—, entre, con la dignidad del ciudadano, en la perfecta reciprocidad de las leyes políticas esencialmente igualitarias o referidas al futuro».55 Lo político sería el tiempo del paso de la disimetría de la relación ética a la reversibilidad entre ciudadanos. También es legítimo sostener que Lévinas, lejos de recurrir a la ética para despreciar lo político, inventa, más bien, entre las dos esferas una articulación original que pretende dar a lo político su consistencia y dignidad, renovar, de alguna manera, la cuestión política. La hipótesis levinasiana, por la relación que mantiene 54. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 304. 55. E. Lévinas, «Paix et Proximité», op. cit., p. 345.

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con la justicia y, más allá, con la proximidad, relativiza lo político, sometiéndolo a una instancia, la ética, que nace de la responsabilidad para con el otro. Relativizar, en este caso, no es reducir. Se efectúa aquí un doble movimiento, puesto que de esta relativización, paradójicamente, emergen la especificidad irreducible de lo político y de lo que le hace digno, es decir, lo plantea como no susceptible de intercambio con cualquier otra dimensión. Invención de Lévinas que no es ajena a la reducción fenomenológica, porque llega, en la modernidad y de forma moderna, a elaborar un dispositivo próximo al de los filósofos políticos clásicos que, sometiendo la política a lo metapolítico —la excelencia, la búsqueda del bien-vivir—; confiriéndole, gracias a esta relativización, irreducibilidad y dignidad. Al mismo tiempo, Lévinas evita dos escollos que amenazan a lo político en la modernidad, ya sea el tecnicismo que reduce la política a una tékhne que permite «administrar», organizar o movilizar a las masas, ya sea la absolutización en el sentido en el que la disolución del complejo teológicopolítico vuelve a centrar lo político sobre su eje, lo autonomiza hasta hacer nacer en algunos, como Feuerbach, el vértigo de la política que se transforma en religión. Quizá no hemos subrayado suficientemente que Lévinas, en su búsqueda de una articulación original, lucha en dos frentes a la vez: contra Hobbes y su odiosa hipótesis; pero, igualmente, de manera más inesperada, contra Buber. El anti-hegelianismo de Lévinas no es el de Buber. Lévinas no contesta tanto al Estado, orden razonable, cuanto a la constitución idealista del Estado que, por la identificación de la voluntad con la razón, llega a eliminar la ética o a disolverla en lo político. «El idealismo profundizado hasta el fin lleva toda ética a la política».56 Bajo la forma del Estado, el reino de la razón impersonal que construye un sistema de tal forma que el otro y yo, rebajados al estado de articulaciones, «juegan el papel de momentos y no de origen». El tropismo hacia lo universal vacía el lenguaje de todo significado social, por cuanto allí la relación frente-a-frente desaparece para dejar lugar a una multiplicidad que se reabsorbe en la negación de las particularidades. A esta concepción Lévinas opone «la experiencia patética de la humanidad que el idealismo hegeliano o 56. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 230.

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spinozista relegan a lo subjetivo o a lo imaginario».57 Contra lo que funciona como una universalización neutralizante, hace valer la experiencia sensible del rostro del otro que, por su potencia de afectar, no se eleva tanto contra el Estado cuanto profundiza en este lado, para dejar aparecer, según los términos de Liberté et commandement, «un discurso ante el discurso», «esta idea de relación de particular con particular con la institución de la ley racional», o mejor, «una racionalidad anterior a toda constitución».58 Ahora bien, como subraya Lévinas en el prefacio a Utopie et socialisme de Buber, éste remite, sencillamente, a lo político del lado de la dominación —más próxima en ello a la de M. Hess que a la de Marx— con el propósito de reestructurar lo social destruido por el capitalismo y el Estado. O bien, apoderándose de las categorías de la filosofía del derecho de Hegel, invierte la economía y hace jugar, en la lógica de un pensamiento del derecho social, la sociedad civil contra el Estado, si preferimos, el polo positivo de lo social como Bien —el estar juntos de los hombres— contra el polo negativo, la malignidad de lo político. «A partir de la idea de dominación, de la coerción —o, como diríamos hoy, de la represión—, Buber piensa la relación política entre los hombres».59 Ni Buber, ni Hobbes, dos figuras invertidas —uno valora las relaciones de fuerza; el otro, las rechaza—, no para volver a Hegel, cuyos vínculos con el pensamiento de Hobbes son evidentes; sino para reafirmar la extrema importancia de la estructura política como forma de institución razonable de la coexistencia humana, aunque plantea la prioridad de la responsabilidad para-con-el-otro y acepta, con ella, someterse a su juicio, esforzándose por pensar de forma distinta el Estado. En relación con Buber, la insistencia de Lévinas en lo político ofrece una doble vertiente crítica: reintroduce en la díada de Buber, el binomio Yo/Tú, la presencia del tercero, de la que proceden la medida y la justicia; subraya el carácter irreducible de lo político que, al valorar la asimetría del encuentro, con el fin de medir mejor las distancias respecto a la antropología de Buber, impregnada de reversibilidad y de un social pensado bajo la for-

57. Ibíd., p. 231. 58. E. Lévinas, Liberté et commandement, op.cit., pp. 36-37. 59. Prefacio de Emmanuel Lévinas a M. Buber, Utopie et socialisme, París, Aubier, 1977, p. 9.

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ma de un Nosotros reconciliado, que se cierra sobre sí, que se abraza a sí mismo. ¿El descentramiento del Estado en el que trabaja Lévinas al invocar la relación ética autoriza a detectar en su obra un regreso a lo teológico-político, una voluntad de permanecer de este lado de la des-relación de lo religioso y de lo político característico de la democracia moderna? Sin tener en cuenta esta cuestión en su totalidad, especialmente la acusación del «giro teológico», nos basta recordar que la trascendencia descubierta en la relación con el rostro del Otro no tiene nada de teológico, como Lévinas indica en distintas ocasiones;60 por añadidura, podemos sostener la acusación de regreso a lo teológico-político, pues, en ningún momento, Lévinas intenta traducir este descentramiento del Estado por la construcción de un complejo de instituciones religiosas y políticas. En cierto sentido, Lévinas, pensador moderno, estaría de acuerdo con Marx a la hora de rechazar el Estado cristiano, o cualquier otra forma de Estado religioso, que intentaría subordinar la política de los hombres a los imperativos del cielo y que, en nombre de estos imperativos, procuraría afectar a la libertad de pensar y actuar. Resueltamente moderna, pero no ajena a lo que Catherine Chalier denomina «el anacronismo judío», Lévinas pone en guardia a la modernidad contra ella misma, con su soberbia y su suficiencia, capaces de entrañar, a su vez, una verdadera dialéctica de la emancipación. Esta forma de crítica próxima a la de la Escuela de Frankfurt aparece claramente en Humanismo del otro hombre cuando, al recurrir deliberadamente a los términos hegelianos y marxianos, Lévinas se pregunta por «el contra-sentido de las grandes empresas fracasadas —donde política y técnica alcanzan a la negación de los proyectos que los llevan», desafía a la conciencia trascendental. La angustia de hoy nace del fracaso de la emancipación. «Proviene de la experiencia de las revoluciones que se hunden en la burocracia y en la represión; de la experiencia de las violencias totalitarias que se hacen pasar por revoluciones. Porque, en ellas, se aliena la desalienación misma».61 En presencia de este desastre, el descentramiento del Estado es alegato a favor de un regreso a una forma de vida pre60. En este problema, el texto esencial de Guy Petitdemange, «Lévinas. Phénoménologie et judaïsme», Recherches de science religieuse, abril-junio de 1997, t. 85, pp. 225247 ; también en Fabio Ciaramelli, «Remarques sur religion et politique chez Lévinas». 61. E. Lévinas, Humanismo del otro hombre, Madrid, Caparrós Editores, 1998, p. 84 (ed. original francesa, Humanisme de l´autre homme, Montpellier, Fata Morgana, 1972).

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moderna que, gracias al vínculo con lo religioso, frenaría la libertad de pensar y volvería a la imposición autoritaria de los modos de obediencia tradicionales. Como ha mostrado Pierre Leroux en su crítica del eclecticismo, existe una relación entre el pensamiento del Yo y el pensamiento del Estado. Esta relación puede ser esclarecedora. En efecto, mediante el descentramiento se intenta que el Estado experimente la misma catarsis que la que el encuentro con el Otro inflige al Yo; en lugar de continuar orientándose hacia la conservación de sí, la lucha por la hegemonía en la guerra de todos contra todos, «el Yo es cuestionado por el Otro de manera excepcional», como si sufriera una torsión que la arranca del movimiento espontáneo de la perseverancia en el ser, que lo desarma hasta el punto de apartarlo de la coincidencia de sí consigo y de dejar aparecer una subjetividad anterior al Yo —la responsabilidad para el otro ante la intencionalidad—, hasta el punto de hallar la idea de infinito en la relación del Yo con el Otro. El Estado descentrado también experimenta una torsión destinada a arrancarlo de su sueño de soberanía, de su imbricación en el mundo y sus fronteras para dejar remontar un más acá «anárquico» de donde procede, el infinito de la responsabilidad para-el-Otro. En este sentido, la religión, por retomar la excelente formulación de F. Ciaramelli, sería «la figuración simbólica de la exterioridad de la sociedad con ella misma». Por tanto, ni regreso a lo teológico-político, ni creación de autoridades ético-políticas; falta aquí la idea de autoridad, puesto que se trata de cortocircuitar el Estado político y sus ilusiones de la coincidencia de sí consigo, propios de una metafísica de la subjetividad, efectivamente presentes en el joven Marx, por la revisión de un origen olvidado, rechazado y capaz, con la superación del olvido, de poner al Estado en presencia de la idea de infinito. No se vuelve la mirada al pasado, esperando una restauración. Al oponer el serpara un tiempo del Otro al ser-para-la muerte, Lévinas define la época presente como «acción para un mundo que viene, superación de su época —superación de sí que exige la epifanía del Otro...», en definitiva, como no exenta de mesianismo.62 Un más acá que remite a un más allá. Queda por mostrar el vínculo entre la extravagante hipótesis —el más acá de la proximidad— y el movimiento característico del Estado tal como lo concibe Lévinas, este movimiento en el Estado más allá del Estado 62. Ibíd., p. 46.

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—más allá de la política razonable. Nueva secuencia en la que está en juego no ya pensar al Estado de otra manera, sino concebir algo distinto del Estado. De acuerdo con la hipótesis levinasiana, el Estado está permanentemente atravesado, investido por una sobresignificación; esta hipótesis muestra que el Estado, en su efectividad misma, no deja de conectarse con un más allá de sí mismo. La hipótesis, de acuerdo con «la técnica fenomenológica», nos descubre el carácter implícito del Estado y, en este implícito, sabe hacernos ver «la superación de la intención en la intención misma», según la descripción que Husserl da del análisis intencional en la Segunda meditación cartesiana.63 El Estado está cargado con un plus, un plus que lo supera, de paisajes olvidados, de horizontes insospechados y vuelve al análisis fenomenológico de hacer resurgir y, en cierta forma, de poner en escena; invitándonos, al mismo tiempo, a una vigilancia indefectible. De acuerdo con el sobre-significado que habita al Estado, existe en el Estado más que el Estado. El Estado se construye por un movimiento hacia este implícito que tiende a superarlo como orden razonable. La aportación de la extravagante hipótesis, lejos de contentarse con recuperar la reflexión fenomenológica para aplicarlo en el campo político, es llegar a nombrar este implícito, a reconocerlo en la proximidad y la responsabilidad para el otro. La existencia en el Estado de algo más que el Estado, es lo que lo lleva a superarse, a auto-superarse, a abrir la vía a ese añadido que lo transita y se extiende más allá. Lévinas plantea una relación entre lo estatal y lo que es distinto al Estado —la proximidad—, entre estas dos dimensiones que comunican, necesariamente, y deben seguir comunicando. La intervención del tercero abre la posibilidad de la justicia. Conviene reconocer aquí un entramado de complejidades. En primer lugar, pluralidad de aventuras, de una obra a otra o en el seno de una misma obra. En Totalidad e infinito, el tercero está presente en el rostro del otro; existe una simultaneidad, aún más, coincidencia del encuentro del rostro del otro con la aparición del tercero. «El tercero me mira con los ojos del otro —el lenguaje es justicia [...] La epifanía del rostro como rostro abre la humanidad [...] La presencia del rostro —el infinito del Otro— es indigencia, presen63. E. Lévinas, «La ruine de la représentation», en En découvrant l´existence avec Husserl et Heidegger, París, Vrin, 1967, p. 130; E. Husserl, Meditaciones Cartesianas, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 39-73.

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cia del tercero (es decir, de toda la humanidad que nos mira)». El tercero es concebido de modo distinto en De otro modo que ser..., de acuerdo con dos modalidades. El tercero puede presentarse como separado del prójimo, como otro rostro —«el tercero es distinto al prójimo»—; o puede presentarse como «pegado» al prójimo, según una explicación similar a la de Totalidad e infinito, descripción a la que el autor remite explícitamente. «El prójimo es de golpe el hermano de todos los otros hombres. El prójimo que me obsesiona es ya rostro, comparable e incomparable al mismo tiempo, rostro único y en relación con otros rostros, precisamente visible en la preocupación por la justicia».64 El tercero plantea problemas, interrumpe el infinito de la responsabilidad que se define como justicia. La asimetría de la proximidad es sustituida por el peso de la justicia que introduce la tematización y la comparación entre incomparables. «Las instituciones y el Estado mismo pueden reencontrarse a partir del tercero que interviene en la relación de proximidad». De esta complejidad que convendría explorar, porque no hacemos más que entreverla, podemos colegir que si la aparición del tercero trae la justicia, la medida que viene a limitar el infinito de la responsabilidad, si da lugar al Estado de la justicia como limitación de la proximidad, ello no significa, en ningún caso, la instauración de una hermeticidad entre el orden de la justicia y el de la responsabilidad, pues dejan de comunicarse en el Estado. Si tal es el caso, el Estado se instalaría en la buena conciencia de la comparación homogeneizante y universalizante que olvida, poco a poco, la extravagante generosidad del para-el-otro del que procede y acabará, insensiblemente, por confundirse con el Estado a la Hobbes, fruto de la conciliación de fuerzas antagónicas, de la limitación de la violencia. El desinterés no deja de asediar al Estado de la justicia, dividido, diríamos, entre su origen y su telos; pero, por añadidura, convulsionado por el intercambio permanente de la justicia y de la responsabilidad, por la contaminación recíproca. La aparición del tercero y sus efectos no cerrarán la vía de la proximidad, porque medir el para-el-otro no significa ni olvidarlo, ni despreciarlo, ni instituir una suerte de caída de nivel, una neutralización en la homogeneidad del orden razonable. Porque si en la relación con el otro apunta ya el tercero, también en la relación con el tercero persiste, perdura, imborrable, la relación ética. El tercero distinto del 64. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 238.

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prójimo es también otro prójimo. A partir de estas invasiones múltiples, la insistencia de Lévinas sobre la contigüidad de estas situaciones, sin embargo, diferentes. «Y, por consiguiente, la palabra “justicia” se aplica mucho más a la relación con el tercero que a la relación con el otro. Pero lo que en realidad sucede es que la relación con el otro nunca es exclusivamente una relación con el otro; desde el principio, en el otro está representado el tercero; en la misma aparición del otro, el tercero me mira y me concierne. Y es esto lo que hace que la relación entre la responsabilidad con respecto al otro, por una parte, y, por la otra, la justicia, sea extremadamente estrecha».65 De ahí la insistencia de Lévinas en la naturaleza plural de la justicia: «De ninguna manera la justicia es una degradación de la obsesión, una degeneración del para el otro, una disminución, una limitación de la responsabilidad anárquica, una “neutralización” de la gloria del Infinito; degeneración que se produciría en el grado y en la medida en que, por razones empíricas, el dúo inicial se convirtiese en trío».66 ¿Lévinas no reconoce una doble naturaleza a la justicia, pedestre o angélica? También podemos reducir, como se ha hecho a veces, el pensamiento de Lévinas a la ingenuidad. Si, en las situaciones extremas, como las descritas por Grossman en Vie et destin, la ingenuidad es el último recurso, es, como el rechazo de Maurice Blanchot, una resistencia que en «los tiempos oscuros» preserva las oportunidades de una comunidad humana futura. Ahí existe comunicación, contaminación: la bondad es anuncio de la justicia, de la posibilidad de la justicia; la justicia, por su parte, anuncio de la bondad. «En realidad, la justicia no me engloba en el equilibrio de su universalidad —la justicia me conmina a ir más allá de la línea derecha de la justicia, no puede marcar, desde entonces, el fin de esta marcha; detrás de la línea derecha de la ley, la tierra de la bondad se extiende infinita e inexplorada, necesitando todos los recursos de una presencia singular».67 Así aparece la extrañeza del Estado más allá del Estado. Mediante su relación con la justicia derivada de la proximidad y mezclada con ella, deja coexistir su propio determinismo y otro determinismo, el de la relación ética que, con una misma impulsión le ayuda a no encerrarse, a no caer en sus límites estatales y salir de ahí, mirando a un más allá de sí 65. E. Lévinas, De dios que viene..., op. cit., p. 143. 66. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 239. 67. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 209.

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mismo. Extraña forma de Estado que no alcanza su legitimidad en la medida en que permanece siempre en contacto con lo que la supera, en la medida en que deja oír la voz venida de muy lejos —diacronía— que la descentra y efectúa como una ingravidez permanente. Porque este más allá del Estado, presente en el Estado, no deja de denunciar el olvido de la responsabilidad inicial, el embotamiento, «el aburguesamiento» de la institución que conduce a la conservación de sí y a la hegemonía de lo Mismo. Pensamiento sin más, pensamiento ciego como el de Hobbes que, so capa de su realismo, no llega a practicar la reducción fenomenológica, olvida el olvido y, mejor todavía, ignora, según la expresión de Lévinas, que, en el fondo del olvido, yace el recuerdo. Además de que esta forma permite luchar contra el tropismo del Estado a cerrarse sobre sí mismo, abre un espacio de juicio, allí donde puede ejercerse el control de la responsabilidad de uno para-con-el-otro. Más que de coexistencia, se trata de una subordinación. La subordinación del determinismo del Estado a la relación ética, de la que podríamos decir, por utilizar la terminología de Montesquieu, que es el principio del Estado de la justicia. ¿No le tocó a Lévinas traducir la santidad por la virtud, principio de la democracia? Pero pronto se evidencia que este término no conviene: principio —arkhé— significaría desnaturalizar la responsabilidad, la proximidad anárquica; sin respetar su extravagancia misma. Una última pregunta: la extravagante hipótesis no deja de lanzar, de producir un efecto de desorden, un trastorno, una inquietud. Más que atenuar este efecto, no conviene acrecentarlo al plantear esta última cuestión: ¿qué relaciones podemos concebir entre la hipótesis levinasiana y la anárquica? Leamos la nota de la p. 166 de De otro modo que ser: La noción de anarquía, tal como la introducimos aquí, precede al sentido político (o anti-político) que popularmente se le atribuye. Bajo pena de desmentirse, no puede ser colocada como principio (en el sentido en que lo entienden los anarquistas). La anarquía no puede ser soberana como lo es la arkhé. No puede por menos de perturbar también, pero de un modo radical, lo que hace posibles los instantes de negación sin ninguna afirmación, esto es el Estado. De este modo, el Estado no puede erigirse en Todo. Pero, en revancha, la anarquía puede decirse. Sin embargo, el desorden tiene un sentido irreductible en tanto que rechazo de la síntesis.68 68. E. Lévinas, De otro modo que ser, op. cit., p. 166.

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UTOPÍA Y DEMOCRACIA*

Por hablar como Rousseau, hoy, cualquier estudiante de derecho repite, convencido de enunciar una verdad incontestable, que existe una antinomia irreducible entre utopía y democracia. Tenemos dos proposiciones: — quien elige la utopía se aparta de la democracia; — quien elige la democracia abandona la utopía. A decir verdad, importaría, sobre todo, la segunda proposición, pues ¿quién, según la opinión, se preocupa todavía por la utopía, si no ciertos iluminados trasnochados y ciertos adversarios apasionados? Además, éste sería el momento que hemos conocido y atravesado históricamente: tras un regreso polimorfo de la utopía en los años setenta, en el que se mezclaban alegremente los nombres de Charles Fourier, Wilhelm Reich, Herbert Marcuse y Andre Breton, habríamos redescubierto lo político y, en este caso, la democracia —muy pronto identificada con el Estado de derecho. Redescubrimiento de lo político que nos alegra, que debe alegrarnos. Pero, ¿este redescubrimiento implica, necesariamente, el olvido de la utopía? ¿Podemos quedarnos con las evidencias de las escuelas de derecho, con las repeticiones de la opinión que mecen y adormecen? ¿No sería mejor pensar a contracorriente, rechazando la alternativa falaz que obliga a escoger entre utopía y democracia; * Este texto apareció primero en la revista Raison Présente, n.º 121, 1997, y luego en M. Riot-Sarcey (dir.), L’Utopie en question, Saint-Denis, Presses Universitaires de Vincennes, 2001, pp. 245-257.

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e intentar, de manera intempestiva, la exploración de lo que podría proporcionarnos la conjunción de utopía y democracia? De esta manera, no habría razón para escoger la exuberancia de la utopía, su extravagancia, dando la espalda a lo político —cuya próxima desaparición se anuncia. Pero tampoco habría razón para preferir la sobriedad de la democracia, despidiéndonos de las digresiones utópicas. Entonces, ¿cómo tejer un vínculo entre uno y otro —el maridaje de utopía y democracia—, cómo fecundar una con otra, asumiendo la hipótesis de que, en la modernidad, utopía y democracia son dos fuerzas, dos impulsos indisociables; de que el movimiento emancipatorio moderno se ha alimentado, se alimenta de su encuentro, de las aguas mezcladas de su doble tradición? Como si una de las cuestiones esenciales de la modernidad, concebida bajo el signo de la libertad, no hubiera sido elaborar, reelaborar sin fin, este doble movimiento: democratizar la utopía y, por citar un neologismo poco armonioso de Cabet, «utopianizar» la democracia. Asunto este que nos compete, tal vez más que nunca; pues, a falta de una relación con la utopía, la democracia se encuentra expuesta a deteriorarse —¿no lo está ya?— y a hundirse, cada día más, en lo que sus extraños apologistas denominan grisalla. Por el contrario, a falta de una relación con la democracia, la utopía se ve abocada a una autolimitación, a limitarse a las avenencias asociativas de las pequeñas sociedades al margen de la gran sociedad; o bien a situarse, de nuevo, en un proceso de alienación de la desalienación. Pero, ¿nos compete realmente esta cuestión? ¿No sería más oportuno, frente a las resurgencias, tan limitadas, de la utopía, construir de nuevo su proceso? Y dirá el estudiante de derecho, seguro de sí mismo, pegado al pedestal de sus evidencias, ¿cómo se puede pretender asociar la democracia con la utopía, cuando todo el mundo sabe que la utopía es espontánea e irresistiblemente totalitaria, es decir, anti-democrática? En pocas palabras, relacionar la invención democrática con la utopía sería tan paradójico como querer mezclar el agua con el fuego. Es imprescindible salvar este obstáculo previo, sin el que la conjunción de utopía y democracia sería, simplemente, impensable. Históricamente, podríamos demostrar sin dificultades que la dominación totalitaria, bolchevique por ejemplo, se ha cons312

truido luchando contra y reprimiendo las tendencias utópicas múltiples que animaban la revolución soviética. ¿Cómo sorprenderse cuando se conoce que el leninismo había heredado de la oposición positivista —y no marxiana— la concepción de la utopía y de la ciencia, orquestada por Engels, y había hecho de ella dogma deificado de su acción? De esta manera, se modifica la perspectiva: la utopía, lejos de ser el origen del totalitarismo —ya se trate de la política (los consejos), de las costumbres, o de las prácticas educativas—, se ha construido como un polo de resistencia al establecimiento de esta nueva forma de dominación; evidentemente, se situaba, más bien, del lado de la tradición revolucionaria comunal de inspiración libertaria, que del lado bolchevique. Además, la pregunta por la utopía como cuna de la experiencia totalitaria no sería pertinente desde el punto de vista teórico. Pregunta poco ambiciosa; pero, sobre todo, mal formulada. Convendría más saber si la imagen o el mito de la sociedad reconciliada, de la sociedad en plena armonía consigo misma, imagen que pertenece incontestablemente a la genealogía del totalitarismo, impregna necesariamente la tradición, o más exactamente, las tradiciones utópicas. En una palabra, ¿la utopía está abocada, sin remisión, a un proceso de mitologización? Esta misma pregunta, así formulada, al abrir un espacio crítico entre utopía y mito, permite orientarse hacia una respuesta más compleja y matizada que rebate las afirmaciones dogmáticas. Aún se sostiene menos la tesis de la responsabilidad esencialmente perversa de la utopía, por cuanto la modernidad corre pareja a un extraño desarrollo utópico, una verdadera explosión; lo que implica pluralidad de tradiciones utópicas, no homogéneas sino conflictivas, aspecto éste que imposibilita la formulación de cualquier tipo de juicio global. Ya Pierre Leroux, inspirándose en la tríada republicana, había enseñado a distinguir entre las utopías que se reclaman de la libertad, las que lo hacen de la fraternidad y las que se colocan bajo el signo de la igualdad. De esta manera, las críticas que sirven para unas, no pueden aplicarse a otras. En menor medida, si cabe, se puede afirmar la unidad de la tradición utópica puesto que, desde 1848 hasta nuestros días, ha aparecido, bajo formas diversas, un nuevo espíritu utópico que, a partir de una crítica de la constelación utópica de principios del siglo XIX, ha inventado, ya sea nuevas formas de utopías (William Morris), ya sea nuevos gestos especulativos que 313

permiten, en lo sucesivo, pensar de manera distinta la utopía (Ernst Bloch; pero, sobre todo, Walter Benjamin, Martin Buber y Emmanuel Lévinas). Ante esta complejidad, resulta legítimo apartar la utopía de la génesis del totalitarismo. A decir verdad, es tan injusto e inexacto considerar la utopía necesariamente totalitaria, como pensar la democracia esencialmente burguesa. En un caso, se ignora el conflicto que opone la revolución democrática a la burguesía; en el otro, aquel que no deja de existir entre la dominación totalitaria y la diferencia utópica. Aún más, si —tras la teoría crítica— analizamos la modernidad como dialéctica de la emancipación, es decir, como el movimiento paradójico mediante el que la emancipación moderna se convierte en su contrario, dando origen a nuevas formas de dominación y de opresión —a la barbarie—, a pesar de la intencionalidad emancipatoria de origen; entonces, la utopía aparece en su diversidad, en un nuevo día y puede asignársele una nueva función. Así, la utopía puede tomar consistencia y sentido filosófico. En su relación con la dialéctica de la emancipación, el nuevo espíritu utópico tendrá por objeto, una vez detectados los aspectos de la emancipación moderna que producen la inversión, invertirlos, posibilitar un trabajo de deconstrucción y de crítica que abre una nueva vía a la utopía, le imprime una nueva dirección, al desvelar lo que Adorno denomina las «líneas de fuga». Se trataría, esencialmente, de que el nuevo espíritu utópico «purgue» la utopía de la mitología que la pone en peligro —por ejemplo, del mito de la buena sociedad que, habiendo superado sus conflictos, se tornaría transparente para sí misma—; y ello, no para proclamar el fin de la utopía, pues la utopía no puede reducirse al mito, sino para preservarla de la regresión que la amenaza. Se trata de restituir a la utopía su capacidad de actuación, especialmente, con la historia pensada, en adelante, como algo no resuelto, interminable, sin solución, ya sea porque descubre lo que queda de inexplicable en la historia, ya sea porque haga de la problematización su elemento: ¿qué mejor vía para medir este enigma que una forma de pensamiento cuyo norte es «el extrañamiento absoluto»? Este trabajo de desmitologización característico del nuevo espíritu utópico se distingue por el abandono de toda voluntad de reconciliación, del regreso al hogar o de acceso a una tierra prometida —otras tantas formas de la coincidencia de sí consigo mismo— y por el surgimiento de una nueva figura de la utopía que hace de la separación, de la no-coincidencia del estado de separa314

ción, su estancia; manteniendo al margen el mito de la comunidad reconciliada y de la imagen del cuerpo que se le asigna. Gracias a este trabajo de la utopía sobre sí misma, evidentemente, ignorado por sus críticos, a esta lucha contra los mitos que la socavan desde el interior, podemos intentar pensar, con aires renovados, la conjunción de utopía y democracia; se abre un espacio de pensamiento para explorar los posibles vínculos entre el nuevo espíritu utópico y la revolución democrática. Un pionero de esta tradición fue Pierre Leroux (1797-1871). Su trayectoria es ejemplar: primero liberal, rompe con el liberalismo adolescente, culpable, según él, de abandonar el liberalismo en provecho de la dureza de la economía política inglesa. Con el artículo del 18 de enero de 1831, «Ya no más liberalismo impotente», se adhiere a los saintsimonianos, a quienes alaba su magistral análisis de la sociedad moderna que conduce a conclusiones socialistas. Meses más tarde, en diciembre de 1831, se produce una nueva ruptura, esta vez con la escuela saintsimoniana, a la que reprocha ignorar la innovación democrática. La disidencia democrática que Leroux afirmará como anti-autoritaria durante toda su vida está fundamentada teóricamente. A su juicio, la constelación utópica post-revolucionaria —a saber, la tríada Saint-Simon, Fourier, Owen— aporta la buena nueva de la Asociación, verdadera cesura en la modernidad. Leroux interpreta esta revelación utópica como respuesta a un impulso profundamente democrático. ¿La Asociación no viene a sustituir el antiguo modelo, la jerarquía propia de las sociedades de casta, por una nueva forma de relación social, la atracción que tiende a abolir la relación orden/obediencia y, al mismo tiempo, los fenómenos de dominación? Al igual que la democracia, la atracción descansa en una experiencia humana, el reconocimiento del semejante por el semejante. Pero no basta el anuncio de la Asociación, es necesario saber pensarla teniendo en cuenta la especificidad del mundo moral, del vínculo humano —de la vida del yo y del nosotros. De esta manera, la utopía, más que comprometerse en el camino de la negación de lo político, debe ocuparse de responder a la pregunta de cuál será la ley de la anarquía; en el entendido de que ninguna comunidad humana puede prescindir de la ley, que se concibe, antes que nada, como relación. Gracias a esta interpretación democrática del movimiento utópico, Leroux critica el regreso a formas políticas autoritarias, tan caras a los saintsimonianos. Estas concepciones, que muestran la influencia del 315

pasado sobre la visión del futuro, están en contradicción con la buena nueva que anuncian. No se puede anunciar la disolución de la jerarquía en el seno de una relación jerárquica. Ha pasado el tiempo de los legisladores-mesías o de los profetas-redentores; el legislador sólo puede ser colectivo, plural, una convención. Al reconocer la existencia de la opinión pública, el nacimiento del espacio público, Leroux reconoce la legitimidad del gobierno representativo, incluso cuando éste debe ser sensiblemente mejorado. La época democrática exige reemplazar el «sustitucionismo utópico» —una conciencia inspirada que pretende sustituir al movimiento social— por la intersubjetividad política. En contra de las oposiciones binarias, Leroux intenta, mediante su trabajo de interpretación histórica y filosófica, abrir la vía de la síntesis. De seguirle, conviene conjugar la impulsión utópica con la tradición democrática moderna y con la voluntad, tan sensible en ésta última, de luchar contra el privilegio otorgado al Uno. Para llegar a la conjunción de la impulsión utópica y de la acción política —la cuestión de la relación política—, habría que dar forma a la atracción por un principio fundamentalmente político, a saber, la amistad. Una política de la philía contra las políticas de eros, elogiadas por Fourier y los sansimonianos y que son igualmente destructoras del vínculo político. Por el contrario, la amistad representa, entre las pasiones, una de las más sublimes, comprende el momento del juicio y conjura, a la vez, el egoísmo y la tentación de la comunidad fusionada. La amistad tiene la particularidad de instaurar un vínculo en la separación, es decir, un vínculo que se establece preservando una separación entre los miembros de la comunidad. Leroux, lector perspicaz del Discurso de la servidumbre voluntaria, vela por que el todos unos, propio de la relación amistad-libertad, no degenere en un todos Uno. La lección de Pierre Leroux es valiosa por la dirección que apunta. Pero, tras la experiencia de la dominación totalitaria, no puede retomarse tal cual; la cuestión a la que responde exige ser reexaminada. Allí donde Leroux piensa en términos de síntesis, nosotros hemos de profundizar, con la ayuda de pensadores que, entre nosotros, han propuesto un pensamiento renovado de la democracia o la utopía. Pero, ¿en qué sentido entendemos el término democracia? Al contrario que muchos intérpretes, que conciben, esencialmente, la democracia como un régimen político; entendemos por democracia, a la vez, una forma de socialización —una forma de sociedad 316

salida de la disolución de las sociedades aristocráticas— y una forma de institución política de lo social. No podemos sorprendernos de que algunos, en su tenaz intento por banalizar la democracia, puedan identificarla, sin problema, con el Estado de derecho. ¿La extrañeza de la democracia no está ligada a la manifestación de una paradoja? En efecto, la democracia es esa rara forma de experiencia política que, desplegándose en el tiempo y en la realidad, se dota de instituciones políticas; pero, con el mismo movimiento, no deja de sublevarse contra el Estado. Como si, en su oposición al Estado y en su efervescencia, no se tratara de esperar el fin de la política; sino de elaborar, de la manera más fecunda y paradójica, un tumulto nuevo que sea una invención de la política siempre renovada, más allá del Estado, incluso contra él. La revolución democrática —se trata más de una revolución que de un régimen instituido—, en cuanto revolución, mantiene necesariamente un movimiento contra el Estado, contra la reconciliación mistificadora y la integración falaz. Por mucho que el Estado se reafirme, como si pudiera abarcarla identificándose con ella, la democracia es la que marca, la que revela los límites del Estado; y, haciéndolo, contesta al movimiento de totalización de esta instancia que se cree soberana. Insistir en esta paradoja —la democracia contra el Estado— o la invención continuada de la relación política que desborda y sobrepasa al Estado, es reconocer que nos inspiramos libremente en la idea libertaria de la democracia, según ha sido desarrollada por Claude Lefort, bajo el enigmático nombre y, en cuanto tal, creativo, de «democracia salvaje». No podemos ahora desarrollar esta concepción, pero la resumiremos en algunos puntos esenciales. En la medida en que la política se comprende en relación con la división originaria de lo social, la democracia aparece constituyéndose en la aceptación, mejor, en la asunción de esta división. No es suficiente reconocer la legitimidad del conflicto en su seno, ha de verse en él la fuente principal de una invención inagotable de la libertad. El totalitarismo, por el contrario, se define como ese modo de socialización que deriva de una fanática denegación de la división y, en consecuencia, del rechazo del conflicto bajo cualquier forma. La democracia es salvaje porque la democracia es esa forma de sociedad que, mediante el juego de la división, deja libre curso a la cuestión que lo social no deja de plantearse; cuestión interminable, calada por una interrogación sobre sí misma. 317

«Democracia salvaje» evoca la idea de «huelga salvaje», es decir, que surge espontáneamente, que comienza por sí misma y se desarrolla de manera «anárquica», independiente de todo principio (arkhé), de toda autoridad —ya sean reglas o instituciones establecidas— y se muestra, por tanto, indómita. Como si lo «salvaje» dejara planear una inagotable reserva de turbación sobre la democracia. Darse «una idea libertaria» de la democracia significa pensarla como salvaje. El vínculo entre libertario y salvaje aclara la particularidad de la democracia moderna en cuanto modo de institución de lo social. Lo propio de una «esencia salvaje» es escapar a la definición. Perfilemos, al menos, algunos de sus rasgos. La calificación de salvaje evoca la indeterminación por lo que se refiere a los fundamentos de la soberanía —el poder, la ley— y del saber: esta indeterminación, reforzada por la disolución de los referentes de certidumbre, comporta, entre otras, una liberación respecto de todo esquema finalista y de toda finalidad última, que prescribiría desde el exterior los objetivos de la democracia. En un régimen político libre, la libertad es, en sí misma, su propio fin. Confrontada al enigma del presente, la democracia salvaje se nutre de una interrogación permanente referida a lo social, a los límites de lo político, encaminada hacia una exploración cuyos «caminos se desconocen». Añadamos a ello que la democracia moderna ha de pensarse en relación con la desaparición del cuerpo del rey —la experiencia histórica del regicidio— y con la desincorporación de lo social que se deduce de ello. La sociedad se disgrega del Estado y accede, al mismo tiempo, a una experiencia plural de sí misma, abundante, bajo el signo de la interrogación. La democracia «inaugura una historia en la que los hombres experimentan una indeterminación última respecto al fundamento del poder, de la ley y del saber, y respecto al fundamento de la relación del uno con el otro en todos los registros de la vida social».1 Esta indeterminación de los fundamentos es el verdadero núcleo en el que se articulan lo libertario y lo salvaje. En esta visión de la democracia, es particularmente original el lugar que Claude Lefort otorga al derecho; que, lejos de ser representado como un instrumento de conservación social, es origen revolucionario de una sociedad que se constituye en la permanente búsqueda de sí misma. Esta 1. Cl. Lefort, «La cuestión de la democracia», en La incertidumbre..., op. cit., p. 50.

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insistencia en el derecho y, más concretamente, en los derechos del hombre entendidos de manera política, aumenta la indeterminación de la que vive la democracia. ¿El sujeto a quien se confía su estructura simbólica no se concibe, en efecto, como algo indeterminado, como una nada de determinación? En lugar de obstaculizar la democracia fijando límites a sus determinaciones, el derecho multiplica sus posibilidades. De esta manera, ¿no hemos de apoyarnos en el lado «salvaje» para descubrir un nuevo espacio de conjunción entre la democracia moderna, frente a los vértigos de la indeterminación, y la utopía, de cara a los excesos de «la separación absoluta»? Por supuesto, no hay que ignorar esta vía, ni despreciarla; puesto que revela, sin duda, una afinidad preciosa entre las dos. Pero, más que lanzarse a ella rápidamente, ¿no es mejor explorar otro terreno en el que sea posible la conjunción, más compleja, es verdad; pero, a un tiempo, testimonio de la indisociabilidad de la insurrección democrática y del aliento utópico? Utopía y democracia tienen en común su relación con lo humano. De acuerdo con los análisis de Claude Lefort, la singularidad de la democracia consistiría en respetar y no forzar lo que denomina «el elemento humano»; mientras que el totalitarismo sería esa empresa histórica que pretende crear lo humano u organizarlo como si se tratara de un material maleable, a voluntad. «Suprimiendo al elemento humano, o, más aún, demostrando que se lo puede tratar como materia es como se obliga a reconocer el reino de la organización [...] Este trabajo es la gran preocupación del nuevo Estado [...] obtener por fin hombres abstractos, sin vínculos que los unan entre sí, sin propiedad, sin familia, sin relación alguna con ningún medio profesional, sin ubicación en el espacio, sin historia —desarraigados».2 Lo propio de la democracia es sumergirse en este elemento inmaterial, analizar su textura en toda su complejidad, los contornos en su diversidad y su pluralidad, acompañando al movimiento en su imprevisibilidad; al contrario de la dominación totalitaria 2. Cl. Lefort, Un hombre..., op. cit., p. 93. Sin duda alguna, hay que entender «elemento» en el sentido de Merleau-Ponty; retomándolo tal como «lo empleaba para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a medio camino del individuo espacio-temporal y de la idea, especie de principio encarnado que comporta un estilo de ser omnipresente allí donde se encuentra una parcela», Le Visible et l’Invisible, Paris, Gallimard, 1964, p. 184.

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que, negando la especificidad de este elemento e identificándolo con una materia, no deja de desnaturalizarlo hasta intentar destruirlo, hasta provocar una ruptura social en contra del proyecto mismo de socialización; arrogándose, en su voluntad de omnipotencia, el poder de construirlo o de organizarlo; sometiéndolo, de esta manera, a una regla o a una norma identitaria, homogeneizadora, con desprecio de la existencia de lo no idéntico. De aquí surge una posible nueva comparación con la utopía. En efecto, un pensamiento nuevo de la utopía en nuestro siglo —Buber, Lévinas, por ejemplo, ¿no han pretendido reorientar la utopía hacia el dominio que es el suyo, el de lo humano? De esta forma, Martin Buber y, después, Emmanuel Lévinas nos invitan a llevar la utopía de la esfera del Yo/Eso (esfera de la objetivación, pero también de la dominación) y al pensamiento del lado de la relación Yo/Tú, del lado de la socialidad. La primera preocupación de Lévinas es encontrar el lugar justo de la utopía, determinar el elemento al que pertenece; consecuentemente, su primer gesto consiste en hacer emigrar la utopía de los lugares donde desaparece para devolverla a su elemento primero, la relación inter-humana, mejor dicho, el vínculo humano. La utopía no pertenecería, ni al orden de la comprensión, ni al del conocimiento —leyes de la sociedad o leyes de la historia—; sino al registro del encuentro. Encuentro con otro hombre, la utopía es una forma de pensamiento distinta de un saber. Pensar la utopía bajo el signo del encuentro comporta la apertura «de un campo de búsqueda entrevisto apenas»,3 nuestras relaciones con los hombres. La socialidad, es necesario insistir, no se piensa a partir de un elemento común a los seres en relación; se trata de una socialidad en la que el encuentro es la relación con el otro como tal, en su unicidad incomparable. De esta manera, separado del orden del saber y, por tanto, del poder; la utopía pertenece, de manera incontestable, al orden ético. ¿El hecho humano del encuentro no es el hecho ético por excelencia? La democracia y la utopía, colocadas bajo el signo de lo humano, ¿no aparecen, de inmediato, como una feliz conjunción? A la democracia, configuración de la división de lo social, le correspondería la tarea de instituir, en el polo de la soberanía, la división 3. E. Lévinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 102.

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en la ciudad humana entre los grandes y el pueblo; a la utopía, la configuración de la pluralidad social, pues aparece diferenciándose en el mundo común que une a los hombres. Pero esta conjunción tiene tan exagerada apariencia de solución, que no puede satisfacernos. ¿La institución democrática de lo social no estaría amenazada por la búsqueda de la armonía y la unidad? Sin abandonar el fenómeno del elemento humano, resulta más exigente y más estimulante la confrontación entre dos aventuras que no pretenden, en ningún caso, confundirse, ni completarse en una armoniosa síntesis —ha pasado el tiempo de las síntesis—; sino articularse bajo la forma de una tensión irreducible. No puede ignorarse la vigorosa crítica que Lévinas hizo de la antropología de Buber y del predominio que este último daba a la reciprocidad o a la reversibilidad. Al subrayar los avatares de la reciprocidad, Lévinas se dedica a desformalizar el encuentro, a darle un contenido que invoca la noción de preocupación por el otro. La alteridad del otro es inseparable de su necesidad. La utopía, en lugar de desarrollarse en una horizontalidad reversible, se convierte en ética; o, mejor, asume la dimensión ética, es decir, accede a la dimensión de la altura y de la verticalidad. Desde esta perspectiva, podemos comprender la insistencia de Lévinas, contra Buber, en la disimetría de la relación ética, que preserva la alteridad así como la textura paradójica del encuentro; proximidad, pero separación. Dos aventuras, en efecto, que se cruzan, se enredan, se encuentran; pero no se confunden jamás, ni se identifican recíprocamente. De un lado, una aventura en la que se mezclan, indisociablemente, lo político y lo social; del otro lado, una aventura esencialmente ética, pero que no ignora, en contraste con las interpretaciones apresuradas, lo político; puesto que, bien mirado, el tercero está siempre ahí. «El tercero me mira con los ojos del otro», precisa Lévinas. Sin pretender dar cuenta aquí, de manera exhaustiva, de los efectos de esta confrontación, retengamos los más importantes. Tanto la división, la configuración de la división en el campo político, como la relación disimétrica en el dominio ético trabajan en el reforzamiento del movimiento de esta sociedad hacia una multiplicidad, hacia un pluralismo que no se reduce en la unidad. En el registro de la no-coincidencia, cada uno de los dos polos tiende a designar una forma de comunidad no compacta, 321

que se construye, paradójicamente, en, y a través de, la experiencia de la separación. Sabemos cómo Emmanuel Lévinas, que se permite pensar de manera distinta la utopía, insiste, al margen de toda mitología, en la especificidad de la comunidad que se instaura por medio del lenguaje: no constituye la unidad de género y los interlocutores permanecen completamente separados. Antes de entenderla como una feliz fábula humanista, más vale saber estar disponible a la extrañeza de lo humano que allí aparece. ¿Estas dos aventuras no están construidas ni atravesadas por una indeterminación indomesticable que, en uno y otro caso, manifiesta su singularidad? La democracia encuentra la fuente de su fuerza indomable, en el elemento humano, en este foco de complicaciones, de agitaciones, que entraña la articulación de vínculos múltiples (tanto los que unen como los que separan). En el recurrente regreso a esta reserva de indeterminación, la democracia se muestra indomable, salvaje, turbadora del orden, de los órdenes establecidos; no para erigirse como potencia soberana, sino para acoger, sin ocultarse, la experiencia de la institución en contra de este elemento humano, él mismo salvaje; susceptible, en cuanto tal, de engendrar formas de relaciones inéditas, de permitir el advenimiento de lo heterogéneo.4 «La utopía de lo humano», escribe Lévinas, para reeducar nuestro oído a la palabra humano. No el hombre, sino lo humano; no la determinación de la naturaleza humana, ni el destino humano, sino lo humano; la imprevisibilidad de lo humano; la indeterminación de lo humano. No el orden o el reino humano, sino la perturbación del orden; el aumento del sentido. Como si lo humano fuera un acontecimiento, despertar súbito de una inteligibilidad más antigua que el saber o la experiencia, ahondamiento imprevisible que viene a cruzar el tiempo histórico, desafiando todos los cálculos, aparición de una efectividad más efectiva que la de los realistas. En el caso de Lévinas, lo humano, que demuestra una connivencia todavía más profunda con la utopía, distinta a la de una complejidad que no puede organizarse ni dominarse, que se deriva de la indeterminación, ¿no tiene algo que ver, además, con la singularidad del ser? El movimiento de salida del ser caracte4. M. Abensour, «“Démocratie sauvage” et “principe d’anarchie”», Les cahiers de Philosophie, 18, 1994/1995, pp. 125-149.

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rístico de una filosofía de la evasión que cuestiona el primado de la ontología, el primado de la cuestión del ser, busca lo humano, más allá de la preocupación de ser, en una relación anterior a la comprensión y, de hecho, cerca del no-lugar de la utopía. Casi al final de De otro modo que ser o más allá de la esencia, E. Lévinas escribe: «Al reproche del utopismo —si el utopismo es reproche, si algún pensamiento escapa del utopismo— este libro escapa recordando que lo que humanamente tuvo lugar jamás pudo permanecer encerrado en su lugar» (p. 268). Al final de este rodeo —la división de lo social que instaura la democracia, la disimetría de la relación ética que trabaja la utopía—, tal vez sea legítimo regresar, avisados ya, a la afinidad secreta entre utopía y democracia que habíamos entrevisto al principio. ¿Cuántas conexiones entre la desmesura del deseo de libertad, siempre susceptible de engendrar un nuevo desorden, de crear un no-lugar —en los términos de Claude Lefort—, y la excentricidad de la utopía, productora de otro no-lugar, o de un no-lugar otro, este paso fuera de lo humano, para llevarnos a lo humano, quedan por descubrir?

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. La irrupción de lo político, por Scheherezade Pinilla Cañadas y Jordi Riba ....................................................

IX

ITINERARIOS Crítica de la política ...................................................................... Presentación de los Cahiers de Philosophie politique ................... ¿De qué regreso se trata? ..............................................................

3 5 11

FILOSOFÍA POLÍTICA CRÍTICA ¿Cómo una filosofía de la humanidad puede ser una Filosofía política moderna? .................................................................... ¿Por una Filosofía política crítica? ............................................... ¿Hannah Arendt contra la Filosofía política? ..............................

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CRÍTICA DEL TOTALITARISMO Atreverse a reír .............................................................................. Reflexiones sobre las dos interpretaciones del totalitarismo de Claude Lefort ...................................................................... Hannah Arendt: ¿la crítica del totalitarismo y la servidumbre voluntaria? ............................................................................... De una errónea interpretación del totalitarismo y sus consecuencias .................................................................

129 139 189 215

LA INAGOTABLE CUESTIÓN DE LA EMANCIPACIÓN «Democracia salvaje» y «principio de anarquía» ......................... La extravagante hipótesis ............................................................. Utopía y democracia .....................................................................

247 277 311

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