364_Trastornos Del Espectro Autista Deteccin, Diagnstico e Inter

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Descripción: Autismo y transtornos...

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Trastornos del

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autista Detección, diagnóstico e intervención temprana

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(Coordinador)

FRANCISCO ALCANTUD MARÍN CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Y DE LA EDUCACIÓN. UNIVERSIDAD DE VALENCIA

Trastornos del

espectro

autista Detección, diagnóstico e intervención temprana

EDICIONES PIRÁMIDE

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COLECCIÓN «PSICOLOGÍA» Director:

Francisco J. Labrador Catedrático de Modificación de Conducta de la Universidad Complutense de Madrid

Edición en versión digital

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del copyright.

© Francisco Alcantud Marín (Coord.), 2013 © Primera edición electrónica publicada por Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S. A.), 2013 Para cualquier información pueden dirigirse a [email protected] Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Teléfono: 91 393 89 89 www.edicionespiramide.es ISBN digital: 978-84-368-2776-7

Relación de autores Francisco Alcantud Marín (coord.)

Manuel Franco Martín

Catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación. Universidad de Valencia.

Profesor Asociado de Universidad. Universidad de Salamanca. Jefe servicio de Psiquiatría y Salud Mental del Complejo Asistencial de Zamora.

Yurena Alonso Esteban Profesora Investigadora. Universidad de Valencia.

Joaquín Fuentes Biggi

Josep Artigas Pallares

Jefe del Servicio de Psiquiatría Infantil y Adolescente, Policlínica Gipuzkoa. Consultor de Investigación, GAUTENA.

Neuropediatra Consultor. Unidad de Neuropediatría. Hospital de Sabadell.

Patricia García Primo

Diana Bohórquez Ballesteros

Técnico Superior de Investigación. Instituto de Investigación de Enfermedades Raras. Instituto de Salud Carlos III.

Investigadora en formación. Universidad de Salamanca.

María Ángeles Burgos Pulido Psicóloga Colegio Educación Especial Fundación Purísima Concepción.

Isabel Guerra Juanes Técnico superior de Investigación. Universidad de Salamanca.

Zoila Guisuraga Fernández

Ricardo Canal Bedia

Investigadora en formación. Universidad de Salamanca.

Profesor Titular de Trastornos del Comportamiento. INICO. Dpto. de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos. Universidad de Salamanca.

Aránzazu Hernández Fabián

Piedad Díaz Borja

Facultativo especialista en Pediatría en C.A.U. Salamanca. Unidad de Neuropediatría. Hospital Clínico Universitario de Salamanca.

ATS Cap Concordia. Sabadell.

María del Mar Herráez García Laura Escribano Burgos

Investigadora en formación. Universidad de Salamanca.

Directora Asociación Alanda.

M.ª Victoria Martín-Cilleros Blanca Esteban Manjón

Profesora Ayudante Doctor. Universidad de Salamanca.

Técnico de investigación. Universidad de Salamanca.

María José Martínez Velarte Antonio M. Ferrer Manchón Profesor Titular de Universidad. ERI Lectura. Dpto. Psicología Evolutiva y de la Educación. Universidad de Valencia.

Medico Adjunto servicio de Psiquiatría y Salud Mental del Complejo Asistencial de Zamora. Programa de Salud Mental Infanto Juvenil.

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Relación de autores

Juan Martos Pérez

Irene Ruiz-Ayúcar de la Vega

Director Centro Deletrea.

Médico Adjunto del Servicio de Pediatría. Hospital Clínico Universitario de Salamanca.

José Alfonso Muñoz de la Fuente Psicólogo Equipo IRIDIA, Soc. Coop. Mad.

José Santos Borbujo

Rubén Palomo Seldas Equipo IRIDIA, Soc. Coop. Mad.

Coordinador Unidad de Neuropediatría. Médico Adjunto del Servicio de Pediatría. Hospital Clínico Universitario de Salamanca.

Manuel Posada de la Paz

Teresa Sanz Vicario

Director del Instituto de Investigación en Enfermedades Raras. Instituto de Salud Carlos III.

Psicóloga. Asesora técnica de la Asociación INSOLAMIS de Salamanca.

Francisco Rey Sánchez

Arlette Zermeño Proal

Jefe de Sección. Hospital Clínico Universitario de Salamanca.

Becaria de investigación. Universidad de Salamanca.

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Índice Prólogo ...................................................................................................................

1.

Del autismo infantil precoz al trastorno de espectro autista (J. Martos y M.ª Á. Burgos) ......................................................................................... 1. 2. 3. 4. 5.

15

17

Introducción ............................................................................................... El autismo según Leo Kanner. El autismo según Hans Asperger ............... ¿Cómo y cuándo aparece el autismo? ......................................................... El concepto de espectro autista .................................................................. Implicaciones para los sistemas de clasificación internacional. La perspectiva de la próxima DSM-V ......................................................................... Explicaciones psicológicas más relevantes .................................................. 6.1. Teoría de la «teoría de la mente» y el déficit metarrepresentacional .. 6.2. Teorías explicativas relacionadas con fallos en la intersubjetividad .. 6.3. La teoría de coherencia central ......................................................... 6.4. La teoría de la función ejecutiva ....................................................... Referencias .................................................................................................

23 25 25 27 29 29 32

2. Bases biológicas de los trastornos del espectro autista (J. Artigas y P. Díaz) ...........................................................................................................

35

6.

7.

1. 2. 3. 4. 5.

Introducción: concepto de trastorno del desarrollo .................................... Concepto de trastornos del espectro autista ............................................... Manifestaciones autistas en síndromes genéticos........................................ Causas de autismo sindrómico ................................................................... Trastornos genéticos ................................................................................... 5.1. Síndrome del cromosoma X frágil..................................................... 5.2. Autismo en el SXF ............................................................................ 5.3. Premutación SXF y autismo ............................................................. 5.4. Síndrome de Prader-Willi .................................................................. 5.5. Autismo en el SPW ........................................................................... 5.6. Síndrome de Angelman ..................................................................... 5.7. Autismo en el síndrome de Angelman............................................... 5.8. Inversión-duplicación 15 q11-q13 .....................................................

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Índice

6.

7. 8. 9.

5.9. Síndrome de Rett .............................................................................. Bases genéticas en el autismo no sindrómico .............................................. 6.1. Polimorfismos de un solo nucleótido ................................................ 6.2. Variantes en el número de copias ...................................................... Funciones neurológicas implicadas en los trastornos del espectro autista ... Importancia del diagnóstico etiológico. Uso racional de las pruebas complementarias .................................................................................................... Referencias .................................................................................................

3. Diagnóstico precoz y sistemas de cribado en los trastornos del espectro autista (R. Canal, P. García Primo, M. V. Martín, Z. Guisuraga, M. Herráez, I.  Guerra, J. Santos, B. Esteban, A. Hernández, A. Zermeño, M. Franco, M. J. Martínez Velarte, F. Rey, J. Fuentes y M. Posada) ................................... 1. 2. 3.

4. 5.

6. 7.

Introducción ............................................................................................... Por qué es necesario desarrollar sistemas de cribado para la detección precoz ......................................................................................................... Signos clínicos en el autismo temprano ...................................................... 3.1. Indicadores comportamentales ......................................................... 3.2. Indicadores biológicos ...................................................................... Características de los procedimientos de cribado ....................................... Herramientas para la detección precoz ....................................................... 5.1. Programas de cribado de nivel 1 ....................................................... 5.2. Programas de cribado de nivel 2 ....................................................... Conclusiones. Implicaciones clínicas y asistenciales del diagnóstico temprano .......................................................................................................... Referencias .................................................................................................

4. El autismo. Una perspectiva neuroevolutiva del desarrollo temprano (R. Canal, D. Bohórquez, Z. Guisuraga, M. V. Martín, P. García Primo, I. Guerra, J.  Santos, B. Esteban, A. Hernández, M. Herráez, A. Zermeño, M. Franco, I. Ruiz-Ayúcar, J. Fuentes y M. Posada) .......................................................... 1. 2.

3.

4. 5.

6. 7. 8.

Introducción ............................................................................................... El autismo en el primer año de vida: los inicios del trastorno autista ........ 2.1. Las primeras manifestaciones comportamentales ............................. 2.2. El crecimiento atípico del cerebro en la infancia temprana en niños con autismo ...................................................................................... El segundo año de vida en los niños con autismo ...................................... 3.1. La conducta comunicativa y social entre los 12 y los 24 meses ......... 3.2. La regresión ...................................................................................... El autismo de los dos a los tres años de edad ............................................. En busca de un modelo neuroevolutivo del trastorno autista ..................... 5.1. El modelo de feedback negativo ........................................................ 5.2. El modelo de factores y procesos de riesgo ....................................... Implicaciones para la intervención ............................................................. Conclusiones .............................................................................................. Referencias .................................................................................................

46 46 47 49 50 53 56

61 61 61 64 64 68 72 75 77 82 84 87

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Índice

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5. Buenas prácticas en la evaluación y diagnóstico de personas con trastorno del espectro de autismo (R. Palomo Seldas) ....................................

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1. 2. 3.

4. 5.

Introducción ............................................................................................... Objetivos de la evaluación diagnóstica ....................................................... Componentes de una evaluación diagnóstica ............................................. 3.1. Historia clínica .................................................................................. 3.2. Herramienta para recoger la historia de desarrollo ........................... 3.2.1. Evaluación psicológica ......................................................... 3.2.1.1. Inteligencia ............................................................ 3.2.1.2. Pruebas de valoración de la capacidad intelectual. 3.2.1.3. Comunicación y lenguaje ...................................... 3.2.1.4. Pruebas de evaluación de la comunicación y el lenguaje ...................................................................... 3.2.1.5. Habilidades adaptativas ........................................ 3.2.1.6. Pruebas de evaluación de las habilidades adaptativas ....................................................................... 3.2.1.7. Otras competencias ............................................... 3.2.2. Síntomas de TEA ................................................................. 3.2.2.1. Pruebas de evaluación del juego simbólico............ 3.2.2.2. Aspectos sociales y organizativos a tener en cuenta en la evaluación ..................................................... 3.3. Las familias en la evaluación ............................................................ 3.4. Evaluaciones biomédicas .................................................................. 3.5. La devolución ................................................................................... 3.6. El informe ......................................................................................... Conclusiones .............................................................................................. Referencias .................................................................................................

6. Pruebas de evaluación de síntomas de los trastornos del espectro de autismo (R. Palomo)........................................................................................ 1. 2.

3. 4. 5.

Introducción ............................................................................................... Cuestionarios y escalas de valoración de síntomas ..................................... 2.1. Entrevista diagnóstica ....................................................................... 2.1.1. La entrevista diagnóstica de autismo revisada (ADI-R) ....... 2.1.2. El ADI-R para niños menores de 4 años: el nuevo algoritmo y la nueva prueba, el Toddlers ADI-R .................................. 2.1.3. Otras entrevistas diagnósticas ............................................... 2.2. Pruebas de observación ..................................................................... 2.2.1. La escala de observación para el diagnóstico de autismogeneral (ADOS-G) ............................................................... 2.2.2. El nuevo algoritmo diagnóstico del ADOS-G ...................... 2.2.3. El ADOS-G como medida de severidad de TEA .................. 2.2.4. El nuevo módulo del ADOS-G para niños menores de 30 meses: El ADOS-TODDLER............................................... Diagnóstico diferencial ............................................................................... Conclusión ................................................................................................. Referencias .................................................................................................

121 121 124 125 128 128 128 129 132 134 137 137 138 138 140 141 142 144 145 148 150 151

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Índice

7.

Diagnóstico diferencial: TEA versus TEL (A. M. Ferrer). .............................

187

1. 2. 3. 4.

187 187 189

Introducción ............................................................................................... Los trastornos específicos del lenguaje (TEL) ............................................ Clasificaciones en torno a los trastornos específicos del lenguaje ............... Puntos de contacto entre el trastorno específico del lenguaje y el trastorno de espectro autista: los trastornos pragmáticos del lenguaje ....................... Mirando hacia el futuro: las nuevas propuestas de clasificación diagnóstica. Evaluación de alteraciones pragmáticas del lenguaje .................................. Referencias .................................................................................................

192 198 201 204

8. Modelos y programas de intervención precoz en niños con trastornos del espectro autista y sus familias (F. Alcantud y Y. Alonso) ......................

207

5. 6. 7.

1. 2. 3.

4. 5.

Introducción ............................................................................................... Intervención basada en la evidencia ........................................................... Modelos y programas de intervención psicoeducativa en trastornos del espectro autista .............................................................................................. 3.1. Programas de intervención psicodinámicos....................................... 3.2. Programas de intervención biológica o biomédica ............................ 3.3. Programas de intervención psicoeducativa ........................................ 3.3.1. TEACCH (Training and Education of Autistic and Related Communication Handicapped Children) .............................. 3.3.2. Modelo Early Start de Denver .............................................. 3.3.3. SCERTS (Social Communication/Emotional Regulation/ Transactional Support) ......................................................... 3.3.4. Modelos conductuales clásicos ............................................. 3.3.5. Programas en función de las áreas funcionales ..................... 3.3.5.1. Alteraciones cualitativas en la interacción social ... 3.3.5.2. Alteración de la comunicación verbal y no-verbal (comunicación y lenguaje) ..................................... 3.3.5.3. Patrones restringidos de comportamiento, intereses y actividades .......................................................... 3.3.6. Principios psico-educativos comunes .................................... Resumen y conclusiones ............................................................................. Referencias .................................................................................................

9. Intervención temprana en familias con niños con trastornos del espectro autista (L. Escribano) ................................................................................. 1. 2.

Introducción ............................................................................................... Necesidad familiar de una crianza especializada ........................................ 2.1. La ceguera del cariño ........................................................................ 2.2. Más allá del cariño............................................................................ 2.3. Bajada a la realidad .......................................................................... 2.4. Elecciones y renuncias.......................................................................

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La práctica profesional centrada en la familia.......................................... 3.1. Enseñanza en entornos naturales .................................................... 3.2. Respuestas a las necesidades familiares........................................... 3.3. Oportunidades de participación familiar en los programas ............ 3.4. Formación e información a la familia ............................................. Programas basados en la evidencia, clave en el modelo de colaboración .. 4.1. Alimentación y sueño ..................................................................... 4.2. Autonomía y control de esfínteres .................................................. 4.3. Comunicación ................................................................................. 4.4. Juego ............................................................................................... 4.5. La escolaridad................................................................................. 4.6. Algunas sugerencias para la familia en el establecimiento de programas ............................................................................................ Formación Hanen para la capacitación de las familias ............................ Referencias ...............................................................................................

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10. Intervención precoz en comunicación y lenguaje (T. Sanz). ......................

245

3.

4.

5. 6.

1. 2. 3.

4.

11.

Introducción ............................................................................................. Perfiles comunicativos y lingüísticos en los TEA ...................................... Orientaciones para la intervención temprana ........................................... 3.1. Evaluación de la competencia comunicativa ................................... 3.2. Desarrollo de la intencionalidad comunicativa y de las conductas comunicativas expresivas................................................................. 3.2.1. Los sistemas alternativos de comunicación......................... 3.2.2. Entornos favorecedores de la comunicación ....................... 3.2.3. Fomento de la comprensión ............................................... 3.2.4. Intervención en entornos naturales con la implicación de la familia y otros apoyos significativos ................................... Referencias ...............................................................................................

Comprender, prevenir y afrontar las conductas desafiantes en niños con trastornos de espectro autista (J. A. Muñoz) ...................................... 1. 2.

3.

4. 5.

Introducción ............................................................................................. Comprender las conductas desafiantes ..................................................... 2.1. La explicación: historia de desarrollo, entorno y puntos débiles ..... 2.2. El propósito: la función .................................................................. Enfoque proactivo: prevenir las conductas desafiantes ............................. 3.1. Adaptación del entorno social ........................................................ 3.2. Adaptación del entorno físico ......................................................... 3.3. Enseñanza de habilidades ............................................................... Enfoque reactivo: afrontar las conductas desafiantes ............................... Referencias ...............................................................................................

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12. Herramientas tecnológicas en la intervención psicoeducativa en niños con trastornos del espectro autista (F. Alcantud y Y. Alonso) ............. 1. 2.

3.

4.

5. 6.

Introducción ............................................................................................. Ayudas a la intervención psico-educativa ................................................. 2.1. Detección, evaluación y diagnóstico ............................................... 2.2. El vídeo ........................................................................................... 2.2.1. Sistemas de codificación de vídeos ..................................... 2.3. Instrucción asistida por ordenador ................................................. Modelado ................................................................................................. 3.1. Modelado por medio de vídeo ........................................................ 3.2. Modelado mediante realidad virtual ............................................... 3.3. Modelado mediante robot .............................................................. Áreas de intervención ............................................................................... 4.1. Habilidades sociales ........................................................................ 4.2. Función ejecutiva ............................................................................ 4.3. Simbolización y juego ..................................................................... 4.4. Reconocimiento de emociones o lectura del estado mental............. 4.5. Sistemas de comunicación aumentativa y alternativa ...................... Conclusiones ............................................................................................ Referencias ...............................................................................................

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Prólogo Hace ya casi diez años que se publicó el libro Intervención psicoeducativa en niños con trastornos generalizados del desarrollo. Después de varias reediciones, se hacía necesaria una actualización de su contenido. En aquella ocasión conseguimos reunir a un conjunto de profesionales de primera línea alrededor de un primer curso de posgrado sobre estos trastornos. La verdad es que en estos diez años el panorama ha cambiado significativamente. Uno de los cambios más significativos es la prevalencia del trastorno, pues de ser considerada un trastorno o enfermedad rara (uno de cada 2.000 niños en los años setenta), hoy día se considera una condición más o menos común (un niño por cada 166), y la evolución de la incidencia parece indicar que continuará creciendo (Newschaffer et al., 2007; Stevens et al., 2007). Como consecuencia de este incremento en el número de personas diagnosticadas, el número de profesionales que se dedican a su atención es mayor, al igual que el conocimiento que tenemos del propio trastorno. Entre los cambios más significativos producidos en estos últimos años podemos destacar el momento del diagnóstico. Mientras que actualmente podemos diagnosticar con cierta fiabilidad entre los 18 y 24 meses de vida, hace no muchos años era habitual que el diagnóstico se realizara en el momento de acceder a la escuela. A nivel conceptual, hemos evolucionado desde un concepto unitario (enfermedad mental) hacia un concepto más general (espectro); de considerar al autismo

como una enfermedad mental a considerarlo como un trastorno del neurodesarrollo; de considerar como causa una deficitaria relación afectiva madre-hijo/a, a considerar como causa del trastorno la interacción entre cierta sensibilidad genética y factores ambientales; de un mal pronóstico (incurable e intratable), a una prespectiva de futuro variable en función del tipo y precocidad del tratamiento utilizado en la intervención (educable). La editorial se puso en contacto conmigo para actualizar la publicación del 2003. En mi opinión, y así se lo hice ver a los responsables, era preferible editar otro libro, y así emprendimos la actual aventura. El presente texto nace, como el anterior, después de cuatro ediciones de un curso de posgrado de carácter especializado, que con el mismo nombre del libro se ha impartido en la Universitat de València. En la actualidad, como he indicado en los párrafos anteriores, existen instrumentos para poder detectar trastornos del espectro autista antes de los dos años de vida. Desgraciadamente, aún llegan con demasiada frecuencia a los servicios psicopedagógicos escolares niños con síntomas del trastorno, sin diagnóstico y, consecuentemente, sin tratamiento. Preocupados, como estamos todos, por el incremento del número de casos detectados, hemos querido centrar este texto en el proceso de detección y diagnóstico del trastorno del espectro autista. El texto ha quedado dividido en cuatro grandes apartados. El primero posee un carácter introductorio, y abarca los dos primeros

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Prólogo

capítulos; uno más conceptual, escrito por J. Martos y M. A. Burgos, y el segúndo sobre las bases biológicas del trastorno escrito por J. Artigas y P. Díaz. La segunda parte, sobre los procesos de detección o cribado, se compone de otros dos capítulos, escritos ambos por el equipo dirigido por el profesor R. Canal; uno específico sobre los resultados experimentales de los mismos, y el segundo de carácter evolutivo, con el análisis de las conductas susceptibles de ser tomadas como indicadores precoces del trastorno. La tercera parte está dedicada específicamente al proceso de diagnóstico, y sus tres capítulos han sido desarrollados por R. Palomo y A. Ferrer. El primer autor se encarga de desarrollar una guía general del proceso de diagnóstico y presentación de instrumentos, a lo largo de los capítulos 5 y 6, y el segundo desarrolla un capítulo sobre el diagnóstico diferencial entre los trastornos del espectro autista y los del lenguaje. Por último, la cuarta parte, algo más extensa, está dedicada a la intervención y las evidencias de su eficacia (Dawson, 2008; Odom et al., 2003), sobre todo si se realiza con intensidad durante dos o más años y se inica antes de preescolar. En esta parte del libro se presenta un primer capítulo general, el octavo, escrito por F. Alcantud y Y. Alonso, con una reflexión sobre los métodos, técnicas y programas de intervención a modo de introducción, para seguir con capítulos específicos sobre la intervención en las familias, escrito por L. Escribano, intervención en el área de la comunicación, escrito por T. Sanz, y un capítulo sobre control de las conductas desafiantes, escrito por A. Muñoz. Para concluir, se presenta en el último capítulo una reflexión sobre las herramientas tecnológicas desarrolladas como ayuda a la intervención en niños con trastornos del espectro autista. Este libro es resultado del trabajo de un equipo de más de veinte profesionales dedicados des-

de hace ya muchos años al diagnóstico, intervención y atención directa a familias de niños que presentan trastornos del espectro autista. Es tanto un libro académico, por la justificación de las afirmaciones que en él se hacen, como un libro profesional, puesto que recoge las evidencias recogidas por muchos de nosotros a lo largo de nuestra trayectoria profesional. A todos los que han participado en él, quiero expresarles desde aquí mi más sentido agradecimiento por la colaboración prestada para llevar a término este proyecto. Espero que la lectura de este libro sea amena, ilustre a otros compañeros y nos ayude a todos a comprender mejor el trastorno del espectro autista, y con ello consigamos mejorar el futuro de las personas que lo padecen y de sus familias. FRANCISCO ALCANTUD MARÍN REFERENCIAS Dawson, G. (2008). Early behavioral intervention, brain plasticity and the prevention of autism spectrum disorder. Development and Psychopathology, 20(3), 775-803. Newschaffer, C. J., Croen L. A., Daniels J., Giarelli E., Grether J. K., Levy S. E. et al. (2007). The epidemiology of autism spectrum disorders. Annu. Rev. Public Health, 28, 235-258. Odom, S. L., Brown, W. H., Frey, T., Karasu, N. et al. (2003). Edicence-based practices for young children with autism: evidence from sigle-subject research design. Focus Autism Other Development Disabilities, 18, 176-181. Stevens, M., Washington, A., Rice, C., Jenner, W., Ottolino, J., Clancy, K. et al. (2007). Prevalence of the autism spectrum disorders (ASDs) in multiple areas of the United States, 2000 y 2002. Atlanta, GA: Centers for Disease Control and Prevention.

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Del autismo infantil precoz al trastorno de espectro autista JUAN MARTOS MARÍA ÁNGELES BURGOS

1.

INTRODUCCIÓN

Las personas que se desplazan por esa cuerda floja que definen las dimensiones alteradas en el trastorno de espectro autista necesitan de profesionales con un profundo conocimiento en este campo desde distintas perspectivas: neurobiológica, psicológica y educativa. Por ello, es importante hacer un recorrido histórico por las diferentes descripciones, con las aportaciones paralelas de las investigaciones en el campo del autismo, para llegar a la clasificación y definición actual de los trastornos del espectro del autismo en las últimas versiones de los manuales estandarizados de diagnóstico clínico. Nos adentramos en este campo de la mano de Leo Kanner, médico psiquiatra nacido en Viena (Austria), que desarrolló gran parte de sus estudios para el autismo en los Estados Unidos. Gracias a la descripción científica de Kanner, la primera de la historia, se empezó a reconocer el autismo como identidad. La mayor parte de sus ideas continúan vigentes en la actualidad, y han contribuido, junto con el trabajo de Hans Asperger, a fundamentar las bases de la concepción actual.

2. EL AUTISMO SEGÚN LEO KANNER. EL AUTISMO SEGÚN HANS ASPERGER «Iba de un lado a otro sonriendo, haciendo movimientos estereotipados con los dedos, cru-

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zándolos en el aire. Movía la cabeza de un lado a otro mientras susurraba o repetía el mismo soniquete de tres tonos. Hacía girar con enorme placer cualquier cosa que se prestara a hacerse  girar [...] Cuando le metían en una habitación, ignoraba completamente a las personas y al instante se iba a por los objetos, sobre todo aquellos objetos que se podían hacer girar [...]. Empujaba muy enfadado la mano que se interponía en su camino o el pie que pisaba uno de sus bloques» (Kanner, 1943).

Esta descripción del caso de Donald, un niño de cinco años, realizada por el psiquiatra austriaco Leo Kanner en el año 1938 y recogida posteriormente en su famoso artículo publicado en 1943 por la revista Nervous Child, es ya clásica en la literatura. Probablemente, como han señalado otros investigadores, el autismo ha existido siempre (Frith, 1989). Sin embargo, es a partir de la descripción que Kanner realiza de once niños que pasan por su consulta cuando se reconoce el autismo como entidad. Unos meses después, Hans Asperger, pediatra y psiquiatra, también identifica un grupo de cuatro niños con características similares (el artículo de Kanner es de fines de 1943 y el artículo de Asperger es de comienzos de 1944). Al contrario de lo que ocurrió con el trabajo de Kanner, el trabajo de Asperger (publicado en alemán) permaneció prácticamente desconocido hasta que fue traducido al inglés. Aun cuando un poco más adelante nos referiremos al debate actual sobre las posibles diferencias o similitudes

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entre ambos trastornos, hay que decir que no contamos con evidencias suficientemente consistentes como para separar con claridad lo que denominamos autismo de alto funcionamiento (AAF), o autismo que no viene asociado con discapacidad intelectual y síndrome de Asperger (SA). Como ya veremos, probablemente no sea nada práctico plantear ninguna polémica en este sentido. Kanner destacaba en su trabajo seminal las siguientes características, que parecían ser comunes a todos los niños que observó: — — — —

Extrema soledad autista. Deseo obsesivo de invarianza ambiental. Excelente memoria. Expresión inteligente (buen potencial cognitivo) y ausencia de rasgos físicos. — Hipersensibilidad a los estímulos. — Mutismo o lenguaje sin intención comunicativa real. — Limitaciones en la variedad de la actividad espontánea. En la descripción del trabajo de Kanner están configuradas las características esenciales que definen el autismo (aunque obviamente la investigación posterior precisará sus observaciones). Los trabajos que Rutter (1971; 1978) y sus colaboradores realizaron en la década de los setenta son claves para establecer los criterios esenciales del diagnóstico del trastorno (entre ellos la edad de comienzo), así como para fundamentar de manera empírica la frecuente realidad de autismo con discapacidad intelectual asociada, y que han sido la base y los cimientos de las actuales definiciones.

3. ¿CÓMO Y CUÁNDO APARECE EL AUTISMO? En la mayor parte de los casos que acuden a nuestra consulta identificamos una historia de presentación del trastorno bastante común (Mar-

tos et al., 2008). El niño en cuestión presenta un desarrollo normal durante el primer año y medio de vida. Es alrededor de esa edad cuando la mayor parte de los padres y madres comienzan a tener sospechas de que algo raro está ocurriendo. El niño procede de un embarazo y parto normal; no presenta mayores dificultades en la alimentación que las observadas en otros niños; el desarrollo y adquisición de hitos motores se realiza dentro de los parámetros de la normalidad; el desarrollo de la comunicación y de la relación social también se sitúa dentro de la normalidad durante el primer año de vida. El bebé presenta y adquiere pautas intersubjetivas primarias, muestra interés en los juegos circulares de interacción y desarrolla pautas tempranas de interacción social. Hacia los últimos meses del primer año se esbozan conductas comunicativas y aparición de las primeras palabras. Durante este período de tiempo tan sólo entresacamos como hechos significativos la característica ausencia de la conducta de señalar, en especial en lo que se refiere a funciones de tipo ostensivo y, en algunos casos, una cierta pasividad no bien definida. Hacia los 18 meses, la familia describe las primeras manifestaciones de alteración en el desarrollo, informando de una detención del desarrollo. El niño pierde el lenguaje adquirido, muestra una sordera paradójica y no responde cuando se le llama ni cuando se le dan órdenes, pero, en cambio,  reacciona a otros estímulos auditivos (por ejemplo, los anuncios de televisión). Deja de interesarse en la relación con otros niños, y gradualmente se observan conductas de aislamiento social. No utiliza la mirada y es difícil establecer contacto ocular con él. Por otro lado, en la actividad funcional y el juego con los objetos es muy rutinario y repetitivo. No muestra ni desarrolla actividad simbólica, repitiendo casi siempre las mismas cosas, rutinas y rituales. Muestra oposición a cambios en el entorno y se perturba emocionalmente, a veces de forma intensa, cuando se producen cambios nimios. © Ediciones Pirámide

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Rivière (2000) nos ha proporcionado algunas respuestas a la posible significación que tiene este habitual proceso que describen las familias. De los estudios llevados a cabo (el análisis de informes retrospectivos de cien familias) parece desprenderse la idea de la existencia de un patrón prototípico de presentación del trastorno, que se caracteriza por: 1.

2.

3.

Una normalidad aparente en los ocho o nueve primeros meses de desarrollo, acompañada muy frecuentemente de una característica «tranquilidad expresiva». Ausencia (frecuentemente no percibida como tal) de conductas de comunicación intencionada, tanto para pedir como para declarar, en la fase elocutiva del desarrollo (entre el noveno y el decimoséptimo mes), con un aumento gradual de pérdida de intersubjetividad, iniciativa de relación, respuestas al lenguaje y conducta de relación. Una clara manifestación de alteración cualitativa del desarrollo, que suele coincidir precisamente con el comienzo de la llamada fase locutiva del desarrollo. En esta fase resulta ya evidente un marcado aislamiento, limitación o ausencia del lenguaje, sordera paradójica, presencia de rituales, oposición a cambios y ausencia de competencias intersubjetivas y de ficción.

Además, Rivière proporciona algunos datos sugerentes para apoyar la idea de que este patrón es específico del autismo, cuando compara los informes retrospectivos de familias con hijos diagnosticados de autismo y familias con hijos  diagnosticados con retraso del desarrollo y rasgos autistas (junto con una muestra control de padres con niños normales). Los datos que obtiene vienen a demostrar que ese perfil es específico del autismo, o al menos permite diferenciar a los niños con autismo y re-

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traso asociado de aquellos otros que presentan retraso del desarrollo con rasgos autistas asociados. De manera característica, en los niños con autismo el patrón de pasividad, ausencia de comunicación y anomalía obvia posterior provoca más tardíamente preocupaciones en los padres de los niños autistas que en los padres de niños con retraso y espectro autista. Además, se asocia a menores grados de alteraciones médicas y neurológicas, se acompaña de sospechas más frecuentes de sordera en el niño, y se asocia con menor retraso motor en los niños con autismo que en los que tienen retraso y rasgos autistas. Es de gran interés preguntarse el por qué de esta presentación tan peculiar del trastorno y, además, en un momento evolutivo como el que se ha reseñado. ¿Qué puede estar ocurriendo en el desarrollo del niño, desde fines del primer año de vida, tanto desde el punto de vista neurobiológico como desde el psicológico, para que se observe este patrón tan característico? En el desarrollo del niño normal, y en un plano estrictamente psicológico, cuando el bebé humano ha construido mecanismos de intersubjetividad secundaria (Trevarthen et al., 1998) en los últimos meses del primer año de vida, cuando se han establecido las relaciones triangulares entre el mundo de los objetos, la madre y el bebé, cuando el bebé es capaz de coordinar esquemas de objetos (esquemas de acción) con esquemas para las personas (esquemas de interacción), en ese momento se están esbozando desarrollos psicológicos cualitativamente importantes en el desarrollo humano y que van a experimentar una eclosión muy significativa hacia los 18 meses. ¿Cuáles son esos desarrollos psicológicos? En síntesis, podríamos resumirlos en los siguientes: 1.

2.

El comienzo de la inteligencia representativa y simbólica. El niño acaba de construir la inteligencia sensoriomotora y domina esquemas de conocimiento de carácter representativo y simbólico. El desarrollo de la autoconciencia y, por tanto, la posibilidad de evaluar la propia

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4.

experiencia, y en concreto la posibilidad de compartir la experiencia con el otro. Las primeras estructuras combinatorias del lenguaje, con inicio en la sintaxis y formas rudimentarias de «conversación». En torno a esta edad, en el desarrollo normal el niño ya domina un vocabulario de tres a cincuenta palabras y produce «sobreextensiones» del significado. El lenguaje se utiliza fundamentalmente para comentar, pedir y obtener atención. El desarrollo de la actividad simbólica y juego de ficción. Es el inicio en la activi-

dad de metarrepresentación. Alrededor de los 18 meses, el niño con desarrollo normal realiza actos simbólicos frecuentes y un juego relacionado con las rutinas diarias. Es altamente llamativo que cuando están emergiendo, desarrollándose y ampliándose todas esas funciones psicológicas tan relevantes en el desarrollo humano, las familias de niños con autismo tienen, en la mayor parte de los casos, una sospecha certera de que algo raro está ocurriendo con su hijo (véase figura 1.1).

Aparición de los primeros síntomas del autismo

0

Intersubjetividad

Intersubjetividad

Juego simbólico

primaria

secundaria

Lenguaje

Juego conversacional

Protolenguaje

Protodiálogo

Juego con objetos

Cooperación en tareas con la madre

2

8

12

18 meses

Figura 1.1.—Desarrollo normal y aparición de los síntomas de autismo.

Desde el punto de vista neurobiológico, también es muy llamativo que desde fines del primer año de vida se produzca un incremento significativo de las conexiones neuronales entre lóbulos frontales, sistema límbico y zonas temporales (Rogers y Pennington, 1991). Al parecer, entonces, el autismo puede relacionarse con una alteración en los mecanismos neurobiológicos (mecanismos que parecen implicar interrelaciones delicadas entre estructuras límbicas y áreas neocorticales de

los lóbulos temporales y frontales) que constituyen el sustrato del desarrollo de las capacidades que posibilitan la adquisición de funciones superiores (Rivière, 1998). Recientemente, hemos revisado con cierta amplitud (Martos y González, 2005) las manifestaciones tempranas de los trastornos del espectro autista, considerando las distintas fuentes o estrategias que han sido utilizadas (análisis de la información retrospectiva proporcionada por los © Ediciones Pirámide

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padres, análisis de grabaciones de vídeos familiares, evaluación clínica en el momento del diagnóstico, validación de algunos instrumentos específicos y estudios de seguimiento con niños de alto riesgo), poniéndose de manifiesto que las alteraciones primarias más relevantes y consistentes se relacionan con dificultades en el desarrollo social, proporcionándose apoyo a explicaciones psicológicas que ponen el acento y el énfasis en la consideración del trastorno como un trastorno del desarrollo en el que lo que se afecta es la constitución de competencias sociales e interpersonales —y más específicamente intersubjetivas—, que son características del desarrollo humano normal y que son manifiestamente observables a partir del segundo semestre de vida y, en especial, en el último trimestre del primer año. Sin duda, las incisivas reflexiones de Ángel Rivière ya señaladas adquieren mayor relevancia al obtener confirmación desde otras fuentes.

4. EL CONCEPTO DE ESPECTRO AUTISTA Desde finales de los años setenta no sólo se ha incrementado el refinamiento en la definición del autismo, sino que también se ha extendido o ampliado hacia el concepto de trastorno de espectro. Un estudio de Lorna Wing y Judith Gould de 1979 está en la base de este concepto. Cuando estudiaron la incidencia de deficiencia social severa en una población amplia, observaron que todos los niños que presentaban una deficiencia social severa también tenían los síntomas principales del autismo. El autismo nuclear tan sólo estaba presente en un 4,8 cada 10.000, mientras que cuanto menor es el cociente intelectual, más frecuentes son los rasgos de espectro autista, hasta el punto de encontrar una incidencia de 22,1 cada 10.000, prácticamente cinco veces más que la incidencia nuclear de autismo. Por tanto, los niños que están afectados por dificultades similares en la reciprocidad social y la comunicación, y

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presentan un patrón restrictivo de conductas aun sin ser estrictamente autistas, necesitan los mismos servicios y tratamiento que las personas con autismo. Además, en estos niños también pueden observarse variaciones en el grado e intensidad de afectación. Del estudio de Wing y Gould pueden extraerse dos ideas interesantes y con importantes consecuencias: 1.

2.

El autismo en sentido estricto es sólo un conjunto de síntomas. Puede asociarse a distintos trastornos neurobiológicos y a niveles intelectuales muy variados. En el 75 por 100 de los casos, el autismo de Kanner se acompaña de retraso mental. Hay muchos retrasos y alteraciones del desarrollo que se acompañan de síntomas autistas sin ser propiamente cuadros de autismo. Puede ser útil considerar el autismo como un continuo que se presenta en diversos grados y en diferentes cuadros del desarrollo.

Los subtipos definidos por Wing y Gould (aislado, pasivo y activo pero extraño) han sido examinados en distintos estudios, con el objeto de determinar su validez, usando distintos métodos (Borden y Ollendick, 1994; Castelloe y Dawson, 1993; O’Brien, 1996; Waterhouse et al., 1996). La mayor parte de los estudios apoyan la existencia de los subgrupos de Wing, con las características que ella propone. Además, con la excepción del estudio de O’Brien (1996), las investigaciones han aplicado algunos hechos ya mencionados por Wing y Gould cuando informan que la mayor gravedad de autismo se encuentra en el grupo aislado, y la menor intensidad corresponde al grupo activo pero extraño. Estos datos sugieren que los grupos aislado y activo pero extraño pueden ser considerados como los extremos de un continuo (Castelloe y Dawson, 1993). También se proporciona apoyo al papel del cociente intelectual (CI) o nivel de desarrollo para predecir la ubicación en los

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subgrupos. Por ejemplo, los rangos más bajos de CI o nivel de desarrollo se encuentran más frecuentemente en el grupo aislado. Otros autores (Volkmar et al., 2005) han señalado un efecto de la edad cronológica, encontrándose los niños pequeños en el grupo aislado y los niños más mayores en el

grupo activo pero extraño, lo cual, en cierta forma, podría interpretarse como influencia del tratamiento y la educación. Beglinger y Smith (2001) encuentran cierta evidencia para apoyar la presencia de un continuo de tres factores que contiene al menos cuatros subgrupos (véase figura 1.2).

Mayor sintomatología autista

Retraso en el desarrollo Alteración social

CI ≤ 50

Subtipos CI 50-60 I.

Conducta repetitiva

II.

CI 60-70 III. CI ≥ 70

IV. Menor sintomatología autista

Subtipos I: Aislado, muy autista. II: Pasivo/aislado. III: Pasivo. IV: Activo pero extraño.

Figura 1.2.—Un modelo de conceptualización dimensional (adaptado de Beglinger y Smith, 2001).

Rivière (1998) ha elaborado con mayor profundidad la consideración del autismo como un continuo de diferentes dimensiones y no como una categoría única, y, en su opinión, permite reconocer a la vez lo que hay de común entre las personas con autismo (y entre éstas con otras que presentan rasgos autistas en su desarrollo) y lo que hay de diferente en ellas.

Rivière señala seis factores principales de los que depende la naturaleza y expresión concreta de las alteraciones que presentan las personas con espectro autista en las dimensiones que siempre están alteradas: 1.

La asociación o no del autismo con retraso mental más o menos severo. © Ediciones Pirámide

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2. 3. 4.

5.

6.

La gravedad del trastorno que presentan. La edad —el momento evolutivo— de la persona con autismo. El sexo: el trastorno autista afecta con menos frecuencia, pero con mayor grado de alteración, a mujeres que a hombres. La adecuación y eficiencia de los tratamientos utilizados y de las experiencias de aprendizaje. El compromiso y apoyo de la familia.

Puede establecerse que la efectividad y la naturaleza de los tratamientos va a depender de la ubicación de la persona autista en las diferentes dimensiones. Con este propósito, y dada la importancia práctica del concepto de espectro autista, Rivière señala un conjunto de doce dimensiones que se alteran sistemáticamente en los cuadros de autismo y en todos aquellos que implican espectro autista. Para cada dimensión establece cuatro niveles: el primero caracteriza a las personas con un trastorno mayor, o cuadro más severo, niveles cognitivos más bajos y frecuentemente a los niños más pequeños. El nivel cuarto es característico de los trastornos menos severos y define a las personas que presentan el síndrome de Asperger.

5. IMPLICACIONES PARA LOS SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN INTERNACIONAL. LA PERSPECTIVA DE LA PRÓXIMA DSM-V Existe un consenso interprofesional en la definición del trastorno autista, encuadrado dentro del grupo de trastornos generalizados del desarrollo (denominación, como veremos, poco apropiada y en donde también se encuentran trastornos como el Síndrome de Rett, el trastorno desintegrativo de la infancia, el síndrome de Asperger y la categoría difusa, siendo más bien un cajón de sastre, y con frecuencia «cajón desastre», del trastorno generalizado del desarrollo no espe-

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cificado), lo cual queda reflejado en las clasificaciones oficiales que actualmente se utilizan: 1.

2.

La establecida por la Asociación de Psiquiatría Americana (APA, 1994) en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-IV), que se encuentra en su cuarta edición revisada (DSM-IV-TR, 2000), y que es uno de los sistemas más utilizados para la investigación internacional de calidad. La desarrollada por la Organización Mundial de la Salud (OMS; WHO en inglés, 1993b) en su décima versión (CIE-10), que se utiliza de manera oficial en multitud de países para codificar enfermedades.

Estas diferentes propuestas de clasificación son interesantes porque informan, en gran parte, de los distintos servicios que se requieren para la realización de categorías diagnósticas y, quizá lo más importante, para la determinación de las necesidades de las personas con autismo. El panorama que estamos describiendo, con respecto a las definiciones del trastorno, viene experimentando sustanciales modificaciones en los últimos años como consecuencia de la introducción y afianzamiento progresivo del concepto de espectro autista, el cual también va a implicar a muy corto plazo cambios nosológicos de relevancia en la publicación prevista de la quinta versión de la DSM. Hoy por hoy, el grupo de las tres alteraciones nucleares, conocido como la tríada de Wing, es la base para el diagnóstico de autismo, y subyace a las clasificaciones internacionales, actuales y anteriores, para realizar el diagnóstico de lo cada vez más frecuentemente denominado «trastornos de espectro autista», sustituyendo a «trastornos generalizados del desarrollo», término que inicialmente ha sido útil para proporcionar un diagnóstico formal a individuos que comparten similares déficit críticos, como los que están asociados con autismo, pero que no cumplen el conjunto de cri-

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terios completos para el diagnóstico de autismo, siendo el término elegido, además, para enfatizar las alteraciones cualitativas en muchos aspectos de la vida que diferencian al autismo de otras alteraciones cognitivas generales, como la discapacidad intelectual o el retraso mental. Sin embargo, podría dar lugar a mayor confusión, en la medida en que la palabra «generalizados» daría cabida a otros trastornos que se caracterizan, precisamente, por presentar alteraciones y limitaciones generalizadas en todas sus áreas de desarrollo. En el momento actual existe una práctica y virtual unanimidad para usar el término «trastornos de espectro autista» en vez de «trastornos generalizados del desarrollo». Como ya hemos señalado, en la próxima versión del manual diagnóstico y estadístico de los  trastornos mentales (DSM-V) se introduce un  cambio relevante y significativo, estableciéndose ya de manera formal el término «trastornos del espectro autista» (trastornos del espectro del autismo), que incluye: — — — —

Trastorno autista. Trastorno de Asperger. Trastorno desintegrativo de la infancia. Trastorno generalizado del desarrollo no especificado.

1.

La diferenciación entre el trastorno del espectro autista, el desarrollo típico y otros trastornos sin espectro se hace de forma fiable y con validez, mientras que las distinciones entre los trastornos han demostrado ser inconsistentes a lo largo del tiempo en función de variables como la severidad, el nivel de lenguaje o la inteligencia. Como el autismo se define por un conjunto de comportamientos, se representa mejor como una única categoría diagnóstica, que se adapta a la presentación clínica de cada persona con la inclusión de especificaciones clínicas (por ejemplo, la grave-

2.

dad, las habilidades verbales y otras). Un solo trastorno del espectro es un mejor reflejo del estado de los conocimientos sobre la patología y presentación clínica. Los tres dominios (la tríada) se reducen ahora a dos: 1. 2.

Déficit sociales y de comunicación. Intereses fijos y comportamientos repetitivos.

Se propone como definición la siguiente revisión (tabla 1.1). TABLA 1.1 Trastorno del espectro autista (revisión propuesta en la DSM-V) El sujeto, para ser diagnosticado de un trastorno del espectro autista, debe cumplir los criterios 1, 2 y 3: 1.

De forma clínicamente significativa, déficits persistentes en la comunicación e interacción social, que se manifiesta en todos los síntomas siguientes: a) Marcadas deficiencias en la comunicación no verbal y verbal utilizadas en la interacción social. b) Falta de reciprocidad social. c) Fracaso al desarrollar y mantener relaciones con iguales adecuadas al nivel de desarrollo.

2.

Patrones de comportamiento, intereses y actividades restringidos y repetitivos, tal y como se manifiesta en al menos dos de los siguientes síntomas: a) Comportamientos motores o verbales estereotipados o comportamientos sensoriales inusuales. b) Adhesión excesiva a las rutinas y patrones de comportamiento ritualizados. c) Intereses fijos y restringidos.

3.

Los síntomas deben estar presentes en la infancia temprana (aunque pueden no manifestarse por completo hasta que las demandas del entorno excedan sus capacidades). © Ediciones Pirámide

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6. EXPLICACIONES PSICOLÓGICAS MÁS RELEVANTES Contar con una teoría psicológica explicativa en el trastorno autista puede ser fundamental por varias razones (Happe, 2000). En el plano biológico, podría incidir de manera significativa en: 1.

Proporcionar pistas a la investigación cerebral, como de hecho viene ocurriendo en los últimos años. Contribuir a explicar los casos de lesiones adquiridas. Influir de manera decisiva en la determinación de la base genética del autismo.

2. 3.

En un plano más conductual, dotarse de herramientas de explicación psicológica contribuye a: 1.

Manejarse eficazmente con explicaciones alternativas del comportamiento. Sentar las bases de la intervención educativa.

2.

Estas son, en la actualidad, las teorías psicológicas explicativas más relevantes, apoyadas todas ellas por hechos experimentales. Es importante tener una visión clara de cada una de ellas.

6.1.

Teoría de la «teoría de la mente» y el déficit metarrepresentacional

Esta teoría propone un déficit cognitivo en autismo relacionando posibles y múltiples alteraciones neurológicas con múltiples manifestaciones conductuales. El trabajo seminal de esta teoría fue un estudio de Baron-Cohen et al. (1985) donde evalúa la comprensión de falsa creencia en autismo (las tareas de falsa creencia ilustran muy adecuadamente la comprensión de los estados mentales que trascienden o «suspenden» la realidad). En el desarrollo normal, la comprensión de que los estados mentales no tienen por qué co-

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rresponderse necesariamente con la realidad se adquiere en torno a los 4 años de edad. Esta comprensión que el niño adquiere de los estados mentales de sí mismo y de los demás se indica afirmando que posee una «teoría de la mente». En palabras de Baron-Cohen: «Una teoría de la mente nos proporciona un mecanismo preparado para comprender el comportamiento social. Podríamos predecir que si a una persona le faltara una teoría de la mente, es decir, si una persona estuviera ciega ante la existencia de los estados mentales, el mundo social le parecería caótico, confuso y, por tanto, puede ser que incluso le infundiera miedo. En el peor de los casos, esto podría llevarle a apartarse del mundo social completamente, y lo menos que podría suceder es que le llevara a realizar escasos intentos de interacción con las personas, tratándolas como si no tuvieran «mentes» y, por tanto, comportándose con ellas de forma similar a como lo hacen con los objetos inanimados (Baron-Cohen, 1993: 22)». La capacidad para construir «teorías de la mente» se describe (Leslie, 1987) como el resultado de un mecanismo cognitivo innato, biológicamente determinado y especializado en la elaboración de metarrepresentaciones, que son las representaciones de los estados mentales. En opinión de Leslie, la metarrepresentación implica no sólo la capacidad de atribuir estados mentales, sino también la posibilidad de desdoblarse cognitivamente de las representaciones primarias perceptivas. De acuerdo con esta posición, si falla la capacidad de tener representaciones sobre representaciones, falla una capacidad característicamente humana, lo que conduce a consecuencias sociales muy graves. Baron-Cohen et al. (1985) pasaron la prueba, ahora clásica, de Sally y Ana, una versión simple de la tarea de creencia falsa de Wimmer y Perner (1983), a veinte niños autistas de edades mentales superiores a los 4 años (también a niños con desarrollo normal y niños con síndrome de Down). En esta tarea se le presentan al niño dos muñecas, una se llama Sally y otra Ana; Sally tiene una cesta y Ana tiene una caja. El niño ve cómo

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Sally deja su canica en la cesta y se va. Mientras tanto, la pícara de Ana cambia la canica de Sally de la cesta a su propia caja. Vuelve Sally. Al niño se le hace la pregunta de prueba: ¿dónde buscará Sally su canica? Los autores encontraron que el 80 por 100 (16 de 20) de los niños autistas no eran capaces de apreciar la creencia falsa de Sally: en lugar de decir que Sally buscaría en la cesta donde ella puso la canica, decían que iría a buscarla en la caja donde Ana la había puesto y donde realmente estaba. Por el contrario, el 86 por 100 (12 de 14) de los niños con síndrome de Down, de una edad mental bastante inferior, resolvieron adecuadamente la tarea. Los niños de 4 años con desarrollo normal también entienden la creencia falsa en la tarea de Sally y Ana. Estos hechos se han aplicado en numerosos estudios, y se han desarrollado otras pruebas que muestran resultados similares. Sin embargo, el impresionante apoyo experimental que se ha obtenido en esta teoría no explica suficientemente bien qué está ocurriendo antes de que emerjan las habilidades metarrepresentacionales. Por otro lado, existe una crítica muy consistente al innatismo del mecanismo cognitivo concebido por Leslie. En este sentido, Baron-Cohen y otros autores (Baron-Cohen y Ring, 1994; Baron-Cohen, 1995) han propuesto modificaciones de la teoría de Leslie, incorporando los hallazgos y los datos encontrados en las recientes investigaciones evolutivas (por ejemplo, los déficit en atención conjunta) y neurofisiológicas (por ejemplo, los trabajos de Brothers (1995) sobre el sustrato neurofisiológico de primates en respuestas a estímulos y situaciones sociales). En esta nueva concepción, BaronCohen incorpora al módulo de teoría de la mente tres nuevos módulos funcionales, que madurarían evolutivamente antes del acceso a las metarrepresentaciones. Estos módulos son: 1.

DI, detector de intencionalidad: mecanismo perceptivo que interpreta los estímulos en términos de primitivos estados mentales de deseo y establecimiento de

2.

3.

objetivos. El DI representa las relaciones diádicas que se establecen entre un agente y un objeto o entre un agente y uno mismo. Para Baron-Cohen es un mecanismo que está intacto en autismo. DDM, detector de la mirada: mecanismo que trabaja a través de la visión y que tiene tres funciones: a) detectar la presencia de ojos o estímulos similares a los ojos; b) dar cuenta de si los ojos se dirigen hacía sí mismo o no, y c) inferir la dirección de la mirada desde la propia mirada. BaronCohen mantiene que durante los primeros estadios, cuando el DDM está trabajando solo, está intacto en autismo. MAC, mecanismo de atención compartida, que sería responsable de la construcción de las representaciones triádicas sobre las que se establecen las relaciones entre un agente, uno mismo y un tercer objeto. Baron-Cohen sugiere que este mecanismo estaría alterado en autismo y no funciona a través de ninguna modalidad (visión, tacto o audición); por tanto, no habría flujo de información desde este mecanismo hacia el de la teoría de la mente (véase figura 1.3).

DI Detector de intencionalidad

DDM Detector de la mirada

MAC Mecanismo de atención compartida

MTM Mecanismo de teoría de la mente

Figura 1.3.—Componentes del sistema de lectura de la mente. © Ediciones Pirámide

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Los mecanismos propuestos por Baron-Cohen en esta teoría son concebidos como parte del «cerebro social» o del módulo social según la propuesta de Brothers (1995), en donde no toda la parte social del cerebro está dañada en el autismo, aunque todos los mecanismos cognitivos propuestos procesan información social. La explicación teórica de un déficit mentalista tiene un enorme poder explicativo para dar cuenta de las dificultades y las alteraciones cualitativas que experimentan las personas con autismo en los dominios relevantes que se manejan para el diagnóstico (la tríada de Wing). Sin embargo, también está sujeta a críticas; por ejemplo, el hecho de que el déficit en teoría de la mente no esté presente de manera universal en todos los cuadros de autismo (en autismo de alto nivel de funcionamiento y/o síndrome de Asperger se adquiere, aunque de forma peculiar y algo más tardía, teoría de la mente) o que no sea un déficit específico de autismo (los fallos en teoría de la mente se encuentran en otros trastornos). Por otro lado, esta posición teórica no explica suficientemente bien la presencia de algunos rasgos específicos, como las conductas e intereses repetitivos, la presencia de habilidades «savants», las buenas habilidades visoespaciales o las alteraciones sensoriales. Parece conveniente matizar el modelo de déficit en la teoría de la mente con un nuevo enfoque de tipo evolutivo, en el que la teoría de la mente no es algo que se tiene o no se tiene; dicho de otra manera, no es una capacidad de todo o nada, sino que puede haber distintos niveles de afectación, desde los niveles más básicos hasta aspectos sutiles (por ejemplo, la comprensión de ironías).

6.2. Teorías explicativas relacionadas con fallos en la intersubjetividad Las teorías acerca de la intersubjetividad en autismo son, en algunos aspectos, antítesis de las teorías cognitivas, aunque sus predicciones y sus bases empíricas tienen mucho en común con las

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de las teorías cognitivas. El término «intersubjetividad» fue usado en primer lugar por Trevarthen (1979). Otros autores como Hobson (1993) han desarrollado en profundidad su teoría dentro de este contexto. La teoría de Hobson Peter Hobson ha sugerido, sobre la base de los experimentos acerca del reconocimiento de emociones, que la ausencia de una teoría de la mente en el autismo es el resultado de un déficit más básico, un déficit emocional primario en la relación interpersonal. Para Hobson, el problema del autismo no está causado por una inhabilidad para acceder a las metarrepresentaciones, inhabilidad que considera una importante consecuencia, aunque secundaria. Un déficit emocional primario podría hacer que el niño no recibiera las experiencias sociales necesarias en la infancia y la niñez para desarrollar las estructuras cognitivas de la comprensión social. La empatía se constituye en un mecanismo psicológico a través del cual el bebé se vincula con los padres. El contacto empático no está mediado por representaciones. A través de la empatía, el bebé percibe actitudes en las personas, a las que más tarde atribuirá estados mentales. El reconocimiento de las actitudes de los además y el desarrollo de la imitación posibilitan el acceso a la mente del otro. Desde esta concepción, en el autismo parece haber dificultades con el procesamiento de estímulos afectivos. La teoría propuesta por Hobson mantiene importantes similitudes con la explicación original de Kanner, y cuenta con un amplio conjunto de resultados empíricos a su favor. Además, los trabajos clásicos de Mundy y Sigman (1989) acerca de las habilidades de atención conjunta y las líneas de investigación posterior en esta dirección son congruentes con la posición de Hobson, quien sugiere que la ausencia de participación en la experiencia social intersubjetiva que presentan los niños con autismo con-

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duce a dos consecuencias especialmente importantes: 1.

2.

Un fallo relativo para reconocer a las personas como tales, con sus propios sentimientos, pensamientos, deseos e intenciones. Una dificultad severa en la capacidad para «abstraer», sentir y pensar simbólicamente. Por tanto, las secuelas cognitivas de lo que se ha llamado «teoría afectiva» son similares a las descritas en las teorías con déficit en la metarrepresentación.

Algunos de los avances recientes en la investigación neurobiológica, como el papel de las denominadas «neuronas espejo» en el desarrollo de la imitación o un conocimiento más exhaustivo de los sustratos neurales de las habilidades de atención conjunta (Mundy y Thorp, 2005), proporcionan apoyo adicional a la propuesta de Hobson, que ha venido precisando en sus últimos trabajos (Hobson, 2002), insistiendo en la necesidad de que para comprender el autismo no sólo basta el conocimiento de las «alteradas» experiencias sociales, o mejor dicho su falta de experiencia social, sino que necesitamos tener en cuenta lo que ocurre entre el niño y los demás, centrándonos en la experiencia que el niño tiene (o carece) a través de otras personas. La relación que el niño establece en el desarrollo normal con las relaciones que las otras personas tienen con el mundo, es el fundamento para poder sentir a los demás como personas que tienen sus propias orientaciones subjetivas hacia el mundo, para poder desarrollar el sentimiento de uno mismo y de los otros, para poder elaborar conceptos mentalistas cada vez más sofisticados, para poder desarrollar la capacidad de autorreflexión y determinados aspectos de la función ejecutiva, así como aquellos aspectos del funcionamiento simbólico y de las actitudes flexibles que dependen de las relaciones con el mundo y que contribuyen en gran medida a la creatividad

humana en el pensamiento y en la acción (Hobson, 2005). La teoría de Trevarthen Trevarthen y sus colaboradores (Aitken y Trevarthen, 1997; Trevarthen et al., 1998; Trevarthen y Aitken, 1994) resumen su teoría en los siguientes puntos: 1.

2.

Los niños están preparados desde el nacimiento para establecer comunicación con quienes los cuidan a través de medios de expresión emocional o motivacional y  de sensibilidad interpersonal, imitando y haciendo expresiones de comunicación similares a mensajes. Con el apoyo adecuado que le proporciona un cuidador con el que se identifica y empatiza (los padres), pueden comunicar de manera elaborada y eficiente, en este nivel protoconversacional, antes de que comiencen a manipular objetos. Además, las reacciones a las vocalizaciones de la madre y el aprendizaje en identificar su voz comienza antes del nacimiento. Por tanto, el desarrollo cognitivo y el procesamiento de experiencias, que avanza rápidamente después del control cefálico y de las conductas de alcanzar y agarrar objetos típicas de los cuatro meses, están regulados por las emociones que se ponen en juego en la interacción con las personas. Después de la infancia, los bebés desarrollan representaciones y juegos convencionales. Al mismo tiempo, apoyados en estas reglas, aprenden el lenguaje y habilidades cooperativas con iguales, imitando gestos y actividades y compartiendo de manera vívida e imaginativa la comunicación. De estas adquisiciones, una que se desarrolla en torno al final del primer año (intersubjetividad secundaria) y hace que el bebé sea más competente para adquirir © Ediciones Pirámide

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significados culturales en la lengua materna, está alterada en el autismo. Parece que este trastorno en el desarrollo se origina en un fallo en el sistema cerebral que regula la motivación del niño para aprender significados en la comunicación. El conocimiento actual de las anormalidades cerebrales que acompañan el autismo o los trastornos cuasiautistas que se producen en monos y en humanos son compatibles con las anteriores afirmaciones. La investigación cerebral no apoya el punto de vista de que los aspectos emocionales e interpersonales del autismo sean consecuencia de un fallo primario en procesos sensoriales, motores o lingüísticos. Tampoco apoya la hipótesis de que el déficit central en autismo sea la ausencia de una capacidad cognitiva para representar estados mentales; ese déficit parece ser consecuencia más bien de un fallo primario en la conciencia de los cambios de relación hacia otras personas y sus sentimientos, y en cómo cooperar con ellos a través de la comunicación. Sin embargo, no podemos esperar localizar un mecanismo simple en el cerebro para este trastorno funcional, porque el conjunto del cerebro humano se ha transformado en la evolución, por la educación, para poder desarrollar la capacidad de aprender culturalmente.

6.3. La teoría de coherencia central Frith (1989) es la primera autora que propone que una teoría de coherencia central débil podría explicar las dificultades encontradas en el autismo que no pueden ser explicadas por la teoría de la mente. Sus ideas se basan en la creencia de que las personas que se desarrollan con normalidad se ven empujadas a integrar trozos de información dispares en patrones coherentes, mediante inferencias sobre las causas y los efectos de la conducta.

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Las personas con autismo tienen dificultades para elaborar interpretaciones comprensivas de las situaciones mediante la lectura de las intenciones de los participantes, a partir de los movimientos de los ojos y de las manos de éstos y por las pistas contextuales. Frith aporta numerosos ejemplos de interpretaciones descontextualizadas de personas con autismo, de las cuales sólo algunas implican una teoría de la mente. Esto indica la existencia de un problema anterior a la metarrepresentación: el de la integración de aspectos de una situación en un conjunto coherente. Su teoría no sólo explicaría la inexistencia de conductas y capacidades como la atención conjunta y la teoría de la mente. También explicaría las habilidades extraordinarias, las sensaciones fragmentadas, la monotonía y las conductas repetitivas. Las personas con autismo presentan problemas para otorgar niveles altos de significado, una característica universal del procesamiento humano de la información que está intacta en las personas con un desarrollo normal, y es posible que también en las personas con retraso mental (no autistas), que parecen ser sensibles a las ventajas de recordar material organizado frente al no organizado. Los problemas de coherencia central (o el uso en autismo de una coherencia central débil) abarcan distintos niveles de procesamiento de la información, desde el procesamiento perceptivo (por ejemplo, las ilusiones ópticas), pasando por el procesamiento visoespacial (por ejemplo, con mejor rendimiento en las tareas de cubos de las escalas Weschler), hasta el procesamiento semántico (por ejemplo, aprendizaje de historias al pie de letra en vez de «entresacar» la idea esencial). En la actualidad se ha propuesto hablar de un tipo de estilo cognitivo, en vez de utilizar la expresión de coherencia central débil.

6.4. La teoría de la función ejecutiva La función ejecutiva es el constructo cognitivo usado para describir las conductas de pensamien-

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to mediadas por los lóbulos frontales (Duncan, 1986). Ha sido definida como la habilidad para mantener un conjunto apropiado de estrategias de solución de problemas para alcanzar una meta futura (Luria, 1966). Las conductas de función ejecutiva incluyen la planificación, el control de impulsos, la inhibición de respuestas inadecuadas, la búsqueda organizada y la flexibilidad de pensamiento y acción. Toda conducta de función ejecutiva comparte la habilidad para «desprenderse» del entorno o contexto inmediato, o guiarse por modelos mentales o representaciones internas (Dennis, 1991). Las personas con lesiones en los lóbulos frontales muestran frecuentemente déficit en la función ejecutiva. Se han descrito movimientos o habla repetitiva sin sentido, dificultad en la inhibición de respuestas, repetición inadecuada de pensamientos o acciones previas y capacidad disminuida para planificar. También se ha informado de déficit adicionales en el procesamiento de la información, que incluyen tendencia a focalizarse sobre un aspecto de la información, dificultad para relacionar o integrar detalles aislados, problemas con el manejo de fuentes simultáneas o múltiples de información y fallos en la habilidad para aplicar el conocimiento de una manera significativa. Algunas de las características del autismo son similares al déficit de función ejecutiva que se presentan tras una lesión frontal. La conducta de las personas con autismo es a menudo rígida e inflexible; muchos niños con autismo llegan a mostrar ansiedad ante cambios triviales en el entorno, insisten en seguir con sus rutinas detalle a detalle, y a menudo se muestran perseverantes, centrándose en un interés limitado o realizando repetitivamente una conducta estereotipada. Pueden mostrar problemas para inhibir respuestas. Algunas personas con autismo presentan un gran «almacén» de información, pero parecen tener problemas para aplicar o usar este conocimiento. Finalmente, las personas con autismo se centran a menudo en los detalles y se muestran incapaces

de ver la «globalidad». En un nivel descriptivo y conductual, parecen existir similitudes entre el autismo y el déficit de la función ejecutiva. ¿Cuál es la evidencia empírica de la relación existente entre los dos? Los primeros estudios controlados de funciones ejecutivas en adultos autistas (Rumsey, 1985; Rumsey y Hamburguer, 1990, 1998) encontraron una ejecución deficiente en el Wisconsin Card Sorting Test (WCST) cuando se compararon con controles normales o con individuos con dislexia severa. Prior y Hoffman (1990) fueron los primeros en aplicar algunas medidas de función ejecutiva a niños con autismo en un rango de inteligencia de límite a normal. Los autistas mostraron una ejecución significativamente más pobre que los controles en el WCST, informándose de déficit en la planificación y el uso de feedback para flexibilizar los cambios en estrategias de solución de problemas. Un estudio de Ozonoff, Pennington y Rogers (1991) examinó un amplio rango de problemas neurológicos, incluyendo funciones ejecutivas, para explorar qué déficit podrían ser específicos y universales en el autismo. Se administró una batería completa de test, que incluían medidas de función ejecutiva, teoría de la mente, percepción de emoción, memoria verbal y habilidades espaciales. Los resultados mostraron que los déficit en función ejecutiva fueron el más amplio y universal fallo entre la muestra de los autistas, mientras que los déficit de la teoría de la mente sólo fueron encontrados en los sujetos de baja edad mental verbal. Se ha encontrado suficiente evidencia empírica para apoyar la existencia de déficit de función ejecutiva en las personas con autismo en un amplio rango de edades cronológicas y mentales. Los lóbulos frontales, y en especial las regiones corticales prefrontales, parecen estar directamente implicadas en la regulación de la conducta social, las relaciones emocionales y el discurso social. Goldman-Rakic (1987) ha propuesto una teoría de función prefrontal que acompaña los dominios de funcionamiento tanto cognitivo como so© Ediciones Pirámide

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cioemocional, y que es muy útil para comprender los posibles mecanismos subyacentes de la conducta que muestran tanto las personas con lesiones frontales como las personas con autismo. Dicho autor ha establecido la hipótesis de que la función del córtex prefrontal es guiar la conducta mediante representaciones mentales o «modelos internos de la realidad». Sostiene que diferentes áreas del córtex prefrontal tienen acceso a las representaciones en distintos dominios, manteniéndolo online para guiar la conducta futura. El córtex dorsolateral parece guiar la conducta al usar representaciones visoespaciales, mientras que el córtex orbital parece guiar la conducta al usar representaciones de información afectiva y social. Cuando un daño prefrontal interrumpe este sistema y las personas no son capaces de usar representaciones internas para guiar la conducta, aparece una dependencia de «las entradas de información» del entorno ambiental. Si el córtex frontal es central para la regulación tanto de la conducta de función ejecutiva como de la conducta emocional, y las personas autistas manifiestan dificultades en ambos dominios, las alteraciones en los procesos frontales pueden ser los mecanismos subyacentes capaces de explicar tanto los síntomas cognitivos como sociales del autismo. Esta conexión entre fallos frontales y síntomas ya había sido descrita por varios autores (Damasio y Maurer, 1978; Reicher y Lee, 1987), y actualmente se han establecido relaciones consistentes con los campos habituales de investigación en autismo: funciones ejecutivas, teoría de la mente, percepción de emociones, imitación, razonamiento espacial, juego simbólico, síntomas tempranos y hallazgos neurológicos. Ozonoff (1995) ha señalado que hay algunas dificultades con una teoría prefrontal del autismo. En primer lugar, ¿por qué hay niños con lesiones frontales tempranas que no son autistas? Una disfunción prefrontal puede ser una condición necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo del autismo; podría ser que otros déficit cognitivos o disfunciones neurológicas tengan que estar también presentes para producir un síndrome com-

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pleto. En segundo lugar, hay algunas habilidades que no están alteradas en los niños con autismo, a pesar de que se puede predecir un déficit en el uso de representaciones mentales para guiar la conducta. Una tercera dificultad es que la disfunción cognitiva del lóbulo frontal no es específica del autismo y se encuentra en otros trastornos, como los trastornos por déficit de atención y los niños con fenilcetonuria tratados tempranamente. La investigación en autismo como trastorno de función ejecutiva ha avanzado mucho en los últimos años (Russell, 2000), y ha comenzado a esclarecerse con mayor precisión la naturaleza de la función ejecutiva en autismo. Las investigaciones recientes han refinado la capacidad para examinar componentes ejecutivos específicos y su asociación con el autismo (Ozonoff, 2005). Muchos trabajos desarrollados en la actualidad sugieren que el control de la inhibición, y también probablemente la memoria de trabajo, son funciones relativamente preservadas en el autismo, mientras que la flexibilidad mental de distintos tipos (cambio de criterio, cambio de foco de atención) parece estar claramente comprometida. Por otro lado, ha emergido una importante línea de investigación evolutiva acerca del posible curso de desarrollo que la disfunción ejecutiva tendría en el autismo, dando lugar a matizaciones de los hallazgos, a veces contundentes, reportados en las investigaciones más clásicas, en la medida en que el desarrollo de la función ejecutiva en niños con autismo en edades tempranas puede estar presentando patrones muy complejos y que aún necesitan ser bien entendidos. Hay datos que indican la existencia de correlaciones significativas entre habilidades de función ejecutiva y síntomas centrales del autismo, comenzando por las alteraciones sociales muy tempranas y continuando a lo largo de la infancia y la edad adulta, pero no se conocen con precisión las direcciones causales y la naturaleza específica de estas relaciones. En la integración de las explicaciones psicológicas anteriores puede estar la clave y el reto pendiente en la investigación para dar cuenta del pe-

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culiar funcionamiento de las personas con TEA. Es indudable que el tratamiento psicoeducativo, como consecuencia de la incorporación de los distintos hechos explicativos, ha experimentado un cualitativo y sustancial cambio que está mejorando significativamente la calidad de vida de las personas con TEA.

7.

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1.

INTRODUCCIÓN: CONCEPTO DE TRASTORNO DEL DESARROLLO

El neurodesarrollo es un proceso dinámico, modulado por la interacción multimodal de los genes y factores ambientales. De ello se derivan cambios constantes, a corto y largo plazo, que afectan a la expresividad de los genes, a las interacciones celulares, a la formación de circuitos y estructuras neurales y al modo como se implementan dichas influencias a lo largo de la vida. El neurodesarrollo es maleable, sometido a constantes influencias internas (genes, hormonas, neurotransmisores, etc.) y externas (conductas, experiencias, factores ambientales, etc.) que interactúan permanentemente. Los trastornos mentales, que se expresan mediante conductas y experiencias subjetivas enmarcadas en el proceso dinámico de la interacción genético-ambiental, están vinculados al neurodesarrollo. Sin embargo, la conceptualización y clasificación de los trastornos mentales ha sido desde los inicios del progreso de la neurología y de la psiquiatría un campo donde ha prevalecido la falta de acuerdo y la confusión. Por ello no sorprende que, de acuerdo con el marco teórico, siempre hayan coexistido interpretaciones nosológicas diversas, contradictorias y confrontadas. El concepto de trastornos del neurodesarrollo (TND) apareció en el campo de la patología mental a partir de la clasificación del CIE 10 (OMS, 1996), donde el segundo eje singulariza un grupo

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2

de trastornos bajo la denominación de «trastornos específicos del desarrollo psicológico». Las características comunes que conforman este grupo son: 1. 2.

3.

Inicio en la infancia. Alteración o retraso de funciones fuertemente vinculadas a la maduración biológica del sistema nervioso central. Un curso estable sin remisiones o recaídas, al igual que suele ocurrir en muchos trastornos mentales.

La interpretación de los trastornos psicológicos de inicio en la infancia como TND representa una ruptura radical con el modelo psicógeno/ dualista, sustentado en teorías psicológicas del funcionamiento de la mente: psicoanálisis, conductismo, teoría gestáltica, etc. En dichos modelos, la conceptualización, la denominación y la clasificación de los trastornos están vinculadas y determinadas por la teoría básica. Entienden que existen causas orgánicas y causas psicógenas que inciden en mayor o menor medida, siempre dentro de su marco teórico, en las anormalidades del funcionamiento mental. La debilidad de estos modelos, basados en grandes teorías, es la circularidad del modelo y la concepción dualista-cartesiana de la mente humana. Cualquier defecto del paradigma tiende a ser explicado por la propia teoría, con lo cual «grandes teorías psicológicas exclusivistas» incumplen el criterio de fal-

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Trastornos del espectro autista

sacionismo (Popper, 1986). También resulta inaceptable, a la luz de los conocimientos neurocientíficos, la separación entre un ente material, el cerebro, y una supuesta realidad inmaterial, la mente (Damasio, 2006). Sin embargo, se siguen utilizando nomenclaturas diagnósticas sustentadas en el respaldo teórico psicoanalítico, conductista, etc. La denominación de TND, y las implicaciones conceptuales que comporta, quedarán fuertemente consolidadas a partir del DSM 5, donde la categoría vigente en el DSM IV-TR, denominada trastornos habitualmente diagnosticados en la infancia, niñez o adolescencia, pasará a denominarse trastornos del neurodesarrollo. Dentro de esta nueva categoría se incluirán los diagnósticos incluidos en la tabla 2.1. TABLA 2.1 Clasificación de los trastornos del neurodesarrollo. Propuesta del DSM 5 — — — — —

Trastorno del desarrollo intelectual. Trastornos del aprendizaje. Trastornos de la comunicación. Trastornos del espectro autista. Trastorno de déficit de atención/hiperactividad y trastornos de conducta disruptiva. — Trastornos motores.

2. CONCEPTO DE TRASTORNOS DEL ESPECTRO AUTISTA Consolidado el modelo de autismo, definido fenomenológicamente como lo identificó Kanner, se iba perfilando, cada vez con más precisión, una visión categórica que quedaba reflejada en las distintas versiones del DSM. Pero en el año 1979, Lorna Wing y Judith Gould sugirieron  una nueva percepción del autismo (Wing y Gould, 1979). La diferencia con el modelo convencional era sutil en apariencia, pero radical en el fondo. El cambio conceptual se basó en el es-

tudio, llevado a cabo por estas autoras en un área de Londres, mediante el cual identificaron pacientes que encajaban en el patrón típico descrito por Kanner. Pero, igualmente, detectaban pacientes que, sin ajustarse al perfil kanneriano, mostraban en mayor o menor grado la tríada de problemas en la interacción social, comunicación e imaginación, asociado a un patrón de conductas rígidas y repetitivas, cualitativamente similares a las de los autistas «típicos», pero cuantitativamente distintas. También destacaban que la tríada puede ser identificada independientemente del nivel de inteligencia, y podía estar asociada, o no, a otros problemas médicos o psicológicos. La discapacidad intelectual aparecía, por tanto, como una dimensión distinta, ajena al autismo. Estos datos ponían en evidencia que no se podían establecer unos límites categóricos entre los distintos tipos de autismo, aglutinados bajo el concepto de TEA, y que, en realidad, las manifestaciones de «los autismos» se configuraban dentro de un continuo. Con el tiempo, el concepto unificador de TEA se ha ido consolidando, y actualmente es aceptado por la mayoría de expertos en el campo. Por otro lado, encaja muy bien con los nuevos modelos genéticos que contemplan interacciones poligénicas, de baja y alta magnitud de efecto, determinadas por polimorfismos de un solo nucleótido y variaciones en el número de copias.

3. MANIFESTACIONES AUTISTAS EN SÍNDROMES GENÉTICOS En la mayoría de casos de autismo, al igual que en la mayor parte de los TND, no es posible hallar una etiología específica. De ello se desprende que, frente a unos pocos casos donde es posible detectar un marcador biológico, generalmente genético, existe un conjunto de casos, ampliamente  predominante, donde no es posible poner en evidencia ninguna «alteración biológica», identificable con los medios diagnósticos asequibles a © Ediciones Pirámide

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la práctica clínica. Se configuran, por tanto, dos grupos: el secundario o sindrómico (Hansen y Hagerman, 2003), vinculado a una causa específica, y el idiopático. En general, cuando se habla de autismo sin otra especificación, se sobreentiende que se hace referencia al autismo idiopático. Para que un paciente se incluya como autismo sindrómico se requiere: 1) que la enfermedad de base, en su origen, haya sido descrita en pacientes no autistas, y 2) que la mayoría de pacientes con el segundo síndrome no sean autistas.

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Los datos sobre la prevalencia de autismo sindrómico son muy dispares, variando del 1,5 por 100 (Shevell et al., 2001) al 62 por 100 (Swillen et al., 1996). A pesar de esta consideración, la mayor parte de estudios sitúan la prevalencia de autismo sindrómico entre el 11 y el 37 por 100 de los casos de autismo (Wing y Gould y 1979; Gillberg Coleman, 1996). Las principales diferencias entre el autismo idiopático y el autismo sindrómico son las referidas en la tabla 2.2:

TABLA 2.2 Diferencias entre autismo idiopático y autismo sindrómico Idiopático

Sindrómico

Causa específica desconocida.

Causa conocida.

Trastorno puro con posible comorbilidad.

Asociado a otras manifestaciones propias de la enfermedad subyacente.

Base genética según el modelo de los TDN.

En muchos casos se conoce la base genética.

Pronóstico muy variable.

Pronóstico determinado por la enfermedad de base.

Ausencia de marcadores etiológicos.

Pueden haber marcadores biológicos del trastorno de base.

Predominio en sexo masculino.

Predominio determinado por el trastorno primario.

Ausencia de discapacidad intelectual en más de un 30 Discapacidad intelectual casi constante. por 100. Amplio espectro de gravedad.

4. CAUSAS DE AUTISMO SINDRÓMICO Las enormes aportaciones de la genética molecular en los últimos 15 años han permitido identificar los síndromes y enfermedades genéticas como la primera causa de autismo secundario. Otro grupo, mucho menos frecuente, pero que no puede quedar fuera del espectro de posibilidades a considerar, es el de las enfermedades metabólicas del sistema nervioso. Evidentemente, la distinción entre enfermedades genéticas y los errores congénitos del metabolismo es totalmente

Predominan casos graves.

artificial, si se tiene en cuenta que las metabolopatías congénitas son enfermedades hereditarias, transmitidas genéticamente. Sin embargo, para salvar la especificidad clínica de las enfermedades metabólicas se mantiene la distinción clásica. Las causas prenatales y perinatales tienen poco interés como factores causales aislados. Sin embargo, tienen gran relevancia como factores coadyuvantes que muy probablemente interactúan con factores genéticos. En este grupo de causas cabe considerar, además de daño cerebral vinculado a problemas prenatales y perinatales, factores

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Trastornos del espectro autista

tóxicos prenatales, que deben ser investigados minuciosamente a partir del relato de la familia. Los casos de autismo adquirido fuera del período perinatal, exclusivamente infecciones del sistema nervioso, son muy poco frecuentes, y generalmente no ofrecen dudas sobre la etiología, ante la evidencia del antecedente. La encefalitis herpética es la enfermedad más representativa de este grupo. En la tabla 2.3 se exponen los distintos grupos de autismo sindrómico. Se debe aceptar que existe un amplio solapamiento entre los grupos. TABLA 2.3 Causas de autismo sindrómico — — — — — —

Trastornos genéticos. Trastornos congénitos del metabolismo. Epilepsia. Infecciones congénitas/adquiridas. Exposición intrauterina a drogas. Miscelánea (encefalopatía hipóxico-isquémica).

5. TRASTORNOS GENÉTICOS Es el grupo más interesante de autismo sindrómico, porque además de la importancia de ofrecer un repertorio de diagnósticos específicos, contribuye al conocimiento de las bases genéticas del autismo idiopático. Los síndromes genéticos «clásicos» más comunes, relacionados con autismo sindrómico, son el síndrome X frágil (SXF), el SPW (SPW), el síndrome de Angelman y el síndrome de Rett (RTT). Cabe añadir la inversión/ duplicación 15 q11-q13, descrita más adelante.

5.1.

Síndrome del cromosoma X frágil

Es la causa más frecuente de discapacidad intelectual hereditaria. Está asociada en un 30 por 100 de los casos a autismo, y se presenta con síntomas autistas en la práctica totalidad de pacien-

tes. Por otro lado, entre el 4-6 por 100 de pacientes autistas tienen el SXF (Brown et al., 1986; Bailey et al., 1993; Wassink, Piven y Patil, 2001). Las manifestaciones del SXF se expresan en aspectos dismórficos, sistémicos, neurológicos y cognitivo-conductuales. Entre estos últimos, al margen de la discapacidad intelectual, se define un fenotipo conductual caracterizado por ansiedad, timidez, evitación de la mirada, tozudez, hiperactividad, problemas atencionales y alteraciones conductuales, en ocasiones de difícil control. Es muy característica la estereotipia de aleteo de manos en situaciones de excitación emocional. Casi todos los pacientes con el diagnóstico de SXF tienen síntomas de autismo (aleteo de manos, mal contacto visual, defensa táctil, lenguaje perseverante y problemas de relación social). Pero, si bien algunos síntomas del SXF se pueden considerar próximos a los TEA, otras manifestaciones igualmente típicas del SXF van en sentido contrario. Este es el caso del lenguaje receptivo y la capacidad de imitación, que pueden considerarse relativos puntos fuertes del SXF. El defecto genético consiste en una mutación del gen FMR1, ubicado en el extremo del brazo largo del cromosoma X. En general, el cuadro suele ser más grave en el hombre que en la mujer, por el hecho de ser un defecto ligado al cromosoma X. El gen FMR1 está formado por un número variable de repeticiones del triplete de nucleótidos CGG (citosina, guanina, guanina). El gen funciona de modo distinto dependiendo del número de repeticiones. En la población normal el gen contiene menos de 45 repeticiones, generalmente entre 20-30. Cuando el número de repeticiones se halla entre 55-200, se denomina estado de premutación. Los individuos en esta situación se conocen como portadores por el hecho de que en la descendencia de mujeres portadoras el número de repeticiones se incrementa y puede alcanzar cifras superiores a las 200 repeticiones, cifra a partir de la cual se define la presencia del SXF. Cuando el portador de la premutación es el hombre, el nú© Ediciones Pirámide

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mero de repeticiones se mantiene invariable en la descendencia. Cuando las repeticiones se cuentan entre 45 y 55 se denomina zona gris. En este caso, en el cual no hay manifestaciones clínicas, existe

Normal < 45 CGG

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una moderada inestabilidad en el número de repeticiones que puede conducir a una expansión al estado de premutación tras varias generaciones (figura 2.1).

Premutación 55-200 CGG

Mutación completa > 200 CGG

Menopausia precoz, FXTAS debido al exceso de mARN

SXF debido al déficit de FMRP

ARNm

FMRP Clínica

Normal

Figura 2.1.—Influencia del número de repeticiones CGG y el nivel de metilación en los mecanismos de trascripción y traducción, según P. Hagerman. (Reproducción del esquema con permiso del autor.)

El estado de premutación se presenta en una de cada 130-250 mujeres y en uno de cada 250-800 hombres entre la población general (Dawson, Chodirker y Chudley 1995; Rousseau et al., 1995; Dombrowski, C. et al., 2002). La prevalencia de mutación completa para la población general es de uno por cada 3.600 individuos (Sherman, 2002). En la situación de mutación completa —más de 200 repeticiones— el gen está inactivado. Esto ocurre porque el gen se metila, en cuyo caso se bloquea el proceso de transcripción, lo cual impide que se produzca ARNm y, en consecuencia, no se genere la proteína FMRP, codificada por el gen en condiciones normales. 5.2. Autismo en el SXF La mayoría de estudios sobre prevalencia de autismo en SXF dan cifras entre el 25-33 por 100 (Hagerman et al., 1986; Bailey et al., 1998; Rogers, Wehner y Hagerman, 2001). Se ha comprobado

que no hay correlación entre autismo y número de repeticiones CGG, cantidad de FMRP o cantidad de ARN m. Ello sugiere que los niños con autismo y SXF tienen un factor genético, o ambiental, adicional que contribuye al desarrollo del autismo. En algunos casos, el factor adicional es obvio, como ocurre cuando el SXF acompaña a otro síndrome neurológico. En estos casos la probabilidad de aparición de autismo se incrementa mucho. Esta situación ocurre cuando el SXF se asocia a síndrome de Down, parálisis cerebral, convulsiones y fenotipo Prader Willi (Garcia-Nonell et al., 2008). La asociación entre SXF, fenotipo PW y sintomatología autista induce a pensar que pueda estar implicado el gen CYFIP1 (cytoplasmic FMR1 interacting protein), ubicado 15q11.2 (véase apartado siguiente). Esta zona se ubica en el segmento comprendido entre los puntos de rotura BP1-BP2 de la región15 q11-q13, que contiene cuatro genes no sometidos a impronta (NIPA1, NIPA2, CYFIP1 y TUBGCP5).

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5.3. Premutación SXF y autismo La relación entre el gen FMR1 y el autismo no se limita al estado de mutación completa, sino que también ocurre en el estado de premutación. Es cierto que la mayor parte de varones premutados no presentan ninguna alteración neurocognitiva; sin embargo, se ha encontrado que algunos de ellos cumplen criterios de TEA. La prevalencia de TEA en premutación SXF se ha estimado en 1 de cada 6 premutados (Hagerman, et al., 1996), 4 de 10 (Aziz et al., 2003) o 2 de 7 (Brun et al., 2001), si bien las muestras de estos estudios son muy sesgadas, por proceder de grupos de premutados, reclutados precisamente por tener algún problema. Con el fin de obviar el posible sesgo en la selección de pacientes, en un estudio más reciente se incluyeron 37 pacientes premutados y 16 hermanos de pacientes con la mutación completa o premutación, pero sin la premutación. Del total de premutados, 14 fueron seleccionados por haber consultado a causa de problemas neurocognitivos. Otros 13 fueron seleccionados simplemente por ser hermanos premutados de pacientes con SXF, pero que no habían consultado por ningún problema. Los tres grupos fueron valorados mediante el SCQ (Social Communication Questionnaire), el ADI-R (Autism Diagnostic Interview-Revised), el ADOS (Autism Diagnostic Observation Schedule-Generic) y los criterios del DSM IV-TR para trastorno generalizado del desarrollo. En el grupo de premutados que consultaban por algún problema, el 79 por 100 tenían puntuaciones dentro del rango de TEA; en tanto que entre los premutados hermanos de pacientes con SXF, sólo el 8 por 100 se podían incluir dentro de los TEA, de acuerdo con el mismo cuestionario de autismo. Sin embargo, en el grupo control sin premutación FMR1 no se diagnosticó ningún individuo (Moore et al., 2004). En cualquier caso, esto indica que la relación entre autismo y premutación no se puede explicar simplemente por un sesgo de selección de premutados que consultan precisamente por tener

algún problema. Aunque no se conoce la causa de la coincidencia de TEA y premutación, se especula que podría estar en relación con el aumento del ARNm, el cual pudiera tener un efecto tóxico sobre las neuronas y los astrocitos (Tassone et al., 2000).

5.4. Síndrome de Prader-Willi El síndrome de Prader-Willi (SPW) se caracteriza por discapacidad intelectual, hipotonía, estatura baja, labilidad emocional y apetito insaciable asociado a obesidad importante. El SPW, descrito en 1956 por Prader, Labhart y Willi (Preder, Labhart y Willi, 1956), se debe a la falta de expresión de la zona 15 q11-q13 del alelo de origen paterno. La expresión del gen es distinta en el alelo paterno y en el alelo materno; por ello, según deje de expresarse uno u otro, aparecerá el SPW (falta de expresión de 15 q11-q13 de origen paterno) o el síndrome de Angelman (falta de expresión de 15 q11-q13 de origen materno). En el SPW la desactivación de los genes de esta zona puede tener tres orígenes distintos: 1) deleción del gen de origen paterno (Ledbetter et al., 1981); 2) disomía uniparental de origen materno (Mascari et al., 1992), y 3) mutación de la impronta (Nicholls et al., 1989). La impronta es el mecanismo (metilación) por el cual ciertos genes, o grupos de genes, son modificados de modo diferente según sean heredados del padre o de la madre.

5.5. Autismo en el SPW Si bien la mayor parte de pacientes con SPW no son autistas, se deben tomar en consideración dos hechos. Por un lado, han sido descritos casos que comparten los dos diagnósticos: autismo y SPW (Cassidy y Morris, 2002; Schoer et al., 1998). Resulta sumamente interesante el hecho de que los casos de autismo y SPW coincidan © Ediciones Pirámide

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dificultad para predecir la conducta o estado emocional de los otros; 3) problemas para inferir intenciones en los otros; 4) sentido de la justicia extraordinariamente desarrollado, pero generalmente sesgado en su provecho; 5) egocentrismo, con poca habilidad para monitorizar las conductas, y 6) excesiva rigidez e incapacidad para adaptar su conducta. Estas características, propias del autismo, se han puesto en evidencia en las personas con SPW mediante la utilización de escalas de conducta, de autismo, de trastorno de Asperger y de habilidades sociales (Whitman y Greenswag, 1995).

casi siempre con una disomía uniparental materna, lo cual sugiere que el autismo podría estar vinculado a la sobreexpresión de un gen «materno» en esta región (Cook et al., 1997). Por otro lado, analizando detenidamente cómo se manejan socialmente los pacientes con SPW, y teniendo en cuenta sus disfunciones ejecutivas, emergen una serie de características que permiten aproximar los pacientes con SPW a los TEA. Dichas conductas son: 1) dificultad para entender las emociones; las personas con SPW sólo reconocen dos o tres emociones dentro de un continuo de felicidad extrema a gran tristeza; 2)

Región candidata para el autismo

OCA2

GBRG3

GBRA5

GBRB3

ATP10C

IPW

SNRPN

NDN

ZNF127

UBE3A

Zona de expresión materna

Zona de expresión paterna

Figura 2.2.—Región 15 q11-q13, distinguiendo la región correspondiente a la expresión paterna (responsable del SPW) y la región materna (responsable del síndrome de Angelman).

El interés del SPW con respecto al autismo no viene tanto a partir de la poco frecuente asociación entre ambos trastornos, sino porque permite entender alguno de los mecanismos genéticos y neuroendocrinos lógicos implicados en el autismo. Puesto que algunas de las características conductuales del SPW, especialmente las más próximas al autismo, están mediadas por alteraciones

en la síntesis, localización, receptores y fisiología de la oxitocina, se ha especulado sobre la implicación de la oxitocina como factor involucrado en la fisiopatología del autismo (Alexa, Veenema, y Neumann, 2008). La figura 2.2 muestra la región 15 q11-q13, distinguiendo la región correspondiente a la expresión paterna, responsable del SPW, y la región

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materna, responsable del síndrome de Angelman. En un individuo normal, cada alelo funciona de forma distinta, permitiendo únicamente la expresión paterna o materna en función de la impronta. La deleción entre BP1-BP3 (puntos de rotura del gen) se denomina deleción tipo I, en tanto que la deleción BP2-BP3 se conoce como deleción tipo II (figura 2.3). Tanto una como otra pueden dar lugar al SPW y al síndrome de Angelman, en función de que ocurran en el cromosoma paterno o materno. En el SPW la deleción tipo I (BP1-BP3) da lugar a un cuadro más grave (Butler et al., 2004), que se manifiesta por una mayor afectación en aspectos sociales, motores y adaptativos. Esta diferencia cabe interpretarla por la implicación de los genes NIPA1, NIPA2, CYFIP1y TUBGCP5, funcionales en la deleción tipo II y ausentes en la deleción tipo I. Una publicación del año 2003 vaticinaba, antes de ser identificado, la posible existencia de un síndrome derivado de una deleción BP1-BP2, donde estarían implicados los genes no sometidos a impronta identificados en esta región (Chai et al., 2003). A partir de la introducción de las técnicas de examen genético mediante las técnicas de microarray, caracterizadas por el alto po-

der de resolución, ha sido posible identificar diversos individuos que presentaban una deleción BP1-BP2 (Doornbos et al., 2009; Sempere Pérez et al., 2011; Burnside et al., 2011). Estos pacientes mostraban dismorfias inespecíficas, retraso en el desarrollo, problemas de conducta, alteraciones motoras leves y afectación en el área del lenguaje junto a manifestaciones autistas o de TDAH. Sin embargo, como era de esperar, ninguno mostraba las características típicas del SPW o del síndrome de Angelman.

5.6. Síndrome de Angelman El síndrome de Angelman es un trastorno del neurodesarrollo, ocasionado por una alteración en la función del gen UBE3A. Las manifestaciones que derivan de esta alteración genética son: discapacidad intelectual, trastorno motor, rasgos físicos característicos y patrón conductual típico. Los problemas más relevantes en los niños con síndrome de Angelman vienen determinados por la alteración cognitiva y por la epilepsia, cuyo manejo puede resultar complicado.

Figura 2.3.—Región 15 q11-q13, destacando la región 15q11.1-15q11.2 comprendida entre BP1 y BP2.

El síndrome de Angelman afecta por igual a hombres y mujeres, con una prevalencia de un caso por cada 10.000 a 12.000 recién nacidos vivos (Petersen et al., 1995; Steffenburg, 1996). Si se toma una muestra de individuos con discapacidad intelectual, entre el 1,3 por 100 y el 4,8

por 100 (Aquino, et al., 2002; Jacobsen, 1998; Buckley, 1998) presentan el síndrome de Angelman. El síndrome de Angelman tiene una gran similitud genética con el SPW, aunque ambos síndromes tienen unas manifestaciones clínicas muy © Ediciones Pirámide

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distintas. Los tres mecanismos genéticos que pueden originar el SPW —deleción 15 q11-q13, disomía uniparental y mutación de la impronta— pueden igualmente provocar el síndrome de Angelman; sin embargo, a diferencia del SPW, la alteración ocurre en el alelo de procedencia materna. Otro mecanismo, sin equivalente —conocido— en el SPW, es la mutación puntual del gen UBE3A (Kishino, Lalande, y Wagstaff, 1997). Esta mutación específica se detecta en el 20-25 por 100 de pacientes. Independientemente de que la causa del síndrome de Angelman sea la mutación UBE3A o cualquiera las otras alteraciones genéticas, el gen responsable del fenotipo del síndrome de Angelman es siempre el UBE3A. La función del UBE3A es la codificación de una proteína denominada E6-associated protein (E6-AP). Esta proteína, que funciona como una E3 ubiquitín protein ligasa, es importante para la degradación de otras proteínas ubicadas en las sinapsis de las neuronas. Puesto que el gen UBE3A se localiza precisamente en las sinapsis, y teniendo en cuenta que los ratones que no tienen el gen UBE3a muestran defectos en la plasticidad y morfología sináptica, se supone que el gen UBE3A está involucrado en la plasticidad cerebral (Yashiro et al., 2009). El proceso de degradación de proteínas, del cual es responsable el UBE3A, es eficiente si el gen tiene la capacidad para reconocer los sustratos específicos de las neuronas sobre los cuales debe actuar. Recientemente se ha identificado un substrato del gen UBE3A, llamado Arc, que promueve la endocitosis de los receptores neuronales de glutamato AMPA (Greer et al., 2010). Arc es una proteína sináptica que está involucrada en varias formas de plasticidad sináptica, incluyendo potenciación a largo plazo, depresión a largo plazo y ampliación de la homeostasis. Su transcripción y su traducción local en las dendritas neuronales son dependientes de la actividad sináptica. Los pacientes con síndrome de Angelman pueden ser identificados muy fácilmente a partir

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de los 3-4 años, por sus típicas características físicas y conductuales, aunque si se tiene en mente dicho trastorno ya puede ser sospechado durante el primer año. Los rasgos físicos más típicos se resumen en la tabla 2.4. No todas las características físicas están presentes en todos los pacientes; por ejemplo, la microcefalia no está presente en el nacimiento, pero a los 2 años la presentan el 50 por 100. Muchos niños con síndrome de Angelman no tienen alteraciones pigmentarias. Con la edad la cara tiende a alargarse y los rasgos físicos se hacen más toscos. A causa del retraso en el crecimiento, un 58 por 100 de los pacientes acaba ubicándose alrededor del percentil 3 cuando alcanzan la pubertad (Smith et al., 1996). TABLA 2.4 Síntomas del síndrome de Angelman — — — — — — — — — — — — — — —

Talla baja. Microcefalia. Hipoplasia medio-facial. Aplanamiento occipital. Surco occipital. Cabellos claros. Ojos claros. Estrabismo. Boca grande. Protrusión lingual. Prognatismo. Separación entre los dientes. Hipopigmentación cutánea. Escoliosis. Sindactilia.

El aspecto global de los pacientes con síndrome de Angelman llama fuertemente la atención, puesto que se añade a su característico aspecto físico una peculiar forma de moverse, pero sobre todo una conducta muy específica. No es infrecuente que el diagnóstico lo intuyan los propios padres cuando observan la similitud física y conductual con otros pacientes ya diagnosticados.

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Los pacientes con síndrome de Angelman se muestran inquietos, constantemente activos, pasan de una actividad a otra y se llevan objetos a la boca. Los cambios de rutina les provoca gran ansiedad y suelen generar conductas disruptivas, a veces agresivas. Pueden buscar el contacto físico con intensidad desmesurada: fuertes abrazos, tirones del pelo, pellizcos o mordiscos. Estas conductas tienen un carácter compulsivo y por ello pueden ser difíciles de controlar. Al alcanzar la pubertad, la mayoría de pacientes con síndrome de Angelman se masturban, a veces en situaciones inapropiadas. Sin embargo, en general, suelen tener una libido disminuida y es poco probable que busquen el contacto sexual con otra persona. De todos modos, a causa de su sociabilidad desmesurada pueden ser fáciles víctimas de abusos sexuales. Quizá el aspecto más llamativo, y en muchos  casos una importante clave orientativa de sospecha diagnóstica, es la risa incontrolada y desproporcionada que exhiben la práctica totalidad de los pacientes. Las aparentemente inmotivadas carcajadas que muestran espontáneamente frente a mínimos contactos personales  han  permitido especular respecto a la naturaleza social de las mismas. Los estudios llevados a cabo en este sentido sugieren decididamente la existencia de un contenido emocional de la hilaridad propia de los pacientes con síndrome de Angelman (Adams, Horsler y Oliver, 2011). El síndrome de Angelman se asocia en todos los casos a una discapacidad intelectual profunda, a la que se añade un importante trastorno del lenguaje, además de la falta de atención y la hiperactividad. El lenguaje está mucho más afectado en el área expresiva que receptiva. Raramente un niño con síndrome de Angelman consigue pronunciar con contenido semántico más de 3-5 palabras aisladas. Sin embargo, su comprensión es mucho mejor, lo cual les permite una adaptación social mayor de la que se podría intuir a partir de una impresión superficial. Pueden expresar senti-

mientos, sentirse comprendidos y responder a señales sociales. Los pacientes con síndrome de Angelman no alcanzan un nivel de desarrollo suficiente para llevar una vida independiente de mayores, pues siempre van a precisar una supervisión. La mayoría pueden desplazarse autónomamente y comer por sí mismos; si bien en casi todos los casos se alcanza un control de esfínteres durante el día, es habitual la necesidad de usar pañales durante la noche. Algunos pueden llevar a cabo tareas domésticas sencillas. Alrededor del 50 por 100 consiguen vestirse y desvestirse por sí solos si la ropa es simple. Pueden indicar lo que les gusta y lo que les desagrada, y pueden estar ubicados en entornos sociales. Pueden disfrutar con algunos deportes o actividades lúdicas. Les puede gustar mucho nadar, montar a caballo e incluso actuar en un grupo de teatro. En algunos casos llegan a poder realizar un trabajo con supervisión: repartidor de periódicos, tareas de limpieza, ayuda en un supermercado, etc. En general, el principal problema para desarrollar un trabajo supervisado se deriva de su falta de atención. También pueden disfrutar de la mayoría de las actividades recreativas, como televisión, deportes, música, cine, etc. En general, pueden comprender órdenes simples dentro del contexto de la rutina diaria. Una minoría puede comunicarse usando un lenguaje formal de signos. En otros casos utilizan gestos significativos. Algunos, a partir de una intervención en lenguaje aumentativo, pueden alcanzar habilidades comunicativas relativamente buenas. Esta capacidad comunicativa es mejor si se dispone de una buena capacidad de atención. Además, la comunicación tiende a incrementarse con la edad. En algunos niños, la dificultad para comunicarse les produce gran frustración, que puede expresarse en conductas disruptivas. Los casos de disomía uniparental tienden a ser algo más leves, por lo cual pueden alcanzar un vocabulario de 15 a 20 palabras, pero sin posibilidad de establecer conversaciones (Williams et al., 1995). © Ediciones Pirámide

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5.7.

Autismo en el síndrome de Angelman

Los síntomas del síndrome de Angelman, al igual que ocurre con el SXF, son en algunos aspectos muy similares o superponibles a las manifestaciones del autismo: ausencia de lenguaje expresivo, aleteo de las manos, conductas rígidas repetitivas e intereses sensoriales. Sin embargo, contemplados en su conjunto, la mayor parte de pacientes con síndrome de Angelman distan mucho de poder ser considerados no ya autistas, sino incluso ubicados en el espectro. A poco que se repare en su interacción con el entorno, es fácil interpretar su relativo buen nivel receptivo y el interés en comunicarse —a su manera y dentro de sus posibilidades— con las personas del entorno. No obstante, algunos pacientes con síndrome de Angelman muestran un estado de desconexión, indiferencia y aislamiento que los hace candidatos a ser incluidos, de lleno, en el diagnóstico de autismo (Veltman, Craig y Bolton, 2005; Bonati, et al., 2007). Los datos más relevantes en los pacientes con síndrome de Angelman y autismo son la falta de interacción social, la ausencia de gestos comunicativos, la mirada ausente y, sobre todo, la presencia de conductas típicamente autistas, como puede ser el uso del cuerpo de la otra persona (la mano) como medio para alcanzar un objetivo. Los casos de síndrome de Angelman por deleción son los que con mayor frecuencia se asocian a autismo, y además existe una correlación entre el tamaño de la deleción y la presencia de autismo (Sahoo et al., 2007).

5.8. Inversión-duplicación 15 q11-q13 Este genotipo ha sido encontrado en el 2-4 por 100 de autistas de causa desconocida. El fenotipo de estos pacientes puede comportar: fisuras palpebrales inclinadas hacia abajo, epicantus, raíz nasal amplia, hipotonía, articulaciones me-

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tacarpofalángicas hiperextensibles, sindactilia parcial, criptorquidia y, en algún caso, macrocefalia. Sin embargo, en muchos casos no se encuentran estigmas físicos, limitándose a discapacidad intelectual o inteligencia límite, y siendo frecuente la déficit de atención/hiperactividad (Thomas et al., 2003). En algunos casos, madres no siendo afectadas presentan la misma duplicación que sus hijos afectados. En un estudio en el que una madre era portadora de la duplicación, dos hijos autistas habían heredado de su madre la duplicación 15 q11-q13, mientras que un tercer hijo, no afectado, no había heredado la duplicación. La duplicación 15 q11-q13 de la madre procedía de novo del cromosoma 15 paterno. Este caso pone en evidencia la importancia del origen paterno o materno de la duplicación, puesto que una herencia paterna de la duplicación produce un fenotipo normal, en tanto que la herencia materna genera autismo (Cook et al., 1997). La explicación plausible de la razón de la distinta expresividad de la duplicación de procedencia paterna o materna ha de basarse en el fenómeno de impronta. No todos los individuos con duplicación 15q11q13 de origen materno tienen autismo. En un estudio con 17 pacientes procedentes de seis familias, sólo cuatro tenían autismo, aunque el resto mostraban déficit sociales o de lenguaje de carácter leve. En dos casos había epilepsia, once tenían discapacidad intelectual leve, tres tenían capacidad intelectual límite y tres cociente de inteligencia normal. La mayoría de estos pacientes no tenían rasgos dismórficos, aunque varios mostraban hipotonía, laxitud articular, desviación de las fisuras palpebrales hacia abajo y labios gruesos (Bolton et al., 2001). En cierto modo, la duplicación 15 q11-q13 actúa del mismo modo que la disomía uniparental de origen materno, capaz de generar autismo, tal como se ha comentado en el capítulo referente al SPW. La región duplicada puede contener otros genes contiguos, no vinculados a la impronta (región 15 q11.1-11.2). Ello hace sospechar la intervención de estos genes.

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5.9. Síndrome de Rett El síndrome de Rett (RTT) es un trastorno grave del neurodesarrollo, descrito por Andreas Rett en 1966 (Rett, 1977). La causa genética, identificada en 1999 (Amir et al., 1999), es una mutación en el gen MeCP2 ubicado en el brazo largo del cromosoma X (Xq28). Los síntomas más habituales son: regresión psicomotora, movimientos estereotipados y marcha atáxica. Afecta casi exclusivamente a mujeres, puesto que se supone que la ausencia de una copia funcional del MeCP2 es letal para el feto masculino antes del nacimiento. Otra cuestión es por qué las mujeres están afectadas, a pesar de ser normal, uno de sus cromosomas X. Esto se debe a la inactivación del cromosoma X, un proceso normal según el cual el cromosoma X es inactivado aleatoriamente en cada célula. Esta deficiencia, sólo parcial, permite a las mujeres sobrevivir y desarrollarse normalmente durante la primera infancia. A pesar de que puede ser heredado, más del 95 por 100 de casos son mutaciones de novo. El gen MeCP2 codifica una proteína que inhibe la función de otros genes que deben dejar de actuar de forma sincronizada para regular el desarrollo del cerebro. La incidencia se estima en 1 de cada 10.00020.000 recién nacidos (Kerr y Stephenson, 1985; Hagberg, 1985; Burd et al., 1991). El desarrollo es aparentemente normal hasta la edad de 6 a 18 meses, cuando se evidencia un retraso o estancamiento. Una vez se ha iniciado la regresión, suele ser bastante rápida. Se pierden habilidades motoras, tanto en lo que se refiere al equilibrio y coordinación, como en los movimientos propositivos de las manos. Suele aparecer un leve temblor de manos y, sobre todo, movimientos estereotipados consistentes en activad similar a la del lavado de manos. También es posible una tendencia estereotipada a llevarse las manos a la boca. Se pierden, si es que se habían adquirido, algunas habilidades lingüísticas, además de la capacidad de comunicación tanto verbal como

no verbal. En conjunto, su conducta puede definirse como autística, por la falta de interacción social, la incapacidad para comunicarse y la presencia de estereotipias. Muchas niñas afectadas muestran también problemas conductuales y emocionales, incluyendo ansiedad, bajo estado anímico y conducta autoagresiva. Las niñas con RTT desarrollan microcefalia y pueden tener convulsiones que aparecen entre los 2-4 años. Además, es bastante común la presentación de disfunción respiratoria periódica, trastornos de alimentación, retardo del crecimiento, constipación, distonía y escoliosis. El período de regresión rápida es seguido de un «plateau» con persistencia, o mejoría, de las conductas autísticas y del trastorno motor. Actualmente está incluido en el DSM-IV entre los trastornos generalizados del desarrollo (TGD). Pero fácilmente salta a la vista que el RTT difiere en muchos aspectos, no sólo clínicos, sino conceptuales, de los otros TGD. El RTT se identifica con una alteración genética específica, se asocia a importantes manifestaciones neurológicas y sistémicas y sigue un curso muy distinto del resto de TGD. Parece evidente que en la próxima edición del DSM el RTT se contemplará como una causa sindrómica de autisma, entendiendo además que no todas las personas con RTT están ubicadas en el espectro autista.

6. BASES GENÉTICAS EN EL AUTISMO NO SINDRÓMICO A pesar de que no se han desvelado en profundidad los mecanismos genéticos implicados en el autismo idiopático, hay una sólida evidencia respecto a la intervención de los mismos en la etiología del autismo. Los estudios en gemelos muestran una concordancia alrededor del 60 por 100 en monocigotos, frente al 3-5 por 100 en dicigotos (Couteur et al., 1995). Los estudios en familias detectan una tasa de recurrencia entre el 5-8 por 100 (Szatmari et al., 1998). Esto significa un ries© Ediciones Pirámide

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go entre 25-40 veces el de la población general. Los datos acumulados permiten establecer que el autismo es un trastorno poligénico con un elevado índice de heredabilidad, estimado en 0,9 (Folstein, 1996). Otro aspecto vinculado a la genética del autismo, sumamente interesante, es el hecho de que entre los familiares de los niños autistas es muy frecuente hallar individuos con un fenotipo similar en algunos aspectos al autismo, pero de expresión muchísimo más leve. A esta condición se la denomina fenotipo ampliado. Si se toma en consideración la concordancia entre gemelos usando como referencia el fenotipo ampliado, las cifras se incrementan al 80 por 100 para monocigotos y al 10 por 100 para dicigotos (Le Couteur et al., 1996). El fenotipo ampliado comporta que entre los familiares de pacientes autistas se identifique una significativa tasa de individuos con clara evidencia de alguno, o algunos, de los síntomas del autismo. Los más comunes son: alteraciones en el lenguaje, funcionamiento social pobre, personalidad rígida o perfeccionista, alteración en la cognición social, déficit en el control ejecutivo y sesgos en el procesamiento de la información. En contraste con la idea convencional de que una alteración genética específica es la causante del fenotipo clínico propio de determinado trastorno, los avances genéticos más recientes están desvelando un modelo sumamente más complejo. En muy pocos años ha quedado obsoleto el planteamiento de que se podría encontrar el gen del autismo, al igual que ocurre con la esquizofrenia, el TDAH o TND. Para comprender la genética de los problemas vinculados a la conducta y el aprendizaje es preciso tener en cuenta dos dicotomías que enmarcan las investigaciones genéticas actuales. De un lado, el contraste variantes genéticas frecuentes/variantes genéticas raras; de otro, magnitud de efecto débil/magnitud de efecto potente; y aún se podrían añadir otros antagonismos: factores genéticos/factores epigenéticos, y estudios basados en genes candidatos/estudios basados en número muy grande de variaciones genéticas.

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Se llama variante genética frecuente la que se halla en más de un 5 por 100 de la población. Las variaciones genéticas relacionadas con la conducta son: — Los polimorfismos de un solo nucleótido (SNP: single nucleotide polymorphisms). — Las variantes en el número de copias (CNV: copy number variation).

6.1.

Polimorfismos de un solo nucleótido

Los SNP son variaciones del orden secuencial de un nucleótido (C/G/A/T) en determinado gen (figura 2.4). Por motivos estadísticos, ha resultado más asequible hasta el presente el estudio de dichas variantes, puesto que con muestras no excesivamente grandes se pueden obtener concordancias entre un trastorno y determinada variante. La búsqueda debe centrarse en estudios de ligamiento y de genes candidatos, tomando muestras de individuos con un mismo fenotipo, para compararlas con muestras de población general. Por motivos estadísticos de obtención de muestras y de grupo control, estos estudios se han centrado en la identificación de variantes frecuentes. Esta estrategia ha aportado numerosos datos positivos; sin embargo, la magnitud de efecto de los SNP detectados parece débil, puesto que la prevalencia de las variaciones halladas en individuos con determinado trastorno mental sólo excede moderadamente la prevalencia de la población general. En general, cada variación significativa llega a explicar entre un 1-2 por 100 de la influencia genética relacionada con el trastorno, de modo que se requeriría la complicidad de un número considerable de genes candidatos para explicar una parte relativamente pequeña de la influencia genética. Un ejemplo, ya clásico, de este tipo de acción genética, es la detección del gen transportador de la dopamina y el gen receptor de la dopamina D4 para el TDAH (Li, Sham, Owen y

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He, 2006). En estudios genéticos con gemelos, basados en genes candidatos, se ha podido determinar que sólo el 5 por 100 de la influencia genética se puede explicar por estos genes, porcentaje muy bajo teniendo en cuenta que de los estudios con gemelos se desprende que la influencia genética en el TDAH se estima entre el 60-90 por 100 (Hudziak y Faraone, 2010).

Figura 2.4.—Polimorfismo de un solo nucleótido. Licencia Creative Commons (From the Wikimedia Commons).

Una parte de la imprecisión diagnóstica en los estudios de ligamiento y genes candidatos cabe atribuirla a la imprecisión de los límites diagnósticos en la selección de las muestras, unas veces basadas en un fenotipo muy estricto y otras en el fenotipo ampliado. Otro factor de incertidumbre se debe a que en el autismo, al igual que en otros trastornos vinculados a rasgos humanos complejos, distintos genes contribuyen a un mismo aspecto del fenotipo, a la vez que un mismo gen puede influir en diversos aspectos del fenotipo.

De todos modos, la estimación de la magnitud de efecto de las variantes frecuentes se incrementa, en casos seleccionados, si se toman en consideración mecanismos epigenéticos, donde la interacción genético-ambiental juega un papel determinante. No sorprende, al respecto, que un niño criado en un entorno precario o violento, o sometido al consumo materno de alcohol o nicotina durante la gestación, vea incrementada la expresividad de genes relacionados con TDAH o trastornos de conducta. Los genes candidatos a los que se les ha atribuido una probable implicación en el autismo son: MET, SLC6A4 (transportador de serotonina), RELN (reelina), los genes supresores de tumores (PTEN, TSC1 y TSC2) y los genes reguladores de las neuroliginas y neuroexinas. El MET se localiza en 7q31, uno de los locus candidatos detectados en algunos estudios. Su posible implicación se ve reforzada por codificar un receptor de la tirosina kinasa, que interviene en el crecimiento y organización neuronal, así como en el funcionamiento inmunológico y gastrointestinal, sistemas respecto a los cuales se ha sugerido una posible implicación en el autismo (Campbell et al., 2007). La intervención del gen transportador de serotonina SLC6A4 (Mulder et al., 2005) se planteó tras el hallazgo de niveles elevados de serotonina plaquetaria en aproximadamente el 2530 por  100 de los casos de autismo. Algunos trabajos también han sugerido que este gen podría estar implicado en los autistas con un fenotipo conductual muy marcado por una conducta obsesivo-compulsiva (McCauley et al., 2004). De todos modos, los hallazgos que apoyan la  implicación del gen SLC6A4 en el autismo no  lo ubican en un alelo específico ni se ha encontrado una asociación con un mismo polimorfismo (Losh, Sullivan, Trembath y Piven, 2008). El gen RELN (reelina) codifica una proteína que controla las interacciones intracelulares involucradas en la migración neuronal (Rice et al., © Ediciones Pirámide

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Bases biológicas de los trastornos del espectro autista

2001). Se halla ubicado en la región 7q22, también identificada como locus susceptible en diversos estudios. Se vincula al autismo una variante de dicho gen, consistente en una larga repetición polimórfica del trinucleótido CGG en 5’ UTR (Dutta et al., 2007). El gen PTEN es un gen supresor tumoral involucrado en la vía enzimática que inhibe el crecimiento y división celular incontrolados. Mutaciones en este gen causan el síndrome de Cowden y trastornos relacionados que frecuentemente se asocian con macrocefalia. Partiendo de la idea de que el síndrome de Cowden puede cursar con autismo, se estudió este gen en individuos con autismo y macrocefalia. Ello condujo a la identificación, en diversos trabajos, de mutaciones de este gen en casos de autismo y macrocefalia (Herman et al., 2007). Los supresores tumorales TSC1 y TSC2 codifican la hamartina y la tuberina, proteínas supresoras relacionadas con la esclerosis tuberosa. Mutaciones en uno u otro de estos genes son responsables de la esclerosis tuberosa, una de las causas de autismo secundario. Entre el 15-60 por 100 de pacientes con esclerosis tuberosa presentan autismo (Curatolo, Porfirio, Manzi y Seri, 2004). Puesto que en la esclerosis tuberosa es fácil identificar la localización de las lesiones cerebrales (tuberomas), se ha intentado relacionar la ubicación de las mismas con la sintomatología autística; sin embargo, los resultados han resultado contradictorios, puesto que en unos casos se han hallado lesiones en lóbulo temporal y en otras lesiones difusas. Las neuroliginas son moléculas de adhesión celular que juegan un papel importante en la maduración sináptica. Ello les confiere un papel de candidatas implicadas en los trastornos del neurodesarrollo y por tanto en el autismo (Zoghbi, 2003). Las neuroexinas son las proteínas neuronales que interactúan como promotoras de sinapsis con las neuroliginas. En diversos estudios han sido detectadas mutaciones en los genes NLGN3 y NLGL4 (Yan et al., 2005), codifica-

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dores de neuroliginas o en los genes NRXN1 (Kim et al., 2008).

6.2. Variantes en el número de copias Las CNV son alteraciones citogenéticas submicroscópicas. Algunas de las CNV consisten en deleciones o inserciones que dan lugar a enfermedades conocidas, como puede ser el síndrome velo-cardio-facial (deleción 22q11.2). Pero de cara a la comprensión de la psicopatología interesan CNV de pequeño tamaño, en su mayor parte desconocidas, y respecto a las cuales se especula sobre su implicación en los trastornos del neurodesarrollo (figura 2.5).

Área duplicada

Antes de la duplicación

Después de la duplicación

Figura 2.5.—Variación en el número de copias. Licencia Creative Commons (From the Wikimedia Commons).

La aparición de la técnica de microarray permite obtener, con un alto grado de resolución

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—muy superior al cariotipo por microscopio óptico—, una imagen estructural de todo el genoma, con lo cual se ha conseguido desarrollar estudios de asociación del genoma completo. Tales estudios, inicialmente enfocados a la detección de SNP no parecen, por ahora, dar resultados satisfactorios. Sin embargo, esta técnica sirve también para detectar CNV, a las cuales se les ha podido atribuir una implicación en los trastornos mentales. Las CNV se dividen en dos categorías: las comunes, presentes en una proporción significativa de la población, en general (>  5 por 100), y las raras que han sido detectadas en una frecuencia mucho menor ( 12





Pervasive Developmental Disorders Rating Scale (Eaves y Milner, 1993).

PDDRS

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Diagnóstico precoz y sistemas de cribado en los trastornos del espectro autista

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TABLA 3.5 (continuación) Nombre completo (Autor/es)

Nombre corto

Tiempo aplicación (minutos)

Edad aplicación (meses)

Sensibilidad

Especificidad

Nivel 2

Gilliam Autism Rating Escale (Gilliam, 1995).

GARS

10

> 36





Autistic Behavioral Indicators Instrument (Ward-King, 2010).

ABII

30

24-72





Autism Behavior Checklist (Krug et al., 1980).

ABC

15

> 36

0,58

0,76

Childhood Rating Scale (Schopler, Reichler y Renner, 1988).

CARS

15-20

> 24

0,92-0,98

0,85

Pervasive Developmental Disorders Screening Test (Etapas 2 y 3) (Siegel, 2004).

PDDST-II

10

9-24

0.73

0.49

Screening for Infants with Developmental Deficits and/or Autism (Persson et al., 2006).

SEEK

10

8





Autism detection in early childhood (Young et al., 2007).

ADEC

12

12

0,79-0,94**

0,88-1,00**

Baby and Infant Screen for Children with autism Traits (Matson et al., 2007, 2009).

BISCUIT

15

17-37

0,84

0,86

* Versión en castellano Canal, Bedia et al. (2011). ** Versión en castellano Hedley et al. (2010).

criben y analizan las más relevantes, por las muestras y procedimientos en que han basado sus resultados de validación.

5.1.

Programas de cribado de nivel 1

El primero de este tipo de programas fue el llevado a cabo por Baron-Cohen et al. (1992, 1996) y Baird et al. (2000; 2001), desarrollando para ello el cuestionario CHAT, pensado para ser utilizado por médicos de familia, pediatras o enfermeras de pediatría para identificar a niños de 18 meses con riesgo de autismo. El instrumento consiste en un cuestionario de 9 preguntas para los padres y 5

ítems sobre la conducta social, seguimiento de la mirada y juego que debe cumplimentar el médico después de una breve interacción con el niño. El test tiene 5 ítems clave; tres de ellos se refieren a atención conjunta y dos al juego simbólico. Los niños que fallan los 5 ítems clave son clasificados como de alto riesgo de autismo; los que fallan al menos en dos de atención conjunta pero no llegan a fallar los 5 ítems clave son clasificados de riesgo medio, y los que fallan dos ítems clave pero no cumplen el criterio para ser clasificados en el grupo de riesgo medio, son clasificados como de riesgo bajo. El desarrollo de este instrumento partió de una primera aplicación controlada sobre 50 niños

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Trastornos del espectro autista

para seleccionar los ítems y actividades más apropiados. Posteriormente, los autores hicieron una aplicación dirigida a niños que se supone podrían tener mayor riesgo de autismo. Se trataba de una muestra de 41 hermanos menores de niños con TEA, todos de 18 meses. Los autores utilizaron esta muestra para establecer el criterio de selección de los casos de riesgo. Constataron que los cuatro niños que acabaron siendo diagnosticados de TEA cuando habían cumplido 30 meses fallaban hasta 5 ítems del CHAT, y que ninguno de los que mostraron un desarrollo normal fue identificado como de riesgo según el criterio de dos o más ítems fallados (Baron-Cohen et al., 1992). Basándose en este estudio, los autores determinaron los niveles de riego de autismo (alto, medio y bajo) medidos por el CHAT en tres áreas: juego simbólico, actos declarativos de señalar y seguimiento de la dirección de la mirada. Posteriormente, los autores realizaron una aplicación a gran escala, administrando el CHAT a 16.235 niños de 18 meses, la mayoría de ellos en un control evolutivo rutinario. La identificación y clasificación de los casos de riesgo se basó en los tres niveles de riesgo de acuerdo a los ítems que fallan los niños en las tres áreas mencionadas. Para minimizar el número de falsos positivos en aquellos niños (20 en total) que fueron identificados como de alto riesgo, un especialista miembro del equipo de investigación volvía a aplicar el CHAT un mes después de la primera aplicación. En el caso de los niños de riesgo medio este retest sólo se aplicó a la mitad de los niños inicialmente identificados con el instrumento. Después, durante los años siguientes a la aplicación masiva del CHAT, los autores han realizado un seguimiento muy exhaustivo de la población a la que se aplicó el instrumento, llegando a detectar un total de 50 niños con autismo y 44 con trastorno generalizado del desarrollo no especificado. Con esos datos calcularon los valores de sensibilidad, especificidad y valor predictivo positivo y negativo. El valor predictivo positivo hallado oscila entre el 83 por 100 para los casos de trastorno

generalizado del desarrollo y el 75 por 100 para el trastorno autista no especificado. La especificidad obtenida fue de 100 por 100 y el valor predictivo negativo fue de 99,7 por 100. Sin embargo, la sensibilidad del instrumento fue muy baja, 18 por 100, lo que significaba que 4 de cada 5 niños identificados finalmente con trastorno del espectro autista no fueron detectados por el instrumento (Baird et al., 2001; Baron-Cohen et al., 1992; 1996), lo que descarta al CHAT como herramienta para el cribado poblacional. Para mejorar las propiedades psicométricas de este instrumento se desarrolló el M-CHAT (Robins et al., 2001), un cuenstionario que cumplimentan los padres en la consulta del pediatra y que incluye una llamada telefónica a aquellos casos en que el cuestionario resulta sospechoso. El M-CHAT fue desarrollado y validado en Estados Unidos. El M-CHAT consta de 23 ítems, seis de los cuales fueron identificados como críticos mediante análisis discriminante. Los ítems son el 2 (muestra interés por otros niños), el 7 (suele señalar con el dedo para indicar que algo le llama la atención), el 9 (suele traerle objetos para enseñárselos), el 13 (imitación), el 14 (respuesta al nombre) y el 15 (seguimiento visual de actos de señalar). Actualmente existe una nueva versión, el M-CHAT-R, con 20 ítems, que está en proceso de validación. La muestra con la que originalmente se validó era de 1.293 niños y estaba «enriquecida» con un grupo de niños con un diagnóstico confirmado de TEA. Los resultados dieron una sensibilidad de 0,87; una especificidad de 0,99; un valor predictivo positivo de 0,80 y un valor predictivo negativo de 0,99. Ello permite a sus autores asumir que se trata de un instrumento apropiado para el cribado de autismo en una edad entre 18 y 30 meses. La versión validada en España (Canal et al., 2011) muestra valores muy similares. Los últimos datos de valores psicométricos obtenidos con 10.100 cuestionarios para el intervalo de edad de 18-24 meses muestran unos valores muy aceptables, siendo la sensibilidad de 0,88, la especifi© Ediciones Pirámide

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Diagnóstico precoz y sistemas de cribado en los trastornos del espectro autista

cidad de 0,99, el valor predictivo positivo de 0,37 y el valor predictivo negativo de 0,99 (García Primo et al., en preparación). El bajo valor predictivo positivo se debe a la baja prevalencia de casos de TEA detectados en el programa, que fue de 0,34 por 100. Otras características relevantes que hacen de este instrumento una herramienta útil es que no precisa de la intervención directa del profesional, nada más que para entregar el cuestionario a la familia y después corregirlo en unos minutos, una vez cumplimentado, ya que el cuestionario es autoadministrado mientras los padres aguardan en la sala de espera a ser atendidos por el pediatra. Charman et al. (2001) afirman que el uso exclusivo de un cuestionario para padres elimina los respectivos roles del pediatra y los padres en el proceso de vigilancia del desarrollo, lo que es considerado por estos autores como una debilidad que restaría valor clínico al uso del M-CHAT, lo cual es cierto si el pediatra no se encarga de corregirlo. En cualquier caso, el cuestionario M-CHAT tiene valores psicométricos muy aceptables, pero sólo si se incluye la llamada telefónica o la verificación de las respuestas de los casos con cuestionario sospechoso. De lo contrario, el valor predictivo positivo es extremadamente bajo (Kleinman et al., 2008). Una versión también alternativa al CHAT es el Q-CHAT (Alison et al., 2008), que como el MCHAT se basa en las respuestas de los padres; sin embargo, aún no se han publicado datos sobre sus propiedades psicométricas y su validez clínica está por demostrar, aunque ofrece datos normativos de una muestra no seleccionada de niños de 18-24 meses y es capaz de discriminar a ese grupo de niños de los que tienen un diagnóstico de TEA. Otro programa de cribado de nivel 1 que aún sigue funcionando es el First Word Project, que se basa en la Escala de Conducta Comunicativa y Simbólica-Perfil Evolutivo (CSBS-DP) (Wetherby y Prizant, 2002). El programa incluye una herramienta de cribado poblacional (la InfantToddler Checklist, traducido al castellano como

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«Cuestionario del bebé y niño pequeño») que los padres cumplimentan cuando su hijo tiene menos de 24 meses, y una plantilla para que un especialista analice las conductas del niño en un vídeo  grabado a los 18 meses aproximadamente. Wetherby, Watt, Morgan y Shumway (2007) evaluaron a 123 niños de 18-26 meses (50 con TEA, 23 con retraso madurativo y 50 con desarrollo normal) utilizando la CSBS (cuestionario vídeo más muestra de conducta). En comparación con los niños con retraso madurativo, de la misma edad y nivel de desarrollo, los niños con TEA mostraban deficiencias en cinco aspectos comunicativos y sociales básicos, incluyendo déficits en contacto visual y seguimiento de la mirada de otros, tasa de comunicación, actos de atención conjunta y número de gestos convencionales. La determinación de la eficacia del Infant-Toddler Checklist como herramienta de cribado fue realizada por Wetherby, Brosnan-Maddox, Peace y Newton (2008) con una muestra poblacional de 5.385 niños. De los 60 niños que llegaron a recibir un diagnóstico de TEA, 56 (el 93 por 100) habían obtenido un resultado positivo a los 9-24 meses. Sin embargo, aunque el estudio demostró que el cuestionario Infant-Toddler Checklist es excelente para identificar casos con sospecha en esas edades, es ineficaz para diferenciar entre los que tienen TEA y los que tienen retraso en el desarrollo comunicativo, ya que identificaron como sospechosos a 813 niños que no tenían TEA, presentando únicamente un retraso en el desarrollo comunicativo. Swinkels et al. (2006) han desarrollado el ESAT (Early Screening of Autistic Traits Questionnaire), un instrumento para ser utilizado en un procedimiento de dos etapas, la primera con niños con edades comprendidas entre los 14 y 15 meses. En su estudio, con una población de 31.724 niños, primero aplicaron una batería de cuatro ítems para identificar los casos con una sospecha inicial. Estos cuatro ítems recaban información sobre interés por objetos diferentes, juego variado, expresión emocional apropiada y rarezas sen-

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soriales. En el estudio, los ítems se aplicaban en la consulta por los pediatras, en el marco del programa de seguimiento del niño sano. Después, aquellos casos en que fallaban al menos uno de los cuatro ítems eran considerados con sospecha inicial, y entonces un especialista en salud mental visitaba a su familia para cumplimentar el ESAT, con ítems dicotómicos (sí/no) sobre juego simbólico, atención conjunta, interés por otras personas, contacto visual, comunicación verbal y no verbal, reacción a estímulos sensoriales, reacciones emocionales e interacción social. Si los niños fallaban tres de los 14 ítems del ESAT se les remitía para una evaluación diagnóstica de TEA. En total identificaron dieciocho niños con TEA, lo cual confirma el hecho de que es posible la identificación de los TEA antes de los 18 meses. Además, los ítems más predictivos eran los relacionados con la conducta social y comunicativa a los 14 meses, y los que menos fueron los relativos al comportamiento estereotipado. Pero el uso del ESAT como herramienta de cribado de nivel 1 debe considerarse para la detección de trastornos de desarrollo con afectación en el desarrollo comunicativo y social y no sólo para el autismo, ya que dio lugar a un gran porcentaje de falsos positivos (un 75 por 100), es decir, niños que teniendo alguna alteración en el desarrollo no presentaban TEA. Aunque los autores no publicaron la  sensibilidad general del ESAT, indicaron que ésta sería baja, ya que el número de casos identificados de TEA fue también bajo en comparación con las tasas actuales de prevalencia. Además, como el cuestionario de 14 ítems lo aplica un especialista en salud mental, que debe visitar a las familias, su utilidad como herramienta de carácter poblacional se ve limitada en nuestro contexto asistencial. Otro instrumento que se ha difundido mucho es el SCQ (Social Communication Questionnaire) (Berument et al., 1999), que consta de 40 ítems basados en el ADI-R y que está pensado para aplicarlo a niños de 4 años o más. A pesar de que inicialmente mostraba muy buenas propiedades

psicométricas con niños mayores, no ha pasado lo mismo cuando se ha aplicado en niños más pequeños. Un estudio de Eaves et al. (2006a) con 94 niños de 39 a 75 meses indica una sensibilidad de 0,74 y una especificidad de 0,54. En un segundo estudio de estos mismos autores (Eaves et al., 2006b) se describe el uso de la SCQ en 151 niños de 36-82 meses, de los cuales cerca de un tercio tenían diagnóstico de TEA. El estudio estima una sensibilidad y especificidad de 0,71 y 0,79, respectivamente, con estimaciones aún más bajas para niños con un coeficiente intelectual verbal alto. Allen et al. (2007) presentan también datos de una muestra de 81 niños de 26-84 meses, aportando estimaciones de sensibilidad y especificidad de 0,93 y 0,58, respectivamente, pero para el subgrupo de niños de 2-3 años los valores fueron de 0,89 y 0,29, respectivamente. Wiggins, Bakeman, Adamson y Robins (2007) evaluaron la validez del SCQ en una muestra de niños muy pequeños derivados a atención temprana. Informan que la puntuación de corte recomendada en la prueba (15 puntos) da lugar a unos valores de sensibilidad y especificidad extremadamente bajos, de 0,47 y 0,89 respectivamente. Sin embargo, cuando se bajó la puntuación de corte a 11 mejoró la sensibilidad, llegando a 0,89. Los autores de este trabajo recomiendan, por tanto, que si se usa el SCQ como herramienta de cribado con niños pequeños debería bajarse la puntuación de corte. El Pervasive Developmental Disorders Screening Test II (PDDST-II) es una herramienta de cribado de tres etapas que desarrollaron Siegel y colaboradores (Siegel, 2004). En la etapa 1, que corresponde propiamente al cribado poblacional, se aplica un cuestionario a los padres, que consta de 22 ítems relativos a la conducta característica de los niños con edades comprendidas entre los 12 y los 24 meses. El estudio de validación se realizó con una muestra de 681 niños en edad preescolar remitidos por sospecha de TEA y 256 niños prematuros. Se obtuvo un valor de sensibilidad de 0,92. La etapa 2, PDDST-2, es una herramienta de cribado que consta de 14 ítems diseñada para © Ediciones Pirámide

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su uso en contextos asistenciales para distinguir TEA de otros problemas de desarrollo. Así que es propiamente una herramienta de nivel 2. En el estudio de Siegel (2004) se informa que la sensibilidad de esta etapa 2 es de 0,73 y la especificidad es de 0,49. Finalmente, la etapa 3 es un cuestionario de 12 ítems diseñado para ser administrado en recursos o unidades específicas para TEA y sirve para diferenciar niños con autismo de niños con otros trastornos del espectro autista. La sensibilidad y especificidad de esta tercera etapa es de 0,58 y 0,60, respectivamente (Siegel, 2004). El Autism Observation Scale for Infants (AOSI) es un sistema observacional pensado para la detección muy temprana del autismo en niños de 6 a 18 meses. La prueba consiste en un conjunto de actividades semiestructuradas de juego, cuyo propósito es elicitar conductas sociales y comunicativas, como contacto visual, seguimiento de la mirada, sonrisa social o atención conjunta. Cada ítem se puntúa en una escala ordinal de 0 a 3, indicando la puntuación más alta mayor desviación respecto a la conducta normal. Los datos iniciales de fiabilidad (Bryson et al., 2007; 2008) indican buenos niveles de acuerdo interobservadores, tanto para las puntuaciones globales como para cada uno de los ítems a 6, 12 y 18 meses. Igualmente, el estudio realizado por Zwaigenbaum et al., 2005), con hermanos, indicó valores de sensibilidad y especificidad de 84 y 98 por 100, respectivamente. Aún no se han realizado estudios de aplicación de este instrumento en muestras poblacionales. Reznick et al. (2007) han desarrollado un instrumento de cribado de TEA para niños de 12 meses. Se trata del First Year Inventory (FYI), un cuestionario para padres de 63 ítems. Para su validación se aplicó retrospectivamente a padres de niños con TEA, niños con retraso en el desarrollo pero sin TEA y niños con desarrollo típico. Los autores informan que el cuestionario clasificó a los niños con TEA como de mayor riesgo que los niños con retraso en el desarrollo, y éstos fueron clasificados con mayor riesgo que los niños con

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desarrollo típico (Watson et al., 2007). Si bien estos datos son alentadores, hace falta información sobre sensibilidad y especificidad, así como una replicación con una muestra mayor y de carácter poblacional. El Young Autism and other developmental disorders Checkup Tool (YACHT-18) (Honda et al., 2009) es un instrumento de cribado de nivel 1 para ser aplicado a niños de 18 meses, desarrollado en Japón, que consiste en un bloque de ítems que han de cumplimentar los padres, una entrevista con 6 preguntas que hace la enfermera de atención primaria y una tarea de señalar imágenes que se pasa al niño. En su conjunto, los ítems y las tareas abarcan la valoración del desarrollo motor, comunicativo y social. La entrevista con los padres recoge información sobre los actos de señalar y el desarrollo lingüístico del niño. El estudio se basó en una muestra de 2.814 niños de 18 meses, de los que 402 fueron seleccionados para seguimiento y 19 de ellos pasaron a tratamiento con un diagnóstico de trastorno del desarrollo. Hubo también 4 falsos negativos, por lo que el total de casos con trastorno del desarrollo fue de 23. De estos 23 niños, 5 recibieron un diagnóstico final de autismo y 9 un diagnóstico de TGD no especificado. Los autores estimaron diferentes valores de sensibilidad y especificidad considerando el número total de casos con trastorno del desarrollo, o el número de casos con TEA. En el mejor de los casos, que es considerando el total de niños identificados con un trastorno del desarrollo aunque no sea un TEA, la sensibilidad fue de 0,82 y la especificidad de 0,86. El instrumento parece por tanto viable para la detección de este tipo de problemas evolutivos, pero no para identificar específicamente TEA, ya que cuando el cálculo se limita al grupo de TEA los valores de sensibilidad y especificidad son mucho más bajos. El último trabajo hasta el momento publicado, que desarrolla un instrumento para detectar niños con TEA en el nivel 1 por debajo de los 18 meses de edad, es el Social Attention and Communication Study (SACS), llevado a cabo en el

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estado de Victoria (Australia) por Barbaro y Dissanayake (2010). Consiste en un programa de vigilancia del desarrollo para ser aplicado a los 8, 12, 18 y 24 meses a través del servicio público de enfermería de Salud Materno-Infantil de Atención Primaria. Los resultados del estudio con 22.168 niños indican un valor predictivo positivo del 81 por 100 y unos valores de sensibilidad y especificidad estimados de 83,8 por 100 y 99,8 por 100, especialmente en las edades comprendidas entre los 12 y los 24 meses. La conclusión de este estudio fue que la vigilancia del desarrollo de las conductas sociales y comunicativas permite la identificación precisa de la mayor parte de los niños con riesgo de TEA a estas edades.

5.2. Programas de cribado de nivel 2 Como se ha dicho, los instrumentos de nivel 2 sirven para discriminar entre niños con TEA y niños con alguna discapacidad del desarrollo. Hay una superposición evidente entre los instrumentos de cribado de nivel 2 y los instrumentos habituales para el diagnóstico del autismo (Coonrod y Stone, 2005), pero los instrumentos de cribado de nivel 2 sólo se pueden usar como parte de un proceso de evaluación y no como herramienta única para el diagnóstico. Entre los existentes, destacan los que se describen a continuación. Uno de los primeros instrumentos desarrollados es el ABC de Krug et al. (1980), que es una escala con 57 ítems pensada inicialmente para valorar la severidad de los síntomas del autismo, con cinco áreas (comportamiento sensorial, relaciones sociales, conductas repetitivas, habilidades comunicativas y lingüísticas y habilidades sociales y adaptativas). Esta escala ha sido ampliamente utilizada como complemento en los procesos de diagnóstico, y en diversos trabajos se puede encontrar como recomendada para el cribado de casos de TEA. Pero es un instrumento que muestra notables debilidades si se pretende usar para

fines de cribado. En primer lugar, los valores de fiabilidad entre observadores (ya que la escala la pueden responder tanto padres como profesionales) son muy bajos, aunque no está claro si la escasa fiabilidad procede de la estructura y/o contenido de los ítems o es consecuencia de los problemas típicos que surgen cuando se usan diferentes fuentes de información. En segundo lugar, los valores de sensibilidad y especificidad que se han obtenido son también muy bajos, aunque se haya comprobado que las puntuaciones en esta escala (tanto las parciales como la total) son mucho más altas (peores) en las personas con autismo que en personas con otras discapacidades. Así que el punto de corte que se propone para indicar autismo da lugar a muchos falsos positivos (Nordin y Gilberg, 1996). En tercer lugar, no se dispone de información sobre propiedades psicométricas de la escala aplicada a niños pequeños, por lo que se desconoce su utilidad como herramienta para la detección precoz. Además, posiblemente sería necesario revisar los ítems para dar a la escala un enfoque más evolutivo, y luego probar su utilidad clínica en edades tempranas. Otra herramienta también muy veterana para el cribado en el nivel 2 es el Childhood Rating Scale (CARS) (Schopler, Reichler y Renner, 1988), que consta de 15 ítems para discriminar autismo de otras discapacidades del desarrollo. Proporciona una puntuación global y no se precisa preparación técnica especial para cumplimentarla, siendo asequible para padres y profesionales en general, y útil para especialistas. Se ha comprobado también que la sensibilidad de la escalas es más que aceptable (Eaves y Milner, 1993), pero no es tan específica, pudiendo clasificar como casos de TEA a personas con discapacidad intelectual. La Gilliam Autism Rating Escale (GARS) (Gilliam, 1995) es otro instrumento de cribado de nivel 2 que está traducido al castellano. Esta escala, además de cribar casos de TEA, puede ayudar en la determinación de objetivos de tratamiento y evaluar los progresos con los programas de intervención. Contiene 56 ítems agrupados en © Ediciones Pirámide

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cuatro subescalas (desarrollo temprano, conducta estereotipada, habilidades comunicativas e interacción social). Los datos de validación aportados por los autores indican muy buenos niveles de consistencia interna (entre 0,88 y 0,93 según subescalas) y de 0,96 para el coeficiente de autismo. También los datos de fiabilidad interjueces son excelentes. Pero esta escala se pensó y desarrolló para ser aplicada a niños mayores de 3 años, y no se ha comprobado su utilidad en niños menores. Además, sólo hay un estudio que evalúa sus propiedades psicométricas cuando se aplica a niños pequeños, poniendo en cuestión su utilidad como herramienta de cribado (South, 2002). Otro instrumento de nivel 2 ya más moderno es el Screening Tool for Autism in Two Year Old (STAT), desarrollado por Stone et al. (2000; 2004). El instrumento consiste en puntuar doce conductas que se elicitan en un contexto estructurado  de juego e interacción para clasificar al niño como de alto o de bajo riesgo de TEA. El estudio de Stone et al. (2004), llevado a cabo con diversos grupos de niños con autismo, TGD no especificado, retraso madurativo y retraso del lenguaje, indicaba que el STAT tiene muy buena fiabilidad test-retest y de acuerdo interobservadores, tanto para los casos de alto como de bajo riesgo. El estudio también demostró un nivel muy alto de acuerdo entre el STAT y los resultados del ADOS en los grupos de niños con autismo, con retraso madurativo y con retraso del lenguaje. Sin embargo, los niños con TGD no especificado podían ser clasificados como de alto riesgo o de bajo riesgo, lo que sugiere que la sensibilidad del STAT para este grupo de niños es menor. La estimación de sensibilidad y especificidad fue de 0,83 y 0,86 respectivamente. Los autores concluyen que, a falta de datos con muestras más grandes, el STAT es una herramienta prometedora. La Developmental Behavior Checklist-Early Screen (DBC-ES) es una escala que cumplimentan los padres, con 17 ítems seleccionados para diferenciar a niños con TEA de niños con retraso madurativo sin autismo (Gray y Tonge, 2005). Los

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ítems están basados en la Developmental Behavior Checklist, una herramienta originariamente pensada para identificar problemas emocionales y de comportamiento en niños con discapacidad. Gray et al. (2008) llevaron a cabo un estudio con 207 niños de edades comprendidas entre 32 y 51 meses que fueron remitidos a evaluación por presentar dificultades en el desarrollo. Casi dos tercios de esos niños recibieron posteriormente un diagnóstico de TEA. Se consideraba que el niño resultaba ser un caso positivo si el resultado en la escala era superior a 11. La prueba resultó tener una gran fiabilidad y consistencia interna, y la comparación de los resultados en la prueba con el diagnóstico final dio como resultado una sensibilidad de 0,83 y una especificidad de 0,48. Pero una limitación importante del estudio es que la muestra sólo tenía niños que ya habían sido remitidos por sospecha de tener graves dificultades en comunicación y no era una muestra poblacional; tampoco se han publicado datos de seguimiento. Persson et al. (2006) desarrollaron el «Screening for Infants with Developmental Deficits and/ or Autism» (SEEK), pensado para la identificación de déficits en el desarrollo y TEA en niños de 8 meses. En la muestra participaron 312 niños derivados por centros de salud infantil. Los ítems estaban clasificados en cinco dimensiones: hábitos de sueño, hábitos de comida, contacto visual, contacto corporal y tono muscular. Las dos primeras se valoran mediante preguntas y las otras tres consisten en situaciones de observación. El 21 por 100 de los niños obtuvieron al menos un punto en la prueba. En el seguimiento a 18 meses, 5 niños mostraban signos evidentes de problemas de desarrollo, mostrando déficits en alguna de las situaciones de observación prescritas en el instrumento. El estudio no facilita datos de sensibilidad, especificidad ni valores predictivos. El Baby and Infant Screen for Children with autism Traits (BISCUIT) (Matson et al., 2007; 2009) es un instrumento de cribado diseñado para identificar síntomas de autismo y otros problemas

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asociados en niños de 17 a 37 meses que presentan dificultades en el desarrollo. Se compone de tres partes. La parte 1 sirve para diferenciar a los niños que tienen un TEA de los que presentan problemas del desarrollo más generales. La parte 2 se utiliza para identificar los casos como trastorno por tics, TDAH, trastorno obsesivo compulsivo (TOC) y fobia específica. La parte 3 se centra en problemas de comportamiento asociados con el autismo, permitiendo identificar conductas autolesivas, agresivas, disruptivas y repetitivas (Matson, Boisjoli y Wilkins, 2007). En el trabajo posterior de Matson, Wilkins, Sharp et al. (2009), en el que participaron 1.007 niños, se desarrollaron los puntos de corte de la parte 1 para diferenciar entre autismo, TGD no especificado y desarrollo atípico pero sin TEA. La puntuación de corte finalmente seleccionada para diferenciar entre TEA y desarrollo atípico fue de 17, con una sensibilidad de 0,84 y una especificidad de 0,86. Por su parte, el punto de corte para diferenciar entre autismo y TGD no especificado fue 39, obteniéndose una sensibilidad y especificidad de 0,84 y 0,83 respectivamente. Recientemente se ha publicado una herramienta de detección que se denomina «Autism detection in early childhood» (ADEC) (Young et al., 2007). Esta escala se basa en una versión anterior del mismo grupo de autores, conocida como «Lista de observación Flinders de características preverbales autistas». Es una escala de observación semiestructurada para la identificación de déficits comunicativos y sociales básicos en los niños preverbales con TEA. Se ha desarrollado como una herramienta de detección para no especialistas, y se puede utilizar con niños de 12 meses. Las conductas que se analizan son comportamientos sociales y comunicativos. Hay una versión en castellano de esta herramienta, denominada ADEC-SP, que fue validada con 115 niños de 15 a 73 meses en México. En el estudio, los niños estaban distribuidos en tres grupos (TEA, retraso madurativo y desarrollo típico). En la fase 1 todos los niños fueron evaluados con el ADEC-SP por

especialistas que desconocían el diagnóstico. Luego, en la fase 2, además del ADEC-SP se administraba el Childhood Autism Rating Scale (CARS), el ADI-R y los criterios del DSM-IV TR. Las propiedades psicométricas que resultaron en esta versión en castellano oscilaron en sensibilidad entre 0,79 y 0,94, y en especificidad entre 0,88 y 1,00.

6. CONCLUSIONES. IMPLICACIONES CLÍNICAS Y ASISTENCIALES DEL DIAGNÓSTICO TEMPRANO La detección precoz del autismo se considera una actividad clínica y sociablemente necesaria, aunque supone un gran reto para profesionales y servicios. En este capítulo hemos revisado las razones que justifican el desarrollo de programas de cribado y las dificultades que su implantación supone para los servicios asistenciales. La evidencia creciente de que la atención temprana mejora el pronóstico de los casos con TEA, el mejor conocimiento que ahora se tiene sobre el desarrollo temprano del autismo, la demanda de la sociedad y la disponibilidad de un amplio repertorio de procedimientos y herramientas para la detección son razones suficientes para justificar el esfuerzo que supone poner en marcha un sistema de detección precoz. La revisión sobre los signos tempranos del autismo destaca que las mayores dificultades que se presentan en los niños que posteriormente tendrán un TEA son aquellas que tienen que ver: con el desarrollo de habilidades comunicativas, como la atención conjunta, la respuesta a los actos comunicativos de otros o el uso de gestos; con el desarrollo de habilidades para la interacción social, incluyendo el contacto visual, el seguimiento de la mirada de otros, la respuesta al nombre y la imitación; así como con el desarrollo de las habilidades para el juego, tanto social como simbólico. También la investigación actual está empezando a aportar información sobre marcadores biológicos que en un futuro no muy lejano ayudarán en © Ediciones Pirámide

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la identificación precoz de casos con TEA. Las dificultades precoces identificadas por la investigación han permitido desarrollar una amplia gama de herramientas para la detección, generalmente a partir de los 12 meses de edad, aunque el desarrollo de dichas herramientas y de los procedimientos de uso en diferentes contextos asistenciales aún tiene un largo camino por recorrer. Se han tomado en consideración en este capítulo las dificultades que han de superarse para llevar a cabo procedimientos de detección e identificación temprana de los TEA. Es importante tener en cuenta el contexto donde se pretende implantar un programa de detección para seleccionar o desarrollar la herramienta y el procedimiento más adecuados, considerando si se trata de un nivel de atención a la población general (nivel 1) o de atención a poblaciones con riesgos específicos (nivel 2), así como la preparación técnica de los profesionales en cuanto al conocimiento que se tiene sobre el autismo. Igualmente, es necesario tomar decisiones sobre cuál será la fuente principal de información, si van a ser los padres o si van a ser otros profesionales con mayor o menor experiencia en el campo del autismo. Por ejemplo, si se pretende implantar un programa de cribado en servicios en los que los profesionales tienen poca experiencia en el autismo y atienden a la población general durante visitas breves, quizá el instrumento más apropiado sería el M-CHAT. Por otro lado, si los profesionales disponen de algo más de tiempo, ven al niño diariamente, desde muy pequeño hasta que empieza al colegio, aun no teniendo mucha experiencia sobre autismo, es posible que la implantación de una herramienta como el AOSI diera buenos resultados. Si, por ejemplo, los profesionales atienden regularmente a niños pequeños con diferentes tipos de discapacidad, desarrollando programas de intervención temprana, quizá una herramienta como el STAT o el SEEK podrían ser de utilidad. También es muy importante tener en cuenta las propiedades psicométricas de las herramientas que se utilicen o se diseñen, así como llevar a cabo un riguroso

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registro y seguimiento de los casos para asegurar la fiabilidad del procedimiento, sus costes económicos y los costes sociales derivados de una identificación errónea. Aún hay mucha incertidumbre sobre la estabilidad de los diagnósticos de los TEA en niños menores de dos años de edad. Así, aunque numerosos estudios han demostrado que un diagnóstico del espectro del autismo realizado después de los 2 años es generalmente fiable y estable, hay muy pocos estudios publicados sobre la estabilidad de los diagnósticos de TEA para niños menores de 24 meses (Zwaigenbaum, 2010). Por tanto, es probable que los profesionales tengan dudas sobre cómo aplicar e interpretar mejor los criterios diagnósticos en niños pequeños. Incluso especialistas muy experimentados pueden verse ante esta incertidumbre clínica en niños de menos de 24 meses, incertidumbre que en ocasiones es difícil de resolver tanto para el equipo clínico como para las familias que buscan en los profesionales respuestas que ayuden a su hijo. Es importante que los servicios estén preparados para resolver la sospecha de unos padres que quieren saber qué le pasa a su hijo y/o por qué su hijo ha sido identificado como un caso con signos de tener un TEA. Esta duda no se supera con un aplazamiento del diagnóstico «hasta que el niño sea un poco mayor», porque eso puede dar lugar a falsas esperanzas en la familia y puede implicar, no sólo costes emocionales para unos padres ya preocupados, sino costes evolutivos para un niño que puede no recibir la atención que precisa por el hecho de no haber recibido un diagnóstico a tiempo. Lo más importante es que los padres sean informados, con la mayor sensibilidad y precisión posibles, sobre qué le pasa a su hijo, tratando de atenuar el impacto negativo de la incertidumbre con información y facilitando el acceso del niño a servicios de intervención precoz apropiados, así como el acceso de los padres a recursos de apoyo social. Desde los servicios asistenciales se debe asumir el reto de responder a la perplejidad, o las preocu-

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paciones que puedan expresar algunos padres en un contexto clínico sobre el desarrollo de su hijo o hija. Con los programas de detección precoz, los profesionales disponemos de una herramienta que permite desempeñar un papel activo, anticiparse a la sospecha de los padres, pasando de una posición en la que sólo se reacciona ante las preocupaciones de los padres a otra en la que se invierte tiempo y recursos en prevenir situaciones que probablemente harían más difícil la vida de la persona si llega a tener un TEA y de su familia. Sin embargo, con la detección precoz se corren algunos riesgos, al poner en evidencia un problema sobre el que quizá los padres no tuvieran hasta ese momento ninguna sospecha, o no quisieran reconocer ni hacer público. No es que el problema lo causen los profesionales, que haciendo su trabajo detectan la sospecha de una condición que el niño puede presentar y de la que inevitablemente los padres se percatarán tarde o temprano, pareciéndoles ese momento inesperado, no deseado y altamente desestabilizante de su bienestar. En estos casos, la ventaja de la detección precoz podría verse eclipsada para algunas familias, ya que podrían no estar preparadas para la eventualidad de tener que asumir que su hijo está en riesgo de padecer, o de que ya padece, un problema grave en el desarrollo, que necesitará tratamiento cuanto antes y que el pronóstico puede ser grave. Las dificultades que tienen muchos padres de reconocer, comprender y aceptar el trastorno cuando se les está dando información completamente inesperada y no deseada son muchas. Por eso, es muy importante administrar correctamente la información, para ayudar a reconocer las dificultades del niño y así afrontar más eficazmente los retos a los que empiezan a enfrentarse. Para que la información que reciben los padres sobre su hijo o hija sea de utilidad, deben comprenderla y estar de acuerdo con ella. Por eso, por lo general, los programas con mayor éxito en el tratamiento y apoyo a las personas con autismo son aquellos que cuentan con el conocimiento y compromiso previos de los padres.

Si el niño o la niña puede necesitar un tratamiento para afrontar sus posibles dificultades evolutivas, lo mejor es que se sepa cuanto antes, aceptando que el momento de conocerse esa necesidad puede no ser oportuno, porque ningún momento es bueno para recibir una noticia que sin duda afecta al bienestar de la familia. Como cada persona con autismo es única y cada familia es un entramado también único y complejo de relaciones, experiencias, valores y expectativas, el impacto de la noticia del autismo será también específico en cada familia. Esa especificidad es resultado de procesos bidireccionales, de influencias recíprocas entre diferentes sistemas durante el desarrollo (biológico, familiar, social, ambiental, etc.), y justifica el hecho de que cada persona y cada familia precisarán atenciones y servicios concretos en cada momento de su ciclo vital (Canal et al., 2012). Los beneficios potenciales de la identificación temprana y los programas de cribado dependen de si los servicios están preparados para atender a los niños que requieran un diagnóstico especializado y para ofrecer los servicios de intervención que requieran. Si se hace un gran esfuerzo en recursos para la detección y para asegurar un inicio temprano del tratamiento y esto lleva a mejorar el pronóstico del caso, la detección precoz será rentable y éticamente responsable, ya que logrará reducir la discapacidad a largo plazo. Sin recursos adicionales para el diagnóstico y el tratamiento, la instauración de un programa de cribado simplemente dará lugar a listas de espera más largas y, lo que es peor, a mayor frustración de las familias. Los retos de la detección precoz son muy grandes, pero aún son mayores la desventura que puede sufrir un niño por no recibir las atenciones que necesita, pudiendo haberlas tenido a su disposición, y las adversidades y sufrimiento a las que las familias se enfrentan. Los avances en el campo de la investigación sobre el autismo temprano y sobre la detección ofrecen la esperanza de mejores resultados para las personas con un TEA y sus familias. Está en nuestras manos mantener el esfuerzo para seguir avanzando. © Ediciones Pirámide

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El autismo. Una perspectiva neuroevolutiva del desarrollo temprano R. CANAL, D. BOHÓRQUEZ, Z. GUISURAGA, M. V. MARTÍN-CILLEROS, P. GARCÍA PRIMO, I. GUERRA, J. SANTOS, B. ESTEBAN, A. HERNÁNDEZ, M.ª M. HERRÁEZ, A. ZERMEÑO, M. FRANCO, I. RUIZ-AYÚCAR, J. FUENTES y M. POSADA

1.

INTRODUCCIÓN

El autismo es un trastorno del neurodesarrollo. Esta es una afirmación absolutamente asumida por la gran mayoría de los miembros de la comunidad científica, que hoy en día aceptan que los trastornos del espectro autista (TEA) son resultado de alteraciones en las redes neuronales del cerebro encargadas de la cognición social, y que cuando se ven afectadas llevan a la persona a expresar menos interés por atender al entorno social que le rodea. Esta falta de atención hacia los estímulos sociales afecta al desarrollo de habilidades tan importantes como la comunicación social o la adquisición de repertorios comportamentales basados en la capacidad para entender la conducta comunicativa y social de los demás, lo que afecta también a otros aspectos importantes, como es la conducta adaptativa y los procesos de aprendizaje. En este capítulo se revisan los estudios existentes sobre las alteraciones evolutivas y sus correlatos neurológicos a lo largo de los tres primeros años de vida de las personas que tienen autismo, tratando de aportar una visión longitudinal de este grupo de trastornos durante la infancia temprana. El capítulo continúa analizando dos de los modelos más debatidos en la actualidad, que tratan de aportar explicaciones sobre el surgimiento y desarrollo de este trastorno en los primeros años. Finalizamos el capítulo abordando algunas cuestiones relacionadas con el diseño

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y aplicación de programas de intervención para los niños pequeños con autismo, junto con una pequeña revisión de los principales enfoques de atención temprana.

2. EL AUTISMO EN EL PRIMER AÑO DE VIDA: LOS INICIOS DEL TRASTORNO AUTISTA ¿Cómo es posible que los TEA no puedan aún diagnosticarse con fiabilidad antes de los dos o tres años? De entre los asuntos que desde hace mucho tiempo ha abordado la investigación, éste ha planteado retos y dificultades excepcionales. La cuestión es que los TEA pueden tener diversas causas y los síntomas iniciales pueden mostrar gran variabilidad clínica, tanto en expresión como en gravedad. La heterogeneidad se hace evidente por la edad de aparición (Ozonoff et al., 2008), por el nivel intelectual y de lenguaje (Kjellmer et al., 2012) y por una amplia gama de discapacidades comunicativas, sociales y de comportamiento. La diversidad de causas y heterogeneidad de manifestaciones no ha impedido, sin embargo, lograr un amplio consenso sobre las características generales que comparten los TEA, ni tampoco ha detenido el progreso en el desarrollo de instrumentos para el diagnóstico, aplicables en niños mayores de dos años, y que cada vez son más sensibles y específicos (Klin, Saulnier, Tsatsanis y Volkmar, 2005). Sin embargo, tal diversidad ha

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dificultado el avance en el conocimiento de cómo emerge el autismo (Elsabbagh y Johnson, 2007) y en la detección precoz de sintomatología compatible con los TEA, lo cual puede explicar el retraso en el diagnóstico, que aún hoy es inaceptablemente tardío (Canal et al., 2006). Para superar este problema se ha propuesto que el estudio del autismo temprano se centre en el trastorno desde un punto de vista evolutivo (Mundy y Burnette, 2005; Yirmiya y Charman, 2010), partiendo de la idea de que la alteración precoz que afecta al desarrollo social, comunicativo y comportamental puede ser consecuencia de la interacción entre diversas vulnerabilidades genéticas y otros factores prenatales, postnatales y ambientales que desemboquen en una presentación sindrómica común.

2.1.

Las primeras manifestaciones comportamentales

Los primeros trabajos que se realizaron para conocer los síntomas iniciales del autismo en el primer año de vida fueron de carácter retrospectivo y estaban basados en cuestionarios y en vídeos domésticos. Algunos de esos trabajos retrospectivos tenían como objetivo prioritario identificar signos de sospecha, utilizando cuestionarios principalmente; como sólo indagaban sobre la aparición de determinadas conductas, de ese tipo de estudios resulta difícil deducir cuál es la trayectoria evolutiva del autismo en los primeros meses de vida. Otros estudios retrospectivos, basados en vídeos domésticos, por ejemplo los de Adrien et al. (1991), Adrien et al. (193), Baranek (1999), Bernabei et al. (1998), Maestro et al. (1999), Mars et al. (1998), Massie (1978), Osterling y Dawson (1994), Osterling, Dawson y Munson (2002), Rosenthal et al. (1980), Werner et al. (2000) y Zakian et al. (2000), aportan resultados indicativos de que los niños que posteriormente fueron diagnosticados de autismo mostraban muy pocos síntomas del trastorno antes de los 12 meses, aunque a partir de esa edad los síntomas básicos ya eran

evidentes para muchos de esos niños. Según esos estudios, durante el primer año de vida los niños con autismo mostraban una interacción social reducida (Adrien et al., 1993), ausencia de sonrisa social (Adrien et al., 1993), falta de expresión facial (Adrien et al., 1993), falta de orientación al nombre (Bernabei et al., 1998; Osterling y Dawson, 1994; Maestro et al., 1999; Mars et al., 1998; Zakian et al., 2000), ausencia de actos de señalar/ mostrar (Osterling y Dawson, 1994; Mars et al., 1998), menor orientación visual a las caras (Bernabei et al., 1998; Osterling y Dawson, 1994; Maestro et al., 1999; Mars et al., 1998; Zakian et al., 2000), ausencia de imitación espontánea (Mars et al., 1998) y tono muscular, postura y patrones de movimiento anormales (Adrien et al., 1992; Teitelbaum et al., 1998). Los resultados de estos estudios han aportado información muy importante para orientar la investigación posterior. Sin embargo, presentan dificultades metodológicas, ya expuestas en el capítulo sobre diagnóstico precoz, y pueden llevar a inexactitudes respecto a la cronología de los comportamientos tempranos susceptibles de ser signos del autismo. Al tener como objetivo la identificación de marcadores de comportamiento temprano que ayuden a la identificación precoz, prestan una atención mínima a la secuencia evolutiva, o a la relación de estos marcadores tempranos de riesgo (signos precoces) con el desarrollo neurológico subyacente. Por ejemplo, la menor propensión a orientarse hacia la cara de otros es un marcador temprano de riesgo identificado gracias a los estudios con vídeos domésticos, pero este marcador no equivale a un signo posterior de autismo, sino que es un comportamiento (o ausencia de comportamiento) que limita las posibilidades del niño para aprender de experiencias sociales, iniciándose así un patrón atípico de desarrollo que eventualmente llevaría a manifestaciones posteriores de autismo (Zwaigenbaum et al., 2005). La siguiente generación de estudios sobre manifestaciones tempranas son los trabajos prospec© Ediciones Pirámide

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tivos, que permiten plantear hipótesis verdaderamente evolutivas sobre el desarrollo temprano del autismo, aunque sobre poblaciones con riesgo genético, ya que se basan en el seguimiento de hermanos de niños con autismo. Hay trabajos recientes, por ejemplo el de Sebat et al. (2007), que sugieren que los mecanismos genéticos que tienen lugar en familias con más de un caso de autismo (familias múltiples) pueden ser diferentes de los mecanismos que tiene lugar en familias con un solo caso. Sebat y sus colaboradores encontraron que el 10 por 100 de familias con un solo caso de autismo eran variaciones genéticas de novo, lo que contrastaba con el 3 por 100 en las familias múltiples y el 1 por 100 en familias de control. Pero, a pesar de esta limitación y de otras descritas, por ejemplo en Zwaigenbaum et al. (2007), los estudios prospectivos aportan la ventaja de poder recoger datos incluso antes de que aparezcan los primeros signos, y también la posibilidad de recoger información directamente durante los primeros años de vida con un gran control metodológico, lo que sin duda mejora el conocimiento actual sobre las trayectorias evolutivas y el impacto que tienen determinados retrasos evolutivos, por ejemplo en habilidades comunicativas o sociales concretas, como la orientación hacia estímulos sociales, sobre el desarrollo posterior. Así que el conocimiento sobre el surgimiento del autismo en edades muy tempranas se ha podido precisar mucho al combinar datos de estudios retrospectivos con datos de estudios prospectivos. A partir de integrar estas dos fuentes de datos se concluye que la mayoría de los bebés menores de un año con riesgo de presentar autismo muestran menos signos a los 6 meses que a los 12. Lógicamente, si los signos para el autismo consisten en dificultades para el uso de conductas comunicativas y sociales, que en el desarrollo normal empiezan a mostrarse como actos deliberadamente intencionales a partir de los 7-8 meses (Rivière y Martos, 1998), es comprensible que no se encuentren anormalidades evolutivas en bebés menores de 6-7 meses que posteriormente tendrán

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un trastorno autista. Pero otras conductas sociales sin función comunicativa parece que sí han servido para empezar a hacernos una idea de cómo surgiría el autismo desde un punto de vista comportamental. Así, parece ser que las primeras manifestaciones del autismo consistirían en una menor frecuencia de intentos por buscar contacto físico, descenso en el número y variedad de vocalizaciones, de miradas hacia la cara del adulto y de sonrisas sociales (Maestro et al., 2002). Entre los 6 y los 7 meses, en algunos niños que desarrollarán el autismo también empieza a mostrarse menor frecuencia de respuesta al nombre y un incremento en la frecuencia de algunas conductas sensoriales atípicas. Es en el período de desarrollo que va desde los 6-7 hasta los 12 meses cuando se empieza a observar una mayor desviación de los niños con autismo respecto al desarrollo normal. Así, los estudios prospectivos constatan, no sólo cambios en la frecuencia de determinadas conductas, sino diferencias en el uso de la atención visual, mostrando un declive en su habilidad para cambiar la atención desde un estímulo relevante a otro. Esta habilidad, que coloquialmente se denomina «desenganche atencional», puede verse en niños ya a los 6 meses de edad, pero los estudios prospectivos indican que ninguno de los niños en los que la habilidad para cambiar la atención entre estímulos relevantes se mantiene estable o progresa entre los 6 y los 12 meses llega a tener autismo. Igualmente, los bebés que después tendrán autismo mantienen fijaciones de la mirada más prolongadas en el tiempo sobre estímulos y son menos espontáneos en su conducta de exploración visual. Además, muestran peculiaridades en el temperamento, manifestando menor nivel de actividad y reacciones de malestar más frecuentes e intensas (Zwaigenbaum et al., 2005). A los 12 meses las evidencias de una desviación en el comportamiento comunicativo y social son muy claras en la mayoría de aquellos niños que posteriormente cumplirán los criterios para el diagnóstico del autismo. Los comportamientos

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que marcan la diferencia representan una intensificación de las dificultades que habían empezado a manifestarse en algunos niños durante los cuatro meses previos. Sigue aumentando la dificultad para orientarse visualmente hacia alguien que les llama y sigue reduciéndose el interés social del niño (Baranek, 1999; Osterling y Dawson, 1994; Osterling, Dawson y Munson, 2002; Zwaigenbaum et al., 2005). Ahora, además, se hace evidente la ausencia de conductas comunicativas y sociales, tan importantes para el desarrollo posterior, como mostrar objetos a otros, señalar para pedir o para compartir el interés por un suceso u objeto, imitar, sonreír ante la sonrisa de otros y prestar atención a lo que otros hacen (Adrien et al., 1993; Maestro et al., 2002; Osterling y Dawson, 1994; Osterling et al., 2002; Werner y Dawson, 2005; Zwaigenbaum et al., 2005). A los 12 meses aún es pronto para que otras habilidades normalmente afectadas en los niños pequeños con autismo se pongan de manifiesto. Por eso, los estudios encuentran que los bebés de 12 meses que posteriormente tendrán autismo no se diferencian de otros niños en la búsqueda de contacto físico con el adulto, en la participación de juegos sociales sencillos y en el juego con objetos (Baranek, 1999; Maestro et al., 2001; Osterling y Dawson, 1994; Osterling et al., 2002; Werner et al., 2000; Werner y Dawson, 2005). Sin embargo, progresiva y muchas veces sutilmente, al final del primer año se va configurando un patrón de comportamiento en el que cada vez está más clara la ausencia de habilidades para la referencia conjunta («brillando por su ausencia»), poniéndose de manifiesto la enorme importancia que este grupo de comportamientos tiene para la construcción de sistemas compartidos de interacción y relación. 2.2. El crecimiento atípico del cerebro en la infancia temprana en niños con autismo Para explicar todos estos cambios evolutivos en el comportamiento social y comunicativo en

los primeros 12 meses se ha planteado que el desarrollo anormal del cerebro debe preceder a la aparición de los síntomas tempranos del autismo, lo que ha llevado a que diferentes grupos de investigación hayan tratado de encontrar pruebas de esta alteración en el neurodesarrollo. Por ejemplo, durante los últimos diez años se ha ido incrementando la evidencia de que la trayectoria en el crecimiento del cerebro podría ser un indicador de riesgo para el autismo. Algunas revisiones sistemáticas relativamente recientes (Courchesne y Pierce, 2005; Redcay y Courchesne, 2005) llegan a la conclusión de que si bien en el momento del nacimiento el cerebro de los niños con autismo tiene un tamaño ligeramente menor o similar al de los niños con un desarrollo típico posterior, ya en el primer año de vida se produce un crecimiento desproporcionadamente acelerado, que se detiene abruptamente a partir de que el niño alcanza una edad de 2-4 años. Los resultados de los estudios indican que a partir de esa edad la velocidad de crecimiento del cerebro se va ralentizando, hasta que en la adolescencia y en la edad adulta no hay diferencia en el tamaño del cerebro entre personas con autismo y personas con desarrollo normal (Redcay y Courchesne, 2005). Algunos trabajos recientes limitan el crecimiento desproporcionadamente acelerado a los 12 primeros meses de vida (véase Dawson, Mundson et al., 2007), y sugieren que el período de aceleración en el crecimiento del cerebro precede y coincide con la aparición de los primeros síntomas, mientras que la posterior deceleración es simultánea al período de empeoramiento de los síntomas a lo largo del segundo año de vida, asociándose así esta característica neuroevoluiva con un enlentecimiento en la adquisición de habilidades para la referencia conjunta, o con la pérdida de habilidades previamente adquiridas (Dawson, 2008). Algunos estudios han hecho avances, indicando que el crecimiento temprano del cerebro es por la materia blanca y no por la materia gris (Courchesne et al., 2001; Hazlett et al., 2005), y otros © Ediciones Pirámide

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han precisado que esta característica neuroevolutiva es más evidente en las áreas cerebrales del lóbulo frontal. Aunque la evidencia no es concluyente para niños muy pequeños con autismo, se han constatado mayores incrementos en la corteza prefrontal dorsolateral y en la medial frontal (Carper y Courchesne, 2005; Courchesne et al. 2001; Herbert et al., 2004), lo cual indica un incremento patológico no uniforme, que debería tenerse en cuenta para explicar las razones del crecimiento atípico del cerebro en los niños con autismo. Lo importante es también que estas anormalidades neuroevolutivas coinciden con el período de mayor enlentecimiento en el desarrollo de habilidades comunicativas y sociales de los niños con autismo y/o con la aparición de fenómenos regresivos en dichas habilidades del segundo año de vida.

3. EL SEGUNDO AÑO DE VIDA EN LOS NIÑOS CON AUTISMO 3.1.

La conducta comunicativa y social entre los 12 y los 24 meses

Entre los 12 y los 24 meses es cuando emergen las diferencias más notables en el funcionamiento comunicativo, social y cognitivo de los niños con autismo respecto al desarrollo de los niños con desarrollo típico. La evidencia de manifestaciones del autismo a lo largo del segundo año de vida es muy amplia, y en ella destacan los trabajos más recientes, basados en el seguimiento de hermanos menores de niños con autismo. Empezando por las diferencias en habilidades de comunicación social, a lo largo del segundo año de vida empieza a haber un uso menos frecuente, o se constata la ausencia de conductas cuya función es intercambiar experiencias, intereses y la atención con otros, como por ejemplo señalar o mostrar objetos (Maestro et al., 2001; Werner y Dawson, 2005). También se observa que son menos frecuentes los actos de señalar con una

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función reguladora (Mars et al., 1998). Los actos de señalar en general requieren coordinar la atención entre aspectos sociales y no sociales del contexto, entre objetos y personas, lo que claramente tienen afectado los niños con autismo. Los déficits en atención conjunta han sido descritos ya desde hace casi tres décadas (Baron-Cohen, 1989; Loveland y Landry, 1986; McEvoy et al., 1993; Mundy, Sigman y Kasary, 1990; Sigman, Mundy y Sherman, 1986; Stone et al., 1997; Wetherby y Prutting, 1984; Wetherby et al., 1998), aunque estos trabajos en su mayoría se basaban en estudios con niños relativamente mayores, en contextos experimentales, o a través de medidas indirectas como cuestionarios retrospectivos para los padres, y no siempre con una perspectiva propiamente evolutiva. El enfoque claramente evolutivo sobre la atención conjunta ha llegado con estudios mucho más recientes, como el de Sullivan et al. (2007), el de Landa y Garrett-Mayer (2006) o el de Bryson et al. (2007). En los estudios más antiguos ya se informa de que los niños con autismo muestran un descenso en, o carecen de, conductas destinadas a iniciar interacciones sociales, y muestran menos comunicaciones verbales (véase la revisión de Palomo et al., 2006). Antes de cumplir los 2 años, los niños con autismo también se distinguen de los controles por su menor capacidad para seguir instrucciones verbales, menor frecuencia de balbuceos o de vocalizaciones complejas, menos imitación vocal y menor uso de palabras y frases (Mars et al., 1998; Mitchell et al., 2006; Sigman y Ruskin, 1999; Werner y Dawson, 2005). Sus gestos tienden a ser actos aislados y generalmente no los coordinan con vocalizaciones, como hacen los niños con un desarrollo normal ya antes de la mitad del segundo año de vida. Sullivan et al. (2007) han informado sobre esta habilidad para la comunicación social en hermanos de niños con autismo a los 14 y 24 meses. En comparación con los niños que no desarrollaron síntomas de autismo, los que posteriormente recibieron un diagnóstico de TEA, o de su feno-

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tipo ampliado, se caracterizaban por menor habilidad para usar la atención conjunta, y la evolución en ese comportamiento parecía ser predictiva de la capacidad lingüística posterior. En el trabajo de Landa, Holman y Garrett-Mayer (2007) se avanza en el conocimiento sobre el curso evolutivo de la intención comunicativa y del uso de la mirada y las expresiones afectivas en la comunicación, así como en el desarrollo de diferentes medios comunicativos (gestos, consonantes, palabras y combinaciones de palabras) entre los 14 y los 24 meses en niños que posteriormente recibieron un diagnóstico de autismo, comparándolos con niños que tuvieron un desarrollo típico. Aproximadamente la mitad de los niños con autismo recibieron el diagnóstico temprano a los 14 meses. Sus datos indican que hay diferencias entre los grupos en algunos aspectos del desarrollo, pero no en otros. Por ejemplo, tanto los niños que fueron diagnosticados de autismo como los que no progresaron en habilidades para el contacto visual y en la frecuencia de inicios comunicativos con función reguladora. Los progresos fueron algo menores en los niños con autismo, pero en ninguno de los grupos se produjeron progresos estadísticamente significativos en estas habilidades. Las diferencias entre los grupos se observaron en el desarrollo de determinadas habilidades entre los 14 y los 24 meses. Los niños con TEA que recibieron un diagnóstico temprano apenas progresaron a partir de esta edad en el desarrollo de habilidades para la comunicación social, como son el uso de gestos, los inicios de atención conjunta, las respuestas a los inicios de atención conjunta de otros y en habilidades de juego. Además, se observó un enlentecimiento progresivo en el ritmo de desarrollo del lenguaje, tanto receptivo como expresivo, en los niños con autismo antes de los 24 meses, que distinguía claramente a este grupo de niños. Los niños que recibieron un diagnóstico de autismo después de los 14 meses progresaron en algunas formas lingüísticas, como por ejemplo en el repertorio de consonantes, en vocabulario y también en combina-

ciones de palabras, pero apenas evolucionaron en el desarrollo de los aspectos sociales de la comunicación respecto a los niños sin autismo. Desde que el niño empieza a usarla, la atención conjunta es un recurso a su servicio para organizar la entrada de información social. Gracias a esta habilidad de comunicación social el niño está evitando errores en la referencia conjunta con su interlocutor. Como atiende a lo que el otro señala, reduce el espacio de incertidumbre cuando el adulto señala un objeto y lo nombra, haciendo posible un aprendizaje incidental del lenguaje, que es el más frecuente (Baldwin, 1995). Lo mismo pasa cuando el niño señala un objeto. El adulto sabe a qué señala y tiene la oportunidad de nombrarlo, de expresar emociones sobre el objeto o suceso, de hacer comentarios, etc., lo cual constituye una oportunidad de aprendizaje a la que los niños con autismo no acceden fácilmente y que nos permite comprender el escaso desarrollo de vocabulario y de habilidades lingüísticas que los niños con autismo han logrado cuando ya tienen 24 meses. Las consecuencias de esta dificultad evolutiva se constatan en el estudio de Bono, Daley y Sigman (2004), que hicieron un seguimiento durante un año de los resultados del tratamiento de un grupo de 29 niños con autismo, con edades de 31 a 64 meses. Aparte de constatar que la intervención temprana intensiva puede moderar los efectos acumulativos de las alteraciones neurológicas que afectan a los niños con autismo, los resultados demostraron que los niveles iniciales tanto en la frecuencia de respuesta como la frecuencia de inicios de atención conjunta están asociados significativamente con las mejoras en el lenguaje. Aunque los niños pequeños con autismo manifiestan déficit tanto en respuestas como en inicios de atención conjunta, al final de la infancia temprana hay más frecuencia de respuestas a los actos de atención conjunta de los demás (Leekam y Moore, 2001; Mundy, Sigman y Kasari, 1994), persistiendo el problema en los inicios de atención conjunta (Baron-Cohen, 1989). La investigación © Ediciones Pirámide

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también sugiere que las diferencias individuales en la frecuencia de inicios de atención conjunta están relacionadas con la intensidad y curso evolutivo de la tendencia a iniciar interacciones comunicativas con otros niños, propias del final de la infancia temprana. Pero no ocurre lo mismo con el déficit en la respuesta a los actos de atención conjunta (Baron-Cohen, 1995; Sigman y Ruskin, 1999), lo cual indica que hay un patrón disociado de desarrollo de estos dos comportamientos comunicativos y sustentaría la hipótesis de integraciones diferentes en los procesos de desarrollo neurológico social-cognitivo y socialemocional (Mundy, Card y Fox, 2000). Los inicios de atención conjunta podrían estar más influenciados que las respuestas de atención conjunta por procesos ejecutivos y de motivación social en la autogeneración de metas comportamentales. Se han aportado otros resultados con consecuencias muy importantes para entender el desarrollo del autismo en el segundo año de vida. Así, por ejemplo, es importante destacar el estudio de Bryson et al. (2007), que analizando el rendimiento cognitivo de 9 niños detectados mediante el estudio prospectivo de Zwaigenbaum et al. (2005) encontró datos que sugieren la presencia de dos subgrupos de diagnóstico en función de si hay o no deterioro cognitivo entre los 12 y los 24 meses. En los niños con mayor deterioro cognitivo, los síntomas surgían más pronto, o eran más graves. También en el trabajo de Landa y Garrett-Mayer (2006) se encontró que a los 14 meses los niños que recibieron un diagnóstico de TEA diferían del grupo con desarrollo típico, además de en lenguaje receptivo y expresivo, en habilidades motoras tanto finas como gruesas y en el funcionamiento cognitivo general. Una consecuencia importante de estos hallazgos es que resulta necesario determinar en edades tempranas los factores que distinguen a niños con autismo de niños con retraso madurativo con o sin autismo. La capacidad de atención conjunta y el resto de las habilidades de comunicación social están

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en la base del desarrollo del lenguaje, y también de otras habilidades complejas, como el juego simbólico y la teoría de la mente. Así lo sostienen históricamente los teóricos del desarrollo (Bruner, 1983; Carpenter et al., 1998; Meltzoff, 2005), y muchos estudios clásicos dedicados a los niños con autismo (Charman, 1997, 2003; Mundy y Crowson, 1997; Sigman, 1997; Ungerer y Sigman, 1984), donde además se destaca que las dificultades en el desarrollo, del juego y la función simbólica diferencian el autismo de otras discapacidades del desarrollo y se asume que el crecimiento sistemático de la capacidad para el juego simbólico a lo largo del segundo año puede facilitar el desarrollo del pensamiento representacional que está vinculado al desarrollo del lenguaje. En edades muy tempranas, al principio del primer año de vida, el retraso en el desarrollo de habilidades de juego no parece diferenciar claramente a niños con autismo de otros niños (Baranek et al., 2005), pudiendo observarse actividades de juego, principalmente de carácter constructivo e incluso funcional (Charman et al., 1997). Pero hacia los 18 meses, cuando los niños con desarrollo típico desarrollan un gran interés por jugar y dedican mucho tiempo a actividades de juego combinatorio, constructivo y simbólico, es cuando, a diferencia de los niños de su misma edad, los que tienen autismo muestran mayor preferencia por actividades simples de juego causa-efecto (Losche, 1990). A los 24 meses los niños que reciben un diagnóstico de autismo muestran acciones de juego con menor frecuencia (Charman y Baron-Cohen, 1997), y las que muestran son menos propositivas, menos simbólicas, menos complejas (McDonough et al., 1997) y menos variadas y originales (Baranek et al., 2005; Stone et al., 1990) que las típicas de los niños con desarrollo normal. La literatura sobre el desarrollo temprano del autismo está repleta de referencias a las dificultades que presentan estos niños para desarrollar juego funcional, así como para el desarrollo de la función simbólica, y la importante relación de

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ésta con el progreso en habilidades lingüísticas (para una revisión, véase Rogers, Cook y Meryl, 2005), aceptándose ampliamente que la afectación en el juego y en la función simbólica asociada a éste, observable en la segunda mitad del segundo año de vida en los niños con autismo, debe estar relacionada con el retraso en el desarrollo del lenguaje, tanto receptivo como expresivo, que normalmente se ve en la gran mayoría de los niños con autismo antes de los dos años. Sin embargo, esta afectación no parece impedir que muchos niños con autismo vayan poco a poco aprendiendo palabras aisladas, o frases simples, que adquieren valor funcional para expresar deseos fundamentalmente. De hecho, muchos niños con autismo obtienen puntuaciones relativamente buenas en los test de vocabulario en comparación con los resultados que suelen lograr en pruebas de lenguaje, donde es necesario usar frases, comprendiendo su sentido e intencionalidad (Frith, 2009). Para que los niños con autismo muestren actividades de juego donde se evidencie la función simbólica necesitan contextos muy estructurados (Libby et al., 1998) en los que el adulto estimule también la coordinación del juego con el lenguaje, proporcionando el andamiaje necesario para que el niño practique de modo progresivo actos de juego simbólico y expresiones verbales, aprendiendo a integrar ambos tipos de acciones. El retraso en el desarrollo del juego respecto al de otros niños de igual edad cronológica (Ungerer y Sigman, 1984) y la escasez de conductas de exploración de los objetos (Pierce y Courchesne, 2001) están en la base de los escasos progresos que se observan en la representación simbólica en el autismo entre los 12 y 24 meses, evidenciándose un déficit simbólico que se considera una característica substancial del autismo, estando incluido este déficit como un criterio diagnóstico de los TEA, dentro del grupo de las alteraciones en el lenguaje y el desarrollo de la comunicación. Estas limitaciones en el juego que se observan en el segundo año de vida probablemente afectarán también a las posibilidades y oportunidades de

estos niños para la socialización y el aprendizaje, ya que el juego es un marco muy importante para establecer relaciones interpersonales y para el intercambio comunicativo. El panorama de limitaciones para la comunicación social que presentan los niños con autismo entre los 12 y los 24 meses (especialmente en la segunda mitad de este período) pone de manifiesto las grandes dificultades que estos niños van a tener a lo largo de su vida para la relación interpersonal y para desarrollar sus habilidades comunicativas. Se trata de una alteración temprana, lamentablemente persistente si no se hace nada, para usar medios de comunicación preverbal, como las habilidades para hacer intercambios atencionales triádicos (mirar a un objeto o suceso, después al adulto y de nuevo al objeto), para responder a los intentos comunicativos de otros con el propósito de compartir la atención, o para iniciar actos con el propósito de compartir la atención. Cuando llegan a los 24 meses muchos niños con autismo tienen muy pocos medios para expresar sus necesidades, comunicar sus intereses y compartir con otros su interés por lo que les llama la atención, aunque sea con procedimientos no lingüísticos, lo que afectará a sus posibilidades para progresar en el lenguaje y también para ampliar sus oportunidades para la relación con otros niños de su edad (Sigman y Ruskin, 1999). Será más difícil para estos niños aprender nuevas palabras en contextos de aprendizaje incidental, que constituyen la mayor parte de las oportunidades de aprendizaje de los niños para desarrollar vocabulario (Baron-Cohen et al., 1997), y también tendrán más dificultades para desarrollar la comprensión de las intenciones y los estados internos de otros (Tomasello et al., 2005). Además, la combinación de estas dificultades para la comunicación social con el enlentecimiento en el desarrollo cognitivo en muchos casos, influirá posiblemente de tal modo que se verá progresivamente reducida su capacidad para responder adaptativamente a contextos sociales, cada vez más dinámicos y variados, en los que cambian continuamente los te© Ediciones Pirámide

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mas y la naturaleza de los intercambios sociales. Así, esa dificultad cada vez mayor para participar socialmente en actividades con otros niños y con sus padres afectará, no sólo a la frecuencia, sino también a la naturaleza de los inputs sociales y lingüísticos que los niños con autismo van a lograr de otros niños y de sus padres, produciéndose una deriva evolutiva que debe detenerse cuanto antes, recuperando la activación de los procesos neuroevolutivos mediante la estimulación temprana (Mundy y Neal, 2000). En caso contrario, los síntomas se agravarán.

3.2. La regresión Estudios prospectivos como el de Landa y Garrett-Mayer (2006) y el de Bryson et al. (2007) sugieren que hay diferentes patrones evolutivos en el autismo. Como hemos visto hasta ahora, en no pocos casos los síntomas aparecen relativamente pronto, antes de los 14 meses, presentando dificultades en el desarrollo de habilidades comunicativas y para la interacción social. Estos niños suelen mostrar un progreso general lento, especialmente en el ámbito del desarrollo social (Landa et al., 2007). En aproximadamente un tercio de esos casos, con un diagnóstico al principio del segundo año se observan cambios en los síntomas a los tres años lo suficientemente significativos como para quitar el diagnóstico de autismo (Landa, 2008). Por su parte, el grupo de niños con autismo que no muestran alteraciones evidentes desde el principio del segundo año, aproximadamente el 50 por 100 de los casos, pueden tener un desarrollo aparentemente normal hasta pasados los 15 meses, y después ir perdiendo progresivamente las habilidades lingüísticas, comunicativas y sociales (Luyster, Richler, Risi et al., 2005; Lord, Shulman y DiLavore, 2004; Ozonoff, Williams y Landa, 2005; Tuchman y Rapin, 1997; Werner y Dawson, 2005). La constatación de estos dos cursos evolutivos diferentes, uno con aparición temprana al final del primer año de vida o

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muy al principio del segundo, y otro que muestra una regresión al final del segundo año de vida, ha sido descrita en gran variedad de estudios desde hace mucho tiempo (Lotter, 1966; Kurita, 1985; Hoshino et al., 1987; Tuchman y Rapin, 1997; Davidovitch et al., 2000; Goldberg et al., 2003; Luyster et al., 2005; Ozonoff et al., 2005), y también proviene de estudios con vídeos domésticos como los de Osterling et al. (2002), Werner et al. (2000) y Werner y Dawson (2005). En muchos casos son los padres quienes informan de este fenómeno de la regresión en torno a los 18-24 meses (Lord, Shulman y DiLavore, 2004; Ozonoff, Williams y Landa, 2005; Werner y Dawson, 2005), siendo los 19 meses la media de edad en la que suele presentarse este acontecimiento, empezando generalmente por la pérdida de habilidades lingüísticas (Luyster et al., 2005). Los niños que presentan regresión después de un desarrollo aparentemente normal pueden mostrar algunos signos leves de dificultades evolutivas en torno a los 14 meses, pero en muchos el desarrollo es totalmente normal. En todos se van perdiendo habilidades, por lo que gradualmente van implicándose cada vez menos en intercambios comunicativos, sociales y de juego con los adultos y con otros niños. Werner y Dawson (2005), que compararon niños con autismo cuyos padres informaban de regresiones, niños con inicio temprano y niños con desarrollo típico, indican que los niños con pautas similares de regresión llegaban a mostrar atención conjunta y alcanzaban la etapa del balbuceo e incluso llegaban a usar palabras. Encontraron también que la frecuencia de estas conductas era significativamente menor en el grupo de inicio precoz. A los 24 meses, sin embargo, ambos grupos de niños con autismo (aparición temprana y aparición tardía) mostraban menos actos de señalar con función declarativa, tenían un número menor de emisiones de palabras o de vocalizaciones, usaban menos la mirada con una función social y respondían menos al nombre que los controles. La regresión en habilidades lingüísticas no descarta la posibilidad de que los ni-

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ños en que se produce este suceso desarrollen lenguaje en una edad más tardía, ni tampoco predice un mayor deterioro en las habilidades lingüísticas (Goldberg et al., 2003). Con independencia del patrón de aparición de los síntomas (temprano o tardío), cualquier niño que tenga autismo puede perder habilidades, mostrando una regresión en el lenguaje o en su conducta social, apareciendo entonces el patrón atípico de desarrollo propio del autismo, incluyendo también alteraciones sensoriales y/o del temperamento, o comportamientos repetitivos y estereotipados de conducta e intereses. Lo que aún está por aclarar es la causa de este fenómeno regresivo, aunque por lo menos se ha descartado que esté relacionado con la vacuna triple vírica (rubeola, sarampión y paperas), ya que las variaciones en el momento de vacunación no están asociadas a las variaciones en el momento de la regresión (Luyster et al., 2005). El factor etiológico más importante parece ser el genético, vinculado con influencias ambientales aún poco conocidas, lo que nos deja aún sin comprender completamente el origen neurobiológico del autismo. Como hemos dicho, el crecimiento anormalmente acelerado del cerebro al final el primer año puede estar relacionado con la aparición de los síntomas del autismo y el empeoramiento, la aparición tardía o la regresión con el momento evolutivo de deceleración del crecimiento del cerebro al final del segundo año. De hecho, la presencia de un patrón anormal de crecimiento del cerebro, unido a las anormalidades en la sustancia blanca y la citoarquitectura cortical, sugieren que pueden verse afectadas las últimas etapas de la organización neuronal en el cerebro (véase Dawson, 2008; Courchesne, Pierce, Schumann et al., 2007).

4. EL AUTISMO DE LOS DOS A LOS TRES AÑOS DE EDAD A partir de los dos años los niños logran progresos asombrosos, tanto en el desarrollo social

como en el lingüístico y en el juego, que, como no podía ser de otra manera, se basan en los logros conseguidos hasta ese momento. Poco antes de los dos años los niños han empezado a combinar palabras en un lenguaje que se ha denominado «telegráfico», y que entre los dos y tres años logran hacer que evolucione rapidísimamente, construyendo frases cada vez más complejas y largas. A partir de los dos años los niños hablan de casi todo lo que ven a su alrededor, de los objetos (y los sucesos), nombrándolos y hablando sobre dónde están o sus atributos (color, tamaño, forma, si pertenecen a papá o a mamá...), y sobre lo que hacen con ellos. También hablan de otras personas, de lo que hacen, de dónde están y de sus propias acciones sobre los objetos. Los objetos, las personas, las acciones y sus relaciones interesan a los niños que tienen un desarrollo normal, y por eso hablan de ello continuamente. «No callan», dicen sus padres. Así, el desarrollo temprano del lenguaje, el progreso del gesto a la palabra y de ésta a las frases, está evolutivamente organizado y refleja lo que los niños saben sobre el mundo que les rodea y sobre lo que es importante para ellos. Por supuesto que hay diferencias individuales entre unos niños y otros, pero la adquisición del lenguaje es un proceso previsible. En general, a lo largo del desarrollo existen vínculos claros entre funciones comunicativas (los motivos que impulsan al niño a comunicarse) y las formas o medios de comunicación (gestos, palabras, frases...). El niño a esta edad ha entrado en el mundo social en el que se mueven sus semejantes (padres, hermanos, otros niños, etc.), y lo ha hecho de la mano de sus habilidades para la comunicación social, que incluyen tanto a sus habilidades de comunicación no verbal como a sus recursos lingüísticos y a sus habilidades sociales. En la mayoría de los niños con autismo, alcanzados los dos años de edad, los síntomas, aunque no en todos los casos sean iguales y se hayan estabilizado, son ya muy evidentes, quedando su comportamiento cubierto por un «blanco manto de silencio», como le gustaba decir al maestro Án© Ediciones Pirámide

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gel Rivière. No pasa lo mismo en niños con otras dificultades en el desarrollo, que hasta los 24 meses podían presentar algunas conductas indicativas de autismo, las cuales van siendo menos frecuentes a medida que el niño progresa en sus habilidades comunicativas y sociales, incorporándose paulatinamente a su entorno social inmediato. Esta evolución en los niños con retraso madurativo es lo que facilita el diagnóstico diferencial entre los 24 y 36 meses. En cuanto al comportamiento social, entre los 24 y 36 meses se puede observar fácilmente la dificultad de los niños con autismo para orientarse espontáneamente hacia los estímulos sociales que tienen lugar de forma natural en el entorno del niño, que están físicamente presentes, pero que no parecen estar mentalmente en lo que ocurre a su alrededor. Dawson, Meltzoff, Osterling, Rinaldi y Brown (1998) han demostrado que los niños con autismo de una edad mental de 30 meses fallan más que los niños con discapacidad intelectual sin autismo y que los niños con desarrollo típico de la misma edad para orientarse tanto a estímulos sociales como no sociales, pero este fracaso es mucho más extremo para los estímulos sociales. Esta alteración en la orientación hacia estímulos sociales afecta al patrón de desarrollo, porque el niño se ve privado de estímulos sociales necesarios para progresar en su comportamiento adaptativo y también para que la estructura neuronal de su cerebro evolucione en el sentido necesario para soportar habilidades lingüísticas y sociales aún más complejas (Mundy y Neal, 2001). La sensibilidad a los estímulos sociales y la subsecuente atención a las personas del entorno familiar es un componente necesario para el desarrollo (Rochat y Striano, 1999), y las carencias que los niños con autismo presentan para avanzar en sus habilidades de interacción social pueden explicarse por esta dificultad de orientación a los estímulos sociales, ya desde los primeros momentos en que se pone de manifiesto el trastorno. También, en el ámbito del desarrollo social, a partir de los dos años se hace evidente la difi-

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cultad de los niños con autismo para responder adaptativamente teniendo en cuenta las señales emocionales de los demás, una habilidad que empieza a desarrollarse muy pronto, probablemente hacia los 6 meses de edad, cuando los niños comienzan a prestar atención a su madre durante períodos más prolongados de tiempo al mostrar ésta expresiones emocionales de alegría, o a reaccionar a expresiones de miedo, pero que adquiere gran relevancia cuando esas señales emocionales se utilizan para responder adaptativamente a situaciones de incertidumbre, por ejemplo. Antes de los 12 meses los niños comienzan a responder a las expresiones emocionales de su madre cuando se encuentran ante un situación en la que no saben qué hacer o qué sentir (Feinman, 1982), y a partir de los 2 años responden socialmente y con expresiones emocionales acordes a las del adulto cuando éste muestra malestar, consolándole y ayudándole. Sin embargo, la mayor parte de los niños con autismo, aun en edades superiores a los 24 meses, no parecen ser sensibles a las expresiones emocionales de los otros, mostrando menos interés y sensibilidad al malestar del adulto, o a sus expresiones de miedo, por ejemplo, en comparación con niños con retraso en el desarrollo o con desarrollo normal (Bacon et al., 1998; Bohórquez et al., en preparación; Charman et al., 1998; Dawson et al., 1998; Dawson, Toth et al., 2004; Sigman et al., 1992). Esta dificultad tiene importantes consecuencias para el aprendizaje del comportamiento social y adaptativo. Los niños con autismo entre los 2 y los 3 años no se orientan espontáneamente hacia estímulos sociales, no sacan partido de la información socioemocional para aprender y adaptarse a situaciones nuevas o que producen incertidumbre y, por tanto, tendrán dificultades para desarrollar una «especialización interactiva» (Johnson et  al., 2005; 2009) que afectará a los patrones de  organización neuronal entre distintas regiones  cerebrales, siendo improbable que en estos niños se constituya el «cerebro social» (Johnson et al., 2009).

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Pero la especialización interactiva no sólo depende de la orientación social y de habilidades para responder a señales socioemocionales de otros. La dificultad para desarrollar la conducta comunicativa temprana, en particular la alteración en atención conjunta, ya presente durante el segundo año de vida, tiene también un papel importante en la construcción anormal del cerebro social de los niños con autismo, ya que estaría asociada a la alteración en la tendencia natural que estos niños tienen para iniciar actos orientados socialmente y para compartir intereses con los demás (Dawson et al., 1998; Mundy, 1995). En relación a las dificultades en la conducta comunicativa, entre los 24 y 36 meses los estudios, además de insistir en las dificultades de los niños con autismo para usar palabras y frases con una función comunicativa, aportan también información nueva sobre aquellos niños que desarrollan lenguaje, en los que pueden aparecer las ecolalias, una forma peculiar de aprender a hablar que tiene lugar precisamente como consecuencia del fracaso en las habilidades de interacción comunicativa. La dificultad en la comunicación social durante el período anterior también hace que entre los 24 y 36 meses persistan o se instauren en el repertorio del niño con autismo conductas no sociales, como la de usar el cuerpo del otro, o la de llevar la mano del adulto, como medio para lograr los objetos o actividades que desea. La dificultad para usar la conducta de señalar con función declarativa sigue siendo en esta edad un signo muy importante de  que el autismo está presente y, junto con la ausencia de respuesta a estímulos sociales, por ejemplo a la voz cuando el adulto le llama, o a las expresiones emocionales de los adultos de referencia, puede identificar correctamente a más del 80 por 100 de los casos de autismo (Volkmar, Chawarska y Klin, 2004). Así, esta alteración en la conducta de comunicación social reduce aún más el flujo de información social hacia el niño, contribuyendo a la desorganización posterior del desarrollo neurológico, así como del comporta-

miento adaptativo (Klin, Warren, Schultz y Volkmar, 2003; Mundy y Neal, 2001).

5. EN BUSCA DE UN MODELO NEUROEVOLUTIVO DEL TRASTORNO AUTISTA Hasta aquí se ha tratado en este capítulo de describir brevemente la evolución del autismo, desde que empiezan los primeros síntomas hasta los 36 meses. Pero aún queda por abordar la pregunta sobre la clase de procesos neuroevolutivos que tienen lugar en el autismo temprano. Lo que hemos asumido como marco de trabajo es que la respuesta pasa por entender el autismo temprano desde un punto de vista evolutivo, manteniendo este enfoque a lo largo del capítulo, asumiendo que existe una interacción entre diversas vulnerabilidades genéticas y otros factores ambientales y comportamentales, que impulsa un desarrollo atípico común y observable en todos los casos. Hay varios planteamientos que tratan de explicar ese proceso neuroevolutivo. Dos son los más importantes.

5.1.

El modelo de feedback negativo

El primero que expondremos es el de Mundy y sus colaboradores, que se basaron en la idea de que la experiencia temprana encauza una parte sustancial del desarrollo postnatal del cerebro. Partiendo de hallazgos y sugerencias procedentes de la investigación sobre el neurodesarrollo temprano, este modelo inicial asume que el entorno habitual del bebé le proporciona consistentemente ciertos tipos de estimulación y experiencias que son invariables en nuestra especie, lo que, igual que en otros mamíferos, lleva a los bebés humanos a desarrollar determinados mecanismos neuronales que se aprovechan de esa experiencia invariante, que modela y organiza el desarrollo neuronal. Se trata de procesos de desarrollo neu© Ediciones Pirámide

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ronal de experiencia expectante1 (Mundy y Burnette, 2005) y que implicarían la existencia de una «disposición inicial» de nuestro cerebro, genéticamente programada, para producir más conexiones sinápticas de las necesarias durante los dos primeros años de vida, y para recibir y procesar determinados tipos de información del entorno natural que, según la investigación y la teoría sobre el desarrollo humano, guiará el aprendizaje en la infancia (Greenough, Black y Wallace, 1987; Huttenlocher, 1994) . Nuestro cerebro estaría predispuesto para que en los dos primeros años de vida se formen numerosas conexiones sinápticas «provisionales» y para recibir y procesar de forma preferente estímulos de carácter social, es decir, procedentes de otros humanos. Esos estímulos van a influir en la selección de las conexiones sinápticas que permanecerán cuando se inicie el proceso, también genéticamente preestablecido, de eliminación selectiva de muchas de las conexiones que se realizaron inicialmente y se reorganizan las restantes. Aquellas sinapsis que resulten funcionales permanecerán, mientras que las conexiones que no se mantengan activadas por la estimu1 Según Greenough, Black y Wallace (1987), los procesos de experiencia expectante en la sinaptogénesis son situaciones en las que una experiencia típica de la especie (algo que todos sus miembros experimentan, salvo que se den condiciones muy excepcionales que se lo impidan) juega un papel necesario en la organización del sistema nervioso en un momento crítico del desarrollo. El crecimiento normal del cerebro se basa en estas formas de exposición ambiental. Por ejemplo, la corteza visual «espera» la exposición a la luz y se «configura» por efecto de la información visual que recibe, estando programada genéticamente para utilizar estos inputs para su desarrollo normal. La privación permanente de ese input ambiental esencial podría poner en peligro el funcionamiento normal del cerebro, por lo que sería necesario detectar y tratar los déficits sensoriales tempranos (Greenough y cols. ponen ejemplos de déficits sensoriales como cataratas, estrabismo y déficit auditivo) que interfieren con la detección y el registro de las experiencias expectantes. El concepto complementario es el proceso de experiencia dependiente, que varía en cada individuo y se refiere a la codificación de experiencias nuevas a lo largo de la vida, al fortalecimiento de estructuras neurológicas nuevas y al perfeccionamiento de las estructuras existentes.

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lación ambiental desaparecerán, produciéndose una disminución progresiva del volumen del cerebro, medido en términos de densidad sináptica, constituyéndose así un proceso, a través de la experiencia expectante, de eliminación selectiva de conexiones sinápticas que habían proliferado en una fase más temprana, para así alcanzar un sistema de conexiones más eficiente y funcional. Por tanto, la variabilidad del medio ambiente y del input sensorial durante un período inicial sensible de plasticidad neuronal tendría efectos sustanciales sobre los aspectos fisiológicos, morfológicos, funcionales y del desarrollo del sistema nervioso central, que constituirán la base del futuro desarrollo neuroconductual, ya sea típico o atípico (Black et al., 1998; Greenough et al., 1987). Lo que proponen Mundy y colaboradores (Mundy y Crowson, 1997; Mundy y Neal, 2001; Mundy y Burnette, 2005), basándose en Greenough et al. (1987), es que si se produjera un fallo temprano en la entrada de información sensible para el desarrollo de subsistemas neuronales relevantes para la especie, entonces podría ocurrir que en el cerebro no se produjera de forma correcta la supresión de conexiones sinápticas, prevaleciendo entonces una organización anormal de la estructura neuronal del cerebro. Se produciría un patrón difuso y superabundante de conexiones que haría funcionalmente atípico al sistema, lo cual tendría como consecuencia un desarrollo inadecuado de las conductas basadas en ese sistema difuso y superabundante de conexiones. Desde su perspectiva, se sugiere que la información sensible para el desarrollo de subsistemas neuronales llega al niño por medio de la interacción temprana y la comunicación social preverbal, que tienen un papel primordial en la participación activa del niño para adquirir y organizar la información necesaria y fundamental de experiencia-expectante en las primeras etapas del desarrollo humano. La orientación social de los bebés humanos, concretada en los episodios de interacción y de atención conjunta progresivamente más frecuentes, contribuiría de forma imprescindible a los procesos de

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experiencia expectante que sirven para organizar el neurodesarrollo social. Si fuera así, en el autismo existirían unos procesos neuropatológicos iniciales (PNI) en los que estaría implicado un déficit en el sistema neurológico encargado de la sensibilidad al refuerzo social (o quizá en otros procesos que pudieran afectar a la orientación social), que impedirían el desarrollo de los procesos de experiencia expectante vinculados a la interacción social temprana. La hipótesis de Mundy, por tanto, no plantea que los procesos neuropatológicos iniciales sean la causa del autismo, sino que esas alteraciones tempranas en el comportamiento social, causadas por los PNI, podrían contribuir a la etiología del neurodesarrollo posterior alterado en el autismo, proponiendo la posibilidad de que exista una atenuación importante en la orientación social en los primeros meses de vida que, a su vez, contribuiría a una alteración neurológica secundaria (ANS) en el autismo (Mundy y Crowson, 1997) (véase figura 4.1). Uno de los aspectos más relevantes de este modelo es que las conductas de orientación social y las de atención conjunta (y también otros comportamientos de referencia conjunta, como la referencia social, la imitación e incluso el juego) crean una fuente única y vital de información social que resulta imprescindible para que tenga lugar el neurodesarrollo social de experiencia-expectante, una fuente de información que está alterada en el autismo, tal y como demuestra la investigación actual. Debido a los déficits en referencia conjunta, los niños con autismo tendrían dificultades para integrar información sobre sus propias acciones e intereses, en relación a objetos y sucesos, con información procedente de observar las acciones e intereses de otras personas, también en relación a objetos y sucesos. Las conductas de referencia conjunta son el germen para el desarrollo de habilidades que sirven para entender los estados mentales de los demás, ya que proporcionan una excelente oportunidad para que el niño pueda comparar su propio conocimiento respecto a un objeto o suce-

Procesos neuropatológicos iniciales

Déficit en orientación social/atención conjunta Menor input social

Menos muerte neuronal

Mayor volumen del cerebro Presentación de síntomas de TEA Desorganización neurológica y comportamental Reducción de síntomas de TEA Atención temprana

Figura 4.1.—Modelo evolutivo de feedback negativo para el desarrollo del autismo.

so, con las respuestas y la información que tenga su interlocutor social, proporcionando así una vía para el desarrollo de la habilidad que permite entender estados mentales en los demás (Mundy, Gwaltney y Henderson, 2010). Es decir, a lo largo del desarrollo los niños aprenden a usar el conocimiento que tienen de sí mismos, derivado del control que hacen sobre su conducta en los contextos específicos, para extrapolar y hacer inferencias acerca de los procesos psicológicos encubiertos que subyacen a los comportamientos de otras © Ediciones Pirámide

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personas en esos mismos contextos. El déficit en referencia conjunta privaría entonces a los niños con autismo de la posibilidad de practicar y procesar información social propia y de otra índole, que puede ser fundamental para la estimulación de los sistemas neuronales implicados en el desarrollo cognitivo-social (Mundy y Neal, 2001). Una segunda consecuencia importante, inherente a este modelo, es que es posible atenuar la influencia de la alteración neurológica secundaria, en la medida en que la atención temprana logre incrementar la respuesta del niño a los estímulos sociales procedentes de su entorno natural y sea capaz de procesar más información social (Mundy y Crowson, 1997). Estos autores argumentan a favor de la idea de que, sin la intervención temprana, los efectos de la alteración neurológica secundaria apartan al niño con autismo de la senda del desarrollo típico, ya que los PNI y la ANS seguirían actuando sobre el desarrollo de su sistema nervioso. Por tanto, la detección precoz y la subsecuente intervención temprana, que reduce los efectos acumulativos de la ANS, son fundamentales, al tener como objetivo acercar de nuevo al niño a la senda del desarrollo normal. Al final del capítulo retomaremos la cuestión de la atención temprana.

5.2. El modelo de factores y procesos de riesgo Existe un segundo planteamiento, muy sólidamente argumentado por Dawson y sus colaboradores, que, igual que el anterior, se sustenta en la hipótesis de que la experiencia de interacción con el entorno tiene un papel muy importante en la etiopatogenia del autismo. Las diferencias en los patrones evolutivos se explicarían al tomar en consideración las interacciones entre los factores de riesgo temprano y el contexto en el que se desarrolla el niño. Hay muchos estudios que han descrito el desarrollo de los circuitos cerebrales vinculados al lenguaje, indicando que la adquisición,

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organización y función de estos circuitos surge de la interacción entre el cerebro del niño y su entorno social (véase, por ejemplo, Dawson, Carver et al., 2002; Dawson, Webb y McPartland, 2005; Mundy y Neal, 2001). En el contexto de las interacciones sociales recíprocas, la interacción con los interlocutores sociales facilita la especialización cortical y de sistemas de percepción y de representación de la información social y lingüística. La interacción social es necesaria, por tanto, para ajustar los sistemas perceptivos (Kuhl, 2007). Las regiones del cerebro especializadas en el procesamiento de estímulos sociales, como, por ejemplo, la circunvolución fusiforme y el surco temporal superior, se integran con las regiones implicadas del refuerzo (por ejemplo, la amígdala o la corteza prefrontal ventromedial), así como regiones que participan en las acciones motoras y en la atención (el cerebelo o el córtex prefrontal/cingular) (Dawson, 2008). Así, a través de estos procesos de integración surge el cerebro social, que progresivamente se va haciendo más complejo y en el que se van a integrar procesos interactivos más sofisticados, como la atención conjunta, la referencia social y la imitación social, todos ellos habitualmente afectados en el autismo. La figura 4.2, basada en Dawson (2008) y Dawson y Faja (2008), ilustra ese modelo de procesos de riesgo, aparición de síntomas y consecuencias adaptativas en el autismo. Con esta figura se sugiere que la interacción entre factores genéticos y ambientales conduce a anomalías en el desarrollo del cerebro y la conducta, las cuales contribuyen a una alteración en los patrones interactivos entre el niño y su entorno. La consecuencia más importante de esta alteración en la interacción es que el niño no podrá tomar parte activa en la interacción social temprana. El modelo asume que esas interacciones alteradas constituyen procesos de riesgo que interrumpen la influencia del entorno en el desarrollo de los circuitos cerebrales durante los primeros períodos sensibles, actuando como mediadores de los efectos de la susceptibilidad temprana sobre el trastorno que

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aparecerá posteriormente. A través de esos procesos mediacionales la susceptibilidad temprana puede dar lugar al autismo. Pero no habrá una correspondencia directa entre factores genéticos o

Factores de riesgo

ambientales y la presencia de un trastorno autista, sino que se producirán diferencias individuales, debido a los diferentes patrones evolutivos que seguirá cada niño.

Procesos de riesgo

Trayectoria atípica del desarrollo del cerebro y del comportamiento y presentación del TEA

(Proceso epigenético) Susceptibilidad genética y factores ambientales

Resultado

Patrones alterados de interacción niño-entorno Desarrollo más normalizado del cerebro y reducción de síntomas de TEA Atención temprana

Figura 4.2.—Modelo evolutivo de factores, procesos de riesgo y resultado para el autismo.

Por su parte, la expresión genética puede verse afectada por la alteración en la interacción entre el niño y el entorno social en un proceso epigenético. Esta posibilidad, que ha sido constatada en modelos animales, sugiere que las interacciones posnatales podrían amplificar los efectos de la susceptibilidad inicial para el autismo y también que siempre será posible producir cambios en los patrones evolutivos, aunque éstos estén limitados por el hecho de que el desarrollo está encauzado, canalizado de tal manera por los genes que se limita la magnitud y la calidad de dichos cambios. Así, cuanto más tiempo permanezca el niño en un patrón evolutivo alterado, más difícil será recuperar un patrón evolutivo normalizado. Igualmente, cuanto antes se detecte y se intervenga sobre el patrón evolutivo alterado, modificando y corrigiendo los procesos de interacción niño-entorno social, mayores posibilidades

habrá de cambiar el curso de ese desarrollo anormal. Tanto el planteamiento de Mundy como el de Dawson comparten algunas ideas comunes. Por ejemplo, ambos destacan la gran importancia que tiene la interacción social temprana, y también ambos asumen la presencia de alteraciones tempranas que ponen en marcha el proceso neuroevolutivo patológico del autismo. De hecho, Dawson y colaboradores se apoyan en las ideas iniciales de Mundy, especialmente en la relativa a la existencia de un déficit temprano para la orientación social. Dawson y su grupo se refieren a esta idea mediante lo que llaman la «hipótesis del déficit en la motivación social» (Dawson, 2008), aunque dicen que la trayectoria anormal del desarrollo del cerebro no puede explicarse simplemente por el hecho de que el niño no se vea expuesto a estímulos sociales y, por eso, pre© Ediciones Pirámide

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sentan conclusiones de diversos estudios, por ejemplo los de Kuhl (2007) y Kuhl, Tsao y Liu (2003), que sugieren que la simple exposición al lenguaje no es suficiente para facilitar el desarrollo de los circuitos cerebrales especializados en la percepción del input lingüístico, sino que el desarrollo normal del lenguaje necesita que éste sea vivido por el niño en el marco de un contexto social interactivo, lo que en el fondo no es contradictorio con el planteamiento de Mundy y colaboradores. Proponen como alternativa que la alteración en la motivación social de los niños con autismo podría estar relacionada con una dificultad para formar y generalizar representaciones del valor reforzante de los estímulos (Dawson, Carver et al., 2002). Dawson (2008) continúa este argumento sugiriendo que la investigación indica que las proyecciones dopaminérgicas hacia el cuerpo estriado y córtex órbitofrontal median en los efectos del refuerzo de conductas de aproximación, y que la formación de representaciones sobre el valor reforzante de los estímulos en el córtex órbitofrontal se basa en el input procedente de la amígdala que está implicada en la atención a estímulos emocionalmente relevantes, al aprendizaje y a la consolidación de experiencias emocionales (LaBar, 2007). Este sistema dopaminérgico de refuerzo se activaría en respuesta a las interacciones sociales; por ejemplo, cuando se establece contacto visual con otra persona (Dawson, 2008). Finalizan su argumento destacando que en los niños pequeños con autismo la gravedad en la alteración en atención conjunta correlaciona fuertemente con tareas en las que está implicado el funcionamiento del circuito órbitofrontal-lóbulo temporal medio; por ejemplo, en tareas como la del objeto desemparejado (delayed nonmatching to sample-DNMS) y en la discriminación inversa de objetos, según demostraron Dawson et al. (2002) y más recientemente Guisuraga et al. (2011). Para finalizar, Dawson plantea que teniendo  en cuenta que la alteración en la experien-

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cia  temprana puede actuar como parte de los procesos de riesgo en el desarrollo del autismo, el objetivo de la intervención es abordar estos procesos de riesgo proporcionando un entorno más enriquecido para los niños en situación de riesgo. Así que la otra idea común a ambas hipótesis (la de Mundy y la de Dawson) es la convicción de que la intervención precoz constituye  un recurso fundamental para revertir el proceso que sufren los niños con autismo, para reconducirlo hacia cursos evolutivos más normalizados.

6. IMPLICACIONES PARA LA INTERVENCIÓN ¿Qué hacer para detener esta deriva evolutiva? ¿Cómo reconducir los procesos neuroevolutivos que acabamos de describir hacia un desarrollo más normalizado? Como se ha indicado a lo largo de este capítulo, el autismo surge de forma gradual. Progresivamente, en el niño va poniéndose de manifiesto, especialmente entre los 12 y los 36 meses, el conjunto de déficits y alteraciones que hemos tratado de describir. Lamentablemente, todavía en muchos casos son los padres quienes dan la señal de alarma que indica que algo no va bien, aunque ya en todo el mundo, y también en España, los programas de detección precoz empiezan a demostrar que es posible identificar casos de riesgo antes de que el niño tenga 24 meses, y no se tardará en alcanzar el hito de los 12 meses como edad de detección. Entretanto, es esencial informar y sensibilizar a los profesionales que están en contacto directo con la población infantil sobre el autismo, sobre sus manifestaciones tempranas y sobre las graves consecuencias que este desorden neuroevolutivo puede tener para la persona y su familia. No está claro aún qué procesos neurológicos se ven alterados, pero, como hemos visto, los dos modelos explicativos expuestos vienen a confluir en la idea de que esos procesos pueden revertirse,

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o cuando menos atenuar sus perniciosos efectos, si se consigue enriquecer el entorno social de los niños en riesgo mediante procesos sistemáticos de intervención temprana, dirigida a estimular la sensibilidad al input social, tratando así de cambiar sustancialmente este curso evolutivo. La pregunta es cuál es el tratamiento más apropiado en cuanto sus características metodológicas y sus contenidos (véase la revisión sobre estos y otros aspectos relativos al tratamiento en fuentes et al., 2006). En relación a sus características metodológicas, una de las mayores preocupaciones de los padres y también de muchos profesionales tiene que ver con la intensidad del tratamiento, y cuántas sesiones por semana serían las necesarias para conseguir resultados. No hay una respuesta concreta para esta pregunta, pero la literatura es clara apoyando la idea de que a mayor intensidad mejores resultados (Eldevik et al., 2006). Por ejemplo, el número de horas de intervención sobre habilidades comunicativas que se dediquen entre los 2 y los 4 años correlaciona positivamente con el nivel de lenguaje que logre el niño (Stone y Yoder, 2001). Pero el concepto de intensidad es difícil de manejar, ya que hay aspectos importantísimos que tienen que ver con la calidad de la intervención. Por ejemplo, el tiempo y grado en que el niño es capaz de mantenerse centrado en las actividades, o el número y características de las respuestas que recibe el niño a sus intentos más o menos comunicativos, contribuyen de forma significativa a la intensidad de la intervención y a los resultados de la misma. Es decir, las características del niño y también las características del entorno social en el que está son más importantes para predecir el resultado de la intervención precoz que el número de horas o sesiones que se dedican al niño. Así, aquellas características del niño que facilitan que esté más centrado en las actividades, como es su nivel de funcionamiento intelectual, o sus posibilidades para aprender rápidamente habilidades nuevas, porque dispone de recursos para imitar o para comprender instrucciones verbales, tienen mayor valor predictivo. Por ejemplo, Be-

glinger y Smith (2005) comprobaron que en niños que estaban en un tratamiento basado en el análisis conductual aplicado (ABA), el resultado del tratamiento (mejoras en CI) tenía más que ver con el hecho de si el niño era más activo socialmente que con las horas que dedicaron a las sesiones de enseñanza. A igual número de horas de tratamiento, los niños más aislados y retraídos lograban peores resultados que los más activos. También en un estudio sobre eficacia del método ABA, Sallows y Graupner (2005) encontraron que las variables con mayor capacidad de predicción sobre los resultados del tratamiento eran las habilidades previas de imitación, las habilidades lingüísticas previas y la sensibilidad a los estímulos sociales. Por tanto, la determinación de la intensidad en la intervención temprana debe basarse en las características del niño y del entorno y no en la idea general de «cuantas más mejor». En relación a las características del entorno, ya en 2001 el National Research Council resalta la importancia y la necesidad de que los padres participen en el proceso de intervención de la atención temprana, ya que los padres representan el entorno más próximo e influyente para el niño durante las primeras etapas del desarrollo, y sin la participación de los padres será difícil que se mantengan y generalicen los aprendizajes que logre el niño en las sesiones de intervención con los especialistas. Whalen, Schreibman e Ingersoll, (2006), McConachie y Diggle, 2007), revisaron sistemáticamente la evidencia sobre los resultados de la participación de los padres en los programas de intervención, y encontraron que el entrenamiento de los padres podría mejorar la conducta comunicativa de sus hijos, incrementar el conocimiento de las madres sobre el autismo y su evolución, reducir la depresión de las madres, aumentar la frecuencia de interacciones padres-hijo y mejorar el estilo comunicativo de los padres hacia su hijo. En definitiva, la mejora de la «sensibilidad parental» parece tener efectos positivos en la promoción de las habilidades comunicativas de los niños con autismo (Siller y Sigman, 2002). © Ediciones Pirámide

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En cuanto al modelo de tratamiento, sobre si éste debe ser más estrictamente conductual, más social-pragmático o basarse en una perspectiva evolutiva, etc., el problema es seleccionar el modelo basándose en lo que el terapeuta sabe hacer y no en las características del niño. Muchos terapeutas optan por un enfoque que llaman eclético, seleccionando técnicas de diferentes planteamientos metodológicos sin caer en la cuenta de si ese planteamiento tiene un soporte empírico que lo sustente, aunque cada una de las partes pueda disponer de evidencia empírica. La selección de las estrategias de tratamiento debería basarse lo más estrictamente posible en las características del niño, en su patrón de fortalezas y debilidades en relación a sus habilidades comunicativas y sociales, sus habilidades de imitación, su repertorio de juego con y sin objetos y su nivel de funcionamiento intelectual (Rogers et al., 1986; Prizant et al., 2006). Desde el punto de vista metodológico, los modelos de intervención más generalizados son tres: los que se basan principalmente en técnicas de modificación de conducta, como el modelo ABA, que en la intervención temprana suele denominarse EIBI (Early Intensive Behavior Intervention); otros modelos que buscan superar las limitaciones del enfoque de análisis conductual aplicado, y los modelos que parten de un enfoque social-pragmático. Las intervenciones basadas en el modelo ABA se rigen estrictamente por los principios del condicionamiento operante, que también se llaman procedimientos de enseñanza por ensayos discretos y consisten en dividir las conductas en objetivos de intervención basándose en el análisis de tareas y en el rendimiento del niño en la tarea (si no consigue aprender, la tarea se divide en pasos más pequeños). Tratan de lograr los objetivos de intervención por medio de multitud de ensayos agrupados en series de aprendizaje. Los ensayos siempre tienen cuatro componentes: 1) presentación de la instrucción; 2) a la instrucción le sigue una ayuda predeterminada; 3) el niño responde

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correcta o incorrectamente, y 4) el terapeuta ofrece una consecuencia apropiada. La enseñanza se produce siempre en un entorno libre de distracciones, descontextualizando la conducta de las actividades significativas durante la adquisición inicial de las habilidades. Después de la adquisición inicial, el mayor esfuerzo se dirige a la generalización sistemática de las habilidades en el marco de las actividades típicas de la vida diaria del niño. Los estudios sobre el resultado de este modelo de intervención aplicado durante un período de 1 a 4 años, con 30-40 sesiones por semana, indican mejoras en CI de hasta 20 puntos (Sallows y Graupner, 2005). Por lo general, los niños que reciben tratamientos de estas características logran mejoras en CI superiores a las de los niños que reciben otros tratamientos (Peters-Scheffer et al., 2011). Sin embargo, los datos sobre resultados de ese modelo de intervención deben ser tomados con precaución, ya que los estudios sobre eficacia de este modelo tienen limitaciones metodológicas importantes, como el hecho de usar muestras pequeñas, no ser aleatorios en la asignación a los grupos, no seguir protocolos comunes de evaluación, usar diseños cuasi-experimentales, carecer de grupos equivalentes, falta de medidas adecuadas sobre fidelidad de los tratamientos y sesgos en la selección de los casos (Eldevik et al., 2009; Reichow y Wolery, 2009). Aun así, una revisión sistemática reciente sobre los modelos de intervención conductual temprana (EIBI) (Reichow, 2011) concluye que, en general, la aplicación de los principios de intervención conductual intensiva puede producir grandes ganancias en el CI y/o en el comportamiento adaptativo en muchos niños pequeños con autismo. Los modelos de intervención conductual más actuales buscan superar las dificultades en la aplicación del modelo de enseñanza, en el sentido de basarse en los intereses y actividades del niño, ya que el modelo tradicional, al ser altamente estructurado y descontextualizar el proceso de aprendizaje, presenta como principal dificultad metodológica que el niño generalice los aprendizajes al

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contexto natural. Por ejemplo, la enseñanza incidental (McGee et al., 1999), la enseñanza de respuestas pivote (Koegel y Koegel, 1995) y la enseñanza en ambiente natural (Warren y Bambara, 1989) son todas aplicaciones más actualizadas del modelo tradicional de análisis conductual aplicado; todas comparten el interés por incrementar la motivación del niño para comunicarse, sumando a las técnicas clásicas del análisis conductual el conocimiento existente sobre el desarrollo del niño y la pragmática, empleando estrategias dirigidas a facilitar el desarrollo de la comunicación y el lenguaje espontáneo, centrándose en el papel del niño como un interlocutor, usando refuerzos naturales e incorporando actividades de enseñanza dentro de los entornos naturales. Los autores de los diferentes planteamientos mencionados han aportado evidencia preliminar sobre la eficacia de estos enfoques de intervención, pero aún no hay revisiones sistemáticas que permitan sacar conclusiones amplias relativas a los aspectos más valiosos de este tipo de planteamientos. Finalmente, los enfoques social-pragmáticos, que tienen en común una perspectiva evolutiva, ponen énfasis en la reciprocidad, la regulación emocional, la construcción de relaciones y en el proceso de descubrimiento de nuevos recursos comunicativos por parte del niño. Se basan en la construcción de rutinas de acción conjunta, en intercambiar experiencias y en desarrollar significados compartidos. El contexto de la intervención es el entorno natural, insertando el proceso de enseñanza en las rutinas cotidianas del día a día, buscando una integración multimodal de la estimulación sensorial y la planificación motora e incorporando la participación de la familia. Los enfoques que pertenecen a este grupo son, por ejemplo, el Floortime (Greenspan y Weider, 2003), el SCERTS (Comunicación Social, Regulación Emocional y Apoyo Transaccional) de Prizant et al. (2006), el programa Hannen: More Than Words (Sussman et al., 1999) y el Modelo de Denver (Rogers et al., 1986; Smith, Rogers y Dawson, 2008). Los autores aportan evidencia que apoya

la eficacia de estos planteamientos para producir mejoras en las habilidades comunicativas y sociales de los niños con autismo (véase Dawson et al., 2010; McConachie et al., 2005; Prizant y Wetherby, 2005). Siempre que los métodos se apliquen con fidelidad, y aunque aún se necesitan más investigaciones, una revisión sistemática reciente (Warren et al., 2011) concluye que los estudios sobre estas técnicas aportan resultados positivos en el rendimiento cognitivo, en las habilidades lingüísticas y en la conducta adaptativa cuando el tratamiento se proporciona durante tiempo suficiente (durante 1-2 años), en comparación con los tratamientos definidos como eclécticos.

7.

CONCLUSIONES

Aún queda un largo camino por recorrer hasta comprender completamente cómo surge el autismo, cuál es su evolución en las primeras fases del desarrollo y cuál es la mejor manera de solucionarlo. El conocimiento científico actual indica que, en la mayoría de los casos, los signos del autismo comienzan a emerger más claramente a partir de los 12 meses, y que es en el segundo año cuando se pueden observar manifestaciones claras del trastorno. Estas manifestaciones consisten en dificultades para la comunicación y para la respuesta social, además de otras manifestaciones como alteraciones en el lenguaje y retraso en el desarrollo cognitivo. Quedan muchas piezas por encajar en este enorme puzle, y una de ellas es comprender la contribución de la interacción entre las vulnerabilidades genéticas y ambientales en los procesos de riesgo para el autismo, y también entender el alcance de la plasticidad del cerebro y del comportamiento para hacer que el desarrollo del niño con riesgo de autismo retorne a la senda del desarrollo típico. Pero, a pesar de que la complejidad del autismo, tanto en términos de su etiología como por la heterogeneidad de los síntomas, los resultados actuales de investigación sobre la iden© Ediciones Pirámide

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tificación de indicadores de riesgo, la detección precoz y la atención temprana abren una puerta de esperanza en el futuro. La detección y la intervención son cada vez más eficaces y el desafío está ahora en trasladar estos resultados a acciones en la sociedad. Las familias no se pueden quedar solas cargando, además de con el coste emocional, con el coste organizativo y económico de los tratamientos y con los apoyos, que se prolongarán prácticamente durante toda la vida. Por tanto, es necesario investigar para encontrar vías por las que trasladar los resultados de la investigación a acciones de apoyo en el marco de la comunidad. Este será un reto importante para la investigación y el desarrollo de servicios en los próximos años.

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RUBÉN PALOMO SELDAS

1.

INTRODUCCIÓN

El autismo y el resto de trastornos generalizados del desarrollo, también denominados trastornos del espectro de autismo (TEA), se caracterizan por presentar alteraciones severas y tempranas (antes de los 3 años) en el desarrollo social, comunicativo, del lenguaje y del juego simbólico, las cuales se acompañan de la presencia de conductas e intereses repetitivos y restringidos (APA, 2002; OMS, 1996). No conocemos un marcador biológico de estos trastornos, por lo que su diagnóstico se realiza infiriendo sus dificultades a partir de la observación de su comportamiento. El objetivo de este capítulo es describir con cierto detalle los elementos esenciales de la evaluación diagnóstica. Para hacerlo partiremos de nuestra experiencia clínica y de diferentes propuestas de buenas prácticas en evaluación y diagnóstico de personas con sospechas de presentar un TEA (Díez-Cuervo, Muñoz-Yunta, Fuentes y cols., 2005; Filipek y cols., 1999; Filipek y cols., 2000; Volkmar y cols., 1999). En el presente capítulo analizaremos los componentes básicos de una evaluación diagnóstica de calidad en el ámbito de los TEA, es decir, recoger la historia clínica, evaluar competencias psicológicas y realizar una valoración biomédica (DíezCuervo y cols., 2005). Examinaremos los elementos mínimos de una evaluación de competencias (inteligencia, habilidades adaptativas, lenguaje y síntomas de TEA), comentando brevemente las

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características básicas de las herramientas más adecuadas para valorar cada área. Las pruebas de diagnóstico y valoración de síntomas de TEA serán descritas en profundidad en el siguiente capítulo, donde también hablaremos del diagnóstico diferencial. Tras exponer los aspectos más técnicos de la evaluación, comentaremos otros elementos importantes, como su organización, el papel de las familias durante todo el proceso o aspectos relativos al trato y actitudes profesionales. Por último, discutiremos sobre el informe y la devolución de los resultados a la familia. Puesto que, como dice el proverbio, «si no sabes donde vas puedes acabar en cualquier parte», queremos empezar el capítulo reflexionando sobre los objetivos del proceso de evaluación y diagnóstico, que son los que deben guiar y organizar nuestra práctica.

2. OBJETIVOS DE LA EVALUACIÓN DIAGNÓSTICA1 En general, los objetivos de una evaluación diagnóstica realizada a una persona con discapacidad pueden variar en función del contexto en el que se realice (Luckasson y cols., 1997), la edad 1 Utilizamos el término «evaluación diagnóstica» para enfatizar la necesidad de que las conclusiones sobre el diagnóstico se asienten sobre la base de una evaluación completa de competencias, tal y como proponen las Guías de Buena Práctica en evaluación y diagnóstico.

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de los clientes (Shea y Mesibov, 2009) u otros factores. En el ámbito de la evaluación diagnóstica de personas con posible TEA, habitualmente se sitúa como objetivo fundamental el diagnóstico preciso de las limitaciones de la persona atendida (Díez-Cuervo y cols., 2005). Sin duda, ofrecer un diagnóstico claro es importante para que una familia pueda entender qué le pasa a su hijo —o la propia persona se entienda a sí misma [National Institute for Health and Clinical Excellence (NICE), 2011]—, e incluso es un requisito para poder acceder a algunos servicios y recursos. Sin embargo, las necesidades de las familias que acuden a servicios de diagnóstico van más allá de saber qué le pasa a su hijo. Veamos un ejemplo. En el Equipo IRIDIA enviamos un breve cuestionario a las familias antes de que acudan a la evaluación. Ante la pregunta «¿en qué os podemos ayudar?», la familia de M., un niño de 3 años y 9 meses contestó: «Queremos que se le haga un segundo diagnóstico a M., ya que no nos han quedado claras muchas cosas que nos comentan aquí en (centro donde recibe apoyo), concretando las capacidades y las dificultades que tiene M; cómo debemos actuar y qué ayuda debemos buscar, y, sobre todo, qué podemos hacer nosotros desde casa: actividades, estímulos..., cómo captar su atención para estimular el aprendizaje. Nos surgen muchas dudas sobre el día de mañana, cómo será, qué dificultades tendrá. El hecho de tener ahora un retraso en el lenguaje o en algunas cosas, ¿quiere decir que el día de mañana no esté al nivel de los niños de su edad? (marzo de 2012)». En nuestra opinión, aunque muchas familias no lo expresen así de claro (que muchas sí lo hacen), todas buscan que los profesionales, además de definir el trastorno que presenta su hijo y decirles cómo se llama lo que tiene que le hace comportarse de esa manera tan diferente, les ayudemos a entenderles, explicándoles en detalle el conjunto de capacidades de su hijo (aclarando su perfil de puntos fuertes y débiles), cómo estas limitaciones afectan a su funcionamiento diario y a su adaptación al entorno, las implicaciones

del trastorno (pronóstico, heredabilidad, dificultades médicas asociadas...), en qué áreas necesita apoyo, qué objetivos son prioritarios para favorecer su máximo avance, los procedimientos más adecuados para lograr este progreso, y les orientemos sobre los profesionales, centros, recursos y materiales más apropiados para ayudarles a ellos y a su hijo (Palomo, Velayos, Garrido, Tamarit y Muñoz, 2005). Por descontado, los autores que defienden que el objetivo fundamental es el diagnóstico, obviamente también entienden que forma parte del proceso explicar a las familias las implicaciones del mismo, desde el punto de vista médico y/o psicológico, así como también orientarles sobre las opciones de tratamiento más adecuadas para su hijo. Sin embargo, al enfatizar como finalidad fundamental el clasificar las dificultades de la persona, pensamos que se focaliza en exceso en uno de los objetivos de la evaluación, que quizá no sea el más relevante. Como señalan Klin y cols. (2000, p. 310) «[...] el diagnóstico diferencial es sólo un componente de la evaluación realizada para definir prioridades dentro de un programa de intervención, y probablemente no es el elemento más importante». Asumir esta afirmación tiene importantes implicaciones para la evaluación. Puesto que el diagnóstico no define las necesidades de una persona, sino que éstas derivan de sus limitaciones funcionales, las cuales varían enormemente dentro del complejo espectro que forman los TEA (y, en realidad, dentro de cada una de las discapacidades del desarrollo), procurar las bases de un programa de intervención individualizado va a requerir hacer una evaluación en profundidad de las competencias de cada persona, que sea completa y exhaustiva y defina sus puntos fuertes y débiles. Sin esta evaluación (que lleva su tiempo), probablemente las estrategias de apoyo que podamos ofrecer no vayan más allá de  fórmulas generales, las cuales tienen una utilidad limitada. Además, a la hora de describir las competencias de una persona con TEA, el diagnóstico prácticamente sólo analiza © Ediciones Pirámide

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sus dificultades, sus déficits y limitaciones (Tsatsanis, 2011), diciéndonos poco o nada de sus puntos fuertes y menos aún de las características que, aunque no definen los TEA, generalmente se asocian con ellos (nivel de capacidad, perfil de competencias, intereses personales, etc.) y que, junto a otros aspectos de su desarrollo y de su contexto de vida, hacen única a esa persona (Perry, Condillac y Freeman, 2002). Además, la idiosincrasia de cada persona y su contexto pueden influir significativamente en la elección de las estrategias de apoyo más adecuadas para ella (Volkmar y cols., 1999). Debemos hacer todo lo posible por evitar que la individualidad de cada persona se diluya en lo común de las etiquetas diagnósticas. Por todo lo anterior, en nuestra opinión el objetivo de la evaluación es ayudar a las familias (y, cuando procede, a las propias personas con TEA) a entender a la persona que evaluamos y sus necesidades, y establecer estrategias de apoyo para ayudarla a superar sus limitaciones (Palomo, Velayos, Garrido, Tamarit y Muñoz, 2005; Perry, Condillac y Freeman, 2002). Para lograr nuestro objetivo debemos hacer una evaluación global y exhaustiva. Esto supone no sólo valorar los síntomas de TEA, sino también su competencia intelectual, sus habilidades adaptativas (conceptuales, sociales y prácticas) y su nivel de lenguaje (expresivo y comprensivo), de cara a establecer su perfil de capacidad (puntos fuertes y débiles) en todas ellas. Con toda esta información, sumada a su historia de desarrollo, haremos un diagnóstico (Luckasson y cols., 1997). Pero además, la evaluación realizada será la base sobre la que programar la intervención. De cara a planificar la intervención y los apoyos, hay que evaluar el conjunto de dimensiones que definen el funcionamiento humano (Luckasson y cols., 2002; AAIDD, 2011). Por eso, además de la inteligencia y la capacidad adaptativa, de cara a conocer en profundidad a la persona (necesidades y posibilidades) y sus circunstancias, hay que evaluar sus intereses y su nivel de participación en su entorno,

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el grado en que se relaciona con otras personas y cómo es su red social. Asimismo, es necesario conocer aspectos relativos al contexto familiar y escolar, los servicios de apoyo que recibe y las posibilidades que ofrece el entorno comunitario de la persona. Otro elemento importante es valorar su estado de salud. Partiendo de toda esta información, los profesionales debemos establecer estrategias de apoyo adecuadas que permitan a la persona superar sus limitaciones (Luckasson y cols., 2002; AIDD, 2011). Estas estrategias han de ser personalizadas, definiendo objetivos que impliquen resultados personales vinculados con la independencia, la mejora de las relaciones personales y la contribución y participación social de la persona, así como su bienestar personal (Luckasson y cols., 2002; AAIDD, 2011). Como vemos, en el planteamiento que defendemos la evaluación incluye el diagnóstico, pero va mucho más allá. Asumir profesionalmente los objetivos que acabamos de proponer tiene importantes implicaciones tanto para las prácticas que llevemos a cabo durante una evaluación diagnóstica, como para la organización de los servicios de evaluación y diagnóstico (Palomo y cols., 2005). Sin duda, esto requiere una reflexión profunda que excede el objetivo de este trabajo. A pesar de ello, no queremos dejar de comentar una de las muchas consecuencias negativas que tiene no atender al conjunto de necesidades de las familias que acuden a los servicios especializados de evaluación y diagnóstico: la visión incompleta y fragmentada de las necesidades de su hijo. Si una persona con discapacidad y su familia acuden a un profesional y éste no realiza una evaluación global y exhaustiva, además de correr el riesgo de errar en sus conclusiones, equivocándose en el diagnóstico o no reconociendo alguna de las múltiples limitaciones de muchas de las personas que acuden a evaluación [trastornos del lenguaje o discapacidad intelectual (DI) asociada a TEA, por ejemplo], será difícil que atienda completamente al conjunto de las necesidades de sus clientes. Puesto que muchas de sus preguntas se-

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guirán sin respuesta, necesariamente la familia continuará buscando ayuda de otros profesionales. Dentro de este contexto, aunque nos situemos en el mejor escenario posible, es decir, que la familia acuda a varios profesionales que, por separado, acaban dando respuesta a todas sus necesidades (algo que no es lo habitual), esta fragmentación tiene importantes consecuencias, sobre todo porque la familia tiene que multiplicar sus esfuerzos (en tiempo, económicos, etc.) para ayudar a su hijo. Al repetirse las evaluaciones, tendrán que contar las mismas cosas una y otra vez y su hijo tendrá que ser evaluado por nuevos profesionales (algo que probablemente no siempre será de su agrado), quizá en alguna ocasión le pasen pruebas que ya ha hecho. Además, es probable que la familia acabe teniendo opiniones distintas de diferentes profesionales sobre diversos aspectos concretos de las capacidades y necesidades de su hijo. Estas circunstancias pueden ocurrir o no, pero lo que es muy difícil que ocurra es que la familia que consulta a varios profesionales, sin que ninguno realice una evaluación exhaustiva, acabe teniendo una visión clara, completa, global y coherente de las competencias y necesidades de su hijo y/o de las suyas propias.

3. COMPONENTES DE UNA EVALUACIÓN DIAGNÓSTICA Como acabamos de ver, la evaluación diagnóstica de personas con TEA requiere la valoración exhaustiva del conjunto de dimensiones que definen el funcionamiento humano: capacidad intelectual, conducta adaptativa conceptual, social y práctica, salud, participación y el contexto (Luckasson, 2002), así como su historia de desarrollo y la presencia de síntomas de TEA. Una forma habitual de organizar toda la información necesaria para cumplir el objetivo de la evaluación, es decir, entender a la persona que evaluamos y sus necesidades y establecer estrategias de

apoyo para ayudarla a superar sus limitaciones, es hacerlo en tres grandes bloques: la historia clínica de la persona, la valoración de sus competencias psicológicas y la evaluación de aspectos biomédicos. La historia clínica nos permite conocer los aspectos más relevantes de la historia de vida de la persona evaluada, cómo ha sido su desarrollo y cómo es su entorno, así como su situación actual. Mediante la evaluación psicológica profundizaremos en la valoración objetiva de las competencias actuales de la persona. La exploración médica completa la evaluación, buscando el origen del trastorno y/o evaluando la presencia de condiciones médicas asociadas a la alteración que presente la persona. Dada la complejidad y variedad de los objetivos de la evaluación, se hace necesario recoger información de múltiples áreas y contextos. Para realizar un diagnóstico debemos conocer cómo fue la historia de desarrollo de la persona, pero también hay que observar su comportamiento y preguntar a la familia, para tener información sobre aspectos que probablemente no podremos observar durante la evaluación (p. ej., relación con iguales o la presencia de un repertorio restringido de conductas e intereses, principalmente). También es importante evaluar la conducta del niño en distintos contextos y personas (con sus padres, con otros familiares, con sus iguales, en el parque, en el colegio, etc.) y recabar información no sólo de sus padres, sino también de sus profesores y otros profesionales que le den apoyo. Para conseguir toda esta información vamos a tener que utilizar una variedad de técnicas y procedimientos. A fin de conocer la opinión de las familias y los profesionales, disponemos de cuestionarios y entrevistas. Para la evaluación de competencias, además de recabar la valoración de familiares y profesionales con cuestionarios y entrevistas, podemos utilizar herramientas de observación y recurrir a la evaluación objetiva de sus capacidades utilizando pruebas psicométricas que valoren, por ejemplo, la inteligencia, la atención, el lenguaje, la función ejecutiva... Respecto a la © Ediciones Pirámide

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observación, es recomendable utilizar pruebas estructuradas (preferiblemente baremadas), como por ejemplo el WISC-IV (Wechsler, 2005) o el ADOS-G (Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2002). También podemos generar pruebas situacionales (p. ej., fingiendo que nos hacemos daño) y examinar el comportamiento de la persona (preferiblemente utilizando registros de observación). Como acabamos de mencionar, es esencial que valoremos el comportamiento de la persona en situaciones naturales, interactuando con otros (iguales y adultos, gente conocida y desconocida...) en diversas situaciones (en casa, en el colegio, en el parque y otros lugares públicos, etc.) (Hernández, 2002). Lo óptimo es evaluar su conducta observándola directamente. Si esto no es posible, podemos recurrir a entrevistar a las personas que observan al niño en esos contextos o solicitar que nos graben en vídeo ciertas situaciones. Dada la complejidad del proceso de evaluación, múltiples profesionales —aunque no todos tengan competencias en todas las áreas— pueden verse implicados en los diferentes niveles que entraña el proceso de evaluación (psicólogos, psiquiatras, neurólogos, genetistas, logopedas, trabajadores sociales, terapeutas ocupacionales, fisioterapeutas...). Por tanto, es recomendable que los equipos de evaluación sean multidisciplinares, o que, en su defecto, para evitar la fragmentación, la coordinación entre los diferentes agentes implicados en cada caso sea máxima, designándose siempre un coordinador que organice y aglutine toda la información y ofrezca a la familia una visión única y coherente (LeCouteur, 2003; NICE, 2011; Tsatsanis, 2011). Antes de pasar a comentar cada una de las diferentes piezas que conforman la evaluación diagnóstica en el ámbito de TEA, queremos hacer un breve comentario sobre otro de los elementos fundamentales e imprescindibles de la evaluación: los profesionales. Un requisito fundamental para realizar una evaluación diagnóstica de calidad en el ámbito de los TEA es que los profesionales que la lleven a cabo sean espe-

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cialistas expertos en la evaluación y diagnóstico de personas con TEA (Díez-cuervo y cols., 2005; Filipek y cols., 1999; Ozonoff, Dawson y McPartland, 2002; Palomo y cols., 2005). Nos parece improbable que alguien esté en desacuerdo con este principio. Sin embargo, en nuestra experiencia, la práctica nos contradice. Quizá una de las razones sea que el consenso sobre los requisitos y procedimientos para definir a un profesional como experto es escaso. No disponemos de criterios objetivos claros y consensuados para definir al experto en evaluación y diagnóstico en TEA, lo cual supone un problema. En relación con lo anterior, dada la importancia de que la evaluación derive en la definición de objetivos personalizados que configuren un plan de apoyo básico inicial, varios trabajos recogen las propuestas de familias y/o profesionales que reclaman a los profesionales de la salud a ampliar su formación en este sentido (Belinchón y cols., 2001; Filipek y cols., 1999), insistiendo en la importancia de que los profesionales dedicados al diagnóstico deben tener un alto grado de conocimiento sobre apoyo educativo a personas con autismo (Filipek y cols., 1999). Veamos ahora cada uno de los componentes básicos de los elementos de una evaluación diagnóstica de calidad.

3.1.

Historia clínica

Conocer la historia clínica es de especial importancia para entender la historia de vida de esa persona y sus circunstancias actuales y las de su familia. La historia clínica recoge la información más relevante sobre el desarrollo de la persona desde su concepción hasta la actualidad, así como sobre aspectos esenciales de su historia médica y de salud, de su historia educativa, de los apoyos recibidos e información sobre las características y circunstancias de su familia. A continuación describimos los aspectos fundamentales que debe cubrir una historia clínica:

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— Motivo de consulta y demanda: es importante conocer las razones que han llevado a nuestro cliente a solicitar la evaluación de su hijo, saber qué le preocupa y qué necesita. — Datos pre y perinatales: tenemos que analizar el embarazo, el parto y los primeros días de vida del niño; conocer si hubo dificultades durante el embarazo, si la madre tomó medicamentos u otras sustancias, cuántas semanas duró, cómo se produjo el parto, si se utilizó anestesia y/o instrumental médico (fórceps, ventosa...), el peso, talla y APGAR del bebé al nacer y su estado de salud durante los primeros días. — Historia evolutiva: debemos conocer cómo el niño ha ido adquiriendo los diferentes hitos evolutivos, especialmente durante la primera infancia (0 a 3 años), en relación con el desarrollo motor, social, comunicativo, del lenguaje y del juego simbólico, la posible presencia de alteraciones sensoriales o de un repertorio restringido de conductas e intereses, su comportamiento general (por ejemplo, rabietas), su temperamento, así como la adquisición de habilidades adaptativas e intelectuales básicas. También debemos conocer cómo han ido apareciendo los síntomas y si hubo alguna pérdida de competencias previamente adquiridas. De cara a realizar un diagnóstico diferencial es necesario conocer la historia de desarrollo, cómo ha sido el desarrollo en los primeros tres años de vida, especialmente en lo referido a aspectos básicos del desarrollo social y comunicativo en los primeros años de vida y a los patrones de orientación social, motivación social (interés por estar con otras personas y compartir intereses y actividades con ellos), capacidad para expresar emociones, reconocerlas y responder adecuadamente ante ellas, frecuencia de comunicación, funciones comunicativas (pre-









sencia o no de iniciación de conductas de atención conjunta), etc., así como saber cuándo empezaron a aparecer las dificultades y cómo fueron evolucionando (véase Díez-Cuervo y cols., 2005). Podemos consultar los aspectos básicos a analizar en la historia de desarrollo en Díez-Cuervo y cols. (2005) y un modelo de preguntas sobre la historia evolutiva del niño en Martín-Borreguero (2004). Primeras sospechas y recorrido: es importante conocer el momento en que se comenzó a pensar que algo podía no ir bien en el desarrollo de su hijo, quién lo sospechó y por qué. También debemos estar al tanto de los pasos que dio la familia desde ese momento y los resultados de las consultas realizadas a los diferentes profesionales a los que hayan acudido. Diagnósticos previos: debemos saber si el niño ha sido evaluado anteriormente (en qué momento y por quién) y qué diagnóstico(s) recibió. Antecedentes médicos y de salud: hay que recabar información sobre la historia médica de la persona, si ha tenido problemas de salud importantes durante su desarrollo (por ejemplo, epilepsia, alergias, traumatismos graves, otitis de repetición, etc.), si presenta algún problema motor, sensorial o de salud general, si ha sido hospitalizado, tratamientos médicos recibidos y evolución tras ellos... También nos interesa conocer si toma medicación o lo hizo en algún momento, y el efecto que tuvo la misma en su comportamiento. Por último, debemos informarnos sobre las pruebas médicas realizadas y sus resultados. Antecedentes familiares: tenemos que valorar si algún miembro de la familia (familiares de primer grado o en la familia extensa) ha presentado retrasos en la adquisición de competencias (por ejemplo, retraso del lenguaje), discapacidad, tras© Ediciones Pirámide

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tornos de salud mental o problemas en alguna de las áreas que definen los TEA. — Historia de escolarización y apoyos: En relación con la escuela, aparte de recoger datos básicos sobre el centro y el tipo de escolarización del niño (centro, curso, modalidad educativa, número de compañeros, ratio, horario...), es importante informarnos sobre el estilo educativo del colegio (objetivos y valores que priorizan, estilo pedagógico...), si tienen experiencia dando apoyo a niños con discapacidad y utilizando sistemas facilitadores de comunicación, si están abiertos a la posibilidad de coordinarse con otros profesionales o ser asesorados por ellos e incluso dejarles realizar actividades de apoyo dentro del centro. También debemos recoger información sobre el apoyo que está recibiendo el niño (tipo de apoyo, duración, objetivos y metodología). Igualmente, nos interesa conocer la actitud del niño hacia la escuela, su profesor/a y sus compañeros, así como la satisfacción de la familia con el centro y los profesores de su hijo y el grado de coordinación entre éstos y la familia. Recoger información respecto a la adaptación del niño a la escuela y su relación con los compañeros, tanto en clase como en los recreos, es también relevante. Nos interesa conocer los servicios privados de apoyo que ha utilizado la persona atendida, así como los que recibe actualmente, preguntando sobre su organización (periodicidad, horarios...), así como sobre los objetivos planteados y la metodología seguida para lograrlos. Un aspecto que nos parece fundamental es saber si los servicios de apoyo informan a la familia de los objetivos de trabajo y valoran periódicamente el avance del niño y, especialmente, si están orientando a los miembros de la familia y formándoles para que aprendan estrategias que les permitan mejorar

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la relación con su hijo y promover su desarrollo de manera natural en el día a día. También hay que evaluar el grado de coordinación de los diferentes apoyos entre sí y con el colegio. — Contexto familiar: es necesario conocer la organización de la familia y las circunstancias que la rodean. Por eso debemos informarnos sobre la composición familiar, su organización y el reparto de tareas entre la pareja, el planteamiento de cada miembro de la pareja en relación con cómo educar a su hijo, las pautas educativas seguidas por cada uno (por qué le elogian y le premian, por qué le castigan, cómo...) y qué aspectos de la educación de su hijo les resultan más difíciles. También nos interesa conocer el tiempo del que disponen para estar con su hijo y las actividades que cada uno realiza con él, así como si tienen tiempo para ellos mismos, para su ocio personal y en pareja y si cuentan con el apoyo de familiares y amigos, tanto a nivel emocional como para atender a su hijo cuando ellos no pueden. Si la pareja tiene varios hijos, debemos preguntar cómo es su relación con la persona evaluada y cómo interpretan sus dificultades. También es importante valorar el estado anímico de la pareja, así como su visión de las dificultades de su hijo, su grado de aceptación de las mismas y sus expectativas sobre la evolución. Por último, durante la entrevista realizada para obtener la historia de desarrollo también debemos evaluar las dificultades que en la actualidad presenta la persona y evaluar la presencia de los síntomas que definen los TEA. Es recomendable hacerlo utilizando una herramienta estandarizada de evaluación de síntomas (véase capítulo siguiente), como por ejemplo el ADI-R (Rutter, LeCouteur y Lord, 2003). Si no disponemos de este instrumento, podemos usar el protocolo de evaluación desarrollado por LeCouteur y cols.

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(2003, traducido en http://www.aetapi.org/boletines/b12/b12_tea.pdf).

3.2. Herramienta para recoger la historia de desarrollo Aunque algunos elementos de la historia clínica se pueden recoger con cuestionarios, pensamos que, por su flexibilidad, la mejor herramienta para conocer en detalle la historia clínica de una persona es la entrevista semiestructurada, que permite al profesional ahondar en los aspectos más relevantes de cada caso. Otra importante fuente de  información para construir la historia clínica de nuestro cliente es analizar la documentación e informes previos (médicos, psicológicos, psicopedagógicos...) a nuestra disposición. Una herramienta de especial valor para conocer de primera mano cómo fue el desarrollo psicológico del niño en la primera infancia, en algunos casos esencial para el diagnóstico diferencial, es el análisis de grabaciones familiares (Palomo y cols., 2005). 3.2.1.

Evaluación psicológica

El objetivo de la evaluación psicológica es obtener una visión clara del conjunto de competencias de la persona evaluada, describiendo el nivel de capacidad alcanzado en cada una de las áreas evaluadas, así como grado en que las limitaciones detectadas afectan a su funcionamiento diario. Además, los resultados de la evaluación de competencias nos servirán de base para proponer objetivos de apoyo personalizados. Los requisitos mínimos que debe cumplir una evaluación de competencias psicológicas de calidad en el ámbito de la evaluación de personas con TEA son los siguientes (Díez-Cuervo y cols., 2005; Filipek y cols., 1999): — Evaluación de la inteligencia. — Evaluación del lenguaje. — Evaluación de la conducta adaptativa.

— Evaluación específica de los síntomas de autismo (competencia social, comunicativa, simbólica y del lenguaje e intereses y flexibilidad mental y comportamental). Además de estas competencias, en función de las dificultades que presente la persona y/o de la demanda realizada por la familia, puede ser necesario evaluar otras capacidades, como la motricidad, la atención, la memoria u otras funciones neuropsicológicas, los aprendizajes funcionales (lectura, escritura, cálculo...), la personalidad, intereses vocacionales, la presencia de trastornos de salud mental, problemas de conducta... 3.2.1.1. Inteligencia Valorar el funcionamiento intelectual utilizando pruebas psicométricas objetivas es un elemento fundamental e imprescindible en las evaluaciones diagnósticas. La capacidad intelectual de una persona es el marco de referencia para interpretar el resto de sus capacidades (lenguaje, atención...), así como los síntomas de TEA (Klin, 2000). Conocer el nivel general de capacidad de una persona nos permite estimar qué cosas es capaz de hacer y qué otras no es esperable que haga. Por ejemplo, tomemos a un niño de 4 años cuya comprensión del lenguaje es equivalente a 22 meses; si su capacidad intelectual no verbal es de 4 años, pensaremos que tiene un trastorno específico del lenguaje, pero si su competencia intelectual es de 2 años pensaremos que presenta un retraso global del desarrollo. Del mismo modo, no podemos esperar que un niño con 11 meses de  edad mental realice acciones simbólicas con objetos, aunque tenga 2 años y medio de edad cronológica. Si no las hace, no deberíamos interpretarlo como un síntoma de TEA, sino más bien como un rasgo asociado a su limitación intelectual. Por otro lado, evaluar la capacidad intelectual es uno de los elementos necesarios (junto a las habilidades adaptativas) para diagnosticar la DI, que es el trastorno más frecuentemente aso© Ediciones Pirámide

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ciado a los TEA (Fombonne, 2003). Asimismo, objetivar una capacidad intelectual dentro de lo esperado para la edad es un requisito para diagnosticar el síndrome de Asperger (APA, 2002). Generalmente, las personas con TEA muestran un perfil de competencias muy asimétrico, con diferencias muy marcadas entre aquellas capacidades en las que destacan y aquellas en las que tienen dificultades. Es lo que se conoce como perfil de picos y valles o perfil en sierra. En relación con la intervención, estudiar el perfil de puntos fuertes y débiles de una persona nos permite establecer objetivos de trabajo (por ejemplo, dificultades en memoria de trabajo auditiva que afecta a la competencia verbal; dificultades atencionales...) y ajustar las estrategias más adecuadas para ella, utilizando sus puntos fuertes para compensar sus limitaciones (por ejemplo, utilizar apoyos visuales para compensar las dificultades en el lenguaje). 3.2.1.2.

Pruebas de valoración de la capacidad intelectual

La capacidad intelectual debe ser evaluada de manera directa, utilizando escalas de desarrollo o test de inteligencia (Chawarska y Bearss, 2008). Klin, McPartland y Volkmar (2005) recomiendan que toda valoración de la capacidad intelectual verbal y no verbal incluya los siguientes aspectos: solución de problemas, formación de conceptos, razonamiento, estilo de aprendizaje y memoria. Chawarska y Bearss (2008) defienden que la valoración directa, además de que evita los sesgos de los cuestionarios, hace posible observar la reacción de la persona evaluada ante situaciones estandarizadas de evaluación, lo que permite recoger información muy útil tanto para el diagnóstico (por ejemplo, conductas sociales y comunicativas empleadas durante la evaluación, realización de conductas estimulatorias atípicas con objetos...), como para planificar objetivos y estrategias de intervención (información sobre su capacidad atencional, estilo de aprendizaje, estra-

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tegias de resolución de problemas, flexibilidad comportamental, aspectos motivacionales...). Es importante conocer bien las diferentes pruebas existentes para elegir la más apropiada en cada caso, así como para poder interpretarla convenientemente, siendo conscientes de que la inmensa mayoría no han sido diseñadas para valorar a personas con discapacidad. Además, puesto que algunas personas muestran dificultades en múltiples áreas, la suma e interacción de estas limitaciones puede afectar a su actuación. Por tanto, a la hora de elegir una prueba, así como para interpretar sus resultados, es conveniente tener en cuenta algunos aspectos que pueden optimizar o disminuir la actuación de la persona, como son la complejidad de las instrucciones, el nivel de lenguaje que requiere para comprender las instrucciones y para responder a las tareas, el grado de estructuración de las actividades, si éstas tienen límite de tiempo o no, el papel de la capacidad motriz en las demandas de las tareas o el grado en que la prueba implica demandas sociales (p. ej., imitar) (Klinger, O’Kelley y Mussey, 2009; Tsatsanis, 2011). Filipek y cols. (1999) también destacan algunas de las características que debe cumplir una prueba de evaluación de funcionamiento intelectual para personas con TEA con limitaciones funcionales graves. Las más importantes son que sea apropiada tanto para la edad mental como cronológica, que evalúe y mida de manera independiente tanto capacidades verbales como no verbales y que, además, proporcione un índice de capacidad global. También es conveniente que ofrezca un rango amplio de puntuaciones estandarizadas (incluyendo el extremo inferior). Pasemos a describir brevemente las pruebas de evaluación de la capacidad intelectual más comúnmente utilizadas: 1.

Escalas de desarrollo

a) Escala Bayley de desarrollo infantil (Bayley, 1993). Evalúa el desarrollo cognitivo

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y comunicativo (escala mental) y psicomotor (escala de psicomotricidad) desde los 2 meses a los 2 años y medio. La escala mental sólo ofrece un índice global y su edad equivalente, lo que supone un problema a la hora de estimar la capacidad no verbal de niños con dificultades de lenguaje. También consta de un registro de comportamiento para evaluar la conducta social del niño y su actitud hacia el entorno. Ya se ha publicado la 3.ª edición de la escala (Bayley-III, Bayley, 2006), que supera ampliamente las limitaciones de su predecesora, pero, que sepamos, sólo está disponible en inglés. b) Escala de desarrollo de Uzgiris y Hunt (Uzgiris y Hunt, 1975; Dunts, 1980). Esta escala está basada en la concepción piagetiana del desarrollo sensoriomotor. Desde el nacimiento a los 2 años, evalúa la adquisición de los principales hitos destacados por Piaget, como son la permanencia del objeto, la imitación (gestual y vocal), la comprensión de la causalidad, etc. c) Escala de desarrollo psicomotor de la primera infancia de Brunet-Lezine (BrunetLezine Josse, 1997). Evalúa el nivel de competencia alcanzado por niños de hasta 30 meses en las siguientes áreas: control postural, coordinación óculo-motriz, comunicación y lenguaje y sociabilidad y autonomía. Ofrece la posibilidad, además de obtener un cociente de desarrollo total (y edad de desarrollo), de valorar cada una de las áreas por separado. Existe una ampliación de la escala que valora el desarrollo desde los 2 a los 6 años. d) Escalas de desarrollo Merrill-Palmer revisadas (Roid y Sampers, 2011). Diseñada para evaluar a niños desde el nacimiento hasta los 6 años y medio. Valora de manera directa la capacidad intelectual no verbal (cognición), la motricidad fina, el lenguaje receptivo, la memoria, la veloci-

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dad de procesamiento y coordinación visomotora. En nuestra opinión, algunas de las tareas que forman la escala cognitiva tienen una importante carga del lenguaje, por lo que hay que ser cautelosos a la hora de interpretar los resultados. Las tareas y materiales empleados son muy atractivos para los niños. La prueba también dispone de cuestionarios para valorar la motricidad gruesa, el lenguaje expresivo, las habilidades adaptativas y de autocuidado, las habilidades de afrontamiento y el desarrollo social. Escalas Mullen de aprendizaje temprano (Mullen Scales of Early Learning; Mullen, 1995). Escala de desarrollo muy utilizada en la evaluación de niños pequeños con TEA en el ámbito anglosajón y de la que no conocemos versión en castellano. Esta batería evalúa la capacidad cognitiva de niños hasta 68 meses utilizando cuatro escalas: comprensión visual, lenguaje comprensivo, lenguaje expresivo y motricidad.

2. Test de inteligencia a) Escala manipulativa internacional de Leiter (Arthur, 1952; Leiter, 1948). Valora el desarrollo cognitivo utilizando tareas de clasificación en grado creciente de dificultad (colores, formas, figuras, conceptos, analogías, series y progresiones lógicas...). No requiere el uso del lenguaje ni para explicar las tareas ni para completarlas, pero sí cierta habilidad motriz, ya que las tareas consisten en insertar cubos en una regleta. Se puede utilizar para evaluar la capacidad intelectual desde el año a los 18 años. Ofrece el resultado en edad mental equivalente, la cual se puede trasformar en un CI (sumando un factor corrector). A pesar de que tiene algunas limitaciones, es una herramienta útil para © Ediciones Pirámide

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evaluar a niños con autismo con dificultades comunicativas (Tsatsanis y cols., 2003). b) Escala manipulativa internacional de Leiter revisada (Roid y Miller, 1996). Evalúa la capacidad intelectual de los 2 años a los 20 años y 11 meses. Como su predecesora, no requiere el uso del lenguaje ni por parte del evaluador ni del evaluado. La prueba se compone de 20 subtest que evalúan la visualización (batería muy parecida al Leiter original), el razonamiento, la atención y la memoria. Ofrece cocientes de desarrollo independientes para cada una de las habilidades evaluadas, así como una puntuación total. Tsatsais y cols. (2003) valoran muy positivamente el uso del Leiter-R para evaluar a niños con autismo. Su trabajo comparó ésta batería y la original. De los resultados de la comparación cabe señalar que en esta última los niños con autismo más gravemente afectados (especialmente los más jóvenes) obtenían mejores resultados que en el Leiter-R. c) Escala de aptitudes y psicomotricidad para niños de McCarthy (MSCA, McArthy, 2006). Evalúa el desarrollo intelectual y psicomotor de niños desde 2 años y medio hasta los 8 años y medio. La prueba organiza 18 subtest en 6 escalas diferentes: verbal (conocimiento de conceptos verbales y capacidad expresiva), perceptivo-manipulativa (razonamiento), cuantitativa (uso y comprensión de conceptos cuantitativos y símbolos numéricos), memoria, motricidad y general cognitiva (formada por las tres primeras). d) Escala de inteligencia Standford-Binet, 5.ª edición (Roid, 2006). Esta prueba se puede aplicar en un rango de edad muy amplio, de los 2 a los 85 años. La prueba consta de 10 escalas, 5 verbales y 5 no verbales, que valoran los siguientes aspec-

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f)

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tos: razonamiento fluido, conocimientos, razonamiento cuantitativo, procesamiento viso-espacial y memoria de trabajo. Perfil psicoeducativo revisado (PEP-R, Schopler y cols., 1990). Evalúa las competencias actuales y en desarrollo de niños de entre 6 meses y 7 años de edad mental. Valora el desarrollo en las siguientes áreas: imitación, percepción, motricidad fina y gruesa, coordinación viso-motriz y cognición verbal y no verbal. La escala está diseñada para plantear objetivos educativos derivados de los resultados. También incluye una escala de patología, que evalúa el grado de severidad en las siguientes áreas: afectividad, interés y relación social, juego e intereses, respuesta sensorial y lenguaje. Existe una tercera versión no publicada en castellano, al menos que sepamos (PEP-3, Schopler y cols., 2005). A partir de los 12 años podemos usar la versión para adolescentes y adultos (Adolescent and Adults Psychoeducational Profile, AAPEP) (Mesibov, Schopler, Shaffer y Landrus, 1988). Batería de evaluación de niños de Kaufman (K-ABC, Kaufman y Kaufman, 1983). Evalúa la capacidad intelectual de niños entre 2 años y medio y 12 años y medio. La prueba tiene un claro enfoque neuropsicológico. Evalúa competencias que requieren un procesamiento secuencial (memoria auditiva, visomotora y espacial) y simultáneo (integración de estímulos visuales, razonamiento, reconocimiento...). Ambas escalas se combinan en la medida de procesamiento mental complejo (asimilable al CI). A partir de diferentes subtest de las escalas de procesamiento, el K-ABC permite obtener una puntuación de competencia no verbal. La escala también evalúa los conocimientos académicos y los aprendizajes escolares. Existe una segunda versión revisada orientada a eva-

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luar las competencias académicas, pero, que sepamos, no está publicada en castellano (Kaufman y Kaufman, 2004). En nuestro idioma disponemos también del K-BIT, versión abreviada del K-ABC que permite hacer una estimación rápida de la capacidad intelectual en personas de entre 4 y 90 años a partir de los subtest de vocabulario y matrices (K-BIT, Kaufman, 2000). g) Escalas de inteligencia Weschler. Probablemente los test de inteligencia más conocidos y utilizados en todo el mundo sean las escalas Weschler. Apoyándose en los modelos de inteligencias múltiples, las escalas Weschler permiten obtener un rico perfil de competencias, evaluando la capacidad general, así como competencias verbales y manipulativas. Las versiones más actuales de la prueba también incluyen índices independientes para evaluar la memoria de trabajo y la velocidad de procesamiento. Las escalas de inteligencia Weschler son: i)

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iii)

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Escala de inteligencia para preescolar y Primaria-III (WPPSI-III; Wechsler, 2009). Aplicable entre los 2 años y 6 meses y los 7 años y 3 meses. Escala de inteligencia de Wechsler para niños-IV (WISC-IV; Wechsler, 2005). Aplicable entre los 6 años y los 16 años y 11 meses. Incluye personas con TEA en su estandarización. Escala de inteligencia de Wechsler para adultos-III (EIWA-III; Wechsler, 2008). Aplicable entre los 16 años y los 89 años. Para finales de 2012 está prevista la publicación de la adaptación española del WAIS-IV. Escala no verbal de aptitud intelectual de Weschler (WNV, Weschler y Naglieri, 2011). Aplicable entre los 5 años y los 21 años y 11 meses.

3.2.1.3.

Comunicación y lenguaje

Las alteraciones en comunicación constituyen uno de los déficits centrales de los TEA, por lo que deben ser evaluadas. Todas las personas con este trastorno muestran limitaciones en esta área. Lo que no se observa en todos los casos, aunque sí en la mayoría (Tager-Flusberg, Paul y Lord, 2005), son dificultades en la adquisición del lenguaje. Un ejemplo de esto es el caso de las personas con síndrome de Asperger, quienes adquieren un lenguaje formal adecuado, pero tienen muchos problemas para utilizarlo eficazmente para comunicarse, es decir, en la pragmática. Como señalan Paul y Wilson (2009), debemos tener claro que el lenguaje es sólo una de las formas de comunicación que se pueden alterar en TEA; en concreto, es aquella que emplea la combinación de palabras en base a ciertas reglas combinatorias (gramática) para expresar mensajes oralmente, a través del habla (forma en la que se combinan los sonidos, producidos a través de actos motores orales, para producir el lenguaje). La comunicación es un concepto más amplio, que engloba a todas las formas de enviar mensajes o información a otro individuo, y pueden ir desde gestos, miradas y expresiones a la escritura, los signos, el lenguaje de los abanicos, el Morse y un largo etcétera. En lo referido estrictamente al lenguaje, el estudio de la posible presencia de alteraciones características de TEA (ecolalia, alteraciones prosódicas, neologismos, lenguaje repetitivo, inversión pronominal...) no es la única razón por la que debemos evaluar esta capacidad. Conocer el nivel de lenguaje alcanzado por una persona es necesario porque esta competencia es, junto con la inteligencia, una de las capacidades que mayor influencia tienen sobre la presentación de los síntomas, así como en el pronóstico del trastorno (Lord y cols., 2000; Tager-Flusberg, Paul y Lord, 2005). Por tanto, evaluar la competencia en el área del lenguaje nos ayudará a interpretar sus síntomas. Además, necesitamos valorar el lenguaje y la capacidad comunicativa para definir obje© Ediciones Pirámide

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tivos de intervención y las estrategias más adecuadas para lograrlos. Dada la inseparable relación entre el lenguaje y la comunicación, para favorecer la claridad expositiva, en la presente sección analizaremos conjuntamente ambas competencias, omitiendo la descripción de estos aspectos al comentar los síntomas de TEA, que se describen más adelante. Paul y Wilson (2009, p. 201) proponen que los objetivos de la evaluación de la comunicación y el lenguaje de una persona con TEA deben ser los siguientes: — Identificar cómo se comunica (frecuencia, funciones comunicativas, medios de comunicación utilizados...), tanto en lo referente al lenguaje como por otros medios. — Determinar el grado de responsividad y reciprocidad de la persona. — Describir el nivel de lenguaje formal alcanzado (ausente, retraso, alteración específica o punto fuerte). — Comparar la competencia gramatical adquirida con las habilidades pragmáticas mostradas. — Identificar patrones atípicos de lenguaje típicos de personas con TEA (ecolalia, alteraciones prosódicas, neologismos, lenguaje repetitivo, inversión pronominal...). — Determinar la necesidad de la persona de utilizar sistemas facilitadores/aumentativos de comunicación y elegir el más apropiado. Partiendo de los datos recogidos en la evaluación, en colaboración con la familia y el conjunto de profesionales que les dan apoyo, se deben programar objetivos de intervención en comunicación y lenguaje (Paul y Wilson, 2009). Respecto a la comunicación no verbal de las personas con TEA más jóvenes o con mayores limitaciones, siguiendo de nuevo la propuesta de Paul y Wilson (2009), debemos valorar los siguientes aspectos: la frecuencia con la que una

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persona se dirige a otros (Wetherby, Prizant y Hutchinson, 1998), las funciones comunicativas empleadas y las posibles limitaciones en intención comunicativa —interacción social, regulación de la conducta de otro, compartir la atención, etc.— (Bates, Camaioni y Volterra, 1975; Bruner, 1977; Chapman, 2000; Mundy y cols., 1986; Shumway y Wetherby, 2009; Tomasello, Carpenter y Liszkowski, 2007; Wetherby y Prizant, 2003), los medios usados para comunicarse —vocalizaciones, lenguaje, gestos (que pueden variar en complejidad simbólica), uso instrumental de otro, signos...— y las características asociadas a éstos —por ejemplo, coordinación con la mirada, rasgos atípicos de las vocalizaciones, etc.— (Schoen, Paul y Chawarska, 2011; Sheinkopf y cols., 2000; Shumway y Wetherby, 2009; Wetherby y cols., 2004; Wetherby y cols., 2007). Los autores también sugieren valorar la responsividad de los niños ante los actos comunicativos de otras personas, como llamarles por su nombre (Nadig y cols., 2007; Dawson y cols., 2004) o atender a la voz de otra persona que habla sin dirigirse a ellos (Lord, 1995). En los casos de las personas con TEA que han desarrollado el lenguaje, debemos evaluar su capacidad para usarlo comunicativamente, ya que una de las dificultades características del trastorno son sus importantes limitaciones en el uso del lenguaje, en la pragmática (Martín-Borreguero, 2004, 2005; Landa, 2000; Klin, McPartland y Volkmar, 2005). Paul y Willson (2009) proponen valorar los siguientes aspectos: funciones comunicativas (variedad de propósitos por los que se comunica —pedir, comentar, hacer y responder preguntas, dar órdenes, razonar, describir acontecimientos pasados...— y frecuencia de cada uno), habilidad discursiva (es decir, la capacidad para manejar los temas y turnos de la conversación, que se manifiesta en el adecuado uso de los turnos conversacionales, evitar hablar siempre de los mismos temas, ser sensible a las claves indicadoras de que el compañero no está atendiendo al tema de conversación, le disgusta, se aburre, etc.,

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uso adecuado de transiciones o iniciar y mantener conversaciones sobre temas de interés para el interlocutor), variación en el uso del lenguaje según el contexto (fórmulas de cortesía, forma de dirigirse a niños y adultos, forma de pedir algo si es un favor o al exigir un derecho, ajustar el vocabulario al tema, el contexto o el interlocutor...), presuposiciones conversacionales (evaluar adecuadamente la información que la otra persona tiene y necesita para comprender lo que decimos, que se manifiesta en la habilidad para dar la cantidad de información apropiada, usar elipsis y pronombres) y maneras (ser claro, breve y ordenado). Paul y Wilson (2009) enfatizan la necesidad de evaluar específicamente la prosodia (tono, volumen, fluidez, entonación...), la habilidad conversacional y para narrar. Para conocer los hitos fundamentales en el desarrollo comunicativo y del lenguaje (comprensión y expresión) en el desarrollo típico, así como su alteración en autismo, podemos consultar los trabajos de Paul (2008), Tager-Flusberg, Paul y Lord (2005) y Tager-Flusberg, Rogers, Cooper y cols. (2009). 3.2.1.4.

Pruebas de evaluación de la comunicación y el lenguaje

Como ya hemos comentado, la evaluación diagnóstica de calidad debe incluir la valoración objetiva de la comunicación y el nivel de lenguaje. Es importante conocer las diferentes pruebas de las que disponemos, para elegir siempre la más adecuada. Filipek y cols. (1999) recogen algunas de las características más relevantes que deben cumplir las pruebas de evaluación de comunicación y lenguaje, como son el que analicen las funciones comunicativas, evalúen aspectos comunicativos no verbales, valoren de manera directa las competencias del niño o permitan la observación de su capacidad comunicativa espontánea. Dada la importancia de evaluar la comunicación y el lenguaje, a continuación describiremos las principales pruebas para hacerlo.

1. Pruebas de evaluación de la comunicación a) Escalas de comunicación social temprana (Early Social Comunication Scales, ESCS; Mundy, Delgado, Block, Venezia, Hogan y Seibert, 2006). Valoran la habilidad de niños de entre 6 y 30 meses para comunicarse de manera no verbal, utilizando gestos y miradas. A lo largo de 20 minutos se realizan diferentes juegos y actividades para evaluar la frecuencia y cualidad de los actos comunicativos iniciados por el niño, así como su respuesta a los que otros les dirigen a él. La prueba analiza específicamente conductas de atención conjunta (iniciación y respuesta), peticiones (iniciación y respuesta) y conductas de interacción social en juegos de turnos. Esta prueba es la que históricamente se ha utilizado en la investigación de autismo sobre atención conjunta y otras funciones comunicativas. No está estandarizada y su corrección requiere mucho tiempo. En la clínica, las diferentes tareas de la prueba se pueden utilizar como guías para generar situaciones que provoquen actos comunicativos, para luego valorarlos cualitativamente. b) Escalas de conducta comunicativa y simbólica (Communication and Simbolic Beahaviour Scales, CSBS_DP; Wetherby y Prizant, 2003). Prueba estandarizada de evaluación de competencia social, comunicativa y de juego de niños entre los 12 y 24 meses. Presentando al niño diferentes juguetes y actividades provocadoras de comunicación y de diferentes actos simbólicos, la CSBS-DP evalúa la expresión de emociones, el uso de la mirada, la comunicación (frecuencia, forma, función...), el lenguaje y el uso de los objetos. En la actualidad es una de las pruebas más utilizadas en la evaluación de niños con autismo en el ámbito de la investigación. © Ediciones Pirámide

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Otras pruebas. Otras herramientas que podemos utilizar para evaluar la conducta comunicativa en niños son la Evaluación de la Comunicación Preverbal (Prelinguistic Communication Assesment, PCA, Stone, Ousley, Yoder y cols., 1997), la herramienta de Evaluación de la Comunicación Social en niños con Autismo (Social Communication Assessment for Toddlers with Autism, SCATA; Drew, Baird, Taylor y cols., 2007), o el Esquema de Medición de la Comunicación Intencional para la observación en el aula (Classroom Observation Schedule to Measure Intentional Communication, COSMIC; Pasco, Gordon, Howlin y Charman, 2007). En castellano también contamos con el cuestionario para la Evaluación de la Comunicación Oral (ECO, Hernández, 1995), adaptación del Perfil Pragmático Comunicativo de Dewart y Summers (1988), posteriormente actualizado (Dewart y Summers, 1995, 1996). La herramienta valora funciones comunicativas, respuesta a la interacción, habilidades básicas de interacción y conversación y los aspectos del contexto que pueden influir en la comunicación. En varios trabajos de Rhea Paul (Paul, 2005; Paul y Wilson, 2009) podemos encontrar sencillas rejillas de observación para evaluar los diversos componentes de la comunicación preverbal. Para evaluar los aspectos comunicativos más básicos (frecuencia con que se comunica, funciones comunicativas, gestos utilizados, coordinación de las conductas no verbales...) también se puede utilizar la mayoría de las pruebas de observación de síntomas de autismo, como la prueba ACACIA (Tamarit, 1994) o el ADOS-G (Lord y cols., 2002), las cuales se comentarán en el siguiente capítulo.

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2. Test de evaluación del lenguaje a) Prueba de lenguaje oral de Navarra revisada (PLON-R; Aguinaga, Armentia, Fraile, Olangua y Uriz, 2005). Excelente prueba de cribado para valorar el desarrollo del lenguaje en niños de entre 3 y 6 años. Valora de manera rápida y sencilla los elementos esenciales del lenguaje: fonología, semántica, morfosintaxis y uso. Si detectamos retrasos o alteraciones con esta prueba, debemos hacer una evaluación más profunda. b) Test de vocabulario en imágenes de Peabody-III (Dunn, Dunn y Arribas, 2006). Evalúa el vocabulario comprensivo de niños desde los 2 años y medio hasta los 18 años. El test consiste en 192 láminas en las que se muestran 4 dibujos. El niño debe indicar cuál es el que el evaluador ha nombrado. c) Escala de desarrollo del lenguaje de Reynell (Reynell, 1985; Edwards, Fletcher, Garman y cols., 1997). Evalúa el desarrollo del lenguaje desde los 15 meses hasta los 7 años y 6 meses. Valora la comprensión (palabras sueltas, nombres de objetos, agentes y acciones, atributos, verbos, vocabulario, gramática compleja, inferencias, etc.) y la expresión (palabras simples, verbos y frases, inflexiones, tiempos verbales, estructuras complejas, etc.). La expresión se organiza en tres áreas, morfosintaxis, contenido y vocabulario, que se suman para dar una puntuación global. d) Test Illinois de aptitudes psicolingüísticas (ITPA; Kirk, McCarthy, Kirk, Ballesteros y Cordero, 2006). Valora la competencia verbal de niños de entre 3 y 10 años. Evalúa fonología, morfosintaxis y contenido. El modelo de lenguaje en el que se apoya la prueba es el modelo de Osgood y Sebeok (Osgood, Sebeok y Diebold, 1974), modelo de orientación conductista que

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organiza los procesos psicolingüísticos en tres áreas: receptivos, expresivos y asociativos, que a su vez se subdividen en base a la vía implicada en el procesamiento, visual o auditivo-verbal, así como a la profundidad del procesamiento de la información, que puede ser automática o representacional. e) Inventario de desarrollo comunicativo MacArthur (MCS; López, Gallego, Gallo y cols., 2005). Exhaustivo cuestionario para padres que consta de dos versiones, 8 a 15 meses y 16 a 30 meses, y evalúa la comunicación y los procesos de adquisición del lenguaje. La primera versión analiza vocalizaciones, primeras palabras y gestos. La segunda estudia vocalizaciones, palabras y gramática. Para cada una de las áreas, el cuestionario ofrece un gran número de ejemplos. La tarea de las familias es identificar aquellos logros que su hijo ha adquirido. f ) T. S. A. de desarrollo de la morfonsintaxis en el niño (Aguado, 1989). Prueba dirigida a evaluar la comprensión y producción de estructuras gramaticales en niños de entre 3 y 7 años. g) Test de comprensión de estructuras gramaticales (CEG; Mendoza, Carballo, Muñoz y Fresneda, 2005). Evalúa la comprensión gramatical de niños de 4 a 11 años de edad. h) Batería de lenguaje objetiva y criterial (BLOC; Puyuelo, 1998). Herramienta muy exhaustiva que consta de 4 subpruebas, evaluando cada una los siguientes aspectos: morfología, sintaxis, semántica y pragmatica. Se dirige a personas de entre 5 y 14 años. Se diseñó específicamente para evaluar el castellano. Aplicarlo completamente requiere mucho tiempo, por lo que existe una versión abreviada de cribado (Puyuelo, Wiig, Renom y Solanas, 2004).

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Escala de valoración del lenguaje preescolar PLS-4 (Zimmerman, 2004). Valora el desarrollo del lenguaje comprensivo y expresivo desde el nacimiento hasta los 6 años y 11 meses. j) Test de conceptos básicos (Boehm, 1980). Prueba que evalúa el conocimiento que tienen los niños de entre 4 y 7 años sobre conceptos esenciales (tiempo, espacio...). En 2012 está prevista la publicación de la primera adaptación española de la prueba. k) Registro fonológico inducido (Monfort y Juárez, 1996) Valora el desarrollo fonológico en tareas de inducción y repetición. Se ha baremado con niños de entre 3 y 7 años. l) Listado de comprobación de la comunicación en niños, segunda versión (Children Communication Checklist-2, CCC-2; Bishop, 2006). Cuestionario dirigido a evaluar limitaciones y puntos fuertes en diferentes aspectos del lenguaje (habla, sintaxis, semántica, coherencia), de su uso (iniciar conversaciones, lenguaje estereotipado, adaptación al contexto, comunicación no verbal), así como en áreas característicamente alteradas en TEA (interacción social e intereses). Se dirige a niños y adolescentes de entre 6 años y 16 años y 11 meses que utilicen frases. Está baremado (aunque no en castellano), ofreciendo puntuaciones por áreas y generales. A pesar de ello, podemos utilizar una traducción del cuestionario y analizarlo cualitativamente. Además del CCC-2, para evaluar el componente pragmático del lenguaje Paul y Wilson (2009) sugieren otras pruebas (tampoco disponibles en castellano, que sepamos) que pueden ser de interés: Test de pragmática del lenguaje (Test of Pragmatic Language, Phelps-Teraski y PhelpsGunn, 2007), Test de competencia en lenguaje © Ediciones Pirámide

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(Test of Language Competence, Wiig y Secord, 1989) y Escala de valoración de pragmática (Pragmatic Rating Scales, Landa y cols., 1992). Los autores también proponen diversas actividades semiestructuradas para evaluar la pragmática, que incluyen varios registros de observación. Monfort, Juárez y Monfort (2004) ofrecen una completa descripción de las dificultades pragmáticas, así como también interesantes sugerencias para su evaluación. 3.2.1.5.

Habilidades adaptativas

Evaluar la competencia adaptativa es necesario para realizar el diagnóstico de DI (evidenciando limitaciones significativas en habilidades adaptativas y en funcionamiento intelectual) o de síndrome de Asperger (objetivando la ausencia de dificultades significativas), pero su valoración es especialmente importante de cara a conocer el grado de afectación funcional de la persona con autismo evaluada. Es decir, para conocer en qué áreas y en qué grado muestra limitaciones para manejarse adecuadamente (según lo esperado para su edad) en los diferentes aspectos del día a día (comunicación, autonomía personal, uso de la comunidad...). Es habitual que las personas con autismo presenten limitaciones adaptativas. Sparrow y cols. (2005, c.e. Gamliel y Yirmiya, 2009) sugieren que las personas con TEA muestran un perfil en habilidades adaptativas, según éstas son evaluadas con la Escala Vineland; dicho perfil está caracterizado por limitaciones significativas en las tres áreas que definen el dominio de socialización, dentro de la comunicación, muestran dificultades significativas en lenguaje expresivo y, en general, muestran un perfil de competencias adaptativas muy disarmónico. Chawarska y Bearss (2008) comentan que la mayoría de los niños con autismo presentan limitaciones adaptativas de casi una desviación típica respecto a lo esperado por su capacidad intelectual. La evaluación realizada debe servir para definir los apoyos que la persona necesita para su-

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perar sus limitaciones adaptativas (y, posteriormente, poder evaluar el progreso y/o valorar la eficacia de los apoyos recibidos). El hecho de que algunos trabajos hayan encontrado la relativa independencia entre los síntomas de autismo y la competencia adaptativa en personas con TEA sin DI (Klin, Saulnier, Sparrow y cols. 2007), unido al hecho de que con la edad las limitaciones funcionales aumentan (ya que la exigencia del entorno es mayor y el ritmo al que progresan las personas con TEA es menor al esperado), enfatiza la importancia de evaluar la conducta adaptativa a la hora de definir el perfil de puntos fuertes y débiles de una persona con TEA. 3.2.1.6.

Pruebas de evaluación de las habilidades adaptativas

La AAIDD (2011, tabla 5.2, p. 95) nos ofrece una serie de recomendaciones para seleccionar la herramienta de evaluación de la conducta adaptativa. La más relevante de ellas es que la prueba evalúe el conjunto de habilidades adaptativas conceptuales, sociales y prácticas, algo que no todas logran (Luckasson y cols., 2002). También es importante que se haya baremado en el contexto sociocultural en el que se aplicará, y que en el proceso de baremación se hayan incluido tanto personas con discapacidad como sin ella. La escala más utilizada para evaluar la conducta adaptativa en el ámbito de la DI, y especialmente del autismo, es la escala de conducta adaptativa de Vineland (Sparrow, Balla y Cicchetti, 1984). Se trata de una entrevista semiestructurada diseñada para utilizarse con padres y profesionales. Consta de tres formatos (modelo encuesta, modelo entrevista a padres/cuidadores y versión expandida), siendo el modelo encuesta el más utilizado. Evalúa el conjunto de habilidades adaptativas conceptuales, sociales y prácticas (Luckasson y cols., 2002), valorando competencias comunicativas (lenguaje expresivo y comprensivo y lectoescritura), habilidades de la vida diaria (personales, domésticas y en comunidad)

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y de socialización (relaciones interpersonales, juego y tiempo libre y estrategias de afrontamiento). Para cada una de éstas áreas podemos obtener una medida del nivel de capacidad alcanzado, bien en edad equivalente o bien en forma de puntuación estandarizada relativa a la edad, además de otras medidas. La escala está baremada para evaluar a personas a lo largo de todo el ciclo vital. Además de las áreas comentadas, hasta los 5 años y 11 meses evalúa también la motricidad (fina y gruesa). La escala ofrece baremos generales y específicos para personas con DI. Con posterioridad también se han publicado baremos para TEA (Carter y cols., 1998). Recientemente se ha revisado la escala, publicándose la escala de conducta adaptativa de Vineland II (Sparrow, Cicchetti y Balla, 2005). Algunas ventajas de esta nueva versión son que incluye cuestionarios (uno para padres y otro para profesores) que pueden agilizar el proceso de recogida de información sobre la conducta adaptativa (la prueba dispone de modelos en castellano), incluye un mayor número de ítems valorando el desarrollo social temprano, actualiza las habilidades evaluadas, incluyendo aspectos relacionados con las nuevas tecnologías, y ofrece normas específicas de aplicación con personas con TEA de entre 3 y 16 años. Además de la escala Vineland, existen otras herramientas que podemos utilizar para evaluar la conducta adaptativa, como son las escalas de conducta adaptativa (Adaptative Behaviour Scales, ABS; versión Colegio y Comunidad, Leland y cols., 1993; versión residencia y comunidad, Nihira y cols., 1993), el sistema de evaluación de la conducta adaptativa (The Adaptative Behavior Assesment System, ABAS; Harrison y Oakland, 2000), el test exhaustivo de conducta adaptativa (The Comprehensive Test of Adaptative BehaviorRevised, CTAB-R; Adams, 1999) o las escalas de conducta independiente revisadas (Scales of Independent Behavior-Revised, SIB-R; Bruininks y cols., 1991), prueba que ha sido traducida y baremada en España (inventario para la planifica-

ción de servicios y programación individual, ICAP; Montero, 1996). 3.2.1.7.

Otras competencias

En función de las dificultades observadas durante la evaluación, así como de la demanda de nuestro cliente, puede ser necesaria la valoración en profundidad de aspectos concretos, como la atención, la función ejecutiva, problemas motores, alteraciones neuropsicológicas, problemas de conducta, dificultades académicas (lectura, escritura, cálculo...), trastornos de salud mental (trastornos de personalidad, depresión, ansiedad...), la situación en el colegio o en el trabajo... Si no estamos cualificados para realizar las evaluaciones complementarias pertinentes, debemos derivar a un especialista. 3.2.2. Síntomas de TEA Toda evaluación de niños, jóvenes y adultos con sospechas de presentar TEA tiene que incluir la valoración de los síntomas que caracterizan el trastorno, utilizando una herramienta apropiada. Debemos conocer los síntomas de TEA para poder reconocerlos durante la evaluación y poder hacer un diagnóstico adecuado (véase capítulo siguiente). Existen múltiples revisiones que pueden ayudarnos a conocer los síntomas de TEA a lo largo del ciclo vital. De entre ellas, recomendamos los trabajos de Martín-Borreguero (2005), Martos y González (2005), Palomo (2012), Palomo y Belinchón (2004), Palomo, Belinchón y López (2004) y Rivière (1997a, 1997b) (en inglés pueden verse también Carter, Davis, Klin y Volkmar, 2005; Chawarska y Volkmar, 2005; Klin, McPartland y Volkmar, 2005; Loveland y TunaliKotoski, 2005; Ozonoff, Dawson y MacPartland, 2002; Shea y Mesibov, 2005, o Volkmar, Chawarska y Klin, 2008). Los síntomas son la manifestación del trastorno, su consecuencia. Conocerlos es fundamental para hacer un diagnóstico acertado, pero casi más © Ediciones Pirámide

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importante es saber interpretarlos. La mejor estrategia para realizar un diagnóstico es tener un modelo sobre el desarrollo psicológico (especialmente en las áreas social y comunicativa) típico, así como sobre los procesos que se alteran en TEA, que en el desarrollo típico emergen durante los primeros dos años de vida (Hobson, 2002; Sigman y Capps, 2000). En base a este modelo interpretaremos los síntomas. A este respecto, es interesante el hecho de que los expertos en diagnóstico de autismo, al contrario que los profesionales que se estaban iniciando, reconocen que tienden a no utilizar el DSM en su práctica clínica (Klin, Lang, Cicchetti y Volkmar, 2000). Morton comenta que el experto en autismo suele disponer de un modelo sobre los procesos que se alteran en TEA, la relación entre ellos y cómo se  manifiesta conductualmente la alteración en cada uno, teniendo en cuenta variables como la edad o el nivel de competencia general y de lenguaje. En base a ese modelo, el experto interpreta los síntomas, de tal forma que «todas las personas con autismo parecen iguales, con independencia de la variación en su conducta» (Morton, 2004, p. 71). Dada la importancia de analizar las alteraciones características de TEA desde la óptica de los procesos psicológicos que se alteran, y no tanto desde los síntomas que produce el trastorno (Belinchón, 1995), a continuación queremos revisar algunos de los procesos y competencias psicológicas que se alteran en TEA y cuya evaluación es necesaria para realizar un diagnóstico. Al comentarlos referenciaremos las investigaciones más relevantes realizadas en el ámbito de los TEA y, en algunos casos, también publicaciones que los estudian en el desarrollo típico. Algunos de los procesos y competencias sociales que se alteran en autismo son el temperamento (Garon, Bryson, Zwaigenbaum y cols., 2009; Wetherby y cols., 2004), la reciprocidad (Trevartehn y Aitken, 2001; Tronick y cols., 1978; Yirmiya y cols., 2006; Hobson y Lee, 1998), la orientación social (Baranek, 1999; Osterling y Dawson, 1994; Dawson y cols., 1998; Dawson y cols., 2004;

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Jones, Carr y Klin, 2008; Klin, Lin, Gorrindo y cols., 2009; Shic, Brandshaw, Klin y cols., 2011; Nadig y cols., 2007; Osterling y cols., 2002; Ozonoff y cols., 2010), el contagio emocional (Charman y cols., 1997; Hatfield, Cacioppo y Rapson, 1994; Hutman, Rozga, DeLaurentis y cols., 2010; McIntosh y cols., 2006; Scambler y cols., 2006; Sigman, Kasari, Kwon y Yirmiya, 1992), la sonrisa social (Baranek, 1999; Dawson y cols., 1990; Harris, 2004; Osterling y cols., 2002; Ozonoff y cols., 2010; Wetherby y cols., 2004; Werner y cols., 2000; Zwaigenbaum y cols., 2005), la variedad de expresiones emocionales dirigidas a otra persona (Cox y cols., 1999; Harris, 2004; Reddy, 2007; Yirmiya, Kasari, Sigman y Mundy, 1989), expresar emociones complejas (Harris, 2004; Hobson, Chidambi, Lee y Meyer, 2006; Kagan, 1981; Reddy, 2007), compartir la alegría, el afecto o el interés (Carpenter, Pennington y Rogers, 2002; Mundy, Kasari y Sigman, 1992; Kasari, Mundy, Sigman y Yirmiya, 1990; Venezia y cols., 2004; Liszkowski y cols., 2004; Reddy, Williams y Vaughan, 2002; Wetherby y cols., 2004), coordinar la mirada con gestos comunicativos (Gómez y cols., 1993; Hobson y Hobson, 2007; Phillip, Gómez, Baron-Cohen, Láa y Rivière, 1995; Shumway y Wetherby, 2009), coordinar expresiones emocionales con gestos comunicativos (Mundy y cols., 1992; Kasari y cols., 1990), ofrecer consuelo (Harris, 2004; Hutman, Rozga, DeLaurentis y cols., 2010; Sigman, Kasari, Kwon y Yirmiya, 1992), realizar conductas de referencia social (Canal, 2001), iniciar y responder a conductas de atención conjunta (Bates, Camaioni y Volterra, 1975; Butterworth y Jarred, 1991; Carpenter, Nagell, Tomasello y cols., 1998; Gómez y cols., 1993; Leekam, 2005; Mundy y cols., 1986; Mundy, Sigman y Kasari, 1994; Carpenter, Pennington y Rogers, 2002), interpretar la intención conductual (Carpenter, Pennington y Rogers, 2001; Phillips, Baron-Cohen y Rutter, 1998; Tomasello y cols., 2005; Vivanti y cols., 2011; Woodward, 2005) o la intención comunicativa de otra persona (Baron-Cohen, Baldwin y Crowson, 1997; Baldwin, 1995; Sabbagh y Baldwin, 2005; Tomasello, 2008),

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interesarse y relacionarse con los iguales (Cox y cols., 1999; Gamliel y Yirmiya, 2009; Sigman y Ruskin, 1999; Watson y cols., 2007), cooperar (Colombi y cols., 2009; Liebal y cols., 2008; Tomasello, 2009), imitar (Charman y cols., 1997; Meltzoff y Gopnik, 1993; Meltzoff, 2002; Rogers y Pennignton, 1991; Rogers, Cook y Meryl, 2005; Rogers y Williams, 2006; Young y cols., 2011) o realizar acciones simbólicas (Baranek y cols., 2005; Charman y cols., 1997; Christensen y cols., 2010; Harris, 2005; Hobson, Lee y Hobson, 2008; Jarrod, Boucher y Smith, 1993; Jarrod, 2000; Leslie, 1987; Rutherford y Rogers, 2003; Rutherford, Young, Hepburn y Rogers, 2007; Wetherby y cols., 2007). Los aspectos a evaluar respecto a la comunicación y el lenguaje ya han sido comentados (Paul, Tager-Flusberg y Lord, 2005; Paul, 2008; Paul y Willson, 2009). De las tres áreas cuya alteración define los TEA, la que queda, la presencia de un repertorio restringido de conductas e intereses, probablemente sea la menos investigada. Son pocos los trabajos que estudian la presencia de comportamientos repetitivos en el desarrollo típico (Evans, 1997; Thellen, 1979; c.e. Bishop y cols., 2008). Las investigaciones en el ámbito del autismo encuentran la presencia de alteraciones sensoriales y conductas repetitivas asociadas al autismo antes de los 3 años (Loh, Soman, Brian y cols., 2007; Richler, Bishop, Kleinke y Lord, 2007; Watt, Wetherby, Barber y Morgan, 2008), e incluso desde el año de edad (Baranek, 1999; Ozonoff, Macari, Young y cols., 2008; Werner y Dawson, 2005). La presencia de alteraciones sensoriales también ha sido poco estudiada (Baranek, Wakeford y Davis, 2008; Rogers y Ozonoff, 2005), a pesar de que en TEA se encuentran alteraciones desde momentos tempranos del desarrollo (Ozonoff y cols., 2008; Watson y cols., 2007; Zawaigenbaum y cols., 2005). Los síntomas de TEA deben evaluarse con al menos una herramienta específica que haya demostrado buena sensibilidad y alta especificidad (Howlin, 1998). Dada la importancia para el diagnóstico de conocer las diferentes pruebas de evaluación de síntomas de TEA, dedicaremos el si-

guiente capítulo a describirlas, analizando en detalle las herramientas de evaluación y diagnóstico de TEA más valoradas por los expertos (Filipek y cols., 1999): el ADI-R (Rutter, LeCouteur y Lord, 2003) y el ADOS-G (Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2002). 3.2.2.1.

Pruebas de evaluación del juego simbólico

Uno de los síntomas de TEA es la alteración en el juego simbólico. Las pruebas de evaluación de síntomas de TEA, como el ADOS-G (Lord y cols., 2002), valoran esta capacidad (al igual que otras escalas que ya hemos comentado, como la CSBS-DP; Wetherby y Prizant, 2003). Las pruebas de diagnóstico se describirán en el próximo capítulo, pero no queremos dejar de comentar las herramientas específicas para evaluar el juego simbólico. Una limitación que encontramos en relación con los test de evaluación directa del juego simbólico es que, que sepamos, ninguno está traducido y baremado al castellano. En nuestro idioma contamos con el cuestionario sobre juego simbólico de Gómez, López y López (2008). Veamos algunas de las pruebas disponibles para evaluar el juego simbólico. a) Test de juego simbólico de Lowe y Costello (Symbolic Play Test; Lowe y Costello, 1988). La herramienta consta de cuatro escenarios diferentes. En cada uno se presentan al niño varias miniaturas que forman una escena. El evaluador debe valorar las acciones simbólicas espontáneas que el niño realiza con los objetos y las relaciones que establece entre ellos. Está baremado para niños de entre 12 y 36 meses y es apropiado para personas no verbales. b) Escala de evaluación del juego (Play Assessment Scale; Fewell, 1986; c.e. Rutherford y Rogers, 2003). Este test evalúa el juego en niños de entre 5 y 30 meses. © Ediciones Pirámide

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Consta de diferentes escenarios recreados con miniaturas (trasportes, comidas, cuidado personal y sensoriomotor). En un primer momento la prueba evalúa el juego espontáneo del niño, tras el cual le induce para que realice acciones algo más elaboradas de las que ha demostrado hacer por sí mismo. c) Test de juego de ficción (Test of Pretended Play, ToPP; Lewis y Boucher, 1997). Esta prueba supone la evolución del Test de Juego Simbólico de Warwick (Warwick Symbolic Play Test, WSPT). El ToPP evalúa tres aspectos diferentes del juego simbólico: la sustitución de un objeto por otro, la atribución de propiedades ficticias a objetos y la invención de objetos. También valora el grado de complejidad de las acciones simbólicas que realizan los niños. Si no disponemos de ninguna de estas pruebas, podemos evaluar de manera cualitativa el juego infantil. Para ello proponemos seguir la propuesta de Baranek y cols. (2005, tabla 1 p. 25). Los investigadores clasifican el juego en base a 11 niveles de complejidad organizados en cuatro grandes categorías: exploración de objetos (acciones indiscriminadas; manipulación de un solo objeto), juego relacional con objetos (separar objetos, combinar objetos), uso convencional/funcional de objetos (dirigidos a un objeto, hacia uno mismo o hacia otra persona) y uso simbólico de los objetos (sustitución de un objeto por otro, usar un muñeco como agente y juego imaginativo,  inventándose objetos o propiedades de los mismos). 3.2.2.2. Aspectos sociales y organizativos a tener en cuenta en la evaluación Dado que hasta ahora hemos puesto mucho peso en los aspectos técnicos de la evaluación,

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queremos recordar brevemente la relevancia de considerar otros elementos, más vinculados a aspectos organizativos y sociales (se pueden encontrar desarrollados en Díez-Cuervo y cols., 2005; Palomo y cols., 2005). Un elemento esencial de toda evaluación es cuidar el trato a las familias. En nuestra opinión, la relación más fructífera es aquella basada en la cercanía, la cordialidad, la naturalidad y la empatía, entendiendo que «ninguno de estos aspectos está reñido con la profesionalidad» (Palomo y cols., 2005, p. 59). Si las personas que acuden a evaluación se sienten cómodas y a gusto con el profesional que les atiende, consideran que es un buen profesional y sienten que su hijo es tratado con cariño, sensibilidad y respeto, será más fácil que colaboren y confíen en él. Además de tener una actitud adecuada con las familias, no podemos olvidar que valores como el respeto, la sensibilidad, la profesionalidad, la calidad, el compromiso, la transparencia y la confidencialidad deben guiar nuestra práctica en su conjunto (Díez-Cuervo y cols., 2005; Palomo y cols., 2005). A la hora de organizar la evaluación es esencial programar tiempo suficiente para cada una de sus fases. Tener tiempo nos va a permitir dedicar un rato a entablar una buena relación con la persona evaluada y hacer que ella y su familia se sientan a gusto, solucionar imprevistos (rabietas, niños pequeños que vienen cansados y necesitan muchos descansos o incluso una pequeña siesta, niños con dificultades atencionales o poco hábito de trabajo que necesitan mucho tiempo para realizar las tareas ...), ofrecer descansos para que el rendimiento y la motivación no decaigan, poder evaluar aspectos complementarios no previstos y permitir que las familias puedan preguntar tanto como deseen y no se vayan con dudas. Así pues, contar con tiempo hace posible que realicemos evaluaciones completas, pero también que podamos explicar con detalle a las familias cómo actuar en ciertas situaciones o cómo promover algunas competencias, y que las familias hagan todas las preguntas que deseen, además de permitirnos

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resolver cualquier contratiempo (por ejemplo, el niño está cansado y necesita una pequeña siesta). Para las familias es esencial que su hijo sea evaluado y reciba un diagnóstico cuanto antes. Debemos citar a las familias lo antes posible (sobre todo a los niños pequeños que acuden en busca de su primer diagnóstico). Por eso, demorar la cita más de dos meses no nos parece adecuado, sobre todo existiendo múltiples servicios de diagnóstico especializado. Disponer de la posibilidad de ser flexibles a la hora de fijar los horarios de la cita es muy beneficioso para las familias. Antes de que la familia acuda a la evaluación es importante haber aclarado su demanda, a fin de estar seguros de que podemos cubrir sus necesidades. También es necesario que la familia conozca en qué consistirá la evaluación (profesionales que les atenderán, horarios, organización del proceso de evaluación, información que es bueno que envíe con antelación...) y los compromisos que el servicio adquiere con su cliente (en qué consiste la evaluación, contenido del informe a entregarles, plazo para hacerlo...). Una vez concertada la evaluación, enviar una carta a la familia informándoles de todos estos elementos (así como con otra información de carácter práctico, como la fecha y hora de la cita, coste, cómo llegar al centro...) nos parece una buena práctica (Palomo y cols., 2005). Otro importante aspecto organizativo es solicitar a las familias que antes de la evaluación nos hagan llegar toda la toda la información de que dispongan, enviándonos todos los informes médicos, psicológicos y psicopedagógicos que tengan. Esta solicitud se incluye en la carta de presentación ya mencionada. También les solicitamos que completen un breve cuestionario en el que les pedimos que nos cuenten cómo ven a su hijo (descripción breve del niño, de sus mejores momentos y de las cosas que le cuestan más), qué intereses tiene, cuáles son sus juguetes y comidas favoritos (para usarlos como reforzadores y para favorecer una entrada positiva), cómo es un día normal en su vida, qué cosas se le dan mejor, cuáles son las

preocupaciones de los padres y en qué podemos ayudarles. El cuestionario nos ayuda a conocer mejor al niño, preparar la evaluación y tener una primera impresión de la visión que sus padres tienen de él. Junto a este cuestionario, a fin de obtener información básica sobre el comportamiento del niño, les mandamos una versión similar para que se la envíen a profesores y profesionales de apoyo. También adjuntamos algún cuestionario de cribado (que se analiza de manera cualitativa para obtener información sobre la conducta actual de la persona), que varía en función de la edad y nivel de capacidad: M-CHAT (Robins y cols., 2001), SCQ (Bereument y cols., 1999), CAST (Scott y cols., 2002; Williams y cols., 2005) o AQ (Baron-Cohen y cols., 2001). Por último, les solicitamos que nos envíen una selección de las grabaciones familiares de que dispongan sobre el desarrollo del niño y del momento actual, buscando especialmente aquellas secuencias en las que está interactuando con otros niños y adultos. Toda esta información nos sirve de base para preparar la evaluación. Al igual que tardar mucho en citar a la familia no nos parece correcto, retrasar el envío del informe tampoco. Dada la importancia que tiene para las familias el poder leer el informe cuanto antes, pensamos que el plazo para enviárselo no debería exceder de los 15 días (Palomo y cols., 2005).

3.3. Las familias en la evaluación Como comentan Díez-cuervo y cols. (2005, p.  301), «los profesionales son las personas que mejor conocen los TEA, pero los familiares son quienes mejor conocen a la persona». Por tanto, colaborando optimizamos las posibilidades que nos brinda la evaluación y maximizamos su beneficio para las familias. Para las familias, la evaluación es un momento realmente complicado. Como señala Bailey (2008), supone un complejo cóctel de emociones, generalmente compuesto por la necesidad de sa© Ediciones Pirámide

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ber qué le pasa a su hijo y el anhelo de que el profesional les diga que no le pasa nada o que es algo leve y que se solucionará. Tener en cuenta su estado emocional es fundamental para sacar el máximo partido a la evaluación. Entender cómo se sienten y cómo afrontan el proceso diagnóstico, así como qué visión tienen de las dificultades de su hijo y cuáles son sus expectativas, nos ayudará  a dirigir y organizar la entrevista y, especialmente, a encontrar la forma más apropiada para comunicarles los resultados de le evaluación, el diagnóstico y nuestras orientaciones (Bailey, 2008). En gran medida, el que las familias nos cuenten abiertamente sus dudas, temores y anhelos, así como que sigan nuestras recomendaciones, dependerá de que seamos capaces de ganarnos su confianza. Para lograrlo debemos actuar con profesionalidad y sensibilidad. Es importante cuidar especialmente los primeros momentos de la evaluación, intentando que los padres se sientan cómodos. Al comenzar, es bueno dedicar un tiempo a estar con ellos y con su hijo, charlando relajados y sin prisa, creando un ambiente distendido. En el Centro de Comunicación Social dirigido por Lorna Wing en Reino Unido, las evaluaciones suelen comenzar en la cocina, tomando un café con la familia mientras el niño juega en el jardín. Antes de iniciar la evaluación, recordarle a la familia cómo se va a desarrollar ésta puede ayudar a que sepan qué esperar y qué tienen que hacer. Es positivo iniciar la entrevista con los padres analizando los motivos que les han llevado a solicitar nuestro apoyo y cuáles son sus preocupaciones e inquietudes. Escuchar con atención y paciencia contribuirá enormemente a que la familia se sienta cómoda y aprecie que nos interesamos por ellos. En todo momento debemos estar atentos a su estado emocional, escuchando lo que dicen y, en la medida que podamos, también lo que callan (Bailey, 2008). Chawarska y Bearss (2008) indican que una de las mayores preocupaciones de los padres durante el proceso de evaluación suele ser que sus

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hijos demuestren su máxima competencia. Para ayudarles a manejar la ansiedad derivada de esta situación, las autoras recomiendan explicarles brevemente la naturaleza de las pruebas (por ejemplo, en las pruebas de lenguaje valoramos qué palabras y frases entienden sin ayuda de gestos u otras pistas del contexto, como las rutinas habituales en el entorno cotidiano y que facilitan la comprensión, pareciendo que su capacidad verbal es mayor en el día a día que la demostrada en las pruebas) y aclararles que para conocer con precisión el nivel de capacidad de su hijo es necesario pasarle pruebas que no sepa resolver, no sólo aquellas que se le dan bien o que están a su alcance. Si la familia está muy preocupada porque su hijo «dé lo mejor de sí», también puede ser positivo comentarles las estrategias que seguiremos para asegurarnos de que así sea, así como que su valoración sobre la representatividad de la conducta de su hijo durante la evaluación será tomada en cuenta (Chawarska y Bearss, 2008). Es muy positivo que las familias estén presentes durante parte del proceso de evaluación de su hijo. Los padres pueden facilitar que el niño esté tranquilo durante los primeros momentos de la evaluación (Chawarska y Bearss, 2008), e incluso, si fuera necesario, pueden contribuir a que colabore en la realización de alguna prueba. Además, al observar cómo el niño interactúa con su familia podemos ver qué estrategias comunicativas y de relación utiliza espontáneamente (Chawarska y Bearss, 2008). Asimismo, en presencia de los padres es más probable que los niños realicen algunas conductas, como por ejemplo compartir sus intereses. Poder observar conjuntamente el comportamiento del niño nos permitirá explicar a las familias algunos de los síntomas de sus hijos (corrigiendo malos entendidos si fuera necesario; por ejemplo, no está aparcando los coches, los alinea, como hace también con las fichas de los encajes, y eso es una conducta atípica), o interpretar algunas de las conductas del niño (por ejemplo, no está cansado, sino que se tumba en el suelo para

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mirar los objetos de lado). Las familias nos ayudarán a los profesionales a contextualizar la conducta del niño y a conocer lo representativa que es, aclarándonos si ha tenido un mal día, ha hecho cosas que nunca le han visto hacer o se ha comportado como suele hacerlo (Klin y cols., 2000). Compartir tiempo de la evaluación también nos brinda la oportunidad de enseñar a las familias a actuar ante ciertas situaciones (por ejemplo, ante una rabieta), cómo promover ciertas competencias (por ejemplo, a ofrecer modelos verbales o a estimular la intención comunicativa dificultando el acceso a los objetos que desea) o la eficacia de algunos métodos de intervención (por ejemplo, si hemos conseguido que su hijo aprenda a utilizar signos para pedirnos algo de su interés). No debemos olvidar que observar a la familia interactuando con el niño también nos va a permitir elogiar todas las cosas que están haciendo correctamente (por ejemplo, lo bien que atraen su atención con canciones y juegos), así como enfatizar los puntos fuertes de su hijo. Resaltar los aspectos positivos de la competencia del niño, de su bienestar emocional, de las habilidades de los padres o de la relación entre ambos, puede ser muy necesario en un contexto como el de la evaluación, en el que se suele poner mucho peso en las limitaciones de la persona evaluada. La alianza con la familia, además de los beneficios comentados, también va a contribuir a su satisfacción con el proceso de evaluación, así como a valorar la validez del mismo. Igualmente, si hemos desarrollado una buena relación, basada en la cercanía, la empatía, la honestidad, la confianza y, por supuesto, la profesionalidad, es mucho más probable que sigan nuestras orientaciones relación con los apoyos que necesita su hijo (Chawarska y Bearss, 2008). Junto a la información y colaboración de las familias, nos parece que también es muy relevante contar con la opinión de los profesionales que dan apoyo al niño y a los padres. Su conocimiento es un buen complemento al aportado por las

familias. Por eso, nos parece positivo reunirnos con ellos o entrevistarnos por teléfono, o incluso que, si la familia lo estima oportuno y ellos tienen la posibilidad, puedan acudir a las evaluaciones (Palomo y cols., 2005).

3.4. Evaluaciones biomédicas El autismo tiene un origen biológico, multicausal, posiblemente con una compleja base genética, que puede estar influenciada por factores ambientales diversos (Bailey y cols., 1995; Dawson, 2008; Johnson y Myers, 2007). Aunque sabemos que el origen de los TEA es indiscutiblemente orgánico y la investigación revela alteraciones genéticas, bioquímicas, estructurales y funcionales (MRC, 2001; Dawson, 2008; Zimerman, 2008), incluso a edades muy tempranas (Wolff, Gu, Gering y cols., 2012), no disponemos de un marcador biológico fiable que nos ayude a identificarlo (de hecho, la situación es aún más compleja, puesto que se asume que los TEA son de origen multicausal). En efecto, cuando se buscan alteraciones biológicas durante exploraciones médicas, en la mayoría de los casos no se encuentran. Aun así, dado que en el 6,4 por 100 de los casos (rango de 0 a 16,7 por 100) (Fombonne, 2003) el autismo se asocia a un trastorno médico (como X-frágil, esclerosis tuberosa, etc.) que puede estar relacionado con su origen (aunque no necesariamente, puesto que hay personas que tienen estas alteraciones y no presentan TEA), es conveniente realizar una valoración biomédica a toda persona con TEA, con el fin de identificar posibles alteraciones médicas tratables que en ocasiones van asociadas al trastorno, la presencia de alteraciones que se pueden asociar con la presentación de síntomas de autismo o la identificación de elementos relevantes para el consejo genético (Volkmar y cols., 1999). Según la guía de buena práctica de evaluación y diagnóstico desarrollada en España por el grupo de estudio de los TEA (GETEA) (Díez-Cuervo, 2005), formado tanto por psicólogos como © Ediciones Pirámide

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por médicos expertos en TEA, se recomienda que todos los niños con autismo pasen una revisión médica completa, que incluya, además de la recogida de la historia clínica, los siguientes aspectos:  evaluación del crecimiento y del perímetro craneal, examen de la piel (lámpara de Wood), examen corporal para detectar anomalías físicas o rasgos dismórficos, examen neurológico y evaluación de la visión y la audición. Si en la revisión rutinaria se observan anomalías, se pueden realizar exploraciones complementarias (análisis de sangre completos, pruebas metabólicas o genéticas) y pruebas más específicas (electrofisiológicas o de neuroimagen). Las principales guías de buena práctica son claras a este respecto: el hecho de que un niño tenga autismo no implica que haya que realizarle pruebas médicas complementarias de forma rutinaria. La justificación para hacérselas debe provenir de hallazgos concretos derivados de una completa evaluación biomédica (DíezCuervo y cols., 2005; Filipek y cols., 1999; Filipek y cols., 2000; Johnson y Myers, 2007; NICE, 2011; Volkmar y cols., 1999), siempre valorando detenidamente los costes y beneficios de realizar las pruebas, puesto que la mayoría de las veces éstas suponen un trastorno para la familia y su hijo, en algunos casos implican cierto riesgo para la persona evaluada (ionización, anestesia general...), y que la falta de colaboración característica de los niños pequeños con TEA puede invalidar o imposibilitar la interpretación de los resultados (NICE, 2011). Nos parece importante destacar que la revisión realizada por el NICE (2011) encuentra que el nivel de evidencia de la mayoría de los trabajos que justifican el uso de pruebas neurofisiológicas o de neuroimagen es muy pobre. Explícitamente, el GETEA plantea que un electroencefalograma y una resonancia magnética, que son las pruebas más frecuentemente solicitadas a los niños con autismo inmersos en un proceso de diagnóstico, no deben aconsejarse de manera rutinaria, sino sólo si tras la valoración se sospecha que puedan existir alteraciones estructurales específicas. El electroencefalograma

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de sueño o de privación del mismo se recomienda si existe la sospecha de epilepsia o actividad epileptiforme (Díez-cuervo y cols., 2005). También puede ser recomendable si se ha observado la pérdida de habilidades (Filipek, 1999, 2000; NICE, 2011). La resonancia magnética (RM) estructural es aconsejable para personas con rasgos dismórficos, convulsiones, historia familiar de problemas neurológicos o del desarrollo, síndromes específicos y hallazgos de alteraciones neurológicas, especialmente si éstas son focales o asimétricas (Díez-cuervo y cols., 2005). Junto a éstas, el grupo lista una serie de pruebas que sólo se recomiendan si existen evidencias clínicas que lo justifiquen (véase Díez-Cuervo y cols., 2005). Si la persona evaluada muestra un retraso significativo en el desarrollo del lenguaje, debemos descartar que presente algún tipo de pérdida auditiva cuanto antes, realizando para ello las pruebas que sean pertinentes: audiometría, potenciales evocados auditivos, etc. (Filipek y cols., 1999, 2000). Si la persona con autismo tiene DI asociada, muestra un fenotipo indicador de un síndrome genético (X-frágil, síndrome de Rett, síndrome de Williams...), presenta malformaciones desde el nacimiento o tiene una historia familiar que lo fundamente, se recomienda realizar un estudio genético completo (Díez-Cuervo y cols., 2005). Si en la historia familiar o en las exploraciones físicas o clínicas encontramos datos que lo justifiquen, también se deben recomendar estudios metabólicos (DíezCuervo y cols., 2005). Si los niños chupan de manera excesiva los objetos o tienen conducta de pica (tragarse objetos no comestibles), es importante descartar que hayan sufrido una intoxicación por plomo (Filipek y cols., 1999; Filipek y cols., 2000).

3.5. La devolución La devolución de los resultados de la evaluación debe hacerse cuanto antes. Las familias necesitan saber qué le pasa a su hijo y cómo ayudarle. Toda demora en la respuesta a estas

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preguntas va a suponer alargar su ansiedad y preocupación. A fin de dar respuesta cuanto antes a las demandas de las familias que atendemos, en el equipo IRIDIA tratamos de organizar las evaluaciones para completar el proceso de recogida de la información en un día, informando a las familias del resultado del mismo al final de la jornada y comprometiéndonos a enviar el informe a la familia en un plazo máximo de 15 días tras acabar la evaluación, ofreciéndoles la posibilidad de comentarlo una vez lo hayan leído despacio y lo hayan discutido con las personas que les dan apoyo. Para poder completar la valoración en un día, trabajamos en equipo. Mientras uno de nosotros se entrevista con la familia para recoger la historia de desarrollo del niño y conocer cómo valoran sus capacidades actuales, además de sus necesidades, el compañero evalúa las competencias del niño. Al acabar la entrevista, el entrevistador pasa a observar al niño. Las partes más relevantes de la evaluación son grabadas (siempre y cuando la familia así lo consienta) para que la persona que realiza la entrevista pueda disponer de esa información, si bien siempre intentamos que los dos miembros del equipo estén presenten durante la realización de las pruebas de diagnóstico de observación directa de síntomas (ADOS-G). Tras hacer un descanso para comer, el entrevistador continúa la evaluación en solitario, completando la valoración de competencias y reservando la última parte de la jornada para comentar los resultados, las conclusiones y orientar a la familia. La persona que realiza la entrevista será quien redacte el informe (que el compañero revisa y completa), ya que dispone de la información de la familia de primera mano y también ha podido observar al niño. El trabajo de Brogan y Knusen (2003) analizando la satisfacción de las familias con la devolución de la información realizada por los profesionales deja claro que debemos mejorar nuestras prácticas, ya que un porcentaje importante de familias no están satisfechas con la devolución de la información recibida. Los autores nos dan al-

gunas pistas para hacerlo cuando comentan los aspectos que más valoran las familias. Un elemento esencial de la devolución (pero que interviene durante toda la evaluación) es la actitud del profesional. Las familias valoran enormemente que el profesional que les atienda sea empático, se muestre cercano y entienda sus preocupaciones. También aprecian que se explique con claridad y sea directo. Además, consideran que es necesario que no tenga prisa y esté dispuesto a responder a todas sus preguntas (Brogan y Knusen, 2003). En relación con la información recibida, Brogan y Knusen (2003) indican que es importante que ésta sea comprensible y fácil de recordar y  que se controle tanto su grado de tecnicidad como la cantidad de información ofrecida. Utilizar apoyos visuales puede ser muy útil, tanto para facilitar la comprensión de nuestra explicación como para luego recordar lo comentado. Podemos acompañar nuestras conclusiones con láminas que nos ayuden a aclarar diferentes conceptos (áreas donde muestra alteración, nivel de competencia alcanzado en cada área evaluada, necesidades de apoyo...) o irlos dibujando mientras vamos comentándolos. Ajustar la cantidad de información ofrecida también incide en la comprensión y recuerdo de la misma. En términos generales, en la devolución debemos dar la información justa, sin excedernos. Muchas familias, tras recibir la noticia de que su hijo tiene autismo, no se encuentran en la mejor disposición para escuchar amplias explicaciones, por lo que la mejor estrategia es ser claros y concisos (sin dejar de ser sensibles), para facilitar que comprendan las necesidades fundamentales de su hijo y los primeros pasos a dar para ayudarle. Una vez hayan leído el informe, podemos volver a reunirnos para profundizar en nuestra explicación y aclarar todas las dudas que hayan podido surgir. Como ya hemos comentado, en el equipo IRIDIA organizamos la evaluación para, al terminarla, informar a las familias sobre los resultados. También les recomendamos solicitar una nueva reunión (en persona o telefónica) una vez hayan © Ediciones Pirámide

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leído detenidamente el informe. Esto permite que asimilen el diagnóstico, analicen en detalle su contenido, lo discutan con las personas que dan apoyo a su hijo y organicen todas sus dudas y preguntas. Es probable que también hayan dado los primeros pasos en la búsqueda de profesionales de apoyo, por lo que podremos comentarlo con ellos. Dada la importancia de entender bien toda la información que el profesional debe devolver a la familia tras acabar la evaluación, es comprensible que otro de los elementos que las familias más valoran de los profesionales es que sean buenos comunicadores (Brogan y Knusen, 2003). ¿Qué información debemos darle a una familia al concluir la evaluación? En nuestra opinión, es bueno comenzar explicándoles el proceso de evaluación llevado a cabo, qué áreas se han evaluado y cómo realizamos el diagnóstico, detallando el proceso deductivo seguido. El diagnóstico de TEA requiere encontrar alteraciones cualitativas en la interacción social recíproca, la comunicación, el lenguaje y el juego simbólico, junto a la presencia de un repertorio restringido de conductas e intereses. Estas alteraciones no se explican por las limitaciones generales que pueda presentar la persona. Es decir, que las dificultades observadas (especialmente en el área social y comunicativa), además de presentarse desde etapas tempranas del desarrollo, se encuentran significativamente por debajo de lo esperado para el nivel de capacidad general de la persona, sea éste ajustado a lo esperado para su edad o no. Al hilo de esta explicación (o tras ésta) podemos ir describiendo las capacidades y limitaciones que muestra el niño en cada una de las áreas evaluadas. Para concluir, tras destacar el importante desfase encontrado entre la competencia social y comunicativa del niño y su capacidad general, podemos retomar la descripción de sus limitaciones  en las áreas que definen los TEA y cuáles muestra  el niño (es decir, explicando cómo se manifiesta el trastorno en su caso concreto), para, finalmente, ofrecerle nuestra conclusión sobre el

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diagnóstico que explica las dificultades que presenta su hijo. Sobra decir que si la persona evaluada, además de autismo, presenta otro(s) trastorno(s) (por ejemplo, retraso en el desarrollo del funcionamiento intelectual, DI, déficit de atención...), debemos comentarlo. Es importante informar a la familia de que el autismo es un diagnóstico psicológico, no médico. No sabemos cuál es la causa concreta de los TEA, pero sí sabemos reconocer sus consecuencias y sus síntomas. Puesto que no existen marcadores biológicos de autismo, no es necesario hacer pruebas médicas para hacer el diagnóstico. Las pruebas médicas son necesarias únicamente en los casos comentados anteriormente (véase Díez-Cuervo y cols., 2005). También debemos aclararles que, puesto que no conocemos el origen biológico, no existe tratamiento. La herramienta más eficaz (y lo es mucho) para ayudar a avanzar a las personas con TEA es el apoyo educativo centrado en promover competencias que son palanca de desarrollo, sobre todo la comunicación funcional y espontánea (Wetherby y Woods, 2008). En relación con los aspectos biológicos del trastorno, las familias deben saber que si tienen un hijo con autismo el riesgo de que si tienen otro éste también tenga el trastorno aumenta notablemente. Ozonoff y cols. (2011) siguieron a hermanos de 664 niños con TEA, y el 18,7 por 100 desarrollaron autismo. Aunque no tenga autismo, el riesgo de que el niño presente dificultades importantes (en el desarrollo del lenguaje, la relación social, la lectoescritura...) también se incrementa (Dawson, 2008). Una de las mayores preocupaciones de las familias es la evolución futura de su hijo. Debemos explicarles que el conocimiento actual sobre el autismo no nos permite predecir la evolución de una persona concreta. Los pocos estudios disponibles evalúan aspectos concretos, parciales, con un número reducido de elementos que inciden en el desarrollo posterior. Además, todos los estudios hablan de medias, no de personas concretas (Szatmari, 2006). El desarrollo de las personas con TEA

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es muy variable (como ejemplo, véase Anderson, Oti, Lord y Welch, 2009). Hay personas cuya evolución será superior a la media y otras que lo será inferior, siendo muy difícil saber cómo será exactamente el desarrollo de una persona determinada. Lo que sí conocemos son factores que se asocian con pronósticos positivos, como la edad, la buena capacidad intelectual, no presentar limitaciones en la comprensión del lenguaje, disponer de los apoyos adecuados, etc. (Howlin, 2005). Respecto a las necesidades de apoyo, la familia debe tener claro que, en los casos de niños con TEA, los elementos esenciales que deben vertebrar el programa de apoyo de su hijo son la comunicación espontánea y funcional y el desarrollo social (Wetherby y Wodds, 2008). También debemos informarles de las herramientas y metodologías que consideramos más adecuadas para ayudar a su hijo a avanzar en cada uno de estos aspectos. Un elemento fundamental a tener en cuenta es que el apoyo no debe centrarse únicamente en el niño. El abordaje debe ser global: niño, familia, escuela, etc. Los profesionales de apoyo deben tener una visión amplia y, además de dar apoyo específico al niño, deben trabajar con la familia y con los profesionales de su escuela (si éstos lo necesitaran). Las familias precisan que los profesionales les ayuden a entender cómo su hijo interpreta el mundo que le rodea, cuáles son sus necesidades y cómo pueden hacer para impulsar su desarrollo, así como manejar las dificultades que van surgiendo en el día a día. Por eso, consideramos que un pilar esencial del apoyo a todos los niños con autismo es formar (no sólo informar) a los padres para que aprendan a relacionarse con sus hijos para promover sus competencias de manera natural. Esto requiere sesiones específicas de formación y observación de sus habilidades, para darles el feedback que les permita ir avanzando. Además de lo que acabamos de comentar en relación con la familia, nos parece importante destacar que los padres y madres de niños con TEA deben ser conscientes de que ellos también

son importantes. Debemos recordarles lo importante que es que se cuiden y que también atiendan sus necesidades. El que ellos estén bien es esencial para el bienestar de su hijo. En este sentido, hay que valorar la conveniencia de aconsejarles que busquen la manera de organizarse para tener momentos de ocio individuales y en pareja, que cuiden su red social, que se unan a asociaciones de familias de personas con TEA que les den apoyo o, en algunos casos, que consideren la posibilidad de recibir apoyo psicológico durante un tiempo. Además de la discusión con la familia de los resultados de la evaluación y sus implicaciones, la devolución incluye la entrega de un informe completo que describa los resultados de la evaluación e incluya orientaciones personalizadas. Pasemos a analizar el informe.

3.6. El informe Toda evaluación diagnóstica debe plasmarse  en un informe que recoja el proceso de evaluación, describa en detalle los resultados de la misma y ofrezca orientaciones personalizadas. El informe debe incluir los siguientes apartados: datos personales, demanda, descripción del proceso de evaluación, historia de desarrollo, resultados de la evaluación de competencias —valoración global del comportamiento durante la evaluación, inteligencia y perfil de competencias cognitivas (atención, memoria...), estilo de aprendizaje, comunicación, lenguaje expresivo y comprensivo, habla, uso de sistemas facilitadores de comunicación, competencia social, imitación y juego, presencia de un repertorio restringido de conductas e intereses, desarrollo motor, temperamento/personalidad, problemas de conducta, habilidades de autonomía, habilidades académicas funcionales, ocio e intereses, uso de la comunidad—, valoración del contexto familiar, educativo y de los apoyos recibidos, diagnóstico, orientaciones, resumen de prioridades y referencias bibliográficas, materiales y recursos. © Ediciones Pirámide

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Cuidar la estructura del informe nos parece muy importante para facilitar la interpretación de su contenido. En ese sentido, es recomendable ordenar los apartados de tal forma que situemos en primer lugar aquellas áreas que son fundamentales para interpretar otras. Por eso, sugerimos comenzar relatando la historia de desarrollo (que nos ofrece una perspectiva general de la vida de la persona), para después describir las competencias. Dentro de éstas, recomendamos comenzar analizando la capacidad intelectual, ya que conocer el nivel de inteligencia de una persona y su perfil de competencias nos ofrece el marco para situar el resto de capacidades. En esta línea también nos parece importante detallar la capacidad comunicativa y del lenguaje antes de hablar de la competencia social. Dentro de cada sección, es conveniente mantener un orden que facilite la interpretación de los datos. Por ejemplo, a la hora de comentar la inteligencia empezaremos analizando la capacidad general, para después desgranar la competencia alcanzada en cada una de las áreas y subáreas evaluadas, comparando el desempeño de la persona respecto a lo esperado para su edad, así como cada una de las áreas en relación con su nivel medio de capacidad (Flanagan y Kaufman, 2006). Igualmente, al exponer la competencia social de una persona con TEA podemos estructurar la descripción de las diferentes habilidades ordenándolas evolutivamente (orientación social, competencia afectiva y emocional, motivación por compartir intereses, comunicación no verbal, reciprocidad social, interés por los iguales...) o en función de las áreas que definen los síntomas de autismo según el DSM-IV. El destinatario principal de nuestros informes son las familias, por lo que debemos asegurarnos de que comprenden todo su contenido (Palomo y cols., 2005). Para lograrlo es importante cuidar la redacción, utilizando frases claras y sencillas, y ofreciendo ejemplos concretos de las conductas que describimos, pues ello facilita enormemente la comprensión del texto. Asimismo, debemos evitar el uso de tecnicismos. Si es necesario introdu-

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cir algún concepto complejo, se puede explicar brevemente. Por ejemplo, «a los 3 meses José ya mostraba intersubjetividad primaria» vs. «a los 3 meses José participaba activamente en interacciones cara a cara con el adulto, intercambiando vocalizaciones y expresiones emocionales (intersubjetividad primaria)»; «inicia conductas de atención conjunta» vs. «utiliza gestos (señalar, mostrar) y/o miradas para dirigir la atención de otra persona hacia objetos o acontecimientos de su interés (iniciar conductas de atención conjunta)». Evitar vaguedades y ser concreto también es importante: «su inteligencia es buena» vs. «su cociente intelectual es de 102 o su capacidad intelectual se sitúa en torno a la media de su edad». Sin perder la objetividad en ningún momento, nos parece esencial que enfrentemos la tarea de redactar un informe con sensibilidad y positividad. En este sentido, creemos fundamental utilizar un lenguaje respetuoso («su mirada es deficitaria» vs. «mira a la cara con una frecuencia inferior a lo esperado para su edad»; «no colabora» vs. «no logramos su colaboración»; «mejorar» vs. «aumentar su competencia») y plasmar los aspectos positivos que toda persona tiene (divertido, cariñoso, trabajador, educado...), así como sus puntos fuertes (por ejemplo, buena capacidad visoespacial...). Debemos huir de los términos absolutos (nunca, siempre, constantemente...) a la hora de describir las capacidades y/o limitaciones de una persona, ya que sus connotaciones son muy negativas y además no suelen ajustarse a la realidad (por ejemplo, nunca mira a la cara). También es bueno evitar hablar en términos de cualidades estables e inmutables («es» vs. «tiene, se caracteriza, presenta, muestra, hace, observamos...)», puesto que éstos no contemplan la posibilidad de progreso, algo que es a todas luces incorrecto. Como hemos dicho, el informe debe incluir orientaciones personalizadas e individualizadas, las cuales deben señalar los principales objetivos de intervención en cada área, explicando brevemente cómo alcanzarlos, y, siempre que sea posible, incluyendo información sobre materiales, re-

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cursos y bibliografía que contribuyan a ello. Es decir, las orientaciones deben señalar qué objetivos son relevantes para cada persona, pero también cómo lograrlos. Un elemento esencial dentro de las orientaciones tiene que ver con la derivación a recursos de apoyo adecuados, así como, en muchas ocasiones, con valorar la modalidad educativa más adecuada para cada persona. Respecto a la derivación a servicios de apoyo, entendemos como parte del proceso de evaluación y diagnóstico ayudar a las familias atendidas a encontrar profesionales o un centro que pueda darles apoyo y que se adecúe a sus necesidades. En aquellos casos en los que las familias no residan en nuestra localidad, consultaremos con profesionales de su zona. Para ello solemos recurrir a los compañeros y compañeras de la red formada por los profesionales del autismo (www.aetapi.org). Otro aspecto muy relevante de las orientaciones es que éstas no sólo se centren en aspectos vinculados a aumentar las competencias de la persona evaluada, siendo esencial que incluyamos objetivos encaminados a mejorar su adaptación funcional a su entorno y lograr resultados personales dirigidos a mejorar su calidad de vida, así como para ayudar a la familia a abordar las situaciones que les están resultando difíciles en el día a día. En nuestros informes no incluimos un apartado que recoja el conjunto de las orientaciones en bloque al final del mismo, sino que en cada sección, tras describir las competencias de la persona o los diferentes contextos en los que se desarrolla, aportamos orientaciones para esa área (Palomo y cols., 2005). Pensamos que de ese modo es más fácil conectar las necesidades de la persona con los apoyos para ayudarla a avanzar y así facilitar que las familias entiendan el papel de las acciones sugeridas. Al final del informe incluimos un resumen con las orientaciones prioritarias, para que éstas queden claras. En relación con el diagnóstico, a la hora de emitir nuestro juicio es importante que lo razonemos, es decir, que brevemente expliquemos los argumentos en los que apoyamos nuestra conclusión. Es

fundamental explicitar los criterios utilizados, siendo necesario que éstos estén validados y consensuados internacionalmente (Díez-Cuervo y cols., 2005), evitando términos confusos, obsoletos o sencillamente inadecuados (Palomo y cols., 2005). El informe debe ser comentado con la familia, asegurándonos de que se comprende y aclarando las dudas que pudieran existir. Siguiendo el modelo desarrollado por los profesionales del Centro de Comunicación Social fundado por Lorna Wing, pensamos que es una buena práctica dejar los informes abiertos a su modificación en base a  los comentarios de las familias. El primer informe que éstas reciben se entiende como un borrador (incluso se marca como tal). Esto no implica que el informe esté inacabado, sino que únicamente enfatiza la importancia de contar con la retroalimentación de la familia (por ejemplo, que no haya información que no se entienda, corregir posibles errores, que no incluya información que consideren privada) antes dar por concluido el proceso (Palomo y cols., 2005). Como ya hemos dicho, las familias y los profesionales son un equipo. Una vez que el proceso de evaluación ha concluido, tras el envío del informe a las familias y su análisis con ellas, creemos que es importante que sepan que pueden contar con los profesionales que les han atendido para comentar cualquier duda que les surja o para realizarnos alguna consulta.

4. CONCLUSIONES Cuando un número muy significativo de familias de personas con autismo no están satisfechas  con el proceso de evaluación por el que han pasado (Brogan y Knussen, 2003; GETEA, 2003a, b; Howlin y More, 1997), se hace evidente que debemos revisar nuestra forma de trabajar. La ética nos obliga a hacerlo. De cara a cuestionarse la propia práctica, nos parece que un ejercicio muy interesante sería que todos los profesionales que realizan evaluaciones diagnósticas, o de cuyas © Ediciones Pirámide

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decisiones depende cómo éstos se organicen, se preguntaran cómo les gustaría que fuera el proceso de evaluación por el que su familia y su hijo deben pasar si sospecharan que su hijo puede tener autismo, e hiciéramos lo que esté a nuestro alcance para que nuestras prácticas se acerquen a eso que querríamos para nosotros. Una de las cosas fundamentales que se revela al hacer este ejercicio es que las necesidades de las familias van mucho más allá de simplemente conocer el diagnóstico que explique las necesidades de su hijo. Su deseo es entenderle (por qué se comporta así, qué le pasa, qué implicaciones tiene el trastorno, cuáles son sus capacidades, cuál es su pronóstico...) y poder ayudarle (qué necesidades tiene, cuáles son los objetivos fundamentales de apoyo y las estrategias más adecuadas para lograrlos, cómo le ayudo para que se desarrolle todo lo posible, cómo manejamos las dificultades que a veces surgen en el día a día...). La evaluación debe tratar de satisfacer el conjunto de necesidades de la familia. En ese proceso de mejora, pensamos que es importante tener en cuenta algunos aspectos fundamentales. Uno de ellos tiene que ver con los responsables de la evaluación. Las guías de buenas prácticas enfatizan la complejidad de la evaluación diagnóstica en el ámbito de los TEA, razón por la cual se recomienda que esta tarea la realicen expertos. En relación con esto, conviene recordar la recomendación de la guía de buenas prácticas para el diagnóstico desarrollada por el California Department of Developmental Services, y recogida por Belinchón y cols. (2008, p. 37): «[...] los profesionales no deben ofrecer conclusiones diagnósticas concernientes a trastornos clínicos sobre los que tengan una experiencia limitada o nula. Esta exigencia ética asume que las alteraciones evolutivas y psiquiátricas son campos muy amplios dentro de los cuales ningún clínico por sí solo puede conocerlo todo sobre todos los trastornos y condiciones (2002, p. 8)». Que la evaluación la realice un experto es condición necesaria para la calidad del proceso, pero

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no suficiente. Hacen falta algunos elementos más. Uno de ellos es que la evaluación realizada sea completa y exhaustiva, de tal forma que dé respuesta al conjunto de las necesidades de la familia. Como hemos repetido en numerosas ocasiones, los requisitos para una evaluación de calidad exigen que, como mínimo, se evalúe la historia clínica y las competencias psicológicas (inteligencia, lenguaje, habilidades adaptativas y síntomas de autismo), utilizando herramientas apropiadas, y se complete la evaluación con una valoración biomédica. Realizar una evaluación completa exige tiempo, lo cual debe ser contemplado en el diseño de los servicios de evaluación y diagnóstico. Para lograr la calidad del servicio todavía falta un elemento crucial: la actitud del profesional. Las buenas prácticas exigen tanto calidad como calidez (Tamarit, op. cit.). Tan fundamental es que el profesional tenga un amplio conocimiento sobre autismo, como que sea una persona sensible, empática y cercana, que sepa entender a la familia, aliarse con ella y guiarle con sensibilidad y claridad, en un momento tan difícil.

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Pruebas de evaluación de síntomas de los trastornos del espectro de autismo RUBÉN PALOMO SELDAS

1.

INTRODUCCIÓN

La evaluación de los síntomas de los trastornos del espectro de autismo (TEA) con una herramienta de buena sensibilidad y alta especificidad es uno de los elementos esenciales de la valoración de competencias psicológicas que debe hacerse en el proceso de evaluación y diagnóstico de una persona con sospechas de tener un TEA (Díez-Cuervo y cols., 2005; Howlin, 1998; Filipeck y cols., 1999). Utilizar pruebas estandarizadas de valoración de síntomas de TEA nos parece un requisito imprescindible de toda evaluación de calidad. De entre éstas, debemos utilizar aquellas que han sido diseñadas y validadas para asistir al diagnóstico diferencial. Emplear este tipo de pruebas tiene enormes ventajas (Lord, 2000). Estas herramientas analizan los síntomas centrales del trastorno, ofreciéndonos una definición pormenorizada y operativa de cada uno de ellos, lo que facilita tanto su observación como la comunicación entre profesionales. La estandarización de los procedimientos de recogida de información homogeneiza la forma en que los síntomas son evaluados e interpretados por diferentes profesionales (Lord y Corsello, 2005). Además, puesto que algunas de las pruebas están baremadas, podemos utilizarlas para estudiar el grado de desviación de los comportamientos analizados respecto al grupo de referencia. Existen diferentes tipos de herramientas para evaluar los síntomas de TEA: pruebas de obser-

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vación, cuestionarios y escalas de valoración para padres y/o profesores (u otros profesionales) y entrevistas. Las pruebas de observación permiten al profesional experto evaluar de manera directa los diferentes síntomas de TEA. Su mayor limitación es la probabilidad de que, en el tiempo que dura la evaluación, algunas de las alteraciones características de TEA —especialmente el repertorio restringido de conductas e intereses (RRCI)— no se manifiesten, o lo hagan de manera sutil (Lord y Corsello, 2005). Por su parte, la información aportada por la familia es fundamental para conocer si la persona muestra este tipo de síntomas, así como para ayudarnos a contextualizar algunas de las conductas observadas. Por ejemplo, las familias pueden aclararnos si el gran interés que hemos observado que muestra el niño por ciertos objetos es realmente un interés marcado e intenso, que le ocupa mucho tiempo (Lord y Corsello, 2005). Además, solicitar información a las familias (y otros profesionales que conozcan bien al niño) nos permite conocer cómo es la conducta habitual del niño o cómo se comporta en contextos a los que no siempre tenemos fácil acceso, como es el caso de la relación con iguales. Por supuesto, la entrevista con la familia también nos ofrece la posibilidad de evaluar en detalle la historia de desarrollo de su hijo. Los problemas de recabar información de familias o profesionales no especializados tienen que ver sobre todo con que no hayan detectado ciertas dificultades cualitativas sutiles, que interpreten de

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manera equivocada algunos síntomas, que hayan olvidado algunos detalles o que el conocimiento acumulado haya sesgado sus recuerdos. Aunque las guías de buenas prácticas recomiendan el uso de al menos una herramienta de evaluación y diagnóstico de TEA, dado que los cuestionarios y entrevistas a padres y las herramientas de observación directa se complementan mutuamente (Ozonoff y cols., 2006), lo ideal es utilizar dos pruebas. De hecho, Risi, Lord, Gotham y cols. (2006) encontraron que la combinación de una entrevista a padres evaluando el momento de aparición de los síntomas de TEA (ADI-R; Rutter, LeCouteur y Lord, 2003) y otra de observación directa (ADOS-G; Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2002), ofrece el mejor balance de sensibilidad y especificidad a la hora de hacer un diagnóstico. Puesto que la calidad de la herramienta utilizada incide directamente en la solidez de las conclusiones que saquemos al analizar sus resultados, conocer y tener en cuenta las propiedades psicométricas de las pruebas que empleamos es fundamental (Naglieri y Chambers, 2009). Por eso, estudiar la fiabilidad y validez de las pruebas es importante de cara a interpretar el alcance de los resultados. La fiabilidad es el grado en que una prueba no está sujeta a errores de medida. Para evaluarla podemos usar diferentes métodos: consistencia interna de la prueba, fiabilidad test-retest, fiabilidad inter-jueces, consistencia interna y fiabilidad respecto a otras pruebas... La validez hace referencia al grado de soporte empírico y teórico que sustenta la interpretación de las puntuaciones de una herramienta: ¿en qué medida estamos evaluando lo que nos proponíamos evaluar? Es la característica más relevante de una prueba. Existen varios tipos de validez; los más importantes son: de constructo, de contenido y relativo a un criterio (p. ej., resultados en otras pruebas, el diagnóstico de expertos...). Puesto que la validez se relaciona con el nivel de evidencia que apoya la interpretación de los resultados de una prueba, la mejor fuente de validez para un

instrumento concreto dependerá del uso que se le vaya a dar. Hacer un análisis exhaustivo de la fiabilidad y validez de las pruebas de evaluación de síntomas excede los objetivos de este capítulo. Quien desee conocer información detallada sobre la fiabilidad y validez de las principales herramientas de diagnóstico de TEA puede consultar los trabajos de Lord y Corsello (2005) o Naglieri y Chambers (2009). En el presente capítulo simplemente nos proponemos destacar dos elementos fundamentales de la capacidad diagnóstica de una prueba (de su validez en relación con otras variables: el resultado de la herramienta en relación con el verdadero diagnóstico): la sensibilidad y la especificidad. La sensibilidad nos informa de la proporción de personas con TEA que son correctamente identificadas con la prueba. La sensibilidad no tiene en cuenta los casos en los que nos equivocamos diagnosticando TEA a alguien que no lo tiene. Únicamente analiza que no dejemos a ninguna persona con TEA sin diagnosticar como tal. Por eso esta medida se complementa con la especificidad, que es la capacidad de la herramienta para no equivocarse, clasificando como TEA a alguien que no lo tiene (sin tener en cuenta la cantidad de gente con TEA sin recibir este diagnóstico). En ambos casos, el criterio que debe alcanzar la herramienta para considerarse adecuada suele ser del 80 por 100 o superior. Como dijimos al comienzo del capítulo, una herramienta de diagnóstico debe mostrar buena sensibilidad y alta especificidad. En algún caso comentaremos también otra importante propiedad de las pruebas, que no ha sido tan estudiada: el valor pronóstico positivo, es decir, la capacidad que tiene la prueba para diagnosticar TEA correctamente; es decir, la probabilidad de que si nuestra prueba dice que una persona tiene TEA, realmente lo tenga. El valor pronóstico negativo sería la capacidad de la prueba para rechazar el diagnóstico de TEA correctamente. El valor predictivo positivo y negativo dependen de la incidencia de un trastorno, por lo © Ediciones Pirámide

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Pruebas de evaluación de síntomas de los trastornos del espectro de autismo

que en aquellos de baja prevalencia es más complejo que estos índices sean elevados. Generalmente se acepta como adecuado un valor del 70 por 100 o superior. El conjunto de estas cuatro propiedades nos permite conocer en profundidad el valor predictivo de una prueba. Como vimos en el capítulo anterior, de acuerdo con Díez-Cuervo y cols. (2005) una evaluación psicológica de calidad, junto a los síntomas de TEA, debe incluir la valoración de la capacidad intelectual, las habilidades adaptativas y el lenguaje. Además de la valoración de las competencias psicológicas, una evaluación diagnóstica de calidad debe incluir también la recogida de la historia clínica y una evaluación biomédica. En el capítulo anterior describimos cada uno de estos elementos, así como las herramientas de las que disponemos para recoger la historia de desarrollo y evaluar las capacidades psicológicas. Al hacerlo no profundizamos en las pruebas de evaluación y diagnóstico de TEA, limitándonos a enumerar las más importantes. Es por eso que en este capítulo vamos a comentar brevemente las principales pruebas de evaluación de síntomas de TEA, describiendo con más detalle los nuevos desarrollos de las dos pruebas más utilizadas, el ADI-R y el ADOS-G. Para hacerlo partiremos de las revisiones hechas por otros autores (Gamiel y Yirmiya, 2009; Lord y Corsello, 2005; Naglieri y Chambers, 2009; Ozonoff y cols., 2006). Tras describir las pruebas analizaremos brevemente las claves esenciales para realizar un diagnóstico diferencial.

2. CUESTIONARIOS Y ESCALAS DE VALORACIÓN DE SÍNTOMAS A continuación describiremos algunos cuestionarios y escalas que pueden ser utilizados para recabar información sobre los síntomas de TEA durante la evaluación, muchos de los cuales también pueden usarse como herramientas de cribado. La principal ventaja de los cuestionarios y

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escalas de valoración frente a las entrevistas es que nos permiten recoger mucha información sin apenas coste de tiempo para el evaluador. A pesar de que aportan información relevante, su uso no debería sustituir al de una entrevista completa, más rica y profunda, y siempre deberían emplearse junto con otra herramienta de evaluación de síntomas de TEA de probada fiabilidad y validez. Una de las primeras pruebas para evaluar autismo es la lista de comprobación de comportamientos autistas de Krug (Autism Behaviour Checklist, ABC-Krug), que forma parte del instrumento para el cribado de autismo y la planificación educativa (Autism Screening Instrument for Educational, AISEP) (Krug, Aric y Almond, 1980). Consta de un listado de 57 síntomas de autismo que los profesores o los padres pueden completar, indicando si los han observado o no. Krug y cols. (1993, c.e. Lord y Corsello, 2005) modificaron el punto de corte original (68), situándolo en 53, para lograr una sensibilidad de 77 por 100 y una especificidad de 91 por 100. Debido a su baja validez convergente y a que el ABC-Krug se construyó basándose en un modelo de autismo anterior al actual, Lord y Corsello (2005) no recomiendan su uso ni como herramienta de cribado ni para el diagnóstico. Recientemente se ha publicado la 3.ª versión del AISEP (Krug, Arick y Almond, 2008). El cuestionario de comunicación social (Social Communication Questionarire, SCQ; Rutter, Bayley y Lord, 2003) está diseñado para que padres y profesionales que conozcan bien a la persona evaluada contesten a las 40 preguntas que forman el algoritmo diagnóstico del ADI-R (que enseguida comentaremos) en formato de respuesta cerrada (sí/no). Como éste, tiene dos versiones: «dificultades actuales» y «toda la vida». Esta última es la que debemos utilizar con fines diagnósticos. La correlación entre los resultados del SCQ y del ADI-R es alta (Berument, Rutter, Lord y cols., 1999; Corsello y cols., 2007; Bishop y Norbury, 2002). Originalmente, Berument y cols. (1999) propusieron utilizar como punto de corte para

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TEA una puntuación de 15 y de 22 para autismo. Usando 15 como punto de corte, el SCQ demostró una sensibilidad del 85 por 100, una especificidad del 75 por 100 y unos valores predictivo positivo y negativo del 93 y del y 55 por 100 respectivamente. Corsello y cols. (2007) analizaron la utilidad del SCQ para discriminar entre TEA y autismo y otros trastornos del desarrollo en una muestra más amplia, formada por personas más jóvenes, en concreto desde los 2 años a los 16 (en el trabajo de Berument y cols., la media de edad era 23,08 años; S = 8,07; rango 4,01-40,03), encontrando que las propiedades psicométricas del SCQ no eran tan altas como en el trabajo original, especialmente con niños menores de 8 años. Los autores proponen reducir a 12 el punto de corte, aunque éste puede variar sobre la base de la edad del niño y el propósito de la evaluación, por lo que ofrecen diferentes puntos de corte para utilizar en función de la edad y de si nos interesa priorizar la sensibilidad (para la detección) o la especificidad (para el diagnóstico o la investigación) (véase Corsello y cols., 2007, tabla 5, p. 937). Corsello y cols., insisten en la necesidad de combinar el SCQ con otra herramienta a la hora de hacer un diagnóstico, siendo especialmente recomendable que esa otra medida sea el ADOS-G. La escala de valoración de autismo de Gilliam (Gilliam Autism Rating Scale, GARS; Gilliam, 1995) fue diseñada para evaluar a personas con posible TEA de entre 3 y 22 años. Consiste en un listado de 56 comportamientos que deben ser valorados en una escala de severidad de 4 puntos (basada en la frecuencia con que ocurre esa conducta) por padres o profesores. Incluye cuatro escalas: interacción social, comunicación, conducta estereotipada y alteraciones del desarrollo. Esta última analiza el desarrollo evolutivo del niño, mientras que el resto se centran en la conducta actual. El conjunto de los datos se agrupan en una puntuación total (el cociente de autismo), que está baremada y ofrece el grado de probabilidad de tener autismo. Puede calcularse con todas o parte de las escalas. La prueba presenta di-

ferentes problemas (Lord y Corsello, 2005). Dado que su sensibilidad es muy baja (48 por 100, South y cols., 2002, c.e. Ozonoff y cols., 2006), no se recomienda su uso para el diagnóstico (Lord y Corsello, 2005). Recientemente se ha publicado una segunda versión de la escala, el GARS-2 (Gilliam, 2006), que sigue presentando una baja sensibilidad (Norris y Lecavalier, 2010), además de otros problemas (Pandolfi, Magyar y Dill, 2010). La escala de responsividad social (Social Responsiveness Scale, SRS; Constantino y Gruber, 2005) trata de evaluar las alteraciones en interacción social recíproca de las personas con autismo a través de 65 preguntas dirigidas a padres y profesionales, valorando diferentes dificultades que presentan las personas con TEA en cognición social, comunicación social, reciprocidad, ansiedad social y preocupaciones y otros rasgos característicos de TEA. La prueba ofrece un resultado total que valora la severidad de las dificultades sociales. Esta puntuación se interpreta como una variable distribuida de manera continua (Constantino y cols., 2000). También ofrece puntuaciones en cinco escalas de tratamiento que recogen la competencia social en comprensión, expresión, cognición y motivación social, y una quinta escala denominada preocupaciones autistas. Cada ítem valora la frecuencia con que se observa esa conducta, en una escala de 4 puntos. Puede utilizarse para valorar el comportamiento de personas entre 4 y 18 años. Situando el punto de corte en 75 la prueba muestra una sensibilidad del 85 por 100 y una especificidad del 75 por 100 (Constantino y cols., 2000). Lord y Corsello (2005) recomiendan el uso de esta herramienta para valorar la severidad de los síntomas y la respuesta al tratamiento, más que como prueba de diagnóstico. Una herramienta de reciente creación para evaluar los síntomas de autismo son las escalas de valoración de espectro autista (Autism Spectrum Rating Scales, ASRS; Goldstein y Naglieri, 2009). Cuenta con dos formatos: infancia temprana (2 a 5 años) y edad escolar (6 a 18), cada © Ediciones Pirámide

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uno de los cuales tiene una versión abreviada de 15 ítems que puede ser utilizado como herramienta de cribado (las formas completas constan de 70 y 71 ítems respectivamente). Las áreas evaluadas son la socialización, la reciprocidad social y emocional, el lenguaje atípico, las conductas estereotipadas, la rigidez, las alteraciones sensoriales, la atención y la capacidad de autoregulación. En España contamos con el inventario de espectro autista (IDEA) de Ángel Rivière (1997a, b), que podría considerarse como una escala de valoración para profesionales expertos en la evaluación y el diagnóstico. El inventario permite organizar la información disponible sobre la competencia de la persona evaluada en doce funciones psicológicas agrupadas en cuatro grandes áreas: social, comunicación y lenguaje, flexibilidad mental y comportamental, y ficción e imaginación. Cada dimensión se puntúa en cuatro posibles niveles de severidad. Los objetivos del IDEA son valorar la severidad de los síntomas, establecer objetivos de intervención partiendo del nivel de limitación detectada y evaluar la evolución de los síntomas tras la intervención. La organización funcional de los síntomas nos parece una de las aportaciones más interesantes del IDEA. Muchos profesionales lo emplean como herramienta de diagnóstico, aunque, como señaló su autor, «... el inventario no se ha construido con el objetivo de ayudar al diagnóstico diferencial del autismo (aunque pueda ser un dato más a tener en cuenta en ese diagnóstico), sino de valorar la severidad y profundidad de los rasgos autistas que presenta una persona, con independencia de cuál sea su diagnóstico diferencial» (Rivière, 1997, pp. 144). Desde una perspectiva metodológica rigurosa, creemos que resulta precipitada la cantidad de elogios que el IDEA acumula como herramienta diagnóstica o de medida de la severidad de los síntomas, dado que sus propiedades psicométricas (i.e., su fiabilidad y validez), que sepamos, no han sido estudiadas empíricamente. Otros problemas, ya destacados

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por Martos (2001), son que no existen normas estandarizadas para su uso (ni para obtener la información ni para puntuar el inventario), que las dimensiones y niveles no son homogéneos, o que no ha sido evaluada su capacidad para detectar el cambio sintomatológico a lo largo del tiempo. Aunque la investigación no ha conseguido encontrar evidencias contundentes de que el síndrome de Asperger y el autismo sin discapacidad intelectual (DI) son dos entidades diferentes (Borreguero, 2005; Klin y cols., 2005), se han desarrollado varias herramientas que pretendían contribuir a la diferenciación clínica de ambos trastornos, facilitando el diagnóstico diferencial. Algunas de estas escalas y cuestionarios son la entrevista de diagnóstico de síndrome de Asperger y autismo de alto funcionamiento (ASDI; Gillberg, Gillberg, Rastam y Wentz, 2001), la escala de diagnóstico del síndrome de Asperger (Asperger’s Síndrome Diagnostic Scale, ASDS; Myles, Bock y Sympson, 2001; Goldstein, 2002) o la escala de valoración de Asperger de Gilliam (Gilliam Asperger Disorder Scale, GARS; Gilliam, 2001). Estas escalas (algunas de las cuales ofrecen datos escasos o inexistentes sobre su fiabilidad y validez, o sobre su sensibilidad y especificidad; véase Campbell, 2005 o, en español, Belinchón y cols., 2008) no han logrado demostrar su utilidad para diferenciar autismo y Asperger, por lo que las herramientas no se recomiendan para el diagnóstico. En la clínica se pueden utilizar para recoger rápidamente información general sobre el comportamiento de la persona que va a ser evaluada, siendo necesario emplear otra herramienta de evaluación más adecuada y completa para realizar el diagnóstico. En el ámbito de la evaluación de adultos con TEA, recientemente Ritvo y cols. (2010) han publicado la versión revisada de la escala Ritvo para el diagnóstico de autismo/Asperger (RAADS-R); se trata de un cuestionario de 80 preguntas que ha demostrado ser una herramienta fiable y válida (sensibilidad  =  97 por 100 y especificidad =

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100 por 100) a la hora de asistir, en combinación con otros instrumentos, al diagnóstico de adultos.

2.1.

Entrevista diagnóstica

La entrevista semiestructurada es una herramienta muy útil para el diagnóstico. Es necesaria para conocer la historia de desarrollo de una persona, y además nos permite estudiar su comportamiento habitual. El formato de la entrevista hace posible profundizar en los detalles de ciertas conductas o explorar elementos que surgen durante la conversación y que no se preveían inicialmente. Además, minimiza algunas de las limitaciones de los cuestionarios, ya que permite dar ejemplos que reduzcan las dificultades para interpretar algunos comportamientos o hace posible aclarar malos entendidos cuando los detectamos. Sus limitaciones principales son las comentadas respecto a obtener información de los padres (sesgos de memoria, capacidad de observación...), a las que se suma el largo tiempo que implican y el que en ocasiones el propio evaluador puede sesgar la entrevista dirigiendo sus preguntas de tal forma que encuentre lo que busca. A continuación comentamos las principales herramientas de diagnóstico de TEA. Comenzaremos describiendo la entrevista diagnóstica de autismo revisada (Autism Diagnostic InterviewRevised, ADI-R; Lord, Rutter y Le Couteur, 1994; Rutter, LeCouteur y Lord, 2003). Dado que el ADI-R es la entrevista diagnóstica más recomendada por los expertos (Filipeck y cols., 1999), vamos a describirla en detalle, así como sus nuevos desarrollos. Posteriormente comentaremos brevemente otras interesantes entrevistas diagnósticas. 2.1.1.

La entrevista diagnóstica de autismo revisada (ADI-R)

La entrevista diagnóstica de autismo revisada (Autism Diagnostic Interview-Revised, ADIR; Lord y cols., 1994; Rutter, LeCouteur, Lord,

2003) es la versión revisada del ADI (Lord, Rutter, Goode y cols., 1989). Es una entrevista semiestructurada diseñada para evaluar los síntomas de autismo, según éstos han sido definidos por el DSM-IV y la CIE-10. Incluye 93 ítems que recogen información sobre los antecedentes de la persona evaluada, elementos básicos sobre su desarrollo temprano (incluyendo la pérdida de habilidades) y la aparición de los primeros síntomas, centrando la entrevista en las dificultades sociales, de comunicación y lenguaje, simbólicas, y en la presencia de conductas e intereses repetitivos y restringidos. También recoge la presencia de algunos comportamientos no específicos de TEA, como las habilidades especiales. Para el uso clínico se puede utilizar una versión más corta, que incluye únicamente los 42 ítems que pueden formar parte del algoritmo diagnóstico. La administración de esta versión supone una hora y media (Lord y cols., 1994). Para valorar cada comportamiento el ADI-R realiza una pregunta general sobre el mismo. A partir de la información aportada por la familia, podemos realizar otras preguntas complementarias que nos ayudarán a definir las características de esa conducta. Según la conducta observada, la herramienta valora cómo es actualmente, cómo era entre los 4 y los 5 años (período en el que se supone que los síntomas son más claros) y/o si ha estado presente en algún momento. Cada comportamiento debe categorizarse en base a su severidad, en una escala de 3 o 4 puntos. El conjunto de las preguntas de la entrevista se organiza en tres grandes dominios: interacción social, comunicación y lenguaje y RRCI, al que se suma el momento de aparición de los síntomas. Para cada dominio, la herramienta ofrece un punto de corte para autismo, aunque no para TEA (si bien varios autores lo han propuesto; véase Cox y cols., 1999; Chawarska y cols., 2007; Dawson y cols., 2004; Gray y cols., 2007; Risi y cols., 2006; Ventola y cols., 2006). El ADI-R ofrece diferentes algoritmos en función de si la persona tiene o no lenguaje, o de los propósitos de la © Ediciones Pirámide

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evaluación. Uno permite evaluar el momento actual (recomendado para observar la evolución o planificar apoyos) y otro es utilizado para el diagnóstico (incluyendo sobre todo la evaluación de los síntomas entre los 4 y 5 años). A la hora de hacer un diagnóstico, con niños menores de 4 años se debe usar el algoritmo «actual». Aunque no es imprescindible realizar un curso de formación para utilizar el ADI-R en el ámbito clínico, sí es muy recomendable. Lo que sí es necesario es que el evaluador tenga mucha experiencia en autismo, así como entrevistando a familias (Lord y Corsello, 2005). La validación del ADI-R se realizó con una muestra bastante reducida, a pesar de lo cual demostró buenas propiedades psicométricas, que han sido confirmadas en trabajos posteriores de otros grupos (Lord y Corsello, 2005). El ADI-R funciona bien con niños con una edad mental no verbal igual o superior a 2 años (Lord y cols., 1994). Según Lord y Corsello (2005), la entrevista es muy buena diferenciando autismo de otros trastornos del desarrollo, como la DI (Lord y cols., 1994; Risi y cols., 2006) o el trastorno receptivo del lenguaje (Mildenberger, Sitter, Noterdaeme y Amorosa, 2001). Sin embargo, muestra dificultades para clasificar correctamente a niños con una edad mental inferior a 18-20 meses (Cox y cols., 1999; Lord y cols., 1993; Lord, 1995) y a niños menores de 3 años (Chawarska y cols., 2007; Kim y Lord, 2012; Lord y cols., 1993, Risi y cols., 2006), grupos mayoritarios en las primeras consultas diagnósticas. Varios trabajos han encontrado que el ADI-R muestra importantes limitaciones en especificidad (Kim y Lord, 2012; Ventola y cols., 2006; Wiggins y Robins, 2008). También se ha comprobado que el rendimiento de la herramienta al evaluar a personas con TEA sin DI también es menor al deseado (Lord y Corsello, 2005). Para superar las limitaciones del ADI-R al evaluar a niños pequeños, el grupo de Lord ha propuesto un nuevo algoritmo y ha diseñado una nueva prueba, las cuales pasamos a comentar.

2.1.2.

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El ADI-R para niños menores de 4 años: el nuevo algoritmo y la nueva prueba, el Toddlers ADI-R

Para mejorar la capacidad del ADI-R de hacer diagnósticos precisos de autismo en niños menores de 4 años, el grupo de Lord ha creado una nueva herramienta partiendo del ADI-R, el Toddlers ADI-R (que sepamos, aún no se ha comercializado, pero se pueden consultar los ítems que analizan si ha existido una pérdida de habilidades en Lord, Shulman y DiLavore, 2004). Esta versión suma a las preguntas y codificaciones del ADI-R (referidas siempre al momento actual) otros 25 nuevos ítems dirigidos a profundizar en el análisis de la aparición de los síntomas de autismo y del desarrollo temprano. Kim y Lord (2012) han estandarizado un algoritmo diagnóstico para esta herramienta, el cual es compatible con el ADI-R, ya que los ítems que lo componen se solapan en las dos versiones de la entrevista. El nuevo algoritmo para el actual ADI-R (validado en una muestra de 695 niños, con 829 evaluaciones) mejora la capacidad de la herramienta para diferenciar autismo de otros trastornos en niños de entre 12 y 47 meses, con una capacidad intelectual no verbal de al menos 10 meses (el ADI-R se validó en una muestra de chicos de entre 3 y 5 años, con una edad mental a partir de 21 meses), utilizando un menor número de ítems (entre 13 y 20). El Toddlers ADI-R ofrece tres algoritmos diferentes para tres grupos distintos (véase Kim y Lord, 2012, tabla 2, p. 88), organizados en función de la edad y la capacidad verbal del niño, que son: a) todos los niños de 12 a 20 meses y niños de 21 a 47 meses no verbales; b) niños de 21-47 meses que usan palabras sueltas, y c) niños de 21-47 meses que usan frases. En cada grupo, las conductas se organizan en tres factores, aunque es importante recordar que los ítems de cada uno varían para cada grupo. En los dos primeros los factores hallados fueron: alteraciones socioafectivas, conducta repetitiva y restrictiva y un

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tercer factor que agrupa imitación, gestos y juego. Este último no se incluye en el algoritmo, dado que su capacidad para discriminar entre TEA y no TEA no fue buena y además correlacionó negativamente con el CI verbal. En el grupo de mayor edad y capacidad verbal también se encontraron tres factores. Uno que agrupa el de alteraciones socio-afectivas y el formado por imitación, gestos y juego, denominado comunicación social, otro referido a la conducta repetitiva y restrictiva, y por último el factor reciprocidad e interacción con iguales (Kim y Lord, 2012). Para cada algoritmo se obtiene una puntuación total que refleja la suma del conjunto de los ítems que lo forman. El Toddlers ADI-R analiza los resultados totales obtenidos en base a rangos de preocupación: poco o nada, de ligera a moderada y de moderada a severa. Los rangos se han construido para que el 80 por 100 de los niños con TEA, y no más del 5 por 100 de aquellos con desarrollo típico, se sitúen en la zona de riesgo, es decir, a partir de una preocupación ligera. Para el conjunto de los tres grupos, esta medida clasificaba correctamente como «sin riesgo» al 67-81 por 100 de los niños que no tenían TEA (Kim y Lord, 2012). Además de los rangos de preocupación, el Toddlers ADI-R ofrece dos medidas diferentes, una recomendada para el uso clínico —más inclusiva, con máxima sensibilidad y adecuada especificidad (70 por 100)— y otra para la investigación —más restrictiva, con máxima especificidad y adecuada sensibilidad (80 por 100)—. Los puntos de corte se sitúan en la línea que marca el comienzo de las preocupaciones y varían entre los grupos. La sensibilidad de los nuevos algoritmos para diagnosticar TEA varía del 70 al 77 por 100 en el de investigación, y del 80 al 94 por 100 en el clínico (la menor sensibilidad la encontramos en el grupo de mayor capacidad verbal), y la especificidad se encuentra entre el 86 y el 93 por 100 en el de investigación y entre el 70 y el 86 por 100 en el clínico. Respecto al anterior algoritmo, el uso en el nuevo de las dos medidas utilizadas aumenta sensiblemente la especificidad (del orden

del 37-42 por 100) en el grupo de niños de 12 a 20 meses y niños de 21 a 47 meses no verbales, disminuyendo ligeramente la sensibilidad. En el grupo de niños de 21-47 meses que usan palabras no hay cambios significativos, pero en el que usan frases aumentan significativamente ambas medidas (Kim y Lord, 2012). Varios trabajos han lanzado dudas sobre la utilidad del criterio referido a la presencia de un RRCI para detectar TEA, especialmente en niños menores de 3 años (Gray y cols., 2007; Ventola y cols., 2006; Wiggins y Robins, 2008). En relación con esto, Kim y Lord (2012) argumentan que, según los resultados de su trabajo, la presencia de conductas repetitivas y restringidas en esta población contribuye significativamente al diagnóstico, igual que lo hace con niños más mayores (Risi y cols., 2006). Además, defienden que la estructura del Toddlers ADI-R permite clasificar a un niño como TEA o con riesgo de TEA sin necesidad de que presente un RRCI (que sus datos demuestran que sí presentan). Sólo necesita mostrar un buen número de dificultades sociales y comunicativas. 2.1.3.

Otras entrevistas diagnósticas

Otra importante herramienta es la entrevista diagnóstica para trastornos de la comunicación social (Diagnostic Interview for Social and Communication Disorders, DISCO, Wing, Leekam, Libby y cols., 2002). Esta entrevista semiestructurada ha sido baremada para poder utilizarse para evaluar a personas de cualquier edad y nivel de capacidad. El desarrollo de la escala está íntimamente ligado al concepto de espectro autista de Lorna Wing (1988). El objetivo principal de la DISCO es la valoración del nivel de competencia alcanzado en cada una de las dimensiones que definen el espectro autista, para, desde ahí, planificar los apoyos (Lord y Corsello, 2005). La DISCO recoge la historia de desarrollo y evalúa el nivel de severidad del trastorno en las áreas que lo definen (alteraciones sociales, comunicativas, en imaginación social, conductas repetitivas), pero también © Ediciones Pirámide

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explora otras competencias asociadas o no al autismo (dificultades emocionales, problemas de conducta, habilidades de autonomía, alteraciones sensoriales..., así como otras áreas relevantes). La persona entrevistada debe conocer bien a la persona que se evalúa, ya que la entrevista es muy detallada. Al completarla, se puede incluir información de diversas fuentes, como la observación directa. De las diferentes conductas analizadas se valora su presencia actual o en cualquier momento, así como su grado de severidad. La prueba permite utilizar diferentes sistemas clasificatorios a la hora de establecer el diagnóstico de TEA. También puede ser usada para la evaluación de diferentes discapacidades del desarrollo, así como de trastornos psiquiátricos. La revisión de Lord y Corsello (2005) identifica que la herramienta muestra algunas limitaciones de fiabilidad interjueces en algunos de los ítems de interacción social y conductas repetitivas. Otra entrevista que se utiliza en la evaluación diagnóstica de personas con TEA es la entrevista evolutiva, diagnóstica y dimensional (Developmental, Diagnostic and Dimensional Interview, 3Di, Skuse y cols., 2004). Recientemente el grupo ha desarrollado una versión reducida de la entrevista (Santosh y cols., 2009). Por último, la entrevista de autismo para padres (Parent Interview for Autism, PIA; Stone, Coonrod, Pozdol y Turner, 2003) se utiliza para evaluar el cambio de los síntomas de TEA en niños de entre 2 y 6 años.

2.2. Pruebas de observación Los síntomas más característicos de los TEA tienen que ver con aquello que las personas con el trastorno no hacen en el ámbito social, es decir, sus síntomas negativos en el ámbito de la interacción social recíproca y la comunicación (dificultades para mirar a la cara, observar a las personas, dirigir una variedad de expresiones emocionales, utilizar gestos o la mirada para compartir la atención de otra persona sobre algo de su interés, comuni-

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carse con otros con frecuencia, limitada reciprocidad...). Como señalan Lord y Corsello (2005), la presencia de una conducta atípica es un indicador de alteración, pero su ausencia o la no observación de ciertas conductas sociales no tendría por qué ser interpretable clínicamente. El reto de las pruebas de observación, pero sobre todo de los clínicos que las utilizan, es generar situaciones que nos permitan asegurarnos de que si no observamos la conducta, es porque la persona tiene dificultades para realizarla y no por otras razones. A continuación describiremos las principales pruebas de observación de síntomas de TEA. Dada la importancia del ADOS-G, que es la herramienta mejor valorada por los expertos (Filipeck y cols., 1999), tras comentar las características fundamentales del resto de pruebas la describiremos en detalle, así como sus desarrollos y la nueva versión para niños pequeños. Una de las primeras pruebas de observación de síntomas de autismo desarrollada fue la escala de valoración de autismo infantil (Childhood Autism Rating Scale, CARS; Schopler y cols., 1980), que también puede usarse como cuestionario para padres. Evalúa la presencia y severidad de alteraciones en 15 aspectos del comportamiento social, comunicativo y de la respuesta emocional y sensorial de personas de 2 años en adelante. La intensidad de cada síntoma se evalúa en una escala de 1 a 4 puntos. El punto de corte utilizado generalmente es 30, aunque en función de algunas características de la persona evaluada se han propuesto variaciones (Lord y Corsello, 2005). En general, el CARS es bueno identificando TEA (alta sensibilidad), pero no tanto diferenciándolo de otros trastornos (baja especificidad), ya que tiende a diagnosticar a personas con DI como TEA (Gamiel y Yirmiya, 2009; Ozonoff y cols., 2006). Ozonoff y cols. (2006) nos recuerdan que el CARS se basa en la definición del autismo del DSM-III-R y no incorpora aspectos relevantes de su actual definición, como la evaluación de las conductas de atención conjunta. Otra desventaja de la prueba es que no define situaciones estanda-

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rizadas para la observación de los diversos comportamientos de la escala, que deben evaluarse en base a la conducta global de la persona a lo largo de toda la evaluación. Recientemente se ha publicado una segunda versión, el CARS-2 (Schopler, Van Bourgondien, Wellman y Love, 2010), que además de una escala general (equivalente al CARS) incluye una nueva, específicamente diseñada para evaluar a personas con autismo sin DI o con síndrome de Asperger. Ambas escalas han sido estandarizadas. También contiene un cuestionario para padres que contribuye a la interpretación de los datos derivados de la observación. Otra característica del CARS-2 es que hace sugerencias para la intervención en función de las dificultades halladas. El perfil psicoeducativo para autismo-revisado (Psychoeducational Profile-Revised, PEP-R; Schopler, 1990) ha sido diseñado para evaluar el desarrollo cognitivo de personas con TEA y planificar apoyos en base a las limitaciones detectadas, así como también valorar los síntomas del trastorno. Es aplicable desde los 6 meses hasta los 7 años. Para ayudar en el diagnóstico, la prueba cuenta con varias escalas que valoran el «comportamiento patológico», evaluando la severidad de las dificultades en lenguaje, afecto y desarrollo de relaciones, percepción sensorial y respuesta a los materiales. Según comentan Lord y Corsello (2005), el uso del PEP-R para el diagnóstico suele combinarse con el CARS (Schopler y cols., 1980). Recientemente se ha publicado la tercera versión (Psychoeducational Profile: Third Edition, PEP-3; Schopler, Lansing, Reichler y Marcus, 2005). También existe una versión para mayores de 12 años (AAPEP, Mesibov, Schopler y Caiser, 1989). Otra interesante herramienta de observación de síntomas de TEA es la escala de observación de autismo para niños (Autism Observation Scale for Infants, AOSI; Bryson y cols., 2008). El AOSI evalúa el grado de alteración mostrado en 18 comportamientos (diversas competencias sociales y comunicativas, temperamento y capacidad de autorregulación, intereses, alteraciones sensoriales,

control motor y comportamientos motores atípicos y capacidad de seguimiento visual y desenganche atencional) a través de siete actividades lúdicas. Está diseñada para evaluar niños de entre 6 y 18 meses. Su origen está en el estudio de población de alto riesgo de presentar TEA en investigaciones longitudinales prospectivas (Zwaigenbaum y cols., 2005). Ha demostrado una buena fiabilidad, pero el resto de sus propiedades psicométricas están en estudio (Bryson, 2008). Al comparar la capacidad del AOSI y el Módulo 1 del ADOS para diagnosticar niños con autismo a los 18 meses, el ADOS obtuvo mejores resultados (Brian y cols., 2008). Requiere formación y entrenamiento previo a su uso. Aunque no es una herramienta de diagnóstico, sino de cribado, no queremos dejar de mencionar brevemente la herramienta de cribado de autismo en niños de 2 años (Screening Tool for Autism in Two-years-old, STAT; Stone y Ousley, 1997), prueba de detección de nivel 2 (para población de riesgo) que evalúa directamente (algo poco común en las pruebas de cribado) doce comportamientos dentro de las siguientes áreas: juego, peticiones, dirigir la atención de otros e imitación motora en niños de entre 24 y 35 meses. Sus propiedades psicométricas como herramienta de cribado son buenas (Stone y cols., 2008). En castellano también contamos con la prueba ACACIA (Tamarit, 1994). Se compone de diez situaciones interactivas en las que el evaluador pone a prueba la competencia social y comunicativa de niños (con más de 3 años) y adolescentes con sospechas de presentar un trastorno del desarrollo. Está orientada a valorar la capacidad de interacción de niños y jóvenes con importantes limitaciones funcionales, contribuyendo al diagnóstico diferencial entre autismo con DI y DI sin autismo. 2.2.1.

La escala de observación para el diagnóstico de autismogeneral (ADOS-G)

La escala de observación para el diagnóstico de autismo-general (Autism Diagnostic Observa© Ediciones Pirámide

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tion Schedule Generic, ADOS-G; Lord y cols., 1999) surge para superar las limitaciones del ADOS (Lord y cols., 1989) y del PL-ADOS (DiLavore, Lord y Rutter, 1995), que son los orígenes de la prueba. El ADOS-G es un protocolo de observación estandarizado diseñado para evaluar las dificultades sociales y comunicativas características del autismo para un rango de edad y capacidad amplio, desde el segundo año a la vida adulta (Lord y cols., 1999; Lord y cols., 2000). La herramienta plantea una serie de actividades, más o menos estructuradas, que están diseñadas para provocar distintos comportamientos sociales, comunicativos y simbólicos, así como también inducir algunas conductas atípicas. Las tareas y materiales están elegidos por ser muy atractivos y motivantes para la inmensa mayoría de los niños, de tal manera que si al repetirlas varias veces no muestran los comportamientos generalmente observados en niños con un desarrollo típico, podamos tener una cierta seguridad de que se debe a que presenta alguna dificultad en ese área. Al homogeneizar los contextos de evaluación (los materiales, la conducta del evaluador, etc...), el ADOS-G minimiza el efecto de estas variables, así como las diferencias individuales de cada niño, posibilitando la comparación entre diferentes personas (Ozonoff, Goodlin-Jones y Solomon, 2006). El evaluador debe ir tomando notas de las conductas observadas a lo largo de la prueba, para, al terminar, codificar los diferentes ítems (entre 28 y 31, según el módulo). Cada comportamiento se evalúa en una escala de severidad que, salvo en algún caso excepcional (i.e., uso de la mirada), tiene 3 o 4 grados. Los diferentes módulos que componen el ADOS-G se organizan en base al nivel de lenguaje expresivo de la persona a evaluar, para, de esa forma, reducir en lo posible el importante efecto de esta competencia en la manifestación de los síntomas (Lord y cols., 2000). El módulo 1 se dirige a personas no verbales o que usan menos de cinco palabras. Existe una versión del

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ADOS-Pre lingüístico (PL-ADOS, versión inicial del ADOS y que equivale al actual módulo 1 del ADOS-G) que modifica los materiales para que sean más apropiados para evaluar a adultos con importantes limitaciones funcionales (Berument y cols., 2005). El módulo 2 es para personas que usan frases con verbos, pero no de manera fluida (desde 30 meses de lenguaje expresivo en la escala Vineland). El módulo 3 se aplica con niños y adolescentes con un lenguaje fluido y elaborado (desde 48 meses de lenguaje expresivo en la Escala Vineland), así como también el módulo 4, que es recomendado para adolescentes (a partir de 12-16 años) y adultos que pueden no sentirse a gusto jugando con muñecos, recogiendo gran parte de la información a través de una entrevista. Elegir el módulo adecuado para cada persona es importante, puesto que no hacerlo puede afectar a los resultados de la prueba. Si el módulo excede las competencias de la persona, mostrará mayores limitaciones (Klein-Tasman, Risi y Lord, 2007). La duración del ADOS-G es de entre 20 y 45 minutos, según el módulo. El número de actividades cambia en cada uno (entre 10 y 15), aunque varias se repiten en varios de ellos. Algunos ítems también se repiten en distintos módulos (aunque los criterios de codificación pueden variar para reflejar los cambios evolutivos). La herramienta evalúa cinco áreas: déficits en interacción social recíproca, dificultades comunicativas y de lenguaje, imaginación y creatividad, presencia de conductas e intereses repetitivos y restringidos y otros comportamientos atípicos. La prueba ofrece un algoritmo diagnóstico para las dos primeras áreas (distinto en cada módulo), así como para la suma de ambas, con puntos de corte para TEA y para autismo. Para considerar que una persona tiene TEA o autismo debe superar el punto de corte en los algoritmos de los dos dominios. La imaginación y el RRCI no se incluyen en el algoritmo, puesto que se entiende que en el breve tiempo que dura la prueba es muy probable que no seamos capaces de observar esas

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conductas (Lord y Corsello, 2005). Por tanto, el ADOS-G por sí solo no puede valorar adecuadamente el conjunto de síntomas que definen los TEA y que son necesarios para realizar un diagnóstico (Lord y cols., 2000). Al igual que el ADI-R, la aplicación clínica del ADOS-G no exige un curso de formación (aunque es muy recomendable), pero sí para el uso en la investigación. El ADOS-G es una herramienta flexible y compleja, por lo que su adecuada aplicación y corrección depende en gran medida de la habilidad del evaluador, ya que exige mucha experiencia en la evaluación de personas con autismo. Para la estandarización del ADOS-G se evaluaron a 233 personas, de entre 15 meses a 40 años (la edad mental no verbal media del grupo con TEA que formaba parte del módulo 1 se situó en torno a los 2 años). Los resultados muestran que la prueba tiene una excelente validez y fiabilidad (Lord y cols., 2000). En general, la sensibilidad del ADOS-G es excelente y la especificidad buena o muy buena (Lord y cols., 2000). Respecto a la sensibilidad, salvo para diferenciar el autismo del resto de TEA (sensibilidad del 80-94 por 100), la sensibilidad demostrada por la prueba es excelente en todos los módulos (87-100 por 100). La especificidad también es excelente a la hora de diferenciar autismo o el conjunto de los TEA de otras discapacidades del desarrollo (87100 por 100), pero se reducía algo a la hora de diferenciar entre un TEA que no fuera autismo y otros trastornos del desarrollo (88-94 por 100), y considerablemente (especialmente en los módulos 2, 3 y 4) a la hora de distinguir entre el autismo y otros TEA (68-69 por 100). Las mayores limitaciones de la prueba las observamos a la hora de clasificar correctamente a niños menores de 30 meses o con una capacidad intelectual no verbal inferior a 15-18 meses (Gotham y cols., 2007; Risi y cols., 2006). También se muestra poco sensible en la detección de adolescentes y adultos con TEA con una buena capacidad intelectual (Lord y cols., 2000).

2.2.2. El nuevo algoritmo diagnóstico del ADOS-G Con el fin de mejorar las propiedades psicométricas del ADOS-G, así como de ofrecer algoritmos diagnósticos lo más independientes  posible del efecto de la edad o del nivel de capacidad de las personas evaluadas, Gotham, Risi, Pickles y Lord (2007) estudiaron una muestra de 1.139 personas (1.630 evaluaciones) tratando de crear nuevos algoritmos que lograran estos objetivos. Para minimizar los efectos de la edad y el nivel de competencia, los tres primeros módulos de la prueba original se subdividieron en celdas más homogéneas (respectando la estructura modular del ADOS-G) organizadas por edad y nivel de lenguaje. Los niveles de competencia verbal se estructuraron de tal forma que fueran compatibles con la forma en que los clasifica el ADI-R (sin lenguaje / entre 1 y 5 palabras / frases no ecolálicas / uso frecuente de frases). Resultaron las siguientes celdas: módulo 1, sin palabras; módulo 1, algunas palabras; módulo 2, menores de 5 años; módulo 2, de 5 a 12 años y módulo 3. Para aumentar la sensibilidad y especificidad de la prueba, seleccionaron los ítems que mejor predecían el diagnóstico (aquellos en los que al menos el 80 por 100 las personas con TEA, y no más del 20 por 100 de  aquellos  sin TEA —con otra discapacidad del  desarrollo o sin ella—, presentaban dificultades), tratando de que fueran homogéneos (tanto en el número de ítems como en el contenido de los mismos) para cada módulo (manteniendo  por tanto una progresión evolutiva). Esta homogeneidad entre módulos tenía la ventaja añadida  de permitir una comparación más  válida de las puntuaciones obtenidas en cada uno de ellos. A la hora de crear los algoritmos se balanceó estadísticamente la aportación individual  de  cada ítem en cada celda y en el conjunto,  vigilando en todo momento la coherencia teórica  de las conductas a observar en cada área. © Ediciones Pirámide

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Al realizar un análisis factorial partiendo de los ítems que mejor diferenciaban a los TEA, se encontró que, a lo largo de las diferentes celdas, el mejor ajuste se producía cuando éstos se organizaban en dos únicos factores: alteraciones socioafectivas y presencia de un RRCI. Los ítems concretos que forman cada algoritmo, así como los puntos de corte de cada uno (uno para autismo y otro para TEA), pueden encontrarse en Gotham y cols. (2008, tabla A del material suplementario on-line). Nos parece interesante añadir que para los módulos 1 y 2 se halló un tercer factor denominado «atención conjunta», que aunque tenía un peso importante no se incluyó en el algoritmo final, ya que el modelo de dos factores era más sencillo y más consistente a lo largo de las 5 celdas. Los ítems que forman el factor atención conjunta se incluyen en el factor alteraciones socioafectivas. La sensibilidad de los nuevos algoritmos era más o menos semejante a la del original, aunque variaba ligeramente (tanto a mejor como a peor) según el módulo y el tipo de comparación (autismo-no TEA; TEA distinto del autismo-no TEA). La sensibilidad para TGD no especificado resultó más baja que para autismo, siendo especialmente baja en el módulo 1, algunas palabras (77 por 100) y el módulo 3 (72 por 100). Respecto a la especificidad, salvo para los niños menores de 30 meses con una capacidad intelectual no verbal inferior a 16 meses (especificidad del 50 por 100), la mejora es notable tanto a la hora de clasificar autismo (84-94 por 100) como TEA distinto de autismo (67-84 por 100). En conjunto, las propiedades psicométricas del factor alteraciones socio-afectivas tomado de manera independiente, fueron menores que al sumar sus puntuaciones con el factor RRCI (que aumentaba la especificidad del diagnóstico entre TEA-no TEA), algo que también encontraron Risi y cols. (2006). Por tanto, se incluye este factor en el algoritmo y se recomienda utilizar la puntuación total del algoritmo para tomar decisiones sobre el diagnóstico.

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2.2.3. El ADOS-G como medida de severidad de TEA Cuando hablamos de la severidad del autismo o de los TEA (a menudo formulado como el «grado de autismo»), creemos que en muchas ocasiones de lo que en realidad algunas personas están hablando es del grado de alteración funcional que presentan las personas con TEA (que podríamos medir, por ejemplo, con la escala de madurez social de Vineland). Esta capacidad de desenvolvimiento en el día a día no refleja necesariamente el grado de severidad del trastorno. Sólo tenemos que pensar en el síndrome de Asperger. A pesar de que las capacidades de las personas con síndrome de Asperger permiten a muchas de ellas desarrollar una vida autónoma e independiente personal y profesionalmente, su discapacidad social es muy severa. En la mayoría de los casos la gravedad de su alteración social es mayor que la que presentan personas con TGD no especificado, incluso en aquellos casos con menor capacidad y más limitaciones funcionales (véase Lord, 2005, p. 70, figura 1). Como señaló Riviére (1997a), en los TEA existe un componente de gravedad, el cual, aunque está relacionado con competencias como la inteligencia, el lenguaje, etc..., no se puede reducir a ninguno de ellos o a su combinación. Es independiente. El problema es cómo medir la severidad sin que ésta se vea influida por otras características de la persona (Lord y Corsello, 2005). Generalmente, se entiende que cuanto mayor es la puntuación en una herramienta de evaluación de síntomas de autismo, mayor es la severidad del trastorno. Pero esto no tiene por qué ser así, ya que estas puntuaciones se ven afectadas por el conjunto de las alteraciones que presenta la persona (discapacidad intelectual, retrasos o alteraciones del lenguaje...) (Lord y Corsello, 2005). La mayoría de las pruebas de diagnóstico de autismo no se han diseñado para separar la influencia del conjunto de capacidades de las manifestaciones sintomatológicas, estando fuertemente influidas

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por la edad y/o las competencias (lenguaje, funcionamiento intelectual) de aquel que es evaluado. Otro problema de estas herramientas es que no suelen permitir valorar adecuadamente los cambios en los síntomas a lo largo del tiempo o entre personas de diferente edad o capacidad, ya que en función de las competencias de la persona ésta completa distintos ítems o un número variable, con la consiguiente variación de su puntuación «de severidad» o en el significado de la misma, como ocurre, por ejemplo, con niños verbales y no verbales en el ADI-R (Gotham y cols., 2009). El equipo de Catherine Lord ha tratado de superar estas limitaciones y, partiendo del ADOS-G, ha calibrado el nuevo algoritmo para que pueda ser usado como medida de severidad (Gotham y cols., 2009). Como ya hemos comentado, Gotham y cols. (2007) generaron nuevos algoritmos para los módulos 1, 2 y 3 del ADOS-G, que contienen el mismo número de ítems y cuyo contenido es semejante en todos los módulos. Este fue el primer paso en el desarrollo de una medida calibrada de severidad. El problema principal de este nuevo algoritmo es que seguía estando bajo la influencia de la edad y el nivel de capacidad de las personas evaluadas. Por esa razón, utilizando una muestra amplia y representativa de la variabilidad del espectro autista (1.118 participantes con TEA de 2 a 16 años, con un total de 1.807 evaluaciones), Gotham y cols. (2009) calibraron estadísticamente los nuevos algoritmos para que la medida fuera lo más independiente posible de las competencias de la personas y así pudiera utilizarse como medida de severidad. Para su estandarización se crearon 18 grupos organizados en base a la edad y la capacidad verbal de los participantes, calibrando estadísticamente la influencia del lenguaje en la puntuación total —la estandarización de las medidas de cada factor está por hacer— en cada uno de estos grupos (Gotham y cols., 2009). El resultado final es una medida de severidad en una escala de 10 puntos para cada grupo, que está significativamente liberada de la influencia de la capacidad verbal. En el trabajo

de Gotham y cols. (2009, tabla 2, p. 699) encontramos la tabla de conversión de las puntuaciones totales del nuevo algoritmo del ADOS-G (Gotham y cols., 2007) a esta escala de severidad. La estandarización del ADOS-G como medida de severidad tiene una gran importancia: nos permite disponer de una medida dimensional de la gravedad de los síntomas de TEA para un amplio tramo de edad, que además resulta altamente fiable. La actual versión del ADOS-G, el ADOS-2, incluye los nuevos algoritmos (Gotham y cols., 2007), así como una «puntuación de comparación», que refleja la severidad de los síntomas (Gotham y cols., 2009). Además contiene versiones actualizadas de las guías de administración de las tareas y de los protocolos de evaluación, con instrucciones más claras y explícitas. La nueva versión también contiene el nuevo módulo del ADOS para niños menores de 30 meses que no hacen frases, el ADOS-Toddlers, que enseguida comentaremos. 2.2.4. El nuevo módulo del ADOS-G para niños menores de 30 meses: El ADOS-TODDLER El módulo 1 del ADOS-G es sobreinclusivo si se utiliza con niños con una capacidad intelectual no verbal inferior a los 16 meses (Gotham y cols., 2007). Con el nuevo algoritmo diagnóstico del ADOS-G propuesto por Gotham y cols. (2007), la especificidad del módulo 1 aumenta del 19 al 50 por 100, pero sigue siendo baja. Dadas estas limitaciones, Lord y su equipo han creado una nueva prueba estandarizada que permita la evaluación de los síntomas de autismo en niños pequeños, puesto que cada vez son más los niños menores de 3 años que acuden a diagnóstico. Esta prueba es el ADOS-Toddlers (Lord, Luyster, Gotham y Guthrie, 2012), que como ya hemos comentado se incluye dentro del ADOS-2. La herramienta es apropiada para la evaluación de niños de entre 12 y 30 meses. Se puede utilizar con niños con una capacidad no verbal de al menos 12 meses, que © Ediciones Pirámide

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puedan caminar por sí mismos. Para niños con más de 30 meses se recomienda el uso del módulo 1, puesto que es más sensible y específico. Independientemente de la edad, si el niño utiliza frases de tres palabras espontáneamente debemos pasarle el módulo 2 (Luyster y cols., 2009). La estructura del ADOS-T y su forma de administración es básicamente igual que la del módulo 1. Incluye once actividades, de las cuales algunas son nuevas (p. ej., las que valoran la comprensión de intenciones), otras son iguales a las del módulo 1 y otras tienen pequeñas modificaciones (p. ej., la tarea de juego simbólico utiliza actividades más conocidas para los niños pequeños que un cumpleaños, como es darse un baño). Los materiales también son semejantes, aunque incluye algunos juguetes nuevos, apropiados para niños más jóvenes. Los ítems y conductas codificadas también se han modificado, añadiendo nuevos elementos y reescribiendo algunos ítems antiguos para ajustarlos a las capacidades de los niños pequeños. El ADOS-T evalúa 41 comportamientos, todos ellos en una escala de 4 puntos (de 0 a 3). Un cambio importante efectuado en la prueba es que, para evitar que los niños más pequeños se inhiban ante un desconocido, algunas de las tareas son más estructuradas y demandan menos la iniciativa del niño, por lo que las codificaciones se centran en los cambios de comportamiento en respuesta a las acciones del adulto. Dadas las dificultades de valorar a niños tan pequeños como los evaluados con el ADOS-T, los autores enfatizan que este nuevo módulo requiere, más que ningún otro, que los profesionales que usen la herramienta sean expertos. El ADOS-T ofrece dos medidas diferentes, que varían en base a las características de los niños. Una se utiliza para aquellos que tienen entre 12 y 20 meses (independientemente de su nivel de competencia verbal) y para niños de 21-30 meses no verbales. La segunda se usa con niños de 21-30 meses con algunas palabras. El algoritmo diagnóstico del ADOS-T clasifica a los niños como TEA y no-TEA. Se estructura según las dos categorías

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del algoritmo revisado del ADOS-G, alteraciones socio-afectivas y comportamiento e intereses restringidos y repetitivos (Gotham y cols., 2007), que se colapsan en una única medida para valorar la sintomatología (esta puntuación aún no ha sido calibrada para poder servir como medida de severidad). Usando una puntuación de 12, el algoritmo diagnóstico del ADOS-T para los niños de 12 a 20 meses y los niños no verbales de cualquier edad ofrece una sensibilidad y especificidad del 91 por 100. Para los niños con algún lenguaje de entre 21 y 30 meses, utilizando como punto de corte la puntuación de 10 se obtuvo una sensibilidad del 81 por 100 y una especificidad de 91 por 100 (Luyster, Gotham, Guthrie y cols., 2009). Puesto que el diagnóstico de los diferentes TGD en edades tempranas es algo inestable (Lord, 2005), más que en la puntuación concreta obtenida en el algoritmo, la herramienta pone el énfasis en el rango en el que ésta se encuentre. Al igual que el Toddlers ADI-R, el ADOS-T define tres rangos de preocupación: poco o nada, de ligera a moderada y de moderada a severa. Se considera en riesgo a partir de una preocupación ligera. Los rangos se han construido para que el 95 por 100 de los niños con TEA y no más del 10 por 100 de los niños que no tienen TEA se sitúen en zona de riesgo. Luyster y cols. (2009) encontraron que con este sistema el 82 por 100 de los niños que no tenían TEA eran clasificados correctamente.

3. DIAGNÓSTICO DIFERENCIAL A la hora de realizar un diagnóstico diferencial de TEA, evaluar los síntomas del trastorno (con al menos una herramienta de buena sensibilidad y alta especificidad) es una condición necesaria pero no suficiente. La evaluación debe incluir también la valoración de la capacidad intelectual, el nivel de lenguaje y las habilidades adaptativas, así como la historia de desarrollo (Díez-Cuervo y cols., 2005). Todos estos elemen-

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tos, además de ayudarnos a conocer cómo está afectando el trastorno al funcionamiento diario de la persona y de ser necesarios para la planificación de los apoyos, son imprescindibles para poder interpretar adecuadamente los síntomas observados. Para interpretar correctamente los síntomas debemos adoptar una perspectiva evolutiva (Klin y cols., 2000; Ozonoff y cols., 2006). Los TEA son trastornos del desarrollo. En función de cómo se vayan construyendo las diferentes funciones psicológicas (Karmiloff-Smith, 1998), los síntomas de TEA irán variando a lo largo del tiempo, influidos por el grado de competencia que el niño, joven y adulto alcance en diferentes áreas (lenguaje, inteligencia, imitación, flexibilidad mental, motivación social...). Esto tiene varias implicaciones para el diagnóstico diferencial. Por un lado, no basta con conocer el perfil de alteración característico de los TEA. Debemos entender cómo éste va cambiando a lo largo del tiempo, con el desarrollo. Por ejemplo, a medida que avanza el desarrollo y el niño adquiere mayores competencias, va superando algunas limitaciones; o con la edad, la característica dificultad para seguir la mirada o el gesto de señalar de los niños con TEA más pequeños se suele superar (Mundy y Thorp, 2005; Travis y Sigman, 2001). Los cambios en el tiempo se producen porque la persona va adquiriendo nuevas competencias, las cuales afectan al modo en que se expresan los síntomas de TEA. De esta manera, es esperable que los síntomas que presente un niño de 3 años con una buena capacidad intelectual no verbal y un importante retraso del lenguaje, sean diferentes de los que muestre otro niño con la misma edad, la misma capacidad intelectual no verbal y un lenguaje adecuado para su edad. Conocer el nivel de capacidad logrado por la persona evaluada en procesos básicos como la inteligencia o el lenguaje nos permite comprender sus síntomas (de ahí que sean requisitos de una evaluación de calidad). Para interpretar adecuadamente los déficits sociales mostrados por una persona, éstos deben contextualizarse respec-

to de su nivel de capacidad intelectual y verbal. Por ejemplo, no es esperable que un niño de 2 años con una edad mental que no alcanza el año de edad realice conductas para iniciar atención conjunta, que en el desarrollo típico aparecen entre los 9 y los 15 meses (Carpenter, Nagell y Tomasello, 1998). Si con esa edad mental no las realiza, es prematuro concluir que presenta un TEA. Igualmente, es esperable que niños pequeños con importantes limitaciones en comprensión presenten algunas dificultades sociales (orientación social, aislamiento, dificultades de relación). Lo que esto supone es que para interpretar los síntomas que observamos en un niño con una alteración del desarrollo (sea la que sea), no sólo basta con conocer los hitos evolutivos que debe ir adquiriendo en los diferentes aspectos del desarrollo (emocional, social, comunicativo, del lenguaje, simbólico, cognitivo, motor, sensorial...) —cuya secuencia en ocasiones se retrasa y altera en TEA (véase Carpenter, Pennington y Rogers, 2002)—, sino que también debemos entender las relaciones funcionales entre los procesos y funciones psicológicos de los que dependen esos logros conductuales. Esto nos permitirá interpretar las alteraciones cualitativas características del desarrollo de las personas con TEA. Por ejemplo, es poco esperable que niños con una capacidad verbal de menos de 20 meses realicen juego simbólico (Wing y Would, 1979). Por tanto, podemos encontrar niños con una capacidad verbal de más de 2 años (aproximadamente) que hagan acciones simbólicas con muñecos, aunque probablemente presenten algunas limitaciones (en espontaneidad, creatividad, complejidad, etc.). Otro ejemplo: la capacidad para contagiarse de la emoción que observamos en otra persona es relativamente independiente de la competencia intelectual (Scambler y cols., 2006), por lo que niños con una limitación intelectual importante no deberían presentar dificultades en esta competencia. Como vemos, interpretar los síntomas del autismo desde una perspectiva evolutiva nos permite entender la severidad y cualidad de los retrasos o alteraciones © Ediciones Pirámide

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observadas (Ozonoff y cols., 2006). Para hacerlo, necesitamos un conocimiento profundo del desarrollo típico y atípico, especialmente del desarrollo social y comunicativo. Teniendo siempre presente lo que acabamos de comentar —es decir, que debemos hacer una evaluación completa de las competencias de la persona y su historia de desarrollo, que hay que interpretar los síntomas desde el nivel de capacidad de la persona y que debemos hacerlo desde una perspectiva evolutiva—, las siguientes son algunas claves para realizar un diagnóstico diferencial de TEA: — Los TEA se definen por la presencia simultánea de alteraciones en la interacción social recíproca, la comunicación, el lenguaje y la imaginación, y la presencia de conductas e intereses repetitivos y estereotipados. Ningún síntoma concreto es universal ni específico de TEA. Otros trastornos del desarrollo presentan estereotipias, ecolalias, dificultades en el juego simbólico, les cuesta realizar conductas para compartir intereses, etc. (Wetherby y cols., 2004). Lo universal y específico del trastorno es la alteración simultánea en todas las áreas (así como lo pronto y gravemente que se afecta el desarrollo social). — El desarrollo de las personas con TEA no se altera de manera generalizada. En los TEA se alteran severa y cualitativamente ciertos aspectos del desarrollo social, comunicativo, del juego y de la flexibilidad mental y comportamental. No todos los aspectos de estas grandes áreas tienen que verse afectados en los TEA, pues algunos (apego, reconocimiento físico en un espejo, comunicarse para pedir, etc.) no muestran alteraciones o lo hacen de manera leve (Rogers y Pennington, 1991). Aquellas que sí se ven alteradas, lo hacen de manera cualitativa. Por ejemplo, no es correcto pensar que los niños con TEA no

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muestran afecto. Lo muestran, pero menos frecuentemente (Dawson y cols., 1990) y, sobre todo, cuando a ellos les apetece, no cuando otro busca ese afecto. Su limitación afectiva tiene mucho más que ver con el déficit que presentan en reciprocidad social y emocional, que con una limitación para expresar emociones o sentir afecto por otros. No es tampoco correcto decir que la gente con autismo no se comunica. Por supuesto que lo hacen, pero con una menor frecuencia y, sobre todo, por razones diferentes, mayoritariamente para satisfacer sus necesidades, y no tanto para compartir intereses, charlar o conversar de manera recíproca (Carpenter, Pennington y Rogers, 2002; Landa, 2000). Igualmente, solemos pensar que las personas con TEA no alternan la mirada entre un suceso o un objeto y otro individuo. Para muchas personas con TEA e importantes limitaciones, esta afirmación generalista puede que sea ajustada, pero lo que realmente define el déficit en el uso de la mirada alterna característica de los TEA es algo más sutil, una alteración cualitativa. Muchos no muestran dificultades para alternar la mirada y obtener información sobre lo que ha sucedido o sobre la intención de alguien que realiza una acción, pero sí para compartir su interés sobre algo (Honson y Hobson, 2007). — Lo temprano (antes de los 2 años) que se afecta el desarrollo social. Todas las personas con TEA muestran alteraciones en procesos básicos para el desarrollo de las funciones psicológicas, que en el desarrollo típico emergen entre los 9 y los 15 meses (Rivière, 1997c), como son la orientación social, la motivación por compartir intereses, dirigir expresiones emocionales, responder a las expresiones de malestar ajenos, la responsividad social, etc. (Bryson y cols., 2007; Hobson, 2002; Palomo,

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2012; Sigman y Capps, 2000). Este tipo de comportamientos se alteran tanto en personas con TEA con retraso en el desarrollo, como aquellas con TEA sin DI (Bryson y cols., 2007). — Lo severamente que se afecta la competencia social. Lo que más define a los TEA es su discapacidad social, sus limitaciones en interacción social. Aunque muchos trastornos del desarrollo (trastornos severos del lenguaje, DI...), así como trastornos de salud mental (p. ej., trastornos de personalidad, esquizofrenia...) cursan con dificultades de relación social (Tamarit, 2007), ésta no es ni tan extensa, ni tan temprana, ni tan profunda (Yirmiya y cols., 1998). En los TEA se alteran procesos básicos para el desarrollo social —como la orientación social, la motivación por compartir intereses, la reciprocidad social y emocional...— (Hobson, 2002; Sigman y Capps, 2000) que afectan gravemente el proceso de construcción de funciones psicológicas esenciales en el desarrollo humano (Hobson, 2002; Rivière, 1997c). — Como ya hemos explicado, los síntomas que presenta una persona con TEA varían en función de su nivel de competencia. — En algunos pocos casos (niños muy pequeños, con síntomas leves o con múltiples afectaciones), puede ser necesario esperar a observar la evolución de los síntomas tras recibir apoyo especializado, antes de emitir un juicio diagnóstico definitivo. En estos casos es importante ser cautos, ya que en ocasiones la evolución de ciertos niños puede ser importante (Anderson, Oti, Lord y Welch, 2009; Lord, 2005). Si realizamos una evaluación de calidad e interpretamos correctamente los síntomas, podemos hacer diagnósticos acertados muy pronto. Los diferentes trabajos realizados evaluando la estabilidad del diagnóstico de TEA en el tiempo,

muestran con claridad que el diagnóstico hecho por profesionales expertos que utilizan herramientas adecuadas es fiable, incluso cuando se hace a edades tan tempranas como en torno a los 2 años de edad (Lord, 2005; Chawarska, Klin, Paul y Volkmar, 2007; Chawarska, Klin, Paul, Macari y Volkmar, 2009; Kleinman, Ventola, Pandey y cols., 2008; Stone, Lee y cols., 1999).

4. CONCLUSIÓN A lo largo de este capítulo hemos descrito las características y propiedades básicas de las pruebas de evaluación de síntomas de TEA más utilizadas. Esperamos que la revisión realizada sirva para concienciar de la necesidad de que todo profesional que emplee este tipo de herramientas necesita conocer sus características (población a la que va dirigida, propiedades psicométricas, limitaciones...) para elegir la más adecuada en cada caso e interpretar correctamente sus resultados. Aunque todas las pruebas de evaluación de síntomas aportan información relevante que puede ayudar a realizar un diagnóstico, debemos ser conscientes de que no todas son válidas para ser empleadas como herramienta de diagnóstico. Además, de entre las que han sido diseñadas (y validadas) para ello, no todas ofrecen las mismas garantías. Las mejor valoradas por los profesionales expertos son el ADI-R y el ADOS-G (Filipeck y cols., 1999). Sin embargo, no podemos olvidar que ninguna prueba es perfecta, por lo que además de tener claras sus limitaciones, debemos elegir bien aquella que utilizamos, en función de nuestro objetivo y de las características de la persona evaluada (edad, capacidad intelectual, nivel de lenguaje...). Los profesionales que realizamos tareas de evaluación y diagnóstico de personas con trastornos del desarrollo debemos ser capaces de ir incorporando a nuestra práctica las nuevas herramientas que van surgiendo, así como las mejoras que la investigación nos va permitiendo © Ediciones Pirámide

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hacer (Gotham y cols., 2007, Gotham y cols., 2009, Luyster y cols., 2009, Kim y cols., 2012). Dentro de los importantes avances que observamos que se están produciendo en la evaluación y diagnóstico de personas con TEA, destacamos el esfuerzo que diversos profesionales están realizando por diseñar pruebas que permitan evaluar adecuadamente los síntomas tempranos de TEA (Bryson y cols., 2008; Luyster y cols., 2009; Kim y cols., 2012), el diseño de herramientas más precisas para el diagnóstico (Gotham y cols., 2007), la construcción de pruebas con baremos en base a características de la persona, tales como la edad o el nivel de competencia (Corsello y cols., 2007; Gotham y cols., 2007; Gotham y cols., 2009) y la creación de instrumentos que permitan valorar la severidad de los síntomas (Constantino y Gruber, 2005; Gotham y cols., 2009), especialmente aquellos que logran hacerlo liberándose de la influencia de la edad y el lenguaje (Gotham y cols., 2009). A la hora de realizar un diagnóstico diferencial, el resultado de una prueba de evaluación y diagnóstico siempre debe ser interpretado por un profesional experto. Las pruebas clasifican (sujetas a cierto error de medida), y los profesionales las interpretan y realizan un diagnóstico (Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2002). Reiteramos la importancia de que los resultados de la evaluación de síntomas de TEA se integren dentro de una evaluación global y exhaustiva, que incluya una la valoración de la capacidad intelectual, de las habilidades adaptativas y del nivel de lenguaje, y recoja la historia clínica (Díez-Cuervo y cols., 2005). Realizar una evaluación completa es esencial para poder interpretar adecuadamente los resultados. El capítulo se ha centrado en describir las herramientas existentes para evaluar los síntomas de autismo y en comentar los elementos en los que nos apoyamos para realizar un diagnóstico diferencial. El énfasis puesto en estos aspectos no debe hacernos olvidar lo comentado en el capítulo anterior, es decir, que aunque el diagnóstico

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diferencial es uno de los objetivos de la evaluación diagnóstica, quizá no sea el más importante (Klin y cols., 2000). En nuestra opinión, el objetivo principal de la evaluación es ayudar a la familia del niño con TEA evaluado a entender sus características (puntos fuertes y débiles y diagnóstico) y necesidades, y saber cómo ayudarle para superar sus limitaciones y adaptarse lo mejor posible al entorno en el que vive (Palomo, Velayos, Garrido, Tamarit y Muñoz, 2000). 5. REFERENCIAS Anderson, D. K., Oti, R. S., Lord, C. y Welch, K. (2009). Patterns of Growth in Adaptive Social Abilities Among Children with Autism Spectrum Disorders. Journal of Abnormal Child Psychology, 37, 1019-1034. Belinchón, M., Hernández, J. M. y Sotillo, M. (2008). Personas con Síndrome de Asperger. Funcionamiento, detección y necesidades. Madrid: CPA-UAM, CAE, FESPAU y Fund. ONCE. Berument, S. K., Rutter, M., Lord, C., Pickles, A. y Bailey, A. (1999). Autism screening questionnaire: Diagnostic validity. British Journal of Psychiatry, 175, 444-451. Berument, S. K., Starr, E., Pickles, A., Tomlins, M., Papanikolauou, K., Lord, C. y Rutter, M. (2005). Pre-Linguistic ADOS Adpated for Older Individuals with Severe to Profound Mental Retardation: A Pilot Study. Journal of Autism and Developmental Disorders, 35(6), 821-829. Bishop, D. V. M. y Norbury, C. F. (2002). Exploring the borderlands of autistic disorder and specific language impairment: A study using standardized instruments. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 43, 917-930. Brian, J., Bryson, S. E., Garon, N., Roberts, W., Smith, I. M., Szatmari, P. y cols. (2008). Clinical assessment of autism in high-risk 18-month-olds. Autism, 12, 433-456. Bryson, S. E., Zwaigenbaum, L., Brian, J., Roberts, W., Szatmari, P., Rombough, V. y cols. (2007). A prospective case series of highrisk infants who developed autism. Journal of Autism and Developmental Disorders, 37, 12-24.

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Diagnóstico diferencial: TEA versus TEL ANTONIO M. FERRER MANCHÓN

1.

INTRODUCCIÓN

La interpretación acerca de cómo se relacionan los trastornos específicos del lenguaje (TEL) y el trastorno de espectro autista (TEA) se ha discutido con frecuencia. Sistemas categoriales como el DSM-IV los conciben como entidades clínicas diferenciadas en las que el TEL supondría la presencia de un lenguaje alterado en el contexto de un desarrollo normal del resto de áreas, mientras que el TEA (trastornos generalizados del desarrollo en términos de DSM-IV) obedecería a la presencia de dificultades pragmáticas en la comunicación junto con problemas en la interacción social y un repertorio de comportamiento restringido e inflexible. La evidencia de fenotipos conductuales con características a caballo entre el TEA y los TEL, junto con la presencia de deficiencias no únicamente pragmáticas, sino también estructurales (fonológicas y morfosintácticas) en el lenguaje de las personas con TEA, han desafiado las fronteras entre ambos trastornos. Las casuísticas comprendidas en torno a esta área de confluencia han ido recogiéndose bajo los TEL o el TEA según el criterio clínico particular de cada profesional, cuando no se ven asignadas a denominaciones como trastorno semántico-pragmático o trastorno pragmático del lenguaje, considerando a éstos como subtipos de TEL, subtipos de TEA o como entidad independiente a uno y otro. Este capítulo tratará de delimitar conceptualmente todos los términos y clasificaciones relaciona-

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7

das con este fenómeno de confluencia entre el TEA y los TEL, concluyendo con las propuestas de futuro del DSM-V que recogen la presencia de una nueva categoría clínica: «los trastornos de la comunicación social».

2. LOS TRASTORNOS ESPECÍFICOS DEL LENGUAJE (TEL) Se agrupan bajo la denominación de trastornos específicos del lenguaje un conjunto de niños y niñas que muestran una limitación significativa  en el dominio del lenguaje, sin evidenciar la presencia de ninguno de los factores generalmente asociados a dificultades en su desarrollo: deficiencia auditiva, inteligencia no verbal baja o daño neurológico. Se trata de un conjunto considerable de niños y niñas. No en vano, Tomblin et al. (1997) informan de una prevalencia del TEL del 7,4 por 100, siendo del 8 por 100 para niños y del 6 por 100 para niñas. Siguiendo a Leonard (1998), la denominación trastorno específico del lenguaje (specific language impairment —SLI— en inglés) se hizo popular a partir de la década de los noventa, si bien su reconocimiento como entidad clínica diferenciada data de mucho antes, observándose una sucesión terminológica con respecto a la misma. Desde principios del siglo XIX se recogen múltiples casos, la mayoría de ellos descritos por médicos, que hablaban de niños caracterizados por una in-

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teligencia no verbal normal, una comprensión aparentemente buena y una producción oral extremadamente limitada. Se solía utilizar para referirse a ellos etiquetas como afasia congénita, en la literatura inglesa y francesa, o audiomudez, en el ámbito alemán. Durante el siglo XX, sin cambiar los aspectos esenciales de su caracterización, surgieron nuevos términos. Así, se hablaba de afasia infantil o afasia del desarrollo. En los años sesenta emergió, con el fin de ser más precisos de acuerdo con la realidad de esta patología, el término disfasia del desarrollo. Nótese que el prefijo a- implica ausencia, frente a dis- que refleja problemas, pero no ausencia, si bien las connotaciones neurológicas de estos términos, tanto el de afasia como el de disfasia, vinculados al daño cerebral como causa de los trastornos, hizo conveniente su sustitución por otras denominaciones. Así, desde la década de los ochenta, y con mayor consistencia a partir de los noventa, se suele usar el término trastornos específicos del lenguaje, a pesar de no ser recogido tal cual en los sistemas de clasificación diagnósticos internacionales. El propio DSM-IV-TR (APA, 2002) los incluye bajo el epígrafe de los trastornos de la comunicación, con diferentes etiquetas según los signos más característicos: trastorno del lenguaje expresivo, trastorno mixto del lenguaje receptivo-expresivo y trastorno fonológico. La CIE-10 (OMS, 1992) lo hace bajo la categoría de los trastornos específicos del desarrollo del habla y el lenguaje. De acuerdo con Bishop (2006), los criterios diagnósticos que se suelen mantener con relación al TEL serían los siguientes: 1) lenguaje significativamente por debajo del nivel esperado para la edad cronológica o la capacidad intelectual, comúnmente determinado al puntuar por debajo del percentil diez en pruebas estandarizadas de lenguaje expresivo y/o receptivo; 2) inteligencia no verbal y aspectos no lingüísticos del desarrollo (habilidades de autonomía personal, habilidades sociales) dentro de los límites de la normalidad; 3) las dificultades lingüísticas no se explican por la

presencia de una pérdida auditiva, anomalías en estructuras implicadas en la producción del habla, o carencias de tipo ambiental, y 4) las dificultades no están causadas por una lesión cerebral. Dicha autora destaca como características comunes en el desarrollo de niños con TEL las siguientes: 1) retraso en la aparición del habla, pues las primeras palabras pueden no aparecer hasta los dos años o después; 2) producción de los sonidos del habla inmadura o alterada, especialmente en la edad preescolar; 3) uso limitado a estructuras gramaticales simples más allá de la edad en que deberían haber sido superadas por otras más complejas; 4) vocabulario restringido, tanto por lo que se refiere a la comprensión como a la producción; 5) memoria verbal a corto plazo débil, que se pone de manifiesto en tareas que requieren repetir palabras o frases, y 6) dificultades para comprender lenguaje complejo, especialmente cuando el interlocutor habla con rapidez. Si se observan tanto los criterios como las características, denotamos que existen aspectos tanto cuantitativos como cualitativos que pueden ser considerados a la hora de concretar la presencia de un TEL. Así por ejemplo, determinar una competencia lingüística notablemente distanciada de la esperada para la edad cronológica o mental implica una valoración de corte cuantitativo (no excesivamente precisa, por su dependencia del tipo de habilidad lingüística que se considere en el instrumento aplicado), mientras que observar déficits en memoria verbal o la presencia de alteraciones en la producción fonética y/o morfosintáctica referiría a valoraciones más específicas de carácter cualitativo; en un caso apuntando a procesos cognitivos más generales (memoria de trabajo), y en otro a procesos más específicos relacionados con el lenguaje (procesamiento fonológico/fonético y morfosintáctico). En este sentido, una de las discusiones clásicas asociadas a la delimitación de la esencia del TEL reside en concretar si alude más a un trastorno cuantitativo o cualitativo. En palabras de Dollaghan (2011), ¿representan un grupo con habi© Ediciones Pirámide

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lidades lingüísticas que difieren cualitativamente de las mostradas por otros niños, o simplemente constituyen el extremo inferior de una distribución continua marcado por algún tipo de límite arbitrario? Los criterios sostenidos a día de hoy por los sistemas de clasificación diagnósticos internacionales de la APA o la OMS se decantan por el uso de criterios cuantitativos. Tampoco la investigación en genética ha contribuido a delimitar los aspectos esenciales del TEL, habiéndose hasta el momento fracasado en la identificación de genes asociados específica y poderosamente con el trastorno (Bishop, 2009). Parece claro que se trata de un trastorno relacionado con factores hereditarios. De hecho, es bastante probable encontrar dentro de una familia de un niño con TEL otros casos de padres y hermanos con antecedentes de dificultades en el desarrollo del lenguaje, si bien no se ha logrado hasta el momento aislar marcadores genéticos únicos y concluyentes con relación al TEL. Por otro lado, también se ha constatado que diferentes enfoques para la intervención, sustentados en hipótesis etiológicas de carácter psicolingüístico (e. g. déficits en el procesamiento temporal auditivo), reflejan una eficacia comparable con intervenciones inespecíficas (Gillam et al., 2008), lo cual impide abogar por la existencia de marcadores psicolingüísticos que permitieran otro tipo de aproximaciones diagnósticas. Así pues, aunque en múltiples descripciones del TEL parezca implícita una visión categórica del trastorno, la mayoría de criterios diagnósticos descansan en una visión dimensional, según la cual un déficit significativo se define de acuerdo con el uso de valores de punto de corte establecidos arbitrariamente sobre una distribución normal a partir de una o más medidas de lenguaje. De acuerdo con Rescorla (2009), el desafío consistiría en determinar la asociación de valores de punto de corte con diferencias sustantivas en síntomas, efectos adversos en la participación y éxito académico y social, respuesta al tratamiento o resultados a largo plazo.

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3. CLASIFICACIONES EN TORNO A LOS TRASTORNOS ESPECÍFICOS DEL LENGUAJE Desde el punto de vista sintomatológico, no hay un perfil único de signos concretos asociado a los niños con TEL, sino más bien una amplia heterogeneidad en las manifestaciones que se observan en los problemas de adquisición del lenguaje; de ahí que los intentos de agrupar y clasificar patrones de anomalías lingüísticas ha sido algo bastante frecuente. Según Leonard (1998), una de las primeras clasificaciones, si no la primera, se atribuye a la publicada en alemán por Liebmann en 1898, distinguiendo un subgrupo de niños con severas limitaciones en producción, debido a un déficit aparentemente motriz, otro subgrupo que atendía a niños capaces exclusivamente de entender palabras aisladas, y un tercer subgrupo de niños incapaces de comprender por completo el lenguaje, lo que comenzó denominándose como sordera congénita a las palabras y hoy día suele conocerse como agnosia verbal auditiva congénita. En la década de los cincuenta y sesenta se comenzó a registrar de forma diferenciada el uso de los términos afasia del desarrollo expresiva y afasia del desarrollo receptivo-expresiva para distinguir entre casos con una afectación exclusiva de la producción frente a casos con dificultades tanto en comprensión como en producción. Dicha diferenciación, aunque usando el término trastorno del lenguaje en lugar del de afasia, es la recogida a día de hoy por el DSM-IV, en la que se diferencian por un lado el trastorno del lenguaje expresivo y por otro el trastorno mixto del lenguaje receptivo-expresivo. El diagnóstico del trastorno del lenguaje expresivo requiere constatar la presencia de un rendimiento sustancialmente bajo en pruebas estandarizadas que midan aspectos relacionados con la producción verbal. Esta baja competencia discrepa de lo que cabría esperar con relación a la inteligencia no verbal y la aptitud en tareas relacio-

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nadas con la comprensión del lenguaje, las cuales deberían estar dentro de rangos de normalidad. Aunque existiera una discapacidad intelectual, una discapacidad auditiva o alteraciones motrices relacionadas con el habla, así como cualquier tipo de privación ambiental, también podría considerarse la presencia de un trastorno expresivo si las deficiencias en el lenguaje superan con mucho las que razonablemente cabría esperar en tales circunstancias. La determinación del trastorno requiere descartar la presencia de un trastorno generalizado del desarrollo. Para el caso del trastorno mixto del lenguaje receptivo-expresivo se recogen idénticos criterios, con la salvedad de que, en este caso, la baja competencia lingüística se debería concretar mediante pruebas que midieran tanto comprensión como producción del lenguaje oral. En cualquier caso, y de acuerdo con Bishop (2006), el uso de pruebas estandarizadas de la competencia lingüística ayuda a contar con argumentos para marcar la presencia o ausencia de un trastorno como el TEL desde el punto de vista de las convenciones clasificatorias, pero no supone una buena aproximación para conocer su naturaleza y compararla con la de otros desórdenes. Por ello, a lo largo del tiempo se han desarrollado diferentes intentos clasificatorios con un grado mayor de diferenciación, a fin de especificar con más precisión dentro de la heterogeneidad. En esta línea se han seguido dos enfoques: uno a partir del uso de estadística multivariada, denominado cuantitativo, y otro derivado de las observaciones clínicas, denominado semiológico. Desde el enfoque cuantitativo se ha pretendido aislar subtipos de trastornos de lenguaje de acuerdo con la similitud-disparidad del perfil de rendimiento obtenido por muestras de niños con TEL que habían realizado múltiples tareas relacionadas con diferentes procesos lingüísticos. Así por ejemplo, Korkman y Häkkinen-Rihu (1994) estudiaron ochenta niños con TEL de seis-siete años que realizaban dieciocho tareas lingüísticas extraídas de la batería NEPSY (NEuroPSYcho-

logical Investigation for Children). A través del análisis de su ejecución tomando en conjunto todas las tareas, lograron establecer diferentes agrupaciones: un subtipo dispráxico caracterizado por problemas en praxias verbales y tareas de repetición de palabras y pseudopalabras, un subtipo específico de comprensión que recogía casos con bajas puntuaciones en tareas de comprensión de instrucciones y conceptos sin la presencia de dificultades práxicas, y un subtipo global con rendimiento muy bajo tanto en tareas relacionadas con praxias verbales como en pruebas de denominación y comprensión. Sin embargo, algunos de los niños no parecían acomodarse a ninguno de los subtipos propuestos. Ningún estudio desarrollado desde esta perspectiva cuantitativa ha contado con éxito suficiente en el sentido de proporcionar una clasificación cuyo uso se extendiera de forma generalizada. Sin embargo, la aproximación que descansa en el enfoque clínico, basado en la agrupación cualitativa del conjunto de signos observados, sí ha resultado claramente influyente tanto en la práctica aplicada como en la investigación, facilitando propuestas de gran impacto. Una de las más generalizadas es la desarrollada por Isabelle Rapin y Doris Allen (Rapin y Allen, 1983), a pesar de que esta clasificación no perseguía como objetivo primario sistematizar agrupaciones de niños con problemas específicos del desarrollo del lenguaje, sino describir diferentes patrones patológicos del lenguaje observados en múltiples trastornos del desarrollo. De hecho, fue establecida mediante la observación de destrezas fonológicas, sintácticas, semánticas y pragmáticas en registros de habla espontánea generados a partir de situaciones de juego desarrolladas con niños con autismo, con hidrocefalia y retraso mental, síndrome de Williams, trastornos específicos del lenguaje... La propuesta inicial que contemplaron describía seis patrones diferenciados de alteraciones lingüísticas: a) La agnosia verbal auditiva, que se acompaña de una expresión nula y una falta de comprensión del lenguaje ante evidencias de com© Ediciones Pirámide

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prensión y uso de señas gestuales. Se trataría del déficit de mayor severidad. b) La dispraxia verbal, caracterizada por una comprensión normal o casi normal que se acompaña de grandes dificultades en la organización articulatoria de los fonemas que no mejora en tareas de repetición, lo cual conlleva una prosodia muy alterada, siendo niños que al hablar lo hacen con mucho esfuerzo y poca fluidez. c) El déficit de programación fonológica también contaría con una comprensión normal o casi normal, pero, a diferencia del anterior, los niños presentan habla fluida, si bien difícilmente inteligible. Cuando se les solicita repetición de palabras cortas mejora mucho la producción, aunque no tanto ante palabras largas y frases. d) El déficit fonológico-sintáctico conlleva una mejor comprensión que expresión, aunque cuenta con dificultades de comprensión ante enunciados largos, con estructuras complejas, ambiguas o algo descontextualizadas. Se observan dificultades de articulación y fonología, resaltando los problemas en el uso de nexos y marcadores morfológicos (también en lenguaje receptivo). Su lenguaje expresivo suele implicar el uso de enunciados muy cortos, con frecuente omisión de palabras función y marcadores morfológicos. e) El déficit léxicosintáctico se caracterizaría por una comprensión normal o casi normal de palabras aisladas, no así de frases. Las habilidades fonológicas y articulatorias estarían dentro de la normalidad, o caso de presentar alguna dificultad se irían superando dentro de cierto retraso. Lo más determinante son las dificultades en la evocación de palabras, en el acceso al léxico, observándose abundancia de muletillas, interrupciones, parafasias, perífrasis y reformulaciones. Así mismo, contarían con dificultades en el uso de marcadores morfológicos cuando tienen que expresar enunciados más complejos que los simples diálogos cotidianos. f) Por último, describieron el déficit semántico-pragmático, caracterizado por un posible desarrollo inicial del lenguaje dentro de límites relativamente normales en apariencia, lo cual se refleja en un habla fluida y estructuralmente correcta, si bien

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se observan evidentes dificultades de comprensión, con la paradoja de mostrar un nivel expresivo superior al comprensivo, al punto de mostrar en ocasiones verborrea. Es común que interpreten literalmente los mensajes verbales y que no respondan adecuadamente a las preguntas, o que lo haga basados en alguna palabra que hayan comprendido, sin considerar el mensaje en conjunto. Evidencian falta de habilidad en situaciones conversacionales, con falta de adaptación de su lenguaje de acuerdo con las peticiones de información del interlocutor, inestabilidad en los tópicos conversacionales y/o presencia de perseveraciones. Este tipo de clasificación ha sido en gran parte validada también con el uso del enfoque cuantitativo. Conti-Ramsden, Crutchley y Botting (1997), utilizando una batería de instrumentos estandarizados para evaluar articulación, habilidades de denominación, comprensión de enunciados, lectura de palabras y competencia narrativa sobre una muestra de 242 niños con deficiencias en el desarrollo del lenguaje, establecieron mediante análisis de cluster seis agrupaciones que, en gran medida, se correspondían con los subtipos descritos por Rapin y Allen. De forma paralela, Bishop y Rosenbloom (1987), desde Reino Unido, proporcionaron una clasificación clínica de lo que denominaban «trastornos específicos del desarrollo del habla y el lenguaje de origen desconocido», que incluía diferentes subtipos, entre los que destacaban, con relación a nuestros intereses, los «problemas específicos en la forma del lenguaje: síndrome fonológico-sintáctico» y los «problemas específicos con el contenido y el uso del lenguaje: trastorno semántico-pragmático». A diferencia de la propuesta formulada por Rapin y Allen desde EE.UU., la cual describía fenotipos lingüísticos en niños con dificultades en el desarrollo de origen diverso, en este caso se trata de una clasificación que sí pretende explicitar subtipos con relación a los trastornos específicamente vinculados a alteraciones en el desarrollo del lenguaje.

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A pesar de la utilidad clínica de este tipo de clasificaciones semiológicas, no podemos ignorar que en los fenotipos lingüísticos, se correspondan con déficits específicos o no, habitualmente se observa un solapamiento entre los rasgos característicos de los subtipos. También se observa una modificación de los perfiles clínicos con la edad, generando con frecuencia la transición de los casos entre subgrupos con el paso del tiempo. Tales solapamientos y transiciones forzaron la reformulación de las clasificaciones, en el sentido de establecer categorías más generales. De hecho, Rapin (1996) propuso con posterioridad agrupar la agnosia verbal auditiva y el síndrome fonológico sintáctico bajo la categoría de los trastornos del desarrollo del lenguaje receptivo-expresivo, la dispraxia verbal y el trastorno de la programación fonológica en la categoría de trastornos del desarrollo del lenguaje expresivo, y los trastornos léxico-sintáctico y semántico-pragmático en un grupo denominado trastornos del procesamiento de orden superior. En el siguiente apartado veremos las implicaciones que alguna de las clasificaciones recién descritas tiene con relación a la dependencia e independencia de los trastornos específicos del lenguaje y el trastorno de espectro autista.

4. PUNTOS DE CONTACTO ENTRE EL TRASTORNO ESPECÍFICO DEL LENGUAJE Y EL TRASTORNO DE ESPECTRO AUTISTA: LOS TRASTORNOS PRAGMÁTICOS DEL LENGUAJE La posibilidad de establecer vínculos entre los trastornos relacionados con la adquisición del lenguaje y el trastorno de espectro autista arranca desde los criterios diagnósticos de autismo derivados de las descripciones de Kanner, al incluir en éstos, entre otros, el fracaso para desarrollar el lenguaje, o bien un uso del lenguaje anormal, no comunicativo en su mayor parte.

La preocupación por diferenciar unos y otros, así como la llamada de atención acerca de niños con perfiles intermedios, no es algo reciente. En un estudio realizado por Bartak, Rutter y Cox (1975) podemos ubicar referencias al respecto desde poco después de la descripción de Kanner: Myklebust en 1954 o de Ajuriaguerra en 1966 apuntan que niños con trastornos en el desarrollo de la comprensión del lenguaje podrían mostrar, al menos por un tiempo, algunas de las anomalías conductuales y sociales asociadas con el autismo. Por otro lado, Chess en 1944 o Jackson en 1950 comentan la existencia de niños que parecían autistas al año de edad y que posteriormente sólo mostraban un déficit de comprensión del lenguaje, a la vez que observaban niños con un cuadro clínico bastante mezclado. En consecuencia, desde hace bastante tiempo diversos autores detectaron la ambigüedad en torno a las características cruciales que diferenciaban el autismo de los trastornos en la comprensión del lenguaje. En esta línea, el citado estudio de Bartak et al. (1975) pretendía responder a la cuestión de si el déficit lingüístico podía ser la base del autismo, lo cual llevaría a concebir el autismo como el extremo del TEL. Para ello, analizaron 47 niños de entre cuatro y nueve años con problemas severos de comprensión de lenguaje oral, normo-audición e inteligencia no verbal normal, dividiéndolos de acuerdo con su historial clínico y educativo en dos grupos: diecinueve autistas y veintitrés disfásicos (i.e., trastorno específico del lenguaje). Aparte quedaban cinco casos que, aun mostrando ciertas  características cercanas al autismo, no cumplían su cuadro típico. Procedieron a comparar en todos ellos el desarrollo temprano de hitos comunicativos, su patrón conductual, la madurez social, las aptitudes intelectuales, el nivel de comprensión verbal, la producción y comprensión de comunicación no verbal, etc. Las habilidades sociales fueron valoradas mediante checklist relativo a conductas como uso de la mirada, forma de realizar peticiones, expresión facial, contacto físico, presencia de estereotipias, etc., completado © Ediciones Pirámide

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por el evaluador tras diez minutos de situación de juego con el niño. Observaron que el desarrollo temprano de hitos comunicativos y del desarrollo no resultaba muy diferente entre ambos. Si bien el patrón conductual y la madurez social se veían muy alterados en los autistas, frente a una mayor normalidad en disfásicos, los autistas también mostraban más dificultades en la producción y comprensión de comunicación no verbal, así como mayor severidad en la afectación del juego simbólico e imaginación. Estos autores concluían que los problemas sociales y del comportamiento del autismo no podían explicarse simplemente como consecuencia secundaria de dificultades para comprender el lenguaje, pues el autismo suponía problemas de comunicación más severos y extensos que los observados en niños disfásicos, implicando de forma evidente la competencia gestual y preverbal. No obstante, también estudiaron aquellos cinco casos que en principio no se podían incluir ni en el grupo de autistas ni en el de disfásicos. Se trataba de niños cuya calidad de relaciones con iguales era anormal, pero tenían amigos, se aproximaban a los otros y se unían en juegos, de modo que se parecían más en ello a los disfásicos que a los autistas. Tales niños delataban la existencia de un área de solapamiento, mostrando características de ambos grupos. Estudios posteriores redundaron en este hecho, considerando población con problemas, al menos a priori, exclusivamente de competencia lingüística. Conti-Ramsden y Botting (1999) examinaron las características del tipo de trastorno de lenguaje que tenían los niños que asistían a unidades de lenguaje1 en Inglaterra, mediante una batería de pruebas estandarizadas que valoraban aspectos tanto de comprensión 1 Las unidades de lenguaje son aulas especializadas en el apoyo e intervención sobre niños con trastornos (generalmente primarios) en el desarrollo del lenguaje, que están bastante extendidas en el Reino Unido. Pueden encontrarse tanto en centros ordinarios como en centros de educación especial.

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como de producción verbal. Para ello, trabajaron con 242 casos que representaban una muestra aleatoria de niños de siete años que pasaban al menos un 50 por 100 del tiempo escolar semanal en la unidad. Entre éstos identificaron un 9 por 100 que no reunían criterios suficientes de adscripción ni para trastorno expresivo del lenguaje ni para trastorno mixto expresivo-receptivo. Mostraban un perfil singular, delimitado por obtener un rendimiento significativamente inferior en una prueba de comprensión frente a su ejecución en tareas relacionadas con el lenguaje expresivo. Mediante entrevistas informales mantenidas con sus maestras y logopedas se cuestionaba la posibilidad de la existencia de un hipotético TEL receptivo en estos niños. Tales profesionales consideraban en su mayoría que tal descripción no respondía a las principales dificultades de estos niños. Adscribían sus problemas fundamentalmente con relación al uso social del lenguaje, a la interacción social respecto a los demás y la comprensión de situaciones sociales, empleando en muchos casos el término de «síndrome semántico-pragmático» para referirse a ellos. No obstante, también utilizaban este término para referirse a algunos niños que, de acuerdo con la evaluación psicométrica practicada, pertenecían a los TEL receptivo-expresivo, e igualmente con relación a un grupo mucho más reducido de los encuadrados en el grupo de TEL expresivos. Así pues, a pesar de lo que las herramientas de evaluación informan, cuando se contrasta con la descripción ofrecida por los profesionales que trabajan a diario con los niños, no parece haber claros criterios de agrupamiento para casos en los que, junto con los problemas de lenguaje, confluyen dificultades notables relacionadas con la comunicación e interacción social. Hay que hacer notar que la batería de test que se empleó (igual que la mayoría de pruebas de evaluación de lenguaje utilizadas en niños) no había sido diseñada para identificar niños con problemas de lenguaje relacionados con aspectos pragmáticos.

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De este modo, tanto cuando se consideran estudios que contrastaban autismo con trastornos en la comprensión del lenguaje, como cuando se toman como referencia investigaciones que parten de niños con trastornos exclusivamente del lenguaje, se aprecia una evidente área de solapamiento en niños con problemas de índole social, pero que no parecen reflejar la severidad de los comúnmente asociados al autismo, que a su vez muestran una competencia lingüística alejada de lo esperado para su edad, sin que tal falta de competencia pudiera a su vez explicar de forma causal sus problemas de interacción social. En este sentido, Wing (1976) afirmaba que resultaba bastante fácil reconocer a los niños que tenían el síndrome clásico descrito por Kanner y diferenciarlos de los casos igualmente clásicos de trastornos de desarrollo del lenguaje receptivo, pero las zonas limítrofes de tales condiciones no estaban claras. A pesar de esa indefinición que podía generar el solapamiento de algunos casos, los marcos diagnósticos categoriales que se solían emplear, y que en parte continúan vigentes, delimitaron una línea divisoria entre el autismo y las alteraciones del desarrollo del lenguaje, considerándolos trastornos diferenciados sin posibilidad de continuidad alguna entre ambos, al punto que el diagnóstico de un trastorno del lenguaje requiere formalmente descartar la existencia de un posible trastorno de espectro autista. Esta fue y es la apuesta de los sistemas diagnósticos, pero no así el recorrido en el mundo de la investigación, que continuó generando propuestas diferentes sobre la base de tres evidencias (Bishop, 2003a): a) la ya citada constatación de casos con síntomas intermedios; b) la acumulación de múltiples estudios con pruebas estandarizadas sobre aptitudes lingüísticas de carácter estructural que mostraban la presencia de anomalías en autistas similares a las observadas en el TEL (Boucher, 2012), probablemente ignoradas por cuanto las dificultades pragmáticas resultan más severas y frecuentes, y c) la alta tasa de deficiencias en el lenguaje en parientes de personas con autismo, lo

cual sugeriría una posible continuidad etiológica entre el TEL y el autismo. De hecho, diferentes estudios han arrojado resultados consistentes acerca de una región de susceptibilidad en el brazo largo del cromosoma siete (7q), probablemente implicada en el desarrollo de trastornos comunicativos, y que se solapa tanto para el TEL como para el TEA (Narbona y Patiño, 2002). Sin embargo, todavía queda un largo camino por recorrer para establecer las bases genéticas compartidas y/o independientes de ambos trastornos. Tal como iniciábamos este apartado, se ha llegado a postular la posibilidad de establecer como parte de un continuo uno y otro trastorno. Coincidimos con Bishop (1989) al no considerar útil tratar autismo y trastornos específicos en el desarrollo del lenguaje como puntos de un continuo, dado que la mayoría de niños con TEL tienen problemas de comunicación mucho menos restrictivos que los del autismo y que no se asocian con anomalías en el comportamiento y sociabilidad. Siguiendo a Rapin y Allen (1998), la idea de un continuo sugiere variaciones de severidad, lo cual da cuenta de la heterogeneidad clínica, pero no facilita la consideración de especificidad que cada trastorno implica. La visión actual del funcionamiento cerebral con redes interconectadas de amplia extensión no parece compatible con la idea de diferentes trastornos formando parte de un continuo. Sí sería compatible en cambio con la consideración de trastornos discretos que varían en gran medida de acuerdo con un continuo de severidad, y también engloba la posibilidad de distinguir subtipos de acuerdo con diferencias que se pudieran establecer a diversos niveles: conductual, etiológico y con relación a la fisiopatología neurológica. Así pues, aunque parece conveniente, tanto por el estado actual de conocimientos como por las consecuencias aplicadas en relación con la intervención y el pronóstico, mantener como realidades diferentes el trastorno de espectro autista y los trastornos específicos del lenguaje, persiste la duda de cómo clasificar a los niños que no se © Ediciones Pirámide

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ajustan por completo a los criterios exigidos para el diagnóstico del autismo y cuyo perfil revela dificultades en su eficiencia comunicativa. A este respecto, la entidad que cubrió dicha necesidad fue la del síndrome o trastorno semántico-pragmático, si bien tampoco hay consenso acerca de cómo aplicarla y, más allá de ello, con relación a su estatus como categoría clínica diferenciada. Tal como se ha señalado en el apartado precedente, Bishop y Rosenbloom lo consideraban en principio una tipología de trastorno del lenguaje. De hecho, en el Reino Unido se utiliza fundamentalmente para referirse a niños que no reúnen los criterios diagnósticos propios del autismo (Botting y Conti-Ramsden, 1999). En cambio, Rapin y Allen lo definían como un fenotipo lingüístico que podía aparecer unido a diferentes trastornos del desarrollo, incluyendo entre éstos al autismo. Diversos autores han mostrado su disconformidad con la asunción de que el término trastorno semántico-pragmático fuera usado como categoría clínica independiente. Así, por ejemplo,  Lister Brook y Bowler (1992) consideraban que tal denominación no acababa siendo más que otra forma de denominar aquellas variantes del espectro autista comúnmente agrupadas bajo el término de «alto funcionamiento». La revisión que realizan acerca de la documentación científica vertida en torno a los niños con deficiencias semántico-pragmáticas concluye que las dificultades cognitivas e interpersonales de estos casos no son diferentes de las mostradas por niños con autismo. Las propias Isabelle Rapin y Doris Allen se muestran contundentes al respecto, manifestándose en claro desacuerdo con la práctica que en ocasiones se observa de utilizar la etiqueta de trastorno semántico-pragmático para evitar el diagnóstico más difícil de digerir de trastorno de espectro autista (Rapin y Allen, 1998). Consideran que se estaría ante un problema en la confusión de los niveles de clasificación diagnóstica. Así, TEL y TEA vendrían a conformar un primer nivel de clasificación diagnóstico claramente di-

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ferenciado, mientras que el trastorno semántico pragmático formaría parte de un segundo nivel de clasificación relativo al tipo de déficit observado en el lenguaje, sobre el que sí cabe contemplar la posibilidad de solapamientos. La suma o no de signos adicionales al trastorno en la comunicación marcaría la posibilidad de hablar de TEA o de TEL, si bien no cabría elevar al nivel superior lo que sería una entidad clínica de segundo orden. La menor severidad en las dificultades observadas, siendo propias del trastorno de espectro autista, no justificaría el uso de etiquetas ajenas a las contempladas dentro de los trastornos generalizados del desarrollo, siendo en este caso el subtipo «trastorno generalizado del desarrollo no especificado» (TGDNE) el más ajustado a priori. De este modo, la categoría TGDNE, introducida en el DSM-IV para dar cuenta de los casos de autismo atípico en que no se contemplaba la tríada en su totalidad o cuya severidad hacía que estuvieran cercanos pero por debajo de los puntos de corte en instrumentos diagnósticos para la determinación de autismo, constituiría la alternativa formal para ubicar los referidos casos intermedios. Ahora bien, estaríamos de acuerdo con Bishop (2000) al considerar este diagnóstico como una categoría excesivamente amplia en que tendrían cabida niños con perfiles sintomatológicos demasiado heterogéneos, lo cual entraría en contradicción con una de las finalidades básicas de la asignación de etiquetas diagnósticas: identificar niños con características semejantes que pudieran beneficiarse de aproximaciones similares de intervención. Ante esta confusión, tanto en el plano clínico como en el de la investigación, Conti-Ramsden y Botting (1999) entienden que el término trastornos pragmáticos del lenguaje (TPL) podría ser un término funcional para referirse a estos niños. Bishop (1998) se refiere a éste considerando la posibilidad de que los tres dominios propios de la sintomatología autista, altamente relacionados, podrían también mostrarse de forma disociada, lo cual abriría paso a la consideración del trastor-

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no pragmático como entidad clínica con relativa independencia. La figura 1 describe gráficamente cómo los trastornos pragmáticos derivarían de la confluencia de dificultades en las dimensiones relacionadas con el lenguaje y la interacción social, sin presentar otro tipo de anomalías relativas al comportamiento estereotipado. Frente a éstos, los trastornos específicos del lenguaje no estarían asociados a limitaciones de interacción social significativas, mientras que el autismo reflejaría la confluencia de anomalías en las tres dimensiones, preservándose en el trastorno de Asperger los aspectos formales del lenguaje. En definitiva, podríamos decir que la existencia de un conjunto de niños que se escapaban a los estándares clasificatorios ha suscitado un amplio debate acerca de la conveniencia de contemplar fórmulas diferentes, que ha desembocado en nuevas propuestas cuya delimitación continúa siendo un desafío para la práctica clínica. Desde que se ha sugerido la posibilidad de los TPL como una nueva categoría diferenciada de los TEL y TEA, se han sucedido los estudios encaminados a generar criterios para su delimitación. Botting y Conti-Ramsden (2003) emplean tareas comúnmente utilizadas como marcadores psicolingüísticos con relación a los trastornos específicos del lenguaje (tareas de repetición de pseudopalabras, tareas de uso de formas verbales de pasado, recuerdo de frases), así como una batería estandarizada de lenguaje para valorar el rendimiento en grupos de niños con TEL, autismo y TPL, comparándolos a su vez con niños de desarrollo normal. Tomando en conjunto el uso de tales tareas, resultaban fiables para diferenciar los casos que conformaban parte de los grupos clínicos con relación a los niños de desarrollo normal, salvo en algunos casos con TPL que mostraban características más próximas al autismo (casos que fueron denominados TPL plus y que se separaron del otro conjunto de niños con deficiencias  pragmáticas, que fueron reagrupados como TPL puros). La repetición de pseudopalabras parecía ser la tarea más específica para diferenciar

el grupo de niños TEL con relación al resto, y el marcador más fiable para diferenciar entre el conjunto de niños con trastornos y los niños de desarrollo normal resultó ser la tarea de recuerdo de frases. Los resultados sugieren la conveniencia de utilizar este tipo de tareas junto con otras medidas de carácter no lingüístico para ayudar en el diagnóstico diferencial.

Estructura del lenguaje

Uso social del lenguaje

TEL

TPL

Trastorno autista T. Asperger

Intereses

Figura 7.1.—Relaciones entre el trastorno pragmático del lenguaje, el trastorno específico del lenguaje y el trastorno de espectro autista (tomado de Bishop, 2000).

Reisinger, Cornish y Fombonne (2011) desarrollaron un estudio comparativo con diecinueve niños con TPL y veintidós con TEA (excluyendo Asperger e incluyendo trastorno autista y TGDNE) entre 7-15 años, emparejados en edad cronológica, inteligencia no verbal y edad lingüística. Los evaluaron utilizando ADOS (Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2003) y recogieron mediante información parental su perfil con el cuestionario de comunicación social (SCQ) (Rutter, Bayley y Lord, 2003). Los resultados mostraban diferencias significativas en los dominios de interacción social recíproca y de comunicación en ADOS para ambos grupos, pero no había diferencias © Ediciones Pirámide

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para el caso de los intereses y conductas repetitivos y estereotipados, a pesar de que los niños con TEA mostraban en conjunto un mayor número de signos asociados a esta dimensión. El mismo perfil se cumplía para el caso del SCQ. En todos los casos se registraba una mayor severidad de los síntomas en el caso del TEA. De hecho, todos los niños del grupo TEA superaban los puntos de corte para ser diagnosticados como tal tanto en ADOS como en SCQ, si bien en el grupo TPL siete casos (36,8 por 100) también superaban los puntos de corte en ambas pruebas. En consecuencia, reconocen que las evidencias halladas en este estudio no son suficientes para diferenciar claramente entre TEA y TPL, puesto que estos últimos también pueden ser presentados como niños con deficiencias en todos los componentes de la tríada, al punto de afirmar que «...quizás, los individuos con TPL sean parte de la “normalidad excéntrica” que es cualitativamente similar pero que no se incluye dentro de las formas clínicas de los TEA» (Reisinger et al., 2011, p. 1703). Por tanto, más allá de sutiles diferencias, las comunalidades podrían ser más importantes desde el punto de vista educativo y de la intervención. Bishop y Norbury (2002) compararon niños con TEL, TPL y autismo de alto funcionamiento combinando el uso de ADI-R (Lord, Rutter y Le Couteur, 1994), SCQ y ADOS, y considerando en algunos casos dos momentos de evaluación. Se verificó la existencia de cinco casos con diagnóstico de TPL que reunían criterios de diagnóstico para autismo tanto a partir de la información parental (ADI-R, SCQ) como a partir de la observación (ADOS), e igualmente constató el cambio de perfil sintomatológico que se producía en algunos niños con la edad. En cualquier caso, los estudios recién descritos a modo de ejemplo siguen adoleciendo de limitaciones, que requerirán ser salvadas por nuevas investigaciones para considerar sus hallazgos de modo concluyente. Entre otras cosas, resultará fundamental contar con muestras más amplias y

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con experimentadores que desconozcan la adscripción de los niños a los diferentes grupos clínicos. Mientras tanto, considerar la idea de un grupo bajo el concepto de TPL como entidad diferenciada será «funcional», tal y como ContiRamsden y Botting (1999) defendían, aunque sigamos sin contar con evidencias que en la práctica clínica nos permitan delimitar rasgos precisos e idiosincrásicos para una distinción fiable con relación a otras entidades diagnósticas con semiología compartida. No en vano, debemos tener en cuenta que establecer límites concretos en los fenotipos conductuales es un objetivo harto complejo, si es que se pudiera realmente llegar a conseguir. Bishop (2003a) propone un modelo (figura 7.2) de relación entre factores etiológicos, sistemas cerebrales afectados y manifestaciones observables propias de TEA y TEL que darían cuenta de esta dificultad. Según este modelo, un rango de factores de riesgo genéticos (X, Y, Z...) estaría implicado en la etiología de trastornos del desarrollo, cada uno de los cuales puede afectar a distintos sistemas cerebrales. Según este modelo, TEA y TEL tienen, al menos parcialmente, bases neurológicas distintas, pero factores comunes etiológicos que afectan a ambos. Suponiendo la existencia de genes que distorsionan los procesos de migración neuronal y que provocan anomalías en estructurales cerebrales, se pueden observar resultados dispares con combinaciones variadas respecto a las manifestaciones comportamentales. Los signos visibles dependerán de qué sistemas cerebrales estén implicados, lo cual podría estar modelado por un trasfondo genético (i.e., otros genes interactuando con los genes de riesgo) en interacción con influencias sistemáticas ambientales o eventos fruto del azar que, en algunas ocasiones, darán lugar a cuadros característicos de TEL, en otras a cuadros próximos al TEA y en otras a fenotipos con alguno, pero no todos, de los signos característicos de uno y otro trastorno. La correlación entre síntomas reflejaría la implicación de sistemas ce-

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S. cerebral A

Déficits estructurales de lenguaje

S. cerebral B

Uso normal del lenguaje

S. cerebral C

Déficits en interacción social

S. cerebral D

Repertorio de conductas restringido

Genotipo X, Y, Z...

Figura 7.2.—Modelo de relaciones causales para componentes relacionados con TEL y TEA. (Tomado de Bishop, 2003a.)

rebrales adyacentes, pero que no tienen por qué estar sistemáticamente afectados de forma conjunta. Este modelo puede explicar la aparente paradoja de que síntomas que frecuentemente van juntos no necesariamente lo hagan, asumiendo que síntomas diferentes tienen bases cerebrales distintas pero factores etiológicos comunes que pueden distorsionar el neurodesarrollo, dando lugar a cuadros comportamentales sin límites precisos. En conclusión, cuando desarrollamos procesos diagnósticos lo hacemos por lo general partiendo de marcos categoriales construidos sobre la base, en ocasiones ilusoria, de entidades clínicas diferenciadas. En cambio, la riqueza de interacciones genéticas y ambientales conduce a cuadros sintomatológicos que no encajan con los prototipos definidos, además de que resultan variables con el paso del tiempo. Siendo conscientes de las limitaciones de las convenciones clasificatorias, las cuales, como veremos a continuación, se modifican periódicamente para tratar de ser más funcionales de acuerdo con los nuevos conocimientos, tendremos que ser flexibles en nuestra práctica profesional a fin de dar respuesta al desafío que supone orientar de forma óptima la intervención.

5. MIRANDO HACIA EL FUTURO: LAS NUEVAS PROPUESTAS DE CLASIFICACIÓN DIAGNÓSTICA Tal como se ha tratado en capítulos precedentes, la previsión de modificaciones en el sistema de clasificación diagnóstico DSM-V de la APA nos depara un futuro (o presente, según el momento en que se esté consultando este manual) que implica novedades relevantes. Dentro de la categoría de trastornos del neurodesarrollo, además del apartado relativo al trastorno del espectro autista que sustituiría al de trastornos generalizados del desarrollo, persiste un gran capítulo de entidades clínicas recogidas bajo el término de trastornos de la comunicación, conservando la misma denominación genérica del DSMIV, pero con apuestas novedosas en su interior como fruto del estado de conocimiento, o en ocasiones de «desconocimiento» con relación a la posibilidad de diferenciar de forma fiable entre entidades y/o momentos evolutivos. Una de las novedades en los trastornos de la comunicación es la aparición de una entidad genérica denominada «trastornos del lenguaje», que alude a cualquier condición en que se evidencien © Ediciones Pirámide

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bajas habilidades con relación a lo esperado según la edad cronológica en la adquisición de uno o más dominios del lenguaje (vocabulario, gramática, actividad discursiva de carácter narrativo, expositivo o conversacional, así como habilidades de carácter pragmático), y baja competencia que con una alta probabilidad persistirá durante la adolescencia y la vida adulta. Como se puede apreciar, las habilidades de carácter pragmático se destacan como una de las áreas lingüísticas en que se puede centrar el déficit, algo no resaltado en la propuesta del DSM-IV, donde sólo a la hora de describir los síntomas y trastornos asociados al trastorno mixto del lenguaje receptivo-expresivo aparece la referencia a probables dificultades en las habilidades conversacionales (mantener tema y respetar turnos). En cualquier caso, lo realmente relevante es el reconocimiento de dos posibilidades: a) que el trastorno del lenguaje constituya un trastorno primario, y b) que coexista con otras entidades clínicas, como el trastorno de espectro autista. Es decir, mientras que en el DSM-IV los trastornos relacionados con el lenguaje eran una categoría mutuamente excluyente con relación a los trastornos generalizados del desarrollo y, de hecho, era necesario descartar la presencia de éstos para poder diagnosticar un trastorno del lenguaje, en el caso del DSM-V se reconoce la posibilidad de que coexistan trastornos del lenguaje y trastorno de espectro autista. De este modo, se resuelve así una de las necesidades impuestas por las conclusiones derivadas de diferentes investigaciones: existen niños que cumplen sobradamente criterios diagnósticos de autismo y que, siendo verbales, cuentan con las dificultades comúnmente asociadas a niños con TEL, como por ejemplo problemas en tareas de repetición de pseudopalabras (Kjelgaard y TagerFlusberg, 2001) o en el dominio de marcas morfológicas (Roberts, Rice y Tager-Flusberg, 2004). En ocasiones, hemos encontrado niños con sintomatología propia de TEA —aunque con manifestaciones sutiles— que, siendo verbales y cometiendo los errores característicos de niños TEL

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en su lenguaje expresivo, habían sido incluidos a edades tempranas en la categoría del trastorno mixto del lenguaje receptivo-expresivo, orientando su intervención de forma errónea hacia aspectos formales del lenguaje. Entendemos que estas modificaciones del DSM-V propiciarán que este tipo de prácticas disminuyan al reconocer la coexistencia de trastorno de espectro autista y trastornos del lenguaje, más allá incluso de la pragmática. Por otro lado, dentro del capítulo de trastornos de la comunicación, además de los trastornos del lenguaje recién tratados, también cabe destacar la aparición del inicio tardío del lenguaje (Late Language Emergence). Esta entidad recogería cualquier forma de retraso en el desarrollo comunicativo-lingüístico, detectada fundamentalmente entre los 18-36 meses de edad, sobre la base de signos que la investigación ha determinado como relevantes para fijar cierta probabilidad de contar en el futuro con trastornos persistentes (Watt, Wetherby y Shumway, 2006; Rice, Taylor y Zubrick, 2008). Los criterios de referencia que se apuntan son los siguientes: menos de cincuenta palabras a los veinticuatro meses, incapacidad para seguir instrucciones verbales, uso limitado de gestos y sonidos para comunicarse, juego simbólico limitado o apenas combinación de palabras con treinta meses. Si embargo, tales indicadores no son específicos, pues son compartidos por trastornos específicos del lenguaje, el trastorno de espectro autista, dificultades de aprendizaje, trastorno por déficit atencional e hiperactividad, discapacidad intelectual... Esta categoría obedece al creciente interés de nuestras sociedades por la prevención y, en consecuencia, por la detección e intervención temprana como forma de evitar repercusiones negativas de diferentes situaciones de riesgo sobre el desarrollo. Así, permitiría la inclusión en programas de intervención de niños ante los que recaen sospechas de trastornos del desarrollo, reflejadas fundamentalmente en aptitudes comunicativolingüísticas, sin que ello signifique un pronóstico

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de estabilidad con relación a su consideración como trastorno persistente. De hecho, en su definición se concibe como una categoría temporal, por cuanto es aplicable hasta los cuatro-cinco años. A esta edad cabría precisar su inclusión en otra categoría diagnóstica, caso de no haber objetivado un desarrollo que pudiera encuadrarse dentro de la normalidad. Con relación a este objetivo, podemos considerar beneficiosa la incorporación de esta categoría. Además, permite reconocer la posibilidad de intervención ante niños con sospechas, que la investigación ha acogido comúnmente bajo la denominación de «hablantes tardíos» (late-talkers), y que nos ha demostrado que en muchos casos siguen un progreso hacia la normalidad y no necesariamente hacia la persistencia de un déficit lingüístico. A pesar de ello, resulta conveniente la intervención; no en vano, como Aguado (2009) señala con relación a los TEL, casi todos los niños que muestran un TEL han debido ser niños con inicio tardío del lenguaje, pero no al revés. También permite reconocer a los niños incluidos bajo el concepto «retraso del lenguaje», término nunca bien delimitado que, por lo general, muchos profesionales utilizan en oposición al de «trastorno» para referirse a formas aparentemente más leves de dificultades en la adquisición lingüística, comúnmente asociadas a problemas más evidentes en la dimensión fonético/fonológica. No podemos obviar que el inicio tardío del lenguaje, como ha ocurrido con otras categorías a lo largo del tiempo (e.g., trastorno generalizado del desarrollo no especificado), corre el riesgo de convertirse en un cajón de sastre en el que incluir muchas formas leves de diferentes trastornos del desarrollo. Como se apuntaba líneas atrás, ciertas novedades resultan más bien de nuestro desconocimiento, que no de nuestro conocimiento. Así, la imposibilidad de aislar signos predictivos de trastornos concretos parece aconsejar el uso de categorías como ésta, no tan bien definidas y excluyentes, antes que otras más precisas pero que en la práctica clínica no se pueden atribuir de forma

inequívoca a través de los procedimientos e instrumentos de evaluación con que contamos en la actualidad. El trastorno específico del lenguaje, término tan extendido y no recogido como tal en clasificaciones precedentes, recibe un reconocimiento formal en el DSM-V al incluirse en los trastornos de la comunicación. Bajo esta categoría se encuadrarían los casos con una baja competencia en habilidades fonológicas, léxicas y morfosintácticas ante la presencia de habilidades cognitivas no verbales normales. Requerirá la necesidad de diagnóstico diferencial con el trastorno de espectro autista. Así, el TEA podrá coexistir con los trastornos del lenguaje antes tratados, pero no con los trastornos específicos del lenguaje, evitando de forma clara la tentación de pensar en términos de continuum entre TEA-TEL. Por otra parte, es de destacar, en alusión a los trastornos específicos del lenguaje, que desaparece cualquier tipo de alusión a dificultad alguna relacionada con el dominio pragmático, signos que quedarán circunscritos a una categoría que supone otra de las grandes novedades: el trastorno de la comunicación social. El trastorno de la comunicación social vendría a constituir una entidad que da cabida al conjunto de niños que motivan gran parte del desarrollo de este capítulo: aquellos que configuraban cuadros fenotípicos que no acababan de cumplir los criterios diagnósticos propios del autismo y que se caracterizaban por dificultades del lenguaje fundamentalmente circunscritas a su uso, que no a su forma. Así, este trastorno se define por ser una deficiencia en la pragmática, y se diagnosticaría sobre la base de dificultades en los usos sociales de la comunicación, tanto verbal como no verbal, en contextos naturales que afectarían al desarrollo de las relaciones sociales y la comprensión del discurso, sin presentar bajas habilidades en los dominios de la estructura de las palabras y la gramática o en el dominio cognitivo general. Requeriría descartar la posibilidad de un trastorno de espectro autista, el cual vendría representa© Ediciones Pirámide

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do por sumar a estas dificultades en la comunicación social la presencia de comportamientos e intereses restringidos y estereotipados. De este modo, esta nueva categoría supondría un apoyo evidente a la postura que confiere independencia a los trastornos de carácter pragmático con relación tanto a los trastornos específicos del lenguaje como al trastorno de espectro autista. En este sentido, responde a la evidente existencia de casos que no se ajustan al perfil prototípico de uno u otro, pero no hemos de olvidar que diferentes estudios nos han mostrado la baja sensibilidad y especificidad de los instrumentos de evaluación de los que disponemos en la actualidad para poder diferenciar las casuísticas que comparten en su fenotipo la presencia de dificultades en la comunicación social. Además, tal como se puede vislumbrar en estudios como el ya citado de Reisinger et al. (2011), niños que potencialmente serían clasificados en esta categoría no muestran diferencias en la dimensión de intereses y conducta restrictiva y estereotipada con relación a niños clasificables como TEA. En definitiva, se vislumbran propuestas de sistematización diagnóstica que pretenden ser más congruentes con los conocimientos acumulados en las últimas décadas, si bien quedará margen para ciertas incertidumbres propias del uso de sistemas categoriales, lo cual seguirá a buen seguro suscitando interrogantes en la práctica clínica.

6. EVALUACIÓN DE ALTERACIONES PRAGMÁTICAS DEL LENGUAJE La pragmática se aborda desde diferentes disciplinas, como por ejemplo la lingüística o la psicología, que no siempre mantienen una misma idea en torno a ésta. Ello impide contar con una definición única que clarifique con mayor precisión qué cabe evaluar, cómo y en qué contextos sería mejor hacerlo, cuando nos referimos a la pragmática y sus alteraciones. No nos detendremos en valorar diferentes aproximaciones concep-

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tuales, lo cual excedería los propósitos de este capítulo, y partiremos de la diferenciación facilitada por Rapin y Allen (1998) con el fin de ayudarnos a entender a qué nos referimos cuando pensamos en evaluar la pragmática en el contexto de este capítulo. De este modo, tales autoras distinguen entre pragmática verbal y no verbal. La pragmática verbal se refiere a aspectos relacionados con la actividad discursiva de carácter conversacional, tales como la elección de palabras de acuerdo con la situación particular de cada intercambio comunicativo, las habilidades para iniciar y finalizar la comunicación, el respeto de turnos, el mantenimiento o modificación de temas, el hecho de proporcionar información suficiente para transmitir de forma comprensible lo que se pretende compartir y el uso de la prosodia para clarificar intenciones y significados. Por su parte, la pragmática no verbal incluye aspectos como mirar a la persona con quien nos comunicamos, usar señas gestuales congruentes, utilizar la expresión facial y la postura para enriquecer y/o clarificar lo que se está transmitiendo, y la capacidad para tener en cuenta las reacciones del receptor con el objetivo de juzgar el impacto que está generando nuestro mensaje y generar reajustes en caso de necesidad. Partiendo de esta diferenciación, los procedimientos a la hora de evaluar vendrán determinados por la etapa evolutiva y por los recursos comunicativos con que cuente el niño, siendo especialmente relevante la posibilidad o no de contar con producción oral. En pequeños que todavía no pueden construir frases, así como en casos cuyo trastorno implica no usar el lenguaje oral aun siendo de mayor edad, obviamente el interés recaerá sobre los aspectos relacionados con la pragmática no verbal. En los más mayores, sobre todo si producen frases para comunicarse, contaremos con más posibilidades de valoración, así como medios para ello. Con relación a la pragmática no verbal, la ausencia o alteración tanto cuantitativa como cualitativa de diferentes conductas preverbales,

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reseñadas en capítulos precedentes como señales de alerta (indicar con el dedo, compartir la mirada, compartir emociones, manifestarlas de forma congruente con las situaciones...), constituyen focos de interés que informan sobre dificultades en la adquisición de aptitudes que fundamentan una comunicación efectiva. No nos permitirán diferenciar de forma fiable entre trastornos, por cuanto en etapas tempranas no son más que signos de sospecha sin valor determinante a efectos diagnóstico. Estudios ya citados (e.g., Bishop y Norbury, 2002) documentan la imposibilidad de clasificar desde el punto de vista diagnóstico con total especificidad entre TEL-TPL-autismo, y con estabilidad en el tiempo, en edades de entre seisnueve años usando instrumentos de evaluación ampliamente reconocidos (ADI-R, ADOS, SCQ). De este modo, resulta lógico pensar que en edades inferiores la especificidad diagnóstica de los signos es todavía menor. Posiblemente, en el futuro contaremos con nuevos datos que permitan contrastar estas apreciaciones con herramientas indicadas para evaluar entre uno-tres años (Toddler ADI-R o ADOS Toddler), todavía por adaptar para su uso en nuestro país. Básicamente, la evaluación de la pragmática no verbal descansará sobre la observación directa  de la conducta y la recogida de información a  partir de los adultos que mejor conozcan el comportamiento del niño a lo largo del tiempo y en diferentes contextos. Tanto para la observación como para el registro de información, instrumentos de uso extendido como el inventario de desarrollo Battelle (Newborg et al., 1988) pueden resultar de utilidad para valorar el nivel de desarrollo en diferentes dimensiones (personal/social, adaptativa, motora, comunicación y cognición), permitiendo determinar disarmonías del desarrollo en diferentes dimensiones, algo de mayor probabilidad en dificultades pragmáticas. Por lo que se refiere a cuestionarios, resulta de utilidad la adaptación al español del perfil pragmático comunicativo de Dewart y Summers, realizada por Hernández (1995), que proporciona

una guía para sistematizar la recogida de información en torno a las aptitudes comunicativas del  niño y su contexto a través de la evaluación de la comunicación (ECO), estructurada en cuatro apartados: las intenciones comunicativas, la respuesta a la comunicación, la manera de participar en la conversación y el contexto. Con relación a otros instrumentos normativos, y en aras del interés por la detección temprana, es de destacar el cuestionario del perfil de desarrollo de la escala de conducta comunicativa y simbólica de Wetherby y Prizant (2001) para evaluar la conducta comunicativa y simbólica desde los seis meses, proporcionando listas de conductas organizadas en siete grupos (emociones y mirada, comunicación, gestos, sonidos, palabras, comprensión y uso de objetos), cada una de las cuales debe valorarse en cuanto a su presencia o no y, caso de formar parte del repertorio del niño, en cuanto a su frecuencia de aparición. Pearce et al. (2011) constataron su efectividad en la revisión pediátrica efectuada al año de edad, para la detección de trastorno de espectro autista, trastornos del lenguaje y trastornos del desarrollo por determinar, estableciendo un valor pronóstico positivo en un 75 por 100 de los casos. Cuando estamos ante niños verbales de mayor edad, contamos con otras alternativas a nuestro alcance que permiten precisar más sobre las aptitudes pragmáticas, aunque, por desgracia, son muy escasas las herramientas adaptadas y/o creadas para su uso en español. Tal es el caso de instrumentos como el PLON-R (Prueba de lenguaje oral de Navarra-Revisada de Aguinaga et al., 2005) y el BLOC (Batería de lenguaje objetiva y criterial de Puyuelo, Wiig, Renom y Solanas, 1997). Tanto una como otra, en el contexto de la evaluación estandarizada del lenguaje, aportan un módulo concreto para evaluar la pragmática, al incitar ante estímulos gráficos conversaciones sobre las que se plantean preguntas cuyas respuestas serán valoradas como más o menos apropiadas de acuerdo con el contexto. PLON-R está indicada para la detección entre © Ediciones Pirámide

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3-6 años y BLOC para la evaluación entre 5-14 años. No obstante, cabe tener en cuenta que los niños con dificultades semántico-pragmáticas suelen mostrar una buena ejecución en tareas de este tipo cuando se requieren respuestas ante un contexto bien delimitado, lo cual no sucede cuando su comunicación se desarrolla en contextos naturales (Bishop y Adams, 1991). Por ello, en ocasiones se propone como alternativa la observación de los intercambios en situaciones comunicativas naturales no estandarizadas, aunque se pierde la posibilidad de contar con referentes normativos. En estos casos, cabe apoyarse en guías para el registro y evaluación de conductas comunicativas, como por ejemplo los desarrollados por Prutting y Kirchner (1987). Tales autoras proponían en su protocolo para la evaluación de intercambios conversacionales la consideración de parámetros como el inicio de temas, su mantenimiento, el respeto de turnos, el uso del contexto, las interrupciones, la cantidad de habla, el tono y volumen, el contacto ocular, la expresión facial, la proximidad física y los gestos. Esta aproximación cuenta con los inconvenientes ya tratados en capítulos precedentes cuando se aludía a instrumentos basados en la observación: cuando una conducta no acontece, no sabemos si ello es así por no formar parte del repertorio del niño o porque simplemente sucede con baja frecuencia. Por ello, también para edades superiores se han desarrollado de forma complementaria cuestionarios a aplicar en personas que conocen bien el comportamiento del niño. Un ejemplo de propuesta más estructurada es el Children’s Communication Checklist (CCC)2  (Bishop, 1998), basado en un listado concreto de conductas sobre las que los informantes deben precisar con qué frecuencia aparecen en el repertorio del evaluado. Se trata de un 2 Existe una versión más actualizada con idéntica estructura y finalidad: el CCC-2 (Bishop, 2003b), tipificado en niños de entre 4-16 años que se expresan mediante frases.

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instrumento que ya, desde su concepción, pretende diferenciar, dentro de los diferentes trastornos del desarrollo que cursan con producción lingüística, aquellos casos que cuentan con dificultades pragmáticas, proponiendo setenta ítems relacionados con diez subescalas: habla (e.g., su habla se articula claramente y es fluida), sintaxis (e.g., a veces comete errores en pronombres, diciendo él en lugar de ella o viceversa), semántica (e.g., confunde palabras con significado similar o próximo, diciendo «perro» por «zorro»), coherencia (e.g., es difícil encontrar sentido a lo que cuenta, incluso cuando pronuncia claramente las palabras), inicio inapropiado (e.g., habla repetidamente sobre cosas en las que nadie está interesado), lenguaje estereotipado (e.g., repite lo que otros acaban de decir; si alguien pregunta «¿qué has comido?» podría contestar «¿qué he comido?»), uso del contexto (e.g., le divierte el humor expresado con ironía; no se queda confundido sino que le resulta gracioso cuando alguien dice en un día muy lluvioso: «¡Hace un día precioso!»), comunicación no verbal (e.g., no mira a las personas cuando les habla), relaciones sociales (e.g., cuando participa en actividades compartidas con otros niños, tienden a ignorarlos) e intereses (e.g., se muestra flexible ante situaciones inesperadas y se adapta a ellas; no se molesta si tenía pensado jugar con el ordenador, pero tiene que hacer otra cosa porque el ordenador no funciona). Todas ellas se componen de forma diferenciada, dando lugar a dos escalas compuestas: una de comunicación general y una de anomalías en la interacción social. En términos generales, los estudios de validación realizados con esta escala informan de su utilidad como herramienta de detección para diferenciar entre niños de desarrollo normal y niños con deficiencias comunicativas. Asimismo, distingue bien entre niños que tienen dificultades sociales y pragmáticas desproporcionadas con relación a problemas lingüísticos de carácter estructural gracias al uso de una escala compuesta de anomalías en interacción social. Sin embrago, a través

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de la escala compuesta de comunicación general no cuenta con suficiente sensibilidad para diferenciar entre cuadros clínicos con deficiencias pragmáticas en que fue utilizado (trastornos pragmáticos, autismo de alto funcionamiento y síndrome de Asperger), así como entre éstos y los casos con trastornos específicos del lenguaje (Norbury, Nash, Baird y Bishop, 2004). Como se puede observar, tenemos múltiples formas para acercarnos a la evaluación de la pragmática. Si bien, tal como Adams (2002) señalaba, se está lejos de tener un panorama nítido, al haber sólo comenzado recientemente a comprender qué se puede lograr y qué no se puede conseguir en este ámbito. Más lejos estamos todavía de precisar, si es que fuera posible, la especificidad de signos asociados de forma particular a los diferentes cuadros clínicos que se acompañan de deficiencias comunicativas, tanto más por la variabilidad que éstos tienen conforme se avanza en edad y por la configuración tan dispar que se moldea de acuerdo con la intervención dentro de cada entidad diagnóstica. Cuando se interviene facilitando la comunicación de acuerdo con las necesidades de cada niño, será la evolución de las manifestaciones que observemos la que nos ayudará a determinar con mayor fiabilidad diagnóstica la mayor o menor proximidad a perfiles característicos de trastorno específico del lenguaje, trastorno de espectro autista o, tal como el DSM-V nos permitirá probablemente etiquetar, trastorno de la comunicación social.

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REFERENCIAS

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FRANCISCO ALCANTUD MARÍN YURENA ALONSO ESTEBAN

1.

INTRODUCCIÓN

El término intervención es utilizado con mucha frecuencia en Psicología y Educación. Se introduce en la Psicología por la vía de la aplicación clínica-terapéutica, siguiendo en cierto modo el modelo terapéutico médico, para posteriormente trasladarse al ámbito más educativo. En consecuencia, hereda inicialmente el modelo médicoepidemiológico, aunque evolucionará rápidamente hacia un modelo psicosocial sistémico (Genovard, 1980). El concepto de «intervención» en psicología no difiere significativamente del significado castellano del mismo. Así, el Diccionario Ideológico Casares presenta diferentes significados para el término «intervenir»: «Tomar parte en un asunto, mediar en algo o entre algo, interponer uno su autoridad o poder, sobrevenir algo, acaecer, etc.». En medicina está muy ligado a la cirugía, tomando en este caso la acepción de modificar desde fuera algo del organismo con la intención de recuperar o mejorar la salud del individuo. Esta primera acepción del término en psicología y educación se refiere a «intervenir en algo o sobre alguien», expresando una participación activa, «intervenir es entrar dentro de un sistema de individuos en progreso y participar de forma cooperativa para ayudarles a planificar, conseguir y/o cambiar sus objetivos» (Decharmes, 1973, p. 244). En este sentido, la intervención psicológica debería iniciarse desde el momento en que se utilizan

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procedimientos de observación no intrusivos con la finalidad de recabar información con la que definir el «hecho-problema» objeto de la intervención, dado que debemos asumir que la realización de cualquier observación lleva consigo ya una cierta intervención. De la característica anterior se desprende que intervenir es también «tomar en consideración los factores o circunstancias que influyen en un fenómeno estudiado». Es decir, la intervención se realiza en un estado de conocimiento lejano a la formulación de juicios causales, pero podemos establecer hipótesis que dirijan nuestra acción, e ir modificando éstas a lo largo del transcurso de la acción. El neurodesarrollo es un proceso natural que se da por interacción con el entorno del niño. Digamos que, en una situación normal, con un desarrollo normativo se deberían dar las circunstancias que permitieran dar las oportunidades adecuadas para establecer la interacción entre el niño y su entorno, que le permitieran experimentar y desarrollar sus funciones perceptivas, sensoriales, cognitivas, etc. Pero cuando existe una alteración en el neurodesarrollo, esta interacción se debe formalizar para garantizar que el niño tenga las oportunidades de interacción adecuadas. La planificación de esta interacción es un ejemplo de lo que llamamos intervención psicoeducativa. La intervención psicoeducativa se organiza alrededor del concepto de «programa». Un programa supone el establecimiento previo y sistemá-

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tico de contenidos, criterios, medidas o condiciones para regular el funcionamiento de la actividad o conseguir el mejor logro posible. Los programas pueden dirigirse a cualquier área de la actividad humana, a modificar aspectos físicos y estructurales, cambios actitudinales o a ambas cosas. Desde que Kanner en 1943 describiera por primera vez el autismo, se han desarrollado infinidad de iniciativas terapéuticas. En un principio, dado el conocimiento y la orientación científica del momento, aparecen los tratamientos de corte psicodinámicos; posteriormente aparecieron otras iniciativas de corte conductual, cognitivo o cognitivo-conductual hasta llegar a la actualidad. Hoy día, el eclecticismo postmoderno ha llevado a combinar multitud de principios teóricos, generando una gran riqueza conceptual, pero al mismo tiempo y en muchas ocasiones también mucha confusión. Por otra parte, la evolución de los conocimientos sobre el trastorno del espectro autista ha ido orientando también los modelos y programas de intervención, buscando evidencias de su eficacia. La evolución conceptual, sin embargo, no sigue un ritmo uniforme ni universal, haciendo que pervivan y convivan en muchas ocasiones modelos y programas basados en principios que otros ya han dejado atrás por falta de resultados, o que filosofías trasnochadas obligan a defender. En cualquier caso, las familias y los profesionales nos encontramos con un gran arsenal de métodos, programas y técnicas que utilizar a la hora de diseñar una intervención concreta. Nadie duda de la eficacia de la atención temprana; el problema es cúal es el método de intervención en atención temprana más apropiado. Debemos dejar claro que entendemos la intervención como un proceso de investigación. Investigación activa, participativa, en la que el investigador, en nuestro caso el psicólogo o psicopedagogo, se une temporalmente a la comunidad de la que trata su investigación, y con sus herramientas teóricas ayuda a la comunidad a resolver los problemas a que se enfrenta. Las so-

luciones desarrolladas en equipo, donde los participantes son sujetos activos del diseño de la intervención, obtendrán mejores resultados que las soluciones desarrolladas por personas ajenas a la misma. Entre los miembros participantes, en el caso que nos ocupa, se encuentra toda la familia (padres, hermanos, etc.) y red social (familia extensa, centro educativo, etc.). Son los miembros del grupo participante quienes conocen mejor el problema y sus soluciones alternativas. En este sentido, la intervención dirigida bajo este paradigma responde también a los principios de la planificación centrada en la persona o en la familia (Mount, 1992; O’Brien y O’Brien 2000; Sanderson, 2000). «La práctica centrada en la familia no es una única estrategia o un solo método para interactuar con las familias. Es una filosofía general por la que los profesionales pueden ayudar a las familias a desarrollar sus puntos fuertes y a incrementar su sentimiento de competencia» (Leal, 1999). El psicólogo, o equipo de terapeutas, sólo proporcionan información al grupo sobre las soluciones desarrolladas en otras comunidades, y de esta forma se hace posible la búsqueda de la solución más adecuada. Una solución encontrada por el mismo grupo será más agradable para él que una hallada por un extraño; el grupo estará más dispuesto a trabajar por algo propio y a comprometerse con ello, y consecuentemente conseguiremos una adherencia al tratamiento mayor. Los profesionales debemos ofrecer prácticas basadas en evidencias científicas. La recomendación de los contenidos del diseño de un programa de intervención se debe basar en las evidencias alcanzadas en estudios evaluativos empíricos debidamente diseñados e implementados. En esta línea surgió el enfoque de la práctica basada en la evidencia como una herramienta dirigida a lograr programas de intervención que se apliquen en la práctica profesional basados en las mejores evidencias y pruebas científicas (Frias y Pascual, 2003; Pascual, Frias y Monterde, 2004). © Ediciones Pirámide

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2. INTERVENCIÓN BASADA EN LA EVIDENCIA La intervención basada en la evidencia, o práctica basada en la evidencia, tiene su origen en la medicina, y pretende concienciar a los profesionales y a los gestores políticos sobre la necesidad de que su práctica profesional esté guiada por las mejores evidencias científicas. Uno de los grandes problemas con los que nos enfrentamos tiene carácter metodológico. La investigación desarrollada a lo largo de la intervención carece de muchos de los principios metodológicos que permiten un contraste de resultados. No obstante, los resultados de las intervenciones aportan información de primer orden, que lleva en muchos casos a cuestionar principios teóricos más o menos consolidados. El problema radica en la diversidad de metodologías, la variedad de situaciones de intervención y la dificultad en la acumulación de casuística con un mínimo de homogeneidad. Se hace preciso disponer de revisiones sistemáticas de los estudios empíricos, muchos de ellos estudios de caso único, que sean capaces de ofrecer una panorámica de cuál o cuáles son los programas más eficaces y efectivos o cuáles son las alternativas disponibles que podemos ofrecer a una familia ante un problema concreto. Una revisión sistemática es una revisión objetiva de los estudios publicados que dan respuesta a una pregunta y que intenta integrarlos en una única conclusión. Si las publicaciones aportan suficientes datos o resultados numéricos sobre los que poder aplicar alguna técnica estadística de integración de resultados, se dice que hacemos un meta-análisis. Esta técnica permite determinar qué programa es más efectivo, bajo qué condiciones y para qué tipos de participantes. Los metaanálisis ofrecen información de primer orden que, utilizada adecuadamente, puede contribuir a optimizar la práctica profesional. El auge del enfoque basado en la evidencia ha generado multitud de iniciati-

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vas, entre las que cabe destacar la «Campbell Collaboration»1. No obstante, la práctica o intervención basada en la evidencia es algo más que el principio general de aplicar los tratamientos o principios que las publicaciones científicas ofrecen con mejores resultados. También debe integrar la pericia o buenas prácticas del psicólogo psicopedagogo que coordina la intervención. En el caso concreto de la intervención en niños con trastornos del desarrollo o en particular con TEA, debe integrar a su vez los intereses y perspectiva del grupo (familia) o individuo al que se supone se dirige la intervención, con el fin de que sus resultados sean efectivos y eficientes (Schlosser y Raghavendra, 2003; Kazdin, 2008). Los profesionales involucrados en la intervención deberían disponer de la formación necesaria para poder hacer una lectura crítica de las publicaciones que aportan los resultados de las intervenciones y los metaanálisis, e incluso poder aportar sus propios resultados en forma de publicación. Para poder seleccionar cuáles son las evidencias aportadas por la investigación  o la práctica deberemos tener en cuenta los  siguientes indicadores de calidad (Snell et al., 2010): — Descripción completa y exacta de las características de los participantes. — Replicabilidad de los procedimientos del estudio, incluyendo descripción precisa del procedimiento de implantación, la intensidad, la duración y la fidelidad al tratamiento en la intervención. — Fiabilidad de los datos: la segmentación máxima según sesión y objetivos de intervención será tenida en cuenta como un referente de fiabilidad. — Mantenimiento y generalización de los resultados de la intervención en la vida cotidiana de los participantes y en el valor 1

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percibido de esos resultados (validez social). Mejorar la conducta de alguien sin mejorar su vida era un éxito vano (Carr y Durand, 1985). Las evidencias acumuladas nos guiarán en la planificación de las futuras intervenciones, motivo por el que éstas deben estar siempre bien documentadas. El uso de sistemas informáticos de recogida de información sistematiza y estructura la recogida de información integrada y la consulta posterior. Un sistema de información integrado es aquel conjunto de procedimientos que recogen la información, la procesan, la almacenan y la distribuyen como soporte para la toma de decisiones de cualquier tipo, en nuestro caso terapéuticas (Anderson, 1987; 1992). Un sistema integrado de información nos permitirá acumular las evidencias, de forma que podamos aprovechar los conocimientos de un caso a otro, así como: a) Saber, es decir, definir y completar la información del caso sobre el que debemos intervenir. b) Prever, es decir, determinar los objetivos a conseguir, la actividad a realizar y las decisiones a tomar.

Seguir, con la finalidad de, una vez diseñado un programa de intervención, poder seguirlo y coordinarlo. d) Controlar, esto es, verificar que todo se desarrolle según lo previsto. c)

En el caso de un centro de servicios ambulatorios, además debemos dotarnos de un instrumento que garantice la actuación sinérgica de todos los componentes del equipo de profesionales. Por otra parte, y al mismo tiempo, debe estandarizar el procedimiento terapéutico, de tal forma que nos permita recoger información suficiente y de forma periódica, con la finalidad de proceder a la evaluación y corrección del rumbo del programa, si procede. La generación de un protocolo de tratamiento no sólo significa la generación de un sistema de recogida y tratamiento de información, sino también establecer unos principios terapéuticos mínimos estándar. La gran ventaja de una sistematización de la recogida de información es que tendremos medidas de su eficacia y, consecuentemente, podremos corregir aquellas disfunciones que a lo largo del tiempo se puedan ir presentando. En la figura 8.1 se muestra un ejemplo de estas bases de datos o sistemas de gestión de la información.

Figura 8.1.—Sistema de gestión de atención temprana (SisGAT) del Centro Universitario de Diagnóstico y Atención Temprana. © Ediciones Pirámide

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Todo este planteamiento, que parece lógico y que debería ser la buena práctica por excelencia, no es de general aplicación. Hess y cols. (2008) realizan una encuesta a maestros sobre el conocimiento que se tenía de las bases de cada tratamiento utilizado y su apoyo científico, concluyendo que un tercio de los tratamientos eran utilizados con un conocimiento muy limitado de dicho apoyo científico, lo que sugiere que existe cierto divorcio entre las guías de buenas prácticas y la práctica real que se da en la clase. 3. MODELOS Y PROGRAMAS DE INTERVENCIÓN PSICOEDUCATIVA EN TRASTORNOS DEL ESPECTRO AUTISTA Como quedó expuesto en el apartado anterior, existe una gran cantidad de programas de intervención, y su variedad obliga a realizar una relación exhaustiva que se escapa de los objetivos de este texto. Remitimos al lector a algunas de las múltiples revisiones disponibles, en particular la realizada por Güermes y cols. (2009) en el Instituto de Salud Carlos III, o la realizada por Roberts y Prior (2006), del Departamento de Salud del Gobierno Australiano. Otras revisiones generales de interés pueden ser las de Fuentes et al. (2006), Ospina et al. (2008), Mebarak y cols. (2009), etc. En la mayoría de estas revisiones se aporta información relevante sobre los niveles de evidencia y grados de recomendación según la eficacia demostrada en los trabajos referenciados. También se están realizando de forma general revisiones sistemáticas y meta-análisis sobre los resultados obtenidos con una u otra técnica. Simpson (2011) analiza los resultados del sistema PECS para el desarrollo de habilidades comunicativas; Velazquez y Nye (2011) realizan una revisión sistemática de los efectos de los programas ABA; Eldevik et al. (2009 y 2010) hacen una búsqueda de resultados de métodos conductuales intensivos, y Diggle et al. (2008) una revisión de programas de intervención mediada por padres.

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Uno de los problemas con los que nos encontramos y que se pone de manifiesto en las conclusiones de todas las revisiones es la diferente terminología utilizada para un mismo principio teórico. Las conclusiones de estos estudios demuestran grandes dificultades metodológicas, y falta de descripción de aspectos básicos de la intervención como número de sesiones, técnicas y actividades realizadas, nivel de generalización de los resultados, etc. Otro problema adicional es que muchas de las publicaciones se realizan sobre estudios con pocos sujetos, de N=1, o con una metodología científica débil, utilizando evaluaciones cualitativas poco contrastadas en algunos casos, lo que dificulta las revisiones. Si a todas estas consideraciones añadimos que la intervención en niños con trastornos del espectro autista es responsabilidad de diferentes profesionales (neuropediatra-pediatra, psicólogo-pedagogo, logopeda, maestros, etc.), queda clara la existencia de diferentes combinaciones o planteamientos.

3.1.

Programas de intervención psicodinámicos

Estos programas de orientación psicoanalítica se basan en una concepción ya abandonada por la mayoría de los profesionales: la de considerar al autismo como enfermedad mental, en la que el niño «normal» desarrolla el trastorno como reacción psicológica defensiva frente a progenitores con trastornos mentales. No sólo no se han encontrado evidencias sobre su eficacia, sino que las guías de buenas prácticas suelen no recomendar su aplicación por el error de su planteamiento inicial.

3.2. Programas de intervención biológica o biomédica Existen diferentes recursos farmacológicos y dietéticos para tratar los síntomas nucleares del

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autismo y trastornos relacionados. En la mayoría de los casos son tratamientos desarrollados conforme se han ido hipotetizando diferentes causas del autismo. Así, cuando hace años se detectaron déficits en vitamina B6 asociada con problemas neuro-psiquiátricos, se iniciaron dietas y tratamientos con el objetivo de compensar este déficit. En general no existen evidencias sobre la eficacia de estos tratamientos más allá de utilizarlos de forma complementaria a los programas de intervención psicoeducativa que intentan potenciar al máximo los efectos de éstos. Así y todo, tal como recomienda Fuentes y cols. (2006), a la hora de instaurar un tratamiento de este tipo es necesario valorar conjuntamente la calidad de vida, los efectos adversos y/o secundarios y las evidencias de sus resultados. No hemos encontrado referencias del uso de estos programas en edades tempranas.

3.3. Programas de intervención psicoeducativa Se trata de aplicar los principios de la enseñanza/aprendizaje adecuados para mejorar conductas, habilidades, competencias o aptitudes humanas socialmente significativas (Alessandri, Thorp, Mundy y Tuchman, 2005). La intervención psicoeducativa en niños con trastornos del espectro autista ha desarrollado sin duda una gran cantidad de programas que podemos clasificar básicamente bajo dos criterios, según el modelo subyacente o según el área funcional en la que se centra la intervención (Mebarak y cols., 2009; Güemes y cols., 2009; Salvadó y cols., 2012): así: a) cos):

Intervención conductual (modelos clási-

i) Intervención conductual temprana intensiva (EIBI). ii) Análisis de conducta aplicado (ABA).

iii) Entrenamiento por ensayos discretos (DTT). b) Intervención conductual (modelos contemporáneos): i) Apoyo conductual positivo (PBS). ii) Evaluación funcional. iii) Entrenamiento en comunicación funcional (FCT). iv) Enseñanza naturalista: 1. 2. 3.

Enseñanza incidental. Entrenamiento en respuestas centrales (Pivotal Response Training). Enseñanza del entorno.

c) Intervención basada en el desarrollo: i) Modelo social-pragmático de desarrollo (DSP). ii) Intervención basada en el desarrollo de relaciones (RDI). iii) Modelo de Greenspan o terapia de juego en el suelo. d) Intervención centrada en la familia: i) Programa Hanen. ii) Early Bird Program. Según el área funcional de intervención, podemos encontrar: a) Intervenciones basadas en la comunicación: i) Comunicación facilitada (FC). ii) PECS (Picture Exchange Communication Systems). iii) Enfoque conductual verbal (VB). iv) Comunicación total de Benson Schaeffer. v) Sistemas de comunicación aumentativa y/o alternativa (SCAA). b) Intervenciones basadas en las interacciones sociales: i) Entrenamiento en habilidades sociales. ii) Historias sociales. © Ediciones Pirámide

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Muchos de los principios de los programas de intervención son comunes otros se diferencian en función de la edad de intervención, haciendo emerger características singulares de la intervención en sí. Se han desarrollado programas globales de intervención que intentan recoger algunos de los principios generales más otros específicos; por ejemplo: i) TEACCH (Treatment and Education of Autistic and Related Communication Handicapped Children). ii) Modelo Early Start de Denver. iii) SCERTS (Social Communication, Emotional Regulation and Transactional Support). Dados los objetivos de este texto, describiremos brevemente alguno de los programas globales de intervención más comunes en atención temprana. Los programas según el área funcional de intervención serán tratados en los capítulos siguientes. 3.3.1.

TEACCH (Treatment and Education of Autistic and Related Communication Handicapped Children)

Fue desarrollado por Eric Schopler, Ph. D. y sus colegas en la Universidad de Carolina del Norte. Incluye uno de los principios, quizá más utilizados en la intervención con niños: los ambientes estructurados. En la actualidad, además de ser un referente mundial, se ha convertido en algo más que un programa de intervención, pues incluye también servicios clínicos y de evaluación, programa de formación para profesionales, investigación, etc. El enfoque de la intervención TEACCH se llama «enseñanza estructurada», y se basa en las fortalezas y dificultades relativas que comparten las personas con autismo, que a su vez son relevantes en la manera en que aprenden. La enseñanza estructurada está diseñada para sacar provecho a las fortalezas relativas y a

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la preferencia por procesar la información visualmente, mientras se toman en consideración las dificultades conocidas. Los componentes que guían este sistema son (Mesibov y Shea, 2010; Mesibov, Shea y Schopler, 2005): — Colaboración entre familiares y profesionales, y utilización de diferentes técnicas y métodos combinados de manera flexible, en función de las necesidades individuales de la persona y de sus habilidades emergentes (intervenciones cognitivas y conductuales, estructuración, claves visuales, SAAC, etc.). — Adaptar simultáneamente el entorno, para que la persona encuentre sus condiciones óptimas de desarrollo personal. — Estructurar el entorno y las actividades de manera que sean comprensibles para las personas (organización del espacio, de la secuencia de los eventos del día, organización individual de las tareas, sistemas de trabajo...). De esta manera, la persona tiene y comprende la información acerca de lo que se supone que tiene que hacer, cuánto tiempo va a durar o cuántas veces lo tiene que hacer, el progreso que está haciendo a lo largo del desarrollo de la actividad hasta finalizarla, cuándo sabe que la actividad ha terminado o qué actividad viene después. — Aprovechar los puntos fuertes, como las habilidades visuales e intereses en detalles visuales para compensar las dificultades importantes en otras habilidades. La información visual es clave y tiene que utilizarse en la estructura física, los horarios, las instrucciones de las actividades, la comunicación y el recuerdo de normas y límites esperados. — Usar los propios intereses del niño para motivarle y hacerle que se mantengan en las tareas de aprendizaje. — Apoyar el uso de la comunicación espontánea y funcional.

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Figura 8.2.—Página web del programa TEACCH (http://www.teacch.com).

3.3.2. Modelo Early Start de Denver Es una intervención basada en el juego para niños/as con TEA. Se trabaja de forma individual, en el contexto de la escuela infantil y en casa por el equipo de profesionales de Sally Rogers2 y Geraldine Dawson3 (Rogers y Dawson, 2009a; 2009b; 2010; 2012). Este modelo enfatiza el desarrollo de las habilidades del juego, las relaciones y el lenguaje. Busca aumentar a través del juego el interés del niño en diferentes activi2 3

Universidad de California. Universidad de Washington y Carolina del Norte.

dades y aumentar sus habilidades sociales. Es un modelo que se caracteriza por ser constructivista (los niños tienen un papel activo en la construcción de su propio mundo mental y social a través de sus experiencias interpersonales afectivas, motrices y sensoriales) y transaccional (el niño y las otras personas de su entorno se ven afectadas e influenciadas por el desarrollo de cada uno). Se lleva a cabo una valoración previa para programar los objetivos a corto plazo, organizados en cuatro niveles (de los 12 a los 48 meses), en función del desarrollo del niño, teniendo en cuenta el perfil de desarrollo de los niños con TEA, más avanzados en el desarrollo © Ediciones Pirámide

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visual y motor, y menos avanzados en el desarrollo social y comunicativo. El programa abarca la intervención en las áreas de comunicación (expresiva, comprensiva), socialización, imitación,

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juego, cognición, motricidad fina y gruesa, conducta y autonomía. Se plantean de dos a tres objetivos de cada área y se supervisan cada doce semanas.

Figura 8.3.—Página del Intituto MIND como referente del Modelo de Denver.

3.3.3. SCERTS (Social Communication/ Emotional Regulation/Transactional Support) El SCERTS (Prizant et al., 2003; 2006) es un modelo educativo desarrollado por Barry Prizant, Ph. D. (Universidad de Rhode Island), Amy Wetherby, Ph. D. (Universidad de Estatal de Flo-

rida), Emily Rubin (Universidad de Yale) y Amy Laurant, que utilizan prácticas educativas de otros modelos, incluyendo los conductuales, el TEACCH, Floortime y RDI. El interés primordial de SCERTS es ayudar a los niños con autismo a alcanzar un «progreso auténtico». Esto se define como la capacidad de aprender y aplicar espontáneamente habilidades funcionales y rele-

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vantes, en diferentes entornos, y con una variedad de compañeros. Es un modelo global multidisciplinario, que tiene como prioridad potenciar el desarrollo de las habilidades socioemocionales y comunicativas de las personas con TEA y sus familias, a través de la aplicación de soportes transaccionales. También se desarrollan planes específicos para brindar apoyo educativo y emocional a las familias, y para fomentar el trabajo en equipo entre los profesionales. El acrónimo SCERT se refiere a las dimensiones en las que hace hincapié dicho modelo:

— Comunicación social (atención conjunta y uso de símbolos). — Regulación emocional (autorregulación y regulación mutua). — Apoyo transaccional (apoyos interpersonales y de aprendizaje). Defiende la idea de que el aprendizaje más significativo durante la infancia ocurre en el contexto social de las actividades diarias y de las experiencias.

Figura 8.4.—Página del programa SCERTS (http://www.scerts.com/).

3.3.4. Modelos conductuales clásicos Hemos dejado para el final los programas de intervención conductuales clásicos, debido a su gran heterogeneidad. Se basan en el «análisis funcional de conducta», mediante el que se determina la necesidad de realizar una evaluación funcional previa con la finalidad de determinar cuáles son las conductas «problema» y cuáles las conductas «objetivo». Sobre la base de este análisis se planteará el programa de refuerzo. Todos estos programas tienen una base común (intervención

conductual), diferenciándose entre ellos por aspectos como la intensidad, edad de aplicación, compatibilidad con otras terapias, utilización de los padres como co-terapeutas, etc. En general, son muy intensivos (más de 20 horas/semana de intervención). Entre ellos apuntamos: análisis de conducta aplicado (Applied Behavioral Analysis, ABA), Intensive Behaviour Intervention (IBI), Early Intensive Behaviour Intervention (EIBI), Early Intervention Project (EIP), entrenamiento experimental discreto (Discrete Trial Teaching, DTT), UCLA model, home-based behavioural © Ediciones Pirámide

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intervention, parent managed or mediated home based behavioural intervention, Pivotal Response Treatment (PRT), Incidental Teaching (IT), Discrete Tial Training (DT) y Cognitive Behavioural Therapy (CBT). El más conocido es el llamado ABA, aunque más que un programa concreto es un conjunto de principios en los cuales se ha basado un grupo extenso de intervenciones. Se uti-

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lizan técnicas de aprendizaje que normalmente fragmentan en pequeños pasos las tareas más complejas. Se utiliza el refuerzo y la repetición. La idea que subyace detrás de ABA es que la mayoría de los comportamientos humanos son aprendidos a través de nuestra interacción con el ambiente. Si una conducta es reforzada, tendrá más probabilidades de que suceda de nuevo.

Figura 8.5.—Página web del Instituto Lovaas (http://ww.lovaas.com).

En atención temprana, el más conocido de todos es probablemente el llamado método de Lovaas (1987), dentro del «UCLA Young Autism Project». Utiliza métodos de aprendizaje conduc-

tual sistemático (entrenamiento por ensayo discreto, aprendizaje incidental) e intensivo (intervención directa de 20 a 40 horas por semana), para potenciar habilidades que se engloban en un

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programa estructurado que incluye objetivos específicos (Cohen et al., 2006). Se realiza con intervenciones individualizadas de uno a uno o de pequeños grupos, dependiendo del nivel o del progreso del niño, y se aplica en diferentes contextos, como en casa, en la escuela y en la comunidad. Debido a la gran heterogeneidad de intervenciones y a la dificultad de compararlas, Prizant y Wetherby (1998) proponen integrarlas en un continuo en el que en un extremo estarían las aproximaciones conductuales tradicionales más rigurosas, como por ejemplo el EIBI, y en el otro extremo se situarían aquellas intervenciones de desarrollo social pragmático, como por ejemplo Floor Time. En las últimas publicaciones se tiende a enfatizar más la validez social de las intervenciones, que propiamente las diferencias de filosofía y práctica que existen entre ellas (Dunlop, Iovannone y Kincaid, 2008). 3.3.5. Programas en función de las áreas funcionales Los trastornos del espectro autista se manifiestan de forma diversa en las distintas edades, acompañando a la persona durante todo su ciclo vital (Frith, 1991). Aparecen durante los tres primeros años de vida, y los niños que los padecen se caracterizan por la existencia de déficits en múltiples áreas (bio-psico-social), que conducen a una alteración difusa y generalizada de los procesos del desarrollo. El resultado es un retraso y una desviación de los patrones normales del desarrollo que afectan a tres áreas del desarrollo de forma diferencial, explicadas a continuación: 3.3.5.1.

Alteraciones cualitativas en la interacción social

Se observan importantes dificultades para la empatía, la relación con iguales y un escaso interés por las personas. La capacidad para iniciar juegos y compartir sus intereses con otros niños o adultos es baja, y la capacidad para responder

a las relaciones sociales de forma apropiada para su edad está afectada. Estas personas encuentran difícil ajustar su comportamiento al de los demás, ya que no entienden muy bien las convenciones y normas sociales. Suelen tener problemas para compartir el mundo emocional, el pensamiento y los intereses. No obstante, existen grandes diferencias individuales, pudiendo encontrar desde el aislamiento total hasta las relaciones sociales restringidas, según la gravedad. En cada caso, las técnicas pueden diferir en función de los objetivos y apoyos utilizados: a) Aislamiento/escaso interés social: en estos casos es aconsejable intervenir realizando acciones compartidas, generando experiencias donde se utilice y promocione el contacto ocular y la expresión emocional compartida (dramatización y role-play). b) Respuestas intersubjetivas primarias: cuando no existen estas respuestas o son pobres, se intenta promover las relaciones sociales; en este sentido, el desarrollo de actividades en grupo, identificando y expresando sentimientos, estableciendo reglas de funcionamiento (juegos colectivos, canciones en corro, intercambio de objetos en orden, etc.), puede resultar adecuado. c) Falta de atribución de estado mental en las relaciones sociales: en este nivel, el objetivo es el desarrollo de habilidades sociales básicas, reconocimiento de expresiones faciales y la tarea de atribución de estados mentales (teoría de la mente). Puede iniciarse delante del espejo de forma individual, pasar la imagen a la pantalla de la televisión o trabajar en grupo por medio de role-playing. d) Interés social por coetáneos: se trata de promocionar los intereses adaptativos de la edad, la comprensión social de situaciones específicas, el cambio de contexto, identificación de bromas, etc. La drama© Ediciones Pirámide

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tización es una de las técnicas más valoradas en este contexto. Existen diferentes técnicas o programas de desarrollo de habilidades sociales. Quizá el programa más conocido es el de historias sociales (Social Stories). Es una técnica desarrollada por Gray y Garand (1993) para ayudar a que los niños autistas comprendan las reglas sociales, como interactuar adecuadamente con los demás. Las historias sociales abordan problemas que el niño con TEA tiene para ponerse en el lugar del otro, y entender el punto de vista de otra persona. Las historias sociales están compuestas por series específicas de oraciones directivas, descriptivas y prospectivas, que expresan el comportamiento deseado en términos positivos. 3.3.5.2. Alteración de la comunicación verbal y no-verbal (comunicación y lenguaje) En el desarrollo de la comunicación y el lenguaje, los niños con TEA desarrollan un limitado contacto visual en la comunicación, así como en sus expresiones faciales y gestuales. A lo largo de su desarrollo pueden presentar un retraso en la aparición de la intención comunicativa, por ejemplo en los gestos de atención conjunta, en la que el niño demanda la atención de los padres señalando objetos. Dependiendo del grado de afectación, también pueden presentar un retraso en el lenguaje oral, o ni siquiera desarrollar éste, presentando dificultades para iniciar o mantener una conversación recíproca. De mayor a menor gravedad en la afectación podemos encontrar: a) Ausencia de comunicación, conductas instrumentales con el adulto. En este grupo de niños el objetivo será promover la comunicación no oral, con gestos, signos, símbolos o apoyos visuales de todo tipo. El primer paso será dar significado a los símbolos o signos, por lo que se sugiere

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siempre empezar por actividades funcionales y de interés para el niño. b) Lenguaje de palabras y/o ecolalias. Los objetivos en este grupo de niños consisten en desarrollar el léxico de forma funcional, dar significado a las producciones ecolálicas y facilitar la construcción de frases. c) Déficit de conductas protodeclarativas. Los objetivos con estos niños consisten en desarrollar las habilidades comunicativas. Podemos aplicar técnicas de modelado y andamiaje. d) Conductas declarativas. Cuando existe lenguaje, y éste es más o menos funcional, el objetivo se suele centrar en el desarrollo de la discriminación entre los significados literales y segundas intenciones (ironías, sarcasmos, etc.), y la comunicación expresiva de sentimientos. En cuanto a los sistemas específicos según el área de intervención, destacamos todos aquellos relacionados con los sistemas aumentativos y alternativos de comunicación (SAAC). Los SAAC son sistemas no orales de comunicación que se emplean para fomentar, complementar o sustituir el lenguaje oral. Estos sistemas utilizan objetos, fotografías, dibujos, signos o símbolos (incluidas letras o palabras), apoyándose en sistemas simples o en aparatos productores de sonidos. El sistema comunicativo de intercambio de imágenes (conocido como PECS, en inglés) es un tipo de SAAC ampliamente utilizado en el campo de los TEA. También es conocido el Programa de comunicación total habla signada de Benson Shaeffer, que engloba al conjunto de otros dos términos: habla signada y comunicación simultánea. Este último hace referencia al empleo, por parte de las personas del entorno del usuario, de dos códigos utilizados simultáneamente: el código oral o habla y el código signado o signos. Habla signada se refiere a la producción por parte del usuario de habla y signos de forma simultánea. El hecho de que algunas de estas personas tengan

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una buena memoria para la información visual facilita un aprendizaje basado en claves visuales, que debe considerarse como complemento importante de otros programas educativos y sociales. Existen numerosas evidencias de los beneficios de una intervención con SCAA en personas con trastornos del desarrollo con graves problemas de habla y comunicación (Light, Binger, Agate y Ramsay, 1999), facilitando el desarrollo de competencias lingüísticas y cognitivas (Romski y Sevcik, 1996). Aun así, muchos familiares y profesionales rehúsan iniciar una intervención con SCAA por miedo a que estos mismos sistemas inhiban la aparición del lenguaje oral (Beukelman, 1987; Silverman, 1995). Muchos profesionales piensan que los SCAA pueden convertirse en «muletas» para las personas con trastornos del desarrollo, impactando negativamente en la aparición de la lengua oral (Glennen y DeCoste, 1997; Dowden y Marriner, 1995). Entre estas dos posiciones se cruzan diferentes tipos de argumentos. Así, Romski y Sevcik (o.c.), argumentan positivamente a favor del uso los SCAA, en la medida que: a) Pueden reducir la presión en el individuo  con trastornos en la producción de habla, facilitando con ello la aparición y desarrollo del lenguaje oral (Lloyd y Kangas, 1994). b) Los SCAA pueden permitir que las personas con trastornos de la comunicación significativos desvíen las demandas motrices y cognitivas relacionadas con el habla y concentrarse, en cambio, en las capacidades comunicativas. Una vez alcanzado el objetivo de la comunicación básica de desarrollar habilidades lingüísticas básicas, se puede reasignar recursos para mejorar la producción de forma oral (Romski y Sevcik, o.c.). Mirenda (2003) aporta otra explicación adicional de cómo los SCAA pueden mejorar la co-

municación. Según esta autora, cuando el símbolo gráfico o el signo manual se presentan junto con la palabra hablada (como es típico y característico en la intervención con SCAA) y se sigue de un refuerzo, la producción debe aumentar en frecuencia, y progresivamente (de forma emergente) pueden sustituirse símbolos y gestos por palabras. Otros autores defienden que los SCAA facilitan la producción del discurso comunicativo debido a que proporcionan un modelo inmediato y consistente para las personas con trastornos del desarrollo, sobre todo cuando se utilizan sistemas de producción automatizado con habla sintética o digitalizada (Blischak, 2003; Romski y Sevcik, 1996; Smith y Grove, 2003). Existen evidencias que demuestran que la implantación de sistemas de comunicación alternativa eficaces (con voz sintetizada) de forma temprana (de 3 a 7 años) incrementan las relaciones de apego entre padres e hijos (Koppenhaver, Erickson, Harris, McLellan, Skotko y Newton, 2001). 3.3.5.3. Patrones restringidos de comportamiento, intereses y actividades Se caracteriza por un interés especial por ciertos objetos, el juego tiende a ser repetitivo y poco imaginativo, pueden aparecer conductas repetitivas y movimientos estereotipados con su propio cuerpo (aleteo de manos, balanceos, carreras sin objeto...), temas de interés recurrentes y peculiares, preocupación excesiva por mantener las rutinas y gran dificultad para adaptarse a los cambios (Leekam, Prior y Uljarevic, 2011). De mayor a menor gravedad, podemos intervenir de la siguiente manera: a) Rigidez conductual y conductas repetitivas: las técnicas que han evidenciado mejores resultados son la estructuración espacial y temporal, horarios visuales, objetivos funcionales a las conductas repetitivas, y © Ediciones Pirámide

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disminución de estereotipias sustituyéndolas por conductas funcionales. b) Rituales simples y resistencia al cambio: se pueden utilizar paneles de anticipación y flexibilidad gradual, o técnicas de exposición y desensibilización sistemática. c) Intereses obsesivos y rigidez cognitiva: se pueden utilizar procesos de negociación de espacio y tiempo dedicado sin interferencias y resolución de problemas simples hasta generar autorregulación de la propia conducta. 3.3.6. Principios psicoeducativos comunes Aunque la intervención se planifique para incrementar las competencias en las áreas afectadas donde el niño/a con TEA tiene mayores dificultades, se desarrollará siempre desde sus centros de interés y potenciando a su vez las competencias ya adquiridas. Los objetivos generales dada la edad de intervención en atención temprana serán: 1. 2. 3. 4.

Incrementar la flexibilidad cognitiva, de imaginación y simbolización. Mejorar su comunicación y el lenguaje. Desarrollar habilidades sociales. Mejorar el comportamiento adaptativo.

Para conseguir estos objetivos, se plantea la intervención utilizando técnicas como: — Encadenamiento hacia atrás: el encadenamiento es una técnica derivada del análisis conductual. Una vez analizada la conducta problema o la tarea que deseamos adquiera, la descomponemos en pasos o subtareas. La realización de la tarea con el niño se hace con modelado paso a paso, permitiendo que realice el último paso sin ayuda. Una vez conseguido el éxito en el último paso, procederemos a ir dándole

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más autonomía en los pasos previos hasta conseguir que haga solo toda la tarea. — Aprendizaje sin error: es una técnica conductual que ayuda a evitar las frustraciones propias de las tareas, evitando así que éstas se tornen aversivas para el niño. Los errores aumentan mucho el desconcierto, el negativismo y las alteraciones de conducta. Estos alumnos viven con mucha frecuencia situaciones de desamparo y desconcierto ante sus errores (Rivière, 1997). Su tendencia a responder de una manera negativa al fallo hace necesario organizar la tarea de aprendizaje poniendo todo el énfasis en el éxito. Para estimular un aprendizaje sin errores es necesario seguir ciertas normas: 1. 2. 3.

4. 5.

Asegurar la motivación. Presentar las tareas sólo cuando el niño atiende, y de forma clara. Presentar tareas cuyos requisitos están previamente adquiridos y que se adaptan bien a nivel evolutivo y las capacidades del niño. Emplear procedimientos de ayuda. Proporcionar reforzadores contingentes, inmediatos y potentes.

— Modelado: Cormier y Cormier (1994) definen el modelado como «el proceso de aprendizaje observacional donde la conducta de un individuo o grupo —el modelo— actúa como estímulo para los pensamientos, actitudes o conductas de otro individuo o grupo que observa la realización del modelo». El moldeamiento consiste en presentar una conducta que se ha de imitar con el propósito de provocar esa conducta en otra persona. El procedimiento implica el reforzamiento sistemático de las aproximaciones sucesivas a la conducta objetivo (refuerzo diferencial). La diferencia entre una estrategia y otra consiste en el papel proactivo del aprendiz.

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— Andamiaje (scaffolding): se refiere a la tarea o papel de apoyo o mediación descrito por Vygotsky. Este apoyo o mediación puede realizarse en forma de sugerencias o ayudas, o adoptar la forma de apoyos físicos. — Refuerzo positivo: reforzador que aumenta nuestra conducta porque al realizarla recibimos algo que nos gusta. Estos refuerzos pueden presentarse de tres formas diferentes: • Materiales (juguetes, golosinas, alimentos preferidos, etc.). • Sociales (alabanzas, muestras de cariño, atención, etc.). • Actividades deseadas por el niño; éste es el principio de Premack (Premack, 1965), que establece que una actividad preferida puede ser un refuerzo positivo para una actividad menos preferida. — Enseñanza incidental: es decir, cuando los episodios de enseñanza son iniciados por el niño. El adulto ha de estar alerta a estas iniciativas, adaptándose a las nuevas circunstancias y reforzando de forma natural las respuestas adecuadas. — Acción situada y contexto natural: Lave (1988) identifica la unidad básica de análisis para la acción situada en la «actividad de desempeño de una persona en una escena concreta». Una escena se define como

«la relación entre las personas que actúan y las condiciones o condicionantes de la situación en las que ellos actúan». La enseñanza de habilidades funcionales (comunicativas, sociales, manipulativas, etc), en el entorno donde se realizan las actividades de la vida diaria, facilitará la generalización. — Apoyo conductual positivo: la construcción de un comportamiento adecuado a las normas viene dada por experiencias positivas, por lo que debemos dar oportunidades a los niños y niñas de cualquier edad para vivir estas experiencias. Reforzando las conductas sociales positivas, enseñando y promoviendo las conductas deseadas y valorándolas aumentamos su frecuencia. — Entorno estructurado: el entorno de trabajo estará siempre estructurado siguiendo la filosofía TEACCH, utilizando claves visuales para su identificación. Además, las tareas a realizar quedarán programadas y señalizadas por medio de paneles de anticipación. — Promoción de la comunicación: en los niños no orales o con problemas de lenguaje se utilizarán sistemas de comunicación aumentativa o alternativa, utilizando preferentemente el sistema de comunicación por intercambio de imágenes PECS. Cuando sea necesario, se utilizará también el habla signada como apoyo para conseguir la comunicación.

Figura 8.6.—Ejemplificación de señalización, tableros de anticipación y estructuración de tareas. © Ediciones Pirámide

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Figura 8.7.—Ejemplificación de la señalización de las actividades.

— Nuevas tecnologías: uso de las nuevas tecnologías para potenciar habilidades concretas (atención, memoria, comunicación, etc), o de forma lúdica como refuerzo.

dades programadas suelen ser multidimensionales y/o estar interrelacionadas, como es el caso de la comunicación y el lenguaje, y éstos con las habilidades sociales o la comunicación no oral y la simbolización, etc., por lo que aunque se trabaje priorizando un área los efectos se verán también en el resto. 4. RESUMEN Y CONCLUSIONES

Figura 8.8.—Ejemplos de uso de las nuevas tecnologías.

Myles (2009) realizó un análisis sistemático e identificó diez estudios en los que se utilizaban diferentes productos de ayuda tecnológica. En total recogieron información de 85 estudiantes con TEA, y en todos los casos los resultados fueron positivos. La mayor parte de los estudios incluían el uso de diferentes utensilios tecnológicos como PDAs, software de reconocimiento de emociones, robots, sistemas de comunicación asistido, pantallas táctiles, comunicadores con síntesis de voz, etc. Los dispositivos se utilizaron para enseñar una variedad de habilidades: comunicación, reconocimiento de emociones, la atención conjunta, la interacción social, autoayuda, realización de tareas, resolución de problemas de motivación, y el comportamiento apropiado. Es importante tener en cuenta que, a la hora de realizar la programación individual, las activi-

Según todas las revisiones consultadas, los tratamientos válidos para el TEA se basan en la educación individualizada y en los apoyos especializados que fomentan las potencialidades del niño/a, y fundamentalmente se dirigen a: — Fomentar las habilidades de comunicación, proporcionando sistemas alternativos de comunicación en los casos en los que no se desarrolla el lenguaje oral. — Desarrollar las habilidades sociales y de autonomía personal, para favorecer la inclusión y la participación en la sociedad. — Facilitar la adaptación de la persona a los cambios y flexibilizar su conducta y su pensamiento. — Prestar apoyo a la familia ayudándola a afrontar las dificultades que vayan surgiendo. En nuestra opinión, debemos añadir una obviedad; a saber, que cualquier plan de tratamien-

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to debe contemplar una evaluación inicial de todos los puntos fuertes y dificultades que tiene el niño y su familia. En base a esta evaluación inicial se debe realizar una planificación de cómo se realizarán las actividades, los apoyos necesarios y el apoyo familiar (modificación de contexto, incorporación de apoyos en la familias, etc.). En este sentido, debemos diferenciar entre la evaluación diagnóstica, dirigida a confirmar el diagnóstico, y la evaluación funcional, dirigida a determinar las competencias del niño. La planificación de la intervención debe realizarse sobre la base de una evaluación funcional, con objetivos y metas consensuados con la familia, y debe contemplarse como un contrato terapéutico entre el profesional y la familia. Como ya hemos expuesto, una de las variables que determina mejores resultados en la intervención es la precocidad de la detección e inicio de la intervención, y que ésta se haga dentro de los cuatro primeros años de vida. Para que el mantenimiento del programa se produzca, influye de forma determinante la adherencia al programa por parte de los padres, Por último, y no menos importante, tal como plantean Johnson y Myers (2007), debe plantearse la inclusión con éxito del niño en la comunidad escolar, en un entorno normalizado y con los apoyos necesarios, pero conviviendo con compañeros que tengan un desarrollo promedio. Para Bergenson y cols. (2003), los indicadores de un programa de calidad se centrarían en: — Participación de la familia. — Evaluación completa de destrezas y deficiencias. — Desarrollo de plan / definir claramente las metas y objetivos. — Estrategias de enseñanza eficaces. — Evaluación de la intervención. — Estructuración del entorno. — Aplicación de la evaluación de la conducta funcional a la conducta problemática. — Transición.

— Oportunidades con sus compañeros. — Enfoque de equipo exhaustivo. Rogers y Vismara (2008) apuntan como guía de calidad para elegir el mejor tratamiento aquel que cumpla los siguientes principios: — El tratamiento de las conductas desafiantes o no deseadas debe seguir los principios y prácticas del apoyo conductual positivo. — Construir habilidades de comunicación espontáneas y funcionales es un aspecto crucial de la efectividad de la educación / tratamiento de todo niño con autismo, tenga la edad que tenga y tenga el nivel que tenga. Deben darse oportunidades para la comunicación a lo largo de todo el día. — Los niños con autismo necesitan implicarse en actividades de aprendizaje significativas (para él y para su entorno) y apropiadas a la edad, que sean funcionales en múltiples contextos. El enfoque de enseñanza natural es la mejor práctica. — La atención temprana efectiva puede llevarse a cabo en diversos contextos, tales como el hogar o la escuela infantil, a través de la enseñanza de habilidades apropiadas por medio de actividades con validez ecológica —contextos naturales con diversas personas— y del registro adecuado de los progresos. — Las actividades con iguales son una parte crucial de la intervención en todas las edades y niveles de capacidad. — Asegurar la generalización a través de la enseñanza de habilidades de validez ecológica y en entornos naturales y rutinas diarias. — Es necesario incluir en la intervención a los padres y otros miembros de la familia en el establecimiento de metas y prioridades de intervención. © Ediciones Pirámide

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Para Dunlop, Iovannoe y Kincaid (2008), los componentes esenciales que deben estar presentes en un programa de intervención en niños con ­autismo son: — Enseñanza sistemática (metas específicas y planes específicos para lograrlas) de metas socialmente válidas (habilidades tales como comunicar las necesidades de materiales, pedir ayuda cuando sea necesario,  hacer elecciones, iniciar comentarios a otros envueltos en la actividad) frente a actividades tales como atarse los zapatos, subirse la cremallera, establecer contacto ocular, señalar un color, encajar una pieza de un puzle, etc. — Individualización, apoyos y servicios individualizados, teniendo en cuenta las preferencias de la familia y del niño. — Entornos de aprendizaje comprensible y estructurado. — Características curriculares especializadas, especialmente en comunicación y en socialización. — Enfoque funcional ante los problemas de conducta. — Implicación familiar. En conclusión, un programa de intervención debería contemplar los siguientes principios reconocidos como eficientes: — Individualización (el plan de trabajo debe ser individualizado, ya que cada niño tiene unas características, un grado de afectación, una edad, un nivel de funcionamiento propio, etc). — Estructuración de la enseñanza, de las actividades y del entorno. — Apoyo familiar en relación a información sobre el trastorno, métodos, manejo de conductas, afrontamiento y de sentimientos. — Uso de claves visuales: fotografías, pictogramas, dibujos, palabras escritas. ©  Ediciones Pirámide

— Generalización de los aprendizajes al entorno natural de la persona. — Incorporación de los intereses del niño/a para favorecer su motivación. — Evitación de los castigos y uso de refuerzos positivos, como premios o halagos. — La participación de la familia es un factor clave para el éxito de la intervención. — Coordinación entre los profesionales que trabajan con el niño para determinar objetivos, metodología, etc. — Conjugar equilibradamente las necesi­ dades individuales, las prioridades fa­ miliares y los recursos que cada familia tiene. — El plan de trabajo debe tener medios para su evaluación continua. Dada la situación descrita, entendemos que para acceder a la información sobre las evidencias de los resultados de los diferentes tratamientos se hace necesaria la colaboración y el intercambio entre profesionales. Las revisiones sitemáticas y los metaanálisis son las herramientas más adecuadas, y el desarrollo de sistemas de intercambio de experiencias virtuales como Campbell Collaboration4 una guía a seguir. 5. Referencias Alessandri, M., Thorp, D., Mundy, P. y Tuchman, R. F. (2005). ¿Podemos curar el autismo? Del desenlace clínico a la intervención. Revista de Neurología, 40(1) 131-136. American Psychological Association (2006). Evidencebased practice in psychology. American Psychologist, 61, 271‑285. Anderson, R. G. (1987). Development of Business Information Systems. Blackwell Scientific Publication. Oxford. Anderson, R. G. (1992). Information and knowledgebased systems: An Introduction. Nueva York: Prentice-Hall.  http://www.campbellcollaboration.org.

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Intervención temprana en familias con niños con trastornos del espectro autista LAURA ESCRIBANO BURGOS

1.

INTRODUCCIÓN

Éste es un capítulo dedicado a la familia de esas personas que presentan TEA y que la mayoría de las veces queda en el anonimato. Sí, las personas con TEA llevan los apellidos de su padre y de su madre, pero la familia es algo más... Se trata de esas personas que quieren lo mejor para un bebé desde que nace, que planean con ilusión miles de proyectos, que se despiertan por la noche para ver si el bebé respira, que van a urgencias porque le ha salido un granito, que han aprendido a utilizar el «sacamocos», que huelen el pañal para ver si hay que cambiarlo y echarle crema, que han convertido la casa en una farmacia llena de productos para todo, y además..., cargan con el desconcierto de las primeras manifestaciones de que algo no está funcionando como se esperaban: las primeras consultas, las primeras lágrimas, los primeros pasos en Internet, los primeros profesionales, los primeros programas... En este capítulo nos gustaría ponernos un poco más en la piel de esas familias, para poder compartir y de paso ayudar. Me viene a la memoria ese cuento de Julio Cortázar en el que una persona se queda mirando fijamente a un pez de un acuario hasta que se ve a ella misma, porque se ha quedado dentro del acuario y han cambiado los papeles. Creo que tenemos que hacer ese ejercicio mental de empatía, ese ponernos en el lugar del otro de forma mucho más real, que únicamen-

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te en el manejo de una palabra desgastada. Vernos a nosotros mismos contándonos qué le pasa a nuestro hijo, por qué se comporta así, qué podemos hacer, adónde llegará, qué será de él. Vernos en ese triple papel de «oca»: orientar, consolar y aconsejar, en el que es tan difícil conservar el equilibrio. El texto que tenemos a continuación es uno de los que, cuando lo leí, hace tiempo, me pareció muy gráfico sobre el impacto y la resiliencia necesaria para poder afrontar un diagnóstico que te marcará de por vida: «Cuando vas a tener un bebé, es como planear un viaje de vacaciones a Italia. Compras un montón de guías y haces planes maravillosos. Aprendes unas frases en italiano. Todo es muy emocionante. Después de meses de impaciente espera, el gran día llega. Haces tu equipaje y partes. Algunas horas después, el avión aterriza. La azafata anuncia: Bienvenidos a Holanda. ¡¿Holanda?!, ¿cómo que Holanda?, ¡yo iba a Italia! Yo pensé que llegaríamos a Italia. Toda mi vida he soñado con ir a Italia. Pero... ha habido un cambio en el plan de vuelo, has aterrizado en Holanda y deberás permanecer allí. Lo importante es no tomarlo como un lugar horrible, es sólo un lugar diferente. Deberás salir y comprar nuevas guías, deberás aprender un lenguaje nuevo y conocerás a un grupo de personas que, de otra forma, no habrías conocido. Después de estar un tiempo y recuperar la respiración, miras alrededor y te das cuenta de

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que Holanda tiene molinos de viento, tulipanes, incluso Rembrandts. Pero si gastas tu vida lamentando el hecho de que no llegaste a Italia, nunca estarás libre para gozar de Holanda. ¡¡¡BIENVENIDOS A HOLANDA!!!» (Emily Perl Kingsley).

El impacto de recibir un diagnóstico de TEA es contundente para la mayoría de las familias. Algunas sienten un pánico indescriptible, otras respiran aliviadas cuando por fin logran encontrar un nombre, y un número nada desdeñable recorre un montón de hospitales, especialistas y gabinetes para que les digan que no es cierto, cayendo algunas en las «terapias milagro». Poder poner un nombre, suponiendo que éste sea correcto, da en muchas ocasiones una falsa sensación de seguridad; quizá porque tenerlo centra el pensamiento, pero un diagnóstico debe suponer la disponibilidad de información precisa de recursos y tratamientos adecuados. De cualquier manera, es el comienzo de un proceso permanente de ajuste mental y emocional, para el que hay que prepararse a afrontar y resolver desde grandes dudas hasta pequeños detalles del día a día. En este arduo proceso, desde la psicología se ha elaborado un término de gran ayuda, la resiliencia, que nos ha venido de la mano de la física como la capacidad que tienen los materiales de recuperarse ante la presión. Al pasar al mundo de los humanos, la hemos convertido en la capacidad de las personas para recuperarse de los «golpes de la vida», pero añadiendo el componente humano de superación y crecimiento personal en ese trayecto. Por tanto, si esta capacidad ayuda y nos hace crecer, debemos ayudar a las familias a desarrollarla en este paso tan importante de «desabollarse» y crecer. A lo largo de este capítulo daremos claves que van a ser esenciales para este proceso y para capacitar y dotar a las familias de una buena resiliencia. El largo camino de las familias en Holanda no es fácil... Aunque asuman, sean realistas e intenten centrarse en lo esencial, un niño con TEA

consume mucha energía y la sociedad no es consciente de ello, por lo que a las familias no se les facilita el camino y empezar a avanzar entraña muchas dificultades. Hay que buscar profesionales (quién, dónde...), hay que contrastar opiniones (que en muchos casos son contradictorias...), hay que elegir un colegio (si no te lo imponen...) y, además, hay que comprar (a veces ropa sin costuras...), cocinar (no le gusta casi nada y hay que camuflarlo inventando recetas imposibles...), limpiar (no soporta la aspiradora...) y añadimos el capítulo de los médicos, ya que un niño o una niña con TEA, como cualquier otro, puede tener problemas de visión, dolerle los oídos, necesitar un calzado especial, pasar la varicela... Las familias necesitan una guía, que no una imposición. Tienen dudas, han aterrizado por primera vez en esta Holanda que a nosotros, los del mundo profesional, nos parece tan cómodo y manejable como cualquier otro país, pero a ellas no. Debemos pensar, por encima de todo, que sus planes y expectativas eran diferentes, que querían realizar otra crianza y ahora no pueden, y por ello se sienten desanimadas y frustradas. Desde la catalogación del síndrome (Kanner, 1943) han sido numerosos los profesionales que han insistido en quitar protagonismo a la familia en lugar de facilitarle el camino, unas veces como parte culpable de la alteración y otras porque algo tan complejo no podía estar en manos de simples progenitores, insistiendo en que sólo los expertos, con técnicas misteriosas, podían reconducir a estas personitas en su desarrollo, inundando las mentes de las madres y padres de términos complejos del mundo profesional (véase tabla 9.1) y que harían mejorar a sus hijos con autismo. Es decir, chamanes de tribus ancestrales reconvertidos en doctores de bata blanca, alejándolos de lo cotidiano, de las cosas sencillas y de la alegría de la crianza de tu hijo, independientemente del diagnóstico. Por otro lado, las personas con TEA se manifiestan con una gran variabilidad, y esto hay que tenerlo muy en cuenta cuando nos relacionamos © Ediciones Pirámide

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TABLA 9.1 Lectura fácil para hablar con transparencia Término técnico

Significado

Contacto ocular

Que tu hijo/a te mire a los ojos.

Triangulación

Que tu hijo/a te mire, mire hacia otro sitio u objeto, como queriendo dirigirte hacia allí, y después vuelva a comprobar si te has percatado.

Atención conjunta

Tu hijo/a y tú compartís lo mismo y nos damos cuenta cuando hay cruces de miradas entre vosotros y la actividad que realizáis. Son pequeñas señales de que estáis conectados.

Estereotipias

Movimientos repetitivos (como los aleteos) que se suelen producir con las extremidades.

Espontáneo

Que lo inicia el niño, que no es el resultado de que nadie se lo pide ni de una pregunta previa. Ejemplo, si decimos «Di adiós» y él lo repite, ya no es espontáneo.

Causa-efecto

La capacidad de entender cómo un hecho puede inducir a otro. Ejemplo, doy al mando de la tele y ésta se enciende.

Juego funcional

Usar los juguetes para lo que están hecho. Ejemplo: hacer que comemos con una cuchara de juguete.

Juego simbólico

Atribuir «vida» a objetos inanimados como los muñecos. Ejemplo: si jugamos a que un muñeco baila y se cae, luego lloramos como si lo hiciera él.

Empatía

Es la capacidad humana para ponernos en el lugar del otro. Se comenta que las personas con autismo no la tienen, pero no es algo exclusivo de la alteración, pues hay más personas que también carecen de ella.

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TABLA 9.1 (continuación) Término técnico

Significado

Mirada ausente

Cuando la mirada no está directamente dirigida a alguna persona u objeto. Ejemplo: las personas con TEA pueden estar mirando en tu dirección pero no te miran a ti, aunque estés delante.

Intención comunicativa

La forma directa con la que alguien se dirige activamente a alguien. Ejemplo: cuando un niño quiere transmitir algo y te mira o extiende el brazo, aunque no tenga lenguaje puede tener intención y lo que le falta es la herramienta.

Aprendizaje funcional

Aquel aprendizaje que nos sirve para nuestra vida, a ser posible en una situación próxima; no serviría de mucho aprender a decir murciélago, como primera palabra, por si algún día veo uno por el campo.

Interacción

La forma de relacionarnos, cómo miramos, nos reímos, jugamos y compartimos vida con el otro.

Contexto

El lugar físico donde está el niño y las personas que se encuentran en él; es decir, su casa, su cole...

Obsesiones

Esas llamadas manías, que pueden realizar algunas personas con TEA (aunque no es exclusivo de la alteración) de manera insistente y sin ser compartidas, como darle al interruptor, mirar rayas, alinear coches, etc.

con las familias o con profesionales poco familiarizados con este trastorno. En algunos casos es difícil establecer un diagnóstico certero, ya que las características que manifiesta un niño muy pequeño pueden ser similares a las de otros trastornos o bien dar señales muy sutiles que se irán afianzando con el paso del tiempo, y esto es muy desconcertante para las familias. Algunas llegan a

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acumular 4 o 5 opiniones diferentes e incluso contrapuestas por parte de profesionales especializados, y en ocasiones, en función de lo que nos puede demostrar el niño en el trascurso de la relación, para unos es una evidencia sin fisuras mientras que para otros es la prueba de que no se encuentra dentro del espectro de autismo. Debemos hacer un esfuerzo por acercar esa terminología técnica y engorrosa, convirtiéndola en algo cotidiano, para transmitir a miles de madres y padres que no sólo pueden, sino que deben facilitar el camino a sus hijos, que jugar con ellos significa contribuir a una buena crianza y mejorar su desarrollo, porque bajar al suelo de una casa, en lugar de estar cómodamente en un sillón de un sitio ajeno a la vida familiar, es ser un buen profesional, entendiendo que el campo profesional y el familiar son compatibles, ya que la familia puede realizar una «crianza especializada» donde potenciar todas las virtudes de los dos ámbitos, creando un verdadero equipo.

2. NECESIDAD FAMILIAR DE UNA CRIANZA ESPECIALIZADA Toda familia, desde el momento del nacimiento de su bebé (e incluso antes), tiene que aprender multitud de cosas y se enfrenta a un gran reto que es la crianza. El bebé tiene un largo camino en el que irá desgranando su desarrollo, y esa microsociedad que se crea los convierte en algo único e irrepetible. Cuando nace un bebé con trastorno del desarrollo la familia lo desconoce, y las pautas de crianza que establecen son las mismas que tendrían con un bebé que no tuviera esta alteración, pero las consecuencias son distintas. Por eso es fundamental que la familia esté lo antes posible informada, y formada, de las peculiaridades que esa crianza implica para todos. Como apunta Colvin Trevanthen (1999), los niños vienen preparados para activar al adulto, son ellos los que biológicamente se «enganchan» con sus figuras de crianza y hacen que éstas res-

pondan, ya que a su vez también están preparadas biológicamente a sus gorjeos y miradas. Cuando un bebé no está preparado biológicamente para esta activación se produce un desajuste con el adulto. Ello puede provocar que se le atienda menos, ya que no reclama «alimentación social», se entretiene mirando rayas de la habitación, la maya o los barrotes de la cuna o creando contrastes de luz y sombra con sus propios dedos, y en ocasiones ni siquiera reclama comida y tampoco responde a los estímulos sociales de las figuras de crianza; estos bebés han sido catalogados por muchas familias de tranquilos o muy independientes. También nos podemos encontrar con rasgos opuestos, es decir, un bebé muy irritable o asustadizo, que llora cuando lo sacamos de la cuna o lo cogemos en brazos, cuando se le alimenta, cuando oye algún ruido o ve alguna cara que no reconoce... Pueden dormir en exceso o no dormir nada, pueden comer de forma insaciable o no querer ingerir alimento en todo el día, puede no molestarle el frío, el calor, la luz o todo lo contrario, incluso no soportar las costuras de la ropa. En todas estas circunstancias, para que no se irrite los adultos evitan «molestar» al bebé y crean esa supuesta independencia que le mantiene tranquilo, o bien lo sujetan en brazos pero sin encontrar el camino de consuelo, por lo que tiene limitado el intercambio social. En familias primerizas, tener un bebé de estas características de irritabilidad crea un estado de culpa y la intranquilidad de no estar haciéndolo bien. Cuando el bebé es excesivamente pasivo, la culpa aparece más tarde: esas horas despierto en la cuna..., esos días de tele continua... En ocasiones alguna familia ha explicado cómo mantenían a su bebé, desde los tres meses, con 8 horas diarias delante del televisor porque le atraía mucho más que las personas, y cuando éste ya tenía dos años y no hablaba empezaron a preocuparse y a culpabilizarse. Ellos pensaron que la televisión tenía que ser una gran fuente de estímulos para el lenguaje, porque nunca consiguieron que prestara atención a las personas. © Ediciones Pirámide

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Queremos pararnos a reflexionar sobre el recorrido de las familias, que no tiene por qué ser lineal, ni ocurrir exactamente así, ya que podemos encontrarnos con tantos recorridos como personas y no queremos ser dogmáticos. Algunas familias pasan por etapas de forma simultánea y otras hacen el recorrido a la inversa, es decir, en primer lugar con una clarividencia rotunda y después con una negación absoluta. Pero sí queremos apuntar un recorrido tipo que, de cualquier modo, los profesionales tenemos que guiar, apoyar y dar lo mejor de nosotros mismos para poder compartir el camino que favorecerá el desarrollo de esos niños y niñas que nacen con TEA.

2.1.

La ceguera del cariño

Cuando empezamos a sospechar que algo malo le pasa a nuestro hijo, rápidamente un velo de ceguera mental nos recorre el cerebro y negamos una y cien veces que eso nos esté pasando. Es duro, es descorazonador y es, en cierto modo, «irreal», ya que la realidad es que las madres y los padres adoramos a nuestros hijos, y si negamos hasta el fondo de nuestro ser que algo malo les puede ocurrir, quizá se deshaga ese mal que acecha a la familia. Es una forma ficticia, pero humana, de poderlos «salvar».

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Médicos, Internet, foros de familias, blogs, cientos de dudas, miles de páginas web visitadas, frases y frases que nos bombardean y nos dan respuestas a algunas preguntas, a otras no... Cuando estamos a punto de quitarnos la venda, nos la ponen y nos dan una vuelta con esparadrapo, no vaya a ser que se nos caiga. A continuación exponemos un ejemplo, resumido de un blog, de los muchos que nos ofrecen las familias: «El pediatra me dijo que es muy pequeña, auque ya tiene más de un año, y que yo tengo que relajarme, que estoy muy tensa, pero yo no termino de estar tranquila. Cuando se despierta no me reclama ni pide comida durante todo el día, miro la cuna y está con la mirada fija en un punto que yo no sé qué tiene y a veces se ríe sola. Si tiene un juguete en la mano no puedo interactuar con ella, lo intento pero no me hace caso, y si lo tengo yo tampoco me mira. De los peluches sólo le gusta morder la etiqueta y tiene pasión por las cremalleras. Se balancea en posición de gateo durante todo el tiempo, aletea brazos y piernas a toda velocidad cuando va en el carrito. Hace sonidos en solitario, pero no consigo que me imite cuando yo los hago. Desde los 6 meses llevo enseñándole los cinco lobitos y nada».

Es muy frecuente conocer a madres que han insistido, ante médicos y especialistas en psicología o educación, en que no veían que su hijo realizara ciertas pautas de comunicación o relación.

2.2. Más allá del cariño Cuando vemos que, una mañana tras otra, ese entrañable ser al que estamos criando y descubriéndo el mundo necesita, de forma evidente, una ayuda más especializada que las pautas de crianza ordinarias que nos han trasmitido culturalmente, cuando la abrumadora realidad empieza a vislumbrarse, pensamos en remover hasta el último rincón de la tierra para poder encontrar la clave del enigma repitiéndonos que quizá exista algo que pueda cambiar el curso de los acontecimientos y que es hora de ponerse en movimiento.

2.3. Bajada a la realidad Decidimos armarnos de valor, llamar a las cosas por su nombre y acudir a los profesionales que encontramos para comentar que «no puedo conectar con mi hijo», «parece que no me ve», «es como si no fuera permeable al lenguaje a pesar de oír». Y cuando empezamos a desbrozar a veces tenemos la sensación de encontrarnos en sitios más y más tupidos. En relación a los recursos tenemos una buena maraña: centro base, centro de

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atención temprana, equipo de atención temprana, equipo específico de alteraciones del desarrollo, asociaciones de autismo, colegios de autismo, aulas estables, aulas en clave, aulas de integración preferente de TGD... Los especialistas que nos recomiendan: neurólogos, neuropsiquiatras, psiquiatras, psicólogos, logopedas, PT (profesor de pedagogía terapéutica), alguna vez llamado por alguna familia «el TGD» ante el lío de nombres y siglas que tienen que barajar, AL (profesor de audición y lenguaje)... ¿Y las pruebas? Potenciales evocados, potenciales visuales evocados, electroencefalograma, electroencefalograma de sueño, resonancia magnética, TAC, ADOS, ADI-R, Acacia, WISC-III, Leiter, Peabody, Vineland, Bayley, McCarthy, pruebas de alteraciones genéticas (Xfrágil, Angelman, Rett, Williams...), el CI (Cociente Intelectual), las características de la DSM-IV... Y, por último los papeleos, certificados y diagnósticos, como certificado de discapacidad, certificado de minusvalía, Ley de dependencia, integración, alumno con NEE (necesidades educativas especiales), alumno con TGD (trastorno generalizado del desarrollo), TGD no especificado, TEA (trastorno del espectro de autismo), Asperger, rasgos autistas, comportamientos autistas, autismo ligero, autismo profundo...

una elección entendible, aunque no compartida. Si existiera «el milagro» no habría problema de elección, pues todas las familias se apuntarían a esa cola, a cualquier precio y el tiempo que hiciera falta esperar... Por eso, aplicando la lógica, si alguien ofrece la curación del autismo hay que desconfiar y, por tanto, renunciar a las terapias milagro, pero muchas familias no pueden tomar esa decisión, ya que la elección la hacen aún con parte de esa venda invisible del cariño, y de eso se sirven los timadores profesionales. Basándonos en las directrices de las prácticas recomendadas por Finke y Drager (Convention A.S.H.A., 2005), damos unas pinceladas que puedan apoyar esa difícil toma de decisiones: — Comenzar cuanto antes. — Currículo con contenido funcional: cognición, comunicación, socialización, autorregulación. — Intervención en contextos naturales. — Servicios y apoyos individualizados, que no en soledad. — Enseñanza sistemática. — Entorno de aprendizaje estructurado y comprensible. — Programar la inclusión y la participación social. — Educación e implicación de la familia.

2.4. Elecciones y renuncias No hay recetas, ni terapias milagro gurús a quien acudir. Algunos especialistas apuntan hacia un lado, pero otros apuntan hacia el lado contrario. Es descorazonador, las familias sienten vivir de forma real la película Dentro del laberinto, ésa en la que tienes que acertar para poder seguir adelante, tienes que elegir y renunciar al mismo tiempo y cada elección es un dolor insoportable ante el miedo errar. Algunas familias creen que el mejor acierto es elegirlo todo, sin darse cuenta de que si eliges una cosa y la contraria estás renunciando, a ciencia cierta, a la coherencia en el desarrollo de tu hijo, por lo que le haces un flaco favor, pero es

3. LA PRÁCTICA PROFESIONAL CENTRADA EN LA FAMILIA La intervención centrada en la familia es un compendio de provisión de servicios, avalado por opiniones, estrategias y resultados óptimos para las familias, que se ha demostrado como el más efectivo en el tratamiento global. Como explica Dunst (2002): «La intervención centrada en la familia es un modelo de intervención para que las familias cuiden y críen a sus hijos de manera que se produzcan óptimos resultados para el niño, los padres y la familia». © Ediciones Pirámide

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Todas las actuaciones deben considerar a la familia el agente principal de la intervención de su hijo, contemplando estos principios: — Tratar a las familias con dignidad y respeto. — Realizar programas individualizados, flexibles y sensibles. — Compartir información con la familia y otros profesionales que estén implicados con el niño. — Consensuar las intervenciones y permitir hacer elecciones a las familias. — Dotar y buscar los mejores recursos y apoyos.

Cuando trabajamos para el desarrollo y la calidad de vida de una persona con TEA, debemos tener en cuenta a la familia, escucharla y hacerla partícipe del plan individual de apoyo, identificando necesidades y ayudando a planificar objetivos, recursos y resultados. A continuación exponemos las claves esenciales de lo que consideramos un modelo adecuado de intervención centrado en la familia, siendo imprescindible que se den todos y cada uno de los parámetros del modelo, ya que si prescindimos de alguno estamos realizando otro modelo, y no el adecuado.

3.1.

Enseñanza en entornos naturales

Es decir, que los profesionales nos acerquemos a los hogares y se den allí las respuestas más adecuadas. A algunos profesionales, compartir un entorno ajeno les parece rebajarse a «otro estatus», perder el glamour del despacho y quedarse frente a frente con personas de carne y hueso. Esa sensación asusta, pero si nos sobreponemos encontramos el verdadero sentido de la intervención en atención temprana: ser ayudantes y facilitadores de esa «crianza especializada».

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Aquí debemos tener en cuenta que van a coexistir dos modelos de enseñanza: por un lado los programas más ajustados y funcionales que necesita una persona con TEA, de los cuales hemos dado algunos detalles anteriormente; y por otro, la enseñanza que la familia necesita como personas adultas, que requiere una formación específica por parte de los profesionales para poder trasladar esos conocimientos imprescindibles para la crianza a las familias.

3.2. Respuestas a las necesidades familiares Cuando tienes un mar de dudas que te bombardea la cabeza necesitas respuestas, igual no todas van a ser factibles de ser respondidas, pero es importante que la familia se encuentre lo más cómoda posible en su nuevo papel, y para ello los profesionales debemos responder a sus dudas, e incluso plantear algunas que es adecuado hacerse en el caso de que, debido al estrés que presentan algunas familias, no se hayan planteado, como la escolarización, un plan de ocio, etc.

3.3. Oportunidades de participación familiar en los programas Si los profesionales nos hacemos una idea cerrada de lo que queremos hacer y marcamos un plan para la familia, pero sin la familia, no podremos alcanzar la mayoría de las metas e ilusiones con las que cualquier familia participa en el desarrollo de sus hijos. Metas compartidas son ilusiones compartidas, y un buen equipo de trabajo debe tener siempre presente esa máxima. Si abogamos por que las personas con autismo tengan oportunidades de realizar elecciones, ya que eso contribuye a un mayor bienestar y va a proporcionar una motivación y, por tanto, una mejora en el desarrollo, también contemplaremos que las elecciones familiares proporcionarán una

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mayor motivación y proporcionarán un mejor desarrollo como familia. Para ello, los profesionales podemos ser facilitadores, como miembros del equipo, para identificar necesidades, poder buscar los programas más adecuados y compartir un plan de apoyo personalizado, basado en objetivos tangibles con resultados evaluables.

3.4. Formación e información a la familia Cuando formas un equipo, cuando estás en el hogar y compartes metas e ilusiones, resulta imprescindible estar en un mismo lugar mental, hablar de lo mismo, compartir un vocabulario y unas estrategias de intervención, y para todo ello debemos volcar la información de los programas, estrategias y metodología pertinentes con cada persona. A continuación, presentaremos algunos casos de los que hemos tenido conocimiento y en los que hemos realizado intervención específica desde edades muy tempranas, detallando cómo se ha seguido su evolución hasta su posterior diagnóstico. Con ello, una de las cuestiones que queremos explicar es cómo se puede intervenir, asesorar y apoyar a la familia lo más pronto posible. El caso de S. S. era un bebé que a los seis meses empezó a intranquilizar a su familia, porque sus padres sabían que a esa edad los bebés «parlotean» con una jerga llena de variados sonidos y esto no se estaba produciendo. Por lo demás, no se habían extrañado de otras conductas que se detectaron en la primera entrevista en el hogar. Al ver al bebé y compartir, en una charla informal, los hitos del desarrollo, salieron otros datos que habían pasado desapercibidos y que todos juntos denotaban un desarrollo atípico. S. no reclamaba al adulto cuando se despertaba, podía pasar horas con un peluche puesto

encima de los ojos y viendo a través de él el techo de la habitación, y si se le quitaba lloraba con irritación hasta que se lo colocaba de nuevo. No mostraba interés por juguetes, cuentos o juegos circulares típicos de bebés de esa edad, como «Cinco lobitos» o «Cucú-tras». No podía estar sentado o bocabajo en ninguna superficie dura o blanda, teniendo que estar siempre en posición de tumbado o bien en hamaca, donde pasaba su tiempo de vigilia viendo la tele, por la que sentía una gran atracción, quedando ensimismado con ciertos vídeos en los que salían formas extrañas con música, nunca personas. Cualquier otra actividad le irritaba, salvo la de pasear en brazos. Al ofrecerle el biberón, cuando tenía hambre, o cualquier otro objeto, dirigía su brazo hacia atrás, en lugar de ir hacia el objeto, como si no pudiera controlar su actividad motora. Entraba en pánico con todos los ruidos de los electrodomésticos de la casa (aspirador, batidora, secador de pelo...), era hipersensible a cualquier cambio de temperatura o a cualquier textura o sabor introducido en su alimentación y, por último, no podía ver a personas con las que no estuviera muy familiarizado, entrando en una rabieta que podía durar más de una hora. A la edad de 28 meses fue diagnosticado de TEA, pero S. ya llevaba dos años con una  intervención específica en contexto natural, con los programas de habla signada, PEANA, juego simbólico, formación Hanen para familias, desensibilización y lenguaje, Actualmente, S. se encuentra escolarizado en un colegio ordinario sin necesidad de apoyo. El caso de C. C. ya tenía 18 meses cuando lo conocimos. Era un niño que daba saltitos como forma de entretenimiento o bien deambulaba sin objetivo aparente. No tenía lenguaje ni otra forma de comunicación no verbal, pero al tener una hermana mayor diagnosticada de autismo los especialistas a los que acudió dijeron que seguramente la estaba imitando. Por otro lado, la familia se sentía © Ediciones Pirámide

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culpable de no haberlo atendido con mayor intensidad, por las necesidades que reclamaba su hermana, y pensaron que quizá estaba reclamando atención de esa manera y no le ocurría nada más. Podía pasarse horas viendo documentales de animales en la televisión y le gustaban en exceso los trenes, con los que jugaba en solitario; cuando le montaban las vías, realizaba una y otra vez los mismos movimientos, y si sufría alguna interferencia, como que se parase el tren, o alguien intentaba compartir su juego, gritaba sin desconsuelo y sin reclamar la ayuda del adulto o resolver el problema por sí solo. No realizaba ningún tipo de juego simbólico y podía estar con una cocinita de juguete abriendo y cerrando las puertas de un armarito de forma repetitiva durante largo tiempo, no podía imitar las conductas de adultos o niños y la forma de comunicación que presentaba consistía en gritar o llorar hasta que alguien descubría lo que quería. C. aprendió a hablar de manera fluida a los 5 años gracias al programa de habla signada de B. Schaeffer y pudo asistir a un colegio ordinario, aprendiendo a leer y a escribir, siguiendo todos los cursos que le correspondían por edad. Su capacidad cognitiva se sitúa en el rango de la normalidad. A los 4 años fue diagnosticado de TEA, pero ya llevaba más de dos de intervención. El caso de A. Conocimos a A. en su casa. La familia estaba preocupada de una forma poco precisa, pero tenía una sensación intangible de que algo no estaba marchando de forma adecuada con el desarrollo de A., algo que el pediatra al que acudían no resolvía, dando la respuesta de «cada niño tiene su ritmo». A. era un bebé de 9 meses excesivamente tranquilo; no iniciaba ninguna relación con el adulto, pero si éste se acercaba y le hacía cosquillas o le lanzaba al aire se ponía muy contento y daba las únicas respuestas de mirada y sonrisa al adulto. Cuando le daban algún juguete lo golpeaba insistentemente contra alguna superficie sin

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cambiar de juego y sin compartirlo con el adulto, aunque éste insistiera delante de él en que realizara otra actividad, como meterlo dentro de un cubo, ponérselo de sombrero, jugar a que era un avión... No imitaba los juegos corporales y las expresiones verbales y no verbales de los adultos, aunque tampoco los rechazaba, simplemente los observaba como algo más de la habitación. Nunca reclamaba que se le alimentara, aunque comía sin parar todo lo que se le diera, sin dar muestras de estar saciado. Tampoco pedía que se le cogiera en brazos o que se le cambiara de posición, pudiendo pasar horas en un mismo sitio sin hacer nada ni apenas moverse. Los familiares cercanos le consideraban el bebé ideal, pues nunca protestaba ni se enfadaba, pero a su madre esta actitud no le pareció buena para su desarrollo. A la edad de 26 meses A. fue diagnosticado de TEA, llevando ya una intervención específica de un año y medio. Actualmente está en un instituto con sus hermanos; aunque necesita adaptaciones curriculares y profesionales de apoyo, su integración es excelente, ya que su grupo de iguales se ha mantenido desde los 3 años. Lo que vemos analizando estos casos es que, si bien no podemos establecer un diagnóstico certero a los 6, 9 o 12 meses, ya que las características que manifiesta un bebé pueden ser similares a otros trastornos o bien dar señales muy sutiles que se irán afianzando con el paso del tiempo, sí que podemos valorar que el desarrollo es desajustado, que algo no se produce con ese fluir constante que caracteriza el desarrollo de un bebé. Que ya sea por defecto o por exceso, hay algo atípico en relación a las pautas de lo que deben realizan los bebés a esas edades. Y esto nos da unos datos sumamente importantes para poder determinar una edad de «riesgo» más temprana. Por ello, abogamos por poder determinar un desarrollo atípico sin diagnóstico, sin etiquetar ni poder determinar su futuro desarrollo, pero de cierta gravedad para los bebés que lo presentan y para sus familias. Por ello, deberíamos poner los protocolos pertinentes, des-

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de educación y desde sanidad, para crear mecanismos de detección temprana de los trastornos del desarrollo. Con una intervención adecuada y en el trascurso del desarrollo podremos afinar más, ya que es muy desconcertante para las familias llegar a acumular cuatro o cinco opiniones diferentes, e incluso contrapuestas, por parte de profesionales especializados en TEA, basándose en un rato de relación con un niño desconocido y los recuerdos sesgados de sus padres. Lo más importante que, desde nuestro punto de vista, debemos transmitir a las familias es que el desarrollo de su hijo/a, la calidad de vida individual y familiar y el bienestar personal del día a día van a pasar por determinar una buena intervención en los puntos nucleares de los déficits que conllevan el desarrollo atípico al que nos enfrentamos.

4. PROGRAMAS BASADOS EN LA EVIDENCIA, CLAVE EN EL MODELO DE COLABORACIÓN Una anécdota para comenzar... Una madre llama por primera vez, preocupada porque su hijo con TEA no controla esfínteres con casi cuatro años y ya está en un colegio ordinario. En sus pensamientos se revuelven todo tipo de ideas, como «no lo hace porque no quiere», «igual es un reto hacia mí», y al final dice: «un profesional me ha dicho que seguramente es por el nacimiento de su hermano», pero al preguntar cuándo nació el hermano la respuesta fue «hace dos meses, pero llevamos intentando que controle esfínteres desde hace año y medio». Vamos a detenernos en los diferentes pensamientos, sentimientos y actos que pueden abarcar una crianza, para ver cómo se puede apoyar y asesorar a las familias con un miembro con TEA. El orden de presentación no implica la importancia que le damos a cada uno, ya que presentaremos en primer lugar los que corresponden a actos más físicos, para detenernos más adelante en

cuestiones menos tangibles, como la comunicación o el juego, sabiendo que nada se puede separar ni compartimentar y que todos los aspectos de la crianza se interrelacionan y se alimentan unos de otros.

4.1.

Alimentación y sueño

Cuando una madre se imagina cómo será criar a su bebé, lo primero que le viene a la mente es cómo lo alimentará y cómo lo dormirá; éstos son los dos hitos por excelencia de las primeras pautas de crianza humana. Sabemos que los bebés con autismo pueden presentar alteraciones en las pautas de alimentación y sueño, siendo muy complicado para algunas familias, incluso habiendo criado a otros bebés, conseguir la regularización de dichas pautas sin ayuda profesional. Hay una sugerencia, que a lo largo de nuestra experiencia hemos aprendido y que nos gustaría transmitir, que es el respeto a los tiempos en los que la familia quiere iniciar un programa de este tipo.

4.2. Autonomía y control de esfínteres Existe una creencia errónea, en relación al inicio de un programa de control de esfínteres en personas que tiene problemas de comunicación, que está relacionado con lo que una persona puede expresar, ya que en el desarrollo ordinario es corriente que primero se inicie el habla y luego se pregunte y anime a evacuar los esfínteres en el cuarto de baño. Y como erróneamente se deduce que las etapas son habla-interés-petición y por último iniciamos el programa, hemos construido la falsa creencia de que si un niño no puede hablar no puede controlar esfínteres. Esto se les transmite a las familias que tienen hijos con TEA en algunos contextos escolares, por lo que se suele retrasar el control de esfínteres en muchas personas que no tienen aún capacidad para poder comunicarse y pedir ir al baño. © Ediciones Pirámide

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El resto de habilidades de autonomía, como vestido o manejo de cubiertos, que también son adquisiciones muy recomendables para el hogar, las podemos enseñar a la familia mediante la técnica de moldeamiento y encadenamiento hacia atrás.

4.3. Comunicación La comunicación es esencial en los humanos. Las figuras de crianza sienten desde el principio que hay un hilo conductor entre su bebé y ellas. Como decía Trevarthen en el 2004: «Los principios que deben regir la comunicación son: reciprocidad, mutualidad, ajuste mutuo, pautas temporales regulares e intercambio de turnos», que avalan que desde que nacemos venimos preparados para «enganchar» con nuestras figuras de crianza, para establecer fuertes lazos que garanticen la empatía y la relación con las personas de nuestra especie. La comunicación y el lenguaje suelen estar alterados en las personas con autismo, por lo que necesitan de una ayuda especializada. Es corriente encontrar respuestas como «Mi hijo no necesita nada y por eso no se comunica, cuando quiera lo hará» ante las situaciones de frustración que conlleva esa ausencia o alteración comunicativa. Es importante hacer diferenciar a la familia (e incluso a nosotros mismos) el no querer del no poder, ya que nos encontramos con obstáculos que requieren programas específicos de enseñanza, y teniendo en cuenta que una persona tiene necesidades de comunicación permanente, esa necesidad no la podemos limitar a las «sesiones del especialista». Por tanto, la familia tiene derecho a que le enseñemos, por un lado, a captar señales más sutiles y potenciarlas para que sean más evidentes y puedan construir el desarrollo comunicativo, y por otro lado a compartir todos aquellos programas específicos que los profesionales usamos y que han contribuido a que muchas personas mejoren su comunicación.

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En la actualidad se tiende a hacer recomendaciones en base a lo que uno puede analizar en los programas, no a nombres o siglas en concreto. Pero todos sabemos que los nombres llaman y que recorren los corrillos profesionales y los blogs de familias con frases del tipo ¿«has hecho el tal o el cuál»? (con nombre y apellidos), y eso es lo que realmente lleva a realizar elecciones a las familias, por lo que si queremos dar un buen asesoramiento debemos tener un conocimiento de lo que es y no es compatible, ya que nuestra labor como profesionales va más allá del trabajo equis horas a la semana; nuestra implicación es determinante en la constitución y guía del equipo que formamos con la familia, estando enriquecidos por lo que nos aportan, ya que el conocimiento compartido es esencial. No podemos dejar de posicionarnos, quedándonos en un plano aséptico, porque de esa manera estamos otorgando el mismo valor a todo, y evidentemente no lo tiene. Debemos ser claros, opinando cuando algo está perjudicando a una persona con TEA, que no puede elegir el «programa» que se le aplica.

4.4. Juego Jugar es una condición que nos acompaña toda la vida. Pensamos que es una cosa de niños pequeños y que con la edad ya no se ejerce, pero, por el contrario, jugamos toda la vida. Las bromas, los vaciles, los dobles sentidos o las ironías son una parte del juego de la vida, del juego del lenguaje y del compartir con el otro. Por eso es esencial enseñar a las familias la importancia del desarrollo de esta capacidad y cómo se puede trasmitir a un niño con TEA lo difícil que les resulta, haciéndolo fácil, y cambiando los dos planos que tiene la vida, el real y el ficticio, el nombre de las cosas y la broma, al decir que un elefante es una mariposa o cuando el muñeco inanimado se pone a bailar, se cae y llora, y pasando más adelante a la enseñanza de juegos de reglas con los que poder compartir el tiempo de parque o

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una tarde con los primos, adquiriendo la capacidad de esperar el turno, tolerar la frustración de perder, ceder ante la elección del otro...

— Su necesidad de estructuración y planificación. — Su acceso al currículo. — El plan de inclusión que se realizará.

4.5. La escolaridad «La educación es mucho más que meramente otro “tratamiento”. Es el modo en que a los ciudadanos se les enseñan los valores, la comprensión, el conocimiento y las habilidades que les capacitarán para la verdadera participación en su comunidad; es la puerta para la plena inclusión social» (Rita Jordan, 2008).

El TEA entraña una gran variabilidad, pero su punto en común más claro es el desconcierto que produce en la relación. Así podemos encontrar personas con autismo que tienen manifestaciones a primera vista, mientras que otros serán tachados de maleducados al relacionarse con una persona profana en la materia. Ésta es la razón por la que muchos profesionales de la medicina o la educación no han podido saber el diagnóstico en las consultas ordinarias e incluso negarlo cuando la familia comenta sus preocupaciones. La educación es una de las vías de acceso a la cultura social, por lo que resulta sumamente importante que las familias busquen lugares cercanos y peleen por unos buenos recursos allí donde acuden sus hermanos/as o vecinos/as. Para planificar la escolarización de una persona con TEA tenemos que tener en cuenta los siguientes factores: — Su desarrollo comunicativo y de lenguaje. — Las ayudas que necesite relacionadas con programas específicos. — La formación de los profesionales de la escuela en relación a dichos programas. — Las dificultades en relación a la atención y a las conductas obsesivas.

4.6. Algunas sugerencias para la familia en el establecimiento de programas 1. Crear rutinas de actividades predecibles y con componente visual (con pictogramas y otras claves del entorno) suele ser una de las estrategias que mejora la comprensión de la vida cotidiana y además proporciona la opción de introducir cambios en dichas rutinas. Álvaro no entendía qué esperaban los demás de él: le traían, le llevaban, le decían..., hasta que un día su madre le puso un horario con pictogramas en la pared, le nombraba y le signaba el significado de cada uno, le marcaba con una flecha en lugar en el que se encontraban y cada día pudo entender un poco más del caos en el que vivía. Ahora coge el pictograma de cumpleaños y lo coloca todos los días en el horario, su madre se ríe, le canta cumpleaños feliz y los dos aplauden al final.

2. Es indispensable que toda enseñanza se plantee como una práctica sistemática y repetida hasta que se interiorice y aprenda. Para ello debemos ser persistentes y tener paciencia con cada nuevo reto. Pedro no se sabía vestir y ante esta situación teníamos dos caminos: uno, hacérselo todo, u otro practicar todos los días e ir avanzando cada vez un pasito más. Su madre se propuso que para cuando llegara el verano y fueran a la piscina él se vestiría solo; fueron muchas horas, pero la meta se consiguió y Pedro ahora es un niño autónomo en el vestido y orgulloso de serlo. © Ediciones Pirámide

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3. Muchas personas con TEA aprenden mejor con técnicas de moldeamiento, realizando con sus manos aquellos movimientos que deberían realizar, para después ir desvaneciendo esta ayuda a medida que han grabado en memoria ese esquema motor.

Marta no sabía dibujar y eso le causaba mucho malestar. Su padre decidió enseñarle a dibujar personas; una y otra vez cogía la mano de Marta y le iba nombrando aquello en lo que le guiaba: un ojo, otro ojo, la nariz... Ahora, dibuja animales, niños en el parque, flores y árboles, y además se siente muy feliz al hacerlo.

4. Algunas veces es necesario plantear descansos en esa actividad diaria que supone aprender. Así los niños y niñas con TEA pueden asentar todo lo aprendido. Cuando se acerca un período vacacional los niños ya están agotados y empiezan a manifestarlo con pequeños problemas, por lo que debemos saber cuándo parar.

El otro día la madre de Jorge llamó para comentar que su hijo estaba francamente mal: no quería meterse en la piscina, lloraba y gritaba y cuando lo introducían en el agua se negaba a nadar. Estamos en la última semana antes de las vacaciones de Navidad: villancicos, representaciones, cambios de rutina, terminar carpetas, final de trimestre... ¡Qué más le podemos pedir a un niño de 4 años! Nuestro asesoramiento fue que dejara la piscina, que sólo quedaba un día y que lo retomara después de las vacaciones, fresquito y contento.

5. Cuando una persona con TEA no tiene iniciativa y no sabe elegir, hay que enseñar esta capacidad en todos los entornos y con todas las personas, por lo que las situaciones cotidianas del

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hogar van a ser un buen campo de aprendizaje, para que pueda tomar decisiones sobre sus intereses.

Carmen tiene muchos intereses, pero no tiene ocasiones para poner en práctica pequeñas elecciones. Por ello, hemos decidido, junto con su familia, crear situaciones en las que ella pueda tomar sus decisiones, como qué pantalón o jersey ponerse por las mañanas, elegir si toma la leche del desayuno caliente o fría y si moja bizcocho o magdalenas; por la tarde elige los cuentos, los puzles y los dibujos que quiere hacer. Esto ha supuesto un cambio de actitud y se la ve más colaboradora y contenta.

6. Es importante enseñar a cualquier niño una situación de espera, pero más aún a un niño con TEA, empezando por cosas sin importancia, hasta adquirir una verdadera tolerancia como cuando se está en el médico, esperando el autobús o en situaciones escolares.

Con Alejandro hemos empezado por pequeñas esperas, como a la hora de la cena; después de poner la mesa se sienta y se le indica que falta un poco para la cena, mientras oye un poco de música o ve algún cómic de sus personajes favoritos, Zipi y Zape. Así está aprendiendo que esperar no es algo negativo. Cuando va al médico se lleva los mismos tebeos y los comparte con su familia.

7. Las situaciones de inclusión a veces son difíciles para las familias, ya que no tienen otras semejantes con las que compartir sus mismos problemas o poder avanzar en compañía. Por eso es fundamental que existan grupos de familias con las que poder desarrollar ese compartir de la «crianza especializada».

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En el colegio de Fernando se ha creado un grupo informal el último viernes de cada mes, para las familias cuyos hijos presentan dificultades, y se ha invitado a otras familias de sus mismas clases. De esta manera se debaten temas de interés, como los juegos del patio, las dificultades que tienen y las ayudas que el resto de alumnos pueden ofrecer.

8. Las familias de niños y niñas con TEA pueden relacionarse con el colegio mediante ofrecimientos de actividades compartidas y demostrar al resto del alumnado las capacidades, ya sea musicales, de lectura o jugando a pintarse la cara, que le gustan a este niño.

Carmina ha decidido que este carnaval va a acudir disfrazada de payaso a la clase de infantil de su hijo, les va a contar un cuento de pictogramas que le gusta mucho a Alejandro y les va a pintar la cara a todos sus compañeros. A la profesora le ha parecido una idea genial.

9. El Club de amigos ha venido demostrando a los iguales cómo poder ayudar y compartir juegos en los recreos a los niños con TEA, apoyados por sus compañeros.

El Club de amigos nació como idea para poder integrar a Carlos con su grupo. Cuando acudió por primera vez a un colegio en 1.º de primaria, se reunió a todo el alumnado de 1.º y 2.º, con quien compartía patio, para poder explicarles con lenguaje adaptado qué era eso de tener autismo y cómo se podía ayudar a Carlos a aprender a jugar y a compartir. Después de pedir voluntarios, que evidentemente fueron todos, se hicieron grupos por colores para poder repartirse entre toda la semana y realizar juegos sencillos con los que disfrutar.

5. FORMACIÓN HANEN PARA LA CAPACITACIÓN DE LAS FAMILIAS Capacitar a las familias es darles la oportunidad de mejorar en las relaciones, en la construcción del difícil recorrido de crecer juntos, en su capacidad de resiliencia, en ver el día a día como un camino lleno de oportunidades y alegrías. Las familias tienen el derecho y la obligación de saber por qué se producen los comportamientos en sus hijos con TEA, tanto positivos como negativos, y de esta manera contribuir a un desarrollo óptimo y sentir que ellos forman parte activa de su mejora. A este programa dedicamos un apartado especial, porque pensamos que se lo merece. Está basado en las estrategias de la formación a adultos, para transmitir las ayudas que puede otorgar la familia en el día a día de su hogar. Diseñado en Canadá por un grupo de expertos en logopedia, abanderados por Ayala Manolson, llevan dedicándose desde 1974 a diseñar estrategias de aplicación directa que se transmiten a las familias y aportan claridad y confianza en las claves para el desarrollo de la comunicación, el lenguaje y el juego. La capacitación de las familias a través de sus estrategias los han convertido en los programas más extendidos y completos del panorama internacional. Desde sus inicios, han sido los mejores defensores del apoyo a la familia en contexto natural, avalando, con la evidencia, que la mejor ayuda que podemos ofrecer a los niños y niñas con TEA es aliarnos con sus familias, compartiendo y aunando esfuerzos. El programa está basado en la enseñanza, desde diferentes ángulos de captación e interiorización, de un contenido de aplicación práctica, mediante la creación de grupos reducidos de familias (6-8) con un recorrido común a lo largo de un curso escolar, consensuando las decisiones sobre las mejores actuaciones y la valoración de los resultados que nos llevarán a una mejora continua. Con este modelo se consigue dotar de estrategias de afrontamiento familiar desde la edad © Ediciones Pirámide

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más temprana posible, realizando un recorrido cuyo origen es cómo se establecen las relaciones humanas, pasando por cómo se consolidan los aprendizajes, para después marcar los planes de actuación y llevarlos a la práctica, grabarlos y analizarlos para volver a establecer puntos de mejora. Todo esto se realiza con la guía de un equipo profesional especializado, que tiene conocimiento de cada uno de los niños y de sus familias en el contexto del hogar, por lo que la guía de cada familia está enfocada de forma personalizada. La confluencia de la teoría y la práctica, más las grabaciones y el análisis posterior, nos proporcionan la seguridad de avanzar y de conseguir los objetivos de incremento de las relaciones en el seno de una familia con un miembro con TEA. El programa se lleva a cabo por un especialista en lenguaje, formado por Hanen como licenciatario, que capacita para: — Realizar un proceso de formación conjunta a familias. — Saber qué papel tiene la familia en relación a la comunicación, el lenguaje, el juego y las rutinas. — Marcar objetivos individuales enfocados a la comunicación. — Conocer las estrategias con las que contamos para lograr nuestros objetivos. — Desarrollar las habilidades que necesitamos para poder aplicar las estrategias. — Ser preciso y pautado en la formación de familias. — Analizar grabaciones de interacción familiar. — Transmitir resultados del análisis y pautas de mejora. De la formación Hanen recibida y aplicada durante años, a través del trabajo continuado con las familias, se desarrolló el programa GOMA, para la enseñanza familiar del trabajo en conducta:

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Graba las conductas que te preocupan. Observa las interacciones que se producen. Modifica tus actuaciones. Anticípate para mejorar la conducta.

La finalidad de este programa es dotar de competencias a la familia para poder aplicar el apoyo conductual positivo, aumentando así la resiliencia familiar y dando estrategias para borrar esas huellas alteradas de la conducta que existen en el desarrollo, poder prevenir las que aún no han aparecido, y evitar las que aparecerían si no llevamos programas de regulación emocional y de habilidades sociales adecuados. Desde el año 2002 se han venido realizando estos programas en la asociación Alanda; por ellos han pasado más de 500 familias, que se han capacitado para unas competencias que necesitarán en el día a día, empoderándose, en su labor de esa «crianza especializada», como parte esencial del acompañamiento en la vida de una persona con TEA.

6. REFERENCIAS Alonso, J. (2005a). ¡Atiéndeme! Madrid: Ciencias de la Educación Preescolar y Especial. Alonso, J. (2005b). ¡Escúchame! Madrid: Ciencias de la Educación Preescolar y Especial. Alonso, J. (2005c). ¡Mírame! Madrid: Ciencias de la Educación Preescolar y Especial. Dunst, C. J. (2002). Family-Centered Practices: Birth Through High School. The Journal of Special Education, 36, 141-149. Finke, E. H. y Drager, K. D. R. (2005). Children with autism: Recommended practices for early intervention. San Diego, CA: Poster presentado en el Congreso annual de la American Speech-Language and Hearing Association. Fuentes, J., Ferrari, M. J., Boada, L., Touriño, E., Artigas, J., Belinchón, M., Muñoz, J. A. y Tamarit, J. (2005). Guía de buena práctica para el diagnóstico de los trastornos del espectro autista. Revista de Neurología, 41(5), 299-310.

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Intervención precoz en comunicación y lenguaje TERESA SANZ VICARIO

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«La tarea de abrir las puertas de la comunicación, el lenguaje y la relación intersubjetiva a personas que no podrán adquirir esas funciones sin ayuda explícita, es una tarea fascinante» RIVIÈRE, 1997.

1.

INTRODUCCIÓN

Las alteraciones en la comunicación social son una de las características centrales de los trastornos del espectro autista (TEA) e implican tanto a la comunicación verbal como a la no verbal (APA, 2000). De hecho, se estima que entre un tercio (Bryson, 1996) y la mitad (Lord y Paul, 1997) de los niños y adultos con TEA no tienen habla funcional (p. ej., su habla es ecolálica o tienen sólo unas pocas palabras) (National Research Council, 2001). Además, aproximadamente el 20-30 por 100 de los niños con TEA que habían adquirido inicialmente el habla, la pierden (de forma temporal o permanente) entre el primer y tercer año de vida (Prizant, 1996). El presente capítulo se centra en estos niños con TEA no verbales, describiendo en primer lugar el patrón común de dificultades comunicativas que les caracteriza, más allá de la gran heterogeneidad en la manifestación de los síntomas. A continuación se aportan una serie de orientaciones y estrategias de tratamiento, basadas en buenas prácticas consensuadas en la intervención temprana en TEA, incidiendo especialmente en cuatro ejes fundamentales: 1) la importancia de una adecuada evaluación de las

competencias comunicativas del niño desde un modelo transaccional que tiene en cuenta la naturaleza recíproca de la comunicación; 2) el desarrollo de la intencionalidad comunicativa y de las conductas comunicativas expresivas, con especial énfasis en el uso de los sistemas alternativos/aumentativos de comunicación (SAC); 3) el fomento de la comprensión a través de la adaptación y diseño de entornos accesibles y significativos; 4) la intervención en entornos naturales y rutinas cotidianas, con la implicación esencial de los familiares (padres, hermanos), los iguales y los profesionales de atención directa.

2. PERFILES COMUNICATIVOS Y LINGÜÍSTICOS EN LOS TEA El concepto de espectro autista aplicado al ámbito de la comunicación y del lenguaje resalta la enorme variabilidad existente en la sintomatología observada en el cuadro de trastornos englobados bajo esta denominación, variabilidad que no sólo se manifiesta de una persona a otra, sino en una misma persona a lo largo de su desarrollo, y que está en relación con la edad, el nivel cogni-

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tivo, el grado de severidad, la comorbilidad con otros desórdenes, las condiciones del entorno, etc. Así por ejemplo, teniendo en cuenta las dimensiones funciones comunicativas, lenguaje expresivo y lenguaje receptivo, de la propuesta dimensional más amplia que propone Rivière en el inventario IDEA (1997), podemos destacar un continuum de alteraciones distribuidas en cuatro niveles de afectación que reflejarían distintos perfiles comunicativos: — Nivel 1 (el de máxima severidad): falta de intencionalidad comunicativa, presencia de mutismo (total, parcial o funcional) y «sordera central» o falta de respuesta al lenguaje. — Nivel 2: únicamente conductas instrumentales de petición; gestos, palabras sueltas o ecolalias a nivel expresivo, y comprensión de frases simples asociadas a la propia acción. — Nivel 3: conductas comunicativas de petición, lenguaje no discursivo con producciones creativas junto a ecolalias y comprensión de enunciados. — Nivel 4: conductas comunicativas para diversidad de funciones como declarar, comentar, informar, etc.; habla formal adecuada, dificultades pragmáticas y conversacionales, alteraciones prosódicas; dificultades en la comprensión del significado intencional de las emisiones. Pero a pesar de esta diversidad, se reconoce la existencia de un conjunto común de alteraciones en el funcionamiento comunicativo y lingüístico de las personas con TEA, relacionado fundamentalmente con las competencias representacionales (pragmática, semántica y prosodia), es decir, con el «qué» comunicar a otros (significados compartidos) y, sobre todo, con el «cómo» llevar a cabo esa comunicación en los contextos de interacción social (aspectos pragmáticos), independientemente de la modalidad empleada.

Si nos centramos en los niños con TEA no verbales, vemos que presentan graves dificultades en la comunicación social. Muestran un repertorio limitado de funciones comunicativas, con un claro predominio de las conductas de regulación conductual que sirven para pedir o dirigir la conducta del otro (intentar alcanzar, dar para solicitar ayuda, señalar para pedir), frente a las conductas de atención conjunta, consistentes en actos triádicos con función declarativa que se pueden expresar en forma de miradas referenciales (entre el niño, el otro y un objeto), mediante el seguimiento visual de la mirada del otro o con gestos de mostrar y de señalar para compartir un foco de interés o atención. Para Wetherby (1986), la ontogénesis de las funciones comunicativas en los niños con TEA parece seguir un patrón específico, cualitativamente diferente al del desarrollo normal; este hecho estaría relacionado especialmente con la naturaleza de la alteración coginitivo-social, de forma que resultan más difíciles de adquirir las formas más sociales, como son las relacionadas con la atención conjunta. En este sentido, hay un acuerdo generalizado en cuanto a la existencia de una alteración en las habilidades de atención conjunta, tanto de inicio como de respuesta, y en que su emergencia sigue una secuencia diferente. Respecto a los gestos de petición, los datos son contradictorios: algunos investigadores consideran que los niños con TEA no difieren de los niños con desarrollo típico en su habilidad para utilizarlos (Attwood, Frith y Hermelin, 1988; Loveland y Landy, 1986; Mundy et al., 1993), mientras que otros refieren dificultades específicas (McEvoy, Rogers y Pennington, 1993; Phillips, Gómez, Baron-Cohen, Laa y Rivière, 1995; Sigman, Mundy, Ungerer y Sherman, 1986). La tabla 10.1 resume las dificultades más características de los niños no verbales con TEA. Esta limitación en el nivel de intencionalidad comunicativa hace que los niños con TEA no verbales vean reducidas sus posibilidades de control, comprensión y participación en su entorno social. © Ediciones Pirámide

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Además, su comunicación es más difícil de comprender por parte de las personas no habituales, ya que sus medios comunicativos suelen ser menos convencionales, a veces muy sutiles, y pueden también aparecer como comportamientos socialmente desajustados con fines comunicativos (Shuler, Prizant y Wetherby, 1997). Todo lo expuesto anteriormente tiene unas claras repercusiones a la hora de plantear la intervención: la gran diversidad en la manifestación de las características del trastorno requiere utilizar distintas estrategias y técnicas de intervención, y el tratamiento debe ser absolutamente individualizado y ha de centrarse fundamentalmente en la mejora de la competencia comunicativa y social.

TABLA 10.1 Características más sobresalientes del problema comunicativo de los autistas preverbales. (Extraído de Canal, 1995) a) Ausencia o dificultades en habilidades comunicativas previas a la capacidad simbólica. 1. 2. 3.

Ausencia de gestos con función protodeclarativa. Ausencia de otras habilidades de atención conjunta, como la mirada referencial. Patrón característico en la comprensión y uso comunicativo de expresiones de afecto. — Actos comunicativos acompañados de expresiones neutras o confusas de afecto. — Falta de respuesta a señales emocionales positivas de los demás en situaciones de atención conjunta.

b) Pueden mostrar conductas peculiares para conseguir objetos, acciones o juegos sociales simples. c) Pueden observarse dificultades en el uso de gestos con función protoimperativa, como: 1. 2.

No tener en cuenta la atención del otro antes de iniciar un gesto de petición. Estrategia de petición evolutivamente poco desarrollada, o no comunicativa.

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3. ORIENTACIONES PARA LA INTERVENCIÓN TEMPRANA Existe un consenso internacional acerca de la importancia de la intervención temprana en los niños pequeños con TEA, intervención que debería comenzar tan pronto como haya sospechas del trastorno, aun cuando todavía no haya sido éste confirmado. Disponemos cada vez de una mayor cantidad de investigación basada en la evidencia, que indica los resultados positivos de la intervención temprana en la evolución y pronóstico de los niños con TEA; de hecho, en el ámbito de la comunicación está descendiendo la proporción de niños con TEA que no hablan, debido, entre otros factores, al adelanto en la identificación de las señales de alerta y en el comienzo de la intervención (Paul, 2011). Por tanto, la falta de habla en estas edades tempranas no debería verse como un estado estático, sino como una característica que puede cambiar con el tiempo como resultado de la maduración, de la intervención o de la interacción entre ambos (Romski et al., 2009). Los informes de revisión sobre los modelos y enfoques de intervención (NRC, 2001; Roberts y Prior, 2006; Fuentes et al., 2006; Güemes et al., 2009) concluyen que actualmente no hay un único método óptimo para el tratamiento de los TEA, ya que, dada la diversidad en las manifestaciones del trastorno, «es improbable que una sola forma de intervención sirva para todos los niños y sus familias» (Roberts y Prior, 2006, p. 16). Estas afirmaciones pueden generalizarse plenamente a la intervención temprana en comunicación. Con lo que sí contamos es con orientaciones generales y criterios de buenas prácticas reconocidas y basadas en la evidencia (NRC, 2001; Fuentes et al., 2006; Hernández et al., 2007; AETAPI, 2008), que sirven para diseñar una intervención temprana de calidad. En todas ellas se considera clave el desarrollo de las competencias comunicativas, ya sea a través del habla o de sistemas alternativos de comunicación. La consideración de la comunicación como un derecho huma-

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no básico y el reconocimiento de su importancia para la construcción del desarrollo del niño y para la mejora de su calidad de vida y la de su familia, hacen imprescindible comenzar cuanto antes el proceso de intervención. A continuación exponemos cinco principios generales o pilares básicos en los que creemos que debe sustentarse la intervención en comunicación de los niños pequeños no verbales con TEA: 1.

2.

3.

4.

5.

Partir de una evaluación rigurosa de la competencia comunicativa. Esta evaluación se centra en las características, necesidades y deseos del niño y del entorno. Los objetivos y actividades consensuados en el plan de acción individualizado han de seguir un marco evolutivo y ecológico. Desarrollar la intencionalidad comunicativa y las conductas expresivas funcionales, espontáneas y generalizables. Fomentar la comprensión, a través del diseño o la creación de entornos accesibles y predecibles. Primar la intervención en los contextos naturales, con la participación de las personas significativas para el niño en cada uno de ellos. Considerar las conductas problema como formas de comunicación y abordarlas con un enfoque funcional y positivo.

Los cuatro primeros puntos se desarrollan en los apartados siguientes, y el último en un capítulo independiente de este libro dedicado a la intervención conductual.

3.1.

Evaluación de la competencia comunicativa

Dadas la gran heterogeneidad y amplitud de las alteraciones comunicativas y lingüísticas de los niños con TEA, la necesidad de superar las dificultades y limitaciones de las pruebas tradiciona-

les estandarizadas para evaluar estas alteraciones en los niños no verbales (Canal, 1995), y los cambios experimentados en los últimos años hacia modelos de intervención basados en la comunicación social y centrados en las necesidades e intereses del niño y de su familia, se han ido diseñado nuevos sistemas de evaluación que tienen en cuenta, por un lado, la estrecha interrelación entre evaluación e intervención, y por otro lado la naturaleza dinámica de esta interrelación. Se parte de la consideración de que la evaluación y la intervención son dos aspectos del mismo proceso (Tamarit, 1984), siendo su desarrollo interdependiente y dinámico, permaneciendo en continua evolución. Aunque se puede considerar que el primer paso de una buena intervención es una buena evaluación, ésta no se puede alargar en el tiempo y debe dar información inmediata para iniciar el proceso. Puesto que nos estamos refiriendo a niños que están en su mayoría a un nivel prelingüístico, o con un lenguaje oral muy limitado y poco funcional, el eje central sobre el que gravita la evaluación es la comunicación y no el lenguaje. La comunicación es por definición un proceso dinámico enraizado en el contexto social, el cual delimita su significado (Johnson et al., 1996). Por tanto, la evaluación debe centrarse en las habilidades comunicativo-sociales funcionales de la persona en sus entornos naturales, es decir, en los medios actuales que utiliza para comunicarse y establecer contactos sociales con los demás, así como en las características del contexto y del estilo interactivo de los otros, ya que se considera que estas dos últimas variables afectan muy directamente al desarrollo de la competencia comunicativa. La función principal de la evaluación no es de diagnóstico ni de clasificación, sino la de proporcionar información relevante que ayude, entre otros fines, a seleccionar objetivos y apoyos educativos y terapéuticos, y a mejorar la intervención, evaluando los progresos y ajustando cambios. Desde esta concepción de la evaluación no es admisible adoptar actitudes excluyentes, ya que puede ser aplicable a cualquier niño independien© Ediciones Pirámide

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temente del CI o del grado de discapacidad; estos factores, sin embargo, sí son decisivos para diseñar de forma individualizada las adaptaciones y apoyos necesarios, y para orientar y crear contextos facilitadores o aumentativos de la comunicación. En cuanto al proceso de evaluación, vamos a describir brevemente la respuesta a sus dos preguntas básicas: qué evaluar y cómo evaluar. Respecto a la primera cuestión, qué evaluar, debemos tener en cuenta no sólo las variables internas del niño, sino también las características del contexto, la interacción entre ambas y los apoyos con los que cuenta. En cuanto al niño, hay que considerar: 1.

2. 3.

Sus necesidades comunicativas y sociales actuales y futuras (sobre todo en momentos de transición, como el paso de la guardería al colegio). Sus deseos y preferencias (motivos y contenidos de su comunicación). Su perfil de habilidades comunicativosociales, con especial atención a: — El nivel de intencionalidad comunicativa: los medios que utiliza el niño para comunicarse y las funciones que se infieren de sus conductas comunicativas (el cómo y para qué se comunica), la frecuencia, diversidad, complejidad y el uso concurrente de estos medios y funciones, la inteligibilidad de los medios empleados y la existencia de medios socialmente inadecuados o poco convencionales con fines comunicativos. En los cuadros 2 y 3 se muestran respectivamente la clasificación de funciones comunicativas prelingüísticas y los requisitos para identificar un acto como comunicativo que plantean Wetherby y Prizant (1990), y que pueden servir de guía al hacer esta valoración.

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— El nivel de expresión lingüística: tipo, variedad y frecuencia de emisiones vocálicas, palabras, ecolalias, etc., y, si existe lenguaje oral más elaborado, valoración de aspectos relacionados con los componentes formales del lenguaje (morfosintaxis y fonología). — El nivel de comprensión lingüística: comprensión de las señales socioafectivas, de los gestos y del habla de distintos interlocutores (habituales/no habituales; iguales/adultos), dependencia de señales contextuales para la comprensión, nivel de vocabulario, etc. 4.

5.

Su perfil en las habilidades cognitivas vinculadas estrechamente con el desarrollo social y comunicativo: nivel de representación simbólica, habilidades de imitación, permanencia de objeto y de persona, causalidad, medios-fines, juego funcional/simbólico, memoria espacial y visual, categorización, flexibilidad, estilo de aprendizaje, etc. Sus habilidades físicas y sensoriales que pueden estar afectando a sus posibilidades comunicativas e influir en la decisión acerca del sistema de comunicación más adecuado para el niño: presencia de dificultades específicas a nivel motor o perceptivo, preferencias sensoriales, etc.

En relación al contexto, la evaluación debe abarcar los distintos entornos en los que se desarrolla la vida del niño (casa, guardería, colegio, comunidad), y debe analizar las oportunidades y barreras que estos entornos ofrecen para la comunicación, tanto en el ámbito físico (organización, calidad y cantidad de los materiales; variedad, regularidad, normalización de las rutinas, etc.) como en el ámbito social (actitudes hacia el niño, estilo y estrategias de interacción utilizadas por los interlocutores habituales: padres, profesores, hermanos, compañeros, etc.).

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Respecto a la segunda cuestión, cómo evaluar, el planteamiento holístico y comprehensivo de la evaluación que aquí se plantea considera, en consonancia con algunos modelos desarrollados en los últimos años, como el modelo de participación (Beukelman y Mirenda, 2005) o el modelo de planificación centrada en la persona/familia, que los cuidadores primarios y las personas de apoyo deben colaborar activamente con los profesionales en el proceso de evaluación, en la planificación y toma de decisiones y en el desarrollo de la intervención. Por tanto, la familia u otras personas significativas para el niño son imprescindibles para obtener la información de cómo se comunica habitualmente, y pueden participar directamente en rutinas habituales o en situaciones prediseñadas para analizar determinadas conductas comunicativas del niño. En este sentido, los instrumentos de evaluación de las habilidades comunicativo-sociales que se consideran más adecuados son aquellos que reúnen las siguientes características: — Evalúan directamente la comunicación del niño en distintos contextos de interacción, naturales o más o menos estructurados. — Ofrecen un perfil comunicativo-social que refleja las debilidades y, sobre todo, las fortalezas de su nivel de competencia. — Aportan orientaciones para guiar la intervención y la provisión de apoyos y servicios. — Cuando se trata de pruebas estandarizadas, se basan en el diseño de formatos de interacción que buscan provocar conductas comunicativas espontáneas, y a priori desconocidas, frente a las respuestas esperadas (juzgadas como positivas o negativas) típicas de los ensayos discretos en que se sustentan las pruebas formales clásicas. Tenemos a nuestra disposición una variedad de herramientas que cumplen estos criterios y que se pueden utilizar solas o de forma combinada

según los objetivos y necesidades de evaluación, como son las entrevistas o cuestionarios (p. ej., el ECO de Dewart y Summers, 1988, adaptado en castellano por Hernández, 1995; la entrevista de comunicación de Shuler et al., 1989, o el ADI-R de Rutter, Le Couteur y Lord, 2003), las Técnicas observacionales y pruebas estandarizadas como el ADOS-G (Lord, Rutter, DiLavore y Risi, 2002), las escalas de conducta comunicativa y simbólica CSBS-DP de Wetherby y Prizant, 2002) o la prueba Acacia (Tamarit, 1994). En los capítulos 4 y 5 de este libro se puede encontrar una descripción detallada de algunas de ellas. De forma muy simplificada, el procedimiento a seguir sería: 1.

2.

3.

Comenzar por entrevistar a las personas significativas en la vida del niño para obtener un panorama general de su funcionamiento comunicativo. Planificar momentos de observación directa (mejor si se graban en vídeo) para confirmar los datos obtenidos, analizar aspectos en los que exista desacuerdo o no se hayan podido clarificar, y para obtener información sobre el uso social del repertorio comunicativo del niño. Esta observación directa puede llevarse a cabo en contextos naturales o en contextos estructurados, en los que se han diseñado situaciones potencialmente elicitadoras de determinadas conductas comunicativas, como por ejemplo las tentaciones comunicativas sugeridas por Prizant y Wetherby (1989). Finalmente, toda esta información específica puede ser complementada con una  evaluación estandarizada, utilizando pruebas diseñadas para la valoración de la competencia comunicativa y social que reúnen las características anteriormente mencionadas, como la prueba Acacia (Tamarit, 1994) o las escalas CSBS (Wetherby y Prizant, 2002). © Ediciones Pirámide

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3.2. Desarrollo de la intencionalidad comunicativa y de las conductas comunicativas expresivas Como hemos mencionado al describir los distintos perfiles comunicativos, dentro de los trastornos del espectro autista nos podemos encontrar con niños pequeños que no parecen tener intencionalidad comunicativa, con mutismo total o parcial (nivel 1) o que tienen un lenguaje oral muy limitado y poco funcional (nivel 2). Además, estos niños suelen presentar otras dificultades asociadas (p. ej., discapacidad intelectual), que hacen más complejo el diseño de la intervención. En estos casos, lo prioritario no es tanto el desarrollo del habla como el desarrollo de la comunicación preverbal, ya que ésta se considera un precursor necesario para el uso intencional del lenguaje para comunicarse (Prizant y Wetherby, 1989). Por tanto, la intervención tendrá que ir enfocada principalmente a los procesos tempranos de interacción social en que se sustenta la comunicación. El objetivo prioritario será inicialmente desarrollar la intencionalidad comunicativa del niño enseñándole el poder de la comunicación, cómo por medio de sus conductas comunicativas expresivas puede influir en el medio para conseguir satisfacer sus necesidades y deseos. Y para ello, siguiendo los hitos evolutivos del desarrollo normal, comenzaremos por enseñar esquemas de causalidad social a través de la cadena percepción de contigencias-anticipación-atribución-petición. La percepción de contingencias es la base de la conducta social y de la capacidad de anticipación. Los niños pequeños con TEA necesitan aprender a relacionar sus propias conductas con las reacciones específicas que obtienen de los otros; la repetición de estos formatos de reciprocidad social en los que el medio social responde consistentemente atribuyendo intencionalidad comunicativa a las acciones del niño, le permitirán ir anticipando cada vez antes los resultados esperados y comenzar a tomar un papel más activo, de forma que finalmente pueden aparecer las prime-

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ras conductas de comunicación intencional con función de petición. TABLA 10.2 Funciones comunicativas prelingüísticas. (Adaptado de Wetherby y Prizant, 1990) 1. Regulación conductual Actos usados para regular la conducta de otra persona con el fin de obtener un resultado específico. El objetivo del niño es conseguir que el adulto haga algo o cese de hacerlo. Incluye: 1.1. Petición de objeto: actos usados para pedir un objeto tangible deseado. 1.2. Petición de acción: actos usados para mandar a otro realizar una acción. 1.3. Protesta: actos usados para rechazar un objeto no deseado o mandar a otro que cese una acción no deseada. 2. Interacción social Actos usados para atraer o mantener la atención de otro sobre uno mismo. El objetivo del niño es conseguir que el adulto le mire o le preste atención. Incluye: 2.1. Petición de rutina social: actos usados para mandar a otro comenzar o continuar llevando a cabo una interacción social de carácter lúdico. 2.2. Petición de consuelo: actos usados para buscar la atención de otro con el fin de calmar la inseguridad, la angustia o la frustración. 2.3. Llamada: actos usados para llamar la atención de otro, normalmente para indicar que un acto comunicativo viene a continuación. 2.4. Exhibición: actos usados para atraer la atención de otro sobre sí mismo desplegando una actuación. 2.5. Agradecimiento (*): actos usados para demostrar el interés por la presencia de un objeto o persona, o para indicar el inicio o finalización de una interacción. 2.6. Petición de permiso (*): actos usados para solicitar el consentimiento de otro para llevar a cabo una acción; implica que el niño o la niña lleve a cabo una acción o desee llevarla a cabo. 3. Atención conjuta Actos usados para dirigir la atención de otro sobre un objeto, suceso o centro de interés de un acto comuni-

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TABLA 10.2 (continuación) cativo. El objetivo del niño es conseguir que el adulto mire o atienda a una entidad o suceso. Incluye: 3.1. Comentario sobre objeto: actos usados para dirigir la atención de otro sobre una entidad. 3.2. Comentario sobre acción: actos usados para dirigir la atención de otro sobre un suceso. 3.3. Aclaración (*): actos usados para aclarar una manifestación previa. 3.4. Petición de información (*): actos usados para solicitar información, explicaciones o aclaraciones acerca de un objeto, suceso o emisión previa; incluye preguntas con las partículas interrogativas «qué», «cuándo», «dónde», «por qué», y otras emisiones con entonación ascendente. (*) Puede no emerger hasta la etapa de palabras aisladas o combinación de palabras.

TABLA 10.3 Listado para identificar actos comunicativos. (Adaptado de Wetherby y Prizant, 1990)

• Mostrar un objeto (levantándolo hacia el adulto en relación con la línea media del cuerpo del niño y sin soltar el objeto). — — — — — —

Hacer gestos descriptivos (acción tipo pantomima). Agitar/mover la mano/brazo. Aplaudir. Vocalización no transcribible. Vocalización transcribible. Verbalización (aislada, de varias palabras o expresión signada).

2.

¿Está dirigido al adulto?

— Dar el objeto al adulto. — Tocar al adulto. — Mover el objeto, alargar la palma de la mano hacia el adulto o apartarla de él, en relación con la línea media del cuerpo del niño. — Usar cualquier otro gesto y mirar al adulto. — Usar cualquier otro gesto y una vocalización/verbalización. — Usar una vocalización/verbalización y mirar al adulto. 3. ¿Sirve para una función comunicativa?

Para que una conducta sea considerada como un acto comunicativo, la respuesta a las tres preguntas siguientes debe ser «sí»; es decir, la conducta debe ser descrita al menos por una de las opciones que aparecen debajo de la pregunta.

— Regular la conducta del adulto (regulación conductual).

1. ¿Es un gesto, vocalización o verbalización?

— Atraer la atención del adulto hacia el niño (interacción social) para participar en una rutina social.

— Dar un objeto a un adulto. — Tocar la mano, el brazo, el cuerpo o la cara del adulto. — Mover la mano o la cara del adulto. — Empujar un objeto hacia el adulto o alejarlo de él. — Manotear o inclinar la cabeza. — Golpear, morder o pellizcar a sí mismo o al adulto. — Lanzar o dejar caer un objeto. — Llamar la atención sin un objeto. — Llamar la atención con un objeto cerca de su cara. — Hacer gestos indicativos: • • • •

Señalar con el dedo o los dedos (no con la palma). Tocar con el dedo o los dedos (no con la palma). Alargar los brazos. Extender la mano abierta con un mínimo movimiento del cuerpo.

• Dar el objeto deseado. • Llevar a cabo una acción. • Parar de hacer algo.

• Calmar al niño. • Prestar atención al niño. • Pedir permiso para hacer algo. — Dirigir la atención del adulto hacia un objeto o evento (atención conjunta). • Mirar o comentar acerca de un objeto o suceso. • Proporcionar la información solicitada sobre un objeto o suceso. — Función comunicativa no clara (no se puede determinar si el acto sirve para una función de regulación conductual, interacción social o atención  conjunta, pero el objetivo comunicativo es evidente). © Ediciones Pirámide

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Junto a esta cadena comunicativa tendremos que trabajar también el desarrollo de otras pautas básicas de exploración y relación social íntimamente vinculadas a la construcción de la comunicación y característicamente afectadas en los niños con TEA, como por ejemplo, los esquemas básicos de orientación, aproximación y provocación social, la coorientación visual (imprescindible para compartir referentes), la toma de turnos, la imitación y otras habilidades de referencia conjunta. Para obtener una información más detallada acerca de cómo abordar estos aspectos véanse las orientaciones de Wetherby y Prizant (1990), Klinger y Dawson (1992), Gómez et al. (1995) y Kasari, Freeman y Paparella (2006). La intencionalidad comunicativa puede expresarse a través de distintas formas, desde medios muy primitivos y poco convencionales (p. ej., llevar de la mano) hasta otros más sofisticados y convencionales (p. ej., habla). Cuando la evaluación realizada al principio de la intervención nos ha indicado que el niño con TEA no tiene lenguaje oral o éste es muy limitado, inmediatamente nos plantearemos dos objetivos: 1) la enseñanza de nuevos códigos a través del sistema alternativo de comunicación más adecuado a sus características, y 2) el diseño del entorno para que favorezca el uso social del código enseñado. Los sistemas alternativos de comunicación no sólo permitirán al niño expresar sus intenciones comunicativas, sino que también pueden llegar a ser un puente hacia la construcción del habla, como veremos a continuación. 3.2.1.

Los sistemas alternativos de comunicación

Según Tamarit (1989, p. 82), los sistemas alternativos de comunicación (SAC) son «instrumentos de intervención logopédica/educativa destinados a personas con alteraciones diversas de la comunicación y/o del lenguaje, y cuyo objetivo es la enseñanza, mediante procedimientos específicos de instrucción, de un conjunto estructurado

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de códigos no vocales, necesitados o no de soporte físico, los cuales, mediante procedimientos específicos de instrucción, permiten funciones de representación y sirven para llevar a cabo actos de comunicación (funcional, espontánea y generalizable), por sí solos o en conjunción con códigos vocales, o como apoyo parcial a los mismos, o en conjunción con otros códigos no-vocales». De esta definición podemos extraer varias consideraciones importantes: — Son instrumentos de intervención logopédica/educativa, es decir, la utilización de estos sistemas no es competencia exclusivamente de los especialistas en lenguaje, sino que, como la comunicación impregna todos los ámbitos vitales, es responsabilidad de todos y en todos los entornos. — Se componen de dos elementos esenciales: un conjunto estructurado de códigos no vocales, que pueden necesitar o no un soporte físico (diferenciación entre sistemas con ayuda/sin ayuda), y un procedimiento de instrucción de dichos códigos. Durante mucho tiempo los sistemas alternativos de comunicación se centraron en la selección y enseñanza de los distintos códigos, pero actualmente se considera que lo esencial es el procedimiento de enseñanza, ya que enseñar comunicación es más que enseñar un código, siendo necesario que la persona con TEA aprenda el uso social de ese código y se percate de su poder para regular el entorno físico y social. De nuevo nos dice Tamarit (1988, p. 138): «hay niños a los que no se trata de enseñarles de entre un manojo de llaves a discriminar aquella única que logra abrir la puerta; hay niños que previamente necesitan aprender que la puerta se abre con llave». — La finalidad de los SAC es la misma que la del lenguaje oral, esto es, representar el mundo que le rodea y llevar a cabo actos de comunicación funcional (con impacto

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personal en el medio), espontánea (autoiniciada y no sólo como respuesta a las demandas de los demás) y generalizable (en diferentes contextos y con diferentes personas). — En algunos casos su uso será transitorio o de apoyo a códigos vocales presentes, pero muy limitados en su forma o contenido (SAC como sistema aumentativo); en otros casos se convertirá en su medio principal y permanente de comunicación, pudiendo utilizar varios códigos para adaptarse a sus necesidades comunicativas (SAC como sistema alternativo). La elección de uno u otro de los sistemas alternativos de comunicación actualmente disponibles debe realizarse basándose en una serie de criterios: — Fundamentarse en la evaluación de las competencias actuales de la persona con TEA y de los diferentes contextos en que se desarrolla su vida (como se detalla en el apartado de la evaluación prelingüística). En cuanto a la selección de un determinado código, habrá que tener en cuenta las ventajas y limitaciones de los signos manuales frente a los símbolos gráficos y los beneficios inherentes a cada modalidad (Anderson, 2001). En este sentido, los símbolos gráficos exigen unos menores niveles de competencia motora, de memoria y procesamiento de la información, y son más fáciles de comprender por los potenciales interlocutores (la imagen se acompaña de la palabra escrita); pero, por otro lado, son más incómodos, al necesitar de un soporte, requieren inversión económica (sobre todo cuando se trata de ayudas tecnológicas) y la comunicación es más lenta, con turnos más restringidos de comunicación. Si nos centramos en los signos, sus principales ventajas son su portabilidad y

manejabilidad, mientras que su mayor dificultad radica en la necesidad de conocimiento del código por parte de las personas que no pertenecen a sus entornos habituales. Pero, como señala Howlin (2006), no existe todavía una evidencia empírica que indique que una modalidad es superior a otra en cuanto al grado de espontaneidad, generatividad y óptima generalización; por tanto, la decisión ha de efectuarse en relación a parámetros estrictamente individuales. Lo que se sugiere es poner a prueba el sistema elegido y, en función de criterios de eficacia para el niño y su entorno, establecer modificaciones o cambiarlo. — Hay que tener en cuenta las preferencias del niño sobre una modalidad u otra para asegurar el éxito y la motivación — Hay que tener también en consideración las preferencias de las personas significativas para el niño, como los padres o los profesionales de atención directa, para asegurar la aceptación del sistema seleccionado, garantizando su uso intensivo y generalizado en el hogar, la escuela y la comunidad. Si los niños adquieren el habla porque están expuestos a ella desde el nacimiento, no es realista esperar que las personas que presentan graves dificultades en la comunicación, como los niños con TEA, desarrollen habilidades comunicativas efectivas si usan sus SAC sólo en períodos cortos de tiempo a lo largo del día (Howlin, 2006). El diseño y puesta en práctica del sistema de comunicación elegido debe guiarse por una serie de principios generales, como la individualización (adaptar el sistema a la persona), la flexibilidad (uso combinado de diversos códigos si es necesario), el consenso (conocimiento y compromiso del entorno), la significación social (adaptado a la © Ediciones Pirámide

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edad cronológica y las variables culturales), el comienzo temprano (interrelación sistema estructurado de representación/pensamiento) y la inclusión total. Estos dos últimos criterios necesitan una consideración especial, debido a su impacto y relevancia para el desarrollo del niño. En cuanto al comienzo temprano, existe un consenso generalizado acerca de la importancia de la comunicación en la construcción del desarrollo (inteligencia como constructo social) y para que la persona con discapacidad, sea cual sea la causa de la misma, pueda afectar a su entorno y, por tanto, mejorar su participación en él y su calidad de vida. La enseñanza temprana de un SAC puede evitar, en parte, las desventajas sociales producidas por la falta de comunicación y las desventajas cognitivas derivadas de la ausencia de un sistema estructurado de representación. Sin embargo, y sobre todo en niños pequeños no verbales o cuando existe alguna producción lingüística, la intervención se demora por las expectativas más abiertas de padres y profesionales respecto a las posibilidades de cambio, y por la permanencia de algunos mitos relacionados con la utilización de los SAC, como por ejemplo que pueden frenar el desarrollo del habla o que deben implantarse cuando otros métodos de tratamiento del lenguaje han fracasado (para una revisión en profundidad de estos mitos véase Romski y Sevcik, 2005). Adoptar esta postura de «esperar y ver» puede tener serias implicaciones clínicas cuando se trata de problemas de comunicación y de conducta. En una revisión de Millar et al. (2006) no se encontraron datos que sustenten la idea de que el uso de los SAC afecta negativamente a la producción del habla en personas con TEA; de hecho, la investigación existente sugiere que el uso de los SAC puede favorecer el desarrollo del habla; cuando ésta se convierte en el principal medio de interacción, el sistema aumentativo se va desvaneciendo de forma natural. En relación a la inclusión total, este principio implica un cambio de actitud, por el cual nadie puede quedar excluido del acceso a la comunica-

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ción, y por tanto a los SAC, ya que éstos son un derecho de la persona que los necesita, no una elección del profesional que los apoya (Tamarit, 1999). La carta de derechos publicada por la American Speech-Language-Hearing Association (ASHA, 1992) destaca un derecho general por el que «toda persona, sin importar la extensión o intensidad de su discapacidad, tiene el derecho básico a influir, a través de la comunicación, en las condiciones que le rodean» y, a partir de él, desarrolla una serie de derechos específicos, uno de los cuales (el n.º 8) se refiere explícitamente al uso de los SAC: «El derecho a tener acceso en cualquier momento necesario a sistemas aumentativos o alternativos de comunicación, así como a otros métodos, y a tener dichos medios comunicativos disponibles en todo momento». La carta completa puede verse en la tabla 10.4. TABLA 10.4 Una declaración de derechos de la comunicación Toda persona, sin importar la extensión o intensidad de su discapacidad, tiene el derecho básico de influir, a través de la comunicación, en las condiciones que le rodean. Más allá de este derecho general, existe un conjunto de derechos más específicos de la comunicación que deben ser asegurados en las interacciones diarias de las personas con discapacidades severas. Estos derechos comunicativos básicos son: 1. El derecho a realizar peticiones de objetos deseados, acciones, acontecimientos y personas, así como el derecho a expresar las preferencias personales o sentimientos. 2. El derecho a que sean ofrecidas diversas opciones o alternativas. 3. El derecho a rechazar objetos no deseados, acontecimientos o acciones, incluyendo el derecho a pedir o rechazar todas las alternativas existentes. 4. El derecho a solicitar y recibir atención y trato de otras personas. 5. El derecho a solicitar información sobre un objeto, acontecimiento o persona de interés. 6. El derecho al tratamiento y a esfuerzos en la intervención para intentar capacitar a las personas

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con graves discapacidades a comunicarse, sin importar el modo, mientras sea lo más efectivo y eficiente que sus capacidades les permitan. El derecho a realizar actos comunicativos que sean reconocidos y respondidos, incluso cuando no puedan llegar a ser completamente reconocidos por el receptor. El derecho a tener acceso en cualquier momento necesario a sistemas aumentativos o alternativos de comunicación, así como a otros métodos, y tener dichos medios comunicativos disponibles en todo momento. El derecho a disponer de diversos entornos, situaciones e interacciones sociales que permitan y estimulen el que las personas con discapacidad puedan participar de lleno como agentes comunicativos, tanto con sus iguales como con otras personas. El derecho a ser informado sobre las personas, cosas y acontecimientos del entorno más próximo. El derecho a recibir una comunicación que respete la dignidad de la persona al ser tratada, incluyendo aquellas conversaciones mantenidas ante su presencia y/o ausencia, pero de las que forme parte. El derecho a comunicarse de forma significativa o funcional, comprensible y cultural y lingüísticamente apropiada.

Extraído del encuentro nacional sobre las necesidades comunicativas de las personas con graves discapacidades. (1992). Pautas para determinar las necesidades comunicativas de las personas con graves discapacidades. ASHA, 34 (Suppl.7), 2-3; reimpreso bajo permiso.

Por tanto, atrás deberían quedar criterios de exclusión que dejaban al margen del acceso a los SAC a determinados niños, como por ejemplo el criterio del «demasiado» (demasiado pequeños, demasiada afectación motórica, lingüística o conductual, demasiadas habilidades-existencia de vocalizaciones, palabras aisladas o ecolalias) o la ausencia de determinados prerrequisitos cognitivos (intencionalidad comunicativa, comprensión del lenguaje, contacto ocular, atención, imitación, etc.). Ninguno de estos criterios, alguno de los

cuales permanece vigente hoy en día, se sustenta por la investigación, y ninguno es apropiado para decidir sobre la utilización de los SAC (Beukelman y Mirenda, 2005). Además, este proceder tiene una consecuencia paradójica: cuando los niños son excluidos de los SAC por sus inadecuadas capacidades, también son excluidos de las experiencias, enseñanza y práctica necesarias para desarrollar esas capacidades. Aunque no se tienen datos sobre el uso de los SAC en los TEA, se considera probable que una significativa proporción de personas con este trastorno, de todas las edades, requiera algún sistema alternativo de comunicación para comunicarse, bien temporalmente (hasta que se desarrolle el habla) o de forma permanente. Además, incluso aquéllas con lenguaje y habla relativamente intactos pueden beneficiarse del apoyo de los SAC para mejorar su comprensión (ASHA, 2005). De entre los sistemas disponibles en nuestro país, los más utilizados en TEA son el programa de habla signada para alumnos no verbales (Schaeffer et al., 1980), habitualmente conocido como programa de comunicación total, y más recientemente el sistema de comunicación por intercambio de imágenes —PECS— (Bondy y Frost, 1994). El programa de comunicación total es un sistema bimodal: se enseña al niño a hablar y signar de forma simultánea («habla signada»), mientras que los instructores y demás personas que se relacionan con él utilizan «comunicación simultánea», es decir, dos códigos a la vez: el código oral o habla y el código signado o signos. Pero lo importante de este programa, en consonancia con lo expuesto en la definición de los SAC, no es que utilice los signos como soporte (permite utilizar si es necesario otros códigos como objetos, fotos, dibujos, etc.), sino su procedimiento de enseñanza, el cual tiene las siguientes características: — Cuestiona los prerrequisitos del lenguaje. Lo único que se necesita para enseñar un signo es que el niño posea una intención © Ediciones Pirámide

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de acción, que haga el intento de alcanzar un objeto. Se orienta a la consecución de pautas comunicativas espontáneas funcionales y generalizables. El principal objetivo del programa es el uso espontáneo del código por parte del niño. Sin embargo, Schaeffer (1980) opina que la espontaneidad no se puede enseñar pero sí se puede fomentar, y  para ello recomienda comenzar por la expresión de deseos personales del niño como primera función lingüística. Además propone otros siete principios, entre los que cabe destacar, dada su vinculación con los llamados prerrequisitos del lenguaje y los modos tradicionales de instrucción, el de desenfatizar la imitación y el lenguaje comprensivo, puesto que un énfasis excesivo en dichas habilidades enseña al niño a imitar los gestos del instructor y a responder al lenguaje sin actuar y producirlo por sí mismo. Centra la intervención en la enseñanza de una estrategia de relación interpersonal con función imperativa (logro de deseos). Este es el factor clave del éxito del programa, ya que muestra al niño para qué sirve la comunicación, y cómo a través de su propia conducta puede afectar a la conducta  de los otros para alcanzar sus deseos, necesidades y metas personales (en consonancia con las nuevas metodologías centradas en la persona y con el actual modelo de calidad de vida). Utiliza métodos de aprendizaje sin error, como el moldeamiento físico y el encadenamiento hacia atrás; con ello se favorece la iniciativa y disminuyen los sentimientos de frustración y fracaso que suelen acompañar a otras formas de instrucción que requieren la existencia de habilidades previas (p. ej., la imitación de movimientos motores o de vocalizaciones). Evita asociar comunicación con castigo. En palabras de Schaeffer (1980, p. 4), «el

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castigo por los errores en la comunicación condiciona el miedo al lenguaje». — Utiliza la atribución de intención como base para desarrollar la conducta intencional y comunicativa. Con la atribución fomentamos la iniciativa y la espontaneidad, y respondemos a la persona en función de lo que creemos que persigue (inicialmente obtener algo deseado), con lo cual se refuerza de forma natural el acto comunicativo del niño. El sistema PECS se basa en el enfoque pyramid de la educación (Bondy, 1996; Bondy y Sulzer-Azaroff, 2001) para determinar los elementos que debe tener el contexto de enseñanza sobre el qué enseñar o base de la pirámide (objetivos funcionales, sistemas de reforzamiento significativos, habilidades sociales y de comunicación, tratamiento comunicativo de las conductas contextualmente inapropiadas) y sobre el cómo enseñar o cuerpo de la pirámide (promover la generalización, diseñar lecciones efectivas, utilización de estrategias específicas, minimizar y corregir errores). El enfoque parte de los principios del análisis de conducta aplicado dentro de un marco evolutivo y sociopragmático. La finalidad principal del sistema es enseñar al niño a comunicarse funcionalmente, puesto que «la comunicación es un objetivo más crucial que el hecho de hablar» (Frost y Bondy, 2002, p. 31), aunque esto no significa el abandono del habla, que se sigue desarrollando fuera de las sesiones de entrenamiento. En la primera de las seis fases del programa el niño aprende a acercarse al receptor comunicativo e intercambiar un mensaje para obtener un objeto deseado. Se utiliza un único código, con símbolos gráficos (fundamentalmente pictogramas propios) en un cuaderno de comunicación, y el mensaje va siendo cada vez más elaborado, desde las iniciales imágenes sueltas para pedir, hasta estructuras gramaticales y semánticas más complejas referidas a distintas funciones comunicativas (fase VI). Necesita dos personas

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en algunos momentos del proceso de instrucción y permite una enseñanza masiva desde el principio. No requiere que el niño tenga habilidades previas de imitación o de emparejamiento y discriminación de imágenes; esta última se enseña en un contexto de elección funcional (fase III) que permite al niño darse cuenta de las consecuencias específicas de escoger una imagen u otra. Si efectuamos un análisis comparativo de los dos sistemas, podemos comprobar que tienen en común varios aspectos: — Ambos sistemas son muy estructurados, tienen una sólida base teórica y comparten la misma concepción pragmática de la comunicación y del lenguaje. Enseñan al niño a actuar «en un contexto social para impactar en la conducta del otro» (Frost y Bondy, 2002, p. 123). Ambos presentan una secuencia de enseñanza de funciones comunicativas y parten de la petición de acciones u objetos deseados, en base al análisis de preferencias o reforzadores realizado al inicio del proceso de enseñanza y de forma continua a lo largo de su desarrollo. — Ninguno de los dos limita el acceso a su utilización por parte de niños con necesidades de apoyo muy significativas; al no plantear prerrequisitos cognitivos previos, únicamente se necesita que el niño tenga la intención de asir o de coger objetos. — Su objetivo es común: el uso espontáneo, funcional y generalizado del código comunicativo enseñado, constituyendo estos tres aspectos criterios esenciales de adquisición. — Utilizan técnicas conductuales de aprendizaje sin error, como el encadenamiento hacia atrás, la espera estructurada y el moldeamiento; enfatizan la necesidad de trabajar explícitamente la discriminación y de realizar registros para valorar la evolución y la consecución de los criterios de adquisición o dominio establecidos; utilizan sistemas de refuerzo funcional; además

de las situaciones de enseñanza estructurada, utilizan estrategias de enseñanza incidental aprovechando los contextos naturales y las rutinas cotidianas. — Fueron utilizados inicialmente en niños con autismo, pero en la actualidad su uso se ha ampliado a personas con necesidades de apoyo en la comunicación derivadas de causas diversas y están generalizados a todas las edades. — Ambos sistemas refieren como resultados importantes la emergencia del habla y la mejora de la conducta. Aunque la emergencia del habla no siempre se consigue (depende de múltiples factores, no sólo de carácter social o comunicativo, sino también neurológicos, orgánicos...), la estrategia de relación enseñada y la dotación de medios comunicativos suelen tener como consecuencias la disminución de conductas inadecuadas y la mejora del contacto social. Además de estos dos sistemas, en los últimos años el desarrollo de las nuevas tecnologías ha abierto un abanico amplio de posibilidades para facilitar la comunicación en los TEA. Aunque el manejo de algunas de las aplicaciones puede ser difícil para niños muy pequeños, el avance continuo en este campo, con la creación de sistemas de acceso y software cada vez más directos, simplificados y personalizados, abre enormes expectativas, e incluso se han creado navegadores y comunicadores específicos para niños con TEA, como el Zac Browser y el Zac Picto, respectivamente. Concretamente en nuestro país, el portal aragonés de la comunicación aumentativa y alternativa, ARASAAC, se ha convertido en una referencia indispensable para los familiares y profesionales de las personas con TEA, ya que ofrece, de forma gratuita, un amplísimo catálogo de materiales (pictogramas, fotografías, vídeos) y un variado conjunto de herramientas orientadas a favorecer la comunicación funcional, como por ejemplo el Araboard, que facilita la creación, edición y uso © Ediciones Pirámide

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de tableros de comunicación, o el Araword, que es un software procesador de textos con pictogramas. Otro referente es el Proyecto Azahar, fruto de la colaboración entre el Grupo de autismo y dificultades de aprendizaje de la Universidad de Valencia y la Fundación Orange. Consta de diez aplicaciones gratuitas para dispositivos portátiles y telefonía móvil que contienen pictogramas, imágenes y sonidos, adaptables a cada usuario y orientadas al ocio (p. ej., INTERNET-RADIO), la comunicación (p. ej., HOLA) y la planificación (TIC-TAC), con el objetivo de mejorar la calidad de vida de las personas con autismo o discapacidad intelectual. Más recientemente, en septiembre de 2011, ha aparecido el programa e-Mintza («habla electrónica» en euskera), en el que participa también la Fundación Orange junto con la Fundación Dr. Carlos Elósegui de la Policlínica Guipúzcoa. Este programa, también de descarga gratuita, está pensado para facilitar la comunicación de personas con autismo, y genera un tablero personalizado de comunicación con pictogramas, imágenes y sonidos que se puede utilizar en una pantalla táctil o con el ratón en un ordenador convencional. Además, este comunicador ofrece la posibilidad de organizar una agenda con acontecimientos relevantes para el niño. Para finalizar este apartado, se resumen algunas de las razones principales para utilizar un SAC: 1) lo importante es comunicarse: «la comunicación no hablada es una meta legítima para muchas personas» (Prizant y Wetherby, 1993, p. 36), por lo que cuando no existe lenguaje oral debemos dotar al niño del medio más adecuado y eficaz para expresar sus deseos, necesidades e intereses; 2) el uso de un SAC no frena en ningún caso la aparición del habla, sino que en todo caso la potencia (como evidencian numerosas investigaciones de los últimos 30 años y los resultados del programa de comunicación total y del PECS); y 3) su uso produce mejoras significativas en la conducta, ya que se estima que más del 90 por 100 de las conductas desadaptadas tienen un origen social y comunicativo.

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3.2.2. Entornos favorecedores de la comunicación La consideración de la naturaleza recíproca de la comunicación hace necesariamente de la intervención un proceso de doble vía que no sólo se centre en el niño, sino que también se dirija al entorno, adaptando los estilos de interacción y los contextos de enseñanza de la comunicación de éste a las características y necesidades individuales de aquél. Es preciso abandonar el modelo de déficit o discapacidad para promover el éxito y el potencial de aprendizaje de los niños con TEA, asumiendo que es posible mejorar sus habilidades comunicativas y sociales si cuentan con el apoyo adecuado y partimos de sus fortalezas, intereses y preferencias personales. Para conseguir que los códigos comunicativos, independientemente de la modalidad empleada, sean utilizados por los niños con TEA de forma espontánea, generalizada y funcional, debemos de tener en cuenta las causas más frecuentemente relacionadas con la inhibición de la comunicación (Johnson et al., 1996): 1) la conducta inconsistente del adulto en los contextos y rutinas, 2) las actitudes inconsistentes de determinados interlocutores hacia el niño, 3) la anticipación a todas sus necesidades, 4) la accesibilidad a todos los materiales y 5) la selección de actividades que no requieren comunicación. Por tanto, por un lado, tenemos que diseñar nuestra forma de responder a los intentos comunicativos del niño con TEA, utilizando algunas estrategias como: — Observar al niño y seguir su iniciativa, evitando las preguntas y un estilo predominantemente directivo que genera pasividad y dependencia del adulto. — Ser sensibles a sus señales (aunque sean muy leves o socialmente desajustadas), atribuyéndolas intencionalidad comunicativa. — Expandir su conducta comunicativa, ofreciéndole modelos más sofisticados de

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comunicación pero evolutivamente ajustados (siguiendo la regla de andamiaje «un peldaño por encima» del nivel del niño). — Usar técnicas como la espera estructurada, el moldeamiento físico y el desvanecimiento de ayudas para favorecer la espontaneidad. — Convertir las actividades en divertidas y reforzantes para el niño, mostrándole afecto y calidez en la relación. — Transformar cualquier momento del día en una oportunidad para construir habilidades comunicativas y sociales. En definitiva, se trata de crear una red significativa de relaciones interpersonales basadas en el control compartido y la toma de turnos, evitando utilizar un estilo interactivo intrusivo y directivo, permitiendo al niño con TEA tomar la iniciativa y dirigir la actividad, ayudándole y reforzando sus intentos comunicativos. La verdadera comunicación es entre dos, con roles intercambiables al mismo nivel. «Nos comunicamos con amigos, no con jefes que nos enseñan comunicación» (Tamarit, 1999, p. 4). TABLA 10.5 Diseño de situaciones para la comunicación Petición

Por otro lado, debemos intervenir en el entorno, de forma que proporcione materiales y actividades interesantes y motivantes para el niño que fomenten su capacidad de elección y estrategias asertivas de negociación (Gortázar, 1998). Además, dadas las dificultades que presentan los niños con TEA para extraer información de las claves naturales, tendremos que diseñar las rutinas cotidianas para que se conviertan en situaciones elicitadoras de la comunicación, utilizando técnicas como la interrupción de respuesta (Hunt y Goetz, 1988) o las tentaciones comunicativas (Wetherby y Prizant, 1989). Se trata de crear una necesidad en el niño de modo que tenga que realizar una conducta comunicativa para continuar una actividad, conseguir ayuda, obtener un objeto deseado o más cantidad del mismo, indicar que algo está mal, rechazar, etc. Algunos ejemplos de estas situaciones se muestran en la tabla 10.5. Pero para muchos de los niños pequeños con TEA no es suficiente con las oportunidades naturales que ofrece el entorno y precisan de situaciones de enseñanza explícita y práctica repetida, con lo que también deberemos diseñar este tipo  de situaciones de forma que sean significativas e incorporen estrategias de la enseñanza  natural, como por ejemplo realizar sesiones estructuradas en contextos naturales (Gortázar, 1998).

Comentario

— Colocar objetos desea- — Esconder cosas en lugares inesperados. dos a la vista pero fue— Sustituir objetos en ra del alcance. una rutina de juego. — Bloquear una acción — Insertar atribución de(juego, canción). clarativa en sus de— Esconder un objeto mandas de petición. necesario. — Objetos que no puede abrir o no sabe manejar. — Malinterpretar. — Encadenar conductas o rutinas previas a una actividad de interés.

3.2.3. Fomento de la comprensión Los niños con TEA no sólo presentan problemas para entender el lenguaje que le dirigen los demás, sino que también son evidentes sus dificultades para extraer información relevante y con significado del contexto, para entender las intenciones y emociones de los demás y para dar sentido a las normas sociales e incluso a su propia acción (Rivière, 1997). Estas alteraciones son más evidentes en el desarrollo del lenguaje y de la interacción social, ya que ambas se rigen por reglas complejas y flexibles (Hermelin, 1978). © Ediciones Pirámide

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Para facilitar la comprensión, necesitamos de nuevo planificar y organizar la intervención en dos vertientes fundamentales: 1.

Adaptar nuestra comunicación verbal y no verbal al niño con TEA. Prizant et al. (1997) nos ofrecen una estupenda guía de cómo hacerlo: — Ajustémonos al nivel de desarrollo del niño. — Evitemos el habla excesiva y hablemos pronunciando con claridad. — Intentemos lograr la atención del niño antes de comenzar a hablar. — Hablemos de temas relevantes para el niño: qué hace o va a hacer. — Relacionemos nuestras emisiones con objetos o acciones del entorno mediante gestos, tocar y demostración. — Segmentemos las emisiones con el acento, el tono y la pausa. — Cuando el niño hace algo negativo, muestra tu malestar con una voz seria, baja y con la expresión emocional. — Usemos gestos para complementar el lenguaje. — Hagamos saber al niño que somos interlocutores dispuestos a atender a sus intentos comunicativos. — Pongamos palabras a los actos de quien no tiene ningún lenguaje. — Si no pueden atenderse sus demandas, digámoslo de forma simple y clara. — Usemos el lenguaje para relatar eventos futuros y pasados. — No nos adelantemos a sus emisiones. — Equilibremos nuestras emisiones de inicio con las de respuesta. — No abusemos de preguntas que generan respuestas cerradas, de tipo SÍNO. — Hablemos por el placer de relacionarnos.

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Reorganizar los entornos existentes o crear otros nuevos, con el objetivo de eliminar o reducir al máximo la existencia de barreras cognitivas o comunicativas, de forma que sean accesibles, predecibles y significativos para el niño con TEA (Tamarit, 1990). Se trata de paliar las consecuencias que su falta de comprensión del entorno y de los acontecimientos inesperados pueden tener para él tanto a nivel cognitivo y emocional como adaptativo (falta de control, desconcierto, frustración, ansiedad, actuaciones desajustadas, etc.).

Uno los recursos más potentes y reconocidos con los que contamos para ayudar a los niños con TEA a dar sentido y orden al complejo mundo social que les rodea es el uso de ayudas visuales. Estas ayudas aprovechan el estilo visual de aprendizaje que caracteriza al TEA y son fáciles de incorporar a los diferentes contextos. Pueden utilizarse para facilitar la expresión (como sistemas alternativos o aumentativos de comunicación) o como facilitadores de la comprensión, contribuyendo a la estructuración y predictibilidad del medio, al ofrecer información por adelantado a través de marcadores espaciales y temporales, del uso de agendas de actividades mediante objetos, fotos o pictogramas, de la organización visual de tareas, etc. La organización visual del entorno y de las actividades es uno de los pilares de la metodología TEACCH (Mesibov, Schopler y Shea, 2004) y del programa PEANA (Tamarit et al., 1990). Para obtener más información sobre la aplicación práctica de las ayudas visuales y sus ventajas, véase además Hogdon, 1995; Hernández et al., 2007, o Mesibov y Howley, 2003). 3.2.4. Intervención en entornos naturales con la implicación de la familia y otros apoyos significativos La intervención en los entornos naturales se caracteriza porque el niño aprende habilidades

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funcionales y relevantes a lo largo de las interacciones que ocurren en sus actividades diarias y con la mediación de las personas significativas de cada contexto (Woods y Wetherby, 2003; Woods y Brown, 2011). Los entornos naturales ofrecen al niño con TEA motivos personales para la comunicación y oportunidades para interactuar con una gran variedad de interlocutores; por su parte, las rutinas y actividades cotidianas le brindan la repetición necesaria para que pueda aprender a anticipar distintas situaciones y a responder a los cambios que en ellas se puedan producir. De esta forma, se asegura la validez social de los aprendizajes y se promueve su mantenimiento y generalización. La implicación de los padres ha demostrado de forma consistente que promueve mejoras en las habilidades de comunicación social de los niños. Boyd et al. (2010), en su revisión sobre la intervención de distintos tipos de tratamiento comprehensivo en niños pequeños con TEA, concluye que la participación de los padres es efectiva para el entrenamiento en comunicación funcional y atención conjunta. Esta participación varía a lo largo de un continuo, desde meros ejecutores de un programa escrito, pasando por modelos mixtos de colaboración padres y profesionales (p. ej., modelo Denver, modelo SCERTS), hasta llegar a modelos de intervención centrados en la familia, con los padres como agentes de la intervención (programa Hanen, programa Early Bird). Pero para alcanzar resultados positivos se deben de cumplir algunas condiciones, como la enseñanza a los padres de estrategias y habilidades que fomenten la comunicación con su hijo y su consideración como miembros de pleno derecho en el equipo de intervención para tomar decisiones sobre objetivos o apoyos, respetando su valores, creencias y el derecho a equivocarse (Woods y Brown, 2011). También existe cada vez más evidencia científica sobre los efectos positivos de la intervención mediada por los iguales y hermanos de los niños con TEA. Por ejemplo, diversas investiga-

ciones han mostrado mejoras tanto en la frecuencia de los inicios de relación como en la calidad de las interacciones (Ferraioli y Harris, 2011), y parece ser que los resultados son más consistentes y generalizados que cuando el entrenamiento es a través de los adultos (Kamps et al., 2002). Hay que advertir que la simple incorporación de los niños con TEA en las actividades junto con sus iguales no promueve la interacción y la comunicación, a no ser que esté sustentada por una intervención planificada para tal fin y orientada a todos los participantes, sobre todo cuando los niños con TEA son no verbales y no utilizan medios simbólicos para comunicarse.

4. REFERENCIAS American Psychiatric Association. Task Force on DSM-IV. (2000). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders: DSM-IV. Washington, DC: American Psychiatric Assoc. American Speech-Language-Hearing Association (2005). Roles and responsibilities of speech-language pathologists with respect to augmentative and alternative communication: Position statement. ASHA Supplement, 25(1-2). Anderson, A. E. (2001). Augmentative communication and autism: A comparison of sign language and the picture exchange communication system. (Tesis Univ. de California). Attwood, A., Frith U. y Hermelin, B. (1988). The understanding and use of interpersonal gestures by autistic and down’s syndrome children. Journal of Autism and Developmental Disorders, 18(2), 241257. Baumgart, D., Johnson, J. y Helmstetter, E. (1996). Sistemas alternativos de comunicación para personas con discapacidad. Madrid: Alianza. Beukelman, D. R. y Mirenda, P. (2005). Augmentative & alternative communicatio: Supporting children & adults with complex communication needs. Baltimore: Paul H. Brookes Pub. Co. Bondy, A. S. (1996). The pyramid approach to education: An integrative approach to teaching chil© Ediciones Pirámide

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ALFONSO MUÑOZ DE LA FUENTE

1.

INTRODUCCIÓN

Las conductas desafiantes se pueden definir como los comportamientos que, por su intensidad, duración o frecuencia, afectan negativamente el desarrollo personal del individuo, así como a sus oportunidades de participación en la comunidad (Emerson, 1995). Esta interferencia se manifiesta en diferentes áreas y entornos: empeora el clima y las relaciones en el entorno familiar y escolar, se reducen las salidas y las actividades en entornos comunitarios, se limitan las relaciones con familia extensa y amistades, y condiciona el acceso al aprendizaje escolar y la elección de entornos menos restrictivos. La investigación sugiere que la presencia de conductas desafiantes en niños con discapacidad intelectual es 3 o 4 veces mayor que en la población general, siendo todavía superior en niños con TEA. Por otro lado, las familias y profesionales pueden presentar altos grados de estrés y ansiedad, en gran medida debido a la frustración que supone no encontrar siempre las estrategias más adecuadas para mejorar el comportamiento de su hijo o alumno (Blakeley-Smith, 2009) (O’Neill, 2001). En muchas ocasiones, la falta de formación específica conlleva la utilización, de forma prioritaria y generalizada, de estrategias reactivas (regañar, castigar, expulsar, etc.), que presentan un efecto limitado al corto plazo y que, si no se acompañan de otras estrategias, pueden intensificar los problemas, además de provocar otras

consecuencias negativas para los niños, como el aumento de las conductas de evitación y el incremento de la ansiedad que interfiere en los aprendizajes y en su bienestar emocional (Murphy, 2005). El objetivo de este capítulo será exponer un conjunto de herramientas y estrategias, con amplio respaldo científico e investigativo (Ingram, 2005; Conroy, 2005), de carácter eminentemente proactivo, y con un enfoque positivo que, a través de la enseñanza y potenciación de habilidades relevantes y de la adaptación del entorno físico y social, busca mejorar la calidad de vida de niños, familias y profesionales. Gran parte de lo expuesto en el capítulo se sustenta en un enfoque teórico y práctico que nos ayuda a comprender, prevenir y afrontar las conductas desafiantes: el apoyo conductual positivo (Positive Behavior Support) (Carr, 1999). Desde que comenzó a gestarse este enfoque en los años setenta hasta nuestros días, la evolución ha sido evidente (Carr, 2002), constituyéndose ahora no sólo como un conjunto de herramientas, pues está apoyado en un abanico de actitudes y valores muy vinculados a los procesos de planificación centrada en la persona y los movimientos por la inclusión, que defienden que las personas con discapacidad son ciudadanos de pleno derecho y se les debe dotar de los apoyos necesarios para que se desarrollen en un entorno lo más inclusivo posible, consiguiendo los resultados personales que les permitan tener una vida ple-

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na. La reducción o eliminación de las conductas desafiantes no es un fin en sí mismo. Es un medio para aumentar su red de relaciones, para que los demás también se interesen por él, para compartir actividades en su entorno, para usar los servicios de la comunidad, para aumentar sus capacidades de aprendizaje, etc. A lo largo de los años se ha ido ampliando el ámbito de aplicación de esta herramienta (a diferentes edades, poblaciones, entornos, etc.) (Carr, 2007; Turnbull, 2000), y se ha ido avalando con multitud de estudios de investigación la eficacia práctica y el impacto en la calidad de vida de niños, familias y profesionales. En España, tanto AETAPI como FEAPS han elaborado documentos para difundir su implantación en diversos ámbitos. El apoyo conductual positivo nos brinda un conjunto de herramientas para elaborar planes de acción proactivos, y parte de unos principios que vertebran toda su acción. — Las conductas desafiantes se deben entender e interpretar en la interacción del niño y su entorno; no surgen al azar, de forma aleatoria, sino que están muy relacionadas con el entorno físico y social. Se deben interpretar como una forma inadecuada de enfrentarse a determinadas situaciones del entorno (lugares, tareas, actividades, personas), poco adaptadas a sus puntos débiles. Con un buen análisis se podrán determinar qué situaciones del entorno favorecen la aparición de conductas desafiantes y cuáles promueven comportamientos y hábitos socialmente ajustados (Butler, 2007; Conroy, 2007). — Las conductas desafiantes tienen un propósito para el niño que las realiza. Determinados comportamientos problemáticos le han sido útiles a lo largo de su desarrollo para comunicar lo que quiere o no quiere, como forma de interactuar o entretenerse, o como manera de autoestimu-

lación. Son utilizados como forma de compensar sus limitaciones en estas áreas. En la mayoría de las ocasiones ese propósito es lícito y significativo (Carr, 1996). — Para descubrir los factores que nos ayudan a entender las conductas desafiantes,  el apoyo conductual positivo va a contar con una herramienta fundamental: la evaluación funcional. Se puede definir como el proceso de recogida de información para conocer los aspectos del entorno que favorecen o desencadenan las conductas desafiantes, así como las respuestas de las personas que mantienen estos comportamientos. Para realizar el análisis es fundamental contar con datos objetivos de los episodios, para lo que se utilizarán registros, observaciones, pruebas psicométricas, reuniones, cuestionarios, etc. — El plan de intervención será eminentemente proactivo. «El mejor momento para trabajar las conductas desafiantes es cuando éstas no se están produciendo». Esta frase, que define de forma sencilla este concepto, fue escrita por Edward Carr (Carr, 1996), figura importante del apoyo conductual positivo (Durand, 2010) y tristemente fallecido en el verano de 2009. Puesto que las conductas desafiantes son entendidas como un mal ajuste entre los puntos débiles de un niño y un entorno poco adaptado, serán esos los puntos clave en la intervención: enseñar y dotar de herramientas sociocomunicativas básicas y adaptar el entorno físico y social para compensar sus limitaciones. — El plan se elaborará en equipo, será individualizado y se aplicará en entornos naturales (Snell, 2005). La opinión e información de la familia, así como los intereses y necesidades del niño, deben ser factores que guíen los planes de acción (Marshall, 2002). Estos planes se implantarán a todos © Ediciones Pirámide

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los niveles y en todos los entornos donde el niño desarrolle su día a día (Carr, 1999). Cuando se trabaja o se convive con niños con discapacidad, TEA y/o conductas desafiantes, no sólo es importante conocer las mejores técnicas y estrategias; como reflejó Tamarit en el congreso de AETAPI 2002 (Tamarit, 2002), la ética y la empatía son dos valores esenciales en el día a día. La ética debe guiar la utilización únicamente de estrategias que respeten los derechos de los niños, y la empatía para ponerse en su lugar y entender por qué presentan estas conductas desafiantes. Este es un punto clave, ya que la forma de interpretar el origen de estos comportamientos guiará los sentimientos y, por tanto, las acciones que se llevan a cabo. Si se supone cierta intencionalidad en las conductas desafiantes («lo hacen porque quieren», «lo hacen para fastidiarme»), se generarán unos sentimientos relacionados con el enfado o el reto, por lo que es probable que las estrategias para abordarlos se centren en los negativos (regañar, gritar, sancionar, etc.) de forma prioritaria. Esta forma de entender las conductas desafiantes no sólo genera estrategias contraproducentes para reducir estos comportamientos (cualquier programa que se centre principalmente en la utilización de estrategias reactivas, como el castigo, está abocado al fracaso), sino que favorece la aparición de estrés y ansiedad en familias y profesionales. En cambio, si se tiene la empatía suficiente para ponernos en el lugar de los niños y entender que sus conductas desafiantes son consecuencia de las limitaciones que presentan en ciertas áreas y que las utilizan como forma de compensar estas limitaciones, el proceso consiguiente será muy diferente. Los sentimientos que se generarán se relacionarán más con la preocupación y motivación por ayudar, por lo que las estrategias empleadas tendrán un carácter eminentemente proactivo, más centradas en la enseñanza y promoción de habilidades y en la adaptación del entorno, elementos básicos para prevenir la aparición de las conductas desafiantes (Park, 2002).

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2. COMPRENDER LAS CONDUCTAS DESAFIANTES Como refleja el título del capítulo, el primer paso para abordar de forma efectiva cualquier problema de conducta consiste en comprenderlo. La imagen del iceberg ilustra muy bien el error que se suele cometer: fijarse y dar más importancia a la parte que sobresale del agua (las rabietas, las agresiones, el negativismo, etc.) que a la parte más grande y mucho más importante, la que está oculta bajo el agua (todos esos factores del entorno y del propio niño que nos ayudan a entender por qué y para qué se están presentando esas conductas desafiantes, su explicación y el propósito).

2.1.

La explicación: historia de desarrollo, entorno y puntos débiles

Para tratar de comprender las conductas desafiantes se debe prestar atención a la interacción entre los puntos débiles del niño y el entorno en el que se manifiestan estos comportamientos. La personalidad del niño, su historia de aprendizajes osus oportunidades de acceso a diferentes entornos son los otros factores que han ido modelando su desarrollo y su comportamiento. Los niños con TEA presentan una alteración cualitativa en áreas que son fundamentales para comunicarse, relacionarse, jugar y adaptarse de forma flexible a las situaciones cambiantes en el día a día. Por otro lado, el entorno físico y social no siempre está adaptado para minimizar esas alteraciones, por lo que se deben entender las conductas desafiantes como comportamientos y hábitos aprendidos que son utilizados para compensar sus limitadas estrategias en unas situaciones que no siempre se ajustan a sus necesidades ni a sus intereses. De todas formas, no se debe relacionar de forma directa el trastorno de espectro de autismo con la presencia de conductas desafiantes. Cuando se habla de entorno físico, no se hace referencia sólo al ruido o la cantidad de estimu-

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lación de una sala (gritos en un comedor en el colegio), sino también al tipo y duración de una actividad (obra de teatro con mucha carga verbal y muy larga) o al contenido y complejidad de una tarea concreta (ficha de escritura aburrida y no adaptada a sus competencias intelectuales) (Márquez, 2000). Cuando se habla de entorno social se hace referencia a la manera en que las personas se relacionan con los niños con TEA: el tono de voz, la empatía, la complejidad de las frases, el uso de SAC, la actitud y expresión emocional, etc. Tras una exhaustiva evaluación funcional, se suele encontrar un patrón repetido: es más probable que el niño presente conductas desafiantes en unas situaciones respecto a otras. Estas situaciones (antecedentes) presentan normalmente una relación directa con algunos puntos débiles en el perfil de habilidades de los niños con TEA: los antecedentes son las situaciones en las que se ponen en evidencia sus puntos débiles. Situaciones libres y desestructuradas serán complicadas para niños con dificultades de juego e interacción social; actividades con mucha carga verbal les resultarán difíciles a niños con limitaciones en la comprensión del lenguaje; tareas complejas pueden favorecer conductas desafiantes en niños con pocas herramientas comunicativas y baja tolerancia a la frustración, actividades muy abiertas pueden asociarse con comportamientos repetitivos, etc.

Pedro tiene 5 años y acude a un centro preferente para niños con TGD. Su adaptación está siendo muy positiva, pero de vez en cuando tiene rabietas y a su profesora le cuesta centrarle en algunas actividades. La asamblea es una de esas actividades. Se sientan en círculo, estando Pedro enfrente de su profesora. Los niños hablan de lo que han hecho la tarde anterior o sobre algún tema de actualidad. Pasados cinco minutos, Pedro se levanta y se dirige al rincón de cuentos, donde se queda entretenido. Una for-

ma de entender y abordar este problema de conducta sería: «Este niño es un maleducado. Si le castigamos, se reducirá su mal comportamiento». Esta es una visión muy simplista de la situación y poco ajustada a la realidad. La forma de abordarlo consiste, inicialmente, en entenderlo. Después de una evaluación exhaustiva de su comportamiento en el entorno escolar, con observación, recogida de datos, pruebas psicométricas, etc., es probable que la explicación sea bastante diferente a la planteada previamente. Es probable que en las pruebas de comprensión de lenguaje se detecte que Pedro presente limitaciones en la comprensión del lenguaje; también es probable que al analizar los registros se pueda apreciar que Pedro presenta más dificultades para seguir actividades que tengan mucha carga verbal que actividades con apoyo visual, o que actividades que se prolonguen en el tiempo las abandone sin terminarlas, o que termine con éxito actividades en las que tiene cierta guía física. Tras este análisis se pueden extraer conclusiones, es decir, explicaciones, mucho más ajustadas a la realidad y que ayudarán a elaborar un plan de intervención con efectos a largo plazo: «Pedro, en parte debido a sus limitaciones en la comprensión del lenguaje, es más probable que presente conductas desafiantes en actividades con mucha carga verbal, que no se compensan con apoyos visuales y que tengan una duración excesiva». De esta forma, se relacionan los puntos débiles del niño con TEA con un entorno poco adaptado a sus limitaciones.

Puesto que se conocen las alteraciones que comparten los niños con TEA, se pueden predecir qué situaciones están más o menos ajustadas a sus limitaciones y, por tanto, son más o menos favorecedoras de conductas desafiantes. Uno de los objetivos del plan de intervención será, precisamente, crear entornos que potencien los buenos hábitos y que minimicen las probabilidades de aparición de estos comportamientos. © Ediciones Pirámide

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En el siguiente cuadro se enumeran algunas de las alteraciones y puntos débiles que causan dificultad a los niños con TEA para adaptarse al día a día, y cuya presencia aumenta la probabilidad de que aparezcan conductas desafiantes:

— Dificultades de expresión oral y de utilización de comunicación no verbal. — Dificultades de comprensión del lenguaje oral y de la comunicación no verbal. — Limitaciones en las estrategias de relación y de juego. — Patrón de comportamientos, pensamientos e intereses repetitivos y restringidos. — Dificultades de anticipación y control del tiempo. — Limitaciones para entender normas y comportamientos sociales. — Hiperactividad y baja tolerancia a la frustración. — Dificultades de planificación u organización. — Alteraciones sensoriales.

Teniendo en cuenta estas limitaciones, las situaciones en las que aumenta la probabilidad de que los niños con TEA presenten dificultades para afrontarlas y muestren conductas desajustadas son las siguientes:

— Situaciones libres y desestructuradas (recreos no adaptados). — Falta de información y anticipación de las rutinas del día (falta de uso de agendas y apoyos visuales). — Lenguaje complejo y poco adaptado (frases subordinadas y falta de utilización de signos o gestos). — Situaciones de espera sin información (momento de esperar a comer sin un reloj de cocina para informar). — Tareas no adaptadas y poco funcionales (ficha de clase aburrida, sin estructuración).

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— Entornos y actividades no adaptados (lugares con mucho ruido u obra de teatro larga y con mucha carga verbal). — Demanda de finalización de actividades gratificantes sin anticipación (mientras está viendo la tele, indicarle que se tiene que ir a duchar). — Negación ante una petición (negarle más galletas en la merienda). — Situaciones o actividades que le provoquen miedo o frustración (no poder salir al recreo porque se pone a llover). — Exposición a estímulos que no sea capaz de tolerar (pisar arena en la playa).

2.2. El propósito: la función La función es el otro factor clave para entender y abordar las conductas desafiantes. Esta es una de las aportaciones clave del apoyo conductual positivo: muchas de las conductas desafiantes cumplen un propósito para los niños que las presentan. El análisis funcional es la herramienta que nos va ayudar a conocer cuál es el propósito que cumplen las conductas desafiantes. Una vez realizado el análisis funcional, es muy probable que las hipótesis se centren en las siguientes funciones: Comunicar. En muchas ocasiones, los niños con TEA compensan su limitación en habilidades verbales y no verbales con gritos, rabietas o agresiones. Es la manera que tienen de hacer saber a su entorno cómo se sienten, qué desean o qué tareas, actividades o comidas no le gustan o le cuesta realizar. De forma más concreta, se pueden encontrar conductas desafiantes con el propósito de comunicar un deseo (petición), comunicar un desagrado (evitación/rechazo, muy relacionada con tareas, actividades o, en general, entornos no adaptados) o con la función de petición de ayuda

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(ante actividades o tareas que no es capaz de realizar o que le generan frustración).

Laura suele ver con su hermana varios capítulos de su serie favorita todas las tardes en DVD. Cuando su hermana intenta poner un capítulo que a Laura no le gusta, puede enfadarse y la tira del pelo. Si se analiza en detalle la situación, se puede observar que Laura tira del pelo a su hermana con el propósito de comunicar que ese capítulo no le gusta y su deseo de cambiarlo. Debido a sus limitaciones de comunicación, no puede expresarlo verbal ni gestualmente, ni negociar, ni argumentar su posición, etc. Es probable que, en el pasado, cuando Laura ha tirado del pelo a otra persona, ésta haya acabado accediendo a sus deseos, es decir, que la herramienta comunicativa (desajustada) consistente en tirar del pelo, le ha resultado útil para cumplir sus propósitos. Es un ejemplo claro de comportamientos desajustados (tirar del pelo) cumpliendo propósitos lícitos (comunicar deseos).

Relacionarse/jugar. Los chicos con TEA presentan alteraciones cualitativas en sus habilidades de interacción; algunos de ellos muestran interés por relacionarse o participar en actividades con otros niños, pero al carecer de las herramientas sociocomunicativas suficientes pueden utilizar comportamientos desajustados para conseguir interactuar (Escribano, 2010). Las situaciones en las que es más probable que se manifieste esta función suelen ser situaciones libres, no guiadas y desestructuradas, en las que los niños con buenas habilidades sociales y de juego son capaces de participar y compartir actividades de forma sencilla, pero en las que los niños con TEA se encuentran en un entorno demasiado complejo. Las provocaciones y las llamadas de atención podemos considerarlas como un subtipo dentro del caso anterior: cuando un niño empuja a sus compañeros de patio, puede estar tratando de relacionarse y participar, pero a través de provocaciones.

En el rincón de disfraces, María suele tener conductas desafiantes. Mientras sus compañeros se inventan personajes e historias, ella toquetea los distintos trajes y complementos. Al cabo de un rato empieza a molestar a sus compañeros, les empuja, les trata de quitar los sombreros que se habían puesto o les moja con agua sus trajes. Al realizar la evaluación funcional es probable que se obtengan unos datos que nos indiquen que María no solamente suele presentar dichas conductas desafiantes en el rincón de disfraces, sino que también lo hace en el recreo, entre clase y clase o en el momento de juego libre al final de la clase de Educación Física. En cambio, quizá suelen ocurrir menos estos incidentes en los juegos guiados de Educación Física, en el rincón de ordenador o en la rutina de baño que tiene bien aprendida. Entonces, se puede ir apuntando a la hipótesis de que María, debido en parte a sus limitaciones de interacción y de juego, es más probable que presente estos comportamientos en situaciones y actividades libres y desestructuradas, y que, probablemente, la función esté relacionada con la intención de relacionarse, entretenerse o jugar.

Expresar sentimientos (enfado, frustración, alegría, miedo, etc.). Las dificultades de autocontrol pueden hacer que los niños con TEA presenten reacciones exageradas ante determinadas situaciones y, debido a sus limitaciones de comunicación, se expresen a través de comportamientos desajustados. Laura también se enfada mucho en otras situaciones y lo manifiesta mordiéndose la mano: cuando se le cae un helado al suelo, cuando se le desmorona la torre que estaba construyendo o cuando se pone a llover y no puede salir al recreo. Al morderse la mano, es probable que Laura nos esté comunicando su enfado o frustración ante situaciones que no salen como ella esperaba. © Ediciones Pirámide

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Autoestimulación. Debido a la tendencia que tienen los niños con TEA a los comportamientos, pensamientos e intereses repetitivos, es frecuente encontrarnos la presencia de rituales (utilizar siempre los mismos cubiertos o subir siempre por la rampa en lugar de las escaleras), uso repetitivo de objetos (girar ruedas de los coches), comportamientos compulsivos (encender y apagar luces) o intereses restringidos y repetitivos por ciertos temas (ver una y otra vez los mismos dibujos animados) (Bodfish, 2000). Todos estos comportamientos y hábitos limitan las capacidades y las posibilidades de los niños para relacionarse, aprender, ampliar intereses y actividades y, en general, conseguir un desarrollo pleno y flexible (Reese, 2003). Hay que considerar que estos comportamientos únicamente tienen el propósito de autoestimulación, entendida ésta como el acceso a cierto placer o disfrute al realizarlas. Se debe tener claro que estos comportamientos, aunque puedan parecer que sirven para entretenerse, no tienen ninguna funcionalidad significativa, y, si no se controlan, suelen incrementarse en variedad e intensidad. Álvaro suele llevar siempre dos coches en la mano. En clase ya se ha conseguido que los deje en la mochila, pero no así en la calle y en casa. Cuando su familia trata de cogérselos, él se pone a chillar y dar patadas. Por la tarde suele entretenerse colocando los coches en grandes filas por el pasillo y metiéndolos y sacándolos de cajas, ordenándolos por colores. Por las tardes, en casa, suele ver un mismo capítulo de su serie favorita. Le gusta tener el mando a distancia en la mano, ya que suele rebobinar continuamente las mismas escenas. Si su madre intenta que vea el capítulo entero, Álvaro grita, se tira al suelo y comienza a patalear. Un análisis superficial puede llevar a dar más importancia al comportamiento agresivo cuando su familia trata de quitarle los coches o el mando a distancia. Pero un análisis profundo de la situación debería llevar a plantearse si su

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interés por los coches tiene tal intensidad que le está limitando en muchas áreas de su calidad de vida. Si en la recogida de información se encuentra que Álvaro apenas utiliza otro tipo de juguetes, que en situaciones de interacción está más preocupado de sus coches que de las actividades propuestas, que el uso que realiza con los coches es repetitivo y poco funcional, se puede plantear que Álvaro tiene un interés obsesivo con los coches, y que muchos de los comportamientos que realiza con ellos tienen la función de autoestimulación.

Los límites entre interés y obsesión no siempre son claros; la intensidad, frecuencia, duración y, por tanto, la interferencia en su día a día para aprender, relacionarse, tener actividades y ocio variado, etc., son los factores a tener en cuenta para considerar que un interés comience a tener connotaciones obsesivas. En estas situaciones, plantearemos que esos comportamientos tienen una función de autoestimulación. Mientras que el  resto de funciones y motivaciones son lícitas y  útiles para los niños (principalmente tienen un  carácter comunicativo y/o de interacción social), los comportamientos repetitivos limitan enormemente las posibilidades de avanzar en su desarrollo.

3. ENFOQUE PROACTIVO: PREVENIR LAS CONDUCTAS DESAFIANTES Un plan de apoyo eminentemente proactivo será la herramienta que asegure una intervención efectiva, con efectos a largo plazo. Dado su carácter preventivo, el objetivo será reducir las probabilidades de que se vuelvan a producir comportamientos desajustados, mejorando las herramientas y posibilidades del niño para comunicarse, relacionarse, aprender y utilizar los entornos más inclusivos posibles. No hay que centrar el foco tanto en la eliminación de las conductas desafiantes como

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en generar nuevas habilidades y hábitos que mejoren su calidad de vida. En el primer epígrafe del capítulo se ha argumentado que las limitaciones o puntos débiles de los niños con TEA, junto con un entorno no siempre bien adaptado, son dos factores muy relevantes a la hora de entender y explicar las conductas desafiantes. Por ello, en el plan preventivo la intervención sobre esos dos elementos constituye la base de los progresos a medio y largo plazo. Por un lado, se tratará de crear entornos que se adapten a sus puntos débiles (desde la forma de relacionarse con ellos, hasta el contenido de una ficha de clase o el día de la semana, la hora y la duración de la visita al supermercado etc.), y por otro lado la enseñanza de herramientas y estrategias para aumentar sus habilidades de comunicación, juego e interacción social, así como su flexibilidad o su tolerancia para aceptar las normas y las frustraciones.

3.1.

Adaptación del entorno social

Los niños, al final de una semana, se han relacionado con personas de diversos entornos en muy diversas actividades. Toda relación con un niño le está enseñando y transmitiendo, por lo que el estilo de interacción estará condicionando los aprendizajes, así como su desarrollo psicológico y emocional. Una actitud positiva, cercana y empática es importante para crear una relación de confianza, que asegure el bienestar emocional del niño, aumentando su autoestima y la seguridad en sí mismo. Se debe emplear más tiempo en valorar y reforzar los avances que en recriminar y castigar los errores. Un tono de voz agradable, el sentido del humor o la expresividad emocional en situaciones positivas son otros factores que favorecerán los buenos hábitos y comportamientos. Asimismo, también es importante adaptar la forma de comunicarse para compensar sus dificultades: el uso de frases ajustadas al nivel de comprensión, la utilización de signos y apoyos visuales o la reducción del uso de

preguntas van a crear puentes de comunicación más efectivos para ayudar al niño a relacionarse. El uso de refuerzos será una herramienta imprescindible para generar nuevos aprendizajes y asentar nuevos hábitos. El refuerzo social (a través de miradas, sonrisas, palabras de ánimo y apoyo, gestos, etc.) debe utilizarse de forma intensiva y generalizada por todas las personas que se relacionen con los niños con TEA cuando éstos se esfuercen y vayan consiguiendo buenos comportamientos y hábitos.

3.2. Adaptación del entorno físico Una buena adaptación de los antecedentes se basa en crear entornos que favorezcan los buenos comportamientos y compensen las limitaciones del niño para que sea capaz de ir adaptándose y crear nuevas rutinas en el día a día. La adaptación de los entornos está mucho más interiorizada, implantada y generalizada para personas con movilidad reducida. La eliminación de barreras arquitectónicas (creación de rampas para evitar escaleras, por ejemplo) es la estrategia utilizada para compensar sus limitaciones. Esta es la tendencia que se debe seguir para mejorar la calidad de vida de los niños con TEA: eliminar las barreras comunicativas, sociales y organizativas que les dificultan conseguir una vida plena en entornos inclusivos. Teniendo en cuenta cuáles son los puntos débiles que suelen encontrarse en niños con TEA, las siguientes adaptaciones serán imprescindibles para ir logrando derribar esas barreras invisibles que tan difícil hace el día a día para ellos. Adaptación de las tareas y actividades para que sean realmente funcionales y utilización de sus intereses para motivarle ajustando el contenido. En ocasiones, los niños con TEA muestran poco interés a la hora de realizar determinadas tareas que no le resultan atractivas, por lo que es muy importante adaptarlas para que sean significativas. © Ediciones Pirámide

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También se deben adaptar el resto de factores (duración, apoyos visuales, etc.) para facilitarle los hábitos positivos de comportamiento (Blakeley-Smith, 2009). En la evaluación funcional de Pedro se había detectado que era más probable que presentara conductas de evitación ante tareas largas, con mucha carga verbal, sin apoyos visuales y con poca guía física. No había adquirido un buen hábito en la asamblea y solía levantarse cuando pasaban unos minutos. Sus limitaciones en la comprensión del lenguaje ayudaban a entender estas dificultades para completar la actividad. El objetivo que debe guiar el plan será crear un hábito de comportamiento que le permita a Pedro permanecer en la asamblea durante toda la actividad. El ajuste que se realizará en la actividad (antecedente) se basará en: situar a Pedro al lado de la profesora con la pared en la espalda (para limitar el espacio abierto y poder guiarle físicamente en caso de que intente levantarse), reducir la carga verbal y aumentar el uso de apoyos visuales (fotos, revistas, dibujos, cuentos, etc.) cuando intervengan la profesora o los niños, uso de una agenda visual que le permita a Pedro contar lo que ha hecho en casa por la tarde o el fin de semana, y la introducción de actividades o de temas de interés para Pedro. Esta adaptación de la actividad le va a facilitar que pueda mantener la atención, participar y compartir esta actividad con sus compañeros.

Organización del tiempo libre y tareas abiertas. Los niños con TEA pueden presentar comportamientos desafiantes en situaciones desestructuradas, actividades muy abiertas o en el tiempo libre. Pueden utilizar esos momentos para realizar comportamientos repetitivos y poco funcionales o para interaccionar con los demás a través de comportamientos desajustados. Para compensar esta tendencia, será bueno organizar y estructurar los tiempos libres o muertos con actividades ajustadas (Kern, 2001).

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En la recogida de información se ha detectado que Álvaro tiene un interés obsesivo con los coches. Como se ha determinado la influencia negativa que tiene para su desarrollo, un objetivo prioritario en su plan personal será ampliar sus intereses con otro tipo de juegos y actividades. Para ello, la organización de su tiempo libre será una estrategia básica de cara a generar nuevos hábitos. Se estructurará la tarde de Álvaro de tal forma que realizará tres juegos con su familia que no estén relacionados con los coches (puzles, bolos y pintar), luego se jugará a los coches con él, pero de forma adecuada (generar guiones para que el coche vaya a la gasolinera, al taller, etc.), y luego se le puede dejar un ratito de juego libre. Al principio se plantearán tareas cortas, para poco a poco ir ampliando el tiempo que está realizando actividades variadas y funcionales a la vez que reduciéndose paulatinamente el tiempo que se entretiene con actividades repetitivas. Si inicialmente muestra mucho rechazo, se pueden utilizar los coches para introducir las nuevas actividades (pintar coches, por ejemplo), pero luego se irá variando el contenido hacia otros diferentes.

Uso de apoyos visuales. Para informar por adelantado y compensar sus dificultades de comprensión del entorno, se debe hacer uso de apoyos visuales para informarle del entorno que le rodea y para anticiparle las actividades que va a realizar (horarios visuales para que estructure su tiempo). Esta anticipación también es muy útil para asumir los nuevos hábitos y rutinas que se están creando. Para que Álvaro y Pedro aprendan y toleren mejor sus nuevas rutinas, un horario elaborado con pictogramas les va a informar de cómo va a estar estructurada la tarde en casa y la asamblea del cole, respectivamente.

Utilización de relojes adaptados para controlar el paso del tiempo. En ocasiones los niños con

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TEA pueden tener dificultades para aguantar las situaciones de espera o aceptar rápidamente cuando se les indica que deben terminar de realizar alguna actividad que están disfrutando. Sus limitaciones de anticipación y control del tiempo nos ayudan a entender estas dificultades. Para muchos niños, los relojes o indicaciones verbales («espera 5 minutos») son abstractos y apenas les aportan información. Es importante hacer tangible el tiempo a través de relojes visuales y/o auditivos: reloj de arena, aplicación de móvil o reloj de cocina.

nización, etc., que le ayuden a enfrentarse a las exigencias del día a día. En general, los niños han aprendido a utilizar las conductas desafiantes para diversas finalidades (llorar para que su familia cambie las noticias y ponga los dibujos, por ejemplo), y el entorno social ha favorecido o mantenido esos aprendizajes (su familia, para que deje de llorar, ha cambiado de canal y ha puesto sus dibujos favoritos). Dentro de este plan, además de hacer poco efectivas las conductas desafiantes, se deben enseñar de forma explícita herramientas con las que los niños puedan lograr esos propósitos, pero de forma ajustada.

Para ayudar a Álvaro a aprender mejor sus nuevas rutinas con actividades variadas en casa, un reloj de arena le ayudará a informarse de cuánto tiempo van a durar las nuevas tareas. Este reloj también le servirá para que anticipe cuándo tiene que ir a la ducha y no se enfade por dejar de jugar a lo que le gusta.

Comunicación. Parte de la base que muchas de las conductas desafiantes tienen un propósito (función) comunicativo y, por tanto, la intención es adecuada y esperable dentro del desarrollo, tratándose de un propósito ajustado materializado a través de comportamientos desajustados. El plan de acción, de forma prioritaria, deberá incluir la enseñanza de estrategias comunicativas con las que puedan hacer saber a los demás sus deseos, sus desagrados, sus dificultades o sus emociones (Dunlap, 2006). Este es un elemento fundamental para conseguir la reducción de las conductas desajustadas, pero sobre todo significa dotarle de unas herramientas con las que comenzar a cimentar la relación con los demás. Al enseñar un signo (o una palabra o a entregar una tarjeta) no se enseña una conducta, sino una estrategia para relacionarse con las personas de su entorno, por lo que la enseñanza debe ser lo más significativa posible. La enseñanza de las siguientes funciones comunicativas será imprescindible en cualquier plan de acción:

Control de estímulos para limitar el acceso a objetos por los que tiene un interés obsesivo o una utilización estereotipada. A Álvaro le gusta rebobinar una y otra vez una misma escena de su serie favorita. Una buena opción es esconder el mando a distancia y colocar el vídeo en un lugar sin acceso, para transmitirle que, una vez puesta la película, hay que verla hasta el final. Además, poco a poco se irán reduciendo el número de coches que tiene por casa, al mismo tiempo que se le ofrecen nuevos juguetes y materiales.

3.3. Enseñanza de habilidades El segundo aspecto relevante que complementa el plan de apoyo proactivo será dotar a los niños de las herramientas sociales, comunicativas, de autocontrol, de juego, de flexibilidad, de orga-

— Petición: Cuando un niño está acostumbrado a conseguir objetos, actividades o comidas a través de gritos, rabietas o agresiones, debe aprender una herramienta de comunicación que sustituya a estas conductas desafiantes. Esta herramienta debe ser más útil y eficaz que las rabietas para © Ediciones Pirámide

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cumplir sus propósitos. La función específica de petición de ayuda también es básica, sobre todo en niños con baja tolerancia a la frustración. — Rechazo: La enseñanza de un gesto (apartar), una frase («no quiero»), un signo o la entrega de una tarjeta sirve a los niños con TEA para comunicarse de forma adecuada cuando no quieren algo (Mildon, 2004). — Expresión de sentimientos: A los niños con TEA les puede costar expresar y etiquetar sus emociones, incluso teniendo buenas habilidades de lenguaje. El entrenamiento en conocer, etiquetar y expresar sus emociones a través de herramientas ajustadas les ayudará también a mejorar su autocontrol.

Como en la evaluación funcional se ha detectado que Laura carece de herramientas ajustadas para comunicar su deseo de obtener una película de DVD o para mostrar su frustración, es prioritario dotarla de un sistema aumentativo de comunicación para que se pueda expresarse de forma adecuada. El programa de comunicación total de Benson Schaefer es una herramienta muy útil para que Laura aprenda a utilizar signos. También se puede utilizar un método de intercambio de tarjetas. De esta forma, Laura puede signar o elegir entre varias tarjetas para comunicarnos lo que quiere, o se le puede enseñar que exprese su frustración con el signo de «enfadada».

Habilidades de interacción y juego. En otras ocasiones, las conductas desafiantes se utilizan para jugar, divertirse o interaccionar. En situaciones libres, desestructuradas (recreos no adaptados, momentos libres entre actividades, etc.), pueden realizar provocaciones o llamadas de atención como forma de entretenerse y relacionarse. Como los chicos con TEA tienen estrategias limitadas de interacción, en ocasiones aprenden que, a través de

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conductas desajustadas, sí consiguen relacionarse y «atraer» a las personas. Como veremos más adelante, siendo y, en general, atender a estos comportamientos es contraproducente, siendo más importantes las medidas proactivas que se implementen. Estas medidas proactivas se basarán en dos aspectos fundamentales: — Enseñanza de juegos y actividades para que puedan compartir con sus compañeros en esas situaciones. Los recreos son un entorno ideal para fomentar la interacción y el juego entre los niños, pero si es demasiado abierto y sin estructura es posible que les cueste aprovecharlo. En cambio, cuando son capaces de dominar algún juego o actividad las conductas desafiantes se irán reduciendo paulatinamente en ese tipo de entornos (Attwood, 2000). También será adecuado estructurar los tiempos muertos, llenándolos de tareas y responsabilidades para mantenerles ocupados en esas situaciones con rutinas funcionales. María tenía muchos problemas en la actividad de disfraces, ya que era una actividad muy abierta y ella tenía limitaciones de imaginación e interacción. Para facilitarle la actividad se organizará para que tenga más estructura. Se la enseñará un pequeño guión de un cuento conocido o a representar la coreografía de una canción. Con apoyo visual, se le indicarán las partes del disfraz que tiene que ponerse y, posteriormente, se ensayará con ella un pequeño guión con 4 o 5 escenas representativas, representadas gráficamente, para ayudarla a aprender la rutina. De esta forma le resultará más sencillo compartir esta actividad con sus compañeros.

— Refuerzo de los buenos comportamientos de forma generalizada para asentar los buenos hábitos. En ocasiones, al relacionarse con niños con conductas desafiantes, las fami-

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lias y los profesionales tienden a dirigirse a ellos con mucha frecuencia cuando están «portándose mal», pero pasan por alto (y se les presta menos atención) cuando están entretenidos con una actividad funcional, cuando se comunican de forma adecuada o cuando realizan algún hábito que están aprendiendo. Para reducir las provocaciones o llamadas de atención a medio plazo, es imprescindible inclinar la balanza en la otra dirección: otorgar mucha atención y reforzar sistemáticamente los buenos comportamientos. Se debe transmitir al niño (con los hechos, más que con las palabras) que va a recibir mucha más atención cuando su comportamiento sea el adecuado. Dirigirse a él valorando su comportamiento y utilizar premios para reforzar la realización de actividades y tareas debe ser una constante en el día a día de las personas que se relacionan con niños con TEA. Uso funcional de los objetos. Cuando los niños con TEA pasan mucho tiempo realizando actividades repetitivas (girar o alinear objetos, manejar el ordenador o la tele de forma estereotipada, etc.), el foco no se debe poner tanto en eliminar estos comportamientos, como en enseñarles nuevas formas de entretenerse y en utilizar los objetos de forma adecuada. Reducir comportamientos repetitivos implica crear nuevos hábitos. La utilización estereotipada que realiza Álvaro con los coches se sustituirá por un uso funcional de los mismos. Si se logra que aprenda a utilizar los coches en el garaje y la gasolinera, creando guiones sencillos que se irán complejizando, dejará de alinearlos y apilarlos.

Negociación y tolerancia a la frustración. Las estrategias centradas en enseñar herramientas comunicativas para lograr comunicar sus deseos deben ir unidas de medidas para que sean capaces

de aceptar normas y de tolerar la frustración en general. Cuando un niño está aprendiendo a utilizar de forma espontánea una herramienta de comunicación, es deseable que ésta sea reforzada sistemáticamente (para hacer muy efectiva esta herramienta, al mismo tiempo que se insiste en la nula utilidad de las conductas desafiantes). Cuando ha sido capaz de generalizar su petición a la mayoría de sus entornos y de personas con las que se relaciona, también debe ir aprendiendo a cumplir normas y aceptar límites. En el plan de acción de Laura, una vez haya interiorizado y generalizado su petición de dibujos animados, se deberá ayudarla a flexibilizar su conducta y a aceptar la frustración de que su hermana elija algún capítulo que a ella no la guste. Para ello, el apoyo visual y la adaptación de la situación para acercarnos paulatinamente al objetivo serán la clave para crear este nuevo hábito. El objetivo final puede ser que, de los cuatro capítulos que ven, cada una elija dos, pero nos acercaremos de manera paulatina a nuestro objetivo. Con un panel se le informará que ella elegirá tres capítulos (diferentes, ya que le damos un tarjeta con cada capítulo y debe colocar tres en el panel), mientras que su hermana elegirá uno (que colocaremos en 2.º o 3.er lugar —las primeras veces serán capítulos de corta duración—). Con un reloj adaptado se le informará del tiempo que dura el capítulo de su hermana. Poco a poco se elegirán capítulos de mayor duración y, posteriormente, su hermana podrá elegir dos. Si la rutina no estuviera muy asentada, y por tanto la frustración a tolerar fuera menor, se podría empezar directamente por la elección de dos capítulos cada una (aunque los de su hermana fueran de menor duración).

4. ENFOQUE REACTIVO: AFRONTAR LAS CONDUCTAS DESAFIANTES Como se ha indicado a lo largo del capítulo, las estrategias prioritarias que nos aseguran efec© Ediciones Pirámide

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tos positivos a medio y largo plazo son las proactivas. Sin embargo, también es importante saber responder de forma adecuada a los comportamientos desajustados. Mientras que las respuestas ante los buenos hábitos y comportamientos deben ser muy expresivas y exageradas, para responder a las conductas desafiantes es preferible mantener expresiones más neutras y guardar la calma en todo momento. Uno de los objetivos principales en estas situaciones será hacer ineficaces los comportamientos desajustados, es decir, no reforzarlos (que con un mordisco nunca consiga el donuts o que a través de una rabieta no consiga evitar la tarea que estaba realizando). Hay que transmitir a los niños que esas estrategias ya no les son útiles, aunque las haya utilizado de forma muy eficaz tiempo atrás. Cuanto más tiempo lleven asentadas las conductas desafiantes, más lento será el proceso de desaprendizaje (tienen que desaprender la eficacia de esa estrategia). A continuación se detallan las estrategias reactivas, de respuesta, teniendo en cuenta la función o propósito de las conductas desafiantes (no se incluyen en este capítulo el manejo y control de crisis graves): Conseguir objetos/actividades. Se debe transmitir a los niños que a través de las conductas desafiantes no pueden conseguir acceder a sus deseos. Los límites deben ser claros y constantes, pero para ello no es necesario gritar, enfadarse ni, por supuesto, utilizar la violencia física. Es importante transmitirles que las normas no pueden variar en función de su comportamiento; es decir, que si el niño pide un cuento en clase, que ahora no es momento de obtener, la negativa se mantendrá si llora, si grita, si patalea o si se pone agresivo (situación de escalada). Si se le enseña que llorando no lo consigue, pero cuando comienza a morderse obtiene el cuento, se están reforzando las conductas más agresivas y está aprendiendo que las normas pueden variar en función de la intensidad de su comportamiento,

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lo que retrasará enormemente su capacidad para aceptar los límites. En estas situaciones se debe intentar evitar el enfrentamiento, por lo que desviar la atención, recordarle cuándo puede acceder a lo que busca o utilizar las habilidades de negociación serán estrategias útiles para evitarlo (Escribano, 2002). No olvidemos que, para prevenir estos comportamientos, la información por adelantado a través de apoyos visuales (cuándo va a tener acceso al cuento y cuándo no) será una estrategia muy útil para que tolere mejor los límites. Si por la tarde, Laura, después de signar, se enfada porque no puede ver su capítulo favorito,  en lugar de regañarla se le puede recordar con el horario cuándo le toca a ella ver su capítulo, se le indica el tiempo que queda de espera, se le puede hacer más interesante el capítulo que ha elegido su hermana, mostrándole muñecos de los mismos dibujos, cantando o haciendo gestos. Es decir, desviando su atención del enfado y haciendo que le resulte interesante la actividad que no le gusta mucho, hasta que le toque su turno.

Evitar actividades/tareas. La adaptación de las tareas será la mejor forma de prevenir la aparición de conductas desajustadas con la función de evitación. Pero si, tras adaptar correctamente la situación, aparecen rabietas o agresividad para no realizar la tarea que se le presenta o realizar una actividad concreta, tendremos que responder de tal manera que al final logremos que la tarea se realice (para no reforzar sus malos hábitos). Para ello, se puede reducir el nivel de exigencia, al mismo tiempo que se aumenta la cantidad de ayuda que se ofrece, recordándole las actividades motivantes que tiene después, etc. No es bueno que se le enseñe que, a través de comportamientos desajustados, consigue evitar tareas o actividades que no le gusten (Whitaker, 2001). En muchas ocasiones sus conductas de evitación van a estar asociadas a estímulos que no son

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capaces de tolerar y que les provoca una ansiedad intensa (ruidos, texturas, sabores, etc.). Estas reacciones suelen estar relacionadas con una alteración sensorial, y las estrategias basadas en acercamientos progresivos a estos estímulos ayudarán al niño a irlos tolerando poco a poco (Boyd, 2011; Lehmkuhl, 2008). Conseguir interacción/jugar o entretenerse. Si en lugar de practicar los juegos y habilidades que se le han enseñado para situaciones libres y de juego, utiliza estrategias inadecuadas de interacción, se puede reconducir físicamente hacia los hábitos que debía realizar. Regañar o castigar, aunque en algunos casos reduce los comportamientos desajustados, son estrategias que no enseñan las habilidades que necesitan, por lo que se priorizarán el moldeado, el recuerdo de las consignas y el buen comportamiento, y estrategias más basadas en asentar las nuevas rutinas que queremos enseñar. El éxito a medio y largo plazo se logrará priorizando la creación de buenos hábitos (a través de los refuerzos) antes que centrarse en la reducción de los comportamientos desajustados (a través de los castigos). Cuando María ya es capaz de compartir las actividades de disfraces, un día, que venía enfadada del recreo, vuelve a molestar a sus compañeros como meses atrás. Para responder a esos comportamientos se puede ayudar a María a relajarse y a olvidarse de su enfado, para posteriormente guiarla hacia la actividad, ofreciéndola más ayuda y reduciendo el tiempo de la misma.

Llamadas de atención/provocaciones. Cuando un niño realice algún comportamiento desajustado, buscando la reacción de las personas de alrededor, es importante controlar las respuestas que se le ofrecen. Siempre que se le regañe o se muestre enfado hacia él, se le estará enseñando que esos comportamientos le son útiles para conseguir la atención y la relación con las personas de alrede-

dor. Si los comportamientos desajustados son leves podemos ignorarlos, pero si su intensidad aumenta será mejor redirigirle hacia actividades motivantes, desviando su atención hacia la nueva actividad, sin hacer referencia a su comportamiento. Comportamientos repetitivos. Con los comportamientos repetitivos; en cambio, no es tan relevante la atención que se le presta al comportamiento. Regañarle o enfadarse no aumentará su comportamiento, aunque de nuevo ofrecerle alternativas funcionales será la estrategia ideal para responder a este tipo de comportamientos e implementar cambios a medio y largo plazo.

Si Álvaro, después de haberle enseñado a jugar a los coches de forma adecuada, un día comienza a alinearlos, la familia se introducirá de nuevo en su juego para reconducirle hacia los guiones que había aprendido. Quizá también sea el momento de ampliar los guiones que le hemos enseñado e ir introduciendo nuevas variaciones.

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Herramientas tecnológicas en la intervención psicoeducativa en niños con trastornos del espectro autista

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FRANCISCO ALCANTUD MARÍN YURENA ALONSO ESTEBAN

1.

INTRODUCCIÓN

Hace ya algunos años (Alcantud, 2000), conviniendo con otros autores como Subrahmanyam, Greenfield, Kraut y Gross (2001), y LoPresti, Mihailidis y Kirsch (2004), escribíamos una reflexión sobre la incidencia de las nuevas tecnologías en el ámbito escolar y el por qué su aplicación no había revolucionado la escuela (razones económicas, falta de formación de profesionales, deficiencias de diseño de software educativo, cambios tecnológicos rápidos, etc.). Ahora, después de doce años, nos encontramos en una tesitura semejante. En la última década hemos sido testigos de un desarrollo tecnológico sin precedentes y, posiblemente, los próximos diez años veremos aún más. Sin embargo, aunque tenemos numerosos ejemplos de aplicaciones educativas en general, y en particular en la intervención psicoeducativa en niños con trastornos del espectro autista, la tecnología no acaba de perfilarse como una herramienta indispensable y significativa en nuestro trabajo. Los nuevos conocimientos y modelos teóricos explicativos del comportamiento autista han llevado a realizar desarrollos informáticos aplicados que han permitido en unos casos aceptar, y en otros rechazar, esas hipótesis de trabajo. Se ha desarrollado una colaboración que nos ha permitido avanzar en el conocimiento del trastorno. En muchas ocasiones, la falta de resultados se atri-

buye a la rápida obsolescencia de la tecnología utilizada, esperando que con las nuevas versiones se puedan mejorar los resultados. Así y todo, el desarrollo tecnológico producido en los últimos años ha sido extraordinario, permitiendo aplicaciones que hasta hace muy poco tiempo eran impensables. En el futuro inmediato parece alumbrarse desarrollos aún más revolucionarios. El desarrollo de sistemas de reconocimiento facial (reconocimiento de emociones) y el desarrollo de «avatares», con las implicaciones terapéuticas y educativas que pueden tener, abren nuevas y fascinantes líneas de investigación. Desafortunadamente, muchos de estos desarrollos, que se financian por programas de investigación específicos para tecnologías de ayuda a las personas con discapacidad, acaban siendo sólo prototipos experimentales, no llegando a comercializarse por problemas de producción, mientras que los conocimientos desarrollados son aplicados en otras áreas del mercado más rentables en términos económicos. Desde que aparecieron los primeros ordenadores personales se observó que su uso podría tener consecuencias educativas importantes, sobre todo cuando aparecieron los primeros sistemas operativos gráficos (Panyan y Marion, 1984). Alcantud (2003) realiza una revisión sobre el uso de las tecnologías de ayuda en la intervención en trastornos del espectro autista, agrupando los estudios y proyectos en: sistemas de acceso, software de aprendizaje mediado, software y herra-

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mientas de ayuda para los profesionales, y herramientas de orientación y ayuda para familiares. Michel (2004) realiza un análisis sistemático del uso de las nuevas tecnologías en el estudio, diagnóstico y tratamiento del autismo, y divide la revisión en: vídeo digital, métodos biológicos y genéticos, neuroimagen y tecnologías de ayuda. Este último apartado, a su vez, lo divide en bajo, medio y alto nivel tecnológico. Entre los de alto nivel tecnológico incluye todo el desarrollo de software (educativo, SCAA, reconocimiento de emociones, seguimiento del ojo, hasta el desarrollo de avatares y robots físicos). Cafiero (2008), en una revisión de la tecnología comercialmente accesible, clasifica las soluciones y los apoyos en tres grandes apartados, correspondiendo a las tres grandes dimensiones de déficits de los trastornos del espectro autista. Myles (2009) identificó diez trabajos donde la intervención se centraba en el uso de aparatos de tecnología de ayuda para niños y adolescentes entre 10-17 años con TEA. En total se recogen resultados de 85 niños y adolescentes, indicando que el uso de los dispositivos tecnológicos fue positivo en todos los estudios. Los estudios incluyeron el uso de una gran variedad de dispositivos, tanto de hardware como de software: PDAs, software de reconocimiento de emociones, robots, buscapersonas, ayudas por voz, sistemas de comunicación asistida, pantallas táctiles y herramientas lingüísticas. Estos dispositivos se utilizaron para enseñar una variedad de habilidades: comunicación, reconocimiento de las emociones, atención conjunta, interacción social, autoayuda, realización de tareas, resolución de problemas de motivación y comportamiento apropiado. Aunque existen problemas metodológicos a la hora de poder resumir y comparar los resultados, la impresión general siempre es positiva. A nivel de sectores, destacamos la revisión de Pennington (2010) sobre el uso del ordenador en la educación de alumnos con TEA, observándose mejoras sobre los métodos convencionales. La aplicación general más utilizada fue la enseñanza

o refuerzo de la lectoescritura. Granz y cols. (2012) realizan un estudio sobre el uso de SCAA donde revisan más de cuarenta estudios de caso único en los que se utilizan diferentes métodos de comunicación aumentativa y/o alternativa. En sus conclusiones afirman que los sistemas de intercambio de imágenes y dispositivos con voz sintética son los que reflejan mejores resultados. Aunque los resultados apuntados indican la bondad de las soluciones tecnológicas, la realidad en la práctica diaria es bien distinta. Así, Cole y Smith (2011) hacen una revisión sistemática de la literatura científica sobre los apoyos tecnológicos ofrecidos a los estudiantes con trastornos del espectro autista en los centros educativos. Plantean una encuesta a más de quinientos centros de Estados Unidos. Cabría esperar que en los centros educativos facilitaran información y recursos sobre los apoyos tecnológicos que estos estudiantes pueden recibir, aunque, sorprendentemente, en la encuesta comentada los servicios ofrecidos más frecuentes son los tildados como «convencionales». En cuanto a la tecnología, todos los centros ofrecen ordenadores en sus bibliotecas, aunque algo menos del 50 por 100 de ellos carecen de conexión a la red. Nosotros mismos (Alcantud y cols., 2012) hemos realizado una revisión de las publicaciones en los últimos diez años. De este estudio, por lo reciente, destacamos la gran diversidad de tipos y herramientas tecnológicas utilizadas (desde Ipod, robots, realidad virtual, etc.), y a su vez la gran diversidad de aplicaciones (educativa, apoyo a la vida diaria, diagnóstico, comunicación, etc.), tal y como puede verse en la figura 12.1. Si a esta gran diversidad de usos y tecnologías le añadimos que existen escasos estudios centrados en el análisis de los resultados obtenidos desde un punto de vista de la intervención psicoeducativa, se justifica la escasa fuerza de la evidencia de sus resultados. Téngase en cuenta que, en muchos casos, incluso más que evaluación de los resultados de la intervención psicoeducativa podríamos considerar estudios de prueba de usuario. Añadiríamos © Ediciones Pirámide

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que el coste de esta tecnología es muy elevado y está, generalmente, fuera del alcance de la mayoría de los centros de intervención. En muchas ocasiones, se trata de prototipos de investigación más interesados en demostrar la bondad de la tecno-

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logía en sí misma, que en la bondad de la intervención psicoeducativa con esa tecnología. En muchas ocasiones, la intervención psicoeducativa con esta tecnología se convierte en una justificación social a la inversión.

Otros (móvil, Ipod, videogames, etc.) Libros interactivos Audio coaching Eye-tracking Internet Actividades vida diaria Robots Software PC Tecnología vídeo Entornos virtuales 0

1

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9

10

Figura 12.1.—Distribución del número de trabajos en los que se utiliza la tecnología en la intervención psicoeducativa, según el estudio de Alcantud y colaboradores (2012).

En este capítulo haremos una revisión de los posibles desarrollos tecnológicos, no exhaustiva, sino dirigida hacia los posibles resultados positivos y contrastados. Presentamos esta revisión dividida en dos apartados. Al primero le hemos llamado ayudas a la intervención psicoeducativa,  e incluye todos los desarrollos dirigidos a apoyar a los profesionales o a las familias (detección, evaluación, planificación de la intervención, etc.); incluiremos también los desarrollos realizados para el apoyo de alguna técnica en

particular, como por ejemplo el modelado. La segunda parte estará organizada por áreas de intervención.

2. AYUDAS A LA INTERVENCIÓN PSICO-EDUCATIVA Como se expuso en el capítulo 10 de este texto, existen diferentes modelos y programas de intervención. Mencionaremos algunos resultados

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de programas en los que se ha utilizado de alguna forma tecnología para ayudar a la intervención. Dadas las características de este texto, sólo haremos una presentación general, remitiendo al lector a las fuentes consultadas.

2.1.

Detección, evaluación y diagnóstico

El proceso de evaluación y diagnóstico es complejo, tal como quedó expuesto en los capítulos correspondientes de este libro. En este apartado intentaremos recopilar algunas ayudas técnicas utilizadas para la evaluación y el diagnóstico de los niños con TEA. Son muchos los avances tecnológicos aplicados al diagnóstico médico, como por ejemplo el desarrollo de las neuroimágenes computerizadas; éstas

han permitido conocer al detalle aspectos funcionales del cerebro. Otra área de desarrollo en el diagnóstico médico ha sido los estudios genéticos. Por motivos de concreción y especialidad, haremos mención sólo a las herramientas utilizadas en la evaluación psicoeducativa. En los procesos de cribado y detección, dada la carga asistencial de los profesionales en los Centros de Atención Primaria, se ha apostado por instrumentos de cribado de fácil respuesta y encuestas que contestan los propios familiares, tal como se expuso en el capítulo 3 de este libro. La tecnología, en este caso, ha ayudado positivamente, al permitir que estos instrumentos estén accesibles a todo el mundo por medio de la red. Un ejemplo de esta tecnología es el sistema de detección precoz de trastornos del desarrollo (Alcantud, Alonso y Rico, 2012).

Figura 12.2.—Vista general del sistema de detección precoz de trastornos del desarrollo.

El SDPTD está compuesto por dos grandes  grupos de cuestionarios: los cuestionarios específicos, que incluyen los conocidos CSBS,

M-CHAT y CAST, y los cuestionarios generales o de evaluación precoz del desarrollo psicomotor. Entre los primeros, tal como se puede observar © Ediciones Pirámide

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en la figura  12.3, se han utilizado las versiones españolas debidamente validadas, aportándose

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las referencias bibliográficas y documentales correspondientes.

Figura 12.3.—Cuestionario M-CHAT utilizado en el SDPTD. Obsérvese que se trata de la versión española utilizada en el estudio de validación. Se ha introducido el algoritmo de corrección para que ofrezca un resultado automático.

Como ayuda, además de la accesibilidad que supone distribuirse por la red, se ha incorporado el algoritmo de corrección, de forma que se obtiene un informe automático que el pediatra deberá corroborar. En la figura 12.4 se muestra un informe parcial de resultados de la aplicación de este cuestionario. En el informe se incluyen todas las respuestas dadas por el padre/madre o cuidador principal y la recomendación obtenida al aplicar el algoritmo de corrección automático. Los cuestionarios de detección de retraso en el desarrollo psicomotor siguen la misma tónica, aunque se benefician de las tecnologías al incorporar vídeos demostrativos de las conductas mo-

toras sobre las que se pregunta a los padres/madres (figura 12.5). De la misma forma se ha beneficiado todo el proceso de evaluación y diagnóstico psicoeducativo, empleando tanto el vídeo para la formación de profesionales como para el contraste de resultados. Otra línea de desarrollo es el uso de la pantalla como presentador de los estímulos a la hora de realizar la evaluación. Los estudios de Shane y Ducoff (2008) y Mineo, Ziegler y Gill (2009) avalan el uso de los ESM (electronic screen media) como presentadores de estímulos a personas con autismo frente a otros sistemas, en un caso

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Figura 12.4.—Informe parcial de resultados del M-CHAT con recomendación.

con una encuesta a los padres o cuidadores y en el otro mediante un estudio empírico sobre una muestra de 42 estudiantes con autismo, donde se evidencia la preferencia en el uso de la pantalla del ordenador como presentador de estímulos frente a la pantalla de la televisión u otro sistema. Siguiendo estas directrices, y sobre las bases del desarrollo de aprendizaje implícito en la actividad (Reber, 1993), se está desarrollando una interesante línea de trabajo sobre la evaluación encubierta o invisible (Tenorio y Ceric, 2012; Rosas, Arango y Aparicio, 2012; Arroyo y Cruzat, 2012). Se trata de realizar la evaluación de las competencias cognitivas por medio de la realización o la ejecución de los videojuegos, en unos casos

construidos ad hoc, y en otros videojuegos comerciales.

2.2. El vídeo En muchas ocasiones utilizamos ayudas tecnológicas, como la grabación en vídeo de las conductas del niño, bien sea en la sesión de evaluación o bien en un entorno más natural. Como ya se ha expuesto en capítulos anteriores, el uso de vídeos domésticos con grabaciones incidentales de los niños con sospecha de autismo se ha manifestado especialmente útil. De hecho, en la mayoría de los centros de diagnóstico se ha incor-

Figura 12.5.—SDPTD, detección de retraso psicomotor. © Ediciones Pirámide

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porado como norma la solicitud a los padres/ madres de grabaciones en vídeo de eventos sociales familiares, con la finalidad de confirmar algunos signos o síntomas en el niño (Dawson, Hill, Galpert, Spencer y Watson, 1990; Osterling y Dawson, 1994; Dawson y Osterling, 1997; Maestro, Casella, Milone, Muratori y PalacioEspasa, 1999). El uso de grabaciones de vídeo y audio para modelar conductas ha resultado positivo en todas las situaciones en las que se ha utilizado, tanto con sujetos promedio como con sujetos con algún tipo de discapacidad; en particular, para desarrollar conductas prosociales y generar  nuevas conductas en niños con autismo (Lantz, 2005).

2.2.1.

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Sistemas de codificación de vídeos

La acumulación de evidencias en vídeos, sean de familiares o provengan de grabaciones realizadas en sesiones de intervención y diagnóstico, ha hecho que se desarrollen herramientas complementarias para poder administrar los propios vídeos, codificar la información que contienen y realizar evaluaciones con jueces. De las herramientas comerciales destacamos el sistema «The Observer XT» de la empresa Noldus. Es un sistema que permite el diseño de protocolos o cuestionarios de observación de conducta, de forma que los observadores pueden contestar directamente sobre él cuando visionan el vídeo.

Figura 12.6.—Sistema de evaluación de vídeos «The Observer XT» (http://www.noldus.com/human-behavior-research).

Este sistema, como otros muchos, es un software de apoyo para la investigación cualitativa o mixta (Computer Assisted Qualitative Data Analysis Software Packages). En general, en los procesos de interacción con el niño (sea con objetivo educativo o evaluativo) solemos recoger infinidad de información. Esta información suele

estar recogida en notas del terapeuta y grabaciones de audio o vídeo. Lo aconsejable es mantener la grabación de forma sistemática durante toda la sesión, para posteriormente seleccionar los segmentos de la misma, codificar la información y adjuntar las notas que se estimen oportunas. Muchos de los programas QDA (Qualitative Data

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Analysis) facilitan esta labor. Algunos de los más eficientes son Nvivo, XSight, MAXqda, Atlas.ti, QDA Miner, HyperResearch, Qualrus, AQUAD, TAMS Analyzer, etc. (para un análisis comparado de estos sistemas dirigimos al lector al trabajo de Blasco y Mengual, 2010). El sistema «The Observer XT», como casi todo el resto de software de QDA, tiene una limitación de uso, debido a que se trabaja de forma

local. Por este motivo, nosotros mismos (Alcantud y cols., 2012) hemos desarrollado una herramienta que, realizando las mismas funciones y aprovechando la tecnología web, puede ser utilizada por diferentes jueces en diferentes partes del mundo por medio del uso de la red. Esta característica nos permite poder contar con jueces expertos sin que los costes de viajes y estancia encarezcan o impidan su participación.

Figura 12.7.—METBA, Monitoring and Evaluation Tools for Behavioral Analysis (http://metba.uv.es).

Otras posibles aplicaciones de estos sistemas son precisamente la formación de profesionales, a los que se les puede hacer observar las grabaciones y sobre ellas, solicitarles que observen determinadas conductas, dándoles retroalimentación si no llegan a observar determinados detalles. También pueden utilizarse para mejorar la calidad de la intervención, visionando los vídeos de la intervención y determinando los puntos fuertes o puntos débiles, las estrategias utilizadas y los resultados obtenidos, de forma que se puedan plantear nuevas estrategias.

2.3. Instrucción asistida por ordenador El uso de los ordenadores en los procesos de enseñanza/aprendizaje ya tiene una larga historia, tanta como la de los propios ordenadores (Alcantud, 1999). En el desarrollo de ese camino se han aplicado modelos conductuales más cerrados, evolucionando hacia modelos más abiertos basados en las posibilidades tecnológicas actuales. Uno de los planteamientos teóricos más innovadores es el realizado por Mayer (2001) en su Teoría cognitiva de aprendizaje multimedia, en la cual expone siete principios a tener en cuenta en el diseño de programas de instrucción que utilizan © Ediciones Pirámide

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las tecnologías multimedia, como entorno mediador del aprendizaje. Estos principios son: 1) multimedia, 2) contigüidad espacial, 3) contigüidad

Información pictórica

PRESENTACIÓN MEMORIA MULTIMEDIA SENSORIAL Palabras

Auditiva

MEMORIA A LARGO PLAZO

Modelo verbal

Sonidos

Conocimientos previos Imágenes

Visual

Imágenes

PRESENTACIÓN MEMORIA MULTIMEDIA SENSORIAL Información verbal

temporal, 4) coherencia, 5) modalidad de presentación, 6) redundancia, y 7) diferencias individuales.

MEMORIA DE TRABAJO O MCP

Selección

Palabras

Auditiva

Modelo pictórico

Organización

Integración

MEMORIA DE TRABAJO O MCP

MEMORIA A LARGO PLAZO

Modelo verbal

Sonidos

Conocimientos previos Imágenes

Visual

Imágenes

Selección PRESENTACIÓN MEMORIA MULTIMEDIA SENSORIAL Información textual

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Palabras

Auditiva

Modelo pictórico

Organización

Integración

MEMORIA DE TRABAJO O MCP

MEMORIA A LARGO PLAZO

Modelo verbal

Sonidos

Conocimientos previos Imágenes

Visual

Imágenes

Selección

Modelo pictórico

Organización

Integración

Figura 12.8.—Procesamiento de la información en la Teoría cognitiva de aprendizaje multimedia. Esquema tomado de Richard E. Mayer (2001).

Siguiendo sus planteamientos, el proceso de aprendizaje mediado por recursos multimedia im-

plica la presentación de unos contenidos que son percibidos sensorialmente por vía auditiva y vi-

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sual, siendo procesados en la MCP tras su selección como sonidos e imágenes, y organizados en esquemas o modelos verbales o pictóricos dependiendo de la vía de presentación utilizada, siendo los modelos resultantes los que se integrarán con los conocimientos previos del aprendiz, dando como resultado un aprendizaje determinado. Los resultados de los estudios de Mayer (2001) demuestran que los estudiantes aprenden y generalizan sus aprendizajes mejor cuando los contenidos se presentan en formato multimedia (utilizando conjuntamente las vías visual y auditiva), debiéndose mantener entre ambas correspondencia y coherencia en su contenido, al tiempo que contigüidad espacial y simultaneidad en el tiempo de presentación, para optimizar los resultados del aprendizaje. En la misma línea, la presentación de animaciones acompañadas de narraciones sobre un contenido obtiene mayor generalización del aprendizaje que los contenidos presentados en animaciones acompañadas de texto en pantalla, de animaciones, de narraciones y de textos en pantalla presentados de forma independiente. Los efectos de este diseño utilizando presentaciones multimedia son más fuertes en aprendices de bajo rendimiento que en aprendices de alto rendimiento, y en aprendices con altas capacidades espaciales que en aquellos con menor capacidad espacial, por lo que consideramos que el seguimiento del mismo con niños con TEA puede facilitar su aprendizaje. Carnahan, Basham y Musti-Rao (2009) analizan el uso de libros interactivos, con audio o sin él. Midieron como indicadores de la participación activa el tiempo de permanencia en la tarea y la interacción adecuada con los materiales de aprendizaje en alumnos con TEA. De los resultados se desprende que la presencia de audio aumentó la participación activa de cada estudiante. La coherencia entre la banda sonora o de audio, sincronizada con la estimulación visual, puede ayudar a la coordinación del proceso de la información (Quill, 1997). Burgos, Garrido, Martos y cols. (2012) realizan una aplicación del sistema «SÍGUEME», di-

señada para la estimulación perceptivo-sensorial y cognitivo-visual en niños con bajo nivel atencional. La aplicación se realizo con 25 niños con TEA de bajo nivel. El soporte sobre el que se presentaron los estímulos fue una tableta iPad, comparándose con resultados de atención sostenida en el visionado de películas de vídeo. Los resultados, aunque con limitaciones metodológicas manifestadas por los propios autores, apuntan hacia el incremento en el tiempo de atención en la tarea. El uso de sistemas de instrucción asistida por ordenador (CAI) para alumnos con TEA, cuando se dirige a contenidos curriculares, está bastante extendido. Pennington (2010) realiza una revisión sistemática de las publicaciones de la década 19972008, encontrando catorce estudios que cumplieron su criterio de búsqueda. El software y el hardware utilizados son muy variados, utilizando desde respuestas con el mouse hasta pantallas táctiles, y desde programas comerciales como el PowerPoint de Microsoft hasta programas muy específicos de lectoescritura (lightWriter-SL35). En general, el problema encontrado, como en otros estudios de revisión, es la falta de generalización de los resultados. Así, aunque en todos los estudios encontraron resultados positivos con el uso de CAI, al tratarse generalmente de estudios de caso único o no tener referencias de grupo de control, no se puede inferir cuál es la influencia real de las CAI en el proceso de aprendizaje.

3. MODELADO 3.1.

Modelado por medio de vídeo

Tradicionalmente el modelado se ha realizado sobre una conducta que se observa en vivo; sin embargo, desde hace ya algún tiempo se utilizan también grabaciones en vídeo en sustitución de la conducta en vivo. Incluso, aprovechando la posibilidad de grabar al propio aprendiz, se ha utilizado la grabación en vídeo para reforzar la conducta deseada o extinguir otra (refuerzo sistemático © Ediciones Pirámide

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en aproximaciones sucesivas a la conducta objetivo). Charlop-Christy y Freeman (2000) hacen un estudio sobre la eficacia del modelado en personas con TEA, comparando el modelado «in vivo» y por medio de vídeo. Sobre cinco sujetos, obtuvieron mejores resultados utilizando la conducta objeto grabada en vídeo. Además, sus resultados apuntan hacia la obtención de un aprendizaje más rápido y con mayor grado de generalización a otras situaciones. El desarrollo tecnológico ha hecho que emergieran herramientas y aparatos de gran portabilidad, como las PDA (Personal Digital Assistant) o los teléfonos inteligentes (smartphone). Estos sistemas portables con funciones multimedia, que permiten reproducir vídeos en multitud de situaciones, han abierto nuevos usos y aplicaciones de los mismos. Kagohara (2010) realiza un estudio utilizando iPod como medio reproductor, demostrando cómo los niños con TEA podían seleccionar con autonomía los vídeos de entretenimiento preferidos. Esta posibilidad se ha utilizado para reforzar la autoestima. Mechling y Ayres (2012) realizan un estudio comparativo de modelado en vídeo usando terminales convencionales y las pequeñas pantallas de los PDAs. Los resultados apuntan que, independientemente de la terminal utilizada, el modelado por medio de grabaciones en vídeo fue efectivo. Así y todo, parece que el uso de la pantalla convencional produjo más efectos que la PDA. No obstante, las ventajas de la portabilidad de las PDAs se hacen evidentes. Shane y Ducoff (2008) realizan una encuesta a padres y cuidadores sobre el tiempo dedicado a ver la televisión o estar delante del ordenador. Prevalecía el visionado de televisión sobre el tiempo delante del ordenador, siendo los dibujos animados el tipo de contenido preferido. Lo importante de esta encuesta es que durante la exposición al ESM (Electronic Screen Media), se incrementaba la imitación motora y verbal. Las implicaciones terapéuticas son obvias y nos inducen a incorporar estratégicamente la exposición al ESM

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como modo de presentación de modelos a imitar. Esta preferencia de las personas con TEA a los estímulos presentados por ESM, frente a los estímulos «in vivo», ha hecho que se desarrollen multitud de experiencias, en unos casos con adultos realizando la conducta objeto como modelo (MacDonald, Clark, Garrigan y Vangala, 2005), y en otros casos con sujetos de igual edad y género (Simpson, Langone y Ayres, 2004); incluso se han utilizado personajes de dibujos animados de Disney como modelos para una intervención en casos de déficit semántico-pragmático (Ogletree, Fischer y Sprouse, 1995). En resumen, el uso de modelado por vídeo parece especialmente indicado para niños con TEA. En primer lugar, debido a que de forma espontánea y rutinaria tienden a imitar las acciones que ven representadas en la televisión, vídeo o en los juegos de ordenador. En segundo lugar, debido a la facilidad que actualmente tenemos para la toma de modelos. Hoy en día los móviles inteligentes incorporan cámaras de vídeo, que posibilitan la captación de imágenes en entornos naturales adecuados, así como programas de edición simples y de sencillo uso, como iMovie o Windows Movie Maker, que nos permiten con cierta facilidad editar y preparar los vídeos. En tercer lugar, los costes económicos de las intervenciones con modelado en vídeo es más bajo que el de las que dependen del modelado en vivo. Por último, el estudio de Bellini y Akullian (2007) demuestra que el modelado en vídeo es efectivo para la instauración de nuevos comportamientos y facilita la generalización de los mismos más allá del contexto de instrucción.

3.2. Modelado mediante realidad virtual La realidad virtual (RV) es una modalidad de exposición al estímulo donde el individuo se convierte en un participante más de la acción representada en la pantalla. Bajo esta terminología de realidad virtual se aglutinan tres formas de interacción diferente.

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En la primera, el usuario se sienta delante de una pantalla de ordenador que muestra un entorno gráfico. El usuario, mediante la manipulación de los elementos convencionales (mouse, teclado, pantalla o algún joystick), controla a un actor con el que se identifica (avatar). Existen ya estudios con aplicaciones de este tipo, como la de Parsons y cols. (2005), aunque, tal como ellos mismos indican, este tipo de aplicación sólo permite la extensión de las habilidades de la persona si el usuario se identifica con el «avatar». Como es natural, las personas con TEA tienen grandes dificultades en la interpretación de la realidad y tienen la tendencia a realizar una interpretación «literal», con lo que el uso de este instumento está limitado.

contrarse dentro del mundo virtual. Estos sistemas dan la sensación de estar rodeados de otra realidad; de ahí la denominación de «inmersión». Como resulta obvio, muchas personas con TEA se niegan a utilizar cascos que ocluyen su visión o que les proporcionan un peso adicional en la cabeza o una adversidad sensorial. En este sentido, se han desarrollado también sistemas de proyección en pantallas cóncavas, de forma que la sensación generada es la de estar rodeado por el entorno sin necesidad de ponerse los cascos.

Figura 12.10.—Cascos y guantes de realidad virtual. Aunque en la actualidad la tecnología ha evolucionado bastante y existen en el mercado cascos mucho menos aparatosos, continúan siendo una dificultad a la hora de trabajar con niños o personas con TEA.

Figura 12.9.—Entorno de realidad virtual recreando un supermercado, desarrollado en el proyecto Inmer.

Otro tipo de RV es el de inmersión, consistente en realizar la interacción utilizando otros dispositivos especiales para incrementar la percepción de la realidad simulada. Se suele utilizar un casco donde el usuario percibe directamente toda la información (visual y auditiva), e incluso si es necesario se pueden utilizar guantes para transmitir las sensaciones de tacto y temperatura, y poder reproducir lo más fielmente posible el en-

Un tercer tipo de RV es lograr la inmersión mediante la superposición de la imagen del propio usuario, captada por medio de una cámara de vídeo, sobre la proyección de la escena en un monitor de vídeo convencional. La mayoría de aplicaciones actuales de este tipo están diseñadas con propósito de entretenimiento, aunque su potencial como vehículos de instrucción es muy alta, dado su poder para atraer y mantener la atención de los interactuantes (Holden, 2005; Parsons, Mitchell y Leonard, 2005; Weiss, Bialiky y Kizony, 2003). La RV, en su formato de inmersión, resulta hoy por hoy, prometedora. Aporta un cierto grado de normalidad, al utilizar plataformas de videojuegos muy conocidas. La literatura científica respecto a la eficiencia instruccional de la RV es escasa; no obstante, el análisis de los instrumen© Ediciones Pirámide

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tos nos permite concluir que su uso puede ser beneficioso, dado que reúne características óptimas como la consistencia en las instrucciones, la repetición de la actividad sin degradación de la fidelidad al mensaje, el uso del propio cuerpo y la propia imagen real, que facilita la comprensión sin uso de lenguaje ni otro tipo de símbolos (Gena, Couloura y Kymissis, 2005).

3.3. Modelado mediante robot Si clasificamos las tecnologías de ayuda como de bajo, medio y alto nivel, es obvio que el uso de robot sería el más claro ejemplo de uso tecnológico de alto nivel. Con esta definición debemos añadir que se trata de momento de una tecnología experimental de alto coste económico y aún sin evaluar sus resultados. Robins et al. (2004) evaluaron la atención conjunta en niños autistas con la ayuda de un robot y una persona presente. Al analizar las

Applied Al Systems

Wany Robotics

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interacciones entre los sujetos se observaron también las dificultades de atención conjunta. Robins et al. (2006) evaluaron la interacción con robots de cuatro niños diagnosticados de autismo. Comprobaron la reacción de los niños frente a varios tipos de robots propuestos (desde un robot plano sin expresiones a otro robot caracterizado como humano). Registraron mirada, proximidad, contacto, imitación, etc., y concluyeron que los participantes responden mejor a robots planos, sin caracterización o expresiones, lo que debe servir de base para el diseño posterior. Billard et al. (2007), dentro del proyecto Aurora (http://www.aurora-project.com/) sobre diseño de diversos tipos de robots para la interacción con niños autistas, valoraron la capacidad de imitación del niño con autismo y la capacidad del robot para enseñarle conductas simples de coordinación. Robins y cols. (2012) plantean que la interacción con un robot se sitúa entre la complejididad de la interacción con un agente de software (avatar) y la interacción con una persona real.

Aude Billard EPFL

Kaspar Adaptive Systems Group University of Hertfordshire

Figura 12.11.—Imágenes de diferentes robots desarrollados en el marco del proyecto Aurora (http://www.aurora-project.com/).

Los robots también pueden generar interacciones dinámicas que reflejen fielmente la naturaleza en tiempo real de la interacción humano-humano. Es de esperar que los robots proporcionarán compañeros de interacción flexible y configurable

que puedan inducir o ayudar a provocar respuestas sociales de los niños con autismo. Los robots nos permitirán realizar experimentos alrededor del núcleo de la interacción social como la mirada, la toma de turnos, la referencia conjunta, la imi-

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tación, etc., que nos permitirán conocer mejor el funcionamiento humano.

4. ÁREAS DE INTERVENCIÓN 4.1.

Habilidades sociales

Las historias sociales o conversaciones en forma de historietas son una herramienta para la mejora de la interacción social desarrollada por Gray (Gray, 1993; 1996) y que rápidamente se ha popularizado por su adaptabilidad y facilidad de uso. Sin embargo, como ocurre con otras técnicas y métodos, a la hora de evidenciar la eficacia de sus resultados nos encontramos con resultados un

tanto contradictorios. Sansosti, Powell-Smith y Kincaid (2004) realizan una revisión sistemática de la literatura llegando a esta conclusión. En general, el uso de historias sociales obtiene buenos resultados, dependiendo de los niveles de los niños. Así, parece que se produce una mayor generalización cuando el nivel intelectual del niño es mayor. Por medio de la comparación en estudios de diseño AB y ABAB se ha observado que es necesaria la programación de sesiones de mantenimiento para producir y mantener la generalización. La mayor parte de los estudios sobre la efectividad de las historias sociales se han realizado sobre niños en edad escolar o mayores. No tenemos datos sobre la eficacia y generalización del uso de esta herramienta en atención temprana.

Figura 12.12.—Ejemplo de historia social, tomado de http://aulagrego.blogspot.com.es/2010/08/historias-sociales.html.

Un paso evidente, gracias al desarrollo tecnológico, fue la trasformación de los «comics» o listados de imágenes con las secuencias en formato vídeo o dibujos animados, en plataformas de alta portabilidad como los iPad, iTouch o tabletas y ordenadores portátiles en general. Retherford y Sterling-Orth (2009) realizan un estudio sobre el

desarrollo de habilidades de comunicación social mediante el uso de historias sociales usando iPad, iTouch o iPhone. Otro avance que ha permitido la tecnología es el uso de «avatares» en lugar de personas grabadas en vídeo. Un avatar simula los rasgos faciales humanos y permite una interacción con el © Ediciones Pirámide

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Figura 12.13.—Aplicación para el desarrollo de historias sociales u otros apoyos como agenda, comunicador, etc. (http:// scaut.ugr.es/picaa/).

niño. Se trata de un personaje de ficción programado para que reaccione ante determinadas conductas o respuestas del niño. Los resultados se muestran de nuevo contradictorios; mientras que los estudios de Parsons y cols. (Parsons y Mitchell, 2002; Parsons, Leonard y Mitchell, 2006) son positivos e informan sobre las mejoras, otros encuentran problemas (Andersson, Josefsson y Pareto, 2006). Es importante resaltar que estos estudios son de caso único, o de grupos muy reducidos, por lo que el nivel de generalización es escaso. En general, parece que el uso de avatares es una herramienta útil para la enseñanza de habilidades sociales (Strickland, McAllister, Coles y Osborne, 2007); incluso se ha diseñado un entorno virtual con avatares que parece facilitar la interacción social (Moore, Cheng, McGrath y Powell, 2005). Los diseños de los sistemas suelen ir haciéndose más complejos en la medida que se obtienen o no resultados positivos. Así, aunque aún no tenemos evidencias totales sobre los beneficios en todos los casos sobre el uso de historias sociales, ya se han informatizado para poder intensificar su uso. De la misma forma, en el uso de avatares aún no tenemos evidencias formales, aunque ya se diseñan otros dispositivos donde el avatar permite, además de mediar en la interacción, practicar la atención con la mirada o reconocer de emociones por medio de la expresión de la cara, siempre en

entornos controlados (Hopkins, 2007). El problema que nos plantea este tipo de desarrollos siempre es el mismo: el nivel de generalización de los resultados en situaciones convencionales sin ayuda.

4.2. Función ejecutiva La función ejecutiva es un constructo cognitivo. Bajo este término se aglutinan una serie de acciones o conductas, o, mejor dicho, planes de acción que se ponen en marcha en un momento determinado y que intentan controlar la acción de un individuo hasta alcanzar una meta determinada. Incluye, por tanto, la planificación, inhibición conductual, flexibilidad, búsqueda organizada y memoria de trabajo. Todos los componentes de la función ejecutiva tienen el denominador común de guiar la acción del individuo a través de modelos mentales o representaciones internas (Ozonoff, Strayer, McMahon y Filloux, 1994). Los niños que presentan un trastorno del neuro-desarrollo en general, y en particular trastornos del espectro autista, suelen tener déficits en la función ejecutiva en: — Planificación (Hughes, Russell y Robins, 1994; Ozonoff, Pennington y Rogers, 1991; Griffith, Pennington, Wehner y Rogers, 1999).

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Para alcanzar una meta o la solución de un problema, el sujeto debe elaborar y poner en marcha un plan de acción. En muchas ocasiones el plan de acción está totalmente automatizado y el sujeto puede no ser consciente del mismo. Podrían existir planes de acción sin meta específica, lo que podría explicar de algún modo las conductas repetitivas, rituales o esterotipias. Flexibilidad (Hughes, Russell y Robins, 1994; Ozonoff, Pennington y Rogers, 1991; Ozonoff, Strayer, McMahon y Filloux, 1994; Geurtrs, Corbett y Solomon, 2009). Es la capacidad de alterar o combinar un plan de acción para responder a demandas cambiantes de tarea o situación. Las personas con autismo tienen déficits en esta función, por lo que les es difícil salir de una rutina dada. Memoria de trabajo (Russell, Jarrold y Henry, 1996; Jarrold y Russell, 1997; Russell y Jarrold, 1999). Permite almacenar la cantidad de información necesaria para guiar el plan de acción. También se ha llamado memoria ejecutiva. En los últimos años parece relacionarse más con un déficit cognitivo que con el autismo, al observar que en el autismo de alto funcionamiento la memoria de trabajo estaba intacta (Ozonoff y Strayer, 2001). No obstante, a nivel de intervención se requiere tener en cuenta esta dimensión en la planificación de las actividades. Monitorización (Russell y Jarrold, 1999). Este proceso consiste en la capacidad de autoevaluación necesaria para supervisar la actividad. Discurre en paralelo con la propia acción. La monitorización permite al sujeto darse cuenta de las posibles desviaciones de su conducta sobre la meta deseada. Inhibición (Ozonoff, Strayer, McMahon y Filloux, 1994; Ozonoff y Strayer, 1997).

La inhibición conductual hace referencia a la capacidad de autocontrol y, por tanto, de inhibición de un impulso o una conducta automática.

De los trabajos consultados se desprende que las personas con autismo tienen déficits en uno o varios de los componentes de la función ejecutiva. En particular, tienen fundamentalmente dificultades en la flexibilidad, mientras que la inhibición estaría conservada, e incluso reforzada. Al mismo tiempo, los datos obtenidos con tareas como la Torre de Hanoi sugieren que la planificación y la memoria de trabajo también están afectadas. Es necesario caer en la cuenta que todos los estudios referenciados se han realizado con personas adultas, por lo que el proceso de educación/entrenamiento puede haber influido en el desarrollo de una u otra función. Por otra parte, a la hora de planificar una intervención resulta difícil, por no decir imposible, separar uno de otro componente de la función ejecutiva. Así, en general, se trabaja siempre en bloque. Entre las soluciones técnicas que se han desarrollado tanto para entrenar como para compensar el déficit, destacan las agendas electrónicas y los planificadores. Estas herramientas se desarrollaron inicialmente para personal ejecutivo con una gran carga de trabajo que necesitaba un apoyo para recordar u organizar su trabajo. Pronto empezó a desarrollarse software adaptado. Se han aplicado con éxito los horarios informatizados que contienen imágenes, vídeos, sonidos o palabras previamente trabajadas (Stromer, Kimball, Kinney y Taylor, 2006). El uso de sistemas o paneles de anticipación permite la planificación de la tarea, la autogestión del tiempo, y elimina o aminora en muchos casos la ansiedad producida por la falta de control. Al liberar el uso de recursos cognitivos, el niño puede aumentar su capacidad de concentración y aprendizaje en la tarea concreta que en ese momento tiene que realizar, aumentando significativamente el aprendizaje (Stromer, Kimball, Kinney y Taylor, 2006). En la figura 12.14 se pueden observar diferentes tipos de planificadores, desde el panel de © Ediciones Pirámide

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Figura 12.14.—Diferentes sistemas para la ayuda a la planificación y control del tiempo.

pared, donde el niño puede ir colocando las tarjetas de las tareas ya terminadas y observar las que tiene pendientes, ayudándole a planificar todo su trabajo, hasta sistemas de relojes o alarmas por móvil donde se le indica la tarea que

debe realizar en cada momento. Unos instrumentos están más indicados para el entrenamiento y la formación, mientras que otros permiten la generalización a otros ambientes y la autonomía personal.

Figura 12.15.—Software para la generación de agendas y programación de tareas.

Las agendas visuales se pueden crear de forma manual. También se han desarrollado programas de ayuda a los profesionales para desarrollar las mismas, como el Peapo o el Boardmaker.

4.3. Simbolización y juego La simbolización es, en cierta medida, el primer paso para la comunicación: «el niño realiza originariamente sus primeras acciones simbólicas para representar objetos ausentes con funciones comunicativas» (Rivière, 1994). La simbolización está íntimamente ligada en sus orígenes a la comunicación (Parladé e Iverson, 2011). El juego es

un fenómeno complejo que se produce en la mayoría de los niños como un fenómeno normativo. Se desarrolla a través de diferentes etapas, en las que el niño va incrementando su complejidad, desarrollando una dimensión que iría desde la mera imitación (refleja) hasta actividades complejas de gran nivel creativo e imaginativo (Piaget, 1961). Los trastornos del espectro autista pueden ser identificados también por déficits en la imitación, gestos, aprendizaje por observación, atención conjunta, juego simbólico y la comprensión de la expresión de la emoción (Soucy, 1997). Existen diferentes modelos teóricos explicativos del déficit en la simbolización. El modelo más cognitivo defendería un déficit en la construcción de metarepre-

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sentaciones (Baron-Cohen, 1987). La segunda aproximación relacionaría el déficit en el juego con el déficit en la función ejecutiva (McEvoy, Rogers y Pennington, 1993). Por último, desde la teoría de la coherencia central también se justificaría el déficit en el juego simbólico, basándose en que los niños con trastornos del espectro autista tendrían la tendencia a interpretar parcialmente la información, con independencia del contexto global (Morgan, Maybery y Durkin, 2003). Independientemente de la explicación que queramos dar al déficit en el juego simbólico, la ausencia de pensamiento o actividades imaginativas es una de las manifestaciones del trastorno del espectro autista. Sin embargo, esta ausencia puede presentarse en diferentes grados: Ausencia de juego simbólico y conductas imitativas: el objetivo de la intervención será en este caso suscitar interés por objetos y juego funcional básico, captar atención hacia el adulto y establecer turnos de interacción, aprendiendo formas simples de imitación (comer, hablar por teléfono, etc.). b) Con juego funcional pero con poca flexibilidad: se pueden inducir conductas de imitación de forma que se inicien formas simples de juego simbólico por imitación inducida. c) Juego simbólico poco argumentativo: desarrollo de juego sociodramático, imitación de iguales y de otros en determinadas situaciones sociales. d) Juego simbólico complejo poco flexible: diferenciación de la realidad y la ficción; role-playing de situaciones sociales personales; comprensión de metáforas.

a)

Se han desarrollado multitud de experiencias de juego con apoyos tecnológicos. Por ejemplo, Blocher (1999) describe una experiencia en la que utiliza vídeos cortos con diferentes expresiones emocionales y un conjunto de muñecos presentados delante del niño. Cada muñeco emite una señal

infrarroja, de forma que es identificado por el ordenador y asociado al vídeo con la expresión emocional correcta. Del mismo modo, Orvalho et al. (2009) plantearon la interacción del usuario con TEA con un avatar, realizado mediante síntesis facial en 3D, para ayudarles a reconocer expresiones emocionales de una manera lúdica. Se puede utilizar tanto en ordenador como en videoconsola, utilizando videojuegos. Por su parte, Khandaker (2009) recurre a los videojuegos y a la tecnología computacional afectiva para el desarrollo socioemocional de adolescentes con TEA y explorar el reconocimiento de las emociones del otro. Herrera, Alcantud, Jordan, Blanquer, Labajo y De Pablo (2008) demostraron un aumento significativo en el juego de ficción y un alto grado de generalización utilizando un entorno virtual. Como ya comentamos en apartados anteriores, la RV en su forma mixta promueve la generalización y la transferencia mediante la presentación de situaciones de la vida real. La tecnología de realidad virtual incorporada en los videojuegos es útil para la población autista, ya que incluye juegos de rol en entornos simulados, práctica repetida en diferentes contextos, respuestas flexibles, estabilidad y un entorno predecible. Bosseler y Massaro (2003) desarrollaron y evaluaron un tutor animado por computadora, llamado Baldi, para enseñar vocabulario y gramática para estudiantes con autismo. En sus seis meses de experimento los estudiantes realizaron dos sesiones con Baldi cada semana, con una duración de 10 a 40 minutos. Los estudiantes ganaron un número sustancial de palabras de vocabulario y retuvieron el 91 por 100 de su conocimiento cuando se probaron de nuevo 30 días más tarde. 4.4. Reconocimiento de emociones o lectura del estado mental Se han realizado numerosos esfuerzos tomando como principio explicativo del autismo la teoría de la mente de Baron-Cohen (1995). Se parte del principio que la expresión facial puede servir de guía del estado emocional de la persona. El Ka© Ediciones Pirámide

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liouby y Robinson (2004) desarrollaron un dispositivo de ayuda portátil, llamado el «aparato auditivo emocional», para personas con síndrome Asperger, que ayuda en el proceso de lectura de mentes en situaciones de la vida real. El sistema observaba mediante una cámara las facciones de la cara del interlocutor y, tras consultar una base de datos, determinaba el estado emocional en el que se encontraba. Se han desarrollado numerosas aplicaciones que permiten el reconocimiento de emociones; desafortunadamente, la mayor parte de ellas han sido desarrolladas para su aplicación en el campo de la evaluación de la publicidad y el marketing. Las bases de datos sobre las que trabajan es otra limitación, pues en general los patrones son de personas adultas, por lo que difícilmente podremos utilizarlas con niños. Por último, la gran dificultad de estos sistemas es que el niño debe permanecer quieto durante el visionado de un vídeo para obtener los parámetros faciales, y si se desarrollara una aplicación este requerimiento permanecería, por lo que es poco viable con la tecnología actual. Alternativamente se han utilizado equipos de seguimiento de los ojos para investigar la disfunción social en el centro de un trastorno del espectro autista. Klin y cols. (2002a, b) mostraron vídeos con contenido de escenas naturalistas, altamente  sociales, a quince pacientes autistas y a otros quince en el grupo control. Se analizó la posición donde fijaban los ojos durante toda la película. Se codificaron regiones como los ojos, la boca, el cuerpo y los objetos. Los ensayos realizados revelaron patrones de fijación significativamente diferentes para los pacientes autistas en comparación con el grupo control. En general, los niños autistas se centraban mucho menos en la región de los ojos, y en función de la competencia social se fijaban más en la boca y los objetos, demostrando que el patrón de seguimiento de los ojos puede ser un predictor de la competencia social. Siguiendo esta línea de trabajo, Mercadante et al. (2006) se centraron en las diferencias entre las estrategias de exploración visual que encontraron en personas con TEA y personas con desarrollo

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típico, explorando los movimientos sacádicos de los participantes. Observaron diferencias en el tiempo dedicado a observar situaciones sociales entre personas con TEA y personas con desarrollo típico, diferencias que no se observaron ante escenas no sociales. Del mismo modo, no se obtuvieron diferencias de tiempo dentro del grupo de personas con TEA entre situaciones sociales y no sociales. Como en el caso de los sistemas de reconocimiento de la expresión facial, en el caso de los sistemas de estudio de movimiento del ojo y su seguimiento se han hecho grandes avances, sobre todo en el terreno militar. Sin embargo, no tenemos referencias de su uso en la intervención psicoeducativa más allá de su uso como posible herramienta diagnóstica y de análisis para explicar el fenómeno autista. 4.5. Sistemas de comunicación aumentativa y alternativa Probablemente, los SCAA son, dentro de las áreas de intervención psicoeducativa, donde más pronto se detectó la influencia tecnológica y donde ésta ha tenido mayores repercusiones. Así, encontramos los siguientes dispositivos: — Software para el desarrollo de paneles de comunicación: • Programas para la elaboración de tableros SPC mediante el uso del ordenador, como Boardmaker, SAW, Plaphons, Sc@ut y Grid2. • Escribir con símbolos 2000, Pictoselector o Araword: son tres programas que permiten generar textos impresos con pictogramas. — Comunicadores electrónicos: cada vez más en desuso debido a la llegada de las tabletas, permiten al usuario disponer de un sistema de comunicación portátil. — Dispositivos móviles tipo smartphone, tablets, miniordenadores portátiles, etc., cuyo

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uso está revolucionando el de los SCAA. El abaratamiento de estos dispositivos, la posibilidad de programar y el uso convencional y extendido son puntos a tener en cuenta; sin embargo, el acceso a las pantallas táctiles por parte de usuarios con problemas de motricidad fina puede suponer un obstáculo. Entre los programas más conocidos podemos destacar: TapToTalk para iPad e iPod, entre los desarrollos españoles  iParlea (De Arribas, Cid y Modlino, 2012), y E-mintza para ordenador y android. CPA – Comunicador Personal para Autistas: comunicador sencillo para iPad, iPod Touch y Android, proyecto Arcon, etc. Millar, Light y Schlosser (2006) realizaron un meta-análisis para determinar el efecto de la co-

municación alternativa y aumentativa en la producción del habla de individuos con discapacidades del desarrollo. Veintitrés estudios fueron identificados, y seis se utilizaron en el análisis final. Diecisiete estudios fueron eliminados debido a cuestiones metodológicas. Después de recibir instrucción en las señales manuales o sistemas no electrónicos, en el 89 por 100 de los casos se observaron modestas ganancias en la producción del habla. En los casos en que los participantes eran autistas, la producción del habla aumentaba. El efecto más importante en este sector es, sin  duda, el uso de dispositivos móviles como smartphone y tabletas. En la actualidad se dispone de un gran arsenal de aplicaciones (Apps) tanto para entornos Android como iPhone. Entre las desarrolladas por equipos españoles destacaremos, iParlea, de Arribas, Cid y Modino (2012).

Figura 12.16.—Imagen de la página web con listados de Apps para móviles inteligentes (smartphone y ordenadores portátiles) (http://www.iautism.info/ y http://www.graceapp.com/).

5. CONCLUSIONES Un capítulo como éste resulta difícil de cerrar y concluir. Probablemente cuando estas pá-

ginas estén impresas en papel ya existan nuevas herramientas en el mercado, resultado de los numerosos proyectos que hoy están en marcha u otros que se pondrán en marcha el día de maña© Ediciones Pirámide

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na. Queremos hacer constar aquí que este vertiginoso desarrollo es a su vez un punto fuerte y un punto débil. Fuerte por la esperanza que nos genera de encontrar nuevas herramientas para hacer más eficiente la intervención psicoeducativa, pero a su vez también débil, puesto que en muchas ocasiones los desarrollos son tan rápidos que las empresas que comercializan estos productos se encuentran con dos dificultades: la primera es el tamaño del mercado y la segunda la obsolescencia de la tecnología. En más de una ocasión hemos tenido noticias de empresas que después de hacer una inversión han recibido el jarro de agua fría de ver cómo su producto era sobrepasado con creces por otro. A su vez, los profesionales que con escasa formación tecnológica se aproximan a este mundo tienen que hacer un esfuerzo personal en formarse. Muchos de ellos no pueden poner en marcha sus proyectos o aplicar sus conocimientos por falta de recursos económicos, o cuando los tienen observan que, por la misma razón antes comentada, sus conocimientos ya son obsoletos y deben volver a formarse. Esta realidad, sin embargo, no es de esperar que cambie, por lo que debemos acostumbrarnos a estar en continuo cambio; es más, creemos que debemos estar en el centro del huracán, siendo agentes de ese cambio y evolución. Implicar a los centros de atención en proyectos de investigación y generar la actitud investigadora entre los profesionales permitirá estar al día y además que nuestra inversión repercuta directa y rápidamente en las personas que atendemos. 6. REFERENCIAS Alcantud, F. (1999). Teleformación: Diseño para todos. Valencia: Servei de Publicacions de la Universitat de València. Alcantud, F. (2000). Nuevas tecnologías, viejas esperanzas. En F. J. Soto Pérez y J. A. López Navarro (coords.), Nuevas tecnologías, viejas esperanzas: las nuevas tecnologías en el ámbito de la discapacidad

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Herramientas tecnológicas en la intervención psicoeducativa en niños con trastornos del espectro

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