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August 27, 2017 | Author: solitude49 | Category: Image, Portrait, Writing, Symbols, Analogy
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Michel Melot

Una breve historia de la imagen

Traducido del francés por JORGE MÁRQUEZ VALDERRAMA para asignaturas de pregrado y posgrado de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas Universidad Nacional de Colombia Medellín, 2009

Del original: Michel Melot, Une brève Histoire de l’Image, Paris, L’œil 9, 2007, 150 pp.

Correcciones: Victoria Estrada O. y Víctor García G.

Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2009.

Contenido El instrumento de la ciencia 33

Imagen y poder (prefacio del traductor) 3

VI. El milagro de la reproducción 35

I. Del sueño a la pantalla 5

El ascenso de un arte menor 35 El mercado de la reproducción 36 La democracia de los gustos y de los colores 37 La teoría del reflejo 38 Propaganda, instrucción, información 38 El tiempo de la prensa y de las actualidades 39

El modelo y su doble 5 La desemejanza 6 El acceso y el obstáculo 6 Ser en representación 7 Proyección mental 8 El indispensable código 9 El marco o la realidad circunscrita 9

II. De las grutas a los templos 11 Abstracciones y figuritas 11 El verbo, el espacio y el gesto 12 Bajo la escritura, la imagen 13 El código y la analogía 13 Imagen real, mundo virtual 14 Ecce homo 15

VII. Fotografía: ¿la adherencia a lo real? 41 Mientras llega la foto 41 La daguerromanía 42 Los últimos resplandores del grabado 43 El milagro de la trama 44 Treinta ejemplares y nada más 45

III. De los ídolos a los iconos 17 Iconoclastas contra iconodulos 17 La Iglesia como representación 18 Las imágenes no caen del cielo 19 Dioses, hombres e imágenes 20 La excepción científica 21

VIII. Del teatro de sombras al magnetoscopio 47 La retórica del movimiento 48 Bastardo del libro y de la imagen: el cómic 49 Agua y televisión en todos los pisos 50

IV. De las reliquias a los cuadros 23 Deslizamientos progresivos hacia el realismo 23 El primer cuadro 24 Del culto a la cultura 25 Del tesoro al museo 25 La moneda, imagen del valor 26 La cuestión del original 27

IX. Bienvenidos a la videosfera 53 La parte de lo real 53 Los iconos modernos 54 Pixel Power 54 A la velocidad de la luz 55 El juego con la imagen 56 La búsqueda de la imagen total 56 El reconocimiento de las formas 57 Y la carne se volvió pantalla 58 Una breve bibliografía 59

V. De la impronta a la página 29 En el riesgo del libro 29 La reducción al código 30 Todo lo no dicho del mundo 31 El universo modelizado 32 Dibujos y diseños 33

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Imagen y poder Michel Melot, quien, entre otras funciones, ha desempeñado la de director del Departamento de Estampas y Fotografías de la Biblioteca Nacional (en esa época, todavía no se llamaba “de Francia”), la de director de la Biblioteca Pública de Información del Centro Pompidou, la de presidente del Consejo Superior de Bibliotecas, es el autor de numerosas obras: Daumier, l'art et la république (2008), Livre (2006), La Sagesse du Bibliothécaire (2004), L’Illustration, histoire d’un art (2001), L'estampe impressionniste (2001), L’Image dans les bibliothèques (1995), por mencionar sólo algunas. En su trabajo y en su vida, ha demostrado siempre una gran pasión por el estudio de la imagen, su devenir y su poder. La editorial L’œil neuf publica desde 2007 una colección, “Brève histoire”, en la cual cada número es encargado a un experto para que despliegue un problema contemporáneo en sólo nueve capítulos breves y de manera original. Esta limitación trajo, para este librito de Michel Melot, a la vez ventajas e inconvenientes. Los últimos pueden ser: el libro no se imprimió con imágenes (aunque, curiosamente, todas las citadas están en Internet); el autor no puede ahondar en explicaciones eruditas y en citas de los grandes maestros como Erwin Panofsky, Gilbert Durand, Gaston Bachelard, Mircea Eliade, Ernst Gombrich, entre otros; plantea provocaciones y evocaciones cuya discusión no puede ampliar. Sin embargo, las ventajas se imponen, porque el autor nos lleva a una exploración de pura reflexión, y no a una historia anecdótica de corte tradicional, como es usual. Logra presentarnos una mirada panorámica de más de veinte siglos de transformaciones en las formas del ver, a partir de problemas, en cuyo planteamiento cobran sentido muchos acontecimientos e incluso anécdotas. Pero Melot plantea también el problema de la continuidad histórica de las formas del ver y del mostrar en el devenir de la especie humana. Su ambicioso relato se ve pautado por las numerosas discontinuidades, tan inquietantes, de la historia de la imagen en Occidente... Aunque, para combatir las formas comunes del ver, se ayuda con vivos contrastes entre la imagen occidental y las de otras culturas. No se trata de un relato cronológico de la invasión progresiva de las sociedades modernas por la imagen y, sin embargo, los problemas técnicos, sociales, económicos, políticos, en fin, culturales, de esta invasión sirven de hilo conductor al flanneur Melot, quien nos guía desde la profundidad espeleológica de las imágenes paleolíticas a la avalancha surfista de la imagen digital y la cibercultura. Para hacer una breve historia de la imagen, quizás el autor no podía dejarse llevar por sus escogencias personales de imágenes y de artistas. Y no se ve que lo guíe la predicada educación de la mirada, del gusto y del espíritu de los esteticistas. Se trata del problema de la imagen a secas y no de la imagen artística. Por eso a Melot le interesan en el mismo nivel, sin jerarquías, las planchas de Vesalio, las pinturas de Altamira y Lascaux, las estampas de moda en la época de los salones, las fotografías de niños muertos del siglo XIX, los dibujos manga y los cómics, las imágenes televisadas, los emoticones, el cine y los dibujos animados, los iconos medievales y los afiches de dictadores, y todo tipo de imagen. Porque su objetivo es subrayar los lugares comunes de nuestras formas de concebir y percibir la imagen para interrogar por qué es el artefacto más problemático, el más vilipendiado y el más amado; reprimido durante largos siglos y codiciado y traficado hoy más que nunca. Jorge Márquez, Medellín, 30 de junio de 2009.

Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2009.

I. Del sueño a la pantalla ¿De qué manera esa sola palabra, imagen, puede recubrir tantas maravillas? Evoca por sí misma la magia. Otras lenguas diferentes al francés tienen varias palabras para decir qué es la imagen. El inglés distingue image, que la designa como representación, real o imaginaria, comprendida ahí la imagen de marca, la que se da de sí mismo; y picture, que se relaciona más bien con sus formas materiales: el cuadro, el cliché, la película. Un poco como el texto se distingue de la escritura y la palabra de la voz. La ausencia de esta distinción en francés está en el origen de muchas confusiones y marca la ignominia en la cual nuestras culturas han abandonado a la imagen. Dos grandes familias provienen del indoeuropeo: la que está formada a partir del radical weid y la formada a partir del radical weik. La primera, eidos en griego, de ahí viene la palabra idea, que ha dado ídolo y video (voir en latín). La segunda, a través del griego eikon, dio icono, que designa la imagen material (como picture en inglés). Esas distinciones no son despreciables. Ha habido debates durante siglos para distinguir los iconos de los ídolos. Un tercer linaje fue formado a partir del radical spek, cuya descendencia es numerosa: espectáculo, especular, espectro, espía, e incluso especia que pasó, después de un curioso desvío, por la palabra especie, es decir, lo que es especial o especioso, que tiene que ver con el aspecto. La idea contenida en spek es más bien la del acto de la mirada, o sea de la especificación, del espejo (speculum). Para hablar de la observación, el griego conocía las palabras formadas a partir skep (escéptico) y las formadas a partir de su primo skop, de ahí nos vinieron los múltiples -scopios e incluso los obispos, por intermediario de episcopal, quien vigila. Otro linaje se formó en torno a phainein (aparecer), phainomena y phantasmata, que señala la apariencia y la ilusión, y que ha engendrado los fenómenos, fantasmas, fantoches y otros seres fantásticos. He ahí muchas imágenes que no se deben meter en el mismo saco, antes de comenzar a hacer su historia. Todavía no nos hemos encontrado con la palabra imagen, del latín imago que designa la efigie, la estatua a menudo funeraria, pero también la apariencia y el sueño. Imago comparte el radical im, cuyo origen se ignora, con la palabra imitatio, esta misma sin duda emparentada con el griego mimesis, que designa el arte del actor. A su vez la mimesis posee un doble sentido: a veces el de expresar una emoción interior, profunda, indecible mediante el lenguaje, a veces el de reproducir mecánicamente un modelo, como hacen nuestros imitadores. ¿Expresar o reproducir? He ahí la pregunta. La que teje la historia de la imagen y forma todo su misterio. Y más allá de la pregunta por la imagen, plantea la de saber si uno puede expresarse sin aprender a hacerlo, es decir sin imitar. La magia no tiene nada que ver en todo eso, pues la palabra proviene del nombre de los sacerdotes, magos, en antiguo persa. El modelo y su doble Una primera confusión se produce inmediatamente, si se define la imagen como una imitación, lo que nos conduce naturalmente a ver una imagen en toda semejanza. La imagen no es la semejanza. Dos objetos idénticos no son necesariamente la imagen uno del otro, incluso si se parecen, y San Agustín resumía bien esa paradoja al decir: un huevo no es la imagen de otro huevo. Ese problema estuvo en el corazón de la doctrina cristiana que enseña que Dios creó al hombre a su imagen, aunque no se le parece.

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Entonces ¿de qué naturaleza es el lazo que funda esa imagen? Sólo podría tratarse de un lazo de parentesco y no de similitud. La imagen procede entonces de un modelo que la genera, sin que por tanto se le parezca. La imagen no es una cosa, sino una relación. Ella es siempre imagen de algo o de alguien, de lo que no es, por tanto, la copia. De ahí se sigue que la imagen de una imagen es otra imagen y esa especie de fisión tiene una importancia particular en nuestro mundo, donde la mayoría de las imágenes son reproducciones de imágenes anteriores, cada una con su existencia, su anatomía, sus propietarios y sus autores, quienes reivindican para cada uno sus derechos. El carácter generativo de la imagen plantea a nuestras sociedades mercantiles la cuestión de su propiedad. Puesto que toda imagen es el doble de un modelo: ¿Quién es propietario de qué? ¿De la imagen o del modelo representado? ¿De la imagen como obra del pensamiento o de su soporte material? Además, el propietario del modelo puede reivindicar derechos de propiedad sobre la imagen de su bien, tanto más si se trata de su propia persona. Hoy, cuando las imágenes son prolíficas y se engendran con tanta facilidad unas a otras, los tribunales están atascados de casos de ese tipo. Una imagen nunca es un objeto solitario, ella es (y eso es lo que la vuelve tan fascinante para nosotros) la marca de nuestra calidad de seres incompletos.

La desemejanza A veces, es la desemejanza con respecto al modelo, lo que caracteriza a ciertas imágenes. Es el caso de las caricaturas, donde la deformación de los rasgos vuelve al retrato todavía más semejante, pero ¿semejante a qué? No a las formas visuales del modelo, sino a sus rasgos morales o imaginarios, que se quiere hacer aparecer tras la máscara de la realidad. La imagen que tenemos en la cabeza y que constituye el mundo de lo imaginario no es semejante a lo real. Lo saben bien los sicólogos y los cirujanos estéticos, quienes constatan que sus pacientes tienen de si mismos una imagen completamente diferente de la que perciben los otros. Toda imagen, incluso la más realista, tiene su parte de imaginario, la que le da su autor, pero también la que le otorga cada uno de sus espectadores. Otro caso de desemejanza es el de los iconos religiosos, cuya forma jerárquica y estereotipada es un caso de desemejanza con el dios o con el santo representado, cuya imagen debe permanecer a distancia. Los monoteísmos, para desviar toda pretensión humana a creerse semejante a Dios, prohibieron las representaciones de Dios bajo forma de imágenes: Él sólo puede ser designado por su nombre, incluso las letras de ese nombre no deben ser escritas o pronunciadas sin precauciones. Por temor a que se vuelvan ídolos, las imágenes de los santos deben permanecer como iconos, es decir objetos hechos por la mano del hombre, venerables, pero nunca objetos de adoración, soportes del culto al santo representado, pero no objetos de culto en sí mismos. Debe ser respetada una distancia entre la imagen y toda apariencia del modelo. La desemejanza se vuelve regla, se le encarga la misión de representar lo lejano de un modelo irreductible que sólo es conocido por el corazón y por el espíritu. El acceso y el obstáculo Más allá del debate religioso, el asunto de la naturaleza intermediaria de la imagen se plantea en todo momento. Ante las imágenes de violencia, de las cuales uno sólo puede protegerse tomando conciencia de que son imágenes, más vale acordarse de que su realidad, su papel espectacular, son muy diferentes de la cosa que ellas solamente

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representan. El espíritu desprevenido confunde la imagen con su modelo. Todos somos como esa persona que se vestía por la noche para recibir en su televisión al presentador del noticiero de las 8. Los monos y los niños tienen espontáneamente la idea de mirar detrás del espejo donde se oculta el modelo de la imagen. La imagen es entonces a la vez acceso a una realidad ausente, que ella evoca simbólicamente, y obstáculo a esa realidad. Doble sentido de la palabra pantalla: transparencia y opacidad. El célebre Mito de la caverna de Platón comporta esta teoría de la imagen: el hombre sólo podría tener acceso al mundo de las ideas mediante las sombras que este último proyecta en la caverna, que es el mundo de las realidades donde estamos encerrados. Los cristianos, a quienes ese mito convenía bien, llamaban anagogia a esa imagen que nos deja entrever las realidades superiores, pero que nunca llega allí. Toda imagen está siempre a mitad de camino entre el modelo imaginario y la realidad. Confundir la imagen con su modelo es el principio de la hechicería. Funciona cuando se quema una efigie, cuando se desbarata una estatua o cuando se rasga una foto. Las representaciones bajo formas de amuletos o de talismanes no están necesariamente fundadas sobre la semejanza. No por eso dejan de jugar un papel de sustitutos de su modelo. Sin embargo, no se afirmará que todas las formas de objetos de sustitución son imágenes. No todos los signos son imágenes. Si se extiende más allá de la semejanza, sin que necesariamente se englobe a todos los tipos de objetos simbólicos, ¿entonces hasta dónde llega el dominio de las imágenes? Ser en representación Hoy nadie puede aportar una definición de imagen que haga autoridad. El lógico Charles S. Pierce (1839-1914) tuvo cierto éxito cuando distinguió tres categorías de signos: 1. Los iconos, objetos distintos del objeto que designan, pero que tienen con él un lazo sensible (siendo el principal la semejanza, pero no el único), categoría en la cual se encuentran las imágenes, las metáforas literarias, los mapas, los diagramas etc. 2. Los indicios que tienen algo en común con lo que representan, como los signos meteorológicos, los síntomas médicos, las huellas de pasos, etc. 3. Los símbolos, que sólo están ligados a lo que designan por pura convención como el alfabeto o los signos matemáticos. Si se confronta esta tipología con nuestras realidades nuevas, se obscurece por todas partes. La imagen ha cobrado un sentido amplio y se la encuentra por doquier. En cuanto a los indicios, es difícil excluir del mundo de las imágenes las improntas, las sombras y los reflejos; mientras que de los símbolos es difícil excluir las imágenes un poco codificadas: emblemas e insignias, logos o blasones, ideogramas... Las fronteras de Pierce son porosas. A menudo, la imagen es definida, en última instancia, como una representación. La palabra es rica, pues ella se adapta a numerosas situaciones. Contiene la palabra presente: la representación vuelve presente un objeto ausente. Él toma su lugar. Lo que hace decir a Régis Debray, en Vida y muerte de la imagen, que la imagen tiene que ver ante todo con la muerte, pues es cierto que las diferentes denominaciones de la imagen, ya sea la imago latina o el eidolon griego, han sido efigies funerarias, como a menudo lo son las fotos de familia. Representar a los muertos es, sin duda, la función más universal de las imágenes. Después de su muerte, hubo festejos durante once días al lado de la efigie de Francisco 1°. Estatuas y estelas prolongan ese recuerdo. 6

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Representar es volver presente lo ausente. La palabra representación es un intensivo. Puede tomar el lugar de una ausencia y al mismo tiempo ponerla en exhibición, como en las representaciones políticas, comerciales y diplomáticas. Representar también tiene el sentido de representar a modo de prueba (representar sus papeles), o presentar varias veces (representación teatral). Mostrarse en representación no significa estar ausente, sino aparecer con ostentación y también se dice hacer sus representaciones (o manifestaciones públicas). La imagen es, en ese sentido, representación. Proyección mental También es difícil decir de dónde toma la imagen su fuente. La Enciclopedia de Diderot define primero la imagen como “la pintura natural y muy semejante que se hace de los objetos, cuando ellos se oponen a una superficie bien pulida. Véase MIROIR (espejo)”. Es sólo en este sentido segundo que “imagen se dice de las representaciones artificiales que hacen los hombres, sea en pintura o en escultura; la palabra imagen, en un sentido, está consagrada a las cosas santas o miradas como tales”. Se ven en el espejo o, como Narciso, en el reflejo del agua, imágenes naturales. Nuestro cerebro produce constantemente imágenes mentales que se organizan entre ellas. Las imágenes fabricadas por el hombre sólo son entonces una pequeña parte del mundo de las imágenes y, sin duda, no son más que derivaciones de él. La imagen mental, captada por el ojo y almacenada en el cerebro, no es inmaterial. Ella es, según Jean-Pierre Changeux, “un estado físico creado por la entrada en actividad eléctrica y química, correlacionada y transitoria, de una amplia población de neuronas”, lo que traduce complejidad, pero también la fugacidad del fenómeno ligado a la memoria. Esa imagen mental, espontánea, que tomará en el sueño una inquietante autonomía, no se confunde con la idea abstracta, el concepto, como lo mostraba ya Descartes: “Que si quiero pensar un quiliogono, concibo bien en la verdad que se trata de una figura compuesta de mil lados... pero no puedo imaginar los mil lados de un quiliogono, como lo hago si se trata de un triángulo ni, por decirlo así, mirarlos como presentes con la visión de mi espíritu.” La imagen mental, como toda imagen, tiene su propio soporte y su identidad. Tampoco se confunde con la imagen percibida, como lo muestran los sueños, las alucinaciones y las visiones. La doctrina católica, para validar las apariciones milagrosas, debe establecer una jerarquía compleja de los grados de autenticidad, que va desde la simple ensoñación, del fantasma más o menos controlado, hasta ciertos éxtasis que parecen venir del cielo: además es necesario establecer entonces que esas visiones místicas no son estados alucinógenos provocados por emociones fuertes, trances, incluso drogas. Pueden tomar diferentes formas, puramente visuales y fantasmagóricas o realmente carnales, que son las verdaderas apariciones. A priori, todo opone esas imágenes virtuales a los pictures, objetos fabricados por el hombre. Sin embargo, nunca se podrá establecer una separación entre ellas, pues antes de fijarse sobre un soporte autónomo, la imagen es proyección del pensamiento que pone en relación modelos memorizados. Entre la alucinación del narcómano y ciertas imágenes conscientemente construidas, no se puede establecer frontera: las experiencias de los surrealistas o los dibujos de Henri Michaux lo han mostrado. Cuando Victor Hugo, antes que ellos, practicaba por diversión el dibujo automático, cuando un pintor de la action painting, como Jackson Pollock, o un calígrafo chino se entregan a un ejercicio, a la vez espontáneo y controlado, que desemboca 7

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en la producción de una imagen, el control de los gestos es el vector de una emoción que se traduce en la imagen. Inversamente, la prueba de Rorschach pretende restablecer lazos entre el inconsciente del visionario y ciertas formas aleatorias. Los fosfenos son esos relámpagos que recorren el interior de nuestras pupilas cuando cerramos los ojos. Son las únicas imágenes que se producen sin luz. Ninguna imagen es tan imprevisible. Sin embargo hay quienes pretenden descifrar ahí improbables mensajes. El indispensable código Muchos sicólogos han señalado la dificultad que se experimenta para fijar la reproducción de una imagen mental. El ejercicio que consiste en dibujar de memoria un monumento conocido muestra regularmente que no se lo puede hacer con exactitud sin recurrir a una foto o al original, o incluso a recuerdos no visuales, como por ejemplo el número de columnas. El paso por una descripción verbal o cifrada, conceptualizada como la del quilogono de Descartes, es indispensable. Lo que muestra hasta qué punto las técnicas de reproducción, incluido el dibujo, están ligadas a códigos, a conceptos, al lenguaje mismo, que permiten su identificación. De esos análisis, se puede extraer la misma lección: que la imagen fabricada debe respetar cierto número de reglas de representación destinadas, no tanto a expresarla, como a hacerla reconocer. A la imagen virtual del imaginario o de la imaginación se superpone, en la producción de un dibujo o de una fotografía, una capa que se puede llamar “técnica”, ligada a las coerciones de su desciframiento, donde se alojan todas las convenciones de la época y de la comunidad que es su lectora. Toda imagen que encuentra sus modelos en una memoria anterior al lenguaje es necesariamente portadora de un código cuya clave raras veces nos es dado. El marco o la realidad circunscrita Algunas estampas de reproducción, en el siglo XVI, se presentaban como copias de cuadros que nunca habían existido. Ese esquema fue retomado en alegorías religiosas en las que el hombre es presentado como la copia imperfecta cuyo original no existiría, pero que tiene por efecto hacernos creer que existe. El modelo puede no existir, y el papel de la imagen es construirlo a partir de miríadas de elementos de nuestra memoria. El trabajo de la imagen es registrar esas imágenes errantes. Para eso hay que hallarles un lugar, un marco. Del mismo modo que el libro nació del pliegue, la imagen nació del marco. Se podría decir que todo lo que es enmarcado se vuelve imagen. Haga la experiencia: el marco, la hoja, la pantalla, la ventana, el objetivo, el agujero, el catalejo o los binoculares, o más simplemente al cruzar el pulgar y el índice de cada mano delante de sus ojos para ponerlos en función de visor, o en forma de mira. Más simple todavía: cierre un ojo; lo que ve el otro es ya una imagen. La realidad circunscrita se vuelve imagen. Escapa a lo real por el hecho de ser seccionada y seleccionada. La imagen es un trozo de vida arrancado a lo real. Se puede extender la comparación al espectáculo, que sólo se determina por la existencia de una escena, así sea virtual. Un círculo mágico que aísla la realidad basta para que se produzca la representación. Para que no se quede en el nivel de fantasma, la imagen debe ser enmarcada, fijada, incluso de manera fugaz. Entonces, la imagen mental ya no es incontrolable: la relación se instituye en objeto. Toda la crítica de la imagen debe pasar por ese objeto y

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por su historia. Por eso es indispensable fundar la imagen sobre una separación respecto a su modelo, real o imaginario, pues siempre hay en cada imagen una realidad que remite a un imaginario, el cual, a su vez, evoca una realidad. Leer una imagen no es simplemente describir lo que se cree ver en ella, exponiéndose a interpretaciones complacientes. Es remontar la corriente de los sentidos que le han sido dados, y deducir de ahí los que nosotros le damos. Los riesgos de error, de manipulación, acaecen allí donde los nexos entre la imagen y su (o sus) modelos no han sido percibidos. La imagen es indócil. Proviene siempre de un modelo al cual respeta o al cual inventa, pero que ella no muestra. Es tentador considerar el mundo como la gigantesca imagen de otro mundo, como lo creen los platónicos. Una teoría de la imagen acompaña todas las filosofías para las cuales la vida es sólo ilusión y el mundo, apariencia. Y en un mundo sin dioses, el de la ciencia triunfante, se prefiere ignorar que la imagen es aún un artificio que busca su modelo, lo construye según nuestros intereses, compromiso entre la imagen del mundo y la que quisiéramos darle, y de la cual ella es sólo el señuelo.

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II. De las grutas a los templos Cuando fue descubierta, en Ardèche, en Combe d'Arc, la gruta Chauvet, la víspera de Navidad de 1994, y sus trescientas pinturas paleolíticas que representan un mundo animal poblado de mamuts, rinocerontes, osos y búhos, la invención de la imagen había envejecido algunos miles de años. Con respecto a Lascaux, pasaba de 15.000 a 30.000 años antes de nuestra era. Sin embargo, el homo sapiens tiene más de 120.000 años y todo hace pensar que otros descubrimientos la envejecerán aún más. Abstracciones y figuritas Las primeras herramientas son contemporáneas de Lucy, en Etiopía, y datan de unos tres millones de años. Ciertos útiles de unos 50.000 años de antigüedad llevan huellas de las cuales no se podría decir si son ornamentales. La decoración más antigua, de hace unos 77.000 años, es quizás la hallada en Sudáfrica, en la gruta de Blombos, cerca de El Cabo, en cinco bloques de ocre rojo grabados a mano por el hombre con cuadrículas delgadas. En el estado actual de nuestros conocimientos esa es tal vez la imagen más antigua del mundo. Aunque esos fragmentos estriados con esas pobres incisiones no tengan nada de comparable con los suntuosos perfiles de ciervos y bisontes, de todos modos plantean una de las preguntas esenciales ligadas a la imagen: ¿precedió la abstracción a la figuración? Existen interrogantes sobre las enigmáticas piedrecillas antropoides (3,5 cm) descubiertas en la llanura del Golán y en el sur de Marruecos en capas geológicas de varios cientos de miles de años. Han sido halladas en Austria algunas figuritas menos problemáticas, pero sólo queda un fragmento de 10 gramos de la “Venus de Galgenberg”, apodada “La Bailarina”, datada en más de 30.000 años. En los refugios que los han conservado, se encuentran, al mismo tiempo, representaciones de un realismo que nos sorprende y, en esas mismas paredes, a menudo en las entradas de las grutas, signos geométricos: puntos, cuadrados, estrías, que no suscitan las mismas emociones estéticas, pero que plantean la pregunta sobre la representatividad de la imagen. Esos primeros testimonios sólo atrajeron la atención de los prehistoriadores desde hace poco: la gruta de Altamira, en España, fue explorada desde 1874, pero las bestias fantásticas de Lascaux sólo salieron de su sombra el 12 de septiembre de 1940. Desde entonces, los prehistoriadores se agotan buscando su significado. Esos primeros artistas no eran como los de ahora. ¿Cazadores escasos de comida, chamanes intentando fijar sobre la roca sus visiones alucinatorias del más allá, hombres preocupados por garantizar su descendencia? El más célebre de esos investigadores, André Leroi-Gourhan no sabía de ello mucho más, pero consideraba que esas imágenes eran conjuntos coherentes, enlazados por relatos fabulosos, donde la estructura del soporte rupestre hace la función de hilo conductor, como una vasta leyenda estampada sobre un mapa. Tal vez los pueblos que, aún hoy, poseen prácticas semejantes nos indiquen su origen. Los cazadoresrecolectores del Malawi (ex-Nyasaland), cuyos sitios ancestrales de pinturas rupestres acaban de ser inscritos en la lista del patrimonio mundial de la Unesco, las asocian siempre a rituales y a ceremonias ligadas a la fertilidad. Los Warlpiri de Australia trazan todavía en la arena, al mismo tiempo que salmodian sus gestos fundadores,

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recorridos legendarios que evocan su historia configurando sus terrenos de caza, y que ellos llaman sueños. Los acantilados calcáreos de Roc de Serres, que dominan la Charente, abrigaban hace unos 20000 años grutas de paredes íntegramente esculpidas y el friso del Rocaux-Sorciers, descubierto en 1929, en una cavidad del Valle de la Viena, despliega desde hace más de 15000 años su largo cortejo de bestias salvajes y de formas femeninas, siguiendo sabiamente hasta los ínfimos relieves de la muralla. Las siluetas de manos y antebrazos identificadas sobre la roca de Fuente del Salin (hechas por aplicación del pigmento, ocre, mediante soplado, creando así el negativo), que podrían evocar una especie de estadio primario de la imagen, a la vez impronta y retrato, indicio y símbolo, no deben hacernos olvidar que las primeras imágenes fueron grabados, bajo-relieves y esculturas. Las imágenes europeas más antiguas, que pueden datar de hace más o menos 33000 a 18000 años, son minúsculas mujeres de formas generosas en bajo-relieve profundo; como la Venus de Laussel (Dordogne), escultura en relieve; como las estatuillas de esteatita verde translúcida de Grimaldi (Liguria), o el pequeño rostro de la Venus de Brassempouy (Landas) siempre seductora en su marfil nacarado, con su obscura mirada bajo su fino tocado trenzado. El verbo, el espacio y el gesto No hay que buscar el origen de la imagen en los siglos. Siempre está en nosotros. Una forma se vuelve imagen desde el momento en que es observada, haciendo surgir inmediatamente asociaciones de la memoria. Pero esas asociaciones son innumerables, frágiles y efímeras. A menudo la lengua viene a darles un nombre, estabilizando así la relación. Entonces se puede hablar de figura. Para Leroi-Gourhan, los primeros dibujos prehistóricos son el signo de la adquisición por el hombre de una agilidad manual y de la preeminencia que toma entonces la mirada controlada por el gesto. La aparición de representaciones figuradas está sin duda ligada al desarrollo del lenguaje, que permite la figuración. Los pedagogos confirman que el aprendizaje de la representación de las figuras está ligado al de las palabras que permiten nombrarlas: la imagen mental precede a la lengua, pero la lengua precede a su materialización, que es entonces una especie de ideograma. Esas primeras imágenes muestran formas abstractas de aspecto geométrico, que ninguna palabra viene a designar. Las sepulturas neolíticas, por las cuales los primeros pueblos sedentarios marcaban su territorio, están cubiertas de formas ornamentales abstractas geométricas, a veces complejas y agitadas como las paredes de los estrechos corredores de Gavrinis (Morbihan), que tienen más de 5000 años. Son signos abstractos, variados y repetidos al infinito, que subrayan las formas de las cerámicas, por muy lejana que sea su proveniencia, de esos millares de años hasta nuestros días. Los churingas australianos dejan así, sobre plaquetas de madera y de piedra, bajo formas geométricas variadas, la huella mítica de los ancestros. La figuración, a la cual tenemos tendencia a reducir la imagen, es sólo una forma evolucionada y particular de ella. La producción de imágenes geométricas podría no deberse a un deseo de comunicación entre los hombres o con fuerzas superiores, sino a la simple necesidad de organizarse en el espacio, de hacer allí un lugar. Wilhelm Worringer quien ve en esos trazados formas matriciales, quiere explicar la relación entre la imagen y el arte mediante una “enorme ansiedad espiritual ante el espacio” que hay que ocupar y conquistar. Lejos de pretender figurar la realidad, la imagen 11

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sería, por el contrario, un medio de substraerse a ella. La dominación del espacio es sin duda uno de los motores de la imagen, como lo muestran la importancia del esquema y el aprendizaje del diseño industrial. El artista no quiere copiar la naturaleza, quiere rivalizar con ella, dice André Malraux. La imagen no es tanto una reproducción del mundo exterior sino una modelización del mundo interior. El arte llamado “decorativo”, con sus motivos impulsivos que adornan todos los objetos primitivos, incluidos los nuestros, aunque sea indescriptible, no está desprovisto de significación; cada una de esas formas tiene su historia y su razón de ser: ordenar nuestro espacio, personalizar el objeto e insertarlo en un orden común que ella contribuye a modelizar. Bajo la escritura, la imagen La imagen vive en la constante tensión entre dos polos: uno puede ser llamado la analogía, que reposa en la relación sensible con lo que ella representa (donde la semejanza es lo más evidente); el otro es el código, o todo lo que le asocia una significación de manera más o menos arbitraria, y cuya clave es necesario tener. Si el corazón de la imagen es una analogía sensible, hay que admitir que no hay imagen sin su parte de código convencional, así sea solamente para poder reconocerla como una imagen. Los dos modos coexisten desde la prehistoria, y la historia de la imagen podría ser resumida por un eterno combate entre uno y otro: indicio y símbolo, abstracción y figuración, realismo e idealismo. De una imagen terriblemente codificada procede la escritura. La que utilizamos, el alfabeto, perdió toda huella de sus orígenes a partir de imágenes, cuando el aleph, que se convirtió en alpha, esquematizaba una cabeza de buey, de la cual era fonéticamente la inicial, representando más la palabra que la cosa, como en nuestros modernos jeroglíficos. Entre la imagen y el código, la escritura no siempre ha operado esa distinción: los jeroglíficos hallados a partir de 3.000 antes de nuestra era, en el momento en que el Alto y el Bajo Egipto se unifican bajo su primer faraón, son iconos al mismo tiempo que símbolos. Unificadores también, porque independientes de las lenguas habladas para soldar mejor un Imperio políglota, los ideogramas chinos aparecieron bajo los Yin, durante el siglo XI a. C., y no dejaron de desarrollarse hasta el siglo III. Los glifos que utilizaron los Mayas del siglo II al siglo X, son todavía imágenes y ya una escritura. Tras un largo viaje a través del Oriente Medio, nuestras escrituras fonéticas se derivan de los signos cuneiformes inaugurados en Mesopotamia hacia 3.300 a. C. Esas escrituras fonéticas se volvieron sin duda las más independientes de la imagen analógica. Pero esto no debe hacernos creer que los pictogramas, esas escrituras hechas enteramente de imágenes, utilizadas en América hasta el siglo XIX, para contar las hazañas guerreras de las tribus indias en forma de historietas desplegadas en pieles de animales, o los ideogramas de las civilizaciones orientales, han sido remplazados: ellos inundan nuestras calles y nuestros afiches publicitarios, bajo forma de logotipos, carteles, vallas y señales. El código y la analogía Es evidente la ventaja del código sobre la analogía: basado en una convención, el

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primero permite que las imágenes se vuelvan unívocas, mientras que la analogía las deja inciertas, dependientes de las asociaciones libres de nuestro capital mental, de nuestra historia colectiva o singular. El sentido asignado a una imagen permanece perpetuamente abierto. El del código tiende a cerrarse puesto que, contrariamente al de la imagen, debe ser, en la medida de lo posible, unívoco. Así, hemos aprendido a reservar la palabra imagen para esas formas que sugieren una analogía sensible, a oponer imagen y escritura, olvidando que una imagen es siempre una escritura, y que una escritura es ante todo una imagen: incluso hay lenguas que no establecen esa diferencia. Desde hace dos siglos, nuestra civilización se ha desprendido a tal punto de la “galaxia Gutenberg” que imágenes y escrituras coinciden en nuestras pantallas, se codean, y a menudo se confunden, en los genéricos de la televisión o en los smileys (“frimousses”, “emoticones”) de los teléfonos, como ya lo hacían en las paredes paleolíticas. Mire su tarjeta de identidad que exhibe en su superficie todos los regímenes de la imagen: escritura alfabética, escritura digital, firma manuscrita, fotografía, sello húmedo y sello seco en relieve, filigrana e incluso esa imagen “indicial”, prueba última del nexo con su modelo, la huella digital, remplazada ahora por la huella biométrica, nueva analogía mediante la generación y no mediante la semejanza, como era la imagen del hombre con respecto a Dios. Al mismo tiempo que asumía una primera ruptura entre imagen visual y alfabeto fonético, la civilización griega inventaba otro objeto híbrido en el cual la analogía y el código se completan: el mapa geográfico. En un mapa se encuentra a la vez signos codificados y signos analógicos, escritura alfabética y cifras, pero también escalas (que son una forma de analogía), corrientes de agua, azules y sinuosas, curvas de nivel, bosques verdes como los de verdad y rutas rojas, cuando son nacionales y amarillas, cuando son comunales. La importancia de las ciudades es proporcional al calibre de los puntos, último avatar de la analogía, y las ruinas señaladas mediante tres puntos separados, primera aparición de un código. Se atribuye al filósofo Anaximandro (siglo IV a. C.) la idea de fijar bajo forma de esquema gráfico lo que, de manera narrativa, describían los relatos de viajeros. Invención práctica en cuyo linaje se sitúa el GPS, pero también innovación intelectual en cuanto conecta la imagen con la verdad desnuda del mundo, sin referencia a un más allá, ni a algún imaginario. La imagen fue una herramienta mayor en esa sustitución de lo irreal por lo real, de lo abstracto por lo concreto. Los métodos de cálculo mezclan también signos analógicos (cuando se cuenta en un ábaco), y códigos abstractos que darán nacimiento a las cifras llamadas “árabes”, de origen indio, cuyos primeros testimonios se ven en la región del Indus, en el siglo VI d. C. Imagen real, mundo virtual El mundo chino inventó también sus propias ciencias, pero eran mucho más empíricas, procedían por analogías, como sus caracteres salidos, no de necesidades del comercio o de las leyes, sino de los signos adivinatorios que se obtenía al quemar caparazones de tortugas o huesos, interpretados luego por un clérigo que se atribuía a si mismo ese poder, como lo fueron, en muchas civilizaciones, los signos celestes, los vuelos de pájaros migratorios o las entrañas de los animales sacrificados, imágenes premonitorias, mensajes de lejanías que se intenta captar. Se comprende que la imagen saca su fuerza de convicción de un nexo que parece 13

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natural, fundado desde la eternidad, con un modelo que puede ser imaginario y ser sólo el fruto de un deseo. Por su sola relación formal, la imagen da testimonio de la veracidad del mensaje y de la existencia de un más allá esperado. Ese nexo que parece no premeditado, no calculado, aparece ya como un prodigio. Un clérigo se apodera de él y se vuelve su intérprete, a menudo se convierte en su artesano y se atribuye el poder de darle un sentido. En el antiguo Egipto, la imagen, divinizada, habla todavía en primera persona: “Soy la Dama Napir Asu, esposa de Utashi Gal... Que quien se apodere de mi imagen, que quien borre mi nombre sea maldito, sin nombre, sin progenie”. En Grecia, en el siglo VI a. C., las ánforas con figuras negras también hablan, pero lo hacen en nombre de su autor. Se puede leer ahí: Sofilos me pintó, o Amasis me hizo. Un siglo después, el retrato se identifica con su propietario por la semejanza con su persona, o al menos su tipo social. La imagen confiesa su origen humano: su modelo tiene un nombre, su autor también. A mediados del siglo IV a. C., Praxíteles estampa su nombre en el zócalo de sus estatuas. Ecce homo Se trata entonces de exaltar al hombre y no a los dioses, en una sociedad que, quizás por primera vez, se pretende racional y laica. El mundo antiguo cultivó el retrato realista, hasta el vértigo ilusionista en tres dimensiones. La cima será alcanzada en los bustos de la república romana, en los siglos II y I a. C., o en las efigies de cera con las que se compartían los banquetes funerarios y que remplazaban al difunto, mientras su cuerpo se descomponía. Más tarde, en Egipto, en el Fayoum, en Antinoo y sobre otras riveras del Nilo, era común adornar las tumbas con el retrato del difunto, no en forma de busto de mármol frío o de cuerpo rígido pintado sobre un sarcófago, sino mediante pinturas en madera que el encáustico volvía brillantes, o mediante un rostro de yeso pintado, sobre el cual se ponían en el lugar de los ojos fragmentos de vidrio que los hacían resplandecer con un fulgor inquietante. Ya no se trata de una máscara, como las que se llamaban persona en Roma, de expresiones fijas y que eran portadas por los actores del teatro antiguo, o como las que se usaban para convocar a los seres sobrenaturales, benéficos o maléficos, en la mayoría de ceremoniales mitológicos del mundo, máscaras profilácticas que ocultaban a quien las portaba, protegiéndolo de los espíritus que ellas encarnaban. Se trata más bien de la imagen del hombre mismo, en esa época de la historia cuando los dioses se dispersaban y se asociaban al poder laico. El helenista Jean-Pierre Vernant se interroga sobre las razones por las cuales los griegos, partiendo del modelo simbólico o abstracto, atribuyeron un valor canónico a la presentación realista del cuerpo humano. Para Vernant, “los ídolos antropomorfos arcaicos no son imágenes en el sentido en que no nos ofrecen el retrato de un dios”. Al substituir las representaciones divinas por figuras simbólicas o abstractas, la forma del cuerpo humano, idealizada en su perfección matemática, la imagen opera un cambio decisivo que diviniza, no al hombre, sino a su apariencia, asimilada a la de del dios mediante lo que se llama la mimesis. Entre las figuras antropoides de las estatuas-menires o de las estelas que se encuentra un poco por todas partes, desde las costas de Bretaña hasta las estepas de Siberia y las estatuas personificadas de los kafirs, esas aterradoras figuras tutelares que se depositaban en las tumbas, burdamente talladas, he aquí que todavía hace poco, en los bosques de los altos 14

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valles del Nuristán, en la frontera entre Pakistán y Afganistán, y los rostros expresivos del arte del Gandhara, los hombres le han disputado a los dioses los poderes de la imagen. Entre las formas apenas esbozadas, que dejan todo su misterio a las primeras divinidades de Grecia, y las formas enteramente habitadas por el cuerpo humano de la estatuaria griega clásica, la imagen de los hombres salió de la de los dioses como una crisálida de su capullo. En la antigüedad grecorromana, en las villas de Stabia, como más tarde en el Islam, en los palacios de Bagdad y en India, en los frescos de Ajanta, las imágenes profanas rivalizaron en prestigio con las de los cultos. En Galia, las imágenes religiosas no excluían las imágenes guerreras o mercantiles, desde los objetos fúnebres que amueblan las tumbas de los primeros jefes guerreros de la edad de hierro, entre 700 y 800 a. C., hasta esas cuarenta pancartas de preciosos mosaicos, representaciones de los Trabajos de los campos, que decoraban en el siglo III d. C. la morada de ese rico propietario de Saint-Romain-en-Gal cerca de Viena, y que aún pueden admirarse en el Museo de Antigüedades nacionales de Francia. La irrupción de los monoteísmos cambió radicalmente, durante más de un milenio, esa concepción ya profana de la imagen. Los partidarios del Dios único confiscaron en su beneficio los poderes mediadores de la imagen, antes de que los hombres, poco a poco, volvieran a apoderarse de ellos, por inspiración en el humanismo griego, y antes de que se inventaran un culto fotográfico. Para nosotros, que heredamos esta creencia en la apariencia, el realismo permaneció como la piedra de toque de la imagen. De la tradición de la imagen como imagen del hombre, salieron las leyendas de su origen griego, como la de Dibutades. Ese artesano ceramista habría moldeado en arcilla, en bajo relieve, el rostro de un joven cuya novia, hija del artesano, quiere conservar grabado en la memoria antes de su partida para la guerra. Plinio el Viejo, quien reporta la historia, en una primera versión sólo menciona el dibujo del croquis del perfil del héroe sobre un muro donde se proyectaba su sombra. El otro mito fundador de la imagen ilusionista es el de Narciso, quien confundía su cuerpo con su reflejo en el agua; la distinción se le hacía difícil como al bebé en la etapa espejo, tras algunos meses de estar inmerso en un entorno contiguo del cual busca despegarse. Mediante tales mitos, la imagen de las potencias sobrenaturales se ve transferida hacia fenómenos naturales y cae en el dominio humano. La sombra y el espejo, prototipos de la imagen, sólo son prototipos de la semejanza, como la fotografía, emanación directa de las ondas del modelo, prolongación ilusoria de nuestro cuerpo terrestre.

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III. De los ídolos a los iconos Las antiguas religiones politeístas eran pródigas en imágenes, como lo atestiguan los panteones egipcios, indios o griegos. Cada dios tenía la suya y la de sus leyendas. Por eso la teoría platónica de la imagen es tan crucial. Al elaborar una crítica radical de la imagen, reduciéndola a una apariencia, a una sombra, a un no-ser, Platón confiere a la imagen una existencia autónoma y, por esa misma vía, la despoja de su cuerpo imaginario, el del modelo que ella pretende remplazar. Imposible asimilarla a su modelo, ni creer que ella es su agente fiel. Sin embargo, ¿en qué se convierten los dioses sin las imágenes? En seres abstractos, conocidos sólo a partir de decires y con quienes sólo hay comunicación mediante una fusión mística. Los monoteísmos rodaban gustosos en el esquema desencantado de Platón, al instituir un Dios único del cual ninguna representación podía dar cuenta, no tanto por ser único, sino por ser total, universal, omnipotente, por fuera del tiempo y del espacio. El Dios único, como dice la Biblia, es un dios celoso: teme a las imágenes. Teme a las imágenes de dioses rivales, que sólo pueden ser falsos dioses, ídolos, cuya existencia depende sólo de la imagen, pero teme también a su propia imagen que lo degrada al rango de las particularidades del mundo. La era de los monoteísmos abre así con la imagen un largo litigio: la “fiscalización” de una imagen condenada a ser eternamente sospechosa. La Biblia es clara en este punto: “No te hagas ningún ídolo, ni nada que haga semejanza con lo que hay arriba en el cielo, ni con lo que hay abajo en la tierra, ni con lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni los adores. Yo, el señor tu Dios, soy un Dios celoso…” (Éxodo, 20, 4-5). Moisés recibió esas instrucciones de Dios hacia 1250 a. C., pero el texto sólo fue fijado después de largos siglos durante los cuales esa sentencia no dejó de causar debate. Iconoclastas contra iconodulos Todo el mundo se ponía de acuerdo sobre la interdicción de la idolatría, pero se dividía en cuanto a la función que podía tener la imagen, según su grado de representatividad. La sombra de la caverna planeaba aún como una amenaza que se insinuaba como agente de un modelo furtivo. Los clérigos se hallaban ante la disyuntiva: o prohibían toda imagen figurada, o se apropiaban del monopolio. El Islam predicó la primera solución, la Cristiandad optó por la segunda. Esta última permitía más flexibilidad, en un mundo culturalmente muy diverso, pero también era la más arriesgada y se enfrentó con la competencia inesperada del poder político. El Emperador bizantino Justiniano II, hacia 690, tuvo la idea de acuñar monedas con la imagen del Cristo triunfante. Esa decisión pudo ser interpretada como una réplica del Imperio cristiano frente al Islam en plena conquista. Más prudentes, los musulmanes no hicieron uso en sus monedas de ninguna forma figurativa. Tal vez quisieron evitar de ese modo los autonomismos o los particularismos locales, para los cuales una identificación mediante la moneda habría sido el más seguro de los vehículos y la más firme palanca. La Iglesia bizantina se aprovechó del poder al mismo tiempo simbólico y económico traducido por el Cristo en majestad de las monedas de oro. Atribuyó a la Virgen, por milagro, la victoria que los ejércitos de León III habían obtenido contra los árabes ante las murallas de Constantinopla, en

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717. La guerra de las imágenes acababa de declararse entre el emperador, celoso a su vez, y una parte de su Iglesia. En 726, León III hizo instalar el gran icono de Cristo sentado en el trono por encima de la puerta de su palacio. La vieja prohibición bíblica venía precisamente a justificar su posición y la de los iconoclastas, partidarios de un poder imperial, que se opusieron violentamente a los iconodulos (adoradores de iconos), tratados como herejes. El debilitamiento del poder imperial y la regencia de la emperatriz Irene fueron la oportunidad para que la Iglesia recobrara su poder y autorizara de nuevo las imágenes sagradas, pero no su culto, en el Concilio de Nicea, en 787. La prohibición de la imagen, aunque no esté fundada de manera nítida en el Corán, parece haberse impuesto por si misma en el Islam, quizás edificada por el desastroso ejemplo de su enemigo bizantino. En el mundo cristiano, la pregunta era planteada de una manera mucho más sofisticada en términos teológicos, pues la encarnación de Dios en el cuerpo de su hijo Jesús volvía legítima toda figuración de Dios bajo la forma humana del Cristo. La Cruz, símbolo transparente pero también abstracto, podía entonces cargarse de la imagen del crucificado, convertirse en esos crucifijos cuyo realismo iría, al cabo de los siglos, a inspirar imágenes cada vez más sangrientas. El cristianismo se complicaba también con el culto de La Trinidad, luego con el de la Virgen, que se presta a la imagen con tanta inocencia que no se podía privar de ella a los fieles. Los cristianos honraban, a imagen de los antiguos politeísmos y a diferencia del Islam, una muchedumbre de santos y santas que reconstituían, en el escenario de las iglesias y en los objetos de la vida cotidiana, bajo forma de estatuillas o de pinturas, un nuevo panteón. En el Imperio de Occidente, en la corte de Carlomagno, la controversia fue tan nutrida como en Bizancio, pero los compromisos fueron pactados más fácilmente, probablemente por no cubrir el objeto de la querella los mismos desafíos en cuanto al poder, como lo mostró, en 800, el sacro de Carlomagno sellando la alianza entre la iglesia romana y el emperador de los Francos. El icono podía ser venerado sin perjudicar la adoración reservada a su sacro modelo. Así se pronunciaron sobre ello los “libros carolingios” redactados entre 791 y 794. Lo que no impidió las inevitables derivas y que algunos iconos vertieran verdaderas lágrimas de sangre. La Iglesia como representación A la imagen se le reconocía una virtud educativa (es la escritura de los iletrados), más por los sentimientos que inspira que por las verdades que oculta, y una virtud decorativa, un acompañamiento indispensable de la liturgia. Una dimensión llamada más tarde “estética” podía entonces desprenderse de esa imagen desacralizada. Los filósofos cristianos de mediados del siglo XIII, San Bonaventura, luego Santo Tomás de Aquino, esbozaron los lineamientos de esa estética. Análogamente, la tentación de la imagen como manifestación de la divinidad renacía una y otra vez, por ejemplo, con el culto del “divino rostro” de Cristo estampado en el paño de La Verónica (la vera icona) casi fotográficamente. La religión cristiana vivió y vive todavía en el riesgo de la imagen, que le representa una amenaza permanente de aberraciones. Sólo se protege contra semejante peligro mediante la forma irreprochablemente pura y abstracta de la hostia (¿indicio, símbolo o icono?), que resuelve así el dilema entre la naturaleza inmaterial de Dios y el culto a su imagen. Todos los reformadores de la cristiandad acometieron sus derivas idólatras. “Eucaristía: ver Antropofagia”, como único comentario que aparece en la Enciclopedia 17

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de Diderot. La controversia se reanuda en el siglo XII, cuando el poder feudal se afirma y cuando despunta una economía humanista. Para devolverle a la Iglesia su pureza original y su credibilidad espiritual, San Bernardo exige limpiar los templos de todas esas representaciones a veces monstruosas; mientras que su adversario, el obispo de Saint-Denis, Suger, defiende las imágenes: esculturas monumentales, vitrales resplandecientes, lujosas iluminaciones, tantas bellezas con las cuales elogia los méritos que entonces ya se pueden llamar artísticos. Luego, de Savonarola a Erasmo, de Wycliff a Calvino, el exceso de imágenes, que acarrea una creencia abusiva en sus poderes sobrenaturales, fue combatido con más o menos violencia. Calvino se interroga: “¿De dónde proviene el principio de majestad de todos los ídolos, si no es del placer y apetito de los hombres?” Es un asunto de imagen fiduciaria, esas famosas “indulgencias” que el Papa hacía imprimir como una moneda tirada al cielo, lo que desencadenó los rayos de Lutero en 1517. No creamos que somos inmunes a esas prácticas mágicas de la imagen. La misa televisada sólo es válida para los fieles en tanto sea difundida en directo. Se trata de respetar la Asamblea virtual que constituye la Iglesia, verdadero cuerpo de Cristo. Pero los profanos tampoco le asignan valor a la transmisión en diferido de un reportaje o de un partido de fútbol, mientras que el “directo” de la televisión sólo se realiza al costo de múltiples desvíos. Las imágenes que acompañan los noticieros, en nuestras pantallas y en nuestros periódicos, en su mayoría, no tienen ningún valor documental, sino un poder real de testimonio de una verdad que se pretende establecer, así como un valor de crédito para quien las transmite. Las fotos de las vedettes remplazaron los iconos, todavía vivos en los cultos que se rinde a los dictadores. La prohibición del Islam no impide a los fieles enarbolar los retratos de sus jefes religiosos, ni la de Biblia impide dispensar al Papa de una política intensiva de mediatización. Al desacralizar la imagen, lo que hizo Platón, en el fondo, fue proteger a sus dioses. Y nosotros a los nuestros. Las imágenes no caen del cielo Comprender las imágenes, no es descifrarlas como jeroglíficos; es, ante todo, reconocer que se trata de un artificio y que nunca imagen alguna ha caído del cielo. Es comprender lo que la imagen oculta, a través de lo que muestra. Los jefes, los dirigentes, las vedettes carismáticas, como los dioses, responden a la imagen que de ellos espera su público. Se fabrican una imagen para el encantamiento. Les exigimos que se asemejen a nuestros sueños y a nuestras aspiraciones. Encarnan una comunidad invisible, pero que se busca al constituirse una imagen colectiva, como las sociedades se inventan una imagen de marca, las naciones una bandera y los clanes un emblema. ¿Quién será responsable de esa imagen de un modelo colectivo inexistente? El poder será de quien detente el dominio de ella: el clérigo de una religión, el dictador al cual se rinde culto, la marca que hará vender. Son cuerpos gloriosos, es decir inmateriales. Sus imágenes pueden volverse peligrosas, manipularnos, pero el peligro no está en nuestro deseo o en nuestra necesidad de imágenes: ellas son indispensables para nosotros, para vivir en sociedad, materializar la comunidad, y conocernos a nosotros mismos. El verdadero peligro está en negarnos a aceptar que son sólo imágenes. El problema angustioso de la violencia de las imágenes se resuelve entonces como el miedo a los fantasmas. Sólo quienes creen en ellos tienen miedo de sus imágenes. Sí, la imagen da miedo, tiene una eficacia temible, incontrolable, sobre nuestras 18

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conciencias e incluso sobre nuestros organismos, pero la imagen pornográfica es ante todo una grafía y el retrato de un asesino es ante todo un retrato. Hay que desmitificar las imágenes, retirarles el poder que se les atribuye, conocer su origen y develar sus autores, quienes a menudo se ignoran a si mismos. Ese peligro de confusión es la razón de las prohibiciones o de las reglas que, desde hace mucho tiempo, buscan detener el ilusionismo de las apariencias. El estilo hierático de los iconos bizantinos, el recurso a los símbolos no son el fruto de una incompetencia, ni de un irrespeto a lo real. Las figuras simbólicas sirven para disimular el modelo bajo su representación, para alejarlo de ella, es decir para protegerlo de ella. En India, como en Bizancio, las formas y la iconografía de las escenas de una inmensa mitología deben obedecer a reglas imperiosas, que las distinguen de la realidad trivial. El arte indio es un sabio equilibrio entre la sensualidad de las formas y su inmutable canonización. En las religiones orientales, contrariamente a los dogmas de la estética occidental moderna, la representación de la naturaleza es respetada, pero es desterrada toda creación a partir de lo natural. El artesano debe asumir su humildad mediante su sumisión a un modelo convenido. La producción de las imágenes sagradas y, a menudo también la de las escrituras, corresponde a un rito. Respeta un ceremonial y formas estereotipadas. No es el artesano quien decide, sino el clérigo, de la misma manera que hoy el artista, si quiere vivir de su arte, debe responder a las reglas del mercado que, a su vez, obedece a las expectativas de un público. A propósito de los artesanos de lo sagrado, es anacrónico hablar de artista. El único artista es Dios. Es el único habilitado para crear. De ahí que todas las religiones abusen de las imágenes al mismo tiempo que desconfían de ellas. Dioses, hombres e imágenes En los monasterios greco-afganos de Hadda, al oriente de Kabul, en 1927, fue descubierta una multitud de retratos esculpidos en estuco, en los cuales se identifica, al lado de los rostros de demonios y de ascetas, retratos verídicos de todo tipo de personas, bárbaros, asiáticos, sin duda peregrinos o donantes. Como en los marfiles de Begram, que datan de la misma época (siglos I-III), el hombre busca rivalizar con los dioses, al menos en la apariencia. La región conservaba el recuerdo de la expedición de Alejandro. Como la escritura, la imagen tiene varias historias. Buda también había prohibido que se reprodujera su imagen. Sus primeras figuras datan apenas del siglo I en el Imperio de los nómadas Kouchan, que recorrían esas regiones. En 127, el rey Kaniska hizo acuñar allí monedas de oro con la efigie de Buda. Durante los cinco primeros siglos de nuestra era, la filosofía griega encuentra allí la sabiduría del budismo y uno queda estupefacto ante encuentros tan raros como el del Gandhara (hoy Peshawar), en los confines de India del norte, de Pakistán y de Afganistán, ruta obligada de las caravanas. La emoción contenida de las figuras orientales está impregnada de la sensualidad de las esculturas realistas de Grecia, confundiendo sus rostros. ¿De qué manera llegó a contener el movimiento monoteísta la evolución que parecía irresistible de una imagen a escala humana, que los griegos y romanos habían llevado tan lejos? La civilización griega había conocido también, a finales del III milenio, en las Cicladas, un género de imagen sagrada casi abstracto, con esos rostros enigmáticos emergiendo apenas de superficies pulidas de mármol blanco, casi tan depuradas como hostias, o semejantes a esas máscaras esquimales que se diría fundidas en la nieve. 19

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En la civilización comerciante y urbana de Grecia clásica, los múltiples dioses, semidioses y otros héroes comenzaron a asemejarse cada vez más a los hombres y mujeres de carne. En la competencia entre Dios y su imagen, que se daba entonces en los monoteísmos orientales, Dios salió vencedor. En Grecia, ganó la imagen en detrimento de los dioses. Allí la imagen ya era sólo el reflejo de las cosas terrestres, ante todo del cuerpo humano; luego, de todo lo que se puede ver y que se puede medir por las matemáticas. De esas visiones empíricas del mundo, de esa concepción de la imagen sin referente distinto a la naturaleza, todo fue olvidado en el Occidente cristiano durante mil años. La excepción científica El Islam, más tolerante respecto a las ciencias, y, paradójicamente, respecto a las imágenes de las cuales la religión había decidido prescindir, se acordaba de Aristóteles y del papel de testimonio y de experiencia que podía jugar la imagen profana. Los palacios de Damasco y de Bagdad estaban cubiertos de frescos y mosaicos con imágenes refrescantes, y se ilustraba los tratados científicos de astronomía o de medicina. Las primeras imágenes científicas son tan viejas como la escritura: sobre las tablillas sumerias del III milenio, se hallaron planos de arquitectura y esquemas, cuyo simbolismo escriturario nunca está alejado. Un diagrama sobre un papiro griego de El Louvre, que data del siglo II a. C. representa a Orión y al sol. Se ve una figura geométrica trazada sobre un papiro del siglo I a. C., conservado en la Biblioteca Nacional de Viena. Sin embrago, esas imágenes matemáticas debían existir desde mucho antes, en las obras de los arquitectos, en las oficinas de los médicos y en los observatorios de los astrónomos. El tratado de Dioscórides, médico del siglo I d. C., fue ilustrado cinco siglos más tarde, con 400 planchas, como ocurrió en el siglo IX con el Tratado de los venenos, de Nicandro de Colofón. Se trata de excepciones, de rarezas: hasta el año mil, en Occidente, la imagen sólo conoció el mundo celeste, representado ya por figuras santas, ya por letras capitales majestuosas de los versos de los evangelios o visiones extáticas de un paraíso formal, como las componían en pergaminos de oro o de púrpura los monjes irlandeses. El famoso Libro de Kells, esa compilación de 340 páginas decoradas con letras ornadas de arabescos fantásticos, compuesta poco después del año 800, cuyos cuatro volúmenes, que contienen los evangelios y varios textos canónicos, son conservados en el Trinity College de Dublin, y eran considerados hasta el siglo XVII como la huella de una lengua desconocida, una escritura de los ángeles, como se decía. No parece que el prototipo de nuestras enciclopedias, las Etimologías del obispo Isidoro de Sevilla (v. 560 - 636), hubiera sido ilustrado. Se necesitaron el aporte de los árabes (a la vez la tradición de Aristóteles y la fabricación del papel), y la curiosidad por las ciencias naturales, para incitar a los clérigos a introducir en sus sabios tratados imágenes que ya no fueran simples traducciones simbólicas de los textos sagrados. Habiéndose extraviado el Hortus deliciarum de la abadesa Herade de Landsberg, el más antiguo ejemplo de ello es quizás el Liber floridus, compuesto hacia 1120 por el canónigo Lambert de la abadía de Saint-Omer, que mezcla simbolismo cristiano y observaciones naturales. Pero la ilustración documental, en el sentido moderno del término, sólo encuentra sus autores y sus ilustradores con el éxito de compilaciones como el De Proprietatibus rerum, compuesto por un monje franciscano, Barthelemi el inglés, a mediados del siglo XIII, que Carlos V, el sabio, hizo traducir e ilustrar, en 1372, bajo el título de Le Livre des propriétés des choses. Muy diferente es la concepción china de la imagen documental, que nunca se ha 20

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desprendido de la escritura. Uno de los pilares de su filosofía, el I Ching, o Libro de las Mutaciones, que data de hace unos tres mil años, presenta 64 hexagramas que, para nuestra mirada, no son ni imágenes ni letras, sino signos, originalmente de adivinación, cuya infinita combinatoria da cuenta de todo lo que puede advenir en el universo. El trazo ocupa el lugar central y permite, en todas sus configuraciones, expresar el conjunto de los fenómenos. La pintura del Extremo Oriente confiere a la línea, y a su herramienta, el pincel, tal valor de signo, fruto de la mano del hombre, que la imagen no conoció allí la misma crisis, el problema existencial que debía resolver Platón y que las religiones monoteístas realmente nunca superaron. En ese mundo letrado de la imagen, la nobleza de la copia y el respeto de las reglas son esenciales, sensibilidad y saber no se oponen, la caligrafía da testimonio de esa alianza; el mundo de las cosas es el mismo que el de las ideas; en ese mundo la imagen no produce temor, pues ella depende del dominio del gesto, y se ubica en el orden del universo.

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IV. De las reliquias a los cuadros Durante milenios, la imagen permanece ante todo como un objeto ligado a los cultos. Substituto de una ausencia, ella figuraba los ancestros y las divinidades. ¿Cómo pasó la imagen del uso ritual a las representaciones profanas? ¿Cómo hizo deslizar la imagen sus referencias sobrenaturales hacia otros valores quizás igualmente sagrados? Ese proceso fue largo y tomó varias vías; el indicio más evidente de ello es el cambio de contenido de las imágenes; la imagen de los hombres remplaza la de los dioses. En consecuencia, el productor de imagen cambia también de estatuto: ya no es un simple escriba de pluma inspirada; se convierte en autor. En Bizancio, los adoradores de imágenes creían que algunas eran achiropoiètes (no hechas por la mano del hombre, es decir, caídas del cielo). El reconocimiento de la imagen como fruto deliberado de una actividad humana, detectado en la antigüedad griega, no prohíbe ver en la imagen un signo natural o trascendente, pero su autor toma entonces una dimensión visionaria que hará nacer, en el siglo XVI, el personaje del artista, hombre creador. Simultáneamente, una economía nueva responde a las condiciones del comercio. Ya en Roma, la Venus de Cnide había sido reproducida en 300 copias. Durante la Edad Media, se edificó una industria de las estatuillas privadas, de marfil o de alabastro. La estatuaria ya no es solamente monumental. La decoración invade los objetos cotidianos, en Oriente como en Occidente. La imagen ya no es un bien colectivo: se deja poseer por propietarios privados. La imagen abandona el templo y se deja adorar en lugares no consagrados, palacios o museos. Por último, la imagen se deja reproducir, a su vez, en miríadas de copias, imágenes de imágenes, que ganan en audiencia lo que pierden en majestad. Deslizamientos progresivos hacia el realismo El hombre siempre ha estado presente en la imagen, pero parece que ha sido en razón de sus relaciones con el más allá. Las escenas de la vida cotidiana, triviales como las que se había podido ver en los frescos de Pompeya o de Herculanum, los personajes satíricos, incluso caricaturales, de las máscaras de las comedias romanas, sólo reaparecieron mil años después de Cristo en las márgenes de los manuscritos, en los lugares discretos de las iglesias, bajo los arcos esculpidos encima de los portales de las catedrales góticas, en las misericordias de las sillas del coro. Para ver surgir iconos laicos, se requirió el advenimiento de sociedades mercantiles, donde los príncipes y los señores separaban sus poderes respectivos del de los clérigos. El rey, ante todo, figura allí, ya no como representante de la divinidad, como lo habían sido los faraones, los emperadores bizantinos, o como la leyenda había transformado al gran Alejandro o a Carlomagno, sino como un ser humano, dotado de un cuerpo real y de un rostro imperfecto. La etapa mayor para la autonomización y la laicización de la imagen fue la invención del cuadro. La utilización de paneles de madera era conocida por los romanos, los griegos e incluso por los egipcios; pero los testimonios de ello han desaparecido. Esos paneles reaparecieron en el mundo cristiano en el siglo XII. La imagen sobre panel de madera, efigie de los muertos antiguos, se volvió un substituto de las reliquias en el mundo cristiano y adornaba los altares con imágenes de la vida de

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los santos o la de la Virgen. Los primeros pintores de la época de oro de la Toscana del siglo XIII, cuna de la economía moderna, Duccio en Siena o Giotto y su maestro Cimabue en Florencia, fueron ante todo mosaiquistas y fresquistas, y sus cuadros, a veces esmaltados sobre fondo de oro, seguían siendo objetos litúrgicos emparentados con las orfebrerías y las túnicas de oro. Se asiste con ellos a la lenta aparición del realismo, cuando abandonaron la manera hierática de los iconos bizantinos, para tomar la vía de una representación que pretendía, mediante el modelado, la luz, la suavidad de las túnicas, ser la expresión de los rostros cada vez más cercanos a la apariencia del modelo vivo. San Francisco de Asís, muerto en 1226 y canonizado dos años después, ofrecía, por primera vez, el ejemplo de un santo cuyo rostro podía haber sido conocido y se puede preguntar hasta qué punto sus retratos multiplicados fueron ya retratos o todavía iconos. El hecho de haber sido golpeado por estigmas hacía de él un segundo Cristo, más humano aún, y no es indiferente anotar que fue poco antes, en 1215, que la presencia real de Cristo en la hostia se convirtió en un dogma, que incorporaba a Dios a su imagen. Las prácticas de las órdenes mendicantes, en una Italia comerciante y urbana, ocupada en los encargos de ricas congregaciones laicas, cubrieron las iglesias de imágenes articuladas en polípticos, poco a poco autónomos, luego móviles, y por fin, más tarde, de uso privativo, en un movimiento de apropiación a la vez sentimental y económica del culto. El primer cuadro El retrato de Juan II el Bueno sería esa primera efigie de un soberano, pintado simplemente siguiendo sus propios rasgos, como se haría con cualquier persona de hoy, aunque de perfil, o sea un poco descarnado, y sobre un fondo de oro. Esta imagen marca el comienzo de los tiempos modernos. Data de un poco antes de 1350 y, más que su tema, su forma es sorprendente: es un cuadro aislado. Hacía parte de la documentación que Roger de Gaignières había reunido para Luis XIV con el fin de describir el reino. Y estaba ahí junto a los álbumes y los manuscritos, de ahí que ese cuadro llegara entonces a la Biblioteca Nacional como un documento, y que sólo fuera integrado a la colección del Louvre cuando los cuadros se convirtieron en el patrimonio de los museos. Desde esa época, la pintura de caballete se convirtió en la forma a tal punto arquetípica de la obra de arte, que se olvidaron las circunstancias de su origen y de qué manera se liberó de las imágenes colectivas que eran los relicarios, los vitrales, las tapicerías y los frescos. Para instituir la imagen como objeto de arte se requería un distanciamiento con respecto a la religión y una apropiación por parte del hombre de su poder simbólico. Es posible que esa transmisión de los poderes haya tenido lugar con ocasión de la crisis de la Iglesia católica constituida por el papado de Aviñón: se sabe que, en 1342, Juan el Bueno se encontró allí con el papa Clemente VI, quien le habría ofrecido un panel pintado en forma de díptico, es decir bajo una forma todavía ceremonial, puesto que esos polípticos estaban aún ligados al altar, mientras que un cuadro de caballete profano, como el del retrato de Juan el Bueno, ganaba su independencia y perdía su función litúrgica. No es indiferente anotar que Juan el Bueno fue el primero de nuestros soberanos en firmar sus actos de manera autógrafa. En la estatuaria, se constata una evolución paralela en las figuras de los yacientes, tratados a partir de finales de la Edad media sin 23

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idealizarlos, como la estatua yaciente de Bertrand del Guesclin (muerto en 1380), que representa hasta las desgracias corporales del difunto. Este yaciente, conservado en Saint-Denis, presenta sus armas, dice la crónica, para mostrar su presencia corporal. El realismo conmovedor de los primeros retratos esculpidos de manera realista, desde los de la república romana y las máscaras mortuorias del Fayoum, reaparece en el busto de Carlos V el Sabio, hijo de Juan el Bueno y rey entre 1364 y 1380. Del culto a la cultura El cuadro independiente, que se volvió el objeto de arte preferido de los grandes coleccionistas y de los museos, sólo se separó muy lentamente de los polípticos monumentales pintados a la manera bizantina, que adornaban los altares de las iglesias italianas. Esos polípticos tomaron a veces la forma de portátiles, con las reliquias que portaban en ellos. El cuadro se liberó también de los muebles pintados, particularmente de los cassone, esos cofres que contenían los objetos preciosos de las ricas familias florentinas. Por último, se liberó también del libro, en el cual las iluminaciones tomaban una amplitud considerable para representar escenas que ya no tenían nada de religioso. Ciclos de imágenes tan vastos y complejos que la Tapisserie de l'Apocalypse, esos 52 paneles tejidos en algunos años, en torno a 1380, destinados a ser desplegados durante las ceremonias más fastuosas, alcanzaban los límites de una imagen monumental y móvil. He aquí a la imagen convertida ya en objeto de arte autónomo, liberada de toda finalidad utilitaria o decorativa, de toda arquitectura, del libro mismo. He aquí a ese objeto reclamado por la burguesía enriquecida por el comercio europeo, por el clero más celoso de lujo que de oraciones, por una aristocracia que quiere distinguir su poder del de la Iglesia. Los grandes personajes, laicos o clérigos, habían adoptado la costumbre de hacerse retratar de rodillas, en la parte baja de las iluminaciones o de los cuadros que ellos donaban. Con el cuadro de dimensión modesta, simple panel de madera autónoma, sólido, transportable e incluso negociable, la imagen cambió de mano. Pasó del poder espiritual al poder temporal. Su primer modelo es el retrato del Príncipe, primero salido directamente de las monedas y de las medallas de Pisanello. Salvo que se considere como cuadro aislado ese pobre y modesto retrato en pie de San Francisco de Asís, de finales del siglo XIII, tallado sobre el mismo panel de madera. Es cierto que la piedad nueva, sentimental, humanizada, urbana de las órdenes mendicantes influyó mucho en la transición de una religión solemne e intimidante a una religión individual. En el siglo XIV, los inventarios de archivos mencionan los cuadros de caballete. La imagen pasó de lo cultual a lo cultural y al arte, por el lado de los valores mobiliarios. Del tesoro al museo La laicización de la imagen pasa por su constitución en colecciones fuera del recinto eclesiástico. Parece que las colecciones de objetos simbólicos existieron durante la prehistoria: sólo así se explican algunos montones de guijarros o de conchas, aunque se ignore todo de su razón de ser. Para hablar de colecciones constituidas por sí mismas, hay que remontarse a los tesoros de las iglesias. Sin embargo, se ve bien que a través del culto a las reliquias, y el papel que tenían como reservas de riquezas preservadas para los días malos, los tesoros de las iglesias no tenían el lugar que tuvieron las colecciones de los príncipes de finales de la Edad Media, mucho menos las de nuestros modernos museos. Los objetos allí almacenados no perdían por ello su valor litúrgico o sagrado.

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La transmutación de un objeto sagrado en objeto de museo supone una desacralización de la imagen, despojada de su contexto espiritual y reintegrada en el imaginario colectivo gracias a sus virtudes formales o históricas. El relato que hace Michel Leiris, en L'Afrique fantôme, de la manera como los etnólogos arrebataban, mediante la negociación o la astucia, a los sacerdotes africanos sus imágenes sagradas, figuras de sus ancestros y de sus espíritus, para destinarlas a las colecciones del Museo del Hombre en París, resuena hoy como una violación científica, una barbarie que se apodera de otra. André Malraux comienza así su Musée imaginaire: “Un crucifijo romano, originalmente, no era una escultura; la Madona de Cimabue no era primero un cuadro; incluso la Palas Atenea de Fidias, ante todo, no era una estatua”, constatando que nunca se ha visto a un creyente persignarse ante un crucifijo expuesto en un museo. El reformador Zwingli se preguntaba, ya a comienzos del siglo XVI, por qué los hombres se prosternaban ante imágenes en una iglesia y no lo hacían en un albergue. ¿Se puede afirmar, con tanto sentido común, que un objeto de museo sigue siendo, de otra manera, un objeto de culto, y la visita al museo, una ceremonia? En efecto, un objeto de culto no puede ser asimilado a un objeto de colección en el sentido actual del término. La puesta en colección implica una reafectación del uso del objeto. Las primeras colecciones de imágenes, hay que encontrarlas, no en los objetos litúrgicos, ni siquiera en las decoraciones de los templos, sino en los manuscritos iluminados que, a finales de la Edad Media, se convertían en objetos de lujo destinados a laicos y a clérigos, particularmente los libros de horas, demasiado enriquecidos con imágenes para las simples prácticas de devociones íntimas. La pasión bibliófila aparece en eruditos, con mucha frecuencia también clérigos, como Richard de Bury, quien en su Philibiblon, escrito en 1345, incita a coleccionar un máximo de libros por el placer de poseerlos y afirmar así un poder personal. Quizás no sea azar que este obispo letrado, contemporáneo de Petrarca, frecuentaba, como él, la corte de los papas en Aviñón. La moneda, imagen del valor La reproducción de las imágenes fue otro factor determinante para su desacralización. La unificación de vastos imperios, el desarrollo de los intercambios, de las ciudades, de los viajes: he ahí la proveniencia de la necesidad de reproducir nuestras imágenes. Para autenticar las mercancías o los decretos reales, los sumerios utilizaban sellos, primer uso utilitario de la imagen. De la práctica del sello hay testimonio en el VII milenio a. C., en el reino de Ougarit, en la costa de Siria. Los más simples llevan esos motivos reticulados visibles en los ocres prehistóricos, luego vienen las formas animales y, sobre los sellos cilíndricos que imprimían su marca en arcillas, se desarrollan durante el III milenio, en Siria, escenas minúsculas y complejas de desfiles, sacrificios, banquetes y combates. Toda la fuerza representativa de la imagen toma cuerpo en el uso de la moneda. Se podrían considerar como imágenes, o en todo caso símbolos, los primeros objetos dotados de un valor de cambio: guijarros o conchas. Se atribuye al rey Creso, que reinó en Lidia (hoy en Turquía), a mediados del siglo VI a. C., las primeras moneditas en metal, cuyo uso se expandió en la cuenca mediterránea. Las más antiguas, en plata, en electro o en oro, no llevan marca, pero rápidamente se encuentran improntas representando animales, más tarde un personaje coronado que se ha tomado por el rey de los persas, quien venció a Creso y conquistó Lidia en 547 a. C. La imagen, mediador del mundo de los humanos, escapaba a los dioses y caía en el arsenal de los 25

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reyes. La imagen del soberano, o los símbolos nacionales, que ornan las monedas, siguen muy presentes hoy. La efigie monetaria figura la continuidad del poder, mide su expansión, así como su prestigio. La cuestión del original La reproducción de la imagen se hace ante todo mediante grabado (del alemán graben: cavar), pero también mediante grafía (del griego graphein, marcar, inscribir, incluso, en Homero, con una lanza sobre el cuerpo del enemigo). No hay que confundir la grafía, que marca por adición, con el grabado, que practica por substracción, incluso si una y otra, bajo la apelación genérica de estampas (de stamp, presionar), reproducen mediante impronta directa del modelo. La imagen es capaz de engendrar otras imágenes en una genealogía que rápidamente se vuelve, con nuestros medios de duplicación, vertiginosa y lucrativa. Evoquemos el número de imágenes de transferencia que se interponen entre la proyección en una pantalla de un archivo digital escaneado a partir de una tarjeta postal de La Gioconda y el cuadro de Leonardo da Vinci que se halla en el Louvre. La imagen multiplicada plantea inmediatamente el problema de la originalidad, puesto que la naturaleza de la imagen, su fuerza, residen en ese lazo sensible, físico, indisociable del modelo, de ese contacto que ella debe conservar con él. La imagen busca abolir la ruptura semiótica que distiende el lazo entre el signo y su referente. El valor de la imagen sigue estando ligado a su fidelidad al modelo: ella debe mostrarse auténtica. Más aún, la de la estampa, cuya fuente es diferida, mediatizada por una matriz, y cuya existencia múltiple diluye esa autenticidad. El problema de la estampa es el de los orígenes. Su vocabulario lo recuerda: la hoja virgen debe ser mojada para que –dicen los impresores– se enamore de la tinta. La presión que ella sufre es una cópula, a veces dolorosa, de donde sale, entre dos paños que se llaman pañales, la imagen impresa que es una prueba. Jamás la metáfora de la filiación entre la imagen y su modelo fue tan fielmente seguida: debe ser porque la imagen reproducida es la imagen de una imagen, y debe justificar su genealogía. Como en el caso del dibujo, en el siglo XVIII se buscó en la antigüedad los orígenes de la estampa y fueron hallados, en Plinio, en un inventor latino, Varron, quien habría ilustrado así su recopilación de los Hebdomades, con setecientos retratos de hombres ilustres. El uso del manuscrito sobre pergamino vuelve improbable esta hazaña. Solamente la invención del papel, en China, a comienzos de nuestra era, autorizó la reproducción masiva de las imágenes. Enriquecidos con las invenciones de la tinta y del papel, los chinos pudieron tomar improntas de las estelas sobre las cuales el emperador hacía conocer sus decretos a su inmenso imperio. Se requería una reproducción masiva de objetos idénticos, prefiguración de una sociedad de ciudadanos. Ya no se trataba de copias, sino de ejemplares provenientes de un mismo molde. Bastaba aplicar un papel húmedo sobre una estela grabada y cubierta de tinta, para imprimir de ella cuantas reproducciones se quisiera, las cuales se volvían, de esta manera, ya no simples imágenes, sino imágenes de imágenes, preservando ese lazo precioso con el original, pero al mismo tiempo alejándose de él por cuanto la imagen original permanece distante de su modelo. En 653, el emperador, a sus 49 años, sufriendo de dolores tratados mediante aguas, muerto el año siguiente, compuso este poema: “El mundo de los humanos tiene un final. El agua virtuosa corre, imparable”. Y lo hizo grabar en piedra, dando lugar al más antiguo múltiple conocido. La estampación china es el ancestro de todos nuestros procedimientos 26

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de reproducción. Permitía transmitir los mensajes a distancia, en el espacio y en el tiempo, pero sobre todo el mismo mensaje a una masa de personas, sin que ellas tuvieran que encontrarse. Esta reproducción de la imagen era, como en nuestros modos digitales, la imagen de un texto, incluso si este último estuviera compuesto de ideogramas. Ella lo reproducía “tal cual”, a la misma escala. Hacia el año 800, en China y en Corea, se imprimieron imágenes sobre papel, a partir de planchas de maderas grabadas, como la llamada A los mil budas, descubierta por Paul Pelliot en las grutas de Touen Houang y conservada en la Biblioteca Nacional de Francia. También se encuentra en Lejano Oriente hojas impresas de series de viñetas repetitivas que había que cortar par distribuir entre los peregrinos: Al respecto, cuenta la Historia de Souei, a comienzos del siglo VII: “Con maderas, los sacerdotes hacen hechizos sobre los cuales graban constelaciones, el sol y la luna. Al retener su respiración, los sostienen en sus manos y los imprimen. Muchos enfermos son curados.” En el Japón, la emperatriz Shotoku hizo imprimir, entre 764 y 770, plegarias cuyo tiraje fue, según se dice, de un millón de ejemplares.

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V. De la impronta a la página En Occidente, la imprenta de 1a imagen sucede a la instalación de los primeros molinos de papel, a finales del siglo XIV, mucho tiempo antes de la invención de Gutenberg. Es posible que se haya impreso en esa época sobre tejidos que servían de frentes de altares, como lo muestra la madera Protat (del nombre del coleccionista que la había rescatado), pieza de madera grabada de una dimensión tal que desborda la de una hoja de papel y que representa un fragmento de la Crucifixión. En torno a 1400, los archivos mencionan cartiers (vendedores o fabricantes de barajas para jugar) o faiseurs de moules (fabricantes de moldes) en Bolonia o en Flandes. El primer molino flamenco funcionó en 1405, pero desde 1403 los pintores de la ciudad de Brujas se quejaban de la competencia de las imágenes que los calígrafos compraban a bajo costo en Utrecht para ilustrar los manuscritos. El grabado en madera más antiguo, una Virgen, descubierto en Brujas, lleva la fecha 1418; un San Cristóbal, descubierto en Manchester, es de 1423. Se trata de imágenes de piedad destinadas a las devociones populares, individuales y no colectivas. Cerca a esas imágenes en papel, aparecen barajas de juego. El pueblo se apodera de las imágenes. Las primeras estampas occidentales eran precisamente, como los charmes orientales, amuletos: se las encuentra cosidas a los vestidos de los peregrinos, e incluso, en Brujas, pegadas dentro de los ataúdes, imágenes paradójicas destinadas a ser vistas solamente en el más allá. La Reforma se levantó contra esas prácticas supersticiosas, renovación de la idolatría congénita a la imagen. En el riesgo del libro La invención del libro impreso con caracteres móviles lleva la imagen a los bagajes de la escritura. Aquélla se vuelve una traducción de ésta, una forma bastarda que se llama “ilustración”. Nada prohibía imprimir juntos los caracteres y las imágenes, talladas sobre una estela o sobre un bloque de madera, en las estampas japonesas o en esos libros xilográficos que, en el siglo XV, precedieron a la invención de los caracteres móviles, para difundir morales populares, las Danzas de los muertos o el Arte de bien morir, pero también planchas documentales como el Calendario de los pastores. La tipografía cambió todo: solamente los caracteres podían ser fundidos en plomo, gracias a su forma estrictamente normalizada. Las imágenes no. Aunque los impresores no se hayan privado de reutilizar motivos intercambiables, viñetas, florones, cintas, culs de lampe*, para adornar o subrayar, en la diagramación, los textos más variados. El libro está hecho para la escritura y, particularmente, la escritura alfabética. La imagen sufre en el libro. Se ve constreñida en la página y sometida al ritmo continuo de la lectura, que no es el suyo. El libro sigue un discurso. Para seguir ese discurso y hacerse relato, la imagen debe convertirse en historieta o en cine. La imagen fija bloquea el relato, contiene el tiempo en su espacio y no en su duración. El grabado en madera, único medio de impresión de imágenes hasta mediados del siglo XV, es incompatible con el plomo de los caracteres móviles, aplanados y sometidos a una presión formidable. El grabado en metal existía, era practicado por los orfebres, quienes grababan por medio de buril metales tiernos e incluso, para los metales más duros, utilizaban ácido, el aguafuerte, que mordía el hierro de las espadas * Culs de lampe: viñeta triangular a final de un capítulo (t).

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para damasquinarlas. En los países ricos donde la metalurgia se desarrollaba, en Nuremberg, en el valle del Rhin, el grabado en metal progresaba. Florencia era conocida por sus “nielles”, placas preciosas cuya pasta de vidrio negro hacía resaltar los finos motivos ornamentales o religiosos, grabados sobre oro y sobre vermeil*. A uno de esos orfebres, Maso Finiguerra, se le atribuye la idea de rellenar sus tallas con negro hollín para sacar pruebas en papel. Lamentablemente, como las xilografías, esas nuevas estampas llamadas en tailledouce (grabado en dulce, grabado en cobre), tampoco convenían al libro, pues estaban grabadas en bajo relieve, mientras que la tipografía imprime el relieve de los caracteres. Para integrar en el libro las imágenes grabadas sobre cuero, había que proceder en dos tiempos y sacar a parte las ilustraciones, para insertarlas en los cuadernillos, en páginas diferentes a las del texto. Es así como el éxito de la imprenta tuvo como efecto poner a la imagen por fuera del texto (“hors texte”), o, de alguna manera, fuera de juego (“hors jeu”), posición marginal en la cual permaneció durante por lo menos tres siglos. Un libro de imágenes debe tener una forma particular, a menudo de mayor formato, en álbum, que privilegia el marco de la imagen, cuadrado o mejor aún oblongo, llamado a la italiana, incómodo para sostener, para hojear y para ubicar en un estante. Las imágenes deben organizarse allí en series más o menos coherentes. Es un álbum, de alba, la página blanca, sobre la cual cada quien inscribe lo que quiere. Así son los cuadernos de dibujo, los libros de viajes, como esos primeros libros xilográficos en los cuales se desplegaban vistas imaginarias de Roma o de Jerusalén, o las Entradas reales, Pompas fúnebres y otras ceremonias en las cuales la imagen abarca la marcha de un cortejo. Arrinconada en una página, la imagen puede ocupar la doble página, pero es entonces quebrada por el pliegue. El libro oriental, con su pliegue en acordeón, se presta mejor a las series de imágenes, favoreciendo así ciertos géneros populares: escenas familiares tratadas en croquis llamadas mangas, itinerarios de peregrinajes, horarios o estaciones. Oriente nunca conoció la separación catastrófica entre texto e imagen, que no está inscrita en el ideograma, y sólo adoptó la tipografía con peores dificultades. Actualmente, no debe sorprender que el Japón haya conquistado el monopolio de la industria fotográfica, de las fotocopiadoras, de las videograbadoras y los scanners, dejando a los occidentales los procedimientos de codificación alfabética. No se trata de una opción económica, sino del efecto de una cultura de la imagen. La reducción al código La época clásica, siglos XVI al XVIII, buscó desesperadamente el sentido de las imágenes en la relación entre ellas y el texto. Hay que corregir “la necesidad que la figura tiene de descender de lo general a lo específico y de lo material a lo formal, por medio de palabras que le fijen una significación particular”, escribía el padre el Padre Le Moyne en L’Art des devises (1666). Dicho de otro modo, hay que evitar que la imagen, que sólo puede mostrar cosas, sea corrompida por lo real. Hay que salvarla de lo particular al cual está sometida y, en un puro espíritu platónico, atribuir lo accidental a lo esencial, hallar lo verdadero bajo la apariencia. Así se desarrolló una amplia tradición de obras eruditas que pretendían reducir la * Vermeil: plata recubierta de un dorado rojizo (t).

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imagen al texto, encontrarle a cada imagen una significación codificada. De esa tradición provienen aún los numerosos manuales que pretenden enseñar la “lectura” de la imagen, encontrarle un “vocabulario” e incluso una gramática. La búsqueda de una lengua universal, la convicción según la cual el mundo es un conjunto de signaturas, nos persuaden de que toda imagen es un mensaje cuya clave hay que hallar. Los jeroglíficos fascinaban a estos eruditos. Se decía que en la isla de Andros, en Grecia, se había hallado, en 1419, un pequeño libro que se reeditó con gran éxito: L’Orus Apollo, cuya primera edición ilustrada, en 1543, pretendía dar un sentido a supuestos jeroglíficos. Todavía en 1828 se lo reeditaba. Algo similar sucedió con los Hieroglyphica de Valerio Bolzani, publicados en Bâle, en 1556, luego en Lyon, en 1602. Florecieron entonces las compilaciones de divisas, de emblemas y de concetti, juegos eruditos en los cuales un texto breve debía dar sentido a una imagen sin repetirla ni describirla, como la salamandra de Francisco I que se podía leer: Nutrisco et extinguo (apago [el fuego] del cual me alimento) o el Plus ultra de Carlos V, acompañado de la imagen de las Columnas de Hércules, signo de que su Imperio no tenía límites. La moda de los emblemas, cuyo origen puede hallarse en la heráldica y el arte de los blasones, se diluyó en géneros muy variados: iconografías e iconologías, de las cuales la más célebre fue la iconología de Cesare Ripa (1593), providencia de los pintores de historia hasta el siglo XIX. El pintor Le Brun publicó un diccionario de las expresiones cuyas formas inventariadas había que seguir. Todo lo no dicho del mundo La doctrina clásica enseñaba que la poesía debía ser en imágenes y que la pintura sería una poesía muda. Un libro vino a poner un poco de orden en todas esas ideas: el Laocoonte, publicado en 1766, por el filósofo alemán Lessing, cuyo subtítulo es Sobre los límites de la poesía y la pintura. El Laocoonte, un grupo esculpido antiguo redescubierto en torno a 1506 que figura, de manera dramática, ese sacerdote de Troya castigado por los dioses, asfixiado con sus dos hijos por serpientes. El rostro convulsivo de Laocoonte, boca abierta, ojos entornados, según Lessing, no puede equipararse al largo grito desgarrador que lanza él mismo en la tragedia de Sófocles. La imagen no es la palabra y no le debe nada a ésta. La lengua puede abstraer, generalizar, dialogar, enunciar el futuro o el condicional. La imagen siempre está en presente del indicativo, global, inmediata. En resumen, el espacio no es el tiempo, y una imagen no es un poema. Los filósofos modernos, de Bergson a Derrida, retomaron esta tesis, al reconocer que la imagen es irreductible al lenguaje. La codificación de la imagen es una tentación permanente que forma aún el fondo comercial de los publicistas de hoy. No se puede mostrar un asno, un zorro o un cocodrilo, sin ver inmediatamente el sentido moral de esa exhibición. La imagen, si es un lenguaje, es un lenguaje en estado salvaje, indisciplinado, es decir, lo contrario de lo que debe ser un lenguaje cuyo principio es estar articulado para permitir el intercambio. Sin embargo, una misma imagen evocará, en una comunidad dada, interpretaciones semejantes en la medida en que compartimos una misma historia, y dará la ilusión de tener el mismo sentido para todos. La imagen actúa como catalizador de esas significaciones mudas, inconfesadas o inconfesables, enterradas o sublimadas, todo lo dicho del mundo. Le compete a los artistas, pero también a los publicistas, los sacerdotes y los políticos, encontrar las imágenes que forman masa, agrupadoras, en las cuales cada quien se reconoce, a veces incluso sin 30

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saberlo y que nos dan el sentimiento de ser únicos juntos. El universo modelizado Si la imagen no halla su fuente ni en otro mundo ni en la escritura, sólo puede inspirarse de la Naturaleza. Todos compartimos esta creencia y, sin embargo, también todos sabemos que la realidad, lejos de gobernar la imagen, puede ser juguete de ella. La imagen de la realidad es siempre un compromiso entre la realidad y lo que queremos ver en ella. Lo particular toma su revancha sobre lo universal, lo momentáneo sobre lo eterno, el accidente sobre lo esencial. A partir de ese instante, toda la historia del arte se resume en un combate entre el idealismo y el realismo, como en la caricatura de Daumier que muestra a un pintor bohemio que cruza el pincel con la lanza de un pintor académico con casco. La pérdida de lo espiritual no significa el triunfo de lo real: todo es hacer proporción y la crítica dio ese debate desde Rafael hasta Manet. Toda imagen es un término medio entre un ideal y una realidad. En Europa moderna, la imagen sólo fue concebida como una herramienta de observación después del redescubrimiento de Aristóteles, cuando el filósofo polaco Witelo (1220?-1275?) escribió su Perspectiva, primer tratado de óptica que estudia las reglas de propagación de la luz. El siglo XIII fue el de las enciclopedias que, bajo el título de Speculum (espejo) se desviaban cada vez más de la explicación basada en las Escrituras para apoyarse en la experiencia e interesarse en las ciencias naturales. La imagen es el proveedor de la ciencia empírica. Si ella no es el lenguaje de la poesía, puede llegar a ser el de las matemáticas. León Battista Alberti, Alberto Durero, Leonardo da Vinci, Luca Pacioli cuadricularon la imagen para inscribirla en reglas de representación capaces de restituir las apariencias y hacerla jugar su papel de real. La perspectiva, que permite restituir en dos dimensiones las apariencias de lo real, y hacer de la imagen, como se decía entonces, “una ventana abierta al mundo”, sigue siendo, no obstante, como lo ha mostrado Erwin Panofsky, una forma simbólica. Desde entonces se acumulan los dibujos de ingenieros, los despellejados anatómicos, las vistas trigonométricas, los herbarios y las cartas estelares. La economía requiere ingenieros, los ingenieros necesitan de las ciencias, y las ciencias necesitan las imágenes. La geometría encuentra en el grabado con buril una traducción en las soberbias planchas de Wenzel Jamnitzer y su Perspectiva corporum regularium, publicada en Nuremberg, en 1568, la anatomía del cuerpo humano en las del famoso tratado de Vesalio, De Humani corporis fabrica, de 1543, y la geografía en el Atlas major del impresor holandés Blaeu, la mayor empresa de edición del siglo XVII. La imagen permite no solamente el trabajo de laboratorio a partir de prototipos, la modelización del mundo, sino que tiene otra ventaja de la que carece el texto: la imagen ignora las barreras entre las lenguas y transmite su saber sin fronteras. El lenguaje de los iletrados, con demasiada frecuencia se olvida que es también el de los eruditos. Maqueta del mundo, la imagen se deja reducir o agrandar fácilmente: microscopio y telescopio, ella permite la comparación teórica, mediante la reducción a la misma escala de los objetos por comparar; el átomo y la galaxia se codean en ella y, en historia del arte, el estilo de la más modesta medalla puede ser comparado con el de una estatua monumental; en imagen, no hay arte menor, como lo proclama André Malraux en su Musée imaginaire. 31

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Dibujos y diseños La imagen científica, a la cual se tiende a agrupar bajo el nombre más trivial de imagenología científica, también se separó de las colecciones que los príncipes y los eruditos reunían bajo el término gabinetes de curiosidades, desde finales de la Edad Media. Las flores desecadas, los animales embalsamados, las piedras preciosas se mezclaban allí con los objetos exóticos, los manuscritos y las estampas. El objeto de colección es ya una imagen, en la medida en que es una muestra que representa una especia o, por el contrario, un caso extraordinario. Es intermediario entre la realidad y la imagen, puesto que, como ella, permite la observación de una naturaleza afinada. De esa observación experimental, lentamente, salió la práctica del dibujo y el impulso de la industria le aseguró ampliamente su fortuna. Los ingenieros necesitan figuras exactas, mientras que los investigadores requieren preparaciones bien hechas. El dibujo se emancipó de los libros, se deslindó de los frescos que adornaban las ricas moradas o las iglesias, como el cuadro lo hizo de las iluminaciones y de los retablos. La palabra dessin (dibujo) adquirió un sentido doble: es el trabajo preparatorio para una obra acabada (pintura, mueble, arquitectura, máquina), pero también es su plan, su proyecto, su dessein (deseo, designio).* En el mundo occidental moderno, el dibujo [dessin] aparece en la Edad Media, grabado sobre pergamino en los cuadernos de arquitectura de Villard de Honnecourt (entre 1230 y 1240), o bajo forma de sinopia, esbozo rápidamente trazado sobre el yeso fresco antes de realizar el fresco, o también en cartones para los vitrales y tapicerías. La historia del dibujo, como la de la imprenta, estuvo ligada a la importación del papel, soporte volante, provisional, que permite una gran diversidad de herramientas y de pigmentos: lápices, tintas, dibujos con aguadas, acuarelas, guachas, carboncillo, minas de plata o de plomo, barritas de pastel, tiza, crayón, piedra negra, etc. El instrumento de la ciencia Mientras que la naturaleza está en constante movimiento, la imagen permanece inmóvil. Ella representa precisamente lo que no se puede ver. Es una prótesis de la mirada cuando registra lo infinitamente lejano o lo infinitamente pequeño, pero también cuando diseca un cuerpo humano, devela un mecanismo oculto, explora el centro del mundo. Es instrumento de laboratorio que nos enseña que la realidad no se limita a lo que percibimos. Incluso los científicos, después de haber instrumentalizado la imagen, desconfían de ella. El abuso de imágenes puede ser peligroso: representar una realidad invisible siempre conlleva un riesgo de error, y muchas imágenes de física o de astronomía sólo tienen un valor pedagógico, que llega hasta falsear su objeto, de tal modo que pueda “dar una idea” a los ignorantes, pero inmediatamente es desmentida por el especialista. Así, más allá de la investigación, la imagen fue una herramienta de vulgarización de las ciencias, que produjo obras maestras de arte como las de Pierre-Joseph Redouté (1759-1840), el “Rafael de las flores” o las planchas de animales del dibujante norteamericano John-James Audubon (1786-1831). En 1739, el abad Pluche publicaba en ocho volúmenes ilustrados su Spectacle de la nature, ou entretiens sur les particularités de l'histoire naturelle qui ont paru les plus propres à rendre les jeunes gens curieux et à leur former l'esprit. El debate acerca del uso de la imagenología científica puede tornarse áspero cuando * Dessin: fr. Dibujo; Dessein: fr. deseo, ánimo, blanco, designio, estudio, finalidad, intención, intencionalidad, intento, objeto, plan, plano, propósito, proyecto, traza, trazado, voluntad (t).

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uno se interroga sobre la oportunidad de comunicar imágenes médicas a las mismas personas representadas en ellas. Cuando a mediados del siglo XVIII, se pretendió poner al servicio de la anatomía las nuevas técnicas del grabado en color –más demostrativas– para representar al natural los despellejados en todos sus detalles, los cirujanos protestaron, prefiriendo a esas planchas aduladoras e ilusionistas los rigurosos realces con trazos en blanco y negro. En 1801, Xavier Bichat sólo veía en ello “monumentos de lujo, en los cuales el brillo exterior oculta un vacío real”. La realidad que estudia la ciencia moderna escapa a la imagen como al espíritu y sólo se expresa a través de símbolos matemáticos. La imagen deja escapar las más pequeñas partículas de la materia; sólo capta las huellas fulgurantes de su trayectoria, y la inmensidad de los agujeros negros sólo es representada por su ausencia. Los colores de las imágenes llamadas de resonancia magnética, o las de los mapas de teledetección, son tan chispeantes como los de las confiterías, no representan la realidad y sólo están destinados a la interpretación. La imagen restituida no es lo que se ve, sino lo que se debería o se querría ver. A veces, en las ciencias más exactas, la imagen describe lo que se imagina y solamente muestra hipótesis. La imagen de la naturaleza sigue siendo un artificio. La más objetiva sigue siendo una mentira, el resultado de un compromiso, como ya lo era entre el hombre y los dioses.

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VI. El milagro de la reproducción En su prospecto para lanzar su Enciclopedia, Diderot preveía, en 1750, un complemento de 600 planchas en dos tomos: publicó doce entre 1762 y 1772. “No acabaríamos nunca, escribe, si nos propusiéramos convertir en figuras todos los estados por los que pasa un trozo de hierro antes de ser transformado en aguja”. Se habría podido creer que esa avalancha de imágenes, reproducidas y difundidas en gran cantidad, arruinaría el valor sagrado de la imagen, fundado en una relación privilegiada, directa, natural o sobrenatural, con un original transcendente. Esto no es totalmente falso, pues la imagen fabricada ante nuestros ojos, expandida por todas partes, confiesa su artificio y se devela como instrumento mediático. La superchería de los iconos, la superstición de las reliquias que los protestantes habían condenado, se convirtieron en evidencias, y ya no es incongruente denunciar las manipulaciones de la imagenología política o publicitaria. Sin embargo, paradójicamente, subsiste aún la idea de un modelo inicial al cual pertenecería la imagen, del cual ella sería el agente y cuya fuerza colectiva nos inspiraría temor o al menos respeto. Cuando el modelo de la imagen es imaginario, hay que admitir que ella no proviene de él, sino que ella lo produce. El papel de la imagen es entonces dar consistencia a ese modelo inexistente. La profusión de imágenes actúa en los dos sentidos: en uno, el número degrada el valor “fiduciario” de la imagen, como una moneda en tiempo de inflación, pero en el otro, él conforta la del modelo, exaltado por la abundancia de sus representaciones. La multiplicación de las grabaciones no ha destruido la imagen de la vedette, por el contrario, más bien ha reforzado el valor de su presencia real, live, como se dice, o “en concierto”, hasta la idolatría. De igual modo, las reproducciones de las obras de arte magnifican su modelo, cuya autoridad es trasferida al artista que hereda ese prestigio. La reproducción, lejos de desvalorizar el original, es heredera de una parcela de su prestigio y refuerza su poder. El ascenso de un arte menor El éxito de las estampas, que acompaña el ascenso del tercer Estado, es contemporáneo de la celebridad del dibujo. El dibujo, herramienta experimental del artista o del sabio, adquiere un valor pleno de objeto de arte, a ejemplo del cuadro. De éste, tiene la autenticidad, que lo asocia a la mano de su creador, la originalidad y la movilidad. Como el cuadro, se convierte en propiedad privada de su comprador, entra en su patrimonio y le confiere un estatuto de aficionado o de erudito. Menos costoso y menos voluminoso que el cuadro, y sin embargo, como él, único, el dibujo honra a quienes pueden adquirirlos en grandes cantidades, coleccionarlos, compararlos, y también exhibirlos. Los coleccionistas de imágenes se multiplicaron al ritmo de la ampliación de la aristocracia y del impulso de la burguesía en el siglo XVI y sobre todo a comienzos del siglo XVII. Las encuestas sobre el gusto por la pintura de ese periodo hacen aparecer la importancia que toman los géneros llamados “menores”, propicios al realismo con los cuales se podía adornar los apartamentos o las casas de campo, en los medios de la nobleza de toga (la que compró sus títulos con sus cargas), los oficiales de la corte y los comerciantes ricos.

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En la lista de los coleccionistas de su tiempo, legada por el más importante de ellos, Michel de Marolles (cuya colección de cien mil estampas, comprada por Colbert en 1666, fue el núcleo del Gabinete de las Estampas de la Biblioteca Nacional de Francia), se vuelve a encontrar las mismas categorías medias: un tercio se compone de eclesiásticos letrados, como era el caso de Marolles, otro tercio eran parlamentarios, el otro provenía de profesiones liberales (profesores, médicos, hombres de negocios, artistas). Esta clientela ávida de imágenes y de obras de arte favoreció la producción de las ilustraciones de grandes obras literarias, paisajes o retratos, que la crítica académica, ligada a la aristocracia, situaba en lo más bajo de la jerarquía de los géneros, para dejar la primacía a los cuadros religiosos, a las escenas de la mitología y a los cuadros de historia, preferentemente bíblica o antigua. El mercado de la reproducción El primer retrato grabado de una plebeya (exceptuando los autoretratos de artistas), fue el de Marguerite Bécaille, fundadora de obras caritativas, elaborado por Louis Desplace, en 1715, según Largillière. La demanda de obras de arte burguesas era fuerte en toda Europa, como parece haber sido creciente también en Japón. Se requerían obras de pequeño formato, de precio modesto, pero que conservaran algo del toque autógrafo del creador, próximas del original también, para conservar el precio y la rareza. Se necesitaban entonces dibujos. Los artistas los aportaron. Los talleres, a decir verdad, estaban llenos de ellos y aunque sólo eran estudios, rápidamente pasaban a manos de los comerciantes de arte. Luego, se podían ejecutar, especialmente para los aficionados y hacer del dibujo en si mismo un género artístico. A falta de dibujo, se compraban estampas, realizadas a partir de un dibujo o como reproducción de un cuadro. Para los aficionados y los artistas, la estampa sólo era un medio de reproducir obras. Todavía en 1791, Quatremère de Quincy, teórico del arte, decía: “El grabado no es y nunca podrá ser un arte”. Así se organizó, en Francia y en Inglaterra principalmente, a lo largo del siglo XVIII, un mercado del arte estructurado y jerarquizado. En Francia, Le Mercure galant pretende, en 1686, publicar “la lista de las bellas estampas que se graban y de los cuadros de donde se inspiran”. En 1704, Le Mercure de France anuncia: “Todas esas estampas son originales, hechas por M. Perelle y otros excelentes grabadores”. En 1718, el comerciante e historiador del arte Pierre-Jean Mariette va a Viena para clasificar los 290 volúmenes encuadernados en cuero rojo de las estampas del príncipe Eugenio de Saboya, (hoy La Albertina). En 1725, Le Mercure de France publica sus primeras críticas de arte (es decir de la pintura). En 1741, aparece la compilación grabada de los cuadros de la colección del riquísimo Crozat, mecenas de Watteau. Miniaturas y pasteles ya habían aparecido en el Salón de 1739, las guachas en 1759. Para reproducir mejor los cuadros, los grabadores utilizan la manière noire, que permite alcanzar los relieves. Pero el procedimiento es largo y los ingleses prefieren el puntillado y la ruleta. Otros procedimientos, como el aguatinta, dan la ilusión del dibujo y respetan las medias-tintas. Sin embargo, para remplazar el cuadro en los interiores opulentos, el grabado debe ser en colores. Ahora bien, para ser en colores, la estampa debía ser coloreada a mano, iluminación preciosa para ejemplares únicos, o procedimiento burdo para las series populares. ¿De qué manera conciliar ambas e imprimir el color en todos sus matices a partir de una plancha? Eso parecía imposible, hasta que Newton, en 1666, observa la refracción de los colores a través de un prisma triangular, y publica, hacia 35

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1672, la demostración de su composición. Todo color puede ser obtenido a partir del negro y de los tres colores primarios: amarillo, rojo y azul. En 1735, JacquesChristophe Le Blon perfeccionó la cuatricromía que exigía (y exige aún) la descomposición de las tintas en cuatro matrices básicas extraídas una tras otra sobre la misma página. Es eso lo único que hacen las impresoras de nuestros computadores y necesitan cuatro cartuchos diferentes. Esa práctica se convirtió en una pasión: para reproducir cuadros y dibujos, se vio aparecer la estampa a la manera del lápiz, en 1759, a la manera del dibujo con aguada, en 1766, a la manera del pastel, en 1769, a la manera de la acuarela, en 1772. La democracia de los gustos y los colores El Cabinet des singularitez d'architecture, peinture, sculpture et gravure, de Florent le Comte, primer manual para los aficionados, apareció en 1699. En ese mismo año, Roger de Piles publicaba una teoría de la pintura. Es la época de las primeras ventas de arte públicas y de la aparición de los primeros grandes comerciantes de pintura y de estampas. El primer Salón, exposición nacional que, en el Louvre, en los locales de la Academia, tenía el monopolio de la pintura, tuvo lugar en 1727. Después de 1730, las ventas se multiplican, las estampas circulan de colección en colección. Se publican los catálogos de los artistas favoritos, como Bernard Picart, en 1750. El comerciante Basan escribe en 1767: “Me di cuenta desde hace varios años que los catálogos de ventas de estampas eran buscados afanosamente”. Los años 1750 marcan ese instante en el cual la burguesía se apodera del arte bajo la forma de un mercado: la imagen, en una sociedad que busca su jerarquía, se convierte en un marcador social según el cual cada quien inscribe sus ambiciones y su concepción del mundo. La imagen artística, a través del estilo de los artistas, los temas abordados, la rareza de las obras y la naturaleza más o menos lujosa de los soportes se convierte en el propagador de las ideologías, que la crítica transforma en campo de batalla y el mercado en ostentación de las fortunas. En 1750, el alemán Baumgarten publicó una obra cuyo título dio nacimiento a una disciplina: Aesthetica. El comerciante Charles-François Joullain anota en sus Réflexions sur la peinture et la gravure, en 1786: “El número de comerciantes aumentó [...] hasta tal punto que sorprende, tanto más cuanto apenas se podía sospechar de dónde habían salido en tan poco tiempo.” El arte, librado a eso que se llama la “dictatura del mercado”, pasó del régimen aristocrático (cuya doctrina rezaba que, en materia de gusto, el rey sólo se permite el suyo propio) al régimen democrático (en el cual Zola, crítico de arte, podía decir que el Salón era una vasta confitería en la cual se hallaba bombones para todos los gustos). Mientras tanto, Francia había vivido tres revoluciones. La imagen es para todos, pero cada clase tiene las suyas. La jerarquía social se ve estructurada por la jerarquía de imágenes que cada quien posee, por sus colecciones o por su decoración, según su grado de autenticidad, de rareza y de preciosidad, como lo cuenta Marcel Proust al comenzar Du Côté de chez Swan, a propósito de su abuela: “Pero en el momento de la compra, y aunque la cosa representada tuviese un valor estético, ella encontraba que la vulgaridad, la utilidad, recobraban demasiado rápido su lugar en el modo mecánico de representación: la fotografía. Ella intentaba maniobrar con astucia, cuando no eliminar íntegramente la trivialidad comercial, al menos reducirla, substituirla lo máximo posible por mucho más arte, introducir como varias ‘capas de arte’...”. 36

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La teoría del reflejo Es curioso constatar que otro mundo, el Japón, conoció una evolución semejante de la imagen de arte, practicada con tanto más cuidado pues su escritura ideográfica ya era un arte plástico; además, allí la religión no había lanzado las mismas prohibiciones y la relación con la naturaleza no supuso los mismos controles. Las estampas japonesas, talladas sobre madera e impresas por el sistema de sello con tintas más fluidas, se expandieron durante el siglo XVIII entre una nueva burguesía que, como la de Europa, aportó el color y el gusto por los “pequeños géneros”, preparando así el advenimiento de las clases mercantiles que debían destronar el antiguo régimen y abrirse a la occidentalización. Así se confirmaba lo que se llama la “teoría del reflejo”, que considera que la imagen artística, independiente del aporte personal de su autor, es siempre la imagen de la sociedad en la cual aparece. Todo el mundo se pone de acuerdo: Marx y Napoleón III estaban de acuerdo en eso. Y sin embargo, esta evidencia plantea problemas: ¿De qué manera ciertas imágenes pueden reencontrar un sentido en épocas y en medios tan lejanos? ¿Por qué, por ejemplo, e1 arte japonés encontró tal admiración en la Europa de finales del siglo XIX? O mejor aún, ¿por qué las máscaras africanas, de las cuales se ignoraba todo, encontraron una nueva vida en los talleres de los pintores cubistas? La imagen artística atraviesa las fronteras y las lenguas según ese fenómeno que se ha llamado sucesivamente renaciemientos, renewals, revivals, supervivencias, (la nachleben de Warburg) o también conversion (Didi-Huberman), y que Malraux llamó el doble tiempo del arte, (el de su creación y el de su recepción) o metamorfosis. Sin embargo, no es esta lengua universal la que se espera siempre: las formas pueden olvidarse o permanecer mudas. Rembrandt no tenía solamente admiradores entre los de Rafael. Los historiadores deben explicar de qué manera ese famoso “reflejo” funciona en la larga duración con esos eclipses. Otro argumento socava la teoría del reflejo: realmente parece que la imagen no es el espejo pasivo de una coyuntura: ella juega allí un papel activo que contribuye a construirla o a hacerla evolucionar. Propaganda, instrucción, información La mecanización de la reproducción y su industrialización fueron un agente eficaz de la democratización mediante la instrucción y la información de las masas. Desde el siglo XVI, la imprenta de la imagen fue movilizada para la propaganda de ambos campos de las Guerras de religión. Tuvo sus historiadores, como Tortorel y Perrissin, quienes publicaban en grabados, en maderas rústicas, pero económicas los episodios notables. Tuvo sus coleccionistas, como Pierre de L'Étoile, que juntó todo lo que encontraba en venta en el Pont Neuf y todo lo que circulaba como volante, para conservarlo como testimonio. En el siglo XVII, el praguense emigrado en Londres, Wenceslas Hollar, o el holandés Romeyn de Hooghe, contra la conquista de su país por Louis XIV, expusieron en aguafuerte la crónica de su tiempo. La Revolución francesa fue también una guerra de las imágenes, caricaturistas ingleses contra los sans-culottes sanguinarios. Los Tableaux historiques cuentan en imágenes el día a día de los acontecimientos parisinos y Boyer de Nîmes conservaba celosamente las Caricatures de la Révolte des Français. El pueblo también quería sus imágenes. Una imaginería popular, grabada en madera y

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coloreada, se desarrollaba en los centros regionales, entre los cuales, el de Epinal, el más célebre de Francia, conoció su apogeo a comienzos del siglo XIX, difundiendo la moral y la historia del Imperio. La imagen popular, siempre sospechosa de pereza y de frivolidad ante los clérigos, conoció sus defensores entre los pedagogos. El checo Comenius había publicado en 1658 uno de los primeros métodos de aprendizaje de la lengua mediante la imagen. De igual modo en 1693, el filósofo inglés Locke anotaba, a propósito del joven lector, en su obra Algunos pensamientos sobre la educación, que “... si su ejemplar de Esopo contiene ilustraciones, eso lo divertirá mucho más y lo animará a leer”. Si la imagen suscitaba, y suscita aún, tantas reticencias, es porque ella es indócil. Sin estar rigurosamente codificada, es sentida antes de ser comprendida. No se aprende como una lengua y escapa a la férula de los maestros. El mundo de la educación le fue por mucho tiempo hostil y, a comienzos del siglo XX, Anatole France reprochaba todavía a sus maestros “que enseñaran a topos”, como algunos todavía hoy. La necesidad de imagen era no obstante irreprimible: las guías de viaje, los canards, esas hojas sensacionalistas ancestros de nuestros tabloides, los calendarios, las réclames (hojas publicitarias) y los tracts (hojas volantes) hacían penetrar la imagen en los hogares modestos. La imagen impresa, incluso en los interiores burgueses, había remplazado las tapicerías en forma de papel de colgadura, cuya moda se expandió después de 1760, lo que exigió la instauración de una pesada industria hecha de maderas grabadas ensambladas y de largas mesas de impresión que todavía pueden admirarse en el museo de Rixheim. La técnica utilizada para producir esas imágenes panorámicas estuvo en el origen de los primeros afiches ilustrados en colores chillones, exhibidos por primera vez en los muros de París, hacia 1840, por obra del impresor Jean-Alexis Rouchon. La “réclame” que hasta ese momento se expresaba únicamente a través del texto, se adornó con llamativas imágenes que transfiguraron los paisajes urbanos. En 1858, Jules Chéret triunfaba con sus afiches litografiados en colores azucarados y, hasta finales del siglo, muchos coleccionistas fueron contagiados por la affichomanie. Los anunciadores todavía lo están. El tiempo de la prensa y de las actualidades La prensa tardó en integrar la imagen, cuya producción era larga y costosa, y solamente en 1789 apareció un periódico ilustrado, Le Cabinet des modes, publicado en Amsterdam, que insertaba en sus cuadernillos, cada quince días, dos aguafuertes coloreados a mano. Sin embargo, ni las maderas grabadas ni el grabado en cobre (tailles-douces) permitían una producción rápida. Únicamente la litografía, inventada en 1796, pudo dar nacimiento a una prensa de actualidad ilustrada. La demanda de imágenes para todo uso había estimulado a los inventores y las técnicas de reproducción se multiplicaban. Nació la idea de grabar sobre acero para imprimir los billetes de banco, para el caso del dólar americano. El grabado en aguafuerte sobre acero permitió alargar los tirajes e ilustrar con abundancia libros destinados a las clases medias, novelas, viajes, enciclopedias. El inglés Thomas Bewick practicó, a partir de 1790, el grabado en madera de bout. Técnica que consiste en trabajar con buril sobre madera, en sentido contrario al hilo, para obtener planchas muy resistentes que permiten ilustrar diccionarios, manuales y sobre todo magazines. Un empresario audaz, Charles Knight, lanzó en 1830, con éxito, el Penny magazine, y en 1833, la Penny Cyclopaedia, inmediatamente imitado por el francés 38

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Édouard Charton con Le Magasin pittoresque que, gracias a varios equipos de grabadores en madera, relevándose día y noche, y dos máquinas a vapor, podía ilustrar 8 páginas e imprimir 1800 páginas por hora, con un tiraje semanal de 100000 ejemplares a dos centavos. Esta avalancha de imágenes a bajo precio inquieta a los letrados: “Dónde encontrará refugio el buen gusto, si se inunda de esta manera al pobre público?”, exclama un crítico. La industrialización de la imagen apenas acaba de comenzar. Después de 1835, la galvanoplastia permitió cubrir las placas grabadas con una película metálica dura y así imprimir grabados a gran tiraje. El empleo del papel mecánico fabricado en rollo y ya no hoja por hoja abría la vía de los grandes magazines semanales ricos en imágenes espectaculares. El primero fue el Illustrated London News en 1842. La primera página de su primer número mostraba el incendio de Hamburgo: debido a los afanes, un dibujante había añadido las llamas a una vieja vista de la ciudad. La primera imagen de actualidad era ya fruto de un truco. Un año más tarde, este ilustrador fue imitado en Francia por L’Illustration. La verdadera novedad del siglo XIX fue la invención de la litografía por el alemán Aloïs Senefelder. Un simple dibujo en pastel sobre una piedra que retenía la tinta ofrecía por fin la posibilidad de dibujar en lugar de grabar, es decir, imprimir directamente cualquier escritura o cualquier imagen, como sobre un manuscrito. El divorcio entre el texto y la imagen había terminado. La litografía fue inmediatamente empleada para reproducir mapas geográficos, partituras musicales, pero sobre todo imágenes baratas acusadas de mal gusto, portadas de novelas, caricaturas... en una época en que las masas acceden a la política. Ella permitía también a los pintores románticos, como Delacroix, hacer obras populares y a los académicos difundir ampliamente la reproducción de sus obras maestras. Fue gracias a la litografía que pudo aparecer en París, en 1832, Le Charivari, primer cotidiano ilustrado, con un tiraje de 3.000 ejemplares, que publicaba las cargas republicanas de Honoré Daumier.

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VII. Fotografía: ¿la adherencia a lo real? La fotografía no fue una invención más. Como sucede actualmente con Internet, la invención de la fotografía provocó un entusiasmo sin medida. Bruscamente, la realidad se imponía como referencia directa de la imagen. El hombre ya no tenía que intervenir: la foto, escribe, Roland Barthes, adhiere a la realidad. En esa fórmula hay una gran verdad y un gran error. Es cierto que la foto sólo puede reproducir la realidad: no se puede fotografiar un sueño, excepto si primero se lo representa en la realidad. Las fotos llamadas “abstractas” sólo son las imágenes de una realidad que se ha vuelto irreconocible. También es cierto que lo que se capta en la foto es todo lo que capta el objetivo, incluso lo que el fotógrafo no vio, aquello que él hubiera querido expulsar de su campo visual. En 1945, el reportero ruso Khaldei immortalizó al soldado que tomó por asalto el Reichstag en Berlín, sin darse cuenta de que él exhibe inocentemente sobre su brazo glorioso los relojes de pulso robados al enemigo, los mismos que hubo que borrar de la imagen. Todas las fotos de prensa, o casi todas, son objeto de retoques antes de la publicación: los lunares de las modelos, los postes que afean el paisaje. No hay foto sin realidad. Sí, la realidad adhiere a la foto. Creer que la foto es la copia conforme de la realidad es, no obstante, pura ingenuidad, pero tiene que ver también con esa vieja concepción mágica de la imagen como modo de existencia de la realidad. Ella despierta nuestra vieja creencia encantada en la consustancialidad entre la imagen y su modelo, tanto más cuanto que la imagen fotográfica es el resultado de una emanación física, luminosa, de un modelo que, necesariamente, existe. Nos da dificultad deshacernos de esa creencia tenaz según la cual nuestra imagen nos pertenece y nos es arrebatada. Al permitir las imágenes automáticas del photomaton* o las de las cámaras de video-vigilancia, la foto nos oculta su juego al hacernos creer en su objetividad. La digitalización, al anteponer el artificio de la imagen y la posibilidad de rediseñar una fotografía, nos ha abierto los ojos sobre el “efecto de real”. Hay que admitir que detrás de cada objetivo, incluidas mis gafas, hay una expectativa y una escogencia. Mientras llega la foto La fotografía no nació como caída del cielo, ni siquiera en la cámara obscura del ingenioso Nicéphore Niépce. Ya la voluntad, que hemos seguido desde el siglo XIII en Occidente, de juzgar la imagen según su fidelidad a las apariencias y a la exactitud de su observación, anunciaba la fotografía. El mercado del retrato siguió la curva ascendente del poder de la burguesía, ligado a la promoción de la imagen corporal de cada quien. Los salones de la segunda mitad del siglo XVIII, en Londres y en París, se llenaban de miniaturas y de medallones. La moda era la de las siluetas recortadas por un virtuoso en un papel negro, de los retratos caligrafiados del “famoso Bernard” que esculpía un rostro hábilmente de un sólo trazo y que incitaba a los aficionados a “hacerse escribir”. Poco antes de la Revolución, Gilles-Louis Chrétien hacía correr todo París hacia los jardines del Palais Royal con sus fisiono-trazos, ancestros del photomaton. Un brazo articulado reportaba el perfil de la persona sobre una pequeña placa de cobre que se tiraba * Photomaton: en Francia, cabina que permite tomar y revelar fotos automática e instantáneamente (t).

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al agua-fuerte: seis minutos de pose y cuatro días para entregarle al cliente una docena de pruebas de cinco centímetros de diámetro, sumariamente coloreados a mano. Cien fisionotrazos fueron presentados en el Salón de 1793, 600 en el de 1796. Todos los componentes de la fotografía estaban reunidos. La propiedad de la cámara oscura de proyectar los reflejos invertidos sobre el fondo de una caja negra con un agujero ya era conocida por Aristóteles. Así se fabrican todavía cámaras primarias, con el nombre de estenopos o cámaras estenopeicas. Las aplicaciones del dibujo con cámara clara, a través de un marco cubierto con un papel translúcido cuadriculado, para calcar la copia de un paisaje y facilitar la captura de la perspectiva, habían sido estudiadas en el siglo XVII por Abraham Bosse, grabador y matemático. El ennegrecimiento de sales de plata por medio de exposición a la luz era utilizado para transmitir mensajes secretos, y la capacidad del hiposulfito de sodio para fijar esas imágenes virtuales había sido demostrada en 1802. Hacia 1817, lo que buscaban Nicéphore Niépce y muchos otros era reportar esas imágenes naturales directamente sobre una piedra o un zinc litográfico para poderlas imprimir. Lo que diez años más tarde consiguió Niépce, sólo respondía de manera parcial a sus expectativas. No solamente sus imágenes bastante vagas eran en blanco y negro, sino que no eran reproducibles. Murió en 1833 legando a su hijo ese semi-logro. Hacia 1760, Marie Tussaud había aprendido por el médico Philippe Curtius el arte de esculpir bustos de cera, mediante el cual se resucitaba las efigies mortuorias romanas, e hizo de ello una atracción en París, en el Palais Royal, antes de ser condenada, bajo la Revolución, a ser decapitada, luego perdonada y exilada en Inglaterra donde su teatro de celebridades de cera atrajo las muchedumbres. La fascinación por la semejanza invadía al pueblo. Los espectáculos llamados Panoramas, decoraciones inmensas que, a partir de grandes efectos de luz y sombras, reconstituían la batalla de Austerlitz o una aurora boreal, eran el furor en los bulevares parisinos. Uno de sus empresarios, Jacques-Mandé Daguerre, perfeccionó el procedimiento de Niépce y obtuvo una imagen fijada sobre metal a la que bautizó daguerrotipo. Vendió su patente al Estado que “hizo don a la humanidad”, es decir a los industriales y los aficionados que quisieran explotarla. Francia descubría el liberalismo, la libre empresa y su divisa: “¡enriquézcanse!”. El anuncio del descubrimiento fue hecho de forma solemne el 7 de enero de 1839 ante las cinco academias reunidas, por el diputado de izquierda y célebre físico François Arago, cuyo discurso lírico profetizaba: “Veremos pronto las bellas estampas que sólo se encontraban en los salones de los ricos aficionados, adornar hasta la humilde morada del obrero y del campesino”. No se equivocaba. Sin embargo, así como las “heliografías” de Niépce, el daguerrotipo tampoco era reproducible, lo que constituía una limitación mayor para su industrialización. La fotografía, tal como la conocemos, la debemos al inglés William Henry Fox-Talbot, quien logró, en esa misma fecha, sensibilizar un papel translúcido, el “negativo”, del cual se podían sacar tantas pruebas como se quisiera. No sin dificultades: le llevó dos años, de 1844 a 1846, publicar un libro cuyo título es significativo, Pencil of Nature, que contenía 24 planchas pegadas en cada ejemplar. Ni Talbot ni Daguerre respondían verdaderamente a las expectativas de imprimir las imágenes fotográficas. Se necesitó otro medio siglo para llegar a ello. La daguerromanía La primera pregunta que plantearon los senadores, el día en que Arago les propuso que el Estado adquiriera la prodigiosa patente, fue: “Pero, ¿hace el daguerrotipo el retrato?” Esa 41

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pregunta ansiosa resume todo el desafío de la imagen humanista. Desafortunadamente, todavía lo hacía mal: los largos tiempos de pose, la exposición al sol necesaria, transformaban las poses en sesiones de tortura, lo que no impidió el furor de la daguerromanía. Las principales víctimas de la fotografía fueron los pintores y los grabadores de reproducción. Sus inquietudes legítimas y los pronunciamientos violentos que hicieron en contra del “instrumento-espejo”, revelan hasta qué punto la ideología de la imagen ilusionista se había convertido en un dogma. El respeto por la naturaleza debía, desde Rafael, negociar con la idealización de las formas, frágil compromiso que los “realistas” consideraban como una hipocresía. La aparición de la fotografía provocó la caída de las máscaras. Con respecto a la reverencia hacia la naturaleza, el idealismo se vio como una mentira piadosa. Por su parte, el realismo debía confesar que buscaba, no tanto representar la naturaleza tal como es, lo que la fotografía también hacía bien, sino más bien promover el gesto personal del artista y dramatizar un mundo en movimiento, tal como lo representaban Turner o Goya. La imagen de arte, cuadro, dibujo, estampa, liberada de toda regla ligada a un orden fijo del mundo, se convertía en el terreno de batallas simbólicas, y en un poderoso marcador social para las sociedades democráticas cuya jerarquía ya no estaba inscrita de antemano en gustos obligados. La fotografía fue inmediatamente comprometida en ese debate. ¿Se trataba de un arte? Los fotógrafos se pretendían artistas, y ciertamente algunos lo eran, sin importar el sentido que se le diera a la palabra, creador o artesano. Sin embargo, la fotografía debía su éxito a su capacidad de copiar mecánicamente su modelo. Torpe cuando se trataba de fijar el movimiento, antes de poder recurrir al procedimiento del colodión, inventado por Frédéric Scott Archer, en 1851, la foto se convirtió de todas maneras en sinónimo de testimonio irrecusable, victorioso sobre el lenguaje: “Una descripción es cosa imposible, me veo entonces obligado a remitirlos a mis fotografías para darles una idea precisa”, escribe Auguste Salzmann, en 1856, como prefacio a su álbum sobre Jerusalén. Los retratos en “tarjetas de visita”, los álbumes de viaje, de botánica o de medicina lo manifiestan inmediatamente. La foto se convierte en un arma política: Gambetta la utiliza para sus campañas. Sin embargo, de este orador fogoso sólo quedan retratos como padre de familia. Murió en 1882, poco antes de que se expandiera el uso del gelatinobromuro. Este procedimiento, perfeccionado por Richard Leach Maddox en 1880, abreviaba los tiempos de pose hasta lo instantáneo, progreso indispensable y que abre la vía hacia la foto de reportaje. Los últimos resplandores del grabado La fotografía condenaba a muerte el grabado de reproducción, pero su agonía fue larga. Mientras que la fotografía no pudiera imprimirse, su invención seguía estando incompleta. La industria esperaba. Procedimientos maravillosos fueron ensayados sin cesar. El primero data de 1842. Apareció en el primer volumen de las Excursions daguerriennes de Hippolyte Fizeau, en el cual se yuxtaponen planchas grabadas y aguafuertes sobre cobres sensibilizados a partir de fotografías. En 1856, un mecenas, el duque de Luynes, lanzó un concurso para estimular los descubrimientos, pero el premio solamente pudo ser atribuido en 1867, a Alphonse Poitevin por sus magníficas, pero todavía caprichosas, fototipias, delante de Charles Nègre, premiado por sus no menos magníficos, pero igualmente costosos, heliograbados. Las delicadas fotoglitipias podían ser impresas en 2000 ejemplares. Algunos impresores se 42

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habían equipado para este ejercicio difícil. Un manual de la época lo describe así: “En los talleres de M. Goupil et Cie, en Asnières, cinco series de seis prensas cada una, están ubicadas sobre sendas mesas circulares y giratorias. Cada una de las mesas es maniobrada por una persona que entinta y carga sucesivamente las seis prensas haciendo girar la mesa”. Desafortunadamente, ese procedimiento tenía un costo disuasivo y fue abandonado. Los clichés tirados y pegados uno por uno sobre cartones seguían siendo, al fin de cuentas, el medio menos arriesgado para editar las fotografías. Por perfectos que fueran, esos procedimientos no soportaban la producción masiva. Poco a poco se renunció a las finas fototipias, proveedoras de tarjetas postales, y a los heliograbados aterciopelados, inspirados en el aguatinta. Los periódicos ilustrados recurrían a dibujantes cuyos dibujos debían ser pacientemente grabados en madera o en acero para luego ser impresos. Así, Constantin Guys dibujó para la prensa la guerra de Crimea, mientras que los fotógrafos Roger Fenton, para la reina Victoria, y Eugène Mehedin, para Napoleón III, la cubrían con pesadas cámaras, sin poder imprimir sus imágenes. Los grabadores de reproducción conocieron entonces una época gloriosa, pues eran los únicos que podían responder a la inmensa demanda de imágenes: reproducciones de cuadros célebres, vistas turísticas, planchas técnicas, imágenes piadosas, etc. El litógrafo Lemercier poseía cien prensas en París, Georges Baxter lanzó en Londres sus populares Baxter prints y la empresa Currier and Ives desarrolló en Estados Unidos una pesada industria de la cromolitografía de colores llamativos. Más duro será el declive de esas industrias a finales del siglo XIX, después de los progresos que permitieron, por fin, imprimir las fotografías en grandes tirajes. El milagro de la trama El retrato del científico Chevreul, en el momento de su centenario, fue la primera fotografía impresa en un diario francés, el 1° de octubre de 1886. Pero el prestigioso semanario L'Illustration esperó diez años más, antes de pasar del grabado al fotograbado. Este éxito se había vuelto posible gracias al empleo de la trama, perfeccionada en Estados Unidos y en Europa a comienzos de los años 1880. La fotografía tramada reduce la imagen a una multitud de puntos que, más o menos entintados, permiten recuperar los medios-tonos, los modelados y todos los matices de grises que la imagen necesita para no ser reducida a un trazo. Las líneas de nuestros televisores y los pixeles de nuestros computadores proceden de la misma manera. El similigrabado, tramado por puntos, más o menos amplios, como tantos relieves sobre los cuales la tinta se fija, podía ser utilizado en medio de textos tipográficos. El resultado era mediocre, pero suficiente y rápido. En 1890, se intentó utilizar la mordida al aguafuerte para obtener, a través de una trama, cavidades imperceptibles que retuvieran más o menos tinta según el procedimiento del heliograbado, que entregaba efectos más fieles, pero debía ser impreso aparte. También se pudo partir de la litografía, tramada y transferida sobre aluminio para llegar al procedimiento más corriente hoy: el offset. Esos procedimientos podían adaptarse a los cilindros metálicos de las rotativas y dieron nacimiento a la gran prensa de información. Los periódicos norteamericanos Collier’s o Leslie’s se los apropiaron. El rotograbado fue utilizado por primera vez en el Freiburger Zeitung en 1910. Acaba de comenzar la era de los “mass-media”, cuya expansión vivimos en permanencia. Las primeras agencias de prensa nacieron en París en 1905 y los reporteros fotógrafos, Félix Man o Erich Salomon, se volvieron célebres, mientras que Edouard Bélin inventaba, en 1907, el belinógrafo que, al transformar los puntos negros y blancos de la 43

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fotografía tramada en impulsos eléctricos, podía transmitir imágenes a distancia, dispositivo que tuvo su versión portátil en dos maletas de 73 k., que se embarcaba en coche. En 1935, se requerían 14 minutos para transmitir una foto. Era mejor que el telégrafo óptico, que la Convención había encargado a Claude Chappe y que unía París con Lille, en 1793, a través de 534 estaciones que se observaban mediante binoculares, si hacía buen tiempo. En 1869, Louis Ducos de Hauron y Charles Cros habían revelado simultáneamente sus pruebas de fotografías en colores, siempre por descomposición de los colores primarios. En 1903, los hermanos Lumière perfeccionaron un procedimiento de foto en color particularmente sensible: el autocromo. El millonario y humanista Albert Kahn dotó a sus operadores con esta técnica y los envió, entre 1909 y 1931, a constituir el primer banco mundial de imágenes: Los Archivos del planeta, 76000 fotos y 180 kilómetros de películas, siempre conservados cerca de su jardín japonés y de su bosque vosgiano de BoulogneBillancourt. Los perfeccionamientos de la imagen nunca terminaron. En 1881, George Eastman creó la Eastman Dry Plate Company, que se convertiría en Kodak y produciría en 1888 una cajita portátil provista de una película de cien vistas que costaba 25 dólares y exhibía el eslogan: “Tic tac, apoye sobre el botón, Kodak hace el resto”. Treinta ejemplares y nada más La posibilidad de reproducir masivamente las imágenes, según Walter Benjamin, debía hacer palidecer el aura de la obra original. Se produjo lo contrario. Rápidamente, la difusión popular de las imágenes dio nacimiento a un mercado raro de la imagen, cuyos nuevos aficionados parecían necesitar, para calificarse a sí mismos y, en un mundo democrático de individuos indiferenciados, reconstituir una nueva nobleza. El grabado llamado “original”, el que se distingue de una simple reproducción y sólo obedece a su autor, poco a poco se abrió un lugar en el mercado del arte. Entre el cuadro de caballete, cuyo éxito no dejó de aumentar, y el prospecto litográfico, toda una gama de reproducciones se adaptaba a la diversificación de los públicos, del dibujo de prensa y del “cromo” al “póster” y a la estampa de pintor. El artista firma esas imágenes impresas como si se tratara de dibujos (como lo hicieron los impresionistas después de 1874) y limita cuidadosamente su tiraje a pocos ejemplares. Incluso a veces, paradoja última, como Degas, hace monotipos, imágenes impresas en un sólo ejemplar. Un decreto francés de 1992 exige que una estampa, para ser original y escapar al régimen de los productos industriales, sea hecha por el artista mismo y que su tiraje sea sólo de algunos ejemplares. Para la fotografía, arrastrada también hacia el mercado del arte, el número de pruebas se fija en 30. La número 31 excluye el conjunto de la categoría de los objetos de arte. Mucho antes de la invención de la fotografía, los artistas habían tomado distancia. No todos fueron aplastados por la avalancha. Lejos de las profecías que predecían su pérdida, hallaron, como contrapunto de la imagen ilusionista o documental, un dominio en el cual ellos eran los únicos amos. El arte pictórico se define entonces abiertamente como una invención capaz de evocar todo el espectro de lo imaginario, hasta la abstracción, componer otro mundo y no un substituto del mundo. La fugacidad del movimiento, la evocación del tiempo que pasa, se convirtieron en temas mayores de los pintores y de los grabadores. Se afirmaron, ya no en dar la impresión táctil de objetos fijos y delimitados en el espacio, que tienen, de acuerdo con las economías tradicionales, un asiento inmobiliario o de propiedad raíz, sino en la representación del valor del instante y de lo inestable, de lo íntimo y de lo trivial, ya se trate de los efectos climáticos de los impresionistas o de las asimetrías del 44

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ukiyo-e, esas “imágenes de un mundo efímero y móvil”, apreciadas por los japoneses y que Occidente descubre con embelezo después de 1860. Es la época de Bergson y sus Données immédiates de la conscience (1889), de la teoría de la relatividad de Einstein (1905), de À la Recherche del temps perdu de Proust (1913). La imagen da cuenta de un mundo móvil, en el cual todo cambia y todo se intercambia. La belleza absoluta de las viejas jerarquías cedió el lugar a la estadística. La matemática triunfó sobre el lenguaje. En el cambio de siglo, la imagen está por todas partes: el afiche la pega sobre los muros, la pintura y la estampa la vuelven prototipo del objeto de arte singular, la ciencia hace de ella una de las herramientas más importantes de sus increíbles progresos. Sólo le falta el gesto y la palabra.

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VIII. Del teatro de sombras al magnetoscopio En Indonesia, en Tailandia, en Camboya, el teatro de sombras en el que actúan marionetas translúcidas sabiamente articuladas es un arte de una extraordinaria sofisticación, que cuenta las epopeyas nacionales a un público fascinado por la pantalla. El deseo de hacer mover la imagen habita nuestro espíritu. Muestra sombra proyectada por los rayos del sol es una imagen elemental que vuelve a suscitar, en negativo, la pregunta por el espejo y por las relaciones consubstanciales entre nuestro cuerpo y nuestra imagen. El teatro de sombras conoció en Francia su bella época, antes de 1900, en el cabaret Le Chat noir, en Montmartre. Las sombras chinas inspiraron a los inventores, entre ellos al jesuita Atanasio Kircher, quien sigue siendo uno de los más prolíficos. En 1668, entregó el diseño de la linterna mágica. Basta una fuente luminosa, vela o aceite, una placa de vidrio con escenas burdamente coloreadas, un objetivo que las proyecta, aumentadas, sobre un muro blanco. Otro científico, Johannes Zahn, quería, en 1702, insertar en las placas organismos vivos. A partir de ese dispositivo simple, que fue durante mucho tiempo la providencia de los pedagogos y la felicidad de los niños, Etienne-Gaspard Robert, llamado Robertson, realizó su fantascopio, maquinaria que permitía hacer mover la linterna y obtener en pantalla grande ciertos efectos que, en 1798, provocaban escalofrío en el público. Como la foto, el cine tampoco se dio por generación espontánea. Durante todo el siglo XIX algunos ingenieros hicieron girar las imágenes. En una sola vitrina del museo del Conservatorio nacional de artes y oficios de Francia, se puede observar, uno al lado del otro, el fenakistiscopio de Joseph Plateau (1832), el praxinoscopio de Emile Reynaud (1879), basados en el fenómeno de la persistencia retiniana que pretende que al hacer desfilar muy rápido imágenes fijas, éstas dan la ilusión de animarse, el taumatropo de John Ayrton (1825), el poliorama de Armand Lefort (1849), el fotobioscopio (1867), el zootropo (1870) y el lampascopio (1880). En 1894, Thomas Edison había lanzado sus kinetoscopios, aparatos individuales en los cuales archivos de imágenes rotativos eran acelerados para contar una historia en imágenes. En 1896 fueron registradas 126 patentes de dispositivos para la proyección de imágenes animadas. Demasiado tarde. Los hermanos Louis y Auguste Lumière habían registrado su patente el 13 febrero de 1895 y el 28 de diciembre presentaron en el Gran Café, bulevar de los Capuchinos, el cinematógrafo. Su invención decisiva suponía el uso de una película suave y la sincronización del mecanismo delicado que gobernaba el desfile regular de las fotografías a 15 imágenes por segundo, tanto en la toma como en la proyección, ambas realizadas con el mismo aparato provisto de una linterna, multiplicando así el “efecto de real”. Ya el gesto estaba atrapado. Faltaba la palabra. Incluso compuesta como un discurso y respetando su orden y sus figuras, la imagen seguía siendo una “poesía muda”. Como en el teatro, había que acompañar la proyección de la película con una representación musical, mientras se lograba armonizar los soportes: cilindro, disco, bobina, película, y sincronizarlos. También se encuentra los mismos apasionados descubridores: Charles Cros, quien hizo imprimir la primera fotografía en color (la reproducción de un cuadro de su amigo Edouard Manet del Salón de 1882), inventó el paleófono, mientras que Edison abría en 1876 su compañía, de dónde salieron el fonógrafo, el telégrafo y el micrófono. En 1901, Léon Gaumont registró la patente de un cronófono, inaugurando así el siglo del audiovisual

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y realizó en 1910 la primera grabación simultánea de sonido e imagen: la conferencia del profesor Arsène d’Arsonval, célebre físico especialista de las aplicaciones médicas de la electricidad. El cine fue sonorizado en 1919. En 1927, para Le Chanteur de jazz, el cine había aprendido a hablar. La retórica del movimiento Ligada al sonido, la imagen animada ya no es de la misma naturaleza que la imagen fija. La primera se inscribe en la duración, tiene un comienzo y un fin. Quiéralo o no, toma la forma de un relato y se emparienta al mismo tiempo con las artes del lenguaje y con las artes gráficas, que Lessing separaba en artes del tiempo y artes del espacio. La imagen animada no es una imagen fija mejorada. La imagen fija y la imagen animada no son intercambiables. La reproducción del retrato, del paisaje, de la arquitectura, de los objetos de arte, e incluso de la escena callejera, la captura de lo que Henri CartierBresson llama el “instante decisivo”, siguen siendo más bien competencia del fotógrafo. El relato documental, el encuentro, la ficción narrativa recurren al cine. Por un lado, la geografía, por otro, la historia. La imagen animada sostiene un discurso, incluso cuando es muda. La imagen fija no dice nada; ella se deja adivinar. En el cine, se puede hablar de leguaje cinematográfico, de figuras de estilo e incluso de retórica. Los incesantes comentarios que acompañan la imagen televisada aportan una prueba a menudo irritante. La imagen animada es un flujo. Detenerla es un acto violento. No se deja visitar como una exposición ni leer como un libro. Una película no se mira como se mira una foto. Ciertos sociólogos han notado que, en la misma pantalla, se mira generalmente las imágenes fijas con los pies en la tierra, el busto recto, acercando la mirada a la imagen; mientras que las imágenes animadas se las contempla con punto de apoyo, en una postura más relajada y desde más lejos. Sin duda, por eso la imagen animada, a pesar de su enorme éxito, no ha conquistado un poder equiparable al de la imagen fija. Tal vez, también se deba ver en ello el efecto de la relación estrecha y ambigua que la imagen guarda con la muerte. La imagen animada, se dice, ha vuelto la muerte imposible. Resucita en cada ocasión sus personajes, como lo escrito lo hace con cada lectura. La imagen fija suspende el tiempo. Incluso se podría creer que lo detiene. Quizás la moda de la imagen mortuoria, tan practicada hasta el siglo XIX, nos parece más inquietante, terrible incluso, desde cuando la imagen puede hacer revivir los difuntos. Paradójicamente, para animar la imagen fija, hay que multiplicarla, fragmentarla en instantáneas. La animación es una ilusión de óptica. La imagen permanece fija, es el aparato el que la hace mover. Lo mismo que el gris grabado o digitalizado es sólo una infinidad de puntos, la velocidad es una secuencia de inmovilidades, que da razón al sofista Zenón, quien demostraba que toda partida es imposible puesto que siempre se puede fraccionarla en segmentos más breves. El médico Etienne-Jules Marey es considerado a menudo como un precursor del cine, pues perfeccionó, en 1886, la cronofotografía, dispositivo que permitía estudiar un objeto en movimiento mediante una serie rápida de instantáneas. Era lo contrario del cine, pues su objetivo era fijar lo que se mueve y no hacer mover una imagen fija. Los reporteros gráficos utilizan actualmente aparatos que toman imágenes fijas “en cascada” y los más sofisticados, en los laboratorios, toman hasta 2000 imágenes por segundo. Siguen siendo no obstante imágenes fijas. La imagen animada es prisionera de un tiempo que no le pertenece, el tiempo del lenguaje, del sonido que la acompaña. Las estratagemas de la imagen animada, para 47

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despegar su propio tiempo del tiempo de lo que es representado, forman una buena parte de la historia del espectáculo, desde la regla de las tres unidades, hasta la ficción de lo “directo” y los artificios diversos: montaje, plano de corte, flash-back, etc. Chris Marker ha explorado las fronteras y las fallas de esto. Sólo la imagen fija escapa a la duración de la lectura. Ella se toma su tiempo. Por eso tiene un peso particular. Lessing continúa teniendo razón: la imagen fija es global e inmediata. Lo que no quiere decir que no esté impregnada de un largo pasado. El tiempo es retenido en ella como energías en un acumulador. El espectador puede liberarlas a su amaño. El tiempo de la imagen fija no es ni el de los relojes, ni el de la lengua. Él aguarda, almacenado en su superficie, que una mirada venga a despertarlo. Esa mirada posada sobre una imagen fija, es el beso del príncipe. Así, en los museos, en las galerías de arte, los cuadros, contrariamente al uso antiguo que los disponía en mosaicos sobre el conjunto del muro, se suceden sobre les frisos como para contar su historia, curiosa asimilación de la imagen al libro y a la lectura. El libro ciertamente retuvo la imagen fija en sus deseos de movimiento. Pasar las páginas no basta para hacer mover la imagen, que permanece enmarcada en la página e interrumpe la lectura. Para inventar el cine, se necesitó primero que la prensa acostumbrara al lector a saltar de una columna a otra, a mezclar cuadros y líneas, a hacer del texto una imagen y cultivar la moda de los jeroglíficos. Desde el siglo XVI, se tuvo necesidad de animar los libros mediante planchas plegables, cuadernillos superpuestos, figuras móviles pegadas a la página. La Cosmografía de Pierre Appian, de 1524, es considerada como el libro animado más antiguo en la historia de la imprenta: se puede animar en ella los astros como en un pequeño planetario. Con frecuencia, los libros de anatomía recurrieron a esas imágenes recortadas que se volvieron en el siglo XVIII un juego para niños que se llamaba pop-up books. Los peep shows podían ser más complicados, al ofrecer perspectivas, como en esas cajas de óptica, teatros en miniatura que restituyen en varios planos, el panorama de Venecia o de Londres, sobre los cuales se hace caer crepúsculos y levantar auroras, y donde se ilumina la noche con pequeñas antorchas. El juego de niños se convirtió en juego de adultos, pues bastaba levantar el techo para ver lo que ocurre en la alcoba, o mirar, simplemente, por el agujero de la cerradura. La escena, por muy ordinaria o muy real que sea, es proclamada como la imagen: le basta estar oculta y luego ser descubierta. El secreto excita el imaginario; develado, aparece como una imagen. La curiosidad hace de todo objeto una imagen. Bastardo del libro y de la imagen: el cómic La fuerza persuasiva del cine, que hizo extasiarse a sus primeros espectadores, proviene del uso de la fotografía, pero sin ella, la imagen de todas maneras se hubiera animado. La animación de la imagen es un fenómeno obligado desde cuando la imagen sigue un discurso. Las más antiguas ilustraciones de Egipto o de Mesopotamia recurrieron al cómic: esa secuencia de imágenes que, fragmento por fragmento, encadena un relato. La más célebre es el calvario o Viacrucis. El génesis es relatado en imágenes bajo la cúpula románica de Saint-Savin, las victorias de Trajano se cuentan así en la columna del foro de Roma, la conquista de Inglaterra en la tapicería de Bayeux. Los programas iconográficos, en los libros o en los frisos monumentales, invitan a la lectura, pues si la imagen solitaria no posee ni las articulaciones ni los códigos que caracterizan una lengua, por el contrario, las series de imágenes se organizan según una 48

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lógica discursiva que reposa, como todo lenguaje, en discriminaciones formales de una y otra. Las disposiciones de las escenas de los vitrales, de los frisos o de los frescos exigen un comentario. En el siglo XVIII, el pastor alsaciano Oberlin había inventado las imágenes de conciliación. Dispuestas en acordeón, presentaban motivos diferentes, según si miraba los paneles visibles desde el lado izquierdo o desde el lado derecho. El espectador situado a la izquierda podía ver pájaros, mientras que el que estaba situado a la derecha veía flores. Oberlin pedía entonces a cada parte que cambiara de lado e, induciéndolos a que adoptaran el punto de vista de su adversario, les hacía constatar que ambos tenían razón y se equivocaban. Se le atribuye a otro pastor, el genovés Rodolphe Tôpffer, los primeros cómics modernos. Hacia 1830, el romanticismo enaltecía la expresión de los sentimientos, las efusiones, pero también la mezcla de géneros. El practicado por el malicioso pastor, estaba muy a la orden del día en los ámbitos popular y letrado. Goethe apreciaba a Tôpffer. Victor Hugo hizo cómics, pero no los publicó. El cómic no ha perdido aún ese estatuto dudoso, y perpetúa así la tradición de la imagen como discurso para los simples, pero también como expresión irremplazable del imaginario. La fortuna de los cómics proviene de los periódicos ilustrados europeos, desde mediados del siglo XIX, pero le debe mucho a la herencia de Hokusai y de los mangas japoneses, así como a los cómics norteamericanos, esos hijos bastardos del libro y la imagen. En Estados Unidos, como en Japón, la imagen no tenía la mala reputación que tenía en Francia, donde por mucho tiempo se remplazó las “burbujas” por textos tipográficos sabiamente recompuestos bajo cada imagen. Winsor Mc Cay dibujó, a partir de 1905, con Little Nemo in Slumberland (país del sueño) un cómic que hizo entrar a la imagen en el sueño. Todo se agita. Las formas se estiran, se imbrican; un personaje que estornuda hace estallar el recuadro de su imagen. El dibujo animado estaba al alcance de la mano de ese dibujante que hizo de Little Nemo, en 1911, uno de los primeros dibujos animados modernos con 4000 imágenes. Luego de los flip books y de Edison o del Teatro óptico de Emile Raynaud, el francés Emile Cohl había realizado en 1908 un dibujo animado titulado Fantasmagorie. Utilizó luego los alegres animales de Benjamin Rabier, antes de ser contratado en Estados Unidos donde el ratón Ignaz ya hacía peripecias. Mickey fue concebido más tarde, en 1928, y las primeras películas de Walt Disney aparecieron en 1929. Agua y televisión en todos los pisos Otras técnicas podían hacer mover las imágenes. El alemán Karl Braun y el italiano Guglielmo Marconi obtuvieron el premio Nobel en 1909 gracias al descubrimiento del principio del tubo catódico, cámara de vacío recorrida por una corriente, en cuyo interior, según el Petit Larousse, los rayos de electrones emitidos por el cátodo “son dirigidos a una superficie fluorescente donde su impacto produce una imagen visible”. Esa propiedad fue puesta en operación por el ruso Vladimir Zworykin quien, emigrado en Estados Unidos, en 1919, perfeccionó, entre 1923 y 1929, su primer aparato: el iconoscopio, mientras que el inglés John Logie Baird hacía funcionar a partir de 1925 su televisor, e intentaba incluso el color en 1928, siempre según el principio de la descomposición tri-cromática. En Francia, René Barthélémy logró, el 1° de abril de 1931, la primera retransmisión con una definición de 30 líneas, entre París y Le Havre. En ese mismo año, las primeras

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emisiones hechas en Nueva York desde lo alto del Empire State Building. Paris Televisión emitió el primer programa regular, una hora por semana, a partir de diciembre de 1932; algunos estudios fueron instalados en 1935 y la red francesa fue lanzada desde la Torre Eiffel en 1939. El primer televisor conservó la forma de un tubo, especie de cañón de imágenes, en cuyo extremo se dispuso la pantalla fosforescente, circular y abombada. La guerra interrumpió todo. El programa se reanudó en 1947, desde la calle Cognacq-Jay que difundió, en 1949, el primer noticiero televisado francés. Se necesitaron veinte años para cubrir el conjunto del territorio con antenas repetidoras. El procedimiento en colores de Henri de France fue adoptado en 1959, mientras que los norteamericanos ya tenían el suyo desde 1953. El 10 de julio de 1962, gracias a la antena del satélite Telstar, enviado desde el “radôme” de Pleumeur-Bodou, hoy transformado en museo de las telecomunicaciones, la televisión atravesaba el Atlántico. La producción de las imágenes electrónicas conquistó al gran público. Se las podía grabar con el kinescopio al fijarlas en una película cinematográfica, procedimiento demasiado complejo que cedió el lugar a la banda magnética. La grabación magnética, aunque siempre analógica, procede un principio muy diferente. Según el efecto electromagnético, descubierto por el danés Hans Christian Oersted en 1820, una corriente eléctrica actúa como un imán y fija la orientación de las partículas dispuestas sobre un soporte. La compañía Ampex lanzó los primeros magnetoscopios en 1956, abriendo así el mercado de la imagen animada para todos y el desarrollo de géneros nuevos, familiares, profesionales, documentales, o de simple duplicación. Una banda-video difiere de una película cinematográfica, particularmente porque las imágenes, aunque organizadas en secuencias, no están separadas allí en imágenes fijas; la grabación es reversible, y el cassette, fácilmente reproductible, conviene a la vez a los aficionados y a los artistas. Contrariamente a la foto, el cine o el video, la televisión no ha dado lugar a un arte. Distribuida (95 % de los hogares en Francia) como el agua y la electricidad, la televisión reúne círculos de consumidores, no de aficionados. Hasta ahora, pocos realizadores han dejado su nombre en la historia del arte, y casi siempre solamente como cineastas. Los éxitos de Jean-Christophe Averty no han compensado las interminables horas de debates y de retransmisión de películas. Los efectos nuevos reclamados por las cuñas publicitarias o por los videoclips musicales son sin embargo una mina de creatividad y una escuela para los realizadores, sostenida por el comercio de los DVD. Los artistas, los artistas gráficos o los escritores, se han comprometido en el video o en el arte digital, pero la televisión no ha establecido esa relación singular entre realizadores, productores y telespectadores. La televisión, cuyos programas y consumo agotan tantas críticas, casi no es juzgada por su calidad estética o inventiva, a lo mejor sí lo es por sus proezas técnicas o por la pertinencia de las imágenes. Es más bien recibida como una imagen ritual. Los sociólogos no dejan de comparar el receptor de televisión, que remplaza el fuego del hogar, con un altar privado. La fascinación por lo “directo”, la popularidad de los presentadores, el ceremonial de los juegos, la liturgia de los escenarios de TV, casi siempre en presencia de un público boquiabierto, servirían para mostrarlo. La televisión es una misa permanente que, si no reúne creyentes, al menos sí cohesiona a una sociedad. Se ha convertido en un rito cotidiano, pero como arte, se quedó en arte doméstico. El desarrollo del “video por pedido”, que permite descargar individualmente sus emisiones favoritas, al animar las preferencias y su fijación mediante una apropiación personal, ¿hará de la retransmisión de televisión una obra, y del telespectador un “aficionado de televisión”? Por ahora, la televisión sigue perteneciendo a la categoría de la 50

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conversación o del tiempo que hace. Ella ha vuelto trivial la era audiovisual inaugurada por el cine sonoro. Desde cuando la imagen se encontró con el sonido, lo táctil, el gusto y lo olfativo, que son sin embargo los primeros lugares de saber del neonato, quedaron como paralizados. La vista y el oído, los dos vectores más utilizados de la comunicación humana, dominan sobre todos los demás. Son los más inmateriales, los únicos que se sabe grabar y transmitir a distancia. En eso radica su ventaja: fundan relaciones humanas mundiales, y van incluso más allá de nuestro planeta.

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IX. Bienvenidos a la videosfera Un tejido de imágenes envuelve nuestro mundo desde cuando entramos en eso que Régis Debray llama la “videosfera”, esa era en la cual una imagen es más fácil de producir que un discurso. Las imágenes nos devoran, nos acosan. Estamos inmersos en la imagen. Las pantallas integradas en los teléfonos móviles cambiaron el uso de la fotografía y las cámaras de video-vigilancia funcionan sin reflexión. Las imágenes son consumidas en el lugar o transmitidas inmediatamente, demasiado numerosas para merecer ser conservadas, tan numerosas que, muy pronto, ninguno de nuestros actos, ninguno de nuestros gestos escapará a volverse objeto de una imagen, como antes lo eran de un simple decir. Los efectos especiales, o especiosos, que habían hecho creer en las apariciones milagrosas y en la fotografía de los espíritus en los círculos espiritistas, se convirtieron en algo cotidiano para los publicistas y los realizadores de video-clips, quienes los crean como en chasquido de dedos. Poco a poco, el espacio dejado entre la imagen y lo que ella representa disminuye. Un perrito que viene a lamer la mano del niño a través de la pantalla de una consola de juego, y que ladra cuando el niño lo acaricia con su estilete, ¿es realmente sólo una imagen? Los rostros digitales de Catherine Ikam, que persiguen con sus ojos enigmáticos los movimientos, incluso involuntarios, de sus espectadores fascinados, nos conmueven. ¿Son dobles o son otros de nosotros mismos? Y ¿vamos a naufragar en un mundo de ectoplasmas? La parte de lo real Este temor no es vano. Las técnicas de reproducción aproximan la imagen a su modelo. Otros síntomas se añaden, como el gusto del arte contemporáneo por el ready made que transforma objetos usuales en obras simbólicas y hace de un orinal una escultura, pero también los juegos de rol que confunden el teatro con la vida, así mismo, el culto al patrimonio, en el cual todo objeto puede revestir súbitamente un valor simbólico que lo metamorfosea en la imagen de lo que era. ¿La imagen es, más que una representación, ya un acto, o un acto en potencia? Esa promiscuidad de la imagen con su objeto provoca miedo y despierta la vieja querella de la catarsis, ese poder de la imagen de remplazar lo real para producir efectos, fastos o nefastos, de substitución. Los monumentos a los muertos ¿favorecen las reconciliaciones o sirven para enmascarar los conflictos? ¿La imagen de la violencia estimula la violencia o, por el contrario, permite evacuar la violencia al endosarle ciertos simulacros? La respuesta es siempre la misma: la imagen reconocida como imagen absorbe la violencia, la toma sobre ella, pero la imagen transparente, confundida con su modelo, puede dejarla pasar, hasta el acto. Las imágenes pornográficas pueden ser consideradas como un producto de substitución de la sexualidad física. ¿Derivación o desviación? Como se sabe, el fantasma nos protege de la violencia, de no ser así, el arte no sería tan necesario y las más grandes obras maestras ni siquiera existirían. Pero cuando la imagen revela una realidad criminal, nos indigna, y la emprendemos contra ella y contra su autor. Cuando la ley prohíbe las fotos de personas presumidas inocentes, pero esposadas, es esa realidad indigna la que hay que prohibir, no su representación. Si la imagen es considerada como culpable de violencia, entonces, los jueces cometen la misma equivocación que los criminales.

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Los iconos modernos Ese miedo es más fuerte desde el momento en que las imágenes, a nuestro servicio, se insinúan en nuestro entorno. La omnipresencia de los medios impone sus imágenes, en los muros de la ciudad como en los hogares, en las revistas, los empaques, los vestidos, las pantallas domésticas. Las vedettes, los hombres y mujeres dedicados a la política se invitan a ello de manera inopinada, ahí nos encuentran, nos persiguen. En la democracia, la imagen de los jefes y de las celebridades se ha vuelto trivial, se ha fundido en la masa, ella busca su confianza, pero en contrapartida, se expande por todas partes. El político se vuelve actor de cine; las informaciones adoptan el aire de una telenovela. Se dice que vivimos en una “sociedad del espectáculo”. Pero Luis XIV en su abrigo de armiño, el héroe sobre su estatua ecuestre, o cualquier otro jefe de tribu empenachado, actuaban mucho más en espectáculo: el jefe debía intimidar, causar la admiración o el estupor. Actualmente, las imágenes del poder se han vuelto modestas, pero su insistencia es obsesiva. Despojadas de sus oropeles, su poder de federar paga ese precio. Ya no es el uniforme ni el decoro, sino el bombardeo mediático que impone el dictador, como el logo impone la marca y gobierna el mercado. ¿No será que simplemente cambiamos de iconos? Ya no adoramos ídolos, pero todavía creemos que si alguien me toma una foto, roba una parte de mi persona. La imagen del cuerpo humano no es el cuerpo humano. ¿A quién pertenece entonces la imagen de su cuerpo? ¿Pertenece la imagen de un muerto a sus herederos? La pregunta ha hecho escándalo en los casos de Lady Di o del Che Guevara. En cuanto al asesinado prefecto Erignac, el tribunal decidió que la publicación por la revista Paris-Match de las imágenes de su cadáver ensangrentado sobre una acera de Ajaccio atentaba contra la dignidad del género humano, de la misma manera que Lamartine había prohibido la publicación de sus caricaturas, pues ellas ofendían a Dios, ya que el hombre había sido creado a su imagen. ¿Es inviolable la imagen del hombre, como lo son sus órganos o sus genes? ¿Quién es el propietario de una imagen: su autor, el autor de su modelo, el propietario del modelo, a menos que no sea el propietario del soporte de esa imagen, coleccionista o comerciante? Con el mundo digital, el problema se vuelve inextricable. No solamente los autores se subdividen en numerosos titulares, sino que cada grabación, cada copia, engendra una nueva capa de autores y la primera generación se aleja, sin extinguirse, a pesar de ella, asfixiada bajo el peso acumulado de las reproducciones. ¿Se puede aún hablar de “copia”, cuando la imagen es transmitida y descargada por Internet bajo la forma de un archivo digital? ¿No se trata más bien de un «clon»? Sin embargo, si no hay “copia”, qué queda de la noción de original y qué autor detenta la exclusividad? Pixel Power Nunca los mitos de la imagen habían sido tan fuertes como en el momento en que creemos haber dominado las técnicas. En nuestras creencias, nada parece haber cambiado. Después de tantos progresos ¿cómo hemos llegado a este punto? o más bien ¿cómo hemos permanecido en él? La pulverización de las imágenes en puntos elementales, accesibles y manipulables, ha permitido esa volatilidad, esa maleabilidad y esa aglomeración. Pero la naturaleza de la imagen no ha cambiado. La digitalización no le ha hecho perder a la imagen su naturaleza analógica: sólo la técnica de reproducción es “digitalizada” o “vectorizada”. La fragmentación de la imagen en partículas imperceptibles no es nueva. El arte del mosaico y

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el del bordado en punto de cruz son viejos ejemplos de ello. Esa naturaleza analógica está en la naturaleza misma de la imagen: es sobre un tejido discontinuo de conos y de bastoncitos que se forman las imágenes retinianas, retransmitidas al cerebro que hace la síntesis. La estampa, para pasar al gris, debe evaporarse en manchas minúsculas de tinta negra y la fotografía se revela gracias a una cristalización de las sales de plata. La imprenta de la imagen pasa siempre por tramas, tan finas que no se las ve. Antes del cine, en 1884, el disco perforado de Paul Nipkow, cuyos agujeros estaban dispuestos en espirales y que fue lanzado a 25 giros por segundo, captaba, en cada vuelta, los impulsos luminosos del conjunto de la imagen. Esa experiencia fue superada por las investigaciones sobre el microscopio electrónico de barrido, que analiza sus objetos partícula por partícula, a la escala del nanómetro (una millonésima de milímetro). Los trabajos que llevaron a cabo para Telefunken, en los años 1930, Max Koll y Manfred von Ardenne, condujeron a la vez al perfeccionamiento del microscopio electrónico y a la televisión. La invención del láser en 1960 y la digitalización permitieron reducir las imágenes en “pixeles” (picture's element) hasta varios millones por pulgada cuadrada, donde el límite sigue todavía alejado. A la velocidad de la luz La retransmisión de los rayos tampoco data de ayer: en 1774, el ginebrino Georges-Louis Lesage tuvo la idea de conectar 24 hilos eléctricos sobre las letras del alfabeto que transmitían su influjo a sendos estiletes, mientras que el médico alemán Samuel Thomas Sömmering inventaba, en 1809, un telégrafo eléctrico que, al hacer pasar la corriente mediante electrólisis en un barril de agua, provocaba una curiosa escritura acuática. Antes de transmitir el sonido a distancia, se había aprendido a transmitir la imagen. El telégrafo de Samuel Morse, que funcionó entre Baltimore y Washington, en 1844, y sobre todo el ingenioso dispositivo de Giovanno Caselli, quien, en 1861, enviaba imágenes fijas mediante señales eléctricas, analizándolas línea por línea, son los ancestros directos del fax, pasando por el telegrafoscopio que Edouard Bélin inventó en 1906, antes de su belinógrafo. Por último, la informática permite dominar esas imágenes punto por punto. El noruego Frederik Rosing-Bull era especialista del tratamiento de las estadísticas a partir de tarjetas perforadas, técnica que heredó de la mecanografía de los telares o de los pianos mecánicos. Muerto a los 43 años, en 1925, estuvo en el origen de la invención de la televisión y de la casa Bull. Gracias a la digitalización, reducción de toda forma en unidades binarias, vacío y lleno, positivo y negativo, negro y blanco, cada pixel se vuelve orientable, modificable y transmisible. La imagen se define entonces de forma matemática como una superficie en la cual cada punto está determinado por sus coordenadas. El fotograbado electrónico se desarrolló en la posguerra y, en los años 1970, el plomo desapareció en provecho de los fotocomponedores. En 1977, apareció el tratamiento de texto por microcomputador. En 1979, el premio Nobel de medicina fue atribuido a G. Newbold Hounsfield por su invención del escáner, que renovó la imagenología médica, ya enriquecida en 1895 con el descubrimiento de los rayos X por W. C. Roentgen, luego con múltiples técnicas de introspección del cuerpo humano como la gammagrafía, arteriografía, resonancia magnética nuclear que analiza los cuerpos sumergidos en un campo magnético, ecografía, termografía, endoscopia. La cámara, cada vez más intrusiva, asociada al computador, permite un tratamiento microscópico de la imagen y, gracias a esto, la microcirugía.

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El juego con la imagen En 1991, en el Congreso del hipertexto, reunido en San Antonio (Texas), Tim Berners-Lee, quien será sin duda un día tan célebre como Gutenberg y Niépce, presentó una demostración de su protocolo World Wide Web. En 1995, se consultaba libremente Internet en cualquier parte del mundo. Desde cuando la electrónica la dotó de interactividad, la imagen puede asemejarse a un lenguaje. Al reaccionar por si misma a una orden, ella da la ilusión de estar dotada de iniciativa. Un diálogo se instaura entonces entre dos interlocutores convertidos en inter-imagenadores; diálogo de sordos propiamente hablando, pues ese pseudo-diálogo responde siempre a programas preconcebidos. Sin embargo, el poder de los computadores en las partidas de ajedrez o en los cálculos de formas aleatorias, puede darle la ventaja a la máquina. Los primeros juegos de video no fueron concebidos como juegos, sino como experiencias de amaestramiento de la calculadora. Fue el caso, por ejemplo, del famoso Tennis for two (telebolito), en 1958. En los años 1970, Spacewar y otros juegos invadieron las "arcades", esas galerías ruidosas y brillantes donde se va a ensordecerse con imágenes. La imagen electrónica se volvió un arte popular con Pong que lanzó Atari en 1975, Space invaders en 1978 y Pacman en 1980. Uno de los primeros fabricantes de juegos de video, Namco, fabricaba tiovivos: el parque de diversiones itinerante entró en la videosfera. La realidad virtual remplazó los tragabolas y los tiro al blanco. Los juegos de vídeo se convirtieron en un sector de la economía de la imagen, al mismo título que la televisión y el cine: la creación de un nuevo juego puede costar tanto como la producción de una película de gran espectáculo, algunos millones de euros, y ocupar durante varios años a equipos formados por centenas de informáticos y dibujantes entre los cuales nuestras viejas categorías casi no sirven para separar entre ingenieros y artistas, como si hubiéramos vuelto al tiempo de Leonardo da Vinci. La búsqueda de la imagen total El cine integró poco a poco las imágenes de síntesis, desde Tron, en 1980, primer largo metraje que recurrió ampliamente a ellas. Ciertos algoritmos permiten alisar o arrugar las superficies, imitar las texturas de las materias más diversas, hacer variar los movimientos y las expresiones con sus partes iluminadas y sus partes que proyectan sombras, hacer pivotear los objetos, ponerlos en abismo o en perspectiva dinámica, para dar la ilusión de la tercera dimensión. En 1992, ya era posible integrar un objeto en 3 D en un paisaje en 2D, pero se trata siempre de una proyección sobre un plano, generalmente una pantalla, incluso si esta última es multiplicada, como ya lo era el cineorama de Raoul Germain Samson en 1900, curvada como en el cinemascopio o circular como en las proyecciones Imax. Incluso las proyecciones de diapositivas sobre pantalla de humo o sobre las brumas matinales, tienen un soporte. La batalla por la conquista del relieve fue adelantada desde hace mucho tiempo, en el siglo XVIII, con las cajas de óptica y las linternas montadas sobre rieles. Desde la invención de la fotografía, las vistas estereoscópicas conocieron un éxito popular. La percepción del relieve por nuestra visión binocular de la cual nuestro cerebro establece la síntesis, fue transpuesta sobre dos placas casi idénticas pero ligeramente desfasadas y observadas a través de un aparato binocular, por David Brewster en 1844. El procedimiento fue comercializado en 1850 y puesto al alcance de los aficionados en 1883. Mucho más tarde, en 1947, fue concebido el holograma, que actúa sobre la interferencia de dos rayos,

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uno proveniente del aparato y el otro del objeto, y da la ilusión de profundidad. Para ganar la batalla del relieve, habría que liberarse de toda percepción de la pantalla, lo que se intenta al conectar captores sobre el cuerpo humano para retransmitir la imagen, percibida mediante un casco que sirve de horizonte, y dar la ilusión de moverse en un espacio tridimensional entre representaciones de objetos asibles virtualmente. La manipulación de las imágenes parece ya no tener límites. Se anuncia un programa de computador capaz de separar los collages de cada conjunto de pixeles, para develar los artificios que actualmente permiten dibujar cuanto se desee con imágenes fotográficas, y protegernos así contra un “efecto de real” de síntesis, que esos artificios han llevado ya a un punto extremo. El reconocimiento de las formas La escritura misma, inventada para escapar de la imagen, se ha convertido en una imagen. Ella es capturada “en modo imagen”, globalmente, más fácilmente que en “modo texto”, caracter por caracter. El reconocimiento de los caracteres, que permite una lectura formal automática, es utilizado desde 1985 para la selección de los envíos de correo, pero la capacidad del computador para reconocer formas e identificarlas ya se usa en teledetección, controles de fabricación, medidas de precisión, imagenología médica, creación asistida por computador. No obstante, es necesario que el reconocimiento de las formas sea un reconocimiento de sentidos, y que la imagen no se vuelve una especie de lengua, como lo habían soñado los intérpretes de jeroglíficos o los inventores de lenguajes universales. La imagen cortocircuita el lenguaje. Entre código y analogía, la frontera es cada vez más porosa: ninguna imagen está exenta de código, convenido entre quienes lo enseñan, ninguna escritura está desprovista de emociones y de significaciones simbólicas, pero una oposición sigue presente entre lo sensible y lo inteligible. La digitalización también hace caer las barreras entre imágenes y sonidos, inscritos en fusión en los microcircuitos de silicio o en otras materias conductoras, cuyos circuitos sólo se ven limitados por las capacidades de los microscopios electrónicos que sirven para trazar su camino, para ordenarlos por paquetes en un orden cuya complejidad es ignorada hasta por los ingenieros que los calculan. Y la carne se volvió pantalla La confusión entre lo simbólico y lo real siempre ha sido peligrosa. Si hay crisis de representación, es tan vieja como la imagen. El actor hace coincidir su cuerpo con su propia imagen, la distancia entre uno y otra llega hasta diluirse, juego peligroso. Para Diderot, la paradoja del comediante consiste en que, para ser buen actor, debe conservar sus distancias con su personaje. En el cine, aún se exploran esos límites, cuando la ficción se confunde con el documental, en los espectáculos de telerrealidad, las informaciones puestas en escena y, para terminar, en el espectáculo que damos de nosotros mismos y, en ocasiones, a nosotros mismos, en la vida cotidiana. ¿Qué pasa cuando la imagen (image) pierde su soporte (picture), y se convierte en gesto? Esta propensión de la imagen a integrarse en lo real, o de lo real a emanciparse como imagen, no es un hecho nuevo, está en el origen de todos los rituales y ceremoniales, solemnes o triviales. Esa fusión de la vida en la imagen, como un chorro de metal fundido que va a fijarse en un bloque, está en el corazón de la pintura china, en la cual la imagen brota del gesto como una prolongación del cuerpo, de la respiración y de su reducción al

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silencio. Cuando la imagen se incrusta o se graba hasta en la piel, se convierte en escarificación, cicatriz. Su interiorización se puede volver trágica. Neurosis y psicosis son con frecuencia enfermedades de la imagen de sí y de la imagen de los otros. La débil escena constituida por el círculo que retiene a los curiosos en una acera, un proyector, una vitrina, un estrado, un vestido, una nariz postiza o cualquier accesorio, son necesarios para distanciar lo real de la imagen, desconectarla, protegerla de su entorno, como la barrera separadora de la arena del circo, y al espectador de la locura. La identificación de la imagen con su modelo funciona como una trampa. Hay que “despegar”, clama Daniel Bougnoux, desagregar la imagen y la presencia. El ejercicio no siempre es fácil. Las nuevas tecnologías, al mediatizar la imagen a través de todo tipo de máquinas, y a causa de la presencia de su pesado material, son menos insidiosas que las imágenes que se ofrecen a simple vista, sin aparatos, como una sombra, un espejo o un reflejo. Cuanto más instrumentalizada sea la imagen, más es identificable como imagen. Los niños aprenden rápido, aunque se les ayude poco, a comprender que una imagen no es la realidad, pero que tampoco es una ilusión. La imagen tiene su vida propia, su razón de ser, un autor, un público. No hay de cine sin cámara. Las imágenes más perversas son las que están habitadas por su modelo o que pretenden ser ese modelo. Un tatuaje hace de usted una imagen de carne. Las máscaras, tras las cuales se ocultan hombres que dicen ser dioses, ancestros o espíritus, son aún más perturbadoras. No porque no se vea que se trata realmente de una máscara y no de un rostro, sino que son perturbadoras a causa de los dos agujeros para los ojos, que permiten al enmascarado vernos sin ser visto, y le dan vida. Una máscara funeraria, los ojos cerrados, disimula la muerte. Pero una máscara oculta al desconocido, imagen por defecto, que deja creer quién sabe qué de quién sabe quién, y da miedo. Una máscara es una imagen viva, como esos tocados inmensos del Teyyam indio, con despliegues extravagantes de plumas y de perlas rutilantes, la indumentaria de carnaval, los vestidos de novios, los trajes del carnaval de Río o los de la ópera de Pekín. Sin embargo, también puede tratarse de un maquillaje discreto, una crema de base, un halo, una pose que se adopta, un aire que alguien se da y que viene a perderse en la parte de imagen que está en nosotros.

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Una breve bibliografía Las fuentes antiguas citadas en este libro provienen de Platón, Cratilo, 432; Sofista, 234240, Gorgias, 464-465; Republica VII, 509d ss. y IX, 596-598, y de Plinio el Viejo, Historia natural, libro XXXV. • Este librito le debe mucho a la mediología, ese estudio material de lo inmaterial, o de manera más poética, "de lo que las técnicas hacen al alma", y a los trabajos de Régis Debray, particularmente Vie et mort de l’image, une histoire du regard en Occident, Gallimard, 1992 (Vida y muerte de la imagen. Una historia de la mirada en Occidente, Barcelona, Paidós, 1994), hasta el reciente libro de Daniel Bougnoux, La Crise de la représentation, La Découverte, 2006, pasando por los artículos publicados en Les Cahiers de médiologie entre 1996 y 2003 y en Médium desde 2004. • También le debe mucho a la lectura de los escritos sobre el arte de André Malraux (Gallimard, coll. de La Pléiade, 2004, 2 vol.). • Acerca del problema del peligro o el beneficio de las imágenes, nos plegamos a las posiciones de Serge Tisseron, expresadas, por ejemplo, en Le Bonheur dans l'image, Les Empêcheurs de penser en rond, 1996, o en Y a-t-il un pilote dans l'image ? Six propositions pour prévenir les dangers de l'image, Aubier, 1998. • Hemos aprovechado las lecciones de Anne-Marie Christin, autora de L'Image écrite ou la déraison graphique, Flammarion, 1995, y los coloquios que ella ha dirigido: Ecritures y Ecritures II, Le Sycomore, 1982 y 1985. También nos hemos apoyado en las lecciones de Jack Goody, autor de La Raison graphique, trad. Éditions de Minuit, 1979, como en su obra La Peur des représentations, trad. La Découverte, 2003. • En cuanto a las relaciones entre la imagen y la historia del arte, hay que volver a los libros de Wilhelm Worringer, Abstraction et Einfuhlung, [1911], Klincksieck, 1978, y a los de su maestro Alois Riegl, Questions de style, [1893], Hazan, 1992; luego también al de Fréderick Antal, Florence et ses peintres, [1938], trad. Gérard Montfort, 1991. Entre las reflexiones recientes, hay que citar las de Jean Clair, Méduse. Contribution à une anthropologie des arts du visuel, Gallimard, 1989, y para comprender la filosofía de la imagen con respecto al arte, hay que leer las obras de Gérard Genette, particularmente, La Relation esthétique, Le Seuil, 1997, la de Jean-Marie Schaeffer, L'Art de l'âge moderne, Gallimard, 1992, así como las de Georges Didi-Huberman, entre las cuales destaco Devant l'image, Éditions de Minuit, 1990. • Acerca de la prehistoria, se puede leer siempre provechosamente los libros de André Leroi-Gourhan y, particularmente, sobre nuestro problema, “La imagen del hombre” en El gesto y la palabra, (Albin Michel, 1965; edición en castellano de 1971, Caracas Universidad Central de Venezuela). Pero también están los trabajos más recientes de Jean Clottes y David Lewis-Williams, Les Chamanes de la préhistoire. Transe et magie dans les grottes ornées, Le Seuil, 1996 y de Emmanuel Anati, L'Art rupestre dans le monde. L'imaginaire de la préhistoire, trad. Larousse, 1997. • Sobre la Antigüedad griega, las obras de Jean-Pierre Vernant, y particularmente acerca de nuestro tema: “Naissance d'images”, en Religions, histoires, raisons, La Découverte, 1979.

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Citemos también a François Lissarague, “Paroles d'images: remarques sur le fonctionnement de l'écriture dans l'imagerie antique”, dans Ecritures II (op. cit.). • Sobre la Edad Media, se puede leer la útil recopilación de Danièle Menozzi, Les Images. l'Eglise et les arts visuels, Cerf, 1991. Después, los trabajos clásicos de Meyer Schapiro, reunidos en francés bajo el título Les Mots et les Images, Macula, 2000, los estudios importantes más recientes son los de Jean-Claude Schmitt, por ejemplo, Le Corps, les rites, les rêves, le temps. Essais d'anthropologie médiévale, Gallimard, 2001 y de Michel Pastoureau, Une histoire symbolique du Moyen Age occidental, Le Seuil, 2004. • Sobre la transición de la imagen religiosa a la imagen profana, además de Tzvetan Todorov, Éloge de l'individu. Essai sur la peinture flamande de la Renaissance, Adam Biro, 2000, nos beneficiamos ahora de los estudios de Hans Belting, Image et culte. Une histoire de l'art avant l'époque de l'art, trad. Cerf, 2007; del mismo Belting, se puede leer también Pour une anthropologie des images, trad. Gallimard, 2004. Ver igualmente Victor I. Stoichita, L'Instauration du tableau, Droz, 1999, de quien también puede leerse Brève Histoire de l'ombre, Droz, 2000; y más recientemente: Edouard Pommier, Comment l'art devient l'Art dans l'Italie de la Renaissance, Gallimard, 2007. • Sobre la historia de los iconoclasmas, además de Alain Besançon, L'Image interdite. Une histoire intellectuelle de l'iconoclasme, Fayard, 1994, se consultará la obra dirigida por François Boepsflug y Nicolas Lossky, Nicée II, 787-1987, douze siècles d'images religieuses, Cerf, 1987 y la de Robin Cormack, Icônes et société à Byzance, trad. Gérard Montfort, 1993. • Sobre las teorías de la imagen del Renacimiento y de la época clásica, hay que leer los estudios de Robert Klein, reunidos en La Forme et l'intelligible, trad. Gallimard, 1970 y seguramente los libros de Erwin Panofsky, entre los cuales La Perspective comme forme symbolique, Editions de Minuit, 1975 y el estudio de Rensselaer W. Lee, Ut Pictura Poesis. Humanisme et Théorie de la peinture XVe-XVIIIe siècles, 1967, trad. Macula, 1991. Sobre las doctrinas religiosas de esa época, disponemos ahora de la tesis de Ralph Dekoninck, Ad Imaginent. Statuts, fonctions, et usages de l'image dans la littérature spirituelle jésuite du XVIIe siècle, Droz, 2006. Se consultará los trabajos de Louis Marin, reunidos en compilación en 1994 bajo el título De la Représentation, pero también Le Portrait du roi, Editions de Minuit, 1981, que sucede a las obras clásicas de Ernst Kantorowicz, Les Deux Corps du roi, trad. Gallimard, 1989, y precede a Antoine de Baecque, Le Corps de l'histoire, Calmann-Lévy, 1993. Sobre este tema hay que subrayar el artículo de Carlo Ginzburg, « Représentation : le mot, l'idée, la chose », en Annales E.S.C, 46e année, n° 6, nov.-déc. 1991, pp. 1219-1234. • Sobre la industrialización de la imagen, se leerá a Philippe Kaenel, Le Métier d'illustrateur, 1830-1880, Droz, 2005 y se encontrará en el tomo III de Histoire de l'édition française (H.-J. Martin et R. Charrier dir.), Cercle de la librairie, 1982-1985, las informaciones esenciales. • Acerca de la fotografía, referimos las obras de André Rouillé y, particularmente, L'Empire de la photographie, Le Sycomore, 1982, lo que no dispensa de leer su más reciente, La Photographie entre document et art contemporain, Gallimard, 2005, ni de releer a Roland Barthes, La Chambre claire, Gallimard/Le Seuil, 1980 y a Gisèle Freund, Photographie et société, Le Seuil, 1974. 59

Traducción del francés de JORGE MÁRQUEZ V., Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, 2009.

• Sobre el nacimiento del audiovisual: Jacques Perriault, Mémoires de l'ombre et du son. Une archéologie de l'audio visuel, Flammarion, 1981 y sobre la invención del cine, Monique Sicard, L'année 1895. L'image écartelée entre voir et savoir. Synthélabo / Les Empêcheurs de penser en rond, 1994. • Sobre la imagen digital, es demasiado pronto para hacer una escogencia entre la enorme producción de un pensamiento todavía flotante. Subrayo por último que, en lo que concierne a las imágenes, la frecuentación de los libros no basta, y que este libro le debe mucho a la visita a los museos tan notablemente presentados y documentados como el Louvre, el Musée Guimet, el Musée national des arts et métiers o el de Antiquités nationales en Saint-Germain-en-Laye, a los cuales, preferentemente, hacen referencia las obras citadas, entre muchas otras.

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