276545941-Cronicas-del-Far-West-de-BL-Miller.pdf

April 29, 2017 | Author: Nica Carra | Category: N/A
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B.L. Miller

&

Vada Foster

Indice Sinopsis

Capítulo 24

Créditos

Capítulo 25

Capítulo 1

Capítulo 26

Capítulo 2

Capítulo 27

Capítulo 3

Capítulo 28

Capítulo 4

Capítulo 29

Capítulo 5

Capítulo 30

Capítulo 6

Capítulo 31

Capítulo 7

Capítulo 32

Capítulo 8

Capítulo 33

Capítulo 9

Capítulo 34

Capítulo 10

Capítulo 35

Capítulo 11

Capítulo 36

Capítulo 12

Capítulo 37

Capítulo 13

Capítulo 38

Capítulo 14

Capítulo 39

Capítulo 15

Capítulo 40

Capítulo 16

Capítulo 41

Capítulo 17

Capítulo 42

Capítulo 18

Capítulo 43

Capítulo 19

Capítulo 44

Capítulo 20

Capítulo 45

Capítulo 21

Capítulo 46

Capítulo 22

Biografía de la autora

Capítulo 23

Sinopsis

L

a historia gira torno a dos mujeres: una pistolera mortal amargada por las injusticias de su pasado, y una suave soñadora que trata de escapar de los horrores de su presente.

Sus destinos se cruzan una tarde fatídica cuando la temida forajida toma la decisión de rescatar a una joven en apuros. Por su parte, Josie Hunter considera el breve encuentro llegado a su fin cuando la chica está a salvo, pero Rebecca Cameron tiene otras ideas...

Creditos Traducido por Garban y Xirant Corregido por Dardar Diseño de documento por Dardar Diseño de portada por Xirant Editado por Xenite4Ever 2015 Título original: Josie and Rebecca: The Western Chronicles

Nota de la última traductora: Este último esfuerzo va dedicado a Garban, por todo el enorme trabajo que hizo. Sin tu parte este texto no hubiera llegado hasta nosotras. Yo sólo terminé el camino.

Xirant

“Todo camino tiene un destino final. Aunque no se sepa cuál es”.

1. SOLA

L

os últimos rayos del sol cruzaban el solitario cañón, convirtiendo las rocosas paredes en un impresionante tapete en tonos anaranjados y marrones. Una solitaria jinete, sentada en lo alto de su dorada yegua, cabalgaba con su pelo azabache cayendo despreocupadamente sobre sus hombros. El ala de su negro Stetson, la protegía de la brillante bola de fuego que la cegaba mientras buscaba algún lugar seguro donde dormir. Descubrió una pequeña cueva a lo lejos y se inclinó para susurrarle a su montura. − Vamos Phoenix. Un poco más y descansaremos. Josie espoleó al caballo por el angosto camino con sus ojos alerta en todo momento. Habían pasado tan solo seis semanas desde que su banda había sido cazada en una emboscada mientras intentaban asaltar un tren en Missouri. Gracias a su agilidad mental y a sus pistolas, había conseguido mantenerse viva. Esperaba que Henry y Jonah también hubieran escapado. Los había visto dispersarse en direcciones opuestas para distraer y alejar de ella a las autoridades. Además, sabía que la emboscada había sido organizada por uno de sus hombres en un intento de matarla, seguramente, para cobrar la recompensa que existía por su cabeza. Haber sido vendida por mil dólares por con quien había cabalgado durante más de dos años, todavía le revolvía el estómago. Cuando había terminado de organizar el que sería su último golpe a un tren, no podía imaginar que antes de que finalizara el día, tendría que salir huyendo para salvar su vida con toda una caballería pisándole los talones, y sin saber la suerte corrida por sus otros dos compañeros de confianza. Cuando llegó a la entrada de la cueva, Josie desmontó y le quitó a Phoenix la silla de montar junto con todos sus otros pertrechos y alforjas. Ató la yegua a un árbol cercano y ésta inmediatamente comenzó a roer la hierba que crecía alrededor. La asaltadora cargó las pocas pertenencias que tenía y las llevó al interior de la fría cueva. No quedaba demasiado en las alforjas, ya que la

mayoría de las provisiones se quedaron esparcidas por el suelo en su huida y el fallido asalto al tren. Una vez acomodada, con un pequeño fuego con el que protegerse del frío, Josie comenzó a hacer inventario de todo lo que le quedaba, comenzando por sus ropas. Llevaba puestas sus botas negras, adornadas con unas espuelas plateadas cuyo sonido inconfundible era capaz de intimidar al más fiero de los bandidos. Sus piernas estaban cubiertas por unos mugrosos pantalones negros de algodón y, una fina camisa negra de manga larga y un chaleco de piel ceñían su torso. También llevaba un cinturón que le servía para algo más que sujetar sus pantalones, con un bolsillo secreto donde escondía una pequeña navaja. Si le atasen las manos a la espalda, el bolsillo quedaría en un lugar de fácil acceso. Ese pequeño secreto le había salvado la vida en más de una ocasión. Un sucio pañuelo gris le rodeaba el cuello y su negro Stetson descansaba cerca de ella. Éstas eran las únicas ropas que ahora tenía. Sus armas eran las posesiones más preciadas que conservaba. Dos Colt Peacemakers reposaban, siempre inquietas, en sus fundas a lo largo de sus piernas y sujetas por un cinto a sus esbeltos muslos. Un Winchester 73 en una funda de piel que todavía estaba sujeto a la silla de montar. A Josie le quedaban menos de seis balas con qué utilizarlo al haber gastado el resto en su huida. Cada bota contenía un cuchillo Bowie y todavía conservaba su látigo, a pesar de que aparentaba más corto que cuando era nuevo. Rebuscando entre su alforjas nuevamente, no encontró dinero ni carne seca, nada en absoluto que pudiera usar. Solo una botellita de tinta y una pluma gastada en un saquillo y un tenedor y una cuchara en otro. Tampoco tenía ninguna sartén u olla donde cocinar algo para comer. Quitándole la funda de piel a su cantimplora, puso el recipiente junto al fuego y calentó un poco de agua. Deseaba tener más de una cantimplora. Los días eran demasiado calurosos como para cabalgar y necesitar rellenarla al menos en dos ocasiones. Josie había seguido el cauce seco del río sabiendo que, posiblemente, daría con algún pueblo. Sin ninguna manta con la que cubrirse, apoyó su cabeza sobre la silla de montar, y se preparó para dormir un poco.

2. El rescate

J

osie puso a Phoenix al galope en dirección a los gritos de auxilio de una mujer que se escuchaban a lo lejos. Se bajó del caballo de un salto y, con el sigilo de un gato, se arrastró hasta el borde del claro de donde provenían los alaridos. Vio a dos desarrapados hombres sujetando a una joven y, a un tercero, que le manoseaba el pecho. − ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño, chicos?−. Su voz paralizó al tercer hombre, quien se giró y buscó su pistola para desenfundarla. Las manos de Josie fueron más rápidas y logró dispararle dos veces antes incluso de que este hubiera terminado de sacar su arma. Los otros dos soltaron a la mujer y buscaron sus pistolas. La rápida mujer disparó dos veces más logrando abatirlos. A decir verdad, podía haber matado al primer hombre de un solo disparo, pero sentía que quería atravesarlo con una segunda bala por haber intentado violar a la aterrorizada mujer. La rubia mujer permanecía en el suelo en posición fetal. Josie no podía verle la cara ya que ésta permanecía oculta tras sus manos. Pero la salvadora podía asegurar que estaba llorando. Encogiéndose de hombros, la pistolera se giró y se dirigió hacia donde los hombres yacían sobre sus propios charcos de sangre. Apartó de una patada las pistolas de sus cuerpos, y les registró los bolsillos en busca de algunas monedas o algo que pudiera serle útil. El que había intentado arrancarle las ropas a la joven tenía un bolsillo lleno de dinero confederado. Con un movimiento de negación de su cabeza, Josie lanzó los billetes sobre la inerte figura del suelo. − El Sur no se levantará otra vez…y tú tampoco lo harás, Johnny.− Se irguió y silbó fuertemente. Phoenix paró de masticar la hierba y trotó obedientemente junto a su dueña. La pistolera colgó los tres cinturones con sus pistolas de su silla de montar, y metió las monedas y dos cuchillos que le había cogido a los hombres, en sus alforjas. Después de asegurar las riendas, puso el pie en el estribo y subió elegantemente a la silla de montar. Hizo chasquear su lengua y el caballo comenzó a trotar. El sonido de los cascos perturbó el estupor de la muchacha.

− ¡Espera!−, gritó la mujer mientras se alzaba sobre sus pies.− No puedes dejarme aquí, − dijo mirando la sangre que manaba de los hombres muertos en el suelo. − Por favor, − añadió despacio. El agudo oído de Josie captó el miedo absoluto y la llamada de socorro en la voz de la joven. Soltando el aire por la boca, tiró de las riendas del caballo y lo hizo andar hasta situarse junto a la mujer. − ¿Cuál es tu nombre, chica?−, preguntó con su tono de voz más intimidante.

− Re-rebeca, − tartamudeó mirando hacia arriba a la mujer que le había salvado la vida. Vestida toda de negro, a excepción del pañuelo al cuello, la alta mujer parecía la misma muerte a los ojos de la inexperta granjera. El único indicio de humanidad que podía ver en el cincelado rostro de su cara eran sus penetrantes ojos azules. − ¿Tienes una casa por aquí?−. Preguntó la pistolera. − N-no. Vivo en Chancetown. Josie refunfuñó para sus adentros. Chancetown estaba a varias horas a caballo en la dirección opuesta. Mirando alrededor, la jinete no vio signo alguno de caballos. − ¿Dónde están sus caballos?, − preguntó. − Uh…− Rebeca agitó su cabeza.− Tenían un carromato…pero no sé… − Voy a echar un vistazo a ver si lo encuentro. ¡Quédate aquí!− ordenó Josie a la vez que arreaba a Phoenix y se dirigía hacia la pradera. Pasaron dos horas antes de que regresara. Rebeca estaba sentada, una vez más, hecha un ovillo y tan lejos como le era posible de los hombres que yacían muertos en el suelo. Cuando se acercó, Josie advirtió que los buitres comenzaban a sobrevolarlos formando círculos. Detuvo el caballo delante de la joven. Rebeca alzó la cabeza sin decir nada. − Encontré el carromato. Se había despeñado por el barranco. Tuve que sacrificar los caballos. − ¿Cómo volveré a casa?− preguntó Rebeca en un susurro a punto de quebrársele la voz. Nunca antes había estado lejos de su casa, y ahora estaba con una mujer que acababa de matar a tres hombres.

Josie señaló con su dedo en dirección a la ciudad más próxima. − Ve en aquella dirección. A pie no tardarás más de un día en llegar. La muchacha asintió con la cabeza y lentamente comenzó a alejarse. Josie se debatió en una lucha interna consigo misma durante unos minutos antes de indicarle a Phoenix que siguiera a la chica hasta alcanzarla. Rebeca se detuvo cuando la mujer de negro desmontó de su caballo. − Sube, te llevaré hasta las afueras del pueblo. Rebeca miró hacia arriba en dirección a la majestuosa yegua. − Él es enorme. − ¡ELLA es un caballo!, se supone que tienen que ser grandes, − gruñó Josie. Rebeca se movió rápidamente para poner el pie en el estribo. Pero su largo vestido y la parte baja de sus enaguas hacían ésta tarea imposible. Josie la agarró y la tiró al suelo. − Abre las piernas. Rebeca la miró horrorizada. Josie le cogió un tobillo y le separó las piernas. Antes de que la joven pudiera protestar, sacó un cuchillo de su bota y traspasó el material desde la cadera hacia abajo llegando a la altura de las rodillas. Después de guardar su cuchillo, agarró la falda rasgada con ambas manos y tiró hasta terminar de hacerla jirones. − Ponte de pie.− Josie no hizo el menor esfuerzo en ayudar a levantarse a la horrorizada joven. Rebeca se levantó, todavía bastante asustada de la pistolera. Josie alzó a la rubia hasta ponerla sobre la silla de montar y luego subió ella colocándose detrás. Los desgarrados bajos del vestido de la joven se agitaban por el viento mientras cabalgaban hacia Chancetown. Rebeca se agarraba con ambas manos a la silla de montar, mientras los cascos del enorme caballo se iban comiendo el largo camino. Las manos de Josie descansaban sobre sus propios muslos, mientras sujetaba con la mano izquierda las

riendas. Nunca se encontraba cómoda con el contacto físico a no ser que se tratara de una pelea. La asustada muchacha necesitaba ser reconfortada, pero ésta era una habilidad que los forajidos no habían desarrollado todavía. Todo lo que quería era llevar a la rubia a su casa y, después, volver a sus propios asuntos. − Um… ¿puedo preguntarte algo?− dijo Rebeca tímidamente. − Acabas de hacerlo − respondió irónicamente. − Oh, bien, creo que lo hice. Me-me preguntaba cómo te llamabas. Así podría agradecerte adecuadamente el haberme salvado la vida. − ¿Estás segura de que quieres saberlo, chica? − se mofó Josie. La joven sentada delante de ella asintió con la cabeza −. Mi nombre es Josie Hunter. Rebeca se puso rígida y se agarró aún más fuerte a la silla de montar. − Josie Hunter, ¿la forajida? ¿El Terror de los Trenes?− Se detuvo cuando se dio cuenta de que quizás, esos apelativos, no le sentarían bien a la mujer armada que tenía justo detrás. − La misma, − contestó Josie.− ¿Alguna pregunta más? − ¿Qué?, oh, no Jo… quiero decir… − Quieres decir que vas a quedarte calladita, y que no me molestarás o si no te mataré sin siquiera pestañear − dijo Josie firmemente. Rebeca apretó sus labios y juró hacer exactamente eso.

3. Chancetown

R

ebeca tenía ya los nudillos blancos de agarrarse tan fuerte a la silla de montar. Josie tiró de las riendas al ver los primeros signos de civilización. Sin decir una sola palabra, desmontó y esperó a que la joven mujer hiciera lo mismo para así tomar su propio camino. A Rebeca le llevó un momento soltarse de su agarradero y desmontar. − Espera, no vas a dejarme aquí sola, ¿verdad? − Chancetown está ahí mismo. Josie arreó a Phoenix y comenzó a alejarse, dejando a la rubia allí de pie. La rubia se dio la vuelta y se encaminó hacia su pueblo no tan excitada como debería estarlo, sabiendo muy bien la razón del por qué. Cuando Rebeca llegó a la calle principal, no sabía decir qué, pero observó que la gente se paraba para mirarla descaradamente. La mujer del dueño de la tienda de alimentos la reconoció, y cubriendo sus hombros con una manta, acompañó a la maltrecha joven a la casa del doctor. El doctor mandó a su hijo a casa de la joven para informar a la familia de que su hija se encontraba allí. Mientras esperaba a que la examinaran, se miró en un espejo y entendió por qué todo el mundo parecía tan preocupado. Iba hecha un desastre. Su vestido estaba completamente arruinado por culpa del cuchillo de la forajida y salpicado de las manchas de sangre de aquellos hombres. Llevaba todo el pelo alborotado y trocitos de hierba se adherían a él. Rebeca tuvo que protestar vigorosamente para convencer al doctor de que no había necesidad alguna de hacerle una exploración íntima. El Sheriff llegó al mismo tiempo que sus padres. Su madre echó un rápido vistazo a sus ropas destrozadas y rompió a llorar. Su padre la miró con el ceño fruncido. − ¿Cómo has podido permitir que te pasara algo así?− bramó mientras daba un paso más cerca de ella con el brazo alzado. El Sheriff Shelman se interpuso entre ambos. − Cálmate Caleb. Todavía no sabemos lo que ha pasado. No tiene sentido azotar a la chica por algo que no conocemos si ha hecho o no. El fornido Sheriff esperó hasta que el enfadado hombre comenzase a bajar su mano, para entonces encarar a Rebeca, que se encontraba envuelta en el fuerte abrazo de su madre. − Chica, ¿qué te ha pasado?− preguntó.

A Rebeca le tomó un momento deshacerse de los brazos de Sarah. − Me encontraba en los pastos cuando tres hombres en una caravana se detuvieron y me preguntaron si podía decirles cómo llegar a Chancetown. Mientras se lo estaba indicando a uno de ellos, los otros dos vinieron por detrás y me agarraron. Me tiraron dentro del carromato y me llevaron con ellos. Yo…− fue interrumpida por la enfadada voz de su padre. − ¿Y se lo permitiste?− gritó al tiempo que avanzaba un paso en dirección a ella. El Sheriff volvió su cabeza y le ofreció una mirada de advertencia. − No se lo permití − gritó.− Intenté escaparme, pero eran tres y… − ¿Te hirieron, niña?− preguntó Sarah a su hija con cierto tono de preocupación en su voz. − Iban a hacerlo. Pero me salvaron. − ¿Te salvaron?− preguntó su padre incrédulo.− ¿Quién te rescató? − Josie Hunt…− comenzó a decir el nombre completo, pero entonces, se detuvo segura de lo que la pistolera le haría si se enterara de que le había contado al Sheriff que rondaba por la zona. Inmediatamente añadió…− Creo-creo que ese es el nombre que me dijo. Pero estaba tan aturdida que quizás no lo entendí bien. − ¿Estás intentando decirnos que Josie Hunter te salvó?− dijo Caleb muy enfadado.− ¿Arrastrarme hasta aquí por un sinsentido de éste calibre?− Miró entonces a su mujer.− Todo esto es por tu culpa. Por dejarla soñar despierta y permitirle leer todos esos libros. Nada bueno puede venir de leer libros. Debería estar aprendiendo cómo ser una buena esposa en lugar de tener la nariz, todo el día, pegada a esos malditos libros. − Pero padre, yo…− una sonora bofetada la hizo callar inmediatamente. Sarah gritó, pero no hizo nada para detener a su esposo. − ¡Mírate!− le señaló su desaliñado pelo y sus ropas harapientas − porque no hay mucha diferencia entre tú y las furcias que trabajan en el saloon.− Agarró a Rebeca del antebrazo apretándolo dolorosamente.− Sube inmediatamente al carromato, chica. ¿Me oyes? − S-sí. Me hace daño.− Se quejó mientras se le clavaban sus dedos en la piel. Sarah sabía que era mejor no intervenir. Dio unos pasos atrás y rezó para que su marido no la golpeara en frente del Sheriff. − Te voy a golpear como nunca cuando volvamos a casa − le susurró al oído, de modo que solo Rebeca pudiera escucharle. Las visiones de su padre

azotándola pasaron por su mente. Comenzó a agitar la cabeza y a forcejear para soltarse. − No, padre, por favor. No hice nada malo. − Estás mintiendo, chica. Inventando historias de forajidas que te rescatan. Porque incluso yo sé que, esa zorra asesina, ha matado junto con su banda a todo ser humano que se interponía en su camino. Es un demonio. Y de ninguna manera iba a arriesgar su pellejo por salvarte a ti.− La abofeteó antes de subirla al carromato y, a empujones, la envió a la parte de atrás. Ni siquiera se molestó en ayudar a subir a Sarah. El Sheriff Shelman se acercó y en silencio le ofreció la mano. Caleb se acomodó en su lado y agitó las riendas ignorando las lágrimas de su hija. El Sheriff los observó alejarse. Sus ojos mirando los tristes verdes en la parte trasera del carromato. El Doctor Thompson se acercó a él. − ¿Cree que estaba diciendo la verdad?− preguntó el Sheriff. − Es difícil de saber. Pero si era cierto, sería mucho mejor que en estos momentos estuviera con esa forajida que con su padre. El Doctor decidió no comentar los moratones descoloridos que había encontrado por todo el cuerpo de la joven cuando la examinó. − Sabes muy bien cómo son las cosas, Doc.− El Sheriff tenía conocimiento de todo, incluso de lo violento del temperamento de Caleb. Lo había echado a patadas tantas veces del saloon y durante tantos años, como para saber lo mal que le sentaba el alcohol al granjero. Era obvio que Caleb ya había pillado, esa mañana, su habitual borrachera. Rebeca seguía despierta, con las lágrimas todavía brotando de sus ojos. Estaba demasiado asustada como para dormirse. Nada más llegar a la granja, su padre la había llevado a empujones al establo, y la había castigado violentamente con su cinturón de piel hasta que, desesperada, le contó una historia que él pudiera creer. Le contó que se había encontrado con un joven del pueblo que quería acompañarla. Cuando ella se negó, este la golpeó y la dejó a muchas millas de casa. Él sonrió, y aceptó ésta historia volviéndola a magullar por haber mentido a cerca de la forajida y los tres hombres. Y unos cuantos azotes más por haberse alejado tanto. Sólo cuando su fornido brazo comenzó a dolerle de tanto agitarlo al pegarle, tiró el cinturón al suelo y se largó del establo. Rebeca se desplomó sobre el suelo, y los últimos sonidos que pudo escuchar fue la voz de su padre maldiciéndola de camino a la casa. Solo cuando estuvo segura de que él estaría lo suficientemente borracho como para caer inconsciente, se atrevió a salir del establo para entrar en su hogar. Su hermana Kate y su madre, la ayudaron a asearse y a ponerle ungüento sobre la multitud

de cardenales y cortes que tenía en su espalda y piernas. Por alguna razón, Caleb descargaba su furia en Rebeca muchísimo más a menudo que en las otras dos mujeres. Sarah sospechaba que se debía a que no importaba lo mucho que Caleb la golpeara, él nunca podría atravesar su alma. Ahora, tumbada en la cama, con su cuerpo dolorido en pura agonía, Rebeca se preguntaba por qué había decidido volver. Intentó girarse y rabió de dolor cuando la fina sábana le rozó las tiernas heridas. Un fuerte golpe en el piso de abajo le confirmó que su padre se había despertado de su borrachera. El miedo a sufrir otra paliza la aterrorizaba. Ésta no era forma de vivir, pensó. Cuando lo oyó subir las escaleras, escuchó cómo maldecía a su problemática hija, y que lo único que esperaba era que, esa maldita necia, no arruinara la oportunidad de encontrar un marido. Rebeca esperó hasta escuchar los ronquidos que provenían de la habitación de sus padres para saltar de la cama. Caminó con mucho cuidado, tratando de no hacer crujir los tablones de madera que hacían las veces de suelo, para no despertar a Kate, quien dormía sonoramente al otro lado de la habitación. Cogiendo un vestido de campesina del montón de la ropa sucia, y agarrando un par de zapatos, salió silenciosamente de la habitación y se dirigió escaleras abajo. Después de vestirse rápidamente, encontró una pluma y un poco de tinta con la que escribió una nota a su madre y a su hermana, contándoles que las quería mucho, y que pronto les escribiría. Una vez lejos de la granja, Rebeca se dio cuenta de que no tenía la menor idea de hacia dónde dirigirse. Además de su hogar, Chancetown era el otro único sitio que ella conocía. Sin ser realmente consciente de lo que hacía, se encontró a sí misma caminando a lo largo de la calle principal de la ciudad. El Sheriff Shelman salió del saloon justo cuando ella pasaba por delante. − Un momento chica. ¿A dónde vas? Rebeca lo miró presa del pánico. Aquellos ojos le recordaron al Sheriff los de un corderillo asustado. − Yo-yo…− no estaba segura de lo que decirle. − Por favor, no diga nada − le pidió finalmente. − Ven aquí.− La cogió del brazo con mucho cuidado. − No, por favor, no puedo volver…por favor, − suplicó. − Tranquilízate, chica, − dijo a la vez que abría las puertas de su oficina. Encendió un candil y le indicó a la muchacha que se sentara, a la vez que él se disponía a hacer lo mismo al otro lado de su escritorio.− ¿Tienes algo de dinero? − No.

Abrió un cajón y sacó una pequeña bolsa. Abriéndola, sacó dos dólares y se los ofreció. − Ya sé que no es mucho, pero no puedes largarte por ahí sin nada. Cogió el dinero y se lo metió en la bota. − No sé cómo agradecérselo, − comenzó Rebecca. El Sheriff la cortó con un movimiento de mano. − No me lo agradezcas, chica. Conozco a tu padre. Debía haberle parado los pies hace mucho tiempo. Será mejor que estés lejos de aquí antes de que salga el sol y descubra que te has largado.− Rebeca se puso en pie.− ¿Hacia dónde te diriges? − El Oeste − dijo mientras abría la puerta.

4. Serpientes

R

ebeca intentó seguir las huellas de la forajida, pero la media luna que brillaba aquella noche no cooperaba demasiado. Temerosa de su padre, puso su vida en pos de sus propios pasos y, finalmente, volvió a encontrar el rastro que buscaba para comenzar una nueva vida. Su vestido de campesina le estaba pegado a la piel cuando el anochecer, compasivamente, llegó. El estómago de Rebeca no paraba de rugir y su boca estaba pastosa. Sus pies le pesaban como el hierro mientras caminaba, sin estar siquiera segura de que las huellas de cascos que seguía, pertenecían al dorado caballo. Un buitre volaba sobre su cabeza anunciando con horribles graznidos su llegada. La cansada mujer estaba a medio camino entre el andar de un payaso y el de una persona normal y corriente. El abrasador naranja del atardecer le cegaba los ojos ante cualquier peligro. Solo el chivato tintineo, le dio una idea del peligro que la amenazaba. Rebeca se quedó totalmente paralizada, con sus ojos totalmente abiertos por el horror. No era solamente una serpiente cascabel. Descuidadamente, se había metido en todo un nido de éstas mortales criaturas. La que tenía a su izquierda comenzó a moverse en ninguna dirección en particular. El corazón le latía tan fuertemente en su pecho, que estaba segura de que le rompería las costillas. Preparada para mover sus pies, éstos no estaban dispuestos a hacerle caso. La cascabel reptó por el suelo sacando y escondiendo, mecánicamente, la lengua en su boca. Por el rabillo del ojo, Rebeca vio otras serpientes comenzando a desenrollarse y a reptar hacia ella. Un desgarrador grito surcó el viento, y sus pies recobraron la vida comenzando a correr para alejarse de las venenosas criaturas. Volviendo a encontrar el rastro perdido, Rebeca corrió lo más rápido que pudo, sus pulmones abrasándola por el esfuerzo. Juraría haber escuchado los cascos de un caballo a lo lejos, o eran, simplemente, los latidos de su corazón que bombeaban la sangre a toda prisa. Tropezando con una gran piedra, sintió que su cara era lo primero que chocaba contra el polvoriento suelo. En la penumbra, la enorme yegua apenas la había visto tendida en el suelo. Solo en el último segundo,

Phoenix había conseguido ladear la cabeza y desviarse para evitar pisar a la muchacha. − ¡Sooo! Josie miró a su alrededor buscando signos de más gente. No viendo a nadie más, desmontó y reparó en una conocida cara llena de mugre de ojos verdes. Casi se echó a reír por lo ridícula de la situación. Con tono severo preguntó − ¿Has sido tú la que ha dado ese grito tan horripilante? − Sí, había serpientes, un montón, y… − ¿Y gritaste de esa forma por unas cuantas serpientes?− preguntó Josie incrédula.− Te he escuchado a varias millas de distancia. − Estaba asustada. Había tantísimas.− Rebeca, lentamente, se alzó sobre sus pies, sus músculos protestando por el esfuerzo. − No deberías andar por aquí.− Josie volvió a echarle un vistazo a la chica.− Te dejé en aquella ciudad. − No podía quedarme allí por más tiempo.− Sin decir una palabra, Josie se inclinó hacia delante sobre Phoenix. − No me sigas, chica − le advirtió antes de poner su caballo al galope de vuelta a su campamento. Realmente su cena se había arruinado. La había dejado asándose al fuego cuando escuchó aquel espantoso alarido cruzando el cañón. La hambrienta forajida se juró a sí misma que si volvía a ver a aquella molesta mocosa otra vez, la mataría de un solo disparo.

5. La cena

E

nojada ante aquel pedazo de carne negro como el tizón que, se suponía iba a ser su cena, Josie lo pateó lanzándolo a varios pies de distancia. Sacando su cuchillo de la bota, se marchó en busca de otro conejo. Estaba totalmente oscuro, lo cual hacía su caza todavía más difícil. Dos horas más tarde, un enorme conejo fue preparado e insertado en otro palo para ser cocinado. Josie se sentó sobre una gran roca y comenzó a desmontar y limpiar una de sus pistolas. Por motivos de seguridad siempre llevaba consigo un arma cargada. El juego de luces del confortable fuego, se reflejaba en el majestuoso metal, mientras lenta y metódicamente, pulía su arma. Una vez hubo terminado con sus dos Colt Peacemaker, fue a por su Winchester. Josie acababa de abrir el percutor del rifle cuando escuchó, claramente, los sonidos de alguien acercándose a ella. Quienquiera que fuera, estaba haciendo demasiado ruido como para que se tratara de una emboscada, pero la forajida posó su mano sobre su revolver por si acaso. Una rama debió golpear a la muchacha, porque Josie escuchó, inmediatamente, una voz familiar maldiciendo. Relajó su agarre sobre la culata de su Colt. − Será mejor que salgas de ahí si no quieres que lo haga yo a balazos − gritó de forma amenazante. Rebeca caminó torpemente por entre los matorrales hasta llegar al claro donde se encontraba el pequeño campamento. Las llamas iluminaban el ceño fruncido de la forajida. − Te dije que no me siguieras − dijo Josie con cara de pocos amigos y volviéndose para atender su cena. − Lo siento. Es solo que tenía hambre y frío y olí tu comida y…bueno, supongo que simplemente seguí mi olfato…− dijo Rebeca andándose un poco por las ramas. Pero decidió callarse cuando vio la cara de enfado de la forajida. Josie no dijo nada, y volvió su atención al conejo que seguía cocinando. Insegura sobre lo que hacer, Rebeca se adelantó

unos pasos más y se sentó con su rostro apenas visible a la luz de las llamas. Permaneció inmóvil mientras observaba cómo la morena limpiaba su rifle y la comida que, irremediablemente, iba a quemarse. − Vas a echarlo a perder, − dijo claramente, aunque por dentro estaba de lo más nerviosa. Josie la miró. − Me refiero al conejo. Se está quemando. Maldiciendo en voz alta, Josie se inclinó sobre él y lo giró un poco. Parte de la piel del animal estaba un poco ennegrecida, pero la mayoría de la carne estaba todavía en buen estado. Sin decir una sola palabra más, se volvió a echar hacia atrás y continuó limpiando su arma. Ésta vez, sin embargo, le siguió echando un vistazo a su cena con el rabillo del ojo. Rebeca miraba mientras Josie cortaba un pedazo de carne y lo dejaba sobre una tabla lisa a modo de plato improvisado. La pistolera fileteaba los trozos de carne con mucha destreza. Pinchándolos con el cuchillo, se comió la mitad del conejo mientras la otra mujer, hambrienta, la observaba. La morena la miró. − Toma − dijo ofreciéndole un cacho de carne en la tabla. − Venga, sé que estás hambrienta. Tu estómago hace tanto ruido como tu boca. − A Josie no le importaba reconocer que, gracias a la advertencia de la chica, este conejo se había salvado de ser también chamuscado. Rebeca se acercó tímidamente y cogió la tabla. Una vez que el “plato” estuvo en sus manos, el olor del conejo asado hizo desaparecer todos sus miedos. Se sentó a tan solo unos pies de Josie y comenzó a engullir la carne. − Mmm…está tan bueno…mmm….no he probado bocado desde…oh, por cierto, gracias. No sabía si ibas a…mmm…darme algo…aunque debieras…por haber salvado tu cena. La ceja de Josie se alzó de manera acentuada mientras que el resto de su cara permanecía impasible e ilegible. Rebeca estaba segura de haber hablado de más y siguió comiendo, en silencio, mientras sus ojos no se separaban de la cantimplora. − Ten − dijo Josie con tono inexpresivo mientras le acercaba el agua. − Intenta no acabártela toda. − Rebeca le hizo caso y tan solo bebió unos

traguitos antes de devolvérsela. Su sed apenas estaba saciada, pero decidió no tomar más. Josie sabía, por el peso de la cantimplora, que la muchacha apenas había bebido. Los verdes ojos seguían posados en el recipiente. Maldiciéndose interiormente, le devolvió el agua a la chica. Rebeca sonrió y vació el contenido. La rubia dejó la tabla en el polvoriento suelo una vez hubo terminado y bajó su cabeza fijando la mirada en el suelo. − Y ahora, ¿QUÉ? − gruñó Josie sin dejar de trabajar en su Winchester. − Lo siento, pero es que se está tan calentito junto al fuego.− Miró alrededor.− Y no hay serpientes. − Hazte tu maldito fuego, − masculló la forajida, pero suficientemente claro y fuerte como para que la rubia la escuchara. Rebeca asintió con la cabeza, se alzó sobre sus pies, y comenzó a buscar alrededor. − Gracias por el agua y la comida, − dijo mientras se alejaba y esperando que la pistolera le ofreciera quedarse con ella. No oyó ni una sola palabra. Rebeca se alejó, pero tan solo hasta donde podía ver el campamento desde los arbustos. Se sentó en el suelo y apoyó su espalda contra el tronco de un árbol con su mirada enfocada hacia la mujer que permanecía junto al fuego. Se quedó durmiendo con la visión de Josie atizando la lumbre y preparando los troncos para pasar la noche. Silenciosamente, Josie se deslizó hasta donde sabía que la muchacha descansaba. La luz de la pálida luna pasó por entre las hojas de los árboles e iluminó la dormida cara. Fue entonces cuando advirtió los moratones que no pertenecían al día anterior. − No me extraña que te escaparas, − pensó Josie para sí misma.− Pero yo no voy a hacer de tu maldita niñera.

6. La sombra

R

ebeca despertó con los brillantes rayos del sol acariciándole el rostro. Rápidamente se levantó sobre sus pies contrayéndose por el dolor en su cuerpo. La pistolera se había marchado. Se acercó al campamento y pasó su mano sobre las brasas ya extintas. Estaban frías. Ignorando el dolor en sus pies y piernas, Rebeca se propuso seguirla. A medida que avanzaba, se preguntaba si la forajida sabía que había dormido a tan solo unos pies de distancia. Intentó recordar las historias que se contaban de Josie. Los detalles eran incompletos para ella, pero la información general la tenía muy clara. A Josie se la buscaba en más de la mitad de los Estados por una razón u otra. Lideraba una banda que se dedicaba a asaltar trenes y diligencias. Rebeca había leído que el asalto a los trenes era la especialidad de la mujer de negro. Se corría el rumor de que “El Terror de los Asaltos a Trenes” era la responsable de no menos de cien muertes, asaltos y robos. Rebeca intentó asociar la imagen de la forajida con la que había leído, y luego con la que había conocido. Josie aparecía en montones de las noveluchas que ella devoraba sentada sobre un barril del mercado, mientras su madre se dedicaba a hacer las compras. Pero la mujer descrita en esas historias apenas se parecía, a excepción de por el nombre, a la exótica mujer malhumorada que había compartido su comida con ella la pasada noche. ¿Por qué alguien como ella, considerada por todos como el mismísimo Demonio, iba a rescatarla de aquellos bandidos y a repartir su cena? Seguramente la habría dejado a su suerte o incluso la habría matado. No, no era para nada un demonio. Había algo bueno en ella, de eso Rebeca estaba segura. Se preguntaba qué le habrían hecho a aquella mujer de ojos tan intensamente azules, para convertirse en una de las mujeres más temibles de todo el Oeste. Siguió las huellas de Phoenix durante el resto del día, descansando tan solo unos minutos en un pequeño riachuelo, para refrescar su cara y beber todo lo que pudiera sin atragantarse. No sabía cuanta ventaja le llevaba Josie, pero no quería que la distancia aumentase. Sus pies protestaban a cada paso, y sus piernas se quejaban a cada zancada.

Rebeca no entendía por qué estaba tan obcecada en seguir a la pistolera. Solo sabía que tenía que hacerlo. Ascendiendo una pequeña colina, Josie advirtió los signos de un campamento no muy lejos de allí. Un rápido vistazo a los caballos y tiendas, le indicaron la presencia de, al menos, cinco personas acampadas. Tres de ellos estaban enfrascados en una partida de cartas. No veía a ningún otro. Apremiando a Phoenix para bajar la colina, pensó en la rubia. Estaba segura de que la estaba siguiendo. Desmontó y se escondió junto a Phoenix por entre el follaje de los árboles. Sabía que en menos de una hora, la muchacha aparecería a lo lejos. Josie no fue la única que se dio cuenta de la presencia de la granjera deambulando por el camino. Uno de los hombres del campamento, que había ido a una posición más elevada para aliviarse a sí mismo, la vio y avisó a sus compañeros. − ¡Hey chicos!, adivinad lo que nos trae el camino.− Cinco hombres más subieron hasta donde estaba el primero para averiguar a qué se debía tal alboroto. Josie se movió silenciosamente dando un paso atrás para ocultarse un poco más. − Thomas, − dijo el primer hombre en voz baja, aunque Josie podía escucharlo perfectamente, − Tú y John ir hacia allá.− Se dirigió a los demás hombres.− Mike y Sam, por allá. Rich y yo nos quedaremos aquí. La rodearemos.− Todos sonrieron lascivamente. Si había algo que Josie odiaba, era una panda de hombres tratando de tomar a una jovencita por la fuerza. Poniendo sus manos sobre sus Colt, dio un paso adelante saliendo de la protección de los árboles. − ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño? ¿O es que tan solo podéis con muchachitas indefensas? Dos de los hombres intentaron alcanzar sus armas, pero las balas de Josie volaron alcanzando a ambos. − ¿Alguien más quiere intentarlo? Rebeca escuchó los disparos y se asustó. Se agachó junto al arbusto más cercano y rezó para que ninguna parte de su vestido quedara al

descubierto. Hubo un intercambio de disparos antes de que llegara un largo período de silencio. − Ya puedes salir, chica, − dijo Josie con tono de enfado. Rebeca, muy despacio, se alzó de entre los arbustos y miró a la forajida. Josie se bajó ágilmente de su silla de montar y con tres largas zancadas llegó hasta Rebeca. − Tú no oyes bien ¿verdad? He tenido que matar a seis hombres para evitar que te violaran. Eso hace un total de nueve hombres muertos con mis manos por tu culpa.− Rebeca no sabía qué decir. Se sentía mal por aquellas defunciones. − Lo siento, − dijo dócilmente. En un visto y no visto, la pistola de Josie le apuntaba, justo, la nariz. Escuchó el inconfundible sonido del percutor al prepararse. − No lo sientas tanto y trata de hacerlo algo mejor. Encuentra la manera de salvar tu propio pellejo. Estoy harta de hacerlo por ti.− Miró a la pensativa rubia.− Debería matarte ahora mismo y así me aseguraría de que no me molestarías más. Rebeca no dijo nada ya que estaba concentrada en el revolver que tenía pegado a su nariz. Decidiendo que ya había dicho todo lo que tenía que decir, Josie enfundó su arma volviendo el percutor delicadamente a su posición original. Se montó en Phoenix y volvió al campamento de aquellos hombres.

7. Repartiendo el botin

J

osie hizo inventario de los enseres que le habían dejado aquellos bandidos. Los hombres estaban bien abastecidos. Había gran cantidad de comida y otros bártulos que le serían de utilidad. Las armas no merecían la pena, ya que las suyas propias eran, con diferencia, muchísimo mejor. Pero sí que cogió algo de munición que guardó en un saquito que metió en sus alforjas. Nunca se tienen demasiadas balas, pensó. Estaba a punto de entrar en las tiendas para buscar el mejor saco de dormir cuando escuchó a Rebeca vomitar por entre los arbustos. Maldiciéndose mentalmente, Josie se acercó a la chica. Rebeca estaba limpiándose la boca cuando Josie se le acercó. − Te dije que no me siguieras. ¿Qué parte es la que no has entendido?, − dijo la pistolera malhumorada, aunque interiormente preocupada por la palidez en el rostro de la rubia, cosa que acentuaba aún más sus moratones. − Te he entendido perfectamente, − respondió Rebeca enfadada. Le daba vergüenza que la viera así, al fin y al cabo aquellos hombres eran unos bandidos. Pero la imagen de esos cuerpos inertes tendidos en el suelo todavía afectaba a la inocente chica.− No puedes llevarte todas sus cosas, así que no veo motivo alguno por el que yo no pueda coger algo. Al fin y al cabo yo también necesito algunas cosas. − ¡Sírvete tú misma, niña!, dijo Josie. − Mi nombre es Rebeca, − contestó. ¡Y no soy una niña! − Eso me da exactamente igual − contestó revolviendo los cacharros de los bandidos. Saliendo de una tienda con su nuevo saco de dormir en la mano, Josie advirtió el estofado de carne que se estaba calentando. Mirando la hoguera supo que Rebeca había echado más troncos para avivar el fuego, y que ahora estaba cocinando algo de la comida que encontró. El estómago de la pistolera gruñó por la mezcla de olores tan suculentos

que de allí emanaban y que le recordaban a las comidas tan sabrosas de antaño. − Hay más que suficiente para las dos, − dijo Rebeca mientras removía el estofado de ternera. Mantenía sus ojos fijos en la comida temerosa de la mirada de irritación de la forajida. − Quiero decir que no hay razón alguna para malgastarla. Es más, la carne no aguantará todo el camino, y si nosotras no nos la comemos, entonces los buitres lo harán. Josie admitió que tenía razón y su estómago volvió a gruñir ante la idea de disfrutar de una comida decente. Sin decir nada, la pistolera continuó revolviéndolo todo en busca de algo que les sirviera. Volvió con una pala plegable, unos trozos de pedernal, unos dólares, unas monedas, dos cantimploras más y algunas ropas de repuesto. Sus alforjas estaban repletas de muchas más cosas de las que necesitaba para cuando Rebeca le anunció que la comida ya estaba lista. La rubia esperó unos minutos hasta que Josie se acercara y cogiera el plato de estofado antes de servirse el suyo propio. Le pasó la cantimplora de agua. La pistolera no hizo el menor esfuerzo por cogerla, concentrada como estaba, en engullir aquella suculenta comida. Dejando el recipiente de agua en el suelo entre las dos, Rebeca volvió la atención a su cena. Iba a servirse algo más de estofado, cuando vio a Josie acercarse con el plato en la mano. La rubia sonrió mientras le servía un poco más. Después de rebañar el plato con el último pedazo de pan del campamento, Josie lo dejó, junto a los cubiertos, en el suelo. Y con un seco “gracias”, se levantó y desapareció. Rebeca permaneció sentada junto al fuego que comenzaba a extinguirse, con miedo tanto de irse como de quedarse. La enorme yegua descansaba a unos pocos pies de distancia pastando hierba, así que, con toda seguridad, la morena volvería. Eligiendo entre lanzarse a lo desconocido y la asesina que ya había intentado matarla, Rebeca decidió permanecer junto al fuego. Intentaba mantenerlo encendido, pero la mayor parte de las llamas se habían prácticamente consumido. Quedaban apenas unos rescoldos y la granjera empezaba a preguntarse si realmente la pistolera volvería, a pesar de la evidencia de que Phoenix seguía ahí. − ¿Todavía estás aquí?

Rebeca dio un salto al oír la voz de Josie, justamente, detrás suya. La pistolera pasó de largo hasta el otro lado del fuego y dejó caer unos cuantos troncos en el suelo. Cogió un hacha y comenzó a partirlos para hacer astillas e ir echándolas directamente al fuego. − N-no sabía si debía irme o no. Quiero decir, no me gustaría que tuvieras que matar a alguien más o algo así, − dijo Rebeca nerviosamente. Josie no dijo nada y continuó con los troncos. Sin saber qué más hacer, la joven se levantó y caminó alrededor del campamento hasta llegar a donde se encontraban atados todavía los caballos de aquellos bandidos. Registrándoles las alforjas, encontró una pluma y un poco de tinta. No halló ningún trozo de papel o pergamino. Escudriñando un poco más, tan solo se topó con apenas unos fragmentos de papel y una Biblia de bolsillo. Había una página en blanco al principio del Santo libro, pero Rebeca no se atrevía a usarla. Una vez dobló la esquina de una página de la Biblia de su padre y recibió una paliza tremenda. Volviendo a dejar el libro donde lo encontró, regresó junto al fuego. Josie había terminado de cortar la leña y estaba ahora limpiando uno de sus revólveres. Colocándose en una posición en la que pudiera ver lo que hacía la pistolera, pero sin estar demasiado cerca, se sentó. Los largos dedos de la forajida se movían ágilmente por el suave metal, sacándole brillo con un viejo y tiznado trozo de tela. Rebeca escuchó el suave clic del tambor al abrirse para frotarlo. Las horas parecía volar mientras Josie limpiaba todas sus armas y la rubia la observaba. El acogedor fuego, su estómago saciado y el hipnótico ritmo de los dedos de Josie moviéndose sobre le metal, sirvieron para arrullar a Rebeca que cayó inmediatamente dormida. La pistolera la observó durante unos minutos antes de taparla con una de las mantas. Horas más tarde, Josie todavía permanecía sentada, intentando descifrar por qué aquella fastidiosa granjera se empeñaba en seguirla.

8. Masontown − ¡Levántate!, − la llamó Josie bruscamente al mismo tiempo que la zarandeaba con la punta de su bota. −Hhhuummmrrphhff…..− y aquel bulto durmiente se acurrucó bajo las mantas. −Levántate ahora mismo o te dejo aquí, − la amenazó Josie. Rebeca inmediatamente se puso en pie intentando despejar su cabeza.− Tienes un minuto para hacer un viaje a los arbustos, después me marcho. − ¿Y el desayuno?, − gimoteó mientras se estiraba. Josie la miró con el ceño fruncido. −No puedes viajar vestida así, − dijo señalando el traje de granjera y los zapatos de medio tacón. − ¿Y qué es lo que se supone que debo llevar?, − gritó mientras se dirigía hacia los arbustos. Josie caminó hasta el interior de una tienda y sacó dos camisas y un par de pantalones. Haciéndolos una bola y lanzándolos encima de la manta de Rebeca, la pistolera buscó al pequeño hombre propietario de esas ropas. −Póntelas, − dijo Josie señalando el montón de ropa que ahora incluía unas botas camperas y un Stetson beige. Rebeca cogió la ropa y la miró, luego a la tienda y luego a Josie otra vez.− No voy a esperar todo el día, − dijo la forajida mientras se cruzaba de brazos y le levantaba una ceja a la rubia. − Lo siento, − susurró Rebeca. Alcanzó el primer botón y comenzó a deshacerlo, entonces miró a la pistolera. Josie frunció el cejo y murmuró una maldición antes de darse la vuelta y asegurar, por segunda vez, las alforjas y cinchas de Phoenix. Rebeca rápidamente se desvistió y se puso los pantalones. Eran demasiado anchos y grandes para ella.− ¿Y el corset?, − preguntó.

− Estarás más cómoda sin él, − fue la respuesta. Se lo quitó y se deslizó dentro de la holgada camisa. − Te ensillaré uno de esos caballos, − se ofreció Josie. Rebeca estaba tirando de sus nuevas botas para meterse dentro cuando Josie comenzó a preparar el caballo. − No se….montar sola, − protestó aun cuando la pistolera estaba ensillando al más pequeño de los equinos.− Me dan miedo los caballos. Cuando era pequeña, uno me dio una coz y desde entonces no puedo montar sola. ¿No podría montar contigo, por favor? Me siento segura cuando tú estás detrás mío.− Josie miró los inocentes y verdes ojos de la rubia y supo, que ésta era totalmente sincera en lo que decía. Así y todo no era factible cabalgar las dos juntas durante un largo período de tiempo. Sería demasiado duro para la bestia, además de incómodo para Josie. Josie se encontraba únicamente a gusto junto a una mujer en la cama. Y una vez terminaba de hacerle el amor, entonces necesitaba su espacio. Encogiéndose de hombros, ató sus nuevas pertenencias. Planeaba coger dos de los caballos de esos hombres, pero si Rebeca no iba a montar, no había razón para ello. Terminó de ensillar al pequeño corcel, montó sobre Phoenix e, inclinándose hacia delante, miró a la granjera cuya cara curiosa la observaba a la expectativa. − Entonces irás a pie, − dijo sin ningún tono de emoción en su voz.− No puedo cargarle peso extra a Phoenix con este calor.− Chasqueó la lengua y la dorada yegua comenzó a moverse, seguida del pequeño corcel. Con un suspiro, la rubia se conformó y cerró la procesión. A medida que avanzaba la mañana, Rebeca se iba quedando más y más atrás. Sus pies le dolían muchísimo por todo lo que anduvo el día anterior y, por supuesto, no se encontraba tan fresca como la descansada yegua. Su estómago vacío gruñía, y su habitual predisposición y vitalidad se estaban viniendo, visiblemente, más abajo. − ¡Josie!, − llamó a la mujer que iba por delante.− ¡Josie, por favor, espera!, − la joven vio cómo los caballos se detenían. Cuando fue obvio que Josie no iba a acercarse para ver lo que quería, Rebeca comenzó un pequeño trote antes de que la pistolera cambiara de opinión y comenzara a cabalgar de nuevo. Llegó hasta donde se encontraban jinete y caballo mientras sus pulmones luchaban por tomar el aire.

− No puedo caminar más, − dijo fastidiada.− Los pies me están matando y estoy hambrienta ¿Es que las forajidas no comen?− El tono en la voz de Rebeca y los pucheros de su cara, hicieron que Josie soltara una risotada. Se giró e intentó mostrar un semblante serio. − Sí, solemos comernos a las granjeras bajitas y rubias para el desayuno. Y no veas la suerte que tengo de tener una tan cerca. Rebeca elevó su mano para palmear el muslo de la pistolera, pero la fría mirada en aquellos ojos azules hizo que se lo pensara dos veces. Dejó caer la mano y murmuró, − Hablo en serio. ¿Podemos parar y comer algo?... ¿por favor? − Oh, vale.− Josie se deslizó de lomos de su caballo y, buscando algún lugar sobre el que reposar, descubrió una pequeña arboleda en lo alto de un cerro.− ¿Puedes caminar hasta allá?, − dijo señalando aquel peculiar oasis en la distancia. Rebeca asintió con la cabeza y desesperadamente comenzó a subir la colina. Josie observó cómo la rubia se alejaba y una sonrisa vino a su cara. Sacudió la cabeza y se preguntó, no por primera vez, qué diablos la había poseído para permitirle a la rubia que le hablara con ese descaro y, más aún, que le permitiera hacer aquel viaje con ella. Rebeca se echó en el suelo apoyando se espalda contra el tronco de un gran roble, y se quitó las botas de sus doloridos pies. Se le habían formado numerosas ampollas, y muchas de ellas se habían reventado dejando sus pies prácticamente en carne viva. También se quitó los calcetines para que sus pies descalzos sintieran el frescor de la suave brisa. Josie ató los caballos a la sombra, a unos metros de distancia, y buscó entre sus alforjas algo de cecina para comer. Desató la correa de la cantimplora que estaba sujeta a su silla de montar y se acercó donde la rubia yacía sobre la hierba. Entornó los ojos al ver en el estado en el que se encontraban los pies de Rebeca y, mentalmente, quiso patearse al culo al haber insistido en que aquella pobre mujer caminara. Se arrodilló junto a la rubia y le ofreció la cantimplora en una de sus manos y un trozo de cecina con la otra. Al cerrar sus ojos Rebeca se había casi dormido, pero cuando notó la cantimplora contra su mano, los abrió y sonrió. − Gracias, − dijo agradecida acercando sus labios secos al recipiente y

bebió unos cuantos tragos largos. Tosió cuando un poco de aquel refrescante líquido se coló por el conducto equivocado. − Despacio,− la amonestó Josie.− no te haría ningún bien si te atragantases hasta ahogarte.− Desde donde se encontraba, podía ver perfectamente los oscuros moratones que cubrían la preciosa cara de aquella inocente chica, además de otras marcas que, evidentemente, habían sido causadas mucho antes. Josie puso su dedo debajo de la barbilla de Rebeca y le giró la cabeza para verlas mejor. − ¿Quién te hizo esto?, − preguntó despacio. A Rebeca se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas mientras observaba cómo la pistolera la examinaba. Bajó lentamente la cabeza y Josie la soltó. − Mi padre. − Alguien debería darle a probar su propia medicina, − susurró Josie con los dientes apretados. Se prometió a sí misma que si alguna vez se topaba con aquel hombre, gustosamente, le daría una lección. Rebeca agitó su cabeza, y las lágrimas contenidas en sus ojos comenzaron a resbalar por sus mejillas. − En realidad no es un hombre malo, − protestó.− Era un buen padre. Muy estricto de pequeñas, pero justo. Cuando a mi hermano lo mataron en la guerra, se le partió el corazón. Entonces comenzó a beber y, cuando bebe… − No hace falta que me lo digas, he estado con muchos de esa clase de hombres. No deberías excusarlo. Lo que le ocurrió a tu hermano no tiene nada que ver contigo. − Lo sé, pero… − ¡No!, − dijo Josie severamente. Se acordó de su propio padre, el hombre más amable y noble que había conocido, y deseó que aquella inocente chica, hubiera podido criarse en un ambiente tan seguro y afectuoso como el suyo.− Un padre jamás debería hacerle daño a su hijo, no importa el motivo.− Sintiendo sus propias emociones salir a la superficie, se levantó rápidamente abochornada, y dejó vagar sus ojos libremente como si estuviera buscando algo.− Ahora vuelvo, − dijo bruscamente. Se

dirigió hacia una aglomeración de arbustos y en unos segundos desapareció de la vista de Rebeca. La joven granjera no imaginaba qué podía haber causado tan repentina marcha, a menos, claro está, que buscara un lugar donde aliviarse. Con un suspiro, Rebeca comenzó a masticar la cecina seca. Parecía que su apetito había desaparecido, incluso pensó en tirar su comida, pero recapacitó y se dio de cuenta que, más tarde, posiblemente se arrepentiría. Se guardó el trozo de carne seca en el bolsillo y se tumbó sobre la hierba esperando a que la pistolera retornara. Josie estaba de pie, mirando aquella bola humana que permanecía todavía bajo el árbol. La cara de Rebeca estaba totalmente relajada mientras dormía, sus labios ligeramente abiertos. Qué inocente le parecía en ese momento a la morena, a pesar de que ya no era ninguna chiquilla. Josie calculó que debía tener alrededor de dieciocho años, más mayor que cuando ella decidió seguir los pasos de su propio destino. Y se encontró a sí misma deseando proteger a aquella mujer de cualquier abuso que pudiera sufrir. − ¡Hey, despierta perezosa!, − dijo suavemente. Rebeca todavía respiraba rítmicamente, así que la salteadora se arrodilló junto a ella y dijo algo más fuerte, − traje el postre.− Los verdes ojos se abrieron inmediatamente y observaron a Josie, quien sostenía su chaleco entre sus manos con un gran bulto que caía hacia abajo. − ¿Postre?− Rebeca bostezó y se estiró. Josie dejó el chaleco en el suelo para dejar ver un montón de gordas y maduras moras. Una enorme sonrisa cruzó la cara de Rebeca. Su apetito volvió con voracidad con aquellas frutas tan apetitosas. Cogió una y se la metió en la boca, empujándola hacia arriba con su lengua hasta aplastarla contra su paladar y así esparcir el jugo y disfrutar su sabor.− Ohhh, estoy el cielo, − dijo cogiendo otra con su mano. Josie la miraba mientras unas detrás de otras desaparecieron. − Oh, lo siento. No prendía comérmelas todas. Iré a coger unas cuantas para ti.− Rebeca comenzó a levantarse pero Josie le puso una mano sobre el hombro. − No es necesario. Comí un montón mientras las recogía. Vuelve a sentarte y deja que le eche un vistazo a tus pies.− Se sentó en la hierba y puso los pies de Rebeca sobre su muslo. Estaban demasiado tiernos como para volver a intentar ponerle las botas si no cicatrizaban antes un poco.−

Me temo que no podrás volver a llevar esas botas en un tiempo. − ¡Oh, maldición!, comenzaban a gustarme, − dijo sarcásticamente. − Quédate aquí, − dijo Josie levantándose y dirigiéndose hacia sus alforjas, de donde sacó un rollo de venda. Volvió junto a Rebeca y una vez más, cogió sus pies entre sus manos. Con mucho cuidado vendó cada uno de ellos y luego la sujetó haciendo un nudo alrededor de sus tobillos.− No queda muy sexy, pero al menos te protegerá de la suciedad mientras te cicatrizan.− Josie se levantó y le ofreció sus manos a la joven, quien se aferró fuertemente a ellas. Josie tiró enérgicamente, y cuando la rubia se alzó, inmediatamente la cogió en brazos y se dirigió hacia Phoenix. Volvió a dejarla suavemente de pie en el suelo para así poder cogerla de la cintura y alzarla sobre la parte trasera del caballo. − Parece ser que al final tu deseo se ha hecho realidad,− dijo mientras se subía ágilmente sobre la silla de montar.− Pon los brazos alrededor de mi cintura y agárrate fuerte,− dijo Josie mientras ponía en marcha a Phoenix. Ambas mujeres se encontraban sumidas en sus propios pensamientos mientras cruzaban el Oeste. Rebeca se sujetaba pegada a la espalda de la morena a la vez que se movía arriba y abajo al ritmo del caballo, con los recuerdos del doloroso pasado que dejaba atrás en su cabeza. − Sooo.− Josie tiró de las riendas de Phoenix para detenerlo justo antes de llegar a los límites de la ciudad.− Bájate, − dijo mientras miraba cómo Rebeca se resbalaba hacia abajo. − ¿Qué ocurre?− preguntó la furtiva mientras veía cómo la salteadora rebuscaba en sus alforjas y sacaba el vestido de granjera. − Póntelo, − dijo Josie ofreciéndole la prenda.− No querrás ser vista conmigo. Será más fácil para ti si llevas tus propias ropas. Así estarás a salvo. − ¡Espera!, ¿es que no vienes conmigo?− Rebeca miró hacia arriba y posó suavemente su mano sobre el muslo de la pistolera. − No. No es seguro para mí. Ya sabes, han puesto precio a mi cabeza.− Miró hacia abajo y enarcó una ceja. Rebeca tragó fuerte y retiró su mano.

− Lo siento. Es una costumbre, supongo. Me gusta tocar a las personas mientras hablo con ellas.− Un silencio momentáneo cayó entre ambas.− ¿Quieres que te consiga algo? Quiero decir, puedo ir y traerte algo. − ¿Y esperas que confíe en ti con mi dinero en tus manos?, − preguntó Josie incrédula. − Todavía no te he mentido. Y no tenía el por qué haberme ofrecido.− Rebeca se sentía herida por su desconfianza. Los azules ojos de Josie la miraron tratando de encontrar algún signo de engaño. La cara de la joven era pura inocencia y honestidad. Aunque cautelosa, Josie decidió darle una oportunidad. Había demasiadas cosas que precisaba y que no podían encontrarse en la llanura. − De acuerdo. Confiaré en ti, − dijo Josie mientras desmontaba. Antes de que Rebeca pudiera reaccionar, las manos de la forajida se agarraron a las de la rubia dolorosamente.− Pero si me traicionas, te enviaré con tu Creador en menos que canta un gallo.− Sus palabras eran firmes y amenazadoras. − S-sí. Por favor, me haces daño.− Miró las manos que la estrujaban y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Josie la dejó ir y se giró hacia sus alforjas. − ¿Sabes leer? − Por supuesto que sé leer. También sé escribir. De hecho soy una muy buena escritora, aunque esté feo que yo lo diga. La mayoría de las cosas que escribo son poemas o cuentos para niños, pero lo que realmente me gustaría, es convertirme en una novelista de verdad, ya sabes, escribir historias de personajes famosos y lugares… - Solo te pregunté si sabías leer.− dijo Josie molesta. Sacó la tinta, la pluma y el papel, y escribió una lista con todas las cosas que necesitaba. El total debía ser algo menos de dos dólares y medio. Podía permitirse perder eso si la engañaba. Dándole la nota a Rebeca, dijo, − no le digas a nadie para quién es todo esto, y no le menciones a nadie mi nombre. Cuando lo tengas todo vuelve aquí. − Vale. Rebeca mantenía la mirada firme, pero por dentro, estaba disfrutando de ver que se le brindaba la oportunidad de ayudar a la mujer que le había salvado la vida en dos ocasiones.

MasonTown era la típica ciudad del Oeste. Varios edificios pequeños formaban lo que era la calle principal, y un enorme establo se situaba justo al final de la ciudad. Estaba dotada de los servicios típicos: la oficina de telégrafos, la cárcel, el Saloon, la herrería, el banco, el hotel, un almacén de víveres y la casa del doctor. Rápidamente, Rebeca sacó la lista y comenzó a buscar todo lo que en ella había escrito. Estaba en el almacén cogiendo lo último que necesitaba de la lista de Josie, una bobina de hilo fino para coser, cuando se acercó al mostrador y oyó al dueño y a otro hombre hablando. Se detuvo al final del mueble y escuchó. A juzgar por la estrella de plata que uno de ellos llevaba en el chaleco, a la altura del pecho, este debía ser el sheriff. −… te estoy diciendo que de ninguna forma vamos a poder salvar el pellejo ni nuestras pertenencias. Yo digo que les entreguemos lo que nos piden y les roguemos que nos dejen, al menos, vivir. − Mike, ¿qué te hace suponer que van a coger el dinero y largarse así sin más? Aunque nos rindamos, nos matarán. Yo digo que luchemos, − dijo el sheriff.− Si podemos conseguir los suficientes hombres para apostarlos en los tejados, les prepararíamos una emboscada. No podemos simplemente sentarnos y esperar que nos sacrifiquen como al ganado. Rebeca avanzó un poco y colocó todas las compras sobre el mostrador. El sheriff tocó el ala de su sombrero con los dedos y lo bajó ligeramente a modo de saludo ante la desconocida dama. Mike sonrió mientras lo empaquetaba todo. − Dos dólares, señorita. − ¿De quienes están ustedes hablando?, − preguntó mientras le daba las monedas al tendero. − Usted no es de por aquí, ¿verdad?, − preguntó Mike. − No, solo estoy de paso. − Bien, en ese caso espero que su esposo vaya bien armado. Nosotros ni siquiera tenemos los medios para combatirlos.− Miró al tendero y luego otra vez a Rebeca.− Le sugiero que vuelvan por donde han venido, señorita. Un granjero cuyas tierras se encuentran cerca del cerro, dijo que vio el campamento ayer mismo, a unos días a caballo de aquí. Calculo que llegarán con las primeras luces del alba de mañana.

Cuando Rebeca se dirigió hacia las afueras de la ciudad, vio una gran multitud de mujeres y niños. Había escuchado las historias que se contaban a cerca de la Banda de los Caram. Ni siquiera los niños estaban a salvo de esos asesinos. Aumentó la marcha y sus pies protestaron por el abuso. Sus zapatos eran mejores que las botas, pero aun así le producían bastante dolor. Josie salió de detrás de unos árboles después de asegurarse de que Rebeca venía sola. − ¿Lo conseguiste todo?, − le preguntó mientras se acercaba. − Sí. Josie, ¿has oído hablar de la Banda de los Caram? − No hay ni uno decente en el lote, por lo que he escuchado, − dijo mientras le cogía de las manos a Rebeca los enseres comprados y se los ordenaba en sus alforjas. − Van a cabalgar hacia MasonTown mañana. − Entonces será mejor que pongamos algo de distancia entre MasonTown y nosotras antes de que el sol se ponga, − dijo la pistolera mientras aseguraba las correas que sujetaban sus pertenencias. Rebeca se acercó a ella atónita, incapaz de creer que una mujer pudiera ser tan insensible ante el peligro que se avecinaba a esas personas inocentes. Josie miró hacia atrás para asegurarse de que la joven granjera la seguía. Rebeca se volvió sobre sus talones y se fue en dirección a la ciudad. − ¿A dónde vas?, − preguntó la forajida. Sin volverse, Rebeca contestó − Voy a hacer lo que pueda para ayudar a esa gente. − Conseguirás que te maten y eso no le servirá a nadie de ayuda, − dijo Josie bruscamente. Rebeca se detuvo y dijo sobre su hombro, − Es posible. Pero al menos lo habré intentado.− Reanudó la marcha. No había caminado más que unas pocas yardas cuando Josie le gritó: − ¿Qué planes tienen?− Josie no podía ver la sonrisa que asomaba en los labios de Rebeca, porque cuando volvió la cara hacia donde la pistolera se encontraba, ésta se puso seria.

− Oí decir al sheriff que no creía que pudieran hacer frente a la Banda. Josie, hay niños en la ciudad y a esos asesinos no les importará. − ¿Qué te hace pensar que a mí sí? − No lo sé.− Rebeca miró fijamente a los ojos azules de la pistolera. En ésta ocasión fue Josie quien rompió el contacto visual. Le ponía nerviosa.− Supongo que solo pienso que serías incapaz de dejar que le ocurriera algo a esos niños. − Si voy a esa ciudad, me colgarán del cuello antes del anochecer. − No lo harán. Josie, tú eres su única esperanza. Ven a la ciudad conmigo. Hablaremos con la gente. Estoy segura de que querrán que les ayudes. − No puedo ir a la ciudad, Rebeca. Es demasiado peligroso. ¿Sabes lo que te harán incluso a ti si descubren que estás conmigo? − Si la Banda de los Caram destruye ésta ciudad, Chancetown será la próxima. Tienen que escucharme. Tengo una idea. Quédate aquí.− Rebeca se dio la vuelta y se dirigió hacia la ciudad, ignorando el daño en sus más que castigadas piernas y las rozaduras en sus tiernos pies. − Será mejor que sea una buena idea, − murmuró Josie para sí misma mientras volvía al cobijo de los árboles. Una fina sonrisa afloró a sus labios cuando se dio cuenta de que, una vez más, su astuta compañera la había vuelto a embaucar. Si había algo que la pistolera odiaba, era esperar. Pasó al menos una hora antes de que oyera el tintineo de unos arneses y se arrastrara por entre los árboles para averiguar de quién se trataba. Rebeca conducía un carromato hacia donde Josie esperaba. Un hombre se sentaba a su lado y un segundo permanecía en la parte posterior del carro. Josie seguía escondida entre los arbustos, a pesar de que sus sentidos le decían que aquel trío tenía mucho más que temer de ella que al revés. Ninguno iba armado. El que lucía una estrella de plata sobre el chaleco llevaba unas pistoleras, pero éstas estaban vacías. Y el más mayor parecía como si en toda su vida jamás hubiera empuñado un arma. − ¿Josie?, − la llamó Rebeca entornando los ojos buscando a la mujer vestida de negro. Pasaron unos incómodos segundos antes de que la pistolera se dejara ver con sus manos posadas ligeramente sobre la culata de sus pistolas.− Bien, sabía que esperarías. Este es el Alcalde

Mcgregor, − dijo señalando al corpulento hombre de su izquierda.− Y éste es Tom Glance, el sheriff de MasonTown. − Señora, − dijo Tom saludándola con un movimiento de su sombrero. Josie asintió con la cabeza a cada uno de los hombres. El sheriff había decidido correr un gran riesgo al encontrarse con una asesina sin ir armado, y para colmo de todo, estaba siendo amable y cortés. − Sheriff, entiendo que usted necesita ayuda para mantener a la Banda de los Caram alejados de su ciudad. Gustosamente haré lo que esté en mi mano, pero necesito ciertas garantías antes que nada. − Lo que sea. No somos ricos ni nada por el estilo. Pero podemos prometerle cuanto tengamos. − Todo lo que necesito es algo de avena para mi caballo y algo de carne de cerdo salada. − ¿Es eso todo?, − Tom la miró incrédulo. No tenía sentido que ésta forajida ni siquiera hubiera mencionado el dinero. Por supuesto que él no iba a hacerlo. Josie imaginó lo que estaba pensando y le dirigió una fiera sonrisa. − Señor, si lo que quisiera de su ciudad fuera el dinero, al alba no quedaría nada para esa banda de asesinos.− Recorrió con sus largos y finos dedos el contorno de la culata de sus pistolas. Satisfecha de haber llegado a una especie de acuerdo, Josie silbó para llamar a Phoenix. A pesar del murmullo por parte de algunos de los ciudadanos de MasonTown a cerca “del plan suicida organizado por aquella perversa mujer”, Josie consiguió situarlos en sus posiciones para el anochecer. A ambos finales de la calle principal, unos hombres esperaban con unos carromatos preparados para evitar que la banda escapara. Sobre los tejados, y vigilando la calle, los más jóvenes y mujeres que no sabían cómo manejar un arma, aguardaban con botellas llenas de aceite y cerillas de sulfuro. Si Josie y los demás hombres armados no podían pararlos, el plan era lanzar las botellas ardiendo sobre ellos. Esperaba que aquello no llegara a suceder, porque los edificios de madera podían arder fácilmente y reducirlo todo a cenizas. Una vez terminados todos los preparativos, lo único que quedaba hacer era esperar. Josie permanecía atrincherada en lo alto de un edificio, con sus ojos continuamente alerta en dirección a la calle principal y a la extensión de tierra yerma que circundaba la ciudad. Rebeca, de buen grado aceptó esperarla en la

cárcel. Josie no creía que el saloon de la ciudad fuera un lugar seguro para la joven granjera. Dos horas después del amanecer, una nube de polvo en la lejanía les alertaba de la proximidad de la Banda de los Caram. Josie dio la señal de aviso con su mano a los demás para que estuviesen listos. Como imaginaba, la Banda se movía de forma despreocupada, esperando un fácil botín de aquella pequeña y desolada ciudad. Todos los ciudadanos permanecían escondidos mientras la veintena de asesinos cruzaban la ciudad. Una vez que el último de los forajidos hubo pasado los carromatos, Josie dejó escapar un grito de guerra Cerotee. El sonido tuvo el efecto deseado. Los Caram se sintieron momentáneamente confusos mientras buscaban la procedencia de aquel aullido. Al mismo tiempo, los hombres movieron los carromatos bloqueándoles las salidas. Por las ventanas de cada tienda de la ciudad, asomaban rifles que los apuntaban y rodeaban. John Caram, el jefe de la Banda, vio a Josie e inmediatamente comprendió la trampa. − ¡Mujer!, has cometido un gran error. ¿Crees que vamos a dejar que una panda de granjeros y una india piel roja nos detenga?− Buscó su arma, Josie disparó su Winchester una vez y lo alcanzó limpiamente en el hombro derecho. La pistola voló de su mano mientras bramaba de dolor. − ¿Alguien más quiere probar algo de esto?, − se mofó mientras volvía a apuntar su arma, esta vez contra la cabeza de John. – Te sugiero que mantengas a tus hombres lejos de sus armas a menos que queráis saludar a San Pedro antes del anochecer. Rebeca estaba atenta a todo lo que pasaba desde su segura posición en la cárcel del sheriff. Había estado de pie junto a la puerta hasta que el sonido del Winchester hiciera que se escurriera detrás del escritorio. Solo se atrevió a salir cuando escuchó los gritos de alegría del pueblo entero. Dando un paso afuera del edificio, se asustó cuando una mano fuerte le tapó la boca y la empujó hacia el callejón. Rebeca forcejeó brevemente antes de que se diera cuenta de que se trataba de Josie. − Rebeca, necesito que me ayudes a conseguir las provisiones que me prometieron y llevarlas al valle, a una milla al oeste de aquí, − dijo Josie a la vez que soltaba a la rubia de su agarre. − Pero…

− ¿Realmente piensas que el sheriff me va a dejar marchar? Hay una recompensa de mil dólares por mi cabeza. − Pero tú les ayudaste a salvar la ciudad… − Ahora no les importa eso. Les he sido de utilidad, ahora pensarán en el dinero. Tengo que desaparecer de aquí. Si no quieres ayudarme, está bien.− Se giró para marcharse y Rebeca la alcanzó y la cogió del brazo. − Josie, estaré allí. Déjame el caballo que le cogimos a aquellos hombres y te llevaré lo que te prometieron.− Rebeca miró su inexorable cara en busca de algún tipo de afirmación de que sus palabras habían sido escuchadas. La forajida se marchó sin estar segura de volver a ver a aquella joven granjera.

9. Una buena accion recompensada

J

osie la oyó acercarse. Saliendo de su escondite entre los árboles, llegó hasta donde la esperaba la joven, y cogió las riendas del caballo entre sus manos. Contó los sacos de avena y las porciones de carne de cerdo salada y se sorprendió de ver que había más cantidad de lo que había acordado. − ¿Dónde conseguiste todo esto? Es el doble de lo que pedí. − Quisieron dártelo a modo de agradecimiento. − Estás mintiendo.− Sus ojos azules se entornaron mientras su mano se deslizaba hacia abajo hasta alcanzar su Colt. Los ojos de Rebeca se abrieron desmesuradamente por el miedo. − N-no. Lo juro. Querían darme algo de dinero y otros víveres, pero pensé que te enfadarías, así que los rechacé. Les dije que lo único que querías era la avena y el cerdo, así que insistieron en darme el doble de lo acordado, − dijo Rebeca mientras rezaba en silencio para que la pistolera la creyera. Josie buscó su cara a la luz de la luna llena. Como siempre, no había ningún atisbo de engaño o traición. − ¿Te siguió alguien? − No. Salí de la ciudad en dirección Este, y luego retrocedí sobre mis pasos. − Bien.− Josie bajó los víveres del lomo del caballo, y abrió uno de los sacos de avena. Llenó un pequeño bolso a modo de abrevadero para su yegua, y luego vertió un poco de grano en el suelo para el pequeño caballo que, tan duramente, había trabajado para cargarlo todo. Vuelta de espaldas, la salteadora no podía ver la espléndida sonrisa en la cara de la joven granjera. − ¿Josie?, − dijo Rebeca mientras se metía dentro de su saco de dormir. − ¿Qué?

− Me alegro de que no resultaras herida. Fue muy valiente lo de hoy. − Todo lo que hice fue dispararle a un hombre que lo deseaba, − dijo Josie quitándole importancia. − No, − Rebeca se sentó y miró a través de las llamas a la alta mujer, − hoy hiciste lo correcto. Ayudaste a una gente que no conocías, y les protegiste de una banda de asesinos que iban a destruir sus hogares. Josie, si no te hubieras largado, te habrían dicho ellos mismos lo agradecidos que te estaban. − Rebeca, no es así de sencillo. − Sí que lo es, Josie. Hoy hiciste lo que debías. ¿Cuánto tiempo hacía que no actuabas así? Y cada día te será más fácil. − Duérmete…antes de que te dispare a ti también, − Refunfuñó Josie mientras se acomodaba junto al fuego. − Buenas noches, Josie, − dijo suavemente mientras se volvía a dejar caer de espaldas.− Rechazó tomarse aquella amenaza como algo serio, sino más bien como el hallazgo de una nueva y gruñona amiga.

10. Lugar erroneo en el momento equivocado

D

espués de un desayuno a base de cerdo salado y café, tomaron dirección Suroeste, lejos de su pasado y hacia un futuro incierto. Josie montaba a Phoenix, mientras Rebeca caminaba a su lado narrando historias de la vida en las llanuras. La forajida la atendía con poco entusiasmo, sus sentidos alerta para escuchar o intuir cualquier signo de peligro. Su percepción jamás le había fallado en el pasado, y el repentino picor de su bello en la nuca, hizo que detuviera su montura y le indicara a Rebeca que guardara silencio. Sus gélidos ojos azules escanearon el horizonte, cazando la casi imperceptible visión de un rifle apostado detrás de una roca. Josie sacó su Winchester de su funda y desmontó con un ágil movimiento. − Detrás de esa roca. ¡Ahora!, − ordenó manteniendo su rifle apuntando hacia el francotirador. Rebeca acababa de esconderse cuando escuchó un solo disparo cruzar el aire. Mantuvo su cabeza agachada presa del pánico. − ¿Josie?....... ¡¿Josie?!− llamó otra vez, ésta vez más fuerte. − Estoy aquí. Quédate donde estás, − le gritó de vuelta. Miró abajo, hacia su agujero en pierna. La bala había penetrado a mitad del muslo y no había señal de salida. Usando su codo y pierna buena, Josie renqueó alrededor de la roca y se colocó junto a Rebeca. − ¡Estás herida!, − exclamó la joven. Sin avisar, Josie se retorció y levantó el rifle apuntando ligeramente por encima de la cabeza del francotirador, con la intención de que un puñado de piedras se desprendiera sobre él. El martillo hizo un clic sobre la recámara vacía y Josie se volvió a zambullir tras la roca desabrochándose su cinturón. − Tenemos que salir de aquí, − dijo Rebeca.

− Si nos movemos ahora, estaremos muertas antes de que podamos llegar hasta Phoenix.− Miró la sangre que ya le empapaba los pantalones y comenzaba a teñir de rojo la tierra.− Pero tienes razón, no podemos permanecer aquí durante mucho más tiempo.− Abrió la recamara de su Winchester y la cargó. Un movimiento de la palanca, y el rifle estaba listo para disparar. Josie le echó un vistazo a su nueva amiga.− Si me sucediera algo, quiero que cojas los caballos y te largues de aquí. − Josie, nada… − Si me sucediera algo, coge los caballos y lárgate.− El tono en su voz hacía claro que aquel no era tema de discusión. Rebeca asintió con la cabeza en silencio. La pistolera le dio una última mirada antes de ponerse en pie a pata coja y disparar para provocar un posible desprendimiento. Su dedo índice izquierdo apretaba el gatillo mientras su mano derecha movía una y otra vez la palanca de su Winchester arriba y abajo. La rápida sucesión de balas liberó las rocas haciendo que cayeran. El hombre dejó escapar un espeluznante grito mientras las rocas de granito le llovían encima. Después, todo fue silencio. − Trae las gasas que hay en las alforjas, − le dijo Josie a la muchacha, y Rebeca corrió para obedecerla. La salteadora se desató el pañuelo que llevaba al cuello y cuando Rebeca regreso se lo tendió en las manos.− Átalo alrededor de mi pierna, por encima del orificio de la bala. Hará que la sangre salga más despacio.− Rebeca hizo lo que le pidió, pero la gran cantidad de sangre que se veía hizo que se sintiera mareada.− Ahora pon la gasa sobre la herida.− Sonrió por el aspecto de la cara de Rebeca. La chica estaba a punto de desmayarse. − Josie, tenemos que llevarte a que te vea un doctor, − dijo Rebeca desesperadamente mientras ayudaba a la pistolera a ponerse en pie. Usando a la pequeña mujer para apoyarse, subió a la roca que momentos antes les había servido para atrincherarse y silbó para llamar a Phoenix. La yegua corrió a su lado y, utilizando sus fuertes brazos, Josie se aupó hasta la grupa del caballo. − Súbete a la roca y monta detrás mía, − le ordenó Josie a Rebeca, cuya cara estaba todavía inusualmente blanca. Rebeca montó y al momento estaba sentada a las espaldas de la herida pistolera.− Cógete a mi cintura. Si ves que voy a desmayarme, apriétame fuertemente y así no me caeré de la silla. − Pero yo no soy lo suficientemente fuerte para mantenerte…

− No te preocupes, no tendrás que mantenerme aquí arriba, tan solo estoy preocupada de que pueda olvidarme de dónde estoy y, de ésta forma, tú puedes mantenerme concentrada.− Rebeca se agarró tan fuerte que pensó que sus brazos se desprenderían por la presión, pero era suficiente para mantener a la pistolera erguida en la silla. Cabalgaron el resto del día y toda la noche parando solo el tiempo necesario para que los caballos bebieran y descansaran unos minutos. Llegaron a un pequeño rancho justo antes del amanecer. El humo ya salía por la chimenea, así que Josie no necesitó despertar a sus propietarios. Y antes incluso de detenerse, una pequeña mujer de pelo negro, salió de la casa empuñando un rifle de forma amenazadora. El ceño fruncido de su cara se disolvió en una sonrisa al reconocer a su visitante. − ¡Josie!, − gritó entusiasmada. − Hola, Belle. Ha pasado mucho tiempo, − dijo la forajida mientras detenía a Phoenix justo delante del porche. Sin esperar a que la presentaran, Rebeca se bajó del caballo como si lo hubiera estado haciendo durante toda su vida, y le dijo a la mujer del rifle: − Está herida. Ayúdame a bajarla de aquí.− Por la excitación de volver a ver a su vieja amiga, Belle no se había dado cuenta de la palidez en sus mejillas o que la parte izquierda del pantalón de Josie estaba completamente empapada de sangre. Las palabras de Rebeca hicieron que se espabilara, y de un salto bajó del porche y corrió junto a Josie. − Pon tus manos alrededor de mi cuello, − le ordenó a la pistolera.− Y tú rubita, con mucho cuidado pásale la pierna por encima de la silla y sujétaselas juntas. Josie hizo lo que le habían ordenado y pasó su brazo alrededor del fornido cuello de la mujer. Rebeca tenía miedo de tocar la pierna herida de la pistolera, pero tampoco quería enfurecer a la recia Belle, así que hizo lo que le mandó. En un momento tenían a Josie en el suelo entre las dos, y sus brazos apoyados sobre los hombros de ambas. Cojeando, llegaron hasta la casa y con un movimiento de cabeza, Belle dijo, − Llévala a aquella habitación. Reacia a soltar a la mujer malherida para girar el pomo de la puerta, Belle simplemente le dio una patada. Ésta se abrió para revelar una habitación con una pequeña cómoda, un lavadero y un cántaro. Las dos mujeres maniobraron a Josie para colocarla junto a la cama y dejarla caer lo más cuidadosamente posible. Los dientes de Josie se apretaron por el dolor, y

unas lágrimas afloraron a sus ojos mientras Belle le quitaba las botas de los pies. Belle miró a la rubia que seguía inmóvil junto al cabezal de la cama. − Hay whisky en una jarra de la cocina. Ve a buscarla y trae también un vaso.− Asintiendo con la cabeza, Rebeca cruzó la habitación y antes de que ésta estuviera fuera del alcance de su voz, Belle añadió, − Oh, y algunos trapos. Los suficientes como para limpiarla y hacer unas vendas. Están en un arcón, en la cocina. Y cuando tengas todo eso, saca agua del pozo y ponla a hervir.− Cogió unas tijeras de un pequeño costurero que había encima de la cómoda, y empezó a cortar los pantalones de la pistolera malherida. − Estos son mis mejores pantalones, − protestó Josie. Belle rio a carcajadas. − Pues creo que ya no lo son. Rebeca regresó con sus manos llenas de trapos, la jarra de whiskey y el vaso. Llegó justo a tiempo de ver a Belle apartar la tela que había cortado alrededor de la herida, que había comenzado a sangrar otra vez. − Oh, − Rebeca se quedó con la boca abierta y se giró para marcharse ante la visión de tanta sangre. Cuando ella y Josie iban de camino a casa de Belle, había podido lidiar con toda aquella sangre porque no le quedaba más remedio, pero ahora que había alguien más para hacerse cargo de su amiga, Rebeca parecía perder la compostura. Su cara se puso pálida y pensó, por un momento, que vomitaría.− No puedo…no creo que…lo siento, creo que voy a vomitar. − Bien, entonces sal de aquí, jovencita,− dijo Belle más bruscamente de lo que pretendía.− Tan solo deja las cosas aquí y vete a hacer algo de utilidad.− Vertió un poco de whisky en el vaso y se lo dio a Josie, que se lo bebió de un solo trago. − Encárgate de los caballos, − dijo Josie.− Y no te preocupes, ésta vieja gruñona se ocupará muy bien de mí. − Lo sé. Pero ojala pudiera ayudar.− Se aventuró a mirar a Josie, asegurándose de fijarse solo en su cara y no en toda aquella sangre que le cubría la pierna. Josie le brindó una macilenta sonrisa y le señaló con el vaso de whisky antes de vaciar su contenido otra vez.

− Tráeme el agua en cuanto esté hirviendo y déjala junto a la puerta, − ordenó Belle. Para cuando Rebeca había terminado de cepillar los caballos y darles de comer, Belle se las había apañado para sacar la bala y vendar la pierna. Vistió a Josie con una larga camisa y la morena, finalmente, descansaba cómodamente en la cama. Antes de intentar quitarle el proyectil, Belle se había asegurado de darle el suficiente alcohol como para que durmiera durante un buen rato. Salió de la habitación y encontró a la rubia en la cocina echando leña para avivar la lumbre. − El fuego se estaba apagando, − dijo a modo de explicación. Sabía que no estaba bien trabajar en la cocina de alguien sin su permiso, pero no podía volver a la habitación de Josie. Belle simplemente asintió con la cabeza. − ¿Cómo te llamas, niña?, − dijo mientras cerraba la puerta de la habitación de Josie. − Rebeca. ¿Va a ponerse bien?− Su intensa preocupación y miedo eran evidentes en la expresión de su cara. La vieja mujer puso una mano sobre su hombro. − Estará bien en unas semanas. Ha perdido mucha sangre y los músculos necesitarán un tiempo para recuperarse. Venga, improvisemos algo de comer. Y entonces me contarás lo que ha sucedido. − Lo siento, pero no me acuerdo de su nombre. La mujer sonrió cálidamente. − Belle, − dijo a la vez que le tendía la mano.− Belle Shirley.− Su fuerte apretón sorprendió a Rebeca. La mujer parecía de la misma edad de Josie, pero de una estatura significativamente más pequeña.− Y este es mi hogar. Le mostró a Rebeca la pequeña pero limpia casa. Tenía tres habitaciones, todas ellas acondicionadas como dormitorios. Una era, obviamente, la de Belle y las otras dos parecían no estar ocupadas. No había nada de carácter personal. El pequeño comedor parecía la estancia principal.

− Discúlpeme por preguntar, pero si vive aquí sola ¿por qué tiene tantas habitaciones? Belle dejó escapar una risotada que sacudió todo su cuerpo. − No es que disfrute con la compañía, chica. Muchas personas que han…digamos que…fugitivos de la ley, necesitan esconderse aquí durante un tiempo.− Miró hacia la puerta donde descansaba Josie.− Muchos han venido por la misma razón que ella. No siempre podemos confiar en los doctores de los pueblos para que nos atiendan como es debido, y más aún si estamos buscados por la ley. En cantidad de ocasiones nos han envenenado al ir a curarnos, por este motivo hemos tenido que aprender a sanar nuestras propias heridas. − Y tú tienes este sitio para que tengan un lugar adonde ir. − Sí. Al menos hasta que la ley lo descubra.− Fue a la cocina y puso a calentar algo de estofado de ternera en una cacerola de hojalata.− Tan solo unos pocos de nosotros conocemos éste lugar. Realmente Josie debe de confiar en ti para traerte hasta aquí.− Miró a la joven muchacha otra vez, evaluándola desde la cabeza hasta los pies.− ¿Qué has hecho por ella, chica? No pareces una pistolera y eres demasiado inocente para ser algo más. − Bueno, tan solo llevamos viajando juntas unos días. Y no he hecho nada por ella a excepción de meterla en un montón de problemas. Belle sonrió afectivamente y pasó su brazo alrededor de la joven. − Hace un montón de años que ésta casa no ha escuchado una sola carcajada. Cuéntame una historia divertida mientras preparo unos panecillos con mantequilla para acompañar el estofado. − ¡Mmm!, − se lamió los labios inconscientemente.− Por unos panecillos frescos te contaré todas y cada una de las historias que conozco.− Se sentó sobre un taburete y comenzó a narrar varias leyendas fantásticas sobre Ethan Allen, Paul Revere y otros héroes de la Revolución. Belle la escuchaba atentamente, aprendiendo muchísimo a cerca de ese período de la historia americana. La voz de Rebeca era animada y en cada palabra se notaba la emoción. Sus manos se movían en consonancia con su boca ilustrando los diferentes sucesos de sus relatos.

− Cuentas las historias muy bien, chica, − dijo Belle a la vez que servía un poco de estofado para cada una de ellas. − Oh, si no le importa, me gustaría darle de comer a Josie primero y después comeré yo. − Rebeca, ella no sabrá si tú has comido primero. − Pero yo sí lo sabré, − dijo quedamente. Belle la miró inquisitivamente durante un momento antes de volver a la cacerola, y verter un poco de estofado en otro cuenco.

11. Calm Port

R

ebeca ayudó a Josie a sentarse y comer mientras llenaba el ambiente de una constante charla. Muy pronto descubrió que la pistolera estaba muy interesada en la Historia, y decidió narrarle la leyenda de la Fiesta del Té de Boston. Cuando se percató de que esos ojos azules luchaban por mantenerse abiertos, se acercó un poco más y habló con un tono de voz más suave. Tuvo el efecto deseado. En unos minutos, Josie estaba durmiendo. Rebeca se quedó allí un buen rato, disfrutando de la oportunidad de poder contemplar a la forajida indefensa y vulnerable. Apartó un mechón negro de pelo de la cara de Josie y se lo colocó detrás de la oreja. − Te rompería la mano si viera que has hecho eso.− Rebeca dio un salto de su asiento y se volvió para ver a Belle de pie junto a la puerta. − No quería…quiero decir… − Relájate, chica. Solo te estaba advirtiendo. Conozco a Josie desde hace muchos años, y no le gusta que la toquen. − ¿Qué sabe sobre ella? Quiero decir, no es del tipo que tiene conversaciones de chicas ni nada por el estilo.− Ambas rieron lo más silenciosamente que pudieron. − Creo que lo que Josie quiera que sepas sobre ella, ella misma te lo contará. Decidí no hablar sobre otras personas y, más especialmente cuando esas personas tienen tanta puntería como ella.− Esperó a que Rebeca asintiera con la cabeza entendiendo. – Creo que deberíamos ir a descansar. Mañana será un día muy ocupado. Y el día siguiente fue una jornada muy ajetreada, como lo fueron los siguientes días. Belle puso a la rubia a arreglar el vallado y atender a los caballos. Por las tardes, Rebeca se dedicaba a sacar agua del pozo para cocinar y limpiar. Por las noches cenaba con Josie y le contaba más historias sobre la Guerra de la Independencia. −”… y entonces el General Arnold movió sus tropas hacia el Norte…”

− ¿Por qué te quedaste?, − la interrumpió Josie. Rebeca la miró, por un momento, como si no entendiera la pregunta. − Me quedé porque eres mi amiga. Las amigas hacen eso las unas por las otras, ya sabes. Hubo un largo silencio mientras Josie giraba la cabeza y fijaba la mirada en un punto concreto de la pared. Rebeca permanecía allí sentada, insegura de qué decir o de si debía marcharse. − Gracias, − dijo finalmente la pistolera. Su cara era una máscara infranqueable. − Bueno, umm…, − Rebeca se puso de pie y frotó sus manos contra la parte delantera de su vestido, intentando que no se le notara la felicidad por el agradecimiento.− Supongo que es hora de retirarme. Mañana será un día muy atareado.− Inconscientemente se frotó su antebrazo dolorido. − Si te pones algo de linimento no te dolerá tanto, − dijo Josie. Y le dedicó una afectuosa sonrisa por sus esfuerzos. − Gracias.− Sin ni siquiera pensarlo, Rebeca se inclinó hacia delante y le dio a la forajida un rápido abrazo.− Buenas noches.− Notó cómo Josie se ponía rígida y no hacía esfuerzo alguno por devolverle el apretón.− Lo siento. − No pasa nada, Rebeca. No soy del tipo de persona que disfruta con el contacto físico, eso es todo.− Fijó sus ojos azules en un punto de la pared.− No olvides ponerte el linimento es esos músculos adoloridos, − añadió suavemente. − No lo haré. Buenas noches, − y mientras salía de la habitación, Rebeca sonreía de oreja a oreja. Por fin se habían dedicado unas palabras amables la una a la otra. Había llamado a Josie “amiga” y la pistolera, por unos momentos, contestó con amabilidad. La joven granjera se tomó esto como una muy buena señal.

12. Lecciones − Si vas a cabalgar con Josie, vas a necesitar aprender unas cuantas cosas. Porque quieres serle de utilidad ¿verdad?, − dijo Belle mientras le alcanzaba a Rebeca una taza de café caliente. − Haré lo que sea − contestó efusivamente. − ¿Qué tal se te da coser?− Casi rompe a reír con la cara de sorpresa de la rubia. − Para serte sincera, no tengo ni la menor idea. − Bien, entonces es lo primero que vas a aprender, querida. Las heridas necesitan ser cosidas, por no mencionar la ropa. Unas puntadas pequeñas y apretadas ayudan a prevenir infecciones y enfermedades. Además, tú no querrías que Josie luciera una horrible cicatriz de por vida porque no hayas sabido coserle correctamente, ¿verdad?, − dijo Belle mientras se agachaba y sacaba un pequeño costurero de debajo de la cómoda. − No, claro que no.− Miró los utensilios que tenía delante con turbación.− Pero ¿te refieres de verdad a que tengo que hacer eso…coger la aguja…..y traspasarle la piel?− Se puso pálida solo de pensarlo. − Imagina que se trata de suave cuero.− Puso una aguja en la mano de Rebeca.− Ahora, empecemos. Una hora más tarde Rebeca sostuvo en alto dos trozos de cuero cosidos el uno al otro. Belle se lo quitó de las manos y lo acercó a la luz. Sacudió la cabeza. − ¿Esto te parece recto?, − y antes siquiera de que Rebeca pudiera protestar, sacó una navaja de su bolsillo y cortó por dónde estaban los puntos.− Hazlo otra vez, pero ahora presta más atención a las costuras y no solo a las puntadas.

Horas más tarde, una extremadamente frustrada Rebeca, le tendía a Belle su último esfuerzo, esperando que, una vez más, se lo deshiciese. La mujer más mayor comenzó su rutina de inspeccionarlo. − No está mal. Algo mejor que cuando comenzamos, ¿no es así?, − dijo mientras se lo devolvía a la rubia. Rebeca le dio la vuelta con sus manos. En su opinión, tenía el mismo aspecto que en las tentativas primeras. Belle recogió los pedazos de cuero y los dejó sobre el costurero. − Continuarás mañana. Practica las puntadas durante una hora cada mañana y otra hora por la noche. Trabaja las costuras rectas y juntas. Remienda tu propia ropa para mejorar. Si veo un solo punto fuera de línea, te lo descoseré todo y te haré empezar de nuevo. Una semana más tarde, Josie ya podía ponerse en pie y comenzaba a sentirse algo ansiosa por marcharse. Con la ayuda de un bastón, caminó hasta la ventana y miró afuera. Rebeca estaba sentada bajo un árbol disfrutando de su sombra. Los astutos ojos de la pistolera, inmediatamente, se dieron cuenta de que la joven estaba cosiendo, y toda su atención se centraba en ésta tarea. Un suave golpeteo en la puerta la interrumpió. − Pasa, Belle. La mujer estaba muy contenta de ver a Josie de pie. Advirtió que los ojos de la forajida estaban fijos en la atractiva rubia sentada en la hierba. − Es muy testaruda, − dijo Belle con una mueca en la cara. Caminó hasta pararse detrás de Josie y se unió a ésta para observar a la granjera.− Se pasa el día practicando su costura. Trata de impresionarte. − Tiene miedo de que me deshaga de ella y la abandone en cualquier lugar. − ¿Vas a hacerlo?, − sin escuchar respuesta alguna, Belle continuó.− ¿Cuánto tiempo hace que viajáis juntas? − No mucho. Además, esto no es algo permanente. − Bueno, no creo que le haga daño a nadie el que aprenda a coser debidamente una herida.

Josie se giró y caminó desde la ventana hasta la cama. − No, supongo que no. Aunque Belle le ofreció uno de los dormitorios desocupados, Rebeca prefirió dormir sobre un jergón en el suelo de la habitación de Josie, alegando que quería estar cerca en caso de que ésta necesitara su ayuda. Se despertó una noche por los ruidos de la alta mujer agitándose en la cama. Cuando Josie gritó como si tuviera mucho dolor, Rebeca se levantó en la oscuridad y se acercó hasta dar con ella. − Nooo, − aulló Josie mientras sacudía su cabeza de un lado al otro. Sin ni siquiera pensarlo, Rebeca se subió a la cama junto a la pistolera. Deslizó su brazo por debajo de los hombros de Josie y le acercó la cabeza hasta su pecho. Pasó su mano por la frente y pelo bañados en sudor y, dulcemente, comenzó a cantar. Belle también estaba despierta por el ruido que hacía la pistolera que, inmediatamente, reconoció como una más de sus pesadillas. Josie siempre había sido atormentada por los malos sueños. Belle pensó en acercarse para ver si había algo que ella pudiera hacer, pero inmediatamente desechó la idea al oír los dulces compases de aquella nana en tan bella voz. Al poco, Josie dejó de chillar y, con una sonrisa, Belle volvió a la cama tranquila. Cuando la respiración de Josie se volvió otra vez profunda y regular, y las arrugas de su frente se suavizaron, Rebeca se quitó con facilidad de debajo de la mujer que dormía tranquilamente. En realidad, odiaba tener que abandonar la comodidad y calor del cuerpo de Josie, pero le daba miedo quedarse dormida y, el pensar lo que ésta le haría si la encontraba allí, era razón más que suficiente para enviarla de nuevo a su jergón en el suelo. Una vez totalmente recuperada de su herida, Josie ayudó a Belle a reparar el tejado y a hacer otras chapuzas necesarias en el pequeño rancho. Cada pocos minutos se descubría a sí misma, observando a Rebeca ocupándose de los caballos o sacando agua del pozo. La pistolera todavía no había escuchado ni una sola palabra de queja de la joven por duro que fuera el trabajo. Rebeca trabajaba tanto como podía, intentando demostrar a las dos mujeres que era incluso capaz de levantar su propio peso. Belle era más abierta con los cumplidos, pero las escasas muestras de aprobación en

la cara de Josie, eran las que la animaban a continuar cuando sus extremidades le dolían y sus músculos gritaban. Las grandes cantidades de linimento la ayudaban, pero solo ligeramente. El tiempo extra dedicado por Rebeca a practicar sus costuras le sirvió para arreglarse la ropa y ajustársela a medida. Sabiendo que se esperaba que llevara pantalones si quería montar junto a Josie, decidió coger las vestimentas que le habían quitado a aquel hombre muerto, y arreglarla para que le quedara tan ceñida como a Josie. Logró hacerlo mucho mejor de lo que esperaba. Tuvo que acortar las mangas para poder ver sus manos y, los pantalones ya no necesitaban un cinturón para que se mantuvieran arriba. No había duda del orgullo en su rostro cuando presumió, por primera vez, del trabajo terminado. − Estupendo, Rebeca, − dijo Belle mientras inspeccionaba las costuras.− Cuando cogiste una aguja por primera vez, no eras capaz ni de dar una puntada derecha. Parece que lo has conseguido. Niña, puedes hacer todo lo que te propongas si solo lo intentas. Rebeca miró a Josie. − Mejor, − fue todo lo que dijo la pistolera, pero la pequeña sonrisa que se le escapó en los labios dijo mucho más. La mueca que se dibujó en la cara de la rubia, permaneció allí durante el resto del día, e incluso cuando volvió a sus pesadas tareas diarias.

13. La partida − ¿Hacia dónde os dirigís?, − preguntó Belle mientras miraba cómo Josie ensillaba a Phoenix. El cálido aire de la mañana prometía un día abrasador conforme fueran avanzando las agujas del reloj. La pistolera se secó el sudor con su pañuelo. − Tombstone. Ya sabes, aquella ciudad minera que hay no muy lejos de aquí. Belle asintió con la cabeza. Josie echó un vistazo alrededor para asegurarse de que Rebeca no andaba cerca, entonces se agachó para acercarse un poco más y habló muy despacio. − Estará segura allí. − Sabes que se ha fortalecido mucho. Ha trabajado muy duro y todo eso. Tiene buena conversación, o al menos, mucho mejor que cualquiera a quien conozcamos.− Sus ojos pestañearon rápidamente delante del fruncido cejo de Josie.− Esa enana tiene un alma muy fuerte. − No cambiaré de opinión, Belle. Josie volvió su atención a las correas de la yegua, ajustándolas y revisándolas. Belle levantó la vista y echó una mirada hacia la joven rubia que se acercaba en su dirección. − Ya viene, Josie.− Volvió su cabeza para encarar a su morena amiga.− Esa chica se ha partido el espinazo para tratar de impresionarte mientras te recuperabas, y ahora tú vas a deshacerte de ella como si fuera un saco de harina. − Belle, − dijo Josie, − tan solo dime lo seguro que crees que es para una joven inocente como ella, el ir siguiéndome en mi camino. Ello significaría una muerte prematura para ella……o peor.− Cogió las riendas y sacó el caballo del establo. Había empaquetado sus pertenencias en el corcel más pequeño, se volvió hacia Belle y dijo, − No le digas nada.− Belle

asintió con la cabeza. Sabía que Josie haría lo que consideraba que era mejor, en detrimento de lo que ella pudiera o no decir. − ¿Lista?, − preguntó Rebeca impaciente cuando vio salir a la forajida del establo acompañada de Belle. Josie montó sobre Phoenix y mantuvo el brazo extendido para ayudar a la rubia a montar detrás de ella. − Espera, − dijo antes de que Phoenix se pusiera al trote. Rebeca giró su cabeza y vio el rostro de una triste Belle. Le dijo adiós con la mano y mientras hacía esto, juraría haber leído en los labios de aquella mujer las palabras “cuida de ella”.

14. Charla de chicas

C

abalgaron en silencio durante unas cinco horas antes de que Josie decidiera hacer un alto para descansar. Encontrando un lugar sombreado, hizo que Phoenix se detuviera y ayudó a bajar a Rebeca antes de desmontar. Rebuscando en las alforjas, Josie encontró la comida que Belle les había empaquetado, caminó hasta un árbol y se sentó apoyando su espalda contra el tronco. − Ha preparado suficiente comida para un regimiento, − bromeó mientras Rebeca se sentaba en frente y cogía la porción de comida que le ofrecía. Miró el entusiasmo con que la rubia se comía aquel pedazo de carne seca. Rebeca miró hacia arriba, y vio el brillo en aquellos ojos azules y una sonrisa contenida en los labios de la pistolera. Rodó sus ojos y Josie soltó una carcajada, haciendo desaparecer la tensión que siempre parecía estar presente entre las dos. Tal vez no estaría tan mal que la acompañara, pensó la pistolera mientras le pasaba la cantimplora de agua. Fue un pensamiento momentáneo e inocente que Josie dejó pasar de largo por su mente. Una vez llegasen a Tombstone, Rebeca tendría que encontrar a alguien más que se hiciera cargo de ella. Así es como debía ser. Siendo obvia para Rebeca la lucha interior en la asaltadora, dejó escapar mientras masticaba su trozo de carne: − Ya sabes, − dijo metiéndose un trozo de pan en la boca, − siempre puedes convertirte en una cazarrecompensas. − ¿Una cazarrecompensas? Esa es la forma más rastrera de ganarse la vida en la faz de la tierra. No hay nada, excepto el dinero, para esos asesinos hambrientos que, estarían dispuestos a matarte en cuanto te vieran.− Pellizcó un trozo de pan y se lo metió en la boca. − Es una profesión “totalmente legal”, − alentó Rebeca a la vez que hacía su cabeza hacia atrás cuando vio los ojos de Josie entornarse con su inflexión en la palabra “legal”.− Quiero decir…uh…que podrías ganar dinero de ésta forma y, posiblemente conseguir algunos indultos si llegaras a atrapar a alguien realmente peligroso.

Demasiado rápida como para que Rebeca reaccionara, Josie se acercó de un solo movimiento y se quedó tan cerca, que la joven, lo único que podía ver eran aquellos profundos ojos azules centelleando. − ¿Quieres que cace a la gente con la que solía cabalgar?, ¿ayudar a la ley cuando en lo único que piensan es en colgarme de una soga? − ¿Y por qué querrían ellos hacerte eso, Josie?− Tomó aire profundamente a sabiendas de que estaba yendo demasiado lejos con la temperamental pistolera.− Tal vez, si pusieras de tu parte para hacer de éste un mundo mejor, como hiciste en MasonTown, no se darían tantas prisas en atarte una cuerda alrededor del cuello. Se sucedió un largo silencio entre las dos antes de que Josie volviera a apoyar su espalda contra el tronco del árbol. − Es más fácil robar trenes, − dijo casualmente, sin darse cuenta de la trampa que le había tendido la joven. − Uh, uh…pero piensa en esto….la gente no te dispararía cuando te vieran aparecer en sus ciudades con un criminal capturado. Te mirarían como a un héroe, no como a un villano. Además, piensa en lo divertido que sería meter a algunos de tus enemigos tras los barrotes.− La lejana mirada en los ojos de la pistolera le dijeron que había encontrado una puerta abierta.− Todos aquellos que te traicionaron, que mataron a mujeres y a niños…siguen en libertad. ¿No te gustaría que obtuvieran lo que se merecen? Justo cuando Rebeca pensaba que tenía a Josie donde quería, la forajida la miró y le dijo calmadamente, − No me importa. Mientras se mantengan alejados de mi camino, yo me mantendré alejada del suyo.− Se encogió de hombros y siguió comiendo. Rebeca decidió que el resto de la comida permanecería en silencio mientras trazaba un nuevo plan. No le importaba lo mucho que la pistolera intentara hacerse la ruda o malvada, la granjera sabía que en el fondo, era amable y generosa y que, llegado el momento, haría lo correcto. A medida que pasaban las horas y seguían cabalgando, la mente de Rebeca se iba llenando de cuestiones que quería preguntarle, pero para

las que no se atrevía. ¿Qué fue lo que hizo que Josie se convirtiera en una forajida?, ¿tenía familia? El tiempo transcurrió deprisa mientras las dos mujeres seguían sumidas en sus propios pensamientos. Josie se concentraba en las palabras intercambiadas durante la cena. Cuando la oscuridad anunciaba el fin de un nuevo día, Josie se apartó del polvoriento camino y encontró un claro donde pasar la noche. Mientras la forajida se concentraba en limpiar las pistolas y afilar los cuchillos, Rebeca practicó su cosido remendando un desgarro en una de las mantas, a la vez que contaba otra de las historias a cerca de Benedict Arnold y de los chicos de Green Mountain. Josie la escuchaba a medias, asintiendo con la cabeza ocasionalmente y tratando de no desalentar a la narradora. Cuando llegó la hora de dormir, ambas mujeres se metieron bajo sus mantas, cada una a un lado del fuego. − Buenas noches, Josie, − dijo antes de dar un largo bostezo y cerrar los ojos, sin esperar respuesta alguna. − Buenas noches, Rebeca, − contestó la pistolera muy despacio.

15. Tombstone

J

osie dejó a Phoenix en el establo y la pareja caminó en dirección al Saloon. Rebeca, prudentemente, se había cambiado de ropa y ahora llevaba su vestido de granjera. A pesar de su estropeado aspecto, éste atraería mucho menos la atención que si vistiera sus ceñidos pantalones. Josie, por supuesto, iba de negro, evidenciando su condición de forajida. Cogió a la joven del brazo y se la acercó para hablar con ella entes de entrar al Saloon. − Escúchame con atención. No hables con nadie. No mires a nadie, y nunca te separes de mi lado.− La mirada en sus ojos azules y el tono de su voz, dejaban bien claro que aquello no era una petición. Rebeca asintió con la cabeza, tomando conciencia de que, en ésta ocasión, la pistolera no la dejaba a la espera en ningún lugar seguro, si no que la estaba llevando con ella. Empujando las puertas abatibles para entrar al Saloon, Josie dio un paso al frente y echó un vistazo. A la izquierda había una larga barra donde se servían las bebidas, y al fondo se encontraba el piano y las escaleras que daban a las dependencias de la primera planta. La parte derecha de la sala consistía en numerosas mesas cubiertas por un mantelillo de tela verde, y rodeadas por unas sillas que daban la impresión de caerse a pedazos. Josie mantuvo a Rebeca detrás de ella mientras caminaban desde la puerta hasta la barra. − Whisky, y….− ordenó y, después de pensárselo un momento, −….zarzaparrilla. No había ninguna duda acerca de para quién era cada bebida. El camarero sacó una botella de whisky y un vaso pequeño y los depositó frente a la pistolera, ofreciéndole la bebida sin alcohol a la mujer más bajita. − Veinticinco centavos por el whisky y veinte por la soda. Josie dejó caer las monedas sobre la barra y se giró para ver lo que acontecía en el lugar. Sus ojos se detuvieron en una mesa con tres

hombres que jugaban al póker. De un solo trago, se tomó su bebida y dejó el vaso en la barra. − Quédate aquí, − dijo antes de dirigirse hacia el trío. − Hola chicos.− Los tres desviaron su mirada de las roñosas cartas, a la imponente mujer que se alzaba sobre ellos.− Parece que os falta un jugador más. ¿Es mi dinero bien recibido en ésta mesa? El más grande de todos, un tipo con una barba desaliñada y una cicatriz que le cruzaba todo el rostro, escupió sobre el recipiente que tenía frente a él. El beneficio potencial que tenía el dejar que ésta mujer entrara en el juego, era muy atrayente. Además de las seis pistolas que sumaban sobre sus muslos, se trataba de una mujer y, no tenía duda alguna de que se las podía arreglar perfectamente con cualquier hembra viva. Sonrió para revelar una boca llena de dientes marrones, y se tocó el sombrero a modo de saludo. − ¿Por qué no? Siempre hay un sitio para una chica bonita en nuestra mesa, ¿verdad chicos? Los otros no estaban tan seguros como su compañero, de poder manejar la situación con una mujer tan formidable como ésta. En silencio, estuvieron de acuerdo que eran mayoría en número, así que no hicieron nada para persuadir a la mujer de que no se uniera al juego. Josie retiró una silla y se sentó con ellos. − De acuerdo, − dijo con una sonrisa en la boca, y un destello en los ojos que no trató de disimular. Dos horas más tarde, el fornido hombre arrojó disgustado sus cartas sobre la mesa y se levantó lentamente, asegurándose de mantener sus manos alejadas de sus cartucheras. − Me ha arruinado, señorita. Me retiro. Josie asintió con la cabeza con satisfacción mientras empujaba hacia sí las ganancias de la última mano. No pasó mucho más tiempo para que también se hiciera con todas las monedas y billetes del delgado hombre que tenía frente a ella, que ahora entornaba los ojos mientras bajaba lentamente su mano. Se burlarían de él si una mujer se marchase con todo su dinero. Antes de que pudiera alcanzar su revólver, de repente, la mesa se levantó, y voló hacia él estampándose con la suficiente fuerza como para lanzarlo de espaldas, mientras su silla pegaba sonoramente contra el suelo de madera. El tercer hombre del grupo, tuvo unas

intenciones similares y movió sus manos hacia sus pistolas. Una patada en redondo golpeó su cara y, así, la pelea estaba iniciada. A ninguno de los presentes parecía importarles el porqué de la contienda y comenzaron a lincharse los unos a los otros. Rebeca trató de acercarse poco a poco a la puerta de entrada, esquivando los pedazos de sillas rotas que volaban por todas partes. Intentó localizar a Josie entre todo aquel alboroto de cuerpos sacudidos y botellas estampadas. Al fin dio con ella cuando unos hombres la arrastraban, por encima de la barra, barriendo con su cuerpo cuantas botellas y vasos había. De un salto, volvió a ponerse en pie, ésta vez sobre el mostrador, y buscó la mejor posición para lanzarse de vuelta a la refriega. Al cabo de unos minutos, el dueño del Saloon gimió, tiró su servilleta contra el suelo, y escondió su cara tras las manos incrédulo por la situación. Poco después, Josie apareció junto a Rebeca toda ajada, incluso su camisa, completamente arrugada, le colgaba por el costado. − ¿Te diviertes?, − preguntó con la respiración entrecortada, antes de agarrar a dos hombres y chocar sus cabezas. − No tanto como pareces hacerlo tú, − dijo Rebeca saltando hacia atrás para esquivar otro cuerpo sin control. − No hay nada como una buena pelea para desentumecer los músculos, − contestó Josie con una fiera sonrisa todavía en los labios y mirando alrededor. El sonido de un rifle disparando varias veces hacia el techo, hizo que aquel alboroto cesara, y todas las cabezas se giraran hacia la procedencia del estruendo. El propietario del saloon estaba allí, rifle en mano, cubierto por el polvo del techo que había agujereado. Miró los orificios producidos por los proyectiles y suspiró de nuevo. − Cada vez que entra una mujer aquí, hay problemas, − murmuró con su mirada fija en la pareja junto a la puerta. Josie buscó en su bolsillo, sacó varios billetes y los puso sobre la barra antes de girarse y marcharse. El camarero miró con asombro aquellas dos formas que se alejaban, al mismo tiempo que cogía el dinero de la barra. − ¿Qué ha ocurrido ahí adentro?, − preguntó Rebeca mientras se dirigían calle arriba hacia una posada. − Parece ser que a aquel tipejo sentado frente a mí, no le ha gustado que le ganara una mujer, − dijo mientras revisaba, despreocupadamente, el estado de su camisa.− Creo que ésta noche practicarás un poco tu

costura. − No me importa, − contestó Rebeca mirando los múltiples desgarros. La verdad es que no había por dónde empezar. Los codos estaban desgastados, el cuello deshilachado y dos botones colgaban de sus hilos.− Aunque lo mejor que podríamos hacer es conseguirte una camisa nueva.− La mirada que recibió le indicó que aquello estaba fuera de discusión.− O podría remendar ésta,− dijo en tono de derrota.

* * *

− ¿Diez dólares?− los músculos en la mandíbula de Josie se tensaron notablemente.− De ninguna manera voy a pagar esa cantidad. Se giró y pateó la puerta pensando que Rebeca le seguía. Pero la joven tenía otros planes. − Mira, tienes que admitir que diez dólares es demasiado para un sitio tan…, − hizo una pausa y miró alrededor como intentando encontrar la palabra adecuada, −…digamos, curiosamente pequeño. Después de todo, el mesonero que hay junto al establo, nos pide cuatro dólares a la semana por las dos. − Incluiré una comida al día, − protestó el propietario de la posada.− Ocho dólares. − Seis y añades un baño para ésta noche, − insistió la joven. Josie escuchaba el debate con atención. Claramente, Rebeca tenía un don con las palabras, y la inteligencia para regatear. − Siete y el baño. Iba a pronunciar el “seis”, cuando el gesto en la cara del propietario, le dijo que no bajaría más el precio. Rebeca sabía que siete dólares era más que justo para dos personas. Decidió retirarse antes de que tuvieran que pasar la noche con los caballos en el establo. − De acuerdo, siete, pero será mejor que incluyas el baño.

− Ya he dicho que sí, ¿vale?, − contestó el hombre irritado. Podéis ocupar la habitación del fondo del pasillo. El retrete está en la parte de atrás. Rebeca se giró hacia Josie temerosa de que la pistolera estuviese molesta por haberse entrometido. En lugar de eso, la forajida asintió con la cabeza, y le pagó al posadero el dinero convenido. Aunque no mostrara ninguna sonrisa ni hubiera palabras de elogio, la joven entendía, de alguna forma, el mensaje de aprobación. Rebeca permaneció de pie, nerviosa junto a la cama, mirándola como si hubiera afilados cuchillos esperándola. − ¿Cuál es el problema?, − preguntó Josie mientras se desvestía.− ¿Es que no has dormido nunca con otra mujer? − ¡No!, ¿por qué…? − se detuvo cuando entendió lo que la pistolera quería decir. Pasándose la mano por el cabello de forma vehemente, continuó, −…quiero decir, bueno, con mi hermana, y ocasionalmente, con un primo, pero…− desvió la mirada de la, ahora, desnuda mujer.− Supongo que soy bastante vergonzosa. − Eso parece, − contestó Josie mientras se metía una camisa de dormir por la cabeza y la deslizaba por su cuerpo. Aunque estaba diseñada para un hombre fornido, a la alta morena le llegaba hasta mitad de los muslos.− ¿Vas a dormir vestida? − ¿Qué?, oh no, claro que no.− Se giró y caminó hasta detrás de un viejo biombo, perdiéndose la sonrisa de Josie y la mueca de mofa en su cara. Cada una yacía a un lado de la cama, intentando estar lo más separadas posible para dejarle espacio a la otra. Como buena dormilona que era, Rebeca estuvo fuera de combate al instante. Josie, en cambio, tenía el sueño muy ligero y se despertaba con el mínimo ruido, así que encontró los pequeños ronquidos de la joven, de lo más distrayentes. En multitud de ocasiones tuvo que ajustarse la almohada para intentar amortiguar el sonido, pero no funcionó. Su fino oído no se lo permitió. Permaneció despierta hora tras hora. En la oscuridad de la noche, reflexionó a cerca de su pasado. Tuvo visiones de los crímenes que había cometido durante años, y de las imágenes de terror absoluto en las caras de sus víctimas. Años de huidas, robos y mucho alcohol, habían bloqueado todas esas fechorías en su mente. También pensó en cómo había ayudado a las gentes de

Masontown, y en lo realizada que se había sentido cuando detuvo a esa panda de ladrones. Había llegado la hora de posicionarse de un lado o de otro, y esto, alteraría para siempre su vida de una forma y otra. Nunca había tomado, conscientemente, la decisión de ser una criminal. Eso sucedió por accidente. Por primera vez en años, sentía que ahora podía elegir entre convertirse en una buena persona o seguir siendo un demonio. El sol ya se encontraba visiblemente en lo alto, para cuando tuvo que tomar la única decisión con la que podría vivir.

16. Profesiones

D

espués de un rápido desayuno consistente en el resto de sus raciones, Josie escribió una nota diciéndole a Rebeca que había salido a ocuparse de unos temas. Con pasos decididos, cruzó la calle y entró en la oficina del Sheriff. − ¿Qué puedo hacer por usted, señor?, − preguntó el Sheriff sin levantar la vista desde su solitaria posición. − Quiero echarle un vistazo a la “Lista de Buscados”, − dijo en tono de demanda. La cabeza del Sheriff se alzó ante el inesperado tono femenino. − Uh…sí, claro.− Se inclinó y cogió un montón de posters de forajidos perseguidos por la ley, acumulados de forma desordenada en la esquina de su escritorio. Mientras le pasaba la pila de papeles, se dio cuenta de que estaba usando la mano con que solía empuñar el revólver, quedando indefenso en el caso de que aquella mujer de negro, decidiera enviarlo derechito junto a San Pedro. Para su tranquilidad, la mujer tan solo cogió los papeles y se sentó en una silla cercana, aparentemente indiferente.− ¿Hay algo…uh…en especial…que esté buscando, señorita? Josie se sonrió por dentro. − Solo estoy mirando quién merece la pena, − respondió con la vista fija en aquellos posters. Estudió cada nombre, el delito que había cometido y dónde había sido realizado. Memorizó todos los rostros y aspectos característicos. Revolvió los posters a su gusto y deslizó el propio dentro de su bolsillo para evitar que el sheriff la reconociera. Al cabo de unos minutos, se puso en pie, y dejó el montón de papeles en la esquina del escritorio. − Le sugiero que revise las cerraduras de sus celdas, Sheriff. Tengo el presentimiento de que muy pronto las tendrá llenas, − dijo mientras salía de la oficina dejando atrás a un confuso y nervioso sheriff.

Repasó la lista de todos aquellos bandidos en su cabeza, descartando aquellos que no merecían la pena y tomando notas mentales de los demás. Los ladrones de caballos no estaban entre los que quería entregar a la justicia. Aunque había comprado y pagado por Phoenix, en su día, había robado multitud de esos formidables animales. Decidiendo que ningún hombre debía morir por robar un equino, se concentró en aquellos a los que buscaría. Los tipos que habían violado y matado a mujeres y niños estaban entre los primeros de su lista. Sus ojos se entornaron cuando vio a la familiar rubia saliendo de la Casa del Doctor. Sus largas piernas rápidamente recorrieron el espacio que las separaba. − ¿Qué haces aquí? ¿Te sientes enferma?, − y comenzó una inspección visual sobre Rebeca. − No, pensé que podría aprender algo de medicina elemental mientras tú hacías, lo que tuvieras que hacer.− Fue entonces cuando Josie se fijó en los dos tarros que la joven llevaba en las manos.− Oh, uno es para desinfectar las heridas, y el otro para calmar el dolor. − ¿Cuánto costaron?, − preguntó Josie cautelosamente y tratando de hacer el cálculo mentalmente. − Nada. Me los dio por ayudarle. − ¿Ayudarle? − Vino un niño con el brazo roto. Le conté una historia para tranquilizarlo mientras el doctor se lo inmovilizaba. Deberías haberle visto, Josie. Su nombre es Timothy, y no lloró, ni siquiera un poquito. Tan solo se sentó y escuchó mi historia.− La sonrisa en su cara y el tono de orgullo en su voz, fueron contagiosos, y Josie dejó escapar una pequeña sonrisa. Caminaron juntas de vuelta a la posada, Rebeca le contó todo lo que había aprendido en el poco tiempo que había estado con el doctor, y esperaba volver pronto para aprender más. A Josie no le pasó desapercibido su tono optimista. − Creo que todo esto nos podrá ser de mucha utilidad.− La cara de Josie permanecía impasible. Después de una cena apenas comestible, la pareja se retiró a su habitación. La pistolera se sentó sobre el suelo, apoyando su espalda

contra la pared, mientras la joven granjera se sentaba sobre la cama, usando el cabezal para descansar. Josie comenzó su rutina de limpiar y comprobar sus armas, mientras Rebeca leía a la luz de una lámpara de aceite. El Doctor Jackson le había prestado un libro sobre conocimientos básicos de medicina, que ahora devoraba y absorbía, tratando de memorizar los tratamientos para los diferentes tipos de heridas y enfermedades. Se saltó los casos poco comunes y se concentró en los que pensaba que podían surgirles mientras viajaban: mordeduras de serpientes, heridas de bala, picaduras de escorpiones, y muchos más. Josie la observaba, por el rabillo del ojo, pasar hoja tras hoja en su búsqueda de conocimiento. “Te reconozco una cosa: tienes determinación”, pensó Josie para sus adentros a la vez que devolvía su atención a la tarea que tenía entre manos, que era abrillantar sus armas. Cuando Rebeca se frotó los ojos por tercera vez en una hora, Josie dejó el rifle y se puso en pie. − Creo que ya has leído suficiente por ésta noche.− Cogiéndole el libro a la reticente chica, lo dejó sobre la mesilla y se preparó para meterse en la cama. Estaba realmente exhausta y se quedó dormida justo después de acomodar su almohada.

17. Pesadillas y aclaraciones

E

ran pasadas las dos de la madrugada, cuando Rebeca se despertó con la agonía de otro mal sueño de su compañera de cama. Los brazos de Josie se movían espasmódicamente, apenas sorteando su cara. Una vez más, Rebeca tomó a la pistolera entre sus brazos, y comenzó a cantarle suavemente. Entre estrofa y estrofa, le susurraba que no era más que un sueño, y que todo estaba bien. En la oscuridad de la noche, escuchó a la mujer morena lloriquear antes de continuar con un estado de letargo sin sueños. Siguió cantando y acariciando el pelo de Josie hasta que se aseguró de que todo había pasado. Se despertaría en dos ocasiones más por culpa de los demonios que acometían contra la pistolera, y en ambas, la calmaría hasta devolverla a un sueño tranquilo. Rebeca se permitió sentir una mezcla de emociones, entre desear que las pesadillas no volvieran a aparecer, y el placer de poder combatirlas hasta hacer que éstas sucumbieran otra vez. Rebeca se despertó encontrándose sola en la habitación, el sol ya brillaba fuertemente a través del cristal. Con un gruñido, metió la cabeza bajo la almohada para evitar la luz del día, y permitirse unos minutos más en la cama. El sonido de la puerta abriéndose hizo que alzara la cabeza de debajo de la almohada, viera los brillantes y despiertos ojos de la pistolera y volviera a esconder la cabeza. − Cinco minutos más − masculló. − Rebeca, ya son las nueve pasadas. Hace, por lo menos, tres hora que me levanté. Vamos.− Dejó sobre una mesa las dos tazas de café que llevaba en sus manos.− Lo digo en serio. − Ya voy, ya voy, − se quejó antes de sentarse y estirarse. Caminó perezosamente hasta la mesa y se dejó caer pesadamente sobre una silla, susurrando un “gracias” mientras cogía su taza. − No eres muy madrugadora, ¿verdad?, − preguntó Josie después de agarrar su taza, darle un sorbo y hacer una mueca.− Demonios, está fuerte. El posadero debe estar intentando matarnos para alquilarle la habitación a otro.

Rebeca le dio una palmada y bebió del suyo. − Ugh, creo que tienes razón, − dijo mientras intentaba hacer bajar aquel líquido por su garganta. En un momento de silencio, decidió abordar el tema de los malos sueños. − Josie, ¿recuerdas las pesadillas que tuviste anoche?− Miró cómo la pistolera se ponía rígida notablemente.− Está bien si no quieres hablar de ello, pero sé que, a veces, ayuda. − No hay de qué hablar, Rebeca. No recuerdo nada, − mintió. Incluso a la luz del día, su mente reproducía las visiones que la atormentaban durante la noche. − Bueno, solo quería que supieras que si necesitas hablar de ello, puedes…hacerlo conmigo, − dijo antes de terminarse el café y ponerse de pie. Rebeca caminó detrás del biombo y comenzó a vestirse.− Y entonces, ¿a dónde fuiste? − Necesitaba conseguir cierta información. ¿Sabes?…lo que dijiste a cerca de ser una caza-recompensas tiene sentido. − Sí, bueno, podrías llegar a sitios donde los demás caza-recompensas no pueden. Sabes cómo piensa ese tipo de gente y cómo actúan.− Intentó ajustarse las cintas de su corsé, pero una en especial, estaba enganchada a su espalda.− Josie, ¿puedes ayudarme con esto?− Segundos más tarde, sintió unos fuertes dedos devolviendo sus cintas a su lugar y acercándoselas.− Gracias, − dijo mientras se giraba y alzaba la cabeza para mirar a la alta mujer.− ¿Sabes?...odio los corsés. − Yo también. Por eso no los uso, − dijo Josie permitiendo asomar una pequeña sonrisa a sus labios.− Bien, tengo la lista de unos cuantos nombres que nos aportarán una buena suma de dinero sin apenas esfuerzo.− Volvieron junto a la mesa y se sentaron. Rebeca se ocupaba de cepillarse el pelo. Josie sorbió otro trago de café y continuó.− Cletus Wilson, es un matón de Tombstone por el que se ofrece una recompensa de cien dólares por su cabeza. Fui al saloon esta mañana y me he enterado de dónde se esconde. − ¿Cómo…?− Rebeca sonrió y sacudió la cabeza.− Después de verte en acción ayer, creo que no quiero averiguarlo.

Josie mostró una sonrisa llena de dientes y orgullosa por sus tácticas intimidatorias. − Seguro que no. Ahora, lo que quiero que hagas, es que te quedes en la Casa del Doctor hasta que regrese o aquí en la posada. − De acuerdo, − asintió.− Pero prométeme que llevarás cuidado. − Rebeca… − Lo siento, pero me preocupo por ti, − protestó.− Alguien tiene que hacerlo. − Bien, creo que te preocupas lo suficientemente por las dos. Y ahora, no vayas a ningún sitio hasta que vuelva.

18. La primera recompensa

J

osie se agachó tras los arbustos, ocultándose de ser vista por el hombre encerrado en el barracón. Wilson no merecía mucho la pena, pero la recompensa sería suficiente como para que ella y Rebeca se marcharan de allí. Lo buscaban por atraco a mano armada, y era conocido por lo mucho que bebía por las tardes. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que llegara para atarlo y llevarlo de vuelta a la ciudad. Sus ojos se posaron en una tabla de madera. Sería perfecta a la que amarrarlo. En el establo se ocultaba un fornido caballo, aunque algo más pequeño que Phoenix. Aun así, podría hacer el trabajo. Josie se acomodó tras los arbustos y esperó a que llegara la noche.

* * *

Rebeca le devolvió el libro al Doctor Jackson y echó un vistazo a las tiendas que se ordenaban a ambos lados de la calle. Sus ojos se fijaron en el saloon, y su boca se hizo agua ante la idea de beber algo mejor que el horrible café de la posada o la insípida agua. No imaginaba ninguna razón por la que no pudiera entrar y tomarse una zarzaparrilla o dos, o incluso una cerveza. Cogiendo dos de los dólares que Josie le había dado, Rebeca comenzó a andar en dirección al bar. Todavía quedaba un recuerdo del alboroto acontecido al día anterior. Una pila de maderas, que anteriormente solían ser mesas y sillas, esperaban desordenadas en un rincón, y un cúmulo de cristales rotos habían sido barridos y ahora se amontonaban en medio del suelo. Rebeca se fijó en que, dos de los enormes espejos de la pared, dibujaban unas grietas anteriormente inadvertidas. El camarero miró hacia arriba y dejó de secar la barra cuando la reconoció. Frunció el ceño y escudriñó alrededor en busca de su problemática amiga antes de caminar hacia ella. − No quiero otra pelea aquí, señorita. Usted parece una buena chica, no debería rondar un sitio como éste.

− Quisiera una zarzaparrilla, por favor, − dijo firmemente intentando sonar tan segura como su alta compañera. El camarero agitó su cabeza derrotado y le ofreció el refresco. Tan pronto como puso su mano alrededor del vaso, oyó unos pasos detrás de ella. − Mirad lo que tenemos aquí. Si es la virgencita pastorcita que vino ayer con la zorra vestida de negro, − dijo el larguirucho hombre que se sentó frente a Josie durante la partida de cartas y que, ahora, posaba una mano sobre el hombro de Rebeca. − Oh, oh, − dijo suavemente y arrepintiéndose, inmediatamente, de no haber seguido las instrucciones de Josie.

* * *

Prácticamente había amanecido cuando Josie entró en la ciudad con su cautivo firmemente amordazado por la espalda. Abandonó la oficina del Sheriff, unos minutos después, con un cheque del banco para retirar el dinero de la recompensa. El desconfiado cajero, puso a prueba su paciencia, cuando se negó a abrir la caja fuerte para la armada mujer, y tuvo que volver con el sheriff para cobrar lo acordado. Después de un día tan largo de esperas, lo único que quería, era meterse en la cama y dormir. Las dos tazas de café del día anterior, todavía estaban sobre la mesa cuando Josie entró en la habitación. Con el ceño fruncido, miró alrededor para asegurarse de que sus pertenencias seguían allí. Bajó las escaleras y encontró al posadero. − ¿Dónde está Rebeca?− La mirada que recibió le puso rígida. − Pensaba que estaba contigo. No la he visto desde ayer. Salió poco después de que lo hicieras tú.− Había miedo en sus ojos, pero ningún signo de engaño. Josie volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia la Casa del Doctor. Dos horas más tarde, Josie se apoyaba en un poste, mirando alrededor e intentando imaginarse dónde podía haber ido Rebeca. Subiendo su sombrero y alzando una ceja, sus ojos se posaron en las puertas del

saloon. Bueno, no había nada de malo en remojar un poco el gaznate mientras pensaba. El camarero la miró con un terror que iba más allá del alboroto acontecido dos días atrás. − Whisky, − ordenó mientras se apoyaba sobre la barra.− Se fijó en que aquellas manos temblaban cuando dejaron el vaso frente a ella en el mostrador.− Estoy buscando a mi amiga, la que estuvo conmigo el otro día. ¿La has visto?− El tono empleado dejaba bien claro que no toleraría una mentira. El sudor comenzó a formarse en la frente del camarero mientras retrocedía. Rápida como un gato, Josie se inclinó por encima de la barra y le cogió la camisa por el cuello. Lo sacudió y tiró de él hasta que su estómago se apretó contra la barra. Luego, lo miró amenazadoramente a tan solo unas pulgadas de su cara.− Ahora escúchame bien, ¿dónde está? − Ah…ella…bueno, − lo sacudió una vez más.− Él…uhg…se la llevó. − ¿Quién?− Su enfado había llegado al nivel de furia cuando cogió el revólver y le apuntó en la frente.− Quiero respuestas…..y las quiero ahora.− Empujó el frío acero contra su piel para acentuar su propósito. − Smith, Tom Smith….él se la llevó.− a su mueca inquisitiva, añadió, − el de la partida de cartas. − ¿Dónde?, − gruñó. − Ah…− las gotas de sudor resbalaban por toda su cara, que se estaba tornando roja por el apretón en el cuello.− Un rancho pequeño, a dos horas de aquí hacia el norte. La “Doble S”. Sin más palabras, lo soltó y salió del bar. Le tomó tan solo unos minutos ensillar a Phoenix e ir en busca de su joven amiga. − Hazle algo y te mataré, − juró. Además, decidió que Tombstone era una ciudad demasiado peligrosa para dejar a Rebeca a su suerte.

* * *

Rebeca volvió a golpear la puerta.

− Por favor, déjame salir. Apesta aquí adentro, − gritó, aunque sabía que nadie podía oírla. El retrete estaba demasiado lejos de la casa principal. Golpeó la puerta una vez más. Las cuerdas usadas para cerrar la puerta no parecían ceder con las embestidas. − De todos los lugares donde encerrarme…− se detuvo antes de terminar la frase. Josie miró hacia abajo, desde su posición elevada en la colina, al solitario rancho. La zona era demasiado plana y abierta como para intentar algo durante el día sin ser vista. Y si corriese hacia el rancho, Rebeca estaría muerta mucho antes de que pudiera alcanzarla. Estando fuera del alcance de su oído, era incapaz de escuchar los gritos de auxilio de la joven granjera encerrada en el retrete. La pistolera se forzó a sí misma a no pensar en lo que le podían hacer a su amiga mientras esperaba una oportunidad de acercarse. Era muy duro no poder ir y entrar violentamente, pistolas en mano, pensando que la inocencia de Rebeca podía haber sido amenazada. Impacientemente, esperó a que cayera la noche. Dos lámparas de aceite brillaban en el interior del rancho mientras Josie se deslizaba sigilosamente a lo largo de la casa principal. Necesitaba saber con cuántos hombres se las tendría que ver, y dónde se encontraba Rebeca exactamente antes de poder hacer cualquier movimiento. Mirando a través de una pequeña ventana parcialmente tapada con un trozo de tela a modo de cortina, solo podía ver parte del comedor, advirtiendo que en la estancia había dos habitaciones más en las que no podía ver nada. Distinguió al hombre larguirucho con el que había estado peleando en el saloon, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la puerta. Muy despacio se deslizó hacia un lado cuando éste salió. Lo vio bajarse los pantalones, agacharse y aliviarse. Josie frunció el ceño. ¿Por qué estaba haciendo aquello allí en lugar de en el retrete detrás de la casa? Sonrió cuando descubrió las cuerdas alrededor de la pequeña estructura de madera. − Rebeca, − susurró. − ¿Josie? Oh, Josie, ayúdame a salir de aquí. − Shhhh.− Hubo un silencio antes de que Rebeca comenzara a escuchar cómo cortaba las cuerdas y luego abría la puerta. Salió afuera y cayó sobre sus rodillas tomando grandes bocanadas de aire fresco. Josie la levantó y la colocó en la parte posterior del retrete.− ¿Estás bien?− A la

débil luz de la luna, intentó inspeccionarla visualmente y confirmar alguna huella de sus temores. − Estoy bien, contenta de que estés aquí. − Venga, larguémonos de aquí. Quiero poner la suficiente tierra de por medio antes de que se dé cuenta de que te has escapado. En ese mismo momento Smith decidió echarle un vistazo a su cautiva. Estaba realmente decepcionado porque aquella zorra vestida de negro no había ido a visitarlo. Pensó en traer a la rubia y se sonrió con los pensamientos de lo que le haría. Para él no había diferencia en si ésta vivía o moría. Tan solo la utilizaba como cebo para aquella furcia. Además, le debía un poco de diversión con su amiga como revancha por haberle ganado a las cartas. Se quedó helado cuando vio la puerta del retrete medio abierta. No la escuchó acercarse por la espalda. Un rápido golpe con la culata de su revolver fue todo lo que necesitó para dar con sus huesos inconscientes en el suelo. − ¿Qué vas a hacer con él?, − preguntó Rebeca mientras veía cómo Josie lo ataba de pies y manos. − Llevarlo de vuelta a la ciudad para que responda por sus crímenes.− Comprobó una vez más que los nudos estaban suficientemente fuertes antes de dar un paso atrás. − Tiene suerte de que no lo haya matado. − Josie, no estoy herida. Tan solo me zarandeó un poco. − Pero podías haberlo estado, − dijo secamente y acercándose a ella.− ¿En qué diablos estabas pensando cuando fuiste al saloon? Podías haber hecho que te mataran.− Cogió la barbilla de la joven y se la levantó obligándola a mirarla.− O aún peor, Rebeca. Cuando te diga que te quedes en un sitio, hazlo. − Lo-lo siento, − farfulló. Josie le soltó la barbilla y dio un paso atrás. − No lo sientas, Rebeca. Solo hazlo mejor. Estoy harta de tener que rescatarte siempre.− Había enfado en su voz, pero algo más también, un poco de preocupación. Se volvió para coger a su preso y colocarlo en la parte de atrás de su caballo.

− Gracias por salvarme…otra vez, − dijo Rebeca suavemente. Estaba segura de que Josie la había escuchado, pero decidió ignorarla. Josie miró el sucio vestido de Rebeca, después al caballo, y luego una vez más a ella. − ¿Cómo llegaste hasta aquí? − Me tumbó sobre la silla de montar. Ese cuero realmente duele cuando es presionado contra las costillas, ¿sabes? − No Rebeca, nunca he tenido ese privilegio, − suspiró.− Tendrás que montar de lado. No podemos estar cortando tus vestidos cada vez que tienes que subirte a un caballo. La vuelta a la ciudad les llevó algo más de tiempo de lo esperado, porque Josie tenía que ir asegurándose de que Smith no se cayera del caballo, aunque ella misma tuviera la tentación de empujarlo por el simple placer de verlo dar sus huesos contra el suelo. En una ocasión se intentó levantar y saltar de la silla de montar solo para que Josie lo golpeara y lo enviara de vuelta al Maravilloso Mundo de los Sueños. Después de depositarlo en la oficina del Sheriff, Josie envió a Rebeca de vuelta a la posada mientras ella llevaba los caballos al establo. A pesar de que deseaba darse un buen baño, la pistolera se decidió por las suaves sábanas y la cómoda almohada cuando volvió a la habitación. Estaba tan cansada que ni si quiera le importó acostarse con las botas y las pistoleras puestas. Le costó un poco, pero al final Rebeca se las arregló para quitarle las dos pistoleras. No así, cedió ante la idea de dejarle puestas las negras botas de piel y dejarse las suyas propias. Se metió en la cama junto a su protectora y susurró un suave “gracias” antes de tumbarse y quedarse dormida.

19. Cambio de destino

D

espués de un rápido desayuno y de una taza de café, la pareja se dirigió hacia el establo para coger sus caballos y dejar atrás la ciudad de Tombstone. Ahora que volvían a cabalgar, Rebeca se había cambiado de ropa y vestía, de nuevo, pantalones y camisa. Josie fue a pagar al posadero y Rebeca se quedó en el establo dándole un par de manzanas a los caballos. No estaban suficientemente maduras, pero a los animales no parecía importarles. Rebeca todavía se sentía intimidada por el gran tamaño de Phoenix, pero estaba determinada a hacerse amiga de ella. La cenicienta yegua en el establo contiguo, relinchaba y agitaba su cabeza cada vez que Rebeca dedicaba su atención al dorado animal. Y aunque el animal llevaba con ellas un tiempo, Rebeca realmente no la había mirado hasta ahora. La pequeña bestia tenía una expresión de lo más tierna y dulce. Casi podía jurar que sonreía. − Oh, venga…deja de empujarme, − se quejó.− Eres preciosa, − dijo acercándose a su caseta. Le acercó una manzana que la yegua se tragó ansiosa. Rebeca se aprovechó de que tenía la boca llena para acariciarle el hocico.− Te gusta, ¿verdad?− Phoenix relinchó en protesta y ella le dio otra manzana.− No te pongas celosa Phoenix.− Volvió a acariciar a la gris yegua.− No recuerdo haberte visto tan cariñosa antes,− dijo mientras comenzaba a usar sus dos manos para acariciarle. No oyó a Josie entrar en el establo y apoyarse contra uno de los postes de madera. − ¿Te gusta?, − su inesperada voz hizo que Rebeca diera un pequeño respingo. − Bueno, a pesar de que es un caballo, no está mal.− Casi añadió el comentario de que era incluso más cariñosa que Phoenix, pero decidió callarse. − Es tuya entonces − dijo Josie. Rebeca se volvió y la miró con expresión

confusa. − Yo-yo suponía que ya era mía desde… Josie rio y sacudió su cabeza. − Rebeca, ese no es el caballo que cogimos para venir hasta aquí.− Señaló con el dedo hacia el otro lado del establo.− Aquel es el caballo que hemos tenido todo el tiempo.− Rebeca miró de un caballo al otro, y no podía comprender cómo había podido confundir a ésta dulce y cariñosa yegua con la otra. − ¿De veras? Oh Josie.− Se acercó y rodeó con sus brazos la cintura de la alta mujer mientras la abrazaba. − De veras, − respondió mientras desenredaba los brazos de la joven de su cuerpo.− Rebeca, no me gusta que me abracen. − Oh, lo siento, − dijo, aunque sus preciosos ojos verdes no paraban de centellear.− ¿Cómo diste con éste caballo? Josie

se

alzó

de

hombros

como

si

no

tuviera

importancia.

− Lo tenía el hombre que traje por la recompensa. A ella y a su silla de montar. Me pareció más…adecuada para ti, así que decidí vender el otro caballo y comprarte ésta yegua. − ¿Silla de montar? ¿Quieres decir que ya no tendré que ir caminando a tu lado o cabalgar a tu espalda?− Miró a Phoenix y sus ojos expresaron el disgusto que le causaba montar aquella bestia enorme. − Eso parece.− Con la felicidad reflejada en los ojos de Rebeca, Josie no tuvo el coraje de decirle que aquello era un arreglo momentáneo.− Preparémoslas. Una hora más tarde ya estaban en marcha. Caminaban en fila india, Josie sujetando las riendas de la yegua mientras Phoenix caminaba detrás, y atada a la silla de montar de ésta, Rebeca se sentaba en su nueva grupa, sujetando el Winchester en caso de que Josie lo necesitara. El tiempo fue pasando lentamente mientras la joven narraba los diferentes acontecimientos sucedidos a lo largo de la historia de América, además de lo nuevo aprendido gracias al libro que le prestó el Doctor

Jackson. En un momento dado, se dio cuenta de que, ahora que aquella yegua era suya, tenía que buscarle un nombre. − Florence, − dijo. − ¿Florence? Josie la miró.− Estás de broma. − Nop, me gusta. ¿Te gusta, Florence? Para desconsuelo de Josie, la yegua relinchó de acuerdo con el nuevo nombre pronunciado con la dulce voz de la joven.− Pues Florence será. − Florence, − dijo Josie rodando sus ojos. − Hey, no te pongas así. Podía haberla llamado Petunia. − Florence está bien. − Sabía que coincidirías conmigo, − dijo Rebeca engreídamente, orgullosa de haber ganado. Josie sonrió. − Recuerda que ahora tú te harás cargo de Florence. Tendrás que darle de comer, cepillarla y cuidar de sus aparejos. − Oh, claro, Josie. Haré un buen trabajo, ya verás. − Uh, uh, − murmuró la pistolera en tono conocedor. No había ninguna duda en su cabeza, de que Rebeca haría todo lo que estuviera en su mano para complacerla y permitirle permanecer con ella. Lo que Josie se negaba a admitir era que estaba funcionando. Después de ocuparse de Smith, no había ninguna razón por la que Rebeca no hubiera podido quedarse en Tombstone, excepto la de que Josie no podría echarle un ojo. Caminaron hacia el noreste, esperando llegar a Wilcox antes del anochecer. Era una ciudad insignificante y no merecería la pena parar en ella a no ser porque se trataba del último lugar donde podrían comprar provisiones antes de tomar la Ruta hacia Oxbow. El cálido sol del verano caía sobre ellas despiadadamente, haciendo que Josie se arrepintiera por su elección al vestirse. La camisa negra de manga larga y sus pantalones azabaches absorbían todo el calor, por no mencionar su Stetson, que muy pronto ocupó la parte trasera de sus pertenencias. No pasó mucho antes de que los tres primeros botones de su camisa se abrieran en un intento desesperado por tomar algo de aire fresco.

− Diablos, hace calor, − gruñó mientras se volvía a secar el sudor de la frente. El pañuelo gris que solía llevar atado al cuello, ahora estaba empapado en sudor al usarlo para secar su propia transpiración. El polvo del camino se le pegaba a la piel para aumentar su incomodidad. Las piernas le ardían mientras los oscuros pantalones seguían humedeciéndose por el calor. No había rastro de ningún árbol o sombra. Silenciosamente, Rebeca le alcanzó la cantimplora. Josie la abrió y dio un buen trago antes de hacer una mueca y devolvérsela.− Ugh, ésta agua está tan caliente que podríamos hacer café con ella, − se quejó. − Lo siento, − dijo Rebeca antes de sacar un par de trozos de carne seca y de ofrecerle un pedazo a Josie. Josie negó con la cabeza. − Si me como eso, tendré que beber más de esa rancia agua. No, gracias. Rebeca no había estado nunca tan contenta de ver que el sol se escondía. A media tarde, el humor de Josie se había vuelto, definitivamente, insoportable por el calor, y la joven tenía miedo de decir una sola palabra que la molestara aún más. Pasaron un pequeño rancho y ambas dieron muestras de alivio. Wilcox no podía estar muy lejos. − Pasaremos la noche en la ciudad, − dijo Josie manteniendo la mirada al frente.− Los caballos necesitan descansar y yo un buen baño. − Sip, definitivamente lo necesitas, − dijo arrugando la nariz. Josie se volvió y la miró. − Hey…, − dijo fingiéndose ofendida.− Tú tampoco hueles tan bien que digamos. Rebeca pensó que la pistolera hablaba en serio, hasta que vio cómo parpadeaban sus ojos azules y una pequeña mueca afloró a sus labios. Sonrió y dejó escapar una suave risa. Josie giró su cabeza y devolvió su atención al polvoriento camino. − Nos lavaremos y permitiremos que alguien más cocine por nosotras, − dijo. Ahora que el sol había desaparecido y que comenzaba a refrescar, Josie se sentía mal por el modo tan cortante con que había tratado a la joven que, empezaba a considerar su amiga, durante todo el día. Su ceja se alzó. ¿Cuándo fue la última vez que se había preocupado por los sentimientos de alguien? Le llevó tan solo unos segundos admitir que de

aquello hacía bastante tiempo.− Tal vez incluso podamos conseguirte un nuevo vestido. Ya que tan solo iban a pernoctar durante una noche, Josie decidió derrochar algo de dinero y alquilar dos habitaciones de hotel en lugar de la fonducha de mala muerte del final de la calle. Una vez se hubieron bañado, bajaron a aquella especie de saloon-restaurante, y tomaron una copiosa cena a base de estofado y pan de maíz. Josie bebió varias jarras de cerveza, mientras que Rebeca saboreaba a sorbitos su zarzaparrilla. El calor sufrido durante el día y sus estómagos ahora llenos, las mandaron a la cama inmediatamente después de cenar. Josie se despertó en mitad de la noche, no podía soportar sus pesadillas. Una y otra vez vio la cara de la joven mirándola a los ojos, con su pecho completamente cubierto de sangre. Se levantó de la cama y se mojó la cara con un poco de agua procedente de una palangana situada en el rincón de la habitación. Sabiendo que ahora le sería totalmente imposible dormir, se sentó en una silla y esperó a que amaneciera. Rebeca dormía profundamente cuando Josie entró en su habitación con dos tazas de café en las manos. − Es hora de levantarse, Rebeca, − dijo mientras dejaba las tazas sobre la mesa. Viendo que la mujer no se movía, golpeó repetidas veces la cama con su bota, pero sin demasiada brusquedad. − Grmmf. − Rebeca, vamos. Quiero conseguir nuestras provisiones cuanto antes y ponernos en camino.− Esperó un poco más y, entonces, tiró de la manta que cubría a la adormilada mujer. No imaginaba lo que ocurriría a continuación. La joven gritó y se encogió hecha un ovillo contra la pared. Se cubría la cabeza con los brazos y su cuerpo temblaba de miedo. Josie dio un paso atrás. − ¿Rebeca?, − dijo muy bajito. Despacio, la joven rubia, fue bajando los brazos y la miró. − Lo siento, − masculló.− Supongo que me cogiste de sorpresa.− Gateó hasta bajar de la cama y se dirigió hacia el orinal que había en el rincón. Josie le dio la espalda y esperó hasta que escuchó arrastrar una silla

contra el suelo, entonces se giró y tomó asiento ella también. Se hizo un incómodo silencio mientras ambas mujeres se sumían en sus propios pensamientos. Josie miró a Rebeca por el rabillo del ojo. La cara y el cuerpo de la rubia la traicionaban a la hora de aparentar haber recobrado la compostura. Sorbió la mitad de su café antes de hablar. Y cuando lo hizo, su voz todavía temblaba un poco. − Por favor, no vuelvas a despertarme de esa forma otra vez.− El recuerdo de su padre viniendo a despertarla, enfadado y, en ocasiones violento, afloraron a su mente. Había pasado demasiadas veces en las que, quitarle la manta, no era suficiente para despertarla, y menos aún si se había pasado la noche despierta leyendo libros a escondidas, entonces se encontraba a sí misma siendo echada del catre a golpes. Involuntariamente tembló por los recuerdos. − No lo haré, − dijo Josie. Quería preguntarle qué era lo que la había asustado de esa manera, pero las conversaciones personales y llenas de emotividad eran totalmente desconocidas para ella, y no estaba segura de que pudiera manejar lo que éstas conllevaban. Se terminó el café y se levantó.− Te esperaré fuera. Rebeca se puso su vestido, frunciendo el ceño por el mal estado en que se encontraba. La pasada noche, durante la cena, se sintió avergonzada por llevar aquella prenda tan andrajosa en un lugar tan bonito, pero a diferencia de Josie, ella no podía vestir con pantalones. Nadie abriría el pico si viera a alguien tan alta y bien armada como la morena llevando sus pantalones, en cambio, una cosa tan pequeña como ella, tan solo atraería problemas a su alrededor. Josie se apoyaba contra un poste de la calle cuando Rebeca finalmente salió del hotel. La pistolera miró aquel raído vestido e hizo una mueca. − Lo primero que vamos a hacer es ir a la modista para conseguirte un vestido nuevo. Rebeca pensó en ofrecerse para hacerse ella misma el vestido, pero algo en su interior le decía que la pistolera quería comprar aquella prenda para ella. Asintió con la cabeza y se dejó llevar hacia la costurera. Ésta era una mujer corpulenta, que fácilmente doblaba el peso de Josie y que, probablemente, abultaba tres veces más. La parte de arriba de su

vestido apenas podía sujetar su amplio pecho cuando la vieron acercase a ellas. − Soy Rita, la dueña de la tienda. ¿En qué puedo ayudarles, señoritas? − Necesita un vestido nuevo, − dijo Josie.− Algo sencillo y fácil de mantener.− Miró rápidamente la amplia extensión de piel que revelaba la delantera del vestido de la modista.− Y que sea discreto. Rita se preguntó si debería sentirse insultada, pero contestó, − entiendo, ¿algo cómodo para poder viajar? ¿Qué tal de percal?, − dijo mientras se dirigía hacia en perchero donde había varios vestidos de diferentes colores y tamaños. Cogió una de las prendas y se la mostró a las mujeres. Se trataba de un vestido verde floreado con mangas largas y un lazo al cuello que, Rebeca estaba segura que la asfixiaría. Iba a expresar su oposición rotunda, cuando Josie asintió con la cabeza. − Ese estará bien.− Se volvió hacia Rebeca y dijo − espera aquí mientras te ajustan el vestido, yo iré a comprar unas cuantas provisiones.− Se encaminó hacia la puerta a grandes zancadas, tomó el pomo y se volvió, − Y Rebeca… − ¿Si? − No te muevas de aquí.− Había algo en el tono de voz de Josie que hizo que la joven rubia se jurara que aquello sonaba menos que una orden y, más que una petición. − No lo haré. Josie asintió con la cabeza y se marchó para hacer sus compras. Rebeca se resignó por su suerte y dejó que la enorme costurera le tomara las medidas para arreglar el vestido. Mientras le ponía los alfileres y la iba girando a un lado y a otro, se prometió así misma que en el mismo instante en que estuvieran fuera de la ciudad, se volvería a poner sus cómodos pantalones. Sonrió al imaginarse cómo sería ver a su alta compañera llevando uno de esos vestidos. Josie volvió, al menos, dos horas más tarde con un carromato repleto. A un lado colgaba, atada, una tabla de lavar, y la parte trasera estaba atiborrada de productos de primera necesidad. No estaba muy contenta por lo que le había costado todo aquello. El enorme saco a su lado contenía avena para los caballos. Reacia a pedir ayuda, lo empujó ella

misma dañándose un músculo de la parte baja de la espalda en el proceso. Se alegró al ver salir a Rebeca de la tienda con el nuevo vestido en la mano y subiendo al carro sin necesidad de ayuda. La pistolera esperó a que la rubia dejara cuidadosamente su nueva adquisición bajo el asiento y después arreó a Florence para que se moviera. La inesperada envestida la cogió por sorpresa e hizo que su músculo protestara, provocando que Josie cogiera una brusca bocanada. − ¿Josie? ¿Estás bien?− Rebeca la miró detenidamente en busca de alguna herida y preguntándose si la forajida había participado en otra pelea de bar. − Estoy bien, − contestó sin dejar de mirar el camino mientras se dirigían hacia las afueras de la ciudad. − ¿Seguro? − Rebeca…− dijo con tono de fastidio. − Perdón, − dijo la joven. Pasaron varios minutos antes de que volviera a hablar.− Josie, ¿te he contado la historia a cerca de Daniel Boone? ¿No? Bien…− comenzó con su relato, sabedora de que la pistolera tan solo la escucharía a medias, pero prefiriendo oír su propia voz a la de los coyotes en la distancia. Varias horas más tarde, Josie dirigió el carromato fuera del camino y eligió un claro para acampar durante la noche. Obligando al caballo a detenerse, esperó a que Rebeca bajara del carro para después hacerlo ella lentamente. El dolor en su espalda se había agravado con el paso de las horas sentada en aquella tabla de madera, como muy bien comprobó cuando intentó estirar el cuerpo. Rebeca acababa de acercarse a aquella parte de la carreta cuando vio la cara de dolor en su cara. − Josie, estás herida. − No, − dijo suavemente, − no es más que un dolor de espalda. − Puedo masajeártelo. Quiero decir, todavía me queda algo de linimento y me he vuelto toda una experta frotando mis propios músculos cuando me dolían. Josie la miró un momento antes de tomar una decisión. Se puso recta sobre su espalda e intentó alcanzar el punto exacto donde le dolía. Asintió con la cabeza y vio la sonrisa aflorar en la cara de Rebeca.

− Vale. Sacaré estas cosas del carro y así podrás… − No. Ese saco….− dijo señalando la avena con el dedo − es el causante…. Tendremos que dormir en el suelo esta noche. Ya deberías estar acostumbrada. − Claro, no hay problema.− Se giró y comenzó a sacar las cosas que necesitarían para acampar esa noche.− No hay problema…− susurró para sus adentros.− Debería estar acostumbrada a dormir sobre el duro suelo, uh, uh, claro. Es mucho más cómodo que, oh, la parte trasera de un carromato de madera, sip. − Deja de echar pestes o te echaré del carro a ti y al saco de avena.− Dijo Josie. Pero el tono de su voz dejaba bien claro que no hablaba en serio. Ambas sonrieron ante la idea de ver a la alta pistolera intentando levantar aquel enorme y pesado saco. Josie yacía sobre una manta, permitiendo a Rebeca hacerse cargo del montaje del campamento y de encender el fuego. Comieron un copioso estofado bañado por Josie con una cerveza sacada de un barrilete, mientras su compañera se conformaba sin demasiado entusiasmo con la insípida agua de la cantimplora. Solo cuando los platos fueron lavados y guardados, la pistolera finalmente se sacó la camisa, no sin dificultad, y se tumbó sobre su estómago mientras Rebeca se arrodillaba junto a ella y abría la botella de linimento. − ¿Dónde te duele exactamente?, − preguntó la joven mientras movía suavemente sus dedos junto a la espina de Josie. − Más abajo…vale, ahora hacia la izquierda…..ow, justo ahí. − ¿Aquí? − Síp…justo ahí…− Josie cerró los ojos y apoyó su cara sobre los antebrazos mientras se relajaba bajo las gentiles atenciones. − Te contaré un cuento… Rebeca narraba su historia dulcemente, mientras sus dedos vagaban suavemente por la parte baja de la dolorida espalda de Josie. Por donde quiera que se movieran sus manos, notaba tensión y tirantez, así que trabajó lentamente para liberar y relajar cada músculo que encontraba al paso.

− Me recuerda a una historia que mi madre solía contarme cuando era niña, − murmuró cuando el cuento hubo terminado. No hizo ningún esfuerzo por detener a Rebeca con su masaje.− Lo haces muy bien, ¿sabes? − Gracias, − contestó.− ¿Quieres que te cuente otra historia?− Sus dedos amasaban y rodaban por la espalda de Josie limpiando meses de tensión. Al no recibir ninguna contestación, Rebeca comenzó otra historia, y otra, y otra…a la vez que masajeaba. Sintió varias veces la sacudida de la pistolera, pero no podría asegurar que siempre fuera por el dolor…no con el cuidado que llevaba. Sus manos comenzaron a dolerle cuando finalmente se detuvo y se sentó hacia atrás.− ¿Qué tal? Josie giró su cabeza y miró a su compañera antes de sentarse y estirarse. Rodó la cabeza y dobló la espalda, permitiendo que una pequeña sonrisa aflorara a sus labios. − Mucho mejor, − dijo antes de levantarse y coger su camisola de dormir. Rebeca trató de no decepcionarse al no recibir mejores muestras de agradecimiento. − Bueno. Bien. Supongo que es hora de irse a la cama. Buenas noches.− Se tumbó y acomodó al otro lado del fuego. − Buenas noches, − contestó Josie mientras veía a la rubia arroparse bajo las mantas. Estiró su espalda una vez más saboreando la sensación de liberación.− Gracias, Rebeca, − dijo lo suficientemente fuerte como para que Rebeca la escuchara antes de darse la vuelta y acostarse en la otra dirección, pero no antes de ver la sonrisa en la cara de la joven. Josie hizo, en ese momento, nota mental de intentar ser más cumplida con la chica.

20. Picadura

D

os días más tarde se encontraban no muy lejos de su destino. Los polvorientos surcos del camino causados por las rodadas se perdían en la distancia dividiendo el paisaje en dos. Tan solo los matorrales ocasionales o conjuntos de solitarias rocas les daban las indicaciones del progreso en su andadura. El calor excesivo persistía, forzando a ambas mujeres y animales a beber más agua de la que habían previsto. Josie puso especial cuidado en minimizar la cantidad de líquido para consumo propio, sabiendo que todavía estaban a bastante distancia del pozo más cercano. Rebeca era consciente de la generosidad de la pistolera al mostrarse reticente a beber agua, así que decidió racionar también su propia parte, acción que no fue pasada por alto por Josie. El cielo fue tiñéndose de rojizos y anaranjados sobre el horizonte. Josie dirigió la caravana hacia un pequeño claro rodeado de rocas y matorrales. Se encargaron de los caballos dándoles de comer, la joven rubia imitando cada uno de los movimientos de la forajida. Una vez se hubieron asegurado de que Florence y Phoenix tenían todo lo que necesitaban, comenzaron a montar su campamento. Aunque ya habían gastado varias libras de avena, la idea de bajar aquel pesado saco cada noche para luego volver a subirlo a la carreta por la mañana, no le resultaba nada atractiva a Josie. Así que, como habían estado haciendo noche tras noche, sacaron sus mantas de dormir y las prepararon a ambos lado del fuego. La pistolera se dedicó a mantener el fuego encendido mientras Rebeca recogía del carromato los utensilios que necesitarían para pasar la noche. Para cuando la inmensa bola roja de fuego desapareció en el horizonte y el ocaso evidenciaba su llegada, ya todo estaba listo. Una pequeña cafetera se calentaba el fuego. Era el único lujo que Josie se permitía. − Voy a echar un vistazo por los alrededores, − dijo Rebeca mientras se levantaba.− No iré muy lejos. Josie asintió y comenzó a limpiar sus armas. − Cuidado − murmuró cuando la joven rubia se perdió de su vista.

Rebeca se abrió paso entre los pilares de roca, tomando nota mentalmente de cada curva y recoveco para así poder encontrar fácilmente el camino de vuelta. La Luna no estaba todavía lo suficientemente alta en el cielo como para ofrecerle una buena iluminación de la zona. Mientras rozaba las ramas de un pequeño arbusto al tratar de pasar por su lado, escuchó un inconfundible cascabeleo. El miedo se apoderó de ella, acelerándole el corazón y paralizando cualquier reacción de salir corriendo. Dio un paso atrás y volvió a escuchar aquel amenazador tintineo, ahora incluso más cerca. En aquella oscuridad le era imposible localizar el lugar exacto donde se encontraba la mortífera serpiente. Rebeca dejó escapar un estridente grito y salió corriendo. Asustada y desorientada, tropezó con el mismo arbusto que había intentado evitar instantes antes, aterrizando demasiado cerca de donde se encontraba la serpiente cascabel. Ésta se lanzó sobre la rubia con fiereza, hundiendo los curvados colmillos en su pantorrilla y enrollándose con rapidez, adoptando una postura defensiva. Aún estaba chillando cuando Josie corría hacia ella rifle en mano. − ¡Rebeca!, − gritaba mientras intentaba llegar hasta ella a través de la oscuridad, saltando por entre los pilares de granito. − ¿Josie?, ¡Josie!, − gritó Rebeca con los ojos como platos intentando localizar más serpientes. Paralizada por el miedo, era incapaz de moverse.− ¡Josie!, − gritó una vez más, su voz apenas audible. − ¡Rebeca!− se detuvo a tan solo unos metros encontrando con su mirada la figura de la rubia enrollada en el suelo. − Sss-serpientes.− Las lágrimas rodaban por la cara de la rubia mientras sentía la quemazón de su pantorrilla. La presencia de su protectora le dio el valor suficiente para moverse. Se volvió y agarró fuertemente a la pierna de la pistolera. Josie vio a tres serpientes más reptando en la oscuridad, pero estaban lo suficientemente lejos como para suponer una amenaza. Dejó su Winchester en el suelo y volvió su atención a la aterrorizada Rebeca. De un fuerte agarrón, separó a la asustada joven de su pierna. − ¿Te ha mordido? − Sss-si, − balbuceó mientras se cogía la pierna. Josie se quitó el pañuelo del cuello y lo rasgó en dos trozos, usando uno para atarlo por debajo de

la rodilla de Rebeca y el otro por encima de su tobillo. La pistolera la cogió entonces en brazos y corrió hacia el campamento. Josie sabía que no había tiempo que perder. Así que depositó su carga sobre una manta y sacó un cuchillo de su bota. Rodó a Rebeca hasta colocarla boca abajo y cortó la parte trasera del pantalón dejando al descubierto dos feos agujeros que atravesaban su pálida piel. − Esto te dolerá.− Dijo no muy segura de si la rubia la había escuchado entre tanto sollozo. La zona afectada ya estaba hinchada. Después de comprobar rápidamente que los jirones del pañuelo no le apretaban tanto como para cortarle la circulación, pasó el cuchillo por la piel de Rebeca haciendo dos rápidas y precisas incisiones a lo largo de ambas perforaciones. Los lloros y gritos de la joven eran suficientemente altos como para despertar a los muertos, a la vez que intentaba infructuosamente apartar su pierna. Los fuertes brazos de Josie contuvieron el forcejeo. − Rebeca, no podemos perder el tiempo peleándonos. Tienes que calmarte.− Miró fríamente a la joven y los sollozos fueron convirtiéndose en rápidos sorbos por la nariz.− Concéntrate en tu respiración. Toma aire profundamente y suéltalo despacio.− Sus largos dedos se afanaban en estrujar la pierna para sacar la mayor cantidad posible de sangre mezclada con veneno. Rebeca escondía la cara tras sus manos mientras seguía soltando irregulares aspiraciones. Josie estiró todo su cuerpo sobre el suelo para poder acercar la boca con mayor facilidad a aquella pierna sangrante.− Tengo que extraerte todo el veneno. − ¡No!, − gritó la joven, pero sin la fuerza suficiente para detenerla. Una sensación de quemazón le recorrió pierna arriba hasta la pantorrilla y el pánico la volvió a invadir. Sentía la presión de la boca de Josie sobre su piel y después, una fuerte sensación de succión. La pistolera acumulaba la mayor cantidad de fluido que podía en su boca para luego girar la cabeza y escupirlo antes de volver a repetir la operación. El repugnante sabor le revolvió el estómago, pero ello no hizo que cejara en su empeño. Poco a poco aquel fluido fue cambiando de una sustancia líquida mezclada con sangre a prácticamente solo sangre. Sabía muy bien que durante los primeros quince minutos era lo que tenía que hacer para limpiar bien la vena. Josie sorbía lo más fuerte que podía mientras que su compañera se empeñaba en dejarla sorda con sus lloros y gritos. Cuando todo lo que podía saborear era sangre, la forajida se detuvo y buscó entre las alforjas. Rebeca todavía lloraba, pero sus histéricos gritos ya

habían cesado. Sacó un pañuelo de la talega y le vendó fuertemente la pierna. − Date la vuelta, − dijo mientras se volvía a poner en pie y dirigía hacia la caravana. Cogió la silla de montar de Phoenix y volvió al lado de Rebeca.− Voy a ponerte esto debajo de la pierna. Es importante mantenerla elevada.− La débil luz de la hoguera permitió a la caza recompensas ver cómo la joven asentía con la cabeza a modo de entendimiento. Le colocó cuidadosamente la silla bajo la pierna y la tapó con una manta asegurándose de arroparla bien para mantenerla caliente y así evitar un posible shock. La pistolera pasó toda la noche pendiente de ella, cambiándole el vendaje frecuentemente. Desgraciadamente, observó que la herida supuraba un líquido amarillento, indicando que el veneno no había sido extraído en su totalidad. Los colmillos le habían penetrado más profundamente de lo que imaginaba. No había nada más que Josie pudiera hacer excepto esperar y dejar que la picadura de serpiente siguiera su curso. Pero sabía que no importaba lo profunda que fuera la herida, no existía peligro de muerte. En cambio sería doloroso y se le hincharía durante un tiempo. Rebeca se movió varias veces, pero durmió durante toda la noche. Se despertó con el olor a café caliente y de la carne asándose al fuego. Josie estaba sentada junto a ella, taza en mano. − Buenos días, enana. ¿Qué tal te sientes?− Dijo la pistolera mientras daba un trago de su café. − Me quema y la piel, la siento… tirante. − Se te está inflamando. Tendrás que mantener la pierna en alto hasta que te baje la hinchazón. − Vertió un poco del fuerte líquido en una taza y se la ofreció a Rebeca. La joven se incorporó sobre un codo y aceptó agradecida el café. Tomó un sorbo y arrugó inmediatamente el gesto mirando a Josie. − ¿Cuánto café pusiste? Esta cosa sabe realmente fuerte. − Lo está, ¿verdad?− Respondió la pistolera mientras miraba aquel negruzco brebaje en su taza.− De acuerdo, ya que parece que tú sabes prepararlo bastante mejor…a partir de ahora te encargarás de ello.− Dejó la taza sobre el suelo y se levantó.− Volveré en seguida. Quédate

aquí. Rebeca se obligó a sí misma a terminarse aquel repugnante líquido mientras esperaba a la pistolera. Tres disparos surcaron el aire rompiendo el silencio de la mañana. Josie volvió unos minutos más tarde con una pistola en una mano y tres serpientes en la otra. La visión de aquellas cascabeles, incluso muertas, fue más que suficiente para que el corazón de Rebeca comenzara a bombear con rapidez. Josie advirtió la expresión de pánico en la cara de Rebeca y lanzó las serpientes al otro lado del fuego. − La cena, − dijo simplemente. Rebeca asintió con la cabeza sin dejar de mirar aquel montón de reptiles. Con cierto sentido del orgullo, la pistolera sacó su cuchillo y comenzó a despellejar y limpiar las serpientes. No sabía cuál de ellas había mordido a su amiga, pero eso ahora no importaba. Las tres estarían deliciosas en el estofado. − No nos moveremos de aquí hasta que tu pierna tenga un mejor aspecto. Rebeca asintió agradecida de tener la oportunidad de descansar un poco. Aquella formación rocosa las ayudaría a resguardarse del sol abrasador, así que volvió a tumbarse para reposar un poco más y soñar con valientes caballeros cazadores de dragones que salvaban a hermosas princesas. Josie metió los trozos de carne en la cazuela y se apoyó contra una de las ruedas de la carreta para comenzar a limpiar sus pistolas, una rutina que había olvidado con los acontecimientos de la noche anterior. Para el anochecer, la inflamación en la pierna de Rebeca había bajado lo suficiente como para que pudiera moverse, e incluso para preparar la cena. Y aunque la pistolera parecía disfrutar de aquel estofado, la joven se sintió incapaz de dar un solo bocado. El recuerdo de aquella dolorosa mordedura era todavía muy reciente. Así que se contentó con una jarra de amarga y recalentada cerveza. A pesar de lo que le desagradaba el sabor, todavía estaba preocupada por lo que aquel día extra de descanso podría afectar en sus provisiones de agua. Después de cenar, Josie le cambió el vendaje de la pierna a Rebeca, y observó que ya únicamente supuraba sangre. La larga noche vigilando el febril estado de Rebeca pasó factura a la pistolera, que muy pronto se fue a dormir dejando a la joven con sus propios pensamientos. Recapacitó sobre el hecho de que ninguna palabra de reproche había

sido pronunciada a cerca de la mordedura, aun sabiendo que si en ese momento hubiera mantenido la calma, aquello nunca habría llegado a suceder. Se juró a sí misma que intentaría superar su miedo a las serpientes.

21. Demonios de la noche

A

medianoche Rebeca sintió la llamada de la naturaleza. Cuando terminó sus asuntos y volvió al campamento, observó que Josie estaba sufriendo otra de sus pesadillas.

Genie Sanders se colocó junto a ella. − ¿Crees que vendrán?, − preguntó despacio. Josie ni siquiera se giró en su dirección, prefiriendo mantener sus ojos fijos en la puerta. − Si lo hacen, estaremos listas para recibirlos − contestó cogiéndole la mano de manera conciliadora. Habían robado diez caballos en el rancho durante las pasadas dos semanas, y estaban seguras de que los Doble B eran los responsables. El padre de Genie se negó a plantarles cara, sabedor de que los MacCann controlaban no solo al sheriff local, sino también al juez del estado. Genie y Josie decidieron que la única forma de parar a esa panda de ladrones era vigilar continuamente a la manada. El delator gruñido de la puerta al ser abierta atrajo su atención. Sigilosamente, entraron tres hombres mirando a su alrededor, buscando algún indicio que les indicara que habían sido descubiertos. No vieron a las dos jovencitas escondidas en el pajar, pistolas en mano, apuntándolos. La inmadura voz de Genie surcó el aire. − No os mováis. John MacCann, el hijo más joven de los Doble B entró en pánico inmediatamente y comenzó a disparar en todas direcciones. Reaccionando inmediatamente, Josie disparó en respuesta a dos manos. En apenas unos segundos, todo había terminado. Todavía salía humo de los cañones de sus pistolas, cuando inició una inspección de ambas partes para calcular los daños. John yacía en el suelo, sangrando profusamente por una herida mortal. También sintió aquel cálido y pegajoso líquido correr por su brazo, entonces se giró y vio los inertes ojos de Genie mirándola.

− Parece que hemos atrapado a una ladrona de caballos. El viejo Sanders se alegrará de ver lo que hemos hecho para proteger sus caballos de una maldita mestiza.− Se acercó un poco más, sabiendo muy bien que sus pistolas se habían quedado sin balas. Miró el cuerpo que yacía junto a ella. − Y además va y mata a la chica. Tsk, tsk. Es una pena que nadie vaya a enterarse de lo que realmente ha sucedido hoy aquí.− Miró hacia el tercer hombre que rebuscaba entre los bolsillos del joven MacCann en busca de algo de valor.− ¿Estoy en lo cierto, Bill?

Josie reconoció a Bill como uno de los temporeros del rancho Sanders. − Sip, totalmente de acuerdo. Lo he visto todo con mis propios ojos. Esa mestiza vino aquí y trató de llevarse los caballos. La pobre Genie se tropezó con ella y la mandó al otro barrio. Entonces mató a Johnny también. Maldita ladrona de caballos. Tom alzó otra vez su pistola. − Colgarán tu bonito cuello de un árbol. Con una rapidez fruto de la desesperación, Josie cogió el arma que todavía sujetaba la mano de Genie, alcanzando a Tom en el pecho. Su segundo disparo dio en la cara de Bill, enviándolo contra un poste de madera que lo dejó k.o. El sonido de los cascos de caballos procedentes de los Sanders, cortaron el aire. Sabía que el padre de Genie la odiaba por sus raíces, y le había prohibido a su hija que la viera. Ahora, su palabra no tendría ningún valor contra la de Bill, y eso ella lo sabía. Se levantó y corrió hacia la puerta, la pateó y se lanzó al suelo. Escuchó los gritos de aquellos hombres mientras le disparaban. No tenía elección. Corrió hacia el bosque sin mirar atrás. Los hombres siguieron disparando a ciegas. Escuchó el inconfundible sonido de un Winchester, y al instante, sintió un dolor abrasador en la parte superior del brazo. − ¿Josie?, Josie despierta, − dijo Rebeca mientras la sacudía cuidadosamente. Los azules ojos de la pistolera se abrieron asustados mientras se incorporaba momentáneamente desorientada. Se tocó instintivamente el bíceps izquierdo, totalmente convencida de que sangraba. Rebeca puso su mano sobre el hombro derecho de Josie.− Hey, ¿estás bien? La forajida miró a su alrededor y dejó escapar un fuerte suspiro. Cruzó las piernas y dejó caer sus manos sobre sus rodillas. Rebeca se movió y le

acercó la cantimplora. Fue entonces cuando Josie se dio cuenta de que la joven la estaba tocando. Cuando volvió en sí, Rebeca no hizo esfuerzo alguno por modificar su postura. Simplemente le ofrecía la cantimplora ligeramente recostada sobre sus talones. − ¿Otra pesadilla? − preguntó suavemente. Josie dio un buen trago de agua y asintió despacio con la mirada centrada en las rojas ascuas del fuego.− ¿Quieres hablar de ello?, − se aventuró Rebeca a preguntar. − A veces eso funciona. Quiero decir, sé que para mí funciona. Hubo un largo silencio mientras la pistolera debatía internamente la pregunta. − Prepara un poco de café.− Miró alrededor y cogió un tronco con el que avivar el fuego. Sabía que ya no podría dormir lo que le quedaba de noche. Rebeca puso la cafetera al fuego para calentar el agua, y se sentó a escasa distancia de Josie. − Cuando tenía diecisiete años, tenía una amiga….Genie…Genie Sanders − dijo tan bajo que Rebeca tuvo que inclinarse ligeramente hacia delante para poder escucharla. − Cuando me fui a vivir con mi madre, ella fue la única persona que no me hizo sentir diferente porque mi padre fuera Cherokee. Éramos las mejores amigas, inseparables. El padre de Genie tenía un pequeño rancho con caballos y descubrió que sus vecinos le estaban robando los animales. Sin embargo, les tenía tanto miedo como para no hacer nada al respecto.− Se inclinó hacia delante y removió los rescoldos del fuego mientras ordenaba sus recuerdos.− Genie y yo éramos demasiado jóvenes, y pensamos que si los atrapábamos con las manos en la masa, estaríamos haciendo justicia.− Soltó el aire muy despacio.− En lugar de eso, mataron a Genie y yo me convertí en una proscrita. − Y, ¿qué ocurrió entonces?, − la animó Rebeca mientras llenaba un par de tazas de café. La pistolera cogió la suya, y miró la columna de vapor que manaba de su propio abismo negro. – Uno de aquellos ladrones trabajaba para el padre de Genie, y los estaba ayudando a robar los caballos. Sería su palabra contra la mía.− Su voz sonaba con amargura.− No tenía otra opción que salir huyendo. Rebeca iba a hacerle una pregunta, pero la mirada de la pistolera hizo que se lo pensara dos veces. Estaban allí sentadas, mirando el fuego y

dejando pasar el tiempo lentamente. La cabeza de Rebeca se sacudió mientras intentaba luchar contra el sueño. − Ve a dormir, Rebeca.− La voz de Josie asustó a la joven después de tan largo silencio.− Vamos, ve a dormir un poco. Josie permaneció allí sentada hasta mucho después de que Rebeca se quedara durmiendo, recordando su corta amistad con Genie y el funesto final de su inocencia.

22. Un mal dia

E

l temprano sol de la mañana brillaba sobre el campamento. Josie ya había recogido sus pertenencias, las había subido al carromato y había preparado el desayuno en el tiempo que consideró suficiente como para que la joven se despertara por sí misma. La pistolera se sentía algo culpable por haberla mantenido despierta hasta tan tarde a causa de sus pesadillas. Esperaba que el olor a café y carne asada serían suficientes para espabilarla, pero Rebeca seguía roncando suavemente, y su cabeza escondida bajo la manta, en un acto reflejo inconsciente de protegerse de la luz del sol. Josie se agachó junto a ella y tocó aquella forma arrebujada con la culata de su rifle. − Rebeca, Rebeca…hora de levantarse. Se escuchó un gruñido bajo la manta. Josie volvió a zarandearla, obteniendo ésta vez el resultado que esperaba. Rebeca movió la manta lentamente descubriendo su somnolienta cara y arrugando el gesto cuando sintió los deslumbrantes rayos del sol. Todavía adormilada, cogió la tiznada taza de la pistolera y dio un sorbo torciendo la boca. Miró entonces inmediatamente a Josie, temerosa de que estuviera enfadada, pero la pistolera alzó una ceja y su cara mostró una sonrisa burlona.

− Parece engrudo ¿verdad? − Uh, sip…− dijo Rebeca mientras bebía un poco más.− Prueba a echar menos café.− Dijo en tono conciliador.− Esta cosa seguro que hace salir pelo en el pecho.− Se tragó el resto de café que quedaba en la taza y se pudo de pie.− Tengo que ir al baño. Ahora mismo vuelvo. − Intenta no meterte en otro nido de serpientes, − le gritó Josie medio en broma. La joven sonrió, pero hizo caso a su advertencia mirando con cuidado a su alrededor mientras elegía el arbusto adecuado. Lo último que quería era agacharse encima de una cascabel. Rebeca volvió al campamento y rebuscó entre las alforjas hasta que encontró el trapo que necesitaba. Aunque Josie no dijera nada, la joven maldijo furiosamente mientras volvía a la privacidad de los arbustos. No

percibió la pequeña sonrisa de la pistolera entendiendo. De todas las cosas que odiaba, su menstruación era la que más. Rebeca sabía que sería solo cuestión de horas que comenzara a sentir aquellos dolorosos calambres que la acompañaban. De hecho, ya comenzaba a sentir aquella pesada molestia detrás de los ojos que auguraban un problemático dolor de cabeza. Hacía menos de tres horas que se habían puesto en camino, cuando comenzaron los cólicos. Con el mayor disimulo que le fue posible, Rebeca cruzó sus brazos contra el abdomen y presionó intentando aliviar su incomodidad. Josie la miró por el rabillo del ojo, pero no dijo nada. El constante traqueteo del carromato tampoco ayudaba, y en numerosas ocasiones apretó los ojos de dolor. − ¿Quieres un poco de láudano? − Preguntó Josie sin apartar la vista del camino. Rebeca abrió los ojos y miró a la pistolera. − No lo sé − contestó. Y en voz muy bajita continuó, − nunca he tomado nada para el dolor. − ¿Por qué?, − preguntó Josie casualmente mientras los músculos de su mandíbula se tensaban.− ¿No sabía tu familia que te dolía?− El toque de enfado e indignación eran apenas imperceptibles en su tono de voz, Rebeca lo notó, y en lugar de sentir indiferencia, afloró en ella una sensación de amparo que no entendía. − Comencé a tener éstos calambres y dolores de cabeza cuando cumplí los catorce años. Se lo conté a mi madre, pero…− se giró incapaz de mirar a su morena compañera. Josie tiró de las riendas obligando a la carreta a detenerse. Se inclinó hacia Rebeca y cogiéndola cuidadosamente por la babilla, la obligó a mirarla. Sus ojos azules se encontraron con los verdes. − ¿Pero qué, Rebeca?− El tono de su voz se había suavizado ligeramente. Pero en el interior de Josie, su enfado la iba a hacer estallar.− ¿Pero qué? − repitió. − Las medicinas cuestan dinero…dinero que no teníamos.− Su voz era apenas un murmullo, pero Josie captó igualmente la mentira. − ¿No lo teníais?, ¿o tenías miedo de decírselo a tu padre?− Su visible estremecimiento le dio la respuesta a la pistolera. Apartó su agarre de la cara de la joven y se dio la vuelta en su asiento para buscar entre sus

pertenencias la botella de láudano.− Toma un poco − dijo Josie mientras le acercaba el recipiente. − Gracias.− Se acercó la botella a los labios y dio un pequeño trago. Un nuevo calambre la forzó a inclinarse hacia delante y a presionar su barriga con el brazo libre. Dio un trago más grande. Satisfecha de ver que Rebeca había tomado lo suficiente como para remitir el dolor, Josie volvió a ponerle el tapón a la botella y la guardó entre sus pertenencias. Sin más palabras, chasqueó la lengua e instó a Florence a continuar la marcha. Pasaron el tiempo en silencio, hasta que hicieron una parada para comer y darles un descanso a los caballos. Después continuaron durante unas cuantas horas más. Los profundos surcos del camino hicieron el viaje mucho más movido de lo normal. Entonces, Josie comenzó a notar el giro de una de las ruedas diferente. Estaba a punto de obligar a Florence a detenerse, cuando la parte derecha del carro pasó por encima de una pequeña roca. La fuerza con la que la rueda volvió a impactar contra el suelo, fue suficiente para partir el oxidado eje que sujetaba la horquilla de la rueda. Con rápidos reflejos, Josie alargó el brazo para agarrar a Rebeca antes de que volcaran. Pero el peso añadido de la joven, hizo que la pistolera se desequilibrara y se deslizara por tabla de madera sobre la que estaba sentada, y su trasero dio con un montón de espinas precedentes de un vitalísimo cactus. − Maldita sea, − blasfemó Josie mientras se levantaba rápidamente, se desabotonaba los pantalones, y tiraba las cartucheras al suelo. Rebeca se puso en pie e inspeccionó los daños en la carreta. Una de las ruedas se había salido y ahora yacía bajo el carro. Sus pertenencias estaban esparcidas por todas partes, y el barril de cerveza y la caja del jabón se habían abierto y ahora se mezclaban sobre la ropa y mantas de dormir. Josie tenía los pantalones bajados hasta los tobillos, al igual que sus bragas mientras intentaba infructuosamente quitarse las dichosas puntillas. Se giró para mirar la carreta y frunció el ceño. − ¡Por todos los…!− dijo mientras se acercaba al carro arrastrando los pies. − Josie, ¿Por qué vas así?

− ¡Porque tengo una docena de espinas clavadas en el trasero, Rebeca!, − gruñó. Intentó quitarse una de ellas, pero fue en vano. Se agachó hacia delante para terminar de sacarse los pantalones y las bragas, y buscó en el interior de su bota. Sacó su cuchillo y se lo tendió a su compañera antes de volver a agacharse y darle la espalda. Rebeca contuvo las ganas de reírse por la suerte que había sufrido su compañera. De pronto, el aire se llenó de todo un recital de maldiciones y gruñidos mientras, cuidadosamente, le quitaba todos y cada uno de esos aguijones. La no muy contenta pistolera, se volvió a abrochar los pantalones mientras Rebeca comenzaba a separar aquel mejunje de todas sus ropas. Josie se arrodilló junto al eje. − La maldita horquilla se ha partido.− La peste que despedía el jabón mezclado con la cerveza, penetró sus sentidos e hizo que se enfureciera todavía más. Sin pensarlo, Josie se levantó rápidamente y le dio una patada al eje con todas sus fuerzas. Rebeca se giró al oír el grito de dolor al mismo tiempo que veía a la enfurecida caza-recompensas agarrarse el pie y saltar en círculos antes de caer de bruces en el suelo. − ¿Josie? ¿Qué te ha pasado? − Dijo mientras se arrodillaba a su lado. − Oh, le di una patada a ese estúpido eje.− Dijo Josie con los dientes apretados mientras se sujetaba la bota con ambas manos. Dio un profundo respiro y cerró los ojos. − Creo que me he roto el pie. A pesar de los esfuerzos hechos por Rebeca para quitarle la bota lo más delicadamente posible, el pie se había hinchado inmediatamente quedando aprisionado. La pistolera apretó la mandíbula y respiró profundamente para evitar gritar de dolor. Sus sospechas fueron confirmadas cuando finalmente sacó el pie de la bota. El dedo gordo lo tenía de un tono morado intenso y el dolor se extendía poco a poco por toda su extremidad. Rebeca chasqueó los labios y miró alrededor. − Supongo que hoy acamparemos algo más temprano que de costumbre. − Supongo − dijo Josie en tono de abatimiento.

23. Carromatos − ¿Seguro que estarás bien?, − preguntó Rebeca. Josie la miró desde la grupa de Phoenix. Tenía el pie vendado y no calzaba su negra bota de piel. − Estaré bien, Rebeca. El río no debe de estar a más de unas horas de aquí, y el pueblo, poco más allá.− Le ofreció uno de sus revólveres.− Por si acaso. Intenta no herirte tú misma. Rebeca cogió la plateada arma. Sus dedos recorrieron la nacarada culata. − ¿Cuánto tiempo crees que estarás fuera? − preguntó despacio intentando esconder su miedo. − No más de dos días. Conseguiré el eje para la rueda y entonces volveré.− Ajustó el agarre de su Winchester a la funda.− Lleva cuidado.− Le dijo Josie toscamente antes de golpear a Phoenix con el talón para ponerlo al galope y perderse en una nube de polvo. − Tú también, Josie − dijo muy despacio. Pensó a cerca de lo que la cazarecompensas había dicho sobre que el río no podía estar a más de unas horas. De manera que, a Josie no le importaría si iba a lavar sus ropas y mantas de dormir. Sonriéndose ante la idea, Rebeca comenzó a buscar algo con lo que recoger los restos de jabón que quedaban.

* * *

Como esperaba, Josie encontró la orilla del río a tres horas de distancia. Agradecida, vertió el resto de líquido recalentado que quedaba en su cantimplora y volvió a llenarla con las refrescantes aguas de Río Grande. Después de enfriarse también la cabeza, comió algo rápido y continuó su camino. Quería conseguir el eje para la rueda de la carreta y regresar

lo antes posible, y los constantes saltitos que daba sobre la silla de montar no hacían más que recordarle su pequeño incidente con aquel maldito cactus.

* * *

Una sudorosa Rebeca llegó, por fin, al mismo punto del río que Josie había visitado unas horas antes. Sin ninguna alforja, la joven tuvo que poner todas las mantas y ropas sucias sobre la grupa de Florence, mientras que con la mano derecha sostenía el saco de jabón y con la izquierda las riendas de la yegua. Florence se dirigió derecha hacia la orilla del río y relinchó contenta cuando sorbió el refrescante líquido con su boca. Rebeca se quitó las botas y se metió en el río, permitiendo que el frío barro se deslizara por entre los dedos de sus pies mientras que el agua aliviaba sus recalentadas extremidades. Echó un vistazo alrededor y se agachó para terminar de introducirse en el río, con una mueca de satisfacción en su cara. Solo después de sentirse completamente aliviada, comenzó con la faena que la había traído hasta allí. Era bien entrada la tarde para cuando Rebeca regresó donde estaban el carromato y el resto de sus pertenencias. Tal cantidad de tiempo empleado en aclararlo todo, se debía a los constantes altos que hacía la joven para darse un chapuzón, combinados con la dificultad de quitar todo aquel pringue de la ropa. Una vez de vuelta, se dedicó a extender las mantas y ropas a lo largo de los laterales del carro y sobre los arbustos más cercanos, imaginando que para el anochecer ya estaría seco todo. Llegada la noche, dos mujeres yacían en el suelo despiertas, disfrutando de un impresionante mar de estrellas. Rebeca acurrucada en su, ahora, manta limpia y usando la de la pistolera como almohada. Josie apoyaba su cabeza sobre la silla de montar de Phoenix y se tapaba con la mantolina de ésta. Los últimos pensamientos que pasaron por las mentes de ambas mujeres antes de dormir, fueron sobre ellas mismas, deseando que la otra se encontrara sana y salva. El cielo estaba ya bien alto cuando Josie encontró un pequeño rancho. El golpeteo de metal sobre metal, llenó sus sentidos y se dirigió hacia un enorme granero. Todas las puertas estaban abiertas en un, poco convincente, intento de combatir el calor que desprendía la caliente fragua. Un alto y fornido hombre, empuñaba un pesado martillo que

golpeaba una y otra vez contra una herradura. Su cara estaba cubierta de sudor y mugre, que hacía juego con el mandil que llevaba. − ¿Reparas carretas?, − preguntó mientras daba un paso adentro del granero. El hombre no separó la vista de su trabajo, sin inmutarse aparentemente, de que una mujer entrara en su granero. − Cualquier cosa que haga falta, − dijo con una voz tan grave que casaba perfectamente con su enorme envergadura. Josie pensó para sus adentros que aquel hombre podría, sin lugar a dudas, levantar un caballo con tan solo uno de sus brazos.

− Necesito un eje nuevo.− Dijo mientras se acercaba y se situaba a tan solo unos pies de distancia. Hizo lo posible para disimular su cojera, y agradeció que aquel fortachón no se hubiera molestado siquiera en mirarla. El hombre paró lo que estaba haciendo y miró hacia arriba. − Allí, − dijo señalando un cajón situado cerca de unas tablas de madera.− Busca el que necesites. Estos malditos carromatos tienen ejes diferentes. A Josie le tomó unos minutos encontrar un par de los que necesitaba. Le fastidiaría mucho comprar uno, volver, y descubrir que otro de los ejes estaba a punto de partirse también. Un rápido cálculo mental sobre los fondos que le quedaban, la convencieron de comprar otro de reserva, por si acaso. − Un dólar y medio, − dijo aquel hombre cuando Josie le mostró los ejes. La pistolera depositó las monedas sobre el yunque y se dirigió hacia la puerta, una vez más, intentando disimular el dolor que al andar le producía su pie roto. Se detuvo y dio la vuelta, su mirada fija en un montón de lana de oveja. Inmediatamente, sus pensamientos fueron del dolor que sentía en el pie hacia el dolor que sentía en otra parte de su cuerpo.

* * *

Rebeca bebió el resto de su café y alzó la vista hacia el estrellado cielo. Se sentía orgullosa de lo limpias que habían quedado sus prendas y mantas. Utilizó varios trapos para quitar los restos de aquella mezcla de cerveza y jabón adherida a sus pertenencias, y ahora estaba complacida por los adelantos conseguidos. Prácticamente lo tenía todo a punto, tan solo le faltaba unos sacos de azúcar, harina y sal que, con esa mugre pegada a sus paredes, se le resistían. Afortunadamente los recipientes que contenían la comida, no habían sido afectados. El fuego hacía arder la madera lentamente y la noche era lo suficientemente cálida como para no necesitar más que una manta de dormir. Así que se tumbó boca arriba para contemplar las estrellas. Como en la noche anterior, rogó porque su amiga estuviera sana y salva y volviera lo antes posible. Por su parte, Josie, a varias millas de distancia y tumbada sobre un manto de lana de oveja, deseaba lo mismo.

* * *

Fue a media tarde para cuando Josie regresó donde se encontraban el dañado carromato y su amiga. Rebeca dejó escapar un grito de alegría y corrió hacia ella, deteniéndose a una corta distancia para recobrar la compostura. − ¿Qué tal estás?, − preguntó sencillamente, cubriéndose los ojos con la mano para bloquear la brillante luz del sol al mirar hacia arriba, a la alta pistolera sentada sobre la grupa de aquel enorme ejemplar. − Bien, − contestó Josie mientras desmontaba y se aseguraba de tocar suelo primero con el pie derecho y luego con su herido izquierdo. Sonrió ligeramente, contenta de ver que Rebeca estaba perfectamente. Su mirada se detuvo en la gran pila de mantas y ropa limpias y plegadas, además de en el resto de su equipo que tenía la misma apariencia.− Rebeca… ¿lo has limpiado tú todo? − Bueno, casi todo. No pude limpiar los sacos de azúcar, sal y harina, pero el testo de cosas sí que pudieron salvarse. − ¿De dónde sacaste el agua?, − preguntó Josie entrecerrando los ojos y esperando una respuesta.− Rebeca, ¿hiciste todo el trayecto hasta el río?

Dio un paso atrás antes de contestarle a la pistolera. − Esto…sip. Florence vino conmigo.− Decidió no contarle que se había dejado la pistola en el carromato en lugar de llevarla con ella. Josie se acercó despacio a toda esa montaña de ropa. Su mano rozó aquellas prendas mientras una sonrisa afloraba a sus labios. Se acercó la camisa que usaba de repuesto y la olió.− Buen trabajo, Rebeca, − dijo. La sonrisa que se dibujó en la cara de la joven, le recordó a Josie la de un niño que acaba de recibir su regalo favorito para su cumpleaños. Caminó hacia Phoenix, cogió el saco de lana que había conseguido en el rancho del herrero y lo dejó junto al carromato. − ¿Para qué es eso? Oh, ¿qué pasa Josie? ¿No te gusta el modo en que muerden los cactus?, − bromeó. Pero en contra de lo esperado, la pistolera alzó una ceja y rodó los ojos antes de sacudir la cabeza. Ambas disfrutaron de una agradable tarde y durmieron tranquilas al saber que la otra se encontraba a salvo al otro lado del fuego.

* * *

Josie soltó una retahíla de maldiciones, cuando la tabla de madera que colocó sobre una roca para hacer palanca y levantar el carro, se resbaló. − Necesitamos algo más grande, − dijo mirando a su alrededor. − Josie, ésta es la roca más grande que hemos podido encontrar por aquí, en medio de ninguna parte.− Contestó Rebeca mientras se secaba el sudor de la frente. − ¿Y qué quieres que haga Rebeca? ¿Qué me meta debajo del carro y lo levante con mi espalda?, − gruñó. Tres horas trabajando sin conseguir ningún progreso, habían hecho que la pistolera mostrase su peor humor. Cada vez que conseguía levantar un poco el carro haciendo palanca con la tabla, ésta se resbalaba de la piedra y tenían que volver a empezar. Miró la rueda que permanecía debajo de la carreta y soltó otra maldición.− ¿Sabes de todos esos ranchos que tienen un carromato frente a sus casas? Pues bien, no se asentaron en aquellos lugares porque les gustase el paisaje. Lo hicieron porque es donde se les rompió el maldito eje y no pudieron ir a ninguna otra parte.− Gruñó una vez más y golpeó

con el puño, el lateral de la carreta mientras volvía a inspeccionar sus pertenencias por si encontraba algo de utilidad. − ¿Es que quieres una mano rota a juego con tu pie?, − masculló Rebeca mientras volvía a colocar la tabla sobre la piedra. Josie se acercó a ella y se arrodilló portando el barril que antes contuviera la cerveza. − He oído eso, Rebeca.− Dijo mientras colocaba el barril bajo la tabla de madera. − Probemos otra vez. Ejerciendo mucha más presión y soltando un bufido, Josie se las arregló para que la esquina del carro se levantara lo suficiente como para que Rebeca sacara de debajo la rueda. Pero no estaba lo suficientemente alto como para poder sujetarla al nuevo eje. Sin ni si quiera pensárselo, Rebeca colocó su hombro por debajo del pesado carruaje y empujó hacia arriba con sus piernas, ayudando a subirlo las últimas pulgadas que faltaban para encajarlo con la rueda. Josie presionó más fuerte hacia abajo para intentar liberar a Rebeca de aquel peso y que colocara la rueda en su lugar. Se quitó de debajo del carro y con un rápido movimiento encajó todas las piezas. − ¡Listo! Josie fue bajando el carromato con mucho cuidado y vigilando que el nuevo eje no se partiera en dos. Una vez en el suelo, se acercó y usó la culata de su revolver para terminar de ajustar la pieza en su lugar. − ¡Whew!− Se secó el sudor de la cara con los restos de su pañuelo negro. En un principio pensó que, colocar el nuevo eje, sería una tarea rápida y sencilla que las pondría muy pronto en camino. Ahora, decidió que un merecido descanso les iría muy bien antes de continuar. Estaba ya anocheciendo cuando llegaron al río y coincidieron en pasar allí la noche.

24. Una vieja amiga

E

l siguiente mes en el camino transcurrió sin incidentes, y Josie aprovechó para capturar a dos hombres más de la lista de forajidos buscados por la ley.

− ¿Cuánto queda para que lleguemos a Deadwood?, − preguntó Rebeca mientras le daba una patada a una piedra del camino. − Por lo menos cuatro horas más. Piensa en el agradable baño caliente que te darás en cuanto lleguemos allí.− Se secó el sudor de la frente con su ya húmedo pañuelo. − ¿Estás segura de que se trata de un lugar seguro? ¿Y si alguien te reconoce?− Dijo sin ocultar su preocupación tras sus verdes ojos. Los labios de Josie se torcieron en una mueca. − Confía en mí, Rebeca. A los tipos que viven en Deadwood, no les preocupo en absoluto. Sus azules ojos se fijaron en la distancia mientras su mente daba marcha atrás, hacia los recuerdos de su última visita a ésta pequeña ciudad minera. Estaba tan sumida en sus pensamientos, que ni siquiera escuchó la pregunta que le hacía Rebeca.− ¿Uh? − He dicho…−su voz transmitía el enojo que sentía al ser sus palabras ignoradas…otra vez.− Y si no te temen a ti, entonces, ¿a quién?. − Ya lo averiguarás.− contestó Josie sonriendo con satisfacción. Los ojos de la pistolera escrutaron la calle principal de un lado al otro, tomando nota de cada posible punto de emboscada. − Algo no anda bien. − ¿El qué?, − preguntó Rebeca. La mirada de Josie se fijó en uno de los edificios. − Las oficinas de la compañía minera están cerradas, − dijo mientras bajaba de la carreta.

− ¿Y qué? Tal vez bebieron demasiado whisky. − No. Ésta es una ciudad minera, Rebeca. Aunque el jefe de la compañía estuviera enfermo, habría alguien para reemplazarlo. Mira a tu alrededor… ¿ves a alguien? Es mediodía. ¿Dónde está todo el mundo? La mano de Josie bajó por su costado, rozando con el pulgar, el percusor de su Colt. Posó la mano sobre el hombro de Rebeca. − Escúchame, quiero que te estés muy quieta y que permanezcas detrás mía. Si empiezo a disparar, quiero que cojas a Phoenix y que os marchéis tan rápido como podáis. – Sacudió ligeramente el hombro de Rebeca para darle más énfasis a sus palabras. − ¿Me has entendido?− Esperó a que la joven asintiera con la cabeza.− Bien, vamos allá. Entraron al oscuro saloon y se dirigieron hacia la barra. − Whisky y una zarzaparrilla, − dijo Josie mientras sus ojos se pasaban por toda la habitación. − Medio dólar.− Dijo aquel tosco hombre de detrás de la barra mirando a Josie. La pistolera le ofreció una sucia mirada mientras le lanzaba dos monedas de veinticinco centavos sobre el mostrador. − ¿Dónde está todo el mundo? − La mayoría, muertos. Y los que no, probablemente lo estarán muy pronto. − ¿Qué ha ocurrido?, − preguntó Rebeca. El camarero les sirvió las bebidas, dejando el vaso de whisky delante de la mujer con apariencia más peligrosa. − Han sido los malditos indios. Esos salvajes no han parado de atacarnos.− Dio un involuntario paso atrás cuando vio los ojos de aquella mujer estrecharse hacia él. Rebeca le ofreció una mirada similar, pero no tan efectiva, antes de posar una mano sobre el antebrazo de la mujer de negro. Esto fue suficiente como para mantener el enfado de Josie a raya. − Dime solo dónde puedo encontrar a Jane − dijo Josie entre dientes. Cada parte de su cuerpo rogaba por lanzarse por encima de la barra y agarrar a ese maldito camarero por el pescuezo. Vagamente, se fue dando cuenta de que solo porque Rebeca estaba a su lado, no se había dejado llevar por sus impulsos.

− Claro, claro, − dijo.− Está en el establo. El único lugar lo suficientemente grande como para albergar a todos ellos. Josie se permitió otra mirada fulminante antes de darse la vuelta. − Vamos.− No se paró a mirar si la joven la seguía. Una vez fuera, saltó sobre el carromato y agitó las riendas sobre el trasero del caballo incluso antes de que Rebeca se sentara, haciendo que ésta casi se cayera. − Josie, ¿estás bien?− No le pasó desapercibida la blancura de los nudillos de la pistolera mientras sujetaba las riendas tan fuertemente, como si la vida le fuera en ello. − El granero al que se refiere debe ser el que está situado al final de la calle, − dijo Josie evitando conscientemente cruzar la mirada con la de la joven. No estaba preparada para dejar escapar su enfado. − Josie…, − dijo Rebeca mientras cubría la mano de la pistolera con la suya.− No es más que un ignorante. Venga, vayamos a buscar a tu amiga.− La caza-recompensas asintió con la cabeza y luego dejó escapar el aire por la boca. Entraron al establo y ambas quedaron asombradas por lo que vieron allí. El recinto no tenía un solo mueble y el suelo estaba cubierto por gente enferma o herida. Algunos hombres todavía tenían clavadas las flechas en sus propios cuerpos. Josie buscó en su espalda y sacó el cuchillo que escondía el bolsillo secreto de su cinturón. Sus azules ojos inmediatamente evaluaron la situación. Buscó alrededor a alguien lo suficientemente sano como para ayudarle a mover a algunos de los pacientes. Josie señaló a un joven arrodillado junto a una mujer enferma, tendría la misma edad que Rebeca. − Tú, ven aquí y ayúdanos.− La miró, pero no hizo esfuerzo alguno por moverse. Ella lo miró y le habló en un tono que no permitía excusa alguna.− Necesitamos separar a los enfermos de los heridos y comenzar a tratarlos. Tú no pareces ni enfermo ni herido…− bajó la voz hasta convertirla en apenas un susurro, − así que empieza. − Pe…pero mi madre, ¿qué pensará si la dejo sola en un momento como éste? − ¿Qué crees que dirá tu madre si ve que no haces ningún esfuerzo por ayudar a los demás?, − preguntó Rebeca en un tono que le hizo sentir

culpable. El muchacho se inclinó hacia delante y le dio un beso a su madre en su sudorosa frente. − Volveré pronto, madre.− Se levantó y se acercó a ellas.− ¿Qué puedo hacer para ayudar? Josie se movió alrededor y se arrodilló junto a un hombre que todavía tenía clavada una flecha en la parte superior del pecho. Con mucho cuidado le quitó la camisa mientras iba dando instrucciones. − Rebeca, trae la mayor cantidad de trapos que puedas conseguir. Rasga alguno de ellos y haz tiras bien largas. Trae agua y pon aquella vara de hierro al fuego. Michael, necesito que lo sujetes mientras yo empujo la flecha. El joven tragó saliva e hizo una mueca mientras sujetaba fuertemente el hombro herido.− Vale, ahora voy a girarlo hasta colocarlo de lado.− Mientras lo hacía, pensó en lo conveniente que era que aquel hombre se encontrara inconsciente, al menos lo suficiente como para que no sintiera dolor. Pero no tuvo tanta suerte. Éste se despertó y dejó escapar un espeluznante grito cuando la flecha salió por el otro lado. Rebeca se acercó corriendo y se arrodilló junto a su cabeza. − ¿Cómo te llamas?, − le preguntó mientras le acariciaba la sien. −W-William.− Su voz estaba ronca por el grito. − Yo me llamo Rebeca. Ésta es mi amiga Josie y él es Michael. Estamos aquí para ayudarte, ¿de acuerdo? Ahora quiero que vuelvas a recostarte y me escuches mientras te cuento una historia. − Duele, − se quejó. Josie se levantó para mirar el fuego. − Shh, está bien. Sé que te duele.− Rebeca hablaba apenas susurrando, dándole ánimos a William para que se relajara.− Había una vez una preciosa joven…− continuó contando su historia, hipnotizando tanto a William como a Michael. Josie se acercó y, con un rápido movimiento, acercó aquella vara al rojo, al hombro de William. Rebeca estaba mirando a Josie y tenía las manos sobre los hombros del joven cuando la pistolera se arrodilló. William gritó y siguió gritando mientras Josie cauterizaba tanto el orificio de entrada como el de salida hasta que, sin poder soportarlo más, se desmayó de dolor. − ¿Qué diablos está sucediendo ahí?− La voz era de una mujer, aunque tan grave, que Rebeca habría jurado que se trataba de un hombre. Tenía

el pelo negro y corto enmarcando su redonda cara curtida por los años de una dura vida, y por la bebida. La mujer se fijó en Josie.− ¡Tú!, ¡maldita sea, pensaba que estabas muerta, al igual que tu banda! − Henry y Jonah no están muertos, Jane, y yo tampoco.− Josie se levantó.− Ésta es mi amiga Rebeca. Rebeca, ésta es Martha Jane Canary, mejor conocida como Calamity Jane. Rebeca y Michael se dedicaron a trasladar a la gente enferma a la planta de arriba, mientras que Josie y Jane atendían a la gente herida en la parte de abajo. − ¿Eres la única al cargo de toda ésta gente?− preguntó Josie mientras continuaba cosiendo la fea herida en el abdomen de uno de sus pacientes. Jane sacó una pequeña petaca de su cinturón y dio un trago.− Hago lo que puedo. Y parece que cada día aumenta el número de enfermos y heridos. No puedo ayudarlos a todos.− Le ofreció un trago a Josie. Viendo cómo ésta sacudía la cabeza, continuó, − Sírvete tú misma. Ve a ayudar a alguien más. Yo me quedo con éste. Josie asintió con la cabeza y se dirigió a atender a otro hombre que estaba atravesado por una flecha. En ésta ocasión la herida era mortal, y ella los sabía. La pistolera no pudo mirar a ese pobre joven a los ojos cuando pasó junto a él, en busca de alguien más a quien sí pudiera ayudar. Rebeca y Michael trabajaban juntos intentando bajarle la fiebre a los pacientes febriles y dándoles calor a aquellos que sufrían escalofríos. − Michael, ¿sabes qué son esas manchas rojas?, − preguntó señalando con el dedo el sarpullido en el brazo de un enfermo. − No, − dijo mientras sacudía la cabeza.− Jamás he visto algo así en toda mi vida.− Se frotó la sien.− Ah, ojala tuviéramos un poco de láudano. Te juro que me siento como si una estampida de reses me golpeara la cabeza.− Sus manos se movieron hasta cubrirse completamente las sienes mientras caía de rodillas. − Michael, − gritó Rebeca acercándose a su lado. − Duele, oh, duele, − gritaba mientras las lágrimas comenzaban a salir de sus apretados párpados. Rebeca le apartó las manos y comenzó a masajearle las sienes delicadamente. Deslizó hacia abajo los dedos

gordos de las manos para frotarle la parte superior del cuello, deshaciendo la tensión mientras susurraba una dulce melodía. − Tan solo trata de relajarte y pensar en los momentos felices que has vivido. Cierra los ojos y concéntrate en esos tiempos. Cuéntame cómo eran. − Tenía diez años, todavía vivíamos en Virginia. Padre me acababa de comprar un caballo para mi cumpleaños.− Sonrió y se echó hacia atrás contra el pecho de Rebeca. Ella continuó masajeándole las sienes.− Por aquel entonces era muy bajito y no podía subirme a la silla de montar. − Sé a lo que te refieres, − dijo con una sonrisa en la cara.− Lo siento, continúa. − Tienes una voz preciosa, Rebeca. Te hace juego con tu bonita cara.− Intercambiaron unas dulces sonrisas combinadas con algo de nerviosismo.− Por dónde iba…Oh, el caballo. No podía subirme yo solo. Recuerdo a padre levantándome con sus fuertes brazos para sentarme sobre la silla. Jamás me he sentido más a salvo o más amado. − Esa es una historia muy dulce, − dijo Rebeca mirándolo hacia abajo. La cabeza de Michael descansaba ahora en su regazo. La joven vio entonces las gotas de sudor de su abundante transpiración a lo largo de su frente.− Estás caliente, − dijo con cierta preocupación en su voz.− Quiero decir, muy caliente. Traeré a Josie. − Rebeca, estoy bien.− Intentó incorporarse para encarar a Rebeca.− ¿Por qué no vas a ver si Josie necesita algo y yo me encargo un rato de ésta gente? Josie le encomendó la tarea de lavar trapos sucios y cuchillos manchados de sangre. Rebeca calculó que debía haber, al menos, unos veinte hombres con heridas de guerra, y treinta hombres y mujeres más enfermos. Había visto una docena de ellos escaleras arriba mientras buscaba más trapos. Algunos se quejaban de dolor, así que compartió el láudano que tenía entre los que parecían peor hasta que se terminó. Después de eso, lo único que podía hacer, era ofrecerles una gentil caricia o su suave y agradable voz para brindarles unos momentos de paz. La joven se sentía tan exhausta para cuando Josie encontró un lugar donde descansar, que se quedó inmediatamente dormida, sin llegar a preguntarle por aquella extraña erupción cutánea.

Josie se quitó las cartucheras y se tumbó cerca de su compañera. Ambas se quedaron dormidas en seguida. Por primera vez en, al menos un mes, fue bendecida sin ninguna pesadilla. Los sueños de la pistolera estaban llenos de tranquilas visiones de cuando era joven, justo antes de que estallara la guerra. Se arremolinaban imágenes de su madre y amigos sentados en el porche, hablando de los grandes cambios por venir, las risas y el calor del amor y seguridad. Josie sonrió mientras soñaba con sus recuerdos durante toda la noche. Los siguientes tres días los pasaron del mismo modo. Soldados venidos de los fuertes adyacentes llegaban en tropel con heridas de flechas o hachas de sus ataques a los indios. Rebeca y Michael continuaban haciéndose cargo de los pacientes que, rápidamente, empeoraban, mientras Josie se ocupaba de las heridas. Jane se iba alternando entre ambas plantas, haciendo lo imposible para intentar calmar y confortar a tantos como podía. Se dio cuenta de que la joven y el muchacho que la acompañaba no tenían ni idea de que a la gente a la que estaban tratando sufrían de viruela. La mujer, omitió ésta información deliberadamente a Josie también. Necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir, y ahora era demasiado tarde para protegerlas del contagio. Con todos aquellos soldados heridos viniendo, era fácil mantener a la pistolera ocupada en la planta baja. Y por la noche, Josie y Rebeca estaban tan cansadas que ni siquiera se quedaban a charlar un rato. Merecidamente, se acurrucaban en su esquina de la habitación para dormir cada noche. Ninguna de las dos mujeres había mantenido, realmente, una conversación desde que llegaran a aquel lugar. Rebeca, con un par de tazas de café en las manos, caminó hasta donde se encontraba Michael apoyado contra la ventana y puso la mano sobre su hombro delicadamente. − ¿Michael? ¿Estás bien?− Este se giró con lágrimas resbalando por sus mejillas. − Oh, Rebeca, es Madre…ella, ella.− Rompió a llorar apretando la cara contra su cuello y rodeándola en un fiero abrazo. Rebeca dejó las tazas en la repisa de la ventana y lo ayudó a sentarse en el suelo. Lo acunó en su regazo mientras él, desesperadamente, buscaba el confort que necesitaba su roto corazón. La joven notó entonces que la frente de Michael estaba ardiendo. Rebeca le cogió una de las manos y le echó un vistazo. Multitud de aquellas manchas rojas se repartían a lo largo de su muñeca y antebrazo.

Rebeca fue abajo y encontró a Josie cambiándole el vendaje a un soldado. − Josie, necesito hablar contigo.− Esperó a que terminase su tarea y la condujo afuera. − ¿Qué ocurre?− A Josie no le gustaba nada la mirada de preocupación en la cara de la joven. Rebeca bajó la cabeza sintiéndose culpable por no habérselo contado antes. − Josie, la gente enferma que hay en la parte de arriba…tienen algo contagioso. La pistolera subió las escaleras de dos en dos, agradecida de que Rebeca fuera detrás de ella y no descubriera la mirada de angustia en su rostro. Sus peores temores fueron confirmados cuando vio a Michael llorando sobre el cuerpo de su madre. Sus desnudos brazos mostraban claramente los síntomas de la viruela. Levantó el brazo para impedir que la joven entrara en la habitación. − ¡No! − Josie, tengo que ver cómo se encuentra Michael, − dijo mientras intentaba zafarse de la pistolera. − Rebeca, es demasiado peligroso, − dijo Josie mientras la sujetaba de ambos brazos.− ¿No lo entiendes?, se trata de la viruela, Rebeca.− Su agarre se relajó al ver la expresión de shock en su amiga. − No…− miró a Josie con incredulidad.− Pero Michael…es tan joven. − A la viruela no le importa la edad que tengas, Rebeca.− Permitió que por unos instantes, un halo de preocupación se dibujara en su habitual gesto impasible mientras apretaba la mano contra la cara de la joven.− ¿Cómo te sientes?− Rebeca sonrió ante el gesto. − Estoy bien, Josie. Además, si fuera a tenerla ya padecería los síntomas, − dijo fingiendo una confianza que no sentía. Se miraron la una a la otra durante unos segundos, con sus ojos transmitiendo el miedo no pronunciado.

* * *

Josie, Rebeca y Jane se sentaron alrededor de una pequeña mesa de madera. − ¿Por qué no nos dijiste nada Jane?, − preguntó la pistolera en un tono que dejaba clara su desaprobación. − Para cuando me di cuenta de que andabais aquí, ya habíais estado expuestas a la enfermedad. No había nada que pudiera hacer para enmendarlo, − dijo acomodándose en su silla y liándose un cigarrillo.− Ya ves en el aprieto en el que me encuentro. La mitad de esos hombres habrían muerto si tú no los hubieses ayudado. Y esa amiga tuya también ha sido un gran consuelo para ellos. Es una buena chica.− Rebeca sonrió con el cumplido de aquella mujer. Incluso Jane se había dado cuenta de lo extraño que resultaba que aquel ángel de muchacha, cabalgara junto a su antigua compañera de fechorías. Josie no era de esas personas a las que les gustara cabalgar en compañía y, mucho menos, con una muchacha como Rebeca. − Rebeca puede conseguir todo lo que se proponga con solo unas palabras.− Sus azules ojos se giraron para ver, nuevamente, la sonrisa en la cara de la joven.− Tiene un efecto… calmante en la gente. Una extraña cualidad.− Se volvió hacia su vieja amiga.− Tenías que habérmelo dicho, Jane. − Ahora no hay nada que podamos hacer al respecto, Josie, − dijo Rebeca mientras se levantaba.− Voy a ver cómo está Michael, − dijo alzando una mano para callar la protesta de la pistolera.− Josie, está solo y me necesita. Estaré bien. − Josie, lo siento, − dijo Jane mientras llenaba un par de tazas de café.− Es una chica fantástica. Estoy segura de que estará bien. − Eso espero. Ugh, Jane… ¿quieres parar de intentar envenenarme con esa porquería tuya de café?, − dijo tomando un sorbo de aquel recalentado brebaje. Josie subió dos horas más tarde para mandar a Rebeca a la cama. Con todo aquel flujo de enfermedad y heridos podrían perfectamente tomarse unas horas de descanso extra. Abriendo las puertas de la enorme habitación, se sorprendió de la gran cantidad de personas que había allí. Suponía que no excedería en más de una docena de enfermos. Un rápido cálculo mental de todos los que habían fallecido y que habían

sido bajados a la planta inferior, le habían hecho pensar que quedarían muy pocos. Ahora, descubrió que habría cerca de una veintena. Cubriéndose la nariz y la boca con su pañuelo, entró. Rebeca se arrodillaba junto a la cama de Michael, sujetándole la mano entre las suyas. Josie se quedó detrás, apoyada sobre un poste de madera lo suficientemente cerca como para poder escuchar, pero no lo bastante como para ser vista. −…y los conejitos se deslizaron por el agujero y escaparon del malvado lobo.− Terminó su cuento e inmediatamente pasó un trapo húmedo por la frente de su amigo.− ¿Qué te ha parecido? − Gracias, Rebeca, − dijo mientras se incorporaba un poco y le tocaba la mejilla con la yema de sus dedos.− Eres una criatura preciosa. Lo siento. − Shh, ahora necesitas descansar.− Le apartó un mechón de su negro pelo que le caía sobre los ojos.− Todo irá bien. Tienes que tener fe. − No, − jadeó.− Lo sé Rebeca. Sé lo que me pasa. − Entonces también sabrás que necesitas descansar. Puedes curarte, lo sabes.− Mantuvo el tono de su voz suave y bajo mientras intentaba calmarlo para que se durmiera. Michael elevó su mano libre y le agarró de la muñeca. − No me dejes, Rebeca. Quédate y cuéntame otra historia. Josie cerró la puerta detrás de ella con mucho cuidado. Tragó saliva y cerró los ojos mientras pensaba lo dura que iba a ser la muerte de aquel muchacho para su amiga. Una pequeña voz interior hizo que se preguntara a sí misma si podría soportar el perder a Rebeca. Josie expulsó esos pensamientos de su cabeza y, resueltamente, se dirigió a la planta baja para dormir un poco. Rebeca no se separó ni un solo momento del lado del muchacho. La alta fiebre dio paso a las alucinaciones, y el frío de la noche convirtió a aquel animado chico en una sombra de lo que fue. Las manchas rojas de la viruela cubrían ahora todo su cuerpo, dejando muy claro lo cerca que estaba su final. − Rebeca…no…no puedo ver….todo está oscuro, − la llamó con voz roca. Toda la fuerza que empleara para atender a los demás infectados,

ahora se había esfumado a manos de esa despiadada enfermedad. Las lágrimas resbalaban por su cara. Rebeca se las secó con sus propios dedos. − Está bien, Michael. Descansa un poco. Todo va a ir bien.− Su voz se rompía ante la evidencia de una verdad que ella no podía ignorar. − Lo sé, Rebeca, − dijo levantando la temblorosa mano para tocar su cara.− Eres tan bonita. Lo siento, Rebeca….lo siento tanto.− Su mano cayó pesadamente sobre su ahora inmóvil torso. Con lágrimas cegadoras, Rebeca corrió escaleras abajo a los brazos de Josie. La joven sollozaba histéricamente en el pecho de la pistolera. − ¿Por qué?, − gritaba una y otra vez, mientras sus lágrimas empapaban la camisa de Josie. Insegura de lo que debía decir, Josie permaneció callada, acariciándole el pelo tímidamente a modo de consuelo. Jane se acercó a ellas con una taza de té en la mano para Rebeca. − Esto la calmará, − dijo mientras le ofrecía la taza a Josie. Le llevó un tiempo convencer a la triste joven para que se bebiera el fuerte líquido. No pasó mucho tiempo antes de que sus lágrimas aflojaran y comenzara a bostezar. − ¿Qué le pusiste a eso?, − preguntó Josie más tarde, cuando acostaron a Rebeca para que descansara y se llevaran el inerte cuerpo de Michael. Jane la invitó a una taza de café antes de sacar su petaca y darle un par de buenos tragos. − Una sobredosis de láudano para hacerla dormir, eso es todo, − dijo mientras se rascaba.− ¿Y qué hace una chica tan pura e inocente contigo? − ¿Y qué haces tú jugando a las enfermeras con un puñado de mineros?, − le preguntó de vuelta Josie ignorando el argumento de Jane. − Alguien tenía que hacerlo, − bromeó.− Además, sabes de sobra que soy bastante buena cuidando a la gente.− Jane se reclinó sobre su silla y puso la bota sobre la mesa.− Lo que no entiendo es por qué diablos no te estás dedicando a saquear y asaltar trenes. − Ella depende de mí − dijo señalando con la cabeza a Rebeca.

− No hay vuelta atrás y tú lo sabes. Una vez que ponen precio a tu cabeza, tienes que cargar con ello para siempre. Y eso es algo que no va a cambiar.− Dijo antes de dar un buen trago de su petaca.− A los caza-recompensas no les importa que hayas cambiado, tan solo les interesa el dinero que recibirán.− Josie estaba a punto de decirle a Jane que ella misma se había convertido en una caza-recompensas, cuando su conversación fue interrumpida por un gemido que provenía, sin lugar a dudas, de Rebeca. Josie brincó de su asiento y corrió rápidamente hacia ella. Su aspecto colorado y sudoroso, golpeó de lleno el corazón de la pistolera. Apartándole el húmedo pelo de la ardiente frente, Josie calculó su estado febril. − ¡Jane, Jane!, − gritó.

* * *

Los tres días siguientes fueron una pesadilla para Josie. No se despegó ni un solo segundo de su cama, aplicándole continuos trapos fríos por todo el cuerpo en un tenue intento de combatir la altísima fiebre. −…Tenemos que meter los pollos en el gallinero antes de que los coyotes vengan…− mascullaba Rebeca. Josie le retiró el trapo que cubría su frente y lo volvió a sumergir en agua fría. Era la segunda vez en una hora que la fiebre de Rebeca había secado por completo el paño. − Ya me he ocupado yo de los pollos, Rebeca. Ahora descansa, − dijo mientras volvía a ponerle el tejido sobre la férvida frente. Los incoherentes desvaríos habían comenzado por la mañana y únicamente habían servido para aumentar el pánico en Josie. Sabía que la fiebre era lo suficientemente alta como para matar a su amiga, y las manchas rojas de la viruela habían comenzado a extenderse por sus extremidades. − Josie, no puedes hacer nada por ella, y lo sabes. Tanto si la enfermedad la mata como si no, ya no está en tu mano hacer nada, − dijo Jane mientras le acercaba otra palangana de agua fresca. − Eso ya lo veremos, − dijo la pistolera sumergiendo varios pañuelos en el agua. Jane agitó su cabeza y se marchó sin poder ver el miedo reflejado en la cara de Josie mientras volvía a aplicar una y otra vez los húmedos trapos.

− Aguanta, Rebeca. Venga, aguanta.

* * *

La temperatura de Rebeca se mantuvo alta durante toda la noche hasta que llegó a un nivel peligroso. Sus labios se movían, pero todo lo que salía de ellos, eran murmullos sin sentido. Las rojas manchas se esparcieron de sus extremidades, al resto del cuerpo. A la mayoría de los heridos se les evacuó del granero tan pronto estuvieron en condiciones de moverse, quedando tan solo una docena de pacientes al cuidado de Jane. Josie dejó a Rebeca sola únicamente para ir al baño. Incluso durmió en el suelo, junto a la enferma joven, negándose a dejarla sola más que lo estrictamente necesario. La principal preocupación de Josie era intentar parar la fiebre antes de que fuera demasiado tarde. Los trapos húmedos no servían de nada, a excepción de para que Josie se sintiera útil. Rebeca estaba tan ida que no era consciente de lo que sucedía a su alrededor. El amanecer estaba a punto de despuntar, cuando Josie se levantó para mirar a través de la ventana. El resto de los enfermos estaban todavía durmiendo, y su preocupación por la joven la había mantenido despabilada toda la noche. La temperatura de Rebeca no había subido en horas, pero tampoco había remitido. Apoyando su frente contra el frío cristal, Josie cerró los ojos y trató de buscar una manera de bajarle la temperatura a su amiga. − ¡Jane, Jane, despiértate!, − dijo la pistolera mientras la zarandeaba. De manera inconsciente, Calamity lanzó un derechazo hacia el frente que fue atrapado por los rápidos reflejos de Josie. − ¿Qué diablos te crees que estás haciendo?, − dijo la atontada mujer sentándose y frotándose los ojos. − Necesito una carreta y un par de mulas fuertes. − ¿Una carreta?, ¿mulas? Espera un momento. ¿En qué estás pensando ahora? − Hielo. Necesitamos hielo para bajarle la fiebre a Rebeca. Es imposible

traer una carreta hasta aquí por la cuarentena, así que tendré que ir yo a buscarlo.− Cogió a Jane del brazo y la empujó fuera de la cama. Ésta fue la clara muestra para Calamity de la desesperación de su amiga.− Cuando todo esto termine, ya sea de una manera u otra, vamos a hablar tú y yo de eso de despertar a Martha Jane Calamita de sus placenteros sueños, − le dijo deshaciéndose de su agarre con un tirón seco y poniéndose los pantalones. − Josie, ¿cómo vas a hacer para atravesar todo un ejército? De ninguna manera vas a conseguirlo con un carro y unas mulas. − Encontraré el modo de hacerlo, − dijo firmemente. Era mucho más fácil decirlo que hacerlo, y de ello se dio cuenta cuando echó un vistazo a los centinelas apostados por todas partes y a una distancia segura de la ciudad. Sabía que tenían instrucciones de matar a todo aquel que intentara salir de allí antes de levantar el período de cuarentena. Ella sola podría fácilmente, deslizarse y atravesar sus fronteras, pero hacerlo con una carreta era muy diferente. Se frotó el bíceps inconscientemente antes de desaparecer por un matorral cercano. Una vez pasara a través de los centinelas, no tendría ningún problema en continuar el camino y alcanzar su destino. Su reloj interno y la posición del sol le dijeron que le había llevado, al menos, seis horas caminar montaña arriba y comenzar a sentir un descenso en la temperatura. Sabía que no podía estar lejos. Sus piernas le dolían por la larga jornada y gimió para sus adentros ante la idea de volver con un peso extra de cincuenta libras sobre su espalda. Siendo muy cuidadosa para no ser descubierta, Josie se deslizó dentro de un almacén y cogió un par de correas para sujetar el hielo y dos mantas de montar. Dobló una de las mantas en tres partes y se la colocó a un lado del cuello dejándola caer por su espalda. Después de hacer lo mismo con la otra manta, cogió las correas y de dirigió hacia los neveros. Preocupada por todo lo que se derretiría en el camino de vuelta, cogió el bloque de hielo más grande que pensó que podría soportar su espalda. Puso una manta encima para enrollarlo y luego utilizó las correas para sujetarlo todo bien. Arrodillándose y dándose la vuelta, alzó el bloque de hielo hasta colocárselo sobre la espalda y empujó con sus piernas para levantarse. Le tomó un momento equilibrarse y después inclinarse ligeramente hacia delante. Asegurándose que no había sido vista, Josie salió del nevero y comenzó a descender la montaña.

Tenía razón cuando pensó que el aire fresco y las mantas ayudarían a mantener más tiempo el hielo, pero se había equivocado al pensar que la otra manta sería suficiente para protegerla del frío y humedad del témpano. Al menos tuvo que parar en dos ocasiones no solo para descansar sus doloridos brazos, sino también para calentarse. En varias ocasiones sintió la tentación de romper el bloque en un trozo más pequeño. Pero la visión de su amiga, su única verdadera amiga, ardiendo y con una fiebre incontrolable, hizo que se sintiera culpable por su egoísmo. Rebeca necesitaría cada gramo de aquel bloque de hielo para, con suerte, bajarle la fiebre. Con un gruñido, Josie volvió a levantar su pesada carga y continuó su lento caminar. A medio camino, sus pies le quemaban, le dolía la espalda y sus brazos clamaban por un descanso de algo más de unos minutos. Sabiendo que si se esforzaba más de lo razonable no lo conseguiría, dejó el bloque en el suelo y se recostó contra el tronco de un sauce. Mirando a nada en particular, sus ojos azules se centraron en el brillo de la luna e intentó recordar lo que la vieja sanadora le había enseñado a cerca de los sauces. Miró otra vez el árbol. Se trataba de un sauce blanco, y con su corteza se decía que se podía hacer una especie de té que ejercía un efecto paliativo de la fiebre. Haciendo un esfuerzo para levantarse sobre sus pies, sacó el cuchillo de su bota y cortó varias tiras de corteza que se repartió entre los diferentes bolsillos de sus pantalones. Con esperanzas renovadas, volvió a cargarse el bloque a la espalda y continuó su camino. El sonido de una bota golpeando las puertas, despertó a Jane de su profundo sueño. Maldiciendo en voz alta, desenfundó su Colt y abrió la puerta. − Llévala a la bañera, − dijo Josie cuando dio dos pasos hacia el interior y dejó caer el bloque contra el suelo. Sus dedos todavía estaban torcidos por toda la presión que habían tenido que sufrir sujetando aquellas correas durante tanto tiempo. Con una dolorosa lentitud, los obligó a desplegarse. Ni si quiera había intentado ocultar la angustia en su cara cuando estiró el cuerpo e intentó mover los dedos. Lo primero que hizo cuando finalmente sintió la sensación de haber vuelto fue, buscar en sus bolsillos y sacar los trozos de corteza de sauce. − Necesito hervir esto y hacer té. Ayudará a bajar la fiebre.− Sacó unos cuantos trozos más y Jane los recogió rápidamente para hacer lo que le había ordenado.

− Yo me ocuparé de ello. Tú ve a sentarte antes de que te desmayes.− Dijo Jane mientras guiaba a Josie hacia la silla más cercana.− Me llevará unos minutos meterla en la bañera y cubrirla con el hielo. Siéntate por el momento.− Josie no tenía más elección que desplomarse sobre la silla. Tenía las piernas agarrotadas y sabía que no le quedaban casi fuerzas. Tan exhausta por la caminata como por la falta de dormir, en unos segundos se le cerraron los ojos y se dejó llevar por el sopor. Josie se despertó en menos de una hora con un dolor de espalda tan agudo, que seguro era el culpable de haber cortado su estado de reposo. Le tomó tan solo unos segundos a sus desfallecidos sentidos tomar conciencia de lo que sucedía. Con movimientos lentos y un profundo quejido, caminó penosamente para ver cómo se encontraba Rebeca. − Sip, esto debería bajarle la fiebre en unos minutos, − dijo Jane mientras introducía algunos trozos más de hielo en el agua. Acabo de meterla. Me llevó un tiempo traer toda el agua y luego partir ese pesado bloque de hielo en pedazos. Tuve que arrastrarlo hasta aquí. ¡Diablos de mujer! Este bloque le partiría la espalda hasta a una mula. Eres una chiflada. − Necesitábamos la mayor cantidad de hielo que pudiéramos conseguir, − dijo Josie mientras se arrodillaba junto a la bañera.− ¿Cómo estás?, − dijo muy bajito mientras introducía en el agua los trozos que Jane iba partiendo. Los párpados de Rebeca aletearon, pero nunca se abrieron del todo. Parecía estar demasiado débil como para desempeñar esa sencilla tarea. Una vez que hubo el suficiente hielo como para comenzar a enfriar el agua, Josie sumergió la cabeza de Rebeca hacia atrás hasta que tan solo la boca y la nariz permanecieran por fuera. Le puso unas cuantas toallas debajo de la cabeza para mantenerla a ese nivel, mientras movía el agua con la mano obligándola a circular por todo el cuerpo de la joven. Jane le acercó a Josie una gran taza con el té conseguido al hervir la corteza de sauce blanco. Josie asintió con la cabeza y cogió el recipiente. Introdujo parte de un trapo limpio en aquel líquido marrón antes de acercar el tejido a los labios de Rebeca. Abriéndolos con sus dedos, Josie estrujó el trapo, permitiendo que unas gotas cayeran en el interior de la boca de la joven. Como esperaba, su cuerpo, inconscientemente tragó. Ignorando el dolor en su espalda y dedos, continuó mojando el té con el trapo dándoselo a Rebeca en la boca hasta que se lo terminó.

Los minutos pasaban lentamente, y Josie continuaba su vigilia sobre Rebeca, removiendo el agua y añadiéndole hielo cuando era necesario, manteniéndola constantemente en movimiento en el sentido de las agujas del reloj. Sus dedos estaban completamente arrugados por la larga inmersión, y el sueño la estaba atrapando mientras luchaba por mantener los ojos abiertos. El repetitivo movimiento del mineral tampoco la ayudaba, ni tampoco su negativa a mirar otra cosa que no fuera la cara de Rebeca, esperanzada de que su apariencia dejase de ser tan febril. Jane se acercó a ellas una hora más tarde para encontrar a la pistolera tumbada en el suelo, junto a la bañera, durmiendo. Se dio cuenta de que había colocado toallas en ciertos lugares para mantener la cabeza de la joven en alto. Era como si Josie supiera que iba a quedarse durmiendo y aun así intentara seguir cuidando de Rebeca. Jane tocó el agua para saber la temperatura, y luego posó su mano sobre la frente de la joven. Dándole la vuelta a su mano, le tocó también los mofletes de la cara antes de volver a tocar su frente. − La temperatura le ha bajado, − dijo suavemente mientras se dibujaba una extraña sonrisa en su boca.− Lo conseguiste Josie, − le dijo a la dormida mujer en el suelo.− Le bajaste la fiebre. El hielo ha dado resultado.− Se inclinó hacia la bañera y sacó a Rebeca de allí.− No sé cómo lo has hecho, pequeña, pero lo has conseguido, y si supieras todo lo que ésta mujer ha hecho por ti…Has conseguido que la persona que ha matado incluso a más hombres que yo, fuera al infierno y volviera para salvarte. Josie se despertó para encontrase a sí misma acostada junto a Rebeca en la enorme cama de Jane. Rápidamente buscó sus pistolas totalmente desorientada. − Tranquilízate, Josie, − la voz de Jane la llamaba desde la oscuridad de las sombras del atardecer. La lámpara de aceite estaba encendida e iluminaba tenuemente la habitación desde la mesita situada junto a la cama. Inmediatamente, Josie se giró para comprobar el estado de Rebeca.− Está bien…la fiebre ha bajado.− Jane la observaba mientras la pistolera pasaba la yema de los dedos por la cara de la joven. − Se despertó hace un rato durante unos minutos. Vio que estabas a su lado y volvió a dormirse.− Jane se cayó cuando se dio cuenta de que Josie no la estaba escuchando.

− Lo conseguiste, ¿sabes?, − susurró mientras le daba un suave beso en la frente a Rebeca.− Luchaste y lo conseguiste.− Josie la rodeó con sus brazos y la sostuvo muy cerca.− Todo estará bien ahora… todo estará bien. Jane, muy despacio, extinguió la llama de la lámpara y cerró la puerta detrás de ella, dejando a las adormiladas mujeres con sus sueños.

* * *

La mañana encontró a una Rebeca de lo más despierta y espabilada, rascándose como una loca. La fiebre había dado paso a la segunda fase de la viruela, el picor desesperante de aquellas manchas rojas que se esparcían desde las extremidades al resto de las partes de su cuerpo. El picor era tan extremo, que en ocasiones había provocado en sus víctimas que se rascasen hasta sangrar, incrementando las posibilidades de sufrir severas infecciones, que eran tan mortíferas como la mismísima fiebre. Cuando Josie entró con el desayuno y el té, la joven ya se había rascado el antebrazo izquierdo, y ahora comenzaba con el derecho. − ¿Qué estás haciendo?, − gruñó mientras dejaba la bandeja y sujetaba a Rebeca por las muñecas para detenerla.− Rebeca, lo sabes muy bien, − dijo Josie mientras miraba la roja e irritada piel. Algunas de las manchas estaban a punto de sangrar por culpa de los arañazos. Josie suspiró.− Escucha, sé que pica, pero tienes que intentar no rascarte. No hará más que empeorar.− Con esa amonestación, soltó las muñecas de Rebeca. − Ya lo sé…− dijo en voz baja.− Pero pica tanto.− Sus verdes ojos miraron a Josie con incomodidad y dolor. Rebeca comenzó a frotarse la parte posterior de la muñeca contra su rodilla, pensando que así no sería descubierta. − ¡No!, − dijo Josie inclinándose hacia delante y volviendo a cogerle las muñecas. Por dentro, el corazón de Josie rebosaba compasión por el dolor e irritación de su amiga, pero también sabía que las posibilidades de coger una infección por rascarse disminuían considerablemente si no se tocaba las pústulas ya abiertas.

− Pican y duelen, − gritó mientras intentaba zafarse del agarre de la mujer más fuerte.− Josie, por favor, no puedo parar…− Su voz se quebró en sollozos mientras seguía intentando esquivar a la pistolera. La desesperación en sus verdes ojos por rascarse igualaba a la determinación de los azules por no permitírselo. − Sé que es duro, pero tienes que luchar contra ello, − dijo con voz amable. − No puedo, − gritó Rebeca mientras las lágrimas bajaban por su cara. No sabiendo qué más hacer, Josie rodeó a la joven con sus brazos y la abrazó. En apenas unos segundos, sintió los brazos de Rebeca frotarse contra su espalda y rápidamente se dio cuenta de que lo estaba volviendo a hacer. Una vez más sujetó a la joven por las muñecas. − ¡Jane!, − gritó y esperó que ésta entrara en la habitación.− Necesito dos tiras largas de un trapo, intenta encontrar el que tenga el tejido más suave.− Josie miró cómo los ojos de Rebeca se agrandaban ante la idea de lo que sabía que iba a ocurrir a continuación. − Josie…no…por favor.− El reguero de lágrimas se incrementó mientras intentaba liberarse.− No puedes hacerme esto, no puedes. El corazón de la pistolera se conmovió por la súplica y se sintió llena de culpabilidad por ser ella la causa de aquellas histéricas lágrimas. Jane apareció con las dos tiras largas de trapos que presumiblemente provenían de una vieja sábana. Juntas, amarraron a la peleona Rebeca atándole las muñecas al cabezal de la cama. A consecuencia de aquello la joven se enrabietó aún más agitando las piernas al aire en un poco convincente intento de escapar de su confinamiento. Un pie desnudo impactó contra la cara de Calamity, causándole un pequeño arañazo. Josie aguantó la respiración y bajó el brazo lentamente hacia su revólver, bien segura del tempestivo carácter de Jane. Para su sorpresa y alivio, Jane tan solo se limpió aquel hilillo de sangre de la cara y dio un paso atrás fuera del alcance de las piernas de la joven. − Menuda cola de lagartija, ¿verdad?, − bromeó cortando de lleno la tensión. − Así es, − contestó Josie evitando la verde mirada que centelleaba fruto del enfado y la frustración.

− Deja…me…IRRR. − Continuó dando patadas, que no hicieron más que alimentar su frustración. − No puedes hacerme esto Josie.− Golpeó la cama con sus piernas.− No eres más que una vieja mula, − dijo pateando la cama otra vez. Jane aprovechó la oportunidad para salir de allí silenciosamente, dejando a la pistolera con aquella carga. − Lo único que vas a conseguir con todas esas patadas es cansarte aún más, − dijo Josie calmadamente, aunque manteniendo las distancias por las embestidas. − ¡No me importa! ¡Quítame esto ahora mismo!− Retorció las muñecas contra las ligaduras.− Josie, sabes que esto no es justo. Yo no te haría sufrir de éste modo.− Sabía que sus palabras le harían daño a su amiga, su mejor amiga. Pero en aquel momento, todos sus pensamientos de amabilidad y compasión habían desaparecido y reemplazados por el deseo irrefrenable de aliviar la dolorosa e irritante picazón en sus brazos y piernas. Los músculos de la mandíbula de Josie se tensaron mientras luchaba por recordarse a sí misma que Rebeca se estaba comportando de aquel modo a causa de la comezón. − Intentaré encontrar algo que te ayude a mitigar el picor. Hasta entonces deberás permanecer atada. − Josie, por favor…− paró de dar patadas y sus verdes ojos se encontraron con los azules de la pistolera. Rebeca movió su pie derecho y utilizó la uña para rascarse por detrás del izquierdo. El movimiento no fue pasado por alto por Josie, quien dejó la habitación un segundo y volvió con dos tiras más de trapos. − Lo siento Rebeca. No me das otra opción, − dijo acercándose a la joven que ahora pataleaba frenéticamente. En aquella paliza, Rebeca nunca advirtió las lágrimas en los ojos de Josie, mientras le ataba los tobillos para evitar que su amiga se hiciera más daño. Josie se quedó de pie frente a su propio reflejo en el espejo. La gran marca morada que lucía en la mandíbula estaba todavía demasiado reciente como para poder tocarla, incluso después de haber pasado varias horas desde que Rebeca la alcanzara con uno de sus talones. Usando un trapo limpio, se ocupó de todos los arañazos que surcaban su cara y brazos, causados por el desesperado intento de su joven amiga de conservar libres sus piernas.

− Estás perdiendo tu toque, vieja, − murmuró. Siempre se había enorgullecido de su capacidad por estar alerta y mantenerse fuera del camino de unos puños. Con Rebeca nunca vio venir los golpes, algo muy raro para aquella experimentada mujer. Con un suave suspiro, dejó el trapo a un lado del lavabo y salió del establo necesitando unos minutos a solas para ordenar sus pensamientos. Una vez fuera, Josie divisó el refugio de un pequeño grupo de árboles a las afueras de la ciudad. Sus, todavía doloridos músculos, gruñeron ante la idea de trepar hasta una de sus ramas, así que se ablandó y decidió simplemente sentarse en el suelo y recostarse contra el tronco seco de un árbol. Cerró los ojos y dejó a su mente vagar por las posibles soluciones para calmar el sufrimiento de Rebeca. El tratamiento más común para tratar el picor, era una pasta hecha con unas raíces. Pero, ni que decir tiene, que la botica estaba más que vacía desde hacía tiempo. Éstas podrían ayudarle, pero no había encontrado ni rastro en las inmediaciones. Maldita cuarentena, pensó para sus adentros. No había tiempo suficiente como para salir a hurtadillas de la ciudad y llegar a Rapid City, conseguir la medicina y volver a Deadwood a tiempo de salvar a Rebeca. Josie alzó los dedos con la firme determinación de masajearse las sienes en un vano intento de aliviar el dolor de cabeza. Su agudo oído escuchó el sonido de una carreta aproximándose en la distancia. Por supuesto que, con la cantidad de ruido que ésta estaba haciendo, todo el mundo ya se habría enterado. Josie escuchó detenidamente, atenta a la variedad de sonidos. Obviamente se trataba de un carromato de madera, basándose en el sonido de metal chocando contra metal y contra la madera. De hecho sonaba más como cacerolas y sartenes golpeando los laterales. Los cascos de las bestias indicaban al menos dos caballos grandes que empujaban una pesada carga. Quienquiera que fuera, valía la pena investigarlo, decidió levantándose sobre sus pies y dirigiéndose hacia la procedencia del escándalo. Le tomó tan solo unos minutos llegar al camino que arribaba hasta la ciudad, custodiado ahora por soldados procedentes de los fuertes cercanos. − Ésta ciudad está bajo cuarentena. Nadie puede salir ni entrar. Dé la vuelta por donde ha venido y diríjase hacia Rapid City, − dijo el soldado mientras se acercaba al carro, su atención puesta en el robusto hombre que sujetaba las riendas. Josie los observaba desde una ventajosa posición detrás de un arbusto cercano.

− Oh, un público cautivo, qué delicioso, − dijo el conductor con una voz algo más chillona de la imaginada para un hombre de su contorno. Su cara estaba cubierta por una barba de un color tan oscuro como debió ser su cabellera en alguna ocasión, ahora gris por la edad.− Escuchad, puedo ayudaros con cualquier dolencia. Tengo medicinas, elixires y… − He dicho que nadie puede entrar por orden del Gobierno Militar,− dijo el soldado levantando su rifle y apuntando a aquel hombre para asegurarse de que entendiera lo que aquello significaba. − Oooh….ya entiendo. Nadie puede entrar.− Dejó escapar una sonrisa forzada con la intención de ocultar su miedo creciente.− Bien, entonces. Supongo que me marcharé. Un ruido en los arbustos cercanos hizo que ambos hombres se giraran. Lo que vieron a continuación, fue a la pistolera dando una voltereta mortal hacia ellos. Antes de que el soldado pudiera levantar su rifle en una posición adecuada para disparar, sintió el golpe de las botas de Josie contra su pecho. Un porrazo seco en la cabeza con la culata de su revólver, lo terminó de dejar fuera de combate. Josie centró ahora su atención en el hombre de la carreta, quien parecía estar a punto de gritar o desmayarse de miedo. − No tengo demasiado, señorita,…ah…quiero decir… − ¡Cállate!, − le ordenó mientras subía a la carreta. Pensó para sus adentros que aquél era, obviamente, un charlatán ambulante. Se trataba de una carreta acondicionada para sus actuaciones ante el público, con unas puertas en la parte trasera y otra lateral. Además, en el interior encontró a un posible bailarín y una malabarista que probablemente saldrían al escenario para atraer a la gente antes de que comenzara a pregonar sus elixires, que no estaban confeccionados más que con alcohol mezclado con un poco de sirope. Desenfundando su Colt de la cartuchera, apuntó hacia la puerta.− Largaos, − dijo con su tono de voz más intimidante. Sin llegar a volverse, Josie sacó su otro revolver y disparó al soldado en la mano, obligándolo a soltar el rifle con que la estaba apuntando. Del carromato salieron un joven y una mujer. El muchacho no tendría más de veintipocos años, era delgado, desgarbado y su cabellera rubia se veía muy poco poblada. Su cara era la más agujereada por el acné que Josie hubiera visto nunca. La mujer, en cambio, era bastante más

agradable de ver. Su pelo rojo estaba sujeto formando un enrollado moño en lo alto de la cabeza. Josie estaba segura de que ésta no era más que una puta itinerante que además ejercía las funciones de asistente de aquel parlanchín. − P-por favor, permítame que me presente, − dijo el hombre con barba mientras bajaba nerviosamente del carromato.− Mi nombre es Salvatore, pero suelen llamarme Sal.− ¿Es posible que sufra de alguna enfermedad que requiera mi atención?, − dijo con tono esperanzado. − Linimento para el picor de la viruela. Todo el que tengas. Sal rio nervioso y retorció sus manos juntas. − Yo, ah…ese tipo de linimento es extremadamente costoso. Ya sabe a lo que me refiero, señorita… ¡urumph!− Se encontró a sí mismo colgando de su garganta, con el cuerpo en el aire y aprisionado contra el lateral del carromato con la suficiente fuerza como para desencajar las traqueteantes puertas. − ¿Dónde?, − gruñó amenazadoramente. Estiró el brazo y dio un paso atrás, temerosa de que el aterrorizado hombre perdiera el control sobre su vejiga. Sus bíceps se quejaron por la tensión, pero su preocupación por Rebeca hizo que ignorase el dolor. A Josie le tomó tan solo unos minutos echarle un vistazo a todos los elixires que Sal había sacado. Encontró cuatro cajas de aquellas raíces, además de otras pomadas que le servirían y varias botellas de láudano. El resto de garrafas contenían mezclas de alcohol y sirope (adecuadas para hacer olvidar las penas, pero para poca más utilidad). Era obvio que no hacía mucho que había repuesto las existencias. La pistolera sonrió ante su buena suerte. Había bastantes medicinas como para tratar al resto de enfermos que todavía sufrían en el establo. − Pero no puedes llevarte todos mis elixires…− protestó Sal mientras Josie subía al carro y cogía las riendas. Él hizo lo mismo sentándose junto a ella, aterrado, pero no tanto como lo estaba de Henry Un Ojo, el hombre que le había prestado el dinero para comprar sus remedios. Morir a manos de ésta mujer sería un alivio comparado con lo que Henry le haría si no volvía en tres días con su dinero más intereses.

− Si tú y tus amigos jamás habéis estado expuestos a la viruela, será mejor que os quedéis aquí. − ¿Viruela? ¿Has dicho viruela? ¿Y por qué no lo has mencionado antes? Espera un segundo.− Bajó del carro y conversó rápidamente con sus ayudantes antes de sacar una tienda y otros utensilios de acampada y dejarlos en el suelo.− Mi pueblo sufrió de viruela en los cincuenta,− dijo Sal volviendo a subirse al carro.− ¿Por qué crees que llevo barba en pleno Julio?,− se señaló la multitud de cicatrices que, en su mayoría estaban ocultas bajo el pelo.− Trae, Buttercup y Raven son algo asustadizos con los desconocidos,− dijo cogiéndole las riendas a la pistolera. Con un chasquido de su lengua, emprendieron el camino hacia Deadwood. − No son más que unos críos, − dijo refiriéndose a sus dos compañeros.− Estarán bien durante unos días. Saben lo suficiente como para sobrevivir.− Se dio cuenta de la mirada ausente en los ojos de Josie y preguntó con auténtica voz de preocupación, − ¿alguien a quien quieres tiene la viruela?− Esperaba no acabar con una bala en la cabeza por su atrevimiento. − Hay docenas de personas padeciéndola en éstos momentos. Y otras tantas ya han muerto, − dijo con la mirada fija en el camino y alerta ante cualquier señal de problemas. El remedio para salvar a Rebeca estaba en ese carromato e iba a protegerlo con su propia vida si fuese necesario. Sal entendió la respuesta dada sin palabras y arreó los caballos para forzar la marcha. El, ahora, inusual sonido de una carreta acercándose, atrajo a Calamity Jane hasta la puerta del establo. Su corazón palpitó de alegría ante el indudable carro del boticario. − Traemos linimento para tratar la viruela, − dijo Josie estirándose sobre sus largas piernas y saltando de la carreta. Sal utilizó el agarradero y cuidadosamente bajó a tierra. Juntos, metieron todas las medicinas en el establo. Usando el mortero, las mujeres machacaron las raíces hasta convertirlas en polvo. Aquel tubérculo ayudaría a calmar el doloroso picor y a acabar con la mayoría de las pústulas. Jane fue a atender a los demás mientras Josie se acercó a Rebeca. − ¿Qué tal?, − dijo medio atontada. Jane le había dado a la joven varias dosis de láudano en un intento, bastante evidente, de mantenerla

drogada y evitar que se hiciera daño con los trapos que la sujetaban. − ¿Qué tal estás tú?, − preguntó Josie mientras le examinaba la erupción que ahora se había extendido a la parte superior de los brazos y piernas, y que cubría la mayor parte del cuerpo de Rebeca. Su cara también había sido infectada con algunas de aquellas marcas rojas.− Tengo algo que te ayudará. Rebeca sabía muy bien que sería inútil pedirle a Josie que la desatara. Aquella mezcla pastosa hecha con raíces machacadas le refrescaba la piel. Cerró los ojos y se relajó bajo el suave trato de la mujer más morena. Josie trabajó despacio, asegurándose de cubrir cada pulgada del cuerpo de Rebeca con la curativa pomada. − Josie, ¿no tienes miedo de contagiarte? Josie se detuvo por un momento recordando viejos tiempos. La mirada en sus azules ojos parecía perdida a años luz de distancia. − Hubo un brote de viruela en la reserva. La enfermedad era nueva para los Cherokees y, por tanto, no poseían una defensa natural en sus cuerpos para combatirla.− Como el alcohol, pensó tristemente.− La viruela acabó con la mayoría de mi gente. Yo estuve allí todo el tiempo y nunca enfermé. Supongo que soy inmune a la enfermedad.− Un momentáneo signo de dolor cruzó por su rostro al recordar todas aquellas muertes y la impotencia de no poder hacer nada por ellos. − Josie…− la llamó la joven intentando traer a su amiga de vuelta al presente.− Siento lo de antes.− Su mirada estaba fija en el moratón que la pistolera lucía en la cara. − No te preocupes de eso, Rebeca.− Sonrió intentando quitarle hierro al asunto.− Pero no te hagas a la idea de que la próxima vez vayas a salir impugne de algo así, − bromeó. Ambas disfrutaron de aquel, poco usual, buen humor durante los minutos que terminó en aplicarle toda la pomada por el cuerpo. Sal volvió poco después cargando con una caja llena de cosas que pensaba que ayudarían para paliar el sufrimiento de los enfermos. Sin vacilar, siguió a Jane por todas partes y comenzó a ayudar. Charlaba amablemente con la gente sujetando sus manos y, en general, subiéndoles la moral con su contagiosa risa y buen humor.

− ¿Quién es?, − preguntó Rebeca.− Parece uno de esos charlatanes vendedores de elixires milagrosos. − En realidad, es uno de ellos. Y ha estado encantado de brindarnos toda su ayuda, − permitió que un tono de gratitud acompañara a sus palabras.− Lo encontré en el camino. − ¿Cómo lo convenciste para que viniera a una ciudad infectada de viruela?, − curioseó. Pensando mejor su pregunta, añadió, − No importa. Seguro que no quiero saberlo.− Josie hizo una mueca. − No, probablemente no quieres saberlo. ¿Por qué no intentas descansar un poco?− Le acomodó la almohada bajo la cabeza y bajó la intensidad de la lámpara de aceite que había junto a la cama. − Josie, tú también necesitas descansar. − Lo haré, Rebeca. Tan solo quiero echar un vistazo a los demás primero. Estaré de vuelta dentro de un rato. Teniendo atada a Rebeca a los cuatro vértices de la cama, era imposible para Josie poder dormir a su lado. Pensó en desatarla para pasar la noche, pero se dio cuenta de que los inconscientes movimientos que haría al dormir, podrían quitar la pomada que cubría la piel de la joven. Con un suspiro, Josie cogió el edredón de la cama y lo colocó sobre el suelo para descansar. Aunque la pistolera utilizó la mayor parte de aquella raíz milagrosa para hacer el linimento contra la viruela, guardó un poco para producir una mezcla más concentrada que usaría para la cara de Rebeca y así evitar que el bello rostro de su amiga quedara marcado con las cicatrices de la enfermedad. Sus esfuerzos merecieron la pena según fueron pasando los días. Rebeca dejó de sufrir los picores y finalmente la desató, para alivio de muchos. A pesar de su habitual naturaleza amable, las palabras y frases que soltó es ese tiempo llegarían incluso a sonrojar a una ramera. Y aunque Josie odiaba el castigo físico, estuvo tentada en multitud de ocasiones, de poner a su joven amiga sobre sus rodillas y darle una azotaina por las cortantes palabras y afiladas contestaciones. No cabía ninguna duda de que Rebeca era capaz de soltar los más insultantes improperios. Antes de que Sal llegase con sus remedios, apenas había probabilidades de que ningún enfermo sobreviviera. Diez de los doce infectados sí lo

hicieron y, gracias a aquel tubérculo, a la mayoría de ellos tan solo les quedarían unas pocas cicatrices de recuerdo. La única marca que tenía Rebeca en la cara, era una pequeña cicatriz en la mandíbula apenas visible si no se la señalaba. Al cabo de dos semanas se levantó la cuarentena y el establo recuperó su actividad habitual. Rebeca y Josie acompañaron a Sal hasta el carromato. − Tengo que ir a ver si Bill y Marie todavía me están esperando.− Forzó una pequeña sonrisa.− Probablemente habrán vuelto a Rapid City. − Te esperan en Rapid City, − le confirmó Josie dando un paso adelante.− Ve al motel Horses Mouth. Hay una habitación pagada para ti, al igual que la deuda con Henry Un Ojo. − ¿P-pero como…? − Sal, he aprendido que Josie trabaja de una forma misteriosa, − le dijo Rebeca poniéndole la mano sobre el hombro.− Lo mejor es no preguntar en la mayoría de las ocasiones. Tan solo acéptalo. − En ese caso, te lo agradezco inmensamente, Josie.− Conocía muy bien su reputación de asesina y ladrona de trenes. A pesar de sus armas y su constante mirada amenazante, Sal ya no podría pensar de esa manera sobre ella. En los días anteriores había visto a una Josie que no se separaba ni un instante del lado de su amiga, atendiéndola constantemente. Siendo una persona con el sueño ligero, despertó una noche con el suave sonido de la voz de la morena susurrándole a la joven dormida. Y para rematarlo, la había oído hablar de esperanzas, sueños, y deseos que ella jamás sería capaz de revelar a la luz del día. Ahora entendía que existía una unión muy especial entre las dos mujeres. Sal supuso en un principio, que era la joven quien más necesitaba a Josie, cuando en realidad era todo lo contrario.

25. pecadoras

C

uando Rebeca estuvo lo suficientemente fuerte como para poder viajar, la pareja se marchó del Territorio de Wyoming en busca de un forajido del que Josie sabía que pagarían una buena recompensa, y que había sido visto por última vez en Cheyenne. Era conocido por haber matado a una mujer y a su bebé por el simple hecho de haberse cruzado en su camino cuando huía del atraco de un banco. El asesinato a sangre fría de esa pobre gente inocente, motivó que Josie se decidiera a buscarlo, así que estaba ansiosa por comenzar su búsqueda tan pronto como Rebeca pudiera. Los largos y calurosos días del verano fueron dando paso a unos más cortos y propios del otoño, pero el tiempo era todavía inusualmente cálido y seco. Las dos mujeres decidieron detenerse en lo alto de una colina, con unas fantásticas vistas sobre la gran ciudad que se extendía a lo ancho del valle, por debajo de ellas. Estaban lo suficientemente cerca de Cheyenne como para empezar la búsqueda del asesino y, con un poco de suerte, lo suficientemente lejos como para que éste no sospechara que andaban tras él. Decidieron que Rebeca se mezclaría entre la gente para ver lo que podía averiguar, por eso, sería mejor que llegaran a la ciudad por separado. Encontraron un corral abandonado que parecía haber sido utilizado en el pasado por el Pony Express antes de la llegada del ferrocarril. Dejaron la carreta y a Florence allí con una cantidad abundante de agua y acceso al pasto. Rebeca se puso su nuevo vestido y entró primero a la ciudad, yendo a la posada y asegurándose una habitación para pasar la noche. Josie llegó un poco más tarde cabalgando, distinguiendo el cartel a la entrada que indicaba su llegada a Rosewood. Llevó a Phoenix al establo y después se dirigió hacia la posada. Le recibió una mujer más mayor cuyo pelo marrón se entremezclaba libremente con el gris. Rebeca estaba sentada en el porche con un vaso de limonada. Josie pudo mirarla por encima del hombro de aquella mujer. − Mi nombre es Emily y ésta es mi casa.− Miró a la alta pistolera encontrándose sus ojos marrones con los azules.− Este es un lugar limpio y

respetable, uh…señorita. No quiero tener problemas, − dijo mientras su mirada se dirigía a las pistolas que Josie lucía a ambos lados de la cadera. Rebeca se acercó y puso su mano en el antebrazo de la mujer. − Ella es la amiga de la que le hablé. Le aseguro que no habrá ningún problema. Estamos realmente cansadas y solo queremos un lugar donde descansar y poder comer.− Cogió la bolsita del dinero de Josie y contó seis dólares por el alojamiento. Los ojos de Emily fueron de la pistolera al montón de monedas en su mano, la avaricia era mayor que la preocupación. − No ofrezco comidas más que el café de la mañana….una taza para cada una, − dijo firmemente.− Podréis comer algo en el Red Diamond. Es más adecuado, − su último comentario iba dirigido a la mujer de negro. Mirando la calle en dirección oeste, estaba el saloon, con una estructura de dos plantas con porche y balcones. Varias mujeres escasamente vestidas se abanicaban y observaban la calle desde su ventajosa posición en los miradores. Unas cortinas rojas adornaban las ventanas y los hombres iban entrando al salón por las puertas abatibles de la planta baja. Josie sintió que se le erizaban los pelos de la nuca como advertencia de que algo raro pasaba. Mientras Emily las llevaba escaleras arriba hasta su habitación, la pistolera echó un rápido vistazo alrededor tratando de determinar por qué sus sentidos estaban alerta. Rebeca saltó sobre el colchón de paja y dejó salir un suspiro. Josie estaba de espaldas a ella, así que no pudo ver la sonrisa que cruzó su cara antes de volver a asumir su habitual estoica apariencia. La habitación se situaba en la parte frontal del edificio, dándoles unas vistas sin obstáculos de toda la calle. No importaba en la dirección en la que mirara, Josie tan solo veía la actividad normal de una pequeña ciudad. La gente paseaba o cabalgaba de aquí para allá, los tenderos ayudando a sus clientes a subir las mercancías a sus carretas, señoras con parasoles paseando del brazo de caballeros bien vestidos. No había nada fuera de lo habitual. Su ceja se alzó mientras intentaba descifrar la respuesta al puzle. − Supongo que iremos a comer. − ¿Comer? Eso suena bien.− Rebeca sonrió mientras se levantaba de la cama y se dirigía hacia la puerta llegando a la manivela antes que la pistolera.

− Jamás te he visto correr tan rápido, Rebeca.− Bromeó Josie. Los verdes ojos de la joven parpadearon. − La comida produce ese efecto en mí, − contestó.− Venga, tú también podrás disfrutar de un buen almuerzo. Como Josie había supuesto, el Red Diamond era el local habitual para la clase baja de la ciudad. Había varias mesas redondas ocupadas por hombres jugando al póker, mientras que las mujeres que había visto antes en los balcones, se repartían por toda la habitación intentando convencerlos hasta que conseguían que las acompañaran arriba, intercambiando dinero por placer carnal. Rebeca miraba a su alrededor, aunque su atención estaba puesta en aquellas mujeres que se arremolinaban por todas partes. También se percató de las miradas de los hombres que entraban al saloon. La mayoría, en cuanto veían a la alta pistolera, mudaban la cara reflejando un respeto absoluto. Y aquellos que se atrevían a mirarla, lo hacían con evidente lujuria. La joven se sintió como un corderillo perdido rodeado por una manada de lobos hambrientos. Deliberadamente se acercó más a Josie, indicando silenciosamente, que gozaba de su protección. − Whisky, − dijo bruscamente sentándose en un taburete de la barra e indicando con la mirada a su acompañante que se sentara junto a ella. Inmediatamente, el camarero le sacó un vaso y la botella. A continuación, miró a Rebeca esperando su orden. − Zarzaparrilla, − dijo muy despacio y sin querer que nadie más la escuchara. El camarero asintió con la cabeza y fue a buscar una botella del refresco que, estaba seguro, andaba por algún lado mientras pensaba que la alta mujer y la de pelo rubio hacían una extraña pareja. Josie se bebió su vaso de un trago y volvió a llenarlo. De pronto, un fornido hombre que echaba el tufo de no haber visto el jabón en mucho tiempo, se puso detrás de ellas. Ambas mujeres lo olieron antes de advertir su presencia cuando posó su mugrosa mano sobre el hombro de Rebeca. − ¿Cuánto me cobrarías, pequeña?− Su rancio aliento hizo que se olvidara de la comida. − Solo un brazo roto, − gruñó Josie moviéndose a la velocidad de la luz desde su asiento y cogiéndolo de la extremidad para retorcerla, apartarla de encima del hombro de su amiga y pegarla a su espalda.−

Discúlpate, − le susurró al oído empujando su brazo hacia arriba para ser obedecida.− He dicho que le pidas disculpas a la señorita. − L-lo siento, − tartamudeó con los ojos apretados por el dolor.− Ahora, por favor…déjame marchar. Josie le echó un largo vistazo a la habitación, haciendo contacto visual con todos los que estaban contemplando la escena, a modo de advertencia. Relajó su agarre y dio un paso atrás esperando a ver si el hombre era lo suficientemente estúpido como para querer luchar con ella. Afortunadamente para él, la idea de seguir bebiendo hasta llegar a un estado de embotamiento, era más atractiva que tener que luchar contra una mujer más alta y mejor armada que él. Murmuró algo ininteligible y volvió a su mesa. Josie se sentó en su taburete junto a Rebeca. − Gracias.− Josie asintió con la cabeza y se sirvió otra copa. La morena pidió dos cenas y buscó alrededor la mesa que quería. Con Rebeca y la botella a cuestas, caminó entre la gente y se quedó mirando a los cuatro hombres de una mesa hasta que estos decidieron llevarse su partida de cartas a otro lugar. Tomó asiento junto a la pared permitiéndole tener una vista clara de toda la habitación, pero no de las escaleras, que subían por la pared detrás de ella. Rebeca cogió la silla frente a ella, pero la pistolera le indicó con la mano que tomara asiento a su lado. Al principio la joven pensó que se debía a que quería que charlaran, pero inmediatamente se dio cuenta de que Josie no quería que le tapara la vista de la puerta principal. Se tomó dos copas más antes de que, por fin, llegara la cena. Ambas estuvieron de acuerdo en no querer saber la procedencia de la carne de aquel tibio estofado. Rebeca ya había dado cuenta de la mitad de aquel seboso guiso cuando notó la mirada fija de la pistolera en un tipo sentado solo en un rincón. Se inclinó un poco y puso sus dedos suavemente sobre el antebrazo de Josie para atraer su atención. − ¿Lo conoces?, − susurró. Los ojos de la caza-recompensas no abandonaron a su presa. − Está buscado por la ley. Lo vi entre el montón de pósteres. − ¿Por qué motivo se le busca?

− Violación y asesinato. Es Lefty Brown.− Sus ojos se entrecerraron. El jaleo en la calle atrajo la atención de todo el mundo hacia la puerta principal.− Quédate aquí.− Dijo Josie firmemente levantándose de la silla con las manos muy cerca de sus pistolas. Afuera, la multitud había comenzado a agruparse para escuchar al ferviente pastor subido en lo alto de un barril. − Ciudadanos de Rosewood, escuchadme. Debemos detener a éstos pecadores que no traen más que enfermedad y degradación a nuestra limpia ciudad.− Su voz profunda resaltaba por encima de la multitud, arrancando exclamaciones de aprobación. John Righteous, como se hacía llamar, se acarició la negra barba mientras pensaba en sus próximas palabras.− Estas rameras…estas putas no traen más que enfermedades a nuestros hombres, atrayéndoles con sus repugnantes actos, − dijo con palabras envenenadas. Varias de las mujeres a las que se refería miraban hacia abajo desde sus balcones. La cantidad de gente agolpada fuera del saloon aumentaba. Righteous sonreía. Todo estaba saliendo según lo planeado.− Hay que parar a éstas furcias antes de que nos arruinen a todos nosotros, ¡loado sea el Señor!− Gritó las últimas palabras. − ¡Loado sea el Señor!, − respondió la multitud. Josie sabía ahora qué era lo que la había estado preocupado. Se alejó de la puerta sin importarle a quién empujara en su camino hasta llegara a Rebeca. – Sal por la puerta trasera y vuelve a la posada. − Josie… − Ahora, − gruñó cogiendo a Rebeca por el antebrazo y levantándola de su asiento.− Rebeca, por favor, haz lo que te digo y pregúntame lo que quieras más tarde. La joven asintió con la cabeza, pero el miedo todavía se reflejaba en su cara. Josie la acompañó hasta la puerta trasera de roble y deslizó el cerrojo.− Vete. Yo iré cuando pueda. Recoge todas nuestras cosas, por si acaso.− Esperó a que Rebeca estuviera fuera y luego subió las escaleras de dos en dos. Utilizó su fuerza bruta para echar abajo la primera puerta que encontró y entró a la habitación. Tan solo había una mesa pequeña, una lámpara de aceite y una cama. Tiró de las cortinas para quitarlas de en medio, abrió la ventana y se asomó.

− ¡Por aquí!, − llamó, captando la atención de las ahora aterrorizadas rameras. La exaltación de la multitud estaba llegando a un enloquecido nivel, totalmente hipnotizada por las envenenadas palabras del pastor. Desde su posición en la ventana, Josie podía escuchar las llamadas al linchamiento del populacho. − No, amigos, colgándolas no acabaremos con ésta plaga, − gritó el Reverendo Righteous deteniendo a la multitud.− No…otras vendrán a reemplazarlas. Tenemos que limpiar nuestro hogar del maligno. De las cenizas nacerá un lugar nuevo, libre de pecado. Los ojos de Josie se abrieron al entender las intenciones del reverendo. − ¡Moveos!, − ordenó rompiendo la atención de las prostitutas con el gentío.− Vamos. Este lugar va a arder, − vociferó. Una a una, ayudó a todas las mujeres de los balcones. La mayoría fueron escaleras abajo, hacia la puerta trasera, pero otras corrieron hacia sus habitaciones para coger la mayor cantidad de los objetos personales que pudieran cargar con sus brazos antes de escapar. − ¿Estáis todas?, − preguntó Josie a una joven mientras la pasaba a través de la ventana, y ésta tropezaba cayendo al suelo. La pistolera la agarró del brazo y tiró de ella el resto del camino. Ya podía ver las antorchas encendiéndose. Tenía un revolver en la mano izquierda mientras se aseguraba con un rápido vistazo que no quedaba ninguna mujer allí adentro. Siete prostitutas la esperaban afuera. La primera antorcha atravesó una de las ventanas, rompiendo los cristales en pedazos. Josie miró a las siete mujeres. Ellas la miraron expectantes, esperando a que les dijeran qué hacer a continuación. En su preocupación por sacarlas fuera del edificio, no se le había pasado por la cabeza qué hacer después con ellas. Se pasó la mano por el pelo mientras se tomaba un momento para pensar. − ¿Alguna de vosotras tiene caballos? La sacudida de cabezas hizo que sus esperanzas se escaparan por el retrete. Una mujer dio un paso adelante, su roja cabellera ondulando al viento. − Yo tengo dos caballos y una carreta en el corral. Lo suficientemente grande como para sacarnos a todas de la ciudad, − dijo. − Bien. Iremos a por ella en cuanto oscurezca, − contestó Josie. Miró a su alrededor. Al parecer, la muchedumbre estaba demasiado concentrada

en su tarea como para darse cuenta de que ellas ya no estaban allí.− Vámonos, − dijo esperando mentalmente que el poder de persuasión de Rebeca funcionara.

* * *

− Rotundamente no, no quiero escuchar nada al respecto, − dijo Emily firmemente negando con la cabeza.− Demasiado es que haya permitido a ésta…ésta, − intentó buscar la palabra correcta para describir a la alta mujer de negro sin llegar a insultarla −…persona quedarse aquí, pero por nada en el mundo voy a permitir que mi casa se convierta en el refugio de esas furcias. − Mírelas, − dijo Rebeca intentando que la mujer mayor les echara una mano.− ¿Cree usted que a ellas les gusta lo que hacen? ¿Cree usted que les gusta vender su cuerpo por dinero a unos borrachos?− Intentó evitar mirar a las prostitutas por miedo a que sus palabras fueran malinterpretadas.− ¿No cree usted que sus vidas habrían sido diferentes si alguien les hubiera dado una oportunidad? − ¡Son unas pecadoras!, − gritó Emily. − ¿Y usted no lo es? ¿Nunca ha pecado? ¿Qué hay de los hombres que pagaron por sus servicios? ¿Es que ellos no son pecadores también? Déjelas quedarse aquí. ¿Por qué son diferentes?− Rebeca vio cómo las duras facciones en la cara de la mujer se suavizaban un poco ante la lógica de sus palabras. La presionó un poco más sabiendo que ahora la ventaja era suya.− La mayoría de éstas mujeres no han tenido la suerte que ha tenido usted. ¿Qué habría hecho usted para poder comer si no regentara ésta posada?− Hizo una pausa para darle más efecto a sus palabras.− Deles una oportunidad. Déjeles quedarse hasta la noche. Entonces, le prometo que las sacaremos de aquí. Antes de que Emily pudiera contestar, se oyó una fuerte conmoción afuera. La enfadada muchedumbre, con las prisas de quemar el saloon, se olvidó de las edificaciones adyacentes. Ahora, el Banco y la Oficina de Telégrafos estaban en llamas. Un grupo formado por varios jóvenes y que constituían el cuerpo de extinción, corrían de un lado a otro con cubos en las manos que llenaban de los depósitos del agua recogida de

las lluvias. Josie miró a través de la ventana. Se dio la vuelta y se dirigió al grupo de mujeres. − Ahora es el momento perfecto para salir de aquí. Aunque sabía que nadie se había dado cuenta de que había sido ella la causante del rescate de las prostitutas, pensó que sería más seguro para Rebeca si dejaban también la ciudad antes de que la multitud averiguase lo ocurrido. El único obstáculo era Phoenix, que estaba en el establo del lado opuesto de la calle donde se encontraban el carromato y los caballos de Stacey. Con la máxima discreción posible para siete mujeres con vestidos de lo más llamativos, consiguieron deslizarse por la parte trasera de los edificios hasta llegar al corral. Josie iba en cabeza y a menos de un brazo de distancia, le seguía Rebeca. Nadie se percató de cuando empujaron el carro fuera del gallinero y salieron de la ciudad, y tampoco se fijaron en la mujer vestida de negro saltando de tejado en tejado hasta llegar al establo donde se encontraba Phoenix. A Josie no le llevó mucho ensillar a la yegua y escapar de allí. Cabalgó al galope forzando al máximo al animal hasta estar segura de no correr peligro. El fuego se había extendido rápidamente y ahora todo aquel lado de la calle estaba ardiendo. El banquero le gritaba frenéticamente al Sheriff, que estaba demasiado ocupado intentando calmar al Jefe de la Oficina de Telégrafos, que a su vez gritaba por la pérdida inminente. En la cabeza de la pistolera, no había dudas de que los hombres de aquella ciudad estarían muy ocupados intentando salvar todo lo posible de las llamas. Tiró de las riendas de la yegua obligándole a aminorar la marcha hasta un suave trote, mientras seguía las huellas de las ruedas dejadas por el carromato. Las marcas de los cascos indicaban que Stacey había reducido el paso, así que no había razón por la que forzar a su querida yegua. A menos de dos millas, alcanzó al grupo de mujeres. Rebeca estaba sentada en la parte de atrás del carro, hablando animadamente con aquellas mujeres de dudosa reputación. Josie llevó a Phoenix al frente del carro y las guio unas cuantas millas más hasta encontrar un lugar que consideró adecuado para parar. Había un pequeño arroyo que les proporcionaría agua, y la pistolera estaba segura de poder cazar algo en las inmediaciones para comer.

26. Las damas se divierten

A

tendieron a los caballos y les dieron de comer la avena que quedaba en las alforjas de Phoenix, mientras las mujeres, incluida Rebeca, se lavaban en el río. Tan solo Stacey y Josie se quedaron vigilándoles las espaldas. La prostituta, recogió su rojo pelo en una coleta alta para aliviar el cuello del sofocante calor de la tarde. Josie se apoyó contra la rueda del carromato, con su negro sombrero lo suficientemente bajo como para que Stacey no pudiera ver sus fríos ojos azules. Durante un larguísimo período de tiempo, no cruzaron una sola palabra mientras la forajida limpiaba sus armas y la pelirroja miraba. Finalmente fue Josie quien rompió el silencio. − ¿Te resulto interesante?, − preguntó Josie sin dejar de mirar lo que hacía. − La verdad es que sí. − ¿Sí?, − respondió sin ningún atisbo de interés en su voz. − ¿Por qué alguien como tú ha tratado de salvar a alguien como nosotras?, − preguntó la pelirroja con el miedo que le causaba aquella mujer que, con todas aquella armas, seguramente era una asesina. Josie miró hacia arriba encontrándose con unos ojos verdes. − ¿Te refieres a una ladrona, asesina y montón de estiércol como yo?, − dijo con cara de aversión. Aquellos ojos verdes se cerraron inmediatamente, culpables de que sus sentimientos fueran tan obvios. Josie volvió a mirar abajo, a su revólver, haciendo girar el tambor antes de cerrarlo con un chasquido y bajar la vista. Enfundó su arma y sacó la otra para continuar, − no me gusta ver a mujeres maltratadas por hombres que las han empujado a esa situación.− En voz más baja preguntó, − ¿cuántos hombres de los que formaban aquella multitud eran clientes habituales? − Más de los que quisiera admitir, − contestó Stacey. Su mirada se dirigió a las nubes mientras sus pensamientos volvían atrás en el tiempo, a momentos más felices.− Después de que mi marido muriera, no pude…

− No tienes que darme explicaciones, − dijo levantándose con un ágil movimiento.− Será mejor que vaya a ver a las otras. Sacó el revólver de su funda izquierda y lo sostuvo hacia la prostituta con la culata en su dirección.− ¿Sabes cómo usarlo? − Sí, − contestó la pelirroja levantándose sobre sus pies y cogiendo el arma. La pistolera asintió con la cabeza y se marchó en dirección al resto del grupo. Dos de las mujeres estaban tumbadas al sol, sobre una gran roca, con sus ropas esparcidas alrededor. Incluso en la distancia, Josie podía ver las reveladoras marcas de azotes en la espalda de una de ellas. Incapaz de mirarla por más tiempo, la pistolera prefirió dedicar su atención a buscar a Rebeca. Le tomó solo un segundo descubrir aquella familiar melena rubia riendo y salpicando agua junto a un par de las mujeres más jóvenes. Las otras se encontraban alrededor, disfrutando la libertad de poder estar desnudas sin ser manoseadas. Josie silbó para llamar su atención. Las mujeres comenzaron a salir del agua desnudas, a excepción de Rebeca que llevaba puestas sus enaguas de algodón. La pistolera sonrió levemente ante el pudor de la joven mientras la veía recoger su ropa e ir detrás de un arbusto para cambiarse. Las demás, simplemente permanecieron allí ayudándose unas a otras a vestirse. Josie se apoyó en un árbol y esperó. Mantuvo un ojo en el arbusto donde estaba Rebeca y el otro en el grupo de mujeres desnudas pavoneándose delante de ella.

* * *

La pistolera descubrió que Elaine, la mujer con las marcas en la espalda, era una excelente tiradora y, entre las dos, consiguieron bastante carne para la cena. En menos de dos horas, habían batido suficientes liebres como para dar de comer a todo el grupo. Ninguna de las dos dijo una sola palabra mientras cazaban. Elaine permanecía concentrada en su tarea, sin permitirse una sola distracción. Ni si quiera del sonido de los coyotes en la distancia o el movimiento de los arbustos a causa del viento. Josie entendió la determinación de ésta mujer por asegurar la

cena a sus amigas. Elaine era, claramente, en quien confiaban todas para guiarlas y protegerlas. Caminaron de vuelta al campamento, cada una cargando con tres conejos ya limpios sin piel. El sol se había escondido, y el naranja era solo una delgada y fina línea en un horizonte, que estaba siendo invadido por un gris oscuro que iluminaba lo suficiente, como para distinguir al grupo a lo lejos. − Podría haber cazado yo sola suficiente para todas, − dijo Elaine con sus ojos color avellana fijos en la distancia.− No te pedí que me ayudaras. − No importa. Tenía que cazar algo para nosotras también, − dijo Josie encogiéndose de hombros sin molestarse si quiera en mirarla. − Esa Rebeca no es más que una niña. − ¿Qué quieres decir?, − la pistolera se puso tensa, insegura de a lo que la prostituta se refería. − Tan solo que es una ingenua. No sabe nada del mundo que le rodea, y aun así viaja contigo, una mujer cuya cabeza tiene un precio.− Elaine levantó los brazos en posición de defensa cuando la pistolera se detuvo repentinamente y giró la cara para mirarla.− No hay que pensar mucho para imaginar para qué la quieres. La gente inocente no va por ahí rodeándose de armas y violencia.− Josie comenzó a andar otra vez y la mujer de la espalda marcada la siguió. Los ojos de la caza-recompensas miraban al frente.− Lo que no entiendo es por qué permites que te siga. Lo único que vas a conseguir es que tenga una muerte prematura. − ¿Preferirías que se convirtiera en una puta como tú?, − preguntó la pistolera con cara de desprecio. Elaine se detuvo y encaró a Josie, apretando con sus manos las piezas cazadas en un intento de controlar su enfado. − Estaría mejor visto que ser una asesina. − Tal vez.− contestó Josie con una voz carente de sentimientos.− Pero si te conviertes en cualquiera de las dos, el final será el mismo al cabo del tiempo.− Se giró y comenzó a caminar otra vez sin esperar una respuesta.

Prácticamente era de noche cuando llegaron al campamento. Josie dejó los animales muertos junto al fuego y llevó a Rebeca a un lado. − Tengo que volver a por nuestra carreta. − ¿Ahora?, − dijo mirando al cielo.− Josie, está casi de noche.− ¿No podemos ir mañana por la mañana? − No. Quédate con ellas. Te dejaré uno de mis revólveres para que te protejas. − ¿Cuánto tiempo estarás fuera?, − preguntó. La pistolera captó el miedo en el tono de voz de su joven amiga. − Debería de estar de vuelta como a media noche.− Ante su cara de sorpresa, Josie añadió, − deberé dar un buen rodeo y alejarme de la ciudad. − ¿Josie?, − los verdes ojos de Rebeca miraron los azules.− Prométeme que llevarás cuidado, − dijo preocupada. La caza-recompensas la miró un momento antes de contestar. − Lo prometo, Rebeca. Y tú intenta mantenerte alejada de los problemas. − ¿Yo?, − preguntó fingiendo inocencia. Josie arqueó una ceja antes de sonreír junto a su amiga. Las risas terminaron un momento después, cuando Josie silbó llamando a Phoenix. Montó en la silla y se marchó cabalgando para recuperar sus pertenencias. Rebeca se quedó allí de pie hasta que la perdió de vista, y luego se unió al resto de mujeres. El olor a liebre asada impregnó el ambiente mientras las mujeres se sentaban formando un círculo alrededor del fuego. Victoria, la mujer castaña que fue la última en ser rescatada del saloon, se acercó al asiento de la carreta y sacó de debajo varias botellas de whisky y de ron. − ¡Victoria!, − gritó Stacey acercándose a ella y cogiendo una botella de las manos de la otra mujer.− ¿Cuándo las escondiste? − Lo llevo haciendo desde hace varios meses. Cogía una por semana. Nadie parecía darse cuenta.− Victoria miró a Rebeca y añadió, − también tengo algunas botellas de zarzaparrilla si quieres. Rebeca se levantó y se sentó junto a Victoria, al otro lado del fuego, junto

a la carreta. No se llevaban más que unos meses y, la poca diferencia en edad, hizo que muy pronto se convirtieran en amigas. En menos de un minuto se pasaron las botellas y los trozos de carne asada pinchada en palos a modo de brochetas. Elaine y Stacey vertieron parte de la zarzaparrilla al suelo y en su lugar llenaron el resto de la botella con ron antes de pasársela a Rebeca. La joven, agradecida, aceptó la botella y dio un buen trago. La zarzaparrilla sabía un poco rara, pero Rebeca estaba decidida a ser cortés con ellas, así que dio otro sorbo y sonrió. Conforme fue avanzando la noche, Rebeca fue descubriendo que cada vez le gustaba más el sabor del aquel refresco. Victoria sonrió traviesa cuando giró su cabeza y vio a Stacey volviendo a tirar parte de la zarzaparrilla para rellenarla con más ron. Un solo vistazo a su nueva amiga, le dio a entender lo borracha que ésta estaba. − Prueba, Rebeca, − la animó Victoria dándole un codazo con la botella medio vacía de ron. Cuando todas ellas habían disfrutado de su turno para pasarse la botella, el licor restante lo utilizaban para emborrachar a Rebeca. − Vaaaale, pero solo un traguito más, − contestó sin ser, aparentemente, consciente de que se le enredaba la lengua al hablar. Todo lo que sabía era que se sentía bien y todo le parecía divertido. Las otras se dieron cuenta de ello y comenzaron a contar unas historias que ninguna mujer respetable se atrevería a repetir, y que producían en Rebeca una risa tonta que no podía detener. El sonido de las carcajadas llegó a los oídos de Josie a medida que se acercaba al campamento con Florence y la carreta. Miró alrededor y vio a Rebeca rodeada por las mujeres que habían rescatado, todas ellas riendo a mandíbula batiente. Aunque no podía ver a Rebeca con claridad, sí que descubrió la botella medio vacía que iba pasando de mano en mano. No tenía ninguna duda de que su amiga estaba borracha. La pistolera respiró hondo antes de acercarse. − ¿A dónde vas?, − preguntó Stacey a una Victoria que se sujetaba a los hombros de Rebeca para intentar no caerse. − Tengo que hacer pis, − dijo cerrando los ojos por un momento e intentando mantener el equilibrio. − Oooh, yo también, − dijo Rebeca levantándose demasiado rápido para su estado y perdiendo el equilibrio. Se cayó hacia atrás bruscamente llevándose consigo a Victoria, algo que encontró increíblemente

divertido. El grupo de prostitutas borrachas se fue abriendo a medida que la imponente pistolera se acercaba andando. Rebeca, sintiendo la cabeza dos veces más pesada de lo normal, miró hacia arriba, a los penetrantes ojos de una no tan contenta caza-recompensas. −Uh….hola Josie, − dijo antes de darle otro ataque de risa. Las chicas se intercambiaban miradas nerviosas ante quien les había salvado la vida, pero muy pronto su sentido del miedo quedó mitigado cuando vieron a Josie cuadrarse delante de la borracha rubia y levantarla amablemente en brazos. − Estás borracha, − le dijo Josie mientras la llevaba a una zona más alejada y privada cerca de unos arbustos. − ¿Lo estoy?, − preguntó Rebeca todo lo seria que podía. Miró alrededor y se dio entonces cuenta de que la estaban llevando en brazos.− Oh…supongo que lo estoy, − dijo suavemente antes de comenzar a reírse otra vez. Le dolía el costado de tantas carcajadas. Josie sonrió un poquito. − Lo estás. Vamos allá. Voy a ponerte de pie. No te caigas, − dijo depositando a Rebeca en el suelo. La borracha mujer se tambaleó unos instantes antes de agarrarse al brazo de la pistolera. Las risas cesaron y una nueva sensación se apoderó de ella. − Josie, no me siento bien. La pistolera vio el repentino cambio y reconoció la razón. Sin perder el tiempo, inclinó a Rebeca hacia delante hasta que cayó de rodillas y le retiró el pelo de la cara mientras vaciaba el contenido de su estómago en el suelo. Josie era consciente del grupito que se había formado detrás de ellas. − ¿Cuánto le habéis dado de beber?, − quiso saber. − Suficiente, − dijo Elaine. − Demasiado, − corrigió Stacey con algo de remordimiento al ver las continuas nauseas de la joven rubia. Josie sacudió la cabeza enfadada por su inconsciente acción y continuó ocupándose de Rebeca. Se acercó un poco más a ella y le dijo suavizando el tono de voz, − ¿te sientes mejor, pequeña?

Rebeca negó con la cabeza y, un segundo después, comenzaba su segundo asalto. Las otras mujeres, discretamente, se alejaron y dejaron que Josie se ocupara de su amiga. La rubia se despertó a media noche con un trapo frío sobre la frente y a una preocupada Josie a su lado. − ¿Cómo te sientes? − Fatal. − Debes estarlo. Por lo que he podido comprobar, has bebido bastante ésta noche.− Suspiró ante el pensamiento de la horrible resaca que visitaría a su amiga por la mañana. Los verdes ojos se cerraron otra vez y Josie se permitió relajarse y tumbarse sobre su manta, quedándose a tan solo un brazo de distancia de Rebeca. Elaine miraba la escena desde el otro lado del fuego. Aunque no pudo escuchar las palabras intercambiadas, sabía el tiempo que la morena había estado despierta, vigilando a su amiga. Recordó la conversación tenida con la pistolera aquella tarde. Nunca habría sospechado que la mujer vestida de negro sería tan comprensiva, sobre todo con alguien que estaba borracho. Elaine estaba totalmente convencida de que les echaría las culpas o algo peor por haber llevado a esa condición a su amiga. Y aun así no les reprochó una sola palabra cuando regresó al campamento. Todo lo que hizo fue meter a Rebeca en sus mantas de dormir y sentarse junto a ella. Nadie se atrevió a molestarlas. Todo el mundo había escuchado las historias que se contaban sobre la ladrona de trenes. Se decía que incluso había matado por diversión. Elaine miró a la pareja otra vez. No tenía dudas de que Rebeca se sentiría mal durante la noche, y tampoco las tenía que Josie estaría allí para cuidarla.

27. Esas cosas pasan

R

ebeca se cubrió los ojos con el antebrazo al sentir la brillante luz del sol matutino. Su cabeza le martilleaba tan fuerte que estaba segura de que las demás podían oírlo. Le dolía el estómago, le escocía la garganta y estaba segura de que jamás se libraría de aquel asqueroso gusto en su boca. Sintió el suave tacto del cuero de la cantimplora presionándole el codo. − Ten, − dijo Josie suavemente, aunque para la joven sonó mucho más fuerte. Rebeca rodó hacia su lado, dándole la espalda a aquella molesta luz y acercándose a la mujer que le había cuidado la noche anterior. Con los ojos todavía entornados, Rebeca se enjuagó la boca, y dio unos cuantos tragos antes de devolverle la cantimplora a la mujer de negro. − Me siento horriblemente mal, − se quejó mientras se tumbaba de espaldas y se sujetaba el estómago con la mano. − No me extraña, − dijo Josie.− Anoche estabas totalmente borracha.− Su tono no era condescendiente, pero tampoco era especialmente amable. − Lo siento, − murmuró Rebeca abriendo los ojos muy despacio. La pistolera alargó el brazo y, toscamente, la levantó sobre sus pies. − No lo sientas, Rebeca. Trata de mejorar. La joven dejó salir un suspiro de exasperación. − ¡Bien!, − dijo volviéndose y dirigiéndose hacia un arbusto. Los ojos azules mostraron su enfado mientras la seguía con pasos decididos. En el momento en el que estuvieron lo suficientemente lejos como para que el resto del grupo las escuchara, la pistolera se acercó y la cogió del brazo para encararla. − Escúchame, Rebeca. No estoy enfadada porque te emborracharas. Esas cosas suceden.− Por la mirada en los ojos de la joven, la pistolera fue consciente de lo fuerte que la estaba cogiendo, así que aflojó la presión.

− ¿Entonces qué es? − Esas cosas hay que hacerlas en el lugar y momento adecuado. Y a campo abierto, con un posible grupo de gente muy enfadada siguiéndonos, no lo es. ¿Qué hubieras hecho si algo sucediera? Por todos los cielos, mujer, si ni si quiera sabes defenderte a ti misma, − dijo Josie. La soltó del brazo y se pasó los dedos por su pelo negro, esperando la réplica de la otra mujer. Rebeca bajó la mirada unos instantes, como si estuviera perdida en sus pensamientos, entonces alzó la cabeza y miró fijamente a la pistolera. Insegura de lo que decir, la joven asintió con la cabeza y se marchó detrás de un arbusto. Josie se giró y comenzó a andar de vuelta al campamento, pero sus oídos pudieron escuchar la respiración irregular que precede al llanto. Rebeca regresó poco después, con los ojos un poco más hinchados de lo habitual. Sin mirar a la pistolera, se dirigió hacia la cafetera y llenó un par de tazas. Caminó hasta Josie y le tendió una a modo de ofrenda de paz. La pistolera la cogió y asintió con la cabeza para darle las gracias antes de indicarle que se sentara a su lado. Stacey y Elaine se acercaron. − Josie, queríamos darte las gracias por habernos ayudado ayer y, pedirte disculpas por emborrachar a Rebeca de esa manera anoche, − dijo Stacey con remordimiento. Elaine asintió con la cabeza. La pistolera aceptó las disculpas con un gesto de su mano. − Os escoltaremos con todas las consecuencias. Si seguimos el río, estaremos allí en menos de una semana, − dijo Josie levantándose y acercándose a su carromato. Rebeca tiró el resto del café sobre la extinta hoguera y la siguió. En menos de media hora, las dos carretas estaban en marcha dirección hacia el oeste, siguiendo el Río Grande. Elaine y Victoria iban con Rebeca, mientras que Stacey y las otras iban en el carro más grande. Josie cabalgaba por delante con Phoenix, inspeccionando constantemente los alrededores con los ojos en busca de algún indicio de problemas. Elaine sostenía las riendas de Florence mientras Rebeca y Victoria, en la parte de atrás, utilizaban los laterales del carro para apoyar sus espaldas. −… así que me marché a Rosewood, − dijo Victoria, terminando su historia. Cogió la cantimplora que le ofrecía Rebeca y dio un buen trago.− ¿Y qué hay de ti? ¿Cómo has acabado de ésta manera?, tan lejos de tu familia y todo eso.

− Me escapé, − contestó con la mirada fija en un nudo en la madera del otro lado de la carreta. Hubo una larga pausa antes de que la joven volviera a hablar. − ¿Cómo es que te…? − ¿Me convertí en una puta?, − la ayudó Victoria. Rebeca sonrió, un poco avergonzada de que ella hubiera terminado la pregunta, y asintió. La mujer de pelo castaño dio otro trago de agua y descansó su cabeza sobre la parte alta de la madera.− Bien, ya te conté que mi padre murió. Tenía que buscarme la vida de alguna manera para poder comer. − ¿Y qué harás ahora? Se encogió de hombros como queriendo decir que, realmente, no tenía muchas opciones. − Probablemente buscar otra casa de putas donde trabajar. − ¡Pero ahora tienes otra oportunidad!, − exclamó Rebeca.− Podrías hacer otra cosa. − Lo único que se me da bien es complacer a los hombres, Rebeca. No tengo otra habilidad.− Victoria miró a su nueva amiga y continuó.− Tú sí que tienes suerte. Tienes a esa grandullona que cuida de ti. Estarás bien. Rebeca no sabía qué decir. Al menos tenía la suerte de poder leer y escribir, aunque ya estaría muerta si no hubiera sido por Josie. Pero todavía tenía miedo de que la pistolera se hartara de ella y la abandonara a su suerte. Agitando la cabeza para deshacerse de sus pensamientos negativos, decidió que era el momento de cambiar de tema. Una traviesa sonrisa afloró en su cara mientras se giraba y le susurraba algo a Victoria para que Elaine no la escuchara, aunque la prostituta más mayor no estaba prestando ni un ápice de atención a las dos jóvenes. − ¿Cómo es? − ¿El qué?, − contestó Victoria. Rebeca se puso colorada. − Ya sabes…− se miró las botas, totalmente avergonzada por preguntar.−…el sexo. El estallido de carcajadas que la pregunta provocó en Victoria, hizo que Elaine se girara curiosa para averiguar lo que pasaba. Desde el otro carro, más atrás, Stacey agitó su cabeza como queriendo dar a entender que

no sabía de qué iba la cosa. Elaine sonrió y meneó la cabeza antes de mirar al frente y quedarse alerta para enterarse del asunto. Un poco más adelante, Josie mantenía a Phoenix a un paso constante, sin dejar que se alejara demasiado de la pequeña diligencia. Rebeca sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, que tenía las orejas rojas por la vergüenza. − Shh, − soltó dándole un codazo a la prostituta en las costillas. Victoria bufó y luchó por recobrar el control. − Heh, heh, lo siento, Rebeca, − dijo Victoria.− Es solo que no estoy acostumbrada a que la gente no sepa sobre el tema. − Sé de qué va el tema, Victoria, − le susurró.− Es solo que no sé cómo….cómo es.− Sus mejillas volvieron a encenderse y su amiga comenzó a reírse otra vez. − Sabía que eras virgen. − ¿Quieres parar?, − preguntó Rebeca con los dientes apretados y mirando alrededor, asegurándose de que las demás no la habían escuchado. Si Elaine lo había hecho, no dio muestras de ello, y el carromato de Stacey estaba demasiado lejos, además, el ruido de las carretas al moverse hacía imposible saber por qué la joven rubia estaba tan colorada. − Vale...− dijo Victoria después de calmarse y dar otro trago de agua, −…la verdad es que……depende. − ¿De qué depende? − Depende de con quién lo hagas. A la mayoría de los hombres no les importas, así que resulta de lo más aburrido. Si quieres que te lo hagan bien, tendrás que contar con la ayuda de la palma rosa y los cinco amigos que le acompañan,− dijo Victoria mientras extendía su mano delante de la cara de Rebeca como si quisiera que inspeccionara sus uñas. − ¿Quiénes son esos amigos?, − preguntó Rebeca inocentemente, provocando un ataque de risa tan grande en su amiga que las lágrimas no dejaban de brotarle de los ojos. Elaine se giró y las miró. Victoria se sujetaba el estómago desternillándose, mientras el ceño de la joven rubia comenzaba a arrugarse.

− ¿Qué es eso tan malditamente gracioso?,− preguntó molesta.− Todo lo que he hecho ha sido preguntar quién era esa tal Palma Rosa y sus Amigos.− Con las carretas detenidas, todas las chicas pudieron escuchar lo que Rebeca estaba diciendo, viéndose en unos segundos rodeada por un grupo de mujeres histéricas. − Pregúntale a Josie, − gritó Stacey desde el otro carromato.− Estoy segura de que ella los conoce muy bien. Josie se giró para ver las carretas paradas. No había ningún problema evidente, ni tampoco había saltado ninguna chica, por lo que tampoco se trataba de una parada de emergencia. Se acercó con Phoenix un poco más para escuchar los gritos y risotadas. Genial, pensó mientras rodaba los ojos. La pistolera permitió a la yegua comer algo de hierba mientras esperaba a que se volvieran a poner en marcha. Justo cuando se aproximaba, Elaine agitó las riendas de Florence y comenzaron a andar de nuevo. Rebeca cambió rápidamente de tema a algo que ella conociera bien. Stacey dejó que el primer carromato se alejara un poco más, mientras las demás chicas seguían riéndose y jugando con la idea de que la joven le preguntara, a la alta morena, a cerca de Rosa y su Amigos. Cuando se detuvieron para descansar, Josie aprovechó la oportunidad para explorar las inmediaciones. Rebeca entretuvo a las mujeres contándoles una historia a la hora de comer y, muy pronto, todas ellas olvidaron la pregunta pendiente que la rubia tenía para la pistolera. La rutina se repetía en cada parada, con Josie esperando a lo lejos hasta que ellas llegaran para montar el campamento y pernoctar. El sol se había convertido en una brillante bola naranja, cuando las chicas comenzaron a organizarlo todo para pasar la noche y, Josie y dos de las chicas se acercaban hasta el río para pescar algo para la cena. La pistolera utilizaba su cuchillo con acertada puntería para lanzarlo contra los peces, que eran sacados, unos tras otros a la fina arena de la orilla para limpiarlos. Una de las chicas encontró unas cebollitas silvestres creciendo en las inmediaciones del río, y las recolectó para aderezar la comida. Rebeca decidió esperar y preguntarle a Josie después de la cena. La pistolera parecía mucho más relajada después de una buena comida. Ya era noche cerrada, y tan solo los rescoldos de la lumbre les daba un poco de luz. Josie echó otro tronco al fuego y se apoyó contra la rueda

de la carreta con una taza de café en la mano. Rebeca se sirvió un poco también y se sentó a su lado. − Josie, ¿puedo preguntarte algo? − Ya lo has hecho, − dijo llevándose la taza a la boca. − ¿Conoces a una tal Palma Rosa y a sus Cinco Amigos? El café salió pulverizado de la boca de Josie, goteando por su barbilla y mojando su camisa y pantalones con el líquido caliente, mientras miraba a Rebeca con la cara pasmada. Risas descontroladas invadieron todo el campamento cuando las otras chicas comprendieron lo que había pasado. La pistolera alzó su mirada de manera desafiante y, a pesar de la poca luz del campamento, acalló con ella al grupo. Cogió a Rebeca de la muñeca y la puso en pie, obligándola a seguirla hasta que se encontraron fuera del alcance de las demás. Una vez que Josie se aseguró de no ser oída por el resto, se detuvo y relajó el agarre en la muñeca de su amiga. Ambas se dieron la espalda. − ¿Qué es lo que te han dicho? − Bueno…pregunté a Victoria…um…sobre el sexo.− Estaba comenzando a arrepentirse de haberle preguntado a la morena.− Y dijo que tan solo esa gente sabía cómo hacerlo bien.− Hubo una larga pausa antes de que Rebeca volviera a hablar.− Josie, ¿sabes quién es esa gente? Vio a la pistolera rascarse la cabeza mientras, obviamente intentaba buscar las palabras adecuadas para explicarle. Se dio la vuelta y agarró otra vez la muñeca de la joven girándola. − ¿Ves esto?, − preguntó haciendo un círculo con su dedo por encima de la mano de Rebeca, − ésta es Palma Rosa, y estos…− dijo Josie señalando sus dedos y dejando, con el tono de su voz, que Rebeca comprendiera y terminara la frase. − Oh, − dijo Rebeca despacio sin llegar a entenderlo del todo. Movió los dedos y pensó en lo que Victoria le había dicho. Finalmente se le hizo la luz sobre lo que los amigos de Palma Rosa hacían, y Rebeca abrió desorbitadamente los ojos.− ¡Oh!, − exclamó. − Rebeca, es algo natural. Todo el mundo lo hace, − dijo aunque sin poder mirarla a los ojos.− Simplemente, no hablamos de ello, − añadió.

− Bien…um…ya veo…de acuerdo, gracias por la explicación. Se dio la vuelta y comenzó a caminar enérgicamente hacia el campamento. A la pistolera le tomó tan solo unas cuantas zancadas con sus largas piernas para alcanzarla. − Rebeca, − dijo despacio, dándole la vuelta para encararla.− No debes sentirte avergonzada por esto. − Nosotros no hablábamos de…de éstas cosas. Josie puso una mano sobre el hombro de la joven y lo apretó un poco. − Rebeca, escúchame. Algo que te hace sentir tan bien, no puede ser malo, − dijo y dio un paso atrás. Su cara no transmitía emoción alguna.− Tenemos que volver al campamento, − dijo firmemente dando por terminada la conversación. La pistolera estaba acostada cómodamente en su manta de dormir cuando Rebeca se acercó a hurtadillas hasta ella y le susurró en la oreja, − ¿y tú…? − Yo ¿qué?, − murmuró la medio dormida pistolera antes de entender a lo que se refería.− Oh, a veces, − dijo sin darle importancia.− Vete a dormir, Rebeca. − Lo siento, buenas noches. − Buenas noches. − Lo siento, − dijo quedándose mirándola. − Rebeca…, − contestó la pistolera en tono amenazador. La rubia, muy despacio, se apartó. Lo único que se podía escuchar esa noche era el crepitar de las ascuas en el fuego, y las risillas de las fisgonas metidas en la conversación.

28. Haciendo amigos

D

urante toda la mañana del día siguiente, Rebeca tuvo a su espalda una sombra de metro ochenta. Cuando la pistolera vio que todas las risas del día anterior eran a costa de su amiga, decidió no dejarla sola con las chicas de lenguas más sucias de todo el Oeste. A pesar de su carente educación, Victoria entendió la posición de la alta mujer y sus razones. Josie guardó la taza de café en la parte trasera del carro y fue a por la silla de montar de Phoenix. − Intentemos no despertar hoy a los muertos con tantos gritos y alboroto, − dijo firmemente. La pistolera hizo contacto visual con cada una de ellas lanzando, silenciosamente, un mensaje muy diferente al que había pronunciado y muy fácil de entender: nadie se mete con su joven amiga. Los tres días siguientes pasaron muy rápido. La pequeña diligencia continuaba su camino hacia el Oeste hasta que el río se desvió hacia el Norte. Los descansos fueron menos frecuentes a medida que las mujeres se acostumbraron a las largas jornadas. Rebeca y Victoria seguían viajando en el mismo carromato, aunque las conversaciones nunca fueron por los derroteros que avergonzaron tanto a la rubia. Tan solo Josie se percató de las huellas en el camino que indicaban que otro jinete había pasado por allí hacía no mucho. Acortó la distancia entre ella y las chicas. Su rumbo las llevó hasta un pequeño cañón lleno de curvas ciegas y recodos, situación que hizo que aumentara la ansiedad de la pistolera. Sacó su revolver muy despacio de la cartuchera, deseando en aquel momento no haberle prestado el otro a Stacey y el Winchester a Elaine. El pelo de la nuca se le puso de punta, pero ya era demasiado tarde. Por el camino y, de frente a ellas, aparecieron tres jinetes, todos ellos bien armados y apuntándoles directamente. Entornó los ojos cuando reconoció al cabecilla. No era otro que Lefty Brown, el hombre que quería capturar en Rosewood. Obligó a Phoenix a detenerse, calculando mentalmente si podría acabar con todos ellos antes de que pudieran si quiera apretar el gatillo. Una conmoción a su espalda la obligó a girarse. Salieron dos hombres más por detrás del grupo, con los rifles apuntando

a las mujeres que viajaban en el último carromato. Lefty se rio, mostrando su sucia y amarillenta dentadura. − Bueno, bueno…mirad lo que hemos encontrado, chicos.− Sus ojos marrones se detuvieron en el revólver que Josie empuñaba. Se acercó con su caballo y desarmó a la morena mujer sin que ésta ofreciera resistencia alguna. Por las ropas que llevaba, imaginó que era la jefa del grupo y, por tanto, la más peligrosa. Con una cruel sonrisa, la golpeó con la culata de su revolver en la cabeza y la dejó inconsciente.

* * *

La pequeña estructura de adobe servía de escondite a aquella banda. No tenía tejado para protegerlas del sol, y los trapos colgados de una cuerda que cruzaba la habitación, servían para partir la estancia en dos. Las nueve mujeres estaban contra la pared, con las manos atadas a sus espaldas. Josie permanecía inconsciente en un rincón, con la sien amoratada por el golpe recibido. Lefty hacía girar en su mano, una y otra vez, el cuchillo que le había quitado a la caza-recompensas de su bota. Después de admirar por un momento la calidad del metal, centró su atención en algo más. − Hey, Johnny, ¿has elegido ya alguna?, − le gritó al bajito y desgarbado hombre arrodillado frente de las mujeres. − Oh, diablos, Lefty, ya sabes que todas parecen iguales por detrás, − contestó acercándose a la pelirroja para estrujarle el pecho con su mugrienta mano. Stacey cerró los ojos, sabiendo que no había manera de parar lo inevitable, mientras Johnny tiraba de ella violentamente para levantarla del suelo. Cuando llegaron al otro lado de la cortina, la mujer programó su mente al modo de trabajo, intentando convencerse de que aquel era un hombre más que pagaba por sus servicios, y no alguien que intentaba violarla. Uno a uno los demás hombres fueron acercándose para hacer su elección. Las mujeres los acompañaron sin protestar, sabiendo, por experiencia, que no serviría de nada resistirse. Mientras se llevaban a Elaine, ésta juró que lo pagarían muy caro si les hacían algún daño a las otras chicas.

Rebeca y Victoria estaban sentadas la una al lado de la otra, y el resto de mujeres algo más lejos. La pistolera todavía no había vuelto en sí, aumentando el miedo de Rebeca mientras Lefty se acercaba y se cuadraba delante de las dos jóvenes. Intentó controlarse con todas sus fuerzas para no llorar cuando él se agachó y, muy despacio, pasó el filo del cuchillo por encima de su pecho derecho, sin apretar lo suficiente como para cortarle, pero lo suficientemente firme como para dejar claras sus intenciones. Victoria encontró su voz para decir: − Susy, ¿te has librado ya de ese picor? A Rebeca le tomó tan solo un momento entender lo que Victoria estaba haciendo. − Uh, no…el doctor dijo que necesitaba ponerme una pomada o algo así, − contestó retorciéndose un poco e intentando que se imaginara la incomodidad que sufría en su entrepierna. El cuchillo se alejó al mismo tiempo que lo hizo Lefty. No sabía si las furcias estaban mintiendo o no y tampoco tenía intención de averiguarlo. La pequeña rubia no le servía. − Parece ser que te toca a ti, pequeña, − dijo mientras volvía su atención hacia Victoria. Josie escuchó el intercambio de palabras con los ojos cerrados, fingiendo seguir inconsciente, mientras sus dedos trabajaban para liberarse de la soga que la aprisionaba. Encontró la pequeña navaja que guardaba en su bolsillo secreto. Con una destreza nacida de la práctica, sacó el cuchillo y comenzó a cortar las cuerdas sin hacer apenas ruido. Éstas cayeron rápidamente al suelo por detrás de ella y cogió el cuchillo por el filo con su dedo pulgar e índice. Los azules ojos se abrieron y enfocaron mientras sacaba el brazo de su espalda. Con un rápido movimiento de muñeca, lanzó el cuchillo por el aire a gran velocidad y fuerza, clavándose profundamente en el cuello de Lefty, seccionando tanto la yugular como su tráquea. Al instante ya se encontraba a su lado, arrancándole el cuchillo y volviéndoselo a clavar en el pecho. Se tomó un segundo para mirar a Rebeca antes de quitar su arma del ahora inerte cuerpo de aquel hombre. Sin hacer ningún ruido, se deslizó entre las cortinas. Se oyeron cuatro disparos. La proximidad a éstos dañaron los oídos de Rebeca. Elaine miró abajo hacia el hombre que yacía muerto a sus pies. Miró entonces alrededor y vio a Josie ayudando a Stacey, quitándole de

encima al hombre muerto mientras las otras dos mujeres salían corriendo de la habitación. La pistolera no vio al hombre que se levantaba lentamente sobre sus pies con la camisa empapada en sangre. Levantó el arma en un último intento de acabar con ella. Elaine se agachó, cogió el revólver del hombre que tenía a sus pies y disparó. La cabeza de Josie se giró rápidamente para dar con los gélidos ojos marrones de la prostituta. Ambas asintieron a modo de agradecimiento silencioso. Las chicas se encontraban en la habitación más grande. Victoria cogió el cuchillo con el que Josie le había seccionado el cuello a Lefty y lo usó para desatar a las demás. Rebeca no se movió de su posición, a excepción de para encoger las rodillas y esconder su cara entre las manos mientras su cuerpo temblaba. Josie se arrodilló junto a ella sin saber muy bien qué decir. En cuanto la joven sintió la presencia cercana de la pistolera, se arrojó a sus brazos con la fuerza suficiente como para que la morena diera con su espalda en el suelo. Los acontecimientos y emociones sobrepasaron a Rebeca mientras se agarraba al cuello de Josie sollozando. Parte de las lágrimas eran por ella misma, por lo cerca que había estado de que la violaran, y la otra parte, por sus nuevas amigas. Prostitutas o no, todavía las consideraba mujeres que habían intentado ser tomadas en contra de su voluntad, y Rebeca no pudo parar de llorar por ello. Josie se encontraba claramente incómoda con aquella efusión de emociones, pero no hizo ningún esfuerzo por desembarazarse de su amiga, incluso le pasó un brazo por la espalda apretándola contra ella suavemente. Esperó un par de minutos más hasta que la respiración de la joven se calmó antes de mover su brazo y enderezar su espalda, indicando, silenciosamente, el final del abrazo. Rebeca sorbió por la nariz y se sentó atrás secando sus lágrimas con las mangas de la camisa. Josie miró a Elaine pidiéndole silenciosamente ayuda. Ésta entendió al instante y le susurró algo a Victoria. La joven se acercó a Rebeca y se sentó con las piernas cruzadas junto a ella pasándole una mano por los hombros. Elaine la siguió colocándose detrás de ellas y encarando a la pistolera. − ¿Puedes ayudarme a subir los cuerpos a la carreta? − Será lo mejor, − dijo Josie algo entusiasta de más, agradecida por tener una excusa para salir de allí. Victoria habló con Rebeca tranquilamente durante unos minutos antes de asegurarse de que todo iba bien. Subieron a los hombres muertos al carromato de las prostitutas, y las

chicas se sentaron, unas en la parte delantera, y otras sobre las cabalgaduras de los bandidos. Utilizaron un trozo de lona para tapar la pila de cuerpos y evitar que se pudrieran al sol demasiado rápido o que atrajeran a las moscas. La pistolera forzó la marcha para llegar a su destino lo antes posible. Ya casi había anochecido cuando distinguieron a lo lejos los primeros indicios de la villa de Laramie. Se escuchó un soplo colectivo de alivio cuando Josie se detuvo a una milla del pueblo. Se acercó a la carreta con Phoenix. − Tenemos que llevarle los cuerpos al Sheriff. Elaine, tú vendrás conmigo. Las demás permaneceréis aquí, − le alzó una ceja a Rebeca para asegurarse de que lo había entendido. Viendo su asentimiento con la cabeza, Josie miró al resto del grupo.− Deberíais montar el campamento. No creo que estemos de vuelta antes de mañana.

* * *

Josie detuvo el carromato delante de la oficina del Sheriff y le pasó las riendas a Elaine antes de bajarse de un salto. Entró en el edificio y volvió, unos minutos después, junto con el Sheriff y, con un montón de anuncios de los bandidos más buscados. Levantó la lámpara que llevaba para iluminar la cara de los hombres. − Bien, parece que se trata de Lefty, − dijo volviendo a comprobar la identidad del asesino con los posters.− Los demás también me resultan familiares. Veamos.− Cogió el montón de posters de las manos de Josie y comenzó a revolverlos, sacando aquellos que tenían bastantes posibilidades de parecerse a los demás hombres. En menos de una hora, identificaron a tres de los tipos más buscados por la ley. Sumándolo todo, la cantidad de la recompensa ascendía a más de cien dólares. La pistolera estaba algo decepcionada por la prima, pero no dijo nada mientras seguía al Sheriff con el carromato de camino a la funeraria a las afueras de la ciudad. Una vez terminado el trabajo, acordó encontrarse con el Sheriff en el banco por la mañana. Josie tenía suficiente dinero para pagar una habitación en la posada, además del establo y unas bebidas en el saloon. La habitación estaba apenas iluminada por una pequeña lámpara de aceite.

− ¿Qué vas a hacer ahora?, − preguntó Elaine sentándose a los pies de la cama. La pistolera se inclinó para desabrocharse las cintas que sujetaban las cartucheras a sus muslos. − Cobraremos el dinero por la mañana y compraremos algunas provisiones. Nos llevará un par de días llegar hasta Cheyenne, allí tengo una amiga que nos podrá ayudar.− Se quitó las cartucheras y las dejó caer con cuidado en el suelo, junto a la cama. Se sentó y se quitó las botas. − Josie…− comenzó Elaine sin mirar a la mujer sentada a su lado.− Quería darte las gracias…por todo.− Se giró para estudiar el perfil de la morena. Mientras la pistolera dejaba las botas bajo la cama, Elaine se levantó y se quitó el vestido delante de Josie quedándose únicamente con una ropa interior de lo más reveladora.− De veras quiero agradecértelo,− dijo seductoramente mientras se acercaba y se sentaba a horcajadas sobre las caderas de la caza-recompensas.

* * *

Las mujeres terminaron con las últimas provisiones de licor que les quedaba mientras Rebeca las entretenía con una de sus historias e imitando, de vez en cuando, dar un sorbo de la botella que iba y venía, pero evitando que el líquido entrase en su boca. Los acontecimientos del día fueron tomando menos importancia a medida que las chicas fueron contando chismes picantes. Y aunque la conversación comenzaba a avergonzar a Rebeca, no fue tan malo como el día anterior, e incluso llegó a sentirse cómoda lo suficientemente como para reírse con algunos de ellos. Se acostaron a dormir bastante pronto, sobre todo a causa de la bebida. Rebeca estaba echada junto a la rueda del carromato, aparte de las demás. Tenía una segunda manta que normalmente utilizaba como almohada entre su cabeza y el duro suelo, pero en esta ocasión se percató de que las demás no tenían ninguna cubierta de verdad. Utilizaban las telas acolchadas de las sillas de montar de los caballos que habían cogido aquel día, e incluso algunas de ellas no tenían nada con lo que taparse. Tomó su manta de reserva y las dos de Josie y se las pasó a las demás.

Enrolló la camisa de repuesto de Josie y la utilizó como almohada. El tiempo iba pasando mientras sus pensamientos se arremolinaban. Rebeca abrió un ojo y miró a las demás. Estaban en varias fases de sus sueños y no le prestaban la más mínima atención. Nerviosamente metió la mano por debajo de su manta y se desabotonó la mayor parte de la camisa. Muy despacio, su mano se deslizó por la tela de algodón y sus dedos formaron círculos sobre su pezón, haciendo que su piel coral se endureciera y contrajera en un punto. Sus dedos se abrieron mientras acercaba la palma a la punta, antes de apretar todo el pecho firmemente. Metió la otra mano por debajo de la manta prestándole la misma atención a ambos pechos a la vez. En su cabeza, vio al caballero andante cortejando a la princesa, con su armadura de metal y la cara cubierta. Sus pulgares y dedos índices atraparon los pezones, pellizcándolos, mientras su espalda se arqueaba con el tacto de su propio roce. Su respiración se hizo más rápida mientras continuaba dándole placer a sus pechos, y la temperatura aumentaba entre sus piernas. Muy despacio, bajó su mano derecha para desabrocharse los pantalones, mientras que la izquierda no cesaba el estímulo sobre su pezón. Deslizó su mano por debajo de las bragas y dejó que sus dedos jugaran con los suaves rizos rubios. Dejó escapar un suave gemido, pero los estrechos pantalones le impedían el acceso a su parte más privada. De mala gana, bajó también su mano izquierda y se bajó la prenda por las caderas, siguiendo hasta que se sintió libre para poder abrirse. Rebeca levantó una rodilla y apoyó el pie contra la rueda de la carreta mientras sus manos bajaban por los muslos. Se sorprendió de lo húmeda que estaba cuando pasó los dedos por sus pliegues empapándose inmediatamente. Presionó un poco, frotando arriba y abajo contra su dolorido sexo. Su dedo anular se deslizó por los pliegues y presionó cerca de su abertura. Rebeca comenzó una lenta exploración de sí misma, las yemas de los dedos trazaban cada relieve, descubriendo lo que le daba placer y lo que no. Se centró en la imagen que tenía del caballero y la princesa, mientras sus dedos índice y anular se encontraron a ambos lados de su punto más sensitivo y comenzó a frotarlo rítmicamente. Su respiración se tornó en cortas inspiraciones, y las caderas comenzaron a levantarse a su voluntad. Instintivamente movió sus dedos, presionando contra el clítoris. Apoyó la planta de los pies en el suelo y elevó las caderas sin que sus dedos perdieran, en ningún momento, su posición o ritmo mientras se deslizaban arriba y abajo. Apretó los dientes cuando el tiempo y el espacio se fundieron en uno, y una oleada de indescriptible

placer sacudió todo su cuerpo. Dejó escapar un pequeño gruñido antes de dejar caer su espalda sin fuerzas en el ahora húmedo suelo. Dos de las mujeres se habían despertado por los gemidos, pero viendo que no pasaba nada, se dieron la vuelta y siguieron durmiendo. Rebeca yacía allí, completamente despierta, disfrutando de ésta nueva sensación. Pasó un buen rato antes de que tuviera las fuerzas suficientes para volver a ponerse las ropas, e incluso ese movimiento le produjo un estremecimiento en todo su cuerpo. Finalmente encontró la posición para dormir, con una sonrisa relajada en la cara, que no la abandonó en toda la noche. Josie tenía razón, pensó. Algo que te hace sentir tan bien, no puede ser malo.

29. El regalo

J

osie salió del banco con el pequeño fajo de billetes. Se encontró con Elaine en el almacén del pueblo, donde gastaron casi todo el dinero comprando lo necesario para la manutención de nueve mujeres. La pistolera insistió en mantenerse alejadas de las pequeñas ciudades donde el grupo de mujeres seguro que llamaría demasiado la atención. Incluso con los dos caballos, la carga en el carromato haría la marcha bastante lenta. Llevada por un impulso, Josie fue a la Oficina de Correos y envió un telegrama a Cheyenne. − ¿Lista?, − preguntó Elaine cuando la pistolera salió de la Oficina de Correos y subía a la carreta. Ésta asintió y cogió las riendas, incitando a los caballos a ponerse en marcha. Repentinamente hizo una parada frente a la Casa del Doctor. − Quédate aquí. Vuelvo ahora mismo, − dijo Josie saltando del carro y entrando al pequeño edificio. A los pocos minutos regresó con un viejo, pesado y lleno de polvo libro que puso entre ella y Elaine.− A Rebeca le gusta leer, − fue su respuesta ante la curiosa mirada de la ramera. Mientras se dirigían rumbo al campamento, Elaine se fijó en que la pistolera estaba utilizando su nuevo pañuelo para limpiar el polvo acumulado en aquel enorme libro. Para cuando regresaron con las demás, nadie habría imaginado que aquel libro había permanecido, durante más de diez años, en un cajón del armario del buen doctor. Nada más llegar, fueron rodeadas por las mujeres, preguntando excitadamente a cerca de la recompensa y mirando las nuevas provisiones. Rebeca cogió un pequeño bote de pepinillos. Estaba intentando abrirlo, cuando Victoria se acercó para ver lo que hacía. Ambas cogieron un pepinillo cada una y masticaron contentas. Josie se acercó por detrás de Rebeca y le tocó el hombro. − Quiero enseñarte algo.− Se acercaron a la carreta.− Te he traído una cosa, − dijo Josie un poco nerviosa, inclinándose sobre el asiento de madera para alcanzar el texto médico.

−Oh…oh, − exclamó Rebeca cogiéndole el libro a la pistolera. Aunque sabía que era pesado, no estaba lo suficientemente preparada para soportar el peso, y Josie tuvo que ayudarla a sostenerlo para que no le cayera sobre los pies. Rebeca abrió el libro, apoyando el lomo contra el lateral de la carreta, y echó un vistazo a las páginas reverentemente, pasando los dedos por encima de los párrafos y dibujos. − Es un libro para aprendices de medicina, − dijo Josie exponiendo algo obvio para la joven rubia. Rebeca dejó el libro en la parte de atrás de la carreta y le dio un fortísimo abrazo a la pistolera. − Muchísimas gracias, − dijo con entusiasmo mientras seguía apretando a Josie. El agradecimiento fue tan sincero y la afección tan honesta, que la, normalmente estoica caza-recompensas, sonrió y la rodeó por los hombros apretándola unos instantes. Cuando se echó hacia atrás, Josie frunció el ceño al ver lágrimas brotando de aquellos ojos verdes. Luchó consigo misma por secarle las mejillas. Creo que no le ha gustado, pensó para sí misma, pero no pudo evitar preguntar. − ¿Qué ocurre? − Es solo que…nunca nadie me ha regalado nada…tan…tan maravilloso,− dijo mientras se secaba las lágrimas de sus mejillas.− No sé qué decir.− Miró a Josie de una manera tan cálida, que podría derretir al más frío de los corazones. Josie sonrió, aunque claramente se la veía incómoda. Rebeca lo percibió y le dio un apretón en el antebrazo.− Gracias, Josie. − De nada. Estoy contenta de que te guste. Será mejor que eche una mano descargando las provisiones. −Uh, sí, vale. Buena idea, − dijo Rebeca sin que la sonrisa abandonara la cara. Tan pronto como la pistolera se hubo marchado, sacó el libro y se sentó en el suelo. No se movió hasta la hora de cenar, a excepción de para pasar las páginas. Si alguien le hubiera prestado a Josie detenida atención, habría notado su sonrisa cada vez que giraba la cabeza hacia aquella voraz lectora. Por turnos, se sirvió una cena a base de cerdo salado y alubias, ya que tan solo disponían de unos cuantos platos. Tan solo se gastaron un poco de dinero en menaje prefiriendo emplear éste comprando carne y otros productos de mayor necesidad. Los fondos que Josie gastó en el libro de Rebeca, impidieron que la pistolera pudiera agenciarse un nuevo barril

de cerveza, pero no se arrepentía de su decisión. La joven pasó todo el tiempo leyendo y comiendo a la vez, intentando absorber el máximo de información antes de que el sol se pusiera. Victoria intentó hablar con ella en un par de ocasiones, pero la rubia sonrió a modo de disculpa y señaló el libro con el dedo. Solo cuando la luz se volvió tan lúgubre que sus ojos ya le dolían al leer, Rebeca dejó el libro en la carreta con mucho cuidado y se unió a las demás. Josie se sentó a parte, apoyando su espalda contra un árbol y limpiando sus armas. Frotó la gran cantidad de huellas de dedos esparcidas por todo su Winchester. − ¿Qué diablos han estado haciendo?, ¿tomar turnos para tocarlo?, − se preguntó frotando su trapo contra el metal Durante los días siguientes, la rutina fue la misma. Se levantaban al amanecer, viajaban hasta el mediodía, descansaban un rato, volvían a viajar hasta bien entrada la tarde, y preparaban el campamento para pasar la noche. El traqueteo de la carreta le hacía imposible a Rebeca leer, así que pasó la mayor parte del tiempo con Victoria en la parte trasera. Las provisiones se repartían entre los dos carromatos desde que se hicieran con los caballos de aquellos bandidos. Josie guiaba su carreta con Phoenix atado a la parte de atrás, mientras que el carro de Stacey iba por detrás con los demás jamelgos tirando de él. A lo largo del camino, la morena se encontró a sí misma escuchando de vez en cuando las conversaciones de la rubia detrás de ella, sonriendo cuando la oía decir algo gracioso. Y mientras la joven se sentía bastante apegada a aquellas chicas y, en especial de Victoria, Josie intentaba mantenerse lo más distante posible del grupo. Incluso cuando cruzó con Elaine alguna mirada de entendimiento, nunca se acercó a ella. Ambas entendían las razones. Repetir ciertos actos no traía más que complicaciones. El sol de finales del verano dio paso a unas noches bastante frías. El fuego les proporcionaba cierto confort, pero era imposible que las nueve mujeres pudieran acomodarse y dormir a su alrededor. Varias chicas se juntaron para compartir manta y calor corporal. Solo Elaine permaneció sola, beneficiándose de una cuarta parte del calor del fuego. Rebeca cogió su manta y la de Josie y las dejó caer al suelo formando un montón junto a la carreta. − Josie, ¿no vamos a dormir junto al fuego?, − preguntó mientras la pistolera cogía las mantas del suelo y las tiraba sobre la parte de atrás de la carreta.

− No, no hay suficiente espacio. Además, se estará más caliente encima de la carreta que en el suelo. Cogió la lana de oveja sobre la que estaba sentada y la esparció sobre la superficie de la carreta y luego la cubrió con una manta. Rebeca se situó al otro lado del carro y le ayudó a preparar el lecho para dormir. Sin pensarlo, cogió la enrollada camisa extra de Josie, y la sacudió del polvo del camino colocándola a continuación en la cabecera de las mantas. La pistolera alzó una ceja y se quedó mirándola a espera de una explicación. − Oh… ¿esto? Bien, uh…digamos que la he cogido prestada, − dijo Rebeca avergonzada. Josie se inclinó hacia delante y movió la camisola del lado de la rubia al suyo. − Si va a usarse como almohada, al menos debo ser yo quien la utilice. Había suficiente espacio entre las dos para una tercera persona, y aun así Josie notó los escalofríos de la joven. Se regañó mentalmente por no haber hecho espacio junto al fuego para Rebeca. La pistolera no imaginaba que la temperatura bajaría tanto. Se acercó a la joven y presionó su cuerpo contra la espalda de Rebeca. − No sabía que haría tanto frío, − se disculpó. − No he dicho nada, − dijo Rebeca despacio y moviendo su cuerpo instintivamente más cerca del de Josie, anhelando el calor de su cuerpo. − Lo sé. Levanta la cabeza, − dijo poniendo parte de la camisola debajo de la cabeza de Rebeca. Sus cuerpos se restregaron intentando ajustarse el uno al otro. Josie no estaba totalmente convencida de poder dormir tan cerca de otra persona. Incluso durante la noche que pasó con Elaine, durmió en su lado de la cama, asegurándose de que había suficiente espacio entre las dos. Permaneció allí echada, despierta, mientras un pensamiento cruzó su mente. − ¿Por qué? − ¿Hmm?, − respondió la rubia medio dormida. − ¿Por qué, Rebeca?, − dijo alzando el cuerpo y apoyándose sobre el codo mientras la miraba.− ¿Por qué no me dijiste que tenías tanto frío?

Rebeca rodó sobre su espalda y miró hacia arriba, sintiendo la azul mirada de la pistolera exigiéndole la verdad. − No quería que pensaras que no soportaría una noche así de fría, − dijo muy bajito, insegura de cuál sería la reacción de Josie. La morena comprendió la implicación oculta tras esas palabras. − Gírate.− Volvió a tumbarse y depositó un brazo sobre la cintura de la rubia.− No vuelvas a hacerlo. Y yo no pensaría eso, − añadió con un murmullo. Sintió cómo Rebeca se relajaba contra ella, cayendo rápidamente en un profundo sueño. La pistolera permaneció despierta un poco más, observando cómo subía y bajaba el pecho de la joven y preguntándose, qué era aquello que hacía que se preocupara tanto de ella. Años huyendo y sin depender de nadie más que de ella misma, habían construido una coraza impenetrable alrededor de su corazón, que nadie podía traspasar. A Josie no le importaba nadie y a nadie le importaba Josie. Así es como siempre había sido, y ella se sentía a gusto con esta situación. Pero entonces llegó Rebeca. En menos de tres meses, se las había arreglado para que la bandolera se inquietara por ella lo suficiente, como para sacrificar sus placeres personales a cambio de una sonrisa suya.− Mi amiga, − susurró a la dormida figura que yacía junto a ella. Josie se permitió relajarse y dejarse llevar por el sueño acunada con los suaves ronquidos de su compañera. A diferencia de las noches anteriores, no hubo pesadillas que atormentaran sus sueños. Agradecía que Elaine tuviera un dormir profundo y no se hubiera despertado la pasada noche, con sus sacudidas. A la mañana siguiente, Josie lucía una cara fresca y descansada.

30. Llamada

A

varias millas de Cheyenne, el grupo se topó con un carromato cubierto que bloqueaba el camino y les impedía el paso. En él se sentaba pacientemente una alta y rubia mujer de profundos ojos verdes. A su lado se encontraba un hombre con una marcada cicatriz que le cruzaba la cara. Y en el suelo, muy cerca del carro, yacía un gato tumbado hecho un ovillo. Era todo negro a excepción de sus grises patitas, cara y orejas. Mientras detenían la marcha, se intercambiaron unas nerviosas miradas entre las chicas y Josie. − Quédate aquí, − le dijo firmemente a Rebeca saltando de la carreta y caminando hacia el grupo de desconocidos. La joven miró a la pistolera, advirtiendo que sus manos no se alejaban ni por un momento de sus armas mientras se aproximaba a aquella gente. Rebeca sabía que, incluso en los momentos tranquilos, Josie sentía la necesidad de permanecer en guardia. La rubia del carromato bajó al suelo ayudada por los fuertes brazos de su compañero. − Me alegro de verte, − dijo rodeando con sus brazos el cuerpo de la pistolera. − Yo también me alegro de verte, Sandy, − contestó Josie dando un paso atrás para deshacerse del apretón. Miró hacia el hombre.− Earl, − saludó asintiendo con la cabeza y recibiendo la misma contestación. − Tu telegrama decía que necesitabas ayuda, − dijo Sandy mientras caminaban de vuelta a la pequeña comitiva. − Yo no, estas chicas la necesitan, − contestó la pistolera levantando el brazo para indicar a las demás. Sandy las miró una por una evaluándolas. Elaine desmontó y se acercó a ellas. Las demás hicieron, entonces, lo mismo. Muchas de ellas se frotaban los muslos y traseros a causa del largo viaje. Rebeca bajó y se situó detrás de Josie, lo suficientemente cerca como para escuchar la conversación pero sin meterse por en medio. Después de unas cuantas deliberaciones, llegaron a un trato.

− Tengo espacio para cinco mujeres, pero si fuera necesario, probablemente pueda encontrarles un sitio a las demás en otras casas, − dijo Sandy. Sus ojos se posaron en la rubia bajita detrás de la pistolera.− Ésta no termina de convencerme, Josie. Parece demasiado inocente. A los hombres les recordará a sus hijas. Tal vez valga como sirvienta. Los ojos de Rebeca se abrieron de indignación, pero se mordió la lengua. Josie le sonrió a su amiga antes de volverse hacia Sandy. − Ella está conmigo. − No pensaba que te fueran las jovencitas, Josie, − bromeó Sandy provocando una mirada confusa en Rebeca y una gesto de advertencia en la pistolera. − ¿Podemos continuar?, − preguntó Josie, aunque se trataba más de una orden. − Sí, por supuesto.− Sandy volvió su atención a las prostitutas. – No quiero ser vista llegar a la ciudad con todas vosotras. Tendréis que esconderos en la parte de atrás de mi carreta. Una a una las mujeres fueron escondidas bajo la tela del carro. Tan solo Josie, Rebeca, Stacey y Elaine se quedaron por detrás para ocuparse de los caballos y del resto de los carromatos. Sandy recogió al felino, subió a la carreta y se sentó sobre la tabla de madera. Earl agitó las riendas y puso en marcha a los caballos, haciéndolos girar para dirigirse rumbo a la ciudad. Josie esperó unos minutos antes de ordenar a las demás que montaran. − ¿Qué está pasando aquí?, − preguntó Rebeca. − Sandy regenta la mayor casa de alterne de Cheyenne. Ella se ocupará de las chicas, les dará un trabajo. − Pero, ¿por qué esconderlas en la carreta? − ¿Sabes lo que ocurriría si la gente viera llegar, de repente, a media docena de prostitutas a la ciudad? Sandy las introducirá por la parte de atrás. De esta forma nadie se dará cuenta de que no estaban allí antes. Aunque era completamente lógico para ella, a Josie no parecía importarle explicarle todo aquello a su joven amiga.

− Entraremos de manera separada a la ciudad y tomaremos una habitación en la posada. Viendo que Rebeca estaba satisfecha con la explicación, Josie se concentró en guiar a Florence hacia los establos seguidas por Elaine montada en su caballo. Stacey cerraba la marcha, como siempre, con los demás caballos atados a la parte trasera de su carreta. En el establo, tuvo lugar una acalorada discusión entre la pistolera y el propietario a consecuencia del precio. Rebeca estaba segura de que Josie ganaría la disputa con ayuda de sus plateadas amigas, pero la joven dio un paso adelante sonriendo amablemente. − Señor, ¿ve usted esos estupendos caballos?, − dijo señalando al grupo de jamelgos.− ¿Cuánto valen para usted? El hombre se frotó la barbilla mientras su cabeza trabajaba febrilmente para calcular un precio. − Lo máximo que puedo ofrecerte son cien dólares por todo el lote, incluidas las carretas. − ¡Qué!, − contestó Josie enérgicamente, empujando con cuidado a Rebeca hacia un lado para encararse con el hombre. − Uh…er…quiero decir… − Quiere decir que doscientos dólares por tan solo los caballos le parece razonable, además de acoger a nuestros caballos y a las carretas.− Sus profundos ojos azules lo desafiaron a discutir. − Uh….si, − dijo derrotado. − Podría haber conseguido un precio mejor por los caballos, y lo sabes, − dijo Rebeca mientras caminaban hacia el saloon. Stacey y Elaine caminaban detrás de ellas, intercambiándose miradas divertidas, mientras la joven exponía sus argumentos por tercera vez en tan solo unos minutos. Como en las veces anteriores, Josie optó por ignorar los comentarios. Rebeca dejó escapar un resoplido y frunció el ceño.− Si tan solo hubieras sido un poco más paciente… − No me apetecía esperar una hora mientras vosotros dos regateabais, − contestó Josie llegando al saloon. Su cara de irritación mudó, de repente, a otra de malestar, penetrando directamente en el corazón de la pistolera y colmándolo de culpabilidad. Miró a las chicas.− Vosotras dos,

adelantaos, Sandy os estará esperando. Nosotras iremos en seguida. Stacey y Elaine asintieron con la cabeza, comprendiendo que las dos mujeres necesitaban unos minutos de privacidad. Josie empujó a Rebeca hacia un lado de las puertas batientes y fuera del alcance de la mirada de las otras chicas. − Rebeca, lo siento, pero no quería esperar. No tengo ninguna duda de que habrías conseguido un precio mucho mejor. La próxima vez seré más paciente.− Intentó arreglárselas para que aquellas palabras fluyeran sin atragantarse. Pedir disculpas era algo que la pistolera, simplemente, no hacía. Pero viendo lo dolida que se sentía la joven, y además por su culpa, estaba dispuesta a decir cualquier cosa por iluminar aquel dulce rostro. − Venga, me podrás compensar con una cena en ese bonito restaurante que vimos a la entrada de la ciudad, − dijo Rebeca forzándose a sonreír y demostrarle a la pistolera que ya no estaba triste. El comentario de Josie a cerca de la próxima vez, hizo que el corazón de Rebeca se llenara de esperanza. Era la primera vez que la caza-recompensas hablaba con ella como si fueran a estar junta en el futuro. − Trato hecho, − dijo Josie mostrando una sonrisa llena de dientes.− Necesito un trago. Vayamos adentro. El saloon era el típico de cualquier ciudad. La barra estaba pegada a la pared de la izquierda, mientras que a la derecha había un piano y un pequeño escenario. Al fondo, la escalera que conducía a las habitaciones donde se proporcionaban los placeres sexuales. De forma dispersa se distribuían varias mesas, la mayoría de ellas, vacías ya que los hombres estaban trabajando en las minas o en el campo. Un enorme candelabro colgaba del centro del techo, con un diseño de lo más ostentoso y poco apropiado para la polvorienta taberna. La luz de la multitud de velas colocadas en éste, se reflejaba a través de las lágrimas de cristal procurándole a la habitación un ambiente tranquilo y agradable. Josie miró a su alrededor y se dio cuenta de que todas las mujeres se encontraban escaleras arriba. La sensación de sequedad en su garganta la ayudó a tomar una decisión.

− Tomemos un trago primero y después iremos a ver qué tal están, − dijo, sabiendo que Rebeca hubiese preferido, en primer lugar, averiguar qué tal estaba Victoria. − Muy bien, − estuvo de acuerdo Rebeca. Su boca estaba tan caliente y sedienta como la de la pistolera. Fueron paseando hasta la barra y se sentaron en sendos taburetes. Mientras el camarero se acercaba, Josie levantó la mano y la estampó sobre la barra con un fuerte estruendo. La pistolera mantuvo la mirada fija en la del camarero e hizo como si no hubiera pasado nada. − Whisky, − dijo firmemente, − y una soda. − Zarzaparrilla, − añadió Rebeca. La pistolera miró por el rabillo del ojo cómo la joven pagaba las bebidas con el dinero que le habían conseguido. Y aunque el rostro de Josie no mostrase signo alguno de sus pensamientos, por dentro se sonreía por la cara de orgullo en la cara de Rebeca. Estaban bebiéndose la segunda ronda, cuando un hombre enorme y de desaliñado aspecto entró en el local seguido por otros dos más pequeños, pero de similar apariencia. Josie los miró a través del espejo que había detrás de la barra. El camarero, con aires de indiferencia, tiró de una cuerda que subía por el techo hasta una campanilla situada en el primer piso. Los hombres tomaron asiento un par de taburetes más alejados de la caza-recompensas. En menos de un minuto, Sandy apareció con Bobo, su gato, pegado a sus talones. Se centró en el más grande de los recién llegados y, con una mirada llena de odio se dirigió a él. − ¡Félix!, te dije que no volvieras a aparecer por aquí, − dijo mientras se aproximaba al otro extremo de la barra, asegurándose de estar fuera del alcance de sus puños. − Pero Señorita Sandy, usted sabe que lo que ocurrió el otro día fue un accidente, − dijo como si fuera verdad, provocando la risa en sus acompañantes.− Solo intentaba divertirme un poco. − Tus diversiones me han costado mis mejores chicas, − gruñó.− Así que, lárgate. Ninguna de las chicas quiere nada contigo. Félix se movió lentamente de su posición, con una mirada amenazadora mientras se acercaba unos pasos hacia la madame.

− Ha dicho que te largues, − contestó Josie firmemente, con su atención puesta, aparentemente, en su vaso de whisky. Félix se detuvo y se giró para mirar a la mujer de negro. − ¿Tienes algo que decir, mujer?, − dijo intentando que la última palabra sonara con desprecio.− ¿Por qué no lo intentas con tus pistolas? − ¿Estás pidiéndome que salgamos fuera?, − dijo apurando el whisky de su vaso. Los ojos de Rebeca iban agrandándose conforme avanzaba la conversación. − Josie…− siseó cogiendo el antebrazo de la pistolera para captar su atención.− ¿Qué estás haciendo?− Josie le hizo a un lado la mano con cuidado. − Ve con Sandy…ahora, − dijo en un tono que no admitía protesta alguna. Josie caminó hacia la puerta, manteniendo, deliberadamente, su mirada apartada de la cara de la joven. Sandy caminó hasta donde estaba Rebeca y le pasó el brazo sobre los hombros. − Vamos chica. Este no es lugar para ti ahora, − dijo mientras los demás hombres salían tras la pistolera, bromeando y dándole palmadas a Félix en la espalda como anticipo a su victoria. − ¡No!, − gritó Rebeca, tirando del agarre de Sandy. La mujer, inmediatamente, se recompuso y sostuvo a la joven inmovilizándole los brazos. John, el camarero, comenzó a tirar frenéticamente de la cuerda para captar la atención de las mujeres que había escaleras arriba. Elaine fue la primera en llegar, saltándose la mitad de los escalones en su carrera. − Chica, por favor, Josie no te quiere ahí afuera, − dijo Sandy intentando hacer entrar en razón a la escurridiza joven. Elaine comprendió inmediatamente la situación y salió del saloon velozmente. En medio de la calle, Josie y Félix se encontraban frente a frente, sin prestar ninguna atención a la multitud de gente que, rápidamente se iba agolpando. Un improvisado espectador, con perilla negra, fue tomando apuestas que favorecían a aquel hombretón por encima de la alta mujer de negro. Rebeca consiguió liberarse cuando sintió que los brazos de la madame se relajaban. Pero Elaine la agarró justo en la puerta.

− Rebeca, ¿es que no lo entiendes? Pase lo que pase, ya no puede echarse atrás, − dijo Elaine sin ver un atisbo de entendimiento en aquellos ojos verdes. Bajó el tono de su voz.− Si vas ahí afuera, lo único que conseguirás será distraerla. Y tú no quieres eso, ¿verdad? − No, − dijo Rebeca muy despacio. Era obvio que la joven estaba aterrorizada, incluso al borde de las lágrimas por lo que le pudiera suceder a la pistolera. − No es necesario que lo presencies, − le dijo Elaine. Rebeca sorbió y se aclaró la garganta, irguiéndose sobre su espalda y alzando la barbilla. − Sí que lo es, − dijo firmemente. Elaine asintió con la cabeza y se hizo a un lado para dejarle espacio y que viera lo que sucedía. Victoria apareció detrás de ellas y posó su mano sobre el hombro de Rebeca, apretándolo un poco. Los dedos de Josie se agitaron, flexionándolos y relajándolos en anticipación. Observaba detenidamente todos sus movimientos de aquel hombre. Él parecía relajado y seguro de sí mismo, como si nadie fuera capaz de disparar más rápido y, mucho menos, una mujer. Cogió su revólver, sus dedos cerrándose alrededor del familiar acero. Tan solo llegó a sacar el arma de su funda, cuando su pecho recibió el impacto de la bala de Josie. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. La pistolera permanecía allí, con la humeante arma en la mano, mirando aquel cuerpo inerte tirado en el suelo. Su cara reflejaba la profunda sorpresa de ser abatido y muerto antes incluso de dar con sus huesos en el suelo. Por un momento nadie se movió, a excepción del hombre de las apuestas, que se apresuró quitarse de por medio. Josie enfundó su arma mientras los amigos de Félix arrastraban su cuerpo fuera de la calle. El alguacil la esperaba frente a las puertas del saloon. − Buen disparo, − comentó mientras ella se acercaba. Su cara era una máscara impenetrable. − He hecho lo que tenía que hacer. Me desafió a salir.− Atravesó las puertas y se encontró con el rápido y emocionado abrazo de Rebeca. Josie la cogió y la apartó hacia atrás, dándole a la joven un pequeño apretón en sus antebrazos. En un tono que tan solo Rebeca podía escuchar, dijo, − Estoy bien, pequeña. El camarero dejó una botella de whisky y una jarra de cerveza sobre el mostrador, frente de Josie. Sandy se acercó y habló en voz baja con el

sheriff. Rebeca sintió menguar el resto de sus reservas y salió corriendo del saloon con Victoria pisándole los talones. Josie la miró marcharse, debatiéndose entre seguirla o no. − Deja que se vaya, − dijo Elaine justo a su espalda. Josie se giró para mirarla.− Está muy afectada. ¿Nunca te había visto matar a nadie?, − le preguntó mientras la pistolera se volvía de nuevo hacia la barra. Josie se bebió el whisky de un solo trago y vació la mitad de la jarra de cerveza antes de contestar. − No de ésta forma. Nunca me había visto en un duelo.− Josie fijó la mirada en el líquido ámbar, sintiéndose, de repente vacía. Elaine reconoció aquella mirada. Se la había visto a incontables hombres durante años. − Josie…, − dijo despacio, pasándole el dedo a lo largo del fuerte antebrazo. Por un instante, le asaltaron los pensamientos de sucumbir a la tentación de los placeres carnales que, evidentemente le estaban ofreciendo. Se levantó. − Será mejor que vaya a buscar a Rebeca, − dijo, rechazando amablemente la oferta. Elaine le brindó una mirada de entendimiento. − Estaré aquí si me necesitas, Josie. Eres bienvenida…en cualquier momento.− Las últimas palabras fueran pronunciadas en un inequívoco tono de invitación. Se giró y dirigió escaleras arriba dedicándole al camarero una sonrisa más que coqueta cuando pasó por delante de la barra. Era bueno llevarse bien con el mesero. Sobre todo para tener la oportunidad de conseguir a los mejores clientes. Rebeca estaba sentada en el suelo, con su espalda apoyada contra la pared trasera del edificio. El callejón se encontraba vacío, a excepción de por ella y Victoria. − ¿Por qué lo ha hecho?, − preguntó entre lágrimas.− ¿Es que no se daba cuenta de lo fácil que podía haber sido que la mataran? − No sé, − contestó Victoria.− Supongo que sí. Probablemente ya lo había hecho anteriormente. − Entonces, ¿por qué? ¿Por qué correr el riesgo?, − dijo Rebeca cogiendo un pequeño guijarro del suelo y lanzándolo con todas sus fuerzas contra la pared del edificio al otro lado del callejón.

− Ella no es como tú, Rebeca. Es una asesina, eso está claro. Lo lleva en la sangre. Dijo que él la había retado. Un asesino no puede negarse. No estaría bien visto, − dijo Victoria esperando ayudarla con sus palabras, pero dándose cuenta de que la expresión de enfado y miedo no dejaban la cara de su joven amiga.− Si ella no hubiera salido, él la habría matado allí mismo, en el saloon. − Pero debe de haber otra manera, − dejo Rebeca terminantemente.− No debía haberse expuesto de esa forma al peligro. Estaba allá fuera. Si hubiese querido habría podido discutir todo aquello y llegar a una solución. − Ella es diferente, Rebeca. Ella habla a través de sus pistolas, no a través de su boca. Y si no puedes aceptarlo, será mejor que te alejes de ella antes de que se te rompa el corazón. Rebeca miró cómo Victoria se giraba y volvía, de nuevo, al saloon. Permaneció allí unos minutos más, dejando que aquella oleada de sensaciones pasaran. Josie la observaba en silencio desde el otro lado del callejón, sin moverse hasta que vio a la joven secarse las lágrimas de los ojos y levantarse. La pistolera recorrió la distancia que las separaba. Hubo un largo silencio hasta que aquellos ojos azules se encontraron con unos verdes, que reflejaban todo un conjunto de emociones. Finalmente, se rompió el silencio. − Sé por qué lo hiciste, Josie, pero no tiene por qué gustarme, − dijo firmemente. − No, supongo que no, − añadió la pistolera.− Pero tampoco puedes interponerte en mi camino, o acabaríamos las dos muertas. − Josie, ¿soy tu amiga?, − preguntó despacio, sus ojos suplicando una respuesta. Josie dio un paso adelante y puso sus manos sobre los hombros de Rebeca. − Siendo mi amiga lo único que voy a conseguir es ponerte en peligro…pero sí, eres mi amiga, − dijo la pistolera imperturbablemente, admitiéndolo para ambas. Por un momento se permitió sentir la ternura del momento, la sensación de saber que ya no estaba sola, que no hacía mucho, no eran más que dos personas que viajaban juntas, pero ahora se trataba de algo más profundo. Amigas. Aquella palabra resonó en su

cabeza provocándole una sonrisa.− Venga, amiga. Caminemos hasta el restaurante y tomemos algo de cenar. La mención de la palabra “comida” palidecía ante la de “amiga”, pero Rebeca, de buena gana accedió a una oferta así, feliz de estar con Josie. Cuando pasaron por delante del teatro, los ojos de la joven se posaron en un cartel donde se anunciaba una función para esa misma tarde. La pistolera se percató del gesto, sabiendo exactamente dónde acabarían después de cenar.

31. Una tarde juntas

A

nte la insistencia de Rebeca, pasaron por la posada para dejar algunas de las armas de la pistolera. Josie había comenzado a protestar, pero la joven se apresuró a explicarle que, si bien con su ropa ya ponía nerviosa a la gente, con aquellos dos revólveres seguro que los demás comensales ni si quiera tendrían el valor de cenar junto a ellas. Aunque la caza-recompensas era consciente de este hecho y accedió de manera reticente, sí que exigió llevar sus cuchillos, ya que no había motivo para ir completamente desarmada. Josie recibió la mirada más que disgustada de la camarera pero, tercamente esperó a que le indicara dónde sentarse. No se sorprendió cuando la bajita y redonda mujer las condujo a una mesa situada en la esquina del fondo, cerca de la cocina y, desde luego, el lugar menos agradable del establecimiento. Mientras recorrían el camino, Josie mantuvo su mano posada suavemente contra la pequeña espalda de la joven, guiándola a través de aquel laberinto de sillas. Un robusto hombre de una mesa cercana se levantó y le ofreció una silla a Rebeca. Josie agradeció aquel gesto tan amable y a la vez tan raro en aquella parte del Estado. Así y todo, Josie decidió no quitarle el ojo de encima por si causaba algún problema. Él sonrió y volvió a su mesa con su mujer e hijo. − Muy amable, − dijo Rebeca dulcemente mientras se sentaba. Entonces él se movió para ofrecerle también una silla a Josie, pero ésta le hizo un gesto con la mano y se la acercó ella misma. Esperaron diez minutos a que la camarera pasara por allí y les diera la carta. Rebeca sabía que Josie estaba que echaba humo conforme iban pasando los minutos y nadie las atendía. Se confirmó su sospecha cuando vio que la mandíbula se le tensaba y los azules ojos se entrecerraban. Josie todavía no había dicho nada, simplemente estudiaba a los demás comensales o dejaba vagar su mirada por toda la habitación. Rebeca había intentado entablar una conversación en varias ocasiones, pero la caza-recompensas parecía estar distraída. − Perdona, ¿qué has dicho?

− He dicho que la ternera tiene buena pinta, − contestó Rebeca intentando captar la atención de Josie. La pistolera sonrió de medio lado y entonces miró la carta por primera vez. − Tengo antojo de venado. Pero, ¿dónde se ha metido esa mujer?− dijo Josie mirando a su alrededor. Y como si pudiera sentir aquellos fulminantes ojos azules a su espalda, la camarera se giró para hablar con uno de los clientes y confirmar que las dos mujeres ya estaban listas para pedir. La mirada que recibió de la más alta vestida de negro, hizo que garantizara que se acercara inmediatamente con sus bebidas. Mientras esperaban a que llegara su comida, Rebeca charló sobre todo lo que había aprendido del libro de medicina que la pistolera le había regalado. Josie sonrió y le prestó atención, advirtiendo que la joven no había mencionado ninguna enfermedad o detalle desagradable que pudiera afectar al disfrute de la cena. − Sabes Josie, el libro dice que las fórmulas de las mejores medicinas son conocidas únicamente por los indios. − Eso es cierto, − contestó la pistolera mostrándose orgullosa.− Los chamanes tienen un mayor conocimiento sobre hierbas y raíces que los blancos. − Ojala pudiera aprender mucho más de alguno de ellos, − murmuró Rebeca despacio. Aquellas palabras no le pasaron desapercibidas a Josie mientras le daba vueltas a una idea en su cabeza. Podría llevarla con los Cherokees, con su gente, y dejar que aprendiera de los ancianos. − Seguro que sí, Rebeca. ¿Te gustaría? ¿Conocer a un verdadero curandero y aprender de él?− En su cabeza la pistolera estaba calculando qué distancia las separaba de los Cherokees. Menos de tres semanas con la carreta a través del Paso Cimarrón. Era más peligroso que el camino hasta Cheyenne, pero también más directo. Tomar el camino les llevaría de una semana a diez días más, añadiendo además el coste de las provisiones extras. − Oh Josie, me encantaría. Podría aprender mucho más de lo que el libro puede enseñarme, − dijo entusiastamente. La camarera llegó con su pedido. Ambas mujeres estaban en silencio cuando, la no muy agradable camarera dejó caer sin cuidado los platos frente a ellas.

− ¿Algo más?, − preguntó girándose rápidamente sin dejar que contestaran. Rebeca se inclinó hacia delante y puso su mano sobre el puño cerrado de la pistolera. − Josie… − Estoy bien. Simplemente no me gustan sus modales, − contestó mientras relajaba la mano y se deshacía del agarre de la joven. Probó un poco de venado antes de hablar.− Puedo llevarte allí. − ¿Llevarme dónde?, − contestó Rebeca con la boca llena de comida. − A que conozcas a los curanderos. Para que aprendas.− Cogió un nuevo pedazo de carne con el tenedor.− Puedo llevarte con los Cherokees, − dijo mientras se llevaba el trozo a la boca y masticaba. El tenedor de Rebeca se detuvo a mitad de camino mirando muda hacia el otro lado de la mesa. Josie sonrió con satisfacción y dio otro bocado. − Pero si no quieres ir… − dijo distraídamente, moviendo su tenedor en el aire. − ¡Sí! Sí, quiero ir, − dijo la rubia con entusiasmo a la vez que le volvía la voz.− ¡Oh Josie, eso sería tan maravilloso! − Ahora escúchame atentamente, − contestó la pistolera bajando el tenedor e inclinándose hacia delante para dale más énfasis a sus palabras.− No será fácil. Tendremos que atravesar un territorio muy peligroso. − No me importa, − la interrumpió Rebeca. Josie frunció el entrecejo. − Lo primero que tienes que recordar es no interrumpirme. Lo segundo es prestarme atención, no me hagas repetir las cosas dos veces.− Esperó a que Rebeca asintiera solemnemente. La pistolera se reclinó sobre su silla mirando fijamente la comida.− Por supuesto que esto sería en el caso de que continuaras viajando conmigo. Y si en algún momento encontramos una ciudad donde creas que puedas ser feliz…

No pudo terminar de decir lo que pensaba porque Rebeca saltó desde su asiento y la abrazó fuertemente. Josie se contrajo notablemente, pero se las arregló para que su cara mostrara una sonrisa por la joven. − Rebeca, en público no, − le susurró despacio pero amablemente. La joven le dio un último apretón antes de volver a su asiento, sonriendo con un resplandor que derritió un poco más aquel bloque de hielo que rodeaba el corazón de la caza-recompensas. La pareja caminaba calle abajo con la sensación de la sabrosa cena y el delicioso postre todavía en sus estómagos. Pese a la hosquedad de la camarera, se las arreglaron para pedir un par de trozos de tarta de manzana para el postre, de los cuales Rebeca se comió el suyo y la mitad del de la pistolera. Josie acortó, deliberadamente, su habitual larga zancada para acompasarla con la más corta de la joven. A decir verdad, la caza-recompensas estaba disfrutando realmente de aquella tarde. El aire de la noche tenía la temperatura perfecta y las luces de los edificios junto con la de la media luna hacían muy fácil la visión. Había una gran alegría entre las familias y parejas que se dirigían al teatro charlando animadamente. Los hombres se paraban para estrechar sus manos mientras las mujeres intercambiaban halagos en algunos casos y los últimos chismes en otros. Mientras llegaban a su destino, Josie vio al fornido y medio calvo hombre que le había ofrecido la silla a Rebeca en el restaurante, de pie en la puerta del teatro, con los que suponía que eran su mujer e hijo. El padre se tocó el ala de su sombrero y asintió con la cabeza cuando pasaron las mujeres. Rebeca sonrió y les deseó buenas noches, aunque su atención se centró más en el hijo, un joven pulcramente vestido y con tan solo uno o dos años más que ella. Rebeca fue arriba y abajo del pasillo señalando con el dedo posibles asientos, pero la pistolera sacudía la cabeza a cada uno de ellos. Ninguna de las butacas disponibles estaba junto al pasillo. De repente Josie divisó el que sería el lugar perfecto, sin importarle si aquellos estaban ya ocupados. Sus largas zancadas les llevaron allí rápidamente y para cuando Rebeca se enteró de sus intenciones, los hombres que ocupaban los asientos ya estaban de pie en el pasillo, decidiendo repentinamente que las vistas serían mucho mejores desde cualquier otro lugar. − ¿Qué les has dicho?, − preguntó Rebeca mientras tomaba el asiento del interior. Josie se dejó caer distraídamente con una sonrisa de medio lado ya conocida por la joven. Cruzó sus largar piernas poniendo su bota

sobre la rodilla contraria y presionando con los dedos el asiento de delante. − Les sugerí que se comportaran como unos caballeros y que ofrecieran sus asientos a un par de mujeres, − dijo la pistolera con fingida inocencia. −Uh, uh, por eso salieron pitando hacia atrás ¿uh?, − contestó la joven con una mueca.− Puedo imaginarme perfectamente lo que les has dicho para apabullarlos.− Se inclinó hacia ella y le susurró, − eres intimidante, ¿sabes? − No puedo serlo tanto. Todavía no he sido capaz de deshacerme de ti, − dijo Josie sin pensar. Rebeca perdió la sonrisa y se estiró en su asiento, fijando la mirada en el escenario. − ¿Y quieres hacerlo, Josie?, − preguntó llena de miedo, sin atreverse a mirar a la pistolera. Su cabeza pensaba al galope. Las habilidades y técnicas que había utilizado durante años para evitar todo tipo de comentarios o responsabilidades, acababan de esfumarse por el retrete mientras buscaba una respuesta. − ¿Cómo puedo deshacerme de ti, Rebeca? Incluso si lo intentara, seguro que me seguirías de todas formas, − dijo mientras le daba a la joven una juguetona palmada en el hombro. Rebeca reaccionó bien, sonriendo abiertamente por la broma y recostándose en su silla, aunque interiormente sabía que Josie, deliberadamente, había evitado contestar a la pregunta. Pensó seguir con el tema, pero decidió dejarlo ante la posibilidad de estropear tan agradable velada. Josie agradeció que Rebeca centrara su atención en los hombres que corrían apresuradamente sobre el escenario, preparándolo todo para la función, en lugar de continuar con la conversación. Una cortés tos atrajo su atención hacia el pasillo. El hombre medio calvo con su familia esperaba pacientemente a que Josie recogiera sus largas piernas y se levantar para dejarlos pasar. Cuando el joven se deslizaba por el estrecho espacio, su pierna rozó la rodilla de Rebeca. Se disculpó raudamente y tomó el asiento inmediatamente más cercano a ella. − Lo siento mucho, señorita,− dijo con un claro acento yankee.− Oh, qué grosero por mi parte.− Se restregó la mano contra el pantalón antes de

levantarla y tomar la de Rebeca para depositarle un rápido beso.− Lance,− dijo presentándose y mirándola inquisitivamente. − Rebeca, − contestó ella. Besó una vez más el dorso de su mano antes de volver a su asiento. − Estoy más que encantado de conocerla, señorita Rebeca. A pesar de su pulcra apariencia e impecables modales, no pudo evitar recibir una mirada de advertencia de la pistolera. Había aprendido, desde hacía mucho tiempo, a no confiar en nadie, especialmente en aquellos que aparentaban ser de lo más fiables. Aunque no fue nada comparado con la mirada de su madre inclinándose y estirándole del lóbulo de la oreja. − Lance, estoy segura de que la señorita no ha venido al teatro para estar escuchándote hablar de esa forma tan melosa toda la noche. Así que muévete a un lado y déjalas a ella y a su madre solas. Rebeca no sabía lo que hacer para no estallar en carcajadas. Lance fue alzado bruscamente de su asiento y enviado más lejos mientras la pistolera continuaba mirando la espalda de la madre. Rebeca se acercó y susurró en la todavía furiosa Josie, − supongo que hacemos una extraña pareja, ¿eh? − Yo no aparento tan vieja como para ser tu madre, − protestó Josie totalmente insultada. Rebeca sonrió silenciosamente y con cariño, le pasó la mano por la pierna a modo conciliador. − Lo sé Josie, − dijo tratando de sonar convincente, pero con la sonrisa todavía en la cara. Las luces se apagaron, dejando visible únicamente la zona del tablado para la audiencia. Un hombre subió al escenario y la gente comenzó a aplaudir. Rebeca se inclinó sobre la pistolera con una sonrisa pícara. − ¿Vas a leerme un cuento antes de dormir, mamaíta? Sin apartar los ojos del escenario, Josie se inclinó y acercó sus labios hasta que estuvieron tan solo a unos milímetros del oído de Rebeca. − Continúa con eso y te verás durmiendo esta noche con Florence, querida hija, − bromeó.

La función trataba de una parodia a cerca de unos torpes bandidos que intentaban asaltar una diligencia. Josie rodó los ojos cuando vio a dos ladrones pavoneándose por el escenario montados en caballitos de madera y con unos pañuelos que les tapaba la boca. − Se supone que es divertido, Josie, − susurró Rebeca a una pistolera con el ceño fruncido. − Uh, uh, − dijo mientras veían a los ladrones correr unos detrás de los otros y caerse al suelo. El resto de la gente se reía a carcajadas. La pistolera se hundió en su silla, esforzándose para no aparentar demasiado aburrimiento. Rebeca sonreía y parecía divertirse con las payasadas. Sacaron una caravana acompañada con la típica damisela en apuros en el interior. Los ladrones formaron un círculo alrededor de la carreta con sus caballos de madera, gritándole a la mujer para que arrojara sus pertenencias fuera. Josie se irguió con desprecio en su asiento. − Así no es como se roba una diligencia. − Oh, está bien. Tú eres la experta, − bromeó Rebeca arrancándole una sonrisa a la pistolera cuando se dio cuenta de lo tonta que estaba siendo.− Eso está mejor. Ahora relájate en tu asiento y disfruta del espectáculo. − Shhhh, − susurró la madre de Lance por la conversación de las dos mujeres, a pesar de que la mayoría de la gente estaba riéndose a carcajadas con la actuación del escenario. La damisela en apuros se había bajado ahora del carro y corría persiguiendo a los ladrones, que habían dejado los caballitos de madera, y ella los golpeaba con su bolso. Ante esto, Josie sonrió un poco y se relajó visiblemente. Pocos minutos después, la caza-recompensas se estaba riendo con Rebeca, disfrutando ambas de la actuación. Cuando terminó la función, todo el mundo se puso en pie a la vez para salir. Desafortunadamente, la gente se agolpaba en la puerta de salida hablando unos con otros e impidiendo que avanzaran. Se oyeron multitud de maldiciones y quejas de los hombres y mujeres que esperaban para salir. Josie se inclinó y le susurró a Rebeca. − Quédate detrás de mí.− Puso su cara más intimidatoria y le golpeó al hombre que tenía delante en el hombro.− Muévete, ahora.

− Señorita, es muy difícil que pueda usted salir. Se trata de Charlie quien está de cháchara. Y nunca para de hablar, − dijo el hombre. − ¿Queréis salir de aquí?, − gritó Josie fuertemente, haciendo que su voz sobresaliese por encima del alboroto y llegase a oídos de los frustrados asistentes. Algunos de ellos sacudieron la cabeza afirmativamente y otros gritaron un “sí” a su espalda.− Dejadme pasar. Haré que se muevan. − ¿Tú?, ¿una mujer?, − dijo con desprecio un robusto hombre de aspecto peligroso. Algunos de sus amigos comenzaron a reírse hasta que Josie le agarró el brazo y se lo retorció a la espalda haciendo que su pusiese de puntillas. − ¿Todavía crees que no puedo hacer que se muevan?, − preguntó retóricamente mientras liberaba su extremidad. Los hombres se hicieron a un lado para permitir que avanzara con Rebeca siguiéndola a su espalda muy de cerca. Todos se dieron cuenta de que lo que intentaba hacer aquella alta mujer, era llegar hasta Mounthy Charlie para hacerlo salir. Comenzaron a cerrar filas tras ellas para colocarse en primera fila en el caso de que se produjera una buena pelea. Rebeca alargó el brazo y se agarró al cinturón de la pistolera. Josie giró su cabeza un poco para asegurarse de que había sido su amiga la que la sujetaba antes de continuar su camino. − Y ¿qué tal está Bertha? − Está muy bien. Su perrita no hace mucho que tuvo cachorritos…− dijo Charlie mientras sentía unas firmes palmaditas sobre su hombro.− Pasa por al lado, hay suficiente espacio, − dijo sin molestarse en mirar de quién se trataba. El golpecito se convirtió en un empujón.− Diablos…− se giró y encontró con los ojos más azules que había visto jamás, mientras la mano que lo había empujado, le sujetaba ahora el cuello de la camisa. − ¿Es que tu madre nunca te ha dicho que es de muy mala educación bloquearle el paso a la gente?, − dijo alzándolo y escoltándolo afuera. Fue recompensada con una gran cantidad de aplausos del gentío que, finalmente pudo salir del teatro. Rebeca estaba alcanzando a Josie cuando sintió una suave palmadita sobre el hombro. La joven se giró encontró al pulcro muchacho allí de pie, retorciendo su sombrero con las manos.

− Yo, uh…solo quería conocerle…Rebeca.

decirle

que

ha

sido

todo

un

placer

− También lo ha sido para mí, Lance, − contestó con timidez, notando cómo su cara enrojecía. − ¡Lance!, ven aquí ahora mismo y deja ya de molestar a esa señorita, − le gritó su madre. Rápidamente le cogió la mano y le dio un beso en el dorso. − Adiós, − dijo sonriendo tontamente, y volvió junto a su madre antes de que ésta le volviera a gritar. Rebeca sintió a la pistolera detrás de ella. − Es muy agradable, − dijo con mirada soñadora. Lance se giró y le dijo adiós con la mano, sonriendo incluso más cuando ella le devolvió el gesto. − ¿Estás lista?, − dijo Josie más ásperamente de lo que pretendía. Sus azules ojos siguieron a aquel muchacho mientras se alejaba calle abajo junto a su familia. La pistolera no sabía lo que era, pero había algo en ese muchacho que le fastidiaba. Había desaparecido prácticamente de su vista cuando Rebeca la miró. − Perdona, ¿has dicho algo? − Se está haciendo tarde, − contestó Josie algo molesta al haber sido ignorada. − Oh, lo siento Josie, yo solo…− miró hacia la oscura calle por donde momentos antes había desaparecido Lance. Aquella mirada volvió a posarse en su cara.− Es muy agradable, − dijo despacio, aparentemente incapaz de describirlo con otras palabras. − Uh, uh, vámonos.− La pistolera comenzó a andar, en ésta ocasión a grandes zancadas, obligando a Rebeca a aumentar el paso para alcanzarla. Solo en ese momento bajó el paso a un ritmo más razonable. − ¿Josie?− Aquel tono vacilante hizo que la pistolera se detuviera y se girara para mirarla. Rebeca bajó la mirada para centrarla en sus botas.− Umm…. ¿estás enfadada conmigo por algo?, − preguntó despacio. Una oleada de culpabilidad cruzó a través de la caza-recompensas cuando comprendió que estaba culpando a la rubia por sus sentimientos

encontrados hacia aquel muchacho. Inmediatamente relajó las facciones y puso una mano sobre el hombro de Rebeca. − No, supongo que todavía estoy molesta por el tipo que bloqueaba la salida del teatro.− Se acercó un poco más y le pasó el brazo distraídamente alrededor de los hombros.− Mira hacia arriba, Rebeca,− dijo señalando con el dedo las estrellas que brillaban en el cielo de la despejada noche.− Es como si pudieras alargar el brazo y tocarlas. − Sí, − contestó la joven muy despacio.− Son tan hermosas. Y la forma en que brillan, parecen pequeños diamantes en el cielo.− Comenzó a tararear la melodía de una canción que aprendió de niña y, se sorprendió cuando Josie se le unió. Rebeca sonrió y pasó su brazo alrededor de la cintura de la pistolera apretándola un poco. La pistolera le devolvió el gesto de afecto antes de apartarse. − Vamos enana. Volvamos, − dijo ofreciéndole una agradable sonrisa mientras comenzaba a andar otra vez. La fría brisa de la noche azotó la ventana mientras las mujeres se preparaban para meterse en el catre. La luna las iluminaba suficientemente como para ver la cama y cambiarse sin necesidad de encender ninguna vela. Josie se sentó en la cama junto a Rebeca para quitarse las botas e inmediatamente alejarlas lo más posible. Rebeca se desabrochó el vestido por la espalda y se giró con los brazos curvados mientras lo abría. Lo bajó por sus caderas y dejó que se deslizara hasta el suelo. Josie cogió sus revólveres y los dejó cerca de la cama, haciendo una nota mental de limpiarlos a la mañana siguiente. Se puso su camisa de dormir y se metió bajo las sábanas. Rebeca se estiró las mangas de su camisón y saltó a la cama acurrucándose contra la pared para hacerle más espacio a su compañera. Josie posó distraídamente un brazo alrededor de la cintura de Rebeca. − ¿Te parece bien? No hay mucho espacio en la cama…− dijo sabiendo muy bien que había más que suficiente espacio para las dos en aquel colchón relleno de paja. De alguna manera le parecía bien estrechar a aquella enana en sus brazos. Rebeca le cogió la mano y la dejó sobre su barriga. − Está bien, − contestó sonriendo en la oscuridad. Se sentía tan segura y protegida entre los brazos de Josie, como si con solo su presencia fuera

suficiente para hacer desaparecer todos sus miedos. Suspiró contenidamente y hundió la cara un poco más en la almohada. − Bien, − susurró la pistolera, moviéndose tan solo media pulgada más cerca. Se encontraban tan pegadas que terminaron por compartir la almohada. Una ligera sonrisa cruzó los labios de Josie cuando se quedó sumida en un sueño libre de pesadillas. El caballero luchó valientemente, dando muerte a un dragón tras otro en su misión de rescatar a la princesa. Al final el héroe salía victorioso y se arrodillaba frente a la doncella. Intentándolo en vano, la dormida joven no pudo verle la cara al caballero cuando se quitó el casco. Todo lo que pudo adivinar fue una morena cabeza inclinándose para besar a la princesa. Muy despacio los labios se acercaron hasta que tan solo un pequeño haz de luz pasaba entre ambos. La luz se fue haciendo cada vez más y más pequeña hasta que una total oscuridad terminó con su sueño.

32. Desiertos

C

omo era ya habitual todas las mañanas en el saloon, las mujeres se relajaban alrededor de las mesas disfrutando de sus desayunos y compañías antes de que los clientes llegaran. Rebeca se sentó con Victoria en una pequeña mesa situada junto a las escaleras, bebiendo café y escuchando a su amiga hablar sobre su nueva habitación y las diferencias que había entre este prostíbulo y el de Rosewood. Josie se sentó con Sandy, bebiendo café y charlando tranquilamente. Un hombre alto y delgado con un poblado bigote y un bastón de madera entró en el saloon. La habitación, repentinamente se quedó en silencio, y Sandy intercambió una mirada de preocupación con Josie antes de levantarse y encontrarse a mitad de camino con él. − Señorita Sandy, − dijo mientras estudiaba la estancia, deteniéndose a observar a las chicas nuevas. Se pasó la mano por el bigote acariciándolo con aire pensativo. − Escuche Sam, ya le he pagado esta semana.− Intentó sonar convincente, pero su genuino miedo prevaleció. Sam sonrió maliciosamente. − Ah, pero no me ha pagado suficiente. Porque veo que ha traído unas cuantas nuevas. Y supongo que ello conlleva un aumento del precio, ¿verdad?− Se inclinó hacia ella y le sacó de entre los pecho un fajo de billetes. Se escuchó el sonido de una silla al arrastrarse por el suelo cuando Josie se levantó rápidamente sobre sus pies, con la mano derecha sobre su revólver. Sam empujó hacia un lado a la prostituta apartándola de su camino, y se quedó de pie frente a la pistolera.− Tú no pareces de las que se abren de piernas, así que será mejor que te metas en tus asuntos,− dijo en tono amenazador con los ojos todavía clavados en los revólveres de Josie. La pistolera se moría de ganas por darle un puñetazo, pero la madame se interpuso entre los dos. − Esperad, no hay necesidad de continuar con ésta discusión, − dijo Sandy intentando suavizar la situación.− Ya tienes lo que viniste a buscar, así que ahora lárgate de aquí.

Sam miró a su alrededor, prestando atención a las caras de las mujeres para saber cuáles le tenían miedo y cuáles no. − Bonito género, Señorita Sandy. Tal vez podría probar a una o dos, ¿hmm?, − dijo lascivamente, con la cabeza llena de imágenes de una de las mujeres yaciendo indefensa debajo de él. Se formó una fina sonrisa en sus labios.− Volveré, − dijo dándose la vuelta y saliendo de allí. Josie esperó hasta que el sonido de sus pisadas se disipara completamente antes de volver a sentarse. Sandy se unió a ella y permaneció en silencio durante unos minutos, dejando que la tensión se aliviara antes de comenzar a hablar. Las demás mujeres volvieron a sus conversaciones, aunque algunas de ellas todavía miraban nerviosas hacia la puerta. Sandy llamó al camarero y, en cuestión de segundos le llevó una botella llena de whisky y dos vasos. − Es Sam Hutchins, propietario del banco, la cervecería, en resumen, de todo aquello que produce beneficios, − dijo solemnemente, deseando que el alcohol mitigara sus sentimientos de miedo. − ¿Qué negocios tiene contigo?, − preguntó Josie a la vez que echaba un vistazo a toda la habitación, haciendo un breve contacto visual con Rebeca y sonreírle antes de volver su atención a la madame. − Lleva las cuentas del saloon. − Así que piensa que es el amo de todo…, − susurró Josie con voz de disgusto, − y de todos. − Algo así, − contestó Sandy agachándose para coger a Bobo.− Pagamos el canon, pero aun así cada vez pide más, una parte de los beneficios semanales. − ¿Es peligroso? − No, solo más codicioso que un buscador de oro. Cree que tiene derecho a cualquier cosa que desee. Josie terminó su bebida y miró a su amiga. − ¿Quieres que te ayude?− La madame inmediatamente se irguió y sacudió la cabeza. − No, Josie. No hay necesidad de ello, − dijo firmemente. Viviría para arrepentirse de esas palabras.

Era bien entrada la tarde cuando los hombres acudieron en tropel después de su día de trabajo. Todos eran clientes habituales y las saludaban y llamaban por su nombre en cuanto entraban. Josie hacía bastante tiempo que había pedido una cerveza y la bebía muy despacio para mantener sus sentidos alerta. No había habido ni rastro del Hutchins en las últimas cinco horas, pero la pistolera todavía se sentía inquieta e insistió en quedarse un poco más. Rebeca pasó el tiempo charlando con Victoria hasta que los clientes comenzaron a llegar. Josie decidió que su joven amiga no tenía ninguna necesidad de ver trabajar a sus amigas, así que la llevó de vuelta a la posada. Cuando se marcharon, el saloon se llenó tanto que nadie reparó en la llegada de Sam Hutchins, ni lo vieron dirigirse escaleras arriba. Se escondió en el pequeño vestíbulo y vio, a través de una puerta, a dos personas despidiéndose. El hombre se tocó el sombrero a modo de saludo y se dirigió abajo. La mujer de pelo castaño se inclinó a través de la barandilla captando la atención de Sandy para indicarle, con gestos, que se tomaba un descanso. La madame asintió y volvió a sus quehaceres. La joven volvió a la habitación. Cerrando la puerta detrás de ella, se sentó frente a su pequeño tocador y comenzó a cepillarse el pelo, sin reparar en la imagen reflejada en el espejo hasta que fue demasiado tarde. Sam arremetió contra ella cogiéndola del cuello y tirándola de la silla. Con los gritos y jadeos de lujuria y pasión en las demás habitaciones, nadie escuchó sus chillidos antes de ser amordazada. Sandy llamó a la puerta. − ¿Victoria?− Cuando no escuchó respuesta alguna, volvió a llamar.− Victoria, abre la puerta. − ¿Qué sucede?, − preguntó Elaine saliendo de otra habitación. El último de sus clientes se había ido hacía un buen rato, y ahora se preparaba para marcharse a la cama. − Victoria debe de haberse quedado durmiendo. La puerta está cerrada con llave y nadie la ha visto desde hace varias horas, − dijo mientras se sacaba del bolsillo un manojo de llaves maestras que guardaba por si acaso. Elaine comenzó a preocuparse y golpeó fuertemente la puerta sacudiéndola de sus bisagras y atrayendo la atención de las demás chicas. Comenzaron a preguntarse las unas a las otras qué estaba sucediendo mientras se amontonaban frente a la puerta de la habitación de Victoria. Sandy metió la llave y abrió la puerta. Elaine corrió hacia la

cama, tomando a la inconsciente mujer entre sus brazos y quitándole el pañuelo que le atenazaba la boca. La cortina se sacudía con la corriente de aire de la ventana abierta. − Traeré al doctor, − dijo Stacey corriendo hacia las escaleras. Sandy salió de la habitación y la detuvo. − El Doctor Brooks murió la semana pasada. Jugando a las cartas, creo. De todas formas nunca quiso atendernos, − dijo la madame. Elaine salió de la habitación y cerró la puerta detrás de ella. Todas permanecieron quietas y en silencio esperando noticias. − Dice que ha sido el hombre del bigote grande. − ¡Sam!, − dijo Sandy con asco. Se volvió hacia Stacey.− Trae a Josie.

* * *

Josie se agachó y cogió el enorme libro que Rebeca leía y lo cerró. Había estado viendo a la joven leer el mismo párrafo durante casi una hora. − Creo que ya es hora de irse a la cama, enana. Vamos, − la cogió del antebrazo y la ayudó a levantarse. Rebeca se estiró y bostezó cuando su cuerpo se movió por primera vez durante horas. − Sip,…creo que…tienes razón.− Había estado leyendo a cerca de la estructura del esqueleto humano y lo encontró demasiado fascinante como para dejarlo, incluso cuando sus ojos tenían problemas para mantenerse enfocados. Miró aquella cómoda almohada y se lanzó hacia ella con su cansado cuerpo para ser frenada en seco por los fuertes brazos de la pistolera. − Para el carro. No vas a dormir con las botas puestas. Mis espinillas no sobrevivirían al modo en que te mueves en la cama, − dijo Josie mientras giraba a Rebeca y la sentaba en el borde del catre. Se debatía entre quitarle las botas o dejar que lo hiciera ella, pero el sonido de unas rápidas pisadas acercándose la sacó de dudas. La pistolera se puso a un lado de la puerta y desenfundó sus Colt sosteniéndolos en alto, listos para disparar a la cabeza del intruso. Descorrió el cerrojo y movió la manivela lentamente.

Stacey se preparaba para golpear la puerta, cuando ésta se abrió inesperadamente empujándola adentro del impulso, y quedándose cara a cara con el plateado revolver de Josie. Una décima de segundo después las armas estaban enfundadas en sus cartucheras. − ¿Qué ocurre?, − preguntó la pistolera. La mirada en la cara de la mujer le dijo que algo había sucedido en el saloon. − Victoria está herida. Ese maldito banquero volvió y… − ¡Rebeca, coge nuestras cosas!, − la interrumpió Josie. La rubia hizo lo que le ordenaron y al momento corrían escaleras abajo con una muy despierta Rebeca. Rebeca casi lloró cuando vio la cara golpeada de su amiga. El ojo derecho de Victoria estaba totalmente hinchado y una línea color carmesí bajaba por su nariz. Además, su enredado pelo castaño hacía que pareciera que la hubiera atropellado un tren. La rubia estaba aliviada y a la vez confusa de ver a su amiga todavía con las ropas puestas. Miró a Elaine expectante. Ésta sacudió su cabeza haciendo que Rebeca exhalara de alivio. Josie estaba a punto de coger las bolsas que habían traído, cuando la rubia las movió al cabecero de la cama y comenzó a rebuscar las tiras de trapos que utilizaban como vendas. Sin decir una palabra, la pistolera pidió a todo el mundo que se alejara de la cama. Sandy la secundó haciendo gestos con las manos para indicar a las chicas que salieran de la habitación. Tan solo Josie, Sandy y Stacey permanecieron en un segundo plano mirando cómo la joven se hacía cargo de su amiga. Sus manos temblaban notoriamente a causa de los nervios cuando cogió los trapos para humedecerlos. Con el mayor cuidado que pudo, Rebeca le limpió la sangre que salía de la nariz de Victoria. − Te pondrás bien, − dijo dulcemente. La malherida mujer asintió con la cabeza y dejó escapar un seco y roto sonido proveniente de sus labios.− Shhh…intenta no hablar.− Su suave tono y cuidadoso tacto calmaron a la mujer. Rebeca alargó el brazo y vertió un poco de agua en una taza de hojalata. Usando el brazo izquierdo para sostener la cabeza de Victoria, la levantó un poco y le puso la taza en los labios. Entonces reparó en el labio partido que antes se escondía tras la sangre de la nariz.− Tengo que cosértelo, − dijo despacio. Rebeca tragó nerviosamente mientras

pensaba que todas aquellas horas que había pasado practicando su costura, iban a ser probadas por primera vez en una persona. Metió la mano en una de sus bolsas y sacó una aguja e hilo. Estrechó los ojos para concentrarse, bloqueando la imagen de las otras mujeres que había en la habitación, y focalizándose en la tarea que tenía entre manos. La voz de Belle resonó en su cabeza, recordándole que debía dar puntadas cortas y muy juntas. Tomó la mano de Victoria y la presionó contra el trapo del labio.− Sujétalo. Con una facilidad nacida de la práctica, Rebeca enhebró la aguja y le hizo un nudo al final del hilo. Posó su mano en el hombro de la prostituta a modo tranquilizador. − Todo va a ir bien Victoria, pero tu labio está partido.− Levantó el hilo y la aguja para que la mujer pudiera verlos. La rubia esperó a que Victoria asintiera con la cabeza a modo de entendimiento.− Esto puede que te duela, − dijo Rebeca disculpándose y apartando el trapo para estudiar el desigual tajo. En su cabeza vio exactamente dónde debía ir cada puntada para coser correctamente la herida. Así y todo, la idea de coger una aguja y traspasar la carne de una persona hizo que se le revolviera el estómago. Cerró los ojos por un momento y esperó a que la sensación se le pasara. Después de un momento, los abrió y la sombra de la duda e indecisión ya habían desaparecido. Victoria estaba tumbada muy quieta cuando la rubia se acercó con la aguja hacia su labio. Y aunque confiaba en su amiga, se estremeció y giró la cabeza al sentir la presión de la punta contra su carne. La joven se detuvo y se echó un poco hacia atrás volviendo a poner el trapo contra el sangrante labio. El acercamiento directo no iba a funcionar. − Victoria, ¿conoces la historia de Jim Bowie y el Álamo?, − preguntó volviéndose a echar encima limpiándole la herida con el paño en una mano y acercando la aguja muy despacio con la otra. La mujer sacudió la cabeza despacio.− Bien, tienes la suerte de que yo sí.− Rebeca habló en un tono que hizo que la inmediata historia pareciese interesante. Comenzó su cuento, presionando a la vez con el trapo como si limpiara la herida. Tenía la atención de Victoria completamente centrada en el relato cuando finalmente atravesó la carne con la primera puntada. La golpeada mujer no se dio cuenta de lo que hacía hasta que vio la mano de Rebeca subiendo y bajando para tensar el hilo. El tacto era tan dulce y el tono de su voz llenando el aire tan suave, que no tuvo más remedio que sucumbir bajo su hechizo mientras su amiga la cosía. Victoria

sentía una ligera molestia cuando la aguja la atravesaba y el hilo se tensaba con dulces y suaves tirones. Rebeca le sonrió.− Hey, no es tan malo ¿verdad?, − dijo continuando con su tarea.− Y, ¿por dónde iba? Oh sí, entonces se topó con Daniel Boone… Josie la miraba con fascinación coser la herida. Cuando en un primer momento su amiga cerró los ojos, la pistolera había dado un paso al frente preparada para sustituirla. Pero cuando aquellos ojos verdes se abrieron con un nuevo brillo de confianza, Josie decidió quedarse donde estaba y mirar lo que ocurría. No se movió cuando Victoria se quejó, y estaba muy impresionada de cómo Rebeca había manejado la situación. La pistolera se dio cuenta de que su amiga tenía un talento especial, no solo cosiendo con sus manos, si no tranquilizando con su voz. Josie había visto el miedo en los ojos de Victoria, pero poco a poco se fue calmando conforme iba terminando con la sutura. Rebeca continuó contándole la historia mientras buscaba otras heridas. La indecisión y nerviosismo fueron sustituidos por una nueva confianza en sus propias habilidades. La caza-recompensas entendió que se había producido un gran cambio en su amiga. Rebeca ya no era aquella oruga asustada que había rescatado hacía no tanto tiempo. La mujer a la que ahora miraba se estaba transformado, y Josie sabía que era solo cuestión de tiempo, que una hermosa mariposa emergiera para iluminar dulcemente todo aquello que tocara. Rebeca esperó pacientemente a que Victoria le susurrara aquellos lugares que le dolían. Incluso ese pequeño movimiento de labios le molestaba. El interior de la boca lo tenía cortado al aplastarle la cara contra los dientes una y otra vez, por no mencionar lo hinchado que tenía el labio partido. Había poco más que Rebeca pudiera hacer por su amiga. El resto de molestias eran moratones, su cara, cuello y antebrazos se habían llevado la peor parte. Victoria se tocó el labio con la yema de los dedos haciendo una mueca de dolor. − No es…− pidió el agua y tomó un sorbo antes de continuar.− No es la primera vez que me golpean.− Victoria miró hacia otro lado incapaz de encarar aquella mirada de inocencia, esa inocencia que ella había perdido hacía ya tiempo.− Y probablemente no será la última.− Su voz estaba teñida por el enfado que sentía por dentro. Rebeca le puso la mano sobre el antebrazo.

− Victoria, no tiene por qué ser de esa manera. Puedes dejar todo esto atrás. Empieza de nuevo. Nosotras podríamos ayudarte si nos lo permitieras. Todo el mundo merece una segunda oportunidad.− Habló con su tono de voz más convincente, aunque la maltratada mujer mantenía el gesto de derrota en su cara. − Las putas no tenemos segundas oportunidades. − ¿No?− Rebeca alargó el brazo, abrió su bolsa y sacó una pequeña Biblia que encontró cuando comenzó a seguir a Josie. La abrió por el Nuevo Testamento y pasó las hojas hasta que encontró el pasaje que buscaba. Tomó un sorbo de agua y comenzó a leer. − “Y los escribas y fariseos trajeron a una mujer acusada de promiscuidad y al llevarla ante Él, dijeron: Maestro, ésta mujer ha sido cogida en pleno acto de adulterio. La Ley de Moisés nos ordena lapidar a este tipo de mujer. ¿Qué dices tú?”.− Levantó la mirada del libro buscando la de Victoria. − ¿Y sabes lo que dijo? Dijo, “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Victoria, y nadie tiró una piedra, porque todos somos pecadores. Todos cometemos errores y todos deseamos una segunda oportunidad. Josie hizo un gesto con la mano para que la siguieran fuera de la habitación, confiando en que su amiga tenía las cosas bajo control y, de hecho, haciéndolas mucho mejor de lo que ella hubiera sido capaz. Por un instante se cruzaron la verde mirada con la suya. La profunda compasión y cariño que Josie vio allí fueron demasiado para ella. Repentinamente incómoda, la pistolera simplemente siguió a las demás afuera, cerrando la puerta tras ella. No tenía ninguna duda de que aquella sería una larga noche para las dos. − Sandy, prepara algo de café, − le dijo a la madame al pie de la escalera. Poco después, las tres mujeres estaban sentadas alrededor de una mesa redonda. Sin querer atraer a nadie más al saloon a tan altas horas de la noche, prefirieron encender solo una pequeña lámpara situada en una mesa cercana. Josie cogió la taza de café y se acomodó en la silla apoyando la bota sobre la mesa, en una menos que femenina postura.

− ¿Por qué lo ha hecho? Sandy miró su taza medio vacía. − Así es cómo consigue las cosas. No sabe hacerlo de otro modo, − sonrió sin ganas.− ¿Sabes lo que ocurrió para que necesitara el bastón para caminar?, − se inclinó hacia delante mientras compartía el secreto.− Ese condenado idiota estaba haciendo girar su revólver cuando se disparó en la entrepierna. No quedó mucho allí abajo.− Todas se rieron con ganas antes de continuar.− Pero creo que todavía tiene algo de sensibilidad. No es la primera vez que hace algo así. Golpeó a tres chicas tan duramente que no pudieron volver a trabajar, y a otra…bueno…su cabeza no volvió a funcionarle bien. − ¿Y qué hacemos ahora?, − preguntó Stacey. − No podemos hacer nada, − contestó Sandy.− Hago lo que puedo para mantenerlo lejos de las chicas, pero a veces consigue colarse. Sabéis que la ley no va a tocarle ni un pelo por nosotras. Somos lo suficientemente buenas como para hacerles pasar un buen rato, pero no lo suficiente como para ser creídas ante la palabra de un hombre, − dijo duramente.− Solo espero que alguien lo entierre en una caja de madera pronto. − Tal vez antes de lo que piensas, − dijo Josie muy despacio poniendo los dedos sobre los labios. A continuación escucharon el inconfundible sonido del bastón de Sam golpeando el suelo mientras se acercaba. Stacey alargó el brazo y cogió uno de los revólveres de Josie. La pistolera no tuvo tiempo de reaccionar cuando el chirrido de las oxidadas bisagras anunciaban su llegada. − Señoritas, ¿qué hacen a oscuras? Estoy seguro que de ésta forma no van a atraer a ningún cliente, − dijo con aires de suficiencia, acercándose hasta la barra y encendiendo otra lámpara. Sandy se levantó seguida por Stacey, y atravesaron la habitación para encontrarse con él a mitad de camino. Josie permaneció sentada en su silla con el revólver desenfundado por debajo de la mesa y orientado en su dirección. Sabía exactamente y sin mirar hacia dónde apuntaba. Con la atención que él le prestaba a las otras mujeres, a Josie le fue muy fácil alargar el brazo y bajar la intensidad de la luz de la lámpara que había a su lado, de forma que su silueta quedara en penumbra.

− ¡Lárgate de aquí!, − le gritó Sandy. Stacey permaneció detrás de ella, con el revólver camuflado entre sus cuerpos.− Probablemente no tengas nada ahí abajo, pero sí que te quedan un par de pelotas para volver aquí después de lo que has hecho. − ¿Hecho?, − repitió fingiendo inocencia.− No he estado aquí desde ésta mañana. He pasado toda la tarde en mi oficina.− Hutchins se acarició el bigote.− Y, por supuesto, nadie me ha visto,− dijo con una maliciosa sonrisa. − ¡Bastardo!, − lo insultó Sandy, la rabia por todas aquella mujeres que habían sido maltratadas con aquellas manos, luchaba por salir. Su movimiento la situó entre el banquero y Josie, bloqueando todo disparo que ésta quisiera hacer. La pistolera se levantó sobre sus pies, lista para unirse a la discusión y proteger a sus amigas. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Sam blandió el bastón golpeando a Sandy en la sien. Y mientras la mujer caía al suelo, él levantó el brazo para volver a golpearla. Josie y Stacey lo apuntaron al mismo tiempo con sus armas. Y fue la pelirroja quien disparó primero, alcanzándolo justo en el centro de la frente. La fuerza del proyectil sacudió su cabeza hacia atrás, haciendo que la bala de la pistolera se incrustara en la pared de madera sin llegar a tocarlo. Los ojos del banquero rodaron hacia el techo mientras un fino hilillo de sangre manaba por su frente y le recorría la cara. Su cuerpo inerte aterrizó justo a los pies de la madame. La mano de Stacey comenzó a temblar violentamente al ser consciente de lo que acababa de ocurrir. Josie se acercó a ella rápidamente y le arrebató el revólver de su mano, devolviéndolo a su cartuchera. Acercó una silla y obligó a la pelirroja a sentarse antes de que se desplomara. El sonido de los disparos atrajo la atención de las demás mujeres, que salieron rápidamente de sus habitaciones. Rebeca voló escaleras abajo concentrada únicamente en Josie y no en el posible peligro. La pistolera le dio la vuelta a Hutchins, y ayudó a Sandy a levantarse justo cuando Rebeca llegaba al final de la escalera. Las demás chicas se asomaron desde la barandilla del piso superior. Los ojos de Josie se estrecharon enfureciéndose y agarró a la joven del antebrazo empujándola al rincón antes de que ésta se diera cuenta de lo que pasaba. Haciendo caso omiso del enfado de la pistolera, Rebeca rodeó con sus brazos a la alta mujer y la apretó fuertemente.

− Cuando he escuchado…− inhaló bruscamente y sacudió su cabeza contra el pecho de Josie incapaz de expresar su miedo. La pistolera bajó su cabeza para mirarla, entendiendo la mezcla de emociones que recorrían a Rebeca. El enfado que sintió al verla correr escaleras abajo sin pensar en si el peligro había pasado, se disipó mientras le pasaba los brazos tímidamente alrededor de los hombros, descansando su barbilla sobre la cabeza de la rubia. − Hablaremos más tarde, − dijo suavemente. Rebeca asintió con la cabeza, sabiendo que había cometido un error, y que era muy posible que la pistolera estuviera enfadada con ella por eso. Una dulce sonrisa asomó a sus labios. A pesar del enojo, Josie la había abrazado confortablemente. La estrujó una vez más antes de dar un paso atrás. Las mujeres miraban a Josie expectantes. Si alguien sabía cómo esconder a un muerto, esa era la pistolera. Caminó hasta Sandy. − ¿Quieres que lo encuentren?, − preguntó seriamente y pensando en su cabeza dónde depositar el cuerpo para que los buitres se deshicieran de él. − Creo que será lo mejor. Si no aparece de vuelta, lo buscarán.− Contestó la madame, a pesar de la cara de asombro de la pistolera.−A pesar de que sería mucho más sencillo hacerlo desaparecer. − Si nadie lo ha visto entrar aquí…− Josie dejó sin terminar sus pensamientos mientras miraba a su alrededor. Sus ojos se posaron en el enorme candelabro lleno de cristalitos que brillaban cual diamantes. Se volvió hacia Rebeca. − Quiero que lleves a Stacey arriba, ¿de acuerdo? Dile a todo el mundo que venga a vernos a la habitación de Victoria. − ¿Qué vas a…? − Rebeca, hazlo, − le ordenó Josie más que pedírselo. − Uh…sí, − contestó entendiendo el mensaje en los ojos azules. La pistolera no quería que viera lo que iba a hacer.− Te esperaré escalera arriba.− Se giró y fue a por Stacey, dejando a Josie con su tarea.

La pistolera esperó hasta que todo el mundo hubiera desaparecido a excepción de Sandy, quien vigilaba la calle ante algún signo de actividad. La rubia madame solo deseaba que nadie estuviera despierto para escuchar el próximo sonido proveniente del saloon. Josie caminó hasta el rincón y miró hacia el cable. Un extremo estaba atado a un saliente de la pared. El otro discurría por una polea hasta llegar al candelabro. Sonrió. Ésta era la parte que más le gustaba. La ejecución de un plan brillante. Conseguir lo imposible. Eso era lo que la hacía una ladrona de trenes tan formidable. Lo que todavía la mantenía con vida. Su habilidad por encontrar una rápida solución y mantener la cabeza fría en los momentos de apuro, era un don que esperaba que nunca le fallara a ella o a Rebeca. Después de una rápido vistazo al piso de arriba, Josie centró su atención en el nudo que formaba el cable en al extremo de la pared. Las mujeres de Resewood estaban reunidas en la habitación de Victoria, las demás esperando en el hall frente a la puerta debido a la falta de espacio. Rebeca se sentó en la cama, cerca de una erguida Victoria, explicándole muy despacio lo poco que sabía. Elaine y las otras fueron a consolar a Stacey, quien se encontraba en completo estado de shock al haber acabado con una vida humana. Bobo, que había estado durmiendo debajo del tocador todo el rato, salió como un rayo ante el descomunal estruendo y se metió debajo de la cama. Josie subió las escaleras con cuatro saltos. Todo el mundo miró hacia el hall para averiguar lo que había ocurrido. Josie esperó hasta ver a Rebeca salir de la habitación seguida por una magullada Victoria. − Trae nuestras cosas, − dijo viendo cómo inmediatamente la rubia desaparecía de vuelta a la habitación y regresaba con sus pertenencias. La pistolera centró su atención en las prostitutas, todas ellas mirándola y esperando una explicación.− Sandy ha ido a por el Sheriff, − dijo Josie levantando la voz para asegurarse de que todas ellas pudieran escucharla.− Actuad como si estuvieseis confusas. No sabéis por qué vino Hutchins ni lo que estaba haciendo. No sabéis nada, ni lo habéis vuelto a ver desde primeras horas de la tarde.− Sus palabras fueron recibidas por un coro de asentimientos.− Todo lo que habéis oído es un fuerte estruendo escaleras abajo. Eso es todo.− El tono en su voz les advirtió que el episodio previo con el revólver no debía ser mencionado. Josie cogió a Rebeca del brazo. − Tenemos que irnos…ahora.

Josie no dijo una sola palabra mientras regresaban a la posada, y su lenguaje corporal dejaba bien claro a Rebeca que ella tampoco debía decir nada. Tomaron la ruta a través de los callejones, evitando cuidadosamente la calle principal y la posibilidad de ser vistas. Una vez a salvo en la privacidad de su habitación, la pistolera se sentó en el borde de la cama y le pidió a Rebeca que se situara a su lado. En la oscuridad, todo lo que podían ver la una de la otra eran sus siluetas. Josie permanecía quieta, esperando las inevitables preguntas. − ¿Por qué lo has hecho? Tirarle encima el candelabro, quiero decir. ¿No verán el agujero de bala?, − preguntó sin estar demasiado segura de querer saber la respuesta. − Con todos los cortes, buscar un pequeño agujero sería como buscar una aguja en un pajar.− contestó Josie sin titubeos, aunque secretamente le preocupaba que alguien hubiera podido escuchar el disparo. El comentario de una sola persona a cerca de aquel sonido antes del estrépito, haría que registrasen más minuciosamente el cuerpo. − ¿Qué le contará Sandy al Sheriff? − Ese Hutchins insistió en encender el candelabro y cuando fue a bajarlo, se le resbaló de las manos. Un trágico accidente. − ¿Crees que el Sheriff la creerá?, − preguntó Rebeca. Josie consideró la respuesta por un momento. − Si Sandy se lo propone, es capaz de convencer a un panadero de comprar pan. Tiene una mente muy rápida. A menos que el Sheriff vea algo raro, creerá su historia. − Bien, − dijo la joven dejando escapar el aliento. Un inesperado silencio las envolvió. − Rebeca…− dijo intentando romper aquel incómodo mutismo.− Hiciste un buen trabajo haciéndote cargo de Victoria.− Josie se giró y apoyó una pierna sobre la cama para poder mirarla de frente.− Por lo que pude ver, su labio apenas quedará con una marca. − Intenté concentrarme en lo que Belle me había enseñado, − dijo modestamente, pero en la oscuridad de la noche, sonreía de oreja a oreja ante los cumplidos.

− No, hiciste más que eso. La confortaste mientras te hacías cargo de ella. Eso es un talento muy especial, Rebeca. Y no todo el mundo puede hacer ambas cosas a la vez.− Josie tomó un profundo respiro haciendo una pequeña pausa. La rubia tragó saliva, sabiendo que el rumbo de la conversación iba a cambiar.− Cuando escuchaste el disparo, tu primer instinto debería haber sido ponerte a salvo, no correr alocadamente hacia el peligro.− Mientras hablaba, Josie intentó llevar mucho cuidado en no expresar tanto su temor por la seguridad de Rebeca como su enfado.− La próxima vez, no reacciones, − dijo acercándose y depositando una mano sobre el hombro de la mujer. − Josie…no pretendía asustarte.− La súbita tensión en la mano sobre su hombro, le dijo a Rebeca que estaba acertando de lleno con los sentimientos de la pistolera. La acarició suavemente.− Me preocupo por ti, sabes. Me importas. − Aun así debes tener más cuidado, no debes correr el riesgo, − dijo Josie firmemente, sin pensar en las palabras hasta que ya habían salido de sus labios. − “Le dijo el desierto al grano de arena”, − le contestó.− Me preocupo por ti porque me das razones para hacerlo, Josie. Uno de estos días alguien te va a llamar afuera y…− Rebeca se detuvo cuando se dio cuenta de su error. Los hombros de la pistolera se hundieron y su mano bajó hasta posarse sobre la rodilla de la joven. − Todavía estás disgustada por lo de ayer.− era una afirmación más que una pregunta. Rebeca asintió con la cabeza. − Hey, − dijo sonriendo en la oscuridad y poniendo sus manos sobre las de la pistolera.− Haré un trato contigo. No correré riesgos innecesarios si tú haces lo mismo. − Trato hecho, − dijo Josie intentando apagar un bostezo.− Ahora durmamos un poco.− Se levantó y se quitó rápidamente la ropa. A Rebeca le llevó algo más de tiempo. Se acomodaron muy juntas tal y como lo habían hecho la noche anterior, con los cuerpos tan pegados que tan solo necesitaron una almohada. Un par de ajustes diminutos y ambas encontraron una posición cómoda. Yaciendo en aquel cálido abrazo, para Rebeca se evaporaba el resto del mundo. La visión de su amiga siendo abatida, el estrés de atravesar la piel con una aguja, todo

lo acontecido durante el día se disipó en su cabeza. No había ningún hombre muerto, ningún peligro, tan solo la seguridad de aquellos fuertes brazos que la sostenían. Justo cuando Rebeca cruzó la línea del sueño, una voz tras su oreja le susurró, − Buenas noches, enana, − mientras la fuerte mano que le rodeaba la cintura la apretaba suavemente. El sueño no fue tan rápido en visitar a la pistolera. Su cabeza no paraba de dar vueltas a las posibles actividades que tendrían lugar en la calle. Permaneció quieta hasta que escuchó la regular respiración de Rebeca que indicaba que su compañera ya estaba durmiendo profundamente. Intentando llevar cuidado de no despertar a Rebeca, Josie se deslizó fuera de la cama y se asomó a la ventana para ver lo que sucedía.

33. En los pantalones

R

ebeca se despertó para ver a la pistolera frente a la ventana, taza en mano.

− Buenos días, − dijo con una dulce sonrisa. − Buenos días, − contestó Josie, sin separar su mirada ni un instante de la bulliciosa actividad del saloon. Reconoció el alargado y bajo carro de la funeraria parado en frente. Rebeca recorrió no sin dificultad el espacio entre la cama y la mesita para coger su tiznada taza. − Josie, ¿dónde está mi café?, − preguntó mirando el recipiente vacío. Recibió una avergonzada sonrisa mientras la pistolera le tendía la taza que sostenía en sus manos. La joven la cogió y frunció el cejo por el cacharro medio vacío. Bebió el líquido en unos pocos tragos y volvió a dejarlo sobre la mesa.− Sabes Josie, si yo me levantase antes que tú y me bebiese tu café, seguro que colgarías mi cabeza de un palo. − Sip, pero tú nunca te levantarás antes que yo, − dijo la pistolera confiada, volviendo su atención a las actividades del exterior y mirando a la joven de vuelta. Josie volvió a mirar por la ventana no sin antes ver a la rubia sacándole la lengua. Distinguió un cuerpo cubierto por una lona siendo depositado en la parte trasera del carromato, y al Sheriff intercambiar unas palabras con el enterrador. El hombre de la insignia miró el cuerpo que yacía en el carro y sacudió la cabeza. El enterrador le estrechó la mano, y ambos tomaron sus propios caminos. Sandy dejó el saloon y se dirigió calle arriba hacia la posada.− Tenemos compañía, Rebeca. La joven ya estaba vestida para cuando Sandy llamó a la puerta de su habitación. − ¿Qué tal ha ido?, − preguntó Josie mientras a la madame entrando. − Justo como dijiste que pasaría. El viejo Henry lo está llevando directamente al cementerio, − dijo. La pistolera sonrió con satisfacción.

Sin un doctor en el pueblo, era más que entendible no esperar una autopsia, ya que se tendría que conservar el cuerpo, hasta que alguien pudiera venir a examinarlo. − Bien, − dijo Josie saltando sobre la cama con las pistolas, botas y todo lo demás. Había sido una larga noche y las noticias que esperaba, finalmente le permitían relajarse. Cerró los ojos, esperando que el día fuese relajado y le permitiera dormir un poco más. − ¿Qué tal está Stacey?, − preguntó Rebeca mientras le indicaba a Sandy que se sentara con ella. La joven no tenía ninguna duda de que Josie había permanecido despierta durante horas. Decidió bajar la voz esperando que así la pistolera pudiera descansar. Sandy lo entendió y mantuvo su voz al mismo nivel. − Algo mejor. Elaine se las arregló para tranquilizarla y esconderla cuando el Sheriff llegó. Mientras hablaban despacio a cerca de los acontecimientos del día anterior, Rebeca iba echando frecuentes vistazos sobre la cama, controlando a su amiga. No transcurrió mucho tiempo antes de que Josie estuviera aparentemente dormida. − Sandy…− susurró y señaló a la dormida pistolera. − Venga Rebeca. Te invito a desayunar, − le susurró la madame. Tan silenciosamente como pudieron, se marcharon. El sonido de la puerta al cerrarse despertó a Josie, pero después de un segundo de consideración, decidió que estarían a salvo y se giró para continuar durmiendo. Sandy llevó a Rebeca al pequeño restaurante. La misma camarera estaba allí, pero en esta ocasión mucho más amable, y les dio una mesa cerca de la estufa. La joven se mostró bastante contenta, sobre todo porque allí era donde mantenían caliente la cafetera. Rápidamente se sirvió ella misma una taza mientras esperaban. − Supongo que ahora dejan entrar aquí a cualquiera, − dijo una mujer a su marido cuando pasaban por delante de su mesa. Sandy le sonrió con picardía. La pomposa mujer se deshizo del brazo del hombre y se volvió hacia ella con las manos sobre las caderas.− Escuché que Sam Hutchins murió la pasada noche. Sin lugar a dudas ha sido castigado por visitar a

esas rameras.− Entonces volvió su atención hacia Rebeca. − ¿Y quién es ésta? ¿Otra nueva? ¿Qué edad tienes muchacha? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho? Deberías estar en casa, aprendiendo a cocinar, a coser y preocupándote de cuidar de tu marido y de ti misma.− Por un momento hizo una pausa para estudiar su cara.− Eres muy bonita. No tendrías ningún problema en encontrar marido. − ¡¡Ahora escuche, grandísima hija de perra!!− dijo Sandy levantándose. Rebeca hizo lo mismo, esperando acabar con aquel conflicto en medio del restaurante. − ¡Señoras!, − dijo levantando las manos para silenciarlas.− Por favor.− Miró a la indignada mujer y a su ensimismado marido.− Señora, tan solo queremos comer algo. Además, ustedes ya se marchaban ¿no es así? − Bastante malo es que tengamos en el pueblo ese burdel de pecado y alcohol. Deberíais de quedaros allí y no venir a ensuciar un refinado y honorable lugar como este.− Miró a Rebeca y continuó.− No me quedaré quieta viendo cómo alguien como tú viene a corromper a nuestros respetables hombres.− Su cara se contrajo con aires de superioridad y odio a la vez que su cuerpo se tensaba, listo para la pelea. − ¿Querida?− Todo el mundo se volvió para mirar al joven castaño que se aproximaba. Rebeca respiró a modo de alivio cuando reconoció a Lance. La mujer relajó su cuerpo, claramente confusa. Lance dio un paso al frente y besó a la joven rubia en la mejilla.− ¿Así que decidiste venir a desayunar con tu tía? Tendrías que habérmelo dicho, cariño. Estaba preocupado. Rebeca lo miró, por un momento, desconcertada antes de entenderlo todo. − Uh…sí.− Se forzó a sí misma a sonreír, mostrando su aparente gratitud al ser rescatada del problema.− Debería haberte avisado.− Se volvió hacia su acompañante y continuó.− Tía Sandy, este es Lance.− Rápidamente Sandy sonrió y alzó su mano. − Lance, querido, qué agradable que al fin nos conozcamos. Rebeca me ha hablado tantísimo de ti.− Se abrazaron para mostrar lo encantados que estaban de verse el uno al otro.

Totalmente avergonzada, la mujer dijo bruscamente a su marido, − Vámonos Harold, − dirigiéndose hacia la salida. Rebeca dejó escapar el aire cuando los vio marcharse. Sonrió y alzó la mano señalando una silla vacía. − Muchas gracias. Por favor, únete a nosotras. Lance sonrió por su buena suerte y rápidamente ayudó a ambas mujeres con sus sillas antes de tomar él mismo asiento. Rebeca le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Ninguno de los dos habló. Sandy observaba el intercambio divertida. Ah, el amor de juventud. Tan puro y dulce en su inocencia. Rebeca le explicó brevemente cómo se habían conocido mientras seguía sonriendo. La camarera les trajo la comida y les sirvió amablemente, frunciendo ligeramente el ceño cuando vio al joven. − Tienes que comer algo si quieres quedarte aquí, − dijo firmemente. − Oh, qué despistada soy, − dijo Sandy levantándose otra vez.− Tengo que volver. Lance, ¿podrías ser tan amable de acompañar a Rebeca de vuelta al saloon cuando termine? Realmente te lo agradecería, − le dijo poniéndole un plato delante. Abrió su monedero y sacó el dinero, pero el joven alzó la mano. − Por favor, permítame. Sería un verdadero placer.− Se volvió hacia Rebeca.− ¿Un poco más de café?− Ya estaba moviendo su silla y acercándose a la cafetera. Sandy miró a la joven preguntándose si estaría bien. Rebeca sonrió y asintió ligeramente. Lance se inclinó y rellenó su taza sonriendo todo el tiempo hasta casi desbordar el café. Sandy sonrió y elegantemente los dejó a solas. − Así que… ¿eres de Cheyenne, Rebeca?, − preguntó untándole un poco de mantequilla en el pan. − Gracias, − dijo aceptando el pan con una sonrisa. − La verdad es que tan solo estamos de paso.− Dio un pequeño mordisco y sorbió un poco de café mirando por encima de la taza al joven guapo. Rebeca estaba más que segura de que las puntas de sus botas se estaban tocando. − ¿Y tú? − Nos mudamos aquí desde Tucson hace seis meses. Tenemos un pequeño rancho de ganado a unas millas de la ciudad, − dijo

completamente hipnotizado por aquellos ojos verdes que lo miraban a través de unas largas pestañas.− Eres muy bonita, − murmuró, sonriendo cuando Rebeca se sonrojó y bajó la vista a su plato. Alargó el brazo y tomó su mano. − Es cierto, Rebeca. Eres una verdadera obra de arte, deberías estar en uno de esos museos de Nueva York. − Para, − dijo ella avergonzada.− Tú no me conoces, Lance.− Amablemente retiró la mano y la posó sobre su regazo, dándose cuenta de que era la primera vez que un hombre la tocaba con tanta delicadeza. − Me encantaría tener la oportunidad de conocerte mejor, Rebeca, − dijo él sinceramente.− Y espero que el sentimiento sea mutuo. El corazón de Rebeca aumentó su ritmo. Este educado, guapo y gentil caballero estaba intentando cortejarla. Puso las manos sobre la mesa e instantáneamente fueron sujetadas por las de él. El sol estaba bien alto en el cielo cuando Josie se despertó. Miró a su alrededor por un momento antes de recordar que Rebeca se había marchado con Sandy. Se levantó de la cama, y se estiró antes de comenzar a rascarse bajo sus pechos mientras bostezaba, pareciendo más bien un oso recién salido de su hibernación. Miró por la ventana. Caballos, carretas y gente iban y venían atendiendo sus asuntos. Sus ojos se entornaron cuando vio una familiar cabeza rubia caminando del brazo de un hombre. Miró más atentamente y reconoció al muchacho del teatro. Su mandíbula se apretó inconscientemente cuando lo vio pasar el brazo alrededor de la cintura de Rebeca. En menos de cuatro zancadas de sus largas piernas alcanzó la puerta. Sandy miraba el reloj nerviosamente. Josie la mataría si descubriese que había dejado a Rebeca fuera del alcance de su vista, de eso la madame estaba segura. Su callada amiga no le había contado por qué viajaba con aquella joven, pero Sandy sabía al mirar a la pistolera, que Rebeca era alguien especial para ella. No habían ido más allá, de eso Sandy estaba segura, especialmente después de la conversación mantenida con Elaine. Sabía que la rubia no mantenía ninguna relación con la medio-cherokee, pero no podía pensar en ninguna otra razón para viajar juntas. Si no era por amor o por dinero, entonces, ¿por qué? Y ¿cuáles eran los motivos de Rebeca para estar con Josie? Sandy encontraba de

lo más interesante, que la pistolera no hubiera hecho mención a ningún robo reciente y, de hecho, la madame no había leído ningún artículo en los periódicos que mencionara a la morena. Tal vez la rubia tenía algo que ver con ello. Era cierto que Josie parecía algo más cómoda con la gente desde la última vez que la vio, y el modo en que había tratado a Rebeca después del disparo, había más que sorprendido a la madame. No tenía idea de que Josie pudiera ser tan amable y cariñosa. La madame soltó el aire a modo de alivio cuando vio a Rebeca y a Lance entrar en el saloon, solo unos segundos antes de que Josie llegara. Ésta última tomó nota de su posición y se dirigió directa hacia Sandy. − Pensé que le echarías un ojo.− le dijo a modo de desaprobación. Entonces dio un paso atrás cuando se dio cuenta de lo maternal que sonaba su tono. La madame decidió que un cambio de tema era lo mejor. − Josie, ¿por qué no nos vamos tú y yo a la parte de atrás y jugamos un billar?− Se acercó un poco más y le susurró al oído.− Traeré una jarra de zumo de cactus que he logrado esconder.− Siguió la mirada de la pistolera hasta la pareja sentada la una frente a la otra en una mesa pequeña.− Venga Josie, deja que esos críos se diviertan. Parece que se porta bien con ella. − Si…bueno, pero será mejor que no se porte demasiado bien con ella. No se sentiría muy contento si lo hiciera.− El tono de su voz era lo suficientemente serio como para que la madame tragara saliva nerviosamente. Había visto a Josie en acción y sabía lo rápido que podía acabar con un hombre. Sandy miró a la pareja una vez más. Tan solo charlaban tranquilamente con una botella de zarzaparrilla frente a ellos. Tan solo deseaba, por el bien de Lance, que fuera tan caballeroso como aparentaba. Josie sabía que se sentía mucho más furiosa con aquel joven de lo que debiera. No había hecho nada malo y Rebeca parecía estar contenta. “Date un respiro, Josie”, se dijo para sí misma. “Si quiere pasar el tiempo con él, no hay ningún problema por mi parte. No tenemos que estar todo el tiempo juntas”. Con aquellas palabras en mente, la pistolera se giró y siguió a Sandy hasta la habitación de atrás. Rebeca giró la cabeza justo para ver a las dos mujeres desaparecer por la parte de atrás.

Lance estaba de espaldas a la puerta así que no pudo ver la mirada que le echó la pistolera. Por unos instantes se preguntó por qué Josie no había ido a hablar con ella, pero su atención volvió a Lance cuando éste tosió de forma cortés. − Oh, lo siento, ¿qué? − Te he preguntado si me harías el honor de acompañarme esta noche. Mi padre organiza una barbacoa para celebrar sus cuarenta y cinco cumpleaños. Nada elegante, solo algo de comida casera típica de un rancho modesto, y unos cuantos amigos de la familia, − dijo rápidamente mostrándose nervioso. Le reveló una sonrisa esperanzada.− Puedes traerte a tu madre si lo deseas, − dijo recibiendo una carcajada de Rebeca. − Lance, ella no es mi madre. Tan solo es una amiga. −Oh, − dijo él avergonzado. − De acuerdo, − dijo ella todavía sonriendo.− Hacemos una extraña pareja.− Decidió no contarle que la mayoría de las miradas que recibían eran por el miedo hacia la alta e intimidadora pistolera. − Bueno, supongo que en ese caso puedes traerla también si te apetece. Estoy seguro de que mi madre estaría encantada, − ofreció intentando hacer todo lo posible para que la rubia aceptara la invitación. − No. No creo que tu madre y Josie tengan mucho en común de lo que hablar.− sonrió al pensar en las posibles conversaciones entre las dos mujeres. La madre de Lance intentando hablar de los más recientes cotilleos, y la pistolera hablando a cerca de por qué los revólveres Colt eran las mejores armas de fuego. Soltó una pequeña carcajada ante la imagen. Lance sonrió, a pesar de no haber pillado el chiste. − Entonces, ¿vendrás? ¿Conmigo, quiero decir? − Un…sí, me gustaría, − dijo. Él se relajó visiblemente y dejó salir el aire de sus pulmones mientras se pasaba la mano por el pelo. − ¡Estupendo! Um…te recogeré a las seis…uh, no sé dónde vives, dijo él a modo de disculpa. − Me estoy alojando en la posada.

− Bien. Entonces te recogeré allí a las seis. − Muy bien, − contestó, preguntándose por qué su corazón volvía a latir tan rápido. Entonces se percató de que era la primera vez que tenía una cita. −Bueno, será mejor que vuelva al rancho para prepararlo todo, − dijo mientras se levantaba tomando su mano para besarla.− Te veré esta noche, mi encantadora señorita. − Oh…, − se levantó y nerviosamente le retiró la mano.− Hasta entonces, − le dijo viéndolo marchar. Cuando lo perdió de vista se giró para buscar a Josie, pero en lugar de eso vio a Victoria apoyada contra la barandilla de la escalera. Con una sonrisa, fue a charlar con ella un rato. Josie comprobó y volvió a comprobar el ángulo y la posición de las bolas antes de tirar. Con un golpe seco, el taco dio en la bola blanca, y ésta sobre la número nueve que se salió justo de donde intentaba meterla, acabando la blanca por colarse en su lugar. − Pensé que eras buena jugando al billar, Josie, − dijo Sandy volviéndole a llenar el vaso a la pistolera. − Lo sería si los tacos no estuviesen doblados, − se quejó moviendo el palo en sus manos para estudiarlo.− Y si dejaras de intentar emborracharme, − añadió medio en broma, sacando la bola blanca de dentro del agujero y dándosela a la madame. Sandy sonrió con satisfacción y le acercó el vaso lleno a Josie. − Hago lo que tengo que hacer para tener una oportunidad,− dijo apuntando y enviando fácilmente la bola nueve al agujero de la esquina.− Al cabo del tiempo, te acostumbras a las curvas de los tacos. Y ni si quiera te das cuenta de ello.− Dejó el palo contra la pared y se sentó en el sofá.− Supongo que te toca a ti colocarlas. Eran las tres cuando Rebeca llamó a la puerta. Asomó la cabeza adentro y miró a Josie. − ¿Puedo hablar contigo? − Pasa Rebeca, − dijo Sandy dejando su taco sobre la mesa. − Tengo que ir y prepararme para esta noche de todos modos.

− Josie, − comenzó diciendo titubeante una vez se hubo marchado la madame.− Lance me ha invitado a una fiesta en su rancho esta noche. − Diviértete − contestó sin ningún signo de emoción. − Bien…− Rebeca se giró pero no sin antes mostrar a Josie una mirada de dolor en sus ojos.− Será mejor que vaya a prepararme. − Rebeca, espera−, dijo acercándose y cerrando la puerta.− Siéntate.− Ambas tomaron asiento en el sofá, Josie regañándose mentalmente por no haberse dado cuenta de lo mucho que la joven necesitaba su aprobación y ánimo.− Lo siento. No quería que sonara como si no me importase. Me importa. − Crees que no soy más que una niña, Josie. Y no es así.− Estaba lo suficientemente triste como para dejar salir su enfado y dolor.− No te estaba pidiendo permiso, Josie. Solo intentaba compartir contigo algo que era importante para mí. − Rebeca, no creo que seas una niña. − ¿De veras, Josie? ¿Y qué era esa mirada que nos echaste a Lance y a mí cuando estábamos juntos? No parecías muy contenta. − Yo…− luchaba por explicar lo que sintió cuando los vio juntos.− Tan solo me sorprendió verte con alguien que no fuera Sandy, eso es todo. Llámalo instinto protector.− Forzó una sonrisa esperando aparentar de mejor humor. Rebeca se ablandó, poco dispuesta a enfadarse con su mejor amiga durante mucho tiempo. − De acuerdo, ahora necesito prepararme.− Se repasó el vestido, intentando alisarlo y luego las botas. Josie captó su mirada y frunció el ceño entendiendo. Un rápido cálculo mental le dijo que no tenían dinero suficiente para comprarle un par de zapatos y un nuevo vestido. Parpadeó sus ojos azules mientras pensaba en una solución para el problema. − Rebeca, ve a la posada y date un baño. Yo iré en un momento.− Dijo Josie proporcionándole el dinero para pagarlo. Cuando sus manos se tocaron al intercambiar las monedas, Josie se la agarró por un momento.− En la parte trasera de mi mochila hay una botella de perfume. Es muy fuerte, así que no te lo eches todo encima.− La sonrisa que recibió pagaron más que de sobra los dos dólares que costaba el

perfume. Cuando Rebeca se hubo marchado, la pistolera sonrió y salió corriendo escaleras arriba. La bañera estaba en la parte trasera del piso de abajo. El cerrojo no era más que un trozo de madera entre la puerta y el marco. Mirándolo, Rebeca pensó que incluso ella podía abrir la puerta sin romperse una sola uña. Un buen tirón y seguro que la puerta entera caería al suelo. Silenciosamente pensó que si lo hubiera sabido, habría llamado a Josie para que vigilara al otro lado de la puerta. Ahora era demasiado tarde, reflexionó mientras se quitaba la ropa, dejándola en un montón sobre el suelo, a excepción del vestido, que lo había colgado de un clavo que había en la pared para ese propósito. Dejó su ropa interior limpia y su combinación en un estante y, con mucho cuidado, se metió en la bañera. Había estado remojándose durante un tiempo cuando escuchó un firme golpeteo en la puerta. – ¿Rebeca? − Espera, Josie, − dijo levantándose de la bañera y enrollándose alrededor con una toalla. Quitó el taco de madera y abrió la puerta lo suficiente como para sacar la cabeza afuera. − Déjame entrar.− La mirada en la cara de la pistolera le recordó a Rebeca a la de su hermana cuando le regalaba algo. Dio un paso atrás y permitió a Josie entrar cerrando y asegurando la puerta detrás de ella. Sostenía un vestido de encaje verde y un par de botas blancas.− Pensé que tal vez te gustaría llevar algo así en la fiesta, − dijo dejando las botas en el suelo y colgando el vestido donde antes estaba el viejo que ahora descansaba en el suelo junto a la ropa sucia.− No podía permitirme comprar ambas cosas, así que Sandy encontró este vestido en uno de los roperos. Creo que te quedará bien, − dijo sin importarle no mencionar que le había llevado casi una hora encontrar y comprar las botas. No esperaba la reacción que recibió. Los ojos de Rebeca se llenaron de lágrimas, y le dio a Josie la mejor imitación de un abrazo de oso, antes de suavizar su agarre y descansar su cabeza sobre el pecho de la morena. − Gracias Josie, − murmuró con su mano subiendo y bajando por la espalda de la pistolera. El movimiento de su brazo hizo que la toalla se aflojara un poco exponiendo toda su espalda, sosteniéndose únicamente por el contacto de sus cuerpos. Josie iba a devolverle el abrazo cuando sintió la suave piel bajo sus dedos en lugar de la toalla. Rebeca no hizo esfuerzo alguno por moverse cuando sintió los fuertes brazos rodearla y apretarla suavemente. Pasado un momento, un sentimiento de incomodidad se instaló en la pistolera, quien bajó la mano

y cogió el final de la toalla, asegurándola alrededor del cuerpo de su amiga. − Será mejor que te deje arreglarte.− Se giró y levantó la mano para empujar la manivela.− ¿Es esta la idea que tienen de una cerradura? − Sip, − contestó Rebeca, mirando todavía el vestido nuevo y las botas. − Estaré afuera esperando, − dijo Josie autoritariamente. Le echó un rápido vistazo para asegurarse de que todavía estaba cubierta por la toalla, antes de abrir la puerta y salir. Había otro huésped en el cuarto contiguo que cotilleó en su dirección. Una rápida mirada de Josie, y su atención volvió inmediatamente al viejo periódico que sostenía en las manos. Rebeca se miró en el pequeño espejo, intentando ver la mayor parte de su cuerpo reflejado en él. Como Josie había predicho, el vestido le sentaba perfectamente, incluso un poco ceñido del pecho. Pensó en mirar hacia abajo para ver exactamente cuánto enseñaba a través del encaje, que apenas comenzaba por encima de sus pezones. Para su tranquilidad, el encaje era lo bastante tupido como para cubrirlo todo, aunque alzaba sus senos haciendo que parecieran más grandes. Se miró entonces las delicadas botas y sonrió otra vez. Eran totalmente inútiles para viajar y se trataba, claramente, de un capricho por parte de Josie. Esas botas posiblemente habían costado parte del dinero destinado a comprar provisiones. Rebeca recorrió con sus dedos los botones perlados. − Oh Josie…− Cogió las botas con una mano y la ropa sucia y botas de viaje con la otra, apretándolas contra su cuerpo para que no se le cayeran y abrió la puerta. Josie, que estaba apoyada contra la pared, inmediatamente cambió su posición para ayudar a Rebeca con las prendas. − Dame eso. No querrás que tu nuevo vestido huela a ropa sucia, ¿verdad? Vamos. −A medida que subían las escaleras, el sonido de las botas de Josie al golpear los escalones de madera, contrastaban con las pisadas de los pies desnudos de la joven. Una vez dentro de su habitación, la pistolera dejó las botas en un rincón y las ropas sucias en el montón que había en la otra esquina. Rebeca se sentó en la cama y apoyó su pierna sobre la rodilla, frunciendo el ceño al darse cuenta de que los botones de las botas estaban en la parte de fuera del calzado.

− ¿Por qué los hacen así?, − se quejó mientras se retorcía para abrocharlos. Josie sonrió y se arrodilló frente a ella. − Déjame a mí, − dijo apoyando la pantorrilla de Rebeca sobre su rodilla.− Ponen los botones en la parte de fuera, porque esperan que todas las “damas” tengan a alguien que las ayude a vestirse.− Sus hábiles dedos se movieron rápidos abotonando todos los ojales. − Bueno, pues parece un razonamiento bastante tonto, ¿no?, − contestó Rebeca sorprendida por el cuidado con que Josie le metía el pie en la otra bota. Le sujetaba la pantorrilla con una mano y con la otra introdujo parte del zapato en el pie de la joven, entonces lo dejó cuidadosamente en el suelo antes de, metódicamente, abotonarla. − Por eso nunca los uso. Ni tampoco los corsés, − contestó Josie levantándose.− Muy bien, echemos un vistazo. Rebeca se levantó y despacio dio una vuelta entera. Se paró y observó la mirada de la pistolera, que la recorría de arriba abajo muy despacio, como si la estuviese memorizando. − Josie, ¿qué te parece? − Preciosa, − contestó dándose cuenta que, de repente, su boca estaba muy seca. Tragó saliva y miró a la rubia a los ojos, desconcertada por el verde tan intenso que desprendían, eran casi de un verde esmeralda. “Ya no eres una niña, Rebeca”, pensó para sí misma mientras sus ojos se embriagaban por la visión que tenía frente a ella. “No, en absoluto”.− Serás la más bonita de la fiesta, − dijo con mirada burlona.− Ahora solo tienes que intentar no llenar tu vestido de salsa. Sé que comerás.− Acompañó sus palabras con un gesto de sus manos describiendo una forma de comer de lo más deslucida. − Oh, tú…− se enojó Rebeca en broma.− Y eso me lo dice la mujer que hace ruido con sus sobacos. − Hey, ya te dije que tengo muchas habilidades. − Oh sí, y esa es una de ellas que estoy segura de que agradará a multitud de posibles maridos.− No entendió la sonrisa de satisfacción de los labios de la pistolera. Rebeca iba a continuar con su comentario, cuando la campana de la iglesia repicó en la distancia, atrayendo su atención a la hora.

− Oh no, llegará en cualquier momento, − gritó corriendo alrededor buscando el cepillo del pelo.− Oh Josie, mi pelo es un desastre y… − Tranquilízate, Rebeca. Aquí.− Sacó el cepillo de la mochila y caminó hasta la ventana.− Ven aquí y vigila si viene. Yo me ocuparé de tu pelo. Como prometió, Josie le cepilló el pelo a Rebeca dulcemente, mientras la rubia miraba calle abajo. Los verdes ojos estaban medio cerrados por el disfrute del inesperado lujo de tener a alguien que la peinase, y unos largos dedos ayudaran a suavizarle el cabello. Las cepilladas eran más delicadas de lo que ella se las había dado nunca, y Rebeca tomó nota mental de volver a pedírselo en otra ocasión, tal vez a cambio de un masaje. A Josie le encantaban. La joven sonrió por la imagen. Disfrutaba dándole masajes a la pistolera, recorrer su dedos a lo largo de sus fuertes músculos, escuchar el suave murmullo de relax proveniente de su boca. Deseaba que Josie se los pidiera más a menudo, no solo cuando sentía dolor. El sonido de una carreta acercándose dejó a un lado sus pensamientos. − Ya está aquí, − susurró nerviosa, trayendo de vuelta a la pistolera también de sus propias reflexiones. − Oh, − contestó Josie dejando el cepillo sobre la mesa. Posó sus manos sobre los hombros de Rebeca y giró a la joven para mirarla a la cara.− Escúchame. Diviértete, pásatelo bien, pero lleva cuidado.− Ni si quiera se había dado cuenta de que su voz sonaba de lo más maternal.− Sé que ya eres adulta y que lo que hagas es asunto tuyo, pero recuerda que no tienes que hacer nada que no quieras. − Sí, mamá, − contestó Rebeca con una sonrisa intentando ocultar su nerviosismo. No funcionó. − Estarás bien. Para de preocuparte, − dijo Josie a modo tranquilizador.− Será mejor que vaya antes de que piense que lo has plantado. − Oh…adiós, − dijo caminando hacia la puerta, solo para volverse y darle a su amiga un rápido abrazo.− Estaré de vuelta pronto…lo prometo. Josie se quedó de pie frente a la ventana, mirando cómo Lance ponía una caja de madera en el suelo para que Rebeca la utilizase como escalón para subir a la carreta. A pesar de su insuficiente educación,

Rebeca actuó como una verdadera señorita, levantando la mano para que la ayudaran a subir y sentándose con las manos cruzadas sobre su regazo. Lo único que le faltaba era un sombrero. “Maldita sea, olvidé el sombrero”, pensó Josie para sí misma. “¿Cómo pude olvidar algo así? Oh Rebeca, espero que a nadie se le ocurra mencionarlo”. Miró alejarse la carreta hasta que la perdió de vista y luego se separó de la ventana. Josie estaba tumbada sobre la cama, con los dedos entrelazados por detrás de su cabeza. ¿Qué había pasado en el saloon? ¿Por qué se enfadaba tanto cuando los veía juntos? Resopló haciendo que unos mechones de pelo que le tapaban los ojos, se movieran para revelar una mirada de total exasperación. Debería de estar contenta de que Rebeca hubiera encontrado a un muchacho agradable que la colmara de atenciones. Por lo que sabía a cerca del pasado de la joven, no estaba acostumbrada a recibir una atención tan positiva. Josie se frotó los ojos. El hecho de estar allí tumbada, mirando al techo, no iba a ayudarla a entenderlo. Se levantó y fue al saloon. La carreta se alejaba despacio de la ciudad, y un pálido atardecer gris los envolvía como un oscuro manto. − Estás preciosa, − dijo Lance admirando la visión que tenía al lado. − Gracias, − contestó Rebeca despacio, sintiéndose inesperadamente tímida.− Lance, no pareces provenir de por éstos lares. ¿De dónde eres originariamente? − Bueno, nuestra familia proviene del Este, cerca de Albany. Nos mudamos aquí hará unos dos años. Padre era banquero. Vinimos a asentarnos y criar ganado.− Miró al horizonte.− Creo que no pensaba que sería tan duro.− Sonrió y tomó sus manos entre las suyas, con las riendas enredadas entre ambas.− Pero yo estoy convencido de que ha merecido la pena si he podido conocer a una chica tan bonita como tú. Pero, ¿cómo has sabido que no éramos de por aquí? − Por tu acento, − contestó.− Lo tienes, aunque tú no te des cuenta. − Yo no tengo acento, − dijo indignado.− Sólo la gente del Sur y de Nueva Inglaterra tiene acento. − Lo tienes. − Pues no lo sabía. Eres tan inteligente como preciosa, Rebeca, − le alzó la mano para besársela. Ella sonrió, pensando lo agradable y atento que

era, entonces, discretamente, retiró su mano, creyendo que una señorita refinada haría lo mismo. Lance sonrió y desenredó las riendas, moviéndose en su asiento e inclinándose hacia delante para mirar el camino en la escasa luz del anochecer. No hubo un solo sonido durante varios minutos, a excepción del constante ritmo de los cascos de los caballos contra el suelo, y el traqueteo de la carreta.− Rebeca, si ella no es tu madre, entonces ¿por qué viajas con ella?,− dijo desde su asiento mirándola y esperando una contestación.− Debes admitir que no es como las demás mujeres. Rebeca sonrió. − No, no lo es. Pero eso es lo que la hace tan especial. Ella es diferente. Tal vez no encaje con el modelo de la perfecta señorita, pero en general, pienso que las verdaderas damas son aburridas. Josie es divertida. Nunca se sabe lo que esperar de ella. Es excitante.− No se había dado cuenta de lo grande que era su sonrisa mientras hablaba de su amiga, pero él sí. − Parece del tipo al que le gustan los problemas. Creo que estarías mejor si te asentaras en algún lugar. − Oh, y lo haré en algún momento. Pero todavía no he visto suficiente mundo como para decidir qué quiero hacer. − ¿Querer hacer? ¿A qué te refieres? ¿No quieres convertirte en una esposa y madre como todas las mujeres? − Bueno, por supuesto, Lance, − dijo malhumorada y no muy contenta de tener que defenderse.− Es solo que yo quiero más que todo eso. Lance, me gustaría aprender más sobre medicina. Cómo ayudar a los enfermos y heridos. Quiero hacer algo más que cocinar y limpiar o traer bebés al mundo, − se calmó mientras atravesaban las puertas del rancho. − Pues a mí me parece que eso es lo que todas las mujeres querrían, − dijo manteniendo la mirada al frente mientras su perfecta visión se desmoronaba.

* * *

− No me recordaste lo del sombrero, − le gruñó Josie a Sandy entrando al saloon y dirigiéndose hacia la barra.− ¿Y si alguien le dice algo?

− Josie…− Sandy hizo un gesto por detrás de la pistolera al camarero, para sacar una botella y un vaso que escondía debajo de la barra.− No pensé en el sombrero. Estará bien. Además, Rebeca es lo suficientemente bonita como para ir sin sombrero.− Llenó un vaso de whisky y se lo puso delante a la morena.− ¿Encontraste las botas que andabas buscando? − Sí. – Los ojos azules brillaron con una extraña excitación.− Le quedaban perfectas. Tenías que haberlas visto, Sandy; una suave piel blanca con brillantes botones blancos como perlas. Estaba preciosa con ellas y con el vestido también. Usáis la misma talla.− Josie se calló al darse cuenta de lo mucho que había hablado de más. Rápidamente se bebió el vaso y volvió a llenarlo.− Ojala hubiera recordado lo del maldito sombrero, − murmuró en el vaso. − La próxima vez lo harás, Josie. Y mientras la chica se lo está pasando bien, ¿por qué tú no? Hay cigarros frescos en mi bureau y la mesa de billar está libre, − sugirió intentando borrar la sonrisa de su cara. La pistolera estaba actuando como la típica madre que se preocupa por la primera cita de su hija. “Esa chica significa algo para ti Josie, puedo sentirlo”, pensó para sí misma la madame. “Has cambiado y estoy dispuesta a jurar sobre la Biblia que se debe a la muchacha”. − Vale…estoy harta de estar aquí mirando a todos estos vejestorios, − gruñó Josie sacando a Sandy de sus pensamientos. La pistolera cogió la botella de whisky y se dirigió a la parte trasera del saloon.

* * *

− Rebeca, estos son mi padre y mi madre, el Señor y la Señora Jon Van Doren.− Lance se volvió hacia sus padres.− Madre, Padre, ésta es Rebeca. El Señor Van Doren le besó la mano, y la Señora Van Doren sonrió y dijo, − Encantada de conocerte… ¿Rebeca? − Cameron, Rebeca Cameron. Es un placer conocerla también, − contestó inclinándose hacia delante para aceptar el beso en la mejilla que le ofrecían.

− Ah, Rebeca, ¿no nos habíamos conocido antes?, − preguntó el padre de Lance. Como su hijo, él nunca olvidaba una cara bonita. − Sí, en el teatro, − contestó, arrepintiéndose inmediatamente al ver la mirada en la vieja cara de la madre. − Ah sí, el teatro. Un lugar encantador, ¿no es así? No tan distinguido como el Palace, pero bastante agradable para un lugar tan pueblerino como éste.− Se giró mirando a su alrededor para ver si había alguien más importante con quien hablar y, al no encontrar a nadie, devolvió su atención a la joven.− ¿De qué estábamos hablando? Oh sí, el teatro. Estabas allí con tu madre, ¿no es así?− Lance abrió su boca para corregirla, pero la cerró cuando sintió un golpecito en el costado. − Los actores eran muy divertidos, ¿no creen?, − contestó Rebeca, intentando desesperadamente cambiar de tema. − ¿Los actores? Oh, supongo.− Rechazó el tópico ondeando la mano como si aquello ni siquiera mereciera la pena discutirlo, y después continuó.− Pero, cuéntame querida, ¿por qué tu madre vestía la ropa de tu padre? ¿Y en público?, − dijo en tono de desaprobación. La cabeza de Rebeca trabajó rápidamente intentando buscar una explicación aceptable. − Oh, bueno, verá…lo hace por mí. Si la gente la ve conmigo, entonces, imaginan que ella es un hombre y así no me molestan. Madre solo trata de proteger mi virtud, − sonrió intentando parecer tan inocente y educada como le fuera posible. − Ah, sabía que tenía que haber alguna explicación.− Una vez satisfecha su curiosidad, se volvió hacia su marido.− Vamos, John.− Tenemos más invitados a los que atender.− La Sra. Van Doren le ofreció a Rebeca una sonrisa del todo forzada y, cogiéndose del brazo de su marido, lo condujo en dirección a un pequeño grupo de gente que acababa de llegar. − Siento todo esto, − dijo Lance una vez que sus padres estuvieron lo suficientemente lejos como para poder escucharlo.− Madre puede ser un poco….molesta a veces. − Está bien, − contestó Rebeca. El aroma a costillas recién asadas asaltó su nariz. −Mm, huele maravillosamente, − dijo sinceramente.

− Oh, no tienes ni idea hasta que pruebes la comida de Pedro. Sus costillas se deshacen en la boca, − dijo riéndose.− Por supuesto, tienes que asegurarte de tener un buen vaso de agua al lado. Son un poco picantes. − Me gusta el picante, Lance. En una ocasión, mi padre vino a casa con una guindilla y, cielos, eso sí que picaba. − Bueno, en ese caso supongo que podrás aguantar la salsa de Pedro. Venga, veamos si podemos conseguir un poco antes de que acaben con ella.

* * *

− ¿Crees que lo estará pasando bien?, − preguntó distraídamente Josie por quinta vez en la última hora. − Josie, estará bien. Volverá pronto, estoy segura. Relájate, − dijo Sandy sacando un par de cigarros de una caja que había sobre su escritorio.− Ahora que lo pienso, creo haber visto a su familia por aquí antes. Parecen realmente agradables. Seguro que estará bien, − dijo ofreciéndole un taco a la pistolera.− Es tu turno. − Yeah, − contestó Josie sin demasiada convicción. Se preguntaba continuamente “¿estás a salvo, enana?, ¿estás bien? Por favor, lleva cuidado”.

* * *

− ¿Lo has pasado bien, Rebeca?, − preguntó Lance de camino a los establos. − Sí, muy bien, gracias. La comida estaba deliciosa y la compañía muy agradable también, − dijo tímidamente, girando la cabeza un poco avergonzada. − Sí, lo ha sido.− dijo con la voz ligeramente más profunda que antes. Estaban de pie justo frente al establo. Lance se movió, situándola entre él y la pared del edificio.− Rebeca…− dijo acercándose, haciendo que ella pegara la espalda a la pared de madera.− Eres muy bonita.− Había visto

la manera en que Rebeca sonreía durante toda la noche con cualquier cosa que dijera, y ahora intentaba utilizarlo en su beneficio.− Tus labios, fueron hechos para besar.− Recorrió su pulgar a lo largo de su labio inferior, haciendo que el corazón de Rebeca se acelerara. La joven lo miró insegura, sin saber qué decir o hacer, temerosa de ser besada o no. − ¿Oh?, − fue todo en lo que pudo pensar. Lance sonrió. − Sip.− Se inclinó y presionó su boca contra la de ella, empujándola fuertemente contra la pared. Sus brazos comenzaron a subir por la pared y se detuvieron a ambos lados de su cabeza, contra la madera.− Rebeca…− susurró tomando aire antes de plantarle otro firme beso. La joven sintió entonces la lengua de él rozándole los labios, pidiéndole entrar. − No, − dijo ella empujándolo con sus manos, intentando alejarlo. Lance no retrocedió, pero tampoco hizo esfuerzo alguno por continuar. − Rebeca…todas las chicas besan, − dijo como algo obvio. − Y yo te he besado…pero no quiero hacer…eso, − dijo deseando que Josie estuviera a su lado en aquel momento.− Lance, un verdadero caballero no empujaría a una dama a ir más allá de lo que ella deseara. El muchacho pasó sus dedos por su cabello castaño intentando mantener el control. Aquella joven rubia era tan tentadora. Deseaba probar su boca, llevársela a su cama. Ella sería una buena madre, pensó mirando sus femeninas curvas a la altura de las caderas. Su madre siempre le había dicho que observara las caderas. Cuanto más grandes fueran, mejor para dar a luz a los niños. Las caderas de Rebeca no eran tan anchas, pero lo suficientemente bonitas como para encenderlo durante un tiempo. Lance le sonrió y volvió a ponerle la mano detrás de la cabeza, inclinándose hacia ella ligeramente. − No estoy intentando forzarte, dulce Rebeca. Soy, después de todo, un caballero.− No hizo ningún esfuerzo por cambiar de posición, al menos hasta que ella no retirara sus manos de su pecho para evitar que la besara otra vez.− Pero tienes que entender que cuando un hombre te besa, debes permitirle hacerlo de la forma que él quiera. ¿No te habían besado antes? −N-no. Lance, será mejor que vuelva a casa ahora mismo.− Intentó escabullirse por debajo de sus brazos, pero él era demasiado rápido para

ella.

Rápidamente

le

cogió

de

las

manos

y

la

acercó.

− Rebeca…no estoy intentando forzarte, solo quiero besarte.− Acercó su boca a la de ella otra vez, en ésta ocasión con más autoridad. La obligó a que abriera su boca con la lengua, gritando y dejándola ir cuando sintió el mordisco en su labio inferior. − ¡Oh…zorra!, − escupió tocándose con la mano el labio. − He dicho que no, − dijo nerviosa con visiones de las mujeres de Resewood y las cosas que los hombres de Lefty les hicieron. El pánico se apoderó de ella. − Bueno…eso creo, ¿no?, − dijo en tono de derrota.− Si así es como quieres que sea…− Rebeca comprendió el contenido de sus palabras. Él ya no estaba interesado en ella. Miró al grupo de trabajadores del rancho que había por allí.− ¡Hey Matt!, − llamó. Uno de los hombres se separó del grupo y caminó en su dirección.− Matt te llevará a casa, − dijo despidiéndose de ella y uniéndose a los demás hombres. Les dijo unas palabras gesticulando en la dirección de la joven y, sin ni siquiera girarse, volvió a la fiesta que se celebraba en la casa principal. Matt la miró con gesto de disculpa, mientras la guiaba hacia una carreta destinada a recoger el heno, y la ayudaba a subir. − Los siento, señorita. Éste es el único carro que el Sr Van Doren nos permite utilizar. Los asientos están bastante limpios.− De todos modos, sacó un pañuelo del bolsillo y frotó la tabla de madera antes de que ella se sentara.− Estará de vuelta a casa en seguida.− Se sentó y arreó las riendas haciendo que los caballos se movieran. Rebeca permaneció quieta todo el camino de vuelta, deseando únicamente regresar junto a Josie, para que le dijera que ella no había hecho nada malo, y que todo iba a estar bien, pero sobre todas las cosas, estar con ella.

* * *

Josie caminaba arriba y abajo desde la ventana hasta la puerta trasera del saloon una y otra vez. Sandy miró el reloj nerviosa. Eran más de las diez y no había señal alguna de Rebeca. Media docena de prostitutas jugaban a las cartas. La amenazadora mirada de la pistolera, había alejado a la mayoría de los

clientes desde que salió de la parte trasera del saloon, alrededor de las ocho, y había comenzado su frenético caminar. − Josie, por favor, ven y siéntate…me estás mareando. − ¿Cuánto más es posible que tarde? Dijo que volvería pronto, − gruñó la pistolera. El ruido de una carreta en la distancia la atrajo a la ventana.− Ya está aquí, − dijo Josie con un evidente tono de alivio dirigiéndose hacia la puerta. − Buenas noches, − dijo Sandy a la pistolera que ya salía por la puerta. Josie llegó a la posada un minuto o dos antes que Rebeca. Tenía la lámpara encendida y estaba sentada en una silla, esperando a que la joven subiera las escaleras y le contara cómo lo había pasado. Escuchó las pisadas de la chica a través del hall. Se detuvieron frente a la puerta, pero Rebeca no entró inmediatamente. Pasaron unos segundos mientras Josie esperaba que la rubia abriera. Un agudo miedo se instaló en la pistolera mientras saltaba de la silla y abría la puerta. Al instante, Rebeca estaba en sus brazos, sollozando manifiestamente. El cuerpo de Josie se tensó inmediatamente mientras envolvía a la joven en sus brazos y cerraba la puerta. La llevó hasta la cama y se sentaron, manteniendo los brazos alrededor de Rebeca. Sentimientos de enfado, temor, preocupación, remordimientos de conciencia por no haber estado allí, llenaban a la pistolera, mientras esperaba que las lágrimas y la respiración entrecortada, cesaran para que le permitieran a su amiga hablar otra vez. Al cabo de varios minutos, Rebeca se calmó lo suficiente. Josie había pasado la mayor parte de ese tiempo sujetándola, esforzándose para que su cólera no aflorara, y prometiéndose a sí misma que Lance sufriría lo indecible si le había hecho algún daño a su amiga. Despacio, las lágrimas y los sollozos cesaron hasta el punto en el que Josie se sintió cómoda para comenzar. − ¿Qué ha ocurrido?, − preguntó vacilante la pistolera, sin estar segura de querer saber la respuesta. Sus ojos inspeccionaron a Rebeca, sin ver ninguna mancha o desgarro en el vestido. La joven tomó aire antes de hablar, con la mirada fija en un punto de la puerta. − Me besó, − dijo despacio.− Quería que lo hiciera, pero…− su voz falló. Josie la cogió de la barbilla y la obligó a mirarla a los ojos.

− ¿Pero qué, Rebeca? ¿Qué te hizo? − Luchó por mantener su furia bajo control y que no se le notara en el tono de voz.− Cuéntamelo, − insistió Josie suavemente. − Intentó…− hizo una pausa, pero no desvió la mirada. Josie juraría que podía ver el esfuerzo que hacía la joven por hablar.− Intentó besarme más de lo que yo deseaba…y cuando le dije que no, él…se enfadó y uno de los trabajadores me trajo a casa. − ¿No fue lo suficientemente hombre como para traerte él mismo? − En ésta ocasión Josie no se esforzó en ocultar su disgusto. − Pero lo hizo Matt…es un buen tipo.− No vio ningún cambio en la expresión de la pistolera.− Josie, no intentó nada. Matt se portó como un perfecto caballero. − Es una pena que Lance no lo fuera, − gruñó levantándose y yendo hasta la ventana. Le estaba costando un gran esfuerzo permanecer en la habitación y no ir y golpear al joven. Un pensamiento desagradable le vino a la mente.− Rebeca… ¿hay algo más? Quiero decir, ¿intentó tocarte? − Le costaba encontrar las palabras. − No, − fue la respuesta. Josie se relajó visiblemente y regresó a la cama. Sin pensarlo, pasó su brazo alrededor de los hombros de Rebeca y la atrajo para otro abrazo. − Está bien, enana. Ahora estás a salvo, − le susurró al oído.− Ojalá esto no hubiera ocurrido. − También lo pasé bien, − dijo Rebeca intentando relajar el ambiente.− Tenían un cocinero, Pedro. Hace las mejores costillas…estaban riquísimas. − ¿Cuántas costillas te tomaste, mi pequeña máquina de comer?, − bromeó la pistolera intentando también acabar con aquella sombra de preocupación. La joven sonrió y parpadeó. − Solo unas cuantas. Después de todo, tenía que comportarme como una señorita. Oh, y también había música…− Continuó varios minutos más describiendo el resto de la fiesta, dejándose deliberadamente los detalle de la conversación con la madre de Lance. Dejó escapar un largo bostezo en medio de la descripción del rancho. − Creo que es hora de irse a la cama, − dijo Josie levantándose.

Rebeca asintió con la cabeza y se agachó para desabrocharse las botas. Sin decir una palabra, la pistolera se arrodilló en el suelo, e hizo la mayor parte del trabajo con los botones. − Gracias.− Cogió una de las botas y la miró pensativa.− Sabes, Josie, algún día te voy a regalar algo. Algo que solo yo pueda darte. Algo irremplazable.− Con mucho cuidado, recorrió los dedos a lo largo de la piel de la bota.− Algo que te haga sentir tan especial como me he sentido yo esta noche. No hacía falta que me compraras esta botas tan bonitas, y tampoco tenías que conseguirme un vestido.− Antes de que Josie pudiera reaccionar, Rebeca la rodeó con los brazos y la apretó contra ella.− Algún día… Josie bajó la mirada a la rubia cabeza descansando bajo su barbilla. Volvió su mente unos meses atrás, intentando recordar, exactamente, cuándo la joven que ahora tenía en sus brazos, había traspasado sus defensas y se había convertido en una parte tan importante en su vida, y no en una inesperada carga. Apretó su abrazo un poco más, sonriendo cuando sintió que se lo devolvían. − Venga, enana. Has tenido un día muy largo. Deja que te meta en la cama. Bastante después de que Rebeca se hubiera dormido, Josie permanecía despierta tratando de sofocar el enfado que ardía dentro de ella. A pesar de los argumentos por parte de la rubia de que, Lance no había intentado otra cosa más que besarla más allá de lo que ella deseaba, la pistolera todavía sentía una cólera más que incontrolable recorriéndola. ¿Cómo había intentado forzar a Rebeca? Solo cuando miró la angelical cara durmiendo a su lado, Josie se calmó un poco. Moviéndose muy despacio para no molestarla, la pistolera se enroscó en el cuerpo de la rubia, y muy pronto se unió a su sueño. Después de desayunar, fueron al saloon para devolver el vestido y visitar a sus amigas. Sandy, rotundamente rechazó aceptar la prenda, alegando que había estado cogiendo polvo en el armario durante meses después de que su dueña lo olvidara allí. Josie se sentó en una mesa con tres mujeres más para jugar unas cuantas manos al póker, mientras la rubia visitaba a Stacey y a Victoria, que permanecían en sus habitaciones. − Full de Reyes, − dijo Elaine triunfalmente enseñando las cartas y

recogiendo las ganancias de las apuestas. A pesar de tener un póker en sus manos, Josie dejó las cartas sobre la mesa. Algo más había captado su interés. − Ahora vuelvo, − dijo levantándose de la silla y salir apresuradamente por la puerta. Elaine y las otras se miraron las unas a las otras por un breve instante antes de que una de ella fuera a buscar a Sandy. No tenían ni idea de a quién o qué había visto la alta mujer, pero lo que fuese, la había enfurecido bastante. Lance estaba de pie frente a la tienda de comestibles, totalmente inmerso en sus pensamientos. Lo próximo que supo es que se encontraba contra la pared del edificio, con una extremadamente enfadada mujer de negro sujetándolo por el cuello de la camisa. Había fuego en sus ojos, un fuego reservado para él, y lo sabía. Jamás en su corta vida había sentido tanto miedo como ahora. − Y-y-yo…, − tartamudeó. − Eres un hombre muy afortunado, ¿sabes? − gruñó Josie, empujándolo contra la pared otra vez para darle más énfasis a sus palabras.− No me gustan los hombres que tratan de aprovecharse de las jóvenes, especialmente…de….mi amiga.− Acentuó las tres últimas palabras con pequeños empujones contra su pecho, estampándolo fuertemente contra la pared de madera. − Y-yo… solo la besé, − lloró haciendo con sus ojos un vago intento de encontrar a alguien que pudiera ayudarlo.− Lo juro, no intenté nada más, ¡lo juro! − Si has intentado algo más…− Josie acercó su rostro a tan solo unas pulgadas de distancia del de él, − el único rastro que quedará de ti será tu firma.− Le miró la entrepierna y luego subió hasta su cara y levantó una ceja.− ¿Lo coges? El muchacho tragó nerviosamente mientras unas gotas de sudor bajaban por su frente. Josie lo volvió a apretar de la camisa y luego lo empujó con más fuerza contra la pared. Sabía que acabaría con más de un cardenal en su espalda y, tal vez con un par de pantalones inservibles, pero a su entender, ese era un precio demasiado bajo con el que pagar aquella mala experiencia vivida por Rebeca en su primera cita.

− Rebeca es una persona muy olvidadiza, pero yo no. Así que ve con cuidado si no quieres volver a casa con todas las partes de tu cuerpo intactas.− Le dio un empujón más y después le soltó de la camisa.− Hazle daño otra vez y juro que no vivirás para arrepentirte. Lance se dejó caer al suelo junto a la pared, agradecido de continuar vivo. Josie le dio una última mirada de advertencia antes de girarse y volver al saloon. Se detuvo en seco al ver a Rebeca de pie junto a la boca del callejón mirándola. Nadie prestó atención al aterrado chico que salió corriendo en la dirección contraria. Josie se acercó a ella, tratando de mantener el semblante lo más inexpresivo posible, a pesar del miedo que se traducía en la cara de la joven por haber atacado a aquel muchacho como un animal salvaje. Para cuando la pistolera estuvo junto a Rebeca, ésta estaba segura de que la joven se alejaría de ella para no volver nunca más. − ¿Cuánto has visto?, − preguntó Josie intentando evitar el contacto visual, segura de la decepción que encontraría allí. No se esperó sentir el suave roce de Rebeca en su antebrazo. − Suficiente, − dijo muy despacio.− ¿Le has hecho daño? − No tanto como quería, − admitió la pistolera.− Me contuve. − ¿Por qué? Hey…, − le cogió la cara con la mano…− mírame…así está mejor. ¿Por qué te contuviste? ¿Por mí?, − preguntó despacio. Los azules ojos se apartaron por un breve instante, dándole a Rebeca una respuesta. La admisión no pronunciada fue suficiente como para hacer que Josie se sintiera visiblemente incómoda. La joven retiró su mano y le sonrió cálidamente entendiendo sus miedos interiores. También supo que su alta compañera no estaba preparada para hablar de sus sentimientos. Éste no era el caso en el que la pistolera hubiera protegido a alguien de un mal. Rebeca se dio cuenta de que aquello era algo mucho más profundo. Lo que había ocurrido en la calle era venganza, pura y llanamente. Josie quería castigar a Lance por haberle hecho daño. Y por mucho que detestaba la violencia física, Rebeca jamás se sintió tan cómoda y querida, ante el conocimiento de que a la pistolera le importaba tanto como para haber hecho una cosa así. Atrapó los ojos azules con los suyos.− Me alegro de que no lo golpeases, aunque lo mereciera.

Esas palabras acabaron con la tensión que Josie estaba sintiendo en su pecho, al entender que Rebeca no estaba enfadada con ella. − Quería hacerlo, ¿sabes? Quería aplastarle la cabeza contra la pared.− Sus musculosos antebrazos, se tensaron al recordar la sensación de empujarlo contra la pared de madera de aquel edificio. − Lo sé, Josie. Pero, ¿es que no te das cuenta? No lo hiciste. No le pegaste. Bueno, al menos no muy fuerte, no perdiste el control, − dijo a modo tranquilizador, frunciendo el ceño cuando vio que la mandíbula de pistolera todavía estaba tensa.− Josie, tú no eres el monstruo que la gente piensa que eres o incluso que tú misma piensas que eres. Lo que hiciste hoy no te salió desde el enfado o el odio, fue hecho desde la preocupación por otra persona.− Rozó el brazo de la pistolera otra vez y mantuvo el contacto, rodeando con sus dedos la fuerte muñeca.− Por mí, − dijo Rebeca. La pistolera se aclaró la garganta y muy despacio le retiró la mano a la joven. Las emociones que la asaltaban eran demasiado para ella otra vez. − No creo que tengas que preocuparte más por Lance, ni tampoco por sus calzoncillos. − ¡Josie!, − dijo Rebeca asombrada por el comentario de su amiga.− No puedo creer que hayas dicho eso. ¡Qué mala! Una enorme sonrisa apareció en su cara al volver a pensar en el comentario. La sonrisa se convirtió en risa y ésta en carcajada. Le golpeó el brazo en broma a su alta amiga.− Eres mala. − Pues quédate a mi alrededor y sabrás lo mala que puedo llegar a ser, − dijo Josie pícaramente.− Venga, te invito a un trago. Y si eres una buena chica, incluso te enseñaré a jugar al billar. − ¿De veras?, − contestó Rebeca excitada. – ¿Lo harás? Enseñarme, quiero decir. Josie sonrió ante aquella mirada de niña contenta en la cara de su amiga. − Rebeca, te enseñaré a jugar al billar y a todo lo que tú quieras. Pero te advierto que soy una maestra muy dura, peor que Belle.

− Si eres tú la que me enseña, no me importará. Aprendo rápido, ya verás, − dijo entusiasmadamente.− No te decepcionaré. − De eso estoy segura, − afirmó Josie entrando al saloon.

34. Finales y comienzos − ¿Quieren marcharse?, − preguntó Josie moviendo el taco y metiendo la bola cuatro limpiamente en el agujero de la esquina. − Sip. Las dos. Puedo entender a Stacey, por lo del disparo y eso, − contestó Sandy viendo colarse la bola número siete en el agujero lateral.− Y Victoria, bueno, creo que tu Rebeca tiene algo que ver en ello. Dice que no quiere prostituirse nunca más. − ¿Y qué es lo que va a hacer?− Le pasó el taco a la madame e ignoró el comentario de “tu Rebeca”.− Por lo que sé, no tienen ninguna habilidad. − No lo sé, Josie. Todavía es joven. Tal vez pueda encontrar un hombre y formar una familia. – Se inclinó y apuntó.− Por supuesto que no podrá hacerlo por aquí. Alguien podría reconocerla de haberla visto en Rosewood.− Sandy cogió impulso y envió dos bolas al agujero. Desafortunadamente, una de ellas era la blanca. Josie alargó el brazo para coger el taco con un gesto impenetrable en su cara.

− ¿Y piensas que lo conseguirá si se marcha de aquí? − No lo sé. Incluso sin ninguna educación, la chica es lista. Imagino que si fuera a algún lugar donde empezar de cero, estaría bien, − dijo la madame.− Aunque no la conozco demasiado. Sería mejor que le preguntases a Elaine o incluso a Rebeca. − Hmm.− Josie dejó la conversación en el aire mientras hacía uso de su turno, dejando escapar un gruñido cuando la bola ocho rebotó contra el verde lateral. Dejó el taco sobre la mesa de billar.− Sandy, tengo que ir a un sitio. Échale un ojo a Rebeca. − Vale, no hay problema. De todas formas creo que está con Victoria. ¿A dónde vas?, − preguntó Sandy. − A la oficina de correos.

A pesar de los esfuerzos de Rebeca durante la cena para intentar sacarle a la pistolera por qué había ido a la oficina de correos, Josie se negó rotundamente a contarle nada. Eran las ocho y media de la noche y ya estaban acomodadas en su habitación para pasar la noche. La pistolera limpiaba sus armas y la joven estudiaba el libro de medicina. La cabeza rubia se alzó por detrás del enorme libro. − ¿Enviaste un telegrama? − Rebeca…− la advirtió. − Lo siento, Josie. Si tan solo me contases por qué has ido allí, no te molestaría sobre el asunto.− intentó sonsacarle ansiosa de satisfacer su curiosidad. La pistolera sonrió y continuó limpiando su revólver. − Nop, − dijo con suficiencia, mirando cómo Rebeca se frustraba más y más. − Josie…venga, dímelo. − Nop. − Por favor….y te daré un masaje. − Nop, − contesto, aunque la oferta era tentadora. Al no estar viajando, realmente no estaba sometida a ninguna actividad física que dañara su espalda. Y el altercado con Lance no fue nada. Josie echaba de menos aquellos momentos en los que se relajaba y permitía a su amiga acabar con la tensión. Pero en esta ocasión no iba a dar su brazo a torcer, no importaba lo que Rebeca intentara. − Josie…sabes que voy a estar preguntándote hasta que me lo cuentes, así que, ¿por qué no me lo dices y acabamos con todo esto?, − sonrió con malicia. − Nop. − Por favor. − No. − Vamos, por favor.− Cada vez que preguntaba tan solo servía para que sintiera más curiosidad, para regocijo de la pistolera. Podía imaginarse perfectamente cómo Rebeca debía ser en Navidades.

− Voy abajo a tomar un baño, − dijo Josie levantándose. La joven iba a insistir una vez más, cuando registró esas palabras en su cabeza. Rebeca levantó un brazo y rápidamente lo volvió a bajar. El cálido día no había ayudado mucho a sofocar el aroma. − Um, ¿Josie?, − preguntó seriamente. El cambio de tono atrajo la atención de la pistolera que ya estaba a punto de salir de la habitación.− Si no te importa, vigilaré tu puerta si tú vigilas la mía. Yo um…me sentiré más segura contigo allí, − dijo bastante segura de que Josie aceptaría, especialmente después de la forma en la que la pistolera había reaccionado ayer al ver lo endeble que era la cerradura. Lo que Rebeca no esperó es la momentánea mirada de afecto en su rostro. Josie cogió una segunda toalla y se la lanzó. − Venga, − dijo con una amable sonrisa. “No te preocupes, Rebeca. Yo siempre te protegeré”, pensó mirando a la rubia coger su ropa para dormir de los pies de la cama.

* * *

− Josie, sé que enviaste un telegrama. Venga, ¿a quién?, − preguntó a través de la puerta cerrada. − Déjalo ya, Rebeca…y para de gritar a través de la puerta. Si quieres hablar conmigo, entonces ven aquí.− Elevó la pierna y luego la bajó y sumergió en la tibia agua. Josie vio cómo el cerrojo se levantaba lentamente y la puerta se abría. No se molestó en intentar atrancarla cuando entró, sabiendo muy bien que incluso sin sus armas, se las podría arreglar si algo sucediera. Aquella bañera no era lo suficientemente profunda para la alta mujer, así que el agua le llegaba justo por debajo de sus pechos. Rebeca entró e intentó no mirar a la desnuda mujer, cruzó la habitación y se sentó en el suelo, de espaldas a la porcelana. Josie rio muy despacio.− Rebeca, no tienes que sentarte en el suelo. Hay un buen taburete allá, cógelo y relájate. − Uh…no, no puedo. Además, estoy bien aquí, − dijo visiblemente avergonzada. Josie sonrió, aunque la pequeña rubia no podía verla. − Ya me has visto desnuda antes, Rebeca, − se esforzó para que su tono

de voz pareciese amable y comprensivo, intentando no hacer que su amiga se sintiera todavía más abochornada. − Sí, bueno, pero tan solo por unos segundos, mientras te cambias de ropa. Nunca he hablado contigo…así.− Mantuvo sus ojos enfocados en un nudo de la puerta de madera. − Duermo sin ropa contra ti cada noche, − intentó otra vez Josie. − Lo sé… y también sé que estoy siendo una tonta, − dijo Rebeca girando la cabeza hacia la pistolera, pero no lo suficiente como para ver nada. Un largo y húmedo brazo emergió del agua y golpeó suavemente la rubia cabeza. − De acuerdo, Rebeca. Si te sientes más cómoda así, no hay problema. Te diré algo, ¿por qué no me cuentas una historia?, − dijo Josie esperando que se sintiera mejor. Era realmente irritante tener que girarse cada vez que la joven quería vestirse o desvestirse. − ¿Cuál quieres oír? − No sé…cuéntame algo que no haya oído antes, − contestó la pistolera frotando el trapo con el jabón hasta que estuvo cubierto de espuma blanca. Dobló el brazo por detrás e intentó lavarse la espalda, gruñendo mientras estiraba los dedos para llegar a aquella zona imposible de alcanzar. − ¿Qué haces?, − preguntó Rebeca, poniéndose de rodillas y girándose para mirar a Josie. − Intentar lavarme la espalda, ¿qué es lo que parecía que hacía?, − contestó malhumorada. − Bueno, si hubieras pedido ayuda, − contestó la joven levantándose y caminando hasta el rincón. Cogió el taburete y lo acercó hasta la bañera.− Échate hacia delante, por favor, − dijo Rebeca cogiendo el trapo lleno de jabón de las grandes manos, y comenzando a frotarle la espalda a su amiga. Josie alargó su brazo por detrás de la nuca y apartó su negro pelo hacia un lado por encima del hombro, para que la rubia pudiera continuar su trabajo. Rebeca tarareó una canción mientras pasaba meticulosamente el trapo por la espalda de la pistolera, frotando suavemente sus bien definidos

músculos. Josie cerró los ojos y dejó caer la cabeza, humedeciendo la punta de su pelo en el agua llena de jabón. − ¿Qué tal? − Mmm, bien, − murmuró la pistolera, relajándose con el suave tacto sobre su espalda ayudado por el jabón. Rebeca sumergió el trapo en el agua antes de escurrirlo sobre el hombro de Josie. Repitió el proceso hasta que estuvo segura de quitar el mínimo rastro de jabón. Solo entonces dobló el trapo y lo dejó en el borde de la bañera para volver al taburete. Se sentía algo decepcionada por haber terminado. Rebeca no sabía por qué, pero había algo agradable en masajear a aquella mujer. Sentir sus fuertes músculos bajo su tacto, ver la pequeña sonrisa que se formaba en la cara de Josie, saber que había algo que podía hacer para que la morena se sintiera más cómoda y relajada. Estaba segura de que en dos ocasiones había hecho que la pistolera se durmiera. Deseaba que Josie le pidiera un masaje más a menudo. La morena cogió el trapo del borde de la bañera. − Gracias, Rebeca, − dijo Josie terminando rápidamente al haberse enfriado el agua hasta un punto casi incómodo. ¿Podrías acercarme la toalla, por favor? − Oh…um, sí.− Rebeca se levantó y cogió la toalla de Josie del estante. Se la tendió y esperó a que la pistolera se levantara y saliera de la bañera. − Gracias, − dijo Josie cogiéndola y empezando a secarse. − ¡Oh, lo olvidé!, − exclamó Rebeca.− Puse agua a calentar. Probablemente se haya consumido ya.− No pudo evitar mostrar la cara de decepción. Había esperado con ansia poder quitarse de encima aquel polvo y olor a sudor.− Será mejor que vaya a ver. Josie vio cerrarse la puerta detrás de la joven. Movió los hombros disfrutando lo relajados que los sentía. Cogió un par de bragas y se las puso justo cuando escuchó un golpeteo en la puerta. − ¿Josie?, ¿puedes abrirme la puerta? Tengo las manos ocupadas. La pistolera pasó sus manos por las mangas de su camisa, dejándola caer descuidadamente por su cuerpo mientras se acercaba a la puerta. La fuerte mujer abrió y le cogió los dos pesados cubos a Rebeca con cuidado de no pisarle los dedos a la rubia en el intercambio. En unos

segundos, ambos cubos se vaciaron en la bañera provocando humaredas de vapor. − Pensé que ya no te quedaría agua, − dijo dejando los cubos vacíos en el suelo. − No, − contestó Rebeca aliviada.− Supongo que los fogones no estaban tan calientes.− Permaneció quieta, de pie durante unos instantes y entonces preguntó vacilante, − Josie… ¿es que no vas a salir? − Claro, esperaré afuera, − dijo abotonándose la camisa mientras llegaba a la puerta. La pistolera había pensado que, tal vez la joven quería que le frotara la espalda. “Enana, ¿realmente es necesario tanto pudor?”, pensó Josie para sí misma cerrando la puerta tras ella y apoyándose contra el marco. Dejó caer la cabeza hacia atrás hasta tocar la pared y cerró los ojos planeando echar una siestecita mientras Rebeca se enjabonaba. De repente escuchó un splash en el agua y un golpe seguido de un lastimero quejido. Se irguió y en un instante abrió la puerta para ver a Rebeca tirada en el suelo, con un pie todavía metido en la bañera. − ¿Estás bien?, − preguntó la pistolera arrodillándose para ayudar a la joven con su pierna para que se sentara.− ¿Te has hecho daño?, − preguntó. Rebeca sacudió la cabeza, agitando la mano para decir que se encontraba bien. − Solo en mi orgullo, supongo.− Un leve tono de vergüenza coloreó sus mejillas. Dobló sus rodillas hacia arriba y las rodeó con sus brazos apoyando la espalda contra la bañera.− Estoy bien, Josie.− Miró hacia la puerta expectante. − Rebeca…− dijo con seriedad.− Si piensas que voy a correr el riesgo de que te vuelvas a caer, estás terriblemente equivocada. Tienes suerte de no haberte golpeado la cabeza con la bañera.− La pistolera sintió sus latidos volver a la normalidad. En una ocasión ella misma se había resbalado en una bañera y se había quedado sin conocimiento. Solo su constitución grande había evitado que se sumergiera en el agua y se ahogase. Josie se levantó y le tendió la mano. − Estoy bien. Venga, llevaré más cuidado ahora, − dijo Rebeca sin moverse del suelo. La pistolera advirtió que la posición de la joven no ayudaba en nada a esconder sus partes personales de la vista. Sabía que

Rebeca debía de haberse hecho daño al caer, pero aun así insistía en quedarse sola. − Levántate y déjame que te ayude a meterte en la bañera, − dijo firmemente, arrepintiéndose al instante de haber utilizado aquel tono, al ver la triste mirada en los ojos verdes. Durante un larguísimo minuto, ninguna de las dos se movió de sus respectivas posiciones. Rebeca se inclinó hacia delante tímidamente y le cogió la mano a Josie, permitiendo que la morena la levantara sobre sus pies. Miró a la cara a la pistolera, sus ojos verdes fijos en los azules mientras levantaba una pierna para meterla en la bañera. Sintió una fuerte mano sujetarla de las caderas al levantar la otra pierna para terminar de meterse dentro. Rebeca se dobló y se sentó con cuidado de no moverse demasiado rápido y hacer que el agua salpicara. Apoyó su espalda contra la pared de la tina y miró a Josie. − Ya estoy dentro, − dijo obviamente. − Ya lo veo, − dijo la pistolera acercándose a la cabecera y sentándose en el taburete.− Y ya que estoy aquí, aprovecharé para frotarte también la espalda. − ¿Josie?, Y…yo no quiero que lo hagas ¿vale? Al instante, la morena se acercó al lateral de la bañera y se arrodilló hasta estar a la altura de los ojos de la, visiblemente molesta, joven. Josie se cruzó de brazos y se apoyó contra la fría porcelana, mostrando en su rostro la preocupación. − ¿Por qué estás tan asustada, enana? ¿Qué temes que descubra?, − preguntó amablemente, deseando en silencio que la joven confiara en ella y le confesara lo que ocurría. Un pensamiento pasó por su cabeza.− Rebeca, ¿me tienes miedo? − ¡No!, − se enderezó y capturó los azules ojos.− No eres tú, Josie, de veras, − la rubia bajó la cabeza, mirándose las manos a través del agua. A Rebeca le tomó solo unos segundos perder la batalla por controlar sus emociones. Su corazón le decía que aprovechara la oportunidad, pero una vocecilla en su cabeza le gritó que no contara nada. Aquellos ojos verdes se cerraron y las lágrimas no tardaron en recorrer sus mejillas. Al momento, Rebeca se encontró así misma envuelta en unos fuertes brazos. Sus lágrimas dieron paso a los sollozos e inmediatamente pasó sus

brazos alrededor del cuello de Josie apretándola fuertemente. La pistolera la sostuvo, haciendo caso omiso de la presión que sentía en sus costillas contra la bañera. Nada importaba a excepción de lograr calmar a su amiga. Josie la acercó un poco más, permitiéndole ver a través de los hombros de la rubia y, entonces descubrió lo que la entristecía tanto. No hacían falta las palabras. Las desteñidas cicatrices se lo dijeron todo. Josie tragó saliva y respiró hondo para contener su creciente enfado por la imagen tan atroz. Sintió a la joven ponerse rígida en sus brazos y la sostuvo más fuerte. − No, está bien, pequeña. Está bien. No pasa nada.− Repitió las palabras una y otra vez en la oreja de la joven, meciéndola dulcemente mientras las pronunciaba. Josie estaba a punto de gritar por el dolor en sus costillas, pero eligió ignorarlo. Su amiga era mucho más importante es ese momento. En la oscuridad de aquel confortable hombro, Rebeca lloró. Lloró por el dolor de una joven que solamente quería ser amada. Lloró por la pérdida de la felicidad y alegría a manos de aquellos que supuestamente tenían que haberla protegido. Lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Tan solo el sentimiento de estar siendo una carga le hizo moverse. Rebeca sorbió profundamente unas cuantas veces más antes de apartarse del abrazo de Josie. Se sentaron allí en silencio, necesitando ambas un tiempo para recomponerse. La mano de la pistolera fue a sus costillas, tocándolas ligeramente y saltando por el dolor. No se había dado cuenta de lo fuerte que había presionado con ellas la bañera. − ¿Estás bien?, − preguntó Rebeca muy despacio. − Estoy bien. ¿Y tú?, − preguntó Josie volviendo al taburete, y su espalda protestando por haber mantenido aquella posición durante tanto tiempo. La joven asintió, sabiendo ambas que aquello no era completamente cierto. − El agua se está enfriando. − Bueno, entonces vamos a lavarte rápidamente, ¿de acuerdo?, − contestó Josie cogiendo el trapo lleno de jabón. Con el cuidado de una limpiadora de suelos, le frotó los hombros a la joven.

− ¡Hey! − Lo siento, − contestó inclinándose hacia delante y ofreciéndole a Rebeca una sonrisa de medio lado.− Supongo que no estoy acostumbrada a lavar a otra persona. Llevaré más cuidado. Josie se enrolló el trapo alrededor de dos de sus dedos y dulcemente frotó los hombros de la joven formando pequeños círculos. Sus labios estaban apretados formando una fina línea cuando pasó sobre las partes más prominentes de la blanca piel de Rebeca. “Supongo que, después de todo, no eres tan inocente como creía, ¿verdad pequeña?”, pensó. “Debían de haberte protegido de él, de su cólera. ¿Cómo ha podido alguien ponerle la mano encima a alguien tan dulce y cariñosa como tú? − Nunca más, − dijo dándose cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta. − ¿Qué?, − preguntó Rebeca girándose para mirarla a la cara. Josie le dio el trapo y forzó una sonrisa. − He dicho que ya está. Terminado, − mintió la pistolera. Esperó a que la joven terminara y la ayudó a salir de la bañera antes de dejarla a solas para que se secara y se vistiera. Apoyada contra la pared de fuera del baño, la cabeza de Josie no paraba de trabajar esperando a que Rebeca terminara. Intentó pensar en todas las razones por las que no era bueno que la rubia permaneciera a su lado. Era demasiado peligroso. Podrían hacerle daño. Una docena de razones después, Josie se frotó la cara y suspiró. Había tomado una decisión. Una vez en su habitación, Josie apagó la luz de la lámpara y se unió a Rebeca en la cama. Como ya se había convertido en un hábito, la pistolera pasó su brazo alrededor de la cintura de la joven y se acopló a su espalda. Ambas yacían allí acostadas, despiertas y sumidas en sus pensamientos. − No puedo dormir, − dijo la rubia. Josie se incorporó sobre un codo y miró a Rebeca, quien rodó hasta ponerse boca arriba y miró a su compañera. − ¿Quieres..?, − comenzó la pistolera.− ¿Quieres quedarte conmigo? ¿Viajar de un sitio a otro sin echar raíces ni tener un hogar? ¿Es eso lo que

quieres? − Josie… Tuve un hogar y una familia y fue terrible.− Bajó la mirada.− Quiero quedarme contigo, si me lo permites.− Rebeca quería suplicar, rogar, dar lo que fuera por continuar con su amiga, porque fuera su protectora. Pero se contuvo, al no estar segura de si Josie quería lo mismo. − Sabes que es peligroso…podrían hacerte daño, o algo peor. − Podrían hacerme daño en cualquier sitio. − ¿Quieres establecerte?, ¿formar una familia? Rebeca se alzó sobre su codo, con su rostro a escasas pulgadas del de la pistolera. − Josie, todavía no estoy preparada para echar raíces. Hay demasiado ahí afuera por ver, por hacer. Sé que no será sencillo, pero estoy deseando intentarlo. Ninguna de las dos tiene que estar sola otra vez.− Bajó la cabeza, quebrándosele la voz mientras continuaba.− No quiero volver, Josie. Si no quieres que me quede contigo, entonces déjame aquí, pero no volveré a Chancetown… n-no puedo. − No. No dejaré que te hagan daño otra vez, Rebeca. Nunca más, − dijo Josie firmemente, mostrando su enfado por el atroz daño que debía haber sufrido su amiga.− No puedo prometerte que siempre vaya a ser sencillo. − ¿Me estás diciendo que puedo quedarme contigo?, − preguntó esperanzada. − Sí, − fue todo lo que la pistolera pudo decir antes de que su espalda chocara contra el colchón por el fiero abrazo de la joven. Rebeca la sujetaba fuertemente, con una mezcla de sentimientos entre alivio y felicidad. Josie sonrió en la oscuridad, sintiendo su propia felicidad por la reacción de la rubia. Rodeó con sus brazos a Rebeca.− Sí pequeña, puedes quedarte conmigo. No te echaré, lo juro. Mucho después de que la joven se hubiera dormido en sus brazos, Josie permanecía despierta, con sus propias emociones agitándose en su interior. Su cabeza y su corazón no se ponían de acuerdo en cuanto a la decisión tomada. Su cabeza le decía que alguien tan especial como

Rebeca podía correr un gran riesgo con tan solo estar a su alrededor, pero su corazón le decía que no tenía elección. Miró a la joven dormida, viendo la suave sonrisa que asomaba a sus labios en el más tranquilo de los sueños. − Ninguna de las dos volverá a estar sola otra vez. Moriría por protegerte, − susurró Josie antes de besar la frente de la joven y dejar que el sueño la envolviera.

* * *

Rebeca se despertó para encontrarse sola, con una taza de café esperándola sobre la mesa. Se desperezó y bostezó, preguntándose adónde había ido la pistolera a aquellas horas de la mañana. − Maldita sea, − soltó cuando se dio cuenta. Se quitó el camisón, sin importarle dónde aterrizaría y vistiéndose rápidamente. Josie salía de la oficina de correos, con un telegrama en la mano. − ¿Vas a contármelo ahora?− Se giró para ver a Rebeca sentada sobre un banco junto a la puerta de entrada. La joven se levantó y se quedó junto a la pistolera, intentando leer lo que ponía en el trozo de papel. − Nop, − dijo Josie doblándolo y metiéndoselo en el bolsillo del chaleco. Por el rabillo del ojo, vio la frustrada y furiosa mirada de su amiga y sonrió. − Josie…− siguió a la pistolera a lo largo de la calle, caminando rápidamente para mantener el paso de la morena.− Josie…sabes que puedes confiar en mí…Josie, ¿me estás escuchando? ¿Qué es esto? Las amigas comparten las cosas, ¿sabes?...venga, Josie…− Todo lo que escuchó fue una profunda risa gutural. Sandy vio a la morena entrar con una expresión confusa en su rostro, seguida muy de cerca por Rebeca, quien protestaba sobre algo. − ¿Por qué no me lo cuentas? Venga Josie, no me gustan las sorpresas. − Rebeca, ve y trae a Stacey y a Victoria. Nos encontraremos en la sala de billar, − dijo Josie justo cuando Sandy las alcanzaba.− Prometo que te diré entonces lo que pone en el telegrama.

− Oh, vale,− contestó la joven algo decepcionada.− Espera Josie,− dijo llegando a las escaleras.− Algún día tendré un secreto y veremos si entonces tú puedes sacármelo,− dijo con suficiencia, aunque en su interior sabía que probablemente no podría aguantarse si la pistolera quería saberlo. Sandy y la alta morena entraron en la sala de billar y esperaron a que las demás llegaran. Josie se apoyaba sobre la mesa de billar, con una pierna balanceándose y descansando sobre el verde tapete. La madame frunció el cejo, pero no dijo nada, decidiendo en su lugar, sentarse al otro lado de la mesa de juego mientras la rubia permanecía junto a Josie. La morena miró a las dos mujeres recién llegadas. − Me he enterado que las dos queréis marcharos, iros a otro lugar y empezar de nuevo.− Ambas mujeres asintieron con la cabeza. Una poco común sonrisa, se formó en el rostro de Josie mientras sacaba unos papeles del bolsillo de su chaleco y los desdoblaba. Le pasó el telegrama a Stacey.− Hay un par de trabajos y un lugar donde quedaros, esperando por vosotras dos, − dijo la pistolera. Stacey leyó la nota ayudada por Victoria. “ENCANTADA DE SABER DE TI STOP PREPARATIVOS LISTOS STOP CONTACTAR CON MRS. STANTON 128W 140TH STOP VER DOCUMENTOS STOP” Bajó el telegrama y miró a Josie. − Yo no… − Las dos necesitáis un trabajo para vivir. La Sra Stanton necesita dos doncellas, − explicó la pistolera. En contestación a la mirada de sorpresa de Victoria, continuó.− La Sra Stanton es una amiga de la familia. La conozco desde antes de tener la edad de Rebeca. − Pero yo no sé nada a cerca de ser una doncella, − contestó la joven. Josie levantó la mano para detener cualquier otra protesta. − Elizabeth es una buena mujer, muy bien educada y parte del Movimiento de Ayuda. Ella se ocupará de vosotras y os ayudará a encontrar algo apropiado. Además, incluso os ayudará a aprender a leer y a escribir si queréis. Victoria miró directamente a Rebeca.



¿Es

esta

la

segunda

oportunidad

de

la

que

hablaste?

− Sí.− Se acercó y tomó la manos de su amiga con las suyas propias.− No conozco a esa Sra Stanton, pero sí que conozco a Josie. Y si ella dice que todo estará bien, entonces yo la creo. Victoria, piensa en ello. La ciudad de Nueva York. Un lugar donde vivir y un trabajo honorable.− Rebeca captó las miradas de las demás, − sin ofender. − Tranquila, muchacha. Sabemos a lo que te referías, − dijo Sandy. Stacey volvió a leer la nota. − Sé que trabajar para alguien que trata a las mujeres como personas y no como objetos es mucho mejor que esto, − le dijo Stacey a Victoria. Se volvió hacia Josie.− ¿Dijo que había unos documentos? La pistolera sonrió satisfecha. − Unos billetes para que las dos toméis una diligencia hasta Saint Louis y después el tren hasta llegar a vuestro destino, − dijo dándoselos a Stacey.− La diligencia estará aquí en unas cuatro horas. Tenéis el tiempo justo para comprar lo que necesitéis para el viaje. También os envían dinero para eso.

* * *

− ¿Josie?, − estaban tumbadas en la cama, a oscuras desde que anocheció. − ¿Qué? − ¿Crees que Victoria estará bien? Quiero decir, ¿y si llega allí y a aquella mujer no le gusta? − Te preocupas demasiado, Rebeca. Duérmete.− Apretó el agarre sobre la cintura de la joven.− Estará bien. Elizabeth se asegurará de ello. No es la primera vez que recoge a gente para ayudarla. − ¿Les dijiste a ella y a quién le enviaste el telegrama que eran amigas tuyas?− A Rebeca le costaba creer que, alguien que podía permitirse por su dinero y posición tener doncellas, podía ser amiga de la pistolera.

− Bueno, en realidad Susan y ella son amigas de mi madre, − explicó Josie.− Solían dar mítines con otras sufragistas en casa de mi madre. Victoria estará bien. Además, Stacey estará con ella. ¿Podemos dormir ahora? − Sip. ¿A qué hora saldremos mañana?− Escuchó un soplido de exasperación detrás de ella. − Rebeca, cuando nos levantemos y estemos listas, entonces nos iremos. − Vale. Hubo un silencio durante unos minutos antes de que Josie hablara. − Desde ahora puedes hacer todas las compras de provisiones. − ¿Q-que?, − dijo Rebeca girándose en los brazos de la morena y mirándola a la cara, el brazo derecho de la rubia atrapado entre sus estómagos.− ¿De veras? − Por supuesto. Consigues mejores precios que yo. Jamás sacaría todas las cosas al precio que tú lo haces. Eres buena regateando. Ahora, gírate y duérmete, − dijo Josie empujándola suavemente para moverla. Rebeca rodó contenta y sonrió en la oscuridad. − Yo consigo los mejores precios, ¿verdad?, − dijo pícaramente.− Hmm, me pregunto qué más hago mejor que tú. − Hablar…hablar y hablar, − bromeó la pistolera. Sintió una palmadita en el antebrazo y sonrió antes de ponerse seria de nuevo.− Tú tienes tus propias habilidades y talentos, Rebeca. Tan solo tienes que descubrirlos.− Se arrebujó más en la almohada.− Ahora, a dormir. − ¿Antes de que te enfades y me dispares?, − se burló la rubia. Ambas mujeres se sonrieron al recordar aquella vieja amenaza y se dieron cuenta de lo divertido que ahora resultaba pensar en ella. No tardaron mucho en quedarse durmiendo, la rubia entre los fuertes brazos de la mujer de preciosos ojos azules.

* * *

Bien entrada la mañana, las chicas estaban en el establo, preparando los caballos y la carreta para marcharse. A pesar de los esfuerzos de Josie por no retrasar la salida, las despedidas de Rebeca con todas las mujeres les llevaron más tiempo de lo planeado. Parecía que la joven tenía preparado un discurso para cada una de ellas, tanto para las de Rosewood, como para las de Cheyenne, a las cuales Rebeca conocía muy poco. Todas ellas les desearon lo mejor, y algunas dieron y recibieron abrazos de la afectuosa joven. Y, por supuesto, lo único que recibieron de la pistolera, fue un asentimiento con la cabeza y un susurrado “de nada”, cuando las chicas de Rosewood le dieron las gracias. Josie y Elaine intercambiaron una mirada cómplice, y Sandy recibió un apretón de manos, pero nadie más se atrevió a acercarse a la mujer armada. Cuando todos sus adioses fueron dichos, Rebeca le dijo a Josie que tenía un recado por hacer antes de partir, así que le pidió que se adelantara, acomodara todas sus cosas en la carreta y preparara los caballos. − ¿Lista?, − dijo Josie subiendo y sentándose sobre el cojín de lana de oveja que cubría el asiento de madera, y tomando las riendas de las manos de Rebeca. − Sip, − dijo poniéndose el sombrero y ajustándose el ala para proteger sus ojos del sol.− Josie, ¿cuánto crees que tardaremos en llegar? − Alrededor de una semana, pero no va a ser un camino fácil de recorrer, − dijo la pistolera volviendo a comprobar la posición de su Winchester, apoyado contra el asiento entre las dos.− El atajo del Cimarrón es una ruta árida y peligrosa, pero por ahí acortaremos, al menos, cinco días de camino.− Se volvió en su asiento y miró a Rebeca, preguntándose, no por primera vez, si deberían tomar una ruta más larga, pero más segura también. − ¿Es por eso por lo que compramos un barril de agua extra?, − preguntó la joven, inclinándose hacia atrás y posando la mano en el enorme y pesado contenedor de madera. Josie asintió con la cabeza, sin mencionar también, que esa era la razón por la que había comprado munición extra para su Winchester y los Colts. El atajo de Cimarrón era conocido como una ruta en la que las emboscadas eran muy habituales, tanto por los indios, como por los bandidos. Josie le dio otro vistazo al contenido de la carreta, asegurándose de que no se habían olvidado de nada antes de dejar atrás la ciudad. No es que siempre olvidara algo que

considerara necesario, pero ahora tenía que tener en cuenta a Rebeca. Así es que había comprado una pequeña caja de dulces que guardaba en el fondo de la mochila, y también una novelucha barata llamada Tom Sawyer, que le había visto a la joven coger y echar un vistazo mientras estaban en la tienda del pueblo. Habían conseguido un par de mantas más para combatir las frías noches que seguro vendrían. Con el movimiento seco de su muñeca, Josie ordenó a Florence que comenzara a caminar, y la carreta rodó despacio hasta alejarse de aquel lugar seguidas de Phoenix atada a la parte de atrás.

34. Finales y comienzos − ¿Quieren marcharse?, − preguntó Josie moviendo el taco y metiendo la bola cuatro limpiamente en el agujero de la esquina. − Sip. Las dos. Puedo entender a Stacey, por lo del disparo y eso, − contestó Sandy viendo colarse la bola número siete en el agujero lateral.− Y Victoria, bueno, creo que tu Rebeca tiene algo que ver en ello. Dice que no quiere prostituirse nunca más. − ¿Y qué es lo que va a hacer?− Le pasó el taco a la madame e ignoró el comentario de “tu Rebeca”.− Por lo que sé, no tienen ninguna habilidad. − No lo sé, Josie. Todavía es joven. Tal vez pueda encontrar un hombre y formar una familia. – Se inclinó y apuntó.− Por supuesto que no podrá hacerlo por aquí. Alguien podría reconocerla de haberla visto en Rosewood.− Sandy cogió impulso y envió dos bolas al agujero. Desafortunadamente, una de ellas era la blanca. Josie alargó el brazo para coger el taco con un gesto impenetrable en su cara. − ¿Y piensas que lo conseguirá si se marcha de aquí? − No lo sé. Incluso sin ninguna educación, la chica es lista. Imagino que si fuera a algún lugar donde empezar de cero, estaría bien, − dijo la madame.− Aunque no la conozco demasiado. Sería mejor que le preguntases a Elaine o incluso a Rebeca. − Hmm.− Josie dejó la conversación en el aire mientras hacía uso de su turno, dejando escapar un gruñido cuando la bola ocho rebotó contra el verde lateral. Dejó el taco sobre la mesa de billar.− Sandy, tengo que ir a un sitio. Échale un ojo a Rebeca. − Vale, no hay problema. De todas formas creo que está con Victoria. ¿A dónde vas?, − preguntó Sandy. − A la oficina de correos.

A pesar de los esfuerzos de Rebeca durante la cena para intentar sacarle a la pistolera por qué había ido a la oficina de correos, Josie se negó rotundamente a contarle nada. Eran las ocho y media de la noche y ya estaban acomodadas en su habitación para pasar la noche. La pistolera limpiaba sus armas y la joven estudiaba el libro de medicina. La cabeza rubia se alzó por detrás del enorme libro. − ¿Enviaste un telegrama? − Rebeca…− la advirtió. − Lo siento, Josie. Si tan solo me contases por qué has ido allí, no te molestaría sobre el asunto.− intentó sonsacarle ansiosa de satisfacer su curiosidad. La pistolera sonrió y continuó limpiando su revólver. − Nop, − dijo con suficiencia, mirando cómo Rebeca se frustraba más y más. − Josie…venga, dímelo. − Nop. − Por favor….y te daré un masaje. − Nop, − contesto, aunque la oferta era tentadora. Al no estar viajando, realmente no estaba sometida a ninguna actividad física que dañara su espalda. Y el altercado con Lance no fue nada. Josie echaba de menos aquellos momentos en los que se relajaba y permitía a su amiga acabar con la tensión. Pero en esta ocasión no iba a dar su brazo a torcer, no importaba lo que Rebeca intentara. − Josie…sabes que voy a estar preguntándote hasta que me lo cuentes, así que, ¿por qué no me lo dices y acabamos con todo esto?, − sonrió con malicia. − Nop. − Por favor. − No. − Vamos, por favor.− Cada vez que preguntaba tan solo servía para que sintiera más curiosidad, para regocijo de la pistolera. Podía imaginarse perfectamente cómo Rebeca debía ser en Navidades.

− Voy abajo a tomar un baño, − dijo Josie levantándose. La joven iba a insistir una vez más, cuando registró esas palabras en su cabeza. Rebeca levantó un brazo y rápidamente lo volvió a bajar. El cálido día no había ayudado mucho a sofocar el aroma. − Um, ¿Josie?, − preguntó seriamente. El cambio de tono atrajo la atención de la pistolera que ya estaba a punto de salir de la habitación.− Si no te importa, vigilaré tu puerta si tú vigilas la mía. Yo um…me sentiré más segura contigo allí, − dijo bastante segura de que Josie aceptaría, especialmente después de la forma en la que la pistolera había reaccionado ayer al ver lo endeble que era la cerradura. Lo que Rebeca no esperó es la momentánea mirada de afecto en su rostro. Josie cogió una segunda toalla y se la lanzó. − Venga, − dijo con una amable sonrisa. “No te preocupes, Rebeca. Yo siempre te protegeré”, pensó mirando a la rubia coger su ropa para dormir de los pies de la cama.

* * *

− Josie, sé que enviaste un telegrama. Venga, ¿a quién?, − preguntó a través de la puerta cerrada. − Déjalo ya, Rebeca…y para de gritar a través de la puerta. Si quieres hablar conmigo, entonces ven aquí.− Elevó la pierna y luego la bajó y sumergió en la tibia agua. Josie vio cómo el cerrojo se levantaba lentamente y la puerta se abría. No se molestó en intentar atrancarla cuando entró, sabiendo muy bien que incluso sin sus armas, se las podría arreglar si algo sucediera. Aquella bañera no era lo suficientemente profunda para la alta mujer, así que el agua le llegaba justo por debajo de sus pechos. Rebeca entró e intentó no mirar a la desnuda mujer, cruzó la habitación y se sentó en el suelo, de espaldas a la porcelana. Josie rio muy despacio.− Rebeca, no tienes que sentarte en el suelo. Hay un buen taburete allá, cógelo y relájate. − Uh…no, no puedo. Además, estoy bien aquí, − dijo visiblemente avergonzada. Josie sonrió, aunque la pequeña rubia no podía verla.

− Ya me has visto desnuda antes, Rebeca, − se esforzó para que su tono

de voz pareciese amable y comprensivo, intentando no hacer que su amiga se sintiera todavía más abochornada. − Sí, bueno, pero tan solo por unos segundos, mientras te cambias de ropa. Nunca he hablado contigo…así.− Mantuvo sus ojos enfocados en un nudo de la puerta de madera. − Duermo sin ropa contra ti cada noche, − intentó otra vez Josie. − Lo sé… y también sé que estoy siendo una tonta, − dijo Rebeca girando la cabeza hacia la pistolera, pero no lo suficiente como para ver nada. Un largo y húmedo brazo emergió del agua y golpeó suavemente la rubia cabeza. − De acuerdo, Rebeca. Si te sientes más cómoda así, no hay problema. Te diré algo, ¿por qué no me cuentas una historia?, − dijo Josie esperando que se sintiera mejor. Era realmente irritante tener que girarse cada vez que la joven quería vestirse o desvestirse. − ¿Cuál quieres oír? − No sé…cuéntame algo que no haya oído antes, − contestó la pistolera frotando el trapo con el jabón hasta que estuvo cubierto de espuma blanca. Dobló el brazo por detrás e intentó lavarse la espalda, gruñendo mientras estiraba los dedos para llegar a aquella zona imposible de alcanzar. − ¿Qué haces?, − preguntó Rebeca, poniéndose de rodillas y girándose para mirar a Josie. − Intentar lavarme la espalda, ¿qué es lo que parecía que hacía?, − contestó malhumorada. − Bueno, si hubieras pedido ayuda, − contestó la joven levantándose y caminando hasta el rincón. Cogió el taburete y lo acercó hasta la bañera.− Échate hacia delante, por favor, − dijo Rebeca cogiendo el trapo lleno de jabón de las grandes manos, y comenzando a frotarle la espalda a su amiga. Josie alargó su brazo por detrás de la nuca y apartó su negro pelo hacia un lado por encima del hombro, para que la rubia pudiera continuar su trabajo. Rebeca tarareó una canción mientras pasaba meticulosamente el trapo por la espalda de la pistolera, frotando suavemente sus bien definidos

músculos. Josie cerró los ojos y dejó caer la cabeza, humedeciendo la punta de su pelo en el agua llena de jabón. − ¿Qué tal? − Mmm, bien, − murmuró la pistolera, relajándose con el suave tacto sobre su espalda ayudado por el jabón. Rebeca sumergió el trapo en el agua antes de escurrirlo sobre el hombro de Josie. Repitió el proceso hasta que estuvo segura de quitar el mínimo rastro de jabón. Solo entonces dobló el trapo y lo dejó en el borde de la bañera para volver al taburete. Se sentía algo decepcionada por haber terminado. Rebeca no sabía por qué, pero había algo agradable en masajear a aquella mujer. Sentir sus fuertes músculos bajo su tacto, ver la pequeña sonrisa que se formaba en la cara de Josie, saber que había algo que podía hacer para que la morena se sintiera más cómoda y relajada. Estaba segura de que en dos ocasiones había hecho que la pistolera se durmiera. Deseaba que Josie le pidiera un masaje más a menudo. La morena cogió el trapo del borde de la bañera. − Gracias, Rebeca, − dijo Josie terminando rápidamente al haberse enfriado el agua hasta un punto casi incómodo. ¿Podrías acercarme la toalla, por favor? − Oh…um, sí.− Rebeca se levantó y cogió la toalla de Josie del estante. Se la tendió y esperó a que la pistolera se levantara y saliera de la bañera. − Gracias, − dijo Josie cogiéndola y empezando a secarse. − ¡Oh, lo olvidé!, − exclamó Rebeca.− Puse agua a calentar. Probablemente se haya consumido ya.− No pudo evitar mostrar la cara de decepción. Había esperado con ansia poder quitarse de encima aquel polvo y olor a sudor.− Será mejor que vaya a ver. Josie vio cerrarse la puerta detrás de la joven. Movió los hombros disfrutando lo relajados que los sentía. Cogió un par de bragas y se las puso justo cuando escuchó un golpeteo en la puerta. − ¿Josie?, ¿puedes abrirme la puerta? Tengo las manos ocupadas. La pistolera pasó sus manos por las mangas de su camisa, dejándola caer descuidadamente por su cuerpo mientras se acercaba a la puerta. La fuerte mujer abrió y le cogió los dos pesados cubos a Rebeca con cuidado de no pisarle los dedos a la rubia en el intercambio. En unos

segundos, ambos cubos se vaciaron en la bañera provocando humaredas de vapor. − Pensé que ya no te quedaría agua, − dijo dejando los cubos vacíos en el suelo. − No, − contestó Rebeca aliviada.− Supongo que los fogones no estaban tan calientes.− Permaneció quieta, de pie durante unos instantes y entonces preguntó vacilante, − Josie… ¿es que no vas a salir? − Claro, esperaré afuera, − dijo abotonándose la camisa mientras llegaba a la puerta. La pistolera había pensado que, tal vez la joven quería que le frotara la espalda. “Enana, ¿realmente es necesario tanto pudor?”, pensó Josie para sí misma cerrando la puerta tras ella y apoyándose contra el marco. Dejó caer la cabeza hacia atrás hasta tocar la pared y cerró los ojos planeando echar una siestecita mientras Rebeca se enjabonaba. De repente escuchó un splash en el agua y un golpe seguido de un lastimero quejido. Se irguió y en un instante abrió la puerta para ver a Rebeca tirada en el suelo, con un pie todavía metido en la bañera. − ¿Estás bien?, − preguntó la pistolera arrodillándose para ayudar a la joven con su pierna para que se sentara.− ¿Te has hecho daño?, − preguntó. Rebeca sacudió la cabeza, agitando la mano para decir que se encontraba bien. − Solo en mi orgullo, supongo.− Un leve tono de vergüenza coloreó sus mejillas. Dobló sus rodillas hacia arriba y las rodeó con sus brazos apoyando la espalda contra la bañera.− Estoy bien, Josie.− Miró hacia la puerta expectante. − Rebeca…− dijo con seriedad.− Si piensas que voy a correr el riesgo de que te vuelvas a caer, estás terriblemente equivocada. Tienes suerte de no haberte golpeado la cabeza con la bañera.− La pistolera sintió sus latidos volver a la normalidad. En una ocasión ella misma se había resbalado en una bañera y se había quedado sin conocimiento. Solo su constitución grande había evitado que se sumergiera en el agua y se ahogase. Josie se levantó y le tendió la mano. − Estoy bien. Venga, llevaré más cuidado ahora, − dijo Rebeca sin moverse del suelo. La pistolera advirtió que la posición de la joven no ayudaba en nada a esconder sus partes personales de la vista. Sabía que

Rebeca debía de haberse hecho daño al caer, pero aun así insistía en quedarse sola. − Levántate y déjame que te ayude a meterte en la bañera, − dijo firmemente, arrepintiéndose al instante de haber utilizado aquel tono, al ver la triste mirada en los ojos verdes. Durante un larguísimo minuto, ninguna de las dos se movió de sus respectivas posiciones. Rebeca se inclinó hacia delante tímidamente y le cogió la mano a Josie, permitiendo que la morena la levantara sobre sus pies. Miró a la cara a la pistolera, sus ojos verdes fijos en los azules mientras levantaba una pierna para meterla en la bañera. Sintió una fuerte mano sujetarla de las caderas al levantar la otra pierna para terminar de meterse dentro. Rebeca se dobló y se sentó con cuidado de no moverse demasiado rápido y hacer que el agua salpicara. Apoyó su espalda contra la pared de la tina y miró a Josie. − Ya estoy dentro, − dijo obviamente. − Ya lo veo, − dijo la pistolera acercándose a la cabecera y sentándose en el taburete.− Y ya que estoy aquí, aprovecharé para frotarte también la espalda. − ¿Josie?, Y…yo no quiero que lo hagas ¿vale? Al instante, la morena se acercó al lateral de la bañera y se arrodilló hasta estar a la altura de los ojos de la, visiblemente molesta, joven. Josie se cruzó de brazos y se apoyó contra la fría porcelana, mostrando en su rostro la preocupación. − ¿Por qué estás tan asustada, enana? ¿Qué temes que descubra?, − preguntó amablemente, deseando en silencio que la joven confiara en ella y le confesara lo que ocurría. Un pensamiento pasó por su cabeza.− Rebeca, ¿me tienes miedo? − ¡No!, − se enderezó y capturó los azules ojos.− No eres tú, Josie, de veras, − la rubia bajó la cabeza, mirándose las manos a través del agua. A Rebeca le tomó solo unos segundos perder la batalla por controlar sus emociones. Su corazón le decía que aprovechara la oportunidad, pero una vocecilla en su cabeza le gritó que no contara nada. Aquellos ojos verdes se cerraron y las lágrimas no tardaron en recorrer sus mejillas. Al momento, Rebeca se encontró así misma envuelta en unos fuertes brazos. Sus lágrimas dieron paso a los sollozos e inmediatamente pasó sus

brazos alrededor del cuello de Josie apretándola fuertemente. La pistolera la sostuvo, haciendo caso omiso de la presión que sentía en sus costillas contra la bañera. Nada importaba a excepción de lograr calmar a su amiga. Josie la acercó un poco más, permitiéndole ver a través de los hombros de la rubia y, entonces descubrió lo que la entristecía tanto. No hacían falta las palabras. Las desteñidas cicatrices se lo dijeron todo. Josie tragó saliva y respiró hondo para contener su creciente enfado por la imagen tan atroz. Sintió a la joven ponerse rígida en sus brazos y la sostuvo más fuerte. − No, está bien, pequeña. Está bien. No pasa nada.− Repitió las palabras una y otra vez en la oreja de la joven, meciéndola dulcemente mientras las pronunciaba. Josie estaba a punto de gritar por el dolor en sus costillas, pero eligió ignorarlo. Su amiga era mucho más importante es ese momento. En la oscuridad de aquel confortable hombro, Rebeca lloró. Lloró por el dolor de una joven que solamente quería ser amada. Lloró por la pérdida de la felicidad y alegría a manos de aquellos que supuestamente tenían que haberla protegido. Lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Tan solo el sentimiento de estar siendo una carga le hizo moverse. Rebeca sorbió profundamente unas cuantas veces más antes de apartarse del abrazo de Josie. Se sentaron allí en silencio, necesitando ambas un tiempo para recomponerse. La mano de la pistolera fue a sus costillas, tocándolas ligeramente y saltando por el dolor. No se había dado cuenta de lo fuerte que había presionado con ellas la bañera. − ¿Estás bien?, − preguntó Rebeca muy despacio. − Estoy bien. ¿Y tú?, − preguntó Josie volviendo al taburete, y su espalda protestando por haber mantenido aquella posición durante tanto tiempo. La joven asintió, sabiendo ambas que aquello no era completamente cierto. − El agua se está enfriando. − Bueno, entonces vamos a lavarte rápidamente, ¿de acuerdo?, − contestó Josie cogiendo el trapo lleno de jabón. Con el cuidado de una limpiadora de suelos, le frotó los hombros a la joven.

− ¡Hey! − Lo siento, − contestó inclinándose hacia delante y ofreciéndole a Rebeca una sonrisa de medio lado.− Supongo que no estoy acostumbrada a lavar a otra persona. Llevaré más cuidado. Josie se enrolló el trapo alrededor de dos de sus dedos y dulcemente frotó los hombros de la joven formando pequeños círculos. Sus labios estaban apretados formando una fina línea cuando pasó sobre las partes más prominentes de la blanca piel de Rebeca. “Supongo que, después de todo, no eres tan inocente como creía, ¿verdad pequeña?”, pensó. “Debían de haberte protegido de él, de su cólera. ¿Cómo ha podido alguien ponerle la mano encima a alguien tan dulce y cariñosa como tú? − Nunca más, − dijo dándose cuenta demasiado tarde de que había hablado en voz alta. − ¿Qué?, − preguntó Rebeca girándose para mirarla a la cara. Josie le dio el trapo y forzó una sonrisa. − He dicho que ya está. Terminado, − mintió la pistolera. Esperó a que la joven terminara y la ayudó a salir de la bañera antes de dejarla a solas para que se secara y se vistiera. Apoyada contra la pared de fuera del baño, la cabeza de Josie no paraba de trabajar esperando a que Rebeca terminara. Intentó pensar en todas las razones por las que no era bueno que la rubia permaneciera a su lado. Era demasiado peligroso. Podrían hacerle daño. Una docena de razones después, Josie se frotó la cara y suspiró. Había tomado una decisión. Una vez en su habitación, Josie apagó la luz de la lámpara y se unió a Rebeca en la cama. Como ya se había convertido en un hábito, la pistolera pasó su brazo alrededor de la cintura de la joven y se acopló a su espalda. Ambas yacían allí acostadas, despiertas y sumidas en sus pensamientos. − No puedo dormir, − dijo la rubia. Josie se incorporó sobre un codo y miró a Rebeca, quien rodó hasta ponerse boca arriba y miró a su compañera. − ¿Quieres..?, − comenzó la pistolera.− ¿Quieres quedarte conmigo? ¿Viajar de un sitio a otro sin echar raíces ni tener un hogar? ¿Es eso lo que

quieres? − Josie… Tuve un hogar y una familia y fue terrible.− Bajó la mirada.− Quiero quedarme contigo, si me lo permites.− Rebeca quería suplicar, rogar, dar lo que fuera por continuar con su amiga, porque fuera su protectora. Pero se contuvo, al no estar segura de si Josie quería lo mismo. − Sabes que es peligroso…podrían hacerte daño, o algo peor. − Podrían hacerme daño en cualquier sitio. − ¿Quieres establecerte?, ¿formar una familia? Rebeca se alzó sobre su codo, con su rostro a escasas pulgadas del de la pistolera. − Josie, todavía no estoy preparada para echar raíces. Hay demasiado ahí afuera por ver, por hacer. Sé que no será sencillo, pero estoy deseando intentarlo. Ninguna de las dos tiene que estar sola otra vez.− Bajó la cabeza, quebrándosele la voz mientras continuaba.− No quiero volver, Josie. Si no quieres que me quede contigo, entonces déjame aquí, pero no volveré a Chancetown… n-no puedo. − No. No dejaré que te hagan daño otra vez, Rebeca. Nunca más, − dijo Josie firmemente, mostrando su enfado por el atroz daño que debía haber sufrido su amiga.− No puedo prometerte que siempre vaya a ser sencillo. − ¿Me estás diciendo que puedo quedarme contigo?, − preguntó esperanzada. − Sí, − fue todo lo que la pistolera pudo decir antes de que su espalda chocara contra el colchón por el fiero abrazo de la joven. Rebeca la sujetaba fuertemente, con una mezcla de sentimientos entre alivio y felicidad. Josie sonrió en la oscuridad, sintiendo su propia felicidad por la reacción de la rubia. Rodeó con sus brazos a Rebeca.− Sí pequeña, puedes quedarte conmigo. No te echaré, lo juro. Mucho después de que la joven se hubiera dormido en sus brazos, Josie permanecía despierta, con sus propias emociones agitándose en su interior. Su cabeza y su corazón no se ponían de acuerdo en cuanto a la decisión tomada. Su cabeza le decía que alguien tan especial como Rebeca podía correr un gran riesgo con tan solo estar a su alrededor,

pero su corazón le decía que no tenía elección. Miró a la joven dormida, viendo la suave sonrisa que asomaba a sus labios en el más tranquilo de los sueños. − Ninguna de las dos volverá a estar sola otra vez. Moriría por protegerte, − susurró Josie antes de besar la frente de la joven y dejar que el sueño la envolviera.

***

Rebeca se despertó para encontrarse sola, con una taza de café esperándola sobre la mesa. Se desperezó y bostezó, preguntándose adónde había ido la pistolera a aquellas horas de la mañana. − Maldita sea, − soltó cuando se dio cuenta. Se quitó el camisón, sin importarle dónde aterrizaría y vistiéndose rápidamente. Josie salía de la oficina de correos, con un telegrama en la mano. − ¿Vas a contármelo ahora?− Se giró para ver a Rebeca sentada sobre un banco junto a la puerta de entrada. La joven se levantó y se quedó junto a la pistolera, intentando leer lo que ponía en el trozo de papel. − Nop, − dijo Josie doblándolo y metiéndoselo en el bolsillo del chaleco. Por el rabillo del ojo, vio la frustrada y furiosa mirada de su amiga y sonrió. − Josie…− siguió a la pistolera a lo largo de la calle, caminando rápidamente para mantener el paso de la morena.− Josie…sabes que puedes confiar en mí…Josie, ¿me estás escuchando? ¿Qué es esto? Las amigas comparten las cosas, ¿sabes?...venga, Josie…− Todo lo que escuchó fue una profunda risa gutural. Sandy vio a la morena entrar con una expresión confusa en su rostro, seguida muy de cerca por Rebeca, quien protestaba sobre algo. − ¿Por qué no me lo cuentas? Venga Josie, no me gustan las sorpresas.

− Rebeca, ve y trae a Stacey y a Victoria. Nos encontraremos en la sala de billar, − dijo Josie justo cuando Sandy las alcanzaba.− Prometo que te diré entonces lo que pone en el telegrama. − Oh, vale,− contestó la joven algo decepcionada.− Espera Josie,− dijo llegando a las escaleras.− Algún día tendré un secreto y veremos si entonces tú puedes sacármelo,− dijo con suficiencia, aunque en su interior sabía que probablemente no podría aguantarse si la pistolera quería saberlo. Sandy y la alta morena entraron en la sala de billar y esperaron a que las demás llegaran. Josie se apoyaba sobre la mesa de billar, con una pierna balanceándose y descansando sobre el verde tapete. La madame frunció el cejo, pero no dijo nada, decidiendo en su lugar, sentarse al otro lado de la mesa de juego mientras la rubia permanecía junto a Josie. La morena miró a las dos mujeres recién llegadas. − Me he enterado que las dos queréis marcharos, iros a otro lugar y empezar de nuevo.− Ambas mujeres asintieron con la cabeza. Una poco común sonrisa, se formó en el rostro de Josie mientras sacaba unos papeles del bolsillo de su chaleco y los desdoblaba. Le pasó el telegrama a Stacey.− Hay un par de trabajos y un lugar donde quedaros, esperando por vosotras dos, − dijo la pistolera. Stacey leyó la nota ayudada por Victoria. “ENCANTADA DE SABER DE TI STOP PREPARATIVOS LISTOS STOP CONTACTAR CON MRS. STANTON 128W 140TH STOP VER DOCUMENTOS STOP” Bajó el telegrama y miró a Josie. − Yo no… − Las dos necesitáis un trabajo para vivir. La Sra Stanton necesita dos doncellas, − explicó la pistolera. En contestación a la mirada de sorpresa de Victoria, continuó.− La Sra Stanton es una amiga de la familia. La conozco desde antes de tener la edad de Rebeca. − Pero yo no sé nada a cerca de ser una doncella, − contestó la joven. Josie levantó la mano para detener cualquier otra protesta. − Elizabeth es una buena mujer, muy bien educada y parte del Movimiento de Ayuda. Ella se ocupará de vosotras y os ayudará a

encontrar algo apropiado. Además, incluso os ayudará a aprender a leer y a escribir si queréis. Victoria miró directamente a Rebeca. − ¿Es esta la segunda oportunidad de la que hablaste? − Sí.− Se acercó y tomó la manos de su amiga con las suyas propias.− No conozco a esa Sra Stanton, pero sí que conozco a Josie. Y si ella dice que todo estará bien, entonces yo la creo. Victoria, piensa en ello. La ciudad de Nueva York. Un lugar donde vivir y un trabajo honorable.− Rebeca captó las miradas de las demás, − sin ofender. − Tranquila, muchacha. Sabemos a lo que te referías, − dijo Sandy. Stacey volvió a leer la nota. − Sé que trabajar para alguien que trata a las mujeres como personas y no como objetos es mucho mejor que esto, − le dijo Stacey a Victoria. Se volvió hacia Josie.− ¿Dijo que había unos documentos? La pistolera sonrió satisfecha. − Unos billetes para que las dos toméis una diligencia hasta Saint Louis y después el tren hasta llegar a vuestro destino, − dijo dándoselos a Stacey.− La diligencia estará aquí en unas cuatro horas. Tenéis el tiempo justo para comprar lo que necesitéis para el viaje. También os envían dinero para eso.

* * *

− ¿Josie?, − estaban tumbadas en la cama, a oscuras desde que anocheció. − ¿Qué? − ¿Crees que Victoria estará bien? Quiero decir, ¿y si llega allí y a aquella mujer no le gusta?

− Te preocupas demasiado, Rebeca. Duérmete.− Apretó el agarre sobre la cintura de la joven.− Estará bien. Elizabeth se asegurará de ello. No es la primera vez que recoge a gente para ayudarla. − ¿Les dijiste a ella y a quién le enviaste el telegrama que eran amigas tuyas?− A Rebeca le costaba creer que, alguien que podía permitirse por su dinero y posición tener doncellas, podía ser amiga de la pistolera. − Bueno, en realidad Susan y ella son amigas de mi madre, − explicó Josie.− Solían dar mítines con otras sufragistas en casa de mi madre. Victoria estará bien. Además, Stacey estará con ella. ¿Podemos dormir ahora? − Sip. ¿A qué hora saldremos mañana?− Escuchó un soplido de exasperación detrás de ella. − Rebeca, cuando nos levantemos y estemos listas, entonces nos iremos. − Vale. Hubo un silencio durante unos minutos antes de que Josie hablara. − Desde ahora puedes hacer todas las compras de provisiones. − ¿Q-que?, − dijo Rebeca girándose en los brazos de la morena y mirándola a la cara, el brazo derecho de la rubia atrapado entre sus estómagos.− ¿De veras? − Por supuesto. Consigues mejores precios que yo. Jamás sacaría todas las cosas al precio que tú lo haces. Eres buena regateando. Ahora, gírate y duérmete, − dijo Josie empujándola suavemente para moverla. Rebeca rodó contenta y sonrió en la oscuridad. − Yo consigo los mejores precios, ¿verdad?, − dijo pícaramente.− Hmm, me pregunto qué más hago mejor que tú. − Hablar…hablar y hablar, − bromeó la pistolera. Sintió una palmadita en el antebrazo y sonrió antes de ponerse seria de nuevo.− Tú tienes tus propias habilidades y talentos, Rebeca. Tan solo tienes que descubrirlos.− Se arrebujó más en la almohada.− Ahora, a dormir.

− ¿Antes de que te enfades y me dispares?, − se burló la rubia. Ambas mujeres se sonrieron al recordar aquella vieja amenaza y se dieron cuenta de lo divertido que ahora resultaba pensar en ella. No tardaron mucho en quedarse durmiendo, la rubia entre los fuertes brazos de la mujer de preciosos ojos azules.

* * *

Bien entrada la mañana, las chicas estaban en el establo, preparando los caballos y la carreta para marcharse. A pesar de los esfuerzos de Josie por no retrasar la salida, las despedidas de Rebeca con todas las mujeres les llevaron más tiempo de lo planeado. Parecía que la joven tenía preparado un discurso para cada una de ellas, tanto para las de Rosewood, como para las de Cheyenne, a las cuales Rebeca conocía muy poco. Todas ellas les desearon lo mejor, y algunas dieron y recibieron abrazos de la afectuosa joven. Y, por supuesto, lo único que recibieron de la pistolera, fue un asentimiento con la cabeza y un susurrado “de nada”, cuando las chicas de Rosewood le dieron las gracias. Josie y Elaine intercambiaron una mirada cómplice, y Sandy recibió un apretón de manos, pero nadie más se atrevió a acercarse a la mujer armada. Cuando todos sus adioses fueron dichos, Rebeca le dijo a Josie que tenía un recado por hacer antes de partir, así que le pidió que se adelantara, acomodara todas sus cosas en la carreta y preparara los caballos. − ¿Lista?, − dijo Josie subiendo y sentándose sobre el cojín de lana de oveja que cubría el asiento de madera, y tomando las riendas de las manos de Rebeca. − Sip, − dijo poniéndose el sombrero y ajustándose el ala para proteger sus ojos del sol.− Josie, ¿cuánto crees que tardaremos en llegar? − Alrededor de una semana, pero no va a ser un camino fácil de recorrer, − dijo la pistolera volviendo a comprobar la posición de su Winchester, apoyado contra el asiento entre las dos.− El atajo del Cimarrón es una ruta árida y peligrosa, pero por ahí acortaremos, al menos, cinco días de camino.− Se volvió en su asiento y miró a Rebeca, preguntándose, no por primera vez, si deberían tomar una ruta más larga, pero más segura también.

− ¿Es por eso por lo que compramos un barril de agua extra?, − preguntó la joven, inclinándose hacia atrás y posando la mano en el enorme y pesado contenedor de madera. Josie asintió con la cabeza, sin mencionar también, que esa era la razón por la que había comprado munición extra para su Winchester y los Colts. El atajo de Cimarrón era conocido como una ruta en la que las emboscadas eran muy habituales, tanto por los indios, como por los bandidos. Josie le dio otro vistazo al contenido de la carreta, asegurándose de que no se habían olvidado de nada antes de dejar atrás la ciudad. No es que siempre olvidara algo que considerara necesario, pero ahora tenía que tener en cuenta a Rebeca. Así es que había comprado una pequeña caja de dulces que guardaba en el fondo de la mochila, y también una novelucha barata llamada Tom Sawyer, que le había visto a la joven coger y echar un vistazo mientras estaban en la tienda del pueblo. Habían conseguido un par de mantas más para combatir las frías noches que seguro vendrían. Con el movimiento seco de su muñeca, Josie ordenó a Florence que comenzara a caminar, y la carreta rodó despacio hasta alejarse de aquel lugar seguidas de Phoenix atada a la parte de atrás.

35. Cruzando el paso Cimarron

A

pesar de lo tarde que partieron, recorrieron un buen tramo antes de que la oscuridad las envolviera. Josie dirigió la carreta fuera del camino, deteniéndola únicamente después de asegurarse de estar, lo suficientemente lejos, como para que el fuego de la hoguera no atrajera la atención de quien transitara aquella ruta. Desataron las yeguas y las atendieron antes de comenzar a montar el campamento. Josie fue a buscar unos arbustos secos y algo de madera para encender el fuego, mientras Rebeca desempaquetaba aquello que necesitarían durante la noche. Después de haber estado durmiendo junto a Josie durante las últimas noches, le resultaba extraño acomodar las mantas a ambos lados del fuego. Pero tampoco le parecía bien colocarlas una al lado de la otra. Rebeca resolvió el dilema colocando sus mantas alrededor del fuego, pero a unos noventa grados de las de Josie. Tuvo la precaución de situar la almohada en la parte más cercana a la pistolera, sabiendo muy bien cómo olerían sus extremidades envueltas en aquel calzado, después de una largo y caluroso día. Y conociendo de sobra la habilidad de su compañera de oler como un estercolero cuando se quitaba sus negras botas, Rebeca colocó la almohada de Josie en una posición similar. El resultado final fue que sus cabezas, quedarían a menos de cuatro pies de distancia la una de la otra. Una vez solucionado el tema de cómo dormir, Rebeca comenzó a formar un anillo con las piedras que rodearían el fuego antes de sacar la cafetera y los utensilios para cocinar, los platos de metal y los cubiertos. La joven rebuscaba entre las provisiones, intentando imaginar dónde había guardado Josie sus tazas tiznadas, cuando tuvo la sensación de estar siendo observada. El corazón de Rebeca se aceleró, el ritmo de su respiración aumentó, y su boca, repentinamente, se secó. Sabía que la pistolera probablemente la oiría si la llamara, pero se encontró a sí misma incapaz de articular un solo sonido. Sus ojos se posaron en el Winchester apoyado todavía contra el asiento de la carreta. Actuando como si todavía buscara las escurridizas tazas, Rebeca subió a la parte trasera de la carreta y, muy despacio, se deslizó hasta estar a tan solo unos centímetros del rifle.

− ¿Qué estás buscando? Rebeca saltó patentemente con el sonido de la voz de Josie detrás de ella. − Oh, por el amor de dios Josie, me has dado un susto de muerte, − dijo volviéndose para encarar a la burlona pistolera.− Pensé que había un bandido acercándose sigilosamente.− Se puso la mano sobre el todavía alterado corazón. Su miedo se fue tornando en enfado a medida que veía a la morena sonreír más abiertamente, y la ayudaba a salir de la carreta.− ¿Por qué lo has hecho?, − dijo enfadada mientras saltaba afuera. − No intentaba asustarte, Rebeca, tan solo intentaba averiguar cómo reaccionarías.− La sonrisa de Josie desapareció y se volvió seria.− Lo has hecho muy bien, no te entró el pánico ni comenzaste a gritar. Eso es un progreso. − Te habría disparado si no hubieras hablado, − dijo la joven con tono de enfado. − Uh, uh, − contestó sin creer una sola palabra. − Bueno, habría esperado a ver primero quién era, pero luego…− apuntó con su dedo a la pistolera e hizo como si apretara el gatillo. − Tú habrías esperado a ver de quién se trataba y luego habrías intentado hablar con esa persona incluso del tiempo.− Dijo Josie muy segura. Rebeca sonrió a modo de reconocimiento. − Sí, bueno…venga, busquemos las tazas y así podremos comenzar a preparar la cena, − dijo volviendo a la carreta.− Josie, ¿dónde las has escondido? La alta mujer miró por encima del hombro de Rebeca y cogió una alforja que la joven todavía no había revisado. − Josie, ¿por qué las has puesto ahí? Es donde están las toallas. No me apetece encontrarme pelusas en mi café. − ¿Hubieras preferido que anduvieran sueltas por la carreta haciendo más ruido que una docena de tablas de lavar la ropa? No necesitamos ir anunciando nuestra presencia a millas de distancia, − contestó la pistolera. Rebeca miró la carreta una vez más, dándose cuenta por

primera vez, que había un trozo de piel atado a un lado de la tabla de lavar, y sobre éste, habían atados otros tantos utensilios de metal. − Piensas en todo, ¿no es así?, − dijo la joven impresionada por la previsión de su amiga. − No en todo…no sé cómo vamos a cocinar el conejo que atrapé mientras buscaba leña sin unas cerillas con las que encender el fuego.− Levantó su ceja y miró a su compañera sonriendo un poco avergonzada, mientras Rebeca se giraba y sacaba una cerilla de sus pertenencias. La tarde transcurrió bastante tranquila con la pistolera limpiando sus armas, y Rebeca zurciendo otro desgarrón que Josie se las había arreglado para hacer en su camisa. Mirando ensimismada el fino y desgastado género en sus manos, la joven metió la negra camisa “accidentalmente” en el fuego, la sacudió y siguió cosiendo. El dormir fue otro tema. En dos ocasiones, Josie despertó a la joven con sus sacudidas cuando los demonios visitaban sus sueños. Rebeca se sentó a escasas pulgadas de la cabeza de la pistolera y muy despacio le susurró: “Shh, está bien…todo está bien ahora…”, y continuó hasta asegurarse de que Josie volvía a descansar tranquila, sintiendo en su propio corazón, el sentimiento de dolor que la dormida mujer estaba soportando. Se arrastró hasta colocarse al lado de Josie y le atrajo la cabeza hasta su pecho. Recorrió su pelo con suaves y delicadas caricias mientras le cantaba una canción tras otra, hasta que la pistolera volvía a regular su respiración. La mañana siguiente comenzó hallando a la morena durmiendo con su cara sobre el suave pecho de Rebeca. No sabía cuándo la joven se había acercado para unirse a ella, pero la sensación de satisfacción que sintió al despertarse tan cerca de ella, hizo que sintiera ganas de besarla hasta despertarla. Con un suspiro, recordó que Rebeca, nunca le había dado ninguna razón para creer que sus intentos de acercamiento eran bien venidos, así que de mala gana, desenredó sus extremidades de la dormida mujer, y se levantó para comenzar el día. Los rayos del sol brillaban en el campamento. Josie tomó un sorbo de café e hizo una mueca. Realmente deseaba que Rebeca fuera más madrugadora o que, por lo menos, dejara hecho el café la noche anterior. No importaba lo mucho que lo intentara, Josie era incapaz de hacer que alguna bebida supiera bien. Miró aquel bulto durmiente, tan enrollado entre las mantas, que la pistolera se había despertado estando

incluso destapada. Josie supuso que, una vez más, había despertado a Rebeca con sus pesadillas. Sintiéndose un poco culpable, decidió dejar dormir a la joven un poco más en lugar de espabilarla. Rebeca se despertó con el olor del bacón friéndose en la sartén. Aspiró por la nariz varias veces, y sacó la cabeza de debajo de las mantas, entornando los ojos por el brillo del sol. − ¿Estás intentando cocinar?, − preguntó medio atontada, enfocando sus ojos en la pistolera quien, frenéticamente intentaba pasar la humeante carne de la sartén al plato de metal. − Intentándolo, − murmuró Josie entre dientes mirando las negras tiras.− Me alegro de ver que ya te has despertado. − ¿Por qué?− dijo sentándose y estirándose. − Porque estoy hambrienta, − dijo sonriendo.− Yo, uh, intenté hacer un poco de café también, − dijo acercándole la taza a Rebeca, quien la olisqueó y sacudió la cabeza. − Deja que acuda a la llamada de la naturaleza y después prepararé el desayuno, − dijo levantándose. − Y café, no lo olvides, − dijo Josie a la espalda de la rubia. − Y café, − gritó Rebeca sonriendo. Escuchó el ruido del líquido al ser derramado en el suelo. “Entre las muchas habilidades de Josie, es obvio que no cuentan las domésticas”, pensó la joven para sí misma. Los dos días siguientes, transcurrieron de la misma manera, a excepción de por el hecho de que la pistolera no intentó cocinar nada. Rebeca preparaba, por sugerencia de Josie, el café la noche anterior, de manera que todo lo que la alta mujer tenía que hacer era añadir el agua y calentarla en cuanto se despertara. Aquello funcionó bastante bien, permitiéndole a Josie disfrutar de cierto tiempo privado durante las mañanas, y a Rebeca dormir algunas horas extra. Las mantas para dormir las colocaban de la misma manera, y las pesadillas continuaban. A pesar de las protestas de la joven de que no siempre se desvelaba durante la noche por los gritos de Josie, la pistolera no la creyó, especialmente cuando las ojeras comenzaron a aparecer por debajo de sus verdes ojos.

El tercer día, les cogió una tormenta por sorpresa. En apenas unos segundos, lo que comenzó como una llovizna, se convirtió en un terrible chaparrón. Josie detuvo la carreta y ambas mujeres intentaron frenéticamente cubrir sus pertenencias con un trozo de lona, pero las súbitas ráfagas de aire se la arrebataban antes de que pudieran atarla a las paredes de madera. No hubo tiempo de buscar la gabardina de Josie o la manta de viaje de Rebeca, ambas se calaron hasta los huesos. − Túmbate sobre la lona para sujetarla, − gritó la pistolera, intentando ser oída por encima del escándalo de la lluvia.− Intentaré encontrar un refugio donde resguardarnos. ¡Aguanta!.− Florence parecía tan impaciente como la pistolera para encontrar un lugar a salvo del diluvio, y respondió con un ligero trote cuando Josie sacudió las riendas en su espalda. La forajida apenas podía ver el camino frente a ella, y si no hubiera sido por Rebeca, se habrían pasado la pequeña cabaña situada entre un pequeño grupo de árboles. Rebeca pensaba que no la oiría, así que simplemente golpeó el muslo de la morena y señaló el refugio. Josie tiró de las riendas y dirigió la carreta en dirección a los árboles. Saltó del asiento y a punto estuvo de caer en los riachuelos de agua que corrían por entre la arboleda. La espesura de las hojas ofreció un techo donde resguardar las yeguas de la mayor parte de la lluvia, así que decidió dejarlas allí. Agarrándose del lateral de la carreta para no perder el pie, Josie le alargó la mano libre a Rebeca para ayudarla a saltar. − Venga,− gritó.− Podemos volver más tarde, cuando la lluvia cese, y recoger lo que nos haga falta.− Rebeca se inclinó sobre la carreta para asegurarse de que la lona estaba bien sujeta, y de que cubría sus pertenencias. Josie le cogió la mano y la atrajo hacia sí.− No te preocupes de eso ahora. Pongámonos a salvo de este aguacero. Corrieron hacia la cabaña y cuando llegaron a la puerta, Rebeca insistió en llamar por si todavía vivía alguien allí. Desde fuera parecía totalmente deshabitada, pero no quería precipitarse en sus conclusiones, y poder enfurecer o asustar al pobre propietario. Josie se adelantó, tocó superficialmente e inmediatamente abrió la puerta. Entró precipitadamente y arrastró a Rebeca detrás de ella volviendo a cerrar la puerta de un golpe.

Como había imaginado Josie, aquel lugar debía estar abandonado desde hacía tiempo, y la lluvia se colaba a través de los agujeros del tejado. El rincón situado más cerca de la chimenea de piedra estaba considerablemente seco, así que ambas se sentaron allí, contentas de estar a resguardo de la lluvia. Recuperaron el aliento poco a poco, y se sentaron muy juntas mientras se acostumbraban a la oscuridad para ver si había algo que les fuera de utilidad en aquel lugar. Se trataba de una cabaña con una sola habitación, construida con ladrillos de barro. No había ningún mueble ni leña con la que encender el fuego. Ni tampoco ninguna manta que pudieran utilizar para calentarse. Se sentaron en silencio por lo que pareció un largo rato, aunque en realidad no serían más que unos minutos, escuchando la lluvia golpear las paredes y tejado de su pequeño refugio. Al final, con un suspiro, Josie se levantó y dio unos pasos en dirección a la puerta. − ¿A dónde vas? Josie, está lloviendo a cántaros allí afuera, − exclamó Rebeca siguiendo a la pistolera. Ambas mujeres estaban heladas y deseosas de ponerse algo seco y calentarse, pero todavía tenían trabajo que hacer y, eso las dos lo sabían. Josie se quitó las pistolas y las dejó en un lugar seco del suelo. Para lo único que le valían en aquel momento era para aumentar el peso de sus ya empapados pantalones. – Necesitamos mantas, ropa seca y algo de leña para encender el fuego. Quédate aquí, volveré tan pronto como pueda.− Frunció el cejo cuando vio a Rebeca de pie, desafiante y poniéndose el sombrero en la cabeza. − Muy bien, yo estoy tan empapada como tú, y si vas a salir ahí afuera, yo también lo haré.− Cruzó los brazos sobre su pecho y miró a Josie. Los verdes ojos de Rebeca ardían con determinación por debajo del ala de su húmedo sombrero. La pistolera sabía que sería inútil convencerla. Ambas estaban mojadas y con aquel par de manos extra, conseguirían entrar en calor y secarse antes. − De acuerdo, − consintió Josie.− Yo intentaré conseguir algo de leña para el fuego, y tú traerás las mantas y ropas de la carreta.− Rebeca asintió con la cabeza. Ambas permanecieron junto a la puerta. Se quedaron allí unos segundos mirando la terrible lluvia que caía. Se giraron y miraron la una a la otra brevemente, y entonces salieron afuera.

Apenas tenían un manojo de tronquitos en la carreta, pero estaban desperdigados por todas partes, con lo cual debían mover toda la lona para recogerlos, cosa que Josie no estaba dispuesta a hacer. Tomó nota mental de colocar toda la leña en la parte trasera del carromato una vez que el tiempo lo permitiera. Rebeca se peleó con los nudos que sujetaban parte de la lona. Se habían hinchado a causa del agua y ya estaba a punto de llorar de frustración, cuando finalmente un nudo de la esquina se aflojó y pudo abrirla. Cogió las mochilas que contenían la ropa de recambio de ella y de Josie, y metió tantas mantas como pudo dentro de una de las bolsas, entonces, corrió hacia la cabaña. Volvió a la carreta en varias ocasiones para recoger provisiones extras que necesitarían. El viento había aumentado considerablemente mientras hacía sus viajes, y la lluvia le pinchaba contra su piel como cientos de agujas. Para cuando regresó de su último viaje, estaba calada hasta los huesos y demasiado entumecida como para poder hacer nada más que arrodillarse inmóvil en el suelo. La pistolera regresó con un montón de leña bajo el brazo que cubría con su abrigo, que fue lo único que se le ocurrió que podía utilizar para mantenerla a salvo de la lluvia. Dejó el montón en el suelo, junto a la chimenea e intentó encender el fuego. Vio a Rebeca sentada en el rincón, y se preguntó por qué todavía no se había puesto las ropas secas que había traído. − Rebeca, quítate esa ropa mojada, − dijo.− Tendré el fuego listo en unos minutos.− Comenzó a cortar las ramas en trozos más pequeños y depositarlos en el hueco de la chimenea, pero se detuvo al no escuchar ningún movimiento proveniente de su amiga.− ¿Rebeca?− Josie se acercó y vio a la rubia totalmente agarrotada temblando.− ¡Diablos!, − murmuró la pistolera y tiró de ella para acercarla.− Venga, saquémoste todos esos trapos. − ¿C-como es que ha comenzado a hacer tanto frío y tan rápido?, − dijo Rebeca castañeando los dientes mientras sus temblorosas manos intentaban desabrochar la camisa. − Nordeste. El viento viene del norte y la temperatura baja en picado, − contestó la pistolera quitándole a Rebeca el sobrero y secándole el pelo con una toalla.− Es demasiado pronto para que sople, pero supongo que no podemos hacer mucho al respecto.− Secó el pelo de Rebeca tanto

como pudo antes de usar la húmeda toalla con su propio pelo, intentando reservar parte de la toalla para secar sus cuerpos. Josie la ayudó a despegarse la camisa de su mojada piel y le tendió la toalla seca. La pistolera tiritó descontroladamente por un momento, mostrando su propio malestar por primera vez. Rápidamente se arrancó las ropas, siendo las botas lo más complicado de quitarse teniendo que ser ayudada por Rebeca. Josie puso una de las mantas sobre el suelo y se sentó sobre ella, ignorando deliberadamente la mugre que lo cubría. Ayudó a terminar de desvestirse a Rebeca, y la acercó a ella envolviéndose con la manta que quedaba e intentando generar calor humano. − En cuanto consiga que entres un poco en calor, encenderé el fuego, − dijo la pistolera despacio frotando rápidamente los antebrazos de Rebeca. − S-supongo que hoy podemos saltarnos la parte de montar el campamento ¿no?− Sintió unos fuertes brazos rodeándola y apretándola, acercándola más al cálido cuerpo que tenía detrás. − Eso creo. Por no mencionar lo de montar la tienda de campaña, − bromeó.− ¿Sabes que puse el saco de avena en la parte de encima?, − dijo Josie sin creer el tono de voz que había utilizado.− Creo que antes de que partamos mañana, tendremos que recolocar las cosas en la carreta.− Sonrió para sí misma cuando sintió que el cuerpo de Rebeca dejaba de temblar para comenzar a templarse. − Muy bien, − dijo Josie después de unos minutos, saliendo del abrigo de la manta y enrollándola alrededor de Rebeca.− Encenderé el fuego. Y una vez estemos suficientemente calientes, nos preocuparemos de la comida.− Esperó a que la joven asintiera con la cabeza antes de acercarse al montón de ropa y ponerse una camiseta interior de algodón y un par de calcetines de lana. En apenas unos minutos el fuego comenzó a arder agradablemente. Josie añadió más troncos de lo que normalmente solía hacer, más preocupada en entrar en calor que en el humo que despedía aquella chimenea tan pequeña. La pistolera se tomó unos minutos para calentarse las manos frente al fuego, antes de coger las ropas de Rebeca y acercárselas a la joven, que todavía estaba envuelta en la manta. Tan rápido como pudo, Rebeca se vistió y se situó muy cerca del borde de la chimenea. Josie cogió las mantas húmedas y

las extendió junto a la lumbre, esperando que se secaran un poco antes de que tuvieran que acostarse a dormir. La cena tan solo consistió en un poco de café y unas cuantas lonchas de ternera seca recalentada. Ahora, estando secas, ninguna de las dos mujeres estaba interesada en correr a la carreta para coger el resto de sus cosas. Sin llegar a acordar nada, las dos decidieron no intentar hacer otra cosa más que calentarse. La lluvia apenas había disminuido su intensidad para cuando estuvieron listas para dormir. Colocaron dos mantas en el suelo, a modo de aislante para la fría humedad del suelo. Josie colocó un, todavía mojado revolver entre Rebeca y el fuego, asegurándose de poder alcanzarlo fácilmente desde donde se colocara para dormir, y prometiéndose limpiarlo a la mañana siguiente. No había dudas de que dormirían muy juntas con aquella humedad impregnada en el ambiente. Se tumbó y dejó espacio entre ella y el fuego para Rebeca. La joven se hizo un ovillo y presionó su espalda contra la alta mujer, apretándose cuando sintió el agradable calor contra ella. − Ooh, estás caliente. − Y tú estás fría. Ven aquí, − dijo Josie, acercándola incluso más. Era demasiado pronto para irse a la cama y ninguna de las dos tenía sueño, pero con, prácticamente todas sus pertenencias todavía en la carreta, no había mucho que hacer. Se quedaron allí en silencio durante unos minutos, y Rebeca comenzó a canturrear suavemente. Eso hizo que Josie pensara en la voz angelical que en ocasiones escuchaba en sus sueños, y no tuvo más remedio que sonreír. La barbilla de Josie descansaba sobre el hombro de Rebeca, y le susurró al oído…− Cántame una canción, enana. Rebeca saltó cuando notó el cálido aliento de Josie en su oreja. Incluso tembló, aunque hacía tiempo que no sentía frío, y hasta la zona situada entre sus piernas se calentó. Josie notó el escalofrío, y creyendo que Rebeca todavía estaba helada, rodeó más fuertemente con sus brazos a la pequeña mujer preguntándole, − ¿Estás así mejor? − ¿Qué?, − dijo Rebeca con la voz ronca, y aquel áspero sonido sorprendió a ambas. Se aclaró la garganta y dijo, − sí. Sí, mucho mejor, gracias. Josie relajó un poco su agarre alrededor del torso de Rebeca pensando que, tal vez, le estaba cortando la respiración, lo cual explicaría la falta de aliento. Si no la conociera bien, tal vez pensaría que Rebeca podría

estar sexualmente excitada, por ello el tono de su voz. Se reprendió a sí misma por proyectar en ella su propio deseo, y pensando en la inocencia de su amiga, con un suspiro, dijo otra vez… − ¿Qué hay de esa canción? − Oh, no creo que pueda afinar una sola nota, − protestó Rebeca.− ¿Por qué no te cuento una historia? ¿Te he contado alguna vez…? − Me has contado cada historia por lo menos dos veces, − la interrumpió Josie.− Además, he escuchado tu voz hace un momento cuando estabas canturreando, y sí que sonaba como si pudieses entonar las notas perfectamente. − Que no te oiga mi madre decir eso. Ella toca el órgano en la iglesia, y canta para todos los feligreses. Aprendí la letra de todas las canciones escuchándola a ella ensayar, pero cada vez que intentaba cantar, me decía que me largara a jugar a otro lado.− Su voz era melancólica cuando hablaba de su madre, y Josie intuía que posiblemente su padre también le trataba mal a ella. Todavía echaba de menos a su madre. Josie le ofreció a su amiga lo que esperaba fuera una maternal caricia sobre su hombro y Rebeca se giró, sonrió y continuó.− Mi madre, ella sí que tiene una voz angelical. Podía sentarme durante horas y escucharla tocar y cantar. Nunca debió de casarse. Habría podido hacer algo bueno con su vida, algo… − Y lo hizo, − dijo Josie despacio.− Creó una hermosa y llena de talento hija, que ahora va a cantar para mí. − De acuerdo. Pero recuerda, has sido tú la que me lo ha pedido.− Rebeca se incorporó para poder respirar libremente, y enrolló una manta alrededor de sus hombros. Josie se acomodó en su propia manta, y miró fijamente la cara de Rebeca.− ¿Qué te gustaría escuchar?, − preguntó. − Cualquier cosa que no sea de iglesia. Nunca he entendido la necesidad del hombre blanco por usar la religión en sus canciones. − ¿Qué hay de Stephen Foster? Ha escrito algunas canciones estupendas. − Nunca he oído hablar a cerca de él. Pero si te gusta, seguro que a mí también.

Rebeca tomó un sorbo de agua de la cantimplora que había traído, y empezó a cantar. Josie se quedó embelesada por la preciosa voz, y asombrada de que alguien pudiera saber tantas canciones. Algunas de ellas le parecían familiares- Oh Sussana, Old Folks al Home, Beautiful Dreamer, My Old Kentucky Home, Nelly Bly – juraría que todas ellas las había oído antes. Josie estaba a punto de dormirse, pero cuando Rebeca comenzó a cantar “Jeanie with the Light Brown Hair”, sus ojos se abrieron y se sentó con la boca abierta mirando a la joven rubia. Rebeca paró de cantar inmediatamente, y Josie la cogió de los brazos insistiendo con excitación, − ¡No, por favor, no pares! Rebeca comenzó otra vez, “Sueño con una Jeanie con el pelo castaño claro, mecido por la suave brisa del verano. La veo danzar donde el arroyo que fluye alegre acompañado por las margaritas…”. Rebeca podía ver las lágrimas asomando en los ojos de Josie mientras cantaba. Se le rompía el corazón al ver el dolor reflejado en aquellos preciosos ojos. Deseó poder cogerla entre sus brazos y protegerla del sufrimiento, tal y como Josie la había protegido desde el mismo día en que se conocieron. Cantó las últimas líneas de la canción. “Sueño con una Jeanie con el pelo castaño claro, mecido por la suave brisa del verano”. Durante el silencio que precedió a la canción, pudo escuchar a Josie sollozando, intentando que las lágrimas no corriesen por su cara. Rebeca gateó hasta donde la pistolera estaba sentada en el suelo, y la envolvió con sus brazos, atrayendo su cabeza hasta posarla contra su pecho. Instintivamente Josie intentó hacerse para atrás, pero Rebeca no estaba dispuesta a dejarla marchar. − Josie, por favor, no te apartes de mí, − le rogó.− Deja, por una vez en tu vida, que alguien sea más fuerte que tú. ¿Confías en mí?− Josie no pudo pronunciar una palabra, así que simplemente asintió con la cabeza.− Entonces cuéntame. Compártelo conmigo.− Josie volvió a asentir, pero todavía no se sentía capaz de hablar, así que alzó la mano para indicar a Rebeca que esperara. La joven pinceló su pelo, y sintió las cálidas lágrimas humedecer su camisa para dormir. Pasados unos minutos, las lágrimas comenzaron a remitir. Josie levantó la cabeza del pecho de Rebeca. − Pásame la cantimplora, por favor, − pidió, y Rebeca lo hizo. Tomó un largo trago y entonces respiró hondo. − Esto es…− comenzó, y entonces se detuvo y comenzó otra vez.− Nunca le he contado esto a nadie antes. No… no había nadie a quien le importara demasiado saberlo.

− Oh, a mí me importa, Josie.− pensó para sí misma “ojala pudiera decirte cuánto me importa”. Pero tampoco estaba segura de lo que eso significaba, así que no dijo nada más. − Mi padre escribía para el Cherokee Phoenix, que era un periódico publicado tanto en cherokee como en inglés, y siempre dijo lo que pensaba. Los cherokees fueron obligados a abandonar sus tierras poco a poco por el gobierno. Cuando se encontraron los valiosos yacimientos de oro en tierra salvaje, el territorio fue confiscado y a los cherokees se les obligó a marcharse. No importaba cuánto oro se encontrara, se les permitía asentarse allí. Los blancos siempre encontraban algo de valor para expulsarlos cada vez más lejos. E incluso cuando el oro se terminó, quisieron expandir el ferrocarril, así que apelaron al gobierno y se les garantizó el derecho de construir las vías que atravesarían el territorio indio. Exterminaron los búfalos, dejando a los cherokees y a otras tribus hambrientas. Mi padre era un hombre de paz, pero también era una cherokee. Contó la verdad a cerca de todo lo que el ferrocarril estaba haciendo. La tribu lo envió a Washington para protestar contra el gobierno y que desviaran las vías hacia otras tierras. No pudo lograr ningún progreso con los burócratas de Washington, pero allí conoció a mi madre. A pesar de las objeciones de su familia, se casaron, y se marchó al Oeste con él. Yo nací un año después.− Se detuvo para tomar otro trago de la cantimplora y entonces continuó. − Yo tenía quince años cuando mataron a mi padre. Le dispararon delante de mí. Fue un matón contratado por la compañía del ferrocarril. Vi claramente a ese hombre y se lo describí a las autoridades locales, pero como no era más que una niña, y no había más testigos, no hicieron ningún esfuerzo por atraparlo. Sabía que si mi padre hubiera sido blanco, mi palabra hubiera sido suficiente para condenar a aquel hombre.− Sus ojos brillaron de rabia recordando los intentos de su madre y de ella para que se hiciera justicia por el asesinato de su padre. Miró a Rebeca a la cara llena de compasión por la niña inocente que todavía era. Resumió su relato. − Mi madre quedó destrozada por la muerte de mi padre. Volvió al Este con su familia, que vivía en Nueva York por aquel entonces, y me llevó con ella. Mi abuela se empeñaba en vestirme con trajes elegantes, que terminara mis estudios y en presentarme en sociedad.− Josie pudo adivinar, por la mirada en la cara de Rebeca, que a ésta le estaba costando bastante imaginarse a la alta mujer entre la alta sociedad.− Odiaba estar allí.− dijo amargamente.− Me sentía como un animal

enjaulado. Me quedé tanto tiempo como pude, por mi madre, pero cuando cumplí los dieciséis, volví con los cherokees. Y conocí a Jeanie en la pequeña ciudad situada a las afueras de la reserva. Recordando…… − Disculpa.− Josie sintió una palmadita en el hombro, y se giró hacia la pequeña mujer con ojos centelleantes y pelo castaño que le caía sobre la espalda formando tirabuzones. Le estaba sonriendo, y se le formaban unos hoyuelos en ambas mejillas. Unas diminutas y pálidas pecas le cruzaban la nariz y las mejillas. A Josie le recordó un duende. Su sonrisa era contagiosa. − ¿Si?, − contestó. − Me preguntaba si podías alcanzarme aquella tabla de lavar de la estantería, − preguntó la joven señalando una rinconera bastante alta para que pudiera llegar. − Claro, − contestó Josie. Caminó hasta la estantería y se puso de puntillas para coger la tabla. Se la dio a la joven con una sonrisa y ofreciéndole, a continuación, una reverencia.− A tu servicio. − Gracias, − dijo la joven alegremente, y una vez más Josie se sintió incapaz de resistirse a sonreír.− Esta es la peor parte de trabajar aquí. Parece que a nadie le hace falta nada de lo que pueda haber en una estantería a la que yo pueda llegar.− La chica se agachó detrás del mostrador donde estaba, y colocó sobre este unos cuantos comestibles para la mujer que Josie reconoció como la profesora de la escuela del pueblo. − Buenas tardes, Señorita Bohler, − saludó Josie asintiendo con la cabeza a la maestra. La mujer se volvió hacia ella, y por unos instantes, la mirada en su cara estaba vacía, intentando situar a aquella joven. Entonces volvió en sí sonriendo abiertamente. − ¡Josie Hunter! Por el amor de Dios, realmente has crecido mucho desde la última vez que te vi. Creía que te habías mudado al Este. − Lo hice….pero volví. Madre todavía sigue en Nueva York.− La profesora tomó la mano de Josie entre las suyas, y las golpeó de manera confortante.

− Me puse enferma cuando escuché todo aquello sobre tu padre, − dijo la mujer sinceramente. Era un hombre bueno y amable. Yo…bueno, si puedo hacer algo por ti, házmelo saber.− Volvió su atención al mostrador donde sus compras estaban empaquetadas y listas para llevárselas. − Lo haré, Señorita Bohler, − dijo Josie intentando disimular el temblor en la voz que precede a las lágrimas. Se afanó en buscar las latas de sopa, que eran la razón por la que se había detenido en aquel lugar. La profesora le dijo adiós con la mano y le sonrió saliendo inmediatamente de la tienda. Josie levantó la mano en respuesta y entonces se acercó al mostrador, donde Jeanie estaba ocupada enrollando la cuerda que no había necesitado para envolver los paquetes de su anterior cliente. Una vez terminado, dejó la bovina debajo del mostrador y volvió su atención a su única clienta. Josie dejó las latas de sopa sobre el mostrador.− Menos mal que estaba aquí, − dijo sonriendo a la pícara dependienta.− Esa tabla estaba bien alta. Jeanie sonrió y aquel sonido fue como música para los oídos de Josie. La muchacha (Josie no podía pensar en ella como una mujer hasta que por lo menos tuviera su misma edad) le hizo olvidar su disgusto por el recuerdo de la muerte de su padre. La hizo olvidar lo miserable que se había sentido en Nueva York. De hecho le hizo olvidarlo todo. − Sí, ha sido una suerte que estuvieras aquí, − dijo Jeanie.− Si solo pudiera vender las cosas a las que alcanzo, el Señor Eberhard seguro que no estaría muy contento cuando volviese. Eso era lo que echaba de menos, percibió finalmente Josie. No se le había ocurrido hasta aquel momento. El Señor Eberhard era el propietario de la tienda, y era su cara al otro lado del mostrador la que no había visto. − ¿Dónde está el señor Eberhard?, − preguntó, aunque estaba mucho más contenta por su ausencia, si aquello significaba poder ver a aquella chica. − Se rompió la pierna, − dijo Jeanie seriamente.− No podrá moverse en un tiempo. Es amigo de mi padre, y éste le propuso que me contratara para trabajar en la tienda. Me llamo Jeanie Sanders.− Le ofreció la mano y Josie se la estrechó. El agarre de Jeanie era firme, pero su mano se sentía suave. Josie estaba segura de que, en comparación, sus manos parecerían un cactus y, después de un momento, la retiró.

− Yo me llamo Josie Hunter, − contestó. − Bien Josie Hunter, creo que te has ganado un puñado de caramelos por tu ayuda, − dijo Jeanie quitándole la tapa a un bote lleno de caramelos de limón. Josie se acercó y cogió uno metiéndoselo inmediatamente en la boca. El caramelo estaba tan ácido, que arrugó la cara y medio cerró los ojos, haciendo que Jeanie se volviera a reír. Josie hubiera estado dispuesta a quedarse allí comiendo un caramelo detrás de otro solo por escucharla. − Coge algunos más, − dijo Jeanie cuando fue capaz de controlarse. Josie fue incapaz de decirle que aquellos caramelos no le gustaban demasiado. Simplemente volvió a meter la mano en el bote y cogió un puñado de aquellos dulces tan fuertes solo por complacer a Jeanie. Y aquel fue el comienzo de la amistad más intensa que ambas chicas jamás habían conocido. Josie siempre se ofrecía voluntaria para hacer las compras para cualquiera de sus amigos. Como resultado, le tocó hacer alrededor de tres o cuatro viajes a la ciudad por semana, y cada vez pudo pasar más y más tiempo en compañía de aquel pequeño diablillo. La ayudaba a rellenar las estanterías y siempre estaba allí para alcanzarle algo de las más altas. Durante los frecuentes momentos en los que no había ningún cliente, hablaban de todo y de nada. Josie le contó a Jeanie sobre la muerte de su padre, y aquella fue una de las pocas veces que no sintió, con la mirada de Jeanie, ganas de sonreír. Incluso antes de que Josie terminara de contarle el horror de la noche en que dispararon a su padre, Jeanie estaba a su lado, con el brazo alrededor de sus hombros. La amabilidad y ternura de la chica, de algún modo le hizo a Josie llorar, y Jeanie le acercó la cabeza a su pecho, la abrazó, y confortó hasta que ambas se calmaron. Jeanie se sentía tan enfadada con la justicia por no haber hecho nada como Josie. Ambas hablaron de lo que a ellas les hubiera gustado hacerle al asesino, y muchas de aquellas ideas implicaban clavar cosas en diferentes partes de la anatomía que, ninguna de las dos conocían todavía de primera mano, pero que sonaban del todo incómodas y eran lo que este se merecía. − Desearía saber cómo manejar un arma y enfrentarme a él, − dijo Josie con amargura en su voz. Su padre había sido un fiel creyente del tópico “si vives con un arma, morirás con ella”, y siempre rehusó a tener pistolas en casa.

− Podríamos aprender, − dijo Jeanie entusiasmada.− Mi padre tiene más revólveres que nadie, y no echaría de menos uno de ellos si lo cogiéramos para practicar. Josie sonrió pero sacudió la cabeza. − Oh, tan solo estaba soñando, − dijo despacio.− Necesitaríamos saber algo más que tan solo disparar. Tienes que ser capaz de apuntar y desenfundar, y hacerlo más rápido que el otro tipo. No me gustaría ser la siguiente Hunter asesinada por la gente del ferrocarril. − Podemos apuntarnos la una a la otra…sin balas, claro, − dijo Jeanie, convencida de que era posible aprender a desenfundar rápidamente sin tener que disparar un solo tiro. Comenzó a pasear alrededor, planeando sus propias lecciones.− Así que, necesitaremos cartucheras y pistolas, y una caja de munición. Estoy segura de que al Sr. Eberhard no le importará que coja unas cuantas cajas de la estantería en lugar de cobrar mi sueldo. Y podemos ir a las tierras de padre a practicar. Son lo suficientemente extensas como para que los disparos no se puedan escuchar desde el rancho, y hay un claro muy bonito donde podemos poner las dianas. En un par de días el Sr. Eberhard estará de vuelta, y tendremos un montón de tiempo libre… Y así arreglaron sus planes. Josie iba todos los días a aquel claro, a la misma hora, y Jeanie normalmente la esperaba. A decir verdad, pudo conseguir dos pistolas y cartucheras de casa de su padre sin que nadie se percatara de ello, y al final de las prácticas del día, se dedicaban a limpiarlas y a guardarlas en un lugar secreto. Josie tenía una habilidad natural para disparar. Su pulso era firme y tenía mucha puntería, rara vez erraba un disparo. Conforme pasó el tiempo, fue capaz de alcanzar la diana con unos tiros tan cercanos, que casi parecían un solo agujero hasta que no te acercabas. Incluso descubrió que podía desenfundar con una velocidad que estaba segura de poder rivalizar con cualquier hombre. Jeanie todavía no había sacado su revolver de la cartuchera y Josie ya había desenfundado y la apuntaba. Por supuesto, había un abismo entre disparar a una cafetera vieja y desenfundar con la intención de matar a alguien, y a pesar de sus bravatas, Josie no estaba segura de poder hacerlo si llegara la ocasión. Y como si el destino lo hubiera previsto, la morena tuvo la oportunidad de averiguarlo mucho más pronto de lo que imaginaba, cuando Jeanie le contó una tarde, a cerca de los ladrones de caballos y de su plan para

cazarlos. Lo que no le contó a Josie fue que su padre, hacía ya bastante tiempo, le había prohibido que viera, como él solía llamarla, “a esa mestiza”. Esperaba que demostrándole que Josie estaba dispuesta a proteger sus caballos, él le permitiría estar con ella abiertamente. En lugar de eso, mataron a Jeanie y nació la forajida Josie Hunter. Rebeca era incapaz de retener las lágrimas mientras la estoica pistolera relataba la historia de haber conocido y perdido a su más preciada amiga. Josie cogió la cantimplora y dio un buen trago de agua. Sentía el dolor de haber perdido a Jeanie tan profundamente, como si hubiera sucedido ayer. Su boca estaba seca, y temblaba por las emociones que había mantenido encerradas dentro de ella durante tantos años. − Suena como si fuera muy…especial, − dijo Rebeca despacio. Sintió un arrebato de celos al haber existido una mujer capaz de dejar una huella tan grande en el corazón de Josie, y que aún hoy, esa pérdida le hacía tanto daño. Rebeca se reprendió así misma por pensar de ese modo. A Jeanie le habían arrebatado la vida, y estaba muy mal por su parte, envidiar a la mujer que había compartido los momentos más felices de Josie. Rebeca cogió la mano de Josie entre las suyas, y la sostuvo mientras le acariciaba con su dedo pulgar los nudillos. La pistolera no se estremeció ni intentó apartar la mano, como normalmente hacía, y Rebeca esperaba que eso significara que ahora Josie se estaba sintiendo tan cercana, como ella lo estaba de Josie. − Era más que especial. Ella era…− le falló la voz. ¿Cómo podía contarle a Rebeca lo que Jeanie había significado para ella? Rebeca no era más que un año o dos mayor que Jeanie cuando ésta murió, y casi tan inocente. Antes de que pudiera pensar en cómo explicárselo, Rebeca lo resumió todo en cinco palabras. − Tienes que haberla querido mucho. Josie cerró los ojos, y las lágrimas brotaron de sus párpados mientras decía… − Más de… lo que pude hacerle saber. Ella nunca imaginó…− Josie tragó para evitar el dolor que le producía evitar salir los sorbos de su pecho.

Josie y Rebeca se habían separado mientras Josie hablaba. Viendo la mirada en la cara de la morena, Rebeca abrió los brazos y dijo simplemente. − Ven aquí.− Una vez más, la alta mujer apoyó la cara sobre su pecho, y esta la confortó con su suave voz y sus manos.− Shh, nena, está bien. − No, no está bien, − dijo la pistolera con la voz rota por la emoción.− Murió por mi culpa, y nunca nada hará que todo esté bien. − Eso no es cierto. Murió a causa de la avaricia de otros. − Ella nunca habría estado en aquel lugar si no fuera por mí. ¿Es que no te das cuenta que fue mis ansias de venganza hacia el hombre que mató a mi padre, lo que le hizo aprender a usar un revolver? Pensó que ser las buenas nos hacía invencibles, y yo tendría que haberle hecho entrar en razón. Tal vez yo también debería apretar el gatillo sobre mí misma… − Oh Josie, eso no está bien. No puedes culparte de las desgracias de los demás. Si ella no te hubiera conocido, tal vez incluso hubiera ido a aquel lugar con un arma, porque ese era el tipo de persona que ella era. Solo porque tú empezaras algo, no quiere decir que seas la responsable de todo lo que ocurriera como resultado de ese hecho. − Cree lo que quieras, − dijo Josie con voz resignada. Se sentó y miró a Rebeca a los ojos.− Aquí, − dijo poniendo su dedo índice sobre su corazón, − yo me siento responsable de su muerte y siempre lo haré. − Pero… − No puedo seguir hablando de ella, − le cortó Josie bruscamente. − Lo siento, lo siento. No intentaba discutir contigo, − dijo Rebeca rápidamente.− Solo quería entender. Y ayudar, − terminó suavemente. A Josie no le pasó desapercibido el tono de dolor en la voz de Rebeca, y quería acercarse a la joven, pero todos aquellos años manteniendo a la gente a varios metros de distancia, se reafirmaron y en lugar de ello, simplemente se sentó con los brazos sobre sus rodillas. Rebeca no quería forzar la situación, pero se moría de ganas de saber cómo Josie pasó a ser, de la presunta asesina de unos ladrones de caballos, a ser “El Terror del Ferrocarril”, que era el título de la primera novelucha que hablaba de la mujer forajida. Con cuidado de no hacer ninguna mención sobre Jeanie, preguntó…

− ¿Qué ocurrió después de que salieras corriendo de aquel lugar? − Me convertí en aquello que ellos pensaban que era: una ladrona de caballos. Tenía que largarme lo más lejos posible, y no tenía ningún caballo propio. Cogí uno que pertenecía al rancho del Sr. Sanders y me dirigí al bosque. No me detuve ni siquiera cuando recibí un disparo en el brazo. Conocía algunos lugares donde había jugado de niña cerca de la reserva, y supuse que no me encontrarían allí. Me escondí durante los días siguientes, pero tenía miedo de perder el brazo, así que busqué atención médica. Me encontraba muy débil debido a la pérdida de sangre y a la hambruna. Supongo que me desmayé, porque me encontré a mí misma yaciendo sobre el suelo, y el caballo se había largado. Pensé que me dirigía hacia la reserva, pero mi sentido de la orientación no estaba bien, y en lugar de ello, fui directa hacia el Rancho Sanders. El sol prácticamente había desaparecido del horizonte, cuando uno de los trabajadores del rancho encontró a la mestiza herida sobre el barro. Media hora más tarde y no la habría visto y, probablemente, habría muerto desangrada en aquel lugar. El caballo que había cogido había vuelto al rancho con la silla de montar manchada de sangre, así que lo único que tuvo que hacer, fue seguir las huellas del animal hasta encontrar a la mujer. Sonrió al mirar a aquel inerte cuerpo, imaginando la forma en que gastaría la recompensa que, estaba seguro de conseguir del Sr. Sanders por traerle, de una vez, a quien disparó a su hija. La movió hasta ponerla boca arriba, y le derramó un poco de agua de su cantimplora sobre la cara para reanimarla. Se maldijo por haber ido hasta allí caminando, al darse cuenta de que la mujer no sería capaz de moverse por su propio pie. Y, por supuesto, no contemplaba la idea de cargarla durante todo el camino de vuelta, ya que ella era incluso más alta. Al sentir el agua, abrió los ojos, pero en aquella penumbra, no pudo distinguir a su descubridor, y para cuando lo hizo, el hombre ya sostenía un arma en la mano. − No intentaría coger ningún revolver si yo fuera tú, − la previno.− Supongo que valdrás lo mismo viva que muerta, así que no hay mucha diferencia para mí. Probablemente muerta sea lo más fácil.− Josie asintió entendiendo y se forzó a sí misma a relajarse en el suelo. Esperaría a tener una oportunidad. El vaquero la cogió del brazo sano y tiró de ella hasta ponerla de pie. Estaba mareada y pensó que podría desmayarse otra vez.

− Por favor, déjame beber un poco de agua, − suplicó.− Prometo no intentar nada. − Por qué no, − dijo, pero cuando iba a coger la cantimplora con el brazo bueno, el hombre se la apartó.− Oh, no, yo la sostendré.− Tenía tanta sed que incluso habría aceptado beber el agua de un viejo zapato y servida por el mismo diablo, así que sencillamente asintió y le permitió verter el agua en su boca. Poco a poco el líquido la fue reviviendo, pero procuró que él no se diera cuenta que cada vez estaba más fuerte, lo suficiente como para poder caminar por ella misma, y en lugar de eso, permitió al hombre sujetarla. Necesitaba conservar la mayor parte de sus fuerzas si quería tener éxito cuando intentara escaparse. Los dos caminaron cogidos, como un par de borrachos, hasta llegar al rancho. Josie intentó coger su revolver cuando distinguió las luces de la casa, imaginando que tendría una mejor oportunidad contra un hombre que con todos los jornaleros. Pero sus reflejos eran lentos y los de él no. Le quitó la pistola de su alcance e inmediatamente formó un arco con su brazo impactando contra su sien. Perdió el conocimiento por unos instantes, pero el brazo que la sostenía alrededor de la cintura la previno de caer al suelo. El vaquero la medio arrastró el resto del camino hacia el rancho, y entonces la empujó contra el fango delante de la casa principal. Incapaz de dejar sola a su presa, gritó llamando al padre de Jeanie para que saliera. Unos momentos después, Sanders apareció con un revolver en la mano. − Tengo a la mestiza, Sr. Sanders, − dijo el vaquero orgulloso. Los ojos de Sanders brillaron con algo parecido a maldad, cuando miró a la criatura que había intentado quitarle la vida a su hija. De hecho, Jeanie todavía luchaba entre la vida y la muerte, mientras el doctor trabajaba frenéticamente para reparar el daño hecho a su joven cuerpo. El matasanos dijo que tenía menos de un 50% de posibilidades de sobrevivir, pero mientras hubiera esperanza seguiría intentándolo. Sanders decidió hacer creer a la mestiza que había tenido éxito en matar a Jeanie, como justificación al castigo que tenía en mente para ella. Bajó los escalones del porche y caminó en círculo alrededor de Josie, mientras ésta yacía donde había sido arrojada como un juguete roto. Le permitió al padre de Jeanie tocarla con el pie y continuó fingiéndose medio inconsciente. − Montadla en un caballo, chicos,− dijo a los vaqueros que se arremolinaban alrededor para ver el espectáculo.− La justicia es demasiado lenta en este lugar, así que vamos a juzgar a esta asesina

salvaje nosotros mismos.− Mientras dos de los hombres fueron a ensillar los caballos, los otros dos la levantaron sobre sus pies. Sanders se plantó delante de ella sujetándole la barbilla con la mano, forzándola a levantar la cabeza. La miró directamente a los ojos, mostrando todo su odio y enfado.− ¿Tienes algo que decir antes de que dictemos sentencia? Tan lleno de odio como estaba, Josie sabía que sería inútil confesar su inocencia, pero aun así, lo intentó. − Yo…la quería, Sr. Sanders. Yo no le disparé. Nunca haría nada para dañarla. − Eso no es lo que he oído.− Le abofeteó en la cara. Dos hombres a caballo llegaron hasta el pequeño grupo frente a la casa llevando tres caballos más ensillados.− Atadle las manos, − ordenó Sanders, y uno de los vaqueros le lanzó un trozo de cuerda a uno de los hombres que la sujetaba. Le puso las manos detrás de la espalda, con lo cual su brazo herido comenzó a sangrar otra vez, y le ató las muñecas. Cuando terminaron, la levantaron de una forma no muy amable, la montaron sobre el caballo y esperaron al Sr. Sanders.− La llevaremos a la reserva india, − dijo Sanders.− Así el sheriff no me relacionará con ella.− Subió a su silla de montar y sacudió las riendas rumbo a la reserva. Era bien entrada la noche cuando llegaron al lugar que le pareció más adecuado a Sanders. Hubiera deseado esperar a la mañana siguiente para hacerlo y ver la agonía en su cara, pero habiendo recorrido todo aquel largo camino hasta allí, no iba a esperar a completar su misión. Pasó una cuerda por encima de la rama de un árbol y ató el extremo a su enorme tronco. Colocó el caballo de la morena debajo de las ramas, y bruscamente rodeó su cuello con la soga. − Tal vez deberías ir pensando en rezarle a, quien quiera que sea ese dios en el que tu raza cree, − dijo con una voz cargada de veneno. Dirigió su caballo de vuelta por donde habían llegado y golpeó el trasero del caballo de Josie. El animal pareció confuso cuando su jinete parecía no acompañarlo y se detuvo un segundo, pero Sanders tiró de las riendas dejando colgada a la mujer indefensa. Josie podía sentir que su visión comenzaba a fallarle como reacción de su cuerpo al ser desprovisto de aire. Buscó frenéticamente el bolsillo secreto de su cinturón hasta que encontró el cuchillo, y empezó a cortar la cuerda que aprisionaba sus muñecas. Aquello estaba resultando muy complicado y doloroso y, por unos instantes, creyó perder la consciencia

antes de liberarse las manos, pero afortunadamente la cuerda cedió. Ahora le quedaba luchar contra el instinto natural de patalear y agitarse, ya que eso sólo serviría para ceñir, todavía más, la soga a su cuello. Los pulmones le clamaban aire, y abrió los ojos asustados mientras levantaba el cuchillo con el brazo sano hasta la cuerda que rodeaba su cuello. Sabía que si se le resbalaba la navaja, el trabajo que había comenzado Sanders, terminaría con éxito. Tampoco podía ignorar su creciente pánico, así que comenzó a cortar la cuerda sin consideración al daño que pudiera infligirse con aquel objeto cortante. Se quedó sin fuerzas y la oscuridad la envolvió completamente soltando el cuchillo de sus inertes dedos. Unos segundos más tarde, la cuerda que había sido rasgada casi en su totalidad, se desenmaraño y liberó su agarre arrojándola contra el suelo. El impacto hizo que tomara una enorme bocanada de aire y permaneció allí durante varios minutos, respirando agitadamente e incapaz de creer que estuviera viva. Tenía el cuello en carne viva por la fricción de la soga, y sangraba a causa de los cortes que se había infligido ella misma, pero sonrió con satisfacción al verse viva. Casi se carcajeó cuando se dio cuenta de que Sanders, la había llevado prácticamente a los pies de un arroyo, y a muy poca distancia de una aldea. Se arrastró hasta la fuente de agua y tragó el fresco líquido. Se echó agua a la cara y por el cuello, cosa que le ayudó a refrescar la irritación producida por la soga. El dolor en el brazo le recordó que todavía tenía allí una bala, y que debía sacarla, y rápido, antes de que se le infectara. Sabía que podría contar con la sabiduría de los ancianos de la reserva para cuidarla. Y una vez fuera capaz de viajar, pondría la suficiente distancia entre ella y el padre de Jeanie, sabiendo que este no dudaría en terminar lo que había empezado. Con el corazón destrozado por la pérdida de su querida amiga, comenzó a caminar hacia la reserva. Rebeca escuchaba en silencio cómo Josie relataba los acontecimientos que habían alterado tan drásticamente el curso de la vida de la entonces joven mujer. Cuando Josie sintió el silencio, levantó la cabeza y distinguió a Rebeca agitándose con furia y maldiciendo la injusticia que se había cometido con su amiga. Viendo el modo en que la forajida se acurrucaba contra la pared de la cabaña, con la cara rota de dolor, el enfado dio paso a un sentimiento de compasión, y se encontró a sí misma arrastrándose hasta donde se sentaba Josie, y rodeando sus hombros con los brazos. Josie no hizo ningún esfuerzo por moverse, de hecho, bajó la cabeza hasta el pecho de Rebeca y se relajó. No se intercambiaron ninguna palabra, pero Rebeca sabía que algo había cambiado entre las

dos aquella noche. Sentía que la morena había bajado las barreras que siempre mantenían a Rebeca a varios pies de distancia y, en lugar de apartarla, las había vuelto a subir, pero con ella dentro. Como solía hacer cuando descubría a la pistolera teniendo alguna de sus pesadillas, Rebeca comenzó a acariciarle el pelo y a cantar. En apenas unos segundos, pudo sentir la respiración rítmica de Josie al caer dormida. Con mucho cuidado la dejó en el suelo a su lado, enterrando su cara en el cuello de la alta mujer. Dejó escapar un suspiro de aire contenido y rápidamente se unió a su compañera en el sueño.

36. Un nuevo amigo

L

a parte trasera de la carreta estaba cubierta por el barro, al igual que las dos mujeres al recibir las salpicaduras de las ruedas. Las fuertes lluvias habían creado unos charcos de indeterminadas profundidades en el camino, que habían forzado a ambas, a sentarse muy cerca y en el centro del carro para evitar las constantes duchas. Una particularmente grande había impactado en la cara de la joven rubia, haciendo que ésta escupiera y maldijera mientras Josie se reía. Se reía, sí, hasta que una rociada igual de grande o incluso peor, alcanzó a la morena. Josie utilizó su pañuelo para limpiarse el fango, mientras la joven reía a carcajadas. Un crujido tan fuerte como el sonido de un rifle al ser disparado, cruzó la carreta y se detuvo repentinamente. Josie alzó la ceja mientras le pasaba las riendas a Rebeca y saltaba por el lateral del carro. − ¿Qué ocurre?, − preguntó Rebeca mientras la morena se agachaba junto a las ruedas. ¿Se ha estropeado la rueda? − No, no es la rueda, − dijo Josie con desánimo.− Es el eje. − ¿Qué?− Bajó inmediatamente y se agachó cerca de la pistolera. La alta mujer señaló el lugar donde el eje se unía a la carreta. La madera se había partido claramente en el punto de arrastre.− ¿Qué vamos a hacer? Josie se levantó y miró alrededor, intentando no dejar salir su frustración a modo de una letanía de maldiciones e insultos, que garantizarían el cambio de color en las orejas de su joven amiga. − Buena pregunta, Rebeca. Estamos lo suficientemente lejos de cualquier sitio para encontrar un herrero o pedir ayuda. No creo que éste eje dure más de cinco o seis millas más.− Agarró tan fuerte el lateral del carromato, que sus nudillos se pusieron blancos, una acción que no pasó desapercibida por Rebeca. − Está bien Josie. Ya se nos ocurrirá algo.− Se acercó y puso su pequeña mano sobre la de la pistolera.− Mira, dices que estamos demasiado lejos para volvernos, ¿verdad? Entonces sigamos adelante. Sabemos que no

hay nada detrás de nosotros. – Rebeca sintió aflojarse al apretón debajo de su mano.− Quién sabe qué nos depararán las próximas cinco millas. − Quién o qué, − corrigió la pistolera sacando uno de sus colt y revisándolo. Desató a Phoenix de la parte trasera de la carreta y comenzó a ensillarlo.− Tú irás sobre Florence en el carro, pero sé delicada con ella. Está acostumbrada a que la dirijan y no a mandar. Como precaución añadida, redistribuyeron la carga de forma que el eje no sufriera tanto. Y aunque el peso parecía ser demasiado para Florence, todavía no estaba al límite de sus fuerzas, así que se movieron despacio. Josie mantenía a Phoenix cerca del eje dañado, y aunque su cara no transmitía emoción alguna, por dentro estaba furiosa por la imposibilidad de reparar la carreta. Incluso un puñado de clavos y alambre, dos utensilios que ellas no tenían, hubieran servido para sujetarlo hasta, por lo menos, llegar a Boise City. Fue una caminata lenta, con Josie deteniéndolas una y otra vez para guiar el carro esquivando los agujeros más profundos del sendero. Rebeca iba despacio, con mucho cuidado de no provocar el desastre final. La combinación del cuidado por parte de ambas mujeres ayudó a que el eje durase más del doble de distancia que había predicho la pistolera. Josie escuchó el crujido, saltó de Phoenix, y colocó un pesado barril debajo de la carreta antes de que al ángulo se terminara de partir en mil pedazos. La esquina se inclinó tan solo unas pulgadas antes de aterrizar sobre el barril. En el instante que escuchó a la pistolera desmontar, Rebeca detuvo a Florence y miró con asombro cómo su amiga se movía con una fluidez y gracia, combinada con fuerza y agilidad. Sabía que Josie era una mujer fuerte, más fuerte que ninguna otra mujer que conociera, pero verla levantar aquel barril medio lleno de agua con poco más que un gruñido, fue suficiente para dejar a la joven estupefacta. Ni si quiera había visto a ninguno de los hombres de Chancetown levantar algo tan pesado, tan fácilmente. − ¿Rebeca?, − la pistolera la miró e inmediatamente reconoció la cara de asombro. La había visto antes en varios hombres cuando les ganaba echando pulsos o boxeando. − ¿Huh?, oh, ¿qué?, − dijo saliendo de su trance. − Nada. Vamos a tener que dejar la carreta aquí. Desata a Florence y cárgala lo máximo posible.− Vio cómo Rebeca asentía con la cabeza y comenzaba a hacer lo que le habían dicho. Josie sonrió para sí misma mientras comenzaba a rellenar las alforjas de Phoenix. “Crees que soy

algo fuera de lo común, ¿verdad enana?, − pensó para sí misma.− No me pongas en un pedestal. No soy ninguna heroína”. En apenas unos minutos, todas las cosas de importancia que pudieron acomodar sobre las dos yeguas estaban listas, y ellas siguieron caminando, con Josie al frente. El barro se adhería a sus pies y ambas mujeres tenían salpicaduras por todas partes, cuando a menos de una milla, encontraron un pequeño rancho situado a bastante distancia del camino, pero así y todo, evidente para alguien con una visión como la que tenía la pistolera. Desenganchando las alforjas de Phoenix y dejándolas en el suelo, Josie llamó a Rebeca para que se acercara. − Voy a ir a echar un vistazo. Quédate aquí con Florence y nuestras cosas. No importa lo que pase, no te muevas de aquí hasta que yo venga a recogerte, ¿entendido? – Esperó hasta que la joven asintiera antes de montar sobre Phoenix y cabalgar hacia el rancho. La casa estaba en tan mal estado que Josie se preguntó si alguien viviría allí, pero aun así, escuchó el familiar sonido de un rifle cargándose detrás de la puerta. Con mucho cuidado se agachó y puso su mano sobre el gatillo de su colt. − No quiero ningún problema. − ¿Y entonces qué diablos quieres?− Se escuchó una voz ronca de fumar durante muchos años. − Mi carreta se ha estropeado. Si tiene una pieza de metal plana y un par de clavos, le pagaré generosamente por ellos y seguiré mi camino.− Intentó que su voz no pareciera amenazadora al no querer asustar al viejo. − ¿Dónde está tu marido?, − preguntó el viejo moviéndose de ventana en ventana buscando signos de una emboscada. − No tengo. Mire, no voy a hacerle daño. Si pudiera tan solo ir a su establo, estoy segura de que encontraría lo que necesito y me marcharía.− Bajó su revólver, confiando en que aquel viejo hombre no sería peligroso. − ¿Una carreta estropeada?, − preguntó desde detrás de la puerta. Con mucho cuidado Josie se agachó y dejó el colt en el suelo, para no parecer demasiado armada, pero sin querer tampoco parecer demasiado indefensa.

− Sí, un poco más allá. − Se irguió manteniendo la mano cerca de su otra arma por si acaso. Un ojo marrón asomó por la rendija de la puerta y se escuchó el sonido de las bisagras al abrirse. − ¿Y dices que estás sola?, − la puerta se abrió un poco más, revelando a un hombre mayor no mucho más alto que Rebeca. Llevaba unas gafas de metal negro con unos cristales muy gruesos y el pelo blanco con entradas. − Dije que no tenía marido, − respondió sin querer darle demasiada información. La puerta se cerró y el cerrojo se levantó lentamente. Josie seguía esperando mientras el viejo asomaba el cañón de su rifle de dieciséis balas, a través de la abertura antes de mostrar su cuerpo. A la luz del día, la pistolera pudo echarle el primer vistazo a aquel hombre. Estaba alrededor de los sesenta, y sus rasgos todavía reflejaban al guapo hombre que debió ser en su juventud. Le devolvió la mirada, estudiando a la mujer forastera de pie frente a él, advirtiendo los músculos que, claramente se marcaban por debajo de su camisa negra, y mirando la amenazadora arma pegada a su pierna. Pasados unos minutos habló. − ¿Cuál es el problema?, − preguntó bajando el rifle despacio. − El eje, − contestó.− Puedo reforzarlo con un trozo de metal y unos cuantos clavos, por lo menos hasta llegar a Boise City. − Lo dudo, − dijo sacando un cigarrillo del bolsillo de su camisa y una cerilla. Frotó la cerilla contra la barandilla del porche y encendió el pitillo, dando una gran bocanada antes de exhalar.− No hay nada como el buen tabaco. El camino de aquí a Cheyenne es plano en comparación con el que hay desde aquí hasta Boise City. No, lo que necesitas es un eje nuevo.− Caminó alrededor y se sentó en un mecedora, descansando el arma cerca de él. Josie tamborileó los dedos sobre su cinturón de piel, apartando deliberadamente su mano derecha de su revólver, y sentándose en el escalón del porche.− Sip, un nuevo eje, eso es lo único que te ayudará a llegar hasta allí.− Con un movimiento de sus dedos, los restos del cigarrillo volaron formando un arco y aterrizando sobre el suelo, uniéndose a la docena de colillas que había esparcidas por allí.− Yo tengo uno. − ¿Cuánto?, − preguntó esperando terminar con la visita y continuar su camino. Él le sonrió, revelando toda una dentadura postiza.

− El dinero no es lo que preciso, jovencita.− Miró hacia las tablas de madera del suelo del porche y entonces hacia el tejado, inspeccionando la cantidad de agujeros que dejaban pasar los rayos del sol.− Nop, lo que necesito es un jornalero, si tú y quienquiera que tienes escondido en algún lugar, no os importa trabajar aquí. − ¿Qué es lo que necesitas que hagamos?, − preguntó segura de que no le iban a gustar las condiciones. − Necesito un nuevo tejado. Tengo goteras desde hace más de un año. Arréglalo, y tendrás el eje.− Se sentó y esperó su respuesta. Josie miró hacia el tejado, pensando que una simple chapuza serviría. − Tardaría un par de días en hacerlo.− contestó, indicando con su tono de voz que el precio era demasiado alto. Él se rio por dentro, haciendo que tosiera antes de volver a recobrar la compostura. − Te llevaría más de un par de días, señorita. Me refiero a todo el tejado, − dijo señalando la casa. Los ojos de Josie se entornaron. − Ese es un precio exagerado por un eje, − protestó. − Tú misma, − contestó. − A mí no me importa…yo no soy quien tiene una carreta estropeada. Permanecieron allí sentados un largo rato, él fumándose otro cigarrillo, y ella luchando por dentro por no intimidarlo y obligarlo a hacer un trato más razonable. Una visión del hombre intentando subir al tejado y repararlo él mismo le pasó por la mente.− Repararé el tejado a cambio del eje, pero tendrás que darnos a mi acompañante y a mí un lugar donde alojarnos hasta que terminemos. − Yo no meto a nadie en mi casa para que fornique, − dijo lanzando el cigarrillo por encima de la barandilla para reunirse con los demás.− Tengo una habitación extra. Tú puedes dormir allí y él en el granero. − No es él, si no ella, − contestó Josie.− Una joven. Buena cocinera también.− El viejo sonrió con la información. − Bueno, entonces…− miró hacia el horizonte.− Es demasiado tarde para hacer nada hoy. Trae a tu amiga y podéis empezar mañana, − dijo levantándose y caminando hasta la puerta.− Si a tu amiga no le importa, hay comida en la cocina. Dile que no hay problema si se siente con

ganas de cocinar algo esta noche, − dijo de pasada, aunque la mirada en sus ojos decían algo muy distinto. Se preguntaba cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que alguien había cocinado para él.

Josie se quedó sentada en el porche unos cuantos minutos más después de cerrar la puerta, pensando en aquel viejo y en el trato que acababa de cerrar. Cambiar todo un tejado era un precio más que abusivo por un simple eje, pero también sabía que no habría otro modo para que él consiguiera que alguien arreglara su casa. Se levantó y se estiró, sabiendo de sobra, que sería la última vez en mucho tiempo que sus músculos no le dolerían. Volviendo a coger su revolver del suelo, se giró y fue a por Phoenix. − ¿Ha habido suerte?− Gritó Rebeca una vez la pistolera estuvo a suficiente distancia como para escucharla. Josie desmontó y soltó las riendas, dejando a Phoenix que paciera libremente. − Hay un viejo viviendo allí. Tiene un eje, pero tengo que hacerle un trabajo antes de que nos permita usarlo, − le explicó recogiendo las alforjas que había dejado allí.− Nos quedaremos unos días. − ¿Unos días?, ¿qué clase de trabajo es ese?, − preguntó Rebeca con temor. − Necesita un tejado nuevo, − contestó.− Y tal vez algo de compañía. Parece que ha estado solo durante mucho tiempo. − Un tejado es un montón de duro trabajo, Josie. − No tengo elección. Necesitamos el eje, a menos que quieras caminar el resto del camino, − dijo mientras aseguraba la carga en Phoenix. − ¿Caminar el resto del camino?, oh, no gracias. Pero no voy a subirme a un tejado. − No te preocupes Rebeca. Yo haré de carpintera. Tú harás de fregachina. Aquel lugar parece como si no hubiera tenido el toque de una mujer durante años, − dijo sonriendo burlonamente al ver a la joven rodar los ojos. Estaban a unos pies de distancia del porche cuando la puerta se abrió y el viejo salió afuera. Rebeca sonrió afectuosamente y se dirigió hacia él.

Josie, siempre desconfiada con los extraños, permaneció detrás y bajó las manos hasta sentirlas cerca de sus pistolas. − Hola, mi nombre es Rebeca, − dijo. − Charles…Charles Braga.− Tomó la mano que le ofrecía y la besó, como debía hacerse con una señorita.− Bienvenida a mi casa, − dijo empujando la puerta y manteniendo su mano en alto, invitándola a entrar primero. En un abrir y cerrar de ojos, Josie estaba en el porche y muy cerca de los dos, no queriendo perder de vista a la joven, a pesar de no presentir ningún peligro. Rebeca entró y se paró dentro intentando mantener una sonrisa agradable. El maloliente ambiente asaltó su nariz, al igual que las capas y capas de polvo depositadas por todas partes. Josie no bromeaba cuando dijo que aquel lugar no había conocido el toque de una mujer en años. La puerta principal daba a lo que parecía un salón, aunque ahora no se veía más que una habitación llena de polvo. Era obvio, por la almohada y la manta que había sobre el sofá, que Charles pasaba la mayor parte del tiempo allí. Había botellas de wiski y latas vacías por todo el suelo, así como docenas de colillas de cigarrillos. Y un plato de metal al final de la mesa estaba rebosaba por las cerillas usadas para encender su tabaco de liar. A la derecha estaba la cocina, un lugar donde Charles, obviamente pasaba muy poco tiempo, si es que pasaba algo. Todo, a excepción de la bomba del pozo, estaba cubierto de la misma espesa capa de polvo que había en el salón. − Oh, déjeme que le acerque una silla, señorita,− dijo Charles educadamente, sacudiendo el asiento de una de ellas con la misma cantidad de suciedad que todo lo demás.− Normalmente no recibo visitas,− a excepción de mi hermanos Horacio, y a él no le importa cómo está todo esto. Una oleada de partículas atacó la nariz de Rebeca haciendo que estornudara incontrolablemente. − ¿Podría…achooo….disculparme, p-p-p achoooo…por favor?− Se apresuró a salir rápidamente afuera para tomar aire fresco. Apoyó las manos contra la barandilla del porche y respiró profundamente. − Está un poco mal, ¿huh?, − dijo la pistolera detrás de ella, totalmente segura de asustar a la joven. Pero se sorprendió al ver que no lo hacía.− ¿Rebeca?

− Hay más suciedad y tierra allí adentro que en todo el maldito campo, − dijo la mujer sacando el pañuelo de su bolsillo. − Rebeca, ¿cómo has sabido que estaba detrás tuya?, − preguntó Josie, apoyándose contra la barandilla junto a la rubia. − Oh, he reconocido tus pisadas. Charles no usa botas y tú sí, − dijo simplemente. Parpadeó un par de veces y miró a la pistolera.− Hey, eso está bastante bien, ¿no? Imaginé de quién se trataba sin mirar.− Su voz estaba tan llena de orgullo por la proeza, que Josie no tuvo más remedio que sonreír. Rebeca disfrutó de aquella sensación por un instante antes de ponerse seria nuevamente.− ¿Cómo puede alguien vivir así? Debe de sentirse muy solo. − Creo que lo está, pero tan solo estaremos aquí durante el tiempo que me lleve arreglar el tejado.− Josie pensó en añadir “no te encariñes”, pero se lo pensó mejor. Cualquier cosa que dijera al respecto no valdría de nada.− ¿Crees que podrás hacer funcionar la cocina? Por lo que he visto desde la entrada, parece que no se ha encendido el fuego en años. − Si el humero no está taponado, no tendré ningún problema, − contestó la joven.− Será mejor que le eche un vistazo. Charles llevó las yeguas al establo mientras las mujeres entraban en la cocina para comprobar la salida del humo. Josie sacó el brazo lleno de hollín del tubo de chimenea. − Parece despejado, − dijo sacudiendo la mano contra la camisa. − Josie, ¿sabes lo difícil que es quitarte el hollín de la camisa?, − la regañó Rebeca acercándole un trapo húmedo. − Pero si es una camisa negra, − dijo inocentemente.− Por eso las llevo. Lo esconden todo.− Se sacudió las manos lo mejor que pudo y le devolvió el trapo a la joven. − Sigue así y ya puedes lavarte tu propia ropa, doña “yo no lavo la ropa”. − Pero Rebeca…− se frotó un poco de hollín de la camisa con el dedo índice.− Para eso te tengo a ti.− le dijo dulcemente, tocándole la punta de la nariz con el dedo manchado de tizne. Levantó el índice para que Rebeca pudiera verlo dando un paso atrás y sonriendo traviesamente.

− Tú no…− La joven se tocó la nariz e inspeccionó los dedos.− Lo has hecho.− Sus ojos verdes se entornaron.− Me las pagarás por esto, ya verás.− Cogió el trapo húmedo sin pensar e intentó quitarse el hollín de la nariz. Josie miró aquel desastre negro por toda la cara de Rebeca y se rio un poquito antes de quitarse el pañuelo. − Estoy segura de que crees que lo harás, Rebeca, − dijo enrollando el pañuelo alrededor de los dedos y escupiendo en él.− Ven aquí. − ¿Estás de broma?, − protestó la joven dando un paso atrás contra el borde del lavabo. − Rebeca, todo el mundo sabe que la saliva lo limpia todo, − dijo Josie acercándose con una mano en alto para aguantar la cabeza de la rubia mientras le quitaba el hollín.− ¿Ves?, mucho mejor. − Maldita sea, Josie, no soy una niña pequeña, − se quejó.− De todas formas es por tu culpa. Y esta me la pagarás, ¿sabes?, − dijo levantando el dedo índice hacia la alta mujer. − Uh huh, − se burló la pistolera.− Ya lo veremos, enana. Rebeca sonrió por el apelativo y miró a su alrededor. − Uh, ¿quieres preguntarle dónde almacena la comida? − Si no hay más remedio.− Se puso el sombrero justo cuando Charles entraba. El viejo asintió con la cabeza y se sentó en el sofá. Abriendo un bote que había encima de la mesa, sacó un cigarrillo y una cerilla.− Voy a ver si puedo cazar un conejo o dos, − dijo Josie. Puso la rodilla en el suelo, sacó un cuchillo de dentro de su bota izquierda, y lo deslizó por dentro de la bota derecha de la rubia antes de marcharse.− Por si acaso, − le susurró. Rebeca asintió, sabiendo muy bien en su interior que todo iría bien. − Así que Charles, − dijo Rebeca intentando encender el fuego de la cocina.− ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? − Debe de hacer cerca de unos veinte años, me vine aquí en el cincuenta y siete. Horacio tan solo hará cinco años que se marchó, desde que su mujer murió y todo eso. Se dedica al comercio y viaja desde Boise City a Cheyenne una vez al mes. Siempre hace un alto aquí durante un tiempo y me trae provisiones.

− Y, ¿así es cómo consigues la comida y el tabaco?, − preguntó tomando asiento en el banco situado frente a él, y olvidando por completo la cocina encendida. − Sip. Cada mes me trae dos latas de tabaco y una veintena de Van Camps, − dijo liándose otro cigarrillo. − ¿Todo lo que comes son judías en lata?, − dijo incrédula.− ¿No tienes nada de carne o pan? − En ocasiones Horacio me trae algo de cerdo salado, pero no demasiado a menudo.− Se inclinó hacia delante y le dio una palmadita en la mano.− No te preocupes por mí. He estado viviendo así desde que Ruth murió, y me ha ido bien. Tú y tu amiga tenéis…− miró alrededor dándose cuenta, por primera vez, que la alta mujer de pelo negro no estaba por allí.− ¿Dónde se ha metido? − Fue a ver si conseguía algo más que unas judías para comer. Oh, eso me recuerda…− se levantó y caminó hasta la cocina.− ¿Charles?, si no utilizas la cocina o una hoya para calentar las judías, ¿qué usas? Le guiñó el ojo, se levantó y caminó hasta la chimenea. − La utilizo para calentar la casa, sobre todo ahora que vienen los vientos del norte. Tan solo pongo la lata aquí... − señaló una enorme hoya negra colgando de un brazo de hierro.− y lo muevo un poco. Unos minutos y listo.− Se afanó en recoger la multitud de latas esparcidas por el suelo, cerca de la chimenea, mientras Rebeca rezaba en silencio por que Josie tuviera éxito en su cacería. La pistolera volvió con dos conejos pequeños, la mirada en su cara cuando le tendió aquellas dos carcasas a su amiga, le dejó claro que ella estaba igual de decepcionada. − No os preocupéis por mí, yo tengo mis Van Camps, vosotras comeros los conejos, − dijo. Josie caminó hasta ponerse detrás de Rebeca, tan cerca que tan solo ella podía oírla. − ¿Estofado? − Estofado, − contestó la joven. Josie le apretó cariñosamente el hombro. Sabía que Rebeca estaba harta de comer estofado y que le apetecía algo de carne a la plancha para cambiar.

− Charles, reserva las judías para otra noche. Rebeca está cocinando estofado de conejo y habrá suficiente para todos.− La mirada en aquellos viejos ojos le recordó a la pistolera la mirada que recibió de Rebeca cuando le regaló el libro de medicina. − Bueno, si estás segura,− dijo, volviendo a poner la lata de judías que llevaba en la mano, de vuelta a la estantería.− Si necesitas harina, estoy seguro de que Ruth tenía un poco por ahí…− Fue a la cocina y empezó a abrir cajones que no habían visto la luz en años. Josie se acercó rápidamente y le impidió abrir el resto de gavetas. − No. No te preocupes por eso. Tenemos suficiente harina, ¿verdad Rebeca?− El pensamiento de añadirle algo a la comida que viniera de aquellos cajones cubiertos de polvo, no le apetecía nada a la pistolera. − Más que suficiente, − añadió la joven enfáticamente, tomando nota mental de vaciar aquellas gavetas a primera hora de la mañana. Había prácticamente anochecido para cuando la cena estuvo lista. Josie fue a ver a las yeguas, la mejor excusa que pudo encontrar para no tener que quedarse allí y ser sociable, mientras Rebeca lavaba los platos y hacía un poco de café. − Bueno, supongo que ya es la hora, − dijo Charles levantándose de su silla y caminando hacia la puerta. − ¿La hora para qué?, − preguntó la joven siguiéndolo. − La hora de bajar la bandera, por supuesto. Permanecieron de pie frente al alto poste de madera y, con un gran respeto, bajó la bandera muy despacio. − Tu bandera está equivocada, − comentó Rebeca. Él detuvo la ceremonia y la miró.− Quiero decir, que solo tiene treinta y seis estrellas. Ahora hay treinta y ocho estados. − Señorita, cuando serví para este país en la Gran Guerra de los estados, tan solo habían treinta y cuatro. Para cuando la armada me permitió marchar, había treinta y seis. Ésta es la bandera que me entregaron cuando me licenciaron y ésta es la bandera que izaré, − contestó rotundamente.− Bastante malo es que sigamos añadiendo estados sin tener que preocuparnos de cuántas estrellas hay zurcidas en la bandera.− Terminó de bajarla y la enrolló.

Josie se las apañó para esconderse en el establo hasta casi la hora de ir a dormir. Solo entonces regresó con los otros. Charles añadió unos cuantos troncos al fuego, preparándolo para la larga noche.

− La habitación está por allá. No sé lo que os encontraréis allí. No he entrado en años. Solía ser la habitación de mi hija Lillian antes de que decidiera marcharse a Illinois, − dijo abriendo una lata y sacando un cigarrillo.− Ahora ronco un poco, así que no me prestéis atención. Ambas mujeres hicieron un viaje al retrete antes de entrar. A Rebeca no le gustó en absoluto el estado del colchón ni el de las mantas que lo cubrían. Así que tiró de ellas y las cambió por sus propias mantas y almohadas, dejando la de Josie en la parte más próxima a la puerta, como sabía que a la cautelosa pistolera le gustaría. Rebeca se puso la camisa de dormir y subió a la cama colocándose lo más cerca posible de la pared para dejar espacio suficiente para Josie. La pistolera se quitó los pantalones y se metió en la cama rodeando automáticamente la cintura de la joven con su brazo. Rebeca se acomodó contra ella y ambas se quedaron durmiendo en apenas unos minutos.

* * *

− Rebeca…Rebeca, es hora de levantarse, − intentó despertarla Josie amablemente, sabiendo que, probablemente aquello no funcionaría. Estuvo tentada de dejarla durmiendo, sabiendo especialmente que era la primera noche que Rebeca dormía confortablemente desde que dejaron Cheyenne. Mirando aquella cara dormida, la pistolera se dio cuenta de que aquellos círculos oscuros que solían rodear sus ojos, habían desaparecido. La pistolera estaba aliviada por no haberla molestado al no haber sufrido ninguna pesadilla durante la noche. A veces no estaba segura de qué era peor, las pesadillas o despertar a su amiga con ellas todas las noches. Rebeca se estiró y enterró su cabeza en la almohada.− Oh no, de eso nada. Quiero café, − se quejó la pistolera. Sacudió el hombro de la joven. − Venga Rebeca. − Hrrmmphf. − ¿Es esa la forma en la que das los buenos días?

− Está bien, está bien, − dijo con voz cansada. Una medio dormida Rebeca gateó hasta salir de la cama, con los ojos prácticamente cerrados y fue hasta donde tenía las botas. Uno de sus ojos verdes enfocó dos pares, uno negro, y el otro marrón oscuro. Metió los pies en los negros. − ¿Qué estás haciendo? − Tranquila, − susurró antes de abrir la puerta de la habitación y dirigirse a la letrina con aquellas botas dos tallas más grandes golpeando contra el suelo. Una hora más tarde, los tres estaban levantados, vestidos y sentados alrededor de la mesa bebiendo café. − Creo que será mejor que empiece. ¿Dónde están tus herramientas?, − preguntó Josie. − Están en el establo. O por lo menos deberían estarlo. No he estado por allí desde hace un tiempo, − contestó Charles. − No importa, seguro que encontraré lo que necesito.− Se levantó y apuró el resto de su café.− Me gustaría cambiar el eje de la carreta y traerla hasta aquí. Charles saltó de su asiento con sus ojos marrones muy abiertos. − ¡No! No tendrás el eje hasta que no arregles el tejado. Tenemos un trato.− La mirada en su cara estaba muy próxima al pánico. Rebeca se acercó y puso la mano sobre el muslo de la pistolera. Cuando captó la atención de la pistolera, sacudió la cabeza suavemente, implorándole a la mujer que lo dejara estar. − Bien. Arreglaré el tejado, pero tendré que volver y traer el resto de nuestras pertenencias. ¿Puedo usar tu carreta?− La sugerencia fue recibida con una risotada. − Niña, mi carreta no se ha movido de donde está en once años. − Genial, − bromeó.− Supongo que estaré en el tejado si me necesitáis. − Josie, ten cuidado allá arriba, ¿vale?, − dijo Rebeca. La pistolera, todavía irritada por el cambio de rumbo que habían adquirido las circunstancias, asintió con la cabeza y se puso el sombrero. La joven la vio salir y después miró a su alrededor. La brillante luz del amanecer hizo que todo aquel polvo y suciedad parecieran peor que el día anterior.

Decidió que debía tomar otra taza de café antes de comenzar con su nueva tarea, para intentar hacer que aquella descuidada casa pareciera habitable. Una vez dentro del establo, Josie encontró una pila de tablones de madera en una esquina, una cajita de clavos y un martillo con el mango desgastado. − Uh, uh, un golpe y la cabeza del martillo saldrá volando, − dijo en voz alta.− Tiró sobre la mesa de trabajo la inútil herramienta y miró a su alrededor. En la esquina del fondo había una carreta sin ninguna de sus ruedas. Se acercó para inspeccionar el eje, y se alegró al ver que, a pesar de su herrumbrosa apariencia, todavía podía aprovecharse. Cogió una palanca y se la colgó del cinturón, levantó unos cuantos tablones de madera y se los colocó en el hombro antes de salir del establo. Estaba sentada en lo alto del tejado, con las piernas colgando una a cada lado, y comenzó el lento proceso de quitar los tablones de cedro. Josie los inspeccionó uno a uno minuciosamente, desechando los estropeados a la izquierda y los buenos a la derecha para volverlos a utilizar. Aquella mañana, el sol brillaba implacablemente, obligándola a enrollarse el pañuelo alrededor de la frente para proteger los ojos de las gotas de sudor. El día acababa de comenzar y sus manos ya protestaban por el esfuerzo de quitar todos aquellos clavos viejos. Rebeca se colocó su pañuelo alrededor de la cabeza para mantener el pelo hacia atrás. Utilizó la escoba para quitar todas las telarañas de los rincones. Dos horas más tarde, todos los platos estaban amontonados en la mesa esperando ser lavados y los cajones vaciados. Se detuvo un momento y se secó el sudor de la frente con la mano. A Charles no se le veía por ningún lado. Por encima de su cabeza escuchaba los ruidos que hacía Josie trabajando duramente en el tejado. Por mucho que quisiera parar y descansar, no había modo alguno de hacerlo hasta que Josie lo decidiera. Con renovada determinación, Rebeca volvió al trabajo, en esta ocasión, con una canción en sus labios. La dulce y melódica voz se filtró por la puerta abierta de abajo hasta llegar a los oídos de Josie. Reconoció las inolvidables estrofas de “Sueño con Jenny” y sintió cómo se le encogía el corazón, al igual que le sucedía siempre que escuchaba esa canción. Detuvo su quehacer para escuchar las palabras, incluso sabiendo que ello le haría surgir las lágrimas en sus ojos, pero se sorprendió al escuchar que Rebeca había cambiado

la lírica a “sueño con una Josie de pelo moreno oscuro…”. Josie apenas podía creer lo que estaba escuchando. Al principio pensó que tal vez la joven estaba intentando eliminar el cariz emocional que tomó la canción la primera vez que la cantó para ella. Pero cuanto más escuchaba, más segura estaba sobre que Rebeca no era consciente de que su voz era audible para Josie, y que lo hacía para sí misma. Le chocó la honestidad en su voz. Cada palabra parecía salirle del corazón. Se encontró a sí misma preguntándose qué era lo que realmente había inspirado a Rebeca para cambiar las estrofas. Era mucho más de lo que podía esperar que, la joven, pudiera estar enamorándose de ella. Verdaderamente no se había dado cuenta hasta aquel momento cuánto amaba a Rebeca. Sus sentimientos habían cambiado súbitamente. No podía seguir engañándose a sí misma creyendo que simplemente quería proteger a aquella inocente chica hasta que encontrara un lugar donde dejarla. Quería a Rebeca en su vida. Más que simplemente quererla. Necesitaba la estabilizadora influencia que Rebeca le daba. Desde que tomó la decisión de vivir al margen de la ley hacía ya muchos años, esta era la primera vez que había encontrado una razón para intentar expiar todo el mal que había causado. Mientras seguía escuchando aquellas palabras sinceras, las lágrimas asaltaron sus ojos. Quería bajar del tejado, tomar a Rebeca en sus brazos y hacerle el amor hasta que ambas llegaran al colapso. Pero lo cierto es que aquello asustaría a la inocente joven, así que decidió que en lugar de ello, la cortejaría. Si Rebeca parecía receptiva a sus insinuaciones, entonces daría los siguientes pasos. En su vida adulta, nunca se había permitido ser realmente cercana a ningún ser humano, desde que perdiera a todas y cada una de las personas que amaba. Su lema siempre había sido, si dejas que se acerquen a ti, te harán daño, y el mantener a la gente a distancia le había funcionado. Pero no podía mantener las distancias con Rebeca. Poco a poco la preciosa rubia había hecho a pedazos sus defensas, hasta tal punto que ahora era ella la que no quería mantener las distancias. Josie quedó decepcionada cuando la canción terminó. Comenzó una nueva, y la pistolera se encontró a sí misma uniéndosele en las estrofas, aunque tan bajito, que la joven no podía escucharla. El tiempo y el trabajo volaron hasta que el sol estuvo bien alto en el cielo. La camisa de Josie estaba pegada a su espalda y ambos, su pañuelo y el ala de su sombrero estaban húmedos por el esfuerzo. Soltó la palanca a un lado del tejado y bajó por la escalera, con todos los músculos en la parte

superior de su cuerpo protestando por el abuso al que se habían sometido. Acababa de poner el pie en el suelo, cuando vio a Charles salir de detrás de unos árboles, con las gafas en las manos. La extraordinaria visión de Josie notó el enrojecimiento alrededor de los ojos. Miró hacia los árboles sabiendo, sin lugar a dudas, que su mujer posiblemente yaciera enterrada entre ellos. La pistolera esperó a que este entrara antes de recoger el montón de tablones estropeados y dejarlos con el resto en una pila junto al cobertizo. Al agacharse para depositarlos en el suelo, vio un grupo de flores silvestres, y decidió coger unas cuantas y hacer un ramo para Rebeca. Recogió las que creyó suficientes para llenar un florero, y sacudiéndose el polvo del tejado de sus ropas, entró para almorzar. Charles estaba sentado ya en la mesa, mientras Rebeca removía el contenido de una hoya al fuego. Josie colgó el sombrero del gancho situado junto a la puerta y caminó hasta donde estaba Rebeca, con las flores escondidas a su espalda. Cuando captó la atención de esta, las sacó y se las ofreció con una floritura. − La única cosa más bonita que estas flores, que hay en la habitación, eres tú, − dijo despacio para que Charles no pudiera escucharla. Rebeca se quedó con la boca abierta, mirando el ramo y a continuación a Josie, sin estar muy segura de lo que hacer ante aquel despliegue de afecto. Las mejillas de Rebeca se sonrojaron al imaginarse a Josie cogiendo aquellas flores para ella, y le sonrió tímidamente, sin saber qué decir. Cuando Rebeca no hizo movimiento alguno por poner las flores en agua, Josie dijo, − Será mejor que las pongas en un jarrón o se marchitarán como yo.− Se sentó en un banco frente al viejo, cogiendo con las manos el vaso lleno de agua que Rebeca le había preparado antes de que llegara. − Uh…bien. Charles, ¿tienes un jarrón? − Debe de haber uno en el armario de tu izquierda, − contestó con una sonrisa triste.− Ruth adoraba las flores, − dijo mientras Rebeca revolvía dentro de la alacena encontrando, finalmente, lo que buscaba. El jarrón estaba completamente sucio, así que llenó una palangana de agua y comenzó a lavarlo.− En primavera, verano e incluso en otoño, recogía flores cada día para ella. La casa solía oler siempre como un jardín. No he…cogido ninguna flor desde que murió.

Rebeca colocó el jarrón lleno de flores en el centro de la mesa, y la habitación entera pareció brillar más y parecer incluso más acogedora. Palmeó la mano de Charles y le dijo, − después de comer podemos coger unas cuantas para Ruth. − A ella le gustaría, − dijo el viejo con una sonrisa. Rebeca volvió a los fogones donde sirvió el estofado en los platos. Los colocó frente a Charles y Josie, dándose cuenta de que la cara de Josie estaba más enrojecida que de costumbre, y que la piel en la base de su cuello estaba al rojo vivo. Le tocó la cara, y se sorprendió de lo caliente que la tenía. − Estás ardiendo, − dijo con un tono de alarma en su voz.− Dame tu pañuelo, − dijo firmemente. Josie estaba demasiado caliente como para protestar. La joven lo metió en la palangana mojándolo con agua fresca. Lo escurrió un poco y lo desenmarañó un poco antes de devolvérselo. − Gracias, − contestó la pistolera, humedeciendo su cara despacio con el frío trapo. Rebeca sonrió y volvió a los fogones para coger su propio plato de estofado, y entonces se sentó en el banco junto a su amiga. − Gracias, − le dijo Charles a Rebeca mientras atacaba su estofado. Con la boca llena preguntó a Josie, − ¿qué tal va el tejado? − Lento. Hay un montón de escombros para quitar allí arriba, antes incluso de que comience con los tablones. Solo espero que no vuelva a llover, − respondió la pistolera. − Sip, compré esa madera oh…hace dos años, creo. Horacio me la trajo en uno de sus viajes. Solo es que no he podido hacer yo el trabajo, − dijo encogiéndose de hombros.− Vendrá en un par de semanas otra vez. Se llevará una sorpresa cuando vea el tejado terminado. − Estoy segura de ello. Probablemente imagine que nunca se arreglará, − contestó Josie. Terminó el agua de su vaso, pero antes de que pudiera levantarse para coger otro, este desapareció de su mano y Rebeca ya estaba de pie junto a la pila. En lugar de llenarlo con la primera agua que salía al bombear el grifo, lo que hizo fue enjuagarlo varias veces, para que esta estuviera más fresca para la acalorada pistolera. Josie le dio las gracias y se bebió la mitad en una serie de grandes tragos. Después de comer, Josie accionó la bomba para refrescarse la cabeza, mojándose el pelo y el pañuelo antes de coger su sombrero y volver a enfrentarse al calor de la tarde. Con cada esfuerzo de sus adoloridos

músculos, la pistolera hacía nota mental, en silencio, de pedirle más tarde un masaje a Rebeca. Rebeca barrió y fregó el salón mientras Charles se sentaba en el sofá y la miraba. − No tienes que hacer eso, − dijo él.− Está bien, no me importa, − contestó, parando un momento para rascarse la nariz. − Eres una buena mujer. Serás una buena esposa para cualquier hombre.− Abrió la lata y sacó el último cigarrillo enrollado.− Mi Ruth también era una buena mujer. Mantenía la casa limpia. Nunca se quejaba, no importaba lo duro que fuera el trabajo.− Sus ojos marrones se enfocaron en el portarretratos del taquillón. La imagen mostraba a un joven sentado junto a una preciosa mujer morena, que a su vez sujetaba a un niño moreno en su regazo. Rebeca se dio cuenta por primera vez de que aquello, era lo único que no estaba cubierto de polvo en la habitación.− Cuando estalló la guerra tuvimos que elegir un bando. No nos decantábamos por ninguno de los dos, pero tampoco quería ver al país dividido. Así que envié a Ruth y a Lillian a Boston con mis parientes y yo acabé en la Unión.− Le hizo un gesto para que se sentara en la silla frente a él.− Cuando dicen que aquello fue “luchar hermano contra hermano”, no estaban bromeando. Para mí fue “luchar primo contra primo”. − ¿Luchaste contra tu propio primo? Charles soltó una buena bocanada de humo antes de contestar. − Así es. Por supuesto, yo no era más que un sargento raso y él era general. El General Braxton Braga, avinagrado y estirado. Tan tonto y arrogante que llamaba a sus cañones Matthew, Mark, Luke y John. Pensaba que tenía a Dios de su lado. Y por un tiempo parece que así fue. Yo serví bajo las órdenes del General George Thomas en Chickamauga. Nos unimos al General Rosecrans, y luchamos contra Braxton y sus hombres. Eran mucho más idiotas que nosotros, pero sus cañones marcaron la diferencia. No había más que humo y sangre por todas partes. Podíamos haber vencido, pero Rosecrans ordenó la retirada de sus tropas. Thomas nos ordenó quedarnos y seguir luchando. La peor batalla que jamás he visto y creo que de las peores que se libró en toda la Guerra. Bien, Braxton cumplió su deseo y tomó Chickamauga, pero nosotros volvimos a por ella.− Se detuvo para dar un trago de su taza, y entonces

continuó.− Estaba tan seguro de sí mismo, que también intentó hacerse con Chattanooga. Posicionó sus tropas en lo alto de la Montaña Lookout. Supongo que imaginaba que allí estaría a salvo mientras llegaban los refuerzos. Bueno, a nuestro General no le importaba esperar. Subimos la montaña y lo sorprendimos. Uuuuiii, deberías haber visto correr a aquellos rebeldes. Una de las mejores batallas, si me lo preguntas. Los seguimos montaña abajo, hasta echarlos de Tennessee.− La mirada en sus ojos cambió al recordar aquellos momentos vividos.− Fue una maldita estúpida guerra. Demasiados hombres murieron por nada. − No fue por nada, Charles. Luchaste por mantener al país unido, para acaba con la esclavitud. − Puede ser, pero eso ahora no le importa a nadie. Braxton murió, Thomas murió y supongo que yo también lo haré pronto. Serví a los Estados Unidos durante diecisiete años y ¿qué he conseguido yo a cambio? Una choza medio derruida en medio de la nada, comida de lata y a una mujer para que me arregle el tejado.− Su voz estaba teñida de frustración y enfado. Y por encima de todo aquello, el sonido de Josie quitando los tablones inservibles. Charles miró el retrato una vez más.− Oh, Ruth, ¿por qué me dejaste? Rebeca se acercó a él inmediatamente, ofreciéndole el hombro para sus lágrimas. El tiempo pasaba mientras lo mecía en sus brazos, la joven consolando al más mayor. A través de sus lágrimas, le contó cómo un día se despertó para encontrar a su amada yaciendo a su lado en un estado de letargo eterno. Cómo la enterró para que descansara en paz en la alameda. Cómo su mujer cambió su vida de ser feliz y completa, a estar vacía y triste. Y que ahora, lo único que esperaba, era un final rápido en soledad. Rebeca lloró con él, no permitiendo su naturaleza sensible, que fuera de otra manera. Pasaron la tarde juntos, Charles compartiendo su vida con ella, reviviendo a través de sus palabras todos los buenos momentos compartidos con su querida Ruth, cómo solían pasar las tardes en el columpio del porche, mirando las estrellas y siendo felices el uno con la compañía del otro. Le contó a cerca de sus viajes cruzando el país después de licenciarse de la Unión, y de cómo vivían en Boise City mientras él construía su casa. Habló de Lillian y de las muchas aventuras que corrió en su juventud. Para cuando escucharon a Josie bajar del tejado, Rebeca lo sabía todo a cerca de aquel dulce hombre, de su variopinta vida, y se sintió enriquecida por ello.

Josie dejó la palanca sobre la mesa de trabajo del cobertizo. Estaba a punto de salir cuando se fijó en el montón de madera apilada en un rincón. Salió afuera y miró otra vez a la pila de leña cortada. Había suficiente para pasar la semana, pero no mucho más. Rodó sus hombros sintiendo el agotamiento, y decidió que la madera podía esperar otro día.

En un intento de alargar la comida que les quedaba, Rebeca preparó algo sencillo para cenar, mezclando las sobras de su bacón con las latas de judías de Charles, y añadiéndole algo de melaza. Con lo agotada que estaba Josie, todavía sostuvo el plato en alto, como también lo hizo Charles. Rebeca estaba pendiente de la pistolera, preocupada de que tal vez se había exigido demasiado. Sus sospechas se confirmaron cuando Josie pidió un tercer vaso de agua, y se encogió visiblemente cuando se acercó para cogerlo. Después de la cena, Charles se sentó con una nueva lata de tabaco y su papel de liar, para preparar unos cuantos cigarrillos más. Para su sorpresa, Josie se sentó en el sillón frente a él, y Rebeca se acomodó en el suelo, cerca del viejo. Los tres pasaron la tarde convirtiendo la lata de tabaco, en una lata de cigarrillos frescos liados. Al principio, cada uno que hacía Rebeca, o lo dejaba a parte o parecía cualquier cosa menos un cigarrillo. Notando la frustración de su amiga, Josie se bajó de la silla y se sentó a su lado. − Así, − dijo mostrándole despacio, la forma de liarlo adecuadamente. La pistolera era una profesora muy paciente, enseñándole una y otra vez hasta que Rebeca le cogió el truco. Solo entonces, Josie volvió a su asiento, quejándose audiblemente cuando se reclinó sobre aquel vencido sillón. Rebeca les entretuvo con sus historias durante toda la tarde, deteniéndose únicamente para contestar a la multitud de preguntas provenientes de Charles, quien no había oído nada a cerca de la batalla de Saratoga. Aunque Josie ya había escuchado el relato anteriormente, permaneció allí sentada, embelesada con la descripción de las vivencias de la joven, y con su animada voz. Incluso cuando todo el tabaco estaba liado, continuaron allí sentados, reacios a moverse hasta que la historia no terminara. * * *

Josie se sentó en la cabecera de la cama y levantó la pierna para quitarse la bota. Ni si quiera se había dado cuenta de que había gruñido hasta que Rebeca se arrodilló frente a ella. − Deja que te ayude, − dijo cogiendo la bota con sus manos y tirando de ella. Repitió el proceso con la otra antes de levantarse.− Te duele la espalda, ¿verdad? – Aunque era una pregunta, la joven hizo que sonara más como una afirmación. Josie asintió con la cabeza. − Supongo que hoy abusé, − admitió. Rebeca caminó hasta su mochila y rebuscó en el interior hasta que encontró el linimento. Josie sonrió por la silenciosa oferta y rápidamente se desvistió hasta quedarse con su ropa interior mientras Rebeca se ponía su camisa de dormir.− No tienes por qué hacerlo, ¿sabes?, − dijo la pistolera mientras yacía en medio de la cama. − Lo sé, pero quiero hacerlo, − dijo Rebeca subiendo a la cama. Se arremangó la camisa hasta los muslos y se sentó sobre las caderas de Josie.− ¿Estás bien así? − Espera un segundo.− La pistolera arqueó la espalda bajando despacio y permitiendo a su pecho encontrar una posición algo más cómoda.− Así está mejor. Rebeca, con mucho cuidado, puso una pequeña cantidad de linimento sobre la espalda de Josie, y comenzó a trabajarla suavemente. Deslizó sus dedos por todos los músculos de la espalda de su amiga, añadiendo de vez en cuando un poco de aquel bálsamo para que sus manos se deslizaran húmedas por la piel. Llevó sus dos manos al hombro izquierdo de Josie y lo frotó con cuidado, provocando un gruñido en la morena. − Lo siento, ¿te he hecho daño? − Mmm, sip, pero no pares. Es tan agradable, − murmuró la pistolera. Rebeca sonrió y continuó con su labor. Enfocó su atención en cada músculo, tomándose el tiempo necesario para relajarlo antes de pasar al siguiente tendón. Se movió de ese hombro al otro y repitió el proceso, notando por los gruñidos y por la falta de aliento de Josie, cuales le dolían más. Se movió un poco más adelante hasta que situarse sobre la cintura de la pistolera, utilizando las rodillas para soportar la mayor parte de su peso. Aquella nueva posición le permitía utilizar los pulgares para masajear el cuello de Josie, provocando con cada movimiento, los rezongos de la morena.

− ¿Lo estoy haciendo bien? − Estupendamente, − murmuró la pistolera con una fina sonrisa en los labios. Con el primer contacto, sus ojos se habían cerrado involuntariamente y permanecían todavía así.− Das unos masajes maravillosos. Rebeca sonrió. − Bueno, menos mal, sobre todo teniendo en cuenta la manera en la que te has esforzado hoy.− Volvió a moverse y se colocó otra vez sobre las caderas de Josie, trabajando con sus manos toda la longitud de la espalda, alternando el dulce tacto de la palma de su mano, con la firme presión de sus dedos. Cada movimiento producía un gruñido o suspiro en la morena, mientras los dolores del día, poco a poco iban desapareciendo. Uno a uno todos los músculos se relajaron con el dulce tacto de Rebeca. Recorrió los pulgares a lo largo de las líneas de las costillas de Josie, deteniéndose cuando notaba una redonda turgencia que nunca antes había sentido. Por supuesto, ella tampoco había dado un masaje tan concienzudo.− ¿Qué es esto?, preguntó presionando con su dedo aquel bulto. − ¿Hmm?,− levantó la cabeza decepcionada de que Rebeca se hubiera detenido, hasta que se dio cuenta de a lo que se refería.− Oh, nada, me ocurrió hace ya mucho tiempo.− Volvió a bajar la cabeza esperando que la joven continuara su glorioso masaje. Cuando lo hizo, Josie levantó la cabeza otra vez y parpadeó varias veces intentando ver a la rubia en la oscuridad. Unas delicadas, pero al mismo tiempo firmes manos la volvieron a empujar hacia abajo. − ¿Qué ocurrió Josie? − Un disparo. Mmm…oh, justo ahí.... siiiii.− Cerró los ojos otra vez.− Nada grave. Me escapé…y tampoco fue muy profundo. − ¿Cuántas veces te han disparado?, − preguntó Rebeca continuando con su masaje. Josie se lo pensó unos instantes antes de contestar. − Cuatro veces… ¡yeouch! Cuidado por ahí. − Lo siento.− Aflojó la presión sobre los sensibles músculos. − Este, de cuando yo estaba contigo…. y el de la noche en que Jenie murió. ¿Qué más?

− No tiene importancia, Rebeca…ahí…no, a la izquierda...un poco más…siiip. − Cuéntamelo, − la obligó dulcemente. − Es estúpido. Hace mucho tiempo, cuando era más joven. − Bueno, por supuesto que eras más joven. ¿Qué ocurrió? Dejaré de masajearte la espalda si no me lo cuentas. − Vale.− Josie dejó salir un exasperado suspiro mientras se preparaba para lo inevitable. – ¿Por qué no gano las peleas contigo, enana? Tenía catorce años, y me pillaron con el revolver que pertenecía al hombre que trabajaba para nosotros, y que despedimos. − ¿Te disparaste a ti misma? − En el pie.− Inmediatamente Rebeca se giró sobre sí misma para mirarle el pie a la pistolera. No había duda, en el pie derecho, cerca del dedo gordo había una cicatriz de bala. Muy despacio la tocó con la yema de los dedos. − Debió de dolerte mucho, − Sin pensarlo, Rebeca comenzó a masajearle la planta del pie con sus dedos pulgares. Fue premiada con un profundo bufido. Volvió a masajear y recibió otro gruñido interminable. Se sentó con las piernas cruzadas a los pies de la cama.− Date la vuelta. Josie hizo lo que le ordenó, y fue recompensada con el más absoluto de los placeres al serle masajeados sus, habitualmente doloridos, pies con la misma ternura que habían recibido la espalda y los hombros. Nunca nadie le había frotado los pies antes, y no podía creer lo agradable que era. Con un infinito cuidado y amabilidad, Rebeca presionaba con sus pulgares en la callosa piel, mientras sus otros dedos se deslizaban sobre el resto de su pie. Sus manos viajaban hacia arriba, pasando por los tobillos hasta llegar a los bien definidos músculos de la pantorrilla. Se inclinó hacia delante e intentó llegar a la botella de linimento. Josie se dio cuenta de lo que iba a hacer y contenta, se tumbó boca arriba sin que se lo pidieran. − Mmm…esto es mejor que el sexo, − murmuró. Los dedos que presionaban la parte posterior de su pierna, de repente, se detuvieron. − ¿Lo es?, − preguntó Rebeca. Josie sonrió pícaramente y sacudió la cabeza.

− No, pero seguro que se acerca mucho en estos momentos. − Oh, − dijo con alivio. Continuó con su esmerado masaje, trabajando hacia arriba hasta que llegó a las rodillas de Josie. Miró los muslos de su amiga que estaban cubiertos por la camisa de dormir.− Um… ¿quieres…?− dejó la pregunta sin terminar. − No, está bien, Rebeca. Tus brazos probablemente estarán agotados, − contestó Josie, notando la decepción en su amiga.− Además, la tengo ahora. − Oh, vale, − contestó, sabiendo que la pistolera estaba mintiendo. Llevaban juntas ya suficiente tiempo como para saber cuándo tenía la regla Josie, aunque parecía que cada vez ambos períodos estaban más cerca. − Así que, cuéntame cómo te las arreglaste para dispararte tú misma en el pie, oh grandísima y estupenda pistolera, − dijo moviéndose otra vez arriba y colocándose sobre las caderas de Josie y pasándole las manos sobre los riñones. − Mmm…más fuerte…no fue nada, tan solo un accidente…oh… ah, yap, justo ahí. − Cuéntamelo, − dijo Rebeca aumentando deliberadamente la presión sobre los músculos de Josie, y esperando mientras tamborileaba los dedos sobre ella. − Si te lo cuento, ¿continuarás?− Sintió un incremento en la presión de los dedos sobre su piel.− Estaba jugando con él, practicando a la diana. Lo tenía en el costado, con el martillo preparado, y mi madre vino y me cazó.− Josie podía sentir cómo sus mejillas se sonrojaban.− Me gritó tan alto que me asusté, y sin querer apreté el gatillo.− Sintió el cuerpo en su espalda temblar con una risa contenida.− Estaba tan enfadada que dejó de hablarme durante un mes. Ni si quiera fue culpa mía, fue ella la que gritó. Rebeca perdió el control y comenzó a reírse histéricamente, rodando de encima de la pistolera a la cama. Solo los rápidos reflejos de Josie la salvaron de caer al suelo. A la joven le llevó unos cuantos minutos volver a recuperar el control.

− Todavía puedo ver a esa niñita vestida toda de negro y a su madre viniendo para reñirle, − bromeó Rebeca.− Oh Josie, apuesto que eras muy traviesa de pequeña, − añadió volviendo a acomodarse sobre la pistolera y comenzando de nuevo a masajearla. − Hmm…lo era.− Cerró los ojos y se dispuso a volver a disfrutar de las atenciones de la joven… tan delicada, tan cuidadosa. Josie estaba segura de que nunca nadie la había tratado así antes, tan…tan…no le salían las palabras para describir la ternura que Rebeca ponía en cada roce. Aquellas pequeñas manos dejaron su espalda y gruñó en señal de protesta, hasta que las volvió a sentir en sus antebrazos, húmedas con la aplicación de linimento fresco. Abrió las extremidades superiores para darle a la joven un acceso total. Con la misma paciencia y minuciosidad que Rebeca había utilizado en su espalda, pies y piernas, ahora masajeaba ambos brazos desde los hombros hasta la punta de los dedos. Y aunque asustaba el hecho de estar tan relajada con otra persona, Josie todavía se sentía a salvo y protegida, como si ningún mal pudiera alcanzarla mientras aquella chica continuara tocándola. Sintió una sensación de pérdida y pesar cuando notó que Rebeca se quitaba de encima, aunque la rubia todavía mantenía una mano sobre la parte baja de su espalda. − ¿Qué te ha parecido?, − preguntó despacio. − Maravilloso, − contestó Josie girándose de lado para mirar a su amiga. Ambas se apoyaban sobre sus propios codos, de frente la una a la otra.− Lo haces estupendamente, gracias.− Giró el hombro que tenía libre y sonrió.− No tienes ni idea lo bien que me siento ahora. − Me alegro que te gustara, − dijo Rebeca sonriendo. Saltó de la cama y retiró la sábana lo más que pudo con la pistolera todavía allí acostada. − Hey, ¿qué hay de tu masaje?, − preguntó Josie poniéndose de rodillas.− No puedo dejar que me des el mejor masaje que jamás haya tenido y no devolverte el favor.− Entrelazó los dedos y los hizo crujir a modo de preparación. Rebeca se sentó a los pies de la cama, puso las manos sobre su regazo, y miró hacia abajo. − Yo no creo que quiera…no puedo…− su voz era tan baja que tan solo alguien con un oído tan fino como el de Josie podría escucharla. De inmediato, supo lo que le pasaba.

− Rebeca…− se acercó y puso su mano sobre el hombro de la joven, sintiendo la tensión. Josie la tomó de la barbilla, forzando a aquellos ojos verdes, a mirarla a la luz de la luna que se colaba a través de la ventana.− ¿Confías en mí? − Sí, por supuesto que lo hago, − dijo con convicción.− Ya lo sabes. − Entonces confía en que no te haré daño, Rebeca. No me digas que después de pasarte todo el día barriendo y limpiando el polvo, no te duelen también los músculos.− Retiró su mano de la barbilla de la joven.− Confiaste en mí para que te lavara la espalda, confía en mí ahora para hacer esto. Permanecieron allí sentadas durante un minuto, mientras Rebeca tomaba una decisión. Sin decir una palabra, se levantó y se quitó la camisa de dormir. Josie se levantó y retiró completamente la sábana, y esperó a que se tumbara, antes de poner una rodilla a cada lado de la cintura de Rebeca e inclinarse para coger el linimento. Recordando lo cuidadosa que había sido la joven al darle el masaje, Josie imitó sus movimientos, recorriendo los dedos suavemente a lo largo de la espalda de Rebeca, hasta cubrirla con una fina capa del ungüento. La morena trabajó despacio, dejando que se acostumbrara a la sensación de sus manos recorriendo la espalda. − ¿Qué tal estás? − Bien, − contestó Rebeca, con los sentidos todavía alerta en cada movimiento. La pistolera continuó amasando con sus manos, toda la espalda y hombros, sintiendo el casi imperceptible relax en los músculos que tenía debajo. Josie no intentó profundizar su presión, concentrada en, únicamente, deslizar sus manos sobre la suave piel.− ¿Qué tal ahora? − Mmmmmmhmm, − fue la respuesta susurrada. La morena sonrió, y comenzó a dejar que sus dedos buscaran los músculos doloridos y rígidos. Se asombró del modo en que el cuerpo de Rebeca respondió con cada roce. Los músculos que estaban tensos y apretados, se relajaron completamente bajo sus manipulaciones. Sus oídos, fueron recompensados con el más suave de los gemidos, mientras sus manos continuaban vagando por su cuerpo. Escuchó cómo la respiración de Rebeca se hacía cada vez más profunda, convirtiéndose incluso en un suave ronquido.

Josie se inclinó hacia atrás, asegurándose de mantener el peso fuera de la dormida mujer, y bostezó. Estaba a punto de quitarse de allí cuando descubrió una fina cicatriz blanca iluminada por la pálida luz de la luna. Dejó a su dedo recorrerla delicadamente, antes de poner sus manos a ambos lados de Rebeca e inclinarse hacia ella. Le dio un suave beso, como el de una madre que besaría a un hijo herido para que se sintiera mejor. − Buenas noches enana, − susurró antes de acercar las sábanas y tumbarse junto a su amiga. Cuando fue a pasar se brazo alrededor de la cintura de Rebeca, Josie sintió la sensación de sus pechos presionados contra la piel desnuda. La última vez que había estado con Rebeca de esa manera, estaba lloviendo a cántaros, y no habías sentido la proximidad de alguien de manera más placentera, como lo era en ese preciso instante. Josie se acurrucó más cerca, enterrando su cara entre aquel pelo color dorado, y se durmió en apenas unos segundos. Su último pensamiento, fue lo agradable que era abrazar a alguien. No, no solamente a alguien, se corrigió a sí misma. Abrazar a Rebeca.

37. Pasando el tiempo

J

osie se despertó encontrando un brazo y una pierna enrollada despreocupadamente alrededor de ella, y la cabeza de Rebeca descansando sobre su hombro. No quería molestar a la cómoda mujer que dormía, pero su vejiga estaba protestando demasiado. Con todo el cuidado que pudo, la pistolera se deslizó de debajo de ella y salió de la cama. El frescor de la temprana mañana, le puso la carne de gallina, y la morena, realmente deseó tener un orinal mientras buscaba sus pantalones. Después de asegurarse de que Rebeca estaba bien tapada con las mantas, cogió sus botas y un revolver, y muy despacio salió de la habitación. Josie ya estaba en lo alto del tejado quitando tablones estropeados, cuando Charles salió de la casa, rifle en mano, y dirigiéndose hacia la alameda. Rebeca salió unos minutos después con una taza de café en la mano. Se detuvo y miró hacia arriba, a la mujer de negro, sudando con el cálido sol de la mañana. − Hola, − le gritó. − Hola. − Te traigo un poco de café. Siento haber olvidado dejar preparada la cafetera la noche anterior.− Caminó hasta la escalerilla y esperó a que Josie bajara.− Gracias por dejarme dormir un poco más, − dijo dándole la taza a la pistolera. − No importa. ¿Dijo Charles a dónde iba? − No, − contestó Rebeca.− Pero estoy segura de que estará bien. Estaba de buen humor cuando salió. Josie terminó el resto del café y le devolvió la taza. − Necesito que te lleves a Florence y traigas el resto de nuestras pertenencias de la carreta, antes de que alguien las encuentre. No te llevará más que tres o cuatro viajes si cargas correctamente a la yegua.−

Al estar la carreta a una milla de distancia de la casa, y al alcance del oído, Josie no le hizo que cogiera un revolver. La pistolera, en cambio, sí que le obligó a que cogiera su cuchillo de caza, por si acaso. Ya era bien entrada la tarde cuando Rebeca terminó de traer el resto de sus cosas. Había terminado justamente de cepillar a Florence y devolverla al establo, cuando un disparo surgió de detrás de los árboles. Salió del establo con el tiempo suficiente para ver a Josie saltar abajo y sacar su revolver de la cartuchera. − Métete adentro y no salgas hasta que te avise, − le gritó Josie mientras corría hacia la alameda y desaparecía de su vista. Rebeca se quedó petrificada, incapaz de moverse. Varios minutos después volvió a escucharse otro disparo. No había ningún signo ni de Charles ni de Josie. Rebeca se dirigió hacia la arboleda, olvidando, con la preocupación, las instrucciones que le había dado su amiga. Ya casi había llegado a los árboles cuando la pistolera apareció. − Creo haberte dicho que te quedaras dentro y que esperaras, − dijo, inquietada por la mirada en la cara de la joven.− ¿Qué te ocurre? − Estaba preocupada, − contestó Rebeca.− ¿Dónde está Charles? − De vuelta con el ciervo. Carne fresca para cenar esta noche. Espero que sepas cocinar venado. − ¿Eso es lo que eran los disparos? Dios, Josie, pensé que alguien os había atacado.− La pistolera captó el tono de ansiedad en la voz de la joven, e inmediatamente se sintió mal por haberla asustado. Sin decir una palabra, levantó los brazos invitándola, en silencio, a un breve abrazo. − Intentaba mantenerte a salvo, no asustarte, − dijo por encima de la rubia cabeza. − Bueno, pues lo estaba, − admitió.− No vuelvas a hacerme esto.− Se apartó del abrazo y sonrió.− Así que venado para cenar, ¿huh? Lo cocinaré, pero tú vas a tener que despellejarlo. − Trato hecho, − contestó la joven.− Volví para traer un poco de cuerda. Es una pieza pequeña, pero seguro que muy pesada. Tendré que arrastrarlo. − Asegúrate de lavarte antes de venir a la mesa, − dijo Rebeca levantando el dedo.− Y lo digo muy en serio, con jabón y todo.

− Sí mamá, − dijo la pistolera en broma, recibiendo un palmada juguetona en la barriga. − Sigue así y dormirás con Phoenix. − Por lo menos Phoenix no ronca, − le devolvió Josie. − Tienes razón, no lo hace, pero Phoenix no sabe dar masajes. Josie levantó los brazos a modo de defensa. − Me lavaré, me lavaré. No voy a renunciar a esos masajes por nada del mundo.− Vio cómo una amplia sonrisa apareció en la cara de la joven y reconoció, que tendría mucha suerte si algún día ganaba una discusión con Rebeca. Después de una más que cumplida cena a base de filete de venado, Josie llevó el resto de la carne para ahumar, mientras Rebeca limpiaba los cacharros de comida, y Charles mantenía el fuego vivo en la chimenea. Una vez más, estando en posesión de su libro de medicina, la joven se sentó en una silla, encendió una lámpara y continuó su lectura. − Ese sí que es un maldito libro grande, − comentó.− ¿De qué trata? − Oh, es de medicina. Josie me lo consiguió, − añadió orgullosa. − ¿Quieres ser doctor?, − preguntó encendiendo un cigarrillo. − Oh no, nunca podría ser doctor, hay que estudiar demasiado. Tan solo me gustaría ayudar a la gente. − Mi Lillian quería ser enfermera. Mi niña era demasiado lista para ir a la escuela. Demasiado lista para que la enseñaran, así era ella. Ruth lo intentó. Le compró libros e incluso la llevó a la librería de Harvard un montón de veces, cuando vivían en Boston con mis parientes. Durante al menos cuatro años, la llevó allí cada semana. Lillian pasaba las horas leyendo. Cuando volví a casa, no podía creer lo mucho que había aprendido. Era como una esponja, así era ella.− Sus ojos mostraron entonces una mirada de añoranza, recordando los tiempos felices de tantos años atrás. Rebeca se inclinó y le apretó la mano, recibiendo una sonrisa de vuelta.

− Bueno, − sorbió por la nariz, − supongo que ya basta de tanta charla sobre el pasado.− Alargó su mano libre y palmeó la de ella.− Hagamos algo divertido. − Como ¿qué?, − dijo, dejando su libro en el suelo con mucho cuidado. − Ahora que recuerdo, tengo unas cartas por algún lado, − dijo levantándose. Caminó hasta la cocina y abrió y cerró varios cajones antes de encontrar lo que buscaba.− Sabía que tenía una baraja.− Volvió al salón con aquel montón de cartas desgastado en su mano.− ¿A qué te gustaría jugar? − Oh, me temo que no sé jugar a las cartas, − dijo disculpándose. Charles sonrió afectuosamente, y comenzó a barajarlas. − Bueno, supongo que ahora es un buen momento para aprender. ¿Te gustaría? Ruth solía jugar a las cartas todo el tiempo. ¿Ves aquel pedazo de madera?, − señaló una fina tabla de dos pies por tres pies apoyada junto a la pared.− Solía ponérsela sobre su regazo, en aquella silla, y jugaba al solitario durante horas. No sabría decirte cuántas barajas utilizó. Horacio solía traer una nueva cada vez que venía a visitarnos.− Paró de remover y esperó una respuesta. La rubia pensó en el juego de cartas que estaría bien aprender. − ¿Puedes enseñarme a jugar al póker? Josie sabe jugar.− Pensó que, tal vez estaría bien jugar a algo con su amiga.− Oh, pero no tengo dinero para apostar. Charles sonrió. − No te preocupes, utilizaremos lo que Horacio y yo cuando jugamos.− Se levantó, volvió a la cocina y sacó dos saquitos del cajón.− Será mejor jugar encima de la mesa.− Sugirió, dejando los sacos sobre la madera. Rebeca se unió a él y cogió la bolsa que le ofrecía. − ¿Habichuelas? − Sip, Horacio y yo nunca jugamos por dinero.− Repartió las cartas y sonrió cuando vio la cara de concentración total en la joven. Oh sí, aquello iba a ser mucho más divertido que jugar con su hermano.− ¿Te gustan los bufones, querida? − ¿Qué son los bufones?, − preguntó inocentemente.

− Estupendo, − dijo con una sonrisa.

* * *

Una vez que toda la carne estuvo cortada y colgada en el interior del cuarto de ahumar, Josie fue al establo para traer un poco de leña. Cogió el hacha, y pasó su dedo pulgar por el filo para ver si estaba suficientemente afilada. No estando muy contenta con ello, fue al cobertizo para coger la piedra de afilar. Junto a la piedra, había un cuchillo de filo corto y mango grande, perfecto para tallar. Dejando el hacha en el suelo, Josie caminó hasta la pila de leña y cogió un tronco. Se sentó en un taburete, y giró la madera en sus manos, estudiando las vetas y buscando los nudos. Sometió seis piezas más al mismo escrutinio, antes de seleccionar una y dejarla al lado del cuchillo. Cogió la carretilla y volvió a la pila de madera, la llenó y se dirigió al cuarto de ahumar.

* * *

− Y, ¿cuándo vendrá Horacio?, − preguntó Rebeca dejando dos cartas boca abajo sobre la mesa. Charles le dio otras dos antes de coger tres más para él. − Hmm, dentro de unos diez días más o menos. Pasará la noche y luego se marchará. Lo volveré a ver al cabo de una semana, en su viaje de vuelta.− Añadió dos habichuelas más al centro de la mesa. − ¿Crees que para entonces Josie habrá terminado con el tejado?− Igualó las dos habichuelas y añadió dos más. − No creo, Rebeca. Hay un montón de trabajo que hacer allá arriba. Sé que es una mujer fuerte, pero ni si quiera un joven carpintero podría conseguirlo en diez días.− Igualó la apuesta.− ¿Qué tienes? − Tres nueves. Bueno, supongo que eso significa que estaremos aquí por mi cumpleaños. Es dentro de once días, − dijo, bajando las cartas para que él las viera.

− ¿Tu cumpleaños? ¿Cuántos cumplirás? Tres dieces.− Cogió el montón de habichuelas, dejando una en el centro de la mesa para la siguiente partida. − Veinte, − contestó mientras el viejo volvía a repartir las cartas. − Bueno, entonces tendremos que organizarte una pequeña fiesta, − dijo descartándose una carta. − Oh, ni lo pienses. Tan solo significa que soy un año más vieja. Nada del otro mundo. Tres cartas, por favor.

* * *

Después de asegurarse de que el fuego ardía adecuadamente, Josie salió del cuarto de ahumar y volvió al cobertizo. Cogió el tronco de madera y el cuchillo de cincelar y se dirigió al columpio del porche. Los tonos anaranjados que anunciaban el final del día brillaban en el cielo, mientras la morena comenzaba a tallar. Unas finas y rizadas hebras comenzaron a multiplicarse en el suelo del porche. Josie continuó haciendo muescas, sin ni siquiera pensar en lo que hacía. Poco después, una cuarta parte del tronco tenía sus bordes redondeados. A lo lejos, un coyote lloraba por la cercanía de la salida de la luna. Se sentó sobre una de sus piernas y utilizó la otra para mecerse suavemente. Para cuando la oscuridad le hizo imposible continuar con su trabajo, el suelo y asientos estaban completamente cubiertos por las astillas de madera. Se levantó, dejó la madera y el cuchillo sobre el balancín, y barrió las virutas antes de entrar en la casa. Encontró a Charles y a Rebeca sentados en la mesa, la joven con un montón de habichuelas en frente de ella y con unas cartas en la mano. − Charles, ¿qué le estás enseñando? − Full, ¿verdad?, − dijo Rebeca dejando las cartas sobre la mesa con una gran sonrisa. − Eso es exactamente, niña. Ganas otra vez, − dijo pasándole la baraja. Josie caminó hasta ellos y miró las cartas sobre la mesa. − No tiene un full, tiene dos cincos, dos seises y un dos.

− Los doses son bufones, − dijo Rebeca poniendo las cartas juntas y removiéndolas. Lo hizo despacio, preocupada de que se le cayeran todas sobre la mesa otra vez, como hizo la primera vez que intentó seguir las instrucciones del anciano. − Los bufones son para señoritas y niños, − susurró la pistolera. − ¿Quieres jugar, Josie?, − dijo mirando expectante a la mujer.− Puedes coger unas cuantas de mis habichuelas.− Sus ojos tomaron la expresión de un cachorrito y sus labios formaron pucheros. La caza-recompensas cogió una silla y se sentó sobre su pierna, haciendo aumentar la distancia hasta la mesa. Rebeca arrastró un montoncito de habichuelas hasta la pistolera y comenzó a repartir las cartas. − Los treses son bufones. − Estupendo, − dijo Josie, intentando no bostezar por lo tonto que era jugar así. Cogió sus cartas todas a la vez. Tres, diez, tres, nueve, reina. Un pleno sin ningún esfuerzo. Contó diez habichuelas y las comenzó a empujar para ser detenida por una mano más pequeña. − Lo máximo que puedes apostar son tres habichuelas. − Estás de broma. − Nop. Tres es el límite. ¿Quieres alguna carta? − No. Estoy bien, − dijo agriamente mientras se recostaba en su asiento. Charles cogió dos y Rebeca tres, con la cara radiante al colocar sus nuevas cartas en la mano. − Bonita cara de póker, − dijo la pistolera alargando las palabras.− Si tienes una buena mano, intenta no expresarlo. O de lo contrario nadie “irá” y no ganarás nada. − Oh, vale, − dijo intentando hacer que su cara pareciera lo más inexpresiva posible. Charles “no fue”.− Apuesta, Josie. − Dos.− Empujó dos habichuelas al montón del centro y la joven igualó la apuesta.− Escalera a la reina, − dijo con una mueca. Rebeca sonrió abiertamente. − Escalera de color, − dijo mostrando una mano llena de corazones. − La suerte del principiante, − gruñó Josie.− De acuerdo.

− Eso es algo que tiene, − dijo Charles con una sonrisa irónica.− Al ritmo al que va, estaré arruinado en menos de una hora.− dijo poniendo la mano sobre el resto de habichuelas que le queda. − No te preocupes Charles, estaré encantada de prestarte unas cuantas, como he hecho con Josie. − ¿Prestarme? ¿Quieres decir que te debo las habichuelas? − Por supuesto, − dijo Rebeca con una sonrisa malévola.− Así es que date prisa en ganar una mano para empezar a pagar tu deuda. − Oh, te las devolveré en seguida.− aseveró Josie juguetonamente cogiendo la nueva mano de cartas. Charles se rio entre dientes y puso su habichuela en el centro de la mesa. Las victorias fueron pasando de uno a otro durante horas. Rebeca ganó más manos que los demás, pero continuó pasándole habichuelas a los otros dos para mantenerlos en el juego y así no terminar tan pronto. Cuando Josie vio su lucha por mantenerse despierta, la pistolera tiró las cartas sobre la mesa. − Creo que es hora de irse a la cama.− Se levantó y dejó la silla donde la había cogido. Rebeca recogió todas las cartas en un montón y las dejó sobre la mesa, junto a las habichuelas. − Sip…estoy bastante cansada, − dijo.− Buenas noches, Charles. −Buenas noches Rebeca. En apenas unos minutos estaban bajo las mantas. − Gracias por jugar esta noche, − dijo la joven despacio. − Me alegro de que lo pasaras bien. Pero no vayas rondándole en tu cabecita la idea de ir a un saloon y sentarte en una mesa, − bromeó Josie.− Allí no juegan con bufones. − Oh no lo haré, lo prometo. Eso te lo dejo a ti, − dijo acurrucándose más en los brazos de la morena. Ambas mujeres, con el estómago lleno, cómodas…no tardaron en sucumbir al sueño.

38. Preparativos

L

a rutina que habían establecido variaba muy poco según pasaban los días. Cada mañana, era más duro para Josie separarse de aquel cuerpo durmiente. Y en lugar de separarse de Rebeca, se encontró a sí misma rodeándola con sus brazos para tenerla más cerca. E incluso durmiendo, Rebeca le devolvía el abrazo, dejando su brazo sobre el pectoral de Josie y enrollando su pierna con el muslo de ésta. Josie jamás se había sentido tan contenta. Esperaba escuchar a Charles caminando por la casa para, finalmente y con un suave beso en los labios de Rebeca, deslizarse fuera de la cama. Antes de subir al tejado, ambos, Charles y ella iban a recoger un ramo de flores silvestres. Charles caminaba hacia la alameda para visitar a su esposa y Josie ponía las flores frescas en un jarrón para Rebeca. Durante la quinta mañana, antes de marcharse, Charles llamó a Josie, quien se detuvo y se giró. − Quería preguntarte… sabes que el cumpleaños de Rebeca es dentro de unos días…,− comenzó, pero se detuvo al ver la mirada en su cara, que le dejaba claro, que no tenía ni idea. − No, no me lo ha dicho.− Se sentía herida porque se lo hubiera contado a Charles y no a ella. Hizo girar sus hombros e intentó actuar como si no tuviera importancia.− ¿Qué día? − El veintiuno. Me gustaría hacer algo especial para ella, pero no la conozco suficientemente como para saber lo que le gusta. Tal vez tú podrías darme alguna idea. Josie pensó en ello durante unos momentos. − Bueno, le encanta leer. Un libro estaría bien. O alguna tela bordada a hilo, − añadió recordando lo mucho que Rebeca había disfrutado bordando una vez le cogió el truco. La cara de Charles se iluminó. Tenía el regalo perfecto para ella. − Gracias Josie. Oh, y ni una palabra a Rebeca, ¿de acuerdo?

− Cuenta con ello, − dijo mirando cómo se alejaba con una ligereza en sus pasos que nunca antes había visto. Tan solo deseaba tener una idea de qué regalarle. Y entonces se le ocurrió. El trozo de madera que había estado tallando durante días, había ido tomando forma gradualmente, en un más que decente tótem. Si pudiera terminarlo a tiempo, estaba segura de que a Rebeca le gustaría, con lo fascinada que se sentía con todo lo que tenía que ver con los cherokees. Aquello significaría, tener que parar de trabajar en el tejado más pronto durante el día, de modo que tuviera más horas de luz para seguir tallando. Rebeca había estado ocupada con sus propias tareas, y no parecía haberse dado cuenta de lo que hacía la pistolera, así que imaginó que podría terminarlo sin que ella lo supiera. Josie canturreó mientras se dirigía al tejado, y pensó en lo que podría hacer para que el cumpleaños de Rebeca fuera un día realmente especial. Horacio llegó dos días antes del cumpleaños de Rebeca. Desde su ventajosa posición en lo alto del tejado, Josie pudo ver el polvo de la carreta incluso antes de que ésta fuera visible. Estaba bastante segura de que se trataba del hermano de Charles el que se acercaba por el camino, pero para asegurarse, bajó del tejado y cogió un revolver. Cuando llegó con todo aquel jolgorio de arneses, y fue recibido por una mujer alta vestida de negro, y con una mano sobre el revolver guardado en la cartuchera, se detuvo bruscamente con una mirada de confusión en su cara, que cambió a una expresión de miedo. − ¿Le ha ocurrido algo a mi hermano?, − preguntó con la voz teñida de histeria. Josie apartó la mano de su arma y levantó ambos brazos como signo de paz. − No, está bien, − dijo rápidamente para aliviar su ansiedad.− Está en la alameda, − dijo gesticulando hacia el grupo de árboles, y Horacio asintió con la cabeza entendiendo. A menudo encontraba a su hermano allí cuando venía a visitarlo.− Mi amiga y yo le hemos estado ayudando a cambio de un eje para nuestra carreta. Horacio se relajó visiblemente cuando se dio cuenta de que su hermano no se encontraba en peligro. Miró a su alrededor y era obvio que se había trabajado mucho en aquel lugar desde la última vez que estuvo allí. El tejado estaba casi completamente cambiado, el jardín cuidadosamente cortado, y la basura acumulada durante años, había desaparecido. Incluso el manto de flores que estaba cubierto de malas hierbas, ahora se veía limpio y colorido. No parecía, en absoluto, el mismo lugar, incluso

tenía la misma apariencia que cuando Ruth vivía. Sacudió la cabeza incrédulo. − No reconozco el lugar, − dijo sonriendo y acercándose con la mano en alto para estrechársela.− Soy Horacio, el hermano pequeño de Charles, − dijo agitando su mano vigorosamente. − Josie…− casi pronunció su apellido, pero pensó que Horacio era un hombre de más mundo que su hermano, y posiblemente se vería tentado por la recompensa que había por su cabeza. − Es un placer conocerte, − dijo contento.− Has hecho cosas maravillosas aquí. Mi hermano es afortunado de haberte encontrado. − Oh, yo solo me he encargado del tejado. Charles y mi amiga han estado haciendo el resto. Y hablando de Rebeca, necesito pedirte un favor…− añadió en tono conspirador.

* * *

Cuando Rebeca entró aquella tarde con un puñado de moras silvestres que había recogido en el riachuelo, Josie y Charles repentinamente se quedaron en silencio. Desde hacía ya unos días, parecía que cada vez que se acercaba a ellos, estos estaban en medio de una discusión que terminaba en el mismo momento que ella aparecía. Como nunca había tenido nada especial para el día de su cumpleaños, no se le ocurrió que estuvieran planeando algo agradable. De hecho, sospechaba que tal vez, Josie estaba siendo tan agradable y trayéndole flores todos los días, porque estaba conspirando con Charles para dejarla allí cuando decidiera marcharse. Lo cierto era que Josie no actuaba como si pretendiera dejarla, más bien era todo lo contrario. Además, la morena le había prometido que nunca la dejaría atrás mientras quisiera estar a su lado, así que Rebeca se sentía realmente confusa sobre lo que estaba pasando. Sobre lo que no se sentía confusa, era con el modo en que Josie le acariciaba los labios con el dedo, o le susurraba algo al oído, o entrelazaba los dedos con los suyos. La sonrisa de Josie hacía que le temblaran las rodillas, y cuando se acurrucaba contra ella cada noche, Rebeca podía sentir la humedad entre sus piernas. Nunca se había

planteado que fuera posible que dos mujeres se amaran como un hombre ama a una mujer, pero cuando Josie le contó a cerca de Jenny, era obvio por el dolor en su voz, que Josie realmente la había amado. ¿Sería cierto que las acciones de Josie eran las de una mujer enamorada? Eso parecía, pero la mala experiencia de Rebeca le hacía dudarlo. Se prometió a sí misma que echaría mano de su coraje, y se lo preguntaría a la pistolera directamente. Pero no lo hizo. Josie se excusó después de cenar, salió al granero para “trabajar en algo”. Rebeca limpió la cocina tan rápido como pudo, y estaba poniéndose un chal alrededor de sus hombros para ir a hablar con Josie, cuando Charles prácticamente tropezó con ella. − ¿A dónde vas?, − preguntó inocentemente, pero a Rebeca le pareció que aquello era algo más que simple curiosidad. − Pensé que podía ir a ver si Josie necesitaba ayuda con lo que estuviera haciendo, − contestó. Continuó caminando hasta la puerta, y Charles se interpuso en medio entrelazando sus brazos con los de ella. − Oh querida, esperaba que pudiéramos jugar a las cartas. Josie está a punto de terminar con el tejado y vosotras, chicas, os marcharéis. Todavía quedan un montón de juegos que tengo que enseñarte antes de que te vayas. A la joven le pareció que el viejo sonaba algo desesperado, y entonces se dio cuenta de que cuando se marcharan – y estaba decidida a que Josie no la dejara allí – Charles se sentiría más solo que antes de que ellas llegaran, al haberse acostumbrado a la presencia de otras personas. Con un suspiro, se quitó el chal y volvió a cerrar la puerta. Sonriéndole al viejo, tomó asiento en la mesa. − De acuerdo Charles, ¿a qué puedo ganarte hoy?, − dijo con una sonrisa. Hablaría con Josie más tarde.

* * *

− Gin, − dijo Rebeca triunfalmente, dejando las cartas sobre la mesa con una floritura. Charles gruñó, tiró las cartas sobre la mesa, y le frunció el ceño en broma a su discípula.

− Maldita sea muchacha, si no hubiera barajado esas cartas yo mismo, pensaría que le estás haciendo trampas al viejo Charles. − La suerte del principiante. Otra vez, − dijo riendo mientras recogía las cartas. Cuando terminó de ponerlas todas juntas, se levantó y se estiró. Habían estado jugando por lo menos una hora y pico, y las duras sillas de madera eran de todo menos cómodas. Se le escapó un bostezo.− Lo siento. Creo que he tenido bastante por hoy, − dijo disculpándose.− Creo que iré a ver si… − No puedes retirarte sin darme la revancha, − dijo Charles rápidamente.− ¿Qué hay de jugar al mejor de tres? Ya llevas dos y yo una, no tardaremos mucho.− Comenzó a remover las cartas y a repartir sin esperar la respuesta de la joven. Ella sacudió la cabeza como diciendo que no podía ganar la discusión con aquel testarudo viejo. Se volvió a estirar y empezó a sentarse. En aquel momento se abrió la puerta y Josie entró sorprendida de ver a Rebeca todavía allí. La joven normalmente no tardaba mucho en irse a la cama después de terminar sus tareas en la cocina. Hubo una conversación silenciosa entre los ojos de Josie y los de Charles, y la pistolera comprendió que había estado entreteniendo a la rubia para que no fuera a buscarla al establo, y ver lo que Josie hacía. Le susurró un “gracias”, mientras caminaba hasta la cocina para ponerse un vaso de agua. − Tu pequeña amiga me ha estado dando una paliza al “Gin” toda la noche, − se quejó Charles. Se volvió hacia Rebeca y sonrió.− Creo que has tenido una buena idea. Estoy hecho polvo. Supongo que tendremos nuestro desquite mañana, ¿qué dices? − Suena bien, − estuvo de acuerdo Rebeca, agradecida de no jugar ahora otra partida.− Voy un momento a uh…− indicó con la cabeza en dirección hacia la parte trasera de la casa, donde estaba la letrina y continuó, − y después a la cama. ¿Y tú Josie? Josie se rio. − Creo que te dejaré ir sola al “uh”, y yo me iré directamente a la cama.− Rebeca le ofreció una gran sonrisa mientras se ponía el chal alrededor de los hombros otra vez, y cogiendo una tea, se adentró en la oscuridad. Aprovechando su ausencia, Josie le contó a Charles a cerca de su encargo para Horacio. Su hermano, extrañamente, se había retrasado y estaba preocupado de que no apareciera para cuando estaba previsto.

Josie tenía las manos morrón rojizas por el tinte que estaba utilizando con el tótem. Mientras se pasaba un trapo mojado de un aceite para quitarse el color caoba, hablaron animadamente de cómo sorprenderían a Rebeca al día siguiente, hasta que el tema de su conversación volvió a la casa, y ellos se callaron inmediatamente. Josie le sonrió afectuosamente, y Chales le guiñó el ojo. El viejo se levantó, le cogió la lámpara de las manos a Rebeca, y se marchó a aliviar su vejiga, que había comenzado a dolerle al haber estado tanto tiempo sentado. Le había dado miedo excusarse mientras jugaban a las cartas, por si la rubia decidía ir a buscar a Josie. Vertiendo un poco de agua en la palangana, Josie se lavó las manos varias veces hasta asegurarse que el olor a aquel aceite de caoba había desaparecido. Se volvió para encontrar a Rebeca allí de pie, justo a su espalda, con una mirada de preocupación en la cara. Josie parpadeó un par de veces sorprendida de ver que su mecanismo de defensa, le había permitido a la joven acercarse tanto sin ni siquiera saber que estaba allí. − ¿Qué es Rebeca? ¿Qué ocurre?, − Josie levantó el brazo y le apartó un mechón de pelo de la frente, y entonces le acarició ligeramente la mejilla. Pasó el dedo por aquella adorada cara, y luego tocó los labios de la joven con la yema de los dedos. Rebeca tembló con aquel roce, y sus ojos pestañearon. Josie le pasó un brazo alrededor de la cintura, y la joven le permitió que la tomara entre aquellos fuertes brazos. Apoyó la cabeza sobre el pecho de Josie, escuchando el sonido de su corazón latiendo como una avalancha baja la montaña. El plan de Rebeca de tener una conversación tranquila con Josie, se disolvió cuando se le escapó, − No me dejes aquí. Por favor, llévame contigo. N-no podría soportarlo si me dejaras…− se arrebujó sobre el pecho de Josie, descansando la cabeza justo debajo de la barbilla de la morena. − Whoa, whoa, − dijo Josie, echándose hacia atrás para poder ver la cara de Rebeca.− ¿Qué te hace pensar que voy a dejarte? Dije que podías quedarte conmigo tanto tiempo como quisieras, iba en serio. Pues claro que vendrás conmigo.− Alzó la barbilla de Rebeca para poder mirarla a los ojos.− Rebeca, estaría perdida sin ti. Ahora venga, déjame ver una sonrisa.− Josie puso el dedo al borde de la boca de Rebeca y con mucho cuidado tiró hacia arriba, creando una risa forzada.− Un poco torcida,

pero es mejor que nada,− dijo despacio provocando la sonrisa genuina de Rebeca. − Vale, entonces si no estás planeando dejarme aquí, ¿qué estás conspirando con Charles, que cada vez que entro a la habitación os calláis? Al principio pensé que era mi imaginación, pero al continuar durante días, no podía pretender que no estaba pasando nada. Tenía miedo, Josie. − Oh pequeña, es…nada por lo que tengas que tener miedo, − dijo rápidamente. Estuvo a punto de contarle sus planes a cerca del cumpleaños, pero se detuvo justo a tiempo.− De hecho, creo que te gustará cuando sepas de qué se trata.− Rebeca todavía tenía una mirada de confusión en la cara, pero Josie sacudió la cabeza y sonrió.− De hecho creo que he hablado demasiado. Lo sabrás todo muy pronto. Sé paciente, y confía en mí, ¿de acuerdo? − Si, por supuesto, pero… − No hay peros. Es hora de irse a la cama. Venga.− Cogió a Rebeca de la mano y la llevó hasta la habitación. Rebeca entrelazó los dedos con los de Josie y la siguió de buena gana, todavía curiosa, pero ya no más preocupada. Confiaba en Josie completamente. La morena puso la mano detrás de la llama de la lámpara de aceite, y se inclinó hacia delante soplando para que Rebeca pudiera cambiarse en la oscuridad, como era su hábito. La pistolera esperaba que un día, no demasiado lejano, su preciosa amiga no sintiera tanto pudor y vergüenza causada por su abusivo padre, y le permitiera verla completamente. − Espera, − dijo Rebeca detrás de ella, y se giró para volver a encontrarla lo suficientemente cerca como para poder matarla, si ese era su plan. Los instintos de Josie se habían nublado debido a la vida de seguridad que llevaban últimamente. Una vez dejaran aquel paraíso atrás, necesitaría volver a agudizarlos por su seguridad y por la de Rebeca.− Yo…me gustaría charlar un poco, y mirarte a la cara, − dijo Rebeca despacio. − Vale, − dijo Josie con una sonrisa.− ¿Te importa si me desvisto mientras hablamos? − En absoluto, − contestó Rebeca, hundiéndose en la cabecera de la cama y mirando cómo los dedos de la pistolera desabrochaban metódicamente los botones de su camisa negra. Cuando se la quitó para

revelar sus hombros y sus turgentes pechos, Rebeca se vio incapaz de quitarle los ojos de encima a aquel precioso espectáculo. El busto de Josie estaba iluminado por la luz danzante de la vela, y Rebeca deseó acercarse y tocarlo. Paralizada por la tentadora belleza que tenía en frente, no podía ni siquiera pensar en lo que quería decir, y sencillamente se quedó allí sentada, como una jovencita admirando su primer verdadero amor. Josie no sabía lo que le pasaba, pero entonces se dio cuenta de hacia dónde se dirigían los ojos de Rebeca, y sonrió por la mezcla de emociones mostradas con aquella simple mirada. Si alguna vez se había preguntado si existía la posibilidad de que la rubia se pudiera sentir atraída por ella, esa duda se había resuelto. Se adivinaba un obvio deseo en la cara de Rebeca, pero también había indecisión. Josie sabía que tenía que ser paciente con Rebeca, y darle todo el tiempo que necesitara para que aclarara sus sentimientos sin su influencia. Por mucho que deseara tomar a la joven entre sus brazos y cubrirla de besos, sabía que Rebeca todavía no estaba preparada para eso. Le permitiría a la rubia marcar el tiempo y el espacio. De repente Rebeca se dio cuenta de que estaba mirando fijamente los pechos de Josie, y no tenía ningún sentido del tiempo que llevaba haciéndolo. Se ruborizó al pensar en lo que Josie se estaría preguntando. Reticentemente, apartó los ojos del glorioso cuerpo de la morena, y los dirigió hacia su preciosa cara. Josie la miraba con una sonrisa en sus labios. Despreocupadamente, la pistolera se giró vertiendo un poco de agua en la palangana. Imaginaba que así, Rebeca tendría tiempo para recomponerse mientras ella se lavaba un poco. Humedeció un paño y se lo pasó por la cara, haciendo que se le pusiera la piel de gallina con el contacto del agua fría. Se arrepentía de no haber pensado en calentarla un poco antes de retirarse a su cuarto, y ahora era un poco tarde para ello. La suave espalda de Josie atrajo también a Rebeca, pero no tuvo el mismo magnetismo para sus ojos que el precioso pecho. Rebeca recordó entonces lo que quería contarle a Josie, se aclaró la garganta y comenzó.

− Josie…me gustaría hablar contigo de…quiero decir, me he estado preguntando si…esto, si tú… ¿amabas a Jenny? Me refiero a amarla en el sentido romántico. Como un hombre ama a una mujer.− Podía sentir

arder sus mejillas, pero una vez comenzó a hablar, repentinamente se volvió muy importante que hiciera aquella pregunta antes de perder completamente la compostura. La espalda de Josie se irguió con la pregunta, dejó a un lado el paño y se giró para encarar a la terriblemente ruborizada rubia. − ¿Me estás preguntando si estaba enamorada de Jenny?, − preguntó, y Rebeca asintió con la cabeza.− Sí, lo estaba. ¿Pero cómo un hombre y una mujer?− Sacudió la cabeza y pareció meditar la respuesta.− Era muy diferente. Más intenso, más…no sé, más satisfactorio. No podría imaginar tener ese tipo de sentimientos por un hombre. Nosotras no…hicimos el amor. Posiblemente lo habríamos hecho si hubiera sobrevivido…no lo sé, pero…ni siquiera hablamos de ello. Pensé que teníamos todo el tiempo del mundo…− Su voz se apagó al tiempo que ahogaba un sollozo. Eso no era lo que quería hacer, afligirse por la pérdida de su amor, delante de la mujer de la que ahora estaba tan enamorada. Tragó saliva un par de veces, y respiró profundamente para recobrar la compostura. − ¿Has hecho el amor con otras mujeres desde entonces?, − preguntó Rebeca entrecortadamente. Josie se tomó unos segundos para pensar la respuesta, y Rebeca deseó haberse mordido la lengua por haberle preguntado aquello. Mentalmente se pateó el culo por haber comenzado todo aquello, pero tenía que saberlo. Necesitaba saber si Josie todavía se sentía atraída por las mujeres, o si aquello había sido tan solo un capricho de juventud. − Haces unas preguntas muy duras, − contestó Josie sinceramente. Se sentó a los pies de la cama y comenzó a quitarse las botas mientras consideraba la respuesta. − Deja que te ayude, − dijo Rebeca arrodillándose en el suelo delante de la pistolera. Levantando cada pierna por turnos, le quitó las botas seguidas por los calcetines. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo y, apoyando el pie derecho de Josie sobre su muslo, comenzó a masajearlo. Los ojos de Josie se entornaron y sonrió.− ¿Qué hay de la respuesta?, − insistió Rebeca. − He tenido sexo con unas cuantas, − contestó Josie, y Rebeca la miró interrogativamente con la ceja levantada.− Vale, con más de unas cuantas, − rectificó con una sonrisa irónica.− Pero en mi corazón, sé que nunca he hecho el amor con ninguna de ellas. Tan solo era una agradable manera de aliviar la tensión. No significaban nada para

mi…emocionalmente.− Los pulgares de Rebeca presionaron convulsivamente el puente del pie de Josie al entender el significado de sus palabras.− Sexo fácil, − dijo Josie con una pícara mueca.− Tengo que caminar con esos pies, y no será fácil si sigues apretando así. − Oh, lo siento, − dijo Rebeca dejando el pie apresuradamente. Josie sonrió ligeramente. − Contigo lo es todo o nada, ¿verdad enana? No he dicho que tuvieras que parar, tan solo no me rompas el pie.− Rebeca se ruborizó una vez más y desvió la mirada, pero cogió la extremidad de Josie y comenzó a masajearlo otra vez.− Vale, ahora es mi turno de preguntarte algo. ¿Por qué me estás preguntando todo el rato a cerca de hacer el amor con mujeres? Rebeca se quedó otra vez sin palabras, y se encontró a sí misma incapaz de pronunciar frases coherentes. − Es por el modo en que has estado actuando durante los últimos días, más atenta de lo normal…no es que no fueras atenta antes…no estoy diciendo eso…a lo que me refiero es que pensaba que estabas siendo agradable conmigo porque pensabas deshacerte de mí, pero ahora sé que no ibas a hacerlo, y yo…parecía como si me estuvieras cortejando. Como…bueno, como un hombre lo haría. Y nunca se me había ocurrido…eso… con una mujer, y no sabía si estaba equivocada. ¿Lo hacías? Cortejarme, quiero decir. − Sí. Pero eso no es justo. Era mi turno de hacer las preguntas. Ahora no pienses en esas preguntas, tan solo contéstame desde el corazón. ¿Me quieres? − Sí, − contestó sin dudarlo. − ¿Estás enamorada de mí? − No lo sé…sí, creo que sí. ¿Cómo puedo saberlo? Nunca antes he estado enamorada. − ¿Te sientes atraída por mí sexualmente? Rebeca tomó aire profundamente y lo dejó ir en un escalofrío. − Oh Dios, sí. Pero Josie, tengo miedo…no sé lo que quieres de mí. ¿Y si no puedo…y si yo…no soy suficiente para ti?

− Oh, Rebeca…seas lo que seas, seas lo que tú quieras ser, es suficiente para mí. Quiero que seas feliz. No hay nada que desearía más que hacerte el amor por el resto de mi vida, pero si todo lo que tú quieres es viajar conmigo y ser mi amiga, podré vivir con ello. Nunca te empujaré o intentaré que hagas algo que tú no desees.− Se acercó y tomó a Rebeca de las muñecas para levantarla y besarla en la frente. La hizo girar y la sentó a los pies de la cama mirando hacia el otro lado de la habitación, levantándose al mismo tiempo, desabrochándose el cinturón y dejando los pantalones en el suelo.− No te vuelvas. Estoy desnuda, − dijo cogiendo su camisa para dormir del respaldo de la silla y deslizándose dentro rápidamente. Cuando Rebeca se giró, Josie estaba metiendo los brazos por las mangas, pero ya estaba cubierta.− Voy a apagar la vela y así podrás desvestirte. A menos que quieras provocarme desnudándote delante de mí − dijo Josie con la ceja levantada y una sonrisa pícara. − Apágala, − dijo Rebeca tímidamente. Realmente había deseado haber visto a Josie denudarse, y la idea de desnudarse delante de la pistolera la excitó más de lo que podía imaginar. Pero era demasiado pronto. La cabeza le daba vueltas como un tornado, realmente se sentía confusa a cerca de lo que pensaba que debía hacer, y lo que realmente deseaba.− ¿Podemos dejarlo aquí por esta noche y hablar sobre ello mañana?,− preguntó esperanzada. Josie apagó la vela y volvió a la cama. − Por supuesto que podemos. Mañana será el día perfecto para hablar de ello, − dijo sabiendo las sorpresas que le depararían a la preciosa rubia el día siguiente. Se prometió a sí misma permanecer en su lado de la cama tanto como le fuera posible, y mantener las manos quietas. Cuando fuese el momento adecuado, Rebeca se lo haría saber.

39. Un cumple para recordar

R

ebeca soñó que era prisionera en la torre de un castillo en tierras extranjeras. No podía hablar la lengua de los nativos, y no tenía ni idea de por qué se hallaba cautiva, pero tenía la sensación de que habían pasado varios días desde su captura. Desde su balcón, podía ver a la gente ir y venir a través del patio de abajo, pero estaba demasiado alejado como para que alguien la escuchara gritar. Sus fuerzas estaban mermadas por la carencia de comida y agua. Parecía haber sido olvidada en aquella torre. Y cuando pensaba que ya no podría soportarlo por mucho más tiempo, vio a un caballero vestido de negro, sobre una montura dorada atravesar el patio. Su corazón comenzó a latir con fuerza al saber que aquel caballero venía en su rescate. Con las pocas fuerzas que le quedaban, gritó “aquí” y dejó caer su pañuelo. El caballero miró arriba como si hubiera escuchado su voz, y vio el pañuelo flotando en el aire. Saltó del lomo de su caballo y sacando su espada, luchó valientemente contra los guardas del castillo. Ya no podía verlo, pero sabía que pronto llegaría en su rescate. Escuchó entonces el sonido de espadas entrechocando al otro lado de la puerta, y después, silencio. Oyó el cerrojo y se abrió la puerta. El caballero de negro estaba al otro lado de la puerta, como si esperase su invitación para entrar. Hizo un gesto para indicarle que podía hacerlo, segura de que no entendería su idioma, e inmediatamente él entró en la habitación. Su cota de malla estaba roja por la sangre de sus adversarios, pero él no estaba herido. Miró cómo cruzaba la habitación hasta donde ella estaba, pero antes de llegar, sus piernas no lo resistieron más y se desplomó. En un instante, el caballero estaba allí, con sus fuertes brazos alrededor de ella, sosteniéndola contra su pecho. Rebeca levantó el brazo y le quitó el casco que le cubría la cara. El largo pelo moreno cayó libremente sobre sus hombros, y los preciosos ojos azules de Josie se posaron en los suyos. El caballero se inclinó para besarle los labios. − Oh, Josie…, − murmuró Rebeca cuando Josie rompió el beso, y su corazón comenzó a latir con fuerza.

− ¿Sí pequeña? Estoy aquí, − dijo la voz de Josie suavemente, pero los labios de aquel caballero no se habían movido. En su sueño, Rebeca todavía intentaba averiguar cómo el caballero había hecho aquello, cuando Josie continuó, − levántate, señorita dormilona. Es tu cumpleaños. Rebeca intentó ubicar aquella voz en su sueño, pero el olor de algo siendo cocinado, contribuyó a que volviera a la realidad. Abrió los ojos para ver a la pistolera sentada a un lado de la cama sosteniendo una bandeja llena de comida. Había un montón de bacón crujiente, huevos fritos, bizcochos, una taza de café y un vaso de zumo de naranja. Un jarrón lleno de flores frescas adornaba la esquinita de la bandeja. Rebeca se quedó con la boca abierta, paralizada por la sorpresa. Pensó en pellizcarse para ver si se encontraba en otro sueño, pero una muy real Josie se inclinó y la besó en la frente. − Desayuno en la cama para la chica del cumpleaños, − dijo animadamente.− Ahora siéntate erguida para que pueda ponerte la bandeja encima.− Rebeca hizo lo que le mandó, y Josie le puso aquel suntuoso desayuno delante de ella. Rebeca miraba a Josie y después a la comida, y la pistolera empezó a reír. Aquella expresión en la cara de Rebeca, hizo que Josie tomara la determinación de sorprender más a menudo a la preciosa rubia. Cuando Rebeca finalmente encontró su voz, preguntó incrédula… − ¿Has preparado tú todo esto? − Dios, no. No pensarías que te haría algo así el día de tu cumpleaños, ¿verdad? Lo hicieron Charles y Horacio. − ¿Horacio?, − preguntó Rebeca con la boca llena. − El hermano de Charles. Llegó esta mañana bien temprano. Nos cansamos de esperar que nos honraras con tu presencia, y supuse que el olor a comida haría el trabajo. Ha funcionado, ¿no? Oh, cambiando de tema, ¿qué estabas soñando cuando vine? Dijiste mi nombre y pensé por un momento que me habías visto, pero todavía parecías dormir. La cara de Rebeca se volvió de un rojo brillante al recordar su sueño del caballero de negro. − No me acuerdo, − mintió, y Josie levantó la ceja mirándola inquisidoramente.− De acuerdo…estaba encerrada en la torre de un

castillo y tú ibas vestida como un caballero, y venías a rescatarme. ¿Contenta ahora? − Supongo que no tanto como lo era aquel caballero, − contestó haciendo que Rebeca se ruborizara otra vez.− Mmm, ese sí que tiene que haber sido un sueño, − dijo Josie bromeando. Rebeca le dio una palmada de broma en el brazo. − ¡Para!, − dijo. − Como desee, mi lady, − contestó Josie haciendo una reverencia.− Lo siento, − dijo como respuesta a la mirada que le echó Rebeca, quien estaba demasiado ocupada como para ofrecerle una respuesta verbal. Josie se alejó de la cama, y retiró las cortinas para dejar que entrara el sol de la mañana en la habitación. Fue entonces cuando Rebeca vio la bañera en el rincón. Josie siguió su mirada y dijo, − sé lo mucho que te gusta estar a remojo en una bañera caliente. Ya la he llenado con agua hirviendo, así que puedes quedarte ahí hasta que te arrugues como un pimiento humano. Después...bueno, tenemos un montón de sorpresas para ti. − Pero tengo trabajo que hacer…− comenzó a decir Rebeca, y Josie la cortó. − Hoy no. Es tu cumpleaños, y lo único que tienes que hacer es pasarlo bien. Las lágrimas acudieron a los ojos de Rebeca, y su labio comenzó a temblar. Josie se acercó a la cama y le cogió de la mano.− ¿Es que nunca nadie ha hecho nada especial en tu cumpleaños?− Rebeca sacudió la cabeza. − Padre nunca creyó en esas tonterías, y Madre nunca haría nada en contra de sus deseos. − Tu padre es un grandísimo hijo de mala madre.− Se prometió a sí misma que si alguna vez llegaba a toparse con aquel hombre, se aseguraría de que probase el sabor de la misma agonía, que había sufrido su hija en sus manos. Pero sonrió para apaciguar el ambiente y añadió, − Bueno, pues entonces tendremos que hacerlo más especial para compensar los demás. ¿De cuántos estamos hablando? − De veinte. Los ojos de Josie se abrieron sorprendidos.

− ¿De veras? Habría jurado que no tenías más de diecisiete o dieciocho. Entonces te estás convirtiendo en una vieja doncella. − Josie Hunter, si esta es la forma en la vas a hacerme sentir especial, tengo que decirte que vas a tener que practicar mucho, − se quejó Rebeca, aunque escondiendo una sonrisa. − Lo siento pequeña. Me esforzaré más. Ahora termina tu desayuno y así podremos comenzar la celebración. Rebeca mojó un trocito de pan con la yema del huevo frito, y se lo llevó a la boca. Se bebió el café que, realmente estaba tan caliente que a punto estuvo de quemarle la boca. Buscó entonces el zumo de naranja, y lo apuró terminando con un satisfecho eructo. − Perdón, − dijo, cubriendo su boca con la mano.− Este ha sido el mejor desayuno que he tomado en mi vida. − Pues todavía no has visto nada. Voy a traer el agua caliente. Ahora vuelvo.− Rebeca asintió con la cabeza, y saliendo de la cama, comenzó a desabrocharse los botones de su camisa de dormir. Josie se fue y volvió unas cuantas veces con cubos llenos de agua hirviendo, hasta que a Rebeca le pareció que la bañera estaba suficientemente llena. Entonces, la pistolera sacó un frasquito de su bolsillo, vertió un poco del contenido en el agua, y lo removió con la mano. Un suave aroma a esencia de lavanda impregnó el aire, y la bañera se llenó de espuma. Inhaló aquel delicioso aroma, y por un momento deseó ser ella la que se metiera en la bañera. Pero cuando imaginó cómo quedaría la piel de Rebeca, tibia por el baño y oliendo a lavanda, se alegró de que no fuera de otro modo. − Su baño le está esperando, mi lady. Rebeca se había quitado la camisa de dormir y permanecía de pie sujetándola por delante de su cuerpo. − Date la vuelta, − dijo despacio, y Josie la obedeció. Un suave chapoteo le indicó a la pistolera que Rebeca ya estaba en la bañera, y se volvió justo para ver su cabeza y hombros por encima del agua.− Perfecto, − dijo Rebeca con una sonrisa.− Oh, Josie, gracias. Esto es maravilloso. − Me alegro de que te guste. Tengo que atender unos asuntos, así que silba si necesitas un poco más de agua caliente, o si quieres que te frote la espalda.− Reticentemente, apartó la vista de aquella visión flotando

en el agua, y se dirigió hacia la puerta. Le habría encantado quedarse allí y simplemente verla bañarse, pero sabía que avergonzaría a Rebeca. Josie estaba ayudando a los dos hermanos a colocar unas cuantas coloridas guirnaldas en la pared y techo, cuando escuchó a Rebeca llamarla. − Volveré en seguida, chicos, − dijo con una sonrisa. Pero como ninguno de los dos era tan alto como ella, les sugirió que fueran a coger unas flores hasta que ella volviera. Alegremente aceptaron, y los dos hombres atravesaron la puerta como un par de estudiantes, a los que les han dado permiso para un descanso. Josie llamó a la puerta de la habitación, y Rebeca contestó: − Entra.− Cuando pasó adentro, Rebeca abrió los ojos y la miró. Casi se había dormido en el agua.− ¿Podrías traerme un poco más de agua caliente, por favor? Está empezando a enfriarse. − Tus deseos son órdenes.− contestó con una sonrisa.− Pero voy a necesitar vaciar la bañera un poco para así poder añadir más. Cogió un cubo y comenzó su tarea. El nivel del agua había bajado tanto que no alcanzaba a cubrir los pechos de Rebeca, y los ojos de Josie se fijaron en aquellas formas redondeadas. La repentina toma de aire de Josie hizo que Rebeca se diera cuenta de lo que estaba mirando, y estuvo a punto de reaccionar cubriéndose el pecho con su trapo para lavarse. Pero había pasado algo entre su conversación del día anterior y esa mañana, cuando se metió en la bañera, algo que finalmente encajaba en su cabeza. Y se dio cuenta de que quería que Josie la mirara y la deseara, de la misma manera que ella deseaba a Josie. A partir de ahora, pensó para sí misma, no más cubrirse, no más desvestirse en la oscuridad. − Y cuando vuelvas con el agua, me encantaría que me frotaras la espalda, − dijo ruborizándose un poco por su nueva decisión de parar de esconderse de Josie. − El agua está al fuego. Volveré en unos minutos, − Y fiel a su palabra, la pistolera volvió en menos de cinco minutos con dos cubos de agua caliente. Con mucho cuidado de no quemar a Rebeca, vació los cubos en la bañera, y cogió el trapo de las manos de la rubia arrodillándose detrás de ella.− Échate un poco hacia delante, − dijo suavemente, y Rebeca obedeció, rodeando sus rodillas con los brazos. Josie enjabonó el trapo, con el dulce aroma de un jabón francés, que le había mandado

comprar a Horacio en la ciudad, junto con el baño espumoso, y otras sorpresas que Rebeca todavía no había visto. Pasó suavemente el trapo por la espalda y los hombros de Rebeca, resistiéndose al impulso de alargar el brazo hasta el otro lado y ocuparse de sus pechos. − Puedes frotar más fuerte, − dijo Rebeca girándose para que Josie pudiera ver su perfil, − no estoy hecha de cristal.− Josie sonrió. Lo cierto es que estaba tratando a Rebeca como si fuera una delicada figurita de porcelana, pero ahora frotó un poco más fuerte con el trapo.− Ohhh, qué rico,− dijo Rebeca con un suspiro.− Podría quedarme aquí todo el día. − Ah, pero entonces te perderías las otras sorpresas que tenemos para tu cumpleaños. − Oh, Josie, esto ya es demasiado…me siento como una princesa consentida. − No hay nada demasiado para tu cumpleaños. Ahora, ¿Por qué no te pones de rodillas y así podré llegar a la parte baja de tu espalda?− Rebeca dudó por un instante, antes de apoyarse sobre un costado para sentarse sobre sus rodillas, y alzarse un poco. Su cadera estaba completamente fuera del agua, así como sus redondeadas formas traseras. Josie aguantó la respiración y tragó fuerte varias veces antes de continuar lavando a su preciosa amiga. Pasó el trapo por ambos lados de su cadera, y entonces por sus suaves montículos. Rebeca jadeó suavemente cuando el trapo la acarició.− ¿Está bien así o debo parar?, − preguntó Josie con la voz ronca. − Está…bien. No, por favor, no pares.− A Josie no le pasó desapercibido el temblor en la voz de Rebeca. Continuó con su tarea, prestándole especial atención a aquellas carnosas formas. Cuando parecía que debía ir más lejos, o se volvería loca, finalmente se detuvo y se alejó un paso de la bañera. − ¿Te gustaría que te lavara el pelo? − Yo… uh…si, − contestó Rebeca, apoyándose nuevamente contra la bañera. Inclinó la cabeza hacia atrás tanto como pudo sin llegar a sumergirse totalmente y entonces se sentó. Josie recordó el miedo de Rebeca a meter la cabeza debajo del agua, y decidió ser especialmente cuidadosa con ese tema. Frotó con la mano el jabón francés hasta conseguir suficiente espuma, y entonces la aplicó en los dorados mechones. Masajeó su cabeza con los fuertes dedos, y vio cómo los ojos

de Rebeca aleteaban. Josie quiso besarle las pestañas, la nariz, los labios. El amor que sintió por Jenny, parecía más fraternal en comparación, y eso que jamás había pensado que algo así llegara a ser posible. − Necesitamos sumergirte un poco ahora, − dijo Josie, y Rebeca asintió sin abrir los ojos.− Voy a inclinarte la cabeza hacia atrás y sumergirte prácticamente en la bañera. Entonces, traeré un poco de agua limpia para aclararte. ¿Lista?− Rebeca asintió otra vez, y Josie le bajó la cabeza justo hasta que tan solo su cara estuviera fuera del agua. La volvió a levantar y a sentarla en la bañera.− Vale, relájate un minuto. Volveré en un segundo.− Rebeca miró a la mujer salir de la habitación, y en el momento en que se cerró la puerta, soltó el aire que no se había dado cuenta que estaba reteniendo. − Oh, Dios, − dijo con los dientes apretados.− Josie, qué me estás haciendo…− murmuró justo cuando la pistolera volvía a la habitación. − ¿Qué?, ¿Querías algo? − Sí. No. Sí…pero más tarde.− Josie sonrió y levantó la ceja de un modo que Rebeca encontró totalmente arrebatador. La rubia se ruborizó, y Josie se encontró a sí misma pensando en que no dejaría que aquel día terminara sin haberle hecho el amor. − Ponte de pie, y así podré verterte el agua.− Rebeca hizo lo que le pidió, luchando contra su impulso natural de ocultar sus partes privadas de su vista. Podía adivinar por la mirada en la cara de Josie, que la morena estaba disfrutando completamente del espectáculo de carne desnuda. Se quedó de pie unos instantes hasta que su mojada piel se ponía de gallina. − Uh, Josie. Estoy congelándome, − dijo castañeando los dientes. − Oh, cariño, lo siento, − dijo Josie volviendo en sí.− Cierra los ojos, − le ordenó, y tan pronto como Rebeca lo hizo, le echó un cubo de agua caliente por encima.− Uno más…no te muevas, − añadió levantando el cubo sobre su cabeza, asegurándose de quitar todos los restos de jabón en su pelo.− Vale, voy a traer la toalla. Puedes abrir los ojos.− Josie alcanzó la toalla del perchero y la envolvió alrededor del esbelto cuerpo, frotando contra la toalla para ayudar a secarla.− Deja que te ayude a salir de la bañera, − dijo pasándole una mano por detrás de los hombros y la otra por detrás de los muslos y, sin esfuerzo, sacarla en brazos de la bañera. Se quedó un momento con Rebeca en sus brazos, inhalando la exótica

esencia que desprendía, entonces, reticentemente, la dejó sobre sus pies.− Casi lo olvido…Traje otra toalla para el pelo.− Acercó la otra toalla y la enrollo alrededor del pelo dorado. La joven estaba totalmente asombrada. La extravagancia de las dos toallas para un baño era algo que jamás había oído. − Gracias, Josie. Eres…la persona más dulce que jamás he conocido. − Tú también, − contestó Josie sinceramente.− Voy a ir a ayudar a Charles y a Horacio, y así tú te podrás vestir. Hay algo en el ropero para que te pongas. Ven cuando estés lista.− Besó a Rebeca ligeramente en los labios, se giró y salió de la habitación. Cuando Josie se hubo marchado, Rebeca fue hasta el ropero y abrió la puerta. Colgado dentro, había un precioso vestido del color del cielo en verano, y adornos de pasamanería en color blanco por el cuello y mangas. Los botones parecían perlas, y un pañuelo de seda azul asomaba por el bolsillo, sobre el pecho izquierdo. Y al fondo del ropero, había unos zapatos blancos tan suaves como la piel de un bebé. Rebeca se quedó con la boca abierta al ver todas aquellas prendas tan preciosas, y las lágrimas comenzaron a brotarle de sus ojos. − Oh Josie…− murmuró dejando caer las lágrimas. Josie inspeccionó la habitación otra vez para asegurarse de que todo estaba a punto. Las paredes y el techo estaban decorados con guirnaldas multicolores, y cada superficie disponible, estaba cubierta con algún jarrón o vaso lleno de flores. En el medio de la mesa había una tarta, ligeramente descentrada por las inclemencias del viaje, pero Josie se las arregló para colocarla en su sitio, y casi tenía el mismo apetecible aspecto que cuando se compró, decorada con flores rosa y hojas verdes. Un “feliz cumpleaños Rebeca” estaba escrito con letras rosa. Horacio había vuelto precipitadamente trayendo todo lo que se le pidió, más unas cuantas cosas extra. No se les había ocurrido servirle el desayuno en la cama a Rebeca, hasta que Horacio hubo preparado las deliciosas lonchas de bacón, y le dijo a Josie que también podría preparar bollos caseros. − Cálmate, chica, − la amonestó Charles.− Vas a hacerme un agujero en el suelo si no paras de ir y venir de un lado a otro. Llegará en unos minutos. − Oh, lo sé, es solo…

− Siéntate, − dijo bruscamente, cortándola en mita de la frase. Estaba tan sorprendida de que alguien le hubiera dado una orden, que simplemente se sentó.− Repártele a ella, − dijo a su hermano, que estaba barajando las cartas para jugar una nueva partida de póker. Josie cogió las cartas y se las emparejó en la mano sin mirarlas realmente, y casi deshaciéndose de un póker. − ¿Cuántas quieres? − Jugaré con estas.− En aquel momento se abrió la puerta y apareció Rebeca. En aquel vestido azul, parecía una visión para los tres que había en la mesa, y no tan solo para Josie. Avergonzada por ser el centro de atención, bajó la mirada al suelo. Josie tiró las cartas y se levantó para recibirla. Ambos hombres también se levantaron, como debían hacer los caballeros cuando una señorita entraba en una habitación. Josie caminó hasta ella y la tomó de ambas manos, se inclinó hacia delante y le besó ambas mejillas. Se detuvo un segundo antes de volver a erguirse, y le susurró al oído. − Estás increíblemente preciosa, Rebeca. Espero que no te moleste si te miro durante todo el día. − Josie yo…no sé qué decir… − Di que me quieres, − le susurró tan suave que tan solo ella pudo escucharla.

− Te quiero, − le susurró. Josie sonrió y la tomó de la mano para presentársela a Horacio. − Horacio, esta es mi queridísima amiga, Rebeca… Horacio tomó la mano de Rebeca y la besó. − Totalmente encantado de conocerla, señorita. Escuchando a estos dos hablar, esperaba ver alas y un halo alrededor de usted. Pero también se ve completamente preciosa sin ellas. Oh, feliz cumpleaños, − añadió. − Gracias, Horacio, − dijo haciendo una pequeña reverencia.− Charles me ha hablado mucho de usted. Es como si ya le conociese.

− No acapares la atención de esta preciosa chica, viejo tonto, − dijo Charles bromeando y dándole un codazo, para a continuación besar la mano de Rebeca también. Rebeca rio mientras los dos viejos se lanzaban puyas el uno al otro. Además, se dio cuenta de que Charles llevaba su ropa de los domingos, e iba bien peinado, en lugar de aquel pelo volando en todas direcciones como era habitual. − Hoy vas realmente elegante, Charles. Podrías volver loca a cualquier chica. − Qué remedio. Tu alta amiga de allí, nos ha obligado a vestirnos como si el mismo Presidente fuera venir.− Le guiñó el ojo a Josie, y Rebeca supo que aquello fue más una idea de él que de ella. Claramente, ambos hermanos estaban disfrutando al tener una mujer que disputarse otra vez. Le acercaron una silla y la sentaron a la mesa. Fue entonces cuando la rubia vio el pastel con su nombre, y los ojos se le abrieron sorprendidos al igual que su boca formando una gran “O”. − Date prisa y dale tu…ya sabes, − dijo Josie señalando con la cabeza en dirección a la cocina, donde Charles y Horacio habían escondido sus regalos para ella.− Quiero verla abrirlos, y yo necesito asearme un poco. Charles caminó enérgicamente hasta la cocina, y regresó unos segundos después, con un par de bultos enrollados en papel marrón. − Siento no haber tenido ningún papel bonito para envolverlos, pero supongo que lo que cuenta es lo de dentro.− Dejó los dos regalos en frente de la atónita mujer, quien simplemente estaba allí sentada mirándolos.− Bueno, ábrelos, diablos. No van a abrirse solos. Este primero, es de mi parte. Rebeca desenvolvió el regalo con mucho cuidado y gritó de sorpresa cuando leyó “Mujercitas”, de Louis May Alcott. − ¡Oh, Charles!, ¡me encanta! ¡He querido leer este libro desde que lo vi en una tienda de Chancetown!− Pasó los brazos alrededor de su cuello, y lo abrazó hasta ponerlo colorado por la vergüenza. − Abre el otro, − dijo Horacio animadamente. Rebeca no podía creerse lo que le estaba sucediendo aquella mañana, y todo porque era su cumpleaños. Desató el cordelito que sujetaba el papel, para mostrar una cajita de madera con un elaborado diseño labrado en la tapa. La

levantó y el engranaje de la maquinaria se puso en marcha, pudiéndose escuchar “Beautiful Dreamer” en su interior. − Horacio, yo…es tan bonita. ¿Cómo puedo agradecértelo?, yo… − Oh, no me des las gracias. Todo lo que he hecho ha sido traerla. Josie es quien me pidió que la trajera. Esto es de mi parte.− Horacio buscó en su bolsillo y sacó un paquetito que depositó en su mano. Rebeca lo abrió apartando la mirada de Josie. Contenía un pañuelo con la letra “R” bordada en una esquina. Los bordes estaban adornados con la misma pasamanería del vestido. Claramente ambas prendas formaban parte del mismo conjunto. Rebeca abrazó a Horacio y lo besó en la mejilla. − Es muy bonito también. Tienes tan buen gusto por los pañuelos como por las cajas de música.− Horacio le sonrió y sacó pecho como un gallito de pelea. Rebeca se puso el pañuelo en el bolsillo y se levantó. Caminó hasta donde estaba Josie apoyada sobre el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho, y se detuvo frente a ella. Un brillo de felicidad asomaba por los ojos de Rebeca, se puso de puntillas, y besó los labios de Josie. La pistolera se quedó sin respiración, sintiendo una sacudida desde dentro. − ¿Cómo has…?− comenzó Rebeca, pero Josie la detuvo con el dedo en sus labios. − Te lo contaré todo más tarde. Ahora, disfruta. Lee tu nuevo libro, o juega a algo con esos dos carcamales… − Hey, ¡he escuchado eso de carcamales!, − se quejó Horacio. − Oh, sí, y recuerda, el oído de Horacio es mucho mejor que el de Charles.− Le sonrió a Charles quien le sacó la lengua.− Voy a asearme un poco. Volveré pronto. Y no trabajes. No levantes un solo dedo hoy, ¿me entiendes? Nos ocuparemos de todo. − Sí, señora, − dijo Rebeca saludándola. Caminó de vuelta a la mesa con una enorme sonrisa en la cara.− Sacad las habichuelas y moved las cartas, chicos. ¡Juguemos al póker!

* * *

Casi una hora después se abrió la puerta de la habitación y apareció Josie. El trío de la mesa escuchó sus pisadas, pero estaban tan metidos en su juego, que ni siquiera se habían dado cuenta del tiempo que había pasado. Rebeca levantó la mirada cuando se abrió la puerta, y parpadeó un par de veces cuando vio a la preciosa mujer allí de pie. Era la primera vez que la veía con algo diferente a sus pantalones y camisa negra. Llevaba una camisa de satén azul con más botones desabrochados de los considerados apropiados. En lugar de su pañuelo, llevaba uno de seda blanco alrededor de su cuello. Los pantalones eran vaqueros azules, metidos en sus limpias y brillantes botas. El pelo lo llevaba recogido en una trenza sujeta por una tira de piel, y una pluma de halcón se sujetaba a ella cayendo por detrás de su oreja derecha. Rebeca jamás había visto a alguien tan deslumbrante. Su corazón le latía fuertemente en el pecho, y se encontró aguantando la respiración. Lo dejó escapar de golpe. − Te ves realmente bien para ser una reparadora de tejados, − dijo Charles con admiración. Horacio asintió con la cabeza vigorosamente. Josie rio. − Gracias viejo. Tú sí que sabes hacer cumplidos. Y ¿tú que haces tan callada, Rebeca? ¿Qué opinas? La duda me corroe. − Yo-yo…oh, − tragó saliva y tomó aire profundamente.− Dios mío Josie, me-me has dejado sin aliento. − Bueno, Horacio, tengo que decir que lo has hecho malditamente bien con lo poco que te di.− Le dio la mano y la agitó vigorosamente, para después acercarlo y darle un sólido abrazo.− Gracias…a los dos, por hacer que el cumpleaños de Rebeca sea tan especial. Nunca olvidaremos este día. − Nunca, − añadió Rebeca. − Ahora chicos, si no necesitáis a esta preciosa chica durante un rato, me gustaría dar un paseo con ella. ¿Me harías el favor, Rebeca? Se inclinó un poquito y alzó su mano. − Me encantaría, − dijo sinceramente. − Chicas, volved al mediodía. Horacio ha planeado una comida realmente especial.

− No nos la perderíamos, − dijo Josie alegremente saliendo por la puerta. Era una preciosa mañana otoñal, con los árboles teñidos de cientos de tonos rojos, naranjas y dorados en sus hojas. Pronto comenzarían a caerse, pero de momento, formaban un espectacular derroche de colores. Cogidas de la mano atravesaron el jardín de flores, ahora casi desnudo por el cambio de estación, y por la regular recogida durante la semana pasada. Josie condujo a Rebeca al cobertizo, donde había estado trabajando tallando el tótem, y la sentó en un taburete. − Cierra los ojos, − dijo, y Rebeca obedeció.− Ahora levanta las manos.− Cuando lo hizo, Josie le puso un objeto en las manos que no pudo identificar.− Abre los ojos. El objeto que sostenía era el tótem, pero no se parecía a ninguno de los que había visto en los libros. Era un pie de alto por dos pulgadas de ancho. En la base había un oso de pie y sobre sus hombros un lobo. Y en la parte trasera del lobo dos mujeres. Estaban entrelazadas, por lo que realmente no se podía decir donde empezaba una, y terminaba la otra. Una era considerablemente más alta, con el pelo suelto sobre los hombros. La más baja, se acurrucaba contra la alta, aunque no parecía tampoco diminuta a pesar de su pequeño tamaño. En lo alto del tótem había un Phoenix con las alas abiertas y cubriendo a las dos mujeres, protegiéndolas. La pieza estaba teñida de un marrón rojizo, tan suave como el cristal. Rebeca no se dio cuenta de que estaba llorando hasta que las lágrimas cayeron sobre el tótem, y la devolvieron a aquel momento. Puso sus manos alrededor del cuello de Josie con el tótem todavía agarrado fuertemente en la mano, y por unos momentos permanecieron así, incapaz de hablar, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. − Te quiero, − le susurró Josie bajando la cabeza y hundiendo la cara en la cálida fragancia del pelo de Rebeca. − Y yo también te quiero… con todo mi corazón.− Se separó un poco de Josie para así poder mirarla a la cara, sujetando el tótem contra su pecho.− Y esto es lo más bonito que jamás me han regalado nunca. Lo guardaré mientras viva.− Se puso de puntillas y rozó los labios de Josie suavemente con los suyos, sintiendo un inconfundible temblor al ser este devuelto. − ¿De veras? Temía que… − Yo también. Si hubiésemos hablado de todo esto mucho antes…

Josie se encogió de hombros. − Las cosas pasan cuando tienen que pasar. Podíamos haber dicho algo incorrecto, y arruinar cualquier oportunidad que hubiésemos tenido.− Pasó los brazos alrededor de la cintura de Rebeca y atrajo a la rubia más cerca, teniendo una sensación de hormigueo en cada punto en el que sus cuerpos se tocaban.− Quiero hacer el amor contigo, − dijo Josie con la voz ronca.− Quiero tocarte y probarte, memorizar cada pulgada de tu cuerpo con mis ojos. Rebeca aguantó la respiración y una intensa sensación de deseo atravesó su centro, haciendo que se meciera cuando las rodillas amenazaban con no sujetarla. Presionó su cuerpo incluso un poco más contra el de Josie, y le permitió a la morena sujetarla, disfrutando de la sensación de calidez de su carne, incluso con las ropas que las separaba. − Espero no…decepcionarte, − dijo despacio, con los labios a tan solo unas pulgadas de la tentadora V del escote de Josie. Cuando Josie inhaló, Rebeca sintió la suavidad de su pecho tocar sus labios y mejillas, y besó aquella carne. Sabía que nunca había sentido algo así de terso y al mismo tiempo excitante. − Ohhhh, − gimió Josie, enredando sus dedos en los dorados mechones, y haciendo la cabeza de Rebeca para atrás hasta poder mirarla a los ojos.− Jamás podrías decepcionarme. El mero hecho del roce de tus labios, es suficiente para excitarme. Cualquier cosa más allá será como estar en el paraíso. Animada por aquellas palabras, Rebeca puso su mano detrás de la cabeza de Josie y la atrajo hasta sus labios, donde pudiera alcanzarla sin tener que estar de puntillas. Besó a la pistolera más apasionadamente que la primera vez, y sintió cómo Josie partía sus labios ligeramente. Rebeca jamás había participado en un beso como aquel, así que no sabía qué hacer a continuación. La pistolera, sintiendo su indecisión, tomó las riendas, y pasó su lengua a lo largo de los labios de Rebeca hasta que éstos se abrieron, lo cual Josie tomó como una invitación a explorar. La lengua de Rebeca se encontró con la suya, tímida al principio y más convincente después. Josie apretó el pequeño cuerpo de la rubia contra el suyo, y sintió a Rebeca gemir contra sus labios. Josie no quería otra cosa que arrancar las ropas del cuerpo de Rebeca y hacerle el amor una y otra vez, pero su sentido común le dijo que estaban en un sucio cobertizo, y en mitad de un día de celebración. Además, no

quería que la primera vez, fuera en un lugar así, además existía la posibilidad de que los hermanos vinieran a buscarlas si tardaban un poco, y no deseaba que las interrumpieran. Cuando hicieran el amor por primera vez, tenía que ser perfecto…o casi perfecto, si Josie tenía el poder de hacerlo realidad. Rompió el beso y la apartó suavemente, reacia a deshacerse completamente de aquel cálido y suave cuerpo entre sus brazos. − Tenemos que parar…− la mirada de decepción de Rebeca la atravesó, − oh, por favor, no me mires de esa forma. Sabes que me estoy muriendo por dentro por tomarte. Es solo que…este no es ni el momento ni el lugar.− La besó otra vez suavemente en los labios y le susurró al oído, − Merecerá la pena esperar…te lo garantizo. Aquel sonido meloso en la voz de Josie y la promesa que conllevaba, debilitó a Rebeca. Nunca había sentido unos estímulos tan grandes, tanto emocionales como físicos. Su cabeza estaba saturada intentando absorber todas aquellas sensaciones. Tan solo sabía algo a ciencia cierta. Jamás había deseado algo tanto en su vida, como ahora deseaba a Josie. Antes de, reticentemente, apartar su cuerpo del de Josie, Rebeca le devolvió el beso y, brevemente, metió su lengua en la boca de la pistolera. Josie gruñó cuando Rebeca dijo suavemente… − Esto es para que no olvides tu promesa.− Salieron al aire libre cogidas de la mano, y volvieron a la casa donde sus amigos las esperaban.

* * *

Rebeca se sentó en el sillón más cómodo de Charles. Sus pies descansaban sobre un cojín que había en un taburete. Le habían prohibido que trabajase y que en lugar de ello, se sentara y se relajara leyendo un libro. Los otros tres habitantes de la casa revoloteaban a su alrededor. Horacio cocinaba, y Josie y Charles limpiaban, y cualquier ofrecimiento de ayuda por parte de Rebeca, era contestado con una mirada amenazadora. Cuando se sentaron para cenar, las dos mujeres apenas comieron las generosas raciones de comida frente a ellas, preocupadas como estaban con sus pensamientos de cómo terminaría el día. Cada vez que sus ojos se cruzaban en la mesa, rápidamente bajaban la mirada, seguras de que los hombres adivinarían sus pensamientos por la expresión en sus caras.

Cuando finalmente terminó la cena, y los platos fueron retirados y lavados, Rebeca recibió la última de sus sorpresas. Charles y Horacio revolvieron en un armario y sacaron un violín y un acordeón y, con Rebeca una vez más acomodada en el sillón favorito de Charles, los dos hombres comenzaron a tocar. Josie se sentó en el reposabrazos tocando con su muslo el brazo de Rebeca, y con la grácil curva que formaba su cadera y costado, contra el hombro de esta. La rubia se sentía muy contenta con aquel roce y la maravillosa música, incapaz de decidir cuál de las dos le daba más placer. Los ancianos tocaron un montón de viejas canciones que ninguna de las dos conocían, pero cuando escucharon una melodía familiar, ambas cantaron a pleno pulmón. Rebeca nunca antes había escuchado a Josie cantar, y su preciosa voz de contralto, era como la cálida miel recién cogida provocando un hormigueo por todo su cuerpo. − Y ahora música para bailar, − dijo Charles comenzando a tocar a un ritmo más vivo.− Chicas, levantaos y bailad. Es una pena malgastar la música tan solo porque no haya ningún tipo por aquí. Josie miró a Rebeca, quien sacudió la cabeza y se encogió de hombros. − Nunca…aprendí a bailar, − admitió tristemente. − No importa. Te enseñaré.− Dijo Josie levantándose y sosteniendo en alto la mano. La joven sacudió la cabeza otra vez, pero cuando Josie le ofreció una mirada implorante, le dio la mano y le permitió a la pistolera ayudarla a levantarse. Josie tomó la mano izquierda de Rebeca con la derecha suya, y puso su mano izquierda en la espalda de la rubia.− Ahora, cuando te apriete en la espalda así, − hizo una prueba, − significa que voy a hacerte girar, así.− Hizo una media vuelta limpia, y Rebeca se las arregló para permanecer con ella.− Bien. Ahora cuando haga esto, − y le apretó de diferente forma en la espalda, − significa que voy a dirigirte con mi pie derecho, así que tú tendrás que dar un paso atrás con el izquierdo, y dependiendo del modo en que te haga girar. ¿Lo tienes? − No, − dijo Rebeca riendo.− Pero lo intentaré. − Vale, vamos allá. Un, dos, tres.− Lo siguiente que supo Rebeca, es que estaban dando vueltas por la habitación, y para su total asombro, podía seguir las órdenes que Josie le enviaba sin apenas enredarse los pies. Al final de la canción, prácticamente la seguía sin esfuerzo, y Josie probó con otros nuevos pasos. Cuando terminó, ambas estaban sin aliento, y no únicamente por la extenuación que significaba bailar. Charles y Horacio

tocaron otra canción con un ritmo similar, y sin llegar a recobrar el aliento, las mujeres comenzaron a bailar otra vez. Cuando terminó la canción, Josie le señaló a Charles con la cabeza, y este tocó a Horacio con el codo. Comenzaron a tocar una melodía lenta que a Rebeca no le era familiar, y mientras Josie la acercaba un poco más a su cuerpo, le susurró al oído… − Espero que te guste esta canción. La escuché en una ocasión y me hizo pensar en ti.− Y al mismo tiempo que movía a Rebeca por la habitación, comenzó a cantar. Mientras la música terminaba y la voz de Josie se iba apagando, las dos mujeres se detuvieron en mitad de la habitación. El brazo de Josie todavía sostenía a Rebeca fuertemente, con lo que la joven estaba encantada, porque no estaba segura si podía confiar en sus pies para que la sostuvieran sin ayuda. Miró a Josie, y el brillo de las lágrimas que contenían sus ojos, atraparon el corazón de la pistolera. Sin confiar en que pudiera hablar, ni deseando ser descubierta por los hermanos, Rebeca susurró las palabras “te quiero” y suavemente, tocó con sus labios la mejilla de Josie. − Y yo también te quiero,− susurró Josie, y añadió conspiradoramente,− ¿Por qué no nos excusamos de esta fiesta?− No necesitaba añadir que los asuntos que habían tratado aquella tarde, y que habían quedado inconclusos, habían estado rondando tanto por su cabeza aquel día, que ya no estaba segura de poder encontrar las horas para coger a la rubia y raptarla. El mensaje que transmitía aquella ardiente mirada era bastante claro. Rebeca asintió tímidamente y bajó la vista. Sus mejillas se pusieron coloradas al no haber equívoco alguno a cerca de sus deseos. Charles y Horacio ya se habían lanzado con otra canción animada, y ni si quiera se dieron cuenta de que las mujeres no estaban bailando. Josie levantó la cabeza para captar la atención de Charles. Él levantó la mirada de su viejo violín, y una vez más, le dio un codazo a su hermano. Josie sonrió mientras caminaba hasta donde estaban, y pensó que tal vez un bostezo serviría para ausentarse. Así que se estiró y bostezando una vez más dijo… − Estamos bastante cansadas con todo el ajetreo que hemos tenido hoy. Creo que nos iremos a la cama pronto. − ¡Cáscaras! Ahora es cuando empezábamos a entrar en calor. ¿Seguro que no podéis bailar un poco más?

Siguiendo el ejemplo de la pistolera, Rebeca se frotó los ojos con la muñeca e intentó bostezar lo mejor posible. − Chicos, nos habéis agotado con todos esos bailes. Apenas puedo mantener los ojos abiertos. − Vale…pero nos gustaría seguir tocando, a menos que las señoritas piensen que el ruido no las deje dormir, − dijo Horacio. − Saldremos al porche y tocaremos allí, − añadió Charles.− No creo que se escuche muy alto desde ahí. − Oh, no es necesario…− comenzó Rebeca, y Josie la cortó rápidamente. − El porche…bueno idea, − dijo enfáticamente. Rebeca la miró burlonamente, y Josie intentó comunicarle a Rebeca que simplemente confiara en ella, que sabía lo que estaba haciendo. − Puede que eso sea lo mejor. Josie odia no poder quedarse durmiendo. − Bien entonces, − dijo Charles levantándose y cogiendo a su hermano del hombro.− Vamos, viejo tonto. Dejemos a estas preciosas señoritas a solas.− Los dos hombres salieron afuera, cerrando despacio la puerta tras ellos. Segundos después, los acordes de “Tenting on the Old Camp Ground” se escuchaba a través de la ventana. Satisfecha de que estuvieran fuera durante un tiempo, y que la música tapara cualquier sonido que viniera de su habitación, Josie tomó a Rebeca del brazo, y juntas caminaron hacia su futuro. Josie rascó una cerilla, y encendió la vela de la mesilla de noche y la del trinchante. Se giró y encontró a Rebeca de pie junto al escritorio, explorando con sus manos los suaves contornos del tótem que había dejado allí por la mañana. La pistolera caminó hasta su espalda, y con un suave movimiento de sus manos, giró a Rebeca para mirarla a la cara, con sus cuerpos a escasas pulgadas de distancia. Con una lentitud que agonizaba a ambas, acercó a la rubia hasta sus caderas, haciéndolas temblar por la intensidad del contacto. No pronunció ni una sola palabra mientras la pistolera bajaba su boca más y más cerca de los labios de Rebeca. Estos se juntaron y danzaron los unos con los otros, moviéndose frenéticamente, hasta separarse reticentemente. − Te quiero tanto, − susurró la pistolera con un temblor en su voz.

− Dios, estoy temblando como un flan.− Una sensación de deseo le corría por las venas, expulsando poco a poco sus miedos hasta que ya no hubo más dudas. Se besaron otra vez. Sus cuerpos estaban tan juntos que podían sentir los latidos del corazón de la otra. La lengua de Josie pidió permiso a la boca de Rebeca para entrar, mientras apretaba su agarre con la rubia. Rebeca cedió intentando concentrarse, y cerró los ojos mientras el beso se hacía más profundo, hasta un punto jamás experimentado por la joven. Ambas sentían las palpitaciones en sus centros, cuando finalmente se separaron para tomar aire. Los ojos azules atraparon los verdes en una serie de palabras no pronunciadas. Rebeca posó sus manos sobre las otras más fuertes y, cariñosamente las apartó de su cintura. Manteniendo el contacto visual, se arrodilló frente a Josie. Soltó las manos de la pistolera y, con una valentía que ni siquiera ella sabía que tenía, recorrió sus manos arriba y abajo a lo largo de las piernas de Josie, siguiendo las costuras de sus pantalones. Josie gimió y puso sus manos sobre los hombros de Rebeca, cuando sintió aquellas tímidas manos acariciar la parte interna de sus muslos. Inclinándose hacia delante, la joven acarició con su cara el muslo derecho de Josie, mientras sus manos se ocupaban de desabrocharle el cinturón de piel. Rebeca se apartó y miró a la pistolera expectante. Una seductora sonrisa cruzó los labios de Josie mientras sus manos se dirigían hacia su cinturón. − ¿Es esto lo que quieres? – La pistolera sonrió suavemente mientras rozaba la hebilla, empujando lentamente el cuero a través de ella. Rebeca tragó saliva y asintió en silencio, sintiendo de repente la sequedad de su boca. Ambas mujeres estaban completamente atentas a las manos de Josie mientras retiraban lentamente el cinturón, dejándolo caer al suelo. Esa noche no había prisa, nada de movimientos bruscos. Sería una noche de suavidad y lentitud, de dar y tomar el alma de la otra, recibiendo su igual. Josie alcanzó el botón de su pantalón descubriendo en él dos manos más pequeñas. – Yo lo haré. – La voz de Rebeca surgió como un leve susurro mientras sus manos se movían, encargándose de ello. Sus manos recorrieron lentamente el pantalón mientras se abrían camino por las piernas de la pistolera. El deseo alimentaba con fuerza el interior de sus propias piernas, y se levantó para capturar la boca de Josie con la suya. Las lenguas bailaron, explorando mientras intercambiaban suaves suspiros de placer ante lo esperado del deseo. Las manos de Josie agarraron el vestido de la joven, rompiendo parte de los botones en su búsqueda por sentirla más cerca.

La pistolera abrió un camino de besos a través de la mandíbula de Rebeca antes de detenerse justo bajo el lóbulo de la oreja. – Rebeca... – . Su cálido aliento le hizo estremecerse y excitarse mientras sus manos se movían desabrochando los botones restantes del vestido. La boca de Josie descendió capturando suavemente la garganta, marcándola como suya. Rebeca gimió impotente y se apoyó en ella, incapaz de concentrarse en nada más que no fuera la boca de Josie en su piel, excitándose de una manera que jamás hubiera soñado. La boca de Josie exploraba la recién descubierta carne según descendía, deshaciéndose de un botón tras otro hasta que el vestido estuvo completamente abierto, apenas cubriendo los pechos de la joven. Incapaz de esperar, Rebeca se quitó el vestido y la camisola, exponiéndose a la hambrienta mirada de la pistolera. La boca de Josie salivaba mientras sus azules ojos bebían de aquella deliciosa visión. La fresca noche de otoño y la propia pasión de la joven hicieron que sus pezones se endurecieran y se mostraran como una pura invitación. La pistolera apretó sus labios sobre el firme abdomen de Rebeca, sintiendo a su amor temblar ante su roce. – Josie... por favor... –. El femenino sonido de deseo estalló por primera vez en sus labios. Hundió los dedos en el oscuro cabello y la guio hasta que sus bocas se unieron en un beso que les dejó sin aliento. Josie se abrió paso por detrás y alzó firmemente del trasero a Rebeca mientras la joven luchaba por separar a la pistolera de su camisa y su chaleco. Josie la levantó en brazos y la llevó hasta la cama, sintiendo el endurecimiento de su pezón izquierdo ante su roce contra la piel de la joven. Apoyó a Rebeca y se colocó a medias entre su cuerpo y la cama, sus pechos unidos. Retiró los zapatos de la joven, dejándolos caer junto con el resto de la ropa. Tirando de Rebeca entre sus brazos, Josie se giró hasta estar abajo, con el placentero peso de su rubia amante sobre ella. Se besaron profundamente, ambas lenguas degustándose mientras ambas mujeres luchaban por eliminar las prendas interiores de Rebeca sin perder el contacto de sus labios. Mientras ella movía sus caderas y Josie deslizaba hacia abajo las ropas, se reveló centímetro a centímetro la deliciosa piel de Rebeca. Sólo cuando su brazo no llegaba más abajo de lo deseado, rompieron el beso, permitiéndoles deshacerse de la última prenda de Rebeca. La anaranjada luz de las velas reflejaba la humedad de los rubios cabellos mientras Josie rodaba nuevamente sobre su

espalda. Unos movimientos rápidos y ambas mujeres se encontraron completamente desnudas una contra la otra. – Rebeca... –. Los labios de la pistolera apenas a unos centímetros de ella. – Te deseo. – La besó suavemente haciendo que la joven se derritiera. Un suave gemido escapó por entre los labios de la rubia, respondiendo vertiginosamente a los besos. Josie se apretó contra ella, deslizando su pierna derecha entre las de Rebeca. No hizo ningún intento de ir más lejos, pareciendo conformarse con los besos. Después de lo que pareció una eternidad buscando y explorando la boca de la joven, alzó la cabeza. – Rebeca... –. Levantó una temblorosa mano para acariciarle la mejilla. Rebeca se acercó y tomó la mano de Josie. Lentamente la dejó caer sobre su pecho izquierdo. La pistolera gimió suavemente y acarició el dulce montículo, evitando deliberadamente el pezón. La voz de Josie era irregular mientras sus dedos exploraban la suavidad de los labios de Rebeca. – Durante tanto tiempo... he deseado este momento... –. Las palabras se perdieron en un mar de besos. La mano de Josie exploró el pecho que anteriormente había acariciado, esta vez con más autoridad. Apretó suavemente, frotando la piel con su pulgar. Sintió el pezón de Rebeca endureciéndose ante su toque. Sus besos se hicieron más urgentes, más exigentes. Rompió el beso y miró los pechos que se exponían ante ella. La hambrienta mirada de sus ojos inundó la entrepierna de Rebeca. Con gran delicadeza, la pistolera se puso sobre ella, usando los codos para mantener su peso. Cual gatito hambriento, Josie lamió y chupó haciendo que Rebeca gimiera y murmurara de placer. Instintivamente, la joven mezcló sus dedos por entre el negro cabello y acercó la cabeza de Josie hacia abajo. La pistolera respondió mordisqueando y lamiendo más profundamente su pecho causando en Rebeca un suave grito mientras su cadera se apretaba contra la pierna de Josie. – Oh... Josie... –. Rebeca sabía que era eso lo que ansiaba, lo que tanto había anhelado. Necesitaba esto, necesitaba a Josie para hacer de ella toda una mujer. La actividad sobre su pezón se hizo más profunda en respuesta a sus crecientes gemidos. Josie pudo sentir como su deseo aumentaba. Volvió su atención hacia el pecho derecho por unos instantes, prodigándolo de las mismas atenciones, cubriéndolo de besos antes de continuar bajando. Pasó suavemente su lengua sobre el estómago de Rebeca, dibujando nuevos gemidos en la joven antes de regresar a los magníficos senos.

– Rebeca... –. La voz de Josie sonó profunda. – Dime... dime que deseas... –. Succionó el otro pecho mientras su muslo continuaba su movimiento contra los húmedos rizos rubios. Josie sintió la caliente humedad y supo qué es lo que su joven amante necesitaba. Presionó firmemente su pierna contra la humedad de Rebeca, recibiendo como recompensa un nuevo gemido de la joven. Josie se abrió camino con su lengua por el cuerpo de Rebeca, deteniéndose para lamer suavemente con la punta su increíblemente sensible ombligo antes de alcanzar el rizado pelo que cubría el sexo de la joven. Josie acarició los suaves rizos, disfrutando de la sensación. El olor almizclado le impregno el olfato mientras deslizaba su lengua por entre los pliegues, lamiendo el jugo que allí se había formado. El sabor dulce y salado aumentó su deseo, pero Josie no quería apresurarse demasiado. Deseaba a Rebeca, quería tomarla y esa noche la tendría. Esa noche Josie deseaba llevar a su adoraba joven a los cielos. Continuó lamiendo la humedad con su lengua, cuidando no tocar el hinchado bulto de entre los pliegues. Rebeca comenzó a retorcerse aún más. – Josie... por favor... te deseo... deseo sentirte... oh, Dios, por favor... – gimió Rebeca desesperadamente mientras arqueaba sus caderas hacia Josie. La joven estaba en éxtasis. Nunca antes había tenido esa sensación de desear entregarse por completo a alguien. Pero, Dios,... cómo deseaba a esa mujer. Deseaba todo lo que su morena amante pudiera darle. – Necesito sentirte... dentro de mí... – dijo finalmente, mirando con sus verdes ojos los azules de su amiga, su mentora, su amante. Josie detuvo su asalto oral y ascendió hasta que sus labios rozaron la oreja de Rebeca. Con exquisita lentitud, Josie dejó descansar dos dedos en la apertura coral de la joven. – Te amo –. Las palabras susurradas al oído de la joven podrían haber sido gritadas por su intensidad y fuerza. Con ellas, los dedos de Josie se abrieron camino, entrando rápidamente en su joven amante. Rebeca se quedó sin aliento ante el suave dolor, luego gimió de placer ante la sensación de tener a su amante dentro de su cuerpo. Sus caderas se movían lentamente al principio, al ritmo de las suaves caricias de Josie. No pasó mucho tiempo antes de que su cuerpo tomara el control, aumentando el ritmo, exigiendo más y más profundidad con cada embestida. Sus gritos de pasión fluyeron sobre Josie, intoxicándola con el poder que poseía. No le cabía duda de lo que Rebeca deseaba... no necesitaba... más.

– Sí... oh... Josie –. La cabeza de Rebeca se movía de un lado a otro. Estaba completamente perdida en medio de la pasión y no sabía pedir lo que necesitaba. – Más... –. Fue recompensada con un tercer dedo entrando y llenándola más allá de las palabras y los sentimientos. Sabía que no podría durar mucho más tiempo. Josie también lo sintió. Deslizó su largo cuerpo al suelo y deslizó la lengua entre los pliegues húmedos de Rebeca. Chupó, lamió y mordisqueó el clítoris de la joven hasta sentir cómo el éxtasis final se acercaba. Empujó sus dedos con fuerza en el interior de Rebeca, haciendo que la mujer volviera a gemir de placer. Su atención se centró en lo que la pistolera estaba haciendo entre sus piernas, su suave lengua acariciándola, los firmes dedos empujando dentro y fuera. Ambas mujeres sabían que no iba a ser capaz de aguantar mucho más. – Rebeca... ven a mí... –. La mano de Josie se indefinía mientras entraba y salía. Sintió los espasmos comenzar a vibrar alrededor de sus dedos. – Vamos... dale a tu Josie lo que quiere... vamos... dámelo... –. Rebeca arqueó su espalda, obligando a su cuerpo a penetrar aún más la mano de Josie. Su caliente túnel contrajo y liberó los dedos que la poseían mientras sentía flotar en medio de oleadas de éxtasis. – Oh, Dios, Josie... Josie... OHHHH. – Shh... Está bien. Te tengo –. La pistolera retiró suavemente los dedos y tiró de la mujer en un tierno abrazo. – Te amo, enana. Te tengo y nunca te voy a dejar marchar –. Aún superada por la fuerza del orgasmo, Rebeca se sintió completamente abrumada por las dulces palabras y la sensibilidad de sus caricias. Se aferró a Josie, que pacientemente continuó murmurando palabras cariñosas de amor y devoción. Al de un tiempo el pulso de Rebeca se desaceleró a un ritmo normal y se centró en el caliente y delgado cuerpo que se apretaba contra ella. Su mano izquierda se movió lentamente por el costado de Josie, curvándose instintivamente por la femenina cadera de la pistolera, volviendo una y otra vez. Sintió una profunda respiración y sonrió en la oscuridad. Su toque tenía un efecto en la mujer mayor. – Te gusta esto. – Mmm – respondió Josie, resistiendo el impulso de guiar la itinerante mano a donde ella realmente deseaba. Rebeca repitió el movimiento, aumentando su exploración hasta que sus dedos rozaron los nervudos rizos empapados en deseo. El toque fue demasiado para poder ser

ignorado por la pistolera. Con un fuerte gemido acercó a su parte superior y atrajo sus bocas. Rebeca deslizó su lengua entre la de la pistolera, sintiendo un sabor en la boca de Josie. La pasión aumentó su audacia y alzó la mano alcanzando el seno izquierdo de la forajida. – Oh... eres tan suave... – murmuró. Aunque Rebeca carecía de experiencia, sabía lo suficiente como para comprender que lo que a ella le gustaba su amante también disfrutaría. Acercó la otra mano, teniendo bajo control ambos pechos de Josie. – ¿Soy demasiado para ti? – preguntó, sabiendo que todo su peso estaba sobre Josie. La pistolera movió la cabeza con fuerza y envolvió con sus brazos la espalda de Rebeca, manteniéndola en el lugar. La joven la recompensó con otro beso, mientras rodeaba los pezones con sus dedos, dibujando gruñidos de placer en los labios de la pistolera. Se mantuvieron así durante varios minutos, lanzando aceite en el fuego ya fuera de control que había entre ellas. La pierna de Rebeca se deslizó entre los muslos de Josie y la mujer de oscuro cabello trató inmediatamente de rozar su sexo contra ella. – Dios, Rebeca, por favor... –. Los ojos de Josie se cerraron cuando sintió cómo una de las manos de Rebeca se deslizaba hacia la parte inferior, entre sus piernas y el oscuro triángulo de su piel. Ella respondió presionando con fuerza contra el mismo, absorbiendo la mano de la joven mujer con su deseo. – Sí... – gimió la pistolera con voz ronca. – Oh, Rebeca, así, muy bien... – Josie... deseo darte placer... – susurró la joven. Su dedo se deslizó entre los pliegues y sintió una exquisita humedad. Una sonrisa surgió entre sus labios. – Hmm, creo que estás bastante excitada –. Movió su dedo lentamente fuera y dentro, insegura sobre la velocidad y la fuerza en su presión. Sus tímidos movimientos hicieron que las rodillas de Josie se debilitaran mientras luchaba por no dejarse explotar por los sentimientos que la recorrían. – Sí... estoy... bastante... excitada –. Las palabras surgieron entre entrecortadas ráfagas. - Yo también –. Con ello, enlazó sus piernas, frotando una contra la otra. Sus manos se movieron una con la otra, buscando, aprendiendo. – Josie... –. Su voz apenas era audible. Nunca había sentido una pasión igual. Rebeca continuó su exploración, introduciendo otro dedo dentro de la

calidez de su amante. La espalda de la pistolera se arqueó, dando a Rebeca más acceso. Poco a poco mudó sus dedos dentro y fuera, observando como la excitación construía el rostro de Josie. La morena mujer alzó sus caderas, encontrando a su par cada embestida. – Rebeca... Oh... ahh... sí... oh, sí... –. Las palabras de Josie comenzaron a ser incoherentes mientras la pasión la consumía. Rebeca acercó su pulgar al hinchado clítoris y lo acarició con fuerza, imitando lo que ella había sentido tan agradablemente. Su otra mano estaba ocupada explorando las suaves formas de los pechos de Josie. Los gemidos de la pistolera se hicieron más fuertes, perdiendo el control. Rebeca sintió el caliente túnel de Josie apretarse alrededor de sus dedos. Pellizcó los pezones y aumentó sus embestidas mientras los gemidos de la forajida daban paso a gritos de placer. El cuerpo de Josie se puso rígido mientras un poderoso orgasmo la atravesaba y una oleada tras otra se vertía desde la mayor mujer. Rebeca detuvo sus embestidas y mantuvo sus dedos en el interior, a la espera de que Josie volviera del éxtasis. Poco a poco el cuerpo bajo el suyo se relajó y retiró los dedos. Se mantuvieron así abrazadas un tiempo, sin hablar. Los dedos de Josie dibujaban perezosos círculos sobre la espalda de Rebeca mientras respiraba lentamente hasta que la realidad se entrometió una vez más en su vida en forma de música que aún se alcanzaba a oír proveniente del porche. La mano de Rebeca descansaba sobre el pecho de Josie y su cabeza se acomodó al hombro de la alta mujer. Su cabeza aún daba vueltas a todo lo sucedido aquel día y suspiró. – Ha sido el día más feliz de mi vida – dijo Rebeca suavemente. – No quiero que acabe nunca. – Intentaré dar lo mejor de mí para que el resto de tu vida sean días tan felices como éste – respondió Josie. Rebeca murmuró algo ininteligible contra el pecho de Josie, se acurrucó de costado y se durmió.

40. Siguiendo adelante

J

osie se despertó con el sol que entraba por la ventana. La cabeza de Rebeca reposaba aún en el hombro de Josie, su brazo sobre su pecho y su pierna cubriendo sus muslos, al igual que casi todas las mañanas en los últimos tiempos. Lo que hacía esa mañana diferente a las demás es que estaban desnudas. Josie rodeó con su brazo la forma de Rebeca y la atrajo aún más hacia sí. Su piel se estremeció cuando el cuerpo desnudo de Rebeca se apretó contra el suyo y vibró involuntariamente al recordar la pasión que habían compartido la noche anterior. Besó suavemente la frente de Rebeca, maravillada ante la profundidad de la sensación que le producía sentir a la pequeña rubia despertando sobre ella. Podría haber estado así mucho más tiempo, pero oyó actividad dentro la casa y quería asegurarse de que ver a ambos hermanos antes de que salieran. El techo ya estaba terminado y antes de que Rebeca y ella pudieran moverse de allí necesitarían un poco de ayuda para poner el eje en la carreta. – Rebeca. Despierta, enana. Tenemos que movernos – susurró, recibiendo una respuesta entre dientes de la dormida joven. – Hey, dormilona. Levanta y brilla – dijo un poco más fuerte viéndose recompensada por la mirada de unos somnolientos ojos verdes. – Ya voy, ya voy... – dijo Rebeca con amargura, acariciando con el rostro el suave pecho de Josie. – Uh uh... nada de eso o no saldremos nunca de la cama – dijo Josie mientras de mala gana se alejaba de Rebeca. – Cinco minutos sólo – replicó Rebeca aferrándose a la pistolera. – Lo siento, cariño. También odio tener que moverme, pero tenemos que seguir adelante. No me lo hagas más difícil... por favor –. Josie se desprendió del abrazo de Rebeca y se deslizó al borde de la cama antes de que la rubia lograra aferrarse de nuevo. Buscó su ropa y comenzó a vestirse mientras Rebeca observaba fijamente.

– Te aseguro que yo odio ver cómo se cubre toda esa preciosa piel – dijo Rebeca con un suspiro. Josie rio. – Una noche y ya te has convertido en una maníaca sexual – dijo en tono de broma. – ¿Cómo quieres que no lo sea? Una maníaca sexual, quiero decir. Porque si lo soy, es por tu culpa. Yo era una inocente niña cuando te conocí. – Quiero que seas exactamente quién eres. Si eso significa que eres una maníaca sexual, entonces realmente he sido bendecida. Eres mi preciosa e increíble enana y si no consigues salir de la cama y ponerte un poco de ropa, voy a... –. Hizo una pausa y dejó que Rebeca imaginara sus palabras antes de sorprenderla con un – a hacerte cosquillas. – ¡No! No, eso no, por favor –. Josie le había hecho cosquillas una o dos veces durante el tiempo que llevaban juntas y sabía que era capaz de hacer reír a Rebeca hasta hacerle llorar. Rebeca retiró la sábana y saltó de la cama. Ahora era Josie la que admiraba su cuerpo igual que ella había hecho antes, pero no por mucho tiempo. – Brrr... ¡Qué frío! – se quejó Rebeca sacando su ropa tan rápidamente que se puso el vestido al revés y tuvo que sacárselo y ponérselo de nuevo. – Ven aquí. Te daré calor – dijo Josie con una sonrisa. Sin necesidad de escucharlo dos veces, Rebeca se deslizó por la habitación hasta los brazos de Josie. La forajida la frotó con las manos enérgicamente arriba y abajo varias veces antes de darle un abrazo de oso. – ¿Lista para enfrentarte a los dos viejos? – le preguntó juguetonamente. – Si no vas a volver a la cama conmigo, supongo que sí –. Rebeca hizo un puchero. – Espera un rato hasta que salgamos pradera fuera donde nadie pueda escuchar tus gritos de placer – dijo Josie con voz baja mientras mordisqueaba el cuello de Rebeca. – Josie... ¡eres terrible! Me levantas de la cama y luego te ríes de mí por... – se interrumpió al darse cuenta de lo que Josie había dicho. – ¿Grito? ¿Grité? No... No lo recuerdo. – Oh, sí. Gritaste y bien. Sólo escucharlo fue suficiente para ponerme contigo –. Las mejillas de Rebeca se enrojecieron y bajó la mirada,

avergonzada. Deseó poder ser tan recorrida como la mujer que amaba para no tener que sentirse como una niñita de escuela todo el tiempo. Bueno, todo a su tiempo, se dijo. También se encontró deseando que los ancianos hubieran estado tocando su agradable música bien alta cuando ella gritó. – Vamos – dijo Josie sacándola de su ensoñación. – A este paso nos mandarán a la caballería –. Cogió la mano de Rebeca, la besó y la condujo fuera de la habitación.

* * *

Josie se apartó de la mesa con un quejido. Había comido más en dos días, desde que Horace cocinaba que en las últimas dos semanas. La cocina de Rebeca era de lejos mejor que la suya propia, pero no tan buena como la de él. Echaría de menos a ambos ancianos y la pacífica vida de la granja. Viendo cómo Rebeca lavaba los platos de la cena, se la imaginó en su propia cocina, en una pequeña granja en algún lugar agradable en el oeste. Con Rebeca a su lado ese era un estilo de vida al que fácilmente podría acostumbrarse. Pero mientras su cabeza tuviera un precio, tendrían que estar siempre en movimiento. Ahora más que nunca no podía encontrarse a sí misma siendo apuntada por el cañón de la pistola de algún alguacil. Tenía que cuidar de Rebeca y no había manera de hacerlo estando en la cárcel o peor. Su reputación como pistolera rápida también podía darle como recompensa una bala por la espalda de algún caza recompensas cobarde más interesado en ganar el dinero que en tener una lucha justa. Sacudió la cabeza disipando los sombríos pensamientos y se levantó. – Bueno, chicos, odio romper ésta tan bien avenida sociedad, pero tenemos que seguir adelante. Le prometí a Rebeca que la llevaría a aprender la medicina de los ancianos y me gustaría que llegáramos antes de que el tiempo se vuelva más frío –. Rebeca cubrió con el trapo el borde de la palangana y se acercó a su amante. Ella también echaría de menos la idílica vida que habían vivido los últimos días, pero sabía que mientras ella y Josie estuvieran juntas, no importaba dónde estuvieran, estarían en casa. – Os echaremos de menos, chicas – dijo Charles con sinceridad. – Tenerte aquí ha sido como... bueno, casi como tener a Ruth y Lilian. El sábado a

la noche me entraron ganas de darme un baño y acicalarme y eso no lo había sentido en muchos años. – Oh, Charles, también te vamos a echar de menos. A los dos –. Dio primero a Charles y luego a Horace un fuerte abrazo y se volvió dirigiéndose a la habitación para recoger su bolsa, de tal forma que los ancianos no pudieran ver las lágrimas de sus ojos. No podía dejar de pensar en que si su padre hubiera sido la mitad de hombre que esos dos gentiles hermanos eran, jamás se hubiera ido de casa. Nunca habría seguido a Josie y nunca hubiera aprendido la profundidad del amor. Tan miserable que había sido su juventud, no cambiaría de ella un sólo día si eso significaba no haber conocido a Josie. Cuando regresó a la cocina, Josie estaba estrechando la mano de Charles, prometiéndole que pararían allí de nuevo si algún día estaban cerca. Se volvió y vio a Rebeca con las bolsas. – ¿Tienes todo? – preguntó en voz baja casi traicionando sus emociones. – Sí –. Josie tomó algunas de las bolsas de Rebeca y se dirigió a la puerta, decidida a no llorar. Ella y Horace habían transportado el eje hasta donde estaba la carreta y lo habían arreglado temprano a la mañana, había empacado todo y preparado los arneses de los caballos antes de la cena. Ahora no quedaba nada más que hacer que ir al camino. Josie colocó su bandolera debajo de la lona tras retirar la cartuchera y colocársela. No se había puesto la cartuchera en al menos dos semanas y su peso casi le resultaba extraño. Rebeca salió acompañada de ambos hermanos y Josie podía oírla haciendo la misma promesa que ella misma había hecho con anterioridad de volver a visitarlos. También sabía que a ambos les encantaría que mantuvieran esa promesa. Josie subió a la carreta y extendió la mano hacia la pequeña rubia. Rebeca puso su mano en la de Josie y se dejó arrastrar al asiento. Con un golpe de riendas a ambos lados de Flossy y un fuerte “¡Arre!” las mujeres se alejaron.

* * *

La carreta se movía lentamente por el camino, el reluciente clip-clop de

Flossy contra la endurecida tierra creaba un ritmo hipnótico que amenazaba con hacer que Rebeca se durmiera. Josie miró a su amante, situada bajo la sombra que le proporcionaba el sombrero beige de ala ancha y desgastado por el tiempo que portaba. Observó la forma en que su rubio cabello caía como una cascada desde el sombrero grácilmente sobre sus hombros, con un suave viento cálido manejando parte de sus mechones. Su mirada se posó en el suave lóbulo, sensible lóbulo de su oreja, se corrigió a sí misma. Hubo un momento la noche anterior en el que la pistolera juró que iba a llevar a Rebeca al éxtasis sólo lamiendo ese pedacito de suave carne. Atrás quedaban la carretera, los campos, el cielo. Todo en lo que Josie estaba concentrada era en la visión de su pequeña hada. Sus oídos se impregnaron de los recuerdos de su vivido momento sexual, los gemidos, los suspiros, los murmullos y el sonido favorito de la pistolera: el suave grito que Rebeca hizo justo antes de que explotara en su interior. Josie sabía que era un sonido que jamás se cansaría de oír y que siempre desearía oír. Su inspección visual la llevó hasta los labios. Esos, oh, Dios, tan suaves labios que pedían ser besados. Esos labios que se separaban ligeramente cuando rebeca sentía su tacto. Esos labios que buscaban devolver el placer tan pronto como fuera posible. Esos labios cubrían su cálida y deseada boca. Era un lugar del que Josie no deseaba salir o tener que salir de él. En poco tiempo Rebeca había aprendido a hacer el amor con su boca. Usando sus labios, su lengua, sus dientes en perfecta armonía unos con otros haciendo que la forajida se convirtiera en temblando en una masa de carne y huesos. La carreta golpeó una pequeña piedra y Rebeca cambió ligeramente de posición, recostándose contra el asiento e inclinando su sombrero hasta la altura de sus ojos para protegerla del sol. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, que ahora acaparaban por completo la atención de la pistolera. Josie se lamió los labios inconscientemente mientras desnudaba a la joven con la mirada. Sus pechos, esos pechos llenos, suaves, delicados y, oh, tan sensibles. Esos pezones endurecidos con una simple mirada, que mandaban ondas de choque al cuerpo de la joven cada vez que eran lamidos, que parecían no cansarse de que jugara con ellos, para gran alegría de la forajida. Josie sintió un revolcón familiar dentro de sí mientras su deseo hacia Rebeca salía a la superficie amenazando con tomar el control. La pistolera volvió su atención hacia el camino a regañadientes, buscando cuidadosamente señal de presencia de cualquier otra persona. La tierra se extendía llana por kilómetros en todas direcciones y para su satisfacción vio que estaban completamente solas.

Josie supo sin sombra de duda que deseaba poseer a Rebeca ahí, ahora, y que lo iba a hacer. Dejo las riendas bajo sus piernas, manteniéndolas cerca por si acaso. Flossy estaba lo suficientemente educada o era lo suficientemente perezosa como para seguir sin problemas la huella dejada por los anteriores viajeros del camino. Con esa tarea completada, Josie se inclinó y, sin previo aviso, cogió a su adormilada amante entre sus brazos y la depositó en su regazo. Antes de que la sorprendida mujer pudiera decir una sola palabra, su boca se afirmó en un beso profundo que hablaba de la necesidad y del deseo de la pistolera. – Te amo, enana. Te amo y tengo que tenerte. – Mmm – respondió la rubia cuando Josie volvió a besarla con fuerza. Sentada en el regazo de la pistolera, Rebeca estaba completamente indefensa ante las errantes manos, un hecho que Josie explotaba para propio beneficio. Su brazo izquierdo se apoyaba en la espalda de la joven mientras su brazo derecho deambulaba por el cuerpo de Rebeca, apretando sus muslos, su firme trasero, acariciando suavemente los preciosos pechos. Josie sabía perfectamente dónde se situaban los pezones de la rubia y deliberadamente evitó su exploración, sabiendo que eso llevaría a Rebeca a un mayor deseo. – Josie... –. Aunque sorprendida por el inesperado movimiento al regazo de la pistolera, Rebeca se rindió de buena gana a lo que su propio amor deseaba. Gimió suavemente mientras la exigente lengua poseía su boca, alejándola de todo pensamiento racional. Es lo que aquella alta mujer hacía en ella. Su caricia, la fuerza de su deseo, la absoluta plenitud de su amor dominando los sentidos de la mujer más joven, dejándola completamente indefensa, ardiendo con una necesidad que sólo Josie podía satisfacer. – Las lenguas bailaron y se batieron en duelo en los confines de ambas bocas mientras los ágiles y fuertes dedos comenzaron hábilmente a desabotonar la parte superior del vestido de Rebeca. Pequeños dedos se clavaron en el oscuro cabello en un vano intento de acercarla a sí. La punta del dedo de Josie dibujó una línea sensual lentamente desde justo la línea inferior de la oreja hasta su ombligo, dejando un rastro de piel de gallina y de excitación tras su estela. Rebeca gimió como protesta al término del beso, pero se quedó sin aliento por puro placer al sentir los cálidos y estrechos labios alrededor de su oreja. – J-Josie... mm... ¿no crees que deberíamos... ohhh... parar... un momento? Oh... –. Cada caricia de la lengua de la pistolera contra su sensible lóbulo le enviaba sacudidas de placer a través de su cuerpo hasta la piscina de entre sus piernas.

– No – respondió mientras alejaba sus labios un momento para susurrarle al oído sonriendo y sintiendo el estremecimiento de la mujer más joven ante su profunda voz. – No quiero parar... nada –. Josie lamió la oreja con la punta de la lengua. – En realidad no quieres que pare, ¿verdad? – dijo, sonriendo de nuevo ante la sacudida vigorosa de la cabeza de la joven. – Hmm, yo no lo creo –. Recompensó la respuesta de Rebeca continuando su tarea de desabrochar el corpiño de su vestido introduciendo la mano hasta su pecho izquierdo, rozando con el pulgar suavemente una y otra vez el endurecido pezón. – Precioso, enana... me encanta la forma en que tu cuerpo responde al tacto –. No tenía ninguna duda de que su joven amor estaba húmeda de pasión y el pensamiento sirvió para que ella misma lo notara entre sus piernas. – Ugh... me encanta... tu tacto... – gimió Rebeca mientras sus caderas comenzaban a mecerse. – Umm... eso parece... – dijo Josie antes de atraer su boca a la suya para saborear de nuevo la dulzura de los labios de Rebeca. El beso se transformó de suave a apasionado, ardiente y finalmente a completamente fuera de control cuando los dedos de la pistolera acariciaron y apretaron dolorosamente el erecto pezón de Rebeca. Tomaron aire y Josie se recostó en su asiento, tirando de la cabeza de la joven hacia su pecho mientras intentaba recuperar los sentidos que el beso había diezmado por completo. – Levántate – dijo Josie suavemente, deteniendo el movimiento de su mano en la espalda de la joven. – Debes estar de broma – murmuró Rebeca, con su propia mano al rededor del cuello de la pistolera, acariciando su pecho derecho a través de la negra camisa. – En realidad, no esperaras que sea capaz de moverme, ¿verdad? Josie dejó que jugara por unos momentos, disfrutando de la sensación antes de que sus propios deseos por la joven ganaran. – Arriba –. Ayudó a Rebeca a ponerse en pie, manteniendo sus manos alrededor de la pequeña cintura para mantener el equilibrio. La pistolera le dio la vuelta y tiró de ella hacia abajo para que las piernas de la pequeña mujer se entrelazasen con las suyas propias. Josie se agachó un poco más y agarró la parte posterior de los muslos de Rebeca, apoyándose en el asiento cubierto con piel de oveja y dejando que el cuerpo de la joven se acomodara sobre el suyo, sintiendo la ropa interior de la joven apretada

contra el bajo vientre de la pistolera. –Mucho mejor... – dijo Josie sintiéndolo, mientras terminaba de desabrochar el vestido de Rebeca. Tiró con suavidad de la parte superior del vestido bajo los hombros de Rebeca, dejando al descubierto sus suculentos pechos. El movimiento también hizo que los brazos de la joven se encontraran sujetos por el vestido y eso no era lo que Josie quería. Le encantaba la sensación de esos brazos alrededor de ella, los dedos que se mezclaban y entrelazaban entre su cabello mientras conducía a Rebeca a una salvaje pasión. No, así no. Se estiró hacia atrás y ayudó a liberar los brazos de la joven, mientras en el proceso reclamaba un suave pecho entre su boca. Rebeca gimió e hizo exactamente lo que quería Josie, hundiendo sus manos entre su cabello y negro y acercando aún más su cuerpo. El traqueteo constante de la carreta hizo que el familiar tacto de la lengua de la pistolera fuera más pronunciado y con ello las sensaciones más intensas. Josie mantuvo ambas manos detrás de la espalda de Rebeca, apoyándola y manteniéndola cerca mientras movía la boca para dar la misma atención al otro pecho. El balanceo de las caderas de la rubia mujer se hizo más pronunciado a medida que creía la intensidad. La pistolera sonrió y mordió el tierno pezón con los labios, gimiendo ella misma al escuchar el gemido de Rebeca. Josie se agachó y agarró sus nalgas con manos firmes, apretando constante antes de dejar un lado permitiéndose llegar aún más lejos entre las piernas de la joven, alcanzando la prenda que tapaba su hinchado sexo. Rebeca gritó y se apretó con fuerza contra los fuertes dedos, maldiciendo el material que se interponía entre ella y los dedos que tan desesperadamente necesitaba sentir en su interior. – Prepárate... – murmuró Josie, presionando más con la mano, sintiendo la humedad en el algodón que precedía la inundación que deseaba. No podía esperar para quitar la ropa interior de Rebeca, sintiendo una necesidad de complacer tan grande con la necesidad de la joven en sentirse complacida. La pistolera alcanzó su dominio sobre el pecho de Rebeca y utilizó la mano que aún seguía en su trasero para empujar a la joven contra ella, levantándola ligeramente. El movimiento le dio una cierta holgura en el material, tal como Josie esperaba. La cabeza de Rebeca se enterró en el hueco del cuello de la forajida, una posición que la joven rápidamente aprovechó en su ventaja, lamiendo y mordisqueando cada pedazo de piel que pudiera alcanzar. Josie cerró los ojos ante la deliciosa sensación de su amante devorándole el cuello. Los movimientos de sus dedos entre las piernas de Rebeca

aumentaron su presión recibiendo la reacción y el aumento de la velocidad en los movimientos de la joven contra ellos. – Sí, pequeña... – murmuró ella mientras una serie de leves gritos escaparon de la garganta de su amante al ritmo de sus firmes movimientos. El áspero tacto de la ropa interior frotándose fue suficiente para iniciar un temblor en el cuerpo sobreexcitado de la rubia. – Oh, Rebeca... así agradable... tan agradable... – murmuró a su amor mientras continuaba su exquisita tortura. Los suaves gritos de pasión, mezclados con los profundos gemidos de Rebeca pusieron música en los movimientos de los dedos de la pistolera. El propio clítoris de Josie latía al ritmo de los movimientos que se producían a escasos centímetros del mismo. Extendió sus dedos y apretó, atrapando la tela y el punto más sensible de Rebeca entre ellos. Josie capturó el lóbulo de la sensible oreja de la joven en su boca y comenzó a lamer en sincronía con sus dedos. – Josie... Josie... oh... uhhhggg... oh... –. Cada palabra salió en un tono cada vez un poco más alto que el anterior. El brazo de la forajida acercó con fuerza a Rebeca contra ella, sintiendo los pechos contra los suyos propios mientras sus labios acercaron su boca hasta la oreja de la rubia mujer. La joven escuchaba cada apasionada respiración acariciando su oído, igualando el ritmo del juego que se extendía entre sus piernas. – Oh, pequeña, te amo tanto... – susurró Josie en voz baja, sus ojos fuertemente cerrados, perdiéndose en sus propios sentimientos. – ¿Sabes? Me encanta esto... –. La ronca voz estaba surtiendo el efecto esperado sobre el tesoro que tenía entre sus brazos. Rebeca estaba tragando más que saliva para respirar mientras los músculos de sus muslos se apretaban con fuerza contra la cadera de la pistolera, sin preocuparse de la pistola que aún aguantaba allí sujeta. Josie presionó dos dedos juntos y los colocó de lleno sobre el húmedo algodón que cubría el hinchado clítoris de Rebeca, frotando rápida y fuertemente. – Sí, pequeña... ahora... Las suaves palabras la llevaron al límite. Los dedos de Rebeca arañaron con fuerza los hombros de la pistolera mientras gritaba, sintiendo todo su cuerpo temblar ante la fuerza de su orgasmo. La mano de Josie quedó quieta, disfrutando de la inundación de humedad que se filtraba a través del algodón. Movió suavemente el cuerpo de su amante hasta que la recostó en su regazo, manteniéndola cerca de ella. – Te amo, Rebeca – murmuró mientras colocaba suaves besos en los labios de su amante. – Eres preciosa.

Los verdes ojos se abrieron lentamente para centrarse en la profundidad de aquellos azules que se mostraban tan llenos de amor hacia ella. Bajo su oído podía escuchar el golpeteo constante del corazón de la forajida. Levantó una mano para acariciar la bronceada mejilla. – Con sólo mirarte, me derrito – murmuró sintiendo poco a poco el regreso de su energía y de su pasión. Se deslizó del regazo de Josie, aferrándose a los brazos de apoyo y cambió de posición, consciente de que las riendas de cuero yacían escondidas bajo la fuerte pierna de la pistolera. Rebeca apretó con su rodilla obligando a las piernas de Josie a abrirse. Apretó su pierna firmemente contra el sexo de la mujer mientras presionaba su propio cuerpo contra el fuerte muslo de la caza recompensas. Ambas mujeres gimieron entre sus bocas al contacto entre las mismas. Rebeca mantuvo su rodilla mientras la morena mujer la ajustaba a la posición que deseaba. La mano de la rubia acarició suavemente el pecho de Josie a través de la camisa, y comenzó a mecerse contra ellos. El camino bajo sus cuerpos se hizo levemente más agitado en ese punto, añadiendo sacudidas extras en su balanceo. El pulso constante entre las piernas de Josie creció en intensidad hasta que sintió la liberación que tan desesperadamente necesitaba. Un pequeño, dulce, orgasmo, suave, para saciar la necesidad momentánea. Dejó escapar un largo y profundo gemido y mantuvo a Rebeca cerca, sabiendo que la joven podría sentir su sexo pulsando a través de las capas de tela. Ambas sabían que no había terminado. En cuestión de segundos, las manos de Josie comenzaron a vagar de nuevo y su boca descendió para capturar el pecho de Rebeca. – Josie... síiii... – dijo entre dientes, arqueando la espalda y enterrando una mano en el negro cabello mientras la otra se aferraba en el hombro de la pistolera a modo de apoyo. Pensó en dejarse caer hacia un lado cuando sintió la caliente lengua de Josie lamiendo una y otra vez sobre la sensible carne. La pistolera se agachó y trató de separar a Rebeca de su ropa sin dejar de dar atenciones a su pecho y gruñó de frustración cuando la tarea resultó imposible. Se separaron lo suficiente para que Rebeca se sentara en el asiento junto a ella y quitara su bota. El deseo de Josie anuló su paciencia mientras se agachaba y quitaba la bota de la joven con facilidad. – Gracias – dijo la mujer más baja, inclinándose para darle un beso. – Más que de nada – respondió ella, profundizando el beso mientras su mano volvía a uno de sus lugares preferido, el pecho de su amante. Se inclinó hacia adelante, presionando a Rebeca hacia abajo, contra la piel de oveja. Las riendas de cuero cayeron libremente al suelo, haciendo

que Flossy se detuviera, sin que la mujer se diera cuenta de ello, ni siquiera cuando la yegua y Phoenix vieron un remache de hierba y se salieron del camino para pastar. Por mucho que Josie necesitara sentir el aterciopelado líquido de Rebeca, estaba inmersa en sus pechos y su boca al mismo tiempo, y no podía tirar de la joven a la vez. Rebeca de mientras estaba completamente hechizada por la pistolera y no podía hacer nada más que gemir en voz baja, suavemente, acariciando el cabello acostado en su pecho. Ninguna de las dos estaba especialmente cómoda, pero eran completamente reacias a moverse y romper ese momento. Josie miró la tela del vestido de Rebeca agrupado en la cintura a la altura de la falda que escondía el tesoro que anhelaba poseer. Sus dedos se movieron por entre la correa que sujetaba la prenda y Rebeca se dio cuenta de que, de manera sorprendente, las normalmente fuertes y seguras manos temblaban mientras trataban de aflojar la hebilla. Josie se arrodilló frente a Rebeca, en precario equilibrio sobre la tabla del estrecho suelo. En algún lugar en el fondo de la mente de Josie, la mujer se dio cuenta de que no estaban en movimiento, pero desechó el pensamiento como si viera volar un pájaro. Más lentamente de lo que creía posible, sus manos deslizaron el vestido de Rebeca por su cadera, llevándose su ropa interior con ellas. Josie tragó saliva y sus ojos se profundizaron mientras su nariz capturaba el aroma de su amante y aquellos suaves rizos rubios aparecieron ante su vista, brillando de deseo. – O mi pequeña enana... – murmuró llevando sus labios a rozar los empapados rizos. Terminó de deslizar las bragas por las rodillas de Rebeca y de mala gana retiró su boca, no antes de serpentear con su lengua por entre la más dulce de la miel. Rebeca retiró primero con un pie, luego con el otro, el resto de su ropa interior. La pistolera se puso en pie y rápidamente se deshizo de sus propios pantalones y bragas, dejando que la cartuchera cayera con un ruido sordo. Se volvió y se sentó de nuevo, sujetando los brazos de su amante dispuesta a unirse de nuevo a ella. Rebeca se sentó a horcajadas rápidamente, sus empapados muslos descansando contra los igualmente humedecidos. Puso por un momento las manos en el pecho de Josie para detener su avance. – Espera –. Meciéndose contra ella, la rubia desabrochó la camisa de la pistolera, echándola a un lado para revelar ambos montículos, erguidos por la necesidad. Rebeca abrió ligeramente las piernas, dejándose deslizar hasta cubrir el pezón de Josie con la boca. Al instante una firme mano agarró la parte posterior de su

cabeza, manteniéndola en su lugar. – Sí... – dijo Josie entre dientes, echando la cabeza hacia atrás, el negro cabello cayendo libremente por entre sus hombros. Sus ojos se cerraron cuando Rebeca comenzó a mordisquear y lamer, como si de una niña se tratara. Apretó la boca de la joven contra su endurecido pezón, casi sin pensar si podría respirar o no, abrumada por la necesidad. – Por favor... Rebeca conocía el significado que se escondía ante la voz de Josie. Pasó sus dientes por entre el endurecido pezón y se trasladó al otro lado, mientras la mano de la pistolera continuaba por entre sus cabellos. Sus dedos rápidamente alcanzaron el abandonado pezón, pellizcándolo y rodándolo por entre sus dedos mientras sus labios, dientes, lengua, atacaban el otro una y otra vez. Los suaves gemidos de deleite de Rebeca se mezclaban con los gemidos de la pistolera, perdiéndose en el tiempo. Las manos de Josie comenzaron un lento descenso por la espalda de Rebeca hasta que no pudo resistir la tentación por más tiempo. Se agachó y metió su dedo índice por entre los pliegues, gimiendo tanto por la cantidad de dulce néctar que la esperaba como al aumento de succión sobre su pecho, resultado directo de su propio movimiento entre las piernas de Rebeca. La pistolera se acercó más, haciendo que la joven perdiera el control sobre el pezón de la fugitiva. Rápidamente encontró en la boca de Josie un perfecto sustituto, conduciendo su lengua al sentir el golpe del firme dedo contra su clítoris. Rebeca envolvió con sus brazos a la pistolera y movió todo su cuerpo con fuerza contra su mano. Josie deslizó otro dedo uniéndose al primero en su búsqueda para tomar a Rebeca. Empapadas de excitación, Josie la echó hacia atrás y lentamente rodeo la entrada de su joven amante. – Oh, Dios, por favor, Josie... por favor... – gritó Rebeca mientras intentaba, sin éxito, conducir los fuertes dedos. Gruñó de frustración y se lanzó contra el cuello de la pistolera, decidida a convencer a su amante de la profundidad que ansiaba para conseguir lo que necesitaba. – Rebeca... – dijo Josie con un gemido, inclinando su cabeza hacia atrás permitiéndole un mejor acceso, mientras sus dedos rozaban ligeramente el sensible pezón de la mujer más pequeña. Sin previo aviso, Josie entró en ella de golpe, profundamente. Rebeca gritó, golpeando sus caderas con fuerza, tratando de llevar a la pistolera más profundamente. Josie añadió un tercer dedo, llenando a su amante, mientras su otra mano se deslizaba hacia adelante y se unía al placer. Rozó y rodeo el clítoris

sensible de Rebeca al ritmo que de su entrada y salida, ganando velocidad cuando las caderas de la rubia se movieron más rápido de lo que nunca se habían movido. Sus gritos y gemidos se hicieron más fuertes y llegó hasta los pezones de Josie, deseando compartir el momento. – Sí, sí, mi pequeña... así... – Es… por… ti –. Las voces de ambas mujeres sonaban tensas y jadeantes ante el esfuerzo. – Rebeca –. Josie detuvo los movimientos de sus manos y esperó a que la joven abriera los ojos y la mirara. – Mira – dijo Josie suavemente mientras movía su mano desde la parte delantera de su amante hasta alcanzar sus propios pliegues, dejando escapar un profundo gemido al tocar un sensible punto hasta entonces dejado. Acarició a Rebeca firmemente, levantándola de su regazo levemente con cada movimiento. Las manos de la joven continuaron acariciando su amplio pecho mientras la pistolera usaba sus manos para el placer de ambas. Rebeca miró hacia abajo y vio los dedos de Josie yendo y viniendo rápidamente contra su propio sexo. Miró de nuevo los azules ojos entrecerrados y sintió la arqueada espalda de la pistolera. La mano de Josie se convirtió en una unión contra sí misma, mientras la otra mano quedaba inmóvil dentro de su amante. Echó la cabeza hacia atrás y apretó los dientes al sentir la cálida boca de Rebeca reclamando su pecho izquierdo, su derecho siendo amasado y pellizcado por los otros dedos. Con un gemido que apenas sonó al nombre de su amante, las caderas de Josie comenzaron a dar bandazos en el asiento y las piernas se cerraron de golpe, atrapando su mano izquierda entre ellas. Rebeca tuvo la noción suficiente para agarrarse a los hombros de la pistolera buscando equilibrio. La caza recompensas se mantuvo inmóvil por un momento, mientras los choques impulsados por su cuerpo se relajaban. Josie se dejó deslizar lentamente sobre el húmedo asiento con Rebeca aún sobre su pecho. Con infinita lentitud, comenzó de nuevo a acariciar a su amante, con movimientos largos y profundos que le valieron a la pistolera un largo gemido de la joven. En cuestión de segundos, Josie sintió la punta de una renovada pasión fluyendo del interior de Rebeca y aceleró el ritmo, deslizando aún más atrás su mano izquierda a través de los dorados rizos, acariciando el dolorido e hinchado clítoris de la rubia. – Josie... oh, sí... por favor... Josie... –. Rebeca perdió el control racional, clavando sus dedos en los hombros de la pistolera. Sus caderas se sacudieron de un lado a otro mientras obligaba a los fuertes dedos de su amante a entrar y salir de ella una y otra vez. Su cuerpo se estremeció y

luego se quedó inmóvil, congelado en el éxtasis. Josie gastó la energía que le restaba, ignorando el dolor de sus hombros y buscando alargar el orgasmo de Rebeca lo máximo posible. El nombre de la pistolera fue arrancado de los labios de la joven cuando llegó a la cima del placer y se desplomó sobre el pecho de Josie. La pistolera retiró inmediatamente sus manos, tirando del centro de Rebeca hasta presionar su bajo vientres, intentando mantener el contacto con esa zona aún temblorosa. Envolvió sus brazos alrededor de la joven y murmuró suaves palabras de amor. – Shh... Te tengo... te amo... Estoy aquí, pequeña –. Josie no sabía si Rebeca oía sus palabras o no, pero sabía que entendía su significado y el tono de su voz mientras la joven se relajaba contra ella. Sentía el fuerte latido desacelerando hasta un ritmo más normal mientras acariciaba los rubios cabellos y la abrazaba con más fuerza hasta que sintió que Rebeca trataba de moverse. – Tú… – dijo la joven, llegando a acariciar la mejilla de la pistolera con un dedo – tú eres maravillosa. – Mm... –. Josie tomó el curioso dedo y lo besó antes de acercar a Rebeca aún más a ella. – Como lo eres tú, pequeña... como lo eres tú. Se quedaron untas así, durante un rato, hasta que el suave relincho de Phoenix les recordó dónde se encontraban. Rebeca alzó la cabeza y miró a su al rededor. – Parece un buen lugar donde acampar esta noche. – Todavía quedan tres horas más de viaje antes de que caiga la noche – medio protestó Josie. La pequeña mujer la miró un momento, pensativa, antes de tirar levemente de sí misma hacia arriba para susurrar al oído de la pistolera: – Bueno, si hacemos el campamento ahora... –. Alargó suavemente la lengua para acariciar ligeramente la oreja de Josie. – Tal vez pueda arreglármelas para encontrar algo que llevarnos a la boca, ¿eh? –. La ronquedad de su voz dejó pocas dudas en cuanto a lo que su mente pensaba llevarse a la boca. – Acampada temprana, perfecto. ¿Y qué hacemos de mientras? –. La pistolera tiró de su amante besándola con una pasión que le garantizó dejarla sin aliento.

41. Traicion

E

l padre de Rebeca se sentó en una mesa del saloon junto a una ventana desde la que dominaba la vista de la que era el banco y a la par la oficina de correos de Tahlequah, Oklahoma. Cogió con una mano fuertemente la botella de whisky que había sido su compañera desde su llegada a la ciudad tres días atrás, y con la otra arrugó mecánicamente un pedazo de papel que comenzaba a amenazar con despedazarse por entero. No le importaba; conocía cada palabra de ese papel de memoria. La carta decía así: Querida Katie: Te quería escribir para decirte que estoy bien. Estoy viajando con Josie Hunter – sí, la forajida de los libros que solía leer. Pero créeme, ella no es para nada como esos libros hacen ver. Puede ser muy amable y cariñosa, y la he visto arriesgar la vida muchas veces por los demás, incluyéndome a mí. No puedo contarte cuántas veces me ha salvado la vida, y me niego a creer que una persona así sea culpable de todos los crímenes de los que ha sido acusada. Espero poder algún día ayudarla a limpiar su nombre; es lo menos que puedo hacer por todo lo que ella ha hecho por mí. Me está llevando a Tahlequah Oklahoma a conocer a un anciano Médico. Quiero aprender las artes curativas, y los Cherokees, el clan de su padre, son expertos en esta área. Esperamos estar allí en unas dos semanas más o menos, y me encantaría saber cómo lo llevas – ya sabes a qué me refiero. Revisaré la oficina cuando lleguemos a la ciudad, y tan a menudo como pueda a partir de ahí hasta saber de ti. Por favor, no le menciones esta carta a mamá, me temo que le diría algo a padre y no quiero que sepa que estoy con Josie. No lo entendería y tengo miedo de que pueda tratar de hacer algo para hacerme volver. Tanto como os quiero a ti y a mamá, nunca podré volver a estar bajo su mismo techo. Rezo por que no te haga el daño que él me hacía, y espero que encuentres una pareja que te cuide con la amabilidad y dulzura que te mereces. Tal como Josie me trata a mí, siendo mujer.

Te quiero, hermanita. Cuídate. Rebeca Caleb apretó los dientes y se sirvió otro trago de whisky. Podía imaginar fácilmente cómo esa perra trataba a Rebeca “con amabilidad y dulzura”, y esa imagen le hacía hervir la sangre. Había oído hablar de mujeres unidas a otras mujeres, y eran una abominación a los ojos del Señor. Había planeado arrastrar a Rebeca de vuelta a Chancetown – atada y amordazada si era necesario – no antes de que recogiera la recompensa por la cabeza de Josie Hunter. Sonrió ante la fortuna que había tenido al ir a la ciudad a recoger la carta que estaba destinada a su hija. Normalmente la chica hacía los recados mientras él bebía los tragos que pudiera y que le permitieran volver a la granja. Pero tanto Katie como Sarah estaban con gripe cuando Caleb se había quedado sin licor, que era lo único por lo que él bajaba a la ciudad. A petición de Sarah se había detenido en la oficina a recoger algunas cosas y el dueño le había entregado la carta para Katie, sabiendo que él era su padre. Desde que la leyó, sabía lo que tenía que hacer. En un par de días estuvo camino Oklahoma, planeando qué hacer con la recompensa de mil dólares. – Espera, espera, ¡para! – llamó Rebeca mientras la carreta retumbaba casi pasándose la oficina de correos. Josie tiró de las riendas pensando que Rebeca había visto algo a punto de ser atropellado. – ¿Qué sucede? – preguntó, recorriendo la zona del camino por delante de la carreta ante la excitación de Rebeca. – Oh, lo siento... no quería hacerte pensar que algo no iba bien. Tengo que parar en la oficina por algo, ¿puedes esperar un minuto? – En realidad tengo que recoger un poco de grano en la tienda de alimentación. Adelante, haz las compras, volveré en un rato. – Ok – dijo Rebeca brillante, saltando de la carreta y corriendo a la tienda. Josie dio un golpe a sus riendas y Flossy siguió su camino. Caleb casi no reconoció a Rebeca. Ella parecía más alta, más sana y más robusta que la chica que él recordaba. Vivir en los caminos parecía satisfacerla; o tal vez eran las atenciones de la forajida lo que la hacía mostrarse así. Sus fosas nasales se abrieron mientras imaginaba la imagen

de las dos mujeres juntas, y a pesar de su firme convicción de que lo que estaban haciendo era pecado mortal, pudo sentir cómo se excitaba ante la imagen de su mente. Se levantó tambaleándose. Llevaba varios días sin parar de beber y hasta él tenía un límite. Colocando el sombrero delante de la erección que no conseguía mitigar, se tambaleó hacia la puerta y cruzó la calle, rezando para que la forajida no se presentara antes y echara a perder sus planes. – Estoy buscando una carta dirigida a la atención de Rebeca Cameron de entrega general – estaba diciendo ella a la mujer de grises cabellos apostada tras el mostrador. – Estoy segura de no recordar nada que haya llegado a ese nombre – dijo la mujer por encima de su hombro. – Y suelo recordar lo que llega con un nombre que no me es familiar. – No pierdas el tiempo – gruñó Caleb tras Rebeca, haciendo que la joven saltara y se girará hacia él. Involuntariamente llevó sus manos a la cara protegiéndose antes de darse cuenta de que no iba a golpearla. No al menos en ese momento. – No hay ninguna carta para la pequeña Rebeca, porque la pequeña Katie nunca recibió su carta –. Agitó el arrugado y sucio papel ante la cara de Rebeca. – Pa-padre – balbuceó. – ¿Qué estás haciendo...? – No importa – dijo él interrumpiéndole en mitad de la frase. La agarró del brazo como un enganche de acero y comenzó a arrastrarla por el suelo hacia la puerta. La desventurada secretaria de detrás del mostrador les miraba, sin saber muy bien qué hacer. Era evidente que era una pelea doméstica de algún tipo y haría bien en mantener su nariz fuera de ella, como solía decir su marido. – Va a venir una alta y fuerte mujer mestiza en busca de esta pequeña. Cuando lo haga, dígale que Rebeca la espera en la oficina del sheriff. Y no le diga que la ha visto acompañada, o haré que lo lamente. – Yo... yo... – comenzó la mujer, pero antes de que pudiera terminar la pareja salió por la puerta. Josie no podía imaginarse qué recado le había llevado a Rebeca a ir a la oficina del sheriff. La mujer de la oficina de correos sólo le había dicho que la encontraría allí. Abrió la puerta de la oficina y vio a Rebeca sentada con un hombre mayor a su lado. Sus manos estaban

posesivamente sobre los hombros de Rebeca e instintivamente cogió su arma. En ese instante Rebeca habló. – Josie, no... – y un culatazo la golpeó en la base del cráneo, haciéndola caer sin sentido al suelo.

* * *

Cuando recobró el conocimiento estaba acostada en una celda, encima de un colchón que apestaba a orina y a Dios sabía qué más. Su cabeza dolió de golpe y sus exploradores dedos encontraron un huevo de tamaño sustancial en la parte de atrás. Los dedos volvieron cubiertos de pegajosa sangre, aunque parecía que había dejado de sangrar. Con cautela se sentó y trató de concentrarse en lo que estaba pasando en la oficina exterior. No podía ver a nadie, pero oía voces, una de ellas la de Rebeca. – ¡... de mí! Si le has hecho daño, te juro... –. – Tranquilícese – dijo una voz masculina de tono juvenil que debía pertenecer al sheriff. – La he golpeado solamente para evitar que mate a su padre. Estará bien –. Era definitivamente el sheriff. El hombre mayor que estaba junto a Rebeca no llevaba estrella... De repente Josie registró que el sheriff había dicho que el hombre era el padre de Rebeca. El hombre que había golpeado a su hija hasta tal punto que había preferido huir con una conocida forajida antes que quedarse en su casa. El hombre al que había jurado matar si se lo encontraba. Su rostro enrojeció de ira mientras escuchaba las palabras que vomitaba el empedernido borracho. – Debería matarla, sheriff. La recompensa es viva o muerta y los muertos son mucho más seguidos. Como la serpiente que es. Y ha corrompido a mi hija en el proceso. No creo que sirva p-para casarla ya. Tendré que cuidarl... – ¡Quite sus manos de mí! –. La voz de Rebeca rompió el venenoso discurso de su padre. La frustración de Josie por no ser capaz de ver lo que estaba ocurriendo en la oficina e intervenir en ello se multiplicaba por momentos. Paseó por la pequeña celda, rebuscando con los ojos alguna pequeña grieta en la piedra en la que cavar su salida o una barra

suelta que coger y con la que poder hacer palanca y usar para... para qué, pensó con amargura. ¿Para golpear a esa serpiente hasta la muerte? No soltaría fácilmente sus brazos de Rebeca y sin duda el sheriff haría más que golpearla en la cabeza si hacía lo que deseaba hacer. Matar por matar no era el camino. Había matado a incontables hombres, pero sólo a aquellos que estarían igualmente ya muertos si ella no lo hubiera hecho. O los que amenazaban con dañar a alguien que le importara. Sabía que podía matar al padre de Rebeca en un suspiro y no sentir ningún remordimiento. Se sorprendió al sentir las lágrimas en su rostro, lágrimas que brotaban desde su miedo a qué sería de la mujer que amaba cuando la colgaran. No tenía ninguna duda de que la colgarían, y esta vez no habría ningún estúpido sheriff que se fuera sin asegurarse de que estuviera bien muerta. Sus pensamientos fueron interrumpidos una vez más por las voces provenientes fuera de su campo de visión. – Señor Cameron, tengo una celda vacía junto a la de Josie en la que le puedo meter si no deja a esta mujer sola y en paz. – Es mi hija, tengo derecho a... – ¡Usted no tiene derecho! – la voz de Rebeca sonó con ira. – Sus derechos desaparecieron cuando me pegó por primera vez. Un padre no debería lastimar a sus hijas. Un padre... – su voz se apagó y el corazón de Josie se rompió al oír cómo Rebeca comenzaba a sollozar. “Oh, enana, no dejes que vuelva jamás a hacerte daño”, rezó. – Muy bien, eso es todo, señor Cameron. Salga de aquí y manténgase sobrio. Si le pillo molestando de nuevo a su hija, le prometo que le encerraré. Las celdas son muy pequeñas y están muy juntas, y no puedo estar vigilando continuamente a Josie, si me entiende –. Josie se sorprendió admirando al hombre que la había golpeado la cabeza. En otras circunstancias estaba segura de que podrían haber sido amigos. Al menos no tenía que preocuparse mucho de Rebeca mientras estuviera en Talehquah, el sheriff la protegería. – Y mi recompensa... - se quejó Caleb, pero el sheriff le cortó. – Tendrá su recompensa cuando la manden de vuelta a otro estado – contestó el sheriff. – Revisé su búsqueda cuando me dijo que iba a venir a la ciudad, y la señorita Hunter no es requerida por ningún delito en el territorio de Oklahoma. El juez de la zona estará aquí la semana que viene y decidirá si debe trasladarla a otro estado o no, y podrá quejarse ante

él de la recompensa. Estoy harto de escucharlo. Ahora váyase –. Josie podía escuchar algunos murmullos que dio por hecho provenían de las protestas del padre de Rebeca, pero un momento después oyó el golpe de la puerta al cerrarse y la tranquilidad volvió a apoderarse de la oficina. Josie suspiró y volvió a sentarse en el catre. – Gracias, sheriff. Le agradezco su ayuda – dijo Rebeca con sinceridad. ¿Puedo ver a Josie? – Por supuesto, señorita Cameron. Sígame –. Unos segundos más tarde el sheriff giraba en la esquina que conducía a las celdas con Rebeca a unos pasos de él. Josie se levantó y se dirigió a la parte delantera de la celda extendiendo sus brazos a través de los barrotes. Rebeca dio un empujón al sheriff y corrió a la celda, agarrando las manos de Josie y besándola en la mejilla. El sheriff se volvió para salir de la estancia. – Sheriff, espere – le llamó Josie y él se volvió. – Gracias. Por cuidar de Rebeca –. Ahora que podía verlo, entendía por qué había sentido afinidad por ese hombre. Tenía aspecto de Cherokee. A menos que se equivocara, como poco era mestizo, como ella. Y los Cherokees cuidaban de los suyos. – No hay de qué – respondió con una sonrisa. – Lamento haberte tenido que golpear la cabeza, pero tenía miedo de que le dispararas. El hombre es un imbécil, pero no podía dejar que eso pasara. Y te puedo asegurar que no le pasará nada a la señorita Cameron mientras esté en mi ciudad. – Te creo. Y siento también que me hayas tenido que golpear. La cabeza me duele como un infierno –. El hombre se encogió de hombros como diciendo “¿qué podía hacer?” y ella no pudo evitar sonreírle. – ¿Cree que podríamos tener un poco de privacidad aquí? – preguntó ella; él asintió. – Estaré en la oficina si necesita algo – dijo, dándose media vuelta y saliendo de la habitación. Ambas mujeres se quedaron allí durante varios minutos después de que él se fuera, sin hablar, con sus dedos entrelazados a través de los barrotes. Luego ambas comenzaron a hablar a la vez. – Déjame ver... – Rebeca, ¿cómo...? –… tu cabeza. Date la vuelta y déjame ver –. Josie hizo lo que le pidió y

Rebeca se quedó sin aliento al ver el tamaño de la protuberancia de su cabeza. – Estaré bien – respondió Josie volviéndose y observando la expresión de horror en el rostro de Rebeca. – Ya ha dejado de sangrar. No te preocupes. Rebeca, ¿cómo nos ha encontrado? –. El labio de Rebeca temblaba y parecía que se fuera a echar a llorar. Josie se acercó a través de los barrotes y le acarició la mejilla, canturreando en voz baja. – Shh, cariño, todo está bien. No llores –. En lugar de consolarla, las palabras de Josie parecieron empujarla aún más al borde. Las lágrimas comenzaron a recorrer su curso a través de su cara y cuando trató de hablar la voz se le quebró. – Y-yo... escribí a m-i hermana – sollozó. – Le dij-je dónde íbamos a est-tar, Sólo quería saber si... estaba bien, y hacerle saber que y-yo lo estaba. Oh, Josie, ¡nunca pensé que él recogería el correo! ¡Nunca lo hace! Yo... lo siento mucho, Josie... Nunca se le hubiera ocurrido que Rebeca la traicionara, aunque sus motivos eran muy inocentes, y por un momento se quedó paralizada en silencio. La mirada de agonía traspasó directamente el corazón de la proscrita y la sacó de su silencio. Una vez más se acercó a consolar a la mujer que amaba y Rebeca cogió su mano. Josie sonrió y besó el dorso de la mano de su amante. – No te culpes a ti misma – le dijo Josie suavemente. – No querías hacer ningún daño. – Oh, Josie, ¿qué vamos a hacer? Si te envían a otro estado te colgarán. No podría vivir conmigo misma si eso sucede. No quiero vivir sin ti... – No hables así – dijo Josie con más dureza de lo que pretendía, dejando a Rebeca en silencio mirándola fijamente. – Si algo... Si finalmente me trasladan, quiero que me prometas que irás a casa de Charles. Allí estarás a salvo y él y Horace te quieren. – No te voy a dejar – dijo Rebeca con firmeza. – Si te trasladan, estaré a tu lado. No me vas a intimidar, Josie Hunter. Estoy en esto hasta el final. Josie podía decir por lo apretada de la mandíbula que no cabía discusión con la joven. Su única esperanza era salir de este lío sin una caja de pino como cama, convenciendo al juez de que no la trasladara. Y la

capacidad de Rebeca con las palabras podría hacer que funcionara. – Eres una mujer muy obstinada, Rebeca Cameron. Y por Dios que es precisamente eso lo que necesitamos –. Alcanzó a través de los barrotes la cabeza de la joven y tiró de ella dándole un beso.

* * *

Unas horas más tarde Rebeca salió del pabellón. El dolor de cabeza de Josie había empeorado mientras hablaban y pensó que si se quedaba dormida igual le ayudaba. Casi tan pronto como apoyó su cabeza se quedó dormida. Rebeca vigiló su sueño durante unos minutos antes de romper la mínima distancia, a sabiendas de que quedaban muchas cosas por hacer antes de que el juez llegara y nadie iba a hacerlas si no era ella misma. El sheriff no estaba en su oficina cuando ella salió, y en su lugar había un ayudante. Apenas la miró ocupado en limpiar las armas. Eso le recordó a las noches que habían pasado ella y Josie, con la forajida haciendo esto mismo, y sintió un estremecimiento en su pecho, como un fuerte agarre en su corazón. – Disculpe – dijo el ayudante, quien finalmente levantó la vista de su quehacer y parpadeó un par de veces hasta enfocar a la hermosa joven frente a él. – Me pregunto si podría decirme a dónde ha ido el sheriff. – Uh, si, señora – dijo, inclinando su sombrero como gesto de respeto. – Ha ido a conseguir algo para comer. Volverá aquí directamente, pero si lo prefiere estará en el local de la señorita Lucy. Iba a traer también algo para su... para la prisionera. – Gracias – dijo con una sonrisa. – Voy a ayudarle con las opciones para Josie. Ella es... algo particular. – Sí, señora – dijo con una inclinación de cabeza y volvió su atención de nuevo a las armas.

* * *

El sheriff la vio entrar por la puerta y por cómo miraba a la gente, supo que le estaba buscando. Se puso en pie y la saludó mirándola a los ojos, ella sonrió y caminó hacia él. El hombre se mantuvo en pie mientras ella se acercaba, sacando la silla situada en frente de la suya. – Sería un honor si desea unirse a mí – dijo con sinceridad. Rebeca había estado tan preocupada por Josie que apenas se había dado cuenta del tiempo que había pasado desde la última vez que habían comido. De hecho estaba muy hambrienta y su estómago crujió fuertemente mientras contestaba. – Yo... se lo agradezco de nuevo, sheriff. Lo haré –. Ella le permitió arrimar su silla hacia la mesa y él se fue en busca de la camarera antes de volver a su asiento. – Estará bien aquí, señorita Caeron. – Llámeme Rebeca, por favor. Ahora mismo no me entusiasma mucho el nombre de Cameron. - De acuerdo, señorit... Rebeca – dijo, rectificándose a sí mismo y sonriendo tímidamente. – Me llamo John Kenwood. Me alegraría que me llamara John –. La camarera apareció al lado de Rebeca y recorrió la lista de ofertas especiales disponibles, agregando que la carne asada era de lo mejor en todo el territorio. – Eso suena bien – dijo Rebeca con entusiasmo. – Añade uno más para llevar – añadió John, volviéndose inmediatamente a Rebeca para preguntarle: – si crees que será del gusto de Josie. – Oh, creo que será de su aprobación. Estamos acostumbradas a comer lo que encontramos por el camino, y carne es algo que no suele haber – . La camarera se retiró para dar la orden al cocinero y por primera vez Rebeca notó que el plato de John estaba justo frente a él, quedándose frío. – Por favor, John, coma mientras esté caliente. – Oh, no me importa la comida fría. A decir verdad, casi la prefiero. Esperaré a que traigan la suya. Y de mientras tal vez pueda contarme cómo llegó a viajar con la célebre forajida Josie Hunter. Rebeca había percibido desde el principio que aquel joven sheriff era un hombre en el que podía confiar. Cruzó las manos sobre la mesa frente a ella y comenzó su historia. – Todo empezó cuando me cogieron tres

matones con intención de violarme. No contaron con que Josie Hunter pudiera escuchar mis gritos...

* * *

Rebeca apartó su plato y educadamente rechazó la oferta de la camarera de otra taza de café. Se sentía como si pudiera explotar si daba un bocado más. Mientras comían, había resumido los puntos principales de su vida con Josie, destacando el número de veces que la forajida le había salvado la vida. El único detalle que dejó fuera fue el que se hubieran convertido en amantes. Consideraba que un detalle tan personal no tenía ninguna relación con el problema que tenía entre manos, que no era otro que encontrar la manera de evitar que trasladaran a Josie para ser juzgada. Cuando Rebeca terminó su historia, John se mantuvo allí sentado, inmerso en sus pensamientos. Tomando una profunda respiración, finalmente dijo: – Le aseguro que desearía poder ser yo la persona que decidiera si trasladar o no a Josie. Estaría ahora mismo aquí sentada con nosotros riendo y bebiendo café –. Rebeca miró hacia la vacía silla de su derecha y sintió una punzada de dolor ante lo que el sheriff había descrito y que no era en esos momentos una pura realidad. – Josie es una especie de... leyenda local, podría decirse – continuó John. – Cada Cherokee le dirá que ella es la responsable del salvamento de más vidas de las que cualquier otra persona pudiera nombrar. El dinero que robó de los ferrocarriles lo utilizó para comprar comida y suministros para la tribu Cherokee. Según lo que dicen, ella jamás se guardó nada para sí misma. También ayudó a los orientales y a los hombres de color que trabajaban en el ferrocarril casi hasta la muerte por un salario de esclavos. Para el hombre blanco ella es una asesina, pero para quienes no lo son ella es más bien una heroína. A decir verdad, me sorprendió que viajara con una mujer blanca. – Creo que debería contactar con el sheriff de Mason y ver si puede conseguir que le envíe una declaración de cómo Josie salvó a la ciudad de ser saqueada. Era un pueblo repleto de gente blanca excepto ella, y lo único que pidió a cambio fue alimento para su caballo y algo de carne de cerdo salada.

– Hmm... Buena idea. Vamos a necesitar toda la ayuda que podamos conseguir con el juez la próxima semana. Su familia fue asesinada durante un ataque de los indios y no ve con buenos ojos a ninguna piel roja, o incluso a una medio-piel roja como Josie. – ¿No podemos pedir otro juez? Él negó con la cabeza y dijo: – Me temo que no. Sólo tenemos dos jueces en la zona, y el otro está en casa con una pierna rota. – Rebeca bajó la voz y miró fijamente a la cara del sheriff. – Supongo que no es posible... dejar accidentalmente abierta la celda por la noche, ¿no? – Oh, señorita Rebeca, nada me gustaría más que verla libre. Pero he jurado defender la ley y eso significa que tenemos que encontrar una manera legal para sacarla de ahí –. Se quedó en silencio mientras la camarera apareció portando una cesta con la comida de Josie. Entregando varias monedas, John se levantó de su silla y cogió la cesta. – Lo siento, John, por favor, olvida lo que te he preguntado. Es que... estoy desesperada por sacarla de ahí. Lo haremos a tu manera... de acuerdo a la ley. Tal vez podamos pasar por encima del juez y encontrar a alguien ahí más simpático. O al menos dispuesto a escuchar. El rostro del sheriff se iluminó y asintió con fuerza. – Tienes razón. Eso es exactamente lo que tenemos que hacer y creo saber precisamente a qué hombre acudir –. Extendiendo la mano para ayudar a Rebeca a salir de la silla, se dirigió a la puerta, pensando continuamente los siguientes pasos a tomar.

* * *

– Josie –. La suave voz de Rebeca se sumergió en la oscuridad de la pistolera, atrayéndola hacia la luz. El dolor de su cabeza había disminuido, pero aún entornó los ojos ante la luz de la celda. – Te hemos traído algo de comida. Y tenemos un plan –. El entusiasmo de su voz hizo que Josie abriera los ojos ampliamente y se sorprendió al ver que Rebeca estaba con ella dentro de la celda, de rodillas junto al camastro. El sheriff

no parecía estar, pero se dio cuenta de que la puerta de la celda estaba cerrada tras Rebeca y aparentemente bloqueada. Su plan probablemente no incluía hacer que se quedara abierta. Josie se sentó en el borde de la cama y se fijó en la cesta desde la que le llegaba un atractivo aroma. – Ah, ya veo. Vamos a arruinar nuestro plan de cómo salir de esta... ¿por carne asada? Huele de maravilla. – No vamos a arruinar nada. Vamos a hablar de cómo salir de ésta, como sugeriste. Al menos es lo que voy a tratar de hacer. Y si eso no funciona, nos abriremos paso. – Con carne asada – terminó Josie por ella. El tono alegre de la voz de Rebeca era contagioso y Josie se encontró pensando que tal vez aquella decidida mujer en realidad podría llevarlo a cabo, fuera cual fuese su astuto plan. – ¿Qué es lo que estás tramando? –. Josie sacó el plato de la cesta y comenzó a comer mientras Rebeca le hablaba sobre el juez y su odio hacia los indios. Mientras escuchaba, el espíritu de Josie se vino abajo al igual que su apetito, y dejó a un lado la comida. – No parece que ni incluso tú puedas convencer a un hombre con tanto odio en su corazón – dijo Josie con un deje de amargura en su voz. – Oh, pero lo importante viene después. John dice que el gobernador está a favor de la causa de los indios y que él puede anular cualquier sentencia que dicte el juez siempre y cuando consigamos que venga antes de que te trasladen. Se supone que es un hombre honesto y justo y John piensa que si le contamos que le diste el dinero que robaste a las personas que... – Espera, espera – interrumpió a la rubia, colocando una mano en sus labios. – ¿Qué es eso que se supone que he hecho con el dinero y quién es John para decir que sabe qué? – John es el nombre del sheriff. ¿No te lo había dicho? Y dijo que es de conocimiento general que diste el dinero de tus robos a los indios. ¿Por qué no me lo habías dicho? Siempre me había preguntado porque parece siempre que no tienes una moneda con todo lo que habías robado, pero nunca me imaginé que tú... – Conocimiento general, dice – dijo Josie con una sonrisa irónica. – Y tomé muy buenas medidas para mantener ese secreto bien guardado.

– ¿Porqué? ¿Por qué quieres esconder la naturaleza generosa de un acto como ese? – Piensa en ello. ¿Aceptarías el regalo de alguien sabiendo que fue comprado con dinero robado? Por no hablar de las personas que desearán saber qué ha pasado con su dinero de los robos de trenes. Por lo menos pedirán su devolución y posiblemente con armas de por medio. No quiero ser responsable de la muerte de ninguna persona de la gente de mi padre. Además, me complacía que la gente pensara que yo era una despiadada forajida. La mayoría de la gente me deja en paz cuando se dan cuenta de quién soy y como evidencia de lo contrario, no disfruto en absoluto cuando me reconocen y tengo que matarles –. Sonrió tristemente y negó con la cabeza antes de continuar. – Es casi un chiste. Me han dado tanto crédito los robos de mis últimos años que tendría que transformarme en diez personas para que fueran todos verdad. Algunos de esos robos han sucedido en sitios en los que nunca he estado. Nunca me he parado a explicar a nadie que yo no era la que los había llevado a cabo, ya que servía a mis propósitos. Ahora usarán esos mismos crímenes contra mí. Rebeca, aunque podáis llegar hasta el Gobernador, no hay nada que puedas decirle que pueda marcar la diferencia ante todas las acusaciones que hay contra mí. – Me niego a creer eso – dijo Rebeca obstinadamente. – Le hablaré de Mason y de Deadwood y de toda la gente que salvaste allí. – Rebeca, hasta un ciego puede ver que me amas. ¿Cuánto van a creer tu testimonio? Pensarán que mientes para tratar de salvarme. – Sí, mentiría si fuera necesario – dijo Rebeca con los labios apretados. – Me gustaría hacer lo que fuera para hacer que salieras libre. Pero Josie, sería la verdad lo que estuviera diciendo y hay un montón de personas que saben que es así. Sólo tenemos que conseguir que vengan. Mañana vamos a enviar telegramas a todas aquellas personas que has ayudado pidiéndoles que manden una declaración testimonial en caso de que no puedan estar aquí la semana que viene. Entonces iré a New Hope, donde el Gobernador inaugurará el nuevo ayuntamiento el jueves, y hablaré con él. Y si no le puedo convencer, iré más allá. Tan arriba como sea necesario, Josie. No pienso dejar que te lleven... No puedo. – El Gobernador es lo más alto que puedes llegar en este territorio. Y sé que vas a hacer todo lo humanamente posible que puedas hacer. Pero por favor – tomó de la mano de Rebeca y tiró de ella para darle un

abrazo – no te hagas demasiadas ilusiones. Prométeme que vas a hacer lo que te dije... volver a la granja de Charles –. Rebeca abrió la boca para decir algo, pero su respuesta fue callada por unos pasos que se acercaban. En un instante John apareció ante la celda y miró a las mujeres sentadas en el lado opuesto, con gesto sombrío pero completamente determinadas a llevar a cabo el plan. – Lo siento, señorita Rebeca, tengo que cerrar la puerta de la prisionera por la noche. Tengo que pedirle que se vaya –. Ante la perspectiva de separarse de Josie, el rostro de Rebeca se mostró dolido. Sus pies parecían cargados de plomo al levantarse y cruzar la pequeña celda. De repente sus ojos se iluminaron al ver la celda vacía junto a la de Josie y volviéndose al sheriff le dijo: – John, ¿puedo quedarme en la celda contigua a la suya? Te prometo no ser una molestia. – Oh, Rebeca, no creo que quieras pasar una noche en una fría celda – protestó Josie. – Es húmeda y fría y... – Si es lo suficientemente buena para ti, lo es para mí – dijo Rebeca desafiante. Se giró de nuevo hacia el sheriff y prosiguió: – Además, mi padre aún anda por aquí y me temo que va a intentar hacerme daño. Me sentiría más segura estando aquí. – Señorita Rebeca, en realidad no... –. La negativa del sheriff se disipó como la niebla en verano ante la mirada suplicante de la joven. – Está bien – dijo con pena – pero si tengo que encerrar a alguien tendré que pedirle que se vaya. – Lo entiendo – dijo ella. – ¿Le importa que vaya a por unas cosas de nuestra carreta? Será sólo un momento –. El rostro de Josie se mostró dolido de golpe. – Rebeca, ¡me olvidé por completo de los caballos! Flossy ha estado de pie con el arnés durante horas y ninguno de ellos ha comido ni bebido desde la mañana. Esperaba volver directa a la carreta y ocuparme. – No te preocupes. Voy a ver que estén en los establos y bien alimentados – dijo Rebeca tranquilizándola. John abrió la celda y Rebeca se apresuró a salir. Cuanto antes revisar a los caballos, antes volvería donde Josie. Se dio la vuelta y la sonrió antes de girar la esquina, lanzando un beso rápido y perdiéndose de vista. La valiente sonrisa que Josie había mantenido

para no decaer el ánimo de Rebeca se difuminó de inmediato y se sentó en el catre. Con el pie empujó el plato de comida apenas tocado hacia la puerta de la celda. – Puedes llevártelo, no creo que me dé el apetito –. John asintió y abrió la puerta, con la mano en el arma en caso de que Josie intentara algo mientras recogía el plato. – No te preocupes, John. No voy a intentar nada. Sólo prométeme que vas a mantener a ese enfermo bastardo de su padre lejos de ella o saldré de aquí, sea como sea, y lo mataré.

42. Nuevas esperanzas

R

ebeca se bajó de la diligencia y gimió mientras sus acalambrados músculos protestaban ante las largas horas de inactividad que la habían llevado hasta New Hope, Oklahoma. Había cogido un tren de Tahlequah a Tulsa, donde había pasado la noche directamente en la estación. A la mañana siguiente temprano había tomado la diligencia que, tras algunas paradas, la dejaría a la tarde en New Hope. Al menos las dos últimas horas había tenido el compartimento para ella sola y había sido capaz de estirarse un poco y echarse una pequeña siesta. Pero aun así, sus ojos se sentían algo pesados y sabía que debía andar atenta por si acaso. Tan pronto como el conductor le entregó su bolsa se dirigió hacia el saloon. Un cartel en la ventana anunciaba habitaciones libres con baño para alquilar. Un baño podría hacerla sentir humana de nuevo. La inauguración del nuevo ayuntamiento, cuya torre del reloj era visible desde donde se encontraba, iba a tener lugar al día siguiente. No sabía si el Gobernador estaba ya en la ciudad o no, y no sabría reconocerlo aunque así fuese, así que planeó acercarse a él inmediatamente después de la inauguración. Hasta ese momento no tenía nada que hacer, por lo que decidió que un buen baño y una buena noche de sueño sería lo mejor del mundo después de liberar a Josie.

* * *

A la mañana siguiente había en el aire una sensación de festival mientras Rebeca hacía el camino en dirección al nuevo ayuntamiento. Banderas y serpentinas de papel de múltiples colores decoraban cada edificio de la calle principal que conducía al impresionante edificio. Todavía faltaban varias horas para la inauguración oficial, y decidió parar y comer algo para detener el rugido de su estómago. Los olores provenientes de una cafetería le llegaron a través de la calle en la paralela al ayuntamiento. No había una mesa libre pero mientras revisaba el local vio una mesa para dos ocupada por una persona. Era una mujer bien vestida, tal vez diez años mayor que ella, absorta en la

lectura de un periódico. Rebeca serpenteó entre las mesas hasta acercarse a la mujer y tocarle el hombro. – Perdone, ¿le importaría compartir mesa? No parece haber ningún otro asiento vacío –. La mujer la miró y sonrió y Rebeca se encontró sonriendo en respuesta. Los ojos de la mujer eran verdes como la hierba fresca de la primavera con las líneas de la sonrisa hendidas en la comisura de sus labios. Tenía unos hoyuelos que se arrugaban cuando sonreía y toda una dispersión de pecas en sus mejillas. – Por favor. Mi marido ha comido y se ha ido a prepararse para la ceremonia, así que encantada. – Gracias – dijo Rebeca, dejando caer la bolsa en el suelo y deslizándola bajo la mesa. Le tendió la mano para estrechar la de la otra mujer. – Soy Rebeca. – Eugenia – dijo la otra mujer. Miró a su al rededor hasta que vio a la camarera y le indicó que se acercara. – ¿Podría por favor recoger la mesa y traer la carta a Rebeca? Ah, y un poco más de té para mí, por favor. – Oh, para mí también. Café, por favor –. La camarera sonrió y regresó instantes después con el menú y dos tazas de café. Rebeca envolvió sus manos alrededor de la humeante taza para calentarlas y miró un momento silenciosamente a su compañera. Algo en ella le tocó la sensible fibra familiar, aunque estaba casi segura de que no se conocían. – Están haciendo un buen negocio para la hora del día. ¿Es siempre así? – No lo sé, no he estado nunca antes aquí. Estamos en la ciudad por la inauguración. ¿Es también lo que la trajo aquí? –. Eugenia vertió un poco de leche en su café y revolvió tras una cucharada de azúcar antes de beber el humeante brebaje. – No. Bueno, sí, algo así. En realidad vine a hablar con el Gobernador, y él está aquí por la inauguración. Así que creo que se podría decir que por eso estoy yo también. ¿Supongo que no sabrá qué aspecto tiene? Me gustaría hablar con él antes de la ceremonia, si puedo. Eugenia se rio y el sonido le recordó a Rebeca el tañido claro y brillante de una campana. – Creo que sé cómo es. Él es mi marido –. Rebeca a punto estuvo de derramar el café mientras bajaba de golpe la taza.

– ¿Está de broma? – Ha habido momentos en los que pensé que nuestro matrimonio lo era, pero... – su voz se apagó y después de un momento sonrió de nuevo a Rebeca y le preguntó: – ¿y qué negocio tiene usted con mi marido, si no le importa que le pregunte? –. Rebeca decidió contar a Eugenia la historia completa y ver si podía hablar ella con su marido. ¡Qué suerte haberse encontrado a la mejor persona para poder acercarse al Gobernador! – Mi... – se detuvo un segundo para pensar cómo hacer referencia a Josie. Amiga no lo cumplía por completo. – Mi pareja está en la cárcel. Se supone que el juez de la región va a ir la semana que viene y decidirá si la traslada de estado para enfrentar un juicio por asalto al tren, entre otras cosas. Pero ella no ha cometido todos los crímenes de la que la acusan, no ha matado nunca a nadie que no necesitara matar, le dio el dinero a los Cherokees y... –. El rostro de Eugenia se encendió y sus ojos se fueron abriendo según escuchaba a la joven abogar por su pareja. En el momento que escuchó la palabra Cherokee la mesa que estaba frente a ella se había desvanecido y se encontró de vuelta en aquel granero junto a su mejor amiga mientras las balas volaban por el aire a su al rededor. – Eugenia, ¿está bien? –. La voz de Rebeca atravesó su trance y la trajo de vuelta a la realidad. La joven estaba sosteniendo su mano y frotaba ligeramente su muñeca. – Parecía que se fuera a desmayar en cualquier momento. – No, estoy bien. Rebeca, tu pareja... ¿cómo se llama? – Josie Hunter –. Eugenia se reclinó en su silla y cerró los ojos. Se quedó en silencio, tomando aire profundamente y expulsándolo antes de abrirlos de nuevo y enfrentar una vez más a su joven compañera. – La conoces –.No era una pregunta. Eugenia asintió. Josie nunca había mencionado a Eugenia cuando hablaba de su pasado, pero era bastante cerrada en cuanto a su vida anterior a conocerse. De repente supo de qué le resultaba familiar esa mujer, Josie se la había descrito a la perfección. Era quien con sus danzantes ojos verdes y su contagiosa sonrisa había capturado el corazón adolescente de Josie. Aunque el pensamiento de su mente le parecía imposible, las palabras salieron solas de su boca. – Eres Genie – dijo simplemente.

– Sí. Se quedó mirando a Genie con su mente mucho más rápida que su capacidad de poner palabras juntas de manera racional. Finalmente llegó a balbucear: – Pero... ¡le dijeron que estabas muerta! Un pequeño sollozo se escapó de los labios de Genie antes de que pudiera detenerlo y una lágrima comenzó a recorrer su mejilla. – Me dijeron que también estaba muerta, pero no hasta muchos meses después de haberme recuperado de la herida de la bala. Así que por eso ella... Nunca entendí por qué no había hecho el intento de ponerse en contacto conmigo –. Se limpió la lágrima de la cara con el pañuelo que sostenía y sus dedos comenzaron a girarlo hasta casi hacer de él un nudo completo. Pareció no darse cuenta siquiera cuando sus manos se pusieron blancas del esfuerzo y no fue hasta que Rebeca se acercó y tocó ligeramente su mano que se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Sonrió a Rebeca y continuó. – Le dije a mi padre lo que había sucedido realmente aquella noche y él me dijo que se había ido. Creo que tenía miedo de que tuviera una recaída si me decía la verdad y después... bueno, después creo que él no quiso hacerme ver lo cobarde que fue. De todos modos, me aseguré de que su nombre quedara limpio y arrestaron al hombre que era el verdadero responsable de los robos. Estaba segura de que ella lo leería en los periódicos y volvería. Hasta que uno de los hombres del rancho me dijo finalmente que ellos – incluido mi padre – habían colgado a Josie. Las lágrimas corrían de nuevo por su cara mientras revivía el horror de aquella noche en la que supo la verdad. Se cegó tanto por la ira que cogió una pistola de la colección de sus padres, irrumpió en el granero donde él estaba trabajando, apunto a la cabeza y apretó el gatillo. Hubo un clic hueco cuando el martillo de la pistola caía ante la vacía cámara de las balas. Antes de que pudiera intentar disparar de nuevo el arma fue arrancada de su mano por uno de los hombres que trabajaban con su padre. Sin decir nada se volvió a la granja y huyó, yendo directamente a su habitación para recoger su ropa. Se negó a hablar con su padre cuando él golpeó su puerta. Él le pidió que le explicara qué había pasado, pero ella no le dijo nada hasta tener su equipaje en la mano, lista para irse. Abrió la puerta para ver el rostro sorprendido mientras sus ojos observaban cómo ella se había

preparado obviamente para marchar. – Sé lo que hiciste – le dijo entre dientes, con la mandíbula apretada. – Genie, yo... – ¡No intentes negarlo! Tenías que saber que ella sólo estaba tratando de ayudarme a coger a los ladrones. Era mi mejor amiga en todo el mundo... nunca jamás hubiera hecho nada que pudiera hacerme daño. ¡Y no era una ladrona! La mataste porque era india. Era la persona más decente que he conocido. Estoy hasta pensando en decírselo al sheriff... – No te precipites, cariño, déjame exp... Ella lo interrumpió y pasó por delante. – Me voy. Me quedaré con la tía Stell hasta el otoño y después pagarás para que me vaya a una escuela al este. Y si no vuelvo a verte será incluso pronto para mí. Genie tomó un nuevo sorbo del ya frío café. Empujó la taza a un lado, tomó aire y continuó. – Conocí a Williams cuando estuve en Vassar. Él era un joven brillante lleno de ambiciones y yo sabía que iba a tener éxito. Nunca hubo... un gran romance entre nosotros, pero él me amaba y al menos estaba dispuesto a casarse conmigo a pesar de no tener una dote que me negué a pedir a mi padre. Fue después de casarnos que leí que Josie había sido arrestada por el robo de un tren. Le dije a William que me iba a visitar a un primo enfermo en Pennsylvania y en realidad me fui a ver a Josie a la cárcel. Cuando llegué allí ella ya había escapado y jamás fui capaz de seguir su rastro. Siempre pensé que... que si pudiera encontrarla y decirle que ya no era buscada por lo que pasó en el rancho de mi padre, sería capaz de alejarla del camino que había decidido tomar. Me culpé de su vuelta a una vida de forajida. Si no la hubiera convencido para intentar de luchar contra ese grupo de asesinos... – No te culpes, Genie. Ella se lanzó a lo de los trenes por lo que le hicieron a su padre y a su familia, no por lo que te sucedió. No hubieras podido hacer nada al respecto. – Podría haber hablado con ella. Me hubiera escuchado; creía en mí. – Ella te amaba –. El corazón de Rebeca dio un vuelco en su pecho mientras las palabras salían de sus labios. Por primera vez realmente se dio cuenta que la mujer sentada ante sí era el primer amor verdadero de

Josie. Los celos que había superado con éxito al creer que Genie estaba muerta reaparecieron y la cogieron con la guardia baja. Tuvo que obligarse a no callarse las siguientes palabras: – Nunca dejó de amarte. La expresión de Genie pasó del dolor pasado que ya no podía afectarla a la determinación de un futuro en el que ella podría hacer algo. No se dio cuenta de la amargura de la voz de Rebeca, o si lo hizo no dio muestras de ello. – Sigue siendo la mejor amiga que he tenido – dijo Genie sinceramente – y te prometo que voy a ayudarte a convencer a mi marido de que no la trasladen a otro estado –. El reloj del ayuntamiento anunció las once. La ceremonia comenzaba exactamente a mediodía. – Tenemos una hora para afrontar la situación actual y tan pronto como William acabe el discurso te lo presentaré –. Se acercó y le dio unas palmaditas a Rebeca en la mano, sonriendo. – No te preocupes, Rebeca. No pienso dejar que esta vez le pase algo.

* * *

Rebeca y Genie se separaron media hora más tarde para que Genie pudiera refrescarse antes de tomar asiento en la plataforma junto a su marido. Rebeca fue a la oficina de telégrafos para enviar un telegrama a John y hacerle saber que había tenido éxito en la misión que la había llevado allí. El hecho de que aún no hubiera hablado con el Gobernador no la preocupaba. No tenía duda de que Genie sería capaz de conseguir el perdón para Josie si tenía a su marido la mitad de cogido que había tenido a Josie. Espero en la oficina directamente a una respuesta de su telegrama que decía: JOHN: GOBERNADOR ENCONTRADO. STOP. DILE A JOSIE QUE NO SE PREOCUPE. STOP. ¿EN TRES DÍAS ESTARÍA BIEN? STOP. ESPERANDO RESPUESTA. STOP. FIRMADO: REBECA CAMERON

El reloj dio las doce y Rebeca estaba a punto de salir por la puerta cuando la máquina comenzó a traquetear y el empleado la llamó para que se detuviera. Emocionada, se apresuró a volver a la mesa mientras recibía el resto del mensaje y el empleado le entregaba el pedazo de papel. REBECA: EL JUEZ LLEGA ANTES. STOP. TRES DÍAS PUEDE SER DEMASIADO TARDE. STOP. HAZ QUE EL GOBERNADOR MANDE SU DECISIÓN AL JUEZ. STOP URGENTEMENTE. STOP. FIRMADO: JOHN KENWOOD Rebeca tuvo que leer el mensaje dos veces antes de entender lo profundamente malo que era. El papel revoloteó de sus dedos mientras corría hacia la puerta y la cruzaba consciente de que era más importante que nunca hablar con el Gobernador.

* * *

El sol de la mañana entraba por entre los barrotes de la celda en la que se encontraba Josie. Mientras apoyaba las piernas en el borde del camastro, sus ojos se volvieron hacia los trozos de papel tirados la noche anterior en el suelo. Uno de ellos decía que la agenda del juez Fellowes había cambiado y que haría parada en Tahlequah posiblemente al día siguiente. El otro era de Rebeca diciendo que había encontrado al Gobernador y que Josie no se preocupara. John le había prometido que intentaría hacer todo lo posible para retrasar el procedimiento lo máximo posible para que Rebeca pudiera volver con algo escrito de la propia mano del Gobernador diciendo que Josie no debía ser extraditada. O mejor aún, que viniera el propio Gobernador. Hizo una pausa en sus pensamientos y se reprendió a sí misma. Según John, el juez Fellowes era conocido por ser un hombre tozudo como una mula y era probable que no aceptara menos que un cara a cara con el Gobernador antes de admitir que su autoridad podía ser anulada. Y que él decidiría rápidamente a favor de que la trasladaran a otro estado y preparar lo necesario para su traslado era algo inevitable, en opinión de John.

El sonido de la puerta que daba entrada a las celdas abriéndose y cerrándose resonó en la pequeña celda en la que estaba confinada, y unos pasos se acercaron por el pasillo. Tuvo que sonreír: el sheriff había una buena cantidad de ruido antes de entrar para dar tiempo a su prisionera a “ponerse decente” en caso de estar usando el orinal. – ¿Estás despierta, Josie? – preguntó antes de aparecer. – Sí – gruñó ella. – Yo y toda persona alrededor de una milla con el ruido que haces. – Lo siento – murmuró él. – Pensé que te gustaría ver esto –. Se puso en pie delante de la puerta con otro telegrama en su mano. Por la expresión de su rostro supo que no eran buenas noticias. Tomó el papel de su mano y le echó un vistazo, tras lo cual lo dejó caer al piso con el resto. El juez llegaría esa misma tarde y quería llevar a cabo la audiencia de manera inmediata. – ¿Nada de Rebeca o del Gobernador? Él negó con la cabeza. – No, pero me enteré que en la escuela están organizando un concurso para esta tarde. Como usamos la escuela como palacio de justicia, la audiencia no se podrá hacer allí. Eso nos da un día más. – Es posponer lo inevitable, John. Mañana es sábado, lo que significa que no hay escuela y que no habrá ningún conflicto con la audiencia. Rebeca no puede estar aquí antes del domingo y para entonces ya estaré metida en un tren en dirección este.

* * *

Rebeca miró por la ventana de la diligencia, donde un remolino de polvo reunía las hojas y los trozos sueltos de plantas rodantes sólo para dispersarlas de nuevo mientras seguía su camino. Desde que Josie había sido encarcelada, se sentía tan dispersa como esas plantas. Bajó la persiana una vez más y se sentó en su asiento. Frente a ella, Genie estaba sentada con la cabeza apoyada en el respaldo, con los ojos cerrados. Poco antes había estado tejiendo mientras ambas mujeres estaban sentadas en silencio, pero el balanceo aparentemente la había llevado

a dormitar. Rebeca tuvo la oportunidad de estudiar a Genie mientras dormía. Era fácil ver porqué Josie se había enamorado de ella. De hecho, era más guapa de lo que Josie le había descrito. Las emociones luchaban dentro de Rebeca. Sabía que Josie se alegraría más allá de las palabras al ver que su amiga había sobrevivido y no mancharía su felicidad. Pero al mismo tiempo no podía dejar de temer que Josie pudiera preferir a esa madura y sofisticada mujer que lo había significado todo para ella. Se sentía como una pueblerina al lado de Genie y deseaba odiarla. Pero cuando la carreta traqueteó de nuevo y Genie despertó, con esos hoyuelos, no pudo evitar quererla. Le devolvió la sonrisa. – Un penique por tus pensamientos – le dijo Genie mientras proseguía con su labor de punto. Sus expertos ojos no dejaron de observar el rostro de Rebeca mientras sus dedos volaban sin dejar caer una puntada. Genie podía decir que había algo que parecía molestar más aún a la joven mujer que la propia situación de Josie, y por las casuales miradas que recibía supuso que tenía que ver con ella. Deseaba que hubiera algo que pudiera decir o hacer para disipar sus temores, pero no quería dar por hecho nada hasta que la propia Rebeca confirmara sus sospechas. – Sería dinero perdido, me temo. Mis pensamientos son un poco... confusos... en este momento. – ¿Puedo ayudarte? –. La mirada de preocupación de su rostro y la sinceridad de su voz atrajeron lágrimas a los ojos de Rebeca. Genie dejó a un lado la labor y se movió de su lado para sentarse al lado de Rebeca, agradecida de que su marido hubiera podido preparar una diligencia privada para ir a la estación del tren. Puso su brazo alrededor de los hombros de Rebeca y suavemente tiró de la cabeza de la joven haciéndola descansar en su hombro. El acto de bondad sólo parecía haber conseguido que las ganas de llorar de Rebeca llegaran con más fuerza y comenzó directamente a sollozar. Genie le acarició la mejilla con la mano libre y besó su cabello suavemente mientras murmuraba: – Shhh... Todo va a salir bien. Llegaremos a tiempo, no te preocupes –. Continuó acariciando la mejilla de Rebeca y abrazándola hasta que el llanto se detuvo y Rebeca se apartó. – Y-yo... no sé qué haría si... si la pierdo.

– No se la van a llevar a ninguna parte, Rebeca. William estará allí tan

pronto como termine lo que tiene que hacer aquí y me ha prometido que no va a permitir que la trasladen antes de que tenga la oportunidad de escuchar su caso él mismo. – Esa no es... la única forma de perderla – dijo Rebeca tan suavemente que apenas la oyó Genie. – La quieres mucho, ¿verdad? –. Rebeca asintió, incapaz de confiar en poder retener las lágrimas si hablaba. Genie tomó la mano de Rebeca entre las suyas acariciándola ligeramente mientras dijo: – Yo también la quiero, Rebeca. Ella fue la primera persona que me hizo creer que podría hacer y ser lo que yo quisiera. Recordar su fuerza es lo que me llevó a hacer las maletas y dejar a mi padre; sabía que Josie hubiera querido que me levantara por mí misma y así lo hice. Cada vez que me he encontrado una situación difícil en mi vida siempre me he preguntado: ¿qué haría Josie en mi lugar? Y creo que tomé buenas decisiones. Casarme con William fue una decisión de la que no estaba muy segura cuando la hice. En mi corazón lloraba por Josie y casi sentí que le era infiel sin siquiera ser consciente de que esa era la sensación. Pero a medida que pasaron los años, llegué a amarlo, más incuso cuando nacieron nuestros hijos. Es un buen hombre y un buen padre. Las niñas le adoran, como yo lo adoro. Nos pertenecemos, Rebeca. Siempre amaré a Josie, pero no de la forma en que tú lo haces. Y si ella te ama la mitad de lo que tú la amas a ella, diría que vosotras también os pertenecéis. – Oh, Genie... tú... No sé qué decir. Gracias. Me siento como una cría, pero no podía... no podía dejar de pensar en cómo se veía cuando hablaba de ti. Te amo más que a cualquier otra cosa en el mundo. Tenía celos sólo de escucharla y ni siquiera sabía que estabas viva. Y entonces te encuentro y pareces la mujer perfecta y... –. Genie echó la cabeza atrás y arrancó a reír. Rio hasta que las lágrimas colmaron sus ojos. – ¿Mujer perfecta? Oh, cariño, estoy tan lejos de ser perfecta que ni lo veo. Pero gracias por el cumplido. Y por la risa. ¡Poco más y me revienta la tripa! –. La risa de Genie era realmente contagiosa y Rebeca se encontró riéndose a su vez. Pronto las dos tenían lágrimas recorriendo sus rostros mientras un fuerte lazo de amistad se soldaba, durando el resto de sus vidas.

* * *

Josie se formó una imagen mental del juez mientras lo escuchaba discutir y gritarse con el sheriff en la oficina de fuera. Lo había vinculado con los típicos calvos de barriga cervecera y bigote caído. Era el tipo de persona que cruza la calle para evitar rozarse con un indio y de los que al verse obligado a tratar con ellos como seres humanos, siempre tendría la nariz hacia arriba, como actitud de superioridad. Había conocido a docenas de tipos como él en su vida; el padre de Genie era un claro ejemplo. Lo peor de todo ello es que esos pequeños tiranos tendían a alcanzar posiciones de autoridad desde las que imponer su voluntad sobre aquellas personas cuyo único delito era no tener piel blanca. – Y yo no entiendo por qué no le dijiste a la maestra que cancelara el puñetero recital cuando sabía que debía irme el domingo – atronó el juez. – No es un recital. Es el Festival del Otoño y los niños lo han estado esperando desde el comienzo de la escuela. Además el telegrama del Gobernador dice que se supone que no debemos... – ¡Al diablo ese telegrama, hombre! Por lo que sé fue enviado por la amiga de esa medio mestiza –. El telegrama del Gobernador había llegado apenas quince minutos antes de que apareciera el propio juez. Decía que debía tomarse ninguna acción en el caso de Josie Hunter y que él mismo lo revisaría a su llegada el domingo o el lunes. El juez había planificado estar en marcha a su siguiente cita el domingo y la idea de encontrarse retenido por la novia o lo que fuese de esa india le revolvía el estómago. Él realmente creía que el telegrama lo había mandado el propio William Howe, tal y como el sheriff había dicho, pero se negaba a admitirlo. Y desde que había tomado el cable de manos del sheriff, era su palabra contra la de la mestiza el que así fuera. Con suerte podría estar fuera antes de que llegara el Gobernador, después de asegurarse de que Josie Hunter se encontrara en ese mismo tren dirección este. – Tú asegúrate de tener la escuela preparada a las nueve de la mañana en punto y el primer caso que trataré será precisamente el de Josie Hunter. Josie escuchó el portazo seguido de los pasos de John acercándose a su celda. Ni siquiera se molestó en hacer los acostumbrados ruidos para avisarle de su presencia, seguramente no se habría perdido el fuerte intercambio de impresiones entre él y el juez salvo que estuviera sorda como una tapia. Efectivamente allí estaba en pie apoyada en los barrotes, con una máscara ilegible en su rostro.

– ¿Lo has oído? –. Ella asintió con la cabeza. – Se considera el rey del reino, sin duda. – Lo sé. John, no parece que la caballería vaya a llegar justo en el último momento, así que creo que mejor pensamos algún plan alternativo –. Hizo una pausa, le miró a los ojos por un momento y continuó. – Eso si aún quieres impedir que mi cuello penda de una cuerda. – Siempre y cuando sea dentro de la ley, estoy en ello – respondió enfáticamente. – Bueno, entonces pongamos en marcha nuestras cabezas, a ver si llegamos a algo.

* * *

En su sueño ella estaba de pie bajo la lluvia mirando cómo un grupo de hombres construían la horca de la que ella debería colgar. No estaba atada ni sujeta por nada, pero sabía que escapar no tendría ningún sentido. En la parte superior de la plataforma, un hombre calvo y corpulento tiró de una palanca liberando la puerta-trampa, dejando que un gran saco de grano cayera por la abertura y se abriera por el extremo en el que la cuerda lo sujetaba, crujiendo con fuerza mientras el viento lo balanceaba. El hombre calvo se volvía hacia ella con ojos malévolos, diciendo: – Está casi todo listo para ti, mestiza –. No lo había visto en años, pero no tenía dudas de quién era él. El padre de Genie. – Sólo estaba intentando ayudar – protestó ella, sabiendo que no la iba a escuchar. Nunca la había escuchado. El hombre la miró a los ojos y a alguien más que ella no llegaba a distinguir entre la lluvia, haciéndole una seña para que se acercara a la plataforma. – Ella va a colgar por lo que te hizo – le dijo a la distante figura. – Ven a verlo. Según la figura se acercaba, pudo decir que era una mujer, pero vestía una pesada capa con capucha y su rostro estaba completamente oscurecido. En lugar de acercarse a la plataforma, la mujer se volvió y caminó hacia Josie, y cuanto más se acercaba a ella más familiar le resultaba. Una vez situada al alcance de Josie se detuvo y se desprendió de la capucha que la cubría. Unos rizos marrones claros cayeron de debajo de la capucha y los verdes ojos mostraron una leve

arruga mientras sonreía a la forajida. – Josie – dijo la mujer en voz baja mientras alargaba la mano. – Genie – respondió ella con voz trémula. Extendió su propia mano viendo sólo el paisaje y una preciosa visión en su interior que se disolvió hasta volver a ser de nuevo las paredes sucias de piedra de la celda. El sonido de la lluvia persistía aun cuando su sueño se había desvanecido y se dio cuenta de que la lluvia de su mente se había convertido en real, incluso parecía que la Genie que había evocado de su pasado lo era. La voz le había parecido tan real que no podía evitar tener la sensación de que si hubiera podido mantenerse unos segundos más en el sueño hubiera sido capaz de tocarla. – Estoy aquí, Josie. Josie se movió frenéticamente en el camastro y vio a una mujer de pie más allá de los barrotes de su celda. Llevaba una capa con capucha igual a la de su sueño y su rostro estaba igualmente oscurecido por ella, pero no había duda de que la voz era cantarina. Pero eso era imposible. Realmente debía estar aún dormida, aunque juraría que estaba despierta. Sacó las piernas del catre y se puso en pie, recorriendo la distancia que en pocos pasos la llevaba cerca de los barrotes y del fantasma que la esperaba al otro lado. No tenía ninguna prisa en despertar de ese sueño. – No he cenado, así que no puedo haberme indigestado con la carne. Genie rio mientras se retiraba la capucha. – Tal vez es un cuento de Navidad – dijo mientras se quitaba la capa y la colgaba de su brazo. – Nos turnamos leyendo aquel libro, ¿recuerdas? Tu acento inglés es terrible. – Y el tuyo era... –. La voz de Josie se apagó y sus ojos se abrieron de golpe. Estudió el rostro de la mujer que tenía frente a sí y realmente era Genie, si ella hubiera vivido. – Tú... tú eres... Estoy soñando, ¿verdad? – No – respondió ella negando con la cabeza y con el rostro enmarcado en su sonrisa. – ¡GENIE! – gritó Josie, atravesando los barrotes hasta alcanzar los hombros de la mujer. Salió todo lo que pudo más allá de los hierros y la atrajo hacia sí. Cuando se dio cuenta de que probablemente la estaba

aplastando la soltó y colocó ambas manos a los lados de su cara. Sin siquiera pensar acercó su cara y la besó en los labios suavemente. – Oh, Genie, ¡te he echado tanto de menos! –. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, corriendo sin control por sus mejillas. Genie sacó un pañuelo de su bolsillo y le limpió las lágrimas con suavidad. – Cuando me dijeron que estabas muerta quise morir. Casi abandoné mi lucha estando colgada de aquella cuerda, pero siempre supe que querrías que viviera y luché para soltarme. No puedo creer que estés realmente aquí. Y cómo... ¿cómo me has encontrado? Rebeca observaba el encuentro desde la puerta que daba a las celdas. Quería darles un poco de tiempo a solas, a pesar de ansiar tirarse a los brazos de Josie y hacerle olvidar que no había nadie más en el mundo que ellas. Ver a Josie besar a Genie era una de las cosas más duras que jamás le había tocado vivir, pero recordó lo que Genie le había dicho y forzó una sonrisa mientras entraba en la habitación. – La encontré. Josie, te presento Miss Howe, esposa del Gobernador de Oklahoma. Josie se volvió hacia la voz que tan bien conocía y su sonrisa apartó toda duda de la mente de Rebeca. Podía amar a Genie, pero su corazón le pertenecía. Josie se acercó por los barrotes y le dijo con voz ronca: – Ven aquí. Rebeca cogió los dedos de Josie y la forajida la acercó hacia las barras de hierro. Cuando su rostro estuvo a su alcance, Josie puso una mano tras su nuca y tiró de la joven para besarla. El beso que le dio hizo que el que había dado a Genie pareciera el clásico que se da a una tía abuela de visita. Tras varios momentos, Genie se aclaró la garganta y las amantes se separaron de mala gana. – Odio... interrumpir, pero las nueve están al caer y creo que tenemos que planificar nuestra estrategia. – Al diablo con eso – contestó Josie. – Quiero saber todo lo que te ha pasado –. Alzó la voz y llamó a la oficina de fuera. – John, ¿hay algunas sillas para mis invitadas? Debemos acomodarnos, señoras. Va a ser una noche muy larga.

* * *

El juez estaba acabando su tercer whisky y casi con él su noche cuando un granjero se acercó a su mesa. El hombre parecía haber tomado más que su propia cantidad de licor, y el juez estaba a punto de espantar al hombre cual si fuera una mosca cuando el granjero habló. – Perd-don, señor. El barnrman madixxo que usted es el juez que va a decid-dir si se le mand-da a Josie Hunter a otrtro estado. ¿Cierto? – Cierto – admitió el juez. No tenía sentido admitir que el Gobernador le había quitado esa decisión de sus manos. Si pudiera conseguir que esa mestiza estuviera fuera de la ciudad antes de que el Gobernador llegara, ya se ocuparía de las consecuencias de su acción más adelante. – ¿Por qué me lo pregunta? Sin esperar invitación alguna, Caleb sacó una silla y se sentó frente al juez. – Bueno, señor... mi hijjja ha caído bajo el hechiz-zo de ese diablo y la única forma de alej-jarlas es asegurars-se de que esa perra está firmemente enc-cerrada. Quiero decir, hasta que la cuelguen. Soy yo quien le dij-jo al alguac-cil que vendría a la ciudad y quien consigui-guió arrestarla, así que c-creo que la recompensa es m-mía –. Le tendió una mano que el juez estrechó de maña gana. Parecía que ese hombre no se había bañado en meses. – Me llamo Caleb Cameron. – Suena a que tenemos un objetivo común, señor Cameron. No me gustan los indios, incluso los que se denominan “pacifistas”. Y ésta es cualquier cosa menos pacífica –. El juez retorció los mechones de su largo bigote mientras pensaba cómo podría utilizar a este hombre en su favor. – Imagine que su hija fue la que Josie envió para encontrar al Gobernador y tratar de pasar por encima de mi ley. Si ella aparece en la ciudad antes de tener la oportunidad de dar mi veredicto, habrá que hacerla desaparecer de la foto. – No hay problema. Según tengo entendido no necesito quedarme para recoger mi recompensa, así que simplemente agarraré a la chica y me la llevaré de cabeza a su casa. – Haga usted eso, señor Cameron. Yo me encargo de Josie Hunter.

* * *

Cuando Rebeca despertó y encontró su cuerpo apoyado contra un cuerpo de forma femenina rodeándola, de manera instintiva suavemente se acurrucó aún más cerca, envolviendo con el brazo su cintura mientras atraía hacia sí la forma. Su nariz estaba enterrada en los fragantes rizos de su pelo... y sus ojos se abrieron de golpe cuando se dio cuenta de que el olor no era el de Josie, sino el de Genie. Cuando habían salido de la cárcel durante las últimas horas de la noche sólo quedaba una habitación libre en la taberna, así que habían tenido que compartirla. Deseando que la otra mujer aún estuviera bien dormida, gentilmente giró su cuerpo a un lado de la cama y dejó caer sus pies al suelo. Se vistió tan silenciosamente como le fue posible y tras dejar una nota a Genie avisándola de que ya había ido a la cárcel, salió de la habitación. Cuando entró en la oficina John estaba hablando con otros dos hombres en un idioma que no supo comprender. Por su aspecto y la lengua, asumió que eran Cherokees. Sonrió a modo de saludo y se sentó en una silla esperando a que John terminara para que le abriera la puerta de acceso a las celdas. – Sírvase un café, señorita Rebeca – le dijo John echando una mirada a una olla que se encontraba sobre la estufa de hierro. – Tardo sólo unos minutos –. Agradecida Rebeca se sirvió una taza que sostuvo en sus manos para alejar el frío de la mañana de ellas. La lluvia finalmente había cesado en algún momento durante la noche, pero la temperatura era insoportablemente fría. Se puso en pie junto a la estufa disfrutando del calor que salía de ella. John debía de haber llegado a la oficina antes del amanecer para conseguir encender la estufa y que calentara el ambiente tanto como lo estaba en esos momentos. Posiblemente ni hubiera regresado a casa tras asegurarse que ambas mujeres llegaban bien a la taberna, y había regresado directamente a la oficina. Agradeció de nuevo la bondad de ese amable hombre, sin el que no hubiera tenido opción alguna de sacar a Josie de todo este lío. Después de que los dos hombres se fueran, John se acercó a ella hasta la estufa y volvió a rellenar su taza de café.

– No se preocupe, señorita Rebeca – dijo con confianza. – Tengo la sensación de que las cosas van a salir bien.

Rebeca colocó la mano en su antebrazo y apretó suavemente. – Gracias por todo, John. No sé qué hubiera hecho sin su ayuda. Si hay algo que Josie o yo podamos hacer por ti, dínoslo. Él pareció levemente avergonzado cuando ella se inclinó en le dio un beso en la mejilla, dejando sus ojos clavados al suelo. Rebeca se sirvió una segunda taza de café para llevársela a Josie y comenzó a caminar hacia las celdas cuando la voz de John la detuvo. – Señorita Rebeca, me pregunto si consideraría... es decir, cuando todo esto termine... ¿me permitiría poder cortejarla? Rebeca no se podía creer no haberlo visto venir. Su preocupación por los problemas de Josie no le había dejado ver una expresión en el rostro del joven que ahora se le hacía evidente. John era un hombre tan dulce y amable que no podía soportar la idea de hacerle daño. – Oh, John... es usted muy dulce y me siento honrada de que quiera cortejarme. Pero no estoy... no tengo la libertad de ver a otras personas. Mi corazón ya está comprometido. Se había sentido tan confortable con esa joven y le había dolido tanto por ella cuando su padre había remarcado que ella estaba embaucada porque la forajida la tenía atrapada en sus redes, que había supuesto que no había ningún hombre en su vida, cosa que parecía ser un error por su parte. – Lo siento, no me había dado cuenta. Yo... nunca mencionó que tuviera novio, así que... – Eso es porque no lo tengo –. Ella le miró y dijo enfáticamente – tengo pareja. John frunció levemente el ceño por un momento mientras consideraba las palabras tras lo que su rostro mostró un signo de comprensión. – Oh, ¡por supuesto! Debería haberme dado cuenta. No he sido muy espabilado, lo reconozco. – No digas eso de ti mismo. Si estuviera abierta al mercado de los hombres, tú serías exactamente el tipo de hombre por el que me sentiría interesada. Y estoy segura de que hay un montón de mujeres ahí fuera que estarían más que orgullosas de caminar de tu brazo. Él simplemente asintió con la cabeza, se volvió hacia la puerta de las celdas y la abrió, apartándose para dejarla pasar.

– Voy a ver si puedo conseguir algún tipo de desayuno para la señorita Josie. ¿Quiere que le traiga algo? – No tengo mucha hambre – dijo, sorprendiéndose ante la veracidad de sus palabras. Resultaba extraño que estuviera tan nerviosa que no pudiera pensar en comer, pero la comparecencia que tenían ante el tribunal había hecho que su estómago sólo fuera un nudo bien apretado. – Mi ayudante no vendrá hasta dentro de una hora o algo más. Le estaría muy agradecido si me viniera a buscar a Rudy's en caso de que suceda algo. – Por supuesto. Gracias de nuevo, John.

43. Secuestro

C

aleb vio cómo el sheriff caminaba por la calle y entraba en el pequeño restaurante. Había visto también a Rebeca llegar a la oficina unos veinte minutos antes y al de poco tiempo había visto dos indios salir de ella. Estaba casi seguro de que no quedaba nadie dentro salvo su hija y la mestiza y ésta estaba encerrada. Supuso que no tenía mucho tiempo antes de que el sheriff volviera, así que si iba a actuar debía hacerlo ahora. No conseguiría sacar a Rebeca de la ciudad hasta que saliera el tren de la tarde, pero había observado una casa abandonada que estaba al límite de la ciudad donde podría esconderse hasta la hora de la salida. Una sonrisa se extendió por su rostro mientras cruzaba rápidamente la calle y atravesaba la puerta tras la cual le esperaba su recompensa.

* * *

– Parece que John ha vuelto – dijo Josie al oír la puerta del exterior. – No ha tenido tiempo suficiente para conseguir el desayuno. ¿Pasará algo? Iré a ver –. Estaba sentada en un taburete en el exterior de la celda de Josie; se levantó y caminó hacia la puerta. Josie escuchó el sonido de las pisadas de la otra habitación y frunció el ceño. No sonaba a los pasos de John. – Espera un minuto, Rebeca. No salgas... – comenzó, pero Rebeca ya salía por la puerta. Josie oyó un grito ahogado y el sonido de la taza de café de Rebeca cayendo al suelo. – Rebeca... –. Su corazón se encogió en su pecho mientras escuchaba el sonido de una pelea. Agarró los barrotes y gritó con toda la fuerza de sus pulmones: – ¡¡Rebeca!! –. Pero las pisadas se dirigían ya hacia la puerta de la entrada de la oficina. Oyó una puerta abrirse de golpe y cerrarse, quedándose todo en silencio.

* * *

Cuando John regresó quince minutos más tarde fue recibido por el sonido de Josie golpeando con fuerza los barrotes de su celda con una taza de hojalata proveniente de su café. – ¡Tranquila! Ya tengo tu desayuno – dijo él con una sonrisa. Fue entonces cuando vio la otra taza tirada en el suelo sobre un charco de café. Lanzó el plato de comida encima de la mesa, sacó su arma y corrió hacia las celdas. Aparte de los borrachos de la celda contigua a la de Josie que no se habían movido ni un ápice en toda la mañana a pesar del estruendo, sólo Josie se encontraba allí. – ¡John, han secuestrado a Rebeca! - ¿Quién la tiene? - preguntó él, acomodando de nuevo la pistola en su funda. – No lo sé, no lo vi, pero había sólo huellas de una persona. – Casi seguro su padre. – Por supuesto – dijo ella golpeando su puño contra la pared. – Con todo lo que ha pasado casi me había olvidado de él. John, tienes que dejar que vaya tras él. – Sabes que no puedo hacer eso, señorita Josie. Iré yo por él –. Ella negó con fuerza. – Dijiste que tenías que dejar la escuela preparada antes de que comience el juicio, John. Déjame ir tras él. Puedo rastrearle y salvarla, y estar aquí a las nueve. Por favor. Te prometo que no voy a huir... Sólo necesito asegurarme de que ella está bien antes de ir ante el tribunal. – No debería hacer lo que voy a hacer – murmuró John mientras sacaba la anilla de la llave de su cinturón y se dirigía a su celda. – Voy a perder mi trabajo, o peor, si no te presentas a las nueve, señorita Josie –. Abrió la puerta y ella saltó de ella como el gato que es liberado de una jaula. Se detuvo el tiempo suficiente para agarrar su mano y sacudirla unas cuantas veces. – Te doy mi palabra, John, estaré a las nueve. Esperaré fuera mientras Rebeca entra a buscarte y actuaremos como si me hubieras sacado de la cárcel.

– Prométeme que no lo vas a matar.

– No lo haré – dijo por encima de su hombro mientras salía por la puerta. Y murmuró para sí – pero por el infierno que deseará estar muerto cuando haya acabado con él.

* * *

Ni un niño hubiera tenido dificultades en seguir el rastro de ambas personas desde la cárcel hasta una cabaña medio derruida de las afueras de la ciudad. Era evidente que ella se había resistido durante todo el camino y muy a menudo se podían ver las desiguales marcas de los talones de Rebeca siendo arrastrados por la fuerza. La ira de Josie creció a cada paso y se alegró de no tener una pistola en la mano o realmente le hubiera resultado difícil mantener su promesa. No había ninguna ventana en la cabaña, pero una abertura en una de las ventanas estaba cubierta por una vieja tela, así que aunque no pudiera ver qué sucedía en el interior podría escuchar cada sonido. Se agachó silenciosamente desde el exterior tratando de averiguar desde qué parte de la sala provenían las voces y así decidir si ir por la puerta o por la abertura de la ventana. –… sabía que estarías preparando algo con ese maldito Sheriff y no voy a correr el riesgo de que hagas algo para soltar a esa perra. Me importa una mierda lo que hagas después de que ella salga del estado y yo tenga mi dinero. ¡Deja de moverte de una vez y mantén las manos en la espalda! – Padre, por favor, no haga esto. Si es por el dinero, puedo conseguir lo suficiente para igualar la recompensa o incluso más si nos dejas en paz. La matarán si la llevan de aquí y no se lo merece... – Se merece todos los malditos castigos que caigan sobre ella, ¡y mucho más! Es una ladrona, asesina y profanadora de inocentes jóvenes. Y tú... –. Su voz estaba repleta de veneno mientras hablaba y Josie se tuvo que obligar a quedarse donde se encontraba, deseando ir a por él y estrangularlo hasta la muerte. – Tú eres la desgracia de nuestra familia y una abominación a los ojos del Señor. Seguramente la habrás incitado para que esos pobres estúpidos fueran asesinados por ella cerca de casa.

Oh, sí, han encontrado sus cuerpos. Supuse que tu... novia... lo hizo por los caballos y el dinero de sus bolsillos. – Estaban intentando violarme. – La voz de Rebeca era un silbido. Era evidente que ya no creía en poder razonar con aquel hombre y no se guardó nada para sí. – Es mejor que un grupo de hombres me violen que tener una mujer que me ame, ¿verdad? ¿Qué clase de padre...? – ¡Yo no soy tu padre! – dijo interrumpiéndola. – Tu madre tuvo una aventura con el profesor de música antes de que él se fuera de la ciudad. Puede que no sea el hombre más inteligente del mundo, pero sé contar hasta nueve... y te aseguro que yo no estaba allí cuando se quedó embarazada de ti. Me lo confesó cuando eras una cría, después de que... Da igual, no importa, yo no soy tu padre. Y ya que no somos de la misma sangre no estaría mal que me dieras a probar eso que le has estado dando a esa india, ¿verdad? Eso fue demasiado para Josie. Rápidamente se alejó dos pasos de la cabaña, se volvió y se lanzó contra la ventana, abriendo a la par los brazos como quien se lanza al agua. La tela se liberó de la ventana y aterrizó sobre Caleb que comenzaba a preguntarse de qué iba todo ese jaleo. Un momento después, Josie aterrizó encima de él, impulsándolo contra la pared del fondo con un fuerte golpe. Él perdió el aire y cayó lentamente al suelo sin saber aún qué le había golpeado. Ella le dio una patada en la entrepierna para mantenerlo abajo, haciendo que gritara cual cerdo siendo sacrificado. Josie le quitó la tela que cubría su cabeza lo suficiente para asegurarse de que realmente estaba fuera de combate y tras comprobar satisfecha que durante un tiempo no se iría a ninguna parte, se volvió hacia Rebeca, que estaba atada a una silla. – Josie, gracias a Dios. ¿Cómo has...? – No hay tiempo para explicaciones. Tenemos que coger a tu pad..., digo, a ese – dijo con una burlona sonrisa, – atarlo y amordazarlo antes de que se recupere. Ha ido tan rápido que ni sabe que he sido yo quien se ha encargado de él. – Sus manos trabajaban en los nudos de los tobillos de Rebeca mientras hablaba y tan pronto como ella fue libre comenzó a sujetar los pies de Caleb. – Ata el pañuelo a rededor de su boca y ayúdame a atarle las manos y los pies juntos. Rebeca hizo lo que le pedía y en pocos minutos se encontró acostado sobre un costado con las manos y los pies atados a la espalda. No podría hacer más que girar sobre su propia barriga. Josie le cubrió de nuevo con

la tela para que si alguien miraba por casualidad a través de la ventana no viera más que un montón de la misma en una esquina. Tomó la mano de Rebeca y tiró de ella para darle un rápido beso. – Sígueme – dijo Josie cogiendo la mano de Rebeca una vez más y guiándola fuera de la cabaña. Rodeó los edificios de la ciudad por detrás cuando llegaron a ella hasta que estuvo detrás de la iglesia, el edifico más cercano a la escuela. Se agachó detrás de un arbusto y le susurró a Rebeca – Ve a decirle a John donde estoy. Debería estar ahí esperándote. Date prisa, son casi las nueve. – Josie, ¿por qué lo haces? Eres libre, puedes huir. Puedo encontrarme de nuevo contigo en algún sitio... – No. No quiero huir más. Se lo prometí a John y lo voy a mantener. Vete... por favor. Te veré dentro. Te quiero. – Yo también te quiero. – Se agachó y besó la cabeza de Josie. Después se marchó sin mirar atrás.

* * *

Rebeca se abrió paso a través de la gente por entre las escaleras de la escuela. Parte de las personas la miraban preguntándose porqué ella pensaba que podría entrar en el edificio, pero cuidadosamente evitó mirar cara alguna y simplemente siguió adelante. Cada asiento de la escuela estaba ocupado y la gente estaba apoyada contra las paredes y los casilleros. Los que no habían tenido la suerte de encontrar un hueco en la pared se habían sentado en los escalones del pequeño edificio o estaban reunidos en pequeños grupos al rededor del mismo. John estaba junto a la puerta, buscando con fijeza a Rebeca. La última vez que había mirado el reloj faltaban diez minutos para las nueve, y con cada minuto que pasaba su nivel de ansiedad se elevaba hasta sentir que terminaría por derrumbarse de pura preocupación. Ver a la pequeña rubia abriéndose paso por las escaleras le animó y salió a buscarla.

– Hay un asiento reservado para usted en la parte de delante, algunos amigos suyos se lo están guardando. Voy ahora a por la prisionera. – Deliberadamente esto último lo dijo lo suficientemente fuerte para que lo oyeran aquellos que estaban cerca de él. — Gracias, Sheriff. El Señor sabe que necesitamos un amigo ahora mismo. — Hizo hincapié en las palabras “Señor” y “amigo”, y dirigió sus ojos hacia la iglesia. John asintió imperceptiblemente para hacerle entender que había entendido el mensaje y salió rápidamente en dirección a la cárcel. Durante el camino pasó junto a la iglesia y tan pronto como se encontró fuera de la vista de la escuela, dobló hacia atrás y bajó por el patio lateral entre los dos edificios, llegando a la parte trasera de la iglesia. Al principio pensó que tal vez había entendido mal el mensaje viendo que no había ni rastro de la proscrita, aunque dijo en voz baja: — Señorita Josie, ¿está por aquí? —. Hubo un crujido por entre los arbustos y la mujer vestida de negro hizo su aparición. Aliviado, se acercó donde ella estaba sacudiéndose las hojas y la suciedad y una sonrisa iluminó su rostro. — No se imagina lo feliz que me hace verla — dijo con sinceridad. — Estabas cavándote en ti mismo desde que has abierto la celda, ¿verdad? —. Su tono era suave, pero el leve rubor que apareció en su rostro le advirtió que había acertado. Rio en voz baja. — Has sido muy bueno con nosotras, John. No hubiera puesto tu trabajo en problemas, incluso aunque hubiéramos tenido la oportunidad de que salir corriendo. Se acabó el huir. De una forma u otra. Él alzo el par de esposas y ella le extendió sus manos. — Lamento tener que hacer esto, señorita Josie —. Los dientes de las esposas encajaron, pero detuvo el apretón cuando aún eran cómodas. — Vamos a ir por la puerta de atrás de la cárcel y salimos por delante — dijo. — Intentemos estar fuera de miradas inoportunas de mientras. — Sin problema. Vamos allá.

44. El dia del juicio

M

ientras Rebeca caminaba por el pasillo central de la escuela podía sentir todos los ojos clavados en su caminar. Mantuvo los ojos en el suelo, sin saber qué tipo de recepción tendría la población. – Esa es su amiga – susurró una voz desde un asiento colocado a su paso. – Por lo visto vino con ella. – Son más que amigas, o eso he oído – dijo una voz masculina entre dientes. – ¿¡Cómo!? – soltó en voz alta una mujer. Algo familiar hizo que Rebeca se volviera. Victoria, Stacey y Elaine estaban allí sentadas juntas y había sido la voz de Victoria la que Rebeca había reconocido. – ¡Victoria! Oh, Dios, ¡me alegro de verte! –. Las mujeres se pusieron en pie y abrazaron a Rebeca una por una. – No podíamos dejar que os enfrentarais a esto solas, ¿no? – dijo Victoria con una sonrisa. – Será mejor que vayas a sentarte. Es casi la hora de que empiece el circo. Hablamos más tarde. Cuando terminó el corto espacio por el pasillo miró a la multitud preguntándose si estarían alguna del resto de las personas que habían sido avisadas por telegrama para que presenciaran el juicio. Vio a Martha Jane quien le guiñó un ojo y gesticuló con un pulgar hacia arriba. A unos pocos asientos de distancia estaba sentado el alcalde de Mason, hablando con Belle Shirley. Y en primera fila, Horacio y Charles estaban sentados a ambos lados de Genie. Cuando llegó a ellos, el trío se movió para dejar espacio a la pequeña rubia. Abrazó rápidamente a Horacio y Charles y se sentó. Abrió la boca para hablar con sus amigos pero antes de que pudiera pronunciar una palabra la sala estalló en susurros, una vez anunciada la presencia de la forajida.

* * *

Josie ignoró las miradas y los susurros y caminó, orgullosa, a través de la sala con la cabeza en alto. Las esposas de sus muñecas no disminuían ni un ápice su porte casi real. El corazón de Rebeca palpitó de amor y orgullo al ver a su hermosa amante atravesar la estancia y tomar asiento en una pequeña mesa frente a la mesa de los profesores que servía en esta ocasión de banco para los jueces. John se sentó junto a ella, y un pequeño hombre con traje y corbata lo hizo al otro lado. Se inclinó y susurró algo a Josie; ella asintió con la cabeza. Ese debía ser el abogado con el que Belle había dicho que se pondría en contacto. Había jurado que si alguien podía sacar a Josie de este lío, ese era Ira Greenspan. Josie se giró levemente en su asiento hasta lograr vez a Rebeca, y le sonrió tranquilizadora. Rebeca murmuró las silenciosas palabras – Te amo – y Josie asintió para mostrar que la había entendido. – ¡Todos en pie! Se abre la sesión del Tribunal del Territorio de Oklahoma. Preside el honorable juez Lucas Fellowes –. Las sillas rasparon el suelo mientras toda la gente se ponía en pie. El juez se dirigió a la parte delantera de la habitación con su secretario tras él. El juez era un hombre de altura imponente, con una espesa mata de pelo gris. Tomó su lugar tras la mesa y se sentó. El empleado se volvió a la gente y dijo – Pueden sentarse –. A la espera de que la algarabía se apagase, Josie estudió al secretario y se dio cuenta de que sus gestos eran un tanto afeminados, al igual que el tono de su voz. Le sorprendería que él no fuera un espíritu afín y le sonrió. Él se sorprendió al recibir un gesto amistoso hacia él, pero recuperó la compostura y le entregó una pila de papeles al juez. – El primer asunto de este tribunal es la extradición de Josephine Hunter, conocida con el nombre proscrito de Josie Hunter – entonó el secretario. – ¿Puede la acusada ponerse en pie? –. Josie y su abogado se pusieron en pie. El juez miró abiertamente a la forajida sin intentar disimular la antipatía que le tenía. – Siéntese – gruñó el juez. – Esto no es un juicio y no hay ninguna razón para que la acusada alegue nada –. Sentándose de nuevo, Josie siguió manteniendo la mirada con el juez hasta que él se vio obligado a mirar a otro lado. – Escucharé los argumentos de la defensa por la que esta persona no debería ser extraditada para que se juzguen sus actos, y según las mismas tomaré una decisión. No hay fiscal, por lo que no es un juicio. Haré las preguntas en nombre del pueblo. ¿Ha quedado claro?

– Si, su señoría – respondió el señor Greenspan.

– Muy bien. Puede usted proceder, señor Greenspan. Pero le advierto: no tolero el teatro en mi tribunal. Si su cliente o alguno de sus testigos tratan de convertir esto en una barraca de feria, le prometo que no le ayudará en ningún caso. ¿Me entiende? – Sí, su señoría. No habrá teatro. – Está bien. Adelante. – Gracias. ¿Puedo levantarme, su señoría? –. El juez se limitó a asentir y el señor Greenspan se levantó y se volvió hacia la gente. – Señoras y señores, estoy seguro de que todos ustedes habrán oído hablar de... – No hay jurado, señor Greenspan. Dirija sus comentarios a mí, y sólo a mí. – Lo siento, su señoría –. Ira miró las notas que tenía ante él en la mesa, se aclaró la garganta y miró al juez. – Su señoría, mi clienta no es requerida por ningún tipo de delito en todo el territorio de Oklahoma. Por otra parte, ha ayudado desinteresadamente a muchas personas presentes hoy en esta sala, poniendo incluso su propia vida en grave peligro, con el fin de preservar la vida y la libertad de dichas personas y más. El dinero que obtuvo como resultado de su carrera de ladrona de trenes está repartido entre personas que habían sido dañadas y desplazadas precisamente por el ferrocarril. No ganó nada con ello. No es una asesina sin corazón y despiadada, como las novelas de diez céntimos la retratan, sino una amiga de los menos afortunados y una defensora de los más débiles. Sus acciones en los últimos meses demuestran que está intentando expiar los errores que ha cometido y debería permitírsele continuar ese camino para salvar su alma. Hizo una pausa; el juez mantuvo su silencio. – Eso no hace de Robin Hood un mejor ciudadano que su cliente, señor Greenspan. Dudo que pueda redimir su alma ni con cien años de vida. Si no tiene argumentos más convincentes que esos, esta audiencia es una pérdida de tiempo y del dinero de los contribuyentes. Le sugeriría que proceda con sus testigos para que podamos darle fin a esta farsa. El abogado esperaba que el juez se mostrara indiferente hacia la base de los alegatos de su cliente, pero no había previsto la falta total de imparcialidad. Tenía la esperanza de que los testimonios pudieran ser

capaces de crear una pequeña chispa de humanidad en el juez, si bien parecía que su bondad humana la reservaba para su cutis. – Llamo a Martha Jane Canary.

* * *

–… logró traer medicina suficiente para salvar a la mayoría de las personas que, sin duda, habrían muerto si no es por ella. Trabajó día y noche para salvarlos, sin pensar en ningún momento en sí misma. Deadwood se habría convertido en una ciudad fantasma si no fuera por Josie Hunter –. Sonrió a Josie mientras terminaba su testimonio. La forajida articuló un “gracias” como respuesta. – ¿Y de dónde sacó la medicina? – preguntó el juez. – De un vendedor ambulante de aceite de serpiente, o algo parecido. No estoy segura. – ¿Y ese vendedor ambulante estaba fuera de la zona de cuarentena cuando tomó las medicinas de él? – Creo que así era, pero... – Así que ella no tuvo en cuenta la cuarentena y puso a una persona inocente en riesgo de contraer la viruela. Gracias, señorita Canary. Eso es todo. Siguiente testigo.

* * *

– Bueno, en realidad fue otro... uh, la señorita Cameron, la que ofreció los servicios de la señorita Hunter – explicó el alcalde McGregor de Mason. – No vimos a Josie... es decir, a la señorita Hunter hasta después de acceder a concederle la inmunidad a cambio de su ayuda para detener al grupo de saqueadores que amenazaba nuestro pueblo.

– Si no fuera por esa promesa de inmunidad habría pasado de largo y hubiera dejado que su ciudad fuera comida por los buitres, ¿no es así? – preguntó el juez con una sonrisa burlona. – Oh, no lo creo. La señorita Cameron estaba bastante segura de que podía lograr que la señorita Hunter nos ayudara, aún sin la inmunidad. – Estoy seguro de que la señorita Cameron puede ser muy persuasiva – dijo el juez con un toque de sarcasmo. – Puede retirarse, señor McGregor. Me imagino qué había detrás de la conducta heroica de la señorita Hunter en la quebrada de Mason. – Pero, señoría, yo... – Baje del estrado, señor. O le acusaré de desacato si tengo que decírselo una vez más.

* * *

Uno tras otro los testigos se dedicaron a decir los actos desinteresados y los hechos heroicos que Josie había llevado a cabo, y uno tras otro el juez encontró razones para menospreciar a los testigos y restar importancia a todas las buenas cosas que había realizado. El juez se negó a que Rebeca testificara en base a que no podía considerarla una testigo imparcial. El abogado no tuvo más remedio que lanzarse a la piscina. – Llamo a la señorita William Howe, esposa del gobernador del territorio de Oklahoma –. Las cejas del juez se juntaron en el ceño mientras observaba cómo la mujer finamente vestida recorría el trayecto hasta la silla de los testigos. No conocía al Gobernador, ni a su esposa, y no podía reconocerla. Los daguerrotipos en papel no le hacían justicia. No le complacía que ella se hubiera preparado para declarar en favor de la mestiza. Una cosa es que el Gobernador quisiera escuchar el caso para pronunciarse sobre la solicitud de no-extradición, y otra era que su mujer hablara por la forajida. – No veo cómo la señora Howe pueda proporcionar detalles con respecto al carácter de la señorita Hunter ya que no ha presenciado ninguno de los denominados “heroicos” actos que este desfile de testigos ha descrito.

– Al contrario, su señoría. La señora Howe ha conocido a la acusada desde joven. Y tiene una historia muy conmovedora que habla de cómo la señorita Hunter trató de ayudarla contra un grupo de ladrones. – Y estoy seguro de que es realmente lacrimógena, señor Greenspan. Por desgracia, no tiene nada que ver con este caso, que se refiere al momento en el que la señorita Hunter decidió cambiar de lado ante la ley. Siéntese, señora Howe. – Con el debido respeto, señor juez, los hechos que relacionan a la señora Howe con este tribunal fueron un punto de inflexión en la vida de esta joven. Fue falsamente acusada de asesinato y ahorcada por ello... – ¿Tiene problemas de audición, señor Greenspan? El testimonio de la señora Howe es irrelevante. No pruebe mi paciencia o le recusaré por desacato –. El brillo helado de los ojos del juez dejó claro que tenía intención de llevar a cabo su amenaza. Ira estaba perplejo. Revolvió sus notas y estudió momentáneamente a la gente que había en la estancia para ver si había alguna táctica o algún testigo que pudiera ayudar a retrasar lo que parecía más que inevitable. A medida que sus ojos pasaron por Josie, se dio cuenta de que a pesar de que parecía estar tranquila y serena, los músculos de su mandíbula estaban fuertemente cerrados por la rabia silenciosa que sentía, mientras miraba al juez con pura amenaza de acabar con su vida. Su única esperanza era que ella aún tenía un as en la manga que pudiera utilizar. – Su señoría, solicito un receso para hablar con mi cliente. El juez sacó su reloj del bolsillo y lo miró antes de responder a la petición del abogado. Era casi mediodía y ya que parecía que fueran a ser incapaces de finalizar antes del almuerzo, decidió acceder a la solicitud. Golpeó con su martillo sobre la mesa situada ante él y dijo: – Este tribunal impone un receso hasta las dos. Sheriff, retire a la prisionera a su celda hasta el momento de retomarlo. – Todos en pie – dijo el secretario. Mientras los espectadores se ponían en pie y comenzaban a salir, el Sheriff quitó las esposas de su cinturón y se las mostró a Josie con un gesto de disculpa. Sin mediar palabra, ella le tendió las manos y él se las colocó. Con el abogado a un lado y el Sheriff al otro, Josie fue escoltada a la cárcel, junto con una procesión de preocupados amigos con Rebeca a la cabeza tras ellos.

* * *

A pesar de la gravedad de la situación, el ambiente en la cárcel era casi festivo. John le quitó las esposas tan pronto estuvieron dentro del edificio y no se molestó en llevar a Josie a una celda. Los amigos que habían venido a ayudarla y apoyarla la rodearon, abrazándola y dándole palmaditas en la espalda. Jane y Belle intercambiaron una mirada al observar cómo su amiga, por lo general intocable, no sólo permitía que la tocaran, sino que parecía incluso disfrutar con ello. Belle se encogió de hombros y sonrió a Jane mientras ambas aguardaban en la fila a que les tocara su turno entre los brazos de la enigmática forajida. Josie no tenía ni idea de que tuviera tantos amigos hasta verlos a todos reunidos en la habitación. Echó un vistazo a la pequeña rubia que no se había despegado de su lado y se dio cuenta de que si no fuera por ella, la mayoría de toda esa gente no estaría allí. Rebeca le había hecho caer las capas estilo armadura que la habían protegido del dolor, manteniendo en ello el amor. – Gracias. A todos... por venir a ayudarme – dijo Josie. El temblor en su voz delató su emoción mientras continuó: – si no consigo salir de este embrollo, no será porque no lo hayáis intentado. Y os quiero por ello –. Tenía un brazo alrededor de la cintura de Rebeca y le dio un suave apretón para demostrarle que a ella la amaba por encima de los demás. El gesto no pasó desapercibido para Genie, que sintió una punzada de celos al ver la cercanía que había entre ambas mujeres. Si no hubiera sido por su padre, sabía que podría haber sido ella quien recibiera esas miradas de adoración de la alta pistolera. No estaba contenta con su vida y, de hecho, amaba a su querido marido, pero no podía dejar de preguntarse qué hubiera sido de su vida si no hubiese sucedido lo que pasó aquella fatídica noche en el granero. Suspiró y sonrió mientras la mirada de Josie le llamó la atención. Josie le tendió la mano a Genie y ella puso la suya sobre la ofrecida. Josie tiró suavemente de Genie hasta tenerla a su otro lado, poniendo el brazo alrededor de su cintura. Flanqueada por las dos pequeñas mujeres, Josie parecía un libro entre dos sujetalibros. – Odio tener que alejarte de tus amigos, pero tenemos que hablar de nuestra estrategia – dijo Ira. – Sugiero que la gente vaya a buscar algo que comer antes de que se reanude el juicio esta tarde y así, nos den la

oportunidad de hablar –. Uno por uno todos salieron por la puerta tras dedicarle unas palabras de aliento a Josie. Cuando Rebeca y Genie hicieron un movimiento para separarse de ella, la forajida las retuvo a su lado. – Ellas son mi familia. Se quedan conmigo. – Como quieras – dijo el abogado con un encogimiento de hombros. Hizo un gesto a las mujeres para que tomaran asiento en el banco que flanqueaba el escritorio del Sheriff, y se sentó en una silla frente ellas. – Tengo que decir que esto no pinta nada bien – dijo solemnemente. Josie levantó una ceja y le miró en silencio. Él tragó saliva ante la frialdad de los ojos de la pistolera, desvió la mirada y continuó: – A decir verdad, no esperaba que el juez ignorara por completo el telegrama del Gobernador. Está cometiendo un suicidio político y es como si no le importara. Debe tener una enorme afrenta contra usted, señorita Hunter. – No la tiene en particular conmigo. Simplemente parece que soy la única india que tiene a mano para tomarse su venganza. Un hombre con tal cantidad de odio contra un pueblo no debería ejercer una posición de autoridad sobre los mismos. – Su voz estaba teñida de amargura cuando se volvió hacia Genie y continuó: – Espero que te asegures de que tu marido se haga cargo de ese hijo de puta, sea cual sea el resultado de todo esto. – Cuenta con ello. Pero no podemos perder la esperanza. Contacté con William y le dije que tenía que estar aquí mañana sin falta. No he recibido aún noticias de él, pero sé que llegará aquí en el tren de la tarde. Sólo tenemos que aguantar sin que el juez te envíe mañana en el primer tres de la mañana.

* * *

Josie se movió nerviosa en su asiento de la escuela mientras su abogado consultaba su reloj por tercera vez desde que habían llegado. Arqueó las cejas y él murmuró “las dos y media”. Conociendo el afán que tenía el juez por acabar con la audiencia y mandar a Josie a la horca, la proscrita no podía dejar de sentir que su tardanza no auguraba nada bueno para sus esperanzas. Un murmullo en la parte posterior de la sala anunció la

llegada de alguien y Josie se volvió para ver al juez recorriendo el camino por el pasillo central junto a su secretario... y junto a Caleb Cameron. A medida que el trío hacía su camino hasta la mesa, podría haber jurado que se encontraban más bien en una fábrica de cerveza de lo fuerte que era el olor que emanaba de sus poros. Josie miró abiertamente al hombre que había fingido ser el padre de Rebeca e hizo un pequeño movimiento con su mano por su cuello, movimiento que sólo él pudo ver y que le dejaba bien claro que estaría muerta si la forajida le atrapaba de nuevo. Caleb dio un gran rodeo y se sentó en una silla al otro lado de la estancia. – Todos en pie – anunció el secretario. – Esta corte reabre su sesión, con el honorable... – Da igual. Todos conocen el tema – gruñó el juez. Su voz sonó un tanto pastosa y sus ojos estaban enrojecidos. El secretario abrió la boca para decir algo pero se lo pensó mejor y se sentó. El resto de la audiencia lo tomó como una señal y se sentaron a su vez. El juez lanzó una torva mirada a la mesa de la defensa. – ¿Tienen algo más que añadir antes de que dicte sentencia? – Sí, su señoría. – Que sea rápido. – Su señoría, quiero decir, para que conste en acta, que esta audiencia es prematura teniendo en cuenta el mandato del Gobernador de retrasarla hasta su llegada. Incluso a pesar de que no permita a la señora Howe testificar en relación al pasado de la señorita Hunter, solicito que se le permita dar testimonio de la validez del telegrama de su marido. Y más allá... – ¡Basta! Señora, ¿estaba usted con su marido en el momento en el que supuestamente envió el telegrama al que el abogado defensor se refiere? Genie fue sorprendida y su respuesta fue un tartamudeo. – No, yo... no, no estaba realmente con él... – Entonces no puede jurar con absoluta certeza de hecho que él enviara el telegrama. Podría fácilmente haber sido enviado por la señorita Cameron, ¿no es así? – Su señoría, me dijo que había enviado el telegrama. Lo hablamos largo y tendido antes de que lo hiciera y sabía perfectamente qué iba a poner

en el mismo –. Las mejillas de Genie se encendieron de ira ante la desfachatez de ese culo pomposo. Abrió la boca para decirle exactamente lo que pensaba de él cuando él la cortó. – Rumores. Inadmisible, señor Greenspan. A menos que tenga alguna otra prueba que presentar, a este tribunal le gustaría mucho comenzar la conclusión de la audiencia. – Señoría, protesto ante la burla que es esta audiencia, y consideramos que debería descalificarse a sí mismo debido a su prejuicio hacia los indios. Si la señorita Hunter no fuera mestiza, no estaríamos sentados aquí hoy –. La mirada que el juez lanzó a Ira dejó poco lugar a las dudas de que sentía tanta estima hacia los judíos como hacia los indios. – Se hará constar su protesta –. El juez se inclinó sobre su mesa y miró primero a Josie y después a Ira. Josie no se inmutó, pero el abogado se encogió en su asiento bajo el implacable odio que mostraba ese hombre. Con una desafiante sonrisa, el juez prosiguió: – Ahora me toca a mí. Creo que estas buenas personas deben escuchar quién es realmente Josie Hunter de boca de Caleb Cameron, su última víctima –. Se volvió hacia Caleb, que dudaba entre su deseo de salir huyendo y su deseo de ver la cara de Josie cuando el juez le dijera que tenía un billete de tren directo al infierno para ella esperándole. Como parecía que el juez tenía todo atado y que Josie no se iba a escapar, decidió quedarse. Miró a la forajida con total desprecio mientras el juez le hacía un gesto de que se adelantara. – Señor Cameron, ¿podría explicar a la sala cómo fue su encuentro con Josie Hunter? Caleb se aclaró la garganta varias veces antes de poder hablar lo suficientemente alto como para que pudiera ser escuchado más allá de las primeras filas. – Uh, ella emboscó a unos pobres vaqueros que estaban tratando de cortejar a mi hija y los disparó hasta matarlos. Entonces ella secuestró a mi hija y la drogó hasta bajarla a los infiernos y llevarla por todas partes. Cuando traté de hacer que mi niña volviera a casa junto a su madre, esta mestiza poco más y me mata. Se aseguró de volver la cabeza a ambos lados de la sala para que todo el mundo pudiera ver claramente su ojo morado y el corte en la mejilla, ambos cortesía de la forajida. Josie estaba segura de que esa pequeña comadreja no la había visto, pero no lo estaba de que no hubiera escuchado su voz antes de perder el conocimiento. Josie miró a John

intentando trasmitirle que no permitiría que el juez le implicara por el hecho de que ella se encontrara en libertad en esos momentos. La mirada que él le devolvió expresaba que no sentía la misma seguridad que ella. Pero se encogió de hombros; él sabía lo que podría pasar al dejarla salir de la celda y había estado dispuesto a asumir el riesgo. Ambos volvieron su atención a la parte delantera de la sala una vez más, donde Caleb había terminado de mostrar sus heridas a la audiencia y seguía con su exposición. – Pero lo peor de todo es que esta... esta pervertida, enferma y retorcida... ha tomado a mi inocente hija y la ha convertido en una abominación ante los ojos del Señor, tal con ella es –. Josie apretó los dientes para evitar decir algo que de poco o nada serviría, más bien empeoraría la situación. Pensó en que si tenía que escuchar a ese hipócrita santurrón decir una vez más “abominación ante los ojos del Señor”, le cogería la lengua y se la estiraría hasta poder enganchársela a los calzoncillos. Los ojos de Caleb bordearon levemente a Josie mientras soltaba su bien practicado y venenoso discurso y rápidamente se alejaron mientras la mirada de los ojos de ella hizo que su corazón saltara en su pecho como una manzana dura golpea el fondo de un vacío barril. Su voz no fue tan fuerte al continuar: – No habrá ya ningún hombre de bien que quiera tener nada que ver con Rebeca ahora que ha sido contaminada por esa forajida. Ella debe pagar por lo que le ha hecho a mi familia. Y a mí se me debe la recompensa por tener que cuidar a esta mujer sin valor el resto de su vida. El juez frunció el ceño hacia Caleb ante los adornos que éste había añadido al ensayado guion que habían discutido en el salón mientras compartían una copa... o cuatro. Sin embargo, consideró que la exposición de la proscrita ante los crímenes que van contra la propia naturaleza debían ayudar a influir en la opinión pública que había de ella y de los pro-indios, disipando cualquier posibilidad de que le pudieran arrebatar el final intencionado que tenía con esta audiencia. Podría decir incluso que a la mañana la multitud parecía tener una opinión predominante de que ella se había redimido y que no debía ser forzada a la extradición y enjuiciamiento por sus crímenes. Esperaba que ahora la multitud no fuera a pasar por alto tan rápidamente su antinatural comportamiento como lo habían hecho por sus crímenes. Para hacer que Caleb volviera al plan, le preguntó: – ¿Y cuándo le infligió estas lesiones la señorita Hunter, señor Cameron? – Pues en realidad... esta mañana.

Ira se puso en pie y habló sin esperar a que el juez le diera la palabra. – Eso es absurdo, su señoría. La señorita Hunter ha estado cinco días entre rejas. No ha podido hacer lo que este hombre dice que ha hecho –. En verdad, creía que Josie era capaz de cualquier cosa, incluso de entrar y salir de la cárcel sin que nadie lo supiera, pero mantuvo la opinión para sí mismo. Antes de que el juez pudiera reprender a Ira por su arrebato, Rebeca saltó igualmente. Se volvió hacia la multitud en lugar de hacia el juez y dijo: – No fue Josie el que lo golpeó, fue alguien de la ciudad, un desconocido. El hombre me oyó gritar cuando él – señaló a Caleb acusadoramente – intentaba violarme... –. La mentira llegó sin esfuerzo a los labios de Rebeca, a pesar de que mentir era tan extraño para ella como el respirar bajo el agua. Entendió lo que Josie le había querido decir cuando dijo que el juez asumiría que Rebeca mentiría para protegerla. Pero el hombre al que había llamado papá durante toda su vida dio por hecho la honestidad de Rebeca y la expresión de su rostro mostró claramente que no había visto a Josie, sino que se había limitado a asumir que había sido ella la que había llegado al rescate de Rebeca. El juez tampoco se perdió la expresión, mientras observaba cómo la poca credibilidad de su único testigo caía al suelo como el polvo de una tiza. – ¡Está fuera del orden! – gritó el juez. Rebeca continuó: – Me fui con Josie porque ella fue amable conmigo. Porque me protegió. Ese hombre jamás ha tenido una palabra amable conmigo, y me golpeó cada vez que se imaginaba cualquier... – ¡La acusaré de desacato como no se siente y se mantenga tranquila, señorita Cameron! – ¡Estas personas se merecen saber la verdad! ¡Puede acusarme, pero no podrá callarme! –. Una vez más se volvió hacia la gente que se quedó mirándola, a la escucha de cada palabra. – No dejen que el odio y el fanatismo provoque la muerte de... de mi mejor amiga –. Hizo un gesto con la mano que incluía tanto a Caleb como al juez, quienes en ese momento parecían ser las únicas personas presentes a favor de la extradición de la forajida. Incluso el secretario tenía lágrimas en sus ojos mientras escuchaba la apasionada petición de Rebeca.

Todos los amigos de Josie presentes se pusieron en pie y uno de ellos empezó a gritar “¡Libertad para Josie!”. En cuestión de segundos, las voces habían aumentado con gran parte de la gente del pueblo y el juez comenzó a golpear la mesa repetidamente con el martillo, sin conseguir que la multitud se tranquilizase. Caleb se escabulló tras el juez, buscando protección. El juez comenzó a desear tener él mismo a alguien tras el que protegerse, aunque se dio cuenta que la gente simplemente estaba gritando. No estaban haciendo nada que implicara violencia. El juez metió la mano en una de sus botas y sacó una pistola de cañón corto que tenía allí escondida para emergencias. Disparó con la pistola al techo, provocando una lluvia de astillas que cayó sobre el gentío. Tuvo el efecto deseado, ya que los cánticos descendieron de volumen hasta detenerse por completo. El juez bramó en ese corto periodo de silencio: – ¡Voy a desalojar la sala si no se callan y toman asiento AHORA MISMO! –. Su rostro estaba tan enrojecido por la ira que parecía estar a punto de sufrir un derrame cerebral de un momento a otro. – Usted – apuntó con el martillo a modo de arma a Rebeca – la acuso de desacato al tribunal. Le sentencio a una noche de cárcel. Y usted – su mirada se volvió hacia Josie que le miró a los ojos sin pestañear – será extraditada en el tren de mañana por la mañana a Missouri donde se llevará a cabo el juicio por todos sus crímenes contra los Estados Unidos. Sheriff, tome a ambas mujeres bajo su custodia. Tenga lista a Josie Hunter a las diez en punto de la mañana, momento en el que se la entregará a Caleb Cameron como suplente para el transporte de la prisionera. ¡Se levanta el tribunal! –. Golpeó con su mazo bruscamente y se puso en pie. John no tuvo más remedio que hacer lo que el juez le ordenaba. Deslizó una de las esposas a cada una de las mujeres y les indicó que salieran de la estancia. Una vez más una procesión de personas siguió a las mujeres de la escuela a la cárcel, sólo que ahora la multitud era mucho mayor que la anterior. Cuando el último espectador salió, el juez envió por delante al secretario y agarró a Caleb por la manga en cuanto se movió. El campesino pensó en retomar la conversación que habían tenido en el salón, pero no parecía que el juez estuviera en un estado de ánimo muy cordial. Caleb no estaba seguro de saber qué había hecho para que el juez estuviera tan furioso, pero no pasó mucho tiempo hasta enterarse. – ¿¡Por qué demonios dijiste que esa maldita mestiza había sido la que te había golpeado, pedazo de imbécil?! Ahora toda esta manada de

paletos piensan que eres un mentiroso y yo un idiota. Por no decir que están listos para convertir a esa perra en una santa. – Y-yo pensaba que era ella – se defendió Caleb. – ¿Quién más podría aparecer volando a través de la ventana como si los perros del infierno la persiguieran? – ¿Quién? ¿¡Qué hay de todo samaritano que oyera a tu hija pidiendo ayuda?! –. Caleb bajó la mirada y raspó con la planta de su bota los restos de tiza que había en el suelo. No estaba acostumbrado a ser quien recibiera la reprimenda y no le hacía mucha gracia. No fue la primera vez que comenzó a preguntarse si la recompensa por la forajida merecía la pena ante todo el abuso que se había visto obligado a sufrir. Y la pistolera aún estaba lejos de la extradición. – ¿Por qué has dicho que la llevaría yo en el tren? – preguntó en un esfuerzo por cambiar la conversación del fiasco de lo de Rebeca. – Esa mujer me asusta... me mataría tan solo con la mirada. – Tendría que tener ese privilegio para poder llevarlo a cabo – dijo el juez en voz baja. – ¿Qué has dicho? – No te preocupes. Estará esposada y tú llevarás un arma. No deberías tener problema dante una mujer indefensa... y más con toda tu experiencia –. La nota de desprecio de la voz del juez le dijo a Caleb que si bien no distinguía en su odio entre indios y judíos, no opinaba igual de aquellos hombres que aplicaban mano dura con las mujeres. – Después se la entregarás a los federales en Kansas City, así que sólo tendrás que ocuparte de ella menos de un día. – Bueno, no me gusta la idea. ¿Por qué no puede llevarla el sheriff? – Eres realmente un asno. ¡Ambos son uña y carne! El Sheriff es también mestizo. Podríamos dejarla también bajo su custodia para el viaje, pero él sabe que es mejor dejarla ir, mientras yo esté aquí. Eso sí, no habría nada que le detuviera una vez subiera con ella al tren. No, si quieres la recompensa, tendrás que ganártela.

45. Una noche para siempre

E

l ruido de las llaves girando la cerradura les llevó la misma finalidad que un clavo que golpea la tapa de un ataúd. John había permitido que sus amigos se quedaran hasta el momento de tener que encerrar a ambas presas por la noche. Se disculpó repetidamente por tener que encarcelar a aquellas mujeres que había comenzado a considerar amigas, pero ambas le habían asegurado que no le tenían rencor alguno por hacer el trabajo por el que estaba contratado. Intuyendo que preferirían compartir la misma celda, había movido la litera de la celda vacía a la que se había convertido en el hogar de Josie los últimos días. Rebeca vio cómo John traspasaba la puerta situada al final del pasillo, cerrándola tras él con un leve clic. Una vez más el sonido de la llave en la cerradura le recordó que esta vez ella no era libre de salir de la celda cuando quisiera: era tan prisionera como Josie. La fuera de la ley se acercó por detrás a Rebeca, quien miraba a través de los barrotes de hierro. Colocando sus manos sobre los hombros de Rebeca, dio la vuelta con cuidado para mirar a la cara a la mujer más pequeña. El rostro de Rebeca estaba pálido y demacrado, como si hubiera pasado años de confinamiento. El indomable espíritu de Josie que había aprendido a amar y del que dependía parecía haberse esfumado, dejando hueco al fantasma de sí misma que se encontraba tras la frágil mujer que estaba en pie frente a ella. – Lo siento, pequeña – dijo en voz baja, mirando fijamente a Rebeca y rodeando con sus brazos la pequeña cintura. Podía sentir el corazón palpitando en el pecho, como las alas de un pájaro, mientras sentía la cercanía de la mujer. Un pájaro enjaulado, pensó con ironía. Josie habría vendido gustosa su alma para poder salvar a esa suave criatura del dolor y la humillación por la que estaba pasando. Pero ella ya había hecho ese trato con el diablo hacía unos años atrás por seis pistolas y ahora no tenía nada con lo que negociar. – No tienes que lamentar nada, Josie. ¡Es todo culpa mía! ¡TODO CULPA MÍA! –. La barbilla de Rebeca tembló y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– No, no es así, Rebeca, tú... – ¡Sí lo es! – se lamentó Rebeca sin poder evitar dejar correr las lágrimas por su rostro. – Te entregué a mi fam... a Caleb, como Judas hizo Jesucristo a los soldados. ¡Y no se va a quedar tranquilo hasta asegurarse de que estás m-muerta! –. Hundió la cara en el pecho de Josie y sollozó incontroladamente mientras la fugitiva le acariciaba el pelo y murmuraba suavemente al oído. – Sshh..., nena, no llores. Aún no estoy muerta. Me harán un juicio justo en los Estados, no como este tribunal. No te rindas, por favor. Necesito tu fuerza –. Su propia voz tembló cuando se dio cuenta de la verdad que guardaba esa afirmación. Rebeca era su ancla, su base. Más que cualquier otra cosa, Rebeca era la razón por la que vivir. Para protegerla, para amarla. Si Rebeca dejaba de creer, Josie se quedaría sin esperanza. – Oh, Josie... Te quiero mucho. No puedo... soportar la idea... de estar sin ti... – Entonces no pienses en ello. Todavía queda algo de tiempo antes de que llegue el tren. ¿Quién sabe lo que puede pasar? No podemos renunciar a que aparezca William. Necesito que me ayudes a ser fuerte, Rebeca. Por favor... Rebeca miró los ojos azul zafiro que le pedían que fuera la persona que las sacara de esa situación. Respiró profundamente y suavemente rozó con sus labios los de Josie y, cuando se apartó, sonrió a la fugitiva y dijo suavemente: – Tienes razón. Hay tiempo antes de que llegue el tren. Y no podemos desperdiciarlo a base de lágrimas. Josie le devolvió la sonrisa. – ¿Cómo te gustaría pasar este rato, pequeña? – Oh, puedo pensar en algo mucho mejor que hundirme entre lágrimas – respondió con voz profunda, mientras sus dedos se movían por los botones de la camisa de Josie. Lentamente le desabrochó cada botón, dejando que sus dedos rozaran la carne expuesta de los pechos de Josie. Josie abrió la boca y respiró hondo mientras Rebeca sacaba los faldones de la camisa e introducía sus dedos en la parte delantera de los pantalones, tocando el vello de la parte superior de su esencia. Rebeca puso sus manos bajo la tela de la camisa y la movió de los hombros de Josie, dándose un festín ante la piel que tanto amaba y que se revelaba

lentamente frente a ella. La hambrienta mirada de sus ojos fue suficiente para que los pezones de Josie se endurecieran con anticipación. Rebeca se inclinó y lamió suavemente con sus labios el valle situado entre los pechos de Josie, su nariz deleitándose con el almizclado olor de su amante. – Eres la mujer más hermosa de la tierra – susurró mientras reclinaba la cabeza para mirar al rostro de Josie. Con una suave presión de su mano en la parte posterior de la cabeza de la pistolera, atrajo sus labios hasta encontrarse los unos con los otros, y dijo en voz baja: – Te amo, más de lo que he amado en mi vida, Josie Hunter –. Sus labios se encontraron nuevamente y su lengua rogó con suavidad la entrada en su boca. Con un gemido, Josie abrió los labios permitiendo la caricia y la inquisitiva lengua e encontró con la suya. Acercó a la joven hacia sí y profundizó el beso, haciendo que Rebeca gimiera suavemente desde la profundidad de su garganta. Cuando por fin se separaron, Josie le respondió: – No quiero nada más que pasar el resto de mi vida amándote, Rebeca Cameron –. Ninguna de las dos quiso mencionar lo breve que este tiempo pudiera ser. – He echado de menos el tenerte a mi lado estas últimas noches. No sabes cuántas veces me giré para tocarte y sólo encontré ese espacio vacío. Quiero verte... tocarte... sentirte... saborearte –. Sus dedos comenzaron a trabajar en los botones del vestido de Rebeca y, así como ella siempre trataba de ser cuidadosa en soltarlos, no se tomó esta vez el tiempo para retirar la prenda lentamente, ansiosa por contemplar aquello que todas aquellas solitarias noches había anhelado. Josie deslizó por los hombros de Rebeca la camisa que envolvía su cintura y lanzó la prenda dejándola caer a sus pies. Agachándose, alcanzó el dobladillo y en un rápido movimiento lo retiró por su cabeza, dejando a Rebeca tan sólo con su ropa interior y sus zapatos. Josie se arrodilló delante de Rebeca y desató el cordón que sujetaba las bragas en su lugar, dejando que la prenda cayera junto con el resto. La visión de aquellos dorados rizos y el cálido aroma tan cerca de sí hizo que deseara enterrarse entre las piernas de Rebeca de forma inmediata. Pero estaba decidida a tomarse todo el tiempo que pudiera provocar y excitar a la mujer más joven antes de que sus manos y su boca alcanzaran su destino. Deslizó su mano por el muslo de Rebeca hacia abajo, presionando suavemente en el tobillo para indicarle que levantara el pie, retirando el zapato cuando Rebeca cumplió sus silenciosas órdenes. Realizó el mismo movimiento en el otro pie y tras él se puso en pie para disfrutar de la vista total de Rebeca. Por un momento no pudo respirar. Nada de lo que

había visto en toda su vida le había dado tanto placer como los ojos de aquella mujer. – Mi turno – susurró Rebeca. Sus manos encontraron los botones que estrechaban los negros pantalones a las sensuales caderas de Josie, y fue separándolos uno a uno. Josie tembló cuando los dedos de Rebeca rozaron una vez más su abdomen. La mera sugestión del roce de su amada mujer era suficiente para que su corazón acelerara y sus rodillas se convirtieran en agua. Rebeca deslizó los pantalones a través de las caderas, tomando la ropa interior con ellos. Las prendas se acumularon en las rodillas, sostenidas por las botas. – Siéntate – ordenó Rebeca, arqueando una ceja. Sin dudar ni un segundo, Josie se dejó caer al borde del catre y Rebeca se arrodilló frente a ella. La pequeña rubia tomó el talón y la punta primero de una bota, luego de la otra, tirando rápidamente de ellas y dejándolas a un lado. Pasó sus dedos por los bien musculados muslos de Josie y se estremeció al imaginar aquellas piernas envolviéndola alrededor de su cuerpo. Se deshizo de los pantalones y la ropa interior y los unió a la creciente pila de ropa que ocupaba ya una gran parte de aquel pequeño cubículo. Afortunadamente no necesitaban mucho espacio, pensando en que su deseo era juntarse como si fueran una sola. Rebeca recorrió con los dedos el interior de los muslos de Josie, encantada al sentir la piel de gallina por donde sus dedos pasaban. Evitó tocar los suaves rizos que cubrían la esencia de Josie, deseando crear el más frenético de los deseos a la alta mujer al no hacer lo que tanto deseaba ella misma. – ¿Alguna petición? – preguntó, recibiendo como respuesta un suave gemido que Josie no pudo reprimir. Los labios de Rebeca recorrieron el mismo camino que sus dedos habían hecho momentos antes, rozando con la barbilla los rizos que llegaban hasta la parte inferior del estómago de Josie. Josie se recostó, apoyándose en sus manos. Se acomodó cuando Rebeca comenzó a recorrer con la lengua su ombligo, y puso una mano bajo la barbilla de la joven para que levantara su cara y así ver sus verdes ojos. – Ahhh, sí... Así. Pero antes... –. Puso sus manos en la cintura de Rebeca y la levantó como si no pesara. – Pon tus piernas alrededor de mí – dijo con voz de mando. Rebeca abrió suavemente sus piernas mientras la proscrita la levantaba sobre su regazo. Josie había separado sus propias piernas para que el punto profundo de Rebeca presionara sus

propios rizos húmedos. Rebeca moldeó su cuerpo contra el de la alta pistolera, dejando sus pechos apenas a la mitad del pecho de Josie. La sensación de los senos de Josie casi a su altura y el calor húmedo de su centro rozando el suyo propio hizo que Rebeca se retorciera y gimiera. Josie se inclinó para capturar los labios de Rebeca. Su beso fue suave y lento al principio, pero pronto ambas mujeres sintieron la necesidad de sentir y saborear más la una de la otra. Se separaron jadeando, con ambos corazones corriendo al mismo ritmo. – Rebeca, tengo que probarte... lamerte... ya.... – Oh, pero... – Por favor, déjame... –. Su voz era un ronco gemido y Rebeca tembló ante la necesidad de su voz. – Sí, puedes... pero yo también deseo probarte. Probémonos... juntas... – Sí... Josie se dejó caer de espaldas y amoldando su cuerpo, urgió a la joven mujer a subirse sobre el mismo. Mientras lo hacía, el húmedo rastro dejado por sus labios interiores hizo sentir a Josie más ansiosa por dejar que su lengua explorara entre los pliegues. Rebeca hizo una pausa en su ascenso y bajó su cuerpo sobre el pecho de Josie, cubriéndola con eficacia con su jugo. Podía sentir el endurecido pezón contra sus labios inferiores y gimió suavemente. – Dios, cómo me excitas... – dijo entre dientes mientras se frotaba suavemente contra los pechos de Josie. Las palabras de Rebeca y la cálida humedad de los movimientos sobre su cuerpo hicieron que Josie jadeara. – Me vuelves loca, Rebeca... por favor, entrégate a mí. Receba movió más arriba su centro hasta estar a escasos centímetros del rostro de Josie. Ésta envolvió sus brazos alrededor de los muslos de Rebeca y tiró suavemente hacia abajo hasta que sus rodillas se extendieron lo suficiente a ambos lados de su cabeza, dejando el tesoro que tan desesperadamente buscaba frente a sí. El primer toque de su lengua en los pliegues exteriores golpeó como un rayo la esencia de la joven.

– Oh... oh... – gimió Rebeca, olvidando casi su propia búsqueda del gusto de Josie. Dejó que ésta aumentara aún más su apetito y de repente se puso de rodillas, moviéndose al rededor, quedando su mirada hacia los muslos de Josie. El movimiento fue tan rápido que pilló a Josie con la guardia baja, algo que sólo Rebeca conseguía hacer. Antes de que se diera cuenta de que Rebeca se había retirado de ella, ella ya estaba de vuelta, sus aterciopelados pliegues haciendo cosquillas una vez más en los labios y la nariz de Josie. Rebeca estaba deslizándose lentamente sobre el cuerpo de la proscrita, sintiendo el hambre por sentir el sabor de su centro, pero sin querer perderse ninguna de las delicias que implicaba su camino. Lamió la parte inferior de los senos de Josie, lo único que alcanzaba en ese ángulo, prometiéndose volver y lamer sus pezones tan pronto su deseo por alcanzar el néctar fuera templado. Arrastró su lengua por el abdomen de Josie, sumergiéndose en su ombligo. Los músculos del abdomen de la pistolera se tensaron y Rebeca acarició la piel con una mano, mientras se sostenía con la otra. Sus dedos se deslizaron entre los pliegues de los muslos de Josie y su centro, envolviéndose en el embriagador aroma, que tiraba de ella. Tumbada por completo sobre el cuerpo de la pistolera, Rebeca sólo podía tocar la esencia de los rizos de Josie. Al nunca haber hecho el amor con ella de esa manera, no se dio cuenta de que su menor estatura no le permitiría alcanzar el objetivo que deseaba sin la ayuda de Josie. Ahuecó sus manos alrededor de la parte baja de Josie y trató de levantarla, pero el resultado sólo le trajo un poco más cerca de donde quería estar. – No llego – dijo con evidente frustración en su voz. Josie se rio entre dientes, amortiguado el sonido por los cálidos pliegues donde su boca se hallaba enterrada. Dejó que Rebeca intentara llegar un par de veces más antes de decir finalmente: – Yo lo arreglo –. Agarrando a Rebeca de las nalgas, la levantó hacia arriba y las movió en el catre hasta que estuvieron la una al lado de la otra. Un cambio más puso a Rebeca en la espalda de la mujer más alta, cuya boca no había dejado ni un momento la exploración en la que estaba inmersa.

– Ohhh... – gimió Rebeca cuando el objeto de su deseo se encontró tan tentadoramente a su alcance. Besó la piel de los muslos internos de Josie antes de dejar a su lengua deslizarse entre ambos, acercándose más y más con la misma a su meta, yendo de una pierna a otra, hasta que finalmente se permitió rozar los rosados labios con su boca. Josie se estremeció ante el contacto y enterró su rostro aún más en el centro de Rebeca. Rebeca estaba decidida a no apresurarse; quería tomarse su tiempo y tantear hasta que su amante le rogara que la liberara. Pero mientras pensaba “tómate las cosas con calma”, su boca se unía al tempo de la mujer que estaba sobre ella, y Josie aumentaba su velocidad. Rebeca apartó la boca de los labios de Josie por un momento y cuando volvió de nuevo con su lengua fue consciente de que los movimientos se habían ralentizado. Y eso fue suficiente para mandar un mensaje a la pistolera. Josie no se había dado cuenta del ritmo que había tomado hasta que Rebeca se lo recordó sutilmente. Ella también se había prometido a sí misma hacer el amor esa noche llevándolas hasta el punto de convertirse dos cuerdas de piano, pero su resolución se había desvanecido con un roce de la lengua de Rebeca. Nunca en su vida había sido tocada tan profundamente por otra persona, y estuvo a punto de llorar de alegría ante los últimos meses que se le había dado con aquella mujer. Cualquiera que fuera el resultado del juicio contra ella, no habría cambiado ni un sólo segundo del tiempo que habían pasado juntas. Josie, despacio y con cuidado, separó los labios de Rebeca con su lengua, deslizándola de uno a otro, introduciéndose poco a poco para alcanzar la humedad allí acumulada. Rozó el punto que sabía que enviaría a Rebeca a toda velocidad al borde del éxtasis, pero tuvo cuidado para no aplicar demasiada presión demasiado pronto. No pudo resistirse a deslizar sus dientes sobre la carne antes de alejarse y sentir con la punta de la lengua el endurecimiento. Rebeca quería envolverse a sí misma contra Josie, pero luchó contra el impulso que le enviaría la señal que pondría fin al exquisito intercambio. Al contrario, la atrajo a sí con un brazo tras los muslos de Josie y colocó sus dedos sobre los pliegues de su piel. Los separó para dar a su lengua un acceso mayor y cuando amorosamente acariciaba con la lengua los labios deslizó dos dedos dentro de la húmeda caverna. Su otra mano vagó sobre los suaves contornos de la nalga de Josie, deleitándose por el camino de las respuestas que Josie le enviaba ante su roce.

Ahora era Josie quien quería el éxtasis de Rebeca e, involuntariamente, empezó a tomar el ritmo para que coincidiera con lo que su núcleo interno quería recibir de la pequeña rubia. Rebeca cogió el ritmo del juego, lista para sentir la explosión que se estaba construyendo en su interior, y para que la mujer que amaba lo sintiera. Lamió el centro endurecido de la carne en su boca mientras preparaba un nuevo impulso de sus dedos, recompensada por un jadeo de Josie cuando el cuerpo de la pistolera se puso rígido y comenzó a convulsionar por encima del cuerpo de Rebeca. La mujer más pequeña se aferró a ella para mantener su posición y prolongar las deliciosas sensaciones. Josie no podía retrasar más su clímax aunque hubiera querido. Su único objetivo era llevar a Rebeca al borde al mismo tiempo, y así sumergirse juntas en el placer. Lamió el brote que se había levantado de su escondite dándole toda su atención. Comenzó a moverse más rápido hasta que oyó gritar a Rebeca al inicio de su orgasmo. Ambas subieron tan alto que parecían estar justo por debajo del límite máximo, lamiendo cada pedacito de humedad la una de la otra hasta que finalmente se derrumbaron en el camastro. Sus respiraciones eran entrecortadas y ninguna de las dos podía moverse de donde se encontraban, apoyadas en los muslos de la otra. Cuando por fin sus corazones se relajaron y comenzaron a sentir que podían de nuevo mandar sobre sus músculos, se colocaron de nuevo de manera que Rebeca se tumbara a lo largo del cuerpo de la pistolera, a escasos centímetros de un tentador pezón. Tomó suavemente el pecho, tirando de él hacia su boca mientras ella misma se estiraba a su encuentro. Lamió con la lengua el marrón anillo y sintió la reacción, con el pezón convertido en una bala por su endurecimiento. Saboreó la esencia misma del seno. – Rebeca... – ¿Hmmm? – amortiguó el pecho en su boca. – Tenemos que tomar una decisión... en qué debemos hacer si me llevan y William no se presenta a tiempo –. Trató de que la frase sonara como si ella se fuera por un tiempo y no como si pudiera ser el capítulo final de su vida. – Sigo pensando que deberías coger los caballos y el carro y quedarte en casa de Charles y Horacio. Te quieren como a una hija y Dios sabe que ese lugar necesita un toque femenino.

Rebeca levantó la cabeza para mirar a Josie a los ojos antes de responder. – Ya lo hemos hablado. Ya le he pedido a Charles que cogiera los caballos y el carro y dijo que lo haría, salvo que tú no me pidieras que fuera contigo en el tren, y en ese caso necesitaría el carro para seguirte. Voy a ir con vosotros, de un modo u otro. No puedes dejarme ahora fuera de tu vida, Josie. Soy tu energía, ¿recuerdas? –. Un brillo de lágrimas hizo que sus ojos brillaran como diamantes mientras ligeramente con los dedos trazó la sombra del rostro de Josie. Quería memorizar cada parte del cuerpo de la mujer que amaba... sus ojos, su cuerpo, sus manos. Si tenía que ser su última noche, recordaría cada detalle para llevárselos consigo el resto de su vida. Josie no podía dejar de mirar las lágrimas que brillaban en los ojos de Rebeca. Tiró de la mujer más pequeña hacia sí y le acarició el cabello. Las lágrimas trazaron su camino por encima de la piel de su pecho mientras se mantenían allí, tumbadas, en silencio. Finalmente Josie respiró hondo y dijo, con la voz entrecortada por la emoción: – Rebeca, no hay nada más en este mundo que quiera que no sea el tenerte conmigo. Siempre. Si pudiera casarme contigo, lo haría. He soñado con el tú y yo envejeciendo juntas, con días que pasan tranquilamente mientras estamos sentadas en nuestro porche viendo el atardecer. Esa clase de vida nunca me atrajo, hasta que te conocí. Y ahora... –. Su voz se quebró y las palabras resultaron casi inaudibles cuando por fin pudo continuar: – No puedo soportar la idea de que estés ahí, viendo cómo me cuelgan. Por favor, quédate con Charles. – No voy a dejar que te cuelguen – dijo Rebeca con sombría determinación. – Y no pienso dejar que nos separen. Donde tú vayas, yo iré contigo. Y se acabó, no quiero discutir más sobre ello –. Apoyó su cabeza de nuevo en el pecho de Josie, acariciando con la mano suavemente su seno. Josie se quedó allí varios minutos en silencio, escuchando el silencioso sollozo de Rebeca. Sabía que discutir no tenía sentido. Deseó que una vez más la pequeña rubia tuviera razón. Si sólo la determinación podía parar su ahorcamiento, Rebeca encontraría la manera de poder evitarlo.

46. Otro rescate

U

n relámpago iluminó la ventana, seguido casi inmediatamente del trueno que hizo temblar la pared y que llevó de golpe a Josie a la vigilia. Rebeca aún yacía con la cabeza sobre el pecho de la pistolera, pero se había deslizado hacia abajo y estaba acurrucada contra su costado. Josie tiró de la manta que no habían necesitado durante el resto de la noche y la extendió sobre ellas para evitar el frío. Se alegró de que la tuvieran, la temperatura había bajado considerablemente durante la noche, y Rebeca temblaba ligeramente incluso con la manta. Una fuerte lluvia comenzó a golpear el edificio con tal fuerza que volvió a sacudir la ventana una vez más. Josie no estaba segura de haber oído los golpes en la puerta hasta que oyó la voz de John desde el otro lado. – Señorita Josie, señorita Rebeca. Voy a buscar algo que desayunar. Estaré de vuelta en quince minutos más o menos. Josie sonrió al pensar en lo bien que se había comportado ese hombre con Rebeca y con ella. Podría perfectamente haberlas encerrado en celdas separadas en su última noche juntas y sin duda se encontrará en problemas si se supiera que así lo había hecho. – Gracias, John – respondió. Envolvió con sus brazos a la pequeña rubia y la abrazó con fuerza. Era inconcebible que aquella fuera la última vez que estuvieran juntas, la última en que pudiera sentir su precioso cuerpo contra el suyo. Besó a Rebeca en la frente y le susurró contra el pelo: – Pequeña... despierta. Tenemos que vestirnos. – Un minuto – murmuró Rebeca, acariciando su rostro contra el suave pecho de Josie. Josie se acomodó y atrajo a Rebeca. Un minuto era todo lo que tenían y lo suficiente para podérselo dar a la pequeña mujer que tanto amaba. Sin previo aviso, sintió la humedad deslizándose por un lado de su pecho y se dio cuenta de que Rebeca estaba llorando. – Oh, Rebeca, por favor, no llores. Me mata verte triste –. La mala elección de palabras hizo que la pequeña rubia comenzará a llorar en voz alta. –

Sshhh, cariño, ¿dónde está esa fuerza que me prometiste? No nos rendimos, ¿recuerdas? – No puedo hacerlo, Josie – sollozó. – ¡Les mataré antes de dejar que te lleven! – Ni siquiera bromees con ello. O estarás en mi mismo bote. – Es ahí donde quiero estar. – No, no quieres. Escúchame –. Puso su mano bajo la barbilla de Rebeca y le levantó el rostro. Los suaves ojos verdes estaban rojos e hinchados, al igual que sus mejillas. – Si hicieras algo parecido, te arrestarían y condenarían aquí. No evitaría que me extraditaran. Simplemente sería una manera rápida de acabar con tu vida. Si siento que pudiera ser responsable de ello, me pasaré el resto de la eternidad en el infierno. Rebeca se incorporó en la cama y se sentó. Respiró profundamente varias veces y se volvió hacia Josie. – Lo sé. Es la única razón por la que no los mataré. Pero no sé cómo soportar todo esto... – Esto no se termina hasta que se termine –. Puso buena cara y se movió hasta sentarse junto a Rebeca al borde de la cama. – Tenemos que vestirnos, John volverá en breves. – Sí – contestó Rebeca a su vez. Comenzó a ponerse en pie para recoger la ropa que habían esparcido durante la noche, pero en el último momento se dio la vuelta y se lanzó a los brazos de Josie. – Te amo tanto, Josie. Ruego por tener aún una larga vida por delante juntas, pero si este es todo el tiempo que tenemos, quiero que sepas que pasarlo contigo ha sido lo mejor que me ha sucedido en la vida. Josie tragó con fuerza intentando evitar las lágrimas que se formaban en sus ojos. Respondió suavemente: – Creo que me lees la mente. Yo sólo... –. Una llamada desde el otro lado de la puerta la interrumpió y gritó: – ¡Sólo unos minutos, John! –. Besó ligeramente a Rebeca en la frente y empezó a vestirse. Rebeca hizo lo mismo, ambas arreglándoselas para ponerse la ropa estando apenas a unos pocos pies de distancia y sin tocarse, en movimientos que se alejaban de aquellos que aquella misma noche les habían indicado que no podían estar no lejos de la otra sin tocarse. – Muy bien, ya estamos visibles – dijo Josie lo suficientemente alto como para que John la oyera. A pesar de ello, se tomó su tiempo para abrir la

puerta y atravesar el pasillo, lo que dio a las mujeres unos momentos más a solas. Ninguna de ellas hizo más que coger los desayunos que John había dejado en la mesa de la oficina de fuera. Cuando la lluvia finalmente dejó de caer con fuerza, el sonido de los cubiertos fue el único que podía escucharse... hasta que el grasiento sonido de un silbato de tren atravesó el silencio. – Es la hora – dijo John en voz baja. Sacó de su cinturón las esposas que allí colgaban y Josie alzó las manos frente a ella sin mediar palabra. Se levantó de su silla y caminó hacia el estante donde su sombrero estaba colgado. – ¿Puedo ponerme el sombrero? – Yo lo cojo – dijo Rebeca, adelantándose a John que ya casi lo había cogido. Quitó el Stetson negro del gancho y lo colocó cuidadosamente sobre la cabeza de Josie tras haber echado hacia atrás los oscuros cabellos, tal y como Josie siempre hacía. – Gracias – dijo Josie, poniendo cada pedazo de amor que sentía en esa palabra. Rebeca le sonrió, pero no confió en su capacidad de hablar sin llorar. John se quedó quieto un momento como si no supiera qué hacer y se aclaró la garganta. – Me tomé la libertad de recuperar sus bolsas de la casa de huéspedes – dijo pensando para sí mismo que en ningún caso habían llegado a utilizar dicha casa. Cogió las maletas de detrás de su escritorio, dio a Rebeca la más ligera y se acomodó en el hombro la más pesada. – Abriremos la puerta y saldrá primero la señorita Rebeca y después la señorita Josie...

* * *

A medida que la pequeña procesión recorría el camino hacia la estación del tren, la gente del pueblo salió a mirar. La lluvia había cesado por completo poco antes de que comenzaran la caminata, pero las oscuras nubes que les miraban desde lejos auguraban más lluvias por llegar. Mientras caminaban, más gente se unía, como la bola de nieve que cae

por la ladera. Genie se puso al lado de Rebeca y Jane ocupó el otro lado de Josie. El resto de sus amigos flanqueaban a John, que caminaba detrás de Josie. Un reducido grupo de gente esperaba en la plataforma de la estación, entre ellos el juez, su secretario y Caleb Cameron. Caleb portaba una pistola que parecía tan fuera de lugar como si se hubiera puesto una cofia en la cabeza. Tocó nerviosamente la empuñadura al ver a la multitud acercándose. No había conseguido evitar ser la persona que tuviera que llevar a la forajida y no estaba seguro de ser capaz de manejar la situación en caso de que ella se negara a ir. Por ahora ella parecía aceptar su destino; esperaba que no cambiara de opinión. El juez sonreía sin ocultar el odio que irradiaban sus ojos. Eso hizo estremecerse a Josie ante la desenfrenada maldad que le estaba dirigiendo y vaciló un instante mientras se daba cuenta de que podía ser acusada de haber conseguido que ese aura existiera. De repente se dio cuenta de que el juez era simplemente un hombre que había perdido lo más precioso de su vida, permitiendo que el dolor ante su pérdida lo convirtiera en una persona amargada y solitaria. Por desgracia, el poder de su trabajo le permitía utilizar esa amargura a modo de venganza. Josie enderezó los hombros y alzó la cabeza mientras subía las escaleras de la plataforma, dejando atrás a la mayoría del séquito que la acompañaba a excepción de Genie y Rebeca, aún a su lado. Empezó de nuevo a llover y en un esfuerzo para mantener a la gente seca, John sugirió tomar asiento en el tren aunque para la salida quedara aún veinte minutos. Total, tendría que esposar a Josie a un asiento para poder ir a comprar los billetes a Kansas City para ambas mujeres. No la dejaría a cargo de Caleb más tiempo de lo absolutamente necesario. Pidió al conductor que le mostrara el coche con el menor número de personas en él y el hombre señaló un coche en el centro de la plataforma. John colocó la bolsa de Josie en un rack situado en el extremo del coche, y cuando Rebeca comenzó a colocar la suya junto a la de ella, John la detuvo. – Guárdala contigo. Puede que la necesites –. Ella no podía imaginarse el uso que podría darle a unas pocas ropas usadas y un par de libros, pero no merecía la pena discutir con él. Asintió con la cabeza y cogió de nuevo la bolsa. John se dirigió a las pocas personas sentadas en un extremo del coche y les pidió que se movieran al otro lado. Tuvo que mostrar su placa a una hosca matrona mayor y, finalmente, con un

“hrumph” a modo de queja se levantó de su sitio y se fue al otro extremo del coche. – Siéntese aquí, por favor, señorita Josie – le dijo, indicando un asiento junto a la ventana que miraba hacia adelante del coche. Cuando lo hizo, él abrió las esposas y pasó una de las pulseras entre los reposabrazos del asiento, tirando hacia arriba, volviendo a fijarla en su muñeca. El espacio para que pudiera mover sus brazos era muy escaso y tuvo que girar su torso para sentirse cómoda. La expresión de John le dijo lo mucho que lamentaba tener que posicionarla así. Ella le sonrió. – No te culpo de nada de esto, John, por favor, no te sientas culpable. Me lo he ganado yo misma. – Lo sé, señorita Josie. Odio entregarla a esos dos, aunque sea sólo por un rato –. Los dos en cuestión habían entrado en el coche y el juez alcanzó a escuchar el comentario, riéndose del mismo. No sólo tenía en su mano matar a aquella india donde debía, sino que también se había burlado del Sheriff y todas sus tácticas. Esa noche Josie estaría en una cárcel de Kansas City y esperaba usar sus influencias para asegurarse de que tuviera un juicio rápido. Quería verla muerta antes de que su cuerpo sucumbiera al cáncer que lo asolaba. En realidad, esperaba ver a su esposa y sus hijos en el más allá, pero si tenía que ir ya hacia ellos, se llevaría una piel roja más con él. Josie Hunter era probablemente su última oportunidad. – Dale las llaves de las esposas a Caleb – le ordenó el juez. Con un suspiro, John hizo lo que le pedía, echándose a un lado para que Rebeca tomara asiento junto a Josie. Cuando se sentó, Rebeca dejó su bolsa al lado de su asiento y de golpe se abrió el enganche. Cuando se agachó a cerrarla, le llamó la atención el brillo de uno de los Colt de Josie. Mirando rápidamente para asegurarse que ni Caleb ni el juez lo habían visto, cogió la bolsa y la colocó en su regazo. Estaba segura de que el arma no estaba allí cuando había dejado la bolsa en la pensión, pensando en dormir allí. Era evidente que John había puesto allí la pistola que había confiscado a Josie al ser detenida por alguna razón. No tenía sentido que John se la hubiera dejado allí con la intención de ayudar a Josie a escapar; era demasiado honesto como representante de la ley para contemplar la opción de que sucediera tal acto. Cuando Caleb cogió el asiento frente a Josie, con la pistola que John le había dado a regañadientes descansando torpemente en su regazo, Rebeca comenzó a sospechar que el propósito de la pistola no era liberar a Josie,

sino protegerse a sí misma del hombre que ya no podía ni imaginar como padre. El juez se sentó en el asiento junto a Rebeca, lanzando sus ojos sobre su presencia como si no tuviera nada de importancia. Volvió la mirada hacia Josie y le lanzó una sonrisa torcida. – Disfruta del viaje – le dijo maliciosamente. – Con un poco de suerte tu siguiente viaje será dentro de una caja de pino. Josie no dijo nada durante unos segundos, mirándolo con tranquilidad con una máscara ilegible en su cara. La mirada que él tenía en su rostro le recordó su propio reflejo al mirarse en el espejo de los últimos años, en los que había permitido que su odio se focalizara en los ferrocarriles y en los que la venganza había envenenado cada pedazo de su vida. Hasta Rebeca le había enseñado que era posible amar y perdonar... tanto a sí misma como a otros... y se dio cuenta de que ella había sido tal y como el hombre que estaba sentado frente a ella. Finalmente le replicó: – Lo lamento por usted, señor juez. Su mujer odiaría saber cómo ha desperdiciado gran parte de su vida amamantando su odio hacia todo un pueblo por culpa de unos pocos. Espero que pueda arreglar todo con su Dios antes de que... –. La mano del juez se lanzó para abofetear su cara, pero Rebeca fue más rápida. Agarró su muñeca y la apretó con fuerza. – No la toques – dijo entre dientes apretados. El juez se volvió hacia la pequeña mujer que le había detenido con suma facilidad y la miró con dureza. Tenía la fuerza y determinación feroces para defender a la fugitiva de cualquier daño. El juez decidió recogerse, era demasiado pronto para provocar el primer conflicto con cualquiera de las dos mujeres. Una vez el tren estuviera fuera de la jurisdicción del Sheriff podría hacer lo que quisiera con la mestiza sin que nadie pudiera decirle nada por ello. Sin decir nada, retiró su mano y la apoyó en su regazo. Rebeca colocó la suya encima de la bolsa que estaba sobre sus piernas, sintiendo cómo su corazón latía acelerado y deseando que la agitación que sentía en su interior no fuera visible para el hombre situado frente a ella. Se sentía capaz de dispararle antes de que hiriera a Josie y prefería mantener su mano cerca de la bolsa por si acaso. John volvió a entrar en el coche y vio el cuadro silencioso. Se detuvo ante Rebeca y le tendió dos billetes. Ella los miró. Eran sólo de ida a Tahleguah... desde Tahleguah. Frunció el ceño mientras los observaba, pero John movió la cabeza imperceptiblemente, como diciendo “está bien, no te preocupes”.

– Gracias, John. Te agradezco todo lo que has hecho por nosotras. Volveremos en cuanto todo esto termine. – Así lo espero, señorita Rebeca –. Ladeó la cabeza al oír el grito del conductor de “¡todos a bordo!” y se volvió hacia Josie. – Buena suerte, señorita Josie. El pueblo Cherokee no la olvidará nunca –. Josie simplemente asintió y sonrió, incapaz de confiar en su propia voz. El silbato del tren sonó y John se dirigió a la puerta, saltando justo antes de que el tren comenzara a moverse. En el andén, Genie, Charles, Horacio, Jane y Belle estaban en silencio, mirando los coches que comenzaban a pasar, buscando por las ventanas hasta que vieron a Rebeca y Josie. Genie le había dicho a Josie mientras se acercaban a la estación que esperaría a su marido y que la seguirían tan pronto como pudieran. Aún creía que se podía hacer algo para liberar a Josie aun estando ya fuera de Oklahoma. Josie agradeció una vez más el tener a dos mujeres tan decididas a estar a su lado en un momento tan difícil. Rebeca hizo un gesto a Josie para que se volviera hacia la ventana, y al hacerlo, fue capaz de ver a su pequeño grupo de amigos por última vez antes de que el tren saliera de la estación. Silenciosamente se dio cuenta de que la lluvia había cesado y una vez más volvió a alegrarse de no tener que hacer ese viaje bajo un aguacero. La lluvia la deprimía y al menos debía mostrarse valiente frente a Rebeca. Se volvió hacia ella y miró los chispeantes ojos verdes. Por extraño que pareciera, Rebeca parecía muy tranquila en comparación a cuando habían subido al tren. Tal vez el parar el intento de pegarle que había llevado a cabo el juez le había dado un impulso de confianza. Fuera lo que fueses, ver a su amante relajada animó el corazón de Josie como no lo había hecho desde que se habían despertado esa mañana.

* * *

El tren había recorrido apenas unos minutos su camino y aún no había alcanzado su velocidad máxima cuando se hizo obvio que había comenzado de nuevo a reducir. El silbato sonó varias veces como si el conductor estuviera tratando de advertir a alguien de las vías, pero a pesar de la advertencia la velocidad disminuyó hasta que finalmente se

paró por completo. Uno de los técnicos se trasladó por los pasillos tranquilizando a los pasajeros avisando de que seguramente se trataba de un problema menor y que pronto reanudarían la marcha. El juez no se tranquilizó ante esa explicación e insistió en ir a la parte delantera del tren para averiguar cuál era el problema. Después de intentar en vano convencerle, el técnico finalmente se rindió y abandonó el coche con la promesa de volver en unos pocos minutos. La mirada de Josie se dirigió a la ventana y parpadeó varias veces intentando creer lo que estaba viendo. Al principio parecía un río que se extendía hacia el frente del tren, con la niebla por encima de su superficie. Pero al mirar más atentamente se dio cuenta de que no era agua, sino gente y la niebla era el vapor que se alzaba de ellos mientras la lluvia que había empapado sus ropas se evaporaba. Según lo que su vista le permitía alcanzar, la llanura estaba cubierta de personas: mujeres, niños, hombres, todas las edades, tamaños... y todos Cherokees. Estaban moviéndose al rededor del tren, pero daban la sensación de que ninguno de ellos estuviera en las vías. El juez aún no había mirado por la ventana así que no tenía ni idea de qué es lo que estaba causando el retraso. Rebeca vio la multitud comenzando a juntarse en tres y cuatro filas y no pudo evitar sonreír. Al ver esto, el juez se giró en su asiento para mirar más allá de Caleb y su rostro empalideció al ver este mar de indios. – Nooooo – rugió de rabia al darse cuenta de la intención de los salvajes. No hicieron ningún movimiento que indicara un abordaje del tren, pero habían formado un sólido muro de humanidad a través del cual sería imposible pasar, ni a pie, ni en tren, ni a caballo. Se volvió al secretario que estaba en el lado opuesto del pasillo y le gritó: – ¡Ve adelante y dile al conductor que atraviese a la gente!!No van a tener más remedio que moverse cuando nosotros nos movamos! –. Al ver que el empleado no hacía ademán de moverse, el propio juez se levantó y agarró al hombre más pequeño de las solapas y lo puso en pie. – ¡Le he dicho que muevan este maldito tren! –. La cara del juez estaba roja de ira, y a pesar de que cada palabra del juez había temblado de rabia, el secretario negó con la cabeza. – No lo voy a hacer – chilló finalmente el joven. – Si quiere hacer eso, hágalo usted mismo. Dimito –. El juez soltó al hombre como si la sola idea de tocarlo fuera repugnante. Se alejó del juez y se sentó entre otros viajeros, no sin mostrar antes un pulgar hacia arriba a Rebeca.

Furioso, el juez se volvió a Caleb, la única persona que se mantenía a su lado, y le dijo: – Mantén la pistola apuntándola. Si se mueve, dispara. Voy a hacer que este maldito tren se mueva de nuevo –. Caleb buscó el arma y la dirigió a la fugitiva sentada frente a él. El juez se encaminó por el pasillo y desapareció en el siguiente coche. Sabiendo que un hombre con tan limitada experiencia como Caleb en cuanto a armas era tan capaz de disparar adrede como por error, Rebeca intentó hablar con él para que bajara el arma. – Padre, no tienes porqué apuntarla. No está haciendo nada, no puede hacerte daño. Por favor, baje la pistola antes de que haga daño a alguien. Caleb necesitaba un trago. Quería hacer algo... lo que fuera... menos estar ahí, en medio de la nada, rodeado de indios con una asesina viciosa a su lado. El hecho de que tuviera un arma era un pequeño consuelo. Necesitaba un trago. – Bajaré la pistola si me consigues una botella – logró decir finalmente entre sus resecos labios. Rebeca se volvió a Josie con una pregunta en su rostro, y la bandida inclinó levemente la cabeza. Si tuviera un par de copas en él ganarían algo de tiempo, frenaría su cabeza y la probabilidad de que apretara el gatillo era menor. O eso esperaba. Al menos tendría que dejar la pistola para poder beber, y eso podría ser más que suficiente. – Claro. Está bien, lo haré, pero por favor, baja el arma. Ahora vuelvo –. Caleb bajó el arma pero la mantuvo en su muslo dirigida hacia Josie. Su dedo ya no estaba en el gatillo, con lo que Josie se relajó un poco. Rebeca se puso en pie y se dirigió a un pequeño grupo de pasajeros que se habían acurrucado juntos, temiendo que hubiera disparos en cualquier momento. – Todo va a ir bien – les dijo en voz baja. – Sólo quedaros aquí e irá bien. ¿Alguno de ustedes tiene una botella de alcohol que pueda dejarme? La necesito para distraer al hombre que está armado –. Uno a uno negaron con la cabeza hasta que ella se volvió a la matrona que antes se había negado a moverse de su asiento. La mujer asintió con la cabeza indicándole que sí que tenía una botella. – Es un buen vino francés para mi hijo que acaba de casarse – dijo con altivez. – Odiaría que se echara a perder con un patán como ese – añadió sacudiendo la cabeza en dirección a Caleb. – Por favor. Te la pagaré. El doble de lo que pagó por ella. Pero la necesito, y ahora –. La mujer miró la desesperación del rostro de Rebeca

y recordó a su propia hija. ¿Cómo decir que no? Con un gruñido que Rebeca no captó, la mujer metió la mano en una bolsa que estaba en el asiento de al lado y sacó una botella verde envuelta en un papel brillante. – Gracias, ¡muchas gracias! –. Rebeca dio a la mujer un breve abrazo antes de regresar a su asiento y darle la botella a Caleb. Caleb no podía desenvolver la botella y mantener la mano en la pistola a la vez, por lo que metió el arma en su pantalón. Cuando retiró el papel vio que el corcho de la botella estaba sin sacar, a ras, y frunció el ceño. – ¿Cómo se supone que voy a abrir esta maldita cosa? – refunfuñó. Las palabras apenas habían salido de su boca cuando la matrona se plantó al lado de Rebeca y le tendió un sacacorchos. Sin decir una palabra, ésta lo tomó y se lo pasó a Caleb. Las manos le temblaron un poco mientras trataba de sacar el corcho, rompiéndolo en pedazos. Finalmente empujó los restos hacia el interior después de intentar sacarlos con los dientes. De hecho, no le importaba mucho si se bebía con el vino ese maldito corcho... sólo necesitaba un trago. Inclinó la botella hasta sus labios y tragó varias veces hasta que por fin la mano y su propio control parecieron estabilizarse. Se recostó en el asiento y sonrió a Rebeca y por un momento le recordó al padre que una vez había tenido. Sin embargo, tras unos momentos, su mirada bajó de la cara de Rebeca a la parte delantera de su vestido. Ella le miró de reojo. Jamás volvería a cometer el error de pensar en él como padre. Caleb pareció refugiarse en sí mismo un par de minutos más tarde. La botella era su única realidad. Rebeca se inclinó hacia Josie y justo antes de que pudiera contarle lo de la pistola que tenía en el bolso, la voz del juez llenó una vez más el vagón. – ¡Te dije que mantuvieras el arma hacia ella! – gritó. Caleb parpadeó un par de veces, levantó la botella y bebió otro trago antes de sacar la pistola de su cinturón. – No se está yendo a ninguna parte – murmuró. Sin embargo, movió su arma hacia ella con una mano mientras sostenía la botella en la otra. Su dedo estaba apoyado en el gatillo y no llevaría más de un instante que enviara una bala a toda velocidad contra Josie. Desde esa distancia no había forma de que errara el disparo. El juez comenzó a pasear de un lado a otro del pasillo mientras su ira aumentaba a cada momento. El maquinista se había negado rotundamente a mover el tren con tantas personas en la vía. Había tratado de dialogar con ellos pero sólo

había recibido un silencio como respuesta. Volviéndose hacia el juez se había simplemente encogido de hombros, como queriendo decir que estarían allí hasta que algo cambiara. Y eso que sin duda cambiaría era el tren de la tarde en el que el Gobernador llegaría en apenas unas horas. Si hubiera tenido un aliado en quien confiar, el juez se hubiera abierto camino a disparos con la proscrita y se la hubiera llevado en diligencia o a caballo. Pero aquel borracho, que tenía en ese momento la botella sobre sus labios, era poco más que un inútil y sabía que no podría dar ni un paso fuera sin que los salvajes lo separaran de su prisionera. Esto era para él ya algo personal. Al principio ella no era más que una piel roja a la que dar una lección, pero ahora se había convertido en una piedra en el zapato o peor. Ella sólo podría salir de ésta si él no lograba su objetivo. El juez dejó de pasearse y se volvió hacia Caleb. – Parece que la recompensa se te va a escapar entre los dedos – le dijo en un tono simpático. Caleb dejó la botella ya vacía en el suelo y volvió su nublada mirada hacia el juez. – ¿Eh? ¿Porggqué? La tengo cogida, ¿no? – La tienes, pero no por mucho tiempo si esos salvajes así lo deciden –. Caleb se giró hacia la ventana y frunció el ceño. El cañón de la pistola siguió su mirada y el corazón de Josie se tambaleó ante la idea de que fuera a abrir fuego contra el desarmado gentío que se encontraba al otro lado de la ventana. – Ellos nunca nos dejarán llevárnosla de aquí con vida – continuó el juez, llamando la atención de Caleb a sus espaldas, lejos de la ventana. Josie se relajó una vez más al ver cómo el arma bajaba hasta descansar de nuevo en el muslo de Caleb. El juez se inclinó hacia él, para que la gente del otro lado del vagón no pudiera escuchar sus palabras. – Mátala. Su cadáver no vale nada para ellos pero la recompensa sí lo vale. Viva o muerta. Podemos decir que ella se soltó y trató de desarmarte. Tú luchas contra ella y la disparas mientras escapa. Caleb volvió a parpadear, tratando de digerir la propuesta. Josie y Rebeca sólo habían alcanzado a oír una o dos palabras de lo que el juez había susurrado, pero habían sido suficientes como para entender que ese hombre no tenía la intención de dejarla viva para poder contar su historia al Gobernador. La mente de Caleb registró poco a poco lo que debía hacer y comenzó a levantar el arma, deteniéndose cuando ésta señaló de nuevo el corazón de Josie. – ¡Papa, no! – gritó Rebeca llamando la atención de Josie. En ese mismo instante, Josie se deslizó por su asiento tan rápido como pudo, levantándose de nuevo mientras golpeaba la mano que sostenía la pistola y enviando a su dueño al otro lado del vagón. Mientras esto sucedía, Rebeca sacó su arma del bolso y antes de que el juez se diera cuenta de lo que estaba pasando, Rebeca sostuvo el revólver, apuntándole. – No se te ocurra hacerle daño, o te mato – dijo secamente. El tono de su voz no dejó duda alguna de que haría exactamente lo que había dicho.

– Ouw – dijo Caleb mientras se sujetaba la muñeca. Parecía haber olvidado que un momento antes había sostenido una pistola dispuesto a quitar la vida de una mujer. Simplemente se estaba preguntando por qué le dolía la mano. – Dame las llaves de las esposas – le dijo Rebeca. Él la miró por un instante mientras ella le repitió: – La llave. En el bolsillo del reloj –. Rebeca apartó la mirada del juez mientras hablaba con Caleb, pero por el rabillo del ojo pudo ver cómo éste se estaba alejando. Tan pronto como Caleb descubrió cuál era el bolsillo del reloj, le entregó la llave a Rebeca. Ella se volvió al juez. – Quédate donde estás y siéntate. ¡¡Ahora!! –. El sonido del martillo de la pistola tirando hacia atrás sonó como un disparo de cañón entre el silencio del vagón. El juez se dejó caer en un asiento vacío y la miró en silencio mientras Rebeca abría las esposas. Josie frotó las zonas donde sus muñecas se veían rojas e irritadas, trayendo de vuelta la circulación de sus venas. Rebeca ofreció el arma a Josie manteniendo el cañón apuntando al juez, pero Josie apartó la mano. – No puedo cogerla – dijo seriamente. – No he roto ninguna ley aquí, no voy a hacerlo ahora. No creo que el que tenga una pistola durante mi detención se vea muy bien cuando llegue el Gobernador. Además, lo estás haciendo muy bien sin mí –. Sonrío, recibiendo una amplia sonrisa de Rebeca como respuesta. Josie miró la parte delantera del vagón donde el pequeño grupo de personas que allí se encontraba había comenzado a relajarse. – ¿Alguno de ustedes puede coger el arma y ayudar a mi amiga a mantener a ese hombre a raya? – les dijo sacudiendo su cabeza en dirección al juez. Sin dudarlo ni un segundo, su ex-secretario se levantó de su asiento y cogió el arma de debajo de asiento en el que había caído. Volvió por el pasillo y se sentó lo suficientemente lejos del juez para que éste no lo alcanzara y le apuntó con el arma. – Jamás volverás a trabajar en el tribunal, pequeño gusano patético – le espetó el juez con todo el veneno que pudo. – Es lo que pasará con uno de nosotros – respondió el joven con calma. El juez se hundió en su asiento y miró a cada uno de ellos, sin comprender cómo podían haberse tornado así las cosas. Ya había planeado ponerse en contacto con un amigo, general de ejército, para asegurarse de que todos aquellos salvajes pagaran el intentar ayudar a Josie a escapar. Josie se volvió hacia la ventana y levantó las manos, ya liberadas unas esposas que sujetaba con sus dedos para mostrar a la multitud que ya no estaba cautiva. La alegría que brotó entre la gente hizo que las lágrimas surgieran en sus ojos y rápidamente se dio la vuelta.

– Escucha – dijo Rebeca emocionada. – ¿Has oído eso? –. Ya era tarde y había comenzado a preguntarse si el tren del Gobernador llegaría en algún momento. – No. ¿Qu es lo que...? –. El lejano aullido del silbato del tren la interrumpió y sonrió mientras tomaba la mano de Rebeca con la suya. Ahora lo único de lo que debían preocuparse era de si él había podido llegar a tiempo de cogerlo, cosa que sabrían de un momento a otro. Antes incluso de que el tren fuera realmente visible, Josie pudo ver a los cherokees dirigiéndose a la parte trasera del tren. Si el convoy que venía no paraba en la ciudad, al menos se vería obligado a reducir la velocidad. Finalmente no hizo falta precaución alguna. Con una ráfaga final en forma de cuerno de vapor, el tren entrante se detuvo en el andén. Genie estiró el cuello para ver si el vagón de su marido estaba enganchado en la parte trasera, y al ver la marca de la oficina del Gobernador a un lado del coche, dejó escapar un grito muy poco femenino y echó a correr. El sheriff le había avisado de que el tren en el que estaba Josie había sido detenido a apenas dos millas de la ciudad y que allí permanecería hasta la llegada del Gobernador. Había rezado para que el juez no se hubiera tomado la justicia por su mano una vez descubriera que no tendría éxito en la extradición de Josie. El asistente del Gobernador abrió la puerta del coche y se hizo a un lado para dejar que el Gobernador descendiera. Cuando lo hizo casi se vio derrumbado por Genie mientras ésta se lanzaba a sus brazos. – ¡William, gracias a Dios que estás aquí! Se la ha llevado pero los cherokees han detenido el tren y te están esperando. Hay que darse prisa... – Espera un segundo, más despacio. Deja que asiente las piernas –. Su tono era ligero pero a medida que la miraba, se dio cuenta de la preocupación que la embargaba. – ¿Dónde están? ¿Cómo llego a allí? – Yo le llevo –. John dio un paso adelante y ofreció su mano hacia el Gobernador. – Soy John Kenwood, sheriff de Tahlequah. – Rebeca me habló muy bien de usted – dijo William mostrando su conocimiento de que el sheriff había sido un aliado para Josie. – Me temo que el tren en el que ella se encuentra ha sido detenido por algunos de sus partidarios que – como yo – creen que no era justo que la extraditaran sin un juicio en condiciones. Y el juicio del juez Fellowes ha sido cualquier cosa menos justo. Se negó a escuchar a sus testigos. Se aseguró el sacarla de aquí antes de que usted llegara. - Bueno, escuchemos ambas partes, ¿de acuerdo?

– Tengo un caballo ensillado y listo para partir. Su esposa y algunos amigos de Josie le seguirán en carromatos, si le parece bien. Creo que quieren comprobar por sí mismos que Josie se encuentra bien. – Tengo poca mano para conseguir que mi mujer no haga lo que ella quiere, sheriff. Si ella está decidida a ir, estoy completamente seguro de no desear detenerla. Vamos –. De hecho Genie y el resto de los amigos de Josie ya se estaban concentrando en dos carretas atadas fuera de la comisaría.

– Qué demonios... –. La mandíbula del Gobernador se mantuvo abierta al ver la cantidad de personas que rodeaban el silenciado tren. La marea de gente se fue retirando mientras él y el sheriff se acercaban cabalgando, recorriendo el camino que llevaba al vagón donde se encontraban la proscrita y su amante. – Tiene una buena cantidad de partidarios – dijo el sheriff, como si eso explicara la multitud de personas que se agolpaba en la vía del tren. – Ya veo – respondió el Gobernador, dirigiendo su mirada no al gentío sino al propio John. El sheriff se encogió de hombros. Él mismo se consideraba uno de sus más acérrimos partidarios y le importaba poco que el Gobernador lo supiera. Los dos hombres desmontaron y varias manos surgieron para hacerse cargo de las riendas de sus caballos. Cuando llegaron a la puerta del vagón, un hombre apareció entre la multitud con una caja de madera que dejó a los pies de los escalones. En un segundo se subió a la caja y abrió la puerta, haciéndose a un lado para dejar entrar al Gobernador. La gente estaba inquietantemente tranquila; incluso los niños se mantenían en silencio viendo cómo él se abría paso y entraba. Los ocupantes del coche fueron conscientes de que algo sucedía antes de que se abriera la puerta. El juez hizo un movimiento para levantarse de su asiento, pero su ex empleado apretó el martillo de la pistola acercándolo a su cabeza y consiguiendo que se sentara de nuevo en el asiento sin decir nada. Rebeca había vuelto a colocar la pistola de Josie en el bolso. No hacía falta preocuparse por Caleb: había perdido la consciencia nada más terminar la botella. De esa forma el ex secretario tenía al juez perfectamente vigilado. Rebeca se volvió cuando la puerta se abrió de golpe y vio entrar a William en el coche, seguido por John, ambos moviéndose hacia ellos.

Inmediatamente echó los brazos al rededor del cuello de William y lo besó en la mejilla. – Estoy tan contenta de verle... – le dijo con entusiasmo. Luego se acercó a donde estaba John y lo abrazó y besó igualmente. El rubor que inundó las mejillas del hombre fue evidente para todo aquel que mirara. – John... no sé qué decirte. Te debe su vida. ¿Cómo podríamos pagártelo? – Simplemente... disfruten de una feliz vida juntas. Es todo lo que deseo. – Gracias. Lo haremos. El conductor dio una palmadita en el hombro de John y el sheriff se volvió para encontrarse con un hombre muy enfadado. – ¿Es usted el responsable de que mi tren esté así? – Sí. – Entonces, le agradecería que se llevara sus asuntos a otra parte y me dejara seguir la marcha. – Sí, por supuesto. Lo siento. Deme unos momentos para que hable con la gente de fuera y le dejaré libre el camino. John salió a hablar con los cherokees y antes incluso de que volviera la vía ya se encontraba completamente libre de gente. El sonido de la máquina de vapor entrando de nuevo en ebullición alegró a los pasajeros que se habían pasado prácticamente todo el día sentados. Si bien Josie sabía que tendrían una interesante historia que contar en sus destinos, sobre Josie Hunter y los cherokees que detuvieron el tren. Era probablemente la cosa más emocionante que muchos de ellos habían visto en sus vidas. Rebeca condujo al Gobernador a donde Josie estaba sentada y se la presentó. – Es curioso. Usted no se ve como una asesina a sangre fría – dijo él suavemente mientras le estrechaba la mano. Josie se rio. – Y usted no se ve muy parecido a un dios griego, aunque Genie nos lo describiera así –. William echó la cabeza atrás y rio. – Debería escuchar lo que dijo sobre usted – bromeó. – ¿Les importaría bajar a esta gente de mi tren? – le espetó el conductor a John que a su vez golpeó el hombro del Gobernador.

– Debemos bajar del tren, señor. Tomaré la bolsa de la señorita Josie si usted toma la de la señorita Rebeca. – Muy bien. Sólo hay una cosa que debo hacer antes –. Caminó hasta donde se encontraba el ceñudo y malhumorado juez. John lo había acompañado en todo el camino hasta el tren y no le había quedado duda alguna de que ese hombre había perdido por completo la objetividad – si es que en algún momento la había tenido –, ni tampoco sobre la opinión que tenía sobre él. – Señor Fellowes, está usted inhabilitado. Su licencia para ejercer justicia y ley en el territorio de Oklahoma queda revocado. Y le sugiero que si tiene la esperanza de seguir en el campo jurídico, lo haga tan lejos de aquí como pueda; mi intención será asegurarme de que nuestros estados vecinos sepan qué tipo de persona es. ¿Le ha quedado suficientemente claro? El juez no respondió, conocedor de que se encontraba en completa inferioridad. El Gobernador se volvió hacia Josie y le ofreció el brazo. – Señorita Hunter, creo que debemos abandonar estas dependencias antes de que Atila el Huno comience a lanzar improperios contra nuestros oídos –. El conductor frunció el ceño mientras Josie se levantaba y tomaba el brazo de William. – Es la mejor invitación que he oído en todo el día – bromeó. William recogió la bolsa de Rebeca y los tres salieron del tren. John hizo una pausa para coger el revólver el ex secretario y se encontraba volviendo cuando Rebeca asomó la cabeza por la puerta. – ¿Podrías detener a Caleb por lo que sea y traértelo contigo, John? Necesito tiempo para ponerme en contacto con mi hermana y sacarla de casa antes de que él vuelva a allí. – Bueno, está borracho en un lugar público. Con eso supongo que puedo tenerlo encerrado uno o dos días –. Empujó a Caleb hacia adelante en su asiento y colocó sus brazos bajo los del adormilado hombre y alrededor de su pecho. Con un empujón lo levantó y lo arrastró hacia la puerta. Caleb ni siquiera se movió cuando John les entregó el cuerpo a varios cherokees que seguían al rededor del tren. John cogió la bolsa de Josie del colgador y saltó fuera del tren en el momento en el que sonó el silbato y las ruedas comenzaron a moverse. El salón de la casa de huéspedes estaba a rebosar de amigos y simpatizantes que habían ido a despedir a Josie y Rebeca. Había llevado

poco tiempo que el Gobernador decidiera en contra de la extradición de Josie y la celebración había comenzado poco después de que se anunciara la decisión. Rebeca envió un telegrama a Katy diciéndole que fuera a Oklahoma, donde Genie les había dicho a Rebeca y Josie que se quedaran indefinidamente hasta que se establecieran, momento en el que Katy se uniría a ellas. Charles y Horace tocaban una canción tras otra y todo el mundo cantaba y bailaba por toda la estancia. Josie y Rebeca estaban siendo cogidas constantemente para bailar, siendo todos conscientes que aquella podría ser la última vez que vieran a sus amigos, aceptando el bailar y girar con todo aquel que les preguntara. Nadie parecía darse cuenta de que la mayoría de las bailarinas eran mujeres, o si se habían dado cuenta poco les importaba. Josie se volvió al sentir un nuevo golpecito en el hombro, encontrando a Genie tras ella con las manos extendidas. – Es mi turno, creo – le dijo Genie con una sonrisa. Josie asintió, tirando de la más pequeña mujer hacia sus brazos. Estaban tocando una melodía suave, y la cabeza de Genie descansó con naturalidad en el hombro de Josie, moviendo su cuerpo a un ritmo perfecto junto con el de la pistolera. Josie respiró suavemente y suspiró antes de que Genie se alejara levemente para poder mirar aquellos azules lagos que eran los ojos de Josie. – A veces – dijo Genie en voz baja – me hubiera gustado haber... dado el siguiente paso en nuestra relación. Sabía que tú lo querías. Lo podía decir por cómo me mirabas. Y también yo lo quería pero tenía demasiado miedo. ¿Podrás perdonarme por ser tan cobarde? – No hay nada que perdonar. Sabía que tú también me amabas. Siempre he pensado que si no nos hubiéramos separado tan trágicamente nos hubiéramos hecho amantes. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tú tienes a William, yo a Rebeca y ambas somos felices. Pero siempre serás la primera mujer a la que he amado, y siempre tendrás un hueco en mi corazón –. Tras terminar la música, besó a Genie en la frente, sintiendo a la par un nuevo toque en el hombro. Esta vez de Rebeca. – Lo he escuchado – le dijo la rubia en voz baja. – Y sé que una parte de ti siempre le pertenecerá a ella –. Josie abrió la boca para hablar pero Rebeca tocó con sus dedos sus labios para mantener el silencio. – No, está bien. Lo acepto. Nunca te pediría que olvidaras algo que es tan valioso para ti. Lo único que te pido es que recuerdes quién te ama ahora y que me lo dirás si alguna vez tengo que preocuparme. ¿Me lo

prometes? – No tienes nada de qué preocuparte... – ¿Me lo prometes? – Te lo prometo –. Las suaves notas de “Beatitud Dreamer” empezaron a sonar y Josie le tendió la mano a Rebeca. – ¿Me concedes este baile? – Todos los del resto de mi vida –. Se envolvió entre sus brazos y volvió su rostro hacia el futuro.

Fin

Biografia de la autora B.L. Miller Nacida en Nueva Inglaterra y criada en Nueva York, BL disfruta de la vida tranquila con su escritura y sus gatos. Escribe principalmente historias románticas lesbianas y novelas de ficción histórica lesbianas. Sus novelas han disfrutado del estatus de best-sellers sobre lesbianas según los informes de ventas de ficción de Amazon desde el año 2000. Ha escrito entre otros: Amor accidental, El corazón de Crystal, Ella es la única y Graceful waters.

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