A. LOUF Hombre Interior

April 10, 2017 | Author: Johnsil | Category: N/A
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ANDRÉ LOUF

♣ EL HOMBRE INTERIOR

L

a fórmula no se encuentra tal cual en la Biblia, pero está implícita en una imagen particularmente sugerente, empleada por san Pedro en su primera carta: “ho kruptos tès kardias anthrôpos” (1 Pe 3,4), un hapax en toda la Biblia, literalmente: “el hombre escondido en el corazón”. En este pasaje, Pedro aconseja a las mujeres no preocuparse por las apariencias externas sino más bien dedicar su atención a este ser escondido que ellas llevan en su interior y que se manifiesta en la “incorruptibilidad de un alma dulce y serena”. Al hombre interior se le identifica con el corazón del hombre, del cual toda la Biblia recordará su fundamental ambigüedad. Ya en el libro del Génesis, Dios constata que “todo el modo de pensar del hombre era siempre perverso” (Gn 6,5). Conoce un corazón “endurecido”, que , en el caso del Faraón, él mismo se ha encargado de endurecer (Ex 7,3ss.); pero también sabe de un corazón “conmovido”, capaz de humillarse ante él (2 R 22,19), y, sobre todo, un corazón roto, contrito y humillado (Sal 33,19; 50,19), que él se ingenia para sanar (Sal 146,3). Reprocha a menudo la incircuncisión de los corazones (Lv 26,41; Dt 10,16; 30,6; Jr 9,26). Es precisamente en las tablas del corazón donde Dios vendrá para escribir su nueva Ley (Pr 3,3; 7,3). Por su Profeta, promete cambiar el corazón de piedra en un corazón de carne (Ez 11,19; 36,26). Es un corazón semejante al de Dios, un corazón “que sepa escuchar”, lo que Salomón pide a Dios en el comienzo de su reinado (1 R 3,9), al suceder a David, su padre, del cual había recibido el consejo siguiente: “Por encima de todo cuidado, guarda tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Pr 4,23). El corazón del hombre según Jesús y Pablo La enseñanza de Jesús acerca de la interioridad se inscribe en esta tradición. Jesús beatifica a los corazones “puros”, en oposición a la dureza del corazón que reprocha a sus oyentes (Mc 16,14; cf. Rm 2,5; Ef 4,18). Porque es la maldad que brota del corazón lo que mancha al hombre, no las prácticas exteriores al corazón (Mt 15,18s). En efecto, “de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12,34), y “el que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien” (Lc 6,45). Es en Lucas donde encontramos la hermosa fórmula del corazón “kalos kai agathos -hermoso y bueno-, que permitirá a la simiente de la Palabra producir su fruto. El corazón es, en efecto, el lugar en el que, imitando el ejemplo de la Virgen, se “medita” la Palabra (Lc 2,19), pues, como recordará san Pablo, utilizando un verso del Deuteronomio: “La Palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón (Rm 10,8). El corazón es también el lugar que se enardece cuando Jesús en persona interpreta las Escrituras (Lc 24,32). Es también el templo del Espíritu Santo: “¿Es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios” (1 Co 6,19), un templo en el que se celebra la plegaria, tanto la litúrgica como la interior: “Recitad, alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor” (Ef 5,19). La expresión de Pedro, “el hombre escondido en el corazón”, reagrupa y resume todos estos elementos.

San Pablo la utiliza a su vez en la segunda carta a los Corintios (4,16-18). Allí contrapone el “hombre interior” al “hombre exterior”. Dado que este último, acechado por la muerte, se degrada progresivamente y “camina hacia la ruina”, el hombre “interior” está ya presente, y su actividad, provisionalmente invisible, nos prepara “un inmenso e incalculable tesoro de gloria, a quienes no nos fijamos en lo que se ve, sino a lo que no se ve. Lo que se ve, es transitorio, lo que no se ve, es eterno”. ¿Esta realidad interior del hombre dará miedo a nuestros contemporáneos? Cabe preguntárselo al constatar que el texto de Ef 5,19, que acabamos de citar, hoy día se traduce generalmente por “cantad y tocad con toda el alma para el Señor”, traducción que, en rigor, podría justificarse desde el punto de vista lexicográfico, pero que en la que nunca ningún Padre de la Iglesia ha pensado, dado que, en una hermosa unanimidad, interpretan este texto en referencia a la liturgia interior del corazón. Se trata de una tranquila convicción que recorre como una hilo rojo toda la Tradición patrística: esta liturgia interior de la plegaria, a pesar de las apariencias o también de nuestra infidelidad, se nos concede de antemano. Sin cesar está siempre presente, y no nos abandona jamás. San Pablo lo recuerda explícitamente: “En efecto, dice – el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26). El corazón del bautizado Por muy extraordinario que parezca, esta dato no tiene nada de excepcional: es la situación real de cada bautizado. Al recibir la vida de Dios en sí mismo, y llegando a ser de esta manera hijo adoptivo de Dios, el bautizado recibe al mismo tiempo el don del Espíritu Santo. Ahora bien, este Espíritu es un Espíritu que está permanentemente en oración, que clama sin cesar en nuestros corazones: “¡Abba, Padre!”. Este es el verdadero tesoro, a decir verdad inaudito, que cada cristiano lleva en lo más íntimo de su ser, sin saberlo durante la mayor parte del tiempo. Y esto no quita nada a la sorprendente realidad de esta presencia en él, porque desde lo más profundo de todo creyente, gracia y plegaria se confunden; estar en estado de gracia es estar en estado de oración. Incluso cuando no es consciente de ello, el cristiano está en oración de alguna manera. O mejor, el Espíritu Santo celebra la plegaria en él. Si esta es la realidad, todo tipo de “método” o “técnica” de plegaria no puede tener otro objetivo que poner al “orante”, que de hecho es todo creyente, en contacto con esta plegaria divina que existe en él. Las fórmulas de plegaria que pueda tratar de inventar, el recogimiento y el silencio interior que pueda favorecer, no tienen otro sentido que el de hacer consciente esta plegaria y facilitar su manifestación. En efecto, esta oración está siempre activa en él, si bien de forma inconsciente, y esto en una profundidad de inconsciencia que va mucho más lejos que la inconsciencia psicológica que, en nuestros días, sabemos analizar mejor. Se trata de una inconsciencia que toca las raíces mismas de nuestro ser, meta-física y meta-psíquica en el sentido más fuerte del término, allí donde se sumerge en Dios, allí de donde brota sin cesar a partir de Dios. El templo interior Sería preciso poder recogerse por largo tiempo alrededor de esta realidad interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para medir toda su densidad y saborear toda su dulzura. Sean los que sean los recuerdos dolorosos o desoladores que hemos podido conservar de nuestros “esfuerzos” o de nuestros “ensayos” de oración, sabemos y a veces sentimos, en la fe, que existe en nosotros un lugar secreto, verdadero oratorio, en el que la

plegaria no se interrumpe jamás. Dios nos invita continuamente a entrar en tal lugar y allí nos encontramos unidos a él, en un contacto profundo. En el medioevo latín se acostumbraba a llamar a este lugar la domus interior, la “casa interior”, o el templum interius, el “templo interior”. Con toda seguridad, no podemos seguramente verlo, y no escuchamos la plegaria que allí se celebra. La mayor parte del tiempo no “sentimos” estrictamente nada. Podemos solamente creerlo firmemente, con una seguridad en constante crecimiento en la medida de que, poco a poco, Dios vaya levantando un extremo del velo y permita que una pequeña parte de esta actividad inconsciente de la plegaria llegue a la superficie de nuestra conciencia. A veces se trata solamente de un rápido relámpago, de un simple “flash” breve y pasajero, pero que ilumina definitivamente sectores enteros de nuestra existencia, cuyo recuerdo extrañamente benéfico, incluso en lo más profundo de una nueva desolación, no nos abandonará jamás. Sin embargo, más a menudo esta toma de conciencia -que es más bien una venida a la conciencia- tomará el aspecto de un afloramiento lento y paciente apenas perceptible al principio, de una impregnación a partir del interior que, poco a poco, despierta en nosotros un sentimiento nuevo, difícil de expresar, un “sentimiento que va más allá de todo sentimiento”, decía Ruysbroeck, pero que, a la larga, nos permite percibir “un algo”, incluso a través de la espesa niebla de lo invisible de la fe que persiste. Dios, maestro ¿Podemos hacer algo, o debemos evitar determinadas cosas para facilitar este paso de la plegaria inconsciente a la plegaria consciente? De una parte, es evidente que ciertas condiciones exteriores ayudarán a favorecer el recogimiento, es decir, permitirán establecer en nosotros un espacio interior en el que el Acontecimiento de la plegaria podrá llegar a ser una realidad. Un lugar tranquilo o solitario, por ejemplo, el silencio de las palabras, pero también de las preocupaciones interiores, un cierto control de nuestros deseos que se acostumbra a llamar sobriedad o ascesis, crearan en verdad condiciones favorables. Por otra parte, la plegaria cristiana posee en común con otras técnicas de recogimiento, pertenecientes a otras tradiciones, una preparación de este tipo, aún toda exterior. Lo que es propio a la plegaria cristiana es la naturaleza del vínculo que ésta mantiene con una preparación semejante. Ahora bien, en su caso esta preparación no posee ninguna influencia directa sobre el Acontecimiento de la plegaria, y este no podrá ser nunca la consecuencia natural de dicha preparación. Porque Dios permanece el único Maestro de la plegaria, y puede prescindir de nuestras preparaciones y sobrepasar tranquilamente todos nuestros obstáculos. Es Él quien hará brotar la plegaria “cuando él quiera, como él quiera, allí donde Él quiera”, como dice también Ruysbroeck. Esta gratuidad absoluta de la intervención de Dios es la primera certeza que podemos adquirir desde el momento en que comienza a darse el Acontecimiento. Dios ha tomado el asunto en sus manos y no nos queda más remedio que seguir sus mociones. La aparente sequedad que acompaña nuestros esfuerzos de plegaria dejados a ellos mismos, el tedio o las desolaciones que parece que engendran, son el corolario inevitable de esta absoluta gratuidad. Esta punible y saludable experiencia no les es ahorrada a quienes han tenido el favor de “entrar en la plegaria” en la jubilación y la exaltación de un cierto e inolvidable “choc carismático”. Cuanto más era auténtico el choc y todo lo que ha despertado en ellos, tanto más se impone ahora este tiempo de paciencia y de perseverancia a través de la aridez. Dios da la impresión de retirarse o de negarse, pero la verdad es que él es siempre mucho mayor que nuestro corazón, mucho más allá de todo lo que podemos abrazar con nuestros deseos. Si este continuo esfuerzo de ahondar en nuestro corazón, que solamente Dios tiene la posibilidad de efectuar, y en la mayor parte

del tiempo sin que nos demos cuenta de ello, la jubilación o el reposo en la plegaria correría el riesgo de convertirse en una falsa quietud, fácilmente extraña a la acción del Espíritu Santo. Las tentaciones y el combate Los místicos han hablado de desiertos, de noches, e incluso de una muerte aparente de Dios. Su vocabulario no hace otra cosa que describir, con sus propios medios, la experiencia de la pobreza ante el misterio de dios, que para mejor darse, parece que primero se niega. El mismo Ruysbroeck se sirve de una expresión muy sugerente: “es necesario, dice, lanzarse sin parar, y sin parar desfallecer, es como remar contra corriente”; imagen pintoresca que expresa muy bien hasta qué punto todo esfuerzo humano, aunque necesario, está llamado a vaciarse ante la maravilla de la gracia que viene a levantar, y es a través de esta pobreza como Dios nos espera para salvarnos y colmarnos. Existe una crisis que hay que atravesar, crisis indispensable, que ha de abrir el acceso a la interioridad. Se trata de un aparente callejón sin salida, de un muro que se levanta ante nuestros esfuerzos y que parece llevarnos a abandonar la empresa. El nombre bíblico de esta crisis –que es un auténtico paso, una Pascua– se llama “tentación”, cuyo sentido va mucho más allá de las modestas tentaciones, sensuales la mayor parte de las veces, que hemos de arrostrar corrientemente. Administrar correctamente la tentación implica una doble toma de conciencia, a la vez de la debilidad vertiginosa de los pecadores en potencia que somos, y de la potencia dulce, pero siempre irresistible, de la gracia. Nadie como san Juan Casiano ha sabido describir los tormentos terribles de este estirón, cuando se hace insistente hasta el punto de poder arrastrar todo en la caída. Simultáneamente a la toma de conciencia de la debilidad se instala entonces otra toma de conciencia capaz de asegurar el equilibrio. Porque es bajo la prueba de la tentación como el hombre podrá percibir la acción de la gracia en sí mismo, a través de los gemidos que le provoca la brutalidad del asalto, y que alimentan su plegaria convertida así en constante. “Aprendamos, pues, también nosotros, escribe Casiano, a experimentar a la vez en cada acción nuestra debilidad y la ayuda de Dios, y a proclamar cada día con los santos: Empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó. El Señor es mi fuerza y mi energía, él es mi salvación”1.

¿En qué consiste este combate? ¿Cómo se desarrolla y cuál es la parte que corresponde al hombre? Esta parte solamente tiene un nombre: la humildad, que se aprende precisamente de esta manera. Esta parte se reduce, explica Casiano, “en seguir la huella, humildemente y cada día, de la gracia de Dios que nos atrae”. Y precisa un poco después el sentido del adverbio “humildemente”, recurriendo al arrepentimiento de David: “Su parte consistió en reconocer su pecado, después de haber sido humillado; y la de Dios será entonces el perdón”. Casiano escribe: “Después de haber sido humillado (humiliatus), es decir, haber sido humillado por su debilidad, después de haber atravesado, de grado o por fuerza, el fuego de la prueba de la tentación, o incluso como en el caso de David, el fracaso agudo del pecado. Lo que importa, finalmente, y había ya insinuado un apotegma, es que este es el único bodoque que le quedaba a Dios para hacernos tomar conciencia a la vez de nuestra debilidad y de su gracia. Un autor antiguo dijo: “Yo prefiero un fracaso suportado humildemente a una victoria obtenida con orgullo”2. 1 2

Sal 117,13-14. Vitae Patrum XV, 74; cf. Ed. Nau, 316.

La contrición Hemos llegado al centro del proceso del cual un día nacerá una nueva sensibilidad. El desarrollo se encuentra en el centro. Para describir este desarrollo y el trastorno interior que supone, la antigua literatura cristiana tomaba en préstamo de las traducciones corrientes de la Biblia una expresión que, en su época, poseía aún todo el vigor plástico de la imagen que lo había inspirado: “diatriba tès kardias”; en los padres latinos: “contritio cordis” o “contritio mentis”. Encontramos esta imagen en todas las lenguas en las cuales nos han llegado los testimonios más antiguos de la experiencia espiritual, lo que prueba la importancia capital que se le atribuía. Convendría, en la medida de lo posible, conservarle el aspecto rudo y abrupto del término original, que han perdido por desgracia sus equivalente en la mayor parte de las lenguas modernas. Evidentemente, no se trata aquí de “contrición”, tal como la entiende la literatura espiritual reciente, sino más bien se habla de un corazón realmente “roto”, o “triturado”, literalmente “reducido a migajas. Las descripciones de una tal angustia, cercana a la desesperación, experimentada en el corazón mismo de la tentación, abundan en la tradición monástica. El creyente, incluso si es monje, no es más que un pobre de Yahvé, reducido a su más simple expresión, en una confianza entregada totalmente a la gracia. “Créeme, hermano, dirá Isaac el Sirio, no has comprendido aún la fuerza de la tentación y la sutileza de sus artificios”. Pero un día, la experiencia te enseñará y “tú te encontrarás ante ella como un niño que no sabe aún dónde poner su cabeza. Todo tu saber se habrá convertido en confusión, como la de un niño pequeño. Y tu espíritu, que parecía arraigado sólidamente en Dios, tu conocimiento tan preciso, tu pensamiento tan equilibrado, quedarán sumergidos en un océano de dudas. Una sola cosa podrá entonces ayudar a vencer todo eso: la humildad. Desde el momento en que la alcanzarás, todo lo demás desaparecerá”3. Corresponder a esta dolorosa pedagogía de Dios supone necesariamente aceptar caminar siguiendo su mismo sentido, sin huir ante la humillación infligida por la tentación, sino más bien asumirla. Y eso no llevados por un oscuro masoquismo, sino porque se logra adivinar en ella la fuente secreta de la única verdadera vida. Para emplear términos bíblicos, porque es de este modo como el corazón de piedra será resquebrajado y aparecerá el corazón de carne, provisionalmente atrincherado detrás de tantas defensas inconscientes. Tal como lo aconseja un apotegma: “Cuando somos tentados, abajémonos más, pues entonces Dios nos protegerá, en cuanto que él ve nuestras debilidad. Pero si nos elevamos, nos retira su protección y perecemos”4. “Mantente sumiso a la gracia de Dios, dice otro apotegma, en espíritu de pobreza, por miedo a que, llevado por el espíritu de orgullo, pierdas el fruto de tu trabajo”5. Es decir: por el orgullo que supondría la ilusión de poder triunfar de la tentación por las propias fuerzas. Aprender la humildad Pero no es solamente la tentación la que es escuela de humildad, ya que el mismo pecado, permitido por Dios cuando parece ser el sustitutivo de otros medios, puede ser un paso hacia la salvación. Basta recordar al rey David, pero sobre todo a Pedro, el príncipe de los apóstoles. En una homilía dedicada a la humildad, san Basilio evoca en este sentido la caída del apóstol Pedro. Amaba a Jesús más que otros, pero se lo había creído 3

Discurso 57. Vitae Patrum XV, 67; cf. Ed. Nau, 309. 5 Vitae Patrum XV, 55; cf. Ed. Nau, 311 y Apotegmas Or, 13: el texto griego lee:”sométete a la gracia de Cristo”. 4

demasiado. Entonces Dios “lo abandonó a su cobardía de hombre y cayó en la negación, pero su caída le hizo más sabio y le hizo más atento a sus límites. Aprendió así a atender a los débiles, habiendo aprendido su propia debilidad, pues ahora sabía que es por la fuerza de Cristo como había sido salvado cuando corrió el peligro de perecer por su falta de fe, en la tormenta del escándalo, tal como había salvado por la mano de Cristo cuando estuvo en peligro de hundirse en las aguas6. Y el autor concluye un poco después: “Es la humildad la que a menudo salva a aquel que ha pecado frecuente y pesadamente”. Si la tentación debiese terminar con una caída, no sería por una falta de generosidad, sino porque habría faltado humildad. Y la posibilidad de pecado, si el pecador sabe estar atento a la gracia que no cesa de trabajar en él, como un telón de fondo detrás del pecado, podría darse que por fin encuentre la puerta estrecha, -y sobre todo, baja, muy baja-, que es la única que abre el paso al Reino. Porque podría suceder que la tentación más pérfida no sea la que precede al pecado, sino más bien la que le sigue: la tentación de la desesperación, de la cual, aún una vez más, solamente la humildad, una vez aprendida, permitirá escapar. Confianza El sentimiento que acabará por predominar en el hombre humilde es una confianza inquebrantable en la misericordia, de la cual ha presentido un cierto resplandor, incluso a través de sus caídas. ¿Cómo podría dudarlo? Es de nuevo Isaac el Sirio quien nos bosqueja su retrato, un retrato muy cercano a nuestra experiencia de todos los días, en un texto entresacado de sus obras recientemente descubiertas: “¿Quién podrá estar preocupado, se pregunta, por el recuerdo de sus pecados (…): Dios me perdonará por acciones que me duelen y cuya memoria me atormenta? Acciones hacia las cuales, aun cuando me causen horror, me siento inclinado a cometer de nuevo. Y cuando han sido cometidas, el sufrimiento que me causan es peor que la mordedura de un escorpión. Las aborrezco, pero al mismo tiempo me siento sumergido en ellas, y cuando me arrepiento de ellas con dolor, vuelvo a caer en ellas, porque soy un desgraciado”.

“He aquí, añade Isaac, lo que piensan muchos que temen a Dios, que aspiran a la virtud y que lamentan su pecado, cuando su debilidad les obliga a constatar las desviaciones que les proporciona: viven constantemente bloqueados entre el pecado y el arrepentimiento”. Y sin embargo, añade aún Isaac, “no dudes de tu salvación (…), su misericordia es mucho más amplia de lo que tú puedes concebir, su gracia, mucho más grande de lo que tú no te atreves a pedir. Él está atento al más pequeño gesto de lamento de aquel que se ha dejado robar una parte de justicia, en sus luchas con las pasiones y con el pecado. El retorno a la interioridad ¿Cómo se realiza este paso? Es siempre imprevisible este instante en el cual nos precipitamos de pronto en nuestra interioridad, cuando una fuerza hasta entonces desconocida toma el relevo de nuestros pobres esfuerzo y nos arrastra hacia un más allá que, curiosamente, se encuentra sin embargo en lo más profundo de nosotros mismos. Nos damos cuenta de que estamos allí sin mérito alguno. Tenemos más bien la impresión de no tocar de pies en tierra, de no poder dirigir la dirección. El sentimiento dominante es el de una “desviación” hacia un lugar desconocido que se nos escapa, pero cuya impresionante realidad no deja duda alguna. Una nueva sensibilidad amanece en nosotros, se abren otros ojos, un cierto rumor es escuchado dentro de nosotros mismos, pero, sobre 6

Homilías 20,4.

todo, una paz que no puede engañar nos llena desde lo más profundo de nosotros mismos. ¡Y tantas otras cosas adquieren una nueva coloración! El recogimiento, que antes nos parecía forzado o artificial parece brotar de su fuente. Cambia así la imagen de la plegaria, que se expresa sin dificultad, con palabras y fórmulas muy simples, a menudo tomadas de la Palabra de Dios. Un nuevo sentido interior se despierta, una secreta afinidad con lo que Dios, a cada instante, espera de nosotros. Si antes esta voluntad de Dios aparecía como difícil de discernir, ahora se muestra con toda naturalidad, como si la misma plegaria, este “gemido del Espíritu” en nosotros, se confundiese en cierto modo con la moción secreta del mismo Espíritu, que guía a cada uno según el deseo amoroso que Dios tiene para él. ¿Cuándo sucederá? ¿Cuándo sucederá esto? La hora es tan incierta como la de nuestra muerte, o la del retorno de Jesús al final de los tiempos. Pero existen lugares y momentos, etapas de la misma vida, en los cuales el Acontecimiento parece más cercano, a punto de llegar. Se trata de lugares y momentos a los que uno puede acercarse con el gran deseo de ser finalmente escuchado. Uno de estos lugares privilegiados es siempre la escucha de la Palabra de Dios en la Escritura. Es escuchando esta Palabra que nuestro corazón puede a menudo despertarse, sentirse tocado, atravesado, destrozado, para dejar brotar la plegaria. La enfermedad, la muerte de un pariente próximo, las grandes pruebas son momentos sumamente favorables, en los cuales nuestra espera de Dios y de su intervención se convierte más explícita, más insistente. Las tentaciones también, que nos precipitan en la intercesión, en la medida en que estamos convencidos de no poder ser salvados a no ser por la gracia. El mismo pecado, en el momento en que la misericordia de Dios viene a tocarlo para curarlo, puede florecer en acciones de gracias y en alegría exultante. Todos estos momentos privilegiados se encuentran, para decirlo de alguna manera, condensados y recapitulados en la celebración de la Liturgia. La Iglesia, y en particular los contemplativos en la Iglesia, han percibido como por instinto la secreta afinidad que existe entre la Liturgia celebrada exteriormente en los oratorios de piedra y la que se celebra secretamente, en lo más profundo de cada creyente, en los oratorios espirituales que son los corazones de los bautizados. La experiencia les ha enseñado como poner de acuerdo entre sí estas dos Liturgias, y que esto puede ser suficiente para que la plegaria incesante invada poco a poco la conciencia de los orantes. En la Liturgia se esconde el manantial de toda plegaria cristiana, que no puede ser otra que la del Espíritu, un eco prolongado hasta nosotros y hasta el final de los tiempos de la plegaria que Jesús no cesaba de ofrecer a su Padre durante su vida terrestre, anticipación de la Liturgia que no cesa de presidir ante su Padre, en el cielo, “vive siempre para interceder en nuestro favor” (Hb 7,25).

*** Oración y modernidad

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Hasta ahora hemos intentado describir algunos elementos de esta realidad interior a partir de la enseñanza de las Escrituras. En relación con esta “interioridad”, nuestra época parece sometida a una tensión entre dos actitudes contrarias. A la vez aparece dominada por el deseo de conocerla y al mismo tiempo parece tener ciertas dificultades particulares para abandonarse a ella. ¿Por qué? ¿Dios se habría retirado en el este comienzo del tercer milenio? ¿O bien ya no sabemos nosotros ni escuchar ni sentir? Ciertamente Dios no es responsable en esta cuestión. Él tiene hambre y sed de los hombres y de las mujeres a los cuales puede darse sin ninguna restricción. De igual modo, la Iglesia, en lo más profundo de su ser, es solamente deseo y apertura total a Dios. Si se me permite emplear la imagen más corriente en la literatura contemplativa: la Iglesia es la esposa mística que espera día y noche recibir el beso nupcial de su Esposo. Pero los hijos de la Iglesia son también los hijos de su tiempo y de su cultura. No pueden abstraerse de todas las influencias culturales que los forman y evitar de establecer con ellas un diálogo continuo. Cada mutación histórica es generadora de tensiones, en las cuales este diálogo se convierte para la Iglesia una especie de lucha a brazo partido con la cultura de su tiempo; verdadera crisis de crecimiento a través de la cual la Iglesia se encamina hacia una purificación y profundización de su fe. ¿Acaso existen en nuestra cultura de ayer y de hoy elementos que hacen más difícil este descubrimiento de la interioridad? ¿O, al contrario, se dan elementos que parecen facilitar, a primera vista y quizás de manera ilusoria, este descubrimiento y nuestra manera de transmitirla? Esta doble influencia, negativa y benéfica a la vez, constituye para cada época de la historia de la Iglesia, un desafío crucial y ardiente. Y la respuesta a un tal desafío no puede ser sino concreta y viva, es decir, ha de brotar de la misma experiencia, en el corazón de sus hijos que participan plenamente de esta cultura. Dado que somos, aún hoy, hijos de un cierto pasado de la Iglesia ante las orientaciones teológicas surgidas del Concilio, seremos particularmente sensibles a tres elementos que han tenido más bien una influencia negativa en la experiencia de la fe, y que, en cambio, aún hoy suscitan reacciones, que pueden precipitarnos o de hacer precipitar alegremente a las jóvenes generaciones en una especie de experiencia de la fe muy cercana a la ilusión. En primer lugar las influencia negativas. ¿Por qué querer sentir a Dios, hacer la experiencia de Dios, cuando Dios ha desaparecido del horizonte sin hacer ruido? ¿No se ha dicho que Dios ha muerto? O que, si existe aún un Dios, ¿él es realmente otro? Y sin embargo, ante esta proclamación de la muerte de Dios, o mejor, a través de la experiencia que traduce esta misma proclamación, presentimos al mismo tiempo signos de una experiencia auténtica de Dios. Parece como si Dios estuviese resucitando en la conciencia de nuestros contemporáneos. Nos encontramos, según todas las apariencias, en un cierto retorno de la cultura religiosa en Occidente, precisamente ahora que la indiferencia y la apatía, heredadas de la secularización, se encuentran en entredicho precisamente por el renacimiento de una sensibilidad religiosa nueva. Recordemos aquí los tres factores culturales que tienen su parte de responsabilidad en lo que podríamos diagnosticar como una triple reducción del mensaje evangélico; tres factores que hacen más difícil hoy una correcta evaluación de la experiencia espiritual, a la vez tanto en la medida en que aún tienen influencia sobre nosotros cuanto en la medida en que suscitan en nosotros una reacción contra ellos, de acuerdo con el eterno vaivén de la balanza: el evangelio reducido a una ideología, el evangelio reducido a un activismo, el evangelio reducido a un legalismo moralizador.

Evangelio como ideología En primer lugar: el evangelio reducido a una ideología. La vida de la fe es ante todo una “vida”. Esta afirmación puede parecer una tautología. Y sin embargo, cuando hablamos de la fe, ¿pensamos espontáneamente en una vida? Nuestros esquemas mentales, fundamentalmente racionalistas, nos llevan en otra dirección. En efecto, en general no nos han enseñado a creer en una “vida”, sino más bien en unas “verdades”. El concepto de fe suscita espontáneamente sinónimos como “convicción”, “opción”, “sistema de pensamiento”. El creyente y el no creyente no está separados, según el sentir de la mayoría, sino por una divergencia de opinión. Creemos generalmente en ciertas personas. El niño cree en sus padres, tal como más adelante creerá en los que le enseñan. En este mismo sentido, pensamos ante todo en un bagaje intelectual que será comunicado. De modo parecido, se podría creer en Jesús y en su evangelio, de manera de recibir un capital de certezas racionales que permitan encararse con la vida con un cierto matiz religioso, sin más. Este riesgo de una reducción del propósito evangélico a una ideología es inherente a toda experiencia espiritual. Es imposible transmitir la vida sin un mínimo de fórmulas que traten de explicitar esta experiencia. En este empeño radica una tarea apasionante que cada generación de cristianos ha de arrostrar de una forma nueva. Es de esta forma que nacerá la teología, que esta se irá profundizando en un diálogo continuo con los esquemas de reflexión de su época; una teología que será a la vez fecundada y amenazada por estos mismos esquemas. De ahí también la necesidad de la Iglesia de precisar, según los momentos, la expresión de su experiencia en fórmulas pensadas durante largo tiempo y bien ponderadas, que llamamos dogmas. Por la misma razón, habrá ocasión para preparar continuamente nuevos catecismos. En efecto, cada generación cristiana posee la competencia requerida, con la ayuda de nuevas intuiciones fruto de su cultura, para poner en relieve aspectos hasta aquel momento inexplorados de su experiencia de la fe, a condición sin embargo que estas intuiciones sean verificadas sin cesar por la misma experiencia. Cuando en una época determinada, la cultura del ambiente está marcada por un gusto inmoderado a favor de la racionalización, en detrimento de otros aspectos del pensamiento, como puede ser la vía de lo simbólico por ejemplo, como es el caso de nuestra época, existe el riesgo de explotar con exceso las fórmulas conceptuales de la fe, y de contentarse con ellas. Entonces esta fórmulas jugarán un papel excesivo. Cultivar su propia fe quedará reducido al conocimiento libresco de algunas definiciones puntuales, a determinadas formas de teología o a la historia comparada de las religiones. Esto supone un peligro nada ilusorio de hacer una injusticia al evangelio de Jesús y a la vida que él aporta. Con toda seguridad, la teología y la catequesis son momentos extremadamente importantes de la vida de la fe, pero a condición de no separarse jamás de la misma experiencia vital, dejando que broten sin cesar de la misma. Una vez separadas de esta experiencia, de lo que Ruysbroeck llamaba “la vida viva”, las fórmulas de la fe quedan como exsangües, muertas, incapaces de transmitir la vida. La catequesis se reduce a una cierta visión particular sobre el hombre y sobre el universo, quizás más inteligente y más verosímil que muchas otras visiones disponibles en este momento, entre las diversas ideología dominantes. Un adulto es invitado, en este sentido, a elegir con conocimiento de causa. Si a pesar de todo opta por la visión cristiana, será como conclusión de una confrontación sopesada con detención entre todas las posibilidades existentes, a menos que la elección sea simplemente fruto de un

conformismo rutinario, como la “fe del carbonero”; una fe que no posee nada de parecido con esta “unción” interior de la que habla san Juan en su epístola, y que nos enseña todo y nos dispensa de cualquier otra enseñanza (1 Jn 2,27), una fe que tiene sus raíces en la cabeza, no en el corazón. Quién poseyese una fe separada de esta manera de la experiencia interior puede ser víctima de sus estragos incluso a nivel de su humanidad. Toda religión que se encuentre prisionera de esta manera de un semejante racionalismo está expuesta a desviarse hacia formas de fanatismo religioso, que no son sino una dulce paranoia colectiva, reduciendo a sus adeptos al estado de esclavos. Un fanatismo semejante puede surgir en cada una de las dos alas extremas de todo grupo religioso, sea progresista o integrista; un fanatismo que puede degenerar en toda clase de excesos. Muchas de las herejías han nacido de esta forma – “una idea cristiana que se ha vuelto loca” decía Chesterton. Precisemos: al comienzo un punto de vista auténticamente evangélico, pero que, separado de la experiencia interior, se ha desbocado para extraviarse hasta convertirse en puro racional. El evangelio se reduce así a una ideología. Evangelio como actividad Después, el evangelio reducido al activismo. La “vida viva” de la experiencia cristiana no está destinada a permanecer encerrada en el corazón del creyente. Al contrario. No solamente es transmisible, sino que es contagiosa. Jesús ha utilizado la imagen de la fuente que mana. Ahora bien, una fuente mana y desborda. Esta es su misma naturaleza. ¿No ha dicho Jesús que la boca habla de la abundancia del corazón (Mt 12,34)? El que ha sido tocado por la vida divina no puede sino proclamar esta maravilla. Se siente como arrastrado irresistiblemente desde su interior a dar testimonio. Esta urgencia íntima brota de la fuente de vida que hay dentro de él, no de su buena voluntad o de su generosidad. Solamente le queda seguir la ruta marcada por este empuje del Espíritu. Se dejará modelar por él, con simplicidad, incluso si el Espíritu lo arrastra más lejos de lo que al principio podía pensar, quizá incluso hasta donde no habría querido ni osado venir. Si el creyente persiste entonces en escuchar y seguir la llamada del Espíritu, si aprende a renunciar a todas las resistencias interiores, pueden seguirse maravillas, incluso verdaderos milagros. No se trata de milagros de los que sería el responsable, sino de los milagros que el Espíritu quiere llevar a cabo sin cesar en su Iglesia en hombre y mujeres que consienten en abandonarse totalmente a él. De sus manos brotan entonces auténticos milagros incluso cuando ellos mismos ni se dan cuenta. Este tipo de milagros suponen siempre, en el testigo de Jesús, que permanezca atento no solamente a la realidad de su alrededor, sino sobre todo que no pierda jamás el contacto con la experiencia que vive en lo íntimo de su persona. Si no puede ser extranjero del mundo, mucho menos puede ser extranjero de Dios. Ha de mantenerse sin cesar a la escucha de su corazón para permanecer. Incluso en lo más vivo de la actividad, en comunión con los designios del Espíritu, a través de los cuales éste mismo Espíritu continúa a ocuparse activamente de él. San Ignacio afirma de un semejante colaborador del Espíritu que es un “contemplativus in actione”, lo que quiere decir que permanece en contacto continuo con la fuente divina que hay en su corazón. Y esto se manifiesta en el exterior. El modo y el ritmo de sus actividades son tranquilos y profundamente pacíficos, incluso si las circunstancias le imponen derribar una montaña de trabajo. Nunca da la impresión de estar atareado. Respira tranquilidad y comunica paz. El Espíritu Santo no cansa ni deprime a nadie. Él es suave. Comunica libertad y hace eficaces. Crea la alegría.

Se deja notar en todos los acontecimientos. “Todo lo que llega es adorable”, decía Léon Bloy. Al contrario, cuando el contacto con la vida “interior” se rompe de alguna manera, el modo de actuar se transforma considerablemente. Visto desde el exterior, el cambio quizás no es demasiado grande. La entrega puede continuar siendo admirable. Pero un activista de este género no está en condiciones de prestar oído a lo que el Espíritu pretende hacer con él. Se agita en demasía para forjar sus propios proyectos. Les consagra mucho tiempo y mucha energía, y trata de imponerlos en la vida de la Iglesia. Lo que habría podido aparecer como un testimonio de la unción interior corre ahora el riesgo de perderse bajo las formas de una propaganda superficial o un “marketing” barato. La Palabra de Dios adopta la forma de “slogans”. ¿Cómo vender el evangelio lo más eficazmente posible en los mercados de nuestro tiempo? Si el evangelio no sale de esta aventura indemne, aquel que habría podido ser su testigo tampoco se libra. En efecto, este tal se complace en su activismo y en su agitación. Más aún, quizá encuentra en ello la coartada soñada para suspender la peregrinación apenas iniciada hacia la fuente escondida en su corazón. Sin este afán febril, la vida le parece desprovista de sentido. ¿Qué sentimiento de piedad no suscitarían en Ruysbroeck tales hombres de acción? “¡Qué lástima, se lamentaría, esos tales se fatigan hasta el agotamiento en el servicio del Señor, pero no verán al Señor para el cual trabajan!”. Un activismo de este tipo puede ser también molesto cuando acompaña el esfuerzo interior, al tratar de cumplir lo que se acostumbra a llamar los “ejercicios espirituales”. Una cierta generosidad demasiado caliente puesta al servicio de la perfección personal extravía al mismo tiempo que impide encontrar el camino hacia la fuente interior. Un tal activismo ha terminado también en convertirse en herejía, bajo el nombre de “pelagianismo”: una herejía típicamente monástica, propia de espirituales y ascetas que se figuraban que Dios mediría su gracia según la generosidad de sus esfuerzos. ¿No hay quien ha pretendido que la mayor herejía, que se arrastra de modo sutil en nuestra Iglesia de hoy es precisamente un cierto pelagianismo larvado de este tipo? El evangelio reducido a una fiebre activista o a un perfeccionismo exagerado. Evangelio como moralismo Finalmente: el evangelio reducido a un moralismo. No se trata, naturalmente, de poner en duda los fundamentos de la teología moral. Aquí se denuncia simplemente una sutil distorsión de la moral, que puede crear obstáculos a la experiencia interior auténtica. Llamémosle un “legalismo moralizador”, es decir un desarrollo abusivo de la moral que conlleva sin duda una cierta responsabilidad sobre la sombra que se ha proyectado sobre la experiencia espiritual en los últimos decenios. La vida del Espíritu en nosotros trata de expresarse al exterior de mil formas distintas, en comportamientos concretos, de los cuales el amor es el móvil. Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios no puede menos que radiar este amor en su entorno: “Sed perfectos (o compasivos, según Lucas), dijo Jesús, como vuestro Padre celestial es perfecto -o compasivo- (Mt 5,48; Lc 6,36). He aquí la primera fuente de lo que será muy pronto llamado la “moral cristiana”. La experiencia de la vida divina en cada uno de nosotros tiene la prioridad, una experiencia fácil de reconocer por medio de criterios que no pueden engañar: espontaneidad, libertad, alegría profunda. Estos son los signos de toda vida auténtica.

En un segundo momento, sin duda será posible describir este comportamiento cristiano a partir del exterior. San Pablo procede de este modo en sus epístolas: enumera los signos mediante los cuales se puede reconocer a aquel que es conducido por el Espíritu; estos signos son los que Pablo llama “frutos del Espíritu”. Es desde este punto que nace legítimamente la ética o la teología moral. En la medida en que esta moral mantiene un vínculo vital con la experiencia interior del Espíritu, juega un papel insustituible en la vida de la Iglesia. Todo creyente que no esté aún demasiado familiarizado con la vida del espíritu podrá servirse de ella para evaluar su propia experiencia. La función de la moral es entonces la de introducir poco a poco en la nueva sensibilidad en el Espíritu. Debería ser una pedagogía concreta de la experiencia interior. Pero esto no ha sido siempre tan sencillo. Bajo la influencia de esquemas éticos de la cultura del ambiente, la moral ha podido extraviarse hacia un estudio abstracto y radical del comportamiento humano, cediendo a la tentación de traducir este comportamiento idealizado de alguna manera en un conjunto de reglas concretas. Para la mayor parte de las personas, un procedimiento semejante no carece de eficacia. Así se podrá saber de antemano como conviene actuar para ser considerado como “normal”: basta conformarse a dichas normas. Esto no significa que la “vida en el espíritu” o la interioridad no puedan jamás expresarse bajo la forma de normas. Con todo, éstas contienen una trampa. Si la atención se halla completamente preocupada por la aplicación correcta de estas normas, se convierte en algo superfluo ponerse a la escucha del espíritu Santo. Porque se sabe ya con antelación lo que está mandado y lo que está prohibido. Y si queda aún alguna duda, bastará consultar, no al padre espiritual, sino a un moralista competente. Contentarse así sistemática y exclusivamente con la aplicación de las normas, incluso cuando están justificadas en sí mismas, nos puede conducir fácilmente a este legalismo moralizador, que basta sin duda para llevar una vida exteriormente honesta, pero cuyas consecuencias serán funestas de cara a una experiencia interior. ¿Por qué? Quien permanece a la escucha del Espíritu Santo sabe por experiencia que el Espíritu no invita jamás a nadie a hacer más de lo que ha de hacer en cada momento, es decir, a más de lo que ha recibido del Espíritu para llevar a cabo en aquel momento. Al contrario, aquel que se contenta con aplicar una norma, corre el riesgo de encontrarse en una encrucijada. O bien no se sentirá capaz de aplicarla y, en este caso, es la ley que le hace violencia. O bien, se creerá capaz de llevarlo a cabo, arriesgando buscar la salvación en la ley. En los dos casos las consecuencias son negativas. En el primer caso, es la ley que le hace violencia. Es precisamente el papel provisional que Pablo atribuye a la Ley: ella nos revela, escribe, que somos pecadores, incapaces de cumplirla: “Es verdad que si descubrí el pecado fue sólo por la Ley. Yo realmente no sabía lo que era el deseo hasta que la Ley no dijo: No desearás” (Rm 7,7). Aquí terminaba el papel de la Ley en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento, su papel es distinto, ya que se ha convertido en la “Buena Nueva”. “La Ley vivificante del Espíritu me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Rm 8,2). Ya no dice de entrada: “Esto es pecado, y si lo haces, serás culpable”. Al contrario, la Buena Nueva de Jesús consiste en el hecho de que el pecado, todos los pecados, sean los que sean, quedan perdonados, con un perdón del cual el espíritu da testimonio en lo más profundo del corazón. La Ley acusa, al contrario de Jesús, que no acusa jamás. Rechazó incluso condenar explícitamente a la mujer adúltera. El había venido para quitar el pecado, para liberar al hombre de toda culpabilidad. En la medida en que, de hecho, nuestra predicación moralizante se ha limitado durante largo tiempo y casi exclusivamente a precisar los límites de lo permitido y de lo prohibido, ha puesto al pecador en el peligro de quedar fuera del mensaje liberador de Jesús. Tanto más que actuando de este modo,

suministraba agua al molino de la culpabilidad psicológica, que en tantos de nuestros contemporáneos, creyentes o no creyentes, se ha desarrollado hasta el punto de convertirse en un peso insoportable. Tantos de estos sentidos de culpabilidad han roído y atormentado los corazones, tormentos que, por desgracia, a veces se han confundido con la acción del Espíritu Santo. ¡Cuando éste no tiene nada de animal roedor! Al contrario, él es la unción, decía san Juan (1 Jn 2,20). Él unge, da la libertad y crea la alegría. Nuestro anuncio moralizante implica un segundo riesgo, más sutil y más pernicioso. Puede asegurar una buena conciencia a los que piensan poder estar satisfechos por cumplir las normas. Favorece así un perfeccionismo de fachada y pone al creyente lejos de la voz liberadora del Espíritu Santo. Mantiene aquella clase de personas de las que el Evangelio afirma que no necesitan convertirse (Lc 15,7). Engendra fariseos y los conforta en su autosuficiencia. La predicación de Jesús evita con todo cuidado este tipo de encrucijadas. Nunca induce al pecador a la desesperación. Más bien, su predicación estigmatiza el orgullo del fariseo. Porque precisa que no ha venido para los justos, sino para los pecadores (Mc 2,17). Los justos más bien le apuran, en cambio nunca los pecadores. Hablar hoy de pecado y de pecadores es tocar un tema delicado. Algunos, irritados, sin duda objetarán que de nuevo se hace oír la voz acusadora de la Iglesia, la del dedo extendido que amonesta, no la mano tendida para socorrer. Otros, por el contrario, se preguntarán que relación puede existir entre el pecado y la experiencia interior. ¿No es el pecado acaso el que cierra el camino hacia esta experiencia? Tocamos así uno de los puntos débiles de la cultura religiosa contemporánea: la dificultad que experimenta para administrar el pecado y tratar con los pecadores. Existe ante todo el pecado en cada uno de nosotros. O bien hemos llegado a ser pecadores desesperados, doblados bajo el peso de nuestro sentimiento de culpabilidad. O bien representamos el papel de los pecadores liberados, que sueñan con una “moral sin pecado”. O aún – y esto lo peor – hemos llegado a ser unos justos endurecidos que contemplan a los pecadores desde arriba y desde lejos. En tanto que permanezcamos en una u otra de estas tres categorías, la entrada en la experiencia interior permanece totalmente cerrada. Hace unos años apareció en Francia un libro con un título provocador: “Se piden pecadores”, escrito por el Padre Bernard Bro, dominico y célebre predicador de NotreDâme de Paris. ¿Se trata de pecadores buscados y atendidos? Si. En primer lugar por Dios en persona. Dios los espera como el padre del hijo pródigo, que cada mañana escruta ansioso el horizonte. Y después Jesús que les espera también, que se invita preferentemente en casa de los publicanos y los pecadores. Se trata de verdaderos pecadores, que no esconden su pecado y no tratan de excusarlo, pero que, a la larga, se han reconciliado con su incorregible debilidad, la aceptan y la exponen simplemente delante de la misericordia. A pecadores de este tipo Dios no puede resistirse. Perdona, y en el mismo momento, en el corazón de este perdón, el pecador siente por primera vez algo de la realidad viva de Dios en lo más profundo de su interior. No quiere decir esto que, desde ahora, Dios le sea más conocido, o que haya decidido dedicarse más a él, ni tan sólo que haya obtenido este insigne favor como premio de una resolución de enmendar su vida en el futuro. No, todo eso viene únicamente por el hecho de que acepta humildemente y con gratitud el perdón de Dios, un perdón que barre y restaura todo. En aquel mismo instante, la experiencia interior empieza a iniciarse en él. En efecto, en el mismo instante de recibir el perdón, algo se rompe y se desmorona en su corazón. Se encuentra ante Dios con un “corazón contrito y humillado”, como se expresa el salmista (Sal 50,19). ¿Qué es lo que acaba de romperse? Las numerosas resistencias inconscientes que le han estado oponiendo a Dios durante mucho

tiempo. Su conocimiento no ha aumentado de modo alguno. Sus debilidades son siempre las mismas, nada ha disminuido. Esto no tiene ninguna importancia, porque es ahora precisamente que ha empezado a adivinar algo del amor misericordioso. Y su corazón ha quedado tocado, herido. Ha empezado a ser un corazón nuevo, un corazón de piedra transformado en corazón de carne. Comienza a percibir algo de esa famosa “unción” de Jesús. Es este el verdadero arrepentimiento que conduce a la libertad. La falta, que es bien real, ya no pesa en absoluto, no aplasta, ya no paraliza. Se ha convertido en una “felix culpa”, una falta dichosa tal como la Iglesia la celebra con tanta alegría en el Exultet de la noche de Pascua. Es ella que nos revela al Padre misericordioso. No nos queda más que dar gracias, porque nos ha concedido llegar a ser pecadores perdonados, “porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117, 1). El corazón “ungido” He aquí que llegamos al mismo corazón del evangelio, y al mismo tiempo en el umbral de la verdadera mística o de la “interioridad” cristiana. Hemos llegado a percibir la dulce “unción” de Jesús. De ahora en adelante podrá guiarnos todos los días. Será imposible desviarnos detrás de cualquier ilusión, porque no podremos olvidar jamás el sabor de esta unción, y podremos siempre reencontrar la senda, sin dificultad y sin error posible, allí donde nos conduzca el Espíritu o allí donde nos impida ir. Por ahora, no hemos de pretender entrar más allá de este umbral. La llave está en posesión nuestra y la puerta puede ser abierta. Tanto la puerta como la llave se encuentran en lo más profundo de nuestro corazón. Por muy lejos que nos conduzca la aventura espiritual, el esquema que acaba de ser descrito se repetirá en cada etapa del recorrido. Para decirlo una última vez con Ruysbroeck, será necesario lanzarse sin parar y desfallecer sin parar”. Y en el corazón mismo del desfallecimiento, acoger y ser llenado por el amor de Dios, para lograr “ser elevados por él más allá de nosotros mismos, para derramarnos y hundirnos eternamente en Él”. André Louf, ocso (+2010). Monje de Mont-des-Cats7 Traducción del francés de Jorge Gibert, ocso, Abadía de Viaceli

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+ El 12 de julio de 2010 : Dom André Louf. Nacido en 1929 en Louvain (Bélgica), entró en 1947 en Mont des Cats, hizo la profesión solemne en 1954 y fue ordenado sacerdote en 1955. Fue estudiante en Roma de 1955 a 1958; más tarde, redactor de la revista Collectanea Cisterciensia, de 1959 a 1962. Fue Abad de Mont des Cats, de 1963 a 1997. Luego vivió vida eremítica en Simiane. Tenía 80 años de edad, 60 de profesión monástica y 55 de sacerdocio.

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