AAVV - La historia mas bella de Dios - Jean Bottero.pdf
April 12, 2017 | Author: Aaron Alberto Padilla | Category: N/A
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Jean Bottéro, Marc-Alain Joseph Moingt entrevistados Héléne Monsacré y Jean-Louis Schlegel
Ouaknin, por
La historia más bella de Dios ¿Quién es el Dios de la Biblia?
Traducción de Óscar Luis Molina S. EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Título de la edición original: La plus belle histoire de Dieu. Qui est le Dieu de la Bible? © Éditions du Seuil París, 1997 Portada: Julio Vivas Ilustración: «El tiempo sustrae la verdad a los ataques de la envidia y la discordia», Nicolas Pousssin
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1998 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona Printed in Spain Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona
PRÓLOGO Somos hijos de la Biblia. La Biblia continúa siendo el texto fundador de
nuestra cultura, aunque en la actualidad muchos occidentales intenten buscar en las religiones orientales un sentido, símbolos y ritos que no encuentran en casa. Basta pensar en el éxito del budismo... Como la economía, las religiones se han globalizado. Pero, en Occidente, la Biblia es EL libro -o los libros- por excelencia. Leída y releída durante siglos, es la obra más traducida del mundo. Hoy existen más de dos mil cien traducciones íntegras o parciales. Haya unido o dividido -ha hecho ambas cosas-, es nuestra herencia, o, mejor, nuestra doble herencia, judía y cristiana, pues se divide en dos Testamentos. El primero contiene la revelación de Dios a los hebreos, los antepasados de los judíos, casi un milenio y medio antes del nacimiento de Cristo, y las consecuencias de esa revelación en el curso de la historia del pueblo judío durante mil años, hasta el 200 antes de nuestra era. En el segundo están los relatos de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús y el sentido que a ello dieron los primeros cristianos. Han pasado ya dos milenios desde la redacción definitiva de estos dos Testamentos. Aunque se nos hayan desdibujado en el espíritu, ¿podemos afirmar que nada pesan en lo que somos? El mundo moderno, a fin de cuentas, nació en Occidente, en el espacio geográfico que los cristianos configuraron con la enseñanza de Cristo y de los Diez Mandamientos. En ese espacio aparecieron valores que se universalizaron, como la libertad, la igualdad, la tolerancia, el espíritu crítico, la solidaridad... Otros, más cercanos al lado sombrío de nuestra herencia, recuerdan sobre todo un pasado de violencia y de sangre, de guerras y rivalidades interminables, marcado por la intolerancia y los intentos de eliminar al otro. Dejemos aquí el balance histórico. No es el objeto de este libro. Con La historia más bella de Dios hemos querido recuperar los orígenes: primero las primicias de la aventura monoteísta, después el momento en que las Escrituras adquirieron forma y consistencia, y en fin aquel en que se convirtieron en EL libro, la Biblia, de lectores judíos y cristianos. Quisimos regresar a la chispa inicial, la revelación a Moisés, hace unos tres mil trescientos años, y recuperar las fuentes históricas, geográficas, lingüísticas y culturales del «nacimiento de Dios». Un Dios único. ¿Pero por qué y en qué? ¿Qué nos dicen los expertos acerca de la aparición del «monoteísmo»? ¿Se conocen las etapas de esta invención? ¿Moisés y la Biblia ostentan la exclusividad? ¿Se produjo también en otras partes, en otros lugares, en otras épocas, en otros libros, en otras culturas? ¿Quién era ese pueblo «semita», beneficiario de esa revelación? ¿Cuándo y cómo se escribió la Biblia? El lector dotado de espíritu crítico no dejará de advertir que en muchos relatos hay leyendas, historias, mitos. ¿Nos puede esclarecer el historiador estos puntos? ¿Cuál es la originalidad del Dios de la Biblia en relación con otros dioses? Todos hemos oído hablar de la Alianza, de los Diez Mandamientos, de la Ley, de los Profetas. ¿Qué significan verdaderamente estas palabras? ¿Cómo han evolucionado en el curso del tiempo? ¿Cómo es posible que
ese Dios tan universal pueda ser simultáneamente el jefe de un clan y mostrar aspectos tan regionales o nacionalistas? Jean Bottéro responde esas preguntas. Especialista en asiriología, es decir en lenguas y civilización de la antigua Mesopotamia, la de los dos milenios anteriores a nuestra era, su campo de competencia se extiende a todo el Medio Oriente antiguo y por consiguiente al mundo de la Biblia y de los textos bíblicos, que ha estudiado rigurosamente. En uno de sus libros más conocidos, ha relatado, en efecto, el «nacimiento de Dios» en la Biblia. Es autor de obras acerca de la religión, los mitos y los ritos de la antigua Mesopotamia y de la civilización que allí se desarrolló en el segundo milenio antes de nuestra era en torno a Babilonia. Con Marc-Alain Ouaknin, rabino y filósofo, gran conocedor de la tradición judía, descubrimos un relator digno de los maestros del Talmud, cuya herencia reclama. Ha escrito diversos libros, consagrados todos a comparar la tradición y la interpretación judías de las Escrituras con el pensamiento contemporáneo. En sus obras y conferencias, se mezclan las referencias al Talmud y a la Biblia con evocaciones al psicoanálisis, la lingüística y la filosofía contemporáneas. ¿Cómo lee hoy la Biblia el judío creyente? ¿Qué hace con los mitos y leyendas que recubren los sucesos históricos? ¿Quién es, para él, el Dios único que se revela? ¿Por qué es «único»? ¿Dónde está y cómo podemos encontrarlo aquí abajo? ¿Hay libros bíblicos más importantes que otros? ¿Cómo tuvo lugar el paso de los hebreos de la Biblia al judaísmo tal como lo conocemos? ¿Qué es el Talmud? ¿Por qué se ha transformado en el esquema por excelencia de lectura de la Biblia? ¿Hay distintas lecturas posibles de la Biblia? El judaísmo posee también una tradición «esotérica», la Cábala, que busca el sentido oculto en los textos. ¿Cuál es su aportación específica a la lectura e interpretación? ¿Qué ocurre con las palabras clave de la existencia judía, como exilio, Ley, ética, y con sucesos como la Shoah? Estas graves palabras, algunas cargadas de historia trágica, ¿se refieren sólo a los judíos o poseen un sentido universal? Del Primer Testamento surgió el Segundo, que los cristianos llaman «Nuevo». Contiene la historia y expone el sentido del «acontecimiento Jesús», el hombre en quien los cristianos reconocen al Hijo de Dios. Hoy día proliferan las discusiones y las investigaciones sobre los Evangelios y acerca de Jesús. Se puede conocer la fecha de redacción de estos textos, la lengua en que se escribieron y discernir las continuidades y rupturas con el judaísmo que hay en el mensaje y la conducta de Jesús. Hoy se habla mucho del «judío Jesús». ¿Hasta qué punto se justifica esta apelación? ¿Por qué rompió Jesús con su tradición y su pueblo? ¿Pero fue Él quien se apartó del judaísmo o están los primeros cristianos en el origen de la ruptura? ¿Qué papel tuvieron en esto Pablo y sus cartas a las primeras comunidades cristianas?
¿Cómo se llegó al proceso y a la muerte de Jesús? ¿Hubo motivaciones políticas o religiosas? ¿Quiénes fueron los responsables, los judíos o los romanos? ¿Qué sentido dieron los cristianos a esta muerte? «Para salvarnos», dicen los cristianos. ¿Pero qué es la salvación? ¿Y la «resurrección»? ¿Qué significó para los que fueron testigos? ¿Qué quieren decir los cristianos cuando afirman que Jesús es el Hijo de Dios y que fue «verdadero Dios y verdadero hombre»? ¿Se presentó Jesús de ese modo? ¿Cuál es la novedad del Dios de los cristianos? ¿Y su mensaje esencial? ¿Es intolerante ese Dios? ¿Para qué sirve creer en Dios? Joseph Moingt, teólogo católico, perfectamente informado del estado de las investigaciones acerca de los Evangelios, responde esta avalancha de preguntas, atento siempre a la historia y al mundo moderno. Director desde hace más de treinta años de una revista «docta» de teología (Recherches de science religieuse), autor de varias obras, entre ellas de un libro monumental sobre Cristo, L'Homme venu de Dieu, está calificado especialmente para decir quién era el Jesús de los Evangelios. ¿Hace falta decirlo? No es necesario ser creyente para leer este libro. «La historia más bella de Dios» es parte de nuestra historia, parte de nosotros mismos. Conocerla y comprenderla mejor es conocernos y comprendernos mejor a nosotros mismos. Esta historia del dios único no nos es indiferente, nos adhiramos al mensaje de la Biblia o lo rechacemos. Contada a tres voces, en tres registros muy distintos, nos invita a redescubrir los dos Testamentos de que somos herederos. Hace mucho que judaísmo y cristianismo no son los únicos monoteísmos. Existe una tercera gran religión monoteísta: el islam. Abrió otro capítulo de la historia de Dios, cuya trascendencia afirma con una fuerza sin precedentes. Se refiere expresamente a las grandes figuras de la Biblia: a Noé y Abraham, a Moisés y Jesús. Pero el Dios de los musulmanes se reveló en otro libro, en el Corán. Y con él comienza otra historia de Dios, hacia el siglo VII. Estos diálogos se limitan al Dios de la Biblia, al de judíos y cristianos, a un Dios mezclado con la historia de Occidente, con sus victorias y catástrofes, y también con la génesis del mundo moderno, que en parte se hizo contra Él, «contra Dios». Hemos querido regresar a la fuente que se convirtió en río y después en dos ríos. HÉLÉNE MONSACRÉ JEAN-LOUIS SCHLEGEL
Jean Bottéro El Dios de la Biblia
MOISÉS, «INVENTOR» DEL DIOS ÚNICO ¿Se sabe dónde, por quién y cuándo se «inventó» la idea de un Dios único? Antes de contestar esa pregunta triple, debo precisar que la religión del Dios único, dicho de otro modo el «monoteísmo», no surgió de la tierra de la noche a la mañana como un champiñón... Los textos antiguos (los de la Biblia) que nos informan de este «descubrimiento» relatan las cosas, naturalmente, como si hubieran ocurrido en un momento determinado, a propósito de sucesos particulares y limitados en el tiempo, un poco como si todo ello hubiera sucedido de golpe, como una suerte de «revelación». Debemos tratar de reconstruirla a partir de los (únicos) documentos de que disponemos: los textos bíblicos. Y no siempre es fácil. Bien. ¿Dónde, cuándo, quién? Muy probablemente en el siglo XIII antes de nuestra era, entre los años 1280 y 1250 creemos; pero no podemos precisar más. En esos tiempos, y desde hacía unas cuantas décadas, cierta cantidad de israelitas, pastores más o menos nómadas que se habían instalado en Palestina, presionados por una hambruna particularmente dura, tuvieron que trasladarse al norte de Egipto para escapar de esa calamidad. Fueron tratados con dureza, como prisioneros o esclavos, así que desearon regresar a casa, volver donde sus hermanos. Entre ellos surgió un hombre llamado Moisés. No digo que él «inventara» la idea de que hay un solo Dios, pero por lo menos sentó las bases de una doctrina que al cabo de cuatro o cinco siglos, bajo la doble presión de los acontecimientos y de la reflexión sobre esos acontecimientos, se convirtió en el monoteísmo. ¿Cómo relata estas cosas el libro del Éxodo? Moisés tuvo que refugiarse algún tiempo en el país de Madián, al norte del mar Rojo, en la vertiente arábiga del actual golfo de Aqaba. Parece que allí reflexionó mucho después de haber conocido la existencia de un dios que llevaba un nombre como Yahvé: después de estas meditaciones y quizás de algunos sucesos que le impresionaron, habría decidido regresar a Egipto y mostrar a sus compatriotas el dios que había encontrado y, con él, en torno de él, todo un sistema religioso centrado en el nombre de Yahvé. ¿Qué significa ese nombre? Hay que saber que en el Oriente Medio antiguo se tenía una concepción «realista» del nombre, que de ningún modo es la nuestra. Un nombre no era una palabra «adherida» a un objeto o a una persona, un «epifenómeno», como decimos nosotros. Designaba la naturaleza misma de la cosa nombrada; era la cosa misma traducida vocalmente o por escrito. Ahora bien, el nombre de Yahvé evocaba la tercera persona del masculino singular del presente del verbo hebreo (la lengua de Moisés) que significa «ser», «existir». Decir «Yahvé» era, entonces, afirmar: «Él existe», «Él está allí, presente y pronto para intervenir.»
TODO LO DEMÁS ES MISTERIO ¿Moisés convirtió entonces ese nombre en programa? Moisés comprendió que sólo se podía saber el nombre de ese dios misterioso, que sólo se podía conocer la realidad articulada por su nombre: en otras palabras, únicamente que Él existía, que Él estaba allí, presente. Por lo demás es lo que intenta explicar cuando relata que, habiendo interrogado a Yahvé sobre su identidad, consiguió únicamente una sola respuesta: «Soy el que soy», es decir «nadie puede saber de Mí otra cosa que mi existencia, mi realidad; todo lo demás es misterio, imposible de penetrar e inútil de conocer». Al pensar y hablar así, Moisés deseaba suprimir de la creencia en Yahvé, y de la religión que pretendía construir en torno a Él, todo «antropomorfismo», literalmente, toda forma humana. Antropomorfismo y politeísmo eran los dos pilares sobre los cuales se habían construido todas las religiones de esos tiempos, todas las religiones del mundo entonces conocido. Éstas no sólo pensaban que del nombre y la calidad de «dios» participaba una cantidad a veces bastante alta de personas, de «dioses» (en Mesopotamia antigua hubo 'más de mil; y en la época de Moisés aún había varias decenas), sino que, según su concepción, esos dioses sólo se podían imaginar desde nuestra propia imagen y figura humanas: eran como hombres más grandes, más poderosos, más inteligentes que nosotros, dotados de poderes muy superiores a los nuestros y menos perecederos (eran inmortales). Pero, a fin de cuentas, eran como nosotros, pues eran imaginados con una forma y una figura radicalmente humanas. Como Moisés negó la calidad de dios a todo el que no era Yahvé, desafió el politeísmo. Y desde que se negó a conocer de Yahvé otra cosa que lo que expresaba su nombre -a saber, su mera existencia-, ya no hubo imagen para representarlo a semejanza humana y descartó todo antropomorfismo. Propuso a sus compatriotas adorar, apegarse y ser fieles a una divinidad totalmente «revolucionaria» e inaudita en relación con las conocidas hasta entonces. ¿Podría tener un origen mesopotámico el nombre de Yahvé? En Mesopotamia existía un dios Ea, muy conocido. Así lo llamaban los semitas del país, los acadios. Pero los que no eran semitas, los sumerios, lo llamaban Enki (y no se sabe con certeza qué significaba ese nombre). Enki/Ea formaban parte de la gran Tríada tradicional de los dioses supremos, que comprendía a Anu, el dios del Cielo y fundador de la dinastía divina «reinante»; a Enlil, su hijo, soberano real de los dioses, del mundo y de los hombres; y a Enki/Ea, que desempeñaba, digamos, el papel de gran consejero, que estaba al corriente de todo y podía resolver todos los problemas: era una especie de supertécnico en el poder. ¿Por qué lo llamaron Ea? Se ha creído que esta palabra significaba, en sumerio, letra por letra, «casa» (e) de «agua» (a). Pero eso no significa nada y, gramaticalmente, está mal dicho. Como este Ea se escribió a veces
A(y)ya, y también Ya, cabe preguntarse si no existió en Mesopotamia y entre los antiguos semitas un nombre divino denominado más o menos Ya, que también podía decirse Yaou, y derivar a algo como Yahvé. Pero se trata de consideraciones y conjeturas extremadamente frágiles. Sería erróneo pronunciarlas en voz alta. Por lo demás, los orígenes de Yahvé casi no nos importan: lo que cuenta es su destino ulterior. MUCHO ANTES DE MOISÉS ¿Puede precisar en pocas palabras lo que los historiadores entienden por «semitas»? Los semitas formaron en Oriente Medio (donde aún florecen) una de las poblaciones y culturas conocidas más antiguas. Los primeros de los que se conservan testimonios (principios del tercer milenio) bajaron desde Siria y se instalaron, como sedentarios, en Mesopotamia, quizás ya desde el cuarto milenio. Allí encontraron, en el sur, una población de origen y vínculos desconocidos, los sumerios, que hablaban una lengua muy distinta de la suya (pariente del hebreo, del arameo y del árabe). Los semitas vivieron varios siglos con ellos, en simbiosis. Juntos edificaron la gran civilización híbrida del país, que duró hasta principios de nuestra era. Más numerosos que los sumerios, los semitas terminaron por fagocitarlos en el curso del tercer milenio y quedaron solos (con el nombre de acadios) en la región. ¿Hubo, antes de Moisés, algo que los «predispusiera», a él o a su pueblo, a encontrar el dios único? Me parece que nada. Antes de Moisés, ningún israelita, comenzando por Abraham y desde luego los instalados en el bajo Egipto, conocía todavía a Yahvé. Eran, necesariamente, politeístas y antropomorfistas, compartían una religión que apenas conocemos, pero que debía de contener mucho de otros pueblos -sobre todo semitas- de Oriente Medio: en particular de la poderosa e influyente Mesopotamia. El Yahvé que predicó Moisés no tuvo antepasados -a excepción de su nombre, quizás, como acabo de mencionar-. Es posible que Moisés, que sabía que los hombres no cambian fácilmente de dioses, presentara a Yahvé (y quizás lo creía así) simplemente como el nombre nuevo de uno de los dioses (ignoramos cuál) ya conocidos y venerados por sus compatriotas. No. Recuerde lo que he dicho al comienzo: los grandes sucesos, las innovaciones capitales no son champiñones; necesitan de una larga historia, una larga preparación, una prolongada maduración, para nacer. Moisés no enseñó el monoteísmo, idea profunda y de acceso difícil, que los israelitas sólo alcanzaron, comprendieron y aceptaron después de varios siglos de reflexión. Enseñó a sus compatriotas la necesidad de no tener otro Dios que Yahvé, de apegarse a Él sólo, de dedicar un culto religioso a Él sólo. Los historiadores de las religiones llaman a esto «henoteísmo»: no se niega la existencia de otros dioses (todavía se trata,
entonces, de politeísmo), pero únicamente interesa e importa uno solo, a todos los demás se permanece indiferente, se los ignora. En Israel se llegó a un auténtico monoteísmo cuando se pudo afirmar: «Sólo Yahvé es Dios; no hay dioses aparte de Él.» Así habló el Deuteronomio (IV, 35). Y su fecha es del siglo vil antes de nuestra era, medio milenio después de Moisés. Aunque el monoteísmo -el «yahvismo» de Moisés- no tenga equivalente en ninguna parte, ¿no podemos hallar en él algún rasgo común con otras religiones, sobre todo con la más conocida y más importante de su tiempo, la de la Mesopotamia antigua? En Mesopotamia podemos descubrir como máximo algunas vagas tendencias a cierto henoteísmo. Durante la segunda mitad del segundo milenio, el clero de Babilonia exaltó de ese modo al dios patrono de esa ciudad, Marduk, hasta hacerlo «una personalidad divina extraordinaria, cincuenta veces más dios que todos los demás» (Epopeya de la Creación, VII: 143 ss.). Pero no se negaba la existencia de los otros. En el primer milenio hubo otras tendencias henoteístas en Mesopotamia. Pero como esos movimientos religiosos jamás suprimieron la vigencia de otros dioses, sólo se puede hablar de «cierto henoteísmo» que ninguna relación tiene con el monoteísmo. No podemos sostener con seriedad que hayan existido, entre la religión mesopotámica y la religión bíblica, por lo menos en lo relativo a la unicidad de Dios, «rasgos comunes», aunque los autores de la Biblia tomaran prestados mitos y algunas ideas de Mesopotamia. Hay demasiadas diferencias radicales entre los dos sistemas -decidido politeísmo y antropomorfismo en Mesopotamia, absoluto monoteísmo y negación de todo antropomorfismo en Israel- para que se pueda pensar con fundamento que la religión mesopotámica fuera una fuente auténtica de la religión bíblica; le entregó mitos, temas e ideas, pero en la Biblia fueron explotados de un modo por completo original y radicalmente distinto. LA HERENCIA DE LOS MITOS ¿Se refiere, sin duda, a ciertos grandes «mitos» del Antiguo Testamento, como la creación del mundo y el diluvio? Hay que recordar que en 1872 un extraordinario descubrimiento estableció de modo irrefutable que la Biblia no era el libro más viejo del mundo, el «Libro» único y sobrenatural... George Smith, inglés, uno de los primeros que descifró textos cuneiformes, presentó, entre las tabletas trasladadas de Nínive a Londres, un relato del diluvio más antiguo y que correspondía, hasta en detalles, al de la Biblia. Junto con este descubrimiento capital, George Smith dio a conocer un largo pasaje de la Epopeya de Gilgamesh, de la cual sólo conocían hasta entonces fragmentos. En otro admirable mito babilónico, el Poema del Supersabio, contemporáneo de la versión más antigua de Gilgamesh (segundo tercio del segundo
milenio), hay un relato de la creación del hombre y de su aniquilación por el diluvio, que recuerda muy de cerca los primeros capítulos del Génesis: el supersabio era el Noé babilonio. Pero esos poemas manifiestan sobre todo una religión y «mentalidad» locales. ¿Y qué se puede decir de la experiencia griega de la divinidad? En primer lugar, en Grecia sólo se puede hablar de algo más o menos análogo a un cierto monoteísmo después de la segunda mitad del primer milenio antes de nuestra era. Estamos, por lo tanto, bastantes siglos después de Moisés, que por lo demás los griegos ignoraron totalmente, como ignoraban la Biblia y las religiones de Oriente Medio. Pero sobre todo no hay que confundir el Dios, objeto de una religión, con el concepto o la idea de un dios nacidos en el cerebro de un filósofo que se esfuerza por pensar y explicar el mundo. Si hablamos de monoteísmo estamos en el plano religioso. Pero el «dios de los filósofos y de los sabios», por ejemplo el Bien soberano de Platón o el «Acto puro» de Aristóteles, no son una divinidad: son una entidad intelectual, un conjunto de nociones para explicar razonablemente el mundo. Creo pues que el «inventor» del monoteísmo, por lo menos el que sentó las bases que conducirían a él, es claramente Moisés, aunque el monoteísmo como tal, y ya lo he mencionado citando el Deuteronomio, verdaderamente nació algunos siglos más tarde. La religión egipcia, en cambio, es una verdadera religión, y además contemporánea de Moisés. Algunos creen discernir en ella una forma de monoteísmo... Creo que nada hay que esperar de ese lado, sobre todo si hablamos de la religión egipcia como tal: siempre ignoró completamente el monoteísmo. Sólo un faraón, anterior a Moisés en casi un siglo, Akenatón III (hacia 1350), se pudo formar una vaga idea «monoteísta» (lo que ya es en sí contradictorio: el monoteísmo es un absoluto, no tolera nada «vago»), pero sólo para su uso personal: nunca lo propagó verdaderamente ni lo impuso a otros. No basta que exaltara más y mejor que otros al dios Sol para constituir algo preciso, vigoroso, sistemático y universal como el monoteísmo. Me parece completamente equivocado todo lo que se ha escrito acerca y a partir de «Moisés y el monoteísmo» a causa del libro de Freud que lleva ese título. Freud no era historiador y evidentemente carece de sentido de la historia. ¿Qué tenía que hacer en este campo? Por lo demás, parece que los buenos conocedores -y sobre todo los defensores- de Freud estiman que escribió una ficción, una especie de novela, en beneficio de su causa, a saber, que Dios mismo sería una ficción. De todos modos, para un historiador serio, ni sus problemas ni su libro tienen el menor valor cuando habla de Dios, sino sólo cuando se habla de Freud... Excluyo, sin vacilar, a los egipcios de la invención del monoteísmo. Descubridor de esto hay uno solo: Moisés.
LA PROHIBICIÓN DE LAS IMÁGENES Moisés consiguió sacar, después de diversas peripecias, al pueblo hebreo de Egipto y llevarlo a Palestina. Dios está presente, constantemente, en esta marcha por el desierto, y el libro del Éxodo cuenta que en el monte Sinaí estableció «alianza» con su pueblo. ¿Qué es la «Alianza»? La «alianza» es una costumbre muy vieja del mundo semítico antiguo. Equivalía a una especie de adopción, que permitía ligar los intereses propios con los de otro, algo semejante a asociarse para negocios. Por otra parte, al imponer este nuevo dios, Moisés se situaba, como acabo de decir, en contra del antropomorfismo, cuyo principio fundamental era que los dioses sólo se concebían a imagen de los hombres; sólo se pensaba en ellos a semejanza de hombres, es decir, por cierto, de hombres superiores como el rey y su corte. Esto es claro en el sistema mesopotámico. Por ello Moisés se negó a dar un rostro a Yahvé: es un punto esencial de su mensaje. Prohibió las imágenes y todo lo que podía evocar cualquier «humanidad» de Yahvé: por esta razón concibió y predicó un culto diferente de los que entonces se practicaban por todas partes, en Mesopotamia, en Egipto, etc. Allí se alimentaba a los dioses, se les ofrecían regalos, se los proveía de todo cuanto necesitaban o deseaban. Yahvé no necesitaba ni deseaba nada, no era un dios que necesitara o deseara cosas. Moisés modificó radicalmente los términos de intercambio entre Dios y el hombre: puso en primer plano, como único culto digno de ofrecerse a Yahvé, la obediencia a sus órdenes. Era el único dios que importaba y podía importar a Israel. Y este dios, que nada tenía de humano, sólo podía poseer una voluntad «moral». Me parece que toda la historia del Decálogo está contenida en este imperativo: sólo se puede honrar y servir a Dios si se respeta una determinada moral, querida y sancionada por Él. Ésta es, a grandes rasgos, la historia de los primeros pasos hacia el monoteísmo. Desde un comienzo usted ha dicho que el Dios de Moisés nos hace salir de los «antropomorfismos», de los dioses que se imaginaban a partir de nosotros. Pero el Dios de la Biblia manifiesta toda suerte de sentimientos muy humanos... Hablar de la «cólera» de Dios, de su bondad, de sus venganzas, de sus «celos», no es más antropomorfista que invocar la «furia» de las olas desencadenadas: si decimos eso, no estamos concediendo ni forma ni naturaleza humanas al océano. Se trata de metáforas, no de identificaciones. Se podía, pues, atribuir sentimientos y comportamientos «humanos», buenos o malos, a Yahvé, sin por ello suponerlo a nuestra imagen.
LA DESCENDENCIA DE ABRAHAM Volvamos un poco a la cuestión de los orígenes, al período de los Patriarcas, particularmente al primero de ellos, Abraham. El Génesis (XII, 115) nos señala que, por órdenes de su dios, Abraham deja Mesopotamia, bordea el Éufrates y llega a Palestina. ¿Qué sabemos, históricamente, de esas migraciones del segundo milenio en Oriente Medio? No hay que olvidar, en primer lugar, que la Biblia no es UN escrito, UN libro, sino varios escritos, varios libros, como indica su nombre griego: ta biblia, «los libros», «los escritos». Fueron redactados en varios momentos, en función de ideas e intereses propios de la época de cada redacción, épocas que implicaban un progreso en relación con las otras. Episodios antiguos, especialmente, se adaptaban a creencias más recientes. Por eso se consideró y trató a Abraham y a su descendencia, anteriores a Moisés, como fieles a Yahvé, a su religión y a su «alianza», que sólo Moisés enseñó. Todo conduce a pensar, entonces, que antes de Moisés, empezando por el Padre de Israel, Abraham, los israelitas estaban, como todo el mundo, sumergidos en el politeísmo y antropomorfismo que en esos tiempos reinaban por todas partes en el mundo conocido. Sabemos muy poco de Abraham y de los suyos, y el conjunto de datos que nos ofrece la Biblia está impregnado de folklore y de leyendas. Es muy probable que existieran: no es normal, en efecto, que un pueblo se invente antepasados, y, entre los semitas, nómadas, eran muy fuertes el sentido y el recuerdo de la genealogía. Una leyenda, o un recuerdo histórico, señala que Abraham habitó en Ur, Caldea. Es posible, e incluso verosímil, pero no es un dato irrefutable. Es verdad que en esa época, en torno al siglo XVIII antes de nuestra era, hubo grandes movimientos de nómadas a lo largo del Éufrates: la idea de que Abraham viniera de Ur es por consiguiente muy posible, sin que por ello la podamos verificar. En la Biblia, sólo la propone una de las fuentes más recientes, el llamado «Código sacerdotal» (siglo v); pero esto no es razón suficiente para desdeñarla. Acaba de decir «Código sacerdotal», y ha agregado que es una de las «fuentes» de la Biblia. ¿Puede precisar esas fuentes? Hace unos ciento cincuenta años que se comprendió que los libros «históricos» de la Biblia, sobre todo los cinco o seis primeros (desde el Génesis a Josué), cuentan una historia de Israel de la cual ha habido en el curso del tiempo, a partir del siglo IX, varias presentaciones distintas y que cada una manifiesta la visión que se tenía, en el momento de su composición, acerca de las cosas, Dios, la historia, la religión... Después del término del Exilio (siglo V), por piedad o para conservarlas, fueron entrecruzadas en un relato aparentemente único y continuo, pero en el cual es bastante fácil deslindar vocabularios, imágenes y estilos diferentes sin que eso signifique, ciertamente, dividirlas a cuchillo y precisar hasta el último detalle de su identidad y su composición. El relato más antiguo (siglo IX) sería el que a falta de un nombre mejor hemos llamado
Yahvista, porque nombra habitualmente a Dios por su «nombre», Yahvé; el Elohista, un siglo más tarde, le llama «Dios)) (Elohim, en hebreo). El más reciente, posterior al Exilio, sería el Código sacerdotal y, un poco anterior, está el Deuteronomista, cuya obra central es el Deuteronomio (siglo VII). LA «LEYENDA» DEL ÉXODO Los «comienzos» se construyeron entonces en otro momento; la creación del mundo, el diluvio, la alianza con Noé y después con Abraham, etc., se imaginaron en torno a Yahvé y, en este sentido, la Biblia se nos muestra muy pronto como una serie de «re-lecturas». Leemos la Biblia en la dirección en que sus compiladores quisieron que fuera leída, pero no fue redactada de una sola vez en el orden de acontecimientos que cuenta. La primera versión de la historia bíblica se estableció probablemente en el siglo IX, es decir mucho después de la época de Moisés: el «Yahvista» a que me acabo de referir. Por eso se presenta como monoteísta a Abraham desde un principio. ¡Hasta habría sido el primero a quien Dios se reveló! Asimismo, la idea de hacerle recorrer el Éufrates y llegar a Palestina se debe leer, indudablemente, en función del país que los hebreos ya habitaban entonces: en la época de la redacción de la historia de Abraham, Palestina ya era su lugar de residencia y se creía que Yahvé la había «prometido» desde siempre. La zarza ardiente, la salida de Egipto, las «Tablas de la Ley», ¿son entonces metáforas que sirven para dar credibilidad a una determinada noción de un determinado dios? Son «leyendas», diría sencillamente. Los orígenes y los grandes momentos de la historia de los pueblos siempre son más o menos milagrosos. Seguro que hay una leyenda de Moisés, pero que contiene rasgos más pertinentes que la de Abraham, pues de ella poseemos más informaciones. Conocemos otras leyendas análogas, que relatan nacimientos de grandes hombres, como la del rey Sargón. Sargón I, el gran rey mesopotámico, que reinó hacia 2300-2200 y fundó el primer imperio semita –el reino acadio– también fue encontrado en un cesto flotante y adoptado y criado por un jardinero... Lo que es verdadero, y falso al mismo tiempo, es el Éxodo. Verdadero, porque la presencia de una parte de los israelitas en Egipto, el mal trato que en un momento recibieron y su evasión son circunstancias históricas probables. Falso, porque evidentemente el asunto de las plagas de Egipto, el mar que se abre y otros elementos por completo sobrenaturales son una leyenda que, por otra parte, dio lugar a un poema maravilloso (Éxodo, XV, 1-11)... De modo semejante, el viaje que Moisés impuso a su pueblo antes de regresar a Palestina, para rendir «homenaje a Dios en la montaña» donde se le reveló, estaba destinado a reencontrar el lugar «simbólico» en que debía refrendarse la Alianza con Yahvé. El vocabulario de los relatos que giran en torno a la «Revelación» de Yahvé en el Sinaí
recuerda una erupción volcánica: sabemos que la hubo por lo menos en el país de Madián. Se pudo utilizar esos recuerdos al contar la famosa escena. Lo que no significa, ciertamente, que el encuentro de Moisés con Dios en el Sinaí (y es sumamente dudoso que se trate del Sinaí que conocemos, en la península de ese nombre) coincidiera con un seísmo... Pero ese lenguaje no podía por menos que marcar e impactar la imaginación y los sentimientos religiosos de los israelitas, imponiéndoles la noción de un dios señor de la naturaleza, formidable e irresistible. Ése es el gran informe legendario de Moisés: gran puesta en escena, ruido, humaredas, etc. LA REVOLUCIÓN DE MOISÉS Aparte de la leyenda, ¿qué sabemos de Moisés, cuya obra e influencia han sido considerables, porque, como acaba de decirnos, creó uno de los principales sistemas religiosos del mundo? Según la Biblia (¡y no hay más fuentes!), Moisés habría nacido en Egipto, en el curso del siglo XIII, creemos que hacia el año 1280. En esa época, Israel ya estaba constituida por clanes, las llamadas «tribus». Los antepasados de Moisés pertenecían a uno de esos clanes nómadas que llegaron con sus tropeles de animales, para protegerse de la hambruna, hasta las tierras fértiles de Egipto. Ése es sin duda el momento en que se endureció la situación de los transhumantes de Palestina: el régimen del faraón se tornó más severo y se degradó el estatus de esas tribus de inmigrantes. Convertidos en residentes extranjeros, se vieron obligados al trabajo diario y a la servidumbre y poco a poco concibieron la idea de regresar a casa. Moisés es uno de los que enarbolaron el proyecto de volver a Palestina, el país verdadero de los israelitas que muchos de sus «hermanos» habían abandonado. Se diría que formó un proyecto doble: político -llevar a casa a sus compatriotas- y religioso -apegarlos a Yahvé y sólo a Yahvé-. Hizo ver que ese dios los ayudaría y los sostendría en la empresa si verdaderamente se apegaban a Él como a un jefe y se mantenían fieles a su «Alianza» y a su voluntad. ¿Realizó así Moisés una verdadera revolución en el modo de concebir la divinidad? Una revolución importante, repito, porque hasta entonces todos los sistemas religiosos conocidos eran decididamente politeístas y antropomorfistas. Moisés no sólo afirmaba que únicamente había un dios que debía importar a Israel -Yahvé-, sino que concebía a este dios por completo distinto de las otras potencias divinas conocidas hasta entonces: demasiado grande, demasiado sublime y demasiado distante como para poder representarlo, dar de Él una imagen que al cabo sólo sería una imagen agrandada de nosotros mismos... En el contexto de las religiones de ese tiempo, se trataba de una visión religiosa totalmente renovada y de
gran hondura espiritual. Moisés transformó también por entero el culto a ese dios sin imagen: prohibió las ofrendas, los sacrificios y el esplendor del ceremonial, todo lo cual eran ritos que suponían la satisfacción de las necesidades de Yahvé, que no tenía necesidad alguna. Desde ese instante sólo se podía ir a Él si se obedecía su voluntad, que ordenaba consagrar todo a una conducta recta de acuerdo con un código ético y social. Éstos son, me parece, los dos puntos esenciales que convierten a Moisés en una figura única: su inclinación inicial hacia una unidad cierta de Dios, de un dios que trasciende al hombre, y su religión moral. LA ALIANZA CON EL PUEBLO ¿Una religión moral que Dios mismo inspiró directamente a Moisés en el Decálogo, en las «Tablas de la Ley»? El Decálogo no es, hablando con propiedad, una ley, sino más bien la lista, el recuerdo de las obligaciones esenciales que vinculan a los hebreos a Yahvé en la Alianza que habían pactado. Este código moral también representaba una verdadera novedad, completamente inesperada en relación con el medio general de entonces. La novedad no estaba en el contenido, que en suma sólo es un breve catálogo de sencillos truismos de «buena conducta»: no matar, no robar, no tomar lo que pertenece a otros... La novedad reside en la vinculación a la voluntad de Dios de todas estas obligaciones elementales cuya observancia debía reemplazar lo artificial, fastuoso y brillante del culto. Comportarse honesta y moralmente, respetar a los demás, se convertiría en el único medio auténtico de rendirle un homenaje digno de sus dimensiones, de reconocer su grandeza. Se trata de un cambio enorme. ¿Pero este Dios de la Biblia no era también un dios guerrero, celoso, incluso terrible, que presentaba además las características de un jefe de clan, de un jefe de guerra, y no los rasgos de un dios universal? Era indispensable que se imaginaran a Dios, a Yahvé, según la idea que entonces se tenía del señor, del jefe con la ayuda del cual Israel no sólo podía recuperar su lugar en Palestina, sino -y esto parecía la ambición común- establecer allí un territorio propio e independiente. La violencia, la guerra, los «celos» de Yahvé, este aspecto implacable y terrible, eran el modo como se lo veía en su papel. Después, la noción de Dios evolucionó mucho: ¿cómo vamos a verlo nosotros como si fuera un líder militar? Hay otro punto que conviene destacar: la Alianza y la religión sólo se comprendían en tiempos de Moisés, y durante varios siglos posteriores, en el plano colectivo. Me explico: Yahvé hizo la alianza con el pueblo de Israel, su socio, y no con cada individuo de ese pueblo, a lo sumo muy indirectamente; en primer lugar fue con el pueblo como tal. Y por poco que ese pueblo se mantuviera fiel a la Alianza, Yahvé se hacía cargo de su
destino, de su historia futura. En otras palabras, de este modo Yahvé ingresaba, por así decirlo, como actor en la Historia. Y esta historia ulterior del pueblo de Israel es, precisamente, la que determinaría la noción que hubo de hacerse de Él. Por este camino indirecto, me parece, poco a poco se concretó y se impuso el monoteísmo. HACER DE ISRAEL UNA NACIÓN ¿Provocó la muerte de Moisés, se cree que hacia 1250, una modificación apreciable en la relación con Yahvé? ¿Supieron seguir fieles los hebreos a su deber de obediencia una vez que perdieron a su jefe y estuvieron en camino hacia una «Tierra prometida» que consideraban propia? Moisés cumplió la mitad del camino: apegar su pueblo a Yahvé. Quedaba la segunda etapa de la misión: convertir a Israel en una nación, darle un territorio, es decir, organizar el paso del nomadismo a la vida sedentaria. Y a esta empresa se agregó otra: la de vivir junto a los habitantes del país (antes de suplantarlos), los cananeos, cuya civilización era floreciente, sin perder por ello el apego a su Dios ni la identidad propia. Ahora bien, resultaba mucho más fácil para esos nómadas adherirse exclusivamente a la voluntad de Yahvé en pleno desierto que serle fieles una vez sedentarios y en medio de un pueblo que ya lo era desde hacía mucho y cuyas divinidades ya estaban probadas... Tenían que aprender todo de los cananeos, especialmente el trabajo de la tierra. ¿Cómo no iban a sentir algún impulso hacia unos dioses que parecían asegurar tanta abundancia a los cananeos? Cambió radicalmente su modo de vida cuando accedieron a la propiedad de la tierra. Descubrieron las oposiciones -que los nómadas ignoraban- entre ricos y pobres, opresores y oprimidos, acreedores y deudores. En pocas palabras, dejaron esa especie de fraternidad, de despojamiento personal, en beneficio del interés privado. Observar la fraternidad fundamental que ordena la moral mosaica del Decálogo se tornó mucho más difícil y fueron mucho mayores las posibilidades de caer en falta. Dicho de otro modo, Israel se fue situando progresivamente en condiciones de faltar a su Alianza y de ser castigada por esas faltas. ¿Cuál fue entonces el papel de los reyes en las vicisitudes de Israel? Al principio, después del ascenso de la realeza (hacia el año 1000), hubo un período glorioso: la época de David. A David se le ha considerado siempre «el gran rey». Salomón, al parecer, no gobernó el país del modo riguroso e inteligente en que lo hizo David, aunque poco después de su muerte se produjera un cisma entre el norte y el sur (reino de Israel y reino de Judá). En otras palabras, ese lapso, bastante floreciente, pudo hacer creer a Israel que Yahvé estaba definitivamente de su parte y que, en consecuencia, podía contar con todas las posibilidades. Pero en
seguida comenzó un período de decadencia. Y las cosas empeoraron cuando se concretó la amenaza asiria. Desde el siglo VIII, en efecto, las guerras de conquista que realizaron los poderosos e irresistibles asirios golpearon con gran fuerza el reino de Israel. PROFETAS INDIGNADOS Sin embargo, durante esos siglos de decadencia debía de existir un núcleo de resistencia a las tentaciones de esa vida nueva, a los dioses cananeos y a las crecientes injusticias... ¿Qué hacían entonces los profetas, esos «fieles indignados», como usted los llama? Se alzó un grupo, en efecto, de defensores del ideal religioso total de Moisés, de fieles entre los fieles, que se indignaban al ver que el pueblo, por sus debilidades y faltas a la Alianza, se apartaba de Dios y provocaba su castigo. Los profetas, porque de ellos se trata, protestaban y recordaban a cada uno la esencia misma de su religión; desempeñaron un papel decisivo para la historia religiosa futura. Hay que comprender bien su función: no era de «predicción», sino de predicación. Recordaban sin descanso su deber a compatriotas amenazados por los castigos de Yahvé. La fuerza implacable de los asirios, que daba la razón al pesimismo de los profetas, aportaba una confirmación evidente del poderío de Yahvé. Los profetas comprendieron, y publicaron, que los dioses de Asiria no eran los que impulsaban a éstos a terminar con el pueblo de Israel; era el mismo Yahvé quien los llamaba contra Su propio pueblo tal como se llama a un perro (Isaías, V, 25-26): Por eso se ha encendido la cólera de Yahvé contra su pueblo, extendió su mano sobre él y le golpeó. Y mató a los príncipes, sus cadáveres yacían como basura en medio de las calles. Con todo eso no se ha calmado su ira y aún sigue extendida su mano. Iza bandera a un pueblo lejano y le silba desde los confines de la tierra; vedlo aquí, rápido, viene ligero. La historia adquirió una dirección nueva debido a esta idea de un Dios justo que prometió castigar a quienes le faltaran: merecemos lo que hoy vivimos, repetían los profetas. Era la prueba de que Yahvé conducía el juego, que era más fuerte que los temibles asirios y sus divinidades, y por lo tanto que era el Dios más poderoso del mundo: el Único. Al protestar contra las faltas a la Ley de Yahvé, al recordar la esencia misma de la religión de Moisés, los profetas del siglo VIII plantearon la necesidad del castigo y demostraron que la justicia de Yahvé era absoluta y universal, que Él dominaba el universo. Creo que de allí vino la maduración del monoteísmo y que se hizo en ese ambiente doble de alianza con Yahvé y de apego sólo a Él. La preeminencia absoluta de la unicidad de Dios se estableció de manera
evidente por primera vez consecuencias que extraer...
en
el
mundo:
aún
faltaban
muchas
REVELAR A YAHVÉ AL MUNDO ENTERO En el año 587 antes de Jesucristo, el rey de Babilonia, Nabucodonosor II, sitia y saquea Jerusalén. Matan a muchos hebreos y toda la élite del país, unas 4.500 personas, es exiliada a Mesopotamia. Es la prueba terrible del Exilio. ¿Qué consecuencias tuvo para el desarrollo de la religión del Dios único? La mentalidad de los fieles a Yahvé evolucionó hacia la concepción que favorecían los profetas. A fuerza de decir: «Como obedecimos la voluntad de Yahvé estamos en estas condiciones», terminaron por dar a esa voluntad, codificada e incluida en los sucesivos esbozos de la Biblia, una importancia superior a todo, y al mismo tiempo se convencieron del monoteísmo absoluto. Por otra parte, creo que en la época del Exilio se afirmaron y enfrentaron dos grandes concepciones del yahvismo en el seno del pueblo de Israel: por un lado la que se formó en torno de un personaje del que nada o casi nada sabemos, el «segundo Isaías»; por otro lado, la que se agrupó alrededor del profeta Ezequiel. La primera propendía a abrir la religión de Yahvé a la Tierra entera, a universalizarla; la segunda, en cambio, pretendía crear una comunidad puramente religiosa, centrada en Yahvé y su voluntad, cerrada sobre sí misma. ¿Por qué ese nombre de «segundo Isaías»? El que llamamos «segundo Isaías» es, a mi entender, el último gran profeta. Es también un poeta inmenso, que creó un estilo nuevo, de lengua e imágenes extraordinarias. Su obra escrita, anónima, fue integrada por los compiladores de la Biblia al libro del «primer Isaías», dos siglos anterior, y forma los capítulos 40 a 55 del libro definitivo (más tarde se agregó un «tercer» Isaías...). El Exilio en Babilonia duró casi medio siglo, hasta la caída de la ciudad, que las fuerzas de Ciro el Grande arrasaron en el año 539. De espíritu más amplio que los asirios y babilonios, Ciro devolvió la libertad a los hebreos en el 538. En este contexto de regreso a la patria, el segundo Isaías extrae lecciones de las guerras, desgracias, el Exilio y los trastornos que acaban de perturbar el Medio Oriente antiguo, y entrega una especie de mensaje de libertad, de liberación para y con Yahvé. Como profeta que era, ve la omnipotencia de Yahvé en todos esos sobresaltos de la historia; ve también la señal de que Él ha perdonado a su pueblo. Su idea es que después de la catástrofe que lo arrancó de su país, y que Yahvé quiso, Israel recibió de Él una misión: revelar a Yahvé al mundo entero, enseñar el Dios único y universal a todos los hombres y hacer que resuene por todas partes el conocimiento y la admiración de este Dios solo y sublime.
EL MENSAJE DE SALVACIÓN ¿Nos puede dar algún ejemplo de ese mensaje universal? Como si se repitiera la historia primordial de la salida de Egipto y la travesía del desierto tras el cayado de Moisés, el segundo Isaías anuncia que la salida de Babilonia, como antaño la de Egipto, será la oportunidad de que todos comprendan por fin la grandeza y la omnipotencia de Yahvé (Isaías, XL, 1-5): Consolad, consolad a mi pueblo -dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa, pues ha recibido de mano de Yahvé castigo doble por todos sus pecados. Una voz clama: «En el desierto abrid camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios.» [...] Se revelará la gloria de Yahvé y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahvé ha hablado. El pueblo de Israel, terminados sus sufrimientos, se muestra como el mandatario, el mensajero, el servidor de Yahvé. Su vocación es entonces propagar en el mundo entero el conocimiento de ese dios único y universal. El privilegio que queda a los hebreos es, apegados al único Dios, haber sido escogidos por Él para ser sus portavoces (Isaías, XLII, 12): He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones. Era un ideal sin duda muy noble y grande, pero quizás demasiado alto y alejado de las preocupaciones inmediatas de los hebreos como para que se pudiera imponer. ¿Se impuso entonces, al regreso del cautiverio, el punto de vista nacionalista y moralista de Ezequiel? Ezequiel estaba marcado por sus funciones: era sacerdote, miembro del clero del Templo de Jerusalén. En torno de él se formó una especie de «partido» de los tradicionalistas, que no cesaban de insistir en la «elección» de Israel como «pueblo de Dios», idea que imaginaban provenía de tiempos de Abraham, desde el origen mismo de Israel, y que constituía su orgullo. En Ezequiel, al revés que en el segundo Isaías, el «mensaje de salvación» sólo concierne al pueblo de los israelitas: los demás no importan, tampoco sus ídolos; no hay que interesarse por ellos e Israel nada tiene que hacer con ellos. Son incluso los enemigos de Yahvé y por lo tanto de su pueblo.
En esta etapa de resurrección de Israel se impuso un estrecho repliegue del pueblo sobre su dios y sobre sí mismo. Y asistimos al establecimiento de una comunidad sobre todo religiosa y cerrada. El acceso al Templo de Jerusalén está rigurosamente reservado: «Ningún extranjero, no circuncidado de corazón y de cuerpo, tendrá derecho a ingresar en Mi santuario», dirá Ezequiel (XLIV, 9), que se convierte en propagandista y legislador del nuevo orden. De este modo se funda una comunidad cerrada, puramente religiosa: desde este momento hay que hablar de judaísmo. EL NACIMIENTO DEL JUDAÍSMO Acaba de hablar del judaísmo como comunidad religiosa. Pero el judaísmo es también una religión personal... «Otro progreso» considerable se había conseguido, desde antes del Exilio, gracias al gran profeta que fue Jeremías. Descubrió la religión personal, ya no solamente, como hasta entonces, colectiva: la posibilidad de tomar a Yahvé como interlocutor, de hablar con Él, en el corazón, como con un amigo, de sentirse responsable ante Él, a pesar de su grandeza, su sublimidad y su poderío. Por consiguiente, como dijo Jeremías (XXXI, 29), y como repitió Ezequiel (XVIII, 2), ya no volverá a decirse, en una perspectiva de solidaridad: «Cuando los padres han comido de agraz, los niños tienen dientes irritados.» Cada uno responderá por sí mismo ante Yahvé. Ante Él ya no habrá un pueblo, sino individuos; y las obras buenas o malas de cada individuo le valdrán, sólo a él y no a los demás, el favor o el rigor de Yahvé. El judaísmo es una religión personal, lo cual provocó preguntas angustiosas acerca del trato que Dios da a cada uno. Antaño se podían desplazar siempre para más tarde los castigos o favores que mereciera el pueblo: un pueblo vive mucho tiempo. Pero el individuo muere pronto: era necesario, por lo tanto, que se recompensara al justo aquí abajo por su buena conducta para con Yahvé, por su obediencia a su voluntad, y que el malo fuera castigado antes de morir, porque después de la muerte sólo esperaban en esos tiempos un grande, profundo y perpetuo adormecimiento. La Biblia conserva muchos ecos de las controversias que provocó «el problema de la justa retribución», el «porqué» del mal, en suma. ¿De allí proviene la gran importancia que adquiere la noción de Ley, de obediencia y de vuelta a la Ley, el todo apoyado en un repliegue a una especie de aislacionismo del pueblo de Israel? La larga historia religiosa había confirmado, en los hechos, la necesidad de someterse por completo a la voluntad de Yahvé, que se fue codificando de siglo en siglo en preceptos «morales» y «religiosos», positivos o negativos, cada vez más numerosos y precisos (la formación progresiva de la Biblia es testimonio de esto). Paulatinamente se va prestando una
atención extrema a estas «obligaciones» y a unas «leyes» que en cierto modo tomaron el lugar del mismo Dios, superponiéndose a Él e incluso, en parte, sustituyéndolo. Adquirieron, con el nombre de Ley, una importancia central en torno a la «Torah», los cinco primeros libros de la Biblia, su porción esencial, a un tiempo «enseñanza y legislación» venidas de Dios. El judaísmo parece estar dominado por esta noción esencial, quizás más que por la persona misma de Dios. Es una religión monoteísta, pero también profundamente legalista. Esdras, que fue su verdadero fundador, era a la vez sacerdote y letrado: un hombre de letras, un doctor de la Biblia escrita y, sobre todo, de la Ley que transcribía. La relación con Dios no era inmediata: pasaba (y, sobre todo, aún pasa) por el texto, el texto de la Ley o, en sentido más amplio, de la Torah. LA RELIGIÓN, COMO EL AMOR Acaba usted de insistir en la evolución de la religión de Israel. En un principio se manifestó en el apego de un grupo de nómadas a un dios oscuro y desconocido hasta entonces, y terminó por transformarse, con el judaísmo, en la primera religión monoteísta. ¿No ve una contradicción entre la idea de un dios soberano que garantiza a «su pueblo» una identidad y una continuidad nacionales, y la de un dios único de todo el universo? Naturalmente, la veo: religión y política son, por naturaleza, dos dominios por completo distintos. Pero es un hecho que estos dos campos se han cruzado continuamente desde el principio, desde que se creyó que Dios había escogido un pueblo, una entidad política, para Él. Y esto ha dirigido la evolución religiosa de Israel. A una religión se la puede entonces orientar o utilizar políticamente. Moisés, mediador entre Dios y su pueblo, es también el fundador de la nación y el «primer legislador» de Israel. ¿Acaso se inventó la unicidad divina para traducir un sentimiento muy fuerte de la unidad y unicidad de la nación? Si quiere sugerir (está de moda en estos días) que la religión sería un efecto, un resultado y un medio de la política, no estoy de acuerdo en absoluto. La religión, hay que decirlo, pertenece a otro registro. Los que creen que la religión se organizó para asegurar un «poder» cualquiera no entienden nada de religión, jamás se lo han preguntado o nunca han comprendido lo que es. Es como insinuar (¡y lo han hecho!) que el amor sólo se inventó para asegurar un poder... Es cierto que Moisés utilizó evidentemente la cuerda política, pues la gente no es puro espíritu y conviene inflamarla para algo. Pero no por ello hay que creer que a Yahvé se le consideró primero una fuerza política. ¿Cree usted, entonces, que el sentimiento religioso de Israel, que apunta hacia el siglo XIII antes de nuestra era, es netamente distinto de una aspiración o de una necesidad de orden político?
Naturalmente. Son, de por sí, dos dominios heterogéneos. Comparo fácilmente la religión con el amor: de la misma forma que el amor, por definición, por finalidad, por ejercicio, se crea una esfera propia en que siempre es reconocido, así ocurre con la religión. Un político enamorado está enamorado y es político al mismo tiempo; las dos cosas están, de por sí, totalmente separadas. La mayoría de la gente, incluso los historiadores de las religiones (lo que es mucho más reprobable), jamás ha reflexionado seriamente sobre qué es una religión, LA religión. ¿Me está diciendo que en lugar de vincularla a otra cosa es preferible estudiar la religión en sí misma? Sí, y creo que esto es crucial. Se ha estudiado la religión como factor de conjunto, de presión social sobre los individuos y no como sentimiento individual, lo que, sin embargo, es la realidad primera y esencial de la religión. Es verdad, y hay que decirlo, que pocas personas tienen un sentimiento total, auténtico y completo. ¿Pero acaso hay tanta gente que se haya enamorado auténtica y totalmente? UN DIOS DEL CORAZÓN En el fondo, si le hemos comprendido bien, dice usted que, como historiador, y a pesar de su conocimiento del Oriente Medio antiguo, no se explica por qué fue Moisés el inventor del monoteísmo... Tiene razón, en cierto modo. Y tampoco me explico mucho más la invención del cristianismo ni del islam. Un hombre concibe un gran proyecto, religioso o de otro tipo: lo medita mucho tiempo, primero solo, y puede llegar a construirse todo un sistema alrededor. Después de convencerse a sí mismo, puede que quiera convencer a otros. De este modo puede nacer, como por accidente, un movimiento religioso (y también un movimiento político, filosófico, etc.). Y después todo depende del azar de las cosas. Muchos de estos grandes proyectos, así concebidos, no van muy lejos, abortan, por decirlo así. Pero uno u otro pueden hallar eco suficiente, implantarse y crecer. Es la historia de la aventura religiosa de Moisés y de algunos otros. ¿Moisés fue un creador en ese sentido? ¿Qué le parece? Debo decirle que, precisamente como historiador de las religiones, es decir, interesado sobre todo en la religión y sus problemas, tengo por Moisés una admiración sin límites. No exactamente por lo que fue él mismo: apenas sabemos nada de él; sólo vemos su obra y las continuaciones de lo que él comprendió y difundió. Tampoco porque -la cosa cae por su peso-él está en el origen mismo de la religión israelita, de la Biblia y, por consiguiente, aunque algo más alejado, del cristianismo y, algo más alejado todavía, del islam, lo que ya no está mal... Pero veo en él sobre todo al primer espíritu religioso conocido que supo romper de golpe con las normas religiosas universalmente aceptadas en su tiempo: sin él,
quizás continuarían vigentes. Esas normas se fundaban en un antropomorfismo radical y por necesidad quimérico, en la respuesta, en suma, más ingenua e irrisoria al problema religioso. Moisés nos sacó de allí haciéndonos comprender -lo creo, aparte de cuál sea la verdad objetiva de su mensaje- que si necesitamos de un Dios, sólo precisamos de un Dios que no se nos parezca en nada, que no sea, a fin de cuentas, un hombre más grande y magnificado cuanto se quiera pero no distinto de un hombre. Nos basta saber de Él que existe, está presente, está ahí, sin otras explicaciones ilusorias. Moisés es el primero que nos puso en contacto con un dios verdaderamente trascendente, absoluto e incomprensible. Es un Dios del corazón y no un concepto filosófico... No necesito ningún dios que yo comprenda. Es lo que nos enseñó Moisés, aunque sin duda no podía entender esto como nosotros lo entendemos.
MARC-ALAIN OUAKNIN
El Dios de los Judíos
EL LIBRO DE LOS JUDÍOS: LA TORAH ¿Se puede decir, sencillamente, que judío es el que cree en el Dios único de la Biblia, revelado en la Biblia, y cuyo nacimiento, Jean Bottéro, como historiador, acaba de contarnos? Sí, pero hay que precisar el sentido de las palabras. Acaba de decir: la Biblia. En boca de un judío escuchará con mayor frecuencia la palabra Torah, es decir «libros de Moisés», que escribió él mismo y le fueron dictados por Dios. Se trata de los primeros cinco libros de la Biblia (Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio), que se llaman también Pentateuco (palabra de origen griego que significa «cinco rollos»). Estos libros poseen un lugar completamente privilegiado en el conjunto de la vida, la tradición y el estudio judíos. Cuando un judío dice «la Torah» casi siempre está pensando en los cinco libros de Moisés, que cuentan la historia judía desde la creación del mundo hasta la entrada en la tierra de Israel después de la salida de Egipto. ¿Ha dicho «los libros de Moisés que escribió él mismo»? Pero los historiadores no consideran que Moisés sea el «autor» de los cinco primeros
libros... Ni los historiadores ni los creyentes... Moisés escribió la Torah bajo el dictado de Dios. No es el autor en sentido estricto, sino el redactor. El fin del Deuteronomio relata la muerte de Moisés. El redactor del libro contó entonces su propio entierro... Sobre este tema hay un muy buen comentario del Talmud: refiere que Dios dictó a Moisés su propia muerte. Cuando éste escuchó las palabras «y Moisés murió...», dejó de escribir con tinta, lloró y cogió sus lágrimas para redactar el final de un capítulo que se podría titular «Las lágrimas de tinta». Decir que Moisés es el autor de la Toráh quiere decir que se trata de libros revelados por Dios o dados por Dios a Moisés y, a través de él, al pueblo judío. No importan ni la historia ni las fechas, sino la autoridad de Moisés y la idea esencial de que la revelación de Dios se hace por intermedio de un libro, que la idea de Dios no es pensable, para los judíos, fuera de la existencia de este libro. ¿Pero cuál es entonces el papel de la historia, o de las historias, que relata la Biblia? ¿La historia de Abraham, o la de Moisés, son fábulas? ¿Poseen carácter histórico o por lo menos un trasfondo histórico que importe conocer? El oficio de los historiadores, arqueólogos, especialistas en el Oriente antiguo, en textos antiguos y lenguas antiguas es aclarar ese trasfondo, reconstituirlo tanto como se pueda. Pero como judíos a los que nos concierne la Biblia, sólo nos importa, en la tradición hebraica, sea en el texto bíblico o en el comentario de la tradición talmúdica, el modo como se nos informa de la historia y no el modo como «eso sucedió verdaderamente». Consideremos el relato del diluvio (Génesis, VII y VIII). Sabemos de huellas de uno o varios diluvios en la antigüedad, y también se conocen varios relatos de este diluvio o de varios diluvios. Pero poco importa el modo como aconteció el diluvio bíblico ni cómo se relatan los diluvios en los diversos textos antiguos. Lo importante es cómo la conciencia hebraica, marcada por su idea del Dios único, lo ha transcrito y quiso trasmitirlo. En esto no es Dios lo que nos interesa prioritariamente, sino que el texto nos ofrece una imagen de lo divino y transcribe su acción con los hombres, en particular con Noé. Y en este sentido todo en el texto es importante, no sólo las palabras sino las letras de cada palabra. Ya volveremos sobre esto. LA HISTORIA Y LA MEMORIA ¿Habría oposición, entonces, entre historia y memoria? Por supuesto. La historia se ocupa de sucesos del pasado, de los cuales se pueden extraer o no «lecciones» para hoy. Pero esos sucesos son, efectivamente, pasados. Para la memoria, en cambio, son actuales, están presentes. No es esencial el relato del suceso verdadero, sino el relato
verdadero del suceso: lo que nos propone el texto de la Revelación. Hay otra oposición. El historiador puede hallar toda suerte de contradicciones, pequeñas o grandes, en los textos. Por ejemplo, como lo hace Jean Bottéro, se puede mostrar que el profeta Isaías es muy universalista o que su Dios está destinado a que todos lo reconozcan. Por el contrario, Ezequiel sería, según los criterios del historiador, mucho más «cerrado» o exclusivo. Para el lector judío creyente, en cambio, las dos enseñanzas no son exclusivas, tienen el mismo valor, debe asumir ambas. Tampoco el rey David es el rey Salomón, pero los dos son de igual importancia y necesidad. Entonces apenas le interesa lo que afirman historiadores como Jean Bottéro y numerosos exégetas acerca de la composición de la Biblia, acerca del modo como se fue escribiendo progresivamente.... En cierto sentido, no. Los rabinos, y menos aún el judío común, no tienen en cuenta la crítica textual moderna efectuada desde la historia moderna, lo que se ha llamado «escuela histórico-crítica». La Torah es, para nosotros, sobre todo un texto de fe, que atañe a nuestra vida y nuestra muerte, un texto existencial. Nos identificamos con él cuando lo leemos. Y cuando escuchamos hoy esos textos, en casa o en la sinagoga, nos parece que todo eso sucede aquí y ahora. Hay por lo tanto un desfase entre el lector historiador (que además puede ser judío) y el lector judío creyente. Para el primero, la revelación que se hizo a Moisés tiene una fecha (aunque imprecisa) y la composición de la Biblia posee una historia (aunque sólo pueda ser reconstruida en parte). Para el segundo, el lector creyente, la Revelación no tiene fecha: sucedió hace mucho, mucho tiempo. Y esta palabra le habla todavía hoy. Cuando leo «Dios da la Torah...», la está dando ahora y a mí. La revelación se produce hoy, o continúa produciéndose hoy. Cuando en la sinagoga escuchamos «harás... deberás... Abraham se puso en camino... Moisés descendió de la montaña... etc.», estos textos poseen magia, porque hablan de cosas que acaban de ocurrir allí, ante nuestros ojos, y a veces resulta muy difícil reencontrar el mundo fuera del texto. Si acabamos de hablar del diluvio, allí estábamos realmente... La primera vez que fui a visitar el Sinaí tuve la impresión de que lo conocía desde siempre. Hay un midrash que dice «la palabra de Dios se habla a sí misma». Según el Talmud, esto significa que la palabra de Dios habla siempre, continuamente, y que hay algunos hombres capaces de alzar su atención para escucharla. Esos hombres capaces de escuchar (y no de anunciar) la palabra de Dios son los profetas. Y el lector, judío y no judío, que gracias a los textos de la Torah escucha una «voz que viene de más allá», es también, a su modo, una especie de profeta. En esta capacidad de escuchar un «más allá» comienza la vida espiritual.
UNA LETRA PUEDE DESTRUIR EL MUNDO
Talmud, midrash... ¿Qué es, exactamente, el Talmud, que usted cita tanto como la Torah? En efecto, lo cito a menudo porque, para los judíos, es tan importante como la Torah. Lo llamamos, por lo demás, Torah oral, y completa la Torah escrita, la de los cinco primeros libros de la Biblia de que hemos hablado. ¿De cuándo es el Talmud? Retrocedamos un poco en el tiempo. Los hebreos acaban de instalarse en la tierra de Canaán hacia el año 1250 antes de nuestra era. La realeza se establece con Saúl y después con David, hacia el año 1000. Salomón, su hijo, hace construir el Templo en Jerusalén. En el 931, es decir solamente setenta años después, se produce un cisma político y religioso que genera dos reinos, Israel al norte y Judá al sur. En el 586, Jerusalén es destruida y deportan a los judíos a Babilonia. Regresan en el 538 antes de nuestra era. ¿Qué traen de este exilio? En primer lugar, una escritura nueva, la escritura cuadrada que sigue siendo hoy la del hebreo y que el Talmud considera tan importante como la revelación de la Torah en el Sinaí. Y, en seguida, el pueblo que se reúne desde ese momento alrededor de la Torah (y del Templo, que se reconstruye). Esto se realiza en torno a dos personajes esenciales: Nehemías y sobre todo Esdrás, el escriba. Comienza la influencia de los «escribas», letrados que estudian, comentan y discuten la Ley, que establecen también su texto definitivo, desde entonces intangible. ¿Intangible? En hebreo, la palabra sofer, «escriba», también significa «relator» y «contador»; allí están, por lo tanto, a la vez las ideas de escritura, de relato y de cálculo. Esos escribas contaron todas las letras, las palabras y los capítulos de la Torah con el fin de establecer todo ello de una vez por todas. Se contó cada letra; hasta los «espacios en blanco» y los silencios adquieren significado. ¿Por qué se convirtió en un texto sagrado? No. Porque, según la tradición judía, Dios creó el mundo mediante el texto. Los escribas, herederos de la más antigua tradición, definieron un texto que se convirtió en el modelo mismo del mundo, un texto más esencial que el mundo. Si considero que el mundo no corresponde a lo que dice el texto, esto es así porque estoy percibiendo mal el mundo y no porque el texto sea falso. En otras palabras, si comprendo la Torah, definitivamente fija, comprendo el sentido del mundo y de la vida en el mundo. Por ello es preciso no tocar la Torah. Agregar o quitar una letra sería lo mismo que destruir el mundo.
EL ORIGEN DEL TALMUD ¿Y después vienen los talmudistas? Sí. Son los exégetas, los comentaristas de la Torah. Su palabra se convierte en tradición oral: los maestros, los «rabinos», discuten sin cesar el sentido de tal o cual historia, tal o cual versículo, tal o cual palabra, tal o cual letra de la Torah. Todo esto no comienza a ponerse por escrito hasta el siglo II antes de nuestra era, antes de fijarse el texto definitivo cuatro siglos más tarde, en el siglo II después de Cristo. A este texto lo llamamos la Michná. Ésta es leída y comentada también, y este comentario, que se elabora hasta el siglo v, se llama la Guemara. Michná y Guemara forman lo que se llama el Talmud, la ley judía oral. Los comentarios y explicaciones del Talmud que se refieren más directamente a los relatos de la Torah son los midrashim (plural de midrash). La palabra midrash significa «interpretación». La «biblioteca» judía, es decir los libros de la Revelación para los judíos, está formada, por consiguiente, en primer lugar por la Torah, es decir por los cinco libros de Moisés en la precisa estructura que recibieron después del exilio en Babilonia, y además por los libros del Talmud, que son comentario de la Torah y se redactaron en los primeros siglos de nuestra era. Dicho de otro modo, la ley escrita se vincula, necesariamente, a la ley oral, a la de la interpretación. Escuchándole, se podría pensar, sin embargo, que sólo importa en la Biblia judía la parte que representa la Torah... La Biblia hebraica se llama Tanakh: es una palabra compuesta por las iniciales de la palabra Torah (los cinco libros de Moisés) y por las de las dos palabras que designan las otras partes de la Biblia: los Neviim (los profetas) y los Khetouvim (los hagiógrafos o escritos). El Talmud se interesó sobre todo por los libros de Moisés, portadores de los ritos y mitos fundadores del pueblo. Los demás libros de la Biblia se han comentado menos, es verdad, y muchos judíos los suelen conocer poco, pero, ciertamente, no los rechazan: son parte integral de la Revelación. Hoy, con el renacimiento del Estado de Israel, la conciencia histórica de los lectores de la Biblia está más alerta y atenta a la dimensión fáctica del texto. Los textos históricos, que se habían abandonado un tanto, han recuperado con fuerza un primer plano. El judaísmo actual está marcado entonces por el Talmud; no se comprende sin el Talmud. Lo que se llama judaísmo no existía del mismo modo en tiempos de la Biblia. El judaísmo actual nació después del retorno del exilio de Babilonia (-586) y se constituyó en los primeros siglos de nuestra era, en
la época en que se elaboró el Talmud. Por eso, además, es llamado judaísmo talmúdico o rabínico. Continúa ligado, por supuesto, al Libro de la Revelación, a la Biblia, a la Torah, pero en primer lugar a través de su interpretación por los maestros del Talmud. Una consecuencia es que se puede leer y conocer muy bien la Biblia y muy poco el judaísmo. Es el caso de muchos cristianos... Insisto, sin embargo, en la continuidad ininterrumpida de la interpretación de la Torah oral desde el Sinaí hasta los comentarios de los maestros del Talmud. LA VISIÓN DE VOCES La revelación es de un Dios único. Cuando leemos la Biblia tenemos la impresión de que esta revelación no se dio así sin más... La Biblia, en efecto, habla de la revelación de un Dios único. En la época en que Abraham, Isaac, Jacob y después Moisés tuvieron esta revelación, pareció una invención revolucionaria, a contracorriente de numerosas creencias, ideas, prácticas e incluso gestos. Podemos decir varias cosas de ese Dios: cómo se manifestó a Moisés a través de una zarza que ardía pero no se consumía, cómo se reveló colectivamente a los hebreos en la montaña del Sinaí, cómo trató a los hebreos en el desierto, camino de la Tierra prometida, y después a los israelitas en tiempos de los reyes, durante los dos exilios sucesivos, después del retorno del exilio. Se entiende que esta revelación no se hizo en un solo día, que el pueblo se vio sometido a prueba, que a veces retrocedió, se mostró infiel, volvió a los ídolos. En este sentido se puede decir, en efecto, que el «monoteísmo», el Dios único, no era inherente al pueblo hebreo antiguo. Pero -y es éste un aspecto que muchos suelen ignorar o no comprender- el judaísmo no se interesa tanto en «Dios» como en el texto que habla de Él. Para los maestros del Talmud -y por lo tanto también para nosotros, los judíos de hoy-, la revelación de la Biblia es antes que nada la revelación de un texto, la Torah, en el cual los judíos descubren cómo vivir. El Dios de la Biblia es un Dios para el hombre. La revelación, según los maestros del Talmud, expone leyes, valores y comportamientos que conciernen en primer lugar a los hombres, presenta lo que con una palabra más docta se llama «ética», es decir lo que hay que hacer para vivir de modo justo y feliz. Dios no se reveló para sí mismo sino para los hombres. La cuestión del «Dios único» no interesa a los judíos tanto como suelen creer los no judíos. Es único en el sentido de que, para ellos, no hay otro; y éste es el sentido del «monoteísmo»... Habla usted de «revelación» de Dios. ¿Qué significa exactamente esta palabra? La respuesta más simple sería decir: Dios nos habla, hay una palabra divina que se dirige a nosotros, para nosotros. Esta palabra no habla de Dios en Sí mismo: no dice quién es Él. Nos dice, en cambio, lo que Él dice a los hombres y lo que hace con los hombres. Por ejemplo, induce a
Abraham a marcharse de su país y dirigirse al país que Él le va a mostrar (Génesis, XII). Dicho de otro modo, la primera revelación es una palabra de desarraigo, una palabra que hace salir... En el monte Sinaí, Dios ya no se revela a Abraham, a un hombre solo, sino a todo el pueblo reunido (Éxodo, XIX). ¿Cambia algo esta revelación «colectiva»? Sí, la diferencia es capital. Dios se dirige a Abraham dándole una orden; se trata de un diálogo de individuo a individuo. En el texto del Éxodo que describe el encuentro excepcional entre Dios y el pueblo, se advierte que Dios sólo es una voz: se dirige al pueblo desde lo alto de la montaña por mediación de Moisés. El relato es, por lo demás, asombroso. Habla de una «visión de voces». «Y todo el pueblo vio la voz.» Se trata, para los comentaristas, de la visión del texto grabado en las Tablas y revelado en el monte Sinaí. Dios mismo se mantiene retirado, invisible. Adopta un rostro e incluso se encarna, adopta un cuerpo en forma de voz, en su palabra, que se graba visiblemente en tablas de piedra, las Tablas de la Ley. Así pues, la revelación del Sinaí es revelación de un texto. Y ésta es la revolución que nos aporta la Biblia. El vínculo primordial y esencial de los judíos con Dios es el vínculo con un texto, el de la Torah, que hay que comprender en todas sus dimensiones. La mística judía tiene una fórmula asombrosa para decirlo: «El Santo (Dios), Bendito sea, y su Torah son uno y lo mismo.» DIOS ES UN TEXTO De todos modos, resulta extraño hablar de «revelación de un texto». Se podría pensar que el Dios de los talmudistas, y de los judíos en general, es un texto... ¡Pero si así lo dicen! Todo acontece como si el Infinito -Dios-pasara a nuestro mundo finito y se convirtiera él mismo en algo finito, limitado, un texto, un libro. Pero esta limitación de Dios plantea problemas. Los talmudistas han advertido el riesgo de vérselas con un Dios finito, con un Dios objeto de este mundo, es decir con un ídolo. ¿Con idolatrar un texto? Exacto. Idolatrar es volver divina o adorar como a Dios una cosa de este mundo. Entonces, en el caso de la Torah, se trataría de la idolatría del Libro y de la Ley. Había que dar, por lo tanto, un sentido infinito a ese texto, volverlo en cierto modo infinito. Los talmudistas lo han conseguido. En el Talmud, no se trata de comprender siempre mejor EL sentido único que se supone contiene el texto, pues eso sería una forma de apropiarse de Dios, de encerrar el infinito. No, se trata de interpretar de tal modo el texto que la palabra que contiene -y que es única- se comprenda en todos
los sentidos posibles. La definición del Talmud consiste precisamente en esa palabra plural debida a la pluralidad de interpretaciones. Se puede decir algo de un texto, pero también otra cosa, e incluso otra más: la interpretación no cesa nunca. Siempre hay un comentario acerca del comentario, infinitamente. El Talmud no dice EL sentido de la Torah; por el contrario, abre sin cesar la Torah a nuevos sentidos. ¿Nos puede dar un ejemplo concreto de esta forma de interpretar? Para comprenderlo, basta observar lo que todavía hoy hace un Beth Hamidrach en una casa de estudios. A primera vista se advierte desorden, alboroto, gesticulación vehemente, idas y venidas sin pausa. Es lo contrario de la quietud monástica: el silencio no es aquí la norma. En las mesas, a menudo mal alineadas, pululan, revueltos, los libros de la Torah, del Talmud, de Maimónides, del Choulhan Aroukh (código de la Ley judía), libros apilados unos sobre otros. Los estudiantes, generalmente uno frente a otro -sentados, de pie, con una rodilla en algún asiento-, se inclinan sobre los textos. Leen en voz alta, oscilan de atrás adelante, de izquierda a derecha. Marcan la lectura con gestos, golpean frenéticamente los libros o la mesa, hojean por momentos las páginas de los comentarios que toman y vuelven a tomar de los estantes de la inmensa biblioteca que enmarca la sala... Felizmente casi nunca están de acuerdo en la interpretación del pasaje que estudian... Y van a consultar al maestro. Éste explica, toma posición acerca de las tesis de unos y otros, calma por un instante la «guerra de sentidos» a que se entregan quienes le consultan. No es extraño ver, más lejos, a un estudiante dormido, con los brazos cruzados sobre un texto del Talmud. A su lado, otro bebe un café y fuma un cigarrillo, meditabundo y concentrado. La efervescencia es permanente. El rumor ininterrumpido del estudio resuena día y noche. Los textos del Talmud tienen este mismo aspecto de desorden, con comentarios y discusiones sin fin entre maestros entre sí o de maestros con alumnos. LEER A ESTALLIDOS ¿Cómo conciliar este «desorden», este permanente poner en duda, con la idea de un Dios único? Esta actitud me parece reveladora del pensamiento judío y de sus relaciones con el Dios único: manifiesta, precisamente, su rechazo a la idolatría, es decir a todo cuanto fijaría de una vez para siempre el sentido dado al Dios único. En ello se puede apreciar también cuán apegada está la ley escrita a la ley oral, es decir a la ley de la interpretación. La tradición musulmana dice, acerca de los judíos (y de los cristianos), que son «pueblos del Libro». Pero esta expresión ha sido justamente rechazada. Según una fórmula de un gran pensador judío contem-
poráneo, Armand Abécassis, el judío no es el «pueblo del Libro» sino el «pueblo de la interpretación del Libro». La lectura es la actividad esencial del judío. Esta vocación a la lectura y a la interpretación, esta vocación «hermenéutica», por emplear un término docto, es un modo de ser responsable ante Dios, e incluso de Dios o del hecho de que Dios esté vivo. ¿Dios depende entonces de la interpretación que los hombres hacen de Él? Sí, Dios sólo existiría como ser infinito si los hombres le tornan Ser viviente a través de la interpretación y no ídolo inmóvil. Hay una expresión muy importante del Talmud que declara: «Palabras de unos y otros, palabras de Dios vivo.» Dicho de otro modo, si hay palabras de unos y otros, entonces las palabras de Dios son las de un Dios vivo. Por el contrario, si descansamos en la palabra única, si caemos en la trampa que consiste en decir «creemos que Dios es esto, decimos que Dios es aquello», creamos una ideología de Dios, una teología que enuncia LA verdad de lo que hay que pensar y decir de Dios. Desembocamos, sencillamente, en la muerte de Dios. Encerrarlo en una concepción única es lo mismo que matarlo o dejarle morir. La vocación del Talmud -la ley oral judía- es hacer que estalle la palabra única de la revelación bíblica para dar a Dios su estatus de infinito. Pero a pesar de este estallido de sentidos o de esta multiplicidad de sentidos de la Torah, para un judío no es en absoluto indiferente que haya un Dios o varios dioses... La unicidad de Dios no es problema para un judío docto o común y corriente: «Dios es uno» es la profesión de fe primordial de todo judío. Lo que más importa no es la oposición entre «un Dios» y «varios dioses», sino la oposición entre Dios y el Dios que puede, por falta de vigilancia, convertirse en un ídolo. Por ello insisto tanto en la lectura judía de la Torah, que es, lo recuerdo, Dios inscrito en esas letras y esas palabras. El Talmud no es una interpretación de la Biblia, sino el lugar de la interpretación judía de la Biblia. Cuando un maestro del Talmud propone una interpretación de tal o cual versículo de la Biblia, de inmediato habrá otro maestro que enuncia una palabra contraria y un tercero que insinuará un sentido más. No hay aquí verdad definitiva, sino sólo sentido, o sentidos que se oponen, se corrigen, se completan. El verdadero sentido es precisamente esa tensión entre varios sentidos, pero la convicción de que allí jamás habrá nada definitivo. ¿Ni verdad definitiva ni «dogmas» ni definiciones rígidas se trate de Dios o de la Torah? No, todos esos términos implican un cierre, algo inmóvil. Si hubiera que hallar una palabra que exprese del modo más adecuado lo que deben ser el comentario y la interpretación, habría que decir «apertura», rotura del
texto y de las palabras. En mi lengua, llamo a eso «leer a estallidos», juego de palabras para decir que hay que hacer «estallar» la verdad. Hay que matar el ídolo de Dios, que la teología y la filosofía han encerrado en un sistema, para que viva el Dios vivo e infinito. En este sentido, el Talmud es completamente iconoclasta: «mata» toda imagen establecida de Dios. ACARICIAR EL TEXTO ¿Pero no violentan así el texto? La Torah dice una cosa y no otra. No, no violentamos el texto. Éste nos elude siempre, aunque le descubramos miles y miles de sentidos diferentes. Su riqueza es inagotable. En el fondo, sólo lo acariciamos. ¿Acariciar el texto? Sí, es una imagen pero que habla. Tocamos el texto, lo descubrimos y, al mismo tiempo, no se entrega por entero, se aparta, mantiene su misterio, sigue siendo un enigma, ¿Hay una relación erótica, entonces, con el texto? Por completo. ¡Y creo que Dios mismo es erótico! Hablar así me parece una provocación algo gratuita. En ningún caso. Éste es un tema constante en el judaísmo, desde El Cantar de los Cantares de la Biblia hasta la Cábala, pasando por el Talmud y la Midrash. Y se puede hablar de la estructura erótica de la Torah. En el Talmud (tratado Yoma) hay un relato que ilustra muy bien lo que quiero decir. Pregunta Rav Yehouda: «¿Qué ve el sumo sacerdote el día de Kippour cuando se encuentra en el Templo de Jerusalén en el lugar más santo?» La respuesta esperable quizás fuera la visión de ángeles y el roce de sus alas. Pero no. «Él ve como dos senos de mujer que se muestran bajo un velo, visibles e invisibles.» Rachi, un gran comentarista judío de la Edad Media, destaca que los senos son visibles «bajo una túnica». No se trata entonces de senos desnudos, sino de senos visibles bajo el velo de un vestido. No es la forma de dos senos lo que importa, sino sobre todo el que estén velados por un lienzo. ¿Rachi quiere salvar el pudor? Quizás no, pues los senos bajo un velo ofrecen una desnudez más desnuda que la de los senos desnudos sin ningún velo. La desnudez más desnuda que la misma desnudez es una desnudez vestida, «desnudez bajo un velo». El erotismo reside en esa presencia simultánea de lo oculto y lo mostrado. Es una experiencia que tenemos constantemente. Como decía Roland Barthes, «¿acaso el lugar más erótico no es aquel donde el vestido se entreabre?». UN DIOS ERÓTICO ¿Pero cuál es la relación con Dios? ¡Y bien, en este sentido, Dios es erótico! Se manifiesta como visible/invisible, en la ambigüedad, de un modo parpadeante, por decirlo así. Se nos revela, pero mantiene su enigma. Lo descubrimos, en los dos
sentidos de la palabra, pero al mismo tiempo Él se retira. La caricia de que hablo corresponde a la actitud del hombre ante este enigma divino. Significa que no hay, que no debe haber, apoderamiento de Dios, que no se lo debe encerrar ni poseer. Es la experiencia de un encuentro, de una ternura, de una relación fuerte, pero jamás dada de una vez por todas. En el caso del texto, es una investigación, un estudio que no sabe anticipadamente qué va a hallar, ni siquiera qué busca. Es una apertura al infinito. Da la impresión, al escucharle, de que Dios no está «más allá», que no es «trascendente», que, si es infinito, sólo lo es gracias a los sentidos infinitos que sus intérpretes le encuentran en la Torah o el Talmud. No. Dios está siempre más allá de este mundo y en este mundo, es trascendente e inmanente, está presente para los hombres y apartado en su infinito. Mis afirmaciones no pretenden expresar lo que siente el creyente, sino la manera como el judaísmo se construye alrededor de un texto y al mismo tiempo rechaza la idolatría del texto, la «textolatría». El estudio de la Torah es un combate contra la idolatría. El hombre no dice «Dios es» o «Dios no es». Esas afirmaciones son tan idólatras como dogmáticas. También «el texto dice que...» o «el texto no dice que...» son afirmaciones idólatras. El texto debe permanecer inasible, inasequible, no se debe convertir en texto-ídolo. Los cabalistas explican que el texto (la Torah) y Dios son uno y lo mismo: si uno se niega a poner la mano en el texto, se niega a poner la mano en Dios. Por esta misma razón yo no hablo -no puedo hablar- de Dios tal cual es en Sí mismo. La Cábala dice que Dios, el Infinito, se ha «contraído» sobre Sí para dejar lugar a nuestro mundo finito, a otra cosa que no sea Él. Hace sitio como una madre hace sitio a un niño. Por ello se puede hablar de un Dios «matricial». De ahí las preguntas: ¿dónde está Dios en este espacio del mundo distinto a Dios?, ¿cómo se manifiesta al creyente que quiere vivir «en presencia de Dios»? Podemos responder que nos rodea por todas partes, como la madre al niño. Y como hace la Cábala: Él está presente por excelencia en el texto de la Torah, en las palabras y en las letras, bajo una forma velada, secreta. EL SENTIDO OCULTO Usted acaba de referirse a la Cábala. ¿Qué es eso? Es una palabra que viene de un término hebraico, qabala, que significa «recepción», tradición transmitida de generación en generación. Hoy, la Cábala designa en general la dimensión oculta, «esotérica», mística, de la tradición judía. Los cabalistas no estudian el sentido explícito de las frases o de los versículos de la Torah. O, más bien, consideran que bajo el texto explícito hay un texto oculto. La tradición cabalista incluye numerosos textos, el más célebre de los cuales es el Zohar, o Libro de los Esplendores, redactado en el siglo XIII. Se trata de un comentario de los
cinco libros de Moisés, que se ocupa sobre todo del sentido oculto del texto. ¿Y cómo descubren los cabalistas el sentido oculto? El principio es sencillo, pero su ejercicio requiere un alto nivel espiritual y mucha agilidad intelectual y sutileza. No importa el sentido de las palabras, sino la lógica de las letras, de cada letra en la palabra. Y la Cábala tiene esta particularidad: trabaja tanto con las letras de cada palabra como con las cifras, pues a cada letra corresponde un número. Y así se puede calcular el valor numérico de cada palabra. Esta manera de proceder, llamada gematría, posee normas muy precisas. Las nueve primeras letras del alfabeto corresponden a las cifras del uno al nueve; las nueve letras siguientes a los números 10, 20, 30... hasta el 90. Las cuatro últimas equivalen al 100, 200, 300 y 400.
¿Podemos ilustrar el método con un ejemplo? Por supuesto. La palabra «madre» se escribe em, es decir 1 + 40 = 41. La palabra «padre» se escribe av, es decir 1 + 2 = 3. La palabra «niño», yehed en hebreo, da 10 + 30 + 4 = 44, es decir la suma de padre y madre... Otro ejemplo: si se suman los valores numéricos de las letras de la palabra adam, «hombre», se llega a 45 (30 + 5 + 10). Esta cifra corresponde a las dos letras de la palabra ma, «¿qué?» en hebrero (40 + 5). Por consiguiente podemos concluir, si relacionamos las dos palabras, que el hombre es una pregunta, un «¿qué?». A partir de ahí, yo mismo me he autorizado a forjar una nueva palabra, la «queidad», para expresar la idea de que el hombre no es una esencia, una definición, sino que su definición es, justamente, no poseer ninguna. Considerando lo anterior, ¿voy a decir «Dios del hombre» o «Dios para el hombre»? Recordemos que, para la Cábala, Dios hizo en Sí mismo, mediante su contracción, un sitio al hombre como una madre a su hijo. Si agrego al valor numérico de la palabra «madre» el del «hombre» que ella contiene, llegamos a la cifra del nombre de Dios, Elohim, es decir 86. La primera y la última letras hebraicas de este nombre son las de la palabra «madre», la que lleva al niño. Las letras restantes forman el total numérico de 45, «el hombre». Elohim no es, por lo tanto, un nombre trivial de Dios: significa muy precisamente que Dios hace sitio al hombre para que pueda existir, que Dios tiene un aspecto «matricial», «maternal». Y si recordamos que el hombre es un «¿qué?», una pregunta, podemos decir que Dios lleva al hombre-pregunta, al hombre que es pregunta sobre sí mismo y sobre Dios. CIFRAS Y LETRAS El nombre de Dios por excelencia es YHVE, el «tetragrama», las cuatro letras (consonantes en este caso) por las cuales Dios se revela a Moisés en la
zarza ardiente. ¿Por qué los judíos no pronuncian ese nombre? En efecto, el tetragrama YHVH no se pronuncia jamás. Es un nombre inefable, compuesto sólo por consonantes. Para pronunciarlo habría que poner las vocales. Pero si el hombre consiguiera ponerlas, restringiría el nombre divino, cerraría, por decirlo así, las posibilidades, y por lo tanto se concedería un poder sobre lo divino al darle el sentido que él, el hombre, quiere darle. Consideremos el caso de las tres consonantes ZKR. Según qué vocales se les agreguen, se obtiene «recuerda», «masculino», «memoria». La misma palabra se puede leer entonces de varios modos. Pero cada vez que, gracias a las vocales, doy un sentido preciso a esta raíz de consonantes, limito las significaciones. Su cantidad era infinita, pero la reduzco a una sola o a algunas. Por eso no debe pronunciarse jamás el nombre de Dios, formado por las cuatro letras YHVH; sólo se lo puede contemplar. Pronunciarlo sería limitar a Dios, transgredir el mandamiento. «No pronunciarás el nombre de Dios en vano.» Sería, también, caer en la idolatría, hacer del nombre de Dios un ídolo sonoro. Para hablar de Dios, los judíos dicen «el Nombre»: «¡Bendito sea su Nombre!» Y los cabalistas trabajan el poder del nombre de Dios combinando sus letras y jugando hasta el infinito con su valor numérico. Cifras y letras... Parece un juego. Un juego muy serio. Al principio, es verdad, hay algo de lúdico en ello. He llegado a hablar -y perdone que me vuelva a citar-de juegos «talmúdicos»... ¿Por qué razón hace el cabalista este trabajo con las cifras y las letras? Más allá del resultado concreto, el objetivo es el mismo que el de los talmudistas. Si Dios se manifiesta por excelencia en el texto de la Torah, si de este modo pasa de lo infinito a lo finito, hay que volverlo otra vez infinito mediante la operación inversa, vinculando infinitamente las palabras y las letras del texto. Se «encarnó» en el texto, decimos. La Cábala sugiere, entonces, que los hombres son responsables de la infinitud de lo divino. Son responsables de Dios. El rabino Hayim de Volojine explicaba acerca de la propuesta «conoce lo que está sobre ti»: «Lo que está sobre ti (lo divino) viene de ti.» Tú eres responsable de ello. DIOS PLURAL Este nombre de Dios que acaba de mencionar, Elohim, es, además, plural en hebreo. ¿Acaso no hay en esto un indicio de vacilación de los hebreos acerca de la naturaleza de Dios? Ese plural nada tiene de molesto. Según lo que acabo de decir, la palabra Elohim contiene la «madre» y el «hombre». Aparte de esta interpretación, diríamos que ese plural señala la manera plural en que Dios se manifiesta en las fuerzas de la naturaleza. Y es otra explicación de la Cábala: sucede
que el valor numérico de la palabra «naturaleza» es 86, el mismo que el de Elohim... El acercamiento de dos valores numéricos da sentido o hace estallar el sentido. Otro ejemplo típico: he repetido que Dios era el Libro. La palabra «libro» tiene un valor numérico de 340; pero ocurre que la palabra Dios, llamado «el Nombre», también es 340. Usted mismo puede hacer la relación... ¿Y qué sucede si esa vinculación no «resulta»? El cabalista honrado debe desplegar todas las posibilidades. Si hay paradoja, o incluso contradicción, mantendrá la tensión dinámica que resulta de dos sentidos antagónicos. En cualquier caso, no debe ocultar las contradicciones que puedan darse. Isaac Louria (se habla habitualmente de la «cábala de Louria») desarrolló este juego de cifras y de letras en el siglo XVI, pero ya estaba presente, en menor grado, en el Zohar del siglo XIII o en el rabino Abraham Abulafia, un español también del siglo XIII. Durante el siglo XV, en Florencia, Pico de la Mirandola retomó el principio y procuró crear una cábala cristiana. Es posible que los judíos tomaran este aspecto de la Cábala -hay otros- de los pitagóricos, pues el término gematría proviene, evidentemente, del griego geometría, que significa «geometría» o «agrimensura». A la escuela pitagórica le interesaban los números y la geometría, y también los saberes esotéricos. Habla usted continuamente de las «letras». ¿Cada una tendría un sentido? Según la Cábala judía, Dios, en principio infinito, lo que no deja lugar a otro que no sea Él mismo, se contrajo, en cierto modo, en Sí mismo para dejar lugar a un otro distinto de Sí mismo. Este gesto de contracción se llama Tsimtsoum. Para la Cábala, Dios está inscrito en las poco más de 300.000 letras de la Torah. Cada una es un destello de lo divino. Leer e interpretar ese texto es coger cada letra para «abrirla» y liberar el destello divino que contiene; literalmente, devolver a lo infinito su estatus de infinito. Dios se hace hombre en el cristianismo. Entre nosotros, se hace texto. Tanto el judaísmo como el cristianismo creen que, para revelarse, Dios, infinito, debió contraerse, volverse «finito», como dicen los filósofos. El fundamento de la fe cristiana no es el texto de los Evangelios, sino Cristo, la persona de Cristo de que hablan los Evangelios, que por lo demás se escribieron bastante después de su muerte. En el judaísmo, en cambio, cuando Dios se revela en el Sinaí, no se entrega Él mismo adoptando un cuerpo sino ofreciendo un texto. Se revela a través de ese texto, «es» ese texto. Para nosotros al principio era el Libro. ¿Pero cuál es la relación con las letras? El alfabeto hebreo sólo tiene consonantes. Las palabras escritas sólo están compuestas de consonantes y entre ellas el lector debe situar
vocales. Cuando leo el texto, invento, agrego mis propias vocales. Mi lectura es entonces una creación, una interpretación. Ser lector es, desde la infancia, una manera de ser judío (lo que explica, por cierto, que no haya analfabetos entre los judíos). Se podría decir que hay un apego casi fetichista, pero no idolátrico, al texto. Cuando la Torah -el Libro-pasa por las filas en la sinagoga, los fieles la besan a menudo fervorosamente. ¿Pero cómo se hace texto Dios? ¿Acaso por la magia de las letras materiales? Los cabalistas respondieron afirmativamente. Incluso van más lejos: según ellos, el mundo mismo fue creado con letras. A partir de la combinación de letras se puede crear el mundo, los objetos. Las letras no sólo tienen un poder divino: son una parte de Dios, que se contrajo en ellas, son Dios. Según los cabalistas, el conjunto de la Torah, desde la primera hasta la última letra, es sólo un gran nombre de Dios. CONTRA EL PENSAMIENTO ÚNICO Al escucharle, podernos tener la impresión de que el comentario talmúdico o las interpretaciones cabalistas son más importantes que el texto bíblico. Le respondo con un pasaje bastante sorprendente del Talmud que se refiere al capítulo 20 del libro del Éxodo, el que relata la donación de las Tablas de la Ley en que están inscritos los Diez Mandamientos o Diez Palabras. Estos mandamientos, curiosamente, están inscritos en dos Tablas. Uno podría imaginar, como han hecho numerosos comentaristas, que los mandamientos se escribieron y numeraron de 1 a 10 en una sola Tabla. ¿Por qué dos Tablas? Los comentaristas responden que se quiso situar en paralelo, o de frente, determinadas leyes que conciernen a la relación entre el hombre y Dios con otras leyes que se refieren a la relación del hombre con los demás hombres. De este modo, frente al primer mandamiento, allí donde se dice «Yo soy el Eterno, tu Dios, que te hizo salir del país de Egipto», se encuentra el mandamiento «No matarás», el sexto. ¿Cuál es la relación entre ellos? ¿Hay que contentarse con el sentido clásico -el rostro de tu prójimo es el rostro de Dios y debe, por tanto, ser respetado-? No, lo que importa es que estamos ante un Dios que libera de todos los encierros.... Podemos, por cierto, considerar literalmente el «No matarás». Pero si situamos en paralelo «Yo soy el Eterno, tu Dios...» y «No matarás», se pone de manifiesto que no sólo se trata de no matar físicamente, sino también, y sobre todo, de no matar la subjetividad del otro, su personalidad, de no privarlo de la posibilidad de decir: «Yo soy...» En otras palabras, lo que importa en «Yo soy el Eterno», es el Yo soy. Lo que importa en no matar, entonces, es el «yo soy», el sujeto libre y autónomo, el sujeto que se afirma, un poco como en el famoso «Pienso luego existo» de Descartes, el sujeto que se expresa desde su propia libertad y no desde la ideología dominante. Lo esencial siempre es doble: las Tablas de la Ley y su interpretación. De ahí surge el sentido.
En todo lo que dice, insiste usted en la libertad del hombre que interpreta. A fin de cuentas, ¿no es el hombre el que importa, el que ordena y hace lo que quiere de Dios? El Talmud quiere afirmar la libertad de cada uno para reaccionar y expresarse a su modo acerca del texto de la revelación. Sólo cuando todos los sujetos que se expresan interpretan indefinidamente la revelación, permanecemos en el orden de lo infinito y no en el de la idolatría. La diferencia entre el ídolo y Dios es todo el judaísmo talmúdico, que prefiere el conflicto de las interpretaciones al pensamiento único. De aquí la pregunta: ¿Creen los judíos en un Dios único? Y la respuesta, que puede parecer increíble y que por supuesto hay que interpretar: En cierto sentido, no... A CADA UNO SU DIOS Interpretemos entonces... La oración judía contiene un texto interesante que dice: «Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob...» ¿Por qué no decir «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» en lugar de repetir tres veces la palabra Dios? Es el mismo Dios, al cabo. ¡Pues no! La percepción que Abraham tiene de Dios no es la de Isaac ni la de Jacob. Aunque tratan con el mismo Dios, con los mismos valores, es por completo diferente la percepción que cada uno tiene. Este Dios plural da el Dios vivo, no un politeísmo sino un judaísmo plural, la libertad de cada uno para percibir su relación con lo divino. Todos conocen la famosa oración judía, esa profesión de fe que comienza con las palabras Sh'ma, Israel, «Escucha, Israel». Maimónides, el gran filósofo judío de la Edad Media, la comenta así: ¿quién habla y a quién? ¿Quién es, por lo tanto, Israel? Es Jacob. En efecto, en el vado de Yabboq (Génesis, XXXII), Jacob combatió con un ángel, de hecho con un hombre, que al final le dice: «Déjame marchar.» Jacob le responde: «No te marcharás sin darme tu bendición.» El ángel (el hombre) le contesta: «Ésta es mi bendición. Ya no serás Jacob, sino Israel, pues combatiste con los hombres y con Dios, y has vencido.» Israel es entonces «el que ha vencido (a Dios)», en otras palabras, a cada uno se propone un rechazo de la pasividad, un cuestionamiento activo del mundo. Antes de morir, Jacob/Israel pide a sus hijos, que están reunidos junto a él, que mantengan el patrimonio religioso que se les ha legado (Génesis XLVIII y XLIX). ¿Qué le responden estos hijos? «Escucha, Israel, Dios es nuestro (único) Dios, Dios es uno.» Lo que significa: Dios es nuestro Dios, no es el tuyo, tenemos una manera propia de vivir según lo que comprendemos de este Dios infinito y trascendente. No es otro Dios, es nuestro Dios, pero tú tienes el tuyo y nosotros el nuestro. No es un Dios único, sino un Dios uno, cuya vocación es incitar a que cada uno haga lo que estime justo.
¡Un Dios para cada uno, en suma! Mejor sería decir: el mismo Dios, pero a la medida de cada uno. Como ha mostrado Daniel Sibony, se podría hallar la misma idea en el mandamiento «Honra a tu padre y a tu madre». En hebreo, la palabra «honra» también significa «pesado», y entonces tendríamos: «Pesado tu padre, pesada tu madre.» ¿Significa esta frase que tus padres «son pesados»? Hay que entenderlo, según Daniel Sibony, de este modo: «Concede peso suficiente a su historia para no tener que repetirla.» Ellos tienen su historia y tú la tuya. La historia no es repetición, sino invención y novedad. Esta noción está en los ritos. Se ha dicho: «No harás cocer el cabrito en la leche de su madre» (Deuteronomio, XIV, 21). ¿Por qué no está escrito «No mezclarás la leche con la carne»? Sencillamente porque no es la finalidad de este precepto. El propósito es el siguiente: que no madure el animal en la leche de su madre; es decir, evitar permanecer en las categorías de los padres. Hubo los padres, hay los hijos; cada uno tiene su percepción del mundo y su modo de vivir. Tal como no hay un Dios único, sino una percepción plural de Dios, del mundo y de la vida. LOS MUROS DE LA LIBERTAD Acaba de hablar de la observación de los ritos. ¿Se pueden interpretar los mandamientos o los preceptos? Por supuesto, y lo ilustraré con un breve relato judío. Esto sucede en Polonia, en el siglo XIX. Una pobre mujer, a quien debían dinero, se encuentra con que le van a pagar en especies, con un pavo real. Como nunca ha visto uno, va a consultar al rabino para saber si el pavo real es kosher, es decir si es apto para el consumo según la Ley judía. El rabino responde: -Mi padre, el gran rabino Yankel, siempre ha dicho que no. − ¿Pero entonces qué hago con mi pavo real? − Déjalo en mi corral, ya me ocuparé. Puedes venir a buscarlo cuando quieras. El pavo real se integra entonces en el corral del rabino, y la mujer lo va a visitar regularmente. Pero un día llega al corral y ya no hay pavo... Corre donde el rabino: -Rabi, rabi, ¿qué le ha pasado a mi pavo real? -¿Tu pavo? ¿Qué pavo? ¡Ah, sí, tu pavo, me lo comí! − ¿Qué? ¿Te lo comiste? Pero me dijiste que, según tu padre, el gran rabino Yankel, el pávo real no es kosher? − Es verdad, pero mi padre y yo nunca estuvimos de acuerdo en ese asunto del pavo real... ¿Pero qué significa entonces esa famosa frase del principio de la Biblia
«Dios creó al hombre a su imagen y semejanza»? La interpretación clásica consiste en decir: Dios no tiene imagen, el hombre no la tendrá tampoco. Se ve en esta frase una especie de declaración irónica o paradójica. Y, si vamos más lejos, también significa que el hombre no puede decir: «Yo soy», sino, solamente: «Estoy a punto de ser...», «Me convierto en...». Es decir: no estoy encerrado en una definición previa. Muy sencillo: ¡Dios creó libre al hombre! Pero todas las religiones dicen eso... Sin duda. Pero me gustaría contarle una historia del Talmud que le mostrará hasta qué punto eso es verdad en la tradición judía. Se nos enseña que un horno fabricado con tejas recortadas y pegadas con arena no está sometido a las reglas de lo puro y lo impuro. Eso opinaba el rabino Eliezer, pero los otros sabios pensaban lo contrario. El rabino Eliezer presentó todas las posibles refutaciones a los argumentos de los otros rabinos, pero no aceptaron ninguna. − Si debe prevalecer mi opinión, que ese algarrobo lo demuestre -dijo el rabino Eliezer, y de inmediato el algarrobo, arrancado de la tierra, se desplazó cincuenta metros. − Un algarrobo no demuestra nada -dijeron los otros rabinos. − Que esa fuente de agua demuestre que tengo razón -dijo el rabino Eliezer, y en seguida la fuente empezó a manar al revés. − Nada prueba una corriente -dijeron los rabinos. − ¡Entonces lo probarán las paredes de esta casa de estudio! Los muros comenzaron a inclinarse e iban a caer cuando el rabino Yehochoua los increpó: − ¿Qué os importan las discusiones de los discípulos de los sabios? Las paredes no se derrumbaron, por respeto al rabino Yehochoua; pero tampoco se levantaron, por respeto al rabino Eliezer. Hasta hoy están en esas condiciones. Entonces el rabino Eliezer dijo a los demás sabios: − Si mi juicio debe prevalecer, los cielos decidirán. En seguida retumbó una voz celestial, que declaró: -¿Qué tienen que discutir al rabino Eliezer? Su juicio prevalece en todo. Al oír estas palabras, el rabino Yehochoua se puso de pie y gritó: − ¡Esa voz no está en los cielos! [Deuteronomio, XXX, 12.] ¿Qué quiere decir con eso? La Torah se nos entregó en el monte Sinaí, explica el rabino Yirmiya, y no podemos considerar una voz celestial... Después de esta movida sesión de la Academia talmúdica, el rabino Nathan se encontró con el profeta Elías y le preguntó qué hacía Dios cuando tenía lugar esta discusión. Le respondió: -Dios sonreía y decía: Mis hijos me han vencido y tornado eterno... En esta historia no está en juego lo puro y lo impuro, sino el estatus de la verdad. Se puede sentir simpatía por el rabino Eliezer, pero se equivoca combatiendo por LA verdad. Hay otros criterios, distintos de LA verdad. La democracia, por ejemplo, la opción libre de cada uno, la aceptación de
algunas normas y la sanción provisional de los votos... MITO, RITO Y RITMO ¿Se puede precisar cómo leen e interpretan el texto bíblico los talmudistas? La Biblia -o la Torah (es decir, ante todo, los cinco primeros libros de la Biblia: Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio)- está constituida por dos tipos de textos: los que cuentan una o varias historias (las de Abraham, de Isaac, de Jacob, de José y sus hermanos, de Moisés y la salida de Egipto), y los que contienen los mandamientos de Dios, los preceptos, los textos jurídicos, los textos de alianza, etc. A los primeros se llama «narrativos», y «prescriptivos» a los segundos. No me resulta difícil llamar «mitos» a los primeros. Esta palabra, en su sentido habitual, está devaluada. Se supone que un mito relata «algo que no es verdadero», que no corresponde a algo que efectivamente haya sucedido. Pero todos esos mitos no relatan sucesos en el sentido histórico. Son sumamente verdaderos, sin embargo, pues están llenos de una profunda sabiduría, de significaciones, y uno se puede reconocer en ellos, se puede identificar personal o colectivamente. El mito es una «palabra fundadora de identidad»: el que los lee se ve arrastrado por una dinámica que lo estructura. Llamo ritos a los textos prescriptivos en el sentido de que indican gestos por hacer, ritos por cumplir, tiempos que respetar. La especificidad de la Biblia (la de los judíos talmudistas) es articular los dos tipos de textos, tratar de articular el rito y el mito. Llamo «ritmo» a esa articulación. Un ejemplo sería útil. Ya me he referido al combate de Jacob con el ángel en el vado de Yabboq. Jacob recibe allí el nombre de Israel. Quiere marcharse y el ángel lo toca en la cadera. Jacob queda afectado en el nervio ciático y cojo. El texto dice, al término de la historia: «Por eso los hijos de Israel no comen, hasta hoy, el nervio ciático que está en el hueco de la cadera» (Génesis, XXXII, 33). El rito -no comer el nervio ciático- se convierte así en recuerdo gestual del recuerdo narrativo, el recuerdo del combate con el ángel. La palabra «rito» insinúa ceremonias o liturgias. Pero aquí parece usted decir que se trata de cosas por hacer, de actos prácticos. Sí, el judaísmo es una religión del acto, o de los actos, no de la fe. La acción une al hombre con Dios. Un filósofo judío, Martin Buber, vio en esta insistencia la diferencia del sentimiento religioso entre Oriente y Occidente. En todos los libros de la Biblia se habla mucho más de acción que de fe. Pero no de acción sin alma ni de ceremonial vacío de sentido: no, cada acción, por más insignificante que parezca, está de algún modo orientada a lo Divino. En cualquier caso, de la actitud religiosa orientada en primer lugar hacia el acto surge, para los judíos, la Ley ritual.
¿Pero no hay peligro de que el acto o el cumplimiento de la Ley se vacíen de sentido? Por supuesto. Y siempre ha habido, en el seno del judaísmo, comunidades vivas que protestan contra la observación mecánica de la Ley y para recuperar el cumplimiento del acto animado de vida y unido a Dios. ¿El cristianismo no se apoyó en parte en esta protesta? ¡Sí y no! En tiempos de Jesús había, sin duda, en Israel, en el seno mismo del pueblo y no sólo en comunidades que vivían apartadas, la aspiración a un lazo revivificado con Dios, a una acción más llena de sentido. Me parece que en el corazón del cristianismo más primitivo, en la predicación misma de Jesús, se encuentra ante todo este deseo de renovación de la religiosidad del acto. Pero ese cristianismo en que es central el acto es puro judaísmo... En el capítulo quinto del Evangelio de Mateo, donde comienza lo que se llama el Sermón de la Montaña, encontramos esta palabra de Jesús: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolir, sino a cumplir.» El mensaje de Jesús expresa aquí con claridad la idea de vincular la nueva enseñanza con la antigua: no se trata de una enseñanza inédita, sino de la enseñanza antigua que recupera toda su significación, su carácter original de libertad y de sacralidad, contra la regla mezquina de la Ley ritual que la había oscurecido. Y Jesús agrega, en el mismo pasaje de Mateo: «Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una yod (i) de la Ley sin que todo se haya cumplido.» Es decir, hasta que esa enseñanza del acto se cumpla en toda su pureza, con todo el poder del alma, hasta que el mundo esté santificado y divinizado por un acto verdaderamente incondicional. Creo que ese cristianismo primitivo enseñaba lo que enseñaron los Profetas: el acto (o la Ley, si se prefiere) incondicional. ¿Y le parece que el cristianismo se alejó de esta fuente judía? Sí, abandonó esta idea de acto, que se encarna en los diversos mandamientos de todos los días. ¿De dónde viene la ruptura, concretamente? Viene de que Pablo reemplaza la Ley judía por la Fe cristiana. Pablo, por ejemplo, habla de la «gracia» que recibe el que tiene Fe. Opone la gracia al «salario», a lo que recibe quien cumplió las obras de la Ley. De este modo pretende fundar la lectura «espiritual» de las Escrituras, opuesta a la lectura «carnal», material, de los judíos. No quiero referirme aquí a las consecuencias que después se extrajeron en el antijudaísmo de la Iglesia y en el antisemitismo moderno. Pero no hay duda de que esa interpretación de Pablo rompe con la tradición de la lectura judía de las Escrituras, que nunca opuso lo «espiritual» y lo «material». Lo que es tanto más paradójico cuanto que el cristianismo afirma que Dios se hizo carne...
Pero la ruptura aún más esencial -también una ruptura con la interpretación de la tradición- es la de la circuncisión: Pablo sencillamente la anula para no imponerla a los paganos que se hacían cristianos. La «espiritualiza»: la verdadera circuncisión, dice, es la del corazón (Romanos, II, 25-29). Al hacer esto, rompe con el comentario, rompe con los versículos de la Escritura. Ya no comenta, anula. Las palabras mito, rito, ritmo son modernas. ¿Se trata de la concepción del Talmud o bien es una interpretación moderna de la lectura talmúdica? Es una interpretación moderna, surgida de la experiencia del Talmud, pero que implica también una crítica a la dos veces milenaria lectura talmúdica. Me parece que esta lectura ha manifestado cierta obsesión por el rito en detrimento de la narración o del mito, que contienen el sentido o la filosofía del rito. En otras palabras, habría que volverse más al ritmo, que reúne rito y mito. ¿Qué significa esto, concretamente? Esto quiere decir que hay que volver más a los relatos, a las «historias» que cuenta la Biblia. La raíz de la palabra hebraica que traducimos por «relato» -el mito en el sentido que he definido- significa «oponerse a». El relato, o el mito, es una palabra que se opone a algo, una palabra rompedora, revolucionaria, que sacude. Curiosamente, la Biblia utiliza el mismo vocabulario para hablar de la mujer. Literalmente, ella es una «ayuda contra él»: en la tradición hebraica, lo femenino es del orden de lo «contra el hombre», la fractura que va a llevar al hombre a ser diferente. La narración -cuyo género por excelencia es la novela- tiene, en este sentido, algo de femenino: es una palabra que abre, que hace nacer y renacer... LA MELANCOLÍA DE MOISÉS No siempre se puede apreciar cómo procede el Talmud en su lectura de los textos. Bien. Le voy a contar otra historia talmúdica (y modernizaré un poco sus palabras). Moisés sube al cielo y ve que Dios está sentado poniendo pequeñas coronas sobre las letras de la Torah. Recordemos que el hebreo de la Torah sólo nos ha llegado con consonantes, sin vocales. Moisés le dice a Dios: «¿Qué te impide dejar el texto tal como está? ¿Por qué le agregas esas coronas?» Dios responde: «En el futuro habrá un hombre, Akiva ben Youssef, que dará miles y miles de interpretaciones a cada una de estas coronas.» Moisés le dice entonces: «Muéstrame a ese hombre.» Dios contesta: «Vuélvete hacia atrás.» Moisés se encontró sentado al extremo de la octava fila de la casa de estudios del rabino Akiva, que estaba comentando la Torah. No comprendió nada de sus enseñanzas y quedó
profundamente melancólico. Un alumno le planteó entonces una pregunta al maestro: «Maestro, ¿de dónde sacas esta interpretación?» El rabino Akiva respondió: «Le fue entregada a Moisés en el Sinaí.» Moisés comprendió que hablaban de él y se tranquilizó. La lección de este relato es que el sentido del texto no es sólo el que quiso darle el autor, sino el que le dan los lectores de las distintas generaciones. No existe el sentido del texto, sino el que yo le doy. El texto quiere decir algo, pero también puede decir otra cosa. Está infinitamente abierto. Hay un más allá, una «trascendencia» de las palabras. Ser lector es estar a la escucha de ese más allá de las palabras, de esas pequeñas coronas sobre las consonantes que el mismo Dios ha puesto según cuenta nuestra historia. Conviene meditar el final de esta historia. Moisés regresa donde Dios y le dice: «Maestro del mundo, tienes disponible a este hombre ¿y entregas la Torah por mediación mía?» «¡Calla, lo he decidido así!» «Maestro del mundo, me has hecho ver su Torah, muéstrame su recompensa.» «¡Vuélvete!» Moisés se volvió y vio que estaban lacerando la piel del rabino Akiva con puntas de hierro. «¡Así que eso es la Torah y su recompensa!» «¡Calla, así lo he decidido!» Perdón por la insistencia, pero queda la impresión de que ya no hay Dios, o que Dios se borra ante un texto y las interpretaciones que se hacen para resolver problemas humanos. El Talmud, ya lo he dicho, interpreta los relatos, las historias que contiene la Torah escrita. Pero no lo hace realizando hermosos discursos filosóficos, abstractos, estructurados y lógicos. El Talmud está compuesto también por relatos o diálogos que informan en vivo de las discusiones de los maestros, de sus divergencias, de sus desacuerdos, de los puntos en que están de acuerdo. Cuenta historias con Dios o acerca de Dios, historias en que Dios, por lo demás, interviene más de una vez directamente. Son siempre esenciales la intersubjetividad y el diálogo, pues de ello brota el sentido. En otras palabras, el Talmud no son tratados de teología o de filosofía que preguntan: «¿Quién es Dios?» o «¿Cómo definir a Dios?». Tampoco son discusiones intelectuales acerca de la «naturaleza» de Dios. Esto equivaldría a encerrar a Dios en nuestros discursos razonables y caer en la trampa de la idolatría. En este sentido, el Talmud es muy «anticonceptual», antifilosófico y antiteológico. Deja mucho espacio, en cambio, para la imaginación, para imaginar nuevas interpretaciones y abrir pistas inesperadas. La libertad de imaginar para imaginar la libertad... El Talmud es muy moderno, según lo que usted dice... Permite una gran apertura espiritual. En última instancia, todo se puede decir, todo se puede pensar, pero también contradecir. El Talmud no es un encierro como puede serlo una teología que produce un discurso muy
pensado y sopesado acerca de Dios. Sucede, en efecto, que este modo de hacer tiene muchos ecos en la filosofía más contemporánea, por ejemplo en la de Emmanuel Lévinas, que por lo demás hizo «lecturas talmúdicas» que se convirtieron en libros de filosofía. La filosofía de Lévinas está, entre otras cosas, dirigida contra el fenómeno totalitario en política y contra el pensamiento totalitario. Y una fuente muy importante de esta orientación se encuentra en el Talmud. EL SENTIDO DEL EXILIO No sólo parece usted temer la idea de una Verdad inamovible y única, sino toda idea de arraigamiento, de establecimiento en un lugar... En efecto. Hablando de la revelación a Abraham («Márchate de tu país, de tu patria, de la casa de tu padre...»), ya he destacado que esta revelación es una palabra de desgarramiento. Después de André Neher, se habló de «verdad nómada» a propósito del judaísmo. Ésta es su diferencia con el paganismo, con todo paganismo. Ser pagano es inmovilizarse, afincarse, establecerse en la seguridad del suelo. El nómada, por el contrario, está pronto, en todo momento, a ponerse en camino, a dejar sus hogares y sus lugares. Como Abraham, no se contenta con sus posesiones, renuncia a la residencia y a sus seguridades. Por cierto, ¿la vida nómada no es en sí misma una maldición, contrariamente al exilio? En el desierto, los esclavos liberados de Egipto se convierten en un pueblo que no tiene tierra, pero está ligado por una palabra. Es la experiencia del Éxodo. Más tarde, después del establecimiento en Canaán y la instauración de la realeza (y de un Estado, aunque su forma fuera primitiva), viene la experiencia del Exilio, con todo lo que ello significa: infortunios de una existencia perseguida que establece en el corazón de cada uno ansiedad, inseguridad, desgracia y esperanza. Pero este exilio no será visto, por más pesado que sea, so-lamente como una incomprensible maldición. Hay una «verdad del exilio» que implica una especie de vocación judía: ser judío significa estar destinado al exilio; la dispersión no tiene solamente un sentido negativo (la imposibilidad de lazos fijos con un grupo, un Estado...); también tiene el sentido positivo de impedir la tentación de la unidad-identidad determinada de una vez para siempre. Se vuelve entonces al gesto inicial de Abraham, el hombre que se marcha: «Márchate de tu país...» ¿No está justificando retrospectivamente la historia judía? No lo creo. En el texto mismo de la Biblia se advierte que la esclavitud en Egipto forma parte del proyecto divino, pues Dios dice a Abraham (Génesis, XV, 13): «Sabrás que tu descendencia será extranjera en un país que no es suyo, y serán oprimidos durante cuatrocientos años.» Por más sorprendente que pueda parecer, es Dios quien decide el exilio como si se
tratara del mejor camino para el hombre... El exilio no es una fatalidad. Es una condición de nuestra identidad judía. El escritor israelí Itzhak Goren ha ilustrado de manera soberbia esta idea con la historia de su propia familia: se marcharon, en la Edad Media, de Gorms (Worms), Alemania, hacia España; allí les llamaron Gormezano. Expulsados en 1492, fueron a Suecia, después a Turquía y luego a Egipto; finalmente llegaron a Israel: les llamaron sucesivamente españoles, suecos, turcos. En Israel les llamaron egipcios. Entonces hebraizaron, como Goren, su nombre original (si así se lo puede calificar) de Gormezano. Como destaca Itzhak Goren, en todos los lugares donde estuvieron, sus antepasados fueron nombrados según el país que habían dejado, y nunca se los identificó con el país donde estaban... Sin embargo, la construcción del Templo de Jerusalén es el símbolo de un arraigamiento, de un lugar fijo, incluso de una «patria» religiosa... Respondo con una leyenda ligada a la destrucción del segundo Templo, en el año 70 de nuestra era. Los judíos resisten encarnizadamente, pero la partida parece perdida. Uno de los rabinos importantes de la ciudad, Yohanan ben Zakai, se juega el todo por el todo y se dirige directamente al general romano, a Vespasiano. Para salir de las murallas, utiliza una estratagema que tiene éxito: se encierra en un ataúd y se hace llevar fuera de la ciudad. Llega después hasta Vespasiano y le dirige estas palabras: «¡Salud, emperador!» Vespasiano se asombra, pues sólo es general, y se apronta a castigar al insolente; en ese momento llega un correo de Roma y grita: «¡Viva el Emperador!» Vespasiano, para dar las gracias al rabino Yohanan por haber sido el primero que le anunció la novedad, le promete satisfacer toda petición que le haga. En lugar de pedir a Vespasiano que detenga el sitio y deje intacto el Templo, el rabino Yohanan realiza una petición cuando menos extraña: pide autorización para abrir una escuela talmúdica a Yahvé... Vespasiano aceptó en seguida. De allí data una de las revoluciones mentales más importantes del pueblo judío. Se pasa de lo cultual a lo cultural. El Templo de piedra construido por el rey Salomón es una pérdida infinita, pero se pasa a la construcción de un nuevo Templo, del espíritu y del estudio, gracias al cual el pueblo judío atravesará la historia, los exilios y los sufrimientos de todo tipo... El nuevo espacio de santidad será el Libro... ¿ESTUDIO MÁS QUE ORACIÓN? Hemos hablado mucho de Dios en tercera persona. ¿Pero qué relación personal establece el judío con su Dios? ¿Dice «Creo en Dios»? El judaísmo tiene una fe específica en Dios que pasa por un texto de revelación, la Torah. Decir: «Creo en Dios» no es lo esencial, en sentido estricto, en la tradición hebraica y talmúdica. Hablamos, más bien, de fidelidad o de infidelidad a Dios, que es siempre fiel. Incluso diría que Dios
mismo no nos interesa, en todo caso en el sentido de que Dios sería una idea filosófica sobre la cual se medita, un «concepto» que uno manipula como quiere. A nosotros sólo nos interesa el Dios de la bondad y la liberación. Cuando la Torah habla de Dios por boca de Moisés, es siempre para celebrar los grandes hechos de Dios, es decir lo que ha realizado por los hombres en general (la Creación, por ejemplo) y por los hebreos en particular (la liberación de Egipto, por ejemplo). Las interpretaciones múltiples de los hombres hacen que Dios viva, y no a la inversa. No digo que los hombres inventen a Dios. El problema no es la existencia o la inexistencia de Dios, pues se parte del principio de que existe. En la ética de la Ley judía, esta parte se llama shekinah, presencia divina. Está allí si los hombres la hacen venir, si la aceptan, es decir también si leen e interpretan el texto para situar uno o más sentidos del texto y no LA verdad del texto. Otra vez, ¿dónde queda Dios? Todo el que ha pasado la infancia en una escuela talmúdica tiene profunda conciencia de que su forma de ser judío no es, de ningún modo, «teológica» en el sentido literal de la palabra. El «discurso acerca de Dios» no interesa. Sólo interesa la relación con Dios pasando por el Texto, que ordena: «¡No matarás!»; en otras palabras, la ética. Los judíos hablamos poco del monoteísmo y del Dios único. Nuestro problema no es en primer lugar la «fe», sino la Ley y su texto, la Torah. Y no es así por una obsesión jurídica o legalista, sino por una obsesión por la ética. La palabra que quizás se usa con menor frecuencia en los libros judíos es el nombre de Dios, en primer término por prudencia y pudor («No pronunciarás el nombre de Dios en vano»), pero también porque sabemos que en nombre de Dios se puede hacer todo lo que uno quiera y cometer los peores actos de violencia. La Ley está como garante de la ética, recuerdo de gestos justos que cumplir. No hay más que estudio: como todo creyente, el judío ora, se dirige a Dios... ¡Pero no reza un texto! En efecto, en las escuelas o en las sinagogas, la plegaria es muy intensa, se puede orar con enorme fe e inmenso fervor. La simple confianza en Dios lleva a esta relación personal, directa, con Él, a través de la oración, la alabanza o la petición. La plegaria judía está constituida sobre todo por las oraciones de la liturgia y los salmos, donde la alabanza es muy frecuente y menor la petición: se pide una vez que se ha venerado u orado a Dios por Él mismo, no para uno mismo. Por eso la alabanza predomina. Contrariamente a las apariencias, el judío permanece inocente en su relación directa con Dios. Como todos los hombres que rezan a Dios, tiene una sensación de proximidad con una trascendencia, con una fuerza que puede amarle y responderle, ocuparse de él y, por consiguiente, concederle una sensación de bienestar y de consuelo. En la sencillez de este fervor todos los hombres religiosos se pueden reencontrar.
A pesar de todo, da la impresión de que ustedes priman el estudio... Sí, el estudio es la liturgia más alta. Es una especie de «super-oración». Y sin embargo ningún judío, sea el que sea, se puede despegar del conjunto de la comunidad que se reúne a orar. Si el estudio aísla, algo no funciona. El rabino, el alumno o el pensador judíos pasan una cantidad considerable de horas, doce o catorce al día, estudiando los textos del Talmud. Muchos textos les dicen: «Hay que cumplir los mandamientos, pero es primordial el estudio de la Torah.» Y, sin embargo, también rezan. LA ÉTICA ANTES QUE LA FE Escuchándole, se podría pensar que hay una tensión entre la Ley y el estudio... La práctica más alta de la Ley es el estudio de la Ley, pero una de las formas de la Ley es precisamente la oración, y nadie puede sustraerse a ella. Podemos, también, no aplicar numerosas leyes, pero se las puede estudiar y así darles sentido y consistencia. No obstante, si hay que escoger entre una mitzvah, una acción o el estudio, se debe optar por el estudio (a menos que haya que enterrar a un muerto: esta acción tiene prioridad). Debo insistir en que para los judíos el mundo descansa en el estudio de la Torah, y los yeshivah (los académicos talmúdicos) han asumido la responsabilidad de ser el pilar del mundo. En esos lugares el estudio no conoce interrupción, prosigue día y noche. Pero el estudio, por supuesto, no dispensa en absoluto de cumplir otras obligaciones. Sólo tiene prioridad si hay que optar. Pero no todos los judíos se entregan al estudio: muchos se contentan con respetar la Ley. Sí, pero el judío que practica la Ley (el sábado, las normas alimentarias...) sentirá la necesidad, después de un tiempo de observancia, de formar parte de un grupo de gente que estudia. La sociedad judía no está formada en la coexistencia de solitarios, sino sobre una red de grupos de estudio, que también son grupos de amistad. El «amigo», en hebreo, es en primer lugar un «amigo en el estudio»: la verdadera amistad incita a encontrarse alrededor de un texto y a descubrir cómo superarse en la interpretación. De la amistad nace una «trascendencia», una ética. El judío entra en relación con Dios por el texto. Esto vale incluso en la tradición talmúdica llamada «lituana», que está llena de frialdad racionalista. Esto puede llegar a una experiencia mística de encuentro con Dios pasando por el Texto. ¿Por qué no estar de acuerdo con esa perspectiva mística? Pero el observador externo tiene la impresión de que la Ley gobierna la vida judía. Para los maestros del Talmud, Dios es ante todo ética, justicia,
concretadas por la observancia de la Ley. La revelación no cuenta la «historia de Dios». Hay un relato, por cierto, y magnífico, de la creación del mundo, de los patriarcas que reciben la revelación -Abraham, Isaac, Jacob-, de la salida de Egipto, de la marcha en el desierto. Es una admirable historia de los grandes hechos de Dios. Pero lo esencial está en la revelación de la Ley, de la ética, del bien que hacer y del mal que no hacer. Se puede decir que es la revelación de los derechos del hombre. La Declaración de los derechos del hombre retorna los principios, el «imaginario» de las Tablas de la Ley. El cristianismo no ha inventado nada desde este punto de vista. La ética de los derechos del hombre nació en el Sinaí con la revelación de una Ley que prohíbe la violencia («No matarás», «No robarás»...), es decir con la posibilidad de relaciones humanas fundadas en la bondad y la justicia. Pero, debido a la abundancia e importancia de los ritos del judaísmo, se puede tener la impresión, ciertamente, de que reemplazan la revelación, y que todo cuanto es de orden espiritual consiste especialmente en una suerte de obsesión ritual, en gestos que cumplir, en observancia que respetar. Pero ya he señalado que no hay que olvidar los relatos, los «mitos», que dan sentido a los ritos. Y, recíprocamente, los ritos son un recuerdo que se mantiene con gestos concretos (estoy aludiendo, por supuesto, a los mitsvot, a los preceptos que se refieren a leyes alimentarias, al sabbath, etc.). LA PUREZA Y LA SANTIDAD En el Levítico, donde hay muchos asuntos pertinentes a rituales de pureza, Dios dice: «Seréis santos porque Yo soy santo» (XIX). ¿Qué es la santidad para los judíos? Significa, ante todo, tomar distancia, establecer una separación entre las necesidades del hombre y su satisfacción. El hombre es una mezcla de instintos y necesidades que quiere satisfacer inmediatamente, por una parte, y de apertura a una trascendencia y aspiración a lo divino, por otra. Su humanidad reside en la tensión o equilibrio entre ambos aspectos. Y esto se consigue, en primer lugar, estableciendo distancia de todo lo que deseamos, de nuestros instintos, nuestras pulsiones. El objetivo es salir de nuestra animalidad y transformarla en una relación de criatura al Creador. Éste es el papel, por ejemplo, de las bendiciones. Bendiciendo, alabando al Creador antes de comer, se crea esta distancia y esta transformación de que hablo. Se entra en un estatus de santidad, que aparta de la relación inmediata con el alimento. En este sentido, las cien bendiciones que debe hacer cotidianamente un judío observante son una alabanza dirigida a Dios y al mismo tiempo un modo de liberarse de la animalidad. Santificarse es aprender paciencia y distancia. ¿Cuál es, en el fondo, la falta que cometieron Adán y Eva al comer la manzana en el paraíso? ¡Una falta de paciencia!
Las bendiciones son actos positivos. ¿Y las prohibiciones? Consideremos una prohibición alimentaria: sólo se permite el consumo de animales que tienen la pezuña hendida y son rumiantes. Se los llama «puros». ¿Por qué la pezuña hendida? Veo en ello, simbólicamente, la idea de la discusión talmúdica: sólo se puede avanzar en el mundo desde una percepción múltiple y diferenciada. La pezuña hendida señala la dualidad, el diálogo, la apertura, el rechazo a la ideología de lo «Uno». ¿Y el que sean rumiantes? Cuando integramos una idea, hay que pensarla, repensarla, «rumiarla», tener la paciencia que hace brotar el sentido, y no ceder a impulsos ciegos, sin espíritu crítico. Somos lo que comemos: el alimento kosher nos enseña un estado de espíritu crítico, opuesto al «listo para pensar»... ¿Qué sentido concede a las normas de pureza? Pureza no es santidad. En hebreo son dos palabras distintas. Pero hay también esta idea de distancia, separación y paciencia. Por ejemplo, la primera norma alimentaria recuerda que no tenemos derecho a extraer un miembro de un animal para consumirlo de inmediato. Una vez que se ha degollado ritualmente al animal, hay que observar las reglas que prescribe la cachrout para convertir la carne en kosher, pronta para ser consumida, suprimiendo la sangre que contiene. Lo mismo vale para las «purezas familiares». La impureza de una mujer que tiene sus reglas y no puede tener relaciones con su marido recuerda esta ley de separación, de paciencia, de puesta a distancia del deseo y finalmente de respeto. No hay aquí una «sospecha» contra el ejercicio de la sexualidad. Por el contrario, según el Talmud, la paciencia permitirá revivificar el deseo. La misma reflexión se podría hacer con la toma de distancia del trabajo que representa el sabbath. En sentido contrario, pero lógicamente, se considera que un objeto separado es «impuro». Es el caso del sefer Torah, del libro de la Torah: nadie puede tocarlo. Los maestros lo declararon impuro para que los fieles se mantengan a distancia de él. Hay que «ponerse guantes» para tocarlo o cubrirlo con un lienzo adecuado. Si no es así, uno se torna impuro al tocarlo. ¿Se puede decir que el libro de la Torah es sagrado? No, hay que distinguir «santo» de «sagrado». Lo sagrado está inmovilizado, está en el objeto, pertenece al orden de la idolatría. Se sitúa a lo divino en un objeto de este mundo. La santidad, en cambio, es una dinámica del hombre, un comportamiento de separación respecto de los objetos que nos sumergen, para vivir así mejor nuestra condición de hombres. LA LECCIÓN DE ABRAHAM Se ha referido muchas veces a la justicia, a la ética, como situa das en el
centro del mensaje de la Torah y, finalmente, de la idea que los judíos se hacen de Dios. Sin embargo, diversos relatos parecen contradecir esa noción. El primero el célebre de Abraham que se marcha a la montaña para sacrificar a su hijo, Isaac, porque Dios se lo ha pedido. Muchos siguen escandalizados por un Dios que parece tan cruel... Se equivocan, pues el sentido del texto, que nos parece evidente, no es ése. Es verdad que la historia dice que Abraham debe sacrificar a su hijo porque ha recibido la orden de Dios, es decir en nombre de una palabra o un valor supremos. El ángel de Dios detiene su acción en el último momento, cuando se apronta a ejecutar con un cuchillo a su hijo, que está atado. El sentido de esta «detención» (en todos los sentidos del término) es claro: no harás como todos hacen en tu entorno, a saber, en nombre de Dios, es decir del valor supremo, no sólo no vas a sacrificar a tu hijo, sino a ningún ser humano. En otras palabras, la revolución de Abraham consiste en introducir el respeto al otro, incluso contra la palabra de Dios. Abraham -diría aquí el relato de Abraham- transforma el signo o el valor de Dios en valor de hombres, en un valor para los hombres, es decir en una justicia en el sentido más amplio y más fuerte. Sin embargo, aunque el ángel detiene in extremis la mano de Abraham, no se puede dejar de considerar insoportable esa exigencia de Dios... La lección de este texto me parece inequívoca. Es una verdadera puesta en escena, teatral, dramática, para decir que desde Abraham en adelante nunca será posible que nadie se sienta autorizado a alzar la mano contra otro hombre en nombre de Dios, de un valor superior o del Bien. Lo revolucionario de este relato es, precisamente, que el sacrificio de Isaac no se realiza... Si este mensaje se entiende bien, quiere decir: jamás debe haber violencia entre los hombres a causa de Dios. Los Diez Mandamientos, o las Diez Palabras, no hacen más que decir esto desde distintos puntos de vista. LA BONDAD ANTES QUE EL BIEN ¿ Usted diría entonces que Dios, o el Dios de la Biblia, es el Bien, es la justicia, y que quizás es más importante saber esto que insistir en que es único? Sí. Pero es muy importante distinguir entre la idea de Bien, o su «concepto», como dicen los filósofos, y la experiencia muy concreta del bien y de lo bueno. La idea del Bien, tal como se encuentra en los filósofos griegos, y especialmente en Platón, supone que cada uno, con su propia subjetividad, debe «subir», para realizar el Bien y realizarse así él mismo, hacia el concepto, la idea, el ideal; en otras palabras, buscar el Bien, la Belleza y la Verdad. Esta forma «idealista» de ver las cosas es peligrosa, pues está desconectada de la vivencia de los hombres; de repente, por realizar el Bien, puedo hacer mucho mal. Esto ha quedado muy claro con las ideologías que durante este siglo y
también en otros han suscitado crímenes en nombre del Bien presente o futuro. La Inquisición es un triste ejemplo, en particular para los judíos. Vaclav Havel, el presidente de la República checa y ex disidente, lo ha expresado magníficamente en uno de sus discursos: En nombre de los partidos, se llenaron los hospitales psiquiátricos de hombres y mujeres que se atrevieron a pensar. En nombre de verdades «científicas», se envió a los opositores a las tinieblas del oscurantismo y la locura. [...] En nombre de la verdad de ideologías revolucionarias, los intelectuales masacraron a su propio pueblo. En nombre del Dios único, la Inquisición encendió hogueras. En nombre de otro Dios, también único, se declaran guerras santas con la buena conciencia de cumplir con la justicia y el deber. ¿Pero la Biblia propone de todos modos hacer el bien? Sí, pero no se trata de un Bien conocido con antelación (en nombre de esta idea, Abraham obedeció sin chistar y llevó a su hijo al sacrificio). En la tradición bíblica, la «idea del Bien» se transforma en bondad concreta para con otro. Sólo hay esta norma de bondad para con el prójimo sea éste cual sea. El prójimo hace la ley. La diferencia con el Bien es que la bondad para con el prójimo supone sujetos, personas concretas y no ideas y valores abstractos. La tradición hebraica a veces ha expresado este cambio de perspectiva con las imágenes de la pirámide y la estrella. Una de las metáforas de la filosofía o del sistema político de Egipto es la pirámide: triángulo apoyado en su base, cima que apunta hacia lo alto, evoca la idea de un conjunto de sujetos que no se definen por su relación con ellos mismos, sino por la construcción de un valor divino supremo. El Dios que se revela en el Sinaí a los judíos que han salido de Egipto se define siempre, en cambio, respecto de ese suceso de liberación. Cuando habla, dice: «Soy el Eterno, tu Dios que te hizo salir de Egipto, de la casa de esclavitud» (y no: Soy el Dios de lo alto, el Dios pirámide por construir y por esperar). Para el conjunto de los hebreos se funda la posibilidad de una sociedad, de una política y de una religión sobre su relación con una «ética», un vínculo con el otro, un cara a cara concreto bajo el signo de la bondad (en otras palabras, sobre el conjunto de bondades concretas que surgen del cara a cara de cada uno con cada uno), y no sobre un Bien definido de antemano. Podríamos decir, entonces, que prevalece la imagen de una pirámide invertida, con la base arriba y la punta abajo. La revelación de Dios en la Biblia consiste en invertir el «sistema» del Bien que simbolizaba la religión egipcia con sus pirámides. Si se juntan la pirámide de pie sobre su base -el sistema antiguo de referencia, del que hay que liberarse siempre- y la pirámide invertida -la novedad que aporta la revelación-, se obtiene una estrella, la Estrella de David. Ésta es la revolución que aporta la Biblia.
Como dice un personaje en Vida y destino, novela de Vassili Grossman: «No creo en el Bien, creo en la bondad.» Y no obstante Abraham obedeció sin chistar... Quizás cree que el sacrificio no se concretará: «Dios proveerá», le dice a su hijo cuando éste le pregunta por el cordero del sacrificio. Y en el mismo texto se encuentran otras señales de confianza. Abraham alude a que volverán «juntos». Pero también se puede comprender -eso creo- que el texto quiere enseñar que Abraham todavía está en la ignorancia, que se equivoca con Dios. Es un gran Justo, pero sigue preso del sistema antiguo. Con Abraham, el lector debe aprender que el creyente es capaz de hacer gestos que matan en nombre de Dios. Pero son gestos idólatras. Después del «no sacrificio» de Isaac sabemos definitivamente que nunca está permitido cometer actos de violencia contra otro hombre -en este caso, el propio hijo de Abraham- en nombre de un sistema de valores, por muy «superiores» que se los proclame. EL MESÍAS DE LOS JUDÍOS A partir de la Biblia se habla de «era mesiánica» para decir que el Bien, o mejor la bondad, se concretará plenamente en el mundo. ¿Los judíos esperan aún al Mesías? ¿Qué dicen de él? Del Mesías, en el sentido popular (es decir, según la interpretación cristiana), habla sobre todo el profeta Isaías. En la Torah no se menciona un Mesías. El Mesías o la idea de Mesías aparece tardíamente en el judaísmo. Pero es verdad que debido al Mesías cristiano (Cristo) la idea de Mesías desempeña un papel importante en la historia del judaísmo. Importante, pero censurada, por razones fácilmente comprensibles. No obstante, el Talmud habla de ello, por ejemplo en el tratado Sanhedrín (de la organización del tribunal). En esta misma tradición talmúdica se señala que en la escuela del rabino X el Mesías se llamaba X, que en la del rabino Y se llamaba Y; en otras palabras, cada uno posee la capacidad de ser el Mesías, la «mesianidad» no pertenece a uno solo. ¿Qué quiere decir entonces la palabra «Mesías»? Esta palabra es la transcripción del término hebreo, maschiyah, cuya raíz significa «ungir». El Mesías es el «ungido». En la tradición bíblica, el rey es el ungido. Se convierte efectivamente en rey cuando el profeta le unge con óleo en la cabeza. El primer rey «ungido» es Saúl. Le siguen David, Salomón... Entonces, el Mesías reviste una significación ante todo política: la era mesiánica tendrá lugar, para el pueblo judío, cuando haya recuperado su tierra, su autonomía política y un jefe político llamado el Rey Mesías. Comprenderá por qué algunos pensadores, como el rabino Kook, vieron un acontecimiento mesiánico en la resurrección del Estado de Israel en 1948.
¿Y el pueblo de Israel no sería por entero mesiánico desde la bendición prometida a Abraham? No, el pueblo no es Mesías. Puede llegar a ser eso para la humanidad, pero se trata de una imagen nacida de la visión cristiana del mesianismo. El judaísmo sitúa ese suceso mesiánico al fin de la historia. Se lo verá concretarse en la historia humana como el momento en que la palabra divina por fin establece relaciones sosegadas y el reino de la bondad. Pero esta idea es una interpretación que no atestigua ni la Torah ni la tradición judía. ¡Sin embargo el Talmud habla de Jesús! Sí, pero pocos judíos lo saben. El Talmud fue censurado por la Iglesia en 1123, y expurgado de los textos que hablan de Jesús; las ediciones que nos han llegado ya no contienen esos textos. El Talmud habla de Jesús como de un maestro de la Michná, y no como de un Dios o un Mesías. Es un maestro que creó su escuela, que tuvo discípulos, los apóstoles, pero cuyo mensaje se ha desvirtuado. El Talmud, ya lo he dicho, se interesa poco por la historia, pero en cambio reacciona ante los sucesos históricos. Reaccionó entonces ante el suceso que constituía Jesús y el nacimiento del cristianismo, y en particular ante esa idea de «Mesías». Con Jesús esa noción adquirió un sentido espiritual o teológico, mientras que entre los judíos su sentido es político: el rey que era ungido. En la Edad Media, escribió Maimónides: «El Mesías no es un hombre. Es un período en el que la humanidad vivirá según el ritmo de la palabra de Dios, de la palabra profética» (y cita el pasaje del profeta Isaías, capítulo XI, acerca de la coexistencia pacífica del lobo y el cordero, el ternero y el cachorro de león, el niño y la víbora...). No obstante, aún más tarde, en el judaísmo del siglo XVI (y a veces hoy), parece esperarse la llegada de un Mesías que sería un hombre. En efecto. Jesús no era el Mesías esperado, pero se abrió camino la idea de que un hombre sea el Mesías. Aparece sobre todo en los períodos sombríos de la historia judía, como consuelo y esperanza, pero con un elemento político siempre presente. Hay rabinos que esperan que el Mesías, por su saber y su capacidad de interpretación de la Cábala, permita que el conjunto del pueblo judío reencuentre la tierra de Israel y consiga la paz. El más célebre «Mesías», o, mejor, falso Mesías, de la historia judía es Sabbatai Zevi, cuyo éxito, en el siglo xvI, fue prodigioso en numerosas comunidades judías. Hubo judíos de Amsterdam que hasta llegaron a vender sus bienes y fletaron un barco para reunirse con él. Pero la historia terminó mal: arrestado por el sultán, fue obligado a convertirse al islam. A pesar de esta apostasía y este lamentable final, hubo grupos de judíos que continuaron creyéndole. Lo que es todo un testimonio de la fuerza de esta idea o de esta esperanza mesiánica sobre todo en tiempos de crisis.
Ese mesianismo exacerbado recuerda a los integristas y a los fanáticos religiosos. A pesar de lo que ha dicho acerca de la apertura y de la libertad de interpretación en el judaísmo, tenemos la impresión de que no escapa a este fenómeno. Hoy existe un sector de judíos que decidieron organizar su vida en torno a la Ley judía practicando escrupulosamente los mitzvoth, los mandamientos de la Torah. Aunque relativamente restringido, este sector ocupa un lugar religioso y político importante en el judaísmo actual. Creo que «integrismo» y «fanatismo» no son palabras adecuadas para describirlo. Son, más bien, lo que llamamos «ortodoxos», que buscan un modo de vida rigurosamente conforme a los textos y a sus interpretaciones talmúdicas. Pero ni siquiera estos ortodoxos hacen de la Ley un dogma, una verdad definitiva. Para ellos es una «norma» que permite apertura y evoluciones. Es verdad que estas evoluciones no se ven, pues se niegan a aceptar los desafíos de la modernidad. Visto desde fuera, da la impresión de que todo, en su modo de vida, está rigurosamente inmovilizado. Pero no hay violencia por su parte para con los demás judíos, liberales y demás, que no practican la Ley o que la practican de otro modo. Es verdad que los ortodoxos no reconocen a estos últimos, que, por el contrario, se ocupan de adaptar la Ley a las preguntas y a las necesidades del mundo moderno. Pero unos y otros forman parte, por ejemplo, de la misma comunidad judía de Francia y se adhieren a las mismas instituciones del judaísmo. Sólo hay peligro de comportamientos integristas cuando se unen política y religión. Esta última puede verse tentada entonces y tratar de imponer sus puntos de vista, imponer por la fuerza la práctica de la Ley y ejercer coerción psicológica y violencia espiritual sobre el otro. Pero no creo que se pueda llegar a esto en Israel. LA EXISTENCIA JUDÍA HOY Ha aludido a los que ven en la creación de Israel un suceso mesiánico. Pero este acontecimiento advino después de otro, terrible, la Shoah. Se ha llegado a preguntar dónde estaba Dios cuando exterminaban al pueblo judío. ¿Cómo pudo Dios, si existe, permitir que sucediera aquello? ¡Me planteo la misma pregunta, exactamente como usted! ¡Y las preguntas se entrelazan! ¿Cómo comprender Auschwitz? ¿Cuál es el lugar del Holocausto en la historia milenaria y a menudo trágica del pueblo judío? ¿Qué esperanza queda, después de Auschwitz, para el pueblo judío? ¿Se alzó un profeta para anunciar que iba a volver una «parte» de los que desaparecieron? ¿Es posible que un judío laicizado quiera aún pertenecer a la comunidad judía? ¿No es irrisorio celebrar la memoria de los que perecieron y hoy son ignorados para siempre? ¿No sería preferible abandonar el judaísmo y
olvidar ese pasado catastrófico y caducado? ¿Qué responde usted? No, no podemos olvidar Auschwitz, sería una blasfemia. Pues mantenemos en el corazón del presente una experiencia fundadora: somos, hoy como ayer, la descendencia de Abraham. La que los nazis quisieron exterminar. ¿Pero Auschwitz es único? Debemos ser los primeros en decir que la muerte de un niño en Auschwitz no es diferente de la de un niño en Hiroshima, en Ruanda o en cualquier lugar del mundo. Pero, dicho esto, debemos negarnos a asimilar Auschwitz al «sufrimiento general», aunque nos acusen de «particularismo judío»... Debemos apartarnos de una filosofía sin testimonio y sin perdón. Debemos ser testigos, hoy, de este acontecimiento imprevisible e incomprensible siendo testigos de la ética y negándonos, utilizando la expresión de Emil Fackenheim, filósofo judío contemporáneo, a conceder «victorias póstumas» a Hitler. ¿Cómo ve el «porvenir de Dios»? Durante toda esta conversación he procurado mostrar que el Dios judío, que se reveló en la Torah, nos ha destinado a la ética, a la bondad, al respeto del rostro del otro, a la rectitud, a la responsabilidad. El hombre no puede sustraerse a esta responsabilidad, porque es el único que puede hacer lo que tiene que hacer. Éste es el sentido de la «elección»: una infinita responsabilidad por el hombre... y por Dios mismo Hago mías con mucho gusto las palabras del filósofo Hans Jonas: «Dios, después de haberse dado enteramente al mundo para que se desarrolle, nada tiene que ofrecer: corresponde ahora al hombre dar. Y puede hacerlo si vela por que, en los caminos de la vida, no suceda, o suceda no muy a menudo, que por su causa, por causa del hombre, pueda Dios lamentar haber dejado que el mundo se desarrolle.» JOSEPH MOINGT El Dios de los Cristianos
EL MESÍAS SENTADO A LA DIESTRA DE DIOS
Los cristianos consideran que Jesús, un hombre, es el Hijo de Dios. ¿Se presentó él mismo de este modo en los Evangelios? No, pero es una opinión general, incluso entre los cristianos. Un hombre, Jesús, habría recorrido Palestina anunciando que era el Hijo de Dios y que en Dios había tres «personas», el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esto no fue así. Hay dos sucesos que están en el origen del cristianismo: la fe en la resurrección de Jesús y el don del Espíritu Santo, es decir, de la presencia y la fuerza de Dios, en Pentecostés, cincuenta días después de esta resurrección. Ese día, el Espíritu Santo —sus símbolos son la llama y el viento— se comunica con los apóstoles reunidos en Jerusalén y les hace comprender que Jesús, ese hombre con quien habían caminado y ha muerto, está «sentado a la diestra del Padre». Esta imagen les resulta evocadora, porque proviene de las Escrituras judías (Salmo CX, 1: «El Señor dijo a mi Señor: siéntate a mi diestra»). Se impondrá en seguida a los primeros cristianos —que aún son judíos— como una especie de evidencia, antes de toda reflexión filosófica o teológica, antes de toda interrogación consciente sobre la personalidad de Jesús. Jesús, Hijo de Dios... Una idea nacida de la Pasión y la resurrección, dice usted. ¿Así, de súbito, sin que Jesús la haya insinuado? ¡Por supuesto, de súbito! La resurrección de Jesús, en la cual creyeron los apóstoles y los primeros cristianos, y les transformó la vida, desencadenó todo. Apoyados en ella releyeron la vida y la enseñanza de Jesús. A partir de ahí se divulgaron los Evangelios, primero oralmente y después por escrito. Y también hay que leerlos a partir de ahí. Mucha gente, cristiana o no, ignora esta norma de lectura: si poseen algo de espíritu crítico, chocan con algunos pasajes; si no lo poseen, creen y dicen que Jesús vino a proclamar que era Dios. ¿Y no es el caso? No, no fue así. Los primeros testigos, que caminaron con él, sin duda se impresionaron por su vida, enseñanzas, actos y palabras. Los Evangelios se refieren en numerosas ocasiones a su libertad de palabra y de acción, tanto en relación con los jefes de la comunidad judía como con el ocupante romano. También se dice varias veces que «hablaba con autoridad» y que esto los impactó. Pero lo decisivo para ellos fue la expe riencia de la resurrección: les permitió comprender que estaban tratando con «un profeta y algo más que un profeta». CUATRO EVANGELIOS, UN SOLO CRISTO ¿Qué sabemos, exactamente, de Jesús? ¿Qué verdad histórica contienen los Evangelios? Rudolf Bultmann, un gran exégeta de este siglo, declaró en los años veinte: «No podemos saber prácticamente nada de la historia de Jesús.» Y
agregó que había que renunciar a conocer cualquier cosa del «Jesús de la historia», es decir, de los detalles de su vida. Basta saber que existió. En esto hay un consenso casi unánime. Creer que es el Hijo de Dios y el Salvador, y sacar las consecuencias para nuestra vida: eso es lo esencial. En otras palabras, la verdad histórica de los Evangelios sería un problema por completo secundario. Lo importante es el sentido del «suceso Jesús». No obstante, en la actualidad los exégetas son mucho menos severos que Bultmann en lo concerniente a la verdad de los hechos que relatan los Evangelios. Partiendo de la base de que se escribieron bastante después, con la fe en el Jesús resucitado y «sentado a la diestra de Dios», se ha podido establecer que numerosos detalles son verídicos, que corresponden a lo que dicen los historiadores más reconocidos de los tiempos de la Palestina de Jesús. Hoy tenemos incluso la impresión de que los escritos del Nuevo Testamento -los Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, de Pedro...- constituyen una de las fuentes más seguras para conocer ese judaísmo llamado «intertestamentario»: el judaísmo que se vivió entre el Antiguo Testamento y el Nuevo, o, como se prefiere decir ahora, entre el Primero y el Segundo Testamento. Es el período que abarca, a grandes rasgos, entre el año 200 antes de nuestra era y los años 100/150 de nuestra era. ¿Pero a pesar de todo no debemos decir que el conjunto fue rehecho, o inventado, para responder a las inquietudes de las primeras comunidades cristianas? ¿Qué es un relato histórico? ¿Cómo se escribe la historia? Éstas son las verdaderas preguntas. Sobre este tema se han escrito centenares de libros desde la invención de la historia moderna en el siglo XIX. En la actualidad contamos con varias historias «científicas» de la Revolución Francesa, de Napoleón I o de Jules Ferry: aunque «científicas», pueden diferir mucho. ¿Significa eso que son falsas? No, todas son «verdaderas». Todas aportan, desde distintos puntos de vista, algo esencial para la comprensión de la Revolución Francesa, Napoleón o Jules Ferry. Dicho de otro modo, el pasado, por definición, ha desaparecido y sólo lo podemos interpretar. Como todos los historiadores de la Antigüedad, los evangelistas ni siquiera tenían esa pretensión «científica» moderna. Además, querían comunicar un mensaje. Hoy hay consenso acerca de que informan con bastante fidelidad sobre el modo de vivir y hablar de Jesús y sobre la percepción que de él se tenía mientras vivió. Al cabo, y considerando el hecho de una nueva fe y de su entusiasmo, pudieron haber agregado mucho de maravilloso. Pudieron, o debieron, hacer de Jesús una suerte de semidiós que seducía multitudes con sus milagros. No lo hicieron. Sus relatos son en realidad muy sobrios, aunque ya sean interpretaciones marcadas por la fe y la resurrección. Todavía hay individuos que se asombran cuando descubren que las cosas no ocurrieron exactamente como la Biblia las cuenta: el relato de la Creación (Génesis), la salida de Egipto (Éxodo), la infancia de Jesús (como
la nana el evangelista Lucas)... La primera reacción es decir que la Biblia cuenta falsedades. Y bien, eso sería ser muy corto de vista, pasar de largo junto a lo esencial y ocultar lo que estos textos nos quieren decir de Dios y de su revelación a los hombres. ¿No es contradictorio que haya cuatro Evangelios, cuatro versiones de la vida y de la enseñanza de Jesús? De ningún modo. Cada evangelista refleja los relatos y las inquietudes de la comunidad cristiana de la que él formaba parte. Hay, ciertamente, numerosas diferencias entre estas cuatro versiones; pero aquí también, me parece, el retrato global, convergente, que hacen de Jesús supera claramente las divergencias. A UNOS CUARENTA AÑOS Continuamente se lanzan preguntas sobre la fecha de los Evangelios. ¿Qué puede decir sobre este tema? Desde hace casi dos siglos los exégetas protestantes y católicos están estudiando, desde todos los puntos de vista, hasta el menor versículo, la más breve palabra de los Evangelios, y también su contexto histórico, geográfico, lingüístico... Con argumentos muy precisos, se ha establecido cierto consenso entre los investigadores: los tres Evangelios llamados «sinópticos» (por sus semejanzas y convergencias) —los de Mateo, Marcos y Lucas— datarían, en la versión definitiva, de los años 70-80. El texto definitivo del Evangelio de Juan se habría terminado hacia el año 100. El primer Evangelio terminado (probablemente el de Marcos) sería posterior, entonces, en unos cuarenta años a la muerte de Jesús (ocurrida hacia el año 30). Ese lapso molesta a algunos, incluyendo a especialistas en los Evangelios, que sitúan entonces la fecha de redacción definitiva de los tres Evangelios, en particular del de Marcos, en los años cuarenta, es decir, sólo una decena de años después de la muerte de Jesús. Tienen la sensación de salvar de este modo la fe, que según ellos se vería amenazada por una redacción demasiado tardía. Pero esa preocupación parece legítima... Menos de lo que usted cree. Veo en esto una tendencia «fundamentalista» que necesita de certezas tangibles. No quieren fundar el cristianismo sobre una tradición (la de los apóstoles de Jesús, transmitida oralmente a las primeras comunidades y después escrita por los evangelistas), sino directamente sobre los textos: se supone que éstos reproducen literalmente las palabras de Jesús, a los pocos años de su desaparición, o que informan de los dichos de testigos directos que o bien habrían transcrito en seguida las palabras de Jesús o bien redactado directamente los sucesos de su vida. Tendríamos entonces una suerte de registro de los
discursos de Jesús, un reportaje como se dice hoy. Los que adoptan esta posición creen que aseguran y fortalecen la fe. Y quizás tengan razón. Su actitud plantea dos cuestiones. En primer lugar la cuestión histórica: la inmensa mayoría de historiadores e investigadores no acepta esta fecha precoz de redacción. Advierten en los Evangelios sinópticos alusiones a la historia de los años 60-70 e incluso divergencias relativamente importantes entre los textos. Esto sólo se explicaría si se admite que transcurrió un lapso, digamos medio siglo, entre los acontecimientos y su escritura o por lo menos su redacción definitiva. La segunda cuestión es más teológica: ¿Hay necesidad de fundar la fe sobre argumentos de orden histórico? Evidentemente, es esencial que nosotros, los cristianos, sepamos que Jesús existió. Pero, para lo demás, ¿no hay que dar la razón acaso a Bultmann, a quien ya me he referido, o a otro teólogo protestante muy grande, a Karl Barth? Los dos han impulsado a los cristianos a no buscar a cualquier precio certezas, textos seguros, testimonios irrefutables. Para ellos, y tienen razón, la fe es la fe en el Evangelio como Palabra de Dios y punto. Barth incluso va más lejos. Decía: Mucho mejor si los cristianos carecen de toda certidumbre histórica, mucho mejor si desmoronan sus seguridades: su fe será tanto más «pura»... En esto va demasiado lejos, me parece. Es normal que los cristianos se interesen por las investigaciones históricas. No se puede separar totalmente la fe de la razón, que intenta comprender aquello que cree. Es normal que los exégetas y los historiadores expliquen el contexto histórico y cultural en que nació la fe en la resurrección. LA INFLUENCIA GRIEGA ¿Se conoce hoy mejor el entorno histórico y cultural del Nuevo Testamento? Sí, hoy sabemos mejor hasta qué punto el judaísmo de los tiempos de Jesús estaba marcado por la influencia griega, «helenista». Los fundamentalistas de que acabamos de hablar creen que los Evangelios, en especial los sinópticos, se redactaron primero en hebreo y después fueron traducidos al griego. Los investigadores piensan, hoy, que fueron escritos directamente en griego. Lo que no impide, por cierto, que en ellos se encuentren numerosas huellas de hebraísmos y arameísmos, porque Jesús hablaba arameo, un dialecto hebraico. Paradójicamente, es quizás el Evangelio más tardío -el de Juan-el que fue escrito en arameo. Esto significa que los primeros judíos convertidos a cristianos provenían de la cultura helenista. Hablaban en griego. Leían también las Escrituras judías en la versión griega llamada de los Setenta. Los judíos cultos de la diáspora también leían la Biblia griega. Esta Biblia, por supuesto, es totalmente judía, pero una lengua es siempre vehículo de una cultura.
Traducidas, las palabras adquieren sentidos nuevos. Pensemos, por ejemplo, en la palabra «sabiduría», tan presente en los libros de sabiduría de la Biblia. En griego esta palabra se convierte en sofía, y está abierta entonces a toda la tradición filosófica de Grecia, a la filosofía. Lo mismo vale a fortiori para la palabra logos, que traduce «palabra» de Dios y abre el Evangelio de Juan para designar a Cristo. Con esta palabra griega, que significa «discurso», «razón», toda la tradición del pensamiento griego entra en el cristianismo. Personalidades como Filón, un gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, o Pablo, o incluso el redactor del Evangelio de Juan, son judíos. Pero su cultura, sus palabras, sus conceptos están marcados por la sabiduría y la cultura helenistas. Hay relaciones evidentes entre Filón y Pablo, así como entre Filón y Juan. Filón, como se admite hoy, era una especie de «judío cristiano». EL JUDÍO JESÚS Acaba de decir «judío cristiano», y por lo tanto está sugiriendo una continuidad entre judaísmo y cristianismo. ¿Qué se puede decir, al respecto, sobre Jesús? La primera continuidad es, por supuesto, que Jesús era judío. Entre los cristianos actuales se habla mucho de la «judeidad» de Jesús. Y esto es así no sólo por oportunismo, por evitar todo lo que sugiera animadversión para con los judíos, sino también porque la misma investigación ha establecido, o restablecido, puentes entre el judaísmo y el cristianismo antiguos. «Jesús era judío»: ¿significa esto también que no era «cristiano»? Por supuesto. No sólo nació judío, como decía Lutero, sino que murió judío. En otras palabras, Jesús jamás pensó provocar una ruptura radical con la religión de sus padres. Pudo haber, por cierto, elementos de fricción con lo que llamaba «tradición de los padres». Podemos apreciarlo incluso en Mateo, que sin embargo es el más «judío» de los cuatro evangelistas, por ejemplo en las maldiciones contra los escribas y fariseos (capítulo XXIII). Hay también puntos de tensión a propósito del Templo o del papel de los sacerdotes. Pero hoy sabemos que Jesús no era el único que criticaba las prácticas cultuales del judaísmo de su tiempo. Otros, como la comunidad de los esenios, cuyos célebres manuscritos se descubrieron en 1947 en las cuevas de Qumran, también se habían distanciado del Templo y de la casta sacerdotal de Jerusalén. En cualquier caso, Jesús no pensaba fundar otra religión, una religión disidente del judaísmo. Esperaba el «Reino de Dios», por usar una expresión muy frecuente en sus labios. Pero esta espera implicaba una actitud crítica para con las instituciones judías de su tiempo. ¿Está insinuando que en la época de Jesús había otras protestas contra el judaísmo oficial que se vivía alrededor del Templo de Jerusalén y de la
Ley? Sí. Era un judaísmo en plena evolución, muy disperso, muy abierto a la cultura y al pensamiento griegos. Hay que recordar que Palestina (que aún no se llamaba Palestina, es un anacronismo hablar así) estaba bajo ocupación griega y después romana desde hacía ya tres siglos (la ocuparon los ejércitos de Alejandro en el año 332 antes de nuestra era). Antaño se hacía una distinción muy marcada entre el judaísmo de la diáspora -el de los judíos que había en todo el Imperio, influidos por la cultura y la lengua helenistas- por una parte, y el judaísmo de Palestina y Jerusalén, de lengua y cultura hebraicas o arameas. Hoy se piensa que no se debe insistir tanto en esta distinción. En efecto, por la fuerza de las cosas, la cuestión de una apertura más universalista, en un entorno pagano omnipresente, se planteaba a todo el judaísmo y también en Jerusalén. Esto se puede apreciar en los últimos libros del Antiguo Testamento, por ejemplo en el de la Sabiduría, escrito en griego. Además el proselitismo de los predicadores judíos con los paganos cultos tenía entonces mucho éxito. Jesús se encontraba, y esto es prácticamente seguro, en medio de este movimiento del judaísmo universalizarte que estaba, por decirlo así, en vías de autosuperación. No estoy haciendo un juicio de valor cuando utilizo esa expresión. Sólo quiero señalar que el judaísmo tenía tantas posibilidades como el cristianismo para convertirse en una religión universal. Pero, por razones históricas, culturales y propiamente religiosas, se hizo otra elección: después de la caída de Jerusalén en el año 70, la destrucción del Templo y la dispersión de los judíos, la comunidad se reconstituyó en torno a la Torah y su comentario, es decir en torno del judaísmo rabínico y talmúdico, mucho más exclusivo. Pero había un universalismo en Israel y en la Torah misma... Sí, pero me parece que la idea dominante era que todos los paganos irían un día a adorar al Dios de la Biblia en Jerusalén, en el Templo, sobre el monte Sión. Se trata de un universalismo «inclusivo». En la predicación de Jesús, Dios ya no estaba apegado a un lugar, un país, una lengua, etc. Se trata de un universalismo que se podría llamar «extensivo». ¿Pero nadie siguió a Jesús en esta «autosuperación» del judaísmo que quiso suscitar? Las diatribas de Jesús contra el Templo, la Ley o incluso contra los sacerdotes y los escribas no son esenciales. No fue el único, ya lo he dicho, que las profirió. Hay una superación, en cambio, en su predicación de un Reino de Dios (o de los cielos) abierto a todos, no sólo a los justos judíos de la Ley, sino también a los pecadores y a los paganos. Y estos dos últimos grupos pueden, incluso, estar en primer lugar... Pero todavía se trata de predicación judía. La muerte y la resurrección, y
la meditación sobre esta muerte y resurrección, provocarán la ruptura. Aquí interviene especialmente Pablo, que no conoció al Jesús que enseñaba, al Jesús «según la carne», como escribe. LA RUPTURA CON EL JUDAÍSMO ¿Es Pablo entonces el artesano de esa ruptura? Sí. Pablo interpreta la muerte y la resurrección de Jesús como la apertura a todos los pueblos de las promesas hechas a Abraham, apertura del reino de Dios a todo el mundo, incluso a los paganos. Jesús murió y resucitó por la salvación de todos, judíos y paganos. Pero Pablo sólo estaba prolongando la predicación de Jesús en una línea universalista. En este sentido, el Evangelio, la Buena Nueva que anuncia Jesús, ya es el cristianismo; no se trata de un nuevo ritual litúrgico ni de prescripciones complementarias y detalladas, sino de un mensaje de amor y de libertad, de otro modo de ver a Dios. Este mensaje es «transfronteras», es una llamada a una «sociedad abierta», como se diría hoy, opuesta a las antiguas sociedades cerradas. Esta apertura total provocará la ruptura con el judaísmo, y mucho más porque el judaísmo se cerrará sobre sí mismo, reaccionando especialmente ante la persecución romana. Creo que esta actitud de apertura de la predicación cristiana explica su éxito en un mundo pagano que también estaba abriéndose a lo universal gracias a la unificación del Imperio. Pablo, como los demás apóstoles, no tiene la sensación de dejar la religión judía. Sigue siendo muy judío e intenta desempeñar un papel de conciliador entre judíos y cristianos. En el fondo, quería reunir a todos los judíos y conservar esa actitud universalista de apertura a los paganos que hasta cierto punto habían inaugurado los profetas de Israel. ¿Dónde se sitúa, en concreto, el punto de ruptura? Reside en el abandono de determinados elementos de la Ley, en particular en la supresión de la circuncisión. En el concilio de Jerusalén, que se relata en el capítulo XV de los Hechos de los Apóstoles y en el capítulo II de la epístola a los Gálatas, y que se celebró hacia el año 50, hubo autoridades cristianas de Jerusalén que intentaron imponer la conservación de la Ley judía, en especial la circuncisión, pero también otros preceptos, a los paganos convertidos. Después de una discusión más bien viva, que opuso a Pablo y a Pedro, el asunto se decidió: los paganos convertidos no se circuncidarían ni se someterían a los preceptos de la Ley. Se suprimen entonces los aspectos particularistas del judaísmo para permitir una apertura sin restricciones a los paganos. UNA ACTITUD DE APERTURA
¿No está subestimando la violencia del conflicto entre Jesús y los jefes judíos o el grupo de los fariseos? No, el conflicto fue violento, sin duda. Y, como usted mismo ha dicho, las polémicas entre judíos y cristianos durante los primeros decenios después de la muerte de Jesús se reflejan también en el texto de los Evangelios y acentúan, por cierto, la violencia de este conflicto. Pero la palabra de Jesús, aunque polémica, permanecía en el marco del judaísmo: mientras vivió no rompió con el judaísmo. Es probable que Jesús, en la línea universalista que he mencionado, se distanciara de las tendencias rabínicas o talmúdicas. Salvo en el Evangelio de Mateo, comenta poco la Ley, mientras que este comentario es muy importante en la línea rabínica. Cita el Primer Testamento, pero bastante poco. Hay silencios en su predicación: casi no se refiere a los grandes hechos de Israel; destaca, en cambio, sus infidelidades, el que se haya matado o maltratado a los profetas de antaño. Para justificar su propia apertura a los paganos, Jesús recuerda que el profeta Eliseo curó a Naamán, un leproso sirio, no judío. No pronuncia la palabra «alianza», salvo en la Última Cena, y lo hace para referirse a una «nueva alianza». Frecuenta de manera asombrosa a conocidos pecadores. Manifiesta simpatía por los samaritanos, esos hermanos enemigos del judaísmo: la «parábola del buen samaritano», en la cual un samaritano auxilia a un herido al borde del camino cuando un levita (un servidor del Templo) y un sacerdote apresuran el paso, es el caso más famoso y elocuente. Aunque sus excursiones por zonas paganas son escasas y breves, siempre tiene una actitud de apertura, de tolerancia, con los extranjeros. Tenía conciencia, de seguro, de estar aportando concepciones nuevas, como se puede apreciar en famosas imágenes: «no se cose una tela nueva sobre un traje viejo», «no se vierte vino nuevo en odres viejos». Podríamos decir: contrariamente judaísmo rabínico, que privilegia la Torah, Jesús parece apegarse más a los profetas de Israel y a su predicación, que a veces critica la Ley. Sin embargo, el Segundo Testamento cita mucho al Primero... Por supuesto. Los primeros cristianos veían en algunos versículos o en algunos personajes del Primer Testamento anuncios o prefiguraciones de Jesús, de su nacimiento, vida, muerte y resurrección. Hay que reconocer que este modo de hacer es en ocasiones bastante forzado, que las citas se «fuerzan» más de una vez para que «encajen». Pienso, por ejemplo, en los textos acerca del «Servidor que sufre» (Isaías, LII y LIII), que se aplican a la Pasión de Jesús. Estos textos eran poco comentados por los rabinos judíos, que se ocupaban sobre todo de la Torah (los cinco primeros libros de la Biblia, que también se llaman Pentateuco). En las discusiones que tienen con Pablo en las sinagogas, por ejemplo, queda claro que conocían poco estos textos. Y por lo tanto rechazaban la interpretación de Pablo, que ve en ellos el cumplimiento de «profecías» de la Escritura.
¿Pero Pablo no era rabino o miembro de una escuela rabínica? Quizás. En cualquier caso, durante mucho tiempo se pensó que utilizaba los métodos rabínicos de interpretación. En la actualidad, empero, se tiende a insistir en su disposición y cultura helenistas. CONDENADO POR RAZONES RELIGIOSAS Hubo entonces un conflicto, más y más vivo, entre Jesús y las autoridades judías, un conflicto que termina por el arresto, el proceso y la muerte en la cruz. ¿Qué responsabilidades se cree hoy que comparten judíos y romanos? La decisión de someter a Jesús al tormento de la cruz sólo podía provenir de las autoridades de ocupación, de los romanos. Pero el proceso y la muerte de Jesús poseen, evidentemente, motivos religiosos. Es indudable. Si se niega esto, no se puede comprender el nacimiento del cristianismo. La condena a muerte no es una equivocación de las autoridades judías en relación con su enseñanza. ¿Pero los relatos de la Pasión no culpan con fuerza a los judíos? Sí, pero hay que recordar que cuando se escriben los Evangelios está en pleno desarrollo la polémica entre la antigua religión y la nueva, entre el judaísmo y el cristianismo. Por lo demás, hablar así es un anacronismo: en esa etapa, es decir en el momento en que se escriben los Evangelios, hay una polémica entre judaísmo y judaísmo, entre judíos que niegan a Jesús y judíos que creen que es el Enviado de Dios. Desgraciadamente, sólo contamos con los ecos de uno de los participantes en la polémica. No sabemos cuáles eran las acusaciones ni las acciones del lado judío. Y, por cierto, en la muerte ignominiosa de Jesús desempeñaron un papel importante los jefes religiosos del judaísmo, a los cuales Jesús se opuso a veces violentamente. Este recuerdo estaba aún muy presente en la memoria de los que en él veían al Cristo, es decir el ungido o el Mesías de Dios. En la historia posterior a menudo se ha hecho culpables de su muerte a «los» judíos... Es evidentemente absurdo, y aún más absurdo debido a las catastróficas consecuencias que tuvo esta acusación de «pueblo deicida». No acuso a los judíos como tales, ni siquiera a los jefes de los judíos, sino a la religión de la que eran representantes. ¿Al judaísmo, entonces? No, a la religión en general. Insisto en la palabra. Con ella me refiero al conjunto de mentalidades colectivas, imágenes e instituciones, actos religiosos, culto y moral que conllevan todas las religiones del mundo. Me explico. Me parece evidente que el proceso de Jesús tuvo motivos religiosos y no solamente políticos. Pretender lo contrario, como se ha visto
recientemente en una serie de emisiones de televisión acerca del proceso y muerte de Jesús, es descalificar por completo los testimonios evangélicos; es exponerse a no entender nada de lo que sucedió antes, desde el principio de la predicación de Jesús, ni después, al nacer el cristianismo; y también significa ignorar la estrecha imbricación de lo político y lo religioso, sobre todo en esa época y en esa región del mundo. ESCÁNDALO PARA LOS JUDÍOS, LOCURA PARA LOS PAGANOS ¿Hubo entonces intervención de las autoridades religiosas judías y por motivaciones religiosas? Sí, pero eso se puede y se debe decir sin incriminar ni al pueblo judío como tal ni a la religión judía como tal. Ni siquiera tiene sentido demonizar a los adversarios de Jesús, que eran gente piadosa, seguramente sincera, ni hipócrita ni sanguinaria; querían, sobre todo, defender la tradición de sus padres, que sin duda sentían amenazada. Y de ahí el proceso... En el proceso de Jesús me parece que el «sistema religioso» se defiende de una libertad religiosa que lo desafía. El sistema reacciona tal como lo hará en el curso de toda la historia, cristianismo incluido, en contextos político-religiosos muy diferentes, pero por motivos análogos. La comparación que efectuaron los primeros autores cristianos entre el proceso de Jesús y el de Sócrates me parece que ilustra muy bien lo que estoy diciendo. En otras palabras, ¿intenta expresar el sentido universal del proceso y la muerte de Jesús? Por supuesto. Los exégetas y los historiadores deben intentar reconstruir cómo ocurrieron las cosas, quién, entre los dirigentes judíos y Pilatos, dijo o hizo qué, etc. Pero, aparte de la investigación histórica, hay que tratar de comprender el sentido y el alcance universales de este proceso y esta muerte. Ahora, el sentido y el alcance son religiosos, en el sentido más amplio, e interesan a todos los hombres, incluso a los paganos. Al principio de su epístola a los Corintios (I, 23), escrita hacia el año 55 de nuestra era, Pablo ya afirma que «el Cristo crucificado es escándalo para los judíos y locura para los paganos». ¿Dónde está el escándalo, dónde la locura? No provienen de que Jesús atacara la religión de su pueblo. No era el único que lo hacía. Proviene, me parece, de que borraba, rompía, de que continúa borrando y rompiendo los puntos de apoyo en los que suelen confiar las personas religiosas. La libertad de su palabra y de su búsqueda de Dios desestabilizaba las instituciones religiosas, quitaba credibilidad a prácticas religiosas demasiado seguras de sí mismas, cambiaba el curso de tradiciones religiosas recibidas y aceptadas.
¿No es paradójica esta puesta en duda de la religión? Jesús era un hombre religioso... La religión propende siempre a situarse en lugar de Dios, a obligar a la gente a pasar por ella para encontrar a Dios. Muchos creen que sólo se encuentra a Dios en el culto o en las ceremonias religiosas. La religión, entonces, pasa a ser las obligaciones y las tradiciones religiosas con las cuales se cree tener acceso a Dios o contentar a Dios. Jesús rompió con una concepción religiosa de este tipo. Atención: no digo que todo eso no sea necesario. Por el contrario, siempre hay necesidad de ello, pero ahí no está lo esencial, contrariamente a lo que cree mucha gente y sobre todo los integristas, los fundamentalistas, los tradicionalistas de todo tipo... EL AMOR AL PRÓJIMO ¿Qué es lo esencial, entonces? Le voy a responder como lo hizo Jesús a un doctor de la Ley que le preguntó por el primero de los mandamientos: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Evangelio de Mateo, XXII, 34-38). Pero ya sabe usted que eso es una cita del Deuteronomio (VI). El Primer Testamento también ordena amar a Dios y al prójimo... La novedad no consiste en que Jesús recuerde los «dos mandamientos de la Ley», sino en que cita dos cuando se le pregunta por uno solo, en que los sitúa en pie de igualdad y en que agrega que de esos dos mandamientos «dependen toda la Ley y los Profetas» (Mateo XXII, 40). Ésa es la novedad. Asimismo, cuando dice, en el Evangelio según Juan (XIII, 34): «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros», ese mandamiento no es, en sí mismo, nuevo. Lo es en el sentido de que no hay otro: el amor y la justicia para con el prójimo son el amor de Dios y vienen a reemplazar a todos los preceptos de la legislación judía, al conjunto de la Torah. Esto provoca la ruptura y llevará inexorablemente al proceso. Y tanto más cuanto que otros elementos de la enseñanza de Jesús también critican la religión. Así, cada uno debe buscar la voluntad de Dios como si no estuviera dada y escrita en la Ley. Invita a cada uno a orar en la intimidad de su corazón, como si el Templo ya no fuera el lugar adecuado para la oración, el lugar donde la plegaria resulta agradable a Dios. Exige, además, reconciliarse con el prójimo antes de ir a orar al Templo. Por otra parte, parece anunciar la destrucción del Templo y reemplazarlo con Él mismo: son palabras peligrosas que desempeñarán un papel esencial durante su proceso, pues son una verdadera blasfemia. De hecho, y sea cual sea la parte de las palabras que se integró al texto evangélico o que se endureció después de la muerte de Jesús, tenemos la impresión de que desde el principio el conflicto que llevará al proceso y a la muerte gira en torno a la interpretación de la religión. En Mateo, Jesús
comenta la Ley, en particular en el célebre «Sermón de la Montaña» (V a VII). Pero lo hace de un modo que resulta chocante para sus interlocutores: «Se os dijo... Pero Yo os digo...» Mateo no inventó este pasaje, es seguro. Jesús, en fin, de un modo general, tiene en poca estima al clero, a los sacerdotes, a los doctores de la Ley: incluso los provoca y ellos se debieron de sentir bastante menos preciados por Él. Terminarán pidiendo su muerte. Pero, más allá de ellos, la religión condenó a muerte a Jesús. LA BUENA NUEVA ¿La religión mató a Jesús? Sí, veo, en el proceso y la muerte de Jesús, una salida de Dios fuera de la religión y una entrada de Dios en el mundo profano de los hombres. Esta salida y esta entrada aumentarán incluso en el momento de Pentecostés, cuando el Espíritu «se extiende sobre toda carne», no sólo sobre los judíos sino sobre los paganos, y se profana, por decirlo así, en la carne de todos los hombres, incluidos los impuros. Ésta es, para mí, la Buena Nueva: Dios sale del recinto de lo sagrado donde estaba encerrado. Ya no está confinado en lugares (la montaña, el templo). Ya no nos relacionamos con Él únicamente gracias a sacrificios o a la obediencia de sus leyes. Dios nos libera del peso de la religión y de lo sagrado, con todos los terrores que esto implicaba y todas las servidumbres que suponía. Esta idea, por supuesto, tardó en germinar, pero está muy presente en los discursos de Jesús, en particular en las parábolas del Reino, que relativizan y reducen a nada el Reino de Dios: es «una pequeña semilla», «una moneda oculta bajo un mueble», «un Reino en medio de vosotros». ¿Cómo os acercáis a Él? Con las acciones cotidianas. Es la noción de que Dios viene ahora allí donde vivimos y a ningún otro lugar. No viene a desalojarnos de donde estamos; sólo exige eso espiritualmente, llamándonos siempre a una mayor libertad. Ésta es la nueva actitud, que no se puede encerrar en una definición. Jesús se cuidó de no hacerlo. Pero lo esencial está contenido en la relación fraternal con los hombres, que se modela sobre la idea de la relación paternal de Dios con nosotros. Es también la noción de que la muerte ha sido derrotada y que el hombre puede conducir su destino: ya no está sometido a las potencias sagradas, a una multitud de astrologías. Diría incluso que el hombre se puede liberar del culto a Dios. Dios no lo necesita. Por otra parte, nunca lo ha necesitado y no lo reclama. El mejor culto que se le puede rendir es servir al prójimo, amar a los demás, ser justo con todos, tal como hizo el propio Jesús. Éste es el Evangelio, es decir, traducido literalmente, la «Buena Nueva». ¿Podríamos decir entonces que esto es el fin de la religión? De la religión en el sentido en que la he definido anteriormente. Para mí, la novedad cristiana consiste en que la salvación se efectúa en la vida
profana; no depende del respeto de innumerables preceptos de Dios, sino del servicio que se hace al prójimo. Convertirse en servidor de los demás es el camino del Evangelio. ¿Seguirá siendo una novedad? No lo sé. Se la vivió como tal, creo, en el siglo II: el cristianismo no exhibió un estatus de secta religiosa, sino el de escuela de filosofía: se presentaba como la escuela de filosofía del logos, acentuando los preceptos éticos del Evangelio. También es un mensaje de salvación universal, porque no está ligado a ningún culto y a nadie niega la salvación: se salva todo el que se convierte en prójimo de todo prójimo, conforme lo hizo Jesús. Llegado el caso, esto puede exigir el sacrificio de la propia vida, lo que va muy lejos. ¿UNA RELIGIÓN «MISIONERA»? Sin embargo, al escucharle, nos planteamos de inmediato una pregunta: ¿Acaso la religión no ha sido precisamente resucitada por el cristianismo, y en particular por la Iglesia? ¡Por supuesto que nosotros también hemos recaído en la religión! Era necesario e inevitable. La religión es la expresión pública y social de la fe. Concede puntos de apoyo y seguridades. Proviene también, a menudo, del miedo. Hemos recuperado el legalismo y el ritualismo que son tan esenciales en las religiones y en la vida concreta de las religiones. Pero Jesús nos enseña su superación, siempre necesaria. El cristianismo mismo necesita siempre ser evangelizado. La desacralización del mundo de las religiones y el amor al prójimo son pues los dos aspectos indivisibles del mensaje de Jesús. El amor al prójimo es declarado equivalente al amor a Dios, nada hay sobre este mandamiento, no hay un solo precepto que se refiera a un culto específico que se deba rendir a Dios. ¿Podría no existir el culto? La acción de gracias es el culto esencial. En un principio, los cristianos presentaban de ese modo la «eucaristía»: la acción de gracias (ése es el significado de la palabra) en el momento de compartir el pan y el vino en recuerdo de Jesús. Según ellos, Dios ya no quería sacrificios. La eucaristía reemplazó a todos los cultos antiguos (más tarde, cuando se convirtió en la «misa», se vio en ella otra vez, lamentablemente, una forma de «sacrificio»). La acción de gracias se expresa, por ejemplo, así: «Damos gracias a Dios por los bienes de la creación y por los bienes de salvación que nos ha dado en su Hijo único, Jesús.» Ireneo de Lyon (hacia el 200) decía que Dios nos dio la eucaristía para que no quedemos como ingratos ante Él, para que tengamos algo que ofrecerle... Dios nos salva (es decir, nos llama a la vida y a la libertad) gratuitamente, y nosotros mismos entramos en la salvación mediante una gratuidad análoga. Manifestamos esta gratuidad con nuestra actitud hacia el
prójimo. Pero es justo que hagamos subir nuestra acción de gracias hacia Dios. El culto se convierte así en la acción de gracias natural de un corazón que se sabe amado por Dios y llamado a entrar en la intimidad de Dios. Refuerza la sensación de gratuidad que debemos tener en nuestras relaciones cotidianas con los demás. La religión cristiana ha sido «misionera» mucho tiempo. Siempre es así. ¿Qué debe anunciar hoy, conforme a lo que usted dice? La propagación de la religión cristiana no tiene otro sentido para mí que el anuncio de la «Buena Nueva» en la forma que he explicado. No tiene sentido difundir el «culto cristiano» porque sea el único camino de salvación. La Iglesia ha ocultado en esto, como en otros puntos, el Evangelio. Es normal, pues una religión -cristianismo incluido- es la expresión colectiva de la fe, con señales religiosas de todo tipo, un culto, «sacramentos». Pero habría que recordar siempre que todo esto adquiere sentido en relación con la palabra evangélica, que es palabra de libertad, de fraternidad, de amor al prójimo, por la cual se difunde el Espíritu Santo, la presencia de Dios entre los hombres. Sin embargo, hace mucho que la Iglesia se define como el único espacio de salvación: «No hay salvación fuera de la Iglesia...» En efecto, pero cuando se descubrió la inmensidad del mundo debió abandonar ese lenguaje y buscar otros medios para explicar cómo salva Dios a todos los hombres sin excepción. En la actualidad se tiende a reconocer que las otras religiones también son caminos de salvación. Pero hay que decir cómo. Me parece que habría que decir que no salvan a los hombres con sus cultos y sus ritos: los salvan en la medida en que ense ñan a los hombres a buscar a Dios y a amar a su prójimo. Este camino evangélico es el salvador e implica que no se oculte la «desacralización» que al cabo supone. No son las religiones las que salvan, sino el amor y la justicia que desencadenan, cuando lo hacen. EL SOPLO DE LA RESURRECCIÓN ¿Los cristianos consideran acontecimiento histórico?
que
la
resurrección
de
Jesús
es
un
Evidentemente no, si usted considera «histórico» el hecho que es verificable por medios estrictamente históricos, por los métodos de las ciencias históricas. Los testimonios de los discípulos, que nos han conservado los Evangelios, sí que son históricos: quiero decir que afirman con mucha claridad la resurrección de Jesús. No obstante, cuando estudiamos cuidadosamente esos relatos, advertimos que los discípulos siempre necesitaron la fe para aceptar el hecho de la resurrección. Su fe en el Jesús resucitado no se nutrió de unas evidencias puramente sensibles, visuales, táctiles. En todos los relatos de las «apariciones», hay una palabra de Jesús para hacerse reconocer: «¡Soy
Yo!» Se trata de una palabra que invita a una respuesta personal y libre. ¿Resucita entonces un «espíritu puro»? No es eso lo que dicen los relatos de la resurrección de Jesús. Tampoco es un cadáver el que se pasea por el mundo, para colmo con el don de la ubicuidad... Pablo hablará de un «cuerpo espiritual». Tiendo a decir: los apóstoles tuvieron, sin duda, la experiencia de que Él estaba vivo, que les hablaba y podían hablar con Él. Jesús se hizo reconocer por sus discípulos, dio a conocer su resurrección diciéndose a ellos y en ellos. Su palabra entra en ellos y recuperan la palabra cuando la habían perdido. Estaban caídos, desesperados, y vuelven a ponerse de pie. En ellos entra el hálito de la resurrección, se crean nuevos lazos entre ellos y Él, lazos tan verdaderos y reales como antes de su muerte. Sucedió este acontecimiento: una percepción del retorno de Jesús a la vida. Y esta percepción los transforma. Creo que es eso lo que quieren decir los relatos. No quieren decir que Jesús volvió con un cuerpo material. Por el contrario, cuando leemos atentamente, advertimos que cuanto más hablan del suceso, más confundidos se muestran. Y con razón: estamos en el misterio de una realidad distinta, de otra dimensión, que no está fuera de nuestro tiempo ni de nuestro cuerpo, pero que tampoco está en el mismo nivel que nuestro tiempo y nuestro cuerpo. La resurrección de Jesús es, en cierto sentido, la eternidad que entra en el tiempo, o el tiempo que accede a la dimensión de la eternidad. Por lo demás, la percepción del Resucitado no se impuso de inmediato. Fue necesario que los discípulos se la comunicaran mutuamente para fortalecer esta convicción. Está claro que esto no sucedió así sin más: el ejemplo de Tomás, el «incrédulo», es muy explícito... FUERTE COMO LA MUERTE ¿En el judaísmo de los tiempos de Jesús existía la fe en una resurrección? Existió en el judaísmo tardío, en los tiempos inmediatamente anteriores a Jesús. El ejemplo más hermoso está en el segundo libro de los Macabeos (escrito hacia el año 100 antes de Jesucristo, hoy llamado, en general, «libro de los mártires de Israel»), en la historia de los «siete hermanos mártires» y de su madre (VII). Aceptaron el martirio porque creían en una resurrección de los muertos. Sin embargo, no todo el mundo compartía esta idea. Incluso tenemos la impresión, por algunos indicios, de que los discípulos de Jesús estaban muy lejos de esa esperanza. En cualquier caso, grupos como los saduceos, que también se oponen a Jesús en los Evangelios, rechazaban expresamente la idea de una resurrección de los muertos (ellos son los que interrogan irónicamente a Jesús acerca de la mujer que perdió siete maridos: ¿de quién será esposa cuando resucite?).
Jesús creía en la resurrección de los muertos. Tal como parece haber presentido su propia muerte -como los profetas de cuya muerte violenta evoca-, así también se refiere a su resurrección por obra de Dios. Habla del grano de trigo, que debe morir en tierra para dar fruto: creo que esa imagen nos acerca a lo más íntimo de la conciencia que tenía de sí mismo antes de su muerte. La resurrección no tiene aspecto triunfal. Los apóstoles lo comprueban con algo de desilusión cuando admiten que el Resucitado «no se ha manifestado a todo el pueblo, sino sólo a algunos testigos escogidos de antemano» (Hechos de los Apóstoles X, 41). Parece que los apóstoles habrían preferido una manifestación más ruidosa y espectacular... ¿Por qué? Sin duda estaban influidos por la idea de un Mesías o de un Enviado de Dios que desempeñaría un papel político en la tradición de las liberaciones de Israel. Al final mismo, cuando Jesús los deja definitivamente, le plantean la pregunta: «¿Y ahora vas a restaurar el Reino de Israel?» (Hechos, I, 6). Este equívoco se presenta durante todo el tiempo que acompañaron a Jesús. Sólo cuando todo había pasado, cuando comprobaron el fracaso definitivo de una liberación política, se vieron obligados a preguntarse y a comprender lo sucedido: ¿por qué había llegado al extremo de la muerte? ¿Qué significaba esa muerte? Sí, ¿y qué sentido tiene? La resurrección era, en sí misma, un paso a través de la muerte, y obligaba a buscar las razones de esa muerte, para colmo violenta y sin gloria. A fin de cuentas, el amor de Dios por los hombres parecerá más resplandeciente en el paso por la muerte que en la gloria de la resurrección (y de la victoria). De hecho, ambas cosas están ligadas: la resurrección se comprende como la apertura de las puertas del cielo a todo hombre, y por lo tanto como una manifestación del poder del amor, «fuerte como la muerte». Por otra parte, está el silencio de Dios, la impotencia de Dios durante la muerte de Jesús. No interviene. Es injuriado en su Enviado, pero no responde. Este silencio de Dios se convierte en una nueva revelación: un nuevo rostro de Dios, que no nos salva doblegándonos bajo su poder, sino atrayéndonos por su amor, manifestando un amor incondicional hacia nosotros. Ésa es la novedad: el cristianismo no recibe la revelación de Dios en el triunfo de Dios, en su manifestación gloriosa y majestuosa, sino en la debilidad de la muerte de Jesús. Ése es el Dios que nos salva. ¿Que nos salva de qué? ¿Cuál era la razón de esa humillación? Encontramos una: salvarnos, liberarnos del pecado. Más tarde se hablará mucho del pecado original. Como si el hombre estuviera maldito por Dios y fuera preciso que Jesús muriera para calmar la cólera de Dios y satisfacer su venganza contra el hombre. Es decir, se vuelve al Dios omnipotente que aplasta al hombre. Al
poder de la religión, al que ya me he referido... Y el crucificado se transforma en el símbolo de la imagen terrible de Dios... Por el contrario, la muerte de Jesús nos libera del temor a Dios tal como lo presentan las religiones. Y en este sentido nos salva del pecado y de la muerte, del pecado que lleva a la nada de la muerte eterna. Pues ese miedo es el pecado esencial, «original»: destruye la libertad del hombre creado a imagen de Dios, engendra manipulaciones idólatras de lo divino y conduce por mimetismo a la voluntad de poder y al dominio del prójimo. La cruz me parece el advenimiento de la libertad del hombre ante Dios. Al abdicar de su poder, Dios revela que sólo es amor y amor que salva de la muerte. ¿JESÚS, HIJO DE DIOS? Hemos hablado mucho de Jesús en los Evangelios. Pero después de su muerte, de su resurrección y del acontecimiento de Pentecostés -que señala el nacimiento de la primera comunidad cristiana, y por lo tanto del cristianismo-, hay más de una evolución en el entendimiento que se tiene de Él. En particular, se empieza a ver en Él al Hijo de Dios. En efecto, pero conviene distinguir entre los primeros cristianos de origen judío y los que vienen del paganismo. Los primeros tendrán dificultades específicas. En los medios cristianos de origen judío subsistirá durante mucho tiempo la idea de que Jesús es Hijo de Dios porque es adoptado por Dios, o de que pertenece al linaje de los profetas o enviados de Dios tal como los conocían los judíos en las Escrituras. Esta noción de «Hijo de Dios», que se impone muy deprisa, si no de inmediato, mantendrá su sentido bíblico en un medio puramente semita: el Hijo de Dios es el Enviado, el Mesías, pero no Dios mismo. ¿Las cosas ocurren de otro modo entre los primeros cristianos provenientes del paganismo? En las comunidades de origen pagano se instala con mayor facilidad la idea de un Cristo de origen divino, porque esta noción de Hijo de Dios y de una pluralidad de seres divinos no les parecía extraña. Pero en unos medios influidos culturalmente por las religiones griega y romana, e incluso por otras, esa expresión adquirirá el sentido que tenía en las religiones paganas y obviamente generará equívocos. Las élites cultas se burlaban, en efecto, cuando los cristianos les anunciaban un nuevo «Hijo de Dios»: en relación con sus mitologías, eso no era nada novedoso... Había que salir, pues, de esas mitologías. Por ello aparece -muy pronto, en realidad, a finales del siglo I, hacia el año 100- la palabra logos, el «Verbo», la «Palabra». Jesús, Hijo de Dios, es Palabra de Dios. «Al comienzo era el Verbo», dice el primer versículo del Evangelio de Juan. A través de Jesús, el propio Dios se expresa, expresa lo que es y lo que quiere ser.
Dios es el Infinito, el Completamente Otro, pero «habla» por medio de una Palabra que se «despega» de Él sin dejar de ser Él. Esta palabra es Jesús. Siempre en el comienzo de su Evangelio, algo más adelante en el prólogo (I, 14), Juan propone una fórmula conmovedora: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.» La Palabra de Dios se expresa en ese niño que fue Cristo cuando vino al mundo. Esta interpretación pretende, ante todo, separarse de la mitología pagana. ¿Pero no provenía también el escándalo de la afirmación «Jesús es Hijo de Dios» porque el Mesías había aparecido débil, impotente y para colmo había muerto ignominiosamente? Ciertamente. Hay que agregar sin embargo que esto jugó a favor de que no fuera reconocido como un simple profeta más, sino que se viera en él, verdaderamente, una manifestación distinta de Dios. El modelo de Mesías de los judíos, un Mesías político, quedaba trastocado por completo. POBRE PARA ENRIQUECERNOS ¿La debilidad de Jesús se convirtió entonces en su fuerza? En cierto modo sí (es además una expresión que San Pablo utilizará casi literalmente). Después, la impotencia de Jesús, por ejemplo en el momento de su muerte, tuvo un efecto inverso: daba a entender que el vínculo entre Jesús y Dios era más estrecho que los vínculos que existen entre un profeta y aquél que lo envía. En efecto, si se mantenía que Jesús era «Hijo de Dios», había que atribuir esa debilidad y esa impotencia al propio Dios: Dios ha descendido para salvar al hombre. Entre las muchas frases de Pablo, yo me quedaría con ésta: «Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza.» Toda la imagen, o la imaginería, de Dios -el todopoderoso, el dominador, el terrible- cambia: aceptó ser un hombre, y un hombre débil, impotente, que muere. En este sentido, la muerte de Jesús desempeña un papel igual al de su resurrección o al de su triunfo para que lleguemos a ver en él al Mesías, Hijo de Dios. Hay en el fondo un movimiento de descenso y un movimiento de ascenso Sí, pero en el núcleo de este movimiento está la idea de que el amor de Dios por los hombres no era artificial. Llegó hasta el extremo. Es una visión distinta de Dios. Está en el núcleo de la humillación de Cristo. En la persona de Jesús no tenemos una persona divina caída del cielo a la tierra; tenemos a un hombre que estaba en una relación única con Dios y los hombres. De ahí viene esa intuición, entre otras, de que la mejor palabra para definir a Dios es la palabra «amor». Sobre todo Juan, pero también Pablo, expresan esto con fuerza y extraen todas las consecuencias.
¿No estaban reaccionando los primeros cristianos, por lo menos los de origen judío, contra la idea de que Dios era muy distante, alejado e inaccesible en el Primer Testamento? Éste es sólo un aspecto, porque también en el Primer Testamento está la idea de la cercanía de Dios: el Dios de los patriarcas y de los profetas judíos es un Dios que se acerca al hombre. Lo característico de ese Dios es, precisamente, que se comunica con los hombres, que discute con ellos. Los dioses paganos venían a pasear a la Tierra y después se marchaban sin haber establecido verdaderas relaciones con los mortales; no concretaban una alianza con los hombres, lo cual es típico del Dios de los judíos en el Primer Testamento. Este Dios habla con los hombres y, hablando, se muestra bajo un aspecto muy humano. Es comprendido porque habla nuestro lenguaje humano. Ya había, pues, humanidad en este Dios, había, en cierto sentido, una disposición en Él a «encarnarse», a hacerse carne (es el sentido de esta palabra), a convertirse en hombre. El Dios del Primer Testamento también es esencial y eternamente creador y está presente en el mundo, tratando de hablar en el lenguaje de los hombres. Hasta que un hombre, Jesús, se expresa con las palabras de Dios y nos habla la Palabra de Dios, no las palabras que Dios le dice o le dicta, sino las que Dios habla en Él: estas palabras se reciben entonces como revelación de Dios. «Para los hombres», «con los hombres»: ¿por qué esta insistencia? ¿Acaso «Dios necesita a los hombres», por usar el título de una vieja película? No sé si necesita a los hombres, pero tengo la tentación de creerlo. En cualquier caso, es verdad que hoy se vuelve con más fuerza a un Dios que se manifiesta en la historia de los hombres: Él es tal como se revela en la historia humana y no de otra forma. San Pablo ya lo decía a su modo a los cristianos de Roma: «¿Si Dios es para nosotros, quién estará contra nosotros?» Según un teólogo contemporáneo, esta pregunta de Pablo resume toda la Biblia. Tiene razón. No tiene sentido interrogarse infinitamente acerca de qué es Dios en Sí Mismo o acerca de qué hacía antes de la creación del mundo. Desde toda la eternidad, es quien ha querido ser «para nosotros», tal como se nos revela en los Testamentos. Este «para nosotros» es esencial: en última instancia, sin ello no podríamos pensar absolutamente nada de Dios. Un Dios que es para nosotros, hasta el punto de que vino a existir con nosotros, en uno de nosotros, para habitar finalmente en nosotros: éste es el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu. ¿UN DIOS O TRES DIOSES? Los judíos del Primer Testamento se atuvieron siempre, estrictamente, a un «Dios único», y usted, en cambio, acaba de hablar de un Dios «Trinidad», de «tres personas» en Dios. ¿Volvieron los cristianos al politeísmo, a una fe en «varios dioses»?
Apenas se habla de «tres» uno se aparta peligrosamente, por cierto, de la regla de la unidad. Los teólogos, los cristianos algo conscientes de las preguntas e incluso los simples fieles a menudo lo presienten. Algunas de las crisis de la historia cristiana durante los primeros cuatro siglos se explican por la mala conciencia de las primeras generaciones cristianas, que habían comprendido que ya no se referían al Dios único en toda su pureza, en todo su rigor. Gregorio de Nisa, teólogo del siglo IV (muerto en el 394),lo reconoce implícitamente cuando escribe: «El poder de la única soberanía no se divide en una fragmentación de diferentes divinidades, y por otra parte la doctrina [cristiana] no se confunde con la creencia judía; pero la verdad está en el justo medio de las dos concepciones; purga de sus errores a cada una de estas escuelas y extrae de cada una lo que mejor tiene.» Sobre todo los teólogos, los encargados de «pensar» quién es Dios, se han visto obligados a imaginar respuestas a esta pregunta, que a menudo vino de fuera: ¿Quién es, entonces, vuestro Dios? De fuera... ¿Se refiere a los judíos? La pregunta, en efecto, la plantearon primero los interlocutores judíos. Los judíos decían a los cristianos: «Según vosotros, el Hijo de Dios -Jesús de Nazaret, a quien llamáis el Cristo- es Dios; pero esto hace dos dioses, pues ya está el Dios creador, el Dios del Primer Testamento.» Hubo un primer período (el siglo II, hasta el año 200) en que los cristianos respondían: «No hay tres dioses: en Dios hay un primero, un segundo y un tercero.» En otras palabras, se aceptaba la idea de una jerarquía, de un orden entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: hay una «fuente única» de la divinidad que parte del Padre, se vierte en el Hijo y en el Espíritu Santo... Pero todavía no se consideraba que Cristo fuera igual que el Padre, un ser eterno, de igual poder que el Dios que creó el mundo. ¿ Y los paganos? Ante los paganos, los cristianos exhibían la «monarquía» divina. Debe entenderse esta palabra en su sentido griego. La monarquía divina es la idea de que Dios, y sólo Él, gobierna el mundo. Es la imagen de un soberano que domina el universo y ahí mantiene el orden, asunto esencial para los antiguos. Los cristianos oponían esta idea al politeísmo. Argumentaban así: «Vuestros dioses múltiples son una fuente de desorden y cacofonía (cuando varios o todos empiezan a dar órdenes es la anarquía).» Por esta razón, además, los cristianos hablaban de Dios llamándolo «Señor» (en latín, dominus, el que ejerce el dominio). En la propia Biblia, a Dios se le suele llamar Señor, el único Señor de todo. A menudo aparece la frase «Yo, Yahvé, soy el Señor y no hay otro». La palabra «Señor» recuerda por lo tanto a los paganos que sólo hay un Dios soberano del mundo. Pero muy pronto, en los escritos del Nuevo Testamento, los cristianos atribuyeron a Cristo el nombre de «Señor», que asocian al «señorío» de Dios en el mundo.
Escuchándolo, da la impresión de que los primeros cristianos estaban divididos entre la fidelidad al Dios único del Antiguo Testamento y la revelación nueva acerca de Dios que aportaba Jesús... Ciertamente, y es comprensible la inquietud que sentían por evitar que la divinidad se les quebrara en «varios dioses». Por una parte creían que Jesús resucitado estaba sentado a la diestra del Padre, que había entrado en la gloria de Dios en calidad de Hijo. Por otra parte, no querían traicionar la fe en un Dios único (que era el de Jesús). Algunos teólogos intentaban salir del aprieto diciendo: «Sostenemos que el gobierno del mundo pertenece a uno solo, al Padre creador, pero que lo ejerce con sus dos manos» (la expresión es de Ireneo de Lyon, finales del siglo u), el Hijo y el Espíritu. Algunos ponían de ejemplo el caso de un emperador que asoció a sus dos hijos al gobierno. ¡Pero estamos mencionando los balbuceos de la teología! UNA SOLA SUSTANCIA Los cristianos dicen en el Credo que el Hijo ha sido engendrado y no creado: ¿hay un Dios, entonces, que da nacimiento, por decirlo así, a otro, a un Hijo? En efecto, más tarde aún, en el siglo III, interviene la idea de «generación divina», que se impondrá en el concilio de Nicea, en el año 325, es decir a principios del siglo IV. Pero ya había aparecido antes, en Orígenes, por ejemplo (Orígenes es uno de los más grandes pensadores cristianos de este período inicial; murió en el año 253). Hay que recordar que ya se ha consumado la ruptura con los judíos, y que los interlocutores adversarios de los cristianos son filósofos paganos. Hay palabras y expresiones que se pueden emplear considerando el Primer Testamento de los judíos, pero los judíos ya no toman parte en esas polémicas. ¿Qué se quiere dar a entender con esta idea de «generación» o de «engendramiento», que suscita fuerte reticencia en algunos? Sus adversarios denuncian que allí hay una división del ser divino en dos, un engendramiento semejante al que ocurre en los hombres y los animales o incluso en las mitologías paganas. Ven en ello un atentado a la majestad de Dios. Estos adversarios son los llamados «arrianos», discípulos de Arrius, sacerdote de Alejandría hacia el año 318. En su momento fueron muy poderosos, apoyados por el emperador. Los defensores del concilio de Nicea, en cambio, quieren afirmar la igualdad del Padre y el Hijo, su profunda intimidad, la comunicación total y recíproca entre uno y otro. Quieren suprimir la idea de que el Hijo sería una «creatura» simplemente adoptada por el Padre, un poco como los hombres que Él llama a ser sus hijos. En este contexto se introdujo la noción de «consustancial», que se mantiene en el Credo que recitan los cristianos: el Hijo es de la misma
sustancia o de la misma naturaleza que el Padre y el Espíritu Santo. De ahí se evoluciona verdaderamente hacia la idea de unicidad en la pluralidad: los tres -el Padre, el Hijo y el Espíritu- son un solo Dios, coexisten en un solo ser, una sola «sustancia» o «naturaleza». EL SENTIDO DE LA TRINIDAD ¿Pero en qué se diferencian entonces? Si insistimos demasiado en la unidad de Dios Trinidad, debemos plantear necesariamente la pregunta de qué diferencia a los tres. Para expresar esta diferencia entre los tres, o para sostener que en la divinidad son tres «subsistentes», se empezó finalmente a hablar de tres «personas». Esta palabra es la que se impondrá. Son tres individuos distintos que existen en la divinidad una y única. Cada uno tiene una relación específica con la existencia y el mundo, y cada persona existe en relación con las otras dos. Estas dos palabras -persona y relación- son muy importantes. La persona se define por la relación, y Dios en sí mismo, como divinidad una, se debe entender primero y ante todo como relación, es decir como amor y como vida en Sí Mismo. Más aún: si decimos que Dios es amor y vida, forzosamente está en relación con otro. Para que haya vida, es preciso que haya dos, unión de dos. Un Dios entendido como Primer Motor o Gran Relojero carece de vida y por lo tanto de relación en Sí Mismo y con el mundo cuyo mecanismo pone en marcha o controla... Pero si Dios es viviente, si es ÉL viviente, por necesidad hay en Él «alteridad»... ¿Por qué fueron necesarias todas estas explicaciones? Se tiene la impresión de que se busca tres pies al gato... El sentido y lo que se jugaba en parte de estas discusiones evidentemente resultan ajenos a alguien de hoy, aunque tuvieran sus razones. Es una larga historia, polémica, difícil, pues la teología —es decir los pensadores y los filósofos cristianos de esos primeros siglos, llamados Padres de la Iglesia, y por lo general obispos— se vio obligada a menudo a explicarse, por presiones exteriores, sin dejar de estar mezclada en los conflictos y divergentes interpretaciones que había en el interior de la Iglesia. A veces le obsesiona el temor de dividir la divinidad, como le reprochan los judíos (y más tarde los musulmanes) y otras veces teme postular una divinidad indiferenciada, que no alcanza a incluir al Hijo, es decir a Cristo y su venida entre nosotros. Sea como sea, la invención de la Trinidad tiene una historia bastante larga. No viene de Jesús, que no dijo: «Os anuncio un Dios Trinidad.» Escuchándole, podríamos pensar que el Dios Trinidad es una invención de los primeros cristianos y que Jesús nada tiene que ver en esto. Por supuesto que no hubo revelación súbita de un Dios Trinidad como la hubo en el caso del Dios de los judíos en el monte Horeb y en la zarza ardiente. Todo nació de la fe en la resurrección de Jesús, de la fe en que Dios lo arrancó de la muerte comunicándole su propio soplo de vida,
concediéndole volver a vivir en Él mismo. En la comunicación del Espíritu Santo, que es, lo recuerdo, la presencia, el aliento, la fuerza de Dios, se manifestó un vínculo de Padre a Hijo, de Dios a Cristo, y de Cristo a los hombres convertidos en «hijos adoptivos» de Dios: ése es el sentido de la Trinidad. Hizo falta tiempo, cuatro siglos, para comprenderlo y elaborar una definición. Los teólogos, ciertamente, no han cesado de reinterpretarla y reexpresarla con otras palabras. Pero esta fe trinitaria estaba en germen en la fe en la resurrección de Jesús antes que en todas las reflexiones posteriores. EL DON DEL ESPÍRITU SANTO Se ha referido al espíritu Santo en varias ocasiones. ¿Cuál es su papel? Lucas, que se supone autor de este libro, en el capítulo II de los Hechos de los Apóstoles, cuenta que en el día de Pentecostés judío (cincuenta días después de la Pascua) el Espíritu de Dios hizo irrupción en la casa de Jerusalén donde estaban reunidos los apóstoles, decepcionados después de la partida de Jesús. Se manifiesta en el soplo de un viento que estremece la casa, en lenguas de fuego que se posan sobre cada uno y en la capacidad que de súbito tienen de hablar otras lenguas. Dejemos de lado las preguntas que plantea este relato (existen innumerables estudios excelentes) y atengámonos a lo que significa el «don del Espíritu» en Pentecostés. Este «don» es esencial para comprender cómo se pasó de la fe en la resurrección a la fe en un Dios Trinidad. El «Espíritu Santo» no es una invención cristiana. Es una expresión que designa a Dios en las Escrituras. Decir de alguien que está lleno del Espíritu Santo es decir que está lleno del espíritu de Dios. Este Espíritu puede venir sobre todo el pueblo de Dios o bien sólo sobre los elegidos por Dios, sus enviados, los profetas, es decir sobre individuos. Y de súbito los discípulos, que estaban acostumbrados a leer las Escrituras, percibirán a Jesús en continuidad con esos personajes individuales o colectivos llenos del Espíritu Santo, pero superándolos, porque él mismo «envía su Espíritu» sobre todos. ¿Está entonces, en el sentido estricto de la palabra, «inspirado» por Dios? Sí, así lo perciben. Puede ser apreciado en el retrato o en los rasgos significativos de Jesús relatados en los Evangelios. En el momento del bautismo de Jesús, hay una manifestación del Espíritu Santo, que viene sobre él. Por ello la antigua convicción de los cristianos de que en el bautismo se recibe al Espíritu Santo. Los Evangelios sugieren también que Jesús estaba revestido por una «fuerza» que lo superaba. En fin, acabamos de mencionarlo, su resurrección se manifiesta públicamente por una efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés, después que Jesús está definitivamente ausente. Se vivió esta efusión como un don de Jesús resucitado. Con ello manifiesta que sigue presente entre los hombres.
¿Qué es el Espíritu Santo? En el Antiguo Testamento, la noción de espíritu, de fuerza, de poder de Dios, o de Espíritu Santo, siempre está vinculada a la de Dios, a su presencia o manifestación en el mundo y a los hombres. Por usar una imagen, es como si Dios, cuando interviene en el mundo, enviara su fuerza, su energía transformadora, pero se mantuviera retirado. Esta noción se difundió aún más durante el llamado período «intertestamentario», que se extiende entre la redacción de los dos Testamentos, desde cerca del 200 a.C. hasta los años 100/150 de nuestra era. En este período, políticamente muy agitado para los judíos, hubo una fuerte expansión de la literatura llamada apocalíptica, que describía las señales que anunciarían el fin de los tiempos y la venida del Mesías. Se habla, en particular, de un «día del Señor», inminente, en que el Espíritu se difundirá sobre toda carne... Se espera que el Espíritu de Dios venga a purificar todo por el fuego y al mismo tiempo a difundir la santidad en el pueblo. DIOS NO ES IMPASIBLE ¿El «Espíritu» es «alguien», una persona? Es una propiedad de Dios, algo que le pertenece típicamente. No se le considera una «persona» ni en el Primer Testamento ni en la religión judía en general; cuando se dice «Espíritu de Dios» no se entiende «espíritu + Dios». Pero lo acompaña, en cierto modo, cada vez que Él se manifiesta. Es también lo que el hombre siente de Dios, o del paso de Dios, porque se manifiesta por el fuego, el viento o la brisa ligera. Es una noción muy presente en la Biblia, antes de Cristo, y que de inmediato se impone con Él. Pero a partir de Él se comprende al espíritu de un modo más personal. Es lazo de «convivialidad», relación de «simpatía». Es un espíritu de libertad, que relaciona a las personas unas con otras: Dios y Jesús, Jesús y sus discípulos. ¿Qué quiere decir usted con «relaciona»? En la carta a los Gálatas (IV, 4-7), San Pablo propone un breve resumen, de dos líneas, de la fe cristiana. Según él, en Jesús, Dios nos ha enviado a su Hijo para liberarnos de la Ley y difundir en nosotros el Espíritu de su Hijo; este Espíritu nos torna hijos adoptivos, hijos capaces de decir «Padre» a Dios. La palabra que emplea Pablo, «Abba», es más afectuosa que «Padre». Dicho de otro modo, se impone una convicción que está en el origen de la fe trinitaria: Dios vino a compartir su existencia con nosotros, para hacer de nosotros hijos y hermanos. Es un Dios que se nos ha acercado, que ha establecido lazos singulares con este hombre, Jesús; por él, a través de él, Dios difundió su Espíritu
sobre toda carne. Y en consecuencia es un Dios que difunde en nosotros su divinidad; de ahí la idea de una participación en la vida divina misma. El Antiguo Testamento ya propone, lo he dicho, la idea o la imagen de un Dios que se acerca a los hombres. En este caso se va hasta el final de esa intuición: tan próximo se nos hizo que vino a habitar entre nosotros. Si Pablo nombra al Espíritu Santo, al «tercero», ¿quiere decir esto que la idea de Dios Trinidad ya está muy presente en el Nuevo Testamento? Sí, y esta idea surge antes de toda reflexión sobre el ser de Dios. La fórmula de los tres nombres de Dios está presente muy pronto en textos cristianos. Al final de varias cartas de Pablo, por ejemplo, se encuentra aproximadamente el siguiente saludo: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con vosotros.» Es el deseo final de la segunda carta a los Corintios, escrita hacia el año 60, es decir apenas treinta años después de la muerte y resurrección de Jesús. Hay fórmulas semejantes, con los tres nombres, en otros textos del Nuevo Testamento y fuera de él. ¿Y enseguida empieza la reflexión sobre qué son y qué hacen esos «tres que sólo son Uno»? En los primeros siglos, los teólogos cristianos a menudo se vieron obligados a replicar a las objeciones sobre su Dios que les hacían intelectuales paganos o a las preguntas de cristianos convertidos. Podemos especular infinitamente cuando intentamos comprender y definir el «ser» de Dios. En la filosofía grecolatina, la idea de Dios es la de una divinidad inmutable, impasible, sin devenir ni historia. Debido a una «contaminación» sin duda inevitable, pero lamentable, este modo de ver a Dios se impuso muy deprisa en la teología cristiana. Pero en la Biblia Dios crea, habla, se muestra, manifiesta sentimientos, cambia de actitud, no es de ningún modo impasible... Agrego que en el fondo, hasta la época contemporánea, la Iglesia no necesitó preocuparse mucho cuando anunciaba a Dios o la existencia de Dios. Siempre ha vivido en mundos donde se creía en un dios, cualquiera que fuera. Se ha alineado conforme a la concepción que esos mundos tenían de Dios, por lo menos en parte. Hoy las cosas son diferentes: muchos hombres ya no creen en Dios; es una situación que obliga a repensar lo que decimos. JESÚS, ¿VERDADERO HOMBRE? Los cristianos dicen que «Dios se hizo hombre, se hizo carne en el cuerpo de María, se encarnó en Jesús». ¿Cómo explica usted todo esto? El concilio de Éfeso, en el año 431, definió la doctrina de la Encarnación. Entonces advertían una paradoja, que hoy nos parece aberrante. A comienzos del cristianismo, importaba mostrar que este hombre, Jesús,
era Dios (ya hemos hablado de eso). Pero cinco siglos después la dificultad parecía recaer en el hecho de que era un hombre verdadero como nosotros... Se habían acostumbrado tanto a decir que Jesús era el Hijo de Dios que existía desde siempre en el cielo y que descendió a la Tierra, que llegó el día en que sobrevino la sospecha contraria: ¿pero era en realidad un hombre? Quizás fingía serlo o bien no era en absoluto semejante a nosotros... Eran preguntas que entonces se planteaban con toda ingenuidad y nada de ironía. ¿Debemos afirmar entonces que Jesús era «verdaderamente un hombre»? Sí, y en esa época una de las dificultades principales provenía del nacimiento por el cuerpo de una mujer. Recordemos: para mostrar la intimidad del Hijo con el Padre, se había desarrollado la imagen del engendramiento o de la generación. El Hijo es engendrado en el seno del Padre eterno. Estamos en el siglo ni. Pero en el siglo v se preguntan: ¿Cómo pudo experimentar una segunda generación en el seno de una mujer? El patriarca de Constantinopla, Nestorius, escribe, por ejemplo, a su colega Cirilo, de Alejandría: «¿Y te atreves a decir que el Hijo de Dios estuvo en el seno, que se desarrolló allí, y que después fue amamantado y usó pañales? Es suficiente: no regreses a las mitologías paganas. ¡Ya es bastante extraordinario que haya subido a una cruz!» La idea de la concepción y el nacimiento parecía más repugnante que la idea de la muerte. Por eso la solución de Nestorius: de algún modo el Hijo de Dios se instaló en el niño que había de nacer, pero sin sufrir el proceso de la generación; esto era humillante, pero no afectaba a la persona misma. Se la preservaba de lo peor... Contra este modo de ver, la teología debió redescubrir la humanidad de Jesús, redefinir que era verdadera y lo que verdaderamente era, pero sobre todo que el Hijo de Dios había «asumido» verdaderamente esta humanidad y todo lo que en ella ocurre, que era verdaderamente el hombre que parecía ser a quienes lo conocieron. Al principio había un Jesús hombre en el cual había que descubrir a Dios; después del impacto de la definición del concilio de Nicea, había un Jesus Dios en el cual se debía redescubrir al hombre. Hubo que preparar la teología de la Encarnación. Será la obra del concilio de Calcedonia (451), que definió que Cristo es «verdadero Dios y verdadero hombre», en una unión «sin división ni confusión». La finalidad de estas fórmulas, y también de la palabra «verdadero», siempre ha sido evitar que se disminuya la divinidad o la humanidad de Cristo y mantener con firmeza a las dos. MARÍA, MADRE DE DIOS Todo eso es bastante abstracto... Tiene razón, y el contexto de esas formulaciones se nos ha vuelto extraño. Estas fórmulas, además, que estaban destinadas a detener las discordias, ni siquiera lo consiguieron, como demuestran las permanentes divisiones
de las Iglesias griegas y orientales. Por eso, en la actualidad la teología vuelve a trabajar. No se trata tanto de afinar o de precisar las viejas fórmulas como de redescubrir a Jesús en su historia, en los textos evangélicos que nos hablan directamente de Él y que la tradición a veces ha ocultado. Se trata de redescubrir su cercanía de nosotros. Como Jesús fue considerado Hijo de Dios, los cristianos llamaron a María «Madre de Dios» y continúan invocándola con ese nombre. Pero esa denominación no surgió de repente. ¿Podría explicarlo? A María se la proclamó «Madre de Dios» solamente en el concilio de Éfeso, en el año 431. ¿Cómo se llegó a esta proclamación? Porque se quería afirmar que el Hijo de Dios había nacido verdaderamente hombre, de María, sin que por ello se rompiera la divinidad que es común al Padre, al Hijo y al Espíritu. Y en consecuencia se proclamó a María «Madre de Dios» (Theotokos, en griego) y no sólo madre del «hombre» Jesús. ¿Si ella es «Madre de Dios», no se debía ir aún más lejos? Los griegos desarrollaron un lazo tal entre María y el Espíritu Santo que a ella se la preservó, en la muerte, de la «corrupción» de la tumba; de ahí proviene la idea del «sueño» de María antes de su «asunción» al cielo. Asimismo, el Espíritu Santo la preservó del pecado en el momento de nacer: es la «inmaculada concepción» de María. En realidad, se trata de desarrollos más o menos justificados de la idea de encarnación de Dios. En el caso de María y de todo lo que se le ha «agregado», la devoción popular (iba a decir la «religión popular») ha desempeñado un papel muy importante. También interviene en la «virginidad» de María: «Jesús nació de María virgen.» Pero en esto se juega en primer lugar la fe en la resurrección de Jesús: según los relatos evangélicos, tal como Jesús salió de la tumba por la fuerza de Dios, así ingresó en el vientre de María «no por voluntad de hombre, sino de Dios», como dice Juan al comienzo de su Evangelio. ¿La reflexión está detenida en la actualidad, o la teología propone nuevas ideas para comprender el papel o el sentido de Cristo? Acabo de emplear la expresión «encarnación de Dios». Esta expresión, atribuida a Dios sin más precisión de persona, no era habitual en los antiguos, que no hablaban tampoco de la «muerte de Dios» ni de un «Dios crucificado». Con estas expresiones modernas se aplican a Dios fórmulas que tradicionalmente se atribuyeron sólo a Cristo, a la segunda persona de la Trinidad. Y de súbito la idea de encarnación se amplía considerablemente. Hoy comprendemos que, en el hombre Jesús, es Dios mismo quien se une a nuestra humanidad y se liga a la historia de los hombres, Dios mismo y no sólo el Hijo. No es otro Dios, sino Dios considerado como Dios «para nosotros». La «encarnación» se declina así según múltiples formulaciones y en diversas direcciones, incluso en dimensiones profanas: un filósofo como Hegel extrajo de ahí una grandiosa reflexión acerca de las relaciones de lo
finito y lo Infinito, entre lo Absoluto y la historia, etc. Ésos son, exactamente, los envites de la encarnación de Dios... NO HAY VERDAD DEFINITIVA Se decía una cosa en una época y otra en otro momento. Varias veces ha destacado usted esta evolución. ¿Es legítima? ¿No hay una verdad definitiva? No, no leemos nunca las mismas Escrituras en épocas distintas. Materialmente sí, son los mismos textos, pero siempre leemos desde el presente. Considere el libro de Hans Jonas El concepto de Dios después de Auschwitz. El autor, judío, afirma en él que después del genocidio ya no se puede pensar en Dios según el registro del poder. Nos invita, en cierto modo, a leer las Escrituras haciendo abstracción de ese registro, que sin embargo está presente por todas partes en la Biblia. Allí se concibe a Dios como omnipotente, ejerciendo su dominio, interviniendo con golpes de fuerza, etc. Basta leer, como contrapunto, los sermones de Bossuet: están llenos de un Dios que hace comparecer a los príncipes y castiga a los poderosos, porque Él es el poderoso por excelencia. Sin embargo, si leemos bien la Biblia, también podemos hallar huellas, indicios de otro Dios, de uno con debilidades y cierta fragilidad. En el Génesis vemos a Dios preguntando a Adán dónde se encuentra, como si no lo supiera. En muchas ocasiones lo vemos arrepintiéndose. Declara: «No volveré a castigar a los niños por las faltas de sus padres.» ¡Ha cambiado de opinión! Hoy estamos atentos, judíos y cristianos, a todas estas debilidades que hacen un dios más cercano a nosotros, más humano, más desarmado, menos poderoso de lo que creíamos. Ciertamente, habrá que explicar esta nueva interpretación, justificarla. Pero se está proponiendo una lectura muy diferente. ¿Y los Evangelios? También se los lee de otra manera si se parte de la idea de que Jesús es un hombre que vive y actúa en relación con Dios, que descubre a Dios, que incluso debe «creer» en Dios, en el Dios de sus padres que está en Él y se expresa en Él. Por el contrario, si pensamos (como se ha hecho durante mucho tiempo) que estamos tratando con el Hijo eterno del Padre, que conoce todo con antelación y de vez en cuando interpela a su Padre allá en lo alto, se crea una imagen de Jesús de la cual desaparece por completo la humanidad. Finalmente es un Jesús «todopoderoso»... Así pues, hay lecturas diferentes, que por fuerza dan de Jesús distintos rostros. ¿Y no hay nada arbitrario en esa actitud? No, al contrario. La teología siempre ha leído las Escrituras dirigiéndoles las preguntas de los hombres de una época o de una determinada
cultura: es una tarea siempre nueva. Estas lecturas cambiantes contribuyen a purificar, a «desmitificar» las ideas que tenemos de Dios, pero también a tornarlas más actuales o más creíbles. Estas ideas siempre tienen límites. Empujamos a Dios al origen, por ejemplo a la creación del mundo en un tiempo inmemorial. Pero trasladarse por el pensamiento hacia el origen implica siempre desarrollar un pensamiento mítico. Para nombrar el origen del mundo hablamos necesariamente con imágenes, recurrimos a historias que se llaman mitos (y habría que ver si hasta la ciencia no está en el mismo caso cuando habla de lo infinitamente distante). Los mitos nos pueden decir cosas extremadamente profundas si los interpretamos con inteligencia, es decir, precisamente, si los desmitificamos. Y ésta es una tarea permanente, que siempre recomienza. Los cristianos jamás han creído anunciar un Dios nuevo. Pero jamás han renunciado a decir la novedad del Dios de Jesús. UN CUERPO IDÉNTICO AL NUESTRO ¿Durante todas estas evoluciones y discusiones, los cristianos han mantenido el vínculo con el Primer Testamento? Al principio los cristianos, y a fortiori los cristianos de origen judío, continuaron leyendo, naturalmente, las Escrituras que el mismo Jesús leía, es decir la Biblia judía, y tenían conciencia de orar al Dios del Primer Testamento, de creer en Él, etc. Lo habían adoptado espontáneamente e incluso nada tenían que escoger: el Dios de las Escrituras cristianas era el Dios de las Escrituras antiguas. Con Marción, hacia el año 140, es decir a mediados del siglo II, asistimos a un intento de ruptura. De Marción, originario de Asia Menor, se sabe poco. Pero sin duda representaba una corriente de pensamiento bastante difundida y que existía con anterioridad. Son dos las ideas que explican su opción por otro Dios, por un Dios exclusivamente cristiano. En primer lugar, influido por esa mezcla de especulaciones acerca del origen del mundo y mitologías religiosas que se llama «gnosis» o «gnosticismo», Marción considera que el mundo material es intrínsecamente malo; sólo un Dios malo pudo crearlo; por otra parte, según él, los cristianos no pueden honrar al Dios de la Ley o del Decálogo, pues han abandonado la Ley. El Dios de los cristianos no es entonces el del Antiguo Testamento. ¿De dónde surge esta concepción de un Dios puramente cristiano? Es posible que se formara en comunidades de Asia Menor que sólo conocían algunas cartas de San Pablo, en particular la carta a los Gálatas, en la cual Pablo se opone a una vuelta a las creencias y prácticas del judaísmo. ¿Marción invoca equivocadamente a Pablo? Por supuesto, pues cuando Pablo denuncia la impotencia de la Ley para dar la salvación, no rechaza al Dios de la Ley ni condena la Ley. Marción y su grupo interpretan, en cambio, de manera radical la carta a los Gálatas:
rechazan la Ley judía y sus Escrituras y extraen la consecuencia de que es normal rechazar al mismo tiempo al Dios de la Ley. Según Marción, además, en Jesús se manifestó un Dios únicamente bueno y misericordioso. También recuerda algunas frases del Evangelio de Juan, que parecen decir que antes nadie conoció en verdad a Dios. Concluye que Jesús reveló un Dios nuevo, un Dios enteramente bueno, que no es el Creador y que viene a salvar a los hombres que se saben de su semilla... Son ideas complejas, extraídas de la tradición gnóstica (que Marción simplifica bastante). ¿Cuál fue la reacción de los cristianos? Quedaron contra la pared. Tuvieron que reflexionar y preguntarse quién era en verdad el Dios de Jesús y elegir. ¿Era un Dios desconocido hasta entonces, un Dios únicamente bueno y celestial, o bien era el Dios creador que se reveló en el Primer Testamento dando su Ley, que se dio a conocer en la historia antes que Jesús? La respuesta fue precisa por la siguiente razón: si Jesús no fuera el Hijo del Creador, no habría asumido un cuerpo como el nuestro (porque, según Marción, la creación mala era obra de un Dios malo). No habría sido un hombre como nosotros. Jesús adoptó entonces, verdaderamente, un cuerpo idéntico al nuestro, asumió la obra del Creador, la Creación es también obra suya. Los cristianos optaron entonces por el Dios de la historia, el Dios de este mundo, que también lo es del Primer Testamento y, en consecuencia, por el Dios de los judíos. Hay en esto una opción razonada, de la cual no se han extraído todas las consecuencias, ya que la teología, en lugar de mantener este Dios ligado al mundo y a la historia humana, no ha evitado abstraerlo y proyectarlo a alturas celestiales inalcanzables. LOS ROSTROS DE JESÚS Parece, no obstante, muy difícil que los cristianos mantengan la unidad de Dios... Por lo menos en el plano del corazón y de los sentimientos unos son sensibles al hombre Jesús, otros a Jesús como Cristo e Hijo de Dios, otros rezan sobre todo al Padre, otros se interesan ante todo por el Espíritu Santo... En efecto, pero cabe preguntarse si no ocurre lo mismo en todas las religiones: en su propio nivel, cada uno realiza solamente una parcela de Dios. Incluso en el judaísmo hay sensibilidades individuales diferentes: la Ley, en grado variable, para unos, el mensaje de los Profetas o la tradición, para otros... Debido a la complejidad del Dios cristiano, esta sensibilidad personal concierne al mismo Dios en aspectos diversos de su ser y de su relación con el mundo y con la historia humana. En el plano del sentimiento cristiano, se dice con bastante frecuencia que los cristianos de Occidente -los «latinos», si se prefiere- tienen una piedad
y una teología centradas ante todo en Cristo, mientras que los cristianos orientales -influidos por la tradición griega- son más sensibles a la presencia del Espíritu Santo o a la gloria de Dios y de Cristo (los iconos de la tradición griega o rusa, y también una actitud más contemplativa, manifestarían esta sensibilidad). De hecho, mientras los cristianos latinos y orientales estuvieron unidos me parece que las diferencias no fueron considerables. Las obras escritas y la sensibilidad se intercambiaban. Tenemos la impresión de que los latinos tuvieron menos dificultades para concebir la persona del Hijo que la del Espíritu Santo. Su piedad y su oración se dirigieron más al Hijo y al Padre o al Padre por el Hijo. Los griegos, quizás más «entusiastas» (en el sentido antiguo de la palabra: más imbuidos de lo divino), se sintieron más cercanos al Espíritu. La liturgia bizantina es muy embrujadora: la inunda el canto, la homofonía, los vapores del incienso; la divinidad pasa a lo sensible. Esto explica, sin duda, la creciente separación de las mentalidades y las sensibilidades en el cuso del tiempo. Pero se tiene la impresión de que los rostros de Jesús son muy distintos... En efecto, en la persona de Jesús, que es fuente de libertad, hay una diversidad de facetas que los cristianos deben reivindicar. Es verdad que la teología y la Iglesia han querido siempre uniformar el rostro de Jesús, unificarlo en un dogma, instituir en esto una verdad única. Hoy se redescubren, más bien, sus rostros humanos y, a través de ellos, un nuevo rostro de Dios. Pero esos rostros pueden ser contradictorios: se puede ver en él al hombre de las violentas rupturas o, por el contrario, su bondad e incluso al sabio... Hay que mantener una tensión entre estas diversas facetas. Nadie puede pretender aprehenderlo totalmente, en toda su riqueza. Hasta se puede ser reticente acerca de la imagen que de Él entrega la jerarquía de la Iglesia. Y, por dar un ejemplo personal, no me reconozco en la visión trágica, desgarradora, que han dejado de Cristo algunos pintores españoles o alemanes de los siglos XV y XVI. Pero esas visiones tuvieron y pueden tener todavía su legitimidad. Apenas uno se «implica» en el personaje de Jesús y apenas intentamos implicarlo en nuestra historia y nuestra vida, apenas intentamos actualizarlo, descubrimos nuevos aspectos de su mensaje, le damos nuevas dimensiones. DIOS RESPETA NUESTRA LIBERTAD En varias ocasiones ha mencionado la «salvación». ¿Cómo hablaría de ella hoy? Entiendo por ello, ante todo, una llamada, dirigida a todos los hombres, para convertirse en «sujetos» ante el rostro de Dios, para mantenerse libres y de pie ante Él, para compartir su vida inmortal. Es la idea de que los hombres están llamados a la libertad y a la solidaridad para superar
las necesidades de este mundo y para evitar que el impulso de la vida se pierda en la muerte y la nada. En esto me siento cercano a Hans Jonas, a quien ya he mencionado: Dios limita su poder porque respeta nuestra libertad. Él encuentra esta idea en la Cábala judía, pero también está en la tradición cristiana. Dios no sólo se limita, sino que se niega a intervenir en la historia de los hombres mediante actos de poder, milagros u otras cosas de ese tipo. El hombre debe hacerse libre por sí mismo y aprender a vencer a la muerte, liberándose de los apegos terrenales, asumiendo todos los aspectos de su existencia, creciendo en vida espiritual. Ésa es la vocación del hombre. Se realiza con el hombre llamado Jesús, que se hace a un tiempo servidor de Dios y servidor de los hombres: su Espíritu, «difundido en toda carne», como dice la Biblia, fermenta la pasta humana y hace germinar hijos de Dios, llamados como Él a la libertad. Pero esta «fe» en la encarnación del Hijo se duplica con esta convicción: el curso de la historia no cambió súbitamente, desde fuera; la voluntad de Dios continúa entregada a la vicisitud de la historia y las libertades humanas, el Hijo de Dios permanece «entregado» a nuestras manos. En estas condiciones, ¿qué hace usted con viejas expresiones como «sacrificio de la cruz», «redención de los pecados», «pecado original»?... Con estas palabras (sacrificio, Cristo sacrificado, redención...), continuamos arrastrando la idea de un hombre desgraciado, que siempre se siente sumamente culpable ante Dios, como si sólo pudiera vivir usurpando espacio divino y molestara a Dios. El hombre se siente culpable de vivir a expensas de Dios: le ofrece sacrificios para que Dios por lo menos se pueda alimentar de la humareda... Los hombres llevan este fardo desde que se elabora la idea de pecado original, la cual, no lo olvidemos, fue establecida por San Agustín en el siglo V... Este fardo, este «pecado original», es lo que he llamado antes el «temor de Dios». Pero también se podría decir: es el temor a la libertad, que hace que el hombre, desde sus más distantes orígenes, y que todo hombre desde su nacimiento, esté cautivo de lo sensible, encadenado a sus apetencias. El hombre se encierra espontáneamente en un «déficit de humanidad», resiste la vocación espiritual que lo llama a liberarse de los lazos de la animalidad: éste es el «pecado original». Esta idea de «pecado original» está muy difundida en realidad. Se la encuentra en casi todas las civilizaciones, en toda suerte de tradiciones religiosas y culturales, bajo una forma u otra. El pecado «original» nos conduce al «origen»: pero nada sabemos del origen (basta pensar en nuestro propio origen individual desde el instante de nuestra concepción), y por lo tanto estamos obligados a hablar de ello con imágenes y mitos. Sin embargo, no digo que esta idea carezca de ningún sentido. Por el contrario, puede adquirir gran importancia, incluso no religiosa, tanto en la concepción general que se tiene del hombre como de su libertad, del papel del mal en la vida de los hombres, etc.
LA VICTORIA DE LOS VENCIDOS ¿En qué términos hablaría entonces de la «redención», que tiene un lugar tan importante en la fe cristiana? Es más interesante retomar la pregunta que plantearon la mayoría de los Padres de la Iglesia: ¿Por qué Dios no concedió gratuitamente la salvación a los hombres o, incluso, por qué no envió a un ángel a efectuarla? Respuesta: No quiso humillar al hombre, sino mostrar respeto por su libertad, asociarlo a su propia salvación. El Hijo de Dios se hizo hombre entonces para que el hombre se salvara por sí mismo; y el hombre de este modo es elevado en la misma medida que Dios se humilla por él. Se dirá que hay, no obstante, algo de deus ex machina en todo este escenario. Es verdad, pero por lo menos se evita el golpe de la varita mágica: el hombre debe tener él mismo el mérito de su liberación y por lo tanto mantener su dignidad ante Dios. Respecto de la salvación, retengo sobre todo la idea de que Dios creó al hombre para que compartiera su propia existencia. El acto creador es una llamada a la libertad. Ser hijo de Dios significa erguirse ante Él, libre, como el hijo que ya es libre frente a su padre. Ser libre es lo mismo que ser inmortal. Dios nos creó y nos invita a trabajar para liberarnos nosotros mismos de los lazos de la muerte. No lo hace de un modo intervencionista, pues eso sería tratarnos de marionetas. ¿Pero nos hemos salvado de la muerte? Si no fuera así, sería una grave injusticia para todas las víctimas inocentes de la historia. Pienso en primer lugar, en las víctimas de la Shoah, pero también en las innumerables víctimas que jalonan los caminos de la historia. En la parábola del Juicio (Mateo, XXV), el mismo Jesús se identificó con los «vencidos de la historia»: los que tienen hambre, sed, están desnudos, prisioneros... Socorrerlos es socorrer a Jesús. Dios está en ellos, es ellos. El Sermón de la Montaña, en que Jesús proclama felices a los pobres..., invoca la misma inversión. Esta «victoria de los vencidos» es evidentemente una esperanza, no una certeza racional. Pero un Dios justo debe hacer eso. También se puede decir que todo hombre que avanza en el sentido del amor avanza en la dirección de la vida, y por lo tanto que los hombres ejercen por sí mismos la «justicia» de Dios. Todo hombre que ha vivido en el amor, que reconoce el absoluto en su prójimo, el hombre que se arrepiente y que «vuelve», todos ellos entran en la vida. Ésta es mi fe, en todo caso. Los que viven en el amor se convierten en miembros vivificadores de la comunidad del Dios vivo, que no cesa de crear Vida, que es la Vida. ¿Y los demás? Entran en la muerte, eso es todo. ¿Por qué pensar una muerte que se
prolongaría en suplicios y llamas, e imaginar además un Dios que gozaría con que ardan sus enemigos? Ingresan en la muerte definitiva, en la nada. Son «eliminados del libro de la Vida», como dice la Escritura. ¿ES INTOLERANTE EL MONOTEÍSMO? En la actualidad, se escucha a intelectuales que defienden el politeísmo, los dioses del panteón griego. Alaban su tolerancia, su apertura en comparación con el Dios de los monoteísmos, que tiene tras él toda una historia de violencia e intolerancia. El politeísmo gusta en estos días, en efecto (aunque me parece que el paganismo sin dioses está mucho más difundido...). ¿Pero a quién complace? A gente para quien la divinidad no es un problema, para quien Dios no cuenta y no molesta. No deja de tener interés, en este contexto, observar cómo se hablaba de los dioses en los tiempos en que verdaderamente se creía en ellos. Autores del siglo u, judíos o cristianos, invitaban entonces a los paganos a liberarse de sus creencias, muy onerosas. Les decían, en lo fundamental: «Estáis rindiendo culto a Diana, a Zeus, a Hércules; hay dioses de la ciudad, dioses romanos, dioses lares... No termináis nunca, estáis siempre a punto de hacer sacrificio a uno o a otro, pues siempre uno u otro quiere ser honrado; siempre tenéis miedo de no hacer bastante o de que los dioses se vuelvan celosos entre sí... Se hacen la guerra, ¿pero quién paga? ¡Vosotros! Dejad entonces de dispersar los homenajes entre tantos dioses tan exigentes y ofreced sacrificios a uno solo, que domina a todos los otros, y tendréis paz. Es el que os anunciamos, el único Creador y Señor del mundo.» Hoy se escribe que en una época en que la religión era importante, la multiplicidad de dioses significaba una carga pesada. El panteón era menos grosero de lo que se imagina, se tenía la sensación de una divinidad difusa. Pero había que ocuparse de todos esos dioses y hasta era posible que hubiera que tomar partido por uno contra otro. En ese contexto, la idea de un Dios único se pudo proponer y recibir como un medio para escapar de la guerra de los dioses, y de su servidumbre; como una verdadera liberación, por lo tanto. En realidad, más que a un elogio del politeísmo, parecemos asis tir al surgimiento de críticas al monoteísmo, a la violencia y a la intolerancia que parece generar «por naturaleza». Si se concibe al Dios único como el dios de un solo pueblo, que hace alianza con ese pueblo para extender su dominio sobre los demás, entonces, en efecto, hay un riesgo de intolerancia y violencia. El Antiguo Testamento no concebía así a Dios, a pesar de su alianza privilegiada con el pueblo de Israel, pues fue considerado siempre Creador único y Señor universal que extiende su solicitud a todas las naciones, de las que también es el «Padre». No quiere, precisamente, extender su dominio sobre
las otras. Pero existe, en cambio, el riesgo de que el pueblo que se considera «elegido» por Dios llegue a identificar la causa y el honor de Dios con lo suyo y sus intereses nacionales. Entonces los que no comparten mis creencias son enemigos de mi Dios; si amenazan mis intereses están atentando contra la gloria de mi Dios y yo me siento obligado a tomar las armas contra ellos. Así pues, no es la idea del Dios único la que provoca el problema, ni siquiera la idea de una «elección» especial, sino el que se la pretenda acaparar en beneficio propio. Todos los que proclaman un solo Dios, e incluso las religiones no monoteístas, pueden estar afectadas por este peligro de utilizar la divinidad para fines particulares y propios. El cristianismo se presentó de partida como una religión no étnica: no está ligado a un pueblo o una tierra. Afirmó así su universalidad. Lo que no quiere decir que se haya comportado con la tolerancia y respeto que pudo esperarse de él para con otros pueblos: hace mucho que se cree el único pueblo elegido de Dios y encargado de crear y defender una «civilización cristiana», una «cristiandad». Conocemos el precio que otros han pagado por esta ilusión cristiana, y nosotros mismos continuamos pagando el precio de esta historia. EL PROBLEMA DE ANTÍGONA ¿Por qué se persiguió a los cristianos en los primeros siglos? Se los acusó, precisamente, de «intolerancia» ante la amplia tolerancia pagana, que admitía todos los dioses en su panteón. El problema no fue en primer lugar el monoteísmo o Cristo. Fue la negativa a honrar al emperador como si fuera una divinidad: en otras palabras, fue una falta política tanto como religiosa. El emperador imponía el culto de su imagen como un medio más para federar los pueblos del Imperio. Este culto era ante todo un lazo político-religioso. Los cristianos tomaron, sin embargo, muchas precauciones. Decían: «Veneramos la persona del emperador, obedecemos las leyes del Imperio, pagamos el impuesto.» Pero el rechazo a honrar la estatua del emperador o los dioses de la ciudad se consideró siempre una señal de falta de civismo y división. Hay que recordar que así fue y que con la resistencia cristiana al despotismo político-religioso empezó la libertad política en el mundo. Antes no existía. Hoy se olvida demasiado todo esto. Su advenimiento está muy ligado a la sensación de que el individuo se puede desligar de los lazos de la sacralidad -que mantienen la sociedad- y de la ciudad -que impone sus tradiciones culturales- para afirmar sus derechos personales. Elevado a una dimensión colectiva, es el famoso problema de Antígona, que también afirmó sus derechos de individuo y de mujer contra el derecho sagrado de la ciudad griega. Los cristianos afirmaron la libertad política al aceptar la muerte antes que rendir sacrificio a las imágenes del
emperador o a los dioses de la ciudad. Lo pudieron hacer debido a alguna falta de realismo político, diciendo: «Nuestra ciudad no está en la tierra, sino en el cielo.» Lo que no impide que abrieran la historia y la sociedad a la libertad pública. Pero después los cristianos no dejaron de apegarse a los poderes políticos, en muchas ocasiones y de diversos modos. No obstante, en este sentido no hay reproches que hacer a los primeros cristianos. Dieron testimonio de que la libertad política es una adquisición del cristianismo, un mensaje evangélico, inscrito en particular en la declaración de Jesús: «Dad al César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios.» LA JUSTICIA O LA CARIDAD En relación con el mensaje de justicia y de amor de Jesús, ¿se puede decir que la Iglesia ha traicionado o que no cesa de traicionar a Dios, por lo menos al Dios revelado por los Evangelios tal como usted lo muestra? No, no diría eso. Si decimos «la Iglesia ha traicionado a Dios», estamos suponiendo que sabemos objetivamente quién es Dios y lo que quiere, y que la Iglesia se habría apartado de este Dios tan conocido. Y eso es falso: para medir la traición hace falta una referencia, un «patrón», y eso no existe. Se hace entonces un proceso algo simplista a la Iglesia. Se puede decir que su palabra no está a la altura del Dios que profesa; o incluso que debería reconocer que las imágenes de Dios que propone y enseña no se parecen a Dios. Ella debería decirlo, sobre todo porque se arriesga a crear y dejar que se adore, al no confesarlo, a ídolos e imágenes. Incluso haría falta que la Iglesia se convenza de que siempre está descubriendo a Dios. Es normal evolucionar. Ahora bien, la Iglesia no ama, precisamente, esta palabra, evolución. Preferiría decir que no ha evolucionado y jamás evolucionará. Y otra vez llegamos a lo que hemos dicho del papel de la historia: pensamos a Dios en función de nuestra inserción en un mundo y una historia. Hacemos la historia y vivimos en el mundo. Ni una ni otro permanecen idénticos y este cambio nos arrastra. El tiempo marca nuestro pensamiento y nuestro ser; la filosofía contemporánea no cesa de decirlo y esto, por lo demás, pertenece a nuestra experiencia cotidiana. ¿La verdad eterna está sometida entonces al cambio? No escapa a él ni el pensamiento teológico ni la idea que tenemos de la verdad ni la Iglesia. El mismo Dios —quiero decir lo que los hombres perciben de él y han dicho de él— no es el mismo en el curso de la Biblia: el «Dios de los patriarcas», el «Dios de los profetas», el que libera a los hebreos y los acompaña en el desierto, el Dios que aparece en los relatos del origen, el que discute con Job, aquel a quien el salmista ora y suplica... nos ofrecen, por lo menos, rostros diferentes. Tampoco el rostro de Cristo es el mismo en los cuatro Evangelios, y hay todavía otro en Pablo. No cesamos de interrogar a Dios a partir de asuntos de hombres:
éste es el principio y también vale para la Iglesia cristiana. Si escucha las preguntas de los hombres, debe volverse hacia Dios y es normal que su discurso acerca de Dios resulte diferente. No olvido, naturalmente, que puede haber intereses institucionales, condicionamientos históricos, lazos políticos que en determinada época o circunstancia pesan en su elocución de Dios y traban su libertad de palabra. Esto debe moderar nuestro sentimiento, pero no relajar la vigilancia. Se suele acusar a los cristianos de limitarse a la «caridad», al amor individual del prójimo (de todo prójimo, es verdad). Del lado judío se insistiría más en la «ética», entendida especialmente como «justicia». Habría que plantear el asunto a los historiadores. ¿Sus investigaciones de historia social confirman o niegan esa noción? ¿Esa tendencia es única y exclusivamente cristiana? Me pregunto si la justicia, en el sentido de intervención en las estructuras para cambiar situaciones de injusticia, de iniquidad o simplemente de desigualdad, no es una idea muy moderna que proyectamos sobre el pasado para acusar el acento más individual y sin inquietud por el cambio de la sociedad que se encuentra en la «caridad» llamada cristiana. En todo caso, las revoluciones y la idea misma de revolución han ocurrido en la era cristiana... Pero se dirá que fueron justamente contra el cristianismo establecido. ¿Es tan cierto esto? En la actualidad es indudable el compromiso con la justicia de muchos cristianos y de las mismas Iglesias. Existe una «teología política» que sitúa la justicia social, la justicia internacional y la paz en el mismo plano. Con acento distinto según los continentes: en América Latina, la «teología de la liberación» ha situado en primer plano la idea de liberación económica y de libertad respecto del poder económico del capitalismo. En Asia y África, se insiste más bien en la idea de una liberación cultural. Las teologías políticas occidentales ponen por delante el derecho de la persona y la justicia «para los vencidos» de la Historia. No sería difícil mostrar, en cada caso, hasta qué punto la historia y la situación de cada continente se reflejan en esas diferencias de acento. Los teólogos de la liberación se refieren mucho al Primer Testamento, a la liberación del pueblo judío de la esclavitud en Egipto, al mensaje de los profetas de Israel. Las teologías políticas occidentales aluden más a la Pasión de Cristo, que invita a luchar contra toda intolerancia, toda injusticia, en favor de toda víctima, criticando los poderes establecidos y los sistemas injustos. La convicción es común: debemos buscar una justicia de Dios para los vencidos de la Historia y no basta contentarse, como antaño, con esperar recompensas celestiales para los buenos y el castigo de los malos. La esperanza de justicia sólo tiene sentido si uno se compromete desde ahora por ella; en caso contrario nos estaríamos burlando del mundo. Impresiona, sin embargo, la complejidad de la religión cristiana frente a un mensaje tan sencillo.
Es verdad. Para responder, se puede ir al origen de esa palabra, «complejo»: se relaciona con la idea de «trenza», con lo que está «trenzado junto». La religión cristiana «trenza» tres cosas: la idea de Dios, la idea de mundo y la idea de Historia. En este sentido, acepto esa interpelación acerca de la complejidad del cristianismo: no es una religión simplista. No sólo está vuelta hacia Dios, no se vincula únicamente a un Libro, no se contenta con decir que Dios es muy grande; mezcla los deberes para con Dios y para con el prójimo. Y además implica una reflexión, una teología: es un aspecto muy característico. ¿Es único? No sé. Pero el hecho es que desde el principio la fe cristiana engendra una teología, un pensamiento, se podría decir que incluso una filosofía. ¿Qué quiere decir «teología»? Es una interrogación acerca de las relaciones entre Dios y el hombre, que para nosotros están marcadas por la encarnación de Dios. La complejidad cristiana es este entrelazamiento de tres realidades (Dios, el mundo, la Historia): no se confunden, pero tampoco están separadas. El mundo retiene su autonomía, la Historia su libertad y Dios no se diluye ni en el uno ni en la otra. ¿PARA QUÉ SIRVE DIOS? Pero no es nada fácil representarse la presencia de Dios en el mundo y en la historia de los hombres... Nada fácil «representársela», sin duda. Quizás haga falta ser un poco ateo en este aspecto, o quizás agnóstico en el sentido del filósofo MerleauPonty, por ejemplo, que se defiende de la acusación de ateísmo en el Éloge de la philosophie: el filósofo no es ateo porque no hable de Dios, explica, sólo es alguien que tiene el pudor de no nombrar a Dios. Para él, Dios, o lo que con ese nombre se llama, se disimula en los límites de los seres y las cosas, y el filósofo respeta el silencio de que se rodea. Dios se mantiene «en el límite de las cosas», porque es sentido y relación. No se mantiene «detrás» de las cosas, no está oculto en otro mundo. Está en el corazón del mundo, trata de hacerse aprehender como el «misterio del mundo». Y a falta de ser reconocido como ese «misterio», se hace presentir como la pregunta de nuestra propia existencia en el mundo. ¿Qué es Dios en una vida humana? ¿Para qué sirve, al cabo? ¿Para qué sirve Dios? Habría que comenzar por desembarazarse de esa idea de que Él es «útil». No, no es un objeto «útil», aún menos lo es hoy, en las condiciones del mundo moderno. Es el ser gratuito por excelencia, que ni siquiera nos impone su presencia. Pero, cuando sentimos su presencia en nosotros, podemos experimentar la gratuidad, la alegría, la bondad. En este sentido, las cosas se invierten. Para los que han comprendido que la existencia es gratuidad, Dios se hace indispensable, pues Él nos devuelve constantemente a esta sensación de gratuidad, nos arranca de todo lo que nos «sujeta», nos impide replegarnos sobre las cosas del
mundo, acaparar objetos, servirnos antes que estar al servicio de todos. La idea de Dios, o la fe en Él, permite entonces una resistencia. Nos permite prever y construir una humanidad que a veces es contraria al modelo que se nos propone y que concebimos nosotros mismos. Contraria en particular a los modelos que nos quisiera imponer una humanidad que se ha separado de Dios sin por ello acusar en nada a aquellos para quienes Dios ya no importa. Acerca de estos últimos, por lo demás, lo que importa no es mostrar que Dios «importa». Y es lo que, desgraciadamente, todavía hacen muchos «misioneros». Sería preferible intentar que se comprendiera ese sentimiento de gratuidad que Dios nos da de la existencia. ¿Quizás devolverá algún crédito a Dios? Esto no quiere decir que yo estime indispensable que los hombres piensen en Dios para salvarse: pueden salvarse de otro modo. Pero para vivir una vida humana, concebida según el modo de la libertad de espíritu, creo, en cambio, que hay que llegar a ese sentimiento de la gratuidad de la existencia. Si Dios «sirve» para algo, es esencialmente para eso, quizás únicamente para eso. EPÍLOGO Un Dios único... Esta idea nació hace más de tres milenios. De esta intuición de Moisés, o de esta revelación que tuvo en el monte Sinaí, nacieron dos grandes religiones monoteístas: el judaísmo y el cristianismo. Ambas tienen una larga historia, de una duración muy semejante si uno recuerda que el judaísmo rabínico o talmúdico tuvo su auge al mismo tiempo que el cristianismo. Se podría imaginar que una historia tan larga, a la vez común y distinta, marcada por la enemistad y el odio, alejaría uno de otro a los dos monoteísmos y haría que su mensaje fuera divergente. No es así. En el corazón de cada una de las dos religiones permanece, de forma neurálgica, el doble mandamiento de amar a Dios y de amar al prójimo, la preocupación ética, la bondad, la justicia y la libertad. Es verdad que las palabras para decir esto no son las mismas. Joseph Moingt señala que la novedad cristiana es reunir los dos mandamientos en uno solo, mientras que el judaísmo los distingue. Pero Marc-Alain Ouaknin advierte que los Diez Mandamientos fueron escritos en dos Tablas para poner las prescripciones que se refieren a Dios frente a las que conciernen al prójimo. El otro es esencial para el judío y el cristiano: hay indudable traición allí donde no se le honra, respeta, ama. Pero los dos monoteísmos interpretan cada uno de modo diferente la presencia de este Dios en el mundo. Para el judaísmo, Él se «contrae» en un texto; para el cristianismo, Él se hace hombre, toma un cuerpo. De esto resulta una relación compleja, por una parte de los judíos con el texto de la Torah, interpretado infinitamente, y por otra parte de los cristianos con Cristo, lo que les obliga a pensar la naturaleza de Dios. Pero, al cabo, las dos religiones monoteístas vuelven siempre a una sola y
misma afirmación: el Otro existe. Dios y el prójimo, Dios o el prójimo, ése es tu otro. Por retomar las palabras de Jean Bottéro, la observancia del «código moral» predomina sobre el fasto y el aparato del culto. Comportarse honestamente, respetando a los demás, es el único medio auténtico de rendir a Dios un homenaje a su medida. Esta novedad de la revelación a Moisés sigue siendo el corazón del judaísmo y el cristianismo. Sin embargo, estas entrevistas hacen que aparezca con fuerza la diferencia cultural y religiosa entre judíos y cristianos. Se aceptaba que el «judeo-cristianismo» designaba una suerte de religión y de cultura comunes que nos habrían influido para lo mejor y lo peor. Los «valores judeo-cristianos», los «tabúes judeo-cristianos» forman parte de nuestros lugares comunes. Seguíamos con la simple idea de que los judíos se negaron a reconocer en Jesús al Mesías o, a la inversa, que los cristianos rompieron con el judaísmo porque creían que Jesús era el Hijo de Dios. Creíamos que toda la diferencia estaba en eso. Ahora, ¿qué vemos? Los dos últimos milenios no sólo han sido la historia de una incomprensión. Han cavado además un foso entre dos culturas. Es indudable que «la historia más bella de Dios» parece estar escindida no sólo en dos religiones con dos historias divergentes, sino en dos lenguajes acerca de Dios, dos planteamientos de su Revelación, dos modos de leer la Biblia, dos maneras de ver la presencia de Dios entre nosotros y de extraer las consecuencias. Hay, sin duda -es el punto común-, un judeocristianismo ético y moral, del mandamiento y la libertad, de la justicia y la solidaridad. Pero el Dios único ha engendrado dos religiones evidentemente muy distintas. ¿No es poco decir? En el curso de estos dos milenios, el cristianismo se dividió en tres confesiones: católica, ortodoxa y protestante. En el seno de esta división, es conocida la multiplicidad protestante. La ortodoxia no es «una». Incluso el catolicismo es un mundo en sí mismo: aunque no estima las palabras «evolución» y «diversidad», posee sin embargo familias de pensamiento y corrientes espirituales muy diferentes. Y sólo estamos evocando las tres grandes confesiones: hay numerosos cristianos que no se reconocen en ellas y afirman diferencias más o menos importantes. ¿Y qué decir del judaísmo? En él cohabitan las más diversas sensibilidades, y las oposiciones se expresan a veces con franqueza poco habitual... A partir de la Revelación inicial, esa intuición genial de Moisés, Jean Bottéro ha mostrado el lento pero inexorable ascenso hacia un riguroso monoteísmo que se opuso a los politeísmos del entorno. No obstante, Marc-Alain Ouaknin expresa esta idea asombrosa: en lugar de decir «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», la Biblia dice: «Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob.» Según él, lo hace para señalar que cada uno de los Patriarcas de Israel, como cada hebreo, cada israelita y cada judío después, tiene en cierto modo «su» propio Dios único. Joseph Moingt no dice otra cosa cuando destaca este hecho indudable: tantas épocas, como concepciones de Dios y como interpretaciones de Cristo. ¡Y cuántos
rostros distintos de Jesús durante la Historia! ¿Pero entonces Dios es tan único como se suele creer? Este libro lo muestra sin equívocos: Dios es único, sí, pero sólo se le conoce por la interpretación, o, mejor, por las interpretaciones de los hombres. Y éstas son a la vez múltiples -infinitas como Él- y capitales. Porque ellas deciden su historia en el mundo. Los hombres, poco o mucho, hacen a Dios, a menos que Dios no se deje hacer por ellos. Serían, se nos dice, responsables de Dios... Religión de la interpretación sin fin del Libro, dice Marc-Alain Ouaknin, o de la interpretación sin fin de un hombre en quien Dios se hizo carne, dice Joseph Moingt. En la mente de muchos, influidos por la historia cristiana, el monoteísmo sólo suele aparecer majestuoso, bajo los rasgos del poder y la conquista. Pero hemos aprendido de nuestros interlocutores judío y cristiano la debilidad de un Dios impotente ante las catástrofes de la Historia humana. ¿Para qué sirve entonces ese Dios? Para resistir, se nos dice, lo que es inhumano e indigno en el hombre. Si así es en verdad, ¿no será que aún no se escriben las más bellas páginas de la historia de Dios? ÍNDICE Prólogo EL DIOS DE LA BIBLIA, por Jean Bottéro Moisés, inventor del Dios único Todo lo demás es misterio Mucho antes de Moisés La herencia de los mitos La prohibición de las imágenes la descendencia de Abraham La «leyenda» del Éxodo La revolución de Moisés La Alianza con el pueblo Hacer de Israel una nación Profetas indignados Revelar a Yahvé al mundo entero El mensaje de salvación El nacimiento del judaísmo La religión, como el amor Un Dios del corazón EL DIOS DE LOS JUDÍOS, por Marc-Alain Ouaknin El libro de los judíos: la Torah La historia y la memoria Una letra puede destruir el mundo
El origen del Talmud La visión de voces Dios es un texto Leer a estallidos Acariciar el texto Un Dios erótico El sentido oculto Cifras y letras Dios plural Contra el pensamiento único A cada uno su Dios Los muros de la libertad Mito, rito y ritmo La melancolía de Moisés El sentido del exilio ¿Estudio más que oración? La ética antes que la fe La pureza y la santidad La lección de Abraham La bondad antes que el Bien El Mesías de los judíos La existencia judía hoy EL DIOS DE LOS CRISTIANOS, por Joseph Moingt El Mesías sentado a la diestra de Dios Cuatro Evangelios, un solo Cristo A unos cuarenta años La influencia griega El judío Jesús La ruptura con el judaísmo Una actitud de apertura Condenado por razones religiosas Escándalo para los judíos, locura para los paganos El amor al prójimo La Buena Nueva ¿Una religión «misionera»? El soplo de la resurrección Fuerte como la muerte ¿Jesús, Hijo de Dios? Pobre para enriquecernos ¿Un Dios o tres dioses? Una sola sustancia El sentido de la Trinidad El don del Espíritu Santo Dios no es impasible Jesús, ¿verdadero hombre?
María, madre de Dios No hay verdad definitiva Un cuerpo idéntico al nuestro Los rostros de Jesús Dios respeta nuestra libertad La victoria de los vencidos ¿Es intolerante el monoteísmo? El problema de Antígona La justicia o la caridad ¿Para qué sirve Dios? Epílogo
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