263877915-AZORIN-Critica-de-Anos-Cercanos(2).pdf

March 2, 2018 | Author: Carlos Frühbeck Moreno | Category: Miguel De Cervantes, Poetry, Homo Sapiens, Life, Morality
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AZORÍN Crítica de años cercanos

ÍNDICE ALTOLAGUIRRE .............................................................................................................................. 1 ANDRES GIDE................................................................................................................................. 3 CAMINOS ....................................................................................................................................... 6 CAMPOAMOR................................................................................................................................ 8 CERVANTISMO ............................................................................................................................ 10 COSSÍO......................................................................................................................................... 12 DIFERENCIAS................................................................................................................................ 14 DOS MUNDOS ............................................................................................................................. 16 EL PASO OCULTO ......................................................................................................................... 18 EL ROMANTICISMO ..................................................................................................................... 20 JÓVENES ...................................................................................................................................... 22 LA NARDO .................................................................................................................................... 24 LA REVISION LITERARIA ............................................................................................................... 26 LA TERCERA PRUEBA ................................................................................................................... 28 LA ULTIMA NOVELA DE BAROJA.................................................................................................. 30 LA ÚLTIMA NOVELA DE MAURIAC............................................................................................... 33 LA ÚLTIMA NOVELA DE PAUL MORAND ..................................................................................... 36 LOS ÁNGELES ............................................................................................................................... 39 LOS MÍSTICOS ESPAÑOLES .......................................................................................................... 41 LOS ROMÁNTICOS ....................................................................................................................... 44 MIGUELITO MOYA ....................................................................................................................... 46 MODAS LITERARIAS ..................................................................................................................... 48 NOTA SOBRE MEN IZABAL........................................................................................................... 51 OBREROS ..................................................................................................................................... 53 ORIGINALIDAD............................................................................................................................. 58 PEPA ............................................................................................................................................ 60

POESÍA ......................................................................................................................................... 62 RAFAEL ALBERTI .......................................................................................................................... 64 RODRIGO DIAZ............................................................................................................................. 66 SANTA TERESA ............................................................................................................................. 68 SUPERSTICIÓN ............................................................................................................................. 70 TEMAS TEATRALES ...................................................................................................................... 72 TRES PROBLEMAS ........................................................................................................................ 75 UN LIBRO SOBRE ESPRONCEDA .................................................................................................. 77

ALTOLAGUIRRE «¡Gran cosa es el agua!», dijo un poeta griego, Píndaro. Diversidad de aguas: agua de un regato que baja de la cumbre; agua que se hace espuma entre las peñas; agua límpida, transparente. Agua de un ancho y claro río. Agua que ha descendido del cielo y ha sido recogida en un hondo y moruno aljibe; durante algún tiempo ha estado en reposo; se han tirado al aljibe unas espuertas de cal, para que todos los gérmenes orgánicos perezcan; ahora el agua es fina y límpida. Agua de una fontana que brota en lo hondo de una cañada; agua que va saliendo lentamente y con un leve murmullo; a la par de este rítmico son, el susurro de un cañar que cerca la fuente. Y luego, otras aguas de otros ríos, de otros regatos, de otros aljibes. Aguas diversas, según sea diversa la tierra por donde pasan. Pero todas —las limpias y potables—, todas que nos incitan a beber en el vaso de cristal luciente, a los que, como el poeta griego, como Píndaro, amamos el agua. Y esta impresión de agua límpida en vidrios claros es la que sentimos al tener entre las manos los dos cuadernos de Poesía que ha publicado un poeta, Manuel Altolaguirre. Dos cuadernos impresos con caracteres Bodoni en papel de hilo. Impresión elegante, de sobria elegancia, para leer a los poetas. Las cubiertas de estos dos cuadernos, una de verde heno y otra de amaranto. Sobre dos bandejas de laca, de lucidora laca, una verde y otra amaranto, los vasos con el agua transparente y delgadísima. En los dos primorosos cuadernos, el poeta Manuel Altolaguirre ha publicado: una poesía de San Juan de la Cruz y de fray Luis de León —los precursores—, y otras poesías de Jorge Guillén, Pedro Salinas y el propio colector. Placer intenso, al ir recorriendo línea por línea las poesías de los dos cuadernos. Placer intenso, al contemplar sobre las fuentes de laca —amaranto y verde— los vasos de límpida agua. ¡Gran cosa es el agua! ¡Exquisita cosa es la nueva poesía lírica de España! De los precursores, en los cuadernos Poesía, pasamos a Jorge Guillen. Nos hallamos en una región de profunda serenidad. Cumbre de montaña; aire sutil; luz finísima. Y una afilada frialdad de inteligencia. Intelectualización honda de la poesía. Jorge Guillén es la impersonalidad que se hace en la lírica planos, líneas, reflejos y superficies, Avancemos un poco; pasemos a otro poeta; cojamos en la bandeja verde otro vaso de agua. Pedro Salinas nos brinda con su estro. La serenidad de Jorge Guillén se mezcla aquí con un estremecimiento de patetismo; las cosas, tan inmóviles antes, sin dejar de ser intelectuales, comienzan a vibrar. Todo es claro y translúcido; pero sentimos, hasta el fondo de nuestro ser, que un como movimiento sísmico —levísimo— agita este mundo poético en que hemos entrado. Demos otro paso de avance. Manuel Altolaguirre; el colector de las poesías de los actuales y de los precursores. El leve estremecimiento de Salinas se convierte de pronto en una trepidación trágica. Toda la melancolía de una tierra, de «la bien pareciente» Andalucía —la bien pareciente, que dijo Juan de Mena—; toda la melancolía trágica de su música y de los bellos ojos de sus mujeres, aquí está, en la poesía de Manuel Altolaguirre. De la frialdad elegante e insuperable de Jorge Guillén hemos pasado, a través del estremecimiento de Pedro Salinas, al drama de Manuel Altolaguirre:

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Mi soledad consciente mira las hermosuras inútiles del mundo. Lo bello y el dolor es de las almas solas. Las almas solas; las almas solitarias, silenciosas. Y en torno de esas sensibilidades, de esos espíritus, de esas almas, todo lo bello y lo mundano. Sentir como un alejamiento profundo de todo lo que los humanos aprecian más; recogerse sobre sí mismo; saber que desde este apartamiento se está más cerca del puro y etéreo ideal. Hermosuras inútiles: la elegancia, la fuerza, los atavíos, las joyas; todo, en fin, lo que estima el mundo, desdeñarlo en silencio y con suavidad. Tener, no la soledad agresiva; no el gesto instintivo de hostilidad. Con plena consciencia; con plena reflexión, apartar de sí delicadamente todo esto que los hombres ansían. Y véase cómo en un haz de poesías —tan finamente dispuesto por Manuel Altolaguirre— tenemos tan varias cosas: la elevación mística de San Juan de la Cruz y de fray Luis de León, la pureza serena de Jorge Guillén, la pasión tenue de Pedro Salinas y el dramatismo desdeñoso de Manuel Altolaguirre. ¿Y los relámpagos espléndidos de Rafael Alberti? ¿Los relámpagos que, en la noche, desde una ventana nosotros, nos hacen ver una campiña que no conocíamos? En otro cuaderno vendrán seguramente. Agua; cristalina agua; el agua que amaba Píndaro, en vasos limpios, sobre bandejas de laca amaranto y verde. AZORÍN ABC 15 de agosto de 1930 y en Crítica de años cercanos.

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ANDRES GIDE Pedazos de periódicos los hay en todas partes; en un parque, en el coche de un tren, en la calle. No tienen interés estos fragmentos de diarios; por lo menos no tienen el interés que tendrán dentro de treinta años; pero dentro de treinta años, ya no estarán aquí, en la calle, en el vagón de ferrocarril, en el parque, estos pedazos; serán otros los que estén. Los viejos fragmentos de diarios tienen un encanto que poseen pocas novelas. En una casa de pueblo: está cerrada hace muchos años; se halla lejos de Madrid; es clara y silenciosa; el pueblo es limpio y sosegado. Hemos venido a este oasis de quietud desde el tráfago mareante de la capital; deseamos gozar unos días de descanso y de olvido. ¡Supremo placer el de no recibir cartas y no tener que escribirlas! ¡Supremo placer el de que nos olviden todos! Divagamos por las claras y silenciosas salas de la bella casa; cuando no paseamos por el campo, aquí estamos sin hacer nada; leyendo a ratos; meditando a ratos. Pasamos revista a todo lo que hay en la mansión; rumiamos las sensaciones de la adolescencia, que suben desde el fondo de lo subconsciente hasta la conciencia clara y distinta. Vemos, como vimos antaño, el rayo de sol que da en determinado muro, y la luz plateada de la lima que entra en la cámara silenciosa, en el sosiego profundo de la noche, y la estrellita fulgente que se divisa, con su luz temblona, por una elevada ventana. Y cuando leemos, leemos libros que leímos siendo niños, y que ahora tienen para nosotros un sentido hondo que no tenían entonces. Llega el momento fatal de la partida; todo se acaba; se acaba este dulce sosiego y se acabará nuestro vivir. Nos marchamos hacia el terrible tráfago de Madrid o Buenos Aires. La gran ciudad, Madrid o Buenos Aires, nos espera, y nos espera para seguir sorbiéndose nuestra energía, nuestra sustancia nerviosa; hemos acopiado serenidad en los nervios, y ahora vamos a gastarla. ¿Nos llevaremos algunos libros de los que tenemos aquí? ¿Nos llevaremos algunos cuadros? Las litografías nos encantan; ahora se aprecian mucho las litografías. Aquí tenemos una serie de las aventuras de Latude, o del Hijo pródigo, o de Matilde la de las Cruzadas. Descolgamos una; la contemplamos bien; la volvemos... Y al volverla, nos quedamos un instante suspensos. Nuestra atención ha quedado cautiva, profundamente cautiva; sentimos una vivísima curiosidad. Todo nuestro ser 'vibra; toda nuestra sensibilidad está palpitando. ¿Qué es lo que nos sucede? ¿Por qué el reverso del cuadro que tenemos entre las manos nos subyuga de este modo inmenso y hondo? El reverso está forrado con un pedazo de periódico; el periódico es de hace sesenta años; y estamos leyendo un suceso ocurrido hace todo ese tiempo. Es vulgar el suceso; pero el tiempo le ha dado la pátina que da a las obras pictóricas. En un momento, leyendo estas líneas antiguas nos hemos trasportado a un tiempo que no hemos vivido; o que, si hemos vivido, habíamos olvidado. Sabemos de ese tiempo lo esencial, lo que nos cuenta la historia; pero el encanto de ese fragmento de periódico, estriba en que nos refiere, no lo notable e histórico, sino lo vulgar y anodino, ¡lo vulgar y anodino de hace sesenta años! ¡Qué hechizo tan profundo tiene ahora! Ahora esas vulgaridades nos parecen más sabrosas que los más notables hechos históricos. Andrés Gide acaba de comenzar la publicación de una serie de volúmenes que tiene un gran interés. En tomitos cuidados, arreglados por él, Gide publica y comenta sucesos relatados por los periódicos; de los diarios, el escritor ha recortado casos curiosos, casos de psicología vulgar, y con esos recortes de periódico va formando libros. ¡No juzguéis! Ese es el lema de la colección. ¡No os precipitéis a juzgar!, sería más exacto. No os apresuréis en vuestro juicio; no juzguéis de ligero. La apariencia es una cosa y la realidad otra. Ante un hecho, uno de esos hechos que nos relatan los periódicos, vosotros os 3

apresuráis a decir que la causa del suceso es ésta o la otra. Llevad cuidado; lo que vosotros creéis que es el móvil de ese acto no lo es; vuestro juicio es parcial; vuestra visión de la vida está motivada por un arraigado prejuicio. Estad atentos a la realidad; examinad bien el caso; tened presente que hay todavía en el campo de la conciencia humana, muchas tierras sin explorar; no vaciléis en adentraros por lo desconocido; no sintáis temor por acometer lo que nadie ha acometido. Si queréis ser sinceros con vosotros mismos y con los demás, no vayáis al campo de la obsesión humana llevando previamente un prejuicio; prejuicio de estética, prejuicio de política; prejuicio de moral. Aquí, en estos volúmenes, están las pruebas, pruebas escuetas de lo incierto que es el criterio del hombre. Muchos de esos hechos narrados por los periódicos, no tienen explicación aparente; no la tienen si atendemos a las razones usuales; es preciso buscar otras; porque no olvidéis nunca que no existen actos gratuitos, desinteresados; todo tiene su motivación lógica, fatal. Y esas explicaciones secretas, no conocidas, yo, Andrés Gide, os invito, con estos volúmenes a la vista, a que las busquéis conmigo. Tal es el razonamiento del escritor. Dos volúmenes de los dichos van publicados ya. Fatalmente, Andrés Gide había de publicar esta colección. Todo Gide está en estos volúmenes; son estos libros un epílogo obligado^ necesario, ineludible, de la psicología de Gide. ¿Y cuál es la psicología de Gide? La Prensa ha publicado alguna vez el retrato de Andrés Gide pintado por A, Laurens. Contemplando ese retrato, estamos viendo la imagen de una vulpeja. Una vulpeja, o sea, un raposo. La primera impresión que nos produce a la vista: de un raposo, o de otro cualquier animal selvático, es la de la limpieza. Todo limpio en esta vulpeja, o en este tejón, o en este loba; limpio el pelaje; limpio el hocico; limpias las patas. El pelo de uno de estos animales silvestres es como si lo acabaran de hacer. Suave y sin la más ligera mácula. Gide, en el retrato de Laurens, nos da la misma impresión; limpieza irreprochable de líneas; líneas finas que van convergiendo hasta formar la silueta aguda, sutil, de la cabeza de un raposo. Los ojos son un prodigio de inteligencia y de malicia; la inteligencia y la malicia de la vulpeja, y en la boca hay una sensación de voluptuosidad y de curiosidad. Curiosidad, eso es todo Gide. La curiosidad fina y sutil de la raposa, la raposa que pone el hocico al aire para ventear los olores lejanos; la raposa que tiene un oído finísimo que la hace percibir los más remotos latidos de los canes. Hace años, Andrés Gide hizo una refutación irrebatible de las doctrinas de Maurice Barrès. Y en esa refutación está toda la doctrina de Gide; está todo Gide, a lo largo de su extensa y espléndida obra. Barrès sostenía que el hombre, para ser fino y fuerte, debe permanecer fiel a la tierra en que naciera. Sólo en el propio nativo terrazgo puede la planta humana dar todo lo que tenga de bondad y de belleza. Andrés Gide, con la sutilidad de la vulpeja, sonriendo de malicia, se limitó a copiar y comentar las ponderaciones que los horticultores hacen de sus ofertas. Arbustos y árboles que han sido transplantados dos, tres y más veces; no se puede dar mayor prueba de su bondad; han sido transplantados, y esto es una seria garantía para el comprador. La doctrina de Barrés, quien la ha refutado mejor que nadie, h# es Gide; es el propio Barrés, el propio Barrés, que es el más alto ejemplo de desarraigamiento; el propio Barrés, que debe a su perpetuo desarraigamiento el ser lo que ha sido; el que Barrés, que sin su desarraigarse a lo largo de toda su vida, no hubiera dejado las obras magníficas que ha dejado. En efecto; para ser completa la teoría de Mauricio Barrés, referente al desarraigamiento, m> habría que limitar el desarraigo a la propia tierra —aunque la tierra sea el compendio de los sentimientos y de las ideas—; sería preciso que el desarraigado lo fuera también en las creencias de todo género; en las opiniones, en las sensaciones. Y al escribir la palabra «sensación» hablando de Barrés, notamos que llegamos a la esencia misma de lo barresiano. Sería una falta de lógica y una inconsecuencia hablar de 4

arraigo respecto de la tierra nativa, y no hablar de arraigo en lo espiritual y en el dominio de la sensación, en el conocimiento científico, en el campo de la estética. Ha de haber, por lo tanto, si se acepta la teoría barresiana, coherencia en todo; sensación y conocimiento; estética política y moral. Siempre la misma sensación; la misma curiosidad científica limitada a un sólo aspecto de las cosas; siempre la misma moral; siempre la misma visión del paisaje. ¿Adonde nos llevaría esta doctrina practicada con rigor y lógica? A la pura barbarie. ¿Y qué escritor ha sido inconsecuente consigo mismo en el culto, la práctica de la doctrina? Mauricio Barrès; Barrès, desarraigado de la sensación; voraz de sensaciones desconocidas, apetente de sensaciones no experimentadas; Barrès, que hace de la sensación, del variar y gozar de las sensaciones, el centro de su estética; Barrès, que busca en España una nueva fuente de sensaciones; y la busca en Grecia; y la busca en la política, y hasta podríamos decir que la busca en la guerra. Y como la curiosidad por la sensación es el centro también de la estética gidiana, nos encontramos con la paradoja de que Barrés y Gide, tan distintos, se hallan unidos por lo más íntimo y lo más profundo. Ahora Andrés Gide —que, muerto Barrès y muerto Proust, es el primer escritor de Francia—; ahora Gide lanza al público estas obras del «No juzguéis». La curiosidad que le ha impulsado toda la vida, sigue ahora impulsándole. Ante el recorte de periódico, el recorte que relata lo que llamamos un suceso, un fait divers, Gide aguza su hocico de vulpeja; sus orejas se enhiestan; sus ojos brillan; su boca tiene una sonrisa de malicia. Todo como en el magnífico retrato de Laurens. Todo curiosidad, finura e inteligencia. AZORÍN ABC 2 de noviembre de 1930

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CAMINOS No podemos imaginar un poeta —poeta lírico— que no sienta preocupación profunda por los problemas filosóficos. Poesía lírica y filosófica, en su más alto grado, son una misma cosa. Y el problema fundamental, en filosofía, es el problema del conocimiento. Un poeta —por ejemplo, Pedro Salinas— está preocupado por el gran problema. La poesía, en la actualidad, tiende al predominio de la inteligencia. ¿Será la inteligencia cosa distinta de la intuición? Pedro Salinas acaba de publicar un libro de poesías: Seguro azar. El lector apasionado de poesía lírica imagina, repasando estas páginas, la lucha del poeta con la realidad. ¿Existe, en efecto, la realidad? ¿O existen sólo imágenes, sensaciones, estructuras? ¿Hay fuera de nuestros sentidos una cosa absoluta, inabordable, incognoscible? El poeta —durante las horas suaves, melancólicas, de los crepúsculos vespertinos—, siente que en el fondo de su espíritu se agudiza, de un modo doloroso, el gran problema. La imagen lo es todo. La imagen, o la sensación, o la estructura. Pero esa imagen, ¿es una creación nuestra? La poesía lírica es imagen, sensación, estructura. Pero, ¿cómo partir de una base firme, sólida, si desconocemos la existencia de la realidad fundamental? El poeta tiene, en este minuto crepuscular, en tanto que el sol lanza sus postreros fulgores; el poeta tiene la sensación de que resbala, se desliza por un barranco. ¡No tener asidero para aprehender la realidad! ¡No poseer la certidumbre que nos daría la plena posesión de la imagen! Y las imágenes, las sensaciones, las estructuras, en este minuto supremo revuelan en torno del poeta. Revuelan como burlándose de su inseguridad. Pero la lucha primera ha terminado. El poeta se decide a pasar a otro capítulo. No podemos comprender el primero: dejémoslo; avancemos; apartemos de nuestra mente, de nuestra sensibilidad, el problema del conocimiento. Que la realidad exista o no exista. Vayamos ahora a otra lucha, no menos épica, no menos trabajosa; la lucha de estas imágenes o estructuras entre sí. Todo depende, en poesía lírica, de la física que el poeta adopte. El adoptar una ordenación del mundo físico —un sistema de relaciones entre las cosas— no depende del poeta. No debe depender. La inteligencia puede hacer creer al poeta que su mundo físico ha sido creado voluntariamente por él. Pero no es así; el poeta ve la realidad del mundo tal como fatalmente debía verla. Pero Salinas, en Seguro azar, nos muestra unas relaciones nuevas entre las cosas. ¿Pudo a su talante mostrarnos otras? En este punto se hace la bifurcación entre los dos caminos de la poesía lírica actual. ¡Bifurcación peligrosa! ¡Momento éste henchido de emoción profunda! Por un camino, el falso, el que no tiene salida, van a caminar unos poetas; por el otro van a marchar los afortunados, los verdaderamente originales. En Seguro azar, Pedro Salinas —como Jorge Guillén en su Cántico— nos ofrece una física, una óptica, una catóptrica nuevas. Las cosas, en estas poesías, están vistas —y así las ve también Guillén— de un modo que no es el tradicional. Escogemos una de las poesías del libro; la titulada, por ejemplo, Viajero apresurado. Un viajero ha estado unas horas en una ciudad; la deja; se parte precipitadamente. ¿Qué queda en su sensibilidad de esa ciudad visitada? En pocos versos Pedro Salinas nos da una sensación profunda, original, de la ciudad en la inteligencia del poeta. La lírica de Salinas no es la lírica de los anteriores poetas. Todo aquí es sencillo, natural, coherente —sobre todo, coherente—; no hay nada en estos versos que acuse dispersión, violencia. Pedro Salinas marcha, firme, sereno, por el camino de la nueva visión del mundo. Pero en este paraje de la bifurcación peligrosa, otro poeta se ha detenido un momento; se halla indeciso; con la pluma en alto, ante las cuartillas, piensa en el rumbo que va 6

a seguir. Y de pronto —tal vez sin darse cuenta, tal vez aplaudido por los profanos en la técnica de la poesía—; de pronto emprende la marcha por la senda extraviada. Si Pedro Salinas —y Jorge Guillén— usan de la lírica nueva, y su poesía, siendo verdaderamente original, es perfectamente coherente, este otro poeta sigue distinto procedimiento; él cree que la originalidad está, no en usar de una óptica innovadora, sino en hacer con elementos viejos un mundo nuevo. Y para llegar a tal resultado no existe, ni tiene este poeta, otro sistema que coger fragmentos —imágenes, sensaciones, estructuras— del viejo mundo, y en vez de colocarlos en el orden tradicional, conocido, según hacen los viejos poetas, subvertirlos, trastrocarlos, darles una ordenación innovadora, revolucionaria. Y estos son los dos caminos actuales de la poesía lírica en España. Poetas como Pedro Salinas y Jorge Guillén usan de un mundo nuevo, original, en forma conocida; otros poetas usan de un mundo viejo, tradicional, en forma subversiva. Los primeros son perfectamente claros, coherentes, profundos; los segundos, con sus subversiones y trastrueques, llegan, muchas veces por fuerza lógica de las cosas, fatalmente a la incoherencia y al mal gusto. Su poesía es infecunda. Lo es tanto como la primera es bienhechora, placiente, serena y maravillosa en su luz eternal. ¡Magníficos libros los de Pedro Salinas, Seguro azar y Jorge Guillén, Cántico! Acaso es esta poesía lírica la más avanzada, la más física, la más honda de toda Europa.

ABC 16 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos

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CAMPOAMOR Campoamor en 1895; otoño; en la finca del poeta, Dehesa de Matamoros, a 13 kilómetros de Torrevieja, en la provincia de Alicante. Campoamor tiene setenta y ocho años; había nacido en 1817. Le visitan en su finca —siete leguas de perímetro— dos periodistas: José Lázaro y Julio de Vargas, redactores de El Liberal. El poeta, siempre amable, les cuenta su vida y les lee unos versos que ha escrito durante el verano. He aquí algunas de las humoradas leídas por Campoamor: Aunque eres la peor de las mujeres no se dice en un mes lo buena que eres. Cometí una locura verdadera volviendo loca a una mujer que lo era. Aunque estoy decidido a olvidarte del todo, no te olvido. Ibas con él, y al verte sentí el frío primero de la muerte Te amé diez veces más porque sé que eres diez veces más mujer que las mujeres. Ya con la fe perdida voy siguiendo del mundo el derrotero; al ver que son iguales al primero los últimos errores de la vida. Campoamor no es sólo un gran poeta, uno de los más grandes poetas de toda la literatura española; es además un filósofo. En la Dehesa de Matamoros, el médico de Campoamor, D. Miguel Ferrero, habla a los periodistas madrileños de la vida que lleva el autor de las Doloras. «Ya ven ustedes si estará bueno —dice el doctor—, que el otro día le sorprendí engolfado en la lectura de un libro de Metafísica.» El sucesor de Bergson en el Colegio de Francia, Eduardo Le Roy, ha dicho recientemente que la Filosofía no es un sistema, sino una actitud del espíritu. «No un edificio de tesis coordinadas, sino una disposición del alma y una cualidad de la inteligencia.» Campoamor no filosofa de acuerdo con un sistema inflexible; su pensar filosófico se ajusta a la definición de Le Roy; es un encanto el seguir el meandro de la ideología campoamorina. El poeta juega elegantemente con los conceptos filosóficos. Y no tiene nunca ni la más pequeña falla del gusto, ni la más leve cursilería. El pensamiento del poeta está expuesto en sus libros —llenos de interés— El ideísmo, El personalismo, Lo absoluto. Si la filosofía es una actitud del espíritu, es decir, la actitud de un contemplador, buen filósofo, con sutilidad y elegancia, es el poeta. Campoamor estaba al tanto de todo lo que en su tiempo se escribía; era un lector infatigable; pero tenía la discreción de afectar que no sabía nada. Y en sus libros de Filosofía evitaba la erudición enfadosa. Nada hay que envejezca y muera tan pronto como la erudición; la erudición de hoy no es la de mañana. Cuando hoy leemos algunos libros del siglo XVIII, el siglo de la erudición; libros escritos por hombres que conocían todo el movimiento intelectual de Europa; cuando hoy leemos esos libros, 8

tenemos la sensación de caminar sesgando entre las cruces de un camposanto. ¡Cuánto fárrago y cuánta inutilidad! Campoamor es un filósofo que sabe ser natural y llano. Puede ser que su modalidad filosófica sea la verdadera; puede ser también que acierten los que, como Eduardo Le Roy, dicen que la Filosofía no es sistema, no es coordinación cerrada. Pero por encima de las críticas elegantes y sutiles de un Le Roy, de mi filósofo sin sistema, la frase de Montaigne, que era también filósofo a la moderna, suena como el tañido funeral de una campana. «Filosofar es prepararse a morir», decía el maestro. Es decir, que el problema que se impone a todos los humanos como el más alto problema de Filosofía; el problema en que va resumido todo el destino del hombre, es el de la trascendencia y el de la inmanencia. El de si está todo en el mundo o existe algo fuera del mundo. Y, según el criterio que se adopte, así será la moral, la política y aun la estética de quien lo adopte. Trágico problema es toda la Filosofía; trágico problema, de donde se derivan todos los sistemas filosóficos. En tanto que exista ese problema, habrá sistemas. Y ese problema es eterno. Y al lado de ese problema, todo lo demás son comentarios sutiles y elegantes; divagaciones de espíritus que evolucionan con maestría y agilidad; literatura,, en suma, de la buena,.. cuando es buena. AZORÍN ABC 2 de octubre de 1929 y en Crítica de años cercanos

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CERVANTISMO Ciego será quien no vea por tela de cedazo; este refrán no se ha hecho para Américo Castro. Sobre cada autor, sobre cada texto, una tela de cedazo a través de la cual es preciso ver. Una palabra no ha sido puesta donde está por capricho del autor; un circunloquio no ha sido trazado indeliberadamente; un giro, que nos parece raro, no es raro si lo examinamos bien; tal elogio nos suena a hipocresía; pero no tenemos en cuenta en qué circunstancias fue escrito; tal condenación nos parece excesiva; mas no caemos en la cuenta de que se halla atenuada, si no contradicha, por otras palabras que, como al descuido, ha dejado caer antes el autor. En resumen, que esta tela de cedazo que cubre el texto ambiguo es necesario que sea traspasada con la vista; con una vista de lince, de psicólogo doblado de historiador. Diríase que el autor contaba por adelantado con la inteligencia, la sutilidad, la penetración de su comentador de tres o cuatro siglos después. Al escribir Cervantes tal frase —y era peligroso escribirla de otro modo— ya seguramente tenía el consuelo de que, si centenares y centenares de sus coetáneos no calaban el verdadero sentido, llegaría momento en que alguien habría de ver lo que el autor cauteló. Américo Castro es un erudito y, además, un penetrante psicólogo. ¿Qué hubiera pensado el manco inmortal del soberbio, magnífico libro de Américo Castro El pensamiento de Cervantes? ¡Qué suspiro más profundo de satisfacción hubiera sido el suyo al recorrer con emoción esta obra singular! Ahora, Américo Castro ha publicado una adjunta al Pensamiento; un estudio de sumo interés para el conocimiento de la psicología cervantina. Cervantes y la Inquisición se titula el estudio de Américo Castro. En el Quijote el Santo Oficio mandó suprimir un cierto breve pasaje. Es éste: «Las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada». ¿Por qué el Tribunal de la Fe mandó borrar estas palabras del libro maravilloso? ¿A qué respondía esta prohibición? A tales interrogaciones contesta cumplidamente Américo Castro, y la cuestión, con preciosos antecedentes, queda plenamente dilucidada. Cuando se haga una nueva edición de El pensamiento de Cervantes, esta nota de ahora, tan sobria y precisa, deberá ser incorporada al volumen. No se puede llegar a más en la exégesis clarividente que adonde llega Américo Castro en este precioso volumen. Los matices más tenues, los cambiantes más sutiles, las alusiones más veladas; todo, en fin, está aclarado y recogido en este libro, modelo de crítica y de análisis. Pero no desdeñemos a los antiguos y simpáticos cervantistas; sin aquello no habría sido posible esto. Sin los primitivos cervantistas no se hubiera llegado a estas maravillas de adivinación y de interpretación. Cervantes, médico; Cervantes, geógrafo; Cervantes, jurisperito; Cervantes, agricultor; Cervantes, alienista... Interesante todo. Pero de lo externo, del cervantismo externo, era natural que se pasara a lo interior. Se había visto lo que estaba fuera y quería verse lo que estaba dentro. Y nacieron las exégesis trascendentes. Vino Benjumea y vino Villegas. Siento una viva simpatía por todo el que, con fervor, con entusiasmo, se ha acercado al gran Miguel. Simpatía por estos cervantistas que desdeña la erudición selecta. Creo que en La verdad sobre el Quijote, de Benjumea, hay, por ejemplo, muchas páginas que hacen presentir los atisbos de un Américo Castro. Sin esas exploraciones previas no se hubiera dado el libro magistral de Castro. Respetemos a esos simpáticos exploradores. Y cuando releamos El pensamiento de Cervantes pensemos también en Balmes. ¿Por qué en Balmes? Porque Balmes es el promovedor de la crítica al uso moderno. De Balmes podrían ser las palabras que se colocaran como lema al frente del libro de Américo Castro; todo El pensamiento de Cervantes está contenido en las pala10

bras de Balmes que vamos a citar. En El criterio, al tratar de las reglas para el estudio de la Historia, Balmes escribe: «Si sabéis dónde salió a luz el libro que tenéis en la mano os haréis cargo de la situación del autor; y así supliréis aquí, cercenaréis allá; en una parte descifraréis una palabra obscura; en otra comprenderéis un circunloquio; en esta página apreciaréis en su justo valor una protesta, un elogio, una restricción; en aquella adivinaréis el blanco de una confesión, de una censura, o señalaréis el verdadero sentido a una proposición demasiado atrevida.» Y añade más adelante el gran pensador: «Además, no siempre puede decirse que haya obrado mal un escritor, por haberse atemperado a las circunstancias, si no ha vulnerado los derechos de la justicia y la verdad. Casos hay en que el silencio es prudente y hasta obligatorio; y por lo mismo, bien se puede perdonar a un escritor el que no haya dicho todo lo que pensaba con tal que no haya dicho nada contra lo que pensaba.» ¿No está en estas dos citas toda la sutil y magistral exégesis de Américo Castro?

ABC 18 de septiembre de 1930 y en Crítica de años cercanos

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COSSÍO Algunos discípulos fervorosos de don Manuel B. Cossío han publicado un libro en honor al maestro; en un elegante volumen han reunido trabajos cortos y fragmentos de las obras de Cossío. De su jornada, se titula el volumen, y como arriba pone «Manuel B. Cossío», no sabemos, al pronto, de qué jornada nos va a hablar el maestro; jornada que, puesta la portada en esta forma, no parecía ser la del propio Cossío. La escogitación de los trabajos está hecha con tino; vamos recorriendo estas páginas, tan finas, tan sutiles, tan amorosas, con honda delectación. Y a medida que vamos avanzando en la lectura, nos vamos planteando un problema, que quisiéramos dilucidar. Don Manuel B. Cossío es hoy el continuador de don Francisco Giner; representa Cossío el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. Muchas veces hemos meditado sobre lo que representa, en la moderna sociedad española, este noble Instituto. Desearíamos ahora, en cuatro palabras, resumir nuestro pensamiento sobre este punto de historia ideológica de nuestra Patria. Una nota de universalidad y otra nota de españolismo : de tal modo podemos resumir nuestra impresión respecto del espíritu de la Institución Libre. Giner ha encarnado este doble matiz; lo encarna ahora Cossío. Como dos ríos que han seguido su curso, y en un determinado punto han confluido, así la nota de españolismo y la nota de universalidad —que se habían creado en la conciencia española— han llegado a un paraje, en que se han unido y han determinado este espíritu de la Institución, que ha simbolizado Giner y al presente encarna Cossío. Nota de españolismo: la de don Fernando de Castro; Fernando de Castro, clérigo, catedrático de Historia general en la Universidad de Madrid. Su más importante trabajo es el discurso en que estudia los caracteres de la Iglesia en España. Trata en ese estudio de hacer ver, entre otras cosas, la modalidad especial que, gracias a los escritores religiosos, ha adquirido en nuestro país la ética. Cosa profundamente española este concepto de la moral y, en general, de la vida. Castro cita las siguientes palabras de fray Luis de Granada: «Y cuando alguna vez le fuere necesario tratar cosas del mundo, óyalas, como dicen, a media rienda, sin dejar pegar el corazón a ellas... Si esto le parece mucho, acuérdese que siempre han de ser mayores los propósitos y los deseos que las obras, y, por tanto, el propósito ha de ser éste, y la obra donde más pudiere.» Donde más pudiere, subrayado por Castro; y en esas palabras está toda la doctrina del autor, y más tarde de Giner. Don Fernando añade poco después: «Nuestra es, a no dudarlo, la iniciativa de una vida cristiana, en armonía con las ocupaciones de cada estado. Y en virtud de esa ley de desenvolvimiento progresivo a que se presta el catolicismo, y que tan exactamente supo definir Vicente de Lerins, en su Conmonitorio, el ideal de la virtud para las personas del siglo no fue ya el monaquismo, con sus rigores y austeridades, sino la Iglesia de Dios, como madre, con sus misericordias y consolaciones.» Entre los testamentarios de don Fernando de Castro señalemos a don Francisco Giner; lo fueron también Azcárate, Ruiz de Quevedo, Sales y Ferré, Uña, Salmerón, profesores todos de la Institución Libre. El trabajo citado lleva la fecha de 1866. La nota de universalidad. Don Julián Sanz del Río; Sanz del Río, catedrático de Historia de la filosofía en la Universidad de Madrid; introductor en España de un sistema filosófico. Un sistema filosófico —y esto hizo su fuerza— que, más que una filosofía, era una moral. En 1860, Sanz del Río publica su traducción del libro de Krause Ideal de la Humanidad para la vida. La traducción va anotada por el traductor. Las notas son 12

más interesantes que el texto. Una de ellas se titula «Tribunales superiores históricos». Sanz del Río, en su noble afán de universalidad, de justicia internacional, se adelanta a la Sociedad de Naciones. El Tribunal que don Julián pide es el de la Sociedad de Naciones. Oigámosle: no olvidemos que estamos en 1860: «En la historia humana —escribe el autor— se han cometido injusticias mayores, que piden un Tribunal y juicio competente, y que por falta de él han caído hasta el día bajo jueces ilegítimos o interesados. Si la sociedad política humana estuviera organizada como un Estado y Tribunal Supremo en la tierra, acudirían a él hombres y pueblos sobre injusticias pasadas y presentes, que hoy están sin reparar, y que influyen con pernicioso ejemplo, y atesoran inmoralidad pública e injusticia sobre nuestra historia. ¿Quién reparará competentemente la injusticia de la Inglaterra con Irlanda? ¿La de Rusia con Polonia? ¿La de Europa con el pueblo judío? ¿La de las razas blancas con las negras? Sin embargo, estas injusticias humanas están vivas, y piden Tribunales superiores a los hoy constituidos para ser competentemente reparadas.» La nota sigue; no podemos copiarla toda; basta con lo copiado para nuestro propósito. Más tarde, esas dos notas de españolismo y universalidad confluyen en la mente de Giner. Giner y su europeísmo, aliado al amor por el paisaje de Castilla. Giner, europeo y apasionado del Guadarrama. Su espíritu se continúa en Cossío; en Cossío, tan universalista como Giner y amante apasionado de Toledo y el Greco. Los dos matices se hacen notar en la breve alocución pronunciada por el maestro al cumplirse, en 1926, los cincuenta años de la Institución. En esa página se señala la característica de esa Sociedad, «cada, día con más ansias de universalidad humana, y, a la vez, más íntima y amorosamente fundida con la madre tierra y la materna raza». AZORÍN ABC 31 de diciembre de 1929 y en Crítica de años cercanos

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DIFERENCIAS Cuando se estudia —con más o menos pasión— el problema de los jóvenes y los viejos, ahora tan debatido, se suele olvidar de un aspecto fundamental del asunto. Lo tuvo en cuenta don Eduardo Benot, en su estudio, tan sereno, tan profundo, «Los viejos», que figura en su libro En el umbral de la ciencia (Madrid, 1889). ¿Existe correspondencia, sincronismo entre la aparición y desarrollo de las facultades físicas y de las facultades intelectuales? El problema difiere esencialmente, en cuanto a su solución, si aceptamos el paralelismo entre unas y otras facultades, o si, por el contrario, establecemos una divergencia, una desigualdad entre el desarrollo y el esplendor físico y el intelectual. Si las facultades intelectuales van apareciendo en el hombre con independencia de las físicas, podremos —en cierto momento de la vida humana— hablar de vejez, de postración física, de decadencia material; pero no será imposible hablar también de declinación intelectiva. Y en realidad, estudiado bien el problema —Benot lo estudia con escrupulosidad—, esto es lo que sucede. Existen cualidades espirituales que no aparecen plenamente cuando acaso ya otras características físicas comienzan a decaer. ¿No podremos afirmar que la cualidad de síntesis de considerar el mundo y las cosas, de ver el problema de la vida y del destino humano de un modo sintético; no podremos afirmar que esa cualidad —suprema cualidad— no aparece en el ser humano sino tarde, ya en la vejez, o casi en los umbrales de la decadencia física? Y esa cualidad de síntesis es, —no lo olvidemos— la gran creadora en arte, la gran propulsora en las investigaciones científicas, la que determina obras capitales en literatura, en política, en las diversas ramas de la actividad humana. Podrían contarse, en abono de esta tesis, multitud de nombres. Don Eduardo Benot los cita. En España, por ejemplo, el más grande de nuestros gobernantes, Cisneros, comenzó su vida política a los cincuenta y cuatro años. Kant pasaba de los cincuenta y seis cuando publicó su Crítica de la razón pura. Sería larguísima la lista de artistas, literatos, sabios, políticos, que se podría formar a este respecto. En suma: juventud es una cosa; inteligencia es otra. Puede haber inteligencia sin juventud, y juventud sin inteligencia. Pero el debate sobre los jóvenes y los viejos ofrece otro aspecto a la consideración del observador. Aludimos a las pretensiones características de la juventud actual. Diversas son las cualidades que se adjudican a los jóvenes actuales. Nos parece que algunas de esas características lo son, no de los jóvenes del presente, sino de los jóvenes de todas las épocas. Se habla, por ejemplo, de la indiferencia de los jóvenes actuales hacia la muerte. ¿Qué jóvenes en cualquier siglo, en cualquier edad, han tenido la preocupación de la muerte? La juventud no se preocupa de la muerte; no se ha preocupado nunca. La prueba —tan copiosa— es la extensa literatura ascética, religiosa, que existe relativa a inculcar a la juventud la idea del tiempo que pasa, de los años que se deslizan sin sentir, de la juventud que se desvanece, de la muerte que nos espera. E inversamente, podríamos también alegar —como muestra de la inconsciencia de la juventud— la literatura existente también, copiosa también, referente a que es preciso aprovechar la juventud antes de que pase, en el sentido del goce; de que es preciso gozar plenamente la juventud, que es una flor que se aja prestamente; literatura ésta que, como sabe el lector, dimana, principalmente, de Horacio. La juventud, pues, es una cualidad inconsciente. La juventud no la nota el joven; mala, muy mala señal es que el joven —y algo de eso sucede a muchos jóvenes hoy—; mala señal, muy mala señal es que el joven note su juventud. La juventud no se advierte, como no advertimos el aire que respiramos, ni la luz que vemos; necesitamos pensar 14

en ello, reflexionar, para advertir que vemos y que respiramos. La juventud es inconsciencia. ¡Y qué cosa horrible, abrumadora, sería el que no lo fuera! La vida entera de la Humanidad se vería detenida, paralizada. No; las características de la juventud actual no son ésas, a nuestro parecer. No pueden, pues, ser esas las cualidades diferenciales de los escritores jóvenes de hoy respecto a los viejos. Es preciso considerar el ambiente que todos respiramos; en ese ambiente encontraremos las diferencias posibles entre un escritor joven y un escritor viejo. La ciencia ha aportado a la vida humana, modernamente, conceptos y nociones que no se tenían hace cincuenta años. El automóvil, el aeroplano, la radiodifusión, el cinematógrafo, han modificado la sensibilidad humana. Las categorías de tiempo y de espacio no son las mismas ahora que antes. Detengámonos, por ejemplo, en el concepto de «presencia», concepto fundamental en el arte. ¿Cómo negar que la sensación de presencia se ha modificado hondamente con la radiofonía y que acabará de transformarse dentro de poco, por completo, cuando se divulgue la televisión? ¿Y es que ese concepto, como otros relativos al espacio —el espacio físico, el geográfico y el fisiológico—, no penetran en el arte y lo revolucionan? ¿Y es que la juventud, con su sensibilidad virgen, intacta, no tiene un poder de receptividad acaso superior a la receptibilidad de los viejos? Si los viejos tienen el poder de la síntesis, ¿no tendrán los jóvenes ese poder de receptividad para la sensación nueva que es el que hace revolucionar la estética y preparar los elementos para la futura síntesis? En España, pasada la generación de 1898; después de la generación que ha surgido a continuación; más reciente todavía que Gómez de la Serna y que Gabriel Miró — inclasificables, con ambiente propio los dos, fuera de todo grupo—; en España, repetimos, existe un núcleo de escritores novísimos con sus características propias. Representante de esa generación —lo hemos dicho fuera de España— es José Bergamín, tan culto, tan sutil, tan independiente. Y en ese grupo figuran los dos grandes poetas Pedro Salinas, Jorge Guillén; y Benjamín Jarnés, y Antonio Espina, y otros muchos que cultivan la novela, la poesía, el ensayo. AZORÍN ABC 20 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos

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DOS MUNDOS En la Universidad de Oxford se tratarán, en el próximo otoño, algunos temas de literatura española: Jorge Guillén dará una lección sobre Góngora. Curiosa por todo extremo esta confrontación del poeta clásico y del poeta novísimo. La nueva poesía se halla brillantemente representada por Jorge Guillén. No es preciso, para explicar la novísima lírica española, recurrir a nombres de poetas extranjeros. Góngora puede ser representado, plásticamente, en algún monumento arquitectónico de la época. Góngora es, por ejemplo, la capilla de la Virgen del Buen Consejo en la iglesia madrileña de San Isidro. Profusión de adornos, molduras, ramos, cornucopias. Todo dorado, resplandeciente: en el oro que reluce en la penumbra, los cuadrados blancos de unos espejitos. En estos días del verano, a las cuatro de la tarde, un rayo vivido de sol entra por una alta ventana del coro; la fúlgida franja atraviesa, diagonal, el espacio y pasa rozando la entrada de la capilla del Buen Consejo; en el pavimento pone un cuadro de sol clarísimo. La penumbra de la capilla, con la viva luz, queda en tinieblas; se apaga el oro relumbrante; reflejan débilmente los espejos de la entrada; allá dentro, en la foscura, brilla incierta una lucecita, que de cuando en cuando temblotea. No hay espectáculo más bello en el Museo del Prado. La capilla de la Virgen del Buen Consejo es profusión y oro. Oro, mucho oro, todo cubierto de oro. Retenga el lector esta nota. Ahora abramos un librito de 1654; vamos a leer el primer párrafo del Epitome de los hechos y dichos del Emperador Trajano, publicado el año dicho por el maestre de Campo don Luis de Morales Polo. «Hiperbólica exageración —dice el maestre de Campo— conceder al Fénix, sólo, renacer de aromáticas cenizas, y en lo voraz de las llamas, que, ambiciosas, procuran sepultar todos los humanos trofeos, vincular su mayor eternidad, cuando en Trujano examinamos segundo Fénix, que, renaciendo de sus cenizas triunfantes, se va eternizando en ellas de siglo en siglo y de posteridad en posteridad. Mariposa es el César más famoso comparado .con Trajano, que, ambicioso de siglos, se quiere mentir Fénix, vistiéndose la librea que a sola su ave dio la Arabia, y a solos sus arcos dio el cielo oro, laurel y púrpura.» Detengámonos un momento para recoger aquí, como en la capilla del Buen Consejo, la nota del oro. Sigamos, «Quiere, como el Fénix, rondar luces y afinar llamas, para morir anegado en ellas, en víctima olorosa y en pastilla fragante; pero bien se reconoce que una es pavesa con ellas, que nace con parasismos, y la otra, aquella ave generosa y sola que nace a eternidades; una, en su misma cuna halla pira; otra, de la pira saca vida y de la muerte, duraciones.» Nada más semejante a la capilla de la iglesia de San Isidro, que este párrafo de prosa del siglo XVII. Todo profusión, y en la profusión, el oro. Recordemos, después de esto, el soneto de Góngora dedicado a la «ilustre y hermosísima María». Termina de esta manera: Goza, goza el color, la luz, el oro. De Góngora a Guillén hay todo un mundo; se engañan, a nuestro parecer, de medio a medio quienes creen que la nueva lírica de España procede del poeta clásico; los nuevos poetas se encuentran en una situación análoga i la de Góngora; pero no hacen lo mismo que Góngora. Todo artista nuevo hace lo que los clásicos —es decir, innovar—, pero no los imita. Góngora es la capilla de la Virgen del Buen Consejo, y Guillén es El Escorial. El Escorial en el sentido de ser la nueva lírica reducción de líneas, planos lisos, simplificación, líneas rectilíneas. Todo lo contrario de Góngora. El poeta clásico vive en un 16

mundo, y los líricos actuales viven en otro. Juan de Herrera simplificó, id encargarse de las obras de El Escorial, los planos anteriores. Hay una frase en la conocida obra de Llaguno y Amírola, Noticias de los arquitectos y arquitectura de España, que queremos copiar. Dice el autor que un Cierto arquitecto trajo de Roma unos planos que eran casi copia de la iglesia de San Pedro; eligió el Rey esta planta, y «reduciendo Herrera a cuadrados los frontis del crucero, que en el Vaticano son circulares...» Esa es la labor con respecto a Góngora, de la nueva poesía; la de reducir a cuadrados los círculos. Hacer rectilíneo y simple lo curvo y profuso. Una poesía de Guillén, de Salinas, de Alberti y de los más nuevos en edad, José María Luelmo o José María Souvirón, es un conjunto de planos y de líneas de una sobriedad maravillosa. Léase, en abono de nuestra tesis, la poesía «Mañanas», de Souvirón, en el libro Conjunto, de este poeta. Se tendrá la sensación de la piedra desnuda y limpia, del monasterio de San Lorenzo. De sus anchos planos y de su juego admirable de líneas. Góngora queda en la remota lejanía. Y desde lejos, con afecto, con admiración, le saludan los nuevos líricos. AZORÍN ABC 10 de julio de 1929

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EL PASO OCULTO Azul intenso; añil; en la nota de azul, un nombre: José María Souvirón. Y un título: Conjunto. De este breve piélago azul, a un viejo palacio en una ciudad castellana. Salas anchas, largo tiempo cerradas, corredores penumbrosos; puertecitas achaparradas, de cuarterones, unos cuadrados y otros cuadrilongos. Muebles de todos los tiempos; del siglo XVII y del XVIII; de la época de Isabel II. Peregrinación por la vasta y noble casa. Allá arriba, de pronto, descubrimos una terracilla; quisiéramos subir a esa eminencia y atalayar desde allí el paisaje. Nos hemos quedado solos, separados de nuestros acompañantes. Para lograr nuestro intento, recorremos pasillos, entramos y salimos en espaciosos salones. No acertamos con la subida al miradero. Las escaleras que hemos subido no nos llevan a la torre. Desorientación. Súbitamente tropezamos con una puerta; la abrimos; tal vez forcejeamos un poco para abrirla. Y vemos luego que la escalera que se nos presenta conduce a la torre. No podíamos sospechar allí ese paso. Un paso disimulado, ocultó. ¿Cómo se pasará de la poesía romántica a la poesía actual? Esta poesía de ahora, tan sutil, tan diversa de la antigua, la clásica, y tan apartada de la romántica, ¿será española? ¿Tendrá raíces en la tierra poética de España? Ramón de Campoamor, ¿de que manera nos mostrará el paso oculto de la poesía antigua a la novísima? El paso secreto existe; Campoamor facilita esa transición; la prepara. Campoamor es un romántico. Publica su primer libro de versos en 1840; ese mismo año publican también sus primeros libros Espronceda y Zorrilla. Pleno, desatado romanticismo. Cinco años antes se estrena el Don Álvaro; tres años antes El trovador. Campoamor se inicia y desenvuelve en lo más intenso del romanticismo. Pero Campoamor »—-Singular fenómeno— atraviesa el chaparrón de colores romántico sin que una sola gota de azul, de verde, de grana, de morado caiga sobre él. Pobreza absoluta de léxico: indigencia de color. Todo escueto, mísero, sin un chisporroteo de vocabulario raro, precioso. La desnudez total en la expresión. La sensibilidad es romántica; quienes han hecho un Campoamor escéptico, incrédulo —y han sido los tales legión— han falseado la realidad. Un romántico, sí, sin color y sin cadencia. Y éste es el paso oculto para llegar a la poesía novísima. La poesía nueva renuncia a la riqueza del vocabulario; el color, la música, las formas opulentas las aparta de sí. Se une a Campoamor en la renunciación a los fastos del mundo físico. Su empeño es el de simplificar ese mundo. Líneas y superficies de una transparencia maravillosa. De la alquitara, de la introspección ha salido la prosa de los místicos; de la renunciación a los atuendos románticos ha surgido la poesía nueva. Tan pobres de léxico como Campo- amor. Tan elegantes, tan aristócratas como una bella dama que, pudiendo adornarse con espléndidas joyas, se contenta con su propia soberana belleza. José María Souvirón. Su librito aéreo de versos, Conjunto. Un pedazo de paisaje de una sobriedad maravillosa: El aire borrará los recuerdos, negando voluntades, y, en su hora, los sueños, se hundirán hasta nunca, arrastrando misterios en las memorias últimas.

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Versos que tienen su encanto en sí mismos. Correlación profunda entre estos versos tan finos y un pedazo de paisaje sobrio castellano. A las cuatro de la tarde en estos días de verano, a la entrada de la calle de Embajadores, frente al teatro Pavón. Tended la vista hacia abajo. Espectáculo de una finura indecible. Pedazo de paisaje, allá lejos, que resume toda esta poesía nueva. En lo hondo, sobre techumbres rojizas, por encima de la mancha verde de unos árboles, un fragmento de campo. Desnudez, maravillosa desnudez. Simplicidad de líneas. El color de una limpieza delicadísima, sobre todo después de un día de lluvia. Azulino, gris, ocre, amarillo. Evocación, por contraste, de los fastuosos paisajes de otras naciones. Adhesión fervorosa a este paisaje, tan sobrio, tan profundamente aristocrático. Negación firme, sólida, de superioridad de los paisajes opulentos de otras naciones europeas sobre este paisaje. Esta finura, esta profunda distinción, no es inferior a nada. Desde lo alto de la calle de Embajadores, extasiados, gozamos de este breve panorama y recordamos, ante su sobriedad única, la sobriedad elegante, insuperable, de la poesía novísima: y, en su hora, los sueños se hundirán hasta nunca, arrastrando misterios en las memorias últimas. Raigambre honda de la nueva poesía en el suelo de España. Por el paso oculto de Campoamor hemos retornado a la pura esencia de los místicos. La pobreza superior a la opulencia. Con el mínimo de medios, lo máximo de sugerencia. AZORÍN ABC 19 de julio de 1929 y en Crítica de años cercanos.

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EL ROMANTICISMO José García Mercadal ha publicado una historia del romanticismo español. El libro es curioso; encierra útiles noticias; se lee con agrado y provecho. Nos invita a meditar García Mercadal. ¿Cuál ha sido la obra de los hombres de 1835? Los hombres de 1835 descubrieron algo que ya estaba descubierto; el romanticismo. Lope de Vega crea para sí un mundo poético; Cervantes crea para sí otro mundo poético. Lope hace en el suyo lo que le place; Cervantes, a su vez, hace en el mundo creado por él cuanto le conviene. Cervantes cree que las peculiaridades del mundo de Lope son «desórdenes»; Lope afirma, aludiendo a las novelas de Cervantes, que las novelas deben escribirlas los «científicos». El desorden es, para Cervantes, falta de primor; al decir Lope que sólo los científicos deben escribir novelas, significa con ello que las de Cervantes son vulgares. Ni uno ni otro pueden comprenderse; habitan mundos opuestos, y su antagonismo es irreducible. Uno y otro son esencialmente románticos; viven Lope y Cervantes de una realidad por ellos creada. En el siglo XVIII, el estudio de las ciencias naturales hace pasar a primer plano la Naturaleza, antes mero accesorio. El espíritu crítico del siglo XVIII prepara, como acontece siempre, un nuevo esplendor. Hacia mediados del siglo los hombres comienzan a imaginar que son desgraciados; se ve una cierta desproporción entre la personalidad humana y los medios de que esa personalidad dispone. En el horizonte surge por primera vez la luna; se dan paseos solitarios en otoño, cuando las hojas van cayendo; una lucecita que se ve a lo lejos, entre las sombras de la noche, nos hace estremecer; llega al campo un filósofo y declara, entre los labriegos, indignadísimo, contra las desigualdades sociales; cierto poeta, inconsolable por la muerte de su amada, sostiene largos coloquios con un sepulturero y pretende levantar la losa del sepulcro para contemplar por última vez los despojos de la que fue seductora beldad. Ni el exotismo falta. En el Eusebio, de Pedro Montengón, uno de los libros más curiosos de nuestro siglo XVIII y más apaciblemente escritos, aparece por vez primera América; no ciertamente la América española, sí el país civilizado por Guillermo Penn, es decir, Pensilvania. Dos náufragos españoles arriban a un pueblo de cuáqueros y son atendidos por ellos; otro europeo se pierde en bosques y montañas y da en una tribu de salvajes antropófagos, de donde sale con bien gracias a un misionero... Descubierta América en 1492, no es convertida en materia novelable por nuestros escritores hasta 1786, en que se publica el Eusebio. Todo estaba virtualmente hecho cuando vinieron al arte los hombres de 1835. Pero en el romanticismo existen dos elementos esenciales: uno literario y otro moral. El literario estaba casi explotado; restaba el moral a los hombres de 1835. No se podía innovar literariamente; se podía, sí, adoptar una actitud distinta, en cuanto a lo moral, de la seguida por los antecesores. Por primera vez se da en la vida literaria un hecho curioso: el desdén hacia el lector; el aislamiento respecto al público. No es que los románticos sean seres incomprendidos, a su pesar; es que deliberadamente quieren ser incomprendidos. Y en esto reside la originalidad —si es originalidad— de nuestros románticos. Se pretende no ser como los demás; se da en lo singular y en lo raro. Se quiere establecer un desnivel entre la persona del poeta y el medio en que ese poeta vive. La diferenciación va desde el traje y el pergeño personal hasta las palabras; palabras con que se procura desazonar al cándido lector. Espronceda dice: «¡Malditos treinta años, edad funesta de amargos desengaños!» Nos cuenta también que él, con erudición, sabría mucho. Santos Álvarez, entre sus singularidades, escribe: «Hay mucha gente buena en el mundo, en los sitios en que hay poca.» Y más adelante: «Lucía lloró mucho, y estaba tan hermosa en 20

su dolor, que me hizo llorar a mí, y todavía me acuerdo de los buenos ratos que pasé llorando.» La persona auténtica es una cosa, y los gestos y palabras son otra. Cuando el poeta repugna tales gesticulaciones, siendo sencillo y natural, como el duque de Rivas, su romanticismo no es tal romanticismo. Su obra capital, el Don Álvaro, no es ni más ni menos que El caballero de Olmedo, de Lope, o El mágico prodigioso, de Calderón. Pero esa desproporción, en el grupo romántico, entre la persona íntima y la palabra, ha de ocasionar un desequilibrio a lo largo de todo el siglo XIX en la producción literaria. A la afectación romántica puramente verbal se habrá de unir, para completar el caos, el parlamentarismo con el abuso de la oratoria. Y de generación en generación llegará hasta nuestros días la verborrea romántica. Habrá que examinar con cuidado, al estudiar el siglo XIX, lo que es observación exacta y lo que es desordenada fantasía. Aun en el mismo Galdós encontramos resabios del falso romanticismo; el Galdós criticado por Revilla, y no el elogiado por Clarín. ¿Cómo estudiar imparcialmente todo un siglo de producción literaria, ya en la poesía, ya en la novela, ya en el teatro? Cuestión muy delicada es ésta; forzosamente habríamos de tropezar en la tarea con muchas dificultades; elogiaríamos a quien parece que no merece elogio, y condenaríamos a quien generalmente ha sido ensalzado.

AZORÍN

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JÓVENES Publicación que acaba de salir: Nueva Revista; una revista redactada por jóvenes; cuatro grandes páginas, limpiamente impresas, llenas de poesías y estudios estéticos. Redactada, sí, por jóvenes; pero por jóvenes que son más jóvenes que los otros; por extrajóvenes. En cuanto los jóvenes se descuidan —y aunque no se descuiden—, ya han salido otros jóvenes que son más jóvenes que ellos; como estos de la Nueva Revista. Jóvenes que sienten, como otros entusiastas núcleos estudiantiles, adoración por el más inquieto, el más impetuoso, el más vibrante de nuestros poetas: Rafael Alberti. Todos los jóvenes, los más y los menos jóvenes, inspiran sinceras simpatías; en ellos nos vemos los viejos reproducidos; y algunos viejos que no quieren acordarse del pasado encuentran en los jóvenes la obturación de ese pasado. No nos escandalicemos de lo que dicen los jóvenes; nosotros hemos dicho y hecho lo mismo que ellos cuando éramos jóvenes. Y después —razón suprema—, si los jóvenes tuvieran la experiencia, ¿para qué nos necesitaban a nosotros en el mundo? ¿Qué papel sería en el mundo el nuestro? Y otra razón de gran peso: muchas veces, para hacer las grandes cosas, la experiencia estorba; el pasado pesa sobre nosotros los viejos; motivos de sentimentalidad nos impiden hacer lo que haría, con el corazón ligero, un joven. Dejémosles a ellos que expandan su voluntad por la acción; seamos indulgentes; permitamos que siga la vida, y pensemos que, si no lo permitiéramos, sería lo mismo; la vida, la acción, el ímpetu de la juventud seguirían su marcha. Nueva Revista; los mismos redactores simpáticos de esta publicación han ido por la calle de Alcalá y por la Puerta del Sol vendiendo su periódico; tienen entusiasmo; les alienta la fe en su obra. ¿Qué haremos —nos preguntan— para que nuestra Revista sea conocida? El recurso es sencillo: hablad en vuestra Revista de teatro; estudiad, examinad, observad el teatro. El teatro es cosa de papel pintado; todo es papel pintado en el teatro; todo es ficticio y convencional. Cuando en el teatro entra una chispita de verdad, es como si se entrara con una cerilla encendida en un cuarto lleno de gas; se produce una explosión terrible. Y puesto que vosotros decís que el teatro no es literatura, utilizad por lo menos el teatro como reclamo para vuestra literatura. Estad seguros de una cosa, y es que a los cuatro números de estar hablando con sinceridad de las cosas y los hombres del teatro, ya la conmoción producida será enorme; todo el mundo buscará con ansiedad vuestra Revista, y todos comentarán vuestros comentarios. La sinceridad, la verdad, en un mundo de papel pintado, habrán obrado el milagro. ¡Y la labor, muchachos! Aquí sobre la mesa tengo uno de los libros más bellos que se han escrito en el siglo XVIII; es de un gran prosista de esa centuria: del padre Isla. Se trata del Memorial que el padre Isla escribió relatando la expulsión de la Compañía de Jesús —que se realizó de un modo bárbaro y brutal—. En ese libro se puede ver una de las páginas más bellas, más conmovedoras, que haya escrito la juventud en España. La escribieron sesenta u ochenta novicios de la Compañía; expulsados los jesuitas, esos novicios, contra lo dispuesto por las autoridades, quisieron seguir a los maestros. El calvario de los maestros fue terrible; pero no fue menor el de estos heroicos muchachos; no bastaron a disuadirles de su empeño ni razones, ni halagos, ni amenazas; por los caminos de Castilla, a pie, rotos, casi descalzos, hambrientos, estos adolescentes, que habían nacido en la holgura, seguían desde lejos a sus adoctrinadores. En alguna ciudad llegó hasta prohibírseles que pidieran limosna; estaban desfallecidos por el largo ayuno; un alma caritativa alargó por ellos la mano a los transeúntes. Y de este modo siguieron su ruta hasta Santander, donde los religiosos de la Compañía habían de ser embarcados. Allí, 22

nuevas dificultades para impedirles el embarco; uno de los muchachos, sin darse a conocer, logró que lo admitieran en uno de los barcos como grumete; sus peripecias en el barco están narradas en una relación de las andanzas nobilísimas de tal joven. Todos estos mozos —y he querido de intento elegir un episodio tradicionalista—; todos estos muchachos, que tan bella, tan abnegada, tan heroica cosa han hecho, os ofrecen a vosotros, jóvenes de ahora, desde las páginas de la Historia, una lección perpetua de la más alta idealidad. Ni el hambre, ni la miseria, ni los mayores sufrimientos lograron detener en sus entusiasmos, en su fe ardiente, a este puñado de muchachos. Tenedlos siempre presentes vosotros; tened presentes a estos jóvenes que van desde Burgos a Santander, descalzos casi, desfallecidos, rotos, bajo los aguaceros, sufriendo los soles y soportando las intemperies en las noches crueles. Y adelante con la Nueva Revista. El arte por encima de todo. Y España, nuestra amada España, en el corazón. AZORÍN ABC 24 de enero de 1930 y en Crítica de años cercanos

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LA NARDO El libro ha caído como una piedrecita en la tersa superficie de las aguas; el lector ha de llegar hasta el libro, y ha de atravesar para ello todos los círculos concéntricos que se han formado. El lector se halla en la periferia de España; en el fondo del foso cantábrico; al pie de la elevada fortaleza. Allá arriba, a seiscientos cincuenta metros de altura, a la distancia de seiscientos veinte kilómetros, se halla el centro del primer círculo; es decir, allí está la heroína de la novela. Primera etapa: el país vasco; desde San Sebastián a Alsasua; país de prados verdes y suaves; de montañas severas, pobladas de boscaje tupido y húmedo. Segunda etapa: la transición; el paisaje de Álava; entre castellano y vasco; con los abiertos horizontes de Castilla y con las blandicias y suavidades del Norte. Avancemos. Tercera jornada: Burgos, cabeza de Castilla; el panorama fino, elegante, que viera el Cid en sus tiempos. Álamos en toda su gallardía. Montañas que comienzan a mostrársenos desnudas, prístinas. Cuarta etapa: tierra de León; es decir, Valladolid, Valladolid es León. La tierra llana, las llanuras de sembradura, los horizontes dilatadísimos y distintos. Nos vamos acercando a Madrid. El Guadarrama; las cresterías azules, y en invierno blancas; la tierra parda; majestad y severidad en el ambiente y en las cosas. Madrid a lo lejos, como un montón disforme de casas, que corona una neblina sutil. En Madrid en este último círculo, lo más popular, lo más típico, lo esencial, la Cabecera del Rastro; las calles de Toledo, Embajadores, Esgrima, Espada —no podía faltar la espada habiendo esgrima—, Ave María, Calvario, Amparo. En una de estas calles nace la protagonista de la novela. De la novela que acaba de publicar Ramón Gómez de la Serna, o sea La Nardo. La Nardo, por su nombre Aurelia Rojo, muchachita madrileña, de lo más madrileño, nacida en el corazón de Madrid. La Nardo, blanco y carmín. Producto delicioso del cruce de castellanos, andaluces, gallegos, valencianos, extremeños. Como todas estas maravillosas mocitas de la corte. Blanco y carmín: La Nardo; «pétalos de rosa caídos en naterones cándidos», que dijo Lope de Vega refiriéndose, naturalmente, a otra Nardo de su tiempo; y Lope era maestro en la materia. La Nardo encuentra a un mozo de su estirpe; va a producirse dentro de poco un choque de un astro perdido con el planeta en que habitamos. Y la bella muchacha se encuentra, sin saberlo, en la misma actitud psicológica que la aristocrática abadesa que pinta Ernesto Renán en su drama, tan discutido, La abadesa de Jouarre. Si el planeta ha de hacerse mil pedazos, si la vida va a acabarse, si no se ha de vivir ni un instante más, ¿qué es lo que harán La Nardo y su amante? Si la aristocrática abadesa de Jouarre —-que es como ser abadesa de Las Huelgas o de Sijena—; si la aristocrática abadesa va a ser llevada en cuanto amanezca a la guillotina, ¿cuáles serán las palabras que cambie con su amador de última hora y cuáles serán las consecuencias? ¡Lástima que se fuera a producir un choque de un astro con nuestra tierra! Ese choque —que no se efectúa— es como la pistola que se dispara por casualidad en el comienzo del Don Álvaro; todo se desprende de ese encontronazo que no se verifica; La Nardo va, de escalón en escalón, hasta el fondo del abismo social. Pero este tránsito sirve al autor para pintarnos todos los ambientes madrileños, del más puro madrileñismo, que la pobre Aurelia va respirando. Algunas de estas páginas son de las mejores que ha escrito Ramón; léanse y tórnense a leer las referentes a los suburbios de la capital; al pintar los terrenos que se extienden por el final de la Ronda de Embajadores, Ramón ha trazado uno de los cuadros más pintorescos, pero más terribles, de su libro y de muchos de sus libros. Esos tipos, que alguna vez hemos visto al pasar, tales como los labrantines vestidos con un traje andrajoso de soldado, traje que les han vendido los 24

soldados que se marchaban con la absoluta; o bien esos hombres con pantalones de pana atados con una cuerda por la rodilla; todos esos tipos los ha descrito Ramón con un color y una fuerza que nos atraen y cautivan. Desde el fondo del foso cantábrico vamos hacia la altura, hacia el centro del primer círculo, en busca de esa muchachita tan blanca, como de nieve, que se mueve entre tales personajes; en las calles de la Esgrima, de la Espada, del Amparo, de la Encomienda; por todas esas calles en que nos ponemos en contacto con lo primario y espontáneo, con el pueblo; pueblo de un vigor y de un color como ningún otro pueblo en Europa. Y eso se ve bien claro en La Nardo, la novela grande del gran Ramón. AZORÍN ABC 1 de agosto de 1930 y en Crítica de años cercanos

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LA REVISION LITERARIA

Acaba de publicarse un nuevo libro sobre Espronceda. No tiene Larra, hasta ahora, ningún libro en que se hable de su persona y de su obra detenida y sistemáticamente; el erudito sevillano don Manuel Chaves ha compilado en su interesante volumen multitud de noticias y pormenores que podrán servir para el estudio que reclamamos. Espronceda, más afortunado que Larra, cuenta con tres volúmenes de biografía y crítica. ¿Biografía y crítica? Hasta cierto punto; con ciertas reservas. Uno de estos libros es el del señor Rodríguez Solís; otro, el del señor Corton; el tercero, flamante, del señor Cascales y Muñoz. Deploramos siempre —y más cuando se presenta ocasión como ésta— que la historia literaria no acabe de ser entendida en España. Contamos entre nosotros con excelentes, diligentes, pacientes investigadores literarios. Hay entre nosotros hombres de abnegación para la rebusca literaria. Pero todavía no queremos persuadimos de dos cosas; primera, que el documento, por sí solo, sin relación con el ambiente, representa bien poca cosa; el documento tiene —salvo en ciertos casos excepcionales— un valor secundario. Segunda, que el documento es algo más de lo que, en la esfera de la erudición española, se entiende por tal documento; es decir, que hay muchas cosas que no están en los archivos y que son documentos. Y entendido así, en un efecto, no es más que cuestión de documentos. No sólo la historia literaria, sino la historia de la civilización humana. Que no se vea en lo que llevamos dicho animosidad ninguna contra los nuevos rebuscadores literarios. Nada de eso; en el terreno en que colocamos la cuestión podemos estar de acuerdo todos. Recientemente, un pensador francés —L. Dugas— ha publicado, editado por Alcán en París, un libro titulado Pensadores libres y libertad de pensamiento. Componen el volumen varios estudios; entre ellos, dicho sea de pasada, es interesantísimo uno dedicado a examinar y refutar el pragmatismo, en nombre de la libre actividad intelectual. Pero vayamos a nuestro asunto. Dugas, apoyándose en una célebre y moderna novela inglesa (Robert Elsmere, de Humphry Ward) aborda el problema del testimonio o documento en la historia. Para el autor, la gran cuestión de la crítica es la siguiente: «¿Es posible por un examen minucioso de las narraciones humanas, con la ayuda de la ciencia moderna, física y mental, llegar a determinar las leyes físicas y mentales que gobiernan la correspondencia, más o menos grande, entre el testimonio humano y el hecho que dicho testimonio consigna?» El autor desea precisar más, «La historia depende del testimonio. ¿Cuál es el valor del testimonio en determinado tiempo?» Dugas precisa todavía más: «El hombre del siglo III, ¿percibía, recogía, interpretaba los hechos de la misma manera que el hombre del siglo XVI o del siglo XIX?» Si no los interpretaba del mismo modo, ¿cuáles son las diferencias, en qué consisten esas diferencias? Aquí reside, en opinión de Dugas, el principal interés de la historia. «Una historia del testimonio, concebida desde el punto de vista de la evolución, respondería a la más esencial necesidad de la erudición moderna. Es incalculable la masa de luz que la historia, concebida así, arrojaría sobre la historia del espíritu humano, es decir, sobre la historia de las ideas.» Hagamos la aplicación de la teoría, del sistema a la historia literaria. ¿Se concibe lo que sería un libro sobre el testimonio de la crítica y del público, frente al Quijote a lo largo de tres siglos? Sería sencillamente una historia de las ideas españolas; más concretamente: de la sensibilidad española. (El libro, según nuestras noticias, está elaborándose, y elaborándose por un entendimiento clarísimo y henchido de cultura.) ¿Cómo han sido vistas las obras de arte? ¿Cómo las obras de arte han llegado, desde su nacimiento, 26

a ser lo que son? Ya está viendo el lector el alto valor del testimonio, del documento. En la época moderna, un gran arsenal, formidable, copiosísimo arsenal, se abre para el historiador en la Prensa periódica. ¡Los periódicos! ¡Los periódicos, documentos para el historiador literario! Pues, sí, señores nuestros; documentos preciosísimos. Repetimos que, entre nosotros, ni nos decidimos a tener una idea amplia del documento, ni menos, mucho menos, a considerar la materia literaria como un valor en evolución. Debido a este concepto reaccionario, profundamente reaccionario de las obras clásicas, nos encontramos con la resistencia invencible a todo lo que suponga intento de revisión literaria. Pero ¡qué le vamos a hacer! El mundo marcha, y las nuevas ideas —de independencia intelectual— se impondrán en la estética como se van imponiendo en la política. Mi valor literario —repitámoslo cien veces— no es mi valor estático, sino dinámico. En la época romántica, calcúlese la importancia de la Prensa periódica para la historia literaria. Sin embargo, ninguno de nuestros libros de historia toma en cuenta el testimonio de los periódicos. « ¿Cómo vieron los coetáneos de Angel Saavedra el Don Álvaro? ¿Cómo juzgaron El Diablo mundo? En España no es muy densa la curiosidad literaria; las manifestaciones estéticas no ocupan en la vida nacional sino un lugar muy secundario. Sin embargo, ya es interesante ver, en un período de sesenta años, o menos, los cambios, las transformaciones que ha sufrido un valor literario. Desde 1840 hasta la fecha, ¿cuál ha sido la evolución del valor Espronceda? Los libros, las revistas, los periódicos diarios están ante nuestra vista, a nuestra disposición. ¿Podrá haber capítulo más interesante, más esencial, en el libro dedicado a un Espronceda, a un Larra y no digamos a un Cervantes? Y, sin embargo... Quédese para otro día el hacer algunas más consideraciones sobre el tema y el examinar el nuevo libro dedicado al cantor de Teresa. AZORÍN ABC 21 de junio de 1914. y en Crítica de años cercanos

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LA TERCERA PRUEBA Venga usted aquí, a esta ventana, señor Jarnés; aquí lo veremos mejor. Usted habrá dicho en la puerta que era Jarnés, Benjamín Jarnés; claro, no le hubieran dejado pasar. No hubiera usted podido entrar en el laboratorio del Tiempo; pero es usted artista, fino artista. No, no me dé usted las gracias; es usted artista y ha podido pasar; el arte es la neutralización del tiempo; el arte anula al tiempo. Vaya, otra frase: el arte es la triaca del tiempo; no sonría usted. No sea usted lisonjero conmigo. Acérquese; aquí veremos mejor la prueba; cuidado con esas retortas y esas balancitas de precisión; no tropiece usted. Ea, ya estamos en la ventana; fíjese, fíjese. Mire usted qué limpieza, qué exactitud, qué hermosura. La prueba es perfecta; a un lado, Felipe II; a otro, Teresa de Jesús, y aquí en medio de los dos, El Escorial. El Escorial para los poetas novísimos; la exaltación de la línea limpia; la fricción de la pura y radiante luz castellana en los anchos planos de piedra lisa. La figura de Felipe II es admirable; un gran monarca, dígase lo que se diga; carácter, confianza en sí, decisión. Y su símbolo, su representación, la concreción plástica de su espíritu: El Escorial. No haga usted caso de ese luterano, de Carlos Justi, que todavía en el Baedeker arremete contra El Escorial. ¿Y Teresa de Jesús? ¿Qué me dice usted, James, de esa estupenda mujer? ¿Qué prosa la suya, eh? Fina, espontánea, sin un átomo de pedantería. La raíz del pueblo y la esencia de las cosas. Felipe II, Teresa de Jesús, El Escorial. Tres cosas únicas en el mundo; tres momentos maravillosos de la Historia. Ahora, querido señor Jarnés, segunda prueba; no se asuste, no tenga temor. Estamos en el laboratorio del Tiempo; créalo, no le engaño. No ponga usted esa cara dé incredulidad. Segunda prueba de lo mismo. Felipe IV, sor María de Agreda. Observe usted cómo ya el color no es el mismo; ya está todo más borroso; la materia es más tosca; las figuras conservan todavía dignidad, nobleza; sobre iodo la de sor María; sor María es noble, pura. Pero ¿qué quiere usted que le diga, amigo Jarnés? Nos hallamos ya con otra clase de pasta; la madera de los personajes es otra. ¿Qué algarabía es esa? Yo lo sé; pero usted no lo sabe. Yo se lo diré; no crea usted que va a pasar nada. ¡Caramba, señor Jarnés; no acaba usted de estar tranquilo! Yo le diré lo que son esos gritos. Esa algarabía que usted ha oído son gritos de mujeres; mujeres que chillan. ¿Y sabe usted por qué chillan? Porque están viendo la función en un teatro, o corral, y han soltado un ratón donde están ellas. Y vea usted aquel caballero medio disfrazado que está en aquel rincón; observe usted de qué modo ríe a carcajadas; parece que de tanto reír se le va a desconcertar la cintura. ¡Ah, no vaya usted a creer que ese caballero es el Rey don Felipe IV! ¡O,. M, usted quiere creerlo, allá usted! En fin, Jarnés; aquí tenemos tres cosas como antes: Felipe IV, sor María de Agreda y una chillería de mujeres. Una chillería que, si usted quiere, puede ser un símbolo; un símbolo como antes lo ha sido El Escorial. Y ahora, a la tercera pruebecita. Mire, mire, y no se escandalice; usted no puede escandalizarse; está usted ya familiarizado con estas tres cositas que se nos presentan ahora. Ya en la tercera prueba, la tosquedad de la materia es completa, lamentable. El Rey consorte, don Francisco de Asís; sor Patrocinio... ¿Falta algo? ¿No ha oído usted? Han gritado: Où est Lambert? Sí, señor, sí. Où est Lambert? O sea: ¿Dónde está Lambert? Esa pregunta es la primera que don Francisco ha hecho al llegar a París, puesto el pie en el estribo para apearse del tren. Lambert es su peluquero. En esta prueba, la tercera, nos hallamos a mil leguas de distancia de la primera. En la primera, el símbolo es la maravi28

lla de El Escorial; en la segunda, los gritos femeniles; en la tercera, esta pregunta que acabamos de oír. Où est Lambert? Todo París repite la pregunta, sonriendo; los chicuelos de las calles preguntan por Lambert; en los cafés, los mozos repiten el nombre de Lambert; en las imperiales de los ómnibus suena el nombre de Lambert. Ohé Lambert! Le veo a usted un poco maravillado. ¿Usted no conocía este laboratorio? No, no ha estado nunca aquí. Ahora muévase usted hacia aquella pantalla y observe con atención. No va a pasar nada malo. Lo que voy a hacer es que vea usted lo qué usted mismo acaba de hacer en su libro Sor Patrocinio con la realidad que acabamos de ver; es decir, con la tercera prueba. Usted, amigo Jarnés, ha hecho un libró interesantísimo, un libro de fino artista; pero eso que digo as una generalidad; eso no es decir nada. Es preciso definir, expresar de qué modo es su arte. Mire usted cómo van pasando por la pantalla las figuras de su libro Sor Patrocinio. ¿Lo ve usted bien desde ahí? Acérquese un poco más; no tenga temor. El arte de usted, Jarnés, no es la realidad misma, la realidad desnuda; usted asciende un grado sobre la realidad; usted da por sabida la realidad. Y sobre ese plano de metarrealidad, sí, de metarrealidad, usted va mariposeando, cerniéndose, vagando, con ingenio y con elegancia. ¿Le ha gustado a usted ese terminillo que hemos inventado de metarrealidad? Era preciso inventarlo. Si hubiéramos dicho superrealidad, hubiéramos supuesto un concepto de fantasía, de misterio, de irrealidad; y no; ¡es esa la realidad que usted crea. Su arte, querido Jarnés, supone, implica la realidad; pero no la deforma. Da usted un extracto de realidad; pero no injiere usted en su realidad un fermento de misterio, y tal vez de superstición inquietadora. Realidad, sí; la de usted; pero la que está por encima de la realidad: metarrealidad. Y ahora, un apretón de manos y enhorabuena cordial por §U bello libro. Ya sabe usted dónde me tiene a su disposición. Cuidado, por aquí: no tropiece usted con esa retorta. AZORÍN ABC 16 de julio de 1929 y en Crítica de años cercanos

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LA ULTIMA NOVELA DE BAROJA La última novela de Pío Baroja, Las mascaradas sangrientas, pertenece a la serie de las «Memorias de un hombre de acción». Forman ya esta colección diez y siete volúmenes. Baroja ha pintado en esta serie de novelas los hechos y peripecias políticas de España en la primera mitad del siglo XIX. Habrá de llegar un momento —cuando la serie de las «Memorias de un hombre de acción» termine— en que haya que analizar toda la obra realizada por el novelista vasco. Y son varios los puntos que habrán de ser examinados en este estudio. Expongámoslos sumariamente. LA HISTORIA Ante todo, convendrá estudiar el concepto de la Historia que tiene el autor de Las mascaradas sangrientas; por los diecisiete volúmenes indicados pasan los anales de España en un período de cincuenta años. Baroja ha hecho obra de historiador; se ha documentado minuciosamente; ha leído cuanto sobre esa época se ha escrito; recogido — con mil trabajos— papeles y documentos varios; ha recorrido los lugares en que los principales sucesos de las guerras civiles se han desarrollado; la topografía del país vasco la conoce palmo a palmo; en el Maestrazgo, el otro teatro de la guerra carlista, también ha estado en diversas ocasiones; respecto de la figura central de estas novelas, el «hombre de acción», es decir, Aviraneta, él ha reunido cuantos datos, pormenores y particularidades pueden ser conocidos. Y bien —primera interrogación—, ¿cómo entiende la historia un hombre, cual Baroja, prendado, apasionado de lo presente? A quien niega, o desdeña, o evita el pasado, ¿cómo se le ha ocurrido emprender una obra novelesca que abarca todo un período, el más agitado, el más pintoresco, de nuestro siglo XIX? ¿Y cuál es la parte de ficción y de la verdad en esta serie de volúmenes históriconovelescos? Esta última interrogación entraría de lleno en el segundo de los temas por examinar en el estudio a que aludimos. La ficción está mezclada a la realidad en las «Memorias de un hombre de acción». Pero la realidad sola, la sola historia, ¿sería más verdadera, más auténtica, que esta alianza de lo ficticio y de lo real? Menéndez Pelayo, a propósito del prólogo de Vigny a su novela histórica Cinco de marzo, ha tratado de este asunto de la historia novelesca. Los autores de estos libros —un Vigny, un Galdós, un Baroja— toman como marco, amplio, anchuroso, para sus relatos, un hecho histórico; el cuadro en que van a encerrar sus ficciones es auténtico, real; pero dentro de ese espacio o marco, ellos van colocando detalles y pormenores de su propia invención. ¿Habrá algo que se oponga a esa falacia artística? ¿Sucedió la vida del modo como nos la cuentan esos novelistas? Pongamos un ejemplo, tomado de las mismas luchas y pendencias políticas que ha pintado Baroja. Todos sabemos cómo murió el conde de Belascoain, el general don Diego de León, fue fusilado en Madrid, en 1841; conservó hasta el último instante una admirable serenidad. Figurémonos que vamos a pintar, en una novela histórica, los postreros momentos de Diego de León; la historia nos ha conservado pormenores y detalles de la estancia del general en la capilla, de su marcha al paraje donde fue fusilado y de su actitud frente al pelotón que disparó sobre él. Pero en una novela histórica todos estos detalles, aun siendo abundantes, no bastarían. Necesitamos, por ejemplo, dar al lector una conversación, la postrera, entre Diego de León y su esposa. Podemos poseer indicaciones sumarias respecto de cuáles serían las palabras cambiadas en este momento supremo entre los dos esposos. Pero ¿no podemos fingir toda la conversación de los dos personajes? La imaginación del inventor ¿no podrá permitirse 30

tal licencia? Y esa charla, esas palabras angustiadoras y supremas, inventadas por un Vigny, por un Galdós, por un Baroja, ¿serán menos reales, menos auténticas, menos veraces que las verdaderas palabras que fueron cambiadas entre el general y su esposa, que no conocemos? ¿Padecerá algo la historia con esta mixtificación artística? Y el arte, en definitiva, y esta es la opinión de Menéndez Pelayo—, ¿no habrá dado más honda impresión que hubiera dado la realidad misma? El tercer punto a estudiar en las «Memorias de un hombre de acción», sería el de la cronología histórica de Baroja. Parece natural que un novelista que se propone trazar la historia de un período determinado, comience... por el principio. Si el novelista ha de pintar la España de los cincuenta primeros años del siglo XIX, lo lógico será que principie por la guerra de la Independencia, y luego, sistemáticamente, cronológicamente, vaya descendiendo hasta llegar al promedio del siglo. En la serie de novelas de Pío Baroja, la compilación de la cronología es extraordinaria. Y este solo hecho nos dice tanto de la personalidad del autor, de la modalidad de estas novelas, como en otro orden, el estilo de Baroja, su manera de escribir. En un cuadro sinóptico de la cronología en las «Memorias de un hombre de acción», veríamos cómo la línea de la narración avanza, retrocede, se detiene, torna a avanzar, vuelve a retroceder. Estamos, por ejemplo, en uno de los volúmenes, en 1839; pasamos luego a 1850; creemos que vamos a seguir avanzando, y nos encontramos con que de pronto hemos retrocedido, no a 1839, sino a 1820... para hallarnos en el tomo siguiente —si no es en el mismo volumen— en 1842. El espíritu de Baroja, errátil, caprichoso, amigo del desorden —del desorden aparente— odiador de toda norma, se manifiesta en el plan cronológico de sus novelas, como en el estilo y en la filosofía. Hacer un resumen Sintético de la Historia tal como se deduce de las «Memorias de un hombre de acción», seria una de las cosas más curiosas que se pueden dar en crítica literaria. Y entonces veríamos que, con una rigurosa documentación, estando perfectamente impuesto —gracias a un largo estudio—, en el período que ha pintado Pío Baroja, odiador de la Historia, ha jugado desdeñosa y elegantemente —a veces con genio—, con el tiempo, el espacio y la realidad de España. Su historia, en resumen, la Historia hecha —con toda clase de documentos, literarios y geográficos—, la historia urdida por Baroja en esos diecisiete volúmenes, da la sensación de una masa, o de varios fragmentos de masa, lanzados al aire por la mano de un prestidigitador sonriente y regocijado, recogidos al caer, vueltos a lanzar al espacio para que en el aire se entrecrucen y formen arabescos y figuras extrañas, y de nuevo recibidos en las manos ágiles del malabarista... hasta que el juego acaba y el prestimano se inclina, sonriendo siempre, ante los aplausos de la concurrencia. «¿No decían ustedes que yo, nietzscheano convencido, entusiasta lector de las Consideraciones inactuales del maestro; no decían ustedes, parece pensar el prestidigitador, al acabar sus ejercicios, que yo era enemigo de la Historia? Pues ya lo han visto ustedes; acabo de hacer con la Historia, con los fragmentos de la Historia, el bonito juego que ustedes han presenciado.» Y el prestidigitador torna a sonreír. A sonreír con sonrisa equívoca, enigmática. LA NOVELA Las mascaradas sangrientas, en su primera parte, al menos, es uno de los más bellos libros de Pío Baroja. La primera parte es de descripción, de pintura de caracteres, de acción violenta y pintoresca. Estamos en 1839; no sabemos cuántas veces hemos retrocedido, ya, ni cuántas hemos avanzado. El autor pinta un pueblecito vasco. Nos hallamos en las postrimerías de la primera guerra civil. Toda esta parte de Las mascaradas sangrientas la constituye el relato de un crimen terrible, misterioso. Y la emoción del 31

relato la dan el concierto feliz, peregrino, propio del arte de Baroja, entre el medio físico, el paisaje, los tipos, el ambiente del pueblecito y el tiempo—1839—en que la acción se desenvuelve. El autor insiste en esta particularidad de los años en que ha colocado la acción de la novela. Hay, todavía, en el país vasco, un ambiente pronunciado de arcaísmo, de pintorescas costumbres; el clima, la topografía, la arquitectura de las casas —en la campiña—, la vegetación, la niebla gris, que se desgarra en los picachos y arboledas, el cielo bajo y plomizo, las barrancadas hondas y solitarias, el silencio profundo de los valles y hondonadas, todo contribuye a realzar esa sensación de misterio, de lejanía, de apartamiento de lo actual que en el país vasco nos sobrecoge. En la actualidad, el ferrocarril, las carreteras, los transportes aéreos de las explotaciones de las minas, los postes del telégrafo, rompen de cuando en cuando esa sensación de lejanía; de pronto, cuando nuestra abstracción de lo presente es más intensa, al empinarnos en una loma, ante la chimenea de una fábrica, que emerge de la verdura en lontananza, el ensueño medioeval se disipa. Pero en 1839 la ilusión es completa; la sensación de Edad Media no viene a ser turbada y rota por ningún accidente intempestivo y moderno. Y Baroja, que en Las mascaradas sangrientas había desde las primeras páginas comenzado a darnos esa sensación aguda y violenta, ve logrado ampliamente su deseo y lleva al espíritu del lector la visión entera, honda, de un tiempo remoto vivido en el siglo XIX. Y esa sensación la da con los tipos de su novela; tipos de mujer, especialmente, tipos admirables, alguno de una sensibilidad sugestionadora, violenta, áspera, de una atracción terrible, como el tipo de la Tiburcia y de la ondulante y morena María la Cañí; da Baroja esa sensación — decimos— con los tipos de su novela, con la descripción de la aldea, perdida en las anfractuosidades del paraje, con los interiores (una cocina, un cafetín, un chiscón), en que juegan y aman bárbaramente soldados y labriegos, con los valles remotos y silenciosos, con los caminos solitarios —por uno de ellos discurre una anciana harapienta con una guadaña al hombro—; con el cielo plomizo, ceniciento; con las casas solitarias en el campo, abandonadas, ignoradas de todos; con facinerosos que, so capa de guerrilleros, talan y devastan, como en las guerras de la Edad Media, alquerías y pueblecitos; con un crimen terrible, espantoso, en que perecen unas campesinas que vivían en una alquería, lejos del mundo. En la noche, a la luz de la luna, luce un momento en alto la hoja de un puñal; luego, al fulgor pálido del alba, hace rebrillar vagamente el charco de la sangre coagulada. Y por entre las páginas del libro, cruzan y vuelven a cruzar patrullas y gavillas de aventureros, que van de una parte a otra entre la niebla gris, con sus boinas rojas. Y los ojos de María la Cañí, la gitana esbelta y desdeñosa, fulgen con luz de misterio, de pasión y de sensualidad. AZORÍN ABC 18 de marzo de 1928 y en Crítica de años cercanos

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LA ÚLTIMA NOVELA DE MAURIAC Teresa Desqueyroux se ha detenido un momento en el umbral de la Audiencia; se halla ya libre; puede marcharse a donde guste; no tendrá que acudir más al llamamiento de la Justicia; la causa ha sido sobreseída. Teresa Desqueyroux respira ampliamente; tiende una mirada por el espacio en tinieblas y avanza decidida. Es de noche; la espera un cochecillo que ha de llevarla hasta la estación del ferrocarril —una estación de pueblo, minúscula—. En el tren permanecerá unas horas hasta llegar al villorrio de Las Landas. Pero Teresa ha dejado Burdeos y ha de encaminarse al pueblecito en que vive su marido. ¡Su marido! Sólo al pensar en él —pensar vagamente— se siente toda estremecida Teresa. ¿Cómo es esta mujer singular, misteriosa? Teresa es una de esas mujeres que podríamos llamar «indefinibles». Las encontramos en el tren, en un restaurante, en la calle, en el tranvía; hablamos con ellas, acaso, incidentalmente, diez minutos. Nos separamos. Nos separamos para siempre tal vez. No hemos dicho nada en nuestras breves palabras —cosa ligera, anodina—; no han dicho ellas tampoco nada. Y, sin embargo, al separarnos, llevamos en el espíritu una cierta intranquilidad. No era bonita esta mujer; no era fea tampoco; sus ojos son como todos los ojos; su boca, como todas las bocas. ¡Y qué sensación tan extraña la nuestra! Si hubiéramos visto una gran beldad no estaríamos tan inquietos. ¿Veremos más a esta mujer? ¿Sentimos mucho no poder volverla a ver? Y sus ojos, sí, sus ojos eran bellos, Y su boca era tan expresiva, tan sensual... Ya la imagen de la desconocida indiferente, casi vulgar, se ha ido transformando en nuestro espíritu. El hechizo de esta mujer anodina —aparentemente anodina— ha captado nuestra sensibilidad. Más que mujer hermosa; más que una beldad extraordinaria, esta desconocida —con sus ojos luminosos, con su boca sensual— nos persigue, nos acosa, nos obsesiona. HACIA EL PUEBLECITO ¡En marcha, en marcha! El tren ha comenzado a caminar. Un tren provinciano, en un ramal ferroviario que va de pueblo a pueblo. Los coches van casi vacíos; una lucecita colocada en un techo ilumina débilmente el coche. Teresa, sentada en un rincón, medita. ¡Su marido! Su cuerpo se estremece todo. ¿Cómo será esta primera entrevista con su marido? La imaginación de Teresa revive los años de la infancia; Teresa se ve en el colegio; ve a su compañera Ana; se ve luego en la casa del pueblo, en las vastas y secas Landas. Pasan por su mente sus amores; aparece la silueta de su novio, entonces; de su marido, después. Bernardo es un hombre de buen sentido, sólido, un poco vulgar, confiado. Han hecho un viaje de novios por Italia y él ha llevado en un cuadernito todos los gastos realizados. Después han estado en París. Y ya se hallan en el pueblecito de Las Landas. La familia posee extensas pinadas. Los pinos de Las Landas producen resina y maderas. La familia es rica, pero es preciso administrar bien. Todos tradicionalistas, amantes de su ascendencia limpia, ponen gran cuidado en sus matrimonios. Y Ana, la hermana de Bernardo, el marido de Teresa, se ha enamorado —con fervor, con fuerte pasión— de Juan Azevedo. Y Juan Azevedo es judío. Estando en Italia, Teresa ha recibido cartas de Ana en que le habla de su amor. Y cosa rara, Ana enamorada de Azevedo. En plena Landa, entre los pinos odoríferos, sentado en una larga silla, recostado, Juan pasa horas y horas. Está enfermo; es decir, tiene sólo una predisposición a la tuber33

culosis. De lejos lo veía Ana. No podía ni ella misma sospechar que llegaría un momento en que su mano, su fina mano, su mano suave, se posara blandamente —con íntima y lícita voluptuosidad— sobre el pecho de Juan. Poco a poco iban, entre los pinos, aproximándose Ana a Juan. ¡Y al fin se amaron! Los amores de Ana y Azevedo causaron indignación y escándalo en la familia. Bernardo no pudo tolerar la idea. ¿Qué hace Teresa? ¿Cuál es el verdadero sentimiento de Teresa, la amiga íntima de Ana? Las cartas que ha recibido en Italia, cartas inflamadas de pasión, ella una madrugada las ha hecho añicos y ha tirado los pedazos de papel a la calle desierta. Los amores de Ana y Azevedo conturban a toda la familia. Y, al fin, Juan se marcha a París. Renuncia a su amor. ¿Ahogaba Teresa por Ana algún sentir secreto, culpable? No lo sabemos, es posible que sí. El alma de esta mujer es un misterio... La vida en el pueblecito se desliza monótona. Teresa había ambicionado otra cosa. Todos los días son iguales; todas las horas, las mismas. Bernardo está un poco enfermo; sus nervios se hallan un poquito desconcertados. En la monotonía de la vida pueblerina esta enfermedad del marido viene a complicar el hastío, el desabrimiento. En la casa no hay más que monotonía, cansancio, quejas, lamentos. Con Bernardo no se puede contar; él se pertenece todo a su enfermedad. ¿Y ésta es toda la vida? ¿Será así toda la existencia? No es Teresa mujer romántica; no ha tenido nunca grandes ambiciones; la apetencia de ideal no la ha triturado jamás. Y, sin embargo, ella no puede avenirse con esta vida gris. ¿No puede avenirse? Pero, ¿sabemos acaso cuál es el fondo del alma de Teresa? En estas mujeres indefinibles, para explorar su fondo, la sima de su espíritu, ¿nos servirá acaso la más potente lámpara? Acaso, en Teresa, hay un deseo de ideal, pero de ideal no en ella, sino en Bernardo. ¡Si Bernardo pudiera ser otro! ¡Si pudiera reaccionar ante ciertos grandes sentimientos humanos! Pero Bernardo es sólido, mediocre, vulgar. Y si Bernardo fuera otro... ¿sería otra también Teresa? Este es el problema; probablemente, ese instinto que Teresa lleva en el fondo de su espíritu, esa apetencia de maldad —apetencia vaga, indefinida— se hubiera manifestado lo mismo. La flor venenosa que subía desde el fondo del estanque —estanque del espíritu— habría subido del mismo modo con aguas cenagosas que con aguas cristalinas. EL CRIMEN Un día se produce un incendio en Las Landas. Los pinares están ardiendo. Todo el poblado se conmueve. Vienen a traer la noticia a casa de Bernardo. Bernardo sigue un tratamiento especial; para curar su enfermedad toma unas gotas de arsénico en las comidas. Y durante esta comida, en el rebullicio que la noticia del incendio ha producido, Bernardo no sabe si ha dejado caer o no las gotas en el vaso, pero Teresa lo sabe. Lo sabe y ha doblado ella después la dosis. Y ha hecho algo más: ha falsificado luego unas recetas del médico... El envenenamiento de Bernardo se ha producido. No se sabe, al principio, cómo ha podido suceder. Bernardo es trasladado a una clínica de Burdeos. Le hablan del acto de Teresa —cuando ya la noticia del crimen es general— y no lo puede creer. Teresa es procesada. La deposición del marido es favorable a la mujer. Bernardo, serenamente, para salvar a Teresa, declara en favor de su mujer. Y el proceso se sobresee. Teresa, desde la Audiencia, en Burdeos, marcha en el trenecito provinciano hacia el pueblo. ¿Cómo será la primera entrevista de Teresa y Bernardo? Los dos convienen en vivir cordialmente; está pendiente el matrimonio de Ana y un rico propietario. Aparentemente no debe existir entre los esposos motivos de discordia, de tristeza, de angustia, de rencor. Todo, menos dar que hablar a las gentes. Pero, en secreto, para lo íntimo de la 34

familia, Bernardo y Teresa vivirán separados. Y al cabo de algún tiempo, con el pretexto de que Teresa necesita otros aires, la esposa de Bernardo va a vivir sola a otro pueblecito, donde la familia tiene propiedades y una casa. Esta parte de la vida de Teresa es interesantísima. ¿He dicho ya que el enlace de Ana y el joven ricacho se ha celebrado? No, no; todavía no se ha celebrado el matrimonio, pero está a punto de celebrarse. Llueve, es otoño. Teresa se halla sola en la casa del pueblo. Está cansada de todo; tras un cigarrillo enciende otro; sus dedos están quemados de tanto como fuma Teresa. Cae monótona la lluvia. Se disuelve la voluntad de Teresa. El tedio es terrible. ¿Saldrá ella nunca de esta monótona tristura? No tiene ánimos Teresa hacer ni el menor movimiento. Todo le pesa; todo cae sobre ella como una losa de plomo. Y el matrimonio ansiado por la familia se celebra al cabo. Bernardo y Teresa convienen en que se adelante. Teresa vivirá en París. ¿He dicho yo que Bernardo guarda, bien guardada, la receta del crimen? Bernardo se lo ha dicho a su mujer. Y la acompaña a París. En la terraza de un, café, en el bulevar, están los dos sentados. Dentro de un momento se van a separar. Y en este instante es cuando Bernardo se atreve, por fin—al cabo de meses— a preguntar a Teresa el motivo de su crimen. Y Teresa va a decir la verdad! dice la verdad. Lucha contra lo uniforme, contra la estupidez de un vivir tedioso —rebelión contra la esclavitud de lo gris cotidiano; ansiedad de libre ideal...— ¿Sabe Teresa misma por qué se lanzó al acto criminal? Lo misterioso, lo enigmático de esta figura de mujer, reside en esa vana ignorancia. Bernardo no comprende a Teresa; no entiende todos estos motivos que ella ha comenzado a exponer. Y sonríe de la ansiedad ideal de Teresa. Y Teresa, un momento sincera, vuelve a su desdén profundo por Bernardo. Ya se han dicho adiós. Bernardo se marcha. Teresa, ligera, jocunda, con alegría de libertad y de vida, desaparece entre la muchedumbre del bulevar. Desaparece con su cuerpo fino, esbelto; con sus ojos enigmáticos, misteriosos, bella todavía con la atracción profunda del mal, de la ansiedad por lo desconocido. Y esta es la novela última, reciente, de Frangíos Mauriac, Thérese Desqueyroux. AZORÍN ABC 5 de junio de 1927 y en Crítica de años cercanos

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LA ÚLTIMA NOVELA DE PAUL MORAND En Francia existen, a la hora presente, algunos —pocos— escritores de primer orden, verdaderamente sustanciales, y una legión de literatos de segundo orden, subalternos, secundarios! pero interesantes, pintorescos. Entre estos últimos figuran Paul Morand, Giraudoux, Montherlant. El primero de estos escritores acaba de publicar una novela; el tema escogido por el autor es el de las relaciones entre el Oriente y el Occidente. Desearíamos decir dos palabras sobre tal obra. Y antes de pasar adelante, queremos dejar consignado algo que es pertinente al caso. ¿Qué opinión se tiene en España respecto de estos escritores franceses de segundo orden? Se les confunde un poco con los de primera magnitud. Aquí, por ejemplo, pasa el señor Morand como un novelista originalísimo, profundo, renovador de las letras modernas. Y a Montherlant le sucede lo mismo. Y a Giraudoux le acontece igual. No se sabe, en general, distinguir lo que es verdaderamente nuevo y original de lo que es simple apariencia, cosa brillante, pintoresca. Y ello obedece a diversas causas. El libro de Morand, Buda vivo, nos servirá para examinar las causas de este desconcierto del gusto. Siempre —no es preciso decirlo— ha sido difícil de distinguir lo bueno en sustancia de lo aparentemente bueno; pero lo es más en los tiempos presentes. UN NUEVO NABAB Pablo Morand es un excelente escritor. Escribe con rapidez y con soltura de estilo. Ahora, como tema de su novela Buda vivo, ha escogido una de las cuestiones que preocupan más a pensadores y literatos. ¿Está en decadencia la civilización occidental? La declinación europea, la caducidad de Europa, ¿podrá remediarse con una asimilación del espíritu oriental? El Oriente, ¿podrá salvar al Occidente, enfermo de acción ineficaz, de mecanismo, de fiebre inútil y nociva de negocios y de vanas empresas? Paul Morand imagina en su libro un príncipe indio, heredero de un vasto imperio oriental que, ansioso de conocer el Occidente, emprende un viaje a Europa. La impresión de Europa en ese joven príncipe es lo que constituye la esencia espiritual, la trascendencia de la novela. Y aquí, desde el principio, desde que el novelista comienza a pintarnos al heredero del gran monarca indio, comenzamos a ver los defectos del libro. No conocemos el Oriente, no sabemos gran cosa de la psicología de un príncipe oriental; pero se nos antoja que este dichoso príncipe, este joven jerarca, es un tanto ingenuo y candoroso. En sus palacios —tiene varios este afortunado mozo— dispone de todo Jali (así se llama el príncipe); ha sido educado por personas instruidas de las cosas de Europa; en la corte india, la de Karastra (así se llama este imperio) hay importantes elementos europeos; con ellos ha podido tener relación el príncipe. Y, sin embargo, este mozo afortunado no tiene idea de nada; el padre, incidentalmente retratado por el autor en cuatro líneas, se nos presenta también como un ser inerte, idiota, sin lumbre de inteligencia. Pero el padre es viejo y está lleno de graves alifafes; el hijo, en cambio, es joven, apuesto, gallardo, fuerte, sin detrimento alguno de su persona. Y siendo así, ¿no dispone, el pobre, de más capacidad mental? Y nos preguntamos también: ¿Será tal apagamiento intelectual, tal tupidez del cerebro, una condición del oriental, o es que el autor ha confundido un poco la psicología del oriental con la idiotez? Es éste un punto capital de la novela; de las premisas sentadas ahora por Morand M a redundar todo. El célebre y tan cacareado contraste del Oriente y del Occidente —todos hablamos del asunto en los restaurantes y en los trenes—, el cacareado contraste del Oriente y del 36

Occidente, dependerá, en este caso, de la sensibilidad o insensibilidad que el autor preste a su imaginario príncipe. ¿Dónde está la famosa agudeza oriental, la finura, la penetración, la sutilidad de los orientales, que nos habíamos imaginado leyendo, cuando niños, Las mil y una noches, y luego, más tarde, en especial nosotros, los españoles, examinando, en nuestra literatura, lo que procede del espíritu oriental? El conde Lucanor, tan fino, tan sutil, ¿no encierra páginas, cuentos, lecciones, que proceden del lejano Oriente? ¿Y ahora, de pronto, nos encontramos con un personaje joven, apuesto, simpático, pero de espeso y tupido cerebro? ¿Y este personaje es un poderoso príncipe oriental? La dificultad, para Pablo Morand, era grande. Si él hubiera pintado un príncipe agudo, inteligente, todo el resto de la novela hubiera tenido que tomar otro rumbo, revestir otros caracteres. La impresión de Europa en el príncipe hubiera sido otra. Digámoslo más claro. Impresión de los países europeos en un oriental, el príncipe Jali, en Buda vivo, hubiera, desde luego, existido. Pero en vez de ser una impresión ruda, tosca, violenta, hubiera tenido que ser fina, honda, casi impalpable, propia para ser recogida, descrita, no con grandes y pintorescos trozos —esta es la manera de Morand—, sino con pinceladas pequeñitas, con hechos diminutos, sobrepuestos en la narración, con una observación sutil, paciente, perseverante. Y esto es lo que no podía hacer el autor de Buda vivo. Era preciso, por lo tanto, partir de un supuesto arriesgado, de una hipótesis temeraria; la psicología de un príncipe oriental había de ser, exactamente, la misma del pobre Nabab de Alfonso Daudet. Y ya en Europa, el príncipe Jali, sus aventuras, sus vicisitudes, sus accidentes en el viejo mundo, debían de ser exactamente iguales —¡fatal consecuencia!— a los del personaje de Daudet. Pero el estilo cambia de Daudet a Morand. Morand es más moderno, porque ha escrito después de Daudet, y no por otra cosa. Daudet procede por pinceladas pequeñas, por hechos diminutos, observados, anotados —en la sensibilidad suya— por el autor. Y Morand, rápido, sin tiempo para observar. Viajero de todas partes y estante con estada larga en ninguna, no podía recurrir a los pequeños hechos sintomáticos, característicos. Paul Morand es un escritor pintoresco, sí; hay en sus libros movimiento, color, ímpetu, rapidez. Pero yo invito a los lectores inteligentes, observadores, a que examinen de cerca el estilo y los procedimientos de Morand. A las treinta, cuarenta, cincuenta páginas leídas, ya entra el cansancio en el lector. ¿De qué manera, tratándose de un escritor sin fárrago de prosa, escueto, pintoresco, ameno, puede darse en el lector tan pronto el cansancio, el tedio? La explicación es fácil. Ya queda arriba, en lo sustancial, apuntada. Morand no tiene tiempo para observar la vida en su profundidad. La Bruyère, en una página henchida de hechos pequeñitos (gestos, movimientos, ademanes, palabras, etc.), nos pinta un personaje y lo hace vivir. Ningún hecho pequeño, sintomático, característico, encontramos en la pintura del príncipe Jali. Para que el autor hubiera podido usar de este procedimiento hubiera sido preciso una larga, perseverante, observadora convivencia con su príncipe oriental; entonces, después de una continuada observación, empapado de la psicología del personaje—como La Bruyère lo estaba de los suyos—, Morand hubiera podido hacer vivir auténticamente, con vivacidad, al protagonista de su novela. Y ese protagonista, pintado de manera sutil y profunda, delicada, hubiera recibido en Europa, en el Occidente deseado, impresiones distintas de las toscas, violentas y groseras que recibe. Paul Morand no hubiera hecho una nueva edición de El Nabab, de Daudet, sino otra cosa más moderna y más original. El primer país que visita el príncipe Jali es Inglaterra. El Gobierno inglés invita al príncipe a vivir en una de sus ciudades universitarias. Y en esa Universidad, donde el príncipe se está instruyendo, un día, en la biblioteca, se le acercan dos jóvenes estudian37

tes —un irlandés y un norteamericano— y traban amistad con él. Después, el príncipe los invita a tomar el té. El episodio de estos dos jóvenes es significativo; porque el autor ha querido representar en ellos a la juventud actual. Y es una lástima; porque lo que dicen estos dos jóvenes no son más que salidas de tono y paradojas que no tienen novedad alguna. ¿Consiste el espíritu nuevo en una cierta afectación de rapidez y de impetuosidad? Leyendo, por ejemplo, a Henri de Montherlant, así parece. Pero, ¿se podrá considerar como cosa nueva este desdén impetuoso, vehemente, de todo lo anterior a nosotros, de todo lo divino y humano? Todas las actitudes que se pueden adoptar, las que se adoptan ahora, han sido ya, en el curso de los siglos, adoptadas. No existe nada nuevo en psicología humana. Y si es una novedad esto de la paradoja a ultranza, impetuosamente, novedad es que ya hemos visto muchas veces en el curso de la historia. Lo importante, en literatura, es decir cosas delicadas, finas, profundas; lo accidental, lo desdeñable, es el ímpetu, la vehemencia, el prurito de asombrar a las gentes y a los escritores de otra generación, Pero al presente, esta comezón de violencia y de vicisitudes, junto con la oscuridad, o, mejor dicho, el odio a la claridad, que es lo que domina entre ciertos elementos literarios franceses. Por fortuna, en Francia existen también escritores de gran solidez y de profunda originalidad. Por fortuna también, lo adjetivo y secundario pasa —las modas— y queda siempre lo sustancial, lo sólido, lo claro, lo exacto, lo verdadero. AZORÍN ABC 9 de octubre de 1927 y en Crítica de años cercanos

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LOS ÁNGELES Rafael Alberti acaba de publicar un nuevo libro: Sobre los ángeles. Páginas de blanco, nítido papel; impresión limpia. Perspectiva ideal de luz resplandeciente. Blancura. La trayectoria del poeta en dos líneas; de una base de poesía popular y de impregnación de la Naturaleza hacia una depuración del elemento externo. El punto de partida puede ser su libro El alba del alhelí. Todas esas páginas se hallan inspiradas en el campo y en la poesía del pueblo y en los cantos de los niños; se respira en ese volumen un ambiente de sensación primaria y pura. Lo primario atrae al poeta; lo primario es el sentido del fino labriego en el campo y la impresión del niño. No podía llegar a más Rafael Alberti en su depuración de la Naturaleza y de la vida. Pero el maestro aspira a otra cosa; otra cosa más fina y más perfecta. Es preciso dejar esta realidad sensible, tan delicada, tan depurada; el poeta necesita traspasar la esfera del mundo de las formas. Adiós al alba del alhelí; adiós a los cantos de los niños; adiós a las reminiscencias de los viejos y populares romances. Hay en estas horas de meditación y de despedida; hay ya junto al poeta como una personalidad translúcida, impalpable, que va guiando su mano sobre las cuartillas; la presencia de este espíritu puro hace transfigurar todo lo que el poeta ve con sus ojos carnales. Poco a poco, Rafael Alberti se va alejando en una profundidad de luz blanca, resplandeciente. Ya no queda en este ámbito de reflejos brillantes nada de sus antiguos amores terrenales. Todo es sutil, níveo, sin forma determinada. El poeta se halla en la plenitud de su espíritu; no podrá la realidad terráquea despertarle, apartarle de su ensueño. Entre la lumbre fulgidora de lo infinito, pasar y repasar de especies impalpables y de espíritus que llevan y traen al poeta por una inmensidad sin términos. Nociones que parecía que se iban a poder olvidar están ya a remota distancia del poeta; navega Alberti en la región de lo inconcreto. El paso ha sido decisivo. De lo anecdótico —aunque sutilísimo— a lo que no se puede contar. De El alba del alhelí a Sobre los ángeles. No todos los poetas pueden franquear esas fronteras; la mayoría, al querer dar el salto, se queda siempre con jirones de anécdota; imposible para ellos el arribar al país en que no se narra. Lo anecdótico —que es toda o casi toda la poesía antigua—; lo anecdótico les tiene prisioneros. Rafael Alberti, el poeta libre, ingenuo, que, como Jorge Guillén, como Pedro Salinas, ha llegado a su liberación en el campo de lo inconcreto y lo indeterminado. Sobre los ángeles. No sabemos gran cosa de los ángeles. En 1599, y en Barcelona, un agustino, Jerónimo Saona, publica su libro Hierarchia celestial. Libro de prosa fina y de materia sugestionadora. «Y como de los ángeles —escribe el autor— se nos dice tan poco en ella (la Escritura divina) de fuerza lo que más de aquello quisiéramos hablar ha de ser adivinado y sacándolo por rayas y barruntos como gitanos.» La jerarquía de los espíritus puros, los espíritus que Rafael Alberti ama, es la siguiente: Serafines, Querubines, Tronos, Dominaciones, Virtudes, Potestades, Principados, Arcángeles, Angeles. Los ángeles —predilección del poeta— son los espíritus más modestos. Blancas las páginas del libro de Rafael Alberti; sutilísima la pluma del poeta, que, en la región de lo impalpable, va tomando ocasión de hablar de las imponderables personalidades que pueblan esa esfera. No sabemos gran cosa de los ángeles; todo lo más que se puede hacer es lo que el poeta hace en su libro. Pero los ángeles existen; lo demuestra la poesía. Y la poesía es la más fuerte y fina dialéctica. Tal vez, en este momento en que el poeta se halla en la cumbre de una montaña, respirando el aire puro y transparente, y teniendo ante su vista la extensión del vasto panorama luminoso; tal vez en este momento es cuando el ángel hace notar más sobre la sensibilidad del poeta su 39

presencia. Y acaso esta hora de divagación mental y de melancolía, ante una ventanita que da a un patio —silencioso— de muros blancos; acaso este minuto también es el preferido del ángel para pasar dulcemente sobre el poeta. Y también este otro instante en que, después de un largo viaje, hemos llegado, por la noche, a una ciudad que no conocemos, y nos hallamos solos en el cuartito de un albergue, y escuchamos el tin-tín lejano y argentino de unas campanitas. El ángel está siempre al lado de los poetas. De los poetas que han sabido —como Alberti, como Guillén, como Salinas —llegar a la región de lo abstracto. De lo abstracto, que es a la vez lo sensible. Y éste es el milagro de la nueva poesía. Un mundo nuevo han descubierto estos poetas. Parece que en él ha sido tajado el pasado y lo venidero. Presente sólo. Presente limpio, nítido, sin una rugosidad, sin una mancha. Juego de superficies que evolucionan en el espacio brillador. Los ángeles de Alberti se deslizan suaves, sin ruido, callados y amorosos. El poeta, en este libro, llega a las más altas cumbres de la poesía lírica. No creo que en todo nuestro Parnaso haya cosa más bella, más honda, de mayores perspectivas ideales, que la poesía titulada El ángel de los números. Se lee y retorna a leer esta poesía espléndida, maravillosa; se deja el libro un momento; la emoción nos lo hace dejar; se explaya nuestro espíritu por lo ignoto; se torna a coger el libro, y otra vez nuestros ojos pasan por la maravilla de El ángel de los números. Los ángeles; nuestros amigos; los que traen con suavidad, con dulzura, consuelo a nuestro ánimo; los que nos hacen soportable la vida; los que, como poniendo una bella flor en un búcaro, nos regalan la esperanza. AZORÍN ABC 6 de junio de 1929 y en Crítica de años cercanos

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LOS MÍSTICOS ESPAÑOLES Se ha publicado en España un libro del que quiero hablar a los lectores de LA PRENtitula Introducción a la historia de la literatura mística en España. Su autor es el catedrático de la Universidad de Madrid, don Pedro Sáinz Rodríguez. Nos hace meditar este libro. Vamos recorriendo lentamente sus páginas, con temor de que se acaben pronto. Toda la literatura aparece de repente ante nuestros ojos. Vemos a novelistas, poetas, autores dramáticos, historiadores. Los vemos en la alta España, allá arriba, en la eminente meseta que se enfrenta, en la baja Europa, con Suiza. De toda esta visión sintética, ¿qué es lo que más resalta, a nuestra vista, sobre el fondo de la historia? No hemos nombrado, en la enumeración que acabamos de hacer, a los escritores místicos. Y, sin embargo, poco a poco vamos descartando las profanidades literarias y nos vamos quedando con estos tratadistas de las cosas del espíritu. Y, tal vez, al alejarnos del grupo de los escritores mundanos, nos llevamos con nosotros algún poeta, algún novelista, que merecen ser colocados entre los elegidos. Cervantes, desde luego, viene con nosotros. Con tal afín primitivo, Gonzalo de Berceo, por ejemplo. Con nosotros el fino poeta, febril y plañidero, Jorge Manrique, tal vez también Garcilaso. Todos estos escritores, ¿no son, en realidad, místicos ascéticos, tratadistas de conflictos íntimos, preocupados por el problema de lo transitorio y de lo eterno? El mismo Garcilaso, que no ha escrito nunca un solo verso religioso, ¿no es profundamente religioso en su perdurable y honda tristeza? ¡Cuánta melancolía en su exclamación «no me podrán quitar el dolorido sentir»! No; ni a Cervantes, ni a Berceo, tan jovial en la apariencia, ni a Jorge Manrique, no podremos quitarles nunca el dolorido sentir. Esa melancolía profunda, esa desesperanza, hace su encanto y su perdurabilidad. El mismo Berceo, cuando describe un prado verde y oloroso, y nos invita a reposarnos en la muelle alfombra de su césped, ¿qué hace sino invitarnos a la eternidad, invitarnos —ese prado es alegórico— a dejar el mundo, las profanidades mundanas, para reposar en la región serena, inmutable, de la inmortalidad? Los escritores, amigo lector, sean antiguos, sean modernos, se dividen en dos grandes clases; no existe otra división más certera y más profunda. A una banda están los que se hallan «con» las cosas; a otra los que se hallan «contra» las cosas. De las obras de aquellos emana un efluvio de simpatía, de amor, de fervor por las cosas y por el hombre; de las obras de estos se desprende una nota de sarcasmo, de burla, de ironía, de divertimiento, más o menos culto y elegante. Al comenzar a leer un libro, a las cuatro páginas ya sabemos si el autor está «con» las cosas o «contra» las cosas. Y nuestra impresión es sincera, franca; a los autores hostiles a las cosas, por cultos, por eruditos, por elegantes que sean, preferiremos siempre los escritores que están «con» las cosas, en fervorosa comunión con ellas, sintiendo una honda, cordial y bienhechora simpatía por los hombres. En una palabra, a Voltaire, preferimos a Rousseau. ¿Dónde los hemos dejado? Vamos marchando, piano, pianísimo, camino de un convento; con nosotros llevamos en una maleta muchedumbre de volúmenes. Nos cansa un poco la gran ciudad; nos fatiga —por ahora— el teatro humano; vamos a descansar unos días; unos buenos franciscanos nos darán hospedaje en su retiro; cuatro paredes encaladas, blancas, nos retendrán entre ellas, en la paz, en el sosiego, lejos de la vorágine humana, ciudadana. Los escritores místicos nos enseñan a abandonarlo todo, a renunciar a todo, y, sin embargo, ¡qué efusión hay en ellos, qué fervor, qué halo cálido de humanidad! Dejan, abandonan las cosas, el teatro humano, las pompas del mundo, y al propio tiempo envuelven todas las cosas, todos los hombres, con un cendal de piedad y humanidad. No; SA. Se

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no; no nos enseñarán estos maestros la hosquedad, la antipatía, el desamor. Con ellos vamos seguros. Si ellos imperasen en el mundo, la dulce fraternidad circuiría las cosas y los hombres. Son buenos, inmejorables, amorosos maestros, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, San Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Luis de Granada, Luis de León. ¿Quién ha hablado de las cosas con el amor con que habla fray Luis de Granada? Los primeros capítulos de su Introducción del símbolo de la Fe son un tratado de minúscula cosmología. Los animalitos pequeños, los insectos, hormigas, arañas, las plantas, los frutos, todo es examinado por el autor con simpatía y meticulosidad. Hasta sale en esa página, al hablar de los mares, una islita, puesta en el centro de la inmensidad marina, a manera de venta o parador que andando el tiempo, en el correr de los siglos, había de alcanzar en la historia famosa singularidad : la isla de Santa Elena. ¿Cómo podremos pintar, en dos palabras, al correr de la pluma, las características de cada uno de estos místicos españoles que acabamos de nombrar? De Santa Teresa se ha escrito mucho; la vemos siempre febril, afanosa, atareadísima con la empresa de sus fundaciones; serena en medio del torbellino de pasiones, de hostilidades, que su actividad suscita. Sonriente, dando de sí, la cara un poco abultada y pálida, las manos llenas y carnosillas. Sonríe siempre Santa Teresa, y con su sonrisa leve —no podréis ver ahora que es forzada—, encubre en este momento la tristeza profunda, la contrariedad vivísima, que la causa esta noticia infausta que han venido a traerle. Y al lado suyo, ya en los cincuenta años de su vida, un religioso, menudo de cuerpo, vivo, nervioso, astrosamente vestido: es San Juan de la Cruz. Santa Teresa ha escrito la prosa más espontánea, libre y popular de toda nuestra literatura y San Juan de la Cruz los versos más profundos y delicados. Santa Teresa y San Juan de la Cruz son todo intuición, espontaneidad. Pero si la Santa de Ávila ha sido estudiada escrupulosamente y no ofrece, al parecer, ningún enigma al observador, en cambio el santo de Fontiveros no cesa de solicitar nuestro interés apasionado por la dualidad que creemos entrever en su psicología. Un hecho singular domina toda la vida de San Juan de la Cruz; su fuga de la prisión de Toledo. ¿Cómo —nos preguntamos— este hombre que ya ha escrito los más sutiles y profundos versos de nuestro Parnaso ha sido reducido a tan rigurosa prisión y se ha fugado de ella en circunstancias tan terribles, peligrosas? Contrasta violentamente todo este pasaje de la cárcel, de sus castigos durísimos, de la fuga aventurada, con el deliquio inefable, maravilloso, extrahumano de sus poesías. La violencia se halla aquí maridada a la más etérea y deliciosa suavidad. Este hombre, pequeñito, desmedrado, pálido, ha pintado en sí lo más duro, lo más enérgico y lo más sutil y transparente. Y este acercamiento, este alcance y este consorcio de ímpetu y de finura, lo encontramos también en los demás místicos españoles. Y este es un encanto supremo. Impetuoso fue fray Luis de León; impetuoso, a sus horas, fray Luis de Granada; impetuosa Santa Teresa de Jesús. Han sido todos enérgicos y finos; han usado todos de una «santa libertad espiritual», según la frase de la propia Santa Teresa. ¿La libertad de espíritu? Sintiendo un vivo amor por los hombres y un profundo respeto por las cosas, estos místicos se han retirado de los hombres y han renunciado a las cosas. Se han impuesto una rigurosa disciplina; se han sometido a una estrechísima observancia. Dentro de ellos—y esta es, acaso, su única voluptuosidad—, dentro de ellos no manda nadie más que Dios y la voluntad de los propios místicos; la voluntad de ellos para servir y celebrar al Señor. ¡Ya están solos! ¡Ya están libres del todo! ¡Se sienten autónomos, dueños absolutos de sí mismos, rebeldes, en suprema rebeldía, a todo lo que los hombres han creado; ellos, pobres, humildes, rotos, hambrientos, desgraciados, no tienen necesidad de nada ni de nadie: ¿Puede decir lo mismo un emperador en su trono? ¿Puede proclamar lo mismo el mayor revolucionario, el más grande rebelde del mundo? ¡Pobre emperador y pobre revolucionario! Su 42

libertad y su rebeldía no son nada —cosas de niños— al lado de la libertad y de la rebeldía del místico, de una Santa Teresa de Jesús, de un San Juan de la Cruz, de un fray Luis de Granada. Pero ya hemos llegado al convento de franciscanos, en lo alto de la montaña; entre pinares rumorosos y bienolientes. Un donado nos ha conducido hasta la celdita encalada de blanco. Paz, silencio profundo. Desde la ventana, contemplamos; abajo, la frondosidad verdinegra de los pinos; arriba, la inmensidad azul y límpida. AZORÍN ABC 24 de febrero de 1929 y en Crítica de años cercanos.

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LOS ROMÁNTICOS Ángel Saavedra, el más cordial, el más tratable, el más simpático de todos; su vida, la vida más varia, más tormentosa de todas. Pelea en la guerra de la Independencia; cae herido, no en Ocaña, como se dice, sino en Ontígola, la víspera de la batalla de Ocaña; no «con once heridas mortales», como él dice —son muchas heridas mortales—, sino con tres, según los partes facultativos; ya son bastantes tres heridas mortales; lo demás son heridas leves, contusiones, pisotones de caballos en el campo de batalla, donde ha estado, como muerto, toda una noche, revuelto con los muertos. Interviene en política; sufre diez años de expatriación: cinco de esos años, en Malta, los otros cinco, distribuidos entre Londres, París, Orleans y Tours. Ha de ganarse la vida pintando. Corriendo los años, habrá de sufrir una nueva expatriación: un año de azares. Ha sido condenado a muerte; se le han confiscado sus bienes. Desempeña la cartera de Gobernación, con Istúriz de presidente del Consejo; hace unas elecciones; sale diputado Larra; no llegan a reunirse las Cortes; es derribado el Gobierno. Años después, en 1854, se apelará a él, «con lágrimas en los ojos»; ocupará la presidencia del Consejo: tres días, no más que tres días; tres días borrascosos, turbulentos: Madrid levantado, Madrid con trescientos mil habitantes, en tanto que el Gobierno no cuenta sino con mil ochocientos soldados para la defensa del Estado, de las instituciones, de sí mismo. Pasa la tormenta; nada altera la serenidad, la conformidad, la jovialidad de Rivas; es Rivas embajador en París. Cuelga de su cuello el Gran Collar de Carlos III; cuelga el Toisón de Oro. Su pesar, es íntimo, su profundo pesar, es envejecer; no tiene remedio este mal: Cada día que pasa, naturalmente, se acrece el mal. Ha escrito Rivas el Don Álvaro; ha escrito El Parador de Bailén; comedia que, representada una vez, no ha sido más representada; que, impresa una vez, no ha sido de nuevo impresa. No ha querido su autor que figure en sus obras completas. Y es una comedia bonita, entretenida, divertida, con grandes efectos cómicos. Las dos mujeres de nuestro teatro más sensitivas, más delicadas, más trágicas, sobre todo, trágicas, son sevillanas: Estrella Tavera, la estrella de Sevilla, en Lope de Vega, y Leonor de Vargas, en el Don Álvaro. Nace Rivas en 1791; muere a los setenta y cuatro años, en 1865. Larra, vida intensa, vida corta; acaba pronto porque Larra se crea un conflicto donde no hay conflicto; porque lleva a la vida lo que es exclusivamente de las letras; porque no sabe lo que ante todo debe saber un hombre; esperar y dar tiempo al tiempo. Espronceda, vida convulsa; poesía y amor; la grandilocuencia en el amor, no la intimidad, no la ternura, García Gutiérrez, fino, rápido y breve en la pasión. Zorrilla, deliciosa y múltiple musicalidad; va donde la rima le lleva. ¿Cuál el rasgo común a todos? El romanticismo. ¿Y qué es el romanticismo? Exageración, exceso, demasía. En otro sentido; el romanticismo es el acceso de la muchedumbre al arte. En el siglo XVII, el escritor está solo; su figura aparece clara, definida; puede hacer el escritor lo que quiera de su persona; ni detrás, ni delante, ni en su torno, hay nadie; existen lectores que lo leen; puede existir un señor que le proteja. Ahora, con el romanticismo, el escritor no es de sí propio; se ve empujado, impulsado, arrastrado, violentado por la multitud; no son suyos sus sentimientos; son de la multitud. Estos sentimientos suyos, para que estén acordes con la multitud, tendrá que agrandarlos, exagerarlos, violentarlos. Si algún escritor se esquiva, como Vigny en Francia, como Hartzenbusch en España, será un escritor reconcentrado, de sí mismo, amartillado en su personalidad; Vigny en su «torre de marfil», Hartzenbusch, entre los libros.

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No hay romanticismo en abstracto; hay romanticismos nacionales, locales. En España el romanticismo es teatro; por lo menos, en Madrid; en Barcelona puede ser otra cosa. AZORÍN ABC 26 de agosto de 1947 y en Crítica de años cercanos

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MIGUELITO MOYA Ha venido a visitarme Miguelito Moya, nieto del gran periodista. Catorce años; cara inteligente y despierta; palabras agudas, sobre arte, sobre literatura. Como en un sueño. ¿Es real o es fingida esta figura de niño que tengo ante mí? En las manos de Miguelito Moya, unas cuartillas que van siendo leídas un poco precipitadamente. Un cuento, la impresión de una manifestación popular, la reseña de una Exposición de pinturas. La voz del adolescente resuena en el ámbito silencioso. Sueño o realidad; el oyente meditativo que se retrotrae de pronto cuarenta y dos años atrás. El mismo personaje que escucha atento, un poco melancólico, es el niño que está leyendo; el tiempo no existe; no existe la realidad pasada. Cuarenta y dos años han sido abolidos en un instante. Toda una vida de afanes, de anhelos, de pasión por las letras, va a recomenzar. En un segundo se ha abierto como un abismo, al borde del cual siente un vértigo angustioso este hombre que en el silencio, en la paz, en la quietud del reducido ámbito, está atento a la lectura del niño. Y suavemente esta sensación se esfuma para dar paso a otra: el maestro del periodismo que muriera antaño no ha muerto; está aquí en este despachito, en su adolescencia, leyendo sus primeros ensayos literaríos. Ahora el maestro comienza a vivir de nuevo; con las cuartillas en la mano, lleno de entusiasmo, con fe, con fervor, considera la vida que se abre ante él. Ni angustias, ni ingratitudes, ni congojas pasadas; la vida está nueva y pura; hay que beberla como un agua cristalina y dulce. La lectura sigue; tras una cuartilla viene otra; la voz es persuasiva; Miguelito Moya se halla ante mí con sus primeros ensayos de periodismo. «¿Has escrito tú solo eso que has leído? ¿No te ha corregido nadie?» El niño sonríe; dice que él sólo ha escrito lo que acaba de leer. Después, hablamos de sus lecturas; tiene Miguelito sus autores predilectos; lee en español, en alemán y en francés. Problema de juventud; juventud que, como las aguas de un río, se va renovando; es la misma siempre y es distinta. Si nos detenemos un poco, ya cuando tornamos los ojos a los jóvenes con quienes estábamos hablando, nos encontramos con que son otros. Y es preciso estar siempre al acecho de los deseos, de los anhelos, de los ideales de la juventud. Si amamos el presente, si tenemos la obsesión del minuto presente, habremos de poner nuestra confianza en la juventud; para abolir un pasado que no deseamos que retorne, apoyaremos decidida, perseverantemente, a los jóvenes. Si deseamos prolongar esta sensación de lo actual, en contra del tiempo que se desvanece, alentaremos con toda el alma a la juventud. La juventud, como un remedio contra la huida del tiempo; la juventud, como un lenitivo para no sentir de qué modo la propia personalidad se desvanece. Poniendo nuestras esperanzas, nuestras ilusiones en los jóvenes, nos haremos también la ilusión de que somos nosotros, inalterablemente, perpetuamente, los que vivimos. Los que vivimos en toda esta juventud que, al igual que las aguas del gran río —el eterno río de la vida—, se va renovando. Imagen de ensueño, imagen de la fantasía, la de este niño que en el silencio va leyendo sus cuartillas. Símbolo de toda la juventud; representación del eternal vivir. ¿Cuál será la trayectoria que se desenvuelva ante Miguelito Moya? Estos ensayos de ahora, ensayos juveniles, ¿de qué serán la levadura? Ante los trabajos de este adolescente se plantea el eterno problema: el problema del consejo, de la corrección, de la orientación que el principiante solicita del escritor veterano. Nunca nos sentimos, como en estos trances, tan perplejos; el peligro de esta tarea que se nos pide pone casi espanto en nuestro espíritu; sentimos la responsabilidad terrible de un consejo, de una orientación. Y todo el nexo del problema lo reducimos a lo siguiente: hay faltas en literatura que pueden no serlo; existen anomalías que pueden 46

llegar a ser una excelencia. Y considerado así el problema, ¿de qué modo podremos arriesgamos a corregir en el novicio esa falta, esa anomalía? Siempre, desde nuestro punto de vista, desde nuestra estética privativa, la disconformidad que encontremos en el principiante correremos el riesgo de juzgarla como un defecto. Nuestra estética, nuestra técnica, al cabo de los años de práctica, nos inducirá a no ver en el novicio un principio generador tan fecundo y bello como el nuestro. Faltas, singularidades que parecen condenables en el estilo de quien comienza, si se persevera en ellas, si se las cultiva con amor, con pasión, serán seguramente el distintivo más preciado, más característico de un estilo original. La sequedad de Stendhal, por ejemplo, que en la niñez del gran novelista pudo parecer un defecto, ¿no se cambió agudizada, perfeccionada, en la nota más brillante del autor de Lo rojo y lo negro? Sintamos, sí, toda la inmensa responsabilidad que encierra el hecho de corregir una falta a un adolescente que entra en la vida literaria. ¡Qué emoción profunda la suscitada por este niño que va leyendo sus cuartillas! Fe y entusiasmo; toda una vida ante él. En los umbrales imaginarios, un niño, Miguelito Moya, que se detiene un instante al cruzarse con un escritor, allí, en la misma puerta. El adolescente penetra y el escritor sale. Y en ese instante del cruce, por parte del escritor que sale —que sale de la vida—, todo un mundo de idealidad y de melancolía. AZORÍN

ABC 2 de abril de 1930 y en Crítica de años cercanos

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MODAS LITERARIAS Francia es el país de las modas; hay en Francia modas en el traje y modas en la literatura. País de intensidad mental —y de larga tradición de independa espiritual—, se producen en él toda clase de movimientos literarios la producción literaria da origen en Francia a gustos y preferencias diversas. Dentro del área de esos gustos y preferencias, unos revisten modalidades pasajeras, fugaces, exageradas, y otros revisten formas más sólidas, más durables, más razonables y discretas. La elección de Paul Valéry como académico, mejor dicho, su toma de posesión del sillón académico, ha hecho que todo el movimiento ideológico —y sentimental— suscitado en torno a este pensador y poeta, haya alcanzado las proporciones de un verdadero paroxismo. Parte de barraca de feria ha habido en el espectáculo que hemos presenciado, y parte también de Partenón. Atentamente hemos leído cuanto de notable se ha escrito sobre tal acontecimiento. Y hemos visto, por un lado, pero en mínima cantidad, la crítica serena, reposada, y por otro, a grandes dosis, el ditirambo, la hipérbole desapoderada y el superlativo magnificado. Todo cuando se ha escrito sobre la dichosa entrada de Valéry en la Academia —sólo comparable, para ciertos escritores, a la entrada de Jesús en Jerusalén—, todo cuanto se ha escrito sobre tal suceso, inmenso, ha ido desenvolviéndose, en gradaciones y matices, desde las páginas de Henri Bidou, en la Revista de Ambos Mundos, hasta las páginas de Edmundo Jaloux, en la publicación rival de la anterior, la Revista de París. Las páginas de Bidou son fría y severas; las de Jaloux, exaltadas y ditirámbicas. Examinemos a grandes rasgos el estado de la cuestión. UN GESTO DE DESDÉN Ante todo, la actitud de Valéry respecto a France. Paul Valéry ha sucedido en la Academia a Anatole France. Se imponía, según costumbre, el elogio de France. Y Valéry ha escrito sobre France, pero sin nombrarle una sola vez. Los admiradores de Valéry dicen que, en el discurso de su ídolo, no ha habido desdén para Anatole France. Quienes imparcialmente, pero con un poquito de inclinación hacia Valéry, han hablado del suceso, se han visto en la necesidad de soslayar, de evitar, de bordear esta cuestión. Pero la cuestión existe, y es importante. Sí, en el discurso de Valéry hay desdén, marcado desdén para France. En el discurso de Valéry este señor afecta, visiblemente, un gesto de superioridad respecto a France. Lo demuestra Bidou en su examen de la Revista de Ambos Mundos, pero ya el hecho de no querer nombrar a France en el discurso de entrada en la Academia, indica ese desdén de que hablamos. El procedimiento que algunos admiradores de Valéry han considerado como cosa novísima y trascendental; uno de esos parciales daba del caso una explicación filosófica; el procedimiento empleado por Valéry es cosa vieja, conocidísima en las asambleas parlamentarias; los parlamentarios suelen usar de ese procedimiento de no nombrar al preopinante cuando el preopinante se encuentra, personalmente, en situación inferior al orador que le contesta. Muchas veces, en el Parlamento español, hemos visto usar de esa manera —con altivo y gallardo desdén— a don Antonio Maura. Pero en el caso de France y Valéry, ¿es Valéry superior a France, como artista, como pensador, para poder permitirse tal afectación de superioridad? Hasta ahora la obra de Paul Valéry no llega a la considerable obra de France. Son cosas distintas, se puede ver que no existe superioridad, y superioridad en grado tal que justifique o disculpe, como en Maura, el gesto de desdén; no existe superioridad, repetimos, a favor 48

de Valéry. Pensad en Descartes, sucediendo en la Academia a Voltaire —es una hipótesis no depresiva para Voltaire—; pensad en Descartes sucediendo a Voltaire y afectando por Voltaire, sin siquiera nombrarlo, un cierto ceño y mohín de desdén remilgado. Hoy nos parecería ridículo el caso; como a los extranjeros —que en cierto modo somos la posteridad— nos parece también un poquito ridículo el desdén de Valéry. Pero hay algo más que ese procedimiento de la omisión en el discurso del famoso poeta y pensador. Y ese texto que Bidou cita en su artículo no deja lugar a dudas respecto a la actitud de Valéry. POETA EN FRIO Veamos ahora lo que según el exaltado admirador de Valéry, Edmundo Jaloux, representa la obra del poeta. Paul Valéry es, para Jaloux, poco menos que un caso único en la historia literaria. Y antes de pasar adelante; he de manifestar mi estimación sincera por Edmundo Jaloux. Se trata de un novelista notable y de un agudo crítico. Escribe Jaloux en periódicos de juventud innovadora y en publicaciones tradicionalistas. El término de su carrera está en la Academia. Hacia la Academia endereza sus pasos este excelente escritor; con habilidad y discreción se ve —desde lejos— cómo va preparándose el terreno. Un estudio sereno e imparcial, eso sí, de la última novela de Paul Bourget, ha sido uno de los jalones puestos en esta ruta hacia la Academia; otro, seguramente, es este examen de la obra de Valéry. Jaloux es fino, sutil y eruditísimo escritor. No se le puede poner tacha; pero veamos sus explicaciones de la poesía de Valéry. Para el autor, el famoso poeta se diferencia radicalmente, esencialmente, de todos sus colegas antiguos y modernos. Jaloux cita a Poe, a Shelley, a Keats, a Coleridge, y después añade: «Esta poesía (la de los poetas citados y otros) pone en movimiento un aparato de metafísica y de emoción, y no este instrumento más técnico, llamado a reconstruir puras agitaciones cerebrales, instrumento que es el que encontramos aquí.» Es decir, puesto que el autor utiliza ingenios de mecánica, es decir, que todos los poetas que no son Valéry, usan de un instrumento o aparato anticuado, el de la metafísica y la emoción, y que sólo Valéry dispone de un artefacto completamente nuevo y original. ¿Y cuál será el aparato, artefacto o instrumento de Paul Valéry? El propio Jaloux va a decírnoslo. Antes de hacernos la sorprendente revelación, Edmundo Jaloux nos lleva a un paraje de misterio y de enigma. Nos hallamos en una especie de antro o espelunca en que todavía no reina la luz. Hablando de otros poetas, entre ellos Góngora, dice el autor: «Pero tomad cualquiera de los poetas nombrados y encontraréis, detrás del encaje o el cristal de la forma, un conjunto de sentimientos habituales, más vecinos de lo que han expresado Ronsard o Béranger que de las fuentes emotivas de Poe o de Keats.» Y ahora viene la explicación a Valéry: «En nuestro poeta, al contrario; en Valéry el elemento espiritual es el que parece diferente en absoluto y, semejante a la serpiente de la Eternidad, da vueltas indefinidamente sobre sí mismo y no ofrece materia, por lo tanto, a las reacciones de la vida afectiva o accidental.» Sospechamos lo que quiere expresar Edmundo Jaloux, pero todavía —'metidos en la espelunca— no vemos claro. El autor mismo aclarará el misterio más adelante. Unos poetas dice el autor que proceden «de la exaltación poética del organismo entero; otros, toman su origen en una voluntad puramente espiritual de creación estética». Y como Jaloux nos advierte el horror de Valéry por la inspiración, caemos, al fin, en la cuenta de que aquí se trata sencillamente de poesía de impresión emotiva, fervorosa, y de poesía en frío, cerebral. Y Valéry pertenece a esta última categoría de poetas; es decir, es un poeta límpido, brillante, pulido, acicalado, luminoso; pero seco, abstracto y árido. 49

La legión de los exaltados admiradores ha saludado en Paul Valéry el advenimiento a Francia, al mundo, de la poesía. «Al fin, vino Malherbe», decía Boileau. Malherbe era un poeta de la escuela de Valéry; no creo que haya irreverencia en la comparación. Malherbe hizo un gran bien a la poesía, del mismo modo que lo hará Valéry. Ese bien consiste en purificar, abrillantar, hacer más escueta, transparente, la poesía. Pero, ¿y los peligros de tal modalidad? «En fin, vino Malherbe», decía Boileau. Vino Malherbe y hubo poesía. Y añadía Banville, siglos más tarde: «Vino Malherbe y se acabó la poesía.» Y acaso no falte ahora quien, parodiando a Banville, diga: «Vino Valéry y ya no hubo poeta.» Edmundo Jaloux examina en su estudio la cuestión, tan debatida, de la oscuridad de Valéry; el tema es interesante; otro día nos proponemos tratarle. Modestamente diremos que para nosotros el problema se plantea mal; y de ese error en el planteamiento del problema se derivan las consecuencias absurdas que se suelen leer en los admiradores del poeta. AZORÍN ABC 23 de octubre de 1927.

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NOTA SOBRE MENDIZABAL ¿Cómo fue considerado Mendizábal en su tiempo? ¿De qué manera explicarnos que espíritus como Espronceda y Larra hicieran la oposición —rudamente— a Mendizábal, político revolucionario? En cuanto a Espronceda, pase; Espronceda superficial, ligero, declamador, no tenía médula de pensador ni de revolucionario. Mas respecto a Larra, ¿cómo explicar esta contradicción con su obra total? Tales preguntas hacíamos en el artículo pasado1. Las repetimos ahora. Hablando recientemente de este asunto con Roberto Castrovido, el gran periodista de El País, conveníamos los dos en que, en efecto, Mendizábal no sólo tuvo la hostilidad de Larra, sino que fue generalmente, universalmente combatido por sus coetáneos. Después de la conversación con Castrovido, escribimos nuestro artículo anterior. En él exponíamos la idea de que para esclarecer este interesante problema de psicología real-histórica habría que reconstituir la atmósfera que en su tiempo rodeaba a Mendizábal. Hoy a nosotros, hombres del siglo XX, se nos aparece Mendizábal, indiscutiblemente, como un revolucionario. No nos explicamos, por lo tanto, que un revolucionario como Larra lo combatiese. Pero, ¿era considerado Mendizábal en su época como un revolucionario? Hay muchas reformas de carácter social cuya trascendencia definitivamente revolucionaria no es considerada como tal por la opinión pública. No tratamos de establecer comparaciones con la obra desamortizadora llevada a cabo por Mendizábal; en otra esfera, hablamos de las corridas de toros. Las corridas de toros son un poderoso factor de embrutecimiento; por tanto, las corridas de toros son hondamente reaccionarias. El Socialista, órgano de los socialistas españoles, nos da cuenta en sus columnas de este espectáculo de estulticia y de barbarie. Son incalculables los perniciosos efectos de ese espectáculo; muchos aspectos de la vida nacional se hallan inficionados por el virus del flamenquismo. Hasta en el gesto y en la manera de andar influye eso de los toros; por millones se cuentan en España los señoritos que caminan con los hombros subidos, los brazos arqueados y los puños cerrados, mientras marchan con paso de polichinelas, que, según creemos, se denomina con el nombre de jacarandoso. Pues bien, si un ministro suprimiera las corridas de toros, ¿quién es en España el que creería y proclamaría que tal gobernante había realizado una obra profundamente revolucionaria? Aun los más radicales combatirían a ese gobernante, y en las Cortes no faltarían parlamentarios que hablaran de «Socialismo de corregidor». Volvamos a Mendizábal. ¿Se vio que la desamortización era una obra revolucionaria? Otra pregunta importante: ¿Había entonces ambiente para sostener a un ministro que realizara una reforma tal, y sobre todo, para neutralizar el disgusto, el odio, la hostilidad que había de suscitar en las derechas españolas? A nuestro entender, esto último es lo que faltó, y de ahí que Mendizábal, realizador de una reforma revolucionara, quedara sólo con la hostilidad ambiente, sin contar en cambio con general aplauso que le sostuviese. Vea el lector los elementos que Mendizábal tenía enfrente; la aristocracia. La aristocracia que había favorecido con sus donaciones a las comunidades y que en las comunidades encontraba un factor de tradición y de espíritu conservador. La aristocracia —esto es esencialísimo—, que, al desamortizarse los bienes, no podía ver con buenos ojos el surgimiento de toda una clase —la burguesía—, que llegaba, ya con medios 1

AZORÍN Un libro sobre Espronceda ABC 28/06/1914

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económicos, ya rica, a substituir a la nobleza en la actuación política nacional, y a crear la industria, el comercio, las grandes explotaciones agrícolas. Tal advenimiento suponía la muerte social de la aristocracia, ya minada por mil vicios y corruptelas. (Véanse las obras de Jovellanos y de Cadalso.) La clase media. La clase media antigua, todavía no constituida políticamente. La clase media, que había hecho donaciones de bienes y que ahora se veía en el caso de volver a comprar estos bienes que ella había donado —cosa irritante— o de verlos pasar a otras manos, allí, tranquilamente, ante sus ojos. Y el pueblo. El pueblo, que a pesar de motines, guerras y revueltas, era el mismo pueblo que había vitoreado las cadenas y había exultado en la plaza de la Cebada ante el suplicio de Riego. Tal es el cuadro de la opinión que Mendizábal tenía como adversa. Ahora añádanse las negligencias, desbarros, imperfecciones, pequeñas injusticias que la ejecución de toda gran reforma lleva aparejados, y que forman un ambiente de disgusto y de odio. Añádase también el carácter hosco, seco, un poco violento, nada dúctil, del mismo Mendizábal, y se comprenderá la atmósfera que había de rodearle. Este es, a nuestro entender, el proyecto de explicación más racional y lógico. AZORÍN ABC 1 de julio de 1914 y en Crítica de años cercanos

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OBREROS Julián Zugazagoitia y su novela El botín. Julián Zugazagoitia, que ha dedicado toda su fina actividad literaria a pintar la vida de los obreros. Ante nosotros, su novela El botín; como algo que nos produce un poco de recelo. ¿Iremos a leer un libro macizo, compacto, lleno de elucubraciones sociológicas? Sopesamos con un movimiento lento el volumen. Dudamos un instante; estamos por aplazar la lectura para más tarde. Y de pronto pasamos la portada; ya estamos dentro; ya hemos comenzado a leer. Imaginativamente, llevamos unos pantalones blancos, unas alpargatas que fueron blancas, un gabán raído y una gorra; el cuello del gabán, levantado. Una casa, en Bilbao; una familia de obreros; varios hijos, uno de ellos, con ideas reaccionarias; otro, Antonio, Antonio Zúñiga, con anhelos liberales. Poco a poco vamos entrando en la masa obrera; respiramos un aire que nos es grato. Experimentamos la sensación de estar en otro mundo; no nos acordamos ya —con nuestro gabán y nuestra gorra—; no nos acordamos ya de los tiempos pasados. Fábricas; chimeneas humeantes; talleres; manos, muchas manos, que se apoyan en palancas de hierro, que manejan artefactos, que transportan materiales, que aran, que pasan y repasan por las rudas frentes y quedan empapadas de sudor. Todas las antiguas sensaciones de fábricas y de talleres las volvemos a sentir ahora al recorrer las páginas de El botín. La realidad está copiada de un modo circunstanciado, escrupuloso; no sentimos fatiga en la lectura; deseamos cada vez seguir leyendo más páginas. Nos hallamos tan empapados de esta vida de los obreros, que todo lo demás, todo lo que no sea este ambiente, se nos antoja extraño. Nuestro vivir se desliza entre fábricas, de uno en otro taller; en el horizonte, las altas chimeneas tienen un penacho de humo negruzco. Por la mañana, al rayar el día, nos levantamos; ya sabemos que durante toda la jomada hemos de estar en la fábrica o en el taller trabajando; la noche llega, y, tras unas horas de sueño, otra vez, a la mañana, nos ponemos nuestro gabán y nuestra gorra y nos marchamos al trabajo. Ruidos de hierros, de poleas, de transmisores, de martillos formidables, de sierras, de limas; pitidos que parecen lamentos; hervores del vapor; iluminaciones súbitas, como violentas llamaradas. Todo un mundo fantástico —tan lejos del otro— en que las caras están en atención angustiosa y en que las fuertes manos se crispan. En lo hondo y en lo alto, obreros que no descansan; obreros que no tienen la esperanza de trabajar sólo cuando ellos quieran. En lo hondo de las minas y en lo alto de los andamios. Y entre unos y otros, la muchedumbre de las manos, los millones de manos, que labran la madera, el hierro, la piedra, los productos textiles, la tierra. De pronto, la visión desaparece. Estamos en la superficie. Se ha borrado todo el mundo de imágenes que estábamos contemplando. Declaraciones; manifestaciones; Constituciones; opiniones sobre una u otra Constitución; enredijo de artículos de Constituciones; polémicas; programas; discursos; toda una vorágine de palabras elocuentes que va y viene; torbellino de pareceres y de idearios. Vacilamos; no sabemos cuál es la verdadera realidad; contemplamos las cosas como en un sueño. La tolvanera de las declaraciones nos impide ver las cosas tales como son; al ruido de las máquinas ha substituido el rumor de los discursos. Y, lentamente, de nuevo vamos separándonos de este mundo de apariencias y nos volvemos al otro. Otra vez los millares, los millones de manos febriles, rudas, fuertes, y los millares, los millones de caras que se inclinan sobre el hierro, la madera, la piedra, la tierra. Sobre las tierras, en los bancales y en las llanadas, los labriegos, que se afanan desde la mañana a la noche, y en las ciudades, los obreros, que desde la mañana a la noche se afanan también. Tal vez, un jornalero del campo se sienta un momento y pone la cabeza reclinada en la palma de la mano; acaso un me53

talurgista, allá en las negruras de la fábrica, se sienta también un instante y reclina la cabeza en la mano. De uno a otro de estos dos trabajadores, el de la tierra y el de la fábrica, va como una corriente misteriosa, en este momento, que los une, más que en el instante de la actividad; en este momento de meditación en su estado presente y en su porvenir; en sus estrecheces y en sus dolores. En el horizonte, siempre el penacho del humo negro en la punta aguda de las chimeneas. Y el formidable rumor del trabajo: un inmenso jadeo de máquinas que no paran nunca. Y otra vez, como por arte de encantamiento, se desvanece este mundo en que nos encontramos. Declaraciones; Constituciones; manifestaciones; la Constitución de 1876; la de 1869; otras muchas Constituciones; pareceres; dictámenes; parlas y discursos; opiniones que van y vienen, chocan, se entrecruzan, giran y tornan a girar; tráfago de gentes que mantienen un momento su criterio por una cosa y luego por otra; papeles; palabras. Como un gigantesco remolino de juicios que aparece y desaparece sobre la realidad del mundo. Y de nuevo la tolvanera de las manifestaciones, que se esfuma en la lejanía; otra vez tenemos la sensación profunda, íntima, placentera de hallarnos en otro ambiente. Los millones de caras y los millones de manos. El trabajo afanoso; el hierro, la madera, la piedra, la tierra. El gesto laxo, cansado, a la noche, cuando se sale de la fábrica o cuando el labriego se echa al hombro su azada. La luz del sol ha cesado ya: un respiro hasta el amanecer próximo: después, otra vez los millones de manos en el trabajo. Y así toda la vida. Lentamente, como se leen los libros gratos, hemos ido leyendo El botín, de Julián Zugazagoitia. La lectura, que era apacible en la primera parte de la novela, se ha ido haciendo emocionante al entrar en la segunda e ir avanzando. La muchedumbre obrera está en efervescencia en esas páginas. La novela se convierte en histórica; tenemos entre las manos un documento histórico de primer orden; cuando se haga la historia del movimiento obrero en estos últimos años, habrá que tener en cuenta El botín, de Julián Zugazagoitia. ¡Qué emoción tan profunda la que nos produce la fuga de Femando Tuero, un adalid socialista, por los campos de Vasconia, hasta llegar a la frontera! ¡Y qué figura tan simpática, tan henchida de humanidad, la de este campesino, Francisco, que Julián Zugazagoitia nos pinta con tanto amor! El libro acaba con una nota también de profunda humanidad. En tanto que un público frívolo se divierte, Antonio Zúñiga, el protagonista, desgarra en pedacitos pequeños la localidad de los toros que le han regalado: la desgarra lejos de la plaza. Solo, ensimismado, perdido en sus ensueños. ¿Qué hará ahora Antonio? ¿Dónde irá? ¿Cuál será su ruta? No queremos separarnos de él; le tenemos la simpatía que a un amigo querido; nos duele que se aleje y no volvamos a saber de su persona. ¿El botín? ¿El botín es acaso esa riqueza que los pudientes bilbaínos han ganado durante la guerra? ¿Es ese el botín, querido compañero Julián Zugazagoitia? No, no; el botín es este pedazo de idealidad que los obreros han respirado un momento; este entusiasmo, esta perseverancia, que ellos se han demostrado a sí mismos. Jirón de idealidad que les alentará para seguir trabajando y luchando. AZORÍN ABC 12 de marzo de 1930

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OBSERVACIONES SOBRE VALERY El caso de Paul Valéry se presta a mucha reflexión; ya hemos hecho algunas —con todo respeto— en las páginas de La Prensa. Continuaremos exponiendo nuestro pensamiento —también con muchísimo respeto—1 respecto a esta singularidad literaria. Paul Valéry es un literato feliz; feliz como lo fue Edmond Rostand; feliz como lo ha sido el comediógrafo Robert de Flers, que acaba de morir. En todas partes se admira a Valéry; todos, a la derecha y a la izquierda, aplauden al famoso poeta. No hay para Valéry más que elogios, hipérboles cariñosas, superlativos entusiastas. En el Temps, Paul Souday no escribe artículo sin nombrar a Valéry. Víctor Hugo y Paul Valéry. El acercamiento de estos dos nombres es un poco extraño, extraño para los panegiristas de Valéry. Víctor Hugo y Valéry son los dos nombres sagrados, intangibles, para Souday. Y es cosa de echarse a temblar cuando se contempla a un literato feliz. «Los hartazgos de felicidad son mortales», decía nuestro Gracián. ¿Qué quedará dentro de seis, ocho o diez años, de este entusiasmo, de esta exaltación, de este ditiràmbico ardimiento? La obra de Paul Valéry no es para entusiasmar ni com mover a nadie; no es propia para el entusiasmo de un público reducido; lo es mucho menos para el entusiasmo de un público extenso. Se le puede gustar, admirar, pero sin emoción, sin que vibre en nosotros, en los lectores, ninguna fibra íntima, del corazón. ¿A qué proporciones quedará reducidas, pasada esta tolvanera de superlativos, la obra del autor de La joven parca? EL POETA Para contestar a esta pregunta se precisa hacer un ligero examen de la producción de Valéry. Nos presentan ahora los panegiristas del poeta a su ídolo como un caso único, excepcional, en la literatura francesa. Los encarecimientos a este tenor no tienen fin; el diccionario, en sus vocablos laudatorios, parece poco a los exaltados parciales de Valéry para aupar y sublimar a éste. Y, ¿cuál es la obra de Paul Valéry en su totalidad? Con todo respeto, con toda consideración, con toda mesura, diremos que la producción del poeta no nos parece, ni por la cantidad, ni por la calidad, digna de tales exaltados encomios. Como poeta, Valéry tiene un libro de versos, y como prosista, una porción de disertaciones y apuntes sobre diversos temas de estética y de crítica literaria. La prosa de Valéry cae fuera del dominio del arte creador. Se trata no de prosa creadora, sino de reflexiones filosóficas y eruditas. En cuanto a las poesías, ¿qué situación podrá ser la de Valéry en la jerarquía de los poetas de su país? Para nosotros, la situación de Paul Valéry es análoga a la de Mallarmé; existen muchos puntos de semejanza entre Valéry y Mallarmé. También Mallarmé —tan árido, tan seco y desabrido— se creía un ser prepotente y providencial; Valéry, por su parte, no lo cree respecto de sí mismo —por lo menos sus adeptos lo proclaman en todos los tonos a todas horas—
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