Aaron Copland - Muscia e Imaginacion

September 23, 2017 | Author: Marcos Iniesta | Category: Pop Culture, Composers, Knowledge, Symbols, Theory
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Música e imaginación...

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Aaron Copland

Aaron Copland (1900-1990) , hijo de inmigrantes rusos y judíos a los Estados Unidos, fue compositor, crítico y d irector de música. Compuso numerosas obras en distintos géneros : óperas, canciones , ballets, obras corales, bandas musicales para radio y cine, música de cámara y de orquesta. Entre sus creaciones más famosas figuran Billy the Kid, Rodeo y El Salón México. Mientras estudiaba en París en la década de 1920, abrazó ritmos complejos y la escritura politonal. Durante los cuarenta y los cincuenta trabajó para Hollywood y tuvo participación política en los movimientos radicales de la oscura era McCarthy. Fue un promotor incansable de las jóvenes generaciones de músicos y amigo de personalidades como Alfred Stieglitz, Nadia Boulanger y Paul Bowles .

"Aaron Copland es un notable ejemplo de un 'compositor y crítico' , un hombre que puede escribir sobre música con el mismo poder de persuasión con el que compone ."

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Música e imaginación

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Aaron Copland

Música e imaginación Traducción de Néstor R. Ortiz Oderigo

emecé editores

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Copland, Aaron Música e imaginación.- 1' ed. ~Buenos Aires: Emecé, 2003. 184 p.; 22x14 cm.- (Cornucopia) Traducción de: Néstor Ortiz Oderigo ISBN 950-04-2479-7

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Título~

1. Apreciació n Musical

Emecé Editores S.A. Independencia 1668 , C noo ABQ, Buenos Aires, Argentina Titulo del original: Music and Imagination I 1 edición © 1960, zooJ, Emecé Editores S.A.

Diseno de cubierta: Mario Blanco en Emecé Cornucopia: 3.000 ejemplares Impreso en Industria Gráfica Argentina, Gral. Fructuoso Rivera 1066, Capital Federal, en el mes de junio de 2003 . Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida , sin la autorización escrita de los titulares del "Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografia y el tratamiento informático. 11 edición

IMPRESO EN LA ARGENTINA/ PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN: 950-04-2479-7

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Dedicado a la memoria de mi hennano Ralph Copland 1889-1952



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Prefacio

Las páginas que siguen comprenden las Conferencias Charles Eliot N orton, pronunciadas en la Universidad de Harvard durante el año académico 1951-1952. Se publican aquí, sustancialmente, en la misma forma en que fueron leídas a los estudiantes y al público en general, en Cambridge. Las seis disertaciones no estaban destinadas a presentar argumentos cuidadosamente razonados acerca de un solo asunto, sino más bien a ser una improvisación libre sobre el tema general del papel que desempeña la imaginación en el arte de la música. La primera parte del libro trata del espíritu musical ocupado en sus diferentes capacidades: como oyente, intérprete o creador. La segunda mitad trata más específicamente de las recientes manifestaciones del espíritu imaginativo en la música de Europa y las Américas. En cada caso, a las conferencias siguieron breves conciertos, cuya realización fue posible gracias a la generosidad de la Fundación Elizabeth Sprague Coolidge, en la Biblioteca del Congreso y en el Comité del Profesorado de la Universidad de Harvard. Me resulta un placer consignar aquí mi agradecimiento a estas

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instituciones. También expreso mi profunda apreciación hacia los muchos artistas excelentes que tomaron parte en estos conciertos. Debo mi agradecido reconocimiento al Comité Norton del Profesorado, por su cordial recepción durante mi estada en Cambridge, y especialmente a sus representantes literario y musical, profesores Archibald MacLeish y A. Tillman Merritt, amigos de vieja data, dispuestos en todo momento a brindarme su útil ayuda. Debo asimismo una palabra de agradecimiento a Miss Eleanor Bates, del cuerpo de redactores de la Harvard University Press, por su aguda y convincente crítica efectuada durante la preparación del manuscrito para su publicación. A.C. Cambridge, Massachussets Mayode1952

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1ntrod ucción

Me agrada pensar que Charles Eliot Norton habría aprobado el nombramiento, en 19 51 por vez primera, de un compositor nativo para la cátedra de Poesía, establecida en su memoria hace un cuarto de siglo. Pero el hecho de que sobre mí haya recaído esta elevada responsabilidad me tornó sensiblemente menos feliz. No resultó tarea fácil la de dirigirme al estudiantado de Harvard dentro de la tradición de los eruditos hombres de letras, poetas y compositores que me han precedido en el ejercicio de la cátedra N orton. Afortunadamente, esta misma tradición sancionó una interpretación libre de mi título de profesor de poesía, para que yo pudiera tratar la cuestión acerca de la cual profeso saber algo: el arte de la música. Quizás habría sido mejor comenzar admitiendo francamente que cuando yo era joven solía abrigar un oculto sentimiento de conmiseración por los poetas. ·A mi entender, los poetas eran hombres que trataban, cle crear música sin disponer más que de palabras. Supongo que en todos los tiempos existieron algunos pocos hombres que poseían esa magia, pero, en el mejor de los casos, las palabras siempre parecerán al

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compositor un sustituto deficiente de los sonidos; es decir, si se desea crear música. Luego, cuando tuve alguna ligera vinculación, a través de la lectura, con la poesía de Hart Crane y Gerard Manley Hopkins, llegué gradualmente a comprender que la música y la poesía tenían una vinculación quizá más estrécha de lo que me había percatado en un principio. Gradualmente, llegué '!(comprender que, más allá de la música de ambas artes, hay una esencia que las une; una zona en la cual el significado que ocultan las notas y el que se halla más allá de las palabras surgen de alguna fuente común. Si es esto exacto, si los poetas y los compositores toman vuelo merced a un impulso similar, entonces quizá yo soy mucho más profesor de poesía de lo que había pensado. La música de la poesía debe de haber huido de mí para siempre, sin duda, pero la poesía de la música está constantemente conmigo; significa la mayor parte de nuestra vida emotiva; la parte que canta. El canto pleno de intención es lo que ocupa la mayor parte de la vida de los compositores. Para mí, significa que un compositor ha llegado a poseer materias musicales de un orden relacionado de experiencias; obtenidas éstas, el problema del creador radica en darles una forma coherente para que sean inteligibles en sí mismas y, por consiguiente, trasmisibles al auditorio. En música, el proceso no se detiene allí. La obra musical debe ser vuelta a interpretar, o mejor aún, recreada en la mente del o de los ejecutantes. Por fin, el mensaje, por así decirlo, llega al oído del oyen-

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te, que debe revivir en su propia mente la revelación total del pensamiento del compositor. Esta narración bien familiar de la experiencia musical toma de pronto, como la cuento, el aspecto de una empresa muy arriesgada; arriesgada, porque en muchos puntos puede desbaratarse, pues en ningún instante es posible captar la experiencia musical y conservarla. Contrariamente a ese momento de una película, en el que un enfoque inmóvil de pronto paraliza toda una escena, un momento musical inmovilizado sólo deja oír un acorde, el cual, en sí mismo, carece relativamente de significado. Este fluir incesante de la música nos obliga a utilizar nuestra imaginación, pues la música está en un constante estado de trasformación. Wystan Auden, que conoce mucho acerca del verso y la canción, recientemente señaló esta diferencia entre ambos. uun arte verbal como la poesía es reflexivo", escribió; "se detiene para pensar. La música, en cambio, es inmediata; avanza sin detenerse, para existir." Esta cualidad elusiva de la música, su imaginada existencia en el tiempo, se convirtió en el punto culminante del tratado de Jean-Paul Sartre sobre L'imagmane. En un pasaje bien conocido acerca de la Séptima sinfonía de Beethoven, Sartre logra casi convencernos de que esta sinfonía realmente no existe. No está en el papel pautado, pues de ninguna música puede decirse que exista en el papel silencioso, y tampoco en ninguna ejecución, ya que todas son diferentes y

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de ninguna puede decirse que sea la versión definitiva. La Séptima, afirma Sartre, sólo puede decirse que vive, si es que realmente vive, en el mundo irreal de nuestra imaginación. Sea lo que fuere que uno piense de la teoría de Sartre, dramatiza uno de los hechos fundamentales de la música, al cual retornaremos más de una vez en estas páginas. Lo que he consignado aquí lo he aprendido de mi propia experiencia en la composición de música y en la consideración de la de otros compositores. Debiera agregar que estas reflexiones no están destinadas a constituir una contribución al conocimiento, pues el artista típico no puede decirse que actúe en el plano del conocimiento. (Empleo la palabra en su significado usual de saber y erudición.) Sólo deseo hablar al lector en el plano de la percepción intuitiva, el plano del conocimiento inmediato o sensitivo; conocimiento perceptivo, si se prefiere. Es ésta una distinción importante -por lo menos para mí lo es- , pues aclara que aquellos de nosotros que somos hacedores, más bien que sabedores, esperamos que otros deduzcan el conocimiento del testimonio que sostenemos. Esto no significa decir, como a veces se dice, que un compositor que describe un estado de cosas musical no hace sino describir sus propios gustos musicales . La apercepción del compositor no requiere necesariamente estar tan circunscrita. Un coaocido director de orquesta me confió una vez el hecho de que invariablemente aprende algo observando al compositor dirigir sus propias obras, a pesar de los posibles defec-

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tos técnicos que éste pueda demostrar en materia de dirección, pues le parecía probable que se le revelara algo esencial acerca de la naturaleza de la obra. Me agradaría pensar que una situación análoga surge cuando un compositor expresa, en la mejor forma que puede, las ideas y los conceptos que sustentan sus obras o su audición de las de sus colegas. Si mi amigo el director de orquesta tiene razón, el compositor debiera proporcionar un conocimiento y una penetración para el entendimiento de la música, que críticos, musicólogos e historiadores del arte sonoro podrían aprovechar, enriqueciendo así todo el campo de las investigaciones musicales. Por consiguiente, principalmente en carácter de compositor -un compositor musicalmente observador, posando temporariamente como profesor de poesía- es como he deseado considerar el tema general de la relación del espíritu imaginativo con los distintos aspectos del arte de la música.

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PRIMERA PARTE

La música y el espíritu imaginativo

CAPÍTULO 1

El oyente bien dotado

Cuanto más vivo la vida de la música, tanto más me convenzo de que el espíritu libremente imaginativo se halla en la esencia de toda creación y audición musicales. Cuando Coleridge escribió su famosa frase: "la sensación del deleite musical, con el poder de producirlo, es un don de la imaginación", se refería, por supuesto, a los deleites musicales de la poesía. Pero me parece aún más exacto cuando se aplica a los deleites musicales de la música. Un espíritu imaginativo es esencial para la creación del arte a través de cualquier medio, pero es aún más esencial en la música, precisamente porque ella proporciona la perspectiva más amplia posible para la imaginación, puesto que es la más libre, la más abstracta, la menos restringida de todas las artes, ya que ni el contenido del argumento, ni la representación pictórica, ni la regularidad métrica, ni la estricta limitación de la estructura restringen el funcionamiento intuitivo de la mente imaginativa. Al expresar este concepto no olvido que la música posee su disciplina: sus estrictas formas y sus ritmos regulares, y aun en ciertos casos, su contenido programático. La música como mate-

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máticas, la música como arquitectura o como imagen, la música en cualquier forma estática y asible ha ejercido siempre fascinación en la mente del lego. Pero, como músico, lo que me fascina es la idea de que, por su propia naturaleza, la música invita al tratamiento imaginativo, y que los hechos de la música, así llamados, sólo poseen significado en la medida en que se concede libre juego a la imaginación. Por este motivo deseo considerar especialmente aquellas facetas de la música que están abiertas a la influencia creadora de la imaginación. La imaginación en el oyente -el oyente bien do tado- es lo que aquí nos concierne. Con tanta frecuencia se supone que el principal obstáculo de la música es el oyente inculto, que resultará instructivo contemplar, para variar, las cualidades del oyente sensitivo. La acción de escuchar constituye una aptitud, y, como cualquier otra aptitud o don, se lo posee en diferentes grados. Entre los aficionados a la música he hallado una tendencia a menospreciar y a desconfiar de esta aptitud, más bien que a sobrestimarla. La razón de estos sentimientos de inferioridad es difícil de determinar. Puesto que no hay un método recomendable para medir la capacidad del oyente, tampoco hay manera recomendable de tranquilizar a los que se juzgan mal a sí mismos. Diría que hay dos requisitos principales para escuchar con capacidad: primero, la habilidad para abrirse a sí mismo a la experiencia musical, y luego, la habilidad para valorizar en forma crítica di-

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cha experiencia. Ninguna de ellas es posible sin cierto don natural. Escuchar implica cierto grado de aptitud innata, que, como cualquier otra aptitud, puede disciplinarse y desarrollarse. Esta aptitud está rodeada de cierta "pureza". La ejercitamos, por así decirlo, sólo para nosotros; nada puede obtenerse de ella en un sentido material. Escuchar es su propia recompensa; no existen premios, ni hay competencias para una.audición creadora. Pero celebro a la persona afortunada que posee ese don, pues hay pocos placeres mayores en el arte que lograr la sensación de que puede reco, , ' nocerse la belleza cuando se da con ella. Cuando hablo del oyente bien dotado pienso en particular en el musicalmente lego, en el oyente que intenta conservar su posición de aficionado. La idea de ese tipo de oyente es, precisamente, la que estimula al compositor que hay en mí. Sé, o creo saber, có.., · mo reaccionará ante la música el músico profesional. Pero en lo que atañe al aficionado, la cuestión es diferente; nunca se puede estar seguro de cómo reac-, donará. N ada le dice en realidad lo que debe escuchar; ningún tratado, ni carta o guía puede nunca j:untar los diversos hilos de una compleja obra musical; sólo el potente enfoque del reflector de nuestra propia ima~ ginación puede hacerlo. En el reconocimiento de la belleza en un arte abstracto como la música, partidpa en algo un pequeño milagro, que, cada v~z que sucede, me deja un poco incrédulo. La situación del músico profesional, en especial el compositor, resulta bastante diferente, pues es un

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iniciado. Como el sacerdote ante el altar, su contacto con la Fuente le da una comprensión interior de los misterios de la música y una mayor familiaridad con su presencia. Posee una doble conciencia: por un lado la del misterio inescrutable que imprime significado a ciertos sonidos comunes; por el otro, el del trabajo humano que envuelve toda creación. Es una conciencia que ningún lego puede esperar compartir, pues hay una sutileza de equilibrio en la conciencia del músico que escapa al aficionado musical. El aficionado puede ser demasiado reverente o demasiado arrebatado; puede estar demasiado enamorado de determinados aspectos o estar demasiado limitado en su entusiasmo por cierto compositor o escuela. Sin embargo, el mero profesionalismo no constituye una garantía de ser un oyente inteligente. La habilidad en la ejecución, aun del más alto grado, tampoco lo es de instinto en el juicio. El aficionado sensible, por el simple hecho de que carece de los prejuicios y los preconceptos del músico profesional, es a veces una guía más segura de la auténtica calidad de una obra musical. Me parece que el oyente ideal tendría que combinar la preparación del profesional adiestrado con la inocencia del aficionado intuitivo. Todos los músicos, tanto los creadores como los ejecutantes, piensan en el oyente bien dotado como una importante figura en el mundo musical. Si pudiera, me agradaría rastrear la fuente de este don y considerar el tipo de experiencia musical que le es más característico.

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El oyente ideal, por sobre todas las cosas, posee la habilidad de abandonarse al poder de la música. El poder de la música capaz de conmovernos es algo muy especial como fenómeno artístico. No es mi intención ahondar en sus bases físicas -mis conocimientos científicos son bastante rudimentarios-, sino más bien concentrarme en sus armónicos emocionales. Contrariamente a lo que podría esperarse, no sostengo que la música posea el poder de conmovernos más que las otras artes. Para mí, el teatro posee este poder en forma más desnuda, poder que es casi excesivo. La sensación de ser anonadado por los hechos que oc urren en la escena me atrae a veces una especie de resentimiento por la facilidad con que el dramaturgo se burla de mis emociones: me siento como un teclado sobre el cual puede improvisar la melodía que desee. N o hay resistencia; mis emociones dominan, pero mi espíritu no deja de protestar: ¿con qué derecho me hace esto el dramaturgo? Con no poca frecuencia, en el teatro me he emocionado hasta las lágrimas; la música nunca lo ha logrado. ¿Por qué? Porque en la música hay algo que mantiene su distancia, aun en el momento en que nos sumergimos en ella. Está, al mismo tiempo, fuera y lejos de nosotros, dentro y es parte de nosotros. En un sentido, nos empequeñece, y en otros la dominamos. N os manda sin cesar y, sin embargo, en cierta extraña forma, nunca perdemos el dominio de la situación. La verdadera naturaleza de la música es la que nos brinda la destilación de los sentimientos, la esencia de la experiencia, trasegada,

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exaltada y expresada en forma tal que podemos contemplarla en el mismo instante en que estamos dominados por ella. Cuando el oyente bien dotado se entrega al poder de la música obtiene tanto el "resultado" como la idealización del "resultado"; está dentro del "resultado", por así decirlo, aunque la música conserve lo que Edward Bullough acertadamente llama su "distancia física". Lo que otro lego, Paul Claudel, escribió acerca del oyente me parece una atinada observación. "Lo llevamos absorbido al concierto", dice Claudel. "Ya no es nada más que expectación y atención ... " Me agrada este concepto, pues la expectación denota la habilidad para entregarse; para entregarse, anhelante, a lo que se escucha, mientras la atención demuestra un interés en lo que se dice, una preocupación por entender lo que se escucha. Numerosas veces he observado al oyente absorto en la sala de concierto, medio absorto yo mismo tratando de sondear la exacta naturaleza de su reacción. Éste constituye un pasatiempo particularmente fascinante cuando ocurre que el oyente escucha la música de uno mismo. En tales momentos no tanto me preocupa el grado de placer que la música pueda proporcionarle, sino más bien la cuestión de si se me comprende. Entre paréntesis, me agradaría llamar la atención acerca de un pequeño rasgo de la psicología del artista: la idea de que mi música pueda o no brindar placer a un número considerable de aficionados nunca me ha conmovido en particular. A veces he sido sil-

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bado ruidosamente y otras veces, aplaudido en la misma forma, pero en ambos casos permanecí relativamente impasible. ¿Por qué debió ser así? Probablemente porque me sentía, en alguna forma, apartado del resultado final. La escritura de una obra me proporciona placer en especial cuando parece concretarse; pero, una vez terminada, adquiere vida propia. En forma similar, imagino a un padre que no acepta el mérito por la belleza de una hija muy admirada. Esto debe de significar que el artista (o el padre) se considera un instrumento inconsciente, cuya satisfacción no estriba en producir belleza, sino simplemente en producir. Pero, para retornar a mi absorto oyente, lo interesante no es, entonces, el hecho de si obtiene placer, sino más bien si entiende el sentido de la música. Y, si lo ha hecho, debo preguntarle: ¿qué ha entendido? Como se ve, cautelosamente me aproximo a uno de los más espinosos problemas de la estética, es decir, el del significado de la música. El estudioso de semántica, que investiga el significado de las palabras, o aun el significado del significado, realiza un trabajo sencillo comparado con el alma intrépida que se aventura en la búsqueda del significado de la música. Un compositor podría eludir fácilmente la cuestión, pues la estética no es su campo. Su don es el de la expresión, no el de la especulación teórica. Pero aun así el problema queda en pie, y el que practica la música debiera tener algo que decir de interés, para la mente que filosofa acerca del arte.

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Rara vez he leído una opinión acerca del significado de la música, si ha sido expresada con seriedad, que no me haya parecido tener alguna base de verdad. De ello llego a la conclusión de que la música es polifacética y puede ser enfocada desde muy diferentes ángulos. Fundamentalmente, sin embargo, los estetas han formulado dos teorías opuestas en cuanto a su significación. Una es que su sentido, si es queposee alguno, debe buscarse en ella misma, pues no tiene connotaciones extramusicales, y la otra, que constituye un lenguaje sin diccionario, cuyos símbolos interpreta el oyente de acuerdo con algún esperanto no escrito de las emociones. Cuanto más considero estas dos teorías, tanto mayor es mi convicción de que están vinculadas más estrechamente de lo que en general se supone, y por esta razón, la música, como lenguaje simbólico de valor psicológico y expresivo, sólo puede hacerse evidente a través de la "música misma", mientras que la música de la que se dice que sólo significa ella misma establece diseños sonoros que inevitablemente sugieren alguna clase de connotación en la mente del oyente, aunque sólo connote la alegría de la creación musical por su propio gusto. Cualquiera que sea, puro o impuro, un objeto o un lenguaje, no puedo apartar de mí la idea de que todos los compositores obtienen su impulso merced al mismo estímulo. N o se me puede convencer de que Bach, cuando compuso el Orgelbüchlein, pensó que estaba creando un objeto de "simples notas", o que Chaikovski, al escribir El lago de los cisnes no hacía sino

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manotear en la emoción incontrolada. Cierto es que las notas pueden manipularse como si fueran objetos -se las puede hacer efectuar ejercicios como a un bailarín-, pero sólo se convierten en música cuando los diseños sonoros semejantes a ejercicios adquieren un significado. Existe una justificación histórica del señalado énfasis con que se apoya a veces a un sector y a veces a otro, en esta controversia. Durante las épocas en que la música se volvió demasiado fría y aislada, demasiado escolásticamente convencional, a los compositores se les recordó el origen de ella como lenguaje de las emociones, y, durante el siglo anterior, cuando se tornó abiertamente sintomático del Stunn und Dranginterior de la emoción personalizada, se les advirtió que no olvidaran que la música es un arte puro de belleza absoluta. Esta eterna dicotomía fue resumida claramente por Eduard Hanslick, abanderado de los defensores de la "música pura" del siglo XIX, cuando escribió que "un canto interior, y no un sentimiento interior, impulsa a una persona de talento a componer una obra musical". Pero mi opinión es que esta situación dicotómica carece de realidad para un compositor en ejercicio de su profesión. El canto es sentimiento para un compositor, y cuanto más intensamente se sienta el canto, tanto más pura será la expresión. La pregunta acerca del significado exacto de la música nunca debió haber sido formulada, y, de cualquier manera, jamás obtendrá una respuesta precisa. La mente literaria es la que se inquieta por esta im-

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precisión. Ningún aficionado a la música se preocupa por el carácter simbólico del lenguaje musical; por el contrario, esta imprecisión es, precisamente, lo que intriga y excita su imaginación. Sea lo que fuere lo que los estudiosos de la semántica de la música puedan descubrir, los compositores continuarán alegremente articulando "sutiles complejos de sentimiento que el lenguaje ni siquiera puede nombrar, mucho menos expresar". Di con esta frase en el atrayente capítulo del libro de Susanne Langer, titulado "Sobre el significado de la música". Pasando revista a las varias teorías acerca del significado de la música, desde Platón hasta Schopenhauer, y desde Roger Fry hasta las recientes especulaciones psicoanalíticas, Mrs. Langer concluye: "La música es nuestro mito de la vida interior; un mito joven, vital y pleno de sentido, de inspiración reciente y todavía en su crecimiento 'vegetativo'". Los mitos musicales, aún más que los mitos folklóricos, son motivo de interpretaciones altamente personales, y no existe un método conocido de garantizar que mi interpretación será más fiel que la de otros. Sólo puedo recomendar que se confíe en la propia comprensión instintiva del simbolismo no verbal de los sonidos musicales. Todo esto es de menor importancia para el oyente bien dotado, preocupado principalmente, como debe estar, por el goce de la música. Sin teorías y sin nociones preconcebidas acerca de lo que debe ser la música, se entrega como un consciente ser humano

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al dominio de ella. Lo que a menudo me sorprende es la naturaleza fundamentalmente primitiva de esta relación. De mi propia observación y de la observación de la forma en que reacciona el auditorio, estaría yo inclinado a decir que todos escuchamos en un plano elemental de conciencia musical. Me sorprendió hallar esta frase de Santayana, concerniente a la música: "La más abstracta de las artes", señala, "sirve a la más callada de las emociones." Sí, me agrada esta idea de que respondemos a la música desde un plano primario y casi salvaje, ciegamente, por así decirlo, pues en este plano nos hallamos sólidamente fundados. En este plano, cualquiera que sea la música, experimentamos reacciones fundamentales, tales como tensión y distensión, densidad y trasparencia, una superficie suave o rugosa, los arrebatos y los apaciguamientos de la música, sus avances y retrocesos, su extensión, su velocidad, sus tronidos y sus murmullos y mil otras reflexiones psicológicamente establecidas de nuestra vida física de movimiento y gesto, y de nuestra vida interior subconsciente y mental. Ésta es, fundamentalmente, la manera en que todos escuchamos música, tanto los bien dotados como los que no lo están, y todos los textos analíticos e históricos sobre o acerca de la música escuchada, por más interesantes que sean, no pueden -y me atrevería a decir que no deben- alterar esta relación fundamental. Subrayo este punto, no tanto porque el lego se inclina a olvidarlo, sino a causa de que el músico profesional también tiende a perderlo de vista. Esto no sig-

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nifica, en manera alguna, que no crea en la posibilidad del refinamiento del gusto musical. Todo lo contrario; estoy convencido de que las formas más elevadas de la música implican la existencia de un oyente cuyo gusto musical haya sido cultivado, sea oyendo, sea mediante el estudio o en ambas formas. Dentro de un nivel más modesto, el refinamiento del gusto musical comienza con la habilidad para distinguir los matices sutiles del sentimiento. Cualquiera puede advertir la diferencia entre una obra de carácter triste y otra de sentido alegre. El oyente bien dotado no sólo reconoce la calidad alegre de la página, sino también el matiz específico de la alegría; si es una alegría preocupada, delicada, despreocupada, histérica, etcétera. Agrego la palabra "etcétera" deliberadamente, pues abarca multitud de matices que no pueden determinarse, como lo he hecho con esos pocos, a causa de lo inconmensurable de la música con respecto al idioma. Un requisito importante para escuchar de manera sutil lo constituye una madura comprensión de las diferencias naturales de la expresión musical, que debe tenerse en cuanto a la música de épocas distintas. El conocimiento de la historia de la música debe preparar al oyente bien dotado para distinguir las diferencias estilísticas, por ejemplo, en la expresión de la alegría. La alegría extática, como la que se encuentra en la música de Scriabin, no debe buscarse en las óperas de Gluck o aun de Mozart. La sensación de "sentirse cómodo" en el mundo de fines del siglo XVI, le hace saber lo que no debe bu,scar en la música de ese

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período, y, de la misma manera, el "sentirse cómodo" en los idiomas musicales de fines del período barroco sugerirá en seguida un paralelismo con ciertos aspectos de la música contemporánea. Acercarse a la música en general, con la vana esperanza de que lo deleitará con las embriagadoras armonías de fines del siglo XIX, en la hora actual constituye un error común de muchos aficionados. Se requiere también otro don, quizá más difícil y al mismo tiempo más esencial: el de poder abarcar todo lo que rodea a la estructura de una extensa obra musical. Inmediatamente después del sondeo del significado de la música, juzgo éste el punto más oscuro en nuestra comprensión de las facultades musicales del auditorio. La manera exacta en que escogemos, desarrollamos y comprendemos en nuestras mentes las impresiones que sólo pueden lograrse individualmente en distintos momentos del desarrollo musical es, sin duda, una de las manifestaciones más raras de la conciencia. Aquí debe encenderse la imaginación, si es que lo hace en algún lado. A veces me parece no comprender en absoluto cómo otras personas dan forma en su mente a una página musical. En cualesquiera de las artes constituye una proeza, especialmente en las del tiempo, como el drama o la ficción. Pero allí, la cronología de los hechos guía, por lo general, al espectador o al lector. La organización estructural de la danza es algo análoga a la de la música; mas en este terreno también, a pesar de la fluidez de los movimientos, cada instante constituye en sí mis-

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rno un cuadro no exento de similitud con la tela de un pintor. Pero en la música, donde no existe cronología en los acontecimientos, ni descripción rnornentánea, nada "de donde asirse", por así decirlo, la imaginación, y sólo la imaginación, es la que tiene el poder de equilibrar las impresiones combinadas que producen los ternas, los ritmos, los colores tonales, las armonías, las contexturas, las dinámicas, los desarrollos temáticos, los contrastes. N o me propongo tornar más misteriosa esta cuestión de lo que es en realidad. Resulta posible, en general, trazar un gráfico de determinada estructura musical, el cual podría ser de cierta ayuda para un oyente cultivado; pero usualmente no desearnos escuchar música con diagramas en nuestras faldas. Y, si lo hiciéramos, dudo de la cordura de semejante idea, pues la concentración demasiado grande en los contornos puramente formales de una obra musical nos alejaría de la libre asociación con otros de sus elementos. No; corno quiera que uno dé vueltas al problema, retorna siempre al curioso don que nos permite resumir las complejas impresiones de una página de música absoluta, de manera que los incidentes del desarrollo armónico, melódico y estructural de la obra, mientras fluye a través de nosotros, den por resultado, finalmente, una imagen compacta y total de la esencia de la obra. Nuestro éxito en esta aventura depende, primero, de la claridad de la concepción del compositor y luego, del delicado equilibrio entre la emoción y la comprensión, que nos permite conrno-

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vernos y, al mismo tiempo, conservar la sensación de nuestra respuesta emocional, utilizándola para efectuar después un juicio equilibrado en otros momentos distintos de nuestra reacción. Aquí, más que nada, el oyente debe recurrir a su propio don; aquí, en especial, el análisis, la experiencia y la imaginación deben combinarse para comunicarnos la seguridad de que hemos hecho nuestras las complejas ideas del compositor. Es ahora, quizás, el momento de retornar a una de mis preguntas principales: ¿qué ha comprendido el oyente? Si algo ha entendido, debe de haber sido lo que sea que el compositor haya tratado de comunicarle. ¿Se sintió usted absorbido? ¿Conservó su atención? Así fue; porque lo que oyó constituyeron diseños sonoros que representan la esencia del ser del compositor, o determinado aspecto de él, reflejado en la obra en cuestión. Una parte de todo lo que es y sabe el compositor se halla implícita en cada una de sus obras, y este hecho central de su ser es el que espera haber comunicado. Se me ocurre preguntar: ¿es usted una persona mejor por haber escuchado una gran obra de arte? Quiero decir si es una persona moralmente mejor. En el más amplio sentido, supongo que sí; pero, en un sentido más inmediato, lo dudo. Lo dudo porque nunca lo he visto demostrado. Lo que ocurre es que una obra maestra nos despierta reacciones de índole espiritual que ya están en nosotros, esperando sólo que sean estimuladas. Cuando la música de Beetho-

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vennosexhortaa "sernobles", "compasivos", "fuertes", el compositor despierta ideas morales que ya residen en nosotros. Su música no puede persuadir; hace evidente. No da forma a nuestra conducta; es sólo el ejemplo de una manera particular de mirar la vida. Un concierto no es un sermón, sino una realización, una reencarnación de una serie de ideas implícitas en la obra de arte. Como compositor y como hombre interesado en la música me preocupa otro problema más del oyente bien dotado: uno que es particular de nuestro tiempo. A pesar de la atracción del gramófono y la radiofonía, que es considerable, los verdaderos amantes de la música insisten en escuchar las ejecuciones vivas. Una rara e inquietante situación ha cobrado gradual amplitud en las interpretaciones públicas de la música: la preponderancia universal de la música antigua en los programas de conciertos. Este desdichado estado de cosas, esta obsesión por la música antigua, tiende a colocar a los oyentes en una situación segura y exenta de riesgos, puesto que se relaciona tan ampliamente con las obras de los maestros aceptados. La tarea de llenar las salas con sonidos familiares infunde a los oyentes una sensación de seguridad; pero gradualmente pierden toda necesidad de ejercer libremente su juicio musical. Una y otra vez se exhibe el mismo número limitado de obras maestras de buena fe y garantizadas, de manera que, por deducción, se supone que principalmente estas obras son las dignas de nuestra atención. Ello

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disminuye en forma considerable, en la mente del gran público, la propia concepción de lo variada que puede ser la experiencia musical y coloca a todas las obras menores en una falsa perspectiva. Además, tiende, evidentemente, a hacer convencionales los programas y a exagerar el papel que desempeña el intérprete, pues sólo mediante la búsqueda de nuevas "lecturas" es posible repetir las mismas obras años tras años. Y, lo más pernicioso de todo, deja un exiguo margen para conocer las obras de los compositores nuevos, sin las cuales el número de futuros creadores de obras maestras es seguro que se agotará. Este estado de cosas no es simplemente un fenómeno local o nacional, sino que ha penetrado la vida musical de todos los países que profesan amor a la música occidental. El noventa por ciento de las veces, un programa ejecutado en una sala de concierto de Buenos Aires constituye una exacta réplica del de una de Londres o Tel-Aviv. La música ya no es sólo un lenguaje internacional, sino también una mercancía internacional. Esta concentración en las obras maestras está ejerciendo una profunda influencia en la actual vida musical. Un solemne muro de respetabilidad rodea a las nimbadas obras maestras de la música y amortigua su efecto. Con demasiada frecuencia están escritas con un sentimiento meloso, impregnado de convencionalismos. Pensar en ellas resulta regocijante y deprimente a la vez; regocijante, al comprobar que grandes grupos de personas se ponen en contacto diario con

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ellas y tienen la posibilidad de captar auténticamente su sustancia, y deprimente, al observar que estos mismos clásicos se utilizan para extirpar toda vida, toda proximidad con la escena musical contemporánea. La reverencia hacia los clásicos se ha convertido, en nuestro tiempo, en una forma de discriminación contra toda otra música. El profesor Edward Dent dijo realmente lo que pensaba sobre este asunto cuando vino a los Estados Unidos, en 1936, para aceptar el doctorado honorario de la Universidad de Harvard. En su opinión, la reverencia hacia los clásicos puede rastrearse hasta la creación de una "religión de la música", propia de las ideas de Beethoven y promulgada por Richard Wagner. "En los días de Haendel y Mozart", dijo, "nadie deseaba música antigua; todos los oyentes exigían la última ópera o el último concierto, tal como hoy reclamamos naturalmente la última obra teatral o la última novela. Si en estas dos ramas de la producción imaginativa exigimos lo último o lo más nuevo, ¿por qué en música casi invariablemente pedimos lo que es anticuado o está fuera de época, mientras que a la música de la actualidad se la recibe a menudo con positiva hostilidad?" Y agregó: "Toda la música, aun la religiosa, era 'música utilitaria', música para un momento determinado". Esta situación, señalada hace quince años por el profesor Dent, se halla actualmente intensificada a causa del papel que desempeñan los intereses comerciales en la difusión de la música. El citado profesor tenía conciencia de este hecho, pues subrayó enton-

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ces que "el enfoque religioso de la música es un asunto de negocio, así como de devoción". El gran público teme ahora invertir dinero en cualquier música que no tenga estampada la etiqueta de "obra maestra". Por consiguiente, junto con los clásicos se nos dan los" clásicos menores", los "clásicos del jazz", y aun los "modernos clásicos". Los programas de radiofonía, los avisos de discos, los cursos de apreciación musical para adultos: todos concentran su atención en una restringida lista de grandes obras, en forma tal que parece no haber otra raison d'etre para la música. De la misma manera, las referencias m usicales en los libros machacan sobre los nombres de unos pocos gigantes del arte sonoro. La ironía última es que la gente a quien se persuade de que sólo se ocupe de lo mejor en música , es la misma que tendría la mayor dificultad en reconocer una verdadera obra maestra al oírla. La simple verdad es que nuestras salas de concierto han sido convertidas en museos musicales; museos auditorios de la índole más limitada. Nuestra era musical está enferma en ese sentido; nuestros compositores son inválidos que existen al borde de la sociedad musical, y nuestros oyentes se hallan empobrecidos por la inexorable repetición de las mismas obras firmadas por un puñado de nombres santificados. Nuestro interés inmediato radica en el efecto que todo esto ejerce en el oyente de raras dotes. Un repertorio estrecho y limitado en las salas de conciertos da por resultado una limitada y estrecha experiencia

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musical. Ningún auténtico entusiasta desea que se lo confine a unos pocos años de historia musical, sino que busca todos los tipos de experiencia estética. Su comprensión intuitiva le brinda un sentido de seguridad en cuanto a si se enfrenta con tesoros recientemente descifrados del arte gótico, con el ingenio ágil de un Chabrier o un Bizet o con la última importación del dodecafonismo italiano. Una saludable curiosidad y una amplia experiencia musicales agudizan la facultad crítica hasta de los aficionados de más talento. Todo esto posee también vinculación con nuestras relaciones con los maestros clásicos. Escuchar música de un estilo familiar y hacerlo con libertad, ignorando lo que otros han dicho o escrito y comprobando sus valores por uno mismo, constituye un signo del oyente inteligente. Los clásicos deben ser reinterpretados en función de nuestra propia épo ca, para escucharlos otra vez y "conservar viviente su humanidad perenne y capaz de asimilación". Pero, para lograrlo, debemos tener una dieta musical equilibrada que nos permita comparar nuestra apreciación de los viejos maestros sobre el fondo de las variadas y distintas manifestaciones musicales de épocas más recientes. Porque sólo a la luz de toda la experiencia musical, los clásicos cobran más significación. El sueño de todos los músicos que aman su arte es envolver a los oyentes bien dotados de todas las latitudes en una activa fuerza dentro de la comunidad

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musical. La actitud de cada oyente, en particular los bien dotados, constituye el recurso principal queposeemos para convertir en realidad las inmensas posibilidades musicales de nuestro tiempo.

CAPÍTULO 11

La imagen sonora

Una de las principales preocupaciones en la realización musical, sea como creador o como intérprete, es la de cómo sonará una obra. Dentro de cualquier plano, ya se trate de una música abstrusa y absoluta o destinada a la más simple diversión, tiene que "sonar". El peor reproche que se le puede hacer a un compositor es decirle que ha escrito "música de papel". Por otra parte, una de las mejores maneras de reconocer el talento en el compositor joven es advertir la eficacia natural, como sonido, de la más casual combinación de colores tonales. Es un signo seguro de musicalidad innata. La forma en que suena la música o la imagen sonora, como yo la llamo, no es más que un concepto auditivo que flota en la mente del ejecutante o del compositor; un pensamiento anticipado de los sonidos que producirá. Permítaseme narrar un pequeño incidente que ilustra la importancia del "sonido" desde el punto de mira del músico. Hace unos años, yo estaba en los estudios de la National Broadcasting Company, en Radio City, por razones de trabajo. Al salir, pasé frente al estudio 8 H y, al oír una música lejana, comprendí que

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se estaba realizando un ensayo de la orquesta sinfónica de esa emisora. Al atisbar a través del vidrio de la puerta, pude reconocer a un famoso director y a un reputado solista, en medio del ensayo de un concierto. Me ganó la curiosidad, y decidí detenerme un momento para ver cómo marchaban las cosas. Con la exagerada precaución de un huésped no invitado me deslicé silenciosamente en una silla de los músicos, en la parte de atrás de la sala. Según me parecía, estaba solo; nadie me había visto entrar, lo cual fue una suerte, toda vez que, de otro modo, se me podría haber echado sin la menor ceremonia. El solista, el director y la orquesta estaban ajenos a mi presencia, por completo absorbidos por el trabajo que tenían entre manos. N o estuve allí más de cinco minutos, antes de que el momento familiar se hiciera presente; me refiero almomento, en cualquier concierto, en que el solista llega a un punto culminante y se detiene, mientras la orquesta que lo secunda avanza violentamente en una pasión siempre creciente. En ese instante, el solista, sin avisar, saltó del estrado y se encaminó directamente hacia el centro de la sala, en dirección a donde yo me encontraba. Pensé inmediatamente: "No querrá que esté aquí, espiando su ensayo". Pero, antes de que pudiera moverme, estuvo frente a mí. Transpirando y sin aliento, me gritó claramente: -Aaron, ¿cómo suena esto? Pero, antes de que pudiera pronunciar una palabra en respuesta, se marchó para llegar al escenario a tiempo para su próxima entrada.

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Sí; la imagen sonora constituye una preocupación constante en todos los músicos . Para nosotros, esa frase significa belleza y "redondez" del sonido; su calidez, su profundidad, su "contorno", su equilibrado empaste con los otros sonidos y sus propiedades acústicas en cualquier ambiente determinado. La creación de una satisfactoria imagen auditiva no es simplemente cuestión de talento musical o de habilidad técnica; en este sentido, la imaginación desempeña un papel importante. No puede producirse una sonoridad o un grupo de sonoridades hermosas sin antes "escuchar" el sonido imaginado en el oído interno . Una vez oída en realidad esta sonoridad imaginada, se graba de manera inolvidable en la mente. Hasta hoy puedo recordar, con extremada fidelidad, la mañana del año 1925, cuando escuché por vez primera una obra orquestada por mí. Por alguna razón acudí tarde al ensayo, de manera que cuando llegué a la sala la ejecución de mi música había comenzado. Me excitó tanto que temí estar realmente por desfallecer. Más de una vez he hablado con el director, después de la primera lectura de un nuevo trabajo orquestal mío, para discutir cambios en el equilibrio o en la interpretación. A menudo, estos cambios se relacionan con pequeños detalles que dependen de un recuerdo preciso de lo que se oyó en el ensayo, en un instante transitorio. Ni el director ni yo mismo, ni ningún otro compositor, en realidad, encontrará raro este hecho. El efecto del sonido puro en la psiquis del músico es una idea tan

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familiar que nos inclinamos a dar por sentado la fuerza que él representa. La memoria auditiva de la mayor parte de la gente es notablemente vigorosa; los sonidos escuchados permanecen en la mente durante dilatados lapsos y con una agudeza igualmente notable. Desde comienzos de la década del2o conservo todavía una impresión de sonoridades fantásticas, después de haber tenido el primer contacto con Pierrot Lunaire, de Schonberg, o, poco después, las pasmosas concepciones percusivas de Edgar Varese, especialmente en una página titulada Arcanes, escuchada una sola vez. De esa misma época guardo también el recuerdo del sonido misterioso producido por un conjunto de cuerdas en una habitación de hotel contigua a la mía, en Salzburgo, sonido que luego identifiqué como el Cuarteto en cuartos de tono de Alois Hába. Para mí, lo importante no eran los cuartos de tono, sino la imagen sonora que me quedó grabada. También puedo recordar el sonido particularmente agrio de una banda de pueblo mexicano, que tocaba en una plaza pública de Tlaxcala los domingos por la mañana. ¿Se creerá que ejecutaba de manera desafinada? Quizá; pero, no obstante, creaban una imagen sonora auténticamente propia. Y lo mismo logró un coro de voces infantiles y de hombres que escuché en una catedral de Londres. Poseían una calidad sonora hueca, casi cadavérica, no bella, quizá, mas sin duda memorable. Pero el sonido más inolvidable de todos lo lograron una orquesta y una banda mezcladas, integradas por un millar de instrumentistas de escuelas se-

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cundarias, que ejecutaban en una sala donde se realizaba una asamblea, en Atlantic City, y en cuya versión todos buscaban simultáneamente de dar ella. Resulta imposible intentar una descripción de ese sonido. Los muros de Jericó deben de haber oído semejante aterrador ruido musical. N o quiero sugerir que los sonidos en sí mismos, tomados aparte del contexto, sean de alguna utilidad para el compositor. Las sonoridades interesantes, como tales, apenas son algo más que una capa de azúcar en el pastel musical. Pero una imagen sonora, elegida deliberadamente, y que se extienda a lo largo de toda una obra, se convierte en parte íntegra de su sentido expresivo. Uno piensa en seguida en las dos versiones distintas que nos dice Stravinsky que escribió del ballet Les N oces, decidiéndose por una tercera y última solución: la extraña combinación de cuatro pianos y trece ejecutantes de instrumentos de percusión. Los timbres refinados de las pequeñas piezas para cuarteto de cuerdas de Anton Webern carecen de sentido al ser trascritas para cualquier otro instrumento. En contraste con esto se hallan los efectos originales que se obtienen merced a los medios más ordinarios; por ejemplo, la yuxtaposición de un recio y vigoroso cuerpo de cuerdas sobre un suave y ondulante par de arpas en la Spring Symphony, de Britten, la cual, una vez oída, no puede imaginarse en ninguna otra combinación instrumental. La habilidad para imaginar los sonidos antes de oírlos constituye un factor que separa claramente al mú-

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sico profesional del lego. En este sentido, los mismos profesionales están dotados de manera desproporcionada. Más de un compositor celebrado ha luchado duramente para lograr una orquestación adecuada de sus obras. Por otra parte, ciertos ejecutantes parecen particularmente bien dotados para arrancar a sus instrumemos sonoridades deliciosas. La capacidad del lego para imaginar sonidos no escuchados parece, en todo sentido, bastante pobre. Desde luego que esto no se aplica al plano más elemental de la captación de los sonidos, en el cual no hay dificultad. Las pruebas de laboratorio han demostrado que las diferencias en el color tonal son las primeras que resultan aparentes para el oído no adiestrado. Cualquier niño es capaz de distinguir el sonido de la voz humana del de un violín. Para cualquiera es, asimismo, aparente el contraste que existe entre la voz humana y su eco; pero demuestra un buen grado de refinamiento musical el hecho de poder distinguir el sonido de un oboe del propio de un corno inglés, y un notable nivel de capacidad musical, imaginar el sonido de un grupo de "maderas". Si el lector ha tenido alguna vez la oportunidad, como se me ha presentado a mí, de ejecutar una partitura orquestal en el piano para un grupo de aficionados, habrá comprendido sin tardanza qué poco sentido poseen de cómo sonaría esta música en una orquesta. Resulta sorprendente comprobar cuán poca investigación ha sido dedicada a esta esfera de la música. N o existen textos destinados exclusivamente a analizar el sonido de la música; la historia de su pasado en com-

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paración con su presente; su futuro, su potencialidad. Aun los llamados textos de orquestación, escritos ostensiblemente para describir la ciencia de combinar los instrumentos de la orquesta, se alejan de su tema, concentrándose, en cambio, en la instrumentación, es decir, en el examen de las posibilidades técnicas y sonoras de cada uno de los instrumentos. La imagen sonora parece ser una especie de espejismo auditivo que no resulta fácil de inmovilizar y analizar. El caso del sonido individual es bastante diferente, puesto que es más comparable al de los colores primarios en pintura. El espectro completo de la paleta sonora del músico parece conducir mucho menos bien a la discusión y a la consideración que la del pintor. Existen muy diversas e interesantes cuestiones concernientes al papel del color tonal o imagen sonora en el pensamiento musical. Mi aseveración de que la imagen sonora y el significado expresivo están interrelacionados en la mente del compositor es más exacta hoy de lo que lo fue en el pasado, si es que he leído correctamente mis libros de historia de la música. En el siglo XVIII, la música estaba destinada a ser ejecutada; esto era de primera importancia. A menudo parecía que los instrumentos que se utilizarían para ello habían sido dictados por los requerimientos de una oportunidad determinada. Los "arreglos" de Bach de las obras de otros compositores y las alteraciones introducidas por Mozart en una partitura de Haendel encuentran paralelo, durante el siglo siguiente, en las versiones pianísticas de Liszt de los líe-

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der de Schubert. En la actualidad, tendemos a mirar las trascripciones en forma suspicaz, pues consideramos que la idea expresiva del compositor se refleja en forma precisa mediante su investidura sonora. Y vamos aún más allá: suponemos que la elección del medio sonoro mismo influirá, casi con certeza, en la naturaleza del pensamiento del compositor, tal como lo demuestran algunos de los ejemplos ya mencionados. El pensamiento y el sonido pueden obrar recíprocamente uno sobre el otro, sólo en la medida en que el compositor o el ejecutante manifieste sensibilidad en cuanto al medio de expresión adoptado. La notable atracción de ciertos compositores por determinados medios sonoros ha sido señalada con frecuencia; pero no se ha subrayado la limitación que a veces acompaña a esta atracción. El ejemplo más famoso es, por supuesto, la extraordinaria habilidad de Chopin para escribir para el piano. Supóngase que este músico hubiera nacido en una época anterior a la invención del piano: ¿qué habría sido de su talento de compositor? Francamente, lo ignoro. Pero sé que sus amigos trataron una y otra vez, sin éxito, de persuadido de ampliar su esfera sonora. Su respuesta, talcomo aparece en una carta, fue la siguiente: "Conozco mis limitaciones y sé que cometería una tontería si tratase de trepar muy alto sin poseer la habilidad de hacerlo. Mis amigos me perturban urgiéndome para que componga sinfonías y óperas, y quieren que sea todo en uno: un Rossini polaco, un Mozart y un Beethoven. Pero me río en voz baja y pienso que debe co-

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menzarse con cosas pequeñas. Soy sólo un pianista y si algo valgo, esto también es bueno ... Creo que es mejor hacer poco, pero en la mejor forma posible, más bien que tratar de realizar de todo, pobremente". Pensamos también en el joven Scarlatti como un caso análogo, por su genio como ejecutante de clave, y la historia nos muestra muchos otros ejemplos de la simpatía de ciertos compositores por determinado medio expresivo: Hugo Wolff por la voz solista, Ravel por el arpa y Brahms por el pequeño conjunto de cámara.¿Y qué decir de los maestros de la orquesta del siglo XIX , Berlioz, Wagnery Richard Strauss? ¿Es acaso una mera casualidad el hecho de que no tengan obras pianísticas? ¿O que Debussy haya compuesto sólo rara vez para coro a cappella y Fauré para orquesta? Teniendo en cuenta estos pocos ejemplos parecería que el propósito expresivo se halla estrechamente vinculado con los específicos medios sonoros, bien diferentes en el caso de distintos compositores. Por supuesto que, hasta un grado considerable, las imágenes sonoras se nos imponen desde fuera. Nacemos con ciertos sonidos heredados y tendemos a aceptarlos sin discusión. Otros pueblos, sin embargo, tienen un interés absorbente en otras clases completamente distintas de materiales sonoros. El Oriente, por ejemplo, nos deja muy atrás en cuanto a sensibilidad hacia las variedades sutiles de los sonidos percusivos. El doctor Curt Sachs, escribiendo acerca de la música oriental, menciona la "aturdidora masa de implementos de madera, bambú, piedra, vidrio, porce-

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lana y metal, para batir, sacudir, frotar o percutir". En este sentido, nuestra pobreza imaginativa en materia de percusión nos avergüenza en comparación con la riqueza, la diversidad y la delicadeza de la mente oriental. Uno se pregunta qué puede enseñarle a un músico balinés, acostumbrado a las sonoridades estrepitosamente variadas de un gamelan.* Por otro lado, la compleja textura armónica posible de obtener en nuestros instrumentos de teclado constituye un libro cerrado para los músicos de Oriente. El doctor Sachs nos cuenta que si a un árabe se le brinda un piano toca en "octavas vacías", y que los hindúes, ejecutan "el armonio en notas solas y sostenidas". Por consiguiente, resulta claro que tanto los músicos de Oriente como los de Occidente se hallan circunscritos por nacimiento a una gama relativamente limitada de materiales sonoros heredados. Quizá sea esto bueno, pues, de otro modo, estaríamos abrumados por la excesiva atracción de las posibilidades tímbricas. La historia de la música occidental se caracteriza, además, por la identificación de los medios sonoros específicos con ciertos períodos, con la práctica exclusiva de los otros medios sonoros posibles, y, a causa de este interés exclusivo, los recursos elegidos pudieron desarrollarse en for-

* Especie de xilófono típico de la isla de Bali. También se emplea el término gamelan para designar conjuntos integrados por éste y otros instrumentos de percusión . (N. del T.)

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matan amplia. El cultivo de la música para voces, en especial la música coral, hasta cerca del año 1600, constituye un ejemplo importante. Virgil Thomson me dijo una vez con tristeza que opinaba que los compositores de esa época fueron tan enormemente partidarios de explotar las posibilidades de la voz humana, en combinaciones corales, que, prácticamente, nada nos dejaron por hacer en ese terreno, en lo que concierne a efectos excepcionales. El agotamiento de cualquier medio impulsa al compositor en otras direcciones; ésta, sin duda, fue, en parte, la razón del desarrollo del interés en la escritura puramente instrumental, durante el período que siguió a la época coral. Con la unión de las grandes masas corales con la orquesta, como en los oratorios de Haendel, se produjo un posterior enriquecimiento en el campo de las combinaciones sonoras. El siglo XIX, menos fascinado por los medios corales, se concentró en los nuevos sonidos de la orquesta sinfónica, rápidamente desarrollada y autosuficiente. Todavía estamos empeñados en esta tarea; pero, además, nuestra época ha demostrado preocupación por sonoridades que no dependen de las cuerdas como principal componente. Característico de nuestro tiempo es el nuevo énfasis que se advierte en las sonoridades de los instrumentos de madera y de bronce, con sus derivaciones más secas y menos sentimentales. Menciono este hecho, al pasar, como un ejemplo de la elección puesta en práctica con respecto a oportunos materiales sonoros.

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Hasta ahora he tratado de sugerir la preocupación del músico por la imagen sonora; la interminable variedad de combinaciones posibles; la situación cambiante con respecto a los medios sonoros, y el empleo limitado que han hecho los compositores de las diferentes posibilidades sonoras, sea por falta de imaginación o por efecto de las concepciones del sonido heredadas. Veamos ahora más de cerca los medios sonoros a disposición del compositor, en función exclusiva del instrumento. Aquí, de nuevo, el músico está lejos de ser un agente libre; está rodeado de limitaciones; limitaciones en la fabricación de la máquina de ejecución (porque un instrumento no es más que esto), y limitaciones en la eficacia técnica del ejecutante que emplea la máquina. A veces, en momentos de impaciencia, como los deben de tener todos los creadores, he imaginado la desaparición, de la noche a la mañana, de todos los instrumentos conocidos, y la creación de nuevos inventos electrónicos que pongan punto final a la coacción dentro de la cual trabajamos, proporcionándosenos instrumentos que no presenten problemas en cuanto a la altura del sonido, a la duración o a la rapidez. Tales como están las cosas, siempre debemos tener presente que cada instrumento de cuerdas, de madera y de bronce sólo puede tocar en agudo o en grave, rápida o lentamente, fuerte o suavemente; sin olvidar la famosa cuestión del "control de la respiración" en los instrumentos de viento, que desafiamos a riesgo de nosotros mismos.

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No es de extrañar que se haya dicho que Beethoven, cuando oyó que su amigo violinista, Schuppanzigh, se quejaba de la imposibilidad de ejecución de su parte, expresó: "¡Se pone a pensar en su miserable violín, cuando el espíritu habla en mí!" Sí; los compositores luchan con sus instrumentos y, con no poca frecuencia, con sus instrumentistas. Sin embargo, a pesar de las restricciones impuestas por la necesidad, no consideran esto por completo una dificultad. En realidad, en determinadas circunstancias, la disciplina impuesta por las limitaciones de un instrumento o un ejecutante actúan como acicate para la imaginación del compositor. Una vez, durante una visita a Bahía (Brasil), se me ocurrió que no tendría yo ningún inconveniente en componer para uno de los instrumentos nativos brasileños, llamado berimbau, el cual no posee más que una cuerda, sobre la que el ejecutante sólo produce dos notas, separadas por un tono entero. No se ejecuta con arco, sino que se percute con una varilla de madera. El artificio que le da su atracción es una concha de madera,· abierta en un extremo, colocada contra la cuerda, y la cual refleja el sonido a manera de caja de resonancia. Al mismo tiempo, la mano que empuña la varilla produce una sonoridad como de matraca. Cuando tocan juntos diversos ejecutantes de berimbau logran

* La caja de resonancia del berimbau consiste, en realidad, en una calabaza. (N. del T.)

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un retintín dulcemente discordante que me absorbió por completo. Experimenté la certeza de que si tuviera que hacerlo podría componer algo para berimbau que atraería la atención del oyente, a pesar de la muy limitada esfera sonora que permite. Esta confianza en el manejo de instrumentos y la natural adaptación a las limitaciones de cualesquiera de ellos constituyen las armas del compositor. La principal preocupación del compositor estriba en sondear la naturaleza expresiva de cualquier instrumento determinado y escribir teniéndola en cuenta. Pues hay música que pertenece a la flauta, y sólo a la flauta . A ella vinculamos cierto lirismo objetivo, una especie de fluidez etérea. Los creadores dotados de imaginación han ampliado nuestras concepciones de lo que es posible realizar con determinado instrumento , pero, aun el compositor mejor dotado , no puede ir más allá de cierto punto, fijado por la propia naturaleza del instrumento. Piénsese en lo que Liszt hizo en materia pi anís tica. Antes de él, ningún compositor, ni siquiera Chopin, comprendió mejor cómo hay que manipular el teclado del piano, de manera de hacerle producir las contexturas sonoras más atrayentes, desde la relativa simplicidad de una figura de acompañamiento hermosamente espaciada, hasta el débil resplandor de una delicada cascada de acordes. Podría argüirse que este énfasis en la atracción sonora de la música debilita sus cualidades espirituales y éticas; pero, aun así, no se puede negar, en este sentido , el papel de pione-

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ro de Liszt; porque, sin sus obras sensualmente plasmadas, no habríamos tenido la hermosura de las contexturas musicales de Debussy o Ravel y, sin duda, los lánguidos poemas pianísticos de Alexandre Seriahin. Liszt, con toda simpleza, transformó el piano, descubriendo no sólo sus propias cualidades inherentes, sino también su naturaleza evocativa. El piano como orquesta, el piano como arpa, el piano como cémbalo, el piano como órgano, como conjunto de bronces y aun el origen del piano percusivo, tal como hoy lo conocemos, pueden rastrearse hasta el incomparable manejo de Liszt de este instrumento. Sus obras nacieron en el piano, por así decirlo; nunca habrían podido ser escritas sobre la mesa del escritorio. Durante años, las combinaciones de unos pocos instrumentos en los conjuntos de música de cámara tendieron hacia agrupaciones convencionales. Los grupos más usuales combinan instrumentos de la misma familia; así, pues, tenemos tríos, cuartetos, quintetos, sextetos de cuerdas, etcétera, y grupos de maderas de clase análoga. El piano, a causa de su sonido muy diferente, al ser agregado a alguno de estos grupos, siempre ha constituido un problema, aunque no insuperable, cuando se lo maneja cuidadosamente y, debe añadirse, se lo toca con habilidad. Nuestra época ha tratado de romper la monotonía de los grupos usuales, combinando instrumentos en forma nueva. Puedo citar al azar ejemplos de combinaciones imaginarias como viola, saxófono y arpa; o dos violines, flauta y vibráfono; u otras reales de Bar-

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tók, como la música para dos pianos y dos percusionistas o los Contrasts para violín, clarinete y piano. La literatura musical nos proporcionaría muchos otros ejemplos. Quizá la primitiva orquesta de jazz ha desempeñado cierto papel en este estímulo del interés en conjuntos extraños. De cualquier manera, a la llegada del jazz a Europa, alrededor de 1918, siguió una ola de interés en la orquesta y la ópera de cámara, colocándose el énfasis en nuevos experimentos sonoros. Histoire du Soldat, de Stravinsky, fue una de esas obras, así como La Création du Monde, de Milhaud. El Concierto para clave, de Manuel de Falla, data del mismo período, y, en su modesto contraste de dos cuerdas y tres maderas contra la sonoridad del exhumado clave, obtuvo un fruto de la nueva vitalidad sonora y un paisaje nuevo. En general, se acepta que la cima del poder imaginativo, en materia sonora, en nuestro tiempo, la constituye la habilidad de componer obras para la concordancia de múltiples voces de la orquesta sinfónica: la "gran" orquesta, como se la llamaba. Existe una curiosidad natural en el lego, en el sentido de saber cuán precisa es la imaginación orquestal de un compositor. Con frecuencia se me formula esta pregunta : " ¿Puede usted decirme de antemano cómo sonará exactamente su orquestación?" La respuesta es que esto depende, en parte, de lo aventurado que se sea. Si el compositor se conforma con un tipo de orquestación limitado a efectos ya probados, entonces, sin duda, pueden pronosticarse con bastante precisión.

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Lo que a veces torna inciertos los resultados de una orquestación es el supuesto riesgo de una rara combinación instrumental. Pero me parece que un orquestador realmente brillante puede confiar en los resultados. La historia musical cuenta muchos casos de compositores que hicieron retoques en sus partituras después de haber comprobado cómo sonaban, con el propósito de acercarse más al efecto imaginado. Y estos ejemplos se refieren aun a compositores que sabemos son maestros de la orquesta. Arnold Schonberg expresó que Richard Strauss le señaló varios casos en los que tuvo que introducir cambios, y le comentó: "Sé que Gustav Mahler tenía que alterar muchísimo sus orquestaciones en bien de la claridad". Una de las principales razones de esta incertidumbre en la mezcla de sonidos surge del hecho de que a cada sonido individual que escuchamos lo acompaña una serie de sonidos parciales o armónicos. Estos sonidos parciales, que muchos de nosotros no escuchamos, afectan realmente a la forma en que se combinan los sonidos en general. Este hecho también torna precaria la tarea del ingeniero de acústica, porque, a pesar de la cuidadosa medida de decibeles *y frecuencias, todavía no hay garantía de que pueda proyectarse la sala de conciertos perfecta. La mezcla de vibra-

* Décima parte de un be!, unidad para medir la potencia del sonido. (N. del T.)

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ciones sonoras es, por definición, una empresa azarosa. Para el compositor existen riesgos adicionales en la variedad del sonido producido por distintos ejecutantes, en la dimensión y las condiciones acústicas de la sala de conciertos y en el talento del director que se supone ejerce la supervisión del relativo equilibrio dinámico del cuerpo instrumental. Sin embargo, y a pesar de estas dificultades, es perfectamente posible describir los requerimientos fundamentales de un buen orquestador. En primer término, es axiomático el hecho de que nadie puede orquestar en forma satisfactoria una música que no haya sido concebida en términos orquestales. Por su propia naturaleza, la música debe pertenecer a la orquesta, por así decirlo, aun antes de que pueda manifestarse con exactitud con qué clase de ropajes orquestales aparecerá. Suponiendo que se tenga una música orquestable, ¿qué factores gobiernan la elección de los instrumentos? Ningún otro, aparte de los propósitos expresivos del compositor. Y, ¿cómo se comunican los propósitos expresivos a través delcolor orquestal? Mediante la elección de los timbres o combinación de timbres que poseen mayor vinculación emocional con la idea expresiva del compositor. La orquesta moderna tiene a su disposición un enorme caudal de combinaciones en el campo delcolor, y este embarras de richesses es el que da por resultado la ruina del típico orquestador comercial de la radiofonía o las películas cinematográficas. Porque, donde no hay un verdadero propósito expresivo,

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cualquier cosa se admite; en realidad, todo se admite, y en una misma obra. Las llamadas orquestaciones de Hollywood constituyen un compuesto de todos los trucos que hay en la valija del orquestador. Stephen Spender señala una situación similar con respecto a los poetas "que permiten que su imaginación los conduzca al jardín agradable de las frases poéticas", en contraste con "los que emplean el lenguaje como un instrumento para construir en palabras una réplica de su experiencia". La situación es similar en el terreno de la música; los compositores no deben permitir que su imaginación los lleve a un jardín agradable de efectos orquestales; porque la idea expresiva es la que dicta al autor la naturaleza del sonido orquestal y le brinda una disciplina contra las tentaciones de nouveau riche de la orquesta moderna. Pero aun cuando el propósito expresivo del compositor está claramente ante sí, parecen existir dos enfoques distintos del problema de la orquestación; uno estriba en "pensar, en función del color", en el instante preciso de la composición; el otro, en" elegir el color" después de tener a mano un esquema de la obra. Muchos compositores que conozco han hecho una virtud del primer sistema; es decir, afirman pensar en función del color. Por supuesto que esto implica una proeza. Si en el momento en que el compositor concibe una melodía sabe al mismo tiempo cuál será su ropaje orquestal, ha realizado dos operaciones simultáneamente. Algunos compositores me han dicho que no preparan esquema alguno; componen la par-

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titura directamente, pensando en el timbre y las notas al mismo tiempo. Sin embargo, me parece que hay definidas ventajas en la separación de estas dos funciones. El método de elegir los colores sólo en el momento en que se comienza deliberadamente a orquestar, hace posible proyectar toda una partitura en función de su efecto de conjunto. Pues neutraliza la tendencia a orquestar página por página, que, es indudable, conduce a resultados mediocres, toda vez que las decisiones tomadas en cualquier página individual sólo son válidas en relación con la que la precede y la sigue. Puesto que el equilibrio y el contraste del efecto instrumental constituyen los factores primordiales de una buena orquestación, se deduce que cualquier decisión en cuanto al timbre, tomada apresuradamente, es, en sí misma, una limitación, ya que impide la libertad de acción en otras páginas. Parecería que esta mayor libertad de elección sólo es posible si el compositor se abstiene de pensar en el color hasta que llega el momento de aplicarse exclusivamente a esta faena. Esto no es siempre posible, pues hay instantes en que una frase o un pasaje sugiere su forma orquestal de manera tan imperiosa como para no poder ignorarla. Estos momentos, cuando se imponen realmente, obran como catalizador en el plan general de la orquestación. Pero, en general, pertenezco a la categoría de instrumentador cuyo marco y detalles orquestales se proyectan cuidadosamente, de manera de llevar a cabo con mayor fidelidad el fin expresivo implícito en el plan general de la obra. Si subrayo es-

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to excesivamente es para contrarrestar lo que en general se supone un procedimiento normal en matería de orquestación. Hasta aquí he estudiado los principios generales de la técnica de orquestación. Me agradaría examinar ahora los ideales orquestales, tales como los hallamos manifestados en las obras de diferentes compositores de diversos períodos de la historia de la música. La historia de la orquesta, tal como pensamos en ella (aparte de su primitiva vinculación con la ópera), comenzó relativamente tarde, sin duda después de 1750, cuando los compositores empezaron a señalar sus partituras para indicar con precisión qué instrumentos debían ejecutar determinadas notas. Hasta que esto ocurrió, los sonidos eran más o menos improvisados de acuerdo con el instrumentista de que se dispusiera, lo cual, naturalmente, variaba muchísimo en diferentes épocas y lugares. A causa de que el compositor estaba con tanta frecuencia vinculado a la ejecución de su obra como instrumentista, podemos llegar a la conclusión de que los sonidos orquestales que se producían reflejaban sus deseos; pero, puesto que éstos no se hallaban indicados en la partitura impresa, sólo quedamos con una vaga noción de las sonorídades logradas. Hacía fines del siglo XVIII se establecieron las bases para lo que iba a convertirse luego en nuestras modernas orquestas. La constitución de la orquesta en esa época consistía en el cuerpo de cuerdas con una yuxtaposición de unos pocos instrumentos de madera y de bronce. Estos últimos, en particu-

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lar, se veían coartados, en cuanto al papel que desempeñaban, por las deficiencias de su manufactura y las limitaciones técnicas de los ejecutantes. Por lo tanto, no existían grandes problemas de efectos orquestales. Cada instrumento se empleaba por su propio sonido, de manera que un oboe sonaba como un oboe y un fagot como un fagot. U na aplicación más imaginativa de los mismos principios puede observarse en las partituras de Haydn y Mozart. Aquí se obtuvo una deliciosa claridad en la textura, mostrando, en sus más agradables registros, las características naturales de cada instrumento. Era la época de la inocencia en la orquestación. Con Beethoven se enfrentaron, por vez primera, algunos de los problemas de la orquestación moderna. A su disposición tenía este compositor un cuerpo mayor y más complejo de instrumentos, y producía un sonido más rugoso y franco, un sonido quizá sin mucha fineza o sutileza en su efecto, desde nuestro ventajoso punto de vista, pero que de alguna manera viste a la música de sus sinfonías y oberturas. Sin embargo, el gran sinfonista dejó bastante por hacer en este terreno. Se está generalmente de acuerdo en que fue el genio orquestal de Hector Berlioz el responsable de la invención de la orquesta moderna, tal como la concebimos hoy. Hasta su aparición, los compositores empleaban los instrumentos para hacerlos sonar de acuerdo con sus propias sonoridades. La mezcla de colores para producir un resultado nuevo fue obra de

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Berlioz, quien sacó partido de la ambigüedad del timbre que cada instrumento tiene en varios grados, y en esta forma introdujo el elemento de magia orquestal, tal como el compositor contemporáneo lo entiende. La brillantez de su orquestación procede, en parte, de su habilidad para mezclar los instrumentos, no sólo para mantenerlos fuera del camino de los otros. Su diestra escritura para instrumentos tratados individualmente revela las insospechadas características de sus diferentes registros. Los registros particulares elegidos para cada grupo de instrumentos acrecientan el brillo y el destello de la textura combinada. Agréguese a esto su increíble atrevimiento para obligar a los instrumentistas a tocar mejor de lo que juzgaban poder hacerlo. No cabe duda de que pagó el tributo de oír su música vertida en forma inadecuada; pero imagínense la emoción de escuchar con su oído interior sonoridades que anteriormente no habían sido producidas por compositor alguno. El cálculo sutil de sus partituras magistrales es lo que me convence de que Berlioz fue más, mucho más que el romántico de ojos chispeantes que aparece en las historias de la música. Fácil resultaría señalar ejemplos específicos de las atrevidas orquestaciones de Berlioz. El empleo de contrabajos en pizzicati de cuatro partes, al comienzo de la "Marcha hacia el patíbulo", de la Sinfonía fantástica; la escritura para cuatro timbales, también en armonía, al final del movimiento que precede a la Marcha; el empleo del corno inglés y el clarinete, para representar, respectivamente, los sentimientos

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pastoriles y diabólicos; la textura sutil de la Reina Mab, con sus arpas debussyanas y platillos antiguos; la delicada mezcla de flautas bajas con sonoridades de cuerda, en el comienzo de la escena de amor de Romeo; éstos y otros ejemplos numerosos demuestran que Berlioz llevó a la música un misterioso instinto para la magia orquestal. Las lecciones que nos enseñó Berlioz fueron incorporadas a las posteriores partituras de Wagner y Strauss. La orquestación del primero era siempre eficaz y a veces sorprendentemente original; pero, sin embargo, una pesada salsa alemana parece haber cubierto lo que antes fue una base francesa. Los colores primarios utilizados por los orquestadores anteriores y posteriores están relativamente poco en e videncia y, en cambio, una constante superposición de un instrumento con otro produce una total y neutral fecundidad de sonido, que pierde toda diferenciación y distinción. Strauss, que compiló el bien conocido tratado de Berlioz sobre instrumentación, continuó la tradición orquestal wagneriana, agregándole una particular brillantez propia. La orquestación de sus poemas sinfónicos, compuestos alrededor de comienzos de siglo, dejó sin aliento a nuestros mayores. En cierto modo, continúan siendo sorprendentes, es decir, si se los examina en la partitura y se aprecia la ingeniosidad mental y el conocimiento musical que representan. Pero, como sonido puro, han perdido mucho de la fuerza dominante que antes tuvieron, pues parecen demasiado elaborados e innecesariamente

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enmarañados de cientos de ingeniosos detalles que no se escuchan como tales en las ejecuciones, y producen, al final de cuentas, una sonoridad orquestal no muy diferente de un wagnerianismo inflado. Sin embargo, debemos apartar las mejores páginas orquestales de Strauss, tales como las que contiene Salomé o Electra, que son proféticas de lo que luego vendría. La escuela de compositores rusos -especialmente Chaikovski y Rimsky-Korsakov- fue directamente influida por las partituras de Berlioz. Rimsky escribió un tratado de orquestación que constituyó la "Biblia" de nuestros días de estudiante. Aunque los consejos que proporcionaba eran bastante sólidos, resultaron ser sólo de limitada aplicación, porque daban por sentado que los elementos de armonía, melodía y ornamentación debían retener la misma posición de importancia relativa que tienen en las obras de Rimsky-Korsakov. Pero nuestras partituras están, probablemente, concebidas en forma más contrapuntística que las de este compositor; por lo tanto, sus buenos consejos -que, en primer término, son bastante esquemáticos- resultan cada vez menos útiles. Además, durante la primera parte del siglo xx, en Francia se introdujo una concepción totalmente nueva de delicadeza y magia en el color orquestal. Las partituras de Debussy y Ravel no sólo parecen diferentes en el papel pautado, sino que, en la orquesta, suenan diferentes. ¡Qué lástima que Ravel no haya escrito un tratado de orquestación! Su primer precep-

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to habría sido éste: no se permite la duplicidad instrumental, salvo en los plenos tutti orquestales. En otras palabras: descúbrase de nuevo la pureza del matiz individual. Y, cuando se mezclen los colores puros, asegúrese de hacerlo con exactitud, pues sólo en esta forma puede obtenerse lo mejor de los timbres delicados o deslumbrantes. Un conocimiento instintivo de la potencialidad de cada instrumento, además de un equilibrado cálculo de su efecto combinado, ayuda a explicar, en parte, las delicias orquestales de las últimas partituras de Ravel. En comparación, Debussy es menos preciso en la terminación de sus orquestaciones, las cuales dependen de su sensibilidad personal para obtener su equilibrio sutil y, como consecuencia de ello, requieren un ajuste cuidadoso por parte de la orquesta y del director. Al impresionismo musical lo sucedió la llegada a París, en 1910, de un nuevo maestro de la orquesta: lgor Stravinsky. El pájaro de fuego demostró lo que podía hacer este compositor, bajo la influencia del esquema del color de Rimsky- Korsakov. Pero en los dos ballets que siguieron a éste, Stravinsky dio el gran paso; nos referimos a Petruschka, que no tenía rivales en cuanto a la brillantez y al alborozo del efecto orquestal, y a La consagración de la primavera, que permanece siendo, después de cuarenta años, la realización orquestal más sorprendente del siglo xx. N o debemos menospreciar la importancia de los nuevos ritmos y armonías politonales en la creación de este asombroso sonido orquestal. Pero, en su mayor par-

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te, depende de un grado de virtuosismo sin precedentes en el manejo de las fuerzas orquestales. La lucha de las excitadas cuerdas y las maderas penetrantes, contra el cortante filo de los bronces, todos subrayados por un golpeteo explosivo de la percusión, tipifica a La consagración e inaugura una nueva era en las prácticas orquestales. Diez años después, el interés de Stravinsky sustentaba un ideal sonoro enteramente distinto. En lugar de la brillantez, las obras neoclásicas subrayan las sonoridades secas de los conjuntos de vientos, sin agregar las de las cuerdas: el gris y el castaño de un nuevo esquema de color. Luego, en los ballets Apolo y Orfeo, Stravinsky puso de relieve un renovado interés en las cuerdas y les proporcionó una textura propia; especialmente el sonido de las cuerdas de Orfeo brilla con un tinte rico y oscuro. Ningún otro compositor ha demostrado nunca mayor comprensión de la natural correlación de la imagen sonora con el contenido expresivo. En una somera revisión del panorama de la orquestación moderna no debe dejar de mencionarse la influencia del notable director-compositor Gustav Mahler. Los trouvailles orquestales de sus nueve sinfonías resultaron sumamente sugestivos para compositores como Schonberg y Alban Berg, así como para la posterior generación de Honegger, Shostakovich y Benjamín Britten. A pesar de la sustancia profundamente romántica de su música, Mahler compuso en líneas melódicas largas e independientes, no

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exentas de vinculación con las texturas contrapuntísticas barrocas de los compositores del siglo XVIII . Instrumentando para una orquesta que no necesitaba "llenar" las armonías del siglo XIX y evitando en todo lo posible el empleo de efectos orquestales pedales, Mahler logró una claridad instrumental que, en su época, no tuvo igual. Las claras líneas contrapuntísticas y la aguda yuxtaposición de una sección orquestal sobre otra -cuerdas sobre bronces, por ejemplo-, tal como hallamos en las partituras de Hindemith o Roy Harris, derivan de la influencia de Mahler. Schonberg insistía con frecuencia en lo mucho que debía a Mahler. El empleo de la orquesta como si fuera un gran conjunto de ejecutantes de música de cámara, dando la impresión de que se otorga a cada sonido del complejo armónico su color individual, derivaba de Mahler, pasando por Schonberg. Éstos no son sino algunos de los resultados que su maestría orquestal ha dado en los compositores de nuestro tiempo. El ideal de la imagen sonora del futuro -aun del futuro inmediato- parece sumamente hipotético. En una era supersónica, el material del sonido mismo es posible que se torne menos etéreo y efímero, más sólidamente tangible. Carlos Chávez contempló una colaboración de músicos e ingenieros que produciría, como él dijo, "un material apropiado y práctico para enormes ejecuciones musicales eléctricas". E imaginaba una perfecta gradación del color mediante una increíble variedad de timbres y una perspectiva del sonido aumentada merced a intensidades más

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sutiles. Infinitas son las posibilidades; es probable que algo radical esté en marcha. Los instrumentos de ondas sonoras de Theremin y Martenot, el órgano electrónico, la habilidad de escribir música directamente en películas, los experimentos con ruidos como ingredientes musicales en películas sonoras y en las partituras de compositores franceses de la nueva musique concrete: todas éstas y otras manifestaciones similares parecen apuntar hacia amplios horizontes de nuevas imágenes sonoras. Pero, lo mismo que en el pasado, es quizá reconfortante recordar que nosotros, los compositores, somos los que debemos dar significado a cualesquiera de las imágenes sonoras que los ingenieros puedan inventar.

CAPÍTULO 111

El espíritu creador y el espíritu interpretativo

En el arte de la música, la creación y la interpretación están indisolublemente unidas, mucho más que en ninguna de las otras artes, con la posible excepción de la danza. Estas dos actividades -la creación y la interpretación- exigen un espíritu imaginativo que se haga evidente por sí mismo. Ambas ponen en juego energías creadoras que a veces son semejantes y a veces distintas; uniéndolas sería posible iluminar la relación y la acción recíproca de la una sobre la otra. Como muchos artistas creadores, a veces he reflexionado sobre la naturaleza misteriosa de la creación. ¿Hay algo nuevo que expresar acerca del acto creador; algo realmente nuevo, quiero decir? Lo dudo bastante. La idea del hombre creador viene de tan lejos; tantas ideas convincentes se han escrito y dicho; tantas agudas observaciones, reflexiones poéticas y consideraciones filosóficas, que uno desespera de traer al asunto algo más que una visión personal de un terreno inmenso. Sin embargo, el compositor serio que piensa en su arte, tarde o temprano tendrá la ocasión de preguntarse por qué es tan importante para su propia psiquis

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que componga música. ¿Qué lo hace tan absolutamente necesario, a tal punto que toda otra actividad cotidiana es de menor significación? Y, ¿por qué el impulso creador nunca se satisface?¿ Por qué siempre se comienza de nuevo? Para la primera pregunta -la necesidad de crear-, la respuesta es siempre la misma: la autoexpresión; la necesidad fundamental de poner en evidencia nuestros sentimientos acerca de la vida. Pero, ¿por qué la obra no está nunca terminada? ¿Por qué debe comenzarse siempre de nuevo? La razón del apremio de renovar la creación me parece que es que cada nuevo trabajo trae consigo un elemento de autodescubrimiento. Debo crear para conocerme a mí mismo, y puesto que el autoconocimiento constituye una búsqueda interminable, cada nueva obra es sólo una respuesta parcial a la pregunta de "¿quién soy?" y trae consigo la necesidad de continuar hacia otras respuestas parciales y diferentes. Por eso, cada obra de un artista es sumamente importante, por lo menos para él. Pero, ¿por qué el artista supone que piensa, y por qué otros hombres lo alientan para que piense que la creación de otra obra de arte posee una importancia más allá de la personal? Porque cada nueva y significativa obra de arte constituye una única formulación de experiencia; una experiencia que se perdería por completo si no fuera captada y asentada por el artista. Ningún otro artista podría hacer nunca esa formulación particular de la misma manera. Y así como el creador individual se descubre a sí mismo a través de su creación, así

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también el mundo en general se conoce a sí mismo a través de sus artistas; descubre la verdadera naturaleza de su Ser mediante las creaciones de éstos. Jacques Maritain ha resumido estas ideas de la necesidad y el carácter singular de la obra de arte en estos términos: es condición del artista -dice- "captar oscuramente su propio ser, con el convencimiento de que no llegará a nada, salvo a ser creador, y que no será conceptuado, salvo en una obra hecha por sus propias manos". Así, pues, el creador se encuentra en una situación precaria, porque, primero, la naturaleza involuntaria de la creación torna incierto el momento de engendrar una obra de arte, y luego, una vez concebida, surge el temor de que la concepción pueda no ser llevada a la realización. Esto da un aspecto dramático a la situación del compositor. Por un lado, la necesidad de autoexpresión está siempre presente; pero, por otro, no puede, mediante un acto de lavoluntad, producir la obra de arte. Éste debe ser absolutamente espontáneo, o, si no espontáneo, fingido, inducido, gradualmente percibido, de manera que el trabajo cotidiano pueda significar fracaso o triunfo. N o es de extrañar que de muchos artistas creadores se haya dicho que tienen un carácter variable. Hasta aquí, la situación del intérprete musical no es muy diferente de la del creador. Es, simplemente, el intermediario que da vida a la obra del compositor; una especie de obstétrico de la composición. Participa de la misma dedicación de propósito, de idéntico sentido del descubrimiento personal a través de cada

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nueva ejecución, de la misma convicción de que algo único se pierde, posiblemente, cuando se pierde su propia comprensión de la obra de arte. Hasta participa de la involuntaria naturaleza de la creación, pues sabemos que no puede abrir a voluntad la fuente de su poder creador, para que cada ejecución sea de igual valor. Bien por el contrario, cada vez que sube al escenario le deseamos suerte, pues comparte algo de la incierta capacidad de concepción del creador. Vemos así, pues, que la interpretación, aunque con derecho se la pueda juzgar como un arte auxiliar, comparte realmente elementos de creación con el espíritu que da forma a la obra de arte. Pero consideremos ahora la manera esencial en que la creación y la interpretación son radicalmente distintas. El espíritu interpretativo puede ejercitarse en un objeto dado, mas no puede proporcionar el objeto. El acto de hacer algo de la nada es de especial competencia del espíritu creador. El compositor es una especie de mago; del fondo de su pensamiento extrae la idea generatriz o está en posesión de ella. Aunque digo "fondo de su pensamiento", en realidad la fuente de la idea germinal constituye la etapa de la creación que se resiste a una explicación racional. Todo lo que sabemos es que el momento de posesión es el de inspiración, o, para emplear la frase de Coleridge, el instante en que el creador se encuentra en "un estado de emoción más que usual". Cuándo llega, en qué forma llega o cuál es su duración nunca puede pronosticarse. La inspiración puede ser una forma de

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superconciencia o quizá de subconciencia, no podría determinarlo; pero estoy seguro de que es la antítesis de la conciencia. El momento de inspiración puede describirse a veces como una especie de estado m ental alucinado: la mitad de la personalidad siente y dicta, mientras la otra escucha y anota. La mitad que escucha, sería mejor que mirara para el otro lado; sería mejor que sólo estimulara la mitad de la atención, porque la mitad que dicta se disgusta fácilmente y se venga de una inspección muy de cerca, desapareciendo por completo. Esta descripción abarca, desde luego, una sola clase de inspiración. Otro tipo envuelve la personalidad en su conjunto o, más bien, la pierde de vista por completo en una espontánea expresión de liberación emocional. Con esto quiero significar que el impulso creador toma posesión en forma tal que borra, en mayor o menor grado, la conciencia de carácter familiar. Ambos tipos de inspiración -si podemos llamarlos tipos- son, por lo general, de breve duración y de efecto agotador. Son de la clase más rara, de la clase que uno aguarda todos los días. El estro menos divino que hace posible que compongamos música cotidianamente -para inducir a la inspiración, por así decirlo- es una especie de intuición creadora, en la cual la facultad crítica está mucho más en juego. Pero dentro de un momento me ocuparé de esto. Los trabajos extensos requieren intuición de esta clase, pues, por lo general, los más breves son resultado absoluto de la creación espontánea.

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La mera longitud en la música es de capital importancia en los problemas del compositor. N o es difícil componer una obra de tres minutos de duración; la solución usual en estos casos consiste en escribir una parte principal, otra de contraste y volver a la primera. Pero cualquier obra que dure más de tres minutos puede ocasionar dificultades. Al manejar una materia tan amorfa como la música, el compositor enfrenta este problema fundamental: cómo extender satisfactoriamente las ideas generatrices y cómo dar forma al todo, para que llegue a ser una obra acabada. Aquí también se requiere inspiración de determinada clase. N o pueden aplicarse las sugestiones de nin~n tratado, -gor la sim-gle razón de que las ideas generatrices son en sí mismas cosas vivas y exigen un tratamiento individual. A veces me he preguntado si este problema de la estructuración satisfactoria de la forma musical no se relaciona de alguna manera con el hecho extraño de que la historia de la música no menciona nombres de mujeres en la nómina de los grandes compositores. Ha habido grandes intérpretes musicales entre las mujeres; pero, hasta ahora -subrayo: hasta ahora-, ningún ejemplo de compositoras de primera fila. Se trata de un asunto ingrato, sin duda; pero dejando de lado las oscuras y diversas razones del hecho histórico, parece indicar que la concepción y la conformación de las ideas abstractas, en forma amplia, señala un claro límite entre el espíritu creador y el espíritu interpretativo. En todo lo que he dicho acerca del pensamiento

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creador está implícita la calidad vigorosamente imaginativa de la mentalidad del artista. Subrayo esto ahora porque, en estos últimos tiempos, ha habido una tendencia a colocar el acento más bien en el artista como artesano, hablándose demasiado de la técnica del compositor. Al artista-artesano del pasado se lo trae hasta nosotros como ejemplo digno de emular. Aquí debe de haber un posible motivo de confusión: entre todo lo que se dice acerca del enfoque del artista semejante al del artesano, debemos recordar siempre que la obra de arte no es un par de zapatos. Puede muy bien ser útil como un par de zapatos, pero tiene su fuente en una esfera de actividad mental totalmente distinta. Roger Sessions lo comprendió así al escribir recientemente: "La técnica del compositor es, en el nivel más bajo, su dominio del lenguaje musical... En un nivel algo más elevado ... se torna idéntica a su pensamiento musical y es problemática en función de la sustancia, más bien que de la mera ejecución. En este nivel, ya no es exacto hablar de artesanía. El compositor ya no es simplemente un artesano; se ha convertido en un pensador musical, en un creador de valores; de valores que son principalmente estéticos, por lo tanto, psicológicos, pero también, como consecuencia ineludible, en última instancia, de la más profunda importancia humana". Curioso resulta que esta preocupación por la artesanía haya afectado a un arte que no ha dado en gran escala satisfactorios cultores primitivos, en el sentí-

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do en que hay aceptados pintores primitivos. La música no presenta ningún Henri Rousseau, ni ningún Grandma Moses. La ingenuidad no es eficaz en la música. Escribir cualquier clase de obra practicable supone un mínimo de profesionalismo. Mussorgsky y Satie son los ejemplos más cercanos que tenemos en los últimos tiempos de compositores primitivos, y la simple mención de sus nombres hace que esta idea nos resulte bastante absurda. No; sospecho que el énfasis que se imprime a la cuestión del compositor como artesano, especialmente en las relaciones de maestro y alumno, proviene de la fundamental desconfianza de formular juicios estéticos personales. Existe el temor de equivocarse, además de la inseguridad de no poder demostrar, aun ante uno mismo, que se está en lo cierto. Como resultado de ello se alienta la tendencia a evitar la complicada cuestión de la valuación estética, poniendo la atención, en cambio, en la forma y en la habilidad técnica, porque allí tratamos con valores tangibles. Pero me parece que esta actitud soslaya la cuestión de la propia necesidad de conciencia crítica del compositor y de formular juicios estéticos en el momento de la creación. A mi entender, esta habilidad es parte de su oficio, y la carencia de ella ha debilitado, cuando no anulado por completo, muchas obras potencialmente excelentes. El espíritu creador, en su funcionamiento cotidiano, debe ser un espíritu crítico. El ideal sería no sólo tener conciencia, sino "tener conciencia de nues-

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tra conciencia", como ha dicho el profesor l. A. Richards. En música, esta valoración autocrítica de la propia mente del compositor guiando la obra hasta su inevitable terminación, es muy difícil de aplicar, porque la música constituye una sustancia emocional y relativamente intangible. Los compositores, en especial los jóvenes, no siempre se muestran claros en cuanto al papel que desempeña la crítica en el instante de la creación. N o parecen tener plena conciencia de que, cada vez que una nota sigue a la otra o un acorde a otro, hay que tomar una decisión. Parecen aún menos conscientes de las derivaciones psicológicas y emocionales de la música. En cambio, aparentan estar preocupados, en particular, en la corrección puramente formal de un esquema general, poniendo especial cuidado en la lógica minuciosa de las relaciones temáticas. En otras palabras, tienen conciencia, pero no plena, ni conocen suficientemente los factores que poseen una influencia de control sobre el éxito o el fracaso de la composición en su conjunto. Imagino la "conciencia de nuestra conciencia" como una cabal y uniforme valuación de cada uno de los más pequeños factores contribuyentes, con una comprensión de los elementos de control y más esenciales en la obra, sin permitir que ellos entorpezcan la libertad de la invención creadora, que está, por así decirlo, a la vez dentro y fuera de la obra. Schubert atribuyó una vez el genio de Beethoven a lo que llamó su "soberbia frialdad bajo el fuego de la fantasía creadora". ¡Qué maravillosa forma de des-

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cribir el espíritu creador funcionando con su más vigaroso potencial! Una de las curiosidades del espíritu creador crítico la constituye el hecho de que, aunque se muestra bastante vivo en cuanto a las partes componentes de la obra terminada, no le es posible saber lo que la composición puede significar para otros. En cada obra hay una parte inconsciente, un elemento que André Gide denomina la part de Die u. Con frecuencia me he sentido familiarizado y, no obstante, ajeno ante una nueva obra mía, mientras se ensayaba por vez primera, como si tanto los ejecutantes como yo mismo tuviéramos que acostumbrarnos a su carácter extraño. El malogrado Paul Rosenfeld escribió una vez que veía la armazón de acero de los rascacielos en mis Piano variations. Me agrada pensar que la representación es clara, pero debo confesar que la idea de los rascacielos no estaba, en absoluto, en mi mente cuando componía las Variations. De manera similar, un crítico inglés, Wilfred Mellers, encontró en el movimiento final de mi Piano sonata "una expresión musical qui::1taesenciada de la idea de inmovilidad". "La música deja de funcionar como un reloj", escribe Mellers, "y se disuelve hacia la eternidad." Quizás es ésta también una descripción muy adecuada, aunque difícilmente se me habría ocurrido a mí. Los compositores dicen con frecuencia que no leen las críticas de sus obras. Como se ve, soy una excepción, pues admito mi curiosidad en cuanto a la más leve sugerencia referente al significado de una

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obra mía; es decir, un significado distinto del que sé que le he impreso. Completamente aparte de mi propia curiosidad, siempre existe la cuestión de conocer la forma satisfactoria en que uno se comunica con el auditorio. Un compositor que no puede calcular de antemano, en cierta medida, el efecto que causará su obra en el público oyente está expuesto a sufrir un rudo despertar. El hecho de si debe o no tomar en cuenta este efecto en el auditorio, en el momento de componer, es otra cuestión. Aquí también los compositores sustentan actitudes muy distintas. Pero, dijeran lo que dijeren, creo que es lícito suponer que, aunque en primer plano de sus mentes puede no figurar un deseo consciente de comunicarse, todo paso hacia la lógica y la coherencia en la composición constituye, en realidad, un paso hacia la comunicación con el oyente. Y, cuando el compositor trata de lograr coherencia en función de un auditorio determinado, el paso es sólo breve. Esta idea de una música dirigida a determinado público es por lo general algo sorprendente para el aficionado. N o importa cuántas veces contemos la historia de Bach escribiendo cada semana para los honestos ciudadanos de Leipzig, o las relaciones de Mozart con los cortesanos patronos musicales de su época; aun así, los oyentes prefieren pensar en el creador musical como un hombre encerrado en su idea, intacto por la confusión y la aspereza del mundo que lo rodea. Sea que los compositores contemporáneos piensan o no en este asunto de la comunicación con

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sus oyentes, no han tenido mucho éxito en este sentido. En un capítulo posterior se examinan en detalle las razones. La cuestión de la comunicación con el auditorio trae a consideración, naturalmente, el papel que desempeña el ejecutante y la acción recíproca del espíritu creador y el interpretativo, que es crucial para toda la experiencia musical. Estas dos funciones -creación e interpretación-, en los días anteriores a Beethoven, las efectuaba un solo individuo. El compositor era su propio intérprete, o, como ocurría con frecuencia, los intérpretes escribían para sus propios instrumentos. Pero en la actualidad, como todos sabemos, estas funciones están por lo general separadas, y el compositor se encuentra en la situación de un hombre que ha perdido su capacidad de hablar y traspasa por carta sus pensamientos a un auditorio que no sabe leer. Por consiguiente, ambos necesitan de un agente, de un lector talentoso que pueda despertar una respuesta en el oyente, mediante la lectura en público del mensaje del compositor. En seguida se presenta una pregunta importante: ¿qué espera el compositor de su lector o intérprete? Creo saber cuál es una de las principales preocupaciones del intérprete: la elocuencia de la elocución, o, para decirlo en términos musicales, la creación de sonidos bellos. Durante toda su vida ha sido adiestrado para vencer todas las vallas técnicas y para producir en su instrumento el sonido más hermoso posible. Pero allí reside la dificultad; el compositor piensa en

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algo totalmente distinto: se preocupa, no tanto por la capacidad técnica o la calidad de la perfección sonora, como por el carácter y la específica naturaleza expresiva de la interpretación. Ocurriera lo que ocurriese, no desea que su concepción fundamental se vea desvirtuada. En cualquier momento está dispuesto a sacrificar la belleza del sonido en bien de una lectura que acuse mayor sentido. Cada ejecutante posee algo de elocuente en sí mismo; desea que las palabras brillen, y que el sonido sea lleno y perfecto. Cada compositor, por otra parte, tiene algo de dramaturgo en sí mismo; por sobre todo, desea que sus "actores" se dediquen a la significación de una escena en su importancia dentro de un contexto particular, pues si ésta se pierde, toda la elocuencia del discurso se torna incomprensible, y hasta irritante, puesto que impide que el espíritu creador llegue al oyente con toda la agudeza y el propósito de la obra de arte. Existen otras analogías con el teatro. La idea de la actriz a la que irremisiblemente se le ha asignado en una obra un papel al que no se adapta, nos es familiar a todos. Pero los actores musicales, por así decir, a menudo se ubican mal en el reparto, y con menos justificación. La violinista que tiene el sonido robusto y saludable de una lavandera nunca arrancará a su instrumento la dulce inocencia de una jeune fille. El cantante que es una persona agradable y posee una excelente voz, puede no tener una comprensión interior del trágico sentido de la vida y, por lo tanto, nunca comunicará satisfactoriamente ese sentimiento. Casi es

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posible afirmar que la interpretación musical exige del intérprete un alcance espiritual más amplio que el del actor, pues el músico debe desempeñar en la obra todos los papeles. A esta altura de mi exposición me parece oír al intérprete disidente preguntar: ¿existe acaso una sola manera de leer una obra musical? ¿No son posibles distintas lecturas de una misma música? Desde luego que las hay. Como compositor, me agradaría pensar que cualquiera de mis obras puede leerse en varias formas, pues, de otro modo, podría decirse que una composición carece de riqueza de significado. Pero cada lectura debe ser en sí misma musical y psicológicamente convincente; debe hallarse dentro de los límites de uno de los modos posibles de su interpretación. Debe poseer veracidad estilística, lo cual equivale a decir que debe leerse dentro de un marco que resulte fiel al período del compositor y a su personalidad individual. Este asunto de la corrección en el estilo de la ejecución o del canto constituye uno de los problemas más espinosos de la música. Algunas veces he escuchado ejecuciones de mis obras, pensando: "Todo esto está muy bien, pero creo que no me reconozco a mí mismo". Puede ser que al intérprete se le escape la simpleza semejante al folklore que ha sido mi intención o que dé en forma insuficiente el sonido monumental de la conclusión de una obra o que subraye con exceso el elemento grotesco de un scherzo. Siempre he encontrado a los mejores intérpretes plena-

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mente dispuestos a aceptar las sugestiones del compositor. Y, de manera similar, de los mejores intérpretes, el compositor puede aprender mucho acerca del carácter de su obra; aspectos de ella que no se percataba que tuviese: tempi más lentos o más rápidos de lo que él habría imaginado correctos o fraseos que expresan mejor la curva natural de la melodía. Es aquí donde la acción recíproca del compositor y el intérprete puede ser más fructífera. Tarde o temprano, todas las cuestiones de interpretación se resuelven en una discusión de cuán fiel debiera ser el intérprete a las notas mismas. Tan pronto como se formula esta pregunta se sugiere otra: ¿cuán fieles son los compositores a las notas que ellos mismos escriben? Algunos ejecutantes se colocan en actitud casi religiosa hacia la página impresa: cada coma, cada staccato ligado, cada detalle metronómico es considerado sacrosanto. Siempre vacilo, por lo menos interiormente, antes de romper esa tierna ilusión. Desearía yo que nuestra notación y nuestras indicaciones de tempi y dinámicas fueran tan exactas; pero la honestidad me obliga a admitir que la página escrita es sólo una aproximación, una indicación de la forma en que el compositor pudo acercarse a una trascripción de sus pensamientos en el papel. Más allá de este punto, el intérprete se encuentra en sus dominios. Sé que hay algunos compositores contemporáneos que se muestran exasperados por las extremas libertades que los artistas románticos se toman con las notas. Como resultado de ello, han llegado al ex-

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tremo de manifestar al intérprete: "Deje de preocuparse por la interpretación; toque simplemente las notas". Esta actitud ignora alegremente lo insuficiente de la notación musical, y, por lo tanto, no toma en cuenta la realidad de la situación. El único consejo razonable que puede dárseles a los intérpretes es que logren un feliz equilibrio entre una servil adhesión a los signos musicales y una evasión liberal de la clara intención del compositor. Para penetrar en la mentalidad del intérprete es necesario poder lograr que el juicio gravite sobre la interpretación. La interpretación misma debe interpretarse si es que se ha de valorar lo que el ejecutante contribuye a ella. No es ésta una tarea fácil para el lego. Mis observaciones me han convencido de que aun los legos, pero verdaderamente aficionados a la música, con frecuencia experimentan dificultades en efectuar distinciones sutiles en el juicio que les merece una interpretación, pues parecen carecer del criterio necesario para formular una opinión crítica. La dificultad surge del hecho de que para poner en juego ese criterio, se presume que el oyente ha de saber de antemano cómo debe sonar la interpretación, antes de que realmente oiga su sonido. En otras palabras, en el oído de su mente debe tener una interpretación ideal, al lado de la cual pueda colocar la que en realidad escucha, para poder efectuar la comparación. Para ello, debe entender, en primer término, el estilo adecuado al período histórico de la obra y al desarrollo del compositor hasta el momento en que la escri-

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bió, y, luego, debe serle posible describir en términos precisos la naturaleza de la interpretación dada, para poder determinar las cualidades especiales del intérprete, y no de otro. Realizar con acierto esta labor presupone un amplio conocimiento histórico y gran experiencia como oyente musical, agregados a una instintiva musicalidad. En la interpretación de las interpretaciones musicales, como he dicho, no debemos nunca perder de vista el papel preponderante de la personalidad individual del que ejecuta. Me agrada pensar que si yo escuchase sucesivamente detrás de una cortina tres pianistas no identificados, podría proporcionar un resumen de la personalidad de cada uno de ellos y acercarme en cierto modo a la verdad. Puede ser ésta, por supuesto, una simple ilusión mía, pero no importa; indica lo que quiero significar mediante la idea de que una interpretación es tanto una exposición de la obra como una exposición de los rasgos de la personalidad del compositor. Esto se aplica especialmente a los cantantes, quienes, como los directores en la escena, deben impresionar por sí mismos, aun antes de articular un sonido. Los cantantes, realmente, "están frente al público"; a la inversa del director, no pueden darle la espalda; nos enfrentan, y la página musical y su personalidad se hallan íntimamente mezcladas. No se puede llegar a una sino a través de la otra. Lo mismo reza para los instrumentistas, salvo que en el caso de ellos nuestra visión del instrumento y de sus ocupados dedos torna menos evidente su personali-

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dad; pero, de cualquier manera, existen. Cuando un ejecutante carece de personalidad, decimos que la interpretación es opaca, y cuando posee demasiada personalidad, nos quejamos de que oscurece la página. Una justa apreciación del papel exacto que desempeña la personalidad del intérprete en cualquier ejecución dada es, por consiguiente, esencial para formular un juicio preciso. Vayamos ahora a los casos. Observemos al intérprete en acción, con el propósito de describir ciertos tipos psicológicos fundamentales, con los cuales nos encontramos con mayor frecuencia. Una excelente interpretación, como el "gran" público la concibe, es, por lo general, del tipo vehemente y romántico. Puesto que tanto de la música que se escucha en público pertenece al período romántico, muchos intérpretes se ven obligados a adoptar estas maneras, aunque no hayan nacido para ellas. Pero el verdadero romántico -el intérprete que crea la impresión de volcarse a sí mismo libremente- posee un enorme poder sobre todos los auditorios. Estoy pensando en los legítimos representantes de esta escuela, no en los desdichados individuos que se convierten en un espectáculo. A un exhibicionismo carente de gusto sólo un estrecho margen lo separa de una experiencia que puede ser profundamente conmovedora. Cuando esta clase de interpretaciones no están logradas, suscitan la risa, si tenemos una tendencia caritativa; en momentos menos condescendientes, nos mueven a la ira, pues la simulación de

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profundos sentimientos por parte del intérprete, cuando en realidad no experimenta sentimiento alguno, nos hiere como una mentira pública; nos hace desear ponernos de pie y denunciarla. Por otra parte, el ejecutante a quien lo embarga una profunda emoción y que, sin mostrarse turbado en lo más mínimo puede excitar abiertamente Jo que hay de más cálido y de más humano en la psiquis del hombre, y que, en cierto modo, se exhibe en ese estado emocional ante la mirada fija de una multitud amplia y heterogénea, es el que realmente se comunica con el auditorio y por lo general conquista los aplausos más estruendosos. Otra manera importante que tiene el intérprete o el cantante de engendrar legítima excitación en el auditorio es la de dar la impresión de que está librado al azar. Para crear esta clase de excitación debe estar presente, en realidad, un factor de incertidumbre. Debe haber peligro: peligro de que la interpretación "se le escape de las manos" al artista; de que el ejecutante, no importa lo extraordinario de sus dotes naturales, se haya impuesto una tarea posiblemente aun superior a su capacidad de realizarla. Nada hay más aburrido que una interpretación que no es más que bien ensayada; bien ensayada en el sentido de que nada puede esperarse que ocurra, salvo lo que fue concienzudamente preparado de antemano. Este procedimiento ha empañado más de una interpretación cuidadosa y equilibrada. Resulta como si el intérprete, durante la versión, hubiera dejado de escucharse a sí mismo y estuviese simplemen-

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te ejecutando una tarea, más bien que una obra musical. Porque es axiomático el hecho de que la música sólo conmoverá al auditorio si conmueve primero al intérprete. Una interpretación vívida debe ser eso: vívida ante todos los incidentes que ocurran a lo largo de ella y coloreada por los sutiles matices de la emoción momentánea, inspirados por las rápidas sugestiones de la comunicación con el público. Las brillantes interpretaciones pueden ser de distintas clases; pero las de virtuosos que producen una excitación sin aliento, a mi entender, implican siempre esta calidad "casi, pero no del todo sin control", que constituye la antítesis de la interpretación bien ensayada. Aun otro tipo de ejecutante, cuya esfera de acción se encuentra más o menos dentro de los límites de lo romántico, es el músico que brinda una lectura personal de la obra. Toda interpretación concebida con lógica representa, en cierto modo, una lectura; pero en este caso, ella es más particular y personal; de manera que la composición ya no es simplemente la composición, sino la composición tal como nuestro ejecutante concibe su significado en determinada ocasión y trata de comunicarlo. En el caso de un director de este tipo, las ideas de elegancia de estilo, de perfección del conjunto, de delicadeza del equilibrio instrumental, son todas secundarias; en cambio, "canta" su ruta a través de la obra con una especie de concentración que no le permite distraerse en meros detalles técnicos. Este tipo de lectura, para que resulte satisfactorio, debe imponerse, debe destruir la re-

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sistencia que puede surgir de la idea de que usted o yo podamos leer la obra en forma distinta . Aquí no puede haber cuestión de "contemplación estética", nipara el director ni para sus oyentes. Lo que él trata es de envolvernos en un todo de experiencia: el sentido de que él y sus oyentes han pasado a través de algo importante. Éste es el tipo de intérprete que a veces toma una obra subalterna y logra que suene mejor de lo que es en realidad. El poder de convicción que sustenta a tales interpretaciones tiende a borrar las reservas críticas. Nos entregamos y luego nos sonreímos, pensando: "Fue un buen espectáculo, valió el dinero invertido y nadie resultó engañado". Pero cuando la obra merece, y la lectura es en verdad convincente, nos queda la impresión de que, sea o no exacto que ésa constituya la única interpretación posible, por lo menos hemos escuchado una de las formas en que ha de entenderse esa música. Me agradaría invocar ahora otra categoría de ejecutante, cuya mente parece concentrarse en otra meta artística por completo distinta: el ejecutante cuyo enfoque de la interpretación es más impersonal, quizá más clásico. Su finalidad la constituye lograr una claridad absoluta en la textura, un conjunto eufónico, un infalible sentido de la regulación del tempo y, sobre todo, demuestra una preocupación primordial por la continuidad y la influencia musicales: el sentido de dirección del movimiento en avance, que es inseparable de la naturaleza y del carácter de la música. Aquí, lo importante no es la medida musical que se



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escucha, sino la que seguirá. Esta preocupación por el movimiento en avance es lo que lleva a la obra en una larga trayectoria, desde el comienzo hasta el final, y le da un carácter definido. El intérprete cuya atención se concentra en el camino que tiene por delante es más capaz de brindarnos la larga línea y la forma escultural de una interpretación. Es inútil explicar esta necesidad de una dirección del movimiento en avance a ejecutantes que no poseen instinto para ello. Pueden tener claridad, y a menudo la tienen; pero la claridad en sí misma con frecuencia puede declinar en interés hasta llegar al nivel de una audición de conservatorio: un laboratorio aparte de la mecánica de una obra musical. Observamos cómo funciona con regularidad matemática en todos sus detalles; sin embargo, por alguna razón, salvo que genere fervor interior, el ejecutante se convierte en un maestro de escuela que nos brinda claramente la obra, pero que olvida algo para convertirla en música. Hay otro atributo del enfoque clásico en la recreación de la música que debe mencionarse: la clase de profunda satisfacción que se obtiene de una ejecución que posee naturalidad y flexibilidad. El canto o la ejecución sin esfuerzo es una de las mayores satisfacciones de la audición musical e indica la medida de confianza mental y el grado de seguridad física en el manejo del instrumento, cualquiera que éste sea; cualidades que no siempre se encuentran combinadas en un solo ser humano. Hay contados atributos en la eje-

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cución más gratos que esta sensación de facilidad, la sensación de fuerzas enteramente adecuadas a los propósitos expresivos; pero pocas cosas son más difíciles de que el ejecutante las conquiste. No es ésta, en absoluto, una cuestión de intelecto, pues ciertos intérpretes en el terreno de la música popular también poseen esta facilidad; en realidad, están más inclinados a tenerla que los concertistas. Dudo de que esta cualidad pueda ser fingida, pues debe reflejar un auténtico abandono interior, difícil de alcanzar en vista de las condiciones en que se realizan las ejecuciones públicas que, en sí mismas, ocasionan tensión. Pero los eximios intérpretes la poseen. He dejado para el final la cuestión de las características nacionales que acusa la interpretación musical. ¿Existe tal cosa? ¿Hay una manera norteamericana de interpretar a Schubert, distinta de la austríaca? Me parece que, sin duda, existe. La forma más rápida de medirla es cotejar las actuales ejecuciones orquestales norteamericanas y las europeas. Nuestras orquestas, comparadas con las extranjeras, son vigorosas y atrayentes; tocan con un resplandor áureo, que refleja su bienestar material. El europeo enfoca la interpretación orquestal de manera más recia y natural. Hay menos sensación de tensión, menor necesidad de hacer de cada uno de los ejecutantes el "más grande del mundo". En Europa, produce una impresión estimulante escuchar la versión evidentemente sin hechizo de una orquesta ensayada con esmero. En los Estados Unidos oí, hace quince años, una orquesta se-

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mejante; provenía del Medio Oeste y, a las órdenes de un director de origen europeo, ejecutaba en forma tal que se experimentaba la sensación de que todo el conjunto acababa de surgir del siglo XIX . Actualmente, cuando se intenta este tipo de enfoque, resulta por lo general una versión formal, ordenada, pero sin mucha convicción artística. Más típico es el enfoque "de sonido exaltado", aunque nuestras orquestas todavía no han alcanzado la inflexible perfección del ataque de los bronces de los conjuntos de jazz. Pero está presente algo del mismo impulso de "cautivar" al auditorio mediante el simple poder de la magnificencia sonora. Nuestras organizaciones sinfónicas, a medida que se las conoce en Europa, son admiradas por su sonoridad vívida y la vitalidad de sus ejecuciones. Y está bien que así sea. N o es mi propósito disminuir las cualidades sobresalientes de nuestras orquestas, sino subrayar un factor en sus ejecuciones que me parece indicativo del sabor nacional. Creo que las características nacionales están presentes con mayor claridad en las interpretaciones cuando puede decirse que la ejecución está dentro de "la auténtica tradición". Esto ocurre cuando el intérprete es coetáneo del compositor y ha absorbido el estilo correcto de ejecución, merced a su vinculación con el autor, o cuando, por su lugar de nacimiento y su pasado, se identifica en nuestras mentes con el país y la cultura -a veces hasta con la ciudad- del compositor. Comprendo que la expresión "auténtica tradición" es, en el mejor de los casos, débil. Pues no hay

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prueba positiva de que mi concepto de la "auténtica tradición" sea realmente el verdadero. Sin embargo, todos estamos dispuestos a admitir que un director de Viena posee una penetración especial de la manera cómo deben ejecutarse las obras de Schubert. Serge Koussevitzky una vez me hizo una observación que siempre recordaré. Dijo que nuestros auditorios nunca comprenderían las obras orquestales norteamericanas hasta que las oyeran interpretadas por directores norteamericanos. Parece claro, entonces, que si podemos hablar de rasgos nacionales de carácter, inevitablemente tales rasgos formarán el carácter del intérprete como ser humano y se reflejarán a través de la interpretación. Al bosquejar así brevemente varios tipos fundamentales de intérpretes me he visto, por cierto, obligado a simplificar en exceso. A los mejores artistas no se los puede encasillar tan nítidamente como temo pueda yo haberlo sugerido. El motivo por el cual permanecemos tan sensibles a sus cualidades es, simplemente, porque en cada caso estamos obligados a equilibrar y ajustar sutiles gradaciones del poder interpretativo. Cada nuevo artista, y en este sentido cada compositor nuevo, es un pequeño problema: una mezcla de virtudes y defectos que desafían la agudeza mental del oyente. Ya he mencionado lo que el compositor espera de su intérprete. Lógicamente, ahora debiera expresar lo que el intérprete espera del compositor. Con demasiada frecuencia, sin embargo, la verdad es que el intérprete no piensa en absoluto en el compositor;

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quiero decir en el compositor viviente. En el pasado, era distinto. Existen numerosos casos de obras escritas simplemente porque algún instrumentista destacado las inspiró. Paganini comisionando la escritura de obras a Berlioz, Joachim ayudando a Brahms: ejemplos como éstos se tornan más legendarios con el paso de los años. Por supuesto que todavía ocurren casos aislados, pero, en la mayor parte, un lamentable hiato separa al intérprete del compositor en la vida musical de la actualidad. ¡No realizan una labor lo suficientemente recíproca! Un saludable estado de cosas incluiría un aumento de oportunidades para que los intérpretes y los compositores se reunieran y cambiasen ideas, lo cual debiera comenzar en la época escolar, como a menudo ocurre en el exterior. Si yo fuera intérprete creo que me agradaría tener la sensación de que he sido parte de todas las experiencias musicales de mi época, lo cual significa, inevitablemente, el desempeño de un papel activo en el desarrollo de los compositores de mi tiempo. ¿Es esto también utópico? Espero que no, porque la indisoluble ligazón entre el intérprete y el compositor hace que su labor en colaboración constituya una de las condiciones de una comunidad musical que funcione en forma saludable.

SEGUNDA PARTE

La imaginación musical en la escena contemporánea

CAPÍTULO

IV

La tradición y la innovación en la música europea

"La música, más que ningún otro arte, nace bajo la ley de la tradición." Esta frase, de un artículo del crítico francés Frédéric Goldbeck, me vino a la memoria mientras se me conducía a través del venerable palazzo que ocupa el conservatorio musical "Benedetto Marcello", en Venecia. "Los acordes del compositor", escribió Goldbeck, "son los de todos los compositores vivos o muertos, pero nunca los suyos propios. Su papel pautado nunca está en blanco; hay en él tantos pentagramas, cinco barras de una prisión en cada uno, y la Historia y la Tradición constituyen la cárcel. .. " Estas frases resonaban en mi mente mientras el director del conservatorio, Francesco Malipiero, me guiaba a través de los antiguos corredores y les quitaba el polvo, para que yo los examinara, a los preciosos manuscritos musicales heredados de otros siglos. De pronto me asaltó la idea, en una forma como nunca me había ocurrido, del grado en que los músicos europeos se ven obligados a actuar como custodios y depositarios de la música de otros hombres, sea que les agrade o no. El propio Malipiero, en ese momento, parecía simbolizar el dilema esencial del músico

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europeo, pues ha sido el compilador de las obras completas de Monteverdi y, al mismo tiempo, uno de los principales compositores del renacimiento de Italia en el siglo xx. El influjo de la tradición frente al incentivo de la innovación constituyen las dos fuerzas polares que integran el drama fundamental de la música europea de esta mitad del siglo xx. No hace mucho tiempo, especialmente bajo el empuje del movimiento neoclásico en la música contemporánea, cobró vigencia la impresión de que la era "revolucionaria" de la música había terminado, y de que el tumulto creado por la ampliación del lenguaje armónico y el cambio en los ideales estéticos se había calmado, dejándonos un idioma musical que no presenta sorpresas para ninguno de nosotros. Pero, ¿es éste un cuadro auténtico del estado de cosas en la actualidad? ¿O es momento ahora de volver a examinar la situación? Me parece que el compositor europeo escribe de nuevo su música bajo el signo de la crisis, y para analizar la naturaleza de esta crisis será necesario observar atentamente las tendencias de la música contemporánea que subrayan los valores tradicionales y las que constituyen una amenaza para tales valores. Es sin duda evidente que no hay ulterior revolución posible en la esfera armónica; ninguna, sea cual fuere, mientras nos limitemos a la escala templada y a su división normal en medios tonos. Ya no existe lo que pueda llamarse un acorde, una melodía o un ritmo inadmisible, por supuesto que dándoles el propio

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contexto. Las prácticas contemporáneas han establecido firmemente este hecho. A mi entender, la "amenaza", si es una "amenaza", reside en otro lado y es de dos clases. La primera se relaciona con la suposición que sustenta nuestras ideas concernientes a la estructura y a la organización de la coherencia musical. Arnold Schonberg fue el compositor cuyas obras produjeron la crisis en esa esfera. La segunda se vincula con la importancia social y el propósito fundamental de la creación musical de hoy, y es una cuestión que continúa persiguiéndonos a todos. Se le dio declaración formal mediante la publicación de un manifiesto suscrito por un grupo de compositores de varios países, reunidos en Praga en 1948. Ambos problemas ocupan un lugar preeminente en el pensamiento de los mejores creadores musicales de Europa en la actualidad. Me lanzaré abiertamente a la consideración del vuelco operado en la organización formal de la música, en un intento de averiguar cómo se efectuó ese vuelco y, si es posible, cuáles pueden ser sus derivaClOnes. La música es, por naturaleza, la más amorfa de las artes; está en constante peligro de desintegrarse. La historia de la composición podría narrarse en función de los recursos empleados, siempre en forma de tentativa al comienzo, y luego en plena madurez, la cual produce diseños formales que dan a la música cierto aspecto de cohesión. Las formas musicales de una época no son necesariamente las de otra; pero lo sor-

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prendente es que hayan perdurado tanto como lo han !lecho. En la actualidad, somos los herederos de buen número de formas establecidas: la chacona, la fuga, la sonata, por sólo mencionar algunas, y las cuales han servido a los compositores durante doscientos o más años. Estas y otras formas proporcion.m al compositor un molde exterior en el cual puede verter sus ideas con cierta seguridad de que se unirán y tendrán sentido para el oyente. Sin embargo, me apresuro a agregar que los compositores tienen una particular relación con la forma establecida, lo cual no siempre resulta claro para el lego. El compositor no se limita a "introducir sus materiales" en "moldes preexistentes". Una forma establecida no es más que una "generalización", como la llama Donald Tovey. Como este autor lo puntualiza, debemos generalizar partiendo de una detallada experiencia del desarrollo de las obras individuales, y no debemos tratar de explicar ese desarrollo mediante la generalización. En otras palabras: cada composición es en sí misma una ley, y sólo muestra un parecido general con el aspecto externo de cualesquiera de las formas adaptadas. Esto explica, en amplia medida, el motivo de la longevidad de estas formas. También aclara por qué los tratados sobre la estructura de la música son sólo de utilidad limitada para el estudiante. Porque cuanto más fielmente se aferre a sus abstractas formas-tipo, tanto más lejos se hallará del verdadero acto creador que brinda al material particular de que se dispone la forma y la cohesión que sólo éste puede tener.

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Entonces surge por sí misma esta pregunta: ¿hasta qué punto son una necesidad estas formas establecidas? ¿Sin ellas sería caótica la música? ¿O ciertas formas consagradas por el tiempo son un obstáculo más bien que una ayuda, y sólo un apego sentimental por parte del compositor es lo que las mantiene vivas? En este sentido, resulta atinado mencionar una conversación que se dice tuvo Ferruccio Busoni con un alumno en 1922. Busoni, que a la sazón era un músico maduro, había perdido por completo la paciencia con el convencionalismo de la música alemana "oficial", la Kapellmeistermusikde fines del siglo XIX. En 1907 publicó un pequeño volumen en el cual contemplaba el día en que la música fuera libre, es decir, libre de todo plan formal que pudiera caracterizarse como "arquitectónico", "simétrico" o "local". "La música", decía, "nació libre, y conquistar la libertad es su destino." Pensaba que los compositores se habían acercado al descubrimiento de la auténtica naturaleza de la música en "pasajes preparatorios e intermediarios (preludios y transiciones), donde se sentían en libertad para despreciar las proporciones simétricas, e inconscientemente captar el aire libre". En 1922 todavía elaboraba este punto, y esta vez su objetivo era la fuga. Así se expresaba: "La fuga es una forma y, como tal, está ligada a su época. Fue Bach quien halló sus principios y su realización esencial. Hoy también se pueden escribir fugas, y yo hasta lo recomendaría; hasta se las puede componer con los medios más contemporáneos ... Pero, aun en esa for-

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ma, la fuga no es menos arcaica; siempre tiene el poder de anticuar la música, y no puede pretender darle su expresión y su actual significado". ¿A qué conclusión debemos llegar? ¿Se han tornado las fugas y otras viejas formas irremisiblemente anticuadas? ¿Son ellas de las tantas camisas de fuerza que han sobrevivido a su utilidad? Sea que contestemos afirmativa o negativamente, me parece que, mientras se escriba música fundamentalmente tonal, ciertos factores esenciales de control estarán presentes. Roger Sessions los resumió una vez en esta forma: primero, el sentido de progresión o acumulación; segundo, la combinación para la repetición de ideas, y tercero, el sentido del contraste. Dados estos requisitos, puede construirse una obra musical sin referencia a ninguna forma establecida y, sin embargo, poseerá una contextura compacta, precisa y lógica. En cualquier composición esencialmente tonal, esto se logrará mediante la progresión racional de las armonías fundamentales; las relaciones de las melodías o los fragmentos melódicos; la unidad rítmica, y el sentido general de la verdad dramática y psicológica. Mi opinión es que la concreción de estos requerimientos dará por resultado una obra cuyos principios directrices serán los mismos, en esencia, sea su forma libre o bien conocida. Esta posibilidad de variedad inagotable en la aplicación de los principios básicos de la coherencia formal, es, precisamente, la que en el pasado ha hecho factible a los compositores y parece probable que lo haga en el futuro, que conti-

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núen escribiendo passacaglie, scherzi, temas y variaciones, etcétera, sin temor de agotar el valor de la forma generalizada. Esta propensión a conservar las viejas formas y su reinterpretación en términos modernos es representativa de la tendencia hacia la tradición, que se observa en la música de Europa, y la cual se vio acentuada por el retorno a los ideales del siglo XVIII que caracterizó al movimiento neoclásico, a mediados de la década del2.o. El neoclasicismo, en la época en que Stravinsky lo originó, sirvió de freno en el período caótico de posguerra. También hizo las veces de antídoto de la vaguedad del impresionismo; porque resulta interesante señalar que algunos de los compositores más seducidos por las formas neoclásicas -Alfredo Ca sella, Manuel de Falla, Albert Rousselpreviamente habían escrito música a la manera posdebussyana. Con mayor rapidez de lo que se habría creído posible, los rusos, cuyos nombres se habían trocado en símbolo de rebelión en la música, se convirtieron en el estímulo de una actitud más conservadora. Pero, como siempre, el propio Stravinsky supo cómo permanecer plenamente vivo dentro de los confines de cualquier restricción impuesta por sí mismo. Ahora, la tendencia neoclásica, hasta donde existe como movimiento general en la música actual, parece estar definitivamente en declinación; parece haber seguido su curso natural y agotado su utilidad. Los principios clasicistas que este movimiento envuelve retienen, sin duda, su validez, pero las refe-

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rendas específicas a amaneramientos y giros de las frases del siglo XVIII han perdido cualquier género de interés que antes tuvieron. El compositor que ha sido más franco y consecuente en su actitud hacia la conservación de principios firmemente arraigados es, por supuesto, Paul Hindemith. Cuando joven fue seducido por varias de las consignas de la década del2o; pero hacia la época en que contaba treinta y cinco años reaccionó con violencia. Sus obras han aclarado perfectamente las doctrinas que aplica a sus composiciones, y en sus mejores páginas es una maravilla contemplar estas mismas doctrinas llevadas a cabo en música inspirada. Las teorías de Hindemith tendrán siempre la mayor atracción para aquellas m entes que sólo se sienten cómodas con un enfoque cuidadosamente razonado y sistemático de cualquier problema. Mi propia mente se siente más cómoda con el enfoque no sistemático de escritores como, digamos, Montaigne y Goethe, y en especial, en el campo de la música, me parece importante que mantengamos abiertas las "puertas irracionales .. .", como las llama William James, "a través de las cuales la rudeza y los dolores de la vida" puedan atisbarse. Lo sistemático y lo irracional son mutuamente exclusivos, y por eso los dogmas de Hindemith, aclarados y verdaderos hasta donde alcanzan, son inherentemente limitados y no puede esperarse que abarquen los impulsos del mecanismo creador, a menudo instintivos. Hacia Inglaterra debemos dirigir nuestra mirada para hallar toda una escuela de compositores signifi-

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ca ti vos que tienen fe en la tradición. N o es que ese país no tenga compositores dodecafónicos, sino que los hombres que han causado la impresión más vigorosa -Ralph Vaughan Williams, William Walton, Benjamín Britten, Michael Tippett- son todos auténticos ciudadanos musicales sostenedores de los valores tradicionales. A pesar de este punto de vista conformista, cada uno de ellos posee su estilo musical individual. Todos son, en mayor o menor grado, maestros del gesto musical retórico, especialmente Britten, el más joven de ellos. Su música, y en particular sus óperas, constituyen excelentes ejemplos de cómo puede lograrse aliento, variedad y riqueza con un idioma familiar, trabajando dentro de formas claramente proyectadas y poseyendo un brillante bagaje técnico para llevar a cabo cualquier plan posible. Este inglés generosamente dotado, que no ha llegado aún a los cuarenta años, tiene a su disposición todos los recursos de composición conocidos, lo cual explica, quizá, su aceptación indiferente de los métodos y los ideales tradicionales. Su obra, diatónica y estilizada como es, ha colocado a la música inglesa, después de un hiato de más de doscientos años, en la corriente principal de la actual historia musical europea. Michael Tippett es otro miembro de la nueva generación de compositores británicos, con fuerte simpatía hacia el enfoque tradicional de la música. Tippett, a diferencia de Britten, que toma sus modelos de fuentes más eclécticas , se ha sentido atraído por ciertos procedimientos de los compositores elizabet-

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hanos del siglo XVI. El propio Tippett describe el movimiento de apertura de su Segundo cuarteto de cuerdas como "parcialmente derivado de la técnica de los madrigales, según la cual cada parte puede tener su propio ritmo, y a la música la impulsan los acentos diferentes, que tienden a embestirse entre sí". Este gusto por los contrarritmos imprime a su música a veces cierta relación con la norteamericana. (Hay algunas partes melódicas en la Sexta sinfonía de Vaughan Williams que también me parecen sorprendentemente norteamericanas.) Tippett carece de la seguridad de pulsación que caracteriza a la música de Britten o Walton, pero su música ilustra mejor que la de ellos el intento de contener dentro de los límites conservadores un temperamento naturalmente efusivo. En Sir William Walton tenemos un hijo de la febril década del2o, que se ha convertido en un pilar de la sociedad musical británica. De sus obras ha desaparecido todo rastro de aventuras, quedando los "valores sólidos"; pero poco más que ello. (Me refiero a las obras recientes.) En el caso de Walton debemos retornar a su Concierto para viola, de fines de la década del2o, para hallar un excelente ejemplo, en el lenguaje contemporáneo, del pensamiento renovado en técnicas familiares de la composición. La nómina de compositores de pensamiento tradicional podría ser considerablemente aumentada -Honegger en Francia, Petrassi en Italia, Boris Blacher en Alemania-, pues el período entre dos guerras fue en particular de consolidación de las conquis-

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tas del precedente cuarto de siglo de inquietud. Sin embargo, poco después de la terminación de la última contienda se tornó claro que un número considerable de compositores de varios países habían empezado a escribir música que constituía una amenaza para esta estabilidad de nuevo conquistada, y amenazaba en especial la organización estructural de la música, tal como había sido comprendida con anterioridad. Resulta interesante recordar que, en su origen, esta amenaza provino del sitio de donde precisamente menos se habría esperado: de Viena, la fuente de la tradición clásica, y de un hombre, Arnold Schonberg, quien, bastante irónicamente, profesaba una consideración apasionada por estos mismos clásicos. Schonberg acostumbraba considerarse una víctima; como un hombre que había tomado sobre sí, con renuencia, el papel de Prometeo de destruir el sistema tonal, sistema que requirió cientos de años para desarrollarse. Resultó bastante seria la tarea de haber minado el sistema tonal, pues, al hacerlo, Schonberg se condenó a sí mismo a escribir una música que, sin duda, sonaría" equivocada", por así decirlo, a sus primeros oyentes. Pero el hombre que minó la armonía tonal, minaba ipso facto la estructura fundamental de la forma musical; porque esto también se halla establecido en la ordenada progresión de tonalidades relacionadas. Schonberg tenía plena conciencia de la enormidad de este acto, como lo prueba el hecho de que, durante largo tiempo, no compuso nada en las formas extensas de la música (sus primeras obras

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postonales eran todas breves), después de lo cual se sucedió un silencio de ocho años. Schonberg no era un hombre deseoso de libertad, como Busoni. Muy lejos de ello, buscaba una nueva disciplina que sustituyera a la que él había convertido en absoluta mediante el abandono de la tonalidad. Después de un largo silencio, durante el cual se ocupó en realizar ensayos conducentes a una solución de su problema, surgió con un nuevo modus operandi: el "método de componer en los doce tonos", como él prefería llamarlo. Tal como finalmente lo perfeccionó Schonberg, el método garantizaba el control de todos los sonidos de la textura musical, puesto que, melódica y armónicamente, se fundaba en un empleo perpetuo, a través de la variación, de un arreglo elegido o series de doce tonos cromáticos. Obsérvese bien que su premisa no era la melodía, sino un arreglo de tonos que podían manipularse en gran número de formas y, sin embargo, tenía la ventaja adicional de estar, en todo momento, bajo un control riguroso. Parece que hasta el paso más radical, en la mente del músico de escuela alemana, debe estar acompañado por la lógica y el control. No cabe duda de que Schonberg y sus seguidores lograban un gran estímulo de este nuevo método. Sin la prueba de la música misma, podría imaginarse que todos los vínculos con la música tonal se habían roto. Pero, bastante extrañamente, el clasicista que hay en Schonberg no podía ahogarse con tanta facilidad, y es así como lo hallamos escribiendo cuartetos para

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cuerdas, en los cuatro acostumbrados movimientos, cada uno de los cuales tomando algo del usual contenido expresivo, y cuyos contornos generales son claramente los de un primer movimiento allegro, un minuet, un movimiento lento y un rondó. Alban Berg, aun antes de su adopción del sistema de los doce tonos, había escrito su ópera Wozzecken forma tal que cada una de las quince escenas se funda en una forma establecida normal: una passacaglia, una marcha militar, una serie de invenciones y así por el estilo. Anton Webern, en muchas de sus obras, escribió cánones y variaciones. Otros compositores dodecafónicos siguieron la misma corriente. Fue así como se produjo una situación extraordinariamente paradójica: a pesar de la organización rigurosa de los doce tonos, de acuerdo con los dictados de las series y sus mutaciones, y no obstante la adopción, a veces, del aspecto exterior de formas tradicionales, el efecto que la música produce al ser ejecutada es a menudo de casi un caos. Nos enfrentamos, entonces, con dos factores aparentemente opuestos: por un lado, el compositor proyecta cuidadosamente en todos sus detalles y, por el otro, crea, sin duda, una impresión anárquica. Por un lado, los periódicos musicales de todos los países se llenan con artículos que explican la lógica que hay en cada una de las notas de Schonberg, acompañados de gráficos, resúmenes y reducciones esquematizadas; se emplea una enorme habilidad en el rastreo de los últimos refinamientos de una textura increíblemen-

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te compleja. (Se tiene la impresión de que no es tanto ante la música frente a la cual los comentaristas se pierden en admiración, como ante la forma en que ella conduce a detallados análisis.) Pero, por otro lado, cuando retornamos a la sala de conciertos y escuchamos de nuevo estas composiciones, la abandonamos con el inquietante recuerdo de una música que bordea el caos. ¿A qué conclusión llegaremos? Simplemente que estos innovadores son más revolucionarios de lo que ellos mismos saben o están dispuestos a admitir. Mientras que parecen haber gestado simplemente una revolución armónica y establecido en su lugar un nuevo método de composición, en realidad han suprimido todas las concepciones de la fluencia normal de la música. Lamento haber demorado tanto en arribar a un punto en el cual el lector puede haber estado deseoso de coincidir desde el comienzo. Pero es importante para mi argumento establecer el hecho mismo -la pérdida de la fluencia normal de la música-, a causa de las derivaciones que lleva consigo. Estas derivaciones son más claramente discernibles en la música del alumno de Schonberg, Anton Webern. De más en más, el desarrollo dodecafónico de posguerra señala a Webern como el eje de la situación, como el hombre que llevó las ideas de Schonberg a sus límites extremos. La música que escribió Webern y la influencia que ella ejerció en las mentes jóvenes constituyen quizás el fenómeno más extraor-

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dinario de nuestro tiempo. Resulta asimismo una experiencia singular intentar la lectura de la música de Webern en el piano. Tiene una curiosa forma de rechazarlo a uno; por así decirlo, lo desafía a leerla. En la página impresa tiene un aspecto desconcertante; parece aviesa y no pronosticable, con un mínimo número de notas y un máximo de pausas entre las notas. Al observarla, parece arbitraria y exenta de plan; pero, como hecho demostrable, puede probarse que ésta es la música más rígidamente controlada que Europa ha visto jamás. Su aspecto puede parecer incoherente, mas su sonido creo que es fascinador, aunque su alcance y el aliento de su expresión son cuestiones que todavía no han sido completamente probados. Dejando de lado el asunto de la expresión, hay dos rasgos en la música de Webern que, en su efecto, envuelven toda la práctica tonal y sugieren posibilidades no exploradas para el futuro. Primero, la cuestión de la melodía. Cuando "música moderna" era una expresión para asustar a la gente, un reproche que se escuchaba con frecuencia era éste: "Esa fruslería carece de melodía". Cuidadosamente, explicábamos que era una simple cuestión de ampliar nuestra idea de lo que debe ser una melodía y, en ese caso, suponiendo que usted pudiera separarla de la textura armónica no familiar, comprobaría que la música moderna tiene tanto contenido melódico como la más antigua. Pero en las obras de Webern, el compositor no comienza con un tema, sino con un arreglo predeterminado de los

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doce tonos de la escala cromática, de la cual podría derivarse un inmenso número de melodías posibles. Lo que hay que tener presente es que, aunque cada melodía o fragmento melódico se relaciona con las series estructurales, ninguno de ellos necesita tener ninguna relación con ningún otro, por lo menos en lo que respecta al oído. Como resultado, a ninguna melodía se le otorga preeminencia; por consiguiente, no hay temas como tales, y se elimina toda posibilidad de la repetición de un tema. (Con el propósito de simplificar, paso por alto la reiteración literal de secciones íntegras.) Por lo tanto, estamos frente a una música que es nueva en todo momento. Así, pues, los bien familiares rasgos de la música "normal" -como las relaciones y los desarrollos temáticos- han desaparecido, y la frase "reconocer un tema" se torna absolutamente sin sentido. Hemos llegado, pues, a un arte musical construido sobre principios no familiares: el mundo de la música atemática. Un segundo campo en el cual la música de Webern ha tenido raro valor sugestivo es el del ritmo. Éste, el elemento más primitivo de la música, ha permanecido siempre relativamente libre de restricciones. Se ha considerado que el ritmo no necesita justificación; se lo ha juzgado por su naturalidad de movimiento, y no lo limita otra ley que las de la unidad y variedad. Un cuidadoso examen de las últimas obras de Webern mostrará que su pasión por la lógica y el control se aplica también al factor rítmico; porque se desprende que cuando las frases melódicas es-

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tán sujetas a manipulaciones estrictas y a un tratamiento casi canónico, inevitablemente la estructura rítmica fundamental también estará bajo estricto control. En las últimas obras de Webern se obtiene la impresión de que en ningún instante el juego rítmico queda librado a la casualidad, de manera que se hace posible la representación mental de una música cuyo único principio estructural será el del control rítmico. Los ritmos de Webern producen un efecto de calculada discontinuidad, que no tiene precedentes en la música de otros compositores. Un renovado interés en las experimentaciones rítmicas debe de haber estado en el ambiente, pues hallamos una actitud similar expuesta en los trabajos teóricos y demostrada en la música del compositor francés Olivier Messiaen. Este compositor-organista católico ha reconocido abiertamente su deuda con una serie de fuentes de inspiración y en especial las flexibilidades rítmicas de las ragasy las talas hindúes. Las investigaciones de Messiaen lo condujeron a someter los ritmos al mismo tipo de tratamiento contrapuntístico que se había aplicado usualmente sólo al material melódico, y muchos de cuyos recursos eran familiares desde los días de Bach. Así, pues, tenemos cánones rítmicos, notas pedales rítmicas o podemos leer un ritmo al revés como acostumbrábamos a invertir un tema. Sobre todo, en la imitación de ritmos en diferentes partes, podemos emplear, no sólo el acostumbrado aumento o disminución de los valores del tiempo, sino que éstos pueden estar inexac-

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tamente imitados mediante la adición o sustracción de pequeñas unidades métricas, garantizando así una rara conformidad rítmica. Estas ideas sugestivas fueron desarrolladas por el alumno de Messiaen, Pierre Boulez, quien tomó como punto de partida las peculiaridades estilísticas de Webern y las fórmulas rítmicas de su maestro. Las pocas partituras de Boulez que he examinado son de una complejidad verdaderamente asombrosa. Interrogado acerca de la textura tan compleja, el músico afirmó que, dada la enorme variedad de procedimientos que se abren al compositor dodecafónico, buscaba una "atonalidad" correspondiente al marco rítmico. Boulez posee una mentalidad aguda, casi científica podría decir, y sus investigaciones en el campo de las nuevas posibilidades de la organización formal, a través del control rítmico, han causado una agitación considerable en los círculos musicales de avant-garde de Europa. Durante cierto tiempo, Boulez estuvo guiado por el compositor-crítico René Leibowitz, el propagandista más infatigable del punto de vista de Schonberg en los últimos años. En ciertas oportunidades, Leibowitz había deplorado la tendencia de ciertos seguidores de Schonberg a volver a las andadas, es decir, introducir nuevamente los fundamentales conceptos tonales en obras que hacen uso de series de tonos en forma consecutiva. El propio Schonberg, y sin duda también Alban Berg en su Concierto para violín, fue culpable de inyectar trozos de tonalidad en una obra que, de otro mo do, era " pura " .

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El hombre a quien se considera generalmente el líder del sector más conservador de la escuela dodecafónica es el compositor italiano Luigi Dallapiccola, quien no cree que exista motivo para limitar a los compositores dodecafónicos a los dictados escolásticos de Leibowitz. Ahora que los tres líderes iniciales de la escuela han fallecido, parece posible que surjan nuevas e inesperadas derivaciones del sistema original. Esta posibilidad de aplicar con libertad el método de los doce tonos, sin necesidad de aceptar sus derivaciones armónicas atonales, me parece que demuestra la fuerza, mejor que la debilidad, de la idea inicial de Schonberg. ¿Qué ha aportado todo esto? ¿Estamos más cerca de la realización del sueño de Busoni, de una música "libre"? "El poder creador", escribió Busoni, "puede ser reconocido con más facilidad cuanto más se aparta de la tradición." Mediante esta piedra de toque, los innovadores de Europa han logrado, sin duda, liberarnos de varias viejas prevenciones. Me parece que esto es de importancia primordial. Sea que nos guste o disguste cualquier ejemplo de su música, o condenemos sus obras in tato, el hecho es que han puesto en tela de juicio las fundamentales suposiciones sobre las cuales se basaron todas las ideas anteriores acerca del fluir y la organización de la música europea. Esto, en sí mismo, no constituye una pequeña conquista. Comencé este capítulo afirmando que los compositores de la Europa de hoy trabajan bajo el signo de

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la crisis. Deseo ahora tratar la segunda parte de esta suposición, es decir, la profunda sensación de inquietud acerca del propósito y del objeto de escribir música en la actualidad. Sorprendentemente, este asunto no está muy desvinculado de la composición dodecafónica y del problema que ella presenta, como podría creerse de primera intención . El profesor Edward Dent, que durante buenos años ha sido un agudo observador de las actividades de los compositores contemporáneos, hace datar esta fase de "crisis" de los días de Beethoven, de los días en que el creador de la época moderna quedó librado a sus propios recursos, ganando, sin duda, en independencia personal, mas perdiendo, al mismo tiempo, la seguridad de tener un sitio asignado en la sociedad y la estabilidad económica que ello implica. Esta nueva independencia dejó al compositor sin saber con exactitud para quién escribía sus obras. El profesor Dent lomanifiesta en esta forma: "La disyuntiva que se le presenta al compositor puede parecer una cuestión financiera, pero ésta es insignificante comparada con la elección moral que implica. ¿Escribirá sólo para sí, para expresar su propia individualidad, para luego lanzar la obra al mundo, diciendo: 'tómela o déjela', o considerará su genio como algo que guarda para el progreso de sus semejantes? Desde Beethoven, el problema de todos los compositores ha sido siempre, sin duda, el de la relación del artista con el mundo exterior". Tal como yo lo juzgo, aquí hay, en realidad, dos cuestiones en juego; primero, la del artista y su con-

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ciencia: como resultado de qué convicción compone; segundo, el artista y su expresión: de qué lenguaje musical debe valerse para llegar al auditorio que él considera potencialmente suyo. No hace mucho tiempo, estas cuestiones eran tema de una amable discusión. En la actualidad, han adoptado un aire de torva realidad. Por vez primera desde los días de Beethoven, quienes están investidos de autoridad y tienen la posibilidad de brindar apoyo económico les dicen a los compositores de ciertos países exactamente a quiénes debe dirigirse su música y qué formas se adaptan mejor para comunicarse con el público. Estas recomendaciones fueron incluidas en una declaración efectuada por un grupo internacional de compositores y musicólogos reunidos en Praga en 1948. Fue la primera vez que compositores de Gran Bretaña, Francia, Holanda, Suiza y otros países se unieron con los de Estados comunistas para enunciar el punto de vista llamado "progresista". Si he leído correctamente la declaración, decía simplemente: Penetramos en una nueva era de la cultura humana; por consiguiente, se requieren obras concretas en su m ensaje; en particular, obras que empleen la palabra: óperas, oratorios, cantatas, canciones, coros, y escritas en un estilo comprensible, utilizando materiales folklóricos, con el objeto de contrarrestar las tendencias "cosmopolitas". La disonante música contemporánea queda excluida, o, como decía la declaración: debe renunciarse a las "tendencias de extremo subjetivismo". Todo esto es ahora bien familiar, particularmente en

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vista de la publicidad mundial concedida a cada mandato de la política musical soviética. Pero el hecho es que, desde la perspectiva del compositor de los países no comunistas de Europa, éste continúa siendo un asunto vital. Las líneas están agudamente trazadas y la lucha se libra en los periódicos literarios y musicales de varios países. El compositor dodecafónico, especialmente, sabe que está bajo el fuego; ya no compone música para satisfacerse a sí mismo; sea que le agrade o no, la escribe contra una oposición verbal y militante. El compositor de creencia comunista no está menos preocupado, pues tiene buenas razones para pensar que puede no ser muy fácil hallar el estilo apropiado, que despierte la imaginación popular y, al mismo tiempo, satisfaga cualquier pretensión artística que él pueda tener. Por consiguiente, para decirlo con llaneza, los dodecafónicos tienen un programa, mas pocas esperanzas de llegar a un auditorio popular, y los progresistas poseen un auditorio potencial, pero no garantías de poder crear una nueva manera musical que se adapte a sus fines. Entre tanto, hay gran número de compositores que viven en un estado de fluctuación y semiconfusión, tratando de evitar los embates de ambas tendencias. Como nunca ocurrió antes, las circunstancias obligan a todos los serios artistas europeos a hacer frente a sus conciencias e intentar el hallazgo de una respuesta a las preguntas de por qué y para quién escriben música. Todo artista, cualesquiera que sean sus convicciones, tarde o temprano debe enfrentar el problema de

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la comunicación con el público. El compositor que se sienta libre para proceder como lo desee haría bien en tener en cuenta el consejo del profesor l. A. Richards, formulado hace algunos años. En síntesis, escribió que el artista no necesita estar conscientemente enterado de este problema, pues, aun sin saberlo, está muy preocupado por el asunto de la comunicación con el público. Si un artista sólo se ocupa de que la obra sea "correcta" --es decir, "correcta" para él-, logrará esta comunicación, pues ella es parte de su corrección. Pero, debemos agregar, el artista del profesor Richards disfruta del lujo de ser correcto sólo para sí; es el artista libre. El artista que no es libre experimenta una gran necesidad de estar conscientemente preocupado por la cuestión de la comunicación con el público, toda vez que ella es decisiva para su situación. Porque esta situación lo ha privado de uno de los derechos más importantes del artista, es decir, el derecho inmemorial a estar equivocado. Un creador a menudo aprende tanto de sus errores como de sus aciertos. La necesidad de acertar siempre debe de gravitar fuertemente sobre el artista bajo la supervisión comunista. Supongo que el régimen soviético puede aguardar la clase de música que le exige al compositor sólo si desarrolla una nueva especie de artista que nunca haya tenido contacto con la moderna música europea. Para el músico que una vez haya escuchado a Milhaud o a Hindemith, ha probado la manzana del mal y, desde el punto de vista de ellos, el "perjuicio" ha sido ocasio-

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nado. Ningún compositor que conozca siquiera parcialmente nuestro idioma musical contemporáneo, podrá nunca extirpar por completo de sus trabajos los trazos de él. Allí reside el dilema del compositor soviético de hoy y especialmente de sus líderes como Prokofi.ev y Shostakovich. La situación musical, tal como existe en el exterior, en la actualidad, no sugiere una recapitulación fácil. En 1951 pasé seis meses en Europa, y cuando recapacito y trato de resumir mis observaciones de la escena de la creación musical, debo admitir que hay muchos factores perturbadores en una situación que es cualquier cosa menos clara. Pero, ¿cómo podía ser de otra manera? La única alternativa posible para el compositor sería alejarse por completo de todo contacto con la vida que lo rodea, lo cual sería peor. No; debemos esperar que la música europea refleje las muy diferentes tensiones que caracterizan a su vida política y espiritual, porque ésta es la única forma saludable en que puede existir. Lo sorprendente no es el cuadro variado y bastante confuso que crean sus muchas divisiones, sino el hecho de que continúa creándose mucho que es bueno y vital.

CAPiTULO

V

La imaginación musical en las Américas

Un sagaz colega es el responsable de haberme sugerido el tema difícil de la imaginación en la música de las Américas. En esta forma me formuló la pregunta: El arte musical ha sido practicado durante muchos años en el hemisferio occidental, en sus partes norte y sur; ¿puede decirse que hemos ejercitado nuestra propia imaginación como músicos, y no hemos reflejado meramente lo absorbido de Europa? Y, si hemos logrado aportar cierta inventiva e imaginación propias al mundo de la música, ¿cuál ha sido exactamente nuestra contribución? Protesté alegando que contestar satisfactoriamente semejantes preguntas era una tarea casi imposible; que quizás era, en todo caso, demasiado prematuro formularla, y, además, que yo sería un juez insuficiente de la situación actual, a causa de mi excesiva ansiedad por hallar respuestas favorables. Pero mi amigo músico insistió. Señaló que todos están de acuerdo en que las Américas se hallan hoy más desarrolladas musicalmente que dos generaciones atrás, y, además, agregó, "usted ha visitado América del Sur, México, Cuba y el Canadá y ha observado el desarrollo del mo-

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vimiento musical en nuestro propio país durante más de treinta años. ¿No está usted en mejor posición que muchos de los observadores para llegar a alguna conclusión en cuanto a lo que hemos avanzado en nuestra propia contribución a la música universal?" Al final, me encontré tratando de resolver la cuestión. A pesar de lo obstinadas que puedan ser mis reacciones, resulta probable que, dentro de cincuenta años, algunos musicólogos puedan muy bien estar interesados en saber qué contestaciones sugieren esas preguntas a un compositor de los Estados Unidos de mediados del siglo xx. Si las experiencias de los norteamericanos de-' muestran algo, indican que la música es un arte complicado, un arte que se desarrolla lentamente. Hace alrededor de cuatrocientos años que se publicó en este hemisferio el primer libro que contiene notaciones musicales. Este singular acontecimiento ocurrió en México en el año 1556. En los Estados Unidos, el período de nacimiento de la música abarca unos trescientos años, lapso que es también considerable para el desarrollo de un arte. En realidad, me parece que para crear una música nativa de significación universal se imponen tres condiciones. Primera, el compositor debe pertenecer a un país que tenga perfil propio, factor éste, que acusa la mayor importancia; segunda, debe tener en su formación algún sentido de la cultura musical y, si es posible, una base en el arte folklórico o popular y, tercera, debe existir una superestructura de actividades musicales organizadas,

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hasta cierto punto por lo menos , al servicio del compositor nativo. Tanto en América del Norte como en América del Sur es natural que, desde el comienzo, las normas musicales siguieran las líneas usuales en los países colonizados por los europeos. En ambas Américas existió primero el yermo y luego la simple lucha por sobrevivir. Nuestros primos latinoamericanos fueron más afortunados que nosotros en sus comienzos m usicales. Algunos de los misioneros católicos llegados de España eran músicos cultivados que intentaron enseñar los rudimentos del arte sonoro a las personas que tenían a su cargo. A Pedro de Gante, un padre franciscano, se le atribuye el haber creado el primer conservatorio musical del Nuevo Mundo, alrededor de 1524. Además, enseñó a los nativos a cantar himnos y a escribir música. Se informa, por otro lado, que los padres puritanos eran absolutamente enemigos de las musas musicales, aunque este duro juicio ha sido algo atemperado en años recientes. No obstante, es lícito suponer que, aparte del canto de salmos, existen pocos signos, si es que existe alguno, de que se fomentaba la música como arte. Durante los últimos años del período colonial de América del Norte y del Sur fue cuando los primeros compositores nativos, primitivos, elevaron sus voces. Éstos eran, en su mayoría, hombres que escribían música en los momentos libres, como distracción, más bien que como profesión. Pero fueron pronto ayudados por el influjo inicial de cierto número de

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músicos profesionales llegados del exterior. En nuestro país, muchos de estos inmigrantes arribaron, al principio, de Inglaterra. Corno Otto Kinkeldey lo ha señalado, en esa época prácticamente toda nuestra música llegaba a través de Inglaterra; Haendel, Haydn, Mozart, eran conocidos en los Estados Unidos a causa de que se los conocía en Gran Bretaña. Luego, una nueva ola llegó a nuestras playas procedente de Europa central, en particular de Alemania, y, corno resultado, nuestro pensamiento musical se vio dominado, durante muchos años, por los ideales teutones. En Latinoamérica, los músicos inmigrantes procedían principalmente de la Península Ibérica, tal corno era de esperarse, en tanto que un nuevo oleaje llevó gran número de músicos de Italia. ¿Hay algo de imaginativo en la música compuesta en las Américas durante los siglos XVIII y XIX? Hasta donde puede decirse por los documentos conservados, muy poco. Algunos intrépidos primitivos del período revolucionario, corno Williarn Billings, han sobrevivido. Billings era de oficio curtidor y terminó corno compositor de himnos y breves piezas patrióticas que sólo en estos últimos tiempos han sido redescubiertas y reeditadas. Ocasionalmente, sus obras violan las reglas armónicas y son a veces un poco rígidas en sus ensambles contrapuntísticos; pero, a pesar de ello, poseen una tosca franqueza que las conserva vivas para los oyentes de la actualidad. Debe hacerse mención también de otros dos compositores de mediados del siglo XIX: Louis Moreau Gottschalk,

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de Nueva Orleans, y Carlos Gomes, de Río de Janeiro. Ambos conquistaron fama en el exterior. Gottschalk llevó la vida de un virtuoso del piano, viajero, a la manera listziana. Su importancia histórica proviene del hecho de que es el compositor más antiguo que conocemos, entre los que han fundado sus obras en lo que vagamente se denominan ritmos latinoamericanos. Sólo sus composiciones excepcionales poseen un carácter original; las otras están demasiado claramente destinadas a deslumbrar al público que paga. No obstante, representa el primer compositor norteamericano que nos hizo cobrar conciencia de la rica fuente de materiales posibles de obtener de la música de origen hispano. Carlos Gomes fue un compositor de ópera debastante éxito, y cuyas mejores obras subieron a escena en La Scala de Milán . Sus libretti se basan en temas nativos brasileños, pero el estilo musical en que son tratados proviene inconfundiblemente de los modelos italianos en que se fundan. Sin embargo, Gomes fue el primer compositor de su escuela y hasta hoy continúa siendo un héroe nacional en su país. Nosotros poseemos nuestro héroe nacional en Stephen Foster. Más bien que un compositor, Foster era un escritor de canciones, pero poseía una naturalidad y una dulzura de sentimiento que trasformaban sus melodías en equivalentes de cantos folklóricos . Su simplicidad y su sinceridad no son fáciles de imitar, y esta sinceridad y simplicidad son las que inspiraron ciertos tipos de nuestra música del siglo xx. Bi-

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llings y Foster no poseen equivalentes exactos en el hemisferio sur. El paralelo más cercano se encontrará en las obras de dos latinoamericanos activos durante fines del siglo XIX: Julián Aguirre en la Argentina e Ignacio Cervantes en Cuba. Ambos componían un tipo de piezas pianísticas delicadas, casi chopinescas, de sabor criollo, tipo imitado por tantos otros compositores de Latinoamérica. Aguirre y Cervantes nos dieron la pequeña pieza en su estado prístino, con una especie de encanto desprovisto de artificios, antes de ser rebajado por los sentimentalismos de numerosos compositores inferiores. Si, como se ve, durante los siglos XVIII y XIX la cosecha es exigua en el campo de la música compuesta de pretensiones serias, hay una riqueza de invención compensatoria cuando nos volvemos hacia las formas populares de la creación musical. Y no resulta sorprendente que así sea, pues la música popular cristaliza mucho antes que la de concierto. Después de todo, refleja una fluencia no premeditada y espontánea de emociones musicales que no requieren adiestramiento ni superestructura. La voz humana, quizá secundada por un tambor o un simple instrumento folklórico, es todo lo que se requiere para expresar una amplia gama de sentimientos. La música folklórica del hemisferio occidental aguarda algún maestro de la investigación que pueda examinar lo que hay en este inmenso terreno y clasificar y comparar las si militudes y las diferencias, de manera de iluminar para nosotros todo este territorio. Estoy muy lejos de ser

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un experto en estos dominios, pero retengo vívidas impresiones de un campo increíblemente rico y relativamente poco conocido de la expresión folklórica de Latinoamérica. Me agradaría mencionar brevemente, de paso, algunos ejemplos que vienen a mi mente. La guajira cubana es uno de ellos. Es una forma de música rural del campesino cubano. Sobre la pulsación rústica de unos pocos acordes de guitarra, el cantante narra un cuento en un singular estilo de recitado melódico que está imbuido de individualidad. Me parece que esta clase de música se puede escuchar durante horas sin cansarse. Lo mismo reza para la música nostálgica del indio peruano, tocada en viejas flautas, a veces por pares y con una curiosa heterofonía, de una indescriptible tristeza. El ritmo regocijante del bambuco, tal como se danza en Colombia, resume los muchos diseños coreográficos populares que alternan compases de 6/8 y 3/4 con delicioso efecto. Y no puedo mencionar el baile sin recordar el increíble frevo, tal como lo vi ejecutar en las calles de Pernambuco. Musicalmente, el frevo demuestra lo que sucede cuando la mente musical ingenua se apodera de una forma bien conocida -en este caso la marcha callejera común- y la transforma en una manifestación absolutamente afrobrasileña. Una trasformación similar se realiza sobre los pasajes ornamentados de un ejercicio pianístico de Czerny cuando un compositor cubano de música popular escribe un danzón. Aquí, la seudoelegancia constituye la tónica, una "elegancia"

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ilustrativa de la vida aristocrática de La Habana de 1905. Como ejemplo final debo mencionar el tango urbano, tal como se lo escucha en la Argentina, ejecutado de manera dura por varios acordeones* y algunas cuerdas mezcladas. Esta combinación instrumental produce una sonoridad cortante como el filo de una navaja, de modo que hasta las supuestas partes sentimentales se ejecutan sin un trazo de sentimentalismo. Estas diferentes formas de música folklórica y popular brevemente mencionadas aquí deben representara muchas otras. Sin embargo, a pesar de lo divertidas e interesantes que son, no constituyen aquello a lo que mi amigo músico se refería cuando me interrogó acerca de los signos de imaginación existentes en la música del mundo occidental. Concretándonos a la música" seria", me parece que no hay duda de que si hemos de buscar el pensamiento con inventiva en la música de las Américas, nuestro principal puntal debe ser el rítmico. Desde hace algunos años, se ha juzgado que el ritmo es un sector particular de la música de las Américas. Roy Harris lo señaló hace tiempo al escribir: "Nuestro sentido del ritmo es menos simétrico que el europeo. Los músicos europeos están adiestrados para pensar en el ritmo en su más amplio denominador común, mientras que nosotros hemos nacido

* Bandoneones. (N. del T.)

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con el sentido de sus más pequeñas unidades ... No empleamos ritmos libres como un gesto sofistico; simplemente no los podemos evitar ... " Veamos si es posible hacer más precisas estas observaciones de Harris, si es posible trazar la fuente y la naturaleza de estos llamados ritmos americanos. La mayor parte de los comentaristas están de acuerdo en que la fuente de nuestros hábitos rítmicos son parcialmente africanos y parcialmente españoles. Puesto que la Península Ibérica era en sí·misma un crisol de muchas razas, con fuerte mezcla de cultura árabe del África, las influencias íbera y africana están, sin duda, muy vinculadas. En ciertos países, los indios aborígenes han contribuido algo a través de sus propios diseños rítmicos tradicionales, aunque esto continúa siendo dudoso. Con el correr del tiempo, se torna cada vez más difícil desentrañar el influjo africano del español. Hablamos de ritmos afrocubanos, afrobrasileños, afronorteamericanos, en un intento por sortear esta dificultad. Puesto que España y Portugal no han producido nada similar a los desarrollos rítmicos de los países occidentales, resulta natural llegar a la conclusión de que debemos la vitalidad y el interés de nuestros ritmos, en gran medida, al negro en su nuevo ambiente. Es imposible imaginar lo que la música americana habría sido si el tráfico esclavista no se hubiera instituido en América del Norte y del Sur. Los barcos negreros trajeron un precioso cargamento de músicos maravillosamente dotados, con un sentido instintivo de las pulsaciones rít-

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micas más complejas. La fuerza de este impulso musical está atestiguada por el hecho de que hoy, en las calles apartadas de Río de Janeiro, La Habana o Nueva Orleans, está tan vivo como hace doscientos años. Los recientes discos fonográficos de ritos musicales, realizados entre ciertas tribus africanas de la actualidad, tornan perfectamente aparente la directa línea musical que une a los ñáñigos* de la Cuba actual o del Brasil, con sus antepasados de las selvas africanas. ¿Cuál es la naturaleza de este don? Primero, una concepción del ritmo, no como ejercicio mental, sino como algo fundamental del impulso rítmico del cuerpo. Este impulso fundamental se ejercita con una insistencia que no conoce medida y que va de la monotonía autohipnótica a un desenfrenado frenesí de pulsaciones controladas subconscientemente. Segundo, una ingeniosidad sin paralelo en la prolongación de unidades métricas desiguales en la línea rítmica simple. Y, por fin, y más importante que todo, una estructura polirrítmica a la cual se llega a través de la combinación de bloques sonoros absolutamente independientes. Ninguna música europea que yo haya escuchado se ha acercado nunca a la intensidad rítmica que obtienen cinco tambores distintos, cada uno de

* En Cuba, donde únicamente existe, los ñáñigos o abakuás constituyen una sociedad secreta, integrada por hombres solos. Organizada a comienzos del siglo XIX, por esclavos provenientes de los Calabres y del sur de Nigeria, en sus rituales la música y la danza desempeñan un papel de sublime trascendencia. (N. del T)

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ellos martillando separadamente sus propios diseños sonoros, de manera que se entrelazan uno con el otro para producir el más complejo dibujo métrico. La música oriental contiene sutiles contrarritrnos de derivación polirrítrnica, pero nosotros, los americanos, hemos aprendido nuestras lecciones rítmicas, en su mayor parte, de los negros. Dicho así malamente, puede juzgarse, con cierto grado de justicia, quizá, que estoy simplificando demasiado. Pero, aun cuando exagere el caso, la verdad es que la vida rítmica de las partituras de Roy Harris, Williarn Schurnan, Marc Blitzstein y muchos otros representativos compositores norteamericanos está indudablemente vinculada con las fuentes negroides del ritmo. En la música europea es familiar una idea muy diferente de la organización polimétrica de las pulsaciones. ¿Cómo podía ser de otro modo? Toda música concebida de manera contrapuntística es probable que posea líneas melódicas que envuelvan ritmos distintos, y éstos se escucharán, naturalmente, en forma simultánea. Pero aquí es cuestión de énfasis y grado. Pocos músicos argüirán que los compositores clásicos escribieron música arreglada de modo polirrítrnico, en el sentido en que empleo aquí el término. Mozart y Brahms, en sus obras, estuvieron lejos de hallarse impedidos por la barra del compás, tal corno se advierte claramente en ciertas partes de notable ingeniosidad rítmica de sus partituras y, sin embargo, sus procedimientos normales, en cuanto al ritmo, implican una regularidad y uniformidad de

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diseño métrico, a las que se juzga típicas de la música occidental. Otros ejemplos de la música de Occidente, en particular en la literatura coral, demuestran una libre organización rítmica. Mas, para el propósito que he concebido, será suficiente que nos circunscribamos a dos clases de música anteriores al siglo xx que me parecen excepcionales en este sentido, es decir, en su concentración en la textura polirrítmica: las partituras recientemente descifradas de compositores franceses e italianos de fines del1300, y los madrigales ingleses de la época de Shakespeare. A pesar de lo excepcionales que son, espero demostrar que los ritmos norteamericanos se asientan en un tipo completamente distinto de polimetros, concepción ésta que no ha sido duplicada. Los compositores de fines del siglo XIV -de algunas de cuyas obras se dispone ahora a través de las publicaciones de la Academia Medieval de los Estados Unidos- exhiben en sus baladas y virelais* una sorprendente complejidad rítmica. El compilador del volumen en cuestión, Willi Apel, sugiere que el compositor puede no haber "sentido" enteramente estos ritmos, sino que eran quizás el resultado de" especulaciones de notación". Es bien posible que su sistema de notación proporcionara a estos compositores un nuevo juguete mediante el cual pudieran hacer experimentos con toda

* Antigua forma de canción francesa cuyas poesías tienen dos rimas en cada estrofa. (N. del T.)

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clase de combinaciones rítmicas sin precedentes. Pero, aun como meros "ritmos en el papel" -y es evidentemente dudoso que sólo sean eso-, conservan gran fascinación para los músicos de la actualidad. Las complejidades rítmicas de los madrigales elizabethanos, por otro lado, estaban firmemente fundados en los ritmos del habla inglesa. Conservándolos independientes en cada parte vocal, resultaba una deliciosa libertad en las irregularidades contrarrítmicas. Y puesto que el inglés es un idioma fuertemente acentuado -con valores cualitativos, más bien que cuantitativos- se obtenía una rica y flexible variedad de ritmos, como no pudo igualar ninguna otra escuela europea de esa época. Bastante curiosamente, sólo en el siglo xx ha llegado a ser comprendida y apreciada esa habilidad rítmica de los elizabethanos. Con anterioridad, la libertad de sus diseños métricos fue juzgada como una falta, más bien que una virtud. Wilfred Mellers resume esta aseveración al escribir que " ... el siglo XVI, al cual los comentaristas del siglo XIX consideran rítmicamente 'vago', en realidad desarrolló el ritmo hasta el punto más elevado a que llegó en la historia europea". Y agrega: "Quizá no sea un accidente que en Inglaterra este supremo desenvolvimiento del ritmo musical coincida con el desarrollo del perfecto verso libre shakespeariano que logra su efecto mediante la delicada tensión entre el ritmo del habla y el acento métrico". Resulta importante señalar que las estructuras polirrítmicas de los compositores elizabethanos son de

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distinto género del que caracteriza a la música norteamericana. A aquellos los preocupaba la creación de un pulso flexible y fluido, en el cual no dominara ningún tiempo fuerte a la fluencia rítmica total. Nuestros polirritmos consisten más característicamente en la colocación deliberada de un pulso regular sobre uno libre. Su manifestación más familiar se encuentra en la pequeña orquesta de jazz, en la que la llamada sección rítmica proporciona los fundamentos métricos alrededor de los cuales los instrumentos melódicos pueden inventar libremente sus propios ritmos. Además de esta influencia proveniente de fuentes populares, se encuentra la concentración general en las intensidades rítmicas, por las cuales se destaca nuestro siglo. El interés en músicas nacionales de diferentes clases -rusa, húngara, escandinava-, con sus ritmos libres, ejerció un estímulo ulterior en la ruptura de la tiranía de la barra del compás. El factor rítmico se convirtió en una de las preocupaciones preponderantes de la música seria en la mayor parte de los países europeos. Sin embargo, en las Américas, el típico rasgo de nuestros ritmos es esta yuxtaposición de regularidad, sea implícita o realmente ejecutada, sobre la libertad de la invención rítmica. Tomemos, por ejemplo, el recurso estilístico de "jazzear"* una melodía. Esto significa, simplemente, que sobre un fondo rítmico re-

* Aplicar los métodos del jazz, sobre todo la improvisación y el énfasis rítmico que lo caracterizan, a una melodía . (N. del T.)

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gular, el cantante o los instrumentistas juegan con los tiempos, sin ejecutar nunca sobre ellos, sino anticipándose o retrasándose en gradaciones de unidades métricas tan sutiles que nuestro sistema de notación no posee manera de indicarlas. Por supuesto que no se puede permanecer fuera de los tiempos, salvo que se sepa dónde están. Aquí también la libertad es interesante sólo en relación con la regularidad. Por otra parte, cuando nuestras mejores orquestas de jazz quieren ser rítmicamente exactas, retornan a la ejecución sobre los tiempos con una precisión de martinete de fragua que avergüenza a nuestros músicos sinfónicos. Por consiguiente, se estimula un ambiancede ejecución rápida y libre del ritmo, lo cual ha tendido a separar cada vez más las concepciones norteamericana y europea del pulso musical. A los europeos se les enseña a pensar en el ritmo como aplicado siempre a una frase musical, como la articulación de esa frase. Nosotros, por el contrario, no somos adversos a pensar en el ritmo como separado del cuerpo, por así decirlo; como si fuera un marco dentro del cual pudieran agregarse ciertos sonidos como una idea tardía. Desde luego que esto no está destinado a que se lo interprete como literalmente exacto, sino que sólo indica una tendencia de nuestra parte a pensar en los ritmos pulsando separadamente negras, corcheas o semicorcheas, lo que Roy Harris quiere significar cuando dice que nos sentimos cómodos con las "menores unidades" del ritmo. Las menores unidades, cuando están combinadas, pue-

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den agregarse a los totales musicalmente no convencionales de cinco, siete u once, en contraste con las combinaciones más familiares de dos más dos o tres más tres. Nuestros colegas europeos pueden protestar y sostener: "En la actualidad, nosotros también escribimos nuestra música con la libertad de las divisiones desiguales de las barras del compás". Por supuesto que lo hacen; pero, sin embargo, basta escuchar a un músico europeo bien adiestrado ejecutar ritmos norteamericanos, para percibir la diferencia de las concepciones rítmicas. Winthrop Sargeant llegó a una conclusión similar, referente al ejecutante de jazz, al escribir: "El músico de jazz posee un notable sentido de los acentos subdivididos y subordinados en lo que toca, aun cuando sea la clase más inferior de jazz. Este sentido de las menores unidades del componente métrico se pone de manifiesto en toda clase de sutilezas sincopadas que son absolutamente extrañas en la música europea. Creo que esta falta de sentido en la mayor parte de los músicos 'clásicos' europeos", agrega, "explica su bien conocida ineptitud para tocar jazz de manera convincente". La preocupación particular por el ritmo, que es característica de la música norteamericana, ha ejercido, como consecuencia, un interés más que usual en los sonidos percusivos como tales. Las orquestas del siglo xx tenían relativamente pocos y elementales instrumentos para producir ruidos. En tiempos recientes, las músicas nativas de Cuba, Brasil y México han enrique-

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cido enormemente nuestra gama percusiva, merced al agregado de toda una batería de instrumentos productores de ruidos peculiares de esos países. Algunos de ellos van encontrando lentamente su camino hacia nuestros conjuntos musicales más convencionales. Nuevos y característicos sonidos y ruidos han sido agregados a lo que antes era el sector más descuidado de la orquesta sinfónica. Cuando los compositores comenzaron a escribir para grupos de instrumentos de percusión solamente, se produjo una desviación del pensamiento rutinario. Edgar Varese ha sido un pionero en este campo, durante la década del2o, y su ejemplo alentó a otros compositores a hacer experimentos dentro de líneas similares. Supongo que podemos considerar la Sonata para dos pianos y dos percusionistas, de Béla Bartók, y a la orquestación de Stravinsky de su ballet coral Les Naces, para cuatro pianos y trece percusionistas, como una prueba más del interés en las raras sonoridades típicas de nuestro tiempo. Pero son los músicos de Norte y Latinoamérica los que experimentaron este interés de manera más natural y de quienes podemos esperar una invención y una curiosidad continuadas, en cuanto a los sonidos percusivos. Villa-Lobos despertó una vez mi envidia al mostrarme su colección particular de instrumentos de percusión brasileños. Después de una visita como ésa, uno se pregunta cómo el compositor ha podido contentarse, durante tanto tiempo, con el simple estampido del bombo y el infaltable choque del platillo.

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Antes de abandonar el tema de la música de inspiración rítmica debo decir algo de una especialidad del músico de jazz que ha sido muy admirada, en particular por los entusiastas europeos. Me refiero, por supuesto, a la facultad de improvisación del ejecutante popular. Si uno busca la palabra "improvisación" en los diccionarios musicales, advertirá que se hace referencia a la habilidad de los compositores de ciertos períodos de la historia de la música para improvisar obras íntegras en estilo contrapuntístico. El arte de improvisar un acompañamiento sobre una línea de bajo figurada, durante el período barroco, era una realización común del instrumentista del teclado bien adiestrado. Pero la idea de improvisación en grupo quedó reservada para la era del jazz. Lo que le dio un interés más que pasajero ha sido el fonógrafo, pues es el fonógrafo el que hace posible conservar y, por consiguiente, saborear el fino gusto de lo que necesariamente constituye el resultado de una feliz casualidad. Esta fase de nuestra música popular es particularmente la que ha hecho que el aficionado· francés se haya tornado lírico acerca de le jazz hot. Cuando se improvisa, es axiomático que secorren riesgos y que no es posible pronosticar los resultados. Cuando cinco o seis músicos improvisan simultáneamente, el resultado es aun más fortuito. Ahí reside el encanto. El ejecutante improvisador

*En castellano en el original. (N. del T.)

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es la verdadera antítesis de esa tendencia de la composición contemporánea que exige una exactitud absoluta en la ejecución de lo que figura en la página impresa. Quizá Stravinsky, y los que apoyan su opinión acerca del control riguroso del ejecutante, han tratado de constreñirlo demasiado duramente. Quizás al ejecutante debiera dársele más espacio y mayor libertad para elegir la improvisación. Recientemente, un compositor joven concibió la original idea de escribir una "composición" en papel milimetrado, en el que indicaba dónde se colocaba un acorde en el espacio y cuándo en el tiempo, pero dejaba al ejecutante la libertad de elegir los acordes que concibiera su fantasía en el momento de la interpretación. Muchos improvisadores de jazz tampoco están enteramente libres, en parte a causa de lo convencional de las fórmulas armónicas y en parte en razón de lo demasiado usado de las fórmulas melódicas. Recientes ejemplos de improvisaciones en grupo por Lennie Tristano *y unos pocos hombres del jazz son notables, precisamente, porque evitan estos peligros. Cuando los músicos norteamericanos improvisan así libremente y se escuchan sus trabajos a través del disco, los músicos europeos son los primeros en estar de acuerdo en que aquí se ha creado algo que no tiene duplicado en el exterior.

*Pianista de Chic:~go nacido en 1919, y que se ha destacado en el campo del llamado be-bop o bop. (N. del T.)

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Si las fuentes de recursos musicales negra e hispana han ejercido tanta atracción en la imaginación de los músicos de las Américas, la influencia de la cultura musical de los indios aborígenes, en cambio, parece haber sido superficial. Desdichadamente, poco ha sobrevivido de la música de las civilizaciones precolombinas, y lo poco que queda nos ha llegado a través de muy contados instrumentos y de las escalas que de algunos de ellos pueden deducirse. Los indios de la actualidad, cuando cantan o bailan, producen una música cuya autenticidad resulta difícil de establecer. No es fácil decir cuánto de lo que hacen es resultado de la tradición oral y cuánto ha sido adquirído de las circunstancias de su medio ambiente posterior a la Conquista. Su influjo en la música "seria" ha sido más vigoroso en los países en los cuales la cultura india llegó a un desarrollo superior y ha sido mejor conservada, tales como México y Perú. En nuestro país, donde los indios no alcanzaron el nivel cultural de los incas o los aztecas, sólo pocos compositores tuvieron la esperanza de hallar estímulo en los materiales temáticos a su disposición. A pesar de Arthur Farwell y su grupo de compositores amigos, y no obstante la Indian Suite de Edward MacDowell, nada realmente fructífero resultó en este terreno. Es comprensible que los primeros norteamericanos ejercieran una atracción sentimental para nuestros compositores, especialmente en la época en que el propio músico de Norteamérica buscaba alguna expresión musical nativa. Pero nuestros compositores fueron

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evidentemente incapaces de identificarse en forma suficiente con tales fuentes primitivas de materiales, para tornarlas convincentes al escucharlas fuera de su marco. El compositor chileno contemporáneo Carlos Isamitt tuvo más éxito en una situación algo análoga. Los indios araucanos del sur de Chile no constituyen un pueblo altamente desarrollado, como los incas en Perú, y, sin embargo, Isamitt, viviendo entre ellos y sumergiéndose en su cultura, pudo extraer algo de su espíritu independiente en sus adaptaciones sinfónicas de sus cantos y danzas. Pero el sello principal de la personalidad india -su reflejo más profundo en la música de nuestro hemisferio- se encuentra en la actual escuela de compositores mexicanos y especialmente en las obras de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas. En ellos, no es tanto cuestión de temas como de carácter. Aun sin previo conocimiento del hombre amerindio, de sus partituras puede deducirse su naturaleza esencial. La música de Chávez es vigorosa y circunspecta, a veces de acento casi fatalista; indica al amerindio sombrío, impasible y pétreo. Es música obstinada, implacable e inflexible; aquí no hay nada del humilde peón mexicano. Es música que conoce su propia intención; severa y, si puede decirse, tosca, en un sentido abstracto. N o hay en ella atavíos, ni nada extraño; es como la pared desnuda de una choza de adobe, que puede ser muy expresiva por virtud de su inexpresividad. Para mí, posee una calidad india que es, al mismo tiempo,

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de espíritu curiosamente contemporáneo. A veces me causa la impresión de ser la música más auténticamente contemporánea que conozco, no en el sentido superficial, sino en el sentido de que se acerca a expresar la realidad fundamental del hombre moderno, después de haber sido despojado de la acumulación de siglos de experiencias estéticas. Resulta ilustrativo comparar la obra de Chávez con la de su compatriota, el malogrado Silvestre Revueltas, cuyas partituras vibrantes, sabrosas, cantan a un aspecto más colorido, quizá más mestizo del carácter mexicano. Revueltas era un hombre del pueblo, dotado de un oído maravillosamente agudo para los sonidos de la música popular. No escribió largas sinfonías ni sonatas, sino muchos breves bocetos orquestales, con títulos caprichosos como Ventanas, Esquinas, janitzio, el último de los cuales es el nombre de la pequeña isla del lago Pátzcuaro. La nómina de sus composiciones sería más extensa si no fuera por el hecho de que murió cuando contaba cuarenta años, en 1940. Pero las páginas que nos dejó están llenas de una exuberancia y una vitalidad -vitalidad y exuberancia mexicanas- que hace que escucharlas constituya un placer. En la búsqueda de las cualidades de la imaginación específicamente occidental me parece que hay dos compositores de América del Norte y del Sur que tienen muchos rasgos en común y especialmente cierta riqueza y florida invención que no encuentran duplicado en Europa. Pienso en el brasileño Heitor

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Villa-Lobos y en el norteamericano, de Connecticut, Charles lves. Dejando de lado la cuestión de los valores relativos, me parece que uno debe volverse a la prosa bíblica de Herman Melville o al verso oceánico de Walt Whitman para hallar análogas magnificencias. ¿Es ilusorio vincular esta munificencia de imaginación de ambos compositores con el marco de libertad de un nuevo mundo? También comparten la desventaja de una imaginación superabundante, la incapacidad para trasladar las muchas imágenes que se agolpaban en sus mentes, a partituras de una visión individual y unificada. En el caso de Villa-Lobos hay una fuerte tentación de identificar su pletórica imaginación con la exuberancia de un paisaje de selva, y la propia sonoridad de la música lo sugiere. En lves percibimos el esfuerzo por alcanzar lo trascendental y lo universal autóctono de la parte de América donde nació. ¿Sufren tanto lves como Villa-Lobos de un estilo pomposo? Alexis de Tocqueville, quien visitó nuestras playas en la tercera década del siglo XIX, informó que el "estilo pomposo" era típico de los oradores y escritores norteamericanos. Debe de haber algo en los países extensos -el territorio del Brasil, en caso de que se haya olvidado, es más grande que el de los Estados Unidos-, algo que alienta a los artistas creadores a expandirse más allá de todos los límites normales. La falta de restricción, hecha costumbre por la tradición, desempeña aquí su papel. Y cuando esta falta de restricción se combina con una imagina-

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ción copiosa y fértil, ambas parecen engendrar, juntas, una concomitante carencia de autocrítica. ¿Es posible ser cuidadosamente selectivo si no se posee una norma tradicional de referencia? Difícilmente parece ser así. La fuerza en ambos hombres surge a pesar de su incapacidad de ejercer, a veces, el juicio autocrítico. Es un poder de originalidad de calidad curiosamente nativa, que hace que su música parezca ser tan típica de este hemisferio. Existen varios paralelismos entre la obra de Ives y la de Villa-Lobos. En una época de sus carreras ambos emplearon los métodos impresionistas para sugerir escenas realistas de la vida local. Junto con esto, marchaba la tendencia a dar a sus páginas títulos caseros; el cuadro sinfónico de Ives del Housatonic at Stockbridge se equipara a Trenzinho do Caipira. Ambos hombres tienen cariño por tratar de lograr lo "ricamente simbólico, específico de lo universal". Ambos son técnicamente atrevidos, habiendo hecho experimentos con efectos poli tonales y polirrítmicos mucho antes de haber tenido contacto con los ejemplos europeos de estos recursos. (Ives es especialmente notable en este sentido.) Y ambos conservaron posiciones centrales en la historia de la música de sus países, a causa de mostrarse dispuestos a ignorar los modelos académicos europeos que durante largo tiempo habían satisfecho a otros compositores de sus respectivas tierras. Y, sin embargo, a pesar de estas similitudes, es característico que sus obras son absolutamente personales y diferentes una de otra.

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En violento contraste con la florida y ocasional grandilocuencia de Ives y Villa-Lobos, pero no menos representativa de otro aspecto distinto de América, es la música de Virgil Thomson y Douglas Moore. Nada hay en la música "seria" europea semejante a la de ellos; nada tan absolutamente llano y desnudo como su tratamiento de las simples tonadas y ritmos exactos y armonías de himnos protestantes. Evocativas de las virtudes hogareñas de las zonas rurales de los Estados Unidos, sus obras pueden constituir un "estilo del Medio Oeste" en la música norteamericana. Atraídos por el encanto simple de un himno protestante, una cantilena sentimental o una danza campesina, nos dan el duplicado musical de un regionalismo que es familiar en nuestra literatura y en nuestra pintura, pero rara vez se encuentra en nuestros conciertos y sinfonías. Estos dos hombres, innecesario es decirlo, son músicos refinados, de manera que su franca aceptación de un vocabulario musical tan limitado es un gesto de fe en su propia herencia. Ambos han explotado mejor que nadie este tipo de seudoprimitivismo del Medio Oeste en sus óperas y partituras cinematográficas. Thomson, en especial, con la ayuda de los textos de Gertrude Stein en Four Saints in Three Actsy The MotherofUsAllha logrado dar un rasgo altamente original a la simpleza que desarma de los materiales musicales. Debemos recordar que aquí, de manera nueva, hay una idea de anteriores norteamericanos, como Gilbert y Farwell, quienes creían que sólo subrayando nuestra cruda realidad

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musical y resistiéndonos a los halagos de las culturas musicales altamente desarrolladas de otros pueblos encontraríamos nuestro idioma musical nativo. Comprendo que hay, sin duda, entre mis lectores quienes rechazan sinceramente esta búsqueda del "americanismo" en las obras de nuestros coetáneos. Roger Sessions, Walter Pistan y Samuel Barber son compositores cuyas obras no son notablemente "americanas" en el sentido específico que doy al vocablo en este capítulo, y, sin embargo, un resumen completo de la imaginación americana en actividad en la música -tal como este estudio no pretende ser- subrayaría naturalmente la importancia de sus obras. Hay un ideal universalista, ilustrado por sus sinfonías y música de cámara, que disminuye la nota nacionalista y subraya los "valores predominantemente musicales". Yo mismo pierdo la paciencia con el aficionado europeo que pretende que nuestra música sea totalmente nueva, enteramente nueva, absolutamente distinta. Olvidan que somos, como dijo una vez Waldo Frank, la "tumba de Europa", con lo cual supongo que quiso sugerir que hemos heredado todo lo que ellos son y saben, y tendremos que absorberlo y hacerlo completamente nuestro antes de que podamos esperar que surja la creación norteamericana pura . Sin embargo, existe una profunda necesidad psicológica de buscar los signos de esa creación. Sé que esto es exacto por mis propias reacciones ante la música de otros países, en especial aquellos cuyas expresiones musicales todavía no están formadas, pues inevitable-

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mente buscamos la nota que la hace característica. Esta actitud puede ser estrecha y equivocada, pero constituye una reacción natural que legítimamente debiera equilibrarse mediante la comprensión de que no todos los compositores de cualquier país han de verse limitados a una expresión claramente nativa. En una conferencia pronunciada antes de 1907, el compositor norteamericano Edward MacDowell dijo: "A lo que debemos llegar es al optimismo juvenil y a la denodada tenacidad de espíritu que caracterizan al hombre norteamericano. Esto es lo que espero ver reflejado en la música de N orteamérica". Creo que la esperanza de MacDowell ha sido realizada, en parte por lo menos; porque si existe una escuela de compositores norteamericanos, el optimismo es, sin duda, la tónica de sus obras. Pero el tiempo nos ha alcanzado, y ya el mero optimismo parece insuficiente. Para que no sea simple exuberancia pueril, debe ésta hallarse atemperada, como lo está en las obras de nuestros mejores compositores, por un reflejo del hombre norteamericano, no como MacDowelllo conoció a fines de siglo, sino como se nos presenta a nosotros, con todo el mundo complejo que lo rodea. Se necesitará imaginación para reflejar a ese hombre en la música.

CAPÍTULO

VI

El compositor en Estados Unidos industrial

A veces pienso si es pura casualidad que nadie haya publicado nunca un adecuado resumen crítico de todo el campo de la música norteamericana. Existen, desde luego, varios compendios que contienen datos biográficos y listas de obras; pero, hasta ahora, nadie ha intentado resumir lo que han realizado nuestros compositores, por no hablar de lo que siente un compositor en Estados Unidos industrial. ¿Qué clase de vida creadora lleva el compositor? ¿Cuáles son sus relaciones con la comunidad o cuáles deben ser? Éstas y muchas otras facetas de la vida del compositor apenas han sido exploradas. Mi colega, el compositor norteamericano Elliot Carter, me dijo una vez que, en su opinión, sólo un espíritu imaginativo podía concebir a un compositor de música "seria" en una comunidad industrial como Estados Unidos de Norteamérica. En realidad, me parece que nosotros, los norteamericanos que componemos música, alternamos entre estados de espíritu que hacen que la composición parezca ser la práctica más natural y ordinaria, y otras disposiciones de ánimo, en que esta tarea parece completamente extraña a los

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fundamentales intereses de nuestro medio ambiente industrial. Por temperamento, me inclino hacia el sector que considera la composición musical en nuestra comunidad como una fuerza natural, como algo que se da por sentado, más bien que como una tarea extravagante de una reducida minoría de nuestros ciudadanos . Y, sin embargo, juzgando esta situación desapasionadamente, comprendo que no debiéramos dar por sentada esta faena. Debemos, en cambio, examinar el sitio que ocupan el artista y el compositor en la clase de sociedad en que vivimos, en parte, para tomar en consideración su efecto sobre el artista y también como un juicio acerca de la sociedad misma. La verdad es que una sociedad industrial debe demostrar que es capaz de producir artistas de elevada estatura, pues su incapacidad para hacerlo sería un serio reproche a las doctrinas fundamentales de esa sociedad. Desde el momento que no se da por sentada la composición musical en nuestro país surge una do·· cena de interrogantes. ¿Cuál es la vida del compositor en los Estados Unidos? ¿Difiere mucho de la del compositor europeo o aun del latinoamericano de hoy o de la de los compositores de los Estados Unidos de otros períodos? ¿Son nuestros propósitos y nuestro objeto idénticos a lo que han sido? Acerca de estas preguntas y de muchas otras relacionadas a ellas, los críticos literarios escriben continuamente, pero con poca frecuencia se debaten en el mundo musical. La mejor forma en que puedo considerarlas es relacionándolas con mi propia experiencia como ar-

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tista creador en los Estados Unidos. Generalizando a partir de esta experiencia, puede ser posible llegar a ciertas conclusiones. Esta tarea engendra un estado de ánimo autobiográfico, pero es imposible evitarlo si es que me voy a utilizar como conejillo de la India. Juzgo típica mi propia experiencia pues he crecido en una comunidad urbana (la ciudad de Nueva York) y vivido en un medio ambiente que tenía poca o no tenía vinculación alguna con la música "seria". Mi descubrimiento de la música fue más bien como dar con una ciudad insospechada; como descubrir a París o a Roma sin haber oído nunca hablar de su existencia. La excitación del descubrimiento se vio acrecentada a causa de que, en ese momento, descubrí unas pocas calles, pero, antes de que trascurriera mucho tiempo, comencé a sospechar toda la extensión de esta ciudad. En mi caso, el impulso instintivo hacia el mundo del sonido debe de haber sido muy poderoso, puesto que triunfó por sobre un medio ambiente inclinado hacia el comercio, y el cual, hasta donde me es posible afirmarlo, nunca había pensado en el arte o en la expresión artística como forma de vida. Recuerdo escenas de mis primeros años en la escuela secundaria. Me veo exhumando partituras de los polvorientos estantes del piso alto de la vieja Biblioteca Pública de Brooklyn, en la calle Montague, donde había riquezas que mis vecinos inmediatos ignoraban. Aquéllos eran los estimulantes años de exploración. Recuerdo las noches en que en mi casa, solo, cantaba para mí los liederde Hugo Wolf, viviendo

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en un plano que no tiene paralelo con el resto de mi vida cotidiana, o explicando a un compañero delcolegio, después de haber escuchado uno de los primeros conciertos orquestales a que asistí, en la Academia de Música de Brooklyn, en los días anteriores a la radiofonía y a las sinfonías registradas en discos, cómo sonaba una orquesta sinfónica. He olvidado mi exacta descripción, salvo la insistente frase: "Y luego, y luego", que yo pronunciaba después de bosquejar cómo se disciplinaban, poco a poco, las fuerzas instrumentales, "y luego ... entraba toda la orquesta". Ésta era la gloria musical manifestándose en sí misma. Lo que más recuerdo, sin embargo, es el momento en que, por vez primera, admití abiertamente a otro ser humano que yo tenía la intención de ser compositor. ¡Convertirse en rival de los maestros; qué atrevido e inaudito proyecto para un muchacho de Brooklyn! Era verano y tenía yo quince años; el primer amigo que se enteró de esta sorprendente confesión podría haberse reído en mi propia cara. Afortunadamente, no lo hizo. Lo curioso, retrospectivamente, es el grado en que yo me despreocupaba de lo ordinario del mundo laborioso que me rodeaba. No se me ocurría rebelarme contra su torpeza, pues, en último análisis, era el único mundo que yo conocía, y simplemente lo aceptaba tal como era. Para mí, la música no constituía un refugio o un consuelo; sólo imprimía significación a mi propia existencia, cuando el mundo exterior tenía poca o no tenía ninguna. Yo no podía dejar de sentir

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un poco de compasión por las personas para quienes la música y el arte en general nada significaban; pero esto sólo a ellos les concernía. En cuanto a mí, no podía imaginar mi vida sin ella. Ahora, unos treinta y cinco años después, me parece que la música y la vida que me rodeaba no setocaban. La música era como la parte interior de un gran edificio que se cierra contra los ruidos de la calle. Eran los ruidos propios de una calle, pero resultaba agradable conservar la quietud del gran edificio, no como un refugio o un escondite, sino como un sitio diferente y más significativo. Aquí, en primer término, reside una diferencia con respecto a los músicos europeos, cuyo contacto con la música "seria", aun cuando sea tardío, debe parecer completamente natural, puesto que la "música clásica" es alemana, inglesa, francesa, italiana, etcétera; en otras palabras, tiene sus raíces en el propio pasado del compositor joven. En los Estados Unidos, la música "clásica" constituía una importación del exterior. Pero lo extranjero de la música "seria" no me preocupaba en absoluto en esos días; mis primeras preocupaciones se vinculaban con la técnica y la expresividad. Descubrí que hallaba profunda satisfacción exteriorizando mis sentimientos -a veces sorprendentemente concretos- y dándoles forma. La escala en que trabajaba al comienzo era reducida -obras pianísticas o canciones de dos o tres páginas-, pero la intensidad de los sentimientos era auténtica. Debe de haber sido la realidad de esta inten-

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sidad interior de la cual hablaba, la que me producía la convicción de que sería capaz de escribir algún día una obra de mayor extensión y quizá significativa. N o hay otra forma de explicar la seguridad en sí mismo de un joven artista. Ella no sólo se funda en la fe -y por supuesto que no puede haber seguridad al respecto-, sino que debe haber una verdadera semilla, de la cual germinarán los trabajos posteriores. Los días vividos en Europa, desde los veinte hasta los veintitrés años, me dieron plena conciencia de los orígenes de la música que amaba. La mayor parte del tiempo la pasé en Francia, donde las características de su cultura son evidentes a cada momento. La relación de la música francesa con la vida que me rodeaba se tornaba cada vez más manifiesta. Gradualmente, se posesionó de mí la idea de que mi expresión personal en música debía relacionarse, de alguna manera, con el medio ambiente de mi hogar. En mí se desarrolló entonces la convicción de que debía lograr que se tocaran las dos cosas que siempre habían parecido estar tan separadas en los Estados Unidos: la música y la vida que me rodeaba. Este anhelo de que la música que deseaba escribir surgiera de la vida que yo había vivido en los Estados Unidos, se convirtió en preocupación durante la década del2o. Desde luego, no era ésta una experiencia muy diferente de las de otros artistas jóvenes de mi país, pertenecientes a otros campos artísticos, y que habían ido al extranjero a estudiar durante esa época, pues, en mayor o menor grado, todos descubrimos los Estados Unidos en Europa.

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En materia musical, nuestro problema era particular; empezó realmente cuando comenzamos a buscar lo que Van Wyck Brooks llama un "pasado utilizable". En aquellos días no estaba al alcance de la mano el ejemplo en música de nuestros mayores. Sus obras no se ejecutaban con frecuencia, excepto, quizá, localmente. Sus partituras raras veces se publicaban, y aun cuando lo hayan sido, resultaban costosas y no estaban siempre al alcance del estudiante investigador. Sabíamos, por supuesto, que ellos también habían estado en Europa como estudiantes, absorbiendo la cultura musical, principalmente en los centros de aprendizaje alemanes. Como nosotros, habían regresado a la patria llenos de admiración por los tesoros del arte musical europeo y con la misión impuesta a sí mismos de exponer estas glorias a sus compatriotas. Pero cuando pienso en estos viejos músicos y especialmente en los más importantes -John Knowles Paine, George Chadwick, Arthur Foote, Horatio Parker- que integraron la escuela de compositores de Boston, a fines del siglo, cobro conciencia de la diferencia fundamental entre la actitud de ellos y la nuestra. La actitud de estos compositores se fundaba en una admiración por el arte europeo y en una identificación con él, que hacía que toda búsqueda de cualquier otra fórmula artística pareciera una especie de sacrilegio. El desafío del arte continental no radicaba en si podíamos superarlo o realizar algo realmente nuestro, sino simplemente en si nos era posi-

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ble crear tan bien como los europeos. Pero, por supuesto, uno nunca realiza "tan bien como otro". Batiendo a Brahms o a Wagner con sus propios recursos se está seguro de ser el mejor después del primero. Ellos amaban las obras maestras de la cultura europea madura, no como creadores, sino como los maestros de escuela en que luego se convirtieron muchos de ellos. Aceptaban una autoridad artística que venía del extranjero y parecían resueltos a amoldarse a esa autoridad. No pretendo menospreciar lo que realizaron en pro de los comienzos de la seria composición musical norteamericana. Todo lo contrario. Dentro del marco de la tradición musical germana, en la cual muchos de ellos habían sido educados, componían activamente, establecieron normas profesionales de trabajo y alentaron una seriedad de propósitos en sus alumnos que sobrevivieron largamente a sus propias labores. Pero juzgados de acuerdo con sus méritos como compositores, aunque son estimables sus sinfonías, sus óperas y obras de cámara, eran esencialmente practicantes en el idioma convencional de su época y, por lo tanto, poco tenían para ofrecernos a nosotros los de una generación más joven. No cabe duda de que es un lugar común -aunque creo que no por ello deja de ser menos exacto- decir que un aura elegante flotaba sobre estos músicos. No había ningún Dostoyevski ni Rimbaud entre ellos; ninguno murió en el arroyo como Edgar Allan Poe. Puede no ser gracioso expresarlo, pero temo que el grupo de compo-

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sitores de Nueva Inglaterra de esa época era, en todos sus instintos, demasiado caballeresco, demasiado pulido, y su cultura reflejaba cierta corrección como de museo y cierta solidez burguesa. Edward MacDowell, contemporáneo de ellos, logró escapar en cierto extraño modo de algunos de los peligros de los compositores de Nueva Inglaterra. Quizás el hecho de que fue instruido desde tierna edad a la sombra del Conservatoire de París y pasó muchos años en el extranjero, le dio cierta familiaridad con las grandes obras europeas, familiaridad que otros nunca adquirieron. Ésta es, tan sólo, una conjetura; pero es sin duda claro que, hablando en términos generales, su música exhibe más independencia de espíritu y, evidentemente, más personalidad que la de sus colegas de los alrededores delgoo. Entre los norteamericanos, la música de MacDowell era la que más conocíamos, aun en 1925. No puede decirse con honestidad que nuestras relaciones con ella, en ese período, fueran benévolas; su posición de "principal compositor de su generación" y con las debilidades y la ortodoxia de la vieja promoción, lo convertía en el indicado blanco de nuestra impaciencia. En la actualidad, aunque su música se toca con menor frecuencia, se puede apreciar con más justicia lo que tenía MacDowell, es decir, un don poético sensitivo e individual y un giro armónico particularmente suyo. Resultan tanto más satisfactorias sus obras cuanto menos pretencioso se muestra. Parece posible que, durante largo tiempo, el nombre de MacDowell per-

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manecerá inconmovible en los anales de la música norteamericana, aunque su influencia directa como compositor apenas puede hallarse en la música norteamericana de la actualidad. La búsqueda de un pasado utilizable, de antecesores musicales, nos llevó, como era natural, a un examen más detenido de la música de los hombres que precedieron inmediatamente nuestra época: la generación que estaba en actividad después de la muerte de MacDowell, ocurrida en 1908. Sólo alrededor de ese período fue cuando algunos de nuestros compositores pudieron sacudir el penetrante influjo germano en la música norteamericana. Con Debussy y Ravel, Francia reapareció como figura mundial en la escena de la música internacional, y el impresionismo francés se convirtió en la nueva influencia. Compositores como Charles Martín Loeffler y Charles T. Griffes representaban a los extremistas de su época. Pero ahora comprendemos que si los anteriores compositores de Boston se mostraron propensos a refugiarse en los valores seguros del mundo académico, estos nuevos hombres estaban en peligro de huir a una especie de torre de marfil artística. Como compositores, parecían bien felices de evitar el contacto con el mundo en que vivían. Contrariamente a la poesía de Sandburg o las novelas de Dreiser o Frank Norris, tan conscientes de la cruda realidad de Estados Unidos industrial, en la música de Loeffler y Griffes no se halla una pintura de los tiempos en que vivieron. El peligro residía en que su música se convirtie-

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ra en un mero agregado a las torvas realidades de la vida cotidiana, en un mero ejercicio de la vida refinada. Amaban lo pintoresco, lo poético, lo exótico: el medievalismo, el hinduismo, los cantos gregorianos, las chinoiseries. Hasta los antiguos críticos subrayan la nota "decadente" de su música. A pesar de esta tendencia fin-de-sii~cle, Charles Griffes es un hombre que merece recordarse, pues representa un nuevo tipo de compositor, que contrasta con los hombres de Boston. Griffes era simplemente un muchacho común de pequeño pueblo, procedente de Elmira, Nueva York. Nunca conoció a las personas importantes de la música de su tiempo y jamás logró conseguir un puesto mejor que el de profesor en un conservatorio particular para jóvenes, en Tarrytown, en las afueras de Nueva York. Y, sin embargo, en sus obras hay páginas en las que se reconoce la presencia del momento realmente inspirado. Los suyos eran los trabajos de un ser humano consciente, de sentido progresista para su época y con una definida relación con los impresionistas y con Scriabin. Nadie puede decir hasta dónde podría haberse desarrollado Griffes si su carrera no se hubiera visto tronchada prematuramente a los treinta y seis años, en 1920. Lo que nos legó a los que vinimos después de él fue un sentido de lo audaz en la composición, de estar plenamente vivo a las tenciencias más nuevas del mundo musical y al estímulo que puede lograrse con tal contacto. Mirando hacia el pasado, en busca de los primeros signos del compositor nativo interesado en la es-

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cena norteamericana, se da con la simpática figura de Henry F. Gilbert. Su especial preocupación fue el empleo de materiales negros como base de "serias" composiciones. A esta idea se le había dado gran impulso con la llegada a los Estados Unidos, en 1892, del compositor bohemio Antonin Dvorák, cuya composición de la Sinfonía del Nuevo Mundo, en el Nuevo Mundo, utilizando material melódico fuertemente sugestivo de los negro spirituals, despertó, entre varios de los norteamericanos más jóvenes de esa época, el deseo de escribir música con color local, característica de una parte, por lo menos, de la escena de Estados Unidos. Henry Gilbert era un músico de Boston, pero tenía poco en común con sus colegas de Nueva Inglaterra, pues alentaba la firme convicción de que era mejor escribir música en su propia forma, por más modesto y restringido que fuera su estilo, que componer extensos trabajos siguiendo el modelo extranjero. Gilbert creía haber resuelto el problema de la expresión nativa citando temas negros o criollos en sus oberturas y ballets. Sus realizaciones sugerían un plano primitivo y precursor, pero el hecho es que el compositor carecía de la técnica y la musicalidad para expresar sus ideales en forma significativa. Después de todo, ¿qué sentido tiene hacer uso de un himno o de una melodía de vaqueros en una seria composición musical? Nada hay inherentemente puro en un tema surgido de fuente folklórica que no pueda ser desnaturalizado mediante una adapta-

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ción pobre. El empleo de tales materiales no debe ser nunca un proceso mecánico. Sólo puede manejarlos con éxito un compositor capaz de identificarse con las connotaciones emocionales del material y de expresarlas con sus propios términos. La melodía de un himno representa cierto orden de sentimientos: simplicidad, sencillez, sinceridad, expresividad directa. El reflejo de estas cualidades en una adaptación estilísticamente adecuada, imaginativa y no convencional, y no la mera cita, es lo que otorga realidad e importancia al empleo de melodías folklóricas. Del mismo modo, transcribir las melodías de los vaqueros, de manera que sus cualidades esenciales se conserven, constituye una tarea reservada al compositor imaginativo, dotado de la comprensión profesional del problema. De cualquier modo, durante la década del2o nos sentimos poco influidos por los esfuerzos de Henry Gilbert, porque la verdad es que nosotros íbamos tras un ideal más amplio. Nuestra preocupación no radicaba en la posibilidad de citar un himno o un spiritual; deseábamos hallar una música que expresara las cosas universales en el idioma vernáculo de los ritmos del habla norteamericana. Deseábamos escribir música de un nivel que superara bien lejos a la música popular; música con una amplitud de expresión enteramente representativa del país que había imaginado Whitman. Por un curioso capricho de la historia musical, el hombre que escribía esa música -una música que se

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acercaba a nuestras necesidades- nos era absolutamente desconocido. A veces me pregunto si la historia de la música norteamericana habría entrañado diferencias si las obras de Charles Ives hubieran sido ejecutadas en la época en que compuso la mayoría de ellas: en términos generales, los veinte años comprendidos entre 1900 y 1920. Quizá no; quizá se hallaba demasiado adelantado a su propia generación. Tales como sucedieron las cosas no fue sino hasta la década del3o cuando las descubrieron los compositores más jóvenes. Con el correr del tiempo, Ives adquiere cada vez más un carácter legendario, porque su carrera de compositor es, sin duda, única no sólo en los Estados Unidos, sino en la historia de la música de cualquier latitud. En el capítulo anterior mencioné la abundancia de imaginación que se observa en la música de Ives, su amplitud de visión, su aspecto experimental y la incapacidad del compositor para ser autocrítico. Quiero ser aquí más específico y subrayar no tanto el aspecto místico y trascendental de su carácter -el aspecto que lo hace más semejante a hombres como Thoreau y Emerson-, sino más bien el elemento en su idioma musical que explica su aceptación de lo vernáculo como parte integrante de ese idioma. Me parece que esta aceptación constituyó un instante muy significativo de nuestro desarrollo musical. Ives tenía un interés permanente en la escena norteamericana, tal como la vivió en la región con la cual estuvo familiarizado. Se crió en Danbury, Connecti-

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cut, pero completó su educación en la Universidad de Yale, donde se graduó en 18g8. Luego marchó a Nueva York, ciudad en la que pasó muchos años trabajando con buen éxito como hombre de negocios. A través de toda su vida, uno adquiere la impresión de que estaba profundamente sumergido en sus raíces norteamericanas. Se sentía fascinado por los rasgos típicos de la vida de los pequeños pueblos de Nueva Inglaterra: el coro de la iglesia de la aldea, la celebración del4 de julio, la banda de los bomberos, una danza en un granero, una elección en la aldea, el día del nacimiento de George Washington. Referencias atodas estas cosas y a muchas otras similares se encuentran en sus sonatas y sinfonías. Ives trataba estos asuntos de manera imaginativa, más bien que literal. N o se piense ni por un instante que era un simple provinciano con una eficaz habilidad para incorporar materiales nativos a sus muchas partituras. No; Ives era un intelectual, y lo que resultaba más notable no era su evocación de un paisaje local, sino el alcance total y lo completo de su mente musical. Sin embargo, Ives enfrentó un problema importante en su intento de lograr coherencia formal en medio de una materia musical tan variada. De ninguna manera logró éxito completo en este difícil propósito. En sus peores momentos, su música es amorfa, desordenada, descuidada, como la música de un hombre incapaz de coordinar sus pensamientos muy distintos. La simultaneidad de impresión fue una idea que intrigó a Ives toda su vida, nunca olvidó la exci-

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tación de haber escuchado, cuando muchacho, tres bandas de aldea tocando al mismo tiempo en esquinas diferentes. Para reproducir esta simultaneidad de efecto, denominada luego "perspectiva musical" por un crítico, probó una solución parcial. Compuso una obra que constituye un buen ejemplo de este recurso; titulada Central Park in the Dark, data de 1907 y, como muchas de sus composiciones, se funda en una trascripción poética de una escena realista. El compositor ideó un método simple, pero ingenioso, para pintar esta escena, valorizando así lo que era en realidad una intención puramente musical. Detrás de un cortinado de terciopelo colocó una orquesta de cuerdas asardinadas, para representar los sonidos de la noche, y delante de él, un conjunto de instrumentos de madera que producía los ruidos de la ciudad. Ambos evocaban el Central Park por la noche. El efecto es casi el de un cubismo musical, puesto que la música parece existir independientemente en distintos planos. Esta llamada perspectiva musical hace uso del realismo sonoro con el objeto de crear un efecto impresionista. La estatura completa de !ves como compositor no se conocerá hasta que tengamos la oportunidad de juzgar su producción en su conjunto. Hasta ahora, sólo parte de su labor ha sido descifrada y publicada. Pero, cualquiera que pueda ser la impresión total, su ejemplo en la década del2o no nos ayuda en absoluto, pues nuestro conocimiento de sus obras era fragmentario, a causa de las pocas que se habían ejecutado.

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Gradualmente, hacia fines de la década del2o, habíamos abandonado nuestra búsqueda de antecesores musicales o la habíamos olvidado, supongo que, en parte, a causa de que nos convencimos de que no había ninguno, de que no teníamos ninguno. Estábamos librados a nosotros mismos, y a toda nuestra acción la acompañaba algo de lo regocijante que entraña el hecho de estar librados a nuestros propios medios. Esta actitud de confiar en sí mismo se intensificó merced a la abierta resistencia a la nueva música, típica del período posterior a la primera guerra mundial. Parte de la oposición provenía de nuestros mayores, compositores conservadores que indudablemente nos juzgaban como unos advenedizos ruidosos, portadores de ideas peligrosas. Lo divertido de la lucha contra los filisteos musicales, las salidas y la estrategia, la conquista de los convertidos y los argumentos acalorados con estúpidos críticos, explican parcialmente la excitación peculiar de ese período. Los conciertos de música nueva eran un juego: ¿quién podía decir si Acario Catapos, de Chile, JosefHauper, de Viena, o Kaikhosru Sorabji, de Inglaterra, era el hombre del futuro? Era una época de aventura; una época en la que nuevos recursos habían aparecido en la música y los ponía a prueba una serie de flamantes compositores dotados de energía y espíritu entusiasta. A veces me parecía que los compositores eran los últimos en tomar conocimiento de un notable cambio que surgía a la escena musical, después de la estimulante década del2o. El cambio se produjo, por su-

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puesto, a causa de la introducción, por vez primera, de los medios de distribución en masa en el campo de la música. Primero llegó el gramófono, luego la radiofonía, más tarde la película sonora, posteriormente la grabación en cinta y ahora la televisión. Los compositores se mostraron lentos en comprender que enfrentaban cambios revolucionarios, pues ya no escribían música simplemente dentro de un marco industrial; la industrialización misma había penetrado el marco de lo que antes había sido nuestra relativamente limitada vida musical. Se introdujo una de las cuestiones decisivas de nuestro tiempo: ¿cómo lograr contacto con el auditorio potencial, enormemente aumentado, sin sacrificar en ninguna forma las más altas normas musicales? Recientemente, Jacques Barzum llamó a esta cuestión el problema de los números. "El gran hecho nuevo es el inmenso aumento del número de gente, del número de las actividades y las posibilidades, de los deseos y las satisfacciones." Los compositores tienen la libertad de ignorar este "gran hecho nuevo" si lo desean, pues nadie los obliga a tomar en cuenta al gran público nuevo. Pero sería tonto evitar lo que constituye una nueva situación en la música; tonto porque la historia nos enseña que cuando cambia el auditorio, la música cambia. Nuestra situación actual es muy similar a la del campo de los libros. Los lectores se muestran en general rápidos para distinguir la diferencia que existe entre el libro que es un best-sellerpor su tipo y el que está destinado al círculo res-

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tringido de los intelectuales. Entre ambos extremos hay un considerable material de literatura que atrae al lector inteligente, que posee un interés variado. ¿No es ésta una situación similar, posible de desarrollarse en la música? ¿No le es dado a usted mencionar algunas composiciones que son best-sellers en lascosechas recientes? Sin duda, las obras complejas, las que "nacen difíciles", constituyen una manifestación musical muy familiar. Pero es el oyente inteligente, dotado de un interés variado, el que posee gustos que en la hora actual son difíciles de definir. Los compositores pueden tener que abandonar sus viejos hábitos de pensamiento y tornarse más conscientes de los nuevos oyentes para quienes escriben. En el pasado, cuando he brindado similares consejos gratuitos acerca de este asunto he sido siempre mal comprendido. Los compositores de música abstrusa se creían atacados y sostenían que las complejidades eran naturales en ellos, "nacidos en esa forma"; afirmación que yo nunca intenté discutir. Simplemente, señalé que ciertos modos de expresión pueden no necesitar toda la gama de las complicaciones postonales, y que determinados propósitos expresivos pueden llevarse a cabo de manera apropiada sólo mediante una simple textura en un esquema básicamente tonal. Según mi entender, la música que nace compleja no es inherentemente mejor o peor que la música que nace simple. Otros interpretaron mis intenciones como una justificación para diluir las ideas con el propósito de

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tornar sus obras aceptables para el consumo de lamasa. Todavía otros han utilizado mis propias composiciones para demostrar que yo hago una aguda distinción entre las escritas en un estilo "severo" y las de estilo "simple". A veces se extrae la deducción de que he abandonado conscientemente mi anterior manera disonante, para popularizar mi estilo, opinión ésta aplaudida con entusiasmo; mientras que los de distinta convicción están persuadidos de que sólo mi llamado estilo "severo" es realmente serio. En mi propia mente nunca se estableció una aguda dicotomía entre las diversas composiciones que he escrito. Propósitos diferentes producen diferentes clases de obras; eso es todo. La nueva mecanización de los medios de divulgación de la música han subrayado requerimientos funcionales, muy a menudo adaptados a un amplio auditorio. La necesidad induciría naturalmente a que las composiciones sean de un estilo más simple y directo del acostumbrado en las obras de concierto de la música pura. Pero esto no disminuye en manera alguna mi interés en la composición de trabajos escritos en un idioma que pueda ser accesible sólo para oyentes cultivados. Al recordarlo, me parece que lo que traté de lograr en mis composiciones más simples fue sólo parcialmente la creación de obras que pudieran dirigirse a auditorios más amplios. Más que esto, me brindaban la oportunidad de intentar un idioma más llano, no muy diferente en intención de la que me trajo en forma más febril en mis composiciones de la década del2o, influidas por

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el jazz. En otras palabras: no era sólo la función de la música lo que estaba en debate, sino también el lenguaje musical. Este deseo de hallar un idioma musical nativo, que, como lenguaje, no ocasionara dificultades a mis oyentes, no era quizá más que un recrudecimiento de mi viejo interés en establecer una vinculación entre la música y la vida que me rodea. Nuestros compositores "serios" no han tenido un señalado éxito en el logro de esta vinculación. Abstraídos del medio que los circunda, viven en comunicación constante con las grandes obras, lo cual parece hacer de rigueur para ellos emularlas, escribiendo sus composiciones dentro de un plano equivalente. Pero no se me interprete mal. Apruebo por completo este gran gesto en aquellos que pueden lograrlo. Lo que me parece una pérdida de tiempo es el autoengaño del esfuerzo "mayor", por parte de muchos compositores que servirían mucho mejor a la comunidad escribiendo una buena pieza para una banda de escuela secundaria. Los compositores jóvenes se sienten especialmente inclinados a excederse, a hacer el gran gesto escribiendo obras ambiciosas, en un estilo a menudo escabroso, que no tiene futuro alguno; es una tarea falta de realismo y una imitación inútil de modelos extranjeros. Por supuesto que no abrigo la ilusión de que este buen consejo sea atendido por nadie. Pero me agrada pensar que en mi propia obra, como ejemplo, he alentado la idea de que un compositor escribe con distintos propósitos y desde diferentes puntos de mira.

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Constituye para mí una satisfacción saber que en la composición de un ballet como Billy the Kid o en una partitura de película, cual Nuestro pueblo, y quizás en Lincoln Portrait, he bosquejado, para mí mismo y para otros, un tipo de naturalidad musical que necesitamos urgentemente, junto con "grandes'' obras. En una valuación honesta de la posición del compositor norteamericano en nuestra sociedad actual habría mucho de qué enorgullecerse y no poco de qué quejarse. El peor rasgo de la vida del compositor reside en el hecho de que no se siente parte integrante de la comunidad musical. No hay una profunda necesidad de sus actividades como compositor, ni una preocupación apasionada en cada uno de sus trabajos a medida que se escriben. (No hablo ahora de mi propia experiencia personal, sino de mis observaciones de la escena en general.) Cuando se toca la obra de un compositor, se lo rodea usualmente de una atmósfera de moderada aprobación, pero cuando no se las ejecuta, nadie pide que se lo haga. De cualquier manera, las ejecuciones constituyen raros acontecimientos, con el resultado de que muy pocos compositores pueden esperar ganarse la vida merced a la música que escriben. La enseñanza de la música ha sido, por consiguiente, su principal fuente de recursos, y la composición musical, una actividad reservada para los momentos libres. Son éstas, quejas familiares, lo sé, quizá desde tiempos inmemoriales; pero muestran pocos signos de que sean superadas y, como agregado, hacen de los compositores un grupo de

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desdichado sino, que experimenta motivos de infelicidad que van del abierto resentimiento a la frustración interior. En la columna más alegre del libro hay que anotar el hecho consolador de que, numéricamente, hay muchos más compositores en actividad de los que hubo antes. Adviértese un estímulo por parte de fundaciones privadas y personas, y se otorgan premios y encargan trabajos con mucha mayor frecuencia. Ocasionalmente, una estación radiofónica o una compañía de discos demuestra un chispazo de interés. Los editores han revelado signos de un satisfactorio despertar, mediante su buena voluntad para invertir dinero en el futuro de los desconocidos. Hablando en términos generales, los críticos se muestran más liberales en su actitud, más dispuestos a aplaudir de lo que lo hacían un cuarto de siglo atrás. Y, más importante que todo, parece haber un constante surgimiento de nuevos talentos en todas partes de los Estados Unidos, el cual trae buenos augurios para el futuro de nuestra composición musical. En último análisis, el compositor debe buscar la satisfacción más profunda en la obra que produce, en el propio acto creador. En muchos aspectos, la creación artística en una comunidad industrial es poco diferente de lo que siempre ha sido en cualquier comunidad. Después de todo, ¿qué consigno al fijar las notas? Registro un reflejo de estados emocionales: sentimientos, percepciones, imágenes, intuiciones. Un estado emocional, tal como em-

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pleo la expresión, entraña una mezcla de todo lo que somos: nuestro pasado, nuestro medio ambiente, nuestras convicciones. El arte particulariza y actualiza estos fluidos estados emocionales. A causa de que particulariza y actualiza, imprime significado a la condition humaine. Si da significado, posee necesariamente propósito. Y hasta agregaría que tiene propósito moral. Uno de los problemas fundamentales del compositor en una sociedad industrial como la de los Estados Unidos estriba en lograr integridad, en hallar justificación para la vida del arte en la vida que lo rodea. Para producir una obra de arte, debo creer en el bien último del mundo y de la vida mientras vivo. Porque las emociones negativas no pueden producir arte; las positivas expresan una emoción acerca de algo. No puedo imaginar una obra de arte sin convicciones implícitas. Y esto reza también para la música, la más abstracta de las artes. La falta de una filosofía positiva es lo que resulta un poco atemorizante en el mundo, tal como yo lo veo. No puede crearse una obra de arte como producto del temor y la suspicacia; sólo se la puede engendrar merced a creencias afirmativas. Este sentido de afirmación sólo puede poseerse, en parte, mediante nuestro ser interior; al resto lo debe acicatear constantemente una atmósfera creadora y aquiescente en la vida que nos rodea. El artista debe sentirse aprobado y sostenido por la comunidad en que vive. En otras palabras, el arte y la vida del arte deben significar al-

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go, en el sentido más profundo, para el ciudadano común. Cuando esto ocurra, los Estados Unidos habrán logrado una madurez a la cual habrán contribuido todos los artistas sinceros.

Referencias bibliográficas

Para aquellos lectores que puedan desear conocer las fuentes de las citas principales que contiene el texto, agrego la lista siguiente.

Introducción Auden, Wystan H.: "Sorne Reflections on Opera as a Medium". Partisan Review, enero-febrero de 1952, pág. u.

(Pág. 13)* Sartre, Jean- Paul: L 'Jmaginaire. Gallimard, París, 1940; trad. The Psychology oflmagination. The Philosophical Library, Nueva York, 1948, págs. 278-280. (Pág.13.}

Capítulo 1 Coleridge, Samuel T.: Biographia Literaria. Everyman's Library, Londres, J. M. Dent & Sons, 1949 , capítulo XIV, pág. 153 . (Pág. 19.) Bullough, Edward: "'Psychical Distance' as a Factor in Art andas an Aesthetic Principie". Britishjournal ofPsy-

* El número entre paréntesis indica la página de la presente edición.

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chology, V (1912), parte 11, págs. 87-118, especialmente 91; citado por Susanne Langer: Philosophy in a New Key. Harvard University Press, Cambridge, 1942, págs. 209-210, 223. (Pág. 24.) Claudel, Paul: The Eye Listens, trad. de Elsie Pell. The Philosophical Library, Nueva York, 1950, pág. 209. (Pág. 24.) Hanslick, Eduard: Vom Musikalisch-Schonen. R. Weigel, Leipzig, 1854, cit. en Langer: Philosophy in a New Key, pág. 238 . (Pág. 27.) Langer, Susanne: Philosophy in a New Key. Harvard University Press, Cambridge, 1942, capítulo VIII, págs. 204-245, especialmente 245. {Pág. 28.) Santayana, George: Reason in Art, vol. IV de The Life of Reason. Scribner's Sons, Nueva York, 1905, pág. 58. (Pág. 29.) Dent, Edward J.: "The Historical Approach to music". The Musical Quarterly, XXIII, enero, 1937, pág. 5· (Pág. 36.) Santayana, George: Three Philosophical Poets. Harvard University Press, Cambridge, 1910, Introducción, pág. 3· (Pág. 38.)

Capítulo 11 Wierzynski, Kazimierz: The Life and Death ofChopin, trad. de N . Guterman, prefacio de Arthur Rubinstein. Simon and Schuster, Nueva York, 1949, pág. 197. (Págs. 48-49) Sachs, Curt: Our Musical Heritage. Prentice Hall, Nueva York, 1948, págs. 9-28. (Págs. 49-50.}

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Schonberg, Arnold: Style and Idea. The Philosophical Library, Nueva York, 1950, pág. 38. (Pág. 57) Spender, Stephen: World Within World. Hamish Hamilton, Londres, 1951, pág. 93· (Pág. 59) Chávez, Carlos: Toward a New Music, trad. de Herbert Weinstock, Norton and Co., Nueva York, 1937, pág. 178. (Pág. 68.}

Capítulo 111 Maritain, Jacques: Art and Poetry, trad. de E. de P. Matthews. The Philosophical Library, Nueva York, 1945, pág. 89. (Pág.73) Coleridge, Samuel T.: Biographia Literaria, capítulo XIV, págs. 151-152. Véase más arriba. (Pág.74) Sessions, Roger: The Musical Experience of Composer, Performer Listener. Princeton University Press, Princeton, 1950, pág. 67- (Pág.17.) Richards, l. A.: Coleridge on Imagination. Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1935, pág. 47· (Pág.79.) Mellers, Wilfred: Music and Society. Roy Publishers, Nueva York, 1950, pág. 206. (Pág. So.)

Capítulo IV Goldbeck, Frédérick, en "MusicToday",joumaJ ofthe Intemational Society ofContemporary Music, dir. por Rollo H. Myers. Denis Dobson, Londres, 1949, pág. no. (Pág. 99.)

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Tovey, Sir Donald F.: Musical Textures, vol. II de A Musícían Talks. Oxford University Press, Londres, 1941, pág. 45· (Pág. 102.} Busoni, Ferruccio B.: Sketch ofa New Esthetic ofMusic, trad. del alemán del Dr. Th. Baker. G. Schirmer, Nueva York, 1911, pág. 5 y sigs. Véase también Skulsky, Abraham: "Wladimir Vogel". Musical America, vol. LXIX, núm. 15, 12 de diciembre de 1949, pág. 7, donde cita a Busoni. (Pág. 103.} Sessions, Roger: The Musical Experience ofComposer, Performer, Listener, págs. 62-66. Véase más arriba. (Pág. 104.} James, William: As William]ames Said, compil. por Elizabeth Perkins Aldrich. The Vanguard Press, Nueva York, 1942, pág. 109, cit. de James: The Varieties ofReligious Experience, 1902, pág. 363. (Pág. w6.) Busoni, Ferruccio B.: Sketch ofa New Esthetic ofMusic, pág. 22. Véase más arriba. (Pág. 117.} Dent, Edward J. en Music Today, pág.102. Véase más arriba: Goldbeck. (Pág. 118.} Richards, l. A.: Principies ofLiterary Criticism, sª ed., Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1934, págs. 25-33. (Pág. 121.}

Capítulo V Mellers, Wilfred: Music and Society, págs. 195-196, donde cita a Ro y Harris. Véase más arriba. (Pág. 135.) Sargeant, Winthrop: jazz: Hot and Hybrid, nueva ed. E. P. Dutton & Co., Nueva York, 1946, pág. 71. (Pág. 138.)

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Frank, Waldo: The Re-discovery ofAmerica. Scribner's Sons, Nueva York, 1929, págs. 56-66, capítulo V, "The Grave ofEurope". (Pág. 148.) Howard, John Tasker: "Edward MacDowell". The International Cyclopedia of Music and Musicians, compil. por Osear Thompson, sª ed. Dodd, Mead & Co., Nueva York, 1949, pág. 1058; donde cita una conferencia publicada en MacDowell: Critica] and Historical Essays, Bastan, 1911. (Pág. 149)

Capítulo VI Barzun, Jacques: "Artist against society: Sorne articles of war". Partisan Review, enero-febrero, 1952, pág. 67. (Pág.168.)

Índice

Prefacio

9

11

Introducción PRIMERA PARTE

La música y el espfritu imaginativo . . . . . . . . . . . . . .

17

l. El oyente bien dotado . . . . . . . . . . . . . . . . . .

19

11. La imagen sonora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

41

111. El espfritu creador y el espfritu interpretativo

...............

71

La imaginación musical en la escena contemporánea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

97

IV. La tradición y la innovación en la música europea . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

99

SEGUNDA PARTE

V. La imaginación musical en las Américas

123

VI. El compositor en Estados Unidos industrial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177

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