36545020 Penalosa Juan Antonio Vida Pasion y Muerte Del Mexicano

September 29, 2017 | Author: Veronica Herrera | Category: Mexico, Godparent, Love, Aluminium, Poverty & Homelessness
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Vida, Pasión y Muerte del Mexicano Notas de Costumbrismo Joaquín Antonio Peñalosa

PROLOGO A LOS NIÑOS MEXICANOS QUE ESTÁN POR NACER QUERIDOS niños: Lo primero que deseo a ustedes que están por nacer, es que nazcan. Sucede que en el trayecto, a veces el tren de aterrizaje no funciona. Y entonces los viajeros simplemente no llegan. Les llegan. El destino, la suerte, el horóscopo, la estrella, el ya-me-tocaba, la fatalidad del grecolatino, los signos aztecas del Tonalámatl o, para decirlo en cristiano, la Divina Providencia, les ha deparado el privilegio de nacer en México y ser mexicanos, una de las pocas cosas serias que puede ser un hombre. En otros países ustedes hubieran podido ser más ricos que aquí, pongo por caso; pero jamás hubieran disfrutado de la región más transparente del aire, el colorido de nuestro folclor, las bellezas naturales, la gallardía de las charreadas, la picante sabrosura de los guisos, el respeto a las garantías individuales, el clima de libertad, el amor de la madre. Ah, las sorpresas que les esperan. .. Tengo que decirles que dentro de este territorio el hombre conjuga once verbos: nace, habita, se relaciona, estudia, trabaja, se divierte, hace política, se casa, va a misa el domingo, se enferma y se muere. Como ven, no son muchas cosas las que ustedes podrán hacer, aunque aquí se hacen de dos maneras diferentes. Ustedes pueden, por ejemplo, nacer en una clínica con todas las atenciones o sin ninguna atención en cualquier petate. Ustedes pueden vivir en casa propia o morirse de renteros en la ajena. Ustedes pueden graduarse de profesionales en cualquiera de las ochenta ramas que ofrecen las instituciones de estudios superiores, o quedarse como candidatos de la campaña de alfabetización, porque de otra manera se acabaría la campaña. Ustedes pueden llegar a capitanes de empresa, señores dones, o vender banderitas tricolores cada 16 de septiembre. Ustedes pueden divertirse en la alberca climatizada de su residencia o jugar fut en la tierra suelta de la barriada. Ustedes pueden verse ungidos diputados si saben alinearse, o serán ejemplares ciudadanos de cédula cuarta para toda la vida. Ustedes pueden casarse, o los casan, si el tiempo apremia. Ustedes, en fin, que es lo único donde no hay alternativa, se van a morir, aunque las alternativas del entierro, perpetuidad o fosa común, sea asunto de sus inconsolables deudos. Y deudas. Como ven, queridos niños, les ha tocado vivir en un país del que se puede decir todo, menos que sea monótono y aburrido. En otros países el misterio de un hombre consiste en saber cuántas horas de trabajo produce o cuántos kilos de carne consume. Aquí, el problema de ustedes consiste en saber si su "curriculum vitae", que empieza ahora, se acabará o lo acabarán. Sean ustedes bienvenidos. San Luis Potosí, 4 de octubre de 1973.

EL NACIMIENTO TODAVÍA no nace un mexicano, y ya empieza la discusión de los sexos. ¿Qué quieren, niño o niña? Es claro que el papá lo prefiere hombre. Sobre todo si es el primogénito y aun cuando fuera el undécimo. Con un hijo varón, el papá demuestra no sólo a familiares y amigos, sino también al pueblo en general, la superioridad del sexo masculino, lo muy hombre que es él y, si se quiere, lo muy macho, cuando pudo traer al mundo nada menos que a un hombre. Valentía, arrojo, dominio, fuerza, trabajo fecundo y creador. Con un hijo varón el papá asegura la continuidad del apellido, la procesión de la sangre, el orgullo de las dinastías, este humilde y sutil racismo paterno que lo inclina a preferir un niño, porque un júnior es un júnior. Con un hijo varón el papá se mira repetido como la voz y el eco; igual sexo, igual nombre, igual raza de bronce; su futuro ayudante en el trabajo, socio de su negocito, albacea universal de bienes y deudas, futurible sostén de la madre, celoso guardián de sus hermanas para cuando el tiempo encoja. La madre, resignada de siglos, por sí o por no prepara dos canastillas, la azul y la rosa, la del niño y la de la niña, que al fin y al cabo la que no use ahora se usará después, al siguiente parto, que habrá de venir seguramente con el tiempo y un ganchito. Otras mamas, mucho más funcionales, preparan solamente un ropón blanco que sirva para lo que venga, no por superficial acatamiento a la neutra moda del unisex, sino por honda aceptación a la voluntad divina. Lo que Dios manda, todo es bueno. Y Dios nunca se equivoca. Los hijos de este honrado matrimonio también toman partido a su manera. Opinan y deciden casi como personas mayores. Pues si los niños mexicanos de ayer no sabían cómo nacen sus hermanitos, los niños de hoy saben hasta cómo no nacen. Cosas que trae aparejadas el progreso. Durante los nueve meses de rigor, las señoras que están de encargo o en estado —aunque bien a bien no saben de qué estado se trata, y que no es otro que el estado de buenaesperanza como antaño se decía—, las señoras, digo, aprovechan estos nueve meses para platicar con cuanta mujer se topan, conocida o desconocida, da lo mismo, del trance y el apuro en que se encuentran. Reciben recomendaciones de las tías, consejos de las experimentadas, recetas y medicamentos a porrillo de cuanta vecina están rodeadas. Pero cargadas como andan de hijos y de drogas, a las pobres no les queda más remedio que seguir trabajando, tan voluminosas y delicadas como están, hasta media hora antes del suceso, en que arreglan su maleta y, encomendadas a Dios, se van al hospital a aliviarse. La única enfermedad en México de que infaliblemente se cura la mujer. Otras futuras madres, menos subdesarrolladas, no van a aliviarse a la clínica sin antes haber festejado en casa un "baby shower", que los periodistas de la página de sociales traducen por chubasco y que, a su vez, el diccionario de la lengua define como chaparrón o aguacero con mucho viento. Ello es que las amigas más íntimas se congregan a media tarde en casa de la inminente, nerviosa parturienta, mientras los niños andarán en el cine y el esposo en la chamba, que no le queda otra sino redoblar el paso, al menos que pertenezca al siempre concurrido sector de maridos desobligados. En tal caso andará celebrando, también él, con sus

amigos íntimos, otro chubasco más líquido y torrencial, cual debe ser: con mucho viento, en alguna cantina del centro de la ciudad que pueda llamarse, por ejemplo, "La vida en Rosa" o "La Silla Eléctrica"... Las amigas van llegando a casa con la impuntualidad de costumbre. Un besito en la mejilla. Aquí te traigo para el niño. La mamá acomoda en la mesita de centro de la sala la alegre lluvia de regalos, muy fresca y muy fina, una horrible sonaja, un chupón de plástico, unos cuentos de Walt Disney por si al niño le alcanzara la Campaña de Alfabetización, un osito de peluche con que se anticipa la madrina, unos zapatos tejidos por las milagrosas manos de la suegra, una medalla de San Gerardo, indecible protector de mujeres en trance, y algunas pantimedias por si resulta niña. Sería mejor, ¿no te parece? Los hombrecitos son muy trabajosos. Después de una inevitable discusión sobre los sexos y un tupido intercambio de remedios y tratamientos para ahora que salgas de la clínica con la ayuda de Dios, las amigas se echan su ronda de barajas, mientras la próxima señora madre reparte furiosamente pastitas y canapés. Están riquísimos. A ver si me das la receta. Siéntate, yo te ayudo. Debes cuidarte lo mejor que puedas. No vayas a romper el ayuno al cuarto para las doce. En eso llega el fotógrafo de la página de sociales. Todas las señoras enmudecen. Increíblemente. Como si la voz y el interminable parloteo les fuera a quedar grabado en la fotografía. Que tomen nota los maridos. Cuando no puedan callar a su mujer, basta y sobra con que le pongan enfrente una cámara fotográfica. Santo remedio. En tiempos de don Porfirio Díaz, tan afrancesados como fueron, surgió la historia de que los niños mexicanos venían de París, donde de seguro estarían las fábricas produciendo infantes en cantidades industriales a fin de surtir las excesivas demandas hasta por unos dos millones de niños al año. Lo que suponía para México un desfavorable estado en la balanza comercial, pues de aquí para allá no mandábamos ni un esmirriado escuincle de muestra. Si ayer se encargaban los niños a París, hoy dichosamente nacen en el Instituto Mexicano del Seguro Social. O deberían nacer; porque la mismísima Secretaría de Salubridad afirma que el setenta por ciento de los mexicanos, mucho más de un millón de niños al año, son extraídos a la luz por líricas comadronas de pueblo, vejezuelas ignorantes, rinconeras nada higiénicas que curan la cicatriz umbilical con tierrita del bracero, sin que esto obste para que las parturientas las prefieran a los médicos. Porque como ellas dicen con toda razón, ¿qué puede saber de esto un médico si él nunca ha parido? De tal manera el mexicano ha adquirido conciencia de nacer en México y no en París, que a fin de demostrar su mexicanidad por todos cuatro costados, canta una canción que dice así: Yo soy puro mexicano, nací bajo de un nopal, del nopal que está en el centro del escudo nacional. Como prueba de que el mexicano nace en México, ninguna más contundente que esta fe de nacimiento otorgada nada menos que por el escudo nacional, aunque el orgullo nacionalista resulte un poco incómodo desde que al pobre advenedizo lo espera un espinoso nopal por blanda cuna. Pero así se liquidan, con un verso, treinta años o más de intervención francesa.

Apenas el llanto del nuevo ser irrumpe en la región más transparente del aire, cuando madre, padre, hijos y demás familia, empiezan como a ahogarse por preguntar con qué sexo vino marcado al mundo el último de los mexicanos. A nadie interesa conocer si nació vivo o muerto, completo o mutilado, si llegó con salud o enfermedad, si el peso fue normal de acuerdo naturalmente con nuestra terca desnutrición; lo que preocupa averiguar es la condición orgánica, anatómica y fisiológica que distingue al macho de la hembra. Y cuando la partera se asoma a la puerta a dar el veredicto, salen de estampida los hermanos y demás parientes para anunciar la buena nueva a la rosa de los vientos. "Fue niña". Entonces la mamá guarda cuidadosamente la canastilla azul que espera utilizar a su debido tiempo, por ejemplo, dentro de unos diez meses; mientras el papá esconde los bienolientes puros con que pensaba obsequiar a sus amigos en caso de que la niña hubiera sido niño. Quien quita y para otra vez. A poco rato se inunda la habitación de visitantes que vienen a conocer a la criatura. Se sientan unos en la cama de la parturienta, se encaraman otros en el buró y en la mesa del desayuno, conforme los señores se relegan a las paredes echando broncas bocanadas de humo. Si el recién nacido tolera este primer encuentro con la contaminación ambiental, inmunizado quedará para siempre contra el esmog y demás poluciones atmosféricas, que de la contaminación cerebral no podrá librarse a menos que se resuelva a no comprar jamás una televisión, así lo tienten las ofertas de Sears, Woolworth y otros diablillos menores. Si la madre recibe canastillas de flores, ramos de claveles, composturas muy lindas de rosas y azucenas, señal es que se alivió en distinguida clínica; pero si no recibe ni un humilde manojo de florecillas del campo, quiere decir que se alivió en democrático hospital. Dime qué flores recibes y te diré quién eres. Los expertos afirman que el setenta por ciento de los niños mexicanos nacen desnutridos; y ojalá sólo nacieran, porque es el caso que nacen, viven, se reproducen y mueren en igual desnutrición. Aunque bien vistas las cosas, no han de nacer tan raquíticos los crios cuando soportan las furiosas embestidas de la afectuosa curiosidad. Con el ansia de conocer al recién llegado, a cada rato lo despiertan del bendito sueño para saber de qué color tiene los ojos, lo descobijan hasta desnudarlo para palparle pies y manos con riesgo de pulmonía doble, o lo enrollan en cuanta cobija encuentran hasta temperaturas de baño ruso, y ahí va como en juego de pelota, pasando de mano en mano, resistiendo abrazos, apretones, besos más o menos antihigiénicos. Digan ustedes si a esto se puede llamar desnutrición o estoica raza de Cuauhtémoc. Mucho más asépticos que nosotros, los norteamericanos no toleran visitas al recién nacido ni a la bien parida, conforme sólo a los abuelos dan la noticia del nacimiento. Apenas nace un mexicano empieza la identificación. ¿A quién se parece? Igual de feo que su padre, sentencia la extrema izquierda. Es la misma cara de su madre, suspira la derecha conservadora. Yo creo que tiene de los dos, tercian los centristas contemporizadores que nunca faltan, aspirantes a políticos que suelen encender dos velas, una al PRI y otra también al PRI por si alguna se apagara. En realidad, el niño no se parece a ninguno. Cualquier semejanza que se entabla con la abuela, el tío o la madrina afortunadamente nada tiene que ver con la realidad. Bastante tiene con lo suyo la criatura para que todavía le encimen fealdades ajenas.

Apenas hoy se oyen al borde de las cunas las canciones de arrullo, las coplas de nana, los romancillos, mentiras y cuentos de nunca acabar, esa trémula y pura cristalería con que las madres de ayer dormían a los niños al ritmo de la música y al balanceo de los brazos: Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan piden pan y no les dan. Duérmete, niño, duérmete sólito, que cuando despiertes te daré atolito. Tu tata y tu nana se fueron a León, a ver el convite del viejo pelón. Arriba del cielo está un agujero por donde se asoma narices de cuero. Este niño lindo que nació de día, quiere que lo lleven a comer sandía. Caballo de pita, caballo de lana, vamos a la guerra del cojo Santana. Y hágase paca y hágase palla, que mi caballito lo atrepellará. Tan automatizadas como se han vuelto las mamis modernas, acuestan al niño a como caiga, le encienden el radio a todo volumen y se van a platicar las muy cansadas con la señora de enfrente. Ahorita vengo. Voy con la del ocho. Las canciones de cuna, como las golondrinas de Bécquer, "ésas, no volverán". Este es el juzgado segundo del ramo civil. Archiveros metálicos. Un escritorio de burocrático color gris. Una silla giratoria vacía. El jefe avisó que llegaría hasta la una, porque tiene audiencia. Una mesa gris con la máquina de escribir. En la pared, la fotografía del señor presidente cruzado con la banda tricolor. Sobre el escritorio, una edición de la ley de impuestos donde ya vienen las penúltimas reformas; las noticias

deportivas éstas sí al día con los resultados del fut y los apéndices de los toros, y algún refresco de cola a medio beber. Un viejecito empolvado que debe ser conserje, cuidandero, meritorio, recadero o todo a la vez, me invita automáticamente. Siéntese, ahorita viene la señorita secretaria. Nomás fue al baño. A los tres cuartos de hora entra la señorita secretaria con cara de semana inglesa, un sandwich de queso amarillo en la derecha y un refresco en la izquierda. Se sienta. Abre el gran libro de la vida. No sé por qué me acuerdo de la biblia y del Valle de Josafat. Comienza el interrogatorio. —¿Usted es el padre de la criatura? Claro que uno lo es. Y no lo niega. Para eso es uno hombre. —¿Cuál es el nombre de su hijo? —Guadalupe López Pérez. La señorita secretaria teclea en la máquina. Una firma, un sello según estilo y ya está. Ya está un nuevo ciudadano de México. A sus órdenes. Con todos los deberes y derechos que le otorga la Constitución. Cédula cuarta. Cuotas sindicales. Registro Nacional de Electores. Cuota del Seguro Social. Uno por ciento para la educación superior. Impuestos de pavimento y drenaje. Cinco por ciento para el INFONAVIT. Tarjeta de identificación. Seis retratos de frente tamaño credencial. Tenía razón mi madre cuando rezaba la Salve, "gimiendo y llorando en este valle de lágrimas". Por largos años los calendarios que entonces incluían el santoral y aun desplegaban en un mismo día toda una lujosa parada de bienaventurados, monopolizaron el derecho de conferir nombre a cuanto mexicano se le ocurría nacer. Ninguno tan celebrado como el Almanaque del Más Antiguo Galván, verdadera enciclopedia de asuntos caseros, libro de cabecera de los hogares mexicanos. Tuvo un altar en la conciencia de muchos. No eran los padres, sino el cielo mismo el que proveía a los niños de su nombre de pila. Después cerramos el santoral para no volverlo a abrir. Y el nombre de los recién nacidos ya no se buscó en almanaques, martirologios, ni en el Año Cristiano, sino que brotó de la selvática, barroca imaginación de los progenitores quienes, como Don Quijote para su caballo, buscan un nombre "alto, sonoro y significativo" que dé prestigio a sus retoños, singularidad y prestancia, lo que se dice personalidad. Así surgen nombres de niñas que parecen como de perritas de casa rica o etiquetas de farmacia, como esas Volgas, Dunstas, Violas, Renas, Marbas y otras cursilerías extranjerizas. Por algo Eugenio D'Ors decía que lo cursi es la elegancia fallida. No faltan papás que ponen piedras en el futuro camino de sus herederos desde que los bautizan con dispendiosa retahíla de tres cuatro advocaciones que a la postre estorbarán al hijo y a medio mundo; o les endilgan sonoras etiquetas hurtadas a la historia y la mitología, como Cleopatra, Quetzalcóatl, Hércules Arquímedes o Nerón, seguro manantial de burlas que padecerán sus retoños per infinita sécula. O el caso singular y mexicanísimo de tantos barbados varones que ostentan nombres femeninos de Refugio, Rosario, Luz, Merced, Guadalupe o Socorro. No discutimos el fervor mariano de las devotas familias, sino los tropiezos a la hora de identificar los sexos. Vaya usted a saber si Socorro es él o ella, o si Rosario es masculino, femenino o neutro. Si de diminutivos e hipocorísticos se trata, ay, los mexicanos que estudian con fiebre el inglés según creen hablar el español desde chiquitos, han dado en la flor de suprimir las

desinencias castellanas que la gramática registra para formar diminutivos en "ito, ico, illo y uelo", conforme utilizan la única desinencia inglesa, que es una pobre, solitaria y griega; digamos mejor, y gringa. Así padecemos en abundancia de barata y abonos fáciles, esa exótica fauna gramatical de las Lety, Susy, Sony, Mary, Rosy, Any, Bety, Lucy, Paty, Billy, Tony y el inefable Johny. De veras que se hace agua la boca. Sin embargo, la tradición del pueblo mantiene frescos los nombres antañones de Juan, José, María y el mexicanísimo de Guadalupe. Tenemos un Juan en cada puerta y una María en cada esquina, sobre todo en el primer cuadro de las grandes ciudades donde ellas se sientan a vender sus nopalitos. De los apellidos del mexicano sólo habrá que decir que siempre ostenta dos. La razón es muy sencilla, porque nació de padre y madre. Los norteamericanos y los ciudadanos de muchos países únicamente usan un apellido, el del padre. Allá ellos. Porque el mexicano tiene madre. Y por lo mismo ha de llevar también el apellido materno. Maternalista desde la raíz del alma, hasta la rosa y la espina de los labios, el mexicano necesita para demostrarse a sí mismo su identidad y para exhibirla a los demás, necesita apoyarse en su madre como la yedra en el roble, el nido en el alero, o la espuma en la cresta de la ola. El primer mestizo nació de un padre ausente y una madre soltera. Después de más de cuatro siglos, la historia sigue siendo casi igual. La ausencia física y espiritual del padre, a quien el hijo respeta, teme o quizás odia; y la indeclinable presencia de una madre cuya imagen el hijo sublima y magnifica. Por eso los mexicanos son López Pérez, Hernández García, González Gutiérrez, Garza Cantú; que si los padres no andan avenidos en la realidad de las cosas, los hijos se contentan con unirlos en la idealidad de la firma. Los únicos mexicanos que no usan dos apellidos, sino que se dejan el materno en el tintero, son escritores, poetas, pintores, artistas. Diego Rivera, Agustín Yáñez, Pedro Infante, Carlos Fuentes, Amado Nervo, Juan Rulfo, Octavio Paz, Rosario Castellanos, José Luis Cuevas. La última ola del gremio ha optado por desmontarse ambos apellidos para ostentar el puro nombre mondo y lirondo, cual los viejos reyes y emperatrices que sólo fueron Carlos, Luis, Isabel, Eugenia, editados ahora en acelerada versión de José Agustín, Manoella, José José, Víctor, Roberta. No puede darse por consumado el nacimiento de un mexicano mientras no llevan a bautizarlo, cristianarlo como dicen en la barriada, cortarle la cola al niño, quitarle lo meco y lo judío o como pulidamente escriben los chicos de la prensa, derramarle las aguas del Jordán. Para lo cual los felices padres comienzan escogiendo padrinos de lujo. Lo de menos es que sean cristianos viejos o esposos intachables que sepan llevar al niño por sendas de virtud, puesto que "a falta de padres, padrinos", si en cambio éstos tienen un negocito donde el día de mañana el ahijado pueda colocarse, y mucho mejor si son influyentes y políticos, que entonces todo está asegurado. Mientras el señor cura masculla las oraciones con velocidad de experto en la materia, derrama el agua con una conchita de plata y unge con santo crisma la cabeza del infante ahí donde pudiera alguno romperle la crisma, los fotógrafos se dan gusto imprimiendo placas del acto litúrgico, en tanto que el señor papá y el señor padrino siguen la ceremonia con los ojos piadosamente bajos, puestos en el suelo, no vaya a ser que el padrecito los ponga a rezar el credo, que cual buenos católicos ignoran.

Un venerable obispo de Michoacán, de cuyo nombre no puedo acordarme, envió una carta pastoral a sus diocesanos para prohibir que nadie diera ni pidiera bolo. Pero quién les quita a los niños lo bailado, y qué padrino que sepa respetarse ignora que su primera obligación consiste en aventar a la juria un generoso puñado de moneditas, a riesgo de que la chiquillería lo acuse de tacaño o el ahijado resulte cursiento, como atestigua el experimentado olfato del pueblo. Ahí va ya el último de los mexicanos al aire libre y soberano de la patria, luciendo el registro civil del nacimiento y la fe de bautismo, como para comenzar la rica colección burocrática de documentos con que lo espera su futuro. ¿Qué será de este nuevo compatriota? ¿A qué rama quedará colgada la débil flor? ¿Será mexicano de primera división, de segunda, de tercera, o se verá descalificado mucho antes de comenzar el torneo? Pero como decía allá por 1790 doña María Antonia Pintado, ilustre dama de Compostela en Nayarit: Aunque todos somos del mismo barro, no es lo mismo bacín que jarro.

LA CASA APENAS la comitiva sale de la iglesia con la preciosa carga del recién nacido, satisfechos todos de haber cumplido con el rito, se estrenan títulos y parentescos que llenan la boca como de yerbabuena, agua florida o pastillas de olor... —¿Dónde anda mi compadre? El compadre fue a conseguir un taxi, o a esperar un milagro. Nunca hay taxis. En ninguna esquina. A ninguna hora. Y aunque de la iglesia a la casa apenas son cinco cuadras, la comitiva no debe irse a pie. No faltaba más. En ello va empeñada la cortesía, la finura del mexicano, el compadrazgo mismo. Es preciso que el padrino se acomida luego y comience a corresponder cuanto antes a sus compadres la honra que le hicieron al elegirlo para padrino de su hijo. Nobleza obliga. Ya en el taxi, se amontonan dificultosamente muchos kilos de carne magullada. Después de los treinta, el mexicano propende inevitablemente a la obesidad. Por tres razones: Por el culto de latría que rinde a grasas, mantecas y fritangas; por la deficiencia nutritiva y mala alimentación con que viene engañando el hambre desde hace seis o siete siglos, pues a juicio de expertos en ciencias de la salud, la desnutrición desemboca en hinchazón, según la falta de vitaminas y proteínas produce espantables tejidos adiposos y otros excesos superlativos, y, en fin, porque el mexicano no está dispuesto a luchar a cuerpo limpio contra la obesidad y si alguna vez se decide por seguir algún tratamiento que pudiera dejarlo altivo y lineal cual silueta de antena, lo abandona a las primeras de cambio. ¡ Cualquier día va a renunciar a sus huevos rancheros, carnitas en chile verde y tacos de maciza, por dietas blandas, vegetarianismos insípidos, gimnasias reductivas, pildoras para cerrar el apetito, caminatas contra reloj, ejercicios de abdomen y otros ayunos y abstinencias así de penitenciales! El Instituto Nacional de Nutrición, con datos de este mismo año (1973), asegura que el 26 por ciento de los habitantes de las ciudades de la república padece obesidad. Es decir, que por tres flacos existe un gordo. Pero para finales de siglo, y compruébelo quien viva, se avisora un empate fraterno. Habrá un gordo por un flaco, o viceversa. —¿Adónde vamos?, pregunta el chofer del taxi a sus pasajeros que con el zangoloteo de los baches han logrado el acomodo de las carnes. Con razón en Durango dicen que van a ampliar las calles para que quepan los baches. ¿Adónde irá a vivir por largos años, tal vez hasta la muerte, este mexicanito recién nacido, recién registrado, recién bautizado, dormido como va el inocente en el regazo tibio y ancho de su madrina? El carro se detiene. Entonces se entabla un forcejeo entre los compadres. A ver quién paga la corrida. Con furores de lucha campal se abalanzan contra el indefenso chofer tratando de ganar al primer round, mientras las señoras presencian el altercado no sin un dejo de envidia. Así quisieran ver a sus maridos dándoles el diario con parecido entusiasmo. Pero, ay, desde que recibieron con amor las arras el día del matrimonio, las pobres se viven forcejeando cada quincena para extraer a cuentagotas el gasto de la casa y, ya de perdidas, la leche del niño. —Pase, compadre, esta es su pobre casa. El mexicano se pasa la vida ofreciendo su casa a cuanto desconocido le presentan a media calle, se apresura a darle de viva voz la dirección con todos sus pelos y señales, o

manda imprimir un rimero de tarjetitas que va obsequiando a lo largó del día a cuanta gente encuentra. Con todo lo cual, cualquier mexicano se convierte rápidamente en coleccionista. No hay día de Dios en que uno deje de recibir de dos a tres tarjetas. Claro está que las únicas que conserva son las que traen impreso el escudo nacional. Con políticos topamos, Sancho. Y algún día puede ofrecerse. Cuando el mexicano alude a su casa siempre la designa como su pobre casa, así sea soberana residencia. Este rebajamiento verbal, distorsión de realidades, empequeñecimiento de las cosas, obedece a sutiles mecanismos de espiritual delicadeza, humilde suavidad de ánimo, culto ancestral que el mexicano rinde a la finura. De ahí proviene tanto la disminución de valores con que trata a todo cuanto le pertenece, como el chorro abundoso de diminutivos con que salpica las conversaciones. Tendencia connatural a hacer pequeño lo grande, y más cuando todo esto es pertenencia suya. "Tengo una casita en las Lomas de Chapultepec y otra casita en Las Brisas de Acapulco". Pues pobrecito. El "primero sueño" del mexicano, que diría Sor Juana Inés, es el pertinaz anhelo de llegar a ser dueño de una casa. Su vida se divide en dos, antes y después de tener casa. Y una vez que la tiene, guarda las escrituras mejor que su alma. Muchos son los que mueren como renteros a perpetuidad, pagando por tres veces la casa que jamás fue suya, esperando en vano que le taparan las goteras y le soldaran el bóiler; otros se la pasan de arrimados, sufriendo desaires, pero ahorrándose rentas. Y aun de entre aquellos privilegiados que lograron convertirse en propietarios, los censos afirman que existe en el país la bonita cifra de doce millones de mexicanos cuya casa no es más que un tugurio, una choza de palma, una barraca de cartón, una cueva de zoológico; sin contar otros dieciocho millones que viven en casas de una sola pieza con mayor promiscuidad que las medicinas en la botica. Con razón una poetisa mexicana, Pita Amor, escribió un libro de versos con el nombre radical de "Yo soy mi casa". Igual que los caracoles, muchos mexicanos ruedan por el mundo no llevando consigo sino a su propia persona, pues no tienen ni un petate en que caerse muertos. Las casas que habitamos de niños eran espaciosas, abiertas, soleadas. Los cuartos grandes, trapeados de rodillas a la hora del alba. Los altos techos de vigas crujían a media noche, tal vez acordándose con un suspiro de cuando tuvieron flores. Los muros de adobe no dejaban pasar ni el frío ni el calor. Entrando, a la derecha, estaba la sala con el confidente y las sillas de bejuco, la rinconera con una linda Purísima de vestir encerrada en su capelo, las lunas de marco de oro, el óvalo del abuelo de espumosa barba. Al frente el comedor, con aparadores y alacenas luciendo la vajilla de dorados filos, los pozuelos de porcelana china, el frutero de cristal, las vinagreras bienolientes. Las recámaras en procesión, una tras otra, comunicadas entre sí por puertas interiores, todas con vista al patio. En el patio cuadrado, las macetas de helechos, las hortensias, el plato y taza, el huele de noche, la siempreviva, la ruda, la mejorana, los tulipanes rodándose como una cascada de cálices amarillos, y los canarios "con el buche teñido con un verde inicia! de lechuga". Es de ver la amplitud de los patios empedrados, el brocal con arcadas de ladrillos,

los arriates adosados a los muros, altos muros patinados y sin brillos, y la parra que se afianza entre sus grietas y macetas, y macetas, y macetas... (Francisco González León). Atrás, el segundo patio con bodegas penumbrosas, casi siempre cerradas y, más allá, el tercer patio, todavía un tercer patio, remoto, empedrado con piedra bola; y al fondo, trasponiendo una puertecilla con aldaba, el corral, las palomas torcazas, las habaneras, las gallinas mestizas que ponían huevos de gallo y no de granja, el perro lanudo de orejas estereofónicas que entendía por ingeniosos nombres, en español desde luego: El Pinto, el Oso, el Piscuintillo, el Capulín, el Sufrelhambre. Pase, pase, no le hace nada el perro. Pero el que tiene que certificarlo no es el dueño, sino el perro. La casa era un universo, por el despilfarro de piezas, patios y corredores; por la holgura donde todo cabía en adecuado sitio: personas, animales, vegetales y cosas; por la multiplicidad de funciones, un poco hospedería, taller, almacén, arca de Noé, invernadero y, lo que quizá más se añore, la casa tenía un rincón para la intimidad, un rincón donde uno podía perderse sin que lo hallaran. Y el "placer de no saber la hora que es". Luego llegó de pronto, sin decir ahí va el golpe, el cemento armado, el imperio del yeso y del tabique, los elementos prefabricados, los camiones materialistas, los industriales de la construcción, la furia de los fraccionamientos, las revistas norteamericanas de arquitectura y otra docena de plagas que de la noche a la mañana cambiaron de raíz el hábitat del mexicano. En una pieza de antes, hoy acomodan toda una casita de interés social; y lo que fue un solo piso, dio para tres o cuatro. Aparecieron las colonias de pacotilla, los techos al alcance de la mano, las recámaras de Blanca Nieves y los Siete Enanos, casitas en serie repitiendo planos y distribución hasta la monotonía, pero eso sí, muy pintadas de colorines; los departamentos de poco espacio y mucha renta, los condominios de lujosa nombradía y proletaria incomodidad, donde los bostezos de la alcoba llegan con alta fidelidad a la calle y el olor de la cocina entra de rápido aperitivo a la estancia. La comitiva que salió de la iglesia con la preciosa carga del recién bautizado se detiene a la puerta de la casa. ¿Por qué nadie quiere entrar? —Pase usted. —Usted primero. —No faltaba más. —Le ruego que pase. —Sírvase usted pasar. A cada puerta con que se topa en la vida, el mexicano repasa el manual de urbanidad y buenas maneras. Luego que concluye el rito de la cortesía, el niño entra por fin, toma posesión de su casa. Ésta calle, este número serán su rincón en el mundo. Lo identificarán como pobre o como rico. Lo marcarán con un sello en el alma. Desde ahora por siempre. Entrando a mano derecha está el contador de luz y un cuadrito desconchado con esta leyenda: Dios bendiga este hogar. O con esta otra piadosa fórmula: Aquí somos católicos, no queremos propaganda protestante.

La sala está cerrada. Los mexicanos siempre tienen cerrada la sala. El colegio de arquitectos debería tratar en asamblea la posibilidad de suprimir la sala de las casas. Inútil museo, arca de la alianza, sancta sanctorum intocable, al que no tienen acceso los hijos, los niños por niños y los jóvenes por jóvenes. Se acuestan en el sofá, rompen las flores de plástico, manchan las alfombras, destructores de oficio, edición corregida y aumentada del mismísimo Atila, con vocación de aplanadora y de buldozer. Pero ni siquiera a los familiares y amigos de confianza se les da el pase a la sala. "Vénganse mejor al comedor. ¿Por qué no nos sentamos en el patio? La cocina es muy calientita". Cualquier artimaña es buena para que nadie entre a la sala. Cuidado. Se prohíbe tocar. La pared central ostenta el retrato de bodas. Los pocos elegidos que tienen el privilegio de admirarlo de cerca, suelen emitir el mismo elogio: "Estaban ustedes muy jóvenes". ¿Cómo estarán ahora? El orgullo de la sala, de toda la casa, del apellido mismo de los dueños, es la consola. La consola es muy lucidora, viste a cualquiera. Un radio y un tocadiscos metidos en un mueble de relumbroso triplay cuya marca es lo de menos, con tal que esté muy grande. Llena la sala y el corazón de dicha. Fíjate que ya compramos una consola. Es claro que en abonos. El mexicano está metafísicamente imposibilitado de comprar al chas chas. Arriba de la consola hay muñequitos despostillados de caolín y un cenicero de barro de Tlaquepaque. La consola siempre está cerrada. No es para usarse. Basta y sobra con verla, acariciarla con las pupilas, sacudirla con una franela muy suavecita, tenerla ahí presidiendo la vida del hogar, mudo testigo de esperanzas y sinsabores. "Con qué sacrificios la compró mi viejo". Cerca está la chimenea. Una chimenea postiza, simulada, de puro adorno, aunque suele ser feísima. Porque fuera de algunas ciudades norteñas, la nieve no la conocemos más que en postre de helado y sabor de vainilla. Al abrir la recámara, la puerta golpea en seguida con la cama matrimonial que parece desbordar la pieza. Una colcha amarilla, dos cojines con palomas bordadas a mano. Ay, los cojines que nos regalaron el día de la boda. ¿ Te acuerdas, Juan? Hay ropa tirada en el suelo, cajones abiertos, el talco espolvoreado en el tocador. Con estos niños es por demás. El buró hace oficios de botiquín femenino y librero masculino. Ahí la señora guarda sus remedios y el señor sus revistas para cuando se le va el sueño; porque libros, lo que se dice libros, no hay uno por ahí. Arriba del tálamo está el altar mayor de la familia. Un Sagrado Corazón de yeso. Una Virgen de Guadalupe que se ilumina de noche con tres foquitos, uno verde, otro blanco y el otro colorado. Un cromo de la milagrosa Virgen de San Juan. En una repisa con veladoras, San Martín de Porres con la escoba rota y el ratonzuelo dcscarapelado. Un Crucifijo de fierro que "es recuerdo de la caja en que enterramos a mi tía". Y entre santo y santo, los almanaques que nos dieron en el super, con paisajes de los volcanes y anuncios de tequila. "Este año no nos dieron almanaque en la carnicería". La mesa del comedor es de formica protegida con un hule para que no se manche, en torno de la cual se acomodan seis sillas acojinadas en plástico azul. El trinchador está siempre con llave. Cuanto el mexicano adquiere, en seguida lo encierra. Lleva la propiedad privada en la sangre. Las llaves son su símbolo.

La señora compra un mantel y lo guarda. Compra un juego de cubiertos y no lo usa. Compra una batería de aluminio y le mete llave. El ahorro y el cuidado de las cosas le nacen de la sustancia del alma. Por eso la familia come en platos descontinuados, bebe en vasos de diversos tamaños o toma su cafecito en tazas variopintas. La vajilla de bodas cumple funciones más altas que el uso rutinario. Es adorno, orgullo, recuerdo, futura herencia. Arribita del trinchador se mira el cuadro de la Ultima Cena, estandarizado en marco café y figuras blancas de pasta. Nadie se persigna ni reza ante la imagen. La Ultima Cena está en fila con los demás objetos decorativos del comedor: Una peribana de Pátzcuaro, servilletas deshiladas, dos perritos de caolín y unas empolvadas figuritas de azúcar, recuerdo del pastel de la Primera Comunión del niño. Siguiendo por el estrecho pasillo que la gente grande cruza caminando de lado, se llega a un jolecito de miniatura donde está la televisión. Ahí acude la señora a tejer de gancho y hacer flores de migajón; ahí lava y plancha, ahí recibe a las vecinas; ahí los niños estudian la lección y hacen la tarea; ahí el marido cuando llega de la fábrica, se sienta a descansar el pobre, en camiseta y calcetines; ahí frente a la pantalla luminosa que trabaja horas corridas, la familia mexicana aprende lo que sabe, piensa lo que piensa y escucha lo que después dirá. Vea usted para arriba. No hay azotea sin antena de televisión. El excusado de ayer, con tan exacto nombre de privacía, hoy funciona bajo la razón social de baño o, abreviado con siglas, doble u ce. Apenas cabe quien ingresa con premura. Entrando está el lavabo con dos llaves. La llave del agua caliente es de simple ornato, pues cómo va a haber agua caliente si apenas sale la fría. Pegada al lavado está la taza, y pegada a la taza, la regadera. Todo en estrecha secuencia. La regadera suele descansar entre semana. Su día de trabajo es el sábado. En el ahora llamado patio de servicio, los tendederos exhiben gráficamente la explosión demográfica conforme no mira uno sino ropa de niño flotando al aire en surtido rico de pañales y mantillas, dudosamente emblanquecidos por la competencia de los detergentes. Hay casas que no se llaman casas, sino residencias; habitadas por clases que ya no son clases proletarias ni medias, sino puro yet-set; construidas con piezas que ya no son simples piezas, sino suits, alcobas con closet de pared a pared, estancia familiar, desayunador, alfombrados y encortinados, cuarto de lavado y plancha, hall de televisión, cocina con muebles integrales, asador, aire acondicionado, estudio caush, plafones y terrazas, cochera cubierta, jardines con plantas de sombra, perro gran danés, cantina, control de natalidad. ¿Cómo la ve por ahí? ¿No se le hace como que ya cambia la imagen de México evolucionando hacia nuevas fronteras de progreso? Colonizado, sin embargo, por el anglicismo mental y verbal, el mexicano designa las diversas partes de su casa como si estuviera viviendo al otro lado del Río. Anteriormente decía uno zaguán y entraba la sombra, la frescura. Olía a geranios; hoy decimos hall. Decíamos alacenas, mundos, baúles, ropero de lunas, y se expandía un perfume a membrillo y a madera de cedro; hoy decimos closets. Decíamos calentador, y crepitaban los leños y las burbujas de agua; hoy decimos bóiler. Decíamos cochera y surgía "el ruido con que rueda la ronca tempestad"; hoy decimos garach. Decíamos excusado, común, retrete, palabras de claras prosapias cervantinas; hoy decimos guater, que ni Shakespeare pudo digerirlo. Decíamos candil, y un chorro de luz nos bañaba de ráfagas. Hoy decimos, guataje y eslim lain.

Por el amor que el dueño tiene hacia su casa propia y por el amor que otros tienen hacia la ajena, el mexicano, hombre prevenido que vale por dos, cumple cada noche antes de entregarse al sueño, el minucioso ritual de asegurar su casa. Así lo veréis desplegando un amplio, ingenioso repertorio de seguridades, desde la tranca elemental y la simple cadena hasta las chapas dobles y los candados poderosos, sin que falte un despliegue de fortificación en los vidrios de botella al filo de las bardas y una pistola descomunal debajo de la almohada. Arriba en el cielo, Diosito santo cuida de sus hijos. Y afuera de la casa, la policía siempre vigila.

LA ESCUELA JOSÉ Guadalupe va a cumplir siete años. Nada especial en su pequeña vida sino ir creciendo a jalones de viruela, tosferina, sarampión, el día que lo llevó su mamá a vacunarlo contra la polio al Centro de Salud, los descalcificados dientes de leche se fueron desgranando como las mazorcas. Si hubiera sido niño rico, los habría sembrado en el jardín junto a la magnolia y entonces hubiera llegado de noche el ratón a dejarle en cambio cincuenta pesos. —Ya está bueno que lo eches a la escuela. Ya tiene siete años. El papá no contestó nada, se levantó de la cama donde se desaburría leyendo el periódico y se salió a la calle. Así lo hace siempre que su mujer le trata un asunto serio. Luego arranca a la calle y regresa hasta la madrugada. Si José Guadalupe hubiera nacido en otra casa, en otra calle, en otra zona de la ciudad, hubiera oído otro lenguaje. Por ejemplo: —Vamos a poner al niño en el colegio. Los pobres echan y los ricos ponen. Unos van a la escuela porque es gratuita, otros van al colegio porque pueden pagar. Desde la más tierna infancia, cada oveja con su pareja. Si el edificio tiene los vidrios rotos, los bebederos sin agua y la pintura en decadencia, jure usted que es una escuela. Si hay portero electrónico, detalles en caoba y aluminio, entonces es un colegio; aunque los hay que no se satisfacen con nombre de por sí tan elitista, sino que se adornan con el de instituto, y cualquiera querría enseguida ponerlo en fila con institutos de altos estudios, como el de París, sin saber que se trata de un plantel de primeras letras, pero con segundas intenciones. —¿En qué colegio está tu hija Anabel? Qué bochorno social sufrió la elegante dama interpelada frente a la flor y nata de sus amigas. —Fíjate que la tengo en la escuela Josefa Ortiz de Domínguez. Algunas cejas se arquearon alarmadísimas; a las demás cejas no les fue posible por la depilación. —¿Cómo, tu hija en una escuela? La división del trabajo es una gloriosa realidad en los matrimonios mexicanos. Los maridos en asuntos de calle. Las mujeres en labores del hogar. Cada cual sus límites, su pequeño imperio absoluto, su tajada de trabajo. Ellos ignoran lo que hacen sus mujeres en la casa, aunque ellas se imaginan todo lo que sus maridos hacen en la calle. La crianza y educación de los hijos, por acuerdo tácito de ambas partes, es gobierno específico de la señora. A ver cómo se las arregla. El bastante hace con ganar el dinero, recibirlo en sus manos callosas y pasarlo, lo más mermado posible, a las cosmetizadas, insaciables manos de su mujer. Por eso la mamá de José Guadalupe se apostó desde las cinco de la mañana a la puerta de la escuela para matricularlo. Cuando llegó, todavía quebrando albores, ya había una cola larga de puras mujeres. No había un hombre ni para remedio. "Animas santas que alcancemos lugar." "Primeramente Dios." "Yo estoy aquí desde las tres." "Usted de qué se apura, trae recomendación escrita, pero uno que no tiene influencias." Había mujeres sentadas en la banqueta con resignación de escultura totonaca, envueltas otras en

colchonetas de borra para resistir el sereno, y un lloradera de chiquillos que partía el alma. De pronto la noticia electrizó de alegría la conformista modorra del montón de mujeres. Ya llegó la señorita directora. ¿Cuál es? Esa gordita de vestido verde. Cuando logró abrirse paso entre el tumulto, despedía suaves fragancias de lápiz recién tajado. La fila comenzó a avanzar poco a poco. —¿Este es el niño que viene a matricular? —Sí, señorita. —A ver su registro civil de nacimiento. El Santo Job fuera aprendiz de paciencia ante la que arrostró la señorita directora en aquella jornada heroica. La mitad de los niños no estaban registrados. Y de los registrados, válgame Dios, que sólo siendo experto en heráldicas y genealogías hubiera podido desenmarañarse el retorcido bosque de lianas. Era tanta la confusión de nombres y apellidos, tanto el caos, que unos niños aparecían como si no tuvieran padre y otros como si tuvieran dos. —Es que el papá de mi niño no quiso reconocerlo y entonces yo le puse el apellido de su padrino. —A mí, cuando se fue con la otra, no me quiso dar los papeles de la criatura y la mera verdad no sé con qué apelativo haya quedado. Había hermanos con apellido distinto y medios hermanos con apellido igual. Las madres solteras contaban historias tristes a la señorita directora como extraídas de la telenovela de las cinco de la tarde; las tragedias griegas se quedaban así de chiquitas ante las tragedias mexicanas. Aquello más que matrícula escolar parecía consultorio sentimental. Los niños iban quedando inscritos en la escuela no con teclas de máquina, sino con lágrimas de sangre. Las mamas acuden en procesión a la escuela a matricular a los hijos, después ya no regresan. Algunas por excepción se paran durante el año para informarse si el niño asiste o se hace la pinta, y a ver cómo lo ve de aplicado la señorita directora. Pero un papá, lo que se dice uno, jamás pone el pie en la escuela. Se limita a preguntar a su vieja, cada 30 de junio al término del ciclo escolar, si el muchacho quedó aprobado o reprobado. Respetuosos que son de la división del trabajo. José Guadalupe llegó puntualísimo el primer día de clase, los negros ojos llenos de sorpresa, cargando un velicito de lámina con los útiles escolares, dos cuadernos, un lápiz, una torta de aguacate que le hizo su mamá por si le da hambre al mediodía, y una resortera de añadidura. Cuando ya casi salía rumbo a la escuela, su padre lo detuvo jalándolo de la camisa para aconsejarlo. Usted no se deje de nadie. Para eso es hombre. Si le quieren pegar, defiéndase. Y si lo molestan, lo mismo. Muy pronto supo José Guadalupe lo que era la dirección de la escuela. No sólo ese cuarto solemne donde está la enseña patria, el retrato de don Benito Juárez y los muebles más lucidores del plantel, sino también el temible lugar de las sentencias, Valle de Josafat en miniatura, liliputiense procuraduría general de la nación, preludio de juzgados y otros anexos espantables, a donde los profes y las seños, una vez que agotan cuanto recurso correctivo florece en su imaginación, envían a los alumnos más guerrosos, ésos que le hacen cosquillas al diablo, por ver si ahí los irredentos pingos se arrepienten y tiemblan a la vista de la Diré, personificación de la autoridad y estampa de la justicia, ésta sí con ojos bien abiertos.

—Cómo te llamas. —Este, este, José Guadalupe. —A ver díme qué hiciste. —Nada. —Ustedes nunca hacen nada. Los hombres dicen la verdad. Y si no la dices, mando llamar a tu mamá. —Es que ya me la llamaron. Como pudo el chiquillo con palabras sincopadas en llanto, le explicó a la Dire que un niño grande le mentó a su mamá y que él le tiró una patada. Lo que en derecho se llama legítima defensa o ley del Talión. Y que además su papá le dijo que no se dejara de nadie, que para eso era hombre. ¿Qué podrá hacer la señorita directora ante los papás-muy-machos que lo que más les importa es tener hijos-también-muy-machos? Por otra parte se enfrentaba ante un caso de conciencia. El amor a la madre, esencia y flor del alma nacional, es tan expresivo en el mexicano que hasta un puntapié pasa por muestra de cariño filial. Por eso la señorita directora, todavía vestida de verde, tuvo que ponerse tierna y consolar al niño. Ella también es madre, maternales son sus entrañas. —Vete a tu salón y ya no sigas llorando. Aunque a tu lado me ves travieso me vuelvo bueno cuando te beso; mamita amada, mi gran tesoro, yo soy el niño que más te adoro. De los salones de clase salen al patio bocanadas de versos. Los alumnos de quinto B preparan el día de la madre memorizando en "El declamador sin maestro". Mamita, mamita, yo no quiero un hermanito, que quiero es un perrito chiquitito y juguetón. El día en que tu naciste nacieron todas las flores y en la pila del bautismo cantaron los risueñores. Todavía no se ha inventado en el país una sola recitación consagrada al padre. Los críticos de arte dicen que tienen la culpa los poetas por falta de inspiración; pero los psicólogos piensan que los culpables son los papas, por eso, por culpables. Papá no me quiere. Está donde juzga y riñe a los hombres que tienen la culpa. Si voy a buscarlo,

él bota la pluma, se pone muy bravo, me ofrece una tunda. Mamá, soy Paquito, no haré travesuras. Y un cielo impasible despliega su curva. Hay momentos en que si uno se para a mitad del patio, parece que todos los alumnos cantan desde sus pupitres binarios. En realidad memorizan. Los avances pedagógicos no han podido desterrar este aprendizaje a ritmo de martillo sobre yunque, compases de salmodia, introducción al vals, con que los niños aprenden lo mismo la aritmética que la geografía. Las ariscas tablas de multiplicar darían tema para una leve sonatina en re menor: dos por dos cuatro/ dos por tres seis/ dos por cuatro ocho/ dos por cinco diez. —Ahora digan a coro las partes de la oración. —Artículo, sustantivo, adjetivo/ pronombre, verbo y adverbio.. . Vibra un aire de clavecín bien temperado. Si de lucirse se trata, a ver tú, López Pérez, dile a la señorita directora los nombres de los reyes nahoas. Se yergue el chiquillo seguro de sí mismo, la frente altiva como un pequeño dios azteca tallado en obsidiana, de cuyos memoriosos labios va derramándose, fluido, terso, musical, purísimo, ante el asombro de los condiscípulos, el glorioso trabalenguas: Acamapiztli, Huitzilíhuitl, Chimalpopoca, Itzcóatl, Moctezuma Primero, Axayácatl, Tizoc, Ahuítzotl y Moctezuma Segundo. Un friso de aplausos recorre las paredes del salón como esculpiendo instantáneos jaguares victoriosos, águilas de triunfales plumajes. López Pérez se hunde en el pupitre tiritando de escalofrío. El precio de la fama. Los niños gozan cada vez que el profesor les cuenta un episodio de la historia nacional; se imaginan estar viendo un programa de la tele, los ojillos extáticos y un silencio en el salón que no vuela una mosca. Lástima que a veces se les ofrece la historia patria como una alfombra que se ha ido tejiendo en la lanzadera de los siglos, con hilos de sangre, demasiada sangre, tal como si la guerra y la historia fueran la misma cosa. Se proclaman los hechos bélicos, pero se silencian otros acontecimientos menos clamorosos, pero acaso igualmente conformadores de nuestro ser en el mundo. Un hecho cultural, económico, artístico, es también historia patria. Y entonces van quedando, lastre por toda la vida, semillas de agresividad, acaso de venganza, odios sutiles, tal vez alguna fobia, que pueda marcar la mente y el corazón con un signo negativo de antiyanquismo, antiespañolismo, antifrancesismo y aun anti-indigenismo. Triste y desgraciada consecuencia de una absurda pedagogía histórica que erosiona el alma como si hubiera estallando una granada, según divide los espíritus en vez de armonizarlos. No es que se pretenda desfigurar la historia, ahí está objetiva y real; sino que se enseñe de tal modo que, aun detrás de los hechos por sangrientos que sean, los chicos vayan advirtiendo los grandes ideales por los que vale la pena soñar y trabajar, vivir y morir. Ideales de paz, de justicia, de independencia nacional, sí; pero también ideales de

generosidad, de perdón, de solidaria convivencia y fraternidad universal. Después de todo, vivimos en la misma casa y somos un hermano más de igual familia. Las fiestas patrias se arman con un desfile de niños a media mañana y un castillo de pólvora a media noche, cuyas astillas de luz se derraman sobre las vendimias de elotes, quesadillas y taquitos burbujeantes en aceite de cártamo. Al frente va una niña de sexto, toda llena de bucles y cosméticos portando con espigada gracia la enseña patria, la misma que se guarda durante el año en el armario encristalado de la dirección. Luego los muchachos de la banda que estoicamente sacan fuerza de su desnutrición según golpean con furor el cuero de los tambores y, hasta el límite de cuanto puedan restirarse, inflan los cachetes para soplar el largo cuello de cisne de los metales. Después cruzan falditas y pantaloncillos blancos con un paso demasiado marcial para el cafecito aguado y la pieza de pan con que ayunaron las criaturas este otro nuevo día. En la capital, donde sobra que enseñar, desfilan carrozas tiradas por caballos retintos, tanques blindados, artistas de cine, los héroes de los estadios, los campeones de goleo, baladistas de onda, mariachis, yudokas, cuanta estrella chispea sobre el terciopelo de la fama. Que si no fuera por la carne morena, inocente y desnutrida de los chavos de la escuela que desfilan por la plaza de armas, los pueblos y las ciudades pequeñas no sabrían cómo celebrar las fiestas patrias. Si los obreros aún andan retrasadísimos en sus reivindicaciones sociales forcejeando por tener semana de cuarenta horas, los acelerados escolapios desde hace mucho tiempo tienen años de cien días. Son más los que descansan que los que estudian. Tal vez siga siendo discutible hipótesis la tristeza del indio, pero qué tesis comprobada lo fiestero que resultó el mexicano, como que a ensayarse empieza desde el jardín de niños. Claro que siempre hay una razón para el asueto. Mire usted la tabla de especificaciones. 1. Fiestas cívicas: batallas que ganamos, extranjeros que devolvimos por entrega inmediata a su lugar de origen, héroes que nacieron, patricios que murieron, petróleo que nacionalizamos, independencia lograda, reforma consumada, revolución en marcha. 2. Días, porque personas, vegetales y cosas tienen su reservado de mesa. Desde luego el sacratísimo y comercializadísimo día de la madre, el árbol, el cartero, el trabajo, la amistad, el padre, el niño, el maestro, la bandera, la constitución, el informe, el glorioso ejército nacional. 3. Períodos vacacionales como altos en el camino para rehacer las fuerzas; desde posadas hasta el año nuevo, la semana santa, la última quincena de mayo, la semana anterior a exámenes finales, con el objeto de que los niños repasen la materia muy quietecitos en casa. 4. Fiestas religiosas que celebran con asueto los colegios particulares según el calendario de la liturgia. 5. Extras, donde la imaginación florece y los días de descanso extraoficial superan a los oficializados. Por ejemplo, el santo de la Diré, el cumpleaños del profe, la enfermedad de la seño, la junta del sindicato, el recibimiento al candidato oficial, la inauguración de un aula, las competencias interescolares de voli, el ensayo de la fiesta, el cansancio con que todos amanecieron al día siguiente del desfile, la campaña de reforestación en que la chiquillería pasa tres días subiendo cerros

pelones, la función de títeres, la visita del inspector, el concurso de recitaciones, el día de campo, el aniversario de la fundación del plantel. 6. Puentes. No esas fábricas de piedra o de hormigón armado que se construyen sobre los ríos para poder pasarlos. Sino estas otras artimañas de la pereza que el mexicano traza sobre calendarios para pasar en blanco —sin clase, sin trabajo— los días que median entre dos festividades próximas. Así por ejemplo, si el día de la Revolución cae en jueves, qué caso tiene que los alumnos vayan a clase el viernes, ya que el sábado tradicionalmente no hay clases. Con un poco de ingenio, que jamás le falta, el ingeniero puede extender un tramo más prolongado hasta seis días consecutivos de feria, seguro como está de que la estructura de sus puentes, por volada que sea, jamás se dobla, resiste siempre, a puro valor mexicano. Sume usted, por favor, o reste y divida. ¿Cuántos días quedan efectivos de clase? Aunque la frase es de tiempos de María Conesa, marxistas y escolares siguen aspirando "por una sociedad sin clases". Los escolares mexicanos la tienen logradísima. "Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin", según sentencia el Quijote, hoy es el último día de clases, la lectura de calificaciones, el juicio final, la despedida de los que terminan su instrucción prima la música de "las golondrinas" que pone ahogos en la voz y nublados en la vista, el postrer adiós a la querida escuela que los recibió lactantes y los devuelve en el seno de la sociedad, útiles y utilizables. Ay, cuántos serán simplemente utilizados. Por la puerta que da a la calle y a las vacaciones, van saliendo a borbotones los niños confundidos en el mismo júbilo. Confundidos salen los inteligentes y los reprobados, los guerrosos y los pacíficos, los pleitistas, los mentirosos, los serviciales, los barberos, los trabajadores, los chismosos, los obedientes, los lidercillos, los burros, el México de mañana que comienza hoy, aquí, en esta escuela humilde, esperanzadora. Adentro los salones despintados, los vidrios rotos, los pupitres llenos de rayas, los cuadernos tirados, los bebederos descompuestos, un balón desinflado en el rincón del patio, la señorita directora y su vestido verde en la dirección solitaria. Afuera, tristeando, los vendedores con sus carritos ambulantes. ¿A quién venderán ahora las paletas, los muéganos, las semillas, las tortas de aguacate, las rebanadas, las carcajadas de sandía?

LAS RELACIONES HUMANAS AL mexicano le encanta saludar y ser saludado. ¿ Qué le gustará más, tomar la iniciativa privada o dejar que otros se la arrebaten? Lo mismo da, puesto que del saludo ha hecho un deporte nacional, un hobby callejero, casi un rito consagrado. Forma parte de sus tradiciones y de sus convicciones. A veces saluda por costumbre, sin saber a quién, por subterráneos atavismos de raza que de pronto emergen al aire de las plazas; a veces por inspiración libérrima, por pura satisfacción personal. Cuando uno saluda, el ánimo sonríe y el corazón se aquieta. Y cuando es saludado, la alegría se expande por la terraza del rostro y el sótano del alma, satisfecho de haber conseguido uno de los pocos trofeos que puedan conquistarse en la vida. Te fijas cuántas personas me saludan. Son cosas que no tienen precio. Valoramos nuestra categoría social, nuestra capacidad de relaciones públicas, de acuerdo con el número de personas que saludamos en el trayecto que va de la casa a la oficina. Dime cuántas personas te saludaron y te diré quién eres. Cuántas manos estrechaste, y qué popularidad tienes. El código de nuestras relaciones humanas empieza y termina con un solo capítulo: el arte de saludar en la calle. Nadie lo practica mejor que el político y el aspirante a político. Reparte apretones de manos como reparte promesas. Que al fin y al cabo ni una ni otra comprometen. El mexicano sale de su casa a las ocho de la mañana decidido a detener gente, quien sea, y en cuanta más mejor, sólo para darle los buenos días. La primera lección que recibe el niño al ingresar a la escuela versa sobre el deber de llegar saludando al profe y a su señorita. En el trabajo ni se diga, apenas traspone la puerta de la fábrica, el empleado tiene que hacerse presente con un "buen día", a riesgo de que el jefe lo cese. Por las oficinas de los políticos suelen desfilar astutos vividores que se cuelan de rondón; si el conserje o secretario los detiene para preguntar qué asunto los ha traído tan temprano, los muy educados contestan: ninguno, sólo venía a saludar al jefe. Saludar al jefe es asunto de urbanidad y otra cosita. Un mexicano puede tolerar cualquier descortesía no importa que sea una bofetada, menos que le nieguen el saludo. Porque si le dan un guamazo, señal es que lo toman en cuenta; pero si le niegan los buenos días, quiere decir que lo ningunearon. Lo peor que puede acontecerle a uno es que lo hagan ninguno. Simplemente nadie. La pura negación metafísica del ser. Cuando decimos de alguien que "no sabe dar ni los buenos días" o que "ni adiós dice", queremos expresar que esa persona es apenas gentuza maleducada, broza majadera y montaraz, deatiro pelado y otros sabrosos epítetos que se quedan entre dientes silbando de ganas por salir. Si dos mexicanos se lían a golpes, la reconciliación es cuestión de semanas, tal vez de días. Pero cuando ya no se saludan, ¿qué esperanza queda? La más violenta de las enemistades se expresa cuando alguien nos voltea la cara. Porque así como el saludo protagoniza la amistosa comunicación, así también la negación del saludo representa el mayor bloqueo del diálogo entre mexicanos. Nuestra teoría de persuasión y técnica de publirrelacionistas se concentran en la magia de estas frases: buenos días, cómo está usted, qué hay de nuevo, qué tal, quihúbole, qué ha

habido, cómo andamos y la atrevidísima pregunta de "cómo amaneciste". Si uno la contestara, nunca acabaría. Ay del que no dispara alguno de estos cohetes de luz al encontrarse, digamos, con un prójimo. Ahí comienza el rito. El ceremonial escrupuloso del apretón de manos, el abrazo efusivo, las palmaditas, las preguntas, las admiraciones, las interjecciones. Qué gusto de verte. El gusto es para mí. Hace mucho que no te veía. Dónde te escondes. Estás igualito. A ver cuándo nos vemos, como si no se estuvieran viendo ya. Qué bien estás. El mexicano atraviesa por tres etapas en su vida: la primera es la niñez, la segunda es la juventud, la tercera es "qué bien estás". Glorioso eufemismo para no desacreditarlo a uno de viejo y descontinuado. La ceremonia del saludo no es fácil que termine. No se rompen los cables así como así. El mexicano está convencido de que no pierde el tiempo saludando, ni lo hace perder. Todo es ganancia. Pobres, pero educados. Y cuando por fin parece que va a concluir el saludo con el séptimo apretón de manos que lo deja a uno descoyuntado y sin encuadernación, viene la recomendación ritual como fin de fiesta: "Saludos por tu casa". Al mexicano no le basta el saludo físico de cuerpo presente, tiene que extenderse por el tiempo y el espacio, y llegar en espíritu y en verdad al ejército de todos los ausentes. Una antigua fábula cuenta que se abrió un certamen internacional de pintura con el tema de la eternidad. Asunto nada fácil para ser expresado plásticamente. Ganó el concurso un pintor mexicano. Porque pudo representar a la eternidad exactamente como es: dos mujeres mexicanas despidiéndose a la puerta de la casa. La mujer mexicana empieza a despedirse, sigue despidiéndose, no acaba jamás. Toda esta alegre liturgia del saludo, su sentido ceremonial, su finura de espíritu, sus graciosos escarceos, suelen despeñarse por abismos de infinita nostalgia, de incurable conformismo. Cuando al mexicano lo saludan preguntándole cómo está, responde con aires doloridos y parlamentos de tragedia: más o menos, regular, ahí pasándola, ahí tristeando. ¿ Por qué nunca dice que está bien, sano, rico, joven, dichoso, enamorado, ilusionado, feliz, a todo dar? Ah, el fatalismo del mexicano. Ahí tristeando. Como para sentarse a media calle y ponerse a suspirar. El muy magnífico conversador don Artemio de Valle-Arizpe, que gloria tenga, escribió por 1944 un lindo librillo con el nombre de "La conversación en México". Muy galano de leer. Con el ingenio que hace ligera la sabiduría y la salsa suculenta que adereza los más indigestos documentos que guardan el pasado. Por ahí desfilan los más grandes conversadores que ha tenido el país. Desde luego los misioneros evangelizadores que con sus pláticas unciosas ganaron para Dios las bellas y numerosas almas de los indios. El conquistador Hernán Cortés cuya palabra pronta, insinuante, persuasiva, sugestionaba de tal modo que hacía ver y creer lo que él quería, lo que conveníale mejor que se mirara y se creyera para lograr sus fines. Bernal Díaz del Castillo tenía una verba tan inagotable y pintoresca, que le sirvió para componer la "Historia verdadera de la conquista de la Nueva España", que por no ser más que una plática llena de elocuencia narrativa, es uno de los primeros libros del mundo. El anticuario y polígrafo famoso don Carlos de Sigüenza y Góngora veíase rodeado cada noche de Su Excelencia el Virrey, oidores, maestros de la Real y Pontificia Universidad,

pausados canónigos, entonados magnates y gentileshombres de mucho viso que se miraban prendidos de sus labios oyéndole la charla mansa y sapiente. En su fragante locutorio de San Jerónimo, la melodiosa Sor Juana Inés de la Cruz embobaba cada tarde a los concurrentes que suspensos y hechizados quedaban sorbiendo la pulida palabra de esa monja "en toda ciencia superlativa". Viniendo a épocas recientes, grandes conversadores fueron los escritores Manuel Payno, el autor de "Los bandidos de Río Frío", de charla florida y sabrosa; Ignacio Manuel Altamirano, de fluida gracia en sus frases redondas y tersas; Vicente Riva Palacio, que en la misma capital de España se hizo célebre por sus innumerables agudezas y mentiras; Guillermo Prieto, cuya voz temblorosa de viejo imantaba, dicharachero y feliz, la atención de sus oyentes; Juan de Dios Peza, punzante y mordaz en la sarta de sus inacabables cuentecillos y chistes; Rafael de Alba, a quien la fama tenía por rey de conversadores y a tal grado que en una ocasión en que el Ministro de Fomento daba un baile, la concurrencia prefirió seguir la entretenida plática del poeta que continuar las polcas, mazurcas y contradanzas. Don Justo Sierra contaba las cosas con picante burla, soberana maestría y castizos giros, en tanto que Amado Nervo conversaba con una mansa cordialidad, con ritmo pacífico, casi con unción, y dábale interés a su charla el tono de compostura suave y apacible, subrayado por la noble elocuencia de sus manos largas y sus ojos que entrecerraba o que abría mucho según fuese la frase. Manuel Gutiérrez Nájera entraba al café o a la peluquería; la camelia en el ojal y el puro entre los labios, evocando con florida palabra cosas estupendas que no le habían sucedido. El sapientísimo Victoriano Salado Álvarez dejaba caer en cuanto contaba todo lo que sabía —y lo sabía todo— con su frase a veces atropellada y dificultosa, pero eso sí, siempre colorida y apropiada, con nervio para persuadir y disuadir. Manuel José Othón atraía fácilmente a los tertulianos con aquella su voz ahuecada, la inventiva fácil y la bondad acogedora. Cuentan de Salvador Díaz Mirón que desde las siete de la noche encendía la verba sin dejar que nadie más platicara sino él, hasta las cuatro de la madrugada, y que solamente tenía cinco o seis largos temas, bien tomados en la memoria y muy cocidos y condimentados, y uno tras otro los iba disparando al infeliz mortal que se le ponía a tiro de oratoria, con palabra grandilocuente de tono mayor. Pero, ay, a don Artemio de Valle-Arizpe, a quien Dios perdone, amén, se le olvidó insertar en su historia al mayor de todos los conversadores de México, Juan Pueblo, el pueblo mondo y lirondo, el anónimo y jamás bien comprendido pueblo, lo que se dice el hombre, la mujer de la calle, éste o aquél, que cualquiera se la pasa platicando del alba hasta la anochecida en una sarta de acontecidos, murmuraciones, chismes de vecindad, reflexiones de filosofía casera y otras sabrosuras que limpian el alma del mexicano de todo polvillo que pudiera lastimar el alma. Porque quien habla todo el día, nada guarda en la trastienda, expuesto como lo tiene en visible aparador. Fuera de algunas señoras ricas y maniáticas, enfermas de puro aburrimiento por no hacer nada, que tienen su psicoanalista de planta con quien sesionan periódicamente, la gente del pueblo, limpia de afecciones mentales, no acude jamás con el psiquiatra, ni el analista tiene que andar hurgando en los bajos fondos de su espíritu, porque el pueblo no tiene subconsciente a fuerza de trasladar, con la interminable locuacidad de las pláticas, todo lo que es fondo a todo lo que es superficie. Mucho antes de Freud, el mexicano viene practicando la terapia verbal. De la conversación ha hecho descongestionante y alivio, consuelo y dulzura de la vida.

No puede tener la boca cerrada ni cuando trabaja ni cuando estudia. Con decirles que no es capaz de guardar ni siquiera un minuto de silencio cuando en los estadios y plazas de toros lo pide, a nombre de un pobre difuntito, una fúnebre voz en el sonido local. Lo más que ha podido conseguirse es un cuarto de minuto de silencio. El mexicano halla modo y razón para bisbisear en la sacrosanta homilía de la misa del domingo; nadie puede contener el chorro destapado de la plática mientras está viendo una película en el cine; y ni qué decir cuando asiste a una conferencia. Como la conferencia es monólogo tedioso y lo que el mexicano busca es diálogo entretenido, se compensa susurrando palabras al compañero de al lado que está en iguales condiciones. Por lo que al cabo de un rato todos los oyentes se convierten en conferencistas y el verdadero conferencista en oyente. Santo remedio para la plaga de conferencias que últimamente se ha desatado hasta en pueblecillos de tercera. Así como los varones han erigido en trincheras de sus conversaciones los casinos, las reboticas, los cafés, las barras de los restaurantes, los postes de las esquinas, las cantinas de todo jaez, desde el bar seudointernacionalizado que expende jaiboles con angulas hasta la precortesiana pulquería que a los jarros de neutle añade botanas en chile colorado, así las mujeres han hecho de los supermercados y salones de belleza oficina de sus parlerías y asamblea plenaria de sus chismorreos. Son más largas para platicar que discurso de líder en vísperas de elecciones. Los tópicos más usuales entre conversadores mexicanos son cuatro. Sea el primero, el tema climatérico: —Qué frío, ¿verdad? —Sí, mucho frío. —Qué calor está haciendo —Cómo le va de aires. La temperatura y la sequía, el nublado y el norte en realidad no interesan al conversador sino como aperitivo para entrar a banquetes más formales, pretexto para iniciar el palique, escalerilla de servicio para trepar a la azotea. Luego que se despacha con honor el comentario del tiempo y sus locuras, aparece un tema fuerte, con tela de donde cortar hasta el infinito, si de mujeres se trata, el tema sanitario, que suele ser tratado como por expertas masoquistas. Gozan las señoras relatando el proceso de dolencias propias y ajenas con una precisión de detalles, que ni el médico más pintado podría dibujarlos con mayor colorido de pinceles. Vienen después los diálogos financieros entrecortados de penosos disgustos, ayes lastimeros, amarguras mortales. Dígame usted qué compra con diez pesos. Todo ha subido. La situación anda muy mal. No alcanza el dinero para nada. ¿Cuánto paga usted de contribuciones? Ya no se puede con el alza de precios. Ignorante quizá en otros apartados de la cultura, el mexicano puede hablar de economía como experto sufrido en la materia, capaz de manejar entre los labios leyes de ingresos, balanza de pagos, bolsa de valores, cuenta de ahorros, cotizaciones y plusvalías y con mayor razón letras vencidas, abonos retrasados, quiebra en el negocito, cheques de hule y drogas a porrillo. Tema sólo para hombres es la política. Sentados en plazas y cafés, hurtando horas y horas a la monotonía de la oficina los señores van revisando en orden la política internacional, de ahí descienden a la nacional donde se dan gusto haciendo cambios y colocando prospectos, y de ahí bajan un peldaño más para enjuiciar la política del terruño que conocen como la palma de sus manos.

Tema de última hora que prende emoción y pasión en corrillos locuaces y bullangueros, es el fútbol que da para averiguar de domingo a sábado, opio del pueblo, imantación de la fanaticada que no ajusta con siete días a la semana para ponderar un gol y argumentar un córner. Antes se defendían los colores de la bandera como ahora se defienden los colores de la camiseta. Si es verdad que los hombres se dividen en aristotélicos y platónicos —esto es, cerebrales y sentimentales—, es claro que el mexicano es redondamente platónico, sensitivo desde el abismo del alma hasta la superficie de la piel. Puro corazón. Por eso el connatural sentimentalismo del mexicano tenía que incidir, a lo largo de sus pláticas, en un rico muestrario de interjecciones. Se habla como se es. Y eso es la interjección. El son del corazón. El grito. El desahogo. La expresión de las impresiones súbitas del alma. La voz con que prorrumpen los afectos. La dinamita interior que estalla. La única palabra del idioma que no trasporta una idea porque conlleva un sentimiento. Caliente, eruptiva, volcánica. Al abrir cualquier gramática española en el capítulo consagrado a las interjecciones, qué desilusión. Ahí encontramos un canon de interjecciones como antigüedades en vitrina de museo. Nadie las usa como lenguaje vivo y cotidiano. Ningún mexicano y ni siquiera un español dice: Sus, tate, cáspita, guay, quia, recórcholis y otras palabrejas así de reverendas y obsoletas. Los mexicanos han ido confeccionando poco a poco su propio sistema interjectivo, de suerte que de los castizos vocablos castellanos apenas nos quedan unos cuantos; ah, ay, eh, oh, ojalá, huy, caramba, hola. Y el taurino ole, que según los entendidos es voz de origen árabe que significa "Oh Dios". Nuestras interjecciones mayores son las maldiciones que en algunos estratos se vierten como agua de uso, y quien las ha contado, afirma que de cada diez palabras que pronuncian esos léperos redomados, una de ellas es insultativa y procaz. Todo este florido lexicón alude a majaderías sexuales, con la ventaja de que muchos las pronuncian sin saber el contenido. Cosas que hace la costumbre. Con las maldiciones a flor de labios, el mexicano se exhibe como es, agresivo y tímido, indefenso, insatisfecho, definitivamente acomplejado de machismo. Tan débil por dentro, que necesita simular fortaleza por fuera. Por pintoresca curiosidad apuntamos unas cuantas interjecciones nacidas al aire de las plazas y al trajín de la calle. Hervorosas y risueñas. Entre irónicas y picosas. Sentimentales siempre como su autor, el pueblo soberano. Es de advertir que muchas de estas interjecciones mexicanas terminan en "le", como órale, éjele, épale. Este dichoso "le" es pronombre neutro totalmente vacío, verdadera muletilla sin sentido que a cada paso se incrusta en el lenguaje hablado. Aguas. Para dar el pitazo, prevenir el peligro, advertir a tiempo la amenaza. Como cuando se acerca la policía o la suegra. Ah Chihuahua. No es tanto la entidad federativa ni su capital, cuanto discreto eufemismo con que se elude una gruesa maldición que empieza con chi, como Chihuahua. Ah jijo. El mismo procedimiento evasivo. Se trata del hijo de Chihuahua. Ah chispeado. No es quien recibe un baño de chispas sino de maldiciones en chi. Ajúa. Explosión jubilosa de los norteños.

A pa... A veces indica admiración; a pa carrito que traes. A veces descontento; a pa comida ingrata que nos dieron. Cuas. Interjección más o menos onomatopéyica que imita el ruido del cuerpo que cae. Se usa para reírse de quien dio el costalazo o el changazo. Cuas, se fue de hocico. Charros, charros. Interjección doble. Es un mentís rotundo. Oposición definitiva. En su lugar puede usarse: chorros, chorros. Ehi, eita, éítale. Para llamar a alguien. Para llamar la atención de alguno. Epa, épale. Tiene los mismos significados y usos que la anterior. Ejele. Cuando dudamos de lo que nos cuentan o de plano lo negamos. Y en todo caso con un ribete de burla. Fuchi, fúchila. Para expresar asco. Hijo, híjole, íjole. Otro recatado eufemismo para evitar aquello de "hijo de la..." Juega. Aceptación. Sí, con gusto, está bien, convenido. Ora, órale. Tiene múltiples significados; ya, enseguida, cómo no, de acuerdo. Pácatelas. A la hora de la caída, el golpe, la derrota. Sobres. Es lo mismo que "juega". Uuuuh. Burlesco. Vóytelas. Sinónimo de "pácatelas". Con estas yerbezuelas aromáticas se condimenta el sabor y el punto de las charlas cotidianas que los habladorsísimos del barrio extreman en cantidades industriales. Por gente así tal vez se dijo que el silencio es oro. La vida del mexicano empieza cuando alguien dice jubilosamente "ya habla el niño", termina cuando alguien solloza con suspiros "ya no habla". Es una historia de palabras.

EL MATRIMONIO LAS primeras escaramuzas se anticipan cada vez más. Marta de 13 años y Carlos de 15. Juanita de 14 y José Guadalupe de 16. Ella anda terminando la primaria en la escuela Expropiación Petrolera y él es aprendiz en un taller de ventanas donde gana cuarenta varos por semana. O, traducido a tecnicolor; él ejerce de vago corriendo por avenidas y periféricos en el carro de su papá —escape abierto, autoestéreo, cigarros de fayuca—, y ella estudia secundaria en el internado del Sacratísimo Corazón, alma muy limpia, de familias muy honorables de Guadalajara. Todos novios. En ligue. Amarrados. El amor llega con las primeras lluvias. Cuanto antes. Para no aburrirse. Para ir aprendiendo. Y pasársela a todo dar. Adolescente sin pareja apenas queda alguno, expuesto a lástimas, admiraciones y sospechas de los cuates, los carnales, usted sabe cómo es la raza. La novia típica mexicana es una muchacha bajita, morenita, ojos negros; va a misa los domingos, trabaja de secretaria, tiene cuatro hermanos menores y dos mayores, su papá es muy derecho, a mí no me vengan con sus cosas, ustedes dense a respetar y la que salga con domingo siete ahí está la puerta de la calle, ese día hagan de cuenta que me morí, no cuenten conmigo para nada, ay de ustedes si las encuentro con algún pelado. De los noviazgos de las hijas no quieren saber nada los papás y aunque sepan se hacen de la vista gorda, se les figura que pierden su dignidad si se rebajan a tratar el asunto de frente; prefieren dejarlo a un lado, prohibido tocar, pintura fresca. Las mamas, al fin madres y no padres, son las que están al tanto del secreto y condescienden. Que no se entere tu papá, Rosita. Anden con mucho cuidado. Porque donde los vea... Para no faltarle al respeto a su padre, Rosita y él se refugian en el cine, algún sitio lejano, si es oscuro tanto mejor, no por nada, sino por evitarle un coraje a su padre, tan enfermo del hígado como ha estado últimamente. Las hijas de las mamas, todas tienen novio; pero las hijas de los papas, ninguna tiene novio. De tan embarazosa situación no es raro que alguna resulte embarazada, porque a falta de control y comprensión paterna, se da el triste caso de que el novio abuse o piensen entre los dos que sólo así don-papá concederá el permiso para que la niña se case. Si alguna vez los compañeros de trabajo le sueltan la pregunta a quemarropa, "oye Justo, que tu hija tiene novio", don Justo, muy entero, muy digno el hombre, lo niega con igual desplante y desenfado. ¿Mi hija con novio? Cosas de muchachos. Chiquilladas. Nada más. El novio típico mexicano tiene veintiún años, pelo lacio, ojos cafés, presume de deportista, muy al tanto del fútbol, perito en la materia, posters en su recámara, sabaditos alegres con los cuates, forcejeos cada noche con la mamá, por qué llegas tarde, nunca das un centavo a la casa, no sales de parrandear con tus amigos, aquí nunca te vemos, no ayudas en nada; siempre en vivo pleito con tus hermanos; desde que andas con esa tal Rosita eres otro; me estás acabando la vida. El papá suele entrar al quite. Déjalo, vieja, yo sé lo que te digo. Desde que anda con Rosita ya no falta al trabajo. Para un hijo calavera, nada como el matrimonio. Los papas están convencidos, tal vez por personal experiencia, que con la boda encuentran los juniors la horma de sus zapatos. Al matrimonio inducen a sus hijos varones no tanto como realización de su vocación y plenitud humana, sino como institución correccional

donde los muy acelerados jovenzuelos encontrarán segura readaptación social. A partir de la marcha nupcial se acabarán parrandas, borracheras y mujeres conforme empezarán a mostrarse trabajadores, abstemios y ahorrativos. Apenas consuman la mutua conquista, los enamorados se intercambian los trofeos de la victoria. Ella comienza a lucir al cuello una medallita de la Virgen de Guadalupe, media bañada en oro para disimular la chafa, que él le regaló si no como insignia de su religiosidad, que brilla por su ausencia, sí como atinada argucia para que ella lo tenga por respetuoso y morigerado. Ella, a su vez, le presta el anillo de graduación, pero qué más que le obsequia su retrato con dedicatoria, que el novio guarda en la cartera con mayor esmero que su alma, protegiéndolo con fuerte mica, ahí donde también conserva los documentos más importantes de su vida: la cartilla del servicio militar, la credencial del Seguro, la credencial de la escuela, la credencial del club deportivo, la boleta del empeño del reloj, los teléfonos de los cuates y una docena de tarjetas con que el pobre indefenso acaso pueda protegerse de policías y otras acechanzas menores. Vivir en el país es aprender a ser influyente. Se crece en años y en mañas para saber estar a la defensiva. Uno contra todos y todos contra uno. El tarjetismo nacional no es manía de coleccionista, sino necesidad de protección. Vea usted qué reacción tan diversa suscitan los anillos, las medallas y los retratos. Las amigas de la novia: Dichosa tú que fuiste elegida. Los amigos del novio: Ahora sí te pescaron, mano, a sufrir y portarse bien. En ellas, la alegría con un ribete de envidia. En ellos, una infinita tajada de lástima. Las metáforas con que verbalmente se acarician los novios son moneda circulante desde antaño, gastada, desgastada a fuerza de uso; pero con qué brillos de novedad y timbres de sorpresa se dicen al oído esta trilogía de arrullos así de cursi y así de cariñosa: Mi rey, mi cielo, mi corazón. Aún no inventan la cuarta metáfora. Que allá entre la raza, los imaginativos palabreros llaman a la novia, con perdón sea dicho del reverendo diccionario de la lengua, la gorda, la chava, la chamaca, la rorra, la vieja, la mona, la joya, la rubia, la costilla, la ruca, la torta, la cebolla, la changa, la maría, la chamacona, la morra, la ranfla, el asunto, el detalle, el chicharrón, el ágape y el parche, por aquello de que no se despega. Las parejas suelen despedirse con pregunta inevitable. A qué horas nos vemos mañana. Desde el primer momento entra en funciones el horario de las entrevistas, que está en las antípodas de la semana inglesa. Su ley federal de trabajo anhelaría horas corridas, supresión de vacaciones, de ser posible turnos extras, con predilección por el turno de la noche. No por nada, la noche y su lámpara de plata ha iluminado el romanticismo tan antiguo como el mundo con no sé qué inefables llamas de atracción. Eso de pelar la pava tiene mucho que entender, unos platican de noche y otros hasta amanecer. La noche propicia ese dulce trabajo, la obligación reglamentaria de echar reja, ir a pegar, ir a castigar, pasar revista, pasar lista, echar lío, checar, garcear, caldear, galanear, reportarse, gatear, pero con una exactitud cronométrica fuera de serie. Pues lo único que en México empieza a tiempo es el fútbol, los toros y las citas de los novios. Como que los

traen locos, los traen de un ala, los traen derrapando, marcando el paso, arando el suelo con las pestañas, andan entradazos, bien empelotados, volando bajo, los muy volados, encariñados, enamoriscados, acaramelados, flacos y ojerosos del poco comer y mucho suspirar. Como a la tercera entrevista, el novio le desliza a la novia cuestiones muy sutiles como de analista y confesor. Quiere estar seguro, convencido, certificado con pruebas contundentes de que su novia es señorita, lo que se dice virginal, impoluta, agua electropura, o no podría ser ella digna ni de desatar la correa de sus sandalias. La más leve sospecha, un rumor etéreo, cualquier chisme improcedente basta y sobra para poner punto final al noviazgo por feliz que hubiera sido. No ha nacido mexicano que se beba un trago de agua donde otro haya bebido. El vaso ha de ser purísima red de cristal, o se avienta lejos estrellándolo ipso facto. El posible cliente jamás se decidiría a realizar la compra sin la garantía de la virginidad de la mujer con que sueña. Sueña y se desvela. Los celos lo agitan, las dudas lo conturban, las interrogaciones se abren y jamás se cierran. Si fuera posible, el novio encerraría a la novia en un convento, una isla desierta, una cápsula espacial, tal vez un Skylab de fabricación casera, para que ni ella viera el rostro de ningún hombre ni una mirada varonil se posara como un pájaro en el temblor de sus hojas. Siente una terrible envidia por Adán, que pudo amar sin tropiezo de rivales. Aunque, bien vistas las cosas, Adán no tuvo más opción que Eva. El novio mexicano, que para eso es hombre, suele ser muy opcional, se da su tiempo para promiscuar con una y otra novia, y aun para alternar el casto amor de su noviecita santa con alguna aventura sabatina o dominical. Exige una fidelidad que no practica y pide en exclusiva lo que no sabe dar. Sigue creyendo el grandísimo pícaro que a cada varón mexicano le tocan nueve mujeres. Puestas una detrás de otra, sumarían 14 metros con 85 centímetros. Casi 15 metros de mujer. Serían 450 kilos en caso de haber guardado la línea, 18 brazos, 180 dedos, 288 dientes dispuestos a comer tres, cuatro veces al día. ¿Qué Atlas puede soportar estos mundos? Dadme un punto de apoyo y moveré el universo. A donde quiera que va la pareja, los amigos la asaltan con la misma imprudencia. Cuándo se casan. Aquello es un tiroteo. Un disco rayado. Cuándo se casan. La novia entonces, desde su estatura de niño y de dedal, levanta los ojos cuarenta centímetros arriba como para leer en las pupilas del amado la respuesta que la desosegada viene anhelando desde hace tres años. Pero, ay, el escurridizo se esfuma con pretextos monumentales; apenas termine mi tesis; estoy esperando que me llamen de un trabajo, ahora que se alivie mi papá, sin que falte un bobo, inasible "ya mero". Los novios varones podrían lucir por leyenda de su escudo "noviazgo sí, matrimonio no". A veces llega el día. Después de mil entrevistas y de dos mil telefonazos. Después de haber tomado juntos muchos litros de refresco, muchos kilos de pastelillos. A veces llega el día, después del estira y afloja entre los consuegros, después de haber roto el noviazgo varías veces, cuando se devolvieron sus cosas, cuando el anillo de graduación volvió a su dueña y la medalla de la Virgen de Guadalupe regresó al donante, cuando ella llegó llorando a su casa porque "terminamos", él explicó en rueda de amigos "la corté" y algún cuate enterado, "te la tumbaron". A veces llega el día. Exactamente igual que en tiempos de los aztecas, el novio sabe hoy que no sólo se casa con la mujer sino también con la familia y que el contrato de dos se desborda a los clanes,

donde el proyecto de boda pudiera encontrar oposiciones, reticencias, plazos, tal vez como acontece en el campo, tentativas de amenaza y aun balaceras tupidas que ponen al amor con pies en polvorosa. Como Dios puso al perico, verde y en una estaca. Por aquello de las dudas y para hacer las cosas como Dios manda, los padres del novio se apersonan a las nueve de la noche con los padres de la novia para pedir la mano y cuanto está conexo con la mano de su hija: cabeza, cuello, tronco y extremidades. Aunque la novia está dada mucho antes de estar pedida, el pedimento es un rito. Saludos. Caravanas. Silencios. Proposición del asunto. Argumentación. Diálogos. Ataques y contrataques. Oratoria forense. Sistema parlamentario. La novia entre tanto está en su recámara, frente al tocador, mordiéndose las uñas de puro nerviosismo. Bonare, Valium-5, té de hojas de naranjo. Y una veladora encendida en honor de San Judas Tadeo, patrono de imposibles. El novio acecha en la esquina, traje nuevo, cigarro tras cigarro, en espera del fallo del tribunal colegiado. —Si su hijo José Guadalupe y nuestra hija Rosita ya se pusieron de acuerdo, nosotros no tenemos por qué oponernos. El papá de Rosita concluye filosofando con lógica fatalista, de la mejor cepa mexicana. Ni modo. Es ley de la vida. La señora de la casa entra en escena con una botella en alto. La copa de la paz. La firma de los tratados. Qué prefieren, un jerecito o un brandy. Desde ese momento José Guadalupe asume su papel de soberano. Aquí mando yo. Rosita deberá abandonar el trabajo a partir del día siguiente, y esperar en casita hasta que salga de ahí, entre torbellinos de gasa, a los pies del altar. Si necesitara salir a la calle, habrá de acompañarla su madre o en su defecto alguno de los cuñadillos, para evitar que ande sola, ovejuela entre lobos. Se dan casos en que la mercancía, tan bien empacada por el remitente, llega hecha polvo a su destino, y a veces ni llega. Una nueva página de fidelidad se abre ante los ojos de Rosita. A media noche irrumpe José Guadalupe a la casa de los inminentes suegros, acompañado de mariachis y media docena de cuates. El gallo. El balcón. La luna nueva. Las canciones románticas, llorosas. El vecindario insomne, fastidiado. Las guitarras. El bajo. Las botellas de vino. Un grito horadando las sombras. El naufragio. Una vez fijada la fecha de la boda, las novias mexicanas se vuelcan en la confección del vestido. El sueño acariciado desde el alba de la vida. Casarse de blanco, la frente muy en alto. A medida que la cola se va armando a fuerza de hojear revistas americanas de modas, visitar almacenes, contratar costureras expertas en holanes, correr por la tía para que emita su opinión, colocar espejos ante pecho y espalda de la novia para que diga cómo se siente; a medida que empieza a verse el montaje y la puesta en escena del escote en V, las hopalandas y el tocado, gracias al medio kilo de los siempre útiles alfileres que dan el toque final, todo el hogar respira. Un aire de felicidad llena pasillos y recámaras. El vestido blanco salvó por esta vez la dignidad de la familia. Patria o muerte, venceremos. Al hojear el periódico de la mañana, el lector puede saborear la linda croniquilla en la página de sociales que se inaugura con esta cabeza: "Lluvia de dólares para Rosita y José Guadalupe". El lector avisado se preguntará por qué, en la inminencia de la boda, los amigos regalan a los novios precisamente dólares, ahora tan flotantes en la bolsa de valores, en vez de obsequiarles moneda nacional, estos pesos chiquitos pero picosos, firmes y aguantadores

como la raza, si al fin y al cabo se compra lo mismo —es decir, nada— con un dólar que con doce pesos cincuenta centavos. La croniquilla continúa. Es una delicia: "Anoche se reunieron en la residencia de Rosita, sita en las calles de Práxedis Guerrero, un grupo de amigas para despedirla de soltera, pues la semana entrante contraerá enlace con su prometido el joven José Guadalupe López Pérez, quien asistió en compañía de sus numerosos amigos. Se sirvieron bocadillos y se hicieron bromas. Rosita, que lucía una preciosa combinación marrón, recibió de regalo el simbólico rodillo". Estas croniquillas sociales tienen una grandísima ventaja para quien las escribe: siempre dicen lo mismo, lo único que varía es el nombre de los personajes. El experto lector del periódico, que sabe leer entre líneas, entiende que entre bocadillos y bromas, los numerosos amigos del novio, con el novio al frente, consumieron cantidades industriales de vino a cuenta del próximo suegro, que las bromas fueron sangre molida, de tan coloradas y anatómicas, y que así exprese el rodillo el grito de liberación de millones de mujeres reprimidas por siglos, Rosita lo seguirá usando para amasar el pan del desayuno. Una nueva reina del hogar se entroniza en México. El antecomedor es su palacio. El rodillo, su cetro. Los panes tan bien hechos, su corona. Psss. Psss. Alguien trata en vano de poner silencio a la concurrencia. El señor juez ha tosido, señal que va a entrar en funciones. Un libretón de cuatro kilos sobre la mesa. Los anteojos de leer. Un rostro ceremonial, de pompas fúnebres. —¿Es su voluntad unirse en legítimo y disoluble matrimonio? Rosita ha oído bien. Disoluble matrimonio. Ella venía decidida a lo indisoluble. Creía que la fórmula del amor era para siempre. Ojalá José Guadalupe, que se frota una mano con la otra, sudorosas ambas, no se haya fijado en que el juez dejó la puerta entreabierta, rendijas al divorcio, persianas a la disolución del vínculo. Ni lo quiera Dios. Los felices contrayentes agachan la cabeza. —Sí. —Declaro en nombre de la ley y de la sociedad que quedan ustedes unidos en legítimo y disoluble matrimonio (Rosita parpadea), con todas las prerrogativas (sonrisa de José Guadalupe) y con todas las obligaciones (cambio a ceño fruncido) que la ley impone a los casados. Desfilan a firmar, mudos, parsimoniosos, los clanes de uno y otro contrayente en rigurosa jerarquía; abren la marcha los calvos tíos de traje oscuro, a continuación los melenudos primos hermanos en color pastel; firma también el antiguo patrón de Rosita que le pagaba salario mínimo y seguro, porque el nuevo patrón que es José Guadalupe, lo más seguro es que no le pague nada. Fue una boda muy sonada. Cual deben ser en México. Las fiestas se hacen echando la casa por la ventana, o mejor no se hacen. Que si uno se queda después sin lana y toditito endrogado, ahí Dios dirá. Tan sonada fue la ceremonia como que empezó cincuenta minutos tarde, que los invitados, con sus mejores trapitos, aprovecharon platicando muy a gusto en el sagrado recinto de la iglesia. Fue una misa de bodas herida por ráfagas de fotógrafos, pajecitos malabaristas revolcándose en la cola de la novia, desfile de damas, que lucían ¡horrores! cual ramillete de fresas, señoritas muy serviciales repartiendo envoltorios de arroz a los fieles mientras predicaba el padre.

—Rosita, recibe también estas arras en señal del cuidado que tendré de que no falte lo necesario en nuestro hogar. Las arras son el enganche, apenas el enganche de una cuenta que jamás acaba de saldarse. Fue una alfombra larga, larga, por donde una lánguida paloma salió del brazo de un pingüino. ¡ Arriba los novios! Como a últimas fechas las parejas prefieren casarse de noche por evitarse el gasto de la comida formal del mediodía, al mole tradicional de sabores, temperaturas y perfumes telúricos, sucede hoy un insípido, un inodoro lunch en frío, el clásico sandwich, la gelatina escurridiza, la ensaladita de zanahoria y papas con mayonesa, una cuba libre de entrada y rebanada de pastel a la salida. En el momento más álgido de la recepción, los novios se dirigen a la mesa donde está el pastel de bodas, embetunado con una semana de anticipación, las manos entrelazadas, el cuchillo en alto, la tajada, el aplauso, el grito no diremos de los invitados, pues la mitad de los presentes se invitan solos y arrastran a sus cuates, el grito de la chaviza enardecida: Béeso, bée-so, bée-so. Las suegras medio horrorizadas susurran al unísono. —Qué tiempos. ¿A dónde irán los novios de viaje de bodas? ¿A las embrujadas playas de Acapulco y Puerto Vallarta, o el paquete turístico de los muy brujas apenas los dejará al borde de Xochimilco y San Juan de los Lagos? Los lunamieleros abandonan el salón. Dejadlos solos. Prohibida la entrada a menores de edad. Un día volverán y sabrán entonces que la marcha nupcial se convierte, pronto, en marcha crucial.

LA POLÍTICA DEAR Daniel: Como te lo prometí cuando el director de nuestro periódico me notificó que viniera de Nueva York a México para escribir una serie de reportajes sobre la política de este país "very very different", cumplo con escribirte ésta y otras cartas. Confidenciales, tú sabes. Al periódico mandaré cosas peinadas y en su lugar. Esto no es más que desahogo de amigo. Cuidado con hacerme un "watergate". Mi primer contacto ha sido con un grupo de políticos jóvenes, entre los 30 y 40, que se reúnen cada tarde en el Café Capitolio. Creo que te suena el nombre. No ha sido nada fácil. Yo no soy para ellos más que un gringo y además un periodista. "Danger", por ambos lados. Poco a poco se ha ido rompiendo el hielo y casi puedo asegurarte que ya empiezan a aceptarme sin tantos recelos. No hay día que no los oiga decir: los mexicanos somos puro corazón. Viven orgullosos de autodefinirse así. Apenas mis amigos se acomodan en la mesa del café, jalando sillas de donde encuentran y vaciando las mesas cercanas de ceniceros, servilletas y azucareras para surtir la propia, todos sacan al unísono su cajetilla de Raleigh con filtro y, como impulsados por resortes automáticos, extienden el brazo al mismo tiempo para ofrecerte un cigarro. Es un bello gesto de gimnasia y cortesía. Gracias, prefiero de los míos. Qué quieres tomar. Nada, les dije la primera vez, yo no acostumbro. Ellos pensaron que yo era abstemio, hijo de la ley seca, conforme yo pensé que ellos me juzgaban ladrón o lépero indecente. Mi diccionario dice que tomar significa coger alguna cosa. Pero según los mexicanos, tomar es beber. Algunos toman tanto en activo, que luego se vuelven pasivos, andan tomados. —Señorita, tráiganos por favor unas cervezas. En México son señoritas casi todas las mujeres. Bendito sea Dios. Hasta las divorciadas. Señoritas son las maestras de escuela, las empleadas de tiendas, las enfermeras de hospitales, las secretarias de cualquier oficina pública y privada, las recepcionistas de consultorios, las meseras de cafés y, por sabido se calla, cualquier novia que pudiera convertirse en esposa. Mujer que trabaja, es preciso graduarla de señorita. No sólo por sí o por no, sino porque a ver si así le hacen caso a uno. La señorita mesera no suele apersonarse a la primer llamada. Es necesario inducirla con señas, atraerla con voces, como hace el torero para fijar la atención de los mansos, inducirla con discretos aplausos o rudos golpes descargados sobre la mesa, dedicarle alguna furtiva sonrisa y convencerla al fin con razones de orden cronológico. Señorita, por favor, ya tenemos media hora esperando. Señorita, me quedan diez minutos para entrar a la chamba. Todos mis amigos están casados. Y aunque bastante jóvenes, todos están casados con viejas. Yo no entiendo que si son puro corazón, así llamen por cariño a sus mujeres. Me dicen que casarse y engordar es aquí asunto de rutina, desde luego en ellas, y por concomitancia en ellos. Como me ven extrañado observando a la señorita mesera tocada con una especie de cofia blanca de enfermera de la Cruz Roja o monja actualizada, mis amigos me explican que

anda vestida de tehuana, porque a este café vienen muchos turistas gringos amantes de lo "typical". Tú sabes que todo es permitido a nombre del folklore. No sé por qué acostumbran las meseras limpiar las mesas con dos o tres trapazos precisamente cuando los contertulios llegan a sentarse. Cosas del folklore, tal vez. —¿Cómo ven ustedes la situación? Mis amigos comienzan a pasar revista a la política nacional. Una política que se presenta con dos caras distintas, atractiva y repelente, despreciada y sobrevalorada, digna de atención y de olvido. Apasiona y decepciona. Igual que la concepción dualista con que los antiguos indios entendieron el mundo, igual que sus dioses que fueron a la vez constructores y destructores. Igual que la Coatlicue Mayor, la política es también la madre fecunda por la que tantos viven y la devoradora fatal que a tantos quema hasta la incineración. De esto te platicaré muy pronto. Saludos a los colegas de nuestro periódico "The Mirror" Estimado Daniel: Los mexicanos nunca se apasionan tanto como cuando hablan de fútbol, de toros y de política. No sé hasta qué punto el interés de la política se vea disminuido por la futbolización del país. Donde quiera se da algún opio del pueblo. Se da o se lo dan. Quiero decirte que el mexicano es más espectador que actor de la política. Prefiere ver los toros desde la barrera, comentar la faena desde la barra del café, que tirarse al ruedo a donde sólo bajan algunos para saciar sus ansias de novillero y salir de ahí, los pocos diestros que saben manejar la mano izquierda, por la puerta grande, y la turba de ingenuos maletillas directamente a la enfermería. Coatlicue vital y mortal, la política da y quita como el Coso de Insurgentes. Pero como espectador de la política, qué activo, qué hervoroso, qué enterado resulta el mexicano. Maneja los hechos y los interpreta, discute y opina, comenta y chilla, reflexiona y crítica. Murmurar de la política es artículo nacional, mexican-curios, en fila con los sarapes de Saltillo, las guitarras de Paracho, el mezcal de Laguna Seca y los chicharrones de Tepatitlán. Algo que el mexicano lleva en la sangre. Cuestión de genes y cromosomas. Verdadero genio de la raza. Nunca apasiona tanto la política al mexicano como cuando la lumbre de ella llega a los aparejos de él, cuando en inevitable encuentro chocan las leyes con sus intereses, se atraviesan los gordos impuestos por sus flacos bolsillos y el bien común trata de enseñorearse del bien particular. Me parece que el mexicano no acaba de entender todavía ni el sentido ni la función del bien común, según vive defendiendo con uñas y dientes su propio bienestar, a veces por encima del bien común, a veces a costa del bien común. Esto lo entendí mejor la otra noche en que fui a ver al cine una película que se llama "Mecánica Nacional". Y es que como todos tratan de aprovecharse de todos, el pobre ciudadano opta por madrugarles a los demás antes que los demás le madruguen a él. Todo es cuestión de adelantar el reloj o la teología. Aquí oigo decir mucho esta frase: "Al que madruga, Dios lo ayuda", que me hace recordar aquélla otra de Patricio Chamizo: "Ganarás el pan con el sudor del de enfrente". Voy ganando terreno en el grupo de amigos, que capitanea como líder Mister José Guadalupe López Pérez. Un buen muchacho. Al encontrarlo ayer en la calle me dijo: Nos vemos en el café, yo te lo disparo, cuate. Después supe que cuate es aquí lo máximo. Más

que amigo. Mucho más. Algo así como hermano gemelo, y que es palabra azteca, coatí, que significa precisamente eso. Lo que me trae confundido es por qué este hermano del alma quiere dispararme, arrojarme el café, tirármelo a la cara. El mexicano dispara lo mismo un balazo que un "cofee pot". Pancho Pistolas. ¿Por qué, le pregunté a Mister López Pérez, por qué si los mexicanos hablan todo el día de política, por qué un cincuenta por ciento de la población se mantiene al margen de ella? En las elecciones presidenciales de 1964, ocho millones de mexicanos que deberían votar, no votaron. Y así en cualquier episodio mayor o menor. Abstencionista pertinaz, el mexicano lo es por inercia, por ignorancia, por dejadez, sobre todo por inconsciencia cívica, y quizá también por personal convicción y experiencia de siglos. Lo mismo cuando fue indio puro, mestizo de dos razas, variopinto de sangres, en aquellas castas en que fue mulato, lobo, torna-atrás, morisco, albino, zambayo o cambujo, luego novo-hispano subordinado a la Corona de España, y al fin mexicano independiente, siempre se encontró con que jamás pudo comer a la carta eligiendo democráticamente a su placer lo que apetecía, sino que desde que apareció el hombre en este cuerno de la abundancia, una oligarquía habilísima en preparar comidas corridas le viene sirviendo un menú obligatorio que, a fuerza de no haber otro, tiene que ingerirlo, así sea poco apetitoso, falto de calorías, crudo, requemado o indigesto. Porque si de historias se trata, el mexicano no se acuerda haber elegido jamás ni a reyes aztecas ni tarascos; nunca fue a las urnas para votar a favor o en contra de oidores y virreyes, emperadores rubios y altezas serenísimas y, aunque después luchó y murió por el sufragio efectivo, resultaba con que el premio mayor de la lotería ya había caído mucho antes de celebrarse el sorteo, con lo que de tonto andaba comprando cachitos, compadeciendo huérfanos y haciéndose ilusiones de pegarle al gordo. La política a la mexicana es difícil de asir como la igualdad a la norteamericana y el macarrón a la italiana. No sé cómo empezar mis reportajes para "The Mirror". Para tu tranquilidad, te diré que Mister Salvador Novo, que es académico de la lengua, cronista de la Ciudad y señor de los anillos, me explicó que disparar es un mexicanismo con significado de invitar. Así que me salió el tiro por la culata. No me aventaron el café, me lo obsequiaron. Estos mexicanos son puro corazón. Ba-bye. Dear cuate Daniel: Mis técnicas de reportero me vienen fallando. Por más que trato de investigar si alguno de mis amigos se lanzará como candidato en las próximas elecciones, nadie suelta prenda. José Guadalupe me ha dicho que para ser político en México se necesitan tres cualidades digamos sicosomáticas: buena lengua, buen estómago y buena espalda. La lengua para saber hablar, pero yo creo que sobre todo para saber callar, porque candidato que habla se quema. El estómago, para resistir los menudos kilos de barbacoa y espumosos litros de cerveza con que sus simpatizadores agasajan a presuntos, electos y ungidos. La espalda para que, como agua sobre concha, por ahí se resbale todo lo que tú puedes imaginarte. El político salta como la liebre, por donde menos uno se la espera. Hasta de la manga de la camisa, como por arte de prestidigitación. El que se siente amarrado, de pronto se mira suelto al vacío y atraído por una ley de gravedad hasta que no da el changazo, según expresión muy extraña que oigo con frecuencia. Debería decirse dar el personazo, ya que

la caída no es de changos sino de personas, a no ser que ahí se esconda una sutil referencia al darwinismo. Aquí no te dan nombres concretos; el candidato es un fantasma, se llama el tapado. Tapado. ¿Por qué? Mi diccionario español dice que tapado es un adjetivo masculino singular —de veras, muy singular—, que significa torpe o cerrado de inteligencia. No seré yo quien lo diga, sino el pueblo que lo soporta. Pero como mi diccionario es un humilde pocketbook, telefoneé a un amigo para que me aclarara el término. Me contestó muy amablemente diciéndome que él nació en San Luis Potosí, y que allá en su tierra se llama tapado al que por comer muchas tunas, no puede obrar. Como tampoco entendí de qué obras se trata, con pena y todo volví a molestar a mister Salvador Novo, el cual como libro abierto con encuadernación de lujo, me explicó que tapado es otro mexicanismo. Tapado es el presunto candidato, cuyo nombre se guarda en secreto hasta última hora. ¿Pero quién lo guarda, Mister Novo, quién lo sabe, quién lo designa? He llegado a la hipótesis de que aquí hay dos clases de electores: Los de arriba y los de abajo. Los de arriba seleccionan el personaje y los de abajo simplemente votan por él. Los de abajo son el pueblo, los ciudadanos, lo que se dice la raza. Pero, ¿quiénes son los de arriba? ¿Quién es el gran elector, el acomodador en el teatro, el repartidor de utilidades, el juez que dicta la última palabra? La política mexicana está en fila con las películas de suspenso, o la Avenida de los Misterios, esa que desemboca en la Basílica del Tepeyac. Para que veas lo atrasado que andamos por allá en la Unión Americana, en Estados Unidos sabemos quién es el vencedor hasta 48 horas después de las votaciones gracias a un costoso montaje de computadoras electrónicas, mientras que aquí se conoce con certeza metafísica hasta medio año antes de la votación. Para lo que basta y sobra una voz al oído, un recadito de tres palabras, un simple telefonazo, un sobre lacrado, una palmadita al hombro. Sabrás que allá por el año de 1929, el presidente Plutarco Elias Calles, que en paz descanse, creó un partido político que jamás ha sido partido, ni compartido ni repartido, sino monolítico y erecto cual los gigantes de Tula, de suerte que en sus 44 años de galana vida no ha perdido una sola elección de presidente de la república, ni de gobernador o senador, para que lo sepan allá los republicanos y los demócratas, que a veces ganan y a veces pierden, aunque a veces también ganan perdiendo o pierden ganando. A los otros tres partidos políticos que hay en este país, les cae de vez en cuando algún escaño del Congreso o tal cual alcaldía de tono menor y sinfonía inconclusa. Fenómeno sin igual que el mexicano designa con patente automotriz de "carro completo". Preciosa imagen de lirismo. Imagínate que tú eres dueño de un Mustang último modelo. Por amplio que sea, el cupo es limitado. Y es claro que tú prefieres llenarlo con tus amigos. El viaje es así más cómodo y feliz. Mis perplejidades no acaban, Daniel. ¿ Quién fabrica a quién? ¿El gobierno al partido o el partido al gobierno? Aún el mexicano que va por las tardes al Café Capitolio no ha podido descifrar el enigma de la Esfinge. Apenas se le ocurren malos pensamientos y falsos testimonios, pues a veces cree que el partido sirve para que sean elegidos democráticamente las personas previamente designadas por el gobierno, y a veces piensa lo contrario; que los altos mandos del partido son quienes seleccionan, eligen y entronizan a cuanto ciudadano ocupa un puesto de representación popular. Así se la pasa discutiendo horas y años sin acabar de saber quién engendra a quién, si el partido al

gobierno o el gobierno al partido. Todo un morrocotudo problema de paternidad responsable, que ni con análisis de sangre. Pero aficionado como es a la historia patria, al mexicano le bastará hojear el libro tercero de la "Historia antigua de México" escrita por el sabio Francisco J. Clavijero para que ahí compruebe que en pleno siglo XIV, Acamapitzin fue el creador del PRI y de la familia revolucionaria. Nada de hipótesis, historia químicamente pura. Verás: Hasta el año 1352 el gobierno mexicano era aristocrático. La nación prestaba obediencia a una camarilla de veinte miembros, compuesta todavía no por compadrazgos y recomendaciones, sino por personas las más notables por su nobleza y sabiduría. Un buen día la camarilla decidió, naturalmente sin consultar al pueblo, erigir su pequeño estado en una monarquía. Entonces eligieron a Acamapitzin con el más ortodoxo estilo nacional que es el clásico dedazo; pues como escribe Clavijero, lo designaron "los sufragios de algunos electores a cuya decisión se sometieron todos". Como esta primera experiencia de elecciones que hubo en la nación resultó tan cómoda y pacífica, sin que ningún indio plebeyo o caballero-halcón amenazara con porristas armados de flechas con punta de obsidiana ni organizara mítines callejeros al son del teponaztli, el feliz ensayo se convirtió en costumbre y la costumbre en ley, como suele ser el proceso de las cosas de este mundo, por lo cual después de seis siglos corridos seguimos con iguales procedimientos democráticos. Unos cuantos designan previamente al Acamapitzin en turno que posteriormente la inmensa mayoría elige, acepta y reverencia, los brazos cruzados, la frente inclinada, la boca ligeramente abierta para que por ahí pueda escaparse el inocuo y gracioso desquite de los chistes. Apenas designado emperador, Acamapitzin comenzó luego a coleccionar mujeres, quienes, agradecidas por el título de reinas con que su señor automáticamente las honraba, le dieron muchos hijos, a los cuales el emperador fue situando como gobernantes y administradores de la cosa pública, de suerte que en un momento dado el poder quedó en familia, la primera familia revolucionaria que registran los fastos del país. Esta otra segunda experiencia de controlar el poder entre los afines, se convirtió igualmente en costumbre y ley. Pues enseguida se integró un Consejo de Estado formado por nobles de la misma sangre, es decir, compuesto por individuos de la misma familia reinante. A la muerte del Tlacatecuhti o señor principal, este Consejo decidía quién había de substituirlo, pero cuidando siempre que el sucesor tuviera gotas de su misma sangre. Exactamente lo que hoy acostumbra la familia revolucionaria que no suelta fácilmente el poder a ningún extraño, llámese partido de oposición o ingenuos independientes, sino que da la exclusiva a sus propios hijos, cual debe ser, aquellos que viven unidos no por deleznables vínculos carnales como hacían los aztecas, sino por más altos dinamismos psicológicos, como pueden ser los reconocidos servicios a la causa revolucionaria, la mutua amistad, los intereses personales o de grupo, el temor a la derrota, la disciplina al partido con esperanza de conseguir algún huesillo en próximo futuro y aun cierta inercia del pesado aparato gubernamental. Como un reconocimiento público de eterna gratitud ciudadana, todas las oficinas del partido deberían lucir el retrato, por lo menos hablado, del emperador, ya que murió sin conocer cámaras Kodak, ornado quizá con una donosa leyenda que dijera así: "Al emperador Acamapitzin, fundador del PRI en México y patriarca de la Familia Revolucionaria. Honor a quien honor merece". Presenta mis respetuosos saludos a la Estatua de la Libertad. Thank you very much.

Dear Daniel: Estoy feliz. Ya puedo enviar al periódico noticias concretas. Se destaparon los candidatos. A la media noche fue la develación de las estatuas. Humo blanco. Diputados habemus. Los fantasmas huyeron entre las sombras para dar paso a rostros radiantes y juveniles. Juveniles, sí. Al político de ayer, viejo gallo de duros espolones que no se cocía de un hervor, sucede la chaviza recién salida del cascarón. Melenas beatlerianas sustituyen a testas desforestadas. Detrás de los escritorios donde antaño languidecían rostros enjutos como diseñados por el Greco, y manos sarmentosas que se posaban cada hora sobre el frasco de los analgésicos y la caja de los calmantes, hoy bullen inquietos pesos pluma, anatomías de olimpiada, atletas de pura sangre, como que el fenómeno cósmico de la juvenilización irrumpió también por cuanta puerta conduce a oficinas y privados de palacios grandes y chicos. , Los políticos que antaño trasudaban olor a pólvora por entre el cuero de la bronca chamarra, las lejanas de anchas alas y las altas botas sísmicas, hoy despiden suaves emanaciones de lavanda inglesa por en medio de los encajes de las camisas Arrow y los casimires de legítimo contrabando "in English fashion". Ya no cuelgan las temibles pistolas de las caderas caídas, sino esclavas de oro en las muñecas elocuentes de gestos. El aire de bravucón y perdonavidas optó por eternizar convencionales sonrisas. La Gioconda ha regresado a su sitio. El político de ayer se llamaba mi sargento y refrendaba sus decretos con zoológicas huellas digitales. El político de hoy se titula el señor licenciado, la pluma fuente en la diestra, los códigos en la siniestra, las técnicas declaraciones a flor de labios frente a un staff de secretarías bilingües que le beben el aliento, un tinglado de interfonos y una rueda de inquietos periodistas de la fuente, decididos a convertir una sola frase de un solo político en esperanza y redención nacional. Es la hora de la juventud y de la inteligencia. Como mi olfato periodístico lo presentía, José Guadalupe López Pérez ha sido nominado por el tercer distrito de su estado natal, gracias sin duda a un padrino de lujo que pudo darle el espaldarazo, palanca del ímpetu de aquel punto de apoyo que pedía el filósofo para mover el universo. De otra manera López Pérez sería en estos momentos un disciplinado a la fuerza, un pobre chamuscado, definitivamente quemado. Recuerda, hombre, que eres polvo y en polvo te convertirás. Llevamos dos noches de fiesta sin pegar el ojo. El Café Capitolio hierve de adhesiones sofocantes y besamanos en tumulto, así de los simpatizadores de la primera hora, como de los obedientes perdidosos que la celebran todos en familia con proletarios whiskies en las rocas con fondo de mariachis. Ya lo decíamos, tú eres nuestro gallo. Estoy admirado de la buena memoria que tienen los mexicanos, funciona como en días de exámenes. Unos se acuerdan de que José Guadalupe fue su compañero en el jardín de niños, otros cuentan anécdotas de cuando jugaban béisbol con él hace veinte años. Su tía Bertha es muy amiga de mi mamá. Mi concuño, que en paz descanse, era su primo carnal. ¿Te acuerdas que de chico vivías a la vuelta de mi casa? Unos empiezan a llamarlo licenciado, aunque parece que destripó en la prepa; otros no le quitan el aparejo del don, Don José Guadalupe, sin que olviden algunos que en el barrio lo apodaban el arroyuelo. Por fresco y murmurador. Desde el preciso instante en que lo destaparon, no lo dejan en paz sus seguidores, amigos unos, acomodaticios buscachambas otros, lo siguen a donde va, pendientes de sus gestos,

obsequiosos a sus deseos. Dime qué se te ofrece. Estoy a tus órdenes incondicionalmente. Cuenta conmigo para lo que quieras. Trabajo le cuesta al pobre escaparse unos segundos si quiere obrar o hacer obras, no me acuerdo cómo se dice. Ojeroso y desvelado, López Pérez trabaja a marchas forzadas hasta dieciséis horas al día. Es la tónica en uso. Por las mañanas recorre las oficinas públicas, se entrevista casi diariamente con el jefe, saluda de abrazo y palmadita a cuanta celebridad encuentra por la calle, ya casi completa la lista de los teléfonos privados de los políticos influyentes, cada semana viaja al De Efe sin otro asunto que hacerse presente ante ciertos personajes de cierto edificio que se ubica en la esquina de Insurgentes con Mina. Mina es un héroe nacional, pero mi diccionario spanish-english dice que mina es un lugar donde el explorador puede encontrar un tesoro. Su agenda está repleta de citas y compromisos: la boda de los García, la confrontación con estudiantes barbones, el pleito de los carniceros, el alza de las tortillas, la conferencia sobre estructuralismo y sus bostezos. Todo lo que caiga. Lo que venga es bueno. No digas nunca no. Santo que no es visto, no es adorado. Hoy ha empezado su campaña. Pero como hombre prevenido vale por dos, desde hace tres meses tenía ya impresa toda la propaganda. Aunque a media noche se tomó una pastilla de Valium-10, el candidato se veía nervioso. A las once de la mañana llegó un camión de redilas a recogerlo a la puerta de su casa para comenzar la confrontación con el pueblo. El estudio de campo de la problemática de su distrito. El diálogo en vivo bajo el sol quemante, la tierra suelta y entre los nopales. Así quiere la raza ver a sus candidatos. De cerca y en guayabera. El camión se detuvo en la plaza de armas. Un mar de sombreros de palma. Las paredes de la botica y del billar lucían enormes mantas de bienvenida. "López Pérez, símbolo de unidad revolucionaria. Un voto por López Pérez es un voto por el campesinado. Con López Pérez hasta las cachas. Nunca un solo hombre ha hecho tanto por tantos". La gente aplaudía cada vez que un globo cautivo se escapaba de las torres. En vilo bajaron del camión al candidato, sofocado de abrazos y tatuado de confetti. Él sudor perlaba su frente casi heroica. Dos muchachas vestidas de chinas poblanas le ofrecieron la dulcedumbre de sus brazos y así subió escoltado por la fresca belleza de la mujer campesina, hasta el centro del tablado donde en pie y abriendo los brazos, crucificado ya en la misión que el pueblo le encomendaba, agradeció las porras y los vítores, cuyos ecos el viento esparcía entre los maizales en espiga y aún más allá, al fondo de las cañadas donde se desmadejan las barbas espumosas de los ríos, y hasta la esfumación azul de las montañas. Luego el silencio. Ese silencio tenso que antecede a los grandes momentos. El orador preparó la garganta tosiendo dos veces. Sopló sobre el micrófono para asegurarse del funcionamiento. Sacó un papel de la bolsa del pantalón. Volvió a toser. "Ciudadano candidato de nuestro partido. Honorables señores del presidium y demás personalidades que lo acompañan. Señor representante del secretario del señor Regidor. Ciudadanos que me escucháis..." Te diré aquí ínter nos, my friend Daniel, que si de oratoria se trata, los políticos se dividen en dos: los mudos y los tartamudos. No es que el político tenga que ser orador. Nadie le exige una palabra bella, simplemente una palabra. Una palabra tan breve y tan urgente como la flecha que señale el rumbo. O nos perdemos. No hablan muchos porque no tienen nada que decir, peor si no quieren

decirlo. Ni siquiera un grito a tiempo. Guardianes del rebaño sin la garantía del ladrido. Son los mudos. A riesgo de equivocarme, yo creo que muchos líderes de aquí no pecan de mudez, sino de tartamudez. Para que me entiendas mejor, te diré que muchos hablan como Cantinflas. No se entiende lo que dicen, porque no quieren que uno los entienda. Escamotean los problemas, los hechos, los nombres, las verdades, las soluciones. No aluden a lo que sucede, sino que eluden la realidad. No son expresivos, sino evasivos. Y como tienen un santo horror a llamar a las cosas por su nombre, prefieren la bruma, la opacidad, la neblina, la penumbrosa elusión. ¡ Arriba el smog! "Compañeros de partido, lucharemos por acabar de una vez por todas, con los enemigos vendepatrias, las fuerzas oscuras que se oponen al progreso y las doctrinas exóticas que se mueven fuera y dentro del país". All right. Pero, ¿no hubiera sido más útil para el auditorio y más digno para el orador que dio la bienvenida a López Pérez, haber explicado quiénes son esos enemigos en concreto, cuáles son esas fuerzas oscuras, en qué consisten esas doctrinas, por qué son exóticas y quiénes las auspician? ¿No te parece que es muy cómodo denunciar en abstracto, y muy estúpido? Como un disparo al aire. Eludir, yo creo que es tener miedo a la verdad. Y quien tiene miedo a la verdad no puede ser conductor de palabras, mucho menos de hombres. López Pérez concluyó el discurso de su campaña con esta parrafada de antología: "Sigamos nuestros ideales revolucionarios, conjugando la marcha de nuestros propósitos de acuerdo con los postulados que nos rigen hasta lograr la meta''. ¿De qué ideales se trata, querido López Pérez? ¿Por qué no nos explicas cuáles son esos propósitos? ¿En qué estriban los postulados que invocas? ¿Cuál es la meta que te has fijado? Las dianas inflamaron el aire, retumbaron las matracas, una procesión de globos cautivos enfiló hasta las nubes redondas, empreñadas de infinito. En la huerta de don José Castillo se sirvió al candidato y demás personalidades que lo acompañaban una suculenta barbacoa con crepitantes carnitas, rociadas de inefables teporochas. Al día siguiente, la prensa local publicó a toda plana una fotografía de la comida campestre con este pie de grabado: "El candidato López Pérez promete regresar". Así hasta yo regresaría de Nueva York. La barbacoa estaba "truly delicious".

LA CULTURA CADA una de las áreas del progreso nacional se expresa con su respectivo anuncio radiofónico y televisivo. Incremento de la riqueza silvícola: "Adopte un árbol". Limpieza general de las ciudades: "Ponga la basura en su lugar". Conciencia de los deberes cívicos: "No dejes que otros decidan por ti". Auge de la industria eléctrica: "Ayuda un poco apagando un foco". Avance de la cultura: "Si no sabes leer, aprende. Si sabes leer, enseña". No es que el progreso se haya vuelto puro slogan, sino que hasta el slogan se ha convertido en puro progreso. Los tiempos audiovisuales en que vivimos exigen un desarrollo así de plástico y tangible. Ello es que la campaña de alfabetización más o menos eficaz para enseñar a leer al que no sabe, apenas ha hecho nada para enseñar a leer al que sabe. Gracias a los infinitos medios con que hoy cuenta la pedagogía, resulta bastante sencillo hacer que un analfabeta lea; lo que no se ha logrado todavía es que lea un alfabetizado. Unos no leen porque no saben, y otros aunque sepan no leen. En conclusión, nadie lee. La gente compra el periódico de la mañana y más que leerlo lo hojea con hache y lo ojea sin hache, es decir, da vuelta febrilmente a las hojas una tras otra, según los ojos brincan de aquí para allá. Simple y errátil lector de encabezados, mariposilla fugaz que apenas roza las corolas de los títulos gordos. En dos minutos se despacha el medio kilo de papel impreso que después guardará cuidadosamente para venderlo al ropavejero o utilizarlo como combustible del sabatino regaderazo. Cada sección del periódico tiene sus fans. La juventud masculina se va derechamente a la página deportiva que lo nutre de infinitos temas que luego va a compartir con los amigos, mientras que la editorial está más desierta que casillas en día de votación. De dos maneras el escritor mexicano se queda inédito: o no publicando lo que escribe o publicando en la página editorial. La juventud femenina prefiere la página de sociales, que debería llamarse de anti-sociales por clasista y discriminatoria. Sólo da albergue a quinceañeras y novias de la alta. Por pura curiosidad haga usted una lista del vocabulario empleado en cabezas, noticias y pies de grabado de esta selectísima sección. Ahí encontrará usted elegantes señoritas, lluvia de dólares, smokings, recepciones y cocteles, open-house, lunas de miel en el Caribe, ágapes exclusivos, trousseaus bordados de perlas, viandas rociadas con los mejores vinos. Los viejecitos jubilados descabezan el bendito sueño leyendo los avisos oportunos con la vana esperanza de encontrar un terrenito barato, una máquina de escribir proporcionada o cualquier cosa que ellos pudieran comprar, la que fuera, con tal que se tratara de una ganga, pero eso sí, sin enganche y en abonos. Demasiados milagros a la vez. Hay una sección del periódico que todos devoran con apetito de antropófago —viejos o muchachos, lo mismo da—. Es la nota roja. Por razones teológicas uno nace morboso, y por razones comerciales, lo hacen a uno todavía más. Nadie pregunte después por qué es tan cochambrosa la mente del mexicano. La mente, y la boca, y la mano y demás corpóreas dependencias.

Tal vez por cuestiones de marketing y otras razones así de metafísicas, los periódicos dedican páginas y páginas al deporte en general y al fútbol en particular, mientras los hechos culturales quedan por principio fuera del sistema. Qué diera el mejor libro del año por lograr siquiera una parcela del latifundio que ocupa la crónica de una boda-muy-popis; jamás una exposición de pintura ha visto el despliegue publicitario que los plumíferos conceden a una pelea de box. Si los conferencistas famosos fueran toros de Mimiahuapan, seguramente verían su fotografía a todo color en las páginas centrales de los diarios, lástima que los conferencistas no sean negros zainos, bien puestos de pitones, sino inocentes bípedos incapaces de embestir a nadie a no ser con algún silogismo cornuto. ¿El resultado? El pintor se dedica a vender aceite de cocina. El escritor termina en burócrata. El sabio emigra. El poeta, sobre todo el poeta, se muere de hambre. La poesía nunca fue "modus vivendi", sino el mejor "modus moriendi". La sociedad ofrece como prototipo del éxito y la fama a ese mundillo ruidoso y espumoso como tapón de sidra que es el futbolista, el boxeador, el baladista lastimero, la vedetteafuera-ropa, mientras le importa un comino el mérito del investigador y la virtud del sabio. ¿ Con qué autoridad vamos a exigir a la gente que estudie, se cultive y se perfeccione intelectualmente? ¿Y para qué? ¿Para que sufra hambres y olvidos? Mejor que aprenda a banderillar novillos, se entrene a dar patadas y catorrazos, se meta un micrófono en la laringe o se enseñe a golpear la batería; eso sí da dinero, honor y gloria por los siglos de los siglos. El intelectual con poco se conforma: la barbita subversiva, la taza de café, la miopía en aumento, la desvelada por libros y el gesto heroico y contestatario de luchar contra lo establecido. Los libros han de estar sin duda en las librerías como es lógico suponerlo, pues no se miran en manos sino de unos cuantos. La gente prefiere "monitos", pues la mucha imagen y el poco texto hacen llevadera la pesada carga de la lectura. Últimamente los ricos han dado por comprar libros, no crea usted que para leerlos, ni lo permita Dios, sino como objetos decorativos de su residencia; y así hacen la compra por metros lineales de libros de acuerdo con el cupo del librero de caoba. —¿Qué te parecen mis libros? ¿Verdad que se ven muy bien? Hay más clientela comprando carros último modelo que libros última edición. Lo que prueba que al mexicano le interesan más los bienes consuntivos que los productivos. Y que no es lo mismo ser rico que rico de espíritu. Por algo Amado Nervo decía que "a ser rico, preferí ser poeta", según Manuel José Othón se burlaba de "el vulgo vestido". En la ciudad de México hay una librería por cada quince mil habitantes; y en el interior del país, una por cada setenta mil. Con lo que se puede juzgar lo poco que leen los tranquilos provincianos. Las librerías suelen ser librerías con algún además. Por ejemplo, librería y papelería, librería y artículos de tocador, librería y juguetería. En Matamoros hay un establecimiento que por fuera se llama librería y por dentro sólo vende coronas de papel para difuntos. Abrir una librería químicamente pura en algunos lugares del país, es abrir una quiebra. Cuando el buen provinciano por fin acude a comprar un libro, después de pensarlo mucho, la señorita empleada utiliza una escalera rastreadora para buscar el volumen que

posiblemente esté allá arriba en el penúltimo entrepaño del estante, a cuatro metros de altura. Fíjese que no lo tenemos. A ver si nos llega esta semana. Ya lo pedimos a México hace dos meses. ¿Por qué no se lleva mejor "Los últimos días de Pompeya"? Y si de milagro aparece el libro apetecido, el futurible lector mira de soslayo el precio marcado en la primera página, arriba y adelante. El precio equivale a tres días de salario. Mañana vuelvo, señorita. En 1969 se publicaron 2,966 títulos con evidente predominio de autores extranjeros, puesto que se prefiere editar obras que hayan tenido éxito en sus países de origen. En el mejor de los casos, un libro de autor reconocido del país apenas alcanza los cinco mil ejemplares. Estos son nuestros best-sellers. Los autores primerizos agotan pronto sus ediciones, regalan el libro con todo y autógrafo a sus amigos y parientes. "A mi querida tía Pánfila, que me enseñó las primeras letras. El autor". Lo que menos se lee en México como en cualquier país del globo, es la poesía, manjar de dioses no fácilmente digerible por mortales, quizá porque éstos piensen que la poesía es ininteligible, aburrida y cara. Lo grave del asunto es que a veces le atinan. Algunos señores y señoras hacen versos sin necesidad de ser poetas. Lo que más se lee en México es la pornocultura. Lo afirman graves estadísticas como lo ve el más desaprensivo ciudadano. Los quioscos andan llenos de revistas, que luego se vacían, cuyos ingredientes literarios y fotogénicos se cocinan con carne, exclusivamente con carne femenina. Entre un libro sobre el Arte Griego y otro sobre las Leyes de Reforma, el mexicano no duda, se queda con el libro que trata sobre la frigidez de la mujer. Eso sí que es pan caliente. Las bibliotecas son lujo de grandes ciudades; y cuando existe alguna en una población digamos de cincuenta mil habitantes, los anaqueles lucen obras filosóficas de Descartes y Kant, cuando la gente busca tratados para combatir las plagas y cultivar la alfalfa. En la ciudad de México hay 350 bibliotecas cuyo acervo sobrepasa los cinco millones de libros, lo que representa el 63 por ciento del fondo bibliográfico del país. La Biblioteca Nacional cuenta con un millón de volúmenes. Más o menos solitarias por costumbre, las bibliotecas suelen colmarse hasta los topes cuando la muchachada anda en vísperas y pánicos de exámenes. Las salas de lectura se convierten entonces en salas de estudio, donde los redomados perezosos tratan de engullir en unos días lo que no pudieron masticar en todo un año. Si es poco lo que lee el mexicano, es menos lo que escribe. A no ser alguna carta. Las cartas de novios, hace varias décadas que emigraron con las golondrinas. Aquel papel sonoro, aquel perfume que se efundía como una caricia al abrir el sobre de lino azul, aquella letra a mano de floridas mayúsculas con arabescos y guirnaldas de muy lindo ver. Tan poco ortográficos como se han vuelto los novios, hoy sustituyen las gráciles cartas por telefonazos de permanencia voluntaria y entrevistas personales de sol a sol, aunque unos prefieren tenerlas precisamente cuando el sol se ha metido. Sólo van quedando las cartas de negocios terriblemente insípidas, uniformadas con iguales giros, adobadas en el mismo molde. Todas empiezan con un "muy señor mío" y concluyen con "su atento y seguro servidor". Que si alguno quiere ponerse elegante, entonces recurre a la fórmula dos: "Dígnese aceptar las expresiones de mi más alta consideración". Los maestros viven quejándose de la cada vez peor ortografía de sus alumnos. No distinguen la elle de la y griega, ni la jota de la ge; a la hache la dan por letra muerta, con

eso de que la pobre es muda, y una zeta jamás la han utilizado en su vida. No sabe uno por qué los profes se quejan de los alumnos, sino por qué no les enseñan ortografía. Dicen las malas lenguas que aun profesionales insignes tienen serios problemas con la ve chica, qué será con la be grande. Y que existen por ahí algunos ayuntamientos cuyo secretario no es elegido temporalmente por la democracia del sufragio efectivo, sino impuesto a perpetuidad por la necesidad no menos efectiva, ya que es el único que sabe escribir en todo el pueblo. Lo mismo acontece con las designaciones que hace el señor cura para la señora secretaria de la Acción Católica y señora tesorera de la Vela Perpetua quien, para estar a tono también es perpetua, porque no hay más cera que la que arde. Pueblo y gobierno erogan generosas cantidades para la educación del país. En ello invierte la Federación el veinticinco por ciento del presupuesto nacional, sin contar las inversiones de gobiernos estatales y municipales, y de particulares. El gasto en la educación representa el tres por ciento del producto nacional bruto. El presupuesto de educación para 1973 fue de catorce mil quinientos millones de pesos, aunque el 63 por ciento se evapora en sueldos de maestros y administración, con lo que apenas queda un 37 por ciento para la oferta educativa, ya que es preciso pagar 400 mil plazas de trabajo. Sin embargo, ante el reto de la demografía y la industrialización, escuelas y maestros resultan insuficientes ante la demanda tumultuosa. Se construye un aula cada dos horas, pero sería necesario construir dos aulas por hora. Tres millones de niños se quedan fuera por falta de cupo. La ley del embudo parece presidir el sistema educativo. Son ejércitos los que ingresan al curso inicial de los estudios; pero conforme van avanzando los ciclos, los alumnos van disminuyendo correlativamente, de suerte que al final —al final de tantos programas, de tanto dinero invertido, de tanto esfuerzo mancomunado—, apenas una raquítica minoría culmina la carrera. Sólo uno de cada mil obtiene título profesional. Los catorce millones y pico de niños y jóvenes que se inscribieron en 1973 pueden dibujar una trágica pirámide de ancha base y vértice de aguja: escuelas primarias secundarias preparatorias profesionales

— 12 millones — 1 millón y medio — 400,000 — 300,000

Si la escolaridad pudiera traducirse en dinero, tendríamos estas equivalencias: El adulto mexicano analfabeto, el que no tiene educación alguna, logra en toda su vida suponiendo la actual esperanza de vida promedio, un ingreso acumulado de 247,800 pesos. El adulto que ha terminado su educación primaria alcanza un ingreso de 699,600 pesos. Y quien termina la carrera profesional, puede ser dueño hasta de 2.671,200 pesos. Bueno sería que toda esa avalancha de catorce millones de estudiantes aprovechara la oportunidad de educación que muchísimos no pueden lograr aunque quieran, cuando por el contrario son tantos los que impiden el bien propio y el ajeno en fuerza de desertar de los estudios o repetir el curso. Solamente en un año y en un ciclo, en los estudios primarios de 1965, los reprobados y desertores sumaron 1.787.570, para quienes se gastó inútilmente la cantidad de mil millones de pesos. Ni el país más rico del mundo puede permitirse el lujo de semejante desperdicio. Se construye un aula cada dos horas, pero también cada dos horas desertan 148 alumnos.

Entre los que no pueden ingresar a la escuela por falta de cupo, los que abandonan el estudio y los que reprueban año, las estadísticas concluyen con el más desagradable de los datos: el mexicano promedio sólo llega a cuarto de primaria, independientemente de los seis millones de analfabetos absolutos además de los funcionales, que desde luego no funcionan. Ahora se explica usted por qué algunos creen a pie juntillas que Nerón es un perro, que Dinamarca es la capital de Hungría, Carlos V una marca de chocolate, y los dinosaurios, indios belicosos de Sonora. Falta de ignorancia, que diría el ranchero. Nuestra cultura general es de primer día del Génesis. Cuando apenas existía lo elemental, la montaña y el río, las nubes y los árboles, y aún el hombre no había caído en la tentación de conocer todas las cosas. Un conocido locutor de radio y televisión que la gente identifica por la blanca melena, la eterna sonrisa y el seudónimo de Doctor I.Q. ha sostenido por largos años un programa en que disparando al público preguntas culturales, que premia con dinero en efectivo y paquetes de caldo químico, no sabe uno si propicia la cultura o exhibe la incultura del pueblo. —Abajo a mi izquierda. —Aquí tenemos un caballero, doctor, me dice el locutor que me ayuda paseándose entre las filas del público. —Cien redonditos pesos si me dice de qué país era un rey muy delgado, alto, de bigotillo, de muy buen carácter, llamado Alfonso. —Pues, este, este. —Le voy a ayudar con todo gusto. Alfonso fue rey de Esp... El concursante con un tono de triunfo en la voz, grita a todo pulmón: Hombre, no faltaba más, rey de espadas. Esto me sucedió en un cine de la ciudad de México, relata el Doctor I.Q. En segunda fila de lunetas se encontraba una señora y precisamente detrás de ella otra, de esas que yo tengo catalogadas como soplonas. Cuando mi ayudante le pasó el micrófono a la primera, le pregunté: ¿ Quién escribió Don Juan Tenorio? La de atrás se le acerca y le dice al oído: Zorrilla. Entonces la primera voltea enojadísima: Zorrilla será usted, vieja metiche. Aquella noche el cine estaba hasta los topes. El de la eterna sonrisa preguntó a un señor muy peripuesto que reconociera al personaje cuya biografía él le iba a presentar. Se trataba del patricio Vicente Guerrero. Fíjese usted. Nació en uno de los Estados que tienen costas al Pacífico. Desde el primer dato, el concursante se limitó a decir "no sé, doctor". El Doctor continuó dándole datos y más datos sobre la vida de Vicente Guerrero. No sé, doctor. Al llegar al final de la biografía, le dijo: Para que pueda usted ganar cincuenta pesos y un paquete de caldo, voy a proporcionarle el último dato. Sus iniciales son V. G. Entonces el concursante contestó con florida sapiencia: Victoriano Guerta, doctor. En geografía no andamos tan rezagados como pareciera, pues gracias a las guerras que arman los todopoderosos y a los viajes del Primer Mandatario de la nación, la gente tiene oportunidad de saber dónde quedan Vietnam, Inglaterra, Francia, la Unión Soviética y la legendaria China. Que de Estados Unidos estamos al día y sabemos más de la cuenta. Los braceros conocen en carne viva hasta las brechas, veredas, desviaciones y puentes de vigas por donde entran a la conquista del dólar, y que no aparecen ni en los mapas oficiales del vecino país.

Hace años padecíamos una fiebre francesa. Los almacenes exhibían los últimos diseños, jabones y perfumes de París. Los estudiantes debían leer y traducir el francés a la perfección, porque los libros de texto en las escuelas de medicina, arquitectura o derecho estaban en francés. Era de muy buen tono que los escritores elegantes citaran versos de Víctor Hugo o pensamientos de Pascal. Ay de las personas cultas que no hablaran la lengua de Racine. Los ricos construían mansiones al estilo de Luis XV, y no faltaron algunos cándidos millonarios, como suele ser la mayoría, que coronaron su palacito con mansardas muy a la francesa, para que la nieve resbalara por ahí en los nevadísimos inviernos del Distrito Federal. ¡ Y de pronto! Se cancelaron las suscripciones a L'Illustration francesa en cambio de Life, de Time o del Reader's Digest, que nunca se imaginó el éxito de circulación entre los mexicanos. Los intelectuales suspendieron sus pedidos de libros a París y Madrid, y empezaron a preparar sus clases y bañarse de cultura en el Popular Mechanics. El modisto Bill Blass eclipsó con una de sus puntadas, la antigua fascinación por los cortes afrancesados. Y el espumante Champagne cedió al imperio del Drink Coca-Cola, en el que no se pone el sol. Las chicas de sociedad que en otro tiempo ingresaban en parvadas a los colegios franceses, hoy prefieren matricularse en aquellos que prometen, desde parvulitos, el estudio del inglés. ¿Por qué no prometen con el mismo ardor que se dedicarán a enseñar el español? Con frenesí se estudia el inglés, que poco a poco se va convirtiendo en segundo idioma del país y del mundo. Y claro que se necesita. Se necesita en funciones de cultura y tecnología. Instrumento indispensable en los estratos económicos y financieros. Pasaporte seguro para ocupar puestos ejecutivos. Peldaño para cualquier ascenso de la vida. Necesario, en fin, no sólo porque uno piense irse a Estados Unidos a engrosar el infinito número de los chicanos, sino porque, decididos a vivir y morir en nuestro México lindo, sin saber inglés no puede entender uno los nombres de los comercios mexicanos, las advertencias de los hoteles mexicanos, las marcas de los productos mexicanos, las informaciones turísticas del país y aún las películas que se exhiben en los cines, que en un cincuenta por ciento son norteamericanas. Do you speak English? Nosotros le ofrecemos un plan de treinta días con los mejores maestros. Aprenda inglés en su propia casa. Curso en quince discos. Le garantizamos alta conversación inglesa. Adquiera nuestros casettes. Pida informes. Sólo falta que la mexicanísima Avenida Juárez de la capital se llame Main Street o Avenida Studebeker. Fuera del nombre del Indio de Guelatao, todo lo demás que lleva esta Avenida —gentes, letreros, conversaciones— nada tiene que ver ni que oír con nuestra propia lengua y cultura. Por ahí discurren camisas escandalosamente floreadas con mucho "love and peace" y suéteres con paisajes de Long-Beach. Ahí acampan los vendedores de Mexican curios y devaluada "silver". Ahí asaltan los boleros a cualquier transeúnte más o menos rubio, así haya nacido en Xochimilco, al grito de: Shoe shine, Mister. Lo que pasa en pleno corazón de la Capital acaece desgraciadamente a lo largo del mapa, y con perfiles ignominiosos en la frontera. Al decir frontera, ¿quién piensa en la del Sur? Cediendo en nuestro modo de ser, de pensar y de hablar, nos vamos transformando en pobres conquistados que nos ufanamos en imitar únicamente lo superficial y pasajero de Norte América, según maltratamos su idioma y el nuestro.

Si se trata de comer, el mexicano de México entra al Coffe Shop y pide hot-dogs, hotcakes, ice-cream y 7up (diga: Seven op). Y si se trata de beber, en cualquier esquina encuentra un bar room para que le sirvan cocktailes y high-balls. ¿Por qué no llegar pidiendo a los meseros, en sabrosa traducción, una copa de rabos de gallo y un vaso grande de pelotas altas? Si el mexicano sale a la calle, pobre de él. Una marejada de yanquismos espectaculares en letras gordas y aun luminosas le harán creer, de pronto, que deambula con su pasaporte en orden por alguna ciudad de Texas, de ésas ya conquistadas de plano para el inglés desde hace un siglo. Ahí nos sale al paso desde algún cine Metropolitan o Majestic, algún Plaza Hotel, el Radio Service, el Vanity Fair, hasta los más modestos e incontables Barber Shop, Beauty Parlor, Grocery Store —eso es, una grosería—; y el saltarín e invitador letrerito de Open. Walk in, que prolifica en tiendas, estanquillos y misceláneas. Si el buen mexicano sube al tren con su ticket respectivo, el pullman se encarga de darle muy corteses avisos, pero en inglés, aconsejándole que pise con cuidado y no olvide sus maletas. Dichosos los mexicanos que saben entenderlo, porque de ellos serán siempre sus petacas, y no darán un mal paso por los siglos de los siglos.

LA MISA DEL DOMINGO LE diré a usted. Católico, sí soy. Por la sencilla razón de que es la religión de uno, en esa religión nací y fue la que mis padres me inculcaron. Pero tanto como fanático, santulario, besatarimas, mocho, santurrón, beato, rata de sacristía, mojigato, siguecuras, santucho, clerigalla, acólito, hija de María, cofrade, viste-santos, velabendita, terciario, componealtares, monaguillo, sacristán, besacorreas, campanero, santulón, persinado, hincamisas, eso sí que no. Viví hasta los quince años en un pueblo chico de esos en que está todo alrededor de la plaza de armas: la presidencia, la parroquia, la cantina, la tienda grande y el anuncio de la coca-cola. Mi padre era el dueño de la tienda grande, muy trabajador el hombre y muy honrado, lo que sea de cada quien. Los domingos era el día en que se nos tupía más el trabajo, no nos dábamos abasto de tanto ranchero que bajaba a misa y a sus compras. Mi madre, Dios la tenga en gloria, se iba a misa de doce que porque era la más bonita, y a fuerza quería cargar conmigo. Pero entonces mi padre le decía, tú deja a los muchachos que vayan cuando quieran. Uno ha de ir a misa cuando le nazca, no como esa gente que no sale de la iglesia, como si no tuviera qué hacer. Primero la obligación que la devoción, y si los muchachos se van a misa quién quieres que me ayude a despachar a tantísima gente. Primero comer que ser cristianos. Mi madre no le aflojaba. ¿ Ya fueron a misa? Ya van a dar la última. No se les olvide que hoy es domingo. Es misa de precepto. José Guadalupe, váyase a misa. Era el tiempo en que los padrecitos decían misa en latín y no les miraba uno la cara. La misa de doce llegó a gustarme. Era una misa, cómo dijera yo, religioso-social. Las muchachas estrenaban vestidos y los pollos del pueblo sacábamos los mejores trapitos para andar igual que ellas. Había saludos a la entrada, sonrisas y movimientos de ojos tipo semáforo durante el santo sacrificio, y conversaciones largas y tendidas a la salida. Con la misa de doce, los noviazgos progresaban algunos centímetros. Las señoras disponían la comida precisamente en funciones de la misa de doce. Don Manuel hacía su entrada por el pasillo central saludando con leves inclinaciones de cabeza. Doña Carmen, como gallina echada con la sarta de nietos, se esponjaba en la primera banca que, en vista de su alcurnia y virtud reconocida, nadie se atrevía a ocupar. Era la banca de doña Carmen. Derecho de apartado. Don José llegaba extendiendo su blanco pañuelo en el piso, se arrodillaba sobre él para no empolvarse los pantalones domingueros, se colocaba el sombrero de fieltro sobre las pantorrillas y esto era darse varias persignadas al hilo. Un conjunto de cuerdas interpretaba algún trozo no me acuerdo si de la Traviata o las Gaviotas a la hora de la elevación, mientras las damas católicas, con un listón tricolor al pecho, hojeaban el "Devoto del purgatorio" o acariciaban largos rosarios de plata torzal, cuyas cuentas frisonas alcanzaban a repasar dos o tres veces. Los caballeros católicos se pasaban la misa sin libro y sin rosario, pero según ellos muy devotos, dándose golpes de pecho al "Agnus Dei", quién los viera tan maldicientos en la calle y tan duros de pelar a la hora de cobrar los réditos y pagar a los jornaleros. Trasmisora de la vida, la madre es también trasmisora de la fe. Si no fuera por la mujer —la mujer que es madre, esposa, novia— los mexicanos serían ateos desde hace tiempo.

La madre es la evangelizadora, la catequista, guardiana y promotora de la vida religiosa del hogar. Es ella la que enseña las creencias, la que forma la conciencia moral de los hijos, la que acerca a los sacramentos, la que urge el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia. En la vida del mexicano, decir religión es decir madre. Si alguna vez lo invitan a pertenecer a otro culto, aunque él ya no practique el suyo, se defenderá objetando que él no abandonará la religión que le inculcaron sus padres. Y así pase largos años a la intemperie, sin aparente fe ni práctica religiosa, el recuerdo de la madre, sin meternos al viento del Espíritu, es como la brasa que aún arde entre las cenizas. Un desprecio a la religión es un doble desprecio, a la religión y a la madre. Así sea remiso para cumplir sus deberes religiosos, el día que los cumple, el mexicano sigue la línea, el estilo de la vida religiosa que, durante su infancia, marcó la madre con una impronta casi indeleble. Si pone un altar en casa el 12 de diciembre, si va a tomar ceniza, si le tiene devoción al Sagrado Corazón, si reza tres credos al acostarse, es porque así lo hacía su sagrada madrecita. El mexicano hereda una religiosidad tal como la entiende, la vive, la siente, la practica la mujer, la madre. Hay un matriarcado religioso, como hay otro matriarcado para todo lo demás. La fe del mexicano es fe pero una fe sencilla y espontánea. Cree en Dios, en Cristo Salvador, ni qué decir en los santitos y en cuanto la Iglesia le propone, pero de una manera casi intuitiva y sin complicaciones. La típica fe del carbonero, la fe firme y sencilla de los simples de corazón, la fe del que no exige pruebas ni solicita argumentos. Ni discute, acepta. Lo poco que sabe lo ha recibido por pura tradición oral: la enseñanza de su madre en el hogar y el catecismo parroquial de los domingos, tal vez elemental y memorista, si es que acudía y que acaso abandonó apenas hizo la primera comunión. Con eso y con el sermón del padrecito cuando va a la misa del domingo tiene bastante. Nada, o casi nada, ha aprendido por sí mismo en libros y revistas, fuera de algún catecismo de diez paginitas que le regaló su madrina cuando tenía seis años y algún folleto que, si saber cómo, llegó a sus manos. Su instrucción religiosa depende del oído, los ojos jamás los ha utilizado para cultivarse en la fe. Para expresar lo que sabe de religión, no tiene apoyo más seguro que las fórmulas de algunas oraciones que aprendió de memoria allá cuando era niño, el Credo, el Padrenuestro, el Avemaría, la lista de mandamientos y sacramentos que, aun siendo tan breves, las atropella y confunde, como aquel viejo que entremezclaba los rezos y clamaba en cruz: "No nos dejes caer entre todas las mujeres". La eficacia de su oración estaba avalada por sus ochenta años. Es claro que con estas teologías que aprendió en la remota niñez y conserva como parte de aquella dichosa edad, sin ánimo de continuarlas a lo largo de la vida y acaso sin otras oportunidades de aprendizaje, el mexicano medio —lo demás es minoría selecta— no tenga una síntesis de su fe, una visión panorámica y total, sino una serie de conocimientos más o menos coherente y analítica, incompleta, insegura, superficial. Muy en vías de desarrollo. Por eso un mexicano jamás podrá ser fanalítico ni apologético, si no tiene armas en las manos para la exposición y la pasión, la discusión o la defensa. Mientras más o menos prospera en conocimiento de otras cosas, en materia de religión se mantiene inmovilista, anclado como se quedó en lo poco que logró aprender de niño; de

donde surge, tan a menudo, un choque entre ciencia y fe, entre biblia y libros, entre religión y cultura, lo que el mexicano trata de explicarse a sí mismo como una duda religiosa. No hay tal duda, que sería siempre más positivo, sino simple ignorancia religiosa, lo que desde luego es peor, por negativo. Sin embargo, nadie podrá dudar de su sintonía frente a lo sagrado, de su espíritu tan naturalmente religioso, como lo fueron los indios y españoles de que procede; de su cosmovisión teñida fuertemente de implicaciones religiosas; y de una fe si se quiere ingenua e inculta, de carbonero y de niño —en gran parte imputable a la escuela laica y circunstancias históricas, políticas y aun eclesiásticas—; pero una fe sincera y cordial. El calendario religioso del mexicano tiene tres estaciones: una infancia de fe tranquila y práctica asidua bajo la presión de la madre; luego un largo período de disimulos en la fe y práctica esporádica, que va desde las rosas de la juventud, rojas de pasión y diversión, hasta la madurez y más allá, convulsionada de problemas económicos, urgida de hallar un lugar en el mundo y al final, el regreso del pródigo, cuando se acerca la despedida. Lea usted las esquelas de difuntos que a diario publican los periódicos. Todos los mexicanos, así hayan sido generales o políticos, jacobinos o librepensadores, divorciados o abigeos, así hayan muerto de muerte natural, como si hubiera de otras, o por accidente al borde de la carretera 57, todos mueren "en el seno de la Santa Madre Iglesia, confortados con los últimos sacramentos y la bendición papal". De seguro que el diablo se muere de ganas por conocer un mexicano. No ha de haber uno en los apretados infiernos, ni para semilla. La fe del mexicano está en las antípodas de una fe químicamente espiritualizada. Es una fe sensible, sentimental, afectiva, hervorosa. Una fe de pocas ideas y mucho corazón, encarnada en datos externos y concretos, urgida de expresarse en actitudes, imágenes, palabras. Igual que la fe de Santo Tomás Apóstol, el mexicano necesita ver para creer. Tocar con sus manos las llagas de la escultura de un Cristo crucificado, posar sus dedos sobre el manto de una Virgen, encender la luz de una veladora, mirar el esplendor de las ceremonias, caminar al filo de una procesión, oír la música del órgano y las guitarras en la misa, adorar con las rodillas arrastrándose en los atrios, bailar al menos frente al santuario del Señor de Chalma, bajar la corte celestial para tenerla en su recámara tapizada de imágenes de santos. El cielo al alcance de la mano. Es una fe de ver, oír, oler, gustar y tocar, donde la humildad de los sentidos, por otra parte tan finos y sagaces, quiere participar a su manera. Los misioneros del siglo XVI se hacen lenguas ponderando el número de indios que se convirtieron gracias a la seducción que en ellos ejercieron la música, la magnificencia de los ritos, las escenificaciones sagradas, el teatro de evangelización, el color, la luz, la imagen, cualquier llamada al mundo de lo concreto y lo sensible. Somos racialmente audiovisuales. Y junto a lo sensible, lo afectivo. El pueblo se acerca al trasmundo no con lejanas inclinaciones de respeto, sino con explosiones vivas de familiaridad. Va al encuentro de lo sobrenatural dejando diplomacias reverenciales por cordiales gestos de confianza. Su Dios no es tanto el Señor Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, cuanto un Dios paterno, casero y diminutivo —Diosito, mi padre Dios—, empequeñecido a fuerza de cariño, cuyo nombre no se cae de los labios toditito el día. Vaya usted a saber cuántas veces invocan a Dios los mexicanos mientras presencian un partido de fútbol. Ay, Diosito

santo, que no meta gol el América. Ojalá el equipo juegue como Dios manda. Dios mío, que el San Luis injerte el pepino en la cabaña. Ganamos dos cero, bendito sea Dios. Dios me perdone, pero ese arbitro está vendido. Perdimos como de costumbre, sea por Dios y venga más... El mexicano se tutea con la Virgen, escoge sus santos como quien escoge a sus amigos, reza como si platicara en la intimidad del vecindario, recomienda la devoción a San Martín de Porres con el mismo desparpajo con que recomienda un remedio para el dolor de muelas, acude con éste o con otro santo según la necesidad que lo apremie, de la misma manera que va al Seguro Social a consultar al especialista ofrecido. El más allá tiene mucho de más acá. Lo invisible, en cuanto se puede, se le fuerza para hacerlo un poco visible. Dios mismo se vuelve cotidiano. El pan nuestro de cada día. Mire usted qué confiancitas se gasta el mexicano desde el momento en que mezcla a Dios y los santos con jorobados, compadres, toreros, ladrones, soldados, chiquillos malcriados, dinero, burros, escobetas, muías, estornudos, sábanas. Su pequeño mundo pintoresco y desenfadado. "Hágase la voluntad de Dios en las muías de mi compadre. Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Cada uno estornuda como Dios le ayuda. Y qué culpa tiene Dios que sus hijos sean malcriados. De que Dios dice a fregar, del cielo caen escobetas. No hay más amigo que Dios ni más pariente que un peso. Soldados, ni del Santo Entierro. Este es capaz de empeñar hasta la Sábana Santa. Cuando la burra es mañosa, aunque la carguen de santos". Y estos otros refranes que dicen las viejas tras el fuego, y fueran irrespetuosas parlerías si no tuvieran el sabor picante de la gracia y el aire delicioso de la familiaridad: "No quiero que Dios me dé, sino que me ponga dónde. Ya porque nació en Belén presume de Niño Dios. De Cristo a Cristo no más saltan las astillas. De cruz a cruz, la más apelillada se raja. Que lo torié Juan Diego que tiene ayate. Al cabo pal santo que es, con una limosna tiene. Se hace que la Virgen le habla, cuando ni le parpadea". Si el mexicano acepta gustosamente el Credo, todo el Credo, desde creo en Dios padre todopoderoso hasta la resurrección de la carne amén, no sucede lo mismo con los mandamientos. La fe, la enhiesta íntegra o casi. Donde comienzan las grietas y las cuarteaduras es en la moral, por el divorcio entre lo que cree y lo que practica. La verdad no se hace vida; ni la fe, compromiso. Como de creer se trate, el mexicano cree en todo; pero a la hora de encarnar esa fe en obras, se salta los mandamientos a la torera. Cristaleros, boqueteros o simples mete-manos que le hacen al dos de bastos, empiezan su jornada de rodillas pidiéndole a Dios que les vaya bien, a ellos y a la policía, según regresan por la noche al templo para dejar, en el reparto de beneficios, algunas moneditas de limosna. Casas de citas hay que como cualquier casa honrada montan todo un desfile de imágenes de santos en las paredes de las alcobas. Y si de mandas se trata, los mexicanos son capaces de echarse una semana a pie recorriendo doscientos kilómetros para ir a visitar a la Virgencita de Guadalupe, pero son incapaces de casarse por la Iglesia o renunciar al tercer frente. No digamos de las vecinas, tan hábiles rezanderas por la mañana cuando van a misa, y tan buscabullas y pleitistas a lo largo del día y de la noche, en que rematan con el inocente marido.

De la moral cristiana, el mexicano guarda en la memoria una empobrecida idea negativista, en cuanto que la reduce a una serie de barreras y prohibiciones. No matarás, no mentirás, no hurtarás; Sin que se le ocurra voltear la moneda y mirar que el reverso luminoso y positivo es defensa de la vida, la verdad o la justicia. Piensa más en el pecado que en la gracia, más en el castigo que en el premio. La salvación misma se presenta no como un encuentro con Dios, sino como un escaparse del infierno aunque sea de panzazo como en los exámenes de la escuela, gracias al salvoconducto de una confesión urgida minutos antes de colgar los tenis. Entre tanto, ancha Castilla, darle gusto al gusto, y esto sí que es vida. Le preocupa estar bien con Dios, sin importarle tanto estar bien con el prójimo. El arranque de su vida moral parte de sí mismo y termina en Dios, en un puro verticalismo insuficiente. Porque falta la otra línea horizontal que lo enchufa con el amor al prójimo. Se olvida, no en la teoría sino en la práctica, que si de los diez mandamientos los tres primeros se refieren a sus obligaciones con Dios, los otros siete conciernen a sus deberes con el prójimo, es decir, con el hombre, con el mundo, con la historia, con el progreso, con la vida misma de trabajo, familia o profesión, en que está inmerso minuto a minuto. Su imagen predilecta de Dios es la Divina Providencia, en la que el mexicano reconoce y adora a Dios como el padre que lo ama y ayuda. Sin embargo, suele extremar la providencia en providencialismo. El "sea por Dios" no se le cae de los labios ni de la conducta. Pero al acentuar la voluntad de Dios, a veces disminuye su propia voluntad con peligros de pasividad, tentaciones de inercia o situaciones confusas en que achaca a la voluntad de Dios precisamente lo que Dios no quiere. Como la frase que a veces oye uno, dicha con toda ingenuidad, pero con toda inexactitud, "ya estaría de Dios que fuéramos pobres". Contra apatía, superación. Para no trasladar a la voluntad de Dios lo que la voluntad humana puede y debe evitar o remediar a fin de estar precisamente en sintonía con la voluntad de Dios. Y así vive o más o menos su religión el mexicano en un desdoblamiento raquítico y entumecido. Arriba, la acción providente de Dios; abajo, la conformista espera del hombre. Por un lado, el amor a Dios y por otro, el amor al prójimo. En este polo, la salvación del alma; en el polo opuesto, la salvación del hombre. Hasta aquí termina la religión, desde aquí comienza la vida. Al concluir la misa del domingo, concluye también la expresión de la fe. ¿Hasta qué punto son católicos los mexicanos? ¿ Cuál es el talante de su cristianismo? Los curiosos interesados podrían hacer un examen de conciencia a nivel nacional sobre el cumplimiento del Decálogo. Sería un test morrocotudo, puesto que "por sus obras los conoceréis". Por ejemplo: Primer mandamiento: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". Si usted, libreta en mano, se va a la calle y pregunta a cuanta gente encuentra si ama a Dios, además de ponerle una cara de susto, le contestará tartamudeando que sí, que en efecto lo ama. Y si en seguida usted dispara la segunda parte —¿pero de veras usted lo ama sobre todas las cosas?—, verá cómo el tartamudo se convierte en mudo. Amar a Dios, desde luego, cómo no; pero tanto como amarlo sobre todas las cosas. Esas cosas que se llaman el dinero, el vino, el negocio, la movida chueca...

Usted escriba y no juzgue a nadie. Deje a los fariseos hipócritas la boba tarea de clasificar pecados y señalar pecadores. De lo interno, ni la Iglesia. Allá la conciencia de cada quién. Ahora que si usted se cree limpio, tire la primera piedra. Verá usted cómo enseguida le llueve una pedriza. Por eso limítese a hacer su test como Dios manda. Segundo mandamiento: "No jurarás el nombre de Dios en vano". Indefenso como ha vivido durante siglos el frágil mexicano, se la pasa aclamando al gobierno que más pueda, persiguiendo influyentes, solicitando apoyos y respaldos, coleccionando tarjetas y cartas de recomendación. Como la yedra que necesita el tronco. Tal vez por eso, porque a él solo ni le creen lo que dice, ni le sueltan dinero, ni le hacen caso, sino que para colmo se lo tiran a Lucas tachándolo de loco irracional, tal vez por eso tenga que recurrir al nombre de Dios, a ver si así lo atienden, que mejor firma de aval no se halla otra. "Verdad de Dios". "Por Diosito santo te lo digo". Luego hace la cruz con la mano y le imprime un beso. Pero blasfemias, en cuatro siglos no se ha dicho una. Tercer mandamiento: "Santificarás las fiestas". A ojo de buen cubero, el día menos santo es exactamente el domingo, día del Señor, pues que represada la gente por el estudio y el trabajo de la semana, el domingo se desboca en todo lo que usted está pensando. Eso, eso mismo, y lo otro, y lo de más allá. ¡ Ah bárbaros! Apenas un treinta por ciento de los obligados oye la misa del domingo. Los demás como si ni repicaran las campanas. Lo de oír misa es un buen decir, pues muchos son los que no oyen nada, ésos que no más van a hacer bulto a las puertas del templo, en plena calle, donde la homilía del padrecito queda hecha trizas por el rugido de los automóviles de los juniors. Los únicos que respetan los "días de guardar" son los católicos de Monterrey, para cuyo espíritu austero y ahorrador todos los días debieran ser de fiesta, muy aptos para "guardar" lo que se tiene y gastar lo menos posible. Esta tesis puede usted leerla en un antiquísimo libro de 1600, titulado "Cartas del Caballero de la Trenza", escrito nada menos que por don Francisco de Quevedo. Cuarto mandamiento: "Honrarás a tu padre y madre". El mexicano se limita a cumplir exactamente la mitad del precepto. A la madre, vaya que si la honra con flores y besos hasta la adoración, la madrecita santa. Al padre, le da los buenos días, lo respeta, lo teme, miedo o precaución, quién sabe; le da las buenas noches, le saca el dinero que puede; pero tanto como honrarlo, lo que se dice honrar a este pobre viejo que después de estar todito endrogado por darles educación a los hijos comprueba que aunque está calvo por los frentazos que se ha dado con la vida, alguien en casa le está tomando el pelo. El mexicano honra a la madre el 10 de mayo, pero deja de honrarla el resto del año, que es un resto, nada menos que de 364 días. Aunque viéndolo bien, es tanto lo que el mexicano honra a la madre, a la madre universal, a todo ser que conlleva el soberano privilegio de la maternidad, que ni olvida jamás a su propia madre, ni en caso ofrecido deja de recordar a la madre de quien sea. Quinto mandamiento: "No matarás". Con dos palabras la ley prohibe atentar contra la salud y la vida, la propia y la ajena, valor esencial del hombre que el mexicano devalúa hasta el exterminio. "No vale nada la vida, la vida no vale nada". Homicidios. Se comete uno en el país cada 95 minutos. El homicidio figura en tercer lugar entre las causas de la muerte de los mexicanos, después de la bronquitis aguda y la tuberculosis. Lesiones. Hay un delito de lesiones cada 38 minutos, sin contar los que no llegan a conocer jueces y tribunales.

Suicidios. Unos mil al año, con marcador favorable a los varones. Las mujeres, aun en la tumba, llevan siempre las de perder. Accidentes de tránsito. En comparación con estadísticas de otras naciones, México resulta una de las naciones más peligrosas en sus calles y carreteras. Según datos de 1973 del Consejo Nacional de Prevención de Accidentes, en los últimos 25 años se han registrado 40,000 muertos y 250,000 heridos. Entre 1970 y el año 2000, morirán por accidentes de tránsito 350,000 mexicanos y los lesionados sumarán tres millones seiscientos mil. Alcoholismo. Uno de cada 25 conductores en las calles, entre las 6 de la tarde v las 3 de la mañana, está intoxicado de alcohol, según los dictámenes legales. Entre la mitad y las dos terceras partes de los accidentes mortales de la circulación se deben al alcoholismo. El 83 por ciento de los suicidas atentan contra la vida estando bajo los efectos del alcohol. Existen en el país tres millones de perfectos alcohólicos, pecado nacional, más grave que el problema de los accidentes, más devastador que las inundaciones y los temblores, más extendido que el auge de las toxicomanías. Aunque con una diferencia: para los drogadictos, el pánico y el asco; para los borrachitos, así en diminutivo cariñoso, la bendición social. El 33.2 por ciento de los sueldos promedio de los mexicanos va a parar a las cantinas. Exactamente una tercera parte de lo que ganan. Sexto mandamiento: "No fornicarás". En México los Mandamientos de la Ley de Dios se reducen a uno: el sexto, el "sexy" mandamiento, que automáticamente se conecta, como por Lada, con el noveno: "No desearás la mujer de tu prójimo". Ni el hombre de tu prójima, para que las señoras no se crean con derechos de excepción ni fueros de inocencia. Que "todos somos hijos de Adán y Eva, aunque nos diferencia la seda". Es fácil constatar el subdesarrollo de un pueblo cuando el estómago y el sexo constituyen las dos aspiraciones fundamentales de la ciudadanía. Poder comer y tener mujer. Doble hambre y con excelente apetito, que todavía es peor. Con lo que el mexicano subdesarrollado resulta dos veces proletario, tanto por los pocos bienes con que cuenta como por la mucha prole que ya ni cuenta, resultado de un agudo padecimiento de machismo, enfermedad de hombres poco hombres. Racialmente el mexicano proviene de unos indios nada tristes sino muy asiduos a la poligamia, y de unos españoles cascabeleros expertos en donjuanismo mucho antes que Don Juan entrara a escena. Ambientalmente el mexicano aspira y transpira un aire contaminado de obsesión sexual. Moralmente, por deficiencias de una recta formación de conciencia que viene heredando de siglos, considera que el sexto mandamiento es casi el único vigente, que los pecados de fornicación ésos sí son dignos de ser pecados, mientras que los demás, pelillos a la mar. Cuando Paulo VI publicó la encíclica "Humanae vitae" sobre el matrimonio, la regulación de nacimientos, la paternidad responsable, hasta los malos católicos se inquietaron; pero cuando el mismo Papa promulgó la "Populorum progressio" en defensa de los oprimidos y en favor de la justicia social, hasta los buenos católicos se callaron. Muchos mexicanos piensan que basta con santificarse de la cintura para abajo y que la justicia sale sobrando, pues es el mejor método para no ganar dinero. Pero aun en sus preocupaciones por el Sexto Mandamiento, aun ahí, fallan muy olímpicamente. Porque establecen una doble moralidad. Al hombre se le permite y festeja cualquier transgresión, que para eso es hombre, conforme a la mujer, por el delito de ser

mujer, no le perdonan ni el guiño más inofensivo. Y para colmo, el mexicano divide a las mujeres en dos categorías, las buenas y las malas, las vírgenes y las perdidas. Las buenas son las mujeres que dependen de él: novia, esposa, hijas, hermanas solteronas. Las demás son las demás, allá ellas. Y allá ellos, que con tan poca cosa se conforman. Séptimo mandamiento: "No hurtarás", que se enlaza con el décimo, "no codiciarás los bienes ajenos", porque tan malo es robar como desearlo. ¿Cómo andamos por ahí? El viejo refrán contesta: "Sólo la cruz no roba", y eso porque no puede mover los brazos. Con una fantasía que envidiara la ciencia-ficción, el mexicano conoce las mil y una técnicas para robar, y el hombre sabe hacerlo con soltura, con gracia, con imaginación creadora, con envidiable sangre fría, convencido de que eso no es robo ni pecado. ¿Ratero yo?, ni lo permita Dios. Hay un robo en el país cada 48 minutos, un fraude cada 9 horas, un abuso de confianza cada 10. En estas cifras no están comprendidas otras gordas pillerías que jamás conoce el juez, por ejemplo: Los aviadores que cobran en tres nóminas sin trabajar en ninguna; los prestamistas usureros; los acaparadores de alimentos y materias primas más negros que el mercado que manejan; los patronos que hacen como que pagan y los obreros que hacen como que trabajan; los ciudadanos expertos en defraudar el fisco; los comerciantes-gatopor-liebre que engañan en cuanto a la cantidad o calidad de lo que venden; los coyotes avorazados, los chiveros contrabandistas, los empistolados abigeos, los paracaidistas testarudos y los inefables mordelones de heroica tarascada al filo del soborno. Y cómo olvidar a los basteros de electrizadas manos para bolsear al más precavido; los carteristas escurridizos entre la balumba de los autobuses urbanos; los coscorroneros de eficacia de buldozer, pues en un santiamén horadan espesos techos de hormigón para introducirse en apetitosas joyerías; los cristaleros volátiles que dan el aletazo y emprenden el vuelo en el automóvil que cambió de dueño; los chicharroneros mágicos que cualquier candado y cerradura violan, igual que "sésamo ábrete"; los valientes jauleros que no temen encerrarse en comercios y aun en templos, los muy sacrilegos, para aprovechar la soledad nocturna; los paleros hipócritas, sepulcros blanqueados, cuya inocente sonrisa de benditos asegura el timo; los llamados "cuentistas" por el diccionario del hampa, ingeniosos candidatos al Premio Nobel de novela que sin meter la mano sino la pura lengua, son capaces de robarse hasta el Santo Entierro gracias a la facilidad asombrosa con que enredan embustes y sazonan fábulas; las sinvergüenzas cruzadoras que unas con otras se dan la mano para disimular y compartir; los "misioneros" o turistas, especie de andante caballería-siglo-veinte, peregrinos del hurto, de ciudad en ciudad y de feria en feria; y qué decir de las farderas, señoras de rostro metafísico que roban a sus anchas en tiendas y supermercados mientras las señoritas dependientes saborean la rigurosa torta de su media mañana; y los peliculescos asaltabancos y enmascarados secuestradores de última moda, señores de todos nuestros respetos. Dígame usted, después de este desfile, si será fácil que fructifique la justicia social en las estructuras de la nación, si no hay para cuándo florezca la virtud de la justicia en la conciencia de los mexicanos. Octavo mandamiento: "No levantarás falsos testimonios ni mentirás". Las infracciones a este precepto que así sale por los sagrados fueros de la verdad, son las mismas en México que en cualquier otro país. Los mismos chismes de vecindad, las mismas lenguas viperinas más alertas de cuanto acontece que la United Press y la France Press unidas, las mismas Sociedades de Elogios Mutuos, la adulación al mandamás en turno, la

pintarrajeada publicidad que superlativiza y agiganta hormigas, los falsos testimonios en los juzgados, las acusaciones intuitivas de las esposas contra los maridos, la supina demagogia de los líderes. Nada nuevo, como usted ve. Si acaso lo único original con que podemos presumir, sean tres o cuatro mentirijillas piadosas que nadie cree, como el machismo del varón mexicano, la abnegación de la mujer mexicana, la firmeza del peso mexicano y "lo hecho en México está bien hecho". Dios nos agarre confesados. Así sea.

LA ENFERMEDAD POR cada mexicano que cae enfermo, surge un venero raudaloso de conversación. Aquella casa, cuyos moradores parecían mudos fantasmas cuando todos estaban sanos, tórnase bullanguera y comunicativa cuando la enfermedad viene a desatar lenguas y encender monólogos, diálogos, tratamientos de arte teatral. El primero en discursiva elocuencia es el propio enfermo que a cuanta persona se le acerca para preguntarle cómo amaneció de males, el orador se despacha con su "ópera omnia" refiriendo la grande y general historia de sus achaques, desde los orígenes más subterráneos hasta las dolencias y escalofríos que en ese mismo momento lo tienen así de cariacontecido. Luego se formaliza la tertulia familiar en que departe la parentela en pleno por largas y sabrosas horas sostenidas con nerviosos cigarrillos y café negro —cómo ven ustedes a mi tío—, mientras manejan diagnósticos y pronósticos cual suntuosa junta de médicos. En seguida los vecinos comienzan a tener reuniones especiales para comentar el caso, que como reguero de pólvora envuelve a la manzana entera y sigue más allá, hasta la tienda de la esquina, la panadería, la botica, el super. Por el barrio ronda la noticia. Pedrezuela que agitó el silencio del estanque con vibraciones de círculos y círculos. Don José Guadalupe está en cama. Se sugieren remedios, se discuten tratamientos, se comparan médicos, se aventuran funestos desenlaces, se mantiene la esperanza que muere al último. La gente tiene de qué platicar. Los hogares viven. Las mujeres andan felices. Alfonso Herrera Salcedo, yerno del poeta Enrique González Martínez, tuvo una ocurrencia peregrina. Cuando volvió a la circulación, ya restablecido, después que los médicos le atendieron una úlcera, los amigos lo abrumaban con preguntas y preguntas sobre el origen del padecimiento, los avances y retrocesos del mal, las temperaturas registradas, las fases del tratamiento, qué sentiste cuando te estaban anestesiando, el número de días que se hospitalizó, los síntomas de la recuperación, cuánto dinero te cobraron, y diez mil cosas más. Herrera Salcedo, que presumía de gente ocupada como todo mexicano que sabe respetarse, dictó a su secretaria la historia clínica del caso con todos sus pelos y señales. Luego remitió el original a la imprenta y ordenó quinientos ejemplares numerados que obsequió a los amigos. Sin duda que ninguno leyó el libro. Porque lo bonito es que le platiquen a uno de viva voz la historia de la enfermedad, que es el único cuento de nunca acabar que nos queda de antiguos folklores. Hablar de enfermedades y de sirvientas son los tenias de éxito en la conversación de las señoras. Aun las tímidas luego se ponen en onda. Les produce fulminantes efectos de alucinógenos. Color, pasión, vuelo, entusiasmo, verborrea, éxtasis. La medicina de nuestros abuelos los indios aztecas fue una combinación de religión, magia y ciencia. Y en eso estamos después de tantos siglos, apurando el mismo coctel. Por la entrañable cosmovisión religiosa del indio, cuanto acontecía en escenarios públicos o intimistas, todo se lo explicaba como decisión de la divinidad. Había dioses malignos especializados en causar determinadas enfermedades, conforme otros tenían el risueño poder de curarlas.

Grupos indígenas de nuestros días y aun cristianos más catequizados suelen ver la enfermedad como castigo de Dios, por transgredir sus mandamientos. Pero de lo que se llenan iglesias y capillas es de almas interesadas en su cuerpo, que el alma los tiene sin cuidado, y que si en la salud se olvidan del Todopoderoso, en la enfermedad se vuelven creyentes los ateos, timoratos los pelafustanes, rezanderos los indiferentes, y esto es hincarse ante los santos, besar tarimas, encender veladoras, rezar novenas, prometer increíbles mandas, peregrinar doscientos kilómetros a pie con pencas de nopal en pecho y espalda, iniciar un paso de danza a las puertas del santuario del Señor de Chalma —San Chalmita, que dicen unos—, llevar de ofrenda a la Basílica de Guadalupe su propio retrato tamaño pasaporte, o dejar en San Juan de los Lagos un perfecto retablo a la mexicana, pintado con monitos azules del más delicioso arte naif y un muestrario de faltas de ortografía. "Doy grasias a la Birjensita de San Juan porque estando tisis, salí convien de la operasión". "Le doy gracia al Señor del Sausito, que habiendo caído mi hijo a un poso, no murió ogado sino del golpe". "Doy gracias a San Caralampio por el milagro tan grande que me iso de que cuando me iva a comer un lión, desperté". Jure usted que nadie ha ofrendado por la salud de su alma ni una de esas piececitas de metal, que la gente llama "milagros", en forma de corazón, de pierna, de ojos, de manos... No existe un solo retablo en el país donde un cristiano o cristiana, según convenga, le dé gracias al cielo por verse librado de la hinchazón de la soberbia, la tortícolis de la ira o la diarrea de los chismes. Luego venía la magia. Los indios pensaban que muchas enfermedades los tenían postrados en el petate por causa de personas enemigas, tal vez un brujo y un nahual, el mundo terrible y oscuro de las fuerzas invisibles, el mal de ojo, los aires pestíferos que corren por la atmósfera, los seres extraños que misteriosamente se introducen al cuerpo. Y entonces esos maleficios tan atroces abandonaban el organismo al golpe de invocaciones mágicas, al conjuro de palabras esotéricas y frases empreñadas de símbolos arcanos. Que si de precaver enfermedades se trataba, las madres colgaban a sus hijuelos una semilla llamada ojo de venado para librarlos del mal de ojo, los mozos primaverales se colgaban un amuleto al cuello para proteger su amor y las señoras que encargaban todavía no a París sino a Xochimilco y Chalco poníanse un pedazo de cuchillo de obsidiana debajo de la lengua para que el niño no naciera con labio partido. ¿Qué diferencia puede haber entre la medicina mágica del indígena de ayer y la del mexicano de hoy? Nada ha cambiado. Nada. Excepto el agravante de creernos gente culta y cristiana. Por ahí verá usted cuellos alabastrinos luciendo preciosos amuletos, pescuezos varoniles cargados de herraduras, ejecutivos de ventas que en la cartera guardan una monedita como mascota y automóviles último modelo condecorados con una pata de conejo. No hay pueblo sin curandero experto en barridas y sahumerios de copal igual que hace cinco siglos, y con algunos ahuyentan la mala enfermedad, como si hubiera buenas, diciendo sobre el enfermo frases en náhuatl combinadas con advocaciones a los santos cristianos; ni barrio bajo cíe la ciudad donde no exista un centro espiritual, por lo menos una señora, gorda y prieta, que recete polvos de siete aves para controlar los nervios, manitas de azabache para la abundancia, ámbar para la buena suerte, la Cruz de Caravaca

para conseguir amor y trabajo, el Corazón de Púrpura contra males cardíacos, los santos evangelios bordados en chaquira que vienen de Roma y me los traen unas monjitas desde allá. Don José Guadalupe, tan desasombrado que anda últimamente, aprovechó el domingo para ir al mercado de Sonora en la civilizadísima capital de la república. Puesto Número 18. —No crea que sólo las mujeres me compran, me contestó doña Isidora, también los hombres se llevan remedios para el amor y la buena suerte. Ora que las señoras ricas se hacen las misteriosas y pa pronto meten el elixir en su bolsa para que nadie las vea. Gracias a Dios no me quejo de las ventas. Como los judíos, más vale vender mucho y barato que poco y caro. Ese jabón de amor que es de aceite de pacholí lo dejo a diez pesos. Ora que para las que de atiro no se dejan enamorar no hay como los chupamirtos disecados. No me diga que están caros a quince pesos. Los compro por docena a sesenta pesos, me los traen de la Sierra de Toluca. Pero yo tengo que disecarlos en crema, loción y flores molidas en luna llena, luego los arreglo con piedritas de imán, ajo macho, incienso y flores de romero. De Monterrey me surten las velas, estas negras son para la Santísima Muerte, las azules para Santa Elena, las verdes para el Anima Sola, las amarillas para San Pafnuncio, las rojas para San Alejo, y para los turistas gringos son éstas que se llaman Lucky Candle. Don José Guadalupe se puso a curiosear los títulos de tantísimas oraciones que vende doña Isidora. Para lograr que una mujer sea fiel, Triduo a la Sombra de San Pedro, Para que una persona dormida refiera sus secretos en alta voz, Para sanar de la gota, Alabanza bendita de los Tres Hierros, Oración de los Trece Espíritus, Para que vuelva la persona amada. Sacó sus anteojos bifocales y leyó: "Hoja de tabaco que en humo te conviertes, por la virtud que tienes y la que Lucifer te ha dado, quiero penetrar en el alma y en el cuerpo de. .. (aquí se dice el nombre de la persona de la que está uno enamorado). Si tiene cabeza que me piense. Si tiene ojos que me vea. Si tiene nariz que me huela. Que los pies la traigan a la puerta de mi casa y caiga de rodillas ante mí y me suplique. En caso de necesidad, se reza tres días consecutivos esta oración de Eduardo Galeano, añadiendo tres Padres Nuestros". Déme dos pesos de yerba sanguinaria. ¿A cómo valen las cápsulas de víbora de cascabel? ¿Tiene baños de las mil flores? Doña Isidora no se daba abasto. Los domingos tiene una clientela que ya la quisieran los mercados sobre ruedas y la Conasupo en persona. Por no dejar, don José Guadalupe compró la Piedra Imán de la India guardada en un relicario de plástico con todo y su oración: Yo te pongo oro para mi tesoro plata para mi casa cobre para el pobre coral para que retires el mal trigo para que me des buen marido rosa si se trata de la esposa, amén. A unas cuantas cuadras de los puestos proletarios donde los pobres compran salud, ilusión y buena suerte, los ricos y las personas cultas suben por elevadores a oficinas alfombradas de pared a pared para consultar brujos de casimir inglés y hechiceras de

sedas importadas que ejercen a título de parapsicología, ciencias ocultas, yoga, astrología, quiromancia, poder de la mente. Nada ha cambiado desde los tiempos de Netzahualcóyotl. Nada, sino la forma y el precio. De los indígenas también heredó el pueblo el conocimiento —tan empírico pero tan exacto que tiene acerca de las hierbas y plantas medicinales. No hay campesino que ignore sus propiedades curativas, así por lo que aprendió de labios de sus mayores como por experiencia propia, al no tener más medicina al alcance de la mano que las matas que crecen a la buena de Dios en su parcela. Apenas la mujer se gradúa de ama de casa y así viva en el campo o en la ciudad, a orgullo tiene el dar razón de cuanto vegetal brota sobre el haz de la tierra, según se pasa el día recetando gratis a las vecinas, cocimientos de gordolobo, infusiones de guaje cirial, té de hojas de aguacate, tomas de orejuela de rata, horchatas de almidón, agua de zapotillo blanco. Usted porque no quiere curarse. Yo sé lo que le digo. Hágase este remedio que le doy. Si bien no le hace, mal tampoco. Por los labios memoriosos de las señoras desfilan raíces, troncos, ramas, hojas, flores, frutos, semillas, polen, savias, todo el reino vegetal es aprovechable, recomendable, experimentado. Puede usted pasar revista a los nombres de las yerbas que se le ocurra, y las señoras le dirán en el acto la respectiva propiedad sanitaria que tienen, no las señoras, sino las yerbas. Gobernadora para las diarreas. Orégano para cólicos. Rosa de Castilla para lavativas. Limones agrios para el paludismo. Cola de zorrillo para el asma. Cuasia para cuando se derrama la bilis. Tila y flor de azahar para los nervios. Chía para hervores de sangre. Estafiate para purificar la orina. Tejocote para la tos. Anís para sacar el aire. Tan admirado quedó Cortés cuando por vez primera visitó el mercado de Tlatelolco, que se apresuró a escribir a Carlos V: "Hay calle de herbolarios donde hay todas las raíces y yerbas medicinales que en la tierra se hallan". Ante la fama de la medicina azteca que los conquistadores mismos se preguntaban si no sería más científica que la europea, el rey Felipe II envió a México en 1570 a su médico personal Francisco Hernández quien en siete años de fatigosa labor y crecidos gastos, reunió enorme cantidad de conocimientos sobre las plantas medicinales del país y recogió magnífico herbario, del que menciona alrededor de 1,200 plantas que los indios utilizaban en la terapéutica, con lo que basta para ponderar la extraordinaria riqueza de la medicina mexicana del siglo XVI, de cuyos réditos goza todavía el enfermizo en que vivimos. Presumimos de raza de bronce. Nos imaginamos por orgullo racial, fuertes, indomables, machos, tallados en piedra de molcajete, de heroicos perfiles numismáticos. El estoicismo nos define. El mexicano no se raja. Jamás. Y cada veinticuatro horas cae en astillas un ejército de ciudadanos enfermos. Los pobres no pueden ser sanos. Treinta millones andan con hambre disfrazada, porque la bolsa no da sino para sopa de fideo, tortillas a discreción, frijoles a plato copeteado, chile a lo que el cuerpo aguante y pastel de fresa en el cumpleaños. El mexicano ingiere un promedio de veinte gramos de proteínas al día, debiendo consumir sesenta. Y en lugar de las reglamentarias 2,700 calorías con dificultad llega a 2,050. De ahí la desnutrición, que es la enfermedad nacional por antonomasia, caldo de cultivo para cualquier otra, explicación del físico enclenque, la improductividad en el trabajo y aun la limitada capacidad para asimilar conocimientos. Perded toda esperanza los que os soñáis Premio Nobel o medalla de oro en la olimpiada.

El mexicano cree comer porque come. Llenarse no es comer sino engañar el hambre. Y la engaña porque no tiene con qué comer y porque, aunque tenga, no sabe comer. A la pobreza añade la falta de educación, tan bien avenidas que entre ambas han conformado esta raza cristalina. Por lo transparente y lo quebradizo. Desde que le quitaron el biberón, abandonó la leche para siempre, pero se bebe de uno a dos litros diarios de refrescos, que no tienen ningún valor nutritivo. En su vida ha probado pan de centeno, ni el integral, ni el negro. Rodeado de mares y lagunas, no ha visto los pescados sino en la televisión, como no sea alguna sardinilla enlatada cada viernes santo, que es vigilia. Desordenadísimo para comer y goloso por definición, el mexicano no engulle lo que le nutre sino lo que le gusta. Así se pasa el día devorando un surtido rico de esa infinita variedad de "antojitos" que junto con la bandera y el himno nacional integran la sustancia de la patria. Taquitos, fritangas, aguas frescas, raspados, jicamas con chile, muéganos, frutas peladas, cualquier cosa que el vendedor ambulante pregona en sus carritos, así esté asoleada, añejada, empolvada, se convierte en luz roja de semáforo. El mexicano que venía aceleradísimo para checar a tiempo en la chamba, se detiene, compra y come. No se ha visto quién resista la tentación de unas quesadillas suavecitas a media mañana ni un plato de enchiladas a las seis de la tarde, o el comestible que sea, con tal que tenga olor, colorido, crepitación de grasas, sin que se le ocurran consideraciones higiénicas ni filosofías nutriológicas. Que teniendo un taco en la mano y un refresco en la otra, eso es vida y lo demás le importa el 10 de mayo. Para curar a tanta raza, enferma de no tener con qué comer, de no saber comer o de comer antojitos en la calle con aditivos de microbios, apenas hay en el país unos treinta mil profesionales de la salud que la gente se empeña en llamar doctores, a quienes el siempre agradecido y vilipendiado pueblo designa con el afectuoso diminutivo de doctorcitos. No hay otro profesional en México fuera del "padrecito", a quien se otorgue título en diminutivo. Jamás el mexicano ha dicho "ingenierito” o “contadorcito público", puesto que el pueblo-pueblo apenas si recurre a sus servicios. Sólo reserva tal honor y tal cariño al médico y al sacerdote, como que los mira más de cerca; el médico que mucho tiene de apóstol y el sacerdote que ejerce como médico de almas. Tan enfermas como andan casi todas, aunque nadie quiera curarse ni dejarse curar. Los que saben de estas cosas afirman que se necesitaría un facultativo por cada mil habitantes. Consecuencia: padecemos un déficit de veinte mil médicos en el país. Pocos médicos tenemos; pero eso sí, muy mal distribuidos. La mayoría de facultativos, enfermeras, técnicos y trabajadores de la salud se concentran en las grandes ciudades para entablar entre sí reñida y respetuosa competencia. En un solo edificio de la capital despachan hasta treinta médicos; y en treinta pueblos a la redonda no despacha ni uno. La muerte es la única que despacha a la gente al otro mundo. Los ricos tienen su médico de cabecera, si no es que un staff de especialistas dispuestos a atenderlos con sólo una llamada telefónica, sin que falten los que toman el jet, apenas les da una jaqueca, para irse a internar en alguna clínica famosa de Estados Unidos donde, según ellos dicen en rico castellano, los checan. Empleados y obreros se la pasan sacando fichas y haciendo colas en el Instituto Mexicano del Seguro Social y en el ISSSTE, aunque todavía el setenta por ciento de la población no recibe sus servicios. Con lo que el verdadero medico del enfermo es él

mismo. Desde que el mexicano era indio puro hasta hoy que anda medio mezclado, viene curándose a puro valor civil, por su cuenta y riesgo, tal vez por evitar otras cuentas y riesgos, tal vez porque no ha tenido la medicina ni al alcance de su mano ni mucho menos al alcance de sus bolsillos, o porque sea verdad el antañón dicharacho "de médico, poeta y loco todos tenemos un poco". El análisis del mexicano acusa una dosis alta de médico. Entre las muy escasas aficiones que puede practicar, porque todas resultan ya lujo estratosférico, le va quedando el "jobi" de recetarse solo, sin intervención de nadie, llámese este nadie doctor o farmacéutico, curandero o comadrona, enfermera o voluntario de la Cruz Roja. No hay residencia de piso de parquet, ni pequeña casa de interés social, ni barraca de ciudad perdida, ni jacal empotrado en un cerro, donde no exista por ahí un surtido cajón de medicinas en espera de cualquier achaque. No hay mexicano sin botiquín. Que el niño amaneció con vómito, la señora de antojo, o el marido con una cruda que lo trae cocido, basta hurgar en el cajón donde hay de todo como en botica, desde inyecciones amarillas —"este medicamento es de uso delicado"— hasta multicolores pastillitas comerciales, de ésas que anuncian en la televisión recomendando a los enfermos muy en serio: "Consulte a su médico". Cualquier día el mexicano va a consultarlo. Para eso está él, con lo que basta y sobra. Viva la automedicación. Las boticas son muy comprensivas al favorecer el "jobi" nacional. Venden sin necesidad de receta médica lo que el cliente solicite, anfetaminas o ataráxicos, antidepresivos o euforizantes. Aun los niños pueden comprar una droga como si fueran caramelos, sin requisito alguno. Al cliente lo que pida, o cerramos la farmacia por incosteable. El medicamento preferido por el mexicano, en el que ha depositado toda su fe, su esperanza confiada, su amor definitivo, es el vino. Para todo mal mezcal y para todo bien también. Bálsamo de Fierabrás que por desgracia no llegó a conocer Don Quijote, que de otra manera no habría muerto como el pobre murió. Curalotodo de efectos instantáneos. Bebido como agua de uso, mezclado con yerbas aromáticas, aspirado en trance de soponcios, untado como friegas, cualquier intervención del vino se traduce luego en remodelación del físico, infinita alegría de vivir. No hay medicamento que contenga las virtudes del mezcal, el pulque, la tequila, el sotol. Curan reumas, tonifican nervios, fulminan resfriados, restañan heridas del corazón, que ni el doctor Barnard, "por una ingrata mujer".

LA MUERTE SUCEDIÓ en San Luis Potosí allá por los fabulosos cuarenta. Sí, ciertamente el teniente coronel era un pedacito de hombre, débil y sanforizado de carnes, estatura de niño y de dedal, las palomas habaneras de su casa le llegaban a la cintura, las gallinas coloradas al hombro. Pero no era tanto la naturaleza como su mujer que lo tenía así de subdesarrollado, en algodones de timidez, indeciso de gestos, un hilillo de voz tartamudeante, acomplejado de frente y de perfil. Su mujer voluminosa y ejecutiva, ella sí de armas tomar, las manos en jarras y la pretina en su sitio. Llevaba mi teniente coronel veinte años de soportar a esta rica hembra estruendosa, impositiva y tenante. Y sucedió que un día en que mi teniente coronel acudió a palacio de gobierno para no sé qué audiencia, cayó fulminado en plena escalera. Llegaron los médicos. Movieron la cabeza. Todo estaba consumado. Al hombre, al pedacito de hombre, se le había acabado la gasolina, le falló la maquinaria, se le apagaron las luces, estaba todo desbielado, verdaderamente desinflado, había metido el freno para siempre, quedaba fuera de circulación. Atento y obsequioso como era el señor gobernador, ordenó a los médicos que investigaran ipso facto la causa de la muerte de aquel sufrido esposo o varón domado. Reunidos aquellas eminencias en una oficina de palacio, examinaron el cadáver en todas direcciones sin que encontraran el más leve desperfecto en aquel saludable cuerpecillo. Al cabo de varias horas de pronósticos reservados, los médicos entregaron al señor gobernador el certificado de defunción. Teniendo en cuenta los antecedentes de la esposa, el teniente coronel había muerto de muerte voluntaria. Fuera de este caso único que registra la historia clínica nacional, los mexicanos se vienen muriendo últimamente de no comer los más; de puñalada trapera, otra tanda; una buena dotación de ciudadanos se quedan planchados en las carreteras, que cuando se ignora la verdadera causa del óbito, entonces se mueren de paro cardíaco, pues no se ha sabido todavía que alguien siga viviendo con el corazón estacionado. Not parking here. Y así vamos conjugando el verbo morir que, según el licenciado Luis Cabrera, es el verbo más irregular que conjugamos en México: "Yo muero, tú falleces, él sucumbe, nosotros nos restiramos, vosotros os petatiáis, ellos se pelan". Pocas realidades como la muerte, se expresan en México con tal derroche de nombres. Pasa una lujosa procesión. La muerte es la calaca, la pelona, la canica, la copetona, la catrina, la mocha, la dientona, la huesuda, la flaca, la descarnada, la tilica, la tembeleque, la tilinga, la pachona, la afanadora, la pepenadora, la pálida, la chirifusca, la china Hilaria, la jijurria, la tiznada, la tía de las muchachas, la madre Matiana, la güera, la jedionda, la cuatacha, todo eso es la muerte ciriquisiaca y, si se pone uno elegante, es además la novia fiel, la amada inmóvil, la hora de la verdad, la parca cruel, la dama de la guadaña y otras voces de carretonero de mucho viso y sonoridad. José Guadalupe López Pérez se pasó la vida, como buen mexicano, burlándose de la muerte. La desafió en la carretera imprimiendo el acelerador hasta el fondo. Se divirtió jugando a la ruleta rusa con espantable pistolón que desde los quince años jamás se apeó de los cuadriles. Sus mejores chistes celebrados a risotadas por sus amigos del Café

Capitolio fueron los de humor negro sobre muertitos y otras escatologías. Se sabía de memoria coplillas y corridos en que ofendía a la muerte hasta la irrespetuosidad. Estaba la muerte seca sentada en un arenal comiendo tortilla dura y frijolitos sin sal. Valentina, Valentina, rendido estoy a tus pies , si me han de matar mañana que me maten de una vez. Cuando se muera mi suegra, que la entierren boca abajo, por si se quiere salir que se vaya más abajo. Fui tras de ti a los sepulcros a buscarte, y no te hallé, le pregunté a los difuntos: ¿en dónde la encontraré para hacernos polvo juntos? Señora del manto negro, qué bien le sienta a usté el luto, vamonos queriendo bien y olvidemos al difunto. Cada 2 de noviembre José Guadalupe, como el resto de sus conciudadanos, se comía un alcatraz de calaveras de azúcar, se iba al teatro a ver las escenas macabras del Tenorio y a la salida sopeaba un pozuelo de chocolate con pan de muertos, esas tibias y peronés esponjadas y crepitantes que sabían a gloria. Muchos domingos se fue de paseo al panteón municipal y ahí, sobre una losa fría, a la sombra de los cipreses funerarios, se bebió ritualmente varios jarros de pulque. Se hablaba de tú con las calacas, los difuntitos le pelaban los dientes, la muerte le hacía los mandados. Ay, el burlador resultó burlado. Porque vino una noche la segadora, la igualadora, la llorona, la chinita, la apestosa, la chicharra, la impía, la cierta, la tía Quiteria, la blanca, la polveada, la triste, la patrona, la chicharrona, la raya, patas de catre, la tostada en persona, la hora de la petateada, la mera catrina pelona. Y entonces José Guadalupe supo lo que era amar a Dios en tierra ajena. Aunque con una leve esperanza. Porque la diferencia que hay entre la muerte natural y la muerte política, es que de la segunda no resucita nadie. Indiferente ante la vida, el mexicano parece indiferente ante la muerte, cuando la muerte es un ser como el tapado, abstracto, extraño, lejano. Pero cuando la muerte se destapa, cuando la muerte es el muerto —él mismo, su familiar, su amigo, especialmente el compadre—, una muerte que tiene nombre y rostro, personal, próxima, tangible, entonces el mexicano extrema el temor y el duelo. La frialdad se deshace en lágrimas, la valentía

en fragilidad, la desestima en suspiros. "Sólo el que carga el cajón, sabe lo que pesa el muerto". Por un mecanismo de defensa, el mexicano disfraza sus ganas de vivir, su miedo de morir, en gestos de indiferencia, expresiones irrespetuosas y actitudes de desprecio; de la misma manera que esconde la finura quebradiza de su sensibilidad en broncas apariencias de temeridad. La actitud despreciativa del mexicano ante la muerte es una nueva expresión de machismo, alardea de hombría para disimular la inseguridad deja hombría. La despreocupación del mexicano por la muerte puede también explicarse por el humorismo esencial que lo define. Se ríe de la muerte porque sabe reírse, de la muerte y de la vida, aún de lo más sagrado. Allá otros pueblos se calen contra la alegría del sol gafas oscuras; y ante las cosas de este mundo y del otro, canten, si es que cantan, en exclusivo do sostenido mayor. Qué culpa tiene el mexicano de que brote y fluya en el hondón de su alma un fresco, terco hilillo de gracia socarrona y fácil desenfado, sabiendo como sabe que el pájaro canta aunque la rama cruja, que las penas con pan son buenas, que al mal tiempo buena cara; que el muerto al hoyo y el vivo al pollo, que sólo los guajolotes mueren la víspera, que para qué son tantos brincos estando el suelo parejo y cuando la de malas llega la de buenas no dilata. Debajo del árbol canta el pájaro cuando llueve, también de dolor se canta cuando llorar no se puede. "Ayer a las 5.16 de la mañana murió don José Guadalupe López Pérez a la edad de 57 años, en el seno de Nuestra Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, confortado con todos los sacramentos y la bendición papal. Su inconsolable viuda, sus hijos, hermanos, tíos, primos, sobrinos y demás parientes, lo participan con el más profundo dolor. La misa de cuerpo presente será hoy a las dieciséis horas en la Parroquia de San Francisco de donde partirá el cortejo al Panteón Municipal. El duelo se recibe en el número 178 de las Calles de Francisco I. Madero". Amigos, vecinos y correligionarios de partido leyeron la noticia en los periódicos de la mañana... —No es posible. Si hace cinco días estuvimos con él en el café. Estaba bueno y sano. Lleno de vida. Ahí estaba la esquela que no mentía. La esquela. Las esquelas que siempre dicen lo mismo, las mismas palabras, los mismos sustantivos, adjetivos y verbos; la redacción jamás varía, salvo el nombre y la edad del difunto. Todas las viudas se quedan inconsolables y todos los mexicanos se van sacramentados, hasta los que no reciben ningún sacramento, porque se les ocurrió cortarse la coleta sin previo aviso, doblar los remos sin decir pío, cerrar las persianas sin testigos de cargo o dar el angelazo en la soledad de la carretera. El único enigma gramatical de las esquelas es esta frase estereotipada "y demás parientes". Mire usted. ¿Quiénes son los que participan la muerte de cualquier mexicano por olvidado que sea? Primero la inconsolable viuda, y detrás de ella un gigantesco desfile de padres, hijos, hermanos, abuelos, tíos, primos, sobrinos, sobre todo sobrinos.

Demasiada gente como usted ve, tal vez un centenar de cristianos, porque "al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos", que siempre suelen ser cantidad. Sin embargo, como todo ese gentío aún parece muy reducido, pues entonces vengan a hacer bulto los "demás parientes". No podemos prescindir de acarreados ni para los mítines políticos ni para los duelos fúnebres. Mal expira un mexicano, cuando la casa se abarrota de gente. Los vecinos y los nada vecinos, de cerca y de lejos van llegando, especialmente los de cerca, el matrimonio del seis, los del catorce, los de la esquina, los de la otra esquina, la manzana completa desfila, sobre todo las señoras, el patio de la casa se llena de señoras enlutadas con la peor de las caras que tienen, la más triste, la máscara de la tragedia, no se puede circular por las habitaciones, el tráfico entorpecido por embotellamientos de señoras apostadas en las puertas, muchos kilos de sombras, y otras señoras posesionadas de la cocina haciendo té de azahar para los nervios; a donde uno manda los ojos, ahí hay señoras, la escalera, señoras, el pasillo, señoras, el baño es un entradero y salidero de señoras. Cuanta persona llega a dar el pésame formula tres preguntas de rigor: —¿A qué horas murió? —¿ Cuántos años tenía? —¿De qué murió? La pobre viuda tiene que empezar otra vez a reconstruir la historia, desde aquella tarde en que José Guadalupe tuvo un acceso de hipo. Casi mecánicamente repite escena por escena a partir del hipo hasta el momento mismo en que sobrevino el paro cardiaco. En el ínterin van cruzando médicos, medicinas de patente, remedios caseros, el rato aquel en que parecía que José Guadalupe se aliviaba; la inconsolable viuda trae a cuento los pormenores más sutiles que relata una y otra vez con soltura de labios y una cierta fruición. Se diría que goza recordando aquellas horas de dolor. Luego llegó el señor cura, no se vaya a asustar José Guadalupe, el señor cura entró a la recámara, el buró era una botica de segunda, bastante surtida, pero José Guadalupe no se asustó, creo que ya ni conocía, el señor cura le puso los santos óleos, me pidió algodón, y le aplicó las indulgencias plenarias. Mi marido fue de muy buen corazón. Siempre que salía de gira llevaba su medallita de la Virgen de Guadalupe. Quién había de decirlo, tan bien que estaba, de buenas a primeras le dio hipo y de ahí para adelante. La viuda empezaba de nuevo la historia, la misma historia, porque había llegado otro grupo de señoras a darle el pésame. Cómo estás de cuidados. Pasando con ellos. Pues de qué murió mi compadre. Figúrate no más que el jueves acabando de comer le dio hipo. No, no tuvo tiempo de hacer testamento. Los mexicanos mueren intestados. Bueno, tiempo sí tuvo, fue desidia, lo fue dejando para después. Quien quita y me alivie. A ver si mañana. Quiera Dios. No más hizo cama cuatro días. Quién iba a pensar que se moría. Empezó con hipo y se fue agravando cada vez más. Desde que la agencia funeraria instala la capilla ardiente, se abren de par en par las puertas de la casa para que entre quien quiera. Es todo un open-house. Ni en bautismos y fiestas de quince años, ni siquiera en bodas se junta este gentío. La solidaridad en el dolor. Se desalojan piezas, se arrinconan muebles, se quitan las macetas del patio, es preciso tener espacio, ganar espacio para que los dolientes puedan caber y circular. Alguien corre al teléfono para alquilar cien sillas, unas mujeres forman estrados, despliegan tapetes, distribuyen ceniceros; otras más comienzan a repartir furiosamente tacitas de café entre la

concurrencia. Cómo lo quiere usted, con piquete o sin piquete. La pregunta sale sobrando. Todos se cafetean al muerto. Es el rito, la liturgia casera de difuntos. El velorio comienza. La caja está en el centro de la sala. Es una caja color gris con una ventanita de cristal que deja ver la cara del finado. Son las cajas que más se venden. Los clientes las prefieren así con esta ventanita, con este pequeño mirador que permite estar viendo al muerto, cómo no, si es la última vez que lo vamos a ver, míralo, parece que está dormido, fíjate cómo le quedó el ojo derecho, pobrecito, Dios lo haya perdonado. Una señora con delgadez y palidez de lirio propone rezar el santísimo rosario. Cómo no. Que lo guíe doña Mariquita. Doña Mariquita agradece la elección con inclinación de cabeza. Por la señal de la Santa Cruz. Doña Mariquita pregunta a las vecinas qué día es hoy. Es martes. Entonces tocan los misterios dolorosos. Dale, Señor, el eterno descanso y brille para él la luz perpetua. De todos los rincones de la casa surgen palabras a media voz, roncos acompañamientos, alas de mosca, bisbíseos entrecortados, los elogios postumos. Sobre el muerto las coronas. José Guadalupe era de buen fondo. ¿Te acuerdas que se disgustó con el jefe de la Oficina de Hacienda? Pues en año nuevo lo fue a felicitar. Era muy noble. Es cierto que nunca daba su brazo a torcer ni permitía que nadie lo contradijera, las cosas tenían que hacerse como él decía, pero a honrado nadie le ganaba. Lo que sea de cada quien. Cuándo anduvo robando y en trafiques como tantos aprovechados que no desperdician la ocasión. Con el puesto de diputado que tuvo era para que se hubiera hecho millonario. Como otros que tú y yo conocemos, y no digo nombres por respeto a mi compadre que está aquí presente. Después de todo era muy bueno. No es nada fácil arreglar el entierro de un mexicano, sobre todo si se le ocurre bajar al sótano en domingo, porque entonces ni misa alcanza. Es preciso proveerse de una rica colección de papeles, certificados y comprobantes. Aquí se muere como se vive: burocráticamente. El papel más indispensable para vivir, para morir, es el papel moneda. La inflación lo coge a uno hasta cuando ya es cadáver. Y con eso que los deudos andan con los ojos irritados por falta de sueño y demasía de llanto, no se fijan en los precios de la agencia funeraria, sino que firman el contrato con antiparras oscuras y vendas de sufrimiento, de suerte que cuando empiezan a mirar, ya no hay remedio. El dolor es de lo más rentable. Y firma dada ni Dios la quita. Las misas de cuerpo presente suelen estar concurridísimas. En las primeras bancas preside la inconsolable viuda asistida por los más próximos familiares, quienes se pasan la sagrada ceremonia haciendo que la pobre mujer huela pañuelitos empapados en alcohol a fin de que aguante, cual abnegada esposa, esa última obligación de entregar a su marido a la tierra y darle el postrer adiós. Que los demás no acuden al templo a oír misa, lo que se dice rezar por el eterno descanso del finado, sino para hacerse presentes con la viuda y demás familia, si no qué dirán después, que ni el pésame les dimos. Educados que nos hemos vuelto. Los señores optan por quedarse en el atrio a la fresca sombra de los laureles, comentando las noticias del día; la misa, su misa, duró exactamente tres cigarrillos con filtro. Al término del ritual, acuden cuatro empleados de la funeraria, uniformados en color gris, además de la cara respectiva, para echarse la caja al hombro y depositarla en la carroza. Trabajo nada fácil. La muchedumbre se apretuja en torno con ansias de ver por última

vez al difuntito a través de la ventanita aquella. Con permiso, dejen pasar la caja, háganse para allá por favor, ahí va el golpe. Bocanadas de trajes y vestidos negros salen por la puerta del templo precipitándose a tomar sus carros y autobuses, todos con la misma idea de colocarse inmediatamente detrás de la carroza fúnebre, con lo que ningún automóvil puede lograrlo pues unos a otros se estorban y entorpecen en un pandemónium de dudosos volantes que no saben si salir por la izquierda, enfilar por la derecha, seguir de frente, echarse en reversa, sólo Dios sabe cómo. Por la calzada que va al Panteón Municipal, el cortejo va a vuelta de rueda. Cuando se tiene el privilegio de tener muerto en casa, es preciso hacerlo durar. Saborear gota a gota esta rara mezcla de lágrimas, olor de cera, flores marchitas, pañuelos de alcohol, tierra recién abierta. Ayer a las 5:16 de la mañana murió José Guadalupe López Pérez. Su vida fue una lucha. Por el pan de cada día, por la libertad, por la justicia. No sabemos si en esta lucha vivió o simplemente sobrevivió. Descanse en paz. ----------------Corregido por J.C.J.

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