66309223-Erckmann-Chatrian-Cuentos
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ÉMILE ERCKMANN &
ALEXANDRE CHATRIAN
Cuentos
La ladrona de niños........................................................................................................................................3 El bosquejo misterioso.................................................................................................................................12 El viejo sastre...............................................................................................................................................23 La trenza negra.............................................................................................................................................34 Messire Tempus...........................................................................................................................................38 El burgomaestre embotellado......................................................................................................................41 El ojo invisible o La hostería de los tres ahorcados.................................................................................................................51
La ladrona de niños La voleuse d’enfants En 1817 podía verse a diario, vagando por las calles del barrio Hesse-Darinstadt, en Maguncia, a una mujer alta, lívida, de chupado rostro y ojos huraños: imagen espantosa de la locura. Esta desgraciada, antigua colchonera de oficio, que se llamaba Cristina Evig, había perdido la razón a causa de un suceso terrible cuando vivía en la callejuela del Petit-Volet, detrás de la catedral. Al atravesar una tarde la calle tortuosa de los Trois-Bateaux, con su hijita de la mano, se dio cuenta de pronto que acababa de soltar a la niña hacía un segundo y que ya no oía el ruido de sus pasitos; entonces la pobre mujer se volvió gritando: —¡Deubche, Deubche!... ¿Dónde estás? Nadie respondió y todo a su alrededor estaba desierto. Entonces, corriendo, gritando y llamando a la niña, volvió hasta el puerto; allí clavó su mirada en el agua sombría que se abisma bajo los barcos. Sus gritos y sus lamentos habían atraído a los vecinos; la pobre madre les explicó su angustia. Se le ayudó a hacer nuevas pesquisas; pero nada, ni un rastro, ni un indicio vino a aclarar este horrible misterio. Desde aquel instante, Cristina Evig no había vuelto a poner los pies en su casa: noche y día erraba por la ciudad, gritando con una voz cada vez más débil y quejumbrosa: —¡Deubche, Deubche!... Se le tenía lástima; las buenas gentes, unas veces éste, otras aquél, le daban albergue, le daban comida y la vestían con sus andrajos. La policía, en presencia de una simpatía tan unánime, no creyó que debía intervenir para meter a Cristina en una casa de locos, como era la práctica de aquel tiempo. Así, pues, la dejaban ir y venir y proferir sus quejas, sin preocuparse de ella. Pero lo que daba a la desgracia de Cristina un carácter verdaderamente siniestro era que la desaparición de su hijita había sido como la señal de varios acontecimientos del mismo género: a partir de ese momento, una decena de niños habían desaparecido de un modo sorprendente, inexplicable, y varios de aquellos niños pertenecían a la alta burguesía. Estos raptos se efectuaban de costumbre al caer la noche, cuando los transeúntes escaseaban y cuando todos iban con prisa a sus casas después de las faenas del día. En cuanto un niño imprudente salía al tranco de la puerta de su casa, su madre le gritaba: «¡Karl!... ¡Ludwig!... ¡Lotelé!...», igual que la pobre Cristina. ¡Nadie respondía! Las gentes corrían, llamaban, registraban los alrededores... ¡Se acabó!... Contaros los trabajos de la policía, las detenciones provisionales, las investigaciones, el terror de las familias, sería cosa imposible. Ver morir a un hijo es horroroso, indudablemente, pero perderlo sin saber qué ha sido de él, pensar que no se volverá a saber de él nunca, que esa pobre criatura tan débil, tan preciosa, que se apretaba contra el corazón con tanto cariño, sufre tal vez, que os está acaso llamando sin poder socorrerle... eso sobrepasa todo cuanto pueda imaginarse; ninguna expresión humana sabría describirlo. Corriendo el tiempo, una tarde de octubre de aquel año de 1817, Cristina Evig, después de haber vagado por las calles, había ido a sentarse en la pila de la fuente del
Obispado, con sus largos cabellos grises alborotados y con los ojos errantes en torno suyo como en medio de un sueño. Las criadas de la vecindad, en vez de entretenerse como de costumbre en las inmediaciones de la fuente, se apresuraban a llenar su cántara y a volver a casa de sus amos. Sólo la pobre loca permanecía allí, inmóvil, bajo la lluvia glacial que tamizaban las brumas del Rin. Y las altas casas de alrededor, con sus piñones agudos, sus ventanas de rejas, sus innumerables tragaluces, se envolvían lentamente en las tinieblas. En la capilla del Obispado daban entonces las siete, Cristina no se movía y balaba temblando: «¡Deubche... Deubche!...» Pero en el instante en que las pálidas claridades del crepúsculo se elevaron hasta la cúspide de los tejados antes de desaparecer, de repente se estremeció de pies a cabeza, alargó el cuello y su faz inerte, impasible desde hacía dos años, tomó tal expresión de inteligencia, que la criada del concejal Trumf, que tendía justamente su cántara al chorro, se volvió estupefacta para observar aquel gesto de la loca. En el mismo instante, por el otro lado de la plaza, a lo largo de la acera, pasaba una mujer, con la cabeza baja, llevando entre sus brazos, en una pieza de tela, algo que se movía. Aquella mujer, vista a través de la lluvia, tenía un aspecto sobrecogedor; corría como una ladrona que acababa de dar el golpe, arrastrando tras sí, por el barro, sus harapos fangosos y disimulándose en las sombras. Cristina Evig había extendido su gran mano seca y sus labios se agitaban balbuceando extrañas palabras; pero de repente un grito penetrante se escapó de su pecho: —¡Es ella! Y saltando a través de la plaza, en menos de un minuto alcanzó la esquina de la calle de Vieilles-Ferrailles, por donde la mujer acababa de desaparecer. Pero allí Cristian se detuvo jadeante; la extraña mujer se había perdido en las tinieblas del callejón y en todo el contorno no se oía más que el ruido del agua cayendo de las goteras. ¿Qué acababa de pasar en el espíritu de la loca? ¿Había recordado algo? ¿Había tenido alguna visión, uno de esos relámpagos del alma, que en un segundo descorren el velo de los abismos del pasado? Lo ignoro. Lo cierto es que acababa de recobrar la razón. Sin perder un minuto en perseguir a la aparición de hacía un momento, la desgraciada remontó la calle de los Trois-Bateaux como llevada por el vértigo, dobló la esquina de la plaza de Gutenberg y se lanzó dentro del vestíbulo del preboste Kasper Schwartz gritando con voz sibilante: —¡Señor preboste, los ladrones de niños están descubiertos! ¡Ah!, ¡pronto... escuche usted... escuche! El señor preboste acababa de terminar su cena. Era un hombre grave, metódico, que gustaba de digerir tranquilamente después de haber cenado sin molestias: la vista de aquel fantasma le impresionó vivamente y, depositando su taza de té, que justamente se iba a llevar a los labios: —¡Dios mío!—exclamó—. ¿No voy a tener un minuto de reposo en toda la jornada? ¿Es posible que exista un hombre más desgraciado que yo? ¿Qué me quiere esta loca ahora? ¿Por qué la han dejado entrar aquí? Al oír estas palabras, Cristina, recobrando su calma, respondió con tono suplicante: —¡Ah, señor preboste, dice usted que si existe un ser más desgraciado que usted... ¡Pues míreme a mí!... ¡Míreme, entonces!...
Y su voz tenía sollozos; sus dedos crispados separaban de su cara largos mechones de cabello grises; estaba espantosa. —¡Loca!, ¡sí, Dios mío, lo he estado!... El Señor, en su misericordia, me había velado mi desgracia... pero ahora no lo estoy... ¡Oh! ¡Lo que he visto!... Aquella mujer llevando un niño... pues era ciertamente un niño... estoy segura... —¡Pues bien!, váyase usted al diablo con su mujer y con su niño... váyase al diablo! —exclamó el preboste—. Miren la desgraciada que arrastra sus andrajos por el suelo. ¡Hans!... ¡Hans!... ¿Vas a venir a poner en la puerta a esta mujer? ¡Al diablo el puesto de preboste! No me trae más que sinsabores. El criado apareció y el señor Kasper Schwartz dijo señalándole a Cristina: —Condúcela afuera. Decididamente mañana tengo que redactar una demanda en forma para desembarazar a la ciudad de esta desgraciada. ¡Tenemos manicomios, gracias al cielo! Entonces la loca se echó a reír de una manera lúgubre, mientras el criado, lleno de lástima, la cogía por el brazo y le decía con dulzura: —Vamos, Cristina, vamos... salga usted. Había vuelto a sumergirse en su locura y murmuraba: «¡Deubche... Deubche!...» *** Mientras ocurría esto en casa del preboste Kasper Schwartz, bajaba un coche por la calle del Arsenal; el centinela, de guardia ante el parque de proyectiles, al reconocer el carruaje del conde Diderich, coronel del regimiento imperial de Hilbourighausen, presentó armas; un saludo le respondió desde el interior. El coche, a todo correr, parecía ir a dar la vuelta por la puerta de Alemania, pero enfocó la calle del Homme-de-Fer y se detuvo ante el caserón del preboste. El coronel, con uniforme de gala, echó pie a tierra, levantó los ojos y se quedó estupefacto, pues las carcajadas de la loca se escuchaban desde fuera. El conde Diderich era un hombre de treinta y cinco a cuarenta años, alto, moreno de barba y de pelo, de una fisonomía severa, enérgica. Penetró bruscamente en el vestíbulo, vio a Hans empujar a Cristina Evig y, sin anunciarse, entró en el comedor de maese Schwartz, gritando: —¡Señor, la policía de vuestro distrito es de lo más inepto! Hace veinte minutos me había parado delante de la catedral, en el momento del Ángelus. Al ir a salir del coche y ver a la condesa de Hilbourighausen que bajaba del pórtico, me retiré hacia atrás para dejarle sitio, cuando veo que nuestro hijo —un niño de tres años, que iba sentado a mi lado— acababa de desaparecer. La portezuela del lado del Obispado estaba abierta. ¡Habían aprovechado el momento en que yo bajaba el estribo para raptar al niño! ¡Todas las pesquisas hechas por mis gentes han sido inútiles!... ¡Estoy desesperado, señor, desesperado!... La agitación del coronel era extrema; sus ojos negros brillaban como relámpagos, a través de dos grandes lágrimas que trataba de contener; su mano acariciaba el puño de su espada. El preboste estaba anonadado; su naturaleza apática sufría ante la idea de levantarse y pasar la noche dando órdenes, yendo él mismo al lugar del suceso a fin de volver a comenzar, por centésima vez, investigaciones que habían resultado siempre infructuosas. Le habría gustado dejar el asunto para el día siguiente. —Señor —prosiguió el coronel—, sepa usted que me vengaré. ¡Usted me responde de mi hijo con su cabeza! ¡A usted le corresponde velar por la seguridad pública! ¡Está usted faltando a sus deberes! ¡Esto es indigno! Necesito un enemigo, ¿me oye? ¡Que yo sepa al menos quién me asesina!
Mientras pronunciaba esas palabras incoherentes, se paseaba de arriba abajo, con los dientes apretados y la mirada torva. Sobre la frente enrojecida de maese Schwartz se veían gotas de sudor. Mirando a su plato murmuró por lo bajo: —Estoy desolado, señor, desoladísimo... pero el vuestro hace el número diez... Los ladrones son más hábiles que mis agentes; ¿qué quiere usted que yo le haga? Al oír estas imprudentes palabras, el conde dio un salto de rabia y, agarrando a aquel hombre gordinflón por los hombros, le levantó del sillón. —¡Qué quiere usted que yo le haga!... ¡Ah, de modo que responde usted así a un padre que le pide a su hijo! —¡Suélteme, señor, suélteme —aullaba el preboste sofocado de espanto—. ¡En nombre del cielo, cálmese usted! Una mujer... una loca, Cristina Evig, acaba de venir a decirme... ¡ah!, sí, ya me acuerdo. ¡Hans! ¡Hans! El criado lo había oído todo desde la puerta y apareció al instante. —Señor... —Corre a buscar a la loca. —Todavía está ahí, señor preboste. —Entonces que pase. Siéntese usted, mi coronel. El conde Diderich permaneció de pie en medio de la sala y un minuto después, Cristina Evig volvió a entrar, huraña y riendo estúpidamente como había salido. El criado y la criada, interesados por lo que pasaba, se habían quedado de pie en el umbral de la puerta con la boca abierta. El coronel, con un gesto imperioso, les rizo una señal de que salieran. Luego, cruzando los brazos frente a maese Schwartz, dijo: —Y bien, señor, ¿qué luces pretende usted sacar de esta desgraciada? El preboste hizo intención de hablar; sus gordos carrillos se agitaron. La loca reía como si estuviese sollozando. —Señor coronel —dijo al fin el preboste—, esta mujer está en el mismo caso pie usted; hace dos años que ha perdido i su hijita y esta desgracia es la causa de su locura. Los ojos del coronel se preñaron de lágrimas. —¿Y qué más? —dijo. —Acaba de entrar aquí, parecía tener un relámpago de razón y me ha dicho... Maese Schwartz se calló. —¿Qué, señor mío? —Que había visto a una mujer que se llevaba a un niño. Y, creyendo que hablaba así en uno de sus desvaríos, la he echado fuera. El coronel sonrió con amargura. —¿La ha echado usted fuera? —dijo. —Sí... creo que ha vuelto a caer inmediatamente en su locura. —¡Cáspita! —exclamó el conde con voz de trueno—, niega usted su apoyo a esa desgraciada... hace usted desaparecer hasta su último fulgor de esperanza... la reduce usted a la desesperación en lugar de sostenerla y defenderla, como es su deber. Y se atreve usted a continuar en su puesto... ¡Se atreve usted a cobrar su sueldo!... ¡Ah, señor! Y acercándose al preboste, cuya peluca temblaba, añadió con una voz sorda, concentrada: —¡Es usted un miserable! Si no encuentro a mi hijo, lo mataré como a un perro. Maese Schwartz, con los ojos fuera de las órbitas, las manos crispadas, la boca pastosa, guardaba silencio; el espanto le apagaba la voz y, además, no sabía qué responder.
De pronto, el coronel le volvió la espalda y, acercándose a Cristina, la miró unos segundos y luego, levantando la voz: —Buena mujer —le dijo—, trate usted de responderme... Vamos a ver... en nombre de Dios, de su hijita... ¿Dónde ha visto usted a esa mujer? Luego guardó silencio y la pobre loca, con su voz quejumbrosa murmuró: —¡Deubche, Deubche!... ¡La han matado! El conde palideció y en un arrebato de furia, cogiendo a la loca por la muñeca: —Respóndeme, desgraciada —exclamó—, ¡respóndeme! El coronel la zarandeaba; la cabeza de Cristina volvió a caer hacia atrás; lanzó una carcajada espantosa y dijo: —¡Sí... sí... todo ha terminado... La mujer mala me la ha matado! Entonces el conde sintió sus rodillas flaquear, se desplomó más que sentarse en un sillón, los codos apoyados en la mesa, su pálido rostro entre las manos, con los ojos fijos, como clavados en una escena espantosa. Y los minutos se sucedieron lentamente en el silencio. El reloj dio las diez, las vibraciones de la campana hicieron estremecerse al corone}. Se levantó, abrió la puerta y Cristina salió. —Señor... —dijo maese Schwartz. —¡Cállese usted! —interrumpió el coronel con un mirada fulminante. Y siguió a la loca, que salió a la calle tenebrosa. Acababa de asaltarle una idea singular. —Todo está perdido —me dijo—. Esta desgraciada no puede razonar, no puede comprender lo que se le pregunta, pero ha visto algo; acaso su instinto puede conducirla... No es preciso añadir que el señor preboste quedó maravillado de semejante ocurrencia. El digno magistrado se apresuró a cerrar la puerta con doble llave: luego, una doble indignación se apoderó de su alma: —Amenazar a un hombre como yo —exclamó—. ¡Agarrarme por el cuello! ¡Ah!, señor coronel, ¡ya veremos si existen leyes en este país! Mañana mismo voy a dirigir una queja a Su Excelencia el gran duque y descubrirle la conducta de sus oficiales. *** Entretanto, el conde seguía a la loca y, por un efecto extraño de la sobreexcitación de sus sentidos, la veía en la noche, en medio de la bruma, como en pleno día; oía sus suspiros, sus palabras confusas a pesar del soplo continuo del viento de otoño desbocado por las calles desiertas. De tarde en tarde, se veía correr a lo largo de las aceras a algunos ciudadanos retrasados con el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos y el sombrero encasquetado hasta los ojos; se oían las puertas al cerrarse, una contraventana mal sujeta golpear la pared, una teja levantada por el viento rodar hasta la calle; luego, de nuevo el inmenso torrente del aire reanudaba su carrera, cubriendo con su voz lúgubre todos los ruidos, todos los silbidos, todos los suspiros. Era una de esas frías noches de fines de octubre, en que las veletas, sacudidas por el cierzo, giran locas en lo alto de los tejados y gritan con su voz estridente: «¡El invierno!... ¡El invierno! Ya está aquí el invierno!...» Al llegar al puente de madera, Cristina se asomó, miró el agua negra, fangosa, (pie se arrastra por el canal y luego, irguiéndose otra vez con un aire de incertidumbre, prosiguió su camino, temblando y murmurando por lo bajo: —¡Oh, qué frío hace! El coronel, apretando con una mano los pliegues de su capa, comprimía con la otra los latidos de su corazón, que le parecía le iba a estallar.
Sonaron las once en la iglesia de San Ignacio, luego las doce. Cristina Evig no dejaba de andar: había recorrido las calles de la Imprimerie, del Maillet, del Mercado del Vino, de las Vieilles-Boucheries, de los Fossés-de-l’Eveché. Cien veces el conde, desesperado, se había dicho que aquella persecución nocturna no podía conducir a nada, que la loca no tenía ningún rastro; pero cuando pensaba que ése era su último recurso, la seguía siempre yendo de plaza en plaza, deteniéndose cerca de un guardacantón, en una rinconada, luego, reanudando su caminata incierta, absolutamente como la bestia sin guarida que vaga al azar en las tinieblas. Al fin, hacia la una de la madrugada, Cristina desembocó de nuevo en la plaza del Obispado. El tiempo parecía entonces haber aclarado un poco, la lluvia había cesado, un viento fresco barría la plaza y la luna, tan pronto rodeada de sombrías nubes como brillando con toda su fuerza, quebraba sus rayos, límpidos y fríos, como hojas de acero, en los mil charcos de agua estancada entre los adoquines. La loca fue tranquilamente a sentarse al lado de la fuente, en el sitio que había ocupado algunas horas antes. Mucho tiempo permaneció en la misma actitud, con la mirada triste, los andrajos pegados a su flaco cuerpo. Todas las esperanzas del conde se habían desvanecido. Pero en uno de esos instantes en que la luna se descubría, proyectando su pálida, luz sobre los edificios silenciosos, de pronto, la loca se levantó, alargó el cuello y el coronel, siguiendo la dirección de su mirada, vio que se fijaba en la calleja de las Vieilles-Ferrailles, a doscientos pasos aproximadamente de la fuente. En el mismo instante ella partió como una flecha. El conde la siguió sin perder segundo, metiéndose en el laberinto de altos y antiguos edificios que domina la vieja iglesia de San Ignacio. La loca parecía poseer alas; diez veces estuvo a punto de perderla, tanto era lo que corría por aquellas callejuelas tortuosas, atestadas de carretas, de pilas de estiércol y de leños amontonados ante las puertas a la llegada del invierno. Súbitamente, Cristina desapareció en una especie de callejón tenebroso y el coronel tuvo que detenerse, falto de dirección. Felizmente, al cabo de algunos segundos, el rayo amarillo y rancio de una lámpara comenzó a filtrarse desde el fondo de aquella cloaca, a través de una ventanuca mugrienta; aquel rayo estaba inmóvil; pronto lo veló una sombra, luego desapareció. Evidentemente, algún ser velaba en aquel antro. ¿Qué es lo que hacía? Sin vacilar, el coronel se metió por la callejuela, yendo derecho a la luz. En medio de aquella cloaca encontró a la loca de pie en el fango, con los ojos desencajados, la boca abierta, mirando también aquella lámpara solitaria. La aparición del conde no pareció sorprenderla; únicamente, extendiendo el brazo hacia la pequeña ventana iluminada en el primero, dijo: —¡Allí es! —con un acento tan expresivo, que el conde sintió un escalofrío. Bajo el impulso de aquel movimiento, se lanzó contra la puerta del antro, la abrió de un solo empujón y se vio frente a las tinieblas. La loca estaba detrás de él. —¡Chist...! —indicó ella. Y el conde, cediendo una vez más al instinto de la desgraciada, se mantuvo inmóvil, prestando oído. El más profundo silencio reinaba en el edificio; hubiérase dicho que todo dormía, que todo estaba muerto. En la iglesia de San Ignacio dieron las dos. Entonces un débil cuchicheo se dejó oír en el primer piso, luego apareció una vaga claridad en la muralla decrépita del fondo; el suelo de madera crujió bajo los pies del coronel y el rayo de luz, acercándose, iluminó primero una escalerilla, montones de chatarra y una pila de leña, más lejos, una ventanuca sórdida abierta al patio, a derecha
y a izquierda botellas, un cesto de trapos... ¿qué se yo?; un interior sombrío, agrietado, repelente. Al fin, un candil de cobre de humeante mecha, sostenido por una manita seca como una garra de pájaro, se asomó lentamente por la escalerilla y, por encima de la luz, apareció una cabeza de mujer, inquieta, con los cabellos de color estopa, los pómulos salientes, las orejas puntiagudas, separadas de la cabeza y casi rectas, los ojos gris claro, lanzando chispas bajo el arco de las cejas; en suma, un ser siniestro, vestido con una falda mugrienta, los pies metidos en unos chanclos viejos, unos brazos descarnados desnudos hasta el codo, que tenía en una mano el candil y en la otra un hacha pequeña. Apenas este abominable ser hubo fijado sus ojos en la sombra, cuando se puso a trepar por la escalerilla con una agilidad sorprendente. Pero era demasiado tarde: el coronel había saltado espada en mano y tenía ya a aquella bruja agarrada por la falda. —¡Mi hijo, miserable! —gritó—. ¡Mi hijo! A este rugido del león, la hiena se había vuelto, lanzando un hachazo al azar. A continuación se entabló una lucha espantosa. La mujer, derribada, trataba de morder; el candil, que se había caído en los primeros instantes, ardía en el suelo y su mecha, chisporroteando sobre las losas húmedas, proyectaba sombras movedizas en el fondo grisáceo del muro. —¡Mi hijo! —repetía el coronel—. ¡Mi hijo o te mato! —Sí, tendrás a tu hijo —respondía con un acento irónico la mujer jadeante—. ¡Oh!... No hemos acabado... tengo buenos dientes... el cobarde que quiere estrangularme... ¡Eh, la de arriba! ¿Estás sorda?... Suéltame, ¡yo te lo diré todo!... Parecía agotada cuando otra bruja, más vieja, más huraña, saltó de la escalera abajo gritando: —¡Aquí estoy! La miserable estaba armada de un gran cuchillo de carnicero y el conde, levantando los ojos, vio que estaba calculando para asestarle una cuchillada por detrás. Se creyó perdido, sólo un azar providencial podía salvarlo. La loca, espectadora impasible hasta entonces, se abalanzó sobre la vieja, exclamando: —¡Es ella... es ella! ¡Oh, la conozco muy bien!... No se me escapará. Por toda respuesta, un chorro de sangre inundó el suelo; la vieja acababa de degollarla; había sido cosa de un segundo. El coronel había tenido tiempo de levantarse y de ponerse en guardia; al ver lo cual, las dos brujas subieron rápidamente la escalera y desaparecieron en las tinieblas. El candil, humeante, se extinguía y el conde aprovechó sus últimos fulgores para seguir a las asesinas. Pero al llegar a lo alto de la escalerilla la prudencia le aconsejó no abandonar esta salida. Oía los estertores de Cristina abajo y la sangre que caía de escalón en escalón en medio del silencio. ¡Era espantoso!... Al otro lado, al fondo de la guarida, un trasiego extraño hacía temer al conde que las dos mujeres quisieran escaparse por las ventanas. El desconocimiento de aquel lugar lo tenía allí desde hacía un instante, cuando un rayo luminoso, deslizándose a través de una puerta de cristales, le permitió ver las dos ventanas de la habitación que daban al callejón iluminadas por una luz exterior. Al mismo tiempo, oyó en la calle una voz ronca decir: —¡Eh! ¿Qué es lo que pasa aquí?... Una puerta abierta... ¡Toma, toma!... —¡A mí! —gritó el coronel—. ¡A mí! Al mismo tiempo la luz penetraba en el edificio. —¡Oh! —dijo la voz—. ¡Sangre!, ¡diablo!... ¡No me engaño!... ¡Es Cristina!
—¡A mí! —repitió el coronel. Unas pisadas fuertes sonaron en la escalera y la cabeza barbuda del wachtmann Selig, con su gran gorro de nutria, su piel de cabra sobre los hombros, apareció en lo alto de la escalera, dirigiendo la luz de la linterna hacia el conde. La vista del uniforme extrañó al buen hombre. —¿Quién está ahí? —preguntó. —¡Suba usted... buen hombre... suba! —Perdón, mi coronel, pero es que abajo... —Sí... una mujer acaba de ser asesinada. Los asesinos están ahí. El wachtmann subió entonces los últimos escalones y, con la linterna alta, iluminó el reducto: era una buhardilla de seis pies a lo sumo que terminaba en la puerta de la habitación donde se habían refugiado las dos mujeres; una escalerilla que subía al granero, a la izquierda, limitaba aún más el espacio. La palidez del conde asombró a Selig; sin embargo, no se atrevía a preguntarle, cuando fue éste quien le interrogó. —¿Quién vive aquí? —Son dos mujeres, madre e hija; en el barrio del Mercado se les llama las dos Josel. La madre vende carne en el mercado, la hija hace embutido. El conde, recordando entonces las palabras de Cristina pronunciadas en su delirio: «¡Pobre niña... la han matado!», sintió un vértigo y la frente se le cubrió de un sudor de muerte. Por la más espantosa casualidad, descubrió en el mismo instante, detrás de la escalera, un vestidito escocés, de cuadros azules y encantados, unos zapatitos, una especie de gorro con una borla negra, arrojados allí, en la sombra. Se estremeció, pero un impulso irresistible le llevaba a ver, a contemplar con sus propios ojos; así, pues, se acercó, temblando de pies a cabeza, y levantó aquella ropita con una mano temblorosa... Era la de su hijito. Algunas gotas de sangre mancharon sus dedos. ¡Dios sabe lo que pasó en el corazón del coronel! Largo tiempo clavado a la pared, con la mirada fija, los brazos colgando, la boca entreabierta, permaneció como fulminado. Pero de repente se abalanzó contra la puerta con un rugido de furor que espantó al wachtmann: ¡nada habría podido resistir tal choque! Se oyó caer en la habitación los muebles que las dos mujeres habían amontonado para atrancar la puerta. El edificio tembló hasta sus cimientos. El conde desapareció en la sombra; luego, aullidos, gritos salvajes, imprecaciones, roncos clamores se escucharon en medio de las tinieblas... Aquello no tenía nada de humano; hubiérase dicho un combate de bestias feroces desgarrándose en el fondo de su caverna. La calle se iba llenando de gente. Los vecinos penetraban desde todos los sitios en el antro, gritando: —¿Qué sucede? ¿Se están degollando aquí? *** ¿Qué os diré todavía? El coronel Diderich se curó de sus heridas y desapareció de Maguncia. Las autoridades de la ciudad juzgaron útil ahorrar a los padres de las víctimas aquellas abominables revelaciones; yo lo sé por el mismo wachtmann Selig, ya viejo y retirado, que vive en su aldea cerca de Sarrebrück; sólo él conoce los detalles por haber asistido como testigo a la instrucción secreta de aquel proceso, ante el tribunal de Maguncia.
Quitad el sentido moral al hombre, y su inteligencia, de la que está tan orgulloso, no podrá preservarlo de las más infames pasiones.
El bosquejo misterioso L’esquisse mystérieuse
I Frente a la capilla Saint-Sebalt, en Nuremberg, en la esquina de la calle de los Trabans, se eleva una pequeña posada, angosta y alta, con el hastial dentado, los vidrios empolvados y el techo coronado por una virgen de yeso. Fue allí donde pasé los días más tristes de mi vida. Había ido a Nuremberg para estudiar a los viejos maestros alemanes; pero, a falta de dinero contante y sonante, tuve que hacer retratos... ¡y qué retratos! Comadres gordas, con el gato en las rodillas, concejales con peluca, burgomaestres con tricornio, todo coloreado de abundante ocre y bermellón. De los retratos descendí a los croquis y de los croquis a las siluetas. Nada más penoso que tener constantemente a las espaldas a un dueño de hotel, de labios repulgados, voz chillona, aire impúdico, que todos los días viene a decir: «¡Eh!, ¿me pagará pronto, señor? ¿Sabe a cuánto asciende su cuenta? No, eso no lo preocupa... El señor come, bebe y duerme tranquilamente... El señor alimenta a los pajaritos. La cuenta del señor asciende a doscientos florines y diez kreutzer... no vale la pena que hablemos de esto». Aquellos que no han oído cantar esta gama, no pueden tener una idea de lo que es; el amor al arte, la imaginación, el entusiasmo sagrado por lo bello se resecan al soplo de semejante pillo... Uno se vuelve torpe, tímido; se pierde toda la energía, tanto como el sentimiento de la dignidad personal, ¡y uno saluda de lejos, respetuosamente, al señor burgomaestre Schneegans! Una noche, sin tener un céntimo, como de costumbre, y amenazado de ir a prisión por ese digno señor Rap, resolví hacer que quebrara cortándome la garganta. En ese agradable pensamiento, sentado en mi camastro frente a la ventana, me entregaba a mil reflexiones filosóficas más o menos regocijantes. «¿Qué es el hombre?, me decía yo. Un animal omnívoro; sus mandíbulas provistas de caninos, de incisivos y de molares, lo prueban suficientemente. Los caninos están hechos para despedazar la carne; los incisivos para comenzar la fruta, y los molares para masticar, destrozar y triturar las substancias animales y vegetales con el gusto y el olfato. Pero cuando no hay nada para masticar, ese ser es un verdadero sin sentido en la naturaleza, una superfetación, la quinta rueda de una carroza». Tales eran mis reflexiones. No me atrevía a abrir mi navaja de afeitar por temor a que la fuerza invencible de mi lógica me inspirara el coraje de terminar con todo. Después de haber argumentado de ese modo, soplé mi vela, aplazando la continuación para el día siguiente. Ese abominable Rap me había embrutecido completamente. De hecho, ya no veía más que siluetas, y mi único deseo, era el de tener dinero para desembarazarme de su odiosa presencia. Pero aquella noche, se produjo una revolución singular en mi mente. Me desperté hacia la una, encendí de nuevo mi lámpara, y envolviéndome en mi blusón gris, arrojé en el papel un rápido bosquejo de estilo holandés... era algo extraño, raro, que no tenía ninguna relación con mis concepciones habituales.
Imaginen un patio en sombras, encajado entre altas paredes decrépitas... Esas paredes están repletas de ganchos, a siete u ocho pies del suelo. Con la primera mirada se adivina que es una carnicería. A la izquierda se extiende un armazón de listones; a través de eso se ve un buey descuartizado, suspendido de la bóveda por poleas enormes. Grandes charcos de sangre corren por las baldosas y van a reunirse en una zanja llena de restos sin forma. La luz llega desde arriba entre las chimeneas, cuyas veletas se recortan en un ángulo de cielo grande como la mano, y los techos de las casas vecinas escalan vigorosamente sus sombras de piso en piso. En el fondo de ese reducto hay un cobertizo, debajo del cobertizo una leñera, encima de la leñera, unas escalas, unos haces de paja, paquetes de cuerda, jaulones para gallinas y una vieja conejera fuera de uso. ¿Cómo se ofrecían a mi imaginación esos detalles heteróclitos?... Lo ignoro, no tenía ninguna reminiscencia análoga y, sin embargo, cada trazo del lápiz era un hecho de observación fantástica a fuerza de ser verdadero. ¡Nada faltaba! Pero a la derecha, un rincón del bosquejo quedaba en blanco... No sabía qué poner... Algo se agitaba allí, se movía... De pronto, vi un pie, un pie invertido, separado del suelo. A pesar de esa posición improbable, seguí la inspiración sin darme cuenta de mi propio pensamiento. Ese pie terminaba en una pierna... Extendida con esfuerzo, pronto flotó el faldón de un vestido en la pierna... Resumiendo, apareció una mujer vieja, macilenta, deshecha, desmelenada, invertida sucesivamente en el borde de un pozo y luchando contra un puño que le apretaba la garganta. Lo que estaba dibujando era una escena de asesinato. El lápiz se me cayó de la mano. Aquella mujer, en la actitud más audaz, con la cintura doblada en el brocal del pozo, el rostro contraído por el terror, las dos manos crispadas en los brazos del asesino, me daba miedo... No me atrevía a mirarla. Pero no veía al hombre, al personaje de ese brazo... Me era imposible terminarlo. «Estoy cansado, me dije con la frente bañada en sudor, sólo me queda esta figura para hacer, terminaré mañana... Será fácil». Y volví a acostarme, espantado por mi visión. Cinco minutos después, dormía profundamente. Al día siguiente, estaba de pie de madrugada. Acababa de vestirme y me preparaba para retomar la obra interrumpida cuando resonaron en la puerta dos golpecitos. —¡Entre! La puerta se abrió. Un hombre ya viejo, alto, delgado, vestido de negro, apareció en el umbral. La fisonomía de aquel hombre, sus ojos juntos, su nariz grande como el pico de un águila, coronada por una frente ancha, huesuda, tenía algo de severo. Me saludó gravemente. —¿El señor Christian Venius, el pintor? —dijo. —Soy yo, señor. Se inclinó nuevamente agregando: —¡El barón Frederick Van Spreckdal! La aparición en mi pobre tugurio del rico aficionado Van Spreckdal, juez del tribunal criminal, me impresionó vivamente. No pude evitar echar una mirada secreta a mis viejos muebles carcomidos, a mis tapices húmedos y a mi techo polvoriento. Me sentía humillado por tanto deterioro... Pero Van Spreckdal no pareció poner atención en esos detalles y sentándose ante mi mesita, continuó: —Señor Venius, vengo...
Pero en ese mismo instante, sus ojos se detuvieron en el bosquejo inacabado... Ni siquiera terminó la frase. Yo me había sentado al borde del camastro, y la atención súbita que ese personaje otorgaba a una de mis producciones hacía que mi corazón latiera con una aprensión indefinible. Al cabo de un minuto, Van Spreckdal, levantando la cabeza, me dijo con la mirada atenta: —¿Es usted el autor de este bosquejo? —Sí, señor. —¿Cuál es su precio? —No vendo mis bosquejos... Es el proyecto de un cuadro. —¡Ah! —dijo, levantando el papel con la punta de sus largos dedos amarillos. Sacó un lente de su chaleco y se puso a estudiar el dibujo en silencio. En ese momento, el sol llegaba a la buhardilla oblicuamente. Van Spreckdal no murmuraba una palabra; su gran nariz se curvaba como un garfio, las cejas se le contraían y el mentón, elevándose como una galocha, hundía mil arruguitas en sus largas mejillas delgadas. El silencio era tan profundo que yo oía claramente el zumbido quejumbroso de una mosca, apresada en una tela de araña. —¿Y las dimensiones de este cuadro, maestro Venius? —dijo sin mirarme. —Tres pies por cuatro. —¿El precio? —Cincuenta ducados. Van Spreckdal colocó el dibujo en la mesa y sacó de su bolsillo una bolsa larga de seda verde, alargada en forma de pera; hizo deslizar en ellas sus anillos... —¡Cincuenta ducados! —dijo— Aquí están. Me sentí deslumbrado. El barón se había levantado, me saludó y oí su gran bastón de puño de marfil resonar en cada peldaño hasta el final de la escalera. Entonces, recuperado de mi estupor, de pronto recordé que no le había agradecido y descendí los cinco pisos como un rayo; pero cuando llegué al umbral, por más que miré a derecha e izquierda, la calle estaba desierta. «¡Bueno, me dije, es extraño!» Y volví a subir la escalera jadeando.
II La manera sorprendente con la que Van Spreckdal acababa de aparecer me sumía en un éxtasis profundo: «Ayer, me decía yo contemplando la pila de ducados resplandeciendo al sol, ayer formaba el deseo culpable de cortarme la garganta por unos florines miserables, y he aquí que hoy la fortuna me cae de las nubes... Decididamente, he hecho bien al no abrir mi navaja y si me vuelve alguna tentación de terminar con todo, pondré cuidado en aplazar la cosa para el día siguiente». Luego de estas reflexiones juiciosas, me senté para terminar el bosquejo, cuatro trazos con el lápiz y era asunto terminado. Pero aquí me esperaba una decepción incomprensible. Me fue imposible hacer esos cuatro trazos con el lápiz; había perdido el hilo de la inspiración, el personaje misterioso no se desprendía del limbo de mi cerebro. Por más que lo evocara, lo esbozara, lo retomara, no combinaba con el conjunto más que una figura de Rafael en un tugurio de Teniers... Sudaba a chorros. En el mejor momento, Rap abrió la puerta sin golpear, según su loable costumbre, y los ojos se le fijaron en la pila de ducados y con una voz chillona exclamó: —¡Eh, eh! Lo he pescado. Aún dirá usted, señor pintor que le falta dinero...
Y sus dedos ganchudos avanzaron con ese temblor nervioso que la visión del oro produce siempre en los avaros. Durante algunos segundos me quedé estupefacto. El recuerdo de todos los ultrajes que ese individuo me había infligido, su mirada codiciosa, su sonrisa impudente, todo me exasperaba. De un solo salto lo sujeté, empujándolo con las dos manos fuera de la habitación y le aplasté la nariz contra la puerta. Eso ocurrió con el ris ras y la rapidez de una caja de sorpresas. Pero fuera, el viejo usurero pegó unos gritos de águila: —¡Mi dinero! ¡Ladrón! ¡Mi dinero! Los inquilinos salían de sus habitaciones y preguntaban. —¿Qué sucede? ¿Qué es lo que pasa? Bruscamente, abrí la puerta y despachando en el espinazo del señor Rap un puntapié que lo hizo rodar más de veinte peldaños, exclamé fuera de mí: —¡Esto es lo que pasa! Luego, cerré la puerta con doble vuelta de llave, mientras que los estallidos de risa de los vecinos saludaban al señor Rap a su paso. Estaba contento de mí, me frotaba las manos... Esa aventura me había devuelto la inspiración, retomé la obra y estaba por terminar el bosquejo cuando un ruido inusitado golpeó en mis oídos. Unas culatas de fusil chocaban contra el pavimento de la calle. Miré por la ventana y vi a tres gendarmes, con la carabina apoyada en el suelo, el bicornio de costado, que estaban de guardia en la puerta de entrada. El malvado de Rap se habrá roto algo, me dije con terror. Y vean la singular rareza de la mente humana: yo, que por la noche quería cortarme la garganta, me estremecí hasta la médula de los huesos al pensar que podrían colgarme si Rap estaba muerto. La escalera se llenaba con rumores confusos... Era una marea ascendiente de pasos sordos, de tintineos de armas, de palabras breves. De pronto, trataron de abrir mi puerta. ¡Estaba cerrada! Entonces, hubo un clamor general. —¡Abra, en nombre de la ley! Me levanté temblando, con las piernas tambaleantes. —¡Abra! —repitió la misma voz. Tuve la idea de escaparme por los techos; pero apenas había pasado la cabeza por la ventanita de techo de la buhardilla, cuando retrocedí, sobrecogido por el vértigo. En un relámpago había visto todas las ventanas de abajo, con sus espejos reverberantes, sus macetas con flores, sus pajareras, sus rejas. Y más abajo, el balcón; más abajo, el farol; más abajo el letrero del Tonelito Rojo, reforzado con ganchos, y luego, finalmente las tres bayonetas que brillaban y no esperaban más que mi caída para atravesarme desde la planta de los pies hasta la nuca. En el techo de la casa de enfrente, un gato rojo, al acecho detrás de una chimenea, esperaba a una banda de gorriones, que piaban y discutían en el alero. Uno podría imaginar qué claridad, qué poder y qué rapidez de perfección puede alcanzar el ojo del hombre cuando está estimulado por el miedo. A la tercera intimidación: —¡Abra o la hundimos! Al ver que la fuga era imposible, me acerqué a la puerta vacilando e hice correr la llave.
Dos manos me agarraron enseguida por el cuello. Un hombre bajito y fuerte que olía a vino, me dijo: —¡Lo detenemos! Tenía puesta una levita verde botella, abotonada hasta el mentón, una chistera... Tenía unas gruesas patillas castañas... anillos en todos los dedos y se llamaba Passauf... Era el jefe de policía. Cinco cabezas de dogos, con una gorra chata, la nariz como el cañón de una pistola, la mandíbula inferior desbordante de colmillos, me observaban desde fuera. —¿Qué quiere? —le pregunté a Passauf. —Baje —exclamó bruscamente haciendo la señal a uno de sus hombres de que me agarrara. Éste me arrastró más muerto que vivo, mientras que los demás desordenaban mi cuarto de punta a punta. Descendí, sostenido por los brazos, como un tísico en el tercer período... con los cabellos revueltos sobre la cara, tropezando a cada paso. Me arrojaron en un coche, entre dos mocetones vigorosos que caritativamente me dejaron ver las puntas de dos porras, sostenidas a la muñeca por dos cordones de cuero... luego, el coche partió. Oía detrás de nosotros el paso de todos los chicos de la ciudad. —¿Qué he hecho? —le pregunté a uno de mis guardias. Miro al otro lado con una sonrisa extraña y dijo: —Hans... ¡pregunta qué es lo que ha hecho! Esa sonrisa me heló la sangre. Pronto una sombra profunda envolvió el coche, los pasos de los caballos resonaron debajo de una bóveda. Entrábamos a las Raspelhaus... Allí es donde se puede decir: Puedo ver bien cómo se entra en este antro pero no puedo ver cómo se sale. En este mundo no todo tiene color de rosa: de las garras de Rap caía en un calabozo de donde muy pocos pobres diablos han tenido la suerte de escapar. Había grandes patios oscuros; ventanas alineadas como en el hospital y llenas de cuévanos, ni una mata de verde, ni una guirnalda de hiedras, ni siquiera una veleta en perspectiva... esa era mi nueva vivienda. Tenía razones para arrancarme los pelos de a puñados. Los agentes de policía, acompañados por el carcelero, me introdujeron provisoriamente en un calabozo. El carcelero, hasta donde recuerdo, se llamaba Kasper Schlüssel; con su gorrito de lana gris, la punta de la pipa entre los dientes y el manojo de llaves en la cintura, me producía el efecto del dios Búho de las caribes. Tenía de ellos los grandes ojos redondos y dorados que ven en la noche, la nariz como una coma y el cuello perdido entre los hombros. Schlüssel me encerró tranquilamente, como se meten unos calcetines en un armario pensando en otra cosa. En cuanto a mí, me quedé en el mismo lugar durante más de diez minutos con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada. Al cabo de ese tiempo, hice la reflexión siguiente: «Al caer, Rap exclamó: 'Me han asesinado', pero no dijo quién... diré que fue mi vecino... el viejo vendedor de lentes: lo colgarán en mi lugar.» Esta idea me alivió el corazón y exhalé un largo suspiro. Luego, miré la prisión. Acababan de blanquearla y sus muros aún no mostraban ningún dibujo, excepto una
horca ligeramente esbozada por mi predecesor en un rincón. El día llegaba a través de una claraboya situada a nueve o diez pies de altura; el moblaje se componía de una gavilla de paja y de una cubeta. Me senté encima de la paja, con las manos alrededor de las rodillas, con un abatimiento increíble... Apenas podía ver claramente; pero al pensar que, al morir, Rap había podido denunciarme, tuve hormigueos en las piernas y me levanté tosiendo como si la soga de cáñamo ya me hubiera apretado la garganta. Casi en el mismo instante, oí que Schlüssel atravesaba el corredor; abrió el calabozo y me dijo que lo siguiera. Lo seguían asistiendo las dos cachiporras, por eso lo seguí resueltamente. Atravesamos largas galerías iluminadas, de tanto en tanto, por algunas ventanas interiores. Detrás de una reja estaba el famoso Jic-Jack, que iba a ser ejecutado al día siguiente. Tenía puesta la camisa de fuerza y cantaba con una voz ronca: «¡Soy el rey de estas montañas!» Cuando me vio, gritó: —¡Eh! compañero, te guardo un lugar a mi derecha. Los dos agentes de policía y el dios Búho se miraron sonriendo, mientras que se me puso la piel de gallina por toda la espalda.
III Schlüssel me empujó a una sala alta muy oscura, repleta de bancos en hemiciclo. El aspecto de esa sala desierta, sus dos ventanas enrejadas, el Cristo de viejo roble renegrido, con los brazos extendidos, y la cabeza dolorosamente inclinada sobre el hombro, me inspiró no sé qué temor religioso que estaba de acuerdo con mi situación. Desaparecieron todas las ideas de falsa acusación que tenía y los labios se me agitaron, murmurando una oración. No había orado desde hacía mucho tiempo, pero la infelicidad siempre nos lleva de nuevo a pensamientos de sumisión... ¡El hombre es tan poca cosa! Enfrente de mí, en un asiento elevado, había dos personajes sentados que le daban la espalda a la luz, de modo que sus rostros quedaban en la sombra. Sin embargo, reconocí a Van Spreckdal por su perfil aguileño iluminado por un reflejo oblicuo del vidrio. El otro personaje era gordo, tenía las mejillas llenas, abultadas, las manos cortas y llevaba puesta una toga de juez, igual que Van Spreckdal. El escribano Conrad estaba sentado arriba; escribía sobre una mesa baja, haciéndose cosquillas en la punta de la oreja con la barba de su pluma. Cuando llegué, se detuvo para mirarme con aire curioso. Me hicieron sentar y Van Spreckdal me dijo levantando la voz: —Christian Venius, ¿de dónde sacó usted este dibujo? Me mostraba el bosquejo nocturno que ahora estaba en su posesión. Me lo hicieron pasar... Después de haberlo examinado, respondí: —Soy el autor. Hubo un silencio bastante largo; el escribano Conrad escribía mi respuesta. Oía cómo su pluma corría en el papel y pensaba: «¿Qué significa la pregunta que acaban de hacerme? Esto no tiene ninguna relación con el puntapié en el espinazo de Rap». —Usted es el autor de esto —retomó Van Spreckdal— ¿Cuál es el tema? —Es un tema de fantasía. —¿No copió usted estos detalles en algún lugar? —No, señor, los he imaginado a todos.
—Acusado Christian —dijo el juez con un tono severo— lo invito a reflexionar. ¡No mienta! Me ruboricé y con un tono exaltado exclamé: —¡He dicho la verdad! —Escribano, anote —dijo Van Spreckdal. La pluma corrió nuevamente. —Esta mujer —prosiguió el juez— esta mujer que están asesinando al borde de un pozo... ¿también la ha imaginado? —Sin duda. —¿Nunca la ha visto? —Nunca. Van Spreckdal se levantó como indignado; luego sentándose de nuevo, pareció consultar en voz baja con su colega. Aquellos dos perfiles negros, que se recortaban sobre el fondo iluminado de la ventana y los tres hombres, de pie detrás de mí... el silencio de la sala... todo me hacía estremecer. «¿Qué quieren de mí? ¿Qué he hecho?», murmuré. De pronto, Van Spreckdal le dijo a mis guardias: —Conduzcan de nuevo al prisionero hacia el coche; partimos a la Metzerstrasse. Luego, dirigiéndose a mí, exclamó: —Christian Venius, está usted en un camino deplorable... Recójase y piense que si la justicia de los hombres es inflexible.... aún le queda la misericordia de Dios... ¡Puede merecerla si confiesa su crimen! Esas palabras me atontaron como un golpe de martillo... Me eché hacia atrás con los brazos extendidos exclamando: —¡Ah! ¡Qué sueño espantoso! Y me desvanecí. Cuando recobré el conocimiento, el coche andaba lentamente por la calle; otro nos precedía. Los dos agentes de seguridad seguían estando allí. Durante el camino, uno de ellos le ofreció polvo de tabaco a su colega; maquinalmente, extendí los dedos hacia la tabaquera, él la retiró vivamente. El rojo de la vergüenza me subió a la cara, y volví la cabeza para esconder mi emoción. —Si mira para fuera —dijo el hombre de la tabaquera— estaremos obligados a ponerle las esposas. —¡Qué el diablo te estrangule, canalla del infierno! —pensé. Y como el coche acababa de detenerse, uno de ellos bajó mientras que el otro me sostenía por el cuello, luego, al ver que su camarada estaba listo para recibirme, me empujó hacia afuera con rudeza. Esas infinitas precauciones para asegurarse de mi persona no me anunciaban nada bueno; pero estaba lejos de prever toda la gravedad de la acusación que pesaba sobre mi cabeza, cuando una circunstancia espantosa finalmente me abrió los ojos y me sumió en la desesperación. Acababan de empujarme hacia un pasadizo bajo, con el pavimento roto, desigual; a lo largo de las paredes corrían unas gotas amarillentas que exhalaban un olor fétido. Caminaba en medio de las tinieblas, con los dos hombres detrás de mí. Más adelante, se veía el claroscuro de un patio interior. A medida que avanzaba, el terror me penetraba cada vez más. No era un sentimiento natural, era una ansiedad punzante, más allá de la naturaleza, como la pesadilla. Instintivamente, retrocedía a cada paso.
—¡Vamos! —gritaba uno de los agentes de policía apoyándome la mano en el hombro— ¡camine! Pero qué grande fue mi espanto cuando, al final del corredor, vi el patio que había dibujado la noche anterior, con sus muros repletos de ganchos, sus montones de hierros viejos, su jaula para gallinas y su conejera... ¡ningún detalle había sido omitido! ¡Ni un tragaluz grande o pequeño, alto o bajo, ni un vidrio rajado! Quedé fulminado por esa extraña revelación. Cerca del pozo estaban los dos jueces, Van Spreckdal y Richter. A sus pies, yacía la vieja mujer, de espaldas… sus cabellos ampliamente desparramados… la cara azul... los ojos abiertos desmedidamente… y la lengua agarrada entre los dientes. ¡Era un espectáculo horrible! —¡Y bien! —me dijo Van Spreckdal con un acento solemne— ¿qué puede decirme? No respondí. —¿Reconoce usted haber arrojado a esta mujer, Theresa Becker, a este pozo, después de haberla estrangulado para robarle dinero? —¡No! — exclamé— ¡No! No conozco a esta mujer, nunca la he visto. ¡Que Dios me ayude! —Es suficiente —replicó con voz seca. Y sin agregar una palabra, salió rápidamente con su colega. Entonces los agentes creyeron que era necesario ponerme las esposas. Me llevaron de nuevo a las Raspelhaus, en un estado de estupidez profunda. Ya no sabía qué pensar... hasta se me turbaba la conciencia; ¡me preguntaba si no habría asesinado a esa vieja! A los ojos de mis guardias, estaba condenado. No les relataré las emociones que sentí esa noche en la Raspelhaus, cuando, sentado en la gavilla de paja, con el tragaluz enfrente de mí y la horca en perspectiva, oía al relojero gritar en el silencio: «¡Duerman, habitantes de Nuremberg, el Señor está velando por ustedes! ¡La una!... ¡las dos!... ¡Han dado las tres!» Cada uno puede hacerse una idea de una noche semejante. Por más que se diga que vale más ser colgado inocente que culpable... Para el alma, sí; pero para el cuerpo, no hay diferencia; por el contrario, respinga, maldice la suerte, trata de escaparse, sabiendo que su papel termina con la cuerda. Agreguen que se arrepiente de no haber gozado lo suficiente de la vida, de haber escuchado al alma que le recomendaba abstinencia... «¡Ah! ¡Si hubiera sabido, exclama, no me habrías manejado a tu antojo con tus grandes palabras, tus bellas frases y tus magníficas sentencias! No me habrías engañado con tus bellas promesas... Habría tenido buenos momentos que ya no volverán... ¡Se acabó! Tú me decías: ¡Doma tus pasiones!... ¡Pues bien! Las he domado... Ahora estoy listo... van a colgarme, y más tarde, a ti te llamarán el alma sublime, el alma estoica, mártir de los errores de la justicia... ¡Ni siquiera se tratará de mí!» Tales eran las tristes reflexiones de mi pobre cuerpo. Llegó el día; al principio pálido, indeciso, iluminó con sus vagos resplandores la claraboya... las barras en cruz..., luego se estrelló contra el muro del fondo. Afuera, la calle se animaba; ese día había mercado: era viernes. Oía pasar las carretas con legumbres, y los buenos campesinos cargados con sus cuévanos. Algunas jaulas de gallinas cacareaban al pasar y las vendedoras de manteca hablaban entre ellas. Enfrente, el mercado se abría... estaban colocando los bancos. Finalmente, llegó el día y el vasto murmullo de la multitud que aumentaba, las mujeres que se reunían con la canasta debajo del brazo, yendo, viniendo, discutiendo, regateando, me anunció que eran las ocho de la mañana.
Con la luz, mi corazón volvió a tener un poco de confianza. Algunas de mis ideas negras desaparecieron; sentí el deseo de ver lo que ocurría fuera. Otros presos se habían levantado antes que yo hasta la claraboya; habían hecho agujeros en la pared para poder subir más fácilmente... Escalé la pared a mi vez, y cuando estuve sentado en el vano oval, con la cintura doblada, y la cabeza curvada, cuando pude ver a la gente, la vida, el movimiento... unas lágrimas abundantes me corrieron por las mejillas. Ya no pensaba en el suicidio... Sentía una necesidad de vivir, de respirar verdaderamente extraordinaria. «¡Ah!, me decía yo, ¡vivir, es ser feliz!... Que me hagan arrastrar la carretilla, que me aten una bola de cañón a la pierna... ¡qué me importa! con tal que viva.» El viejo mercado, con el techo en forma de apagador colocado encima de pilares pesados, ofrecía en ese momento una visión soberbia. Las viejas, sentadas enfrente de sus canastas de legumbres, de sus jaulas para aves, de sus cestos para huevos; detrás de ellas, los judíos, vendedores de trastos viejos, con la cara color del buj; los carniceros, con el ancho sombrero plantado en la nuca, calmos y graves, con las manos apoyadas detrás de la espalda, en sus bastones de acero, fumaban tranquilamente la pipa... También el bullicio, el ruido de la gente..., esas voces chillonas, gritonas, graves, agudas, breves.... esos gestos expresivos.... esas actitudes inesperadas que traicionan de lejos la marcha de la discusión y pintan tan bien el carácter del individuo.... en fin, todo eso cautivaba mi mente y a pesar de mi triste posición, me sentía feliz de estar aún en el mundo. Pero mientras estaba mirando de ese modo, pasó un hombre, un carnicero, con la espalda curvada, llevando un enorme cuarto de vaca sobre los hombros, tenía los brazos desnudos, los codos al aire, la cabeza inclinada hacia abajo... La cabellera flotante como la del sicambrio del Salvator me ocultaba su rostro, y sin embargo, con la primera mirada, me estremecí... «¡Es él!», me dije. Toda mi sangre fluyó hacia el corazón... Bajé a la prisión, temblando hasta la punta de mis uñas, sintiendo que se me agitaban las mejillas, que la palidez se extendía sobre mi cara, y murmurando con una voz apagada: —¡Es él! Está ahí... ahí... y yo voy a morir para expiar su crimen ... ¡Oh, Dios!... ¿Qué hago?..., ¿Qué hago?... Una idea súbita, una inspiración del cielo me atravesó la mente... Llevé la mano hasta el bolsillo de mi traje... ¡La caja de carboncillos estaba ahí! Entonces, lanzándome hacia la pared, me puse a trazar la escena del crimen con una inspiración inusitada. No más incertidumbres, no más tanteos. Conocía al hombre... Lo veía... Estaba posando delante de mí. A las diez, el carcelero entró en mi celda. Su impasibilidad de búho le cedió el lugar a la admiración. —¿Es posible? —exclamó de pie en el umbral. —Vaya a buscar a los jueces —le dije prosiguiendo con mi trabajo con una exaltación creciente. Schlüsser dijo: —Lo esperan en la sala de instrucción. —Quiero hacer revelaciones —exclamé dando el último toque al personaje misterioso. Vivía; era espantoso de ver. Su rostro, de frente, achicado en la pared, se destacaba sobre el fondo blanco con un vigor prodigioso. El carcelero salió. Unos minutos después, aparecieron los jueces. Se quedaron estupefactos.
Les dije con la mano extendida y temblando con todos mis miembros: —¡Este es el asesino! Después de unos instantes de silencio, Van Spreckdal me preguntó: —¿Su nombre? —Lo ignoro... pero en este momento, está en el mercado... corta carne en el tercer puesto, a la izquierda, entrando por la calle de los Trabans. —¿Qué piensa? —dijo inclinándose hacia su colega. —Que busquen a ese hombre —respondió el otro con un tono grave. Varios guardias que se habían quedado en el pasillo obedecieron esa orden. Los jueces quedaron de pie, sin dejar de mirar el bosquejo. Yo me desplomé en la paja con la cabeza entre las rodillas, como aniquilado. Pronto resonaron unos pasos a lo lejos bajo las bóvedas. Aquellos que no hayan esperado la hora de la liberación y contado los minutos, que en ese momento eran largos como los siglos... aquellos que no hayan sentido las emociones punzantes de la espera, el terror, la esperanza, la duda... no podrán concebir el estremecimiento interior que sentí en ese momento. Habría distinguido los pasos del asesino caminando en medio de sus guardias entre otros mil. Se acercaban... Hasta los jueces parecían estar conmovidos. Yo había levantado la cabeza y con el corazón oprimido como por una mano de hierro, miré fijamente la puerta cerrada. Se abrió... El hombre entró... Tenía las mejillas infladas por la sangre, las anchas mandíbulas contraídas hacían que sus músculos sobresalieran hasta las orejas y sus ojitos, inquietos y salvajes como los de un lobo brillaban debajo de unas cejas espesas de un amarillo rojizo. Van Spreckdal le mostró el bosquejo silenciosamente. Entonces, ese hombre sanguíneo, de hombros anchos, miró, palideció... luego, dando un rugido que nos dejó helados de terror a todos, separó sus brazos enormes y dio un salto hacia atrás para derribar a los guardias. Hubo una lucha horrorosa en el pasillo; sólo se oían la respiración jadeante del carnicero, imprecaciones sordas, palabras cortas y los pies de los guardias levantados del piso, volvían a caer sobre las baldosas. Eso duró un minuto. Finalmente, el asesino volvió a entrar, con la cabeza baja, el ojo ensangrentado, y las manos atadas a la espalda. Volvió a fijar la mirada en el cuadro del asesinato... pareció reflexionar y, en voz baja y como hablándose a sí mismo, dijo: —¿Quién habrá podido verme a medianoche? ¡Estaba salvado! ...................................................... Muchos años han transcurrido desde aquella terrible aventura. ¡Gracias a Dios!, ya no hago siluetas, ni siquiera retratos de burgomaestres. A fuerza de trabajo y de perseverancia he conquistado mi lugar bajo el sol y me gano honorablemente la vida haciendo obras de arte, que para mí, es el único objetivo que todo verdadero artista debe tratar de alcanzar. Pero el recuerdo del bosquejo nocturno siempre me ha quedado en la mente. A veces, en la mitad del trabajo, mi pensamiento se traslada hacia allí. Entonces, dejo la paleta, ¡y sueño durante horas enteras! ¿Cómo había podido reproducirse bajo mi lápiz, hasta en los más mínimos detalles un crimen realizado por un hombre que yo no conocía... en una casa que nunca había visto? ¿Será una casualidad? ¡No! Y además, después de todo, ¿Qué es la casualidad sino el efecto de una causa que se nos escapa? Schiller tendría razón cuando decía que: «El alma inmortal no participa de la debilidad de la materia; durante el sueño del cuerpo, ¡despliega sus alas radiantes y se
va Dios sabe adónde!... Lo que hace entonces, nadie puede decirlo... pero la inspiración a veces traiciona el secreto de las peregrinaciones nocturnas». ¿Quién sabe? La naturaleza es más audaz en sus realidades... ¡que la imaginación del hombre en su fantasía!
El viejo sastre Le vieux tailleur Conocí en mi juventud, en Sainte-Suzanne, a un viejo sastre llamado Mauduy. Vivía en la calleja de los Espigadores, cerca de la muralla, y nosotros, aún chiquillos, cuando íbamos hacia la escuela del señor Berthomé con la mochila a la espalda, nos deteníamos ante su ventana para verlo trabajar en lo suyo. Era un viejo de sienes despejadas, ojos gris claro, tez algo avinada que, con las piernas cruzadas sobre su trabajadero y tirando del hilo, parecía una rana pues tenía la boca muy hendida y el aire soñador. De vez en cuando, paraba de coser y nos miraba, con la nariz y la barbilla al aire; y como su mesa de trabajo estaba al lado de una pequeña ventana baja, extendía la mano y nos la pasaba por el cabello, sonriendo. Al que más le gustaba acariciar era a mí, sin duda por mi cabello rubio, largo y rizado. Y entonces me decía: —Tú, tú eres bueno, como un dócil cordero. Trabaja bien Antoine, atiende con interés a lo que explica el señor Berthomé. Tus padres son muy buenas personas. Parecía emocionado al decirme aquellas cosas, luego volvía al trabajo silenciosamente. La pequeña habitación en la que aquel buen hombre se consumía desde hacía años era muy oscura; se veían algunas ropas viejas usadas, pantalones remendados o chaquetas grasientas que colgaban a su alrededor de algunos cáncamos, y al fondo, en la sombra, una pequeña escalera que subía. Aún me parece estar viendo aquel rincón del mundo, con un reguero de luz que caía de la ventana sobre la mesa de trabajo, pululante de átomos y de polvo dorado. A veces, en aquel oscuro tabuco aparecía una anciana tan vieja que se la habría tomado por una de esas lechuzas desplumadas que los campesinos clavan sobre las puertas de sus granjas para ahuyentar, por miedo a verse de la misma manera, a las aves rapaces que merodean en torno a los gallineros. Era la anciana Jacqueline, la madre de Mauduy, a la que él mantenía con su trabajo. Sólo tenía una papalina y un vestido viejo estampado con grandes flores que databa por lo menos de tiempos de la República o de Luis XVI. Se sentaba sobre el último peldaño de la escalera, moviendo la cabeza y hablando sola. Su blanco rostro brillaba al fondo de la habitación y sus cabellos le caían sobre los hombros como lino. Cuando aparecía, Mauduy la miraba con ojos casi tiernos y le decía: —Madre, acérquese usted por este lado al sol, tendrá más calor; venga, aquí, delante de mí. Y bajándose de su mesa, empujaba una antigua tumbona hasta el pie del trabajadero, ayudaba a la pobre anciana a levantarse y la instalaba con toda solemnidad en su rincón, diciendo muy bajito: —¿Está bien así? ¿Necesita que le ponga un cojín, o alguna cosa detrás, para sostenerla? —No, Baptiste, estoy bien, —contestaba. Entonces, feliz, volvía a subirse a su mesa, cruzaba las piernas y continuaba con su trabajo, muy contento de tener allí a su anciana madre, que se calentaba. En ocasiones, se ponía a silbar viejas melodías pero tan bajito que apenas se le oía; y, tan pronto como
la anciana se ponía a rezar, él se callaba para no interrumpirla, poniéndose aún más serio. Nosotros los escolares, a la primera campanada, echábamos a correr hacia la escuela, gritándole: —¡Buenos días, señor Mauduy, buenos días! Él levantaba sus ojos grises y nos miraba hasta que desaparecíamos por la pequeña vereda del señor Berthomé; luego se ponía de nuevo a coser. La tarde transcurría lentamente, unas veces calurosa, otras lluviosa; a las cinco volvíamos a pasar y veíamos de nuevo al viejo sastre en el mismo lugar tirando de su aguja y soñando no sé con qué. Recuerdo también que lo llamaban el vandeano y que las personas supuestamente piadosas, lo acusaban de haber cometido horrores en Vendée; de haber matado a mujeres, a niños, etc. Pero yo jamás pude creerlo porque las personas que difundían aquellos rumores eran viejas pecadoras, «desgraciadas», como repetía frecuentemente mi padre, Jean Flamel, ferretero de la calle de los Mínimos; él recordaba haberlas visto en tiempos de la República en la carroza de la Libertad representando a la diosa Razón, y decía que aquellas personas, retornadas a nuestra santa religión y arrepentidas de sus antiguos desvaríos, creían rehabilitarse reprochándole a otros más faltas y abominaciones que las que ellas mismas habían cometido. Lo único verdadero era que Mauduy se había incorporado como voluntario en 1792, que había hecho las campañas de Maguncia, de Vendée, de Italia y de Egipto y que, después del golpe de brumario, aunque podía haber entrado en la guardia del Consulado, había preferido retomar su oficio de sastre antes que servir a Bonaparte. Esto era lo que contaba mi padre al que, por su veracidad, su sentido común y su justicia, yo le concedo más credibilidad que a toda aquella raza junta. Así transcurrieron los años de 1816 a 1820, época en la que mis padres, viendo que yo sabía ya todo lo que el señor Berthomé podía enseñarme, es decir, un poco de ortografía, un poco de aritmética y otro poco de catecismo, pensaron que era hora de hacerme conocer el mundo. Mi padre, recordando que tenía un antiguo compañero, Joseph Lebigre, establecido desde hacía veinticinco años como ferretero en la calle San Martín de París, me envió con él para completar mi formación. El señor Lebigre me recibió muy bien y me empleó primero en su tienda; luego me encargó de la colocación de sus mercancías, y en 1824, el mismo año de la coronación de Carlos X, mi padre, ya anciano, me traspasó su negocio. Me casé con la señorita Joséphine, la hija menor del señor Lebigre y fui a establecerme por mi cuenta a Sainte-Suzanne. Fue por entonces cuando falleció Jacqueline Mauduy, la madre del viejo sastre de la calle de los Espigadores. Recordando en aquella ocasión todas las veces que, en mi infancia, me había acodado en la ventana de su casita, consideré un deber asistir a su entierro. Llovía aquel día, caía nieve derretida, la calleja estaba desierta, llena de barro; y tras haberme vestido, me encontré en la pequeña vereda de su casilla con cinco o seis vecinos: Thomas Odry, el pizarrero y su mujer; Jean Recco, el hojalatero, el señor Martin, en fin, unas cuantas personas pobres que se sorprendieron bastante al verme llegar. El vicario Suzard, el sochantre y dos monaguillos, con túnicas blancas bastante embarradas, llegaron corriendo y nos trasladamos primero a la iglesia, y luego al cementerio. Mauduy marchaba a mi lado, con el pañuelo junto a los ojos enrojecidos y el bigote humedecido por las lágrimas; se balanceaba sobre las caderas, como antiguo sastre que era, pero no hablaba. Y cuando llegamos al cementerio, frente a la fosa de tierra amarilla cuyos bordes estaban cubiertos de nieve derretida, después de una rápida
recitación del De profundis, Mauduy se inclinó, cogió la pala y echó un poco de gleba sobre el ataúd; luego me pasó la pala diciendo: —Tenga, señor Antoine, usted la conocía desde hacía muchos años y ha venido, ¡gracias! Eso fue todo; regresamos en silencio. A partir de aquel día, como el viejo sastre no tenía a nadie en casa para hacerle compañía, iba todos los domingos a la taberna de Nicolas Bibi en la calle de los Mínimos a tomarse una copa de vino y, a veces, al ver mi puerta abierta, entraba en la tienda y me daba un apretón de manos. Yo era el único burgués de Saint-Suzanne a quien hacía esta demostración de afecto. —¿Sus asuntos van bien? —me preguntaba. —Sí, señor Mauduy. —Mejor es así... eso me alegra mucho. Luego echaba una ojeada a las estanterías examinando los paquetes de tijeras, de cuchillos, de podaderas y de otros artículos de cuchillería. —Todo está reluciente y bien cuidado —decía. Y un día, al observar los floretes, quiso verlos de cerca. Sus ojos brillaban; cogió uno, dos, tres, haciéndolos combarse sobre la punta de su zapato con singular satisfacción. —Éste —dijo— es bueno, es flexible; la empuñadura está un poco curvada, pero se podría enderezar fácilmente; la cazoleta es también un poco demasiado pequeña; pero da igual, ¡me iría bien, sí, me iría muy bien! Yo veía, en la expresión de sus ojos y de sus facciones arrugadas, que estaba contento. —Si quiere un par de floretes, señor Mauduy... —le dije. —No. Hace muchos años ya que no me ocupo de esas cosas... ¿Qué podría hacer con un par de floretes un viejo sastre? ¡Hábleme de la aguja, a buenas horas! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ya no tengo jarretes! Y al mismo tiempo se ponía en guardia, flexionaba los jarretes, y se tiraba a fondo. Venía de tomarse su copita en casa de Bibi y se encontraba de buen humor. Esos detalles me llamaron la atención más tarde; en aquel momento apenas les presté atención. En fin, y para volver a la continuación de mi historia, hacía cuatro meses que la madre del anciano sastre yacía bajo tierra y los setos se cubrían de verdor, cuando apareció por Sainte-Suzanne un regimiento de línea cuya banda había recibido autorización para llevar espada porque se había destacado en las ceremonias de consagración del rey. Aquel regimiento ultrarrealista vino pues a establecer guarnición junto a nosotros; allí se encontraba un gran número de jóvenes distinguidos que provenían de la guardia real y que deberían volver a ella, tras haber obtenido el ascenso. Eran en su mayoría bretones y vandeanos, casi todos maestros de esgrima, cuyos padres habían participado en la guerra de Vendée, contra la República. No sé cómo se enteraron de repente de que el viejo sastre Mauduy en otros tiempos se había llamado Lapointe, y que ese Lapointe era una de las primeras espadas del ejército republicano, un ser peligroso, en fin, cosa de la que nadie se había percatado hasta entonces en Sainte-Suzanne puesto que Mauduy no salía, por así decirlo, de su calle, trabajaba en su oficio y no pedía otra cosa que paz. Lo único que se le podía reprochar era que no celebraba las fiestas ni los domingos acudiendo a la iglesia, y que tomaba carne los viernes y sábados, cuando la tenía. Algunos pensaron que los antecedentes del viejo sastre habían sido divulgados por el nuevo comandante de puesto, Clovis de Beaujaret, pues se conservaban por escrito
desde hacía veinte años en el registro de la plaza, donde Mauduy, llamado Lapointe, del antiguo regimiento número 32, se encontraba señalado en todos los informes de forma especial, como un republicano muy peligroso. Los antiguos comandantes habían mantenido en secreto aquellas notas, aunque advirtiendo a Mauduy que si volvía a tocar un florete, lo detendrían de inmediato. Mauduy había respondido que había regresado para hacerse cargo de su anciana madre, que no hablaría a nadie de su antigua reputación por miedo a excitar la envidia de los nuevos maestros de esgrima y atraerse injustas provocaciones, y que lo único que pedía era estar en paz con todo el mundo, y ganarse la vida. Y había cumplido su palabra. Ahora estaba viejo y decrépito; Jacqueline, su madre, había fallecido el invierno anterior como ya les he dicho, y él mismo no concedía gran valor, sin duda, a su triste existencia. El nuevo regimiento iba todos los días a hacer la instrucción con su banda a la cabeza, y por la noche las tabernas se llenaban de militares que cantaban Viva Enrique IV o El trovador que se iba a Tierra Santa. Sin embargo, ningún soldado solía frecuentar la taberna de Nicolas Bibi, dado que allí se daban cita los artesanos: zapateros, sastres, tejedores, etc.; y allí era también donde acudía Mauduy todos los domingos, con su antiguo capote de largos faldones y de talle alto, cuidadosamente cepillado, y su antiguo bicornio sobre una oreja. La puerta y las ventanas del establecimiento solían permanecer abiertas, y desde el umbral de mi tienda podía oír chocar los vasos y reír a las buenas gentes, cuando alguna broma alegraba al personal. Pero uno de aquellos domingos, hacia las dos del mediodía, yendo y viniendo por mi acerado para matar el tiempo, vi acercarse por la calle de los Mínimos a cinco o seis granaderos, maestros de esgrima y ayudantes de éstos, vestidos de gala, con charreteras rojas y pantalón blanco, con la cintura ceñida en su uniforme y los bigotes retorcidos charlando entre ellos animadamente. Hicieron un alto en la esquina de mi casa y oí al jefe de aquella tropa, un moreno alto, fornido, ancho de espaldas y aire decidido, decirle a los demás: —¡Vamos, queda convenido!... El viejo bandido está ahí... Todos lo habéis visto entrar... Ese terrible jacobino no se llevará las botas al paraíso... ¡Yo quiero hacerme con ellas!... Y reía contoneándose, mostrando sus blancos dientes; los compañeros reían también. —¡Eh! —dijo uno de ellos— ¡menos palabras y vamos a ver! —¡Sí, vamos a ver! Y se marcharon juntos hacia la taberna; subieron los tres peldaños de acceso echando con un movimiento de los hombros el tahalí de su espada sobre los riñones, como gente que toma una decisión. Yo no sabía a quién buscaban aquellos bravucones, pero no dudaba de que se trataba de un duelo, cosa común en aquellos tiempos. Como mi esposa estaba en la tienda, se me ocurrió la idea de ir a ver lo que pasaba allí; y sin entrar, permaneciendo al pie del muro, vi la pequeña sala atiborrada de gente; estaban fumando, bebiendo y jugando a las cartas. Bibi servía; su mujer, sentada junto a la barra, apuntaba las consumiciones en una pizarra. La llegada de los granaderos produjo sensación, y algunos de los clientes del local miraron. El señor Mauduy, sentado en un extremo de la mesa próxima a la ventana con su bicornio colocado en el respaldo de una silla, me daba la espalda; llevaba aún coleta, pero la suya, atada con un cordón negro, parecía la cola de una rata por su delgadez. El buen hombre, sentado frente a su copa, charlaba con el señor Poirier, antiguo portero
retirado desde hacía años. Hablaban sin duda de sus campañas, pues todos aquellos antiguos soldados no salían de este tema. —¡Venga, dejen sitio! —gritaban los granaderos.— ¿Qué es todo este montón de chapuceros? ¿Qué es toda esta chusma?... ¡Vamos..., démonos prisa! Muchos se apretaban en su banco, pero no era eso precisamente lo que querían los granaderos. —Necesitamos esta mesa para nosotros solos, —exclamó el moreno alto golpeando la mesa en la que se encontraban el señor Mauduy y su amigo Poirier, con otros— tendremos justamente espacio para seis... ¡y dense prisa! Yo estaba indignado. —Señores, —dijo Bibi— los primeros que llegan son los que ocupan las plazas. ¡Váyanse al Cheval brun, vayan donde quieran!... Ustedes no vienen nunca por aquí. —¡Cómo! ¡cómo! —gritaron los maestros de esgrima— ¿qué cuenta este paisano? Al oír aquel tono chocarrero, Bibi empezó a acalorarse, pero el señor Mauduy, agarrando su botellín y su vaso, le dijo: —Vamos Bibi... son jóvenes. Venga, Poirier... y los demás... dejémosle sitio a estos señores. Y fueron a sentarse tranquilamente al otro extremo de la sala, en un rincón. —¡Eh! —exclamó uno de los ayudantes, riendo a carcajadas— el maestro de baile es prudente, y cede su sitio de buena gana... Seguid los consejos de la prudencia y llegaréis a viejos. Mauduy comprendió entonces que la cosa iba con él. En ese momento, sentado junto a la pared del fondo, yo lo veía de frente; su amigo Poirier me daba la espalda. Aquel título de maestro de baile había puesto furioso al viejo soldado; pero no decía nada aún, y chocando su vaso con el del antiguo portero, dijo simplemente en medio del gran silencio que se había hecho: —A su salud, Poirier, y vámonos de aquí. Vació su vaso de un trago, depositó unas cuantas monedas sobre la mesa y se apresuraba a salir; pero eso no satisfacía a los provocadores que, al unísono, lanzaron una gran carcajada. —¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! ¡qué buena broma! Y uno de ellos añadió: —¡Eh, vosotros! ¿no conocéis a Lapointe? Sí, ya sabéis, el famoso Lapointe del regimiento 32, el valiente entre los valientes que hacía temblar a todo el ejército de sans-culottes... ¿No lo conocéis?... ¿No está aquí? Y, agarrando por el brazo a un pequeño calderero contrahecho llamado Simon, dijo: —¿No serás tú por casualidad? Te pareces a él. Nadie comprendía aún adónde querían llegar aquellos tipos. —Déjenme tranquilo, —respondió Simón soltándose—; yo soy calderero, no les pido nada a ustedes. —Dejen a ese pobre hombre tranquilo, —dijo Mauduit volviéndose a sentar—; puesto que me buscan a mí, no humillen a los demás... ¿Qué quieren de mí? ¡Aquí estoy! — Bibi, traiga un botellín; Poirier, acepte un vaso más. —¡Ah! ¿Eres pues Lapointe? —dijo entonces el alto moreno—. Te habías ocultado tan bien desde hacía veinte años que no se te encontraba ya... Parece que con la edad llega la prudencia, y... —¿Qué quieren de mí? —interrumpió el viejo sastre, cuyo rostro se había puesto del color de la hez del vino—. Vamos, no se hagan los graciosos... hablen claramente. —Pues bien, queremos tomarte el pulso —dijo uno de los ayudantes riendo tontamente.
—¡Ah! ¡me quieren tomar el pulso!... ¿Los están oyendo ustedes? —dijo dirigiéndose a toda la sala—, quieren tomarme el pulso... y por eso han venido. ¡Pues se acordarán!... la provocación no nace de mí, pero ya la acepto. —¿Contra quién de nosotros? —preguntó el alto maestro de esgrima. —Contra todos —contestó—. Sí, me habéis insultado todos y yo os desafío a todos. Y puesto que han hablado del regimiento 32, es el 32... ¡Basta! —dijo reteniendo su lengua—. Vamos, Porier, en marcha, no se bate uno en una taberna como los pelafustanes. Le dejo con estos señores, usted es uno de mis testigos, busque a otro, los ex combatientes no faltan. Ustedes se pondrán de acuerdo respecto al terreno... Nos encontraremos en la puerta de Basilea. —Está bien —dijo Poirier. Todo fue dicho en medio del silencio; los maestros de esgrima y sus ayudantes habían logrado lo que querían. Poniéndose su viejo sombrero, Mauduy salió sin echar siquiera una mirada a sus provocadores, con los bigotes enmarañados y la expresión indignada. Bajó los tres peldaños de la taberna, y se dirigió hacia su casa lanzando unos pequeños hipidos extraños. Ya no era el viejo sastre melancólico, era una bestia salvaje que se despierta después de haber dormido durante mucho tiempo y cuyas mandíbulas castañetean de hambre y sed. No sé lo que pensaban los granaderos al verse tan bien servidos, pero bajaron hacia la placita de las Acacias gravemente, y yo me apresuré a volver a mi tienda. Desde mi umbral, lo vi hablar delante de la puerta de la taberna con el antiguo portero; luego cada uno se fue por un lado; se habían citado en algún lugar. Así que, aquel día, viendo que todo el mundo estaba en el campo o en las tabernas y pensando que no vendría nadie a comprar antes de las cuatro, le dije a mi esposa que se vistiera y fuéramos a dar una vuelta por nuestro huerto. Cerré la tienda; ella se dio prisa en ir a ponerse el sombrero y echarse un chal por los hombros, y diez minutos más tarde llegábamos cogidos del brazo a la puerta de Basilea, felices de ir a respirar el buen aire de los campos y a ver los progresos de la vegetación después de toda una larga semana. El tiempo era muy bueno. Nuestro huerto no estaba demasiado alejado de la ciudad, por la carretera de Basilea; teníamos allí un bonito cenador enrejado cubierto de alboholes, clemátides y viña loca; avenidas bordeadas de flores y algunos hermosos árboles: mirabeles y ciruelos, entonces blancos como la nieve, y que veríamos muy pronto inclinados por el peso de la fruta. No le dije nada a Joséphine de la provocación de la que había sido testigo; ese tipo de asuntos eran entonces bastante frecuentes entre los antiguos soldados de la República y del Imperio y el joven ejército de los Borbones. Semejantes cosas no están hechas para divertir a las mujeres; y la mía, quee ra muy delicada, se habría sentido impresionada al oír hablar de un duelo semejante, entre un viejecillo decrépito y seis hombretones en la fuerza de la edad y de la agilidad adquirida por la práctica diaria en la sala de armas. Le deseé todo lo mejor al señor Mauduy, era todo cuanto podía hacer, y apelé a la sabiduría del Eterno sin esperar demasiado, sin embargo, que el viejo sastre pudiera salir sano y salvo de tan terrible encuentro. Hacia las cuatro y media de la tarde, nos encontrábamos tranquilamente mirando nuestros claveles y nuestros tulipanes; el sol doraba algunas ligeras nubes en lo alto de las colinas, todo respiraba la calma y el frescor de la primavera. Acababa de descubrir un nido de pájaros en el seto de nuestro jardincillo; Joséphine, encantada, lo miraba extasiada; nosotros no teníamos aún hijos, pero comprendíamos bien los gritos de tristeza de la pobre madre que saltaba de rama en rama a nuestro alrededor.
—Alejémonos, —dijo mi esposa— no prolonguemos más su pánico. Y en ese momento, cuando nos incorporábamos, oí a lo lejos un ruido de chatarra, un vago murmullo que atrajo mi atención: allí, detrás de la pequeña avenida de acebos y del huerto que separaba nuestro jardín de las propiedades vecinas, estaban batiéndose. Mi esposa, por su parte, no oía nada. Entró en el cenador; le dije que me esperara unos momentos, que iba a ir a pedirle al jardinero Laforêt, cuya huerta se encontraba un poco más allá, por la carretera, unos replantes y unos esquejes; y, movido por una curiosidad diabólica, enfilé la avenida formada por grandes setos que desembocaba en los prados de un antiguo tejar, de donde partía el ruido metálico que yo había oído. A cada paso éste se hacía más claro, y cuál no fue mi horror cuando me asomé por encima del seto, y vi un gran cuerpo tendido en la hierba, el del maestro de esgrima moreno, con la boca llena de sangre, los ojos abiertos y su uniforme de granadero por el suelo. Había sido el primero en caer, y los combatientes se habían retirado unos pasos más allá para continuar; no había nadie velando al muerto. Cuando me acercaba detrás del seto, se oyó una exclamación: «¡Ah!» —¡Y dos —dijo la voz del señor Mauduy con una especie de risa tonta. En efecto, a través del follaje vi alrededor de un cuerpo tendido en el suelo a numerosos presentes inclinados que miraban; al incorporarse, uno de los granaderos dijo: —Ha sido alcanzado igual que el otro... por debajo de la axila. Mauduy, en mangas de camisa, permanecía solo de pie; estaba esperando; su cara avinada tenía una expresión de ferocidad satisfecha y de pronto se puso a decir: —Vamos... vamos... ya contaremos más tarde... Está muerto... eso basta... ¡Pasemos a otro... al mejor de entre ustedes... el más despierto, el más encopetado!... Vaya... éste, —dijo señalando al granadero que le había llamado maestro de baile. Pero aquél no tenía aspecto de querer combatir. —Lo echaremos a suertes —dijo con un acento muy distinto del que había empleado en la taberna de Bibi—, es más sencillo. —¡Eh! —dijo el viejo sastre—, ¿por qué tanta indecisión? Ustedes me eligieron a mí solo y eran seis... Pues bien, ahora lo elijo yo. —¡No! Lo echaremos a suertes, —dijo el maestro de esgrima— es más correcto. —Pues bien, dénse prisa... Estoy un poco acalorado... y no quiero resfriarme. Sus dos testigos, el portero Poirier y el antiguo sargento Perrot, dos viejoso de la vieja como se decía entonces, permanecían impasibles. Los otros se reunieron, echaron a suertes, y quiso el azar que perdiera el mismo que el sastre había señalado. Se desabrochó lentamente, pálido ya como un muerto. —Dutref —le dijo uno de sus compañeros— ¡Presta atención! ... Ya has visto los lances... —¡Oh! —dijo el viejo Mauduy riendo irónicamente— no tenemos sólo esos dos; los tenemos por docenas... Todas las mañanas, en el 32, nos inventábamos dos o tres lances antes de ir a misa. Y, colocándose en guardia, exclamó: —¿Preparados? El otro, sin responder, se puso en guardia y los floretes se enzarzaron. El sastre me daba la cara a unos treinta pasos de donde yo estaba asomado por el seto. Cuando los floretes chocaban me vio y una sonrisa se dibujó en sus labios; estaba feliz de tenerme como testigo de sus hazañas; pero, impulsado por un sentimiento de horror y de piedad invencibles, le grité:
—¡Señor Mauduy, no lo mate!... ¡Él también tiene madre! Una madre que lo quiere como a usted lo quería la suya... Señor Mauduy, en nombre de la buena madre Jacqueline... Los floretes revoloteaban con un extraño ruido. La cara del viejo sastre había adquirido un mal ceño; sus ojos brillaban como dos centellas detrás de sus largas pestañas canosas; sus mandíbulas se apretaban... yo tenía miedo... y sin embargo dos veces había parado ya el golpe de su adversario y aunque había podido agujerearle el pecho, no había querido hacerlo... Al final, hirió a su contrincante en un brazo y le dijo con tono brusco: —¡Ahí tienes!... Ya basta... ¡No insistas más! ¡Que esto te sirva de lección! Su rostro se había suavizado un poco. El herido se iba contento mientras uno de sus testigos le vendaba el brazo con un pañuelo; el pobre diablo estaba pálido como un muerto y, sin embargo, parecía feliz de haber escapado a tan bajo precio. Por lo que respecta al señor Mauduy, seguía aún allí, esperando. —¡Y bien! —dijo— ¿alguno de ustedes quiere un poco más? ¡Aún queda!... —Esto es suficiente, el honor ha quedado satisfecho —dijo uno de los maestros de esgrima. —¿Usted cree? —contestó el sastre con una sonrisa irónica—. Podría muy bien contestarle que para mí esto no es suficiente, que yo no salgo de mis costumbres por tan poca cosa. Podría contestarle que cuando se unen cinco o seis para insultar a un anciano, pues eso es lo que soy, un anciano, al menos deberían sostener su insolencia hasta el final... pero váyanse, los dejo libres. Acuérdense sólo del 32 y admitan que sus viejos raigones valen aún más que todos sus blancos dientes... ¡y que aún muerden con fuerza! Los maestros de esgrima se marchaban seguidos de sus testigos, sin responder. Su indignación era grande, pero no hasta el extremo de reclamar, protestar y volver a ponerse en guardia frente al viejo sastre del que tanto se habían burlado. Los dos cuerpos permanecían allí sobre la hierba, a la sombra del seto, y el herido, apoyado en el hombro de uno de sus compañeros, se alejaba esforzándose por conservar la apostura. Tomaron la vereda y cruzaron la explanada pues iban sin duda al hospital militar para avisar que enviaran una camilla para llevarse los cadáveres. Mauduy había recogido su levita, y se la había puesto con expresión indiferente; se puso también su corbata de crin, que se cerraba por detrás, al estilo de nuestros viejos soldados; luego, cubriéndose con su bicornio, le dijo a los dos que lo esperaban: —En marcha... este asunto está resuelto. Cuando pasaba junto a mí, le dije: —Gracias, señor Mauduy. Al oír mi voz, se volvió, me tendió la mano por encima del seto y exclamó: —¡Está usted todavía ahí, señor Antoine!... A fe mía que el tercero le debe una buena vela... De no ser por usted lo habría insertado como un kaiserlic. —Luego, atravesando el seto, dijo—: Va usted a hacerme un pequeño favor. Usted fue testigo de la provocación, yo lo vi fuera, en la ventana de Bibi... —Sí, señor Mauduy. —Pues bien, necesito que me acompañe a casa del comandante de puesto, y dé testimonio de lo ocurrido; un buen burgués como usted, tendrá más credibilidad que nosotros ¿comprende? —Está ben, de acuerdo —le contesté—; déme el tiempo de acompañar a mi esposa a mi casa y estaré a sus órdenes. Me encontrará en la placita.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y alcanzó a sus testigos ya al extremo de la explanada. Yo fui a recoger a mi esposa al huerto. Media hora más tarde, el señor Mauduy, sus testigos y yo íbamos camino del domicilio del gobernador. El gastador de vigilancia en la puerta fue a prevenir al comandante Clovis de Beaujaret que unos burgueses pedían hablar con él y dos minutos después vino a decirnos que subiéramos. El comandante Clovis, con batín gris, gorra negra y anteojos como cristales de reloj a caballo sobre su gruesa nariz roja, estaba en su salón, sentado en un taburete, haciendo un tapiz; tenía junto a él en una cesta una gran cantidad de bobinas y bordaba flores de lis con gran habilidad. —¿Qué desean? —preguntó echándonos una mirada de reojo, sin dignarse interrumpir su labor. En pocas palabras, el señor Mauduy le contó el asunto; y cuando Poirier quiso confirmar lo que había dicho su compañero, aquél lo interrumpió diciendo: —¡Está bien! ¡está bien! ¡Ya os conocemos... Sois los dos del mismo bando... Valéis tanto el uno como el otro... dejen hablar al señor Flamel. Entonces le conté el paso de los maestros de esgrima por el acerado delante de mi casa; la forma como habían urdido la provocación, su entrada en la taberna de Bibi, en fin, todo lo que había visto y oído hasta el final; él, aunque continuaba bordando, me escuchaba muy atento. —¿Podría usted testificar todo eso ante la justicia? —preguntó. —Sí, señor comandante. —Entonces, está bien. Tiene suerte de que este honesto burgués haya sido testigo del asunto, pues todos sus zapateros remendones, sus amoladores ambulantes, toda su chusma de sans culottes y de bonapartistas no habrían servido de nada. ¡Largo!... Puesto que los dos maestros de esgrima se han dejado matar como imbéciles, que los entierren... es lo más sencillo... Y en cuanto al herido, creo que está en el hospital... pues que permanezca allí... Y que no se hable más de todo esto... Estas disputas me aburren... Ya no dispongo de un minuto para trabajar con tranquilidad... ¡Esto me aburre —dijo abriendo una boca inmensa que le llegaba hasta las orejas— sí, me aburre!... Por esta vez lo dejo en libertad señor Mauduy, digo Lapointe, pero a la menor mosca que pique tendrá noticias mías. Después de eso, saludando al comandante, que se había puesto de nuevo a bordar, salimos en fila. En la calle de los Cordeleros, lejos ya del centinela que se paseaba de arriba abajo ante el edificio del gobernador, Poirier, furioso por el desdén que el señor Clovis de Beaujaret había mostrado por su declaración, exclamó: —¡Maldito emigrado!... ¡Combatió veinte años contra el país, y ahora insulta a los patriotas! No le respondió nadie, todos estaban hartos; se apresuraron a volver a sus casas felices de terminar así el asunto, sin demanda del Consejo de guerra o de otros. En fin, continuo mi historia. A finales del año 1826, una tarde, estaba yo vendiendo algunos objetos de ferretería cuando una chiquilla desarrapada entró a decirme que el señor Mauduy quería verme. Era la hija de Voirin, el enterrador, que vivía en la misma calle que Mauduy. Inmediatamente, dejando a mi eposa en la tienda, fui a la casita del viejo sastre para saber qué quería. La ventana de su tabuco estaba abierta como antes, y cantaban el abecedario cinco o seis casas más allá, como en tiempos del señor Berthomé, muerto el año anterior y reemplazado por un nuevo maestro, el señor Trichard. Al entrar en la pequeña habitación, entre los viejos guiñapos colgados de la pared, yo miraba sin descubrir al pobre hombre, cuando una voz sorda y rota, me dijo: —¡Aquí, señor Flamel, aquí!
Entonces lo vi tendido en su cama, en la sombra de la escalera, completamente amarillo, descompuesto, con los ojos brillantes de fiebre y la cara bañada en sudor. Fui a darle la mano. —Está usted enfermo —le dije— y ha enviado usted a la chiquilla de Voirin a avisarme... —Sí, —dijo— tengo justamente para llegar a la noche... o, como mucho, a mañana... Voy a marcharme sin duda esta noche y he querido verlo. —¿Necesita usted un médico? —No necesito un médico para firmar mi hoja de ruta; es una formalidad inútil, puedo irme muy bien sin ella. —¿Quiere que venga un sacerdote? —No. —Entonces, ¿por qué me ha mandado llamar? ¿Necesita dinero para medicamentos, calmantes, para una mujer que lo cuide, qué? —No necesito nada. Lo he mandado llamar para darle la mano y decirle gracias. —Gracias... ¿por qué? —Por haberme gritado que no matara al granuja que me había insultado, recordándome a mi madre; por eso le he hecho llamar —Me tendió la mano— ¡Es usted un hombre bueno... y lo quiero mucho! —Estaba emocionado y yo también— ¡Bueno —dijo al cabo de un instante—, ya basta! ¡Pórtese bien! —Y dándose la vuelta, me despidió. Yo volvía a mi casa. Tres o cuatro horas después, una mujer de la calleja de los Espigadores nos dijo que el señor Mauduy había muerto. Y, a la tarde siguiente, al saber que lo iban a enterrar, me puse el sombrero y la levita para asistir a la inhumación. Las campanas no tocaban; en la casita no encontré sino a los cuatro porteadores y a algunos viejos de la vieja. El ataúd se encontraba sobre dos sillas que cojeaban, los porteadores lo colocaron sobre las parihuelas y se marcharon. Yo iba detrás; los vecinos miraban desde las ventanas. Nos dirigimos directamente al cementerio; allí nos esperaba el enterrador Voirin, cerca de la fosa, bajo unos sauces llorones cuyas hojas empezaban a caer; nos esperaba fumando su pipa. —¡Ah! ¡ya están aquí —dijo— está bien! No hay De profundis, ni gente que grite; esta vez éste se va solo... ¿Quién ha pagado el ataúd? —Yo, señor Voirin. —Entonces ¿también pagará la fosa? —Sí, quédese tranquilo. —Después de todo —dijo escupiéndose en las manos para agarrar las cuerdas—, hay con qué cubrir los gastos: seis viejos pantalones, un uniforme de tiempos de la República, la cama, la mesa, las sillas; ¡lo he visto todo! ¡Vamos, ayudadme, vosotros!... ¿Estáis listos? —Sí. —Agarrad fuerte... Ya está. El ataúd estaba dentro de la fosa; cogí la pala y arrojé sobre él un poco de tierra. Yo miraba, como se mira al fondo de ese negro agujero; y Voirin, reavivando su pipa con la nariz al aire, exclamó: —¡No se moleste, señor Flamel, yo me encargo de rellenar el agujero; una paletada de más o de menos no ayuda gran cosa! Dio dos o tres buenas caladas para encender bien la pipa, le puso la tapadera y, agarrando la pala, dijo: —¡Esto marcha bien este año, uno se gana la vida!... Todos los viejos bajan la guardia uno tras otro... la semana pasada fueron el capitán Hochedé y el cabo Bouquet;
hoy el terrible Lapointe del 32º regimiento, si esto continúa hasta finales de año, el nuevo cementerio estará tan lleno como el viejo; pronto será necesario comprar el terreno del señor Guîze para ampliarlo... Ese pobre señor Guîze ha esperado bastante tiempo; al menos que pueda gozar de la venta antes de morir. Y la tierra seguía rodando, la fosa se llenaba. —¡Hay sitio en un arpende! —dijo uno de los portedores— ¡Entran muchos! —¡Que si entran! Yo creo que ... centenas y centenas. Después de todo —dijo Voirin— es muy natural, de aquí a cien años, todos los que vivimos ahora sobre la tierra, seremos lo que éramos cien años antes de venir al mundo. Me marché, dejando al viejo enterrador continuar con sus reflexiones y sus historias a los porteadores que, sentados sobre las parihuelas, descansaban un poco antes de regresar a la ciudad. A partir de entonces he pasado con frecuencia por allí, siguiendo el camino de los Acebos que bordea el cementerio y conduce al pueblo de Timery. En cada ocasión me he detenido unos segundos frente a la tumba sin cruz y sin lápida del viejo sastre; la fosa, que está junto al seto, es ahora una de las más viejas, cubierta de hierba y de flores que siembran a derecha e izquierda sobre otras tumbas y que se extienden hacia su lado; el pobre viejo tiene su ración de flores. Pero nadie en la ciudad, salvo yo, sabe ya que él está enterrado ahí, pues Voirin se fue a reunir con los que él había enterrado. ¡Así son las cosas de este mundo! Dios mío, ¿por qué inquietarse tanto? Al final de cuentas cada cual encuentra su sitio; y ahora recuerdo que el viejo sastre decía que, cuando llega el momento, no vale ningún tipo de quite, ni de tercera ni de cuarta. Y tenía mucha razón.
La trenza negra La tresse noire Hacía por lo menos quince años que no pensaba en mi amigo Taifer cuando, un buen día, su recuerdo se me vino a la memoria. Decirles cómo o por qué, sería algo imposible. Con los codos apoyados en mi atril y los ojos completamente abiertos, estaba soñando con los buenos tiempos de nuestra juventud. Me parecía estar recorriendo la gran avenida de los Castaños en Charleville e, inconscientemente tarareaba el famoso estribillo de Georges: «¡Sirvan amigos, sirvan de beber!». Luego, de repente, volviendo en mí, exclamé «¿En qué demonios sueñas? ¡Te crees aún joven! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡pobre loco!». Pero sucedió que, pocos días después de aquello, al volver por la noche de la capilla de san Luis Gonzaga, vi frente a las cuadras del depósito de sementales un oficial de spays en uniforme de media gala, con el quepis inclinado sobre una oreja y con la brida de un soberbio caballo árabe sobre el brazo. La figura de aquel caballo me pareció singularmente hermosa; inclinaba la cabeza por encima del hombro de su dueño y me miraba fijamente. Aquella mirada tenía algo de humano. La puerta de la cuadra se abrió, el oficial entregó al palafrenero la brida de su caballo y, al girarse hacia mí, nuestros ojos se encontraron: ¡Era Taifer! Su nariz corva, sus pequeños bigotes rubios, que se unían a una perilla dibujada en punta, no podían dejarme ningún tipo de duda, pese a los tonos ardientes del sol de África impresos sobre su cara. Taifer me reconoció, pero no movió ni un músculo de su cara y ninguna sonrisa rozó sus labios. Se dirigió lentamente hacia mí, me tendió la mano y me dijo: —Hola Théodore, ¿sigues bien? —Como si nos hubiéramos separado la víspera. Aquel tono me sorprendió de tal modo, que le contesté de forma similar: —Sí, Georges, no estoy mal. —Bueno, mejor es así, mejor es así. —contestó. Luego me cogió del brazo y me preguntó: —¿Adónde vamos? —Yo regresaba a mi casa. —Bueno, pues te acompaño. Bajamos por la calle de Clèves meditabundos. Una vez que llegamos a mi puerta, subí por la estrecha escalera. Las espuelas de Taifer resonaban detrás de mí, y aquello me resultaba extraño. Ya en mi habitación, arrojó su quepis sobre el piano y cogió una silla. Yo dejé mi cuaderno de música en un rincón y tras sentarme, permanecimos meditativos uno frente al otro. Al cabo de unos minutos, Taifer me preguntó con su tono de voz más dulce: —¿Sigues dedicado a la música, Théodore? —Sí, soy el organista de la catedral. —¡Ah! ¿y sigues tocando el violín? —Sí. —¿Te acuerdas, Théodore, de la cancioncilla de Louise? En aquel momento, todos los recuerdos de nuestra juventud se dibujaron con tanta intensidad en mi espíritu que me sentí palidecer: sin decir una sola palabra, descolgué mi violín de la pared y me puse a tocar la cancioncilla de Louise, pero tan bajo, tan bajo... que creía que sólo yo la oía. Georges me escuchaba mirando fijamente hacia
adelante; tras la última nota, se levantó, me cogió las manos con fuerza y me miró detenidamente. —Un buen corazón más —dijo como hablándose a sí mismo—. ¿Te engañó no? Prefirió al señor Stanislas por sus joyas y su caja fuerte. Yo me senté llorando. Taifer le dio tres o cuatro vueltas a la habitación y, deteniéndose de pronto, se puso a mirar mi guitarra en silencio; luego la descolgó, sus dedos rozaron las cuerdas y me quedé sorprendido de la extraña pureza de aquellas notas rápidas; pero Georges soltó el instrumento que produjo un suspiro lastimero; su rostro se ensombreció, encendió un cigarillo y me dio las buenas noches. Lo escuché bajar por la escalera. El ruido de sus pasos resonaba en mi corazón. Unos días después de estos hechos, supe que el capitán Taifer se había alojado en una habitación que daba a la plaza Ducal. Se le veía fumando su pipa en el balcón, pero sin prestarle atención a nadie. No frecuentaba el café de los oficiales. Su única distracción era montar a caballo y pasearse a lo largo del Mosa, por el camino de sirga. Cada vez que el capitán me encontraba, me gritaba desde lejos: «¡Buenos días, Théodore!». Yo era el único al que le dirigía la palabra. Los últimos días de otoño, el obispo de Reims hizo su gira pastoral. Estuve muy ocupado durante un mes, pues tenía que tocar el órgano en la ciudad y en el seminario, y no tenía un minuto para mí. Luego, cuando monseñor se marchó, todo volvió a su calma habitual. Nadie hablaba ya del capitán Taifer. El capitán había dejado su alojamiento de la plaza Ducal; ya no daba paseos; y además, en sociedad, no se hablaba sino de las últimas fiestas y de las gracias infinitas de monseñor; incluso yo había dejado de pensar en mi viejo amigo. Una noche en la que los primeros copos de nieve revoloteaban delante de mi ventana y que, tiritando, encendía el fuego y preparaba mi cafetera, oí pasos en la escalera. «¡Es Georges!» me dije. La puerta se abre y, efectivamenete, era él, siempre el mismo. Sólo una pequeña capa de hule tapaba los bordados plateados de su guerrera azul cielo. Me dio la mano y me dijo: —Théodore, ven conmigo, sufro mucho hoy, sufro más de lo habitual. —De acuerdo, —le contesté poniéndome la levita— de acuerdo, puesto que eso te hace feliz. Bajamos por la calle silenciosa, siguiendo los acerados cubiertos de nieve. En la esquina del jardín de los Carmelitas, Taifer se detuvo ante una casita blanca con persianas verdes; abrió la puerta, entramos y lo oí cerrar. Antiguos retratos decoraban el vestíbulo, la escalera de caracol era de una extraña elegancia; en lo alto de la escalera, un albornoz árabe rojo se hallaba colgado en la pared. Vi todo aquello rápidamente, pues Taifer subía con urgencia. Cuando me abrió su habitación, me quedé deslumbrado; ni el mismísimo monseñor tenía una más suntuosa: sobre las paredes de fondo dorado destacaban grandes flores púrpura, armas orientales y soberbias pipas turcas incrustadas de nácar. Los muebles de ébano tenían una forma baja, maciza, realmente imponente. Una mesa redonda, con placa de mármol verde jaspeado de azul, sostenía una ancha bandeja de laca violeta, y sobre la bandeja, una botella tallada contenía una esencia del color del ámbar. No sé qué sutil perfume se mezclaba con el olor resinoso de las piñas que ardían en el hogar. «¡Qué feliz vive este Taifer!» —me decía—. Ha traído todo esto de sus campañas de África. ¡Qué rico país! Todo se encuentra allí en abundancia, el oro, la mirra y el incienso, las frutas incomparables y las esbeltas mujeres pálidas de ojos de gacela, más flexibles que las palmeras, según el Cantar de los Cantares. Ésas eran mis reflexiones. Taifer rellenó una de sus pipas y me la ofreció; luego encendió la suya, una soberbia pipa turca con cabo de ámbar. Ahí nos tienen pues echados cómodamente sobre cojines de color amaranto, mirando cómo el fuego dibujaba tupilanes rojos sobre el fondo negro de la chimenea. Oía el ruido de los gorriones acurrucados bajo los
canalones y la llama no me parecía sino más bella. Taifer levantaba de vez en cuando sus ojos grises hacia mí, y luego los bajaba con aire soñador. —Théodore —me dijo finalmente— ¿en qué piensas? —Pienso que más me habría valido darme una vuelta por África en lugar de permanecer en Charleville —le contesté—; ¡cuántos sufrimientos y cuántos disgustos me habría ahorrado, y cuántas riquezas habría adquirido! ¡Ah! ¡Louise hizo bien en preferir al señor Stanislas, yo no habría podido hacerla feliz! Taifer sonrió con amargura: «¿Así que envidias mi suerte?». Me quedé sorprendido porque en aquel momento Georges estaba desconocido; una profunda emoción lo agitaba y su mirada estaba velada por las lágrimas. Se levantó bruscamente y fue a colocarse delante de una ventana, tamborileando sobre los cristales y silbando entre dientes no sé qué melodía de la Gazza ladra. Luego se dio la vuelta y llenó dos pequeños vasos de su licor color de ámbar. —¡A tu salud, compañero! —dijo. —¡A la tuya, Georges! Y bebimos. Un sabor aromático me subió súbitamente el cerebro. Me sentí como deslumbrado; un bienestar indefinible, un vigor sorprendente me penetró hasta la raíz del pelo. —¿Qué es esto? —le pregunté. —Un cordial —respondió—; que se podría llamar «un rayo del sol de África», pues contiene la quintaesencia de las plantas aromáticas más extrañas del suelo africano. —Es delicioso. Sírveme otro vaso, Georges. —Con mucho gusto, pero antes átate esta trenza en el brazo. —Y me tendía una trenza de cabellos negros brillantes como el bronce. No tuve ninguna objección que hacerle, aunque aquello me pareció extraño. Apenas vacié mi segundo vaso, la trenza se movió, no sé cómo, hasta mi hombro. La sentí deslizarse bajo mi brazo y aovillarse junto a mi corazón. —Taifer —grité—, ¡quítame estos cabellos, me están haciendo daño! —¡Déjame respirar! —Quítame esta trenza, quítame esta trenza —repetí—. ¡Ah! ¡me voy a morir! —Déjame respirar! —dijo de nuevo. —¡Ah, viejo amigo!... ¡Ah! Taifer... Georges... ¡quítame esta trenza... me está estrangulando! —¡Déjame respirar! —dijo con una tranquilidad terrible. Entonces me sentí desfallecer... Me desplomé... Una serpiente me mordía el corazón. Se deslizaba alrededor de mis riñones... Sentía sus fríos anillos deslizarse lentamente por mi nuca y enrollarse en mi cuello. Avancé hacia la ventana gimiendo y la abrí con mano temblorosa. Un frío glacial me dio en la cara, y caí de rodillas invocando a Dios. De repente, la vida volvió a mí. Cuando me estaba levantando, Taifer, pálido como un muerto, me dijo: —Ya está, ya te he quitado la trenza. —Y mostrando su brazo: «¡Mírala!». — Luego, tras una carcajada nerviosa dijo: Estos cabellos negros valen tanto como los cabellos rubios de tu Louise, ¿no es cierto? Cada cual lleva su cruz, amigo... más o menos estoicamente, eso es todo. Pero recuerda que cuando uno envidia la suerte de otros se expone a crueles desengaños, pues según el proverbio árabe «La víbora es doblemente víbora cuando silba entre las rosas». Sequé el sudor que me corría por la frente y me apresuré a huir de aquel lugar de delicias, perseguido por el espectro del remordimiento. ¡Ah! ¡qué dulce resulta, mis queridos amigos, descansar sobre un modesto taburete, frente a un fuego cubierto de ceniza, escuchar la tetera charlar como un grillo en un
rincón del hogar, y conservar en el corazón un lejano recuerdo de amor, que nos permita, de vez en cuando, verter una lágrima por nosostros mismos!
Messire Tempus Messire Tempus El día de san Sébalt, hacia las siete de la tarde, echaba pie a tierra ante el hotel de la Corona, en Primasens. Había hecho un calor infernal a lo largo del día, y mi pobre Schimmel no podía más. Estaba atándolo a la argolla de la puerta cuando una chica bastante bonita, remangada y con el mandil sobre un brazo, salió del vestíbulo y se puso a mirarme sonriendo. —¿Dónde está el señor Blésius? —le pregunté. —¡El señor Blésius! —dijo ella con expresión abobada—. Usted regresa sin duda de América... ¡Si se murió hace diez años! —¡Muerto!... ¿Cómo? ¡el buen hombre está muerto! ¿Y la señorita Charlotte? La joven no respondió, se encogió de hombros y me dio la espalda. Entré en la sala meditativo. Nada me pareció cambiado: los bancos, las sillas, las mesas seguían en su sitio a lo largo de las paredes. El gato blanco de la señorita Charlotte, con los puños cerrados sobre el vientre y los párpados a medio cerrar, proseguía su sueño fantástico. Los tercios, las jarras de estaño brillaban sobre la estantería como antaño y el reloj, en su caja de nogal, continuaba marcando su cadencia. Pero apenas me había sentado cerca del gran horno de acero, un susurro extraño me hizo volver la cabeza. La oscuridad invadía la sala y percibí detrás de la puerta a tres personajes heteroclitos agachados en la sombra, en torno a una jarra que desbordaba; jugaban al rams, eran un tuerto, un cojo y un jorobado. —¡Singular encuentro! —me dije—. ¿Cómo diablo pueden estos tipos reconocer sus cartas en una oscuridad semejante? ¿Por qué tienen ese aspecto melancólico? En ese momento, la señorita Charlotte entró llevando una vela en la mano. ¡Pobre Charlotte! Creía que seguía siendo joven; seguía llevando su pequeño gorro de tul con finos encajes, su pañoleta de seda azul, sus zapatos de tacón alto y sus medias blancas bien tirantes. Seguía dando saltitos y balanceándose sobre las caderas con gracia, como diciendo: «¡Eh! ¡eh! ¡aquí está la señorita Charlotte! ¡aquí están sus bonitos pies, sus finas manos, sus rollizos brazos! ¡eh! ¡eh!». ¡Pobre Charlotte! ¡cuántos recuerdos infantiles se me vinieron a la memoria! Depositó su vela en medio de los bebedores y me hizo una graciosa reverencia, sujetando su vestido como un abanico, sonriendo y haciendo piruetas. —Señorita Charlotte, ¿no me reconoce, pues? —exclamé. Ella abrió mucho los ojos y luego me respondió con gestos afectados: «Usted es el señor Théodore. ¡Oh! lo había reconocido. Venga, venga» y, llevándome de la mano, me condujo a su habitación: abrió un secreter y, repasó viejos papeles, viejas cintas, ramos marchitos, pequeñas estampas; de repente se detuvo y exclamó: —¡Dios santo! ¡si hoy es san Sébalt! ¡ah! señor Théodore, señor Théodore, llega a punto! Se sentó ante su viejo clavicordio, y como antaño, se puso a cantar: «Rosa de mayo, por qué tardar en volver?». Esta vieja canción, la voz cascada de Charlotte, su pequeña boca arrugada que ya no se atrevía a abrir, sus pequeñas manos secas con las que golpeaba a derecha, a izquierda, sin compás, moviendo la cabeza, levantando los ojos al techo, los gemidos metálicos de la espineta, y luego no sé qué olor de viejo reseda, de agua de rosas agriada... ¡Oh! ¡qué horror! ... ¡decrepitud!... ¡locura! ¡Oh, carraca
abominable, tiembla, maulla, cruje, rompe, desvencíjate! ¡Que todo salte, que todo se vaya al diablo!... ¡qué! ... ¡ahí esta Charlotte! ¡ella! ¡ella! ¡Qué horror! Cogí un pequeño espejo y me miré, estaba bastante pálido. «¡Charlotte!... ¡Charlotte!» —grité. De inmediato, volviendo en sí y bajando los ojos con expresión púdica murmuró: «Théodore, ¿me ama aún?». Sentí la carne de gallina extenderse a todo lo largo de mi espalda, mi lengua pegarse al fondo de mi garganta. De un salto me lancé hacia la puerta, pero la solterona, colgada a mi hombro decía: «¡Oh! ¡querido... querido corazón! ¡No me abandones... no me entregues al jorobado! Va a regresar pronto... vuelve todos los años... hoy es su día... ¡escucha!» Entonces, prestando atención, oí mi corazón galopar. La calle estaba silenciosa, levanté la persiana. El olor fresco de la madreselva llenó la pequeña habitación. Una estrella brillaba a lo lejos por encima de la montaña; la miré largo rato; una lágrima oscureció mi vista. Al volverme, encontré a Charlotte desvanecida. «¡Pobre vieja solterona! ¡Serás siempre una niña!». Unas cuantas gotas de agua fresca la reanimaron, y mirándome dijo: «¡Oh! perdóneme, perdóneme, señor, estoy loca... Al volver a verle, tantos recuerdos han vuelto...» . Y cubriéndose la cara con la mano, me hizo un gesto para que me sentara. Su aspecto razonable me inquietaba. En fin, ¿qué podía hacer? Tras un largo silencio, prosiguió: —Señor, ¿no es el amor el que le hace regresar a este país? —¡Ah! mi querida señorita, ¡el amor! ¡el amor! ¡Sin duda... el amor! Sigo amando la música... sigo amando las flores! Pero las antiguas melodías, las viejas sonatas, el viejo reseda... ¡Qué diablo, no! —Entonces —dijo uniendo las manos— ¡estoy condenada a ser del jorobado! —¿De qué jorobado habla, Charlotte? ¿Es el que está en la sala? No tiene más que decir una palabra y lo pondremos en la puerta. Pero, moviendo tristemente la cabeza, la pobre mujer pareció recogerse y comenzó esta historia singular: «Tres hombres como es debido, el señor guarda general, el señor notario y el señor juez de paz de Primasens me pidieron en matrimonio en otros tiempos. Mi padre me decía: «Charlotte no tienes más que elegir. Ya ves, ¡son buenos partidos!». Pero yo quería esperar. Prefería verlos a los tres juntos en la casa. Cantábamos, reíamos, charlábamos. Toda la ciudad tenía celos de mí .¡Oh! ¡Cómo han cambiado los tiempos! Una noche estos señores estaban reunidos en el banco de piedra que hay ante la puerta. Hacía un tiempo excelente, como hoy. El claro de luna llenaba la calle. Bebían vino moscatel bajo la madreselva. Y yo, sentada ante mi clavicordio, entre dos bellos candelabros, cantaba: «Rosa de mayo». Hacia las diez se oyó un caballo bajar la calle; caminaba renqueando y toda la compañía decía: «¡Qué extraño ruido!». Pero como habían bebido, cantado y bailado mucho la alegría les daba ánimos y aquellos señores reían del miedo de las damas. Pronto vieron avanzar en la sombra a un mozarrón a caballo, llevaba un inmenso sombrero de plumas, un traje verde, su nariz era larga, su barba amarilla; finalmente ¡era tuerto, cojo y jorobado! Ya puede imaginar, señor Théodore hasta qué punto esos señores se rieron a costa suya, sobre todo mis tres pretendentes; cada uno le lanzaba un dicharacho, pero él no respondía. Cuando llegó ante el hotel se detuvo y vimos entonces que vendía relojes de Nuremberg; llevaba muchos, pequeños y grandes, suspendidos en cuerdas que le pasaban por los hombros; pero lo que más me sorprendió fue un gran reloj colocado delante de él, sobre la silla de montar: la esfera de porcelana estaba vuelta hacia nosotros y estaba adornado con una hermosa pintura que representaba un gallo rojo que giraba ligeramente la cabeza y levantaba una pata. De repente la cuerda del reloj se puso a andar y la aguja giró como un rayo, con un crujido interior terrible. El vendedor clavó sus ojos en el guarda general, que era el que yo prefería; en el notario, que habría elegido en segundo lugar, y
luego en el juez de paz, que yo estimaba mucho. Mientras aquel señor los miraba, los hombres sintieron un escalofrío recorrerles todo el cuerpo. Cuando terminó por fin aquella inspección, se echó a reír en voz baja y prosiguió su camino en medio del silencio general. Aún me parece estar viéndolo alejarse, con la nariz al viento y espoleando su caballo, que no por ello iba más rápido. Unos días después, el guarda general se rompió una pierna; luego el notario perdió un ojo y el juez de paz se fue encorvando lentamente, lentamente. Ningún médico conoce remedio para su enfermedad; de nada le sirve ponerse corsés metálicos pues su joroba crece día a día. En este punto Charlotte se puso a derramar algunas lágimas, luego continuó: —Naturalmente, los enamorados tuvieron miedo de mí y todo el mundo abandonó nuestro hotel; no llegaba ni un alma, sólo algún viajero de tarde en tarde. —Sin embargo —le dije— he visto a esos tres desgraciados ahí: no la han abandonado. —Es verdad, —dijo— pero nadie quiso relacionarse con ellos; además yo les hago sufrir sin querer. Es más fuerte que yo; siento ganas de reír con el tuerto, de cantar con el jorobado que ya no tiene si un soplo y de danzar con el cojo. ¡Qué desgracia! ¡qué desgracia! —¡Ah! —exclamé— ¿está loca pues? —¡Chut! —dijo al tiempo que su rostro se descomponía de manera horrible— ¡Chut! ¡ahí está! Tenía los ojos fuera de sus órbitas y me señalaba la ventana con terror. En aquel momento la noche era oscura como un horno. No obstante, detrás de los cristales cerrados, distinguí vagamente la silueta de un caballo y oí un relincho sordo. —Cálmese, Charlotte, cálmese; es un animal escapado que está mordisqueando la madreselva. Pero en ese instante la ventana se abrió como por efecto de un golpe de viento; una larga cabeza sarcástica, coronada por un inmenso sombrero puntiagudo se asomó a la habitación y se echó a reír silenciosamente, mientras que un ruido de relojes descompuestos crujía en el ambiente. Sus ojos se fijaron en un primer momento en mí, luego en Charlotte, pálida como la muerte, y la ventana volvió a cerrarse bruscamente. —¡Oh! ¿por qué regresé a esta aldea? —exclamé con desesperación. Y quise arrancarme los cabellos; pero, por primera vez en mi vida tuve que admitir que ¡era calvo! Charlotte, loca de terror, piafaba en su clavicordio al azar y cantaba con voz chillona: «Rosa de mayo, Rosa de mayo...» ¡Era horrible! Me escapé hacia la sala. La vela iba a apagarse y esparcía un olor áspero que se me agarró a la garganta. El jorobado, el tuerto y el cojo seguían en el mismo lugar, pero ya no jugaban: acodados en la mesa con el mentón entre las manos, lloraban melancólicamente sobre sus jarras vacías. Cinco minutos más tarde, volvía a montar a caballo y me marchaba a rienda suelta. «Rosa de mayo... Rosa de mayo» repetía Charlotte. Desgraciadamente «Vieja carreta que cruje, llega lejos» ¡Que Dios la guíe...!
El burgomaestre embotellado Le bourgmestre en bouteille Siempre profesé una gran estima e incluso una cierta veneración por el noble vino del Rhin; es espumoso como el champaña, entona como el borgoña, endulza la garganta como el Burdeos, posibilita la imaginación como los licores de España, nos vuelve sentimentales como el lacrima-cristi; en fin, por encima de todo, hace soñar, extiende ante nuestros ojos el amplio campo de la fantasía. En 1846, hacia el fin del otoño, decidí ir en peregrinación a Johannisberg. Montado en un pobre rocín de hundidos costados, había colocado dos botijos de hojalata en sus amplias cavidades intercostales y viajaba por pequeñas etapas. ¡Qué espectáculo tan fantástico es la vendimia! Uno de mis botijos estaba siempre vacío, el otro siempre lleno; cuando dejaba un viñedo, siempre había otro en perspectiva. Mi única pena era no poder compartir este placer con un verdadero entendido. Un atardecer, cuando el sol ya había desaparecido, aunque todavía lanzaba algunos rayos perdidos por entre las anchas hojas de vid, oí el trotar de un caballo tras de mí. Me aparté ligeramente a la izquierda para dejarle paso y ¡cuál no sería mi sorpresa! al reconocer a mi amigo Hippel, que al verme, me saludó alegremente. Ya conocéis a Hippel, su nariz carnosa, su boca especial para la degustación, su vientre de tres pisos. Parecía el buen Sileno persiguiendo al dios Baco. Nos abrazamos con entusiasmo. Hippel viajaba con el mismo objetivo que yo: distinguido catador, quería determinar su opinión sobre el matiz de ciertos viñedos, que siempre le habían dejado algunas dudas. Proseguimos juntos el viaje. Hippel estaba eufórico; planificó nuestro itinerario por los viñedos de Rhingau. De vez en cuando nos deteníamos para abrazar a nuestros botijos y para escuchar el silencio reinante. Ya había caído la noche, cuando llegamos a un pequeño albergue situado en la vertiente de la colina. Desmontamos. Hippel dio un vistazo por una ventanilla que estaba casi al nivel del suelo: sobre una mesa brillaba una lámpara, al lado de la lámpara dormía una vieja. —¡Abrid! —gritó mi compañero—, ¡abrid, abuela! La vieja se estremeció, se levantó y cuando llegó a la ventana, apoyó su arrugado rostro contra uno de los cristales. Parecía una de esas antiguas vidrieras flamencas en las que el ocre y el bistre se disputan la presencia. Cuando la vieja sibila nos distinguió, esbozó una sonrisa y nos abrió la puerta. —Entrad, señores —dijo con una voz trémula—; voy a despertar a mi hijo, sed bien venidos. —Celemín para nuestros caballos y una buena cena para nosotros —gritó Hippel. —Bien, bien —dijo la vieja, apresurándose. Salió dando pequeños pasitos y la oímos subir una escalera más carcomida que la escalera de Jacob. Permanecimos unos minutos en una sala baja, cuya atmósfera estaba viciada. Hippel corrió a la cocina y volvió para comunicarme que había constatado la existencia de varios cuartos de tocino en la chimenea.
—Cenaremos —dijo frotándose el abdomen—. Sí, cenaremos. Las tablas rechinaron por encima de nuestras cabezas y casi al mismo tiempo un vigoroso joven, vestido con un simple pantalón, desnudo de tórax, los cabellos desmelenados, abrió la puerta, dio cuatro pasos y salió sin dirigirnos la palabra. La vieja encendió fuego y la manteca empezó a freírse en la paella. La cena fue servida. Pusieron sobre la mesa un jamón escoltado por dos botellas, una de vino tinto y otra de vino blanco. —¿Cuál de las dos prefieren? —preguntó la posadera. —Hay que verlo —contestó Hippel, ofreciendo su vaso a la vieja, que le sirvió vino tinto. También llenó mi vaso. Lo saboreamos: era un vino áspero y fuerte. Tenía un gusto muy especial, ¡como un perfume de verbena, de ciprés! Bebí algunas copas y una profunda tristeza se apoderó de mí. Por el contrario, Hippel chasqueó la lengua con expresión satisfecha. —¡Extraordinario! —dijo—. ¡Extraordinario! ¿De dónde lo sacáis, abuela? —De un viñedo vecino —dijo la vieja, con una extraña sonrisa. —Extraordinario viñedo —prosiguió Hippel, y se llenó la copa de nuevo. Me pareció que bebía sangre. —¿Pero qué cara pones, Ludwing? —me dijo—. ¿Te ocurre algo? —No —contesté—, pero no me gusta el vino tinto. —Sobre gustos no hay disputas —observó Hippel, luego vació la botella y comenzó a golpear la mesa—. ¡Del mismo —gritó—, siempre del mismo, y, sobre todo, nada de mezclas, guapa posadera! ¡Yo sé lo que hago! ¡Mil diablos!, este vino me reanima, es un vino generoso. Hippel se apoyó en el respaldo de su silla. Me pareció que su cara se descomponía. De un trago vacié la botella de vino blanco y la alegría volvió a mi ser. La preferencia de mi amigo por el vino tinto me pareció ridícula, pero excusable. Continuamos bebiendo hasta la una de la madrugada; él, tinto, y yo, blanco. ¡La una de la madrugada! Es la hora en que da audiencia la señora Fantasía. Los caprichos de la imaginación extienden sus diáfanas vestiduras bordadas con cristal y azur, como las de la mosca, las del escarabajo y las de la damita de las aguas durmientes. ¡La una! Es el momento en que la música celestial acaricia el oído del soñador, sopla en su interior la armonía de las esferas invisibles. Entonces trota el ratoncillo, la lechuza extiende sus alas de plumón y pasa silenciosa por encima de nuestras cabezas. —La una —le dije a mi compañero—, hay que acostarse, si queremos marcharnos mañana. Hippel se levantó tambaleándose. La vieja nos condujo a una habitación con dos camas y nos deseó un feliz sueño. Nos desnudamos; yo fui el último en acostarme para apagar la luz. Apenas me había acostado, Hippel ya dormía profundamente, su respiración parecía el soplo de la tempestad. No pude dormir, mil sombras extrañas daban vueltas a mi alrededor; los gnomos, los diablillos, las brujas de Walpürgis ejecutaban en el techo sus danzas cabalísticas. ¡Curiosos efectos del vino blanco! Me levanté, encendí la lámpara y, atraído por una invencible curiosidad, me acerqué a la cama de Hippel. Su cara estaba roja, su boca abierta, la sangre agitaba sus tímpanos, sus labios se movían como si quisiera hablar. Mucho rato permanecí inmóvil cerca de él, habría querido escrutar con la mirada al fondo de su alma; pero el sueño es un misterio impenetrable que, como la muerte, guarda sus secretos.
Tan pronto la cara de Hippel expresaba terror, como tristeza o melancolía; a veces se contraía, como si fuera a llorar. Esta bondadosa cara, hecha para reír a carcajadas, tenía un extraño aspecto bajo la impresión del dolor. ¿Qué ocurría al fondo de este abismo? Veía claramente algunas olas subir a la superficie, pero, ¿de donde provenían estas profundas conmociones? De repente, el durmiente se levantó, sus párpados se abrieron y vi que sus ojos estaban en blanco. Todos los músculos de su cara temblaron, su boca pareció querer proferir un grito de horror, luego volvió a caer y oí un lamento. —¡Hippel! ¡Hippel! —comencé a gritar, y le lancé un jarro de agua por la cara. Se despertó. —¡Ah! —dijo—. ¡Loado sea el Señor, era un sueño! Mi querido Ludwing, te agradezco que me hayas despertado. —Está muy bien, pero ahora me contarás lo que estabas soñando. —Sí..., mañana... Déjame dormir..., tengo sueño. —Hippel, eres un ingrato; mañana lo habrás olvidado por completo. —¡Pardiez! —repitió—. Tengo sueño..., no puedo más... Déjame... ¡Déjame! No pensaba dejarlo dormir. —Hippel, volverás a soñar lo mismo y esta vez te abandonaré sin misericordia. Estas palabras produjeron un efecto instantáneo. —¡Volver a soñar lo mismo! —gritó, saltando de la cama—. ¡Rápido, mis ropas, mi caballo, me voy! ¡Esta casa está embrujada! Tienes razón, Ludwing; el diablo vive entre esas paredes. ¡Marchémonos! Se vistió precipitadamente. Cuando acabó, le detuve. —Hippel—le dije—, ¿por qué huimos? Son las tres de la mañana, nos conviene dormir. Abrí la ventana y el aire fresco que penetró en la habitación disipó todos los temores. Apoyado al borde de la ventana, me explicó lo que sigue: —Ayer hablamos de los más famosos viñedos de Rhingan —me dijo—. Aunque jamás haya recorrido esta región, mi espíritu pensaba en ello, y el fuerte vino que bebimos dio un sombrío color a mis ideas. Lo más sorprendente es que en mi sueño yo creía ser el burgomaestre de Welche (pueblo vecino) y me identificaba hasta tal punto con este personaje, que podría describirlo como si se tratara de mí mismo. Este burgomaestre era un hombre de altura media y casi tan corpulento como yo; llevaba un vestido con grandes faldones que tenía botones de cobre; a lo largo de sus piernas había otra hilera de botones de forma piramidal. Un tricornio cubría su calva cabeza; en fin, era un hombre de una gravedad estúpida, que sólo bebía agua, apreciaba únicamente el dinero y no pensaba más que en aumentar sus propiedades. »Al ponerme el vestido del burgomaestre, también había tomado su carácter. Me hubiera despreciado a mí mismo, Ludwing, si me hubiera reconocido. ¡El cretino burgomaestre que era! ¿No es mejor vivir alegremente y burlarse del futuro, que amontonar escudo sobre escudo y destilar bilis? Pero es igual... Heme aquí, burgomaestre. »Me levanto de la cama y la primera cosa que me inquieta es saber si los obreros trabajan en mi viña. Para desayunar como un mendrugo de pan. ¡Un mendrugo de pan! ¡Hay que ser roñoso, avaro! Yo que me zampo mi costilla y me bebo una botella todas las mañanas. En fin, es igual; tomo, es decir, el burgomaestre coge un mendrugo de pan y se lo mete en el bolsillo. Recomienda a su vieja sirvienta fregar la habitación y
preparar la comida para las once; carne de cocido y patatas, creo. ¡Una comida bien pobre! No importa. .. Sale. «Podría descubrirte el camino, la montaña —me dijo Hippel—. Los veo con toda claridad. »¿Es posible que un hombre en sus sueños pueda imaginarse un paisaje de este modo? Veía campos, jardines, prados, viñedos. Pensaba: ésta es de Pedro; esta otra de Jaime, ésta de Enrique; y me detenía ante algunas de estas parcelas y me decía: "¡Diantre, los tréboles de Jacobo están soberbios". Y más lejos: "¡Diantre! Esta fanega de viña me iría de perlas". Pero ya entonces empecé a notar una especie de adormecimiento, un dolor de cabeza indefinible. Apuré el paso. De pronto, salió el sol y el calor se hizo excesivo. Yo seguía un sendero que trepaba a través de las viñas, por la vertiente de la colina. Este sendero concluía en los escombros de un viejo castillo y detrás veía mis cuatro fanegas. Me daba prisa en llegar. Estaba muy acalorado al penetrar en las ruinas y me detuve para tomar aliento: la sangre se agolpaba en mis oídos y el corazón saltaba en mi pecho, como el martillo golpea al yunque. El sol era de fuego. Quise reemprender mi camino; pero de repente fui alcanzado como por un golpe de maza y caí detrás de un trozo de muralla y me di cuenta que había sufrido un ataque de apoplejía. «Entonces la desesperación se apoderó de mí. "Estoy muerto —me dije—, el dinero que guardé con tantos esfuerzos, los árboles que cultivé con tanto cuidado, la casa que construí, todo perdido, todo pasa a mis herederos. Estos miserables, a los que no les hubiera dado ni un kreutzer, enriquecerán a expensas mías. ¡Oh, traidores, estaréis contentos con mi desgracia..., cogeréis las llaves de mi bolsillo, os repartiréis mis bienes, gastaréis mi oro... Y yo... yo... asistiré a este saqueo! ¡Qué espantoso suplicio!" «Noté cómo mi alma salía del cadáver, pero permaneció de pie a su lado. «Esta alma de burgomaestre vio que su cadáver tenía la cara azul y las manos amarillas. «Como hacía mucho calor y un sudor de muerto le surcaba la frente, grandes moscas se posaron en el rostro; una entró en la nariz..., ¡el cadáver no se movió! ¡Muy pronto toda la cara estuvo llena de ellas y el alma desolada no pudo espantarlas! «Estaba allí..., allí..., durante minutos que contaba como siglos: empezaba su infierno. «Pasó una hora y el calor aumentaba: ¡ni un soplo de aire, ni una nube! »Al fondo de las ruinas apareció una cabra; pastaba en la tierra, las hierbas salvajes que crecían en medio de los escombros. Al pasar cerca de mi pobre cuerpo, dio un brinco de lado, luego volvió, abrió sus grandes ojos con inquietud, olió los alrededores y prosiguió su caprichoso camino por la cornisa de un torreón. Un joven pastor que la descubrió corrió para llevársela, pero al ver el cadáver lanzó un grito y huyó a toda velocidad en dirección al pueblo. «Pasó otra hora, lenta como la eternidad. Al fin se oyó un ruido de pasos detrás del recinto y mi alma vio trepar lentamente..., lentamente... al juez de paz, seguido de su secretario y de muchas otras personas. Les reconocí a todos. Al verme, exclamaron: »—¡Es nuestro burgomaestre! «El médico se acercó a mi cuerpo y espantó las moscas que volaron dando— vueltas como un enjambre. Miró, levantó un brazo ya tieso y dijo, con indiferencia: »—Nuestro burgomaestre ha muerto de un ataque de apoplejía; debe estar aquí desde la mañana. Nos lo llevaremos de aquí, y es mejor enterrarlo cuanto antes, pues este calor precipita la descomposición. »—Entre nosotros —dijo el secretario—, la comunidad no pierde gran cosa. Era un avaro, un imbécil; no entendía nada de nada.
»—Sí —añadió el juez, y parecía criticarlo todo. »—No es de extrañar, los necios se creen siempre listos. »—Será necesario avisar a los porteadores —prosiguió el médico—, su carga será pesada, este hombre tenía más tripa que cerebro. »—Voy a redactar el acta de defunción. ¿A qué hora fijamos su muerte? —preguntó el secretario. »—Pon descaradamente que ha muerto a las cuatro. »—El avaro —dijo un campesino— iba a espiar a sus obreros para tener el pretexto de requisarles algún dinero al final de la semana. «Luego, cruzando los brazos sobre el pecho, y mirando al cadáver, dijo: »—Y bien, burgomaestre, ¿de qué te sirve ahora haber exprimido el pobre mundo? La muerte te ha llevado igualmente. »—¿Qué es lo que lleva en su bolsillo? —preguntó otro. «Sacó mi mendrugo de pan. »—Eso era su desayuno. »Todos estallaron en risas. «Hablando de esta manera, la comitiva se dirigió hacia la salida de las ruinas. Mi pobre alma todavía pudo oírles unos minutos; el ruido cesó poco a poco. Me quedé con la soledad y el silencio. »Las moscas volvieron a miles. »No sabría decir cuánto tiempo pasó —prosiguió Hippel—, pues en mi sueño los minutos no tenían fin. »Al cabo de un rato llegaron los porteadores, maldijeron al burgomaestre al levantar su cadáver. El alma del pobre hombre les siguió, sumida en un inexpresable dolor. Bajé de nuevo el camino por el que había venido pero esta vez veía mi cuerpo transportado ante mí en una camilla. «Cuando llegamos a mi casa, encontré a mucha gente que me esperaba; ¡reconocí a mis primos y a mis primas hasta la cuarta generación! »Dejaron la camilla en el suelo y todos se acercaron para observarme. »—Es él, sin duda —decía uno. »—Está bien muerto —decía otro. »Mi sirviente también se acercó y juntando las manos con un aire patético, exclamó: »—¿Quién podía prever esta desgracia? Un hombre gordo y vigoroso, de buen aspecto. ¡No somos nada! »Fue una verdadera oración fúnebre. »Me trasladaron a una habitación y me colocaron sobre un lecho de paja. «Cuando uno de mis primos sacó las llaves de mi bolsillo, quise gritar de rabia. Desgraciadamente, las almas no tienen voz; en fin, mi querido Ludwing, vi cómo abrían mi escritorio, cómo contaban mi dinero, xalorar mis pagarés, sellar documentos, vi cómo mi sirviente sacaba de un escondite mis mejores vestidos; y aunque la muerte me libraba de todas las necesidades, no pude evitar sentir hasta los ochavos que me quitaban. »Me desnudaron, me vistieron con una camisa larga, me metieron entre cuatro tablas y asistí a mis propios funerales. »Cuando me bajaron a la fosa, me invadió la desesperación: ¡todo estaba perdido! Fue entonces cuando me despertaste, Ludwing; todavía me parece oír la tierra encima de mi ataúd. Hippel se calló y vi cómo se estremecía. Permanecimos mucho tiempo meditabundos, sin intercambiar una palabra; el canto del gallo nos advirtió que la noche se acababa, las estrellas parecieron borrarse ante la
proximidad del día. Otros gallos lanzaban al espacio sus penetrantes gritos y se contestaron de una granja a otra. Un perro guardián salió de su caseta para hacer su ronda matinal; luego una alondra, todavía soñolienta, gorjeó algunas notas de su alegre cantar. —Hippel—dije a mi compañero—, ya es hora de marcharse, si queremos aprovechar el fresco. —Es cierto —me dijo—, pero, ante todo, hay que comer algo. Bajamos, el posadero estaba vistiéndose; cuando se hubo puesto la camisa, nos sirvió los restos de nuestra comida; llenó uno de mis botijos de vino blanco y el otro de vino tinto, herró las dos monturas y nos deseó un buen viaje. Todavía no estábamos a media legua del albergue cuando mi amigo Hippel, siempre sediento, tomó un trago de vino tinto. —¡Brrr! —hizo como si tuviera vértigo—. ¡Mi sueño, mi sueño de la noche! Lanzó su caballo al trote para escapar de esta visión, que se manifestaba por extrañas expresiones en su rostro; lo seguí de lejos, mi pobre rocinante reclamaba mejores modales. Salió el sol, una tintura pálida y rosada invadió el azul sombrío del cielo; las estrellas se perdieron en medio de esta luz deslumbrante como una grava de perlas en las profundidades del mar. A los primeros rayos de la mañana, Hippel detuvo su caballo y me esperó. —No sé —me dijo— qué siniestras ideas me vienen a la mente. Este vino tinto debe tener alguna extraña virtud: agrada a mi garganta, pero ataca a mi cerebro. —Hippel —le contesté—, no hay que disimular que algunos licores encierran los principios de la fantasía e incluso de la fantasmagoría. He visto entristecer a personas alegres, idiotizar a gente inteligente y viceversa, después de algunas copas de vino en el estómago. Es un profundo misterio; ¿qué ser insensato se atrevería a poner en duda este poder mágico del alcohol? ¿No es el cetro de una fuerza superior, incomprensible, ante la cual debemos inclinar la cabeza, ya que todos sufrimos a veces su influencia divina o infernal? Hippel reconoció la fuerza de mis argumentos y permaneció en silencio, como perdido en inmensos pensamientos. Andábamos por un estrecho sendero, que serpentea por los bordes de Queich. Los pájaros dejaban oír su gorgojeo, la perdiz lanzaba su grito gutural, escondiéndose bajo las anchas hojas de la vid. El paisaje era magnífico; el riachuelo murmuraba huyendo a través de pequeñas torrenteras. A derecha e izquierda se extendían colinas cargadas de soberbias cosechas. Nuestro camino formaba un recodo en la vertiente de la colina. De repente, mi amigo Hippel se quedó inmóvil, la boca abierta, las manos abiertas en actitud de estupor; luego, raudo como una flecha, se volvió para huir, pero yo agarré su caballo por la rienda. —¡Hippel! ¿Qué te sucede? —le grité—. ¿Es que Satán te ha tendido una emboscada? ¿O es que el ángel de Balaam ha hecho brillar su espada ante tus ojos? —¡Déjame! —decía debatiéndose—. ¡Mi sueño! ¡Es mi sueño! —Vamos, cálmate, Hippel; el vino tinto encierra, sin duda, propiedades perjudiciales; toma un trago de este otro, es un jugo generoso que aparta los siniestros pensamientos del cerebro humano. Bebió ávidamente; este licor bienhechor restableció el equilibrio entre sus facultades. Arrojamos al camino este vino rojo que se había vuelto negro como la tinta; formó grandes burbujas al penetrar en la tierra y me pareció oír como unos sordos mugidos,
voces confusas, suspiros, pero tan débiles que parecía que saliesen de una lejana comarca y que nuestros oídos no las podían percibir, sólo las fibras más íntimas del corazón. Era el último suspiro de Abel, cuando su hermano lo derribó sobre la hierba y la tierra abrevó con su sangre. Hippel estaba demasiado emocionado para darse cuenta de este fenómeno, pero a mí me afectó profundamente. Al mismo tiempo vi a un pájaro negro que salía de un matorral y se escapó profiriendo un chillido de terror. —Siento —dijo entonces Hippel— que dos principios contradictorios luchan en mi ser, el negro y el blanco, el principio del mal y el principio del bien, ¡Sigamos! Proseguimos el camino. —Ludwing —continuó muy pronto mi amigo—, en este mundo ocurren cosas tan extrañas, que el espíritu debe humillarse temblando. Tú sabes que jamás he recorrido esta región. Bien, ayer sueño y hoy veo con mis propíos ojos la fantasía del sueño erigirse ante mí; mira este paisaje, es el mismo que vi durante mi sueño. Aquí están las ruinas del viejo castillo donde tuve el ataque de apoplejía. Aquí está el sendero que recorrí y ahí abajo se encuentran mis cuatro fanegas de viña. No hay un árbol, un arroyo, un matorral, que no reconozca como si los hubiese visto mil veces. Cuando demos la vuelta a este recodo del camino veremos al fondo del valle, el pueblo de Welche: la segunda casa a la derecha es la del burgomaestre; posee cinco ventanas en la parte alta de la fachada, cuatro abajo y la puerta. A la izquierda de mi casa, es decir, de la casa del burgomaestre, verás un hórreo, una caballeriza. Es allí donde guardaba mis animales. Detrás, en un pequeño patio, bajo un amplio tenducho, se encuentra un lagar con dos caballos. En fin, mi querido Ludwing, tal como soy, ahí me tienes resucitado. El pobre burgomaestre te mira con mis ojos, te habla por mi boca y si no me acordara que antes de ser burgomaestre, roñoso, avaro, rico propietario, fui Hippel, el vividor, dudaría en decir quién soy yo, pues lo que veo me recuerda otra existencia, otras costumbres, otras ideas. Todo ocurrió como Hippel me lo había predicho; vimos el pueblo desde lejos, al fondo de un soberbio valle, entre dos ricos viñedos, las casas diseminadas por los bordes del río; la segunda a la derecha era la del burgomaestre. A todos los individuos que nos encontramos, Hippel tuvo el vago recuerdo de haberles conocido; algunos le parecieron incluso tan familiares, que estuvo a punto de llamarlos por su propio nombre; pero la palabra se le quedaba en la boca, no la podía apartar de otros recuerdos. Por otra parte, al ver la indiferencia con que nos recibían, Hippel se dio cuenta de que era un desconocido y que su cara enmascaraba por completo la difunta alma del burgomaestre. Nos detuvimos en un albergue, que mi amigo me indicó como el mejor del pueblo, pues lo conocía de muchos años. Nueva sorpresa: la patrona del albergue era una gruesa comadre, viuda desde hacía mucho tiempo, y que el burgomaestre había deseado para segundas nupcias. Hippel sintió un incontenible deseo de estar a su lado, pues todas sus viejas simpatías afloraron a la vez. No obstante, logró dominarse: el verdadero Hippel combatía las tendencias matrimoniales del burgomaestre. Se limitó a pedirle solamente, con la mayor amabilidad que pudo, una buena comida y el mejor vino de la comarca. Cuando estuvimos en la mesa, una natural curiosidad llevó a Hippel a informarse de lo que había ocurrido en el pueblo después de su muerte. —Señora —dijo a nuestra patrona con una aduladora sonrisa—, ¿debisteis conocer sin duda al antiguo burgomaestre de Welche? —¿Es el que murió hace tres años de un ataque de apoplejía? —preguntó. —Precisamente —contestó mi amigo, mirando con curiosidad a la señora.
—¡Sí, le conocí! —exclamó la comadre—, era un viejo roñoso que quería casarse conmigo. Si hubiera sabido que moriría tan pronto hubiese aceptado. Me propuso una donación mutua al último superviviente. Esta respuesta desconcertó un poco a mi querido Hippel; el amor propio del burgomaestre había sido terriblemente ofendido. No obstante, se contuvo: —Es decir, que no lo amabais, señora. —¡Cómo es posible amar a un hombre tan feo, sucio, asqueroso, roñoso y avaro! Hippel se levantó para mirarse en el espejo. Al ver sus carrillos llenos y rollizos, se sonrió a sí mismo y volvió a colocarse ante un pollito, que se puso a despedazar. —De hecho —dijo—, el burgomaestre podía ser feo, asqueroso, esto no prueba nada en mi contra. —¿Son ustedes parientes suyos? —preguntó, muy sorprendida, la patrona. —¡No, no le conocí jamás! Sólo digo que algunos son feos y otros guapos; porque tenga la nariz situada en la mitad de la cara como vuestro burgomaestre, esto no prueba que uno se le parezca. —¡Oh, no! —dijo la comadre—. No poseéis ningún rasgo de su familia. —Por otra parte —prosiguió mi amigo—, yo no soy avaro, lo que demuestra que no soy vuestro burgomaestre. Traed dos botellas del mejor vino que tengáis. La dama salió y aproveché esta ocasión para advertir a Hippel de que no se metiera en estas conversaciones que podrían traicionar su incógnito. —¿Por quién me tomas, Ludwing? —exclamó, furioso—. Debes saber que yo soy tan burgomaestre como tú y la prueba es que mis papeles están en regla. Sacó su pasaporte. La patrona volvía. —Señora —dijo—, ¿es que vuestro burgomaestre se parecía a esta descripción? — Leyó—: Frente mediana, gruesa nariz, labios espesos, ojos grises, estatura alta, cabellos castaños. —Más o menos —dijo la patrona—, salvo que era calvo. Hippel se pasó la mano por sus cabellos, exclamando: —¡El burgomaestre era calvo y nadie osará afirmar que yo soy calvo! La patrona creyó que mi amigo estaba loco, pero como se levantó después de pagar la cuenta, no dijo nada. Cuando llegó a la entrada, Hippel se volvió hacia mí y dijo con brusquedad: —¡Marchémonos! —Un instante, querido amigo —le contesté—. Primero me conducirás al cementerio donde está enterrado el burgomaestre. —¡No! —exclamó—. ¡No, jamás! ¿Quieres arrojarme a las garras de Satán? Yo, ¡de pie sobre mi propia tumba! Sería contrario a todas las leyes de la naturaleza. ¿No te das cuenta, Ludwing? —Cálmate, Hippel —le dije—. En este momento estás bajo el poder de potencias invencibles. Han extendido sobre ti sus finísimas redes, tan transparentes que nadie es capaz de verlas. Hay que hacer un esfuerzo para destruirlas, hay que restituir el alma del burgomaestre, y esto sólo es posible en la tumba. ¿Querrías ser tú el ladrón de esta pobre alma? Sería un robo manifiesto; conozco demasiado bien tu delicadeza para suponerte capaz de una infamia tal. Estos irrevocables argumentos le decidieron. —Bueno —dijo—, tendré el valor de hollar estos restos de los que llevo la mitad más pesada. Dios no quiera que me sea imputado un robo tal. Sígueme, Ludwing, te conduciré allí.
Andaba a pasos rápidos, precipitados, con su sombrero en la mano, los cabellos al viento, agitando los brazos, arrugando las piernas, como un desgraciado que cumple su último acto de desesperación y él mismo se anima para no desfallecer. Primero cruzamos muchas callejuelas, luego el puente de un molino, cuya pesada rueda rompía la blanca capa de espuma; luego seguimos un sendero que recorría una pradera y llegamos al fin, detrás del pueblo, cerca de un muro bastante alto, cubierto de musgo y clemátides. Era el cementerio. En uno de los ángulos se levantaba el osario, en el otro una casita rodeada de un pequeño jardín. Hippel se lanzó hacia la casita. Allí estaba el sepulturero; a lo largo de los muros había coronas de siemprevivas. El sepulturero estaba esculpiendo una cruz; su trabajo le absorbía hasta tal punto, que se levantó muy sobresaltado cuando entró Hippel. Mi compañero le miró de una manera que le debió asustar, pues durante unos minutos permaneció sobrecogido. —Buen hombre —le dije—, condúzcanos a la tumba del burgomaestre. —Es inútil —dijo Hippel—. Sé dónde está. Y sin esperar la respuesta, abrió la puerta que daba al cementerio y empezó a correr como un loco, saltando por encima de las tumbas y gritando: —¡Es aquí... aquí... ya hemos llegado! Evidentemente estaba poseído por el espíritu del mal pues derribó a su paso una cruz blanca. ¡La cruz de una criatura! El sepulturero y yo le seguíamos de lejos. El cementerio era bastante grande. Gruesas hierbas espesas, de un verde sombrío, se elevaban a tres pies del suelo. Los cipreses arrastraban por el suelo sus largas cabelleras; pero lo primero que me sorprendió fue un enrejado adosado al muro cubierto de una magnífica parra tan cargada de uvas, que los racimos caían unos sobre otros. Andando, le dije al sepulturero: —Aquí tenéis una viña que debe daros mucho dinero. —¡Oh, señor! —dijo en un tono dolorido—, esta viña no me da gran cosa. Nadie quiere mi uva, lo que viene de la muerte vuelve a la muerte. Miré a ese hombre. Tenía la mirada falsa, una sonrisa diabólica contraía sus labios y sus mejillas. No creí lo que decía. Llegamos ante la tumba del burgomaestre, estaba cerca del muro. Ante ella había un enorme cepo de viña, lleno de jugo y que parecía saciado como una boa. Sus raíces debían penetrar hasta el fondo de los ataúdes, disputando su presa a los gusanos. Además, sus racimos eran de un rojo violeta, mientras que el de los otros eran de un blanco ligeramente rojizo. Hippel, apoyado en la vid, parecía más calmado. —Usted no come de esta uva —le dije al sepulturero—, pero la vende. Palideció negando con la cabeza. —La vende al pueblo de Welche, y hasta puedo nombrarle el albergue donde se bebe vuestro vino —exclamé—. Es el albergue de la Flor de lis. El sepulturero se estremeció. Hippel quería lanzarse al cuello de este miserable; fue necesaria mi intervención para evitar que lo descuartizara. —Malvado —le dijo—, me has hecho beber el alma del burgomaestre. ¡He perdido mi personalidad! Pero, de repente, una idea luminosa acudió a su mente, se volvió hacia el muro y se puso en la célebre postura del manekempis branbazon. —¡Loado sea el Señor! —dijo, volviéndose hacia mí— He devuelto a la tierra la quintaesencia del burgomaestre. Me he librado de un peso enorme.
Una hora más tarde proseguíamos nuestro camino y mi amigo Hippel había recobrado su alegría natural.
El ojo invisible o La hostería de los tres ahorcados L'oeil invisible ou l'auberge des trois-pendus
I —En aquel tiempo —dijo Cristian— pobre como una rata de iglesia, me fui a vivir a la buhardilla de una casa vieja de la calle Minnesoenger, en Nuremberg. Formé mi nido en el mismo ángulo del tejado de manera que las pizarras me servían de pared y la viga maestra de techo. Para mirar por la ventana tenía que subirme encima de mi jergón, pero aquella ventana abierta en lo alto de la fachada, tenía una magnífica vista, desde donde descubría toda la ciudad y alrededores. Veía los gatos que se paseaban gravemente por el alero, las cigüeñas que, con el pico lleno de ranas acudían a pacentar su pondero y las palomas que, con cola abierta en forma de abanico se echaban de lo alto de sus palomares, describiendo ambos círculos sobre el abismo de las calles. De noche, cuando las campanas tocaban el Angelus, escuchaban su melancólica melodía y observaba cómo los burgueses fumaban sus pipas de pie en las aceras y cómo las muchachas vestidas de rojo, reían y charlaban con el cántaro debajo del brazo, alrededor de la fuente de San Sebalto. Insensiblemente se iba borrando todo, salían los murciélagos y yo me iba a dormir en medio de una dulce quietud. El viejo negociante Tubac sabía tan bien como yo el camino de mi camarachón y no le espantaba tener que subir la escalera. Cada semana levantaba la compuerta del escotillón con su cabeza de macho cabrío cubierta con una peluca tiñosa y rojiza y aferrándose con los dedos al techo, gritaba con voz gangosa. —¡Hola, maese Cristian! ¿No hay nada nuevo? Yo le respondía: —¡Adelante, qué diantre! ¡Entre! Ahora mismo acabo de dar la última pincelada a un paisaje que me parece que le va a hacer cosquillas. Entonces el desgalichado personaje iba creciendo, alargándose, alargándose, hasta casi tocar el techo... y al mismo tiempo riendo en silencio. Hay que hacerle justicia al buen Tubac: no me explotaba. Compraba mis telas a unos quince florines uno con otro y las revendía a cuarenta. Era un judío honrado. Este sistema de vivir empezaba a seducirme y a cada día le iba encontrando más atractivos, cuando la apacible cuidad de Nuremberg se vio perturbada por un extraño y misterioso acontecimiento. No muy lejos de mi tragaluz, un poco a la izquierda estaba situada la Hostería del Buey Gordo, antigua y muy frecuentada por la gente del país. Siempre había estacionados delante del portal tres o cuatro carros cargados de sacos y barriles pues los campesinos tenían la costumbre de apearse para beber su cuartillo de vino, antes de ir al mercado. La fachada de la hostería se distinguía por su forma particular. Era muy estrecha y puntiaguda y estaba recortada por los dos lados formando, como dientes de sierra, grotescas esculturas, y adornos heráldicos en forma de vidrios entrelazados que
decoraban las cornisas y los contornos de las ventanas. Lo que era más curioso es que la casa de enfrente reproducía exactamente las mismas esculturas y los mismo decorados. Todo estaba copiado punto por punto, sin perdonar la muestra en sus flecos y rizos de hierro. Se diría que aquellos dos caserones eran uno mismo que se reflejaba en un espejo, salvo que detrás de la hostería se levantaba un gigantesco roble de follaje sombría sobre el que destacaban vigorosamente las aristas del tejado, mientras que la casa de enfrente se recortaba monda y lironda sobre el cielo. Por otra parte, cuando más ruidos y animada estaba la hostería del Buey Gordo más silenciosa estaba la otra casa, a un lado se veía una retahíla de bebedores que sucesivamente entraban y salían cantando y tambaleándose y haciendo restallar sus látigos. En la otra reinaba la soledad; sólo una vez al día o dos a lo sumo, la pesada puerta se entreabría para dejar paso a una viejecita de espalda encorvada, mentón en forma de zueco, que iba con la ropa pegada a las caseras, un cesto enorme debajo del brazo y el puño cerrando contra el pecho. Más de una vez, la figura de aquella vieja, me había impresionado. Sus diminutos ojos verdes, su nariz delgadísima, los grandes ramajes de su mantón centenario, la sonrisa que le arrugaba las mejillas como los pliegues de una escarapela, y los encajes de su toca caídos sobre las cejas eran cosas que me parecían verdaderamente originales y me inspiraban un gran interés. Me hubiese gustado saber quién era y que hacía en un caserón tan grande y desierto. Me inclinaba a suponerla dedicada a una vida de buenas obras y meditaciones piadosas. Pero un día que me paré en la calle para seguirla con la vista, se volvió bruscamente y me fulminó con una mirada, cuya horrible expresión no sabría describir y seguida de tres o cuatro muecas espeluznantes. Después bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el pecho, sacudió el mantón que arrastraba y abrió con presteza la pesada puerta, desapareciendo tras ella. Es una vieja chiflada —me dije para mis adentros, lleno de extrañeza— una vieja chiflada, mala y astuta. Y a fe que iba bien equivocado al interesarme por ella. No querría más que volver a ver sus muecas. Tubac de buena gana me daría quince florines por ello. Estas bromas con que trataba de distraerme no conseguían gran cosas. La horrible mirada de la vieja me perseguía por todas partes y más de una vez, si por casualidad, mientras subía la empinada escalera de mi buhardilla, se me prendía la ropa en algún gancho saliente, me echa a temblar, imaginando que era la vieja que me tiraba del faldón para hacerme caer. Conté la historia a mi amigo Tubac, quien, lejos de tomárselo a risa, se puso muy serio. Masese Cristian —dijo—, si la vieja le ha tomado ojeriza, ándese con tiento. Tiene unos dientes pequeños, puntiagudos y de una blancura maravillosa y eso no es natural a su edad. Da mal de ojo. Los chiquillos le huyen y la gente de Nuremberg le ha puesto el nombre de Murciélago. Admiré la perspicacia del judío. Sus palabras me hicieron pensar mucho, pero después de algunas semanas, tal vez porque me había cruzado a menudo con Murciélago sin que ellos me acarrease consecuencias desagradables, se desvanecieron mis temores y no me volví a acordar del santo de su nombre. Pero hete aquí por dónde una noche me despertó una armonía extraña, una especie de vibración tan dulce, tan melodiosa que el murmullo de la tempestad entre las horas sólo puede dar una leve idea de ella. Permanecí largo rato atento, con los ojos abiertos de par en par, y reteniéndome la respiración para oír mejor. Por fin miré hacia la ventana y percibí dos alas que se agitaban contra el cristal. De buenas a primeras, creí
que se trataba de un murciélago prisionero dentro de mi habitación, pero en aquel momento salió la luna, y las alas de una magnífica mariposa nocturna, transparentes como un encaje, se dibujaron sobre un disco resplandeciente, vibraban con tal rapidez que no se llegaba a percibir el movimiento. Después se iban apaciguando, tendidas sobre el cristal, y su frágil nerviosidad otra vez se hacía visible. Aquella vaporosa aparición, en medio del universal silencio, abrió mi corazón a las más dulces emociones. Me pareció que una delicada sílfide compadecida de mi soledad, venía a visitarme con intención consoladora. Tranquilízate, dulce cautiva, tranquilízate —le dije—, tu confianza no quedará defraudada. No, no te retendré contra tu voluntad. Ve, vuelve al cielo, a la libertad. Y abrí la ventana. La noche era todo sosiego. Miles de estrellas centelleaban en el espacio. Contemplé algunos momentos aquel sublime espectáculo, y retazos de oraciones salían de mis labios. Pero figuraos cuál no sería mi estupor cuando, al bajar los ojos, vi un hombre colgado de la barrilla de la muestra del Buey Gordo, alborotado el cabello, yertos los brazos y estiradas las piernas, proyectando la gigantesca sombre hasta el final de la calle. La inmovilidad de aquella figura a la luz de la luna tenía lago de espantoso. Sentí la sangre se me helaba, y que los dientes castañeteaban. Iba a dar un grito cuando no sé por qué especie de atracción misteriosa, mi vista se escurrió hacia abajo y distinguí, confusamente en medio de las tinieblas, a la vieja acurrucada en su ventana contemplado al ahorcado con un aire de satisfacción diabólica. Entonces me asaltaron los vahídos y las náuseas del terror, perdí las fuerzas y retrocediendo hacia la pared, caí sin sentido. No puedo decir cuánto me duró aquel sueño de muerte. Cuando me reanimé ya era de día. La niebla de la noche, penetrando en mi cuchitril, me había salpicado el pelo de rocío. Rumores confusos subían de la calle. Miré. El burgomaestre y su secretario estaban delante de la puerta de la hostería. Estuvieron largo tiempo. La gente iba y venía, se paraba para mirar y luego reemprendían el camino. Las mujeres del vecindario que barrían la acera de sus casas, desde lejos miraban de soslayo, mientras hablaban entre ellas. Entonces salieron de la hostería unas andas sobre las que había tendido un cuerpo cubierto con un palo de lana. Lo llevaban dos hombres. Se fueron calle abajo y los chiquillos que iban al colegio, se pusieron a correr detrás de ellos. Todo el mundo se apartó. La ventana de enfrene aún estaba abierta, Un trozo de cuerda colgaba, flotando, de la barrilla. Era, pues, cierto que no había soñado aquellas cosas; había visto, la mariposa nocturna, después el ahorcado...por fin, la vieja. Precisamente aquel día me visitó mi amigo Tubac, vi aparecer su narizota a ras de mi piso. —Hola, maese Cristian... ¿No tiene nada para vender? No me hice cargo de lo que me decía. Estaba sentado en mi única silla con las manos sobre las rodillas y la mirada absorta. Tubac, sorprendido, de mi inmovilidad, repitió más fuerte: —¡Maese Cristian! ¡Maese Cristian!... Después, subiéndose al techo, vino sin cumplidos a golpearme la espalda. —¡Ea! ¡ca!...Pero, ¿qué le pasa? —¡Ah!, ¿es usted, Tubac? —Por Dios, bien tengo el honor de figurármelo. ¿Acaso está usted enfermo? —No lo creo.
—¿En qué diantre estaba pensando? —En el ahorcado. —¡Ah! —exclamó el negociante. —Ah, ¿de modo que habéis visto a ese pobre muchacho? ¡Vaya historia curiosa! ¡Ya van tres en el mismo sitio! —¿Cómo? ¿Tres? —Sí, señor: tres. La verdad es que debía haberlo avisado a usted. Pero, en fin, aún estamos a tiempo. No faltará el cuarto que vendrá a hacer compañía a los anteriores. Ya se sabe que lo que cuesta es el primer paso. Mientras hablaba de este modo, Tubac se acomodó en un extremo de mi baúl, frotó el pedernal, encendió la pipa y echó algunas bocanadas con expresión meditabunda. —Por mi fe —dijo—, que no soy cobarde; pero si me invitaban a pasar la noche en aquella habitación, preferiría irme a ahorcar a cualquier parte. Imagínese, maese Cristian, que hace nueve o diez meses atrás un buen hombre de Tubinga, tratante de pieles al por mayor, se aposentó en la hostería del Buen Gordo, pidió la cena, comió con apetito, bebió sin taza, lo llevan a dormir a la habitación del tercer piso (El dormitorio verde como le llaman) y al día siguiente me lo encuentran colgado de la barrilla de la muestra. ¡Bueno! Por una vez, pase! No hay nada mejor que objetar. Se instruye el proceso y entierran al extranjero en el fondo del jardín. Pero, al cabo de tres semanas, llegó un bizarro militar de Newstadt. Tenía ya la licencia absoluta y estaba contentísimo de volver a su pueblo. Durante la velada, entre copa y copa, no hizo más que hablar de una primita que lo estaba esperando para casarse con él. Al final le acompañaron a la cama que ocupó el tratante en pieles y aquella misma noche el vigilante, al pasar por la calle de Minnesoenger, atisbó cierta cosa que pendía del soporte de la muestra. Levanta la linterna... era el militar, con el canuto de lata de su licencia sobre el muslo izquierdo y las manos aplicada a la costura del pantalón como si estuviese en una revista. ¡Por la Santa Biblia! Aquello ya picaba en historia. El burgomaestre venga gritar, como un demonio. Examinaron el dormitorio, golpearon y repasaron las paredes y mandaron la partida de defunción a Newstadt. El actuario había escrito al margen: muerto de apoplejía fulminante. Nuremberg entero, ardía de indignación contra el hostelero. Hasta había personas que querían obligarle a suprimir la barrilla de hierro que sostiene la muestra. Pero ya podéis suponer que el viejo Nickel Schmidt no hizo caso. Esta barrilla – decía – la clavó mi abuelo. Sostiene la muestra del Buey Gordo de padres a hijos hace ciento cincuenta años y no molesta a nadie, ni siquiera a los carros de heno, que no la alcanzan con su carga, para algo se puso a 30 pies de altura. Si a alguien le disgusta que se vuelva de espaldas y así no lo verá. El pueblo fue tranquilizándose y durante unos cuantos meses no hubo ninguna novedad. Desgraciadamente un estudiante de Heidslberg que se iba a la Universidad, se detuvo anteayer en el Buey Gordo para pasar la noche. Era hijo de un pastor protestante. ¿Cómo va a suponerse que al hijo de un pastor le de la ventolera de colgarse de la barrilla de una muestra solo porque un señor orondo y un militar hayan hecho lo mismo unos meses antes? Hay que convenir, masese Cristian, que la cosa no parece lógica ni probable. Razones de este jaez no nos habrían parecido suficientes, a usted, ni a mi. Pues bien... —¡Basta! ¡Basta! —exclamé—. ¡Esto es horroroso! Adivino el fondo de un espantoso misterio. La culpa no es de la barrilla, ni del dormitorio. —¿Sospecha, por ventura, del hostelero, el hombre más honrado del mundo y miembro de una familia de las más antiguas de Nuremberg? —No, no. Dios me libre de hacer juicios temerarios; pero hay abismos que uno no se atreve a sondear con la mirada.
—Tiene usted mucha razón —dijo Tubac, extrañado de verme tan exaltado—. Más vale hablar de otras cosas. A propósito, masese Cristian, ¿cómo anda nuestro paisaje de Santa Odilia? Esta pregunta me devolvió al mundo positivo. Enseñé al negociante la tela, que ya estaba terminada, concluimos el trato y en seguida el buen hombre, satisfecho, descendió la escalera, recomendándome que no pesara más en el estudiante de Heidelberg. Yo bien hubiera querido seguir su consejo, pero cuando el demonio se mezcla en nuestros asuntos no es fácil deshacerse de él.
II Una vez solos, aquellos acontecimientos cobraron dentro de mí una claridad horripilante. La vieja es la causa de todo —me dije—. Ella sola ha preparado esos crímenes. Ella sola los ha consumado. Pero...¿con que medios? ¿Se había valido únicamente de la astucia? ¿Habrá apelado a poderes invisibles? Paseaba, nerviosamente, dentro de mi tabuco. Una voz interior me decía con clamor: "El cielo no te ha permitido en vano observar cómo la Murciélago contemplaba la agonía de su víctima; no en vano el alma del pobre estudiante ha venido a despertare en forma de mariposa nocturna; no, no estas cosas extraordinarias no han ocurrido sin motivo. Cristian, el cielo te impone una terrible misión, si no la cumples, puede caer tú mismo en las redes de la vieja. Quién sabe, si en estos momentos ya está afilando sus armas en las tinieblas." Durante muchos días aquellas imágenes me persiguieron sin tregua. Perdí el sueño; no tenía ganas de hacer nada; el pincel me caía de la mano y...¡caso espantoso!... a veces me sorprendí mirando la barrilla con complacencia. En fin no pudiendo contenerme me eché escaleras abajo, saltando los escalones de cuatro en cuatro y me acurruqué detrás de la puerta de la Murciélaga para probar de descubrir su fatal secreto. Desde aquel momento no tuve un solo día de descanso, siempre a la zaga de la vieja, acechándola, procurando no perderla de vista. Pero la astuta, tenía tan buen olfato, que sin volverse, sabía que yo iba detrás de ella, y que seguía sus pasos. Pero ella disimulaba iba a la plaza o a la carnicería como si tal cosa, lo único que la distinguía de las demás viejas es que apresuraba el paso y rezongaba entre dientes. Al cabo de un mes comprendí que con aquel método no podría conseguir mi objeto, y esta convicción me llenó de tristeza. —¿Qué hacer? —me decía— La vieja descubre mis proyectos... todo me sale mal. ¡Ah, vieja malvada!... ¡Seguramente ya me estás viendo colgado del extremo de una soga! A fuerza de preguntarme; ¿qué hacer, que hacer? Se me ocurrió una idea luminosa. Mi habitación dominaba la casa de doña Murciélago, pero no tenía ningún tragaluz que mirase por aquel lado. Levanté ligeramente una pizarra y nadie puede imaginar mi alegría cuando divisé por entero el antiguo caserón. Ya te tengo – exclamé -. Ahora ya no te escaparás. Desde aquí lo veré todo: tus idas y venidas... las mañas y costumbres de la comadreja dentro de mi madriguera... y tu no sospecharás siquiera la existencia de este ojo invisible, de este ojo que sorprende el crimen en el mismo momento en que nace. ¡Ah! La justicia anda pasito a paso, pero llega. Nada más siniestro que aquella casucha vista desde mi observatorio: un patio profundo, con anchas losas cubiertas de musgo; en uno de los ángulos un depósito de
aguas corrompidas que daban miedo de ver; acá una escalera de caracol; allá, al fondo, una galería con baranda de madera; sobre la balaustrada, unos andrajos y las tripas de un jergón; en el piso primero, a mano izquierda la piedra de un tragadero que indicaba el sitio de la cocina; a mi derecha, las ventanas que daban a la calle; algunas macetas con flores resecas; todo sombrío, resquebrajado, húmedo. El sol no penetraba más que dos horas al día en aquel albañal. Luego la sombra iba subiendo, y la luz se quebraba en relumbrones sobre la pared vieja, sobre el balcón carcomido, sobre las vidrieras empañadas. Torbellinos de átomos giraban sobre sí mismos en medio de los rayos de oro, sin que los moviera ningún hálito. ¡Ah! Qué bien se veía que era aquel lugar el de doña Murciélago. Apenas había terminado estas reflexiones entró la vieja. Venía del mercado. Oí chirriar la pesada puerta. Luego apareció Doña Murciélago con su cesto. Parecía fatigada. Con trabajo podía respirar. Los adornos de la toca le colgaban hasta la nariz. Agarrándose con una mano a la baranda, fue subiendo la escalera. Hacía un calor asfixiante. Era uno de aquellos días en que todos los insectos (grillos, arañas y mosquitos), hacen resonar los caserones antiguos con sus ruidos de escofinas y trepantes subterráneos. Doña Murciélago atravesó lentamente la galería, como un hurón, en su propia casa. Estuvo más de un cuarto de hora en la cocina y después salió a tender ropa y a dar un barrido a los escalones, donde había algunas briznas de paja. Finalmente, levantó la cabeza y se puso a reseguir con sus ojos verdes los contornos del tejado, buscando, huroneando con la vista. ¿Qué extraña situación la advertía de algo sospechoso? No lo sé, pero bajé suavemente por la pizarra y por aquel día renunció a mirar más. Al día siguiente me pareció que la Murciélago estaba confiada. Un claro de luz se recortaba en ángulo sobre la galería. Al pasar, la vieja atrapó una mosca al vuelo y la ofreció, delicadamente, a una araña instalada en un rincón del techo. La araña era tan gorda, que a pesar de la distancia, la vi bajar de escalón en escalón, luego escurrirse a lo largo de un hilo como una gota de veneno, coger por sorpresa la presa de entre las manos de la bruja y volver a subir rápidamente. La vieja quedó mirándola con mucha atención, sus ojos se entornaron; estornudó y se dijo a si misma: "Jesús, niña bonita: ¡Jesús!" Durante seis semanas no pude descubrir nada sobre el poder de doña Murciélago. Tan pronto mondaba patatas sentada bajo el porche como tendía ropa en la balaustrada. A veces la veía hilar, pero no cantaba como suelen hacer las viejas buenas, con aquella vos vacilante, que...armoniza tan bien con el zumbido del torno. Vivía en medio del silencio. No tenía gato, compañero predilecto de las solteronas. No venía gorrión alguno a posarse sobre los hierros de su hogar. Las palomas, cuando pasaban por encima de su tejado, parecía que aleteaban más de prisa. Se diría que todos los seres tenían miedo de su mirada. Solamente la araña hallábase contenta en su compañía. No me explico la paciencia que tuve durante aquellas largas horas de observación. Nada me cansaba, nada me era indiferente. Al más mínimo ruido levantaba la pizarra, mi oscuridad, estimulada, por un miedo indefinible, no tenía fin. Tubac se quejaba. —¿En que diablo pasa usted el tiempo, maese Cristian? —me decía—. ¡Válgame Dios, estos pintores! Es cierto eso que dice el refrán: "perezoso como un pintor". En cuanto han arrinconado unas cuantas coronas hunden las manos en los bolsillo y se apoltronan.
Yo mismo, empezaba a descorazonarme. Ya podía mirar, ya podía acechar, que no descubría nada extraordinario. Hasta me inclinaba a creer que tal vez la vieja no era tan peligrosa y que estaba ofendiéndola con mis sospechas; en una palabra, la iba disculpando. Pero una tarde, en que, con el ojo aplicado a mi aspillera, me entregaba a estas reflexiones, la escena cambió de repente. Doña Murciélago pasó por la galería como un relámpago. No era la misma. Iba muy tiesa, prietas las quijadas, fija la mirada, estirando el cuello, caminaba a grandes zancadas, dejando flotar al ciento los grises cabellos. —¡Hola, hola! Novedad tenemos —me dije—. ¡Alerta! Pero las sombras descendieron sobre el caserón, los ruidos de la ciudad se apagaron, el silencio reinó. Me iba a meter en la cama, cuando al dar una ojeada por el tragaluz, reparé que en la ventana de enfrente había luz. Un viajero ocupaba, pues, el dormitorio del ahorcado. Entonces se despertaron todos mis temores. Comprendía la excitación de doña Murciélago: oía una víctima. En toda la noche no pude dormir. El crujir de la paja, el roer de una rata en el tejado... me daban frío, me levanté y me encaramé hasta la ventana, con el oído atento... La luz de la casa de enfrente estaba apagada. En uno de aquellos momentos de punzante angustia, sea ilusión, sea realidad, me pareció ver a la anciana bruja mirando, escuchando, como yo mismo. Pasó la noche, y el día apareció, gris, en mis cristales. Poco a poco fueron creciendo los ruidos y el movimiento de la ciudad. Extenuado por la fatiga y las emociones, me eché en la cama, pero mi sueño fue corto, a las ocho ya me había vuelto a instalar en mi observatorio. No parecía, pues, que doña Murciélago hubiese tenido una noche menos tempestuosa que la mía. Cuando salió a la galería, una palidez violácea cubría sus mejillas y su enjuto cuellos. No llevaba más que la camisa y unas falduchas de lana. Algunos mechones de pelo gris rojizo caían sobre sus hombros. Miró hacia mi ventana con aire soñador, pero no descubrió nada: tenía sin dudas otras preocupaciones. De repente bajó la escalera dejando los zapatos en el piso. Sin duda iba a asegurarse que la puerta estaba bien cerrada, volvió enseguida. Subió bruscamente, salvando tres o cuatro escalones en cada zancada. Estaba espantosa. Se precipitó a la habitación contigua y oí un ruido como la que hace la tapa de un baúl viejo al cerrarse de golpe. Luego la Murciélago apreció en la galería arrastrando un maniquí, y aquel maniquí llevaba una indumentaria igual al del estudiante de Heidelberg. Con una admirable destreza la vieja colgó el horrible objeto a la viga del atrio y, para contemplarlo bajó al patio. Un estallido de carcajadas salió de su pecho. Parecía loca. Subió otra vez, volvió a bajar y cada vez gritaba y reía más. Se oyó un ruido hacia la puerta. La vieja de un brinco descolgó el maniquí y se lo llevó, enseguida reapareció y apoyada sobre la baranda, estirando el cuello y con los ojos centelleantes, escuchó. Se alejó el ruido. Ella respiró profundamente y los músculos de su cara se relajaron. Acababa de pasar un carruaje. La bruja había tenido miedo. Luego se metió otra vez en la habitación y otra vez oí cerrar el baúl. Esa escena tan extraña confundía mis ideas. ¿qué significaba aquel maniquí? Redoblé mi atención. La Murciélago acababa de salir con un cesto. La seguí con la vista hasta la esquina de la calle. Volvía a tomar aquel aire de vieja temblona, daba pasitos cortos y, de vez en cuando miraba de reojo para ver que pasaba detrás. Cinco horas cumplidas estuvo fuera de la casa. Yo, entretanto, iba y venía, meditaba...
El tiempo se me hacía insoportable. El sol calentaba las pizarras y me abrasaba el seso. Durante aquel lapso de tiempo, vi al hombre que ocupaba la habitación de los ahorcados. Era un campesino de Nassau con gran tricornio, chaleco escarlata y una fisonomía risueña y franca. Fumaba tranquilamente su pipa de Ulm sin sospechar nada. Me vinieron ganas de gritarle: —¡Alerta, buen hombre! Tenga cuidado que la vieja no le sorprenda. ¡Desconfíe! Pero no me habría entendido. A las dos la Murciélago volvió a entrar. Hizo con la puerta tal estrépito que retumbó hasta el vestíbulo. Después, sola, bien sola, apareció en el patio y se sentó en el primer peldaño de la escalera. Se puso delante su ceso y sacó primeramente unos paquetes de hierbas y algunas legumbres, después un chaleco rojo, un tricornio plegable, una chupita de terciopelo oscuro, unos pantalones de felpa, un par de medias de lana recia: exactamente el atavío que llevaba el campesino de Nassau. Me asaltó un temblor. Ante mis ojos pasaron llamaradas. Me acordé de esos principios que atraen con un poder irresistible; de esos pozos que es preciso colmar para que la gente no se arroje a ellos; de los árboles que se han tenido que derribar para que la gente no se ahorque de sus ramas, en fin, de esa especie de epidemia de suicidios, asesinatos y pillajes, que se desarrolla en ciertas épocas y por determinados procedimientos; de la extraña seducción del ejemplo que te obliga a bostezar porque otro bosteza, a sufrir por ver sufrir, a matarte porque otros se matan... y los cabellos se me erizaron de espanto. ¿Cómo doña Murciélago, aquella criatura vil, había podido adivinar una ley tan profunda de la naturaleza? He aquí una cosa que yo no llegaba a comprender, una cosa que sobrepasaba mi imaginación, pero sin resolver aquel problema al momento resolví volver la ley fatal contra la vieja, atrayéndola a su propio lazo. ¡Cuantas víctimas inocentes no pedían venganza! Puse manos a la obra. Recorrí todos los ropavejeros de Nuremberg, y a la noche, llegué a la hostería de los tres ahorcados con un envoltorio bajo el brazo. Nickel Schmidt me conocía de antiguo por haberle hecho el retrato de su mujer, una gruesa comadre realmente apetitosa. Querido señor Schmidt, tengo un gran deseo de pasar la noche en aquella habitación. Estábamos delante de la hostería y le indiqué la habitación verde. El buen hombre me miró con desconfianza. —¡Oh, no tema nada! —le dije—. No tengo ningún deseo de ahorcarme. —Enhorabuena, hombre enhorabuena. A fe que lo habría sentido. Un artista de vuestro mérito... ¿y para cuando quiere usted esa habitación, maestro Cristian? —Para esta noche. —¡Imposible! Está ocupada. —El señor puede entrar ahora mismo —dijo una voz a nuestra espalda—. No me quedo aquí un momento más. Nos volvimos sorprendidos. Era el campesino de Nassau, con su gran tricornio en el cogote y su hato de ropa al cabo del bastón de viaje. Le acababan de contar las aventuras de los ahorcados y temblaba de ira. —¡Vaya habitaciones divertidas! —exclamó balbuceando—. Le digo que... es un homicidio meter alguien en ellas. Es... es un asesinato. Deberían condenarlo a galeras. —Vamos, vamos, cálmese —dijo el hostelero—. Lo cierto es que todo esto no le ha privado a usted de dormir esta noche.
—Por fortuna había rezado mis oraciones —respondió el otro—; y si no fuera por eso, quien sabe donde estaría... Y se alejó levantando las manos al cielo. —Bueno, pues: ahí tiene usted la habitación libre —me dijo maese Schmidt—. Pero, cuidadito, ¿eh?, no vaya usted a hacer una mala jugada. —Peor sería para mí, querido señor. Di mi hato a la criada y me quedé provisionalmente entre los bebedores. Hacía tiempo que no me había encontrado tan tranquilo, tan contento de estar en el mundo. Al cabo de tantas inquietudes, estaba a punto de conseguir mi objeto; el horizonte parecía despejarse por otra parte; no se que formidable poder venía en mi ayuda. Encendí mi pipa y, con un codo sobre la mesa y un vaso delante, escuché el coro de Freyschutz ejecutando por una banda de "Zigeiners del Chwartz Walda". Ora la trompeta, ora el cuerno de caza, ora el óboe, se llevaban mi corazón a través de sueños vagos y, más de una vez, al despabilarme para mirar que hora era, me pregunté si todo aquello que me pasaba no era también un sueño. Pero cuando el sereno vino a pedirnos que desalojásemos la sala, pensamientos graves ocuparon mi alma y, meditabundo, seguí los pasos de Carlotilla que me precedía con la palmatoria en la mano.
III Subimos la escalera, con sus vueltas y revueltas, hasta el tercer piso. Allí la criada me entregó la vela indicándome la puerta. En ésta –dijo, escurriéndose escaleras abajo. Abrí la habitación, verde, era un dormitorio de hostería como todos los demás: el techo bajo y la cama muy alta. Una sola ojeada me bastó para recorrer su interior, después me escurrí hacia la ventana. La casa de doña Murciélago aún no ofrecía nada de particular, solamente que en el fondo de una gran pieza brillaba una lucecita vigilante. —Bueno —dije corriendo la cortina—; tengo todo el tiempo necesario. Abrí el lío, me puse una toca de mujer, con amplios adornos, y, con un carbón, me instalé delante del espejo para pintarme las arrugas. En aquel trabajo consumí una hora larga. Después de haberme puesto los vestidos y el mantón me di miedo a mí mismo: doña Murciélago estaba allí, me miraba desde el fondo del espejo. En aquel momento el sereno canta las once. Arreglé con prontitud un maniquí, que había traído, poniéndole la misma ropa que llevaba la bruja, y aparté un poco la cortina. Después de tener tan estudiada a la vieja y de conocer su astucia infernal, su prudencia y su habilidad, ciertamente, nada me podía sorprender, pero a pesar de todo, sentí miedo. Aquella luz me había descubierto, aquella luz inmóvil, en aquel momento proyectaba su amarillento resplandor sobre el maniquí del campesino de Nassau, el cual, acurrucado junto a la cama, con la cabeza caída sobre el pecho, el gran tricornio derribado sobre la cara y los brazos colgados, parecía sumergido en la desesperación. La sombra, gobernada con arte diabólico, no dejaba ver más que el conjunto de la figura. Solo el chaleco rojo y seis gruesos botones destacaban en las tinieblas. El silencio de la noche, la inmovilidad completa del personaje y su aire lánguido y abatido, eran a propósito para apoderarse de la imaginación con una fuerza irresistible; yo mismo que estaba sobre aviso, sentí frío en los huesos, ¿qué habría sido de un pobre labrador enteramente desprevenido? Se habría horrorizado y presa del horror hubiera hecho un disparate. Apenas descorrí la cortina divisé a doña Murciélago que estaba al acecho, detrás de los cristales.
No podía verme. Entreabrí suavemente la ventana. La ventana de enfrente también se entreabrió. Luego, me pareció que el maniquí se levantaba poco a poco hacia mí. Yo también me adelanté y, cogiendo la palmatoria con una mano, abrí de repente, con la otras, las dos batientes. La vieja y yo estábamos cara a cara. Ella, muerta de estupor, dejó caer el maniquí. Nuestras miradas se cruzaron con igual terror. Ella tendió un dedo; yo también; movió los labios y dio un suspiro y se apoyó; me apoyé. No puedo explicar todo el horror de aquella escena. Había en ella desvarío, alucinación, locura. Era una lucha entre dos voluntades, entre dos inteligencias, entre dos almas, cada una de las cuales quería aniquilar a su rival, y en aquella lucha, la mía llevaba ventaja. Las víctimas luchaban para mi lado. Después de haber imitado todos los movimientos de la Murciélago, me saqué una cuerda debajo de la falda y la até al soporte de hierro. La vieja me iba contemplado boquiabierta, me anudé la cuerda al cuello. Sus pupilas se iluminaron, su rostro se descompuso. —¡No, no! —dijo con voz silbante—. ¡No! Yo seguí mi obra con la impasibilidad del verdugo. Entonces la rabia se apoderó de doña Murciélago. —¡Vieja loca! —aulló, irguiéndose y con las manos crispadas obre el alféizar—. ¡Vieja loca! No le di tiempo de continuar. Apagando de un soplo mi luz, me encogí a guisa de hombre que quiere darse un impulso vigoroso, y cogiendo el maniquí, le pasé la cuerda escurridiza por el cuello y lo eché al vacío. Un grito terrible atravesó el espacio. Después todo volvió a quedar en silencio. El sudor me bañaba la frente. Escuché rato más rato. Al cabo de un cuarto de hora, oí, muy lejos, la voz del sereno, que gritaba: "Ciudadanos de Nuremberg, media noche..., media noche pasada." —Ahora la justicia está satisfecha —murmuré—. Las tres víctimas están vengadas. ¡Señor, perdonadme! Habían pasado unos cinco minutos desde el último grito del sereno y acababa de ver como la bruja, atraída por la imagen, se precipitaba fuera de la ventana con la cuerda alrededor del cuello y quedaba suspensa de la barrilla. Me di cuenta como el temblorcillo de la muerte ondulaban sobres sus riñones y como la luna quieta, silenciosa, asomando tras el tejado, ponía un rayo de luz pálida y fría sobre la cabeza despeinada. Tal como había visto antes a aquel pobre estudiante, vi a la Murciélago. Al día siguiente Nuremberg entero sabía que la Murciélago se había ahorcado. Ese fue el último acontecimiento de este cariz que se registró en la calle Minnesoenger.
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