A Propósito de Bizancio y La Transmisión de La Cultura Clásica

December 1, 2018 | Author: Paula Castillo | Category: Byzantine Empire, Late Middle Ages, Roman Empire, Historiography, Western World
Share Embed Donate


Short Description

Transmisión de La Cultura Clásica...

Description

A propósito de Bizancio y la transmisión de la Cultura Clásica Por Francisco Francisco Aguado

Folio 9 del ejemplar de la Geogra Geograffí a de Tol To l omeo omeo representando un diagrama di agrama solar. sol ar. Constantinopl Constantinopl a, primera mitad del siglo IX. IX.

Salvo algunas excepciones, la mayor parte de los autores consideran —tal vez con un planteamiento completo desde el apasionado sentir del sabio Jacob Burckhardt Burckhardt[1 [1]]— que la Edad Media representa un intervalo estéril, entre un periodo clásico greco-latino pleno de actividad y método hasta un Renacimiento Italiano fechado en el siglo XIV, momento en el que se reanudan los estudios con la mentalidad y los criterios que darán lugar al pensamiento y la ciencia modernas .[2 [2]] Precisamente, para ese reinicio sería un factor sine qua non la “reaparición” de las antiguas obras, que deberían haber flanqueado una larga adversidad. Trascendental tarea en el marco de tal hipótesis que ha sido y aún es objeto de complejo y acalorado debate para eruditos. Sobre todo, en torno al papel correspondiente a cada uno de los que se aceptan como principales protagonistas; corta lista que incluye a la Iglesia cristiana, el Islam del califato árabe, los traductores del siglo X y XI y, seguramente con menor énfasis del que es acreedor, la civilización y el Estado que llamamos Bizancio.

Tienden los especialistas, en una tradición que se remonta al siglo XVIII, a separarse entre “medievalistas” sin apellidos y aquellos otros “bizantinistas”, cuyos relativos objetos de trabajo se refieren al occidente y oriente de las tierras cristianas respectivamente; mientras que para el mundo musulmán se aprestan a su vez los “arabistas”, que vienen a completar el trío cardinal de ramas del “medioevo”. Está claro que todos abordan un mismo periodo temporal y un espacio geográfico, el europeo-mediterráneo-norteafricano, que parece haber ejercido como una unidad netamente definida, de difícil parcelación, con un devenir histórico relativo y en pugna, íntimamente entrelazado. No es de extrañar que las “puestas en común” y el intercambio hayan florecido notablemente en las últimas décadas, con artículos intercalados en libros generales. Sin embargo, pese a ello, las lagunas y divergencias entre semejantes grupos parecen no mermar en tanta medida como sería deseable. deseable.[3 [3]]

El tema de la cultura y su transmisión es de los más notables ejemplos. ejemplos.[4 [4]]  A pri prim mera impresión, parece que unos y otros exponen variadas, cuando no opuestas, opiniones que llevan fácil a la confusión; amén de la abundante y muy dispar cantidad de artículos o textos que se elaboran y publican. Resulta evidente que, siendo mayoría los medievalistas por circunstancias históricas y políticas de sobra conocidas, y ocupándose con más predilección por las complejas relaciones cristiano-musulmanas; árabes y católicos son los que mayor atención y volumen investigador han suscitado. Ello puede dar lugar a una falsa imagen de superior importancia relativa; máxime cuando el Imperio bizantino ha sufrido de un notable descuido, sino menosprecio y amnesia, hasta épocas no muy lejanas. Surge la sospecha de que tal tesitura ha contribuido, en gran medida, a la insuficiente ponderación de los “méritos” que le cabría adjudicar.

Conocer el proceso de pérdida y conservación, desarrollo en cada ámbito, intercambios, condiciones político-sociales y resultados; reviste un indudable interés. Una trama amplia, harto difícil y compleja, en la que no se perfilan análisis definitivos y menos aún sin profundizar en los aspectos propios de aquel desaparecido Bizancio, el elemento más débil en lo que a atención se refiere. En cualquier caso, sólo el examen correlativo y comparado de Occidente, Oriente y mundo árabe en aquellos siglos puede ayudar a plantear mejor las cuestiones, incluso esbozar alguna elemental respuesta.

1 Entre la caída de Occidente y la llegada de los árabes En Bizancio, nadie lo pone en duda, no hubo ruptura. Así en política como cultura aconteció continuidad y evolución. La sociedad se articula, firme herencia de Roma, sobre la base de cierto “igualitarismo” ante la ley y con recursos suficientes para que fuera posible una verídica “movilidad social”.[5] El Estado no sucumbe; al contrario, de la llamada “crisis gótica” saldrá reforzado y poco después adquiere un peculiar equilibrio interno basado en la autocracia y el populismo; y donde, factor muy importante, los “ciudadanos” no se separan de la milicia ni se desinteresan de lo que sigue siendo la rex pública.[6] La Iglesia en Constantinopla termina cabalmente inserta en el sistema, siempre subordinada al emperador que controla el Santo Sínodo, amén del senado.[7] La tradición en arte, ciencia y letras conserva, gracias a todo ello, una mejor condición y más acogedor clima. No hay, en principio, pérdidas y nada deberá “redescubrirse” cuando pase la oleada de invasiones y turbulencias.[8] «Nunca se tuvo necesidad de descubrir allí de nuevo la antigüedad griega», aseguraba, ya hace casi cien años, el bizantinista Charles Diehl.[9] En efecto, entre el siglo IV y mediados del VII, la mayor parte de los textos clásicos se preservaron de la destrucción en las bibliotecas estatales, municipales y privadas que restaban intactas en urbes como Atenas, Constantinopla, Antioquía, Gaza, Beirut, Edesa, Teodosiópolis, Trebisonda o Alejandría; todas al amparo de la seguridad y el civilismo que ofrecía el poderoso Estado de la Nueva Roma. Sólo la imperial del Auditorium, que se ubicaba en el Capitolio y después en la Basílica de Illus, poseía más de 3000 volúmenes y allí se valoraba en mayor grado el “saber profano” que el “divino” .[10] Además, gracias a los talleres de copia —todos ellos laicos— que no faltaban en ninguna región bizantina, la mayoría de las obras literarias, filosóficas o técnicas eran reproducidas y no veían amenazada su existencia. Había demanda y un mercado de compra-venta todavía pujantes, a cargo de particulares que poseían recursos y valoraban muy alto el hecho de poseer una pequeña colección en lugar apropiado de su oficina o del hogar .[11]

La verdad es que poco o nada similar podía encontrarse en rincón alguno de Europa occidental en ese mismo tiempo. En Italia apenas queda sin sufrir grave quebranto alguna ciudad. Los potentados emigran al campo, desaparece la clase ecuestre y la Iglesia asume el poder en las urbes. El monasterio prolifera pero aún no es una entidad “intelectual”, en ningún grado.[12] Conforme a los

testimonios y reglas que han llegado hasta nosotros, los cenobios alto medievales carecen de salas para lectura; en ellos hay, si acaso, una pequeña alacena o un hueco en la cocina donde, al lado de otros utensilios varios, se recogían un escaso número de códices relativos siempre a textos sagrados.[13] Se establece y triunfa sin cortapisas un “modelo de renuncia al libro como instrumento de conocimiento, de cultura”, que “inspira las instituciones y reglas de la vida monástica en Occidente”.[14] En cuanto al “público demandante civil”, la decadencia y el desorden le han llevado al borde de la extinción. Los viejos “scriptoria” cerrarán y los adjuntos a centros religiosos, en particular grandes obispados, se limitan escrupulosamente a textos de orden religioso, primando ya la “presentación” sobre el contenido; se pretende adornar para enaltecer, códices que muchas veces no están destinados a ser leídos, se trata de que sirvan al ceremonioso objetivo de recitar y mostrar a los fieles.[15] La suma de dos adversas condiciones, la guerra crónica y el cambio de mentalidad religiosa —de la tolerancia al dogmatismo— implica, en verdad, sobre el afligido mundo de la mitad occidental romana, la condena a extinción de toda una cultura sobresaliente; fenómeno que se pone en tangible con la aniquilación de la mayor parte de su legado escrito.[16] El siglo VI, en particular, es terrible.[17] Las fuentes describen el enorme sufrimiento de las ciudades en las regiones inundadas por la oleada bárbara, (Britania, Galia, Hispania y África). Casi todas son presa de horribles asedios, saqueos y destrucciones. Después faltan medios y hombres para la recuperación; «las cosas se dejaron tal y como habían quedado» en frase del profesor Lucien Musset.[18] Al oeste del Adriático, la unidad y seguridad han pasado a la historia; nacen reinos inestables y brutales. Las obras públicas se interrumpen. Los sistemas de riego y los embalses se abandonan, las vías y puentes no tienen reparación y el tránsito es mínimo. Al igual que el resto de los servicios urbanos, todos los archivos y colecciones de escritos, de titularidad oficial, se pierden. La inmensa mayoría de los individuales también. Agoniza y muere la enseñanza.[19] Incluso en el que se tiene por más evolucionado y “cívico” de los nuevos poderes, el ostrogodo de Teodorico en Italia, el ambiente es sumamente hostil y peligroso. Personajes como Boecio o Casiodoro, quizás los últimos nombres de la cultura romana en la península italiana, no fueron capaces de integrarse.  Anicio Manlio Severino Boecio vivió sus últimos días entre la tortura y el aislamiento; acabó ejecutado en el 524. Es curioso, pero se le acusaba de estar en connivencia con el Imperio Romano de Oriente. Flavio Magno Aurelio Casiodoro tuvo mejor suerte, pudo vivir durante algún tiempo en Constantinopla y refugiarse después en el monasterio de Vivarium, al sur de Italia; pero, en cualquier

caso, fue el último de los «clásicos tardíos» latinos. Del griego y del helenismo, como lengua y vector cultural, apenas ninguna traza restará a partir de entonces.[20] No debe extrañar, por tanto, que el Imperio de la Nueva Roma resultara la meta obligada de todas aquellas personas que tenían todavía los recursos y el suficiente interés por el conocimiento.[21] Hay constancia de la presencia de muchos estudiantes originarios de países situados más allá de las fronteras orientales. Como el armenio Mesrop, de quien sabemos que a principios del siglo V asistió a las aulas de la Basílica en Constantinopla. Allí aprendió el griego y los fundamentos de la lingüística que luego le harían capaz de crear un alfabeto de su propia lengua y traducir a ella lo mejor del clasicismo. Los filólogos afirman que la literatura armenia tuvo aquí su origen. Más vacilante, pues la inseguridad en los viajes era mayor, pero también acontece cierta «emigración» de saber al Occidente; incluso lejano. San Isidoro de Sevilla, la figura más destacada en el ralo grupo intelectual del Reino Visigodo de Hispania, había estudiado en Constantinopla. Estaba tan imbuido de “bizantinismo” que algunos coetáneos le creían de origen oriental.[22] No suele destacarse tampoco, pero hacia el año 680 un sabio bizantino llamado Teodoro de Tarso fue abad en Canterbury. Al parecer, había llegado a Inglaterra con un escogido grupo de seguidores y libros que servirían para sostener un precario conocimiento del griego en algunos monasterios del reino anglosajón. También sospechamos que Beda el Venerable, (673-735), pudo recibir lecciones de uno o varios profesores de filosofía y lengua venidos desde territorio oriental. San Gregorio Magno vivió en Constantinopla desde el 579 al 585, en calidad de enviado papal; la valía intelectual del hombre quizás no sea ajena a esa estancia. El caso es que en la Alta Edad Media, sobre territorio de Bizancio, no cesa de impartirse enseñanza elemental, en términos similares al bajo Imperio. Con un currículo escolar que seguía estando basado en las mismas lecturas de la antigüedad pagana.[23] Este es un hecho clave, que incluso ayuda a comprender la supervivencia de aquel Estado, y sin embargo con extraña tenacidad desdeñado.[24] Las escuelas privadas para el estamento medio y alto no cerraron como en Occidente en el periodo de grave crisis que siguió a la caída de Roma. Ejercían en ellas docentes que para sobrevivir alternaban esa labor con la de copista de textos o contable. En ambas como «autónomos» que recibían encargos «a demanda». Existe así pues un “alfabetismo bastaste difundido”.[25] En torno a los seis años se comenzaba con la lengua a la que un poco de aritmética servía de complemento. Saber leer, escribir y contar se consideraba imprescindible para un ciudadano que deseara escapar del lumpen y el servilismo. Aunque predominara la memoria oral y

el libro fuera un objeto exclusivo y muy caro. Con 10 o 12 años se daba por concluida esa «primaria». Eran útiles para trabajar como aprendices de artesanos libres, obreros cualificados o en el comercio. Otros seguían hasta la adolescencia, en general con los mismos maestros, abundando en gramática, algo de literatura, historia y ciencias. Estos jóvenes ya podían aspirar a la baja administración, (como agrimensores o taquígrafos por ejemplo), o al aprendizaje en los cuadros medios de la construcción, (carpinteros o maestros albañiles), la industria, (mancebos, orfebres, marinos, agrimensores...) y el ejército, (demarcas o centuriones). Conformarían, en general, la espina dorsal de la sociedad urbana civil que tanto juego desarrollaba en Bizancio. Y algunos escogidos, los hijos de ricos o de los más esforzados, todavía tenían ocasión de continuar en un «bachillerato superior» que incluía la retórica, dialéctica, geometría, lógica y, al final, la filosofía; considerada siempre la cima del saber. El derecho y la medicina se entendían como «especialidades» o «postgrados». Esta docencia superior era ejercida por los retores; hombres distinguidos y de alto estatus, en general muy bien pagados. Era, sin duda, una educación onerosa; pero a la que, de uno u otro modo, accedían un número no despreciable de jóvenes. De hecho, muchas familias no dudaban en sacrificarse por ello. Adquirir este nivel de formación era un privilegio que abría las puertas para casi todo lo que un hombre bizantino consideraba el mayor rango social: profesional de la abogacía, notario, juez, médico o alto funcionario; una carrera que podría abrir incluso las puertas del Mega-Palacio o cualquiera de las grandes oficinas del Estado. Quizás este halagüeño curriculum sólo fuera cierto para una parte de los habitantes de las ciudades y mucho más raro en el campo; pero eso no le hace perder valor. La estabilidad de la vida urbana bizantina tuvo, entre otras, esa afortunada consecuencia.

Con todo, es indiscutible y notorio que demasiadas y principales cuestiones tampoco resistieron la transición del siglo V en Bizancio; no cabe duda de que la investigación y el conocimiento superior sí se vieron abocados a una gravísima crisis, derivada en gran medida del fundamentalismo cristiano. En cierto modo, acaece que la ciencia se tolera, se guarda con celo, aunque siempre bajo sospecha, y en ningún modo se fomenta. Bajo Teodosio I muchos profesores sufren prisión o son ejecutados y se persigue con saña a los paganos, la mayoría letrados y profesionales. Con Marciano y Pulqueria, la mojigatería y el oscurantismo se espesan como una tormenta que azota incluso a la política y el

gobierno.[26] En Atenas, los neoplatónicos no terminan de integrarse en el nuevo sistema y acaban partiendo al exilio en época de Justiniano. Aunque la mayoría volverán pronto, porque en ningún otro lado del mundo la situación era sustancialmente más acogedora. No obstante, deberán quedarse en ciudades secundarias y resultará difícil ejercer el magisterio. Los profesores de Alejandría son más hábiles; sin renunciar a sus convicciones sortean la censura y continúan su trabajo. Aunque con sumo cuidado; nadie podía olvidar que en el año 415 y a instigación de San Cirilo, a la sazón obispo de la ciudad, una enloquecida turbamulta de monjes había linchado a una mujer erudita llamada Hipatia, al decir de muchos la más culta y cabeza de la Academia, que tenía ideas demasiado abiertas, «a la antigua».[27] Empero, el panorama en Occidente era, con mucho, aún más sombrío. La sociedad estaba desarticulada, en tránsito hacia el feudalismo, con un menor número de elementos y tremenda pobreza. Comenzaba a regir la autarquía y autonomía extremas de comarcas o regiones; factores todos que traban el pensamiento. Los siervos del agro no reciben ninguna instrucción. No existe movilidad social; las profesiones se heredan y los padres enseñan el oficio a hijos o sobrinos .[28] Las niñas pobres sólo conocen la labor del campo y de la casa; siempre son analfabetas. En las escasas y desvalidas ciudades sobreviven un puñado de escuelas sostenidas por la parroquia en las que el sacerdote ejerce una enseñanza rudimentaria; tal vez leer algún documento breve y contabilidad que no supera la suma-resta-división más elementales. Algunos monasterios admiten novicios que reciben una educación un poco mejor pero en la que el dogal religioso es asfixiante.  Apenas salen después al mundo civil. Se relegan los estudios laicos, incluso la medicina y el derecho casi son marginales. La escritura desaparece en la esfera de lo privado. En cuanto a los nobles, son mayoría los que menosprecian el pensamiento, la literatura y el arte en general. Consideran todo ello algo ridículo y extravagante. A los siete años la mayoría —no todos— aprenden a leer en el castillo de la familia pero muy pronto pasan a la esgrima, el tiro con arco y la equitación.  A los catorce años inician una formación militar que no dejarán ya nunca a lo largo de su vida. Las aficiones son la caza y los torneos. En poco tiempo, sólo los monjes benedictinos, obispos o el alto clero —a menudo miembros de la vieja aristocracia romana— son de verdad hombres de «intelecto». La mayoría intentan mitigar el sufrimiento de su congregación, algunos sólo se sienten motivados por las querellas y herejías; las preocupaciones de cualquier otro orden no tienen cabida. Son muy pocos los cronistas de la etapa «oscura» en la Alta Edad Media occidental. Escriben relatos breves, faltos de estilo y plagados de superstición. Todos ellos son obispos. La mayoría

responden a una iniciativa propia, hija de la necesidad de reflejar algún hecho llamativo de su época y entorno, ajenos a toda tradición historiográfica. Apenas tienen acceso a noticias de lugares que no estén muy próximos a su región. En cierto modo, se podría pensar que era un sin sentido dedicar tiempo y esfuerzo a dicha tarea; las autoridades eclesiásticas consideran que la crónica del mundo, con el triunfo de la “religión verdadera”, ha terminado.[29] Sin embargo, en Bizancio no faltan ensayistas y amantes de la Historia, con mayúscula. En los primeros siglos, los historiadores siguen siendo la mayoría seglares.[30] Los textos son más ambiciosos, algunos pretenden continuar y emular obras anteriores, fieles a la tradición de Heródoto o Tucídides. Conocen referencias geográficas y sociales de todo el escenario mediterráneo y aún más allá.[31] Incluyen algunos argumentos y meditaciones. Procopio de Cesarea nos deja ocho libros, muy documentados y de indiscutible calidad literaria, sobre la época de Justiniano; en ellos podemos leer descripciones precisas de Persia, África, Italia, Galia y hasta el estrecho de Gibraltar.  Aún más; surge la cronografía que podemos catalogar como muy propia de Bizancio; una narración articulada por fechas, en modo que hasta entonces no era habitual. Este género tendrá siempre gran predicamento entre los bizantinos que se sentían tan orgullosos de su pasado.

En el fragmentado mundo occidental abundan los charlatanes, brujos y adivinos. Las supersticiones corren fácil y calan hondo. En el Imperio tampoco escasean tales especimenes pero hay, al menos, dónde elegir; de hecho, los únicos profesionales dignos de tal nombre en el temprano medioevo eran bizantinos. En Atenas se discutía sobre cosmología y método, en Beirut y Tiro se formaban abogados, los retores y funcionarios salían de Constantinopla y en Alejandría abundaban los arquitectos, matemáticos, astrónomos y médicos.[32] La iglesia de Santa Sofía, hoy museo de Estambul, es un soberbio testimonio del envidiable nivel que era capaz de alcanzar el arte y la arquitectura en el Bizancio inicial. No era sólo el gran templo, han llegado hasta nosotros también otros edificios de diverso orden aunque de menor entidad.[33] Siempre luminosos y abiertos con abundancia y variedad de monolitos y mármoles. En Hispania, las iglesias visigodas del momento parecen minúsculas en comparación, con muros toscos y poca luz, una técnica pobre, dirección torpe y menguados materiales. En general, la piedra en Occidente se reserva para lo sagrado, es un bien muy escaso que casi nadie sabe cómo extraer y trabajar; muchas construcciones por eso se

limitan a la madera. Lo mismo en el centro y norte de Europa y peor aún en las duras tierras del este euroasiático, hacia el confín de Siberia y el círculo polar. Es bien comprensible que Bizancio exportara profesionales. En los capiteles, las joyas, marfiles y pinturas alto medievales de todo Occidente se puede ver el influjo y la mano de maestros y orfebres que, casi seguro, eran bizantinos. En Hispania, durante el siglo VI, el vocablo «médico» venía a ser sinónimo de «griego». La inmensa mayoría tenía tal origen y formación oriental y de forma itinerante ofrecían servicios, por los que eran muy bien remunerados, en tierras desprovistas de casi todo, como resultaba el caso del reino visigodo, franco, lombardo y anglo.[34] Las colonias de mercaderes en Cartagena, Marsella, Roma o Rávena, incluían también un buen elenco de contables y maestros albañiles que alquilaban su hacer a obispos y nobles locales. A menudo conformaban una minoría de extranjeros pudientes, requeridos pero también objeto de envidias y odios. Como es habitual en tales circunstancias.

Dioscórides de Nápoles. Principios de Siglo VII. Hecho en el sur de Italia. Ilustraciones de plantas. Folio 166r. Herbarium Medicum.

2 Desde los iconoclastas a la Cuarta Cruzada  Aparece diferente escenario y etapa cuando las provincias orientales del Imperio sufren primero el azote de la guerra de exterminio contra los persas y luego la invasión árabe. Se pierden entonces las ciudades y las instituciones de Egipto, Siria y Palestina. Es obligada una concentración del saber en la capital, que debe ampliar las parcelas de estudio. Beirut había sido casi destruida por un terremoto en el 551. Atenas sufrirá mucho con las incursiones de los eslavos desde el 540. Esteban, el “maestro ecuménico” director de la Escuela de Alejandría, y la mayoría de sus colegas se refugian en Constantinopla hacia el 618; allí ejercerán en el Pandictatorion con el beneplácito y para alivio espiritual de un envejecido y agotado emperador Heraclio.

En el periodo medio que sigue, siglos VIII al X, el panorama cultural sufre una gran convulsión, acorde con los vaivenes políticos. Quizás al principio no se puede evitar un retroceso momentáneo debido a las terribles consecuencias de la guerra de supervivencia contra los musulmanes. Los primeros iconoclastas apenas tienen tiempo para otra cosa que reforzar el Estado, la justicia social y el ejército; «sobrevivir» en suma. No obstante, y pese a lo que muchas veces se ha dado por supuesto, parece hoy fuera de toda duda la permanencia del mismo sistema educativo y principios rectores de la formación intelectual.[35] Ciertos relatos hagiográficos y algunos comentarios que nos han llegado —por ejemplo las ideas personales de Constantino V que intentan desacreditar los iconófilos— demuestran que, aún entonces, no faltaban hombres instruidos y de pensamiento ágil. Los monjes de Estudios, por mor de agilizar la escritura idean un nuevo engrama, la llamada escritura con misnúsculas y los tratados de los obispos a la búsqueda de argumentos favorables a sus tesis resultan , al margen de contenido y verdad, verdaderas obras maestras de retórica aún hoy en alta consideración en una y otra cristiandad. En cualquier caso, cuando la situación se estabiliza renace con sorprendente vigor la cultura.[36] Con los últimos emperadores iconoclastas conocemos el nombre de un buen número de profesores y estudios. Tal vez, la postergación de los zelotas y sectores más intransigentes clericales permite una más natural y relajada revisión del clasicismo. Con el emperador Teófilo, el patriarca Juan VII el Gramático y los sabios León el Matemático, Teodoro el Geómetra, Teodigio el Astrónomo y Cometas el Filólogo; luce bien notoria tal “emancipación hacia la antigüedad”.[37] Hacia el 863 se necesita ampliar y reformar la vieja Universidad de Constantinopla. Bardas, el primer ministro de Miguel III, es el encargado de realizarlo y habilita para ello el palacio de la Magnaura. A destacar que en aquellas fechas tan tardías todavía se habilita una cátedra de gramática y retórica de latín. Y es justo en esa época cuando surge, poderosa, la corriente de transmisión de sabiduría desde el Imperio a los árabes. El gobierno Omeya del siglo VII y primera mitad del VIII había sido, en general, intolerante; hasta el punto de que muchos sabios de la vieja Persia prefirieron trasladarse a Bizancio. No obstante, se dio inicio a una nueva inspiración y norma, lo que llamamos «arte musulmán». Destacan en él dos primeras y principales obras; la mezquita de Damasco, (construida en el 706), y la Cúpula de la Roca en Jerusalén, (terminada hacia el 715). Es difícil no advertir en ambas el influjo y la mano de Bizancio, en la disposición de columnas y en el brillantísimo y omnipresente adorno de mosaicos.[38].

Con los Abásidas hay un cambio feliz, radical y que tendrá continuidad.[39] Al Mansur demandará arquitectos y artesanos de Bizancio para levantar una nueva capital. Bagdag, fundada en el 762, será por ende una obra con mucho «bizantino» en su estructura. Y lo más importante, una “genial idea”[40] que sirve para el establecimiento y desarrollo de una nueva élite que aspira y desea poder leer, alcanzar el robusto cuerpo de literatura científica y filosófica de los «rumi», los vecinos que no había sido posible dominar. No conviene olvidar que aquella cultura que anhelaban los árabes no era considerada entonces tanto «griega» como «romana», es decir bizantina. Es sabido que el califa Al-Mâmun instituyó en el 832 la llamada casa de la sabiduría —el «Dar alHikma— en un lugar muy próximo a su residencia.[41] Allí, con toda clase de facilidades y medios para la época, se procedió a realizar una consciente y sistemática labor de traducción de obras desde el griego al árabe. El primer director, verdadero cerebro de esa empresa, fue un hombre llamado Hunayn ben Ishâq. Casi se puede afirmar que era un «bizantino» o, si se prefiere, el hijo de un iraquí cristiano que a buen seguro tuvo una educación superior en lo que habían sido tierras bizantinas, tal vez en el Líbano o Alejandría.[42] Gracias a ello debía conocer a la perfección el griego, las sutilezas de su gramática y la profundidad y extensión de las obras escritas desde la antigüedad clásica. Por su lengua de familia, hablada en el hogar, dominaba también el árabe. Entre otras se trasladaron por aquellas fecha casi todos los tratados de Aristóteles, algunos de Platón, el Dioscórides, buena parte de la obra de Hipócrates y Galeno y un tanto menos de Euclides,  Arquímedes y Ptolomeo. Es un esfuerzo colosal y de una trascendencia enorme.[43] Los amantes de la sofia, que ya no son perseguidos en territorio árabe, se nutren de ello. Y pronto surge una competencia fructífera con ese califato de la segunda época.[44] El inmejorable ambiente de la epicúrea corte, tiene abundantes frutos que le son propios. Desde luego, la civilización musulmana aportó muchas cosas bellas y trascendentes entre el siglo VIII y el XIV. No faltarían en todo ese tiempo intercambios de ideas y personas entre un lado y otro de la relativamente estable frontera bizantino-árabe. En torno al personaje excepcional del rey franco Carlomagno se desarrolla lo que algunos denominan ampulosamente un “renacimiento”.[45]  Alcuíno, tal vez un epígono de la tradición irlandesa, crea una “escuela palatina” de la que saldrán obispos y notarios capaces de saber leer y escribir con cierta maestría. Juan Escoto y Gerberto, (el Papa Silvestre II), se consideran a veces exponentes de ese “estallido de actividad investigadora”.[46] Exageración notoria que no puede ocultar la realidad de un mundo “illeteratti” que sólo puntualmente pasaba a la “letra” por impulso de

una necesidad política de crear un reducido racimo de funcionarios y archivos para lo que se pretendía fuera un “Estado”.[47] El texto continúa siendo una “joya” que se atesora y nunca pretende trasladarse o servir al común; se alcanza entonces la máxima expresión de la “caligrafía” como arte desprovisto de cualquier otro interés.[48] Si el proyecto político carolingio fracasó muy pronto, el intelectual no llegó casi a nacer; y si se cita tan a menudo, en buena medida se debe a la excepcionalidad del mismo habiendo un antes y después tan gravemente vacíos. Superado el choque con el Islam, la proyección de Bizancio se dirige también hacia otro frente tanto o más importante. Los eslavos habían irrumpido hacia el 600 como peligrosos enemigos exteriores. Los rusos incluso se atrevieron a amenazar la capital en el año 860. Por entonces, la diplomacia bizantina pensó en modificar la naturaleza de aquellos belicosos rubios del Este. El emperador Miguel III envió, hacia el 863, a dos inteligentes misioneros, hermanos ambos y nacidos en Tesalónica, que respondían a los nombres profesales de Cirilo y Metodio. Aprendieron la lengua eslava y después fueron capaces de crear un alfabeto escrito —el llamado «glagolítico»— que serviría para que se pudieran plasmar en él las sagradas escrituras y todo el resto del saber. Tuvieron un notable éxito a medio plazo: la mayoría de los súbditos, nobles y reyes de las diversas tribus se convirtieron a la ortodoxia y su lenguaje con el tiempo devendría en el «cirílico» con el que ahora los serbios, búlgaros y rusos escriben y desarrollan su ciencia y literatura. Los dos monjes bizantinos son considerados, con justicia, los «apóstoles de los eslavos», festejados en el santoral cada día 6 de Abril. Entre los siglos IX y XII, cuando prevalece la estabilidad “expansiva”, se dinamiza y brilla más la ilustración en Bizancio. La clase media urbana y rural —los «mesoi» de las crónicas— está arraigada y hay esperanza; incluso parece despuntar una burguesía comercial que está atenta al mar, viaja por todo el Mediterráneo y busca materias e ideas. Para muchos, casi es menester hablar de verdadera “talasocracia” bizantina. Y, aunque sorprenda, quiere despuntar un nuevo “criticismo” con tintes filo paganos que pone en duda, al menos, la corrección de los estilos y por ende, también del fondo, en los escritos cristianos, incluidos o sobre todo, los relativos a las Sagradas Escrituras.[49] Los filólogos consideran que se habla y escribe por entonces un griego muy próximo al clásico. Las bibliotecas monstruosas —para las medidas relativas al tiempo— se ponen de nuevo «de moda».  Aretas de Patras subvenciona la publicación de la obra completa de Aristóteles y Platón, en talleres

que sólo trabajan sobre temas profanos. El emperador Constantino VII el Porfirogéneta tiene que acondicionar el palacio para albergar sus queridos libros. El patriarca Focio, en torno al año 840, nos selecciona hasta 279 obras que él cree dignas de comentar. Elude las más importantes, por considerar ocioso reflejar algo que «todos» conocían. Nos deja atónitos el rigor y la amplitud de sus preocupaciones. Los textos de historiadores, filósofos, médicos o literatos ocupan mucho más espacio que los de carácter religioso.[50] Por desgracia, una importante fracción de ellos hoy está perdida. Pero en cualquier caso fueron muy numerosos y por eso los que han sobrevivido hasta el mundo de hoy provienen casi todos de ésta época bizantina. Los de Platón más antiguos que se conservan están guardados en Oxford, el Vaticano y Paris; los tres son copias realizadas en Bizancio a finales del siglo IX. Con el erudito, campeón de la ortodoxia frente a la iconoclastia, que tenía a bien transformar su hogar y el patriarcado en sala de lectura y discusión sobre libros y tratados profanos, se pone de nuevo en evidencia aquello de que el siempre triunfante “cristianismo ortodoxo, por muy ortodoxo que fuera, estaba empapado de helenismo”. [51] Y —no debería sorprender— en esa época tenemos constancia del desarrollo de varios compendios temáticos; sobre la administración, moral, medicina, agronomía, veterinaria o estrategia. Hasta la Suda, una especie de vasto diccionario enciclopédico que en orden alfabético hace conocer lo que se creía básico para un bizantino “culto medio”. A pesar de ocupar más de 2.700 páginas, según una edición moderna, un tamaño que solía disuadir a los copistas, hubo tal interés público por esa obra que han llegado a nosotros bastantes ejemplares. Comentaba con cierta amplitud unas 30.000 entradas.[52] Por desgracia, la mayoría de otras iniciativas, que a buen seguro también se dieron, no tuvieron tanta suerte.[53] De muy particular manera, triunfan los historiadores. No hay apenas lagunas para este periodo, son muchas las cronografías jugosas que miran atrás y relatan con sumo detalle los acontecimientos contemporáneos. Gracias a ellos podemos tener hoy a la vista los pormenores de la corte, con agudas pinceladas que plasman inequívoca la naturaleza afectiva de muchos personajes; los principales se desnudan tanto como para poder suscitar agrado, desprecio o simple indiferencia en el lector, al margen incluso del balance que dejan sus aciertos y desatinos. Sabemos que hacia el año 1045, Constantino IX el Monómaco, licencioso pero gentil marido de Zoé la Porfirogéneta, despachó a manos llenas magros recursos para los estudios superiores.[54] Cerca de su palacio de las Manganas habilitó una escuela de derecho y la Basílica se especializó en

Filosofía. Tuvo la imaginación —con pizca de ironía, se nos antoja— de nombrar un cónsul de los filósofos. Quizás era una manera de señalar, desde el «establischment», quien se consideraba «mejor pensador del imperio». El primero resultó ser Miguel de Nicomedia el balbuceador («Psellos»), un hombre que ejerció —todo a la vez— como historiador, funcionario y político; hoy podríamos hablar de un «intelectual del poder». Pero su alumno y sucesor no fue tan dócil; Juan de Italia, («Italos»), mantuvo un espíritu independiente y muy crítico. Fue un agudo pensador que no evitó escribir hirientes diatribas contra el clero, con ellas incluso alcanza a los emperadores. Era demasiado, hoy día también lo hubiera sido; por eso es condenado en el año 1081 como «pagano» y «corruptor de los alumnos» y sufre destierro hasta su muerte. Casi nos recuerda a Sócrates.[55] Un detalle, a nuestro juicio muy importante, es que todavía en la enseñanza continuaba predominado el laicismo. En verdad, hasta la década de 1070-1080 no se admite que los religiosos en ejercicio puedan participar. Los talleres de copia siguen siendo independientes muchos, otros a cargo del Palacio y sólo una minoría radica en los monasterios. Sin olvidar que los copistas «autónomos», individuos que trabajan en solitario, también subsisten. Por ello la «selección» de textos no es tan restringida como en Occidente donde sólo se hacían reproducciones en el marco de la Iglesia y los claustros.

Dioscórides de Viena. De Materia Médica. La princesa Juliana Anicia con la Magnanimidad y la Inteligencia. Constantinopla. Los sacerdotes y obispos orientales, antes de profesar, la mayoría de las veces habían pasado por escuelas civiles. Así el respeto por lo «heleno» —bien entendido que sólo en ciencia no especulativa y literatura— alcanzaba de igual modo a su ámbito. Por eso en la Ortodoxia no proliferan burlas y chascarrillos sobre la patanería del clero, tan habituales en el catolicismo. La patriarcal de Constantinopla, que ocupaba un ala de la residencia adyacente a Santa Sofía, mantenía un nivel de Teología tan elevado como era menester para tanta disputa y con el tiempo aún adquirió mayor reputación. El helenismo era sinónimo de perdición pero había que respetar muchas de sus herencias porque eran bellas y servían para «adornar el espíritu»; sólo era necesario saber sortear las «trampas» que llevaba en su seno.

El clero occidental vivía, por contra, en un ambiente que hoy no dudaríamos en catalogar como «fundamentalista». Los monjes benedictinos —los más «conservadores»— acumulaban cantidades de libros en bibliotecas-almacenes que formaban parte del tesoro o patrimonio de cada centro. La inmensa mayoría eran obras litúrgicas y muchas verdaderas joyas de color y diseño. Pero casi ninguna correspondía al orden laico. Creían con devota intransigencia que el mundo antes de Cristo había sido sólo oscuridad en la que reinaban los demonios, el griego les parecía una jerga indescifrable y el simple contacto con saberes antiguos escritos en esa lengua en extremo peligroso; en suma, muy poco de lo anterior les parecía digno de ser salvado. Los que pertenecían a la orden del cister —la «renovadora»— tenían a bien intercambiar libros, leerlos y comentarlos paseando por el claustro; incluso con algunos clásicos latinos a la vista, como Virgilio o Cicerón. Pero aún entre éstos se observa una gran reticencia a los conocimientos que no se consideraban apropiados o más bien peligrosos. Rodolfo el Glabro, un monje «intelectual» de Cluny y Saint Germain d’Auxerre, tenía muy claro que de tal lectura «se sale más hinchado de orgullo que obediente a los mandatos de Dios».[56] Durante los Comnenos, (1081-1185), sospechamos que la primera educación declina pero no así la superior. Es posible que cierto espíritu «reaccionario» o clerical quisiera ir un poco más allá de lo que hasta entonces le había estado permitido. Así entendemos la declaración del emperador Alejo I que, según sus propias palabras, pretende colocar el «estudio de los libros divinos por encima de la cultura clásica».[57] Aquello, hoy nos pasma, parecía ser toda una novedad en Bizancio a finales de ese bien avanzado siglo XI.  A buen seguro no es mera coincidencia; en 1084 las medidas del mismo gobernante hieren de muerte a los mercaderes bizantinos. Se decreta la exención de impuestos y la libertad de comercio para los venecianos en el interior del Imperio. Los terratenientes interesados sólo en exportar productos básicos de la tierra se alían con el mercader occidental y desprecian a sus compatriotas que representan una orientación interna antagónica. El resultado es que la clase media se ahoga. Parece que entonces los maestros de la «elemental» atraviesan por graves problemas y muchos deben pedir subvención a la Iglesia. Hacia el 1100 aparecen un buen número de escuelas bajo control del patriarcado y con personal mixto, clero y laicos. Los estudios superiores de carácter exclusivo religioso se multiplican y pasan a ocupar una proporción significativa del total. Se impone

en todas ellas una árida rectitud moral y se estrecha el pensamiento. El cónsul de los filósofos es ahora siempre un prelado del entorno de Santa Sofía. De todos modos, el cambio pedagógico no podía hacerse con facilidad y sin resistencia. Los hábitos de tantos siglos no iban a desaparecer por decreto. Las crónicas señalan la peculiar dicotomía entre los “profesores de la Escuela Patriarcal” y aquellos otros “filósofos del Senado”; sin duda referencia a la adyacente Magnaura. El anónimo autor de la «Filosofía del padre vino» atiza una ironía anticlerical que no desmerece. Miguel Ataliates también es un intelectual incómodo que demuestra haber tenido acceso a unas lecturas «peligrosas» y muy estimulantes para el intelecto más fecundo. Teodoro Pródomo, un contemporáneo de Manuel I el Caballero, se presenta en sus escritos como un verdadero humanista, hipercrítico y casi «socialista». Cáustico y profundo observador, incide sobre la hipocresía que anida entre monjes, cortesanos y en el interior de la familia como institución cristiana. Eustacio, obispo de Tesalónica, parece más interesado en los estudios que en la liturgia y evangelización; comenta a Píndaro, Aristófanes y Homero y lamenta el poco amor de los monjes por los libros y la literatura de los antiguos. Es evidente que aquí, en Bizancio, la mano blindada de la Iglesia no alcanzaba tan largo y con tamaño rigor como aquella de su hermana católica. La misma princesa Ana Comneno hace alarde de sabiduría y es capaz de escribir un digno y honesto libro de historia sobre la vida y obra de su padre.[58] Nicéforo Basilakes, que vive en la época de Juan II y su esposa Irene la Húngara, nos habla de la antigüedad con pasión, define la Grecia clásica como la verdadera «fuente» y comenta deleitado el valor moral de Marco Aurelio, el emperador pagano y estoico cuya obra había sido destruida en Occidente hacía ya muchos siglos.[59] Con todo, es obligado admitir que el mundo Comneno bizantino adquiere un perfil y proyección más “reaccionarios”, en el que se vislumbra un peligroso ascenso y predominio de los “ordenados” en la cultura y que, en paralelo a la retracción geográfica, económica y social, se distingue un freno también a las letras y el pensamiento. Y por contra, de cierto se inicia el recorrido de un camino inverso en el centro y norte de Europa. Por esas fechas nace y asienta la actividad de algunas escuelas no monásticas en Francia o  Alemania. Aumentan los autores laicos y avanza un tanto la literatura profana. Por su parte, los clérigos profundizan en método y algunos aventurados buscan más allá, en las aguas procelosas del pre-cristianismo. Así Chartres o la abadía de San Victor de Paris quieren ser entendidas a veces como genuinas “escuelas”, aunque sea difícil advertir continuidad real entre docentes. Se desarrollan en ambas trabajos teológicos y místicos de cierta calidad. Más importante quizás; en España el

arzobispo Raimundo de Toledo apoya las traducciones de algunos textos, en el marco de una quebradiza convivencia judeo-árabe-cristiana, con personajes claves que se llaman Ibn Daud y Domingo Gundisalvo. Poco después, en el teatro también cosmopolita del sur italiano, figuras como Burgundio de Pisa, que ejerció como interprete en Constantinopla alrededor del año 1135, y Jacobo de Venecia, Henricus Aristippus de Catania y el almirante Eugenius llevan a cabo versiones de obras griegas, más o menos adecuadas, ciertas con un indudable interés científico. Aunque, para no perder la perspectiva en un mar de intereses, es obligado remarcar que se trata en general de algunos textos aristotélicos, una minoría, apenas nada de Platón y señalados retazos de medicina y física árabe más o menos elegida por mor de “utilidad”. Que aún así tardará en llegar al corazón de Europa. En aquel Occidente que quiere empezar a “despertar” el peso del clero sigue siendo abrumador; la “apertura a nuevas vías” es sólo un proceso tímido, que sustenta una realidad cultural incomparable al nivel que, aunque “cuesta abajo”, todavía sostiene Bizancio. San Bernardo, la “antidialéctica”, el ardor de la “literatura edificante” basada sobre todo en el conocimiento de los “padres latinos” y el “préstamo” de conceptos morales ciceronianos o en la estela de Séneca, junto al alarde taumatúrgico, será el indiscutido y principal protagonista; su pertinaz y grávido influjo habrá de llegar hasta el final de la Edad Media.[60]

3 Desde el desastre de 1204 hasta el Renacimiento Hay un doloroso punto de inflexión en 1204. La barbarie de los cruzados afectó decisivamente al devenir cultural. Diferido, pero es parangonable a lo que los germanos habían realizado en Occidente ocho siglos antes. Desaparecieron entre las llamas incontables códices y obras de arte. Los sabios huyeron o fueron muertos. Y lo más importante quizás, se destruyó el ambiente social necesario; sufren y disminuyen los mesoi, se refuerza el ominoso monopolio de los mercaderes venecianos o genoveses. Nunca sabremos cual hubiera sido la evolución del saber en Bizancio sin ese execrable crimen de lesa civilización.[61] Juan Tzetzes y Nicetas Choniates, eruditos que vivieron en la antesala de la tragedia, “son los últimos bizantinos de quienes podemos decir con certeza que pudieron leer más poesía clásica de la que se puede leer hoy”.[62]  A pesar de todo, todavía fue posible un rescate ponderado pero muy importante. En la etapa de los paleólogo, entre 1261 y 1453, si bien se asiste a la quiebra de una buena parte de la tradición de

magisterio y a un descenso del nivel medio de la población, va a persistir el gusto por el arte y la alta sociedad no olvida la cultura. Muchos arcontes tendrán exquisito cuidado en sostener libros y legarlos.[63] Por desgracia el deplorable sistema de la «venalidad» en los cargos administrativos, es decir la venta de ellos al mejor postor, eliminó el mejor acicate para la permanencia de la educación entre las clases medias; las mismas que por otro lado salían peor paradas en aquel nuevo sistema social que favorecía a los grandes propietarios. El Estado y los privados son más pobres y es difícil volver a crear un Auditorium o centro tan importante como en épocas precedentes. Pero en ciudades como Nicea, Constantinopla y luego Mistra se refugian sabios y sobreviven algunas escuelas.[64] Ya no hay casi aspirantes a funcionarios, (de baja extracción), ni otros demandantes pero los nuevos nobles tienen un espíritu ilustrado. Incluso de forma ocasional aparece algún esporádico cónsul de los filósofos. En el siglo XIII hay constancia de la existencia de al menos dos academias que disfrutaban de subvención estatal. Máximo Planudes, embajador en Venecia, es un adelantado y prueba del excelente nivel en la Constantinopla de Miguel VIII. Algunos hablan de “renacimiento paleólogo” también en ciencia y literatura. En el arte no caben dudas. Los emperadores de la última dinastía son débiles pero se adornan con los mejores atavíos del mecenazgo y la erudición. Manuel II Paleólogo escribe poesía, está orgulloso de ello y quiere que su obra tenga proyección, pretende incluso que se traduzca al latín y se publique en Italia. Por este tiempo nacen en Occidente las primeras Universidades; pequeñas y con estudios muy limitados, en principio controladas por franciscanos o dominicos, bajo la atenta mirada y dura disposición de la autoridad episcopal. No debemos olvidar que en su origen tales instituciones suponen un freno a la libertad, el acertado modo de yugular una creciente “anarquía” en la enseñanza que amenaza con ser demasiado atrevida y contestataria; suponen, en definitiva, “una vuelta al orden”.[65] No hay apenas pensamiento crítico, poco más que estudios encallecidos de teología, cual “ciencia” y método deductivo en monopolio,[66] con créditos de derecho y un tanto de medicina. Aunque despuntan prometedoras auroras; entre 1213 y 1240 pugnas ocultas y abiertas luchas llevarán a una difícil y fructífera autonomía de las instituciones. Poco después surge significativa polémica entre maestros seglares y mendicantes, se inquietan las aguas antes mansas de los “intelectuales de la Edad Media occidental”.[67] . También hacia 1200 comienzan a distribuirse aquellas obras de griegos clásicos, traducidos al latín en las citadas áreas de contacto, penínsulas ibérica e italiana; y de nuevo oímos hablar de un renacimiento medieval.[68] No deberíamos soslayar, sin embargo, el trascendental hecho de que

están elaborados sobre textos no originales, proceden de composiciones árabes con amplios comentarios y, en cierto modo, también deformados por una visión espiritual islámica. «Los occidentales revivieron la experiencia de los árabes» ha dicho Alain de Libera; se entusiasman con  Averroes o Avicena, leen y asimilan aquellas vías del pensamiento hacia la verdad religiosa, fe versus razón, para llegar al mismo fin: el Dios monoteísta.[69] En la Universidad de Paris o de Oxford los profesores se enzarzan sin medida en esa interminable —y estéril— discusión. Surgen Santo Tomás y San Alberto Magno, la omnipresente escolástica alcanza su cenit.[70] Entre tanto las matemáticas, astronomía, fisiología o anatomía se limitan a breves comentarios y reiterados datos; muchos de ellos falsos. Sabemos que del Almagesto de Ptolomeo apenas se leía el prefacio; los capítulos de cálculo y geometría se consideraban tan obtusos y difíciles como inútiles, de modo que no eran afrontados por ningún profesor. En Paris se prohibirá el estudio de la Física y Metafísica en 1210, decisión renovada por la Santa Sede en 1215 y de nuevo en 1228; todo ello con objeto de “limitar el pernicioso uso de lo peor de Aristóteles”.[71] La lengua y el pensamiento griego continúan “desaparecidos”. Apenas brillan algunas excepciones; como Robert Grosseteste que apunta traducciones y desarrolla un esbozo de interesante “metodología científica” con su “metafísica de la luz neoplatónica”[72] o el genial Roger Bacon, quien llegó a ser el autor de una gramática griega pero que permanece “aislado” intelectualmente, sin proyección ni seguidores.[73]

Dioscórides de Viena. Ilustración. Carmen de Viribus herbarum. Constantinopla. Aprox. año 512.

Se considera que surge en esa segunda mitad del siglo XII un fenómeno similar al enciclopedista bizantino del X. Sin duda más modesto, aunque despunten obras como el Speculum maius de Vincent de Beauvais o la Biblionomia de Richard de Fournival en las que algunos clásicos tienen cabida. Se trataba de articular y organizar aquel acerbo de obras que desde Toledo y Sicilia habían confluido en Europa central, ávidos de servirse de ellas para su uso en la dialéctica y lógica escolásticas. No olvidemos que se trata de anécdotas y extractos, no se profundiza en el estilo ni el significado más allá de lo que “a conciencia” se busca.

En Bizancio, que ya es una potencia menor, la evolución es errática pero se apuntan signos de progreso. Desde luego —parece una paradoja literaria— hay menos «discusión bizantina» que en Occidente. Por entonces muchos eruditos bizantinos gustan de reunirse en «cofradías» o círculos de discusión en los que se respira un ambiente de gran libertad y criticismo, muy similares a los symposia que los italianos renacentistas desarrollarán poco después y tanto aportarán a la vida cultural y pensamiento. Todavía a finales del siglo XIII, los técnicos y artistas bizantinos siguen teniendo fama.[74] En particular los médicos. Sabemos que dos de ellos, Gregorio Cionades y Jorge Crisokokés, después de viajar por el Asia Central fueron capaces de traducir al griego lo mejor de los textos persas sobre astronomía y matemáticas. La pasión de Teodoro Metoquites y Nicéforo Grégoras por esos mismos temas son también buenos ejemplos. El amor por los libros del que hace gala el primero está en la línea de los más fervientes humanistas, demuestra ser un “incondicional” del conocimiento y extremadamente consciente de la importancia que reviste una estimulante y correcta transmisión del legado cultural.[75] Y hasta el último día, en un Imperio que apenas abarca unas pequeñas regiones pero que no se reducía tanto en cultura, está atestiguada la actividad intelectual de primer orden.[76] En Mistra, al sur del Peloponeso, enseña Jorge Gemisto Plethon (1360-1452), el mismo que impresiona a los italianos en el concilio de Florencia.[77] Arremete contra Aristóteles y «sacude» tanto a cristianos como musulmanes. Tendrá muchos alumnos occidentales. Se dice que Cosme de Médicis fundó la “Academia Platónica” de Florencia a raíz de escuchar las eruditas y amenas disertaciones del sabio bizantino.[78] A Constantinopla acuden estudiantes italianos, flamencos y alemanes. «En el siglo XV, una estancia en Constantinopla era el complemento de una buena educación», nos dice Louis Brehier; y el Papa Pio II, un hombre de la época, sostenía que «nadie podía decirse verdaderamente cultivado, a menos de haber estudiado en Constantinopla».[79] Impelidos por el avance turco, eminentes eruditos bizantinos eligen emigrar a Occidente, sobre todo Italia en la que los ricos comerciantes y las ciudades independientes ofrecen mucho dinero y posibilidades.[80] La mayoría crean allí también escuela y llevan a efecto una labor de traducción y enseñanza idiomática y metodológica primordial.[81] Occidente tenía todas las condiciones políticoeconómicas que habían sido abortadas en Bizancio; pero le faltaba algo clave: el idioma griego y el cuerpo de conocimientos en él concebido y trascrito, en particular la epistemología y las bases lógicas del razonamiento. Sin olvidar la literatura griega no científica, la narración, la épica y la poesía que nunca tradujeron los árabes y que por ende era totalmente ignorada en Occidente. Los

abundantes motivos que la mitología clásica fue capaz de inspirar entre los poetas y pintores desde el Quatrochento hasta hoy mismo son de sobra conocidos.[82]  Afirman que Manuel Crisoloras, que enseñó griego en Florencia entre 1396 y 1400, había traído con él algunos tratados de San Basilio; los mismos que, una vez traducidos al latín, habrían de servir para justificar un estudio de la literatura pagana hasta entonces muy mal vista por la autoridad religiosa occidental. Tenía notable ingenio y sabía enseñar, era capaz de despertar pasión y amor entre sus alumnos, como la mayoría de los bizantinos que le acompañaron en la emigración. El profesor André Chastel afirma: «los griegos llegan con su superioridad intelectual indiscutible; se les detesta, pero se tiene necesidad de ellos y Crisoloras publica de nuevo los Erotemata, elementos de griego para uso de latinos ignorantes».[83] Gracias a ellos se llevó a efecto una verdadera revolución pedagógica. En el sentir de Robert Browning, del Dumbarton Oaks Center de Harvard, «...los profesores bizantinos introdujeron un estilo de enseñanza y toda una tradición educativa que no era familiar en occidente».[84] Otros más, en verdad un número muy grande, se esmerarán en esa misma línea; magisterio del griego y traducción al latín. Teodoro de Gaza, (1400-1476), es maestro en Roma y especialista en  Aristóteles. Juan Argiropoulos, (1415-1482), ostenta la cátedra de filosofía griega en Florencia desde 1456 a 1471 y escribe las Invettive que después servirán de inspiración al humanista Poggio. Le sucede otro bizantino, Demetrio Chalkondyles que antes había enseñado en la Universidad de Padua. Jorge de Trebisonda también ejerce en Roma y traduce al latín, completo y directo, el  Almagesto de Ptolomeo. Lo hace con maestría y consigue —ahora sí—que se convierta en el texto matriz de los futuros astrónomos que revolucionarán nuestro saber sobre el Universo y sus leyes. Entre los manuales de retórica que nos legó, uno formará parte de los «libros principales» en el sentir de Erasmo. Y, todavía más trascendental, aquellos sabios bizantinos que desarrollarán su trabajo en Italia no habían ido de vacío. Con ellos «viajaron» muchos libros. Los códices en griego, poco antes de la caída de Constantinopla, llegan en gran cantidad a Florencia, Padua, Roma y París. Más tarde, desaparecido Bizancio, serán objetos preciados que otros muchos querrán poseer y por los que se pagarán buenas sumas.[85] Así se esparcen por toda Europa y llegan incluso a la lejana biblioteca del Escorial de Madrid. El origen de la famosa biblioteca Marciana de Venecia está en la abundantísima y bien seleccionada biblioteca del obispo Besarion, antiguo metropolita de Nicea. De

500 manuscritos bizantinos, más de 300 no tenían ningún interés religioso, predominaba la filosofía, historia, incluso medicina.[86] El Renacimiento que brota al unísono de los estertores de Bizancio no es sólo un movimiento cultural y artístico; representa una afortunada y fecunda “revolución en las actitudes y las ideas”. Un rechazo consciente a los principios que habían regido la Edad Media y una aproximación entusiasta a la antigüedad clásica. Una asimilación sin intermediarios ni censuras de los pensadores y las formas político-culturales griegas y romanas. Se busca y descubre un legado fraccionado y oculto. Los bizantinos tendrán en esa faceta algo que ofrecer, de un valor sin medida: los originales conservados en puridad, diversos y profundos, abiertos a todas las cuestiones de las que el ser humano quiere saber y aprender de otros que ya se esforzaron con su intelecto sobre ello.[87] Creemos que es bien evidente, a la luz de lo recordado en las páginas precedentes —y no constituye una exposición «exhaustiva», ni mucho menos— que el afán recopilador, casi «enciclopedista» y el deseo de respetar y atesorar la «antigüedad» constituyeron empeños y valores irrenunciables en Bizancio. Y que fueron muy capaces de transmitir ésta hacia el mundo árabe primero, en el siglo VIII, (germinando y creciendo en el dinámico Islam, aunque no, tal vez, todo lo que pudo ser), al eslavo poco después, (hacia el XI, para después seguir su propio y peculiar camino); y a Occidente al final, entre el XIII y XIV, en dónde tuvo la inmensa fortuna para toda la humanidad de poder dar origen a algo nuevo, un impulso renovado del pensamiento humano del que todos somos deudores. Quizás no sea mérito exclusivo de Bizancio; nunca nada ni nadie ha sido capaz de monopolizar lo bueno y tampoco la maldad. Sin embargo, a pesar de méritos más que indudables; el Imperio de Oriente continúa, en buena medida, con una triste fama de «nulidad» cultural. Aunque, poco a poco, se abre paso la verdad histórica.

Bibliografía Fuentes citadas: ATALIATES, Miguel: Historia, Miguel Ataliates, Historia, Introducción, edición, traducción y comentario de Inmaculada Pérez Martín. (Col. Nueva Roma, nº 15). Madrid: CSIC, 2002.

COMNENO, Ana: La Alexiada, Estudio preliminar y trad. de Emilio Díaz Rolando. (Col. Clásicos Universales, nº 3). Sevilla: Universidad de Sevilla, 1989. (ISBN: 84-7405-433-8). METOQUITES, Teodoro: Poesies, Les poésies inédites de Théodore Métochite, en Rodolphe Guilland, Études Byzantines, págs: 177-206. Paris: Presses Universitaires de France, 1959. PHOTIUS: Homilies, The Homilies of Photius, Patriarch of Constantinople, English Translation, Introduction and Commentary by Cyril Mango. Dumbarton Oaks Studies, III. Cambridge: Harvard University Press, 1958. TEMISTIO: Discursos políticos, Introducción, Traducción y notas de Joaquín Ritoré Ponce. (Col. Biblioteca Clásica Gredos, nº 273), Madrid: Gredos, 2000. (ISBN: 84-249-2257-3). Trabajos modernos: ANDERSON, Perry: Transiciones de la Antigüedad al feudalismo. Trad. de Santos Juliá. 1ª ed., (inglés), en 1974. Madrid: Siglo XXI de España, 1986. (ISBN: 84-323-0355-0). BÁEZ, Fernando: Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. (Col. imago mundi, nº 45). Barcelona: Destino, 2004. (ISBN: 84-233-3596-8). BERNAL, John: Historia Social de la Ciencia. Tomo I. La Ciencia en la Historia. (Col. Historia, Ciencia, Sociedad, nº 9.). Trad. de Juan Ramón Capella. 1ª ed., (inglés), en 1954. Barcelona: Península, 1997. (ISBN: 84-8307-020-0). BREHIER, Louis: Le monde byzantin: la Civilisation Byzantine. 1ªed. en 1950. (Col. L’evolution de l’humanité, nº 21). Paris: Albin Michel, 1970. BROWNING, Robert: “El profesor”, en El hombre bizantino, Guglielmo Cavallo, ed. Trad. de Pedro Bádenas, Inmaculada Pérez, Jose Antonio Ochoa y Jose Luis Aristu. 1ª ed, (italiano), en 1992. Madrid: Alianza Editorial, 1994. (ISBN: 84-206-9693-5). BURCKHARDT, Jacob: La Cultura del Renacimiento en Italia, un ensayo. (Col. Akal Universitaria, nº 157). Trad. de Teresa Blanco, Fernando Bouza y Juan Barja. 1ª ed., (alemán), en 1869. Barcelona: Akal, 1992. (ISBN: 84-7600-868-6). BURKE, Peter: El Renacimiento Europeo. Centros y Periferias. (Col. Libros de Historia), Trad. de Magdalena Chocano Mena. 1ª ed., (inglés), en 1998. Barcelona: Crítica, 2000. (84-8432037-5). CAVALLO, Guglielmo: “Modelos Bibliotecários en Occidente y en Oriente en la Edad Media”, en Oriente y Occidente en la Edad Media, influjos bizantinos en la cultura occidental, págs: 277-285; Pedro Bádenas y Jose María Egea, eds., Anejos de Veleia, Series Minor, nº 2, Actas de las VIII Jornadas sobre Bizancio, Vitoria 1993. (ISBN: 84-7585-418-4). DE LIBERA, Alain: Pensar en la Edad Media. (Col. Pensamiento crítico -pensamiento utópico, pensar de nuevo nº 114) 1ª ed., (francés), en 1991. Barcelona: Anthropos, 2000. (ISBN: 847658-583-7). DIEHL, Carlos: Grandeza y servidumbre de Bizancio. Evolución de la Historia Bizantina. Causas de la Grandeza de Bizancio. Causas de su decadencia. La civilización bizantina y su

influencia. La Herencia de Bizancio. 1ª ed. (francés), en … Trad. de Augusto Lorenzana. Madrid: Espasa-Calpe, 1943. DUCELLIER, Alain: Bizancio y el Mundo Ortodoxo. (Trad. de Pedro Bádenas de la Peña), 1ª ed. en 1986. Madrid: Mondadori, 1992. (ISBN: 84-397-1866-7). DUCELLIER, Alain: Les Byzantins. Histoire et Culture. Paris: Editions du Seuil, 1988. (ISBN: 2-02-009919-5). ETTINGHAUSEN, Richard y GRABAR, Oleg: Arte y Arquitectura del islam. 650-1250. (Col. Manuales de Arte Cátedra). 1ª ed., (inglés), en 1987. Madrid: Cátedra, 2000. (ISBN: 84-376-1425-2). GEANAKOPLOS, Deno John: Constantinople and the west. Essays on the Late Byzantine, (Palaeologan), and Italian Renaissances and the Byzantine and Roman Churches. Wisconsin: The University of Wisconsin Press, 1989. (ISBN: 0-299-11884-3). GUTAS, Dimitri: Greek Thought, Arabic Culture. The Graeco-Arabic Translation Movement in Baghdad and Early “Abbasid” Society, (2 nd-4th/8th-10th  centuries). 1ª ed. en 1998. New York y London: Routledge, 2002. (ISBN: 0-415-06132-6). HEERS, Jacques: La Invención de la Edad Media. (Trad. Mariona Vilalta). (1ª ed. (francés), en 1992. Barcelona: Crítica, 1995. (ISBN:84-8432-032-4). HUIZING, Johan: El Otoño de la Edad Media. Estudios sobre la forma de la vida y del espíritu durante los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos. Versión de José Gaos, (Trad. del francés medieval a cargo de Alejandro Rodríguez de la Peña). 1ª ed., (alemán), en 1923. (Col. Alianza Ensayo, nº 038). Madrid: Alianza Editorial, 2004. (ISBN: 84-206-7950-X). JACQUART, Danielle y MICHEAU, Françoise: La Médecine Arabe et l’Occident Médiéval. Paris: Maisonneuve et Larose, 1996. (ISBN:2-7068-1265-6). LE GOFF, Jacques: Los intelectuales en la Edad Media. 1ª ed., (francés), en 1985. Barcelona: Gedisa, 1986.(ISBN: 84-7432-251-0). LEMERLE, Paul: Le Premier Humanisme byzantin. Notes et remarques sur enseignement et culture à Byzance des origines au Xe siècle. (Col. Études, nº 6). Paris: Presses Universitaires de France, 1971 LINDBERG, David C.: Los inicios de la ciencia occidental. La tradición científica europea en el contexto filosófico, religioso e institucional, (desde el 600 a.C. hasta 1450). (Col. Paidos Orígenes, nº 35), 1ª ed., (inglés), en 1992. Barcelona: Paidos Ibérica, 2002. (ISBN: 84-493-1293-0). LOSEE, John: Introducción histórica a la filosofía de la ciencia. Trad. A Montesinos.1ª ed. (inglés) en 1972. Madrid: Alianza Editorial, 2001. (ISBN:84-206-2165-X). MOMIGLIANO, Arnaldo: “El cristianismo y la decadencia del Imperio romano”, en El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV, Arnaldo Momigliano, ed., págs: 15-30. Trad. de Marta Hernández Iñiguez, Prefacio y adendum de José Arce. 1ª ed., (inglés), en 1963. Madrid: Alianza Editorial, 1989. (ISBN: 84-206-2614-7). MUSSET, Lucien: Las Invasiones, las oleadas germánicas. (Col. Nueva Clio, nº 12). Trad. de Oriol Durán. 1ª ed., (francés), en 1967. Barcelona: Labor, 1982. (ISBN: 84-335-9320-X). OSTROGORSKI, George: Historia del Estado Bizantino. (Col. Historia medieval, nº 55). Trad. De Javier Facci. 1ª ed., (alemán), en 1963. Madrid: Akal, 1984. (ISBN: 84-7339-690-1).

PAUL, Jacques: Historia intelectual del Occidente medieval. (Col. Historia. Serie Menor). Trad. de Dolores Mascarell. 1ªed, (francés), en 1998. Madrid: Cátedra, 2003. (ISBN: 84-376-2075-9). REYNOLDS, Leighton D. y WILSON, Nigel G.: Copistas y filólogos. Las vías de transmisión de las literaturas griega y latina. Trad. al español de Manuel Sánchez Mariana. 1ª ed., (inglés), en 1968. Madrid: Gredos, 1986. (ISBN: 84-249-1028-1). RICHÉ, Pierre: Education et Culture dans l’Occident barbare, IVe-VIIIe siècles. (Col. Patristica Sorbonensia, vol. 4). Paris: Editions du Seuil, 1962. TALBOT RICE, Tamara: Everyday Life in Byzantium. 1ª ed., (inglés) en 1967. New York: Dorset Press, 1987. (ISBN: 0-88029-145-1). TATAKIS, Basilio: Filosofía Bizantina. Trad. de Demetrio Náñez. 1ª ed., (griego), en 1967. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1952. WILSON, Nigel G.: Filólogos bizantinos. Vida intelectual y educación en Bizancio. Trad. de Alejandro Canovas y Félix Piñero. (Col. Alianza Universidad, nº 768). 1ª ed., (inglés), en 1983. Madrid: Alianza Editorial, 1994. (ISBN: 84-206-2768-2). WILSON, Nigel G.: Da Bisanzio all’Italia. Gli studi greci nell’Umanesimo italiano. (Col. Hellenica, Nº 4). 1ª ed., (inglés), en 1992. Alessandria: Dell’Orso, 2000. (ISBN: 88-7964-462-1).

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF