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BIBLIOTECA DE RECURSOS ELECTRÓNICOS DE HUMANIDADES E-excellence – Liceus.com
LA EPISTOLOGRAFÍA GRIEGA
ISBN: 84-9822-028-9
RAFAEL J. GALLÉ CEJUDO
[email protected]
Thesaurus: carta, epístola, preceptiva epistolográfica, retórica, progímnasma, carta inserta, novela epistolar.
Artículos relacionados en Liceus: La retórica y la crítica literaria en los ss. II-III (55); La retórica y crítica literaria a partir del s. IV (56); La patrística griega (61).
Esquema: 1. La literatura epistolar griega. 1.1. Extensión del corpus y periodización. 1.2. Orígenes del género y proceso de literaturización. 2. La preceptiva epistolográfica. 2.1.Tratadística epistolográfica antigua. 2.2. La preceptiva: brevedad, claridad y encanto. 3. La epistolografía y la retórica. La carta como ejercicio retórico (los progymnásmata). 4. La carta como proceso comunicativo. 4.1. El problema de la clasificación epistolar. 4.2. La carta como diálogo. La carta como “proceso de comunicación” frente al diálogo como “proceso de interacción”. La comunicación epistolar como fenómeno de dialogismo. Intentos de aproximación al género del diálogo. 5. Versatilidad formal de la carta: la carta inserta (desde los sémata lygrá [Il. 6.168] hasta el género biográfico). 5.1. La carta inserta en los historiadores. 5.2. La carta inserta en el drama. 5.3. La carta inserta en la novela. 6. La epístola poética. La mezcla de géneros o “nivelación” genérica. 7. Selección bibliográfica.
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0. Consideraciones previas.
La literatura epistolar griega ofrece un campo de estudio tan vasto y rico en vías de interpretación literarias que de inmediato se advierte la necesidad de evitar actitudes pretenciosas en la exposición de este tema. Así pues, ante la imposibilidad de abarcarlo cabalmente en su totalidad, en las presentes líneas se recogen algunos de los rasgos generales y definitorios del género, de manera que resulte una idea de conjunto lo suficientemente comprehensiva, y, al mismo tiempo, se ofrecen también algunas reflexiones sobre otras cuestiones, a nuestro entender, peor atendidas por la crítica literaria. No se incluyen, por tanto, en este estudio referencias o interpretaciones literarias de autores concretos: el elevado número de epistológrafos y colecciones epistolares griegas y su variada casuística literaria obligaría a dispensar un estudio particularizado de estas mismas dimensiones, al menos, para cada uno de ellos. Por otra parte, siguiendo un criterio de clasificación tradicional en la literatura griega antigua, tampoco se contempla en estas páginas la producción epistolar de los Padres de la Iglesia, aunque de hecho no haya diferencia alguna de tipo genérico o retórico entre la epistolografía cristiana y pagana. Por otra parte, hay que tener presente que investigadores españoles han llevado a cabo en los últimos años excelentes estudios de conjunto (cfr. en el apartado bibliográfico los trabajos de Suárez de la Torre, López Eire o Mª Luisa del barrio), de los que estas páginas, en su práctica totalidad, son deudoras. Por último, algunas de las reflexiones que aquí se incluyen ya han sido adelantadas en otros trabajos (cfr. especialmente Gallé [2005]).
1. La literatura epistolar griega.
1.1. Extensión del corpus y periodización.
El género epistolar es, sin duda, uno de los más prolíficos en el conjunto de la literatura griega. Baste hacer un cotejo liviano por las más de ochocientas páginas de los Epistolographi Graeci de Hercher, donde se recogen más de medio centenar de autores y más de mil cartas, teniendo en cuenta que no incluye, por ejemplo, el epistolario de Libanio (1605 cartas), que no incluye tampoco la epistolografía cristiana (los SS.PP. de la Iglesia) y que, por supuesto, no incluye ningún autor del período propiamente bizantino. Y esto último no es, en absoluto, cuestión baladí, ya que en época bizantina el epistolar es, si no el que más, uno de los géneros más cultivados y estudiados. Se trata, en efecto, de una época cuya producción literaria es muy limitada
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y en la que, en cambio, la epistolografía conoció su momento de mayor florecimiento literario. Los testimonios más selectos se pueden leer en las páginas antológicas de la obra de Tomadakis (pp. 209-280), donde se recogen más de una treintena de epistológrafos bizantinos, mientras que una estimación orientativa (son datos de hace casi treinta años) de la magnitud del referido corpus se puede inferir del repertorio de ediciones que ofrece Hunger en el capítulo III de su Literatur der Byzantiner (pp. 234238), donde ya son más de ciento treinta los autores editados y donde destacan las dos mil cartas del epistolario de Isidoro Pelusiota, las más de mil seiscientas de Libanio o las casi mil cien del de Nilo. Y, por último, tampoco se incluyen, por razones obvias, en la monumental obra de Hercher toda la epistolografía privada que ha sido transmitida en papiro y en soporte inscripcional. Sirvan estos datos para insistir en la idea de que quizás sea el epistolar uno de los corpora textuales más importantes de la literatura griega antigua y tardía y que, sin embargo, más tarde ha conseguido el reconocimiento de su autonomía genérica. Ello es debido en gran parte a que la epistolografía griega se ha tenido que enfrentar a lo largo de su historia a una serie de trabas que han minado su concepción como verdadero género literario. De éstas, son dos las que más presión han ejercido en este sentido: su competencia con la latina, de indiscutible mayor calidad literaria y menor problemática en cuanto a su autenticidad; y, como ya se ha apuntado, los problemas de autoría que han estado ligados al género desde los primeros epistolarios conservados. Por otra parte, estudios recientes han puesto de relieve otra consideración que quizás sirviera para resumir o acaso determinar dónde reside el origen de la problemática que envuelve al género, a saber, en la poco definida delimitación del mismo o, lo que es igual, en la inexacta identificación de cuáles son aquellas composiciones que realmente tienen su lugar en los precisos límites del género epistolar. Dicho de otra forma, ¿toda carta o escrito en forma epistolar debería ser objeto de estudio de la epistolografía? Esta observación, que en principio podría parecer que adolece de natural contradicción, no lo hace, en absoluto, como se podrá comprobar a continuación, a tenor de la naturaleza de las colecciones de cartas y epistolarios conservados. No se abordará aquí, sin embargo, esta intrincada cuestión, que sin duda suscita y habrá de suscitar enorme controversia, ni, por muy limitadas que puedan ser sus conclusiones, ha de impedir tampoco que se pueda hacer un repaso, por breve que sea, de la periodización, los orígenes y algunos aspectos formales de lo que se puede entender sensu lato el género epistolar griego. En líneas muy generales se podrían establecer cuatro grandes franjas cronológicas en la producción epistolar griega. En la primera, la más difusa, que abarcaría desde los primeros testimonios conservados en soporte epigráfico hasta la época prehelenística, habría que incluir las cartas insertas en las obras de los
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historiadores (Heródoto, Tucídides y Jenofonte) y los trágicos; sin embargo, mucho más difícil resulta aislar en las primeras colecciones atribuidas a filósofos y oradores (Platón, Aristóteles, Isócrates o Demóstenes) el núcleo original (si realmente lo hubo) de las adiciones pseudoepígrafas. Esta misma tendencia falsaria o ficticia será la que marque la naturaleza de las cartas del segundo período (ss. I-III), ya que no son infundadas las sospechas de falta de autenticidad en las colecciones de Anacarsis, Temístocles, Dionisio, Alejandro, las recogidas por Diógenes Laercio en sus Vidas de filósofos (Tales, Solón, Pítaco, Pitágoras y los pitagóricos, Heráclito, incluso las de Epicuro, etc.), Sócrates, Eurípides, Quión, Apolonio de Tiana, Bruto, etc. De este período, en el s. II, son también los divertimentos literarios de Alcifrón y Eliano y las cartas insertas en la obra de Luciano y ya del s. III el epistolario de Filóstrato y la única carta conservada de Amelio. Esta misma tendencia pseudoepígrafa se dejará notar en el ámbito cristiano. No están libres de sospechas las cartas de los Santos Apóstoles (S. Pablo, S. Pedro, S. Juan, Santiago o S. Judas) ni las de los autores del período postapostólico (S. Ignacio, S. Bernabé, S. Policarpo, S. Clemente o la Epístola de los Apóstoles). Ahora bien, la situación en los períodos siguientes es, en el sentido de la autenticidad, menos problemática, si se exceptúa el epistolario atribuido falsamente a Fálaris (s. IV). En el s. IV destaca el que será el máximo representante del género epistolar griego de todas las épocas, Libanio, y de esta misma época son las cartas de Juliano (las dirigidas a Jámblico son ciertamente dudosas) y en el ámbito cristiano las de los Padres de la Iglesia S. Basilio el Grande, S. Gregorio Nacianceno, S. Gregorio de Nisa y S. Juan Crisóstomo. Finalmente, en la franja que abarca el período comprendido entre finales del s. IV y el s. VII habría que destacar los epistolarios de Sinesio de Cirene, Teodoreto de Cirro, Eneas de Gaza, Procopio de Cesarea o Isidoro Pelusiota y los epistolarios ficticios de Aristéneto (ss. V-VI) y Teofilacto Simocates (ss. VI-VII). Para el período bizantino, Tomadakis distingue, además del período cristiano, un llamado período propiamente bizantino, en el que destacan las figuras de Focio el Patriarca, León Quirosfacta, Aretas, Simeón Metafrasta, Miguel Psello, Juan Tzetzes, Miguel Coniata, Teodoro Comneno, Jorge Vardanas, Juan Apocauco, Atanasio I, Teodoro II Láscaris o Nicéforo Vlemmidas, y los autores de la llamada época de los Paleólogos, entre los que destacan Jorge Ciprio, Nicéforo Cumno, Gregorio Palamas, Nicéforo Grígoras, Demetrio Cidonas, Jorge Quioniadas, Manuel Paleólogo, José Brienio, Marco Eugénico, Manuel Calecas, Genadio Escolario, Vesarión, obispo de Nicea, Miguel Apóstolo o Teófanes de Media.
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1.2. Orígenes del género y proceso de literaturización.
No parece haber dudas con respecto a la influencia que el avanzado servicio postal persa pudo haber tenido en la legendaria atribución de la invención de la carta que los griegos hicieron a la reina Atosa (cfr. Helánico de Lesbos apud Clem. Alex. Strom. 1.16.76.10 = Jacoby FGH 4 frg. 178): Que la primera en componer cartas fue Atosa, la reina de los persas, lo dice Helánico. Conservamos, además, testimonios que ponen de manifiesto la admiración de los griegos por el sistema de postas o servicio de correo montado (angaréion) que los reyes persas tuvieron que idear para controlar las comunicaciones en su vasto imperio. Así, por ejemplo, lo describe Heródoto (8.98) a colación de los mensajes enviados por Jerjes tras la derrota de Salamina y también Jenofonte en la biografía novelada de Ciro II el Grande (Cyr. 8.6.17 reproducido a continuación), aunque atribuyendo erróneamente a éste la instauración de un servicio puesto en marcha probablemente por su abuelo Darío I (521-486 a.C): Nos hemos informado bien de otro de sus ingenios para controlar la magnitud de su imperio, con el que rápidamente se enteraba también de cómo marchaban las regiones más distantes. En efecto, observó cuánto camino podía recorrer un caballo a un ritmo soportable y construyó unas caballerizas separadas por cierta distancia y dispuso en ellas caballos y a quienes se cuidaran de ellos, y designó para cada una de las postas un hombre encargado de recoger y remitir las cartas enviadas y de acoger a los hombres y los caballos agotados y enviar otros frescos. Dicen que a veces ni por la noche se para este curso, sino que al correo diurno uno nocturno lo releva. Siendo esto así, dicen algunos que realizan este curso más rápido que las grullas; y aunque mientan en esto, es bien evidente, no obstante, que de las formas de marcha que el hombre hace por tierra ésta es la más rápida. No es de extrañar, dada esta admiración, que la carta oficial más antigua que se conserva escrita en griego sea precisamente una misiva de Darío (Ditt. Syll. 22; Tod 10; Heiggs-Lewis 12). Ahora bien, el hecho de que se haya conservado en una reincisión posiblemente de finales del s. III o principios del s. II ha despertado serias dudas sobre su autenticidad. Por otra parte, hay también unanimidad en la crítica en la idea de que el intercambio epistolar tuvo que ir parejo a la propia invención de la escritura y a la creación de nuevos materiales escriptorios cada vez más idóneos. Pero, en el caso de la cultura griega, independientemente de los usos más o menos esporádicos y ligados a determinados estratos sociales en las épocas arcaica y clásica, parece que los condicionamientos socio-culturales que se dan a partir del s. IV (caída de la polis, individualismo y racionalismo con la introspección psicológica y la expresión de sentimientos que conllevan, etc.) son los que dan el espaldarazo definitivo para el asentamiento de la actividad epistolar. Que esto ya se apunta en épocas anteriores es algo probado e igualmente cierta podría ser su independencia
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con respecto al género en Persia. Se conserva en este sentido un documento excepcional (ca. 500) procedente de Olbia (actual Berezán), colonia de Mileto en el Mar Negro junto a la desembocadura del Borístenes: Protágoras, tu padre te envía una carta. Es objeto de una acusación por parte de Matasis, pues lo intenta hacer esclavo y lo privó de su negocio. Ve junto a Anaxágoras y cuéntale, pues dice que él es un esclavo de Anaxágoras con estas palabras: “Anaxágoras es el dueño de lo mío, mis esclavos, esclavas y casas”. Pero él lo niega a gritos y afirma que no hay ninguna relación entre él y Matasis, y afirma que es libre y que no tiene relación alguna con Matasis. Y qué haya entre Matasis y Anaxágoras ellos sabrán. Dile esto a Anaxágoras y a su mujer. Y te manda otras cosas: a tu madre y a tus hermanos que están en Arbinates tráelos a la ciudad. Euneuro en persona irá a su encuentro y bajará de inmediato. (Reverso) Plomo de Aquilodoro a su hijo y a Anaxágoras. Sin entrar en detalles epigráficos, dialectales o estilísticos (como los que delatan la impericia del escriba), el texto pone de relieve, entre otros aspectos, la importancia de esta actividad en época de colonización -donde ya la distancia geográfica tiene su relevancia en el desarrollo de la comunicación epistolar-, el carácter exclusivamente privado de la misiva o la elección de un material escriptorio perdurable. Pero, sobre todo, lo que este documento y otros de la misma índole (cfr. R. A. Santiago [1989]) parecen dejar claro es una relación más que improbable con los convencionalismos genéricos de la carta en Persia. Hay que tener en cuenta, además, otros importantes condicionamientos sin los que no se concibe esta actividad letrada, directamente relacionados con el paso de la cultural eminentemente oral de la épica a la escrita de épocas posteriores: el conflicto entre la actividad epistolar real y la figura del mensajero. La garantía de fidelidad al mensaje que en un principio representaba el mensajero se vio paulatinamente sustituida por la necesidad de salvaguardar la privacidad del mensaje y el interés del remitente por preservar la reproducción íntegra y fidedigna del mismo, sin dejarlo al arbitrio o destreza oratoria del comisionado. Sirva de ejemplo de esta última idea la celebérrima carta de Nicias contenida en los capítulos 8 ss. del libro VII de la obra de Tucídides. El pasaje, de sobra conocido y que ha servido para discutir hasta la saciedad sobre su autoría, sobre el problema de la carta inserta o sobre la propia naturaleza de la carta, cobra para el presente estudio capital interés por las líneas que la preceden, donde Tucídides justifica expresamente la necesidad del mensaje escrito frente al oral (Th. 7.8.2): Pero temeroso de que los mensajeros, por su incapacidad para expresarse o también por ser faltos de memoria o por querer decir algo que agradara a la multitud, no transmitieran la situación real, escribió una carta, considerando que así los atenienses se enterarían exactamente de su parecer, sin que quedara en nada tergiversado por el mensajero, y deliberarían sobre la
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verdadera situación. Pues bien, admitida la necesidad temprana de este tipo de comunicación básica por escrito y admitida también la existencia más o menos temprana de condicionamientos socio-culturales idóneos para su práctica en el mundo griego antiguo, lo que realmente ocupa a continuación es conocer si de alguna forma corrió pareja, junto a esa actividad epistolar real, una versión literaria de la misma. Habría que indagar, por tanto, con el fin de localizar dónde reside la clave del proceso de literaturización de la carta. Y, en este sentido, todo parece apuntar hacia la escuela. La utilización de la carta como ejercicio escolar por sus convenciones formales, por su multifuncionalidad y, sobre todo, por su naturaleza etopéyica (así es reconocida por la tratadística progimnasmática antigua) propició que pudieran ser atribuidas a personajes históricos, literarios o incluso mitológicos creaciones epistolares de muy diferente índole. Esta faceta literaria de la carta se va a manifestar de una forma u otra dependiendo de la importancia que se otorgue a su primitiva función comunicativa, a las propias características formales epistolares y al componente estético. Así, en función del mayor grado de ausencia de esos dos primeros factores y presencia del tercero, será también cada vez mayor el grado de ficción del género. Pero sobre lo que no parece haber desacuerdo es en que, en efecto, las derivaciones propedeúticas parecen estar en la base de lo que posteriormente será el género literario epistolar. Sírva de ejemplo de estas consideraciones uno de los documentos más preciosos y enternecedores que las ardientes arenas oxirrinquitas han legado en formato papiráceo: la carta de un niño, Teoncito, a su padre Teón escrita en un arrebato de furia infantil por no haber sido llevado a Alejandría (P. Oxy. I 119): Teón a su padre Teón. Hola. Buena me la has hecho. No me has llevado contigo a la ciudad. Si no quieres llevarme contigo a Alejandría, ya no te voy a escribir más cartas, ni te hablaré, ni te desearé salud. Y si te vas a Alejandría, no te cogeré de la mano, ni te volveré a saludar nunca más. Como no quieras llevarme, eso es lo que va a pasar. También mi madre le ha dicho a Arquelao: “Me está matando. Llévatelo”. Buena me la has hecho. Me has enviado regalos, ¡enormes chorradas! Nos engañaron el día 12, cuando embarcaste. Bueno, envía a por mí, te lo pido por favor. Si no envías, ni comeré, ni beberé. Eso. Adiós, con todos mis deseos. El 12 del Tibi. Que se entregue a Teón de su hijo Teoncito. Aunque el documento es muy tardío (s. II o III d. C.), sí parece bastante ilustrativo de la idea que se apuntaba más arriba. El texto, muy deficiente en ortografía y estilo, es fiel reflejo, en cambio, de hasta qué punto calaban en el quehacer escrito privado las convenciones epistolares aprendidas en la práctica escolar (el formulario de apertura y cierre –inscriptio y subscriptio, los clisés de contenido –desear salud, la inclusión de la fecha-, el uso de terminología específica del ámbito epistolar, etc.). No
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tiene, en verdad, intención literaria, pero sí es, en cambio, un documento excepcional sobre los rudimentos retórico-escolares.
2. La preceptiva epistolográfica.
Pese al excepticismo de algunos estudiosos modernos, la tradición griega ha legado una serie de tratados sobre preceptiva epistolar que, si se suman a las notas teóricas que se pueden inferir de otras composiciones del género, permiten sistematizar una relación de características fundamentales que podrían definir la naturaleza del género epistolar para la literatura griega antigua. Esa preceptiva, que, como ya indicara Hunger, podría ser considerada el primer intento por teorizar sobre la carta, estaba, como es natural, muy apegada en su formulación a los planteamientos básicos de la retórica y adoctrinaba en los mismos ideales estilísticos que para cualquier otro género literario.
2.1. Tratadística epistolográfica antigua.
Las principales obras y pasajes de los que se puede establecer una preceptiva epistolar griega son: las notas que se pueden extraer de los capítulos 223-235 (Sp.) del Sobre el estilo de Demetrio (fechado entre finales del Helenismo y la época Imperial), de los Modelos epistolares de un autor también de nombre Demetrio, pero de época posterior (s. II d. C.), del tratado Sobre el carácter epistolar atribuido a Proclo (s. IV) y de los Caracteres epistolares atribuidos a Libanio (s. V), tratado que podría ser el mismo que el anterior ampliado y que guarda una gran deuda con las doctrinas de Filóstrato (II, p. 138 K.), de la epístola 51 dirigida a Nicobulo de Gregorio de Nacianzo (s. IV) y de algunas epístolas de Sinesio, Isócrates, Mitrídates, Diógenes o de Isidoro Pelusiota (5.133), por no mencionar los autores latinos (Cicerón, Séneca, Quintiliano, Plinio, Frontón, Símaco). Habría que destacar especialmente el Ars Rhetorica de Julio Víctor y los Excerpta Rhetorica incluidos en el codex Parisinus 7530 y editados por C. Halm (ambos recogidos en los RLM, pp. 371 ss. y 584 ss. respectivamente), ya que son obras de teoría retórica antiguas en las que se presta especial atención a la epistolografía.
2.2. La preceptiva: brevedad, claridad y encanto.
Sólo en el tratado de Ps.-Proclo (p. 6 H.) se propone una definición de la carta: La carta es, en efecto, una conversación por escrito que alguien establece con otro
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ausente y que cumple una finalidad utilitaria; uno diría en ella lo mismo que si estuviera en presencia del otro; sin embargo, a través del análisis de los otros textos y pasajes citados se pueden llegar a establecer las siguientes características que definen el género epistolar: a) El fin primero de la carta es establecer la comunicación con el ausente tal y como puede hacerse en el diálogo con quien está presente. Este contacto tiene que ser de alguna utilidad y demostrar transparencia de sentimientos por parte del remitente (carta como diálogo: Demetr. Eloc. 223, Ps.-Lib., Synes. ep. 138; parousía: Ps.-Lib. 2.5.8, Isoc. ep. 1, Diog. 3, Jul. Vict. 447-8 H.; carácter etopéyico: Demetr. Eloc. 227 [eikón psychés], Philostr. [II, 257.29-.258.28 K.], Synes. ep. 137; filofrónesis: Demetr. Eloc. 230-231; utilidad: Ps.-Lib., Greg.Naz. 51 [chreía]). b) Se puede establecer una distinción entre la carta privada y la pública. En consecuencia, debe haber una adecuación del tono de la carta a la personalidad del destinatario, y al fin o circunstancias de la propia carta y evitar convertirla en un tratado doctrinal (diferencia entre carta pública y privada: Jul. Vict. 447.37 H., Exc. Rhet. 589 H.; adecuación al destinatario: Theon Prog. 10 [115 Sp.], Demetr. Eloc. 234-235, Ps.Lib. 1.46, Isoc. ep. 2.13, Jul. Vict. 448 H.; adecuación a las circunstancias: Jul. Vict. 448.19 H., Exc. Rhet. 589.23 H.; no doctrinal: Demetr. Eloc. 231-231). c) Es una constante la creación de una tipología epistolar (Ps.-Demetr. passim; Ps.-Procl. passim, Ps.-Lib. passim). d) La carta tiene una estructura clara basada en un formulario preciso de apertura y cierre (Demetr. Eloc. 228). e) La carta presenta una serie de constantes de estilo: la brevedad, la claridad y el encanto (suntomía: Demetr. Eloc. 230-231, Mithr., Greg.Naz. 51.1-5, Jul. Vict. 448 H.; saféneia: Demetr. Eloc. 229, Ps.-Lib. 48-49, Philostr., Greg.Naz. 51.4, Jul. Vict. 448 H.; charis: Greg.Naz.; por medio de la inclusión de refranes: Demetr. Eloc. 232, Jul. Vict. 448 H.). f) La carta se caracteriza por el uso del sermo cotidianus con el fin de evitar el excesivo ornato y la pobreza de estilo (sencillez propia del diálogo: Demetr. Eloc. 223, Greg.Naz. 51.5-7; estilo no encumbrado: Ps.-Lib. 1.46; coloquial, pero más cuidada que el diálogo: Demetr. Eloc. 224-225; aticista: Ps.-Lib. 47, Greg.Naz. 51.4 [pero no en exceso: Philostr.], evitar el estilo periódico: Demetr. Eloc. 229; no asindética como el dramático: Demetr. Eloc. 226). Pues bien, a poco que se observe esta relación de preceptos, se puede conjeturar que poco (por no decir nada) novedosa debía resultar en un momento en que la actividad literaria, prácticamente en todos sus frentes, estaba de hecho asumiendo como doctrina los ideales de sofrosyne, claridad y concisión transmitidos
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por la tradición retórica. En efecto, los mismos condicionamientos históricos y socioculturales (individualismo, filantropía…) del Helenismo que impregnan el nuevo género literario, son los que forjaron la retórica, que, como bien señala López Eire, “lo abarca todo, ya que es escolar, pedagógica, formativa, moral y moralizante, escrita y literaturizada”.
3. Epistolografía y retórica. La carta como ejercicio retórico (los progymnásmata).
Con respecto a la influencia concreta de la techne rhetoriké en la epistolografía, los presupuestos teóricos, históricos y socio-culturales han sido irrefutablemente expuestos por los Profs. Suárez de la Torre (1987) y López Eire (1998), por lo que no es preciso insistir en ello. Habría que detenerse, en cambio, en otros tres aspectos igualmente interesantes y que afectan a un importante corpus textual dentro del género epistolar. La particular estructura formal de la carta y su extensión la convierten en un instrumento de fácil disponibilidad para el desarrollo de determinadas argumentaciones y, en especial, para dar cobertura formal a la práctica retórica escolar. De este planteamiento básico se deriva, entre otras, una triple prespectiva de la práctica epistolográfica: la carta como ejercicio retórico en sí misma; la carta como diálogo -al poseer las mismas atribuciones persuasivas que éste-; y, por último, la carta inserta. En cuanto a la carta como ejercicio retórico en sí misma, no es preciso extenderse en una cuestión que ya ha sido suficientemente estudiada, tan sólo proponer algunos ejemplos de cómo este tipo de composición proporciona el marco formal idóneo para el desarrollo de determinados ejercicios preparatorios de retórica, los progymnásmata o proexercitamenta recogidos en los tratados de retórica (chría, sentencia, relato, fábula, lugar común, encomio, vituperio, etopeya, descripción…). La epístola 1.1. de Aristéneto ejemplifica perfectamente una variante del ejercicio retórico de la écfrasis, la écfrasis de persona, mediante la descripción de Laide, la joven amada por el remitente. En la composición el formato epistolar, encabezado por una inscriptio, es el pretexto para la elaboración del ejercicio retórico. Una vez que ha comenzado el ejercicio, el epistológrafo se desentiende del formato epistolar y sólo reaparecerá al final de la composición para hacer algún tipo de exhortación al destinatario o cerrar la misiva. El proceso de creación de este tipo de ejercicio puede seguir distintos procedimientos: la yuxtaposición ordenada de diferentes tópicos descriptivos de extensión variable; la aglutinación de motivos; o la reelaboración de un modelo preexistente con el fin de ajustarse a los cánones impuestos por la preceptiva retórica y progimnasmática. En el ejemplo que aquí se
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ofrece, la descripción de los encantos físicos y el intachable carácter de Laide constituye el contenido de la totalidad de la carta. Para ello el epistológrafo yuxtapone una serie de tópicos prosopográficos siguiendo los preceptos del rétor Aftonio, quien aconsejaba que en la descripción de personas hay que ir desde principio al fin, es decir, “de la cabeza a los pies” (Aphth. Prog. 12 [46 Sp.]). De Aristéneto a Filócalo A Laide, mi amada, bien la modeló la naturaleza; los más bellos de todos los adornos le concedió Afrodita y la incluyó en el coro de las Gracias; […] En verdad (para describir con palabras, en la medida de lo posible, su cautivadora belleza) son sus mejillas una mezcla de candor y sonrojo e imitan así la luminosidad de las rosas. Los labios finos, ligeramente entreabiertos y más rojos que las mejillas. La ceja negra, de un negro muy puro; y el entrecejo las separa con la proporción precisa. La nariz, recta y tan fina como sus labios. Los ojos grandes, rutilantes, con el brillo de la luz pura: lo negro de ellos, las pupilas más negras, y lo blanco que las rodea, las escleróticas más blancas; cada color se destaca por su superioridad sobre el otro y se admira su excesiva diferencia por el contraste. Es posible postrarse ante las Gracias allí mismo erigidas. El cabello, de naturaleza ensortijada, como dice Homero, es semejante a la flor del jacinto, y se cuidan de él las manos de Afrodita. El cuello, blanco y en proporción con su rostro [...] Mucho
más
significativa
resulta
la
epístola
2.10
de
Aristéneto.
El
encabezamiento reza como sigue: “Un pintor enamorado de la imagen de una joven que el mismo pintara” y en ella se recrea una variante del mito de Pigmalión recogida también por Libanio (¿o Severo?) y Filóstrato (VS 2.18 Onomarco). Pero lo verdaderamente significativo es que el texto de Libanio que recoge esta misma variante está en los Progymnásmata (Eth. 27) y lleva como título: “¿Qué palabras diría un pintor que ha dibujado una joven y se ha enamorado de ella?”. Un caso similar resulta de la confrontación de la epístola 54 de Teofilacto Simocates y la etopeya 17 tambien de Libanio. El título del progímnasma reza así “¿Que palabras diría Medea, habiéndose casado con otra Jasón?” y coincide con la inscriptio y el contenido de la citada carta (Theophyl. Ep. 54): De Medea a Jasón. Nada hay para los hombres ni que se busque con más empeño ni que produzca antes el hastío como la disposición erótica. ¿Dónde están los ríos de lágrimas que desbordaste a mis pies? ¿Adónde volaron las mil clases de argumentos y la dulzura y humildad de tus palabras? Creo que ni los que piden un préstamo se sirven de palabras tales con los usureros, ni el herido que ha caído en manos de su enemigo. Ese insomnio continuo se te ha pasado y has olvidado las canciones de albada. Has dado ya de lado a las miles de embajadas y los tratos que me consagrabas a través de alcahuetas. Hacia otra joven te has deslizado de repente, como los que duermen que pasan sin interrupción de una imagen a otra en sus sueños. Alabo a los pintores, pues representan a los Amores con alas y con su arte moldean los hechos y con sus imágenes enmascaran la realidad.
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La etopeya es el ejercicio retórico en el que autor trata de revelar algunos aspectos del ethos del personaje que habla y también de aquel al que se dirige. Es, por tanto, esperado que el ejercicio se anuncie con la fórmula “¿qué palabras diría… (un determinado personaje en una situación particular)?”. Y no es de extrañar tampoco que ya la tratadística progimnasmática antigua incluyera como forma de etopeya los ejercicios epistolares (cfr. Theon Prog. 10 [115 Sp.]).
4. La carta como proceso comunicativo.
4.1. El problema de la clasificación epistolar.
Así pues, este tipo de cartas, que sirven de marco literario al ejercicio de la etopeya y en el que, por ello, se trata de reflejar el ethos del remitente o destinatario, son ejemplo palmario de dos de las funciones que, a nivel comunicativo, definen las relaciones de lengua que se establecen, de una parte, entre el mensaje y el emisor (función expresiva) y, de otra, entre el mensaje y el receptor (función conativa). En efecto, la carta es un proceso de comunicación y desde el momento en que se le pueden transferir perfectamente los mismos factores del lenguaje, esto es, emisor = remitente / mensaje = contenido de la carta / receptor = destinatario, ya se puede, de una parte, establecer una tipología epistolar dependiendo de la función del lenguaje que predomine; y, de otra, estudiar la carta como fenómeno de “dialogismo”. En cuanto a la primera cuestión, ya se ha señalado que, desde antiguo, es una constante el intento de los tratadistas por establecer unos typoi (“modelos”) epistolares. La moderna filología, unas veces con más acierto que otras, ha intentado de continuo esta labor (éste es quizá uno de los aspectos más estudiados del género), pero hasta hace muy pocos años se ha estado excesivamente apegado a la distinción que estableciera Deissmann en su Licht vom Osten entre carta y epístola: “la epístola se diferencia de la carta… como el arte de la naturaleza. La carta es un pedazo de vida, la epístola un producto del arte literario”. Hoy esta diferencia no se sostiene y, de hecho, el propio Deissmann se veía en la necesidad de dejar un espacio para incluir un llamado género mixto: cartas reales con presunción literaria, las únicas que para parte de la crítica serían objeto de interés para la epistolografía. Ahora bien, el verdadero colapso en la clasificación epistolar se produce en el momento en que se intenta atender a un único referente. Si se tiene en cuenta que en este tipo de escritos pueden entrar en liza numerosos factores de clasificación (destinatario o remitente de la misiva, la naturaleza de la carta, el contenido, la intención que se persigue al escribirla, la consideración de la carta de forma individual o en el conjunto del
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epistolario, etc.), resulta, efectivamente, una tarea nada sencilla, que, sin embargo, ha sido bastante bien acometida por Mª L. del Barrio en un muy recomendable trabajo en el que, tomando como base la clasificación de Kitzler (carta privada en sentido estricto; carta oficial; y carta literaria, que incluiría la carta como forma externa, cartas de personajes históricos y las cartas ficticias), la autora corrige y reelabora el capítulo del apartado tercero (la carta literaria) dedicado a la carta ficticia. Quizás no sea ésta la clasificación definitiva, pero, en cualquier caso, contempla con rigor y coherencia toda la tipología epistolar: A. Cartas privadas en sentido estricto. B. Carta oficial. C. Carta literaria. C.1. Carta como forma externa (o tratados en forma epistolar). C.1.1. Carta propagandística. C.1.2. Carta didáctica. C.1.3. Carta mágica. C.1.4. Carta poética. C.2. Cartas atribuidas a personajes históricos célebres. C.2.1. Cartas auténticas. C.2.2. Cartas no auténticas. C.2.2.a. Cartas falsas. C.2.2.b. Cartas ficticias. C.3. Cartas ficticias en sentido estricto 4.2. La carta como diálogo.
La concepción de la carta como un tipo de diálogo está ya recogida así en la tratadística epistolar antigua, donde se indicaba expresamente, como ya se ha señalado más arriba, que el fin primero de la carta es la comunicación por escrito (homilía engrámatos) con quien está ausente, tal como se haría en una conversación con quien está presente. Así pues, en esa misma naturaleza y definición queda implícito que la correspondencia epistolar sería un “proceso de comunicación” frente al “proceso de interacción” que sería el diálogo propiamente dicho. El hecho de que en la comunicación epistolar no haya correspondencia hace que no exista la simetría de roles para ambos interlocutores, característica definitoria del diálogo, y, por lo tanto, sería preferible referirse al epistolar como un fenómeno de “dialogismo”, definido como un proceso de comunicación caracterizado por la presencia de dos sujetos, uno de los cuales puede permanecer latente, estar a distancia, ser un ente de ficción, etc., donde basta con que el emisor actúe con la idea de que otro va a entrar en el proceso para decodificar su discurso. Sin embargo, frente a estas limitaciones impuestas por el soporte literario, es decir, por el formato epistolar, hay intentos continuados por parte de los epistológrafos
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(en algunos géneros y autores de forma más acusada que en otros) por romper esos límites del fenómeno de “dialogismo” implícito en el género epistolar y aproximarse al género del diálogo. Esta “mezcla de géneros” está directamente relacionada con uno de los tópicos epistolares por excelencia, el de la parousía, recurso que llevado al extremo puede incluso difuminar la ficción epistolar. Esto ocurre cuando se sustituyen la marcas lingüísticas propias de la comunicación escrita por una serie de términos y expresiones que indican la existencia de un proceso de comunicación oral como, por ejemplo, el empleo de los verba dicendi y la ambigüedad que su uso conlleva en este tipo de composición, verbos que expresan fundamentalmente la idea de oralidad (propia del diálogo) con la consecuente “desaparición” de la distancia física entre el remitente y el destinatario o al empleo de verbos o expresiones que, al menos en apariencia, anulan esa distancia física y reflejan un contacto “directo” entre los dos interlocutores. Se trata, en efecto, de aquellos pasajes en los que el remitente solicita al destinatario que “escuche” o que “contemple” algo que aquél está diciendo o que tiene lugar o se encuentra situado en el entorno físico del remitente, con lo que, al reclamar la atención del otro, estaría dando por hecho que está presente. En el caso del diálogo, debido a la relación interactiva frente a frente que se establece, este tipo de signos termina por caracterizar al género y, aunque puedan darse fuera de él, llegan a inferirle cierta especificidad. Entre esos signos destaca el predominio de los “índices de dirección al receptor”, esto es, frases interrogativas (a todas luces retóricas), exclamativas, el modo imperativo, etc., con los que se requiere el conocimiento, la acción o la atención del receptor (“¿sabes que…?”, “escucha lo que pasó”, “mira lo que hago”, etc.). Sin embargo, hay una serie de elementos que ponen de manifiesto las insalvables diferencias que existen entre el género epistolar y el diálogo. Entre otros se pueden destacar los siguientes: a) la presencia de pasajes con señales inequívocas de la existencia de una correspondencia epistolar; esto es, términos explícitos, insertos en el cuerpo del texto, que confirman la presencia de la carta como soporte medial. Estos signos metalingüísticos referentes al soporte formal pueden ser de dos tipos: directos, cuando se hace mención expresa de alguno de esos términos; e indirectos, cuando, al tratarse de un intercambio epistolar, en la respuesta se menciona el envío de la primera carta; b) signos que expresan la ausencia efectiva del interlocutor (destinatario): indicación expresa de la distancia que separa a ambos interlocutores como la expresión de los deseos de unión, el envío de algo que acompaña la carta, etc.; y c) la no correspondencia en el diálogo. En efecto, la ausencia física del destinatario, cualidad intrínseca del género epistolar, anula cualquier posibilidad de diálogo correspondido entre éste y el remitente. Sin embargo, hay una serie de
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procedimientos formales mediante los cuales el remitente puede actualizar la “presencia” del destinatario. Estos artificios, que podrían ser denominados “réplicas mudas”, se ponen en práctica cuando el remitente articula el diálogo imaginando las posibles réplicas del destinatario o bien cuando reproduce en estilo directo alguna intervención del destinatario (anterior, simultánea o incluso futura) y sobre esa supuesta “réplica” del destinatario establece el diálogo.
5. Versatilidad formal de la carta: la carta inserta.
La carta, por su versatilidad formal, puede importar y adaptar al formato epistolar características ajenas procedentes de otros géneros como, por ejemplo, el mimo, la comedia, la poesía bucólica, epigramática o elegíaca, etc., y, al mismo tiempo, por sus especiales características formales puede exportar el formato epistolar de manera que pueda ser asumido por otros géneros como el ensayo, tratados, novela (epistolar), etc., dentro siempre de unos límites moderados en cuanto a su extensión. Pero, precisamente por su extensión, uno de los campos en los que la carta se muestra más versátil es en su capacidad para quedar inserta en otros géneros literarios. Y es en estos casos donde más claramente se pone de manifiesto la multifuncionalidad que este tipo de composición puede llegar a desarrollar. Partiendo de la doble naturaleza que la carta puede tener como elemento inserto en otra obra literaria, a saber, elemento ficticio que forma parte de la trama o documento atribuido a un personaje histórico, a partir de aquí su funcionalidad es enorme, llegando desde el mero elemento ornamental hasta un elemento esencial de la trama, desencadenante de nuevas secuencias narrativas o incluso el clímax argumental, y permitiendo al narrador un sinfín de recursos como el realce de las cualidades etopéyicas de un personaje, el cambio forzado de interlocutor, el estilo directo y la ralentización de la trama que conlleva, los cambios en el cronotopo de la acción al permitir saltos espacio-temporales entre el remitente y destinatario, es decir, en el momento de la redacción de la carta y de la recepción de la misma, etc. Dentro de la carta inserta algunos de los grupos más interesantes son la carta inserta en la obra de los historiadores, en la tragedia y en la novela, sin olvidar, claro está, que hay un importante número de géneros en los que también se detecta este recurso literario, desde los sémata lygrá de Ilíada 6.168 o las cartas insertas en diálogos de Luciano (Sat. 19 ss.; Symp. 22-27; VH II 29 y 35, DMeretr. 10) hasta géneros donde la epistolografía adquiere una importancia clave como en los de carácter biográfico (las figuras de Alejandro, Apolonio de Tiana o Temístocles fueron especialmente preferidas por la literatura), donde la carta mejor revela su naturaleza
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etopéyica heredada de la progimnasmática escolar, no pudiendo, no obstante, librarse de la problemática que este tipo de carta lleva asociada en lo que respecta a la autoría.
5.1. La carta inserta en los historiadores.
En cuanto a los historiadores de época clásica, la crítica se ha centrado, fundamentalmente, en el estudio de la carta inserta en las obras de Heródoto y Tucídides: Hdt. 1.123-124 (de Hárpago a Ciro), 3.40 (de Amasis a Polícrates), 3.128 (de Bageo a la corte de Sardes), 5.35 (de Histieo a Aristágoras), 8.22 (de Temístocles a los jonios), 8.140a (de Pérdicas a los atenienses); Th. 1.128 (de Pausanias a Jerjes), 1.129 (de Jerjes a Pausanias), 1.137 (de Temístocles a Artajerjes), 7.11-15 (de Nicias a los atenienses). Y, a su vez, el análisis de las características estilísticas ha estado encaminado, por lo general, a elucidar el grado de implicación del historiador en la redacción de la carta (recuérdese el intento de Tucídides por dar validez documental a este tipo de documentos en el caso de la carta de Pausanias en 1.128). Pero recientemente se ha puesto de manifiesto la importancia de la carta en la obra de los historiadores como elemento perteneciente a una cultura de la escritura frente a la oralidad de la cultura arcaica, en concreto épica, independientemente de que en Heródoto la carta tenga más carácter ornamental, novelesco o, si se quiere, anecdótico y en Tucídides más documental, con mayores pretensiones históricas o cuidado de los formulismos y mayor importancia en el devenir de los acontecimientos. Con todo, en ambos autores la carta mantendrá su condición de recurso literario y nunca alcanzará para la crítica historiográfica la consideración de documento histórico.
5.2. La carta inserta en el drama.
La carta inserta en la tragedia es un fenómeno que resulta sumamente atractivo por las derivaciones estilísticas que comporta para las convenciones dramáticas y su influencia en el devenir de los acontecimientos del drama. Se trata de las dos cartas que Agamenón envía a Clitemnestra en Ifigenia en Aúlide (98 ss y 114 ss, sólo la segunda desarrollada plenis verbis), la carta que Ifigenia lee a Orestes en Ifigenia entre los tauros (770 ss.) y la nota que Fedra deja a Teseo para que sea leída tras el suicidio de aquélla y en la que inculpa falsamente a Hipólito del intento de seducción (Hipp. 855 ss.). La carta en los citados pasajes euripídeos será un elemento crucial en el desarrollo de la acción dramática, es decir, no será un elemento que proporcione información entre remitente y destinatario sin que éstos estén envueltos en la trama o
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tengan un papel pasivo o estático, sino que la acción avanza gracias a la carta, esto es, la carta provoca una reacción como agente real de la trama o funciona como enlace de nuevas funciones narrativas: es la primera carta de Agamenón en IA la que provoca que Ifigenia llegue a Aúlide para ser sacrificada; la segunda carta, que en principio iba dirigida al mismo destinatario y anulaba las órdenes de la primera, es interceptada por Menelao y provocará a la larga un cambio en su actitud ante el sacrificio de su sobrina; la nota inculpatoria de Fedra será la que provoque el dramático desenlace del Hipolito; y la carta de Ifigenia en IT será la que propicie la anagnórisis entre los dos hermanos y la nueva secuencia de huida. Por otra parte, la carta inserta en el drama permite ofrecer información al lector/audiencia que, de acuerdo con las convenciones dramáticas, nunca le podría haber sido ofrecida. La carta permite, en efecto, variar las convenciones de la narración dramática. Al ser un elemento que pudo haber sido escrito en otro tiempo o que puede narrar hechos del pasado o futuro y que tiene que ser remitido a otro lugar para que surta efecto, el poeta dramático puede jugar con los distintos niveles de tiempo narrativo y con elementos o personajes separados por la distancia. Ahora bien, al mismo tiempo, la lectura de la carta podría constituir, por su propia naturaleza, un obstáculo en la narración dramática, ya que podría romper las unidades de tiempo y lugar. El autor dramático se ve obligado, por tanto, a solventar la tensión que se produce en este tipo de cartas entre el discurso primario, el que implica a obra-autor y audiencia-lector, y el discurso secundario, el que implica a remitente y destinatario. Así, en IA la primera carta de Agamenón ya ha sido enviada cuando comienza la acción dramática y Clitemnestra ya la ha leído (discurso secundario), pero el propio Agamenón resume al anciano sirviente su contenido y de esta forma el autor hace partícipe a la audiencia del contenido (discurso primario); la segunda carta que va a ser enviada es también Agamenón el que la relee al anciano antes de sellarla y así la audiencia (parte implicada en el discurso primario) conoce el contenido antes que la propia Clitemnestra (la destinataria y parte implicada en el discurso secundario); la carta de Ifigenia en IT es leída por la propia Ifigenia a Orestes, de manera que no sólo se solventa la tensión entre audiencia primaria y secundaria (dado que destinatario y audiencia conocen el contenido de la carta a la vez), sino que además al estar el destinatario presente en la escena se impide así cualquier posible conculcación de la unidad de lugar que el envío de la carta hubiera podido provocar, además de convertirse en lo más próximo a una escena dialogada. Esta capacidad formal de la carta para suprimir las barreras espacio-temporales, para provocar el juego alternante de los tiempos narrativos (Erzählzeit o “tiempo de la narración”, i. e., marco temporal de remitente y destinatario y erzählte Zeit o “tiempo de la acción narrada”) y, por último,
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para provocar o minimizar la tensión entre el discurso primario y secundario no son exclusivas de la carta inserta en el drama, como se podrá comprobar a continuación en unas breves reflexiones sobre la carta inserta en la novela.
5.3. La carta inserta en la novela.
La carta inserta en la novela ha de ser estudiada desde la doble perspectiva que le ofrece al novelista, es decir, como elemento meramente formal y como elemento que influye en la sintaxis narrativa. En el primer caso, la carta, dada su connatural forma epistolar, tiene unos efectos estilísticos bien tipificados, sobre todo aquellos que están directamente relacionados con el “diálogo” en estilo directo que se le presupone siempre que la carta se desarrolle plenis verbis en la narración. El empleo del estilo directo supone de inmediato una situación de latencia por parte del narrador que hacen que la narración -ahora dramatizada- se ralentice y gane en verosimilitud. Por otra parte, reconocido es que, frente al discurso monologal del narrador, la narración dramatizada intensifica o enfatiza la tensión argumental de una escena. Finalmente, derivado también de la propia naturaleza epistolar, hay que añadir el valor de la carta como elemento de caracterización psicológica de un personaje (etopeya). En cuanto a la carta como elemento presente y que influye en la sintaxis narrativa, la carta cumple su función como enlace, no sólo entre secuencias narrativas, sino también entre las distintas líneas de acción de los personajes. En efecto, la lectura de una carta que llega a su destinatario o que es interceptada por un antagonista provoca la activación de nuevas secuencias narrativas y, en definitiva, que la intriga avance, mientras que, por otra parte, puede hacer que las líneas de acción de dos personajes hasta entonces independientes queden conectadas mediante la carta como elemento de enlace. Sirva de ejempo la carta que Quéreas escribe a Calírroe a instancias de Mitrídates en Charito 4.4.7-10. La carta es interceptada antes de llegar a su destinatario por Dionisio, que así descubre que Quéreas vive aún. De esta forma la línea de acción de Quéreas, representada por Mitrídates -instó al joven a escribir la carta con el fin de evitar un primer encuentro de consecuencias imprevisibles-, y la de Calírroe, representada por Dionisio, quedan unidas por la carta que hace de “puente” entre ambas. Y, en este mismo sentido, si bien es verdad que desde el punto de vista de la sintaxis narrativa la función recapitulatoria de la carta inserta en la novela es mucho menos significativa, no es menos cierto, no obstante, que al funcionar como elemento informador entre un personaje y otro que han llevado líneas de acción independientes, la carta hace también de nexo entre aquéllos.
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Ejemplos ilustrativos de esta función los proporcionan varias cartas insertas en las distintas novelas conservadas. Sirva de ejemplo la de Leucipa a Clitofonte en Ach. Tat. 5.18.3: De Leucipa a Clitofonte, mi señor. Así es como debo llamarte, puesto que eres el esposo de mi ama. Sabes cuánto he sufrido por ti, pero ahora es necesario recordártelo. Por ti dejé a mi madre y escogí un errar incierto. Por tí padecí un naufragio y caí en manos de piratas. Por ti he sido víctima sacrificial y ofrenda expiatoria y ya he muerto dos veces. Por ti he sido vendida y atada con hierro, he soportado la azada, he cavado la tierra y he probado el látigo, ¿para que lo que tú has sido de otra mujer lo sea también yo de otro hombre? No suceda así. Pero yo me he mantenido firme entre tan grandes necesidades, tú en cambio sin haber sido vendido ni azotado te casas. […] Como ya se ha señalado, la carta inserta permite al narrador alterar y combinar el cronotopo o, en definitiva, experimentar con los distintos niveles de tiempo narrativo y, a la vez, con la situación espacial. Así, por ejemplo, en Hld. 10.2.1-2, durante la redacción de las cartas del rey Hidapes a los gimnosofistas y a su esposa Persina, el lector está en el espacio temporal y geográfico en que se encuentra el rey, pero cuando la carta termina de ser redactada se describe inmediatamente la reacción del destinatario. De esta forma se logra suprimir de la narración el tiempo que la carta tarda en llegar a su destino. Esta supresión u omisión de períodos temporales de la narración provoca un cambio de situación espacio-temporal -de efecto sumamente cinematográfico- que agiliza de manera espectacular la narración. Por último, como se indicara más arriba, la carta inserta en la novela también va a ser causante del incremento o disminución de la tensión entre el discurso primario (obra/lector) y el secundario (remitente/destinatario). Un ejemplo bastante ilustrativo de la cuestión lo ofrece cualquier carta con función recapituladora, ya que el remitente proporciona al destinatario una información que, por lo general, el lector ya conoce. Ahora bien, el grado de tensión se acentúa cuando un personaje hace una interpretación de una carta distinta de la que el narrador ha dejado hacer al lector. Un claro ejemplo de este tipo de procedimiento se encuentra en la novela de Caritón, en la carta de despedida que Calírroe escribe a Dionisio (Charito 8.4.5-6), precisamente en el momento en que Dionisio lee la carta que Calírroe le ha hecho llegar por medio de la reina Estatira (Charito 8.5.12-13). Aparte de los tópicos eróticos y epistolares en los que se envuelve la acción (en su mayor parte complementarios del tópico de la parousía: guardar la carta en el pliegue del vestido, la presencia imaginaria de la amada, besar la carta, besar el nombre de la amada en la inscriptio, estrechar la carta contra el pecho, el llanto sobre la carta, repetir varias veces la lectura, la ceguera de amor o las maldades de un Eros engañoso), lo más curioso es la interpretación errónea que Dionisio hace de la carta al entender que Calírroe se había ido por la
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fuerza, interpretación errónea que el narrador se encarga de dejar suficientemente aclarado en el discurso primario al lector.
6. La epístola poética. La mezcla de géneros o “nivelación” poética.
A diferencia de lo ocurre en la epistolografía latina, su “partenaire” genérico griego no conoce una versión poética. Pero, en cierto modo, eso no ha de sorprender en las épocas arcaica y clásica, aunque en un intento por buscarlos se haya atribuido a determinadas composiciones poéticas características epistolares que, sin duda, son harto discutibles. Ahora bien, en el caso de las épocas helenística e imperial, la cuestión es bastante más compleja. Pues resulta un tanto insólito, y así ha parecido a gran parte de la crítica, que, siendo la época helenística prototipo de cultura libresca y de erudición, de una parte, y, de otra, cimiento del primer despegue importante a nivel oficial y privado de la correspondencia epistolar real, sea, sin embargo, al mismo tiempo uno de los momentos menos productivos para este género a nivel poético. Todavía más sorprendente viene a ser cuando se sabe que el período de formación del género ya se había ido gestando en la época inmediatamente anterior. Téngase en cuenta la progresiva relevancia que van adquiriendo las composiciones epistolares en la obra de los historiadores e incluso en la de algunos poetas dramáticos. Y si además se conviene en que en época imperial el epistolar, en casi todas sus modalidades, era ya un género perfectamente formado y consolidado desde el punto de vista literario, convertido en ejercicio escolar y elevado incluso a la categoría de ejercicio preparatorio de retórica, ¿se ha de admitir, por tanto, amparándose en un lábil argumento ex silentio, que hubo creación epistolar poética o literaria lo suficientemente abundante como para merecer el auge que su faceta real (al menos en el ámbito interurbano) había adquirido, pero que por azares de la transmisión literaria se ha perdido en su práctica totalidad? ¿O se ha de aceptar, contra todo pronóstico, que sencillamente no hubo tal producción poética? Hay que entender, sin embargo, que aquí es donde reside una de las caras más admirables de esta fascinante cultura literaria del período helenístico, el poeta helenístico, dotado de una sagaz inventiva y en un alarde creativo, es capaz de trenzar las fronteras entre géneros, experimentar con las marcas genéricas más específicas y remodelar los márgenes tradicionales para trasfundirlos de un género a otro. Sugerimos, por tanto, y en tanto no se produzca un descubrimiento literario sorprendente, que no es que no hubiera tenido lugar o no haya llegado hasta nosotros producción literaria de género epistolar ficticio en esta época, sino que la que se nos ha conservado está de alguna manera “nivelada” con otros géneros como el idilio (Idd. 6, 11, 12, 13, 21 o 29) o la epigramática (AP 5.9
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[Rufino], 40 [Nicarco], 292 [Agatías Esc.], 293 [P. Silenciario], 6.227 [Crinágoras], 11.44 [Filodemo], 5.80 [Platón], 90 y 91 [anónimos], 6.229 y 261 [Crinágoras]), produciéndose tal refundición de las funciones tradicionales de sus elementos constitutivos que la composición epistolar ha quedado completamente encubierta. En conclusión, sabido es que la presencia de la “epístola poética” propiamente dicha en la literatura griega es prácticamente desconocida. No se conservan, en efecto, epistolarios poéticos y las composiciones individuales que pudieran ser consideradas como tales están casi siempre envueltas en el ropaje de otro género literario o bien son en número tan reducido que difícilmente se puede hablar de la existencia del género como tal. Habrá que esperar varios siglos y adentrarnos ya en la época imperial para encontrar una colección de cartas que, aun no estando redactadas en verso, sí conservan la esencia de una prosa con ciertas pretensiones poéticas. El tono intimista de las Cartas eróticas de Filóstrato, a finales del s. II d.C., la elección de los contenidos, las variaciones con fuertes influencias retóricas –en ocasiones imbuidas de un cierto barroquismo- sobre los temas y motivos del repertorio erótico y el marco formal escogido para este tipo de composición acercan considerablemente las epístolas filostrateas a otros géneros de naturaleza poética.
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kímena,
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