282679531 Geovanna Galera Por Primera Vez

March 3, 2018 | Author: pedrocoyote14 | Category: Reason, Truth, Happiness & Self-Help, Woman, Psychology & Cognitive Science
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Descripción: 4...

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ÍNDICE Unas palabras previas Gewürztraminer Sauvigon blanc Merlot Chardonnay Pinot noir Muscat Syrah Garnacha blanca Mourvèdre Pinot blanc Petit verdot Monastrell Pinotage Colombard francesa Grenache noir Verdejo Sémillon Chianti Parellada ¿Blanco o tinto?

Créditos

UNAS PALABRAS PREVIAS... Esta obra vuelve a ser el resultado de un cúmulo de emociones, sentimientos y acontecimientos que durante largo tiempo ha colmado nuestras vidas. El inicio de la misma se gestó con un acontecimiento familiar muy doloroso que afloró en un sentido irónico del humor que no hacía más que canalizar el verdadero sentimiento. No dejo de leer y releer a Pura y de amarla y odiarla a la vez. Este personaje reúne tantos matices tan diferentes entre sí, tan contradictorios y a la vez tan tiernos que resulta casi imposible no identificarse con alguno de ellos. Ha sido un trabajo largo, envuelto en una época personal muy dulce pero no por ello menos dura. Por ello y porque en realidad las palabras se me quedan cortas, quisiera dedicar esta novela a la mujer que cada día evita que me pierda en las profundidades de este pensamiento loco. A la mujer que me mantiene en equilibrio y cuyos besos me alientan cada mañana a despertarme para seguir luchando. A mi Lorraine

Esconder tras los gemidos los susurros de la gente, ocultando tras los ojos encendidos los deseos indebidos, y hoy te beso para mañana huir de lo confuso de mi cuerpo, y hoy te busco para encontrarme de lo que mañana renegaré, y revivir con tus suspiros palpitando sobre mi pecho, para después morirme de a poquito tras arrancarlos de mis sueños. Hoy te poseo para sentirme, porque sé que ya nunca más puedo. CRISTINA COELLO

GEWURZTRAMINER ¿Han estado ustedes alguna vez en un entierro? Claro que sí, menuda pregunta más tonta. ¿Quién no se ha encontrado en una situación así en algún momento de su vida? Pues una servidora hasta hoy mismo. Es como si les hubiese preguntado si alguna vez se han introducido el dedo en la nariz para sacarse aquel moco que les está incordiando en mitad de una reunión formal. Y ya no les cuento si nos encontramos en mitad de un funeral de un ser que apenas conocemos y a cuyo entierro asistimos porque nuestra madre nos obliga a que haya una representación de la familia más cercana. Pues en aquella absurda situación me encontraba yo, sin saber qué hace un familiar que vio una o dos veces en la vida al de cuerpo presente en su aburridísimo funeral, sentada en las primeras filas de la iglesia, cosa que por otra parte no hacía casi desde la primera comunión, escuchando a un señor con un más que evidente amaneramiento de las extremidades superiores que de vez en cuando, y causándonos un injustificado sobresalto, nos apuntaban inquisidoras animándonos a limpiarnos de nuestros pecados. Y tú piensas: «¡Ay, padre, como empiece a limpiarme, no termino!» Así que, entre los quejidos de la viuda o quizá las viudas que entre sí no han llegado a conocerse nunca pero que siempre han sabido de su existencia, los murmullos que se van apagando según finalizan las oraciones por el alma que Dios se lleva y el aparente caos catártico que no comprendes y que te hace sentir incómoda, notas un punzante dolor al limpiarte las lágrimas que no sientes pero que mimetizas de los demás en el mayor apéndice de tu cuerpo. Ese que ni el más caro de los maquillajes disimula, aquel que se ve desde lejos y siempre choca entre besos..., en el fondo de tu abrupta nariz, porra, napia, tocha, en aquel rincón inalcanzable para el más ávido de los dedos... Allí, en aquel lugar en el que sabes que no debes pensar, se encuentra de forma latente el moco, ¡el gran moco!, que te está incordiando entre las oratorias por el alma del ser perdido que subirá al cielo divino. En serio, ¿alguna vez se han encontrado en una situación parecida? Yo sí, y no vayan a pensar ustedes que resulta fácil dar la paz al de al lado con semejante masa obstaculizándote la respiración. Mi nombre es Pura, al menos así me llama mi madre. La pobre todavía sigue creyendo en mi pureza... Mis amantes me llaman Puri, claro, cuando no tienen nada en la boca que les obstaculice el habla. En el trabajo, mi gran jefe, no mi jefecillo directo, que es tema aparte, me llama: «Señorita Gallego» y en el banco: «¡Chist, usté, pase por aquí!», así que yo respondo a lo que me digan. Me dedico a reprogramar ordenadores de grandes empresas y a soportar los comentarios machistas de mis compañeros de proyecto, mejor dicho, de aquellos que creen estar por encima de mí. Vivo en un piso asfixiantemente pequeño y alquilado en la periferia del centro, aunque teniendo en cuenta que cada vez más la gente migra buscando hogares dignos a las afueras de la ciudad, se podía considerar que casi vivía en el centro mismísimo de Madrid. Llego justa a fin de mes, qué digo a fin, a principios del mes, muy justa, pero cualquier cosa antes que compartir mi único cuchitril y lugar en el mundo donde caerme muerta. Afortunadamente «una madre siempre es una madre» y la mía, que vive dos calles más abajo, suele traerme algún pucherito o guiso de esos con sabor a casero que me recuerda que todavía sigo dependiendo de ella en ese sentido aunque no me guste reconocerlo, y la odio por eso. También odio cocinar, a mis 34 años todavía soy incapaz de freír un huevo y lo más cerca

que estoy de la cocina es cuando caliento en el microondas la lasaña de los miércoles. Me gusta justificarlo diciendo que no tengo mucho tiempo. No estoy segura de haber hecho una correcta presentación. Tal vez en lugar de darle tanto misterio a mi aburridísima vida y contarle mi affaire platónico entre el cura amanerado y mi gran moco, hubiera sido más fácil comenzar así: Purificación, amargada solterona casi en el ecuador de la treintena, pechugona, bajita, entradita en carnes, media melena lacia y castaña, resultona de cara. Demasiado preocupada en mantener su intimidad y demasiado descuidada en quererse a sí misma como para no odiarse en determinados momentos. Obviamente, ahora, que todavía no hemos intimado lo suficiente, omitiré mis características más personales e intransferibles que no pueden adivinarse a simple vista. Lo entienden, ¿verdad? Me sentiría en desventaja, como casi siempre en la vida. Cuando era pequeña, mi papá me dejó olvidada en la panadería de al lado de casa y, aunque al principio pensé que estábamos jugando a un juego muy divertido, tipo el escondite o algo así, casi entrada la noche me di cuenta de que aquello iba en serio. Recuerdo que estuve toda la tarde entre hornos grandísimos oliendo a azúcar, chocolate, leche, vainilla y comiendo pan y bollos, que tal vez pudieron condicionarme más tarde. La panadera, que conocía a mi madre de toda la vida, me llevó a casa cuando echó el cierre. Mamá abrió la puerta con los ojos muy hinchados y enrojecidos, como si hubiese llorado mucho, y me abrazó tan fuerte que creí que me iba a hacer vomitar todos los dulces que había comido durante la tarde. En aquel momento no comprendí por qué me apretaba tanto que podía sentir el latido de su corazón en mi pecho y con los ojos llenos de lágrimas, ¡si me había visto por la mañana antes de ir al colegio! Aquella noche no cené, mi madre me dejó ver la tele más tiempo del que acostumbraba e incluso me preguntó si me apetecía ir a pasear al día siguiente y comprar una enorme pelota de esas que tanto me gustaban con olor a cereza en lugar de ir a clase. Creo que en aquel mismo instante terminó mi infancia. A partir de aquella noche aprendí a desconfiar de las personas y más concretamente de las cercanas. Comprendí que aquellos que podían amarme, podían ser los que más dolor me causasen y, en un extraño discernimiento inverso, que si yo amaba podía hacer mucho daño. Entendí que debía herir antes de que me hirieran, por lo que me convertí en una desconfiada que miraba por encima del hombro antes de que la mirasen y en una estúpida que evitaba el contacto íntimo con cualquiera para no sentirse traicionada. Una persona en su sano juicio podría pensar: «¡Pobrecilla!», y tal vez yo pensaría lo mismo si pudiera escucharme fuera de mi pellejo, pero lo cierto es que no me ha ido mal. Tengo lo que he querido encontrar sin perder el tiempo en buscar cosas que tal vez no existan. Aunque, ¿saben?, en el fondo soy una tía sensible; se me saltan las lágrimas cuando veo a un animal atropellado en mitad de la carretera, me rasco los bolsillos cuando me piden limosna en un semáforo, tal vez para gastarlo en un litro de vino, leo novelas de amor pomposo donde los protagonistas se aman hasta la muerte y más allá... Así soy yo. Purificación. Esa a la que tanto me cuesta comprender algunas veces. Desde aquella tarde no volví a ver a mi padre. Al menos puedo decir que desapareció de mi vida de una manera muy dulce. Vomité tanto durante la noche, tanta cantidad de harina y azúcar, que creo que por el váter se fueron la rabia y el dolor que se suponía que debía sentir por el abandono de un padre; ese que no tuvo lo que debía tener para mirarme a los ojos y explicarme que las cosas no podían seguir así. Creo que nunca más volví a acordarme de él, excepto cada maldito diecinueve de marzo en que siempre me tocaba hacer el regalito de San José que terminaba en alguna papelera de camino a casa.

Así que allí estaba yo, en un vagón de tren de largo recorrido, recuperando vivencias pasadas por culpa del entierro de un tío materno del pueblo al que fui por obligación, ya que, si mi madre se enfadaba conmigo, durante varios meses no comería comida casera. Tampoco tenía mucho que perder, ella me pagaba el viaje, por no poder cambiar el turno en el trabajo. Y encima ligué, no podía quejarme. Con un tío que afortunadamente se subió casi llegando a mi destino y que así, sin más, me soltó un rollo. Se me puso mala hostia cuando antes de que se subiera aquel charlatán se me acabaron las pilas del MP3 y aunque después intenté cortarle haciendo el amago de ponerme los cascos, el tío seguía y seguía. De modo que entre escuchar a un plasta sus problemas del curro y escucharle igualmente con un pingajillo que se me clavaba en la oreja destrozándomela, me rendí ante la insistencia de su voz profunda sin interferencias y al subir y bajar de su prominente nuez. Se llamaba Pedro o Víctor o algo así y venía de un viaje de negocios; al final se puso interesante la cosa, tanto que terminó tirándome los tejos y lo llamé cabrón. Me bajé en la siguiente parada a pesar de no ser la mía y me cambié de vagón hasta que llegué a la cafetería del tren. Allí pasé el resto del viaje que no llegaba a media hora, de pie, apoyada en una barra estrecha y pringosa, soportando las miradas de los camareros. Si algo no me gusta, pillo y me largo. Punto. No puedo soportar que un tío intente ganarse mi confianza con un burdo truco de penas laborales para llevarme a la cama. A lo mejor me vio necesitada de macho y lo cierto es que no estaba nada mal; más o menos de mi edad, con algunos reflejos plateados en las sienes que le daban un aspecto interesante y maduro y un cuello robusto dentro de su corbata medio anudada. Vamos, que no me hubiese importado echar un polvo con él si se lo hubiese currado un poco más, pero me sentí traicionada por aquel desconocido que pretendió animarme el trayecto de regreso a casa y consiguió joderme lo que quedaba de tarde. Cuando alguna de esas que se consideran amigas mías consigue tomarse una o dos copas de más, intenta decirme la gran verdad de mi vida: «Puri, estás echa un asco», «Puri, cielo, eres una amargada», y en ese momento le digo que me importa una mierda lo que me diga, que no le he pedido su opinión y que yo sin copas de más puedo decirle exactamente lo mismo a ella; me saca de quicio la facilidad que tiene la gente para pensar que es importante para una cuando simplemente compartimos el trabajo y alguna que otra caña a la salida del curro. Tal vez cualquier profesional de la psicología, la psique, la psiquiatría encontrase la respuesta en mi infancia a mi comportamiento patológico y quisiera hacerme una de esas regresiones a la primera de cambio; seguro que si alguno me conociese en aparente profundidad pensaría: «¡Ah, claro, es que fue abandonada por su padre cuando era pequeña y su madre estaba todo el día trabajando fuera de casa!» Es muy posible que si tuviésemos que buscar la explicación a mi gran dificultad para confiar en las personas, deberíamos ir años atrás, pero lo que ocurría era que no consideraba necesario el gasto de energía y tiempo en remover una mierda enterrada que podía oler con cierta facilidad si se rascaba la costra ligeramente con el dedo. Soy yo la que sabe qué ocurrió y cómo. Quien sufrió una infancia demasiado adulta que la hizo madurar repentina y rápidamente sin que lo hubiera deseado. Antes de lo que llegué a pensar, dejé de echar en falta a mi padre. Aprendí a no recordar nuestros paseos al salir del colegio y me obligué a redimir los deseos de hablar con él para contarle cómo me encontraba. Me convertí en una mujer encerrada en un cuerpo de niña, asumí responsabilidades que se suponía que no me correspondían y aprendí a interpretar las cosas no según lo que parecían, sino lo que realmente eran. Sin embargo, no vayan a confundirse, no recuerdo mi infancia

como algo horrible, simplemente me socialicé de manera diferente. Los problemas de mis amigas no eran tan tremendos como ellas los veían; lo que parecía tan malo no lo era tanto; lo irremediable podía tener remedio si se sabía buscar. Purita, hábil como una mujer, inocente como una niña. *** ¡Joder, cómo me dolían los pies aquella tarde! Me había pasado la mitad del día presentando un proyecto a la comitiva. Se trataba de la reprogramación de un código alfanumérico para un programa de seguridad de una empresa que cotizaba en bolsa. Vamos, un lío de números, palabrejas y símbolos que conseguían que me doliese la cabeza. Yo era la responsable de mi equipo, aunque por encima de mí estaba el jefecillo que se apuntaba todos los tantos. Si las cosas salían bien, era gracias a una buena coordinación del grupo y, si salían mal, mi incompetencia femenina al frente de un equipo con posibilidades era la culpable. El trabajo en una empresa mayoritariamente masculina, jerarquizada y contaminada de poderes, que a veces parecían sobrenaturales, era algo con lo que tenía que lidiar cada día y que me ponía de mala hostia. Lo cierto es que me costaba saber cómo me sentía. Cualquiera diría que resulta fácil saber cuándo una está mal y cuándo está bien, pero la verdad es que es algo más complejo que se escapa del alcance de las dos palabras moralistas y totalitarias. Odio tener que ponerle nombre a una de esas emociones que se sienten y se dejan de sentir sin que una tenga el control sobre ellas. Ojalá fuera tan sencillo como pensar: «Hoy quiero sentirme feliz» y hacerlo. Algo así como un genio, el yo interno, y la lámpara, el yo externo, donde frotar y pedir los deseos. Así que estaba harta de no saber si me encontraba triste o feliz porque durante esa tristeza permanente existían pequeños fogonazos de alegría; en esa tristeza constante sentía abatimiento, desilusión, rabia y, al mismo tiempo, en instantes tal vez imaginarios, esperanza, conmiseración y alivio. No dudaba que fueran sentimientos inducidos por mi balanza vital para equilibrar el caos que podía existir dentro de mí, pero me resultaba imposible identificar una emoción que nunca era pura. Cómo llamar a un perro por su nombre si tenía cuerpo de gato o llamar a la alegría felicidad si estaba salpicada de preocupaciones. «¡Así te va!», suele decirme una buena amiga que no necesita un par de copas para hablarme. Laura. Nos conocimos en un curso que impartió en mi empresa sobre nuevos codificadores de datos y, de alguna manera, que todavía no me explico, terminamos intimando. Y quizá tenga razón. Nunca me he planteado que el fallo pueda estar en mí; me resulta más cómodo y menos doloroso justificar mi comportamiento en las actitudes de los demás. Jamás he dicho «te quiero», bueno, hace tiempo, en una época que no me gusta recordar porque todavía sigue quemándome muy adentro, se lo decía a alguien, pero lo usé tanto que aquel sentimiento se agotó en mi alma. Sí, estoy segura de que nunca he dicho «lo siento», y ese puede ser mi problema, las dos palabras que no contempla mi vocabulario. Mi imposibilidad, tal vez buscada y desgraciadamente encontrada, a la hora de expresar lo que siento en el momento en que lo siento. A veces me pregunto si realmente no sé o no quiero aprender porque me resulta más sencillo vivir al margen del dolor provocado por un sentimiento sabido y no correspondido. Mis días estaban contaminados de rutina, una monotonía austera que cada hora me vaciaba más y más hasta dejarme hueca. Se suponía que a mi edad era cuando me correspondía llevar una vida activa y satisfactoria, pero, como siempre, iba contra corriente, del mismo modo

en que cuando era pequeña me empeñaba en vestir con pantalones de primavera en pleno diciembre y con orejeras en pleno verano. Me crie en contra de lo que se esperaba de mí, al menos esa sensación se hizo un hueco dentro, muy hondo, cada vez que mi madre me decía que era una rarita. Creo que fue lo único que se empeñó en destacar de mí con las vecinas de entonces; a ver, no es que quisiera que hablase maravillas de mí cuando no era así, pero decir: «¡Pura, ay, mi Pura! ¡Muy inteligente, muy estudiosa pero qué esaboría es! ¡Si algún día se echa novio, no sé qué será de él, pobrecillo, lo que le tocará aguantar!» Joder con mi madre, ¡y eso que se quedará sin saber!, porque antes de echarme un novio formal me meto a monja y mira que, con lo viciosa que soy, eso sí que sería un milagro, ¡MI-LA-GRO! Siempre las mismas cualidades: lista, aplicada y arisca, ¿así cómo iba a encontrar a mi aristócrata azul? Mi madre era capaz de venderle peines a un calvo, sin embargo, nunca consiguió que un apuesto hombre cruzara el umbral de mi casa, me cogiera en brazos y me llevara trotando hacia el altar para convertirme en una aburrida madre, conservadora esposa e insípida mujer. Ni siquiera... ¡qué triste!, casi me había convertido en todo aquello sin ayuda de nadie, y, claro, como diría cualquier psicoanalista ar-gen-tíííí-no: «Contáme qué ocurrió aqueshlla tarde en que vuestro papi os abandonó.» Por mucho que me avergonzase reconocerlo, esa era yo: Purificación, Pura, Puri, Señorita Gallego, ¡Chist, usté, pase por aquí! No se trataba de esconder la cabeza en un agujero cada vez que alguien intentase conocerme, no era un problema de autoestima, o al menos me negaba a que lo fuese, ni se trataba de falta de orgullo, simplemente no me había sentido admirada en ningún momento por mis logros y sí vapuleada por mis fracasos; la falta de reconocimiento del triunfo logrado y casi desgastado y las palmaditas en el hombro de «buen trabajo» que siempre iban a parar a la espalda de otro. Allí estaba yo, mal tumbada en el comodísimo sofá de mi casa con una tremenda tarrina de helado de litro sabor vainilla con trozos de galleta a la más tradicional imagen americana de una populoide película costumbrista, aunque estaba segura de que cualquiera de aquellos directores «typicalespanish» me hubiera colocado un vestido de faralaes y una peineta para ponerme el sello de «española en estado transitorio de distimia». Viernes noche, oyendo un programa de TV que se encargaba de llenar el vacío de aquellas cuatro paredes solitarias que formaban mi hogar, ¿dulce hogar? En realidad, lo único que conseguían aquellas voces chistosas y forzadas era recordarme que estaba sola, tan sola que hablaba en voz alta para que el vacío me devolviera el eco de mis palabras llenando la habitación de una soledad compartida conmigo misma. Siempre me negué a convertirme en una más de aquellas mujeres que se conformaban con lo que tenían. Siempre me empeñé en tener más, en no depender de nadie, en ser autosuficiente. Lo que realmente deseaba tener era a una persona que me escuchase y comprendiera, alguien a quien poder explicarle lo que me ocurría y cómo me sentía. La persona que no juzga y que sosiega, con los conocimientos adecuados o la calidad humana suficiente como para saber y sentir de la manera en que tú lo haces. Una amistad en pro de tu relato que te dice que no eres la única en la inmensa faz de la tierra que se preocupa, que habla, que piensa, que siente. La calidez de una sonrisa condescendiente de «sé de lo que me hablas»; la tibieza de unas palabras comedidas que no te hieren. Tal vez lo único que quisiera fuese sentirme importante para alguien y cualquiera que fuese ese alguien bastaría para hacerme sentir menos rara entre tanta aparente normalidad. Incluso el quiosquero de gafas minúsculas al que cada mañana compraba el periódico. Bastaría con que cualquiera me

dedicara una sonrisa más allá del puro formalismo y que me preguntase en algún momento: «Hola, Puri, ¿cómo estás?» Ya casi no recuerdo quién se interesó por mí la última vez. Debí de quedarme dormida en el sofá cuando el timbre de la puerta me sobresaltó. ¿Quién sería a aquellas horas intempestivas en las que las buenas esposas y madres están terminando de recoger la cocina tras la cena y acostando a sus hijos, y los buenos maridos están despidiéndose de sus trabajadoras secretarias a las que les gusta hacer horas extra dura-men-te trabajadas? El timbre seguía sonando escandalosamente mientras salía de mi aturdimiento. —¡¡¡Vaaaaaaa, ya vaaaaaa!!! —grité levantándome torpemente del sofá—. ¿Quién coñ...? —pregunté molesta mientras giraba la llave para abrir y encontraba a Laura al otro lado con los ojos enrojecidos y moqueando tras lo que intuía un pañuelo de papel empapado de lágrimas—. ¡Laura! ¿Qué pasa? *** —¡Pu... Puri..., ay, Puri! ¿Qué hago? ¿Qué hago yo ahora? Traduje sus balbuceos mientras se me echaba encima empapándome la camiseta del pijama de mocos y otros fluidos corporales que, de haber sido en otra situación, no hubiera permitido. Una cosa era que fuésemos amigas y otra muy distinta que me confundiera con un pañuelo. Entramos en casa, lo último que me faltaba era que la vecina, que en breve se asomaría a la mirilla, me viera en aquellas circunstancias: desaliñada y con una tía entre mis brazos echa un mar de lágrimas. A saber lo que su retorcida mirada interpretaba de una situación clara de «Amiga las 24 horas. Para cualquier emergencia». Lo cierto es que me molestó que Laura apareciera sin avisar rompiendo la inquietante tranquilidad que invadía mi casa un día de diario a las diez y cuarto de la noche. Debería existir un código moral que se inculcara desde las escuelas para evitar casos similares. Tal vez un «Decálogo de Emergencias Personales» que se aprendiese de la misma forma que las tablas de multiplicar: l) Espere usted a morirse un día de diario, a ser posible un laboral. Si se encuentra mal y siente que le llega su hora en domingo o festivo, ni se le ocurra dar el último suspiro, intente posponerlo lo máximo posible. 2) Cualquier desgracia personal nunca es lo suficientemente urgente como para molestar a una desdichada amiga en mitad de una crisis existencial en plena noche... —Toma un poco de agua, anda, que tienes todos los mocos en la garganta y no hay quien te entienda— bebió con cierta dificultad del vaso que le ofrecí y pareció tragarse las lágrimas con el agua—. A ver, empieza por el principio —le pedí. Podía tirarse así, lloriqueando, toda la vida sin soltar palabra. —Nicolás... nnnnnííííííícolás —comenzó atropellando cada sílaba—. Nicolás me está engañando. ¡Vaya! ¡Qué sorpresa! Aquel panoli que parecía incapaz de mirar más allá de la punta de su nariz, donde generalmente se apoyaban sus gafas de montura al aire, había despertado de su letargo. ¡Cuánta rotundidad en sus palabras! Suponía que si hablaba así era porque creía firmemente en lo que me estaba diciendo. —¿A qué te refieres exactamente? —ni siquiera en ciertas situaciones podía imprimir delicadeza en mis palabras. —¡Ay, Puri! ¡Hija, cómo eres!... Hay otra, estoy segura. Hablaba con vehemencia y en cierto modo me estremecí. Los ojos hinchados y enrojecidos, nariz similar a la de Fofito, voz temblorosa y ahogada... claros síntomas de mujer con

cornamenta. No imaginaba que Laura quisiese tanto a su marido. —¿Cómo que estás segura? ¿La has visto? Joder, hablaba como aquellas personas a las que tanto había criticado. Con silencios que culpabilizaban y palabras absurdas que se decían para rellenar huecos incómodos inundados de desesperación e incomprensión. Seguro. Laura no hablaba por hablar, no podían ser solo sospechas infundadas. —No, no la he visto, ¡claro que no! —joder Laura te me has caído con todo el equipo—. Si lo hubiera hecho, ahora mismo estaría de camino a la comisaría, me la hubiera cargado. Solté una carcajada. Sabía que no era lo más apropiado, dada la circunstancia, pero me hacía gracia ver a la invulnerable e independiente Laura llorando a moco tendido por un mequetrefe que nunca le había ofrecido lo que se merecía. —¡Eres una cabrona! —chilló lanzándome un puñetazo que apenas llegó a rozarme el brazo. Rompió a reír a carcajadas, supongo que presa de los nervios y de la tensión que soportaba. A partir de ahí, me resultaría imposible reproducir la conversación, que, resumiendo, consistió en hablar de ella, su marido, ella, ELLA, su marido, «la Otra», su marido, ella, ella y ELLA. ¡Joder! No hubiese imaginado que Laura pudiera llegar a ser tan egocéntrica. Todo se basaba en su dolor, en su decepción, en su orgullo arañado, en su sorpresa, en su falta de omnipotencia. Después de tantas horas escuchándola, no estaba segura de si estaba tan destrozada como aparentaba por ser una cornuda o porque el insignificante de Nicolás, a todas luces inferior a ella, se hubiese atrevido a colarle semejante gol. —No sé, Puri..., supongo que estoy enamorada de él, pero, joder, esto me está doliendo demasiado. —¿Supones? Laura, se le tiene cariño al panadero de toda la vida, a la vecina del quinto que es casi como tu abuela, a un perro..., pero en cualquier caso se sabe, los sentimientos no se suponen. Se sienten desde muy adentro y una está siempre segura de si son de verdad o no. No hay reglas ni límites, no hay normas, simplemente se sienten y, cuando lo haces, sabes qué nombre darles a no ser que pretendas engañarte. Ojalá pudiera creerme con la misma firmeza lo que estaba diciendo. —Claro, desde tu posición es muy fácil. Puri, la nunca amada, la nunca amante, siempre sabe qué es lo que siente. Siempre tan lógica, tan racional. Esto no es una cuenta de matemáticas, ¿sabes? Si fuera tan sencillo como lo pintas... Si no hubiesen sido más de las cuatro de la mañana, si no fuera algo más que una simple amiga, si no hubiesen tenido tanta razón sus palabras... le hubiera arreado una hostia en toda la boca. ¿Quién se creía ella para hablarme así? ¿Qué derecho tenía a resumir mi dolor, mi sufrimiento más íntimo en tres simples frases? Tal vez mi vida se resumiese en aquellas palabras y en 34 años no me había atrevido a mirarme al espejo y ver a esa Pura corrompida dentro de mí; nunca podría engañarme a mí misma. —¡Tú no tienes ni puta idea de lo que he pasado en mi vida! No conoces de mí ni una mínima parte de lo que soy y no tienes ningún derecho a hablarme como lo has hecho. Ni siquiera la dureza de aquellas palabras incomodó a Laura. Noté cómo apretaba los labios con fuerza tal vez para no contestarme, y del mismo modo percibí el brillo en sus ojos de un orgullo rancio y mediocre que no entendía del dolor ajeno. Me resultaba imposible mantener su mirada de ojos vacíos y lejanos, así que me levanté del sofá y me fui a la habitación que cada noche se convertía en mi confidente. Necesitaba la calidez gratuita de la almohada que

ahogaba mis amargas lágrimas día tras día. Admito que en algún momento de aquella noche, en las pocas horas que quedaban antes de levantarse para ir a trabajar, esperaba que Laura apareciese por el marco de la puerta como príncipe al galope y me rescatase de la desgracia, se sentase a mi lado en la cama y se disculpara por lo que había dicho. Y Laura no era de aquella clase de mujeres que sentían más allá del dolor propio, así que la noche se deslizó entre mis pensamientos y el repiquetear de sus palabras mientras escuchaba su dificultosa respiración en el sofá del salón. Por alguna extraña razón dibujaba su imagen una y otra vez en mi cabeza: ojos grises inaccesibles tras sus gafas de pasta negra y corte posmoderno. Su melena ondulada en las puntas, cobriza con la luz del sol y castaña en la penumbra del cielo nublado. Su cuerpo moldeado por el esfuerzo físico que algún día hizo y cuyas secuelas se observan en las piernas bien formadas, brazos claramente delineados y vientre ahora ligeramente abultado con el abandono del ejercicio a sus treinta y siete años. Su sonrisa marfil algo imperfecta, pero radiante tras sus labios finos de comisuras suavemente caídas que le proporcionaban un semblante serio. Así, en algún momento de la noche, sucumbí al sueño débil pero dulce que me mecía por las entrañas de mis pensamientos. Un estado frágil que me sosegó en mitad de las oscuras imágenes que se abrían paso en mi mente y cuyo fondo estaba marcado por la presencia onírica de Laura. *** —¡Será hijo puta! —le grité a mi compañera a pesar de que ella no tuviese nada que ver. —Puri, no te pongas así, sabíamos que esto podía ocurrir —me contestó desde su metro setenta y ocho para intentar tranquilizarme. —Tienes razón, Carla. Supongo que últimamente estoy un poco susceptible. —Por lo menos desde hace una semana estás rara, te noto triste, irritada... —esperó a que yo me defendiera, supongo, con cualquier excusa, pero no dije nada—. Ya sabes que si necesitas hablar..., bueno, o cualquier cosa, no tienes más que decírmelo, ¿vale? Me dio un apretón en el brazo, enfatizando su ofrecimiento, y se fue. Carla era una buena chica. Había sido trasladada a mi equipo hacía ya casi un año. Tenía veintipocos y su única preocupación era que el chico que le gustaba no se olvidase de mirarla ni un instante. En fin, no sé si me gustaría que alguien, en una etapa tan insustancial de la vida, fuera mi único consuelo. Por supuesto agradecí su preocupación con la sonrisa más sincera que pude encontrar en aquel instante, haciendo un gran esfuerzo porque no notara mi consolidado, y tal vez equivocado, pensamiento de que alguien que se ofrece para cualquier cosa miente vilmente en su aparente buena intención. ¿Qué significa «Para lo que quieras»? ¿Eso implica cualquier, CUALQUIER cosa? ¿En serio? Me entran ganas de echarme a reír cada vez que escucho a alguien decir algo semejante. Simplemente es una expresión que se utiliza cuando el otro está jodido y tú no sabes qué decir. Tal vez lo que me apeteciera en aquel momento fuese echar un polvo para deshacerme del amargor que me había dejado en la boca la discusión con Laura. ¿Estaría Carla dispuesta a prestarme su cuerpo durante media hora? O, mejor dicho, ¿estaría Carla dispuesta a ofrecerme el cuerpo de su novio durante mínimo diez minutos? Oh, perdón, había entendido que cualquier cosa que necesitara podía pedírtela. Encima corres el riesgo de que la otra persona se sienta atacada. Tengo claro que soy demasiado extremista en mis decisiones, por supuesto no se me ocurriría jamás pedirle algo así a nadie, pero la extrema educación de

ofrecerse para cualquier cosa en situaciones difíciles me tienta hasta límites insospechados. ¿Qué puedes hacer por mí si no tienes ni idea de lo que me ocurre? ¿Y si resulta que me ha salido un grano en el culo y me duele que te cagas? ¿También estás dispuesta a limpiarme lo que supure? Carla era una tía maja, aunque demasiado condescendiente y desprendida de su propia integridad como para ofrecer su ayuda a diestro y siniestro, su tiempo y su intimidad. Quizá en algún momento de mi vida yo hubiese sido así. No lo recuerdo. Tal vez ella tuviera la necesidad de sentirse importante para alguien que la superase en edad y que, por lo tanto, se suponía más experimentada aunque viera la vida con los ojos cargados de prejuicios. La importancia de ser necesaria, saber que sienten mi presencia, que conocen mi capacidad de dar más allá de las sonrisas correctas. Y del mismo modo, supongo, que si no hubiese impuesto distancia con aquella mirada desde los hombros, Carla hubiese sido una gran confidente. Estaba indignada porque Carla me había traído el mensaje de mi superior más inmediato, ¿el que era caso aparte?, pues ese, que consistía básicamente en jodernos un poco más el día. Horas extra al margen de las ya estipuladas en la letra pequeña del contrato. Y el caso era que no es que tuviese inconveniente en echar más horas en el curro, entre otras cosas porque mi vida, tras la jornada laboral, estaba tan hueca como un huevo Kinder al que le quitan la sorpresa, sino que había que complacer a aquel capullo, que me caía fatal, porque sí, ya que seguro que ni siquiera había gastado ni una gota de saliva en defender el trabajo y el derecho al descanso de su equipo. Tenía demasiados aires de grandeza que los mal disimulaba aparentando delante de los jefazos, y detrás se encargaba de dejar bien claras las diferencias entre hombre y mujer. Eran de ese tipo de cosas que me costaban aceptar, y la lógica y la razón dieron paso a una ira que se agrandaba en mi bajo vientre y me subía por la garganta hasta convertirse en una flema que necesitaba escupir antes de que me ahogara. Fui al baño y allí, contra la imagen reflejada en el espejo, descargué mi rabia. *** Resultaba difícil de explicar, pero sentía un malestar que, sin motivo aparente, se enmarañaba con el sentimiento de culpa y confusión. Se trataba de una presión semejante a la angustia que se me anclaba en el pecho bloqueando cualquier paso de aire que me asustaba tanto que, a veces, llegaba a pensar que ya nunca volvería a respirar. Las últimas semanas estaban siendo demasiado duras, más de lo que había pensado. ¡Purificación puede con todo, nada puede superarla!, pero, en realidad, Purita se arrugaba hasta hacerse pequeña en mitad de todo aquel caos. A los pocos días de que Laura se hubiese instalado temporalmente en mi casa con la excusa de que tenía que hacer un viaje de negocios, nos enteramos de que Nicolás había roto la promesa inquebrantable de la fidelidad hasta que la muerte los separase y, efectivamente, tal y como pensaba Laura, la estaba engañando. Al principio, ella lo negó, por supuesto, aquello no podía estarle pasando, pero las insistentes persecuciones de la esposa herida en mitad de la noche, que nunca alcanzaban el objetivo, dieron su fruto rápidamente. Nicolás era bastante torpe y su mujer tuvo que descubrir que estaba siendo una cornuda, o al menos pretendía convencerse de ello. ***

Cuando llegaba de trabajar, Laura, normalmente, no estaba en casa. Volvía a veces bien entrada la noche o incluso de madrugada y me explicaba, envuelta en lágrimas, que lo había seguido y que no había ocurrido nada, pero que, sin embargo, Nicolás hacía cosas que ella no conocía como, por ejemplo, ir a comprar ropa a tiendas caras, salir de la oficina antes de lo que solía decirle, etc., etc., hasta que una noche ocurrió lo que ella tanto miedo tenía a comprobar. Un día llegué a casa y Laura estaba en el sofá envuelta en una nube de humo. De haber sido otra situación más cómica, habría atribuido dicho estado a que el vehemente pensamiento de mi amiga había acabado chamuscándole los pelillos, pero, a pesar de no ir muy desencaminada, Laura aún no había entrado en el estado de inflamación espontánea. Sobre la mesa había un gran cenicero que algún impresentable me había regalado hacía años, cuando me empeñaba en fumar compulsivamente buscando algún tipo de placer que nunca encontré. Se trataba de un objeto grande y contundente de cristal pintado. Mi amiga lo tenía apoyado en la pierna mientras encendía y apagaba un cigarro tras otro; en realidad, aplastaba las colillas que apuraba hasta el filtro con la mirada vuelta hacia sí, perdida en algún lugar inaccesible para mí. Antes de que Laura se trasladase a mi casa, en alguna ocasión me había planteado cómo sería compartir piso con una buena amiga, y siempre había llegado a la conclusión de que no sería una mala experiencia, pero lo cierto era que Laura llevaba casi dos semanas instalada y cada vez me resultaba más difícil comprender sus desaires y malos gestos. Así no me extrañaba en absoluto que hubiera tantos divorcios. Nunca pensé que pudiera llegar a incomodarme su presencia. Parecíamos un matrimonio, pero sin sexo. Una pareja aburrida inmersa en una rutina insulsa que cada vez almacenaba más momentos de reproches que algún día cobrarían entidad. Aquella noche me dijo: «Lo he hecho». Sus palabras me recordaron aquellas primeras fiestas del pijama que mis amigas se empeñaban en celebrar en los primeros años de instituto para fumar, hablar de sexo y de a cómo estaba el kilo de carne masculina. Eran una tontería, pero no había manera de integrarse en ningún grupo a menos que fueses como ellas; a la más mínima diferencia, estabas fuera. Quizá hubiera pasado por alto que, además de hablar de sexo, teníamos nuestros primeros escarceos con el mismo, a base del roce de nuestros camisones aliñado con cierto nivel de alcohol en sangre que nos desinhibía hasta el punto de experimentar las prohibiciones divinas del cuerpo ajeno. Posiblemente en aquel momento descubriese la diferencia que tenía con mis amigas, el verdadero motivo por el que asistía a aquellas reuniones. Los padres se empeñaban en la NO PRESENCIA de chicos, pero de haberse atrevido a abrir la puerta de aquella enorme habitación de la niña rica de clase, hubiesen llevado ellos mismos a los proyectos de hombres a los que empezaban a punteárseles los primeros indicios de virilidad en el bigote. Así, aquel amargor de las palabras de Laura, cuyo origen por el momento desconocía, me inundó de una nostalgia almibarada que dejaba en mi boca un cierto sabor agridulce. —¿Que has hecho qué, Laura? —comenzaba a irritarme su comportamiento. —He seguido a Nicolás. —¿¿Cómo?? —no había calculado que mi pregunta se convirtiera en un grito. Respiré hondo —, quiero decir, ¿por qué? —Porque necesitaba ver su cara. —¿La cara de quién? No te entiendo. —¿Crees que puedo aceptar que mi marido me engañe sin más?

—No se trata de aceptar sin más, Laura. Quieras o no, él podría estar engañándote y ojalá fuese una decisión que tú pudieras tomar. Además, si lo está haciendo, no parecen importarle las consecuencias. ¿Por qué te castigas tú entonces de esta manera? —No me crees —rio amargamente echando el humo de su cigarrillo por la nariz—, piensas que me lo estoy inventando. —Yo no he dicho eso, solo creo que deberías tener más pruebas de las que manejas, simplemente podría ser un malentendido. —¿Malentendido? ¡No me jodas, Puri! ¿Recuerdas lo que me dijiste la última vez cuando discutimos? Eso de que los sentimientos se sienten y ya está; que una sabe cuándo y cómo siente porque lo hace desde muy adentro... —asentí—. Pues no preguntes tanto porque ahí está la respuesta que estás buscando. No sabría explicarte por qué me castigo de esta manera, según tú, y tampoco por qué tenía la imperiosa necesidad de ver cómo era la o-tra que le da a mi ma-ri-do lo que, evidentemente, yo no puedo darle. No podría hacerte entender esta culpabilidad que me subyuga cada noche en la oscuridad de esa habitación junto a la tuya. Supongo que me muevo por impulsos, deseos latentes que entran en erupción en el momento en que menos lo espero y que, de alguna manera, intento calmar. Me siento traicionada y engañada. —Cualquiera que te escuche no diría que es simple cariño lo que sientes hacia él. —Es tan difícil... No sabes cuánto envidio tu independencia. Estando sola, las cosas son mucho más sencillas. No estaba segura de que Laura supiese exactamente el verdadero significado de sus palabras. Aquella independencia amorosa de la cual disfrutaba no se trataba de una elección, sino de un simple mecanismo de defensa, término que, por supuesto, había aprendido leyendo alguna ridícula revista femenina en la sala de espera del dentista. No amaba para no sentir dolor; no permitía que me quisieran para no causar dolor. Seguro que cualquier psicólogo se frotaría las manos escuchándome; me vería como «carne de cañón para terapia», ingresos fijos a fin de mes. «Mecanismo de defensa, interesante término, señorita Puri, ¿defensa de qué o de quién?» —Un día te casas intentando convencerte de que lo haces enamoradísima —me rescató Laura con sus soporíferos monólogos— del hombre a quien pretendes convertir en el más maravilloso del mundo, y de la noche a la mañana te das cuenta de que han pasado ya siete años y de que lo más arriesgado que has hecho en tu vida ha sido cruzar un semáforo en rojo con una minifalda ajustada a las caderas y unos tacones de vértigo corriendo entre los coches que te esquivan. Y ese príncipe azul que se ha ido trabajando tu confianza pacientemente te traiciona, quizá sea lo que más me duela. No pensé que esto pudiera ocurrirme a mí y ¡mírame!, soy una mujer cualquiera cornuda al borde de un ataque de nervios al más puro estilo Almodóvar. —Bueno, él te pondría una buena polla entre la piernas —pensé en alto sin poder evitar que mi boca pronunciara aquellas palabras. Nos echamos a reír escandalosamente, pero mientras yo continuaba riéndome de mi basta ocurrencia, Laura llevaba un rato en silencio. —Todavía no te lo he contado todo... ***

Cuando Laura me resumió los resultados de sus pesquisas no supe qué hacer, si echarme a reír o romper a carcajadas. No sabía bien por qué, pero me la imaginaba en un coche de cristales ahumados, con gabardina y gafas de sol, en plan detective privado, y me parecía tan extraña la situación que fue como una sorpresa que se retuerce en el estómago hasta hacerte cosquillas. No sé cuánto tiempo estuve teniendo convulsiones, pero recuerdo que en algún momento llegué a temer que se me agotaran las carcajadas para siempre. Entonces comprendí que era más serio de lo que parecía. El gesto de turbación de Laura me devolvió a la realidad. Volvió a encenderse otro cigarrillo y pude percibir cómo en aquella larga bocanada sus pulmones se llenaron de humo para golpearme la cara después, violenta y cálidamente. No tosí. Ese humo era tan suyo como mío y, por primera vez, atravesando aquella niebla espesa y fugaz que se había acomodado entre nosotras, descubrí en Laura una belleza marchita que se apagaba lentamente. —¿Pero el sitio donde lo viste pasar...? —le pregunté intentando romper aquel vacío huidizo — ¿Era un club de...? —No, era un club nocturno, un pub. —¿Y viste algo más? —¡No sé si podría soportarlo! Me entró miedo, como si algo me impidiese entrar, como si alguien tirase de mí hacia atrás. —¿Entonces, cómo puedes estar tan segura? —¿Acaso tú no lo estás? El interrogante de su mirada me hizo comprender que era la explicación más coherente a todos los acontecimientos. Supuse que no había ninguna duda. De nuevo nuestra conversación se convirtió en un diálogo de silencios. Sí, era la explicación más sencilla: «Mi marido es un putero, un cabrón que se está follando a otra.» Entonces respiré con cierta sensación de alivio; por alguna extraña razón, nuestras penas se alivian cuando las de la gente que nos rodea son más dolorosas. Sé que decir algo así me hace parecer una desalmada, ¿pero quién no lo ha pensado alguna vez? No hago más que ponerle palabras a los pensamientos de todos; no es más grave que el que te sonríe y al darse la vuelta desea que te pudras o el que se alegra de tus alegrías y al mismo tiempo te maldice para que se conviertan en tristezas. Tal vez ese sea motivo suficiente para que muchos no deseen pasar demasiado tiempo a mi lado. Lo entiendo. Si yo pudiese encontrarme conmigo misma en alguna reunión de viejas alumnas, me tomaría un par de copas del tirón para aguantar mis sarcasmos. Laura, sin embargo, era una de esas a las que les iba la marcha; parecía que no le influían mis ironías e incluso, a veces, llegaba a pensar que le gustaban. Algo así como un rollo sado-maso. No solemos rodearnos de la gente que nos dice lo que queremos escuchar, por eso a menudo huimos de las reuniones familiares, pasada ya cierta edad, para evitar que aquellos que más te quieren rompan, con frialdad y decisión, el fino hilo de autoestima y determinación que une cada sentimiento con cada uno de los acontecimientos que le dan sentido a tu vida. Nadie está preparado para que le digan que su trabajo, su esfuerzo, es una mierda, que podría conseguir algo mejor como el hijo de Fulanita o como la prima Menganita. ¿Y qué te queda? Morderte la lengua para no decirle a tu querida madre, la que te parió, que te tiene hasta el coño y que aunque no seas feliz y te ganes la vida, según ella, de mala manera, no conoces forma mejor de sobrevivir. Entonces te salta con lo del novio, el marido y los hijos, otra vez, como las hijas de Fulana y las de Mengana, comentarios que te hacen montar en

cólera diciéndole, o más bien chillándole, que no se meta en tus asuntos y que ya eres mayorcita para saber lo que haces y lo que quieres. Ella te mira con esa cara de lástima que tanto te molesta y te hace llegar su pensamiento sin pronunciar palabra: «¡Ay, hija, vives en el País de las Maravillas!», y tú, que bastante aguantas ya, dejas de comer porque se te ha cerrado el estómago y llevas el plato a la cocina pensando que tal vez tenga razón, que a menudo no sabes lo que quieres, incluso, a veces, ni lo que haces. En aquella situación me encontraba yo, sentada en un pequeño taburete de terciopelo granate lleno de mierda, esperando a que Laura trajera las copas que había ido a pedir a la barra. Sin saber qué hacía allí. Una vez más. El local tenía cierto misterio y un cierto toque repugnante, aunque no sabría muy bien explicar por qué. La oscuridad estaba enturbiada por el humo de cigarrillos que aquellos hombres peludos, delgados, depilados, gordos, musculados, encremados se fumaban a ritmo de una música pasada de moda hacía décadas y a golpe de vaquero ajustado en la entrepierna y el culo. En principio no era más que un pub de hombres para hombres que se encontraba en una calle colindante al Paseo de la Castellana madrileño, pero si eras capaz de atravesar aquella atmósfera de humo, testosterona y perfumes caros, podías reconocer los rostros que se daban cita noche a noche. Algún jugador de fútbol, tal vez algún posible presidente del Gobierno que se había quitado sus gafas de montura al aire y su corbata para ponerse unas de pasta gruesa y unos vaqueros... En fin, gente «importante» junto a gente anónima de cierto estatus social. Lógicamente, allí no podía entrar cualquiera. Había que atravesar una puerta de hierro negro y llamar a un timbre. Laura me contó algo de un viejo amigo que le debía un favor, y mover algunos hilos para que pudiéramos entrar fue la manera de pagárselo. En la sala seríamos unas cinco o seis mujeres: una camarera, un par o tres en una mesa al final en un grupo de hombres y nosotras dos. Las únicas féminas, que no únicas femeninas del local. Al entrar, cierto sector se giró con curiosidad para mirarnos, estaba claro que no encajábamos allí, pero afortunadamente tras nosotras irrumpió una cara conocida de la televisión con su cuerpo de escándalo y se formó cierto revuelo en torno a él. Teníamos un plan y nos sentamos en una esquina intentando abarcar la entrada y el máximo de la sala con la mirada, lo más discretamente posible, para ver quién entraba y quién salía. Laura estaba nerviosa, no dejaba de hablar y de contarme una y otra vez lo que pensaba hacer si lo veía, lo que había visto, lo que le haría a la otra... y a medida que ella hablaba, yo iba dándome cuenta de que en aquella historia las piezas no encajaban exactamente. Sus ojos me mostraban a una Laura asustada y no podía más que sentir lástima por ella, a pesar de maldecir nuestra amistad por llevarme a una situación tan incómoda en contra de mi voluntad. Querer significaba sacrificarse por uno mismo en ocasiones y sacrificarse por el otro siempre. Prefería no querer. Lo peor de todo aquello es que me quedaba tan ancha diciendo algo así. ¡Qué barbaridad! Cualquier periodista sensacionalista escribiría en grandes titulares: «La mujer que siente que huye de los sentimientos», y posiblemente tuviera razón, pero, desde luego, no era la única. Comenzábamos a reproducirnos a gran velocidad y atentábamos contra aquellos que se empeñaban en sentir y, por lo tanto, en sufrir. Los filósofos clandestinos de los barrios periféricos decían que el vertiginoso crecimiento de aquella nueva especie se urdía en los comités laborales impartidos por los humanoides en aras de la robotización... Era muy romántica toda aquella fantasía. —Laura, empiezo a aburrirme y sabes que cuando lo hago me pongo de mala hostia —le dije

mientras le daba un trago a mi ron con limón. —Ya lo sé, Purita —por supuesto omitió un «yo también» para sustituirlo por «aguanta un poco, seguro que está al llegar». Y así, de nuevo como un matrimonio aburrido, esperábamos sin conversación al susodicho. Durante la interminable espera, observé en un rincón del local una puerta que parecía la de unos aseos y por la que no hacía más que entrar gente, pero apenas salía. No sabía bien de qué se trataba aunque podía intuirlo. Pensé que si nuestro espiado tardaba, iría a echar un vistazo. Cada vez que se abría la puerta de entrada, veía cómo a Laura se le tensaban las facciones de la cara y podía percibir cómo apretaba las mandíbulas con fuerza. Para aquel entonces no sabía bien cuántas copas llevaba, pero eran las suficientes como para levantarme con cierta debilidad de piernas y dirigirme hacia aquella puerta misteriosa. Seguramente diera a algún tipo de reservado, pero necesitaba saciar mi curiosidad. Por supuesto, Laura se quejó y, mientras me giraba para pedirle silencio, ya casi a la altura de la pista de baile, tropecé con una de aquellas mujeres mezclada en el grupo de hombres. Debo decir que, con mi transitoria pérdida de coordinación, estuve a punto de caer de morros contra el suelo. Por suerte pude agarrarme a una de las muchas columnas que atravesaban el local, y aquella mujer que me sonrió divertida. Tenía un suave olor a coco que me provocó náuseas y por poco no le vomité encima. Tuve que esperar contra la columna fría para reponerme. Laura se me acercó con una mezcla de enfado y preocupación. —¿Adónde vas? —Add... adonde me dé la gana —respondí con cierta turbación. —Joder, Puri, ten un poco de paciencia. —Laura, llevvvvv... vamos aquí más de dos horas y ¡hostia, tú eres la alegría de la huerta! No haces más que estar callada o hablar de lo mmmm... mimmmiishhhhmo, así que voy a ver qué hay por ahí, en seguida vuelvo —la retiré con un ligero empujón y seguí andando hacia aquella puerta. Dentro, parpadeé dos veces intentando aclararme la vista, pero fue inútil. Aquella oscuridad era tan densa que, al margen de pequeñas luces rectangulares que parecían pantallas de móviles que se movían por toda la sala, no pude ver nada más. Tengo un recuerdo borroso de lo que ocurrió, lo que sí sé es que alguien me empujó al entrar y me caí contra un cuerpo que me repelió como gato al agua, así que fui a parar a lo que consideraba el centro del cuarto, y allí estuve sentada un rato hasta que alguien se me acercó. Debí de quedarme dormida durante no sé exactamente cuánto tiempo y desperté con brusquedad cuando noté cierta humedad en mi cuello. Me quedé paralizada. Reconocer su procedencia, que identifiqué como una boca que ávidamente me retiraba el pelo de los hombros para llegar hasta mi piel, me llevó algunos segundos. Con cierta torpeza, una serie de ideas pasaron por mi cabeza como si de un negativo de fotogramas se tratase. ¿Cuánto tiempo llevaba sin echar un polvo? Aunque solo fuera por eso, merecía la pena intentarlo. Estaba borracha, ¿qué más podía hacer? Al principio me puse tensa. Tuve la sensación de ser una estatua de sal a la que cuando van a tocar se deshace. Así actué, retirándome hacia atrás para huir de aquellos labios desconocidos que querían conocer cada rincón de mi cuerpo, hasta chocar con la pared. Tal vez necesitara tiempo. Tiempo para saber qué hacer. Tiempo para que se me pasara la confusión de la borrachera. Tiempo para pensar rápidamente en las consecuencias de aquel «polvo oscuro»: enfermedades, dolor, goma, embarazo, mal olor, goma, sabor, goma,

maricón, goma... Mientras los contras se sucedían en mi cabeza, aquel extraño buscó de nuevo mi piel; esta vez sus manos presurosas siguieron el contorno de mi cuerpo. Y antes de que pudiera apartárselas, me las quitó de encima. Me pareció brusco, tal vez solo al principio, porque impaciente introdujo sus manos en mi entrepierna buscando bajo mis pantalones algo que obviamente no encontró. Se cercioró del sexo de su amante ciego y no pareció sorprenderle como yo esperaba. Mis manos, en un arrebato, actuaron del mismo modo; si él quería saber, yo también. Solo que no me detuve a seguir su contorno, directamente agarré su bragueta. Estaba tan caliente que no iba a permitir que se largase, ya no, aquella situación me hacía sentir muy mojada. Era todo tan prohibido, tan desconocido, tan perverso... El pensamiento de Laura se difuminó en mi cabeza para dejar paso a la silueta de aquel hombre que me ceñía con fuerza por la cintura y paseaba su lengua por el escote de mi camisa hábilmente desabrochada. Quería tocarle, morderle, pegarle, pero me tenía de tal forma agarrada que, sin hacerme daño, me inmovilizaba y no me daba opción a moverme, aunque tampoco lo intenté demasiado, al margen de forcejear un poco, porque me sentía tan puta con su cuerpo contra el mío y con la fuerza de sus manos rodeándome las muñecas que creí que me daba algo. Solo podía recibir su contacto viniera por donde viniese. Sus manos eran suaves y fuertes y se movían certeras bajo mi tanga. No recordaba haber experimentado tanto placer desde hacía mucho tiempo. Estaba medio sentado a horcajadas sobre mí, manoseándome con una suave brusquedad que me intrigaba, ¿qué clase de hombre era capaz de acariciar así? Estaba claro. ¡Me estaba tirando a un maricón! El sabor de sus labios era salado y sus jadeos húmedos y entrecortados. Ni siquiera se había desabrochado el pantalón para follarme y allí estaba, gimiendo en mi oído, lamiendo mis tetas y enloqueciéndome. No fue necesario decirle que se pusiera goma, habría sido una pérdida de tiempo pensar en las consecuencias, solo utilizaba sus manos para darme placer y sus labios para mantener mis pechos entretenidos. En el momento en que sentí que podía moverme, cuando estuve segura de poder controlar mis impulsos y supe que podría rozar su piel de nuevo sin quemarme... Justo en aquel momento en que quise acariciar su rostro, dibujar su silueta, sentir el ritmo de su pecho contra el mío, noté que me vibraba el móvil en el pantalón. Joder, entonces recordé a Laura y la causa por la que había ido a parar a un cuarto oscuro de un bar selecto de maricones, o, en vista de lo ocurrido, de medio maricones. Debía de llevar mucho tiempo en aquella sala, supuse que estaba preocupada. —¡Mierda! —mascullé mientras veía su número reflejado en la pantalla. Me levanté tan rápido que sentí un ligero mareo. Me abroché la camisa y la metí por debajo del pantalón. Me retiré el pelo sudado y ensalivado de la cara y me dispuse a salir cuando me acordé de aquel maravilloso confidente sexual. Me arrodillé tal y donde había estado recostada hacía un momento: —Ha sido maravilloso, rey —le susurré al oído mientras le cogía de la barbilla y le plantaba un beso en la boca. Solo entonces pude darme cuenta de cuál era su olor, ligeramente disimulado por un leve sudor salado. Su piel tenía un suave aroma a coco. *** —¿Se puede saber qué coño has estado haciendo ahí adentro? —me preguntó Laura con la venilla de la frente hinchada—. ¡He entrado en esa sala y no se veía una mierda!

Esperó a que le diera una respuesta, pero no podía hablar. Todavía llevaba aquel olor a coco impregnado en la piel. —¡¡Hostia, Puri, dime algo!! Lo único que recuerdo es que me zarandeó y ni siquiera así consiguió que se escapara una palabra de mi boca. Sentía que se me habían agotado, como si ya nunca pudiese volver a pronunciar ninguna más. Tal vez entrase en un estado de shock o algo parecido, porque, según Laura, durante dos días estuve actuando de una manera muy extraña. Yo apenas recuerdo nada de todo aquello, era como si nunca hubiese ocurrido, excepto aquel olor, aquellas caricias y aquellos besos que me acechaban a cada momento y en cualquier lugar. Intente cerrar los ojos e imagine una habitación oscura, muy oscura, tanto que tiene que apretar las pestañas con fuerza porque esa oscuridad tan densa le hace daño. Está solo, más de lo que nunca haya podido estarlo, y no me refiero a la falta de compañía, porque sabe que el más mínimo movimiento puede llevar consigo una consecuencia que podría hacerle gozar o podría aterrarle. Sin embargo, en el fondo, en lo más profundo de su ser, desea tocar y ser tocado. En ese cuarto no tiene identidad, nadie le conoce, usted como persona deja de existir en ese mismo momento para pasar a ser un cuerpo. Única y exclusivamente. Y ese morbo, que le produce un cosquilleo en los confines de su conciencia, es el que le mueve a dejarse llevar por manos, bocas y miembros desconocidos. Siente un atractivo peligro en lo que no puede controlar, quizá cierto miedo que le paraliza, pero tanta excitación que le obliga a dar y a recibir. Entonces, en esa soledad profunda, sin identidad ni género, un golpe de aliento caliente choca contra su mejilla erizándole el vello de la nuca. Unos labios entreabiertos se aproximan a los suyos y comienzan a besarle de una manera que le parece imparable. Un cuerpo se aprieta contra el suyo de tal manera que siente una respiración extraña dentro de sí, unas manos habilidosas acarician cada curva de su silueta para dar paso a una fusión de dos desconocidos que se conocen a través de cuatro sentidos. Me resultaba muy difícil explicar cómo me sentí después de identificar aquel olor. Después de ponerle cara a aquellos besos y comprender aquellas caricias suavemente bruscas. No solo había entrado en el cuarto oscuro de un club gay de alto standing, sino que me había dejado follar por quien supuse un maricón desviado para terminar descubriendo, después de haber gemido como una puta en manos extrañas, que mi amante era una mujer con la que había tropezado minutos antes de entrar y cuya piel olía empalagosamente a coco. ¿Empalagosamente? Juraría que, en algún momento, la suavidad de aquel perfume había sido como un dulce veneno que se apoderó de mi conciencia para convertirse, una semana después, en un aroma repulsivo y cargante. Tal vez aquella repulsión no fuese más que el resultado del odio que sentía hacia mí misma por haberme dejado embaucar por una mujer y no haberme dado cuenta. Me sentía sucia, traicionada en lo más profundo de mi ser, y lo peor de todo era que no podría contárselo a nadie. En primer lugar, porque no podría soportar la vergüenza, ¿qué pensarían de mí?, y, en segundo lugar, porque no sabría encontrar las palabras adecuadas para dicha confesión. Ni que decir tiene que aquella noche no pudimos llevar a cabo la «Operación Nicolás» ya que, según me dijo Laura, el local empezó a llenarse de gente y resultaba imposible ver más allá de uno mismo. Así que, abortado el plan, Laura decidió atajar directamente el problema. Se vino a vivir a mi casa definitivamente. ***

Necesitaba unas vacaciones. Eran las nueve y media de la mañana y en la sala de café tomé, de repente, aquella decisión. Demasiados años trabajando en la empresa sin derecho a un descanso digno en igualdad al resto de españolitos. De acuerdo, yo no tenía suegra, ni parienta, ni hijos a los que soportar y cuidar, pero no era motivo suficiente para que siempre pensaran en mí como única trabajadora para hacer horas extra medianamente bien remuneradas. Cargaría mi coche con cosas inútiles e iría allí donde encontrase un lugar en el que cupiésemos mis neuras y yo. —¡Oye, pues mis padres tienen una casa preciosa en Francia! —me dijo Carla en unos de sus ataques verborreicos. Simplemente había contestado a su pregunta por educación. —¿Puri, qué te pasa, tienes mala cara? Si lo que necesitas es cambiar de aires, desde luego aquel es un sitio precioso. ¿Sabes? A mí me gustaría ir más a menudo, pero a mi novio no le gustan los franceses; bueno, él dice gabachos, pero para el caso es lo mismo. Es de un cabezón... Otro compañero que tomaba café con nosotras y que era mi viva imagen en masculino, Raúl, comenzó a bromear mientras Carla pasaba olímpicamente de su lengua sin pelos. Fui tras ellos. Tal vez no estuviese tan mal viajar a Francia, pero ¿qué hacía yo allí sola? A tantos kilómetros de casa, en un lugar extraño que a saber cómo era, porque poco me fiaba yo de Carla, sin tener ni idea de francés aparte de oui, mademoiselle, poisson, croissant y baguette. En fin, siempre había tenido pendiente aprender un idioma nuevo. Y la verdad, me daba igual estar en cualquier rincón de la España más profunda que en el país vecino, la soledad era igual en todas partes. —Oye..., Carla, lo que me dijiste antes de la casa de tus padres en Francia... exactamente a qué te... Carla esbozó una sonrisa y se sentó en su silla dando por hecho que aceptaría aquella loca proposición. —Era de mis bisabuelos. Es un antiguo molino rodeado por un riachuelo y está en un pueblecito de la campiña francesa que se llama Chateneuf de Gadagne. Poco a poco mis padres han ido rehabilitándolo y es un lugar increíble, en serio, perfecto si te apetece estar tranquila sin que nadie te moleste. Este año le han ofrecido a mi padre impartir unos cursos y no van a poder ir, así que intenté convencer a mi chico para que fuésemos, pero no hubo manera. Dice que está muy lejos... Justo en aquel momento desconecté. Carla empezaba a darme explicaciones que no le había pedido y me aburría. Siempre que le preguntaba algo acababa hablándome de su novio y sus tonterías. Intentaba recrearme en aquel viaje que prometía en la distancia de la suposición todo cuanto necesitaba. ¿De cuántos kilómetros exactamente estaríamos hablando? Tendría que ir a hablar con «el Superior», aguantar sus sarcasmos y su desesperación porque la encargada de equipo se marchara en mitad de un proyecto... me tocaría discutir con él. Y en caso de que consiguiese adelantar mis vacaciones, iría a casa a hacer las maletas, a tramitar el alquiler de un coche, porque mi Renault del 95 no aguantaría un viaje semejante, y a explicarle a Laura que me marchaba. Lo mejor sería que le dejase escrita una nota. Teniendo en cuenta la situación en la que estaba, era capaz de convencerme para que no me fuera o de venirse conmigo. Se la dejaría pegada en la puerta del frigorífico. Con la ansiedad que tenía encima, se pasaba las horas muertas comiendo. Nada sentimental,

con un post-it sería suficiente. Después, hablar con Carla para que me explicara y me diera las llaves y comprar un mapa de carreteras. Dejé a Carla con la palabra en la boca y me fui al despacho de «el Superior». —Enrique, tengo que hablar contigo —le dije mientras entraba sin llamar. —Te he dicho mil veces que llames antes de entrar —respondió mosqueado. Mal comienzo —. ¿Habéis terminado con el bloque siete de codificación? Vamos fatal de tiempo. —Es un asunto personal —insistí ante su descarada arrogancia. ¿Cómo que «vamos»? Si él no hacía más que tocarse los huevos. —Ahora no es momento de charlas. Termínalo y, cuando lo tengas, vienes y hablamos. Apreté con fuerza los puños intentando controlar el desagrado que me provocaba. —No. Solo cuando contradije su orden tuvo la deferencia de mirarme a la cara, pasando primero por mis tetas. —¿Cómo dices? —arqueó las cejas. —Que no, te he dicho que tengo que hablar contigo. —Mira, Purificación, no me toques los huevos —¡no, si eso ya lo haces tú bien sofito!—, que no estoy para tonterías... Vuelve ahora mismo a tu mesa y tráeme ese puto bloque terminado, ¿está claro? —Debe de ser muy difícil, ¿no? —esperé una respuesta que por supuesto no pensaba escuchar—. Me refiero a estar todo el día lamiéndoles el culo a los jefes para ocupar un puesto como este y que no se den cuenta de que no tienes ni idea y de que estás aquí por méritos ajenos... —Purificación... —masticó mi nombre mientras las venas de su cuello se ingurgitaban de mala hostia. —Nos tienes todo el día trabajando a destajo para después colgarte las medallas tú solo y luego ni siquiera eres capaz de mirar a un compañero a la cara y escucharle un momento. —¡No tengo tiempo para gilipolleces! —se dirigió a la puerta para invitarme a que lo dejara tranquilo. —No esperaba menos de ti, Enrique, aunque la verdad es que no tengo ningún problema en que se enteren los demás de lo que tengo que decirte. Respiró hondo y se aflojó el nudo de la corbata. —¿Qué coño quieres? —Necesito coger ahora las vacaciones. —Imposible, al menos hasta verano —se sentó en su silla. —De sobra sabes que no es imposible si las cosas se hacen bien. —Tienes que estar hasta que terminéis el proyecto. —Nadie es imprescindible, en cierta ocasión te molestaste en dejármelo muy claro, ¿recuerdas? —Purificación, no vas a cogerte las vacaciones ahora —insistió. —Entonces iré a por una baja médica... —En ese caso, vete olvidando de tu puesto —apretó los dientes. —Seguro que si le digo al doctor que soporto mucho estrés en el trabajo y que me gustaría ver al psicólogo porque últimamente estoy perdiendo la ilusión por todo, que no tengo ganas de hacer nada... Piénsalo: dos, tres meses de baja por depresión... —Eres una hija de...

—¿De? ¿Encima me insultas? ¡Ay, Enrique, es una pena que tengas que recurrir a los insultos para tener argumentos! —¡¡Una-hija-de-puta!! Nuestras miradas se mantuvieron la una a la otra durante varios segundos. Ahora que ninguno de los dos hablábamos me daba cuenta de que estábamos demasiado cerca, tanto que podía sentir su respiración agitada en mi frente. Únicamente nos separaba la mesa sobre la que ambos intentábamos acaparar el espacio del otro. Temía lo que pudiera ocurrir. Enrique, con tal de salirse con la suya, era capaz de hacer cualquier cosa. Tuve que sujetarme a la mesa con fuerza en un par de ocasiones porque las piernas me temblaban ligeramente. Si se hubiese molestado en escucharme al principio, nada de aquello hubiera ocurrido. —No pienses que vas a salirte con la tuya, Puri. —¿Alguien ha dicho que puedas abreviar mi nombre, «Enri»? —¡Se acabó! ¡No pienso soportarte ni un segundo más! ¿Acaso crees que eres la única aquí? —dijo mientras descolgaba el teléfono e intentaba acertar con los números. —¿Acaso para ti tampoco? Ya lo tenía, no había marcha atrás. Si continuaba negándome mi derecho a cogerme las vacaciones cuando quisiera siguiendo la democrática política de nuestra empresa, tendría que reconocer las cosas que no reconoció en su momento y tendría que hablar a título personal de ciertos temas, algo que le incomodaba demasiado como para sostener su argumento. Enrique no podía terminar el proyecto sin mí porque no se había parado a ver cómo trabajaba el equipo. Mi función, básicamente, al margen de supervisarlos, había consistido en identificar las facilidades de cada miembro y asignarles por parejas la «tarea ideal», aquella en la que eran los mejores, de manera que ellos solos pudieran desempeñar el trabajo en menos tiempo y sin necesidad de consultar demasiado con los demás. Enrique ni siquiera sabía eso, no confiaba en nosotros, estaba demasiado preocupado por lo que pudieran decirle los jefes más que por que las cosas marcharan correctamente en las bajas esferas. No tuvo nada que decirme. —Soy consciente de todo el trabajo que queda por hacer y también de lo o-cu-pa-do que estás —intenté controlarme— como para encargarte tú de supervisar el proyecto. No soy tan hija de puta como puedas pensar y quiero marcharme, claro, pero he buscado una solución para que mi ausencia no se note demasiado. Solo que nunca estás disponible para lo que de verdad interesa y, al fin y al cabo, tú eres el máximo y último responsable de nuestro equipo. Si te esforzaras para enterarte de cómo es nuestro trabajo, no te molestaría tanto que me fuera. Recostado en el sillón giratorio de piel y mirándome por encima de la nariz parecía haberse tranquilizado un poco aunque se mostraba impaciente a juzgar por el continuo tamborileo de sus dedos en la mesa. —Necesito unas vacaciones, y como en los ocho años que llevo en esta empresa no he tenido ninguna en condiciones al menos serán de un mes. Vamos, eso según el convenio del trabajador, porque si contabilizo las horas extra me saldrían... —No te pases de lista y ve al grano. —Tengo que hacer un viaje y no sé bien cuánto tiempo va a llevarme. —¿Una semana? ¿Dos? —Acabo de decirte que no lo sé. —¿Y qué se supone que debo hacer yo? Un mes es demasiado ahora mismo. Podría decirte: «Tranquila, Puri, tómate el tiempo que quieras y cuando todo esté arreglado vuelves, ¿no?» ¡Vamos, no me jodas! ¡Yo también tengo problemas!

Lo miré fijamente a los ojos hasta que apartó la mirada. Iba a obligarme a darle más explicaciones de las que había pensado en principio. —Enrique... estoy realmente jodida, te estoy pidiendo un mínimo de comprensión. —No me pides comprensión, me pides tiempo —relajó el tono de voz— y sabes que eso no depende de mí. —Sí, pero también sé que puedes conseguir que me adelanten las vacaciones sin que pongan demasiados problemas. —¡Pero estamos en mitad de un proyecto muy importante! —¡¡¡Joder, Enrique, siempre estamos en mitad de...!!! Por esa regla de tres nadie podría cogerse vacaciones nunca. Pareció reflexionar durante unos segundos. Movió unos papeles en la mesa, se pasó la mano por el pelo hasta la nuca y me miró con el ceño fruncido. —Cuéntame qué te pasa. Aquella forma de mirarme, aquel tono de voz me traían recuerdos lejanos. Sabía que en cualquier momento me lo pediría, a Enrique no le bastaba con saber las cosas, tenía que meter el dedo en la herida hasta hacerte gritar. —No puedo contártelo, ni siquiera lo tengo claro yo. —¿Tan serio es? —Sí. Resopló. —Estás a cargo del equipo, dame una solución para no dejarme con el culo al aire e intenta que sea convincente. ¡Por fin! Había hecho saltar el resorte de mala hostia. Ahora solo tenía que ser ágil y proponerle una solución segura. Vamos, Purita, piensa, piensa... ¡Qué cachondo! El tío había dicho que no le dejara con el culo al aire. ¿No sería más correcto decir que no lessssss dejara? Al equipo al completo, claro... Si es que aquel inútil me sacaba de mis casillas. —Mira, solo es necesario hacer una pequeña reestructuración en el equipo. Hay gente muy buena y me fío plenamente —mentira pura y dura— de Carla y Raúl para que organicen el trabajo por bloques y días. Yo... me llevaré el portátil donde vaya y estaré en contacto con ellos para supervisar el trabajo diario y solucionar los posibles problemas. —¿Y si hay algo que no saben hacer? —Confío en mi equipo, Enrique, y tú también deberías hacerlo. —No sé... ellos no... —Te prometo que estaré detrás de todos sus movimientos y que te llamaré si algo no termina de cuadrarme, ¿vale? Ya no me quedaban más argumentos, ¿habría conseguido convencerlo? Enrique meditaba mis palabras en silencio. —Está bien, pero que no se te olvide que eres la responsable directa del trabajo del grupo y que tienes que tenerme al tanto de todo lo que ocurra, de todo, Puri. ¡Joder, qué pesadito! ¿Es que no me escuchaba? En fin, si tenía que engordar a mi costa su ego... Era preferible que pensase que la solución había sido cosa suya. —Gracias, Enrique —¡uff, cómo me escocía la lengua con aquellas palabras! Fui hacia la puerta. —Me debes una, Puri. Por supuesto, siempre que Enrique podía hacer algo por ti, esperaba cobrárselo más

adelante, con intereses, claro. Ni siquiera lo miré. Salí del despacho con la satisfacción de haber conseguido lo que quería y pocas cosas podían enturbiar aquella victoria.  Había quedado con Carla a las 19:00 horas en su casa para recoger las llaves y, como siempre, llegaba tarde. Era uno de mis tantísimos defectos. Mi madre siempre decía: «Lo bueno se hace esperar», pero resultaba que yo no era especialmente buena y la gente se cansaba de esperarme. En el instituto corté con mi primer novio precisamente porque era un maniático de la puntualidad, además de un auténtico gilipollas. Ya le había dejado el post-it a Laura en la nevera explicándole lo que ocurría. Lo mejor sería que llegase de trabajar una tarde y viera el mensaje pegado en el frigorífico. Menos preguntas y menos explicaciones: ME MARCHO VE VIAJE Y NO SÉ CUÁNDO VOLVERÉ. CONTINÚA EL TIEMPO QUE QUIERAS EN CASA. NO TE PREOCUPES, INTENTARÉ LLAMARTE. Puri

Portal 33, 6°B. —Carla, soy Pura —le dije por el telefonillo. —Sí, sube —y me abrió la puerta. No estaba en mis planes subir a su casa, supuse que bajaría con las llaves. Cuando llegué a su piso en aquel ascensor ultramoderno, estaba esperándome apoyada en la puerta con una gran sonrisa. Me achuchó, me dio dos besos y me invitó a pasar. Su casa era sencilla y bonita, no hubiera imaginado que Carla tuviese un estilo tan moderno. —¿Quieres tomar algo? —Eeeehhh no, en realidad tengo que marcharme, he dejado el coche mal aparcado y... —No te preocupes, esa ventana da a la calle principal y podemos ver si molesta. ¿Te traigo una cerveza? —¿cerveza? ¡Joder con la niña y yo que pensaba que solo bebía zumos!—. Sin alcohol, claro, te espera un largo viaje. Acepté y, mientras se iba a la cocina a por ella, me senté en aquel mullido sofá de piel que tenía que haberle costado un dineral. —A mí me gusta bebería del botellín, ¿te traigo un vaso? —No, no es necesario. Se sentó a mi lado y le dio un trago largo al jugo de cebada. Empecé a sentirme incómoda. Aquel silencio pegajoso se adhería a mi piel como la humedad de un pueblo costero invitándome a hablar de lo que llevaba huyendo varios días. —¿Tú no vivías con tu novio? —Sí, pero hoy ha tenido que quedarse en una reunión y llegará a las tantas. ¡Siempre le toca pringar! —¡Aaaahhh, vaya! —¿de qué coño le hablaba yo? —Mira, Pura... —oh, oh, demasiado tiempo en silencio—, sé que soy una pesada y que me meto en cosas que no me incumben, pero... creo que no te vendría mal hablar con alguien... Claro que no, pero no soportaría contarle a nadie lo que me había ocurrido y me obligaba a salir de viaje. Sería un secreto que me llevaría a la tumba. No podría aguantar la vergüenza

que me causaba. Carla se acercó a mí e intentó cogerme la mano. Al sentir el contacto de su piel, pegué un brinco como si me quemase. Me senté en el otro extremo del sofá y no pude más, me eché a llorar. En este punto es cuando empiezo a arrepentirme de todo lo que he dicho y hecho y me siento en la obligación de aclarar ciertos puntos que he intentado omitir por todos los medios e intentado disfrazar para que mi maravillosa y envidiable historia llena de príncipes y princesas casase en todos sus acontecimientos. Sin embargo, una vez más, se me escapan de entre los dedos imágenes, recuerdos, momentos que le dan sentido completo a todo hasta lo que este momento he dicho. Si recuerdan, al principio les dije que mi padre me había abandonado, y así fue. Utilizo «me» en lugar de «nos» porque lo sentía completamente mío y, a pesar de dejarnos a mi madre y a mí invalidándonos para siempre el corazón, en lo más profundo de mi ser creí que había sido mi culpa. A menudo pensaba en la soledad de mi habitación recién estrenada que tal vez si llevase más sobresalientes a casa, papá volvería. Obviamente, por aquel entonces se me escapaban ciertos detalles que con el paso de los años logré comprender, pero que no consiguieron sosegar mi convicción de que en algo había fallado. Aquel sentimiento de fracaso me acompañó durante toda la infancia. Llegué a comprender, años después, el motivo por el que mi padre decidió abandonar a mi madre, pero nunca se me ocurrió una razón de peso para que se olvidara de mí. Hacía tiempo me había planteado buscarlo, pero no tuve una convicción firme para hacerlo. Supongo que aquella situación y las explicaciones nunca recibidas condicionaron ya desde el principio la relación que mantuve y sigo manteniendo con mi madre. Mentiría si no reconociese que en algún momento llegué a pensar que ella era la culpable de aquella figura paterna fantasmagórica; que de algún modo le había obligado a hacerlo o incluso que le había echado de casa. Así viví mi pubertad y primera adolescencia, tras saber el verdadero origen de sus Majestades los Reyes Magos de Oriente y de haberme sentido como una auténtica estúpida por pedirles cada víspera del 6 de enero que, por favor, me trajeran a mi padre y que a cambio intentaría comer menos chucherías, portarme mejor en casa y sacar buenas notas. Comenzó la etapa de odio hacia mi madre. Sé que soy muy bruta hablando y que «odio» es una palabra demasiado contundente para referirme a la que me parió, pero la realidad es que durante bastante tiempo viví así. Mamá ha sido siempre demasiado protectora y autoritaria, más bien rotunda. Cualquier cosa que yo pudiera hacer nunca estaba bien hecha. No recuerdo haber escuchado de su boca: «Bien hecho, hija». No le pedí un «Eres la mejor», ni un «Estoy orgullosa de ti», ni siquiera un «Esa es mi hija», solo quise que en algún momento reconociese que de vez en cuando las cosas estaban hechas correctamente. De modo que, en lo más profundo de mis entrañas, empezó a crecer un sentimiento de rabia que más tarde pasó a ser odio hacia la mujer que se dejaba el lomo cada día trabajando para que a mí no me faltase de nada. Aquello duró unos años; un lustro, tal vez algo menos, hasta que fui a la universidad. Nos comunicábamos lo justo porque no nos veíamos para más. Aprendí a ser una mujer precoz que se hacía la comida con diez años, que limpiaba la casa y que hacía la compra. Pasé de niña a mujer de una forma abrupta que me obligó a conocer cosas que no quería y a hablar un lenguaje de adultos que no comprendía. Sobreviví y creo que estuve tanto tiempo sobreviviendo que me cansé de hacerlo. Intento conformarme con lo que me viene, aunque no sea lo que quiero, así las cosas son más sencillas. —Perdóname, Carla, pero no estoy atravesando un buen momento —le dije mientras me

secaba las lágrimas. Era la primera vez que alguien me veía llorar en mucho tiempo. —No hace falta que lo jures. —Sin embargo, creo que no estoy preparada para hablar con nadie —guardé silencio, ¿cómo se lo decía sin ser grosera?— Verás... eres una tía maja y todo eso, pero me cuesta intimar con la gente, ¿entiendes? Me pasa desde siempre, no te lo tomes como algo personal. —Descuida, no lo hago. —Hace una semana me ocurrió algo que desbarajustó mi vida. Rompió todos mis esquemas y consiguió reducir mi identidad a una simple tarjeta que se hace llamar DNI con única validez burocrática. Por eso me voy... —Querrás decir que huyes... —Como quieras —tenía razón, estaba huyendo—. Necesito pensar y saber qué diablos me está ocurriendo. ¿Por qué a mí y por qué ahora? —Por eso me has pedido las llaves de la casa de Francia. —¡Yo no te las pedí! —Bueno... lo insinuaste. —Sí, vamos, que si me va a costar caro, prefiero quedarme aquí. —Conmigo no te pongas a la defensiva, no te va a servir de nada. Guardé silencio. —Será mejor que me vaya —me terminé la cerveza. —No seas tonta —me dijo levantándose al mismo tiempo que yo—. No necesito ninguna explicación, hago esto porque quiero, porque me caes bien —me sonrió—. A pesar de que pienses que soy una mosquita muerta y de que creas que no sé nada de la vida, yo también he pasado lo mío —me miró con cierta ternura—. Anda, ven, tengo las llaves en la cocina. Acompañé a Carla hasta allí mientras me sentía despreciable. Lo peor. Me vi a mí misma arrastrándome por el suelo, indefensa. Era una Carla distinta que me hacía sentir pequeña, que me arrugaba con su seguridad y confianza igual que cuando hacemos una pelota con un folio mal escrito y lo tiramos a la papelera.

SAUVIGNON BLANC Llevaba demasiado tiempo queriendo hacer algo así. Coger el coche y liarme a conducir hasta que me escocieran los ojos con rumbo hacia ninguna parte. Llené el asiento del copiloto con galletas, gominolas, un termo de café, Coca-Colas, un par de sándwiches y unos cuantos CD. Supongo que me asustaba hacer un viaje tan largo y pretendía llenar la soledad y el miedo con bolsas repletas de comida y bebida. No estaba segura de cuánto tiempo me llevaría. Carla me dijo que alrededor de 11 horas, pero ella tampoco lo sabía con exactitud porque solía viajar en tren. De modo que allí estaba yo, en una carretera extraña de destino incierto, hinchándome a diminutas gominolas de colorines, ideales para guardar la línea. Escuchando a una cantante que me congestionaba la nariz hasta hacerme llorar. No me molesté en consultar el mapa que me prestó Carla. Simplemente confirmaba mi recorrido según iba vaciando mi monedero en los peajes de la carretera. ¡Joder, a cada metro había un puto peaje, que te robaba 3 con 10, 5, 7 con 20 euros...! Hasta Gerona todo fue bien, más o menos. Ya casi había amanecido y me estaba entrando sueño. Había parado varias veces, pero tenía la sensación de que la siguiente iba a ser una de las definitivas porque los ojos se me cerraban. Aparqué el coche en una gasolinera bastante grande pocos kilómetros antes de llegar a la frontera. Recliné el asiento y me eché una manta por encima. Tres horas después estaba de nuevo espabilada para continuar. Debía faltarme más o menos la mitad del camino y quería llegar a la hora de la comida para poder tomar algo y dormir tranquila. Al principio la aventura me resultaba apasionante, pero a medida que iba avanzando por Toulouse, Lyon... e iba liándome con las carreteras sin obtener respuestas claras en español ni siquiera en inglés, empecé a desesperarme y a comprender lo insignificante que era, lo sola que estaba. ¿Cómo era posible que los vecinos más próximos no conocieran mi lengua? No fue como en las películas. Nada de autoestopistas que resultaban ser peligrosos asesinos en serie, ni tampoco príncipes azules rescatándome del pinchazo de una rueda; nadie me guiñó el ojo en un bar de gasolinera y después me siguió hasta sacarme de mis casillas... Nada. Absolutamente nada. Entre las direcciones equivocadas, las paradas para descansar y la madre que me parió, aquel viaje apasionante y bohemio se convirtió en algo verdaderamente irritante. El tiempo que me estaba costando llegar a aquel supuestamente hermoso y viejo molino. El camino me parecía igual de largo que toda mi vida. Cerca, muy cerquita de mi destino, cosa que obviamente supe después, estacioné en el centro de un pueblo, en la plaza. Tenía la esperanza de encontrar a alguien que pudiera guiarme porque estaba realmente desesperada, no hacía más que dar vueltas a los mismos pueblos sin encontrar el mío, incluso me metí por error en una zona comercial enorme que estaba llena de coches y de la que unos chicos me dijeron cómo salir. Total, que la puñetera plaza del pueblo estaba casi vacía, cuatro abuelillos sentados en los bancos con sus boinas torcidas y sus bastones de madera. Afortunadamente encontré a un señor de cuarenta y tantos que me dijo que no era francés, que era italiano, y vi el cielo abierto pensando que le comprendería mejor, pero resultaba que el tío no hablaba italiano, ni siquiera inglés y ni mucho menos español, y encima mezclaba el francés con otra lengua parecida al griego... ¡¡¡¡Uffff!!!! ¡Me dieron unas ganas de hostiarlo! ¿Era posible que estuviese teniendo tan mala suerte? Siguiente intento: Se me cruzó un abuelo en bici. ¡Menuda piel curtida tenía el hombre! Ojos

azul profundo que destacaban en su piel tostada por el sol y pelo blanco. Llevaba una especie de vaqueros y una camiseta de manga corta de rayas negras y blancas al más puro estilo Picasso. Le pregunté y ¡sabía de qué lugar le estaba hablando! En realidad, más que preguntar le enseñé un papel escrito con el nombre del pueblo. ¡Por fin! No hacía más que decirme ¡Rouge, rouge, rouge!, haciendo aspavientos con las manos y, afortunadamente, por la película aquella del molino cabaretero, supe que se refería al rojo. ¿Pero por qué me decía rojo, rojo, rojo todo el rato? Al final comprendí que me estaba hablando de un edificio o un cartel o algo así que tenía que buscar al final de la calle en la que estaba y, cuando lo encontrase, tendría que girar a la droit para poder llegar al pueblo. «¿La Espagne?», me preguntó, y le dije que sí, que era española, y el hombre subió los brazos y empezó a saltar gritando: «¡La Espagne! ¡La Espagne! ¡La Espagne!...» En fin, qué vergüenza me hizo sentir, solo esperaba que al menos no se hubiese equivocado. Pero en algún momento, a pesar de mi torpeza, tendría que encontrarlo. Y ese momento llegó. Y yo lo conseguí aunque con la ayuda de una familia que practicaba hípica en un picadero al que fui a parar y que, amablemente, se montaron en su coche y me guiaron hasta el molino de los padres de Carla. ¡Para que luego digan de los franceses! No sabía si llorar o reír, sentía tantas cosas por haber llegado hasta allí, que solo entonces me di cuenta de lo cansada que estaba. Carla no había exagerado, incluso era posible que se hubiera quedado corta en la descripción. Aquel molino se erguía ante mí como algo grandioso. Sus paredes encaladas color toffee, sus ventanas grandes y lilas, las aspas del molino en una segunda estructura más deteriorada... Casi me cortó la respiración. ¡¡Era la hostia!! Cogí las llaves de la guantera del coche y las probé una a una en la verja de la entrada. Una desvencijada puerta de hierro oxidado con, por lo menos, dos metros de altura. Entré y corrí hasta la puerta principal. Me estaba meando. Y, además, tenía frío; debía ser del viaje, la falta de sueño y el hambre. Introduje la llave hueca y larga en la cerradura de aquel portón de madera y sentí en la palma de la mano cómo crujió hasta girar el cerrojo que me permitió pasar. ¡Uuuuhhhh! Estaba oscuro y el silencio contenido entre aquellos muros me asustó. Me dirigí al cuadro general de luces a cuatro pasos hacia la derecha nada más pasar, tal y como me había dicho Carla. Había una ligera penumbra que me ayudó en la búsqueda y, al encontrarlo, subí todos los fusibles iluminando aquel inmenso recibidor presidido por una escalera de madera fielmente restaurada. No me paré demasiado, como no encontrase el baño rápido me mearía encima, así que me metí en la primera puerta que vi, que resultó ser la despensa, me metí en la segunda y, ¡Dios Bendito!, era el baño. Salí fuera, al terraplén de gravilla, a coger las cosas del coche: maleta, bolsa llena de cremas antiedad, para la edad y contra la edad, y la poca comida que había previsto para la llegada. Respiré profundamente llenando mis pulmones de aquel aire francés y descubrí que el camino que me había llevado hasta allí estaba mimado por viñedos y bañado de olores que traspasaban las ventanillas del coche bajadas a medias. Entré de nuevo y solté las maletas, o más bien creo que se me cayeron al contemplar detenidamente semejante casa. Había una imponente lámpara de hierro forjado y cristales sobre mi cabeza que me dejó con la boca abierta, ¡joder! ¿Qué coño hacía Carla trabajando en aquella empresa de mierda cuando sus padres estaban forrados? No sabría calcular el tiempo que estuve inmóvil en aquel recibidor con el suelo de colores. Sentía cierta incomodidad por estar en un sitio así, que nada tenía que ver conmigo. De repente, noté una gran tensión que me aplastaba los hombros hacia los pies contrayendo

cada uno de los músculos de mi cuello. Necesitaba echarme sobre cualquier superficie más o menos cómoda para sumergirme en un sueño sabroso y profundo. Subí las escaleras y me dejé caer en lo primero que vi. Una cama llena de cojines con una colcha de flores pequeñísimas que, en la distancia, parecían miles de lunares minúsculos. *** El timbre del teléfono me despertó. Era curioso, ¡el ring-ring francés sonaba igual que el español! ¿Qué debía hacer? ¿Debía cogerlo? Mientras intentaba salir de aquel estado onírico y me situaba en aquella habitación de paredes lilas y mobiliario blanco, trataba de ubicar el sonido de aquel maldito aparato que me había despertado en mitad de un dulce sueño. Provenía de una mesita cuadrada de madera oscura en mitad del pasillo. —¿Síííííííaaaaaahhhh? —bostecé. —¡Menos mal, Pura! Llevo todo el día llamándote, estaba preocupada. Era Carla. —¿Qué hora es? —balbucí buscando algún reloj. —Son las cinco menos veinte de la tarde. ¿Cuándo has llegado? —¡Hostia, puta, llevo durmiendo casi un día! —O sea, que llegaste ayer por la tarde. —Bueno, más o menos, me costó un poco encontrar el dichoso caminito que nadie conocía. Se rio. —Es normal. ¿Cómo estás? —Estoy, que no es poco, pero tengo un hambre que me muero. ¡Me comería una vaca! Volvió a reír, debía de ser muy graciosa. —Mujer, una vaca... no sabría decirte si entraría en la despensa, pero en la puerta que está pegada a la de la cocina vas a encontrar de casi todo. Mi madre suele hacer muchas conservas, hay algo de embutido, leche... en fin, cosas de esas. Seguro que encuentras algo que te guste. —Gracias, Carla. No sé cómo voy a... —guardé silencio. Qué cómodo era hablar con medias palabras y que el otro supiese de qué estabas hablando. —Verás, no me gustaría que nadie se enterase de dónde estoy. —Descuida. —Vamos, a no ser que se trate de algo urgen... —Sí, sí, no te preocupes. No sabía qué más decirle. De tratarse de otra situación hubiera zanjado la conversación, pero tenía que ser algo diplomática. —Oye, esto es realmente increíble, no me avisaste de que fuera así. —Ya ves, es una maravilla. ¡Por cierto, antes de que me cuelgues! Abajo, en uno de los cajones del recibidor, hay un listín telefónico que te puede ser útil. —Eso es importante saberlo, ya te llamaré. —Cuídate, Pura. Un beso. —Adiós. Colgué el teléfono y supe que a partir de aquel momento todo dependería de mí. ***

No había barajado la posibilidad de que a últimos de mayo, en mitad de la campiña francesa, los días fueran tan frescos, sobre todo por la tarde. Carla me avisó, pero con mi mala costumbre de desconfiar de los conocimientos de los demás que contradijeran los míos, solo había metido en la maleta una cazadora vaquera y unos jerséis más bien finos. Cogí la colcha que me había arropado durante mi letargo, me envolví en ella al más puro estilo rollito de primavera y recorrí las dependencias de la casa una a una. El edificio principal se repartía en dos plantas habitables y un desván. Allí se guardaban muebles que parecían muy antiguos y que, más tarde me enteré, alguien del pueblo se encargaba de vender porque los padres de Carla no sabían qué hacer con ellos. En la planta de arriba había siete habitaciones y tres cuartos de baño, uno de ellos incluido en la habitación más grande. Todas eran amplias y de techos altos con florituras en escayola blanca. Los colores de las paredes, y en general de toda la decoración, eran lilas, verdes y distintas tonalidades de amarillos y cremas. Los muebles eran casi todos blancos, excepto algunos auxiliares que mantenían su tinte original. Quienquiera que hubiese decorado aquel viejo molino tenía buen gusto. Líneas rectas y sobrias en sillones de piel, mesas de cristal, alacenas de madera maciza combinadas con fibras naturales, lámparas con pantallas de vidrio opaco... una armonía que se convertía en un ritmo sigiloso. De esa manera, abriéndose paso a través de mi cuerpo, como aire que traspasaba un colador, aquella melodía de tejidos y maderas acompañaban mi soledad reduciéndola a un estado lejano y acechante. Los efluvios de plantas aromáticas desbordaban mis sentidos hasta impregnarse en mi piel como la arena al salir del mar. Olor a lavanda silvestre, espliego, albahaca, romero o tomillo me acunaban cada noche a través de la ventana cantándome una nana al oído hasta dejarme dormida. De alguna manera, sentía su protección, y el silencio que podía escucharse entre el arrullo de los árboles se disipaba lentamente. Antes de que pudiera darme cuenta, los días comenzaron a pasar más rápido de lo que hubiera deseado, mientras el tiempo me mantenía paralizada en las turbulencias de mi pensamiento. Cada mañana, molía granos de café en un antiguo molinillo. El olor que ascendía desde la encimera de azulejos verdes me mantenía hechizada durante todo el día. Me sentaba en la mesa de la cocina donde tenía el ordenador instalado y con la taza humeante entre las manos, café solo con dos cucharadas y media de azúcar, leía los mail que me remitía Carla del trabajo. Eran mi único contacto con el exterior, además de algunas compras y brevísimos paseos que daba por el pueblo. Todo era para mañana y ese mañana nunca llegaba. Aquella espiral de preocupaciones empezaba a ser tan cómoda que no tenía claro si quería salir de ella. Al fin y al cabo era algo que conocía y enfrentarme a lo desconocido me daba pereza. Los días eran monótonos, rutinarios y aburridos. Dormía, comía, volvía a comer, tomaba el sol en el jardín, dormía, comía y volvía a dormir. ¡De lo más apasionante! Así era la verdadera Pura; la que hacía un viaje de miles de kilómetros para encontrar conclusiones y evitaba hacerlo. El problema era que de lo que pretendía evadirse empezaba a materializarse en dolores de cabeza, cansancio injustificado y falta de sueño. El gran bulevar se estrechaba hasta hacerse un callejón sin salida, y todavía no había aprendido a trepar, así que estaba acorralada. ¡Ay, Purita, ya no hay marcha atrás! ¿Sería necesario que buscase un cura para confesarme? Me eché a reír a carcajadas para terminar sumida en un amargo llanto que me mostraba la mierda de vida que pretendía mantener sin hacer nada para cambiarla. La observaba desde fuera. ¡Pfif!, ¿por

dónde se suponía que debía empezar? Sentía un inmenso temor a escucharme pronunciar frases de cuyas garras siempre intenté zafarme. ¿Y si me sorprendía a mí misma diciéndome las cosas con las que siempre me insistía mi madre? ¿Y si llegaba a la conclusión de que los demás tenían razón? Necesitaba aire limpio. Libre de preocupaciones, de sentimientos de culpa y remordimientos. Últimamente me estaba acostumbrando a desear no haber hecho, a dar marcha atrás, a retroceder en el tiempo y querer evitar lo que hice y no quise hacer. Incluso en aquel momento en el que estaba sola y nadie escuchaba mis pensamientos. Existen secretos que ni siquiera a uno mismo le gusta conocer. Yo era mi propia y única confidente y no podía permitírmelo. Salí a dar una vuelta. El sol brillaba con dañina intensidad al tiempo que una fina brisa de primavera enrojecía mis mejillas. No iba a permitir que el puto frío me llegara a los huesos. Las viñas cubrían como un manto toda la superficie hasta donde alcanzaba mi vista. Intentaba disfrutar de las sensaciones que me provocaba aquel paisaje privilegiado, pero me resultaba imposible. Algo me impedía hacerlo. Era incapaz de sentirlo dentro de mí; observaba los colores dorados, ocres, verdes que se mezclaban con el azul del cielo. Sí, sí, todo muy bonito, pero no me removían lo más mínimo. La incapacidad para disfrutar de aquel paseo me frustraba y, a pesar de querer continuar, volví al molino. Cuando llegué, me senté en una de las sillas del jardín a la orilla del río. El agua convertía la casa en una pequeña isla. Vi al otro lado algunas plantas que se movían y descubrí a una pequeña ardilla rojiza intentando bajar al agua para alcanzar algo que podía habérsele caído. Me quedé quieta para no asustarla y, al final, cayó al agua. Rompí a reír, era muy graciosa la ardilla intentando salir... De repente escuché un fuerte golpe dentro del molino y me quedé paralizada. Tenía miedo, alguien podía haberse colado dentro. Intenté escuchar para ver si volvían a hacer ruido y, al fijarme en la entrada, vi que la puerta estaba entornada. ¡No había ninguna casa habitada en metros a la redonda! El sol estaba cayendo y la única visita que había venido a hacerme compañía se había marchado tras empaparse en el agua fría del río. Fui corriendo a la casa intentando hacer el menor ruido posible, cogí un leño que había en un pequeño cobertizo junto a la entrada y empujé la puerta. Estaba casi segura de haber echado la llave antes de salir. Durante algunos minutos el pálpito sordo y rotundo de mi corazón no me permitió escuchar nada. Una sensación de vacío en el estómago que me llegaba hasta la garganta me ahogaba. Según empecé a subir las escaleras me di cuenta de que estaba jadeando. Otro golpe, esta vez acompañado de un leve quejido, se coló por el hueco de la escalera desde el último piso. El desván. Quizá fuera alguno de aquellos muebles viejos, tal vez alguna madera hubiera vencido, pero en aquel intento de justificación no encajaba el gemido que siguió al segundo estruendo. ¡Aaaaayyyyy, Purita, Purita, piensa algo rápido! ¡Joder! ¡Joderrrrrrr! Se oían pasos. Eran pasos ligeros y rápidos sobre mi cabeza. —¿¿Hay... Hay alguien?? —lancé un grito deseando no obtener respuesta—. ¿Hoooolaaaa? ¿Hay alguien ahí arriba? Los pasos desaparecieron y escuché el crujido de la puerta de madera desvencijada que daba a la escalera. Me detuve, y al mismo tiempo que mis piernas se paró mi respiración. Escuché una voz femenina, más bien chillona, que provenía del último tramo de escalera que me faltaba por subir. No entendía lo que decía, estaba hablándome en francés. Por alguna estúpida razón me tranquilicé al saber que se trataba de una mujer. En caso de pelear, posiblemente estuviéramos en igualdad de condiciones. Allí me quedé, con el leño entre las manos y en posición de ataque.

—¿Me había dicho Carla que alguien pudiese entrar en la casa? —pensé, esperando a que la gabacha bajase las escaleras y se mostrase. Sentí sus pasos bajando rápidamente. No parecía tratarse de una persona mayor puesto que se movía con gran agilidad. Y, de repente, frenó en seco ante mí una muchacha de unos veintilargos con la melena castaña casi rubia y unas piernas muy largas. Casi tanto como su pelo. Yo debía de tener pinta de matar a alguien en aquella posición porque en seguida empezó a hablar en francés, claro, y de nuevo me quedé con cara de jota sin entender más que «Mua» y «Loguein». Por lo menos ya sabía su nombre, Lorraine. A aquella distancia apenas le veía la cara porque las escaleras eran muy empinadas y, al estar unos escalones por debajo, solo podía divisar sus piernas, que me parecían interminables, casi de la misma longitud que mi cuerpo entero. Me dieron ganas de echarme a reír, pero tenía que parecer peligrosa. Me hacía gestos con los brazos intentando convencerme de que tirase la madera. No tenía por qué dejarme engañar por su aspecto de niña buena, así que lo bajé pero no lo solté; en caso de necesidad, me sería mucho más fácil utilizarlo si lo mantenía a mi alcance. —Uf! Merci —dijo con un suspiro de alivio mientras se daba aire con las manos—. Je suis Lorraine —me sonrió tímidamente. ¡Qué pesadita la tía! Que síííííííííí, que ya sé cómo te llamas, pero dime qué coño haces aquí aunque no te entienda. Comenzó a bajar lentamente las escaleras y me hice a un lado para que pudiera pasar. —Merci, au revoir! —y se marchó corriendo. Cuando quise reaccionar y asomarme a la ventana para ver hacia dónde se dirigía, ya era tarde. Una anécdota más que contarle a... ¿los nietos? Subí al desván para ver qué había ido a hacer aquella tal Loguein. Vi que algunos muebles pequeños estaban cambiados de sitio y una de las sábanas que los cubría del polvo, en el suelo. Quizá fuera ella la persona del pueblo que se encargaba de venderlos, aunque su actitud... era la de una extraña en suelo ajeno. ¿Quién coño sería? *** Desde aquella visita inesperada, mis días viraron hacia otro rumbo. De repente había un sentido por el que levantarme y salir a pasear. Tenía curiosidad por saber de quién se trataba. Al fin y al cabo tenía acceso directo a la casa donde estaba viviendo. Solía llegar hasta el centro del pueblo, que estaba a unos veinte minutos a pie, recortando los viñedos. Solo había una pega y era que me tragaba todo tipo de bicho viviente y volador que se cruzase por mi camino. Me resultaba imposible cerrar la boca a medida que aceleraba el paso, así que llegaba casi sin hambre a casa. Una vez que estaba en contacto con el arquetipo pueblerino francés, daba una vuelta por las escasas y características tiendas. Igualitas en la vida real a las de las películas: pequeñas, con paredes forradas de madera y varias manos de pintura, carteles escritos a mano y decorados con flores secas, luz tenue; o bien dependienta robusta, vamos gorda, con medio mandil blanco atado a la cintura y gafas rectangulares y diminutas en la punta de la nariz, o bien dependiente calvo, con algo de pelo en las sienes, jersey verde jaspeado, medio mandil marrón y recto atado a la cintura y gafas rectangulares y diminutas en la punta de la nariz; nunca me había gustado que me mirasen por encima de unos cristales graduados. Aquellos pueblerinos se empeñaban en hacerme ver lo hermoso de la vida con sus mejillas sonrosadas y sus sonrisas limpias. Allí la gente parecía conservarse en un limbo de eterna dulzura.

Decidí sentarme en una cafetería a tomar un té. Estaba en mitad de una pequeña plaza en cuyo centro había una farola de hierro forjado que prendía tres bombillas gigantes y opacas. En la terraza, bajo la sombra de unos jazmines trepadores, charlaban animadamente un par de parejas que debían de pasar la cincuentena alegremente. Pensé que si yo algún día llegaba a aquella edad con alguien a mi lado y con la capacidad de ser feliz intacta, me gustaría estar en un sitio así, era el lugar ideal. Desde que había pasado los «titanios» para entrar en los «taitantos», comencé a aborrecer cada cumpleaños. Intentaba pasar desapercibida en el trabajo, entre los compañeros, los amigos y la familia, pero todos ellos, que se podían contar casi con los dedos de una mano, se empeñaban en recordarme el inexorable paso del tiempo que se me antojaba insoportable. Además de tener que aguantar: «Chica, si no estás mal, todavía eres joven», hi-ja-de-pu-ta que me lo dices con la boca pequeña y con la media sonrisa de «siempre serás más vieja que yo» entre los dientes. Y no lo puedes ocultar, y tampoco estoy tan segura de que quieras hacerlo, así que por mucho que se empeñen los demás en hacer festivo el día de mi nacimiento, al llegar a casa y ver el armario del cuarto de baño con cremas para esto y para lo otro, me doy cuenta de que, por mucho que intente evitarlo, me estoy haciendo vieja. Una más de mis preocupaciones recurrentes que me sacaban de quicio hasta el punto de sumirme en un estado de susceptibilidad tal que me impedía relacionarme con el portero de mi bloque negándole un simple «Buenos días» al salir del ascensor cada mañana. En mitad de aquellos absurdos pensamientos, me sorprendí intentando pedirle al camarero una botella de agua mineral de la cual, a juzgar por sus incomprensibles preguntas, debía de haber varios tipos en Francia. ¿Qué coño estaba intentando decirme aquel tipo moreno con nariz prominente y ojos tristes? ¡No te entiendo, hijo mío, agua mi-ne-ral, agua! Entonces recordé un anuncio de televisión con una de aquellas mujeres en peligro de extinción que presentaba agua de colonia y se encendió la bombillita: «Eau». ¡Bieeeeeeeen, me había entendido! Pero seguía haciendo preguntas. «Tráeme lo que te salga de esa pedazo de narizota», le dije arrastrando las palabras entre los dientes mientras le ofrecía mi mejor sonrisa. Y finalmente triunfaron los gestos: «Chup, chup, pjjjj» o «plat»... ¡Ah! ¿Con gas o sin gas? «Plat, plat, niño, que si no luego quemo las bragas.» De modo que, mientras el sol avanzaba hacia el oeste y el cielo cambiaba su avance de tonalidad, se hacía_ más apetecible la estancia en aquella terraza perfumada con el azucarado y penetrante olor de los jazmines. Fueron necesarios dos tés, una visita al baño, una acalorada discusión por el tipo de agua mineral y medio litro con hielo de eau para descubrir lo que de alguna manera casi inconsciente había ido a buscar. Allí estaba, con un pantalón corto naranja butano de hilo y una camiseta blanca de tirante ancho. Lanzándole una pelota a alguien o algo, oculto tras el pedestal de aquella gran farola, que respondía al nombre de Crusoe. Descubrí que se trataba de un perro dorado de pelo largo. Estaba casi segura de que era un Golden Retriever, pero me costaba pensar con claridad. ¡Era Lorraine! Segunda vez que la veía y segunda vez que me quedaba bloqueada. *** Escuché una vez a mamá, mientras hablaba con alguien por teléfono con quien parecía tener confianza, decir que eso me pasaba por no haberme criado con un padre. Por aquel entonces yo debía de tener doce años y ya hacía cuatro que mi padre nos había abandonado; podía

haberse muerto; podía estar de viaje; podía haber sido cualquier cosa cuyo resultado siempre hubiese sido el mismo: una figura ausente. Y así, en el seno cojo de una familia que se empeñaba en ser normal, la niña comenzó a comportarse de una forma rara. Mi madre se autoproclamaba moderna para ser independiente y autosuficiente de cualquier hombre y, sin embargo, para mi educación era más bien chapadita a la antigua. Se tomaba demasiadas molestias en inculcarme valores que más tarde descubrí que ella misma traicionaba. Toda la vida haciéndome entender las cosas de una muy determinada manera y, cuando justo comenzaba a creérmelo, descubría que la integridad de la que me había parido estaba vendida a deseos latentes que siempre tuvo y se empeñó en negar. Cualquier excusa era válida para no ir a casa directamente después del colegio. Deberes, deporte, clases de guitarra, trabajos para alguna asignatura, clases particulares de inglés, cumpleaños de amigas, castigos... Daba lo mismo, cualquiera servía con tal de no entrar en una casa vacía cuyas cuatro paredes me ahogaban. Así comprendí que aquello a lo que mis amigas llamaban infancia a mí se me consumía poco a poco entre sartenes, productos de limpieza y atender el telefonillo para decir que mi mamá no estaba y que si quería podía volver más tarde. Nunca se lo pude reprochar y, en realidad, no he querido nunca hacerlo. Aquella inocencia infantil fue desapareciendo al ritmo en que pulverizaba el limpiacristales contra las ventanas; aquella dulzura de la niñez se redujo al dulzor de las piruletas de fresa y con forma de corazón que de vez en cuando compraba en el frutos secos de camino a casa. Alguna noche me quedaba dormida en el sofá del salón adrede para así, cuando llegase de trabajar y tuviera que despertarme para llevarme a la cama, ver su cara y recordar de nuevo el color de su pelo y la forma de su nariz. Incluso a veces fingía el sueño mientras me revolvía el pelo suavemente y lloraba pidiéndome perdón por ser tan mala madre. Si tuviera que definir con pocas palabras la relación que nos unía podía reducirse todo a un simple aparato telefónico. Deseó tenerme porque fui fruto del hombre al que amaba y después tuvo que elegir entre cuidarme o mantenerme. Ella siempre estaba presente, pero a través del teléfono, claro, y... joder!, nunca supe cómo decirle que más que unas superdeportivas o una ropa pija necesitaba su compañía. Así pasó que, en el momento en que empecé a sentirme como una mujer, mi madre no supo comprenderme y se limitaba a decir que era demasiado pequeña para saber lo que hacía. ¿Y cómo no iba a saberlo? Después de hacer los deberes de clase, recoger un poco la casa y preparar la cena para las dos cada noche, ¿cómo no iba a saber lo que estaba sintiendo? Para algo que realmente elegía y deseaba experimentar, mi madre se empeñaba en recordarme la edad; al parecer mis años eran mayor impedimento que sus propios prejuicios, y mi verdadera identidad, la adquisición de mi propio yo elegido libremente y no condicionado, se ahogó en las lágrimas que cada noche mi almohada enjugaba en la oscuridad de mi habitación. Nunca llegué a comprender por qué, ni siquiera ahora desde la distancia que me ofrece la madurez intensiva; sigo buscándolo más allá del miedo o el desconocimiento. Aún me provoca fatiga aceptar su comportamiento y más cuando ella todavía no concibe el mío o se niega a entender mi razón. Si la memoria entorpecida por los terrores del momento no me falla, creo recordar que fue en una clase de gimnasia. Mi colegio era de una congregación religiosa que no mencionaré para evitar herir sensibilidades; un colegio de monjas. Nunca se me olvidará la hermana M.ª Isabel con su enorme lunar peludo en la barbilla y su voz ronca; debía de pesar noventa kilos comprimidos en metro y medio y no es que no me gustase porque fuera gorda, sino porque

aquella gordura, que en otros casos podía ser hermosa, eran kilos y kilos de mala hostia. Se empeñaba en que hiciéramos ejercicios imposibles propios de un atleta, que eran, seguro, su frustración oculta. ¿Cómo era posible que semejante esperpento fuera elegida para dar clases de gimnasia? Quizá su rudeza fuera la apropiada para controlar la efervescencia corporal que comenzaba a florecer en la pubertad de todas nosotras. Sabíamos que los niños del curso siguiente que iban al colegio de curas al lado del nuestro, en las horas de gimnasia, venían a vernos ocultos tras los árboles que limitaban nuestro campo de deporte con el suyo. De modo que el momento de los vestuarios antes de la clase era todo un ritual, y las más atrevidas, se suponía que también las más guapas según ellos, se ponían su mejor sujetador, en algunos casos top, bajo las camisetas semitransparentes blancas del uniforme deportivo obligatorio. En las pruebas de atletismo, esas mismas se encargaban, muy mucho, de arquear bien la espalda y sacar aquel pecho, en algunas muy abundante y en otras, casi inexistente, para que ellos pudieran babear con su constante arriba y abajo. Aquel día tuve bronca con una de las guapitas de clase. Se empeñaba en demostrar sus dotes deportivas a aquellos imberbes que fijaban su mirada en un único punto de su anatomía a base de codazos y empujones. Y eso me sacaba de mis casillas. No sé muy bien por qué, en realidad que su juego fuera sucio tampoco era una novedad, creo que me molestaba más que se mostrase como un objeto y al mismo tiempo que nos mostrara a las demás de igual manera. Así que en mitad del partido de baloncesto, en un intento que hizo de lanzar a canasta, me puse en medio haciéndola caer. Fue un impulso. Se levantó histérica, supongo que porque había arruinado su exhibición, chillando herida en su orgullo. Le dije que si no estuviese pendiente de otras cosas, me hubiera visto y me hubiera esquivado, y se enfureció todavía más, contestándome. Me cogió de la coleta y nos enzarzamos. Mi primera pelea y la última, con las palabras todavía puedo manejarme, pero con el cuerpo... en el fondo soy una floja y no puedo verme a mí misma dándole un golpe a alguien. Mientras la Gran Sor M.ª Isabel intentaba separarnos, le dije que era una pu-ti-ta y me respondió en voz alta para que todas pudieran escucharlo: «Por lo menos en mí se fijan, no como tú que estás más plana que una tabla.» Incluso hoy sería incapaz de explicar qué fue lo que más me dolió, pero salí corriendo hacia los vestuarios llorando como una magdalena y me encerré en uno de los baños. Me senté en la taza y me acurruqué para seguir llorando mientras las demás continuaban con su partido de baloncesto. Lo siguiente que recuerdo es que alguien golpeó la puerta y me llamó. Era mi compañera Rocío, así que abrí y la dejé pasar, era la única que se había molestado en ver cómo estaba. Permaneció de pie mirándome en aquel cuarto estrecho durante bastante tiempo, supongo que sin saber qué decir. Al fin y al cabo la discusión y el sofocón habían sido por una tontería. —Puri... — comenzó lo suficientemente acertada como para hacer detonar la bomba de relojería que llevaba dentro—. Venga, tía, no te pongas así, sabes que es una gilipollas. Y claro que lo sabía, pero no era suficiente para calmar la desazón que tenía dentro. Me había dicho que nadie se fijaba en mí porque estaba plana, me sentía como un monstruo, nunca nadie me miraría de la manera en que a ella la miraban los chicos escondidos entre los matorrales. *** En aquel momento comenzaron todos los problemas que aún hoy sigo arrastrando. Es una puerta que constantemente se abre y se cierra, con doble bisagra, en plan oeste, que cambia

de dirección según la corriente de aire. Aquella parte de mi pasado se podía definir como una puerta abatible que nunca se cerraba y se mantenía atrancada a menos que yo hiciera algo para conseguirlo. Después de tanto tiempo era como si hubiera estado buscando inconscientemente una situación que me recordase el episodio en el vestuario del colegio. Como si me hubiera convertido en el títere de mis deseos más ocultos y ellos guiasen la cruceta hacia el desencadenante que conseguía aflorar los repugnantes sentimientos que pretendía evitar. Rocío pareció encontrar el modo de romper el silencio intentando indagar en el porqué de mi excesivo berrinche. La verdad es que no lograba comprender por qué tanto empeño en saber lo que me pasaba cuando ella misma había sido testigo de que fue una auténtica tontería. No fue por lo que me dijo de «plana», sino porque me di cuenta de que no era una verdadera mujer y seguía siendo una niña. Como tal me había comportado y significaba para mí una absoluta pérdida de identidad. Demasiado tiempo malgastado intentando demostrar que era ya una mujercita, que mi madurez se correspondía con una edad cronológica mayor; demasiado tiempo perdido intentando autoconvencerme de que no necesitaba a nadie para seguir adelante y con aquellas palabras de la guapita de clase pude ver dentro de mí que toda mi vida había sido una constante lucha de demostración. Por supuesto, aquel razonamiento lo hacía, después de tanto tiempo, con la objetividad que me ofrecían los años, entonces solo pude llorar y llorar. Era como si pudiese viajar al pasado y verme a mí misma con 14 años, sentada en la taza del váter, con las rodillas abrazadas y la cara oculta entre ellas mientras Rocío me miraba fijamente apoyada en la puerta y con una sonrisa dulce en los labios. ¿Nunca han deseado entrar en la cabeza de una persona para saber lo que piensa? En aquellos momentos, las preocupaciones se esfumaron para permitirme escudriñar los ojos de Rocío que me miraban de una forma extraña. ¿Por qué la había dejado pasar? En realidad tampoco éramos tan amigas como para permitirle invadir un espacio tan íntimo como era mi llanto. Ni siquiera nos sentábamos juntas en clase, pero había algo que irremediablemente nos unía sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. Ambas luchábamos contra los cuchicheos de las demás. A mí me criticaban y de ella se reían. Al principio era fácil encontrar la diferencia entre ella y yo, pero poco a poco me di cuenta de que también se reían de mí y que también cuchicheaban de ella. Las dos sabíamos que éramos distintas: a mí me había abandonado mi padre, apenas veía a mi madre y las ñoñerías de mis compañeras frente a preparar la comida o limpiar la casa me parecían una soberana tontería; ella era rebelde y descarada, había repetido un par de veces y su admirable actitud de firmeza frente a sus convicciones y su forma de pensar arrollaban cualquier tipo de pensamiento ajeno. Quizá nuestros cuerpos no pudieran albergar nuestra capacidad y nos sentíamos oprimidas en nuestra edad. Mientras seguía encadenada a aquella mirada, una carcajada suya rebotó en las paredes del baño. —¿De qué te ríes? —le pregunté. —De ti. Lejos de hacerme reír y tranquilizarme, me enfurecí aún más y dirigí toda mi rabia contra ella. Me levanté y la empujé hacia la pared con todo mi cuerpo. No sabía cuál era el motivo, pero me sentía bien sobre Rocío apretándola contra la pared. Estábamos demasiado pegadas y podía sentir cómo su corazón se había acelerado bajo la camiseta. La carcajada se resquebrajó con un silencio. Di un golpe y mis dos manos estaban a ambos lados de su cabeza apoyadas en la fría pared. Su mirada era desafiante, a la espera de lo que podía pasar. Rocío

no tenía miedo, solo estaba expectante; parecía excitada de algún modo por mi comportamiento, y aquella sensación enturbió mi enfado convirtiéndome en la que esperaba que el siguiente paso, fuera cual fuera, lo diese ella. Entonces mi respiración se aceleró y su ritmo pasó a ser el mío. Su aliento caliente cubrió de calidez mis labios contra los que chocaba y de repente su mirada inescrutable se volvió cristalina y cómplice. El calor de su cuerpo se intensificó y el aire se tornó carnoso y ligeramente salado. Sus labios tibios abrazaron, con la misma dulzura que había en su mirada, los míos y recibí el siguiente paso tal y como esperaba. Ella me besó y yo me dejé besar porque aquella sensación no se podía comparar con nada en el mundo. Ni siquiera a un gigantesco hojaldre laminado y espolvoreado relleno de suave crema pastelera, a los que ya por aquel entonces era adicta. Fue lo más maravilloso que pudo ocurrirme y que me devolvió al instante el yo que había perdido. Me sentía fuerte, plena, feliz; me sentí mujer entre aquellos labios suaves que habían conseguido parar el tiempo. —¿Sabes una cosa? —me susurró—. A mí me gustas. Todavía tenía los ojos cerrados y estaba pegada a su cuerpo contra la pared cuando el murmullo cada vez más cercano del resto de las compañeras invadió los vestuarios. Rocío cogió mi mano y la retiró suavemente de la pared para poder salir. *** Dejé la botella de agua a medias, pagué y me marché de aquella acogedora terraza en la que empezaba a sentirme incómoda con tanto recuerdo. La misteriosa francesita, Lorraine, se había marchado atada a su perro. Me dirigí de nuevo hacia el molino antes de que se hiciera más tarde. Por supuesto, no era la primera vez que pensaba en Rocío, pero sí la primera vez que lo hacía de aquella manera. Aquella tarde, después de veinte años fui capaz de recordar su primer beso, aquel que me mostró todo lo que me aterrorizaba pero que, sin embargo, tanto necesitaba descubrir. De nuevo aquella puñetera puerta abatible abierta en mi dirección... no pensaba sucumbir. No estaba dispuesta a permitir que aduladores fantasmas del pasado con uniforme de colegiala se presentasen ante mí para arrastrarme hacia un tiempo que quedó atrapado en mi vida y al que no pensaba regresar. Aquella noche no pude dormir. No hacía más que darle vueltas y vueltas al mismo tema y empezaba a cansarme. Me parecía increíble que algo así me estuviese ocurriendo. Seguro que por la mañana lo vería diferente. A través de alguna gotera de mi pensamiento debió de colarse aquel pasado que nunca quise revivir, ya estaba olvidado. Y como cualquier gotera en la que no se pone tela asfáltica, se emplastece y se pinta, un fino hilo de momentos vividos iban calando lentamente en el pensamiento más íntimo hasta mostrarme el verdadero motivo por el que había viajado a Francia. Al principio quise tomarlo como un merecido descanso, pero era inútil intentar engañarme, nadie se toma unas vacaciones huyendo de su casa, discutiendo con su jefe más inmediato y ocultando celosamente su destino a las personas más próximas. Debía de ser la consecuencia de hablar a medias tintas, me sentía cómoda así porque me costaba ser clara conmigo misma. En muchas ocasiones me sorprendía diciendo cosas que me daban pavor, quebraban mi voz, encharcaban mis ojos y rompían mi corazón; se me hacía demasiado difícil ponerle nombre a lo que sentía, me resultaba más cómodo aparentar fortaleza o incluso frivolidad antes que debilidad frente a quien me escuchaba en silencio. De modo que la auténtica Pura se hace a sí

misma cosiendo los retales que presenta a los demás; la impenetrable Pura, no en sentido literal, por supuesto, que ante cualquier mínima muestra de invasión se convierte en «Pura de Arco» para defender su más banal intimidad. Trago, trago y trago y mis problemas que no le importan a nadie porque para algo son míos. Me muestro callada, distante, sin dar pie a la más mínima confianza evitando malos entendidos. No resulta fácil encontrar a la persona que escucha y no juzga. La persona que independientemente de lo que digas siempre tiene una palabra de aliento hacia ti libre de cumplidos y llena de profundos y sinceros silencios que te invitan a compartir. ¿Pero dónde está la persona que cuando te das la vuelta no se echa las manos a la cabeza y piensa: «Fíjate tú, esta...»? ¿Existirá la persona con la que no sentirme culpable de mi miserable vida? ¿Con la que no sentirme avergonzada de mis sentimientos? ¿Alguna vez desearé tener a alguien cerca cuando tenga un problema? Posiblemente esté abocada a seguir guardando y acumulando dentro de mí hasta llegar al borde de la más absoluta e inhóspita locura. Tal vez el desasosiego que siento encuentre calma en el estado más introspectivo de mi mente. Tal vez, solo tal vez... Ya lo dije, lo solté, tampoco era para tanto, ¿verdad? Seguramente ustedes pensarán que cuántas chicas no se han besado en la boca con una amiga en plena adolescencia, ¿no? Niñerías, simples niñerías. Después todo vuelve a la normalidad, aunque en realidad no sepa lo que quiero decir cuando pronuncio esa palabra: norma, normal, normalidad. ¡Vaya puta etiqueta! A estas alturas todavía me cuestiono el significado de una palabra cotidiana, diaria, sobreentendida. Cualquiera es normal hasta que se demuestra lo contrario, ¿no? El problema vino después. Rocío me mostró un mundo desconocido y que, debido a nuestra inexperiencia, también lo parecía para ella. Con el paso del calendario escolar, me fui dando cuenta de que las clases de gimnasia iban cobrando otra dimensión. Pasé del odio al deseo. Nunca me gustó la hermana M.ª Isabel con sus noventa kilos de religiosidad y su abundante vello sombreándole su labio superior y, a menudo, buscaba excusas para evitar saltar el potro, hacer la voltereta en la espaldera o correr durante cincuenta minutos alrededor del polideportivo. Pero aquellas justificaciones resultaban absurdas y las monjitas eran más listas que el hambre, así que muy lejos quedaba el tiempo en que resultaba fácil metérselas dobladas... ¡Uy, creo que juntar en una misma frase a la representación de Dios en la tierra y el verbo «meter» no es compatible! ¿Qué me dicen? En fin, que la única que colaba era la regla, perdón, menstruación, y poco les faltaba para pedirte las compresas y comprobarlo con sus propios ojos. Recuerdo que durante casi tres meses «La Sor» estuvo de baja por haberse roto una pierna y la sustituyó una novicia muy joven y tímida que resultó ser una pánfila, la pobrecita. Tuve la regla cuatro veces en dos meses. Le ponías cara de dolor y te doblabas un poco sobre la tripa y estaba todo hecho. Por supuesto, Rocío se ofrecía a acompañarme en mi horrible dolor menstrual y utilizábamos aquellos momentos para darle rienda suelta a nuestro inocente idilio. Jamás podré olvidar el olor de aquellos vestuarios: la humedad de las duchas se mezclaba con los desodorantes y colonias de las chicas que habían pasado por allí antes que nosotras. Nos besábamos entre los gritos de las compañeras que lanzaban a canasta y la incomodidad a veces de los bancos duros, durísimos, de madera y otras veces de la fría taza de váter con la cadena de la cisterna colgando del techo. En cada clase de gimnasia descubría una parte diferente de aquel cuerpo ajeno que me resultaba tan familiar. Después del primer beso mi percepción se fue agudizando hasta llegar al punto de percibir sin ser percibida. Me causaba

un cosquilleo en la tripa ver los redondeles que se formaban en torno a la línea del sujetador de algunas compañeras. El bote y rebote de cada carrera me agilipollaba hasta el punto de no parecerme tan repugnante que mostrasen sus gracias deportivas a los chicos agazapados; ¡qué curioso!, de alguna manera sentía que también se exhibían para mí y aquello me gustaba. Rocío me hacía sentir importante, era buena conmigo y me enseñaba a ser más fuerte ante las demás. Siendo su «amiga» sentía que me respetaban, aunque también podía ser miedo, porque la seguridad de Rocío le daba una reputación que no llegaba a corresponderse con su forma de ser. Lentamente fui adentrándome en la oscuridad de sus besos cóncavos rellenos de humedad; reconociéndome en sus caricias limpias de movimiento e intención; lentamente fui convirtiéndome en confidente de un cuerpo extraño que se movía bajo y sobre el mío. No estoy segura de quién se encargó de marcar el tiempo, el ritmo, el compás. No recuerdo si fui yo la que pidió más o ella sutilmente se encargó de dármelo, pero sé que Rocío se convirtió en la persona que más llegó a importarme en el mundo y en la única en quien sentía que podía confiar. *** El timbre del teléfono me aceleró. Otra vez. Cada vez que sonaba me pasaba lo mismo. Casi podía sentir que el corazón se me salía del pecho, desbocado bajo la camiseta. Tenía que ser Carla. —Hooolaaa... —era inconfundible. —Hola, Carla, ¿qué tal? —¡Vaya!, qué voz. ¿Interrumpo algo? —¡No, no, qué va! Dormía, como casi siempre últimamente. —Ah, bueno... Te llamaba para charlar un poco. ¡Chica, el ordenador es muy frío! El otro día estuve hablando con la señora Toulouse... —¿¿Y quién es esa?? —me lo decía como si yo la conociese de algo. —¡Ay, perdona, que tú no la conoces! La señora Toulouse es quien se encarga de vender los muebles que hay en el desván. —Aaaaaahhhh, ¿y es muy mayor? —tal vez se llamase Lorraine Toulouse. —Bueno, mayor, mayor... tendrá cincuenta y pocos, ¿por qué? —no, no, las piezas no encajaban—. ¿Oye? ¿Pura? —Sí, sí, perdona me había parecido oír un ruido —le mentí mientras intentaba buscarle un lugar a la francesita—. Bueno... ¿qué tal va todo por allí? ¿Algo que merezca la pena comentar? ¡Me importaba una mierda aquella mujer! Yo solo quería saber quién era Lorraine. Cambié de tema. —Depende de lo que tú entiendas por importante... Enrique no hace más que preguntar por ti, que si no contestas a sus mensajes, que si le dijiste que ibas a mantener el contacto, que si sabía cómo estabas... —¡Para, para!... ¿En serio? —¿Por qué iba a mentirte? Tenía razón, era absurdo que mintiese, ella no sabía nada. —Bueno, miraré sus mensajes e intentaré contestar alguno para que no te dé la plasta. —Y... bueno... también está Laura. Desconozco cómo se habrá enterado de que yo sé dónde has ido y casi todos los días me espera a la salida del trabajo para preguntarme por ti.

Parece preocupada, Pura... tal vez deberías llamarla... tú verás. —... yo veré. No me digas lo que tengo que hacer, Carla. Te agradezco lo que estás haciendo, pero no te metas en lo que no conoces. No tienes ni la más remota idea. Durante algunos segundos hubo un silencio que Carla terminó rompiendo con un tono algo molesto —Tal vez no sepa ni la mitad porque eres incapaz de confiar en alguien, Pura. Tienes una forma muy particular de ser agradecida con los demás. —No te confundas —atajé—, sabes que te agradezco lo que estás haciendo, pero nadie te ha obligado, ¿entiendes? No pienso estar en eterna deuda contigo porque me hayas ayudado en un momento chungo. —Está claro, Pura. Quizá dejarte mi casa, darte comida, no exigirte tiempo, hacer parte de tu trabajo y encubrir tu paradero no sean razones suficientes para que confíes en mí. He sido una estúpida —hizo una pausa supongo que intentando forzar mi respuesta. Fue el silencio más largo de mi vida—. Espero que todo esté bien y que, al menos, te esté sirviendo para algo. No tuve tiempo de despedirme. Colgó. Carla era la más apropiada para contarle cualquier cosa, estaba segura, pero me resultaba imposible imaginar que no quería nada más, que su insistencia no tuviera dobleces, que simplemente se preocupase por mí. No estaba acostumbrada, eso era todo, y podía parecer una estúpida, una egoísta, pero nadie sabía que me resultaba imposible no estar a la defensiva con cualquiera que hiciese más preguntas de las debidas. Si recapitulaba lo que me había dicho Carla, por un lado había hablado de Quique, bueno de Enrique: «el Superjefe». Parecía insistir demasiado en mi ausencia, era posible que el muy estúpido todavía pensase que era por él. ¡Hombres! Tan simples y tan egocéntricos. Les echas un polvo, o más bien te lo dejas echar, y creen que se han convertido en la razón de tu existencia. El mundo al revés: él se colgaba por mí y yo simplemente me lo follaba. Así de simple. Su conciencia podía estar tranquila creyendo que me había hecho el gran favor de mi vida y para ser sincera ni siquiera recordaba por qué me había acostado con él. Estaría demasiado borracha o muy necesitada. Ahí empezaron nuestros problemas, ya se sabe, «Donde tengas la olla no metas...», pero yo, sin tenerla, metí lo que nunca debía haber metido porque, de alguna manera, le di a entender que desde aquella noche, y alguna más desperdigada en el calor agobiante de un agosto urbano, tenía derecho a meterse en mi vida. Por eso nos llevábamos tan mal; la gran mayoría de las veces, le odiaba, era demasiado arrogante, y el resto del tiempo prefería no concederle más de lo estrictamente necesario. El problema estaba en que, como me había visto desnuda en la cama, creía tener todo el derecho a desnudarme siempre que le apeteciera y no solo físicamente. Revisaría sus mails y le respondería lo más pronto posible para que dejase cuanto antes tranquila a Carla. Y por otro lado me había hablado de Laura. Quizá tuviese razón y debiera llamarla. Llevaba casi diez días en Francia y ni siquiera había intentado ponerme en contacto con ella. ¡Cómo no iba a estar preocupada! Teniendo en cuenta cómo era, que se comía la cabeza por cualquier cosa, seguro que le había dado tiempo a pensar de todo, hasta que me había secuestrado la mafia rusa y estaba atada de pies y manos, amordazada en mitad de un sótano con una única bombilla temblorosa y humedades en las paredes, por inverosímil que pareciera. Seguro que pensaba que me había marchado por su culpa y, en cierto modo..., quizá hubiese sido el desencadenante. ¡Joder, todos se creían el ombligo del mundo! Tanto tiempo juntas de repente, la invasión de mi espacio más íntimo, soportar las rarezas de una buena amiga con la

que tienes la suficiente confianza para decirle cualquier cosa excepto que estás hasta los mismísimos de ella en un momento en que lo está pasando tan mal. Al final iba a ser cierto que había gente que se preocupaba, seguro que muchos interesadamente, por mí. ¿Nunca ha deseado morirse? En serio, se lo pregunto apelando al buen sentido del verbo «morir», si es que lo tiene. Puede sonar a mujer desquiciada o supermega-deprimida, pero no. Me refiero a que algunas veces, cuando te sientes solo y piensas que nadie se acuerda de ti, te gustaría morirte y asistir a tu propio entierro. Solo para ver quién va, quién te llora, quién te despelleja y quién te quiere. Seguro que no soy la única en pensarlo. No solemos demostrar lo que sentimos, parece mucho más cómodo moverse en terreno sobreentendido y supongo que tampoco es tan horrible decirle a una persona lo que significa en tu vida. Desde el amante amado hasta el amigo querido. Distinto vocabulario de un mismo idioma. Si acostumbráramos a hablar más a menudo de nuestras relaciones y no permitiésemos solo que nuestros actos hablasen por nosotros, todo sería mucho más fácil. Al menos no me comería tanto la cabeza pensando quién vendría y quién no a mi entierro. ¿Resulta un poco absurdo, no? Soy complicada y a la gente no le gusta complicarse la vida. Tal vez por eso esté sola. Cogí el teléfono, le pediría a Carla que me pasase la factura, y llamé a mi casa. Se me hacía un poco raro llamar al lugar donde se suponía que yo debía contestar, pero seguro que Laura estaba allí. Quizá fuese momento de decirle que yo no pensaba faltar a su entierro aunque solo fuera porque, por supuesto, pensaba enterrarla antes de que ella lo hiciera conmigo. —Di… ga… ¿Síi…ííí…ííí? ¡Vaya, para estar tan preocupada había tardado siete tonos en responder! Después de tantos pitiditos me había quedado fría y ya no veía tan claro eso de «expresar-se». Tendría que poner un contestador que saltase antes, no me hubiera quedado más remedio que decirlo y hablar con la máquina, que en situaciones así me resultaba mucho más fácil. La oía lejos y entrecortada. —¿Laura? —¿joder, quién si no! —¡¡Pu...uu...ra!! ¿Eres tú? Ya la escuchaba mejor, nunca pensé que su voz a tantos kilómetros de distancia pudiera reconfortarme tanto. — Sí, soy yo. Lo siguiente fue un grito que me traspasó el tímpano. —¿¿¿¿Pero estás loca o qué??? ¿Cómo se te ocurre hacer algo así? —no podía haber reaccionado de otra manera—. Pura, ¿dónde estás? ¡Madre mía! ¿Te encuentras bien? Oye si he hecho algo mal... La conocía mejor que si la hubiese parido. —Laura, Laura... escúchame, ¿vale? Que cuando empiezas no hay quien te corte, pareces una cotorra. —¿Cómo estás? —Bien, bien. Mira, no quiero enrollarme demasiado, ¿vale? Estoy en Francia, en la campiña... —¿¿Francia?? ¿Y qué se te ha perdido a ti en Francia? —Carla me ha prestado por un tiempo la casa de sus padres. —¡Ya sabía yo que esa tenía algo que ver en todo esto!

—Sí, ya me ha dicho que úl-ti-ma-men-te vas mucho por el curro... —Bueno, ¿qué querías que hiciera? De repente llego a casa y me encuentro con que mi mejor amiga no está y que su única señal de vida es un post-it pegado en la nevera, ¿en serio piensas que eso es justo? ¿Había dicho justo? ¿A quién se refería? ¿Justo para ella o para mí? De acuerdo, quizá podría haber actuado de otra manera menos fría, pero no tenía mucho tiempo para pensar en incómodas explicaciones. —¿Laura, tú crees que me he recorrido dos mil kilómetros para hacer una escapadita? —le pregunté algo molesta—. Siento haber tardado tanto en llamarte, pero no he podido hacerlo antes... Comprendo que estés enfadada conmigo, pero, créeme, no tengo ganas de discutir. Durante unos segundos no dijo nada, el tictac del reloj de la entrada retumbaba en mi cabeza. Eran las 22.45 h. —Está bien... ¿Cómo te encuentras? ¿Necesitas algo? ¡Uy, algo no! Necesitaba muchos «algos» para regresar con la sensación de que había merecido la pena. —Es largo para contarlo por teléfono. Sé que no te va a servir de nada lo que voy a decirte, pero necesito tiempo para aclararme y poder explicarlo, ¿entiendes? —Pues no, hija. ¿Es por mí? ¿He hecho algo que te haya molestado? —No lo sé, Laura. Quizás tú seas uno de los motivos. Me he sentido un poco agobiada. —¡Claro, cómo lo sabía yo! No tenía que haber venido a vivir a tu casa, he sido una desconsiderada... —Que noooooo, Laura, no empieces —odiaba que se hiciera la víctima—. Ha sido un cúmulo de cosas, ¿vale? Tú no me molestas, me molesto yo. El día que fuimos a aquel bar a buscar a tu marido... bueno... ocurrió algo que me desconcertó. Me estaba volviendo loca, ¿sabes? El trabajo, verte tan triste, pensar en aquella noche... Necesitaba alejarme de todo para ver las cosas de otra manera. —Pasó algo en aquella sala, ¿verdad? —Sí. —¿Te hicieron daño? —noté la prudencia de sus palabras al preguntar y me estremecí. La echaba de menos. —Nnnno, exactamente. Al menos no físicamente —guardé silencio, tenía la boca seca, echa una pasta y no podía hablar—. Te prometo que en cuanto llegue a Madrid te lo cuento todo. Vamos, si eres capaz de aguantarlo, claro. —Joder, Pura, me estás asustando. ¿Te has metido en algún lío? —¡Laura! ¿Cómo puedes pensar eso de mí? Nos echamos a reír. —Precisamente por eso, porque te conozco y eres muy peligrosa. Cómo me gustaba oírla bromear, escuchar su sonrisa llena de preocupaciones. Parecía que habían pasado años en lugar de diez días. Quería volver a casa y retomar mi vida. Volver a trabajar, volver a ver al vigilante del curro meterse el dedo en la nariz, dejarme los ojos en la pantalla del ordenador, soportar las tonterías de Laura, dormir en mi cama. Necesitaba volver a saber lo que ocurriría mañana. —¿Y Nicolás? —le pregunté, ella también lo estaba pasando mal. —Sigo sin tener nada claro. Le llamo y le cuelgo con la esperanza de que alguien que no sea él me coja el teléfono y así poder darle algo de sentido a todo esto. A veces le sigo cuando

sale del trabajo, pero no puedo soportar la idea de ver algo que no me guste y me marcho antes de que sea demasiado tarde. —¿Y qué le has dicho para irte a vivir a mi casa? Porque lo del viaje de negocios... ya no cuela. —Pues no, hija, ya no. Le dije que necesitaba tiempo para pensar en algunas cosas... —¡Anda, como yo! —bromeé. —Más o menos, solo que yo no necesito recorrerme un país entero —reímos—. ¿Sabes lo que más me duele, Pura? Que ni siquiera parece sentirse culpable, es como si no hubiese hecho nada y fueran tonterías mías. —Bueno, Laura, quizá... —¡Siempre lo mismo! Mira, sé que está o al menos ha estado viéndose con alguien en ese club al que fuimos. Nicolás es demasiado tonto como para hacer las cosas y no dejar rastro. Últimamente estaba muy reservado y apenas hablábamos, me decía que tenía demasiado trabajo y que se quedaba hasta las tantas en la oficina... ¡Y cuántas veces he llamado allí después de hartarme de escuchar su buzón de voz y me han dicho que se había marchado a media tarde! Y con eso me basta, me está mintiendo, y ¿qué razón tiene para mentir si no son negocios oscuros o líos de faldas? —¿Y si hablas con él directamente? Quizá haya sido una serie de malentendidos. —Eso es como si yo te digo que lo que te pasa no es para tanto y que si vuelves todo se va a solucionar. —… —Tienes razón, no tengo que convencerte de nada. Nadie mejor que tú sabe cómo es tu marido. No tengo derecho a ningunear tu dolor. Me gustaba la coherencia de sus palabras. Escuchar sus razonamientos, aunque pudieran ser equivocados, me recordaba que debía ser lógica con lo que me estaba pasando y no perder el tiempo en negar cosas que me hacían tanto daño. —Así que... ya ves —interrumpió mis pensamientos—. ¡Vaya dos! De verdad, siento haber contribuido a que hayas tenido que marcharte tan lejos para estar tranquila. Podrías habérmelo dicho y me hubiera ido a cualquier otro sitio. —Laura, eres la única persona que me aguanta, ¿cómo voy a dejarte tirada cuando lo estás pasando mal? Aunque, en cierto modo, ya lo haya hecho... —¿Es bonita la campiña? —¡Esto es la hostia! Aquí huele diferente, los colores son más intensos... Merece la pena conocerlo. Nuestra conversación estaba llegando a su fin. Hablábamos relajadas, con cierto vaivén en nuestras palabras llenas de cariño sobreentendido, claro. —Bueno, Laura, al final nos hemos liado y esto me va a costar un pasión. —Si piensas quedarte mucho tiempo hazlo más a menudo, ¿vale? Me tienes preocupada... ¡Aunque tengas que pasarme la factura después! —Tranquila, creo que volveré pronto. Me ha gustado hablar contigo. —Y a mí. ¡Oye! Si te pido el número de teléfono no vas a dármelo, ¿verdad? —¡Vaya, no vas a creerlo, pero acabo de olvidarlo! —nos reímos—. Yo te llamaré, ¿vale? No te preocupes que estoy medio bien. —Vale, tenía que intentarlo. —Cuídate, Laura, y habla con Nicolás, seguro que hay una explicación.

—Sí —suspiró—. Te echo en falta, Pura, a pesar de que a veces te ahogaría, dejas un vacío demasiado grande... Se me cortó la respiración. Deseé decirle que yo también la echaba de menos y que necesitaba hablar con ella, contarle las cosas, pero una vez más... —Nos veremos pronto, créeme. Un beso, Laura, cuídate. Colgué el auricular y una profunda tristeza se me agarró al estómago llenándolo por dentro. Al final iba a ser verdad que necesitaba a alguien. Pretender estar sola era demasiado difícil y doloroso. *** No podría determinar con exactitud el tiempo que duró nuestro romance. Podría resultar extraño o cuanto menos curioso, pero nunca me pareció que estuviese haciendo nada malo, hasta que las reglas sociales y las convicciones familiares me informaron. Era incapaz de ver lo negativo o peligroso en nuestros encuentros cada vez más frecuentes y necesarios. Daba y recibía en la misma medida; en cada beso de Rocío me resultaba imposible sentir los prejuicios de los demás; en cada sonrisa, el pecado que más tarde me enteré de que estaba cometiendo. Ella me convencía con sus caricias de cada curva de mi cuerpo. Entre sus brazos firmes descubrí que podía ser alguien además de una rarita de padres separados. Me mostró el placer de lo prohibido; creo que llegué a tener adicción al pálpito desbocado que sentía cada vez que pensaba en la posibilidad de que cualquier compañera pudiera descubrirnos. La excitación de buscar el rincón más oculto de una escuela de monjas. Asistir a misa y sentir el contacto caliente de la parte de su muslo desnudo que quedaba al descubierto de la falda del uniforme al sentarnos en los fríos bancos de madera. Notar el roce aparentemente descuidado de sus manos en mi cuerpo. Sentir cómo el polo beige del uniforme se abultaba a la altura de los pechos... Quería pensar que el supuesto Dios en quien pretendían hacerme creer aceptaría aquel juego inocente de dos niñas que limitaba entre la amistad y el amor del deseo. Siempre supe que debía comportarme con respeto; siempre fui capaz de guardar las apariencias hasta que llegó un momento en que empecé a descuidarlas. Ya no tenía la necesidad de reprimir aquello que me apeteciese hacer. Tenía una cómplice y me sentía indestructible. La amistad hacia Rocío fue convirtiéndose en un acto desesperado por encontrar mi propia identidad. El deseo dibujado con sus labios húmedos sobre mi cuerpo me llenaba de integridad. La ternura de sus caricias cada vez más certeras me transmitía fortaleza. Y la exultante sensación de estar plena no podía ocultarla por mucho tiempo. Fue culpa mía. Fue un error de niña jugando a ser mujer que todavía hoy sigo pagando; la inocencia de un ser rebelde que debió de ser más retorcido para proteger lo que tanto sabía que amaba. Un día llegó a mis oídos el rumor de que Rocío y yo nos escondíamos en el baño para fumar. Seguro que alguna compañera había ido con el cuento a la Madre Sor. Nunca llegué a saber quién fue, pero me jugaba el cuello a que había sido la queridísima e hijaputísima compañera guapita de cara. Ella que los viernes al terminar el colegio, en lugar de ir a la biblioteca como se molestaba en hacer creer a las monjas y padres, se iba al parque que nos separaba del colegio de chicos y se follaba al guapo de turno. ¡Se abría la tía con una facilidad de piernas!; se levantaba la falda entablada de cuadros rojos y verdes y se bajaba las

braguitas hasta los calcetines blancos que le cubrían media pierna. ¡Y hala, a lo placeres de la vida! ¡Qué beata! Recuerdo que en mi crisis de «No-sé-si-creer» encendí velas en la capilla del colegio deseando que le saliera algún herpes entre labio y labio vertical, pero lo curioso fue que el grano que le deseé fue engordando mes tras mes hasta convertirse en un bombo difícil de disimular. Ya podía acogerse al seno del Señor porque la muy religiosa se corría en mitad del parque mencionando al Santo Padre. La verdad es que llegué a sentir lástima por ella, pero se lo merecía; era mala, tanto que sus palabras y acciones se volvieron en su contra. Ella provocó que nos separasen a Rocío y a mí, y el dolor desgarrado que me hizo sentir le llegó en forma de desgracia fetal. Mujer desflorada y madre a los quince, cuando aún estaba mal visto, cuando todavía se pensaba que era una pecadora. Se lo merecía, era el precio de ser tan zorra y no tener cabeza, que a la más mínima te hacían un bombo. Por supuesto tuvo que marcharse antes de que terminara el curso, porque ya era imposible ocultar la barriga y, según las escandalizadas monjas, no era buen ejemplo para las demás. Hubo una reunión de padres para abordar el problema y pensar si la expulsaban o no; nunca se me olvidará el escándalo que se lio, la represión se reflejaba en los ojos de aquellos padres que salían cuchicheando del Salón de Actos. Mi madre fue, y no sé bien qué le ocurrió para que lo hiciera, porque nunca iba a ninguna reunión, supongo que lo extraordinario de esta despertó su curiosidad. Aunque hubiera sido mejor que no hubiese ido, no sabía por qué pero de alguna manera siempre terminaba salpicándome. —Hija tú... —era la hora de la cena y estaba poniendo la mesa para las dos. Al fin había llegado una noche a tiempo para cenar juntas. Noté cómo el apuro de ponerle palabras a lo que estaba pensando le subió el rubor hasta las orejas—. Hija, tú sabías para qué era la reunión de hoy, ¿no? ¡Jooo-deeer! Yo solo quería tomarme la tortilla francesa e irme a la cama a pensar en Rocío con mis manos. —Bueno algo había oído —no tenía la más mínima intención en alargar aquella conversación, estaba segura de que terminaría salpicándome. —¿Y por qué no me habías dicho nada? —¿Para qué? —le pregunté indiferente. —¿Cómo que para qué? ¡Soy tu madre! Deberías habérmelo dicho. ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Con charlas de moralidad, no. A aquellas horas no había ganas. «Hija, yo soy tu madre», ¡pues vaya descubrimiento! —No sé, tampoco me pareció tan importante, además solo eran rumores. ¿Yo qué iba a saber que te importaba tanto el embarazo bastardo de una compañera si ni siquiera te preocupas por cómo estoy yo? —¡Jovencita, deberías medir tus palabras! —me inquirió desde el poder que le otorgaba haberme parido. —Sí, sí, mamá. Yo siempre debo medir mis palabras... ¿Está ya la cena? —En esta casa se cena cuando yo lo diga. —¡Ah, sí! Se me había olvidado: «Bajo tu techo se hace lo que tú digas.» Para un día que vienes antes... Tal vez no tuviera ningún derecho a atacarla de aquella manera, posiblemente estuviera comportándome de nuevo como una niña, pero a veces no podía evitar ver a mi madre como una extraña. La cosa estaba a punto de salpicarme, lo presentía. —¿Y tú qué opinas de esa compañera? —me preguntó haciendo caso omiso a lo que

acababa de decirle. ¡Ya está, ya me salpicó! —¿Qué se supone que debo opinar? Esa tía es una imbécil, me importa una mierda lo que haga. —¡Niña, cuida esa boca! —¡Ay, mamá! ¿Adónde quieres llegar? Esto es una tontería, no me apetece hablar más del tema —intenté levantarme. —De esta mesa no te levantas hasta que no termines. Apreté los dientes con rabia para no continuar discutiendo porque siempre terminaba perdiendo, de nada serviría. No lograba comprender la insistencia de mi madre. Aquella discusión no era más que el resultado de dos personas que hablaban en diferentes idiomas y con la suficiente distancia y frialdad como para no hacerse daño. —¿Tú crees que lo que ha hecho está bien? ¡Qué pesaíta podía llegar a ser mi madre! Entre trozo y trozo de tortilla descubrí el motivo de sus preguntas. —Lo que tú quieres saber es si yo hago lo mismo. Era una déspota, sí, aquello me dijo con su mirada, pero, ¿cómo no iba a serlo si era hija de la madre que me parió? Además, se aprovechaba de mi despotismo para insinuar aquello que no se atrevía a pronunciar. No le contesté. Se quedó con la duda. Terminé la cena, recogí mi plato y me fui a dormir. Bueno, dormir, al menos eso fue lo que le dije, porque aquella noche me costó conciliar el sueño. Intentaba relajarme pensando en Rocío y cuanto más pensaba en ella, más presente tenía la insinuación de mi madre. Si le parecía horrible que una chica de quince años tuviera relaciones con chicos, porque, para ser sinceras, el embarazo era lo menos importante para ella, ¿cómo podía ver que su hija... en fin... tuviera una relación con otra chica? Estaba claro que tendría que ser un secreto que me llevase a la tumba, nadie podía enterarse y menos mi madre, porque sería capaz de hacer cualquier cosa. A partir de entonces, cada vez que pensaba en Rocío me sentía sucia, un ser despreciable, porque la que me parió debía de pensar que tener una hija así era lo más horrible del mundo. Desde aquel día mi relación con Rocío cambió y un sentimiento de culpabilidad condicionó cada beso y sesgó cada caricia. *** Sumergida en el empeño de encontrar la respuesta que no me hiciera parecer una estúpida, escuché un ruido sordo y repetitivo cerca del molino. Sentí que se me iba a salir el corazón del pecho, últimamente estaba demasiado sensible y cualquier cosa me afectaba demasiado. Hasta que no me situé en la habitación, con un pijama de una sola pieza de franela, azul cielo, rollo Teletubbie, y en un estado de introspección casi hipnótico, no fui capaz de distinguir aquel ruido insistente: eran ladridos. Debía de haber algún perro en los viñedos. Al principio no le di importancia, hasta que recordé el Golden Retriever de Lorraine y se me cortó la respiración. Me asomé torpemente a la ventana, no sin antes enredarme en la maldita cortina. Subí la persiana a tablillas de madera que permitía el paso sugerente de la luz en la habitación y no vi nada. Tal vez hubiese sido mi imaginación, quizá estuviese empezando a volverme loca. Sin embargo, permanecí de pie junto a la ventana con la esperanza de ver aparecer a aquel maldito chucho. Dicen que las mujeres tenemos un sexto sentido y yo no lo había creído hasta aquel momento, fue un pálpito o una corazonada pero allí permanecí, deseando ver y encontrar. Sería cuestión de minutos, que me parecieron una eternidad, pero por fin vi cómo

una pelota algo mayor que una mano cerrada en puño y de color rojo salía despedida por los aires e, inmediatamente detrás, un perro de color dorado con tres metros de lengua fuera y las orejas botando saltando entre los viñedos. Abrí la ventana, tenía que estar allí. Aunque con la suerte que tenía... seguro que era otro perro o un familiar, una amiga, su novio o su marido... Ocurrió algo muy extraño, como si la realidad en la que vivía se hubiera detenido y dependiese de mí que siguiera adelante. Tenía la boca seca y notaba el paladar áspero en contacto con la lengua pastosa. El corazón me latía con fuerza en el pecho tanto que tuve miedo de que atravesara aquel horrible pijama; por un instante lo imaginé sobre la mesa: rojo, rojo, casi morado y dando pequeños botes en sus últimos instantes de vida. Sentía el cuerpo rígido tras la ventana. Me dolía el cuello de la tensión y cada vez me costaba más respirar. Solo veía al perro. Estaba nerviosa. Cagadita de miedo. Entonces apareció Lorraine. No la recordaba tan perfecta. Llevaba un vestido azul marino que no le llegaba a las rodillas con lo que parecía un estampado de pequeñas flores blancas. El vestido dibujaba el contorno de sus pechos al juguetear con el perro y se le ceñía al culo y los muslos cada vez que se agachaba a recoger la pelota del suelo. Llevaba unas zapatillas blancas y el pelo recogido en una coleta. —¡¡Lorraine!! ¡Oye! ¡Eeeeehhhhh! ¡Espera! Me puse a chillar como una histérica por la ventana y cuando quise darme cuenta del ridículo que estaba haciendo y de que en realidad no tenía nada, absolutamente nada, que decirle, ya se había dado la vuelta y estaba mirándome. Quise que la tierra me tragase; que aterrizara un platillo volante justo allí, entre las dos, al menos así Lorraine desviaría su atención. No sé bien si sonrió o contuvo la mueca en un gesto de horror. Pensé que si la misma persona a la que había visto por primera vez y me había amenazado con una madera, más tarde me chillaba algo probablemente incomprensible a través de una ventana, lo último que sentiría sería curiosidad. Pero Lorraine se mantuvo allí, mirándome fijamente con un interrogante en los ojos, y entonces comprendí que debía decir algo y dejar de parecer tan estúpida. Le hice un gesto con la mano indicándole que esperara y sonrió ligeramente pareciendo comprender lo que le decía. Bajé rápidamente las escaleras y abrí la puerta, Lorraine y su perro se habían acercado hasta le verja de hierro. Noté el frío de la mañana a lo que debían de ser las ocho y media o las nueve menos algo. ¡Vaya con la francesita, le gustaba madrugar! Intenté no aparentar demasiado interés, cierto aire de «me-da-igual», no quería que me malinterpretase. Pero no lo conseguí, jadeaba como si me hubiese dado una paliza a correr de lo nerviosa que estaba. —Ho... Hola, Lorraine —me sonrió... No me contestaba. —¡Ooouuuhhh, pag... pagdón! ¡Bon yur! ¡Ay, Purita, Purita, cómo te va a contestar si no entiende el castellano! Anda, céntrate. Esta vez rio. —Bon jour! —dijo en un perfecto francés, que acurrucaba sus labios hasta parecer una petición de amor, una petición del primer beso. ¿Pero qué coño me importaban a mí sus labios? En aquel silencio interminable en que Lorraine no hacía más que sonreír con cierta cara de tonta y su perro no hacía más que mover el rabo, intenté buscar alguna palabra en mi diccionario virtual de francés, más allá de baguette, croissant y boutique, que pudiera sacarme de aquel lío. —OK! Yo... digo... Je m’apelle Pura. —Oui, enchantée, Pura! —dijo tendiéndome su mano, que apretó la mía con firmeza para

dejarla caer más tarde. Aquel apretón concluyó nuestra conversación porque, a pesar de saber alguna que otra palabra más, mi cerebro aún no había comenzado su jornada laboral y no estaba dispuesto a hacer horas extra, ni siquiera en una situación de emergencia. ¡Capullo, tenía espíritu de funcionario! Nunca me perdonó que no consiguiera la oposición para el Ayuntamiento. —Bueno... mira... sé que no entiendes ni papa de lo que voy a decirte, pero es que yo no tengo ni idea de francés y necesito que sepas que el otro día en la casa no fui lo que se dice hospitalaria contigo. Que amenazarte con una tabla de madera no estuvo bien, pero es que, hija mía, me diste un susto de muerte y... bueno... que en realidad no puedo sacarte de mi cabeza y no sé muy bien por qué —ya estaba dicho, menos mal que su cara era un poema y no se estaba enterando de nada—. Creo que no me falta mucho para irme, últimamente no sé ni por qué me decidí a venir, tengo muchas cosas pendientes en La Espagne y... vamos, que... me gustaría saber el motivo de por qué cada vez que te veo se me acelera el corazón. En ese momento el perro de Lorraine echó a correr detrás de un pájaro y tiró de la correa que tenía su dueña enganchada en la mano, prácticamente arrastrándola. —Au revoir, Pura! Je... Ya no pude oír más, ¡maldito chucho, la había separado de mí! No estaba segura de si volvería a verla. Entré en la casa sin ganas de nada, con una sensación de derrota que me recordaba despiadadamente el ridículo que acababa de hacer. ¡Joder! Quizá la francesita no se hubiese enterado de nada, pero yo sí y recordar mis propias palabras me creaban un reflujo hasta la garganta. Aquel día fue como otro cualquiera, sin penas y sin glorias. De nuevo pensar, pensar y pensar en cosas que no tenían solución o cuya solución me horrorizaba encontrar; preocuparme aún más por tonterías que no tenían importancia y dormir, dormir, comer un sándwich de pavo en todo el día y volver a dormir, dormir y dormir. Podía haberme quedado allí día tras día, en aquel cómodo sofá que me clavaba los grandes botones marcándome la piel y en aquella cama mullida de sábanas olor tomillo y almohadones de plumas. ¡Ay, mi madre! Mi madre. En realidad no estaba segura de poder utilizar el término «relación» cuando me refería a mi madre. Si contabilizaba en minutos las veces que había visto al portero de mi edificio, sumaban un total de horas mayor al tiempo que había compartido con mi madre en toda mi vida. Intentaba no culparla, pero inconscientemente lo hacía una y otra vez, me resultaba más cómodo que pensar en mi posible error. Estaba convencida de que no había puesto fáciles las cosas, pero ella era la madre y se suponía que era ella quien debía actuar correctamente y no yo. A los hijos se les está permitido fallar, pero a los padres, no; «Ley de la calle», por todos sabida pero por nadie reconocida. Ella eligió tenerme, yo a ella no. Me moldeó como quiso dependiendo de si le interesaba o no y después se avergonzaba de mí. Al menos eso me parecía. Pretendió ser una amiga, pero nunca supo serlo; además, yo no quería una amiga, quería una madre y creo que tampoco supo serlo. Jamás pensé que fuese capaz de hacer ciertas cosas y cuando descubrí que sí, entendí que las madres deberían hacer un juramento parecido al hipocrático, pero en el que prometiesen no abusar nunca de la confianza de un ser que salía de sus entrañas y comenzaba a enfrentarse al mundo real. Nunca me lo había dicho, pero sabía que de la misma manera en que yo la castigaba por estar siempre a través de un frío y distante teléfono, ella me responsabilizaba de su estúpida vida. Si no me hubiera tenido, seguramente no se habría visto obligada a estar horas y horas trabajando de lo que salía;

quizá habría encontrado tiempo para rehacer su vida o cualquier otra cosa que le hubiera apetecido. El problema era que, después de taaaaaaaaanto tiempo, sus palabras y comportamientos solo escocían. Me hubiera gustado nacer de nuevo con lo que hoy por hoy sé para aprender a querer a mi madre de la manera incondicional en que se supone que debo hacerlo. Soy incapaz de sentir hacia ella sin prejuicios y sin pasado. ¡Ay, Lorraine! Lorraine, Laura, Carla, Rocío, la secretaria del jefe, la hija del panadero... ¡Las mujeres de mi vida! ¡Qué coño me llevaba a actuar con ellas de aquella manera! Era una cuestión social, psicológica, sexual, física... Una cuestión personal. No me habían educado para tener que competir o convivir con ellas y no sabía bien cómo hacerlo y, por sentir que no controlaba la situación, siempre terminaba metiendo la pata. Me negaba a que se me interpretase como una lesbiana frustrada que ocultaba lo que en realidad deseaba ser. ¡No, no y no! «Yo-no-soy-les-bia-na. No lo soy. No lo soy.» Lo que ocurrió en el colegio fue una chiquillada que no volvería a ocurrir. Una confusión en el momento de la identificación sexual, necesitaba reconocerme en un cuerpo igual al mío. Simplemente. Por fortuna fue una etapa que mi madre supo terminar: Rocío a otro colegio y yo a desmentir lo que se decía de la rarita y de mí. Por supuesto, todos se enteraron de que ella me obligó y de que yo nunca quise hacer nada. Y, de repente, como por intervención divina, recuperé la fe en Dios y me arrepentí hasta del más incipiente dolor con tal de sentirme de nuevo acogida en su seno. No creía en los curas, ni en la Iglesia, ni en las monjas, y mucho menos en las de mi colegio, pero solía consolarme pensando que era capaz de creer en el Dios justiciero que ponía la otra mejilla y respondía al dolor infligido con el dolor afligido. Y me quedaba más tranquila pensando que nadie podría tacharme de desviada, aunque tal vez sí de loca. Y lo prefería, lo de estar enferma antes que ser una rarita; al menos lo primero no dependía de mí y recibía la compasión de la gente, sin embargo, lo segundo era una elección y hubiera recibido el desprecio de todo el mundo. Así que prefería despreciar por adelantado a las mujeres que pudieran suponer un peligro para mí antes que permitir que desequilibrasen mi existencia dos tetas por mucho que tirasen. Amargada, sí; frustrada, tal vez; engañada, quizá, pero la Pura se iba detrás de cualquier rabo que se animara mínimamente al verla. Aquella tarde me bañé completamente desnuda en la piscina del molino. La espesa vegetación que limitaba el jardín tenía ciertas calvas que permitían el paso de ojos indiscretos, que mi mente imaginó presentes. Estuve jugando en el agua, dibujando ondas, chapoteando, sumergiéndome una y otra vez hasta quedarme sin aire. Disfrutaba del agua fría cubriendo mi cuerpo, rodeándolo, acariciándolo. Nunca antes me había bañado desnuda en una piscina y aquella nueva y desconocida sensación me ponía a mil. Hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del placer físico de la soledad, y en el momento en que comencé a refrescarme la memoria, recordé lo rico que era y me maldije por haberlo abandonado durante tanto tiempo. Acaricié mis pechos sintiendo su convexidad llenando la palma de mi mano; el pezón se endureció, provocándome. No recordaba haberme tocado de aquella manera en ninguna otra ocasión, deleitándome con cada parte de mi cuerpo, con mi piel. El agua se convirtió en mi amante y el deseo en el ansia de sentirme y conocerme. Estaba sentada en las escaleras que simulando la progresiva orilla en la playa se hundían bajo el agua. Allí, con las piernas abiertas intentando no dejarme arrastrar por el vaivén de mis movimientos de cadera cada vez que los dedos se enredaban en mi sexo. El sol se ponía privándome de su luz brillante y arropándome con la penumbra plateada de la luna opuesta. La

pasión viró hacia un rumbo desconocido, transportándome fuera de aquella piscina y entregándome al cuerpo de Lorraine que adivinaba bajo el agua. Mis manos se hundían entre mis muslos poseídos por su sonrisa; sus ojos detenidos en el pensamiento me acariciaban con cierta aspereza suavizada por la humedad. Buceé en su cuerpo y bebí sedienta de aquellos pechos firmes que ondulaban el agua. Me sacié de su sabor que terminaba siendo el mío y enredé mis labios entre los suyos intangibles hasta sentirla dentro de mí como un ser no extraño y reconocido en lo más íntimo. No fui demasiado consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que me descubrí jadeando con el pelo enmarañado en la cara y el cuello, ¡podía haberme ahogado! La presencia de la francesita en mi cabeza había sido tan real que casi dudaba de si había ocurrido de verdad o no. La sentí, besé su cuerpo desde la absoluta farsa de mi pensamiento. Un éxtasis nada comparable a cualquier tipo de droga; una explosión de sustancias químicas que pertenecían a mis adentros. Una sensación volátil, como la pólvora. Desde aquella sugerente orilla, con el incipiente cosquilleo entre las piernas y el estómago encogido por haber truncado de aquella manera la búsqueda de lo mío, lo más mío, crucé una y otra vez la piscina de punta a punta nadando. No estaba segura de dónde había recogido la fuerza necesaria, tal vez fuese resultado de la propia rabia y el propio temor que sentía. Nadé hasta quedarme sin aliento mientras las lágrimas desaparecían entre el cloro del agua. *** Después de aquella noche en que mi madre pretendía saber si me tiraba o, mejor dicho, si me dejaba tirar por otros chicos, fue cuestión de días. La en principio inminente expulsión de la guapita de cara no lo fue tanto y terminó acordándose la permanencia en el curso hasta que el resultado de su kiki se hiciera evidente. Así que los papeles cambiaron, se había quedado sin compañía, nadie quería estar con ella. Ni siquiera sus propias amigas, aquellas que la acompañaban a reírse de las demás; huyeron de ella como se huye de la peste, como si la lujuria y el zorreo fuesen enfermedades contagiosas. Muchas sabían de primera mano lo que había hecho su querida amiga y se santiguaban pensando una y otra vez en los posibles errores cometidos. De manera que, más bien por cuestiones inconfesables y por puro egoísmo, se quedó sola y su rabia creció hacia el resto a la misma velocidad en que lo hacía su tripa poniéndola en evidencia a ella y a su familia. La mentalidad cristiana e hipócritamente puritana pululaba estigmatizante de la misma forma en que una mosca sobrevuela la mierda. En aquel vendaval de acontecimientos que ensombreció la reputación de nuestro curso, las monjas endurecieron la vigilancia y las muy religiosas hicieron que los encuentros con Rocío en los vestuarios, en algún rincón inalcanzable entre los árboles del patio o al salir de clase fueran cada vez más difíciles. En un principio, viendo todo lo que estaba ocurriendo, podría decir que nuestra relación se enfrió, utilizando este verbo por utilizar alguno ya que sería más correcto decir que se distanció en la cercanía de dos pupitres unidos y se acaloró a base de caricias en la última fila bajo el tablero. Nuestra relación adoptó una nueva dimensión simplificada a las horas de estudio. Nadie supo sospechar hasta que el aburrimiento y la desdicha de una futura mamá guapita de cara interceptaron una de aquellas miradas, ya saben ustedes, esas de las que por mucho que lo intentes dicen más de lo que quisieras. No era lo suficientemente inteligente como para interpretarla, pero sí como para convertirse en una amenaza. Entre besos furtivos sorteando el váter, un día le dije a Rocío en la hora del recreo que era mejor que nos diéramos un tiempo y no se lo tomó demasiado bien. A ella nunca le había

importado lo que pensasen los demás y no comprendía por qué a mí sí. —No quiero que nos pase lo mismo que a esa, ¿entiendes? —¿Por qué iba a pasarnos? Nosotras no estamos haciendo nada malo —había levantado un poco la voz. —Ni tampoco nada bueno. Guardó silencio mientras pensaba en alguna contestación lo suficientemente contundente como para hacerme cambiar de idea. —¿No te parece bueno esto? —cogió mi mano y la besó con los labios entreabiertos, sabía que así podía volverme loca. —No se trata de lo que yo crea, sino de lo que crean los demás —fui capaz de decirle mientras retiraba mis dedos de su boca. —Pensé que nada de eso podía afectarnos a ninguna de las dos... —¿Cómo puedes ser así? ¿Cómo consigues que no te importe lo que los demás piensan de ti? ¿Es que no eres consciente de lo que puede ocurrimos? —De lo único que soy consciente es de que no puedo dejar de pensar en ti y de lo bien que me siento cuando estamos juntas. ¡Lo demás me importa una mierda! Tenía razón. Su amor, su pasión y su ceguera me contagiaron y quise gritarle a todas aquellas monjas y padres entrometidos que la quería; deseé besarla en mitad del patio; quise fugarme lejos, muy lejos donde nadie pudiera separarnos. Pero solo eran sueños, absurdos y adolescentes, que desaparecieron con el agua de la cisterna. Apreté con fuerza mi boca contra la suya, tenía razón, si usábamos la prudencia no tenía por qué pasar nada, de modo que, a partir de aquel día, estudiamos aún más nuestros encuentros porque, a pesar de que el pensamiento de dejar la relación me tranquilizaba, no era lo bastante fuerte como para que renunciara a mi primer amor ingenuo y efervescente. Mi arrepentimiento fluctuaba entre lo que pudiera pensar mi madre y lo que sentía cada vez que me tumbaba sobre el cuerpo de Rocío. Fue natural, al menos para mí. Solo supe que me equivocaba cuando empecé a sentir miedo a que alguien nos viera; era un temor incontrolable que se mezclaba con el deseo cada vez que nos veíamos a solas. No hacía falta que habláramos, todo se sobreentendía, nuestras miradas establecieron un diálogo encriptado que nadie podía descifrar, sin embargo, la pasión, por muy cifrada que fuera, no dejaba de ser un instinto que me arrastraba hasta ella como un lobo al olor de la carne fresca, y nuestro descuido apasionado nos delató. Solo entonces fui consciente de que, en realidad, el resto de la gente no veía de la misma manera lo que estábamos haciendo. Comprendí la capacidad de sufrimiento que podía llegar a tener.

MERLOT Crusoe no entendía. Él no comprendía cuándo era el mejor momento para echar a correr detrás de un pájaro, de modo que aquella mañana en que me llamó desde la ventana la huésped de los Arriaga, nuestra conversación se quedó en lo que ella había dicho sin que yo pudiera darle respuesta. Pura, tal y como se había presentado, no sabía que hablaba castellano, ni siquiera podía imaginarlo, y cómo iba a hacerlo si de dos veces que nos habíamos visto nunca había podido decirle nada. Si soy sincera, me gustaba aquella situación, podía enterarme de cosas de las que en cualquier otra circunstancia no me hubiese enterado porque nunca se hubiera atrevido a decírmelas, a no ser que fuera una de aquellas personas que se mostraban tal cual eran a la primera de cambio. Mi nombre es Lorraine Toulouse. Soy francesa y también soy española, tengo la doble nacionalidad. Mi padre era francés, murió en un accidente de tráfico cuando estaba terminando mi licenciatura; mi madre de un pueblecito manchego, afortunadamente es lo único que me queda tras aquel horrible destino. De modo que siempre he estado de aquí para allá: en España durante el curso, olvidando mi francés, y en Francia durante el verano, estropeando mi español. Siempre he pasado más tiempo con mamá que con papá porque él viajaba demasiado por el trabajo, así que me resulta más sencillo hablar en castellano que en francés aunque, después de tanto tiempo, proceso en los dos idiomas de forma paralela. El día en que me amenazó con la madera, me intrigó muchísimo su presencia en aquella casa y el modo en que pretendía defenderla. Parecía más suya que de los propios dueños, como si defendiera algo muy íntimo... No supe quién era hasta que más tarde volvimos a encontrarnos. Durante varios días estuve dando vueltas alrededor de aquel viejo y maravilloso molino que desde muy pequeña me subyugaba con su inmensa elegancia. Salía a pasear con Crusoe por los viñedos que lo delineaban en mitad de la campiña, no me cansaba de ver aquella casa que se erguía poderosa entre tanta vegetación. Hubiera o no inquilinos, y al margen de que estos pudieran causarme cierta curiosidad, se convertía en una visita obligada cada mañana. Aquel pequeño rincón de Francia donde nació mi padre me encantaba; se crio allí hasta que decidió viajar al país vecino y conocer a mi madre. Desde que vi a Pura dentro de la casa, mi aburrida estancia en aquel pueblecito adquirió otra dimensión, de repente hubo un sentido que justificaba mis rarezas matutinas como salir a pasear sola con el perro a primera hora de la mañana. A mi padre le gustaba la gastronomía, era uno de sus mayores hobbies y se preocupó por inculcarme el amor por los aromas y sabores, de modo que me convertí en una enamorada de los olores tempraneros de la mañana que viajaban enredados en la fina brisa matinal. Podía pasarme horas y horas sentada en las viñas, memorizando las distintas tonalidades y formas de las hojas y de las uvas; imaginando la explosión de sus jugos en la boca; rescatando el olor de su trabajo en la cocina. Posiblemente los mejores momentos de mi vida podían resumirse en el disfrute de una buena novela y el deleite de una mimada comida. Era una forma más de sentirme libre. Precisamente por ese motivo, cada vez que llegaba de Francia tenía que dejar mis botas de vestir a un lado porque no podía ajustarlas a mi gemelo trabajado y me maldecía una y otra vez por ello, pero no podía dejar de pasear y sorprenderme en los mismos caminos que llevaba recorriendo años. Uno de esos días en que fui a controlar los muebles de la vecina, mi madre se encargaba de

venderlos para mantenerse aún más ocupada, y había conseguido convencer a un extranjero de que se llevara una vieja cómoda con encanto, me encontré con aquella mujer de gesto duro y mirada triste que sujetaba un trozo de madera entre sus manos mal disimuladamente temblorosas. No sabía quién era, de modo que pensé en que lo más prudente serían los aspavientos con los brazos para mostrarle mi temor, no tenía ni la más remota idea de lo que podía llegar a hacerme. En realidad aunque me mostrase algo asustada frente a ella, más que miedo sentía curiosidad, puesto que nadie nos había avisado de su presencia allí y no podría negar que incluso llegué a pensar que tal vez fuese ella la intrusa y no yo. Aunque de haberlo sido, no hubiera perdido el tiempo enfrentándose a mí y hubiera salido corriendo. Debía de tener mi edad. Treinta y pocos. Morena, más baja que yo, ojos castaños con un brillo seco en ellos que le daban una apariencia triste. No llegaba a comprender lo que podía pasarle a una mujer con tanto miedo en la mirada para que estuviese sola a tantos kilómetros de su casa. Lógicamente, de todo esto me enteré más tarde. Pensé que si yo me decidía a hacer un viaje tan largo para estar sola y aislada del mundo debía de haber una razón de peso y muy de peso para decidirme a hacerlo, a no ser que fuese una aventurera. La segunda vez que nos vimos fue en el pueblo. Yo la vi y ella me vio, a pesar de que ambas aparentáramos no hacerlo. Pura estaba en una terraza tomando algo, o más bien peleándose con el camarero para conseguirlo, y yo había ido a comprar con Crusoe algunas cosillas que hacían falta para la comida. Pensé que lo mejor sería no decirle nada porque seguramente querría saber qué había ido a hacer a su molino y no tenía el más mínimo interés en explicárselo. Pasaba mis vacaciones en Francia intentando buscar la tranquilidad suficiente para preparar el temario del próximo curso, diseñar los exámenes de recuperación de septiembre... Impartía clases de ciencias naturales en los primeros cursos de la E.S.O. en un Instituto Público y lidiaba cada día con chavales de doce a dieciséis años. Para los más pequeños la asignatura se llamaba Conocimiento del Medio y para los más mayores Biología y Geología. Conocía mi mote, se dirigían a mí como «la Cruasán», esperaba que fuese consecuencia de mi ligero acento francés convirtiendo la última sílaba de cada palabra en tónica y pronunciando las erres de una manera más suave. No podía quejarme, algunos de mis compañeros salían peor parados: «el Sapo», profesor de matemáticas, «la Escoba» según los chavales tan estirada que parecían haberle metido un palo por la última parte de su aparato digestivo... Aunque la crueldad de los alumnos no era la única. Los profesores, en los círculos más íntimos, también utilizábamos pseudonombres para rebautizar a algunos de ellos. ¡Qué vergüenza! Mi trabajo era demasiado estresante, de buena gana se lo cambiaba yo por unos días a un yupi de esos, seguro que no aguantaba ni unas horas. Mi estrategia, convertirme en uno de ellos e intentar pasar inadvertida, también tuve su edad: 12, 13,14, 15..., también me senté en aquellos pupitres y llené el libro de corazones junto al nombre del chico que me gustaba hasta gastar la tinta del boli, también odié a mis profesores y me enamoré de alguno, pero nunca sentí la necesidad de ser la justiciera de causas poco nobles. Las cosas habían cambiado demasiado y se veían cosas difíciles de imaginar. A veces sentía miedo, pero intentaba que no fuera el suficiente como para medir mis palabras o suspensos. Así que aquel pequeño pueblecito, que crio a mi padre y también a mí, me ayudaba a identificarme y reafirmarme, vuelta a una parte de mis raíces. El tercer encuentro con Pura fue más raro si cabía. En aquella ocasión era yo quien miraba sin ser vista, es decir, que ella no sabía de mi presencia. Sabía que no estaba haciendo lo

correcto, observar a alguien cuando este no es consciente no está bien del todo y mucho menos cuando ese alguien se encuentra en una situación comprometida, porque entonces existe algo de perversión en esa mirada. Si hubiese estado leyendo, haciendo deporte o tomándose algo en una terraza, tampoco habría sido para tanto, pero en aquel momento lo que Pura hacía pertenecía única y exclusivamente a su intimidad y de una manera en absoluto premeditada, me convertí en cómplice de algo que jamás debí haber visto. Había salido a pasear a última hora de la tarde, la temperatura era inusualmente calurosa y quería aprovecharla. Crusoe no me acompañaba, estaba cansado después de todo el día, así que lo dejé en casa. Obviamente llegué al molino donde se hospedaba Pura, porque en sentido contrario iba a parar al pueblo y me apetecía perderme por el campo. En lugar de pasar por la puerta principal, lo rodeé por la parte trasera para evitar encontrarme con Pura y que me viera como una amenaza. Escuché jaleo dentro del agua y pensé que algo estaba ocurriendo, así que me acerqué corriendo y me asomé por entre la arizónica allí donde no era muy tupida y, efectivamente, algo estaba ocurriendo. Retiré la mirada de manera inmediata, pero luego volví a observar y me mantuve, al contrario de lo que había pensado en un principio. No me sentí incómoda, ni tampoco sentí asco, la curiosidad y el morbo eran mucho más fuertes que todo aquello. Quise saber cómo ocupaba el tiempo una persona en un lugar desconocido y descubrí, ¡vaya si lo hice!, cómo se entretenía Pura. Notaba el peso de la culpabilidad, remordimientos que se mezclaban con la adrenalina disparada de saber que estaba haciendo algo prohibido. Aquello para lo que mis padres no me habían educado. Generalmente, cualquier persona que me conocía terminaba diciendo que parecía una chica buena, modosita... y allí estaba yo, espiando a una desconocida mientras disfrutaba de sí misma en el agua. Nunca antes me había pasado nada parecido, nunca antes había visto cómo se masturbaba otra mujer. Quizá el irreprimible deseo de conocer más a Pura me llevó a agazaparme entre los matorrales para seguir cada gesto, cada movimiento suyo. La última vez que nos vimos fue frente al molino. Jugaba con Crusoe entre las viñas cuando escuché que se abría una ventana y alguien me chillaba a través de ella. No supe qué hacer. Después de haberla visto desnuda en el agua, no podía quitarme aquella imagen de la cabeza y no estaba segura de poder mirarla a la cara. Era una situación de desventaja para ella; yo conocía algo sobre Pura y Pura, nada sobre mí. El caso es que al final, sin saber muy bien por qué, me acerqué hasta la verja de entrada, con las manos algo temblorosas y la boca seca. Sentía la obligación de hablar antes de que ella lo hiciese para explicarle que no era necesario que se esforzase tanto en intentar hablar en francés porque la comprendía perfectamente, pero se adelantó, y antes de que pudiera decirle nada, se puso a hablar y, cuando pude pararla, sus palabras empezaron a interesarme demasiado. La prudencia me confió otro punto más de ventaja y, aunque de nuevo sabía que no era lo más correcto, me sentí tremendamente reconfortada. Cuando Pura comenzó a hablar me pareció cortés su disculpa sobre nuestro primer encuentro, pero sin que apenas me diera cuenta sus palabras tomaron un cariz diferente. Tuve tentaciones de frenarla, de decirle que me estaba enterando de todo y de que no podía continuar, pero no supe cómo decírselo. Allí estaba yo, aparentando no enterarme de nada y entendiéndolo todo. Lo cierto era que no estaba muy segura de lo que pretendía decirme. Quizá le estuviera dando más importancia de la debida. No me gustaba demasiado la idea de que una desconocida me dijera que no podía apartarme de su cabeza, resultaba extraño,

como si se hubiera obsesionado conmigo, y supongo que, de haber sido otra persona, me hubiera asustado, pero era Pura; la Pura desconocida; la extraña Pura que me causaba cualquier otro tipo de sensación excepto miedo. Sentía una inexplicable curiosidad hacia ella. En realidad, mi vida sexual durante todos aquellos años había sido más bien escasa; ciertamente pobre. Vamos, era algo tan inusual para mí que apenas recordaba si en algún momento de mi vida había tenido encuentros de ese tipo con alguien. Justificaba aquella carencia con ideas absurdas y aparentemente razonables tales como que había cosas en la vida que me interesaban más. Haber estado imbuida en los libros había conseguido extinguir mis propios deseos. Recuerdo vagamente al chico que creía que me gustaba en el instituto, aunque siempre fui un poco pava y otra más lista se adelantó. Después, en la facultad, fueron años en los que básicamente me dediqué a estudiar. No me daba demasiada cuenta de lo que ocurría a mi alrededor, así que lo único más o menos importante que podría destacar era el increíble interés que tenía el profesor de microbiología por mí y el nulo hacia él por mi parte; al hablar se le quedaban las comisuras de los labios llenas de saliva seca... ¡Grrrrrr! Y en la macrofiesta de fin de carrera bebí más de la cuenta y, además, fui emborrachada en contra de mi voluntad por quienes suponía mis amigas a base de un brebaje según ellas poco cargado y me desperté al día siguiente con un terrible dolor de cabeza al lado de un compañero guapísimo con el que más tarde me enteré de que hice cosas difíciles de explicar. De manera que, para una vez que lo probaba, no recordaba absolutamente nada más que un dolor en la mandíbula y un agradable escozor entre las piernas. ¿Por qué pensaba en todo aquello? Las palabras de Pura rescataban de mi recuerdo experiencias y deseos que ya consideraba extinguidos. Necesitaba llegar a casa y darme una ducha, con un poco de suerte conseguiría despejarme y pensar con claridad. Regresé con paso rápido, afortunadamente Crusoe había echado a correr detrás de un pájaro separándome de Pura y, aunque en un principio estuve a punto de pararlo, permití que me arrastrara hasta el lugar más lejano posible porque de otro modo no hubiera sabido cómo zanjar aquella confesión. *** Tenía que ver a Pura. Debía explicarle el tremendo malentendido que había habido entre nosotras, era lo más sensato. Desde aquel día no había vuelto a verla y ya casi había pasado una semana. Ni siquiera sabía si ya se había marchado. No había vuelto a pasear, ni había conseguido dormir bien... Tenía que verla, hablar con ella, decirle que... que había comprendido todo lo que me había dicho y que necesitaba que me aclarase tantas cosas... No conseguía conciliar el sueño, apenas comía y Pura estaba más presente de lo que me hubiera gustado. Las imágenes se sucedían en mi cabeza de manera incontrolable; la veía en el agua, veía su cuerpo, sus manos, sus labios, la veía con la madera, su mirada; la veía en la terraza en la plaza del pueblo, sus gestos al discutir con el camarero; la veía frente a mí, desnudando su alma y contándome aquello que jamás le contaría a nadie. ¿Qué me obligaba a ir en busca de Pura? Simplemente era una desconocida, simplemente podía dejarlo pasar, simplemente... Se me estaba escapando de las manos, ¿qué quería conseguir con todo aquello? Nada más que quebraderos de cabeza, lo mejor sería no involucrarme. Mejor esperar a que se marchase de Francia, nunca más volvería a verla. —¿Qué te ocurre, hija? —irrumpió mi madre en el salón. —Nada, ¿por qué? ¿Debería ocurrirme algo? —le contesté intentando disimular la sorpresa

que había provocado en mí su aparición, por un momento había olvidado que estaba viviendo con ella. —No sé, simplemente empieza a preocuparme que hayas abandonado tus paseos con Crusoe. Llevas unos días que lo sacas el tiempo justo y regresas en seguida. A ti te gusta salir con la fresca e ir al pueblo con toda la tranquilidad del mundo, recrearte en los árboles y sus colores, en los bichos y esas cosas... —¡Qué bien me conoces, mamá! —suspiré resignada. —Hija, te he parido, ¿recuerdas? —sonrió mientras se sentaba a mi lado. Mi madre era una mujer que sobrepasaba el medio siglo en pocos años y se conservaba fresca como una rosa recién cortada. Hacía bastante había decidido dejar de insistir en ocultar sus canas y ahora su melena ondulada hasta los hombros era bicolor. El blanco ceniza se mezclaba con el negro apagado por el paso del tiempo. Su boca menuda tenía la cualidad de pronunciar las palabras justas en el instante preciso, y sus ojos verdes abrigaban su voz en los momentos más delicados. Siempre me pareció bella con cierto toque exótico para sus raíces manchegas. —¿Mamá, tú crees que soy rara? —en realidad no quería escuchar su respuesta, pero la pregunta brotó de mis labios sin que pudiera darme cuenta. —¿Qué significa para ti ser rara? —No sé, tal vez extraña, austera, irracional, diferente... —Entonces sí, hija mía, eres rara. —¡Mamá, intento hablarte en serio! —fue una súplica. —Y yo a ti, hija. Me has hecho una pregunta y he intentado responderte de la manera más seria. Genial, mi madre me confirmaba que era un bicho raro, ¿cómo era capaz? —Mira, Lorraine, cuando estás leyendo una novela que te tiene por completo absorbida e intento interrumpirte para cualquier cosa, te vuelves austera y rancia y siempre recibo un gruñido por respuesta; cuando te parece descubrir algo nuevo en las uvas, eres capaz de pasarte horas y horas observándolas sin preocuparte de comer, beber o cualquier otra cosa, por lo que eres irracional porque las uvas no se van a marchar a ningún sitio; cuando paseas por lugares nuevos que no conoces y donde no te conocen, te conviertes en extraña, y simplemente tener una madre baturra y manchega y un padre cultísimo y francés te hace diferente a la norma. De modo que, si para ti ser rara significa todo eso, entonces, Lorraine, eres rara. La admiraba, siempre quejándose de su falta de estudios y, sin embargo, tan sabia. No tenía muy claro el motivo, pero sus palabras tenían un efecto analgésico, me calmaban y conseguían disfrazar su preocupación de ingenio. Ojalá algún día me pareciese a ella. —Tú y tu particular punto de vista —reí—. Parece que hago cosas que no se corresponden con mi edad, entre otras debería preocuparme por encontrar marido y formar una familia. —¿En serio? Hija, no permitas que las supuestas e infalibles normas acaben con tu genuina forma de pensar. Si verdaderamente necesitas eso, un hombre y unos críos para ser feliz, no te preocupes que tarde o temprano llegarán. Pero si necesitas pasear por el campo y enamorarte de cualquier planta, cualquier animal o del brillo de los ojos de cualquier persona para ser realmente feliz, nada, absolutamente nada, Lorraine, debe impedir que lo hagas. —Sí, mamá, eso es muy bonito, suena bien, pero al final sigo siendo yo la que cree que ha perdido demasiado tiempo. ¿Qué me dices de los chicos? ¿Tú crees que es normal que nunca

haya tenido novio o que apenas haya mostrado interés por ninguno? —Creo que la vida es muy jugosa como para reducirla únicamente a estar con un hombre. —¡Es fácil decirlo cuando has estado casada y has formado una familia y has hecho todo lo que se suponía que debías hacer! —Pero, Lorraine, no entiendo a qué viene tanta insistencia. ¿Ha ocurrido algo que deba saber para comprender mejor todo esto? —No, mamá, supongo que no. Nada importante. Tal vez fuese una tontería, mi madre tenía razón, no tenía que darle tanta importancia. Debía esperar para decidir si merecía la pena preocuparse por ellas o no. Solo que, por alguna inexplicable razón, sentía cierto bienestar regodeándome en la profecía de mi desgracia que de alguna manera quería ver cumplida para sentirme satisfecha. Iría al pueblo con Crusoe, él no tenía la culpa de lo que me estuviera ocurriendo y se lo debía, siempre estaba a mi lado, así que iríamos juntos a comprar algunas cosas que hacían falta: naranjas, huevos, brioches... La compra de aquellas pequeñas cosas solía ser la excusa perfecta para mi paseo matinal y esta vez lo era para obligarme a salir de casa y encontrar, en alguna rama de vid, algún trocito abandonado de mí misma. Me puse la chaqueta, cogí algo de dinero y la correa de Crusoe. Siempre esperaba a que saliera por la puerta para seguirme después; era una extraña caballerosidad canina que conseguía arrancarme una sonrisa. Exactamente no sabría decir cuánto tiempo duró mi paseo. Me entretuve más de la cuenta. Había pasado el mediodía, tal vez fuera la una y media y, como mamá seguía manteniendo sus costumbres españolas y todavía faltaba bastante para la hora de la comida, no me preocupaba llegar algo más tarde. Era la hora del aperitivo. —¡¡Mamaaaaaaaá!! ¡Ya he llegado! —chillé dejando las bolsas sobre la encimera de la cocina. Cuando llegaba de la compra me gustaba entrar por la puerta trasera directamente a la cocina—. ¿Quieres una copa de vino? —le pregunté abriendo el armario. —¡No, hija, ya tengo una! —escuché su respuesta algo tardía mientras guardaba la compra en su sitio y llenaba un jarrón con agua para poner un ramo de margaritas blancas que había recogido en el camino de vuelta. ¡Qué raro! Mi madre ya estaba bebiendo vino, solíamos hacerlo juntas. Era una especie de encuentro entre madre e hija regado de media copa de buen vino de la zona y acompañado con algún magnífico embutido manchego. Me molestó que empezara sin mí, era un momento nuestro e irremplazable. Le quité el corcho a la botella y llené una de esas copas grandes que tanto me gustaban con un poco de vino. Según avanzaba hacia el salón, oía cómo mi madre hablaba con alguien, debía de ser el comprador de la cómoda, así que cogería mi libro de la mesa del salón y saldría al jardín. —¡Ay, mira, ya está aquí mi hija! —escuché a mi madre decir a su interlocutor en un claro castellano mientras atravesaba la puerta de entrada al salón—. Ella es Lorraine —me presentó. Allí estaba, frente a mí, en mi casa. Se me cayó la copa de vino haciéndose añicos y tiñendo el barro cocido del suelo de un color rubí que rápidamente se tornaba púrpura. Los músculos de mi cuerpo se detuvieron, sentí una enorme tensión en el cuello y solo podía escuchar mi respiración amplificada en mi propio pecho. Se levantó inmediatamente del sofá como si se hubiera quemado y me miró con sorpresa. Parecía sentir pudor, era una mezcla de vergüenza y miedo que se reflejaba en sus ojos. Mi madre arbitraba aquel pulso de miradas sin entender el motivo.

—¿Ya os conocíais? —preguntó resquebrajando la gelidez entre nosotras como un afilado picahielos rompe un bloque helado. —Sss...sí, sí, mamá, ella es Pura... No estaba segura de lo que se suponía que debía hacer. No podía apartar mi mirada de Pura mientras sentía los ojos interrogantes de mi madre sobre mí. En alguna ocasión había oído hablar de esos momentos en los que el tiempo parece haberse detenido y aquel parecía ser uno de ellos. El silencio me escocía... —Está bien, se me ha hecho tarde —dijo mi madre consultando el reloj de su muñeca—, será mejor que vaya a preparar la comida.

CHARDONNAY Había decidido marcharme. ¡Estaba hasta el coño de Francia! Todo muy bonito, muy genial, muy bien, pero me estaba subiendo por las paredes. Ya no sabía qué más hacer para pasar el rato; jamás pensé que echaría tanto de menos mi pequeño rinconcito en Madrid, el trabajo, el contacto con la gente... Llevaba casi tres semanas allí más aburrida que una ostra, así que cogí la maleta del armario y empecé a meter las cosas a las que había dado menos uso: maquillaje, toallitas con leche limpiadora, un jersey gordo, la falda, condones..., estos últimos me hicieron darme cuenta de demasiadas cosas. Había recorrido muchos kilómetros para estar sola y reflexionar. Saqué en limpio que lo que me había llevado a coger el coche y conducir como una loca hasta allí había sido descubrir que mientras pensaba que un tío me tocaba, me besaba y me ponía cachonda y yo disfrutaba como una auténtica perra, en realidad era una tía. Fue el desencadenante, aunque podría haber sido cualquier otro, me resistía a pensar que aquel viaje fuera simplemente consecuencia de una crisis de identidad femenina. Volvía a darle vueltas, una y otra vez, una y otra vez... no me soportaba, ¡pero de lo único de lo que no podía huir era de mí misma! Me tiré en la cama, estaba agotada de no hacer nada. Me pasaba el día entero durmiendo o en el jardín observando las flores o a los animalillos, en Madrid no podía hacerse nada parecido. Esperaba a que el tiempo pasase nadando, dando un rodeo por los alrededores más próximos para evitar cansarme más de la cuenta... Algunos días iba al pueblo a ver a la gente y continuamente me asomaba por la ventana para ver si en algún momento aparecía Lorraine entre los viñedos con su perro, pero no volví a verla. Desde aquel día en que le dije tantas estupideces no volvió a pasear cerca del molino, la había espantado. Entonces llamaron a la puerta, era un sonido desconocido para mí porque en todo aquel tiempo nadie lo había hecho sonar, pero a la vez familiar al igual que pasaba con el teléfono, era el inconfundible sonido de chicharra quemada, eso sí, con cierto acento francés, «la Chi-cha-gué», sonaba igual que en español. No me apetecía una mierda levantarme de la cama, arrastrar mi alma contrariada escaleras abajo y abrir la puerta, aunque la curiosidad era mucho más fuerte que el castigo que pretendía autoimponerme, así que levanté el culo de aquel firme colchón. De repente me asaltó la idea de que pudiera ser ella. ¿Quién si no? Nadie más sabía que estaba allí, además de Lorraine. Las escaleras parecían reproducirse y hacerse cada vez más largas bajo mis pies. El timbre dejó de sonar e intenté acelerar el paso antes de que quienquisiera que fuese se arrepintiera y se marchase. Por fin llegué y supe que seguía allí, al otro lado de la puerta, porque la oí toser. Me alisé la sudadera verde y subí la cremallera porque no llevaba nada debajo, me alboroté un poco los pelos apelmazados y giré el pomo. Seguro que era Lorraine. —Buenos días, soy Fátima —y me tendió la mano. Estaba un poco desconcertada, ¿quién cobo era aquella señora tan atractiva? —La señora Toulouse —se apresuró a aclarar mi duda como si me hubiese leído el pensamiento. Durante unos segundos me quedé mirando, confusa. En primer lugar, no era Lorraine aunque si hubiese sido tampoco hubiese sabido qué hacer ni qué decir; en segundo lugar, hablaba perfectamente el castellano, mi idioma, MI IDIOMA, no podía creerlo; en tercer lugar, qué

narices venía a decirme justo el día en que no sabía si coger las maletas e irme o meterme debajo de las sábanas y esperar a que la Tierra dejase de girar. —Yo... soy Pura —agarré su mano con cierta debilidad mientras seguía preguntándome a qué había venido. —Lo sé, me han hablado de ti. —¿Que le han hablado de mí? Será una broma —le solté algo molesta aunque no sabía muy bien por qué. —No, no lo es, querida. Tenemos una conocida en común: Carla. Estuve hablando con ella precisamente anoche. Bien, las cosas parecían aclararse un poco. Seguramente vendría a ver alguno de los muebles. —¡Vaya! No ha venido en buen momento, si necesita ver algo en el desván, ya sabe dónde está. —Muy bien, no me gustaría molestarte, solo serán unos minutos. Me retiré de la puerta y la dejé pasar, podía ser la señora Toulouse tal y como se había presentado o cualquier otra persona, me daba igual, pensaba marcharme en cuanto se fuera. Era la única en kilómetros a la redonda que hablaba mi idioma, podríamos habernos conocido antes, pero ya no tenía el más mínimo interés en saber de ella, no me apetecía ponerme a hablar con una desconocida justo antes de regresar a mi casa, haría preguntas que me joderían aún más el viaje de vuelta. Fui a la cocina y busqué algo para comer, solo había tomado un café con azúcar, mucha azúcar al levantarme, y sentía como si me hubiesen disparado un cañonazo al estómago y tuviese un agujero enorrrrrrrrrme. Encontré la bolsa de magdalenas que había comprado, y posteriormente olvidado, en la alacena de la despensa, posiblemente las mejores que había comido en la vida. También encontré una tableta de chocolate puro al 70% a medias y cogí un par de cuadraditos para acompañar la bollería. Digo encontré porque no recordaba que las había comprado. Salí de la cocina con un trozo de magdalena en la boca, dando un mordisco al chocolate y preguntándome qué estaría haciendo aquella desconocida en el desván. Cualquier cosa. Solo sabía de la auténtica señora Toulouse que tenía unos cincuenta años y aquella mujer, a pesar de tener cierto aire rejuvenecido, perfectamente podía tener la misma edad. Lo mismo estaba robando, como hurgando entre mis cosas en la habitación, como... ¡yo qué coño sabía! Tanto tiempo de aislamiento me estaba volviendo loca, tal vez no estuviera tan mal subir y charlar algo con aquella mujer, al fin y al cabo iba a ser la primera conversación que iba a tener en mucho tiempo, al menos la primera en la que pudieran comprenderme y a la vez enterarme de lo que me decían. Según subía las escaleras, escuchaba golpes secos y arrastrar de muebles, y si agudizaba el oído me llegaba su voz lo suficientemente confusa como para no comprender lo que estaba diciendo. Le quité el papel a la segunda magdalena y le di un mordisco junto a un trozo de chocolate. Cuando llegué arriba, allí estaba, mostrándome la redondez más absoluta de su cuerpo mientras intentaba arrastrar un mueble. Algunos pelos le caían sobre la cara, se había despeinado su recogido. —¿Ha encontrado lo que buscaba? —le pregunté intentando ser amable. Dio un respingo y se giró para mirarme. —¡Dios mío, muchacha, podrías haberme matado de un susto! —No pretendía...

—¡Coge de ahí! —¿Cómo dice? —Que cojas de ahí y me ayudes a mover este mueble que pesa como un muerto. No me gustó ni un pelo que me ordenara, yo misma iba a ofrecerme a ayudarla, sin embargo, me metí el trozo de magdalena que me quedaba en la boca y la ayudé a correr el mueble hacia el centro del desván. —¡Menos mal que has subido, querida! Estos muebles son macizos y una ya no está para esfuerzos de este tipo. La miré mientras asentía e intentaba descubrir en el verde de sus ojos quién era. —¿De veras es usted la señora Toulouse? —¿Por qué no iba a serlo? —preguntó divertida. —¿Dónde está su acento? —¿Mi acento? —soltó una carcajada—. Jovencita me temo que no logro comprenderte. —Sí —reconocí, si lograba hacerlo le daría una medalla por méritos, porque me estaba explicando como un libro cerrado. Noté cómo me ardían las mejillas—. Supongo que durante estos días me he empeñado demasiado en imaginarla de otra manera y ahora me cuesta creer que esté aquí hablando conmigo en un perfecto castellano y que sea tan diferente. —Vaya, no sé si sentirlo, al menos espero que el cambio haya sido a mejor. Por supuesto que sí, pero no le respondí. —¿Qué es este trasto? —señalé el mueble intentando cambiar de tema. —Este trasto es una cómoda de finales del siglo XIX, según el padre de Carla, concretamente de 1878 —me sonrió—, y si te digo la verdad yo no sé exactamente cuánto puede llegar a costar un cacharro de estos, pero hay personas dispuestas a pagar una fortuna, así que en ello estoy. —Sí, recuerdo que Carla me comentó algo. ¿Esta tiene comprador? —Afortunadamente, sí. ¿Tú crees que iba a estar dejándome los riñones aquí sin saber si vale la pena o no? —En realidad ni lo creo ni lo dejo de creer, ni siquiera la conozco. Se echó a reír. —Tienes razón. ¿Te apetece venir a mi casa a tomar un café? —¿Cuándo? ¿Ahora? —su pregunta me contagió de una agradable ilusión que había olvidado durante los últimos días. Era casi la una y a aquellas horas precisamente no apetecía nada con cafeína caliente. —¡Oh, lo siento querida! ¿Tenías algún compromiso? —preguntó con cierta malicia como si supiera de antemano mi respuesta. Claro que no y lo cierto era que resultaba bastante tentador que una atractiva desconocida me invitase a tomar lo que fuera en su casa y me hablase en castellano. —No sé por qué, pero estoy segura de que conoces la respuesta —reí y de repente pasó por mi cabeza la idea de que intentaba coquetear con ella—. Aunque te confieso que un café a estas horas... no es que me apetezca demasiado. —Bueno, querida, eso tiene fácil solución. *** Era una casa bastante más pequeña que el molino, pero igualmente encantadora. Fátima

estuvo hablándome durante todo el camino, resultaba curioso que viviendo tan relativamente cerca nunca nos hubiéramos visto. Cuando iba al pueblo solía atajar por otro camino y jamás había pasado por delante de su casa. Era una mujer esbelta, con el pelo gris, casi blanco, que sorprendentemente le daba un aspecto juvenil. Llevaba la melena ondulada a capas y un flequillo corto sobre las cejas que permitían averiguar su compromiso con el momento que le tocaba vivir, parecía una de aquellas mujeres que sabían renovarse y ajustarse a las tendencias con el paso del tiempo. Tenía los ojos verdes y la boca pequeña. Sus mejillas hacían un perfecto redondel rosado que rebajaban de forma casi inmediata su edad. Me contó que era manchega, de un pequeño pueblo de Toledo que en los últimos tiempos había crecido demasiado, y por mucho que lo intentase no lograba encajarla en aquel paisaje francés tan distinto al de sus raíces, aunque no hicieron falta más que un par de copas para que me contara su vida desde el momento en que el señor Toulouse apareciera en aquel pueblecito español tal vez buscando los molinos que encontró Don Quijote. Entre la segunda y la tercera copa de aquel tinto autóctono nos interrumpió una voz juvenil desde la cocina que la llamaba «mamá» y Fátima se limitó a decir que era su hija y que me la presentaría. A los pocos segundos irrumpió en la puerta y escuché vagamente a Fátima que me informaba de que se llamaba Lorraine, pero para entonces yo ya sabía de ella todo cuanto necesitaba saber que su madre no me podía contar. Era Lorraine. Hablaba castellano. Era Lorraine... y... hablaba castellano... ¡¡Dios mío!! ¡Que se abra la tierra y me trague ahora mismo! ¡Que me caiga un rayo y me chamusque hasta el último pelo de este coño que me ha obligado a decir cosas que antes nunca había sentido! ¡Que aterrice en el tejado de esta casa una nave extraterrestre y me abduzcan los seres raros para llevarme lejos, muy lejos de aquí! Hablaba castellano y lo comprendía perfectamente, ni siquiera podía utilizar en mi defensa que se había liado en la interpretación del idioma. Si en algún momento quise desaparecer, aquel fue el instante preciso. «Sí, mamá, ella es Pura», le dijo a su madre y su renovado acento español me devolvió como una bofetada al mundo real. Las palabras resonaban en mi cabeza como lo hace el tañido de una campana en lo alto de un campanario y, a pesar de mis urgentes deseos, allí permanecí frente a Lorraine, separadas por una copa de vino hecha añicos y el denso vacío que rellenaba el espacio entre nosotras. No me di cuenta de que estábamos a solas hasta que la falsa francesita comenzó a hablar, su madre debía de haberse marchado en algún momento durante mi parálisis. —Ho... Hola, Pura. ¿Hola? ¿Qué se suponía que tenía que hacer entonces? Me sudaban las palmas de las manos, sentía un horrible calor en la nuca y la camiseta empezaba a pegarse a mi espalda. Quería marcharme de allí, pero no parecía tener sangre en las piernas, debía de estar toda en la cabeza porque iba a estallarme. —Te debo una explicación. Negué con la cabeza, no me debía nada; me sentía humillada, una gilipollas porque con toda la intención del mundo me había permitido hacer el mayor ridículo de mi vida, el mayor que una persona podía hacer. Quería marcharme por el jardín que comunicaba con aquel enorme salón, si continuaba allí seguramente haría algo de lo que me estaría arrepintiendo toda la vida, algo más para recordarme que podía haberlo evitado. No soportaba escucharla, seguir viéndola frente a mí con aquella cara de arrepentimiento, de autodecepción, con aquella cara embargada por la culpabilidad. ¡Puta! Haberlo pensado antes.

—Por favor, Pura, déjame que te explique —me siguió hasta el jardín y me rozó el brazo intentando cogerme. Su ruego me hizo parar y su contacto me mareó—. Sé que te he engañado, pero no he podido decírtelo antes. Debí avisarte, pero cuando quise hacerlo empezaste a decir todas aquellas cosas y comprendí que, si te lo explicaba entonces, jamás las hubieras dicho. ¡Mira tú, qué lista la francesita! Era un razonamiento lógico relativamente sencillo, cualquiera con dos dedos de frente hubiese sido capaz de llegar a él. Por supuesto que jamás se lo hubiese dicho, y de saber que entendía mi idioma jamás me hubiese escuchado a mí misma pronunciar semejantes palabras. Bajé la mirada, me sentía avergonzada. —Por favor, Pura, dime algo, insúltame, grítame, pero por favor... no te quedes callada. —¿Prefieres que te lo diga en francés o en cas-te-lla-no?... Tú y yo no nos conocemos de nada y nunca debí decirte lo que te dije. La rodeé y salí fuera, de nuevo a los viñedos. Miré hacia ambos lados intentando recordar el camino, mi orientación era realmente mala y eché a correr. Y corrí. Corrí. El viento me daba en la cara. Unos golpes que parecían las bofetadas de mi madre cuando descubrió que había cometido actos pecaminosos con Rocío. El mismo golpe seco; el mismo escozor; el mismo motivo; el mismo sentimiento. Llegué exhausta. Sin apenas respiración. Llegué y cerré la puerta con todas las llaves. Llegué y me sentí indefensa, pequeña en aquel enorme recibidor. Me dejé caer en el suelo escurriendo mi espalda por la pared y rompí a llorar. *** Debían de haber pasado ya cerca de veinte años desde aquello, pero su recuerdo era más vivo cada día que pasaba. Ocurrió demasiado rápido, creo que primero fue una llamada telefónica, después una reunión, una bronca y una prohibición, y, por último, una expulsión. Mi mamá recibió la llamada de la Madre Superiora citándola para una reunión; mi madre salió llorando del despacho; yo estuve una semana sin poder ir a clase porque tenía el cuerpo demasiado dolorido por sus bofetadas y golpes con la zapatilla de suela dura. Después de pegarme, continuó llorando y se encerró en su cuarto. Me enteré de lo que estaba ocurriendo solo cuando la escuché rezar a través de la pared. No pude entender lo que decía, solo comprendía palabras sueltas que unidas explicaban claramente la situación: Rocío. Mi niña. Su padre. Mi culpa. Esa guarra. Mi niña. Mi pequeña. Mi culpa. Su padre. Entre el perdón que le suplicaba a su Dios misericordioso, comprendí que aquello me estaba ocurriendo porque mi madre tenía la culpa de no haber sido capaz de proporcionarme un padre en condiciones y faltarme una referencia masculina; comprendí que Rocío era la culpable porque era una niña rara y problemática que me había llevado a su terreno en un momento de debilidad; comprendí que yo era la única inocente en aquel embrollo en el que me veía enredada porque estaba falta de cariño y la compasión a tiempo de Rocío logró confundirme. Eso se repetía mi madre una y otra vez entre sollozos, día tras día, hora tras hora. No salí de mi habitación en todo aquel tiempo. Me traía la comida a la cama y me acariciaba el pelo pidiéndome perdón porque siempre me hacía la dormida para evitar mirarla a la cara.

Volví al colegio una semana después y sentí que todo el mundo se apiadaba de mí como si hubiera sufrido algo horrible. El rumor, no lograba comprender cómo, se propagó entre las profesoras y compañeras de mi clase hasta el punto de que alguna atrevida llegó a preguntarme cómo había ocurrido; yo no hacía más que repetir de carrerilla aquello que mi madre había acordado conmigo y con lo que no estaba en absoluto de acuerdo, pero que, sin embargo, terminé creyendo. Todo aquello al lado de su pupitre abandonado. Pasó poco tiempo hasta que las cosas volvieron a su normalidad y la tristeza se convirtió en un nuevo registro de mi estado de ánimo. El recuerdo de Rocío se difuminaba cada noche con las lágrimas que derramaba por ella. No volví a verla más y creo que la desolación que sentía por haberla perdido de aquella manera y hacer lo que estaba haciendo no me hubieran permitido mirarla a la cara. Rocío desapareció y con ella toda esperanza de sentirme «Yo». Han pasado demasiados años de aquello y aún lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Aún duele. Mi madre no me lo perdonó aunque nunca volviera a sacar el tema, hizo como si nada hubiera ocurrido. Yo la odiaba por ello; al principio me sentí aliviada porque ella me había convencido de que era así como debía estar, que todo había ocurrido por mi bien, pero más tarde supe que aquel nudo en la garganta no era más que odio. Un odio puro e inocente que me distanciaba cada vez más de ella y que no me permitió querer a mi madre de la manera en que se suponía que debía quererla. Tal vez fuera hora de abrir viejas heridas y cerrar otras. El resto de los años hasta el presente transcurrieron del mismo modo en que se mueven las nubes en el cielo. Haciendo claros y sombras sin que apenas me diera cuenta. Fui a la universidad y mi novio, mi único novio, me duró toda la licenciatura; con él intenté enterrar cualquier pasado tenebroso. Era un chico bueno y algo palurdo que me trataba bien, pero yo a él lo traté fatal y le hice daño, pobre, no se lo merecía, pero su dolor justificaba de alguna manera el que yo sentía por causa distinta. Así que me cepillé a todo el que me apetecía. Afortunadamente, aquellos tíos pensaban con la polla más que con la cabeza, así que tampoco supuso ningún esfuerzo extra. Empecé a verme cada vez menos con mi novio y cuando estábamos juntos le provocaba dolor con mis palabras. Al final, después de cinco años de relación y de carrera, me dejó. Nunca me disculpé. Nunca supo que después de Rocío había sido la primera persona que me había querido sin hacerme daño. Él no se lo merecía, estaba claro, pero yo tampoco lo merecí y, sin embargo, sufrí sobreviviendo a un coste demasiado elevado; si yo pude soportarlo, cualquiera también. Me senté en la mesa de la enorme cocina del molino. Abrí el cuaderno grueso de anillas y pastas azules que solía llevar conmigo para «urgencias» y cogí el bolígrafo: «Querida mamá...» No. Arranqué la hoja y la arrugué hasta hacer una bola que dejé a mi lado para recordar después cuántos intentos me estaba costando. «Hola mamá...» No. Demasiado confiado, mi madre y yo no teníamos tanta confianza. «Mamá, soy tu hija Puri.» ¡Aggg! No. No. Pues claro que era yo, lo vería en el remite antes de abrir el sobre. Tres bolas de papel arrugado me recordaban el número de intentos. Aspiré hondo. Allá iba: Supongo que te estarás preguntando a qué coño viene esta carta y te prometo que desde el mismo momento en que me he puesto a escribirla yo también me lo estoy preguntando, no creas que eres la única. Te confieso que esta es la cuarta vez que empiezo, para que veas que no me está siendo nada fácil, como supongo que para ti tampoco será leerlo. Sé que diga lo que diga, te guste más o menos, vas a leer desde la primera hasta la última palabra porque tu curiosidad puede con cualquier cosa. Ahora mismo estoy en Francia, llevo casi un mes aquí y tú ni siquiera te has enterado. No te culpo. Yo no te he dicho nada. En fin, no estoy aquí por trabajo o por placer. Vine porque necesitaba huir. Huir, sí, has leído bien. Pero siento decepcionarte al descubrirte que soy una cobarde porque he venido tan lejos para intentar enfrentarme a los fantasmas del pasado que se mezclan cada vez más con los del presente y hasta este momento no he sido capaz. He venido aquí

para huir de ti, querida madre. De ti. Sí, tú; mi madre. La que me trajo al mundo; la que me parió. Mamá. ¿Sabes? Llevo mucho tiempo dándole vueltas a la educación que me has inculcado. A los supuestos valores que intentaste transmitirme y que años después tú misma te encargaste de traicionar. Llevo demasiadas horas sin dormir a mis espaldas repasando una y otra vez qué ocurrió, qué pasó para que todo saliera mal, qué hice yo para conseguir sentirme alguien despreciable e incapacitada para cualquier clase de amor. Y nunca obtuve respuesta. No existe mar donde desemboquen los ríos de mis dudas. Yo siempre, en algún momento, allí donde creo que es imposible, allí donde sé con toda seguridad que no tiene nada que ver, apareces tú y de algún modo siento que los desprecios maduros que mutuamente nos hacemos encienden la culpabilidad que tanto enturbia tu mirada y que nunca admitirás. No pretendo que lo hagas ahora; solo pretendo decirte que lo sé. No te enseñaron a ser buena madre e intento no reprochártelo, pero del mismo modo a mí tampoco me enseñaron a ser buena hija y, sin embargo, tú te encargas de recordármelo cada día. Lo intenté, aunque no te lo creas, como supongo que tú algún día lo hiciste. Y con el mismo resultado nos convertimos en una mala madre y en una mala hija. Estoy cansada, ¡agotada!, de sentirme la eterna niña estúpida que no sabe de la vida cada vez que estoy contigo. Harta de intentar demostrarte que, aun siendo a veces lo peor, no sé ser de otra forma y que de alguna manera hasta ahora me ha dado resultados con los que quizá no esté contenta, pero que son míos, con los que lidio cada día y los que me enseñan que podría ser mejor. Sé que siempre quisiste que me casara con un hombre que me tratara bien y con quien tuviera hijos a los que cuidar. Lo siento, mamá, esa no es la vida que yo quiero. Eso no me haría feliz. ¿Sabes una cosa? Creo que no tienes suficientes dedos en las manos como para contar los hombres con los que me he acostado. Y de la misma manera no conoces las potencias elevadas al máximo grado para cuantificar el vacío que he sentido cada vez con las piernas abiertas y con un tío botando sobre mí. ¿Sabes, madre, qué me está pasando? ¿Seré una enferma? ¡Ay!, no hago más que pensar en qué hubiera pasado si no hubieses provocado la expulsión del colegio de Rocío, ¿la recuerdas? Verdad que sí; ¡cómo olvidarla! Todavía algunas noches me empapa el sudor del recuerdo de sus labios sobre los míos y me despierta agitada su voz susurrándome al oído. Dime, madre, ¿qué hubiera pasado de haber luchado por el convencimiento de ser yo misma? Eso es lo que tengo pendiente. Es la asignatura que en 34 años nunca conseguí aprobar y cuyas consecuencias me imposibilitan ahora. Aún recuerdo tu cara de asco llamándome ¡Guarra!; diciéndome que no merecía el perdón de Dios, ese al que le rogabas perdón después de haberme saltado la sangre en varias partes de mi cuerpo con tus propias manos. ¿Sabes lo que pienso? Que volcaste en mí tus frustraciones. Que me castigaste a mí como única manera de autocastigo. Te diste cuenta de que yo tampoco iba a ser lo que tú querías que fuese y lo que quisiste en algún momento ser. Me responsabilizaste a mí del descuido de quedarte embarazada tan joven y estropearte la vida convirtiéndote en una madre abandonada cuyo marido, al que amabas, nunca te supo querer. No confundas mis palabras, mamá, solo quiero que sepas lo que pienso de ti del mismo modo en que tú me informas cada vez que nos vemos de lo que me consideras. Tuve ocasión de equivocarme y me impusiste tu visión antes siquiera de que yo tuviera la mía. Me hiciste sentir sucia como si hubiera permitido que cualquiera hubiera descubierto lo más íntimo de mí. Me hiciste entender que si no hacía lo que me decías jamás obtendría ese perdón sagrado que ahora no entiendo y sé que ya no necesito. Comprendí que estaba resignada a vivir una vida que no me pertenecía y que no había elegido. No llores, mamá, porque tu hija no te culpa. Solo comprende del mismo modo en que lo he hecho yo, que no sé quererte de una manera mejor a esta y que por mucho que te empeñes, a tu forma, claro, no estoy segura de que quisiera hacerlo. Pura. PD. Cometiste un gran error al elegir este nombre para mí.

PINOT NOIR —Lo cierto es que no se me ocurre qué te pudo decir aquella chica para que ahora te sientas tan triste. —No lo entiendes, mamá. No se trata de lo que me dijo, sino de que traicioné su confianza. —Hija, tú no conocías de absolutamente nada a esa muchacha, ¿por qué darle tanta importancia a un absurdo malentendido de idiomas? Sabía de sobra que mi madre hacía aquella pregunta sin esperar respuesta a cambio. En cierto modo intentaba facilitarme la solución, para algo era mi madre. Cuando quise darme cuenta ya me había dejado sola pensando de nuevo en Pura. ¡Ay, Pura, Pura! ¿Qué me obliga a pensar tanto en ti? Hasta aquel momento nunca me había sentido en deuda con nadie. Ella era una desconocida; el misterio rodeaba cada cosa que hacía, solo sabía su nombre, solo dónde vivía... Sin quererlo, o al menos sin saberlo, me habló desde el corazón y yo me aproveché mientras una mujer en un mar de dudas se arriesgaba a contar algo que seguramente ni ella misma quería oír. Entre remordimientos, Pura, Pura y Pura. Tenía que intentarlo de nuevo. Debía hablar con ella. Quería que supiera que yo no era así, que había conocido a la Lorraine equivocada. El molino estaba cerrado a cal y canto. No parecía que allí hubiese nadie. Hasta donde llegaba mi mirada no había rastro del coche, ni de luces encendidas. ¡Dios mío, Pura se había marchado! Y estaba convencida de que, de alguna manera, yo había tenido algo que ver con aquella precipitada salida. Por primera vez en mi vida sentí algo muy parecido a la desesperación. Necesitaba ver a Pura. Quería explicarle, hablarle y posiblemente ya no volvería a verla jamás. Los dueños de la casa tenían que saber dónde vivía en España. La vería allí. Sí, me sentía algo más tranquila, pero ¿y si no conocían su dirección? ¿Y si vivíamos demasiado lejos? ¿Y si no querían dármela? No, no, aquellos señores me conocían desde que yo era muy pequeña y recuerdo que en los veranos su hija Carla y yo solíamos jugar juntas. Sentía un gran vacío. Era como si tuviera la certeza de que ya nunca más podría hacer algo que desease con toda la fuerza que pudiera albergar en mi cuerpo. El perdón de Pura se esfumó como el humo de chimenea en un día lluvioso. Era una necesidad imparable que crecía dentro de mí como el deseo entre dos novios en su primer encuentro más íntimo. Pura absorbía mis pensamientos; por la noche, al dormir; por la mañana, al despertar; en la ducha; en la comida... Siempre Pura, Pura y Pura. Sus ojos tristes y algo asustados mirándome por primera vez; sus labios acariciando la copa llena de agua en la terraza; sus movimientos ingrávidos en el agua...; su mirada de asombro al descubrirme en casa de mi madre; su dolor al marcharse. Empezaba a anochecer, volví a mirar hacia la ventana por la que aquel día sacó medio cuerpo para llamarme con la esperanza de volver a verla y descubrí una luz muy tenue que temblaba como si fuera la llama de una vela. Salí corriendo hacia la verja. Empecé a golpearla y a gritar su nombre. Con un poco de suerte conseguiría que me oyera. Pura, por favor, asómate a la ventana; por Dios, escucha lo que tengo que decirte. Pura, ¡Pura! Permíteme que te explique. Pura. ¡Ay, Pura! Necesito que me escuches, que vuelvas a mirarme, te... No pude seguir chillando, solo me quedaba un hilo de voz.

En ese momento se encendió la luz de la habitación. Era ella. Pura se había asomado a la ventana y lo que llegué a ver era que una manta oscura le tapaba los hombros. Tenía la mano cerrada en un puño sobre los labios y me miraba desde su altura como si no quisiera que fuese cierto. Pero yo estaba allí y le rogaba que bajase y me abriera la puerta. Sentía que la cabeza me iba a estallar. Pura, baja de una vez, tengo que explicarte, tienes que escucharme. Tenía tan apretados los dientes que me dolían las mandíbulas, era la oración que en mi vida había rezado con más fe. Tenía ganas de llorar. Me dolía la garganta de gritar y las manos estaban engarrotadas a los hierros de la verja. Escondí mi cara entre los brazos y apoyé la frente contra el frío férreo. Pura había bajado. Sentí su presencia; estaba al otro lado de la puerta, mirándome gimotear en silencio. Me esperaba, estaba esperándome a mí. Cogió mis manos entre las suyas y noté sus palmas calientes sobre mis dedos. Su contacto me calmó. De haber estado enamorada hubiese dicho que el tiempo se había parado en aquel momento, aunque tan difícil era de explicar el sentimiento que me llevaba hasta ella que simplemente podía decir que por un instante no fui consciente de su paso irrefutable. Subí la mirada y me encontré con sus ojos; un flash de Pura en el agua me cogió por sorpresa: desnuda, acariciándose como en el fondo deseaba que me acariciase a mí, con la boca menuda entreabierta conteniendo un gemido. Pura haciéndose el amor como me lo haría a mí. Mi boca unida a la suya. Pura en el agua. Yo espiándola. Humedeciéndome con la humedad de la piscina. Aquella imagen me martirizaba, no debí haberla visto jamás. Me agarré aún más fuerte a la verja mientras aquel pensamiento me abandonaba tras haberme zarandeado. —Por favor, Pura, necesito hablarte. —Y creo... que yo necesito escucharte... Separó mis dedos de los barrotes y abrió la puerta. Sus ojos estaban hinchados y enrojecidos. Había estado llorando. Su nariz estaba dilatada y sus labios secos. —Lo siento, Pura, ojalá no hubiera ocurrido nada de esto. No imaginas lo mal que lo estoy pasando... Necesito que me creas... Cogió mi cara entre sus manos y el gesto duro se suavizó hasta una leve sonrisa que me hizo comprender que ya poco importaba. Sentí que las piernas me flaqueaban; que me mareaba. Sentí lo que había intentado evitar. Me abrazó y su respiración golpeó mi cuello. Cerré los ojos al descubrir el olor de su cuerpo. Eché la cabeza hacia atrás y casi inconscientemente busqué su boca. Su aliento era cálido en el «vacío» de mis labios. No vi el gesto de su cara pero sí noté que al principio su espalda se tensó para después relajarse y acoplarse más a mi cuerpo. Era la primera vez que besaba a una mujer; en realidad era la primera vez en mucho tiempo que besaba a alguien y no recordaba que podía llegar a ser tan placentero. Sus labios eran suaves y acariciaban los míos con mesura, lentamente, como si desafiaran el paso del tiempo. Sus brazos rodearon mi nuca y me apretaron levemente hacia al abismo de su boca. Me sentía embriagada por tal eclosión de sensaciones. Sus labios buscaban los míos como si llevasen años esperándolos; como si estuviesen hechos únicamente para besarme a mí. Sentí el cansancio de su cuerpo contra el mío; el ritmo entrecortado de su respiración contra mi pecho; su cadera encajada en la mía, imprimiendo su firmeza a mis piernas. Mi boca respondía a la suya como si la conociera desde hacía tiempo. Mi cuerpo no extrañó reconocerse en su igual como si cada noche se reuniera con él para amarse bajo la luz de la luna. El aliento que golpeaba mi cuello erizaba cada vello de mi piel recordándome el camino que seguía su boca, los lugares que acariciaban sus manos temblorosas. No sé muy bien

cómo, pero de alguna manera me encontré recostada en el sofá arrancándole la camiseta de algodón que llevaba puesta. Quería que se tumbara sobre mí. Que su cuerpo entrase en completo contacto con el mío. Deseaba que su piel abrigase la mía como un abrigo en invierno. Necesitaba encajarme entre sus piernas para sentirla dentro de mí. Hondo. Muy hondo.

MUSCAT Lorraine había venido a buscarme. Ella permitió que pasase. Nadie fue culpable. No pretendí que ocurriese, pero sentí el impulso de abrazarla, de sentirla tan cerca. Había caído la tarde y la luna comenzaba su jornada laboral cuando escuché una voz que me llamaba desde fuera. Alguna parte de mí estaba completamente convencida de que vendría a buscarme, ¡no, si al final iba a convertirme en una mujer irresistible y todo! ¿Qué podía esperar de una extraña? Claro que podía ser teatro, lo suyo podía ser puro teatro... Normalmente prefería pensar mal de la gente porque era más fácil acertar, pero por alguna extraña razón le di un voto de confianza a Lorraine, y no me equivoqué. Empezaba a ablandarme y era demasiado peligroso. Total, que me asomé a la ventana y allí estaba, gritando mi nombre como si bebiera los vientos por mí. Con la cara enrojecida por el esfuerzo o tal vez por la impotencia de no poder abrir la verja. Decidí hacerme esperar. Al fin y al cabo tampoco estaba tan mal que sufriera un poquito; se lo merecía; ella me había hecho sufrir a mí. Aunque me costaba horrores porque me moría de ganas por bajar y estar cerca de ella. Deseaba escuchar lo que tenía que decirme, la curiosidad era de las muchas cosas que había heredado de mi madre, quería oír su voz en castellano de nuevo y ver su cara. Verla otra vez, sus gestos. No pensé antes de hacerlo. No quise saber las consecuencias que sucederían a nuestro encuentro. Llevaba toda la vida pensando qué ocurriría si..., qué pasaría si me sentía capaz de... Año tras año sin hacer muchísimas cosas que deseaba hacer por miedo a qué vendría después. En aquel momento comprendí que no podía dejar pasar aquella oportunidad; pasase lo que pasase, Lorraine me había ayudado a comprender grandes lagunas que había preferido rodear en lugar de cruzar para evitar ahogarme. Había sido mi chaleco salvavidas y, antes que nadie, merecía saber todo cuanto había provocado en mí. Quizá fui culpable; quizá forcé de alguna manera que todo aquello ocurriese; quizá, solo quizá. Seguramente si ella no me hubiese besado, yo no hubiese sido capaz de continuar. Pero, ¡bendita era!, ¡me besó! Su boca encajó entre mis labios tensándome todo el cuerpo como una cuerda de guitarra al ser afinada. Sus brazos, rodeándome la espalda, eran la clavija que me subía de tono. «Te he estado esperando», quise decirle; que supiera que soñaba con ella; que se había convertido en mi único pensamiento. La amé tanto en aquel instante que de nuevo tuve necesidad de huir, pero sus brazos me agarraban con firmeza y no me dieron tiempo a vacilar. Supe que aquel era el momento; también a él le estaba esperando, a «El Momento» en el que pudiera librarme de la mierda, de las incoherencias, de las contradicciones; en el que pudiera enfrentarme a la Pura que, en mi comportamiento bipolar, había estado luchando para salir a la superficie. La que hacía lo que deseaba hacer y no lo que los demás le decían que debía hacer. La que me había molestado tanto en ocultar. Esa Pura que se convertía en mí misma. Esa Pura que era yo. Pura, la más impura de todas. Besé sus labios, aferré su cuerpo contra el mío. ¡Dios!, no estaba segura de poder controlarme y aguantar lo que tuviera que aguantar dentro de mí hasta el momento preciso. Solo la había abrazado, había sentido sus pechos redondos contra los míos, solo había encajado mi cadera en la suya... Solo era Lorraine, solo ella podía humedecer mis rincones más oscuros. Entramos en la casa a trompicones, patosas como si no supiésemos andar al mismo tiempo

que nos besábamos y tocábamos. Me tiró sobre el sillón y afortunadamente calculó bien porque aquella loba podía haberme desnucado... ¡Mmmm! Todo el peso de su cuerpo contra el mío... ¡qué rico! Ya no recordaba lo que se sentía al entrar en contacto con una mujer a la que pensaba amar hasta quedarme sin fuerzas, sin respiración, hasta quedarme exhausta. No estaba dispuesta a dejar un solo poro de su piel sin besar, sin lamer, sin acariciar. Pensaba comérmela entera, enterita y experimentar lo que significaba disfrutar de un buen «brioche francés». Comiendo y siendo comida. Aspiré profundamente mientras nuestras piernas se enredaban. Las sentí mucho más largas de lo que ya me parecieron en un principio y las apreté con fuerza entre las mías. Me arrancó la camiseta y apenas me dio tiempo a buscar su boca cuando sus manos encontraban en mi espalda el broche del sujetador. Era una mujer, claro, pero no tenía la más mínima idea de desabrochar un sostén ajeno y me hizo reír. Estaba impaciente, lo intentó y no pudo; besaba mi boca con hambre mientras forcejeaba con aquel básico de algodón gris. No lo consiguió y terminó sacándomelo por la cabeza. Nos reímos nerviosas, caímos en la cuenta de que éramos auténticas inexpertas en desnudarnos, en evitar los obstáculos por duplicado de nuestros cuerpos; el para y arranca; el suave, lento; el fuerte, rápido... ¡Era tan placentero! ¡Taaaaaaaan placentero!, que poco importaba nuestro desconocimiento. De repente recordé, ¡era como montar en bicicleta!, después de tantos años creía haberlo olvidado, pero una ráfaga vino a mi pensamiento y me vi besando a Rocío que me sonreía y me tranquilizaba. Miré a Lorraine y su sonrisa me hizo comprender que debía continuar. Me senté en el sofá impulsada por una fuerza extrañamente conocida; deslicé mis manos bajo su camiseta y le desabroché el sujetador. Desnudé su cuerpo con suavidad, descubriendo la belleza de cada rincón de su piel levemente morena. Sus pechos eran firmes y generosos. Lorraine se balanceaba sobre mí lentamente mientras el interior de nuestros muslos se rozaban casi con vergüenza. Arqueaba su espalda ofreciéndome sus pezones endurecidos por el frío de la habitación y la humedad de mi lengua bajando por su garganta. ¡Madre mía! Si alguna de las «Sores» del colegio me hubiese dicho en aquel momento que aquello no estaba bendecido por Dios, me hubiera echado a reír, porque Lorraine, su cuerpo, su respiración entrecortada y cada vez más profunda eran precisamente... ¡¡¡Una Bendición del Cielo!!!

SYRAH Sentía a Pura nerviosa bajo mi cuerpo. Su mirada ocultaba un sentimiento de culpabilidad entremezclado con un deseo que me devoraba. Para mí era algo completamente nuevo y desconocido y no sabía si para ella también, aunque no podía ser demasiado difícil. Conocía su cuerpo como si fuese el mío, los rincones más ocultos... Dónde encontrar ternura, dónde miedo y dónde locura. Sabía buscar su placer; sabía utilizar mis manos; sabía utilizar mi boca. De repente, una imagen en el agua me embargó revelándome detalles de su cuerpo que aún no había descubierto. Sentí que me humedecía más cuando encajó su boca en mis pechos, cuando los acarició con la palma de sus manos, con la yema de sus dedos. Cuando su lengua forcejeó tiernamente con mi pezón erecto y rodeó con sus brazos mi espalda para empujarme contra ella. Nos movíamos con el vaivén de las olas en el mar, yo sobre ella, ella debajo de mí. Acaricié su pelo y hundí mi nariz en él; olía a fruta fresca, su cabello era abundante y liso. Apreté su cabeza contra mi pecho y sentí su aliento erizándome la piel. Nuestros cuerpos desnudos se encontraron y encajaron cubriéndose mutuamente el uno al otro mientras nuestras bocas volvían a descubrirse. No estaba segura de si para Pura aquella era la primera vez, pero lo cierto era que, tras su sentimiento de culpa, manejaba mi cuerpo con una seguridad rotunda que me excitaba aún más. Casi no percibí su mano acariciando mi sexo ante el abismo de sus besos húmedos en mi oreja. Di un respingo al saber que ya había llegado hasta allí, preparada para recibir mi consentimiento. Cogí su mano y la empujé dentro de mí, fue como si una corriente me recorriese de los pies a la cabeza. Movía sus dedos algo temblorosos entre mis piernas, la rodeé con mis brazos y bailé sobre ella. Mi cadera se movía despacio sobre su cuerpo y su mano descubría los rincones de placer más ocultos. La abracé con fuerza al sentir que nos movíamos cada vez con más rapidez y habilidad, encajé mi cara en su cuello mientras mis manos se quedaban blancas de tanto apretar su espalda, ¡no quería que aquel momento terminase nunca! Quería sentir a Pura dentro de mí para siempre, no podía separarme de ella; necesitaba comerla, acariciarla, chuparla... como ella lo había hecho. Pura, esa vez sí, Pura, mi Pura.

GARNACHA BLANCA Nos caímos al suelo, empujadas por la intensidad que Lorraine no pudo controlar y arrastrándome a mí con ella. Nos echamos a reír, no sentimos dolor. Mi linda francesita era sigilosa como una gata, respiraba con fuerza y alguna vez se le escapaba algún gritito que me ponía aún más cachonda. Sobre la alfombra de lana, me quitó los pantalones y aquella vez no tuvo problemas para arrancarme las bragas de cuello vuelto que me había puesto aquella mañana después de ducharme. ¡Dios! ¿Me había depilado? ¡Joder! Podría haberme avisado de que me follaría por la tarde, al menos me hubiera adecentado un poco. Yo solo quería dormir y que pasase el día, no estaba física o, mejor dicho, estéticamente preparada para que me lo comieran todo. En realidad tampoco tenía las piernas de un oso, pero el vello comenzaba a despuntar en los lugares más antiestéticos. ¡Qué vergüenza! Si algo había heredado de mi madre era un frondoso, vaya, frondosísimo pubis que ni siquiera me había molestado en acondicionar. ¡Vamos que esperaba que Lorraine no se ahogase con los pelos de mi coño porque no podría haber soportado el horrible cargo de conciencia! Mmmm... su lengua se adentró entre mis muslos y yo le abrí las piernas del mismo modo en que le abrí mi corazón, de par en par. Lorraine me ponía... caliente, demasiado... mmm... caliente. Su piel era suave y tenía un ligero olor dulce. Si alguien me hubiese dicho horas antes que iba a estar sobre una alfombra de lana virgen que pinchaba como una condenada haciendo el amor con una mujer, le hubiera soltado una carcajada en su linda cara. Era como si de repente todos los años de mi vida pasasen por mi mente uno tras otro recordándome lo gilipollas que había sido. Lorraine era impresionante; podía haberme corrido simplemente con su contacto, pero ella sabía dirigir la intensidad de mi placer allí donde le interesaba. Se había fijado en mí. Ella se había fijado en mí. ¡Debía de estar loca! Yo no podía más que estropearle la vida, eso me había dedicado a hacer con la mía desde hacía años. La sentía a mi lado respirando profundamente debajo de las sábanas, con la melena enmarañada en la cara. La sentía tan cerca de mí, en la misma cama en la que llevaba durmiendo casi un mes... Podía sentirla, ¡qué sensación más extraña! Deseo, ternura, necesidad... Tenía miedo, ¿para qué serviría todo aquello? Solo para sufrir si desaparecía. ¿Adónde nos llevaría? Solo a mostrar mi vulnerabilidad por sentirme durante un momento la persona más importante para alguien. Solo un instante efímero. Solo para sentir que caducaba de inmediato. Sentir, sentir para que pudieran hacerme daño. Pura no necesitaba eso. Debería arrancarle la piel a aquella medio francesita a bocados y no dejarme ni un rincón de su cuerpo. ¡Ay, Pura!, deberías disfrutar de su gozo y del tuyo. Dejar de pensar que lo estás haciendo mal porque ya no tienes quince años para tratar de ser mejor. Debes amar y dejarte amar, al menos durante esta noche. ¡Ay, Pura! Quizá no te vuelva a ocurrir algo así nunca.

MOURVÉDRE Me despertaron unos besos húmedos en la nuca. Era Pura que, con su boca abierta y su lengua firme, saboreaba mi piel. ¡Mmmm! Me gustaba aquella sensación de sus labios suaves; a un tempo. Adoraba entrelazar nuestras piernas, encajar nuestras caderas y permanecer así cuanto quisiéramos. Empezaba lento, al mismo ritmo las dos; yo entregaba y ella recibía con la respiración entrecortada mientras me transmitía con su vaivén el cosquilleo creciente dentro de su cuerpo. Me gustaba su vientre ligeramente abultado, me enloquecía acariciar sus pechos con mis manos. Su cuello parecía frágil bajo mis labios, su boca trémula en mis rincones abandonados. ¡Pura, ay, Pura! ¿Por qué no nos conocimos antes? Supongo que tras la caída del sofá, el revolcón en la alfombra y el tonteo incesante, en algún momento debimos de subir a la habitación. Pura tenía más fuerza que yo, y manejaba mi cuerpo con una destreza que parecía nostálgica. Era como si ya antes hubiera besado aquellos lugares que ahora volvía a besar. Supongo que hubiera dado cualquier cosa por averiguar qué pensaba aquella cabeza mientras se hundía entre mis piernas. Parecía disfrutar y sufrir a un mismo tiempo. Al fin logré comprender por qué no había podido apartar mi mirada de ella cuando la vi en la piscina. Desde aquel momento, un irreprimible deseo comenzó a crecer en mi interior. Era un deseo por sentirla dentro de mí, como en aquel momento la estaba sintiendo. Ponía cara de concentración con cierta mezcla de ternura y tozudez que me hacía sonreír. Pura estaba linda con el ceño medio fruncido y mordiéndose el labio mientras empujaba con su cadera hacia mí y arqueaba su espalda para besar mi cuerpo. Me hubiese encantado saber en qué pensaba...

PINOT BLANC ¡Jo-der! Nunca pensé que se pudieran tener tantos orgasmos en una misma tarde. Ya había perdido la cuenta, debíamos de haber superado el Guiness. ¡¡Mmmmm!! Es que semejante cuerpo estaba para chuparlo hasta desgastarlo y Lorraine, que parecía no cansarse nunca, se movía con tal agilidad sobre mí, bajo mi cuerpo y entre mis muslos, que después me iba a costar levantarme. Seguro que permanecería convaleciente en cama durante unos días. «Baja por Dislocación Sexual.» Sin duda fue el Gran..., mejor dicho, «Los Grandes Polvos de mi Vida.» Nos quedamos dormidas, bueno, ella volvió a quedarse dormida, ¡menos mal que parecía un bebé durmiendo y no roncaba! Le eché un brazo por encima del pecho, me tumbé boca abajo y empecé a soñar. Tal vez fuese un estado de cierta inconsciencia, ni siquiera un verdadero sueño: había vuelto al colegio, aunque lo veía distinto, como si en mis sueños hubiera transcurrido el tiempo y los pupitres se hubieran sustituido por otros más actuales y el uniforme se hubiera modernizado con el paso de los años. Era la hora del recreo y, como siempre, fui hasta los vestuarios donde se suponía que debía encontrarme con Rocío, al menos era lo que siempre había ocurrido, y me metí en el baño para esperarla, pero Rocío no apareció. Sentí que me consumía como lo hacían aquellos cigarrillos que nos fumábamos a escondidas en el baño intentando disimular lo que realmente hacíamos. Me resultaba muy extraño observarme desde fuera. Se me veía realmente inquieta, realmente ansiosa por que llegara Rocío, ella le daba sentido a cuanto hacía o podía hacer; a cuanto esperaba o podía esperar. Y Rocío no aparecía, y yo me consumía aún más en mi desesperación. Parecía como si fuera a cumplirse la profecía de nuestro desencuentro, como si aquella espera fuese el inicio de nuestra separación. Sentía que todo a mi alrededor empequeñecía lentamente. Era angustioso, me consumía en un cuerpo de gigante que no encajaba en ningún lugar de aquel baño. Era algo parecido a estar sentada en un pupitre de preescolar; tú, con tus piernas largas, con tu gran culo y las fieles cartucheras que no se van de ti aunque les pagues otro cuerpo. Tú, con tu voluminosa presencia intentando encajar tus lindas posaderas en una silla destinada a niños de dos años. Tú, tan grande en un lugar tan pequeño. Sintiendo claustrofobia en tu propia piel, deseando salir de no sabes bien qué. Esperando con ansia lo que no parece llegar nunca y sintiéndote incapaz de hacer algo más que esperar. Como si en ese momento no pudieras decidir si salir o seguir perdiendo el tiempo; como si algo te impidiera continuar con tu vida. Rocío no aparecía; Rocío ya no quería verme más. Me estaba haciendo pagar por todo aquello que hice cuando éramos unas niñas: mentir sobre ella y también sobre nosotras. De alguna manera se había enterado en todos aquellos años de cómo la hice culpable de un delito que ninguna de las dos cometimos. Había sacado su imagen a la palestra y había permitido que la insultasen, que la escupiesen, que la humillasen... Iniciando yo misma aquel vapuleo público para dejar bien claro que no tenía nada que ver con ella y con su asqueroso comportamiento. Parecía como si mi vida estuviese contenida en aquel sueño, un repaso de tantos años en el que condenadamente lo único que hacía era esperar y esperar. ¿Acaso tenía algo que ver con lo que en realidad hacía? Si el paralelismo entre lo onírico y lo real era cierto, a mis treinta y

tantos estaba empezando a entender lo que realmente significaba mi vida. Las piezas encajaban casi automáticamente, una cosa había dado lugar a la otra con el paso de los años y las siguientes siempre venían porque antes había ocurrido algo que las había provocado. De modo que allí estaba yo, soñando o al menos intentando soñar con Rocío, mi Rocío, que me había dejado esperando sin ningún tipo de compasión. Ella no aparecía. No estaba y quise gritar su nombre, pero mi garganta se había quedado sin voz; quise meterme en la taza del váter y tirar de la cadena, colarme por las tuberías entre un montón de mierda y agua sucia. Quise desaparecer porque no quería seguir esperando y no sabía hacer otra* cosa. Entonces alguien dio con los nudillos en la puerta del baño y ese alguien susurró mi nombre. No era Rocío, estaba segura, pero alguien me estaba buscando. Me eché hacia un lado y la puerta se abrió. Era Lorraine, vestida de uniforme. Con unas piernas largas tapadas hasta la rodilla por unos calcetines blancos; con una falda corta de tablas y cuadros azul marino y verdes; con un polo de manga corta color vainilla que transparentaba la ropa interior que cubría sus pechos turgentes. Era Lorraine, que había viajado a través del tiempo para colarse en mis sueños de colegio. Me habló en francés mientras arrastraba las palabras entre sus labios; se acercó a mí con una mirada tan penetrante que casi pude notar cómo me agujereaba las entrañas y lo que caía más abajo. Ella, que se abalanzó sobre mí haciéndome chocar contra la pared; sacándome el polo de la falda y desabrochándome el sujetador con una maestría como si en la vida no hiciera más que eso. No me dio tiempo a hablar, tapó mi boca con sus labios y llenó el hueco con su lengua cálida y escurridiza. Sentía sus manos por mi espalda, sentía su rodilla separando mis piernas mientras sus caderas empujaban las mías. Su boca se deslizaba por mi cuerpo hasta el ombligo para volver a subir y atrapar uno de mis pechos. Poco a poco, según me lamía, fui saliendo de la confusión de aquel sueño. Su lengua era como un látigo de realidad que me hacía comprender que Rocío no volvería jamás y que ella, Lorraine, a partir de aquel momento se convertiría en la mujer que tantos años llevaba anhelando. Perdí el equilibrio, tuve que atravesar mis manos entre aquellas estrechas paredes para no caerme mientras Lorraine me lo comía todo, absolutamente todo. Pero perdí las fuerzas, las piernas me temblaron y... Me desperté en la cama. Húmeda como si acabara de romper aguas. Lorraine a mi lado, durmiendo con un leve susurro por respiración. Tan bonita... Desnuda entre las sábanas y tan desconocida como la primera vez. El corazón me latía con fuerza, sentía su latido en mi garganta, en mi cabeza; necesitaba salir de allí; echar a correr hacia algún lugar. Me dolía todo el cuerpo de tanto follar... Tenía que alejarme de Lorraine, no estaba dispuesta a permitir que con un simple polvo me hiciera sentir todo cuanto no había sentido en la vida. No quería engancharme, no quería quererla, no quería que me quisiera. Me levanté tan rápido como pude y me puse la ropa. Salí corriendo de la casa intentando no hacer ruido. Abrí la verja y salí fuera. Respiré hondo y eché a correr. Corrí y corrí hasta encontrar el lugar que tal vez pudiera darme sosiego. La pequeña iglesia del pueblo. *** Apenas recordaba lo que se debía hacer al entrar en la Casa de Dios. Me sentía incómoda en un lugar tan silencioso y lleno de secretos; de las confidencias de los fieles que iban a quitarse de encima las pesadas losas que llevaban sobre sus espaldas. Las paredes parecían encaladas y el techo ligeramente abovedado con traviesas de madera. Había pequeñas y

estrechas vidrieras de colores y hermosas escenas de santos en los cristales cromáticos que debían filtrar la luz de la mañana de una manera espectacular. Ya había empezado a anochecer y me sorprendió que a aquellas horas, alrededor de las nueve y media de la noche, la iglesia estuviera abierta y casi vacía. Recorrí el pasillo que se abría entre las filas de bancos. Me senté cerca del altar en aquella madera fría. Pensé que, cuanto más me acercara, con más claridad escucharía «mi señor» mis palabras. El altar era pequeño y medio redondo. Había una imagen de la cruz con Cristo crucificado, y en algún momento llegué a temer por mi vida, no fuera a caerse sobre mí a modo de castigo. Había una gran mesa de mármol con flores donde suponía que su representante terrenal dejaba la copa con el vino y el cacharro de las hostias. La imagen no podía ser más desoladora, simplemente la media luz me hacía sentir tristeza. Y encima me picaba el chirri, había olvidado ponerme las bragas y las costuras del pantalón me estaban rozando por todos lados. Seguramente estuvieran colgando de alguna lámpara clásica del año de la tana o de algún radiador de hierro. Intenté sentarme en aquel horrible banco al que le veía cierto aire siniestro ya que la madera era igualita a la de los ataúdes; era como si todo en aquella iglesia me recordara a la muerte, al descanso eterno, ¿al comienzo de la nueva vida? Allí estaba, con las piernas ligeramente abiertas para evitar que me desollasen las costuras, con las manos algo temblorosas sobre las rodillas y mirando fijamente aquella imagen que se elevaba ante mí. Teniendo en cuenta su sufrimiento, me sentía estúpida. Era como si fuera a hablarle de uñas rotas a un manco. Pero cada palo debía aguantar su vela y tenía muy claro que no había ido allí a apiadarme de nadie, sino a que se apiadasen de mí. ¿Cómo se suponía que debía empezar? ¿Por quién debería preguntar? ¿Tenía que presentarme o me reconocería? ¿A pesar de estar en Francia entendería que le hablase en castellano?... ¡¡¡Qué gilipolleces!!! Empezaría por el «Padre Nuestro». Padre Nuestro que estás en el... en los... Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros... danos hoy nuestro pan de cada día... y perdónanos como también nosotros perdonamos. No nos dejes caer en la tentación, aunque si lo consigues realmente será un milagro, y líbra-Me del mal. Amén. Ya había establecido contacto, solo quedaba esperar a que «el Ísimo» me contestase. Podía parecer una tontería, pero ya me sentía más tranquila. Hubo un momento en que me pareció oler a chamusquina y pensé que podría ser mi piel que se desintegraba como lo haría el mismísimo diablo en casa de dios. Seguro que si tocaba el agua bendita comenzaría a hervir. En fin, que aquel olor, que por suerte no era mío, venía de una vela recién encendida y depositada en el altar a los pies de aquella figura por una señora mayor. Olía a mecha quemada. Olía a cirio. Aquella mujer musitó unas palabras y se marchó dejándome completamente sola en aquella iglesia. No sabía qué hacía allí. Aun a riesgo de parecer una loca empecé a hablar sola. A hablar con Él, que supuestamente me escuchaba. Sentía vergüenza de mí misma o, más bien, pena. Por estar allí. Por estar sola. Por sentirme asquerosa. Por haber recurrido a lo que había intentado evitar siempre. Por no haber encontrado las bragas, [joder! Por odiar a mi madre. Por huir de Lorraine... Por intentar sobrevivir de una manera mediocre. Por no ser capaz de enfrentarme a mí misma, a mis propios miedos. Joder, jo-der... Cuando quise darme cuenta estaba gimoteando, haciendo pucheros y aguantándome las lágrimas. ¿Por qué coño tenía que ser así? ¡¡Dímelo Tú, que todo lo sabes!! Le grité a aquella imagen que se mostraba impertérrita ante mí. ¡¡Es mentira que ayudes a la gente!! ¡¡Mentira que eres justo!! ¡¡Todo

pura mierda!! ¿Me oyes? ¿¿Eh, me oyes?? ¡¡Maldito Tú y todo lo que haces creer a la gente!! ¡¡Mal-di-ta yo!! Rompí a llorar como nunca lo había hecho. Un cura con sotana se acercó a mí con paso rápido, supongo que por el escándalo que estaba montando. Me habló en francés y, como era de esperar, yo no entendí ni papa de lo que me decía. Lloraba. Solo lloraba. Era lo único que podía hacer. Y debí de estar así mucho tiempo. El hombre con sotana se sentó a mi lado y continuó hablándome lo que le salió de debajo del hábito con el ceño fruncido supongo que de preocupación, de intranquilidad. Era un hombre mayor con poco pelo que se volvía plateado sobre las orejas y en la coronilla. Tenía la nariz muy grande, tanto que cuando se acercaba a mí me rozaba sobradamente antes que cualquier otra parte de su cuerpo. El continuaba hablándome a pesar de que yo no le hiciera ni caso; yo seguía llorando a pesar de que él no me prestara la atención que necesitaba. Lo único que quería era que me abrazasen. Me valía cualquier persona, incluso un cura franchute. Necesitaba sentir el calor de otro cuerpo que me calase dentro y no hicieran falta palabras que pudiera o no comprender para saber que intentaba tranquilizarme. Los dolores del alma se calmaban con lágrimas. Estaba arrepentida de todo, arrepentida de sentirme así. No hacía más que pensar en Lorraine y cuanto más lo hacía, cuanto más pensaba en lo que habíamos hecho, más sucia me sentía. Casi podía decir que me daba asco. Pero no ella, me daba asco yo misma, que había lamido cada parte de su cuerpo sin sentir el más mínimo desprecio; yo, que había bebido de su cuerpo y no había sentido la más mínima vacilación. No podía comprender cómo había sido capaz de entrar dentro de ella, disfrutar de cada uno de sus rincones sin tener la más mínima duda y gozar como una auténtica perra. No podía hacer otra cosa más que llorar. Iban a hacerme falta muchas lágrimas para poder limpiar mi alma podrida y seguro que a aquellas horas no iba a poder encontrar ninguna tienda de lágrimas abierta para poder compararlas. Tenía la cara y el cuello empapaditos, como si los acabara de meter dentro de un cubo de agua. Las mangas del jersey ya no absorbían más, y los lagrimones seguían resbalando uno detrás de otro. Desconocía cuánto tiempo podría aguantar mi cuerpo algo así. El cura que, a pesar de no entenderle, cada vez me resultaba más simpático, se levantó e intercambió con alguien a mi espalda unas palabras a media voz y se marchó. —Mon chérie, Pura... —dijo esa voz, y sentí que se prolongaba en brazos para protegerme de aquel llanto descontrolado. Era la señora Toulouse, la madre de Lorraine. Vamos, mi suegra en funciones, al menos así lo había sido durante el tiempo en que su hija y yo habíamos estado follando. ¡Maldita boca!... Era Fátima. Nadie, absolutamente nadie podía imaginar lo que sentí cuando se acercó y me abrazó de aquella manera. Cuando sus brazos me rodearon para protegerme y su cuerpo se pegó completamente al mío. Sentía su respiración honda y tranquila contra mi corazón acelerado y rítmicamente interrumpido. —Ssshhh, mi niña... llora lo que necesites —susurró mientras acariciaba el pelo de mi cabeza hundida en su pecho. Me resulta muy difícil describir aquella situación. ¿Alguna vez han permitido que un extraño les abrazase? Y cuando digo extraño no me refiero al primero o primera que pase por la calle, sino a un extraño-conocido. Es decir, alguien a quien conoces porque lo ves a menudo, quizá con quien hablas frecuentemente, pero de quien no sabes prácticamente nada. Fátima era mi extraña-conocida, de la que sabía poco más que su doble nacionalidad, sus raíces manchegas, su buen gusto por el vino y a su hija y... ¡vaya!, a su hija la conocía a fondo, muy, muy a fondo... pero, aun así, no eran suficientes datos. Me protegía de mí misma con su

abrazo y me tranquilizaba con sus palabras a media voz. Continuaba acariciándome el pelo y me balanceaba ligeramente como se balancea a un bebé para dormirlo. Fátima se había convertido en una madre improvisada, en la madre que siempre quise tener. Pensé en mamá. Era cuanto le pedía, sentirme protegida sin miedo a su rechazo ni a su juicio; sentirla cerca de mí sin temor a sus preguntas. Necesitaba su amor y su silencio... solo eso.

PETIT VERDOT Me desperté con la dulce sensación de que se me había acabado el sueño. Pura no estaba a mi lado. Me incorporé confusa sin saber bien qué estaba ocurriendo. Podría estar en cualquier parte de la casa haciendo cualquier cosa, podría haber sido todo un sueño o podría haberse largado ya a España. No sabía qué podía esperar de Pura. Vi la ropa por el suelo revuelta, lo que me indicaba que no había sido un sueño. Aunque, si me fijaba bien, únicamente estaba mi ropa, ¿y la de Pura? Mon Dieu!! ¡Lo había soñado todo! ¡No, no! Miré a mi alrededor desconcertada y encontré una braguitas que no eran mías colgando de la lámpara de pie, de corte ciertamente clásico, en la esquina detrás de la puerta. Además, aquella no era mi casa. Me levanté de la cama, me cubrí con la sábana y fui hasta las escaleras para llamar a Pura. Pero no contestó, así que decidí recorrer la casa estancia por estancia. Allí no había nadie. Empecé a preocuparme. Me vestí rápidamente, como supuse que había hecho ella, si no, no hubiera olvidado ponerse su ropa interior, y salí fuera. Su coche aún estaba allí, aparcado en la parte trasera, lo que me tranquilizó. Al menos debía de estar cerca. ¿Por qué siempre tenía que salir corriendo? ¿Acaso se trataba de mí? ¿Era yo quien la hacía huir? Tal vez estuviera exagerando, era posible que Pura simplemente se hubiera acercado al pueblo a comprar algo necesario o hubiera salido a dar una vuelta. Pero ya era de noche y ella no conocía bien la zona. Tranquilízate Lorenita, intenta no ponerte en lo peor, guapa, que eres única. En fin, volví a entrar en el molino y me senté a esperarla en la mesa de la enorme cocina. Había un cuaderno. Lo cogí aunque sabía que no debía hacerlo, seguro que era de Pura, y lo abrí. Ya daba igual todo, no creía que fuese a notarse demasiado. Empecé a leer, había hojas arrancadas y arrugadas entre el resto, la primera fecha era de hacía dos semanas. Comenzaba diciendo «Supongo que te estarás preguntando...» Era una carta para su madre. Tiré el cuaderno sobre la mesa, como si quemase, no podía continuar leyendo aquello, era Pura en su misma esencia. Aunque si volvía a leer nadie se enteraría... tampoco estaba tan mal, ¿no?, al fin y al cabo lo había dejado sobre la mesa, al alcance de cualquiera. De modo que no tomaba demasiadas precauciones para preservar su intimidad. Sí, todo eran excusas baratas, un burdo intento de autoconvencimiento para sentirme mejor después de haber rebasado el límite. Total, ¿qué más podía pasar? Cogí de nuevo el cuaderno y lo abrí, durante varias líneas lo único que había escrito eran palabras inconexas, pensamientos aparentemente sin sentido, sentimientos dolorosos. No todo se refería a su madre, había frases que más bien parecían ir dirigidas a sí misma. Hablaba de incapacidad para sentir lo bueno, hablaba y hablaba de dolor; de un dolor desgarrado que consiguió inquietarme. Contaba algo que su madre le había hecho cuando era pequeña, la separación precipitada de alguien. Hablaba de la pérdida de identidad, de la búsqueda, la eterna búsqueda de algo que no lograba encontrar. Estaba horrorizada, como si todo aquel dolor pudiera sentirlo en mi propio cuerpo. Conseguí comprender ciertas cosas de Pura. Tenía que hablar con ella, preguntarle qué le estaba ocurriendo. Debía encontrarla. Sonó el teléfono y di un respingo en la silla. Me asusté, no sabía si cogerlo o no, pero podía ser ella, tal vez me llamase para decirme dónde estaba. Corrí hacia la pared donde estaba

colgado el teléfono y levanté el auricular. Era mi madre. —Hija, necesito que vengas a casa. —¡Mamá! —grité perdiendo el control, ella era la última a quien esperaba escuchar al otro lado del teléfono— ¿Cómo sabías que estaba aquí? —Me lo ha dicho Pura... —¿¿Está contigo?? —Sí, por eso quiero que vengas. Mi madre siempre tan misteriosa y templada. —¿Ha pasado algo? ¿Pura está bien? —Prefiero que vengas y que juzgues tú, pero... no, no se encuentra bien. La dejé con la palabra en la boca y salí rápidamente. Llegué a casa corriendo como hacía mucho tiempo que no corría. Mi madre estaba esperándome en la puerta. —¡Mamá! —dije casi sin respiración— ¿Qué... qué sabes? ¿Qué te... ha contado? De repente sentí pánico, no sabía qué le había podido decir Pura ni tampoco cómo explicar que estuviera en su casa cuando ella no estaba. Sentí miedo por lo que pudiera pensar mi madre de mí. —Nada que yo no supiera, hija —me sonrió con calidez mientras me cogía los brazos con ternura—. Pasa a hablar con ella, te está esperando. Mi madre, una maestra de la discreción y del despiste. Sabía muy bien que sus palabras ocultaban demasiadas cosas porque las dos hablábamos de la misma manera. No sabría decir si aquello me tranquilizó o me puso aún más nerviosa. Entré en casa. Ni siquiera me detuve a pensar en el sentido de todo lo que estaba ocurriendo. Según lo hacía me daba cuenta de lo que quería a mi madre y de lo mucho que me había facilitado la vida tenerla a mi lado. Desapareció en cuanto atravesé la puerta. Entré en el salón y allí estaba ella, sentada en el sofá con las rodillas contra el pecho. La mirada perdida en el suelo. Los ojos hinchados y enrojecidos. Una vez más. Al verla, mis piernas temblaron. Quise correr hacia ella y abrazarla, besarla... Me acerqué con toda la tranquilidad que pude reunir mientras tenía la sensación de caer al vacío y me senté a su lado en silencio. Ni siquiera se giró para mirarme. No habló y tampoco yo hablé. Tenía la absoluta convicción de que debía esperar a que ella comenzase. Sin embargo, no fue así, al menos no de inmediato; continuó sin hablar durante no sé cuánto tiempo. Estaba ida, lejos de mí, en algún lugar al que yo no podía acceder. No me sentía capaz de hacer que me mirase y no soportaba el silencio, al menos no el suyo. Tenía que romper el ensimismamiento que me intranquilizaba y me hacía sentir incómoda en mi propio sofá, me aceleraba el latido de mi propio corazón y me hacía sentir extraña en mi propio cuerpo. Estiré mi mano y agarré su brazo, el contacto físico me parecía la forma menos brusca de invitarla a hablar. Me miró y, entre las sombras de la media luz que iluminaba el salón, me pareció que se dibujaba una sonrisa en sus labios. Pude sentir de golpe todo cuanto habíamos hecho durante la tarde. Como si de repente cada poro de mi piel, cada uno de mis cinco sentidos, despertara, eclosionara y pudiera oler su pelo, saborear su cuerpo y escuchar su respiración. Debía de haber pasado ya una hora cuando creí haber olvidado su voz, me estaba volviendo loca, aquel silencio era una tortura. —Pura... —Ssshhh... No quería que le dijera nada. Me miró con aquellos ojos que podían empequeñecer a un

gigante, queriéndomelo decir todo sin hablar. Se clavaron en los míos y estaba segura de que pudo sentir mi estremecimiento. Se acercó despacio y me besó. Me besó en los labios con los suyos ligeramente abiertos, abarcando en su justa medida toda mi boca y haciéndome comprender que debía tener paciencia en lugar de temor. Pura era tan misteriosa como interesante y cada vez me sentía más enganchada a ella. Esperé con mayor tranquilidad. Me recosté sobre ella y supe entender su silencio. Su voz fue como una pluma cayendo por el cuerpo, tan suave que llegó a escocerme. —Debía de tener unos catorce o quince años, iba a un colegio de monjas. Hija de una madre muy trabajadora, para sacarme adelante, y abandonada por un hombre a quien se empeñaba en no olvidar, por lo que era también una hija abandonada —comenzó—. Tenía una compañera de clase que se llamaba Rocío, a la que siempre había admirado por su capacidad de hacer cuanto quería cuando le apetecía. Un día me expulsaron de una clase de gimnasia por discutir con una compañera que terminó dejándome en evidencia delante de las demás; ellas, los cisnes y yo, la patita ya no fea, sino horrorosa. Así que fui corriendo a los vestuarios y allí me encerré en el baño con un dolor en el pecho y tantas lágrimas en la garganta que me impedían respirar que pensé que iba a morirme. Me dolía todo, como si me hubieran dado una paliza. Entonces apareció Rocío y fue ella quien me hizo comprender que estaba equivocada. Me quiso como era; me qui-so tal-y-co-mo-e-ra. Noté que su voz temblaba cada vez que pronunciaba el nombre de Rocío. Aquel parecía ser el verdadero problema. —Significó todo para mí, y supongo que podrás entender cuánto es todo a esa edad. Era como si de repente se respondieran todas las preguntas que llevaba haciéndome desde siempre. Rocío y yo nos escondíamos en los vestuarios, en los rincones más ocultos de cualquier parque o al principio en nuestras casas con la excusa de estudiar: en la mía siempre que mi madre no estaba y podía estar segura de que no iba a aparecer por sorpresa, y en la suya con una de las sillas obstaculizando deliberadamente el manillar la puerta. Todas las precauciones que pudiéramos tomar eran pocas y, precisamente, en el descuido más tonto, alguien nos descubrió. Pura se echó a llorar, parecía revivir aquellos años con la misma intensidad; casi podía ver en su mirada perdida aquella escena, aquellos momentos... Parecía ser una espectadora de su propia vida años después. —Fue la misma hi-ja-de-pu-ta con la que me peleé... ¡Si pudiera tenerla delante... te lo juro, Lorraine... sería capaz de matarla! —¿Qué ocurrió? —pregunté algo asustada y contagiada de aquella misma rabia que sentía Pura. —Se quedó preñada y se lio una buena en el colegio. Se quedó sola, sin amigas y sin popularidad y le resultó insoportable ser objeto de cualquier tipo de cuchicheo. Un día vio cómo nos mirábamos, ya sabes, una de esas miradas que lo dicen todo, y se chivó a las inocentes monjitas —suspiró—. Lo que vino después... un primer grado hasta que confesé y dejarme convencer por mi madre para retocar ligeramente la versión en detalles, tal y como ella me aseguraba, sin importancia, como pregonar que Rocío me había obligado, que yo estaba confundida y que ella era una pervertida que sabía llevarse a cualquier niñita al huerto... tenía uno o dos años más que yo... No supe qué decir. —Supongo que puedes imaginar lo que pasó después. Rezaba cada día hasta la saciedad a

aquel dios que mi madre decía que era mi Dios y yo su Pecadora para que me perdonase. Él debía apiadarse de mi alma sucia y yo debía rendirle lealtad para toda mi vida... Por supuesto, súmale a todo eso los comentarios de mi madre que ¡a cuál la honraba más!, cosas como que afortunadamente todo aquello había terminado, que seguro que el Señor podría perdonarme por todo el mal provocado, que aquella chica era una guarra, una invertida, que pobrecillos sus padres... No sé, quiero no acordarme de aquellas palabras que un día tras otro consiguieron hacerme aborrecer a Rocío y al amor que sentimos e hicimos tantas y tantas veces, para aferrarme al único pensamiento de que debía enmendar mis pecados. ¿Lo demás? No han sido más que consecuencias de aquello que me han acompañado durante toda la vida hasta hoy mismo. No quise preguntarlo, pero lo hice sin que apenas pudiera darme cuenta. No sabía si estaba preparada para su respuesta. —¿Yo....? ¿Yo... soy una... una de esas consecuencias? —¿Tú? — sonrió levemente—. No eres consciente de lo que has provocado en mí... Claro que tú has sido una de esas consecuencias... pero... tú, Lorraine, has sido la mejor de todas ellas.

MONASTRELL Lorraine me miraba con cara de alucinada, ¡vamos ni que yo fuera un fantasma que se le hubiera aparecido en mitad de la noche! Era normal, parecían historias para no dormir y cualquiera que no lo hubiera vivido podía pensar, en el mejor de los casos, que estaba loca. Ella había sido la única persona a la que me había atrevido a contárselo: ¿que me había tirado a todo tío que se cruzaba en mi camino?, ¿que no sentía nada con ello excepto vacío?, ¿que en realidad había pasado toda mi vida haciéndole daño a la gente que pretendía quererme?, ¿que no había hecho otra cosa más que castigarme, que perderme a mí misma? Sí, pero ¿para qué regodearme más? Daño, daño, más daño... No volvería a contárselo a nadie. Fuimos a su habitación e hicimos el amor en silencio. Sus besos me daban sosiego. Sus caricias me hacían sentir protegida. Su lengua, sus labios, su mano, su sexo me situaban a medio camino entre lo carnal y lo divino. Cuando más cerca estaba del cielo, y por ende de algo religioso, era cuando Lorraine hundía su cabeza en cualquier parte de mi cuerpo. ¡Aquello sí que era música celestial y no la de los coros de la iglesia! Ya lo tocaba con la precisión de un amante conocido. Respondía a mi respiración con sus gemidos contenidos. Era increíble saber que alguien me conocía, y lo hacía de una manera tan dulce, tan lenta y delicada, con tanta mesura... Yo no merecía que me amase de aquella manera. La cama de Lorraine era grande y cálida. Tenía almohadones de plumas tan mulliditos que se hundían bajo mi cabeza. Su cuerpo caliente se deslizaba entre las sábanas, pegado al mío hasta templarse. No llegaba a comprender por qué a mí. Por qué alguien mostraba tanto interés por mis inexplicables comportamientos, por mis huidas, mis sarcasmos, por mis tormentos. Me resulta difícil explicar ciertas cosas de la misma manera en que a casi todo el mundo le cuesta explicar cómo es posible que un avión vuele sin caerse o que detrás de un domingo venga un lunes. Me sentía desnuda, y no me refería al significado literal, sino al más amplio. Lorraine me había quitado la ropa, en muy poco tiempo había visto mi piel sin barreras, había disfrutado con sus besos, pero aquella desnudez era distinta. Parecía como si Lorraine hubiese metido la mano dentro de mi pecho y hubiera sacado un corazón podrido al que poco a poco iba quitándole las capas que olían mal. Como quien deshoja una alcachofa. Le susurró a mi corazón. Me fui. Solo entonces comprendí que ya no tenía sentido estar allí, no había más que hacer. El siguiente paso era ordenar la vida que había dejado revuelta en Madrid. No huía, quizá el matiz fuese tan pequeño que lo hiciera imperceptible, pero aquella vez no sentía miedo por lo que pudiera esperarme, tenía claro lo que debía hacer. Aunque aquella decisión repentina no dejaba de ser una crónica anunciada, se contaminaba de arrepentimientos. ¿Arrepentimiento?, era la primera vez que utilizaba aquella palabra para referirme a mí misma. ¿Me había subido la fiebre y estaba delirando? Debía coger los prejuicios y lavarlos a mano; sin utilizar productos corrosivos que pudieran desteñirlos. Los tendería al aire fresco para secarlos bien y los doblaría cuidadosamente para dejarlos a los pies de la cama, no más lejos; sin ellos no era capaz de sentirme segura. Me levanté intentando hacer el menor ruido posible, recogí mis cosas y me fui. Tal vez algún día pudiera explicarle el porqué a Lorraine, que tan plácidamente volvía a dormir como una

niña, con toda la tranquilidad del mundo, porque no era capaz de pensar que quizá mañana fuese un día peor. Ella era así, y debía aprovechar el único momento de debilidad que parecía tener porque, si no, podría quedarme allí para toda la vida, a su lado. Sin poder mirarla a la cara después de haberle abierto mi alma y mis entrañas. Pensando que era como todos, y que en algún momento utilizaría aquella confesión para hacerme daño; con aquella incertidumbre no podría pasar toda la vida. Intentaría dejarle una nota, con Laura resultó, ¿por qué no iba a funcionar con Lorraine? El camino de vuelta fue prácticamente igual que el de ida, solo que ya nada de lo que iba viendo me sorprendía. Quizá resultase algo más corto, y solo pocos kilómetros antes de llegar a Madrid me di cuenta de que no había encendido la radio; mi cabeza solo pensaba en Lorraine. Al llegar a casa sentí algo más que terror. Durante bastante tiempo me quedé dentro del coche, esperando no sabía bien a qué. ¿Estaría todo tal cual lo había dejado? Hacía días que no tenía contacto con nadie de aquella ciudad. En la última conexión con Carla le había pedido que intentara no molestarme demasiado, y así había sido. Me parecía una eternidad el tiempo que había estado fuera. Cogí el equipaje y lo arrastré hasta el ascensor. Tenía la sensación de que pesaba menos, como si hubiera dejado algo en aquel viejo molino, como si me hubiera quitado un peso de encima. Metí la llave en la cerradura y respiré hondo. ¡Allá iba! —¡Hola! ¿Laura? —no parecía que hubiera nadie en casa. Recorrí una a una las habitaciones y efectivamente Laura no estaba. Excepto por algo de ropa suya colgada en el tendedero, unas cuantas hojas y libros de trabajo y un paquete de cigarrillos junto a un cenicero nuevo lleno de colillas...; aquella casa seguía pareciendo la mía. ¡Menos mal! Ya había imaginado lo peor. En fin... me tiré en el sofá intentando impregnar mi cuerpo de aquella casa, del color de la ciudad, del ruido del barrio para intentar borrar de mis sentidos los olores, el sonido, los matices de aquel pequeño pueblo perdido en mitad de la campiña y, sobre todo, de aquella mujer francesa en la que no podía dejar de pensar. Un golpe seco de la puerta al cerrar y un chillido de mi amiga histérica me despertaron. Era Laura. Inconfundible. Estaba claro que aquello era Madrid. Mi Madrid. ¡¡Bienvenida al mundo real, Purita!! ¿Cuánto tiempo llevaría dormida? Cuando quise incorporarme ya tenía a Laura sobre mí abrazándome y asfixiándome. —¡¡Ay, Laura, hija mía, que me vas a matar!! —le dije intentando deshacerme de ella. —¡¡Esta es mi Pura!! Creí que habías cambiado en el viaje. —¡Sí, no te jode, como que un mes en Francia va a hacer el milagro que no ha conseguido nadie en 34 años! —Bueno, ¿qué? Cuéntame, ¿qué tal por allí?, ¿cómo estás? ¡¡Cuéntame!! —¡Pff! Pues mira, chica, si te digo la verdad, no me apetece una mierda contarte nada. ¡Anda, déjame dormir, que estoy molida! —¡Pero, qué fresca eres! ¡Lo llevas claro si crees que te voy a dejar dormir después de un mes de misterioso retiro francés! Me dijo riéndose mientras me tiraba un cojín a la cara. Me hizo reír, necesitaba sentir algo tan familiar y conocido como su voz, su contacto, su risa. —Oye, ¿cómo van las cosas con Nicolás? —No me cambies de tema, Purita, que te conozco. —En serio, dime qué tal estás con Nicolás. —Bueno... está bien, pero si yo te lo digo, tú me cuentas con pelos y señales lo que fuiste a

hacer a Francia, ¿hay trato? Estreché su mano para cerrar el pacto aunque tenía muy claro que no pensaba decirle ni la mitad de lo que había hecho, simplemente le sacaría toda la información que me apeteciera y después callaría como una zorra. Lo que había sucedido se iría conmigo a la tumba, la otra parte implicada estaba a miles de kilómetros y no tenía ni idea de dónde vivía. —Pues... a ver por dónde empiezo, porque explicarlo no resulta nada fácil —se aclaró la garganta—. Bueno antes de nada, que sepas que ya he vuelto a casa, simplemente pasaba a recoger hoy unas cosillas que había olvidado aquí y... ¡qué alegría! ¡No puedo creer que ya estés aquí! Bueno, que resulta que después de que te marcharas no me encontraba con las suficientes fuerzas como para seguir buscando esa verdad que estaba tan segura de que me iba a hacer daño, así que opté por no cogerle el teléfono y por romper cualquier tipo de contacto que pudiera tener con él hasta que me encontrase lo suficientemente fuerte como para enfrentarme a su engaño. Bueno, pues... el caso es que aquella maravillosa estrategia duró como cuatro días hasta que una mañana se plantó en la puerta del trabajo y me amenazó con montar un espectáculo si no le contaba lo que estaba pasando. —Sí, y seguro que ahora viene el numerito de mujer engañada y herida que insulta al supuesto, a la amante y a la madre que los parió a todos, ¿no? —En realidad, me conoces demasiado bien, pero no pude desahogarme del todo porque a mitad de mi ataque rompió a reír a carcajadas poniéndome aún más histérica. Tuve ganas de pegarle, te lo juro, y me hubiera quedado la mar de a gusto, pero antes de que pudiera reaccionar empezó a contarme su versión de la historia. —Ya... y tú te lo tragaste como te tragas todo en tu vida, ¿no? —A veces me sorprende que no te envenenes con esa lengüita que tienes, Pura, hija, y para que te enteres, ¡sí!, me lo tragué, como hacemos to-das más de una vez en nuestra vida. Y no se te ocurra negármelo. Solté una carcajada, no recordaba aquella faceta de Laura; en el fondo me resistía a huir de ella, era una de las pocas cosas que me mantenían los pies pegados a la tierra como un puto chicle. —¿Bueno, qué, Santa Melotragotodo? Rio con picardía. —Nicolás está ayudando a su hermano a... a... salir del armario. Aquellas palabras cayeron sobre mí como un jarro de agua fría; ¿Laura se había enterado de algo y pretendía sacarme información? No, no, imposible. —Esa misma cara se me quedó a mí cuando me lo dijo —continuó—. ¿No es gracioso? Imagínate, Pura, tengo un cuñado marica. Ya sabes tú que Joserra siempre ha tenido cierto aire. Guardé silencio. —¿Pura?... ¿Pura?... ¡Qué podía decirle! Casi nunca hablábamos de aquellos temas, y se me iba a notar demasiado, pero su puto comentario me cuajó el estómago. —¿¿Y qué?? ¿Acaso hay algún problema? ¿Ya se puede reír todo el mundo de él porque intente buscar su identidad? ¡Claro, siempre fue un rarito! —¿Pero qué mosca te ha picado, Purita? Solo era una broma. Me callé. Tal vez hubiese sido desproporcionada mi reacción, pero me sentía tan protagonista de sus palabras que fui incapaz de controlarme.

—El caso es que Nico llegaba más tarde a casa, se mostraba algo más desconfiado, frecuentaba ciertos bares... porque intentaba apoyar a su hermanito pequeño en todo lo que estuviese en su mano... —¿Entonces por qué ya no follabais últimamente? —le pregunté tajante aun sabiendo que le haría daño. Me miró de una manera en que jamás lo había hecho. —¿Sabes una cosa? Desde que te conozco he sentido hacia ti un inexplicable Cariño que poco a poco ha ido naciendo hasta alcanzar una magnitud difícil de explicar e incluso de entender en ciertos momentos, pero cuando te pones así, Pura..., cuando sacas las uñas y atacas porque crees sentirte en peligro por tus dichosas paranoias... en esos momentos, Pura... te prometo que te odio. —Ya somos dos —murmuré mientras veía en sus ojos el brillo acuoso de unas lágrimas difíciles de contener. —Nicolás siente hacia su hermano un amor incuestionable, del mismo modo en que lo siente hacia mí, con matices diferentes, y simplemente no podía entregarse estando tan preocupado. Eso es más de lo que tú podrás sentir por nadie jamás. Pu-ra. Se levantó del sofá y se marchó.

PINOTAGE Desde muy pequeña aprendí a aparentar estar dormida. Lo hacía cuando mi padre se acercaba a mi cama y me susurraba el oído mientras me acariciaba el pelo: Lorraine, mon petit chochou! Si tuviera que recordar algo de mi infancia, aquel sería uno de los momentos más tiernamente recordados. Era el que esperaba con más ansia del día. Así que cuando Pura se levantó de la cama intentando no hacer ruido para evitar despertarme, en realidad la sentí casi del mismo modo que si tuviera los ojos abiertos. Se movía por la habitación con movimientos rápidos, supuse que buscando su ropa, y sentí que me miraba desde los pies de la cama seguro que sopesando si despertarme o no, si marcharse o quedarse. No era necesario conocer a Pura durante mucho tiempo para saber cómo sería capaz de reaccionar en ciertas situaciones. Antes de marcharse me acarició suavemente el pelo con una dulzura que me hizo sentir un frío en los pies que recorrió todo mi cuerpo. Sería nuestro último contacto, la última vez que la sentiría cerca de mí... Parecía preparada para marcharse, y así lo hizo. Se fue y yo, sorprendentemente, me quedé dormida. Solo cuando estuve segura de que Pura había encontrado lo que había ido a buscar, a pesar de que tuviera la intención de abandonarme en mi propia casa después de haberse acostado conmigo, fui capaz de conciliar el sueño. Obviamente, no podía negar que me doliera. Por supuesto que dolía ser abandonada. Claro que escocía la sensación de haber sido utilizada, pero Pura se marchó del mismo modo en que llegó; de la misma manera en que lo haría un elefante al entrar en una cacharrería: haciendo demasiado ruido y descolocándolo toda a su paso. Difícil de olvidar, por eso era Pura. Intenté llevarlo de la mejor forma posible, intentando racionalizar todo cuanto había ocurrido. No quería darle demasiadas vueltas, pasó lo que tuvo que pasar, por mucho que me empeñase en buscar los motivos, los porqués. Resultaba más sencillo vivir diferenciando los problemas que yo misma podía solucionar de los que no dependían de mí, si conseguía ponerle el cartel adecuado a lo ocurrido conseguiría quitarme de encima de una sola vez el «come-come» y sus perjudiciales daños para la integridad propia. Pura no dependía de mí, sin embargo, sí lo hacía el que pudiera machacarme yo misma una y otra vez por su comportamiento y no estaba dispuesta a permitírselo; ya bastante había obtenido de mí. Cuantísimas veces había escuchado que de vez en cuando una debía soltarse la melena y disfrutar... ¿Ya lo había hecho? Fuera lo que fuese, Pura había provocado en mí un agujero negro de emociones que me iban consumiendo. Me había sentido viviendo al límite de extremo en extremo. Pura había conseguido que dejara a un lado mis convicciones, que olvidara pensar en las consecuencias, que hiciese aquello que deseaba en el momento en que lo considerase y, a pesar de ser maravilloso, podía llegar a convertirse en una tortura. Debía intentar guardar la calma, pero no podía engañarme pensando que Pura había sido únicamente un desliz. Al día siguiente, cuando desperté, el olor tostado me condujo hasta la cocina donde mi madre preparaba el desayuno. Tenía tanta hambre que me hubiera comido un estofado a aquellas horas. Le di un beso en la mejilla y me senté en la mesa mientras observaba por la ventana a unos pajarillos negros y marrones que jugueteaban en la rama de un árbol. —Se ha marchado, ¿verdad? Asentí sin retirar mi mirada vacía de la ventana mientras me rodaban las lágrimas por las

mejillas. —Mamá... creo que te debo una explicación —balbuceé mientras me secaba las lágrimas con el puño del pijama. —Tú no me debes nada, cariño. Si quieres contarme algo, hazlo porque lo necesites, no porque creas que me lo debes. Rompí a llorar, no podía contenerme por más tiempo, necesitaba limpiarme. Con los sollozos brotaron también las palabras y le conté a mi madre, a aquella madre maravillosa y comprensiva, todo lo que había ocurrido con Pura. Simplemente se dedicó a escucharme y a no interrumpirme. El café se quedó frío sobre la mesa y el sol salió hasta situarse sobre la ventana de la cocina. Su luz me escocía en mis ojos llorosos y mi madre solo fruncía el ceño y asentía. Terminé y acabé con todas las servilletas del servilletero entre limpiarme las lágrimas, sonarme la nariz y hacer cientos de bolitas minúsculas de papel. Estaba nerviosa, era la primera vez que le contaba a mi madre algo tan íntimo, y mientras me escuchaba a mí misma pronunciando aquellas palabras, comprendí demasiadas cosas. —Hija, ¿de verdad quieres a esa chica? —me preguntó con tanta dulzura que me estremecí. —Es que no lo sé, mamá —le dije limpiándome la nariz—. Desde que la vi por primera vez, por la razón que fuese, es en lo único en que he pensado. No puedo describir con palabras lo que he sentido estando con ella, de verdad mamá, no puedo, pero ni siquiera sé si ha sido puro o si todo ha sido una confusión. —Cariño, cuando el corazón se agita, las ideas se revuelven y las emociones se intensifican... se está siendo puro. No pretendas engañarte. —¿Y qué se supone que debo hacer? Tengo la sensación de estar desesperada, desesperanzada, Pura se ha marchado ya... —Haz lo que te enseñó ella: hacer lo que necesitas en el justo momento en que crees necesitarlo. Sufres por la incertidumbre, por su abandono, por no poder controlar esta situación que se te escapa entre las manos, por no poder ponerle nombre a lo que te está ocurriendo. Haz lo que necesitas, Lorraine, y no pases el resto de tu vida arrepintiéndote de lo que pudiste hacer y no hiciste. Noté cierta amargura en sus palabras y solo entonces comprendí que me hablaba con el alma, conociendo cada una de las palabras que pronunciaba. Era una mujer que callaba y soportaba el peso de su silencio. Mi madre era una mujer con ciertos secretos tan arraigados dentro de sí que si algún día decidiera contarlos se rompería por dentro.

COLOMBARD FRANCESA Bien, Purita, guapa, qué coño se supone que vas a hacer ahora. Una semana sin hablar con la única amiga que te soportaba y en el trabajo no dejas de pensar en lo que no debes. ¿Qué pretendías, convencerte de que lo que había pasado había sido producto de tu imaginación? Comenzaba a estar un poco cansada, si no espabilaba rápido y dejaba de comportarme como una puta egoísta y una auténtica gilipollas, iba a perder lo poco que me importaba. —Enrique, ¿puedo hablar contigo un momento? —le pregunté a mi jefecillo por el teléfono después de haber marcado la extensión de su despacho, 774. —Pásate en diez minutos que estoy terminando unas cosas. Colgué y me puse a dibujar monigotes en el folio. Tal vez con un poco de suerte consiguiera sentirme yo como un monigote que se perdía entre los demás. —Bueno, Pura, ¿al final no me has dicho qué tal en Chateneuf? —interrumpió Carla mi obra de arte asomándose por detrás de la pantalla de ordenador. —Ya te di la llaves, te di las gracias y te dije que todo bien, ¿qué más quieres que te cuente? —Mujer, que resumas casi un mes de viaje con un «todo bien»... no sé... se me había ocurrido que tal vez pudieras concretar un poco más. —Mira, Carla, no te lo tomes a mal, pero ahora no puedo entretenerme, tengo que ir a hablar con Enrique, cuando termine con él ya veré lo que te cuento, ¿vale? —la atajé levantándome de la mesa—. Por cierto, ¿seguro que no ha ocurrido nada por aquí que deba saber durante mi viaje? —negó con la cabeza—. Buena chica. La dejé con la palabra en la boca y me marché, no me apetecía hablar con ella. A pesar de que no habían pasado los diez minutos, la puerta de Enrique estaba entreabierta, lo que significaba que me estaba esperando. Di un par de golpecitos en el cristal por simple educación, aunque a esas alturas parecer educada no me importaba una mierda. —Dichosos los ojos, Puri. Dijo al verme mientras se alisaba la corbata y se reclinaba en su sofá, ya empezábamos mal, quería tocarme las pelotas sin tenerlas. —Dichosos los ojos, Quique. —¿Qué te trae por aquí después de una semana de la reincorporación a tu trabajo? Podrías haberme avisado, ¿no crees? —Pensé que te avisaría alguien por mí, ya sabes, soy muy despistada. Esbozó una sonrisa y endureció su mirada. —¿Qué quieres? —Pues, verás... quería zanjar unos asuntos pendientes porque resulta que en mi viaje me he enterado de que has intentado saber a toda costa dónde estaba y qué me había ocurrido para marcharme tan repentinamente. —¡Eso es mentira! —se ruborizó—, ¿quién te lo ha dicho? —¡Tch, tch, tch! Eso no se dice, ya lo sabes, además no importa porque te conozco y confío en mis pajaritos mensajeros. Mira... Quique... quiero que tengas claro que lo que ocurrió entre nosotros solo fue un error, lo pasamos bien y se terminó; bueno, aunque tampoco fue para tanto, pero... Fue un rollito y punto. Tú y yo vemos el mundo de manera diferente. Nadie de la

oficina lo sabe, así que no actúes como un niño preguntando a diestro y siniestro dónde estoy. —Pero yo solo... —Me da igual lo que tú solo... No eres más que mi superior y lo eres porque YO rechacé este puesto, recuérdalo, así que actúa como lo que eres: un jefe y no como un perrito con su orgullo herido. ¿Entendido? Tragó saliva y no respondió. Fue un «Sí, entendido, Pura». —Bueno, en realidad no venía para hablar de eso, venía a avisarte de que voy a presentar mi dimisión. —¡¡Cómo!! ¿Te has vuelto loca? —Espero que sí, porque si no, no tendría mucho sentido todo esto. Este trabajo me está consumiendo y necesito salir de aquí. —Pero, Puri, piénsatelo bien, ¿qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir? —No, Enrique, no necesito pensarlo. —¿Qué necesitas? Podemos estudiar tus peticiones... Pura, sé que esta empresa ha sido muy injusta contigo —y tú el primero, pensé—, pero podemos llegar a un acuerdo... —Lo que necesito no vais a poder dármelo nunca, Enrique, llevo un mes pensándolo y no quiero tener que volver a darle vueltas. —Ha sido por ese maldito viaje, ¿has ido a otra empresa, verdad? Seguro que te han ofrecido algo imposible de rechazar, dime qué es y yo lo igualaré... —Enrique, Enrique... no ha sido nada de eso, he estado descansando en Francia, des-cansan-do y pensando, y me han ocurrido un montón de cosas que no podrías ni imaginar. Simplemente es una cuestión personal, estoy harta, cansada, estancada. —¿Estancada? ¿A estas alturas? Puri, no me hagas reír. —Me alegra ser tan graciosa, pero no es lo que pretendo. Esto no es negociable. Quiero paro y finiquito. Rescinde mi contrato. —¡Definitivamente estás loca! ¡En ese viaje han debido de tocarte el cerebro! ¿Con qué motivo te despido? Sabes que no puedo hacerlo sin causa aparente. —Y tú sabes que sí, no es la primera vez que se hace. —Pero nunca con alguien con antigüedad y un cargo como el tuyo. —¡Pf!, Enrique, no me vengas con gilipolleces, nadie se ha fijado en mí casi nunca y ahora vais a empezar a hacerlo, ¿no? —Sabes que no pienso despedirte, no quiero. Si piensas marcharte hazlo, pero no cuentes conmigo. Ya contaba con aquella respuesta, afortunadamente todavía podía adelantarme a lo que pensaba. No me dejaría entonces otra opción. —Seguro que a mucha gente de esta oficina le gustaría saber ciertas cosas tuyas... Aquella asquerosa sonrisita se le borró de la cara y se quedó pálido. —¡Eres una...! —Una... ¿puta? Es posible, pero soy más inteligente que tú y no un cabrón a secas. —¿Intentas chantajearme? —No lo intento, lo hago, ¿es motivo suficiente de despido? —Puri... —se levantó de su sillón de piel y vino hacia mí—, creo que esto se está saliendo de madre —me puso la mano en el brazo mientras con la otra se alisaba la horrible corbata fucsia que llevaba—, ¿te parece que tomemos una copa esta noche y lo hablemos tranquilamente?

Miré su mano apoyada en mí y después sus ojos. Me daba asco. No quería que me tocara y mucho menos después de tener impregnada a Lorraine en cada rincón de mi cuerpo. Retiré mi brazo de su mano, me incorporé y pegué mi cara lo máximo que pude a la suya sin llegar a tocarlo. —Presenta mañana mi carta de despido. Salí de su despacho dando un portazo y los compañeros más cercanos se me quedaron mirando como si no me hubieran visto nunca. Fui a mi mesa y me puse a recoger mis cosas. Sentía rabia, pensé que todo iba a ser más sencillo, como siempre los demás se encargaban de ponerme la zancadilla cada vez que les apetecía. Empezaba a hartarme. Tal vez fuese así porque ellos se habían tomado demasiadas molestias en moldearme de aquella manera. A veces, o casi siempre, me veía obligada a actuar como no quisiera, ¿cuándo iba a poder ser yo misma? Me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes, tenía ganas de chillar como una loca y liarme a hostia limpia. Aquel estúpido no tenía derecho a decidir lo que era bueno para mí y lo que no, ningún derecho a invitarme a tomar un café por la noche con una media sonrisa de «Anda que te voy a dar lo tuyo». Necesitaba el paro y no podía marcharme por propia voluntad, era imprescindible que me despidieran. ¿Por qué tenían que ser las cosas tan difíciles? Vino Carla corriendo, ¡cómo no! ¡Vaya perra le había dado conmigo a la niña! —¿Qué ha ocurrido? Ha temblado toda la oficina con tu portazo. —La pena es que no se ha caído el edificio entero —murmuré—. Nada, Carla, que me he despedido. —¿Qué? ¿Cómo que te has despedido? —Pues que no quiero seguir trabajando aquí, Carla, que esto me está consumiendo. —¡Pero si media oficina depende de ti! —He estado un mes fuera y todo el mundo se las ha apañado bien. —Sí, claro, eso es lo que te has creído tú. No imaginas lo que hemos tenido que hacer para que las cosas cuadrasen y aun así, nada. Enrique no se creía que los e-mails los enviaras tú, hice todo lo que pude pero... Además, se ha dejado la cabeza mientras no estabas para solucionar los problemas, él te necesita más que cualquiera de nosotros. Respiré hondo. —Mira, Carla, no lo sabes todo sobre Enrique y yo. Ni por qué él tiene ese puesto aun siendo un incompetente y no yo. Alguien me sugirió que lo rechazara porque, si no, lo iba a pasar muy mal con semejante responsabilidad siendo mujer en un mundo de hombres. Aunque te parezca mentira y no puedas creerlo. ¡Así que, ya ves! Me largo porque yo sí que me necesito, creo que si no lo hago ahora dentro de treinta años voy a estar arrepintiéndome de lo que pude cambiar mi vida. No hizo ningún comentario más. Me cogió la mano que en ese momento estaba intentando alcanzar un pisapapeles con forma de burbuja y me miró a los ojos. Me dio un abrazo con el que casi rompí a llorar, preveía que a partir de entonces mi vida iba a ser un mar de lágrimas, todas aquellas que no había derrochado antes. *** Desde muy jovencita solía escaparme allí intentando ponerle un poco de orden al caos. Cuando había algún problema en casa, más tarde durante mis años en la universidad iba a allí

a estudiar, cuando me encontraba más estresada en el curro... Siempre iba sola. Sentía hasta que me independicé que era mi único rincón en el mundo, quizá lo más íntimo que tenía a pesar de estar lleno de turistas. Aquellos jardines geométricos perfectamente cuidados, los árboles centenarios, los caminos, el estanque... Si Sabatini viera aquellos jardines, en el lugar de las caballerizas... Un paraíso para los sentidos. Así era yo, basta hasta la saciedad en algunos momentos, malhablada casi siempre y sensible en mi cara más oculta. Aquel lugar conseguía darle sentido a mi desordenada vida. Y una vez más fui allí a buscar las respuestas que no lograba encontrar. Llevaba una semana en Madrid, o quizá algo más, y todavía no tenía muy claro qué iba a ocurrir después. Me levantaba pensando en Lorraine, escuchaba el frufrú de sus caderas al andar, a veces me parecía sentir el olor de su piel, incluso casi podía escuchar su voz susurrándome palabras en francés que me enloquecían. Me acostaba cada noche con la imagen de su cuerpo en la cabeza y nunca conseguía soñar con ella, y tampoco recordar con claridad su cara. Era como si todo hubiese sido un sueño y en realidad ella no existiese. Sin embargo, fuera como fuese, conseguía dormir, cosa que no sucedía hasta mi regreso de Francia. Por otro lado, iba a despedirme oficialmente del trabajo, por lo que tendría que empezar a plantearme qué iba a ser de mí. Tenía el máximo de paro y, según mis cálculos, me darían un buen finiquito, o sea, que a pesar de sentirme intranquila por la incertidumbre, podía tener calma y dar los pasos firmes y certeros. ¿Pero cuándo había dado yo en mi vida un paso así? También estaban Laura y mi madre. En aquel orden. Tal vez tuviese que hablar con ellas. Con Laura tenía claro que sí. Con mi madre... mejor esperar a otro momento, tal y como estaba era capaz de decirle cualquier cosa y, aun siendo una deslenguada, no podría permitírmelo. Era algo así como cuando llevas una semana sin ir al baño, tienes tanta, tanta retención... Las tres comidas como mínimo al día están tan, tan concentradas que cuando se produce la «gran cagada» adelgazas cinco kilos de golpe. Me descalcé y metí los pies en aquella agua helada y cristalina de la fuente. Era como un pequeño y contenido lago. Podía escuchar el canto de los pájaros a solo dos pasos de aquella gran civilización. No se escuchaba ni un solo ruido de motor, ni una voz más alta que otra. No se oía más que lo que una quisiera escuchar. Si cerraba los ojos podía estar en cualquier lugar que quisiera; el sol dándome en la cara hasta casi quemarme, el agua fría en mis pies, el silencio. El suave roce de pies desconocidos caminando lentamente por los jardines, en pareja o solitarios. Era como si pudiera sujetar el mundo en una mano. Como si el tiempo, el espacio se detuvieran cada vez que respiraba hondo. De repente un contacto caliente y a la vez húmedo en la cara rompió aquella magia inventada como rompe una piedra lanzada la calma del agua. Según abría los ojos me di cuenta de que había sido un lametazo de perro. ¡Me cago en el pu…! ¡¡Oh, Dios mío, era Crusoe!! Estaba allí a mi lado jadeándome en la cara con una pelota de tenis en la boca. ¡Eso significaba que Lorraine estaba allí! Sentí que perdía las fuerzas del cuerpo de golpe. —¡¡¡Bruno!!! ¡¡¡Bruuunooo!!! ¡Ven aquí, chico, vamos, ven! Una voz femenina me golpeó en todo el cuerpo. Me dio semejante hostia que podía sentir un dolor físico como si acabara de caerme desde un sexto piso. —¡Oh! ¿Te ha molestado? Lo siento, de verdad, lo siento —me dijo aquella chica de veintitantos con melena pelirroja y chándal verde—. Tiene la costumbre de pedirle a los desconocidos que le lancen la pelota... bueno, en realidad solo a los que le gustan —rio—. ¿Te ha hecho daño?

—Nnn... no... no, estoy bien —contesté un poco flipada sin llegar a comprender qué estaba ocurriendo. —Bien. ¡Vamos, Bruno! Deja de molestar —le acarició detrás de las orejas y le puso la correa. Era adorable cómo le hablaba intentando mostrarse enfadada sin conseguirlo. Se despidió y se marcharon. Solo entonces me di cuenta de que había cometido un grave error, no solo al confundir a aquel perro con Crusoe, no hacía más que ver a aquel dichoso chucho por todos lados desde que había llegado a Madrid, sino por haberme marchado de aquella manera de Francia. *** —Entiendo que no quieras hablar conmigo, pero, vamos, Laura, cógeme el teléfono, es la quinta vez que te llamo esta tarde y sé que estás ahí, he hablado con Nicolás y me lo ha dicho. Hablaba con su antiguo contestador automático, de los que todavía te permiten escuchar el mensaje mientras lo graban. Odiaba aquel cacharro. —Vamos, Laura, no hagas que te lo ruegue... Por favor, cógeme el teléfono, necesito hablar contigo. … —Sabía que si esperaba un poco más, lo conseguiría. Me has sorprendido, Pura, pensaba que un «por favor» no entraba en tu vocabulario. Bravo por ti. Por fin se había dignado a descolgar. Seguro que llevaba escuchando mis mensajes toda la tarde. —Laura, intento enterrar el hacha de guerra, ¿ni siquiera vas a permitírmelo? —¡Uy, Pura! Me dejas anonadada. Habla, que te escucho. —Quiero que nos veamos, ¿te parece bien que quedemos en la Plaza de Oriente? —Bueno, dame media hora y estoy allí. Espero que lo que tengas que contarme sea importante, ¿eh? No me apetece nada tener que vestirme otra vez y salir de casa ahora. —Mujer, son solo las ocho y media, no te estoy pidiendo tanto. Te prometo que va a merecer la pena. —Está bien... nos vemos. Saqué los pies de la fuente y los puse sobre la piedra para que se secasen antes de ponerme los zapatos. El sol casi había desaparecido y empezaba a sentir un poco de frío. Fui hacia donde había quedado con Laura, me senté en una mesa y la esperé. Fue rápida, ni siquiera llegó a treinta minutos, debía de tener cierta curiosidad por saber lo que iba a decirle. De alguna manera esperaba que no se presentase para no tener que contarle nada, pero en algún momento tendría que enfrentarme a ello, debía pedirle perdón y contarle exactamente qué me había ocurrido, me sentía ciertamente invulnerable en aquellos momentos después de haber tomado la determinación laboral. —¡Vaya! ¿Has venido en helicóptero? —Bueno... ya sabes que el metro de Madrid vuela. Nos echamos a reír. —¿Qué te apetece tomar? —¿Qué tomas tú? —Un tinto, me han dicho que es un «Cabrené Savañón» o algo así. Rompió a reír a carcajadas.

—¡Cabernet Sauvignon, burra! —¡Como se llame! ¿Qué más da? El caso es que está rico. —Mmmm, no recordaba que te gustase el vino... —En realidad no me gusta, no en copa finolis y sin acompañamiento, prefiero el tintorro con su casera y su limoncito, pero... —Ya, en Francia has aprendido a apreciarlo, ¿no? Al final voy a tener que hacer yo un viaje de esos para volver... cambiada o más bien renovada. —… —Bueno, ¿qué piensas contarme? Este no es tu estilo, y me mata la curiosidad. —Creo que no es nada malo, simplemente es el momento. —¿Crees? —¿Qué le apetece tomar, señora? —le preguntó el camarero a Laura. —Lo mismo, gracias... ¿Crees? ¿Cómo que crees? Las cosas son buenas o malas. —Primero escúchame y después lo discutimos. —Por cierto, cuando me llamaste antes... ¿no se suponía que debías estar trabajando? —Se suponía... Es parte de la historia que quería contarte... Me he despedido. —… —Y antes de que digas nada, deja que te lo explique. —Sí, hija, sí, vas a tener que hacerlo. Soy toda oídos. —¿Por dónde empiezo? —Di un trago a mi copa y respiré hondo—. El día en que intentábamos descubrir a la despampanante mujer con la que Nicolás te engañaba pasó algo que me hizo sentir miedo. Fue lo que determinó mi viaje aunque te juro que no pretendía ir tan lejos... ¡Pfff! No sé si voy a ser capaz de contártelo, Laura, pero primero me gustaría discul... pedirte per... en fin, que siento haberte dicho todo aquello, pero supongo que, cuando termine de contarte la historia, lo entenderás. —¿Cómo has dicho? ¿Qué lo que? —¡Vete a la mierda! ¡Lo has oído perfectamente! No hagas que lo repita... —Vale, vale, quería asegurarme de que no estaba alucinando... En realidad, yo también debo disculparme... No tenía ningún derecho. —Cierto, no tenías derecho, pero eso no significa que no sea cierto. En el fondo, te lo agradezco, le echaste un par de huevos. Ya empiezo a estar cansada de todo esto. —¿Esto? —Sí, estoy harta de intentar engañarme y responsabilizar a los demás de mis mierdas, ¡soy patética, Laura! —¿En serio piensas que has conseguido engañarte? Nadie puede engañarse a sí mismo, quizá sí a los demás... —Si tú lo dices... Me conoces bien, demasiado bien, en realidad creo que eres la única persona que lo hace, pero no sabes qué se esconde detrás de esta Pura. —Supongo que lo único que puede ocultarse es el dolor, de ese que te paraliza. Ese dolor capaz de avergonzarnos... —Me avergüenzan las consecuencias de ese dolor, la manera en que me han enseñado a vivir. Laura dejó caer su peso en el respaldo de la silla y sacó de su bolso una pitillera metálica y hortera. Se encendió un cigarrillo. —¿Recuerdas aquella sala tan misteriosa? En el fondo sabía que debía de ser un cuarto

oscuro o algo parecido y cuando entré en aquella oscuridad verdaderamente densa, encontré un montón de pollas duras que se alegraban de verme. Puedes imaginarlo..., recuerdo que me dejé caer contra la pared y alguien vino a buscarme. Su manera de tocarme, de besarme... era tan certera que... que no pude resistirme. Me puse cachonda, muy cachonda, imagina cuánto que ni siquiera me di cuenta de que estaba empezando a follar con una tía... —¿Cómo lo...? —Olía a coco, antes de entrar tropecé con ella. Llevaba una polla de plástico o yo qué sé, quizá entrase detrás de mí y me siguiera, quizá... ¡yo qué coño sé! Cuando me di cuenta... quise morirme. No sentía asco... al menos no del modo en que se suponía que debía sentirlo, pero... —¿Y por eso te fuiste a Francia? ¿Por un error? Si yo hubiera entrado allí podría haberme pasado lo mismo. —No. Seguro que no. En realidad no huía de aquel error, sino de la voz de mi madre llamándome guarra, depravada; huía del recuerdo de mi primer amor adolescente, Rocío; huía de mi inflexible educación cristiana que me culpabilizaba; huía de mi propia estupidez; huía de mí misma. Aspiró con fuerza el humo de su segundo cigarrillo esperando escuchar más de aquella historia con el ceño fruncido. —Sabes de sobra cómo ha sido siempre la relación con mi madre, y en el viaje me he dado cuenta de que no puedo pretender que las cosas cambien porque en realidad no quiero tener una relación distinta a la que tengo. Quiero a mi madre, pero no logro comprenderla, me basta con entenderlo y parece que por fin lo he conseguido. —¿Y? Porque eso no es lo único que ha ocurrido en Francia, no fuiste allí solo para pensar en tu madre, ¿verdad? —Sabes que no —sonreí—. Me ha llevado demasiado tiempo llegar a esta conclusión, y demasiadas lágrimas... Conocí a alguien... y empecé a volverme loca... —¿Más aún? —Más aún, ¡y mira que es difícil!... Cuando hablaba con esta persona ni siquiera la entendía, pero no podía sacármela después de la cabeza. —Y... ¿ella se llama? Porque es ella, ¿no? Su mirada se volvió tierna y yo me eché a llorar. —… Laura se quedó callada sobrecogida por la sorpresa, nunca me había visto llorar. Al ver que no podía controlar mis lágrimas, arrimó su silla a la mía y me agarró la mano esperando que pudiera responder su pregunta. —¡Pues claro! —lloré—. ¿A qué si no iba a venir todo esto? —Sorbí los mocos y me limpié la nariz con la mano—. Lorraine, se... llama Lorraine. —… —Estos días, Laura, han sido increíbles... Han sido la hostia... —¿Y? ¿Qué ocurre entonces? —¿Cómo que «y»? ¿Cómo que qué ocurre? —… —¿¿Lo ves normal?? —Joder, Pura, siempre estamos igual. ¿A ti qué coño te pasa? ¿No te vas a permitir nunca ser mínimamente feliz? Ya no tienes 15 años, ya no estás en un colegio de monjas, ya no

tienes que darle explicaciones a tu madre, ¿no es posible que disfrutes con lo que te vuelve tan loca? ¡Joder, Pura, que estamos en el siglo veintiuno, que ya nadie te encañona en la nuca! —¡Qué lista! Tú lo ves todo muy fácil... —¿Pero cómo debería verlo? No sé, lo que no me parece normal es que estemos aquí bebiéndonos una copa de vino en este café lujoso mientras otros no tienen para comer, me parece complicado hacerle entender a ciertas personas que entre hombre y mujer no hay tantas diferencias como se empeñan en hacernos creer, me parece anormal que la gente viva vidas que no le corresponden... ¿pero que una mujer se enamore de otra mujer? —¿Y que follen como locas? ¿Eso tampoco te parece anormal, antinatural, aborrecible? —¡Pura, por Dios! —A Ese no le metas, Él tiene la culpa de todo esto. —Está bien... creo que lo mejor será que nos calmemos, ¿sí? Estamos un poco nerviosas. —… —¿Sí? El camarero llenó de nuevo nuestras copas de vino, según le había pedido Laura. —Vamos a ver, Pura, ¿qué es lo que tanto te martiriza? —¡Pfffhhh! Me martiriza haberme estado toda la vida preparándome para un marido ideal y unos hijos a los que educar con una educación completamente distinta a la mía, para convertirme en una esposa sumisa que se olvida de que es una mujer... Me martiriza pensar en mi madre llamándome invertida, viciosa, rara..., que se avergüence de mí... Me martiriza que la gente me mire pensando lo mismo que la que me parió... Me martiriza disfrutar por primera vez de un cuerpo ajeno y del mío propio... Me martiriza sentirme culpable porque alguien se fije en mí... por sentirme espléndida... por sentirme plena... Me martirizo yo... —... Está bien, cariño, te martiriza todo eso porque es nuevo para ti, empiezas a saber qué significa sentirse dichosa. Sientes miedo hacia lo desconocido, nada más, como cualquier otra persona. —¡Coño, Laura! No tengo miedo, ¡estoy acojonada! —Deja de tener de una vez esa doble moral, Pura, que ese disfraz no te va a valer toda la vida. Olvídate de aparentar ser quien no eres... No tienes que demostrarle a nadie que todo te importa una mierda... Cuando te muestras tal y como eres... a veces una mujer maravillosa y otras odiosa, a veces vulnerable y otras sarcástica como tú sola... La abracé, sus palabras eran justo las que quería escuchar. Me gustaba sentir su cuerpo tan cerca del mío, su calor me sosegaba mientras mis lágrimas le empapaban la camiseta.

GRENACHE NOIR Desde que se marchó Pura, no pasaba un solo día en que no pensase en la conversación que había tenido con mi madre, y las respuestas que en un principio me costaba dar se esclarecían por momentos. Nunca antes había vivido algo tan intenso con nadie, pero cada vez tenía más claro que, aparte de un torrente de deseo, lo que había sentido por Pura era algo muy parecido al amor. AMOR, ¡qué palabra tan grandilocuente y presuntuosa! Me resultaba imposible llegar a comprender cómo una reacción química compleja podía provocar tantas cosas diferentes en una sola persona en tan poco tiempo. A menudo me resultaba más fácil remitirme a datos, cifras y resultados empíricos llenos de objetividad, pero lo que sentía hasta dolerme el pecho, hasta casi cortarme la respiración, no era ningún experimento de laboratorio que se pudiera científicamente probar. Y me negaba a doblegarme frente a algo imposible de describir por mucho que algunos se empeñaran. Me resistía a pesar de que por momentos mi oposición fuese cada vez menos firme. En breve volvería a España y al menos aquella casa, aquel entorno, aquellos rincones dejarían de torturarme con el recuerdo de Pura. Pero, por mucho que lo intentase no podría pretender engañarme... cualquier sitio al que iba me recordaba a ella. Me sentía incómoda ante un sentimiento tan descontrolado, necesitaba volver a mi vida normal y regresar al orden, a los horarios, a los minutos planificados. Mi mente no podía hacer otra cosa más que pensar en ella. Compraba revistas, rescataba libros polvorientos del desván, me detenía a hablar con cualquier persona que me diera un mínimo de conversación, provocaba temas, aunque fueran estúpidos, para charlar y me interesaba por cosas que ya conocía con tal de que alguien consiguiera sacarme a Pura de la cabeza aunque solo fuera por unos minutos. No había llevado a Francia apenas material de trabajo, y lo poco que tenía lo leía una y otra vez como si fuera la primera. Intentaba planificar las evaluaciones, pero pretendía llenar un vaso de agua cuando me faltaba el vaso; mi pensamiento estaba lleno de Pura y vacío de lo demás. Intentaba hacer tantas cosas para ocupar el tiempo que incluso a veces me olvidaba de comer; posiblemente hubiera perdido algún kilo y, según mi madre, que me observaba preocupada desde la penumbra, era más que seguro que me estaba quedando más delgada; mis pantalones lo confirmaban. En realidad, a mi madre lo que menos le preocupaba era que estuviese adelgazando, por el momento, pero sí las bolsas oscuras bajo mis ojos por la falta de descanso, la languidez de mi cara, mi mirada empañada, el aire descentrado... Me decía que debía de estar incubando una enfermedad, ¿pero cuál? Los más románticos dirían que la enfermedad del amor y los más pragmáticos dirían que una neurosis. Estaba somatizando y, fuera cual fuese su origen, lo cierto era que me sentía débil, como si mi cuerpo fuera un trapo que no quisiese seguir mis intenciones de movimiento... Llegó un momento en que ni siquiera tenía ganas de levantarme de la cama y pasaba los días en la penumbra de la habitación intentando dormir para que las horas pasasen lo más rápido posible.

VERDEJO El día en que eché la carta al buzón me estuve arrepintiendo desde el mismo momento en que lo hice. Nunca pensé que yo, Pura, la Puri descarada, fuese capaz de escribir algo tan sincero y de tener los santos cojones de hacérselo llegar al aludido en cuestión: mi madre. La recibiría al día siguiente. Me movía por impulsos de esos que parecen escalofríos y te recorren de arriba abajo, y te dicen «o espabilas o te pudres». De esos. Abrí el cuaderno y supe que, si no se la enviaba a mi madre inmediatamente, la haría trizas. No tenía nada que perder, nunca lo había tenido, pero sentía que por fin tenía la fuerza suficiente como para afrontar cualquiera que fuera su respuesta. Estaba convencida de que mi madre me llamaría en cuanto leyera la carta, pero no lo hizo. Quizá no le hubiera llegado por algún error en correos, en cuyo caso se me hubiera remitido, o ya la hubiera leído y se hubiera enfurecido. Apostaba por la segunda opción sin riesgo de equivocarme, seguro, pero me resultaba difícil creer que hubiese sido capaz de contenerse y no me hubiese llamado aunque fuera una sola vez para insultar a su verdugo... Mi madre no dejaba de sorprenderme. Pensé que me iba a resultar más difícil acostumbrarme a mi nueva vida sin trabajo y ociosa. Enrique había solucionado el papeleo con una competencia tal que incluso me había hecho dudar, y solo me faltaba solicitar el paro, algo que intentaría hacer durante la semana. Quedé con Carla para comer, podía decirse que nuestra relación había mejorado sustancialmente, sabía manejarme y yo había aprendido a no estar tan a la defensiva. Habíamos quedado directamente en un restaurante con sabor a añejo donde podía comerse estupendamente un menú de diez euros, me hincharía a puchero y guiso de carne con guarnición extra de patatas panaderas, últimamente comía peor de lo que ya acostumbraba. Con tantos cambios poco importaba que me pusiera como una «baca-vurra» y me hinchara a comer... Total, mi cuerpo era mío y pa’mí. El autobús iba lleno de gente, hora de la comida. Personas desconocidas que se apretujaban unas contra otras invadiendo los espacios vitales, afortunadamente yo había cogido sitio e iba tranquilita regodeándome en mi comida mientras los demás le olían el sobaco al de al lado o evitaban meterle el codo en la boca al de atrás. Por suerte, no había embarazadas o viejos con bastón en la costa porque en aquel momento rae hubiera jodido bastante cederle el sitio a alguno de aquellos privilegiados sociales con tal de tener la conciencia un poco más limpia. Para, sube y baja; para, sube y baja... Joder, al final iba a llegar tarde. Dos paradas más y ya podría salir de allí. La calle estaba llena de gente de un lado para otro, y la siguiente marquesina de autobús daba cobijo a una señora que llevaba una bolsa azul de plástico en la muñeca. Era mi madre. La que me parió. Pegué mi nariz al cristal observando cómo me miraba sin que ninguna parte de su cara cambiara el gesto. El primer pensamiento que tuve fue que no se había dado cuenta de que era yo, pero recordé que aquella mirada de desprecio era la que había utilizado conmigo años atrás. Aquellos ojos penetrantes y gélidos que me taladraban el corazón. Había leído la carta, estaba claro, en cualquier otra situación se hubiera puesto a dar saltos en mitad de la calle con tal de llamar mi atención, haciendo gala de su desequilibrado comportamiento. Me miraba del mismo modo en que se mira a quien juras venganza. No quería que lo interpretara así, solo

quería ponerle palabras a lo que en realidad siempre había ocurrido entre nosotras. No pude reaccionar, tuve miedo al sentir su odio en mis entrañas. Por fin el autobús arrancó, parecía que había pasado una vida entera en lugar de un par de minutos. Mi madre era así, a momentos te odiaba y a otros, según ella decía, «te amaba con todo su corazón». Tal vez todo quedase en un berrinche ¿absurdo? Simplemente le gustaba sentirse víctima de cualquier dolor aun siendo ajeno; era su forma de llamar la atención y de sentirse querida. Por primera vez iba a pensar en mí. *** —Tengo que contarte una cosa, Pura —me dijo Carla mientras masticaba un trozo de pan y se ponía demasiado seria. —¡Joder, Carla, parece que vas a morirte! ¡Vaya cara! —Tú siempre tan amable... —¿Cuánto te queda? Menudo careto. —Te aseguro que cuando te lo cuente entenderás mi ca-re-to. —... Dispara. —¿Qué te dice el nombre de Fátima Toulouse? —… —¿Te suena? —¿Qué ha pasado? —No sé mucho, pero creo que nada que no se pueda remediar... —¡Al grano, Carla! Por favor. —Esta mañana me ha llamado Fátima para decirme que las cosas no estaban bien, pero no temas, ella no es, se trata de su hija... —¿¿Cómo?? ¿Qué le pasa a Lorraine? —grité, y noté cómo todo el mundo se giraba para mirarme. —¡Cálmate, Pura! Fátima quiso saber cómo localizarte y le entregué tu número, espero que no te haya molestado... —No, no, pero ¿no te ha dicho nada más? ¿No sabes qué le pasa a Lorraine? —Lo único que dijo es que solo tú sabrías qué hacer. Solo tú. Repetí sus palabras en voz baja. —¿Estás segura? —Sí, también dijo algo como que nunca había visto a su hija así, que ya no salía ni a pasear... Mira que yo conozco poco a Lorraine y eso sí que es raro, así que tú sabrás. Dios mío, Lorraine, mi Lorraine, ¿qué le estaba ocurriendo? Aquellas palabras me habían abierto un agujero en el pecho como si me hubieran mordido y me hubieran arrancado un trozo de carne. —¿Te dijo cuándo llamaría? —No exactamente. —¿Le diste el móvil o el fijo? —El fijo, Pura, una llamada internacional a móvil tiene que costar una pasta. —¿A qué te referías con «no exactamente»? —A que dijo que lo intentaría durante el día, pero no puntualizó. La observé mientras comía intentando pensar qué debía hacer, no tenía hambre, solo quería saber qué le ocurría a Lorraine.

—Carla... espero que puedas perdonarme, pero tengo que irme... —¿Irte? ¿Adonde? —A casa. Carla, de verdad. Me sabe fatal, pero tengo que marcharme... —Joder, Pura, me estás preocupando. —Ahora no puedo explicártelo, de verdad, pídeme lo que quieras en otro momento, lo-quequie-ras, pero no ahora. —Está bien, está bien, márchate, pero ya me contarás qué está pasando. —… —Anda, lárgate antes de que quiera saber más. Cogí un taxi en la misma puerta del restaurante y fui a casa. Saqué una cerveza de la nevera y me senté en el sofá al lado del teléfono. No me moví; aguanté la meada y me comí todas las uñas que tenía. No recordaba habérmelas mordido nunca, pero casi me dejé los dedos en muñones. Aquellas manos habían acariciado el cuerpo de Lorraine... Me dolía la tripa de hambre y de nervios, sentía como si alguien estuviese estrujándome el estómago a la vez que la respiración se me aceleraba y el pulso me palpitaba en las sienes. Ni siquiera me di cuenta de que estaba anocheciendo, ya no había claridad en casa. Estaba a oscuras en el salón, con el botellín vacío en una mano de uñas devoradas y la otra en la boca intentando saciarse con algún pico o padrastro que morder. Cuando sonó el teléfono, ni siquiera permití que sonara una primera vez. —¿Pura?... Pura, soy Fátima. —Lo sé. Las piernas me empezaron a temblar y sentí que me mareaba.

SÉMILLON Llegaba con retraso. Generalmente era a mí a quien solía esperar la gente, la impuntualidad siempre fue mi virtud, pero esta vez había llegado veinte minutos antes, me había tomado una cerveza y estaba impaciente. Habían pasado ya diez minutos de la hora. Era una cafetería con cierto aire distinguido. Un pequeño quinqué de aceite iluminaba cada mesa de piedra pulida y las sillas de forja que se ajustaban al cuerpo tenían unos cojines a juego con las cortinas rojizas que cubrían los grandísimos ventanales. Ya habían pasado quince minutos de la hora. ¿Dónde coño se había metido? El suelo era de mármol, tan brillante que podías reflejarte en él. Vamos, un peligro para unos tacones recién estrenados... ¿Tacones? ¿Yo? ¿Desde cuándo? Miré el reloj del móvil que tenía sobre la mesa por si recibía su llamada, y eran las doce y media, joder!, treinta minutos pasados de la hora. Pedí una botella de agua, tenía la boca completamente seca y las manos tan rígidas que casi me dolía mover los dedos. ¡Venga, Purita, cálmate que te va a dar algo! Serían los nervios, Fátima me había dejado muy preocupada tras la charla por teléfono hacía ya una semana y estaba impaciente por verla. Me dijo que se acercaría a Madrid para reunirse conmigo al volver de Francia y que después se marcharía a su pueblo natal de La Mancha para intentar reconocer antiguas caras. Pero lo cierto era que no aparecía, ¿y si hubiera ocurrido algo? No, seguramente sería el tráfico, con toda la ciudad levantada lo extraño era que alguien llegase puntual. No tenía ningún teléfono adonde llamar. Fátima me dijo en una ocasión que las nuevas tecnologías no eran lo suyo. Así que no me quedaba otra que esperar alguna señal suya, o bien una llamada o bien verla aparecer por la puerta. ¡Fátima, si estás aquí, manifiéstate! En fin... tenía el estómago hecho un nudo, encogido por los nervios; con una sensación de estar meándome... pero ¡no!, simplemente estaba excitada y agitada por la espera. Tampoco me quedaba ninguna uña sana que poder morderme; a pesar de haber pasado una semana, las había apurado tanto en su momento que era imposible rescatar alguna. La verdad era que no había calculado que Fátima pudiera retrasarse. —¡Camarero! —Aquel hombre de aspecto cansado se acercó arrastrando los pies—. ¿Puede dejarme un boli que no necesite en un rato? —Se lo sacó del bolsillo de la camisa y me lo entregó con una sonrisa forzada—. Gracias. Cogí una servilleta y empecé a hacer dibujitos ridículos. Flores, círculos, cuadrados, casas al más puro estilo infantil con chimenea y todo, escribí mi nombre de todas las formas posibles, pinté las esquinas... Dibujé mi repertorio completo y solo pasaron diez minutos más. Fui a la máquina de tabaco y saqué el paquete más barato, necesitaba echarme un pitillo. Hacía casi un año que lo había dejado, un día sin más. Ni siquiera mi mes de retiro había provocado la recaída y, ahora, la simple espera me estaba consumiendo como se consumiría aquel fino papel con la ceniza encendida. Pedí fuego en la barra y volví a sentarme. Aspiré profundamente y aquella primera calada llenó de humo mis pulmones, realmente estaba asqueroso el puto cigarrillo, pero la segunda supo mejor. Una tras otra, sin apenas dar tiempo hasta llegar casi al filtro. Y otro más, y otro... Pedí la cuenta y según me levantaba para marcharme, seguro que habría alguna explicación para aquel descomunal retraso, la vi abrir la puerta de cristal. Debí caerme en la silla, no lo

recuerdo bien, estaba confusa. Hacía veinte, veinticinco días que no la veía y fue como si estuviera viendo a la mismísima «chica de la curva», parecía más bien una ilusión de tanto pensarla. Estaba realmente preciosa aunque me pareció bastante desmejorada. Ella me vio enseguida y me sonrió como si no hubiera pasado el tiempo. La distancia había enturbiado el recuerdo de su sonrisa y al verla de nuevo sentí que me mareaba. Era Lorraine. En el fondo tenía la esperanza de que viniera acompañando a su madre, pero Fátima me había dicho que estaba tan mal, por mi culpa, que no imaginé si quiera que tuviera ganas de verme. Allí estaba, frente a mí, con aquellas interminables piernas que seguían dándome vértigo, vestida con vaqueros poco ajustados y un jersey gris a rayas muy finito. El pelo recogido en la nuca, descubriendo la curva de su cuello con los hombros. Con ojeras y un gesto de cansancio en los ojos que, más tarde lo supe, se mezclaban con la tristeza. Aun así, su aire bohemio, su sabor francés no habían desaparecido permitiendo que pudiera mostrarse tan insultantemente bonita como siempre. Pensé que mi recuerdo había perfeccionado su imagen exagerando las partes que más me gustaban, pero no era más que un fiel testigo de la realidad y Lorraine era tal y como la recordaba por mucho que me hubiera empeñado en olvidarla. No supe bien qué hacer. Estaba confundida, tenía el corazón en la boca y me dolía respirar. Las manos me temblaban y no conseguía encontrar calma de ninguna manera, lo único que deseaba era sentirla cerca de mí, como en el viejo molino. Me levanté con torpeza de la silla y nos miramos durante unos segundos que más bien pudieron ser años. Tenía tantas ganas de verla... Le di un abrazo. Al principio noté cómo se tensó su cuerpo, pero casi de inmediato dejó caer su peso contra el mío y me rodeó con sus brazos, hundiendo su cabeza en mi garganta, y sintiendo la fuerza de los míos alrededor de su espalda. Nos fundimos en aquel abrazo, parecía que lleváramos toda una vida sin vernos y, al sentir el calor de su cuerpo contra el mío, de nuevo supe que no debí haberme marchado de aquella manera de Francia. Era tan agradable sentirla cerca de mí, me gustaba tanto, que no sabía cómo había sido capaz de huir de ella. Jamás había sentido algo así y tenía miedo.

CHIANTI Mi madre me dijo que iba a hacer unas compras y que después podríamos ir a tomar algo. Me negué, a pesar de que hacía bastante tiempo que no estaba en mi ciudad, no tenía ganas de ir a ningún sitio. Pero ella insistió, y había pocas cosas que se pudieran hacer en el mundo ante la insistencia de una madre como la mía. Fátima Toulouse siempre conseguía lo que se proponía, de modo que a la una menos cuarto estaba preparada tal y como me había dicho.  Yo tenía una casita en el extrarradio de la ciudad, donde daba las clases, pero mi madre se empeñó en que, hasta que me recuperara, pasáramos unos días en un hotel de la capital, así que, cuando fue la hora, bajé a la recepción y la esperé. Ni tiempo me dio a sentarme cuando el recepcionista se acercó y me entregó una nota. Era de mi madre, claro. Ma petíte Lorraine, Creo que ha llegado tu momento, niña. Ve y haz lo que necesitas antes de que te arrepientas el resto de tu vida. Cafetería La Bohême, en la esquina. Te quiero, hija, no lo olvides. Mamá

Tuve que sentarme para coger aire. ¿Había entendido bien? Si me remontaba a una de nuestras últimas conversaciones, no me resultaba demasiado difícil entender lo que pretendía decirme mi madre. Estuve demasiados minutos mirando su nota, ¿me la había jugado a mis espaldas? No estaba muy segura de qué hacer, si iba a la cafetería y el lugar de Pura estaba vacío no podría encajar otro golpe más, no estaba preparada, aunque sería peor que estuviese pero esperase a otra persona en mi lugar. No estaba en la mejor situación para encontrar respuestas, al menos no de aquellas que me involucraban directamente. Perdí tiempo pensando, de nuevo, en Francia, en los desastrosos encuentros con Pura al principio y los maravillosos de después, en lo poco que conocía de ella, en su huida, en cómo la sentí... Quizá aquella sorprendente cita respondiera cada una de mis dudas a pesar de que no estuviera preparada para ciertas respuestas. Al menos la certidumbre me tranquilizaría. Pregunté al mismo recepcionista que me había entregado la nota dónde estaba exactamente aquella cafetería y fui para allá. Antes de entrar miré a través del cristal, si me decidía a dar el paso no quería quedarme como una boba buscando a alguien que no se encontrase. Sin embargo, allí estaba, en una mesa cerca de la barra, escribiendo algo en un papel. Me dio un vuelco el corazón y se me encogió el estómago, hacía tan solo unos minutos pensaba que no volvería a verla más. Tenía una botella de agua en la mesa y un cenicero con un cigarrillo encendido. Parecía algo tensa aunque el gesto de su cara era... diferente al que yo había conocido. Pagó la cuenta y se levantó. Cuando entré, me miró, como si alguna fuerza nos hubiera atraído la una hacia la otra y, al verme, se dejó caer en la silla, parecía sorprendida, aunque no del modo en que pensaba, como si de alguna manera estuviese esperándome a mí. Me acerqué y no hizo ningún gesto, solo me miraba como si no me hubiera visto en años. Su rostro parecía tranquilo, con un aire

distinto que transmitía sensación de calma. Estaba cambiada, debía de haber aprovechado su regreso a Madrid. ¿Habría olvidado lo que había ocurrido entre nosotras? ¿Y si para ella solo había sido una forma de pasar el rato? Me gustaban sus ojos, hacían que me recorriese un escalofrío el cuerpo cada vez que me miraban. Se levantó de la silla dando un traspié y volvió a mirarme de esa manera que me hacía cosquillas en la boca del estómago. Me abrazó. No supe qué hacer, aquel efímero instante arrastraba a Pura hacia mí, por fin volvía a tenerla cerca; estaba feliz porque sentía por Pura lo que nunca antes había sentido por nadie, y porque me daba igual plantearme lo demás si estaba a mi lado. Así que no pude más que responder a su abrazo hundiendo mi nariz en su cuello mientras la rodeaba y dejaba caer mi peso contra su cuerpo. Fueron segundos, minutos o tal vez años, pero sentir el calor de Pura me dio vértigo. Nos sentamos en la mesa y nos observamos sin mencionar palabra, ninguna de las dos sabíamos qué decir, solo nos sonreíamos y nos tocábamos las manos como si dejar de acariciarnos significase no volver a salvar nunca más las distancias. —No recordaba que fumases. —En realidad no lo hacía, lo había dejado... pero hoy no he podido resistir la espera... ¡No puedo creer que estés aquí! —¿No me esperabas? —Solo a medias. Entrelazó sus dedos entre los míos. —¿Y eso qué significa? —Que había quedado con tu madre para hablar de ti y lo único que deseaba era que aparecieras tú en lugar de la señora Toulouse. Nos reímos tímidamente. Estábamos nerviosas por mucho que nos empeñáramos en ocultarlo. Sonreíamos y mirábamos hacia otro lado intentando evitar la una los ojos de la otra. —Te veo muy bien... no sé... te noto distinta... —Tú estás preciosa. —… —… —¿Bueno, qué, Pura? ¿No vas a decirme qué ha cambiado en este tiempo? —En realidad lo único que ha pasado es que he intentado poner un poco de orden en mi vida. —¡Ah, qué interesante! ¿Necesitabas hacerlo? —Sabes que sí. —¿Y lo has conseguido? —Nnnnnnno del todo, todavía tengo asuntos pendientessss. Le solté la mano, su mirada me informaba de que yo era uno de aquellos asuntos. ¡Joder, Pura, si quieres decirme algo, dímelo de una maldita vez! Necesito que me cuentes, no me tengas así, necesito que me aclares qué pasa entre nosotras pero no pienso preguntártelo. Me debes una explicación y quiero saber de qué va todo esto, Pura. Dímelo o deja que me marche al hotel a hundir la nariz en la almohada. No puedo ser tu amiga después de haber besado tu cuerpo de principio a fin; no quiero tu amistad, así que no me hagas más daño y dime de una vez lo que espero oír.

PARELLADA Lorraine evitaba mirarme a los ojos y podía percibir que se sentía incómoda. Sabía que esperaba una explicación aunque no me la pidiera y desde que había vuelto de Francia no hacía más que pensar en ella, en qué palabras pronunciar. No podía obviar algo tan evidente. —Lorraine... sé que te debo una explicación y créeme que quiero dártela pero... —¿Pero? Déjalo, Pura, a buen entendedor po... —No, no, Lorraine no te levantes, no quiero que me malinterpretes. En realidad tengo tantas cosas que decirte sobre todas las tonterías que he hecho que... no sé bien por dónde comenzar. —Prueba a hacerlo por el principio. —No me sonrías así... ¿Te das cuenta de por qué me fui? —… —Soy demasiado complicada y solo puedo complicarte la vida. —En ese caso seré yo quien decida, ¿no? —Sí, pero no es necesario que elijas, no quiero ponerte en esa tesitura. ¿Lo entiendes? Podría pasarme el resto de la vida culpándome por haberlo fastidiado todo. —¿El resto de la vida? Evité el brillo de sus ojos mirando hacia otro lado, era yo quien se sentía incómoda aquella vez. —Lo que intento explicarte es que soy una tía con demasiados problemas. —Todos tenemos problemas... —Sí, pero mi problema es que nunca he estado segura de nada, siempre he huido de todo aquello que me implicara demasiado y cuando te conocí... empecé a sentir todo lo contrario... ¡Estoy cagada de miedo! —… —Lo único que puedo ofrecerte son mis miedos y mis inseguridades, es lo único que tengo. —¿Ofrecerme? Pura, estoy echa un lío. ¿Qué quieres ofrecerme y para qué? —... ¡Venga, Lorraine! ¿En serio no lo sabes? —estaba molesta, me costaba demasiado decir todo aquello y pretendía reírse de mí. —¿Sabías que Mendel demostró que la herencia...? —¿De qué coño me hablas? —Intento demostrarte cómo me siento cuando te oigo. No es que sea sorda, es decir, no es que no te haga caso sino que me hablas en un lenguaje que no conozco, me hablas de un tema que no entiendo... Pensé que habías cambiado, cuando creo estar segura de algo que sientes, un simple gesto basta para hacerme dudar de mi propio nombre... —Soy así, por eso no te conviene estar cerca de alguien como yo. —¡Pareces una madre! —Pues solo espero que no sea como la mía y ¡no te rías!, intento hablarte en serio... —No tengo ganas de reír, pero me haces gracia. —Una persona como tú, con una vida ordenada y tranquila, un trabajo que te encanta, una madre que es la hostia y una infancia feliz no se puede juntar con una rebelde sin causa como yo.

—¿Sin causa? —¡Joder, Lorraine, deja de reírte! Solo sé responsabilizar a los demás de mis penurias... —Sí, y también sabes machacarte la autoestima, ¿no? —¡Pff! ¿Autoestima? —No intentes controlar absolutamente todo, por mucho que te empeñes hay cosas que es mejor esperar a que ocurran solas. —Yo no tengo paciencia para eso... No la tengo —¿Y si yo te ayudara a conseguirla? —… —¿Dime? —Me llega muy hondo que te ofrezcas a algo así, casi diría que me pones cachonda, pero... hay que ser realistas. Lorraine, es imposible que esto funcione. —No puedo creer que precisamente tú que siempre dudas de todo, absolutamente todo, estés tan segura de que no va a funcionar. Sus palabras sonaron fuerte dentro de mi cabeza como si alguien hubiera tocado los platillos al lado de mis orejas. Retumbaban dentro de mí haciendo eco. Quizá fuera una de las grandes verdades que nadie se había atrevido a decirme, pero no tenía ningún derecho a hacerme despertar de un letargo en el que estaba tan a gusto. —Sé cómo soy... Lorraine, tú no me co... —Te conozco lo suficiente, Pura, como para saber que te empeñas en estar ciega. Para darte cuenta de que quizá solo por segunda vez en tu vida, después de Ro-cí-o, alguien está dispuesta a saber de ti tanto como tú sabes; ciega para ver que alguien está completamente convencida a entregarse aun sabiendo que puede tratarse de una partida perdida de antemano; ciega para ver que alguien quiere descubrir todo cuanto puedes ofrecer, todo lo que te empeñas en ocultar tras tu fachada frívola. ¡No me jodas diciéndome que no me convienes! Quizá sea yo la que no te convenga y, sin embargo, has venido hasta aquí con la esperanza de verme... Eres una estúpida por no querer ver lo que tienes delante. Pura, ya no te vale ir de víctima, agotaste tu papel. —… —No puedes estar toda la vida escondiéndote de ti misma, que en el fondo es lo que haces, solo que pretendes disfrazarlo con los demás. Eres lo único que tienes para siempre, ¿es que no te das cuenta? —¿¿En serio crees que no me doy cuenta?? Lucho cada día contra eso, ¡eres tú quién no lo entiende! Estoy bien así, llevo toda la vida de la misma manera y no me apetece cambiar. Esta gran mentira es cómoda y el precio que pague a cambio, a nadie le importa. —¿Acaso a ti no te importa negarte todo cuanto quieres? —¿¿Pero a ti qué coño te pasa?? Hay miles de tías o de tíos, porque ni siquiera sé si eres bollera, por ahí que pueden darte más que yo y complicarte menos la vida. Déjame en paz, Lorraine, no puedes hacerte una idea de lo difícil que sería todo para mí si estuviese contigo; eres una mujer y no quiero tener que volver a enfrentarme a eso... ¡¡Déjame en paz, Lorraine, dé-ja-me-en-paz!! Su mirada se llenó de lágrimas y mi corazón se encharcó con ellas, podía sentir su tristeza como si fuera mía. Tenía que echar a correr hacia cualquier sitio, lejos, muy lejos porque todo el dolor que llevaba dentro y que yo misma me provocaba se convertía en el sufrimiento de quien estuviese a mi lado. Lorraine no se lo merecía, precisamente Lorraine no. Ella no.

Se metió en el pantalón la tarjeta de la habitación, sacó tres euros del bolsillo para pagar el té que se había tomado y se marchó. Sentí cómo una gran parte de mí se desprendía y se marchaba con ella mientras no podía mover ni una sola parte de mi cuerpo.

¿BLANCO O TINTO? Lorraine salió corriendo de la cafetería con las lágrimas rodando por sus mejillas y Pura fumó sin cesar todos y cada uno de los cigarrillos de su recién estrenada cajetilla. Las dos sentían la misma pena, tan profunda, tan honda, que les dolía respirar... sin embargo, cada una lo vivía a su manera. Pura creía que se le iba a hacer un agujero en el estómago por donde imaginaba que desecharía toda la mierda que llevaba dentro. Fumaba, con los ojos enrojecidos por el tabaco y por su propio llanto contenido, y apretaba los dientes como si estuviese mordiendo algo imposible de desgarrar. Lorraine se maldecía por haberse ido, se obligaba a sentir odio por Pura por ser tan estúpida de negarse su propio deseo. Había sufrido tanto en tan poco tiempo por alguien que ni siquiera sabía a qué se dedicaba, que ya nunca volvería a ser la misma. Pura tenía una gran capacidad de destrucción y ella no estaba preparada para que nadie poco a poco la fuera consumiendo. Lorraine se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza con las sábanas. Ni siquiera se quitó los zapatos, quería desaparecer. Pura permaneció en la cafetería, mirando entre el humo la silla donde había estado Lorraine, quería desvanecerse lentamente hasta hacerse invisible. —¿Se encuentra bien, señora? —se acercó un camarero tal vez con la verdadera intención de conocer su estado de salud o con la verdadera intención de hacerle saber que no podía seguir ocupando una mesa a menos que volviera a consumir. Pura no le contestó—. ¿Señora? ¿Señora? ¿Se encuentra usted bien? Pura lo miró por encima del hombro, irritada por su osadía. ¿A él qué coño le importaba cómo se encontrase? Y con un gran esfuerzo y haciéndole un favor le preguntó cuánto debía con la mayor educación que pudo reunir. Cogió sus cosas y se marchó. Salió de la cafetería sin saber adónde ir. Se dio cuenta de que volvía a estar sola como realmente siempre lo había estado y de que lo único que tenía era su propia compañía, y le parecía patética. Si pudiese elegir, hubiese preferido estar lo más lejos posible de sí misma, era un auténtico monstruo. Caminaba por la calle con las manos metidas en los bolsillos con la imagen de Lorraine llorando en la cabeza, mirando a la gente que se cruzaba con ella y los locales por los que pasaba con una mirada hueca. Hasta que vio un cartel que llamó su atención, ¿dónde había visto aquel nombre? Venga Pura, Pura, intenta dar con ese momento porque puede ser realmente importante para ti. Y al final encontró la respuesta que estaba buscando. Era el mismo nombre que había leído descuidadamente en la tarjeta que Lorraine se había metido en el bolsillo, lo que significaba que en aquel hotel se hospedaba ella. Las piernas le fallaron y casi se cayó al suelo; se agarró a la pared y respiró hondo, por una vez iba a hacer lo que deseaba justo en el momento en que lo deseaba. —Por favor, ¿Lorraine? —preguntó al recepcionista. —Lo siento, señora, aquí no... —¡Oh, qué tonta! ¿Fátima, Fátima Toulouse? Es su madre, se hospedan aquí. —Señora... no nos está permitido darle esa información. Discúlpeme. —¡No! —elevó el tono de voz e inmediatamente se dio cuenta de que tenía que calmarse—.

NO, discúlpeme usted a mí, pero sé perfectamente que Fátima Toulouse y su hija Lorraine se hospedan en este hotel y, verá, se me ha olvidado preguntarle el número de habitación y tengo que decirle algo urgente. Muy urgente, ¿entiende? —Entiendo —Pura respiró aliviada—, sin embargo, no puedo facilitarle esa información, es confidencial. Si quiere dejarle algún mensaje... ¡Joder, qué tocapelotas! Pensó Pura e intentó tranquilizarse antes de liarse a hostias con aquel mequetrefe escrupulosamente competente. —Mire, sé que esto a usted no le interesa... —«una mierda», pensó— pero llevo tooooooooda la vida intentando luchar contra mis propias convicciones, contra mis miedos y contra toda la mierda que la gente ha intentado meterme en la cabeza. Hace casi dos meses viajé a Francia harta de mi vida y de mí misma y conocí a Lorraine. Siento que necesito estar a su lado aun sin saber si esto funcionará. Se lo suplico... Aquel recepcionista miraba a Pura en silencio. Apenas había cambiado su gesto impertérrito mientras Pura ocultaba la cara entre las manos apoyadas sobre la recepción lloriqueando. —Habitación 343. —Gracias. —A la derecha tiene el ascensor. Pura salió corriendo repitiendo en su cabeza «habitación 343», «habitación 343», «habitación 343». El ascensor tardaba demasiado en bajar y por poco no dejó su huella impresa en el botón. Décima planta, novena... no tenía la suficiente paciencia y subió por las escaleras. Corriendo, saltando los escalones de dos en dos, recibiendo algún que otro golpe en las espinillas, intentando ser tan ágil como sus cortas y torpes piernas le permitían. En situaciones así era cuando Pura se arrepentía de llevar una vida sedentaria. Siempre supo que no sería una superatleta, pero cuando intentaba correr y su cuerpo no seguía su urgencia, se sentía como una auténtica inútil. Llegó casi sin aire a la tercera planta, ni siquiera sabía si estaría Lorraine y se sentía tan arrollada por sus propios sentimientos que apenas se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Quería correr y corría a pesar de que pudiera ser demasiado tarde. Habitación 343, allí estaba. Pura se apoyó en el cerco de la puerta intentando respirar lo más acompasadamente posible. No dejaba de repetirse que no podía volver a cagarla, que no podía volver a cagarla, que no podía... Golpeó la puerta con los nudillos. Era de madera maciza y le dolió la mano. Silencio. Volvió a llamar, tres golpes secos: toe, toe, toe. Nadie respondió. Continuaba jadeando, aún respiraba entrecortadamente, apoyó su cabeza en la puerta y la golpeó de nuevo, esta vez con la mano abierta. Era tarde, nadie contestó. Apoyó su espalda contra la madera y se dejó caer hasta el suelo; tuvo ganas de llorar y lloró porque Lorraine no estaba allí para abrirle la puerta. No pudo acabar con la estupidez de «Te quiero, pero no puedo estar contigo porque estoy cagada». Había fracasado. Sin embargo, tal vez hubiera una pequeña grieta por la que se filtrase la luz en aquel oscuro túnel. Pura no sabía que Lorraine estaba dentro de la habitación con la sábana y la colcha cubriéndole por entero la cabeza, con una caja de pañuelos finísimos de papel a medio gastar en los que intentaba ahogar su llanto. Tal vez si cada una de ellas pensara en la otra con la misma fuerza, fuesen capaces la una de llamar por última vez a la puerta y la otra de conseguir escucharla. Sin embargo, aquello no era una película romántica sino la realidad, la brutal realidad que nadie podía dirigir y, a pesar de que el objeto del llanto en este caso fuera el mismo, ninguna de las dos sabía que era un momento único para decidir qué hacer. Pura desde el suelo sorbiéndose los mocos, tal y como le correspondía, aporreó la puerta

con el puño y Lorraine, secándose las lágrimas con un nuevo pañuelo, escuchó lejanos, amortiguados por la ropa de cama y por su propio gimoteo, los golpes en la puerta. Podría haber permanecido en la cama, haber obviado aquella llamada de alguien que posiblemente se hubiera equivocado o de alguien que no esperaba pero que en cualquier caso no quería ver, sin embargo, sin entender muy bien por qué, decidida a saber quién era, tal vez movida por la curiosidad, por su propia fe, por... se levantó de la cama. *** Apoyó su cuerpo contra la pared para guardar el equilibrio y pegó su oreja a la puerta intentando escuchar el más absoluto silencio. Agarró el picaporte con debilidad y el metal crujió entre sus dedos, un chasquido después Pura se había incorporado y estaba allí, frente a ella, mirándola. Lorraine asomó su nariz y sintió que el suelo firme bajo sus pies se convertía en arenas movedizas, también ella la miraba. Se observaban como si el tiempo yaciera muerto entre ellas... diciéndose sin palabras todo lo que jamás se habían atrevido a expresar. Se mezclaban la certeza del mutuo sentimiento y la intuición de en lo que podía llegar a convertirse. Un deseo conocido que inundaba el cuerpo de cada una del mismo modo en que el mar rompe contra una roca. Necesidad de sentirse dueñas de sí mismas, dueña de la otra. Amordazar cualquier reloj que osara marcar su tiempo juntas, expresarse lo que escapaba al entendimiento. Pura avanzó indecisa hacia Lorraine y Lorraine se agazapó tras la puerta, de alguna manera había aprendido a protegerse de ella. No quería volver a sentir el todo y después la nada, el vacío. Se estremecieron, la fuerza de sus miradas era insoportable y Pura se sostenía por la tensión de cada uno de sus músculos, Lorraine por la seguridad de aquella puerta maciza. Pura apretaba los labios intentando evitar que se escapasen las palabras no adecuadas y Lorraine entreabría ligeramente sus gruesos labios con la interrogación de qué había ido a hacer allí. —¡Oh, Dios mío, Lorraine, pensaba que ya era demasiado tarde! No quería decirte lo que te he dicho. Solo intento alejarte de mí, no quiero hacerte daño, pero no puedo dejar de pensar en ti, ¡coño!, estás en mí todo el santo día y no puedo ni quiero luchar contra eso. Gracias a ti me he dado cuenta de tantas cosas... Me has salvado de mí misma, tengo menos miedo, no soy un bicho raro y asqueroso, joder, Lorraine, no tenía planeado conocerte!, yo no quería tener que decirle esto a nadie ni sentir algo tan impresionante, me haces sentir importante, me devuelves la capacidad de ser dulce, inocente, loca, no merezco que alguien como tú se fije en mí. ¡Mira, estás tan buena!, es increíble que me esté pasando esto a mí, yo que siempre huyo de todo y de todos. Cúlpame y no vuelvas a verme más si no quieres, quizá yo en tu lugar ni siquiera estaría escuchándome, has puesto mi vida patas arriba y te necesito a ti para devolverle el orden que nunca ha tenido, ¡me estás volviendo loca, francesita! Lorraine... me duele tanto el alma... siento tanta presión aquí dentro... por favor, ayúdame a saber qué es esto... Te... te quiero como nunca he querido a nadie, necesito que sepas que soy capaz y necesito saberlo yo también, soy una gilipollas, lo sé, pero pídeme lo que quieras, en serio, lo que quieras, que te lo demostraré... aprenderé francés, disfrutaré del vino, seré más amable con los perros... no sé, qué puedo hacer... ¡cásate conmigo! —¿¿Cómo?? —¿Qué? —¿Qué has dicho?

—Nnn... no... no estoy segura. —¿Me has pedido que me case contigo? ¿Te has vuelto loca? —Estoy perdiendo la cabeza, ¡lo ves!, tú tienes la culpa. Ambas se echaron a reír. —Me parece que antes de que nos casemos, tengamos hijos y compremos unos cuantos perros —bromeó Lorraine con un gesto divertido que distaba mucho de la preocupada concentración con la que había estado escuchando a Pura intentando comprender algo de aquella verborrea—, va a ser mejor que lo intentemos a solas, juntas, tú y yo, sin más responsabilidad que nuestros propios sentimientos, ¿no crees? —la cogió del jersey y tiró hacia ella hasta aproximarla a su boca. Miró sus ojos y después sus labios. —Je t’aime, Pura. Creo que desde el primer día en que me amenazaste con aquella madera. Pura sintió que la tensión de los músculos de su cuerpo desaparecía y las piernas le flaquearon. Lorraine tuvo que agarrarla para que no cayera al suelo y así se fundieron en un beso tan dulce y excitante que acabaron sobre el colchón de la cama, demostrándose mutuamente el amor que sentían. Se convirtieron en sus propias y únicas dueñas y esclavas. Se entregaron la una a la otra como si fuera la primera vez que pudieran lamerse la piel, el primer contacto de sus bocas, las primeras caricias de sus manos, hasta que sus cuerpos quedaron exhaustos el uno junto al otro entre las sábanas. Ambas sabían que nada podía asegurarles que aquello fuera a salir bien, pero estaban convencidas de que debían hacer todo lo posible para conseguirlo. Así, Pura y Lorraine se encontraron en algún rincón del mundo y se salvaron la una a la otra de caer en la invalidez de un corazón vacío.

© Geovanna Galera, 2008 © Editorial EGALES, S.L. 2014 Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61 Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales.com

ISBN: 978-84-15899-75-4 © Fotografía de portada: Steve Vaccariello. Getty Images Diseño de portada: Nieves Guerra Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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