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LA MANTA BLANCA Oscar Olavarria Sanhueza
«La Sabiduría suprema es tener sueños bastante grande para no perderlos de vista mientras se persiguen.»
William Faulkner
La manta blanca Antul, arrodillado al costado de la cama de su abuelo, rogaba a Dios por su pronta recuperación. El viento del norte estremecía la humilde choza de madera y hacía penetrar la nieve por las hendiduras de las tablas. El solitario niño, de apenas diez años de edad, ahora sólo podía contar con la compañía de Toqui, su fiel perro, que dormitaba al lado del brasero, ajeno a las angustias de su amo. Los sollozos del niño se fueron haciendo más y más espaciados, hasta que terminó por quedarse profundamente dormido. ¿Fue un sueño..., fue una realidad? Antul nunca lo supo. Vio la cabaña bañada de una suave luz al tiempo que se dejaba oír una hermosa música, que hizo al perro levantar la cabeza olfateando el aire y mover alegremente su cola. El huérfano se incorporó en el lecho, donde había estado llorando; se restregó los ojos para terminar de despertar y entonces vio, en el centro de la pieza, a una hermosa mujer mapuche ataviada con el traje típico, la que al cabo de un momento se acerco y, tomando suavemente la cabeza del niño entre sus manos, le dijo: «Antul, soy tu madre y he venido desde el más allá al ver tu desesperación. Tu abuelo está muy grave y morirá si no se le proporciona un remedio muy especial, el único que podría sanarlo. Es la esencia del llantén dorado. Es una hierba muy rara que solo crece en las riberas del lago "María–Jesús", en la Cordillera de los Andes, en esta zona de Lonquimay. Hijo mío..., no podré acompañarte a buscarla, pero te daré tres consejos que te ayudarán en tu misión: No niegues tu pan a quien te lo pida en el nombre de Dios. Al darlo, aparte de hacer una buena acción, estas ganando la bendición del Todopoderoso. No te rehúses a ayudar a quien lo necesite, y si después de brindarle tu cooperación no te lo agradece, recuerda que la buena acción es lo que vale. No sientas desprecio por el mendigo ni rechaces al enfermo; ellos están pagando en vida su penitencia, y los hombres no son llamados a hacerles más dura su prueba... Ahora, hijo mío,
debo retirarme. Mis plegarias te acompañaran siempre. Sé un niño bueno, no mientas y trata de ser justo, honrado y valiente. Debes comportarte como un hombrecito para que puedas salvar a tu abuelo. Llévate a Toqui, es un buen perro, y cuando te sientas perdido y sin esperanzas, el te salvará. Por último, toma esta quila, este alfiler de plata y esta manta de lana. Te servirán en tu empresa. Pero recuerda que a contar de este momento, tienes sólo tres días para traerle a tu abuelo la hierba que le salvará la vida. Adiós, hijito querido, estaré siempre contigo».
La aparición se fue esfumando en una nube brillante y la penumbra volvió al cuarto. Antul no sabía si había soñado. Pero no, no podía ser un sueño..., el niño tenía la certeza de que su madre había ido a visitarlo. En su aflicción de huérfano pensaba en lo hermoso que habría sido contar con el apoyo de su madre en esos terribles momentos. El tenía un vago recuerdo de sus padres: sabía que habían sido arrastrados por el rio Biobío después de tratar de atravesarlo en su carreta, en el vado de Empedrado. Por eso él había crecido cerca de Lonquimay, en la montaña, junto a su abuelo, dedicado a la crianza de cabras y ovejas. El niño era feliz viviendo en su adorado bosque. Para él, respirar el helado aire de la cordillera, sentir el cristalino correr de los arroyos, el sisear del viento entre las ramas de los árboles, palpar la hierba impregnada de roció, eran sus mayores deleites. Y en invierno, cuando la nieve tapizaba la ladera, deslizarse en el pequeño tobogán que le había fabricado su abuelo era el máximo placer.
Los días domingos, junto a sus amiguitos, iba hasta el río a pescar hermosos salmones que más tarde, preparados en su casa, eran un delicioso bocado para el niño y el perro. Ahora el abuelo –su compañero de existencia– estaba enfermo, y había que hacer lo que fuera para que sanara.
Antul dejó un cántaro con agua, pan y piñones cocidos al lado de la cama; preparó su roquin (provisiones) para el camino; tomó la quila, el alfiler y la manta que le entregara su madre; cogió el machete de la montura del abuelo; con un cuero crudo amarró a Toqui y enfiló por el camino que va por la ribera del Biobío en dirección a las altas cumbres cordilleranas, en busca del llantén dorado. Los pájaros con sus trinos saludaron cariñosamente al pequeño viajero. Toqui corrió por la floresta, levantó varias perdices y no desdeñó la oportunidad de ladrarles a las bandurrias. "Solo tres días ", había dicho la voz de su madre... Era poco tiempo para cumplir una misión que se le antojaba muy difícil. El niño caminó y caminó durante mucho tiempo. El terreno empezaba a hacerse cada momento más difícil. Densos matorrales coronados de nieve que ocultaban sus agudas espinas, le cerraban el paso. La noche con sus sombras se dejó caer en forma súbita, como sucede normalmente en la cordillera. El viento del norte avisó a Antul que la nevazón empezaría pronto. Con su machete, ahuecó un matorral entre las quilas y se refugió en su interior. Encendió fuego y tendió su manta cerca de la lumbre.
El viento aullaba entre los árboles del cercano bosque, arrancando ramas y produciendo torbellinos de agua–nieve. Casi lo ahogó el humo luego de que la ventisca apagara el fuego. Los ojos de Toqui, siempre vigilante, eran su única luz. Se encomendó a Dios y a su madre y, envolviéndose en su manta, se quedó profundamente dormido. En esa claridad difusa, se confundía el contorno de las cosas. Antul sabía que era muy peligroso viajar por la cordillera en esas condiciones, pero el avance de las horas lo animó a continuar su camino. Cayó, se levantó y volvió a caer. Las raspaduras y moretones no lo intimidaron. Debía seguir. Era necesario regresar con la hierba mágica. Cerca del mediodía escuchó el rugido del río. Sabía que en esa zona existía una corriente muy rápida, que era utilizada para impulsar la balsa que transportaba a los viajeros a la otra ribera. Llegó al embarcadero solamente para comprobar, con desaliento, que la balsa no estaba. El río venía de crecida y, seguramente, la habían dejado al otro lado, suspendiendo momentáneamente el balseo. El cable que serbia de retención a la balsa se mecía en la altura. Antul no titubeó. Trepo por el poste y cogió el sillín que servía para cruzar a las personas cuando no estaba funcionando la balsa. Era una rústica armazón de madera atada a una roldana que corría por el cable. Tomó sus pertenencias y, con Toqui en las rodillas, dejo correr la polea. El sillín, cogido por el viento norte, se mecía furiosamente. Las pequeñas manos del niño apenas podían sostener al perro y, a la vez, sujetar la cuerda. Un crujido siniestro se dejo oír. La débil armazón de madera cedió y el niño y su perro cayeron al río, siendo arrastrados por el torrente. El peso de la manta hundió a Antul hacia las profundidades. Creyó morir, y cuando ya perdía las esperanzas, sintió el cuerpo del perro, al cual se asió desesperadamente. Este salió a flote, remonto la corriente y dejo a su amito en la orilla. El fiel animal lamió el rostro del niño hasta revivirlo y enseguida se echó a su lado. Antul tosió, expulsó el agua que había tragado y luego acaricio a Toqui. Recorrió la orilla para ver si el río había devuelto alguna de sus cosas, pero encontró solamente la quila: había perdido todas sus provisiones. La manta, totalmente mojada, se pegaba a su cuerpo. Se palpó el pecho y descubrió que aun llevaba el alfiler de plata en su camisa. Por lo tanto, conservaba todas las cosas que le había entregado su madre. No le fue posible hacer fuego, por lo que hubo de correr para entrar en calor.
Camino casi todo el día. Llegó a un arroyo, en cuya orilla se encontraba un anciano de larga barba blanca, que tenía a su lado una inmensa carga de leña. El viejo se quejaba lastimosamente, solicitando ayuda para pasar la leña al otro lado. El niño accedió a ayudarle, pese a que la fatiga lo embargaba y que, además, podía retrasarse en su misión. Entre ambos tomaron el pesado fardo, pero cuando estuvieron al otro lado, el anciano soltó la carga en los débiles hombros de Antul, diciéndole:
–Estoy cansado, llévala tú. Luego que descanse iré yo –y le indicó el camino a su choza.
A pesar de lo debilitado que se encontraba, el niño no arrojó la leña. Al contrario, hizo esfuerzos sobrehumanos y consiguió llegar con ella a la mísera cabaña del anciano. Al descargar el bulto, sus piernas se doblaron, cayó al suelo y perdió el conocimiento. Cuando despertó se encontró abrigado entre cueros de oveja y vio al anciano tratando de hacerle ingerir un tazón de caldo caliente. –Come, Antul. Yo sé quién eres y lo que tratas de conseguir. Soy un genio del bosque y quería probar tu bondad y valentía. A aquellos caminantes egoístas, soberbios y orgullosos que se niegan a ayudarme, los maldigo y sufren mil penurias. Tú has sido noble y bondadoso, y por eso te ayudare. Toma, bebe esta poción. Te hará recuperar las fuerzas y durante los días que dure tu misión, no sentirás apetito ni sed. Agradecido, el niño emprendió nuevamente su camino, siguiendo la dirección que le indicó el anciano. Al anochecer llego a unos pellines (robles), bajo cuya protección acampó. Encendió fuego y se dispuso a pasar la noche. Estaba adormilado al calor de la lumbre, cuando vio venir hacia la luz a un hombre. Este se presentaba andrajoso, de poblada barba color castaño, su tez era muy blanca y sus ojos, de un azul profundo. Su andar era vacilante y se serbia de una quila para apoyarse. Sin embargo, irradiaba tal serenidad de su persona, que el niño, sin titubear, lo invito a compartir su fuego y su pan. Toqui también lo recibió con amistosos movimientos de su cola, acto extraño en él, que ladraba a toda persona desconocida. – ¡Dios te bendiga, hijo! Tienes un buen corazón. Soy un pobre viajero que va a Lonquimay. Perdí todas mis cosas en el temporal. El peregrino se tendió al lado de la fogata y, debido al cansancio, se quedó inmediatamente dormido. El niño lo vio tan mojado, tan agotado que, llevado por la compasión, tomo la manta de lana gris que le había entregado su madre y lo cubrió, acomodándose él en un cuero de oveja. Despertó temprano: estaba amaneciendo. Levantó la cabeza y descubrió, con sorpresa, que el viajero ya había partido y que en el lugar donde había pernoctado sólo estaba la manta que le había facilitado; pero, al examinarla, se dio cuenta de que esta tenía, ahora, un inmaculado color blanco, como nieve limpia, y partían hermosos rayos plateados desde la abertura central hacia los extremos. Parecía muy suave al tacto. De la lana áspera, cruda, sin cardar, con que primitivamente había sido confeccionada, no quedaban muestras: ahora era de un fino vellón. Cuando el niño la palpó, desaparecieron todas sus aprensiones y una profunda paz lo embargó. Todos los obstáculos que antes creyó insalvables, ahora le parecían mínimos.
Reunió las pocas cosas con que contaba y siguió rumbo al norte, apoyado en su quila. A lo lejos diviso un rancho y, al sobrepasarlo, feroces perros le salieron al encuentro mostrando sus enormes colmillos y fauces babeantes, que aterrorizaron al niño.
Toqui, valientemente, les hizo frente, pero eran demasiados. Antul tomó la quila entre sus manos y corrió a defender a su amigo, dando estacazos a diestro y siniestro.
La vara adquirió, ante la sorpresa del niño, vida propia. Manejada por una mano invisible, propinaba tremendos palos a los perros, los que, presa del pánico, abandonaron el campo, dejando una polvareda de nieve tras de sí mientras eran perseguidos tenazmente por la quila. En el fragor de la lucha, su fiel Toqui había desaparecido, y a pesar de que lo buscó con gran dedicación, no lo pudo encontrar. Halló un pequeño venado mordido en una pata. Con seguridad, en su huida, los perros lo habían atacado. Le lavó cuidadosamente la extremidad herida y la vendó con un pañuelo. Se encontraba en esos menesteres, cuando del bosque surgió un imponente ciervo, seguramente padre del pequeño, que con su testuz obligo a Antul a trepar sobre su lomo. El venado era una centella. Animal y niño saltaron quebradas, montes, valles inmensos, ríos caudalosos y profundas gargantas. ¿Cuánto duró esa carrera mágica? No lo supo. Solo lo apreció cuando el venado se detuvo en la falda de una abrupta montaña, se echó para que descendiera y luego, con la misma velocidad con que había llegado, desapareció. El lugar en el que se encontraba estaba al borde de un hermoso lago; era un espejo de agua dorado por el sol. Imponentes picachos coronados de nieve lo circundaban. Los árboles de las orillas se retrataban en las aguas, simulando un paisaje gemelo. Tanta belleza y esa verdadera sinfonía de colores, aturdían al niño.
Fue orillando el lago hasta llegar al pie de un farellón, cuya cima estaba coronada de nieve y era nido de cóndores.
Trepó, trepó y trepó. Demoró bastante en llegar a la cumbre. Las inmensas aves se mostraron agresivas, pero el niño no se amedrentó. Corrió hacia ellas agitando su blanca manta que reflejó los rayos del sol al igual que un espejo, creando pánico entre los cóndores, que huyeron del lugar en desbandada. Observó con atención la amplia planicie a la cual había accedido. Apegada a la montaña, divisó una gruta cerrada por una roca inmensa, imposible de mover sólo con sus fuerzas de niño. Pero algo, que no supo definir, lo indujo a buscar el alfiler que le había dado su madre, y rogando a Dios, lo introdujo entre la roca y el muro de la montaña, haciendo palanca. El alfiler se torció y la roca no cedió un milímetro.
Recordó las palabras de su madre: «Ten fe, hijo mío, que la fe mueve montañas» . Nuevamente introdujo el alfiler y, murmurando una plegaria, hizo palanca. Pareció que la montaña se derrumbaba y la inmensa roca se deslizó hacia un costado, dejando ver una profunda gruta, en cuyo centro se encontraba un brasero de cobre lleno de hojas de llantén dorado. A su lado, un búho de las nieves, encadenado a un pilar de roca, custodiaba las hierbas mágicas. Antul había visto antes estas hermosas aves, pero nunca una tan gigantesca. Cuando trato de acercarse, el ave blandió sus alas amenazadoramente, adelantando su curvado pico. De nuevo su hado protector lo indujo a cubrirse totalmente con la manta blanca, incluso su cabeza, y luego avanzar hacia el brasero. El búho seguramente creyó ver un congénere en esa
figura blanca que se acercaba, y no hizo ningún gesto hostil ni aun cuando el niño lo libertó de la cadena que lo ataba a la columna.
La acción de Antul, aunque arriesgada, era propia de su buen corazón. No podía dejar a esa hermosa ave para que muriera aprisionada en la caverna. Cogió un puñado de hojas del brasero y abandonó la gruta. Al salir nuevamente al sol, vio al hermoso pájaro que extendía y agitaba sus largas alas, como desperezándose. Antul comprendió que debía ser el rey de su especie, y que había sido encadenado para que cuidara las hierbas, quizás con que sortilegios. El búho se acerco al niño y restregó la cabeza en su pecho, como agradeciéndole que lo hubiese libertado. Luego se inclinó para que el muchacho trepara a su lomo y, echándose a volar en un espectacular planeo, cruzó valles y montañas, bosques y ríos, planicies y quebradas, y en breve tiempo depositó a Antul y su tesoro en la puerta de su cabaña. El niño penetró muy preocupado a la choza: ¿estaría vivo el abuelo...?, ¿habría comido...? Pensaba en lo triste y solo que se quedaría si el Tata Dios se lo llevaba. Algunos piñones habían sido comidos y la jarra de agua estaba a la mitad: el anciano, en sus momentos de lucidez, se había alimentado. Corrió hasta la cama para abrazarlo y luego le preparó una agüita bien cargada del llantén dorado. Notó que la hierba le hacía efecto casi de inmediato, ya que el abuelo abrió los ojos y abrazo con gran cariño a su valiente nieto.
El niño gritó de alegría, al tiempo que escuchaba los alegres ladridos de Toqui, que, aunque cojeaba y se desplazaba con dificultad, había conseguido regresar a casa.
Antul era feliz nuevamente en su adorado bosque. Para él, respirar el helado aire de la cordillera, escuchar el cristalino ruido de los arroyos, correr por entre los árboles sintiendo bajo sus pies descalzos el suave roce de la hierba, era su mayor gozo. A Toqui le confeccionaría un hermoso collar de cuero crudo, y su manta, su hermosa manta blanca, la usaría solo en las grandes ocasiones. Ahora, otra vez, podría deslizarse junto a su perro, en el tobogán que le había construido el abuelo durante el invierno pasado. Antul, el niño huérfano, había recobrado su felicidad.
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