38-La Literatura Helenística e Imperial

January 11, 2018 | Author: Franagraz | Category: Hellenistic Period, Poetry, Comedy, Historiography, Roman Empire
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ÁREA: CULTURA Y FILOLOGÍAS CLÁSICAS

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Mónica Durán Mañas – La literatura helenística e imperial: características generales

LA LITERATURA HELENÍSTICA E IMPERIAL: CARACTERÍSTICAS GENERALES ISBN: 978-84-9822-981-3 Mónica DURÁN MAÑAS [email protected]

THESAURUS: poesía helenística, prosa helenística, poesía imperial, prosa imperial, literatura cristiana. OTROS ARTÍCULOS RELACIONADOS CON EL TEMA EN LICEUS: Calímaco; Teócrito y la poesía bucólica griega; Apolonio de Rodas y la épica helenística; El epigrama helenístico. La poesía dramática, lírica, elegíaca y yámbica en época helenística; La poesía en época imperial; Plutarco; La retórica y la crítica literaria en los siglos I a. C. y I d. C. Cecilio de Caleacte, Dionisio de Halicarnaso, los tratados Sobre lo sublime y Sobre el estilo, Dión de Prusa. RESUMEN O ESQUEMA DEL ARTÍCULO: 1. Introducción 2. Época helenística 2.1. Poesía 2.2. Prosa 3. Época imperial 3.1. Poesía 3.2. Prosa 4. Literatura judeo-helenística y cristiana 5. Bibliografía 1. Introducción Hasta hace relativamente poco, lo que hoy distinguimos como literatura helenística e imperial era englobado, de forma general, bajo la denominación de literatura postclásica. Fue Johann Gustav Droysen el primero en aplicar el término “helenismo” al ámbito lingüístico, de forma que con el tiempo pasó a definir toda la

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época comprendida entre la muerte de Alejandro en el 323 a. C y la de Cleopatra en el 30 a. C. Con la conquista romana de Egipto, la literatura helenística se convirtió en un puente entre la literatura griega y la romana, sobre todo en el ámbito de la poesía. De esta suerte, la producción literaria desde la caída de Alejandría el año 30 a. C. hasta la clausura de la escuela platónica de Atenas por Justiniano en el 529 d. C. se denomina literatura imperial. A estos dos largos períodos pertenecen un conjunto de obras de muy diversa naturaleza conservadas gracias a criterios no siempre unificados. Pese a ello, podemos establecer, en líneas generales, unos rasgos comunes para cada una de ellas que definen la esencia de su espíritu literario.

2. Época helenística Los tres siglos que abarca la época helenística se ven indefectiblemente condicionados por la ampliación de las fronteras griegas a consecuencia de la política expansionista de Alejandro. Gracias a ella se intensifica el intercambio cultural entre Oriente y Occidente: penetran nuevos cultos, corrientes filosóficas y creencias populares vinculadas, sobre todo, a la magia y a la astrología. Urbes como Alejandría, Pérgamo, Antioquía, Cos, Rodas o Roma se convierten en centros culturales de ingente poder gracias a la protección de los monarcas, a la par que Atenas sufre una profunda crisis y la estructura de la polis entra en declive hasta desaparecer. A estas ciudades se dirigen los artistas en busca de la protección de los poderosos en torno a los cuales se desarrollan las artes de las Musas. De este modo, la literatura evoluciona paulatinamente hacia el refinamiento cortesano, sobre todo en el ámbito de la poesía, al tiempo que se aleja de las clases populares. Como consecuencia del desarrollo científico que potenciaron los monarcas ptolemaicos, se produjeron muchos avances en anatomía (Proxágoras y Erasístrato), mecánica (Arquímedes), astronomía (Aristarco de Samos), matemáticas (Euclides) y geografía (Eratóstenes), de forma que todos los científicos dejaron constancia en sus obras de sus hallazgos e inventos. Con ellos termina el periodo creativo de la ciencia griega y a partir de ahora, en época imperial, encontraremos casi exclusivamente sistematizaciones del conocimiento como las de Ptolomeo (90-170) o las del médico Galeno (130-200). La oratoria política, por su parte, no tiene cabida en un mundo donde ya no hay ciudadanos, sino súbditos obligados a resignarse a la voluntad de los monarcas. El hombre, perdido en los amplios márgenes del cosmopolitismo, busca en la literatura

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un medio de evasión: a solas, se refugia en los fantásticos mundos de la novela o en las situaciones intrascendentes de la Comedia Nueva. Incluso el género historiográfico adquiere, después de Jenofonte, un cierto carácter novelesco donde resulta más importante impresionar que reflejar la realidad de los hechos. Paralelamente, surge una nueva inquietud que el marco socio-político no es capaz de satisfacer: la búsqueda de la paz espiritual, que da lugar a las nuevas corrientes filosóficas. Como a menudo se ha dicho, en el nuevo mundo todo adquiere un valor funcional, incluso la literatura. En Alejandría la creación de la Biblioteca y el Museo por Ptolomeo I Soter con el fin de reunir la totalidad del saber va a ser crucial para la transmisión de la cultura griega. En el Museo, lugar dedicado al culto de las Musas, habitaba una comunidad de intelectuales tutelados por el monarca, quien asistía con frecuencia a sus actividades. Los eruditos lo abandonaron cuando Grecia fue conquistada por los romanos en el 146 a. C., si bien tras la Pax Augusta, experimentó un nuevo resurgimiento. No obstante, en el 216 Caracalla suprimió las comidas en común, así como las ventajas de los sabios y determinó, con ello, su ulterior declive. La Biblioteca que, en realidad, se componía de dos fundaciones (la Gran Biblioteca en el palacio y la Biblioteca en el Serapeion) favoreció la erudición de los estudiosos al proporcionarles material y prestigiosas fuentes de inspiración. Con ella debemos relacionar a los grandes literatos de la época: Apolonio, Calímaco, Teócrito, Licofrón, etc. Además, el interés generalizado por el conocimiento de obras pertenecientes a otras culturas impulsó a los sabios alejandrinos a dedicarse también a las labores de traducción. De este modo, consecuencia del cuidadoso estudio y selección al que se vio sometida la literatura precedente fue la aparición de las primeras ediciones y antologías que ya en el s. IV a. C. se pusieron de moda por necesidades escolares y que tendrán gran aceptación en época romana y bizantina. Así pues, por ejemplo, en el ámbito de la escuela peripatética se hicieron compilaciones de los filósofos anteriores con el objeto de ahorrar tiempo a los estudiosos y, de modo semejante, se elaboraron resúmenes de tratados de retórica gracias a los cuales conocemos, al menos parcialmente, su contenido. Con todo, gran parte de la producción se perdió como las obras de Timoteo –innovador del ditirambo con una enorme repercusión en la evolución de la música en Grecia–, Riano, Euforión, Eratóstenes, Filetas, Hermesianacte, Fanocles, Simias, Alejandro de Etolia, Cércidas, Sotades, Leónidas de Tarento y, probablemente, de otros muchos de quienes no conocemos siquiera el nombre. Por suerte, en los últimos

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años algunos fragmentos papiráceos han contribuido a incrementar ligeramente nuestro conocimiento de la literatura helenística. En general, no se trata de una época demasiado innovadora, sino que su originalidad emana de la imitación de aquellos elementos más marginales de la literatura precedente. El erotismo irrumpe en todos los géneros –poesía, épica, drama y novela– con una nueva perspectiva. Los alejandrinos experimentan con la mezcla de géneros, convierten en protagonistas a personajes tradicionalmente secundarios o evitan las versiones panhelénicas de los mitos y prefieren las fuentes menos conocidas. Pero no ocultan la procedencia de su inspiración, sino más bien al contrario: hacen alarde de sus conocimientos y se recrean con referencias más o menos sutiles a obras ya entonces clásicas. Durante este periodo, la religiosidad tradicional carece de vigor, de forma que la presencia divina en la literatura se debe sobre todo a una intención desmitificadora, decorativa o a mera erudición. Con todo, los dioses continúan siendo imprescindibles en ciertos géneros como la poesía narrativa o el epigrama y aparecen como elemento de ornato por doquier. Además, la expansión de las fronteras provoca un inevitable sincretismo de la religiosidad griega con las divinidades locales: Ptolomeo I Soter instituye el culto a Serapis, nombre que los egipcios daban a Plutón (cf. Plut., De Is. et Os., 361f-362a); los dioses griegos pasan, con nombres nuevos, a formar parte del panteón romano; surge, en los reinos helenísticos, el culto al emperador, tan ajeno a la concepción griega de la divinidad; etc. Como consecuencia, esta transformación tendrá su reflejo en la literatura. En cuanto a la forma, predomina en cada género el dialecto que heredaba de la tradición, aunque con notables interferencias: el ático para el género dramático, el jónico para el yambo, la elegía y el epigrama, etc. A grandes rasgos, la tendencia dominante se orienta hacia la composición de obras cortas. Incluso un poema épico como las Argonáuticas de Apolonio de Rodas debe considerarse un elogio a la brevedad en comparación con la ingente obra de Homero. Aparecen, además, tres géneros nuevos en poesía –el mimiambo, la bucólica y el epilio– y uno en prosa –la novela–. En todo caso, tanto la poesía como la prosa tratarán de alcanzar la máxima perfección y belleza. La coiné, que será en principio la lengua comercial, jurídica y administrativa, se extiende por todo el mundo helenizado y coexiste con las lenguas locales. Gracias a ella, el hombre helenístico puede viajar por todo el mundo helenizado con una libertad impensable en épocas precedentes. 2.1. Poesía

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En el periodo comprendido entre las épocas arcaica y helenística apenas hallamos manifestaciones de poesía griega. Es en Alejandría, entre los años 280 y 240 a. C., donde este género vivió un renacimiento, motivo por el cual recibió también el nombre de poesía alejandrina. Tampoco el s. II a. C. parece haber sido muy productivo, pero a comienzos del s. I a. C. el género poético cobró nuevo vigor gracias a Meleagro y sus contemporáneos, que influyeron notablemente en los autores latinos. De ahí las similitudes entre la poesía romana y la alejandrina como, entre otros, la relevancia del yo del poeta y la honda comprensión del sentir humano. De los primeros años del s. III a. C., apenas sabemos nada. Entre los predecesores de nuestros grandes poetas, contamos con Filetas de Cos, que vivió durante el reinado de Ptolomeo I Soter y cuya obra nos es prácticamente desconocida. Alabado por Calímaco y Teócrito, parece haber sido el pionero de la nueva poesía, caracterizada, según acabamos de ver, por la prioridad de la belleza formal, el gusto por lo inusual y las palabras raras. Cultivó la elegía narrativa, el epilio, el catálogo, el himno, el yambo, el poema didáctico, el epigrama y el paignion, es decir, todos los géneros que emplearía la generación siguiente. A excepción de Arato y tal vez Asclepiades, el resto de poetas –Calímaco, Apolonio, Teócrito, Herodas y Licofrón– vivieron algún tiempo en Alejandría bajo la tutela de Ptolomeo II Filadelfo, monarca que reinó entre los años 283 y 246 a. C. Como consecuencia, sus poemas contienen alabanzas a los miembros de la dinastía ptolemaica, además de una cierta unidad de criterios debida, probablemente, a la interacción personal. En efecto, no serían infrecuentes las lecturas y puestas en común de textos que aún se hallaban en proceso de gestación, aunque las rivalidades no debían ser tan acerbas como pudiera pensarse. No obstante, los puntos comunes no son siempre tan evidentes. Es cierto que se observa un gusto por lo sentimental, sobre todo en la descripción de los procesos internos, de forma que las pasiones –ya sea el amor, el dolor, o ambos a la vez– ocupan una posición central en la nueva poesía. Al mismo tiempo, es en este momento –el s. III a. C.– cuando la poesía comienza a escribirse para ser leída entre un público restringido y culto –sin que podamos precisar con exactitud el número de lectores–, lo cual permite a los poetas insertar, aquí y allá, pinceladas de erudición. Como resultado de una rigurosa labor de investigación, la poesía adopta en ocasiones una intencionalidad didáctica, de forma que muchas obras se impregnan de la llamada “obsesión etiológica”, fenómeno que describe el afán por explicar el origen de las cosas. Así, los Aitía de Calímaco son una buena muestra de esta característica del periodo helenístico: sus cuatro libros en verso elegíaco tratan de explicar los orígenes de fiestas, costumbres, etc. Especialmente interesante, desde

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el punto de vista de literario, es su prólogo, donde se defiende de quienes critican su preferencia por la composición poética breve. Conocida es también su disputa formal con Apolonio como resultado de la cual cada uno tuvo sus seguidores: Euforión y Eratóstenes prefirieron el epilio, mientras que Riano –de quien conservamos un fragmento de 21 hexámetros épicos que tratan el tema de la soberbia humana con cierta sentenciosidad– continuó la épica larga. Entre los autores de poesía didáctica destacan Arato (310-240 a. C.) y Nicandro (s. II a. C.). El primero aprendió filosofía estoica con Perseo y en el 276 a. C. obtuvo la protección de Antígono Gonatas, a cuya petición compuso la obra que le hizo famoso, los Fenómenos, escrita en hexámetros de contenido científico e inspirada en Hesíodo. Por su parte, Nicandro de Colofón escribió un poema didáctico en la segunda mitad del s. II a. C. titulado Remedios contra las mordeduras de los animales venenosos y Contravenenos, de escaso valor científico y expresión algo descuidada. Paralelamente se desarrolla un gusto por el detalle, tal vez como resultado de la necesidad del hombre por ceñirse a un espacio particular donde sentirse seguro. A fin de destruir el inmenso vacío en el que se encuentra, el poeta se aísla ante la inabarcabilidad de cuanto le rodea. Pese a ello, la poesía no se halla exenta de detalles en clave de humor o de ironía, sello inequívoco del ingenio del poeta helenístico. En esta época, siguen cultivándose los géneros tradicionales (himno, yambo, epigrama, etc.) y se emplean los metros consagrados a la poesía desde sus orígenes (hexámetro, dístico, yambo, coriambo, etc.) pero con algunas novedades importantes. Por ejemplo, en el libro de los Himnos de Calímaco se observan los rasgos de la nueva poesía: el autor se inspira en los Himnos Homéricos, aunque destaca detalles que allí son marginales; los dioses carecen de su sentido religioso y se presentan como elementos decorativos al servicio de la erudición. Además, se componen himnos religiosos de interés para el conocimiento de la música griega, pues algunos poseen, por primera vez, notación musical. Muchos de ellos son anónimos y emplean generalmente el dialecto propio de la lírica coral, el dórico. También de Calímaco conservamos trece Yambos de variada temática: fábulas, polémicas (disputa entre el laurel y el olivo), etiologías, etc., donde el poeta presenta una apología de su arte y testimonia, al mismo tiempo, las diferencias y rivalidades de sus coetáneos. Escritos en dialecto jónico con colorido dorio, los cuatro primeros y el último están compuestos en metro escazonte. Conocemos igualmente el argumento de una pequeña epopeya en hexámetros del mismo autor titulada Hécale

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que influyó decisivamente en Las bodas de Tetis y Peleo de Catulo. Por añadidura, conservamos una obra de dudosa atribución, Ibis, y algunos fragmentos de un Epinicio a Sosibio que conmemora la victoria de este personaje en la carrera de carros de los Juegos Ístmicos y Nemeos. En general, argumentos sencillos, temas eruditos y rebuscados, composiciones breves, lenguaje sencillo con palabras poco frecuentes, metros nuevos y arcaicos, frecuentes interrupciones repentinas del relato para hacer una digresión monologada o dirigida a un personaje imaginario, etc. De este modo, Calímaco aborda la poesía clásica desde una nueva sensibilidad y su rebelión contra lo precedente se torna en modelo para un nuevo canon. De otro lado, la elegía de este periodo ha llegado de forma muy fragmentaria, de suerte que, en ocasiones, no es fácil hacerse una idea de lo que llegó a ser este género. Predomina en él, como en la restante poesía, el gusto por lo erudito, la inclusión de mitos y leyendas –casi siempre de contenido erótico–, así como las composiciones breves donde el contenido no parece ser tan importante como la forma. Del precursor de los poetas helenísticos, Filetas, conservamos sólo 27 fragmentos. Aunque sus poemas no llegaran directamente a Roma, influyó también en los elegíacos latinos Propercio, Ovidio y Estacio a través de autores alejandrinos como Calímaco, Teócrito y Hermesianacte. Otros autores elegíacos destacables fueron Fanocles, Simias, Alejandro Etolo y Partenio. En los comienzos del helenismo se produce un auge del epigrama que seguirá cultivándose hasta la primera época bizantina. Los testimonios más tempranos parecen haberse inspirado en los poemas que se escribían en las tumbas y en los objetos dedicados a un dios y más tarde se introdujeron los temas del vino y el amor, propios de la lírica y la elegía. El epigrama literario, por tanto, conserva la esencia de que debía ser escrito sobre soporte duro. Por este motivo, desde los primeros epigramas de Simónides, este género se caracterizará por su concisión, el dialecto jónico y el dístico elegíaco, con algunos intentos de variatio. Pero fue el mismo Calímaco quien dio en época helenística carácter literario al epigrama que despliega ahora un abanico temático más amplio que en periodos precedentes. Sus Epigramas, de enorme influencia en el mundo romano, poseen un carácter funerario, erótico, dedicatorio o de exaltación de la belleza de los jóvenes y en ellos se mezclan distintos metros y dialectos. Poco a poco, la composición de epigramas se convierte en una moda que todo el mundo practica: desde los filósofos hasta el hombre de a pie. Y es en este momento cuando alcanza su máximo refinamiento y perfección. En torno al 300 a. C. encontramos nombres de importantes epigramatistas como Zenódoto y

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Menécrates de Éfeso, Hermesianacte, Fénix de Colofón, Filetas de Cos, Simias de Rodas, Asclepiades de Samos, Posidipo y Hedilo. En el s. II a. C. el epigrama es la única poesía que continúa teniendo una producción destacable con Antípatro de Sidón (170-100 a. C.), que compone epigramas dedicatorios y fúnebres, y Meleagro de Gádara (130-60 a. C.), que prefiere los de tema amoroso. Con todo, comienza a ser difícil innovar, de tal manera que en el s. I a. C. el epigrama se convierte en un mero pasatiempo y desciende de la categoría literaria. La producción masiva conduce a una inevitable reiteración de temas y motivos, aunque trate en ocasiones de renovar la forma. En esta época Filodemo de Gádara (110-30 a. C.) aborda con gran intensidad y realismo el tema del amor en sus epigramas, lo mismo que Arquías de Antioquía (118-62 a. C.), a quien Cicerón defendió cuando fue acusado de haber usurpado la ciudadanía romana. Gracias a las antologías nos ha llegado una muestra representativa de la literatura de la época. El poeta Meleagro de Gádara compuso la primera con epigramas propios y de otros numerosos poetas desde la época arcaica hasta la helenística. Siguió el llamado orden alfabético relativo, inaugurado por la filología helenística y basado en las letras iniciales de cada epigrama. Ya en época imperial, Filipo de Tesalónica (ca. 40 d. C.) recopiló en su Corona la poesía epigramática compuesta desde la época de Meleagro. El Ciclo de Agacias (S. VI) y la Antología de Constantino Céfalas (ca. 900) fueron también importantes eslabones en la transmisión de la poesía epigramática. Finalmente, gracias a la Antología Palatina de época bizantina (ca. 980) hemos conservado no pocos epigramas helenísticos de gran cantidad de autores entre los que hallamos a Nosis, Ánite, Asclepíades, Posidipo, Hedilo, Teócrito y Leonidas, entre otros muchos. De otro lado, según hemos observado ya, aparecen en esta época tres géneros poéticos de nueva creación: el mimo, el género bucólico y el epilio. Paradójicamente, estos nuevos géneros poéticos se escriben en los metros más tradicionales, el hexámetro y el yambo. Veámoslos. El mimo es un género dramático de tradición siciliana que representa escenas de la vida cotidiana a modo de cuadros de costumbres en un ambiente urbano. El término fue probablemente acuñado en Sicilia para designar las composiciones literarias de Sofrón que, después de Menandro, hallaron las condiciones idóneas para su desarrollo. Epicarmo y Teócrito son algunos de los autores que lo emplearon. En efecto, como resultado de su estancia en Sicilia, Teócrito se vio influido por este género, según se aprecia en Las siracusanas (Id. XV), idilio con evidentes elementos tomados de la vida cotidiana (Id. XIV) o en La hechicera (Id. II)

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en el que se destaca el tema del sufrimiento amoroso. No obstante, el gran mimógrafo de época helenística es Herodas de Cos (ca. 300-250 a. C.), contemporáneo de los poetas alejandrinos. De él apenas nada se sabe e incluso hay vacilaciones en la transmisión de su nombre: Herodes, Herodas o Herondas. Herodas cultivó el género mímico, denominado mimiambo por Estobeo a partir del metro que empleaba, el coliambo o trímetro escazonte, donde converge un contenido moderno con una forma de rasgos arcaizantes. Sus personajes, con los que al parecer se identificaba el espectador, suelen ser arquetipos de origen humilde como la alcahueta, el maestro de escuela, las mujeres devotas o celosas, el zapatero, el viejo, las esclavas, etc. Las escenas cotidianas, rayanas a veces en lo obsceno, imitan abiertamente a Hiponacte. El tema del amor es fundamental y aparece en sus distintas facetas desde el amor de burdel hasta el de las mujeres casadas e incluso se reflejan temas de subsistencia como el caso de una mujer que a cambio de un par de zapatos proporciona clientes a un zapatero (VII). Existen otros fragmentos del mimo tardío del Egipto helenístico que tuvo mucha aceptación. Los estudiosos, empero, no llegan a determinar si estas pequeñas piezas estaban destinadas a la representación o si eran meros divertimentos para la lectura privada. El género bucólico nace de una necesidad de evasión generalizada en el mundo urbano y sitúa a sus personajes en la sencillez del paisaje natural. Los alejandrinos trataron de hallar el origen de esta poesía en el culto a la diosa Ártemis, a quien los campesinos celebrarían en un ritual por haberlos salvado de una peste. El término “idilio” fue empleado por primera vez por Plinio el Joven para referirse a poemas de corta extensión, en principio sin relación alguna con la poesía pastoril. Por este motivo, no todos los poemas bucólicos son idilios ni todos los idilios poemas bucólicos, aunque por extensión se hayan equiparado ambos términos. El género bucólico tuvo una enorme influencia en el Renacimiento, sobre todo en la concepción del paisaje, donde los elementos de la naturaleza cobran una fuerza inusitada. Teócrito, con sus Idilios, es sin duda el máximo exponente de esta poesía cuyo colorido siciliano se debe al origen siracusano de su autor. En Alejandría vivió bajo la protección de Ptolomeo II Filadelfo donde conoció a Calímaco con quien comparte no pocas afinidades, aunque no se manifiesten tan abiertamente: composiciones de corta extensión, temas no trillados, tono sencillo y pretensiones eruditas. En sus poemas hallamos asimismo algunas menciones a la isla de Cos que invitan a pensar en que el poeta vivió allí una temporada. Imitadores de Teócrito fueron Mosco y Bión, algo posteriores (s. II a. C.). Del primero conservamos Europa, Canto fúnebre por Bión,

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Amor fugitivo, Mégara y algunos fragmentos o poemas cortos. Entre las obras de Bión contamos con Canto fúnebre por Adonis, Epitalamio de Aquiles y Deidamía, A la muerte de Adonis y algunos fragmentos. El epilio –término acuñado en el siglo XIX– designa un poema épico abreviado, de comienzos y finales abruptos, abundante en alusiones eruditas y personajes poco conocidos que viven situaciones cotidianas. El principal representante de este género fue Euforión de Calcis, imitado luego por los neotéricos. Sin embargo, la épica helenística halló su máximo exponente en Apolonio de Rodas (295-215 a. C.), preceptor de Ptolomeo III Evergetes. Los datos de su vida son inciertos, especialmente aquellos relativos a su disputa con Calímaco, pues, en definitiva, ambos autores no difieren tanto en su concepción del arte. Es conocido sobre todo por sus Argonáuticas, cuatro libros de tema tradicional con cierto afán de originalidad: su protagonista, Jasón, es un personaje secundario que, lejos de ser un héroe, se presenta como un aprovechado de la pasión que por él siente Medea. El poeta se concentra en la descripción del trance amoroso que posee a la heroína, de forma que los restantes personajes carecen de verdadero protagonismo. El dialecto, el metro, el léxico y el estilo son de clara influencia homérica, así como la estructura básica de la composición, formada por un catálogo, sueños, dioses, digresiones, descripciones, etc. No obstante, la forma de acercarse al mito y los aspectos más destacados no son los que esperaríamos en épocas precedentes, pues se exalta de modo especial la grandeza de lo pequeño. Los reiterados epítetos homéricos se convierten en Apolonio en una continua e intencionada variatio que intenta siempre evitar la repetición. Como en Calímaco, tampoco hallamos en él ningún fervor religioso, de modo que la mitología posee para su autor más interés arqueológico o erudito que religioso. Los dioses aparecen ahora en escenas sumamente cotidianas donde vemos a Afrodita peinarse y a Eros jugar a las tabas con Ganimedes. Como resultado de la nueva situación socio-política, las corrientes filosóficas de salvación llegaron inevitablemente también a la literatura, dando lugar a la poesía yámbica de contenido moral. La filosofía se difunde, como nunca, en todos los estratos sociales, pues el hombre necesita de valores renovados para vivir en la sociedad en la que se halla inmerso. De esta suerte, el epicureísmo tendrá gran trascendencia, lo mismo que el estoicismo que cobra nuevo vigor con Zenón de Citio (333-264 a. C.) y luego con Crisipo (281-208 a. C.), Panecio (185-110 a. C.) y Posidonio (135-51 a. C.). Cércidas de Megalópolis (290-220 a. C.), por su parte, que participó activamente en los quehaceres político-militares de su tiempo junto a Arato de Sición, tomó los temas

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de la diatriba cínica para sus poemas y los acompañó de citas eruditas y palabras compuestas en dialecto dórico con mezclas jónicas. Bión de Borístenes (325-255 a. C.), a su vez, inició el género satírico que Horacio continuó en sus Bionei sermones, aunque fue Menipo de Gádara (primera mitad del s. III a. C.), de origen esclavo, el auténtico inventor de la sátira filosófica y moralizante, mezcla de prosa y verso que la tradición dio en llamar satura menipea, a juzgar por el testimonio de Quintiliano (Inst. X, 1, 95). Entre los autores de esta poesía de tipo moral debemos mencionar también a Fénix de Colofón (s. III a. C.) y a Sotades de Marinea, quien atacó a Ptolomeo II Filadelfo por unirse en matrimonio a su hermana Arsínoe (cf. Plut., De lib. educ.11a). En el marco de la Academia debemos destacar la labor de Carnéades de Cirene (214128 a. C.), cuyo pensamiento conocemos fragmentariamente gracias a su discípulo Clitómaco, y en el Peripato a Demetrio Falereo, de quien conservamos 200 breves fragmentos de su ingente obra. En general, en estos autores cobra protagonismo el yo que ha de permanecer sereno sin dejarse abatir por elementos externos. Con todo, pese a esta inquietud espiritual, al parecer a los poetas no les importaba tanto el contenido como el modo literario de expresarlo. En cuanto a la poesía dramática, sabemos que la comedia es el único género que permanece al alcance del pueblo, mientras que de la tragedia alejandrina poco podemos decir. Pese a la escasez de testimonios, hay razones para pensar que la tragedia había continuado siendo un género floreciente durante toda la época helenística. Sabemos que hubo una Pléyade de siete autores famosos, entre los que destaca Licofrón (comienzos del s. II a. C.), a quien se atribuye la tragedia Alejandra, de estilo manierista y rebuscado. A juzgar por lo conservado, es probable que la tragedia helenística no sólo recrease famosas escenas de las obras clásicas, sino que, al igual que otros géneros poéticos, debió de hacer referencia también a problemas interpretativos y a temas de interés socio-político, pues algunos de sus títulos sugieren que sus contenidos se refieren a hechos contemporáneos o muy recientes. Por tanto, no sólo se pondrían en escena nuevos textos, sino que se representarían también piezas clásicas del s. V a. C., aunque tal vez sin las partes corales. En efecto, al ser extrapolada de su contexto festivo ateniense en honor de Dioniso, la estructura de la tragedia hubo de adaptarse a las nuevas situaciones de representación. Naturalmente, las tendencias generales de toda la poesía helenística también hubieron de afectarla de algún modo. Así, la reutilización de elementos procedentes de varias fuentes, las alusiones y las versiones poco conocidas del mito fueron quizás ingredientes habituales de las composiciones de la época.

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Por lo que respecta a la comedia, sus personajes están tomados de la realidad cotidiana, aunque con rasgos exagerados a fin de acentuar su comicidad y reflejan la vida diaria del ciudadano de a pie de la época: el esclavo astuto, el cocinero, la hetera, el soldado fanfarrón, el parásito, etc., arquetipos que aparecerán de nuevo en los cómicos latinos. A diferencia de la comedia de Aristófanes, a menudo mordaz, ahora la crítica se hace sólo para divertir y entretener a la gente que necesita olvidarse, siquiera por un rato, de su propia vida y del peso de sus problemas. A menudo se ha acusado a la comedia por la pobreza de sus temas reiterados hasta la saciedad con ligeras variaciones: aventuras amorosas variopintas, exposición de niños, viajes, intrigas, reconocimientos, etc. Los poetas ya no transmiten grandes ideales, sino que se atienen a la realidad más inmediata y reflejan los valores de una sociedad urbana y aburguesada. Pequeñas moralejas de contenido universal se desprenden de sus textos que tratan de aleccionar sobre las facetas prácticas de la existencia: el amor, la vida, la muerte, etc. Los cómicos tratan temas, en definitiva, que preocupan a todo el género humano, pero todas las composiciones tienen un final feliz como común denominador. Estamos ante la Comedia Nueva representada por Filemón, Dífilo y Menandro donde la preocupación política ha desaparecido y ni siquiera interesa la sátira social de la Comedia Media. Por otra parte, resultado de una larga tradición popular que arranca del s. V a. C. son los fliaces, composiciones exclusivas de la Magna Grecia semejantes a la Atelana osca y ligadas, en origen, al cortejo y al culto del dios Dioniso. Sus actores llevan un vestido ajustado al cuerpo con almohadillas en el vientre y el trasero y se hallan dotados de un falo, según testimonian las pinturas de los vasos. Entre sus cultivadores destaca Rincón, pues fue quien elevó los fliaces a categoría literaria. Por último, otra característica del teatro griego de los siglos IV y III a. C. es el predominio del drama satírico. Al menos uno de los autores de la Pléyade que vivió en la Alejandría de Ptolomeo II Filadelfo, Sositeo, tuvo especial renombre en este género. El fragmento más extenso que de él se conserva consta de 21 versos de un drama tal vez titulado Daphnis o Lityerses. En efecto, su forma, plena de arcaísmos, mezcla de léxico y contrastes de tono y estilo, fue muy del gusto de la época. Con todo, al parecer, los dramas satíricos helenísticos no tuvieron mucho en común con los de épocas precedentes a no ser el coro de sátiros.

2.2. Prosa Aunque gran parte de la prosa helenística se ha perdido, sobre todo si comparamos lo conservado en poesía, es evidente que posee menor dignidad que el

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género poético desde el punto de vista artístico. En efecto, la prosa parece más cercana al lector medianamente instruido, sin tanta erudición ni sutiles entramados formales. Algunos géneros menores como la fábula, que hasta época helenística habían sido escritos en verso se prosificaron a partir del s. III a. C. y fueron reunidos, siguiendo la moda, en compilaciones como la de Demetrio Falereo que se utilizó como texto escolar. A grandes rasgos, la ampliación de fronteras provoca que la historiografía política ya no tenga cabida pero, como contrapartida, nace un interés por la geografía, que empieza a buscar fundamentos científicos, a la par que se genera un interés exacerbado por lo anecdótico y lo etnográfico. De este modo, a partir de Duris (340270 a. C.) la historia deja de ser una ciencia para convertirse en arte, en literatura evasiva y efectista que mimetiza la realidad al estilo de la tragedia. En este sentido, las campañas de Alejandro inspiraron tras su muerte numerosas monografías no exentas de elementos míticos y fantásticos como las de Ptolomeo I Soter, Nearco, Aristóbulo, Hegesias, o Pseudo-Calístenes, de las que sólo conservamos la de este último. En general, los autores prefieren escribir sobre lugares lejanos como la India, a la que Megástenes dedica 4 libros (Indiaká) que narran su conquista por Dioniso, la instauración en ella del cultivo de la vid y la divinización del héroe al morir. Paralelamente, se prefieren ahora las monografías sobre ciudades como la de Nínfides de Heraclea y a fines del helenismo cobra especial relieve la historiografía local de autores como Fabio Píctor o Flavio Josefo, que escriben en lengua griega. Los Caracteres de Teofrasto influyen también en el género historiográfico, del mismo modo que en la novela o la comedia, de forma que se tiende a asociar el personaje histórico al tipo humano. Pese a que nos ha llegado bien poco de la ingente producción que tuvo lugar en esta época, conocemos gran cantidad de nombres de autores y obras. Así, por ejemplo, conservamos fragmentos de las obras Registro Sacro de Evémero (340-260 a. C.), Los egipcios de Hecateo de Abdera (fl. 320 a. C.), Historia egipcia de Manetón (305-246 a. C.) o Historia babilónica de Beroso (s. III a. C.). Conocemos también los nombres de Jerónimo de Cardia y Filarco, ambos fuentes de Diodoro y de Plutarco; Demetrio Falereo, Neantes, los jonios Megástenes y Timeo, Sósilo y Agatárquidas, Timágenes y Teófanes, de los cuales apenas nada se ha salvado y sólo sabemos de algunos argumentos gracias a los resúmenes de Diodoro y Focio. Pero, sin duda, es de Polibio (202-120 a. C.) de quien más información tenemos. Nació de familia noble en Megalópolis, Arcadia, y fue conducido como rehén a Roma cuando los romanos salieron victoriosos en Pidna en el 168 a. C. Allí se acogió a la protección de los

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Escipiones, a quienes acompañó en las campañas de África e Hispania y murió finalmente en su patria. De los cuarenta libros de su obra, Historias, conservamos los cinco primeros y algunos fragmentos. En el proemio expone su concepción de la Historia Universal como magistra vitae y se interesa de modo especial por la etiología de los acontecimientos, así como por la exigencia de verdad. Cree que la geografía debe ser soporte de la historia, de la que busca fundamentalmente el lado práctico y a menudo la compara con la medicina. Como en la mayoría de los historiadores de su época, para él es fundamental el concepto de túche o Fortuna y piensa, además, que la constitución de los pueblos determina su destino, como el de los romanos, que ha conseguido ser dueño del mundo civilizado en 53 años. Su lengua es la coiné helenística con largos periodos y abundante vocabulario de documentos oficiales. Tampoco el género historiográfico se vio privado de antologías como la de Diodoro Sículo, quien, combinando largos viajes con estancias en Roma, escribió entre los años 60 y 30 a. C. su obra conocida con el nombre de Biblioteca, en la que recopilaba diversas fuentes y añadía un cierto tono retórico-moral común a los autores de esta época. En ella, aborda con un estilo aticista la Historia Universal desde sus orígenes hasta el comienzo de las guerras de las Galias de César el año 58 a. C. y, al igual que Polibio, la considera como magistra vitae. Pocos son los fragmentos que conservamos de Nicolás Damasceno (segunda mitad s. I a. C.) en comparación con la ingente obra que sin duda produjo. Además de composiciones de carácter filosófico y científico, se dedicó a la historiografía con obras como Historia Universal en 144 libros, que llegaba a los acontecimientos del año 4 a. C. En general, sus datos son fiables en la medida en la que él mismo participó en los hechos que relata. Éste es el panorama al que nos enfrentamos al estudiar la historiografía helenística. En los últimos años de este periodo no hubo ningún historiador importante. Como géneros afines contamos con la geografía, abordada por Estrabón, la autobiografía y la biografía, de los que apenas nada conservamos, aunque su estilo y elocuencia influyen notoriamente en la retórica de época imperial. Según hemos anotado, el helenismo supone el caldo de cultivo idóneo para el nacimiento de un nuevo género que satisface la necesidad de evasión ante la decadencia generalizada: la novela. En efecto, en el periodo helenístico la crisis provoca que todo el mundo se cuestione y critique cuanto procede de la tradición, de forma que el público de la novela pertenece a las más diversas capas sociales, religiones y niveles de instrucción sin excluir a las mujeres. Las novelas pretenden

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ahora emocionar y transportar al lector a mundos en los que las maravillas le hagan olvidar la falta de estabilidad de su vida. El hombre se siente solo y se refugia en la lectura sin apenas oportunidad de contacto con la literatura en el teatro. El nuevo género no posee unas normas de composición rígidas, sino que se repiten más bien unos esquemas básicos de contenido: una pareja, ambos jóvenes y hermosos, se ven obligados a separarse y son empujados por determinadas circunstancias a recorrer fantásticas geografías. Pese a ello, la fuerza del amor es tan intensa que la Fortuna determina para ellos un final feliz. Los temas serán aquellos que a todos interesan y pertenecientes al mundo de lo privado con claro predominio del amor. Hallamos novelas en verso o en prosa, de extensión variable, de tema histórico y fantástico, de forma dialogada o monologada en primera o tercera persona. Los registros lingüísticos varían de lo elevado a lo cotidiano y hay un gusto generalizado por las digresiones, todo ello mezclado con elementos de otros géneros como es típico en esta época. E. Rhode consideró a la novela como resultado de la Segunda Sofística, puesto que la única obra que se podía fechar con certeza por los hechos históricos que menciona eran las Babilónicas de Jámblico, posteriores al año 165 d. C. Para el estudioso, ésta sería la primera obra de un género que culminaba en el s. VI con Quéreas y Calírroe de Caritón de Afrodisia. Sin embargo, hallazgos papiráceos posteriores editados por B. Lavagnini (Eroticorum graecorum fragmenta papyracea, Teubner, 1900) hicieron retrotraer el nacimiento del género, de manera que la que Rhode consideraba como la última obra resultó ser la primera conservada de las cinco completas de que disponemos. Hoy se acepta de modo general, aunque con reservas, la siguiente cronología: Quéreas y Calírroe de Caritón de Afrodisia (s. I a. C.), Efesíacas de Jenofonte de Éfeso (s. I d. C.), Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio (s. II d. C.), Dafnis y Cloe de Longo (s. II d. C.) y Etiópicas de Heliodoro (s. III-IV d. C.). Conservamos además algunos resúmenes de Focio como el de Las maravillas más allá de Tule de Antonio Diógenes (s. I. d. C.).

3. Época Imperial El último periodo de la literatura griega comienza tras la caída de Alejandría y abarca seis largos siglos hasta el reino de Justiniano (483-565). Es una etapa de decadencia socio-política en la que Roma se convierte en el centro de atención del nuevo mundo y poco a poco Grecia pierde su entidad política hasta convertirse en el año 27 a. C. en la provincia romana de Acaya. La capital del mundo heleno pasa a Corinto, de forma que Atenas ya sólo conserva el prestigio cultural que le otorga la tradición. El sistema tributario romano agrava la situación económica de los más

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pobres y, como consecuencia, las diferencias sociales se acentúan. A la par, el crecimiento demográfico disminuye y se produce un movimiento de migración hacia Roma en tiempos de Vespasiano (69-79), lo cual acelera la decadencia. Con todo, tanto griegos como romanos son conscientes de la superioridad cultural griega – recordemos la afirmación de Horacio de Graecia capta en su Epístola a los Pisones (156-160)– y de ahí que Cicerón, entre otros, trate de adaptar a la lengua romana los neologismos de las ciencias griegas. Con Adriano y los emperadores filohelenos del s. II las condiciones de los griegos mejoran algo hasta que el edicto de Caracalla del año 212 concede la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del imperio. Con la fundación de Constantinopla, Atenas recobra algo de prestigio en la esfera cultural, aunque el Imperio romano se encuentra ya en plena crisis. En estos momentos, la cultura se halla indefectiblemente vinculada al cristianismo y el griego es la lengua de la nueva religión. En el año 425 Teodosio funda la Universidad de Constantinopla y en el 529 el decreto de Justiniano cierra la Academia de Atenas, heredera de la platónica. Como es natural, la literatura acompaña este cambio generalizado. Las formas y los motivos literarios tradicionales continúan sin ninguna pretensión innovadora, aunque tampoco carecen de vigor. De la época precedente se cultivan, sobre todo, la novela, la biografía y la epistolografía. La poesía desaparece casi por completo y sólo podemos rastrear de esta época pinceladas de lo que fue el género epigramático.

3.1. Poesía Según apuntamos anteriormente, en época imperial siguió la costumbre helenística de elaborar antologías de epigramas como la de Filipo de Tesalónica (s. I), la del gramático Diogeniano (s. II), la de Rufino (s. II) o la de Estratón de Sardes (s. II). De los autores epigramáticos conocemos fundamentalmente lo que se deriva de sus propias composiciones, muchas de ellas recogidas en la Antología Palatina, de época bizantina. Abundan las referencias a obras de la literatura precedente como las de Antípatro de Tesalónica (40 a. C.-20 d. C.), que renovó el epigrama con temas tradicionales, y podemos observar entre los poetas ciertas influencias mutuas. La poesía se convierte en un género de encargo, abundante, aunque sin brillo especial. Así, Crinágoras de Mitilene, Filipo de Tesalónica, Marco Argentario y Lucilio son epigramatistas de cuya producción conservamos buena muestra. De esta época son también los poemas anacíclicos o palíndromos de Nicodemo de Heraclea, que pueden leerse y medirse igualmente al revés y los de Leónidas de Alejandría, quien le dio valor numérico a las letras a fin de obtener en sus poemas sumas iguales.

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Tras unos siglos de pobreza, la producción epigramática florece de nuevo con Paladas de Alejandría (s. IV), de quien conocemos su irónico pesimismo derivado de una amarga relación con su mujer. Gracias a él, el epigrama cobró nuevo vigor hasta época bizantina. En tiempos de Justiniano se produce un renacimiento del género de carácter erudito, literario y original. Coincide en todos los autores una preocupación por la perfección formal por encima del contenido que sigue unos estereotipos más o menos fijados. Juliano escribe epigramas dedicatorios, sepulcrales y descriptivos con variaciones frecuentes de un mismo tema. Cobra especial relieve la poesía amorosa de Pablo Silenciario en la que converge el escepticismo vital con una intensa sensibilidad, aunque este autor se dedicó también a la composición de obras poéticas de carácter descriptivo. Por último, recordemos a Agacias Escolástico (536-582), autor historiográfico, pero también poeta, a quien debemos una antología titulada Ciclo de nuevos epigramas con poemas suyos y de otros autores, que presenta por primera vez una ordenación temática: epigramas dedicatorios, descriptivos, fúnebres, anecdóticos, satíricos, amatorios, convivales. Paralelamente, la poesía didáctica imperial vivió a partir del s. II una suerte de renacimiento representado principalmente por tres autores: Opiano, Dionisio de Alejandría y Servilio Damócrates. De la producción de Opiano (s. II) nos han llegado dos obras, si bien hay fundadas sospechas para pensar que pertenecen a dos autores homónimos, uno de Apamea, el otro de Anazarbo: el primero sería autor de un tratado sobre la caza, Cinegética, y el segundo de una obra de carácter lúdico y didáctico a la vez, Haliéutica (“Sobre la pesca”), escrita en hexámetros con elementos fantásticos. Ambas obras poseen similitudes temáticas y comparten asimismo un estilo retórico y un gusto por las digresiones, tan habituales en la novela. Dionisio Periegeta (s. II) es autor de una descripción del mundo conocido en hexámetros, Descripción de la tierra, que fue empleada como libro escolar, aunque su estilo, como el de Opiano, resultaba un tanto ampuloso. Servilio Damócrates (s. I-II) empleó también la forma poética para sus escritos médicos, ya que el ritmo ayudaba a memorizar los contenidos, posteriormente recogidos por Galeno. Ya en el siglo IV hemos de mencionar a Heladio de Antinoópolis, cuya Crestomatía conocemos gracias a Focio. Íntimamente unida a la poesía didáctica, dada su función moralizante, se halla la fábula. Conservamos una colección de ellas en verso compuestas por Babrio (s. II), autor que combina la tradición esópica con nuevos elementos presentes también en la novela.

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A partir del s. II regresa la moda de la poesía épica de extensión considerable, a imitación de la de Homero, aunque nuestro conocimiento se ve limitado a unos pocos fragmentos. No obstante, conservamos cinco obras completas de autores épicos: las Posthoméricas de Quinto de Esmirna, las Dionisíacas de Nonno de Panópolis, la Captura de Troya de Trifiodoro, Hero y Leandro de Museo y El rapto de Helena de Coluto. Quinto de Esmirna (s. IV) nos ha legado su Posthomérica, poema épico en hexámetros compuesto en 14 libros que trata los temas de poemas cíclicos perdidos como Etiópida, Pequeña Ilíada o La toma de Ilión. Una clara intención moralizante se desprende de las abundantes sentencias intercaladas en el texto y, pese al título, la conexión con Homero es más temática que formal. En todo caso, será tomado como modelo para la épica bizantina de tema histórico-mitológico. De Nonno (s. V) apenas sabemos nada. Conservamos sus Dionisíacas en 48 libros de tema y metro épico con ecos de los cultos orientales y de la novela en sus exóticas y lejanas geografías. Convertido al cristianismo, Nonno escribió una Paráfrasis del Evangelio según Juan en 21 capítulos también en hexámetros. Su poesía tiene pretensiones de erudición y su hexámetro se ve sometido a significativas restricciones. Por ello, a veces su expresión se antoja rebuscada, aunque su nueva norma será seguida por los poetas posteriores: Trifiodoro, Coluto, Museo, Cristodoro de Copto, Pablo Silenciario y Ciro de Panópolis. En efecto, tanto Trifiodoro como Coluto se vieron influidos por las rígidas reglas de Nonno. La Captura de Troya, si bien sigue el modelo de Quinto de Esmirna, posee notables semejanzas con el libro II de la Eneida, por lo que algunos estudiosos se plantean si el autor se inspiró en Virgilio, o si ambos emplearon una fuente común. Coluto, por su parte, es oriundo de Egipto, como Trifiodoro, y autor de un epilio de 394 versos y escasa calidad. De Museo apenas tenemos noticias. Su obra, con 343 hexámetros, posee un parecido innegable con las Heroidas 18 y 19 de Ovidio, pues tratan el mismo asunto: el amor de Hero y Leandro, separados por el estrecho del Helesponto, y la posterior muerte del joven amante. En este caso, es posible que bebieran ambos de una fuente helenística común hoy perdida para nosotros. Acerca de la poesía lírica, poco podemos decir, pues debió de cultivarse bien poco en comparación con las épocas precedentes. En el s. IV, en pleno renacimiento de las tendencias neoplatónicas y neopitagóricas hallamos el Libro de los himnos órficos, 88 poemas a divinidades diversas en su mayoría hexamétricos, que testimonian el sincretismo religioso característico de la época, atribuidos a Orfeo y

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cuyo origen se halla probablemente en Pérgamo o en algún lugar de Asia Menor. De la misma época, conocemos asimismo un poema épico, Argonáuticas Órficas, y una obra sobre las virtudes de las piedras, Líticas, así como otra sobre las virtudes de las plantas, que influirán notoriamente en la Edad Media. Al parecer, se crearon también algunas formas líricas ligadas al simposio entre las que destacan las llamadas Anacreónticas, por su imitación de Anacreonte, aunque sus temas se tornan intrascendentes y banales, meros divertimentos de banquete. Fueron recogidas en una colección del s. VI.

3.2. Prosa Desde comienzos de época imperial hasta fines del s. II hubo un interés por la elocuencia que influyó en todos los géneros literarios. Como consecuencia, surgió un nuevo movimiento encabezado por Nicetes de Esmirna en tiempos de Nerón que recibió el nombre de Segunda Sofística. En palabras de Cantarella, “la Retórica es la única fuerza que resiste, aunque empobrecida, a la decadencia general”. De hecho, continúa siendo materia obligatoria en la formación de los jóvenes desde su sistematización por Aristóteles y Apolodoro de Pérgamo (104-22 a. C), instructor de Augusto, determinó su presencia en Roma. En su perdida Ars, Apolodoro otorgaba escaso protagonismo a la originalidad y a la inspiración y defendía el aticismo, de carácter austero y arcaizante, nacido como reacción a la ampulosidad en que había degenerado el estilo gorgiano. Pocos años después, surge con Teodoro de Gádara una corriente opuesta a la de aquél: la Retórica es ahora un arte cuya fuerza reside en el pathos de la inspiración. Como suele suceder en estos casos, cada uno de ellos tuvo sus seguidores, llamados respectivamente “apolodoristas” o “aticistas” y “teodoristas” o “asianistas” por su forma particular de entender la literatura. El tratado anónimo De lo sublime de la primera mitad del s. I d. C., que se propone refutar la obra homónima de Cecilio de Caleacte (s. I a. C.), se hace eco de esta polémica entre apolodoristas y teodoristas tomando partido por estos últimos. Mención aparte merece Luciano (120-180) pues, aunque participa de la Segunda Sofística, no podemos decir que sea un autor que pertenezca plenamente a ella, sino que parece más bien beber de todas las corrientes de su tiempo. De él nos ha llegado un corpus de 80 obras, así como unos 50 epigramas de dudosa atribución. Predomina en él la forma dialogada (Diálogos de los dioses, Diálogos de las cortesanas, Diálogos marinos, Diálogos de los muertos, etc.) con elementos comunes con la Comedia Nueva. Tal vez fue el único literato que se atrevió a criticar el sistema

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romano con su degeneración en el uso de las riquezas, la gloria, los honores y el poder. En su obra Nigrino expresó los principales motivos de su oposición a Roma: defendía la libertad de la que el Imperio era represor. Con todo, no trató de romper con lo anterior, sino que trabajó con esquemas ya rotos como lo eran los dioses. En Cómo debe escribirse la historia afirma que el fin de la historia es lo útil y para ello es necesaria la verdad, al tiempo que advierte de que hay que cuidarse del aticismo superficial y rayano en lo ridículo. En Historia verdadera dice que la única verdad es que mentirá y ataca, al mismo tiempo, las novelas de evasión que tanto auge cobran en esta época. Por último, debemos mencionar también su obra Lucio o el Asno, que guarda claras semejanzas con la Metamorfosis de Apuleyo. Son también interesantes las obras de gramática de esta época en tanto que nos han transmitido testimonios indirectos de piezas perdidas. Así, Apolonio Díscolo de Alejandría (s. II) elaboró la primera sistematización de la gramática, titulada De la sintaxis, de enorme repercusión en el humanismo y su hijo Herodiano dedicó al emperador Marco Aurelio su Prosodia Universal. Continúan también en esta época las selecciones y reelaboraciones de los autores clásicos al estilo alejandrino, como la antología que compuso en el s. V Juan Estobeo para la educación de su hijo Septimio, Antología de extractos, apotegmas y preceptos. A esta situación se suma el afán generalizado por la elaboración de léxicos, fundamentales para la transmisión de textos, como el Léxico de Esteban de Bizancio (s. VI), el de Focio (s. IX) y el de Suda (s. X). Entre los rétores de la Segunda Sofística debemos destacar a Dión de Prusa (40-112), su discípulo Favorino (80-150), Elio Arístides (117-189), Claudio Eliano (170235) y los cuatro Filóstratos que, por ser casi contemporáneos, fueron confundidos por el Léxico Suda. De Flavio Filóstrato (170-249) conservamos Cuadros o descripciones de obras de arte, una Vida de Apolonio de Tiana y las Vidas de los sofistas. Autores de discursos son Himerio (nacido en torno al 310), Libanio (314-393) y Temistio (317388). Especial atención merece Juliano (332-363), emperador desde el 361 por su actividad defensora de la religión pagana en un mundo donde el cristianismo se había ido asentando a lo largo de tres siglos. Se dedicó copiosamente a diversos géneros literarios: discursos (A Constancio), tratados filosófico-políticos (Carta al filósofo Temistio), obras de carácter satírico (La fiesta de las Saturnales o Enemigo de la barba), epigramas y cartas. Mencionemos sin más, por último, a Eunapio (345-420), Aristéneto (s. V-VI) y los sofistas de Gaza, en Palestina, donde surgió una escuela fecunda hasta el año 635 en que la ciudad fue tomada por los árabes.

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Las ciencias produjeron igualmente su literatura, sobre todo en el campo de la medicina con Dioscórides (s. I), cuyo De materia medica fue esencial para el conocimiento de las plantas medicinales hasta el s. XVI, y Galeno (s. II), médico de Marco Aurelio y heredero de la teoría hipocrática de los humores, que escribe siguiendo modelos aticistas. En el terreno de la astronomía, Claudio Ptolomeo (100178) ejerció un gran impacto, de suerte que sus teorías tuvieron vigencia hasta bien entrada la Edad Media. Su Composición matemática en 13 libros fue traducida al árabe con el nombre de Almagesto. Defiende en ella la teoría geocéntrica, según la cual alrededor de la tierra inmóvil gira el universo, desbaratando la teoría heliocéntrica de Aristarco de Samos que no resurgirá hasta Copérnico. Su Introducción a la geografía en 8 libros llegó a manos de Colón quien, persuadido por sus errores de cálculo, se lanzó a la conquista de las Indias por Occidente. También en esta época poseen enorme difusión las llamadas pseudociencias, en especial, la astrología, la alquimia y el mundo de los sueños, que inevitablemente dejan su huella en la literatura, según se aprecia en el Corpus Hermeticum, que recoge los escritos de la revelación de Hermes Trismegisto, o los Oráculos caldeos, en hexámetros. Se trata de una manifestación más de los influjos orientales que penetraron en los últimos siglos de la dominación romana y que pervivieron vigorosamente en la Edad Media hasta el punto de que muchas de sus creencias han llegado a nuestros días. La astronomía, de origen babilónico, derivó en la popular astrología, que creía en el influjo de los astros sobre el destino humano. Los astrónomos Hiparco, Ptolomeo y Fírmico Materno (s. IV) se interesaron por estos asuntos y también prestigiosos literatos como Plotino o Proclo. De la onirocrítica se ocupó Artemidoro de Éfeso (fines s. II) con su Interpretación de los sueños, entre otros. Paralelamente, observamos en las obras cómo la antigua metalurgia egipcia se va transformando en la mágica práctica de la alquimia, que pasa a occidente a través de la cultura árabe. La historiografía de época imperial fue también muy prolífica. Cuenta con importantes figuras como Dioniso de Halicarnaso (fl. 30-8 a. C.), que narra en una obra titulada Antigüedades romanas la historia de Roma desde sus orígenes hasta la primera guerra púnica en el 266 a. C. –precisamente donde comienza la obra de Polibio–. Dedicó, además, gran parte de sus esfuerzos a la retórica, a la crítica y a los problemas de autenticidad. Así, por ejemplo, en su ensayo Tucídides critica tanto la elección del tema como la imperfección formal de la obra del historiador. La Historia romana de Apiano (s. II) es prácticamente la única fuente de que disponemos para el conocimiento de la tercera guerra púnica y constituye un

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interesante testimonio de las guerras civiles. Sus 24 libros, compuestos en torno al año 160, narran el periodo comprendido entre las aventuras de Eneas y las campañas de Trajano con los árabes y los dacios. En todo caso, Apiano fue un gran admirador del Imperio romano y por este motivo se propuso narrar la historia de su grandeza. Lucio Flavio Arriano (ca. 86-175) es un autor polifacético que se dedicó también a la filosofía influido por las enseñanzas de Epicteto. Entre su producción de carácter histórico destacan Anábasis de Alejandro, que nos ha llegado completa, Historia de Bitinia, Historia de la India, Empresas de los sucesores de Alejandro, Historia de los partos, Historia de Babilonia, Periplo del Ponto Euxino, y dos obras por las que fue llamado el “nuevo Jenofonte”, Arte táctica y Sobre la caza. Dión Casio (155-235) fue autor de algunas obras de juventud de las que sólo conocemos el título. Imitó a Tucídides en su Historia Romana, donde narra la historia de Roma desde Eneas hasta el 229 d. C. en 80 libros de los cuales conservamos del XXXVI (algo mutilado al comienzo) al LX (mutilado al final). Su legado es interesante para el conocimiento de hechos cuya existencia, de no ser por su testimonio, ignoraríamos por completo. Como vemos, los nombres de los historiadores de época imperial son tan numerosos que no resulta fácil hacer una selección. Además de los anteriores, podemos mencionar a Herodiano (170-240), liberto o esclavo que escribió la Historia de Roma después de Marco Aurelio, aunque con una notable inexactitud en las cifras; a Eunapio de Sardes (ca. 345-420); a Olimpiodoro (ca. 370-425) –neoplatónico que escribió Material para una historia dedicada a Teodosio– o a Zósimo (ca. 425-518), autor de una Nueva Historia, de estilo sencillo. Entre los historiadores de finales de época imperial no podemos olvidar a Procopio (fines s. V) y a Agacias (s. VI). El primero fue profesor de retórica, así como consejero y secretario de Belisario. Sus Historias en 8 libros narraban las guerras contra los persas, vándalos y godos en las que él mismo participó. Otra de sus obras destacables fue De los edificios del emperador Justiniano en 6 libros. Su testimonio posee el valor de quien ha visto con sus propios ojos la paulatina desintegración del Imperio romano. Con un notable afán de exactitud y un claro predominio de la Fortuna, piensa que el conocimiento de los hechos históricos puede ser útil a las generaciones venideras. En aparente paradoja con su concepción de la necesidad de verdad se hallan los Inéditos o Historia Arcana, donde ataca a Justiniano y Teodora y a Belisario y Antonina al revelar sus inconfesables pasiones. Sus etopeyas y proposopeyas se hallan en la línea de la moda imperante que tiende a reflejar la moral en la literatura.

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Agacias escribió una Historia en 5 libros y Sobre el reino de Justiniano en otros 5 donde se dedica a los años 552-558 no tratados por Procopio, a quien admira por su akribeia, aunque él mismo tenga cierta tendencia al adorno y la floritura. Alaba igualmente la historia como dadora de inmortalidad a través de la verdad. Como géneros próximos a la historiografía tenemos la biografía de Plutarco y Diógenes Laercio y la geografía de Estrabón y Pausanias. Plutarco de Queronea (46127) fue un autor erudito y polifacético que cultivó, además de la biografía, una literatura de carácter moral. Viajó a Asia, Alejandría e Italia y fue discípulo de Amonio Saccas (175-242), fundador del neoplatonismo. Se relacionó con personajes influyentes de la Roma de su tiempo y obtuvo la ciudadanía romana honorífica. También fue sacerdote del colegio del santuario de Delfos. De él nos ha llegado una ingente producción –el Catálogo de Lamprias menciona 227 títulos– dividida en Obras Morales y de costumbres y Vidas paralelas. Las primeras son obras de carácter filosófico-moral, en forma de diálogo de tipo aristotélico o diatriba de tradición cínicoestoica, de contenido moral, filosófico, pedagógico, ético, político, físico, biológico, historiográfico, religioso, literario, etc. Las Vidas poseen un carácter biográfico y en ellas el autor pone en paralelo la vida de un personaje griego y de otro romano por su afinidad en el obrar, en su destino o en su carácter, como Teseo y Rómulo, Demóstenes y Cicerón, Alejandro y César, etc. Dotado de una enorme erudición, da más importancia a los pequeños detalles que caracterizan el alma humana que a los hechos históricos en sí. Sus obras retóricas son probablemente producciones de juventud, mientras que las Vidas pertenecen a sus últimos años. Para Plutarco la Historia es el escenario de los hombres y de ahí sus múltiples referencias al mundo del teatro y, en particular, de la tragedia. Ambos géneros tienen una función paidéutica, de forma que este valor paradigmático invita al lector a la mimesis de los buenos valores morales y a rehuir los nocivos, pues no ha de incurrir en los mismos errores que los personajes. En cuanto a la forma, Plutarco adopta una postura intermedia entre las dos tendencias principales de su tiempo, aunque es manifiesto admirador del ático y su estilo. En efecto, si bien su lengua pertenece a la llamada coiné, tampoco deja de lado los elementos literarios de otras épocas, haciendo con ello gala de su talante ilustrado. De modo semejante, Diógenes Laercio (s. III) cultivó el género biográfico con sus Vidas de los filósofos y recopilación de sus doctrinas, obra imprescindible para el conocimiento de la historia de la filosofía desde sus orígenes hasta Epicuro, a quien dedica un libro entero.

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Como historiador, Estrabón (63 a. C.-21 d. C.) continuó la narración de Polibio en sus Comentarios históricos hasta el año 27 a. C. Con todo, nos es conocido sobre todo por su Geografía en 17 libros, que nos ha llegado casi en su totalidad, aunque dado el brusco final del libro XVII hay quien piensa que la obra no fue terminada. Con Polibio como modelo y la coiné como medio, se dedicó a la descripción de matices antropológicos en su idea de que la geografía completa a la historia, siendo su finalidad de carácter práctico. Pausanias (fl. 150) recorrió numerosas geografías y fruto de sus viajes fue su Descripción de Grecia en 10 libros escritos entre los años 143 y 175. Es una obra fundamental para la arqueología, el urbanismo, el arte y la historia en tanto que describe lugares que para nosotros han desaparecido. Sabemos que es un autor fidedigno por la comparación de sus descripciones con lo que sí conservamos. Por añadidura, a veces inserta valoraciones personales, algo poco habitual entre los autores antiguos. Además de Plutarco, contamos con otros filósofos importantes en esta época, algunos de ellos transmisores, como los gramáticos, de fragmentos de obras perdidas, al modo de Ateneo (s. II), quien en su Banquete de sabios hace a sus personajes insertar abundantes citas de otros muchos autores con gran alarde de erudición. Entre ellos, se halla Epicteto (55-135), liberto y maestro de filosofía en Roma hasta la expulsión de los filósofos decretada por Domiciano. No escribió nada, pero conocemos su pensamiento gracias a los apuntes de clase que tomó su discípulo Arriano entre los años 117 y 120, las Diatribas de Epicteto, de las que sólo nos han llegado 4 libros con 95 diatribas. Según él, el hombre ha de llegar a la perfección moral en el ejercicio de la libertad interior con un profundo respeto hacia la divinidad creadora. Puede alcanzar además esta perfección en los quehaceres político-sociales, de manera que el filósofo ha de estar en contacto con la realidad del mundo. Marco Aurelio (121-180), fuertemente condicionado por el estoicismo, escribió sus pensamientos acerca de la vida en 12 libros entre los años 166 y 176 con el título de Meditaciones. Con un estilo sencillo y concentrado, expuso su pretensión de alcanzar la perfección moral a través de la acción, pues se sabía privilegiado por ser una figura ejemplar que muchos iban a tomar como modelo. Existen también otros autores relevantes como Sexto Empírico (fines s. II), de quien conservamos algunas obras filosóficas de corte escéptico: Esbozos pirrónicos, Contra los dogmáticos y Contra los matemáticos, mientras que hemos perdido sus Comentarios de medicina. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar a los

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filósofos que retomaron en esta época las ideas de la antigua Academia ateniense. Los neoplatónicos procedían en su mayoría de las clases pudientes hasta que el edicto de Justiniano cerró la escuela de Atenas, dirigida entonces por Damascio. Porfirio (232-304) escribió una Vida de su maestro Plotino (205-270) y recopiló en 150 tratados con forma de apuntes de clase su pensamiento según el cual el alma busca la perfección mediante el éxtasis. Creía que la belleza surgía de la presencia de Dios en la materia. Conservamos asimismo algunas otras de sus obras como una Vida de Pitágoras y Sobre el antro de las ninfas en la Odisea. Su discípulo Jámblico introdujo elementos orientales en su filosofía y escribió Sobre los misterios egipcios, además de algunas obras que se conservan en la Colección de doctrinas pitagóricas. El neoplatonismo influyó en la producción de autores como Proclo de Constantinopla (410-485), quien se dedicó, entre otras cosas, a la filosofía, la religión, la exégesis, la magia y la astronomía y fue criticado por Damascio. De él conservamos tanto escritos teológicos, Teología platónica y Elementos de teología, como Himnos de tradición pagana. Para él el alma era eterna y la vida, una expiación. En época imperial la epistolografía adquiere importancia como género literario a partir de Lesbonacte (s. II) a quien se atribuye la más antigua recopilación –hoy perdida– de epístolas amatorias seguidas de las de Alcifrón, Eliano y Filóstrato. En ellas vemos una conjunción de elementos de la Comedia Nueva y de la novela. Ya en el siglo IV debemos mencionar también las epístolas de Libanio y las del emperador Juliano. Con todo, la epístola tendrá su un gran desarrollo en el ámbito de la literatura cristiana.

4. Literatura judeo-helenística y cristiana El cristianismo nace en una región helenizada, Palestina, de modo que pese a que la lengua sagrada era el hebreo, muchos judíos escribían en griego por cuestiones prácticas. Por esta razón, si bien la lengua de la literatura cristiana primitiva es la coiné, de base ática, hallamos también frecuentes hebraísmos. Según la Carta de Filócrates a Aristeas (s. II a. C.), Ptolomeo II solicitó la ayuda de 72 sabios judíos para que tradujeran a la coiné helenística la Biblia. Pese a este documento, sabemos que la traducción de los Setenta, que toma de esta anécdota su nombre, es obra de diversas manos y épocas.

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De la restante literatura greco-judaica sólo conservamos la del polígrafo Filón de Alejandría (ca. 30 a. C.-40 d. C.), ya de época imperial, cuyo testimonio es muy valioso por haber sido coetáneo de Jesús, y la de Flavio Josefo, quien en su obra principal, Antigüedades judías, expone la historia del pueblo judío desde Moisés a Nerón (libros I-XI) para dedicarse luego a una historia universal (libros XI-XX). Escribió además sobre la guerra entre judíos y romanos entre los años 66-70 en Sobre la guerra judía, una Autobiografía donde justifica su actuación en el conflicto y una obra titulada Contra Apión. El Nuevo Testamento fue fijado en el s. II como un texto sagrado, pues estaba inspirado por el Espíritu Santo. Contenía los Evangelios (de Mateo, Marcos, Lucas y Juan), los Hechos de los Apóstoles (de Lucas), las Epístolas (en su mayoría de Pablo) y el Apocalipsis (de Juan). Los Evangelios o biografías de Jesús tienen claras conexiones con las biografías milagrosas helenísticas y, de ellos, el de Marcos parece haber sido el modelo de los demás. Los Hechos de los Apóstoles describen la propagación del cristianismo y las Epístolas son los documentos más antiguos, pues están escritas por los apóstoles para las comunidades tratando de resolver problemas que se planteaban en la convivencia. El Apocalipsis era ya un género tradicional en la literatura hebrea y contiene alegorías del fin del mundo. Con todo, hemos de tener en cuenta que ninguno de estos autores pretendía en principio hacer literatura, aunque en la medida en que la lengua es el conducto ineludible de la expresión, trataron de embellecerla con el fin de acercarla a sus lectores. Los escritos apócrifos (s. II-IV), de oscura procedencia, siguieron los modelos de los escritos canónicos y pretendían ser también fruto de la inspiración del Espíritu Santo. En principio tuvieron mucha aceptación e influyeron poderosamente en la simbología de las artes plásticas como, por ejemplo, en los nombres de los Reyes Magos. Guardan una cierta conexión con la novela en el gusto por la descripción de países exóticos o fantásticos milagros, aunque con pretensiones edificantes. Los padres apostólicos (s. II) fueron coetáneos de los apóstoles o vivieron inmediatamente después. Su obra aporta un testimonio valioso acerca de la organización de las primeras comunidades cristianas que trataban de defender los valores de la nueva religión. Además de la Didaché, catecismo de los Apóstoles con las verdades de la Iglesia, escribieron, sobre todo, epístolas. Entre ellos destacamos a Clemente Romano (obispo de Roma entre los años 92-101), de quien conservamos una Epístola a los corintios; a Ignacio (35-107), que nos ha dejado siete Epístolas, una a los romanos y seis a las iglesias orientales; a Policarpo (69-155), de quien sólo queda la Epístola a los filipenses; a Hermas (s. II), cuyo Pastor es un apocalipsis

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donde el ángel, bajo la apariencia de un pastor, anuncia las revelaciones, y a Papias (69-150), de quien conservamos unos veinte fragmentos de las Interpretaciones de los dichos del señor. Por último, hemos de mencionar, siquiera brevemente, a los apologistas del s. II que llevaron a cabo una apología del cristianismo desde el punto de vista de las filosofías helenísticas, demostrando, en cualquier caso, que el cristianismo era la mejor opción. De gran relevancia fueron el filósofo estoico y mártir Justino, con su Diálogo contra el judío Trifón, que aborda la problemática de las relaciones entre cristianos y hebreos; Taciano, de origen cínico e influido por el gnosticismo, que trató de demostrar la superioridad del cristianismo con su diatriba cínico-estoica Discurso a los griegos; Atenágoras con su Súplica por los cristianos dirigida al emperador Marco Aurelio el año 177 y Hermias con su burla Escarnio de los filósofos paganos (s. II-IV). Casi todos los escritos gnósticos se han perdido, probablemente porque se consideraron peligrosos hasta el punto de provocar una reacción de escritos antiheréticos. Los autores más destacados fueron Tito Flavio Clemente (150-216) con obras como Protréptico, Pedagogo o Stromatéis y Orígenes (185-264), autor prolífico a quien se atribuyen más de 6000 títulos. Conservamos de él una edición de la Sagrada Escritura llamada los Hexapla, Homilías –algunas improvisadas donde explica el texto bíblico palabra por palabra– y Sobre los principios, obra conocida por una traducción de Rufino, en la que expone los principios de la fe. De carácter polémico es su Contra Celso, refutación del Discurso verdadero de Celso. La primitiva poesía cristiana se vio en la tesitura de tener que innovar los modelos, dada la pérdida de la cantidad vocálica que afectaba considerablemente a la cadencia rítmica del verso. Lo poco que nos ha llegado se ha conservado gracias a papiros y no contiene esquemas métricos rígidos, pese a que hubo pequeños balbuceos en metro clásico no muy exitosos. El nuevo verso basado en el ritmo llegaría a su plenitud en época de Justiniano. La patrística griega comienza su pleno apogeo a partir del año 313 cuando el Edicto de Milán acabó con la clandestinidad del cristianismo y aún más cuando el emperador Teodosio a fines s. IV lo proclamó religión del Estado. Por ello encontramos una fructífera literatura de entre los años 325 y 451, sobre todo en Alejandría. En esta ciudad hallaremos autores como Eusebio de Cesarea y los llamados escritores de África como Atanasio, Sinesio y Cirilo de Alejandría. Tampoco podemos olvidar a Basilio el Grande (330-379), Gregorio de Nisa (335- 394), Gregorio

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Nacianceno (325-390) o a los escritores de Antioquía y Siria como Apolinar, Teodoro, Juan, Teodoreto y, finalmente, Pseudo Dionisio Areopagita.

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