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M E M O R I A S D E L S U B S U E L O F E D O R M . D O S T O I E V S K I
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MEMORIAS
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SUBSUELO
Primera Parte La Ratonera1 I 1
Ni falta hace decir que tanto estas Memorias como su autor son ficticios. No obstante, gente como el autor de estas memorias puede existir en nuestra sociedad, y en verdad existe, si pensamos en las circunstancias en que ésta se ha formado. Mi deseo era mostrar al público un personaje del pasado reciente con más claridad de lo que por lo general se hace. Pertenece a la generación que ahora está terminando sus días. En el fragmento intitulado La ratonera, este hombre se presenta y expone sus puntos de vista, a la vez que trata de explicar por qué apareció en nuestro medio, y por qué no podía dejar de aparecer en él. El fragmento siguiente está compuesto de las verdaderas "memorias" de ese hombre, vinculadas con ciertos acontecimientos de su vida. 3
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Soy un enfermo... un hombre malo. No hay nada de atrayente en mí. Creo que mi hígado anda mal. Pero en verdad no sé absolutamente nada acerca de mi dolencia, ni siquiera estoy muy seguro de cuál es. No estoy bajo tratamiento, y nunca lo estuve, aunque siento gran respeto por la medicina y los médicos. Además, soy mórbidamente supersticioso, por lo menos lo bastante para respetar a la medicina. Dada mi educación, no debería ser supersticioso, pero lo soy. No, yo diría que rechazo la ayuda médica nada más que por espíritu de contradicción. No espero que me entiendan esto, pero así es. Por supuesto, no puedo explicar a quién trato de engañar de esta manera. Tengo plena conciencia de que no me es posible perjudicar a los médicos impidiendo que me curen. Sé muy bien que el perjudicado soy yo, y nadie más. Pero de cualquier manera, sólo por malicia me niego a aceptar su ayuda. -¿Me duele el hígado? ¡Magnífico, que siga doliendo! Hace mucho tiempo que vivo así, veinte años, o más. Ahora tengo cuarenta. Antes era empleado del gobierno, pero ya no. Era un mal funcionario, grosero, y me complacía serlo. Como no aceptaba sobornos, tenía que compensarlo de alguna manera. Fedor Dostoievski 4
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(Esta es una pésima muestra de ingenio, pero no la borraré ahora. La escribí pensando que parecería muy chistosa. Pero ahora me doy cuenta de que es una jactanciosidad vulgar, de modo que la dejaré sólo por ese motivo.) Cuando los peticionantes se acercaban a mi escritorio en procura de información, les mostraba los dientes, y me sentía indescriptiblemente dichoso cuando lograba que uno de ellos se sintiera desdichado. Por lo general eran personas tímidas, pues iban a pedir algo. Pero uno de ellos constituía una excepción a la regla. Era un oficial, y yo experimentaba una particular repugnancia hacia él. No se dejaba amedrentar. Tenía una forma especial de hacer tintinear el sable. Desagradable. Durante dieciocho meses le hice la guerra en relación con ese sable. A la postre triunfé, y conseguí que no hiciera más ruido. Pero todo esto sucedió cuando yo era todavía joven. -¿Quieren que les diga qué pasaba en verdad? Bueno, el centro del asunto, el aspecto más repulsivo de mi maldad, era que, cuando estaba en mi peor humor hepático, tenía conciencia de que en verdad no era tan perverso, ni tan colérico, y que no hacía más que pasar el rato, por decirlo así, para distraerme. Puede que estuviera echando espuma5
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rajos de furia, pero si uno me traía una muñeca para jugar, o me ofrecía una buena taza de té con azúcar, lo más probable era que me calmara. E inclusive me sentía profundamente conmovido, aunque enojado conmigo mismo; y más tarde hacía rechinar los dientes y perdía el sueño durante unos meses. Así era yo. Hace un momento mentí, cuando dije que fui un mal funcionario. Y mentí por malicia. Me divertía a costa de los peticionantes y de ese oficial, pero en el fondo nunca pude ser malo. Conocía los numerosos elementos que había en mí, y que eran lo contrario de la maldad. Sentía que bullían en mí desde toda la vida, que trataban de salir a la superficie, pero yo les impedía hacerlo. Me atormentaban, me provocaban vergüenza y convulsiones, y me tenían harto. ¡Ah, qué cansado estaba de ellos! -¿Les parece que estoy tratando de justificarme, de pedirles que me perdonen? No me cabe duda de que piensan eso... Bueno, créanme, no me importa que piensen así. No conseguía ser malo, pero tampoco amistoso, ni infame, ni honrado, ni un héroe, ni un insecto. Y ahora vivo mi vida en un rincón, trato de consolarme con la estúpida, inútil excusa de que un hombre 6
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inteligente no puede convertirse en nada, de que sólo un tonto puede hacer consigo lo que quiera. Es verdad que un hombre inteligente del siglo XIX tiene que ser una criatura invertebrada, en tanto que un hombre de carácter, el hombre de acción, es, en la mayoría de los casos, una persona de inteligencia limitada. Esta es mi convicción a los cuarenta años de edad. Ahora tengo cuarenta, y cuarenta años es toda una vida; cuarenta años es la vejez. ¡Es indecente, vulgar e inmoral vivir más allá de los cuarenta! -¿Quién lo logra? Contéstenme con sinceridad. O déjenme que conteste yo: los tontos y los inútiles. Esto lo repetiré en la cara de cualquiera de esos venerables patriarcas, de todos esos respetables hombres canosos, para que lo escuche todo el mundo. Y tengo derecho a decirlo, porque yo viviré hasta los sesenta. ¡Hasta los setenta! ¡Llegaré a los ochenta. . . ! Esperen, déjenme recobrar el aliento. . . -¿Piensan que estoy tratando de hacerles reír? Entonces han vuelto a entenderme mal. No soy en modo alguno el tipo alegre que creen, o que podrían creer que soy. Pero si les irrita mi parloteo (y siento que ya debe molestarles), y tienen ganas de preguntarme quién diablos soy al fin de cuentas, tendré que contestar que soy un asesor colegiado, empleado de 7 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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octava clase. Entré en él servicio para poder comer (y sólo por eso). Pero cuando murió un pariente lejano, dejándome seis mil rublos, renuncié en el acto y me instalé aquí, en mi rincón. He vivido aquí aun antes de eso, pero ahora estoy establecido de verdad. Mi habitación es miserable y fea, y se encuentra en las afueras de la ciudad. La criada es una campesina, mala por pura estupidez; además, siempre huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo es malo para mí y que, dado lo escaso de mis ingresos, resulta un lugar muy caro. Todo eso lo sé. Lo sé mejor que todos mis presuntos consejeros. ¡Pero me quedaré en Petersburgo! ¡No me iré! No me iré porque... Ah, tanto da que me quede o me vaya. Y en definitiva, -¿cuál es el tema del que más le gusta hablar a un hombre honrado? El de sí mismo, por supuesto. Hablaré, entonces, de mí.
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II Y ahora quiero decirles, damas y caballeros, les guste o no, por qué ni siquiera pude convertirme en un insecto. Ante todo debo declarar con toda solemnidad que muchas veces traté de llegar a serlo. Pero aun eso estaba fuera de mi alcance. Juro que una lucidez demasiado grande es una enfermedad, una enfermedad total y completa. Para las necesidades cotidianas, la conciencia de la persona corriente es más que suficiente, y representa más o menos la mitad o la cuarta parte de la del desdichado intelectual del siglo XIX, en especial si éste tiene la desgracia de vivir en Petersburgo, la ciudad más abstracta y premeditada de la Tierra (hay ciudades premeditadas y otras no premeditadas). El grado de concien-
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cia de que disponen lo que podría denominarse las personas espontáneas y los hombres de acción es suficiente. Apuesto a que creen que digo esto nada más que para burlarme de los hombres de acción, y que este tipo de jactancia es de tan mal gusto como el ruido del sable del oficial que mencioné antes. Pero yo les pregunto: -¿quién puede sentir placer en exhibir su enfermedad, e inclusive enorgullecerse de ella? Pero pensándolo mejor, diré que eso lo hacen todos. La gente se complace con sus defectos, y yo quizá más que nadie. De modo que no discutamos; admito que mi argumentación es ridícula. Pero aun así afirmaré que no sólo es una enfermedad el exceso de lucidez, sino cualquier proporción de ésta. Lo aseguro. Pero dejemos también esto por un momento. Y ahora permítanme que les diga lo siguiente: -¿por qué es que cuando más capaz me sentía de ser consciente de todos los refinamientos de "lo bueno y lo bello", como se decía antes, había momentos en que perdía mi conciencia de ello y hacía cosas tan feas, cosas que quizás hacen todos, pero que yo hacía precisamente en las ocasiones en que más cuenta me daba de que no debían hacerse? 10
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Cuanta más conciencia tenía de "lo bueno y lo bello", más profundamente me hundía en el fango, y más probable era que siguiera encenagado. Pero lo que más me llamaba la atención era el sentimiento de que en mi caso eso no era accidental, de que así debía ser, como si se tratara de mi estado normal, y no de una enfermedad o depravación. Al final casi llegué a creer (y es posible que hasta lo creyera del todo) que era en verdad mi estado normal. Pero al principio, ¡qué tormentos sufrí en esa lucha interior! No creo que hubiera otros que pasaran por todo eso, de forma que lo mantuve en secreto durante toda la vida. Me avergonzaba (y quizás .ahora siga avergonzándome). Llegué a un punto en que experimentaba cierto pequeño placer secreto, malsano, bajo, en volver a arrastrarme hasta mi agujero después de alguna noche desagradable en Petersburgo, y en obligarme a pensar que había vuelto a hacer algo sucio, y que la cosa no tenía remedio. Y por dentro me mordía, me desgarraba, me corroía, hasta que la amargura se convertía en una dulzura vergonzosa, maldita, y al final, en un gran placer indiscutible. ¡Sí, sí, decididamente un placer! ¡Lo digo en serio! Por eso empecé con este tema: quería descubrir si otros experimentan tam11
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bién ese tipo de placer. Me explicaré: encontraba placer precisamente en la cegadora certeza de mi degradación. Y porque sentía que ya estaba contra la pared; porque eso era horrible pero no podía ser de otro modo; porque no había salida y ya no era posible convertirme en una persona distinta; porque aunque todavía hubiera tiempo y fe suficientes para cambiar, no querría hacerlo; y porque aunque lo quisiera, de cualquier modo no habría hecho nada, porque en realidad no existía alternativa alguna. Por último, el punto más importante es el de que hay una serie de leyes fundamentales a las cuales está sometida la conciencia madura, por lo cual no es posible cambiarse, ni hacer nada en ese sentido. Y así, como resultado de esa conciencia madura, un hombre siente que está bien ser un canalla, siempre que sepa que lo es. . . como si eso pudiera ser un consuelo. Pero basta.. . ¡Ah, cuántas palabras! -¿Y qué he explicado? -¿Cuál es la explicación de ese placer? ¡Pero ya lo aclararé! ¡Llegaré hasta el final! Para eso he tomado la pluma. Yo, por ejemplo, soy espantosamente sensible. Soy suspicaz y me ofendo con facilidad, como un enano o un jorobado. Pero creo que hubo momentos en que me habría gustado que me abofetea12
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ran. Lo digo con toda seriedad; también eso me habría proporcionado placer. Por supuesto, habría sido el placer de la desesperación. Pero es que en la desesperación encontramos el placer más agudo, en particular cuando tenemos conciencia de lo desesperado de la situación. Y cuando a uno lo abofetean, pues lo más probable es que se sienta aplastado porque se da cuenta de que ha sido convertido en papilla. Pero lo fundamental es que, por donde se lo mire, siempre me sentí culpable, y lo más enojoso es que era culpable sin culpabilidad, en virtud de las leyes de la naturaleza. Así, por empezar, soy culpable de ser más inteligente que todos los que me rodean. (Siempre lo sentí así, y, créanme, a veces me ha pesado sobre la conciencia. Nunca, en toda mi vida, pude mirar a la gente directamente a los ojos; siempre experimento la necesidad de volver la cara.) Además, también soy culpable porque aunque hubiese habido en mí algún sentimiento de perdón, ello no habría hecho otra cosa que aumentar mi tortura, porque habría tenido conciencia de su inutilidad. Sin duda me hubiera resultado imposible hacer nada con mi perdón: no habría podido perdonar porque el ofensor, al abofetearme, hubiese obedecido simplemente a las leyes de la naturaleza, 13
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y no tiene sentido perdonar a las leyes de la naturaleza. Pero tampoco habría podido olvidarme de ello, porque en resumidas cuentas es humillante. Por último, aunque no hubiera querido perdonar, sino, por el contrario, deseado vengarme del ofensor, no me hubiese resultado posible hacerlo, pues lo más probable es que no me atreviera a hacer nada en ese sentido, aunque hubiese podido hacer algo. -¿Por qué no me habría atrevido? Bien, tengo especial interés en decir unas palabras en ese sentido.
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III Veamos cómo suceden las cosas en el caso de las personas que son capaces de vengarse y, en general, de cuidarse. Cuando se apodera de ellas el deseo de venganza, quedan vacías, durante un tiempo, de todo otro sentimiento. Un caballero de ésos arremete hacia adelante, los cuernos horizontales, como un toro enfurecido, y nada lo detiene hasta que tropieza contra una pared de piedra. (Hablando de paredes, es preciso hacer notar que la gente espontánea y los hombres de acción sienten por ellas un sincero respeto. Para personas como ésas, una pared no representa un desafío, como lo es para individuos como usted y como yo, que pensamos y por lo tanto no hacemos nada. No es una excusa para retroceder, una excusa en la cual los de nuestra 15
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especie en realidad no creen, aunque siempre nos parezca bien venida. No, el respeto de ellos es sincero. La pared les produce un efecto calmante; es como si solucionara un problema moral; es algo definitivo, y quizás hasta místico... Pero más tarde volveremos a las paredes.) En mi opinión, uno de esos hombres espontáneos el hombre real, normal es el que satisface los deseos de su tierna madre, la naturaleza, que con tanto amor lo creó en esta tierra. A hombres como ésos les tengo envidia. La envidia me llena de bilis. Son estúpidos, no lo discutiré, pero quizás un hombre normal tenga que ser estúpido. -¿Por qué habríamos de creer que no? Quizás ésa sea la gran belleza del asunto. Y lo que más me lleva a sospecharlo es que si tomamos la antítesis de un hombre normal, el hombre de conciencia madura, que es un producto de tubo de ensayo antes que un hijo de la naturaleza (esto es casi misticismo, mis amigos, pero tengo la sensación de que es verdad), descubrimos que ese hombre de tubo de ensayo se encuentra tan sometido por su antítesis que se considera con conciencia madura y todo un ratón y no un hombre. Por consiguiente, aunque sea un ratón de conciencia madura, es, sin embargo, un ratón, en tanto que el 16
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otro es un hombre. Ya ven. Y lo que es más, él mismo se considera un ratón; nadie le pide que lo haga. Este es un punto de suma importancia. Y ahora contemplamos a ese ratón en acción Supongamos que ha sido humillado (constantemente se lo humilla), y que desea vengarse. También es posible que en él se haya acumulado más rencor que en l’hommne de la nature et de la vérité. El mezquino, despreciable y repugnante deseo d saldar cuentas con el ofensor puede chillar en forma más desagradable en el ratón que en el hombre natural, quien, a causa de su estupidez innata, en tiende que la venganza no es más que justicia, e tanto que el ratón, con su conciencia madura, est obligado a negar la justicia del sentimiento vengativo. Y ahora llegamos al acto de venganza. Además de haber sido deshonrado al comienzo, pobre ratón consigue encenagarse más profunda mente a consecuencia de sus interrogantes y su dudas. Y cada interrogante hace nacer tantas otra preguntas no contestadas, que se forma un estar que fatal de fango pegajoso, compuesto de la dudas y tormentos del ratón, así como de los salivazos que le dirigen los hombres prácticos, d acción, que lo rodean como jueces y dictadores, y que se ríen de él hasta más no 17 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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poder. Por si puesto, lo único que le queda por hacer al rato es encoger sus flacos hombros y, fingiendo un sonrisa de desprecio, escurrirse ignominiosamente dentro de su ratonera. Y allí, en su cueva repulsiva y maloliente, el ratón pisoteado y ridiculizado s hunde en un odio frío, ponzoñoso y lo que es más importante eterno. Durante cuarenta años recordará la humillación en todos sus abominables de talles, y en cada ocasión agregará otro punto, más abyecto aún, y se atormentará y torturará sin tregua. Aunque avergonzado de sus pensamientos, E ratón lo recordará todo, lo repasará una y otra vez, y luego pensará posibles humillaciones adicionales. Y hasta es posible que trate de vengarse pero lo hará de a rachas, con mezquindad, a escondidas, de manera anónima, en la duda de que su venganza sea justa, de que logre llevarla a cabo, y con el sentimiento de que, a consecuencia de ella, se hará a sí mismo cien veces más daño del que consiga hacer al objeto de su venganza, a quien probablemente no le produzca siquiera una picazón lo bastante intensa como para obligarlo a rascarse. Después, en su lecho de muerte, el ratón volverá a recordarlo todo, con los intereses acumulados, y...
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Pero precisamente esa mezcla fría y enfermiza de esperanza y desesperación; ese deliberado refugiarse en una tumba bajo el piso, durante todos estos años; esta desesperanza artificialmente inducida, de la cual todavía no estoy convencido del todo; este veneno de deseos frustrados vueltos hacia adentro; esta afiebrada vacilación; las decisiones definitivas, seguidas, un minuto después, por arrepentimientos: todo esto es la médula del extraño placer que antes mencioné. Y ese placer es tan sutil, tan fugaz, que hasta las personas un tanto limitadas, o las que simplemente tienen nervios fuertes, no logran entenderlo ni de lejos. Quizá también resulte difícil de entender para quienes nunca han sido abofeteados podrían agregar ustedes con una sonrisa de satisfacción. Esa sería una manera cortés de sugerir que hablo como un experto porque he sido abofeteado. Apuesto a que eso es lo que piensan. Pero permítanme que los tranquilice, damas y caballeros: me importa un rábano lo que puedan pensar, pero en verdad nunca fui abofeteado. Sin embargo, dejemos este tema que parece interesarle tanto. Continuaré hablando con tranquilidad sobre la gente de nervios fuertes que no puede entender los 19
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aspectos más sutiles del placer. Aunque en otras circunstancias es posible que estas personas mujan como toros furiosos y aunque ello aumente en muy alto grado su prestigio, capitulan en el acto ante lo imposible, a saber, una pared de piedra. -¿Qué pared de piedra? Pues la de las leyes de la naturaleza, por supuesto; la de las conclusiones de las ciencias naturales, de las matemáticas. Cuando han terminado de demostrarle a uno que descendemos del mono, de nada sirve fruncir la nariz; hay que aceptarlo. Son muy capaces de demostrar que una sola gota de la propia grasa tiene que ser más preciosa, si vamos al caso, que cien mil vidas humanas, y que esta conclusión es una respuesta a toda esta cháchara sobre la virtud y el deber, y otros desvaríos y supersticiones por el estilo. De modo que hay que aceptarlo como lo que es; no queda otro remedio. Es como dos y dos son cuatro. Simple aritmética. ¡Vaya uno a refutarlo! ¡Un memento! le gritan a uno. -¿Por qué protesta? Dos y dos son cuatro. La naturaleza no le pide consejo a uno. No le interesan sus preferencias, ni si aprueba o no sus leyes. Hay que aceptarla tal como es, con todas las consecuencias que ello im-
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plica. De manera que una pared es una pared, etcétera... ¡Pero por Dios!, -¿qué me importan a mí las leyes de la naturaleza y la aritmética, si tengo mis motivos para odiarlas, inclusive la que dice que dos y dos son cuatro? Es claro que si no soy lo bastante fuerte no voy a derribar la pared con la cabeza, Pero no estoy obligado a aceptar una pared de piedra sólo porque esté ahí y yo reo cuente con la fuerza suficiente para derribarla. ¡Como si una pared de ésas pudiera dejarme resignado y producirme paz espiritual porque es lo mismo que dos y dos son cuatro! -¿A qué grado de estupidez se puede llegar? -¿No es mejor reconocer las paredes de piedra y las imposibilidades como lo son, y negarse a aceptarlas, si el sometimiento resulta demasiado insoportable? -¿No es mejor recurrir a irrefutables construcciones lógicas y llegar a las más repugnantes conclusiones sobre el eterno tema de que también uno, en cierta forma participa de la responsabilidad por la existencia de la pared de piedra, aunque es evidente que en modo alguno tiene la culpa de ella? -¿Y luego hundirse con voluptuosidad en la inercia, rechinar los dientes en cólera impotente, incapaz de encontrar a alguien en quien de21
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sahogar la cólera y el odio, y perder la esperanza de encontrar nunca a nadie; sentir que uno ha sido engañado, defraudado, trampeado, que todo es un embrollo en el cual es imposible decir qué es qué, pero que a pesar de esa imposibilidad y ese engaño uno se siente dolorido, y que cuanto menos entiende más le duele?
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IV ¡Ja! objetarán ustedes, sarcásticos, de este modo pronto encontrará placer en un dolor de muelas. Bueno respondería yo, también hay placer en un dolor de muelas. En una ocasión sufrí de dolor de dientes durante todo un mes, y puedo decirles que hay placer en ello. En este caso, por supuesto, la gente no sufre en silencio. Se queja. Pero no son gemidos comunes; son maliciosos, y en esa malicia está el asunto. Las quejas expresan el placer del que sufre, pues si no gozara no gemiría. Este es un buen ejemplo de lo que quiero decir, de modo que me detendré en ello un momento. Por empezar, los gemidos expresan la humillante inutilidad del dolor, un dolor que obedece a ciertas leyes de la naturaleza 23
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de las cuales a uno le importa un bledo, porque uno es el que tiene que sufrir, y la naturaleza no siente nada. Así, los gemidos indican que, aunque no hay un enemigo, el dolor existe; que uno, junto con su dentista, está por completo a merced de sus dientes; que si eso complace a alguien, el dolor cesará, pero en caso contrario puede continuar durante otros tres meses. Y por último, que si se niega a resignarse y sigue protestando, lo único que puede hacer para aliviar sus sentimientos es azotarse las carnes o golpear la pared con los puños. Decididamente, no es posible hacer ninguna otra cosa. Por lo tanto, estos horribles sufrimientos y humillaciones, que nos inflige Dios sabe quién, engendran un placer que a veces llega al más alto grado de voluptuosidad. Por favor, damas y caballeros, escuchen con cuidado, durante un tiempo, los gemidos de un intelectual del siglo XIX que sufre de un dolor de muelas. Escuchen al segundo o tercer día de dolor, cuando ya no gime como lo hacía el primer día, es decir, nada más que porque le dolía el diente. Sus gemidos no se parecen para nada a los de un campesino, pues ha sido afectado por la educación y por la civilización europea. Se queja como un hombre que, según se dice ahora, "ha sido desarraigado 24
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del suelo y perdido contacto con el pueblo". Muy pronto sus quejidos se vuelven estridentes y perversos, y continúan día y noche. Por cierto que sabe que no se procura alivio alguno cuando se queja de ese modo. Nadie sabe mejor que él que se atormenta e irrita, a él mismo y a los demás, para nada; que sus oyentes, entre ellos su familia, a la cual están dedicados esos esfuerzos, lo escuchan con disgusto; que no creen que sea sincero en modo alguno, y que se dan cuenta de que podría gemir de otra manera, con más sencillez, sin tantos adornos y floreos, y que todo eso lo hace por puro rencor y malicia. Pues bien, hay un placer voluptuoso en toda esa degradación, y en la conciencia de ella. -¿Les molesto? -¿Les destrozo el corazón? -¿No dejo dormir a nadie? Muy bien, sigan despiertos, sientan a cada instante que me duelen las muelas. rara ustedes no soy ya el héroe que traté de parecer al comienzo, sino un simple hombrecito despreciable. As¡ sea. Me alegro de que hayan terminado por darse cuenta. -¿Les resulta incómodo escuchar mis cobardes quejas? Bien, sigan incómodos. Dentro de un momento produciré uno de esos gemidos adornados, y ya podrán decirme cómo se sienten...
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-¿Todavía no se entiende lo que quiero decir? Bueno, entonces parece que tendrán que crecer y desarrollar su comprensión, a fin de poder captar todas las sutilezas de esta voluptuosidad. -¿Eso les da risa? Me alegro mucho. Es claro que mis bromas son de muy mal gusto, impropias y confusas; revelan mi falta de seguridad. Pero es que no tengo respeto por mí mismo. En fin de cuentas, -¿cómo puede respetarse un hombre con mi lucidez de percepción?
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V -¿Cómo puede uno, en fin de cuentas, tener el menor respeto por un hombre que trata de encontrar placer en el sentimiento de autohumillación? No digo esto por un dulzón placer de arrepentimiento. En general, nunca pude soportar el "Perdón, papá, no lo volveré a hacer". Y no porque fuese incapaz de decirlo. Por el contrario, quizás era porque tenía demasiada tendencia a decirlo. ¡Y tendrían que haber visto, además, en qué circunstancias! Me dejaba culpar, casi a propósito, por algo con lo cual no había tenido relación alguna, ni siquiera en pensamientos o en sueños. Eso era lo más odioso. Pero aun así, siempre me mostraba profundamente conmovido, me arrepentía de mi maldad y lloraba. Por supuesto que 27 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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con ello me engañaba a mí mismo, pero nunca lo hice en forma deliberada. En esos casos me traicionaba el corazón. Ni siquiera puedo culpar por ello a las leyes de la naturaleza, aunque esas leyes me oprimieron toda la vida. Me enferma recordar todo esto, pero, por lo demás, también estaba enfermo en esa época. Sólo me hacían falta uno o dos minutos para reconocer que se trataba de un montón de mentiras; todos esos arrepentimientos, esos estallidos emocionales y esas promesas de reformas, no eran otra cosa que embustes presuntuosos y nauseabundos. Y si ahora me preguntan por qué me torturaba y atormentaba de esta manera, les diré: me aburría de estarme sentado de brazos cruzados, .y entonces utilizaba esas tretas. Créanme, es cierto. Obsérvense con cuidado y entenderán que así funciona el asunto. Inventé todo tipo de historias acerca de mí y pasé por toda clase de aventuras para satisfacer mi necesidad de vivir. ¡Cuántas veces me convencí de que estaba ofendido, así no más, sin motivos! Y aunque sabía que no tenía motivos para estar ofendido, que todo eso era un invento, me provocaba tal estado de ánimo, que al final me sentía terriblemente ofendido. Experimentaba tan
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enérgicas tentaciones de utilizar artimañas de ese tipo, que a la postre perdía todos los frenos. Una vez, o más bien dos veces, traté de obligarme a enamorarme. ¡Y créanme, damas y caballeros, les aseguro que sufrí! Es claro que en el fondo del corazón no podía creer del todo en mis sufrimientos, y sentía ganas de reírme. Pero de cualquier manera era sufrimiento, de verdad, con celos, violencia y todos los demás adornos. Y todo eso por puro aburrimiento, damas y caballeros, puro aburrimiento. La inercia me aplastaba. -¿Y cuál puede ser el fruto natural, lógico, de la conciencia madura, sino la inercia? Y por inercia quiero decir estar conscientemente sentado, cruzado de brazos. Ya lo mencioné antes. Y lo repito una y otra vez: la gente espontánea y los hombres de acción pueden actuar porque son limitados y estúpidos. -¿Cómo me explicaré? Digámoslo as¡: a causa de sus limitaciones, esas personas confunden las más cercanas causas secundarias con las causas principales. De ese modo se convencen, con más rapidez y facilidad que otros, de que han encontrado una razón incontrovertible para actuar, y ya no tienen dudas en cuanto a la acción, y ésta, por supuesto, es lo importante. Es evidente que para 29
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actuar hay que estar plenamente satisfecho y libre de todo recelo. Pero tómenme a mí: -¿cómo puedo estar nunca seguro? -¿Dónde encontrare las razones primordiales para la acción, la justificación de ésta? ¿Dónde las buscaré? Ejerzo mi capacidad de razonamiento, y en mi caso, cada vez que creo haber encontrado una causa veo otra que parece ser primordial de verdad, etcétera, etcétera, hasta el infinito. Esta es la esencia misma de la conciencia y el pensamiento. Debe de ser otra ley natural. -¿Y qué sucede al final? Otra vez lo mismo. -¿Recuerdan cuando hablé de la venganza (apuesto a que no me siguió con atención)? Se dice que un hombre se venga porque cree que eso es lo justo. Ello implica que ha encontrado la razón primaria, la base para su acción, que en este caso es la Justicia. Esto le proporciona una tranquilidad espiritual absoluta, de modo que se venga sin escrúpulos, con eficiencia, en la seguridad de que actúa con honestidad y con criterio equitativo. Pero yo no veo justicia ni virtud en la venganza, por lo cual, si caigo en ella, lo hago sólo por rencor y cólera. La cólera, por supuesto, anula todas las vacilaciones y de este modo puede reemplazar las razones primarias, precisamente porque no es razón 30
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alguna. -¿Pero qué puedo hacer si ni siquiera tengo cólera? (Por aquí empecé; -¿recuerdan?) En mí, la cólera se desintegra químicamente, como todas las demás cosas, debido a esas condenadas leyes de la naturaleza. Cuando pienso; la cólera desaparece, se evaporan los motivos que tengo para estar colérico, jamás aparece la persona responsable, el insulto no es ya un insulto, sino un golpe del destino, lo mismo que un dolor de muelas, por el cual no puede hacerse responsable a nadie. Y así descubro que lo único que puedo hacer es propinarle otro golpe a la pared de piedra, y luego olvidarlo todo con otro encogimiento de hombros, pues todo se debe a que no he podido encontrar la razón fundamental del mal. Y si tratara de seguir mis sentimientos a ciegas, sin pensar en las causas primarias, si lograse mantener mi conciencia fuera del asunto, aun que sólo fuera por un tiempo; si me obligase a odiar o amar nada más que para dejar de estar sentado, cruzado de brazos, entonces, en el término de cuarenta y ocho horas cuando mucho, me odiaría por haber descendido al autoengaño. Y todo estallaría como una pompa de jabón y terminaría en la inercia. -¿Saben, damas y caballeros?, es probable que el único motivo que tenga para considerarme un 31
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hombre inteligente sea el de que nunca en la vida logré empezar o terminar nada. Lo sé, ya lo sé, soy un charlatán, un charlatán inofensivo y aburrido, como todos los de mi clase. -¿Pero cómo puedo evitarlo, si el destino inevitable de todo hombre inteligente es el de charlar, algo así corno llenar un vaso vacío con una botella vacía?
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VI ¡Si sólo mi no hacer nada se debiera a la pereza! ¡Cuánto respeto me tendría entonces! Sí, respeto, porque entonces sabría que por lo menos puedo ser perezoso, que poseo por lo menos un rasgo definido, algo positivo, algo de lo cual me es posible estar seguro. A la pregunta de "-¿Quién es él?", la gente respondería: "Un hombre perezoso". Sería maravilloso escuchar eso. implicaría que se me podría caracterizar con claridad, que algo se podría decir de mí. "Un hombre perezoso". ¡Pero si ésa es una vocación, un destino y una carrera, damas y caballeros! No se rían, es la verdad. Sería miembro del club más destacado del país, y mi ocupación de todo momento sería la de respetarme. Una vez conocí a un caballero que durante toda su vida se enorgulle33
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ció de ser un gran conocedor del Cháteau Lafitte. Lo consideraba una gran virtud, y nunca tuvo dudas al respecto. Murió con una conciencia no sólo limpia, sino además jubilosa. Y tenía absoluta razón. Si yo pudiera elegir, habría escogido para mí una carrera de perezoso, de glotón, pero que fuera al mismo tiempo un partidario de "lo bueno y lo bello". ¿Qué les habría parecido eso? Soñé con ello durante mucho tiempo. "Lo bueno y lo bello" lo tengo atragantado hoy, a los cuarenta años, pero no siempre fue así. En una época habría encontrado inmediatamente alguna actividad adecuada, como por ejemplo brindar por "lo bueno y lo bello". En toda oportunidad habría permitido que una lágrima me rodara por la mejilla y cayera en mi vaso, que habría levantado y vaciado por "lo bueno y lo bello". Y entonces todo o que existe bajo el sol se habría convertido en bondad v belleza. Lo habría descubierto en las porquerías más indiscutibles. Las lágrimas habrían manado de mí como gotas estrujadas de una esponja. Un artista pinta un cuadro de mierda. Muy bien, bebamos en seguida a la salud de ese artista, porque soy un amante de todo lo que es "bueno y bello". Algún autor escribe algo que será del gusto de todos; pues bebamos a la sa34
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lud de todos, ¡porque soy partidario de "lo bueno y lo bello"! Y por esto habría exigido respeto y atacado a cualquiera que me lo negara. Y así habría vivido sin preocupaciones y muerto en gloria. -¿Qué podría ser más delicioso? ¡Y piensen la barriga, la triple papada que habría conseguido, y la nariz rubicunda! Todos los que se tropezaran conmigo habrían dicho: ¡Ése es un hombre! ¡No cabe duda de que por lo menos es una persona real, positiva! Y digan lo que quieran, damas y caballeros. pero en nuestro siglo negativo resulta agradable escuchar cosas por el estilo.
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VII Pero éstos no son más que sueños dorados. ¿Quién fue el primero que dijo que el hombre hace cosas feas sólo porque no sabe cuáles son sus verdaderos intereses. que si alguien lo esclareciera en ese sentido dejaría inmediatamente de actuar como un cerdo y se volvería noble y bondadoso? Al verse esclarecido, continúa el argumento, y al advertir en qué consiste su verdadero interés, se daría cuenta de que éste tiene su centro en la acción virtuosa. Y como ya se sabe que un hombre no actúa en forma deliberada contra sus intereses, se seguiría de ello que no tendría más elección que la de volverse bueno. ¡Oh, cuánta inocencia! -¿Desde cuándo, en estos últimos milenios, ha actuado el hombre exclusivamente por su propio interés? -¿Y qué hay de los mi36
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llones de hechos que demuestran que los hombres, de modo deliberado y con pleno conocimiento de cuáles eran sus verdaderos intereses, los despreciaron y se precipitaron en una dirección distinta? Y lo hicieron por su propia cuenta, sin que nadie los aconsejara, negándose a seguir el camino seguro, trillado, y buscaron otro sendero, difícil, irrazonable, y lo siguieron con empecinamiento, a oscuras. -¿No sugiere esto que la testarudez y la terquedad eran más fuertes en esos hombres que sus intereses? ¡Interés! -¿Qué interés? -¿Pueden ustedes definir cuál es el interés de un ser humano? Y supongamos que el interés de un hombre no sólo concuerda con algo dañino, antes que con algo ventajoso, sino que además lo exige. Por supuesto, si ese caso es posible, entonces la regla queda reducida a polvo. Y ahora díganme: -¿es posible un caso así? Pueden reír, si lo desean, pero quiero que me contesten lo siguiente: -¿hay una medida exacta para las ventajas humanas? -¿No se omiten algunas que no pueden ser incluidas en esa clasificación? Por lo que puedo entender, ustedes han basado su escala de ventajas en promedios estadísticos y en fórmulas científicas pensadas por los economistas. Y como la escala está compuesta de intereses tales como la felicidad, la 37 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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prosperidad, la libertad, la seguridad y todo lo demás, un hombre que de modo deliberado hiciera caso omiso de dicha escala sería tachado por ustedes y también por mí, en realidad de oscurantista, de loco de remate. Pero lo verdaderamente notable es que !os estadísticos, los sabios y los humanitarios de ustedes, cuando hacen la lista de los intereses humanos, insisten en omitir uno de ellos. Jamás se acuerdan de él. con lo cual invalidan todos sus cálculos. Cualquiera creería que es muy fácil agregarlo a la lista. Pero ése es el problema: no encaja en ninguna escala ni diagrama. Por ejemplo, damas y caballeros, yo tengo un amigo; es claro que también es amigo de ustedes, y en realidad, de todo el mundo. Cuando está a punto de hacer algo, este amigo explica con palabras pomposas y en detalle de qué manera debe actuar para concordar con los preceptos de la justicia y la razón. Más aún, se muestra apasionado cuando perora sobre los intereses humanos; desprecia a los tontos miopes que no saben qué es la virtud o qué les conviene. Luego, exactamente quince minutos después, sin un motivo externo evidente, pero impulsado por algo interior, más fuerte que toda consideración de intereses, describe una pirueta y dice todo lo contra38
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rio de lo que ha venido diciendo. A saber, desacredita las leyes de la lógica y sus propios intereses; en una palabra, lo ataca todo. . . Ahora bien, como mi amigo es un tipo complejo, no es posible desecharlo por considerarlo un individuo raro. De manera que quizás exista algo que todos los hombres valoran por encima de las más altas ventajas individuales, o (para no ser ilógicos) es posible que haya una ventaja humana más ventajosa (precisamente la que siempre se omite), que también es más importante que las otras y por la cual un hombre, si es necesario, hará frente a la razón, el honor, la seguridad y la prosperidad en una palabra, a todas las cosas bellas y útiles, nada más que para alcanza, para lograr la ventaja más ventajosa de todas, la más cara para él. Y qué me interrumpirán ustedes; de cualquier manera es una ventaja. Un memento. Quiero expresarme con claridad. No es un problema de palabras. Lo notable de esta ventaja es que trastorna todas las clasificaciones y tablas compuestas por los humanitanistas para felicidad del género humano. Las ahuyenta, por decirlo así. Pero antes de dar nombre a esa ventaja, permítaseme comprometerme y declarar que iodos esos 39
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encantadores sistemas, todas esas teorías que explican al hombre cuál es su verdadero interés, de modo que al alcanzarlo se vuelva en el acto bueno y noble, todas ellas no son, en mi opinión, otra cosa que estériles ejercicios de lógica. Sí, nada más que eso. Por ejemplo, proponer la teoría de la regeneración humana por la búsqueda de sus verdaderos intereses es, creo yo, casi como... bueno, como decir, cual dice H. T. Buckle, que el hombre madura bajo la influencia de la civilización y se vuelve menos sanguinario y menos propenso a hacer la guerra. Para llegar a esta conclusión parece haber seguido un razonamiento lógico. Pero los hombres adoran los razonamientos abstractos y Las sistematizaciones bien elaboradas, a tal punto, que no les molesta deformar la verdad, cierran los ojos y los oídos a todas las pruebas que los contradicen, con tal de conservar sus construcciones lógicas. Y yo diría que el ejemplo que he tomado aquí es en verdad flagrante. No hay más que mirar en torno y se verán derramamientos de sangre, y la sangre es derramada casi jugando, como si fuese champagne. ¡Ahí tienen a Estados Unidos, esa indisoluble unión, hundida hasta el cuello en la guerra civil! Ahí tienen la farsa de SchleswigHolstein 40
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-¿Y qué hay en nosotros que haya sido suavizado por la civilización? Afirmo que lo único que ésta hace es desarrollar en el hombre una mayor capacidad para experimentar una mayor variedad de sensaciones. Y nada, absolutamente nada más. Y gracias a ?se desarrollo, es posible que el hombre pueda todavía aprender a gozar con el derramamiento de sangre. ¡Pero si eso ya ha sucedido! -¿Se han dado cuenta, por ejemplo, de que los tiranos más refinados y sanguinarios, comparados con quienes los Atila y los Stenka Razin equivalen a simples niños de coro, son a menudo exquisitamente civilizados? En realidad, si no resultan tan notables es porque hay demasiados de ellos, y porque se nos han vuelto demasiado familiares. La civilización ha hecho al hombre no siempre más sediento de sangre, por lo menos más furiosa, más horriblemente sanguinario. En el parado se veía justicia en el derramamiento de sangre, y se mataba, sin mayores remordimientos de conciencia, a aquellos a quienes se consideraba necesario matar. Hoy aunque consideramos espantoso derramar sangre, seguimos haciéndolo, y en escala mucho mayor que hasta ahora. Se ha dicho que Cleopatra y, por favor, perdónenme por este ejemplo de la historia antigua 41
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sentía placer cuando clavaba agujas de oro en los pechos de sus esclavas, que se deleitaba con sus gritos y contorsiones. Podrán ustedes objetarme que esto sucedía en tiempos relativamente bárbaros; o quizá digan que todavía hoy vivimos en una época bárbara (también en términos relativos), que todavía se clava agujas a la gente y que aun hoy, aunque el hombre ha aprendido a tener más discernimiento que en tiempos antiguos, todavía debe aprender a seguir los dictados de su razón. Ello no obstante, en los pensamientos de ustedes no cabe ruda alguna de que lo aprenderá en cuanto s° haya liberado de ciertas malas costumbres antiguas, y cuando e! buen sentido y la ciencia hayan reeducado por completo la naturaleza humana, dirigiéndola por los caminos adecuados. Parecen estar seguros de que el hombre mismo abandonará sus extravíos por su propia y libre voluntad, y dejará de oponer su arbitrio a sus intereses. Más aún: dicen que la ciencia enseñará al hombre (aunque se me ocurre que, esto es un lujo que no tiene voluntad ni caprichos que en verdad nunca los tuvo, que es algo así como un teclado de piano o un pedal de órgano; que, por otra parte, hay en e! universo leyes naturales, y que todo lo que lo Ocurre sucede fuera de su 42
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voluntad, por sí mismo. como si dijéramos, en consonancia con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto, lo único que queda por hacer es descubrir esas leyes y el hombre ya no será responsable de sus actos. Entonces la vida resultará en verdad fácil para él. Todo:, los actos humanos serán incorporados, por medio de una lista, a algo así como tablas de logaritmos, digamos hasta el número 108.000, y trasladados a un almanaque. O mejor aún, aparecerán catálogos destinados a ayudarnos tal como lo hacen los diccionarios y las enciclopedias. Contendrán detallados cálculos y pronósticos exactos de todo lo que vendrá, de modo que ya no sean posibles en este mundo las aventuras ni la acción. Y entonces ustedes son quienes hablan surgirán nuevas relaciones económicas, relaciones hechas de medida y calculadas de antemano con precisión matemática, de forma que en el acto desaparecen todos los problemas posibles, porque todos reciben las soluciones posibles. Y entonces se levantará el utópico palacio de cristal; y entonces. . . bueno, la vida será eterna bienaventuranza. Por supuesto, no pueden garantizar (ahora hablo yo) que eso no resulte espantosamente aburrido (-¿pues qué se podrá hacer cuando todo esté pre43
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determinado por los almanaques?). Pero, por otra parte, todo estará planeado en forma muy razonable. Pero es posible que uno haga cualquier cosa de puro tedio. Por aburrimiento se clava agujas de oro a la gente. Pero eso es nada. Lo verdaderamente malo (soy yo quien vuelve a hablar) es que entonces las agujas de oro serán consideradas una bendición. El problema del hombre consiste en que es estúpido. Fenomenalmente estúpido. O sea, que aunque no sea estúpido de veras, es tan desagradecido, que no es posible encontrar otra criatura tan ingrata. A mí, por ejemplo, no me sorprendería en modo alguno, si, en esa futura era de la razón, apareciera de pronto un caballero con una sonriseta desagradecida, o digamos retrógrada, y, con los brazos en jarra, nos dijera: -¿Qué les parece, amigos?, mandemos esta razón al demonio, saquémonos de debajo de los pies todas estas tablas de logaritmos y volvamos a nuestras propias y estúpidas costumbres. Eso no es tan enojoso por sí mismo: lo malo es que ese caballero encontraría partidarios, con toda seguridad. Porque así está hecho el hombre.
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Y la explicación es tan sencilla, que casi no parece haber necesidad de presentarla; a saber, que un hombre, siempre y en todas partes, prefiere actuar como se le antoja, y no como le dicen la razón y sus intereses, pues es muy posible que sienta deseos de actuar contra sus intereses, y en algunos casos digo que desea positivamente actuar de esa manera. Pero esa es mi opinión personal. De manera que la libre e ilimitada elección de uno, el capricho individual, aunque sea el más loco, producto de una fantasía llevada a veces hasta el frenesí, ésa es la ventaja más ventajosa que no puede ser incorporada a ninguna tabla ni escala, y que convierte en polvo, con su solo contacto, todos los sistemas y todas las teorías. -¿Y de dónde sacaron todos esos sabios la idea de que el hombre debe de tener algo que en opinión de ellos es una serie de deseos normales y virtuosos? -¿Qué les hace creer que la voluntad humana tiene que ser razonable y concorde con sus intereses? Lo único que el hombre necesita de veras es la voluntad independiente, a toda costa y sean cuales fueren las consecuencias. Hablando de la voluntad, maldito sea si. ..
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VII ¡Ja, ¡a, ja! Hablando en términos estrictos, ¡eso que se llama voluntad no existe! me interrumpirán ustedes con una risotada. Hoy la ciencia ha logrado disecar al hombre lo suficiente como para poder afirmar que lo que conocemos con el nombre de deseo y libre albedrío no es más que... ¡Esperen, esperen un momento! Ya iba a llegar a eso. Admito que inclusive me asustó un poco. Estaba a punto de decir que la voluntad dependía del diablo sabe qué, y que quizá deberíamos estarle agradecidos a Dios por eso, pero entonces .me acordé de la ciencia y eso me frenó. Y en ese momento ustedes me interrumpieron. Ahora bien, supongamos que un día descubrieran de verdad una fórmula que constituyera la raíz de todos nuestros 46
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deseos y caprichos, y que nos dijera de qué dependen éstos, a qué leyes están sometidos, cómo se desarrollan, hacia qué apuntan en tal y cual caso, etcétera; es decir, supongamos que encontrasen una verdadera ecuación matemática. Bueno, lo más probable es que entonces el hombre deje de tener deseos. Casi con seguridad. -¿Qué alegría podría encontrar en el hecho de funcionar de acuerdo con una tabla de tiempos? Más aún, se convertiría en un pedal de órgano, o algo por el etilo, -¿pues qué es un hombre sin voluntad, deseos, ni aspiraciones, sino un pedal de órgano? Examinemos, por consiguiente, las posibilidades de que eso ocurra o no. -¿Qué les parece a ustedes? Hmmm me dirán, la mayor parte de nuestros deseos son errados a consecuencia de una evaluación equivocada de cuáles son nuestros intereses. Si a veces deseamos algo que no tiene sentido ello se debe a que, en nuestra estupidez, creemos que es la forma más fácil de lograr una supuesta ventaja. Pero cuando todo eso nos ha sido explicado y el elaborado en una hoja de papel (lo cual es posible, porque es despreciable y carente de razón afirmar que pueden existir leyes de ,a naturaleza que el hombre no logre penetrar), tales deseos dejarán sencillamente 47 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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de existir. Pues cuando el deseo se combina con la razón, en lugar de desear razonamos. En ese, caso resulta imposible conservar la razón y desear algo insensato, es decir, nocivo. Y en cuanto sea posible computar todos nuestros deseos y razonamientos (pues llegará el día en que entendamos qué es lo que gobierna a lo que ahora describimos como nuestro libre albedrío), es probable que contemos con algún tipo de tablas que orienten nuestros deseos, lo mismo que cualquier otra cosa. De manera que si un hombre le saca la lengua a alguien, será porque no puede dejar de sacarla, y porque tiene que hacerlo colocando la cabeza exactamente en el ángulo en que lo hace. -¿Y qué libertad quedará entonces en él, en particular si es un hombre culto, un hombre de ciencia diplomado? ¡Pues podrá planificar su vida con treinta años de anticipación! De todos modos, si se llega a eso, no tendremos más remedio que aceptarlo. Debemos repetirnos a cada rato que en ningún momento ni lugar nos pedirá la naturaleza permiso para nada; que debemos aceptarla tal como es, y no tal como nos la pintamos en la imaginación; que si avanzamos hacia los gráficos, las tablas de tiempos y aun los tubos de ensayo, bueno, tendremos que aceptar todo eso, ¡incluido, por supuesto, 48
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el tubo de ensayo! Y si no queremos aceptarlo, la naturaleza misma hará que... Sí, sí, ya sé, ya sé. .. Pero ahí hay un inconveniente, por lo que a mí respecta. Tendrán que perdonarme, damas y caballeros, si me hago un embrollo con mis propios pensamientos. Hay que tener en cuenta el hecho de que me he pasado los cuarenta años de mi vida en una cueva de ratones, debajo del piso. Permítanme, entonces, que dé rienda suelta a mi fantasía. Admito que la razón es algo bueno. Eso no se puede discutir. Pero la razón es sólo razón, y no hace más que satisfacer las exigencias racionales del hombre. Por otra parte, el deseo es la manifestación de la vida misma de toda la vida, y lo abarca todo, desde la razón hasta el impulso de rascarse. Y aunque la vida puede convertirse a menudo en un asunto sucio cuando somos orientados por nuestros deseos, sigue siendo vida, y no una serie de extracciones de raíces cuadradas. Yo, por ejemplo, por instinto quiero vivir, ejercer todos los aspectos de la vida que hay en mí, y no sólo la razón, que equivale quizás a no más de un vigésimo del todo.
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-¿Y qué sabe la razón? Sólo sabe lo que ha tenido tiempo de aprender. Muchas cosas seguirán siendo desconocidas para ella. Esto hay que decirlo aunque no tenga nada de alentador. Pero la naturaleza humana es todo lo contrario. Actúa como una entidad, usa todo lo que tiene, lo consciente y lo inconsciente, y aunque nos engañe, vive. Sospecho, damas y caballeros, que me están mirando con compasión, preguntándose cómo no logro entender que un hombre esclarecido y culto, como el hombre del futuro, no puede tener deseos deliberados de perjudicarse. Para ustedes es una cuestión de matemáticas puras. De acuerdo, es matemáticas. Pero déjenme repetirles por centésima vez que existe un caso en que el hombre puede desear, con plena conciencia, hacerse algo dañino, estúpido y aun totalmente idiota. Y lo hará para dejar sentado su derecho a desear las cosas más idiotas, y para no verse obligado a tener sólo deseos sensatos. -¿Pero qué sucede, amigos míos, si un capricho absurdo resulta ser la cosa más ventajosa de la tierra para nosotros, como a veces sucede? En términos específicos, puede resultar más ventajoso para nosotros que cualquier otra ventaja, aun cuando resulte evidente que nos hace daño y que contraría 50
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todas las conclusiones sensatas de nuestra razón respecto de nuestros intereses. Porque, suceda lo que sucediere, nos deja nuestra posesión más importante, más preciada: nuestra individualidad. Algunas personas reconocen, por ejemplo, que el deseo podría ser lo que el hombre más atesora. Es claro que el deseo, si así lo quiere, puede concordar con la razón, en especial si se lo usa con frugalidad, sin ir nunca demasiado lejos. Entonces el deseo resulta muy útil, y hasta digno de elogio. Pero en realidad, en general está en empecinado desacuerdo con la razón... y... y... permítanme que les diga que esto también es útil y digno de elogio. Supongamos, damas y caballeros, que el hombre no es estúpido. (Porque, en verdad, si decimos que es estúpido, -¿a quién podremos llamar inteligente?) Pero aunque no sea estúpido, es monstruosamente desagradecido. ¡Fenomenalmente desagradecido! Inclusive diría que la mejor definición del hombre es: un bípedo desagradecido. Pero ése no es todavía su defecto principal. Su principal defecto es su perversidad crónica, y ha sufrido de ella a todo lo largo de la historia, desde el Diluvio hasta la crisis de Schleswig Holstein. Perversidad y, por lo tanto, falta de buen sentido, pues bien se sabe que la perversi51
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dad de debe a la carencia de buen sentido. Echen una ojeada ala historia de la humanidad y díganme qué ven en ella. -¿Les parece majestuosa? Es posible. El Coloso de Rodas es lo bastante impresionante como para haber impulsado al señor Anaievski a decir que algunos la consideran una obra del hombre y otros una creación de la naturaleza. -¿La encuentran llena de colorido? Sí, supongo que en la historia humana hay mucho color. Piénsese en todos los uniformes militares y en todas las vestimentas civiles. Esto por sí mismo parece bastante impresionante. Y si pensamos en todos los uniformes que se usan en todas las ocasiones semioficiales, hay tanto colorido, que cualquier historiador quedaría deslumbrado. -¿Les parece monótona? Sí, hay mucho de razón en eso. Combaten y combaten y combaten; están combatiendo ahora, lucharon antes y volverán a hacerlo en el futuro. Sí, convengo en que es un poco monótona. De modo que ya ven: sobre la historia mundial se puede decir cualquier cosa; todas y cualquiera de las cosas que se le pueda ocurrir a la imaginación más mórbida. Menos una. No se puede decir que la historia sea razonable. La palabra se le queda a uno en la garganta. Y he aquí lo que sucede a cada rato: 52
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hombres buenos y razonables, sabios y humanitarios, tratan de vivir una vida constantemente buena y sensata, de servir, por decirlo así, de antorchas humanas para iluminar el camino de sus prójimos, para demostrarles que puede hacerse. -¿Y qué resulta de ello? Por supuesto, tarde o temprano, estos amantes del género humano se dan por vencidos, algunos en medio de un escándalo, y a menudo de un escándalo bastante indecente. Y ahora quiero preguntarles algo: -¿qué se puede esperar del hombre, si se tiene en cuenta que es una criatura tan extraña? Se pueden derramar sobre él todas las bendiciones de la tierra, ahogarlo en dicha, de modo que sólo se vea las burbujas que suben a la superficie de su ventura; se le puede otorgar tal seguridad económica, que no tenga que hacer otra cosa que dormir, mordisquear tortas y preocuparse de impedir que la historia mundial se interrumpa. Y aun entonces, por pura malicia e ingratitud, el hombre les hará una sucia jugarreta. Inclusive pondrá en peligro su torta, en beneficio de la más flagrante estupidez, de la tontería económicamente más insegura, nada más que para inyectar sus propias fantasías, desastrosas y letales, en toda la solidez y sensatez que lo rodean. Precisamente quie53
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re preservar sus perniciosas fantasías y sus vulgares trivialidades, aunque sólo sea para asegurarse de que los hombres siguen siendo hombres (como si eso fuera tan importante), y no teclados de piano que responden a las leyes de la naturaleza. Quién sabe por qué, al hombre le molesta la idea de no poder desear sí ese deseo no figura en su tabla de tiempos en ese momento. Pero aunque el hombre no fuese otra cosa que una tecla de piano, aunque tal cosa se le pudiera demostrar por métodos matemáticos, no volvería en sí, sino que utilizaría alguna de sus tretas, por pura ingratitud, nada más que por salirse con la suya. Y si no los tuviera a mano, inventaría los medios de destrucción, de caos, y todos los tipos de sufrimientos necesarios para lograr su objetivo. Por ejemplo, maldeciría en voz lo bastante alta para que todo el mundo lo escuchara maldecir es prerrogativa del hombre, y lo distingue de todos los demás animales, y quizás el solo hecho de maldecir le daría lo que quiere, es decir, le demostraría que es un hombre, y no una tecla de piano. Pero se puede decir que también esto es posible calcularlo de antemano e incluirlo en la lista el caos, las maldiciones y todo, y que la posibilidad misma 54
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del cálculo lo impediría, de forma que predominaría la cordura. ¡Oh, no! En ese caso el hombre enloquecería adrede, nada más que para inmunizarse a la razón. Creo que esto es así y estoy dispuesto a jurarlo, porque me parece que el sentido de la vida del hombre consiste en demostrarse a sí mismo, a cada instante, que es un hombre, y no una tecla de piano. Y el hombre seguirá demostrándolo, y pagándolo con su piel; si hace falta, se convertirá en un troglodita. Y como esto es así, no puedo dejar de alegrarme de que las cosas sigan siendo como son y que por el momento nadie sepa qué es lo que determina nuestros deseos. Y ahora ustedes me gritan que nadie tiene la intención de privarme de mi libre albedrío, que sólo tratan de disponer las cosas de modo que mi voluntad coincida con mis intereses, con las leyes de la naturaleza y con la aritmética. ¡Ah, damas y caballeros, no me hablen del libre albedrío cuando se trata de tablas y de aritmética, cuando todo será deducible de dos y dos son cuatro! No hace falta el libre albedrío para descubrir que dos más dos son cuatro. :No es eso lo que yo llamo libre albedrío! 55
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IX Por supuesto que bromeo, mis amigos, y me doy cuenta de que mis bromas son débiles. Pero no es posible reírse de todas las cosas. Quizá bromeo entre dientes. Es que me obsesionan ciertos problemas, y puede que ustedes me permitan formularios. Ustedes, por ejemplo, quieren curar, al hombre de sus malas costumbres antiguas y reformar su voluntad de acuerdo con las exigencias de la ciencia y el buen sentido. -¿Pero qué les hace creer que el hombre puede o debe ser cambiado de esa manera? -¿Qué los lleva a la conclusión de que es absolutamente necesario modificar los deseos del hombre? ¿Cómo saben que esa corrección resultará provechosa para el hombre? Y si me permiten hablar con 56
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toda franqueza, -¿por qué están tan seguros de que el hecho de abstenerse de actuar en contradicción con los propios intereses, tal como lo determinan la razón y la aritmética, es siempre beneficioso para uno y que ello rige para la humanidad en su conjunto? Hasta ahora, éstas sólo son suposiciones de ustedes. Admitiré que concuerdan con las leyes de la lógica. -¿Pero concuerdan también con la ley humana? Y por si creen que estoy loco, déjenme explicarles. Acepto que el hombre es un animal creador, condenado a luchar conscientemente para llegar a una meta, dedicado a una permanente obra de ingeniería, por decirlo así, atareado construyéndose caminos que conducen a alguna parte. .. no importa adónde. Y quizá, si de vez en cuando siente deseos de extraviarse, es sólo porque está condenado a construir ese camino; hasta el hombre de acción, por estúpido que sea, debe de darse cuenta de vez en vez que su camino siempre va a alguna parte, y que lo principal no es adónde va, sino mantener al niño bien intencionado en sus labores de ingeniería, con lo cual se lo salva de las trampas mortíferas de la ociosidad, que, como bien se sabe, es la madre de todos los vicios. Es indiscutible que al hombre le 57 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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encanta crear y construir caminos. -¿Pero por qué le agradan también el caos y el desorden, aun en su vejez? ¡Explíquenme eso, si pueden! Pero esperen, antes me gustaría decir unas palabras acerca de este asunto. Me pregunto si no le agradará tanto el caos y la destrucción porque tiene miedo, por instinto, de llegar a la meta por la cual trabaja. . . -¿Cómo es posible saberlo?; quizá le agrade su objetivo sólo desde lejos; quizá sólo le guste contemplarlo y no vivir en él, y, cuando llega el momento, cedérselo a los animales, como por ejemplo a las hormigas, ovejas y otros. Por supuesto, las hormigas son distintas. Tienen una obra de ingeniería maravillosa y perdurable en la cual trabajar: el hormiguero. Y las respetables hormigas empezaron con su hormiguero, y lo más probable es que terminen con él, lo cual constituye un gran mérito que se debe anotar en la cuenta de su perseverancia y unidad de criterio. Pero el hombre es frívolo e impredecible, y quizá, como a un jugador de ajedrez, sólo le complace el medio, y no la meta misma. -¿Y quién podría decirlo?; es posible que el objetivo de la vida del hombre sobre la tierra consista precisamente en ese esforzarse en forma ininterrumpida por alcanzar una meta. Es decir, que el 58
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objetivo es la vida misma, y no la meta, que, por supuesto, no debe de ser otra que dos más dos son cuatro. Y dos veces dos, damas y caballeros, no es ya la vida, sino el comienzo de la muerte. Por lo menos, el hombre siempre temió ese dos más dos igual a cuatro, y eso es lo que ahora me asusta a mí. Supongamos que el hombre no hace otra cosa que buscar ese dos veces dos, que cruza océanos y sacrifica su vida en esa búsqueda, mientras en realidad, todo el tiempo, tiene miedo de descubrir que el resultado es cuatro. Siente que en cuanto lo haya descubierto, ya no le quedará nada que buscar. Al menos los trabajadores, cuando reciben su dinero al final de la semana, van a la taberna, y luego quizá terminan en el cuartel de policía, de forma que siempre disponen de algo que los mantiene ocupados. Pero en otro sentido, -¿qué puede hacer el hombre consigo cuando logra uno de sus objetivos? Cuando ello sucede, se advierte en él, por lo menos, cierta torpeza. Adora el esfuerzo necesario para lograr, pero no goza especialmente con lo que logra. Gracioso, -¿verdad? Sí, el hombre es un animal cómico, y es evidente que hay una broma en todo esto. Aun así, digo que dos veces dos es una noción insoportable, una imposición arrogante. Esta ima59
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gen del dos más dos se yergue ahí, las manos en los bolsillos, en mitad del camino de uno, y escupe hacia nuestro lado. Pero estoy dispuesto a reconocer que dos más dos son cuatro es una cosa hermosa. Sin embargo, si vamos a alabar todo de esa manera, entonces digamos que dos veces dos son cinco resulta también delicioso de vez en cuando. -¿Y por qué están tan seguros, tan convencidos y conscientes de que sólo lo normal y lo positivo, es decir, sólo lo que promueve el bienestar del hombre, resulta beneficioso para él? -¿No podría la razón equivocarse en cuanto a lo que constituye una ventaja? -¿Por qué no habrían de gustarle al hombre otras cosas que su bienestar? Quizás el sufrimiento le resulte tan beneficioso como el bienestar. En rigor, el hombre adora el sufrimiento. Con apasionamiento. Es un hecho. Para comprobarlo no hace falta siquiera recurrir a la historia universal. Pregúnteselo usted mismo, si ha tenido alguna experiencia de la vida. Y personalmente, pienso inclusive que es vergonzoso gustar del bienestar por sí mismo. Esté bien o mal, es muy agradable romper algo de vez en cuando. En realidad, no defiendo el sufrimiento, lo mismo que no defiendo el bienestar. Abogo por el 60
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capricho, y quiero tener el derecho de usarlo cuando se me ocurra. Sé, por ejemplo, que el sufrimiento es inadmisible en las comedías teatrales. En el utópico palacio de cristal sería inconcebible, pues el sufrimiento significa dudas y negación, -¿y qué tipo de palacio de cristal sería ése, si la gente tuviera dudas acerca de él? Sin embargo, estoy seguro de que el hombre jamás abandonará el verdadero sufrimiento, es decir, el caos y la destrucción. ¡Pero si el sufrimiento es la única causa de la conciencia! Y aunque al principio declaré que la conciencia es la mayor plaga del hombre, sé que le agrada y que no la cambiará por ningún beneficio. La conciencia, por ejemplo, pertenece a un orden mucho más elevado que dos más dos. Es claro que después de dos más dos no nos quedará ya nada que hacer, ni nada que descubrir. Lo único que nos quedará será despedirnos de nuestros cinco sentidos y hundirnos en la contemplación. Con la conciencia tampoco tenemos mucho que hacer, pero por lo menos podemos lacerarnos de tiempo en tiempo, lo cual nos reanima un tanto. Puede que ello vaya contra el progreso, pero es mejor que nada.
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X De modo que ustedes creen en un indestructible palacio de cristal, en el cual no les será posible sacar la lengua, ni hacer ruidos groseros con los labios, ni siquiera aunque se cubran la boca con la mano... Pero yo tengo miedo de semejante palacio, precisamente porque es indestructible, porque en él nunca se me permitirá sacar la lengua. Traten de entender: si en lugar de ese palacio sólo hubiera un gallinero, y si yo tuviera que meterme en él para guarecerme de la lluvia, no lo llamaría palacio nada más que por gratitud, porque me permitiese no mojarme. Pueden ustedes reírse y decir que para ese fin no tiene importancia que se trate de un gallinero o un palacio. Y yo concordaría con
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ustedes si el único objetivo de la vida fuese el de no mojarse. Pero supongamos que he decidido que mantenerme seco no es la única razón que tengo para vivir, y que, ya que estamos en eso, sería mejor que tratáramos de vivir en palacios... Ese es mi deseo y mi elección. Y ustedes lograrán cambiarlo sólo cuando consigan modificar mis preferencias. Háganlo, si pueden. Pero entre tanto, permítanme distinguir entre el gallinero y el palacio. Supongamos ahora que el palacio de cristal es una ilusión, que las leyes de la naturaleza no lo toleran, que yo lo he soñado, en mi estupidez, influido por ciertos antiguos e irracionales hábitos de pensamiento, comunes a mi generación. Pero es claro que me importa muy poco si las leyes de la naturaleza lo toleran o no. -¿Y qué importancia podría tener eso, puesto que existe en mi deseo? -¿O más bien, que existe, dado que existe mi deseo? -¿Vuelven a reír? Adelante, ríanse, pero no pienso decir que mi vientre está lleno cuando tengo hambre; no me conformaré con términos medios, con un cero infinitamente repetido, nada más que porque alguna ley le permite repetirse, nada más que 63
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porque está ahí. No acepto, como coronación de mis sueños, un enorme edificio para los pobres, con departamentos arrendados por mil años y una placa de dentista afuera, para casos de emergencia. Pero estoy dispuesto a seguirlos en cuanto hayan eliminado mis deseos, destruido mis ideales, para remplazarlos por algo mejor. Y si. se preguntan por qué habrían de molestarse por mí, yo puedo decirles lo mismo. Hablo con toda seriedad, pero si no quieren malgastar su tiempo y su atención en mí, eso no me destrozará el corazón. Tengo mi agujero bajo el piso, -¿recuerdan? Y entre tanto seguiré viviendo y deseando, ¡y que se me seque el brazo derecho si contribuyo con un solo ladrillo a esa casa de departamentos de ustedes! Olvídense de lo que dije antes, sobre rechazar el palacio de cristal porque en él no se me permitirá sacarle la lengua a nadie. Lo dije, no porque me encante sacar la lengua, sino porque todavía tengo que ver un edificio de ustedes en el cual uno pueda abstenerse de sacar la lengua. Por el contrario, estoy dispuesto a que me corten la lengua, por pura gratitud, si se consigue que nunca más vuelva a sentir deseos de sacarla. -¿Pero qué puedo hacer si eso no es posible, y si entre tanto se me invita a aceptar 64
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departamentos baratos? -¿Por qué he sido provisto de todos estos deseos? -¿Acaso sólo para llegar a la conclusión de que no son otra cosa que una gran estafa? -¿Ese es el objetivo de todo? No lo creo. Pero después de todo lo que acabo de, decir, ¿quieren que les diga algo más? Estoy seguro de que los habitantes de las cuevas de ratones, como soy yo, deberían ser mantenidos fuera del paso. Los de esa especie pueden pasarse cuarenta años sentados debajo del piso, en cualquier parte, pero en cuanto escapan, en cuanto salen de ahí, hablan y hablan y hablan; hablan sin parar, hasta cansarse.
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XI ¡Por lo cual, en definitiva, damas y caballeros, lo mejor es no hacer nada! ¡Lo mejor es la inercia consciente! ¡Un brindis a mi agujero de abajo del piso! Y aunque dije que los hombres normales me ponían verde de envidia, en las circunstancias actuales no ocuparía su lugar... aunque seguiré envidiándolos. No, no, mi agujero es mejor, ¡dígase lo que se dijere! Allí por lo menos es posible... ¡ah, ya empiezo, otra vez, con mentiras! Miento porque sé, como que dos más dos son cuatro, que no es la cueva de ratón lo mejor, sino algo muy distinto, algo que ansío pero que no puedo encontrar. ¡Al demonio con la cueva de ratón! Me sentiría mejor si pudiera creer en algo de lo que he escrito aquí. Pero juro que no puedo creer 66
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en una sola palabra. Es decir, lo creo en cierta manera, pero al mismo tiempo siento que estoy mintiendo como un hijo de perra. -¿Y entonces por qué ha escrito todo eso? podrán preguntarme. Bueno, me gustaría meterlos en una ratonera durante cuarenta años, más o menos, sin nada que hacer, y al final de ese lapso me agradaría ver en qué estado se encontrarían. -¿Les parece lícito dejar a un hombre solo durante cuarenta años, sin nada que hacer? Y lo que hace ahora, -¿no le parece despreciable? me dirán, quizás encogiéndose de hombros con desdén. Dice que ansía vivir, y trata de solucionar los problemas de la vida por medio de una lógica enmarañada. Y es tan insistente, tan arrogante y al mismo tiempo tan temeroso. . . Dice infinidad de tonterías, y se siente satisfechísimo con ellas. Se muestra insultante, pero como teme las consecuencias, no hace más que pedir disculpas. Trata de convencernos de que no teme a nada; pero lo sorprendemos amedrentado. Nos dice que está colérico y que habla entre dientes, pero a cada rato trata de parecer gracioso y de hacernos reír. Tiene conciencia de que sus chistes no son muy jocosos, 67 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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pero parece encontrarles ciertos méritos literarios. Es posible que haya tenido que sufrir, pero no parece tener respeto alguno por sus sufrimientos. Hay algo de verdad en usted, pero no humildad; y su verdad la extrae de la más mezquina vanidad, y la saca para exhibirla, para ofrecerla en venta, para deshonrarla. Por cierto que tiene algo que decir, pero oculta sus palabras finales por miedo, porque en realidad no tiene valentía, sino sólo la impertinencia de un cobarde. Se jactó en relación con su conciencia, pero no puede entender nada con claridad porque, aunque su cabeza es lúcida, su corazón es lóbrego a causa de sus desenfrenos, y sin un corazón puro es imposible una verdadera conciencia. ¡Y es tan indiscreto, tan atropellador, tan exhibicionista! Ah, no dice otra cosa qué mentiras, mentiras y más mentiras. . . Por supuesto, yo he inventado todas estas palabras. También ellas salen de mi cueva. Me pasé cuarenta años escuchando las palabras de ustedes a través de una hendidura, mientras permanecía sentado en mi cueva, debajo del piso. No tenía otra cosa que hacer. De modo que ahora ya las conozco de memoria, y no es extraño que haya podido asentarlas de este modo, en forma literaria. 68
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-¿Pero en verdad son ustedes tan crédulos como para imaginar que publicaré todo esto para que lo lean? Y hay otro enigma que me gustaría solucionar: -¿por qué los llamo "damas y caballeros" y me dirijo a ustedes como si en realidad fuesen mis lectores? El tipo de confesiones que estoy a punto de hacer aquí no se publica, ni las da uno a otras personas para que las lean. Yo, por lo menos, no tengo suficiente decisión para hacerlo, ni siento que haya necesidad alguna de ello. Pero se me ha metido una idea en la cabeza, y quiero realizarla a cualquier costo. Quiero decir que en el pasado de todos los hombres hay cosas que no admiten, salvo ante sus amigos más íntimos. Hay otras cosas que no admiten siquiera ante sus amigos, sino sólo para sus adentros... y ello en el plano más estrictamente confidencial. Pero también hay cosas que un hombre no se atreve a reconocer ni siquiera para sí, y todos los hombres decentes tienen una acumulación bastante grande de esas cosas. En realidad, cuanto más decente es el hombre, mayor es la acumulación. Sólo hace muy poco me atreví a explorar parte de mis aventuras pasadas, que hasta entonces había eludido con particular ansiedad. Pero ahora que me 69
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he obligado a recordarlas, y que inclusive me atrevo a escribirlas, quiero hacer una prueba para ver si es posible ser completamente franco y no temer la verdad desnuda. Me agradaría incluir aquí una observación de Heine, en el sentido de que las autobiografías sinceras son casi imposibles, y que el hombre está obligado, a mentir respecto de sí. En su opinión, Rousseau debe de haber mentido en forma deliberada, y por pura vanidad, al hablar de él en las Confesiones. Estoy seguro que Heine tiene razón. Me doy cuenta de que es posible que uno mismo se acuse de delitos de envergadura, nada más que por vanidad. Eso, como es lógico, puede ser. Pero Heine juzgaba a un hombre que se había confesado en público. Ahora, en mi caso, esto lo escribo sólo para mí, porque si bien me dirijo a lectores imaginarios, lo hago nada más que porque me resulta más fácil escribirlo así. Es sólo cuestión de forma, nada más, pues como dije antes, jamás tendré lectores. No quiero que se interponga en mi camino ninguna consideración de composición literaria. No me preocuparé de planificar y ordenar anotaré todo lo que me acuda al pensamiento.
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Es claro que ahora ustedes pueden creer que me tienen atrapado, y me preguntarán por qué, si en verdad no espero tener lectores, me preocupo de registrar todas estas explicaciones en cuanto a que escribo sin un plan, a que anoto lo que me surge a la mente, etcétera. -¿Cuál es, entonces, el sentido de todas estas excusas y disculpas? Mi respuesta es: las cosas son así. Eso tiene toda una explicación psicológica. Quizá se deba a que soy un cobarde. También es posible que si imagino un público, mi conducta sea más decorosa mientras escribo esto. Puede haber millares de razones. Y además hay otra cosa. -¿Por qué, se preguntará, necesito escribirlo? Si no es para el público, -¿no puedo dedicarme a recordar mentalmente, sin poner las cosas en el papel? Es una buena pregunta, pero siento que escribirlo le confiere dignidad. La palabra escrita tiene algo de impresionante; resulta más conducente al autoanálisis, y mi confesión tendrá más estilo. Por otra parte, es posible que el proceso mismo de escribir me alivie un tanto. Hoy, por ejemplo, me oprime en forma especial un viejo recuerdo. Me volvió con claridad hace unos días, y desde entonces ha sido como una melodía exaspe71
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rante, que no puedo sacarme de la cabeza. Pero debo liberarme de él. Tengo centenares de recuerdos por el estilo, y de vez en cuando uno de ellos se destaca de la masa y empieza a atormentarme. Siento que si lo escribo, lo eliminaré. -¿Por qué no intentarlo? Y por último, me aburre esto de no hacer nunca nada. Escribir cosas se parece un poco a trabajar, ¡y he oído decir a la gente que el trabajo hace que los hombres sean buenos y honrados! De manera que, en fin de cuentas, quizás haya todavía una posibilidad para mí. Hoy nieva. Cae una nieve húmeda, amarilla, lóbrega. Ayer también nevó. Y hace unos días, también. Creo que esta nieve húmeda es la que me hizo pensar en el incidente que no puedo sacarme de la cabeza. De forma que éste es un relato vinculado con la nieve húmeda.
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Segunda Parte Recordado por una caída de nieve húmeda Cuando mi apasionada súplica ardorosa, De la llanura del mar Rescató por fin tu pobre alma; Hundida en angustia y tormento, Te retorcías las manos en triste lamento Y condenabas tu innoble pasado. Y azotada por el recuerdo, ensangrentada, Acuciando la conciencia dormida, Derramaste el espantoso relato De tu vida antes de conocernos. Llena de vergüenza que no moría, Cubierto con las manos el rostro lloroso, Amargas lágrimas en loca cascada 73
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Eran la señal de tu infinita desdicha . . . etc., etc., etc. De una poesía de N. A. Nekrásov
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I En esa época yo tenía veinticuatro años, pero ya entonces hacía una existencia lúgubre, desorganizada, solitaria como la de un salvaje. Me apartaba de la gente, inclusive trataba de no hablar con nadie, y me recluía cada vez más en mi agujero. En la oficina, evitaba mirar a nadie; me daba cuenta de que los otros me consideraban un excéntrico y que por lo menos así lo sentía hasta me miraban con cierto disgusto. -¿Por qué, me preguntaba a veces, ningún otro sentía que estuviese inspirando disgusto en los demás? Había allí un empleado de rostro repulsivo, picado de viruela; tenía un aspecto siniestro. Yo no me habría atrevido siquiera a mostrar a nadie una carota como ésa. Las ropas de otro estaban tan sucias, que apestaban. Pero ninguno de los dos parecía 75
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inquietarse por su cara, por su vestimenta o no sé por cualquier rareza mental que pudiera tener. Ni se les ocurría que pudieran inspirar repugnancia. Y aunque se les ocurriese, no les importaba gran cosa... a menos de que la repugnancia proviniera de los superiores. Ahora me doy perfecta cuenta de que, debido a una infinita vanidad que me obligaba a fijarme normas imposibles, me veía a mí mismo con furiosa desaprobación, rayana en el asco, y que luego atribuía mis propios sentimientos a todos aquellos con quienes me cruzaba. Odiaba mi rostro. Lo encontraba lamentable, y aun sospechaba que había algo de viscoso en su expresión, de manera que al llegar a la oficina trataba siempre de adoptar un aire negligente y una expresión digna para que no me creyesen un individuo rastrero. "Que mi rostro sea feo pensaba, siempre que sea digno, expresivo y, sobre todo, increíblemente inteligente." Pero tenía dolorosa conciencia de que mi expresión facial no podía reflejar todas estas cualidades. Y peor aún, aunque habría aceptado cualquier otra cosa, siempre que pareciera inteligente, la encontraba positivamente estúpida. Ni siquiera hubiera rechazado una expresión depravada si, al mismo 76
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tiempo, todo el mundo hubiese admitido que tenía una cara terriblemente inteligente. Es claro que odiaba y despreciaba a todos los de mi oficina, aunque al mismo tiempo les temía. En ocasiones llegaba a considerarlos superiores a mí. Pasaba de un extremo a otro sin motivos aparentes: un día los desdeñaba, al siguiente pensaba que eran mejores que yo. Un hombre civilizado, que se respete, no puede ser vanidoso sin fijarse normas inalcanzablemente altas y sin despreciarse en ciertos momentos. Pero cuando me encontraba con alguien, lo admirase o lo desdeñara, ante todo bajaba los ojos. Llegué a ponerme a prueba para ver si podía soportar la mirada de tal o cual persona, pero yo era siempre el primero en ceder. Esto me atormentaba y me enloquecía de cólera. Además tenía un miedo morboso a parecer ridículo, por lo cual adhería sumisamente a todas las convenciones exteriores. Me aferraba con entusiasmo a lo corriente y aborrecía todos los signos de excentricidad que percibía en mí. -¿Pero qué posibilidades tenía? Era enfermizamente sensible y complejo, como tiene que serlo un hombre de esta época. Los otros, es claro, eran estúpidos y se parecían unos a otros como las ovejas 77 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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de un rebaño. Quizá yo fuese el único en la oficina que sentía que era un cobarde y un esclavo. Y eso lo sentía porque estaba más desarrollado que los demás. Pero no era un simple sentimiento: era un cobarde y un esclavo de verdad. Lo digo sin rubor. En la actualidad, todo hombre que se respete tiene que ser un cobarde y un esclavo. Ahora ese es su estado normal. Estoy profundamente convencido de ello. Así estamos hechos. En rigor, no sólo es cierto en lo que respecta a nuestra época, y no se debe a una serie particular de circunstancias: rige para todas las épocas. Un hombre que se respete tiene que ser un cobarde y un esclavo. Esta es una ley natural, que gobierna a todos los hombres que se respetan. Aunque de vez en cuando consiga mostrar algún rasgo de valentía, no puede jactarse mucho de ello, pues lo más probable es que el próximo golpe lo reciba sin mover un pelo. Es la solución más antigua, la única. Sólo los burros se las echan de valientes, pero aun ellos, sólo lo hacen hasta que se topan con la pared. -¿Pero por qué habríamos de ocuparnos de ellos, dado que carecen de importancia? Otra cosa me inquietaba en esa época: era diferente a todos, y todos eran distintos a mí. 78
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Yo soy uno solo, y ellos son muchos cavilaba. Esto demuestra que todavía era muy joven. A veces pasaba de un extremo a otro en ni¡ conducta. En otras ocasiones, simplemente no podía ir a la oficina; volvía a casa enfermo y destrozado. Luego, de repente, pasaba por una fase de indiferencia cínica (en mi caso, todo se daba en fases); me reía de mi remilgada intolerancia, me burlaba de mis ideas románticas. Un día me negaba a hablar con mis colegas; después, de pronto, hablaba con ellos hasta aturdirlos, e inclusive buscaba su amistad. Mi disgusto desaparecía sin motivos evidentes. Quizá nunca lo había sentido de veras, y sólo fingía algo que sacaba de mis lecturas. En una oportunidad trabé verdadera amistad con mis compañeros de trabajo; comencé a visitarlos en sus hogares, jugaba a los naipes con ellos, bebía vodka en su compañía, hablaba con ellos acerca de los ascensos... Pero permítanme que en este punto haga una digresión. En general, nosotros, los rusos, nunca hemos tenido ese tipo de románticos estúpidos y soñadores que tienen los alemanes, y en especial los franceses; personas que nunca cambian de actitud, ni aunque el suelo se les abra bajo los pies o toda Francia pe79
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rezca en las barricadas. Ni siquiera en esas circunstancias tienen la decencia de cambiar; entonan sus soñadoras canciones mientras caminan hacia la tumba. Es que son tontos. Rusia, como bien se sabe, no tiene tontos; esto es lo que nos distingue de otros países. Por consiguiente, no tenemos naturalezas soñadoras, por lo menos en estado de pureza. Todos nuestros escritores y críticos "afirmativos", que trataron de crear dechados de eficiencia, como por ejemplo Kostanzhoglo y el tío Piotr Ivánich2, porque imaginan que representan nuestro ideal, ofendieron a nuestros románticos, pues los confundieron con los necios alemanes y franceses. En verdad, nuestros románticos son precisamente lo contrario de los europeos que viven en las estrellas, y no es posible medirlos con un rasero europeo. (Espero que me permitan usar la palabra "romántico", que es una palabra buena, antigua y respetable, familiar para todos.) El sello distintivo de nuestros románticos es su deseo de entenderlo todo, de ver, de verlo todo, y a menudo de verlo con muchísima más claridad que nuestras mentalidades más prácticas; de no dar por sentado nada ni a nadie, pero tampoco rechazarlo de primera intención; de exa2
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minarlo todo; de tenerlo todo en cuenta; de ser diplomático con todos; de no perder jamás de vista la meta útil, práctica (vivienda gratuita, pensiones, condecoraciones); de conservar la vista clavada en esa meta, en todas las exaltaciones y todos los delgados volúmenes de versos líricos, a la vez que mantienen, hasta la hora de la muerte, su fidelidad a "lo sublime y lo bello", y, mientras tanto, protegerse ellos mismos, como joyas envueltas en algodones... otra vez en nombre de "lo sublime y lo bello". De modo que, como puede verse, nuestro romántico es un hombre de impresionante amplitud de visión y, al mismo tiempo, un pillastre. Créanme, hablo por experiencia. Por supuesto. todo esto rige sólo si el romántico en cuestión es inteligente. ¡Pero qué digo! Es claro que un romántico es siempre inteligente. Sólo quería hacer notar que, aunque hemos tenido románticos estúpidos, no tienen importancia, porque en el apogeo de sus fuerzas se convirtieron en alemanes y, para asegurarse su supervivencia de joyas, se establecieron en algún lugar como Weimar ola Selva Negra. Yo, por ejemplo, odiaba con sinceridad mi trabajo en la oficina, y si no escupía a todo el mundo en la cara era sólo porque no podía permitirme ese 81
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lujo; se me pagaba para que trabajara. El caso es que, en definitiva, no escupía a nadie. Nuestro romántico prefiere enloquecer (cosa que, sin embargo, muy pocas veces sucede), antes que escupir a alguien; es decir, a menos que tenga a la vista otra carrera. De todos modos, nunca lo expulsan, como no sea para trasladarlo a un manicomio, en casos extremos de insania, cuando afirma que es el rey de España o cosa por el estilo. Pero entre nosotros sólo enloquece la gente pálida y delicada, en tanto que muchos, muchos románticos llegan a puestos destacados en una etapa posterior de su vida. ¡Qué admirable versatilidad poseen! ¡Qué receptividad para los sentimientos más incompatibles! Este pensamiento siempre me ha alborozado. Explica la cantidad de gente con "visión amplia" que hay entre nosotros, personas que jamás pierden sus ideales, ni siquiera en las simas de la degradación. Y aunque no moverían el meñique para alcanzar sus ideales, aunque son ladrones y estafadores de tomo y lomo, el solo hecho de pensar en esos ideales les arranca lágrimas de los ojos, y en el fondo del corazón son espantosamente honrados. Sí, señor, en nuestro medio, el granuja más incorregible puede ser perfecta y aun heroicamente honra82
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do, sin dejar nunca de ser un pillastre. Pero si a cada rato vemos que nuestros románticos se convierten en tales bribones (uso este término cariñosamente), exhiben tal conocimiento de la realidad y tal agilidad práctica, que las autoridades y el público no tienen más remedio que observarlos con los ojos abiertos de asombro, y chasquear la lengua. Sí, su versatilidad es en verdad extraordinaria. Y uno se pregunta qué será de ellos en el futuro. ¡Nuestros románticos están hechos de una pasta de primera calidad! Y esto no lo digo por patrioterismo. Pero quizá piensen que vuelvo a burlarme de ustedes. Por otra parte, es posible que crean en lo que les digo. En cualquiera de los dos casos, damas y caballeros, la opinión de ustedes me honra y complace sobremanera. Y ahora perdónenme por esta digresión; sigamos con el relato. Ni falta hace decir que mi amistad con mis colegas de la oficina nunca duraba mucho. Al cabo de un breve lapso me enemistaba con ellos, y como era joven e inexperto, dejaba inclusive de saludarlos y de dirigirles la palabra. En realidad, sólo una vez llegué a ese extremo. Pero en general, casi siempre estaba solo. 83
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En casa, lo que más hacía era leer. Tenía que ahogar el clamor que había en mí, y la lectura era la única forma de que disponía para ello. Leer, por supuesto, era útil; me agitaba, deleitaba y atormentaba. Pero de vez en cuando me cansaba mucho. Me volvía inquieto y me hundía, no en un verdadero libertinaje, sino en una oscura, sórdida y mezquina disipación. Mis pequeñas pasiones me apuñalaban y me quemaban, porque ya estaba nervioso. Aparte de mis lecturas, no tenía ninguna otra cosa a qué recurrir, pues en lo que me rodeaba no había nada que me atrajese o que mereciera mi estima. Estaba cansado de todo y ansiaba contradecir y oponerme. Entonces, me abandonaba a la disipación. Pero no he traído todo esto a colación para justificarme; no, es mentira. En efecto, trataba de justificarme. Esto lo digo para mí, damas y caballeros. Me he prometido no mentir aquí. Me entregaba al vicio por la noche, con sigilo, en forma medrosa y sórdida; el sentimiento de vergüenza estaba siempre presente, y en los momentos más indecibles era como una condena. Aun entonces llevaba ya en el corazón este agujero en el piso. Tenía un horrible temor de que me vieran y me reconocieran. Y frecuentaba los lugares más bajos. 84
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Una vez, al pasar por una taberna vi, por una ventana iluminada, que unos hombres se peleaban con tacos de billar. Uno de ellos fue lanzado por la ventana. En otra ocasión, semejante escena me habría anonadado, pero en ese momento envidié hasta tal punto al caballero expulsado, que entré en la taberna y llegué hasta la sala de billar, pensando: "Quizá yo también me vea envuelto en una pendencia y me arrojen por la ventana". No estaba borracho; la qué extremos puede llevarlo a uno la desesperación! Pero nada sucedió. Ni siquiera conseguí que me tiraran por la ventana, y me fui sin haber podido armar una riña. Un oficial que estaba allí por casualidad, me puso inmediatamente en mi lugar. Me encontraba junto a la mesa de billar, y sin darme cuenta de ello, le estorbaba el paso. Me tomó de los hombros; sin pronunciar una palabra, me levantó y, depositándome un poco más lejos, pasó como sí yo no existiera. Yo habría podido perdonar cualquier cosa, aun una paliza, pero eso era demasiado: ¡que me apartase sin darse cuenta de mi existencia! No sé qué habría dado en ese momento por una verdadera reyerta, algo decente, más literario, si entienden lo que quiero decir. Había sido tratado co85
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mo se trata a una mosca. El oficial era un hombretón fornido, y yo soy pequeño y delgado. Pero todavía estaba en condiciones de armar camorra; lo único que hacía falta era alguna protesta, y habría salido volando por la ventana. Pero cambié de opinión y decidí retirarme, henchido d,: furia, a un segundo plano. A la noche siguiente salí para dar satisfacción a mis mezquinos vicios; lo hice en forma aun más furtiva, triste y abyecta que nunca, pero lo hice. Pero no piensen que había retrocedido ante el oficial por cobardía. En el fondo nunca he sido un cobarde, aunque siempre actué como tal cuando llegaba el momento decisivo. No, esperen, no se rían, puedo explicarlo. Tengo una explicación para todo, pueden estar seguros de ello. ¡Oh, si ese oficial hubiese sido un duelista! Pero resulta evidente que era uno de los que prefieren imponer sus argumentos con un taco de billar (una especie que en la actualidad puede considerarse extinguida), o quejándose a las autoridades, como el teniente Pirógov, de Cógol. La gente como él no acepta duelos con gente como yo. Y en general, entienden que los duelos son una institución francesa inconcebible, cosa de librepensadores. Pero ello no 86
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les impide amedrentar a la gente. En especial cuando son sujetos corpulentos y de buena estatura. De modo que retrocedí, no por cobardía, sino a consecuencia de mi ilimitada vanidad. No me atemorizaron sus dimensiones, ni la posibilidad del castigo físico, ni la de que me arrojara por la ventana. Estoy seguro de poseer suficiente valor físico. Lo que me faltaba era el valor moral. Temía que ninguno de ellos, desde el insolente sirviente de la entrada hasta el miserable, granujiento y maloliente empleado del gobierno que rondaba por allí, con su camisa mugrienta, pudiera entenderme, y que se rieran de mí cuando hablase en lenguaje literario, que debería usar, porque cuando se trata de un point d’honneur (que no debe ser confundido con el honor), no hay más remedio que emplear un lenguaje literario. En el idioma vernáculo no existen palabras para referirse al point d’honneur. Y estaba seguro (por instinto práctico, a pesar de todo el romanticismo) de que se habrían desternillado de risa, y que el oficial no me hubiese propinado una inocente paliza, sino que me habría golpeado con el taco de billar, y sólo más tarde habría llegado a apiadarse de mí y ,arrojarme por la ventana. Es claro que ese pequeño incidente desdichado no podía 87 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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terminar de esa manera, por lo que a mí se refería. Más tarde me crucé muchas veces con ese oficial por la calle, y lo observé con sumo cuidado. Pero no estoy seguro de que él me reconociera. Pero yo... yo lo miraba con odio y furia, y así seguí durante. .. varios años. Mi cólera fue en aumento a medida que pasaban los años. Primero comencé por reunir información sobre el oficial. Era un problema, porque no conocía a nadie. Pero en una ocasión alguien lo llamó por el apellido, desde lejos, mientras yo lo seguía. Así supe cómo se llamaba. Otra vez lo seguí hasta la casa en que se alojaba y por unas monedas supe, por su portero, en qué piso vivía, si vivía solo, y todas las cosas que se pueden averiguar por los porteros. Una mañana, aunque hasta entonces nunca se me había dado por la literatura, se me ocurrió caricaturizar al oficial en un cuento corto. Lo escribí con exaltación. Lo desenmascaré, y hasta llegué a calumniarlo. Modifiqué su nombre de tal manera, que fuese posible adivinarlo enseguida. Pero más tarde, pensándolo mejor, le inventé un alias menos evidente y mandé el cuento a Anales nacionales. Pero en esa época no estaban aún de moda las revelaciones literarias, y mi manuscrito fue rechazado. 88
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Me sentí muy desilusionado. Había momentos en que la furia casi me ahogaba. Por último decidí desafiarlo a duelo. Le escribí una hermosa carta en la que le rogaba que me pidiera disculpas. En caso de que así no lo hiciera, la caitá insinuaba con suma franqueza la posibilidad de un duelo. Estaba escrita de tal manera, que, si el oficial tenía alguna idea de "lo sublime y lo bello", se precipitaría a mi casa, me echaría los brazos al cuello y me ofrecería su eterna arnistad. ¡Ah, cuán hermoso habría sido eso! -¿Se imaginan cómo hubiese vivido después? Parte de la dignidad de él habría pasado a mí, y él se habría beneficiado con mi ed:icación y sensibilidad superiores. ¡Ah, las consecuencias habrían podido ser tan agradables...! Adviértase que habían pasado dos años desde sus insultos, de modo que mi desafío estaba muy envejecido. Pero gracias a Dios (todavía hoy agradezco al Señor con lágrimas en los ojos), no envié la carta. Se me pone la carne de gallina de sólo pensar en lo que habría sucedido si la hubiese mandado. Y entonces, de repente... de repente conseguí mi venganza del modo más sencillo. Por un verdadero rapto de genio. A veces, en días de fiesta, entre las tres y las cuatro, hacía una caminata por el lado so89
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leado de la avenida Nevski. En realidad era, más bien, una tortura, una humillación y una irritación biliosa, antes que un paseo, pero parece que eso era lo que me hacía falta. Me deslizaba como un ratón, con el porte más indigno posible, saliéndome del camino de los caballeros importante, los oficiales de la guardia y las damas. Mi corazón vibraba, convulso, y sentía calor en la espalda de sólo pensar en el lamentable espectáculo que ofrecía al mundo con mi figura escurridiza, lamentable, desaseada. Me torturaba constantemente con el humillante pensamiento, que se convertía en un sentimiento físico, de que para el mundo no era otra cosa que un insecto sucio, pestífero, más inteligente, sensible y noble que todos ellos, se entiende, pero de cualquier manera un insecto que todos despreciaban. No sé por qué estaba dispuesto a sufrir semejante humillación sólo por un paseo por la avenida Nevski, pero algo me atraía, e iba allí todas las veces que me era posible. En aquella época comenzaba a experimentar las oleadas de placer que antes mencioné. Luego del incidente con el oficial, me atrajo aun más la avenida Nevski, que era donde era más frecuencia lo veía y admiraba. También él se paseaba por allí, casi 90
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siempre en los días de fiesta. Y aunque se escurría fuera del paso de altos dignatarios y generales, lo mismo que yo, pisoteaba literalmente a los que se me parecían, y aun a los que eran mejores que yo; caminaba en línea recta hacia ellos, como si estuviesen hechos de aire, y no se apartaba un centímetro de su camino. Yo lo miraba dirigirse hacia mí, fascinado por mi propio odio y... me apartaba en el último instante. Me sentía exasperado, porque ni siquiera allí, en la calle, podía sentirme en un pie de igualdad con él. Por las noches me despertaba y pensaba en eso. "-¿Por qué debo apartarme siempre de su camino? desvariaba, presa de un ataque de cólera. -¿Por qué siempre yo, y no él? No hay ley alguna que me obligue. -¿Por qué no puede haber una forma justa, como sucede cuando se encuentran dos personas corteses: una se aparta un poco, la otra hace lo mismo, y pasar, respetando rada una la dignidad de la otra?". Pero aquí no sucedió eso. Yo me apartaba siempre, sin que él se diera cuenta siquiera. Y entonces se me ocurrió la idea más sorprendente.
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"-¿Qué sucedería pensé si no me aparto, si no me muevo, aunque ello signifique empujarlo? -¿Qué ocurrirá entonces?" Esta audaz idea se apoderó de mí. No me dejaba en paz Pensaba a cada rato en ella; me empujó una y otra vez a la avenida Nevski, para ver con mayor claridad cómo lo haría cuando decidiera hacerlo. Me sentía alborozado. La idea parecía hacerse cada vez más sensata y práctica. "Por supuesto, no lo empujaré pensaba, ablandado de antemano por la dicha. Simplemente, no me saldré de su paso, chocaré con él. . . oh, no con mucha fuerza; apenas lo golpearé con el hombro, algo que esté dentro de los límites de la conducta decente. De esa manera lo empujaré tanto como me empuje él a mí". Estaba decidido. Pero los preparativos llevaron un tiempo. En primer lugar, debía tener un aspecto decente para el choque. Era necesario resolver qué usaría en esa ocasión. "En caso de escándalo público, tengo que estar bien vestido, pues la gente de por ahí es muy refinada: hay príncipes, condesas, todo el inundo literario. La buena ropa impresiona bien y puede
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colocarnos en un pie de igualdad a los ojos de la sociedad". Teniendo esto en cuenta, pedí un adelanto sobre mi salario y me compré un par de guantes negros y un sombrero presentable, en lo de Churkin. Resolví que los guantes negros eran más dignos y de mejor gusto que los amarillos que al principio había querido comprar. "Demasiado chillones reflexioné. Parecería que estaba tratando de llamar la atención". Tenía ya una buena camisa, con un par de hermosos gemelos de hueso. Pero tenía problemas con la capa. La mía era abrigada, pero de forro acolchado y cuello de piel barata, que, por supuesto, es indeciblemente vulgar. Era imprescindible cambiar ese cuello y conseguirme uno de castor, como el del oficial. Empecé a buscar uno en las tiendas, y luego de algunas vacilaciones resolví comprar uno de esos castores alemanes baratos, que, aunque soportan mal el uso y en poco tiempo adquieren un aspecto sarnoso, cuando están nuevos impresionan bien. De todas formas, sólo lo necesitaba para una vez. Pregunté el precio. Todavía demasiado caro. Luego de pensarlo mucho, decidí tratar de pedirle prestado a Antón Antónich, el jefe de mi oficina, un hombre 93
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tímido pero responsable, que jamás prestaba dinero pero a quien había sido especialmente recomendado por una persona muy importante, que me consiguió el puesto. Sufrí tormentos. Sentí que sería una deshonra pedirle prestado a Antón Antónich. Me parecía monstruoso. Llegué a pasarme dos o tres noches de insomnio, pensando en eso. En realidad, durante todo ese tiempo no dormí mucho, pues me encontraba en un estado afiebrado; el corazón me palpitaba como enloquecido o se me detenía de golpe. Al principio Antón Antónich se sorprendió; después frunció el ceño, enseguida pensó un rato, y al final decidió prestarme el dinero. Firmé un pagaré, por el cual le otorgaba el derecho a descontármelo de mi sueldo en el término de dos semanas. Todo estaba listo. Una hermosa pieza de castor reemplazó el vulgar cuello anterior. Me dediqué a los preparativos finales. No podía ir y hacer las cosas de prisa. Todo había que hacerlo con minuciosidad, meditado en forma gradual. La gradualidad era de suma importancia. Debo admitir, sin embargo, que al cabo de varios intentos empecé a desesperar. Parecíamos destinados a no tropezarnos. Cualquiera habría creído que tenía ya tomadas todas las medi94
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das: me encontraba resuelto, todo estaba preparado, estábamos a punto de chocar... pero antes que me diera cuenta de lo que había sucedido, me apartaba de su camino, y él pasaba sin mirarme. Inclusive rogué a Dios para que me diese ánimo cuando me acercaba a él. Una vez estuve decidido, pero el resultado final fue que casi caí a sus píes, pues en el último instante me falló el valor, cuando me encontraba apenas a unos centímetros de él. Pasó con toda serenidad, mientras yo saltaba a un lado como una pelota. Esa noche volví a sentirme enfermo y delirante. Todo terminó de un modo bastante inesperado, y tan bien como era de desear. Durante la noche decidí abandonarlo todo y olvidarme de mi plan. Por lo tanto tomé la resolución de pasearme por la avenida Nevski para ver qué se sentía, ahora que había abandonado el plan. Lo vi a tres pasos de distancia de mí. De pronto me decidí. Cerré los ojos y chocamos con fuerza, hombro contra hombro. ¡Yo no cedí un centímetro y pasé junto a él como un igual! Ni siquiera se volvió; fingió no haberse dado cuenta de nada. Pero sé que no era así; estoy seguro. Es claro que yo saqué la peor parte del choque, porque él era mucho más pesado. Pero no me 95
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importaba. Lo que me importaba era que había cumplido mi objetivo, y que mi comportamiento fue digno. Sin moverme un paso, me había colocado a la misma altura que él, y en público. Volvía casa sintiéndome compensado por todo. Estaba jubiloso. En medio de mi triunfo, canté arias de óperas italianas. Como es lógico, no describiré lo que sucedió tres días más tarde. Si han leído la primera parte de esta narración, ustedes mismos podrán adivinarlo. Después el oficial fue trasladado a alguna parte. Hace ya catorce años que no lo veo. Me pregunto dónde estará ahora mi amigo. Me gustaría saber a quién está atropellando ahora.
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II La fase de mezquina disipación estaba pasando; se apoderó de mí una horrible náusea. Experimentaba remordimientos de culpabilidad, pero trataba de ahogarlos, pues me hacían sufrir. Poco a poco, sin embargo, me acostumbré también a ese estado. Podía acostumbrarme a cualquier cosa; es decir, si me resignaba, si aceptaba las cosas, en lugar de habituarme a ellas. Tenía un recurso que todo lo hacía soportable: me refugiaba en "lo sublime y lo bello"... en mis sueños, es claro. Me dediqué por entero a soñar; soñaba durante tres meses seguidos, acurrucado en mi rincón. Nada tenía en común con el sujeto que, en su pánico de persona medrosa, había cosido el cuello de castor a su capa. De pronto me convertí en un héroe que no 97 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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habría permitido que mí enemigo, el oficial corpulento, entrase en mi casa. Ni siquiera podía imaginármelo en mi compañía. Hoy resultaría difícil explicar en qué consistían mis sueños, y cómo lograba conformarme con ellos, pero en esa época me conformaban. Y en realidad, aun hoy tengo que arreglármelas con algo muy similar. Mis sueños eran más dulces y fuertes luego de mis viles disipaciones, e iban acompañados de remordimiento, lágrimas, maldiciones y éxtasis. Tenía momentos de verdadera embriaguez y, lo juro, me sentía feliz sin encontrarlo en modo alguno ridículo. Tenía fe, esperanza, amor. En efecto, poseía la fe ciega de que por algún milagro, alguna fuerza apartaría la cortina que me encerraba y abriría un ancho horizonte, en el cual existiría una vida de actividad digna, útil y sublime, y ante todo, preparada y esperándome (no sabía qué clase de actividad sería, pero era esencial que estuviese preparada y esperándome para ejecutarla). Y me imaginaba que en cualquier momento entraría en la liza del mundo, en un blanco corcel, con una corona de laureles. Ni siquiera podía imaginarme en un papel secundario; por eso me resignaba con tanta facilidad a ocupar el último puesto en la vida real. Tenía que ser un héroe o chapotear en el fan98
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go, y ésa fue mi perdición. Pues mientras chapaleaba en el fango, me consolaba diciéndome que en otras ocasiones era un héroe. Eso lo arreglaba todo, pues a diferencia de un hombre común, un héroe no podía resultar mancillado del todo por el cieno, y entonces, -¿por qué no chapotear en él? Es digno de mención que por lo general pensaba en "lo sublime y lo bello" durante mi disipación, a menudo cuando llegaba al fondo de la abyección. Esos pensamientos surgían en pequeños chispazos, como para recordarme la existencia de "lo sublime y lo bello"; pero no constituían obstáculos para mi disipación. Muy por el contrario. Parecían agregarle pimienta por contraste, y, como buena salsa, ayudaban a destacar el sabor. Esta salsa, compuesta de contradicciones y sufrimientos, contenía dolorosos autoanálisis, y las agonías y torturas resultantes proporcionaban condimento a mis vicios, y aun les otorgaban sentido. En una palabra, eran lo que debe ser una buena salsa. Pero había algo más, porque sin la salsa no habría podido soportar la licenciosidad primitiva, vulgar y nada complicada de un empleado civil subalterno, y el sentimiento de suciedad que me dejaba. De otra manera, -¿habría podido el vicio
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arrastrarme a la calle por la noche? No. Pero tenía la salsa. ¡Pero cuánto amor ah, cuánto experimentaba en mis sueños, cuando escapaba a "lo sublime y lo belio"! Quizá se trataba de un amor imaginario, y quizá nunca estuviese dirigido hacia otro ser humano, pero era un amor tan desbordante, que no hacía falta dirigirlo; habría sido un lujo innecesario. Todo terminaba siempre bien, en un regreso indolente, embelesado, al dominio del arte, es decir, a las hermosas vidas de héroes tomadas de los autores de novelas y poemas, y adaptadas a las exigencias del momento, fuesen ellas cuales fueren. Por ejemplo, triunfo sobre todo el mundo, y ellos, como es natural, quedan caídos en el polvo, y reconocen mi superioridad. Yo los perdono. Soy un gran poeta y un chambelán de la Corte; me enamoro; heredo millones y los dono para que se los emplee en causas humanas, y aprovecho esta oportunidad para confesar en público mis culpas y desdichas, que, por supuesto, no son desdichas comunes, sino que contienen mucho de "lo sublime y lo bello", algo por el estilo de Manfredo. Todos lloran y me besan (no pueden ser tan empedernidos como para no hacerlo); y entonces me voy, hambriento y descalzo, 100
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a predicar nuevas ideas y derrotar a los reaccionarios en Austerlitz. Luego resuena una marcha triunfal, se declara una amnistía, el Papa acepta salir de Roma y establecerse en Brasil, se organiza un baile para toda Italia en Villa Borghese, en las costas del lago de Como, lago que para esta ocasión es trasladado a las cercanías de Roma. Luego hay una escena en el monte, etcétera, etcétera. -¿Se entiende lo que quiero decir? Se dirá que es bajo y de mal gusto ventilar mis confesiones en la plaza pública, después de todos los embelesos y lágrimas que he admitido. -¿Pero por qué es bajo? -¿Les parece que me avergüenza algo, o que mis ensueños son más estúpidos que la vida de ustedes? Puedo asegurarles que algunos de estos ensueños diurnos estaban concebidos con inteligencia. No todos se desarrollaban en el lago de Como. Pero en definitiva tienen razón: todo esto es muy bajo y de muy mal gusto. Y lo que es peor, ahora trato de justificarme Y peor aún es la observación que acabo de hacer. Pero suficiente, o no terminaremos nunca; siempre habrá algo peor que lo precedente. Nunca aguanté más de tres meses de ensueños seguidos, sin experimentar una terrible necesidad de 101
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precipitarme de vuelta al mundo. En este caso, mi aventura se reducía a visitar al jefe de mi oficina, Antón Antónich. En toda mi vida, fue el único conocimiento verdadero que tuve, lo cual me resulta sorprendente. Pero sólo iba a verlo después que había logrado tal felicidad en mis sueños, que experimentaba la necesidad de arrojarme al cuello de alguien y abrazar a toda la humanidad en la persona concreta de alguien. Y como Antón Antónich sólo recibía los martes, tenía que adaptar mis ansias de abrazar al género humano, de modo que coincidiese con un martes. Antón Antónich vivía en un cuarto piso, en una casa cercana a la plaza de las Cinco Esquinas. Tenía cuatro habitaciones austeras, amarillas, de cielo raso bajo, cada una más pequeña que la siguiente. Vivía con sus dos hijas y con la tía de éstas, que era quien servía el té. Las hijas tenían trece y catorce años, respectivamente, naricitas respingadas, y no hacían más que cuchichear y reír, cosa que me turbaba en sumo grado. El dueño de casa se encontraba por lo general sentado en su estudio, en un sofá de cuero, en compañía de algún invitado canoso, un empleado público de alguna oficina, de la nuestra o de alguna otra. Nunca encontré allí más de dos o tres invitados por vez, y siempre eran los 102
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mismos. La conversación giraba siempre en torno de los impuestos, las maniobras en el Senado, los salarios y promociones, el jefe del departamento y las maneras de complacerlo, etcétera. Yo permanecía sentado durante cuatro horas seguidas, como un tonto, escuchándolos hablar, sin poder intervenir en la conversación, y sin atreverme a hacerlo. El cerebro me quedaba en blanco; a cada rato sentía que sudaba profusamente; me invadía una especie de parálisis; pero todo aquello me resultaba bueno. De regreso en mi casa, podía volver a dejar a un lado mi ansiedad, mi avidez de abrazar al mundo. Ah, sí, tenía otro conocido, un ex compañero de escuela llamado Simónov. En verdad, era lógico que tuviera muchos ex condiscípulos en Petersburgo, pero había perdido contacto con ellos, e inclusive habíamos dejado de saludarnos en la calle. Quizás habría pedido que me trasladaran a otro departamento para no tener que estar con ninguno de ellos; quería cortar todos los vínculos con mi odiada niñez. ¡Maldita escuela, y malditos esos horribles años! Sea como fuere, para abreviar, en cuanto salí de allí rompí con mis compañeros de una vez para siempre, exceptuados dos o tres a quienes aún saludaba en la calle. Simónov era uno de ellos. En la escuela, 103
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nunca mostró nada destacado. Era de carácter apacible y tranquilo, pero yo intuía en él alguna independencia de juicio, y aun cierta honestidad. No era tan limitado. Había pasado con él algunos momentos agradables, pero nunca duraron mucho, y siempre quedaban empañados por la melancolía. En apariencia, sus recuerdos de aquella época le resultaban desagradables, y debe de haber temido que volviera a usar con él mi antiguo tono. Tenía la sospecha de que le resultaba aborrecible, pero continuaba visitándolo mientras no estuviera seguro de ello. Así, un jueves, incapaz de soportar mi soledad, y sabiendo que Antón Antónich no recibía ese día, me acordé de Simónov. Mientras subía a su departamento del cuarto piso, pensé que mi compañía podía molestar a ese hombre, y que no tenía por qué importunarlo. Pero como de costumbre, estos pensamientos no hicieron otra cosa que acicatear mi deseo de colocarme en una posición equívoca, y seguí subiendo. Había pasado casi un año desde la última vez que vi a Simónov.
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III En el departamento encontré a otros dos ex condiscípulos. Parecían estar discutiendo algo importante, pues casi no me prestaron atención. Eso resultó tanto más sorprendente, cuanto que hacía años que no nos veíamos. En apariencia, yo era para ellos algo así como una mosca. Pero ni siquiera en la escuela me habían tratado nunca de esa manera, aunque en esa época todos me odiaban. Por supuesto, me di cuenta de que estaban obligados a despreciarme por mi mediocre carrera y por haber decaído tanto, de lo cual era evidencia mi pobre vestimenta y todo lo demás; eso constituía para ellos un signo de mi capacidad limitada y mi general falta de importancia. Pero aun así, no había esperado tanto desdén. Simónov se mostró inclusive sor105
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prendido de verme. Aunque, ahora que lo pienso, siempre parecía sorprendido cuando llegaba. Todo eso me molestó. Me senté y escuché, cohibido, lo que decían. Con gravedad y acaloramiento, discutían una cena de despedida que ofrecerían al día siguiente a un amigo de ellos, un oficial del ejército llamado Zverkov, a quien trasladaban a alguna remota provincia. Zverkov también había sido compañero de escuela mío. En los últimos grados fue un blanco especial de mi odio. En los primeros, era apenas un chico hermoso, juguetón, a quien todos querían, aunque yo, por supuesto, lo odiaba ya entonces, precisamente porque era tan hermoso y alegre. Siempre fue un mal estudiante, y empeoró a medida que avanzaba. Pero consiguió egresar porque contaba con las relaciones necesarias. En su último año heredó una finca con doscientos siervos; como la mayoría de los de la escuela proveníamos de familias pobres, empezó a darse tono. Era espantosamente vulgar, pero no albergaba malicia alguna, ni siquiera cuando se jactaba. Pero cuanto más arrogante se hacía Zverkov, más lo adulaban, a pesar de todo lo que hablaban del honor y la dignidad. Lo adulaban porque había sido mimado por la fortuna, 106
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no para lograr alguna ventaja. Quién sabe por qué. Zverkov era aceptado entre nosotros, por lo general, como un árbitro de la elegancia y los buenos modales, y esto me enloquecía. Odiaba su voz dura, segura de sí, el placer que encontraba en sus propios chistes, que casi siempre eran desesperadamente malos, aunque muy subidos de tono; odiaba su rostro bien parecido y estúpido (aunque de buena gana lo habría cambiado por el mío, tan inteligente), y por sus modales desenvueltos y fáciles, que imitaba de los oficiales de ese período, la década del cuarenta. Odiaba sus jactancias acerca de las conquistas amorosas que haría (no se atrevía a meterse con las mujeres hasta tener su nombramiento de oficial, que esperaba con impaciencia) y de sus futuros duelos. Recuerdo que una vez, a pesar de mi carácter taciturno, me enredé en una discusión con él cuando, durante un recreo, lo oí hablar a los otros muchachos sobre sus futuras proezas. Estaba tan excitado como un cachorrito jugando al sol, y pe último declaró que, en ejercicio de su droit df seigneur, no dejaría que una sola de las campesinas vírgenes de su finca careciera de sus aten clones. Y si los campesinos protestaban, dijo haría azotar y multar a esas bestias barbudas Nuestros estúpidos compañe107 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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ros de estudios aplaudieron, en señal de aprobación, de modo que yo lo ataqué, no por simpatía hacia las vírgenes. aldeanas sino porque los muchachos aplaudían semejante insecto En esa oportunidad lo derrotó en la discusión, pero Zverkov, estúpido como era se mostró alegre y arrogante, y logró convertir la polémica en una broma, de forma que en realidad no fui yo el vencedor... Las risas fueron a su favor. Después volvió a hacerme lo mismo en varias ocasiones, sin malicia, por broma, de mane te negligente, riendo. Mis respuestas estaban cargadas de desprecio. Después de la graduación hizo un gesto amistoso hacia mí; yo no lo rechace demasiado, porque me sentía halagado. Pero luego perdimos contacto. Más tarde, cuando llegó a teniente, oí habla de la vida alocada que hacía, y de sus conquistas que se habían convertido ya en una leyenda de cuartel. También había rumores sobre su brillante carrera. En la calle ya no parecía reconocerme, y sospecho que temía intercambiar saludos con un hombre insignificante como yo, cosa que podía comprometerlo. Una vez lo vi en el teatro, con sus charreteras de oficial. Ofrecía sus atenciones a las hijas de cierto anciano general. Habían pasado tres años, más o 108
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menos, desde la última vez que lo vi, y estaba un poco marchito, aunque seguía siendo hermoso y elegante. Empezaba a engordar y estaba un poco más flácido. Se podía adivinar que cuando llegara a los treinta años tendría panza. De modo que mis ex condiscípulos ofrecían la cena en honor de ese hombre, que se iba de la ciudad. Resultaba evidente que habían seguido viéndolo durante los últimos tres años, aunque estaba seguro de que, en el fondo, ninguno de ellos se sentía el igual de Zverkov. De los dos invitados de Simónov, uno era un alemán rusificado llamado Ferfichkin, un hombrecito con cara de mono, un, tonto de permanente sonrisa burlona, mi peor enemigo en los grados inferiores, un pequeño fanfarrón desagradable e impúdico que pretendía tener un sentido del honor superagudo, aunque en realidad era un cobarde. Era uno de los integrantes del séquito de Zverkov, que, aunque fingían ser sus desinteresados admiradores, constantemente le pedían dinero prestado. El otro hombre era un individuo insignificante. Se llamaba Trudolúbov. Estaba en el ejército, era alto, tenía una expresión fría, era muy honrado, admiraba el éxito en todas sus formas y sólo hablaba de ascensos. Era 109
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un pariente lejano de Zverkov, y aunque parezca estúpido, ello le otorgaba cierto prestigio entre nosotros. Para él yo carecía de importancia, pero su conducta en relación conmigo, si bien no era amistosa, resultaba por lo menos tolerable. Bueno dijo Trudolúbov, si cada uno de nosotros contribuye con siete rublos, tendremos veintiuno, y por esa suma es posible cenar decentemente. Zverkov, por supuesto, no deberá pagar. Es claro dijo Simónov; lo invitamos nosotros. -¿De veras creen interrumpió Ferfichkin con tono cáustico, con el ardor de un lacayo orgulloso de los títulos de su amo que Zverkov nos permitirá pagar toda la cuenta? Aunque acepte para no ofendernos, estoy seguro de que pagará medio cajón de botellas de champagne. -¿De qué puede servir medio cajón para cuatro? objetó Trudolúbov. Lo único que le había llamado la atención era la cantidad de champagne sugerida por Ferfichkin. Nosotros tres, más Zverkov, somos cuatro. Veintiún rublos... El Hotel de París, mañana a las cinco terminó diciendo Simónov, que era quien organizaba la cena.
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-¿Por qué veintiuno? dije, excitado, quizás un tanto ofendido. Si me cuentan a .mí, serán veintiocho rublos. Pensé que hacer semejante ofrecimiento tan de repente sería muy elegante, que se mostrarían impresionados y me mirarían con respeto. -¿De veras quieres participar? preguntó Simónov, con acento lúgubre, esquivando mi mirada. Me conocía a fondo, y eso me enfureció. -¿Por qué no? Yo también soy su compañero de estudios. Me molesta un poco que me hayan excluido barboté. -¿Dónde querías que te buscáramos? interrogó Ferfichkin con grosería. Y nunca hiciste buenas migas con Zverkov agregó Trudolúbov, frunciendo el entrecejo. Pero ahora yo no quería desistir. No creo que nadie tenga derecho a decidir eso por mí. Me temblaba la voz, como si estuviera sucediendo algo terrible. Quizás agregué quiero participar ahora, precisamente porque no me llevaba bien con él. -¿Cómo es posible entenderte... con todos esos nobles sentimientos que tienes...? bufó Trudolúoov 111
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Bueno, te anotaremos decidió Simónov. Mañana a las cinco, entonces... Hotel de París. ¡Veamos el dinero! ladró Ferfichkin entre dientes, señalándome con la cabeza. Quiso decir algo más, pero se interrumpió. Hasta Simónov pareció turbado. Basta dijo Trudolúbov, poniéndose de pie. Si tiene deseos de venir, que venga. Pero yo creía que sería una cena íntima, entre nosotros masculló Ferfichkin, furioso, mientras tomaba su sombrero. No es una reunión formal, ¿entiendes?; añadió, volviéndose hacia mí, y es posible que en realidad estés de más. Cuando salieron, Trudolúbov apenas me saludó con la cabeza, casi sin mirarme. Ferfichkin ni siquiera saludó; Simónov, frente a frente conmigo, se encontraba en un estado de desconcertada irritación, y me lanzó una mirada extraña. No me senté, y él no me invitó a hacerlo. Bueno. . . nos veremos mañana. -¿Y el dinero? ¿No quieres pagar ahora? Me lo preguntaba... murmuró. Me ruboricé. En ese momento recordé que le debía a Simónov quince rublos, desde hacía qué sé yo cuánto tiempo. En realidad no me había olvida112
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do de la deuda, aunque nunca hice ademán de pagarle. Tienes que darte cuenta, Simónov, que cuando vine aquí no sabía... Lamento mucho haberme olvidado de traer... Está bien, no es nada. No tiene importancia alguna. Puedes pagar mañana, cuando nos encontremos para cenar. Sólo lo mencioné para estar seguro... Debes entenderlo, por favor... Se interrumpió y comenzó a pasearse por la habitación, con aspecto más irritado aún. Mientras se paseaba, taconeaba cada vez con más fuerza, hasta que al cabo llegó a hacer bastante estrépito. -¿No te estaré entreteniendo? le pregunté, luego de un silencio de unos dos minutos. Oh, no, en modo alguno dijo, sobresaltándose, o... es decir... Para decirte la verdad, sí. -¿Sabes?, tengo que ir a ver a alguien... Pero no es lejos agregó con voz de disculpa, un tanto turbado. ¡Dios mío!, -¿por qué no me lo dijiste? Tomé mi sombrero con negligencia. No sé de dónde había sacado tanta desenvoltura. No es lejos. . Sólo unos pasos de aquí repetía Simónov, con aire atareado, mientras me despedía.
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No era el de siempre. ¡Te veré mañana a las cinco en punto! me gritó cuando bajaba. En realidad parecía demasiado encantado de librarse de mí. Me sentí ofendido. "-¿Por qué demonios lo habré hecho? mascullé entre dientes, mientras caminaba por la calle. ¡Nada menos que una cena de despedida! ¡Y para un cerdo asqueroso como Zverkov! Es claro que no iré; no tengo obligaciones hacia ellos. ¡Y de cualquier manera, me importa un bledo! Mañana le enviaré a Simónov una nota diciéndole que no iré." Pero lo que en verdad me había enfurecido tanto era que sabia muy bien que iría; iría nada más que para molestarlos, y cuanto más equivocado, más falto de tacto resultaba concurrir, más seguro estaba de hacerlo. Tenia inclusive una razón tangible para no ir: estaba sin dinero. Sélo poseía nueve rublos, de los cuales tenía que pagar siete, al día siguiente, a mi criado Apollon, como salario mensual; con ese dinero, él pagaba su manutención. Conociendo a Apollon, no era posible pensar siquiera en no pagarle. En otra ocasión diré algo acerca de ese canalla, esa espina en mi costado.
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Y sin embargo sabía que no le pagaría y que iría ala cena. Esa noche tuve los sueños más horrendos. Y no es extraño, pues antes de dormirme pesaban sobre mi los recuerdos de mis desdichados días de escuela; no pude sacármelos de encima ni siquiera durante el sueño. Unos parientes lejanos, a cargo de quienes estaba, me habían mandado a esa escuela; nunca volví a tener noticias de ellos. Era huérfano, y cuando me metieron en el colegio ya había sido atontado por sus reproches. Era un chico silencioso, caviloso, y contemplaba con desconfianza el mundo que me rodeaba. Mis compañeros sintieron un inmediato desagrado hacia quien era tan distinto de ellos, y me recibieron con burlas crueles, implacables. Yo no podía soportarlas; no me era posible darlas por descontadas, como lo hacían ellos entre sí. Los odié desde el comienzo y me refugié en mi tímido, herido, desmesurado orgullo. Me repugnaba la grosería de ellos. Se reían abiertamente de mi cara y de mi figura esmirriada, aunque los rostros de ellos eran increíblemente estúpidos. En esa escuela, las caras de los chicos, quién sabe por qué, degeneraban y se volvían idiotas. Muchos de ellos eran atrayentes 115
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cuando entraban, pero al cabo de unos años se convertían en criaturas desagradables. A los dieciséis ya me maravillaba, con taciturno asombro, de la pequeñez de sus pensamientos, la vacuidad de sus conversaciones; juegos y preocupaciones. No entendían las cosas esenciales, y no les interesaban los ternas más estimulantes, de manera que llegué a considerarlos mis inferiores. Eso no era producto de mi orgullo herido. . . y por favor, no me vengan con los ridículos clisés sobre lo fácil que es para mí hablar de esa forma, pero que mientras yo seguía soñando esos chicos empezaban a captar el verdadero sentido de la vida. No captaban un rábano, y menos aún el sentido de la vida... y juro que eso es lo que más me irritaba en ellos. Por el contrario, veían como fantasías las realidades más evidentes que tenían ante las narices y, ya en esa época, hacían un culto del éxito. Hacían caso omiso de la justicia, se burlaban con cinismo de todo lo indefenso y oprimido. Para ellos, la posición social era símbolo de inteligencia, y a los dieciséis años ya hablaban de puestecitos cómodos y bien remunerados. Por supuesto, debo decir que esta actitud se debía en gran medida a los malos ejemplos que tenían ante sus ojos desde la infancia. 116
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Eran increíblemente depravados. Es claro que su depravación era más bien superficial, en general seudocínica, y de vez en cuando la atravesaban algunos chispazos de la frescura de la juventud. Pero hasta esa frescura resultaba desagradable. Los odiaba con violencia, aunque es probable que fuese peor que ellos. Me pagaban con la misma moneda, y no se preocupaban por ocultar la repugnancia que les inspiraba. Pero para entonces yo ya no deseaba que me quisieran; quería humillarlos. Para eludir sus burlas, estudié más que nunca y me convertí en uno de los mejores alumnos. Esto los impresionó. Además, empezaron a darse cuenta de que yo ya leía libros que estaban fuera del alcance de su comprensión, y que me encontraba familiarizado con temas acerca de los cuales nunca habían oído hablar (y que no estaban incluidos en nuestro programa de estudios). Se mofaban de mí con asombrado sarcasmo, pero aceptaban mi superioridad mental, en especial cuando los profesores comenzaron a destacarme debido a ello. Dejaron de burlarse, pero seguían odiándome. Entre ellos y yo se establecieron relaciones frías, tensas. A la postre, no pude aguantar. Al cabo de tantos años, sentía la necesidad de compañías humanas y 117 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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de amigos. Traté de acercarme a algunos de mis compañeros, pero mis intentos eran torpes y forzados, y no dieron resultados. En una ocasión conseguí un amigo, pero en el fondo del corazón yo era un tirano y quise ser el amo absoluto de sus pensamientos. Quería infundirle desdén por los que nos rodeaban; le exigí que rompiera con su mundo. Mi apasionada amistad lo aturdió. Lo empujé a las lágrimas y a arrebatos de desesperación. Era una persona ingenua y sumisa, y cuando sentí que me había apoderado por completo de él, comencé a odiarlo y al final lo rechacé. Era como si hubiera querido su amistad total nada más que para conquistarla y someterlo a mi voluntad. Pero no me era posible conquistarlos a todos; él era una excepción, y nada tenía que ver con los demás. Lo primero que hice cuando sal¡ de la escuela fue renunciar a la carrera para la cual me había preparado, a fin de poder romper todos los lazos que me unían a un pasado que odiaba, y mandarlo todo al diablo... ¡Y maldito sea si sabia qué me había empujado hacia Simónov! Por la mañana temprano, salté de la cama. Estaba muy excitado, me parecía que estaban a punto de suceder grandes cosas. Tuve la impresión de que ese 118
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día se produciría un cambio radical en mi vida. Pero, quizá porque me sucedían tan pocas cosas, tenía tendencia a esperar cambios radicales cada vez que pasaba algo. Fui a la oficina como de costumbre, pero me escurrí un par de horas antes del momento de salida. Tenía que prepararme para la cena. Pensé que era importante no llegar primero que nadie, para que no me creyesen demasiado ansioso. Pero había tantos detalles importantes de ese tipo, que llegué casi al agotamiento. Tenia que lustrarme los zapatos yo mismo, pues Apollon no habría aceptado hacerlo dos veces el mismo día. Hubiese considerado que ello no entraba dentro de sus obligaciones. Para lustrármelos, tuve que hurtar los cepillos del vestíbulo donde los guardaba, a fin de que Apollon no me despreciara demasiado. Luego examiné mi ropa y la encontré gastada, raída. "Me he abandonado demasiado pensé. El uniforme que uso en la oficina podría parecer decente, pero no puedo llevarlo a la fiesta." Mis pantalones estaban peor; en una rodilla había una enorme mancha amarilla. Sentí que esa mancha por sí sola me despojaría de las nueve décimas partes de mi dignidad. Sabía que era ruin pensar de esa manera, pero resolví que ése no era el momento de pensar. Ahora tenía que hacer 119
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frente a la realidad, y el corazón me dio un vuelco. Sabía que estaba exagerando la importancia de la fiesta, fuera de toda proporción, pero no podía evitarlo. Temblaba como si tuviera fiebre. Me imaginé, desesperado, cómo me recibiría el tonto de Zverkov; cómo el retardado mental de Trudolúbov me contemplaría con indecible desdén; cómo se reiría de mí, con insolencia, el pigmeo de Ferfichkin, para complacer a Zverkov; cómo Simónov comprendería todo eso con claridad y me despreciaría por mi vanidad y mi abyección; y, sobre todo, cuán bajo sería aquello. Era como un trozo de mala literatura. Es claro que lo mejor de todo habría sido no ir. Pero eso no había ni que pensarlo. Cuando algo me atraía, me atraía de veras, de cabeza. Si no hubiera ido, me habría atormentado durante el resto de mi vida: "De modo que no tuviste valentía para hacer frente ala realidad, -¿eh?" Quería demostrarles a todos ellos que no era el cobarde que yo mismo me consideraba. Más aún, en medio de un paroxismo de cobardía, soñaba con el triunfo, con conquistarlos, obligarlos a amarme, digamos, por "lo elevado de mi pensamiento y mi in120
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discutible ingenio". Entonces quizá se olvidarían de Zverkov, y él se quedaría solo en un rincón, aplastado y decaído. Más tarde haría las paces con él, y brindaríamos por nuestra eterna amistad. Pero lo peor, lo más doloroso, era que ya sabía que no necesitaba nada de eso: no tenía deseos de aplastar, domesticar o encantar a nadie, y el resultado no valdría para mí un kopek, una vez que lo hubiera logrado. ¡Ah, cuánto rogué a Dios para que el día terminase pronto! A cada rato iba hacia la ventana, abría el vidrio de ventilación y, con inexpresable angustia, contemplaba la nieve húmeda que caía. Al cabo mi barato reloj de pared chirrió e hizo resonar cinco campanadas. Tomé mi sombrero y, eludiendo la mirada de Apollon había estado esperando su salario desde la mañana, pero tenía demasiado orgullo para hablar de ello, me deslicé junto a él, salté a un trineo que había alquilado con mi último medio rublo y me dirigí, con gran pompa, al Hotel de París.
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IV Desde el principio sabía que sería el primero en llegar, pero eso ya no tenía importancia. No había ninguno de ellos allí, y hasta tuve algunas dificultades en encontrar el salón. Todavía no habían terminado de poner la mesa. -¿Qué quería decir eso? Después de complicadas averiguaciones entre los criados, descubrí que la cena había sido pedida para las seis, no para las cinco. Me lo confirmaron en el bar de abajo. Me dio vergüenza seguir haciendo preguntas. Eran apenas las 5.25. Si habían decidido modificar la hora, habrían podido avisarme para eso es el correo, y no humillarme ante mis propios ojos, como ante los sirvientes. Me senté a la mesa. Un criado continuó poniéndola. Me sentí más ofendido aún. Un poco antes de las seis, para reforzar las 122
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lámparas que ya se encontraban encendidas, los camareros llevaron velas. No se les había ocurrido llevarlas en cuanto llegué. En la sala vecina, dos hombres de aspecto tétrico cenaban en silencio. De otra habitación, un poco más lejos, llegaban ruidos. Allí cenaba un grupo. Reían y gritaban, y escuché algunos resonantes chillidos en francés. Había una cena, con damas invitadas. Bastante repugnante, en verdad. Pocas veces me he sentido tan incómodo, de modo que cuando llegaron, a eso de las seis, juntos, experimenté un gran alivio; en cierta forma los vi como a mis liberadores, y por consiguiente olvidé que debía considerarme ofendido. Zverkov entró el primero, como corresponde a un cabecilla. Él y los otros reían. Al verme, Zverkov se acercó a mí sin gran prisa, con pasos jactanciosos y bamboleantes, y, en forma amistosa pero superficial, me dio la mano con cierta circunspección, como un hombre de Estado que, aunque afable, desea guardar distancias. Yo había imaginado que en cuanto entrase estallaría en sus carcajadas chillonas, y empezaría a hacernos objeto de sus chatas ingeniosidades y de sus chistes añejos. Desde la víspera venía preparándome 123
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para eso, pero no había esperado ser tratado de ese modo, con bondad condescendiente. -¿Significaba eso que ahora se consideraba superior a mí en todo sentido? "Si sólo tiene la intención de ofenderme con sus aíres de superioridad pensé, pronto lo pondré en su lugar. Pero supongamos que en realidad se le haya metido en la estúpida cabeza la idea de que es incomparablemente mejor que yo, y que no puede dejar de mirarme con condescendencia.. . De sólo pensarlo se me cortó el aliento. Me sorprendí un tanto cuando me enteré de tu deseo de unirte a nosotros dijo Zverkov, ceceando y arrastrando las palabras, cosa que antes no hacía. Hace mucho tiempo que no nos vemos. Parece que hubieras tratado de esquivarnos. Es una lástima. No somos tan horribles como parecemos. De todos modos, estoy encantado de renovar... Se apartó con negligencia, y apoyó el sombrero en el alféizar de la ventana. -¿Hacía mucho que esperabas? preguntó Trudolúbov. Vine a las cinco en punto, como me dijeron ayer respondí en voz alta, con una irritación que prometía un estallido inminente.
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-¿No le avisaste del cambio con tiempo? preguntó Trudolúbov a Simónov. No, me olvidé respondió Simónov; sin parecer lamentarlo mucho, y sin molestarse siquiera en disculparse, se fue para ocuparse de las bebidas y los entremeses. ¡De modo que estuviste esperando toda una hora, pobre hombre! exclamó Zverkov, riendo. Debe de haberle parecido muy gracioso. Ferfichkin reía con su fea risita aguda, que me recordaba los ladridos de un perro faldero. También a él le parecía muy graciosa la cosa, y me encontraba ridículo. No te veo la gracia le grité a Ferfichkin, cada vez más irritado. La culpa la tuvo otro. Yo no pude evitarlo. Nadie se molestó en decirme nada. Esto... esto... es sencillamente absurdo. No sólo absurdo, sino algo peor gruñó Trudolúbov, poniéndose ingenuamente de mi parte. Son muy malos modales. Te muestras demasiado cortés. Son malos modales, y nada más. Por supuesto, no hubo intención de ofender, pero... -¿Pero cómo pudo Simónov...? ¡No entiendo! Si alguien me hubiera hecho eso dijo Ferfichkin, yo... 125
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Pero tendrías que haber pedido algo interrumpió Zverkov, o hacer que te sirvieran la cena sin esperarnos. Espero que te des cuenta que habría podido hacerlo sin esperar el permiso de nadie repliqué. Si preferí esperar, fue porque... Sentémonos, caballeros gritó Simónov, volviendo a entrar. Todo está listo. Yo respondo del champagne... está maravillosamente helado. -¿Sabes?, no conocía tu dirección exacta dijo de pronto, volviéndose hacia mí, pero sin mirarme. -¿Cómo te parece que habría podido encontrarte? Era evidente que tenía algo contra mí. Quizá desde la víspera había decidido... Todos se sentaron, incluso yo. La mesa era redonda. A mi izquierda tenía a Trudolúbov; a la derecha, a Simónov. Zverkov estaba frente a mí; Ferfichkin se instaló entre Zverkov y Trudolúbov. Dime, -¿trabajas para el gobierno? me preguntó Zverkov arrastrando las palabras; seguía mostrando interés por mí. Al ver que me turbaba, decidió seriamente que tenía que ser cortés conmigo y animarme. Pero yo, colérico, pensé: "-¿Qué quiere hacer? ¿Obligarme a que le arroje esta botella a la cara?" Es 126
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probable que me irritara con tanta facilidad porque había perdido la costumbre de estar con gente. Aun así, le informé con brusquedad en qué departamento del gobierno trabajaba, sin apartar la mirada de mi plato. , -¿Y estás satisfecho con eso? Dime, -¿qué te hizo abandonar el trabajo que tenías antes? gangoseó Zverkov. Lo que me hizo abandonar el trabajo que tenía antes respondí, arrastrando las palabras aún más de lo que lo había hecho él fue el hecho de que había decidido abandonarlo. Casi había perdido el dominio. Ferfichkin lanzó un bufido. Simónov me miró con expresión sarcástica. Trudolúbov dejó de comer y me miró con curiosidad. Zverkov. hizo una mueca, pero trató de no exhibir sus sentimientos. -¿Y qué tal es la remuneración? -¿Qué quieres decir con remuneración? Me refiero al salario. -¿Qué es esto, un interrogatorio? Pero le suministré la cifra exacta. Me puse rojo como un tomate. No es mucho comentó Zverkov con gravedad. Sí, no puedes permitirte el lujo de cenar en restaurantes comentó Ferfichkin, insultante, 127 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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En efecto, me parece un sueldo inadecuado para eso dijo Trudolúbov con seriedad. Y estás tan delgado, has cambiado tanto observó Zverkov, ahora con cierto veneno, examinándome a mí y mis ropas con una especie de arrogante simpatía. ¡Basta, dejen de avergonzarlo! rió Ferfichkin. Me gustaría que sepas, mi querido amigo, que no estoy avergonzado en modo alguno dije, sin poder aguantarme. Y ahora escúchenme: mi cena en este restaurante la pago yo, señor Ferfichkin; nadie me la regala. Ferfichkin se puso escarlata y, mirándome a los ojos con furia, bramó: -¿Cómo? -¿Insinúas que aquí hay alguien que no paga lo que le corresponde? Parece que. . . Basta dije, sintiendo que había ido demasiado lejos. Y ahora, -¿qué les parece si iniciamos una conversación un poco más inteligente? -¿De modo que quieres exhibir tu inteligencia? No te preocupes por eso. Aquí sería un derroche. -¿Qué quiere decir todo esto? -¿A qué vienen estos cacareos? -¿Dónde te crees que estás? Recuerda que ésta no es tu miserable oficia. 128
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¡Basta, basta! gritó Zverkov, imperioso. ¡Suficiente, señores! Todo esto es tan estúpido gruñó Simónov. De veras que es estúpido convino Trudolúbov. Queríamos despedirnos de un amigo querido, y tú vienes con mezquinos asuntos de dinero agregó con grosería, dirigiéndose sólo a mí. Tú fuiste quien insistió ayer en venir, de manera que, por favor, no arruines este ambiente amistoso. ¡Suficiente, amigos! gritó Zverkov. Terminen con ese, caballeros. De veras, está fuera de lugar. Déjenme que les cuente, en cambio, cómo estuve a punto de casarme, hace un par de raías. . . Y entonces siguió un estúpido relato, de cómo Zverkov se había salvado de casarse. No había en él mucho de casamiento, pero sí muchos nombres de coroneles, generales, y hasta se mencionó, como al pasar, varios apellidos de gente vinculada con la Corte, y en medio de todo eso Zverkov se destacaba con luz propia. Los otros rieron, con aprobación. Ferfichkin aulló de placer. Se olvidaron de mí, y yo me quedé sentado, aplastado y humillado. "¡Dios!, qué compañía es ésta para mí? pensé. ¡Qué torpe estuve con ellos! Y dejé que Ferfichkin 129
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se tomara demasiadas libertades. Estos zoquetes creen que me hacen un gran honor cuando me permiten cenar con ellos, ¡cuando soy yo quien condesciende a acompañarlos! -¿Así que he adelgazado y mis ropas están gastadas? ¡Ah, estos malditos pantalones! Es probable que Zverkov haya advertido desde el comienzo la mancha amarilla de la rodilla. ¡Ah, para qué preocuparme! Tendría que irme ya mismo, levantarme, tomar mi sombrero y salir sin decir una palabra. Y mañana podría retar a duelo a cualquiera de ellos. ¡Los cerdos miserables! No tengo por qué quedarme aquí para recibir mis siete rublos de comida. Pero podrían pensar... ¡Maldición! Al cuerno con los siete rublos. ¡Me voy ya mismo!" Ni falta decir que no me fui. Abatido, vaciaba vaso tras vaso de jerez y de Cháteau Latitte. Tenía poca experiencia en materia de bebida, de modo que se me subió muy pronto a la cabeza, y mi furia creció. De repente experimenté un gran deseo de insultarlos a todos antes de irme, Tenía que encontrar una oportunidad de demostrarles. Que pensaran que era ridículo, pero no les quedaran dudas sobre mi superior inteligencia y . y... ¡al demonio con ellos!
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Los miré con arrogancia, con los ojos dilatados. La fiesta de ellos parecía ruidosa y alegre. Zverkov era el que hacía el gasto de conversación. Escuché. Les contaba cómo había llevado a cierta dama de la sociedad hasta el punto en que no podía dejar de admitir que lo amaba (es claro que mentía como un cochino), y cómo lo ayudó en su romance un amigo, un príncipe que poseía tres mil siervos, que era oficial de húsares y a quien Zverkov llamaba familiarmente Nikola. -¿Cómo es intervine de pronto que este Nikola tuyo el de los tres mil siervos no ha venido a tu fiesta de despedida? Durante un momento todos guardaron silencio. Ya estás borracho dijo Trudolúbov, dignándose mirarme por fin, para apartar enseguida la vista con desprecio. Zverkov me examinó en silencio, como si fuese un bicho. Yo bajé la mirada. Simónov se apresuró a servir champagne. Trudolúbov levantó la copa. Todos los otros, menos yo, hicieron lo mismo. ¡A tu salud, y por un feliz viaje! gritó Trudolúbov. ¡Por nuestros años escolares, señores, y por el futuro! ¡Hasta el fondo! ` 131
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Vaciaron las copas y corrieron a abrazar a Zverkov. Yo no me moví. Mi copa estaba ante mí, intacta. -¿Qué? -¿No bebes? rugió Trudolúbov. Parecía haber perdido la paciencia, y me miraba con gesto amenazador. Quiero hacer mi propio brindis, y después beberé. ¡Criatura molesta y rencorosa! gritó Simónov. Me enderecé en el asiento, levanté afiebradamente la copa, esperando que sucediera algo extraordinario, y sin saber yo .mismo qué quería decir. ¡Silencio, todos! gritó Ferfichkin. ¡Ahora presenciaremos una exhibición de inteligencia! Teniente Zverkov empecé, quiero informarte que no soporto las palabras altisonantes, las cinturas ajustadas y a los charlatanes... Eso es lo primero que quería decir. Ahora, lo segundo. Todos se removieron, inquietos. Odio las porquerías y a quienes las dicen. En especial a quienes las dicen. Número tres: me gusta la sinceridad, la verdad y la honestidad. Seguí hablando en forma maquinal, sintiendo frío y preguntándome, presa de pánico, cómo podía estar diciendo esas cosas. Me gusta el pensamiento, 132
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Zverkov; me agrada la verdadera amistad en un pie de igualdad. No quiero... -¿Pero por qué no, en fin de cuentas? Estoy dispuesto a beber a tu salud, y que tengas buena suerte. Ojalá que seduzcas a jóvenes bellezas circasianas, que mates a los enemigos del país y. . . y. . . a tu salud, señor Zverkov. Zverkov se puso de pie, me hizo una inclinación de cabeza y dijo: Te agradezco mucho. Estaba pálido y furioso. ¡Maldito sea! gritó Trudolúbov, golpeando en la mesa con el puño. ¡Oh, no! ¡Por cosas como ésta la gente recibe un puñetazo en la cara! chilló Ferfichkin. Tendríamos que echarlo a puntapiés murmuró Simónov. ¡Silencio, señores, no se muevan! dijo Zverkov con solemnidad, dominando la indignación general. Les agradezco mucho la reacción, pero les aseguro que soy perfectamente capaz de demostrarle el valor que asigno a sus palabras. Y usted, señor Ferfichkin, me gustaría que mañana me respondiera por lo que acaba de decir dije en voz alta.
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-¿Quieres un duelo? Muy bien contestó. Pero en apariencia yo era tan ridículo al presentar el desafío, y resultaba tan incongruente con mi físico, que todos estallaron en carcajadas. Al cabo Ferfichkin los imitó. Lo mejor es dejarlo solo. Está completamente ebrio dijo Trudolúbov con disgusto. Jamas me perdonaré por haberlo dejado venir volvió a quejarse Simónov. Y yo pensé: "-¿No seria magnífico arrojarles esa botella?" Tomé la botella y me llené la copa. "Ahora será mejor que me quede hasta el final. Se sentirían encantados si me fuera. Nunca. Me quedaré adrede, y seguiré bebiendo... para demostrarles que no presto la menor atención a la opinión que tengan de mí. Beberé porque esto es como una taberna, y porque he pagado por lo que bebo. Seguiré sentado, bebiendo, porque son simples títeres, trozos de madera sin importancia. Beberé y cantaré... Sí, si quiero cantar, cantaré, porque tengo derecho a cantar... hmmm..." Pero no canté. Sólo traté de no mirar a ninguno de ellos. Adopté una actitud negligente, y esperé con impaciencia que me hablaran. Pero, ¡ay!, no lo hicieron. ¡Ah, cuánto deseaba hacer las paces en ese 134
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momento! El reloj dio las ocho, y después las nueve. Pasaron de la mesa al sofá. Zverkov se tumbó y apoyó un pie en una mesita cercana. El vino fue llevado hasta allá. Zverkov había pedido tres botellas más. Por supuesto, no me invitaron a acercarme. Los otros se sentaron alrededor de él, en el sofá, y escuchaban lo que decía, con una actitud rayana en la adoración. Resultaba evidente que era un hombre popular. Me pregunté por qué lo querían tanto. De vez en cuando, en su entusiasmo de beodos, se abrazaban. Hablaron del Cáucaso; de lo que significaba una pasión verdadera; de los juegos de naipes; de los puestos bien remunerados; de los ingresos de un húsar llamado Podjarzhevski, que ascendía a una cifra tan impresionante, que todos se sintieron encantados, aunque ninguno de ellos lo conocía personalmente; sobre la increíble belleza y gracia de una princesa D, a quien tampoco conocían ni habían visto nunca; y por último llegaron a la conclusión de que Shakespeare era inmortal. Sonreí con desdén, mientras me paseaba junto a la pared opuesta al sofá. Tenía grandes deseos de mostrarles que me las podía arreglar muy fácilmente sin ellos, pero al mismo tiempo taconeaba adrede. En vano. No me prestaban ninguna atención. Tuve 135
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la paciencia de recorrer la habitación ante ellos, de esa manera, del hogar a la mesa y vuelta, desde las ocho hasta las once, sin apartarme ni un centímetro de mi trayecto, mientras me repetía: "Nadie puede impedirme pasearme, si se me ocurre". El camarero, que entraba a cada rato, se detuvo varias veces y me miró, boquiabierto. De tanto ir y venir, sentía vértigos. Había momentos en que parecía que estaba delirando. Al cabo de tres horas conseguí estar empapado en sudor y seco otra vez, tres veces seguidas. De vez en cuando, con un dolor atenazante, insoportable, se me ocurría que pasarían diez, veinte, quizá cuarenta años, y yo seguiría recordando esos minutos de mi vida, los más ridículos y penosos, con horror y disgusto, Era imposible hacer más de lo que yo había hecho para infligirme la más cruel de las humillaciones. Me di cuenta de ello, y sin embargo continué paseándome entre la mesa y la chimenea, "¡Oh, si supieran de qué pensamientos y sentimientos soy capaz, y cuán sensible y complejo soy!", pensé, dirigiéndome en silencio al sofá en el cual se hallaban sentados mis enemigos. Pero ellos se comportaban como si yo no estuviese en la habitación. En una ocasión sólo en una se volvieron hacia mí: cuando 136
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Zverkov hablaba de Shakespeare y yo estallé en una carcajada despectiva. Lancé un bufido tan afectado y tan irritante, que de pronto interrumpieron la conversación y durante dos minutos me miraron con solemnidad, mientras yo caminaba, riendo, de la chimenea a la mesa y vuelta sin prestarles atención. Pero nada sucedió. Reanudaron su conversación, y dos minutos más tarde habían vuelto a olvidarse de mí. Entonces dieron las once. ¡Eh! exclamó Zverkov levantándose del sofá, ¿vamos ahora allá? ¡Sí, sí, vamos! aceptaron los otros con ansiedad. Yo me volví de súbito hacia Zverkov. Estaba tan agotado, tan quebrantado, que me habría rebanado la garganta nada más que para terminar con todo eso. Me encontraba afiebrado; el cabello, mojado, se me pegaba a la frente y a las sienes. Zverkov dije con decisión, con voz chillona, quiero pedirte que me perdones. Tú también Ferfichkin. Y los otros, todos aquellos a quienes haya podido ofender. ¡Entiendo! siseó Ferfichkin con acento venenoso, prefieres prescindir del duelo, -¿verdad? El pinchazo me hizo respingar.
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No, Ferfichkin, te equivocas. No tengo miedo a un duelo. Estoy dispuesto a batirme contigo mañana, si lo quieres. Puedo demostrarte que no me asusta un duelo. Tú dispararás primero, y yo tiraré al aire. Está jugando consigo mismo hizo observar Simónov. Agita la lengua declaró Trudolúbov. -¿Quieres tener la bondad de dejarme pasar? dijo Zverkov con desprecio. -¿Por qué te interpones en mi camino? -¿Qué quieres? Estaban todos rojos, y tenían los ojos vidriosos de la bebida. Me gustaría ser tu amigo, Zverkov. Sé que te he ofendido, pero... -¿Ofendido? -¿Tú? -¿A mí? Sabes una cosa, querido? ¡Tú jamás podrías ofenderme a mi! ¡Y basta ya; sal del paso! concluyó Trudolúbov. ¡Vamos, señores! ¡Pero recuerden, amigos, que yo me reservo a Olimpia! gritó Zverkov. No lo olviden, -¿eh? ¡Bueno, bueno, no discutiremos por eso! convinieron los otros, riendo. Sentí como si me hubieran escupido por turno. El grupo comenzaba a salir ruidosamente de la ha138
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bitación. Trudolúbov entonó no sé qué estúpida canción. Simónov se quedó unos minutos para entregar la propina a los camareros. Para mi propia sorpresa, me acerqué a él. Simónov, préstame seis rublos le dije con desesperada decisión. Me clavó su mirada de borracho, profundamente desconcertado. -¿Tienes la intención de ir allá con nosotros? ¡Sí, iré! No llevo dinero encima dijo con desdén. Sonrió y se dispuso a salir. Lo tomé de la capa. Era una pesadilla. Simónov, he visto que tienes dinero, -¿por qué me lo niegas? -¿Crees que soy tan bajo? Por favor, piensa un poco antes de negármelo. Todo mi futuro depende de ello, todos mis planes... Simónov sacó el dinero y casi me lo arrojó. Tómalo, si no tienes un poco de decencia dijo, implacable, y se apresuró para alcanzar a los otros. Durante un momento quedé a solas. Contemplé el desorden, los restos de la cena, una copa rota en el suelo, el vino derramado, colillas de cigarrillos. . . Tenía la cabeza pesada de bebida y delirio, y una horrible angustia me oprimía el corazón. Un cama139
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rero, que había visto y oído todo, me miró con curiosidad. ¡Iré allí! grité. Y caerán todos de rodillas y me suplicarán que sea su amigo, o me cansaré de darle de bofetadas a Zverkov!
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V De modo que ésta es la realidad murmure mientras bajaba. Por fin me encuentro con ella frente a frente.. . Sí, esto no es como hacer que el Papa vaya de Roma a Brasil, o como bailar en la orilla del lago de Como... "¡Cerdo! me cruzó por la cabeza el pensamiento. -¿Cómo puedes burlarte de eso ahora?" "¡No me importa! me repliqué. ¡Todo está perdido!" Abajo no había rastros de los otros, pero eso no importaba. Sabía adónde habían ido. Cerca de la puerta del restaurante había un trineo. El cochero vestía un tosco abrigo campesino, cubierto de nieve derretida, que parecía templada. La calle estaba llena de vapor, y el aíre era irrespira141
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ble. El caballito peludo, pío, estaba también cubierto de nieve. Tosía. Recuerdo todo eso con suma claridad. Cuando levanté el pie para meterme en el trineo, recordé el gesto de Simónov al entregarme los seis rublos, y me desplomé en el fondo del vehículo, como un bulto. "No, tendré que hacer mucho para borrar todo lo anterior. Pero lo haré o moriré esta misma noche." ¡Vamos! le grité al conductor. Partimos. Un torbellino rugía en mi cabeza. "No se pondrán de rodillas para suplicarme que sea su amigo. Eso es un autoengaño, un espejismo barato y nauseabundo, una fantasía sentimental... es otra vez el baile en el lago de Como. Por lo tanto, tengo que abofetear a Zverkov. Tengo que hacerlo. Está decidido. Corro a darle una bofetada." ¡De prisa! dije al cochero, y éste hizo chasquear las riendas. "Lo abofetearé en cuanto llegue. -¿Pero no debería pronunciar antes unas palabras, como prólogo, por decirlo así? Estarán todos sentados en el salón grande, y él se encontrará con Olimpia en ef sofá. ¡Esa maldita Olimpia! Una vez se burló de mi cara y no quiso aceptarme. La arrastraré del cabello, 142
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y a Zverkov de las orejas. .. No, de una sola oreja. Lo tomaré de una oreja y le haré recorrer toda la habitación. Quizá se lancen todos sobre mí, me golpeen y me expulsen. Sí, es casi seguro que harán eso. ¡Que lo hagan! Ya lo habré abofeteado. La iniciativa, pues, será mía, y, de acuerdo con el código de honor, no hace falta nada más. Llevará encima el estigma, y ninguna paliza que puedan propinarme lavará la afrenta. La única solución será el duelo. Tendrá que batirse. Que me golpeen entonces, los cerdos. Trcdolúbov será quien más pegue; es el más fuerte. Lo más probable es que Ferfichkin me ataque de costado y me agarre del pelo. ¡Que lo hagan, magnífico! Lo doy por descontado. Por estúpidos que sean, en definitiva tendrán que ver el elemento trágico que hay en todo ello, Cuando me arrastren hacia la puerta, les gritaré que no valen siquiera lo que mi meñique... ¡De prisa, apresúrate! le grité al conductor, con acento tan salvaje, que se sobresaltó y le dio un latigazo al caballo. "Nos batiremos al alba. Es cosa resuelta. Se acabó la oficina, es lógico. Ferfichkin se refirió a ella con voz burlona. -¿Pero de dónde sacaré una pistola? Tonterías, pediré un adelanto sobre mi sueldo y 143
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me compraré una. -¿Y municiones? Ah, de eso tienen que ocuparse los padrinos. -¿Pero cómo puede hacerse todo eso antes del alba? -¿Y dónde encontraré un padrino? No conozco a nadie. . . ¡Qué absurdo! grité, cada vez más arrebatado. El primer hombre con quien me cruce en la calle, no podrá negarse a ser mi padrino, lo mismo que no puede negarse a salvar a uno que se ahoga. Cualquier cosa puede suceder. Si se lo pidiese al director de la oficina, tendría que aceptar, como cosa de caballeros. Y estaría obligado a respetar mi secreto. Ahora bien, Antón Antónich. .." En ese momento me di cuenta, con más claridad y en forma más gráfica que ninguna otra persona en el mundo, de lo patéticamente absurdo de mis suposiciones, y vi el reverso de la moneda, pero.. -¡Vamos; cochero, muévete; date prisa, maldito seas! -Ah, señor -respondió el representante de las masas laboriosas. De pronto me corrió un estremecimiento por la espalda. "¿No sería mejor... quizá... bueno... volver a casa ahora mismo. ¡Oh, Dios!, -¿por qué insistía ayer en participar en la cena? ¡Pero ya no es posible! ¡Y esa 144
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caminata de tres o cuatro horas entre el hogar y la mesa! No, ellos, y ningún otro, tendrán que pagar por esa caminata. ¡Deben lavar esa deshonra!" -¡Apresúrate un poco, más rápido! -vociferé. "¿Y qué sucedería si me llevaran a un cuartel de policía y presentaran una acusación contra mí? ¡No se atreverían! ¡Tendrían miedo al escándalo que les armaría! -¿Y si Zverkov, por desprecio hacia mí, se niega a aceptar mi reto? Eso es lo más probable, pero yo les demostraré... Iré a la estación de la cual debe partir mañana y lo tomaré de la pierna cuando trate de subir al coche. Le morderé el brazo, la mano... «¡Miren todos a qué estado puede ser llevado un hombre!», gritaré. Que me golpee en la cara, y los otros también. Gritaré, para que lo oigan todos: «¡Miren a este cerdo que va a seducir alas muchachas circasianas, con mi saliva brillándole en la cara!»". "Después de eso, por supuesto, todo habrá terminado. Mi oficina habrá desaparecido de la faz de la tierra; seré arrestado, juzgado, expulsado de mi puesto y deportado a Siberia. ¡Pero no importa! Dentro de quince años, luego de que haya purgado mi condena, encontraré a Zverkov en alguna capital de provincia. Se habrá casado y será feliz, y tendrá 145
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una hija grande. «¡Mira, monstruo le diré, mira estas mejillas hundidas y estos harapos! Lo he perdido todo carrera, felicidad, el arte, la ciencia, la mujer a quien amaba, y por tu culpa. Aquí están las pistolas. He venido a descargar la mía y... y te perdono». Entonces tiraré al aire y nadie volverá a oír hablar de mí." Eso casi me arrancó lágrimas de los ojos, aunque me di cuenta de que lo había sacado todo de El pistoletazo, de Pushkin, o de Mascarada, de Lérmontov. Y de repente me sentí muy avergonzado. Tanto, que ordené al cochero que se detuviera, y bajé del trineo. Bajé hasta la nieve de la calle. El cochero suspiró y me miró, atónito. -¿Qué podía hacer? No podía ir allá, porque eso carecía de sentido, y no me era posible abandonar el asunto porque... "¡Oh Dios!, -¿cómo puedo olvidarme de eso, después de tanta humillación? ¡No! grité, volviendo a saltar al trineo, ¡así tiene que ser!". -¡Vamos, de prisa, sigamos! Y en mi ansiedad por llegar, le di un puñetazo al cochero en la nuca. -¿Qué te pasa? ¿Por qué me pegas? -gritó el hombre, pero fustigó a su penco, que se puso a cocear con las patas traseras. 146
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La nieve caía en grandes copos, pero no me importó. Me abrí la capa. No tenía conciencia de ninguna otra cosa, porque había resuelto, por fin, que debía abofetear a Zverkov. Me sentí horrorizado, como si eso estuviera a punto de suceder, en ese mismo momento, en forma inevitable, y nada en la tierra pudiera impedirlo. Faroles callejeros aislados parpadeaban como antorchas funerarias en medio de la bruma de nieve. La nieve se me metió debajo de la capa y del cuello, y se derritió. No me preocupé de abrigarme; de cualquier manera, todo estaba perdido. Por fin llegamos, y salté del trineo. Con el cerebro casi en blanco, subí corriendo, y antes de ,larme cuenta de lo que hacía estaba golpeando la puerta con puños y pies. Sentía las piernas muy débiles, en especial las rodillas. Me abrieron enseguida, casi como si estuvieran esperándome. En realidad, Simónov les había advertido que "podía llegar uno más", pues en ese tipo de lugares so., necesarias las advertencias y precauciones. Se trataba de una de esas "lencerías" cerradas hace tiempo por la policía. Durante el día funcionaba, en efecto, como lencería, pero por la noche; si uno contaba con las recomendaciones adecuadas, se po147 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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día concurrir como "invitado". Atravesé con rapidez la tienda, que se encontraba a oscuras, y entré en otro saloncito que ya conocía. Allí sólo ardía una vela, y me detuve, perplejo: ellos no estaban. -¿Dónde están? -pregunté a alguien. Pero, por supuesto, se hablan ido. La madama del lugar, que me conocía de vista, estaba ahí. Me contempló con una sonrisa estúpida. Un minuto después entró otra persona. Sin prestar atención a nada, me paseé por la habitación, creo que hablando solo. Sentía como si hubiera escapado a la muerte, y todo mi cuerpo parecía regocijarse de ello. Por cierto que lo habría abofeteado, no cabe duda de ello. Pero como no estaban ahí... ¡las cosas eran muy distintas! Miré en torno. Todavía trataba de entender. Sin pensarlo, miré a la muchacha que acababa de entrar. Tenia un rostro fresco, joven, más bien pálido, de negras cejas rectas y una expresión seria, un tanto sorprendida. Eso me convenía. Si hubiese sonreído, la habría odiado. La examiné con más atención. Tuve que hacer un esfuerzo, porque mis pensamientos seguían siendo vagos. Había algo de sencillo y bondadoso en el rostro que tenía ante mí, pero se me ocurrió que era extrañamente grave. Estoy seguro 148
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de que eso no la ayudaba en su oficio, que ninguno de los otros idiotas había reparado en ella. Pero no era una belleza, aunque era alta, fuerte y bien formada. Algún impulso perverso me llevó a acercarme a ella. Por casualidad, me vi en un espejo. Mi rostro atormentado me pareció muy repulsivo. Era una cara cenicienta, viciosa, abyecta. Tenía el cabello revuelto. "No me importa; tanto mejor pensé. Cuanto más repulsivo me encuentre, más me gustará."
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VI En alguna parte, detrás de un tabique, un reloj comenzó a jadear como si alguien le apretara el cuello. Luego de un jadeo increíblemente largo, hubo una campanada tenue, molesta, que sonó muy de prisa y me hizo pensar en alguien que saltara de pronto hacia adelante. Dieron las dos. Volví en mí. Aunque no dormía, hasta ese momento había estado sumido en un estupor. La habitación estrecha, de techo bajo, repleta de muebles un enorme ropero, cajas de cartón y ropas de todo tipo, se hallaba a oscuras. El cabo de una vela, en la mesita, al otro extremo del cuarto, estaba a punto de apagarse, y de vez en cuando emitía un débil chisporroteo. Dentro de unos instantes habría una oscuridad total. 150
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No necesité mucho tiempo para recobrar el sentido. Lo recordé todo sin esfuerzo, como si el recuerdo hubiese esperado para caer sobre mí. En verdad, mientras me encontraba como aturdido, en mi conciencia había quedado como una especie de punto brillante que no desaparecía, y alrededor del cual soñolientas sombras se agitaban con fuerza. Pero, cosa extraña, todo lo que me había sucedido esa noche, en ese momento, cuando recuperé la conciencia, me pareció algo perteneciente a un pasado muy remoto, algo a lo cual tuve que hacer frente hacía mucho, mucho tiempo. Tenía la cabeza cargada de vapores. Algo aleteaba sobre mi, me pellizcaba, me excitaba y acuciaba. La angustia y el rencor volvían a acumularse en mi interior, buscando una salida. En ese momento vi que, a mi lado, dos ojos abiertos de par en par me examinaban con curiosidad e insistencia. Me contemplaban con un desapego frío, hosco, carente de simpatía. que me hizo sentir incómodo. Un lúgubre pensamiento saltó en mi cerebro y me recorrió todo el cuerpo con la inquietante sensación que se experimenta al entrar en un agujero húmedo y lóbrego. Había algo extraordinario en el hecho de que esos ojos sólo hubieran decidido 151
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examinarme en ese momento. Pero recordé que durante dos horas no había cambiado una palabra con esa criatura. No sentí la menor necesidad de ello. Antes bien, el silencio me había gustado, quién sabe por qué. Ahora, de súbito, tuve la imagen general del libertinaje vacío y tan repugnante como una araña que comienza sin sentimientos, grosero e indecente, en el punto culminante del verdadero amor. Nos miramos durante largo rato, pero ella no bajó la vista. Al cabo me sentí molesto. -¿Cómo te llamas? -le pregunté de pronto, para salir de la situación. -Liza -respondió con cierta frialdad, en un susurro, y apartó la mirada. Guardé silencio durante un rato. -¡Esta noche, el tiempo... nieve... asqueroso! musité, hablando casi conmigo mismo. Me puse una mano bajo la cabeza y contemplé melancólicamente el cielo raso. No contestó. Todo aquello era indecente. -¿Eres de aquí? -la interrogué un momento más tarde, casi con ira, mientras volvía la cabeza un tanto hacia ella. No. -¿De donde eres? 152
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De Riga contestó a desgano. -¿Eres alemana? No, soy rusa. -¿Hace mucho que estás aquí? -¿Dónde? En esta casa. Un par de semanas. Su tono era cada vez más brusco. La vela se apagó, y ya no pude verle la cara. -¿Tienes padres? -Sí... viven, -¿Dónde están? -En Riga. -¿Qué hacen? -Oh, bueno... -¿Bueno, qué? -¿Qué clase de personas son? Comerciantes. -¿Tú vivías con ellos? -Sí. -¿Qué edad tienes? -Veinte. -¿Por qué te fuiste? -Por nada. Ese "por nada" quería decir "déjame, me aburres". Guardamos silencio. 153
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Sólo Dios sabe por qué no me fui. Esperaba a sentirme enfermo y abatido. Las imágenes de las veinticuatro horas precedentes me cruzaban, inconexas, por el cerebro, sin la menor participación de mi voluntad, De pronto recordé una escena que había presenciado por la mañana, cuando, hundido en mis preocupaciones, iba a la oficina. -Hoy vi a algunas personas llevando un ataúd, y casi lo dejaron caer -dije de pronto en voz alta, aunque no tenía deseo alguno de reanudar la conversación. -¿Un ataúd? -Sí, en el Mercado del Heno. Lo subían desde un sótano. -¿De un sótano? De un departamento situado en un sótano, ¿sabes?, en una casa escandalosa.. . Había tanta suciedad en torno... cáscaras de huevos, basura... Apestaba... Insoportable. Silencio. Hoy fue un mal día para un entierro continué, nada más que para romper el silencio. -¿Malo? -¿Por qué? -La nieve, el fango... Bostecé.
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-¿Qué importancia tiene eso? dijo ella al cabo de un rato. No, es horrible. Volví a bostezar. Los sepultureros deben de haber maldecido, porque se empaparon con esa nieve. Y estoy seguro de que la tumba estaba llena de agua, -¿Por qué habría de haber agua en la tumba? inquirió ella con extraña curiosidad, pero lanzándome las palabras con más frialdad y aspereza que antes. Eso empezaba a gustarme. -Pues yo diría que había por lo menos quince centímetros de agua adentro. No se puede cavar una tumba en el cementerio de Volkovo. -¿Por qué no? -¿Cómo "por qué no"? Aquello es un pantano. Depositan los ataúdes en el agua. Yo mismo lo he visto... muchas veces. Nunca había visto nada de eso. En verdad, nunca estuve en Volkovo. Sólo lo sabía de oídas. -¿Es posible que no importe si vives o mueres? pregunté. -¿Por qué habría de morir? replicó, a la defensiva.
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-Algún día morirás, y te ocurrirá lo mismo que a la mujer de que te hablaba. También era joven, como tú... Murió de tisis. -Una mujer así habría muerto en el hospital. Sabe todo lo relacionado con estas cosas, pensé, dijo "una mujer así". -Le debía dinero a la madama -repliqué, gozando cada vez más con la discusión-. Y siguió trabajando hasta el final, a pesar de la tisis. Los cocheros de por aquí se lo contaron a unos soldados, y yo lo supe per ellos. Se reían de ella. Inclusive trataron de organizar una fiesta en memoria, en una taberna. Gran parte de eso lo había inventado. Siguió un profundo silencio. Ella no se movió. -¿Y por qué es mejor morir en un hospital? agregué. -No importa dónde. -¿Y por qué habría de morir yo? -preguntó, irritada. -Si no es ahora, será después.. -Ahora o después, es lo mismo. -¿Sí? Piensa: ahora eres joven y bonita, y valoran tus servicios. Pero luego de un año de esta vida, no serás la misma; te marchitarás... -¿Al cabo de un año?
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-Sea como fuere, puedo aserrarte que tu precio bajará -continué con maligno ardor. Entonces tendrás que pasar de este establecimiento a otro inferior. Y un año después te trasladarás a un tercero, más tajo aún; y en siete años terminarás en un sótano del Mercado del Heno. Y todavía habrá más. ¿Qué harás cuando descubran que tienes el pecho enfermo, digamos, o si te resfrías, o algo por el estilo? Con el tipo de vida que haces, es muy difícil librarse de una enfermedad... Y una vez que te atrape, no te soltará. Y así morirás. -¿Y qué? Me moriré -respondió ella, ahora enojada de veras, y haciendo un movimiento brusco en la oscuridad. -Pero es una lástima. -¿Por qué es una lástima? Es una lástima perder la vida. Silencio. -¿Alguna vez estuviste comprometida? -¿A ti qué te importa? -Está bien, está bien, no trato de interrogarte. No te enojes. Ya sé que no es cosa mía. Me doy cuenta de que tienes problemas personales. Lo decía por hablar . Me compadezco, eso es todo. -¿De quién? 157 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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-De ti. -No me pasa nada -cuchicheó con voz casi inaudible, y otra vez la escuché removerse. Esto me irritó al máximo. Yo me mostraba bondadoso y ella. -De modo que crees estar en el buen camino, ¿eh? -le dije. -No creo nada. -Eso también es malo... no pensar. Despierta y toma tu vida en tus manos; todavía tienes tiempo. ¡Porqué todavía lo tienes, entiéndelo! Aún eres joven y no mal parecida. Podrías enamorarte, casarte, ser feliz... -El casamiento no significa necesariamente felicidad -me interrumpió, volviendo a su tono áspero y seco. -No necesariamente, como dices, pero es mejor casarse que estar aquí. Ni comparación, créeme. Si hay amor, se puede muy bien prescindir de la felicidad: La vida es buena, inclusive con penas. Es bello vivir en este mundo, sea cual fuere tu vida. Pero aquí, en este lugar, no hay otra cosa que aire viciado. Brrr... Me aparté disgustado. Ya no me sentía remoto. Lo que decía me interesaba. Y hasta estaba excitán158
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dome. Ansiaba exponer ante ella las preciosas ideas que había alimentado en mi cueva. De pronto tenía un objetivo. -No me prestes atención. Yo también estoy aquí, de modo que no puedo decirte lo que debes hacer. Quizá sea peor que tú -dije de prisa, para justificarme-. Pero para un hombre es diferente, porque aunque me degrade y envilezca, no soy esclavo de nadie. Voy y vengo; no estoy clavado aquí. Me lo quito de encima y soy otro hombre. Pero tú... has sido una esclava desde el comienzo. ¡Sí, una esclava! Te despojaste de todo. Entregaste tu libertad, y aunque algún día trates de romper estas cadenas, no podrás... quedarás aún más enredada en ellas. Ni siquiera quiero mencionar otras cosas, porque no me entenderías, pero dime esto: apuesto a que ya estás endeudada con la madama, -¿no es así? De modo que ya ves -proseguí, aunque ella nada había dicho; seguía acostada, en silencio, escuchando con todo su ser-; esa es la cadena. Nunca podrás comprar tu libertad. Es como si hubieras vendido el alma al diablo. Ahora bien, puede que yo sea tan desdichado como tú; es posible que también esté chapaleando en el fango por pura angustia. Algunos, cuando se sienten desdichados, beben; mi desdicha 159
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me obliga a venir aquí. Y ahora dime: -¿qué sentido tiene eso? Vinimos sin decirnos una palabra el uno al otro, y después tú me miraste como una salvaje, y yo te devolví la mirada. -¿Esa es la forma de hacer el amor? -¿Así tienen que acercarse las personas unas a otras? ¡Es monstruoso, y nada más! -¡Sí! Lo dijo con furia, de prisa. Me llamó particularmente la atención la forma apresurada y enfática con que dijo "sí". -¿Quizá se le había ocurrido el mismo pensamiento, antes, cuando me miraba? ¿De modo que también ella era capaz de pensar en cierta medida? ¡Maldición, qué divertido! -¿No significaba eso que de alguna manera nos parecíamos? Casi me froté las manos de gozosa anticipación. Era imposible no triunfar en un enfrentamiento con esa jovencita. Y lo que más me atraía era el resto que eso representaba. Acercó su cabeza a la mía, apoyándola en la mano, o por lo menos esa fue la impresión que tuve en la oscuridad. Quizá me contemplaba otra vez. Me habría gustado mucho poder verle los ojos. La escuché respirar profundamente. -¿Por qué viniste a Petersburgo? pregunté con tono autoritario. 160
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-Porque sí... -Pero estabas bastante cómoda en casa de tus padres, -¿no es verdad? Calor, libertad, tu propio cuarto... -¿Y si te dijera que era peor que aquí? "Debo encontrar el tono adecuado -se me ocurrió pensar-. No iré muy lejos usando el sentimentalismo". Pero en verdad, el pensamiento sólo me cruzó por la cabeza. ,curo que esa mujer me interesaba de veras. Además, me sentía débil y del humor adecuado, y por otra parte el fingimiento coexiste muy fácilmente con el sentimiento verdadero. -Nunca se puede saber -me apresuré a contestar-. Uno se encuentra con todo tipo de cosas. Estoy seguro de que deben de haberte tratado mal, y que son más culpables ante ti que tú ante ellos. Entiéndelo: nada sé sobre ti, pero en cierto modo siento que una muchacha como tú no llegaría a un lugar como éste por su propia voluntad. -¿Una muchacha como qué? -susurró ella; apenas logré escucharla. Maldito sea, la estaba adulando. ¡Era repugnante!. . . Por otra parte, quizá fuese lo que había que hacer... Ella no dijo nada. 161
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-Permíteme que te hable de mí. -¿Sabes, Liza?, si hubiese tenido una familia cuando era un niño, habría sido muy distinto de lo que soy. He pensado mucho en eso. Por mal que anden las cosas en una familia, afirmo que un padre y una madre son parte de uno, no tus enemigos o gente extraña. Aunque sólo sea una vez por año, te muestran su amor. Y aunque sólo se trate de eso, sigues teniendo la sensación de que es tu hogar. Pero crecí sin familia, y por eso soy así... -¿Sabes?, carente de sentimientos. Esperé un rato. No creí que me entendiera, y de todos modos, esas moralizaciones me parecían ridículas. -Si hubiese sido un padre, habría amado a mis hijas más que a mis hijos dije, tomando un camino indirecto, como si hablara de otra cosa, nada más que para distraerla. Confieso que me ruboricé. -¿Qué tiene que ver eso? -inquirió ella. -En realidad, nada... No sé, Liza. -¿Sabes?, una vez conocí a un hombre estricto y severo que se arrodillaba ante su hija y le besaba las manos y los pies... No se cansaba de admirarla. Ella podía pasarse la noche bailando, y el padre se quedaba clavado en el mismo lugar durante cinco horas seguidas, sin quitarle la vista de encima. Estaba loco por ella, y lo 162
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entiendo muy bien. Por la noche, ella se quedaba dormida, y él iba y la besaba, y hacia la señal de la cruz sobre el! A. Andaba con ropas harapientas, viejas y era tacaño con los demás, pero nunca vacilaba en gastar el último kopek en regalos para ella, los más costosos, y se sentía increíblemente feliz si a ella le gustaban. Un padre siempre quiere a sus hijas más que una madre, y eso hace que muchas jóvenes se sientan dichosas en su hogar. Yo no creo que ni siquiera permitiese que una hija se casara. -¿Por qué? -preguntó ella con una leve carcajada. -Porque habría sentido celos. No habría podido soportar el pensamiento de que besara a otro hombre, de que amase a un desconocido más que a su propio padre. Es un pensamiento doloroso. Claro que es una tontería, y al final todo el mundo se porta con sensatez. Pero creo que, antes de permitir que se casara, habría encontrado defectos a todos sus pretendientes. A la postre., supongo que la dejaría casarse con el hombre a quien amara de veras Por supuesto que, cuando menos, una hija debe complacer a un padre. Así sucede siempre, y a menudo eso evita muchos problemas en las familias.
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-Pero hay personas que están dispuestas a vender G sus hijas, pero no a permitirles casarse decentemente -declaró ella de pronto. De modo que se trataba de eso. -Eso, liza, sucede en las familias desdichadas en que no hay Dios ni amor -continué con vivacidad-. Y donde, no hay amor, tampoco hay razón. Es cierto que tales familias existen, pero yo no hablaba d2 ellas En apariencia, tú nunca fuiste feliz en la tuya, por eso dices esas cosas. Pareces ser desdicha de verdad. Bueno, la pobreza tiene mucho que ver con eso. -¿Quieres decir que entre los ricos las cosas son mejores La gente puede ser honrada y vivir con decencia, sea pobre o no. -Bueno, supongo que tienes razón. Pero por otra parte, Liza, el hombre sólo advierte sus penas; da por sentada la felicidad. Pero si tuviera en cuenta a ésta, descubriría que también ha gozado un poco de ella. Imagínate una familia que ha tenido suerte en todo: con la ayuda de Dios, te casas con un buen esposo, quien te ama, te cuida, jamás te abandona, etcétera. ¡Para semejante familia, la vida es buena! Puede que a veces también haya penas, pero sigue siendo buena. -¿Pues dónde no hay dolores? Cuan164
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do te cases, tú misma lo descubrirás. Por otra parte, toma el período posterior al casamiento. A veces hay entonces, asimismo, una increíble proporción de dicha. Durante esa época, hasta las riñas con tu esposo terminan siempre bien. En verdad, cuanto más aman algunas mujeres, más pendencias provocan. Yo conocí a una mujer de esas. "¿Sabes? -solía decir-, te quiero muchísimo, y te torturo por amor, de modo que aguántalo". -¿Sabías que por amor uno puede atormentar deliberadamente a una persona? Las mujeres, en especial, tienen tendencia a hacer eso. Y mientras te torturan, piensan: "Más tarde te compensaré con amor y ternura, de modo que el hecho de que torture ahora no es un pecado". Y todos miran con alegría un hogar de esos. Todo es tan pacífico, amistoso y honrado... "Algunas mujeres también son celosas. Yo conocí a una. No podía sufrir que su marido saliera, y de noche lo seguía, para descubrir si no iba a encontrarse con alguna mujer. Eso es malo, ¿entiendes?, y ella sabe que es malo, y el corazón se le detiene, y sufre, pero todo es por culpa del amor. ¡Y cómo le gusta hacer las paces luego de una riña, y sentirse apenada, o perdonar! En verdad, los dos se sienten felices, como si acabaran de conocerse, co165
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mo si acabaran de enamorarse y de casarse. Y si los esposos se quieren, a nadie le importa lo. que suceda entre ellos. Y aunque sostengan reyertas, ni siquiera deben permitir que sus madres intervengan como jueces, ni hablar nunca el uno del otro. Ellos son sus propios jueces. El amor es un divino misterio, y debe ser ocultado de los ojos del mundo, lo mismo que todo lo que ocurre entre los enamorados. Se respetan, y muchas cosas tienen su base en ese respeto. Y así como el amor existió otrora, puesto que se casaron por amor, -¿por qué habría éste de morir? -¿Acaso es imposible mantenerle vivo? Pocas veces es imposible. Si el esposo es bueno y honrado, -¿cómo puede terminarse el amor? Claro que muere el primer sentimiento, el de la luna de miel, pero lo reemplaza un amor mejor. En él se funden las almas de los dos, lo comparten todo, no se guardan secretos. Y cuando llegan los hijos, hasta las mayores penurias se asemejan a la dicha, mientras haya amor y valentía. Y los hijos lo aman a uno luego, por haber aceptado esas penurias, de modo que es como si las soportaras para recoger ese fruto. Y mientras les hijos crecen, sientes que eres un ejemplo para ellos, algo en lo cual pueden confiar. Que inclusive después que mueras, te llevarán toda 166
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la vida en sus pensamientos y sentimientos, pues habrán sido modelados a tu imagen. Es, entonces, un gran deber humano, -¿y cómo es posible que el padre y la madre dejen de unirse para realizarlo? Se dice que es duro criar hijos. -¿Quién dice eso? Yo digo que es una bendición divina. -¿Te gustan los niños, Liza? Yo los adoro. Imagina un chiquillo rosado mamando de tu pecho... -¿Qué esposo no se sentiría conmovido por semejante espectáculo? Un niño pequeño, rosado, regordete, que extiende sus minúsculos brazos y piernas y se acurruca contra ti. Sus manitas, con, sus uñas diminutas y limpias, son tan suaves, y parece tan gracioso, como si ya pudiera entender... Y cuando empiezan a salirle los dientes, puede que le dé un mordisco a su madre en el pecho, mientras la mira como diciendo: "-¿Ves?, te muerdo". Ah, Liza, -¿no es una felicidad total cuando los tres -la madre, el hijo y el padre- están juntos? Para pasar por esos momentos, uno debería estar dispuesto a soportar muchos sufrimientos. ¡No, Liza, antes de acusar a los demás debernos aprender a vivir! Éstas son las imágenes que hay que. presentarle, pensé, aunque juro que dije todas esas cosas con sentimiento. De pronto me sentí enrojecer. -¿Y si 167 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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de pronto ella estallaba en carcajadas? -¿Dónde me ocultaría? Este pensamiento me enfureció. Cuando llegué al final de mi discurso, estaba excitado, y mi orgullo comenzó a sufrir. El silencio continuaba. Hasta sentí deseos de codearla. Pero tú... comenzó a decir, y se interrumpió. Pero entendí. Había algo distinto en su voz, un nuevo temblor. Ya no era una voz ruda, áspera y resignada, sino suave, tímida y vergonzosa, de modo que yo mismo me sentía avergonzado y culpable. -¿Qué? inquirí con tierna curiosidad. Pero tú... -¿Qué? Pero... hablas como un libro dijo, y me pareció percibir, otra vez, una nota sarcástica en su voz. Eso me dolió. No era lo que esperaba. No entendí que el sarcasmo es una pantalla, el último refugio de las personas tímidas y puras contra quienes; con rudeza e insistencia, tratan de introducirse en su corazón. Hasta el último momento, el orgullo le impedía hablar abiertamente de lo que sentía. Habría debido darme cuenta de ello, aunque sólo fuera por la tímida vacilación que tuvo que vencer para pronunciar su frase defensiva, sardóni-
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ca. Pero no entendí, y me invadió un feo sentimiento. "Espera me dije; ya te mostraré".
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VII -Ah, Liza, -¿por qué habría de hablar como un libro, cuando todo esto me enferma de sólo mirarlo desde afuera? En realidad, no estoy afuera del todo. Esto ha agitado y despertado algo en mí. Y ahora dime: -¿es posible que a ti no te moleste estar aquí? Bueno, supongo que uno puede acostumbrarse a todo. La costumbre tiene mucha fuerza. -¿Pero de veras crees que nunca envejecerás, que siempre serás atrayente, que te mantendrán aquí mientras vivas? Ni siquiera hablo de lo horrible que es este lugar por derecho propio. No, espera, déjame que también te diga algo sobre tu existencia actual. Aunque todavía eres joven, bonita, agradable, y tienes corazón, y sentimientos, y todo lo demás, te digo que hace un momento, cuando volví en mí y 170
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me encontré aquí contigo, me pareció innoble. La gente sólo viene aquí cuando está borracha. Pero si te hubiera conocido en otra parte, y tu vida hubiese sido decente, te habría seguido, y quizás hubiese llegado a enamorarme de ti. No una palabra, sino una simple mirada de ti me habría hecho feliz; te habría esperado cerca de tu casa, me hubiese arrodillado ante ti, viéndote como a mi novia, y me hubiera sentido muy honrado de poder mirarme de esa manera. Entonces nunca me habría atrevido a tener un pensamiento impuro respecto de ti, en tanto que ahora sé que sólo necesito silbar y, lo quieres o no, tienes que venir conmigo. No necesito obedecer tu voluntad, pero tú tienes que someterte a la mía. Ni el más miserable campesino que se alquila como peón pierde su libertad por completo; sabe que hay un límite de tiempo para su esclavitud, Pero tú... ¿cuál es tu límite de tiempo? Pregúntate qué es lo que entregas aquí, qué es lo que ofreces en esclavitud. Has vendido tu alma, sobre la cual no tienes poder. La vendes junto con tu Cuerpo. Ofreces tu amor al primer borrachín que se presenta, para que lo pisotee. ¡Tu amor! ¡Pero si lo es todo, es una joya, es la posesión más preciada de una mujer! Para merecer ese amor, alguien podría entregar todos sus 171
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pensamientos, y hasta su vida. . . -¿Pero qué vale hoy tu amor? Has sido vendida toda entera; -¿por qué habría de tratar nadie de conquistar tu amor, ya que cualquier cosa es posible sin él? Nada hay más insultante para una mujer. -¿Sabes, he oído decir que a ustedes, pobres tontas, les permiten tener sus propios amantes, para su placer. Pero, como es lógico, esa es una farsa, una burla. Se ríen de ti, y tú lo tomas en serio. -¿De veras crees que tu amante "libre" está enamorado de ti? No creo que pueda estarlo. -¿Cómo podría, cuando sabe que en cualquier momento, quizá cuando estás con él, alguien puede silbar para llamarte? Si te amara, sería un individuo ruin. -¿Siente el menor respeto hacia ti? -¿Qué hay en común entre ustedes? Se burla de ti y te roba, y eso es todo. Tienes suerte si no te pega... -¿O lo hace? Si tienes un amante de esos, prueba a pedirle que se case contigo. Se te reirá en la cara, si no te la escupe y te da una paliza. Probablemente no vale ni un kopek. Y entonces, -¿en nombre de qué has arruinado tu vida? -¿Por las comidas, en las cuales quizás está incluido el café? -¿Por qué crees que te alimentan? Una mujer honrada no podría tragar un bocado, de sólo pensar en el motivo por el cual !e dan la comida. Estás en deuda con ellos, y seguirás 172
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endeudada hasta el final. Que no está tan lejos como piensas, pues te equivocarías si depositaras muchas esperanzas en tu juventud. El tiempo pasa muy rápido, aquí. Pronto te echarán a puntapiés. Y no lo harán de golpe: empezarán por criticarte, por hacerte reproches y lanzarte insultos como si, en lugar de darles tu salud, tu juventud y tu alma, los hubieras arruinado y robado. Y no esperes que te defiendan las demás mujeres. También ellas se arrojarán sobre ti, aunque sólo sea para complacer a la madama, porque en este lugar todo ha sido hipotecado, y la conciencia y la piedad han desaparecido hace tiempo. Esas mujeres también están muy hundidas, y nada hay más sucio y bajo que los insultos de que te harán objeto. Aquí lo dejarás todo; todo desaparecerá para no volver: la juventud, la salud, las esperanzas. Y a los veintidós años parecerás tener treinta y cinco, y tendrás que pedirle a Dios que no te premie con una enfermedad. Y si te dices que por lo menos no tienes que trabajar, que no haces más que comer y beber, déjame que te diga que en el mundo nunca hubo un trabajo más duro, más penoso que este que hace que el corazón se te disuelva en llanto. Y cuando te echen de aquí, no te atreverás a pronunciar una palabra ni a emitir un sonido de pro173
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testa; te alejarás como si fueras una culpable. Irás a otro establecimiento, y luego a otro y a otro, y por último terminarás en el Mercado del Heno. Y allí empezarán a golpearte, porque los parroquianos no saben hacer el amor sin pegar. -¿No quieres creer que sea tan horrible? Ve alguna vez a echar una ojeada, y quizá lo veas con tus propios ojos. Una vez era una mañana de Año Nuevo vi allí a una mujer en la puerta de una casa. Sus propias compañeras la habían expulsado en broma para que se tranquilizara un poco, porque estaba llorando, y luego decidieron echarle llave a la puerta. Y ahí estaba, a las nueve de la mañana, completamente ebria, desgreñada, semidesnuda, aporreada. Todavía tenía una gruesa capa de polvos en la cara, magulladuras negras bajo los dos ojos, y de la nariz y la boca le manaba sangre. Parece que la había puesto así un cochero. Se sentó en el umbral y proclamó a gritos sus "penas"; tenía en la mano un arenque en salmuera, con el cual golpeaba contra los escalones mientras un grupo de soldados y cocheros borrachos se reunían en su derredor y se burlaban de ella. -¿No crees que tú también llegarás a ser como ella,, algún día? Ojalá tengas razón, -¿pero cómo sabes que hace diez, o sólo ocho años, la mujer del aren174
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que no llegó también a esta ciudad, fresca e inocente como un angelito, ignorante del mal y llena de rubores? Quizás era como tú, orgullosa, altanera, sensible para las ofensas, distinta de las demás, segura de que podía dar felicidad a un hombre, si lo amaba y él a ella. -¿Y ves cómo terminó todo? Quizás la mujer bebida, desgreñada, que golpeaba los sucios escalones con su pescado, recordaba en ese momento sus pasados años de inocencia, en que vivía con sus padres, en que el hijo del vecino la esperaba cuando regresaba de la escuela y le aseguraba que la amaría mientras viviera, que era lo más importante que tenía, y quizá luego resolvieron amarse por siempre jamás y casarse en cuanto fueran mayores. "Sería una suerte para ti, Liza, que murieras lo antes posible de tuberculosis en algún sótano, como la mujer del ataúd, de la cual te hablé, Mencionaste el hospital. Serías muy afortunada si te llevaran allá. ¿Pero y si la madama cree que todavía puede usarte? La tisis es una enfermedad muy particular. No es como una fiebre, -¿sabes? El tísico conserva las esperanzas y el ánimo hasta el último momento, y se dice que todo va bien. Y eso le resulta ventajoso a la madama. Créeme, así son las cosas. Te has vendido 175
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a ella, y lo que es más, estás en deuda con ella. De manera que no puedes abrir la boca. Y cuando estés a punto de morir te volverán la espalda, -¿pues qué pueden sacar ya de ti? Inclusive te reprocharán porque tu agonía es demasiado larga, y porque no dejas libre tu rincón con más rapidez. Cuando les pidas un vaso de agua, te maldecirán antes de dártelo. «¿Cuándo reventarás te dirán, perra? ¡Es imposible dormir con tus malditos gemidos, y además ahuyentas a los clientes!» Y es cierto, -¿sabes? Yo mismo escuché cosas similares. Te meterán en el rincón más sucio del sótano. Y mientras agonizas en la húmeda penumbra -¿en qué pensarás, en tu soledad? Y cuando hayas muerto, manos extrañas prepararán tu cadáver, gruñendo, impacientes. Nadie rezará por ti: sólo les preocupará sacarte lo antes posible del camino. Te comprarán un ataúd barato y te llevarán como llevaron a la otra miserable criatura, y luego se irán a la taberna y beberán un trago a tu memoria. La tumba llena de fango y nieve derretida, y no se harán muchos problemas contigo. »Bájala, Iván. Vuelve a tener mala suerte. la perra, aun en su último viaje. ¡Vamos, no aflojes tu cuerda, zoquete! Perfecto, dejémoslo as¡,,. »-¿Cómo, perfecto? -¿No ves que está de costado? En fin de 176
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cuentas era un ser humano, -¿no es cierto? Oh, bueno, está bien, llénala». Y no reñirán por eso, créemelo. Llenarán la tumba con arcilla gris, húmeda, y se irán a beber a la taberna. "Y eso será todo . te olvidarán. Los hijos, los padres, los esposos, visitan las tumbas de otras mujeres... Pero nadie visitará la tuya, no habrá una lágrima, un suspiro, una oración por ti. Nadie irá nunca, y tu nombre será borrado de la faz de la tierra, como si jamás hubieras existido. A tu alrededor sólo habrá un mar de lodo, y de nada te servirá golpear en la tapa del ataúd. como lo hacen los muertos cuando se levantan de noche. Gemirás en vano: «Déjenme salir; déjenme volver al mundo, gente generosa. Mi vida no fue vida. Me la pasé, la mitad bebiendo en tabernas, y la otra mitad siendo usada como felpudo. Necesito otra oportunidad de vivir, buena gente»". Me encontraba en tal estado, que tenía un nudo en la garganta, y tuve que interrumpirme de golpe. Me apoyé sobre los codos y escuché con aprensión, la cabeza inclinada hacia adelante y el corazón palpitándome alocadamente. Y tenía buenos motivos para mi emoción.
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Durante un rato me pareció que le habla vuelto el alma del revés, que le destrozaba el corazón, y cuanto más me convencía de ello, más ansioso estaba por terminar lo que habla decidido hacer. Para mí era un juego que me absorbía por completo, aunque quizá no sólo por el juego. Sabia que lo que decía era fabricado, y hasta "literario", pero era la única forma en que sabía hablar: "como un libro", según había dicho ella. Pero eso no me preocupaba, mientras pudiese obtener el efecto deseado. En rigor, mi estilo artificial podía haber hecho más eficaz mi mensaje, por lo que a ella se refería. Pero ahora, habiendo logrado el efecto buscado, descubrí de pronto que no tenía estómago para seguir. El caso es que nunca, nunca había visto semejante desesperación. Estaba echada en la cama, abrazada a la almohada, con la cara hundida en ella. El pecho se le movía espasmódicamente y se le retorcía todo el cuerpo juvenil. Los sollozos comprimidos la ahogaban cuando trataban de salir al exterior. Luego, de repente, estalló en espantosos aullidos, mientras apretaba la almohada con más fuerza aún, pues no quería que nadie viera sus lágrimas y su sufrimiento. Mordió la almohada, se mordió la mano hasta sacarse sangre (lo vi más 178
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tarde), luego hundió los dedos en sus enmarañados cabellos, contuvo el aliento y apretó los dientes. Quise decirle algo, tranquilizarla, pero no me atreví. Entonces, en una especie de pánico, tembloroso, busqué a tientas mis ropas, pues quería irme de allí lo antes posible. Pero no pude vestirme con rapidez en la oscuridad, de manera que busqué una caja de fósforos en la mesita de noche, donde mi mano halló también otra vela. En cuanto ésta iluminó la habitación, ella se puso de pie de un salto. Su rostro estaba extrañamente deformado por una sonrisa demente, vacía. Me miró. Me senté junto a ella y le tomé las manos. Hizo un movimiento como para arrojarse en mis brazos, pero no se atrevió y bajó la cabeza. -Perdóname, Liza, no habría debido... -empecé a decir, pero sus dedos me apretaron la mano con tanta fuerza, que me di cuenta de lo equivocado de la frase; me detuve y dije, en cambio: -Aquí tienes mi dirección, Liza; ve a verme. -Iré -susurró ella con decisión, sin levantar la cabeza. -Y ahora tengo que irme. Adiós... Te veré pronto.
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Me puse de píe, y también ella. De pronto se ruborizó, tomó un chal de una silla y se lo echó sobre los hombros, cubriéndose con él hasta la barbilla. Luego me lanzó una extraña mirada, y una sonrisa torturada apareció en sus labios. Todo aquello me resultaba muy doloroso. Tenía prisa por irme. -Espera un momento -me dijo, tomándome de la capa. Estábamos ya en el vestíbulo de entrada. Dejó la vela que llevaba para iluminar el camino y salió corriendo. En apariencia, quería mostrarme algo. Cuando se fue, vi que le brillaban los ojos, que estaba sonrojada y sonriente. -¿Qué podía ser? Debía esperar. Regresó un momento después, y me miró como si me pidiera perdón por algo. En general, su rostro no era ya el mismo que cuando la había visto al comienzo: hosco, desconfiado y obstinado. Ahora sus ojos eran suplicantes, confiados, tiernos y tímidos. Tenía hermosos ojos color castaño claro, llenos de vida, ojos que podían expresar a la vez amor y un odio huraño. Sin una palabra de explicación, como si yo fuese un ser superior que pudiese entenderlo todo en el acto, me entregó un trozo de papel. En ese momento, el rostro le resplandecía con una expresión 180
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de triunfo ingenuo, casi infantil. Lo desplegué. Era una carta que le dirigía, supongo, un estudiante de medicina. Una declaración de amor, un tanto florida y grandilocuente, pero muy respetuosa. Ahora no recuerdo con exactitud las palabras, pero me acuerdo de que, bajo el estilo altisonante, se percibía un sentimiento auténtico. Cuando terminé de leer me encontré con su mirada ardiente, curiosa, llena ahora de una especie de impaciencia pueril. Estaba clavada en mi cara; tenía impaciencia por conocer mi opinión. En pocas palabras, pero radiante, orgullosa, me dijo que habla concurrido a un baile en un, casa particular, "una familia muy, muy decente, que todavía no sabe nada, absolutamente nada", pues estaba en la casa en que nos encontrábamos desde hacía muy poco tiempo y por cierto que no tenía resuelto quedarse; en verdad, se iría en cuanto hubiese liquidado su deuda... -De cualquier manera, allí conocía ese estudiante. Y durante toda la noche bailó con ella y le habló, y resultó que se habían conocido en Riga, cuando eran niños, que habían jugado juntos aunque de eso hacía mucho tiempo, y que inclusive él conocía a sus padres. Pero no sabía nada de eso. . . 181
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Ni siquiera lo sospechaba. Y al día siguiente de la fiesta (ahora, hacía tres días) le envió esa carta por intermedio de una amiga de ella que también habla concurrido a la fiesta.. -Y... aquí estamos. Bajó con pudor la mirada chispeante, mientras terminaba su explicación. ¡Pobrecita! Había conservado la carta como un preciado tesoro, y corrido a mostrarme su única posesión, pues no quería que me fuese sin saber que había alguien que la amaba con honradez y sinceridad, y que la trataba con respeto. Por cierto que la carta estaba condenada a quedar encerrada en su cofrecito, y nunca conduciría a nada. Pero eso no importaba: estaba seguro de que la guardarla toda la vida como un tesoro, como su orgullo y justificación. Y ahora se había acordado de ella, y me la mostraba con ingenua jactancia, para rehabilitarse ante mí, en la esperanza de que la apreciara y expresara mi aprecio. Pero yo le estreché la mano y sal¡. Tenía enorme prisa por irme. Hice a pie todo el trayecto, aunque la nieve húmeda caía ahora en grandes copos. Me sentía agotado, destrozado, confuso. Pero detrás de
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mi confusión percibía los contornos de la verdad, luna verdad sórdida, obscena!
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VIII Pero no necesité mucho tiempo para aceptar esa verdad. Cuando desperté por la mañana, después de unas pocas horas de sueño plomizo, analicé todo lo que había sucedido la noche anterior y me sorprendí de mi sentimentalidad hacia tiza, de todos esos sollozos y conmiseraciones que habíamos compartido. "¡Qué desagradable estallido de nervios! –decidí-. Soy como una vieja. ¿Y por qué demonios tenia que darle mi dirección? ¿Y si viene a visitarme? Ah, en fin de cuentas, que venga. Ya veremos. . ." Pero resultaba evidente que no era eso lo que me importaba. Lo principal era salvar mi reputación a ojos de Zverkov y Simónov. Sí, eso era lo más importante.
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Y esa mañana me preocupaban tantas cosas, que Liza desapareció de mis pensamientos por completo. Por empezar, tenía que pagarle a Simónov el dinero que le había pedido prestado la víspera. Resolví tomar una medida desesperada: pedirle prestados quince rublos a Antón Antónich. Por casualidad, estaba de excelente humor y me dio el dinero en cuanto se lo pedí. Me sentí tan satisfecho, que mientras le firmaba el pagaré le conté, con aire disipado y negligente, que la noche precedente "me había divertido en grande en el Hotel de París, en la despedida de un ex compañero de estudios, un amigo de la infancia, un gran calavera, terriblemente mimado por la vida, es claro, que proviene de una familia distinguida, muy rica; se ha labrado una brillante carrera, es ingenioso, encantador, muy popular entre las mujeres, -¿entiende? Por cierto que bebimos un poco, quizá media docena de botellas de champagne de más..." Y créanme, todo eso me salió de la boca con suma facilidad, con aspecto despreocupado y satisfecho. En cuanto llegué a casa, le escribía Simónov. Todavía hoy sigo admirando el tono caballeresco y afable de esa carta. Con gracia y sencillez, sin 185
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palabras superfluas, aceptaba la plena responsabilidad de lo que había ocurrido. Daba como excusa, "si hay alguna excusa admisible", el hecho de que no estaba acostumbrado a beber, y que quedé muy borracho después de la primera copa, que, afirmaba, bebí mientras los esperaba, entre las cinco y las seis, en el Hotel de París. Mis disculpas se dirigían, en lo fundamental, al propio Simónov, pero le rogaba que me disculpase también ante todos los demás, en particular ante Zverkov, a quien, escribía, "recuerdo haber insultado, por así decirlo, entre las brumas de un sueño". Escribía que habría ido a visitar a cada uno de ellos, pero que tenía un maldito dolor de cabeza y sentía demasiada vergüenza como para enfrentarles. Me encantó en especial el tono desenvuelto, casi despreocupado oh, en modo alguno arrogante, que expresaba, mejor que ninguna explicación, que veía "todo el asunto" con considerable desapego, que no me sentía aniquilado por él y ,que, en mi opinión, no era nada por lo cual un joven debiera ser juzgado con excesiva severidad. "Palabra murmuré con admiración al volver a leer la nota, ¡tiene inclusive cierta ligereza aristocrática! ¡Y todo se debe a que soy un hombre civiliza186
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do, altamente desarrollado En mi lugar, otro no habría sabido cómo salir del aprieto, pero yo me he desenredado y continuaré divirtiéndome, precisamente porque soy un hombre educado, refinado, de mi época. Y cuanto más pienso en ello, más convencido estoy de que la bebida fue la responsable de todo... Bueno, no es así... En realidad, no bebí vodka mientras los esperaba. Eso lo inventé para Simónov, y ahora me hace sentir avergonzado... ¡Ah, no me importa! Lo que interesa es que he salido del apuro." Puse seis rublos en un sobre, junto con la nota, y convencí a Apollon de que se lo llevase a Simónov. Cuando se dio cuenta de que el sobre contenía dinero, se mostró más cortés y aceptó entregarlo. Hacia la noche resolví salir a caminar. Todavía tenía vértigos del día anterior, y aún me dolía la cabeza. Cuanto más oscuro se ponía, más confusas se hacían mis impresiones y los pensamientos que nacían de ellas. Dentro de mí había algo que no quería morir, que se negaba a morir dentro de mi corazón y mi conciencia, y que se manifestaba en un atenazador sentimiento de angustia. Me mantuve en las calles más populosas y animadas, como la Mechánskaia, la Sadóvaia y el parque lusupov. Siempre 187 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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me han gustado esas calles al oscurecer, cuando están repletas de todo tipo de personas, trabajadores y comerciantes, el rostro preocupado y contraído de irritación, camino de sus casas luego de un día de trabajo. Lo que me gustaba era precisamente ese ajetreo menudo, la vulgaridad autosatisfecha que rezumaba todo eso. Pero esa noche la ruidosa muchedumbre no hizo más que irritarme. No me resultaba posible dominarme. Algo me oprimía y me atormentaba, y no me daba paz. Volví a casa deprimido, sintiendo como si un espantoso crimen me pesara sobre la conciencia. La idea de que Liza pudiera visitarme me resultaba inquietante. No podía entender por qué, de entre todas las impresiones de la víspera, su imagen era la que más me atormentaba, y con una tortura extraña, especial. Todo lo demás había quedado olvidado para la noche. Lo dejé a un lado con un encogimiento de hombros, y todavía me sentía muy satisfecho con la carta a Simónov. Pero en modo alguno me complacía el incidente con Liza; me parecía que sólo ella había sido la causa de todos los problemas. "¿Y si viene? pensaba a cada rato. ¡Bueno, y qué, que venga! Pero no me agradaba la idea de que vea cómo vivo. Ayer debo de haberle pare188
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cido una especie de héroe, y ahora verá... Sí, está mal haberme abandonado hasta ese extremo. Mi habitación apesta a miseria. -¿Cómo puedo haber salido ayer, vestido de esa manera? ¡Y ese diván cubierto de hule, con el relleno asomándose por todas partes! Y mi bata hecha andrajos, que ni siquiera me da un aspecto decente... Ah, lo verá todo... y verá también a Apollon. Apuesto a que ese perro se mostrará grosero con ella. Encontrará algún pretexto, nada más que para vengarse de mí, y yo no tendré valor para ponerlo en su lugar. Sonreiré, correré de un lado a otro, tratando de impedir que la bata se me deshaga. ¡Ah... qué horrible! Pero eso no es lo peor. Hay algo aún más bajo, más repugnante: ¡volver a ponerme esa máscara de embustes!" El solo pensamiento me encendió: "¿Por qué es deshonesto? Ayer por la noche fui sincero. Lo recuerdo muy bien; también en mí había sinceridad. Quise despertar en ella sentimientos honorables, y si lloró, debe de haberle hecho bien..." Pero no lograba serenarme. Toda esa noche, aun después de volver a casa mucho más tarde de las nueve y darme cuenta de que Liza no podía ir a esa hora, me fue imposible quitármela de la cabeza, y la vela constantemente, 189
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siempre en la misma posición. Un momento de la noche anterior me volvía al recuerdo con extraordinaria vividez. Era el instante en que encendí el fósforo y vi su rostro pálido, contraído, como el de una mártir. ¡Y qué sonrisa lastimera, forzada, torcida, ostentaba entonces! No sabía entonces que quince años más tarde seguiría pensando en Liza y en su sonrisa penosa, contrahecha, no apreciada. Al día siguiente me encontraba dispuesto a considerar todo el incidente como una tontería, como el producto de nervios fatigados y, ante todo, como una exageración. Siempre he conocido esa debilidad mía, y siempre desconfié de ella. "Mi tendencia a exagerar es como una deformidad me repetía una vez por hora, más o menos, pero luego pensaba, furioso: ¡Vendrá, vendrá, no cabe duda de que vendrá!" Corría de un lado a otro de la habitación, gritando: "¡SI no hoy, mañana, pero es seguro que me encontrará! ¡Sí, eso es lo único que se puede esperar de estas estúpidas románticas de corazón puro! ¡Ah, malditas sean esas almas sucias, tontas, podridas, sentimentales! -¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta de nada?" Pero en ese punto me detenía, consciente de mi terrible confusión. 190
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"Y cuán pocas palabras hicieron falta –advertía-. Cuán poco idilio -en especial porque no fue un idilio de verdad, sino una invención literaria-, para volver del revés un alma humana en menos de un minuto. ¡Así es la inocencia de las muchachas! ¡Así es el terreno virgen!" De vez en cuando me nacía la idea de ir a verla yo mismo, de "decírselo todo", de pedirle que no fuera a mi casa. Ese pensamiento me ardía de tal modo por dentro, que creo que habría aplastado a la maldita mujer si la hubiese tenido en ese momento al alcance de la mano; la habría insultado, escupido, golpeado y echado de mi casa. Pero pasó un día; dos, tres, sin señales de ella, y casi llegué a tranquilizarme. En particular me sentía mejor después de las diez de la noche, porque entonces lograba deslizarme en agradables ensoñaciones en las cuales era el salvador de Liza. "Viene a verme y le hablo.. la educo, la instruyo.. Al cabo me doy cuenta de que se ha enamorado de mí con apasionamiento. Finjo no entender . En realidad no sé por qué tenía que haber ese fingimiento. Sólo para hacerlas cosas más bellas, supongo. "Al final viene, turbada y herrosa, estremecida y sollozando, y se arroja a mis pies; me dice que soy su salvador y que 191
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me ama más que a nadie en el mundo. Me desconcierto, pero le digo: Liza, -¿de veras crees que no me di cuenta de tu amor? Lo vi y lo adiviné todo, pero no me atrevía confesarte el mío, porque sé que tengo cierta influencia sobre ti y temía que te obligaras a corresponder a mis sentimientos por pura gratitud, y a provocar en ti un afecto que no quiero porque es... bueno, algo así como un despotismo. . . Sería una falta de discreción..." Al llegar a eso, me enredaba en tales refinamientos europeos, impregnados de las sutilezas tan caras a George Sand, que tenía que saltearme una parte. Pero ahora eres mía; eres mi creación; eres pura y bella; eres mi maravillosa esposa. Audaz y libre, en mi casa entra Para ser su ama, mi dulce esposa. Después de eso, vivimos felices por siempre jamás, viajamos al extranjero, etc., etc." En una palabra, al final sentía asco, y sacaba la lengua, burlándome de mí mismo. "Ah, ni siquiera dejarán salir a esa perra pensaba. Por supuesto que no las dejan salir a pasear cuando se les ocurra, y menos aun de noche. No sé 192
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por qué motivo, estaba seguro de que aparecería por la tarde, y, lo que es más, a las siete. Pero por otra parte, había dicho que no tenían pleno control sobre ella, que todavía contaba con derechos especiales. De modo que... sí... ¡Ah, maldito sea, estoy seguro de que vendrá!" Era una suerte que Apollon estuviera a mano para hacérmela olvidar. Su grosería llevaba mi paciencia al límite. Era mi úlcera, mi peste, me había sido impuesto por el destino. Hacía años que reñíamos, y lo odiaba. No creo que en toda mi vida haya odiado a nadie tanto como a él, especialmente en ciertos momentos. Era un hombre de edad mediana, adusto, que además hacía de sastre en sus ratos libres. Por algún motivo, tenía hacia mí un desprecio sin límites y se mostraba altanero conmigo, aunque debo decir que también miraba a todo el mundo por encima del hombro. El sólo ver su boca firme, fruncida, y su cabeza rubia, cuidadosamente cepillada, con el jopo formado con esmero y untado con aceite vegetal, era suficiente para decirle a uno que esa criatura nunca abrigaba duda alguna acerca de sí. Era el hombre más pedante que he conocido, y por añadidura poseía una vanidad que quizás habría resultado excusable en Alejandro Magno. Esta193
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ba enamorado de cada uno de los botones de su ropa, de cada una de sus uñas... ¡sí, parecía locamente enamorado de sí! Me trataba con cierta tiranía y me hablaba muy poco, y cuando me miraba lo hacía con una expresión de superioridad y sarcasmo que me hacía hervir la sangre. Llevaba a cabo sus funciones de criado como si me hiciera objeto de grandes favores, aunque en realidad nunca hizo nada por mí, pues no se sentía obligado. No cabe duda de que me consideraba el tonto más grande de la tierra, y si se abstenía de despedirse era porque recibía de mí su salario mensual. Aceptaba no hacer nada por mía razón de siete rublos mensuales. Estoy seguro de que muchos de mis pecados me serán perdonados por todo lo que tuve que aguantar de él. En ocasiones, mi odio llegaba a tal punto, que el solo sonido de sus pasos me producía convulsiones. Pero lo que más me disgustaba era su ceceo. Creo que tenía la lengua demasiado larga, o algo por el estilo, y ello hacía que hablara ceceando y baboseándose; estoy seguro de que eso le daba un orgullo desmesurado, pues suponía que se trataba de un modo de hablar muy distinguido. Por lo general hablaba en tono tranquilo, medido, con las manos a la espalda y mirándose los pies. Otra cosa que me en194
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furecía era su costumbre de leer un salterio en voz alta, en su cuartucho. Eso me costó muchas batallas, pero le agradaba demasiado su lectura nocturna. Su voz dulce, cantarina, resonaba como si estuviera entonando salmos por los muertos. Cosa curiosa, así terminó al final: ahora se gana la vida leyendo salmos en los funerales. También extermina rata: y fabrica betún para zapatos. Pero en esa época no me era posible librarme de él; era como si constituyera una necesidad química de mi existencia. De todos modos, no habría aceptado irse. Yo no podía trasladarme a habitaciones amuebladas. Mi departamento era mi rincón privado, mi cáscara, mi vaina, el lugar en el cual podía ocultarme de los hombres. Y maldito si puedo explicar por qué, pero Apollon formaba parte integrante de él, y durante siete años no encontré la forma de sacarlo de allí. Ni pensar, por ejemplo, en demorar el pago de su salario, ni siquiera por un par de días. En esos casos hacía tal alboroto, que yo no sabía dónde esconderme. Pero ahora estaba tan furioso con todo el mundo, que decidí castigar a Apollon y no pagarle hasta dos semanas después. Hacía tiempo, quizás dos años, que jugueteaba con la idea de hacerle algo 195
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por el estilo, para demostrarle que no tenía motivos para darse tanta importancia y que, si se me ocurría, podía retenerle la paga. Me prometí no hablarle de eso, y obligarlo a tragarse el orgullo y a ser el primero en encarar el tema. Entonces sacaría siete rublos del cajón, se los mostraría para probarle que los tenía y le diría que no quería pagarle, simplemente porque no quería, nada más que porque no se me daba la gana; porque así deseaba que fuera, porque yo era el amo, y porque él era grosero e insolente. Pero si me lo pedía con cortesía, quizá me ablandara y se lo diera. De lo contrario, tendría que esperar otras ;os o tres semanas, y quizás un mes.. . Pero a pesar de lo furioso que estaba, al final fue él quien venció. No pude aguantar ni cuatro días. Actuó tal como en general lo hacia en esos casos, pues eso ya lo había intentado yo antes, y conocía sus despreciables estratagemas. Me clavaba su severa mirada durante varios minutos, en particular cuando yo entraba o salía. Si lograba aguantar y fingía no darme cuenta de la forma en que miraba, recurría a otras maneras de perseguirme. Por ejemplo, entraba en mi habitación sin hacer ruido, mientras yo me paseaba o leía, se detenía en la puerta y se quedaba allí, con una pierna hacia ade196
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lante y la otra más atrás. En esas ocasiones, su mirada ya no era severa, sino lisa y llanamente despectiva. Y si le preguntaba qué quería, no respondía, sino que me contemplaba durante unos segundos más, frunciendo los labios, y su rostro adoptaba una expresión indescriptible. Luego se volvía y se dirigía con lentitud, arrastrando los pies, hacia su cuarto. Dos horas después reaparecía y adoptaba la misma actitud. A veces, en mi cólera, ni siquiera le preguntaba qué quería, sino que me volvía con brusquedad hacia él y lo observaba con altanería. Nos mirábamos a los ojos durante un par de minutos; después él giraba con lentitud y se iba, para aparecer de nuevo dos horas más tarde. Si con eso no conseguía dominarme, recurría a su treta de los suspiros: de repente me miraba y lanzaba un profundo suspiro, con el cual medía la profundidad de mi degradación moral. Al final, ni falta hace decirlo, se salía con la suya. Me ponía iracundo, le vociferaba, le aullaba, lo insultaba, pero me veía obligado a hacer lo que el hombre quería. Pero esta vez en cuanto empezó con su rutina primera fase, "miradas severas, me lancé sobre él como un loco. Ya estaba demasiado irritado, no podía soportarlo. 197 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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-¡Basta! -le grité, cuando se alejaba con lentitud, con una mano a !a espalda, rumbo a su habitación-. ¡Espera, ven aquí, te digo! Debo de haber bramado de veras porque se detuvo y me miró con una expresión que muy bien ,abría podido ser de sorpresa. Pero no habló, y so fue lo que me puso fuera de mí. -¿Cómo te atreves a entrar de esa manera, sin permiso, y a mirarme? ¡Vamos, contéstame! Una vez más, volvió a contemplarme durante medio minuto, más o menos, y empezó a retirarse. -¡Alto! -rugí como un animal feroz, corriendo hacia él-. ¡No te atrevas a moverte! De una vez por todas, -¿me dirás por qué viniste aquí a mirarme? -Si quiere ordenarme algo, mi obligación es hacerlo respondió al cabo de otro silencio, con voz tranquila, pareja, ceceante, enarcando las cejas e inclinando la cabeza, ora hacia un lado, ora hacia el otro. . . y todo ello con un criminal dominio de sí. -¡No es eso lo que te pregunté, bravucón maligno! chillé, tembloroso de ira. Te diré, asesino, por qué viniste: porque no te he dado tu salario. Crees ser demasiado importante para pedirlo, de forma que vienes aquí para tratar de castigarme con tu estúpida mirada, sin sospechar siquiera cuán estúpido 198
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eres, qué aspecto tan estúpido tienes... cuán estúpido, estúpido, estúpido. Giró sobre sí mismo, en silencio, para irse, pero yo lo retuve. -Oye –grité-, aquí está el dinero, -¿ves? saqué los billetes del cajón del escritorio. -¿Ves? Siete rublos, ¿no es cierto? ¡Pero no los recibirás! Por lo menos hasta que vengas a mí y pidas disculpa con humildad. -¿Me oyes? -Imposible -contestó, con una especie de extraordinaria serenidad. -¡Ya te demostraré que es posible! ¡Te doy mi palabra! -No tengo nada de qué disculparme dijo, haciendo caso omiso de mis gritos. Por el contrario, puedo quejarme a la policía porque me ha llamado asesino, y eso es un insulto. -¡Ve! ¡Quéjate! -continué rugiendo-. ¡Ve ahora mismo! Sigo diciendo que eres un asesino. ¡Sí... asesino, asesino, asesino! Pero él no hizo más que mirarme, ;i sin prestar ya atención a mis gritos, se deslizó hacia su cuarto sin volver la cabeza. "Si no hubiera sido por Liza me dije, nada de esto habría sucedido." Dejé que pasara un minuto, y 199
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luego fui, con aspecto grave y solemne, pero con el corazón latiéndome salvajemente, a su habitación. -Apollon -dije con tranquila dignidad, a pesar de la sensación de ahogo que experimentaba, ve a buscar al sargento de policía. ¡Ahora mismo! Entretanto él se había instalado ante su mesa, tenía los anteojos puestos y se disponía a coser algo. Cuando oyó mi orden, lanzó un bufido de risa reprimida. -¡Ve! ¡Ve en seguida, porque si no ni te imaginas lo que ocurrirá! -No cabe duda de que no está en su sano juicio, señor -dijo con su habitual ceceo lento, sin levantarla cabeza y tratando todavía de enhebrar la aguja. -¿A quién se le ocurre presentar una queja contra sí mismo? En cuanto a sus amenazas, señor, me atrevo a decirle que pierde el tiempo, porque no pasará nada. -¡Ve! -exclamé, tomándolo de un hombro. Sentí que estaba a punto de golpearlo. No había oído abrirse la puerta de entrada, pero alguien penetró en el departamento, nos vio y se detuvo, atónito. Levanté la vista, estuve a punto de morir de vergüenza y corrí a mi habitación, donde,
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tomándome el cabello con ambas manos, apoyé la cabeza contra la pared y me quedé, así, inmóvil. Un par de minutos después escuché los lentos pasos de Apollon: -Hay una persona que quiere verlo -dijo, contemplándome con especial severidad. Luego se apartó y dejó entrar a Liza. Parecía no tener la intención de irse; seguía mirándonos, con una expresión burlona en el rostro. -¡Vete, vete, sal de aquí! le grité, enloquecido. En ese momento el reloj de pared hizo un esfuerzo, jadeó y dio las siete.
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IX Audaz y libre, en mi casa entra, Para ser su ama, mi dulce esposa. Me encontraba frente a ella, aplastado, humillado, sórdidamente abrumado por la vergüenza, y creo que sonreí mientras trataba dé cerrarme los pingajos de mi vieja bata, que soltaba su relleno. Todo había sucedido tal como me lo imaginé en mis momentos de depresión. Apollon, después de cansarse de mirarnos, se fue. Pero eso no me hizo sentirme mejor. Lo que es más, también ella, de pronto, se mostró más turbada de lo que habría podido imaginar. Y lo que la turbaba era mirarme.
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-Siéntate le dije maquinalmente, y le ofrecí la silla de ¡unto al escritorio, mientras yo me instalaba en el sofá. Obediente, se sentó, sin apartar la vista de mí. Parecía como si esperase que yo hiciera algo, y esa ingenua espera volvió a despertar mi furia, aunque me dominé. Habría debido fingir que no se daba cuenta de nada, que todo era corriente, pero en cambio... Y sentí, aunque todavía en forma vaga, que le haría pagar caro por todo. -Me temo que me has encontrado en una situación más bien extraña, Liza -comencé a decir, balbuceando, consciente de que era. una forma equivocada de empezar-. ¡No, no, no imagines nada! -exclamé, al ver que se ruborizaba. No me avergüenza mi pobreza. Más bien me enorgullezco de ella. Soy pobre, pero honrado... es posible ser pobre y honrado al mismo tiempo murmuré-, pero... quizá quieras un poco de té. -No.. -Empezó a decir algo, pero yo la interrumpí. -Espera. Me puse de pie de un salto y corrí al cuartito de Apollon. Tenía necesidad de apartarme de su vista.
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-Oye, Apollon -susurré con tono afiebrado, dejando caer en su mesa los siete rublos que había tenido en el puño todo ese tiempo-, aquí tienes tu dinero. Te lo entrego, pero en cambio debes salvarme. Ve y consígueme una tetera y una docena de bizcochos. Si te niegas, me convertirás en el hombre más desdichado del mundo, ¡pues no sabes qué mujer es esa! Eso es todo. Puede que te estés imaginando algo, pero... ¡Ah, no sabes quién es ella! Apollon, que tenía puestas las gafas otra vez y que había reanudado su trabajo, miró el dinero de soslayo, sin dejar la aguja. Luego, sin contestarme ni prestarme atención, siguió tratando de enhebrar la aguja. Yo esperé allí unos tres minutos, los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud napoleónica. Tenía las sienes cubiertas de sudor, y sentía cuán pálido me había puesto. Pero gracias a Dios, debe de haberse apiadado de mí. Cuando terminó de manosear su aguja e hilo, se puso de pie, empujó hacia atrás la silla con lentitud, se quitó lentamente los anteojos, contó lentamente el dinero y por fin me preguntó, por encima del hombro, si debía pedir una tetera para dos. Y salió con lentitud, arrastrando los pies.
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Cuando regresaba a mi habitación, donde esperaba Liza, se me ocurrió que podía huir, no sé adónde, así como estaba, con mi raída bata, así terminaba con eso. Pero volví y me senté. Ella me miró, preocupada. Guardamos silencio durante unos momentos. -¡Lo mataré! -grité de pronto, golpeando el escritorio con el puño y salpicándolo de tinta. -¿Pero por qué, por qué?- preguntó ella, temblando. -¡Lo mataré, lo mataré! -vociferé, volviendo a aporrear el escritorio en un arranque de cólera, pero dándome cuenta con claridad de lo tonto de mi arranque-. No puedes saber, Liza, qué canalla empedernido es. Me tortura, Liza. Ahora ha ido a buscar los bizcochos, y... Y de súbito estallé en incontenibles sollozos. Entre uno y otro hipo, me sentía muy avergonzado, pero no podía contenerme. -¿Qué sucede, qué ocurre? inquirió Liza, agitada. Tenía miedo. -¡Agua! Tráeme un poco de agua... ¡Allí! murmuré con voz débil, sabiendo muy bien que podía arreglármelas sin el agua, y que no necesitaba murmurar. Pero aunque mi acceso de llanto había 205
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sido auténtico, tenía que representar un papel para salvar las apariencias. Me alcanzó un vaso de agua mientras me miraba, anonadada. En ese momento regresó Apollon con el té. De pronto me pareció que ese té ordinario, cotidiano, sería inadecuado luego de lo que había pasado. Me ruboricé. Liza, temerosa, miró a Apollon, quien salió sin dedicarnos una mirada. -¿Me desprecias, Liza? le pregunté, temblando de impaciencia por saber lo que opinaba de mí. No supo qué decir, tan turbada estaba. -Bebe tu té -le dije, irritado. Estaba furioso conmigo mismo, pero, es claro, me desquitaba en ella. Un maligno resentimiento contra ella me crecía en el pecho. Creo que la habría matado si me hubiese sido posible. Para castigarla, me juré que no le dirigiría una sola palabra. Había decidido que toda la culpa la tenía ella. El silencio duraba ya cinco minutos. Ninguno de los dos había tocado el té. Yo no quise beber el mío para hacerla sentir más turbada aún, y ella estaba demasiado molesta como para beber sola. Varias veces sorprendí sus miradas tristes, perplejas: Seguí guardando un silencio empecinado. Por supuesto, yo era quien más sufría, porque me daba cuenta de 206
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lo innoble que era mi perversa estupidez, aunque no podía evitarlo. -Quiero... -comenzó a decir, sintiendo que debía romper el silencio de alguna manera- irme... de allá... para siempre... ¡Ah, pobre tonta! Eso era lo último que se podía decir, en un momento tan inadecuado, y a un idiota como yo. El corazón me sangró ante esa demostración de sinceridad y de franqueza innecesarias. Pero algo malvado que había en mí cortó en capullo cualquier piedad que hubiese podido experimentar, y hasta exacerbó mi rencor. ¡Ah, al diablo con todo! Pasaron otros cinco minutos. -Quizá te estoy molestando dijo en voz muy queda, e hizo un movimiento como para levantarse. En cuanto reconocí esa primera señal de resentimiento ante la forma en que la trataba, me estremecí de ira y prorrumpí: -Me gustaría conocer el motivo de tu visita. ¿Cuál es? -dije, jadeante, sin importante ya si pronunciaba las palabras en algún orden lógico. Tenía tanta prisa por barbotear todo lo que había encerrado dentro de mí, que me daba lo mismo empezar por cualquier parte.
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-¿Por qué viniste? ¡Contéstame! ¡Vamos, responde! -grité, ciego de cólera-. Está bien, amiguita, yo te lo diré: viniste por todas las cosas "conmovedoras" que te dije la otra noche. Pero, para tu información, no hacía más que reírme de ti, así como lo hago ahora. -¿Por qué te estremeces? Sí, digo que me reí. Había sido insultado en una fiesta, antes de llegar a la casa, por las personas que me precedieron. Fui a tu casa para darle un puñetazo a uno de ellos, el oficial, pero llegué tarde. Tenía que saciar mi furia en alguien, y tú estabas ahí, de modo que volqué mi resentimiento sobre ti y me divertí en grande. Había sido insultado, y quería insultar a mi vez; habían hecho de mi, un felpudo, de modo que quería mostrar m; poder y limpiarme los zapatos en algún otro. Eso fue todo, pero tú creíste que había ido especialmente para salvarte, -¿verdad? -¿No fue así? Sabía que se confundirla y que se embrollaría en los detalles; pero me pareció que no podía dejar de entender la esencia de lo que le decía. Y así sucedió. Su rostro se volvió ceniciento, pálido como su pañuelo; los labios se le torcieron lastimosamente, y se derrumbó en su asiento, como golpeada por un hacha. A partir de ese momento permaneció allí tem208
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blando, los ojos desorbitados, la boca entreabierta, escuchándome. Mi cinismo la había aplastado. -¡Salvarte, nada menos! -continué, poniéndome de pie de un salto y paseándome por la habitación. ¿Salvarte de qué?, me gustaría saber. ¿Y si yo soy más bajo que tú? ¿Por qué no preguntaste, mientras yo te daba un sermón de moral, qué hacia allí, y si había ido especialmente a predicarte buenas costumbres? Lo que en realidad quería en ese momento era poderío y un pape: que representar, y tus lágrimas, tu humillación y tu historia. ¡Eso es lo que buscaba! Pero no pude seguir porque yo mismo soy basura; me faltó estómago y. maldito si sé por qué, te di mi dirección. Aun antes de volver a casa esa noche, me maldije por habértela dado. Ya te odiaba porque te había mentido. Sólo sé jugar con palabras o con sueños dentro de mi cabeza; ¡en la vida real, lo único que quiero es que desaparezcas bajo tierra! Necesito paz. No me importa que el mundo deje de existir, mientras yo tenga tranquilidad. Si me diesen a elegir entre que el mundo se fuera al cuerno o que yo dejara de beber mi té, elegirla lo segundo. ¿Tenías conciencia de eso, o no? Bueno, sé que soy un inútil, un individuo perverso, egoísta y perezoso. Estos últimos tres días he vivido aterrorizado, por 209
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miedo de que vinieras. -¿Y quieres que te diga qué me preocupaba más? El pensamiento de que habla querido presentarme como un héroe, y que cuando vinieras me encontrarías con mi mugrienta Daca, sin un centavo y repulsivo. Nace un rato te dije que no me avergonzaba mi pobreza. Pues bien, me avergüenza... más que ninguna otra cosa. Tengo irás miedo de ella que de convertirme en un ladrón, y soy tan hipersensible como si me hubieran despellejado, de modo que me hiere el contacto del aire. ¿Todavía no te das cuenta de que jamás te perdonaré por haberme sorprendido en bata mientras le ladraba a Apollon como un perrito faldero? Tu salvador, tu héroe de hace unos días, se lanza sobre su criado como un sucio perro sarnoso, ¡y el criado se le ríe en la cara! Y tampoco te perdonaré por las lágrimas que no pude contener ante ti, hace un instante, como una mujer estúpida, humillada. Y el hecho de que esté confesándote todo esto ahora... eso tampoco te lo perdonaré. Sí, tú y sólo tú eres la responsable de todo lo que sucedió, porque estabas ahí, porque soy un canalla, porque soy el más asqueroso, risible, ruin, estúpido y envidioso de todos los gusanos de la tierra... que en modo alguno son mejores que yo, pero que, el diablo sabrá por qué, nun210
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ca se sienten turbados. Pero yo. . . toda la vida he permitido que todo tipo de escoria me empujara de un lado a otro... ¡Así soy! -¿Y te parece que me importa si no entiendes nada de lo que te digo? -¿Qué puede interesarme eso? -¿Qué me importa si te pudres o no en esa casa? -¿No te das cuenta de que, cuando haya terminado de hablarte te odiaré nada más que porque estabas allá y me escuchaste? Un hombre sólo desnuda su alma una vez en la vida, y aun entonces únicamente cuando está histérico. ¿Qué más quieres? -¿Por qué te quedas aquí, después de todo esto? -¿Per qué me persigues? -¿Por qué no te vas? Pero en ese momento sucedió una cosa muy extraña. Estaba tan acostumbrado a imaginar que todo sucedía como ocurre en los libros, y a visualizar cosas que de alguna manera adquirían la forma de mis viejos sueños diurnos, que al principio no entendí lo que sucedía. Y lo que ocurrió fue que Liza, a quien había humillado y aplastado, entendía mucho más de lo que yo creía. De todo lo que dije, entendió lo que entiende antes que nada una mujer que ama con sinceridad: que yo era desdichado.
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Su miel y resentimiento desaparecieron para dejar paso, primero, a una sorpresa apenada. Luego, cuando le expliqué cuán bajo y ruin era, con las lágrimas cayéndome de los ojos (y siguieron cayendo mientras hablé), el rostro se le contrajo convulsivamente. Quiso ponerse de pie para hacerme callar, y cuando terminé no le importaron mis gritos de "¿Por qué me molestas? -¿Por qué no te vas?" Le preocupó, en cambio, el dolor que debía de haberme obligado a decir todo eso. Y además, la pobre se había sentido tan humillada antes, y tan inferior a mí, que le resultaba imposible sentirse enojada u ofenderse. De pronto se puso de pie, y en un impulso irresistible, con todo su ser atraído hacia mí, pero demasiado tímida para dar un paso hacia adelante, me tendió las manos. No pude seguir aguantando. Entonces me echó los brazos al cuello y estalló en lágrimas, y también yo perdí el dominio y lloré como nunca en mi vida. No me dejan... no puedo ser bueno... susurré, tambaleándome hacia el diván. Me derrumbé en él, boca abajo, y me quedé así durante un cuarto de hora por lo menos, sollozando histéricamente. Ella se arrodilló cerca de mí, me rodeó los hombros con los brazos y se quedó inmóvil en ese abrazo. 212
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Pero lo malo es que esa histeria no podía seguir toda la vida. Y así puesto que escribo la verdad en toda su desagradable fealdad, mientras estaba echado en mi sofá, con el rostro hundido en el grasiento almohadón de hule, empecé a darme cuenta, primero en forma remota, que me sería muy difícil levantar la cabeza y mirar a Liza a la cara. No sé con seguridad qué me avergonzaba, pero sé que estaba avergonzado. También cruzó, por el torbellino que tenía en la cabeza, la idea de que ahora habíamos cambiado de lugar, Liza y yo, y que ella tenía el papel heroico y yo era la criatura pisoteada y maltrecha que ella había sido aquella noche, en aquella casa. . . Todo eso se me ocurrió mientras seguía boca abajo en el diván. Dios mío, -¿es posible que la envidiara? Ni siquiera hoy puedo contestarlo, y entonces, por supuesto, entendía menos que ahora. No puedo vivir sin tener a alguien a mano para tiranizarlo y darle órdenes. Pero como nada puede explicarse por medio del razonamiento, -¿para qué la razón? De todos modos, logré, superar mis sentimientos, y como tarde o temprano tenía que levantar la cabeza, la levanté. Y hasta hoy estoy seguro de que, precisamente porque tenía vergüenza de mirarla a la 213
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cara, en mi corazón se encendió un nuevo sentimiento: la necesidad de dominar y poseer. La pasión ardía en mis ojos mientras le apretaba las manos con terocidad. ¡Ah, cómo la odié, y con cuánta furia me sentí atraído hacia ella en ese momento! Y un sentimiento fortalecía al otro. ¡Eso se parecía a una venganza¡ Su rostro expresó primero sorpresa, y quizás hasta miedo. Pero sólo por un instante. Después se arrojó en mis brazos, arrobada.
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X Un cuarto de hora después me precipitaba con impaciencia de uno a otro extremo de la habitación, deteniéndome una y otra vez ante el biombo para espiar a Liza por entre las hendiduras. Estaba sentada en el suelo, llorando, la cabeza apoyada contra el borde de la cama. Pero no se iba, y eso era lo que me irritaba. Entonces ya lo sabía todo, pues la había sometido al insulto final, pero... no hace falta entrar en detalles. Adivinó que mi estallido de pasión era en realidad un acto de venganza, un nuevo esfuerzo para humillarla, y que ahora, a mi odio casi impersonal se sumaba un odio personal hacia ella. Pero no estoy por completo seguro de que lo entendiera todo con claridad, aparte de que yo era
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una criatura repugnante y, ante todo, que no podía amarla. Sé que me dirán que es increíble que una persona sea tan estúpida y rencorosa; podrán agregar que mi incapacidad de enamorarme de ella, o por lo menos de apreciar su amor, también resulta increíble. -¿Pero por qué? En primer lugar, no podía enamorarme porque para mí amar significa tiranizar y dominar. Nunca he podido imaginar otra forma de amar, y he llegado a un punto en que, para mi, amar consiste en una concesión voluntaria, por el objeto de mi amor, del derecho a tiranizarlo. Inclusive cuando soñaba en mi cueva de ratón, no podía entender el amor de otra manera que como una lucha, que empieza con odio y termina con el sometimiento del objeto amado, luego de lo cual me resultaba imposible imaginar nada más. -¿Y por qué es tan increíble que le reprochara el haber ido nada más que Para escuchar mis palabras conmovedoras sin que se me ocurriese que me visitaba, no por mis piojosas palabras, sino para amarme, puesto que había llegado a una etapa tal de desintegración moral, puesto que había perdido tan por completo la costumbre de vivir? Para una mujer, toda resurrección, toda salvación de cualquier partición que fue216
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re, se encuentra en el amor; es, en realidad, su único camino. Pero a decir verdad, no la odiaba tanto mientras corría por el cuarto y la espiaba a través del biombo. Sólo que su presencia allí me resultaba muy pesada. Quería que desapareciera; quería tranquilidad. Quería que me dejaran solo en mi cueva de ratón. La bocanada de la vida real me había abrumado, y no podía respirar. Pero transcurrieron más minutos sin que se moviese, como si estuviera inconsciente, Tuve la osadía de dar unos golpecitos en el biombo, para recordarle..., Se estremeció, se levantó de un brinco, se apresuró a tomar su chal, su sombrero, su abrigo, ansiosa por desaparecer de mi vista, por irse a cualquier parte... Un par de minutos después apareció por detrás dei biombo y me miró con fijeza. Le dediqué una sonrisa malévola (aunque en verdad me obligué a sonreír de ese modo para cubrir las apariencias), pero tuve que desviar la mirada. -Adiós -dijo, encaminándose hacia la puerta. Me precipité tras ella, le tomé la mano, la abrí, le deslicé algo en ella. . . y volvía cerrarla. Luego me aparté y corrí hacia el otro extremo de la habitación, por lo menos para no ver .. 217 ESTE LIBRO FUE AUTORIZADO POR ELALEPH.COM PARA EL USO EXCLUSIVO DE ADAM GOGOL (
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Estaba a punto de mentir y escribir que lo hice por accidente, sin saber lo que hacia, como en una especie de sueño. Pero no quiero mentir, de torna que digo con franqueza que le abrí la mano y le puse. . . eso. .. por maldad. . . La idea se me ocurrió mientras recorría el cuarto y ella se hallaba sentada detrás del biombo. Peso una cosa puedo decir en mi defensa: al cometer esa crueldad, no me impulsó el corazón, sino mi estúpida cabeza. Esta crueldad era tan artificial y tan mala literatura, que yo mismo no pude soportarla, y por eso corrí al último rincón de la habitación. Después, lleno de vergüenza y desesperación, me lancé detrás de Liza. Abrí la puerta y escuché. -¡Liza, Liza! -llamé por la escalera. Pero lo hice en voz baja. No hubo respuesta. Me pareció oír pasos abajo. -¡Liza! -grité, esta vez con fuerza. Pero nadie contestó. Al mismo tiempo oí el chirrido de la pesada puerta de cristales de abajo. Luego se cerró con ruido. -Se había ido. Regresé a mi habitación, absorto en mis pensamientos. Me sentía muy triste. Me detuve junto al escritorio, cerca de la silla en que se había sentado ella, y miré hacia adelante, sin 218
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ver. Pasó un minuto, y de pronto vi la mesa ante mis ojos y... bueno, en una palabra, vi el arrugado billete de cinco rublos que le había introducido en la mano. Era el mismo. No podía ser otro... no había otro en la casa. Eso significaba que ella había logrado arrojarlo sobre la mesa en el momento en que yo corrí hacia el rincón. -¿Y qué? Era de esperar que hiciese algo por el estilo. -¿De veras? Bien, no. Yo era tan egoísta, despreciaba tanto a la gente, que no había supuesto que lo hiciera. Era demasiado. Al instante siguiente me puse la ropa que pude encontrar a mano y corría tras ella. Cuando salí a la calle, no había tenido tiempo de recorrer más de doscientos metros. No había viento, y la nieve caía casi perpendicular, acumulándose en una suave capa sobre la acera y en la calle desierta. No había gente, ni se escuchaba un ruido. Los faroles callejeros parpadeaban con tristeza, inútiles. Corrí un par de cientos de metros, más o menos, y me detuve. "¿Adónde va? -¿Por qué corro tras ella?", pensé. "¿Por qué? Para ponerme de rodillas, para llorar mi remordimiento, besarle los pies, suplicarle que me perdone.. " Ansiaba hacerlo, me estallaba el pecho, jamás volví a pensar en ese momento sin emo219
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ción. "¿Pero para qué? pensé. ¿Acaso mañana no la odiaré más, sólo porque hoy le besé los pies? ¡Como si pudiera proporcionarle alguna forma de felicidad! ¡Como si pudiera dejar de torturarla!" Me quedé en la nieve, contemplando la cegadora bruma, y pensando todo eso. "¿Y no es mucho mejor cavilé más tarde, de vuelta en casa, tratando de mitigar con mis fantasías el vivo dolor que experimentaba que ella soporte esa humillación mientras viva, porque humillación es purificación, porque produce la conciencia más corrosiva, la más dolorosa? Mañana mismo le habría mancillado el alma y fatigado el corazón, pero este insulto y humillación nunca se extinguirán en ella; sea cual fuere la suciedad que la rodee, mi insulto la elevará, la purificará a través... a través del odio... bueno, quizás a través del perdón... -¿Pero le resultará más fácil ahora?" No. Pero permítaseme que ahora haga una pregunta por mi cuenta: ¿Qué es mejor, la felicidad barata o el sufrimiento elevado? Bien, díganme: -¿cuál de los dos es mejor? En eso meditaba esa noche, en casa, sentado, casi incapaz de soportar mi tristeza y desesperación. Nunca hasta entonces había pasado por tal angustia 220
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y remordimiento. Pero cuando me precipité fuera de la casa en persecución de Liza,-¿tenía acaso la menor duda de que volvería sin haberla encontrado? Y nunca más la encontré. . . nunca oí hablar de ella. Debo agregar, además, que estaba muy complacido con mi frase sobre los efectos beneficiosos de la humillación, el insulto y el odio, aunque en esa época me sentía desfalleciente de desesperación. Aún ahora., luego de tantos años, ese recuerdo sigue siendo extraordinariamente vívido y molesto. Tengo muchos recuerdos desagradables, pero... ¿por qué no interrumpir aquí estas memorias? Me parece que fue un error comenzarlas. Sin embargo, por lo menos me he sentido avergonzado durante todo el tiempo que las escribí, de modo que no son literatura, sino un castigo y una expiación. Por supuesto, no es muy interesante hacer un largo relato de cómo envenené mi vida por desintegración moral en mi húmedo agujero, por mi falta de contacto con otros hombres, por rencor y vanidad; juro que no tiene interés literario ninguno, pues una novela necesita un héroe, en tanto que yo he reunido aquí, casi en forma deliberada, todas las características de un antihéroe. Es inevitable que estas memorias produzcan una impresión de repugnancia, porque to221
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dos nosotros hemos perdido contacto con la vida, y todos, en cierto sentido, estamos tullidos. Hemos perdido contacto hasta tal punto, que sentimos disgusto por la vida tal como se la vive en realidad, y no podemos soportar que nos lo recuerden. Hemos llegado a un punto en que consideramos la vida real como un trabajo casi como un trabajo penoso, y convenimos en secreto que es mucho mejor la manera en que se la presenta en la literatura. -¿Y a qué viene todo ese alboroto? -¿Por qué levantar tanto la nariz? -¿Qué exigirnos? No lo sabemos. Si nuestros caprichosos deseos fueran concedidos, nosotros seríamos quienes más sufriríamos. Bueno, pruébenlo ustedes: pidan más independencia. Tomen a cualquiera, desátenle las manos, ensanchen su campo de actividades, aflojen la disciplina, y... bueno, créanme, enseguida querrá que le vuelvan a imponer la misma disciplina. Sé que lo que digo les molestará, que los hará patear el suelo y gritar: Habla por ti y por tus desdichas en tu maloliente agujero, pero no te atrevas a hablar de iodos nosotros. Pero escúchenme un momento. No trato de justificarme, cuando hablo de todos nosotros. Por mi parte, lo único que hice fue llevar al límite lo que 222
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ustedes no se atrevieron a dejar siquiera a mitad de camino; confunden su cobardea con espíritu razonable, y gracias a ello se sienten mejor. De manera que en definitiva podría resultar que yo estoy más vivo que ustedes. ¡Vamos, mírenlo obra vez! ¡Pero si hoy ni siquiera sabemos dónde está la verdadera vida, qué es, ni cómo se llama! Si nos quedamos sin literatura, nos enredamos y nos sentimos perdidos; no sabemos a qué unirnos, qué tolerar: qué amar, qué odiar; qué respetar, qué despreciar! Hasta nos resulta molesto ser hombres, nombres de verdad, de carne y sangre, con nuestro propio cuerpo: nos avergonzamos de él, y ansiamos convertirnos en algo hipotético denominado el hombre corriente. Hemos nacido muertos, y durante mucho tiempo nos pusieron en el mundo padres que están muertos a su vez Y eso nos gusta cada vez más. Sentimos verdadero placer, por así decirlo. Pronto inventaremos una manera de ser engendrados del todo por las ideas Pero basta, ya me he cansado de escribir estas Memorias del subsuelo. En verdad, las memorias de este mercader de paradojas no terminan aquí. No pudo resistirse, y continuó escribiendo. Pero en nuestro opinión, es mejor ponerles punto final. 223