29 Jonas
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Emiliano Jiménez Hernández
JONAS LAS SETENTA CARAS DEL PROFETA
La Biblia tiene setenta caras Be-Midbar Rabbá
Gracias, pues, a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y tampoco ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados. San Ambrosio, Hex. 6,10, 76; CSEL 32, 1, 261 Citado en Dies Domini, n. 61. ¿Hay algún sabio? ¡Que guarde estas cosas, y comprenda el amor de Yahveh! Sal 107,43.
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INDICE PRESENTACION
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1. VOCACIÓN DE JONAS (1,1-2) 11 2. HUIDA A TARSIS (1,3) 17 3. LA TEMPESTAD EN EL MAR (1,4-8) 27 4. “SOY HEBREO” (1,9)
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5. JONAS ARROJADO AL MAR (1,10-16) 39 6. JONAS TRAGADO POR EL PEZ (2,1) 45 7. PLEGARIA DESDE EL VIENTRE DEL PEZ (2,2-10) 55 8. JONAS ENVIADO DE NUEVO (3,1-4) 63 9. LITURGIA PENITENCIAL (3,5-9) 10. PERDON DE DIOS (3,10) 11. YOM KIPPUR
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12. LA IRRITACION DE JONAS (4,1-3)
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13. A LA SOMBRA DEL RICINO (4,4-11) 97 14. LOS DOS NOMBRES DE DIOS 105 15. JONAS Y CRISTO
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16. JONAS Y EL CRISTIANO 17. EL LIBRO DE JONAS
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PRESENTACION El libro de Jonás, en su brevedad, ha sido siempre un libro particularmente amado en la tradición cristiana. Los Padres le han comentado, los artistas cristianos se han inspirado en su historia. Y, antes que todos, el mismo Jesucristo se ha referido explícitamente a él. Siendo uno de los más breves libros del Antiguo Testamento es uno de los más ricos y luminosos de la revelación de Dios “rico en clemencia y misericordia”. La figura de Jonás ha interesado a tantos artistas desde el tiempo de las catacumbas, pues los cristianos han visto en él un símbolo de resurrección y salvación. Dios salvó al profeta de la muerte para salvar por él a un pueblo pagano. Dios salvó a Cristo, resucitándolo de la muerte, para salvar con su muerte y resurrección a todos los pueblos de la tierra. La iconografía de las catacumbas es un testimonio elocuente del impacto del libro de Jonás en la Iglesia primitiva. La escena del buen pastor aparece 114 veces; luego, en segundo lugar, aparece Jonás con 57 representaciones y, en tercer lugar, la resurrección de Lázaro con 53. Jonás aparece casi siempre en una secuencia de imágenes. Lo más común es que haya tres o cuatro cuadros: Jonás en el barco o arrojado al mar, Jonás devuelto a la orilla, Jonás bajo el ricino verde, Jonás bajo el ricino seco. Como dice A. G. Martimort: “Jonás enseña a su pesar que la misericordia es uno de los mayores atributos de Dios: él, que lamentaba la salvación de Nínive y que el Señor hubiera acogido con piedad el arrepentimiento de aquellos hombres que oraban y ayunaban, tiene que comprender ahora, por las vicisitudes del ricino, por qué el Señor se complace en perdonar a los hombres. Por eso Jonás es uno de los símbolos más importantes de la biblia: tipo de la resurrección, es también testigo de la llamada a los gentiles y de la misericordia de Dios con los pecadores arrepentidos”. En una primera lectura, el Libro de Jonás no parece más que un cuento fantástico, divertido y lleno de sorpresas. No ocurre todos los días encontrarse con un profeta que se embarca en la dirección opuesta a donde es enviado, como sorprende que un pez se trague a una persona, que ésta cante un salmo en el vientre del pez y que éste le vomite vivo en la playa tres días después. No menos maravillosa es la actitud de los ninivitas ante el anuncio de destrucción de su ciudad, que les hace un desconocido apenas llegado a ella. Es, más que sorprendente, divertida la irritación de Jonás por la muerte de un ricino. El humor del libro hace que las situaciones inverosímiles se multipliquen y ¡cuanto más inverosímiles más significativas son! Este relato es un cuento, pero ese cuento, con sus contrastes e ironía, interroga constantemente al oyente o lector. Nos provoca mientras nos hace sonreír. Sin que nos demos cuenta cuestiona nuestra imagen de Dios, para llevarnos a descubrir el verdadero rostro de Dios. Después de habernos divertido con la ballena, con las desaventuras del pobre Jonás, con el ayuno de los animales de Nínive y con la tonta irritación del profeta, nos queda dentro el interrogante: ¿No somos todos un poco como Jonás? ¿Es nuestro Dios según la imagen que nos hacemos de él? Jonás es un profeta extraño. Se empeña en hacer lo contrario de los demás profetas. Cuando Dios le envía a Nínive, huye en vez de obedecer. Cuando la nave está a punto de irse a pique, duerme en vez de orar como hacen hasta los marineros paganos. El se sabe causante de la desgracia y duerme profundamente. Pero Dios le despierta y le hace confesar su pecado y su fe en el "Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme", suscitando las primeras conversiones entre los mismos marineros, que se salvan de la borrasca. Jonás es profeta hasta en su huida de Dios.
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Jonás es el profeta de la huida: huye de Dios y se nos escapa a nosotros. Nunca se sabe dónde situarle, dónde encontrarle. Dios le manda a Nínive y se embarca hacia Tarsis, en la dirección opuesta. Se esconde de Dios y de los marineros en el fondo de la nave. Si todos rezan, él duerme. Los rabinos se divierten contando anécdotas de su estancia en el vientre del pez y lloran al proclamar los cuatro capítulos de su libro en Yom Kippur. ¿Dónde buscarle?, ¿en el fondo del mar, en el vientre de la ballena o tumbado a la sombra del ricino? ¿Dónde situarle? ¿En la asamblea de los rabinos, en los evangelios o en las catacumbas cristianas? Los artistas reproducen su imagen siempre diversa. Los Padres de la Iglesia hallan alegorías de Cristo en cada palabra y acción de Jonás. El libro de Jonás es un cuento, una parábola, una película o una obra teatral, que enfrenta a dos personajes: Dios y Jonás. Se trata de una obra de arte. En su brevedad y aparente sencillez encierra profundidades insospechadas. Los acontecimientos desfilan, sorprendiendo al lector. Son rápidos e insospechados, aunque maravillosamente encadenados entre sí. En sus cuatro breves capítulos se reflejan los destellos proféticos, sapienciales y litúrgicos de toda la Escritura. El perfil de Jonás, con todas sus aventuras, está perfilado en toda la historia bíblica. Si aplicamos el oído escuchamos resonancias de Caín, de la travesía del mar Rojo, del caminar del pueblo por el desierto, de las gestas de Elías, de la predicación de los profetas... Y su eco se prolonga en el Nuevo Testamento. Jonás, nos dice Jesús, es la señal ofrecida a creyentes e incrédulos. Como Palabra de Dios, Jonás tiene setenta caras. Sus múltiples facetas nos desvelan y ocultan el rostro de Dios, que se revela en su palabra. Dios nos habla de Dios. Y la palabra de Dios es fuente inagotable de vida, como dice San Efrén: “¿Quién hay capaz, Señor, de penetrar con su mente una sola de tus palabras? Como el sediento que bebe de la fuente, mucho más es lo que dejamos que lo que tomamos. Porque la palabra del Señor presenta muy diversos aspectos. El Señor pintó con multiplicidad de colores su palabra, para que todo el que la escrute pueda ver en ella lo que más le plazca. Escondió en su palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse con ella. La palabra de Dios es el árbol de vida que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus lados, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos lados una bebida espiritual. Aquel, pues, que llegue a alcanzar alguna parte del tesoro de esta palabra no crea que en ella se halla solamente lo que él ha hallado, sino que ha de pensar que, de las muchas cosas que hay en ella, esto es lo único que ha podido alcanzar. Ni por el hecho de que esta sola parte ha podido llegar a ser entendida por él, tenga esta palabra por pobre y estéril y la desprecie, sino que, considerando que no puede abarcarla toda, dé gracias por la riqueza que encierra. Alégrate por lo que has alcanzado, sin entristecerte por lo que te queda por alcanzar. El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás ir de nuevo a beber de ella; en cambio, si al saciarse tu sed se secara también la fuente, tu victoria sería en perjuicio tuyo. Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante. Lo que has recibido y conseguido es tu parte, lo que ha quedado es tu herencia. Lo que, por tu debilidad, no puedes recibir en un determinado momento lo podrás recibir en otra ocasión, si perseveras. No te esfuerces avaramente por tomar de un solo sorbo lo que no puede ser sorbido de una vez, ni desistas por pereza de lo que puedes ir tomando poco a poco”.
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El libro de Jonás puede ser considerado como el corazón de los profetas. Por ello es uno de los libros más leído y comentado. Son muchos los aspectos que suscitan el interés del oyente atento. Entre los motivos principales de interés figuran su cautivadora forma de presentar la Teshuvà (conversión) y el extraño comportamiento del Profeta en el curso de su misión. Dios confía a Jonás la misión de anunciar el mensaje de salvación a los habitantes de Nínive. Dios ha encontrado siempre una cierta resistencia de parte de sus profetas. Pero Jonás es el primer profeta rebelde. No está dispuesto a ser portador de la llamada a conversión a un pueblo extranjero y enemigo de Israel. En el fondo no acepta la facilidad con que Dios ofrece la conversión. El conoce el corazón de Dios. Y el corazón de Dios choca siempre con la justicia del hombre. En el evangelio de los obreros de la viña, Jesús se encuentra con muchos Jonás: Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros. Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor. Pero él contestó a uno de ellos: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno? (Mt 20,8-15).
La gratuidad del perdón, don de Dios, es difícil de aceptar para el hombre de todos los tiempos, tentado siempre de autonomía. Pero lo es, en particular, para el hombre de hoy, que no acepta la gracia. El hombre de la ciencia y de la técnica sólo acepta lo conseguido por sus manos, el fruto de su fuerza de producción. Para el hombre actual la justicia se ha convertido en exigencia reivindicativa o en venganza. Se busca resarcirse del mal añadiendo un nuevo mal. La paga o el castigo son las únicas formas de justicia aceptadas. El don o el perdón aparecen humillantes para el hombre autosuficiente. Desde Adán el hombre busca convertirse en medida del bien y del mal. La verdadera libertad no tiene cabida en este mundo sin misericordia, por más que se reclame a todas horas y en todas las formas. Sólo la misericordia de Dios puede remediar la miseria radical del hombre. Y sólo donde hay perdón puede darse la confesión del pecado. Donde no hay perdón sólo pueden brotar las excusas ineficaces, con sus frutos de violencia. El sentido de culpabilidad soterrado engendra esquizofrenias internas y divisiones externas. Sólo la conversión puede cambiar la maldición en bendición. Jonás es, pues, una palabra de Dios, que desvela el corazón del hombre. El hombre se debate en su interior: reclama justicia y se siente aplastado por la injusticia propia y la de los demás. Excusa la propia y exacerba la de los otros, pero no logra la paz. La conversión, reconocimiento del propio pecado y aceptación del perdón, es la gracia que reconcilia con Dios, consigo mismo y con los demás. Pero, ¿es justo que quien hasta ayer era malhechor, ladrón y asesino, entre hoy en la paz del paraíso con sólo reconocer su culpa y confiar en el amor de Dios?: Uno de los malhechores colgados le insultaba: ¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!. Pero el otro le respondió diciendo: ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho. Y decía: ¡Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino! Jesús le dijo: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,39-43).
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La conversión, confesión del propio pecado y el consiguiente perdón, ¿no comprometen, a los ojos del mundo la reputación de Dios? Dios conduce a Jonás por toda una cadena de pruebas y experiencias dramáticas para llevarle a comprender la respuesta a sus preguntas angustiosas. Los caminos y pensamientos de Dios distan de los del hombre como el cielo de la tierra (Is 55,8-9). Así la misericordia de Dios supera los sentimientos del hombre. Eterna e infinita es la misericordia de Dios para quien acepta entrar en su seno materno para renacer de nuevo (Jn 3,3ss). Jonás no es ningún santo. Su historia comienza con una desobediencia y termina con una crítica a Dios. Es la contrafigura de Dios, el antihéroe de la historia. Con sus actos y con sus palabras resalta el humor y la gracia de Dios. Jonás se convierte así en la expresión extrema de la provocación de Dios a Israel y a todo creyente. Dios nos convoca y nos provoca. Nuestra imagen de Dios se rompe y cae por tierra hecha añicos ante el amor y misericordia de Dios, que siempre supera nuestra fe y nuestra esperanza. En realidad el protagonista del libro no es Jonás, sino Dios, que está presente en toda la acción y siempre, de manera visible o invisible, se halla en primer plano. Es Dios quien envía a Jonás a Nínive (1,1), desencadena la tempestad sobre el profeta fugitivo (1,4), envía al pez en el momento justo para salvarle de la muerte (2,1), le pone en camino hacia Nínive (3,1) y, perdonando a la ciudad penitente (3,10), provoca la rebeldía de Jonás (4,1s). La palabra de Dios abre el libro y otra palabra suya lo cierra. Todo el relato es, por tanto, palabra de Dios sobre Dios. La cuestión fundamental que nos plantea todo el libro es la pregunta que Dios hace a Jonás: “Y Yahveh dijo: Tu tienes lástima de un ricino por el que nada te fatigaste, que no hiciste tú crecer, que en el término de una noche fue y en el término de una noche feneció. ¿Y no voy a tener lástima yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,10-11) El libro de Jonás nos muestra el sentido de la elección divina. Dios elige a un profeta o a un pueblo para una misión: anunciar la salvación a los otros. Es la actitud que Dios quiere inculcar en Israel o en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, que sigue proclamando el libro de Jonás. Por eso el hilo conductor, subterráneo, de todo el relato es el diálogo de Dios con Jonás. Dios quiere que el profeta sintonice con sus sentimientos. Llamándolo a la evangelización lo llama a anunciar la conversión, no para la destrucción, sino para la salvación de los hombres, incluido él mismo. El libro de Jonás es una “narración didáctica”. En mi comentario deseo mantener la narración, ampliándola con los relatos midráshicos. Pero también deseo desglosar de la narración la enseñanza o enseñanzas que se desprenden de ella. Para hacerlo quiero dejar resonar el eco de otros textos de la Escritura, de los Padres y de algunos comentadores judíos y cristianos. Relato y enseñanzas van unidos. Eusebio de Cesarea, buscando testimonios o profecías de Cristo, dice que en el libro de Jonás el relato mismo es profecía. La profecía toma forma de relato. Dado que el libro de Jonás es un relato fantástico, en él caben todas las fantasías del Midrash, que no hace violencia al texto bíblico, sino que nos lo acerca y nos mete dentro de él. Los sabios de Israel buscan exaltar la grandeza de Jonás. Ya, por el mismo hecho de ser profeta y que Dios haya insistido en encomendarle una misión, no obstante sus reticencias y enfados, es para ellos una prueba de su fe en Dios y de su devoción. Pero esta grandeza, lejos de anular las preguntas, las suscita con mayor fuerza: ¿Cómo ha podido caer tan bajo? ¿Cómo ha podido negarse a obedecer una orden divina? ¿Cómo ha podido pretender sustraerse a su misión profética? ¿Por qué se negaba a suscitar la conversión de Nínive? ¿Por qué le costaba
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tanto aceptar el arrepentimiento de los ninivitas, modelo para todos del verdadero arrepentimiento? Con frecuencia, al hablar de Dios con un lenguaje muerto, en lugar de revelar a Dios, se le vela. Dios, en su deseo de acercarse al hombre, entra en la historia del hombre. La Encarnación del Hijo de Dios es la culminación de esa historia de amor de Dios a los hombres. Es, pues, una historia que busca ser contada más que estudiada. Por eso, el estilo vivo de los mešalim nos ayuda a entrar en contacto directo con Dios más que un tratado árido y científico. En hebreo llaman mešalim a dichos, hechos, diálogos y parábolas de la misma Escritura, del Targum, de la Halakah o de la Haggadah, cuya única finalidad es ilustrar la Escritura. Sobre un mismo tema dialogan sabios de épocas diferentes. De este modo el dicho supera las distancias de tiempo y lugar, haciéndonos contemporáneos de los sabios. Los dichos se nutren de episodios de la Escritura, del Talmud y del Midrásh, enriquecidos con ampliaciones dramáticas y, a veces, pintorescas. Los hechos, a veces, parece que se han inventado para explicar un texto oscuro de la Escritura y, otras veces, es un texto de la Escritura el que esclarece un hecho aparentemente inexplicable. Como dice Rabbí Ismael: "La Torá se explica por la Torá". Esta forma de interpretar la Escritura, con sus símbolos y sus anacronismos, nos hace cercanos los personajes y textos bíblicos. Y acercar el pasado al presente no es traicionar los textos, sino darles vida. Esta finalidad justifica las hipérboles y las narraciones ingenuas o inverosímiles. De este modo, estos dichos "iluminan los ojos, dan alegría al corazón y hacen comprender el sentido de la Torá" (Génesis-ha-Gadol). La ingenua vivacidad de las narraciones o dichos lleva en su seno la profundidad de intuiciones teológicas y espirituales. Como dice Bloch, "la parte amplificada, siendo real, resulta secundaria y queda siempre subordinada a su finalidad: dar realce a la obra de Dios, a la Palabra de Dios". Pues se trata siempre de la historia de las maravillas de Dios. Historia que, a veces, es profecía, anticipo y promesa de los tiempos futuros y, sobre todo, del cumplimiento escatológico de la historia salvífica. Estos dichos han nacido de la escucha atenta de la Palabra de Dios, escucha llena de amor y sabiduría espiritual, de quien "vuelve hacia El su mirada para ser iluminado" (Sal 34,6). De este modo, los secretos de la Escritura se le revelan, convirtiéndosele en una fuente perenne de vida. El objetivo principal de estos mešalim, "dulzura de la Escritura" (Qohelet Rabbá), es fortalecer el ánimo y provocar el impulso íntimo que "atrae el corazón del hombre como el maná" (Melkilta Ex 16,31) y lo embriaga como el vino: "Has bebido la sangre de la uva, el vino (Dt 32,14): son las haggadot que atraen el corazón del hombre como el vino" (Sifre Dt 32,14). Creyendo y sabiendo que la Palabra de Dios "no tiene límite", los sabios no temen nunca exagerar en ver armonías y riquezas de significados. La mayor exageración, con la que pueden interpretar o comentar la Palabra, será siempre infinitamente inferior a la realidad de la Palabra misma. Por ello, según las reglas del derash, buscan percibir, más allá de la letra, las misteriosas resonancias de cada palabra que ha salido de la boca de Dios: "Misterios santos, puros y tremendos manan de cada versículo, de cada palabra, de cada letra, de cada punto, de cada acento, de cada nombre, de cada frase, de cada alusión" (Ritual hebreo). La Escritura es la esposa de Israel porque, mediante la Torá, Dios realiza la profecía de Oseas: "Yo te desposaré conmigo para siempre". La búsqueda (derash o midrash) de los más variados significados de la Escritura es la expresión del deseo de comunión íntima con
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Dios. Su modo de hablar es el de un amante apasionado. El entusiasmo y la admiración llenan estos dichos. Sólo quien los escucha con la misma experiencia amorosa y con el mismo deseo puede percibir su fuerza y belleza.
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1. VOCACIÓN DE JONAS “La palabra de Dios fue dirigida a Jonás” (1,1). Así comienzan frecuentemente las historias bíblicas y, sobre todo, el envío de los profetas a la misión. “Palabra de Yahveh que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiempo de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y en tiempo de Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel” (Os 1,1). “Palabra de Yahveh que fue dirigida a Joel, hijo de Petuel” (Jl 1,1). De un modo similar comienza la historia del profeta Elías: “Fue dirigida la palabra de Yahveh a Elías diciendo: Sal de aquí, dirígete hacia oriente y escóndete en el torrente de Kerit que está al este del Jordán... Le fue dirigida la palabra de Yahveh a Elías diciendo: Levántate y vete a Sarepta de Sidón y quédate allí, pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer” (1R 17,2.8-9). Elías tiene en común con Jonás el hecho de haber sido mandado por Dios a una nación pagana, pero sólo con una misión política: “Yahveh le dijo: Anda, vuelve por tu camino hacia el desierto de Damasco. Vete y unge a Jazael como rey de Aram” (1R 19,15). Y Elías ni siquiera realiza esta misión por sí mismo, sino mediante el profeta Eliseo (2R 8,715). Con Jonás es la primera vez que un profeta es enviado a una ciudad pagana para una misión religiosa. En la tradición de Israel no es muy frecuente que un profeta vaya a cumplir su misión de mensajero de Dios a un pueblo extranjero. Se dice que Jeremías fue constituido “profeta de las naciones” y a muchos profetas se atribuyen oráculos de denuncia y de anuncio dirigidos a todos los pueblos. Pero, en realidad, esos profetas no pronunciaron sus oráculos sobre las naciones fuera de Israel. Los profetas hablan a las naciones pero lo hacen ante su propio pueblo. Quieren mostrar a Israel que Yahveh es Dios para todos los pueblos y que cubre con su providencia a todas las naciones. Los profetas son enviados exclusivamente a Israel para denunciar su pecado, invitarles a conversión y anunciarles la salvación. En definitiva para “destruir y edificar” (Jr 1,4-10). Cuando los profetas interpelan a las naciones paganas, lo hacen en función de Israel. El Dios de los profetas es el Dios de Israel. Sólo Jonás es enviado a una nación extranjera con un mensaje de Dios para ella. Y esta nación es, precisamente, Nínive, símbolo del pecado y de la violencia: “Su maldad ha llegado hasta mí”. Es la expresión que Dios usa para Sodoma. “La palabra de Yahveh fue dirigida a Jonás, hijo de Amittay” (1,1). Dios nos habla a través de los profetas. La palabra de Dios se dirige a Jonás y, a través de él, entra en comunicación con el hombre. Dios no es indiferente al hombre. No es un Dios mudo y distante. Se comunica con el hombre. No es el hombre quien se dirige a Dios y le habla. El hombre no podría, con su voz, superar la distancia que le separa de Dios. El hombre no podría hablar con Dios, si primero Dios no le dirigiera su palabra, haciendo del hombre oyente de la palabra y suscitando en él un eco, una respuesta. El hombre es un ser responsorial: escucha y responde. Sólo la Palabra de Dios crea el puente de comunicación entre Dios y el hombre. Dios rompe el silencio y crea la comunicación, buscando así la comunión con el hombre. Jonás es el hijo de Amittay, un hombre sin más, un hombre en su pequeñez de criatura. Y Dios, el Creador, le alcanza con su palabra. Este es el misterio de la revelación de Dios al hombre. La palabra es el sujeto de la primera frase. Jonás no es el protagonista del libro que lleva su nombre, sino la palabra de Dios, que el libro nos transmite. El relato es profecía, palabra de Dios, que busca abrirse cauce hasta tocar el corazón de los oyentes. Jonás es un profeta. Es palabra de Dios su persona, sus aventuras y sus palabras. Es Dios quien habla a Jonás y, mediante Jonás, nos habla a nosotros. Todo el libro es una
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palabra de Dios dirigida a su pueblo, es una llamada a conversión para Israel: Dios está airado con Israel por su obstinado rechazo de la conversión, a pesar de las numerosas llamadas que Dios le ha hecho mediante sus profetas. Este mensaje aparecerá en el contraste de Israel con el comportamiento de la potente ciudad de Nínive, que no se obstina en su orgullo y da signos de conversión después de una única llamada realizada por un sólo profeta. La conversión de Nínive queda en la historia como una invitación permanente a la conversión: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás” (Lc 11,32). Al profeta Jonás lo encontramos en la Escritura en el libro de los Reyes. Jonás, hijo de Amittay, vive en el reino del Norte de Israel, en el siglo VIII, concretamente en los días de Jeroboán II, que reinó del 783 al 743. Jonás era de Gat Héfer, un poblado de la tribu de Zabulón en Galilea. Según Bereshit Rabbà, el padre de Jonás pertenecía a la tribu de Zabulón, mientras que su madre era de la tribu de Aser. Jonás anuncia al rey Jeroboán II, pecador como su padre Joás, que el reino de Israel volverá a tener, bajo su reinado, la misma extensión y esplendor que tuvo en el tiempo de David. Dios se fija en la miseria del pueblo y le salva, sin tener en cuenta la maldad de sus gobernantes: En el año quince de Amasías, hijo de Joás, rey de Judá, comenzó a reinar Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel, en Samaría. Reinó 41 años. Hizo el mal a los ojos de Yahveh y no se apartó de todos los pecados con que Jeroboam, hijo de Nebat, hizo pecar a Israel. El restableció las fronteras de Israel desde la Entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, según la palabra que Yahveh, Dios de Israel, había dicho por boca de su siervo, el profeta Jonás, hijo de Amittay, el de Gat de Jéfer, porque Yahveh había visto la miseria, amarga en extremo, de Israel; no había esclavo ni libre, ni quien auxiliara a Israel (2R 14,23-26).
¡Jonás, de Gat Jéfer, en Galilea, un profeta del siglo VIII, enviado en misión a Nínive, el enemigo de Israel! El humor de Dios, y del autor del libro, al escoger ese nombre para su relato, es sorprendente. Jonás, el hijo de Amittay, que había anunciado la reconquista por parte de Israel de los territorios precedentemente perdidos en la guerra con Aram, es el nombre del enviado ahora, tres o cuatro siglos después, a llevar la conversión al enemigo. El Midrash, en su amor a Jonás, nos narra los antecedentes de la vida de Jonás, para justificar su huida. Jonás es el hijo de la viuda de Sarepta, con lo que los sabios ya le ven marcado por Dios desde su infancia. Dios envía al profeta Elías a Sarepta de Sidón, pues “ha ordenado a una viuda de allí que le dé de comer” (1R 17,9). Elías obedece a Dios, se levanta y va a Sarepta. Cuando entra por la puerta de la ciudad encuentra a una mujer viuda que recoge leña, pensando preparar un panecillo con la última harina de su tinaja y las últimas gotas de aceite de su orza. Así se dispone a morir ella y su hijo Jonás. Elías la bendice en nombre de Yahveh, el Dios de Israel: “No se acabará la harina en la tinaja, no se agotará el aceite en la orza hasta el día en que Yahveh conceda la lluvia sobre la haz de la tierra” (1R 17,14). Y, en efecto, no se acabó la harina en la tinaja ni se agotó el aceite en la orza, según la palabra que Yahveh dijo por boca de Elías. Evidentemente Elías ha sido enviado para salvar la vida de la viuda y la de su hijo. Pero, al poco tiempo, el hijo se enferma y muere. La madre, en su desesperación, pregunta a Elías: “¿Acaso has venido a mí para recordar mis culpas y hacer morir a mi hijo?”. Elías toma al pequeño y lo lleva al granero que la viuda ha puesto a su disposición. Lo extiende sobre el lecho e implora a Dios que le devuelva la vida. El niño resucita y Elías se lo entrega a la madre que, llena de agradecimiento, exclama: “Ahora he conocido que eres un hombre de
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Dios y que en tu boca es verdad la palabra de Yahveh” (1R 17,24). El Talmud Sanhedrin nos dice que Elías fue enviado a Sarepta únicamente para mostrar el poder de la resurrección de los muertos. Jonás se convirtió en la demostración viviente del poder que Dios ejerce a través de su profeta. Se convirtió en la prueba de que Elías es el profeta de la verdad y de que la palabra de Dios es verdad. Esto lo lleva en su nombre: él es ben Amittay, hijo de la verdad, hombre de verdad. El joven Jonás fue discípulo de Elías y, cuando éste subió al cielo, pasó a ser discípulo de Eliseo, ambos ungidos por Elías. Antes de subir al cielo, a Elías se le había confiado la misión de consagrar a Jehú como rey de las diez tribus del reino de Israel. Elías confió a uno de sus discípulos que llevara a término esta misión: El profeta Eliseo llamó a uno de los hijos de los profetas y le dijo: Ciñe tu cintura y toma este frasco de aceite en tu mano y vete a Ramot de Galaad. Cuando llegues allí, verás a Jehú, hijo de Josafat. Nada más llegar, haz que se levante de entre sus compañeros y hazle entrar en una habitación apartada. Tomarás el frasco de aceite y lo derramarás sobre su cabeza diciendo: Así dice Yahveh: Te he ungido rey de Israel. Abres luego la puerta y huyes sin detenerte. El joven partió para Ramot de Galaad. Cuando llegó estaban los jefes del ejército sentados y dijo: Tengo una palabra para ti, jefe. Jehú preguntó: ¿Para quién de nosotros? Respondió: Para ti, jefe. Jehú se levantó y entró en la casa; el joven derramó el aceite sobre su cabeza y le dijo: Así habla Yahveh, Dios de Israel: Te he ungido rey del pueblo de Yahveh, de Israel. Herirás a la casa de Ajab, tu señor, y vengaré la sangre de mis siervos los profetas y la sangre de todos los siervos de Yahveh de mano de Jezabel. Toda la casa de Ajab perecerá y exterminaré a todos los varones de Ajab, libres o esclavos, en Israel. Dejaré la casa de Ajab como la casa de Jeroboam, hijo de Nebat, y como la casa de Basá, hijo de Ajías. Y a Jezabel la comerán los perros en el campo de Yizreel; no tendrá sepultura. Y abriendo la puerta, huyó. Jehú salió a donde los servidores de su señor. Le dijeron: ¿Todo va bien? ¿A qué ha venido a ti ese loco? Respondió: Vosotros conocéis a ese hombre y sus palabras (2R 9,1-11).
Este joven profeta era Jonás, que volvió a ser enviado de nuevo a anunciar a Jehú de parte Yahveh: “Porque te has portado bien haciendo lo recto a mis ojos y has hecho a la casa de Ajab según todo lo que yo tenía en mi corazón, tus hijos hasta la cuarta generación se sentarán sobre el trono de Israel” (2R 10,30). Bereshit Rabbà sostiene que todas las profecías dirigidas a la casa de Jehú salieron de la boca de Jonás. Sesenta años después de la consagración de Jehú como rey de Israel, le sucedió su nieto Jeroboán II. El reino estaba espiritualmente en decadencia. Por sus maldades había sufrido derrotas militares en la guerra con sus enemigos externos y parecía imposible que pudiera mantener su independencia. Pero Dios no estaba aún decidido a castigar las infidelidades de sus hijos rebeldes. Quería que Israel recobrara su grandeza para ofrecerle la oportunidad de reconocer que Dios aún no le había abandonado. Con esto buscaba abrir en su corazón una brecha para que emprendieran el camino de la conversión. Jonás, entonces, fue enviado de nuevo a transmitir el mensaje profético a las diez tribus de Israel. La palabra divina anunciaba que las fronteras restringidas de Israel se dilatarían notablemente bajo el mando de Jeroboam que “restableció las fronteras de Israel desde la Entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, según la palabra que Yahveh, Dios de Israel, había dicho por boca de su siervo, el profeta Jonás, hijo de Amittay, el de Gat de Jéfer” (2R 14,25). No obstante esto, Jeroboam fue un rey impío. Sus conquistas no le llevaron a la conversión a Yahveh, sino que únicamente le llenaron de vanagloria y, por ello, las diez tribus de Israel terminaron en el exilio. Según Rabbi Eliezer, Jonás transmitió otro importante mensaje profético, esta vez, al reino de Judá. Fue enviado a los habitantes de Jerusalén a advertirles que la santa ciudad sería destruida por culpa de sus maldades. Jerusalén le escuchó, sus habitantes se convirtieron y, gracias a ello, se salvó la ciudad. Esta experiencia
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se repitió y Jonás se ganó el apodo de falso profeta. Al cumplirse el primer anuncio, hecho a Jeroboam, Jonás se sintió feliz con el sobrenombre que el pueblo le dio: hijo de la verdad (ben Amittay). Pero, al no cumplirse la segunda profecía sobre la destrucción de Jerusalén, tuvo que cargar con el apelativo de falso profeta, con que le saludaban por la calle los niños y el pueblo ignorante, que desconoce que Dios cambia sus decretos siempre que el hombre se convierte a él. Rabbi Eliezer, partiendo de que Jonás ha sido precedentemente tachado de falso profeta por el pueblo de Jerusalén, dice que Jonás no desea recibir el mismo insulto de parte de los gentiles. Esto no significa que Jonás se preocupe de su propia reputación. Un discípulo de Elías y de Eliseo ya ha conocido la falta de respeto de parte de los pecadores hacia sus maestros. Elegido para profetizar en una época de idolatría, el desprecio de los profetas era el pan cotidiano en Israel. Los insultos del pueblo ignorante de Jerusalén le han herido profundamente, pero no a nivel personal, sino como ofensa a Yahveh que ha dado fuerza a su palabra, hasta el punto de lograr la conversión de Jerusalén, que se ha salvado, no porque su profecía sea falsa, sino por el poder de la palabra de Dios, que les ha convertido. Es la gloria de Dios lo que busca el profeta. Y a Jonás le duele que no sea reconocida. Es lo que Moisés le dice a Dios, para salvar a Israel: “¿Van a poder decir los egipcios: Por malicia los ha sacado, para matarlos en las montañas y exterminarlos de la faz de la tierra? Abandona el ardor de tu cólera y renuncia a lanzar el mal contra tu pueblo” (Ex 32,12). “Me postré, pues, ante Yahveh y estuve postrado estos cuarenta días y cuarenta noches, porque Yahveh había hablado de destruiros. Supliqué a Yahveh y dije: Señor Yahveh, no destruyas a tu pueblo, tu heredad, que tú rescataste con tu grandeza y que sacaste de Egipto con mano fuerte. Acuérdate de tus siervos Abraham, Isaac y Jacob, y no tomes en cuenta la indocilidad de este pueblo, ni su maldad ni su pecado, para que no se diga en el país de donde nos sacaste: Porque Yahveh no ha podido llevarlos a la tierra que les había prometido, y por el odio que les tiene, los ha sacado para hacerlos morir en el desierto” (Dt 9,25-28). Como la oración de Moisés se inspira en el amor y devoción a Dios, que no desea otra cosa que la glorificación del Nombre divino, así Jonás teme que, al anunciar la destrucción de Nínive, moviendo a conversión a sus habitantes, alcanzando con ello el perdón de Dios, clemente y misericordioso, les lleve a pensar que Dios ha sido incapaz de cumplir la amenaza de su profeta. El amor de Moisés hacia Dios le hacía rebelarse a la idea de que un solo egipcio pudiera insinuar que Dios era incapaz de llevar a término su obra salvadora. Jonás, con los mismos sentimientos hacia Dios, se rebela a la idea de que los ninivitas puedan pensar que Dios es incapaz de llevar a cabo la obra de destrucción que ha anunciado por su profeta. Jonás es discípulo fiel de Moisés, el maestro de todos los profetas. Cuando Israel fabricó y adoró el becerro de oro, Dios decretó la destrucción de toda la nación, prometiendo a Moisés que él y su descendencia tomarían el puesto del pueblo elegido. Moisés reconoció la culpa del pueblo y castigó a los culpables. Pero, a continuación, se dirigió a Dios para implorar el perdón de los hijos de Israel, que habían pecado, “pues si Israel no puede recibir el perdón cancélame de tu libro” (Ex 32,32). El amor de Moisés a Israel es tan grande que le impulsa a preferir que se le cancele del libro de la Torá y morir antes que permitir que su pueblo perezca. También David cargó sobre sí la culpa de todos cuando se abatió la calamidad sobre la nación: “Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahveh: Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas ¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre” (2S 24,17). Jonás sigue su ejemplo dispuesto a todo: al exilio, al desprestigio y hasta a la muerte, con tal de no perjudicar a Israel.
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“Ve a Nínive, la gran ciudad” ((1,2). Nínive es la capital de Asiria, enemiga de Israel. La ciudad se levanta en la ribera oriental del gran río Tigris. Es la ciudad de Senaquerib (2R 19,36), que cuenta con más de ciento veinte mil habitantes (4,11). El envío de Jonás a Nínive es sorprendente a primera vista. ¡Enviar a Jonás nada menos que a la capital del imperio agresor, que ya se va haciendo amenazador en tiempos de Jeroboán II! Elías había sido enviado a Damasco (1R 19,15), capital no tan hostil a Israel. Moisés había sido enviado al Faraón. La sorpresa de Jonás y de todo oyente atento está en que los oráculos proféticos contra las naciones paganas se pronuncian siempre tranquilamente en territorio israelita. Jonás es enviado a pronunciar su profecía contra Nínive en Nínive. Un desconocido de un pueblo insignificante es enviado a encararse con toda una metrópoli y gritarle a la cara que “su maldad ha colmado el límite y ha subido ante Yahveh”. Yahveh es “el Juez de toda la tierra” (Gn 18,25); habita en el cielo, hasta él llega la maldad (Lm 1,22) lo mismo que las oraciones y limosnas (Hch 10,4), pues él “mira a la tierra” (Gn 6,12). Jonás recibe una misión realmente desconcertante para un judío: ir a predicar a paganos, más aún, a los enemigos implacables de su pueblo. Es tan desconcertante que el Midrash se pregunta por qué Dios ha mandado a Nínive a su profeta. Y su respuesta es que Dios quiere salvar a Nínive por los méritos de Asur, el constructor de la ciudad (Gn 11,11). Asur es un justo, que salva a su ciudad, pues en medio de la generación de la Torre de Babel él abandonó el valle de Senaar. Se aleja de Senaar para no contaminarse con el pecado de rebelión contra Yahveh, pretendiendo edificar una torre cuya cúspide alcanzase el cielo. De este modo, Asur se libró “de la confusión que siguió a la común perversión de las naciones” (Sb 10,5). Un pobre hebreo, el hijo de Amittay, es enviado a “la gran ciudad” de Nínive. Un hombre, perteneciente a un pueblo pequeño y despreciado, que no cuenta con nada que le acredite, -fuera de la palabra de Dios, de la que es portador-, debe dirigirse al centro de una potencia extranjera y enemiga para anunciar, no una noticia agradable para esa cuidad, sino que será destruida, porque su maldad ha llegado al colmo. Es uno de esos anuncios que no ha recibido con agrado ni siquiera Israel. Cuando los profetas han anunciado esas mismas calamidades a su nación, no han recibido más que el rechazo de su pueblo. Y esta es la misión que ahora recibe Jonás: anunciar la destrucción de Nínive, la capital de un pueblo potente, enemigo de Israel, que ni conoce a Yahveh, el Dios, en cuyo nombre el profeta habla. “Levántate y ve a Nínive y proclama contra ella que su maldad ha subido hasta mí” (1,2). Jonás proclamará la inminente destrucción de Nínive (3,4). Pero no es ese el mensaje de Dios. Dios envía a su profeta a la gran ciudad para advertirle que su maldad ha subido a los cielos, llamando su atención. Es una advertencia para llamar a sus habitantes a conversión. La sentencia de destrucción aún no está sellada. Más aún, Dios no quiere la destrucción, sino la conversión y la vida de los ninivitas, como invitación también a Israel a seguir sus pasos. Nínive es una gran metrópoli, conocida por su potencia y maldad, sin embargo sus habitantes no se mostrarán orgullosos, sino que se abrirán al mensaje del profeta desconocido. Los actos malvados de los ninivitas han llegado a los oídos de Dios, están ante él, acusándoles. Ante Dios están presentes los actos de maldad, que realizarán contra Israel, llevando al destierro a las diez tribus del norte. El pecado de Nínive es la violencia (3,8), el pecado que siempre grita desde la tierra, llegando hasta los oídos de Dios: “Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo” (Gn 4,10), le dice Dios a Caín. “De nada sirve que
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asesinemos a nuestro hermano y luego tapemos su sangre” (Gn 37,26), dice Judá cuando los hijos de Jacob quieren dar muerte a su hermano José. La sangre seguirá gritando hasta que “la aspersión purificadora de la sangre de Jesús, que habla mejor que la de Abel” restablezca para siempre la alianza de Dios con los hombres. Hasta entonces seguirá resonando el grito de Job: “¡Tierra, no cubras tú mi sangre y no quede en secreto mi grito!” (Jb 16,18). Pero la violencia de Nínive, según el Midrash, es una maldad reciente, por lo que Dios busca su salvación. Nínive es una gran ciudad ante Dios (3,3). Aún no ha colmado la medida de sus pecados como la generación del diluvio, que “estaba corrompida en la presencia de Dios y llena de violencias. Dios la miró y la vio viciada, pues todo hombre tenía una conducta viciosa sobre la tierra” (Gn 6,11-13) o la conducta de los habitantes de Sodoma y Gomorra, cuyo “pecado era gravísimo” (Gn 18,20), “a las que Dios condenó a la destrucción, reduciéndolas a cenizas, poniéndolas como ejemplo para los que en el futuro vivirían impíamente; aunque libró a Lot, el justo, oprimido por la conducta licenciosa de aquellos hombres disolutos, pues este justo, que vivía en medio de ellos, torturaba día tras día su alma justa por las obras inicuas que veía y oía” (2P 2,6ss). Dios envía a Jonás a Nínive con la esperanza de que su palabra toque el corazón de los ninivitas y se conviertan de su maldad. Dios tiene en su mente servirse de Asiria en la historia de Israel, su pueblo. Ha destinado a Asiria a ser el bastón de su ira: “Asur, bastón de mi ira, vara de mi furor en mi mano. Contra gente impía voy a guiarlo, contra el pueblo de mi cólera voy a mandarlo, a saquear saqueo y pillar pillaje, y hacer que lo pateen como el lodo de las calles” (Is 10,5-6). Asiria será el instrumento con el que Dios ejecutará su juicio contra las rebeldías de su pueblo, el reino del Norte. Asiria, sin saberlo, al llevar al exilio a las diez tribus, cumplirá, como un siervo, los designios de Dios. Pero si Asiria hubiese permanecido en la maldad de los tiempos de Jonás, no hubiera podido ser instrumento de Dios, para actuar sobre su pueblo. Por ello Dios envía a Jonás a Nínive, capital de Asiria, a exhortar a sus habitantes a la conversión. En el fondo Dios tiene siempre en mente a su pueblo elegido. Los habitantes de Nínive son los primeros beneficiarios del don de la conversión. Pero ellos no son más que un instrumento en las manos de Dios en favor de Israel. Su conversión, seguida del perdón, será una invitación permanente a la conversión para Israel, donde cada año se proclama esta palabra de salvación. Jonás, enviado a Nínive, a un pueblo extranjero y enemigo de Israel, muestra que Israel ha sido elegido con una misión para todas las naciones: enviado a anunciar y a llevar la salvación fuera de los confines de Israel. A pesar de su resistencia, Jonás es la expresión del primer envío misionero a los paganos. Jonás huye, pero en su huida conduce a Yahveh a los tripulantes de la nave, que pertenecen a “las naciones” y, después, a los ninivitas, que se convierten a Yahveh y experimentan su perdón. Israel, los profetas de Israel y todos los llamados por Dios son elegidos para llevar un mensaje de salvación a las naciones: dar a conocer a Dios a todos los pueblos de la tierra. Cuando quieren acaparar para sí la salvación, negándose a la misión de salvación para todos los hombres, son rechazados por Dios. Cuando Israel se niega a su misión, Dios le rechaza y en su lugar entran las naciones.
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2. HUIDA A TARSIS Para Israel cuanto concierne a la fe ha de ser recibido. Ninguna interpretación de la Escritura tiene validez si no está integrada en el cauce de la tradición. El Targum y el Midrash son el resultado de una tradición. Conscientes de la insondable riqueza de la Escritura y de los límites de quien la escucha o comenta, van creando una cadena de interpretación, algo así como “una conversación ininterrumpida”. Puestos en sintonía con la Torá y respondiendo a ella, se va recreando la palabra que Dios ha dado “una vez” para siempre. El intérprete de la Escritura no sólo recoge y repite lo recibido, sino que lo recrea, actualizándolo. Las repeticiones son necesarias, pero son siempre nuevas, vivas. De este modo, un enano (cada uno de nosotros) subido sobre las espaldas de un gigante (la tradición) puede ver horizontes inmensos y nuevos. Según el Talmud de Jerusalén, el mensaje profético le llega a Jonás mientras está participando en la fiesta de Sukkot, en el templo de Jerusalén, aunque Jonás vivía en Samaría. Jonás era un profeta celoso, que amaba con todo el corazón su misión. Era para él el don más grande que le había tocado en su vida, pues amaba a Yahveh, y ser su mensajero, su boca, le exaltaba hasta el colmo de la alegría. Formado en la escuela de los profetas, reconocía la Voz de Dios y se complacía en transmitirla fielmente. Su palabra era clara y convincente. Por ello le había llenado de enojo sintirse llamar “falso profeta”. ¿Cómo se había ganado el sobrenombre de “falso profeta”? Escuchemos la nueva explicación: Samaría, capital del reino de Israel, había abandonado la observancia de la Ley: los comerciantes robaban en el peso y en el precio de sus mercancías, los testigos testificaban con falsedad en los juicios, los poderosos abusaban de su autoridad y los débiles se entregaban a prácticas de magia... Un buen día Dios perdió la paciencia y llamó a Jonás: -Alzate, Jonás, y recorre las calles de la ciudad. Di a los habitantes de Samaría que, si no se convierten, hacen penitencia y cambian de vida, volviendo a la vía recta, les destruiré junto con su ciudad. Jonás obedeció a Dios y predicó con tal celo que los samaritanos se arrepintieron y Dios renunció a su amenaza. Pero, después de algún tiempo, los samaritanos volvieron a las andadas. De nuevo Dios comunicó a Jonás su indignación y Jonás predicó por las calles de Samaría. Sus palabras de fuego impresionaron a los samaritanos, que una vez más se convirtieron y Dios les perdonó. Así se repitió varias veces el ciclo: pecado, predicación, conversión, perdón y, de nuevo, el mismo proceso. Los samaritanos, a parte pequeños lapsos de tiempo en que vivían en fidelidad, se comportaban cada vez peor, sabiendo que Dios les amenazaría pero ya les avisaría Jonás y se librarían del castigo. De este modo empezaron a burlarse del profeta, señalándole con el apodo de “falso profeta”, pues nunca se cumplían sus palabras de amenaza. Jonás se sentía terriblemente molesto y su irritación crecía cada hora, pues apenas ponía los pies fuera de casa, encontraba alguien que le saludaba: -¿Qué amenazas nos anuncias hoy, falso profeta? Los niños, apenas le veían, gritaban a coro: -¡Ahí viene el falso profeta! Para huir de esta persecución, que le desgarraba los oídos y el alma, Jonás no sabía donde esconderse. En este estado, un día le llegó, clara como siempre, la voz de Dios:
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-Alzate, Jonás, y ve a Nínive, la gran ciudad. Di a los ninivitas que su maldad ha colmado toda medida y que se ha agotado mi paciencia. Como he creado el cielo y la tierra, Yo les destruiré con toda su ciudad. Apenas Dios terminó de hablar, Jonás corrió a casa. Metió en una mochila sus vestidos y el dinero que poseía y salió a la calle sin detenerse siquiera a cerrar la puerta a sus espaldas. A todo correr cruzó la ciudad y se detuvo un momento para orientarse. Sabía que Nínive se encontraba a la derecha, detrás de las montañas. Se dirigió, pues, a la izquierda y, mientras corría con la lengua fuera y la mochila al hombro, iba borbotando: -Basta ya de predicar al viento. Si los habitantes de Samaría, hebreos que creen en Yahveh y nunca han pasado ciertos límites en su pecado, se comportan como se comportan, ¿qué puedo esperarme de los ninivitas? Ya sé cómo terminará todo. Nínive se divertirá fingiendo hacer penitencia y Dios los perdonará, ganándome la fama de falso profeta también entre los gentiles. Jonás se dice todo esto sin dejar de correr en dirección opuesta a Nínive. Pero muy pronto le asalta el interrogante: ¿Dónde huir de Yahveh, que ha creado el cielo y la tierra y, por tanto, conoce hasta sus más ocultos rincones y los controla totalmente? En su atolondramiento, Jonás se responde a sí mismo: -Ningún profeta ha escuchado su Voz en el mar. Pues bien, me refugiaré en el mar. Allí al menos no hay nadie a quien profetizar amenazas que nunca se cumplen. Hizo una pequeña desviación y se dirigió a Jafa. A mediodía llegó al puerto, sudoroso y hambriento. No se había detenido a admirar los palacios ni a curiosear en los mercados, rebosantes de mercancías. No se dejó seducir por los reclamos de los vendedores ambulantes ni por el olor a pan caliente y a bollos que desprendían los hornos. Estaba agotado, hambriento y muerto de sed, pero no tenía ningún deseo de perder el tiempo en comer o beber. El temor de oír de nuevo la Voz le quemaba los pies y el espíritu. No se detuvo hasta que se halló sobre el último escollo del muelle. Ahí se detuvo, pues en las escuelas proféticas que había frecuentado, no le habían enseñado a caminar sobre las aguas como hacía Eliseo. “En Joppe encontró un barco que salía para Tarsis” (1,3), dice la Escritura. Pero el Midrash no pone tan fáciles las cosas. Desde el muelle Jonás miró a lo largo de toda la costa y en todo el horizonte que alcanzaba su vista no había ni una nave, pues el último barco, de los que hacían la travesía Joppe-Tarsis, había partido dos días antes de su llegada. Entonces Dios entra en el juego de Jonás. Mientras Jonás se frota los ojos, Dios, que le está observando desde lo alto, decide intervenir y, en un abrir y cerrar de ojos, aparece una nave justo enfrente del profeta desconcertado. Para ponerle a prueba, Dios le facilita la huida. Suscita en el mar una gran tempestad, que obliga a un barco a regresar al puerto. Jonás, al verle, se alegra. En contradicción con su pretensión de huir de Dios, Jonás ve en el hecho una aprobación de sus planes de fuga. Dios y Jonás se unen en el mismo juego. Jonás, sin pensarlo, da un salto y se ve, con toda su persona y su mochila, en el puente de mando, donde le espera un espectáculo que no se imaginaba. En lugar de pensar en atracar la nave, los tripulantes están discutiendo todo agitados, señalando el cielo y el mar. Se trata de una tripulación de lo más extraña. La componen hombres de todos los colores, diferentes unos de otros como el día de la noche, el sol de la luna, el agua del fuego. Cada uno se expresa en su propia lengua, sin que halla dos que hablen el mismo idioma, aunque se entienden entre ellos como si todos hablaran la
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misma lengua. La verdad es que Jonás presta poca atención a estos hechos tan extraños. Les observa por un momento, justo hasta que distingue entre ellos al capitán de la nave. Sin más se presenta ante él. El capitán estaba abstraído, olfateando el viento. Jonás tiene que tirarle por dos veces de la manga para que se dé cuenta de su presencia. Cuando le ve, no muestra ninguna sorpresa, ni se maravilla ni pregunta cómo ha hecho para subir a bordo. Se dirige a Jonás, concluyendo en voz alta los razonamientos que se estaba haciendo: -Un golpe de viento, ¿entiendes? Un solo golpe de viento nos ha hecho retroceder el trayecto de dos días. Era como si la nave volara. Parecía que se iba a romper en dos el cielo. Y ahora, que hemos vuelto al punto de partida, el viento se ha calmado en esta brisa suave, y el mar sereno es una invitación a navegar. Jonás, que no ha abierto la boca, ve en cuanto dice el capitán la mano de Dios, llevando con la tempestad la nave al puerto sólo para él. De ello Jonás concluye, con extraña lógica, que Dios aprueba su huida. Seguramente le ha pedido que vaya a Nínive para ponerlo a prueba. En su angustia brilla un rayo de alegría. Contento dice al capitán: -¡Quiero partir con vosotros! ¿Cuando zarpamos? -Por mí inmediatamente, replica el capitán. Pero date cuenta que nosotros nos dirigimos a Tarsis, un archipiélago perdido en medio del mar. Jonás no hubiera podido pedir nada mejor. Para evitar que el capitán retardase la partida, le entrega, como paga por el viaje, todo el dinero que poseía: cuatro mil monedas de oro, que era el valor de toda la nave. El capitán, a su vez, temiendo que un pasajero tan espléndido se volviera atrás y reclamase su dinero, se puso en movimiento inmediatamente, llamando al orden a la tripulación: -¡Se parte! Jonás “pagó el pasaje y se embarcó para ir con ellos a Tarsis” (1,3). Jonás está tan ansioso de partir, dice el Midrash, que pagó todos los puestos disponibles del barco. Generalmente un barco que llega a un puerto no parte de nuevo inmediatamente, sino que espera unos días hasta conseguir un número suficiente de pasajeros que compense la travesía. Jonás, para no esperar, paga el alquiler del barco y lo paga antes de embarcarse, contra la costumbre de pagar en el momento de descender de la nave, al final del viaje. Así, pues, embarcado, se unió a cuantos estaban en el barco, “para ir con ellos a Tarsis, lejos de Yahveh” (1,3). La llamada y envío que Dios hace a Jonás coincide con la de otros profetas, pero no la respuesta de Jonás. “Jonás se levantó para huir a Tarsis, lejos de Yahveh” (1,3). Tarsis es la ciudad fundada por los antiguos colonos orientales en el extremo Occidente entonces conocido y que los griegos llamaron Tartessos. Con Tarsis comerciaron primero los fenicios y más tarde los griegos; los primeros, con sus grandes naves comerciales; y los segundos, con naves ligeras. Desde el siglo X a.C. hay amplias noticias sobre la actividad comercial de los fenicios con el pueblo de Tarsis. Los tirios llevaban de Tarsis oro, plata, plomo y estaño. Siguiendo los pasos de los fenicios llegaron también los griegos a Occidente y conocieron el reino de Tartessos. La llegada de los cartagineses, en el siglo VI a.C., llevó a Tarsis a la ruina.
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Primero la destruyeron y luego la hicieron olvidar. Se quedaron con sus lugares y con sus riquezas, cerrando la puerta de Occidente a los griegos y a los romanos, hasta que éstos al fin la abrieron, en el 206 a.C. En ese momento Tarsis había entrado ya en el terreno de la leyenda. La Biblia incluye a Tarsis en sus listas de pueblos antiguos. La conoce por su comercio con los fenicios y por su industria de metales. Jeremías afirma que las gentes, para hacerse sus ídolos, “importaban de Tarsis plata laminada y oro de Ofir” (Jr 10,9). Y Ezequiel, en su elegía sobre Tiro, dice: “Tarsis era cliente tuya, por la abundancia de toda riqueza: plata, hierro, estaño y plomo daba por tus mercancías” (Ez 27,12). En otro momento vuelve a recordar a los “comerciantes de Tarsis”, que trafican con ricos metales (Ez 38,13). Además de estos aspectos industriales y comerciales, la Biblia hace referencia a Tarsis, como lo más lejano del extremo Occidente. Isaías, irónicamente, dice de Tiro que con tanto viajar hacia Tarsis ahora se encuentra sin remedio abocada a la ruina: “En cuanto se oiga la nueva en Egipto, se dolerán de las nuevas de Tiro. Pasad a Tarsis, ululad, habitantes de la costa: ¿Es ése vuestro emporio arrogante, de remota antigüedad, cuyos pies le llevaron lejos en sus andanzas?” (Is 23,5-7). El salmista ve a los reyes de Tarsis viniendo desde lejos a Jerusalén y trayendo tributos al rey Mesías: “Ante él se doblará la Bestia, sus enemigos morderán el polvo; los reyes de Tarsis y las islas traerán tributo. Los reyes de Sabá y de Seba pagarán impuestos; todos los reyes se postrarán ante él, le servirán todas las naciones” (Sal 72,9-11). También Isaías anuncia que los tesoros de oriente enriquecerán y adornarán a Jerusalén hasta hacerla esplendorosa: “Los barcos se juntan para mí, los navíos de Tarsis en cabeza para traer a tus hijos de lejos, junto con su plata y su oro, por el nombre de Yahveh, tu Dios, y por el Santo de Israel, que te hermosea” (Is 60,9). Para la Biblia son, sobre todo, famosas las “naves de Tarsis”. Poseer “naves de Tarsis” es símbolo de grandeza: “Todas las copas de beber del rey Salomón eran de oro y toda la vajilla de la casa Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no se estimaba en nada en tiempo del rey Salomón, porque el rey tenía una flota de Tarsis en el mar con la flota de Jiram, y cada tres años venía la flota de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales. El rey Salomón sobrepujó a todos los reyes de la tierra en riqueza y sabiduría” (1R 10,21-23). Las citas en que aparecen las naves de Tarsis se pueden multiplicar: 1R 22,49; Is 23,1; Sal 48,8. A partir de los descendientes de Jafet se poblaron las islas (Gn 10,2-5). Entre ellas, lejos de Israel está la isla de Tarsis, situada con su flota comercial en el corazón del mar (Ez 27,25), famosa por la abundancia de toda riqueza. Pero el viento de Dios “destroza los navíos de Tarsis” (Sal 48,8), navíos para largas travesías, que podían llegar hasta la lejana Tarsis, haciendo escala en la ciudad de Tiro. Tarsis, la ciudad a donde Jonás intenta huir, es un símbolo. Tarsis no es una ciudad concreta, sino un nombre y un recuerdo, signo de la lejanía. Para los israelitas era como el límite extremo del mundo. Es el lugar opuesto a Nínive. Si uno busca alejarse de la Nínive asiria y huir hasta de Yahveh, ¿qué podía elegir mejor que Tarsis? No hay lugar más distante. Es tan distante que nunca se llega a él. Es casi como ir a ninguna parte. Sea cual sea el lugar donde Jonás desea dirigirse, ciertamente se embarca en la dirección opuesta a Nínive. Nínive se halla al nordeste y Jonás huye hacia el oeste. Jonás es el profeta sorprendente que, en lugar de dirigirse a la Nínive de los asirios, la ciudad populosa y corrupta del Oriente mesopotámico, y llamarla a conversión, se embarcó hacia Tarsis, la ciudad semiperdida en la penumbra del extremo Occidente.
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A los ojos de Jonás, Tarsis representa, pues, el confín del mundo. Jonás, para sustraerse a su misión, huye lo más lejos posible de Dios, fuera de Israel. Ante la misión que Dios encomienda a sus siervos los profetas, varios de ellos se echan a temblar, sintiéndose incapaces de llevarla a cabo. Buscan excusas y ponen obstáculos a la misión. Moisés se encara con Dios y busca todas las excusas posibles para que Dios mande a otro, pues nadie le creerá como enviado, pues es “un hombre que no sabe hablar”. Pero a la postre se deja convencer por las razones que Yahveh le da y por los poderes que le concede: Respondió Moisés y dijo: No van a creerme, ni escucharán mi voz; pues dirán: No se te ha aparecido Yahveh. Díjole Yahveh: ¿Qué tienes en tu mano? Un cayado, respondió él. Yahveh le dijo: Echalo a tierra. Lo echó a tierra y se convirtió en serpiente; y Moisés huyó de ella. Dijo Yahveh a Moisés: Extiende tu mano y agárrala por la cola. Extendió la mano, la agarró, y volvió a ser cayado en su mano... Para que crean que se te ha aparecido Yahveh, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Y añadió Yahveh: Mete tu mano en el pecho. Y le dijo: Vuelve a meter la mano en tu pecho. La volvió a meter y, cuando la sacó de nuevo, estaba ya como el resto de su carne. Así pues, si no te creen ni escuchan la voz por la primera señal, creerán por la segunda. Y si no creen tampoco por estas dos señales y no escuchan tu voz, tomarás agua del Río y la derramarás en el suelo; y el agua que saques del Río se convertirá en sangre sobre el suelo. Dijo Moisés a Yahveh: ¡Por favor, Señor! Yo no he sido nunca hombre de palabra fácil, ni aun después de haber hablado tú con tu siervo; sino que soy torpe de boca y de lengua. Le respondió Yahveh: ¿Quién ha dado al hombre la boca? ¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo, Yahveh? Así pues, vete, que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir. El replicó: Por favor, envía a quien quieras. Entonces se encendió la ira de Yahveh contra Moisés, y le dijo: ¿No tienes a tu hermano Aarón el levita? Sé que él habla bien; he aquí que justamente ahora sale a tu encuentro, y al verte se alegrará su corazón. Tu le hablarás y pondrás las palabras en su boca; yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que habéis de hacer. El hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tú serás su dios. Toma también en tu mano este cayado, porque con él has de hacer las señales (Ex 4,1-17).
La misma resistencia a la vocación manifiesta Gedeón: “Perdón, Señor mío, ¿cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo el último en la casa de mi padre” (Ju 6,15). Jeremías, como Moisés, objeta que no sabe hablar. Se siente como un niño, que no sabe sino balbucear y la gente le infunde pavor: “¡Ah, Señor Yahveh! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho” (Jr 1,6). Pero también Jeremías acepta la misión, aunque luego se queje de que Yahveh le ha convertido en “hombre de discordia y de contienda”o de que “le ha seducido” (Jr 15,10; 20,7). Su confesión es impresionante: “Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón, porque se me llamaba por tu Nombre Yahveh, Dios Sebaot” (Jr 15,16). “Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque trataba de ahogarlo, no podía” (Jr 20,9). El camino de los profetas es casi siempre una subida al Calvario. Elías es perseguido por Jezabel (1R 19); Miqueas, el hijo de Yimlá, fue encarcelado por el rey Agab (1R 22,26-27); Amós fue expulsado de Betel (Am 7,11ss); y Jeremías se vio desgarrado por la misión a la que no podía sustraerse (Jr 15,10.18; 20,9.14; 36-44). Ahora bien entre el temor de Moisés, Gedeón y Jeremías y la actitud de Jonás hay una gran diferencia. Jonás no discute con Dios. Se aleja de Dios y huye en la dirección opuesta, rechazando la misión. Su movimiento de bajada marca el alejamiento de Dios. Mientras que la maldad de los ninivitas sube hacia Dios, Jonás desciende a Jafa, baja al barco, en el barco baja a la bodega hasta hundirse en el sueño. Jonás se niega a existir como mensajero de
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Yahveh, el Dios de Israel, que se interesa de todos los pueblos, que se preocupa de los ninivitas. Jonás no dice nada, pero intenta escapar de la presencia de Yahveh. Huye hacia el lejano Tarsis del extremo Occidente, aunque ya los profetas, testigos de la presencia universal de Yahveh, habían proclamado la imposibilidad de situarse fuera de su alcance: “Aunque penetren en el seol, mi mano los sacará de allí; aunque suban hasta el cielo, yo los haré bajar de allí; si se esconden en la cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan a mis ojos en el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la serpiente que los muerda” (Am 9,23). A Jeremías se le presenta como quien habita en todos los lugares y en la historia de todas las naciones: “¿Soy yo un Dios sólo de cerca - oráculo de Yahveh - y no soy Dios de lejos? ¿O se esconderá alguno en escondite donde yo no le vea? ¿Los cielos y la tierra no los lleno yo?” (Jr 23,23-24). Para llevar la salvación a las naciones Dios llamó a Abraham y a todos sus hijos: “Dijo entonces Yahveh: ¿Por ventura voy a ocultarle a Abraham lo que hago, siendo así que Abraham ha de ser un pueblo grande y poderoso, y se bendecirán por él los pueblos todos de la tierra?” (Gn 18,17-18). Por la obediencia de Abraham su descendencia será una bendición para todas las naciones: “Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz” (Gn 22,18; 28,14). Pero Jonás, hebreo, hijo de Abraham, no responde con la fe de Abraham: “Yahveh dijo a Abram: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra. Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahveh, y con él marchó Lot. Tenía Abram 75 años cuando salió de Jarán” (Gn 12,1-4). Jonás rechaza la misión divina, sin aceptar su palabra. Como Abraham deja su patria, paga un buen precio, pero no para ir donde Dios le ha mandado, sino para huir “lejos del Señor”. El Talmud dice que huyó del país donde reside la Shekinah, es decir, la presencia de Dios. Huir lejos de la faz del Señor es lo contrario de la actitud del verdadero profeta, que siempre “está ante la faz de Yahveh” (1R 18,15; 22,21; Jr 15,19; 18,20). En realidad la expresión “lejos de la faz de Yahveh” sólo aparece otras dos veces en la Escritura, referidas las dos a Caín. Caín, después de asesinar a su hermano Abel, bajo el peso de la maldición, exclama ante Yahveh: “Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará... Caín salió de la presencia de Yahveh, y se estableció en el país de Nod, al oriente de Edén” (Gn 4,13-16). No es éste el único parentesco entre Jonás y Caín. Negarse a llevar un mensaje del Señor es lo mismo que matar al hermano. Y quien se enoja con el hermano se enemista también con Dios. Jonás y Caín son dos personas que fruncen el ceño, se irritan contra Dios y Dios les interroga por los motivos de esa cólera: “Se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro. Yahveh dijo a Caín: ¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?” (Gn 4,5-6). Lo mismo hará con Jonás (4,4). Ambos abandonan la tierra de Israel y huyen vagabundos (Gn 4,14). Jonás acoge la misión que Dios le confía de la misma manera que Caín su castigo. Jonás es como Caín en estado de rebeldía y de cólera contra Dios. Pero sobre uno y otro reposa la mano protectora de Dios, que no abandona al pecador, ni siquiera al fratricida Caín (Gn 4,15) ¡Pobre Jonás, que quiere alejarse del Señor, huyendo a Tarsis! Hasta Tarsis se extiende la presencia del Señor. Un día brillará en ella la gloria del Señor, como anuncia el
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profeta Isaías: “Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria. Pondré en ellos una señal y enviaré de ellos algunos escapados a las naciones: a Tarsis, Put y Lud, Mések, Ros, Túbal, Yaván; a las islas remotas que no oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones” (Is 66,18-19). El salmista conoce la presencia universal de Dios y la canta. No se siente acosado por ella, sino que se goza al verse protegido por su sombra en todas partes: “¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: ¡Me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día” (Sal 139,7-12). Jonás, profeta de Dios, entiende perfectamente la misión encomendada. El sabe que no se trata simplemente de anunciar la inmediata destrucción de Nínive, sino más bien de una llamada a conversión. Y sabe también que, una vez convertida, Dios estará dispuesto a perdonarla. Según los maestros de Israel, apenas escucha el mensaje de Dios, Jonás se hace los siguientes razonamientos: Si las naciones están prontas al arrepentimiento y yo, con mi predicación, consigo que se conviertan de su mala conducta, entonces yo me convierto en un acusador de Israel, que sigue insensible a todas las exhortaciones de los profetas. Por tanto, si llevo a término mi misión, los habitantes de Nínive se convertirán y Dios les librará de su cólera, que caerá sobre Israel. Y además si anuncio la destrucción de Nínive y, por mi anuncio, ellos se arrepienten y Dios les libra de la destrucción, yo seré acusado de falso profeta y, de este modo, hasta el nombre de Dios será profanado. Al despreciar a su enviado, despreciarán igualmente a quien le ha enviado. Los orgullosos e impíos no atribuirán nunca la anulación del decreto divino a la conversión, sino que pensarán que la profecía era falsa o que Dios no tiene poder para llevarla a cabo. Jonás, en su intuición profética, comprende que, por su culpa, tras la conversión y perdón de los ninivitas, el perjudicado será Israel. Los ninivitas, con su conversión, se merecerían el título de “bastón de la cólera de Dios”, convirtiéndose en el instrumento del castigo de Israel. Por ello, Jonás busca en todas las formas alejarse de Nínive, aceptando incluso que le arrojen al mar (1,12), antes que fabricar el instrumento de la aniquilación de Israel. Jonás defiende al hijo (Israel) frente al Padre (Dios), arriesgando su propia vida con tal de salvar a Israel. Esta interpretación rabínica la recoge también San Jerónimo: “El profeta sabe, por inspiración del Espíritu Santo, que la penitencia de los paganos es la ruina de los judíos. Por eso, como buen patriota, más que envidiar la salvación de Nínive, rehúsa la perdición de su pueblo”. Jonás, el profeta rebelde, busca todas las excusas para huir de su misión. Pero, como profeta de Dios, no se equivoca. Jesucristo mismo interpela a los escribas y fariseos con el ejemplo de los ninivitas: “¡Generación malvada y adúltera! Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás y aquí hay algo más que Jonás” (Lc 11,29ss; Mt 12,41). Dios confía a Israel una misión de salvación para toda la humanidad, e Israel, celoso de sus privilegios, se niega a cumplir su misión. En lugar de responder a Dios, huye de él. Es lo que hace Jonás. Dios lo manda a Nínive y se embarca hacia Tarsis. En lugar de ir al extremo Oriente se encamina al extremo Occidente, colocando entre Nínive y él el mar. Más aún. Jonás no sólo huye y se mete en el mar para sustraerse a la misión, sino que se sumerge en el sueño, tratando de hundirse en el olvido, en la inconsciencia. El pecado en su profundidad es la evasión al sueño en el que el alma se precipita. El hombre, en el letargo del
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sueño, pierde la capacidad de escuchar la Palabra de Dios. Mientras huye al mar, su conciencia permanece despierta en el remordimiento. Aún puede llegarle el reclamo de Dios. Pero el sueño es la muerte de la conciencia. La luz de Dios no puede penetrar en él; es como caer en la nada. Jonás se hunde en las sombras de la nada que es el sueño. No sólo no lleva el mensaje de salvación, sino que él mismo cae en el abismo. Descendiendo al fondo de la nave Jonás rompe toda comunicación con los demás, con Dios y consigo mismo. Es como descender al fondo de la muerte. En la interpretación rabínica, buscando justificar la huida del profeta, la reacción de Jonás es vista también como expresión de su humildad. En el fondo se inspira en Moisés, el más humilde de los hombres. En su corazón se decía: Si Moisés se resistió en aceptar la llamada divina, por no sentirse a la altura de la misión que se le encomendaba de liberar a los hebreos, sacándoles de Egipto, ¿cómo voy a ser yo capaz de cumplir la misión que se me encomienda, enviándome entre los malvados? No, yo no soy capaz de ello; huiré donde Dios no se me pueda manifestar e insistir hasta convencerme como hizo con Moisés. Jonás huye, pues, de la presencia de Dios, es decir, se aleja de Israel, que está llena de la presencia de Dios. Para Jonás es claro de dónde huir, pero el problema es a dónde huir lejos de Dios. Busca un lugar donde no haya sido proclamada la gloria de Dios. Pero el salterio le enseña que “la gloria de Dios está por encima de los cielos” (113,4) e Isaías le dice que “toda la tierra está llena de su gloria” (Is 6,3). Por ello se decide a huir al mar, donde no ha sido proclamada la gloria de Dios. No es que Jonás crea que Dios no tiene dominio sobre el mar, pero al menos en la Escritura no se dice que allí haya sido proclamada su gloria. Esto le hace pensar que el mar no es el lugar propicio para que Dios se revele a sus profetas. En su huida prefiere, pues, la vía del mar a la vía del desierto, pues en el desierto, incluso fuera de Israel, Dios se ha revelado en otras ocasiones, como por ejemplo a Elías en la cueva del Horeb, donde Dios le encontró escondido y le dijo: “¿Qué haces aquí, Elías?” (1R 19,9). A bordo de una nave espera, pues, escapar de una segunda interpelación de Dios. Pero esto es ponerse tras los pasos de Caín, quien, al verse descubierto por Dios tras haber asesinado a su hermano, “huyó de la presencia de Dios” (Gn 4,16), le dio la espalda. Huir de Dios es salirse de sus designios, alejarse de su voluntad, sin poder jamás esconderse de él, como reconoce el mismo Caín: “¿Puedo acaso esconderme a tu mirada?” (Gn 4,14). ¿Es posible escaparse de Dios tan fácilmente como piensa Jonás? El hombre intenta siempre la huida. Mientras Dios no nos llama, es fácil frecuentar el templo, vivir cerca de Dios, hasta desear una vida piadosa. Pero cuando el Señor se fija en nosotros y nos llama, entonces nace el miedo y el deseo de escapar lejos de él. Cuando Dios se nos acerca, su presencia es fuego que abrasa. La vida entera es puesta en tensión. Todo queda patas arriba. Y lo grave es que Jonás puede poner entre Nínive y él el mar o el desierto, pero entre Dios y él, ¿que puede poner, si Dios está en todo lugar, dentro del mismo Jonás? Le seguirá como su misma sombra, aunque no fuera de él, sino en su interior. Dios le encontrará en su huida. Entre nosotros y lo que Dios nos ordena podemos poner toda la distancia que deseemos. Pero entre Dios y nosotros no hay distancia posible. Dios sigue con nosotros, en nosotros. Dios sigue y alcanza a todo fugitivo: Vi al Señor en pie junto al altar y dijo: ¡Sacude el capitel y que se desplomen los umbrales! ¡Hazlos trizas en la cabeza de todos ellos, y lo que de ellos quede lo mataré yo a espada: no huirá de entre ellos un solo fugitivo ni un evadido escapará! Si fuerzan la entrada del seol, mi mano de allí los agarrará; si suben hasta el cielo, yo los haré bajar de allí; si se esconden en la cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan a mis ojos en el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la Serpiente que los muerda; si van al cautiverio delante de sus
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enemigos, allí ordenaré a la espada que los mate; pondré en ellos mis ojos para mal y no para bien (Am 9,1-4).
Jonás, fugitivo, “baja a Joppe” (1,3), la antigua ciudad portuaria, hoy Jafa. Jonás vivía en Gat Jéfer, en el territorio de Zabulón (Jos 19,10-16). Cerca tenía el puerto de Ake, pero en su deseo de embarcarse hacia el confín de la tierra desciende hasta Joppe. Como hemos visto, el Talmud de Jerusalén explica el descenso de Jonás al puerto de Joppe diciendo que la llamada de Dios le llega, mientras está celebrando la fiesta de Sukkot en Jerusalén y, por ello, baja a Joppe, el puerto más cercano a Jerusalén. Desde luego el autor de la historia de Jonás ve el mundo desde Jerusalén. De todos modos, Jonás no hace más que descender, sea desde Gat Jéfer o desde Jerusalén. Su huida es siempre un descenso (1,3.5), una caída espiritual, que le llevará hasta tocar el fondo del abismo. Baja de Jerusalén a la costa, de la tierra al mar, del mar al fondo de la nave, desde la nave al vientre del pez, que le hace descender a los abismos del mar. El Targum Palestinense parafrasea Dt 30,12-13: “La Ley no está más allá del mar, para que uno tenga que decir: Ojala tuviéramos uno como el profeta Jonás que bajase a lo hondo del mar y nos la trajese”. Jafa es el puerto mediterráneo en donde Jonás piensa encontrar una embarcación que le lleve lejos de Nínive. De Jafa zarpaban navíos con destino a todos los puertos. Jafa, la hermosa, Joppe para los griegos, se encuentra en un lugar habitado desde la prehistoria. Se halla encuadrada en la tierra perteneciente a Benjamín, pero está en poder de los filisteos. Sin embargo, Jafa es el puerto que abastece desde el mar a Jerusalén. Por su puerto han llegado a Jerusalén los materiales que Salomón necesitó para la construcción del templo. El rey Hirán de Tiro selló con Salomón este pacto: “Nosotros, por nuestra parte, cortaremos del Líbano toda la madera que necesites y te la llevaremos en balsas, por mar, hasta Joppe, y luego tú mandarás que la suban a Jerusalén” (2Cro 2,15). Por ese mismo puerto llegaron los materiales requeridos para la edificación del segundo templo, después del exilio: “Se dio entonces dinero a los canteros y a los carpinteros; a los sidonios y a los tirios se les mandó víveres, bebidas y aceite, para que enviasen por mar a Joppe madera de cedro del Líbano, según la autorización de Ciro, rey de Persia” (Esd 3,7). Jonás, en su huida lejos de Dios, es símbolo de Israel. El significado de su nombre es “paloma”. Bajo el símbolo de la paloma, el profeta Oseas contempla a Israel: “Efraím es como una paloma ingenua y sin cordura; llaman a Egipto, acuden a Asiria. Adondequiera que vayan, yo echaré sobre ellos mi red, los cazaré como aves del cielo. ¡Ay de ellos, que de mí se han alejado!” (Os 7,11-13). Oseas retrata a Israel huyendo de Dios y, con ello, también de sí mismo, al pedir ayuda a quienes no pueden dársela, al contar con Egipto o Asiria, lugares que no están al alcance de Yahveh. Es lo que intenta Jonás. Pero Oseas dice que Efraím retorna como una paloma. Jonás es el profeta del retorno, de la conversión: enviado por Dios a anunciarla a los paganos. Jonás es Caín, el pueblo rebelde del desierto, el pueblo del becerro de oro, el pueblo indócil a la voz de los profetas, es también Elías deseándose la muerte o Job, que no comprende el actuar de Dios. Jonás presta su nombre y su voz a la comunidad de Israel, pueblo de Dios, enfrentado con la prosperidad de las potencias extrajeras, que le persiguen. Jonás es Jeremías que, seducido por Dios, se enfrenta con él: Me has seducido, Yahveh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Pues cada vez que hablo es para clamar: ¡Atropello!, y para gritar: ¡Expolio!. La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no
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podía (Jr 20,7-9).
Jonás es el profeta sorprendente. Es la paloma, según el significado de su nombe. La paloma es el ave elegida por Dios como símbolo de Israel. La paloma se distingue por su fidelidad a su compañero. Es la fidelidad que Dios busca en Israel: “Unica es mi paloma” (Ct 6,9). Para los rabinos Jonás es el símbolo de Israel, el pueblo fiel a su Dios. La fidelidad de Jonás es perfecta. Su fuga no se debe entender como un intento de romper sus lazos con Dios. Se trata, más bien, de la inútil pretensión de Jonás de reducir su gran receptividad profética. Piensa que en el mar, lejos de Israel, el espíritu profético no se posa sobre el hombre. Bajo esta luz apreciamos el enorme sacrificio soportado por Jonás al huir, renunciando a la profecía. Sólo un profeta está en grado de gustar plenamente la alegría de una experiencia profética. Jonás, que ha alcanzado ese grado de alegría, renuncia a él en favor de Israel. No quiere avergonzar a Israel, que se muestra insensible a su predicación, mientras Nínive acogería su llamada a la conversión. No es a Dios a quien Jonás rechaza. Si no le reconociera no tendría necesidad de huir de él. Lo que mueve a Jonás en su huida es la contemplación de su pueblo repleto de personas que se niegan a obedecer la palabra de Dios. ¡Ellos no sienten ninguna necesidad de abrirse un camino hasta Tarsis para huir de los mandatos divinos! Se burlan de ellos en Samaría, en Judea y hasta en la santa ciudad de Jerusalén. Jonás, en cambio, huye porque está cercano a Dios, cree en él y está lleno de celo por él. No escapa de Dios, sino que busca reducir su receptividad profética. Conoce el riesgo que corre al callar el mensaje de Dios para el pueblo. Sabe que se expone a la muerte, pero está dispuesto a perder su propia vida, con tal de obrar en favor de Israel. Elige el honor del hijo (Israel) antes que el del padre (Dios).
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3. LA TEMPESTAD EN EL MAR Dios dirige su palabra a Jonás. Jonás, para cerrar el oído a la palabra, se embarca hacia Tarsis. Pero el Dios de la Revelación es el Dios de la Creación, Señor de la Historia. Así Dios se hace presente en medio de la huida y deshace los planes de su profeta. Dios le atrapa con la tempestad en medio de su huida: “Yahveh desencadenó un fuerte viento sobre el mar” (1,4). Jonás huye de la presencia de Dios y Dios le alcanza con su espíritu, con el viento que desencadena la tormenta: “¿Dónde huiré yo lejos de tu espíritu? (Sal 139,7). Dios es designado con el término de Yahveh, que hace alusión al atributo de su misericordia, según la revelación hecha a Moisés: “Yahveh pasó por delante de él y exclamó: Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34,6-7). El viento, suscitado por Dios, es un viento favorable, que sopla desde la ribera hacia el mar, para que la nave no retorne hacia la tierra. El texto señala que no se trata de una tempestad normal, sino de una tempestad mandada por Dios; según el Midrash, únicamente sobre el barco de Jonás. El Dios invisible se hace visible en el viento, en el mar agitado, en los acontecimientos que suscita. Dios interpela al hombre a través del curso de los sucesos de la vida. “Y hubo una gran tempestad en el mar” (1,4).1 Las olas están a punto de hacer pedazos el barco. Sólo el barco de Jonás está a punto de naufragar, mientras que las demás embarcaciones prosiguen tranquilamente su navegación. Es un viento semejante al que se abatió únicamente sobre la casa del hijo mayor de Job, donde estaban sus hijos e hijas comiendo y bebiendo. “De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes” (Jb 1,19).. Toda la narración de la nave agitada por la tempestad es un eco de la descripción que hace Ezequiel de la destrucción de Tiro, vista como una nave en medio de las olas del mar: “Las naves de Tarsis formaban tu flota comercial. Estabas repleta y pesada en el corazón de los mares. A alta mar te condujeron los que a remo te llevaban. El viento de oriente te ha quebrado en el corazón de los mares. Tus riquezas, tus mercancías y tus fletes, tus marineros y tus timoneles, tus calafates, tus agentes comerciales, todos los guerreros que llevas, toda la tripulación que transportas, se hundirán en el corazón de los mares el día de tu naufragio. Al oír los gritos de tus marinos, se asustarán las costas... Ahora estás ahí quebrada por los mares en las honduras de las aguas. Tu carga y toda tu tripulación se han hundido contigo. Todos los habitantes de las islas están pasmados por tu causa. Sus reyes están estremecidos de terror, descompuesto su rostro” (Ez 27,25-28.34-38). El cuadro es grandioso: en primer plano, un barco zarandeado por la tempestad; en el barco, los marineros asustados y, en la bodega, Jonás dormido. Como ante el mar Rojo, “los israelitas alzaron sus ojos, y viendo que los egipcios marchaban tras ellos, temieron mucho y clamaron a Yahveh” (Ex 14,10), así “los marineros tuvieron miedo y se pusieron cada uno a invocar a sus dioses” (1,5). Los marineros son paganos, pero no ateos. Son incluso más religiosos que Jonás. El barco de Jonás se ve en peligro. Los marineros se agitan, mientras 1
En esa misma región San Pablo se encontró con una tormenta similar: “se desencadenó un viento huracanado llamado euroaquilón que arrastró la nave, y no pudiendo hacer frente al viento, nos abandonamos a la deriva” (Hch 27,14-15).
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que Jonás duerme en la bodega. Los marineros provenían de las setenta naciones, que representan a toda la humanidad. Por muy familiarizados que estuvieran con el mar, todos sienten el miedo en sus riñones. El mar se impone siempre al hombre con su inmensidad y la fuerza de sus aguas incontrolables. Por ello los marineros son siempre muy religiosos. El salmista se lo reconoce, aunque les invite a reconocer a Yahveh como el único Dios que salva: “Los que a la mar se hicieron en sus naves, llevando su negocio por las muchas aguas, vieron las obras de Yahveh, sus maravillas en el piélago. Dijo, y suscitó un viento de borrasca, que entumeció las olas; subiendo hasta los cielos, bajando hasta el abismo, bajo el peso del mal su alma se hundía; dando vuelcos, vacilando como un ebrio, tragada estaba toda su pericia. Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias; a silencio redujo la borrasca, y las olas callaron. Se alegraron de verlas amansarse, y él los llevó hasta el puerto deseado. ¡Den gracias a Yahveh por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán!” (Sal 107,23-31). “Allí un temblor les invadió, espasmos como de mujer en parto, tal el viento del este que destroza los navíos de Tarsis” (Sal 48,7-8). Se trata del viento de Yahveh que, “como viento del desierto, destroza las naves de Tarsis”. “Las naves naufragaron y no pudieron ir a Tarsis” (2Cr 20,37). La tempestad iba embraveciéndose y encrespándose cada vez más. Al verse al borde del desastre, cada uno de los marineros, que lleva los ídolos de su país, los saca y con ellos en las manos imploran que cese la tempestad. “Ignorando la verdad, no ignoran la providencia; y bajo el error de la religión, saben que alguien debe ser venerado” (San Jerónimo). Los marineros ya ha descubierto una causa trascendente en la tempestad, más allá de las causas naturales. Los comentarios rabínicos lo expresan diciendo que, mientras la tormenta les cierra el paso a ellos, pueden contemplar como otras naves pueden cruzar tranquilamente el océano. Esto les hace pensar que la desgracia se debe a la maldad de uno de la nave, maldad que ha subido a la presencia de Dios. Según el Midrash los marineros proclaman: “El dios que escuche nuestra súplica y nos libre del peligro será reconocido como el Dios verdadero”. Pero sus gritos de auxilio resultan vanos, pues la tempestad no se calma. Las olas siguen encrespándose cada vez más. Por eso, “para aligerar el barco, arrojan al mar la carga”, sin saber que la única carga que puede aligerar la nave es Jonás. El Midrash concreta en qué consiste esa carga, esos utensilios, que ya no les sirven de nada: los ídolos, que han manifestado su inutilidad ante la tempestad. “Mientras tanto, Jonás había bajado al fondo del barco”. Jonás no hace más que bajar, descender hasta el fondo. Mientras todos están en pie orando en su angustia, Jonás desciende a esconderse en la bodega del barco. Sabiendo, en el fondo de su corazón, que ha pecado contra Dios y que la tempestad es obra de Dios, no tiene el valor de orar a su Dios, como hacen los demás. No cree que Dios, de cuya presencia está huyendo, puede escuchar su plegaria en ese momento. Por eso no se le ocurre otra cosa mas que huir a esconderse en la bodega. Allí “bajó, se acostó y se durmió profundamente” (1,5). Es la forma más elocuente de desentenderse de toda la tragedia que se vive en el barco. Entregándose al sueño se prepara para la muerte, de la que se sabe merecedor. Como comenta San Jerónimo: “El hecho de dormir no es signo de seguridad, sino de angustia, como les sucede a los apóstoles en la pasión del Señor, que se durmieron por el peso de la tristeza (Lc 22,45)”. No se trata de un sueño normal, sino de un sueño profundo, como el de Adán, que no siente que Dios le extrae una costilla para formar a Eva, como el de Abraham en su visión del futuro (Gn 15), como el de Sísara antes de morir (Ju 4,21). Jonás ha perdido toda su lucidez,
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ni siquiera escucha la tormenta que amenaza su vida y la de sus compañeros. Parece que va a pasar de un último letargo a la muerte. Es lo que ya esperó Elías en su huida de Jezabel, cuando “se acuesta y se duerme” en el desierto bajo la retama (1R 19,5). Los sabios de Israel especulan sobre los motivos que llevan a Jonás a disociarse de la oración de los demás compañeros de barca. Por una parte Jonás teme que, al romperse el barco, tras el naufragio Dios le arrastre a la orilla del mar con el reflujo de las olas y le proponga de nuevo la orden de ir a Nínive. Para estar seguro de no sobrevivir al naufragio, Jonás desciende a la parte más baja del barco. De este modo, Jonás, siempre contradictorio, piensa también en salvar a sus compañeros. Sabiendo que es él el responsable de la violenta tempestad, está convencido de que apenas muera cesará el viento y se calmará el mar. Descendiendo a lo más bajo de la nave, está seguro de ser el primero en quedar anegado en las aguas, y así, con su muerte, los demás podrán salvarse. Otros dicen que Jonás está seguro de que es Dios quien ha suscitado la tormenta. El sabe que Dios puede calmar las olas del mar, si lo desea. Pero sabe también que él es el culpable de lo que ocurre. Pero, ¿cómo implorar a Dios, cuando está escapando de su presencia? ¿Cómo llamarle en su auxilio cuando él no quiere escuchar la llamada de auxilio de los ninivitas, que se hunden en el abismo de su maldad? ¿Cómo presentarse ante Dios si lo que busca es ocultarse de él? Hay quienes se preguntan cómo es posible dormirse profundamente en medio de una violenta tempestad. Pero de todos es conocido que el sueño es una forma de huida de la angustia asfixiante. Como ejemplo análogo se cita el sueño de Elías, al ser amenazado de muerte por Jezabel: “El tuvo miedo, se levantó y se fue para salvar su vida. Llegó a Berseba de Judá y dejó allí a su criado. El caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres! Se acostó y se durmió bajo una retama” (1R 19,3-5). También en este caso, el sueño es expresión de agotamiento físico y moral. Y en el sueño está también el mismo Dios, como ocurrió con Abraham: “Y sucedió que estando ya el sol para ponerse, cayó sobre Abraham un sueño profundo, y de pronto le invadió un gran sobresalto” (Gn 15,12). Y ya antes lo había hecho con Adán: “Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne” (Gn 2,21). Dios visita a sus elegidos en el sueño, aunque ellos no lo sepan, como hizo con Jacob en su huida de Israel hacia Paddán Aram: “Jacob salió de Berseba y fue a Jarán. Llegando a cierto lugar, se dispuso a hacer noche allí, porque ya se había puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal, y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que Yahveh estaba sobre ella, y que le dijo: Yo soy Yahveh, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía; y por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra; y por tu descendencia. Mira que yo estoy contigo; te guardaré por doquiera que vayas y te devolveré a este solar. No, no te abandonaré hasta haber cumplido lo que te he dicho. Despertó Jacob de su sueño y dijo: ¡Así pues, está Yahveh en este lugar y yo no lo sabía!” (Gn 28,10-16). El capitán constata que, mientras todos están orando a sus dioses, Jonás no está en la cubierta con ellos. Mientras los marineros se agitan en la cubierta, Jonás está tumbado sobre
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unos fardos de mercancías en la bodega de la nave. Apenas bajó al fondo de la nave se quedó profundamente dormido. Y sólo se despierta cuando dos fuertes brazos lo sacuden con violencia. Con los ojos aún cerrados, Jonás se siente balanceado en medio de los crujidos de la nave. Abre los ojos y se encuentra con los ojos, que se le salen de las órbitas, del capitán inclinado sobre él, que le grita: -Estamos suspendidos entre la vida y la muerte y tú ¿estás aquí durmiendo? -¿Que ocurre? -La más terrible y extraña tempestad. Pero, díme, ¿de dónde vienes y cuál es tu Dios? -Vengo del reino de Israel. Soy hebreo y adoro a Yahveh, el Dios Creador del cielo y de la tierra. -He oído hablar de él y espero que sea tan poderoso como decís vosotros los hebreos. Y gritando para hacerse oír en medio del estruendo de la tormenta, el capitán explica a Jonás: -Antes de tu llegada en esta nave éramos sesenta y nueve hombres, provenientes cada uno de un país distinto. Ahora, contigo, somos setenta, setenta representantes de las setenta naciones que pueblan la tierra. Cuando se desencadenó esta tempestad, todos hemos comprendido que no se trataba de una tormenta normal y nos hemos puesto a orar, cada uno a su dios. Nos dijimos: el dios que nos salve será venerado por todos como el único Dios, reconocido como el Dios verdadero. Hemos orado a nuestros dioses, pero ninguno ha respondido a nuestras súplicas. Ahora te toca a ti orar a tu dios. -“Levántate e invoca a tu Dios! Quizás Dios se apiade de nosotros y no perezcamos” (1,6). El capitán no puede comprender la inconsciencia de Jonás. Al encontrarle profundamente dormido se siente sorprendido de su indiferencia por su vida y la de todos los demás. Como un ateo que no tuviera ningún dios a quien invocar, Jonás se ha separado de la inquietud de todos, aislándose de ellos, cerrado en sí mismo con la llave del sueño. Sacudiéndole y empujándole hacia cubierta no deja de mascullar entre dientes: -Estamos todos entre la vida y la muerte y tú ¿no tienes nada mejor que hacer que echarte a dormir? Jonás sigue al capitán hasta el puente. Agarrado a una soga, con gran dificultad, logra mantenerse en pie, mientras las olas gigantescas zarandean la nave. Jonás, como si estuviera en la cima de una montaña, contempla el panorama que les circunda. En torno a la nave las olas amenazan con tragarse y deshacerlo todo. Más allá de su círculo agitado, el mar está tranquilo como una valsa de aceite. Las otras naves navegan tranquilas y, al parecer, ignorando cuanto está sucediendo a poca distancia de ellos. Apenas llega arriba, todos los tripulantes se vuelven a él, repitiendo todos a la vez las preguntas del capitan: -¿No te das cuenta que está en peligro la vida de todos?
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-¿A qué pueblo perteneces? - ¿Cuál es tu Dios? Nuestros dioses no responden a nuestras invocaciones, ¿cuál es el tuyo?. Jonás le responde: -Soy hebreo. Apenas oyen esta respuesta, se le refresca la memoria y le dicen: - ¿No hemos oído decir que el Dios de los hebreos es grande y que en una ocasión secó el mar Rojo para hacer pasar a pie a todo el pueblo? - ¡Levántate e invoca a tu Dios! Si tú le imploras con fervor quizás vuelva su pensamiento hacia nuestro estado precario, tenga piedad de nosotros y no seremos destruidos. Y, si hemos merecido este castigo, quizás, gracias a tu súplica, él cambie su parecer acerca de nosotros y nos salve. El puede cumplir un prodigio con nosotros como hizo con tus antepasados en el mar Rojo. Tú capacidad de dormir en un momento de tal peligro es señal de tu confianza en tu Dios. Estás seguro que él te ha de salvar, pídele que nos salve también a nosotros. Jonás levanta la vista y contempla a los sesenta y nueve tripulantes, con sus trajes diversos. Todos aprietan contra su pechos las imágenes de sus ídolos, a los que cada uno implora a su modo. Se acerca a ellos y, gritando para ser oído, les dice: -Yo no tengo ídolos, porque Yahveh, Creador del cielo y de la tierra, es un espíritu purísimo e infinito, que no puede ser encerrado en una imagen. Pero os puedo decir que ha sido él quien ha desencadenado esta tempestad por causa mía. Arrojadme al mar y la tempestad se calmará. Los marineros, en un principio, piensan que ha enloquecido por el susto. Jonás les aclara: -He desobedecido a Yahveh y no deseo que vosotros, inocentes, paguéis por mi culpa. Arrojadme al mar y se calmará su ira. Los tripulantes le escuchan y mueven la cabeza. Se niegan a cumplir un acto tan cruel. Pero como Jonás insiste, se dicen unos a otros: -“Ea, echemos a suertes para saber por culpa de quién nos ha venido este mal” (1,7). Que las suertes descubran al culpable. Viendo cómo las otras naves navegan tranquilamente, a ninguno le cabe la menor duda de que el culpable está sobre el barco. Por eso aceptan que la suerte decida. Es el procedimiento acreditado en la época para descubrir al culpable. Ciertamente la presencia en el navío de un culpable es un peligro para todos. Ante el desastre sufrido por Israel en la batalla contra Ay, Dios dice a Josué que el pecador está en medio del pueblo y es el culpable de la derrota del ejército de Israel. Le invita a descubrir al culpable, para darle muerte y el pueblo recobre la vida. Yahveh le dice a Josué:
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Israel ha pecado, también ha violado la alianza que yo le había impuesto. Y hasta se han quedado con algo del anatema, y lo han robado, y lo han escondido y lo han puesto entre sus utensilios. Los israelitas no podrán sostenerse ante sus enemigos; volverán la espalda ante sus enemigos, porque se han convertido en anatema. Yo no estaré ya con vosotros, si no hacéis desaparecer el anatema de en medio de vosotros. Levántate, purifica al pueblo y diles: Purificaos para mañana, porque así dice Yahveh, el Dios de Israel: El anatema está dentro de ti, Israel; no podrás mantenerte delante de tus enemigos hasta que extirpéis el anatema de entre vosotros. Os presentaréis, pues, mañana por la mañana, por tribus: la tribu que Yahveh designe por la suerte se presentará por clanes, el clan que Yahveh designe se presentará por familias, y la familia que Yahveh designe se presentará hombre por hombre. El designado por la suerte en lo del anatema será entregado al fuego con todo lo que le pertenece, por haber violado la alianza de Yahveh y cometido una infamia en Israel. Josué se levantó de mañana; mandó que se acercara Israel por tribus, y fue designada por la suerte la tribu de Judá. Mandó que se acercaran los clanes de Judá, y fue designado por la suerte el clan de Zéraj. Mandó que se acercara el clan de Zéraj por familias, y fue designado por la suerte Zabdí. Mandó que se acercara la familia de Zabdí, hombre por hombre, y fue designado por la suerte Akán, hijo de Karmí, hijo de Zabdí, hijo de Zéraj, de la tribu de Judá. Dijo entonces Josué a Akán: “Hijo mío, da gloria a Yahveh, Dios de Israel y tribútale alabanza; declárame lo que has hecho, no me lo ocultes. Akán respondió a Josué: En verdad, yo soy el que ha pecado contra Yahveh, Dios de Israel; esto y esto es lo que he hecho... Entonces Josué tomó a Akán, hijo de Zéraj, con la plata, el manto y el lingote de oro, a sus hijos, sus hijas, su toro, su asno y su oveja, su tienda y todo lo suyo y los hizo subir al valle de Akor. Todo Israel le acompañaba. Josué dijo: ¿Por qué nos has traído la desgracia? Que Yahveh te haga desgraciado en este día. Y todo Israel lo apedreó. Levantaron sobre él un gran montón de piedras, que existe todavía hoy. Así Yahveh se calmó del furor de su cólera. Por eso se llama aquel lugar Valle de Akor hasta el día de hoy” (Jos 7). Otro caso, en el que se recurre a echar las suertes, es el de Jonatán, hijo de Saúl (1S 14). También los marineros “echaron a suertes y la suerte cayó sobre Jonás” (1,7). Echaron las suertes no una, sino varias veces y la suerte cayó siempre sobre Jonás. No había la mínima duda de que el culpable era él. San Jerónimo dice que la suerte cayó sobre Jonás “por la voluntad de Aquel que guiaba las contingencias de la suerte”. Pero, aunque la suerte confirmó las palabras de Jonás, los marineros aún se negaban a arrojarlo al mar: -¡Morirás si te echamos al mar! ¿Quiénes somos nosotros para condenarte a muerte? ¡No sabemos nada de ti! -“Anda, cuéntanos tú, por quien nos ha venido este mal, cuál es tu oficio y de dónde vienes, cuál es tu país y de qué pueblo eres” (1,8). Asustados por la situación desean una narración completa y detallada, aunque en realidad lo único que desean saber es “por quién les ha venido esa desgracia que les ha caído encima”, es decir, contra quién ha pecado, para que haya provocado esa situación, quién es su Dios, al que sin duda ha ofendido gravemente para que haya desencadenado tal furia. Cuéntanos todo, para ver si podemos aplacarle de alguna manera y salvar nuestras vidas. Los marineros esperan una confesión similar a la de Akán. Jonás, sabiéndose culpable, les responde:
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-Arrojadme al mar y éste se calmará. Aterrorizados por la propuesta de Jonás, los marineros intentan una nueva vía de salvación. Llevan sobre el puente las mercancías y las arrojan al mar, para aligerar la nave. Pero cada fardo que cae al mar levanta una ola cada vez mayor, devolviendo la mercancía a la nave. Cansados de dar al mar lo que no desea, se dan por vencidos. Jonás les dice una vez más: -No hay nada que hacer. Arrojadme a mí, que es a quien espera el mar. Contra su voluntad ceden, pero sólo como prueba. Atan a Jonás con una soga por debajo de las asilas y lo descuelgan por un lateral de la nave. Apenas el pie de Jonás toca las aguas, el mar se calma. Pero apenas tiran de la soga, sacándolo de las aguas, la tormenta se desencadena con más furia que antes. Lo bajan de nuevo, esta vez hasta el vientre, y el mar se calma. Pero el sólo intento de subirlo de nuevo hace que una honda terrible se estrelle contra la nave, estremeciendo a todos. Resignados, se dirigen a Dios con una sola voz: -Perdónanos por lo que hacemos. Es este hombre quien nos lo pide y parece que esa sea también tu voluntad. Sueltan la soga y dejan a Jonás abandonado a su destino. Las aguas se le tragan y el viento se calma. Los tripulantes elevan sus ojos al cielo, contemplan el agua tersa y serena, olfatean el viento y, uno tras otro, toman sus ídolos y los arrojan al mar. *** La figura del profeta durmiendo en medio de la tempestad y despertado por el capitán tiene su paralelo en el Evangelio. Jonás es figura de Jesucristo. Un día Cristo vivirá con sus apóstoles esta misma experiencia: “Subió Jesús a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!. Díceles: ¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: ¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt 8,2327).
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4. “SOY HEBREO” En la historia de Jonás todo el mundo es simpático: los marinos paganos del naufragio, el rey de Nínive, los habitantes y hasta los ánimales; todo el mundo es simpático excepto el único israelita de toda la historia: ¡el profeta Jonás! Las suertes le han señalado como culpable de la tempestad que amenaza la vida de todos. Ahora le apremian con sus preguntas. Esperan su confesión. ¿De dónde vienes? Tu prisa por embarcarte, ¿se debía acaso a que estás huyendo por sentirte perseguido a causa de algún crimen cometido en tu país? ¿A qué pueblo perteneces? Quizás tu pueblo es el culpable y su Dios te persigue también a ti, aunque estés lejos de tus conciudadanos. En definitiva, ¿cuál es tu Dios y qué pecado has cometido contra él? Es probable que los marineros busquen empujar a Jonás a la conversión para que se salve él y les salve a ellos. Jonás les respondió: “Soy hebreo y temo a Yahveh, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra” (1,9). Jonás se presenta como “hebreo”, el nombre con que se define al pueblo de Dios, en oposición a todos los demás. Así se presenta José en Egipto: “Fui raptado del país de los hebreos” (Gn 40,15) y así le llama la mujer de Putifar: “¡Mirad! Nos ha traído un hebreo para que se burle de nosotros” (Gn 39,14). Dios mismo se define como el “Dios de los hebreos” cuando envía a Moisés ante el Faraón para pedirle que deje salir al pueblo (Ex 3,18). Después del exilio de las diez tribus del Norte, cuando la tribu de Judá se convierte en la parte principal de la nación, el término “judío” se hace sinónimo de hebreo en el lenguaje corriente. El término hebreo aparece ya en el Génesis para definir a Abraham, cuando habita junto a la encina de Mambré (Gn 14,13). Inicialmente con este término se designa a los habitantes de “la otra orilla” del Eufrates. En efecto, la palabra hebreo significa “del otro lado”. El Midrash afirma, por ello, que el nombre de hebreo subraya el hecho de que el mundo entero está de un lado, mientras que Abraham y sus descendientes están “de la otra parte”, es decir, solo, elegido, separado del conjunto de la humanidad, consagrado al servicio de Dios, mientras los otros pueblos se hallan inmersos en la idolatría. Jonás se confiesa hebreo, hijo de Abraham, el hebreo. Jonás está siempre, como hebreo, en la otra orilla. Es distinto de los demás profetas, distinto de los marineros, distinto de todos. Es singular, único ante Dios y ante los hombres. Jonás, como Jeremías (Jr 16,5-10 ), no ríe con los que ríen, ni llora con los que lloran. Como el profeta, Cristo, es siempre un signo de contradicción (Lc 2,34). Jesús también invita a sus discípulos a pasar a la otra orilla. Nos invita a estar en el mundo sin ser del mundo. Ciudadanos del reino de los cielos, pasamos por el mundo como peregrinos, como forasteros, como sal en medio de los hombres, como levadura en la masa. Siempre excéntricos, pues nuestro centro no está en la tierra, sino en Dios. Según el Midrash el término hebreo tiene su origen en uno de los antepasados de Abraham: Héber (Gn 10,25; 11,16-26). Pero no se llama hebreo a todos los descendientes de Héber, sino sólo a los descendientes de Abraham, que conservan la lengua hebraica. Los demás descendientes de Héber hablan arameo y por ello se les llama arameos, como “Labán el arameo” (Gn 25,20). Sólo la descendencia de Abraham, según la línea de Jacob, es designada con el nombre de hebreos. Precisando aún más, los sabios de Israel dicen que el nombre de hebreo se aplica únicamente a los descendientes de Héber por parte de padre y madre, y que viven en la “otra ribera del río”. Por ello Isaac es considerado hebreo y no Ismael, aunque sea también hijo de Abraham, pues su madre, Agar, era egipcia y no
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descendía de Héber. Sin embargo, para algunos sabios, reciben el calificativo de hebreo sólo quienes tienen la fe de Héber, descendiente de Sem. Jonás, presentándose como hebreo, reconoce que es descendiente y discípulo de Héber, pertenece a un pueblo sin oficio ni lugar de residencia fija, sino que se traslada de ciudad en ciudad para aprender y enseñar, sin ser nunca parte integrante de la población con la que vive. Jonás, presentándose como hebreo, invita a que se le vea como representante del pueblo hebreo, lo mismo que los demás son representantes de las naciones paganas. Su fe no está ligada a un lugar determinado, pues el hebreo “teme a Yahveh, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra” (1,9). La confesión de fe en Yahveh, Dios del cielo, presenta a Dios como Señor y Juez de todos los pueblos. Contra él ha pecado Jonás. Su confesión muestra el divorcio e incoherencia entre fe y vida: proclama el dominio universal de Dios y cree posible escapar de su presencia. Sin embargo, incluso contra su voluntad, Jonás, interpelado por los marineros, olvida su condición de profeta fugitivo y anuncia a los demás el mensaje de Dios: el es Señor de la tierra de donde huyo y del mar a donde huyo; desde el cielo gobierna el universo. Si Dios ha hecho el mar y la tierra, él es quien ha suscitado la tempestad y sólo él la calmará cuando desee hacerlo. Sólo entonces nos permitirá volver a tierra firme, obra también de sus manos. Jonás usa el verbo hacer y no crear, pues aunque Dios ha creado la tierra y el mar desde el primer día, les modeló dándoles una forma definitiva, que sirviera al hombre, en el tercer día, cuando puso un límite a las aguas (Gn 1,9). A esta acción se refiere Jonás. Dios, creador de la tierra y de los mares, es Señor de las aguas. Su dominio se extiende a todas partes. Con esta respuesta, Jonás reconoce implícitamente su estupidez al haber pretendido huir de Dios, embarcándose a través del mar. También en el mar le alcanza la mano de Dios. ¡Dios también ha hecho los mares! Es inútil su pretensión de ocultarse en el mar para librarse de la misión profética, que Dios le ha encomendado. La confesión de fe de Jonás en el “Dios de los cielos y la tierra” introduce a Yahveh en la historia, en los acontecimientos que están viviendo. Jonás, huyendo de Dios, en realidad le está reconociendo presente en lo que pasa. Irónicamente Jonás se hace testigo de la presencia de Yahveh allí en donde en principio suponía que no estaría. Sin pensarlo, se hace profeta de Yahveh para los marineros. A pesar suyo está dando testimonio de Dios ante los paganos y su testimonio no será vano. Jonás, con su huida y su ida a Nínive, con su canto agradecido y sus reproches irritados a Dios, está siempre ante Yahveh. En diálogo con Dios o interpretando los acontecimientos, Jonás no sale de la presencia de Yahveh. Y, mediante Jonás, Dios se hace presente en el mundo y en la historia. Jonás, en su actuar desconcertante, es siempre un profeta. Confiesa la soberanía de Dios sobre el cosmos, sobre las naciones y sobre todos los hombres. Esta fe en la soberanía de Dios sobre la creación le permite a Jonás comprender lo que está sucediendo. Es Dios quien actúa en la tempestad. La tempestad es una teofanía de Dios, que coloca al hombre ante su realidad. Cada uno siente su impotencia de salvarse por sí mismo y, por ello, cada tripulante invoca a su dios, no al Dios de Israel. Los marineros son paganos, extraños a la elección divina, no son de su pueblo. No son hebreos. Pero, con la tempestad, Dios coloca a Jonás, el hebreo enviado a un pueblo pagano, ante los primeros paganos, ante los que él llama pecadores, indignos de salvación. En el encuentro con los marineros paganos Dios prepara a Jonás para su misión. ¿Son los paganos como él los imagina? ¿No merecen la salvación? El capitán de la nave, que le saca del sueño, ha descubierto la presencia de Dios en la tempestad. El se lo grita a Jonás, que se ha metido en el mar para escapar de Dios. Lo curioso es que el capitán pagano repite la
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orden de Dios a Jonás: “Levántate y grita”. El profeta, que no ha querido proclamar el mensaje de Dios, tiene que gritar ahora; el que rehusó ir a predicar a los paganos, ahora es interpelado por un pagano. El nombre, que da a Dios, es el de Elojim, reconociéndole como el ser supremo. Clemente de Alejandría descubre en ello “el reconocimiento de todas las naciones, que sin haber alcanzado la fe, habían elevado la inteligencia al Todopoderoso”. Su esperanza es respetuosa, “a ver si”, como lo será la del rey de Nínive: “quizás cambie”. Todo elegido de Dios necesita escuchar el grito de angustia de los alejados de Dios, de los pecadores, para despertarse, reconocer su culpa y abrirse a la voluntad salvífica de Dios y a la misión recibida de Dios. Los tripulantes paganos siguen gritando a los creyentes: ¡Cómo! ¿Tú duermes? ¡Alzate e invoca a tu Dios! El único que conoce a Dios no le invoca mientras el mundo se hunde en la tempestad. Los otros, que no le conocen, le invocan a su modo y él que le conoce, a quien Dios ha marcado con el sello de su predilección y amor, duerme y no ora. El no creyente llama al creyente a la oración. Ser hebreo es ser descendiente de Abraham, el gran intercesor ante Dios en favor de los pecadores (Gn 18,23-33). Según el Midrash, Abraham, amigo de Dios, se conmueve en su interior, con sólo oír que Dios va a destruir las ciudades de Sodoma y Gomorra. Desde su corazón, rebosante de misericordia, implora a Dios: Oh, Señor mío, tú has creado al hombre y has puesto ante él el camino de la vida y el de la muerte. El camino de la vida si sigue la senda de la misericordia, amando a su prójimo; y el camino de la muerte si sigue el camino de la violencia y de la corrupción, pecando contra ti y destruyendo la obra de tus manos... Pero, Señor, tú sabes muy bien que el corazón del hombre, que has creado del polvo de la tierra, se siente todos los días inclinado al mal; sus instintos le inducen a pecar, llenando la tierra de violencia. Por esto te suplico: cambia el corazón del hombre, dándole un corazón que ame la vida y no conciba planes de muerte. Si no cambias su corazón y lo hieres con tu ira, acabarás con cuanto existe y que tú mismo has creado. Aumenta tu misericordia, oh Señor mío, y reprende a los hombres, pero hazlo como hace un padre con sus hijos, sin aniquilarles, trantándoles según sus culpas.
Dios no ha olvidado esta súplica de Abraham. Jonás, en cambio, llamándose hebreo, no siente en su corazón la misericordia de Abraham hacia las naciones pecadoras, ni hacia los marineros en peligro. Jonás, en cambio, nos evoca a Balaam, profeta de Dios contra su voluntad. Al adivino famoso, llamado por Balaq, rey de Moab, para que maldiga a Israel, que ha invadido su territorio (Nm 22-24), Dios le corta el camino, sirviéndose de su asna. Así Dios convierte al adivino en profeta, poniéndole en la boca una palabra de bendición, en lugar de la maldición que Balac le pedía. En el combate interior de Balaam entre el adivino y el profeta triunfa el profeta: “Respondió Balaam a Balaq: Mira que ahora ya he venido donde ti. A ver si puedo decir algo. La palabra que ponga Dios en mi boca es la que diré” (Nm 22,38). Entre Jonás y Balaam hay muchas analogías y muchos contrastes. Balaam es un adivino que se comporta al fin como un profeta; Jonás es, en cambio, un profeta que se comporta como un adivino, en cuanto que quiere controlar la palabra de quien le envía. Los dos se hallan enfrentados con el binomio obediencia-desobediencia. Balaam obedece, poniéndose al servicio de la palabra. Balaam es un extranjero que va a hacer de profeta a Israel; Jonás es un hebreo que debe llevar un mensaje a un pueblo extranjero. A los dos les habla Yahveh a través de elementos de la naturaleza: la burra, la tempestad o el ricino. Los animales son con frecuencia personajes invitados, mediante los cuales se refuerza la plasticidad de la acción. En el relato de Jonás está el pez que rescata al hombre de la muerte en las aguas del mar, y también aparecerán los animales domésticos que hacen penitencia,
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igual que sus dueños los ninivitas. La sabiduría medita en los caminos de Dios, en el arte de conducir los acontecimientos según sus designios. Jonás, intentando escapar de Dios para eludir su misión, escoge la huida y la muerte. Pero no escapa de Dios ni de su misión. “Dios desbarata las tramas de los astutos, y sus manos no logran sus intrigas. Prende a los sabios en las redes de su astucia” (Jb 5,12-13). El pecado de Jonás, su huida, el viento impetuoso, el mar y la tempestad sirven a la salvación de los hombres. Dios se sirve de todo para la salvación de quienes le buscan con sincero corazón: “Como advertencia se vieron atribulados por breve tiempo, pues tenían una señal de salvación como recuerdo del mandamiento de tu Ley; y el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (Sb 16, 6-7; Cf todo el capítulo 16). Pablo proclama: “Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm 8,28-29). Con exultación, Pablo bendice a Dios por sus designios misteriosos: En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también, ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia.¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas. ¡A él la gloria por los siglos! Amén (Rm 11, 30-35).
Mientras Jonás es arrojado al mar los marineros se salvan. Este es el misterio de los caminos imprevisibles de la sabiduría de Dios.
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5. JONAS ARROJADO AL MAR Frente a Israel, el pueblo elegido, que lleva en sus entrañas una palabra de salvación para todos los pueblos, los marineros nos muestran el mundo pagano que Israel debe salvar. Sobre la nave, zarandeada por la tempestad, cada tripulante invoca a su dios, mientras Jonás, expresión del pueblo elegido, se abandona al sueño. Dios desencadena la tempestad, pues el pecado del hombre no vence jamás su amor. Con la tempestad los marineros se agitan y despiertan a Jonás. Es el grito del mundo, que vive en el temor, el que despierta al profeta. Jonás no invoca aún a Dios, pero confiesa su fe en él y le anuncia a los marineros. Jonás, enviado a llevar la salvación a Nínive, es sacudido por los paganos, que le colocan despierto ante Dios. El grito de angustia de los paganos despierta la conciencia del profeta y se ve situado en su culpabilidad. Jonás es salvado, arrancado del sueño, por aquellos a quienes él debía salvar. Es el juego de la acción admirable de Dios, que se sirve de los extraños y enemigos para salvar a los amigos, a veces más ciegos y sordos que los mismos alejados de Dios. La confesión de Jonás, reconociéndose culpable de la tempestad del mar, lejos de tranquilizar a los marineros, les llena de temor: “Aquellos hombres temieron mucho y le dijeron: ¿Por qué has hecho esto? Pues supieron los hombres que iba huyendo lejos de Yahveh por lo que él había manifestado” (1,10). El temor anterior (v. 5) es el que se experimenta ante un peligro mortal, mientras que éste es de otro orden, es el temor de Dios. Ante Dios no vale nada ser marineros, son hombres sin más. Del temor de Dios brotan las preguntas: ¿Por qué has hecho esto?, ¿cómo se te ha ocurrido huir de semejante señor?, ¿cómo has podido pensar que podrías esconderte de su presencia? Si tu Dios es el Dios de todo el universo, es Dios del mar lo mismo que de la tierra. ¡Hombre de Dios! ¿Qué es lo que has hecho? Es la misma exclamación de Labán, cuando Jacob huye de él: “¿Qué has hecho? ¿Por qué te has fugado con disimulo y a escondidas de mí?” (Gn 31,26). Y más significativa aún es la pregunta del mismo Dios a Caín: “¿Qué has hecho?” (Gn 3,13). ¿Cómo has podido cometer una acción tan infame? Sin embargo, habiendo sentido que Jonás es un profeta de Dios, con temor reverencial “le preguntaron: ¿Qué hemos de hacer contigo para que el mar se nos calme?” (1,11). Ante el temor de perecer, antes de terminar una larga deliberación o un juicio en regla, los marineros piden a Jonás que les diga lo que hay que hacer con él. Si tú eres el profeta, ¿dinos que hemos de hacer? ¿Está arrepentido y desea que le lleven a Nínive para que pueda cumplir la misión que el Señor le ha encomendado? ¿O desea que le devuelvan a Israel para ser juzgado allí, en su país, bajo la jurisdicción de su Dios? Ellos no quieren poner la mano sobre el ungido de Dios. “¿Quién se atreve a poner impunemente su mano sobre un ungido de Dios?” (1S 26,5). Si, como has dicho, tú temes a Dios, acepta sus mandatos y así salvarás tu vida y la nuestra. Jonás, sacado de su letargo, reconoce su culpa y responde a la pregunta de los marineros: “Agarradme y tiradme al mar, y el mar se os calmará, pues sé que es por mi culpa por lo que os ha sobrevenido esta gran borrasca” (1,12). Jonás prefiere morir ahogado en el mar antes que convertirse en instrumento de la conversión de Nínive, bastón de castigo para Israel. Como han hecho otros profetas, Jonás está dispuesto a sacrificar su vida por Israel. Así hizo Moisés: “Volvió Moisés donde Yahveh y dijo: ¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, dígnate perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro que has escrito” (Ex 33,33). Y lo mismo hizo David: “Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a Yahveh: Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas
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¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la casa de mi padre” (2S 24,17). Este gran amor a Israel es el que empuja a Jonás a entregar su vida y, por este amor, la salvó: “El que pierde su vida por mí, la encontrará”, dirá también Jesús. Jeremías, amenazado de muerte por profetizar contra el templo de Jerusalén, se enfrenta a los sacerdotes y falsos profetas con palabras similares, aunque en sentido opuesto a las de Jonás: “En cuanto a mí, aquí me tenéis en vuestras manos: haced conmigo como mejor y más acertado os parezca. Empero, sabed de fijo que si me matáis vosotros a mí, sangre inocente cargaréis sobre vosotros y sobre esta ciudad y sus moradores, porque en verdad Yahveh me ha enviado a vosotros para pronunciar en vuestros oídos todas estas palabras” (Jr 26,14-15). Jonás no se arroja personalmente al mar; sino que, considerando que los marineros no eran hebreos, creyó que ellos podrían cumplir esa acción. En definitiva no les pedía otra cosa que ejecutar la sentencia del Talmud, que condena a morir ahogado a quien se substrae a su misión profética. El profeta que no comunica la profecía recibida merece la pena de muerte a manos del cielo. Jonás reconoce que ese es su pecado y acepta morir ahogado. “Sé que es por mi culpa por lo que ha sobrevenido esta borrasca”. No tengáis miedo de ser castigados como cómplices. La tempestad se ha levantado sólo contra mí. Una vez que me hayáis arrojado al mar, éste se calmará. La paradoja e ironía se muestran en el contraste entre la confesión de fe de Jonás y su actitud. Jonás se halla en plena contradicción. Posee la sabiduría. Sabe que Dios actúa en los acontecimientos. Pero, ¿cómo se atreve a decir que “teme a Yahveh” si el temor de Dios se manifiesta en la obediencia, en poner la vida a su servicio? Jonás confiesa su fe, pero prefiere la muerte a la obediencia. Por ello, en medio del peligro mortal, no muestra ningún arrepentimiento, ninguna petición de ayuda, ninguna plegaria, ningún temor de Dios. Jonás ve la mano de Dios en la tempestad, se sabe culpable y conoce el remedio contra el peligro. Pero no se vuelve al Señor, no se convierte a él, aceptando la misión que le ha encomendado. Los marineros, en cambio, siendo paganos politeístas, invocan a sus dioses, se muestran sensibles a la presencia de Dios en el mundo, ven la tempestad como una señal de su cólera, desean aplacarlo. Cuando Jonás les confiesa su culpa, se echan a temblar, pues comprenden la enormidad del pecado, mucho mejor que el mismo Jonás. Y, sin embargo, no se atreven a tocar o maldecir a Jonás, hacen todo lo posible por salvar su vida. Sienten más respeto por la vida de aquel culpable que las gentes de Israel por la vida de Jeremías (Jr 26,25), y más que el mismo Jonás. Intentan salir del apuro con todas sus fuerzas y medios, por temor a derramar sangre inocente. Sólo, para salvar su vida y convencidos de que esa es la voluntad del Dios de Jonás, se atreven a arrojarlo al mar. Y, ante la calma del mar, que sobreviene, se convierten a Yahveh. El Dios de Jonás pasa a ser su Dios, le temen y le ofrecen un sacrificio y le hacen votos. A su pesar, Jonás se ha convertido en profeta de Dios, comenzando su misión: la salvación de los paganos. Los marineros tratan de salvar la nave de la furia de la tempestad: “Los hombres se pusieron a remar con ánimo de alcanzar la costa, pero no pudieron, porque el mar seguía encrespándose en torno a ellos” (1,13). Los marineros no están dispuestos a seguir el consejo de Jonás. Cuanto más les habla más crece su temor. Con todas sus fuerzas intentan abrirse a base de remos un camino a través del muro de olas. Se esfuerzan como quien intenta abrir un túnel, pretendiendo atravesar la tempestad. Los marineros del barco de Jonás son hombres religiosos. Expuestos constantemente al peligro, los marineros reconocen la mano de Dios en todas partes. Sin esperanza de que la tempestad se calme, pues el mar “sigue encrespándose
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cada vez más”, le urgen a Jonás a que les indique lo que deben hacer. “El profeta había pronunciado sentencia contra sí mismo; ellos, oyendo que adoraba a Dios, no se atrevían a ejecutarla” (San Jerónimo). Aterrorizados por la idea de hacer mal a un profeta, deciden volver a tierra firme, desembarcarlo y seguir su viaje sin él, abandonado a la suerte de su Dios. Ahora, sabiendo que la culpa de la borrasca se debe a que Jonás se ha negado a llevar el mensaje de Dios a Nínive, piensan que se acrecentarían la ira de Dios y las olas del mal si ellos tapan para siempre la boca del profeta, arrojándolo al mar. Entonces nunca se podría cumplir la misión de Jonás y nunca se aplacaría el mar. Obrar según la indicación de Jonás sería cooperar con él contra la voluntad de Dios, incurriendo también ellos en la culpa merecedora del castigo divino. Sin embargo todos sus intentos son anulados por las olas “que siguen encrespándose en torno a ellos”, empujándoles cada instante más adentro del mar. Imposible alcanzar la costa, de donde sopla el viento. “Entonces clamaron a Yahveh, diciendo: ¡Ah, Yahveh, no nos hagas perecer a causa de este hombre, ni pongas sobre nosotros sangre inocente, ya que tú, Yahveh, has obrado conforme a tu beneplácito!” (1,14). Es la oración del salmista: “Nuestro Dios está en los cielos, todo cuanto le place lo realiza” (Sal 115,3). Los marineros creen en el Nombre inefable y comienzan a invocarle, manifestando su sumisión a Dios, según se lo ha presentado Jonás, profeta siempre, incluso contra su voluntad. Su plegaria, al bordo del barco, es el grito de su angustia: ¡Ah, Yahveh, no nos hagas perecer a causa de este hombre! No somos culpables de estar con él en la misma nave. Tampoco nos condenes por el pecado que estamos a punto de cometer, arrojándolo al mar. Tú que sondeas el corazón, mira nuestras intenciones. No es nuestro deseo hacerle morir. ¿Pero no es mejor que muera uno para salvación de todos? ¡No pongas sobre nosotros sangre inocente!. “Tú, Yahveh, has obrado conforme a tu beneplácito”. Tú has suscitado esta tempestad por su causa, realiza ahora tus planes. Todo está sujeto a tu voluntad. Si tú hubieses querido darle muerte de otra forma, nada te lo habría impedido. Pero si, por su huida de ti, merece la muerte a manos del cielo, nosotros te le entregamos a ti. Tú eres quien ha decidido que muera en el mar, pues sólo nuestra nave sufre los embates de la tempestad, que claramente tú has levantado contra él. No nos trates como si fuésemos asesinos.
Finalmente, los tripulantes, se ven obligados a arrojar al profeta al mar. “Y, agarrando a Jonás, le tiraron al mar; y el mar calmó su furia” (1,15). La culpa es de Jonás. La tempestad no es el castigo del pecado del mundo, sino del pecado de los elegidos. El mal en el mundo se debe a la infidelidad de los creyentes, llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Si el mundo vive en tinieblas, si está corrompido, es porque los crreyentes no son luz, no son sal. Jonás, confesando su culpa, invita a todo creyente a confesar su culpa: “Sé muy bien que esta tempestad se ha alzado por culpa mía”. Con la confesión de su pecado, Jonás vuelve a ser instrumento de salvación para los demás. En cuanto entra en el mar, éste se calma. Aceptar morir por los demás es la misión de los creyentes: amar al otro, dando la vida por él. El cristiano, mirando a Cristo crucificado por los hombres, vive en el mundo perdiendo la vida para salvar a los hombres: “Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida” (2Cor 4,10-12). Aunque Jonás intente eludir su misión, no logra escapar de la presencia de Dios, Señor del mar y del viento. Dios lleva a cabo su designio, haciendo de Jonás instrumento de salvación de los paganos. Desembarazado del pecador Jonás, el barco de los recién convertidos puede navegar en paz.
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Impresionados por esta manifestación de la providencia y omnipotencia de Dios, de la que han sido testigos, los marineros se convierten y reconocen a Yahveh como el único Dios, le temen y le ofrecen sacrificios. La calma sorprendente e imprevista del mar es, para ellos, la prueba de la presencia de Dios a su lado, como Señor del mar y de la tierra. La palabra de su profeta Jonás era verdadera. La impresión de esta manifestación de la mano de Dios en estos paganos les ha llevado a reconocer sinceramente su existencia y su cercanía. El Midrash asegura que arrojaron inmediatamente sus ídolos al mar, volvieron a Jafa, subieron a Jerusalén y se hicieron circuncidar. Este es el sentido de “ofrecieron sacrificios”, haciendo “votos” de convertirse al hebraísmo, de dar limosna a los pobres y de llevar a sus esposas e hijos al servicio de Dios. Cumplidos estos votos, se convirtieron en verdaderos prosélitos. Por ellos, en la oración, los judíos dicen: “Y sobre los prosélitos justos y sobre nosotros vele tu piedad”. Jonás,con su palabra y con su vida, se convierte en testigo de Dios. La tarea misionera de Jonás, aunque no deseada, ha sido un éxito. El profeta ha predicado el nombre de Dios a los paganos, que le reconocen como su Dios y Señor. Las palabras de Jonás y los hechos han conducido a los primeros paganos al temor de Dios. San Jerónimo, citando el Salmo 50,14, comenta: “Jonás, fugitivo en el mar, náufrago, muerto, salva el navío que fluctuaba, salva a los paganos sacudidos por los errores del mundo hacia diversas opiniones. En cambio, Oseas, Amós, Isaías y Joel, que profetizaban por aquellos días, no lograron convertir a Judea”. El mar llena todo el cuadro. La palabra mar aparece once veces. Pero no es la voz de la tempestad lo que oímos, sino la de los marineros y la de Jonás. La confesión de Jonás está en el centro del relato. Gracias a Jonás, los marineros salvan su vida en peligro y salvan su alma, al reconocer a Yahveh, el Dios de Israel. Del miedo a la muerte pasan al “temor de Yahveh”: “Y aquellos hombres temieron mucho a Yahveh; ofrecieron un sacrificio a Yahveh y le hicieron votos”. Ante el prodigio realizado por Dios, calmando la tempestad, los marineros experimentan el mismo temor y la misma fe que experimentó Israel ante el prodigio del mar Rojo: “Aquel día salvó Yahveh a Israel del poder de los egipcios; e Israel vio a los egipcios muertos a orillas del mar. Y viendo Israel la mano fuerte que Yahveh había desplegado contra los egipcios, temió a Yahveh, y creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo” (Ex 14,30-31). Los paganos se salvan mientras Jonás se hunde en las aguas. Es el éxodo de los paganos. En ambos relatos aparece el contraste entre el mar y la tierra firme o camino “seco” (Ex 14,16.21.29). Sólo que en el Exodo se ahogan los paganos, mientras el pueblo de Israel se salva. Aquí los paganos se salvan, mientras Jonás, el hebreo, hijo de Abraham, se hunde en las aguas. En los reproches, que Jonás dirigirá a Dios (4,2), tenemos también un eco de las murmuraciones del Exodo (Ex 14,12). Al final el nombre de Yahveh es exaltado. Jonás ni cree en la conversión de los malvados ni la quiere. Yahveh, en cambio, cree en los hombres y apuesta siempre por ellos. En su fe en los hombres, los busca hasta mediante Jonás. Quizás busca así encontrarse también con Jonás y cambiar su duro corazón. Pues Dios no desiste de sus planes. Nínive sigue esperando al profeta de Dios. Su palabra tiene que llegar hasta allí. ¿Enviará ahora a otro profeta obediente, una vez arrojado al mar el profeta rebelde? ¿O se servirá aún de Jonás? El que se encuentre a la deriva en las ondas del mar no es problema para el “que hizo el mar y la tierra firme”.
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6. JONAS TRAGADO POR EL PEZ Los marineros se ponen en manos de Dios y arrojan a Jonás al mar. ¿Misión terminada? ¡No! Apenas Jonás cae al agua, Dios hace que un pez enorme se trague al profeta y lo lleve tres días en su vientre hasta vomitarlo en la playa: “Dispuso Yahveh un gran pez que se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches” (2,1). Dios no abandona a Jonás. Para salvar al profeta el relato introduce un nuevo personaje, que ha conquistado casi tanta fama como Jonás: el pez gigantesco. Sin nombre en el texto bíblico, los escritores han gastado mucha tinta tratando de identificarlo; a los artistas plásticos les ha tocado darle una figura y los predicadores han hallado materia para todas sus fantasías. Como el texto bíblico se refiere al pez una vez en masculino y otra en femenino, se ha hablado de dos peces, haciendo pasar a Jonás de uno a otra, como quien cambia de nave. Inspirados en el salmo, algunos le han identificado con el gran monstruo marino, “el Leviatán que Dios modeló para jugar con él” (Sal 104,26). Para otros, Jonás contempla en lo profundo del mar al monstruo que amenaza devorarle, tragándosele con el pez que le lleva en su vientre, pero él le vence y le hace huir con la amenaza de que un día lo pescará para aderezar la mesa del festín escatológico de los justos. Guiados por el Midrash podemos acompañar un momento a Jonás en su viaje submarino. Durante su caída en las aguas del mar, Jonás sintió que se moría. Cuando volvió en sí pensó que estaba soñando. Se hallaba en el atrio semicircular de lo que parecía un gran palacio. La pared redonda estaba adornada desde un extremo al otro con un magnífico bajorrelieve de marfil semejante a un claustro de dientes. El centro del atrio estaba tapizado con una alfombra roja como una lengua, que lo atravesaba en toda su extensión para, luego, descender en pequeñas gradas que bajaban, en una larga escalinata, hasta el fondo. El ambiente estaba iluminado con una luz intensa, que descendía desde lo alto de la escalinata. Jonás recorrió la alfombra, bajó por los peldaños de la escalinata hasta llegar a una galería horizontal, en la que dos grandes ventanas de vidrio redondas y convexas se abrían como un par de ojos. Jonás se acercó a una de las ventanas para mirar hacia fuera. Ante él apareció el misterio de los abismos marinos. Algas altas como árboles plegaban sus ramas sobre peñascos centelleantes y sobre arbustos de coral. Peces de todos los tamaños, formas y colores iban y venían persiguiéndose unos a otros. Conchas irisadas abrían sus valvas, dejando al descubierto perlas blancas, rosadas, grises y negras, gruesas como huevos de paloma. Cada cosa aparecía y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos, transformando completamente el paisaje. Jonás dedujo que el palacio navegaba bajo el agua a gran velocidad. Sin apenas voz, preguntó: -¿Dónde estoy? -Dentro de mí, -le respondió una voz-. Estás apoyado en la órbita de mi ojo derecho. -¿Y tú quién eres? -Yo soy una ballena creada así por Yahveh en el sexto día de la creación sólo para poderte hospedar hoy en mi interior. -Entonces no le he ofendido, exclamó Jonás. Si te ha creado tan bella para que hoy me
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pudieras acoger, eso quiere decir que ya entonces sabía Dios que yo le habría tenido que desobedecer. La ballena le replicó: -Tú eres el profeta y no yo. Es a ti a quien toca interpretar sus designios. Yo sólo puedo decirte que nuestro conocimiento comienza y termina aquí. La misión, para la que fui creada, yo ya la he cumplido y sólo me queda llevarte y presentarte ante el Leviatán. Oír el nombre de Leviatán fue como recibir un fuerte golpe. Jonás había escuchado desde pequeño las historias de Leviatán, pero nunca había pensado encontrarse con él. Señor de los abismos marinos, la longitud de Leviatán equivale a la de todos los otros peces puestos en fila. Una sola de sus aletas en abanico, cerrada, tiene la fuerza suficiente como para sostener el peso de la tierra. Leviatán tiene la misión de regular el número de peces que pululan en las aguas del mar. Todos ellos, cuando les llega su hora, se presentan a él para ser engullidos y morir, nutriéndole de esta manera. Con los movimientos de su cola descomunal causa el cambio de temperatura de la tierra, sometida, por las brisas y calores, a los influjos del mar que la circunda. Jonás sabía, además y sobre todo, que cuando llegue el fin de los tiempos, Leviatán será pescado por un profeta y con su carne se aderezará el gran banquete de los justos. Ese banquete del mundo futuro se celebrará a la sombra de la misma piel de Leviatán, extendida como una tienda por encima de las cabezas de los santos. Convertirse en tienda y alimento para los justos es el gran honor que le ha tocado en suerte a Leviatán. Eso le llenará de alegría, pues podrá escuchar tantos debates edificantes. Pero él, eso aún no lo sabe. Por eso Leviatán teme encontrarse con aquel profeta que le pescará en su anzuelo. Jonás tampoco sabe si esa misión le toca a él. De todos modos, el anuncio de la ballena le ha cortado la respiración. Pero superado el primer momento de incertidumbre, Jonás se puso a reflexionar y a interpretar los acontecimientos. Después de una rápida meditación decidió que le tocaba salvar a la ballena del destino común a todos los peces, como ella le había salvado a él. Decidido, le ordenó: -Llévame inmediatamente ante el Leviatán. -¿A qué otro lugar piensas que te podría llevar? Jonás volvió a la ventana y miró hacia fuera. El panorama cambiaba continuamente, cada vez más fantástico y misterioso. A Jonás se le dilataban las pupilas, cada vez más impresionado a medida que la ballena descendía en los meandros secretos del fondo del mar. La luz del sol no penetraba ya en esas profundidades, pero los ojos luminosos de la ballena iluminaban la ruta que recorría. Todo lo demás quedaba en la oscuridad más impenetrable. De pronto Jonás contempló una montaña rocosa, con sus crestas impresionantes. La ballena se detuvo y la montaña se movió. Leviatán estaba estirando sus innumerables espirales, para mostrarse en todo su admirable horror antes de afrontar a la ballena y engullirla. Las escamas fosforescentes de su coraza se erizaron, las aletas se abrieron en abanico, la cabeza se irguió y los ojos lanzaron rayos de luz, mientras sus fauces se abrían como desencajadas. A Jonás se
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le heló el aliento, quedando sin respiración. Pero, al momento, se repuso y ordenó a la ballena que abriera su boca. Jonás corrió hasta situarse sobre la lengua armado de toda su dignidad: -Hola, Leviatán. Yo soy Jonás, profeta del Altísimo. He descendido hasta estas profundidades para aprender el camino que conduce a tu morada, porque al final de los tiempos me tocará a mí el honor de capturarte para aderezar con tus carnes el banquete de los justos. Los ojos de Leviatán despidieron un rayo que deslumbró a Jonás. Pero con esa misma luz Leviatán contempló y reconoció al profeta de Dios y se le apagaron los ojos. Una sacudida removió todas las aguas del mar. Leviatán estaba temblando. La ballena cerró inmediatamente la boca, para proteger dentro de sí a Jonás. Leviatán huyó por primera vez como un pez cualquiera, armando un remolino de olas como montañas sacudidas por un terremoto. Masas enormes de roca se desprendieron a su paso, y algas gigantescas se desarraigaron del suelo. Hasta la mole inmensa de la ballena se estremeció. Jonás no hubiera resistido el estremecimiento de la sacudida si la ballena no le hubiera protegido enrollando su lengua en torno a él. Cuando se calmó el mar, la ballena quiso mostrar a Jonás su agradecimiento y le condujo por sitios que nunca antes había visitado hombre alguno. Le mostró la desembocadura de un río inmenso, cuyas aguas generan el océano, le hizo contemplar los remolinos donde se forman los flujos y hondas marinas, los pilares que sostienen los continentes, el fuego que arde en los cráteres de los volcanes submarinos y otras mil maravillas escondidas en el fondo del mar. Jonás no se saciaba nunca de contemplar tantos prodigios secretos. Llegó a olvidarse de todo lo que existía fuera del mar y ni siquiera se preguntaba cómo y ante quiénes cumpliría su misión de profeta en un lugar tan alejado de los hombres. Desde el momento mismo de la creación, Dios había dispuesto el pez para este momento en que Jonás sería arrojado al mar. Para ello había sido creado. Si la Escritura dice que se trata de “un gran pez” no lo hace por sus dimensiones, sino por su edad (grande en años). En hebreo “gran pez” tiene el mismo valor numérico de “mar”. El gran pez sustituye al mar; en el mismo momento en que los marineros lo arrojan al mar, el pez, y no el mar, es quien se traga a Jonás, salvándolo de morir ahogado. El pez se traga a Jonás completamente, sin hacerle ningún mal. El pez es el medio por el que Yahveh salva a Jonás. Dios es señor de la creación y se sirve de ella para intervenir en la historia. Desde el día de la creación Dios ordenó al mar que se dividiese ante Moisés; encomendó a la tierra que se abriera y tragara a Coré y a todos los suyos; al cielo le ordenó que a la voz de Elías se cerrase y volviera a abrir sus compertas cuando el profeta lo ordenase; al sol y a la luna les ordenó que se detuvieran ante Josué; a los cuervos, que alimentaran a Elías; al fuego, que respetase a los tres jóvenes arrojados al horno; a los leones que no hicieran ningún mal a Daniel. Así hizo con todos los seres de la creación. A cada uno le encomendó una misión. Dios se sirve hasta de una burra para hablar a Balaam. Así el pez es expresión de la acción de Dios en favor de Jonás. Mediante el pez salva al profeta del caos de muerte del mar, erguido con sus olas tempestuosas. El pez, que se traga a Jonás y lo vomita en la playa, es el pez más famoso de cuantos se mueven en las aguas del mar. Ha hecho correr mares de tinta y pintura, aunque en el relato del libro de Jonás sólo se le dedican unas cuantas palabras. Pero nada en él es casual. Los
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hilos de los acontecimientos están todos en las manos de Dios. Es Dios quien envía el pez y lo hace llegar puntualmente en el momento en que Jonás cae al agua. Creado por Dios para una misión, el pez, como todos los seres de la creación, obedece a Dios. Por ello el pez vomita a Jonás en tierra firme, para que pueda llevar el mensaje de Dios a Nínive. Una vez cumplida su misión, el pez desaparece. En el libro no se habla más de él. Como un “siervo inútil”, cumplida su misión, se retira de la escena, para dejar en primer plano a Jonás cara a cara con Dios. Dios tenía sus planes y sus designios no contemplaban más retrasos. Sólo esperaba que Jonás se volviera a él con una oración para sacarle del mar. Pero a Jonás, distraído en su viaje submarino ni le pasaba por la mente orar a Dios. A propósito de esto se cuenta una parábola. Un rey tenía una mujer que murió mientras aún daba de mamar a su hijo. El rey encomendó esa tarea a una nodriza. Esta dio el pecho al niño una sola vez y huyó. Cuando el rey se enteró de ello, ordenó que la buscaran y la encerraran en una prisión, llenando su celda de serpientes y escorpiones. Algún día después, el rey, paseando cerca de la prisión, oyó los llantos y gritos de la mujer. El rey sintió compasión y ordenó que la sacaran de la prisión. Este es el caso de Jonás. Cuando huyó, Yahveh lo metió en el vientre del enorme pez y lo dejó encerrado en él esperando escuchar su súplica, para salvarlo. Pero en el pez masculino Jonás se sentía muy cómodo y no se le ocurría rezar. Yahveh se dijo: “Le he provisto de un espacio amplio y cómodo, ¿y no me dirige ni una oración? Lo meteré en un pez hembra, encinta de trescientos sesenta y cinco mil peces. Entre ellos se sentirá incómodo e implorará mi auxilio, pues yo me complazco en oír las oraciones de los justos”. Así, pues, mientras atravesaba una especie de galería llena de corales y esponjas marinas, Jonás vio llegar una cherna de dimensiones enormes. La cherna se detuvo en el fondo de la galería, cerrando la salida. La ballena no tuvo más remedio que detenerse. Con un hilo de voz apenas audible, la cherna suplicó: -Te ruego que me entregues al profeta Jonás. Se trataba de un pez hembra, anciana y enferma, que respiraba con dificultad. Cada vez que abría la boca, una multitud de peces y pececillos entraban y salían de ella en tropel. La ballena resopló para pedir que le dejara pasar, sin molestarse en contestar a la súplica de la cherna, que volvió a repetir con fatiga: -Entrégame al profeta Jonás o me veré obligada a tragarte junto con él. Es una orden del Altísimo. La ballena perdió la paciencia y silbó con furor: -¿Quieres pretender que Dios hospede a un profeta suyo en un ser tan miserable como tú? No, no puedo consentirlo. Seguramente tú has oído decir que Jonás me ha salvado de Leviatán y has pensado esta estratagema para quitármelo y que te dé una mano para seguir tirando, sin ser engullida por él. Explícame cómo podrías tragarme, si con todos esos hijos que te comen viva, apenas puedes moverte. La soberbia y el desprecio hablaban por la boca de la ballena. Eran dos vicios que Jonás, como profeta, reconocía muy bien. Sin pensarlo, abrió la boca para hablar como profeta, pero las aguas se enturbiaron de repente y una voz terrible gritó: -¡Basta ya!
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Leviatán estaba junto a la cherna, protegiéndola. Tenía cerradas las aletas y sus ojos no despedían rayos para no asustar a los pececillos, pero con todo su aspecto era atemorizador. La ballena se encogió en silencio. Leviatán le apostrofó: -No es mérito tuyo ser bella y fuerte, no es por su mérito que Jonás es profeta y no es por mérito mío ser lo que soy. Podremos sentirnos orgullosos de nosotros mismos cuando hayamos cumplido nuestra misión. Y tu misión ha terminado en el momento en que Jonás ha entrado en tu boca, salvándole de morir en las aguas del mar. Ha permanecido ya más de la cuenta dentro de ti y eso sólo por haberse él comportado como falso profeta. Cede, pues, inmediatamente a tu huésped. Yo mismo he escuchado la orden de Dios. Leviatán calló. La ballena y la cherna se pusieron la una frente a la otra con las bocas abiertas y Jonás, con la cabeza inclinada, atravesó la lengua de la ballena, roja, mórbida y reluciente como el tapete de un palacio real, para pasar a la de la cherna, despedazada, consumida y descolorida como un trapo sucio abandonado sobre el piso de una barraca. La nueva morada de Jonás no tenía siquiera la categoría de barraca. Se trataba de una vieja boca desdentada, arrugada y asmática. Los pececillos entraban y salían continuamente, chocando unos con otros, porque la afanosa respiración de la cherna producía flujos y reflujos de corrientes opuestas, unas veces heladas y otras abrasadoras. Luchas y choques se sucedían cada vez que la cherna atrapaba algo de alimento. Los miles de peces que pululaban en ella se los peleaban, sin dejar que ella llegase nunca a saciarse. La situación de Jonás en su nueva morada era penosa e insoportable.A un cierto punto, sin quererlo ni pensarlo, se le abrió la boca y exclamó: -Perdóname, Yahveh, Dios del cielo, de la tierra y del mar. ¿Cómo podré huir de ti? Si subo al cielo, si desciendo a los abismos, si huyo al mar, tu mano siempre me alcanza. Tú eres rey de todos los reinos, dominas sobre el universo. El cielo es tu trono y la tierra el estrado de tus pies. Conoces las acciones de todas las criaturas y los pensamientos de todo hombre. No hay misterios ocultos para ti. Te suplico, Dios mío, escucha mi oración y no me abandones. Ahora entiendo tus designios y lo que deseas que yo anuncie. Cueste lo que cueste, cumpliré mi misión. Apenas Jonás terminó de hablar, Dios hizo recurso de su misericordia. La cherna se encogió en sí misma y se sacudió con un estornudo tal que lanzó al profeta fuera de su boca y fuera del mar, depositándolo ante la puerta principal de la gran ciudad de Nínive. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del pez. Entró en la boca del pez como quien entra en una sinagoga. Por ello pudo permanecer dentro de él en pie, implorando la misericordia divina. Los dos ojos del gran pez eran para él como dos ventanales, que le permitían ver lo que había en las profundidades del mar. Y una perla, suspendida en el vientre del pez, le iluminaba como el sol de mediodía. El hombre, dicen los incrédulos, necesita de oxígeno para sobrevivir. Ignoran que Dios permitió a Jonás vivir en las entrañas del pez del mismo modo que el embrión vive en el vientre materno. Jonás necesita renacer de nuevo, del agua y del espíritu, para ser profeta de Dios, yendo dónde Dios, con el viento de su espíritu, le envíe: Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él. Jesús le respondió: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Dícele
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Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu (Jn 3,1-8).
El número tres es un número significativo para la Escritura. Numerosos acontecimientos de la historia de Israel han acaecido “al tercer día”, pues Dios no permite que el justo permanezca en una situación de muerte más de tres días. Jesús, a los escribas y fariseos, que le piden una señal, les ofrece como única señal la permanencia de Jonás por tres días en el vientre del pez: “Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos: Maestro, queremos ver una señal hecha por ti. Mas él les respondió: ¡Generación malvada y adúltera! Pide una señal y no se le dará otra que la señal del profeta Jonás. Pues de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12,38-40). La tradición patrística, litúrgica e iconográfica recoge y comenta las palabras de Jesús, viendo en la estancia de Jonás en el vientre del pez “el signo más claro y patente entre los proféticos” de la resurrección de Cristo, extendiendo su valor a la resurrección del cristiano con el mismo cuerpo: Se ordena al cetáceo y al abismo y a la muerte que devuelvan a la tierra al Salvador; y el que murió para librar a los prisioneros de la muerte, llevará consigo a muchísimos a la vida. La expresión vomitó se ha de entender como enfática, es decir, que de las entrañas vitales de la muerte salió vencedora la vida. (San Jerónimo).
La lectura simbólica nace del mismo texto. La tradición rabínica siguió ya este camino: “El pez que devora a Jonás es la tumba, sus entrañas son el seol. Si el pez, después de retener a Jonás tres días y tres noches, lo ha expulsado, también la tierra expulsará a los muertos”. El Targum ya evoca a Moisés bajando del Sinaí y a Jonás subiendo del abismo. Y Pablo, viendo en Moisés y Jonás a Cristo, dice: “La justicia que viene de la fe dice así: No digas en tu corazón, ¿quién subirá al cielo?, es decir, para hacer bajar a Cristo; o bien, ¿quién bajará al abismo?, es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos” (Rm 10,6-7). Jonás, tragado por el pez, es figura de Israel y de Cristo. Los marineros han arrojado a Jonás al mar como víctima de propiciación. El mar se calma cuando Jonás es tragado por el pez. Aquí está el misterio de Israel, nación profética, llamada a comunicar un mensaje de salvación a todas las gentes. El Nuevo Testamento asume el libro de Jonás, porque en él está también simbolizado el misterio de Cristo y de la Iglesia. En primer lugar, en sentido literal, nos muestra el destino de Israel, pueblo elegido de Dios como bendición para todos los pueblos. Pero toda la Escritura se orienta a Cristo, cumplimiento pleno de la revelación. Jonás, en el vientre del pez, nos revela el misterio de Cristo y, no solamente el misterio de Jesús de Nazaret, sino el misterio del Cristo total, de Cristo y la Iglesia. Israel es tragado por el mar. Ha rechazado a Dios, negándose a cumplir su misión, y Dios lo ha arrojado al mar, a la muerte: destrucción de Jerusalén, exilio en Babilonia. Jeremías compara al rey de Babilonia con un gran monstruo que ha engullido a Israel: “Me comió, me arrebañó el rey de Babilonia, me dejó como cacharro vacío, me tragó como un dragón, llenó su vientre con mis buenos trozos, me expulsó” (Jr 51,34); también Isaías representa al opresor de Israel como un monstruo marino: “Aquel día castigará Yahveh con su espada dura, grande, fuerte, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y
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matará al dragón que hay en el mar” (Is 27,1). En el exilio Israel ha descendido al fondo del abismo, hasta tocar la muerte. Pareciera que le ha llegado su fin. Y, en cambio, en el fondo del pez, en los abismos de la muerte, Israel ha encontrado a Dios y lo ha invocado. La esperanza ha resucitado en su corazón. Israel ha vuelto a sentirse realmente el hijo primogénito, ha visto confirmada la elección divina. Desde el exilio, Israel surge de nuevo como pueblo de Dios, para llevar la salvación a todos los pueblos de la tierra. El descenso al vientre del pez le ha hecho renacer como pueblo de Dios. Jonás es arrojado por la boca del pez lo mismo que Israel, gracias a la intervención misericordiosa de Dios, es vomitado por el monstruo de Babilonia: “Visitaré a Bel en Babilonia, y le sacaré su bocado de la boca” (Jr 51,44). Esto mismo se cumple plenamente en Jesucristo, el nuevo Israel. Jesús no se ha negado a su misión, pero ha asumido sobre sí todas nuestras flaquezas e infidelidades. Como Siervo de Yahveh ha descendido al vientre del pez, a los infiernos, ha pasado tres días y tres noches en el corazón de la tierra para, desde allí, resucitar, abriendo para todos los hombres un camino de vida en el muro de la muerte. La resurrección acontece al alba del tercer día, el día después del sábado, el día de la nueva creación, el día eterno, día sin noche, día sin fin. El mar es el reino del mal en toda su amplitud, y Leviatan es su personificación. Ser tragado por el pez es descender hasta el fondo del mal, para vencer el mal, resucitando victorioso. Jonás responde a la misión recibida de Dios en el momento en que parece aniquilado por el mal, al entregarse a la muerte para calmar las olas que amenazan de muerte a los hombres. Israel cumple su misión de pueblo de Dios, portador de salvación para todas las naciones, cuando disperso en todas esas naciones, proclama la unicidad de Dios, da a conocer al Dios verdadero. En su dispersión, en su aniquilación, cumple su misión, como testifica el libro de Tobías: “Entonces Rafael llevó aparte a los dos y les dijo: Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto del rey y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios” (Tb 12,6-7). Y dijo: ¡Bendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reinado! Porque él es quien castiga y tiene compasión; el que hace descender hasta el más profundo Hades de la tierra y el que hace subir de la gran Perdición, sin que haya nada que escape de su mano. Confesadle, hijos de Israel, ante todas las gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su grandeza. Exaltadle ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Os ha castigado por vuestras injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros y os juntará de nuevo de entre todas las gentes en que os ha dispersado. Si os volvéis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz. Mirad lo que ha hecho con vosotros y confesadle en alta voz. Bendecid al Señor de justicia y exaltad al Rey de los siglos. Yo le confieso en el país del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras (Tb 13,1-6).
También Jesucristo, en el momento en que se entrega a la muerte, la vence: cumple la voluntad del Padre y salva al mundo. Y es verdad también para la Iglesia, para cada cristiano. La Iglesia vive en el mundo perseguida y, no resistiéndose al mal, sino cargando con el pecado del mundo; muriendo por sus enemigos, cumple su misión y salva al mundo: “En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna” (Jn 12,24-25).
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Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida (2Cor 4,7-12).
Podemos recordar algún párrafo de la carta a Diogneto: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, n por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un gé nero de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los misrnos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad. Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los ristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, sólo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres. El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.
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Esta es la vida del cristiano. El bautismo es entrar en la muerte con Cristo para resucitar con él. Este misterio, que se vive en el sacramento, se actualiza en toda la vida. Tres días y tres noches es la vida presente. Toda la vida del cristiano consiste en entrar en la muerte y, en ella, experimentar la victoria de Cristo sobre la muerte. Ser entregados al mar, como víctima de propiciación por los hombres, es la misión del cristiano. El cristiano, como el chivo expiatorio, es arrojado todos los días al desierto para rescatar a los hombres del peso del pecado. En nuestras aflicciones y debilidades Dios es glorificado. La cruz de cada día, en Cristo, se hace gloriosa. Da gloria a Dios. La muerte no es muerte, sino la puerta de la resurrección, de la vida nueva, de la salvación para nosotros y para el mundo. El bautismo de cada día nos sumerge en las aguas de la muerte y, a través de las aguas, experimentamos un nuevo nacimiento. La muerte es sepultura y útero de nueva vida. Jonás es un símbolo bautismal. Y el salmo de Jonás ha tenido en la Iglesia un significado bautismal. El cántico de Moisés, en el paso del mar Rojo (Ex 15), celebra la salvación de Israel. El cántico de Jonás anuncia la salvación futura en Cristo de cuantos se sumergen en las aguas bautismales. Entrando en las aguas, Jonás salva la nave y los marineros. El hombre, que se sumerge en las aguas del bautismo, es salvación para la Iglesia y para el mundo. El mal puede tragarse al profeta, pero el profeta es un alimento indigesto. El pez no logra digerir a Jonás: lo vomita sobre tierra firme. La muerte no logra digerir a Cristo. Cristo desciende a los infiernos, pero el infierno no puede retenerlo. Al tercer día resucita esplendente de gloria para no morir más. La muerte no tiene poder alguno sobre él ni sobre los que mueren en Cristo: Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras... Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1Cor 15,3-4.12.20).
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7. PLEGARIA DESDE EL VIENTRE DEL PEZ Jonás ha descendido a las entrañas del pez y en ellas ha bajado al fondo del mar. Desde las profundidades del abismo, desde lo hondo de su ser, le brota la plegaria. Ha necesitado tocar fondo para dar el primer paso hacia Dios, para elevar los ojos a lo alto e implorar piedad. Y la plegaria se transforma en salmo, en canto confiado, en alabanza a Dios. Tras el estilo profético de los primeros versículos del libro se pasa al estilo sapiencial y, ahora, en las entrañas del pez, a Jonás le nace la palabra en verso. Es la fuerza del salmo que toca todas las fibras del alma: “Jonás oró a Yahveh su Dios desde el vientre del pez” (2,2). Jonás comienza a ser el profeta, que responde a su misión, cuando dice a los marineros que lo arrojen al mar, para salvar la nave y sus vidas. Y continúa cumpliendo su misión ahora cuando, hundido en el mar, desde el vientre del pez eleva a Dios un canto de invocación y acción de gracias. Sumido en el abismo se mantiene firme en la fe. En las tinieblas de las profundidades marinas, su alma confiesa la fe en quien le ha llamado y se confía a él con esperanza. Esta es la misión del creyente. Cuando por todos lados le circunda la muerte, desde el fondo de su espíritu, eleva un himno a Dios, señor de la historia, dándole gracias por la salvación que espera y no duda que le otorgará. En el corazón del mundo, en el corazón del mal, el creyente invoca a Dios y salva al mundo. La oración es el fundamento del mundo, la única cosa necesaria para que el mundo no caiga en la nada. El grito de la plegaria rompe los muros del mar, los muros del vientre del pez, y llega hasta Dios, que rompe esos muros que encierran al mundo en su pecado. La oración derrama sobre el mundo, sumido en las aguas de la muerte, las aguas de la misericordia. Tomando sobre sí las aguas saladas, las evapora, y desde lo alto, las nubes derraman la salvación. Es un salmo de acción de gracias, dividido en cuatro estrofas. La primera es la invocación a Dios, evocando las angustias pasadas desde la situación del ya salvado; la segunda es la presentación del mal y del peligro con símbolos de muerte, de abandono y un grito nostálgico; la tercera refleja el cambio producido, la salvación ya operada; y la cuarta es la conclusión, con su carácter didáctico. El movimiento completa el trayecto que hay que recorrer entre la perdición y la salvación. Su fórmula es universal: es la experiencia de Jonás, de los marineros y de los ninivitas. Es la plegaria válida para cualquiera que se vea en peligro y experimente la salvación. Las aguas simbolizan lo peligroso, la muerte, el seol, tan familiar al salmista: “Las olas de la muerte me envolvían, me espantaban las trombas de Belial, los lazos del seol me rodeaban, me aguardaban los cepos de la Muerte. Clamé a Yahveh en mi angustia, a mi Dios invoqué; y escuchó mi voz desde su Templo, resonó mi llamada en sus oídos” (Sal 18,5-7). Aunque los exégetas consideren este salmo como una interpolación posterior en el relato, lo cierto es que forma parte del texto actual de la Escritura. Jonás, el profeta rebelde y obstinado, que huye de la presencia de Dios y, en medio de la tempestad, se duerme mientras los demás oran, descendiendo hasta el fondo del abismo, se vuelve piadoso. Desde lo más profundo de su ser le brota el grito: “Yahveh, Dios mío” (2,7). Desde el abismo del mar, afloran a su memoria las experiencias vividas en Jerusalén, con su templo, sacrificios y asambleas festivas, lo mismo que a los exiliados al dejar Israel. En el vientre del pez su palabra tiene ecos diversos de las resonancias de su voz en el mar o en tierra firme. La prosa se transforma en poesía, cargada de espléndidas imágenes. Su posición despierta la memoria y la imaginación. Hasta el pez macho se transforma en hembra, pues a Jonás le hace sentirse dentro de un útero de vida. El salmo, que brota de la boca de Jonás, es un himno de acción de gracias. Hay imploración, invocación de ayuda, pero es sobre todo un canto de acción de
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gracias, porque en la oración tiene la absoluta certeza de la salvación. Jonás, no sólo espera e invoca la ayuda de Dios, sino que está seguro de alcanzarla y canta la gloria con que Dios se va a cubrir salvándolo. La tormenta en el mar, con su pavorosa realidad y con su capacidad de simbolizar el caos y la muerte, tiene en el canto de Jonás un valor de teofanía. Yahveh revela en ella su poder sobre el caos y sobre los dominios de la muerte. Es lo que canta el salmista: ¡Den gracias a Yahveh por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán! Ofrezcan sacrificios de acción de gracias, y sus obras pregonen con gritos de alegría. Los que a la mar se hicieron en sus naves, llevando su negocio por las muchas aguas, vieron las obras de Yahveh, sus maravillas en el piélago. Dijo, y suscitó un viento de borrasca, que entumeció las olas; subiendo hasta los cielos, bajando hasta el abismo, bajo el peso del mal su alma se hundía; dando vuelcos, vacilando como un ebrio, tragada estaba toda su pericia. Y hacia Yahveh gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias; a silencio redujo la borrasca, y las olas callaron. Se alegraron de verlas amansarse, y él los llevó hasta el puerto deseado. ¡Den gracias a Yahveh por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán! (Sal 107,21-31).
La oración le brota a Jonás desde el vientre del pez, desde el fondo del abismo, desde la angustia de su situación. Sin embargo le brota transida de espíritu profético, con el que ya ve cumplido lo que suplica. El uso del “pasado profético” es la expresión de su confianza absoluta. Jonás confiesa, agradecido, como ya cumplido lo que implora. Jonás canta de antemano la liberación que Dios ha concedido a un hombre atrapado por la experiencia de la angustia: “Desde mi angustia clamé a Yahveh y él me respondió; desde el seno del seol grité, y tú oíste mi voz” (2,3). Como en el Génesis (Gn 2,4-5), Dios es llamado con dos apelativos diversos, referidos a los dos atributos: el de la misericordia y el de la justicia. Jonás en su plegaria tiene en cuenta las dos formas en que Dios se le manifiesta: la justicia de Dios ha desencadenado la tempestad y encerrado a Jonás en las entrañas del pez, mientras que su misericordia le ha mandado el pez para salvarlo. Nombrando los dos atributos, Jonás reconoce que la misma justicia de Dios es misericordia: la tormenta y el pez salvador son expresión del designio misericordioso de Dios. Proclamándole “su Dios”, expresa su gratitud hacia Dios, tan cercano a su vida que, al mismo tiempo que le persigue con la tormenta, le salva con el pez. Su plegaria es la expresión de su fe y de su agradecimiento. El Midrash nos aclara el estado de Jonás en el momento de su plegaria. Mientras en el primer versículo se trata de un pez, en masculino, ahora, en el segundo, el pez aparece en femenino. Al principio, Jonás es tragado por un pez macho, cuyas entrañas eran espaciosas. Jonás se encontraba bastante cómodo y no le vino ni la idea de orar a Dios. Dios, entonces, hizo una señal al pez para que transfiriera a Jonás a la boca de una hembra en gestación. Allí, circundado por millares de huevos, Jonás se encuentra apretado. Esta situación molesta por la estrechez es la que le impulsa a orar. Según esta lectura del Midrash, algún sabio de Israel ha pensado que Jonás, mientras estaba en el primer pez no había rezado porque había aceptado con resignación su pena de muerte. Sabía que era culpable y pensaba que Dios le había dejado con vida sólo por unos días para que tomara conciencia de su culpa. Comprendiendo, pues, que Dios estaba airado con él, se había acovachado en el vientre del pez en absoluto silencio. Pero no era este el plan de Dios. Por eso para suscitar su arrepentimiento y su plegaria lo transfirió a las entrañas angostas del pez hembra en gestación. Al aumentar su sufrimiento, asqueado por los huevos que lo circundaban, Jonás comprendió que Dios no quería castigarlo, sino dejarlo con vida, suscitando su conversión mediante el dolor. En ese momento se puso en pie y elevó a Dios su plegaria. El Zohar lo comenta diversamente. El pez que se tragó a Jonás fue para él una gran fortuna, porque en su vientre se hallaba seguro, bien protegido de los demás peces que se
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cruzaban a su alrededor. Desde esa fortaleza, bien resguardado, podía contemplar el maravilloso espectáculo del fondo del mar. Estaba tan contento que ni se le ocurría elevar a Dios su oración. Entonces, al verlo Dios tan alienado, se dijo: ¿Para esto te he hecho llegar hasta aquí? Inmediatamente hizo morir al pez y Jonás se halló en una situación catastrófica, porque de todas partes llegaban peces a comerse los despojos del pez muerto. Esta situación realmente angustiosa es la que provocó la oración de Jonás “desde el fondo del abismo” (2,3), es decir, desde el vientre del pez muerto. Dios escuchó el grito de Jonás y resucitó al pez y así salvó a su profeta. La palabra hebrea del segundo versículo es la misma que aparece en el Exodo hablando de “los peces que murieron en el río” en la plaga de la sangre (Ex 7,21). De todos modos, la situación crítica es la que le lleva a la oración. “Desde mi angustia he clamado a Yahveh y él me ha respondido; desde el seno del abismo he gritado, y tú has escuchado mi voz” (2,3). Los verbos en pasado, y en forma indirecta, muestran su confianza total, arraigada en su alma por la experiencia de todo su pasado. La situación actual es un hecho más que se añade a los memoriales de su vida. Por eso, comenzando en forma indirecta, el versículo termina en plegaria personal: “tú has escuchado mi voz”. El hecho de haber sobrevivido a la prueba por tanto tiempo es para Jonás una garantía indiscutible de que Dios escucha su oración y le dejará en vida, aunque no sepa cómo le sacará del abismo del pez y del mar. La plegaria de Jonás se apoya en su experiencia personal y en la experiencia de todo orante. Sus palabras son palabras del salmista confiado: “Cuando me encontraba en angustias, clamé a Yahveh, y él me respondió” (Sal 120,1). Siempre que clamé desde la angustia, él me respondió. Jonás, como todo elegido de Dios, lleva el salterio en sus entrañas y, hasta en el momento en que no tiene tiempo de pensar, le brotan las palabras de la oración. Es la plegaria sincera, no hecha de palabrería, sino suscitada por el estado de angustia, nacida de lo hondo del corazón, desde el abismo del mar, desde el seol, desde la tumba, en que se ha convertido el vientre estrecho del pez. Jonás confiesa que sólo la angustia le ha llevado a gritar a Yahveh. Reconoce que no merece ser escuchado, y menos en su condición de profeta rebelde, pero no duda de que los oídos de Dios están atentos a su súplica. Sí, se confiesa Jonás, él me ha oído y me responderá. La oración que sube a Dios desde un corazón afligido nunca queda sin respuesta. Desde la aflicción de su corazón oró Ana, la madre de Samuel, y Dios escuchó su plegaria: Después que hubieron comido, se levantó Ana y se puso ante Yahveh. Estaba ella llena de amargura y oró a Yahveh llorando sin consuelo. Como ella prolongase su oración ante Yahveh, Elí observaba sus labios. Ana oraba para sí; se movían sus labios, pero no se oía su voz, y Elí creyó que estaba ebria, le dijo: ¿Hasta cuándo va a durar tu embriaguez? ¡Echa el vino que llevas!. Pero Ana le respondió: No, señor; soy una mujer acongojada; no he bebido vino ni cosa embriagante, sino que desahogo mi alma ante Yahveh. No juzgues a tu sierva como una mala mujer; hasta ahora sólo por pena y pesadumbre he hablado. Elí le respondió: Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido (1S 1,9-17).
Jonás ahora también desahoga la aflicción de su corazón ante Yahveh: “Me has arrojado en lo más hondo, en el corazón de los mares, una corriente me cerca: todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí” (2,4). En la confluencia del mar Rojo y del mar de Jafa las olas encrespadas pasan por debajo y por encima de Jonás, que se siente zarandeado por todos los costados. Mar y río le aprietan y absorben en su remolino. Has hecho de mí el acantilado de todas tus aguas, que se estrellan contra mí. Las palabras del salmo surgen espontáneas: “Levantan los ríos, Yahveh, levantan los ríos su voz, los ríos levantan su bramido; más que la
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voz de muchas aguas, más imponente que las ondas del mar, es imponente Yahveh en las alturas” (Sal 93,3-4). “Si Yahveh no hubiera estado por nosotros, cuando contra nosotros se alzaron los hombres, vivos entonces nos habrían tragado en el fuego de su cólera. Entonces las aguas nos habrían anegado, habría pasado sobre nosotros un torrente, habrían pasado entonces sobre nuestra alma aguas voraginosas” (Sal 124,2-5). Es la experiencia de un náufrago, en el sentido real o simbólico de la palabra. Las imágenes de naufragio, con las aguas que envuelven al hombre, con las olas que lo sacuden y lo precipitan hacia el abismo, llenan el salterio: ¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; he llegado hasta el fondo de las aguas, y las olas me anegan. Estoy exhausto de gritar, arden mis fauces, mis ojos se consumen de esperar a mi Dios... ¡Sácame del cieno, no me hunda, escape yo a los que me odian, a las honduras de las aguas! ¡El flujo de las aguas no me anegue, no me trague el abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca! ¡Respóndeme, Yahveh, pues tu amor es bondad; en tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos; no retires tu rostro de tu siervo, que en angustias estoy, pronto, respóndeme; acércate a mi alma, rescátala, por causa de mis enemigos, líbrame! (Sal 69,2-4.15-19).
El náufrago sufre la experiencia de la soledad, de la angustia, de la muerte, se siente arrastrado a la fosa, tragado por la tumba, hundido en el seol. Cuando una mano le arranca de esa situación, brota agradecida la plegaria: “Yahveh, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Yahveh, mi alma del seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa. Yo te ensalzo, Yahveh, porque me has levantado; no dejaste reírse de mí a mis enemigos. Salmodiad a Yahveh los que le amáis, alabad su memoria sagrada. De un instante es su cólera, de toda una vida su favor; por la tarde visita de lágrimas, por la mañana gritos de alborozo” (Sal 30,2-6) Mientras era precipitado al fondo del mar, Jonás pensaba en su corazón en la muerte, alejado para siempre de la presencia de Yahveh, y su corazón se rebelaba en su interior. No, no podía ser ese su final, a pesar de su pecado: “Yo pensé: ¡ He sido arrojado de delante de tus ojos! ¿Cómo volveré a contemplar tu santo Templo?” (2,5). Y, como Ana, sin palabras, Jonás recita a oleadas el salmo: “Desde lo más profundo grito a ti, Yahveh: ¡Señor, escucha mi clamor! ¡Estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas! Si en cuenta tomas las culpas, oh Yahveh, ¿quién, Señor, resistirá? Mas el perdón se halla junto a ti, para que seas temido. Yo espero en Yahveh, mi alma espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que los centinelas la aurora; más que los centinelas la aurora, aguarde Israel a Yahveh. Porque con Yahveh está el amor, junto a él abundancia de rescate; él rescatará a Israel de todas sus culpas” (Sal 130). Es una lamentación, que no puede no conmover a Dios: “Sumergieron las aguas mi cabeza y pensé: ¡Estoy perdido! Invoqué tu Nombre, Yahveh, desde la hondura de la fosa. Tú oíste mi grito: ¡No cierres tu oído a mi oración que pide ayuda! (Lm 3,54-56). Los muertos no son más que sombras vivas. El orante, que eleva a Dios su súplica angustiada, se siente perdido, cautivo, impotente. Desde esa situación le aflora el recuerdo de lo contrario, de las horas pasadas en el templo de Jerusalén, donde experimentaba la presencia de Dios: “Yo me dije: ¡Arrojado estoy de delante de tus ojos! ¿Cómo volveré a contemplar tu santo Templo?” (2,5). El templo, con sus celebraciones, le trae a la memoria la luz, el gozo, la vida. Lejos del templo, santuario de la gloria de Dios, todo es muerte, exilio lejos del rostro de Dios: Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo podré ir a ver la faz de Dios? ¡Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios? Yo lo recuerdo, y derramo dentro de mí mi alma, cómo marchaba a la Tienda admirable, a la
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Casa de Dios, entre los gritos de júbilo y de loa, y el gentío festivo. ¿Por qué, alma mía, desfalleces y te agitas dentro mí? Espera en Dios: aún le alabaré, ¡salvación de mi rostro y mi Dios!Mi alma se acongoja, por eso, desde el Jordán y el Hermón, te recuerdo a ti, montaña humilde. Abismo que llama al abismo, en el fragor de tus cataratas, todas tus olas y tus crestas han pasado sobre mí. De día mandará Yahveh su gracia, y el canto que me inspire por la noche será una oración al Dios de mi vida. Diré a Dios mi Roca: ¿Por qué me olvidas?, ¿por qué he de andar sombrío por la opresión del enemigo? Con quebranto en mis huesos mis adversarios me insultan, todo el día repitiéndome: ¿En dónde está tu Dios? (Sal 42).
“Las aguas me envuelven hasta el alma, me ha cercado el abismo y las algas se han enredado a mi cabeza” (2,6). Son los “lazos de la muerte” que envuelven al creyente: “Los lazos de la muerte me aferraban, me sorprendieron las redes del seol; en angustia y tristeza me encontraba, y el nombre de Yahveh invoqué: ¡Ah, Yahveh, salva mi alma!” (Sal 116,3-4). Las aguas le entran por la nariz y están a punto de llevar a Jonás a exhalar el último suspiro. El alma se le sale, envuelta por las aguas. Es el abismo lo único que Jonás tiene en torno a sí. Se revuelve entre las algas, que se enredan en su cabeza. Jonás ha tocado fondo en su descendimiento: “He descendido a las raíces de los montes” (2,7), he visto los fundamentos, los pilares sobre los que se apoyan los montes. “La tierra está cerrada con cerrojos detrás de mí para siempre”. No hay salida para mí. El fondo del mar será mi tumba perpetua. Esto es lo que yo pensaba, “mas tú, Yahveh, Dios mío, sacaste mi vida de la fosa” (2,7). Ahora, que tú me has concedido sobrevivir en las entrañas del pez, estoy seguro que tú me sacarás de la tumba y me devolverás a tierra firme. Con el salmista Jonás canta: “Por eso se me alegra el corazón, mis entrañas retozan, y hasta mi carne en seguro descansa; pues no has de abandonar mi alma al seol, ni dejarás a tu amigo ver la corrupción. Me enseñarás el caminó de la vida, hartura de goces, delante de tu rostro, a tu derecha, delicias para siempre” (Sal 16,9-11). “Mientras mi alma en mí desfallecía, me acordé de Yahveh, y mi oración llegó hasta ti, hasta tu santo palacio de santidad” (2,8). Ahora sé que me hizo bien llegar hasta el extremo de mi desesperación, pues ha sido mi precaria situación la que me ha hecho acordarme de ti. Ya al borde de la agonía, mi oración llegó a tus oídos. Llegado, en su descenso, a los fundamentos del monte santo, sobre el que se encuentra el Templo, Jonás se acuerda del Santuario de Jerusalén y eleva a Dios su plegaria. Y Dios, que está en lo alto, en el Santuario, escucha el eco de su oración. Al acercarse a la roca, que sirve de fundamento al Templo y al mundo entero, Jonás se ha sentido a salvo. “Pues está en la Escritura: He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será confundido” (1P 2,6). “El es la piedra que vosotros, los constructores, habéis despreciado y que se ha convertido en piedra angular” (Hch 4,11). “Y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo” (1Co 10,4). “Y Jesús les dice: ¿No habéis leído nunca en las Escrituras: La piedra que los constructores desecharon, en piedra angular se ha convertido; fue el Señor quien hizo esto y es maravilloso a nuestros ojos?” (Mt 21,42). “Edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor” (Ef 2,20). En esta inmersión de Jonás en el abismo de la muerte, Mateo contempla la profecía de la sepultura de Cristo: “Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12,40). La experiencia de naufragio de Jonás, como aparece en su plegaria, con su súplica y acción de gracia, desbordan su persona. Su salvación, cantada por anticipado, es una palabra de salvación para todos: “La salvación viene de Yahveh” (2,10).).
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Jonás anuncia que “la salvación está en Dios” (Sal 3,9), aunque “el agua le llegue a la garganta, el océano le envuelva y las algas se enreden en los cabellos de su cabeza” (2,6). El, en su oración confiada, lo recuerda como algo del pasado, como ya superado: “Bajaba hasta las raíces de los montes, la tierra se cerraba para siempre sobre mí. ¡Y sacaste mi vida de la fosa, Señor, Dios mío. Cuando se me acababan las fuerzas, invoqué al Señor, llegó hasta ti mi oración, hasta tu santo templo” (2,7-8). Es la experiencia repetida de todo creyente que, desde la angustia, eleva a Dios su súplica: “Sofocaron mi vida en una fosa y echaron piedras sobre mí. Sumergieron las aguas mi cabeza y dije: ¡Estoy perdido! Invoqué tu Nombre, Yahveh, desde la hondura de la fosa y Tú oíste mi grito: ¡No cierres tu oído a mi oración que pide ayuda! Te acercaste el día en que te invocaba y dijiste: ¡No temas!” (Lam 3,53-57). “Por eso te suplica todo el que te ama en la hora de la angustia. Y aunque las muchas aguas se desborden, no le alcanzarán” (Sal 32,6). Jonás, como Cristo, puede entonar, desde el abismo o desde lo alto de la cruz, el salmo 22: “¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!: Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza, raza toda de Jacob, glorificadle, temedle, raza toda de Israel. Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó. De ti viene mi alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen” (Sal 22,23-26). “Los ojos de Dios están constantemente puestos sobre la tierra de Israel” (Dt 11,12). Jonás, al huir de ella y verse arrojado al mar, ha llegado a pensar que salía para siempre del “cuidado de Dios” (Dt 11,11). Lejos de la presencia de Dios, según sus deseos al huir, siente que se ha colocado también fuera de su providencia. Sólo el memorial del salmo, le devuelve la confianza: “¡Y yo que decía en mi inquietud: Estoy dejado de tus ojos! Mas tú oías la voz de mis plegarias, cuando clamaba a ti” (Sal 31,23). Ahora me doy cuenta de que tú has seguido mis pasos y no has dejado de mirarme con tus ojos de misericordia, salvándome de la muerte. Yo, ahora, sé que tu intención es sacarme del abismo y que me permitirás contemplar de nuevo tu santo templo, “el palacio de tu santidad”. Aunque he sido yo quien se ha alejado del lugar donde se manifiesta tu palabra y tu bondad, tú me devolverás a él. Sí, retornaré a él con mi plegaria de acción de gracias. Es lo único que mi alma desea. ¡Qué amables tus moradas, oh Yahveh Sebaot! Mi alma anhela y languidece tras los atrios de Yahveh, mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo. Dichosos los que moran en tu casa, te alaban por siempre. ¡Yahveh Dios Sebaot, escucha mi plegaria, tiende tu oído, oh Dios de Jacob! Vale más un día en tus atrios que mil en mis mansiones, estar en el umbral de la Casa de mi Dios que habitar en las tiendas de impiedad (Sal 84,2-11).
“Los que veneran ídolos vanos abandonan su propia gracia” (2,9). Jonás se alegra de que los marineros hayan contemplado, gracias a él, el poder de Dios y hayan abandonado la ignominia de la idolatría. Jonás espera que su conversión sea sincera y constante. De todos modos, el primero en convertirse debe ser él: “Mas yo con voz de acción de gracias te ofreceré sacrificios, cumpliré los votos que hice. ¡De Yahveh la salvación!” (2,10). Su acción de gracias se hará acción cultual en el sacrificio de alabanza, cumplimiento ante el Señor de todos lo votos que ha hecho en el momento del aprieto. El sabe que su situación le coloca entre las cuatro personas obligadas a dar gracias a Dios: quienes han viajado por mar, quienes han atravesado el desierto, quienes han sido curados de una enfermedad y los presos que han recobrado la libertad. El ha experimentado las cuatro cosas. Con razón confiesa y testimonia su fe: ¡De Yahveh la salvación! Y la fe se hace invitación a la alabanza en medio de la asamblea: “¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré! Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza, raza toda de Jacob, glorificadle, temedle, raza toda de 55
Israel. Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó. De ti viene mi alabanza en la gran asamblea, mis votos cumpliré ante los que le temen” (Sal 22,23-26). “De Yahveh la salvación. Tu bendición sobre tu pueblo” (Sal 3,9).
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8. JONAS ENVIADO DE NUEVO El cántico de Jonás, con sus citas de diversos salmos, es un salmo de alabanza y acción de gracias. Evoca las angustias pasadas para mostrar la maravilla de la liberación. El salmo hace de la aventura de Jonás, tragado por el pez y salvado de la muerte, un símbolo de la salvación de todos los náufragos en las diversas situaciones de la vida. Dios a veces deja a sus fieles rozar la muerte, les deja sumergirse en las olas del mar embravecido, pero luego les tiende la mano y les salva. Los salmos equiparan los grandes peligros a la muerte, y la liberación es, por tanto, una resurrección. El mar, enemigo de Dios en los orígenes (Jb 7,12), es el reino de la muerte o, al menos, el camino que lleva a ella. De ahí que el mismo Jesús (Mt 12,40; Lc 11,30) presente la experiencia de Jonás como figura de su propia estancia durante tres días en el corazón de la tierra. El reino de la muerte aparece como un monstruo voraz, que no puede, sin embargo, retener a Jesús y lo arroja el día de la resurrección. La analogía de Jonás con la muerte y resurrección de Cristo, ha llevado también a utilizar la figura de Jonás en la tipología bautismal. El bautismo del cristiano, al ser sumergido y sacado de las aguas, hace de Jonás un símbolo bautismal: ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sumergidos por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido incorporados a él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya poder sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm 6,3-11).
Terminado el salmo de acción de gracias, “Yahveh dio orden al pez, que vomitó a Jonás en tierra” (2,11). La plegaria de Jonás no ha sido vana. Apenas vio Dios la sinceridad del arrepentimiento de Jonás, respondió a su plegaria ordenando al pez que se acercase a la orilla del mar y que lo vomitase sobre la playa. El pez sintió el deseo irresistible de vomitar y corrió a la orilla del mar para liberar su vientre del peso del profeta. El impulso, que Dios suscitó en el pez, lanzó a Jonás fuera de las aguas. Jonás, de repente, se encontró de pie en tierra firme con sus vestidos rotos, los cabellos y la barba erizados, y la piel hinchada y arrugada. Sin saber cómo, su alma respiró de nuevo: “Yo te ensalzo, Yahveh, porque me has levantado; no dejaste reírse de mí a mis enemigos. Yahveh, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Yahveh, mi alma del seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa” (Sal 30,2-4). Dios vuelve a pescar a Jonás para conducirlo a Nínive y no al lejano Oeste, donde quiso escapar. Su huida le hizo descender al abismo, pero Dios le ha hecho subir de las aguas a tierra firme. La historia comienza de nuevo. Tras el naufragio estamos de nuevo en el punto de partida. “Yahveh habló a Jonás por segunda vez” (3,1). La misión que Dios le ha encomendado sigue esperándole. Jesús se aparecerá también a Pedro después de su traición y le renovará la llamada y el envío: “Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis corderos. Vuelve a decirle por segunda vez: Simón de Juan, ¿me amas? Le dice él: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas. Le
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dice por tercera vez: Simón de Juan, ¿me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ¿Me quieres? y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Le dice Jesús: Apacienta mis ovejas” (Jn 21,15-17). Dios le ofrece a Jonás la oportunidad de mostrar la sinceridad de su conversión. Como dice Maimonides, para que la conversión sea completa es necesario pasar por la misma oportunidad de pecar. Ante las mismas condiciones el penitente resiste a la tentación, mostrando la sinceridad de su conversión, o repite el pecado, haciéndose reincidente, con lo que muestra la falsedad de su arrepentimiento. Yahveh, pues, se dirige por segunda vez a Jonás y le repite la misma palabra del principio: “Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y amonéstala proclamando el mensaje que yo te diga” (3,2). Todo comienza de nuevo con la palabra de Dios y el envío de Jonás a Nínive. Sólo que Jonás ha cambiado. Al menos ha comprendido que es inútil escapar. Esta vez Jonás obedece sin reparos. Es una nueva persona, renacido de las aguas y del Espíritu. Su situación es ahora distinta. El pez ha dejado a Jonás tan cerca de Nínive que es suficiente con que se levante y entre en la ciudad. No tiene que hacer un largo camino para cumplir la voluntad de Dios. Es Dios quien ha hecho el camino hacia Jonás y le ha dejado a las puertas de la ciudad. Por ello la Palabra de Dios, siendo la misma, le suena como nueva. Siempre es nueva la Palabra de Dios. Jonás ahora es el profeta enviado por Dios a Nínive. Se deja orientar y llevar por Dios. Y de nuevo Dios define a Nínive como “la gran ciudad”. Se necesitan tres días para recorrerla. A Jonás los tres días le recuerdan los tres días pasados en el vientre del pez. Nínive, la “gran ciudad”, ¿no es monstruosa, capaz de devorarlo? Sin embargo, sólo sus dimensiones mueven la piedad de Dios por ella. “Amonéstala”, es decir, profetiza acerca de ella, anunciándole la desgracia inminente que pende sobre ella. Isaías podría prestarle sus palabras de amonestación: “Vuestras manos están llenas de sangre: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda” (Is 1,15-17). Dios ordena a Jonás lo mismo que a Moisés cuando le mandó al Faraón: “El día en que Yahveh habló a Moisés en el país de Egipto, le dijo: Yo soy Yahveh; di a Faraón, rey de Egipto, cuanto yo te diga” (Ex 6,28-29). Lo mismo ordena a Jonás: “Ve y proclama lo que yo te diga”. Dios no revela a Jonás el mensaje de su misión. Espera la obediencia de su profeta a todo cuanto “él le diga”. Dios siempre deja al justo en la duda y sólo en un segundo momento, una vez mostrada su disponibilidad total, le da todas las indicaciones precisas. Así lo hace con Abraham, que sale de su país sin conocer adónde va: “Yahveh dijo a Abraham: Sal de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Rompiendo con todos sus vínculos humanos y terrenos, Abraham se pone en camino hacia un país desconocido. Cuando se encamine a sacrificar a su hijo Isaac, tendrá que caminar igualmente “hacia el monte que yo te indicaré” (Gn 22,2). El profeta es el portavoz de Dios. No lleva su palabra, sino la que Dios pone en sus labios. No tiene derecho a añadir o recortar nada de esa palabra. Pero no es un altavoz mecánico. La palabra de Dios se hace carne en el profeta, se convierte también en su palabra. Por ello la suerte de la palabra es la suerte del profeta. Cuando la palabra es rechazada es rechazado el profeta y a la inversa: “¡Ay de mí, madre mía, porque me diste a luz varón discutido y debatido por todo el país! Ni les debo, ni me deben, ¡pero todos me maldicen! Di,
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Yahveh, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro” (Jr 15,10-11). “¿Por qué ha resultado mi penar perpetuo, y mi herida irremediable, rebelde a la medicina? ¡Ay! ¿serás tú para mí como un espejismo, aguas no verdaderas?” (Jr 15,18). Pero Dios acompaña siempre a su profeta, para que pueda transmitir su palabra. Así se lo comunica a Jeremías: “Y me dijo Yahveh: No digas: Soy un muchacho, pues adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás” (Jr 1,7). Jesucristo les dirá a sus discípulos que no se preocupen de lo que tienen que decir, pues el Espíritu Santo se lo sugerirá en el momento oportuno: “Por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros” (Mt 10,18-20). Así, pues, “Jonás se levantó y fue a Nínive conforme a la palabra de Yahveh. Nínive era una ciudad grandísima, de un recorrido de tres días” (3,3). “Se levantó y fue” es la misma expresión usada a propósito de Abraham en el momento en que se pone en camino para obedecer a Dios, ofreciéndole su hijo. Las dos acciones son significativas: alzarse y ponerse en camino para cumplir la misión encomendada por Dios. Abraham “se mantuvo firme contra el entrañable amor a su hijo” (Sb 10,5). También Jonás se levantó y fue a Nínive, “conforme a la palabra de Yahveh”. El rebelde se ha hecho obediente. Nínive era una ciudad grande ante Dios, de unas dimensiones fabulosas. “Era”, dice el Midrahs, pues aunque la ciudad sobrevivió hasta mucho después, cuando fue conquistada por los Medos, su nombre no era más que una evocación para el recuerdo de todos los tiempos, como símbolo permanente de la eficacia de la conversión. Su perímetro era el que se recorre en tres días de camino. Comparada con otras ciudades, con la misma Jerusalén, de proporciones modestas, Nínive adquiere unas proporciones legendarias. Nínive, en realidad, es una ciudad simbólica. Es la ciudad del gran pecado (1,1). Es la gran ciudad, símbolo del mundo pagano (Gn 10,12; Jdt 1,1). Nínive es la gran ciudad como Babel (Gn 11,1-9), como Gabaón (Jos 10,2), “la Gran Ciudad, que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto” (Ap 11,8), o la “Gran Babilonia que beberá la copa del vino del furor de la cólera de Dios” (Ap 16,19; 17; 18). “Jonás comenzó a adentrarse en la ciudad, e hizo un día de camino proclamando: ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!” (3,4). Jonás sólo recorre un tercio de la ciudad de Nínive. No ha ido como turista, sino como profeta. Lo mismo que a Jeremías la palabra le quema las entrañas: “Pues cada vez que hablo es para clamar: ¡Atropello!, y para gritar: ¡Expolio! La palabra de Yahveh ha sido para mí oprobio y befa cotidiana. Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajada por ahogarlo, no podía” (Jr 20,8-9). Si queremos conocer la ciudad de Nínive, tenemos que visitarla con otros profetas como guías. Ellos nos mostrarán su historia, el esplendor de su poder y también el orgullo y violencia de sus calles hasta que le llegue el momento de su ruina. Nínive es la gran ciudad del norte de Mesopotamia. A principios del siglo VII a.C. llegó a ser capital del imperio asirio y, al final de ese siglo, el año 612 cayó en ruinas ante una coalición de medos y babilonios al mando de Ciaxares y de Nabopolasar. Fue tan grande el olvido en que cayó que hasta se olvidó el lugar en que estaba, hasta que a finales del siglo
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pasado y a principios de éste la descubrieron los arqueólogos. Nínive estaba situada en la orilla oriental del Tigris. Sobre un lugar ya habitado desde hacía milenios, la habían construido los reyes de Asiria, en etapas sucesivas. Además de fortificarla, dotándola de murallas, la llenaron de templos y palacios. En la época más brillante del imperio asirio, el rey Senaquerib (704-681) la convirtió en su capital. El rey Asurbanipal (668-631) instaló en ella una famosa biblioteca. La Biblia recuerda a Nínive en diversos momentos: el de su fundación, que es atribuida a Nimrod, “el primer poderoso de la tierra” y “valiente cazador” (Gn 10, 11s), y el de su destrucción (Na 3,1). Cuando se la recuerda en el libro de Jonás, Nínive era el símbolo de todos los pueblos opresores, capital y personificación del reino de Asiria, que acosó a Israel y Judá durante siglos, hasta el momento en que desapareció de la historia. A lo largo de casi toda la época monárquica, desde el siglo X hasta el VI, los asirios golpearon sobre el pueblo de Dios sin tregua ni compasión, primero sobre Israel, que aniquilaron, y luego sobre Judá. En el siglo VIII Asiria alcanza la cumbre de su esplendor. Teglatfalasar III, llamado Pul en la Biblia, invade Israel, que le queda sometido, obligado al pago de un fuerte tributo: “Pul, rey de Asiria, vino contra el país. Menajem dio a Pul mil talentos de plata para que le ayudara a él y afianzara el reino en su mano. Menajem exigió el dinero a Israel, a todos los notables, que habían de dar al rey de Asiria cincuenta siclos de plata cada uno. Entonces se volvió el rey de Asiria y no se detuvo allí en el país” (2R 15,19-20). “Ajaz envió mensajeros a Teglatfalasar, rey de Asiria, diciendo: Soy tu siervo y tu hijo. Sube, pues, y sálvame de manos del rey de Israel que se ha levantado contra mí. Y tomó Ajaz la plata y el oro que había en la Casa de Yahveh y en los tesoros de la casa del rey y lo envió al rey de Asiria como presente” (2R 16,7-8). En ese mismo siglo, Salmanasar V y Sargón II pusieron cerco a Samaría, hasta que en el año 721 la destruyeron. Deportaron a sus habitantes y repoblaron ese vacío con gentes de otros extremos del imperio. Sargón mandó que escribieran: “Yo sitié y conquisté Samaría. Llevé cautivas a veintisiete mil personas que habitaban allí y me adueñé de cincuenta carros”. La Biblia da esta versión de los hechos: “El rey de Asiria subió por toda la tierra, llegó a Samaría y la asedió durante tres años. El año noveno de Oseas, el rey de Asiria tomó Samaría y deportó a los israelitas a Asiria; los estableció en Jalaj, en el Jabor, río de Gozán, y en las ciudades de los medos. El rey de Asiria hizo venir gentes de Babilonia, de Kutá, de Avvá, de Jamat y de Sefarváyim y los estableció en las ciudades de Samaría en lugar de los israelitas; ellos ocuparon Samaría y se establecieron en sus ciudades” (2R 17,5-6.24). Después de la desaparición del reino del Norte, siguió la historia de opresión con Judá y Jerusalén. A pesar de la oposición del profeta Isaías, Ezequías -rey de Judá- se alió con los pequeños reinos vecinos, instigados por Babilonia, y se levantó contra Asiria, pagándolo duramente: “En el año catorce del rey Ezequías subió Senaquerib, rey de Asiria, contra todas las ciudades fortificadas de Judá y se apoderó de ellas. Ezequías, rey de Judá, envió a decir a Senaquerib a Lakís: He pecado; deja de atacarme, y haré cuanto me digas. El rey de Asiria impuso a Ezequías, rey de Judá, trescientos talentos de plata y treinta talentos de oro. Ezequías entregó todo el dinero que se encontró en la Casa de Yahveh y en los tesoros de la casa del rey. En aquella ocasión Ezequías quitó las puertas del santuario de Yahveh y los batientes revestidos de oro, y lo entregó al rey de Asiria” (2R 18,13-16). El año 701, el rey Senaquerib puso sitio a Jerusalén y sólo accedió a levantarlo cuando Ezequías se le sometió, pagándole un fuerte tributo. Las cosas siguieron así hasta que Asiria empieza a decaer, llegando su fin precipitadamente. Nínive cae estrepitosamente el año 612, bajo los ejércitos de Nabopolasar y Ciaxares.
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Los profetas de Israel auguran a los asirios la misma suerte de los pueblos por ellos conquistados. En sus oráculos nombran a Asiria para denunciar su ferocidad en destruir y anuncian o celebran ya su caída estrepitosa. Isaías describe así al ejército asirio: “Vedlo aquí, rápido, viene ligero. No hay en él quien se canse y tropiece, quien se duerma y se amodorre; nadie se suelta el cinturón de los lomos, ni se rompe la correa de su calzado. Sus saetas son agudas y todos sus arcos están tensos. Los cascos de sus caballos semejan pedernal y sus ruedas, torbellino. Tiene un rugido como de leona, ruge como los cachorros, brama y agarra la presa, la arrebata, y no hay quien la libre” (Is 5,26-29). El mismo Isaías ya ve por anticipado la caída de los opresores asirios. Esta es su elegía: “Ha quebrado Yahveh la vara de los malvados, el bastón de los déspotas, que golpeaba a los pueblos con saña golpes sin parar, que dominaba con ira a las naciones acosándolas sin tregua. Está tranquila y quieta la tierra toda, prorrumpe en aclamaciones. Hasta los cipreses se alegran por ti, los cedros del Líbano: Desde que tú has caído en paz, no sube el talador a nosotros... Los que te ven, en ti se fijan; te miran con atención: ¿Ese es aquél, el que hacía estremecer la tierra, el que hacía temblar los reinos, el que puso el orbe como un desierto, y asoló sus ciudades, el que a sus prisioneros no abría la cárcel?” (Is 14,58.16-17). Nínive es para los profetas un instrumento de castigo y juicio para Israel, que no se convierte a Yahveh: “¡Ay, Asur, bastón de mi ira, vara que mi furor maneja! Contra gente impía voy a guiarlo, contra el pueblo de mi cólera voy a mandarlo, a saquear saqueo y pillar pillaje, y hacer que lo pateen como el lodo de las calles. Pero él no se lo figura así, ni su corazón así lo estima, sino que su intención es arrasar y exterminar gentes no pocas” (Is 10,57). Ante su arrogancia y violencia, los profetas ven que su tiempo es un momento y que pronto le llegará su día: “Pues por la voz de Yahveh será hecho añicos Asur: con un bastón le golpeará. A cada pasada de la vara de castigo que Yahveh descargue sobre él - con adufes y con arpas - y con guerras de sacudir las manos guerreará contra él” (Is 30,31-32). “El extenderá su mano contra el norte, destruirá a Asur, y dejará a Nínive en desolación, árida como el desierto. Se tumbarán en medio de ella los rebaños, toda suerte de animales: hasta el pelícano, hasta el erizo, pasarán la noche entre sus capiteles. El búho cantará en la ventana, y el cuervo en el umbral, porque el cedro fue arrancado. Tal será la ciudad alegre que reposaba en seguridad, la que decía en su corazón: ¡Yo, y nadie más! ¡Cómo ha quedado en desolación, en guarida de animales! Todo el que pasa junto a ella silba y menea su mano” (So 2,13-15). Toda la profecía de Nahún es una celebración de la caída de Nínive. El profeta celebra en ese hecho la justicia de Dios en la historia: “Nínive es como una alberca cuyas aguas se van. ¡Deteneos, deteneos! Pero nadie se vuelve. ¡Saquead la plata, saquead el oro! ¡Es un tesoro que no tiene fin, grávido de todos los objetos preciosos! ¡Destrozo, saqueo, devastación! ¡Corazones que se disuelven y rodillas que vacilan y estremecimiento en todos los lomos y todos los rostros que mudan de color!” (Na 2,9-11). “¡No hay remedio para tu herida, incurable es tu llaga! Todos los que noticia de ti oyen baten palmas sobre ti; pues ¿sobre quién no pasó sin tregua tu maldad?” (Na 3,19). Asiria fue uno de los imperios más brutales de la antigüedad. Para los israelitas es el símbolo de la crueldad, la agresión y la injusticia. Cruel, sanguinaria y rapaz, se ganó el rechazo de todos los pueblos, que se alegraron con su caída. Jonás encarna esta aversión hacia Nínive. No podía prestarse a que por él llegara el perdón a una ciudad tan sanguinaria. Sin embargo, los nombres de la geografía de Jonás son, lo mismo que la persona del
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profeta, nombres simbólicos. Nínive no es en Jonás la ciudad que había sido en la historia asiria. Ahora es “la gran ciudad”, “de tres días de recorrido”. Sus dimensiones sirven para mostrar la grandeza de sus acciones, lo mismo las malas que las buenas. En realidad Nínive es la concreción de lo que la Escritura conoce como “las naciones”, “los paganos”, “los gentiles”. Desde el punto de vista judío es símbolo del mundo excluido de la elección de Dios. Nínive tiene en Jonás el halo legendario de una ciudad convertida en arquetipo del enemigo aborrecible, inexorablemente abocada al rigor de la justicia. Es lo que, en realidad, ha sido la Nínive histórica para el pueblo de Israel. De aquí la resistencia de Jonás a hacer algo por ella y a aceptar que Yahveh la perdone. Pero Nínive tiene en el libro de Jonás otra cara. Es la ciudad que se convierte. Este lado bueno de la “gran ciudad” había sido el sueño de la predicación de los profetas. Los opresores podrían convertirse y lo harían un día. El libro de Jonás muestra como realidad ese deseo y pinta la conversión ninivita como algo espectacular, a la altura de su maldad. Penitencia y conversión son totales y universales, desde el anciano al niño, desde el rey al vasallo, desde los hombres a los animales. Es lo mismo que describe también el libro de Judit respecto a Israel: “Los israelitas cumplieron la orden del sumo sacerdote Yoyaquim y del Consejo de Ancianos de todo el pueblo de Israel que se encontraba en Jerusalén. Todos los hombres de Israel clamaron a Dios con gran fervor, y con gran fervor se humillaron; y ellos, sus mujeres, sus hijos y sus ganados, los forasteros residentes, los jornaleros y los esclavos, se ciñeron de sayal. Todos los hombres, mujeres y niños de Israel que habitaban en Jerusalén se postraron ante el Templo, cubrieron de ceniza sus cabezas y extendieron las manos ante el Señor. Cubrieron el altar de saco y clamaron insistentemente, todos a una, al Dios de Israel, para que no entregase sus hijos al saqueo, sus mujeres al pillaje, las ciudades de su herencia a la destrucción y las cosas santas a la profanación y al ludibrio, para mofa de los gentiles. El Señor oyó su voz y vio su angustia. El pueblo ayunó largos días en toda Judea y en Jerusalén, ante el santuario del Señor Omnipotente. El sumo sacerdote Yoyaquim y todos los que estaban delante del Señor, sacerdotes y ministros del Señor, ceñidos de sayal, ofrecían el holocausto perpetuo, las oraciones y las ofrendas voluntarias del pueblo, y con la tiara cubierta de ceniza clamaban al Señor con todas sus fuerzas para que velara benignamente por toda la casa de Israel” (Jdt 4,8-15). Nínive, la “gran ciudad” convertida, representa ese movimiento que se espera que hagan todos los pueblos. Es una imagen del mundo en pequeño. Es una invitación a todo hombre a sintonizar con Nínive, que es capaz de cambiar y recibir el perdón de Dios. Nínive es una palabra de esperanza para todos los malvados de la tierra. El pecado no es capaz de anular la misericordia de Dios, siempre deseoso de que el hombre se vuelva a él, para acogerlo entre sus brazos. Nínive, con su conversión, es un signo abierto a todos los hombres.
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9. LITURGIA PENITENCIAL Con Jonás llegamos a Nínive. Y Jonás nos invita a participar en una gran liturgia penitencial. Jonás proclama la Palabra a pleno pulmón. Su voz resuena en toda la ciudad. Es una Palabra potente, sin adornos; se reduce, en nuestra traducción, a siete palabras, a cinco en el original: “¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida!”. Dios da un plazo de cuarenta días para la conversión. Ofrece a Nínive una cuaresma de penitencia. A Israel Dios le concedió cuarenta años en el desierto, para que descubriera lo que había en su corazón y se convirtiera a él de todo corazón. Moisés pasa cuarenta días y cuarenta noches en el Sinaí, para bajar con las tablas de la alianza: “Moisés entró dentro de la nube y subió al monte. Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches” (Ex 24,18). “Moisés estuvo allí con Yahveh cuarenta días y cuarenta noches, sin comer pan ni beber agua. Y escribió en las tablas las palabras de la alianza, las diez palabras” (Ex 34,28; Dt 9,9). Elías pasa cuarenta días en el desierto para encontrarse con Dios: Elías “se levantó, comió y bebió, y con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios, el Horeb” (1R 19,8). Cristo pasa cuarenta días en combate con Satanás: “En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco. A continuación, el Espíritu le empuja al desierto, y permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían” (Mc 1,10-13). Cuarenta días es el tiempo de la penitencia. Los cuarenta días hacen pensar también al diluvio: “El diluvio duró cuarenta días sobre la tierra. Crecieron las aguas y levantaron el arca que se alzó de encima de la tierra” (Gn 6,17). Y la violencia de los ninivitas, cuya maldad ha subido hasta el cielo, recuerda la violencia que en tiempos de Noé llenaba la tierra: “La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios: la tierra se llenó de violencias. Dios miró a la tierra, y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra. Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra” (Gn 6,11-13). Entonces Dios “se arrepintió de haber creado al hombre”. Ahora, con Nínive, Dios se vuelve a arrepentir, pero de una forma diversa, manteniéndose fiel al pacto sellado con Noé: Noé construyó un altar a Yahveh, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció holocaustos en el altar. Al aspirar Yahveh el calmante aroma, dijo en su corazón: Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez, ni volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho. Mientras dure la tierra, no cesarán sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche... Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: He aquí que yo establezco mi alianza con vosotros, y con vuestra futura descendencia, y con toda alma viviente que os acompaña: las aves, los ganados y todas las alimañas que hay con vosotros, con todo lo que ha salido del arca, todos los animales de la tierra. Establezco mi alianza con vosotros, y no volverá nunca más a ser aniquilada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra. Dijo Dios: Esta es la señal de la alianza que para las generaciones perpetuas pongo entre yo y vosotros y toda alma viviente que os acompaña: Pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando yo anuble de nubes la tierra, entonces se verá el arco en las nubes, y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas diluviales para exterminar toda carne. Pues en cuanto esté el arco en las nubes, yo lo veré para recordar la alianza perpetua entre Dios y toda alma viviente, toda carne que existe sobre la tierra (Gn 8. 20-22; 9,12-16).
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La misión de Jonás se cumple en un sólo versículo. El relato es escueto: “Jonás comenzó a recorrer la ciudad, e hizo un día de camino proclamando: Dentro de cuarenta días Nínive será destruida” (3,4). Jonás ni siquiera atraviesa la mitad de la ciudad. En un día Jonás llegó al centro de la ciudad, proclamando que en el término de cuarenta días la ciudad sería dada la vuelta, completamente destruida. Esto es lo que anuncia Jonás, interpretando por su cuenta el mensaje de Dios. Pero no es eso lo que Dios tiene en mente. La amenaza de destrucción total incluye un plazo de gracia. Al anunciar que en cuarenta días la ciudad será “dada la vuelta”, Dios piensa en el cambio que se va a producir en ella, gracias a la conversión de sus habitantes. “Dar la vuelta” es la expresión del cambio de vida, que realiza la conversión, el volverse el hombre a Dios. El Midrash se detiene en ese versículo y nos ayuda a penetrar en él. La cherna, con su espasmódico estornudo, dejó a Jonás en la puerta principal de la gran ciudad de Nínive. Una nube negra cubría la ciudad. El humo, que subía desde los techos de los templos, sin ventanas, en los que se ofrecían despiadados sacrificios humanos a divinidades monstruosas, alimentaba esa nube tenebrosa. Los labios de los ídolos se plegaban en un giño cruel como el corazón de los hombres que los habían inventado y construido. En la ciudad de Nínive todo hablaba de riqueza, todo era de oro y plata, pero el oro era rojo como la sangre y la plata era oscura como el odio. Hasta la palabra amor tenía un sonido amenazante, pues las palabras y las ideas habían perdido su significado original. Para los ninivitas, amor equivalía a avidez y fuerza era sinónimo de engaño. Jonás recorrió las largas calles de la ciudad, circundada de muros inexpugnables como los de una prisión. Vio hombres que miraban siempre de reojo, para que nadie descubriera los pensamientos que rumiaban. A estos hombres dirigió su palabra. Habló y gritó lo que Yahveh le encomendaba decir. Sus palabras eran como clarinazos de trompeta, que hacían temblar los muros de la ciudad. Su eco retumbaba de un extremo al otro. Resonaban con idéntica intensidad bajo los techos de barro de los tugurios que sobre las paredes de marfil del palacio real, donde Osnappar reinaba en espléndida soledad. El fuego de las palabras de Jonás hicieron temblar hasta a los ídolos inertes que no las oían. Los sacerdotes quedaron paralizados en el acto mismo de inmolar sus víctimas. Todos se vieron obligados a escuchar: -Vuestra maldad ha superado el límite. Mi paciencia se ha agotado. Como he creado el cielo y la tierra con todas sus criaturas, Yo os destruiré junto con vuestra ciudad. Oráculo de Yahveh. Con este anuncio, gritado sobre la plaza principal de Nínive, justo delante del palacio real, bajo los ojos y oídos del rey Osnappar, Jonás terminó su predicación. Se detuvo un momento, sorprendido del silencio e inmovilidad que le circundaba, y corrió hacia los muros, para abandonar cuanto antes la ciudad. Inmóviles en la puerta de las casas, los ninivitas le contemplaban mientras pasaba, preguntándose quién podía ser ese viejo encogido, andrajoso y cubierto de algas y conchas de mar, que se arrastraba con dificultad por sus calles, pero que tenía el coraje de desafiarles a ellos y a su rey. ¿Qué Dios podía ser ese Yahveh, Creador del cielo y de la tierra, que se proclamaba señor de todas las criaturas y daba a ese viejo tal valor para atreverse a condenar sus costumbres y a llamar inútiles a sus dioses? Por su mente corría un solo pensamiento: -Ahora mismo lo arrestarán los soldados, el rey lo condenará y nuestros dioses lo convertirán en cenizas.
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Pero los dioses no intervenían y nadie se atrevía a acercarse al profeta, porque sus ojos despedían rayos de luz potentes como los del Leviatán. Jonás tuvo la sensación de atravesar una ciudad muerta, poblada de fantasmas. Mientras atravesaba su calles, en las que sólo se oía el rumor de sus pasos, en el umbral de las casas estaban los ninivitas, contemplándolo inmóviles. Para sus adentros se decía: -He aquí una ciudad totalmente cimentada en el mal. Sus habitantes seguramente no han entendido nada de cuanto les he dicho. Ahora Dios la castiga transformándola en una ciudad de estatuas mudas, como monumento perenne para toda la humanidad. Pero, cuando ya se acercaba a la puerta principal, se deshizo el hechizo de Jonás, al llegarle un coro de mugidos, rebuznos y balidos. Jonás se asustó y aceleró el paso. Llegó a las afueras donde estaban los establos y rediles, pegados a los muros de la ciudad. Allí había una actividad febril. Los vaqueros y pastores de Nínive habían separado los anímales adultos de los apenas nacidos, cerrándoles en recintos diversos: caballos y asnos, vacas y toros, ovejas y machos cabríos en un recinto, y en el otro potros, terneros y corderos. Así tanto los grandes como los pequeños, separados los padres de sus crías, mugían, rebuznaban y balaban desesperadamente. Jonás no entendió nada hasta que escuchó la invocación de vaqueros y pastores: -Oh Dios, tú nos quieres condenar. Pues bien, si tú no tienes piedad de nosotros, nosotros no tendremos piedad de estos animales. Jonás sacudió la cabeza y se apresuró en alejarse de Nínive para librarse de quedar destruido junto con la ciudad, cuya destrucción veía inminente. Esta vez Yahveh no la podría perdonar. La única reacción de los ninivitas a sus amenazas era un desafío. Eso ya era el colmo. Sin embargo ese desafío no era más que la primera reacción, la pobre expresión de arrepentimiento de esa gente asustada, que no sabía como comportarse porque nadie antes se lo había enseñado. Pero, una vez superado el primer momento de desconcierto, otros rumores comenzaron a elevarse desde distintos lugares de la ciudad. Los ninivitas no lograban expresar lo que sentían, pero sentían necesidad de congregarse, por lo que todos abandonaban sus casas, dirigiéndose hacia el palacio real. Allí, en la plaza de la ciudad, las primeras en hallar una respuesta adecuada a la profecía fueron las madres con niños de pecho. Elevándoles hacia el cielo, gritaban: -Por amor de estos inocentes, perdónanos y enséñanos la piedad. La plegaria de las madres atrajo la atención del rey Osnappar. Por primera vez en su vida Osnappar miró el rostro de sus súbditos y vio que estaban cansados, infelices y desorientados como él. Descendió del trono, se quitó la corona, se arrancó la túnica de púrpura y se cubrió la cabeza de ceniza, se revolcó en el polvo y ordenó a sus súbditos que volvieran a sus casas, ayunaran, se vistieran de saco e hicieran penitencia en espera de nuevas órdenes. Los ninivitas regresaron a sus casas y un poco después los heraldos del rey comenzaron a recorrer la ciudad, proclamando los decretos que al rey se le iban poco a poco ocurriendo: -La policía secreta de ahora en adelante actuará al descubierto con el fin de socorrer a los pobres.
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-Los templos sean vaciados de ídolos, se abran en ellos ventanas y sean transformados en escuelas en las que todos puedan aprender las nuevas normas de justicia. -Quedan abolidos los sacrificios humanos. Los sacerdotes, expertos en anatomía, se dedicarán a la asistencia de los enfermos. -Ningún juez podrá presidir un proceso él solo. Será ayudado por un colegio de ciudadanos, que controlarán su actuación. -Nadie podrá acusar a nadie sin mostrar pruebas irrefutables. El falso testimonio es un reato. Los ninivitas escuchaban y no se limitaban a obedecer. Quien había robado a otro, le restituía lo robado. Algunos derribaban hasta sus castillos para devolver a sus dueños los ladrillos robados. Otros se presentaban espontáneamente ante el tribunal para confesar sus culpas, dispuestos a acoger la pena merecida; por su confesión el tribunal les perdonaba. De estos días se cuenta un hecho ejemplar, que da una idea de los buenos deseos de los habitantes de Nínive. Un hombre encontró un tesoro en una casa que acababa de comprar a un vecino suyo. Inmediatamente quiso devolvérsolo, pero el vecino se negó a aceptarlo. Ninguno de los dos quería quedarse con el tesoro. Uno sostenía que había pagado sólo por la casa y no por los tesoros escondidos que pudieran hallarse en ella. El otro decía que, habiendo ignorado siempre la existencia del tesoro, no podía considerarlo suyo. Ninguno de los dos quedó satisfecho hasta que los jueces descubrieron quién, hacía ya siglos, había escondido el tesoro y quienes eran sus legítimos herederos. Cuando pudieron entregar el tesoro a estos herederos, dieron una inmensa fiesta por la alegría de haber hecho justicia. La profecía de Jonás se realizará según el deseo de Dios y no según la interpretación de su profeta. El anuncio de que la ciudad será destruida evoca el eco de Sodoma y Gomorra. Es el término con el que los profetas señalan a las dos ciudades (Jr 20,16; 49,18; 50,40) Dt 29,22; Is 1,7; 13,19; Am 4,11). Pero Dios tiene sus planes sobre Nínive y no le sucederá lo mismo que a Sodoma, la ciudad a la que Dios dio totalmente la vuelta, cambiando su fertilidad en árido desierto, precipitándola en el mar: “Entonces Yahveh hizo llover desde el cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego. Y arrasó aquellas ciudades y toda la vega con los habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo” (Gn 19,24-25). En Sodoma los ángeles, como Jonás, anuncian la destrucción de la ciudad. La misma amenaza divina pesa sobre Nínive y sobre Sodoma por las mismas razones: “Los hombres dijeron a Lot: Vamos a destruir este lugar, pues es grande el clamor de ellos en la presencia de Yahveh, y Yahveh nos ha enviado a destruirlos” (Gn 19,12-13). El mismo clamor había subido a Dios desde Nínive. Jonás puede soñar con una hoguera de azufre que arrase la ciudad, pero la amenaza de Dios es siempre condicionada, es una llamada a la conversión. También a Ezequiel Dios le muestra las abominaciones de Israel, que se extienden por toda la tierra, llenándole de enojo: “Y me dijo: ¿Has visto, hijo de hombre? ¿Aún no le bastan a la casa de Judá las abominaciones que cometen aquí, para que llenen también la tierra de violencia y vuelvan a irritarme? Mira cómo se llevan el ramo a la nariz. Pues yo también he de obrar con furor; no tendré una mirada de piedad, no perdonaré. Con voz fuerte gritarán a mis oídos, pero yo no les escucharé” (Ez 8,17-18). “Me dijo: La culpa de la casa de Israel y de Judá es muy grande, mucho; la tierra está llena de sangre, la ciudad llena de perversidad. Pues dicen: Yahveh ha abandonado la tierra, Yahveh no ve nada. Pues bien, tampoco yo
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tendré una mirada de piedad ni perdonaré. Haré caer su conducta sobre su cabeza” (Ez 9,910). La violencia de Israel, como la del tiempo del diluvio, es tan grande que se derrama sobre toda la tierra, mientras que la de Nínive aún está en sus manos: “Que se cubran de sayal y clamen a Dios con fuerza; que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que hay en sus manos” (3,8). Job se lamenta de la desgracia que ha caído sobre él “y eso que no hay en mis manos violencia” (Jb 16,17). Lo mismo dirá David de sí mismo (1Cr 12,18). La palabra traducida por “destruida”, aunque pueda tener ese sentido, con el que le han cargado los profetas, tiene en primer lugar otro significado: volcar, invertir. Por eso puede significar que en la ciudad se va a dar “un cambio radical”. Y ese es el designio de Dios al enviar a Jonás a Nínive. No los muros, sino la conducta de los ninivitas va a ser destruida, volcada, invertida con su conversión. La “ciudad sanguinaria y traidora, repleta de rapiñas, insaciable de despojos... corrompida por las muchas fornicaciones de la prostituta, tan hermosa y hechicera que compraba pueblos con sus prostituciones y tribus con sus hechicerías” (Na 3,1.4), cree la palabra de Jonás y cambia su vida. Creen que merecen el castigo anunciado y que se les ha dado un plazo de penitencia para evitarlo, y organizan la gran celebración penitencial. La potencia de la palabra proclamada se expande por toda la ciudad. La voz del profeta retumba con tal fuerza que llega a todos los rincones de la ciudad. Nínive se estremece. Inmediatamente la ciudad se pone a hacer penitencia: “Los ninivitas creyeron en Dios: ordenaron un ayuno y se vistieron de sayal desde el mayor al menor” (3,5). Quien oía la palabra se la creía y confesaba que era verdadera, que el desastre anunciado se lo tenían merecido y que Dios con razón podía destruir su ciudad cuando quisiera, por lo que decidía cambiar de conducta. Detrás de la ciudad, el rey entra en escena y su actitud es digna de su majestad. El rey entra en segundo lugar, pues Dios se había fijado en la malicia de todos los habitantes de Nínive (1,2). La conversión comienza por el pueblo. Luego la secunda y corrobora el rey. Su acción se despliega con poder, publicando un edicto tajante y universal, que alcanza hasta a los animales: “La palabra llegó hasta el rey de Nínive, que se levantó de su trono, se quitó su manto, se cubrió de sayal y se sentó en la ceniza. Luego mandó pregonar y decir en Nínive: Por mandato del rey y de sus grandes, que hombres y bestias, ganado mayor y menor, no prueben bocado ni pasten ni beban agua” (3,6-7). El rey, no sólo proclama una orden, sino que inmediatamente la pone en práctica. Predica con su ejemplo. Se levanta de su trono, humillándose ante Dios, y se despoja de su túnica, sentándose en el polvo, para abajarse al nivel de los demás ninivitas. “Proclamar un ayuno” evoca al profeta Jeremías, el único que usa esta expresión: “Precisamente en el año quinto de Yoyaquim, rey de Judá, el mes noveno, se proclamaba ayuno general delante de Yahveh, tanto para el pueblo de Jerusalén como para toda la gente venida de las ciudades de Judá a Jerusalén” (Jr 36,9). El paralelismo es evidente, aunque los hechos se desenvuelven completamente al revés. Con ocasión de la proclamación del ayuno, Jeremías, que tiene prohibido ir al templo, envía a su secretario Baruc a leer ante el pueblo (Jr 36,6) el rollo de sus profecías con las amenazas divinas contra Jerusalén, Judá y las naciones, si el pueblo no se convierte (36,2). La lectura del rollo se desenvuelve en tres tiempos: primero ante el pueblo que no reacciona (36,10); segundo ante los magnates, que se conmueven y deciden presentar el asunto ante el rey (36,16). La reacción del rey, al escuchar las palabras de Jeremías, es significativa. A medida que las escucha las rompe y quema en el brasero que tiene a sus pies, hasta terminar con todo el rollo en el fuego del brasero (36,21-
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23). “Ni se asustaron ni se rasgaron los vestidos el rey ni ninguno de sus siervos que oían todas estas cosas” (36,24). El pueblo, los magnates y el rey se mostraron sordos a la palabra de Jeremías. En el mismo orden, sube la palabra de Jonás desde el pueblo al rey de Nínive, pero la reacción es exactamente la contraria. Por otra parte, hay que reconocer que la proclama del rey es magnífica. No relaciona el ayuno con el perdón de Dios. El ayuno no es una manera de presionar a Dios, es simplemente el signo de un arrepentimiento sincero. El perdón de Dios no depende del ayuno, sino de la piedad de Dios. El “quizás” del edicto del rey muestra la libertad de Dios para retirar o no sus amenazas. Este “quizás” quita a la conversión de los ninivitas con todos sus gestos el carácter de “intercambio comercial”. Es lo mismo que sugiere el profeta Joel: “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia. ¡Quizás se arrepienta y se ablande, y deje tras sí una bendición!” (Jl 2,13-14). ¡Quizás se arrepienta y se ablande, y deje tras sí una bendición! Se repite la escena de Jeremías, pero al revés. El rey de Nínive escucha y hace penitencia. Dios se arrepiente y desiste de la amenaza de destrucción de la ciudad. Así la ciudad se salva. Jeremías expresa la esperanza de Dios: “Quizás la casa de Judá se entere de todo el mal que he pensado hacerle, de modo que se convierta cada uno de su mal camino, y entonces yo perdonaría su culpa y su pecado” (Jr 36,3). En el libro de Jonás se expresa la esperanza del hombre: ¡Quizás Dios se arrepienta y se ablande, y deje tras sí una bendición! Dios es siempre libre ante nosotros. Nunca podemos manipularlo y obligarle a hacer lo que nosotros deseamos. Nuestros ritos no le obligan a actuar según nuestros deseos. Nuestra confianza no se apoya en nosotros, sino en la fidelidad del amor de Dios. El “quizás” salva la fe de toda magia o pretensión humana de dominar a Dios. El hombre, ante Dios, está siempre ante un misterio. ¡Pero el misterio de Dios es siempre el misterio de su amor! “Aunque nos condene nuestro corazón, Dios es más grande que nuestro corazón” (1Jn 3,20). El “quizás” abre el corazón a la esperanza, librándolo de la angustia. Saca el corazón del temor, dilatándolo con una esperanza viva. Dios permanece siempre libre. Pero es libre porque es amor. No es libre porque puede condenar, sino porque es capaz de amar siempre y en su amor encuentra siempre vías de salvación: Dios es omnipotente en el amor: “Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan” (Sb 11,23). Los ritos penitenciales tienen su importancia, pero sólo como expresión del cambio radical de vida: “Que se cubran de sayal y clamen a Dios con fuerza; que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que hay en sus manos. ¡Quién sabe! Quizás vuelva Dios y se arrepienta, se vuelva del ardor de su cólera, y no perezcamos” (3,8-9). La conversión no fuerza a Dios, pero abre el corazón a confiar en su misericordia. En este sentido el profeta Joel habla de santificar el ayuno: “Mas ahora todavía - oráculo de Yahveh - volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos, con lamentos. Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia. ¡Quién sabe si volverá y se ablandará, y dejará tras sí una bendición, oblación y libación a Yahveh vuestro Dios! ¡Tocad el cuerno en Sión, santificad un ayuno, llamad a concejo, congregad al pueblo, convocad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a los pequeños y a los niños de pecho! Deje el recién casado su alcoba y la recién casada su tálamo. Entre el vestíbulo y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Yahveh y digan: ¡Perdona, Yahveh, a tu pueblo, y no entregues tu heredad al oprobio, a la irrisión de las naciones! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: Dónde está su Dios? Y Yahveh se llenó de celo por su tierra, y tuvo piedad de su pueblo” (Jl 2,12-18).
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No nos engañemos, nos dice con su elocuencia San Juan Crisóstomo. Cristo vino a poner sobre el manto de las apariencias la realidad de la virtud. La penitencia exterior es un engaño si no va acompañada de una verdadera penitencia interior, que es la que borra los pecados: “Pensemos qué fue lo que realmente aplacó la ira de Dios en aquella penitencia de los ninivitas. ¿Por ventura sólo el ayuno y el saco y el cilicio? De ninguna manera. Porque se convirtió cada uno y abandonó sus malos caminos, por eso no se realizaron las amenazas de Dios, y les perdonó. El honor del ayuno no es la abstinencia de la comida, sino la huida de los pecados. ¿Ayunas? Demuéstralo con las obras. Si ves a un pobre, socórrele; si tienes un enemigo, reconcíliate; si ves a un amigo próspero, no le envidies; si encuentras una mujer hermosa, no la desees. No ayuna sólo la boca, que ayune también el ojo, el oído, los pies, las manos y todos los miembros de nuestro cuerpo. Que ayunen las manos, limpias de rapiñas y avaricias; que ayunen los pies, absteniéndose de ir a espectáculos ilícitos; que ayunen los ojos, apartándose de miradas peligrosas; que ayunen los oídos, negándose a oír detracciones y calumnias; que ayune la boca, absteniéndose de chocarrerías torpes y de insultos. ¿Qué utilidad tendremos de abstenemos de aves y de peces, si luego clavamos los dientes en las carnes de nuestros hermanos?”. El rey de Nínive invita a penitencia a todos, como Joel invita a “pequeños y grandes”, “sacerdotes y profetas”. También Jeremías verificó que todos necesitan conversión, desde el más pequeño hasta el mayor: “Porque desde el más chiquito de ellos hasta el más grande, todos andan buscando su provecho, y desde el profeta hasta el sacerdote, todos practican el fraude” (Jr 6,13; 8,10). La participación de los animales es un rasgo humorístico más de los que llenan el libro de Jonás. Pero tampoco es extraño ver caballos vestidos de luto en las carrozas fúnebres. Ver unidos a hombres y animales es familiar al profeta Jeremías: “A Yoyaquim, rey de Judá, le dices: Tú has quemado aquel rollo, diciendo: ¿Por qué has escrito en él: Vendrá sin falta el rey de Babilonia y destruirá esta tierra y se llevará cautivos de ella a hombres y bestias?" (36,29). “Por tanto, así dice el Señor Yahveh: He aquí que mi ira y mi saña se vuelca sobre este lugar, sobre hombres y bestias, sobre los árboles del campo y el fruto del suelo; arderá y no se apagará” (7,20; 21,6). Pues “el Señor socorre a hombres y animales” (Sal 36,7). Los comentarios rabínicos nos invitan a contemplar los caballos reales, habitualmente enjaezados con ricos aparejos, ahora cubiertos de saco, para simbolizar el arrepentimiento y la humildad del rey. Nos puede hacer sonreír la orden del rey que impone el ayuno a todos los animales, pidiendo que se vistan de saco y griten a Dios. Pero como el pecado del hombre arrastra a toda la creación a la esclavitud, así con la salvación del hombre se renueva toda la creación: “Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo” (Rm 8,19-23). El cambio de conducta se centra en el abandono de la injusticia y de la violencia. El rey comprende que ese es su pecado y el del pueblo. La fe en Dios lleva a la justicia y al amor al prójimo. El rey coincide con la predicación de los profetas de Israel: “Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que Yahveh de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios” (Mi 6,8). El ayuno y el vestirse de saco no son más que la expresión externa, ritual, de la actitud interior. El ayuno en la tradición rabínica
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ocupa el séptimo puesto en el proceso de la conversión. Normalmente va acompañada del gesto de vestirse de saco. Es una especie de plegaria para implorar la abolición de un decreto severo: “Cuando Mardoqueo supo lo que pasaba, rasgó sus vestidos, se vistió de sayal y ceniza y salió por la ciudad lanzando grandes gemidos... En todas las provincias, dondequiera que se publicaban la palabra y el edicto real, había entre los judíos gran duelo, ayunos y lágrimas y lamentos” (Est 4,1.3). La conversión de Nínive realiza cuanto Dios, lamentándose de Israel, había dicho a Ezequiel: “Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no te envío a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel. No a pueblos numerosos, de habla oscura y de lengua difícil cuyas palabras no entenderías. Si te enviara a ellos, ¿no es verdad que te escucharían? Pero la casa de Israel no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel tiene la cabeza dura y el corazón empedernido” (Ez 3,4-7). Los ninivitas ofrecen un duro contraste con Israel, que se mantuvo obstinado a pesar de todas las predicaciones de los profetas. La penitencia de Nínive condena la contumacia de Israel: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12,41). La conversión de Ninive es el hecho más llamativo del libro de Jonás. La conversión de “las naciones” tiene sus raíces en la predicación de los profetas: las naciones pueden convertirse y un día lo harán. Los profetas las llaman, en nombre de Dios, a dar ese paso. Convertirse incluye reconocer la propia culpa, hacer penitencia y cambiar de vida. Este es el itinerario que siguen los ninivitas. Ya los marineros, que no conocían a Yahveh, terminan reconociéndole y rindiéndole culto. Y ahora los ninivitas, ante la predicación de Jonás, se convierten, hacen penitencia y cambian de vida. Es lo que los profetas esperaban de todas las naciones y que no consiguieron ni siquiera de su pueblo Israel: “Así dice Yahveh: Párate en el patio de la Casa de Yahveh y habla a todas las ciudades de Judá, que vienen a adorar en la Casa de Yahveh, todas las palabras que yo te he mandado hablarles, sin omitir ninguna. Puede que oigan y se torne cada cual de su mal camino, y yo me arrepentiría del mal que estoy pensando hacerles por la maldad de sus obras” (Jr 26,2-3). “Conviértete, Israel apóstata, no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre” (Jr 3,12). San Ambrosio nos dice a todos: El pueblo de Nínive lloró y alejó de la ciudad la ruina que se le había anunciado; tanto efecto tiene la medicina de la penitencia que parece que Dios cambia su sentencia. También tú puedes cambiarla: quiere el Señor que se le pida, desea que se espere en él, quiere que se le suplique. El quiere que lloremos para que podamos salvarnos, como está escrito en el Evangelio: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino por vosotras” (Lc 23,28). Lloró David y mereció que la divina misericordia apartase la muerte del pueblo que había de perecer (2S 24,10). Lloremos, pues, en el tiempo, para que nos regocijemos en la eternidad. Pues el que reconoce espontáneamente el propio pecado queda justificado: “el justo es acusador de sí mismo en el comienzo de sus palabras” (Pr 18,17). Conoce el Señor todas las cosas, pero espera tu palabra, no para castigar, sino para perdonar. No quiere que te insulte el demonio y arguya contra ti al que vigila tus pecados. Prevén a tu acusador; si tú mismo te acusas, no temerás a ningún acusador; si tu mismo te declaras, aunque hubieras muerto, vivirás.
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10. PERDON DE DIOS Jonás anuncia que en cuarenta días Nínive será destruida. Y Dios manifiesta su santidad, no en la forma en que espera su profeta, sino destruyendo el pecado del hombre y exaltando con su misericordia al pecador arrepentido. En el pecador convertido brilla la gloria de Dios. Cuando Jonás recorre agitado la ciudad de Nínive, cree que lleva un anuncio de condenación y, en cambio, Dios le ha conducido hasta la ciudad para llevar la salvación. Detrás del profeta airado va Dios a celebrar la fiesta del perdón. Bajo las palabras amenazantes del profeta, Dios esconde la invitación a volverse a él, para celebrar con él la fiesta del amor. Dios busca el arrepentimiento del hombre para perdonarlo. Pero en el fondo la salvación de Dios es siempre un don gratuito, pura gracia de su bondad. Dios lucha con Jacob durante toda la noche para vencerle al despuntar el alba, cuando podía haberlo vencido desde el principio del combate. Es el juego de la libertad de Dios y de la libertad del hombre. Dios, cuyas delicias consisten en estar con los hijos del hombre, se divierte jugando al amor. Y nadie vence su amor, ni el más grande pecador consigue que Dios deje de amarle. Dios pide al hombre la conversión, pero es él quien da al hombre el don de la conversión. Antes de que el hombre dé el primer paso de conversión, Dios siente ya compasión de él: En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; -en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5,6-8).
Dios no defrauda la confianza puesta en él: “Bendito sea aquel que confía en Yahveh, pues no defraudará Yahveh su confianza” (Jr 17,7). “Porque el Señor no desecha para siempre a los humanos. Si llega a castigar, luego se apiada según su inmenso amor, pues no se complace en castigar y afligir a los hijos de hombre” (Lm 3,31-33). Apenas el hombre se vuelve hacia él, Dios también se convierte, “se arrepiente” y renuncia al mal que había anunciado por boca de Jonás: “Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala conducta, y se arrepintió Dios del mal que había determinado hacerles, y no lo hizo” (3,10). Contra lo que Jonás esperaba, Nínive se ha convertido, ha hecho penitencia. Y Dios ha hecho lo mismo: se arrepintió del mal que había determinado hacerles. Apartándose del camino del mal, los ninivitas hacen que Dios retire el mal que pesaba sobre ellos. La conversión anula la amenaza de destrucción, proclamada por Jonás. Dios se conmueve ante el pecador que reconoce su pecado, como se dejó conmover por la intercesión de Moisés, cuando Dios se sintió irritado contra el pueblo, que se había fabricado el becerro de oro en el desierto: “Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo” (Ex 32,14). El amor de Dios abraza a los paganos lo mismo que al pueblo de Israel. Dios aborrece el pecado, pero no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva: “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor Yahveh- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor Yahveh. Convertíos y vivid” (Ez 18,23.32). San Agustín comenta: Me enseñaste lo oculto e incierto de tu sabiduría. ¿Qué cosas ocultas?, ¿qué cosas inciertas? Que Dios perdona incluso a tales personas. Nada tan oculto, nada tan incierto. Por este hecho incierto hicieron penitencia los ninivitas. Era incierto cuando decían: ¿quién sabe...? Inciertos, hicieron penitencia y merecieron una misericordia cierta. Dios perdonó. Nínive, ¿quedó en pie
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o fue destruida? De una manera lo ven los hombres, de otra lo ve Dios. Yo pienso que se cumplió lo anunciado por el profeta. Mira lo que era Nínive y observa que fue destruida: destruida de lo malo, construida en lo bueno.
Israel vive el pecado como un drama en el interior de unas relaciones de amor con Dios, relaciones que se rompen por su parte y se recrean por la fuerza creadora del amor de Dios, que le ofrece de nuevo su amor. El perdón de los pecados, significa que el creyente se ve a sí mismo, en su ser y en su obrar, ligado en alianza con Dios, a quien ha confiado su existencia. Pecado y perdón no hacen referencia a una ley anónima, a un orden abstracto, roto y restablecido, sino a una historia de amor entre personas con infidelidades y restablecimiento del amor por la fidelidad. Desde la fidelidad inquebrantable de Dios, el perdón se experimenta como el milagro de la gratuidad incondicional del amor de Dios.2 No se trata sólo de elencar y confesar los pecados cometidos, y de los cuales el pecador se arrepiente, sino de un volver a Dios, entrar en sus entrañas de misericordia y recibir de él nuevamente la vida. El pecado sitúa al hombre fuera del diálogo esponsal de Dios, llevándole a experimentar la soledad existencial y la ruptura con Dios, con el mundo y con los otros. Todo se vuelve oscuro y hostil. Y esta situación es irreversible para el hombre. Sólo puede encontrar la comunión con la creación y con la historia restableciendo el diálogo con Dios, Creador y Señor de la historia. Firme en esta fe, el creyente sabe que con su pecado no ha terminado su vida, aunque sufra las consecuencias de muerte, paga de su pecado. El pecado vivido ante Dios posibilita el comienzo de una nueva vida. Dios Creador puede volverla a crear, "volviendo su rostro al pecador" que se pone ante El como muerto, incapaz de darse la vida. Dios, en su fidelidad misericordiosa, inicia de nuevo con él la historia de salvación. El pecado, vivido en la presencia de Dios Padre, reconocido a la luz de la cruz de Cristo y confesado bajo el impulso del Espíritu Santo, se convierte en la Iglesia en acontecimiento de celebración de la Buena Nueva. El encuentro con Cristo lleva al cristiano a verse a sí mismo, en su ser y en su actuar, como creación de Dios y como recreación en el Espíritu. Así su fe es acción de gracias por el don de la vida, confesión de la propia infidelidad frente a la fidelidad del amor de Dios, que no se queda en la tristeza o en el hundimiento por el sentido de culpabilidad, sino que se hace canto de glorificación a Dios, confesión de fe, celebración del perdón. San Ambrosio nos dice: “Nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado" (1Co 5,6), es decir, la pasión del Señor hizo bien a todos, redimiendo a los pecadores que se arrepintieron de sus pecados. "¡Celebremos por tanto un banquete!" (1Co 5,8) de "manjares exquisitos"(Is 25,6), haciendo penitencia y alegres por el rescate: ¡No hay alimento más delicioso que la benevolencia y la misericordia! En nuestros banquetes jubilosos no se mezcle ningún 2
Dios, "misericordioso y clemente, perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34,6-7), "no nos trata según nuestros pecados" (Sal 103,10), pues "es grande su misericordia" (Sal 51,3). El es "el Dios de los perdones" (Ne 9,17), que "se arrepiente del mal decretado por los pecados" (Ex 32,12-14; Am 7,3.6; Jr 18,8; 26,13.19; 42,10), "echa los pecados a la espalda" (Is 38,17), "los pasa por alto" (Mi 7,18; Pr 19,11), "los cubre" (Sal 32,1; 65,4; 85,3; Ne 3,37), "los pisotea" (Mi 7,19), "los arroja al fondo del mar", "no los recuerda" (Is 43,25), "los lava" (Jr 4,14; Sal 51,4.9), "los purifica" (Lv 16,30; Jr 33,8),"los cancela" (Is 43,25; 44,22; Sal 109,14), “los disimula” (Sb 11,23), "los perdona" (Nm 30,6-13; Dt 29,19; Jr 5,1.7; 31,34; 33,8; 36,3; Is 55,6-7...).
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malhumor por la salvación concedida a los pecadores, y nadie se mantenga alejado de la casa paterna, como el hermano envidioso, que se irritaba porque su hermano había sido acogido en casa, habiendo preferido que permaneciese alejado de ella para siempre (Lc 15,25-30). El Señor Jesús se ofende más con la severidad que con la misericordia de sus discípulos. Los Padres no se cansan en invitar a la alegría del perdón. San Basilio nos dice: Si preguntamos al Salvador por el motivo de su venida, nos responde: "No vine a salvar a los justos, sino a llamar a los pecadores a conversión" (Mt 9,13). Preguntémosle: ¿Qué llevas sobre tus hombros? y nos responde: "La oveja perdida" (Lc 15,4-6). ¿Por qué hay alegría en el cielo?, nos responde: "Por un pecador que se convierte" (Lc 15,7-8). Los ángeles se alegran ¿y tú sientes envidia? Dios recibe al pecador con gozo, ¿y tú lo prohíbes?...Y si te indigna que sea recibido con un banquete el hijo pródigo después de haber pastoreado cerdos y haber malgastado todo, recuerda que también se indignó el hermano mayor y se quedó fuera, sin participar de la fiesta... De pecador, Pablo se convirtió en evangelizador, y ¿qué dice de sí mismo? "Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los que yo soy el primero" (1Tm 1,15). Confiesa su propio pecado para, así, mostrar la grandeza de la gracia.
La conversión es un don de Dios, fruto de su espíritu, como anuncian los profetas para el tiempo mesiánico: "os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo" (Ez 11,19; Jr 31,31-34). Por eso el salmista suplica: "¡Oh Dios, haznos volver, y que brille tu rostro, para que seamos salvos!" (Sal 80,4). Sólo si Dios vuelve su rostro propicio hacia el hombre y le cambia el corazón, el hombre puede volverse a Dios: "Hazme volver y volveré, pues Tú, Yahveh, eres mi Dios" (Jr 31,18). “¡Haznos volver a ti, Yahveh, y volveremos!” (Lm 5,21). Esta misericordia de Dios, que en nuestras lenguas latinas hace referencia al corazón, en hebreo se expresa con la palabra rahamin, que hace referencia a la matriz. Se trata de entrar en el seno materno y renacer de nuevo, como dirá Jesús a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios. Dícele Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto” (Jn 3,3-7). O como dirá, mostrando a un niño, para explicar lo que es la conversión: "Si no os convertís, haciéndoos como niños, no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt 18,3). Se trata de nacer, convertirse en otro hombre, pequeño, no autónomo e independiente del Padre, sino que vive en dependencia filial del Padre. La conversión es reconocer confiadamente ante Dios el propio pecado, confesarse incapaz, aunque deseoso, de desarraigarlo y ponerse en las manos de Dios. El se encarga del perdón y de la regeneración: "Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia" (1Jn 1,9). San Ambrosio comenta: “Los ninivitas comprenden que para no perecer les es necesario el ayuno, castigar en sus cuerpos a las almas con el látigo de la humildad, cambiar las vestiduras lujosas por los cilicios, y los perfumes por la ceniza. Postrados en la tierra buscan el polvo. No se oye por toda la ciudad más que un gemido que llega al cielo. Y se cumplió la sentencia del Eclesiástico: La oración del que se humilla penetró las nubes. Y Dios se aplacó, convirtiendo en dulzura el mal”. Con razón exhortaba San Bernardo: “hacemos que se alegren los ángeles cuando
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hacemos penitencia. Corred, hermanos, corred a la penitencia; no sólo os esperan los ángeles, sino el Creador de los ángeles”. Jonás no entendía esto, aunque no hay nada más predicado en el Antiguo Testamento que la misericordia de Dios, pero por el Nuevo sabemos cómo la entendían los fariseos. Por eso San Efrén grita a Jonás, poniendo estas palabras en boca de los ninivitas: “No te entristezcas, ¡oh Jonás!, alégrate al ver que todos nos hemos convertido a una nueva vida. Gracias a ti encontramos el camino del bien, gracias a ti conocimos a Dios. No has mentido, no temas, ha sido derrotada nuestra malicia y ha triunfado tu fe. Porque has llenado de gozo a los ángeles en la alturas, con razón debes alegrarte y gloriarte de que también has llenado de gozo a Dios en el cielo”. Pablo, apóstol de Cristo por voluntad de Dios para llevar el anuncio de la salvación a los gentiles, bendice al “Dios y Padre de Jesucristo”, que en Cristo nos ha revelado su plan eterno de salvación para todos los hombres. Los gentiles, que vivían sin Dios, porque sus dioses eran falsos, “excluidos de la ciudadanía de Israel, como extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo, ahora, en Cristo Jesús, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,11ss). La barrera que antes dividía a los judíos de los paganos la ha derribado Cristo con su cuerpo sacrificado. De miembros dispersos ha hecho “un único cuerpo”, de extranjeros y ciudadanos ha hecho una sola familia y nación, de piedras dispersas ha hecho un único edificio, “creando una nueva humanidad”, destruyendo la barrera interior, que es la hostilidad, y la barrera exterior, que es la ley. Este es el templo de Dios, hecho de piedras vivas, levantado sobre la piedra angular, que es Cristo. Pablo, apóstol de los paganos, tartamudea y exulta agradecido ante el desvelamiento del gran misterio, escondido por generaciones y revelado ahora por el Espíritu a los apóstoles: el acceso de los gentiles a la salvación de Israel en Cristo. Ahora los dos pueblos, reconciliados, caminan unidos hacia el Padre. La infinita sabiduría del designio de Dios, manifestada en el amor gratuito e insondable de Cristo, no conoce ninguna frontera: Yo, Pablo, el prisionero de Cristo por vosotros los gentiles... conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió en orden a vosotros: cómo me fue comunicado por una revelación el conocimiento del Misterio, tal como brevemente acabo de exponeros... Misterio que en las generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada, mediante la Iglesia, conforme al previo designio eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor
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para llegarnos confiadamente a Dios. Por eso doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios (Ef 3).
El perdón que Dios otorga a los ninivitas, lo mismo que la acogida del padre al hijo pródigo, es una invitación a la conversión y a la confianza en Dios. Ningún pecado vence su amor. Tertuliano se lo dice a los catecúmenos: Si, después del bautismo, primera penitencia, alguien incurre en la necesidad de la segunda penitencia, que no se abata ni se abandone a la desesperación: ¡Que se avergüence de haber pecado de nuevo, pero no de levantarse nuevamente! ¿Acaso no dice El: "los que caen se levantan y si uno se extravía torna"? (Jr 8,4). El "prefiere la misericordia al sacrificio" (Os 6,3; Mt 9,13), pues los cielos y los ángeles se alegran por la conversión del hombre (Lc 15,7.10). ¡Animo, pecador, levántate! ¡Mira dónde hay alegría por tu retorno! La mujer, que perdió una dracma y la busca y la encuentra, invitando a las amigas a alegrarse (Lc 15,8-10), ¿no es paradigma del pecador restaurado? Y el buen Pastor pierde una oveja, pero como la ama más que a todo el rebaño, la busca y, al encontrarla, la carga sobre sus espaldas por haber sufrido mucho en su extravío (Lc 15,3-7). Y el bondadosísimo Padre, que llama a casa a su hijo pródigo y con gusto lo recibe arrepentido tras su indigencia, mata su mejor novillo cebado y -¿por qué no?- celebra su alegría con un banquete: ¡Ha vuelto a encontrar un hijo perdido, siéndole más querido por haberle recuperado! Este es Dios. ¡Nadie como El es tan verdaderamente Padre! (Mt 23,9; Ef 3,14-15). ¡Nadie como El es tan rico en amor paterno! El te acogerá, por tanto, como a hijo propio, aunque hayas malgastado lo que de El recibiste en el bautismo y aunque hayas vuelto desnudo, ¡pero has vuelto!
El libro de Jonás señala una de las cumbres del Antiguo Testamento. Rompiendo con una interpretación estrecha de las profecías, afirma que las amenazas, aun las más categóricas, son expresión de una voluntad misericordiosa de Dios, que sólo espera alguna muestra de arrepentimiento para conceder su perdón. Los anuncios de destrucción son siempre condicionales, pues lo que Dios quiere es la conversión y no la muerte del pecador.
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11. YOM KIPPUR El libro de Jonás es uno de los libros más cortos de la Escritura. Consta únicamente de cuatro breves capítulos. Sin embargo, ocupa un lugar central. Jonás es leído en el momento culminate de Yom Kippur, como lectura profética (haftará), proclamada inmediatamente antes de la Ne’ila, la quinta y última oración del Kippur, que es la culminación de los diez días de la Teshuvà, iniciados en Rosh Hashaná, día de año nuevo. Israel se confronta con el libro de Jonás durante esos diez días cruciales. Lo proclama en el momento culminante de la liturgia penitencial de Kippur, cuando, después de la reconciliación con los hermanos, se espera el perdón de Dios. Cada año, el libro de Jonás ofrece a Israel la esperanza de que el amor y perdón de Dios son más grandes que nuestro pecado, sean lo que sean nuestras culpas. Jonás, mostrando la relación entre Teshuvà y Seliká, entre arrepentimiento y perdón, garantiza la certeza del perdón de Dios. La Teshuvà (arrepentimiento y vuelta a Dios) constituye el tema principal del libro de Jonás y del Yom Kippur. Por ello Israel lee todo el libro de Jonás en la tarde de Yom Kippur, el día del gran perdón, cuando implora la misericordia de Dios por los pecados cometidos en todo el año. Es evidente que el relato de Jonás es el más apropiado para este día único, pues la historia de Jonás ilustra como ninguna otra página de la Escritura el significado de la conversión, cuyo sentido profundo sólo Dios conoce. El Midrash nos narra lo siguiente: Se preguntó a la Sabiduría: ¿Cuál es el castigo del pecador? Ella respondió: los pecadores sean perseguidos por su maldad (Pr 13,21). Se preguntó a la Profecía: ¿Cuál es el castigo del pecador? Ella respondió: El que peque es quien morirá (Ez 18,20). Se preguntó a la Torá: ¿Cuál es el castigo del pecador? Ella respondió: Que ofrezca un sacrificio de expiación y obtenga así el perdón. Se preguntó al Santo: ¿Cual es el castigo del pecador? El respondió: Que se arrepienta y obtenga así el perdón. La eficacia de la conversión escapa a la lógica humana. Nosotros la aceptamos como un hecho evidente, porque en nosotros está enraizada la idea de que el arrepentimiento es el último recurso incluso para los grandes pecadores. Dios espera nuestra conversión, pues ante sus ojos nada vale tanto como un corazón contrito y humillado. Pero, ¿cómo puede comprender la Sabiduría, la Profecía o la Torá el valor de la conversión? El perdón es, para ellas, inconcebible. La sabiduría decreta que el pecador debe ser perseguido por su maldad y la Profecía sostiene que el pecado conduce a la muerte. La Torá proclama que el perdón sólo se puede obtener a través de un sacrificio de expiación. Hay un hecho innegable: sólo Dios ha confirmado el principio de la Teshuvà. Sin su misericordia, el destino del pecador es la muerte. Gracias a la misericordia, un instante sincero de arrepentimiento puede cancelar toda una vida de pecado y hasta puede transformar las transgresiones en méritos. Rabbi Yannày dice que en el comienzo de la creación del mundo, el Santo observaba las acciones de los justos y las de los malvados: “Y la tierra estaba vacía” (Gn 1,2): vacía de las acciones de los malvados... “Que sea la luz” (1,3): se trata de las acciones de los justos... “Noche” (1,3): se trata de las acciones de los malvados. “Un día” (1,3): El Santo les dio un día. ¿Cuál? El día del Perdón. La hora de la conversión suena en cada instante, pero Yom Kippur, el día del perdón, es único. Desde el comienzo de la creación, Dios había previsto que el mundo sería una
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mezcla de bien y mal, de justos y malvados. De hecho, El quería que las cosas fueran así, pues el hombre había sido creado para recoger la luz, rechazando las tinieblas. Sin embargo, Dios creó un día, un día único, indispensable, necesario para que el hombre resurgiera de las tinieblas y entrara en la luz: Yom Kippur. Yom Kippur ofrece al hombre una oportunidad espiritual que no puede hallar en ningún otro momento. Por ello los sabios de Israel han ligado el Libro de Jonás con la conversión y con Yom Kippur. El profeta, los marineros y los habitantes de Nínive nos ofrecen el sentido de la conversión y nos invitan a ella. Su enseñanza supera todo límite de tiempo, nacionalidad y espacio. La historia se desenvuelve en un período particular, en lugares específicos, pero sus implicaciones son universales. La conversión ha precedido a la creación del mundo. Es eterna. Del mismo modo la historia de Jonás supera los límites del tiempo y del espacio: es la lección eterna de la conversión. Según el Zòhar, la historia de Jonás es una parábola. El profeta es el alma exiliada en un cuerpo sobre la tierra. El alma, como parte de la santidad de Dios, llega a la tierra y se deja seducir por las atracciones físicas del mundo terreno. Su única esperanza consiste en arrepentirse y sumergirse en las aguas purificadoras de la conversión, que disiparán todos los espejismos que la han desviado del camino recto. Este es el mensaje eterno y universal de Jonás. Es un mensaje de sinceridad y de pureza, leído en un momento en que Dios se sienta en el trono de la misericordia, dispuesto a mostrar su piedad a los hombres, siempre que sus hijos abran en su corazón una puerta a la conversión, auque ésta sea tan pequeña como el ojo de una aguja. La Teshuvà es el gran don que Dios ha dado al hombre para que pueda unirse con él. El hombre pierde la vida cuando se aleja de la fuente de la vida, que es Dios. Pero Dios no abandona en la muerte a sus hijos. Antes o después, a todo hombre se le enciende la chispa interior que parecía apagada. Ese es el momento de la gracia, del don de Dios, que enciende en el interior del hombre el deseo de volver a sus orígenes, al manantial de su vida, a Dios. Si al encenderse esa chispa divina, el hombre la sofoca por miedo a tener que cambiar de vida, esa gracia pasa sin dejar nada en el hombre. La chispa se apaga y queda convertida en ceniza. Apenas se enciende esta chispa es necesario acoger el kairós y volverse a Dios, que es clemente y misericordioso, pero no fuerza nunca al hombre. Dios ofrece el don de la Teshuvà no sólo a quienes se han alejado de él con sus graves culpas y desean retornar a él. La vida del fiel creyente es una ascensión continua hacia Dios. De conversión en conversión, de gracia en gracia, el creyente se une cada día más a Dios. Peldaño a peldaño, el justo acorta la distancia que hay entre él y Dios. Cada grada de esta escala es fundamental. Dejar pasar la gracia de la Teshuvà por indiferencia o por distracción es cortar el camino de acercamiento a Dios. El más grande justo, que no ha cometido culpas graves, espera cada día el momento en que Dios enciende en él esa chispa de la Teshuvà. Es el momento propicio, el momento que da sentido a su vida. Es lo eterno de cada día en medio de lo efímero del tiempo en este mundo, cuyas apariencias nos seducen. La Teshuvà es, pues, el gran don de Dios, no sólo a la persona singular, sino a la humanidad entera. Un hombre que se convierte y vuelve a unirse a Dios, fuente de la vida, salva al mundo de caer en la nada. Dios acoge en cualquier momento al hombre que escucha su llamada a la conversión y retorna a él con todo su corazón, sobre todo si lo hace con el corazón quebrantado y humillado. Pero hay momentos de gracia particularmente propicios. El Yom Kippur es el momento propicio por excelencia. El sonido del shofar en ese día despierta al “hombre que duerme” y despierta en Dios la “memoria del sacrificio de Isaac”. Es, pues, el día del Gran
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Perdón. Maimonides, el famoso médico, filósofo, astrólogo y comentador de la Escritura, escribió una obra dedicada totalmente a la Teshuvà. Se trata de un compendio de reglas prácticas, que indican el camino adecuado de la Teshuvà. Merece la pena recoger algunas de sus indicaciones. Comienza diciendo que si alguien viola, voluntaria o inadvertidamente, un precepto de la Torá, debe confesar con los labios las propias culpas ante Dios. Los sacrificios ofrecidos por el pecado no bastan para obtener el perdón, sino que deben ser precedidos de la Teshuvà y de la confesión oral. Lo mismo vale en el caso en que uno haya causado un daño al prójimo. Aunque le haya resarcido el daño, no recibe el perdón hasta que haga la confesión de su culpa, acompañada de la Teshuvà, expresando la intención de no volver a hacerlo. Y ahora, en exilio fuera de Israel, no pudiendo ofrecer sacrificios en el templo, la Teshuvà es la única vía para expiar las culpas. Pero, aunque una persona haya sido malvada durante toda su vida, la Teshuvà en los últimos instantes de su existencia es capaz de cancelar todas sus culpas, según está escrito: “La maldad del malvado no le hará sucumbir el día en que se aparte de su maldad” (Ez 33,12). También el día de Kippur tiene el poder de expiar las culpas de quienes viven la Teshuvà, como está escrito: “En ese día se hará expiación por vosotros para purificaros y quedaréis limpios delante de Yahveh de todos vuestros pecados” (Lv 16,30). La Teshuvà es siempre eficaz, pero lo es de un modo especial en los diez días que van de Rosh Hashanà a Yom Kippur, según está escrito: “Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano” (Is 55,6). Sin embargo no hay que olvidar que la Teshuvà y el Yom Kippur sólo perdonan los pecados cometidos contra Dios. Las ofensas al prójimo sólo se perdonan después de haber obtenido el perdón de la persona ofendida y haber resarcido el daño. Es conveniente también recordar que las acciones de cada uno tienen consecuencias para todo el mundo. Un solo pecado más podría ser fatal para el pecador y para el mundo, mientras que una acción buena puede darle la posibilidad de salvarse a sí mismo y al mundo entero. La Teshuvà ha sido auténtica cuando la persona no se deja arrastrar por la tentación de cometer otra vez el pecado del que se ha arrepentido, si se le presenta de nuevo la ocasión. Sin embargo la Teshuvà, aunque sólo se viva en la vejez, cuando ya no se dan las mismas condiciones de cometer los pecados de otros tiempos, es válida para salvar a la persona. Incluso vivida en el último día de la vida, o en el último momento antes de morir, obtiene el perdón de todos los pecados. Pues la Teshuvà consiste en abandonar el pecado, cancelando incluso el pensamiento de él, proponiéndose no volver a cometerlo. Por ello quien se conforma con confesar sus pecados, sin decidir alejarse de ellos, no recibe el perdón, pues está escrito: “Al que encubre sus faltas, no le saldrá bien; el que las confiesa y abandona, obtendrá piedad” (Pr 28,13). Maimonides indica también lo que puede impedir la Teshuvà. Hay veinticuatro pecados que la obstaculizan. Yahveh puede negar la Teshuvà a quienes inducen al pecado a la comunidad, a quienes intencionalmente desvían al prójimo del recto camino, a quien ve a su propio hijo tomar un camino errado y no interviene para impedirlo. Siendo el padre responsable de las acciones del hijo, si él interviniera, el hijo desistiría del mal camino. Pero, no interviniendo, el padre se mancha con las culpas del hijo, como si las hubiera cometido él mismo. Dios puede negar la Teshuvà también a quien se dice: “peco y ya proveerá el Yom Kippur a cancelar mi pecado”.
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Se cierran a sí mismos la puerta de la Teshuvà quienes se alejan de la comunidad, quienes rechazan las palabras de los sabios o se burlan de los maestros, pues se quedarán sin quien les indique la vía recta; también quienes desprecian los preceptos de la Torá, pues es claro que, despreciándolos, no los buscan ni los observan, y quienes no aceptan ser reprendidos, pues ese es el medio para estimular en el pecador la Teshuvà. Quien no acepta la corrección permanece en sus pecados, que él no considera tales. Hay otros pecados que impiden al pecador vivir una Teshuvá completa. Se trata de los pecados cometidos en perjuicio del prójimo desconocido para el mismo pecador, por lo que no le puede pedir perdón ni resarcirle del daño causado. Comete estos pecados quien maldice a la comunidad, con lo que no puede recibir el perdón de ninguno en particular. Quien divide el robo con el ladrón, porque con ello aprueba las acciones de su cómplice, induciéndolo a perseverar en su pecado. Quien encuentra un objeto perdido y no lo declara; de este modo quita al propietario la posibilidad de reclamarlo y cuando se quiera convertir no sabrá a quien restituirlo. Quien se apropia del alimento destinado a los pobres, a los huérfanos y a las viudas, personas infelices, generalmente desconocidas y que, frecuentemente, emigran de ciudad en ciudad, sin que se les pueda encontrar para restituirles lo que les pertenece. Y, finalmente, quitan al pecador la posibilidad de la Teshuvà, los pecados aparentemente poco graves, en los que uno cae sin apenas darse cuenta, por lo que nunca se arrepiente de ellos. A estos pecados hay que añadir los pecados realmente graves que, con su continua repetición, el pecador se acostumbra a ellos: se trata de la murmuración, de la maledicencia, de la ira, de los malos pensamientos y de la compañía de los malvados, de quienes se aprenden las maldades que quedan impresas en el corazón, pues “quien frecuenta los necios termina por obrar el mal” (Pr 13,20). Todos estos pecados obstaculizan la Teshuvà, pero no la impiden del todo. Si el pecador se arrepiente es considerado un Baal Teshuvà (pecador arrepentido) y tendrá parte en la vida eterna. A todos se nos ha dado este don precioso. Los profetas, en nombre de Dios, no se cansan de invitarnos a acogerla, a acogernos a ella. Para ello, recomienda Maimonides, que el hombre se considere cada día cercano a la muerte. Debe vivir la Teshuvá apenas se le ofrece y no aplazarla a cuando sea viejo, pues podría abandonar este mundo improvisamente, cuando menos se lo espera. Todos necesitamos todos los días la Teshuvà. Pues la Teshuvà no es necesaria solamente para los pecados graves, como el robo o el homicidio. Es necesaria también para la ira, la envidia, la maledicencia, que podrían parecer pecados fútiles. Estos forman parte de nuestra vida diaria y exigen la Teshuvà lo mismo que las demás trasgresiones. Quien vive de Teshuvà en Teshuvà que no piense que, por sus trasgresiones, nunca llegará al nivel de los justos. En realidad, Dios considera a quien se arrepiente y se convierte a él lo mismo que a quien no ha cometido pecado. Su recompensa será grande, pues se tendrá en cuenta que él, habiendo gustado el sabor del pecado, se ha privado de él, cosa que supone un gran esfuerzo. De hecho la Mishnà dice que “donde ponen los pies los Baalé Teshuvà no son dignos de estar ni los más perfectos justos”. Es decir, el mérito de los pecadores arrepentidos es superior al de los justos que jamás han pecado, porque ellos deben resistir una inclinación malvada más fuerte que la de los justos. Jesús recogerá esta enseñanza, proclamando: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (Lc 15,7). La potencia de la Teshuvà es inmensa, porque acerca al hombre a la Shekinà. Ayer una persona estaba separada de Dios y hoy, gracias a la Teshuvà, le está cerca: Uno de los malhechores colgados le insultaba: ¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a
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nosotros! Pero el otro le respondió diciendo: ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho. Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino. Jesús le dijo: Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,39-43).
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12. LA IRRITACION DE JONAS En Nínive Jonás habla como profeta y los ninivitas le toman en serio: le escuchan como profeta. Con la conversión de Nínive y el perdón de Dios podía terminar la historia, como terminó la historia del becerro de oro: “Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo” (Ex 32,14). Jonás ha cumplido la misión encomendada por Dios y su designio se ha realizado: la amenaza ha dado su fruto, pues ha servido para evitar el mal. Pero el relato continúa, provocando a Jonás y a los oyentes de la palabra. Mientras Dios observa la conversión de la ciudad, Jonás observa la ciudad, esperando el desenlace, es decir, la destrucción de Nínive. Esto lleva a otro encuentro de Jonás con Yahveh. Jonás no acepta el perdón que Dios otorga a Nínive y le replica enojado, mientras que Yahveh intenta convencerle de su actitud misericordiosa. Jonás, salvado del mar, acepta la salvación gratuita de Dios y se la agradece. Pero inmediatamente se contradice ante el perdón de los ninivitas: su salvación enciende la ira de Jonás, que vuelve a desearse la muerte. Y Dios sigue buscando a Jonás, que continúa huyendo de él. Dios quiere que su profeta interiorice el mensaje de salvación que lleva a los demás. Dios no se conforma con que su profeta cumpla su misión, quiere que él sea partícipe de esa salvación. El Midrash contempla a Jonás, retirado en una colina de las afueras de la ciudad, que no deja de mirar a la ciudad, esperando que de un momento a otro comience a arder, abrasada por el fuego purificador, que no dejará piedra sobre piedra. Mientras espera ansiosamente que caiga el fuego sobre la ciudad, el único que se está abrasando es él. No sabe dónde refugiarse. Sin quitar los ojos de la ciudad, se agita y busca un refugio que le alivie del fuego tórrido del sol, que cae en picado sobre la colina. Las piedras arden bajo sus pies y no encuentra dónde sentarse. El sol es implacable. En cambio, incomprensiblemente, Nínive aparece ante sus ojos cada vez más bella. La nube oscura, que antes la cubría, se va disipando. La brisa de la tarde la hace desaparecer del todo. Entonces Nínive, con la luz del atardecer, queda dorada y brillante, mostrando todo su esplendor. Jonás no entiende nada. Se imagina que el brillo de la ciudad es debido a los primeros destellos del fuego que se enciende en ella por todas partes. Así desciende la oscuridad de la noche y el pobre Jonás no sabe cómo protegerse de los fríos de la noche, mientras contempla a Nínive envuelta en la luz de la luna: es una ciudad de plata y ópalos. En la mañana está aún allí, fúlgida e intacta, burlándose con su belleza de Jonás. El Midrahs sigue el juego de Dios con Jonás. Angustiado ante la contemplación de Nínive, en pie y desazonado por el sol abrasador que cae sobre su cabeza, Jonás suscita la compasión de Yahveh. Sólo para Jonás Dios hace brotar un ricino, majestuoso como el pórtico del templo de Jerusalén. El tronco es liso al tacto, para que Jonás se pueda apoyar en él cómodamente. Y la copa tiene doscientos setenta mil hojas amplias para protegerlo de los rayos del sol. Jonás se echa bajo el ricino y se queda dormido. Jonás, agotado como está, sigue durmiendo hasta que una bocanada de calor le despierta. Sobre él cae perpendicular un sol implacable. El ricino se ha vuelto nudoso, punzante y negro como el carbón. Las bellas hojas están pulverizadas en torno a él y las ramas desnudas se elevan hacia el cielo retorcidas, mientras Nínive sigue allí, indestructible y magnífica. Jonás no puede contener su grito, dirigido a Yahveh:
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-¿Por qué? ¿Por qué has secado el ricino, el árbol más maravilloso de tu creación? ¡Explícamenlo! Si no me aclaras tu justicia, prefiero morir. Y Yahveh, condescendiente, le replica: -Te parece normal llorar por la muerte de este árbol, que ha sido creado sólo para ti y que a ti no te ha costado nada, y Yo ¿me debería alegrar con la destrucción de una ciudad llena de habitantes? ¿Acaso no sabes que los ninivitas son hijos míos como los hijos de Israel y como los habitantes de cualquier nación de la tierra? Entérate, Jonás. Mientras en una ciudad viva un solo justo, un solo hombre capaz de arrepentirse, esa ciudad se salvará, pues yo no la destruiré. -Los ninivitas no se han arrepentido, se rebela Jonás. -¿Cómo lo sabes? -Les he visto separar el ganado, los pequeños de los grandes. -Y ese ganado que suscita tu compasión, ¿no sufriría mucho más si yo destruyese toda la ciudad de Nínive? -Les he oído desafiarte, grita Jonás cada vez más irritado. Entonces Yahveh le muestra el interior de Nínive y Jonás contempla los tribunales donde se juzga con justicia, las prisiones vacías, los templos transformados en escuelas y llenas de estudiantes. Contempla a los sacerdotes entregados a la cura de los enfermos, ve a los pobres que ya no son pobres, liberados de pedir limosna o robar, porque se les da trabajo y se les paga con justicia. Ve que Osnappar no está solo, sentado en el trono, sino que da vueltas por la ciudad, acompañado por consejeros escogidos de entre el pueblo. Y, en resumen, ve los rostros abiertos y serenos de todos los ninivitas. Dios, entonces, le dice: -El milagro que estás contemplando es obra tuya. Nínive se ha salvado porque tú la has transformado con tus palabras. Para el Midrash la historia tiene un final plenamente feliz. Jonás se siente al fin libre y en paz. Yahveh le concede reunirse de nuevo con sus maestros, para esperar con ellos el final de los tiempos. Sin embargo, el texto bíblico nada nos dice de la respuesta final de Jonás, invitándonos a seguir nosotros el juego o la discusión con Dios. Volvamos, pues, al libro de Jonás. “Y Dios se convirtió del mal que había determinado hacerles y no lo hizo” (3,10). Esta conversión de Dios es la que desencadena la cólera de Jonás, a quien le sabe mal que Dios salve a Nínive. No le gusta que Dios sea misericordioso y bueno con Nínive, la ciudad inhumana. Jonás se queja a Dios, cómo ya antes se habían quejado Job y Jeremías: “Jonás, se disgustó mucho por esto y se irritó; y oró a Yahveh diciendo: ¡Ah, Yahveh!, ¿no es esto lo que yo decía cuando estaba todavía en mi tierra? Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis. Porque bien sabía yo que tú eres un Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor, que se arrepiente del mal. Y ahora, Yahveh, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (4,1-3).
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En este desahogo, Jonás nos confiesa por qué, al recibir el mandato de dirigirse a Nínive, tomó el camino de Tarsis. No es que temiera por su vida. Lo que realmente temía era ser, en favor de Nínive, un instrumento de la misericordia de Dios. Sabía que Dios, siendo como es, no cumpliría su amenaza contra los ninivitas, y así Nínive sería un reproche para Israel, que no se convierte ante la palabra de tantos profetas. Jonás se irrita porque Dios perdona a los grandes enemigos de su pueblo. Y, además, porque al salvarse, Nínive se convertirá en un instrumento en manos de Dios contra Israel. Le molesta servir a un Dios de tan gran corazón, que se arrepiente y compadece, perdonando hasta a los enemigos. Jonás podía dudar que los habitantes de Nínive escucharan su palabra, pero sabía que “Yahveh pasó por delante de Moisés y exclamó: Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34,6-7). No podía dudar de que Yahveh es un Dios clemente y misericordioso, lento a la ira y pronto al perdón. El amor es su nombre, su ser. Es el Dios santo, que manifiesta su santidad en la bondad y misericordia. Este es el credo de Israel, que Jonás ha recitado cientos de veces. El simple hecho de que Dios le envíe a Nínive es la prueba de que se preocupa de sus habitantes y quiere salvarlos. Si en su corazón no tuviera esa intención, habría hecho llover fuego del cielo para acabar con ellos. Jonás, conociendo a Dios, se negó a ser instrumento de salvación para los paganos. Y ahora los hechos le dan la razón. No es capaz de acallar su queja. Jonás “ya sabía” que nada iba a cambiar. Pero, ¿por qué ha sido llamado a predicar a Nínive? ¿Por qué, cuando se escapaba, Dios le hizo volver? ¿Por qué la tempestad, el pez, tantos milagros? Todo ha sido una pérdida de tiempo, inútilmente gastado. Si Tú eres un Dios de clemencia, que querías perdonar a Nínive, ¿por que me has mandado profetizar su destrucción? “Ahora, pues, Señor, te ruego, quítame la vida, porque mejor me es morir que vivir”. Jonás sabe y por eso huye. Sabe que Dios es misericordioso y por eso huye. Ahí está la contradicción de Jonás. Para definir a Dios cita los textos santos, que han llenado su oración en el templo: “Mas ahora todavía - oráculo de Yahveh - volved a mí de todo corazón, con ayuno, con llantos, con lamentos. Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia. ¡Quién sabe si volverá y se ablandará, y dejará tras sí una bendición”.3 Con un Dios justo se pueden hacer las cuentas y preveer los resultados, pero con un Dios misericordioso fallan los cálculos. Es capaz de perdonar incluso a los adversarios, dejando de paso malparado a su profeta, pues un profeta se acredita cuando se cumple su profecía (Jr 28,9). Dios es lento a la ira, reprime siempre su cólera con la esperanza de que el pecador se arrepienta. Nunca tiene prisa en castigar. “No me dejes perecer por tu paciencia” (Jr 15,15) con los enemigos, implora Jeremías. Hecho colaborador del enemigo y perdido todo crédito, Jonás no quiere seguir viviendo. Nínive a los ojos de Jonás es el símbolo de la maldad. La historia, la arqueología, los anales asirios y la Escritura nos dicen lo que fueron Nínive y sus reyes. El British Museum de Londres está lleno de estelas y de bajorrelieves que nos muestran a los reyes asirios como grandes cazadores, guerreros intrépidos, constructores de palacios y de imperios. Las piedras, como la palabra de la Escritura, son el testimonio perenne de la crueldad de esos tiranos, que se hicieron famosos por sus guerras de conquista, despojando a los demás pueblos, a los que deportaban de sus tierras, les imponían trabajos forzados y tributos agobiantes, 3
Jl 2,12-14; Ex 34,6; Sal 86,15; 113,8; 111,4; Ne 9,17.31...
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enriqueciéndose con sus innumerables saqueos, dejando por donde pasaban tierras calcinadas. Para Israel, Nínive no era, como hoy para nosotros, un símbolo de crueldad, era una realidad. Asiria había destruido el reino del Norte en el año 721 y había llegado a las puertas de Jerusalén. Sobre los israelitas pesaban los tributos inmensos a que habían sido sometidos los reyes de Judá, Ajab (735-715), Ezequías (716-687) y Manasés (687-642). Aún no se ha borrado de la memoria de Israel, aunque, cuando se escribe el libro de Jonás, Nínive es ya un montón de ruinas. Babilonia y sus aliados han destruido el gran imperio asirio. En el 612, Nínive ha caído bajo el peso del poder de Babilonia. El profeta Nahún, al igual que Habacuc, ha recogido el eco del júbilo que su destrucción produjo en Judá. Todo su libro está dedicado a cantar la caída de Nínive: ¡Ay de la ciudad sanguinaria, mentira toda ella, llena de rapiña, de incesante pillaje! ¡Chasquido de látigos, estrépito de ruedas! ¡Caballos que galopan, carros que saltan, caballería que avanza, llamear de espadas, centellear de lanzas... multitud de heridos, montones de muertos, cadáveres sin fin, cadáveres en los que se tropieza! Es por las muchas prostituciones de la prostituta, bella de gracia y maestra en sortilegios, que vendía a las naciones con sus prostituciones y a los pueblos con sus sortilegios. Aquí estoy contra ti oráculo de Yahveh Sebaot -: voy a alzar tus faldas hasta tu cara, mostraré a las naciones tu desnudez, a los reinos tu vergüenza. Arrojaré inmundicia sobre ti, te deshonraré y te pondré como espectáculo. Todo el que te vea huirá de ti y dirá: ¡asolada está Nínive! ¿Quién tendrá piedad de ella? ¿Dónde buscarte consoladores? ¿Eres acaso tú mejor que No Amón, señora del Nilo, rodeada de aguas, cuya barrera era el mar, cuya muralla las aguas? También ella fue al destierro, al cautiverio partió, también sus niños fueron estrellados en el cruce de todas las calles; se echaron suertes sobre sus notables, y todos sus grandes fueron aherrojados con cadenas ...¡No hay remedio para tu herida, incurable es tu llaga! Todos los que oyen noticias de ti baten palmas sobre ti; pues ¿sobre quién no pasó sin tregua tu maldad? (Na 3, 1-10.19). Porque la piedra grita desde el muro, y la viga desde el maderamen le responde. ¡Ay de quien edifica una ciudad con sangre, y funda un pueblo en la injusticia! ¿No viene de Yahveh Sebaot que los pueblos se fatiguen para el fuego y las gentes se agoten para nada? ¡Pues la tierra se llenará del conocimiento de la gloria de Yahveh, como las aguas cubren el mar! ¡Ay del que da de beber a sus vecinos, y les añade su veneno hasta embriagarlos, para mirar su desnudez! ¡Te has saciado de ignominia, no de gloria! ¡Bebe tú también y enseña tu prepucio! ¡A ti se vuelve el cáliz de la diestra de Yahveh, y la ignominia sobre tu gloria! (Ha 2,8-16).
Jonás firmaría sin titubeos el oráculo de Nahún. Para Nínive, símbolo del paganismo y de la violencia, Jonás sueña con una venganza a la medida de sus acciones. Esta venganza es la que espera contemplar desde las afueras de la ciudad. Sin embargo, decepcionado, contempla lo contrario. Dios no se presenta como el Dios de Israel que venga a su pueblo, sino como el Dios de la salvación. ¡Dios salvador de Nínive! ¡Dios es salvación para Nínive lo mismo que para Israel! ¡Y él, Jonás, el hebreo, ha sido el portador de esa salvación! El ha sido el portador de la revelación hecha a Israel. Yahveh, el Dios de Israel, es el creador del cielo y de la tierra. Ama a todas sus criaturas, incluso a los ninivitas. El Dios, al que se enfrenta Jonás, es un Padre misericordioso: Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular?¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial (Mt 5,43-48).
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Jonás, el hebreo, como él se presenta, no tiene el espíritu del Dios de la revelación. No tiene el espíritu de Abraham, el hebreo. Abraham, ante la amenaza de destrucción, que pesa sobre Sodoma, intercede ante Dios para que la salve, aunque su maldad haya llegado hasta el cielo, como la maldad de Nínive. Abraham, ante la amenaza divina, apela a la justicia de Dios: Dijo, pues, Yahveh: El clamor de Sodoma y de Gomorra es grande; y su pecado gravísimo. Ea, voy a bajar personalmente, a ver si lo que han hecho responde en todo al clamor que ha llegado hasta mí, y si no, he de saberlo... Abraham se le acercó y le dijo: ¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Es que vas a borrarlos, y no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, al inocente con el culpable. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia? Dijo Yahveh: Si encuentro en Sodoma a cincuenta justos perdonaré a todo el lugar por amor de aquéllos. Replicó Abraham: ¡Mira que soy atrevido al interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza! Supón que los cincuenta justos fallen por cinco. ¿Destruirías por los cinco a toda la ciudad? Dijo: No la destruiré, si encuentro allí a 45. Insistió todavía: Supón que se encuentran allí cuarenta. Respondió: Tampoco lo haría, en atención a esos cuarenta. Insistió: No se enfade mi Señor si le digo: Tal vez se encuentren allí treinta. Respondió: No lo haré si encuentro allí a esos treinta. Le dijo. ¡Soy muy atrevido al interpelar a mi Señor! ¿Y si se hallaren allí veinte? Respondió: En gracia de los veinte no los destruiré. Insistió: Vaya, no se enfade mi Señor, que ya sólo hablaré esta vez: ¿Y si se encuentran allí diez? Dijo: Tampoco los destruiré, en gracia de los diez (Gn 18,20-32).
Es mayor injusticia condenar a unos cuantos inocentes que dejar sin castigo a una multitud de culpables. El Juez del mundo no puede cometer esa injusticia. Abraham, pues, partiendo de la presencia de cincuenta justos en la ciudad, regateando, desciende hasta diez, sin atreverse a bajar más. Abraham corre el riesgo de apelar a la presencia de hombres justos y pierde la partida. Si la actuación de Dios dependiera de la conducta del hombre, el hombre estaría siempre en peligro de ser aniquilado. Pues, ¿quién es justo ante Dios? Yahveh es el Dios de la misericordia y salva a Nínive por pura gracia. El libro de Jonás nos abre el oído al Evangelio de Jesucristo, que proclama Pablo: “Con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos!... Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5,15.20): En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; - en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir -; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación (Rm 5,6-11).
Jonás huía de Israel para acallar la palabra de Dios. Pero la palabra de Dios no vuelve al cielo sin haber cumplido su misión: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55,10-11). Toda la creación está al servicio de Dios y de su palabra. Su hablar y
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su actuar es dabar: palabra eficaz. El mar, la tempestad, el viento, el pez, el gusano, el sol, el ricino todo obedece a Dios y sirve a sus designios. Todo el cosmos está a las órdenes de Dios. Jonás, huyendo de Dios, abandona Israel, pero se encuentra con Dios en el mar, en tierra firme y hasta en Nínive, símbolo del mal. El dominio de Dios no conoce fronteras. Jonás no ignora esta presencia de Dios fuera de Israel. Isaías (40-55) ha proclamado a todo Israel que Yahveh es Señor de todas las naciones y que su mano alcanza los confines de la tierra. ¡No sería Dios si su poder tuviera un límite! Y Yahveh plasmó, desde el seno de su madre, a su Siervo para llevar la salvación a Israel y a todas las naciones: “Ahora dice Yahveh, el que me plasmó desde el seno materno como Siervo suyo, para hacer que Jacob vuelva a él, y que Israel se le una. Mas yo era glorificado a los ojos de Yahveh, mi Dios era mi fuerza, al decirme: Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra” (Is 49,5-6). Jonás no acepta que Yahveh, el Dios salvador de Israel, sea Yahveh para todas las naciones. El escándalo de Jonás consiste en ver a su Dios actuando de la misma manera fuera de Israel, el pueblo que El se ha elegido como su heredad particular. Su envío a Nínive contradice la elección singular de Israel. El anuncio de la salvación a Nínive muestra que el designio de Dios sobre las naciones es un designio de salvación. Yahveh se muestra con las naciones lo mismo que con Israel. Este es el escándalo de Jonás y de Israel. Según la Escritura, un signo de verdadera profecía es que la Palabra de Dios, proclamada por el profeta, se cumple. Pero, ¿por qué esta palabra a veces no se cumple? Anuncia desgracias y éstas no acontecen, anuncia desastres y todo sigue igual. El libro de Jonás expresa esta decepción del profeta ante esta realidad. Es el eco de la experiencia de Israel ante la salvación inesperada de Tiro, cuya destrucción inminente había anunciado el profeta Ezequiel. Tiro había sido asediada durante doce años por Nabucodonosor, que finalmente renunció al asalto y la dejó en paz. Tiro no cae, provocando la desilusión de quienes ya habían celebrado su caída. Jonás, más que una persona individual, es una figura, la personificación de una actitud. El significado de su nombre, en su lengua, es “paloma”, un símbolo que el profeta Oseas aplica a Israel: “Efraím es cual ingenua paloma, sin cordura; llaman a Egipto, acuden a Asiria. Dondequiera que vayan, yo echaré mi red sobre ellos, como ave del cielo los haré caer y los visitaré por su maldad. ¡Ay de ellos, que de mí se han alejado!” (Os 7,11-13) Oseas retrata a Israel huyendo de Dios y, con ello, de sí mismo, al pedir ayuda a quienes no se la pueden dar. Se alejan de Dios buscando apoyo en los ídolos de las naciones. Jonás, el profeta irascible, es figura de este Israel. Está en desacuerdo con el que le envía, pretendiendo apropiarse la elección de Yahveh. Sometida a los grandes poderes de su tiempo, los caldeos y los persas, los helenos y los romanos, la pequeña comunidad postexílica está a la defensiva, acomplejada y encerrada en sí misma, sintiendo una aversión total a todo lo extranjero. Jonás es la personificación de esta actitud. En él se muestra a la comunidad que cultiva esa actitud de odio y de repulsa de los poderosos que la dominan. Los opresores en ese momento son los griegos seléucidas, a los que han precedido los persas, los babilonios y, a la cabeza, los asirios, que afloran desde su profundidad en la ciudad de Nínive en el libro de Jonás. Los oprimidos no desean hacer nada que redunde en bien de sus opresores. Es la postura de Jonás. Jesucristo romperá toda frontera. El creyente en Cristo es un hombre nuevo, en quien se recrea la imagen de Dios, desfigurada por el pecado: “Revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde
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no hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro, escita, esclavo ni libre, sino que Cristo es todo en todos. Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo, revestíos del amor, vínculo de la perfección” (Col 3,10-14). A Jonás se le muestra este Dios y le escandaliza. Pablo, “hebreo e hijo de hebreos” (Flp 3,5) como Jonás, con su celo de fariseo ha defendido las fronteras de Israel, “superando en el judaísmo a muchos de sus compatriotas contemporáneos en el celo por las tradiciones de los padres” (Ga 1,14). Sólo después de haber sido alcanzado por Cristo en el camino de Damasco comprende la bondad de Dios para con los gentiles y consagra toda su vida a proclamarlo: Así que, recordad cómo en otro tiempo vosotros, los gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la que se llama circuncisión -por una operación practicada en la carne-, estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu (Ef 2,11-22).
Jonás sufre el escándalo de todo hebreo para quien las naciones son impuras. Pedro necesita de una revelación particular (Hch 10,9ss) para ir a casa de Cornelio, como él mismo cuenta a las personas reunidas en la casa: “Vosotros sabéis que no le está permitido a un judío juntarse con un extranjero ni entrar en su casa; pero a mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre. Por eso al ser llamado he venido sin dudar” (Hch 10,28-29). Y el mismo Pablo, polemizando con los judaizantes, exclama: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Ga 2,15-16). Sólo la revelación plena del amor de Dios, manifestado en Cristo, ha derribado el muro que separaba a los hebreos de los paganos. Donde la salvación se muestra absolutamente gratuita cesan todos los privilegios. Si Dios salva por ser misericordia y perdón, sin mérito alguno de parte del hombre, caen todas las fronteras entre los hombres. Este es el Dios que se revela en el libro de Jonás, abriendo el camino a la manifestación de Jesucristo. El mismo Jesucristo chocó con el escándalo de Jonás, como muestran las parábolas del hijo pródigo y la de los obreros de la viña. La gratuidad del amor de Dios es sorprendente, escandalosa. La conducta del Padre, al acoger al hijo pródigo, “perdido y encontrado de nuevo”, escandaliza al hermano mayor, que al igual que Jonás “se irrita y no
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quiere entrar en la casa”, donde se celebra el banquete del perdón (Lc 15,25-30). Igualmente se escandalizan los obreros de la primera hora, que se lamentan de que el patrón dé a los obreros del atardecer idéntico salario que a ellos. Les parece injusto: El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: ¿Por qué estáis aquí todo el día parados? Le dicen: Es que nadie nos ha contratado. Les dice: Id también vosotros a la viña. Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros. Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y, al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor. Pero él contestó a uno de ellos: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno? (Mt 201-15).
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13. A LA SOMBRA DEL RICINO El último capítulo rezuma humor por todas partes. El contraste entre el inmenso amor de Dios y la mezquindad del hombre parece un juego. Dios, que no condena a los ninivitas, tampoco quiere condenar a Jonás, aunque se burle de él. Jonás es profeta de Dios, elegido por él; debería sintonizar con los sentimientos de Dios más que nadie. Pero está tan lejos de Dios que su corazón se muestra en las antípodas de él. Frente a la misericordia de Dios aparece su egoísmo. Y lo grave es que, en lugar de mirar con los ojos de Dios, pretende achicar la mirada de Dios, reduciéndola a la visión de su corta vista. Quiere enseñar a Dios en vez de escuchar y aceptar su palabra y su actuación. Se cree con motivos para irritarse contra Dios: Me has mandado a una ciudad para anunciar su destrucción y tú la dejas en pie, como si no te importase nada dejarme en ridículo. Para eso podías haberte ahorrado el enviarme. Todo hubiera sido más fácil. Podías haber hecho sin mí lo que ya tenías decidido hacer antes de enviarme. Dios no toma muy en serio el enojo de Jonás. Con una sonrisa de condescendencia le replica: “¿Te parece bien irritarse?” (4,4). Y con esta pregunta comienza una simpática discusión, en la que Dios y Jonás buscan justificar su actuación: Jonás, su cólera, y Dios, su bondad. Con su interrogante, Dios define el objeto de la discusión: ¿Tiene Jonás realmente motivos para irritarse hasta el punto de desear la muerte? Para Jonás es evidente que tiene motivos para ello: ¿No es acaso una injusticia haber perdonado y salvado a Nínive, a la que todo hebreo no puede por menos de desear todo el mal posible? No es la salvación lo que Jonás se esperaba, sino la destrucción. El ha salido inmediatamente de la ciudad como Lot salió de Sodoma para que no le sorprendiera el fuego dentro de ella. El esperaba que cayera el fuego del cielo, como Elías lo hizo caer sobre el altar del monte Carmelo (1R 18,38). En las afueras de la ciudad ha esperado “ver el destino de la ciudad”. La imagen de Caín aflora en este momento. Jonás rumia en su interior el odio lo mismo que Caín. Jonás ha salido de la ciudad y se ha instalado al oriente de ella. También Caín, tras “alejarse de la faz de Dios”, “se instaló” en la tierra de Not, “al este del Edén” (Gn 4,16). Caín, como Jonás, “estaba muy enojado” porque Dios no aceptaba su sacrificio como aceptaba el de su hermano Abel. Dios, entonces, le planteó a Caín la misma pregunta que hace ahora a Jonás: “¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro?” (Gn 4,6). “¿Vale la pena irritarse de esa manera?”. Dios reprende a Caín, como a Jonás, diciéndoles que la incomprensión del actuar de Dios sólo proviene de sus propias disposiciones. A Caín y a Jonás les ciega, en el fondo, la envidia. Jonás deja la ciudad de Nínive, que se ha convertido en el lugar de la gracia de Dios, lo mismo que Caín había dejado el Edén de Dios. Lo mismo que el asesino de Abel, Jonás desea la muerte de sus hermanos. Al no conseguir la destrucción de la ciudad, desea destruirse a sí mismo, desaparecer, morir. Es frecuente en los apóstoles de Dios este celo indiscreto que la mayor parte de las veces es más soberbia que celo. Santiago y Juan van con Jesucristo y pasan por Samaría, donde los samaritanos han rechazado su palabra. Indignados por el recuerdo y llenos de celo, dicen: “Señor, mandemos que baje fuego del cielo y los consuma a todos. Y Jesús, volviéndose les reprendió” (Lc 9,5455). Jonás no es capaz de contener la amargura de se alma. Conocía el actuar de Dios (4,2), pero esperaba que esta vez no le defraudaría y destruiría la ciudad, “según sus palabras”. Jonás muestra aquí con claridad la experiencia interior de todo profeta. Está convencido de que la voluntad de Dios es salvar a los hombres, pero siempre le toca comenzar su ministerio denunciando el pecado, colocándose frente a sus oyentes como
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aguafiestas, lo que termina por aislarle, pues se hace odioso a todos. Y, al final, le toca cargar con las burlas de todos, pues, apenas los hombres muestran el más mínimo signo de conversión, Dios se compadece y no realiza sus amenazas. La palabra de Dios es eficaz, incluso a pesar del profeta que la anuncia. Los tripulantes, el mar, el viento, el pez, los ninivitas, los animales y hasta el ricino muestran la eficacia de la palabra, que sigue su curso hasta realizar el designio de Dios, no obstante todas las trabas que ponga Jonás. La conversión de Nínive ha quedado escrita para siempre como signo de conversión y de esperanza o de juicio para todas las generaciones: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12,41). Los ninivitas, al convertirse, experimentan la misericordia de Dios. El contraste entre la misericordia de Dios y la actitud de Jonás llega a su cima en la última escena del relato. Jonás contaba con la misericordia de Dios cuando huyó sin pedir ni dar explicaciones. El culto y los salmos la proclaman sin cesar y los profetas nunca dejaron de predicarla: “Clemente y compasivo es Yahveh, tardo a la cólera y lleno de amor; no se querella eternamente ni guarda su rencor por siempre; no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja él de nosotros nuestras rebeldías. Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen, pues él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo” (Sal 103,8-14). Pero Israel, siempre en contacto con pueblos poderosos, ha tenido en su historia una larga experiencia de opresión, aunque ha contemplado también el pasar de los imperios potentes, mientras el pequeño reino de Israel se mantenía en pie. La caída de imperios, que se creían invencibles, ha despertado en Israel la esperanza del juicio de Dios en la historia. Sus profetas se lo proponen, hablando de un proyecto de Dios para todos los pueblos. Dios tiene preparada la copa de su ira para todas las naciones, que se alzan con arrogancia contra Dios y contra su pueblo: “Así me ha dicho Yahveh Dios de Israel: Toma esta copa de vino de furia, y hazla beber a todas las naciones a las que yo te envíe; beberán, y trompicarán, y se enloquecerán ante la espada que voy a soltar entre ellas. Tomé la copa de mano de Yahveh, e hice beber a todas las naciones a las que me había enviado Yahveh” (Jr 25,15-17). La soberanía de Yahveh se muestra en el juicio con que somete a los pueblos, derribando a los potentes de sus tronos y ensalzando a los humildes. Pero la soberanía de Yahveh se muestra también al ofrecer la conversión a las naciones, acogiéndolas bajo su providencia. Dios ofrece a las naciones la misma acogida con que ha acogido a su pueblo. Los profetas le dicen a Israel que así como Yahveh le libró a él de la esclavitud de Egipto, así libra a otros pueblos, haciéndose sentir presente en los éxodos de todas las naciones y en la guía hacia sus patrias: “¿No sois vosotros para mí como hijos de kusitas, oh hijos de Israel? ¿No hice yo subir a Israel del país de Egipto, como a los filisteos de Kaftor y a los arameos de Quir?” (Am 9,7). Yahveh acoge a los pueblos y los conduce a Sión, expresión de la salvación definitiva y universal: “Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh” (Is 2,2-3). “Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues les bendecirá Yahveh Sebaot diciendo: Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel” (Is 19,24-25).
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El universalismo de la salvación culmina en la sublime expresión del Segundo Isaías. En el futuro “Israel” abrazará a todos los pueblos de la tierra y Yahveh será el único Dios de todos: “Volveos a mí y seréis salvados, confines todos de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro” (Is 45,22). “En cuanto a los extranjeros adheridos a Yahveh para su ministerio, para amar el nombre de Yahveh, y para ser sus siervos, a todo aquel que guarda el sábado sin profanarle y a los que se mantienen firmes en mi alianza, yo les traeré a mi monte santo y les alegraré en mi Casa de oración. Sus holocaustos y sacrificios serán gratos sobre mi altar. Porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,6-7). Todas las naciones están invitadas al banquete mesiánico en Jerusalén, santuario de todos los pueblos. Sin embargo, en la época postexílica, frente a esta actitud universalista, se acentúa el nacionalismo, que se cierra sobre sí mismo, excluyendo a las naciones de la salvación. Jonás es la expresión de esa actitud del pueblo, expresada con sublime ironía en el libro que lleva su nombre. Un profeta, servidor de la palabra de Dios, pretende quedarse con ella, en lugar de llevarla a sus destinatarios. Le irrita que la palabra trabaje por su cuenta y produzca el fruto que él no quiere. Mientras la palabra alberga un propósito de vida, él lo tiene de muerte. El llamado a ser mensajero de la misericordia para todos, apenas siente misericordia por sí mismo y por el ricino. Pero, echado en brazos de la muerte, al pedir que le arrojen al mar, es salvado precisamente por un pez monstruoso. Dios juega con su profeta. Yahveh, como ha expresado por sus profetas, tiene la convicción de que Nínive puede convertirse. Nínive, y todas “las naciones”, tienen cabida en la historia de la salvación. Jonás, al no aceptalo, se irrita y se queda rumiando su ira a la sombra de un ricino. Nínive, la ciudad “bullanguera”, como la llama el profeta Sofonías (So 2,15), es para Jonás, como para los israelitas, la ciudad de la injusticia, de la crueldad, de la sangre derramada, el símbolo del mal. Y a esa ciudad es adonde Dios le envía, como instrumento de su bondad. No, Jonás no quiere ser cómplice de Dios en la salvación de Nínive. Si ha ido es porque Dios lo ha llevado y de ninguna manera se alegra con el perdón otorgado a sus habitantes: “Y ahora, Yahveh, te suplico que me quites la vida, porque mejor me es la muerte que la vida” (4,3). Es el grito, ya recordado, de Elías en el momento más dramático de su vida, sentado como Jonás a la sombra de una retama: “Elías caminó por el desierto una jornada de camino, y fue a sentarse bajo una retama. Se deseó la muerte y dijo: ¡Basta ya, Yahveh! ¡Toma mi vida, porque no soy mejor que mis padres!” (1R 19,4). Sí, también “Jonás ha salido de la ciudad y se ha sentado al oriente de ella; allí se ha hecho una cabaña bajo la cual se ha sentado a la sombra, hasta ver qué sucede en la ciudad” (4,5). El desaliento de Elías obedece, ciertamente, a razones distintas del enojo de Jonás. El de Elías se debe a la persecución a la que están sometidos los profetas, incluido él mismo, a la deserción de la mayor parte de Israel que se ha pasado al culto de Baal. Lo que le lleva a desear la muerte es su fracaso como profeta, el hecho de que su palabra no es escuchada. Elías peregrina entonces al lugar en donde nació el culto de Yahveh. Pero en el camino le invade un mortal desaliento. Jonás, por su parte, es el hombre decepcionado que no quiere vivir para presenciar el perdón de los ninivitas. Se enoja porque su palabra ha sido escuchada y Nínive se ha convertido, abriéndose a la misericordia de Dios. Pero Dios, “que puso una señal a Caín para que nadie le atacara” (Gn 4,15), condesciende con su profeta Jonás, acepta darle explicaciones de su conducta. Primero con una parábola en acción y luego con palabras. Es una parábola representada en tres tiempos: el
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ricino, el gusano y el viento del desierto. Jonás sale de la ciudad y sube a una colina para contemplar el espectáculo de la destrucción de Nínive. Y Dios, que juega con su profeta, le sigue. En su enojo, Jonás está a punto de coger una insolación. El fuego, que espera ver caer del cielo sobre la ciudad, está cayendo sobre su cabeza. El sol abrasador arde sobre él. Dios quiere que, por un momento, experimente el fuego que desea para Nínive. Pero enseguida, con ternura de padre, Dios, verdadera sombra protectora,4 suministra una sombra a Jonás. Para librarle del fuego del sol, Dios hace crecer un ricino exactamente encima de su cabeza: “Entonces Yahveh Dios dispuso una planta de ricino que creciese por encima de Jonás para dar sombra a su cabeza y librarle así de su mal. Jonás se puso muy contento por aquel ricino” (4,6). En el instante en que Jonás espera el fuego que arrase la ciudad, Dios piensa en él. Dios le ama en su pecado y espera que en su corazón brote un poco de compasión hacia los pecadores. Jonás se alegra con el ricino, pero no sabe leer el signo. Y Dios sigue su juego con el profeta, como hace con todos nosotros. Dios se divierte con nosotros. Y su juego es un juego de amor. Al final sólo queda el amor, amor a Jonás y a los demás, todos igualmente pecadores. Pecador Israel, representado por Jonás, y pecadores los gentiles, representados por Nínive: “En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también, ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia. ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11,30-33). Dios intenta llegar al corazón de Jonás mediante el ricino. Jonás, como un niño, sonríe y, alegre, se dice: ¡Este ricino es verdaderamente providencial! Una simple caricia de Dios ha disipado la noche de Jonás. Dios se complace siempre en el juego de su amor, usando misericordia con el pecador. Pero desea que el pecador entre en el juego, gozando y agradeciendo la misericordia recibida. Por eso Dios sigue su juego con Jonás. Mientras, sentado cómodamente a la sombra del ricino, espera que caiga fuego del cielo y abrase la ciudad, un insecto roe las raíces del ricino y éste se seca: “Pero al día siguiente, al rayar el alba, Yahveh mandó a un gusano, y el gusano picó al ricino, que se secó” (4,7). Yahveh es el Dios que “da vida y mata” (1S 2,6), que “forma la luz y crea las tinieblas, que da la dicha y crea la desgracia” (Is 45,7). El día anterior dio vida y alegría a Jonás con la sombra del ricino, pero hoy Dios le quita la sombra, le quema por medio del sol y de un caluroso y seco viento que sopla del desierto. El viento solano sofocante borra de un soplo la alegría de Jonás. Un sólo día dura la alegría de Jonás. Dios juega con él sin olvidar la discusión en juego. El sol y el cálido viento se unen contra el profeta hasta hacerle desvanecer. Jonás, que desea que caiga fuego del cielo, ahora no soporta ni el fuego del sol sobre su cabeza. Es demasiado para él y se hunde de nuevo en la depresión. Abrumado, “se deseó la muerte y dijo: Mejor me es la muerte que la vida!” (4,8). El ricino le había hecho olvidarse de Nínive. La muerte del ricino le sumerge de nuevo en sus problemas hasta llevarle a la desesperación. Y ahí, en la desesperación, le espera Dios. Ahora la parábola se hace palabra: “Entonces Dios dijo a Jonás: ¿Te parece bien irritarte por ese ricino” (4,9), que no has creado con tus manos, ni le has sembrado ni regado? ¿Te parece justo irritarte de esa manera por una planta tan efímera que ha crecido en una 4
Sal 17,8; 36,8; 57,2; 63,8; 91,1; 121,5...
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noche y al alba se ha secado? Jonás, sin sospechar a dónde le quiere llevar Dios, fuera de sí, “respondió: ¡Sí, me parece bien irritarme hasta la muerte!” (4,9). “Mejor es morir que vivir”. La cólera le abrasa, desea que mueran los ninivitas y desea su propia muerte. Sin amor la vida se hace insufrible. Cualquier sufrimiento se hace insoportable. Su voz de protesta se eleva contra Dios, pues está convencido que tiene razón al irritarse. Nínive y el ricino forman una sola cosa. Dios toma la palabra de Jonás y le invita a reflexionar. Su compasión por la muerte de un simple ricino, planta de un sólo día, ¿no le abre los ojos a la compasión de Nínive?: “Y Yahveh dijo: Tu tienes lástima de un ricino por el que nada te fatigaste, que no hiciste tú crecer, que en el término de una noche fue y en el término de una noche feneció. ¿Y no voy a tener lástima yo de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,10-11). Con ironía Dios finge que admira la compasión de Jonás por el efímero ricino, que no le ha costado nada. Pero, si El comprende la compasión y pena de Jonás, ¿por qué él se niega a comprender su compasión por Nínive, mucho más importante que el ricino? Si le apena tanto la muerte de un simple ricino, ¿no alcanza a vislumbrar lo que El siente por una ciudad inmensa con sus ciento veinte mil niños y tantísimos animales? El número de inocentes hace pensar en la cifra simbólica de ciento cuarenta y cuatro mil, el cuadrado de doce multiplicado por mil, expresión de la universalidad de la misericordia de Dios, que abraza a todos los hombres. Es el número de la multitud de los fieles de Cristo, marcados con el sello del Dios vivo (Ap 7,2-4; 14,1). El libro de Jonás, con su final, prepara la revelación evangílica de Dios Amor. Jonás es el hombre, a quien siempre sorprenden y superan los designios de Dios. Dios ama y perdona. Más aún, Dios disculpa a los ninivitas. Oímos ya casi las palabras de Cristo en la cruz: “No saben lo que hacen” (Lc 23,24). Dios no se siente ofendido y se extraña de la irritación de Jonás ante el perdón concedido a Nínive. “Y Yahveh dijo: ¿Cómo no voy a tener compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,11). Jonás pone en evidencia el fondo de nuestro ser. Nuestro egoísmo es tal que nos lleva a poner constantemente en la balanza nuestro pequeño yo y la salvación de una multitud. Y preferimos la salvación de nuestro yo, el quedar bien, aunque con ello tengan que perecer los demás. Lo llamativo de la respuesta de Dios es que ni menciona el pecado ni la penitencia de los ninivitas, sino sólo la multitud de niños y de animales que pueblan la ciudad. Si él, Jonás, muestra tanto interés por un efímero ricino, ¿cómo no va a cuidarse Dios de tantos seres vivos? Dios, en su palabra, revela su ser y su corazón. La salvación de los ninivitas no está ligada a su penitencia. Es pura gracia del corazón misericordioso de Dios. Dios no se deja manipular por los hombres. La conversión de los ninivitas no es la causa de la “conversión” de Dios. Dios no actúa según el metro de la justicia humana, sino según la medida de su corazón. Dios actúa por bondad y misericordia con todos los seres vivos, sobre todo con los más débiles, los niños y los animales. Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los ninivitas. Dios, condescendiente con Jonás, le invita a comprender su gesto de perdón partiendo de sus sentimientos de piedad hacia el ricino. Dios apela, no a la fe de Jonás, -“ya sabía yo que tú eres un Dios de misericordia”-, sino a su corazón. Si tú sientes piedad por el ricino, ¿no
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sentiré yo piedad por tantos seres vivos? Escucha los impulsos profundos de tu corazón y comprenderás mi actuación. La palabra no está lejos de ti, sino en tu boca y en tu corazón. El Dios, que se ha revelado a Israel como salvador, es el mismo con Nínive, con las naciones paganas. Es siempre Yahveh, el Dios lento a la cólera y rico en misericordia. El Dios que se ha acercado a Israel en el Sinaí, dejando oír su voz y sellando una alianza con él, es el mismo Dios de Abraham que quiere abrazar a todos los hombres. En Jesucristo llega a plenitud este acercamiento de Dios a los hombres. Dios se hace realmente Enmanuel: Dios-con-nosotros. Y, al derramar su Espíritu en nuestros corazones, se hará “Dios en nosotros”. El libro de Jonás supera a los demás profetas en la revelación de Dios. Jeremías hacía depender el comportamiento de Dios de la conducta de los hombres: “De pronto hablo contra una nación o reino, de arrancar, derrocar y perder; pero se vuelve atrás de su mal aquella gente contra la que hablé, y yo también desisto del mal que pensaba hacerle. Y de pronto hablo, tocante a una nación o un reino, de edificar y plantar; pero hace lo que parece malo desoyendo mi voz, y entonces yo también desisto del bien que había decidido hacerle” (Jr 18,7-10). El libro de Jonás llega hasta el corazón de Dios, que salva al hombre, no por sus méritos, sino por gracia. Dios se sirve de todo -Jonás, los marineros, el mar, el pez, los ninivitas, el sol, el ricino, el gusano- para manifestar su amor salvador. El Dios de Israel no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La conversión del pecador es la alegría de Dios: “Os digo que en el cielo hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por novente y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7). Jonás, en desacuerdo con Dios, que le envía a los paganos, es la antifigura del profeta. Normalmente un profeta se identifica con Yahveh hasta el punto de hacer suya la causa encomendada de modo que no se sabe si la palabra proclamada es del profeta o de Yahveh. Pero, en el caso de Jonás ocurre lo contrario. Le irrita la palabra de Dios porque, aunque en principio sea amenazante para sus enemigos, él sospecha desde el comienzo que al fin terminará en perdón. El hombre sin misericordia no acepta que Yahveh tenga misericordia. Jonás, mensajero de Dios, no sintoniza con el que pone la palabra en sus labios. Se escandaliza de Dios, que no hace justicia. Ese es su drama existencial. Si Dios no hace justicia, ¿vale la pena esforzarse por ser justo? Por eso Jonás invoca la muerte. La bondad de Dios hace que los fundamentos del mundo se le tambaleen. El escándalo irritante de la injusticia provoca la rebelión. Otros profetas sufren esa misma tentación e intentan vencerla: “Con vuestras palabras vosotros ofendéis a Yahveh. Pero vosotros preguntáis: ¿En qué le ofendemos? Cuando decís: Todo el que hace el mal es bueno a los ojos de Yahveh, y él le acepta complacido; o también cuando decís: ¿Dónde está el Dios de la justicia?” (Ml 2,17). El salmista aconseja al piadoso: No te enojes por el malvado ni envidies al que comete iniquidad. Pues se secarán pronto como el heno, como la hierba tierna se marchitan. Confía en Yahveh y haz el bien, habita tu tierra y crece en paz, pon tus delicias en Yahveh, y te dará lo que pide tu corazón. Encomienda tu camino a Yahveh, confía en él y él actuará: hará brillar como la luz tu justicia, y tu derecho como el mediodía. Descansa en Yahveh, espera en él, no te acalores por el que prospera, por el hombre que urde intrigas. Cohíbe la ira y reprime el enojo, no te exasperes, que obrarás mal; y los que obran mal son excluidos, mas los que esperan en Yahveh poseerán la tierra. Aguarda un momento, ya no está el malvado; buscas su lugar, ya no está; mas los humildes poseerán la tierra, y gozarán de inmensa paz. (Sal 37,1-11).
La ira de Jonás arranca de ese escándalo que cunde en el pueblo y que profetas y sabios son incapaces de acallar. El drama se hace existencial cuando se cree que Yahveh no hace justicia ni venga la injusticia. ¿Qué sentido tiene entonces la vida? ¿A qué sirve la vida
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de fe, si Yahveh parece que se ha pasado al lado del opresor? ¿Cómo puede permitir que los justos sean atropellados y los malvados triunfen? Jonás, escandalizado, se disocia y huye de ese Dios que no apresura la salvación de los justos ni hace nada para que el opresor desaparezca de la tierra. La explosión del escándalo tienta a Jonás, y a todos los Jonás, a rebelarse contra Dios, tomando el gobierno del mundo en sus manos. El sabe mejor que Dios cómo se debe repartir el juicio y la gracia. Le gustaría limitar la misericordia de Dios a los suyos. Al final, ante la incapacidad de cambiar los acontecimientos de la historia, se cae en el despecho y en el desprecio de la vida. Si el mundo es así, la vida no vale la pena. Es el deseo de morir que aflora repetidas veces en Jonás. Sin embargo, es una actitud inconcebible en un profeta. El profeta amenaza con la muerte a aquellos a quienes ha sido enviado. Pero con ello no busca sino defender la vida: “Buscad el bien, no el mal, para que viváis, y que así sea con vosotros Yahveh Sebaot, tal como decís” (Am 5,14). “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado - oráculo del Señor Yahveh - y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?” (Ez 18,23). “Diles: Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?” (Ez 33,11). A Jonás le ciega el resentimiento y no es capaz de ver el paralelo que hay entre la preocupación de Dios por todos los hombres, -tanto por el profeta arrojado al mar como por los ninivitas arrepentidos-, y la que él siente por una planta que se marchita en un día. El interrogante final proclama que al Dios de la alianza no se le pueden poner límites; su misericordia se dilata más allá de las fronteras de Israel. El profeta, los marineros, los ninivitas y hasta los animales son objeto de la misericordia divina. A Jonás le hace huir sólo el pensar en la misericordia de Dios, pero es esa misma misericordia la que lo salva cuando es arrojado al mar. Y precisamente porque Dios es misericordioso, Jonás se lamenta a las afueras de Nínive. Es la ironía suprema: el profeta que se beneficia de la misericordia, elevando un salmo de acción de gracias, se enoja cuando esa misma misericordia alcanza a otros. En la persona de Jonás, Dios se dirige a todos aquellos que, a pesar de una larga experiencia de la misericordia que el Señor ha tenido con ellos, lamentan que esa misma misericordia sea concedida a los extraños. La libertad del amor de Dios no está ligada a nada ni a nadie. Jonás expresa la decepción amarga de todo elegido que pretende hacer de la elección un privilegio en lugar de un servicio. El elegido es llamado por Dios para una misión en favor de los demás. Y en la fidelidad a la misión está su única dicha. Esa es su recompensa: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente” (1Co 9,16-18). Lo que Dios trata de hacer entender a Jonás es el íntimo sentido de toda misión profética, que no consiste en el predecir sentencias irrevocables, sino en usar palabras de fuego para sacudir la conciencia de los hombres y encender en ellos el deseo de la conversión, hallando así la salvación. Jesús presenta la conversión de los ninivitas como modelo e invitación a la conversión para Israel y para sus discípulos (Lc 11,32; Mt 12,41). Dios tiene la última palabra. Y esa palabra es un gran interrogante dirigido a Jonás y,
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a través de él, a los oyentes del libro de Jonás. Una pregunta para los que se creen buenos y desprecian a los malos (Lc 18,9), como la pregunta del padre de la parábola del hijo pródigo, con la que San Jerónimo termina su comentario al libro de Jonás: “¿Acaso no convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado?” (Lc 15,32). Responder a esta pregunta es conocer a Dios y amar al prójimo redimido por Dios. Es también una pregunta para quienes se ven malos y buscan una esperanza. Teodoreto de Ciro nos dice: Como la Palabra Unigénita de Dios tenía que aparecer a los hombres en la naturaleza humana para iluminar a todos los pueblos con la luz del conocimiento de Dios, quiere mostrar a los paganos su solicitud por ellos, ya antes de la encarnación, para confirmar con lo sucedido lo que había de suceder, para enseñar a todos que no es Dios de solos los judíos, y para mostrar la vinculación de la antigua y nueva alianza.
La última palabra del libro de Jonás nos deja a todos en el corazón el gran interrogante de Dios: “¿Y no voy a tener yo compasión de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de animales?” (4,11).
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14. LOS DOS NOMBRES DE DIOS En el libro de Jonás, a Dios se le llama a veces Elohim y a veces Yahveh. Ya en la profesión de fe de Jonás: “Soy hebreo y temo a Yahveh, Elohim del cielo, que hizo el mar y la tierra” (1,9), aparecen los dos nombres de Dios. Yahveh, el Dios que se ha revelado a Israel actuando en su historia, es Elohim, el Dios creador de cielo, tierra y mar. El Dios de la elección y de la alianza con Israel es el mismo Dios Creador del cosmos, Señor de la creación y de la historia. Elohim es el Dios que nos da a conocer el primer capítulo del Génesis. Es el Dios creador del cielo y de la tierra. Yahveh es el nombre con el que Dios se muestra a Moisés, cuando pasó por delante de él, sin dejarle ver su rostro, sino sólo sus espaldas, pero permitiéndole oír su nombre: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes” (Ex 34,1-7). El nombre de Yahveh expresa y hace presente la misericordia, la clemencia, el amor y la fidelidad de Dios. Yahveh es el Dios de la alianza, que acepta cobijar a su pueblo bajo sus alas, cubrirlo con la nube de su presencia, salvarlo con el poder de su Nombre (Cf Ex 34,8ss). El nombre de Yahveh expresa la presencia del Dios del Exodo, “YO SOY el que te sacó de Egipto, de la casa de servidumbre”. El nombre de Yahveh significa “Yo estaré allí con vosotros”; implica la fuerza para salir de la esclavitud, para ponerse en camino. El nombre de Yahveh es Dios actuando, salvando. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Entre todas las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. Dios confía su Nombre a los que creen en El; se revela a ellos en su misterio personal. El don del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad” (CEC 2143). Es Yahveh quien “dirige su palabra a Jonás” (1,1;3,1) y es de Yahveh de quien huye Jonás (1,3-10), a quien se opone (4,3) o invoca (4,2.3). Yahveh, el Dios de Israel, Señor de la historia es el que mete en crisis a Jonás con su actuación. Los marineros, en cambio, como paganos no conocen a Yahveh, pero él, mediante su profeta Jonás, les conduce paso a paso a la fe en él. Comienzan por invocar, cada uno, a su elohim (a su dios o ídolo) y piden a Jonás que también él invoque a su Elohim. Por encima de los elohims de los paganos politeístas, está Elohim (1,6), el Creador del universo. Pero Jonás no se queda en el Creador, sino que confiesa su fe en Yahveh, el Dios de la historia, el Dios de Israel. Y los marineros, evangelizados por Jonás, arrojan sus elojims al mar y terminan por convertirse a Yahveh, a quien atribuyen el dominio sobre el viento, la tempestad, sobre Jonás y sobre ellos mismos. En los acontecimientos imprevistos, en que se encuentran envueltos por la desobediencia de Jonás, reconocen la mano de Yahveh: “Tú, Yahveh, puedes hacer cuanto quieres” (1,14). El temor de Yahveh les lleva a querer salvar a Jonás, para no mancharse de sangre ante El. Y, finalmente, terminan ofreciendo un sacrificio a Yahveh y haciéndole votos (1,16). El mismo camino de conversión de los marineros lo recorren también los ninivitas. La Palabra de Yahveh conduce a su rebelde profeta hasta Nínive. Los ninivitas, paganos como los marineros, sólo conoce a Elohim (3,5.8.9.10). Su conducta es la expresión viva de la religión: oración, penitencia y cambio de conducta. Pero su conversión es fruto del anuncio de Yahveh, que les hace Jonás. Y Dios se muestra con ellos, paganos, como el Dios salvador, lo mismo que con Israel. Nínive acoge la predicación de Jonás, el hebreo, y así atestigua que “la salvación viene de Israel” (Jn 4,22). La palabra, que rechaza Jonás, la acogen los paganos. Se cumple la palabra de Isaías, que Pablo dirige a los hebreos de Roma: Cuando, en desacuerdo entre sí mismos, ya se marchaban, Pablo dijo esta sola cosa: Con
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razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías: Ve a encontrar a este pueblo y dile: Escucharéis bien, pero no entenderéis, miraréis bien, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, y con sus oídos oigan, y con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los cure. Sabed, pues, que esta salvación de Dios ha sido enviada a los gentiles; ellos sí que la oirán (Hch 28,25-28).
Con su arte narrativa, el libro de Jonás enseña a los hebreos, que reivindican la exclusividad del verdadero Dios, que los gentiles son más sensibles a la palabra de Dios que ellos. Sus privilegios les cierran el oído al amor de Dios. La ternura de Dios es el corazón de la Escritura. Para mostrar este amor de Dios a los hombres han sido elegidos. Su elección es para un servicio. Dios promete a Abraham que en él serán bendecidas todas las naciones. Si, como hijos de Abraham, poseen la promesa, si han recibido las llaves de la revelación, no es para que se cierren las puertas a sí mismos y menos para no permitir la entrada a los demás. Jesús se lo dirá abiertamente a los fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a los que desean entrar no les dejáis entrar” (Mt 23,13). El libro se cierra con la palabra de Yahveh (4,9-11). En esta última palabra Dios, lo mismo que hizo con Moisés, revela el sentido de su nombre santo: El es el Dios de bondad, el Dios de la vida, que tiene entrañas de misericordia, como un padre o, mejor, como una madre. Yahveh siente ante los ciento veinte mil habitantes de Nínive, que no saben distinguir la mano derecha de la izquierda, la misma ternura que siente ante el pequeño Efraím: “¿Es un hijo tan caro para mí Efraím, o niño tan mimado, que tras haberme dado tanto que hablar, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto, se han conmovido mis entrañas por él; ternura hacia él no ha de faltarme” (Jr 31,20). Yahveh siente por Nínive la misma piedad que por Sión: “Pero Sión dice: Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada, tus muros están ante mí perpetuamente” (Is 49,14-16). Yahveh es Dios y no hombre, clemente y compasivo, lento a la ira: “¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel? ¿Voy a dejarte como a Admá, y hacerte semejante a Seboyim? Mi corazón está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy el Santo, y no vendré con ira” (Os 11,8-9). El mundo y la historia no siguen un rumbo ciego, casual o arbitrario. Dios conduce el camino de las cosas y de los hombres hacia un destino. Nada se hace sin él o a sus espaldas, pues él está presente en todo lo que es y acontece. Es imposible, como pretende Jonás, salirse de su presencia. La pretensión de Jonás no es más que una huida a ninguna parte, pues lo que busca no existe. En el camino de su huida, Dios le sale al encuentro, como salió al encuentro de Balaam el día en que éste se puso en marcha para maldecir a Israel en contra de la orden de Yahveh, que quería bendecirle: “Se levantó Balaam de madrugada, aparejó su asna y se fue con los jefes de Moab. Cuando iba, se encendió la ira de Yahveh y el Angel de Yahveh se puso en el camino para estorbarle” (Nm 22,21-22). El ángel, que corta el camino a Jonás, es la tormenta que detiene la nave. Jonás recuerda entonces que Yahveh hizo el mar y la tierra firme y que, por tanto, está en ellos. Dios no está circunscrito a un lugar, ni siquiera a la tierra de Israel, como piensa Naamán, curado por el profeta Eliseo: “Dijo Naamán: Ya que no aceptas mis presentes, que se dé a tu siervo, de esta tierra, la carga de dos mulos, porque tu siervo ya no ofrecerá holocausto ni sacrificio a otros dioses sino a Yahveh” (2R 5,17). Es una falsa interpretación de lo expresado en el Deuteronomio: “Cuando el Altísimo repartió las 98
naciones, cuando distribuyó a los hijos de Adán, fijó las fronteras de los pueblos, según el número de los hijos de Dios; mas la porción de Yahveh fue su pueblo, Jacob su parte de heredad” (Dt 32,8-9). Dios, creador del cielo y de la tierra, manifiesta su poder en el amor para con todos. Con claridad dirá más tarde el libro de la Sabiduría, fruto de la experiencia de la historia: Bien podía tu mano omnipotente -ella que de informe materia había creado el mundo- enviar contra ellos muchedumbre de osos o audaces leones, o bien fieras desconocidas, entonces creadas, llenas de furor, respirando aliento de fuego, lanzando humo hediondo o despidiendo de sus ojos terribles centellas, capaces, no ya de aniquilarlos con sus ataques, sino de destruirlos con sólo su estremecedor aspecto. Y aun sin esto, de un simple soplo podían sucumbir, perseguidos por la Justicia, aventados por el soplo de tu poder. Pero tú todo lo dispusiste con medida, número y peso. Pues el actuar con inmenso poder siempre está en tu mano. ¿Quién se podrá oponer a la fuerza de tu brazo? Como lo que basta a inclinar una balanza, es el mundo entero en tu presencia, como la gota de rocío que a la mañana baja sobre la tierra. Te compadeces de todos porque todo lo puedes y disimulas los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías creado. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú perdonas a todos, porque son tuyos, Señor amigo de la vida (Sb 11,17-26).
Dios, amigo de la vida, tiene una paciencia inmensa con todos los seres, incluso con su profeta desobediente y rebelde. Se abaja a darle explicaciones de su actuar. Le hace vivir una parábola en acción para calmarle y abrirle el oído a su bondad. Dios se conmueve frente a sus criaturas, obra de sus manos. Remueve el universo entero para salvar a unos paganos y convencer a su profeta. Para ello enfurece el mar, envía el gran pez para librarlo de la muerte en el mar o le prepara la sombra del ricino para para ablandar su corazón endurecido. Dios acosa a Jonás, profeta huidizo, tratando de darle caza a lo largo de todo el itinerario de su camino. El envío a una misión indeseada, la tempestad que le cierra la huida, el pez que le saca del mar, el segundo envío a Nínive, el don y muerte del ricino son las redes o procedimientos con los que Dios acosa a Jonás, para seducirle y romper sus resistencias. Aunque Jonás intenta escapar de Yahveh, Dios no se ausenta ni un momento del tortuoso camino del profeta. Dios busca la conversión y salvación de Nínive, pero también la de Jonás. A primera vista parece que Dios, con Jonás, busca a los marineros y a los ninivitas. Pero a quien Yahveh busca, en primer lugar, es al mismo Jonás. Y lo hace mediante lo que viven todos esos personajes que Jonás encuentra en su historia. Dios le busca, dándole su palabra y los acontecimientos que pone en su vida. Dios le habla al corazón directamente y se le insinúa en el testimonio de los demás. Lo que la palabra hace con los demás, ¿no puede hacerlo también con él? Pero Jonás es más duro de cerviz que los marineros y los ninivitas. Con pasos hacia delante y hacia atrás, no se decide nunca enteramente. No llega a la sintonía con Dios ni con ninguno de los personajes de la historia. Mientras los otros rezan, él duerme; mientras los otros se convierten, él se irrita hasta desear la muerte. Dios busca la vida del pecador y él prefiere la muerte suya y de los demás. Los movimientos externos de Jonás, su huir y su regresar, su hacer y deshacer, reflejan movimientos del hombre interior: rechazar y aceptar, consentir y disentir, estar en un momento alegre y en el siguiente mortalmente irritado. Son dramáticas sacudidas que Yahveh, paciente y misericordioso, suscita para modelar a su profeta. La tormenta, los marineros, el pez, la conversión y perdón de Nínive le colocan ante Yahveh, que le hace consciente de sus sentimientos interiores. Poner a Jonás en la verdad es el primer paso, la
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gracia primera que Dios le concede, para que salga de su estado y se convierta, aceptando sintonizar con los sentimientos de Dios. Es lo que Pablo desea a los filipenses: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre” (Flp 2, 5-9). La historia de los pueblos está bajo la mano de Dios, Creador y Señor del cosmos, y responde a su designio de misericordia para con todos. Yahveh, Salvador de Israel, quiere la salvación de todos y precisamente, para ofrecer esa salvación, elige a Israel y a los profetas. El Dios de Israel es el Dios de todos los pueblos. La elección de un pueblo no es para la destrucción de los otros pueblos, sino para su salvación. Israel vive para los otros pueblos. Israel es el pueblo elegido para hacer llegar, con su vida y con su palabra, el mensaje de Dios a las naciones. El ser y la misión de Israel es dar a conocer a Dios a las naciones. Jeremías es constituido profeta para las naciones. Y el Siervo de Yahveh es salvación para las naciones. En Cristo Dios lleva a plenitud su designio: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17). Dios, Creador del universo y Salvador del hombre, es totalmente libre. En el libro de Jonás, Dios se muestra libre de su propia palabra: se convierte de su amenaza. Esto es lo que más irrita a Jonás, que quería tener en la amenaza de Dios el arma para herir a los ninivitas y, al mismo tiempo, el lazo con que tener agarrado a Yahveh. Pero Yahveh se muestra libre y, con ello, invita a Jonás a liberarse de sí mismo, a romper su yo y su irritación. Jonás, al final, se queda en silencio ante esta invitación de Dios. Así, con su silencio, la invitación pasa a todo oyente o lector del libro.
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15. JONAS Y CRISTO Jonás es enviado por Dios a anunciar un mensaje de misericordia al pueblo enemigo de Israel. En medio de los profetas llamados por Dios para predicar la conversión de su pueblo, Jonás es el predicador de los gentiles. Mateo y Lucas le citan en el Nuevo Testamento: "Esta generación perversa y adúltera pide un signo, y no le será dado sino el signo de Jonás. Como Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches, así el Hijo del Hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra. Los ninivitas se alzarán a condenar en el juicio a esta generación, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí está alguien más grande que Jonás" (Mt 12,39-41; Lc 11,29-32). Los ninivitas convertidos son el símbolo de los gentiles que se adhieren a la fe, superando la incredulidad del pueblo de Dios. La figura de Jonás es una de las favoritas del arte de las catacumbas. En la historia de Jonás los cristianos primitivos veían un símbolo de la resurrección de Cristo y de la salvación de los hombres. Dios salvó a Jonás de la muerte, para salvar por él a un pueblo pagano. Dios salvó a Cristo, resucitándole de la muerte, para salvar con la muerte y resurrección de su Hijo a todas las naciones de la tierra. San Agustín lo comenta así: Jonás fue enviado a la ciudad de Nínive para anunciarle su fin; Cristo fue enviado por el Padre al mundo para mostrar a todos su fin. Jonás huyó a Tarsis de la presencia del Señor; esta fuga representa el veloz paso de Cristo por la tierra, pues de él dijo el Profeta: “se levantó como un gigante para recorrer su camino”. El Profeta, huyendo, subió a una nave; Cristo, por el mar de este mundo, subió a la Cruz. Se levantó una tempestad grande en el mar; la perturbación del mar es la oposición de los judíos. Echaron suerte para arrojar al Profeta fugitivo a las aguas; echaron suerte sobre la túnica de Cristo para predicar al mundo la unidad. Jonás fue arrojado al mar; Cristo, con su muerte, fue arrojado al corazón de las gentes. La bestia recibió al Profeta para guardarlo, no para devorarlo; oye lo que decía David hablando de Cristo: “no dejarás mi alma en los abismos, ni permitirás que tu Santo conozca la corrupción”. En el vientre del monstruo marino oraba Jonás; desde el vientre de la tierra bajaba Cristo a resucitar a los muertos. Al tercer día sale el profeta incólume a la orilla; al tercer día sale Cristo del sepulcro y es exaltado sobre todos los cielos. Nínive se salvó por la predicación de Jonás; por la predicación de Cristo se salvó el mundo.
Otro Padre anónimo repite algo similar, añadiendo nuevos significados: Jonás va a Nínive a predicar el fin de la ciudad; Cristo viene a la tierra a predicar el fin del mundo. Jonás busca la nave; Cristo, a la Iglesia. Jonás es agitado por las olas; Cristo, por los vaivenes de la Pasión. Si Jonás no se pierde no se salva la nave del peligro; si Cristo no muere no se liberan los hombres. Los marineros que van a perder a Jonás tiemblan y dicen: ¡Señor, no caiga sobre nosotros esta sangre inocente! Pilatos, al condenar a Cristo, dice: ¡Quiero estar limpio de la sangre de este justo! Dice Jonás en su oración:¡Mátame, que para mí es mejor la muerte que la vida! Dice Cristo a su Padre: ¡Mátame, que con mi muerte daré la vida a los hombres! Jonás entra en el vientre del monstruo, es comido y no destruido, está en lo profundo y no muere, sale de allí y predica la penitencia y la salvación. ¿Quién es este Jonás sino Nuestro Señor Jesucristo a quien el monstruo de la muerte arrebata, pero no puede consumir en el sepulcro? Le ha visto crucificado, pero como no le vio reo, no le puede tener por condenado. Mandó Dios al pez y arrojó a Jonás a la playa; mandó a la muerte siempre hambrienta, mandó a los abismos que arrojasen de nuevo a la vida al Salvador. ¡La vida victoriosa de Cristo nos libra a nosotros de la muerte!
San Pedro Crisólogo, en una homilía sobre El signo de Jonás, nos dice que ninguna acción de los santos es casual. Todas ellas son signos, que nos revelan un misterio. Para él el 101
libro de Jonás es una especie de parábola; en su forma de relato tiene un valor profético: nos anuncia la misión y la resurrección de Cristo. Paso a paso, toma el libro de Jonás y, con su método alegórico, descubre en Jonás una figura de Cristo. Para su homilía parte del evangelio del domingo: “Habiéndose reunido la gente, comenzó a decir: Esta generación es una generación malvada; pide una señal, y no se le dará otra que la señal de Jonás. Porque, así como Jonás fue señal para los ninivitas, así lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11,29-30): La fuga del profeta lejos de Dios se transforma en una figura profética, lo mismo que el naufragio, signo de la resurrección del Señor. El texto de la historia de Jonás nos le muestra como tipo perfecto de Cristo. Jonás huye lejos de la faz de Dios (1,3). El Señor, para asumir la condición y el rostro del hombre, ¿no se alejó acaso de la condición y del aspecto divino? Así dice el Apóstol: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre” (Flp 2,6-7). El Señor se reviste de la condición de siervo, para pasar inadvertido en el mundo. A fin de vencer al demonio, como que se aleja de sí mismo y toma la naturaleza humana. El texto continúa: Jonás descendió a Jafa para huir a Tarsis (1,3). He aquí quien desciende: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13). El Señor ha descendido del cielo a la tierra, el omnipotente ha descendido hasta nuestra esclavitud. Jonás, que ha descendido hasta la nave, ha tenido después que subir para poder viajar; así Cristo, habiendo descendido a este mundo, ha subido con su potencia y sus milagros sobre la nave de su Iglesia. ¿Y qué significa la tormenta de los vientos sino el diablo que, entrando en el corazón de Judas, subleva a los reyes, las naciones, los pueblos, los soldados, los jueces, y sopla sobre las olas para que, en la agitación de las aguas, cada uno suplique a su propio dios que le devuelva la calma? (1,5). Escuchad lo que dice el profeta de las aguas de este mundo: “¿Por qué se agitan las naciones, y los pueblos mascullan planes vanos? Se yerguen los reyes de la tierra, los caudillos conspiran aliados contra Yahveh y contra su Cristo” (Sal 1,1-2). Jonás mismo es quien decide que le arrojen fuera de la nave: “Tomadme y arrojadme al mar”, les dice (1,12): con este gesto designa la pasión del Señor. ¿Por qué los marineros han esperado recibir la orden, cuando ellos mismos hubieran podido tomar la iniciativa, poniendo así remedio al gran peligro en que se encontraban? Cuando la salvación de todos exige la muerte de una sola persona, se somete su muerte a su iniciativa. De este modo queda plenamente figurada la historia del Señor, que no fue obligado a aceptar la muerte, sino que ésta fue un acto de su voluntad: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18). Pues, si Cristo entregó su espíritu, no se lo dejó escapar, ya que quien tiene en su mano el alma de todos los hombres, no podía perder la suya: “Yo tengo siempre en tus manos mi alma”, dice el profeta (Sal 118,109); y en otro lugar: “En tus manos entrego mi espíritu” (Sal 30,6). Esto sería ya suficiente para ver en Jonás una figura de Cristo. Pero he aquí aflorar desde la profundidad del mar un monstruo; un gran pez se acerca. Este servirá para realizar y manifestar plenamente la resurrección del Señor. Se presenta un monstruo, imagen terrificante del infierno que, mientras se arroja con sus ávidas fauces sobre el profeta, gusta y asimila el vigor de su creador y, devorándolo, se condena de hecho a un ayuno absoluto. La temible residencia en sus entrañas prepara la morada del huésped celeste: de este modo, la misma causa de la desgracia se convierte en la increíble embarcación para la necesaria travesía, conservando al mismo pasajero y arrojándolo luego, después de tres días, sobre la
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orilla del mar. Como Jonás, Cristo descenderá a las profundidades del infierno y al tercer día resucitará, mostrando su gloria en la victoria sobre la muerte. Con razón los habitantes de Nínive se levantarán en el día del juicio para condenar a esta generación, porque ellos se convirtieron por la predicación de un profeta náufrago, extranjero, desconocido; mientras que los judíos, después de contemplar tantos prodigios y milagros, seguidos del fulgor de la resurrección, no han creído en el Hijo de Dios ni se han convertido. Se han negado a creer en el signo de la resurrección. Al contrario, les vemos confabular, impacientes, fábulas, tratando de cerrar los ojos de los soldados con dinero, pretendiendo corromper sus corazones, para que cayen lo que saben y han visto. Compran la mentira para ocultar la verdad. Y luego hacen recaer su crimen sobre los discípulos de Cristo, recomendando a los soldados: “Decid: Sus discípulos vinieron de noche y le robaron mientras nosotros dormíamos” (Mt 28,13). Tú te engañas, judío, no han sido los discípulos quienes le han robado, sino el Maestro, por sí mismo, quien se ha levantado de la tumba, el mismo que había sido matado ante los ojos de todos. Sí, la Reina del Sur puede venir en el día del juicio, junto con los ninivitas, para condenar a esta generación perversa. Los ninivitas prefiguran las naciones que aceptarían la fe entrando en la Iglesia, representada en la Reina del Sur. Felices nosotros, hermanos, porque todo lo acontecido simbólicamente, todo lo prometido en figura, a nosotros nos ha sido concedido venerarlo, contemplarlo y poseerlo en la plenitud de la realidad.
Del “signo de Jonás” hablan Mateo (Mt 12,38-42; 16,1-4) y Lucas (Lc 11,16.29-32). Marcos (8,11-13), presentando la misma ambientación, no hace mención de Jonás. La petición de un signo está situada en un cuadro geográfico especial. Jesús se ha presentado como pastor de Israel (Mc 6,30-56), pero anuncia la supresión de las prohibiciones relativas a la pureza, superando las barreras entre judíos y paganos (Mc 7,1-23). Tras esto Jesús invita a sus discípulos a “pasar a la otra orilla”, para dirigirse a los paganos (Mc 7,24-8,26). Aquí aparece la petición del signo. Esta petición se sitúa, pues, fuera del territorio judío, tras la curación de la hija de la sirofenicia (Mc 7,24-30), la curación del sordomudo en la decápolis (Mc 7,31-37) y el milagro de la multiplicación de los panes (Mc 8,14-21), donde Jesús pone en guardia contra la levadura de los fariseos. Sus opiniones sobre él pueden poner en peligro de contaminar la fe de los discípulos. Este cuadro de Marco se halla casi idéntico en Mateo (Mt 16,1-4). Este lazo entre la multiplicación de los panes y la petición de un signo se encuentra también en Juan (Jn 6,30-31). El signo de Jonás en Mateo (12,38-42) y en Lucas (11,29-32) sigue a la discusión sobre el origen de los milagros de Jesús, acusado de realizarlos en nombre de Belzebul, el príncipe de los demonios. Los que piden un signo a Jesús, fariseos y escribas, buscan “tentar a Jesús”. Exigen un signo del cielo, de parte de Dios, como el milagro del maná (Ex 16,1-4; Jn 6,28-31) o los milagros de Elías (1R 17,1-2R 1-18). Según Marcos, ante esta petición, Jesús “gime en su espíritu”: “salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole una señal del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: ¿Por qué esta generación pide una señal? Os aseguro: no se dará a esta generación ninguna señal. Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la otra orilla” (Mc 8,11-13). Jesús se aleja de ellos gimiendo, pues reproducen la actitud indócil de la generación del Exodo. Testigos del milagro del maná y de las codornices (Ex 16), los israelitas se rebelan contra Moisés. Temen morir en el desierto (Ex 17,1-7) y exigen que Dios les dé inmediatamente el agua (Ex 17,2). El salmo expresa los sentimientos de Dios, semejantes a los de Cristo ante la petición de una señal: “No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde vuestros padres me pusieron a prueba, me tentaron aunque habían visto mis obras. Durante cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Es un
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pueblo de corazón torcido, que no reconoce mis caminos. Por eso he jurado en mi cólera: ¡No entrarán en mi descanso!” (Sal 95,8-11). Dios rechaza a la generación del desierto, no permitiéndola entrar en la tierra, por su falta de fe. Igualmente la generación contemporánea de Jesús, aunque ha visto el milagro de la multiplicación de los panes en el desierto, reclama aún un signo, tentando a Dios. No creen en los signos que Cristo ya les ha dado y exigen una señal límite, del cielo, que les dispense de creer. Mateo y Lucas explicitan la relación con la generación del desierto, calificando a ésta de “malvada y adúltera”, evocando el Deuteronomio, que narra las infidelidades de Israel a la alianza con Dios. El signo de Jonás es Jonás mismo, un mensajero que se presenta a los ninivitas con la palabra de Yahveh. Los ninivitas reconocieron en Jonás a un profeta y tomaron en serio su mensaje, se convirtieron y alcanzaron el perdón de Dios. Jonás fue para Nínive un verdadero signo de Yahveh. Con su conversión, el signo se transformó en salvador. Eso es lo que representa Jesús, con su persona y su mensaje, para la generación que le escucha. Jesús es la presencia de la misericordia de Dios. Quien le acoge, como los ninivitas a Jonás, se salva. Jonás, salvado de la muerte, hace partícipes a los paganos de su salvación. Cristo, resucitado de la muerte, envía a sus apóstoles a anunciar y a comunicar a todas las gentes la victoria sobre la muerte. Así el Hijo del hombre será para esta generación lo que fue Jonás para la suya. Junto a este sentido, Mateo presenta también la predicación de Jonás como señal de la predicación de Jesús con su llamada a penitencia. Jesús dice a sus interlocutores que no les queda otra señal sino la invitación a la conversión que él, enviado de Dios, les hace como hizo Jonás a los ninivitas: “Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás” (Mt 12,41). Jesús, rechazado por los judíos, marchará a las naciones, las cuales -como Nínive- se convertirán. Jesús está ya anunciando la Iglesia. Rechazado por su generación, malvada y adúltera, que se niega a acoger su evangelio, la comunidad de sus discípulos se abrirá a todas las naciones. Resucitado al tercer día, como Jonás salió del seol, las naciones, “de oriente y de occidente”, vendrán a sentarse en la mesa del banquete del Reino: “Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos. Le dice Jesús: Yo iré a curarle. Replicó el centurión: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: Vete, y va; y a otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Y dijo Jesús al centurión: Anda; que te suceda como has creído. Y en aquella hora sanó el criado” (Mt 8,5-13). Se puede recordar también la parábola de los invitados a la boda (Mt 22,2-8; Lc 14,16-24): el lugar que dejan libre los primeros invitados, los hijos de la promesa, será ocupado por otros. La nave de Jonás tiene su paralelismo en la escena de la tempestad calmada (Mt 8,1827) y en la expulsión de los demonios en el país de los gerasenos (Mt 8,28-34), que está en la otra orilla. La nave es la Iglesia que pasa a la otra orilla para dirigirse a los paganos. Contra ella se alza la tempestad de la persecución. Aunque Jesús duerme, él está en la nave y puede decir a sus discípulos: Animo, no temáis. El calma las olas del mar y devuelve la paz a los
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discípulos, superando toda persecución, pues él es más que Jonás: Viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla. Y un escriba se acercó y le dijo: “Maestro, te seguiré adondequiera que vayas”. Le dice Jesús: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Le dice Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”. Subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!”. Les dice: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?”. Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Y aquellos hombres, maravillados, decían: “¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt 8,18-27).
El paralelismo entre Jonás, que se niega a ir a los paganos (1,3-16) y la invitación de Jesús a seguirle es evidente. Mateo habla por tres veces de “seguir” a Jesús (Mt 8,19.22.23). Jesús se lleva a los discípulos en la barca, que se enfrenta con el vendaval, hacia la orilla pagana, la Decápolis, con animales impuros, en donde vive un hombre en estado salvaje, poseído por una legión (como dice Marcos) de demonios (Mt 8,28-34). Así comienza la misión en tierras paganas. Seguirá luego el discurso del envío a la misión (Mt 10). Y al final del mismo evangelio: “Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18-20). El deseo de Dios de salvar a los paganos es tan grande que libra a Jonás de la muerte, le saca del mar, como un día salvó a Moisés de la muerte en las aguas del Nilo para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto. Frente a la actitud de Jonás, que se niega a obedecer a Dios y se enfada ante la acción salvadora de Dios, la palabra final del libro de Jonás no es siquiera la penitencia de los ninivitas, sino la ternura de Dios hacia los hombres (4,11), cuya manifestación plena aparecerá en su Hijo Jesucristo. Juan Bautista anuncia el juicio de Dios contra los pecadores (Mt 3,5-10), la separación de los buenos y los malos (Mt 3,12), el día implacable de la justicia divina. Jesús, en cambio, anuncia un año de gracia, el gran perdón jubilar (Lc 4,16-19). No se dirige a los justos, sino a los pecadores y a los enfermos (Mc 2,17), acoge a los pecadores y a los paganos (Mc 7,24-37), va en busca de las ovejas perdidas de Israel (Mt 15,24)... Esta conducta de Jesús suscita escándalo, discusiones, oposiciones y finalmente el rechazo. Los judíos repiten con Jesús el enfado de Jonás para con Dios. Y es que Jesús, ante sus opositores, justifica su conducta diciendo que ésa es la conducta de Dios, su Padre (Mc 2,23-27). Juan lo explicitará constantemente (Jn 5,17.19-20; 8,19; 14,7). En su vida y en su muerte, Jesús encarna al Dios de Jonás: un Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso, un Dios Padre. En la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la figura del hijo mayor presenta los rasgos que caracterizan a Jonás; el hijo menor es, en cambio, la concreción personal de Nínive, el hijo descarriado que vuelve al padre, que es Yahveh, que perdona y acoge con amor al hijo, que estaba muerto, lejos de la casa paterna. Y el Padre, Yahveh, trata de hacer comprender al hijo mayor la misericordia, que él rechaza. La parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20,1-16) recuerda estos mismos prototipos. Los jornaleros de la hora temprana no aceptan que los llegados a última hora reciban el mismo salario. El dueño de la viña defiende su derecho a la generosidad y quiere que los primeros no lo vean
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con malos ojos. Las parábolas del evangelio, lo mismo que el relato de Jonás, son llamadas a entrar en la misericordia de Dios, dirigidas a todo hombre. Jonás, enviado a predicar a los ninivitas, que habían sido siempre enemigos implacables de Israel, nos muestra que el amor de Yahveh se extiende más allá de los confines del pueblo elegido, abarcando incluso a los enemigos. En la elección de Nínive está la clave para entender plenamente este mensaje del libro de Jonás. Nínive, capital del imperio asirio a partir de Senaquerib, había quedado en la conciencia de Israel como símbolo de la más cruel agresividad contra el pueblo de Dios (Is 10,5-15; So 2,13-15; Na). Nínive representa a los opresores, al enemigo, y a ellos debe dirigirse Jonás para exhortarlos a la conversión, y a ellos les concede Dios su perdón. De este modo el libro de Jonás, profecía del Evangelio, muestra el amor de Dios a todos, incluso a los enemigos. Esa es la característica propia de Dios, “que hace salir el sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Y esa es la señal distintiva de los hijos de Dios: “Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,43-48). “El Padre celestial es misericordioso con los ingratos y perversos. Sed, pues, compasivos como vuestro Padre es compasivo ” (Lc 6,35-36). El corazón de Dios Padre se nos muestra abiertamente en su Hijo Jesucristo, que “vino a buscar lo que estaba perdido”. El amor de Dios es el que lleva a Jesús a acercarse a Zaqueo, recaudador de impuestos, prototipo del opresor. Jesús se hace invitar por Zaqueo y, al entrar en su casa, suscita la conversión y salvación del opresor (Lc 19,1-10). Dios, en Cristo, que da la vida por quienes le crucifican, nos muestra el amor en su plenitud. El odio y el deseo de venganza no caben en Dios ni en sus fieles. La justicia de Dios no es vindicativa, sino que consiste en justificar al pecador, haciéndole justo con el perdón. La venganza, por otra parte, es siempre injusta. Nínive puede ser símbolo de opresión, pero quienes la habitan son “más de ciento veinte mil hombres que no distinguen la derecha de la izquierda” (4,11). ¿Sería justo que Dios aniquilase a todas esas personas inocentes para borrar de la tierra a los culpables? Abraham, el amigo de Dios, se escandalizaría: “Abraham le dijo: ¿Así que vas a borrar al justo con el malvado? Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Es que vas a borrarlos, y no perdonarás a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro? Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, al inocente con el culpable. Tú no puedes. El juez de toda la tierra ¿va a fallar una injusticia?” (Gn 18,23-25). Y Abraham, en su intercesión, desciende hasta diez justos, escuchando la respuesta de Dios: “No la destruiría en gracia de los diez” (Gn 18,32). Por un sólo justo, Cristo, Dios perdona al mundo entero. El “ser dueño de todos los seres, le hace perdonarlos a todos” (Sb 12,16).
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16. JONAS Y EL CRISTIANO Jonás, con sus tres días en el vientre de la ballena, y vomitado vivo en la playa, ha sido siempre un símbolo de la Resurrección de Jesucristo. El mismo lo tomó como signo y anuncio de su Resurrección: “Como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra. Y después resucitará”. San Ireneo, en la vuelta de Jonás a la vida, ve también un signo de nuestra resurrección: Como Jonás llevó pacientemente el ser tragado por el pez, no para ser devorado, sino para volver a la vida y glorificar a Dios que le salvaba y predicar la penitencia a los enemigos; así Dios sufrió pacientemente que el hombre fuese mordido por aquella serpiente antigua, que fue el autor de nuestra prevaricación, no para hacer perecer al hombre en sus entrañas, sino para preparar la venida de Cristo Salvador. Esta fue la magnanimidad y la obra de este Jonás divino, que nos mereció con su Resurrección la nuestra. El hombre pasará por todas las pruebas; entrará en el vientre del cetáceo, pero resucitará en las playas del cielo. Así el hombre conocerá que él es débil y mortal, y que sólo Dios es poderoso e inmortal, pero Dios da al mortal la inmortalidad y al temporal la eternidad.
Jonás, con su predicación a los ninivitas, muestra también a la Iglesia, a los cristianos, su misión en el mundo. Como los tres días de Jonás en el vientre del pez y el ser arrojado sobre la playa es una profecía de cuanto acontecería en Cristo, así la predicación de Jonás es una profecía de la buena noticia que la Iglesia está llamada a anunciar a todas las naciones: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16,15). La buena noticia no es otra que la posibilidad de la salvación, ofrecida por Dios a todos, mediante la conversión. Después que el pez arroja a Jonás sobre la playa, él se dirige a Nínive y cumple su misión. También la misión de la Iglesia comienza con la resurrección de Cristo. Cristo resucitado vive en la Iglesia y se hace presente en la evangelización. En la Iglesia, que evangeliza, Cristo hace presente su resurrección, condenando al mundo para salvarlo. Mateo concluye su evangelio con la aparición de Cristo resucitado a los apóstoles para enviarles por toda la tierra: Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20).
Así Jonás muestra la misión de la Iglesia: llevar una noticia a todas las naciones. Llevar el anuncio del fin: “ha llegado la hora” de la salvación. Todo el mundo viejo, el pecado, se está precipitando en la nada, en el vacío. La muerte ha sido vencida. Este anuncio del fin del mundo es una buena noticia: es el anuncio de la segunda venida gloriosa de Jesucristo. La salvación es una resurrección; supone, por tanto, la muerte. La conversión, como buena noticia, es romper con el mundo viejo, para abrirse a la vida nueva. La conversión consiste en el juicio que el hombre hace de sí mismo, condenando a muerte su vida de pecado. Esta conversión le libra de la muerte, ofreciéndole una vida nueva y eterna. Jonás salió como nuevo de las fauces del pez: se había abierto al reconocimiento de Yahveh, Dios clemente y misericordioso. Pero vuelve a enclaustrarse en sí mismo, al cerrarse a los ninivitas. Negándose a que Dios sea el Dios de todos, Jonás se cierra a la salvación. Esta contradicción entre la fe y la vida corrompe la fe. Jonás sabe que el ser y el actuar de Dios es la misericordia. Confiesa que ni el poder, ni la justicia constituyen la última palabra sobre
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Dios, sino solamente la misericordia y su bondad, manifestada en el perdón. Pero esta bondad de Dios, confesada, le escandaliza, le hace huir lejos de Dios, enojarse con Dios, cuando la pone en práctica con los ninivitas. Jonás no puede aceptar que el Dios del cielo, que ha hecho el mar y la tierra, muestre lo que es más allá de las fronteras de Israel y, mucho menos, con los enemigos de Israel. El amor al enemigo es el escándalo de los sabios y de los piadosos. Este es el corazón del Evangelio, que Cristo anuncia como revelación última de Dios y que muestra visiblemente en la cruz, entregando su vida por los pecadores. Esta es la fe de nuestro padre Abraham subiendo al monte a sacrificar a su hijo Isaac. Es la fe a la que llega Job a través de la tormenta del sufrimiento. Es la fe que actúa en la caridad. Dios es Dios y el creyente en él está siempre abierto a lo imprevisible, a ir donde El le lleve. Es la fe que se hace itinerante, perdiendo la vida por el anuncio del Evangelio hasta el último rincón de la tierra. El verdadero creyente, seducido por la palabra de Dios, nunca está instalado. Dios vive siempre en pascua, pasando, arrancando al hombre de su casa, de su patria, sacándolo de sí mismo. El creyente está siempre en camino tras las huellas invisibles que Dios deja en las aguas (Sal 77,20). Dios le modela a golpes de cincel, que arranca del corazón todo ídolo, toda imagen falsa de Dios. Dios, con todo creyente, realiza la obra cumplida en Job, para llevarle al cara a cara con él: “Yo te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos” (Jb 42,5). Se trata de desnudar al hombre de todas las hojas de árbol con que trata de cubrir la desnudez, la vaciedad de su idolatría. La fe, en su simplicidad, es reconocer que Dios es Dios, que “sus pensamientos no son nuestros pensamientos, que sus caminos no son nuestros caminos” (Is 55,8). Creer en Dios es caminar detrás de él “renunciando a la propia vida” (Lc 14,26). Encerrarse en sí mismo, pretendiendo encerrar consigo a Dios, es perder a Dios y perderse a sí mismo: “Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Jonás, cerrándose en sí mismo, aferrándose a sus proyectos, se aboca constantemente a la muerte. Por cuatro veces la invoca en el breve espacio del libro. En medio de la tempestad, arrancado del sueño, Jonás pide que le arrojen al mar (1,12). La salvación de Nínive, contraría de tal modo sus planes que, en su irritación, se desea la muerte (4,4). Y, finalmente, la muerte del ricino colma su desesperación hasta el punto de llamar por dos veces a la muerte (4,8.9). Negándose a aceptar los planes de Dios, cuando contradicen los suyos, Jonás pierde la vida, pierde el deseo de vivir. Su vida de profeta e, incluso, de creyente pierde todo sentido. La fe auténtica unifica al creyente, le libera de toda esquizofrenia. La fe en divorcio con la vida enferma al hombre, le precipita en la depresión, en la apatía, en la muerte. Sólo el santo conoce la paz y la alegría de la vida. La fe vivida en fidelidad a Dios libera al hombre de toda doblez interior. Es lo que canta y pide el piadoso salmista: Yahveh, tú me escrutas y conoces; sabes cuándo me siento y cuándo me levanto, mi pensamiento calas desde lejos; esté yo en camino o acostado, tú lo adviertes, familiares te son todas mis sendas. Que no está aún en mi lengua la palabra, y ya tú, Yahveh, la conoces entera; me aprietas por detrás y por delante, y tienes puesta sobre mí tu mano. Ciencia es misteriosa para mí, harto alta, no puedo alcanzarla. ¿A dónde iré yo lejos de tu espíritu, a dónde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos subo, allí estás tú, si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce, tu diestra me aprehende. Aunque diga: ¡Me cubra al menos la tiniebla, y la noche sea en torno a mí un ceñidor, ni la misma tiniebla es tenebrosa para ti, y la noche es luminosa como el día. Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre; yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto,
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tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro están inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos. Mas para mí ¡qué arduos son tus pensamientos, oh, Dios, qué incontable su suma! ¡Son más, si los recuento, que la arena, y al terminar, todavía estoy contigo! Sondéame, oh Dios, mi corazón conoce, pruébame, conoce mis desvelos; para que no vaya por un camino de doblez, y llévame por el camino eterno (Sal 139).
Pablo, hebreo como Jonás, siente “una gran tristeza y un dolor incesante, por sus hermanos, los de su misma raza según la carne: los israelitas, de quienes es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; y de quienes también procede Cristo según la carne” (Rm 9,1-5). Pablo, testigo excepcional de la misericordia de Dios que salva al pecador, pues le ha salvado a él, “blasfemo, perseguidor e insolente”, no se cansa de proclamar que “Cristo vino al mundo a salvar a los pecadores, de los que él es el primero” (1Tm 1,12ss). La libertad de Dios, que usa misericordia con quien quiere, es el evangelio al que entrega su vida. Hebreo (2Co 11,22; Flp 3,5) como Jonás y enviado como Jonás a los gentiles, Pablo nos ha dejado el mejor comentario del Libro de Jonás: ¿Qué diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo! Pues dice él a Moisés: Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra. Así pues, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere. Pero me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: por qué me hiciste así? O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables? Pues bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de antemano había preparado para gloria: con nosotros, que hemos sido llamados no sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles... Como dice también en Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo: y amada mía a la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No sois mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo. Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo. Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra. Y como predijo Isaías: Si el Señor de los ejércitos no nos dejara una descendencia, como Sodoma hubiéramos venido a ser, y semejantes a Gomorra. ¿Qué diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han hallado la justicia -la justicia de la fe- mientras Israel, buscando una ley de justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe sino en las obras. Tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la Escritura: He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo; mas el que crea en él, no será confundido. Hermanos, el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven. Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente. En efecto, Moisés escribe acerca de la justicia que nace de la ley: Quien la cumpla, vivirá por ella. Mas la justicia que viene de la fe dice así: No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo?, es decir: para hacer bajar a Cristo; o bien: ¿quién bajará al abismo?, es decir: para hacer subir a Cristo de entre los muertos. Entonces, ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos. Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó
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de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: Todo el que crea en él no será confundido. Que no hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan. Pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian la paz! Pero no todos obedecieron a la Buena Nueva. Isaías dice: ¡Señor!, ¿quién ha creído a nuestra predicación? Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo. Y pregunto yo: ¿Es que no han oído? ¡Cierto que sí! Por toda la tierra se ha difundido su voz y hasta los confines de la tierra sus palabras. Pero pregunto: ¿Es que Israel no comprendió? Moisés es el primero en decir: Os volveré celosos de una que no es nación; contra una nación estúpida os enfureceré. Isaías, a su vez, se atreve a decir: Fui hallado de quienes no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mi. Mas a Israel dice: Todo el día extendí mis manos hacia un pueblo incrédulo y rebelde. Y pregunto yo: ¿Es que ha rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo! ¡Que también yo soy israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín! Dios no ha rechazado a su pueblo, en quien de antemano puso sus ojos. ¿O es que ignoráis lo que dice la Escritura acerca de Elías, cómo se queja ante Dios contra Israel? ¡Señor!, han dado muerte a tus profetas; han derribado tus altares; y he quedado yo solo y acechan contra mi vida. Y ¿qué le responde el oráculo divino? Me he reservado 7.000 hombres que no han doblado la rodilla ante Baal. Pues bien, del mismo modo, también en el tiempo presente subsiste un resto elegido por gracia. Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia no sería ya gracia. Entonces, ¿qué? Que Israel no consiguió lo que buscaba; mientras lo consiguieron los elegidos. Los demás se endurecieron, como dice la Escritura: Les dio Dios un espíritu de embotamiento: ojos para no ver y oídos para no oír, hasta el día de hoy. David también dice: Conviértase su mesa en trampa y lazo, en piedra de tropiezo y justo pago, oscurézcanse sus ojos para no ver; agobia sus espaldas sin cesar. Y pregunto yo: ¿Es que han tropezado para quedar caídos? ¡De ningún modo! Sino que su caída ha traído la salvación a los gentiles, para llenarlos de celos. Y, si su caída ha sido una riqueza para el mundo, y su mengua, riqueza para los gentiles ¡qué no será su plenitud! Os digo, pues, a vosotros, los gentiles: Por ser yo verdaderamente apóstol de los gentiles, hago honor a mi ministerio, pero es con la esperanza de despertar celos en los de mi raza y salvar a alguno de ellos. Porque si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos? Y si las primicias son santas, también la masa; y si la raíz es santa también las ramas. Que si algunas ramas fueron desgajadas, mientras tú -olivo silvestre- fuiste injertado entre ellas, hecho participe con ellas de la raíz y de la savia del olivo, no te engrías contra las ramas. Y si te engríes, sábete que no eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz que te sostiene. Pero dirás: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado. ¡Muy bien! Por su incredulidad fueron desgajadas, mientras tú, por la fe te mantienes. ¡No te engrías!; más bien, teme. Que si Dios no perdonó a las ramas naturales, no sea que tampoco a ti te perdone. Así pues, considera la bondad y la severidad de Dios: severidad con los que cayeron, bondad contigo, si es que te mantienes en la bondad; que si no, también tú serás desgajado. En cuanto a ellos, si no se obstinan en la incredulidad, serán injertados; que poderoso es Dios para injertarlos de nuevo. Porque si tú fuiste cortado del olivo silvestre que eras por naturaleza, para ser injertado contra tu natural en un olivo cultivado, ¡con cuánta más razón ellos, según su naturaleza, serán injertados en su propio olivo! Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el
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endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles, y así, todo Israel será salvo, como dice la Escritura: Vendrá de Sión el Libertador; alejará de Jacob las impiedades. Y esta será mi Alianza con ellos, cuando haya borrado sus pecados. En cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien; pero en cuanto a la elección amados en atención a sus padres. Que los dones y la vocación de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros fuisteis en otro tiempo rebeldes contra Dios, mas al presente habéis conseguido misericordia a causa de su rebeldía, así también, ellos al presente se han rebelado con ocasión de la misericordia otorgada a vosotros, a fin de que también ellos consigan ahora misericordia. Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia. ¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! (Rm 9,14-11,33).
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17. EL LIBRO DE JONAS El libro de Jonás se escribe en el siglo V o IV. Ya no existe el reino de Judá. Es sólo una minúscula provincia del imperio persa, aunque tiene su constitución propia: la Torá. El templo de Jerusalén se ha levantado de sus ruinas. Replegada en sí misma, preocupada por la pureza de sangre, la pequeña comunidad vive bajo la dirección de los sacerdotes y los escribas. Sus horizontes son muy estrechos. Vive la obsesión por el pecado y el odio del paganismo. La obsesión por el pecado que, según los profetas, provocó la destrucción del templo, el final de la monarquía davídica y el exilio, les lleva a multiplicar las liturgias penitenciales. El odio a las naciones, que han sido el instrumento del castigo de Dios, les lleva a encerrarse en el más estricto nacionalismo religioso. Una lectura alegórica ha hecho de Nínive el símbolo del mundo pagano y a Jonás el símbolo de Israel, que se niega a cumplir su misión con los paganos. Por eso a Israel lo devora la catástrofe del exilio, figurada en el gran pez, símbolo de Babilonia. Después del exilio se le renueva la misma misión. El enojo de Jonás es el del pueblo de Dios, que no acepta el perdón de los paganos y se cierra a ellos como Nehemías, Esdras, Joel y Abdías. Su ardiente fe y la necesidad de proteger a la comunidad que renace de las cenizas del exilio explican la intransigencia de sus reformas y el particularismo que imponen al pueblo restaurado. El Sirácida cantará el elogio de Nehemías: “que nos levantó las murallas en ruinas” (Si 49,13). La comunidad de Israel, replegada sobre sí misma, se reconstruye en silencio y adquiere hondura espiritual. Pero Dios les prepara, no para que le encierren en sus fronteras, sino para mostrarse como el Dios salvador de todos los pueblos. Sin embargo, de momento, el Dios de los patriarcas y de los profetas queda acaparado en provecho propio. La elección no es vista ya como un servicio, sino como un privilegio. Han expulsado a las mujeres extranjeras, descartado a los samaritanos, condenando a las naciones a la destrucción. No hay santidad más que en Jerusalén. El Dios de los profetas, que desea la salvación de todos los pueblos, es visto únicamente como el Dios de su nación, encerrada dentro de sus estrechas fronteras. No quieren ver más allá de los límites de su santuario, de su ciudad y de su país. Jonás es la expresión de esta comunidad, que Dios quiere abrir a la misión. El Dios, que llama a Jonás, que le cierra el camino de la huida, que le lleva a Nínive y le habla al corazón ante sus protestas, es el Dios que quiere la salvación de los paganos. Y Jonás, es decir, Israel tiene una misión: ser instrumento de salvación para todos los pueblos. Jonás sabe que esta es la intención de Dios al enviarle a Nínive (4,2). Pero a Jonás no le interesa la salvación de los ninivitas. Es más, la rechaza y se enoja ante ella. A sus ojos, los ninivitas son impuros. Apenas recorre un día sus calles y se aleja de la ciudad, aunque el sol le achicharre y esté a punto de desvanecerse. Y, sin embargo, el retrato de los paganos, que nos ofrece el libro, es todo lo contrario. Los paganos resultan más religiosos que Jonás. Los marineros oran a Dios, reconocen su mano en los acontecimientos, se horrorizan ante la desobediencia de Jonás, aunque respetan su vida. Se convierten, finalmente, al Dios de Israel hasta el punto de ofrecerle un sacrificio. Y esta misma reacción se repite en Nínive. Los ninivitas acogen la Palabra de Dios y cambian de vida. Hasta el mar, el pez, el viento, el sol y el ricino se muestran más dóciles que Jonás a las órdenes de Dios. Entre todos los seres de la creación, sólo Jonás, el hebreo, se muestra insensible al Dios que confiesa con orgullo ser su Dios. Jonás vive el drama de la crisis de fe. No es ni santo ni ateo. Es un hebreo enfrentado con Dios. No duda de la existencia de Dios. Esto ni le pasa por la mente. Espontáneamente confiesa que “cree en Yahveh, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra” (1,9). Lo que Jonás no acepta es el actuar de Dios en la historia.
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Ahí es dónde entra en crisis su fe. El Dios, lento a la cólera, rico en bondad y misericordia, que perdona por mil generaciones, le está bien para él, pero no acepta que sea así para los demás, para sus enemigos, para los ninivitas, para los pecadores. Como Jonás, Israel a la vuelta del exilio, consciente de su elección divina y deseoso de mantenerse fiel a la ley de la alianza, se encierra en sí mismo, rompiendo todo lazo con los otros pueblos que le han oprimido, Dios parece burlarse de Israel. Ezequiel, en sus oráculos contra las naciones, ha anunciado su fin. Su destrucción será el triunfo definitivo del pueblo elegido. Esdras, después del retorno del exilio, ha decretado la expulsión de todas las mujeres de otros pueblos, con las que los israelitas se habían casado. Y Dios, que ha inspirado a Ezequiel y bendecido la actuación de Esdras, el gran escriba restaurador de Israel, ahora inspira el delicioso libro de Ruth, que exalta a una mujer extrajera, que ha elegido como su Dios al Dios de Israel y que se convertirá en raíz de la que brotará el mismo Mesías, la esperanza de Israel. Y Dios inspira igualmente el libro de Jonás, que busca romper las fronteras de Israel, llevando la salvación a las naciones, incluso a Nínive, expresión máxima del extranjero y enemigo de Israel. El libro de Jonás, no sólo condena el nacionalismo, sino que denuncia la falsa fe de quienes quieren apropiarse de Dios. Estamos ya a un paso del Nuevo Testamento. Dios no es solamente Dios de Israel, es también Dios de los paganos, porque no hay más que un solo Dios. Pablo se lo dice a los judíos de Roma: Pero si tú, que te dices judío y descansas en la ley; que te glorías en Dios; que conoces su voluntad; que disciernes lo mejor, amaestrado por la ley, y te jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en tinieblas, educador de ignorantes, maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad... pues bien, tú que instruyes a los otros ¡a ti mismo no te instruyes! (Rm 2,14-21).
El libro de Jonás desarrolla su argumento en cinco escenas, vividas en varios escenarios. En la primera, Yahveh ordena a Jonás que vaya a Nínive, pero Jonás se apresura a embarcarse hacia Tarsis; en la segunda, una gran tempestad se levanta en el mar y los tripulantes de la nave en que va Jonás conocen, por la confesión de éste, a Yahveh; en la tercera, Yahveh dispone que un pez se trague a Jonás, que canta en su vientre un himno de acción de gracias y que al cabo de tres días es depositado en una playa; en la cuarta, Jonás se dirige a Nínive, que por la llamada del profeta se convierte y se salva; en la quinta, Jonás se irrita por lo sucedido, hasta desear su propia muerte, mientras que Yahveh trata de hacerle comprender su compasión por los ninivitas. Las cinco escenas están organizadas en un prólogo y un cuerpo con dos partes. El prólogo coincide con la escena primera (1,1-3). En él se da el nombre del lugar en que debía desarrollarse la acción; pero la reacción inesperada de Jonás nos lleva a otro lugar. Con ello se desencadena un conflicto que exige una solución. Si el mensajero con su huida se niega a llevar la palabra a su destino, ¿qué podrá suceder? ¿Quedará, tal vez, incumplida la orden de Yahveh? Las dos partes simétricas del cuerpo se componen de dos escenas cada una, ligadas íntimamente entre sí. En cada una de las dos partes se relata un encuentro entre Jonás y un grupo de extraños, primero los tripulantes de la nave (1,4-16) y luego los ninivitas (3). Después de cada encuentro se produce un remanso en el que lo acontecido lleva al diálogo entre Jonás y Yahveh; el primero tiene lugar en el vientre del pez (2) y el segundo fuera de Nínive (4). Así es como evoluciona y termina el conflicto planteado en el prólogo. La primera parte, entrando en más detalles, se desarrolla en el terreno que elige Jonás: 113
el mar que conduce a Tarsis. Los personajes son los tripulantes de la nave y Jonás que viaja con ellos. La tempestad que estalla en el mar hace entrar en escena a otro personaje. Las declaraciones de Jonás propician que los marineros conozcan a Yahveh. Arrojado al mar y en el vientre del pez, Jonás agradece a Yahveh la prodigiosa liberación. Yahveh entra, se dice, en el terreno de la muerte y arranca de allí una vida. Es una liberación particular. En la segunda parte, la acción se traslada a Nínive, el terreno elegido por Yahveh. Jonás va finalmente a la ciudad que desde el principio había querido evitar. Los protagonistas son ahora los pervertidos ninivitas y Jonás que los llama a conversión. La llamada produce efecto: Nínive se convierte y obtiene el perdón. Jonás se retira a las afueras, y allí tiene lugar su ultimo encuentro con Yahveh. Su tema es la ira de Jonás por la conversión de los ninivitas y por la misericordia de Yahveh. Otra vez entra Yahveh en los dominios del mal y de la muerte, en el caos moral de Nínive, esta vez para salvación de toda una ciudad. Al fin nos falta saber si Jonás, que había agradecido su propia salvación, acaba aceptando también la de los otros. La subordinación de la primera parte a la segunda se ve ya desde el prólogo. Si Jonás debe ir a Nínive, su huida no va a ser sino un compás de espera. Pero la huida da lugar a que los marineros conozcan a Yahveh y experimenten su poder. Ese es el preludio de lo que pasará después con Nínive. El papel de Jonás se revela como de testigo de Yahveh, aunque sea testigo contra su voluntad; en Nínive será, además, un testigo irritado. En cada una de los partes se nota una subordinación del acontecimiento, el de los marineros y el de los ninivitas, a lo que luego es encuentro a solas entre el profeta y Yahveh. Es decir, la escena segunda se orienta a la tercera, y la cuarta a la quinta. Esto permite sacar la conclusión de que lo primero en la atención del autor, no es si los marineros conocen a Yahveh o si los ninivitas se convierten, sino lo que hará el propio Jonás. Este debería aplacar la ira, que le hace replegarse en sí mismo, y abrirse a la aceptación de los demás. El acento del prólogo no recae, pues, en Nínive, sino en si Jonás irá o no a la ciudad. Los acontecimientos conducen a Jonás a cumplir su misión, aunque sea en desacuerdo con el punto de vista de Yahveh. Jonás se rebela contra su misión, pero acaba cumpliéndola. La historia se acaba con misiones cumplidas, pero sin saber si el hombre Jonás termina de acuerdo con todo lo acontecido. El interrogante de Dios espera la respuesta de los oyentes. Cada uno de los cuatro capítulos se corresponde con uno de los cuatro elementos de la física antigua: aire, agua, tierra y fuego. Al final de cada capítulo se introduce el elemento que dominará el capítulo siguiente. En el primer capítulo, Dios lanza un fuerte viento sobre el mar, provocando una tempestad de aire que levanta olas y marejadas. Aunque la acción se desarrolla en el mar, el elemento dominante es el viento. Este sólo se calma cuando Jonás es arrojado al mar, con lo que se abre el segundo capítulo, en el que todos los hechos ocurren en el agua. Pero ya, al elevar Jonás su oración desde el vientre del pez, alude a las raíces de los montes y a la tierra, sobre la que será arrojado. La tierra es el tercer elemento, en el que se desenvuelve el tercer capítulo. Jonás aparece en la orilla del mar, llega a Nínive y atraviesa la gran ciudad. El edicto del rey de Nínive se concluye con la invitación al arrepentimiento para apagar el fuego de la ira de Dios, abriendo el paso al cuarto capítulo. Al comienzo de este último capítulo es Jonás quien se encoleriza por dos veces, dolido por que Dios no ha destruido la ciudad como él ha anunciado. Dios le pregunta a Jonás si es justo comportarse así. Pero Jonás reacciona airándose aún más, “hasta morir” a causa del ricino secado, haciendo aún más insoportable la aceptación del calor del sol y del viento sofocante.
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Fuego y viento unen el final con el principio. Se puede comenzar de nuevo la lectura, pues el perdón de Dios se repite una y otra vez, venciendo las continuas faltas del hombre, que arrepentido se vuelve a él. Nunca se cansa de perdonar. En el perdón se muestra como Dios. San Ambrosio, comentando la creación del hombre, dice: Gracias, pues, a Dios Nuestro Señor que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y tampoco ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía perdonar los pecados (Ambrosio, Hex. 6,10, 76; CSEL 32, 1, 261; Citado en Dies Domini, n.61).
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