25 - Marco Simon - Los Celtas
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Descripción: Con su sede en Madrid, la revista, especializada en historia, abarcó tanto la edad antigua y medieval como ...
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Francisco Marco Simón
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FRACNISCO MARCO SIMON Profesor Titular de Historia A nti gua en la Universidad de Zargoza. Su actividad investigadora se ha venido centrando especialmente en el estudio de la religión y mentalidad en el mun do antiguo, así como en el análisis de las pervivencias indígenas y los contac tos culturales en la Hispania romana. Ha llevado a cabo estancias en institu ciones extranjeras como la Fondation Hardt de Ginebra o la Kommision für Alte Geschichte und Epigraphik (D .A .I.) de Munich. Pueden citarse, entre sus obras: Las estelas decoradas de tradición indígena en los conventos Cesaraugustano y Cluniense, Zaragoza, 1978; Illud Tempus. Mito y cosmogonía en el mundo antiguo, Zaragoza, 1988; Atlas de His toria Antigua, Zaragoza, 1988 (con F. Beltrán); «La mentalidad funeraria en el Norte de la Península Ibérica en época romana», en Asimilación y resistencia a la romanización en el Norte de His pania, Vitoria, 1985; «La religión de los celtíberos», I Symposion sobre los Celtíberos, Zaragoza, 1987.
PARTE I INTRODUCCION
D e todos los pueblos bárbaros con los que los griegos y los ro manos entraron en contacto en Europa, los celtas son induda blemente los más importantes, hasta el punto de que los textos más antiguos identifican la Céltica con la Europa al norte de los Alpes. Ya Eforo, el historiador griego del siglo IV , los señalaba como uno de los cuatro grandes pueblos que, para los griegos de su tiempo, representaba la alteridad —pues en este sentido hay que entender el concepto helénico de barbarie— ; los otros m en cionados son los escitas, los persas y los libios. El texto de Eforo tiene el interés de manifestar una visión totalizadora del mundo, con el elemento nuclear de la civilización helénica y los cuatro pueblos bárbaros ubicados periféricamente en cada uno de los cuatro puntos cardinales. De forma que los celtas definen la pe riferia occidental, mientras que los otros tres pueblos aludidos se relacionan, respectivamente, con el septentrión, el oriente y el sur. Es decir, que en tiempos de Eforo —y probablemente ya an tes, con Heródoto— el Occidente vendría representado por los celtas. De ellos decía Diodoro de Sicilia, el conocido historiador griego del siglo I a.C.: Estos son los que tomaron Roma, los que saquearon el templo de Belfos e impusieron tributo a gran parte de Europa y a no poca de Asia y se asentaron en tierras que ha bían conquistado por la guerra, los que se llamaron helenogálatas por la mezcla con los griegos y los que, en fin, destruyeron muchos ejércitos romanos (v. 32). La cita de Diodoro es ilustra tiva del temor que los celtas infundieron a los habitantes del mun do urbano m editerráneo tras su penetración, en la segunda mi tad del primer milenio a.C., en sus dos centros nucleares: las pe nínsulas itálica y helénica. Pero las fuentes literarias clásicas no sólo manifiestan temor o desprecio hacia los celtas; también in terés y, en ocasiones, fascinación sorprendida hacia algunas de
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las costumbres de los bárbaros por antonomasia hasta los tiem pos de la conquista romana. Al contrario que otros pueblos de la Antigüedad, los celtas no construyeron una gran civilización material visible en la per manencia de grandes restos estructurales; su sociedad, no nucleada e iletrada en sus caracteres básicos, produjo una cultura a la que no es posible acceder por una vía directa muchas veces. Y, sin embargo, a diferencia de lo que sucede con otras civiliza ciones antiguas, la céltica ha sobrevivido en Europa, contribu yendo de forma decisiva a su definición cultural. Los celtas crea ron la legislación y la literatura más antiguas del continente —ex cepción hecha de Grecia y Roma—, su lengua se sigue hablando en zonas muy concretas de Irlanda, Gales, Escocia o la Bretaña francesa, espacios en los que —como en Cornualles o en la isla de Man— la huella de sus costumbres ha persistido con fuerza ciertamente decreciente, a pesar del renacimiento del interés por su cultura producido en los últimos años. En la actualidad, se es tima que unos dos millones y medio de personas hablan algún dialecto céltico como lengua materna, no sólo en la periferia oc cidental de Europa en la que se ubican los ámbitos menciona dos, sino en una geografía tan distante como la patagónica, ob jeto de una colonización cuya vigencia ha intentado plasmar re cientemente Bruce Chatwin en uno de sus libros. Estos bárbaros clásicos se encuentran, pues, en los orígenes de nuestra civilización, y el interés por su conocimiento científi co se remonta al Siglo de las Luces. La publicación entre 1760 y 1763 por James Maepherson de los poemas de Ossian, el bar do céltico olvidado, tuvo una repercusión más que notable entre los medios cultivados y, pese a que se tratara de una falsifica ción, abrió la vía a una nueva ciencia, la celtología, que cabe considci ar iniciada en 1853 con la publicación de la Grammatica Cel ina de '/,euss en Munich. La sucesiva y creciente aportación de l.i ,ii(|ui-olo;',ia torilrihuyó a enriquecer el conocimiento sobre la 11 \ ili/ai mu de los celtas, que impulsó decisivamente el desarro11n '.nu.il v iTonomico de la Europa extramediterránea. Los ta11* 1*“' *chicos devinieron el teatro de una de las revoluciones tecii*>1*if iras mas importantes de la historia europea (a su mundo se *1*•('*• l.i aplicación del arado con vertedera o de una máquina se
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gadora representada en algún relieve galo-romano), de ellos sa lieron algunos de los tesoros más importantes de la Europa an tigua, y la expansión de los galos estuvo a punto de conseguir, en alguna medida, la primera plasmación de una unidad cultural continental hecha imposible por la conquista de Roma y el mo vimiento de otros pueblos, como los germanos o los dacios, a lo que siguió una inevitable decadencia. Pero los umbrales del M e dievo asisten a una nueva contribución de elementos culturales célticos: el cristianismo de Irlanda marca profundamente a la Eu ropa occidental y central, y la belleza profunda y misteriosa de las leyendas célticas penetra en la literatura medieval a través de la figura de A rturo, redescubierta por Geoffrey de Monmouth, o de textos como El viaje de San Brandán —otra figura del siglo VI — , que, en su calidad de aventura iniciática a la búsqueda Sel paraíso, se convirtió en uno de los Volksbücher célticos por antonomasia. Con el renacimiento céltico en el siglo XIX surgió una nueva consciencia de la celticidad y una determinación de valorar y sal vaguardar su legado (el festival galés de Eisteddfod data de esc período). Algunos estudiosos, con una actitud mental crítica e in genua, atribuían a los celtas antiguos un bagaje infinito de sabi duría y arte, fuera por su genialidad o —de manera implícita— por su particular proximidad a aquel insuperable prototipo hu mano que fue el homo indoeuropaeus. Autores como Jullian es cribían hacia 1920 que entre todos los hombres del pasado, el galo era todavía el que menos difería del gran abuelo, antepasa do y fundador de las almas soberanas de la humanidad. En ac titudes de este tipo conviven, como bien ha subrayado Campanile, un racismo encubierto y un espíritu nacionalista que ha ser vido de fundamento de muchos movimientos revivalistas á la recherche de una identidad perdida. Proceso de mitificación del pa sado que puede acabar con su distanciamiento del presente en su doble aspecto de realidad histórica y de conocimiento cien tífico. Una visita durante el solsticio de verano al conjunto megalítico de Stonehenge, en el sur de Inglaterra, puede dar la ocasión de comprobarlo. A la indagación sobre el carácter de las cere monias de una no muy clara significación realizadas por un gru
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po de personas envueltas en ropajes blancos, se contestará que se trata de rituales druídicos. En la actualidad, existen quizá me dio millón de personas dispersas por el mundo (fundamentalmen te en las islas Británicas, Norteamérica o Australia) que pre tenden ser druidas y que pertenecen a cofradías druídicas. El famoso poeta William Blake formaba parte de una de ellas, y en una de ellas fue iniciado Winston Churchill en 1908. Esa difu sión mistificada del druidismo ha sido posible gracias al descu brimiento y a la idealización romántica de aspectos diversos de la cultura de los antiguos celtas, llevados a cabo en los ámbitos europeos en los que más marcada ha sido su persistencia. En 1723 un joven llamado William Stukeley publicaba un libro lla mado Historia de los templos de los antiguos celtas. De ahí arran ca una corriente que ha abocado a lo que —siguiendo a Piggot— podríamos llamar el druida deseado, como contraposición al drui da real. Y, aunque no nos interesa el druida imaginado por esas sociedades iniciáticas contemporáneas estudiadas recientemente por Michel Raoult, no cabe duda de que estos hechos son ilus trativos del placer con que se han conocido —y malinterpretado— aspectos diversos de la cultura de la Céltica antigua (placer manifestado, en otro nivel, por las más divertidas historias de Astérix y Panorámix en el cómic de Goscinny y Uderzo); una Cél tica cuyo espíritu ha seguido alentando páginas de escritores como Yeats, Dunsanny o Dylan Thomas. Fue indudablemente la posición central de los celtas en E u ropa un factor muy importante a tener en cuenta a la hora de explicar su protagonismo clave en el diálogo con el otro por par te de la civilización greco-latina. Fue esa posición la que les per mitió controlar el comercio de largo alcance entre el núcleo me diterráneo y la periferia media o extrema del norte y occidente del Continente, de lo que se siguieron resultados de enorme al cance para su futuro histórico y su propia definición cultural. ¿Quiénes eran los celtas, cuáles sus rasgos definitorios? Las fuentes han destacado tradícionalmente su gustq por el riesgo y la aventura, y autores como Renán han caracterizado el concep to corriente de lo celta desde el siglo XVIII: capacidad de reac ción e inconformismo, imaginación llevada a lo fantástico, afi ción a lo sobrenatural, tendencia al sueño y a la metamorfosis,
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predilección por lo vago, indeciso, huidizo, por las formas vaga rosas engendradas por las brumas y los cielos neblinosos de la Europa del Norte, las orillas húmedas de las islas, los lagos y los mares... Se asume generalmente que podemos identificarlos con la cul tura de la Téne desarrollada a partir del 500 a.C. Pero ¿qué de bemos entender por celtas? El término céltico no tiene un senti do unívoco, sino que connota cosas distintas. Señalemos algu nas. En primer lugar, se refiere a las gentes designadas con tal nombre por griegos y romanos, o a quienes se nombraban de tal forma a sí mismos. Desde el punto de vista lingüístico afecta, como hemos visto, a un grupo perteneciente a la familia indoeu ropea. Por otro lado, se refiere a un complejo arqueológico de la Europa centro-occidental que abarca una serie de culturas de finidas. En cuarto lugar, se aplica también a un estilo artístico, o incluso a un temperamento bélico e independiente que los au tores griegos y latinos supieron observar perfectamente. Tam bién se usa para aludir al arte elaborado en Irlanda en el primer milenio de la Era, en el sentido en que puede hablarse, por ejem plo, de iglesia céltica. Por último, se relaciona con una serie de rasgos o cualidades que han persistido en algunas zonas de Eu ropa, y que constituyen el legado céltico. Centrémonos en algu no de estos puntos con el objeto de precisar el origen y los ca racteres de lo céltico.
Capítulo 1 LAS FUENTES DE INFORMACION
L a idea que puede en la actualidad darse de los habitantes de la antigua Céltica viene posibilitada por diversos tipos de infor mación. Además de las fuentes literarias de los autores clásicos greco-latinos y de la arqueología (y de esas otras fuentes tan sig nificativas que aparecen en el transcurso de las excavaciones: los epígrafes o la iconografía sobre soportes diversos, las monedas), las evidencias aportadas por la lingüística y por los textos irlan deses constituyen un caudal de datos de valor inestimable en al gunos aspectos. Detengámonos un poco en el análisis de los ca racteres de cada uno de estos tipos de información. En lo que toca a las fuentes literarias, los problemas afectan a la propia naturaleza de las mismas, así como a su transmisión. No hay que esperar que los autores antiguos trataran de incluir en sus obras una visión sistemática sobre los caracteres de las so ciedades célticas. Buena parte de las informaciones tienen un ca rácter muy concreto, y entre las obras perdidas se cuentan algu nas tan importantes como los datos de Posidonio. Nada hay, por lo tanto, que pueda compararse al excurso etnográfico que lleva a cabo César en el capítulo VI de La Guerra de las Galias. Otros problemas, lo vamos a ver en seguida, surgen del deficiente co nocimiento geográfico de los autores o sus fuentes de informa ción. Y un tercer tipo de dificultad es la inherente a las propias convenciones literarias o filosóficas de nuestros informadores grecolatinos. Por poner un ejemplo general, la historiografía ma nifiesta una doble corriente, con unos autores que idealizan a los celtas y otros que presentan un retrato de tintes realistas y, mu chas veces, sombríos, acentuando la primitiva barbarie de los ha bitantes de la periferia. Falta la concepción de cambios diacrónicos en las sociedades observadas, con informaciones reducidas
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a topoi, lugares comunes aplicados de m anera indiferente a unos u otros pueblos bárbaros. A ello se podría añadir la atracción que los geógrafos o escritores tenían por lo insólito o maravillo so en detrimento de las descripciones sistemáticas... Pero de todo lo expresado no puede inferirse más que la precaución a la hora de dar una total credibilidad a lo que se lee sobre los celtas; al fin y al cabo, toda la antropología greco-latina está caracteriza da por ese dualismo entre nuestra cultura y su barbarie. Pero, con todas las precauciones apuntadas, las fuentes literarias son esenciales y atendibles, a menos que evidencias arqueológicas o de otro tipo las contradigan, lo que no ocurre fácilmente. Ya se ha dicho que Eforo señalaba en el siglo IV a.C. a los celtas como uno de los cuatro pueblos bárbaros por antonoma sia (junto a los escitas, los persas y los libios), definiendo, pre cisamente, la periferia occidental del mundo mediterráneo. Estas noticias son buena prueba de la personalidad e impor tancia que los celtas tienen para los escritores de la civilización griega en una época relativamente temprana. Es anterior, con todo, la primera mención literaria a ellos dedicada. Está conte nida en un antiguo poema de hacia el 600 a.C ., la Ora Marítima que conocemos gracias a un autor latino del siglo IV d.C. llama do Rufo Festo Avieno. Según esta información, los celtas ha brían desalojado de las costas atlánticas de Europa a los ligures, forzados a emigrar hacia el sur (España, costas mediterráneas —la Liguria histórica— y Cerdeña). A fines del siglo V I, Hecateo de Mileto situaba a los celtas en la proximidad de los ligures —en cuyo ámbito los foceos crearon la colonia de Marsella— , atribuyéndoles las ciudades de Narbona y Nyrax (quizá Noreia, en la Estiria austríaca). El texto de Hecateo señalando la Keltiké en el hinterland masaliota es importante por su carácter de primera mano, ya que él mismo debió estar en Marsella. Dos ge neraciones más tarde Heródoto, el famoso historiador del si glo V , señala por su parte que el río Istro (Danubio) nacía en el territorio de los celtas, junto a la ciudad de Pirene (en lugar de junto al monte del mismo nombre, como señala más razonable mente Aristóteles, que lo sitúa al Oeste, en la Céltica): el dato es ilustrativo de la deficiencia en los conocimientos geográficos del autor y en las informaciones de segunda mano sobre estas
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gentes. Por otro lado ubica a los celtas más allá de las Columnas de Hércules, en la posición más occidental de Europa confinan do con los cinesios del Algarve portugués (precisamente en esta zona del suroeste de la Península se conservó hasta época roma na la única denominación étnica general de los celtas aplicada a un pueblo concreto, los Cetüci). Jenofonte fue el primer autor que señaló la presencia de los celtas como mercenarios de los griegos, en concreto de Dionisio de Siracusa en 369-368 a.C. Otra fuente de importancia es el lla mado Periplo de Scílax, relación de una navegación efectuada en el siglo IV a.C ., en la que se indica cómo los celtas habían ocu pado el fondo del Mar Adriático. Eratóstenes señala por su par te, en la siguiente centuria, que los celtas ocupaban la Europa occidental y transalpina, y Apolonio de Rodas los nombra en la misma época en relación con la ruta del Ródano en su poema sobre los Argonautas. Habrá que llegar, con todo, a Polibio de Megalopolis para contar en el siglo II a.C. con la primera infor mación sustancial sobre los celtas, a quienes describe instalados en el norte de Italia y morando en centros carentes de murallas: encontramos aquí una oposición fundamental entre la piedra y la madera como elementos constructivos de las culturas desarro lladas de Asia y la Hélade y de la periferia occidental bárbara, respectivamente. Es fundamental, asimismo, el testimonio de Posidonio de Apam ea, en realidad el auténtico descubridor de esa Céltica que él mismo visitó a principios del siglo I a.C. en la parte correspondiente a la Galia. Aunque se perdió la etnogra fía contenida en el libro XXIII de sus Historias, algunos de sus datos afloran, afortunadamente, en escritos de Estrabón y Diodoro de Sicilia, dos autores de época augústea. Las informacio nes latinas que se conservan deben lo esencial a Julio César, quien, en sus comentarios a la Guerra de las Galias que posibi litó la incorporación de éstas al Imperio Romano entre 58 y 51 a.C., nos ha dejado informaciones etnográficas de grandísi ma importancia. Son importantes, asimismo, los datos de Tito Livio sobre las invasiones célticas en Italia y los de Trogo Pompeyo. Este historiador, el primero de origen galo, describe no sólo los movimientos célticos en la Cisalpina, sino también los que afectaron a la península balcánica y al Asia Menor. Por último,
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Tácito informa en su Germania, escrita a fines del siglo I d.C ., de la decadencia de los celtas en Europa central, con indicacio nes preciosas que se basaron previsiblemente en una obra per dida de Plinio el Viejo (cuya Naturalis Historia contiene, en cual quier caso, datos culturales de indudable interés). Un párrafo del Libro de los Jubileos (8, 25), escrito por un autor hebreo antes de mediados del siglo II a.C. y basado en un anterior Libro de Noé —que, de acuerdo con algún autor, quizá utilizara informaciones geográficas de periplos semíticos muy an tiguos— , podría hacer referencia a los celtas con ocasión de las tierras adjudicadas al tercer hijo de Noé: A Jafet le tocó el tercer lote: más allá del río Tanais hacia el norte de su desembocadura y, yendo hacia el nordeste, toda la región de Gog y toda la región al este. Yendo hacia el norte, se extiende hasta los montes de Qilt y hasta el mar de M auk y llega, por el oriente de Gádir, hasta el lado de las aguas del mar (traducción de la versión etiópica por F. Corrientes y A. Piñero). Algún estudioso, como García y Be llido entre nosotros, ha relacionado el orónimo Qilt (Kelt) con los celtas, identificándolo el macizo de los Alpes. De aceptarse la hipótesis, los celtas serían los habitantes del país de Kelt, es decir, del área alpina donde las fuentes los sitúan ya en época muy temprana, y la cita del Libro de los Jubileos sería muy im portante por su previsible antigüedad y, sobre todo, porque res ponde a un contexto semítico, el de las actividades comerciales de los fenicios en la parte occidental del M editerráneo. Recor demos cómo las más antiguas fuentes griegas sobre los celtas se relacionan con el ámbito masaliota de la desembocadura del R ó dano y la zona de los Alpes, o las repetidas alusiones a un en torno montañoso como solar de los celtas, en el que nace el río Istro (Danubio). Diversas informaciones relacionan a los celtas con el Erkúnios drumós, la Hercynia silva (el vasto relieve que se extiende desde la Selva Negra al macizo del Harz, topónimo que conti núa el latino y el de Arkúnia conocido por Aristóteles, donde nace el Danubio; el término deriva de perkus, roble). Es posi ble, de acuerdo con lo dicho, que para algunos geógrafos anti guos el término céltico sirviera en primer lugar para designar una amplia zona geográfica relacionada con los habitantes de la Eu
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ropa nordoccidental, y algunos autores modernos piensan que es dudoso que algunos de esos pueblos se designaran a sí mismos como celtas en sentido étnico (al menos no hay constancia de que los habitantes de Gran Bretaña o Irlanda lo hicieran). Según Posidonio (el dato lo transmite Diodoro), los celtas que habitaban la vertiente septentrional de los Pirineos hasta el centro de la actual Francia se llamaban propiamente keltoí, mien tras que los situados más al norte, hasta el Océano y el Monte Hercinio, eran conocidos como galos. La veracidad de la noti cia, sin embargo, queda cuestionada por Estrabón, para quien la distinción era otra y afectaba a los habitantes de la Galia cél tica en sentido estricto, llamados keltaí, mientras que los demás eran keltoí. Tito Livio no habla de celtas sino en el corazón his tórico de la Galia, entre el Sena y el Garona, región que llama Céltica (Celticum), y de la que hace arrancar las migraciones en tiempos de Ambigato, rey de los bituriges. Sea como fuere, los autores griegos transcriben el nombre, recibido de boca de los indígenas, como keltoí, designación étnica de carácter general. A fines del siglo V a.C. grupos de celtas penetraron a través de los pasos alpinos en el norte de Italia: los romanos los llamaron galli (de donde los nombres de las Galias Transalpina y Cisalpi na, esta última regada por el río Po). A principios del siglo III, el historiador Jerónimo de Cardia llamaba gálatai a los invasores de Macedonia y Grecia y a las gentes que se asentaron en Asia M enor, e idéntico vocablo aparece en escritores griegos poste riores, como Polibio. Son diversos los autores que reconocen que galatae y galli eran sinónimos de keltoi y celtae, y César dice que los galos se daban a sí mismos el nombre de celtas, lo que pare ce concordar con Pausanias, para el que el término celtas ten dría una antigüedad mayor que los de galos o gálatas. De estas citas se colige, en suma, que aquél es el vocablo más general, sir viendo además para designar a una gran lengua indo-europea de la que el galo no es sino una de sus manifestaciones (como el lepóntico o el hispano-céltico). Las fuentes latinas aplican el término galli para designar a no importa qué pueblo ni en qué parte del dominio céltico, incluida el Asia Menor. Algunos lin güistas, historiadores y arqueólogos suelen reservar el término céltico a la época más antigua en que se desarrolla la civilización
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del Hallstatt, mientras que aplican el de galo a la más reciente de la cultura de La Téne. De todos modos, y al igual que en el uso de los escritores greco-romanos, no hay una frontera estric ta entre lo que es céltico y lo que es galo. Se puede calificar de céltico todo lo que refleja un fondo común más antiguo en la len gua o la civilización (religión, tradiciones artesanales, socie dad...), y no se suele, en cualquier caso, calificar de galos a los pueblos anteriores al 450 a.C. Se ha sugerido por parte de algún autor que el etnónimo sig nificaría el pueblo escondido, arguyendo que su etimología se re laciona con la palabra ceilt, «ocultar», con la que se relacionaría el vocablo kilt que alude a la falda corta masculina que consti tuye un elemento distintivo en la indumentaria de los escoceses. Esa explicación se relacionaría con la reluctancia proverbial de los druidas hacia la escritura, a que luego se aludirá. En cual quier caso, no parece que tal explicación esté muy funda mentada. La épica irlandesa, por otra parte —concretamente, el Táin Bó Cuailnge (El robo de las vacas de Cooley)— alude a los galiain o galiuin, forma claramente equivalente a la de galos. La producción literaria irlandesa constituye una segunda fuente li teraria de información cuya importancia ha sido subrayada por todos los celtistas, aunque con diferencias de detalle en la con sideración de su trascendencia. Las versiones más antiguas son hibernias, del siglo IX , y lo esencial se ha conservado en manus critos del siglo XI o comienzos del XII, aunque su redacción pri mera parece rem ontar a las centurias VI a V II. Para diversos es tudiosos, constituirían una auténtica ventana a la Edad del Hierro (Jackson), y, efectivamente, nos dan una visión de una sociedad arcaica que parece rem ontar en lo nuclear a tiempos protohistóricos y que ha sido comparada por algunos estudiosos al mundo homérico de la Ilíada (con la que se relacionarían elementos sus tanciales del Ciclo del Ulster). Si bien es cierto que muchos ele mentos se adecúan m ejor con el horizonte paleocristiano (por ejemplo, detalles técnicos del armamento), no hay duda de que los textos irlandeses —y en menor medida los galeses, más tar díos— confirman en muchos aspectos, especialmente en el do minio de la organización social, las instituciones y la ideología re
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ligiosa, a otro tipo de fuentes más antiguas, o se ven confirma dos por éstas. Frente a la construcción histórica de Jullian, que aislaba a la Galia del resto del mundo céltico, rechazando todo tipo de comparación con las islas Británicas, estudios recientes han demostrado la legitimidad de la comparación entre los datos antiguos sobre los celtas continentales y los contenidos en las fuentes medievales sobre Irlanda, en virtud de la concordancia existente entre conjuntos estructurales enteros. Se trata de una comparación, además, entre dos tipos de evidencias que, en ge neral, presentan un carácter distinto: escasez de textos litera rios en Galia y de iconografía en Irlanda. De ahí su complementariedad. Las informaciones mencionadas se completan con el enorme caudal de datos que la arqueología está aportando, lo mismo en la tecnología, el hábitat y la organización socioeconómica que en la ideología y el dominio de la muerte. Los avances metodoló gicos experimentados en los últimos años han permitido ampliar considerablemente el conocimiento de muchos aspectos de la cul tura de los antiguos celtas, y el recurso a los datos de la antro pología m ejorar la perspectiva de análisis en el examen de determinados restos (lo que también sucede con diversas fuen tes literarias). Todo lo cual trabaja para superar una dificultad sobreañadida: la del carácter perecedero de muchos objetos —en madera, piel o textiles— característicos de aquellas culturas. Interés especial tienen los restos lingüísticos, que conocemos gracias a un triple testimonio: el epigráfico de las inscripciones en escritura latina y, en menor medida, griega, ibérica o etrusca, que aparecen en los ámbitos célticos más afectados por las influencias culturales mediterráneas (en las que el foco de Mar sella jugó un papel determinante). La reciente publicación del corpus de las inscripciones galo-romanas constituye un valioso auxiliar al respecto. Como veremos, sólo una pequeña parte de los epígrafes aparece en lengua céltica, en cualquiera de sus dia lectos: ello sucede en las zonas más tempranas e intensamente relacionadas con las culturas desarrolladas del Mediterráneo (la Cisalpina, el Midi francés o la Celtiberia hispana). La sociedad céltica se caracterizó por la transmisión oral y, desgraciadamen te, no produjo listas de reyes, leyendas mitológicas, elencos de
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teónimos o instrucciones rituales como los que existen en otras sociedades antiguas. La epigrafía —la escritura en general— sur gió en la Céltica como resultado del contacto cultural con grie gos, etruscos y romanos; debido a ello sólo un pequeño porcen taje de la información aparece en lengua indígena, con ejemplos tan sobresalientes como el bronce de Botorrita, en la Celtiberia aragonesa, el calendario de Coligny (Ain, Francia) o la inscrip ción de Vercelli, en el norte de Italia. La numismática, con los letreros de las cecas emisoras aludiendo a pueblos y ciudades, constituye el segundo elemento sustancial desde el punto de vis ta lingüístico, y a él cabe añadir, en tercer lugar, la toponimia antigua y moderna. La repartición de los nombres célticos en Eu ropa afecta claramente a las islas Británicas, Francia, la Penín sula Ibérica o la Italia septentrional, pero también a la Europa Central y la zona danubiana hasta Belgrado. Abundantes a lo lar go del Rhin, su densidad es menor hacia el Weser y el Elba.
BIBLIO G R AFIA
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Capítulo 2 LA LENGUA CELTICA EN EL CONTEXTO INDOEUROPEO
Líesele el punto de vista lingüístico, los celtas son unos pueblos que hablan una lengua perteneciente a la familia indoeuropea, limitada durante mucho tiempo al continente euroasiático —des de el Atlántico al golfo de Bengala— y en la actualidad exten dida a escala planetaria y hablada por casi la mitad de la pobla ción terrestre (la difusión moderna de algunas de las lenguas de esa familia —como el inglés, el español, el francés, el ruso o el portugués— ha sido, como es bien sabido, un fenómeno conse cuente a la expansión colonialista de determinadas potencias europeas).
El problema indoeuropeo Las bases de la noción de indoeuropeos son puramente lin güísticas. Como ha señalado Devoto, ninguna tradición legenda ria, ningún suceso histórico conocido directamente, ninguna con cordancia hubiera permitido concebir la noción de una antiquí sima comunidad cultural si no hubiera sido por la consciencia de la relación existente entre una serie de lenguas muy distantes. Di cha consciencia podemos situarla, por lo que respecta a la fami lia indoeuropea, en 1786, cuando Sir William Jones, juez de la Corte Suprema de Calcuta, observó la estructura del sánscrito, que comparó con el latín y el griego, para el que defendió el mis mo origen que para la lengua de los celtas, los germanos y el an tiguo persa. Hacia 1813, Thomas Young acuñó el término in doeuropeo para aludir a este amplio grupo de lenguas relaciona das entre sí, utilizando los estudiosos asimismo el vocablo indo germánico. Las observaciones de Jones fueron hechas también
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por otros lingüistas, que desarrollaron la gramática comparada. Esta disciplina, siguiendo las pautas evolucionistas que plasmara Darwin con la publicación de El origen de las especies en 1859, explicaba las similitudes entre las diversas lenguas indoeuropeas como resultado de su derivación de un lenguaje ancestral común —que los lingüistas alemanes calificaron como Ursprache—, hoy conocido comúnmente como Protoindoeuropeo. Así, por ejem plo, atestiguadas las formas siguientes para campo (sánscrito ajras, griego agros, latín ager y gótico akrs), y de acuerdo con el desarrollo histórico de cada lengua, una forma original agras se postuló para la lengua indoeuropea original. Al mismo tiempo, los lingüistas pensaron que mediante la reconstrucción del protoléxico podrían precisarse algunas de las características cultura les de aquellas gentes (Urvolk) antes de su dispersión a partir de un hipotético hogar común (Urheimat en terminología alema na). Se trata del método de la paleontología lingüística de Pictet (1859). Schleicher empleó el modelo del árbol genealógico (Stammbaum) para describir la diferenciación de las lenguas indoeuro peas en esa misma época, distinguiendo del tronco común una serie de grupos lingüísticos (los tres principales serían el eslavogermánico, el greco-italo-celta y el indo-iranio) que, a su vez, se subdividirían en otras ramas o lenguas. Indudablemente, el mo delo de este autor pecaba de rígido esquematismo y era incapaz de explicar similitudes obvias entre ramas diversas o los présta mos lingüísticos existentes. Por ejemplo, no podía explicar la fa mosa división establecida entre lenguas centum y satem o grupos occidental y oriental, de acuerdo con la doble variante para la expresión del numeral cien: gutural en latín (centum) y sibilante en antiguo iranio (satem). Hasta principios del siglo XX se lleva ba, pues, a cabo una distinción entre un grupo occidental (al que pertenecerían germánico, venético, ilirio —considerado satem por algún autor— , céltico, itálico —con el latín— y griego) y otro oriental (con el báltico, eslavo, albanés, tracio, frigio, armenio, mitanio, iranio —medo— persas, partos, cimerios, escitas, sármatas— e indio). El conocimiento de la lengua hitita en la A na tolia antigua, descifrada hacia 1915, y de escritos budistas de los siglos VI-VIII en el Turquestán chino —en una lengua a la que
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se ha dado el nombre de tocario— , rompió, con todo, esta po laridad geográfica: tanto una como otra son lenguas de tipo centurn en un ámbito oriental. Schmidt trató de solucionar el problema pensando que en las diversas áreas de indoeuropeoparlantes las innovaciones se de sarrollaban como ondas hacia otras lenguas (raramente a todas). Una serie de círculos tangentes o no entre sí —isoglosas— in cluían las similitudes específicas entre unas lenguas y otras. Este modelo (Wellentheorie), mejor adaptado para explicar los cam bios e innovaciones lingüísticas en términos de geografía dialec tal, constituía una aproximación sincrónica a las lenguas indoeu ropeas, pero carecía de una perspectiva histórica. Los celtas ha blaban una lengua con afinidades hacia las itálicas; lo cual podía traducir unas realidades geográficas de proximidad, pero no so lucionaba la época en que los cambios lingüísticos sucedieron. Los dos anteriores son los modelos en los que tradicional mente se han inscrito las explicaciones de la lingüística indoeu ropea y resultan insuficientes en el estado actual de las investi gaciones. Igualmente anticuadas resultan las adecuaciones que los arqueólogos de pasadas generaciones llevaban a cabo entre cultura = raza = lengua, resultando especialmente expresivas en los formulados de G. Kosinna. A fines del siglo XIX se desarrollaba, asimismo, la idea de la superioridad de los indoeuropeos, expresada en el triple plano de la raza (nórdicos dolicocéfalos, rubios y de azules ojos, fren te a los braquicéfalos del sur), la lengua (superior, debido a su inflexión gramatical característica, sobre las analíticas —el chi no, por ejemplo— o las de tipo aglutinante —como las uraloaltaicas—), y, obviamente, la cultura (que dominaba a las otras del planeta, como el desarrollo del imperialismo colonial se en cargaba de demostrar fehacientemente). El término ario sirvió de manera impropia para englobar los tres elementos (en reali dad, como designación étnica, se limita al mundo indo-iranio). Y es así como en 1899 pudo escribirse: Los antepasados de los arios cultivaban el trigo cuando los de los braquicéfalos proba blemente estaban viviendo todavía como monos (Vacher de Lapougue), Incluso se abandonó el espacio asiático como origina rio de los indoeuropeos —lo que había prevalecido en las teo
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rías del siglo XIX — para plantear claramente su origen europeo, centro-septentrional concretamente. Al mismo tiempo, los na cionalismos influyeron en la visión que se elaboraba sobre el más antiguo pasado. Y, así, a la celtomanía que recorrió Francia en el siglo XIX sucedió una germanomanía que, como es sabido, cul minó en Alemania entre 1933 y 1945. En realidad, habría que desechar la idea de una sola y única diàspora indoeuropea con un número determinado de pueblos que se corresponden con los que conocemos porque han dejado huella en la historia. Al lado de éstos habría otros muchos que desaparecerían sin dejar rastro, absorbidos por sus vecinos. Al gunos estudiosos, como el soviético Troubetzkoy, han indicado la posibilidad de que, al contrario de lo que tradicionalmente se pensara, las similitudes entre lenguas puedan intensificarse, con el paso del tiempo, como consecuencia de un proceso de con vergencia a través del contacto. Según esta posibilidad, sería plausible pensar que los antecesores de los grupos indoeuropeoparlantes fueran originariamente bastante heterogéneos, para, a través del contacto continuo, la mutua influencia y los présta mos, aproximarse entre sí de forma más cerrada aunque sin lle gar a ser idénticos. Esta postura, muy crítica hacia los intentos de reconstrucción de un protoindoeuropeo común, entiende lo indoeuropeo como algo que se va haciendo, a lo que se llega tras un largo proceso. En la actualidad no existe unanimidad entre lingüistas o (pre)historiadores a la hora de intentar resolver el problema de los indoeuropeos. Dejando aparte las posturas que rechazan la conveniencia de admitir la existencia del protoléxico, son mu chos los autores que, sobre un elenco que consideran seguro de nombres pertenecientes a aquel substrato del Ursprache, se in clinan a pensar que los protoindoeuropeos eran fundamental mente nómadas; la ausencia de especies mediterráneas y la pre sencia de otros elementos que no podemos detallar aquí los in clinan a ubicar su Urheimat, es decir, su hogar originario, en una variante geográfica septentrional con diferencias de detalle más o menos acusadas: Europa centro-nórdica o central, estepas del sur de Rusia, ámbito ponto-caucásico, Balcanes. Su cultura co mún vendría caracterizada por una economía básicamente gana
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dera, una agricultura poco desarrollada y una técnica minera y metalúrgica poco avanzadas; una sociedad, en fin, eminentemen te patriarcal e igualitaria en torno al parentesco de sangre. La teoría más acabada, debido a Mari ja Gimbutas, los relaciona con la cultura de los kurganes de las estepas entre el Mar Negro y el Volga, complejo que representaría a la cultura indoeuropea en tre el quinto y el tercer milenio, cuya expansión por Europa se atribuye a tres oleadas entre el 4000 y el 2500 a.C. Parte de sus componentes atravesarían el Cáucaso hacia el sur, establecién dose en Anatolia y el norte de Mesopotamia o prosiguiendo su migración hasta la India; otros componentes se asentarían en la meseta irania o emigrarían al Asia central (donde se atestigua la lengua tocaría). Otros estudiosos se han inclinado por una ubicación meridio nal para los protoindoeuropeos. La aproximación más interesan te, desde esta perspectiva, es la que han llevado a cabo recien temente Gamkrelidze e Ivanov, quienes defienden una protopa tria en la zona montañosa del Próximo Oriente que se extiende desde Anatolia al Irán, es decir, en la zona en que aparecen los más antiguos textos indoeuropeos conocidos (mitanios c h¡titas).
La cultura protoindoeuropea y la ideología tripartita Algunos autores pensaron que cabría esperar que hubieran quedado rastros de esa cultura protoindoeuropea común en las estructuras sociales e ideológicas de diversos pueblos conocidos luego históricamente y pusieron su esfuerzo en tratar de desen trañarlos. Vendryes, en un artículo de 1918 titulado «Las corres pondencias de vocabulario entre el indo-iranio y el italo-céltico», señalaba la existencia de tradiciones religiosas comunes a los dos grupos lingüísticos y sus áreas. Corresponde a G. Dumézil, con todo, el mérito de la profundización esencial en estos temas. D u mézil ha señalado la existencia en diversos pueblos indoeuropeos de una triple división social: los sacerdotes —relacionados con la primera función, de soberanía y control religioso— , los guerre ros —exponentes de la segunda función, bélica y de protección del cuerpo social— y productores —agricultores y pastores, tra
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bajadores y artesanos, representantes de la tercera función, re lacionada con la fecundidad y la creación de riqueza— . Esa tri logía funcional en lo social, clara en el mundo de la India védica (brahmanas, ksatriyas y vaisiyas), se conservaría también en otros ámbitos indoeuropeos; por ejemplo, el céltico, para el que —como veremos más adelante— César señala cómo la sociedad gala estaba dividida en druidas, caballeros y plebe. Y esa estruc tura se manifiesta también en el terreno de lo religioso, para con formar una auténtica ideología tripartita característica de los pue blos indoeuropeos y evidenciada en uno de sus más antiguos tex tos conservados, el tratado entre Matiwaza de Mitanni y el rey hitita. Datable ca. 1380 a.C. y descubierto en los archivos de la capital de éste, Hattussas (la actual Bogazkóy, en la Anatolia central), el rey mitanio evoca en él los nombres de Mitra, Varuna, Indra y los Nasatyas: exactamente los de las principales dei dades indias bien conocidas por los Vedas. Esa función triparti ta que define lo social se manifestaría también en el panteón; y, así, junto a deidades de la primera función soberana (en la do ble variante de Mitra — aspecto jurídico y legalista— y Varuna —aspecto mágico y religioso—), existen otras de la segunda (dio ses guerreros como Indra) y de la tercera (la fertilidad y fecun didad, manifestada en la religión de indios e iranios por los Na satyas, los gemelos divinos). La ideología tripartita se observa claramente en otros ámbitos, como el germano o el latino (en la famosa tríada precapitolina formada por Júpiter, Marte y Quirino). A partir de los estudios de Dumézil sobre mitología compa rada entre los diversos ámbitos indoeuropeos han sido aclara dos, por él o por otros autores que trabajan en la misma línea, muchos aspectos de la religiosidad de diversos pueblos antiguos, que se entienden mejor desde la perspectiva de la herencia co mún. Ese patrimonio cultural, mítico en su estado original, ha bría sido objeto de historización en ámbitos como el romano o el céltico. Si bien hay que reconocer la trascendencia de los estudios de mitología comparada mencionados, es cierto que resultan de di fícil aplicación en su conjunto para solucionar los problemas de, por ejemplo, la religión céltica. Pongamos un caso ilustrativo de
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los límites de la ideología trifuncional. En la cúspide de la socie dad protoindoeuropea se situaría un rey, cuyo título se atestigua en sánscrito (raj), latín (rex), galo (-ríx, en nombres como Dumnorix, rey del mundo, Vercingetórix, jefe supremo de los guerre ros), antiguo irlandés (rí) y posiblemente en sículo y tracio (rhesos). El germánico ha tomado prestada la forma céltica: de ahí el górico reiks, jefe, príncipe y sus derivados (reich, dominio del jefe, estado, imperio, y también rico). Todas estas formas deri van de un protoindoeuropeo reg-. Ahora bien, ¿cómo explicar la presencia de un rey en la sociedad protoindoeuropea, que, por lo que sabemos, presentaría una estratificación, pero carecería de instituciones centrales por no haber accedido al nivel estatal? De ahí las explicaciones sobre el contenido semántico del térm i no, hombre preeminente, el que determina lo que es justo y simi lares. Ahora bien, desde el momento en que se ha revisado la evidencia védica y se ha demostrado que la palabra raj en los tex tos más antiguos es femenina, indicando fuerza, poder, acepta do esto, la evidencia de reyes protoindoeuropeos desaparece y las únicas evidencias seguras se limitan al céltico y al itálico, dos lenguas con numerosas similitudes. Algunos autores muy críticos con las teorías de Dumézil han señalado la ausencia de realidad histórica inherente a las cons trucciones de su escuela. Si las instituciones sociales de grupos indoeuropeoparlantes tan lejanos en el espacio como los celtas y los indios parecen tener formas similares explicables por un an tepasado común, habría que indicar cuándo y dónde floreció esa sociedad ancestral (la cuestión misma del Urheimat y el Urvolk). ¿No cabría pensar, estiman algunos estudiosos, que ese sistema tripartito no sea exclusivo de los pueblos indoeuropeos y se ex plique como una división obvia en determinadas sociedades con un nivel similar de desarrollo? Es cierto que la ideología trifun cional se adapta mejor al horizonte social que al mundo de las divinidades indoeuropeas, y, en el caso concreto de los celtas, no parece clara la identificación de los diversos dioses con cada una de las funciones (algo que tampoco sucede en la religión he lénica, aspecto este último que el propio Dumézil ha considera do como el talón de Aquiles de su construcción). En los tiempos recientes han surgido visiones críticas no sólo
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hacia la ideología tripartita de Dumézil y su escuela, sino hacia la propia idea de una cultura común proto-indoeuropea y hacia la idea de la posibilidad de reconstruir el solar de instalación ori ginal y los sucesivos movimientos que dan lugar a los pueblos co nocidos históricamente. En particular, es de difícil objetivo la in vestigación científica de la cultura material de los indoeuropeos. Por parte especialmente de los arqueólogos anglosajones se ha difundido la idea de un desarrollo procesual de los cambios cul turales en general, y en concreto de los que han afectado a los pueblos indoeuropeos. Se ha criticado la vieja idea que, a partir de Gordon Childe, establecía una adecuación entre una cultura prehistórica y un elemento étnico determinado (el pueblo del campaniforme, de la cerámica cordada, etc.), así como una re lación entre lengua y raza y el excesivo entusiasmo hacia el mé todo comparativo y el protoléxico indoeuropeo. Las objeciones señaladas son de muy diverso tipo, y entre ellas se ha criticado la explicación migracionista para los cambios culturales en general. Sobre estos supuestos críticos han surgido algunas explicacio nes recientes con una visión distinta del problema indoeuropeo. La de Renfrew es una de ellas. En la época en que contamos con fuentes históricas seguras —es decir, en los últimos siglos an tes del cambio de Era o en los inmediatamente posteriores— la mayor parte de Europa es indoeuropeoparlante (con las excep ciones del etrusco, el ibero y el vasco antiguo). Dada la ausencia de datos arqueológicos sobre un movimiento de pueblos lo sufi cientemente intenso o mantenido en la prehistoria europea, y sin descartar la explicación de Troubetzkoy —en el sentido, antes apuntado, de que esa uniformidad lingüística europea fuera el re sultado de un proceso de convergencia— , el estudioso británico explica la indoeuropeización del continente como un fenómeno relacionado con el único proceso mayor que afectó indudable mente de forma radical a la totalidad del mismo: la adopción de la agricultura (lo que tendría lugar según el modelo de la ola en avance que implica una expansión lenta y continua afectando a distancias cortas) entre el 6500 a.C. (en Grecia) y el 3500 a.C. (norte de Escocia, por ejemplo). No se trataría, naturalmente, de un proceso simple, sino que tendría muchas fases, con mo
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mentos de intensificación o de pausas, y las islas lingüísticas re presentadas por el ibero, el vasco o el etrusco serían las últimas supervivencias atestiguadas del estrato anterior correspondiente a los elementos recolectores-cazadores del mesolítico. Un esta dio intermedio en la expansión de las lenguas indoeuropeas ven dría representado por lo que Krahe llamara el europeo antiguo, detectable en hidrónimos fundamentalmente, que se fijaría cro nológicamente en torno al 4000 a.C. (admitiendo, además, que el panorama lingüístico europeo se mantendría relativamente es table hasta ca. 1000 a.C.). La tesis de Renfrew aumenta la profundidad temporal en la que se inscribiría el complejo fenómeno de la indoeuropeización lingüística, y presupone la ausencia de un neolítico agrícola au tónomo para Europa (lo que plantea hipotéticamente también para el otro extremo de la geografía del indoeuropeo, la India y Asia central). Pero, al admitir que la agricultura llega a Europa del otro lado del Egeo, admite implícitamente también un anti quísimo origen para un protoindoeuropeo en Anatolia o las re giones del Asia anterior donde se atestigua antes aquélla: es de cir, que, en el fondo, está optando por la variante meridional —o próximo-oriental— de las dos consideradas más arriba. Una posición como la mencionada puede ser ilustrativa de algunas tendencias críticas actuales sobre los excesos de la pa leontología lingüística y sobre la legitimidad del propio plantea miento tradicional de una cultura común protoindoeuropea, expresable, entre otros niveles, en el de los mitos o las ideologías tripartitas. Aunque síntesis muy recientes partidarias de la solu ción tradicional (el sur de Rusia, por ejemplo) han seguido, como en el caso de Mallory, defendiendo —para explicar los cambios y desarrollos lingüísticos— la importancia de los movimientos de pueblos (migraciones o invasiones), demostrados perfectamente con un largo alcance en época histórica (el caso de los turcos es ilustrativo de la celeridad con que puede extenderse una lengua determinada: confinada a Mongolia en el siglo V I, hacia el X ha bía llegado al nordeste del Mar Negro, y en el xm ocupaba ya parte de Anatolia). No hace falta decir que los planteamientos de esta discusión afectan a época prehistórica, pues nadie duda de la realidad de las migraciones célticas en Italia, Grecia o Asia
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M enor, bien recogidas por todo tipo de fuentes en época histórica.
La lengua céltica: goidélico y británico Desde el punto de vista lingüístico, los celtas son los pueblos que hablan una lengua de gran antigüedad dentro de la familia indoeuropea, con algunos rasgos característicos como el cambio de la e indoeuropea a i (por ejemplo, irlandés fir, verdadero, frente al latín verus), la lenición (es decir, el debilitamiento de las consonantes intervocálicas) o la representación en b de la ve lar labializado gv (irlandés ben, mujer, frente al griego gyné). A partir de un substrato común, que diversos estudiosos llaman protocéltico, se produjo en un espacio y en una época que no pue de determinarse con precisión, pero en cualquier caso con ante rioridad a los primeros documentos con que contamos, una di ferenciación entre dos dialectos distintos, que los filólogos lla man celta de la g y de la p. El primero de ellos mantuvo la q indoeuropea original en po sición inicial de palabra; se trata de la rama goidélica, a la que pertenece el antiguo irlandés, introducida en Escocia desde el norte de Irlanda a fines del siglo v (gaélico escocés) y manifes tada asimismo en la isla de Man. En el continente europeo hay vestigios de esta variante dialectal (por ejemplo, la lengua celti bérica, de carácter bastante arcaizante en el contexto céltico, ma nifiesta afinidades diversas con el goidélico, lo que también sucede con términos diversos del calendario de Coligny o con nombres de pueblos como los Sequani o los Quariates); se des conoce, no obstante, su repartición con exactitud. El segundo grupo se designa como celta de la p o britónico y transforma la q inicial en p (así, cabeza aparece como cenn en dialecto goidélico y como penn en britónico; el numeral cuatro y el pronombre quien aparecen en galés como pedwar y pwy, y en irlandés como cethir y cía, respectivamente; el hijo se designa como map en galés y como mac en irlandés; el caballo aparece como epo- en los nombres galos, mientras que da ech —de ek— en irlandés). Se trata de la variante que domina en el continen
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te, el galo, introducido en Gran Bretaña por los colonos célticos de la Edad de Hierro y más tarde dividido en bretón (como tal pervive en la Bretaña francesa, colonizada por elementos b ó ta nos llegados de Gran Bretaña antes de mediados del siglo V I, pues el II Concilio de Tours, de 567, distingue ya entre romanos y bretones), galés y cómico de Cornualles. A este grupo perte nece también el gálata de Asia Menor. Otras diferencias entre los dialectos goidélico y britónico radican en que este último pre senta las terminaciones de los casos más simplificados y en que ha perdido el género neutro y el número dual. Puede parecer paradójico que las lenguas célticas que mejor conocemos —que son las que perviven actualmente o lo han he cho hasta tiempos recientes— sean aquellas de las que menos sa bemos por las fuentes clásicas. La explicación reside en el hecho de que es en el continente donde la romanización, y la lengua latina en consecuencia, progresaron con mayor rapidez e inten sidad. En cuanto a los habitantes de Escocia antes de la llegada de los elementos irlandeses que introdujeron el gaélico, sabemos que las fuentes clásicas tardías y otras posteriores los denomina ban pictos. Sobre ellos se ha discutido mucho desde el punto de vista étnico o lingüístico. Parece ser opinión mayoritaria entre los estudiosos actuales la existencia de dos lenguas distintas en la Escocia pregaélica: una sería una variante del galo-britónico y la otra no parece celta o indoeuropea, correspondiendo al ho rizonte lingüístico de los primeros habitantes de la región. La distribución de importantes términos de parentesco indu ce a pensar que el goidélico es más marginal y el galo-britónico más central en el mundo indoeuropeo: el término para padre en lenguas como el goidélico, el latín, griego, osco-umbro, armenio e índico es del tipo pater, mientras que en galo-britónico, bálti co, eslavo, albanés y anatolio sigue la variante atta. De atender al mayor arcaísmo del goidélico habría que concluir que las di ferencias que éste presenta respecto al galo-britónico existían con anterioridad a la llegada de elementos célticos a las islas Britá nicas; ello concordaría con los elementos goidélicos existentes en determinados ámbitos continentales y, en general, con la posi ción central—y más innovadora— del britónico. Matt Dillon ha desarrollado una teoría sobre la diferenciación de los dos grupos
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que no depende de migración de pueblos. Si, como diversos es tudiosos defienden, los asentamientos célticos más antiguos en las islas Británicas datan de la Edad del Bronce, no tiene senti do plantear si los llegados eran goidélicos o britónicos. Los ras gos lingüísticos que distinguen al britónico serían muy posterio res y algunas innovaciones (u> i; qu> p) que se extienden desde el centro del continente nunca alcanzarían las áreas laterales de Irlanda o España. Así, la explicación se ajustaría bastante a la teoría de las ondas de Schmidt. En algunos casos la onda se expandería hasta las zonas celto-parlantes más distantes, con lo que las lenguas célticas evolucionarían conjuntamente. Si las ondas no se extendieran más allá, ello implicaría un proceso de dife renciación lingüística de los celtas en su conjunto, sirviendo para distinguir a su lengua de la de sus vecinos (por ejemplo, itálicos y germanos). En cualquier caso, no hay que pensar necesaria mente que la innovación surgiera de un centro muy específico, sino que los desarrollos tendrían lugar paso a paso. Desde el punto de vista de las correspondencias el latín pa rece tener más puntos de contacto con el celta de la q, mientras que las otras lenguas itálicas —oseo y umbro— parecen más próximos al celta de la p (compárese el numeral cuatro en latín —quattuor— e irlandés —cethir— con el oseo —petora— y el ga lés —pedwar—). Este y otros factores sugerirían una vieja con tigüidad geográfica entre los antepasados de los itálicos y los celtoparlantes, quizá en el norte de los Alpes, con una gradual se paración quizá a lo largo del II milenio. Entre los elementos co munes mencionados está la solución del genitivo singular, para el que se reemplaza -os, -es, por -i. Son interesantes también los préstamos del céltico al germá nico en una fecha relativamente tardía, cuando las dos lenguas habían divergido lo suficiente para que se pudiera identificar el sentido de la transmisión lingüística. Se trata de términos rela cionados con la organización social o las instituciones (ñx> reiks; el término galo latinizado ambactus, servidor >ambaht en ale mán antiguo y amt en el actual, servicio público) y también con las técnicas. Las designaciones del hierro en las lenguas germá nicas se deben al céltico en dos etapas diferentes en la evolución de la forma isarno- atestiguada en la onomástica gala: una de
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ellas mantiene la -s- intervocálica (gótico eisarn, alemán eisen); la otra deriva de iarno (en irlandés iarn) para dar iron en inglés, jern en danés, etc.
Céltico e indoeuropeo En el intento de determinar la posición original del céltico en el contexto de las antiguas lenguas indoeuropeas, una dificul tad fundamental viene dada por el escaso conocimiento que te nemos del celta continental. Habida cuenta de la amplia distri bución de la lengua celta durante el período de La Téne, debe mos pensar que consistiría de numerosos dialectos que diferirían, a veces considerablemente, unos de otros. Una escuela de pen samiento sostiene que el celta insular ha preservado muy anti guos rasgos indoeuropeos a causa de su posición marginal en el conjunto de las lenguas indoeuropeas medievales. Al ejemplo antes mencionado —y controvertido— del término para desig nar al rey, algunos estudiosos añaden otros como el del verbo creer (ant. irlandés cretim, latín credo, sánscrito srad dha). Muy recientemente se ha señalado que ciertos rasgos del verbo en ir landés antiguo sólo pueden ser entendidos a la luz del hitita, el védico sánscrito y el griego micénico —exactamente las más an tiguas lenguas indoeuropeas atestiguadas— . Ahora bien, como Wagner ha indicado, durante el período de La Téne el celta constituía la lengua más central de Europa, por lo que no resulta apropiado considerarla como una rama margi nal en el conjunto indoeuropeo. La posición central del céltico en el primer milenio a.C. se refleja en las numerosas isoglosas existentes no sólo con el itálico y el germánico, sino también con el balto-eslavo, el albanés e incluso el griego. Sobre estas bases de geografía lingüística, el autor mencionado busca el origen de los celtas al oeste del dominio original de los tracios, en la mo derna Hungría y sus regiones adyacentes. Existe un buen núme ro de palabras tracias con equivalentes etimológicos en céltico; éstas y otras consideraciones han llevado a algunos autores a bus car el asentamiento más antiguo de los antecesores de los celtas y de los pueblos itálicos en la zona septentrional de los Balcanes
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y a considerar que, de todas las lenguas centum y occidentales, el celta es la que más conexiones presenta con el grupo satem. Las repercusiones que una tesis de este tipo tendría desde el pun to de vista histórico serían importantes, pero lo que sabemos en la actualidad no permite una aceptación de ésta o cualquier otra solución lingüística concreta para los celtas. Algunos autores, siguiendo la terminología de Cristopher Hawkes, prefieren plantear la cuestión en términos de celticidad acumulativa (lo que no es sino una variante de la consideración de la formación de los elementos célticos a través de un largo pro ceso formativo). Este tipo de planteamientos, que no se propo ne como objetivo prioritario la determinación del hogar origina rio de los celtas, parece característico de la visión de diversos lin güistas, entre ellos Antonio Tovar. A partir de ese estadio de fendido por Krahe como indoeuropeo antiguo todavía indiferenciado en el continente (del que, como vimos, quedarían eviden cias en determinados hidrónimos, como Alba, A ra...), las len guas atestiguadas históricamente —y, concretamente, el céltico y el germánico— surgirían a través de un proceso que, en defi nitiva, no sería sino una reformulación de la teoría de las ondas. Junto a unas zonas donde se producirían más acusadamente las innovaciones y los desarrollos lingüísticos habría otras más con servadoras; en dichas innovaciones, además, entrarían a jugar factores de diverso tipo (desde la guerra a la religión o la eco nomía). Es decir, que al lado de regiones en las que las redes de interacción eran más intensas o efectivas (lo que conduciría a la formación de dialectos), habría otras en que esos contactos no se producirían o se producirían en una escala mucho menor. La separación efectiva entre zonas diversas desembocaría en una diferenciación lingüística. Esta visión procesual en lo lingüístico desestima la consideración de un solo centro emanador de los cambios en favor de unas áreas con redes de relación particular mente intensas o efectivas. La romanización supuso un retroceso muy serio para la geo grafía lingüística céltica en Europa, hasta el punto de que se vie ra restringida a su área más noroccidental. Existen indicios di versos, no obstante, que atestiguan su perduración en ámbitos di versos mucho después de iniciado el proceso de contacto cultu
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ral mencionado. Entre las fuentes que atestiguan el uso vivo del céltico en zonas diversas del Imperio romano están Aulo Gelio para la Galia Cisalpina, Tácito en relación con los celtíberos his panos o Silio Itálico para los galaicos del noroeste de la Penín sula Ibérica. Por San Jerónimo sabemos que, en su tiempo (y vive en el siglo IV ), los gálatas de Asia Menor la seguían usan do, y el famoso jurista Ulpiano subraya que en el siglo III el galo se admitía —al lado del latín, el griego y el púnico— como len gua para redactar testamentos, lo que demuestra su vigencia ci vil y administrativa.
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Capítulo 3 LA CULTURA HALLSTATTICA
El problema de la etnogénesis celta C o m o más atrás se indicara, invasión y migración han sido las formas tradicionales para explicar los cambios culturales y los desplazamientos lingüísticos desde el siglo X IX . Se olvida con de masiada facilidad que la formación de las entidades históricas es el resultado de un proceso formativo largo y complejo, en el que pueden intervenir —y de hecho lo hacen— componentes diver sos en distintos momentos del contacto cultural. La cuestión del origen de los celtas ha sido tradicionalmente planteada en términos lingüísticos y arqueológicos. La definición de que un celta es una persona que habla céltico se adecúa sólo a los períodos romano y posterior, cuando existe información su ficiente por parte de las fuentes epigráficas o literarias. Hay, sin embargo, datos lingüísticos de interés. Devoto y otros autores han sostenido que la llamada lengua lepóntica, conocida por ins cripciones y topónimos de la región que se extiende entre el sur de Suiza y los lagos de Piamonte y Lombardía hasta Milán, es de carácter inequívocamente céltico. La conclusión es que dicha lengua es anterior a las migraciones célticas en la Cisalpina, do cumentadas históricamente hacia el 400 a.C. Partiendo de la po sibilidad de relacionar esa lengua con un horizonte arqueológico concreto, se ha identificado éste en la llamada facies de Canegrate, datable arqueológicamente desde el siglo X III, que se mez cla progresivamente con las tradiciones indígenas (Proto-Golasecca B y C). El análisis arqueológico sugiere que esos lepóntico-parlantes procederían de una zona al norte de los Alpes. Hoy no hay duda del carácter céltico del lepóntico y, de atender a la adecuación cultural mencionada, la individualidad específica de los celtas podría retrotraerse hasta el siglo XII a.C. Ahora bien, aunque los más antiguos estratos de la lengua
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céltica pudieran ampliarse tanto en el tiempo, no es posible lle var a cabo una correlación con las afirmaciones de las fuentes an tiguas sobre los territorios en los que los celtas se localizaban. De los datos de Heródoto o Hecateo de Mileto (este último re cogido por Esteban de Bizancio unos mil años más tarde) se con cluye que todavía no se habían asentado en el norte de Italia. Si los celtas aparecen localizados con seguridad en el centro de E u ropa en el siglo V a.C ., la pregunta es desde cuándo estaban allí y qué evidencias existen para concretar la fecha o la migración desde otro ámbito. Como Pauli ha manifestado, la multiplicidad de respuestas dadas desde el siglo XIX muestra que no se ha al canzado un acuerdo al respecto. La cuestión plantea dificultades obvias. En primer lugar, por que, admitida la hipótesis de que el origen de los celtas pertene ce al pasado prehistórico, carecemos de evidencias literarias o epigráficas para documentar su proceso formativo. Y, en segun do lugar, porque es necesario distinguir entre etnia, lengua, or ganización política, religión y cultura material (por encima de al gunas adecuaciones sistemáticas tradicionalmente adoptadas, en especial la que —a partir de Gordon Childe— se ha efectuado entre cultura y pueblo). Una comunidad u organización política es aquella que se autogobierna y ocupa un área determinada. Pero no tiene porqué identificarse siempre con una etnia deter minada —piénsese en estados multirraciales de la Antigüedad o la modernidad— . La etnia, para emplear la aproximación de Dragadze, puede definirse como un firme agregado de personas establecido históricamente en un determinado territorio, con particularidades relativamente estables en lengua y cultura, que reconoce su unidad y diferenciación de otras formaciones simi lares y las expresa en un nombre que se da a sí misma (etnónimo). ¿Sucede esto con los celtas? ¿Cuándo? No hay que perder de vista el hecho, señalado por muchos autores, de que la etnicidad es cuestión de grados y puede manifestarse en más de un nivel. Si bien, como antes se ha apuntado, es muy posible que el término celtas tal como aparece en los autores más antiguos im plicara en primer lugar una designación geográfica aplicable a los habitantes de la Europa noroccidental cualquiera que fuere
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su naturaleza, no hay duda, al menos, de que una parte de ellos se designaba así: nos lo cuenta César al referirse a la parte cen tral y más extensa de la Galia; luego aquí sí que todo indica que el término tiene un valor étnico, sobre todo cuando la fuente no puede ser más de primera mano. El concepto de derivación lineal ha sido sustituido hoy en la etnogénesis de los pueblos por el de un proceso más complejo de formación, en el que la filiación por la lengua no constituye sino un aspecto, ciertamente significativo pero no determinante. Se ha señalado que las regiones nordalpinas que ocupan los cel tas, cuando aparecen en los textos de los autores griegos y lati nos, constituían un complejo técnico y económico que jugaba ya a partir del 2000 un papel definido en Europa. Igualmente, los partidarios de la visión y cronología tradicionales (que implican la indoeuropeización de Europa a fines del III milenio a partir del Urheimat ruso-meridional antes mencionado, entre los Cár patos y el Cáucaso), han aludido a la llegada de nuevos estímu los para la emergencia de una aristocracia guerrera y el trabajo del metal desde más allá de la Europa central (pongamos como ejemplo la visión sintética de Chadwick, excelente conocedor del mundo céltico). Con ellos relacionan diversos autores a dos nue vos grupos de gentes, las del vaso campaniforme y las del hacha de piedra perforada con enterramientos individuales, frecuente mente bajo túmulo y a veces con cámara funeraria de madera. Sería entonces —concluyen— a fines del tercer milenio, cuando se formarían los cimientos de la cultura céltica contemporánea de las civilizaciones clásicas. Y hasta se llega a indicar que la ex tensión inicial de las lenguas indoeuropeas en el continente se debe a estas gentes del hacha. A partir de entonces se produciría una continuidad esencial que conduciría directamente a los cel tas históricos y que se identifica arqueológicamente a través de las culturas de Unetice, de los túmulos y de los campos de ur nas, todas ellas en el contexto de la Edad del Bronce. Una visión de este tipo no puede ser, en los momentos ac tuales, admitida sin más, dada la adecuación que establece entre culturas concretas y la llegada de elementos indoeuropeo-parlantes. En cambio, es perfectamente razonable la formulación de la segunda parte del proceso: la continuidad sustancial documenta
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da arqueológicamente, sin disrupciones locales causadas por una inmigración a gran escala. Efectivamente, el cambio del ritual fu nerario que se observa en el horizonte del Bronce Final (paso de la inhumación bajo túmulos a la incineración en urnas), re lacionado tradicionalmente con la llegada de nuevas gentes (in doeuropeas) del este, se explica hoy más bien por una modifica ción de carácter interno. El problema fundamental no estriba en señalar el momento en que puede aplicarse el término de Céltica, sino en analizar el proceso y el papel de los diversos componentes, con integración o elusión de elementos periféricos. Puede decirse que los celtas, que presentan por encima de las diferenciaciones étnicas o re gionales una homogeneidad bien apreciada por las fuentes clási cas, evolucionaron sin cambios étnicos directamente de las so ciedades de la tardía Edad del Bronce, los llamados pueblos de los campos de urnas (Urnenfeider). De ellos se ha dicho que pu dieron hablar alguna forma antecesora del céltico, y no repug naría la referencia a los mismos como protoceltas. De hecho, la continuidad cultural rastreable arqueológicamente —e incluso lingüísticamente a través de los topónimos— parece manifiesta, excepción hecha del uso del hierro. Se trata de un período de ex pansión de la capacidad bélica —explicable a partir de un incre mento en la explotación de los focos mineros de la Europa cen tral— , de construcción de asentamientos sólidamente fortifica dos, de incremento de la capacidad técnica en la fabricación de objetos, de rendimientos agrícolas más altos a través de la rota ción de cultivos, de una simbología con elementos tan caracte rísticos como soles o cabezas de pájaros — que veremos después en el arte céltico— . De hecho, la ruptura cultural en la Europa templada no se produce en la transición a la Edad del Hierro, sino cuando comienza el Bronce Final, es decir, hacia 1250 a.C. A partir de entonces se iba a establecer una considerable unifor midad cultural en buena parte de la Europa central y occidental, y esa uniformidad se expresa sobre todo en el nivel de las elites dirigentes. Es entonces, a comienzos del primer milenio a.C., cuando, de acuerdo con evidencias recientes halladas en el cre cimiento de la turba en la Europa noroccidental, parece que tuvo lugar un cambio climático con repercusiones en un ligero des
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censo de la tem peratura así como va en un aumento de la pluviosidad.
La época hallstáttica (c. 700-450) La clasificación cronológica más ampliamente aceptada es la que estableciera Reinecke en cuatro fases a partir del famoso ya cimiento austriaco: Hallstatt A, B, C y D, hasta aproximada mente el 450 a.C. Las dos primeras corresponden todavía a la cultura de los campos de urnas del Bronce tardío y las dos últi mas ya claramente a la Edad del Hierro a partir de mediados o finales del siglo VIII; es decir, a lo que se conoce más específi camente como cultura hallstáttica. Un cambio tecnológico de pri mera magnitud sucede entonces: el hierro comienza a sustituir al bronce en la fabricación de armas e instrumentos, con la con siguiente superioridad técnica militar para sus usuarios. El pe ríodo hallstáttico constituye, así, el fondo temprano sobre el que emerge una sociedad céltica desarrollada y expansiva en la épo ca de La Téne, a partir de principios del siglo V . La considera ción de sus características es necesaria para valorar los estadios formativos de la cultura céltica y los cambios posteriores. El yacimiento de Hallstatt está situado en el centro de Aus tria, a unos 50 km al sureste de Salzburgo, al borde de un profundo lago y en un valle alpino situado sobre un enorme de pósito de sal gema. Unos trabajadores encontraron en 1724 el cuerpo de un minero prehistórico perfectamente conservado por la sal (considerado pagano y, en consecuencia, sometido a una ceremonia de exorcismo antes de ser enterrado en las cercanías de la iglesia). Entre 1846 y 1863, Ramsauer, el director de las explotaciones, supervisó la excavación de casi un millar de tum bas prehistóricas, y hasta el momento han salido a la luz unas dos mil, que parecen corresponder a una comunidad entre 200 y 400 personas y a un período entre 700 y 400 a.C. —cuando se desarrollaron métodos más eficaces en la extracción del mineral, con la excavación de galerías anchas y horizontales— . Se trata de tumbas de fosa recubiertas por una capa de piedra y, previ siblemente, un túmulo, aunque no hay evidencia de carro algu
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no todavía. Aproximadamente el 45 por 100 presenta ritual de incineración. Los restos de mujeres y de niños junto a los de hombres indican que la extracción de sal constituyó una activi dad familiar desempeñada durante generaciones en la Edad del Hierro. Es baja la proporción de tumbas de guerreros —en torno al 25 por 100, con puñales, espadas, hachas y yelmos de bronce— , pero la riqueza de muchas sepulturas habla de la prosperidad de los explotadores y negociantes. Los ajuares reflejan la importan cia de los contactos comerciales y la riqueza acumulada gracias al trabajo de la sal (el oro aparece en una veintena de tumbas, todas de incineración). La mayoría de los objetos —que inclu yen cerámicas, agujas, brazaletes y armas— proceden del norte de Austria y el sur de Baviera, pero otros presentan conexiones con Etruria y Grecia (la cantidad de importaciones metálicas —sítulas y pequeños adornos— de Italia es enorme), CroaciaEslovenia o el norte de Europa. Incluso se atestigua el marfil en pomos de espadas, procedente de Africa a través de Italia con seguridad. Nada hay que sugiera que la población de Hallstatt represen te la intrusión de un elemento extraño en Centroeuropa. Por el contrario, la realidad muestra una clara continuidad con las gen tes del Bronce Final. Lo más que puede plantearse en un com plemento de refugiados de las estepas del este — a juzgar por los arreos de caballo— , pero estos últimos elementos pueden ser de bidos, simplemente, a contactos comerciales o a la adopción de nuevos tipos.
Los cambios socioeconómicos La extracción de la sal en gran escala que tiene lugar en Halls tatt y en otros lugares de la región francesa del Mosela o de la alemana del Saale, constituye uno de los cambios más importan tes desde el punto de vista socioeconómico, que sin duda se tra dujo en el aumento de su comercio. El empleo masivo de la sal posibilitó la conservación más fácil de los alimentos, un almace namiento más eficaz y una más fácil distribución de los elemen
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tos cárnicos; en definitiva, implicó una reducción del hambre y de las deficiencias nutritivas. La adopción de ana tecnología basada en el trabajo del hierro es —con los cambios en el ritual funerario a que luego aludire mos— una de las novedades en esa sustancial continuidad ob servada respecto del período de los campos de urnas (Hallstatt A y B). No quiere esto decir que fuera entonces cuando apare ciera el hierro, conocido con anterioridad, o que sustituyera abruptamente al bronce en el uso normal. Por el contrario, se trata de una transición gradual: cada vez parece más claro que el hierro se utilizó en lugar del bronce para fabricar herram ien tas o armas a partir del siglo X en algunos puntos de la Europa sudoriental; su generalización, no obstante, no tuvo lugar sino a partir del 700 aproximadamente y, al menos en un principio, era una materia prima de prestigio —como lo prueba el hecho de que la mayoría de los hallazgos procedan de tumbas ricas— . Se han discutido muchos las condiciones que posibilitan el cambio tecnológico y se ha pensado en diferentes áreas de contacto en las que podría haberse introducido el nuevo metal desde Grecia: aunque todo apunta hacia el este de los Alpes, han surgido opi niones alternativas en torno a los Balcanes o el sur de Francia. Algunos autores sostienen que los inicios del hierro en la Euro pa céltica no deben asociarse con el colapso del imperio hitita y la consiguiente difusión de la nueva tecnología, y los indicios de trabajo del hierro en la segunda mitad del II milenio, aunque en escala muy reducida, parecen demostrar que no todos los ob jetos hubieran sido importados. Muy probablemente la extensión de su uso se vería facilitada por la mayor cantidad de vetas respecto de las de cobre y —so bre todo— estaño en el continente, lo que, sin duda, no se tra dujo en un aumento del comercio dado que había muchas más fuentes de aprovisionamiento. En cualquier caso, la dispersión de yacimientos férricos en superficie en Europa, con el conoci miento de las técnicas de fundición y forjado, facilitó una mayor eficiencia en los diversos tipos de producción, desde la construc ción de casas, carros o barcos a la deforestación para ampliar las superficies de cultivo. Es sabido que los etruscos jugaron un pa pel importante en el desarrollo de una civilización del hierro gra
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cias a la explotación de la rica hematites de la isla de Elba y, des de los siglos VIII y V il, su ciudad de Populonia se convirtió en un centro de trabajo famoso en todo el M editerráneo. Las innovaciones parecen afectar en un primer momento a la zona de la cultura hallstáttica oriental. En algún momento del Hallstatt (siglo V il) surgió un nuevo patrón de asentamiento, con poblados fortificados en altura que se documentan inicialmente en los Alpes orientales o el oeste de Hungría, y todo indica que esos poblados eran, a su vez, centros de producción. A veces, como en Sticna y Mostna Soci (en Eslovenia), con necrópolis aso ciadas de varios miles de tumbas. Los ajuares de las tumbas do cumentan la amplitud de los contactos en el área eslovena: se comerciaba no sólo el hierro de la zona, sino también el ámbar nórdico hacia el sur, mientras de Italia llegaba vino, aceite o me tales manufacturados (Eslovenia y el nordeste de Italia compar tieron el desarrollo del arte de las sítulas). Otro producto impor tado bien representado es el grafito, utilizado para ornamentar recipientes cerámicos, obtenido de una variedad de los depósi tos alpinos. Interés tiene también el número y variedad de cuen tas de vidrio, que hizo de Eslovenia el principal centro produc tor de la temprana Edad del Hierro. Otros lugares de Europa central—en Bohemia, Eslovaquia, Baviera o la propia Austria— manifiestan la misma formación de comunidades amplias a par tir de la metalurgia del hierro. Se suele distinguir, por parte de los prehistoriadores, dos ám bitos culturales distintos en el marco hallstáttico: el occidental y el oriental. La civilización hallstáttica oriental parece afectar tam bién a poblaciones no célticas (entre ellas los vénetos e ilirios, los escitas de la cuenca de los Cárpatos y los cimerios, sus pre cedentes teóricos —tanto unos como otros son pueblos estepa rios bien documentados por las fuentes griegas, lingüísticamente pertenecientes al tronco iranio— ). Por ello es en el marco de la civilización del Hallstatt occidental donde se suele centrar la ma nifestación primera de la cultura céltica, desde Borgoña a Bohemia. La arqueología refleja la aparición progresiva de una clase en torno a unos jefes cuyo prestigio creciente, sobre la base del con trol militar y del comercio, requiere la construcción de residen
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cias fortificadas (Fürstensitze) y la elaboración de un ritual fune rario espectacular, el de las tumbas principescas (Fürstengraber). El cuerpo, incinerado o no (aunque la tendencia progresiva ha cia la inhumación se manifiesta antes entre las elites dirigentes; en cualquier caso acabará por completarse en esta época el cam bio ritual y el abandono de la cremación) se dispone sobre un carro de cuatro ruedas en una cámara de madera, normalmente de roble, cubierta por un túmulo de tierra. Los ajuares — arreos de caballos, armas de hierro, cerámica, brazaletes, sítulas, res tos de carne de cerdo— presentan a veces una decoración con símbolos que serán familiares en la iconografía céltica posterior, como la serpiente cornuda o representación de esvásticas solares. Este tipo de enterramiento se manifiesta en Checoslovaquia hacia el 700 a.C. y alcanzará plenamente a Francia en el siglo VI (aunque aquí los primeros elementos hallstátticos serían anterio res, entre el 750 y el 650). Sus primeras manifestaciones, no obs tante, aparecen en las estepas de la Europa oriental desde comienzos del II milenio (recuérdese la cultura de los kurganes, inspiradora del proceso de indoeuropeización en las visiones tra dicionales). Ello, junto a la distribución de los bocados y arneses de caballo traco-cimerios por la Europa central en los si glos VIH y VII parece aludir a influencias orientales, que se plas marían en la adopción del caballo como animal de montura (en la Europa oriental se atestiguan rituales funerarios de prestigio que incluyen enterramientos de caballos). La ruptura en el ri tual funerario pareció tan importante que, de acuerdo con mu chos arqueólogos, sólo podía ser explicada como resultado de una migración o conquista de gentes del este. Un pasaje de Heródoto — que escribe, recordémoslo, en el siglo V a.C.— alude, más allá de los tracios y al otro lado del Danubio, a un pueblo llamado Sigynnae, que conduce carros y se viste a la manera de los medos (es decir, con pantalones previsiblemente) y que se ex tiende hasta el territorio de los Eneti, sobre el mar Adriático. E s tos últimos han sido identificados con los vénetos del nordeste de Italia, y es posible que con los primeros se haga alusión a una cultura cimeria desplazada posteriormente por las tradiciones escíticas de la llanura húngara. Se podría pensar, así, que fueran estas gentes las que estimularan un cambio ritual hacia la inhu
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mación como el que se observa en la época hallstáttica, sin ne cesidad de pensar en invasiones del espacio en el que iban a sur gir los celtas conocidos históricamente.
Intensificación del comercio con el sur (600-475) En el período conocido por los prehistoriadores como Hallstatt D (básicamente en el siglo V I) la evolución socioeconómica que se observara al este de los Alpes afectó decisivamente a la Europa centro-occidental, entre el alto Danubio y la cuenca del Sena. La búsqueda por parte de las sociedades mediterráneas de las materias primas de esas zonas se tradujo en el incremento del comercio a través de los Alpes centro-occidentales y el valle del Ródano. Los etruscos y los griegos foceos sirvieron de estímulos sustanciales, y la distribución de las ricas tumbas de carros mues tra claramente el desplazamiento hacia el oeste del principal eje comercial entre el sur y el norte de Europa. Algunos autores han interpretado el trayecto de vuelta de los Argonautas —desde la Cólquide, en las costas orientales del mar Negro, a donde fueran a buscar el famoso vellocino de oro— como la traducción poética de las expediciones emprendidas por comerciantes griegos por la Céltica occidental en el siglo VI. En efecto, Apolonio de Rodas, el autor del poema en el si glo III a.C. señala que Jasón y sus compañeros hubieron de re montar el río Istro (Danubio) y la cólera de Zeus los empujó por el Eridán, que desagua en el mar Jónico (Adriático). Desde allí atravesaron los Montes Hercinios (la zona alpina) y descendie ron al M editerráneo por el Ródano, al que el poeta hace afluen te del Po (en realidad debe tratarse del río Tesino, que les con duciría al lago Mayor y, desde allí, al curso superior del Róda no, distante tan sólo una treintena de kilómetros). Los dos bra zos del Ródano (que según Apolodoro desembocaban en el océa no —hacia el norte— y en el mar de Cerdeña —a través de los mil pueblos de los celtas y los ligures—) han sido identificados con el Rhin y el propio Ródano, respectivamente. Dejando apar te los errores geográficos apuntados, el viaje de los héroes los llevaría, pues, a la Céltica de múltiples ríos y lagos (es decir, a
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la zona donde se atestigua históricamente la variante lingüística lepóntica) por unos itinerarios comerciales ya conocidos siglos antes de Apolodoro por etruscos y griegos. Autores diversos —y quizá de una manera más específica Wells— han destacado la importancia de estos contactos comer ciales a partir de comienzos del siglo VI en las transformaciones sociales del ámbito hallstáttico. Ciertamente comienza a partir de entonces a aparecer una gran variedad de productos de lujo originarios de las regiones mediterráneas más desarrolladas, en las que ya se había alcanzado —o estaba en trance de lograrse— un nivel urbano y estatal como consecuencia, entre otros facto res, del impacto causado por los elementos coloniales del Medi terráneo oriental, fenicios y, sobre todo, griegos (el hecho es cla ro en Etruria, pero también en la Roma de los Tarquinios, y el mundo tartésico ejemplifica muy bien el impacto del fenóm eno orientalizante en el sur de la Península Ibérica). En la intensificación de los contactos entre la Europa tem plada y la mediterránea hubo un hecho histórico de importancia decisiva: la fundación por los griegos foceos del emporio comer cial de Massalia (Marsella) en torno al 600. Este puerto de co mercio (que iba a determinar la aparición de otros un poco más al sur, notablemente Emporion —Ampurias—) se convirtió en la cabeza de puente fundamental en el acceso a los productos de la Europa bárbara en el mundo transalpino y en la cabecera del Sena y la costa atlántica. De su papel se hacen eco las informa ciones más antiguas de las fuentes literarias sobre los celtas, lo calizados en las inmediaciones de la ciudad, como se vio más arri ba. Hacia el 525, Marsella era lo suficientemente rica como para depositar un tesoro en el santuario panhelénico de Delfos. Era, ante todo, un foco esencial de intercambios que afectaban a tres áreas: la Península Ibérica, el norte bárbaro y las ciudades-esta do del M editerráneo central y oriental. Este y otros estableci mientos griegos secundarios estaban enclavados en unas zonas relativamente fértiles en las que crecían en abundancia la vid y el olivo, cuyo cultivo se introdujo, y secundariamente cereales. Los productos comerciales mediterráneos llegaban a la E u ropa central a través sobre todo de una triple vía: el corredor flu vial del Ródano y Saona, los pasos alpinos centrales y las rutas
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desde el fondo del Adriático hacia Eslovenia y el Danubio. Co nocemos bien para la época romana la variación de costes, ve locidad y capacidad de carga en función de los diversos sistemas de transporte. Indudablemente el más barato era el marítimo, se guido del fluvial y del terrestre, en una relación de l/T5,9-62,5, respectivamente. Esta proporción sería similar en las épocas que estamos tratando, y explicaría la enorme importancia del valle del Ródano como vía de comercio fluvial hacia el interior de E u ropa, y el papel de Marsella como lugar de encuentro del comer cio meridional (pues a este emporio llegan también productos etruscos y de otras ciudades griegas). También el Po era nave gable desde su desembocadura, dirigiendo las mercancías hacia los pasos alpinos a través de las flotillas fluviales de los lagos (Ma yor, Como). Se trataba, en definitiva, de transportar el mayor número de mercancías posible por vía acuática, en una dirección comercial que, como es usual entre sociedades con diverso nivel de desarrollo, se dirige prioritariamente de las zonas más evolu cionadas hacia las más atrasadas. Y ello explica que sea en esta época el círculo hallstáttico occidental el principal beneficiado por el comercio: no en vano se ubica en el núcleo de los grandes sis temas fluviales europeos (Ródano, Sena, Rhin, Danubio). Es muy probable que los comerciantes mediterráneos aparecieran en persona en esta Céltica occidental trayendo sus productos. Se ha calculado que un viaje entre Marsella y Heuneburg (junto al Danubio) llevaría un mes de tiempo, como lo que el trayecto de ida y vuelta no podría hacerse en menos del doble de tiempo. Entre los productos manufacturados llegados a la Europa centro-occidental destacan las cerámicas áticas (documentadas en una veintena de yacimientos), las ánforas para el transporte del vino o las vasijas de bronce. Uno de los caracteres esenciales de la cultura griega y de las expresiones de su sociabilidad es el banquete en el que se digieren bebidas, vino especialmente (symposion). Algunos recipientes extraordinarios hablan de la sed de vino de los celtas y de la imitación que sus élites hacen de estas costumbres griegas. Una buena prueba es la famosa crá tera de la tumba de Vix, junto al yacimiento de Mont Lassois, en las fuentes del Sena: constituye la mayor pieza de bronce co nocida en el mundo antiguo, de 1,64 metros de altura y 208 ki
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los de peso, y su hallazgo en un contexto funerario indica que el simposio de los vivos se ha transferido ya, como sucediera en la propia Grecia, al mundo de los muertos. Otros extraordinarios objetos de bronce de fabricación griega son los grandes trípodes de La Garenne (Cóte-d’Or) y de Grafenbühl (Badén W ürttemberg), o el caldero de Hochdorf. También llegaron a Centroeuropa objetos de los talleres de Etruria. Otros elementos m ani fiestan la importancia de los contactos comerciales. Así, la mu ralla de adobes que rodea Heuneburg, junto al curso alto del D a nubio, reveladora de una técnica procedente del mundo m edi terráneo etrusco o griego; o la estatua de piedra que coronaba el túmulo de Hirschlanden; o la introducción del torno rápido en la cerámica o del pollo domesticado. Restos de textiles de seda han sido documentados en el túmulo de Hochmichele, en Heuneburg, y el coral aparece en yacimientos y tumbas di versos. Cabe pensar que los productos intercambiados por parte de los indígenas —de los que no han quedado evidencias arqueoló gicas— serían similares a los que, más tarde, citarán autores como Plinio o Estrabón para la época romana del cambio de Era: sal, madera, pieles, cerdo salado, oro, resina, cera, brea, miel, cereales o estaño. Y, naturalmente, esclavos, el más antiguo ob jeto comercial a media y larga distancia entre sociedades primi tivas y otras más avanzadas. Diversos yacimientos de la tardía Edad del Hierro (en Inglaterra y Gales, Francia o Alemania) atestiguan la existencia de esclavos, a juzgar por las cadenas, can dados y llaves encontradas. Las evidencias, con todo, son latenienses, por lo que un comercio de esclavos en el Hallstatt tar dío no deja de ser una mera posibilidad.
Una «cultura principesca» El sistema social y económico que reflejan los elementos ar queológicos del ámbito hallstáttico ha sido objeto de interpreta ciones diversas. En los años setenta, autores como Kimmig pro pusieron modelos de sociedad feudal para explicar la existencia de plazas fuertes y tumbas de carro con mobiliario importado de
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Grecia o Etruria. Los príncipes basarían su poder no sólo en el comercio de los objetos preciosos con el M editerráneo, sino tam bién en la posesión de las tierras y los excedentes agrarios. D u rante los años sesenta se desarrolló, asimismo, la noción de cul turas periféricas, según la cual los bárbaros, aprovechando los contactos con sus vecinos civilizados, habrían alcanzado un cier to nivel de evolución. Los modelos más recientes, anglosajones, se basan en los estudios de Sahlins y Friedman sobre la econo mía tribal, y de Polanyi y Finley sobre la economía de los impe rios de la Antigüedad. Según Friedman o Rowlands, el poder de los jefes (big men) se funda sobre el prestigio obtenido por la ad quisición y redistribución de objetos preciosos durante fiestas y ceremonias religiosas. La competencia de los jefes de linaje o clan se traduce por una intensificación de la producción agrícola para alcanzar el excedente necesario que permita adquirir bie nes de prestigio, por una estrategia de intercambios de estos bie nes en los niveles local y regional y por una estrategia de alian zas y de matrimonios que conduce poco a poco a la trasmisión hereditaria del poder. La intensificación de la producción y la presión demográfica hacen necesaria una integración más fuerte de la sociedad y una jerarquización más acusada de hombres y hábitats. Luego, la sobreexplotación de las tierras puede entra ñar un desequilibrio ecológico y una crisis económica que deses tabiliza al sistema político y fragmenta a la sociedad en peque ñas unidades a partir de las cuales se edifica un nuevo sistema. La hallstáttica puede definirse como una economía de bienes de prestigio (ktémata, para decirlo en terminología griega), con unas sociedades jerárquicas y un ascendente político obtenido a través del control del comercio exterior con etruscos y griegos. Surgen las residencias principescas fuertemente centralizadas, dominando un territorio que oscila en torno a los 40 km de ra dio, y la distribución de los recursos derivados del comercio en tre el grupo social suministra el mecanismo para mantener la je rarquía. Algunos autores han analizado estos bienes de prestigio en el horizonte de los intercambios de regalos y dones que ex presa el término potlatch, procedente de los indios kwalkiutl del Pacífico norteamericano: se trata de la práctica por parte de los miembros de la aristocracia de ofrecer solemnemente bienes pre
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ciosos a un rival, del que se espera una correspondencia en el mismo plano. El sistema recuerda al intercambio de regalos en tre Creso de Lidia y los espartanos, de que nos habla Heródoto: éstos, para simbolizar su alianza con Creso, le envían una cráte ra de bronce de 1.200 litros de capacidad (una capacidad casi idéntica a la de la gran crátera de Vix). Los Fürstensitze fortificados —que tienen una expresión in mejorable en Heuneburg— y la economía que representan se ex tienden por un amplio arco desde Borgoña al Rhin medio, y el estudio de la cronología de las tumbas aristocráticas (cuyos ejem plos más imponentes se encuentran en Magdalenenberg, Hochdorf o Grafenbühl) muestra fluctuaciones en los dominios de es tos príncipes enriquecidos con el comercio mediterráneo. En un período inicial (Hallstatt D I, 600-550 a.C .), hay dos asentamien tos principales, Magdalenenberg y Heuneburg. En la centuria si guiente (Hallstatt D2/3) tiene lugar el declive de Heuneburg coincidente con la ascensión de Hohenasperg, algo más al norte, y es entonces cuando se produce también el cénit de Mont Lassois, en Borgoña. Por último, en la fase final (Hallstatt D y La Téne A, 450-420 a.C .), se traslada el centro de gravedad más al noroeste, hacia la zona del Sarre el Hünsrück-Eifel. Algunos estudiosos, como Binliff, han criticado el excesivo én fasis puesto por autores como Wells en la dependencia comer cial respecto del M editerráneo para explicar los cambios sociales y condicionar su futuro. Las importaciones de Italia y de Grecia serían siempre cuantitativamente débiles y las principales rique zas del continente (cereales, pieles o esclavos) no podrían ser ex portados en cantidad suficiente por la falta de medios de trans porte eficaces. El modelo propuesto señala, en cambio, que el poder reposa sobre la posesión y el control de las tierras agríco las (incluso en el período de La Téne final el poder de un noble se evalúa en posesión de tierras y ganado, número de esclavos y clientes). El control de los intercambios de objetos de presti gio no sería, así, la causa sino la manifestación de ese poder. Otros autores, como Brun, retomando el modelo de F. Braudel de los círculos en torno al M editerráneo, señala la importancia estratégica del entorno céltico, como círculo intermedio entre el M editerráneo y el más exterior, nórdico y más atrasado.
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Los modelos aludidos tienen, independientemente de sus di ferencias en detalle, el mérito de dar explicaciones, por vez pri mera y de forma global, de los cambios fundamentales que afec tan de forma recurrente a las zonas cultivadas, los ritos funera rios, la circulación de los productos o los hábitats. Las transformaciones operadas en lo social se manifiestan de m anera diversa en las necrópolis de los dos ámbitos hallstátticos, con una mayor diferencia de estatus y riqueza entre las tum bas ricas y las demás en el occidental que en el oriental. Estas diferencias han sido explicadas por autores como Wells atendien do al distinto carácter de los intercambios comerciales que afec tan a los dos círculos hallstátticos: mientras que en el centro-occidente de Europa son muy largas las distancias que los produc tos debían recorrer (unos 600 km hasta el emporio de Marsella), en la Europa alpina oriental la cercanía era mucho mayor entre los centros de la baja Carniola y el nordeste de Italia; ello im plicaría para la zona occidental unos recursos y organización con siderables para poder llevar a cabo expediciones comerciales fructíferas, lo cual implicaría un mayor monopolio por parte de los principales individuos de las comunidades centroeuropeas de occidente. En resumen, el aporte de una cultura superior por los grie gos foceos y los etruscos a la barbariké de la Europa central fue el origen de fuerzas civilizadoras que se expresarán con mayor claridad en la época de La Téne pero que, en última instancia, diferenciaron a los celtas de los demás pueblos del norte de E u ropa: en el momento de su intervención en el siglo I a.C., los ro manos llegaron a un terreno ya trabajado. Diversos autores han señalado que las evidencias funerarias existentes afectarían tan sólo a los estratos superiores de la so ciedad, mientras que el 80 por 100 de la misma no se vería re flejada arqueológicamente. Se trataría de poblaciones dependientes, de estatus casi ser vil según algunos autores, según otros una forma de clientela feu dal similar a la que César alude para la Galia en época poste rior. Ninguna conclusión puede, con todo, establecerse por el momento, dada la parquedad relativa de las fuentes arqueo lógicas.
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Los grandes centros y la jerarquización del hábitat Las residencias principescas hallstátticas se componen de una fortificación en altura de tamaño relativamente modesto asocia da a un grupo de ricos túmulos funerarios, caracterizados por el lujo y la presencia de un carro. Un hábitat abierto puede pro longar la fortaleza, que aparece entonces como la ciudadela de una aglomeración más extendida, y la ocupación es densa y per manente en el interior del recinto. Estos establecimientos se lo calizan en el nordeste de Francia, noroeste de Suiza y suroeste de Alemania. Citemos los ejemplos más significativos. Mont Lassois se sitúa en una colina aislada en el alto Sena, con un talud precedido por un foso en su base y una superficie de unas 9 ha. La gran riqueza de los materiales muebles atesti guan el alto nivel de ocupación y de vida de sus habitantes, que alcanzan su culmen a fines del Hallstatt con un abandono pos terior hasta La Téne final. Con el sitio se relacionan tres sepul turas de carro, de las que la más célebre es la de Vix. Heuneburg ocupa, como Mont Lassois, una pequeña colina al borde del Danubio. Su excavación da respuestas interesantes a preguntas sobre el desarrollo del urbanismo y sobre la trans ferencia de conquistas culturales hechas por una civilización de sarrollada meridional sobre un entorno bárbaro de nivel cultural más bajo. La parte superior, de unas 3 ha, se fortificó en el ni vel de la ruptura de pendiente. Aunque dotado de muralla con postes de madera y relleno de tierra desde gl Bronce medio —re construida posteriormente— , lo más característico es el famoso muro de ladrillos cocidos, correspondiente al Hallstatt final (D I), de 800 m de longitud por tres de anchura, cuyas características son únicas al norte de los Alpes, con torres cuadradas que rem i ten a paralelos de la Magna Grecia. A unos 400 metros de la for taleza han aparecido estructuras que, en comparación con las existentes en la cima de la colina, constituyen auténticos pala cios, cada uno dividido en piezas diversas y se ha pensado que quizá residirían allí —y no en la fortaleza— las gentes enterra das con tanto lujo en los vecinos túmulos de Hochmichele. En cualquier caso, esta dualidad formada por la acrópolis y la aglo meración en el llano es característica de las zonas mediterráneas
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y tiene una importancia evidente en la economía del conjunto, en el que, de otro lado, es impresionante la variedad de objetos cerámicos de procedencia meridional, y muy significativa la imi tación de algunos de ellos en los talleres locales, provistos ya de torno de rotación rápida, así como el nivel de la técnica metalúrgica. Los hallazgos funerarios de Klein Aspergle, Grafenbühl y Hochdorf han mostrado la verdadera importancia de Hohenasperg —al norte de Stuttgart— . Con una superficie de unas 6 ha. algunos túmulos se disponen a los pies del sitio fortificado (G ra fenbühl), mientras que otros distan unos 10 km (el caso de Hoch dorf). La cámara funeraria de Hochdorf sigue la tradición hallstáttica del sur de Alemania, con la cabeza del difunto orientada hacia el sur, el cuerpo dispuesto a lo largo de la pared oeste, con un carro de cuatro ruedas y un gran caldero de bronce con leo nes —que ha sido comparado a la crátera de Vix— a los pies del muerto. El elemento más característico del mobiliario es la fa mosa kliné (sofá) de bronce de 2,75 m de longitud. Se trata de una extraordinaria obra de producción local inspirada en mue bles similares del norte de Italia, que conocemos por ciertas re presentaciones del arte de las sítulas o del mundo etrusco. Con evidencias de haber sido utilizada, la kliné de Hochdorf consti tuye un testimonio inmejorable de la penetración de la ideología greco-etrusca del symposion (banquete) entre los celtas y su tras lación al mundo funerario (esta costumbre, por otra parte, pa rece limitada al mundo hallstáttico, pues nada semejante se en cuentra en las tumbas de época lateniense), en el mismo nivel que, por ejemplo la gran crátera de Vix, otro símbolo funda mental del symposion. Todo indica que el banquete greco-etrusco, adoptado por los príncipes celtas a través de los vasos apro piados (como cráteras u oinochoes), se traslada al mundo fune rario para expresar, como ha señalado Bouloumié, su participa ción en el banquete supremo de los dioses y los héroes. Las recientes excavaciones realizadas en Chátillon-sur-Glane (junto a Friburgo, Suiza) han sacado a la luz un complejo forti ficado de unas 4 has de extensión, con materiales de importa ción procedentes del Mediodía francés, la Italia del norte, Etruria, Grecia y el M editerráneo oriental, en gran parte relaciona
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dos con la importación del vino, con una gran necrópolis de tú mulos en las inmediaciones, algunos de enorme tamaño que es peran ser excavados en el futuro. La importancia de este com plejo radica en su situación geográfica, en la vía comercial que, desde Gran Bretaña, pasa por el Sena (Mont Lassois), el Jura y la región de los Tres Lagos suizos, hacia el puerto del Gran San Bernardo y el valle del Po. Algunos autores han tratado de distinguir entre Fürstensitze o residencias principescas y Herrensitze o hábitats señoriales, así como entre fortificaciones de altura con ocupación constante pero parcial y otras complejas, refugios o hábitat en altura no for tificados, aldeas o granjas aisladas. En realidad, la documenta ción arqueológica no permite en la actualidad llevar a cabo ti pologías de este tipo demasiado lejos, aunque es evidente que el hallstáttico es un hábitat jerarquizado. Tomando como ejem plo la Alemania meridional, Heuneburg, residencia principesca de una considerable fuerza centrípeta, contrasta con las de Godberg o Kyberg, más pequeños y de vocación esencialmente agrí cola. Los hábitats de pequeño tamaño (alrededor de 1 ha) se ca racterizan por un recinto cuadrangular, con foso y empalizada que —en algún caso— puede doblarse o triplicarse. Las inter pretaciones que se han dado sobre estos últimos varían desde simples granjas o santuarios o residencias de señores —Herren sitze—.
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Capítulo 4 LOS CELTAS DE LA TÉNE
El «deslizamiento» de los centros direccionales y el colapso hallstático A u to re s como Brun han indicado que a lo largo del siglo VI se observa la emergencia de un complejo sistema socioeconómico compuesto por dos subsistemas en simbiosis: un núcleo formado por los principados de la zona hallstáttica centro-occidental que producía excedentes locales y una periferia de jefaturas guerre ras cuyo sobreproducto en botín y cautivos se adquiría en la zona exterior. Este sistema, que suponía un inestable equilibrio, se rompió en la centuria siguiente. El colapso de los Fürstensitze hallstátticos parece haber sido repentino, incluso violento en algunos casos. Es ilustrativa la in terrupción de la práctica de los enterramientos aristocráticos en túmulos desde Borgoña a Bohemia —el gran arco de la cultura hallstáttica— . Surge un nuevo ritual, de inhumación en necró polis planas (Flachgráberfriedhófe), que aparece primero en la región de Champaña (Les Jogasses y otras necrópolis) y en el oeste de Suiza. A pesar de la ruptura general del modelo ante rior, en algunas zonas se aprecia una continuidad con los ele mentos hallstátticos en los patrones de asentamiento o los esti los cerámicos. Tal sucede en la cuenca del Mosela, pero también en Bohemia, la Champaña francesa o, como las últimas investi gaciones arqueológicas parecen demostrar, también en el sur de Inglaterra. En un área antes periférica y escasamente poblada, desde la cuenca del Marne en Francia al Hünsrück-Eifel alemán, a través de la cuenca del Mosela, se atestiguan de forma repentina Fürstengraber junto a otras necrópolis menos ricamente equipadas. Ello indica que esta zona experimentó una prosperidad más que notable, quizá en relación con el descubrimiento de ricas minas de hierro, cuyas técnicas complejas de explotación y fundido pa
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recen haberles llegado del mundo etrusco, en el que estaban ple namente desarrolladas en torno a Populonia. La región, durante el siglo V , se transforma en un nuevo complejo cultural (cono cido como el del Marne-Mosela), que caracteriza a la temprana cultura de La Tène A (500-400). Entre los cambios evidentes que se observan en las necrópo lis está la substitución del carro tradicional hallstáttico de cuatro ruedas (cuya significación ceremonial como vehículo para la ekphora o viaje a la tumba es clara) por otro de dos, una innova ción que parece seguir prototipos italo-etruscos (por ejemplo, los atestiguados en Sesto Calande, en la cultura de Golasecca), que caracterizará a la época lateniense y en la que se ha querido ver la expresión del paso de una organización en principados a otra en jefaturas. Más importante es el hecho de que estas tumbas de jefes contengan joyas u objetos rituales en un estilo enteram en te nuevo: se trata del estilo céltico antiguo de la cultura tem pra na de La Tène, para el que la mayoría de los estudiosos no ven un precursor claro en el existente en el mundo hallstáttico tar dío. Señalemos —aunque se volverá más tarde sobre el tema— las novedades representadas por las palmetas greco-etruscas o los motivos de origen oriental, así como la práctica desaparición de símbolos característicos del Bronce tardío y del Hallstatt, como los discos solares, caballos o pájaros acuáticos. Algunos au tores creen que se trata simplemente de adaptaciones superficia les de prototipos extranjeros, pero otros abogan por unas in fluencias efectivas del arte oriental —como en Grecia o Etruria antes— , lo que justificaría hablar de una fase orientalizante. Otro dato de interés es la abundancia de amuletos encontrados en las tumbas (tan sólo comparable a la que se atestigua a principios de la Edad del Bronce o en la Alta Edad Media) del Hallstatt tardío y el principio de La Tène: la creencia en la eficacia de los amuletos o talismanes era especialmente común en épocas de es pecial inestabilidad social o peligro personal. Dicha inestabilidad queda demostrada, por otro lado, por las violaciones de muchas tumbas hallstátticas, que tienen lugar ya entonces. En la evaluación de las causas del colapso de la cultura hallstáttica, de la traslación del centro de gravedad y, en definitiva, de la aparición de la cultura de La Tène (en la que salen ya a
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plena luz los celtas históricos conocidos por las fuentes griegas más antiguas, como antes se dijera) se han dado explicaciones diversas. Se ha aludido a la clausura del corredor del Ródano para los productos griegos y a la decadencia de Marsella en el siglo V , resultado quizá de los enfrentamientos habidos en el mar de Córcega con etruscos y púnicos (ilustrados en la famosa ba talla de Alalia, que supondría una pírrica y excesivamente cos tosa victoria focea en 535). Los productos etruscos continuaron, sin embargo, atravesando los pasos alpinos en el siglo V y lle gando a la Céltica. Las dificultades sufridas en el M editerráneo occidental —clausura del puerto de Marsella a los productos de las ciudades costeras etruscas— por los enfrentamientos con los foceos y, especialmente, la interrupción de su expansión hacia el sur que ejemplifica bien el desastre de Cumas ante los griegos (474), orientaron decididamente la expansión colonial etrusca —sobre todo de las ciudades del interior, pero también de las costeras como Vulci— hacia la llanura del río Po, coexistiendo con los griegos en los dos importantes puertos comerciales de la desembocadura de éste, Spina y Adria (que da nombre al A driá tico). Desde allí, desde las otras ciudades etruscas de la zona (la más importante era Felsina, luego llamada Bononia por los ro manos —Bolonia—) o desde la propia Etruria se orientaron las mercancías a través de la vía del río Tesino, que ahora se poten cia extraordinariamente. Pero dicho comercio ya no tiene como destinatarios a los centros hallstátticos del siglo anterior, sino que se dirige directamente al nuevo centro de gravedad: el Sarre, la Champaña, Berry en menor medida. Otros autores han hecho hincapié, más bien, en los caracte res sociales y políticos de una crisis que tendría un carácter in terno. Los cambios acaecidos que se han visto más arriba no de jarían de provocar tensiones sociales, motivadas por las gentes indígenas forzadas a cambiar sus hábitos y a desarrollar esfuer zos considerables, notablemente en la construcción de las resi dencias fortificadas. En esa crisis, desarrollada entre el 500 y el 480, los jefes se encontrarían con una creciente dificultad para perpetuar sus privilegios hereditarios: puede ser ilustrativo al res pecto el pillaje de las sepulturas principescas. En definitiva, a mediados del siglo V el aumento de pobla
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ción en la zona periférica, una relativa pérdida de producción en la zona nuclear del siglo V I, una reordenación de los ejes comer ciales motivada por los cambios políticos habidos en el Medi terráneo, son factores que, unidos a otros de difícil concreción, parecen haber producido la decadencia del sistema hallstáttico vi gente en la Europa centro-occidental. La cultura de La Téne, en sus fases más características hasta el 250 a.C. se manifiesta muy diferente desde el punto de vista arqueológico respecto de sus an tecesoras. Granjas y aldeas sustituyen a las residencias principes cas: frente a las ricas tumbas anteriores se manifiestan ahora unos ajuares más igualitarios en tumbas sencillamente excavadas en la tierra. Se ha afirmado que se produjo un aumento de la po blación muy considerable, y con ello debió tener que ver las mi graciones célticas. Y, desde luego, nuevas ideas y un nuevo gus to estético se manifestaron, primero en la región entre el Mosela y el Rhin, una de las principales zonas de desarrollo de la cul tura lateniense, con una excepcional concentración de obras maestras. En época histórica estaba ocupada por el pueblo cél tico de los treviri, cuyo nombre pervivió en una de las ciudades romanas —Tréveris— más importantes del imperio. En definiti va, la zona comprendida entre los ríos Saona e Iller, el arco al pino y el Mosela, es la región en la que la historiografía sitúa, a fines del siglo VI o comienzos del V , el solar de los celtas históricos. La llamada Segunda Edad del Hierro se desarrolla, así, a par tir de ca. 500 a.C ., y ha venido siendo definida como la cultura de La Téne, de carácter inequívocamente céltico, cuyo límite su perior viene marcado por la intervención y conquista romana. Cronológicamente se distinguen varios períodos, cuya denomi nación no es idéntica en todas las zonas. En el sur de Alemania y Europa central son los siguientes: La Téne A (500-400), B (has ta 250), C (hasta 100) y D (hasta la época augústea del cambio de era). Para la zona de Francia central se suelen distinguir sólo tres épocas, las correspondientes a La Téne I (500-250 aproxi madamente), II (250-100) y III (correspondiente a la primera mi tad del siglo I a.C ., hasta la conquista de las Galias por Julio César). La denominación se debe a un yacimiento —el de La Téne,
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junto al lago de Neuchátel, en Suiza— que, como el de Hallstatt, da nombre a toda una época. Los primeros hallazgos fue ron publicados a mediados del siglo X IX , con abundantes obje tos metálicos y de otro tipo que fueron depositados como ofren das votivas a determinadas divinidades, siguiendo una costum bre característica de los celtas. Trabajos más recientes han des cubierto diversas estructuras, entre ellas un puente de madera construido a mediados del siglo II y derrumbado en el I a.C., con, al menos, los restos de 18 individuos entre los escombros. La cultura de La Téne presenta unos rasgos característicos, pero no es uniforme y muestra variedades en espacio y tiempo. Quizá uno de los elementos más típico y unificador sea el nuevo estilo artístico. Junto a la mayor uniformidad de las necrópolis, la abundancia de oinochoes y de otras vasijas sigue atestiguando la importancia del vino en las importaciones de Etruria y el mun do mediterráneo; el comercio, pues, persistió, aunque quizá más en manos célticas que griegas, y los bienes importados aparecen más dispersos que antaño.
La expansión céltica Lo que mejor caracteriza a la Segunda Edad del Hierro es la prodigiosa expansión de los celtas, que se desarrolla entre el 400 y el 200 aproximadamente (es decir, en las fases B y, en parte, C de la cultura de La Téne). Las noticias literarias y las eviden cias arqueológicas son concluyentes. En el 390 los galos, que ya habían ocupado el norte de Italia y quebrado el poder de los etruscos allí, saquearon Roma; el 279 hicieron lo mismo con Delfos; un grupo de gálatas se asentó en el centro de Asia M enor hacia el 270. Poca duda cabe de que se trataba de contingentes de origen centroeuropeo: la representación de sus armas en el monumento de Pérgamo que celebra su derrota muestra es cudos y espadas familiares en el contexto de La Téne, y en fe cha tan tardía como fue el siglo IV d.C., San Jerónimo indicaba que los gálatas de Asia M enor hablaban una lengua similar a la de los treviros (atestiguados, recordémoslo, en la zona situada entre el Mosela y el Rhin, que hemos visto como elemento
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nuclear en el paso del horizonte hallstáttico al lateniense). La expansión territorial ha sido siempre una de las solucio nes mediante las que una sociedad dio respuesta a sus proble mas internos en una época de expansión política. Ello sucedió con la sociedad de guerreros de la cuenca del Sena y del Rhin. Mientras que la expansión de los principados hallstátticos se lle vó a cabo mediante relaciones externas de carácter más diplo mático que militar, expresadas en los intercambios comerciales con el norte de Italia y, sobre todo, con Marsella, la de los guerreros célticos de La Téne tuvo un carácter militar. Los escritores greco-latinos señalan dos factores como desen cadenantes de las migraciones célticas: la sobrepoblación de un territorio restringido y el deseo de poseer los bienes de lujo de las sociedades meridionales, con las que habían ya establecido contacto y conocimiento desde hacía mucho tiempo. Posiblemen te ambos son compatibles y de acepción por parte del historia dor. El problema radica en que las migraciones en masa respon den a unas causas que son difíciles de documentar arqueológica m ente, por lo que se hace necesario el recurso a hipótesis de uno u otro signo. Recordemos la presencia persistente de mercena rios célticos en los ejércitos de griegos y púnicos. Hacia 390 es taban sirviendo a Dionisio I de Siracusa, y durante 200 años los frutos de estas relaciones militares (que se añadieron a la venta tradicional de materias primas y esclavos) dieron a las socieda des guerreras establecidas en las márgenes del mundo helenísti co — como las célticas— una dominación sin precedentes en la Europa templada. Recordemos también la necesidad de ampliar la tierra cultivable y la de pastos para el ganado (siempre de im portancia esencial en una sociedad de este tipo: Polibio, al alu dir a los más antiguos inmigrantes al norte de Italia, señala la im portancia del ganado como elemento que sirve para sellar los la zos contractuales entre nobles y dependientes), o la necesidad que para unas relaciones sociales basadas en la competencia en tre los jefes tenían las propias actividades bélicas o de saqueo para asegurar los ingresos que pudieran posibilitar la expresión del estatus. Los orígenes de los movimientos parecen haber tenido lugar en la región nordeste de Francia y la Renania, donde la arqueo-
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logia revela un aparentemente rápido aumento de población en el siglo V. Allí emergió una aristocracia guerrera, y puede ser ilustrativo que dos pueblos célticos que se asentaron en el valle del Po —los lingones y los senones— aparezcan atestiguados también en la zona del M arne, de la que previsiblemente proce dían. Los progresos más importantes se hicieron en los siglos IV y III, y tan seria fue la amenaza en los Balcanes que Alejandro Magno se vio forzado a intervenir. La arqueología revela que la mayor expansión de la cultura de La Téne tuvo lugar a m edia dos del siglo ni, cuando los tipos de espadas, las fíbulas y las di ferentes variantes artísticas son similares desde Galacia hasta Ir landa y desde el sur de Polonia al norte de Italia. El curso de la marea se invirtió desde mediados del siglo III, debido a la pre sión creciente que se ejerció sobre los celtas por los romanos en el sur, por los reinos helenísticos en el este y por los dacios y los germanos en el norte. Veamos los diversos momentos de la expansión.
Los celtas en Italia Disponemos de cinco fuentes literarias principales, desigual mente precisas y detalladas, para reconstruir la aventura gala en la Península Itálica. Se trata de Polibio (siglo II a.C.), Diodoro de Sicilia, Estrabón, Tito Livio y Pompeyo Trogo (escritores to dos de época tardorrepublicana o augústea), este último resumi do por Justino en el siglo II. Ya hacia finales del siglo VI aparecen en ciertas tumbas de la Italia septentrional, como Sesto Calande, armas y objetos célti cos originarios de la Alemania meridional, testimoniando quizá algún tipo de alianza o la llegada de alguna familia aristocrática. Dionisio de Halicarnaso fija los primeros antecedentes de las grandes migraciones de los celtas en el norte de Italia al decir que durante la sexagésimo cuarta olimpiada (524 a.C.) la ciudad de Cumas —en el golfo de Nápoles— fue atacada por los etruscos que habitaban en torno al Adriático y que habían sido des plazados por los celtas. Tito Livio, por su parte, da para las in vasiones célticas en Italia la fecha inverosímil de principios del
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siglo V I, quizá influido por tradiciones marsellesas. Estas fechas tan antiguas pudieron corresponder a la penetración de algunos elementos aislados, pero de ningún modo a la expansión siste mática, que fue mucho más tardía. Dicha expansión sorprendió a las poblaciones de la Penínsu la por la intensidad y ferocidad de sus ataques. Todos los auto res coinciden en la atracción que la fertilidad de la zona padana ejercía sobre los celtas transalpinos, seducidos por sus frutos de liciosos (higos, uvas), su aceite y, especialmente, por su vino. En este sentido, los pueblos bárbaros se sintieron, lógicamente, atraídos por la fachada mediterránea que para ellos constituía la llanura padana. A Polibio debemos el relato más antiguo sobre la invasión, en el que nombra a los diversos pueblos que llegaron en momen tos sucesivos y presenta una visión tópica que refleja la polari dad entre el modo de vida bárbaro de los celtas —que vivían en aldeas o amuralladas, dormían en lechos de hojarasca y desco nocían artes o ciencias— y el de los civilizados mediterráneos. Del mismo tenor es la explicación de Dionisio de Halicarnaso, para el que la invasión se produciría por las indicaciones dadas por un Arrunte de Clusium (Chiusi: la alusión a esta ciudad no es gratuita en la tradición, por cuanto se convierte en el princi pal centro exportador etrusco a la zona transalpina en el siglo v) para satisfacer su sed de vino y otros frutos que conocieran por vez primera. Pompeyo Trogo, por su parte, señala la superpoblación como el factor principal que empuja a 300.000 galos transalpinos a bus car nuevos territorios; una parte de ellos penetró en la Penínsu la. Livio, por su parte, da la explicación más interesante sobre las migraciones célticas. Los bituriges (cuyo nombre significa Re yes del mundo) constituían la más poderosa de todas las tribus galas y estaban gobernados por su rey Ambigato. Dueños de im portantes recursos agrícolas, su población aumentó hasta un pun to difícilmente sostenible, lo que decidió a éste a aliviar su reino de la excesiva carga. En consecuencia, escogió a dos guerreros, sus sobrinos, para conducir una migración en masa. Siguiendo los augurios, uno de ellos, de nombre Segó veso, se dirigió a los Montes Hercinios (la Hercynia silva, que no alude probablemen
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te a un macizo concreto sino más bien al conjunto de territorios abruptos que se extiende, al norte del Danubio, desde el Rhin a Eslovaquia), mientras que el otro, Beloveso, penetraba en Ita lia. Muy ilustrativa es también la historia de Helicón transmitida por Plinio (NH 12,5), del que se supone que incitó a los celtas a emigrar al sur mediante tentaciones económicas. Su explícita caracterización como faber (artesano en sentido laxo, quizá un herrero) puede recoger en la tradición literaria los contactos en tre ambas partes de los Alpes: ya antes se aludió al previsible es tímulo etrusco en el complejo férrico del Mosela, y es factible pensar en el intercambio de artesanos capaces entre la Europa central e Italia o el sur de Francia. Las tribus galas se asentaron en llanura padana tras quebrar la resistencia de los indígenas y los etruscos; de ahí el nombre de Galia Cisalpina con que, a partir de entonces, se iba a cono cer la región por los romanos. Los insubres y los cenomanos ocu paron las tierras al norte del Po: aquéllos se establecieron en la parte más occidental y fundaron como capital Mediolanum (Mi lán; el nombre significa el centro del mundo); los cenomanos se asentaron más al este, en torno a Brixia (Brescia). Al sur del río se establecieron los boyos, los lingones y los senones. Las necró polis atestiguan la presencia de los invasores a través de armas y ajuares centroeuropeos hacia el 400 a.C ., y la etrusca Felsina cambia su nombre por el céltico Bononia (la Bolonia actual). Las fuentes literarias atribuyen a los galos la fundación de diversas ciudades: junto a las ya citadas, Comum (Como), Bergomum (Bérgamo), Tridentum (Trento) y Verona. La penetración céltica afectó a Chiusi y a la más dinámica y expansiva de las ciudades-estado de la Italia central: Roma. En el 390, tras la derrota en el río Alia (la fecha se consideró desde entonces como dies ater, día negro en la historia de la ciudad, como los calendarios atestiguan), se produjo el saqueo de Roma. Tan sólo parece que se salvó el Capitolio, y según Plutarco se destruyeron los antiguos anales de la ciudad, que luego se inten taron penosamente recomponer. El suceso dejó una huella inde leble en la mentalidad de sus habitantes, y con él se relaciona la intervención de Aius Locutius, La Voz que habla, para avisar de la aproximación de los celtas hacia Roma, una divinidad que ac
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tuó sólo entonces y a la que los romanos le consagraron un tem plo. Las fuentes concretan esa presencia gala en los senones, úl timo de los pueblos entrados en Italia, que se asentó a princi pios del siglo IV en la costa oriental del Adriático. En definitiva, fue el temor a los celtas lo que dio a los romanos la consciencia de la barrera que los Alpes jugaban en el destino de Italia y, de hecho, la conquista de las Galias (Transalpinas) fue presentada por César —y sentida por sus conciudadanos— como una ven ganza sobre el pasado. Diversas fuentes aluden a una alianza mi litar entre los galos y Dionisio de Siracusa, a su descenso hacia la Italia meridional, en la que atacaron a diversas ciudades grie gas, y a la intervención contra Caere (Cerveteri, en la Etruria costera), donde parece que destruyeron el templo de Pyrgi. El caso de Italia muestra la complejidad de las realidades que puede contener el nombre mismo de los celtas. Al menos dos grupos diferentes se pueden distinguir en los invasores de la cul tura de La Téne. Uno de ellos practicaba la inhumación y era originario del nordeste de la actual Francia: se trata de los seno nes, establecidos en la Champaña (donde su nombre ha persis tido en la actual ciudad de Sens). El otro practicaba el rito cre matorio, que en esta época se atestigua sólo en Baviera y la Bo hemia meridional, zonas que los textos antiguos y los topónimos lingüísticos asocian con los boyos; su nombre ha persistido no sólo en el de Bohemia (la Boauiaimon de Estrabón), sino en el topónimo antiguo de Boiodurum (hoy Insstadt). Por Polibio sa bemos que durante treinta años (es decir, hasta el 360, aproxi madamente) la Cisalpina fue un campo de guerras tribales para decidir la suerte de la hegemonía céltica, y son diversos los au tores que aluden a la importancia de los galos durante los tiem pos siguientes a su penetración en Italia como mercenarios que recorrían el centro y sur de la Península. En cualquier caso, el contacto directo de los celtas con la civilización de la Italia cen tral y septentrional tuvo una importancia esencial en la posterior evolución de la cultura de La Téne, hasta el punto de que puede decirse que en el siglo IV a.C. marcó a los celtas transalpinos por las diversas innovaciones del encuentro de celtas, itálicos, etruscos y griegos en la Península. Los galos entraron en contacto con los vénetos, pueblo situado más al este, entre el Po y el Adigio,
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venidos de Asia M enor según las leyendas antiguas, lingüística mente indoeuropeo, que había desarrollado una interesante cul tura en los siglos VI y V (la llamada atestina, con una vitalidad artística que se expresa a través de las sítulas, que hemos visto presentes en el ámbito hallstáttico oriental) y que fueron celtizados por el contacto cultural subsiguiente. A principios del siglo III, coincidiendo con un período de tras tornos que afecta a la mayor de la Europa lateniense, nuevos gru pos entraron en Italia originarios de la zona del Danubio medio. Pero, a diferencia de las migraciones del siglo IV , no parece que el fenómeno implicara el desplazamiento de poblaciones afectan do a regiones enteras. Más bien se trató de pequeños grupos muy móviles, elementos aislados procedentes de diversas comunida des tribales. Quiere esto decir que el modelo clásico de la mi gración céltica —a partir del caso de los senones, o del bien co nocido por las fuentes cesarianas de los helvecios— no puede ser aplicado a todas las fases de la expansión céltica. Las victorias romanas de Sentinum —295— y de Telamón —225— , en las costas del Adriático y del Tirreno, respectiva mente, supusieron un freno definitivo a la expansión céltica en Italia, cuya resistencia antirromana fomentara decisivamente Aníbal. La Galia Cisalpina (en la que las fuentes documentan la entrada de nuevos contingentes galos en 299, 236 y 222) logró ser conquistada tras enormes dificultades por Roma a principios del siglo II a.C ., una vez vencida la tenaz resistencia de los b o yos, cuya población fue transferida al otro lado de los Alpes en 191. Desde fines de la época republicana la Galia Cisalpina fue llamada Gallia Togata, Galia en toga (es decir, cuyos habitantes estaban romanizados y llevaban, en consecuencia, esta prenda característica de la indumentaria romana), por contraste con la Gallia Comata, la Galia cabelluda, que designaba a la Transal pina salvo la provincia narbonense del sur. La cultura de esta Ita lia continental, sin embargo, presenta persistencias célticas has ta bien entrada la romanización.
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La expansión oriental Trogo Pompeyo, sintetizado por Justino, contiene los datos esenciales de la expansión céltica hacia la cubeta de los Cárpa tos, ejercida más o menos al mismo tiempo que se producía la invasión de Italia y con sus mismas características de intensidad. Desde un punto de vista arqueológico los últimos descubrimien tos permiten distinguir dos momentos de inmigración, la inva sión histórica recogida por las fuentes y otra penetración más antigua, y es de esperar que en un futuro próximo pueda esta blecerse mejor la relación entre ambas. Lo que parece claro es que la gran migración relacionada con el grupo occidental de La Tene penetraría en la cuenca carpàtica arrastrando con ella las poblaciones célticas del nordeste de Baviera, las regiones veci nas de Austria y el sur de Bohemia, para mezclarse en rápida aculturación con la población hallstáttica autóctona. La ausencia de ajuares ricos en las necrópolis excavadas permiten confirmar lo que las fuentes literarias sugieren: que se trató de una migra ción de jóvenes guerreros debida seguramente al superpoblamiento como se deduce de Livio y los demás autores. Se ha dicho que el objetivo de la primera avanzada histórica de los celtas en la zona parece haber buscado el control de la ruta del ámbar en su punto estratégico más próximo: la travesía del Danubio en la zona de la actual Bratislava checa, y la necró polis de ésta atestigua la presencia de los nuevos elementos a fi nes del siglo V. La penetración principal tendría lugar a lo largo de la centuria siguiente siguiendo la orilla izquierda del Danu bio, junto al que Alejandro encuentra poblaciones célticas en el 335 a.C. La barrera constituida por el imperio macedónico hizo que remontaran hacia la Transilvania, que ocuparon en parte, así como el noroeste de Hungría y el suroeste de Eslovaquia. El avance de los celtas orientales se reanudó con mayor fuer za aprovechando las disensiones internas que, a la muerte de Alejandro, debilitaron al mundo helenístico. Conviene recordar que las ofensivas célticas sobre éste no tuvieron el carácter de ac tos de pillaje sino que ante todo eran tentativas de alcanzar la posesión de nuevos territorios. La zona de la que partían los mo vimientos era la zona panonia del Danubio medio, punto en el
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que confluían migraciones procedentes del oeste que motivaban, en consecuencia, el desplazamiento de pueblos indígenas hacia el este y el sur. Ya en 310 intentaron penetrar en Macedonia, siendo detenidos por Casandro. Una primera tentativa de inva dir Tracia se saldó con un fracaso en 298, pero en 280 penetra ron victoriosamente en Macedonia, derrotando al ejército de Ptolomeo Kerauno, que murió en el combate. Parece que, tras la victoria, se desgajó el ejército céltico. Uno de sus cuerpos des cendió hacia la península helénica, mientras que otros contin gentes se dirigían a Tracia o se establecían al norte entre el Save y el Danubio —los escordiscos— . Las fuentes permanecen casi mudas en cuanto al origen de los celtas que participaron en las campañas de los Balcanes. Jullian sugirió un origen belga —es decir, occidental— para Bolgio o Belgio, el jefe del ejército que derrotó a Kerauno. A este res pecto merece recordarse la presencia del pueblo de los belgites en la Panonia de época romana. Asimismo, los boyos —que iban a jugar un importante papel en la historia posterior de la cubeta carpàtica— aparecieron en este territorio desde la época de las invasiones balcánicas.
El descenso a Delfos Cuando los celtas invadieron Grecia en el 279, sus habitantes contemplaron una eventual victoria sobre los mismos como una gloriosa renovación de sus triunfos sobre los persas de comien zos del siglo V: un papiro del siglo III compara con el medo al salvaje guerrero celta. Pausanias, nuestra fuente principal de in formación, nos ha dejado un relato detallado de la invasión de Grecia. Según él, los celtas (a los que cita en la forma griega de gálatas) eran originarios de las regiones costeras septentrionales del Gran Mar, de donde se habían abierto paso paulatinamente hacia el mar Jónico (Adriático). Al mando de Breno (el nombre de este caudillo es idéntico al que llevaba el jefe de los galos que derrotaron en el río Alia a los romanos: ello puede indicar que se trate de un título ceremonial, más que de un antropónimo co mún), atravesaron las Termopilas por el mismo paso que utili
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zaran los persas en el 480 y se encaminaron directamente hacia el santuario panhelénico de Delfos, conscientes de los tesoros que allí se acumulaban. Las cifras de Pausanias son, ciertamen te, exageradas —152.000 infantes y 20.000 jinetes— : en la men te del autor estaba la magnificación del conflicto para hacerlo comparable al de los persas. La narración de Pausanias alude al fracaso galo: cuando los griegos etolios presentaron batalla a los celtas juntos a Delfos, del monde Parnaso —el hogar tradicional de las Musas— cayeron rayos y rocas, y aparecieron héroes guerreros para enardecer a los helenos en una batalla librada en tre el hielo y la nieve en el invierno de 279-278. Finalmente, los celtas fueron obligados a retirarse; su propio caudillo, herido, se suicidó tras ingerir vino puro según las fuentes. Tras el rechazo de la invasión se instituyó un festival conme morativo llamado Soteria (la Fiesta de la Salvación). Cabe, sin embargo, albergar dudas sobre el hecho de que no se produjera realmente el saco de Delfos. La arqueología revela un serio daño en el recinto sagrado en esa época, que difícilmente puede dejar de relacionarse con el saqueo céltico. ¿Y qué sentido tendría la cita de Diodoro de Sicilia sobre la hilaridad que provoca a Breno —desde el aniconismo que parece caracterizar al arte y las creencias celtas— la contemplación de las imágenes de los dio ses griegos tallados en esculturas? En cualquier caso, la fecha del 277-276 señala el fracaso de finitivo de la invasión de Grecia: fue entonces cuando los celtas fueron derrotados por Antígono Gónatas en Tracia. Tras la guerra fueron muchos los que encontraron empleo como merce narios en los ejércitos helenísticos; existen pruebas de su presen cia en el Alto Egipto hacia 185 a.C. Las fuentes ven en los voleos tectosages a los principales res ponsables de la ofensiva a Grecia y quizá por ello se forman en torno suyo las leyendas relativas a migraciones. Probablemente divididos ya antes del descenso a Delfos, el grupo encabezado por Breno habría acabado por pasar a Asia M enor. Tras el fra caso délfico —y de acuerdo con el relato de Trogo Pompeyo re sumido por Justino— , una rama de los volcae tectosages se ins taló en Panonia, mientras que otros componentes se retiraron nada menos que hasta Tolosa (la actual Toulouse: de ahí la le
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yenda que relaciona los tesoros que los romanos pillaron en di cha ciudad —el aurum tolosanum— con Delfos), que sería su an tiqua patria. César, por su parte, no ignora una rama de los tectosages establecida en la Hercynia Silva, y recientes descubri mientos arqueológicos parecen confirmar que la retirada a occi dente de los tectosages se llevó a cabo a través de ésta. Con mayores detalles relataron las fuentes antiguas la suerte de los escordiscos tras la retirada de Grecia. Su nombre proven dría, según la explicación más convincente, del orónimo Sacardon oros (Scardus mons) originario del norte de los Balcanes. El territorio que Justino les atribuye —la confluencia entre el D a nubio y el Save— es muy inferior al que otras fuentes delimitan, con un centro de gravedad al este de la región entre el Save y el Drave. En cualquier caso dejaron una impronta más bien dé bil sobre la cultura material de los pueblos conquistados, lo que implica que formaban una clase dominante poco numerosa que adoptó progresivamente las tradiciones de las poblaciones some tidas e incluso probablemente su lengua —el ilirio— . La celtización definitiva de la gran llanura húngara —donde se entroncaría con las tradiciones escíticas— tendría lugar entre 275 y 190, según las fuentes, y el reforzamiento del poder céltico en la cuenca carpàtica se estableció paralelamente al estableci miento de una koinè cultural y artística en la que las relaciones militares mercenarias con los reinos helenísticos se plasma en la aparición de sepulturas de jefes militares (cuya mejor expresión es la de £iumesti en Rumania, con el famoso casco rematado por el ave rapaz), y los contactos se ven en las acuñaciones monetales, en la creación del reino de Tylis en Tracia —según Po libio por supervivientes de la derrota de Breno, hasta su derrota en 200 por los tractos— o en la progresión de los celtas hasta la griega Ólbia, en las costas del Mar Negro.
El ámbito alpino-danubiano En lo que más tarde será la provincia romana de Noricum, correspondiente en líneas generales a la actual Austria, la inten sidad de la presencia céltica está bien atestiguada por la arqueo-
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logia —con restos característicos de la civilización lateniense— y por las fuentes literarias. Las evidencias lingüísticas prerrom a nas son aquí mayoritariamente célticas sobre un componente vé neto e ilirio, como muestra la toponimia, los abundantes nom bres célticos —unos 800— y los nombres de divinidades conser vados por la epigrafía de época romana (entre ellos destaca la diosa Noreia, homónima del pueblo que ocupa la región, y otros como Teufates, Epona, Beleño, Smertrio, Apolo Granno o Sirona). El asentamiento céltico en la parte septentrional más cer cana al Danubio se observa ya desde el 400, pero es más tardío en la parte meridional correspondiente a Eslovenia, Carintia y Estiria. Se ha pensado tradicionalmente que estos celtas del Nórico meridional emigrarían desde la Cisalpina italiana en la se gunda mitad del siglo III como consecuencia de las derrotas su fridas ante Roma, asentándose en la zona, además, parte de los contingentes boyos transferidos por los romanos al norte de los Alpes a principios del siglo II (en este sentido, se ha interpreta do la presencia de celtas nóricos en el norte de Italia en 186 como un intento de reconquistar los territorios de los que fueran eva cuados). En la actualidad, sin embargo, parece imponerse la te sis de una celtización de estas zonas a partir de Panonia y los Bal canes, en varios momentos y como consecuencia del reflujo de poblaciones tras el fracaso de las expediciones a Macedonia y Grecia, entre las que cabe contar a los escordiscos, como se ha visto. Las fuentes aluden a dos pueblos asentados en la zona: los tauriscos y los nóricos, sin mencionar su adscripción o no al tron co céltico. Polibio y Estrabón parecen considerar a los tauriscos como una rama de los nóricos, y Plinio cree que aquéllos eran el nombre más antiguo de éstos. A la vista de estos testimonios, algunos autores han hablado de dos nombres para un mismo pue blo o de dos pueblos vecinos distintos, siendo ilirios los nóricos y celtas los tauriscos. Actualmente la mayoría de los estudiosos están de acuerdo en lo siguiente, expresado de forma sintética por G. Alfoldy: el nombre de tauriscos, claramente céltico, de signa originariamente a un pueblo extendido por los Alpes orien tales, y en un segundo momento a poblaciones celtizadas —del siglo III en adelante— en Nórico y Panonia. En cuanto a los nó-
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ricos —cuyo nombre parece igualmente céltico— , originariamen te designarían a un pueblo establecido en la zona de Carintia (el área de Magdalensberg), que logró unir a la totalidad del Nórico en una confederación a lo largo de los siglos II y I a.C. Como consecuencia, el nombre de norici se aplicó a los pobladores de toda la región, suplantando al de los taurisci, que desaparece de las fuentes a partir de la conquista romana en el 15 a.C., que si guió a un período de intensos contactos comerciales con el reg nimi Noricum como documentan los hallazgos y las inscripcio nes de Magdalensberg. Sobre algunos de esos pueblos célticos asentados en la cuen ca danubiana se ejerció la presión de los boyos, que, desde la re gión de Bohemia, Moravia y Eslovaquia, se asentaron entre las estribaciones orientales de los Alpes y la llanura húngara a fines del siglo II y comienzos del I, extendiéndose hasta el río Tisza. Su poder en la cuenca carpàtica alcanzó su culmen hacia el 60 a.C., momento en el que estalló la guerra con los dacios, que obligaron a los boyos a desalojar buena parte de los territorios en los que se habían asentado. La consecuencia fue, según Li vio, la invasión del Nórico por 32.000 boyos, que, tras el infruc tuoso sitio a Noreia (la ciudad homónima de la diosa), fueron obligados a dirigirse hacia el oeste. A partir de entonces la zona permaneció en una paz relativa, a la espera de la intervención decisiva de romanos y dacios.
Los celtas en la Galla meridional La expansión de los celtas danubianos, ejercida sobre la pe nínsula balcánica, afectó en el siglo III también a otras partes de Europa, como la Galia. Su presencia está comprobada arqueo lógicamente en la zona del Marne y la Champaña, donde nuevas necrópolis documentan unos ajuares similares a los de Eslova quia, pero también en el sur de Francia. Si bien los celtas son mencionados ya —indirectamente— ca. 600 con motivo de la fundación de Marsella (los griegos foceos se encuentran un pue blo de nombre celta, los segóbrigos, según los datos de Justino, y otros autores mencionan a los comanos), la verdadera celtiza-
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ción de la Galia meridional no se realizó sino en los siglos IV-III. Celtas llegados de la zona danubiana se asientan allí, como he mos visto (esencialmente los voleos, llamados tectosages o tolosates en la región de Carcasona y Toulouse, y arecómicos en el Languedoc hasta la desembocadura del Ródano; otros pueblos de estirpe céltica estaban asentados en el istmo galo junto a po blaciones aquitanas: es el caso de los voleos viviscos de La Gi ronde, de los vecinos boyos o boy ates, de los garunos —cuyo nombre refleja el del hidrónima Garumna-Garona— o de los nitióbroges). La Provenza estaba ocupada por los celto-ligures, mosaico en el que es difícil distinguir los elementos ligures de los celtas. Sus pueblos principales eran los alóbroges, los voconcios y los salios: estos últimos, establecidos entre Arlés y Aixen-Provence, formaron una poderosa confederación con otros elementos secundarios.
Los gálatas de Asia Menor Al contrario de sus parientes invasores de Grecia, de los que se habían separado, los celtas que penetraron en Anatolia llega ron a constituir una nación. Atendiendo a una invitación del rey de Bitinia —Estado situado al norte de la península minorasiática— , un gran número atravesó el estrecho del Bosforo en el 278. Se trataba de algo más que un ejército de razzia pues los guerreros constituían sólo la mitad del contingente, llevando con ellos a sus mujeres e hijos. Hacia 232 se asentaron por acuerdo de los diferentes reinos helenísticos del área, deseosos de solu cionar el problema que tan grandes contingentes de población ocasionaban, en la parte septentrional de la llanura central de Anatolia formando un elemento dominante sobre la población frigia indígena. Desde entonces se iba a conocer como Galacia a esa zona. Estrabón, el famoso geógrafo de época augústea, asegura que las tres tribus gálatas (tolistobogios, tectosages y troemios) ha blaban la misma lengua —que parece haber persistido, como más arriba se indicó, hasta el siglo IV d.C.— y mantenían sus propias costumbres, si bien modificadas con el paso del tiempo. Tenían
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un lugar de reunión común llamado Drunemeton —un caracte rístico nombre céltico que puede indicar la existencia de cultos druídicos— , en el que las doce tetrarquías en que se dividían las tribus enviaban a 300 senadores. De las informaciones de otros autores se deduce que fueron ajenos al régimen de la ciudad-estado, con residencias fortificadas que les protegían junto a su ga nado en casos de peligro, y cada uno de los tres pueblos tenía su propia zona de pillaje en Asia M enor. La fluctuación entre las influencias de los poderosos reinos del Ponto, al norte, y de Pérgamo, al oeste, permitió una relativa independencia de los gálatas. Con el intervencionismo romano en Asia Menor los celtas del norte de Galacia tendieron más hacia el este que hacia los estados griegos, hasta que fueron definitivamente incorporados como provincia del Imperio en época augústea. Algunos estudiosos han visto en la expansión de los celtas, hasta cierto punto, un fenómeno de colonización sobre el repe tido reclutamiento, según las necesidades, de los excedentes de población. A través de los nodulos tribales se desplazaron con una rapidez sorprendente grupos humanos de importancia y ho mogeneidad desigual, lo que explicaría —en el caso de conser var su identidad étnica— la proliferación de pueblos homónimos en regiones de la Céltica muy alejados (los tectosages de la Galia y de Asia M enor serían un ejemplo). Quizá, como se ha di cho, la expansión céltica se parece más a los movimientos escan dinavos en la alta Edad Media —englobando contingentes aven tureros y colonos— que a las grandes invasiones germánicas que se proyectan sobre el Imperio romano por la presión reiterada de los nómadas orientales.
Las islas Británicas En la Ora Marítima (ca. 600 a.C.) transmitida por Rufo Festo Avieno se alude por vez primera a las islas Británicas, deno minadas Ierne y Albión. Se trata de formas grecizadas —que apa recen también en Eratóstenes, por ejemplo— de nombres indí genas que pueden ser célticos, si bien esta hipótesis no está con firmada. El antiguo irlandés Eriu, como el actual Eire, derivan
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de una forma más arcaica que da Ierne en griego; los irlandeses usaron, además, el nombre de Albu para designar a la gran isla vecina hasta el siglo X de la era. El periplo de Piteas de Marse lla (ca. 325) alude a ambas islas como Pretanic; sus habitantes serían llamados Pritani o Priteni, nombres ya claramente célti cos (de donde los romanos Britannia y Britanni que aparecen en César). En la Gran Bretaña hay huellas de la presencia de gentes de ascendencia hallstáttica hacia una fecha tan tem prana como el 600 a.C ., con nuevos tipos de espadas y de instrumentos que fue ron rápidamente imitados por los herreros de la isla. En las cen turias siguientes, y especialmente en el siglo V , el comercio trajo importaciones hallstátticas y latenienses en un grado creciente, fundamentalmente en el sur y el este de Inglaterra. A partir del siglo IV se atestigua una migración de gentes guerreras con sus familias documentadas arqueológicamente en el este de Yorks hire, que introdujeron el ritual de inhumación lateniense, el carro de dos ruedas típico y el nuevo estilo artístico. Los últimos celtas llegados fueron los belgas procedentes del nordeste de la Galia, a fines del siglo II a.C. Su llegada trajo cambios sustan ciales, que implicaron un gran florecimiento de la cultura céltica en el sur y la apertura de un comercio con Roma que, a la larga, iba a jugar no pequeño papel en la conquista romana. Los bel gas se asentaron en el sureste de Inglaterra, introdujeron las acu ñaciones monetales y crearon asentamientos urbanos como Camulodunum (Colchester) o Verulamium (St. Albans). Al igual que en la Galia continental, fueron los belgas quienes constitu yeron la resistencia más tenaz entre las poblaciones célticas de Britania a los romanos, a partir de las campañas de Julio César en 55-54. Precisamente es este autor quien nos dice que Divieiaco, el más poderoso rey de la Galia, controlaba no sólo una gran parte del territorio de Bélgica —es decir, al norte del Sena— sino también parte de Britania; lo cual implica, concordando con los datos de la arqueología, que el dominio belga se había esta blecido en el sur de Gran Bretaña al menos una generación an tes de la época cesariana. Mucho más problemática es la llegada de los celtas a Irlan da. La enorme riqueza de las fuentes literarias posteriores no se
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ha visto correspondida por las evidencias arqueológicas, relati vamente escasas hasta hace unos años. El Lebor Gabála (Libro de las Conquistas) habla de cinco invasiones sucesivas en la isla, y en diversos pasajes se hace proceder a los inmigrantes de E s paña. Son bien conocidas las relaciones existentes entre la Pe nínsula Ibérica y las islas Británicas durante el Bronce A tlánti co, pero, como algún autor ha indicado, es posible que esta com posición se inspirara en el pasaje de Tácito (Agrícola 11): Los rostros atezados de los sílures (uno de los pueblos de Britania, situado en el sur de Gales), su pelo de ordinario azulado y el he cho de estar Hispania enfrente hace creer que antiguos iberos pa saron el mar y ocuparon aquella zona. En cualquier caso la com pilación irlandesa invierte la cronología al presentar a los Fir Bolg (belgas) como responsables de la tercera invasión, mientras que la quinta es la de los goidélicos (o hijos de Mil), seguida de los Cruithnig (pictos); estos dos últimos, sin embargo, serían po blaciones anteriores, relacionados con elementos tumulares de la Edad del Bronce, y, en el debatido problema de su adscripción lingüística, algunos piensan que podrían ser considerados como protoceltas parlantes de una lengua antecesora del gaélico. El estado actual de la documentación arqueológica permito a diversos estudiosos pensar en la llegada de gentes con una cul tura emparentada con la hallstáttica en el siglo VI (se han halla do espadas del tipo de Gündlingen), según unos autores desde Inglaterra y según otros directamente desde el bajo Rhin (aun que no faltan estudiosos que, como Norah Chadwick, defienden una primera presencia céltica en la isla antes del 1000, es decir, en plena Edad del Bronce —lo que ha sido defendido reciente mente por Piggot y Jope, que destacan el carácter autónomo de las dos islas británicas respecto de Europa ya en el II milenio a.C.—). Es también posible, aunque falta confirmación arqueo lógica, que Irlanda recibiera exiliados galos durante la conquista cesariana a mediados del siglo I a.C ., así como elementos britanos en la centuria siguiente, cuando se aceleró la conquista de Britania en tiempos del emperador Claudio. No se puede, en cualquier caso, identificar a estos colonos con los iniciadores de la cultura de las instituciones que los misioneros cristianos en contraron tan floreciente en el siglo V, pues bien pudieron inte
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grarse en una Irlanda ya céltica desde la llegada de gentes hallstátticas en el siglo VI. No hay, sin embargo, unanimidad en la his toriografía: mientras unos autores defienden la llegada de gen tes directamente del continente hacia el oeste de Irlanda en los siglos III y II a.C ., y desde Gran Bretaña en el siglo II a.C. (la presencia de ambos grupos de celtas culturalmente latenienses se manifestaría en la rivalidad tradicional entre los habitantes de Connacht, en el oeste, y del Ulster en el nordeste, tal como apa rece en el Táin Bó Cuailnge, la más antigua narración épica ir landesa), otros rechazan, ante la ausencia de elementos materia les significativos, unas migraciones de elementos célticos late nienses (lo que, en definitiva, contribuye a romper la identifica ción mecánica entre celtas y cultura de La Téne).
Hacia la aparición del Estado: la civilización de los «oppida» En los dos últimos siglos antes del cambio de era (es decir, en las fases C y D de la cultura lateniense) los territorios de la Céltica antigua fueron escenario de un claro renacimiento eco nómico. Junto a una intensificación en la producción de hierro, visible en la generalización de la reja de arado o en la guadaña, la arqueología revela un aumento del comercio con las ciudades italianas, del que la documentación romana constituye una in formación alternativa de enorme interés. En el 181 a.C. se esta bleció la colonia de Aquileya, en el Adriático, y la ciudad se iba a convertir a partir de entonces en la base del comercio con la zona alpina oriental. Otro punto nuclear en las relaciones con la Céltica fueron las ciudades de la Galia Narbonense, provincia romana establecida en el sur de Francia entre los años 125 y 121. Los testimonios arqueológicos muestran que el comercio centroeuropeo con la Italia romana comenzó a mediados del siglo II, poco después del establecimiento del dominio romano sobre los galos cisalpinos del norte de la península. De nuevo el vino es uno de los elemen tos esenciales en las transacciones, y restos de ánforas se docu mentan sobre todo en Francia, el sur de Alemania y Suiza desde fines del siglo II a.C., al igual que la cerámica fabricada en Cam-
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pania, que constituye un elemento muy importante de datación. El hierro fue el elemento más importante en la afluencia de mercancías hacia Italia, como reflejan, por ejemplo, las inscrip ciones de Magdalensberg, importante centro productor del Nórico (Austria), halladas en las bodegas utilizadas por los comer ciantes romanos. Junto al hierro, las pieles —necesarias para los pertrechos militares— y los esclavos completarían sustancialmen te las exportaciones de los celtas, al lado de otros productos. Estrabón cita, aludiendo a las exportaciones de Britania a fines del siglo 1 a.C., a los cereales, ganado, oro, plata, hierro, pieles, es clavos y perros de caza. La arqueología revela la existencia de grandes centros forti ficados correspondientes a los siglos II y I a.C ., a los que se apli ca el término utilizado por César para aludir a las ciudades de la Galia por él conquistadas: oppidum (el mismo autor señala su inexistencia entre los germanos). Aunque en algunos casos im plican la transformación de poblados anteriores, se trata normal mente de conjuntos de nueva creación, por lo general en la cima de colinas, fuera de la llanura agrícola o de las vías terrestres o fluviales en las que se habían desarrollado los poblados de for ma natural (la planificación es clara en Manching, donde se tra zaron calles de más de 10 metros de anchura). Para muchos au tores se trata de la cristalización de un proceso de formación estatal, que se plasma en la fundación deliberada de grandes cen tros urbanos en Checoslovaquia, la Alemania central o Francia. Estos asentamientos tienen una extensión mucho más vasta que los de épocas anteriores: una superficie de 20 a 30 ha suele ser normal, y una veintena de recintos se escalonan entre 90 y 600 has. (el caso más excepcional, de 1.500 ha, es el de Heidengraben, en el Jura suabo). Estaban rodeados de murallas cons truidas de tierra, m adera y piedra (las de Manching, en Baviera, de más de 7 km de longitud, encerraban 380 ha), con puertas que son ya en ocasiones verdaderos arcos de triunfo. La utiliza ción de postes de maderos para dar trabazón a la muralla —re cubriendo ambas caras y dispuestos transversalmente en el inte rior de la misma— es una característica general en muchos ya cimientos de la época media de La Téne (se trata de la muralla definida por César como murus gallicus).
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Se ha señalado como causa de ese movimiento hacia la for tificación la presión de germanos y dacios, así como el peligro representado por Roma en la Galia transalpina. Parece que una diferencia importante respecto de los poblados anteriores —aun que la insuficiencia de las excavaciones no permite sino estable cerla a nivel hipotético— es la repartición espacial de las activi dades, con una especialización por zonas —madera y cuero, hierro, anillos y brazaletes de vidrio, cerámica, monedas— que parece clara en Manching. El factor sustancial en el desarrollo de los oppida, cuyo mejor momento corresponde a la primera mi tad del siglo I a.C ., parece ser, en cualquier caso, similar al que motivara la aparición de los centros principescos hallstátticos: la intensificación del comercio, en este caso con Roma, y una gran centralización de la producción. La arqueología documenta la existencia de pequeñas comu nidades y de granjas en torno a estos grandes centros, como en Steinburg (Alemania), Závist (Bohemia), Bibracte, Aulnat o Gergovia (Francia), este último con una superficie de 150 hec táreas. Ello recuerda la descripción cesariana del hábitat de los helvecios (BG 1,5), que comprendía 12 oppida, unos 400 pobla dos (vid) y un número indeterminado de granjas aisladas (aedificia privata). No hay motivo alguno para pensar que dicha tri partición o las cifras transmitidas por César no reflejaran real mente la situación existente. La sustitución del rito de inhumación por la incineración en la mayor parte de Europa central desde aproximadamente el 300 a.C. impide un buen conocimiento de las necrópolis para es timar la población de los oppida. Su tamaño y sus restos cons tructivos indican, no obstante, una demografía alta, incluso de miles de personas como en los casos de Manching, Stradonice (Bohemia) o Bibracte. Los autores anglosajones han recurrido a las ciencias sociales para explicar este proceso de urbanización, y Collis ve como funciones principales de estos oppida el artesonado, el comercio y la administración del territorio circundante; admitiendo que suponen una ruptura en la evolución del hábi tat; sería la necesidad de defensa el elemento decisivo en última instancia de esta mutación (que no respondería, con todo, a las invasiones y guerras documentadas por las fuentes históricas,
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sino a los endémicos conflictos entre grupos vecinos). Otros au tores han señalado, además —creo que acertadamente— en vir tud del trazado continuo en torno a la aglomeración y de su di mensión exagerada, la voluntad de delimitar un espacio urbano separado del campo. La antigua Céltica había presentado tradicionalmente dos ti pos distintos de economía coexistentes, la basada en la agricul tura sedentaria y la pastoril —en ocasiones con actividades nomádicas— . La amplitud del territorio da, naturalmente, lugar a contrastes marcados, y la situación de complejidad de los oppida del Languedoc o la Provenza dista de ser la que contienen las fuentes irlandesas. En éstas, la riqueza del jefe se evalúa en ga nado o en el metal tesaurizado, y la unidad de valor (como en el mundo homérico) era la vaca. La Edad del Hierro supuso, con todo, un enorme desarrollo de las actividades agrícolas. La producción cerealística alcanzó altos niveles en buena parte del continente y en el sur de Inglaterra, y la arqueología ha revela do en esta última zona, así como en Holanda, restos de sistemas de explotación prerromanos: los campos tienen forma rectangu lar y pequeñas dimensiones, sin sobrepasar los 120 m de longi tud y los 80 de anchura. El caso de Danebury (Hampshire, In glaterra), es ilustrativo de la explotación del campo en estas épo cas, y revela la función del oppidum, entre otros aspectos, como centro administrativo fuera del cual se centraban las áreas de cul tivo en pequeños asentamientos de granjas (que serían luego, tras la conquista romana, reorganizadas como villae). El análisis de los sistemas de zanjas lineales (ranch boundaries), que re corren a veces muchos kilómetros para abocar a un recinto, muestra que pueden tener que ver con la guarda del ganado o el almacenamiento del forraje. La introducción del molino de ro tación parece una innovación céltica, como también la segadora, representada en algún relieve galo-romano. En cuanto a la m or fología de las casas, las excavaciones revelan el predomino de la planta cuadrangular en el continente, mientras que en las islas Británicas —como también en la parte occidental de España y en Portugal— aparecen también casas circulares. Los cambios operados en la Europa céltica en la agricultura y la producción artesanal, en los intercambios y los asentamien
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tos, tienen una correspondencia en las transformaciones sociales y políticas. La sociedad céltica, esencialmente aristocrática y competitiva, con las relaciones de dependencia que la institución del patronazgo expresa, experimenta —desde principios del si glo II como tarde— la aparición de unidades políticas centraliza das bajo el dominio monárquico. Los arvernos del centro de Francia, por ejemplo, establecen a mediados de dicha centuria un estado monárquico centralizado y hereditario, con un dina mismo expansivo que reflejan las fuentes clásicas. En el sudeste de Inglaterra surgen, asimismo, dinastías locales a fines del siglo I a.C ., a partir de centros tan desarrollados como Camulodunum (Colchester), que acuñan monedas en las que los dirigen tes se llaman reyes, y el mismo apelativo aparece en escritores latinos (por ejemplo, Suetonio llama a Cunobelino Rex Britannorum). En el Nórico las relaciones de Roma se centralizaron en individuos como Cincibil (desde 170 a.C .), al que Tito Livio llama rex Gallorum, y los romanos llamaron regnum al Noricum, aunque cabe pensar que, más que un rey único, habría un nú mero de reguli o príncipes con algún tipo de estructura federal cuyo centro radicaría en Magdalensberg. Estas dinastías que se observan en algunas zonas de la Galia, Britania o el Nórico pre sentan ya una estructura estatal centralizada, con una élite go bernante especializada que incluía al rey y a sus lugartenientes políticos y militares, y sobrevivieron en algunos lugares hasta la conquista romana. Sin embargo, en otras zonas de la Céltica, como la Celtiberia hispana, la Francia central o Suiza, el poder político o militar, que seguía en manos de los nobles, se expre saba a través de un consejo y unos magistrados (por ejemplo, el vergobretus de los eduos) que reemplazan al rey y sus acompa ñantes. Las nuevas instituciones tenían una mayor estabilidad al desconcentrar el poder en unos magistrados en los que hay que ver la influencia decisiva de las estructuras políticas de Roma. Al igual que sucede en Irlanda con la elección real, la designa ción de los magistrados supremos entre los eduos se realizaba bajo el control de los druidas (sacerdotes), y ello remite a una dualidad del poder que, de acuerdo con diversos autores, parece característicamente céltica: la autoridad espiritual ejercida por el druida y el poder temporal ostentado por el rey (o magistrado).
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Este horizonte estatal (que algún autor como Arnold defien de ya en un estadio primitivo para algunos principados hallstátticos), con un desfase de varios siglos respecto del que existía en las regiones mediterráneas, se corresponde con el sistema de la ciudad-estado que surgiera en la Grecia clásica en diversos ám bitos (por ejemplo, la Celtiberia, donde existe un núcleo urbano que acuña moneda y un territorio de control y explotación cir cundante, más o menos extenso). Sin embargo, en otras zonas —como el centro de Francia o la actual Suiza— no existe un nú cleo urbano fundamental único con su territorio, sino que algu nos de estos estados —bituriges, eduos, secuanos, helvecios, arvernos; quizá también lingones, pictones y lemovices, según Nash— , muy extensos territorialmente, parecen haber tenido di versos núcleos urbanos de importancia más o menos similar. Tenemos evidencias sobre la evolución política gala en la épo ca lateniense. Según la tradición, hacia el 400 los bituriges ten drían una posición preeminente sobre el resto de los galos (recuérdese el relato de Livio sobre Ambigato y el inicio de la doble expansión céltica hacia el este e Italia), contando entre sus súbditos a los eduos, los carnutos y otros pueblos importantes. En el siglo II la hegemonía había pasado a los arvernos, que in cluían entre los dependientes a los poderosos alóbroges del valle del Ródano. En los tiempos de César la lucha por la dominación se establecía entre los eduos, los secuanos y los arvernos. No pue de asegurarse que el concepto de ciudadanía se hubiera desarro llado plenamente en estos estados, a pesar de que César emplea el término civitas para aludir a este sistema de gobierno. Por tal término hay que entender no sólo el núcleo principal de una po blación, sino una ciudad-estado, es decir, la totalidad de un terri torio con sus habitantes como unidad política autónoma. En la época inmediatamente anterior a la conquista cesariana, la Galia estaba dividida en una serie de pueblos conocidos por las fuentes clásicas con apelativos diversos: civitates, populi, nationes, gentes, ethne. Estas divisiones políticas tienen su pro pio nombre y su capital en uno o más centros fortificados (op p i da), y el etnònimo perdura en la toponimia actual (París, ca pital de los parisii; Tréveris, de los treviri; Chartres, de los car nuti, etc.). Parecen, por otro lado, estar compuestas de otras
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más pequeñas, conocidas como pagi (y esa organización de la Galia en ciuitates y pagi parece ser idéntica a la que se observa en Irlanda entre cóiceda, provincias y túatha, tribus). César dice que los helvecios estaban divididos en cuatro grupos o pagi, y al me nos se conocen seis entre los eduos, incluido su oppidum de Bibracte. Es posible que el pagus no fuera inicialmente una uni dad territorial sino un grupo humano que, tras la victoria mili tar, se asentara en unas tierras determinadas. En este sentido, el pagus, como célula primordial de la vida gala, representaba la unión de un grupo humano y de una zona determinada (quizá no sea ocioso recordar el bronce aparecido en las cercanías de Gallur —Zaragoza— mencionando un pagus Gallorum et Segardinensium, es decir, un pago de galos y segardinenses). En definitiva, fue un conjunto de factores diversos lo que ex plica la aparición de estos estados arcaicos en los últimos siglos anteriores al cambio de era. Por un lado, un aumento de la po blación y la necesidad de controlar más eficazmente una econo mía más compleja; por otro, la intensificación de los intercam bios y la progresiva influencia de la romanización, expresable, por ejemplo, en la aparición de las magistraturas. La aparición de la escritura y las acuñaciones monetales son otros dos ele mentos que contribuyen a definir el nuevo panorama. La escri tura presenta un uso restringido en principio, de carácter buro crático sobre todo: piénsese en los archivos escritos descubiertos por César —tras la victoria lograda en el 59 a.C.— sobre la po blación de los helvecios. Las inscripciones no son muy numero sas, pero está atestiguada arqueológicamente la utilización de úti les de escritura, tablillas de cera e incluso papiros. Las primeras emisiones monetales se rem ontan a fines del si glo IV o comienzos del III (primeras imitaciones danubianas ha lladas en Hungría) y se prolongan en la Galia hasta la conquista cesariana y en Britania hasta la de Claudio. En la Galia Cisal pina aparecerían a mediados del siglo III, y no mucho después los celtas del Languedoc acuñarían sus monedas con la cruz, mientras que las primeras emisiones de Bohemia se fechan a principios del siglo II. Se trata de un tipo de fuentes con una im portancia excepcional, no sólo porque constituyen un elemento de datación de gran importancia para todos los objetos con ellas
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relacionados, o porque iluminan aspectos esenciales desde el punto de vista económico o político sino porque, a través de ellas, es posible reconstruir el movimiento de diversos pueblos o conocer aspectos muy interesantes de la mitología céltica. Dos corrientes principales se distinguen: la primera se inspira en las estáteras de oro de Alejandro III o de Filipo II de Macedonia (cabeza laureada de Apolo y biga —carro de dos ruedas—) y, por la vía danubiana, llegará hasta la Galia y Britania. La se gunda sigue los prototipos de plata de las colonias griegas, en es pecial de Marsella. Posteriormente se imitarán también los denarios romanos. Al lado de motivos secundarios importados —trísceles, palmetas, liras— aparecen otros puramente célticos —como los torques, serpientes, calderos, manos, etc.— . La ico nografía se caracteriza por una gran variedad (hasta el punto de que pueden distinguirse estilos regionales: belga, bretón insular, armoricano, parisio...), y la estilización en el tratamiento de los temas — es decir, una descomposición de los modelos— . Dicha estilización se traduce unas veces en la acentuación de unos ele mentos sobre otros —el cabello respecto del rostro, por ejem plo— , y otras por la disociación de los integrantes de un con jun to, que pueden ser representados separadamente —como suce de a veces con el cuerpo y las patas del caballo— . Esas cabezas fantásticas con los rostros aparentemente tatuados y sus símbo los sacrales, esas figuras distorsionadas que aparecen en diver sos ejemplares reflejan la misma sensibilidad que describe al hé roe semidivino de la epopeya irlandesa. Las monedas célticas, en su gran variedad, participan en ese proceso de asimilación, li beración y evolución que, a partir de modelos mediterráneos, produjo entre los celtas un arte sutil y original sin parangón en otros pueblos antiguos. Un testimonio cesariano sobre la circulación en Britania de lingotes de hierro de un peso determinado al lado de piezas monetales de oro y bronce ha sido corroborada por el descubrimien to de muchas de estas barras (hasta 1.500) en algunos lugares de Inglaterra. Recuerdan a las hojas de espada no laminadas y pa recen ser patrones que rigen los intercambios.
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La paralización de la expansión y el declive céltico Cabe pensar que los celtas no constituían en diversos ámbi tos sino una minoría entre la masa de la población indígena. Sus movimientos dieron lugar a sincretismos étnicos, de los que di versos autores dan buena cuenta al hablar de celto-escitas, celtotracios, celto-ilirios o celto-ligures. En cualquier caso, las carac terísticas de la expansión céltica hacían difícil el mantenimiento de un control en la mayor parte de Europa de una forma dura dera. El siglo II a.C. contempla, así, un retroceso generalizado de la presencia céltica en los territorios transrenanos y transal pinos. Ya hemos visto cómo la regresión del poder galo en Italia se manifiesta en el retorno más allá de los Alpes de los grupos de población vencidos por los romanos, como los boyos instala dos en el Danubio. El suceso que anunció el principio del desequilibrio de la pu janza céltica oriental fue la emigración de los cimbrios y teuto nes, que alcanzó la cubeta de los Cárpatos ca. 114. Se cree ge neralmente que los cimbrios eran originarios de Dinamarca y los teutones serían sus vecinos del sur, junto al Elba. Los primeros atravesaron el Danubio y penetraron en el Nórico (la Austria ac tual), donde derrotaron la resistencia romana en 113. A conti nuación variaron su rumbo hacia el oeste, alcanzando el Rhin. Con una parte de los helvecios, se dirigieron hacia el sur de Fran cia, recientemente conquistado por los romanos y convertido en la provincia de Galia Narbonense, donde volvieron a derrotar al ejército romano. Reaparecieron más tarde, en 105, esta vez con los teutones, pidiendo de nuevo tierras en que asentarse, y, ante el desacuerdo, se produjo de nuevo la guerra, con un desastre de las legiones en Arausio (Orange) que causó honda impresión en Italia. Tras devastar el país (hasta el punto de que a los la drones se les llama cimbrios en lengua gala, según Festo), entra ron en España, de la que acabaron por expulsarlos los celtíberos (105-103), y disponiéndose a pasar a Italia fueron definitivamen te derrotados por Mario, que aniquiló a los teutones en Aix-enProvence (102) y a los cimbrios en Vercelli (101), ya en la Galia Cisalpina. La invasión se había disipado tras quince años de correrías a partir del Báltico. Aunque para entonces ya se había
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acabado la etapa de la prehistoria al otro lado del Rhin. Estos pueblos parecen germanos, por su procedencia, pero, por una parte, se asociaron con los helvecios y particularmente con los tingurinos, pueblos específicamente celtas, y, por otra, sus jefes llevan todos nombres célticos (Teutoboduus, Lugius, Gaesorix, Boiorix entre los cimbrios, Teuto, Teutobocus entre los teutones) y sabemos por Diodoro, Estrabón y Plinio que ha blaban una lengua céltica. El propio nombre de teutones parece una forma latinizada del celta teuta, pueblo, que encontramos atestiguada en el irlandés tuath y en el nombre del dios galo Teutates. La arqueología revela vestigios de establecimientos célticos en la Transrenania de la que procedían los propios belgas, y se han conservado topónimos célticos incluso hasta el Elba. Da la impresión de que, en las fuentes más antiguas, el nombre de germani se aplicaba a los pueblos llegados del otro lado del Rhin, fueran éstos celtas o los germanos que conocemos en las fuentes posteriores (el vocablo procedería quizá de Posidonio, aunque fue César el que lo utilizó de forma sistemática). En cualquier caso, los hallazgos célticos en Dinamarca testimonian, al menos, la realidad de los contactos comerciales con los celtas de la Eu ropa central: es el caso de los calderos de Bra o de Gundestrup; éste, datable en los siglos II o I a.C., contiene una riquísima ico nografía relacionada con la gala o la mitología irlandesa. Estos y otros elementos, como los carros de dos ruedas o los largos es cudos de madera, proceden previsiblemente de la Galia o la zona danubiana. En la segunda época de La Téne los movimientos de los pue blos germánicos fueron evacuando progresivamente a los celtas de la Europa central transalpina. En el siglo II a.C. no se man tenían más que al sur del río Main y en los montes de Bohemia. A fines de la centuria, las invasiones de cimbrios y teutones aca baron por disgregar la Céltica transrenana, y en el siglo I a.C. la presión germana se hizo más intensa y definitiva: los helve cios fueron empujados a la actual Suiza y los suevos de Ariovisto alcanzaron el Rhin en toda la longitud de su curso. En el mo mento en que César entra en la Galia (58 a.C.) ya no quedan en la Europa central sino vestigios de la gran Céltica del siglo IV.
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Un segundo elemento se añadió para completar la presión germánica desde el norte: la presencia de los dacios en el este, que a mediados del siglo I a.C. constituyeron un reino fuerte en la zona de la actual Rumania, destruyendo el poder de los ho yos. Germanos y dacios se pusieron de acuerdo en detrimento de los celtas, y Áriovisto selló una alianza con Burevista, el rey dacio. Un tercer elemento, desde el sur, acabará por causar la ruina de los celtas, imponiendo, además, su dominio sobre gran parte del territorio que había sido objeto de su expansión. Los romanos, que ya en el primer cuarto del siglo I a.C. derrotaron decisivamente a los escordiscos del Danubio-Save, completaron en la misma centuria la conquista de la Península Ibérica, lleva ron a cabo la de la Galia transalpina a través de Julio César (en tre 58 y 51 a.C.) y en el siglo I d.C. acabaron dominando Britania y la totalidad de los territorios al Sur del Danubio. Así aca baba el control de la mayor parte del continente por los celtas, que habían extendido su propia civilización, la llamada de La Téne, desde las islas Británicas al Mar Negro y desde Escandinavia a los Apeninos italianos. Sin embargo, su herencia cultu ral permaneció bien viva en Europa, pese al contacto cultural —intenso en muchos casos— de la romanización.
BIBLIO G R AFIA
Sobre las m igraciones célticas, adem ás de las obras generales sobre los celtas 0 las que tra ta n algún aspecto de su expansión, puede consultarse: P. M. D u v a l y V. K r u t a (eds.), Les mouvements celtiques du Ve. au t siècle avant nôtre ère. Paris, 1979. Los aspectos socioeconóm icos de la E dad del H ierro en general han sido recogidos en las obras citadas en la bibliografía sobre la época hallstáttica. A ellas podrían añadirse otras: B. C u n lif f e y T. R o w le w y , L owland Iron-Age Communities in Europe, B .A .R . 48, O xford, 1968; J. B i n t l i f f (ed .), European Social Evolution. Archaeological Perspectives, B radford, 1984; P. M e n ie l, Chas se et elévage chez les Gaulois (450-52 av. J.C .). Paris, 1987; B. C u n lif f e , Greeks, Rom ans and Barbarians. Spheres o f Interaction, L ondon, 1988. Sobre la estruc tu ra social en el m undo céltico: M. D i l lo n , Early Irish Society, D ublin, 1963; J. W. R ic h a r d s , «The Celtic Social System», en The M ankind Quarterly, XX I, 1 (1980), 71-95. U n a vision de la vida cotidiana, en A . R o ss, Everyday Life o f the Pagan Celts, L ondon, 1970.
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Una obra esencial para el análisis de la cultura de los oppida y la aparición de las estructuras estatales es la editada por B. W. C u n lif f e y R. T. R o w le y , Oppida: The Beginnings o f Urbanisation in Barbarian Europe, B .A .R ., S l l , O x ford, 1976; asimismo, J. R. COLLIS, Oppida. The Earliest Towns North o f the A lps, Sheffield, 1984. Las cuestiones relacionadas con la guerra, tan importantes en aquellas épocas, en J. L. B r u n a u x y B. L a m b o t, Arm em ent et guerre chez les Gaulois (450-52 av. J.C .), Paris, 1987. El fenóm eno de la aparición de la m o neda y las acuñaciones se contempla en diversas obras: J. B. C o l b e r t d e B e a u l ie u , Traité de numismatique celtique, Paris, 1973; S. S c h e e rs , Traité de num is matique celtique, t. II, La Gaule-Belgique, Paris, 1977; D . F. A l l e n , The C oi nage o f the Celts, Edinburgh, 1980; B. W. C u n lif f e (ed.), Conaige and Society in Britain and Gaul, London, 1981; D . N a sh , Conaige in the Celtic World, Lon don, 1987; K. G r u e l , L a monnaie chez les Gaulois, Paris, 1988. Son diversas las monografías sobre diversos ámbitos concretos de la antigua Céltica. Para la Galia sigue siendo interesante la consulta de la obra m onum en tal de C. J u llia n , Histoire de la Gaule, Paris, 1920 ss. (especialmente los tres primeros volúmenes); A . G r e n ie r , Les Gaulois, París, 1945 (2 ed.); E. T heven o t, Histoire des Gaulois, París, 1946; R. P er n o u d , Les gaulois, París, 1957; P. M. D u v a l, La Gaule jusqu’au mileu du Ve siècle, París, 1971; V. K r u ta , «Les Celtes de Gaule d’après l’archéologie», en K. H. Schm idt (ed.), Greschichte und Kultur der Kelten, Heidelberg, 1986; M. C la v e l-L e v e q u e , Puzzles gaulois. Les Gaules en mémoire. Images, textes, histoire, París, 1989 (sobre el impacto de la romanización y persistencias indígenas). Una síntesis de los hallazgos en Suiza: Ur- und Frühgeschichtliche archäologie der Schweiz. IV. Die Eisenzeit, Hasel, 1974. Sobre Alemania y la Europa central, H. E. Joachim , Die H unsrikk-E ifdKultur, Köln, 1968: A . H a ffn e r , Die westliche Hunsrück-Eifel-Kultur, Berlin, 1976; L. P a u li (ed .), Die Kelten in Miteleuropa, Salzburg, 1980; K. B irn i,, W. K immig y S. SCHIEK, D ie Kelten in Baden-Württemberg, Stuttgart, 1981. El mundo celto-danubiano ha sido estudiado por M. S za b o , Sur les traces des celtes en Hongrie, Budapest, 1971; Idem, Les celtes en Pannonie. Contribution à l’étu de de la civilisation celtique dans la cubette des Carpathes, Paris, 1988; G. A l f ö l d y , Noricum, London, 1974; J. F il ip , «Le problème de la double origin des celtes en Europe centrale», Etudes Celtiques, XIII, 2 (1973), 583 ss. La G a lia Cisalpina ha sido objeto de un excelente estudio de síntesis por parte de Chr. PEYRE, La Cisalpine Gauloise de III’. au I’. siècle avant J .C., Paris, 1979. Sobre las islas Británicas: T. F. O ’R a h illy , Early Irish History and M ythology, D u blin, 1946; T. G. E. POWELL, «Celtic Settlement in Ireland», en Early Cultures in N .W . Europe, Cambridge, 1950; N. K. C hadw ick, Celtic Britain, New York, 1963; A . R oss, Pagan Celtic Britain, London, 1967; B. C u n liffe , Iron A ge C om munities in Britain, London, 1974; D . W. H a r d in g , The Iron Age L ow land Bri tain, London, 1974; L l. L ain g, Britain before the Conquest, London, 1979; S. PiGGOT y M. Jope, «Archaeological Evidence: Britain and Ireland. First M ille nium B.C. to Recent Times», en K. H. Schm idt (ed .), Greschichte und Kultur der Kelten, Heidelberg, 1986; D . E. E vans , «The Celts in Britain (up to the for mation of the Brittonic Languages»): History, Culture, Linguistic Remain, Subs trata», en K. H. Schm idt (ed.L 1986; G. Mac E o in , «The Celticity of Celtic Ire land», en K. H. SCHMIDT (ed .), 1986. F. V. K r u ta , Les Celtes en Occident, Pa ris, 1985.
Capítulo 5 LOS CELTAS EN LA PENINSULA IBERICA
Sorprende a primera vista la escasa atención prestada a la Pe nínsula Ibérica en los estudios de síntesis que, tanto tradicional mente como en los últimos años, se han venido realizando sobre el fenómeno céltico, y ello a pesar de que en aquélla han salido a la luz algunos de los más importantes documentos escritos que lo caracterizan. Resalta, en muchos casos, un auténtico vacío para el espacio peninsular en la cartografía de diversos elemen tos del mundo céltico, lo cual contrasta con la información pro gresivamente incorporada respecto de zonas inicialmente consi deradas marginales al núcleo de los celtas históricos, como Hun gría o la antigua Panonia. La razón es sencilla: a los problemas generales existentes sobre determinados aspectos de la cultura que caracteriza a los celtas, se unen otros derivados de la propia información arqueológica acumulada en los tiempos recientes, que no se ajusta bien a los esquemas que parecen más claros en otras áreas de la Céltica antigua (la inexistencia de un horizonte lateniense típico, por ejemplo). No parece exageración el decir aquí que el proceso de la indoeuropeización de la Península —de su celtización más concretamente— es uno de los problemas más vitales con que se enfrenta en la actualidad la prehistoria hispa na; y ello porque atañe de manera directa a la formación de los pueblos históricos peninsulares con que se encuentran los roma nos al intervenir en el solar hispano a fines del siglo III a.C., para, en el marco de las guerras contra Cartago, iniciar una con quista que no se considerará acabada hasta dos siglos más tarde, con la sumisión en el 19 a.C. de los cántabros y astures por las tropas del emperador Augusto.
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El planteamiento del problema Fue el maestro Bosch G impera quien, a lo largo de los años 20, valoró por vez primera el componente céltico en los pueblos prerromanos, cuyo substrato venía siendo definido a partir de las formulaciones de Alexander von Humboldt sobre el vascoiberismo, Para ello puso en relación las noticias de escritores clá sicos sobre la presencia de celtas en la Península con la existen cia de campos de urnas y con el testimonio de elementos lingüís ticos. El resultado fue su brillante síntesis sobre la Etnología de la Península Ibérica publicada en 1932. En dicha obra, matizada por escritos posteriores, presentaba la indoeuropeización de la Península y la llegada de los celtas como resultado de una serie de invasiones, que tendrían lugar en dos momentos fundamen tales: una primera oleada —entre el 900 y el 650— procedente de Alemania meridional estaría protagonizada por las gentes de los campos de urnas (urnenfeider), que penetrarían por los pa sos pirenaicos orientales, y una segunda —entre 650 y 500— pro cedente del Rin, que, a través de los pasos occidentales de la cor dillera, traería en una serie de momentos sucesivos a grupos de pueblos como los cempsi, los sefes y los grupos belgas. Los estudiosos posteriores se adhirieron a las tesis invasionistas, aunque manifestando la imposibilidad de atestiguar a través del registro arqueológico la existencia de las oleadas de Bosch y menos aún de los movimientos menores. Surgió así, expresada por Almagro, la idea de una invasión única e indiferenciable que se produciría a partir del 800, en un proceso de uniformidad cul tural desarrollado hasta la romanización en el que las infiltracio nes célticas serían continuas. Poco a poco surgieron planteamien tos por parte de los arqueólogos —como Maluquer, ya en la década de los 40— tendentes a matizar el concepto de invasión, señalando la imposibilidad de valorar cuantitativamente los apor tes célticos y, sobre todo, la continuidad existente a partir del substrato indígena. Por la misma época, autores como Caro Ba raja o, sobre todo, Tovar señalaban los elementos lingüísticos célticos existentes y, en el caso de este último, las características que definían una lengua concreta, la celtibérica, en el seno de la España indoeuropeizada. En la actualidad el problema de la cel-
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tización de la Península se plantea a partir de la dificultad de ade cuar los datos lingüísticos (que testimonian la existencia de ele mentos celtas junto a otros indoeuropeos que no tienen tal carácter) y los arqueológicos (ante la sustancial continuidad exis tente en el proceso cultural y la dificultad de adscribir cambios a la llegada de nuevos grupos de gentes ultrapirenaicas en un mo m ento determinado).
Las fuentes antiguas Existe una serie de textos que localizan a los celtas en la Pe nínsula en época muy antigua. Heródoto señalaba ya en el si glo V que en el más remoto occidente, más allá de las Columnas de Hércules, los cinetes —situados en el Algarve portugués— li mitaban con los celtas, que se extendían desde allí por el inte rior de Europa hasta las fuentes del Danubio (2, 33 y 4, 49). Pero ya antes el anónimo autor de la Ora Marítima, citaba una serie de pueblos en la Península: entre ellos, los cempsos y los sefes (1, 185 ss.), asentados en la parte parte central de Portu gal, y los beribraces (1, 485 ss.), gente agreste y feroz que se si tuaría en las sierras ibéricas del Levante hispano. Estos tres pue blos han sido caracterizados como celtas a partir de Schulten por diversos autores, pues Avieno los distingue de los iberos y los ligures. El historiador Eforo de Cumas, que escribe en el siglo IV , dice que la Céltica se extiende casi hasta Gades (Cádiz), y otro autor griego del siglo II a.C., el Pseudo-Escimno de Quíos, sin duda transmitiendo fuentes más antiguas, dice que el río que re corre Tartessos (la primera realidad histórica de la Península, centrada en la Andalucía occidental, cuya riqueza metalífera pro vocó los antiguos contactos con los pueblos colonizadores del M editerráneo —fenicios y griegos— y la orientalización cultural correspondiente que, en última instancia, se plasmó en lo que lla mamos cultura ibérica) nace en la Céltica; el mismo autor men ciona también a los Bébrices —sin duda los mismos beribraces de la Ora Marítima—, cuyo nombre se repite en los Bibrioici de Bretaña y en los Bibraige de Irlanda. Poseemos evidencias diversas sobre la celtización de la Tur-
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detania —es decir, del ámbito que fuera solar de los tartesios— : céltico es el nombre —que evoca la riqueza en plata de la zona— del más famoso rey de Tartessos, Argantonio, amigo proverbial de los griegos foceos según Heródoto; hasta la serranía de Ronda la toponimia muestra restos célticos, y las monedas de Obulco (Porcuna, en Jaén) nos dan, en el nombre indígena de Ipolca, un segundo elemento —olea, tierra de labor— inequívo camente céltico (que aparece también en la ceca vascona de 01cairun, o en topónimos actuales como La Huerva —el río que pasa por Contrebia Belaisca (Botorrita, Zaragoza), donde apa recieron los famosos bronces— , Las Huelgas, etc.), lo mismo que Bodilcos. Incluso en la zona almeriense la toponimia anti gua documenta la penetración de elementos célticos: tal es el caso de Baria (Vera, nombre que se repite en otras partes de Es paña). Es posible que la celtización de la Turdetania se debiera a la expansión de los cempsos de la Ora Marítima. En cualquier caso, los celtas citados por el autor de ésta y por Heródoto como vecinos de los cinetes o cinesios (en cuyo solar Polibio señalará en el siglo II a.C. a los conios, quizá otra variante del mismo et nònimo) aparecen como célticos en otros autores. Es el caso de Estrabón y de Plinio. Diversos autores han señalado que la pre sencia de estos pueblos célticos en el suroeste peninsular vendría expresada por divinidades representadas con cuernos en el Cerro Salomón (Riotinto), relacionadas con Cernunnos, o por elemen tos lingüísticos contenidos en las estelas del Algarve y zonas aledañas. Los escritores clásicos utilizaron el término celtici para refe rirse a la generalidad de los pueblos celtas de la Península Ibé rica que no pertenecían al grupo de los celtíberos. Pero no hay que suponer, en primer lugar, que nuestras fuentes aludieran a la totalidad de los pueblos existentes; y, en segundo lugar, hay que tener en cuenta que no siempre que mencionan a pueblos celtas señalan su carácter de tales; entre otras causas, porque —como antes se dijera— nuestras fuentes no están guiadas por un afán descriptivo de tipo etnográfico. Incluso pudo darse —y se dio— el caso de que autores antiguos más preocupados por los aspectos etnográficos de los pueblos que describían llegasen a dudar sobre el carácter étnico de unos elementos determina
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dos (por ejemplo, Tácito, sobre si adscribir a los peucini y otros pueblos a los germanos o a los sármatas — Germ. 43— ), por la sencilla razón de que les era difícil distinguir muchas veces unos elementos étnicos de otros. En cualquier caso, Estrabón men ciona a los célticos junto a los ártabros del noroeste de la Penín sula ( 3 ,3 ,5 ) , diciendo que son parientes de los que viven junto al Guadiana. Y Plinio señala (N H 3, 13-14) que los celtici de la Beturia (es decir, la región entre el Guadalquivir y el Guadiana) son oriundos de los celtíberos, lo que se manifiesta por sus ritos religiosos, su lengua y los nombres de sus ciudades (entre las que cita a Nertobriga); a continuación se refiere a la Céltica como una zona próxima al estrecho de Gibraltar, y antes ha dicho que una de las ciudades de la circunscripción que tenía su capital en Sevilla era Celti (celtas). Más adelante indica el mismo autor (3, 28) a los celtici en el noroeste, y cita como celtas a algunos pue blos galaicos: ñeros, supertamaricos, prestamarcos y cilenos (4, 111), así como a los mirobrigenses de la zona de Ciudad Rodri go (4, 35, 118). Igualmente, Pomponio Mela dice que los celtici, a cuya nación pertenecían los ártabros, ocupaban las costas al norte del Duero, citando un Promontorium Celticum identificable con el cabo Finisterre (3, 10 y ss.). En resumen, las fuentes sitúan a los elementos específicamen te célticos en dos zonas distintas de la Península, el suroeste —donde los ubican las fuentes griegas más antiguas, como se ha visto— y el noroeste. En alguna otra ocasión se señala el carác ter celta —pero no celtíbero— de algún pueblo: es el caso de los berones de La Rio ja (cuyo nombre parece derivar de ber-, *guer-, lanza en galés, que quizá origina también el nombre ac tual de Cameros —Camberos en fuentes medievales—). Para el resto de los pueblos las fuentes literarias mencionan los etnónimos sin señalar su adscripción céltica o de cualquier otro tipo. Y, naturalm ente, se detecta la presencia de otros elementos cél ticos en la Península a través de fuentes diversas, de tipo epigrá fico, numismático o lingüístico: tal es el caso de los galli docu mentados en el Ebro medio a que luego se aludirá. De los más antiguos textos mencionados cabe deducir que la Península, a partir de su ángulo suroccidental, estaba dividida ét nica y lingüísticamente en dos partes diferentes: una indoeuro-
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peizada, con pueblos inmigrantes que venían del interior de E u ropa, y otra —correspondiente al valle del Guadalquivir y a las costas mediterráneas y el nordeste hispano— de elementos indí genas, correspondiente al ámbito que llamamos ibérico, recep tores de las influencias coloniales mediterráneas. La toponimia atestigua bien tal división con dos sectores: de un lado, los nom bres de ciudades en -briga (estrechamente relacionada con el tér mino irlandés bri, genitivo brig, cerro, colina) y, de otro, los nombres ibéricos con el elemento ili- o ilu-, que aparece tam bién en antropónimos de la misma zona. Al área de la España indoeuropea pertenece la mayor parte de los pueblos que las fuentes grecolatinas localizan en el oeste (célticos, lusitanos), el norte (galaicos, astures, cántabros, autrigones) o el centro de la Península (vacceos y vettones, carpetanos y oretanos). Dentro de esa España indoeuropeizada tienen una significa ción especial los celtíberos, bien conocidos por las fuentes grie gas y latinas (Livio, Estrabón y Plinio, A piano...) a partir de su confrontación con Roma en el siglo II, en esa guerra de fuego que se añadía a la resistencia lusitana de Viriato, que causó hon dísimo impacto en la población romana y que no se saldó hasta la destrucción de Numancia en el 133 a.C. por Escipión Emilia no. El término celtíberos suele atribuirse a Timeo y no aparece antes de Polibio. Las fuentes distinguen una Celtiberia ulterior (con pelendones y arévacos como pueblos más significativos) y una citerior entre el Sistema Ibérico y el Ebro, en la que se cita a titos, lusones y belos —cuyo nombre se relaciona con los belaiscos documentados por fuentes no literarias— , además de los celtíberos propiamente dichos que Ptolomeo, el famoso geógra fo del siglo II d.C., sitúa entre el Moncayo y el Ebro. El nombre de celtíberos, explicado en nuestros manuales esco lares como debido a una mezcla de celtas e iberos, no cabe duda de que ha de ser interpretado como los celtas de Iberia, entendida ésta en un sentido geográfico. Se trata de un etnònimo que los ro manos aplicaron a los pueblos célticos que resistieron más antigua y decididamente su penetración en la Península. Etnònimo artifi cial, en consecuencia—como diversos autores han defendido para el de los lusitanos, y como parece claro en el caso de la Callaecia—, que englobaba a una serie de pueblos que, con toda segu
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ridad, no habían alcanzado a darse a sí mismos tal apelación. Ahora bien, esos pueblos eran aquellos que —en el marco de la España indoeuropeizada— habían recibido en un mayor grado las afluencias culturales que, a partir de los estímulos co loniales, caracterizaban al ámbito costero de los pueblos ibéri cos. Entre ellas la escritura y la acuñación de moneda. Gracias al empleo de la escritura contamos con unos testimonios epigrá ficos que nos han permitido el conocimiento de una lengua típicamente céltica, en un grado que, aunque insuficiente, no admite parangón con las que hablaban los demás pueblos indoeu ropeos de la Península. De los datos lingüísticos y los debidos a Plinio y Ptolomeo se pueden señalar bien los límites de los cel tíberos: desde el Ebro a la altura de Calahorra, seguirían casi has ta Zaragoza, para bajar hacia el sur por los valles de La Huerva —donde, a 20 km de aquélla, se ubicaba la Contrebia Belaisca que ha dado los dos importantes bronces, celtibérico y latino— y Aguas Vivas hacia las sierras turolenses (en las que se sitúa, en las cercanías de la capital, el santuario de Peñalba de Villastar). Los celtíberos ocuparían la parte septentrional de las actua les provincias de Cuenca y Guadalajara, para llegar hasta Segovia y Clunia (ciudades ambas citadas como pertenecientes a los arévacos, esta última junto al Duero burgalés) y, desde allí, otra vez hasta el Ebro englobando Soria y parte de Burgos.
El panorama lingüístico de la Céltica hispana La presencia en la Península de elementos lingüísticos in doeuropeos no célticos (por ejemplo, términos que —como la pa labra páramo— conservaban la p inicial, perdida en celta, por lo que se pensaban de una lengua anterior) fue interpretada de ma nera diversa. La tesis ligur dominó la historiografía durante el primer tercio del siglo XX, a partir de las ideas del famoso cel tista francés D ’Arbois de Juvainville. Este autor, basándose en determinadas alusiones muy antiguas de la Ora Marítima o Hecateo de Mileto, señaló a los ligures (pueblo que en época his tórica las fuentes localizan en el arco mediterráneo alpino, entre Francia e Italia, como antes se viera) como el elemento respon
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sable de la más antigua indoeuropeización del centro y occiden te del continente europeo, imponiendo una unidad lingüística —en tierras luego ocupadas por los celtas, itálicos o germanos— hacia el 1000 a.C. Uno de los restos más característicos de dicho dominio ligur durante la Edad del Bronce sería el sufijo -se-, abundante en la Liguria histórica y que dejaría en la Península nombres como Benasque, Velasco, Piasca, etc. Esta interpreta ción fue aceptada, al menos parcialmente, por Schulten y G ar cía Moreno. A la tesis ligur sucedió, durante el segundo tercio del siglo, la del panilirismo, desarrollada sustancialmente por Pokorny, que defendía una indoeuropeización en el Bronce Final protagonizada por los ilirios, que llegarían a la Península Ibérica en torno al 1100 en grupos muy mezclados. Típicamente ilirios serían los nombres en -nt- (Argantia —Arganza, Arganda, Argantonio— , Palantia —Palancia, Palencia— , etc.) o diferentes hidrónimos (Durius-Duero, Aturia-Turia, Sucro-Júcar, SicorisSegre, Tamaris-Tambre, Salo-Jalón, Pisoraca-Pisuerga...). Menéndez Pidal y Tovar señalaron para la Península numerosos ele mentos ilirios (carav-, borm-, ambr-, lam-...), e incluso con ellos relacionó Caro Baroja a los nombres ibéricos formados sobre la raíz il- (Ilergetes, ilercavones, Ilerda, Ilorci). Fue Krahe quien tuvo el mérito de superar la identificación del más antiguo horizonte lingüístico indoeuropeo con un pue blo determinado al relacionar los numerosos hidrónimos existen tes en Europa occidental con una capa indoeuropea bastante uniforme (anterior a la formación y diferenciación de las lenguas céltica, itálica, germánica o báltica) que él llamó indoeuropea an tigua (alteuropaisch), y, en el mismo sentido, Tovar ha defendi do la existencia de un indoeuropeo occidental todavía indiferenciado que afectaría más tempranamente a la Península Ibérica, antes de la llegada de los elementos célticos propiamente dichos.
El problema del lusitano Con ese horizonte de indoeuropeización lingüística muy an tiguo cabría relacionar, de acuerdo con la mayoría de los estu diosos, una lengua hablada en diferentes ámbitos del occidente
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peninsular, conocida convencionalmente como lusitana porque sus inscripciones fundamentales han salido a la luz en la zona en que los autores clásicos asientan al pueblo que, bajo la estrate gia de Viriato, resistió tenazmente a los romanos (en realidad, y como en el caso de los celtíberos, las fuentes podrían denomi nar lusitanos a un conjunto de pueblos situados en estas zonas en las que con anterioridad se había ubicado a los sefes y los cempsos). Se trata de los epígrafes pétreos de Lamas de Moledo (en las cercanías de Viseu), del Cabero das Fráguas (junto a Guarda), ambos en Portugal, y del cacereño de Arroyo del Puer co (Malpartida). La segunda es la susceptible de mejor interpre tación, pues contiene con seguridad un rito sacrificial típicamen te indoeuropeo en el que se alude a tres animales como el cer do, la oveja y el toro (similar, por lo tanto, a los souvetaurilia romanos). La lengua que conocemos por estas inscripciones presenta unas diferencias claras respecto del otro dialecto indoeuropeo co nocido en la Península, el celtibérico. En primer lugar, la con servación de la antiguap- indoeuropea, desaparecida en céltico, con la que habría que relacionar la primera penetración de ele mentos indoeuropeos en la Península (porcom —en acusativo— , la palabra correspondiente a puerco, aparece en las dos inscrip ciones portuguesas, en contraposición al irlandés ore, cochinillo, o al nombre de las islas Orcades que transmite Ptolomeo; otros elementos que conservan la p- inicial son nombres étnicos, como Praestamarci, o antropónimos como Pintius). En segundo lugar, en el epígrafe del Cabero das Fráguas y en el desaparecido de Arroyo del Puerco aparece la conjunción copulativa indi, desco nocida en céltico, frente a la atestiguada en celtibérico. Otro ras go clave es la formación del nominativo plural de los temas en -o con desinencia -oi en lugar de la celtibérica -os. Esas y otras diferencias (por ejemplo, la conservación del dip tongo eu, que pasa en celta a ou) han llevado a la mayor parte de los lingüistas a considerar al lusitano —con cuya lengua esta ría relacionada la que hablaban los galaicos del noroeste— como una lengua indoeuropea occidental independiente del celta, a pe sar de que en su ámbito existan topónimos en -briga o nombres de persona célticos (razón esta última que ha llevado a algún es
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tudioso, como Unterm ann, a defender el carácter celta del lusi tano). Los elementos del lusitano parecen más arcaicos y con servadores que los del celtibérico, pudiendo explicarse como su pervivencia de aquel antiguo indoeuropeo mencionado o bien como un dialecto indoeuropeo ya diferenciado introducido en la Península por poblaciones a las que es arriesgado dar un nom bre, que, de acuerdo con algunas tesis, podrían haber llegado a fines del II milenio o comienzos del I. No hay que descartar que se produjera la llegada con ellas de otras gentes no indoeuropeas —de la misma forma que los alanos penetraron con elementos germánicos a fines del siglo V d.C.— , que podrían ser los ante pasados de los pueblos que se documentan más tarde como par lantes del vasco antiguo.
La lengua celtibérica Mucho más satisfactorio, al menos en términos relativos, es el conocimiento que tenemos de la lengua hablada en el ámbito de la Celtiberia, donde las inscripciones sobre bronce, piedra o monedas son más numerosas. La más importante es el bronce de Botorrita —de principios del siglo I a.C. probablemente— , sin duda el texto más completo aparecido en lengua céltica si ex ceptuamos el calendario galo de Coligny, con 123 palabras en las 11 líneas de su cara anterior y 14 nombres de persona en el re verso, en caracteres ibéricos. Interpretado como el texto de una ley sacra, de referencias sacrificiales o de un convenio sobre cer cado de tierras, parece abrirse paso últimamente su considera ción como una disposición de derecho público —sancionada por los magistrados o testigos garantes mencionados en el reverso— en relación quizá con el tránsito de ganado y otros elementos por caminos en relación con diversas ciudades. De Luzaga (Guadalajara) procede, también en escritura ibérica, la más extensa tésera de hospitalidad, con 26 palabras, mientras que la inscrip ción más larga de las rupestres de Peñalba de Villastar, dedicado al dios Lugus (el Lug de la epopeya irlandesa), presenta 18 pala bras en escritura latina, datables posiblemente en el siglo I d.C. (pues un epígrafe del conjunto alude a unos versos de Virgilio).
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Demostración palpable de la difusión de la obra del gran poeta. Ya en 1950 Schmoll llamó la atención sobre el carácter arcai co de la lengua celtibérica, que parecía no presentar las innova ciones que caracterizaron a los dos dialectos celtas conocidos (goidélico y britónico: vid. supra). Tovar, en opinión seguida por otros autores, ha indicado —además de su carácter arcaizante— los mayores puntos de contacto de la lengua celtibérica con el goidélico (ambos conservan la labiovelar g- en posición inicial de palabra), y se ha querido ver un reflejo de estas similitudes en los pasajes del Lebor Gabála irlandés (el Libro de las Conquis tas) que señalan cómo los hijos de Mil —es decir, los gaélicos— procedían de España; incluso se ha indicado que la presencia de piedras hincadas ante los muros de diversas fortificaciones —ca racterística común a Irlanda y al noroeste de la península o a los castros sorianos de la I Edad del Hierro— podría ser un dato ar queológico de interés a la hora de sostener la procedencia his pánica de los gaélicos. La realidad, con todo, parece ser muy otra. Los frisos de piedras constituyen un sistema defensivo ante la caballería enemiga común también a otras zonas de la Céltica britónica —como la Galia Bélgica— . Volviendo al terreno pura mente lingüístico, el hecho de que tanto el celtibérico como el gaélico mantengan la g- labiovelar no implica —como ha seña lado De Hoz— que existan relaciones especiales entre ambos dia lectos celtas: sencillamente ambos han conservado un rasgo an tiguo (lo que, lingüísticamente es menos ilustrativo que una coin cidencia de innovación o de elección por parte de los dialectos dados, lo que no sucede en nuestro caso). Otros elementos, por el contrario, parecen relacionar al celtibérico con una lengua cel ta continental, en concreto el lepóntico del norte de Italia: entre ellos, la presencia de un genitivo singular para los temas en oque (como viera Untermann) da -o en celtibérico (frente a la for ma usual i- en las demás lenguas célticas) y -u en lepóntico. Am bas desinencias se explican a partir del ablativo y, en definitiva, documentan la separación autónoma de los dos dialectos m en cionados del tronco céltico común en una época en la que toda vía coexistían las formas desinenciales del ablativo y el genitivo, es decir, en un momento anterior a la época de La Téne. Schmidt, por su parte, ha indicado que los arcaísmos celtibéri-
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eos desconocidos en galo y en antiguo irlandés (pronombre re lativo ios, uso repetido de las conjunciones kue, nekue, ue, de la conjunción uta —también atestiguada en indo-iranio— ...) se ajustan a las condiciones de una lengua marginal en el contexto céltico —lo que sucedería también con el goidélico— en virtud de su situación periférica o extrema respecto de las zonas más centrales, en las que se producirían otros rasgos innovadores. Quiere ello decir que la lengua que atestiguan tardíamente las inscripciones de la Celtiberia derivaría directamente de ese dialecto que en un momento remoto (anterior al 500 a.C., pero cuya cronología no puede precisarse, pues la arqueología no de tecta un movimiento de población correspondiente al mismo) se desgajó de las otras lenguas celtas. Lo cual en absoluto implica que sus portadores fueran los únicos antecesores de los celtíbe ros (y menos de su cultura, que se conforma en época histórica —incluso en el marco global de la España indoeuropea— gra cias al contacto cultural con el mundo mediterráneo a través del ámbito ibérico). La geografía de la Celtiberia, a caballo entre la M eseta y el valle del Ebro, fue continuamente transitada por gen tes de procedencia diversa, y cuando Lucano o Apiano nos di cen que los celtíberos procedían de la Galia — en cita tomada po siblemente de Posidonio— quizá se refieran a la presencia do cumentada por la epigrafía y la toponimia de elementos galos en el Ebro medio y el somontano del Moncayo, que se produciría en los siglos III o II a.C. (un bronce menciona a un pagus Gallorum, y hay topónimos antiguos o modernos —río Gállego, Gallur, etc.— que los documentan suficientemente). Resumiendo lo que sabemos de los datos lingüísticos, el pa norama de la indoeuropeización —y, concretamente, de la celtización— de la Península es extraordinariamente complejo. Si bien es cierto que existen nombres personales típicamente celti béricos (Aius) o lusitanos (Amoenus), lo normal es que los antropónimos aparezcan repartidos por todas las regiones de la Es paña indoeuropea, como los estudios de Untermann o María Lourdes Albertos ejemplifican bien. La única seguridad la dan los textos aparecidos en la Celtiberia, fuera de la cual contamos sólo con la evidencia decisiva de las inscripciones lusitanas; es por ello por lo que diversos autores emplean el término hispa
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no-céltico para aludir a todos los rasgos célticos de la Península que no pueden demostrarse claramente celtibéricos. Atendien do a los estudios más recientes sobre el lusitano y el celtibérico, parece posible distinguir dos horizontes distintos en la indoeuropeización de la Península: uno más antiguo, al que pertenece rían los pueblos atestiguados históricamente como lusitanos —con otros del noroeste con ellos relacionados— , astures, cán tabros, y quizá también vettones, carpetanos, pelendones y olcades; y uno más reciente y específicamente céltico con el que relacionar a la mayoría de los celtíberos, vacceos, berones, cél ticos del sur de Portugal y de la Bética, además de otros elemen tos del noroeste. Proceso complejo, en definitiva, para el que no estaría de más apelar a la noción de celticidad acumulativa de Hawkes, ya mencionada respecto de la celtización de las islas Bri tánicas. Y la propia conquista de Roma contribuyó, sin duda, a trastocar el ya complejo panorama existente por los movimien tos de población consecuentes. La escasez de topónimos en -dunum (tan sólo relativamente frecuentes en Cataluña y cerca de los pasos pirenaicos) respecto de los formados sobre -briga cons tituiría, en suma, un dato de valor añadido sobre la relativamen te escasa intensidad y más reciente implantación de los grupos galo-britónicos (confirmando la antigüedad y el carácter arcai zante de los elementos célticos en la Península).
Los datos arqueológicos Los avances desarrollados en el campo de la lingüística no han logrado, sin embargo, resolver los problemas de la cronolo gía de la llegada de los celtas a la Península por las enormes di ficultades que existen para documentar estratigráficamente los diversos momentos migratorios, dado que por doquier parece ob servarse una sustancial continuidad cultural sin cambios bruscos. Es ese divorcio entre lingüística y arqueología el nodulo del pro blema en la interpretación de la celtización de la Península, como se ha apuntado más arriba. Efectivamente, la arqueología ha cuestionado en las épocas recientes la visión de los cambios culturales según el modelo di-
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fusionista de las influencias externas, revaiorizando los substra tos existentes y la capacidad de transformación de las raíces au tóctonas. Pero, a pesar de los numerosos datos existentes —o quizá por ellos— el panoram a que en la actualidad nos dan los arqueólogos para el tránsito de la Edad del Bronce al Hierro en la Península se caracteriza por su confusión, debido —como ha señalado Pellicer, por ejemplo— a la descoordinación de las in vestigaciones y al establecimiento de unos círculos culturales con siderados como específicos y sin apenas conexión entre sí. A de más son muy pocos los yacimientos de la I Edad del Hierro ex cavados en extenso y todavía menos los que presentan poblado y necrópolis asociados. A partir de Bosch Gimpera se consideraba que la llegada de los primeros elementos célticos a la Península vendría reflejada por la introducción de los campos de urnas; ahora bien, éstos ca racterizan al área del nordeste desde el Bronce Final, es decir, a una zona en la que se atestiguarán históricamente pueblos de raigambre no celta, sino ibérica. La comprobación de que los ele mentos hallstátticos o latenienses atestiguados en la Península no permiten suponer la llegada de estas culturas como tales, sino so lamente elementos aislados en tiempo o espacio y minoritarios en el conjunto de la cultura material, ha llevado a los arqueólo gos, si no a negar de hecho la presencia de los celtas en la Península Ibérica —acción imposible dadas las evidencias exis tentes desde el campo fundamentalmente lingüístico— , sí a sos layar el problema en las síntesis centradas en la valoración de los elementos de substrato y en las evoluciones o influencias lo cales; a plantear, en definitiva, la cuestión en términos de evo lución interna. Tomemos como ejemplo la situación observable en la Mese ta. Tradicionalmente se consideraba como célticos los elementos que reflejaban las necrópolis del alto Jalón estudiadas por Cerralbo y Taracena, así como los de las llamadas culturas del Duero (Miraveche y otros yacimientos) y del Tajo (ésta individualizada por Schüle, con extensión hacia Andalucía y el Algarve portu gués), con el grupo de Avila (necrópolis de La Osera y Las Cogotas) como elemento intermedio. La llamada cultura de las Cogotas I, caracterizada por cerámicas excisas y de boquique antes
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consideradas como de origen indoeuropeo, fue sustituida a prin cipios del I milenio por otra que se manifiesta en poblados como El Soto de Medinilla (Valladolid), y que presenta elementos que se han relacionado con los campos de urnas o con el Hallstatt B-C que se observa en poblados del Ebro medio, como Cortes de Navarra. Para diversos autores, como Palol, los creadores de la cultura de El Soto de Medinilla serían celtas llegados a través de los pasos del Pancorbo, los agricultores en tiempos históricos conocidos como vacceos, arévacos, turmogos o autrigones. Pero otros estudiosos indican la inadecuación de establecer tales rela ciones para explicar esos elementos materiales, pues la planta cir cular de las casas es característica del mundo meridional de la Pe nínsula y totalm ente extraña al centroeuropeo, la metalurgia remite al Bronce atlántico o al área tartésica, y se produce en al gunos poblados una sustancial continuidad respecto de la Edad del Bronce (caso del Cerro del Berrueco, Sanchorreja, etc.). La facies de El Soto de Medinilla afecta a los territorios se dimentarios de la cuenca del Duero. En las zonas montañosas surge otro tipo de poblado —los castros sorianos son un buen ejemplo— , que parece desarrollarse en coincidencia con las fa ses de formación de la cultura celtibérica y en un horizonte cul tural paralelo al de la cultura de El Soto de Medinilla. Autores como Taracena vieron que la cultura de los castros implica por primera vez una ocupación sistemática del territorio. La carac teriza la presencia de poblados en lugares dominantes que per miten un importante control del territorio, con murallas, fosos y las típicas piedras hincadas que presuponen la introducción de la caballería y su aplicación a las tácticas de asalto y sitio: lo cual, evidentemente, implica la aparición de unas jefaturas y una elite ecuestre cuya autoridad y prestigio quedan reflejados en los ajua res de las necrópolis celtibéricas. Estas se extienden, en su fase inicial que cabría llevar al siglo VI o fines de la centuria anterior, por el Sistema Ibérico y las zonas orientales de la meseta (auto res como Schüle y Tovar subrayan la zona del alto Tajo como asiento de los antepasados de los celtíberos), y se caracterizan por una perduración que llega hasta la romanización en muchos casos. El ritual de incineración es característico de todo el sur oeste de Europa hasta la época romana —también de los ámbi
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tos ibéricos— y sólo en la necrópolis de Pajaroncillo se atestigua la presencia de túmulos sobre las urnas en hoyo. La ali neación de estelas y de sepulturas no tiene paralelos en los urnenfelder de Europa y autores como Almagro Gorbea las re lacionan con el mundo mediterráneo (la estela, como elemento de prestigio e indicador simbólico de la ubicación del muerto, es característica del sureste peninsular en el Bronce Final). Las for mas cerámicas atestiguadas en las necrópolis celtibéricas remiten en unos casos a los campos de urnas, en otros al Bronce local anterior, y el ajuar metálico (espadas de antenas de hierro, bro ches de cinturón de tipo Acebuchal, adornos en espiral...) ma nifiesta relaciones amplias e imprecisas hacia los campos de urnas del nordeste o incluso Aquitania, pero también las influen cias mediterráneas coloniales fenicias. La nueva situación es es pecialmente clara hacia el siglo IV , cuando la jerarquización es especialmente observable a través del registro arqueológico. El hecho de que estas novedades se expresen en puntos bas tante distantes (rebordes montañosos de la meseta norte, nor deste de la meridional, fachada occidental de la Península) y sin aparente conexión entre sí hace difícil, en opinión de arqueólo gos diversos, una explicación sencilla a partir del difusionismo y la llegada de contingentes celtas continentales; pero tampoco pa rece lógico pensar que grupos tan alejados en el espacio evolu cionaran hacia situaciones similares de forma tan sincrónica. En definitiva, esos elementos culturales de los castros ¿reflejan la llegada de elementos célticos o bien obedecen a una formación compleja? Esta última parece ser la respuesta de los arqueólo gos, según los cuales el registro de la fase inicial de las necrópo lis celtibéricas refleja, más que las pruebas de una invasión, la aparición de una nueva organización social favorecida por el de sarrollo tecnológico, económico y demográfico —ya claro en los campos de urnas del nordeste— , destacando el papel de ciertas elites con función guerrera. Es posible que uno de los factores más importantes de los cambios fuera el inicio de la explotación de minas de sal y de hierro, en la que jugaran un papel desta cado los incentivos externos, lo mismo coloniales mediterráneos que célticos continentales. Elites en las que no necesariamente hay que ver elementos célticos o indoeuropeos recién llegados...
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En resumen, el registro arqueológico, que manifiesta un cam bio evidente a fines de la Edad del Bronce y comienzo del Hierro (en el paso de la cultura de las Cogotas I a la del Soto de Medinilla), parece presentar a lo largo de la Edad de aquél una con tinuidad sustancial, y dicha continuidad ha llevado a diversos ar queólogos a rechazar la idea de unas invasiones célticas para caer quizá en un nuevo espejismo, el de la continuidad del substrato y las variaciones exclusivamente internas. Lo más probable es que tampoco estas explicaciones recientes den cuenta de la rea lidad, pues es incuestionable el movimiento de gentes de carác ter diverso. Si aceptamos, en conclusión, que es durante la pri mera Edad del Hierro cuando los contactos con el mundo continental de la Europa templada se hacen más intensos (por causas económicas, esencialmente comerciales, aunque la bús queda de tierras agrícolas de buena rentabilidad justificaría la in tensa colonización de las cuencas fluviales), y si se piensa que es en esta época cuando los celtas aparecen en el marco de la protohistoria europea, sería necesario concluir que serían éstos los responsables —principales al menos— de esos contactos, que se producirían también (y quizá prioritariamente, como ha indica do C. Blasco) por vía marítima, tanto en la fachada atlántica (con una intensificación del comercio que afecta sobre todo al sudoes te de la Península, donde la arqueología documenta la aparición de auténticos principados parangonables a los existentes en la Europa templada) como en la mediterránea (dadas las relacio nes de la submeseta sur con el sudeste y las conexiones de am bos ámbitos con la Europa continental). Del conjunto de evi dencias se concluye la presencia céltica en la Península como un hecho innegable y enormemente complejo a la vez, de gran al cance histórico en la formación de los pueblos históricos de la Península.
La movilidad espacial Las fuentes literarias y epigráficas se hacen eco de la existen cia de un panoram a demográfico enormemente fluido y dinámi co. Constituye un auténtico lugar común el bandolerismo lusita
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no que afecta a las feraces tierras del mediodía peninsular, tra dicionalmente interpretado en clave económica y de excedentes de población, pero susceptible quizá de una lectura distinta. Las razias iniciáticas de los jóvenes para adquirir un estatus guerre ro constituyen un elemento típico de mucha sociedades indoeu ropeas (caso de los mánnerbunde germanos), y autores como Bruce Lincoln han visto en el mito del robo de ganado una ex presión típicamente indoeuropea de tales actividades iniciáticas, visible en figuras como las de Hércules y los toros de Gerión o en elementos célticos como los contenidos en la epopeya irlan desa del Táin Bo Cúailnge (el Robo de los toros de Cooley). La migración de los celtas Beloveso y Segoveso hacia Italia y el Da nubio recuerda la institución de la primavera sagrada (uer sacrum) de los pueblos itálicos, en la que se consagra a Marte la expansión fuera de su territorio de una generación de jóvenes. Tito Livio y Apiano documentan la frecuencia de las incur siones de lusitanos y celtíberos sobre sus vecinos del Levante y mediodía peninsular, y el mercenariado celtibérico es bien cono cido por fuentes diversas. G. López Monteagudo ha subrayado la presencia de mercenarios celtíberos en Grecia en fecha tan an tigua como el siglo v i a.C. por la tipología de las hebillas de cin turón allí encontradas. Se trata, en definitiva, del mismo fenó meno que caracteriza a los celtas europeos en general respecto de los reinos helenísticos a que se ha hecho antes referencia. Así pues, y sin necesidad de admitir las interpretaciones invasionistas que han caracterizado tradicionalmente a la historio grafía desde Bosch Gimpera para explicar la celtización de la Península, poca duda cabe de la existencia de una sustancial mo vilidad espacial entre los pueblos de la protohistoria de la Euro pa suroccidental. Baste el ejemplo de los celtas en Europa, y de los gálatas en Asia M enor en concreto, o de las correrías de cimbrios y de teutones, rechazadas precisamente en la Península por los celtíberos. Que dichos movimientos podían afectar a grandes contingentes de población, familias enteras y no ya grupos de guerreros, lo prueban noticias como la de César (BC 1, 51) so bre la llegada a Ilerda de una tropa de jinetes y arqueros galos, con la que iban 6.000 hombres con sus mujeres y siervos (en to tal, quizá, 20.000 personas)... Noticias como la de la identidad
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de los celtíberos con los célticos de la Beturia, la emigración de los turduli al norte de Portugal, la existencia de poblaciones for tificadas por los celtíberos junto a los ibéricos ausetanos, todo confluye hacia la consideración de un panorama sustancialmente móvil y dinámico entre los pueblos peninsulares. De ella da prue ba a veces también la arqueología: diversos yacimientos del Alentejo portugués documentan una cerámica estampillada que, de atender a colegas portugueses como Moráis, tienen su origen entre los arévacos de la Celtiberia, y documentarían, si no una emigración de éstos, al menos unas relaciones comerciales claras. En esa movilidad espacial hay que inscribir la celtización de la Península Ibérica, incuestionable por más que el registro ar queológico no documente con claridad sus momentos históricos. Es ese dinamismo tan difícilmente recognoscible el que atestigua la presencia en la Península de etnónimos que han sido relacio nados con otros similares de la Céltica europea (suesetanos al norte del Ebro y suesiones galobelgas —recordemos que su ca pital es Corbio, y que una Corbeil existe junto a Soissons, en la cuenca del M arne, lugar histórico de los suesiones belgas— ; cel tíberos pelendones, belos y arévacos, vacceos que pueden remi tir a los belendos y belovacos de la Galia en sus dos elementos; brigantinos del noroeste y brigantes de Britania, además de otros ya mencionados...). Una cosa parece clara: en el marco del complejo proceso de la indoeuropeización de la Península, el elemento céltico es cla ram ente dominante y, en última instancia, progresa en detrimen to de otros más antiguos y en su propia área —me refiero a la lengua lusitana o noroccidental— . Es ilustrativa al respecto la distribución de la característica toponimia céltica en segó- (sobre el radical típicamente céltico segh-, victoria) y en -briga, o antropónimos como Celtius, Cloutius, Boutius o Ambatus, muy bien establecidos en la Lusitania, como Albertos o Untermann han demostrado. Lo mismo sucede con los teónimos. No parece casual que los nombres de dioses prerromanos falten casi abso lutamente en el ámbito ibérico (aunque en él aparece una dei dad solar, Neitin —mencionada por Macrobio como Neton en tre los aceítanos de Guadix— , en el monumento de Binéfar, Huesca, sin duda la misma que el Neito del Bronce de Botorri-
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ta, correspondiente lingüísticamente al irlandés Néit), y esos teónimos se concentran casi exclusivamente en el oeste y noroeste peninsular. Se trata de nombres del tipo Bandu, Reve o Cosu, acompañados por epítetos que, en definitiva, están aludiendo a su carácter tópico o local, como veremos una característica de los dioses de la Céltica. Untermann ha señalado el acusado celtismo de muchos de esos teónimos, como Trebarune, Trebopala (cuyo primer elemento treb, casa, se halla idéntico en los topó nimos Contrebia de la Celtiberia —Belaisca, Leucade, Carbica—), Toudopalamdaige, Toudadigoe (el primer elemento remi te al celta teuta, antiguo irlandés túath, pueblo, tribu, que da Teutates, una de las deidades más importantes de los celtas), Crougin, Crougeai (relacionables con el irlandés crúach, cúmulo, pila), Nimidi Fiduenearum (cuyo primer elemento no es sino una variante del nemeton céltico, genérico que designa al santuario en el bosque, y el segundo se relaciona con vidu, madera), Bormanicus (que remite al galo Bormanus, asociado típicamente a establecimientos termales) o incluso Ataecina (el nombre de la gran diosa venerada por los lusitanos, relacionable con el irlan dés adaig, noche). Con todo, el teónimo que mejor expresa el panceltismo en las creencias religiosas de pueblos diversos de la Península y su consideración en el contexto general de la Céltica europea es Lugus (el Lug de la epopeya irlandesa, sin duda el más importante de los dioses celtas como se verá más tarde) do cumentado en la gran inscripción de Peñalba de Villastar o —en plural— en la misma Celtiberia (inscripción de Uxama dedicada a los Lugoves) y en la Galicia lucense (Lucubu, Lucubo, Lucuobu), así como en gentilicios celtibéricos o, de nuevo en el no roeste, en etnónimos derivados como Lougónoi o Lougei (unos Loúgoi se atestiguan en Escocia) y en la ciuitas Lougeiorum de una reciente tabula de hospitalidad.
Los celtíberos y el acceso al Estado-ciudad Frente al ámbito ibérico, afectado por los estímulos colonia les mediterráneos y organizado sustancialmente en torno a la ciu dad, la mayor parte de la España indoeuropea vendría definida
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desde el punto de vista social por unas sociedades de jefatura en las que, al menos desde el siglo V , la acentuación de la jerarquía encuentra reflejo en los materiales de las necrópolis, aunque sin parangón con los de la Céltica centro-occidental. Ahora bien, de la misma manera que diversas partes de ésta experimentan en su proceso de desarrollo social una aceleración a partir del si glo II a.C. conducente a ese horizonte que, ya estatal, se conoce con el nombre de la civilización de los oppida, la intensificación de los contactos culturales con el mundo ibérico del Levante pe ninsular y del valle medio y bajo del Ebro conduce por las mis mas fechas hacia ese mismo horizonte a una parte de la Céltica hispana: la Celtiberia. Se trata de un proceso que, sin duda, se aceleró en varias de sus manifestaciones por el contacto con Roma. Las transforma ciones operadas en la cultura y la estructura social de los pue blos celtibéricos fueron más precoces e intensas entre los citerio res que en los situados allende las sierras ibéricas. En cualquier caso es un hecho demostrado por evidencias de diverso tipo la consecución del nivel estatal de tipo politano, generalizado a lo largo de la segunda centuria anterior al cambio de era. Las for mas de gobierno son ya características de la ciudad-estado me diterránea, y las fuentes literarias y epigráficas (como los dos bronces de Contrebia Belaisca —Botorrita—) documentan la existencia de senados, asambleas populares y magistrados. Estos últimos (atestiguados como hemos visto en aquellos puntos de la Céltica más intensamente afectados por los contactos culturales con el mundo helenístico) quizá se expresen genéricamente en la lengua indígena por el término bintis —literalmente, el que ata, vincula— que se añade a los personajes mencionados en el reverso del texto de Botorrita. La utilización sistemática de la es critura, de las acuñaciones m onetales—con un posible ascenden te político por parte de las ciudades que emiten plata respecto de las cecas de bronce— , el propio desarrollo de las fuerzas pro ductivas son elementos que contribuyen a definir esa transición de unas formaciones sociales arcaicas hacia el Estado. Claro es que se trata, como en el resto de la Céltica, de so ciedades tradicionales y ello se ve en diversos aspectos bien expresados por las evidencias a nuestro alcance. Los textos epi
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gráficos —que constituyen el Corpus más importante del antiguo celta continental, y que, en escritura ibérica o latina, cubren el espacio de la Celtiberia antes señalado, aunque con manifesta ciones en el área vaccea del valle del Duero— mencionan un sis tema onomástico de los individuos muy característico formado por tres elementos: el nombre personal en primer lugar (por ejemplo, Lubos); a continuación, el patronímico en genitivo plu ral con sufijo -ko. (Alisokum, de los Alisos), y, por último, la fi liación (Alíalo ke, hijo de Avalo). El segundo de esos elemen tos, que aparece también en inscripciones de otros pueblos situados al occidente de la Celtiberia (vacceos, vettones, cánta bros y astures, carpetanos...), ha sido interpretado como expre sión gentilicia y —erróneamente, desde una perspectiva primiti vista—, identificado con una unidad de tipo ciánico. Sin embar go alude, sencillamente, al grupo familiar, que, como la derbfine irlandesa, abarcaría tres y a lo sumo cuatro generaciones. Pre cisamente en la céltica Irlanda encontramos, como ha señalado De Hoz, un sistema onomástico similar al de la Celtiberia, a tra vés de inscripciones ogámicas como la siguiente: Cattuvirr magi Tittavvecas mucoi Allato (de Cathurus, hijo de Ritavix, del grupo de Allatus). El nombre de dicho grupo familiar es patronímico, es decir, derivado del nombre personal correspondiente a un an tepasado (como el Aliso de la tésera celtibérica conservada en París que nos ha servido de ejemplo). Una institución social característica de los celtíberos y pue blos aledaños es el pacto de hospitalidad (hospitium), que expre sa epigráficamente esa movilidad espacial característica de las so ciedades indígenas a que se hacía antes referencia, en un mundo marcado por la inseguridad y la guerra. La conclusión de esos pactos de hospitalidad se realiza a través de téseras de bronce o de plata de formas diversas (mano derecha, zoomorfas —jabalí, delfín, caballo o toro— , geométricas); en cada caso existían dos documentos idénticos superponibles, conservados por cada una de las partes implicadas en el pacto. Si bien el uso epigráfico es grecorromano, poca duda cabe de que refleja una institución ca racterística de los pueblos indígenas de raigambre céltica. Diodoro de Sicilia, por ejemplo, se hace eco de la hospitalidad pro verbial de los celtíberos para con los extranjeros, en una costum
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bre típicamente indoeuropea de la que tenemos referencias di versas para la Céltica europea en general. Hasta el momento ha salido a la luz una veintena larga de téseras de plata y bronce, en lengua celtibérica y escritura ibérica en su mayoría (aunque hay algunas en escritura y aun en lengua latina). Normalmente se menciona sólo a una de las dos partes firmantes del pacto —sea un individuo, un grupo familiar o una ciudad— , aunque no faltan ejemplares que contienen la expresión de las dos par tes (como la que menciona a la ciudad de Arekorata —Muro de Agreda, en Soria— y a un Sekilako del grupo de los Amios). En ocasiones —como sucede en la tésera de Luzaga, Guadalajara— se expresan los términos kortika kar(uo), pacto de hospitalidad, en la interpretación de De Hoz (quien establece la comparación con el antiguo irlandés cairde, amistad, pacto, en lo que parece un vocabulario institucional común a pueblos diversos de la Cél tica antigua). Las noticias de las fuentes sobre los celtas de la Península Ibé rica los presentan con unos rasgos antropológicos que, como va mos a ver, son también característicos de la Céltica antigua en general (importancia de la guerra y de la institución del desalío, del banquete y la hospitalidad, de la clientela militar, de la in dumentaria con el característico sagum), y su universo imagina rio —aunque refleja la recepción de influencias mediterráneas a través del ámbito ibérico— manifiesta elementos que se expli can perfectamente en el contexto de los celtas continentales, lo mismo en la iconografía —la importancia de las representacio nes de cabezas, por ejemplo, o la aparición en la cerámica de Numancia de una deidad del tipo Cernunnos— que en las creencias religiosas (veneración del pancéltico Lugus, de las diosas Matres, de Epona, o de la dea Artio en una inscripción de Sigüenza, la misma que conocemos representada con un oso junto a Berna).
BIBLIO G R AFIA
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PARTE II Capítulo 6 LA SOCIEDAD CELTICA
E n las páginas que anteceden se ha planteado una aproxima ción a la etnogénesis de los celtas en el contexto de los pueblos indoeuropeos, a su proceso formativo y a su evolución histórica atendiendo a los diversos tipos de información al alcance del his toriador. Las que siguen se van a centrar —en una lectura más horizontal si se quiere— en el análisis de los aspectos esenciales que los definen culturalmente. La visión que puede darse al res pecto depende muy decisivamente de las observaciones externas de los autores greco-latinos, observaciones que corren el peligro de dar una imagen estilizada, estereotipada o incluso deformada del tópico que nos ocupa, en virtud de esa polaridad cultural en tre lo civilizado y la alteridad bárbara que caracteriza al mundo grecorromano. Contamos, no obstante, con datos más objetivos de información, derivados de la propia evidencia interna (escasa — o tardía en el caso de las fuentes insulares— , pero existente en cualquier caso) de dichas sociedades, o de las propias nove dades que la arqueología está sacando a la luz. El contraste sa ludable entre todos estos datos servirá, sin duda, para acceder a una síntesis más atendible de la propia realidad histórica de la antigua Céltica.
La estructura social Entre unos celtas y otros existieron unas diferencias innega bles debidas a su situación geográfica o a la antigüedad e inten sidad de los contactos con el más evolucionado mundo medi terráneo que conociera el régimen del estado-ciudad desde siglos antes, como consecuencia de la aculturación ejercida por los ele
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mentos procedentes del oriente semítico y griego. Es obvio que no puede compararse la situación de los galos de Provenza o el norte de Italia con la de los habitantes de Escocia o Irlanda. Con todo, la Céltica antigua presenta unos caracteres distin tivos que se acusan también en la estructura social, como sabe mos de las fuentes clásicas, la epopeya irlandesa y la propia ar queología. El conjunto de evidencias inscriben a los celtas en unas formaciones sociales de tipo arcaico. En ellas predominan —como antes se dijo— las llamadas sociedades de jefatura, que tienen una jerarquía social organizada con una estructura pira midal, un estatus heredado y un poder que se basa ya en la au toridad. Esas sociedades evolucionaron en los últimos siglos antes del cambio de era hacia un horizonte estatal arcaico y la consecución del nivel urbano. La ciudad, que podemos conside rar como la objetivación en grado máximo de un grupo humano en el espacio, no se define sólo por el tamaño del hábitat —con ser éste un elemento significativo— sino por las funciones varias que ejerce como centro direccional en un territorio determinado. Se ha dicho que la estructura básica de la sociedad céltica re mite a un fondo indoeuropeo antiguo, en el que la tribu o aldea está gobernada por una asamblea de ciudadanos libres y un con sejo, con elección —al menos en los niveles más simples— de un jefe o rey. Se trata de sociedades estratificadas en las que sus diversos componentes se relacionan por un sistema de obligacio nes y privilegios, que tienen una aristocracia que a menudo in cluye un cuerpo guerrero de elite, una clase sacerdotal y una población básica de agricultores y artesanos. En definitiva, la estructura tripartita revelada por César respecto de los galos (druides, equites y plebs). Diversos estudiosos han subrayado los rasgos culturales comunes entre esas sociedades célticas y las in do-arias, a pesar de la enorme distancia que separa a ambas: idéntica importancia de la guerra y del robo de ganado, existen cia de reyes, nobles, consejos y asambleas de libres; contraste en tre una nobleza poseedora de ganado y una base agrícola cons tituida por comunas aldeadas, sociedades heroicas centradas en torno a la vida de la corte real, paralelos en terminología reli giosa o prácticas rituales y, especialmente, en las instituciones le gales y el orden social.
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Lo característico de las sociedades célticas de la Edad del Hierro, algunas de las cuales abocan al resultado urbano comen tado, es un estadio segmentario que encuentra, al menos en un principio, en el parentesco el elemento vertebrador esencial, ar ticulado tradicionalmente en torno a la tribu, el clan y la fami lia. La tribu constituiría la primera unidad social autosuficiente, que aparece en los textos irlandeses como túath. En teoría, los miembros de la túath (a cuyo significado original de pueblo se añadiría el de un determinado territorio) serían descendientes de un antepasado común, que daría nombre al grupo. Diversos au tores, sin embargo, se han pronunciado en contra de esta inter pretación, pues existen túatha diversos en los que conviven gen tes heterogéneas y de condición desigual. Es posible, en conse cuencia, que la túath no sea sino un sistema onomástico que de signe a todo un territorio y a las gentes que en él viven a través del nombre de la familia gobernante. En Gales el vocablo corres pondiente es cantref (es decir, las cien trefs, casas o tribus: su se gundo término presenta un radical emparentado con el latino), y parece pertinente señalar que se da prácticamente idéntico en diversos topónimos de la Celtiberia hispana (Contrebia Belaisca —Botorrita— , Contrebia Leucade —probablemente en Inestrillas, Rioja). Por lo que respecta al clan, se trata de un término gaélico que significa simplemente descendencia. Todos los textos medievales de Irlanda y Gales insisten en la importancia de las familias extensas, en la descendencia patrilineal y en la reunión de diversos linajes en el seno de las tribus dirigidas por un jefe o un rey. En el interior de la túath la gran familia (fine) era una unidad social efectiva, pero se reconocía —sobre todo en materia de sucesión y solidaridad— un grado de parentesco más estrecho en la derbfine, que abarcaba al pa recer hasta los primos nacidos de hermanos por línea masculina. Dentro de este grupo había una unidad distinta, la gelfine (pro bablemente el linaje menor que daba a la derbfine los jefes pre sentes o futuros, y que incluía a todos aquellos que estaban bajo la misma patria potestad). Cualquier miembro de la derbfine de un rey podía sucederle, fuera tío, hermano o sobrino: todo in dividuo perteneciente a las cuatro generaciones descendientess era un rigdamna (sujeto elegible como rey). La propiedad era co
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lectiva en su seno, no individual, y no podía ser alienada en con secuencia. Algunos autores han comparado la derfine céltica de las fuentes irlandesas con una estructura —aparentemente simi lar— atestiguada en los textos sánscritos de la India: se trata de la sapinda, que abarcaría tres generaciones pasadas y tres futu ras. Este tipo de comparación —como otras que se realizan en el plano de las estructuras sociales o institucionales entre el mun do céltico y el védico, o el homérico— puede tener interés en cuanto consignan la existencia de realidades similares en socie dades como las aludidas, que están en una fase arcaica. Pero se corre con ello el peligro de defender, aunque sea de manera in consciente, un origen común que, como vimos más arriba, está lejos de comprobarse en el plano histórico. En Gales, la institu ción del cenedl (parentela, familia), similar a la derbfine irlande sa, abarca hasta cuatro generaciones. Por último era normal en Irlanda que las thúatha se agruparan en otras unidades mayores (mór túatha), en las que el líder de la derbfine dominante de la túath más importante actuaba como jefe supremo (rí ruirech). La riqueza se poseía, como ha indicado Blair Gibson, de cua tro formas distintas: por la posesión de bienes materiales, de técnicas especializadas, de ganado o —lo que parece más impor tante— por la adquisición de clientes, prerrogativa de la aristo cracia. Algunos de esos clientes, los saer ceili, eran obligados in voluntariamente a aceptar su estatus respecto de sus patronos. Las obligaciones clientelares implicaban la entrega de regalos y de ganado por parte del patrono, debiendo el cliente entregar pe riódicamente crías nacidas del rebaño, así como leche y otros productos agrícolas. En general, la severidad de las obligaciones dependía del estatus clientelar, incrementándose en los más bajos. Los hallazgos arqueológicos apenas si han aportado testimo nios claros en el asunto concreto que nos ocupa. En Gran Bre taña se atribuye a las familias extensas hábitats rodeados por foso o empalizada con varias casas. En Glastonbury, Somerset, 89 ca sas redondas atribuibles a familias extensas —entre los siglos IV y II a.C.— se reparten entre cinco o siete grupos separados por letrinas y espacios abiertos asumiendo funciones complementa rias (habitaciones, establos, talleres y graneros).
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La sociedad céltica tenía un carácter marcadamente aristo crático y a su cabeza estaba el rey, aunque —como hemos vis to— en la época en que se produce la conquista cesariana de las Galias esa realeza había sido sustituida por magistrados como el vergobretus de los eduos o los praetores atestiguados (en traduc ción a la denominación latina más genérica, el que va delante, del magistrado, que, por otro lado, tiene unas funciones jurídi cas bien conocidas) en inscripciones como las de Contrebia Belaisca (Botorrita) o Vitrolles (Aix-en-Provence). Tras el rey los textos aluden a ios nobles y a los sacerdotes, reclutados entre la aristocracia en Galia y, previsiblemente, también en Irlanda, Por debajo estaban los hombres libres, propietarios de tierras, culti vadores o artesanos —algunos de éstos, como los herreros, os tentaban una posición privilegiada— , El texto, ya tópico por su importancia, que m ejor refleja esta división es el de César (6, 13), con la distinción entre druides, equites y plebs, que ejempli ficaría en la sociedad céltica la tripartición funcional caracterís tica de las sociedades indoeuropeas de acuerdo con las tesis de Dumézil. Además de estas tres divisiones sociales, estaba la po blación no libre o de estatus servil, y la existencia de esclavos en tre los celtas aludida por las fuentes clásicas tiene confirmación arqueológica en el hallazgo de cadenas y grilletes para siervos en yacimientos latenienses como Llyn Cerrig Bach (Anglesey), o en la instalación agrícola de Park Street (Herefordshire, Inglaterra). Esa visión de César concuerda esencialmente con los datos transmitidos por los textos irlandeses, que plantean una jerarquización con distinciones claramente definidas entre los diver sos grupos sociales. Debajo del jefe o rey (rí) —término que no necesariamente implica funciones idénticas en todos los casos— estaba la nobleza guerrera, conocida como aire en los textos ir landeses (vocablo relacionado con el sánscrito arya, literalmente nobles). Su estrato superior eran los flaith, entre los que se ele gía al rey, y el inferior estaba representado por los bo-aire (jefes del ganado), que disponían de respetables extensiones de tierra en las que apacentaban a sus propios rebaños. Cada una de las tres clases de nobles prestaba servicios al rey de acuerdo con su rango, y llevaban un brazalete que identificaba su autoridad. Los
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componentes de la nobleza estimaban su riqueza en cabezas de ganado, excepto los de grado inferior (og-aire). Bajo los nobles estaban los libres sin propiedad, ceiles o arrendatarios; consti tuían el grueso de los agricultores (aitceach, que pagaban una renta en especie al rey y que recibían ganado de los nobles a cam bio de obligaciones varias), y a esta clase pertenecían también los comerciantes y artesanos. En el fondo de la escala social —o más bien fuera de ella— , estaban los esclavos y los fudir (extran jeros o descendientes de extranjeros que podían adherirse a un jefe como clientes, siendo representados por él jurídicamente). U n grupo claramente privilegiado era el de los hombres cultiva dos (aes dána): su pericia o habilidad especial en cualquier tipo de artes (entre ellos hay jueces y médicos, músicos y artesanos, bardos o profetas) les otorgaba un estatus a menudo superior al que les correspondía por nacimiento; en muchos aspectos eran tan respetados como los guerreros, y en época cristiana los clé rigos estaban de alguna forma incluidos en este grupo. En esta sociedad, que no conoció la moneda hasta la época vikinga, las multas, como las transacciones comerciales, se fijaban en cabe zas de ganado, siendo la unidad el sét (cuyo valor equivalía a la mitad del de una vaca lechera). En una sociedad aristocrática y guerrera como la céltica —en la que el concubinato parece una costumbre común—, la clien tela tiene, como veremos más tarde, una importancia capital, y lo mismo sucede entre las poblaciones insulares (institución de la céilsine). Otro rasgo típico de la sociedad céltica parece ser la adopción (fosterage), que ha persistido en la Escocia gaélica has ta entrado el siglo XVIII: los hijos de los nobles menos importan tes eran enviados a las casas de otros más poderosos, en las que se les enseñaban los rudimentos bélicos y principios clave en la formación caballeresca, creando además lazos de alianzas suple mentarias. En Irlanda el lazo entre padre e hijo adoptivo era real, tenía un carácter casi sagrado el establecido entre herma nos adoptivos y se manifiesta al nivel más alto, pues un rí a la cabeza de una tuáth de pequeña importancia podía ligarse per sonalmente a un rí ruirech, es decir, a un caudillo supremo. Posiblemente, César, cuando alude a que los padres no permiten que sus hijos aparezcan junto a ellos en público
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antes de la edad de llevar armas, se esté refiriendo a esa adopción.
Instituciones y leyes En la visión que pueda darse de las instituciones célticas una importancia esencial tienen las fuentes irlandesas. Las fuentes clásicas informan mucho menos al respecto, aunque confirman significativamente aspectos diversos en este —como en otros-— campos. El horizonte institucional que refleja la épica irlandesa tiene el interés de no haber sido contaminado —o haberlo sido en escaso grado— por los sistemas legales del mundo romano. Los derechos y obligaciones de los integrantes de la túath que daban definidos por la ley consuetudinaria y —salvo en los ám bitos en los que la evolución social abocó al establecimiento de magistraturas— estaba en manos de personajes que gozaban de una alta consideración como miembros de la clase intelectual. Se trataba en un principio, como el propio César testifica, de los druidas, su función luego desempeñada por los fili (profetas o vi dentes) y sobre todo por los hrithem (jueces profesionales) de los textos insulares. Las relaciones legales se establecían, no en tre individuos, sino entre familias. La composición (eric) por el daño causado tenía dos partes: el coirp-dire o multa corporal (que era idéntico en todos los casos, sin atender a la condición social: en los casos de homicidio alcanzaba a siete esclavos o a 21 va cas) y el precio de honor (lóg n-enech) adecuado a su dignidad (a su cara) y con arreglo al cual se compensaba en virtud del daño causado (en realidad se trata de la misma compensación pe nal en relación con el estatus social que atestiguan ya los viejos códigos mesopotámicos de comienzos del II milenio a.C., con la particularidad de que la compensación dependía del estatus del agresor —un rasgo único, al parecer, entre los pueblos indoeu ropeos, con paralelos entre las poblaciones uralo-altaicas—). Un rasgo muy importante era la ausencia del principio de res ponsabilidad individual en el terreno penal, pues en última ins tancia era el grupo familiar en su conjunto el que debía asumir las acciones del infractor. Una situación similar se observa en G a
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les, donde todos los miembros de la familia (cenedl) satisfacían colectivamente la compensación por la ofensa emprendida por uno de sus miembros, especialmente en los casos de galanas (odio de sangre) o enemistad surgida tras una muerte violenta. E ra normal en Irlanda la presencia de un garante del infractor —normalmente de más alta condición él— , que se responsabili zaba de sus acciones. Fuera de los límites de la tuáth respectiva, el individuo no tenía, en virtud de la solidaridad existente, ga rantizada su protección legal. De ahí la existencia, junto a las obligaciones del parentesco, de la clientela (relación de depen dencia esencial en el mundo céltico, como veremos), que exigía la prestación de ciertos servicios —entre los cuales la asistencia militar al señor— a cambio de la recepción de protección y ayu da material, todo ello sin que el cliente perdiera su estatuto de hombre libre o su capacidad de poseer ganado o tierras. Aunque no muy bien conocido, el derecho matrimonial pre senta gran interés, con rasgos decididamente arcaicos. Por Cé sar sabemos que la familia extensa gala tenía un carácter marca damente patriarcal, con el cabeza de familia ejerciendo la patria potestad sobre sus miembros (BG, 6, 19). Como regla general se practicaba la endogamia dentro de la túath, a excepción de los nobles más importantes (fláith). El divorcio era plenamente normal, e incluso se contaba con la posibilidad de concertar el matrimonio por un año, pudiendo la pareja rescindir su unión de mutuo acuerdo. Hasta diez tipos distintos de matrimonio con templan las fuentes, desde el permanente a la unión temporal. Está documentada asimismo la existencia de una esposa secun daria junto a la principal, así como legalmente aceptado el con cubinato (estas medidas se deben sin duda a que el objetivo úl timo de la institución familiar era la descendencia; sucede lo mis mo en otros ámbitos del mundo antiguo, que atestiguan la exis tencia de una auténtica ideología familiar en este aspecto). La situación de la mujer en el mundo céltico es, por lo que sabemos, mejor que en otros ámbitos antiguos. Su acceso a la propiedad y a la herencia —al menos en el caso de ausencia de hijos masculinos— parece uno de los rasgos característicos (re cuérdese la opulencia de tumbas principescas femeninas, como la de Vix). Las fuentes clásicas, en general, se muestran sorpren
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didas por la independencia y libertad relativas de las mujeres cél ticas. El propio Tácito dice que a los celtas no les importaba ser conducidos por mujeres, y conocemos los casos de reinas como Búdica o Cartimandua (de los Ícenos y brigantes, respectivamen te), que galvanizaron la resistencia de los britanos frente a las le giones romanas. Las fuentes aluden a veces a casos sobresalien tes por su carácter o heroísmo, como los de las matronas de Gergovia que lanzaban joyas y otros objetos a los romanos desde lo alto de sus murallas para evitar ser mancilladas por éstos, o como el de Onomaris, la m ujer que guía a los celtas en su vagar por el sudeste de Europa; y, en la literatura irlandesa, basta citar los ejemplos de Maeve o de la reina Mebd en la epopeya Táin Bó Cuailnge. Por otra parte, la sucesión matrilineal parece caracte rizar a la sociedad picta, al menos hasta el siglo IX .
La inauguración real Puesto que la riqueza de la túath dependía de la efectividad carismática del rey, la elección de éste estuvo sometida en Irlan da a rituales específicos de gran interés. El escritor galés medie val Giraldus Cambrensis atestigua para Irlanda un ritual de ca rácter muy arcaico, que constituye probablemente el vestigio de una práctica común entre los celtas del continente. Se trata de la inauguración real. Evidencias diversas muestran que, como en otras sociedades antiguas, el rey o jefe parece tener un carácter sagrado para los celtas. De ahí la necesidad de llevar a cabo una correcta elección de la que se siguieran buenas consecuencias para la fertilidad de las tierras, la fecundidad del ganado y el bie nestar del pueblo en general. La fuente mencionada relata cómo se reunía el pueblo y se hacía traer una yegua blanca. El rey elec to —pues la realeza no era hereditaria— se presentaba ante la asamblea y anunciaba, sobre manos y rodillas, que era un ani mal; a continuación pretendía copular con la yegua, que era des pués sacrificada y cocida. Cuando el guisado estaba a punto, el individuo se introducía en el caldero, bebía su caldo y comía la carne, tras lo cual era proclamado rey. El ritual que transmite Geraldo de Cambrai todavía se prac
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ticaba en el Ulster en el siglo xii, época a la que pertenece su Topographia Hibernica. Todo indica que la yegua blanca (color que alude a la función soberana en diversos ámbitos indoeuro peos) simbolizaba una diosa territorial, comparable a la Epona venerada por los celtas del continente. Este ritual ha sido com parado con el asvamedha indio (en este caso se sacrificaba a un caballo por sofocación y la reina se unía a él). La importancia del caballo en rituales y mitos indoeuropes se refleja en la exis tencia de gemelos como los Asvins (jinetes) indios, los griegos Cástor y Pólux, los legendarios anglosajones Horsa y Hengist que se asientan en Inglaterra o los irlandeses gemelos de Macha. El análisis de estos materiales ha conducido a Puhvel a propo ner un mito y ritual proto-indoeuropeos sobre el acoplamiento de una figura real con un caballo, del que surgirían los gemelos divinos. Como evidencias lingüísticas alude al propio nombre del ritual indio, asvamedha, que derivaría de ekwo-meydho, bebida de caballo, atestiguando un ritual que incluiría sacrificio de ca ballo y embriaguez. Una expresión significativa sería el nombre galo Epomeduos, que derivaría de ekwo-medu-, hidromiel de ca ballo (el término proto-indoeuropeo medhu aludiría a la bebida alcohólica ritual). Así, tanto el mundo céltico como el védico ha brían preservado todavía el nombre de una ceremonia centrada en torno al caballo y a la intoxicación ritual. Otras noticias, tan to de la Céltica continental como insular, apuntan al mismo ho rizonte significativo. La reina mítica Mebd (antropònimo que puede conectarse también con medhu, hidromiel) tenía entre sus consortes a Eochaidh, cuyo nombre se relaciona con ech, caba llo. Medb puede ser un nombre abreviado de ekwomedua, de la misma forma que la diosa de la guerra Badb corresponde a la gala Cathubodua. En otros textos se dan variantes diversas de la inauguración real: por ejemplo, la unión con una mujer que simboliza el con cepto de soberanía, o las piedras mágicas que, como la de Fál, gritan cuando un rey legítimo está sobre ellas. El denominador común es el cuidado en la elección del rey para asegurar su per tinencia y pureza. Y las noticias irlandesas sobre el asesinato de diversos reyes por sus sucesores se pueden entender como ritua les de sacrificio —existentes en otros ámbitos indoeuropeos— que abogarían por el carácter sacrai de la realeza.
Capítulo 7 LA GUERRA Y EL BANQUETE COMO EXPRESION DE UNA ANTROPOLOGIA
Los celtas según las fuentes clásicas L o s autores greco-latinos destacan una serie de características nórdicas a la hora dibujar el aspecto físico de los celtas; entre ellas, su alta talla, la blancura de su piel —escasamente velluda, como la de los germanos, los tracios o los escitas— , su poderosa musculatura, el azul de sus ojos o su rubia cabellera. Estos de talles llamaron la atención de los comentadores mediterráneos, pero no pueden ser tomados como constituyentes de ningún tipo racial concreto y distintivo. Los estudios antropológicos que se han llevado a cabo en las necrópolis del Hallstatt o La T ene han evidenciado una heterogeneidad clara en estatura o forma cra neal, con elementos dolicocéfalos y braquicéfalos; en definitiva, la existencia de diversos tipos genéticos, característica común a todos los grupos étnicos modernos. La descripción más antigua del guerrero celta se debe a Polibio, quien, al aludir a la batalla de Telamón (22 a.C.), describe a los galos que se habían instalado en el norte de Italia como por tadores de pantalones y sayos; los recién llegados del otro lado de los Alpes, los gesatos, combaten desnudos en primera fila, con tan sólo un torques y brazaletes áureos como indumentaria, y desnudo combate también contra Manlio Torcuato el caudillo celta en la guerra gálica del 361, al decir de Tito Livio. Polibio presenta el conflicto entre celtas y romanos como una lucha en tre la razón y lo irracional (siempre la antinomia característica entre el civilizado y el bárbaro), incapaces como son aquéllos de la planificación, con un temperamento que se define más por la volubilidad impredecible que por la confianza. Es, sin embargo, Posidonio quien — a través de Diodoro de Sicilia— nos ha deja do la más completa descripción del guerrero céltico, que ha sido
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confirmada tanto por la estatuaria céltica como por la plástica es cultórica de Pérgamo que representa a gálatas vencidos. Los no bles se dejan crecer el bigote hasta que les oculta la boca, pero se rasuran el resto de la cara; algunos llevan barba corta, pero lo más característico son sus cabellos, teñidos, según Estrabón, con agua de cal y echados hacia atrás recordando a las crines de los caballos. La cabeza de Msecké-Zebronice (Bohemia) puede ser un buen ejemplo ilustrativo de estas noticias, como la serie de pequeñas cabezas de bronce con mostachos del enterram ien to de Welwyn (Hertfordshire, Inglaterra). Los autores clásicos —por ejemplo, César sobre los britanos— aluden también a la costumbre céltica de los tatuajes en la piel, y el nombre de los pictos (hombres pintados) parece responder a este hábito, refle jado en las representaciones de monedas halladas en la islas del Canal de la Mancha. Un topos característico es su corpulencia, señalada también —lo mismo que la fecundidad— para las mujeres, como apunta Estrabón para las helvecias y arvernas de la Galia. La voz grave y ruda entonación, la brevedad de palabras y los sobreentendi dos, la exageración y la fanfarronería, la fogosidad, la frivolidad, el gusto por el oro, pero también el espíritu penetrante son no tas señaladas por Diodoro o Estrabón. Autores como Ausonio de Burdeos, del siglo IV, con su poesía de acertijos y criptogra mas, parecen remitir a una actitud característica de los celtas en el terreno del lenguaje que se relaciona con la enseñanza secreta de los druidas. Los autores clásicos se hacen eco asimismo de los elementos típicos de su indumentaria; como los pantalones (bracae), que sorprendían a los romanos portadores de togas, quienes no obs tante los adoptaron en su versión ajustada como prenda para la caballería militar. Las bracae parecen manifestar, si se admite su origen oriental, el contacto con los jinetes escitas de las estepas. También los sayos y capas de lana, que se exportaban en buenas cantidades a Italia desde la Galia y que están bien atestiguados entre los celtíberos hispanos, constituían otros elementos típicos de su vestimenta. El análisis de la iconografía cerámica en Sopron (Hungría) constituye una buena evidencia de la indumen taria de las gentes en época hallstáttica, y bracae llevan los
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guerreros representados en el caldero de Gundestrup. Otros au tores, como Amiano Marcelino (que se basa en Timágenes de Alejandría, de época augústea), subrayan la limpieza y pulcri tud de los galos —en Aquitania no se podía ver sucio ni siquiera a un pobre— , y Plinio alude a un jabón por ellos inventado y a un preparado especial para el cutis usado por las mujeres; otros escritores hablan de perfumes especiales y otros elementos de aseo. Mención especial tiene el torques —collar de oro o de bron ce, más raramente de plata— , elemento que resume como po cos la cultura céltica en el marco de una antropología guerrera (aunque se asocian también a otros pueblos como los escitas, los tracios y los persas) y del que el propio Virgilio se hace eco. Su carácter simbólico como emblema de la autoridad sobre la fami lia y la tribu ha sido señalada por algunos autores, que han alu dido a su transmisión por herencia (lo que explicaría su ausencia de las sepulturas femeninas), así como a la distinción funcional en virtud del metal con que están fabricados (adorno personal o elemento funerario —de oro en este último caso— ). Se han ha llado unos 150 torques áureos, para una época entre los siglos v y I a.C ., desde Bohemia al sudoeste de Francia y desde las islas Británicas al nordeste de la Península Ibérica. Su etimología se ha explicado a través del latín torque, cuerda torcida, y efectiva mente los collares célticos presentan esa forma a menudo; con la salvedad de que el término latino es un préstamo del céltico, como bien ha explicado Campanile. Tito Livio nos cuenta el com bate singular entre un guerrero galo y el romano Manlio, que, tras vencerlo, le despoja de su torques y se lo pone él mismo en su cuello: con ello consiguió una gloria eterna y a partir de en tonces recibió el sobrenombre de Torquatus (VII, 10). Otras fuentes aluden a la frecuencia con que se promete a los dioses torques en caso de alcanzar la victoria, así como a su adopción por los romanos para recompensar a los bárbaros colaboracio nistas. Y no olvidemos la significación religiosa que también tie ne el torques: el dios Cernunnos representado en el caldero de Gundestrup lo ostenta en su cuello.
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La guerra y la ética agonística El guerrero de caliza de tamaño natural plantado en la cima del túmulo de Hirschlanden, cerca de Hohenasperg, constituye un paradigma de la imagen gloriosa del combatiente céltico, coin cidente con los datos que, para una época más tardía, nos trans miten los autores greco-latinos: desnudo, tan sólo está tocado con un casco cónico, lleva un torques en el cuello y un puñal de antenas a la cintura similar a los que aparecen en las tumbas del siglo V I a.C. En las sociedades célticas la guerra constituía una actividad normal y los aristócratas la tenían como altamente deseable. El combate individual entre dos guerreros es un rasgo típicamente heroico señalado igual por las fuentes clásicas que por la épica irlandesa. Todas las evidencias conducen a la consideración de una auténtica ética agonística entre los habitantes de la Céltica antigua, y ello se reflejará de forma vivida en las creencias reli giosas, como veremos. Estrabón, entre otros autores, se hace eco de la audacia de los celtas y alude, con Arriano, a ese arrojo proverbial en un interesantísimo episodio: los embajadores de los celtas danubianos, a una pregunta de Alejandro Magno, res ponden que nada temen, salvo que la bóveda celeste caiga sobre sus cabezas. Es más que probable que dichos embajadores qui sieran dar a entender al macedonio que no le temían, exigiendo, en consecuencia, un trato en plan de igualdad. En cualquier caso, Aristóteles no parece haber entendido esa falta de miedo ante los fenómenos naturales por parte de los celtas, a quienes califi ca de estúpidos por no tem er a los terremotos o a las embrave cidas olas (la costumbre de no retroceder ante las olas, más bien de combatirlas, viene recogida en autores como Eforo o Estra bón, y también en la épica irlandesa: sabemos que Cúchulainn estuvo combatiendo siete días contra ellas. Parece claro que lo que se simboliza en el tema del combate contra el mar es la creen cia céltica en la existencia continuada después de la muerte). Las tendencias bélicas de los celtas parecen ser una constan te en las descripciones de los autores clásicos, y la arqueología revela la extensión y constancia de la preocupación de estos pue blos en materia defensiva, reflejada en las estructuras que apa
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recen en los yacimientos y en la importancia y variedad de las armas, halladas sobre todo en contextos necropolitanos. Pese a alguna referencia aislada en las fuentes, el arco y la flecha no pa recen haber estado en boga; son sobre todo las largas espadas, las lanzas y los escudos. Desde el siglo III a.C. se difunde am pliamente el gran escudo oval —el scutum de las fuentes lati nas— , que tenía el tamaño de un hombre, según Diodoro de Sicilia, y que aparece documentado también en los textos irlan deses (aunque en éstos parece más difundido el circular). Los ejemplares más interesantes han aparecido en Inglaterra (por ejemplo, el de Battersea, hallado en aguas del Támesis, con esa decoración de diseños curvilíneos tan querida al espíritu artísti co celta). El empleo de la honda se atestigua también en el oes te, especialmente en Britania e Irlanda. El carro de guerra fue un elemento común en toda la antigua Céltica y también en Irlanda. Basta comparar textos como los que aluden a la consumada maestría de los bátanos en la guerra con carros o pasajes diversos de la epopeya de Cúchulainn. Se trata del típico carro de dos ruedas de la época de La Téne en el que, de atender las informaciones de la épica irlandesa, irían el auriga y un guerrero. La guerra con carros parece, con todo, que había caído en desuso en la Galia en tiempos de la conquis ta cesariana, tras una dilatada historia en la que el carro fue ante todo un símbolo de estatus, como ponen de manifiesto las necrópolis. Norah Chadwick ha apuntado que las tendencias bélicas de los celtas, que aparecen como esenciales en diversas fuentes gre co-latinas, pudieran no tener tal carácter siempre y no implicar una actividad para aumentar el territorio de explotación o con trol, y que, en ocasiones, se trataría más de un tipo de actividad más afín a la razia que a las auténticas guerras de agresión o de fensa. Tal es el mundo implicado en textos como el Táin Bó Cuailnge, o representado por los fianna, bandas de jóvenes guerreros que pasaban parte de su vida cazando o luchando le jos de sus propios territorios. Ese tipo de forma bélica no esen cial era considerado más una iniciática actividad ritual que una guerra auténtica, no obstante el peligro mortal que su práctica implicaba, o precisamente por él.
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La actividad bélica es un rasgo característico de las aristocra cias, una vía de adquisición de prestigio que se expresa de ma nera óptima en el combate individual. La literatura irlandesa y el Mabonogion galés —colección de historias medievales con un rico contenido mitológico— abundan en ejemplos numerosos que contemplan reglas muy estrictas. Una de ellas era el fír fer (fair play), según el cual a un hombre que ofreciera un combate singular se le debía oponer un solo contrincante. Las fuentes clá sicas coinciden en la importancia de estas prácticas y en la insti tución del desafío, en el que el guerrero recita orgullosamente sus propias hazañas y trata de ridiculizar al contrincante. Esta misma fuente (para la que, recordémoslo, Posidonio aparece siempre en el fondo, lo que sucede asimismo para Estrabón), alu de a los característicos casos coronados por cuernos (como el ha llado en Londres bajo el puente de Waterloo) o figuras de aves o animales (piénsese en el casco hallado en Ciumesti, Rumania, o en la iconografía del caldero de Gundestrup), así como al fra gor provocado por las trompetas de guerra (carnyxes). El ruido era un rasgo típico de la táctica céltica, destinado a provocar la confusión y el terror en el campo enemigo; Tácito lo recoge en sus referencias a los britanos, lo mismo que Polibio en su famo sa descripción de los guerreros galos en la batalla de Telamón: se trata de los desnudos gaisatai (el nombre significa, sencilla mente, lanceros, y la voz gae aparece en irlandés antiguo: Gae Bulga es el nombre de la lanza milagrosa que Cúchulainn recibe de los dioses). Se ha comparado a estos gesatos descritos por Po libio con las bandas, también mercenarias, de los guerreros fenianos antes mencionados de la épica irlandesa. Esa desnudez del guerrero céltico, visible en las famosas estatuas pergamenas que representan a los galos moribundos, sorprendió extraordi nariamente a los romanos, que probablemente no se apercibie ron de su carácter ritual: la desnudez aseguraría algún tipo de protección sobrenatural. Efectivamente, el coraje y el valor en la batalla se deben a que, como anotó Lucano, los guerreros cel tas no temen a la m uerte, pues la consideran como la mitad del camino de una larga vida. De ahí que los celtas, al decir de Tito Livio, entraran siempre cantando en el combate. Igualmente en tre las historias de Cúchulainn hay indicaciones que subrayan la
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importancia de rituales mágicos en la formación del joven guerrero. Las fuentes clásicas aluden a la importancia de la caballería entre los celtas, y esos jinetes constituyen los equit.es que forman la aristocracia gala mencionada por Julio César. Un rasgo carac terístico de la táctica céltica, mencionado por Pausanias, es la trimarcisia, literalmente los tres jinetes (es decir, el caballero noble y dos asistentes), y autores como Estrabón informan de que los romanos reclutaban lo mejor de su caballería entre los galos. Una costumbre bélica característica de estos pueblos es la de capitación de prisioneros y vencidos, que, de creer a Estrabón, contempló su fuente, el geógrafo Posidonio, el mismo que ins pira las descripciones de Diodoro. Se trata de un ritual que con tiene un trasfondo religioso claro —al igual que los sacrificios de prisioneros a los que alude César— , y en diversos santuarios ga los, como Gournay-sur-Aronde, Entrem ont o Roqueperteuse, se han hallado representaciones de cabezas cortadas (un tema ico nográfico común a la Céltica antigua) e incluso cráneos huma nos introducidos en nichos. En el fondo subyace la creencia cel ta de que en la cabeza reside el alma humana, y, al cortar la del enemigo vencido, el vencedor se apropia su fuerza; se trata del símbolo exacerbado, más allá de la m uerte, de ese duelo mágico por el que se oponen los dos combatientes. La decapitación y la veneración de la cabeza son temas recurrentes en la épica céltica medieval, como muestran las gestas de Cúchulainn, al que se muestra llevando cabezas cortadas de sus enemigos, y la historia de Bran, perteneciente al Mabinogion galés. La cabeza de este último héroe, probablemente un dios originariamente, fue final mente enterrada en Londres, desde donde actúa como un pode roso talismán evitando los males y las plagas. Los celtas eran sensibles a cualquier signo natural que pudie ra ser la expresión de la voluntad divina. Polibio cuenta que los gálatas que acompañaban a Attalo de Pérgamo rehusaron con tinuar su marcha cuando vieron un eclipse en el cielo. El vuelo de los pájaros o los encuentros fortuitos eran considerados como presagios, benéficos o maléficos, lo que influía en la conducta del guerrero. Esa ideología guerrera de los celtas se plasma, por ejemplo,
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en la institución de la devotio, que supone la consagración de la propia persona a los dioses para obtener la victoria. El rito se conoce en Roma en la época arcaica y también entre los germa nos; quizá el caso mejor conocido sea el de Vercingetórix, que sacrifica su vida para evitar la masacre de sus tropas, pero las fuentes aluden a la misma como una práctica general entre los celtas, desde la Celtiberia a los gálatas de Asia Menor. Ese lazo que une indisolublemente al guerrero con la muerte y la victoria se encuentra igualmente en la institución de los soldurios, que no es sino una versión magnificada y belicosa de la clientela: se trata de guerreros que se unen a un jefe y juran seguirle hasta la m uerte, compartiendo con él su fortuna o su derrota, no sobreviviéndole en el combate en caso necesario. Ese estatus es pecial de los devotos o soldurios, esa clientela especial, es la de los ambacti de la Galia (con el término se relacionan los abun dantes antropónimos Ambatus en la antigua Céltica) o la de los soer-chéli de la épica irlandesa. En el fondo subyace la idea, de carácter religioso, de la m uer te gloriosa en la batalla. Una bella muerte similar a la que Vernant estudiara para el mundo homérico griego. De ahí el que, como Silio Itálico dice de los celtíberos, Eliano de los vacceos o Pausanias de los galos de Breno en la invasión de Grecia, los cel tas no entierren los cadáveres de los guerreros muertos en com bate: se prefiere que sean devorados por los buitres en la con cepción de que así sus almas remontan a los cielos, en lo que sin duda constituye, como ha indicado Sopeña, un rito sacrificial (sacrurn facer% convertir en sagrado) claro. De ahí también el sui cidio del guerrero vencido, que Breno ejemplifica de la manera más ilustrativa. Encontramos, pues, entre los celtas una antropología del ho nor, un ethos que encuentra en el furor guerrero un rasgo carac terístico. No puede sorprender el hecho en unas sociedades en las que la guerra tiene una importancia clave, que se traduce, también, en el desarrollo tecnológico que afecta a la producción de armas (la fama de las espadas de los celtíberos hispanos era proverbial) particularmente en la época de La Téne. Todavía en el siglo IV d.C., una de las mejores unidades del ejército del em perador Juliano tenía el nombre de celtae, de acuerdo con Amia-
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no Marcelino, y el propio Juliano dice que era inconcebible que un soldado céltico o gálata diera la espalda al enemigo, extremo al que también alude Claudiano.
El banquete y la hospitalidad Junto a la guerra, el banquete parece haber sido otra faceta esencial, y complementaria, de la aristocracia céltica: la lucha diurna y el festín nocturno, en el transcurso del cual se recita rían los éxitos bélicos, sin duda embellecidos y transmitidos por profesionales cuando la ocasión lo requiriese, hasta el punto de formar parte de la tradición. Una costumbre bien atestiguada por algunas fuentes clásicas, como Posidonio a través de A te neo, es la de los cantos de alabanza a los jefes realizada por poe tas a quienes se llama parásitos o bardos, normalmente en el transcurso de esas reuniones y fiestas. Estos autores, lo mismo que Diodoro, señalan la popularidad de la música entre los cel tas, que contaban con una variedad de instrumentos como la lira, tambores, trompetas, gaitas y una especie de arpa. El tema del banquete (symposion), bien estudiado por Dentzer para el mundo greco-oriental, parece proceder del este, don de se manifiesta ya en Mesopotamia hacia el 2750 a.C., pero la más antigua representación de sus integrantes en la posición re clinada que será característica del mundo greco-etrusco es del si glo VII (el rey asirlo Assurbanipal tendido sobre el lecho real en un relieve ninivita conservado en el British Museum). En G re cia es muy frecuente desde el siglo V I, está sometido a una serie de normas muy estrictas y tiene un carácter siempre colectivo que lo convierte en uno de los emblemas de la civilización helé nica, con un reflejo del ideal de vida aristocrática en su origen. Si los ajuares funerarios de las tumbas principescas del Hallstatt (Vix, Hochdorf) manifiestan la adopción de esta fiesta —sólo que traspasada al mundo privado de los muertos, en la creencia defendida por Bouloumié de que los jefes serían conducidos a través de los ritos funerarios al banquete supremo con dioses y héroes— , n^ es sólo por la insaciable sed de vino que alguna fuente presta a los celtas; es que el banquete estaba tradicional
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mente arraigado entre éstos, como claramente muestran las fuen tes de autores greco-latinos o la épica irlandesa, o las propias im portaciones de los grandes centros de hábitat. U na de las funciones de la bebida y del banquete era man tener unos sólidos lazos entre los jefes y el cuerpo principal de los guerreros. Ya hemos aludido a la importancia del comercio del vino mediterráneo desde el siglo VI. La cerveza se fabricaba en toda la Céltica, y el cerdo asado o cocido en un gran caldero constituía el plato favorito (como señala Estrabón para los belgas). Las fiestas ceremoniales célticas incluían certámenes ho noríficos por la porción del campeón (curadmír en antiguo irlan dés), y la contestación del bocado del héroe conducía frecuente mente a batallas y disputas inmediatas, si se cree a autores como Diodoro o Ateneo (escritor del siglo III d.C. que resume a Posidonio), o a relatos de la épica irlandesa como el Festín de Bricriu, el Táin Bó Cuailnge o la Historia del cerdo de Mac Datho. La embriaguez en los banquetes es motivo de disputas y peleas. Se trata de un lugar común mencionado por las fuentes clásicas y numerosas situaciones de este tipo se dan en las historias ir landesas. El Táin Bó Cuailnge (Robo del ganado de Cooley), una de las epopeyas centrales de Irlanda, comienza con una acalora da discusión entre Aillil y Mebd, rey y reina de Connacht, para convertirse en una guerra abierta entre las provincias de Con nacht y Ulster. La razón estriba en que en la Céltica antigua se observaban escrupulosamente las leyes de la hospitalidad. Cada uno tomaba un lugar según su rango, y según su estatus recibía una porción de carne determinada. Posidonio nos ha dejado —a través de A teneo— una descripción de una gran fiesta preparada por el rey gálata Lovernio, interpretada por diversos autores como ejemplo típico del sistema del don o potlatch: solía correr en su carro repartiendo oro y plata a la enorme multitud que le seguía, y acotó un recinto cuadrado de 12 estadios de lado, en el que introdujo prensas de vino y trajo tan grandes cantidades de ali mentos que durante muchos días todo el que lo deseó pudo en trar y disfrutar del festín así preparado. Este y otros ejemplos contemplados por las fuentes clásicas confirman las historias so bre los grandes banquetes, los bruidne de la épica irlandesa, y
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la prodigalidad que mencionamos no es otra cosa que la redis tribución de los productos conseguidos a través de la guerra o las actividades agrícolas. Un grupo de relatos irlandeses en pro sa son conocidos bajo el nombre de aitheda (las fugas —de mu chachas—) y presentan, con pocas variaciones, la misma histo ria: un joven se presenta en la corte del rey con la intención de llevar consigo a la hija de éste, a la que ama; le hace una prim e ra petición, que el rey no puede rehusar; éste pide a su vez, y comienza el típico juego de dones y contradones que incluye ban quetes, caballos, joyas, empresas maravillosas y, finalmente, la muchacha misma. Otro pasaje de Ateneo —recogiendo datos de Filarco, escri tor griego del siglo III a.C.— constituye un cuadro fiel de usos y costumbres típicamente célticos conservados en Galacia, con exactos paralelos en la Galia y en la épica insular. Ariamnes anunció que cada año daría una fiesta para todos los gálatas. Di vidió el territorio entero del país midiendo los caminos y, a in tervalos, construyó pabellones de banquete capaces de contener cada uno a 400 huéspedes; cada uno tenía un gran caldero en el que constantemente se cocían alimentos, a los que se invitaba no sólo a los compatriotas, sino también a los extranjeros transeúntes. El texto de Ateneo es importante porque demuestra el ca rácter institucional de la hospitalidad del rey gálata, y ese carác ter tiene un sabor inequívocamente céltico. Remite, como algu nos autores han visto perspicazmente, a la figura del briugu de la literatura irlandesa, el rico señor, siempre con un caldero en su casa, que tenía el deber de acoger a todos cuantos legítima mente se le presentaran. Ahora bien, en ambos casos parece que estamos ante una institución no del todo coincidente con el potlacht: mientras que en éste se implica todo un sistema de dones y obligaciones según el cual todos aquellos que reciben un rega lo están obligados a devolver —al menos en la misma medida— la generosidad de que se benefician, con el prestigio social inhe rente por ambas partes, el briugas (la riqueza u hospitalidad del briugu) consiste, simplemente, en una redistribución a los m e nos pudientes de una pequeña parte de los bienes poseídos por éste. Campanile ha señalado la importancia de la hospitalidad
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céltica del briugu —señalando paralelos en otros ámbitos indoeu ropeos— , afirmando que el regalo constituía la vía casi obligada para poner en circulación en el interior del grupo tribal —o fue ra de él, en una pequeña parte— los frutos del trabajo y de la guerra, eliminando las tensiones que hubieran sido inevitables si el príncipe los hubiera monopolizado totalmente en provecho propio. Otra noticia de Posidonio —conservada igualmente en A te neo (4, 154 a.C.)— atestigua, incluso, el suicidio agonístico de los jefes galos durante los banquetes rituales: el héroe —y futu ra víctima— pide a sus compañeros de mesa una serie de pre sentes que éstos no pueden rehusar so pena de perder su rango. La asistencia pública ante la donación asegura su carácter defi nitivo. Entonces, el héroe, que debiera haber devuelto unos pre sentes equivalentes como mínimo a los recibidos, paga con su vida a sus deudores, escapando con la muerte a la contrapresta ción y el deshonor. El texto llamó la atención de Marcel Mauss, quien señaló cómo esta institución había alcanzado entre los cel tas una suerte de paroxismo. La literatura irlandesa ofrece bellos paralelos de ética agonística de este tipo, implicando la ins titución del desafío en contextos de banquete. El más interesan te es el Fled Bricrend (El festín de Briciu). Durante el banquete acostumbrado —esta vez en la corte del Ulster— en que los hé roes compiten por el título del mejor, aparece un gigante que lan za un desafío: aquel de los presentes que se deje cortar la cabe za podrá, al día siguiente, cortársela a él; uno de los comensales invierte los términos, lo que es aceptado por el gigante: éste se deja cortar la cabeza pero, ante el estupor general, se va tran quilamente con ella bajo el brazo. Cuando, al día siguiente, exi ge la contrapartida, el guerrero que le ha cortado la cabeza no aparece. Ello sucede con cada uno de los que aceptan el desa fío. Tan sólo Cúchulainn tiene el coraje de poner su cuello al ha cha del gigante para saldar su deuda, y éste lo proclama como el m ejor guerrero de Irlanda. La hospitalidad y el regalo constituyen, pues, el otro polo de una antropología céltica marcada por la guerra. Esa hospitalidad se explícita en los pactos entre individuos, grupos familiares y ciudades simbolizados por las téseras de bronce que se han ha-
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liado en la Celtiberia o en otros puntos de la Céltica antigua (como el sur de Francia). Los textos irlandeses aluden, por otra parte, a la variedad de juegos de tablero. La literatura irlandesa menciona el brandub, en la línea del ajedrez o las damas. Existían asimismo diversos juegos de salón o de campo, de algunos de los cuales conserva mos evidencias arqueológicas: unos moldes de un horno britano-romano muestran a personajes desnudos con bastones simi lares a los del hockey y pelotas. Se trata, probablemente, de un juego antecesor del hurling que hoy se practica en Irlanda, y las habilidades múltiples de Cúchulainn incluían también la práctica de este deporte. La caza —incluyendo la caza a caballo— cons tituía, asimismo, otra actividad típica de los celtas, con un pro bable significado ritual que se atestigua también en el mundo greco-romano: las fuentes clásicas y medievales informan de la de las aves, jabalí o ciervo, así como del arraigo que tienen la mú sica instrumental o vocal. De nuevo Posidonio —a través de Diodoro y Ateneo— alude a la importancia de los bardos, poetas lí ricos que cantan acompañándose de liras (como las representa das en la cerámica hallstáttica de Sopron, en Hungría), H1 en tretenimiento más probable de los celtas era la narración de his torias en el marco de festines; en ella participaban todos los es tratos sociales a través de la bebida del caro vino importado, en el caso de la aristocracia, o de las más asequibles cerveza o hidromiel.
Oralidad y escritura Las fuentes greco-latinas no dejan de señalar, junto a deter minadas características en la etiología de los celtas —su tem eri dad y bravura en el combate, comportamiento bárbaro, costum bres o rituales que se caracterizan por su crudeza o su crueldad desde la pespectiva civilizada—, una fuerte predisposición natu ral hacia el aprendizaje y el ejercicio intelectual. La elocuencia de los galos impresionó profundamente a los romanos, y ya en el siglo II a.C. Catón atribuía a los cisalpinos un nivel de oratoria no menor al de su capacidad bélica, y Dio-
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doro de Sicilia señalaba las características del discurso céltico, el uso de la alusión, la hipérbole, la grandilocuencia (característi cas todas que encontramos en la poesía de Irlanda o Britania). Hombres como Diviciaco —el embajador de los eduos que de partiera con Cicerón sobre diversos temas— sorprendieron por su cultura a las elites intelectuales romanas. Los druidas goza ban de amplia fama de filósofos, y galos como Vercingetórix die ron pruebas de una gran inteligencia en el terreno político. La elocuencia típica de los galos parece no haber sufrido disminu ción alguna tras la conquista romana. Conocemos los nombres de una serie de oradores galos, que los romanos utilizaron como tutores de sus hijos, y casi todos los grandes maestros de la re tórica bajoimperial en Occidente se formaron en la tradición de las escuelas galo-rromanas. Particularmente ilustrativo es el caso de Ausonio de Burdeos, cuyos poemas trazan su ascendencia a los druidas armoricanos. Quizá el topos sobre la elocuencia gala se encuentre en un pasaje de Luciano de Samosata (siglo II) en el que relata cómo, cuando viajaba por la Galia, vio la represen tación de un anciano, vestido con piel de león, que conducía un grupo de voluntarios seguidores cuyas orejas estaban unidas a la lengua del guía por cadenitas de oro y ámbar de gran belleza. Un galo que estaba cerca y hablaba griego le explicó a Luciano que el anciano representaba la elocuencia y era representado como Hércules, pues los galos creían que la elocuencia no tenía menor poder que la fuerza física y alcanzaba su culmen en edad avanzada. Nuestro escritor dice a continuación que los celtas lla maban a Heracles Ogmios en su lengua nativa. Y, efectivamen te, conocemos a Ogmios como divinidad de la elocuencia en la mitología. La educación corría a cargo de los druidas (en torno a quie nes giraba, asimismo, el mundo de la justicia y el de lo religio so), y César nos ha dejado un texto muy explícito al respecto (VI, 13), en el que alude al largo aprendizaje (hasta veinte años) en el que la base era el poder de memorización, y a la integralidad de las enseñanzas druídicas; esa extensión e integralidad re cuerdan al período de tiempo no muy inferior y al amplio cam po de materias que ocupaban a los aprendices de poetas irlan deses. Los druidas —como más tarde los fili de la literatura ir
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landesa altomedieval— se encargan de la transmisión de todos los conocimientos concebibles al amparo de la multitud y esa transmisión se caracteriza por la oralidad. Una característica de los druidas y de los fili era que se les garantizaba la protección y el libre acceso a los diferentes ámbitos, y algunos estudiosos han visto en esa libertad de viajar que tenían los druidas uno de los elementos que contribuyeron a la homogeneización cultural de los celtas. La enseñanza oral fue una práctica común a los pueblos in doeuropeos que vivían fuera de las civilizaciones mediterráneas en que era común el uso de la escritura. El aprendizaje era di fícil (César y Pomponio Mela hablan de veinte años), y el sopor te oral se manifestó en un conservadurismo del lenguaje y, pre visiblemente, en un progresivo distanciamiento entre el sabio y el popular. El recurso al canto y a la recitación en esa enseñanza tradicional es constante entre los celtas, y un pasaje irlandés de fine así a la ciencia oral: El recuerdo de los antiguos, la transmi sión de un oído a otro, el canto de los poetas. En el Libro de Leinster, un colofón del siglo XII al Táin Bó Cailnge, la más fa mosa de las sagas irlandesas, se alude a Una bendición a todo aquel que memorice al Táin fielmente en esta forma y no uñada nada a ella, y una de las tres maravillas relacionadas con el poe ma era un año de protección a aquel al que fuera recitado. Conservamos un texto irlandés extraordinariamente signifi cativo sobre la preeminencia de la palabra sobre la escritura que puede ayudar a entender más cabalmente la oralidad de las en señanzas druídicas (independientemente de que consideremos a la escritura como un rasgo esencial de un mayor desarrollo so ciocultural). Se trata de La decisión de la espada de Cornac, tex to sobre el que Dumézil escribió un artículo excelente hace ya casi medio siglo. La historia se resume así: Dubdrenn, intenden te de Cormac, el gran rey de Tara, roba la espada —que había pertenecido a Cúchulainn— a Socht, uno de los rehenes envia dos al rey por las provincias de Irlanda. Aprovechando el sueño de Socht, manda al broncista real que grabe su nombre en ella y la devuelve después al propietario. Luego tiene lugar ante Cor mac un proceso por la propiedad de la espada, y la aparición del nombre del ladrón en la misma constituye la prueba clave sobre
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la identificación de su dueño. El texto termina con una reflexión general: En consecuencia, el muerto testimonió por encima del vivo, pues la recompensa (= la primacía) fue atribuida al escrito. Es decir, la espada fue remitida al ladrón. El relato acaba con la derrota de Cormac ante su vasallo el rey de M unster, por ha ber emprendido una guerra injusta siguiendo los consejos del in tendente ladrón y en contra de las indicaciones de los druidas. Estos se resistieron tradicionalmente a escribir porque la escri tura carecía de alma: era rígida, muerta, ya que, una vez fijada, era inadaptable a lo imprevisto de la vida, a los cambios; ade más, un texto escrito podía ser susceptible de una mala aplica ción en virtud de que no fuera comprendido. Por el contrario, la palabra está viva y se adecúa mejor al pensamiento dinámico del druidismo. La aparición de la escritura es un fenómeno tardío en la Cél tica antigua y circunscrito a aquellas zonas afectadas por los contactos culturales con griegos y romanos. Un mapa de las ins cripciones en lenguas célticas antiguas presentaría el siguiente contenido: en el hinterland de la colonia focea de Marsella se han hallado inscripciones galas en alfabeto griego —confirman do la información literaria cesariana— , mientras que las que se expresan en alfabeto latino se reparten por el centro-este de la Galia. En la Cisalpina han aparecido inscripciones de lengua gala y lepóntica que utilizan un alfabeto nord-etrusco; una espada sui za del estilo lateniense tardío lleva escrito en caracteres griegos el nombre del artífice o propietario (Korisios), y han aparecido grafitos en cerámicas de Magdalensberg (Austria) —en alfabeto derivado del etrusco— o de Camulodunum (Colchester). Desde el siglo II a.C. aparecen inscripciones correspondientes a diferen tes cecas monetales. Y la Celtiberia ofrece unos ejemplos más que interesantes de la adaptación de escrituras alóctonas (ibéri ca y latina) en inscripciones célticas: tal es el caso de diversas téseras de hospitalidad y, sobre todo, de las inscripciones de Peñalba de Villastar (Teruel) —en alfabeto latino— y del Bronce de Botorrita (en caracteres ibéricos; es el más largo texto con servado en lengua céltica, a excepción del calendario de Coligny —Ain, Francia—). Este último nos da información sustancial so bre un aspecto muy importante de la reflexión intelectual de los
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celtas; consiste en los restos de una gran tabula de bronce con un calendario de 62 meses lunares consecutivos, redactado en lengua gala, con muchas formas abreviadas y con los numerales en letras romanas. El cálculo se realiza por noches (de lo que también César da noticia), y se señalan días fastos y nefastos. Los celtas de Irlanda tenían, antes de la adaptación del alfa beto latino, una escritura especial llamada ogam, consistente en trazos horizontales u oblicuos sobre una arista vertical de la pie dra. Cada letra se nombra a partir de una planta o árbol (por ejemplo, D es daur, roble). Se conservan —entre Irlanda, Esco cia y Gales— unas 300 inscripciones en piedra, entre los siglos IV y VIL Sin embargo, habrá que esperar alguna centuria más para que surjan los textos literarios insulares, que recogen esa rica tra dición cultural, de transmisión oral por los druidas y los fili, y que tanta importancia tienen como fuente para el conocimiento de los antiguos celtas. La literatura irlandesa, fijando dichas tra diciones desde el siglo VII, tiene marcado carácter épico, con los relatos repartidos en tres ciclos: el llamado mitológico (historias de los dioses y las invasiones que afectan a Irlanda) del Lebor Gabála; el del Ulster (cuyos héroes principales son Cúchulainn y el rey Conchobar, y su gesta principal la ya aludida de l 'a ín Bó Cuailnge, que narra la guerra entre los héroes del Ulster y el resto de Irlanda conducido por la reina Mebd, a causa del robo de un toro maravilloso); y el ciclo de Leinster, llamado también de Finn u osiánico. Este último, aunque desarrollado más tardíamente que el anterior, tiene orígenes muy antiguos; su horizonte cultural llevaría, según algunos estudiosos, hacia el 200 d.C ., y no ha dejado de persistir en el folklore de Irlanda y de la Escocia gaélica. En cuanto a la literatura galesa, el Mabinogion contiene una serie de relatos épicos —organizados en cua tro ciclos, además del arturiano— con indicaciones muchas ve ces preciosas desde el punto de vista mitológico. De hecho, ca bría considerar a estas producciones como auténticas literaturas nacionales, las primeras de Europa.
Capítulo 8 LAS CREENCIAS RELIGIOSAS
L a oralidad que caracterizaba tradicionalmente a las sociedades célticas imposibilita al estudioso contar con informaciones escri tas susceptibles de dar la visión que sobre el mundo de la reli gión se tenía desde el interior de aquéllas. La epigrafía indígena es, como antes se ha apuntado, muy escasa y tardía. Así las co sas, contamos con una triple información al respecto. Por un lado, las noticias literarias de los autores griegos y latinos, ex traordinariamente interesantes muchas veces pero que hay que leer con cierto discernimiento crítico debido a dos hechos: la es tilización ocasional de la realidad —en virtud de aquella polari dad entre civilización y barbarie a que hicimos referencia— y la interpretación de la misma en términos de categorías mentales propias (lo que se conoce con el nombre de interpretado romana o graeca). En segundo lugar está la variada información de la ar queología —importante en todo lo referente a conjuntos sagra dos o espacios rituales— , la epigrafía y la iconografía —que nos procuran datos esenciales sobre nombres de divinidades indíge nas o de divinidades interpretadas a la romana, así como sus ras gos plásticos y elementos característicos— , y también los datos aportados por la numismática. Y, por último, el caudal, también esencial, de las literaturas vernáculas insulares de Irlanda o G a les, en las que hay que tener en cuenta las interpolaciones que pudieran deberse a los autores cristianos. Con todo ello puede hablarse de una religión céltica —por encima de las divergencias existentes en su ámbito geográfico— , en el sentido de que pre senta una serie de rasgos específicos y característicos; aunque no puede pensarse en términos de un sistema religioso perfectamen te estructurado.
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El druidismo Lo que sabemos de la religión de los celtas induce a pensar en la existencia de una elite intelectual sistematizadora de las creencias existentes, al menos en una etapa relativamente avan zada. Dicha elite existe en los variados testimonios de los auto res antiguos: se trata de los druidas. Zecchini ha sistematizado la cuestión del druidismo en las fuentes griegas distinguiendo: a) una tradición anterior a Posidonio (remontable probablemen te a Aristóteles y, con seguridad, a Soción y Antístenes —escri tores del siglo II a.C. ligados a la escuela peripatética— quienes, según Diógenes Laercio, presentaban a los druidas como prede cesores de la filosofía griega junto con los magos persas, los cal deos y los gimnosofistas indios). En ella se inserta Alejandro Poliístor —que escribe en el siglo I a.C.— , que sostenía la de pendencia de Pitágoras respecto de los druidas. Se trata de la corriente más antigua e idealizadora de éstos, que se manifiesta posteriormente en autores como Clemente de Alejandría o Jámblico. Fue, sin duda, la comprobación sorprendida de unas doc trinas altamente elaboradas entre los bárbaros de la periferia oc cidental lo que motivó la existencia de tal corriente idealizadora del druidismo (una sorpresa similar, diríamos, a la que en los tiempos modernos se siente ante las elevadas especulaciones de los dayak de Borneo o los dogon de Malí documentadas por los antropólogos), b) La corriente posidoniana, agnóstica sobre la dependencia y las relaciones entre Pitágoras y los druidas, ca racterizada por un empirismo etnográfico que no elude los aspec tos más crudos de la religión céltica, como los sacrificios huma nos, y que aflorará en Estrabón, Diodoro de Sicilia o Ateneo. Y c) una corriente filohelénica, según la cual Pitágoras influiría sobre las doctrinas druídicas, atestiguada claramente en Timágenes de Alejandría —que escribe hacia el año 30 d.C.— y en Amiano Marcelino más tarde. En las fuentes romanas no se encuentra esa idealización del elemento druídico de las fuentes orientales. Cicerón manifiesta hacia ellos un dualismo —sabios y sanguinarios— de matriz posidoniana, y los escritores posteriores destacarán, sobre todo, los aspectos más crudos de la religión céltica (así Lucano, Plinio o
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los escritores cristianos). En cuanto a César, la desmitificación de los druidas es total al dar de ellos la imagen laica del conquis tador: su contribución es esencial para valorar su papel político y social y contribuye con ello de forma eficacísima a completar el conocimiento que de ellos tenemos. La etimología más antigua del nombre la encontramos en Plinio: Los druidas, pues así llaman a sus magos, nada tienen más sagrado que el muérdago y el árbol que lo porta. A causa de este árbol sólo eligen bosques de robles y no cumplen ningún rito sin la presencia de una rama de este árbol, por lo que parece posible que deriven su nombre del griego (N H 16, 249). Así, para el na turalista el término druida deriva del griego drus, roble. Esta ex plicación parece verse confirmada por alguna cita como la de Máximo de Tiro, para quien el roble es la expresión visible de la divinidad (Diss. 8, 8), y es asumida por algunos autores mo dernos. En realidad, carece de consistencia, pues la etimología del nombre es clara: los druides (dru-uides) son los muy sabios o muy videntes (con un prefijo aumentativo dru- y un radical widqae aparece en griego —idein—, latín —videre—, gótico —witan— y lenguas como el inglés —wise— o el alemán —wissen—). Markalé ha hecho recientemente una puntualización interesan te: en las lenguas célticas existe una relación entre el radical que significa ciencia (wid-) y el término que significa árbol o madera (vidu). Si los druidas, muy sabios, fueran también los hombres del árbol, sus enseñanzas y rituales en la claridad sagrada del bos que quedarían definitivamente explicadas. Los druidas son, pues, los detentadores de la tradición y de la ciencia sagrada, intermediarios entre los hombres y los dio ses, y el término, tal como lo emplea César, alude a toda una clase religiosa que, en realidad, contiene tres subdivisiones fun damentales, a cada una de las cuales corresponde una especialización funcional: son los druidas propiamente dichos —que los autores clásicos relacionan con la religión, la filosofía, el dere cho y las ciencias de la naturaleza— , los bardos —cantores y poe tas— y los vates o adivinos —que se encargan especialmente de los sacrificios, según otros autores antiguos; por Trogo Pompeyo sabemos que los galos sobrepasaban a todos los demás pue blos en las diversas modalides de la adivinación (Justino, 24,
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4)— , Existe, por otro lado, una apelación druídica de gran inte rés, contenida en el libro octavo de César (el completado por Hircio) y en varias inscripciones galo-romanas: el término gutuater, alusivo a una función sacerdotal; etimológicamente es el pa dre de la voz, es decir, el sacerdote que se encarga de pronun ciar invocaciones, alabanzas o sátiras de naturaleza mágica, en unas funciones que tienen sus equivalentes en Irlanda. En los tex tos insulares el término genérico de la clase sacerdotal es drui (equivalente al druis galo transcrito por César y al druida de tex tos posteriores). Ahora bien, posteriormente a la cristianización el término fue perdiendo su importancia para acabar designando —en lo que hay que ver una reacción de la nueva religión frente a los representantes de la tradicional— a una especialización in ferior de la magia, la de los brujos. Es la categoría de los vates la que aparece entonces con más prestigio, heredando las fun ciones nobles de los antiguos druidas: se trata de los fili, que constituyen un colectivo en cuyo interior aparecen denominacio nes divesas que se corresponden con distintas especializaciones. La existencia de una jerarquía entre los druidas la señala cla ram ente César, y de diversos textos puede deducirse que tienen un destino nacional limitado al pueblo del que forman parte: tal sucede entre Diviciaco y los eduos o, en los textos irlandeses, en tre Cathbad y el Ulster, del que es druida supremo. Pero la ins titución druídica parece sobrepasar el cuadro del pueblo o la tribu. Las noticias de César (VI, 13) sobre la reunión de los drui das una vez al año en un lugar del país de los carnutos que tie nen por centro de toda la Galia, donde convergen de todas par tes aquellos que tienen litigios para someterse a su parecer y a su juicio, parecen presuponer el sentimiento de una comunidad gala, y diversos autores han subrayado el papel del druidismo como elemento galvanizador de la resistencia antirromana. La alusión de César al origen britano de la institución podría corres ponderse con los textos irlandeses, que señalan cómo muchos jóvenes —o personajes míticos como Cúchulainn— van a iniciar se a Britania. Sea como fuere, el druidismo no parece restringir se a ésta y a la Galia, y son muchos los estudiosos que piensan en la posibilidad pancéltica del mismo, desde Galacia en Asia M enor a la Galia Cisalpina.
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La enseñanza —secreta y en apartados lugares— y la preser vación de la tradición, la judicial, son funciones ya señaladas para el druida. También el sacrificio: las alusiones de diversos auto res —desde César a Estrabón o Diodoro— a la existencia de sacrificos humanos, que probablemente tuvieron un carácter ex cepcional, quizá constituyan un pretexto básico para los ataques de Rom a contra la religión druídica, en cuya organización en contraría un obstáculo clave para su expansión. A esas tres fun ciones clave habría que añadir otras: el druida, por su capacidad jurídica y su elocuencia, parece monopolizar las funciones de em bajador —es muy claro el caso de Diviciaco— , pero también las de historiador y narrador, médico, arquitecto o consejero del rey, junto al cual ostenta una posición de máximo privilegio y res peto. Un autor del siglo il, Dión Crisòstomo, llega a decir que los druidas tienen, desde el punto de vista político, una autori dad superior a la del rey. Independientemente de lo que de exa geración pueda haber en la indicación de Crisòstomo, parece cla ro en este y otros textos el papel eminente del druida, cuya opi nión —en una sociedad que rehúsa la distinción entre lo sagrado y lo profano— el rey no podía permitirse ignorar. En los ban quetes el druida se sienta a la derecha del rey, y cuando los eduos eligieron como magistrado supremo y sustituto del rey a Cotus, César, por razones políticas, obligó a Cotus a renunciar al poder e hizo volver la autoridad a Convictolitavis, que había sido nom brado por los sacerdotes para la magistratura vacante, según los usos de la ciudad (BG 7, 33). En los textos irlandeses los druidas aparecen, asimismo, como maestros de los elementos físicos, el agua, la tierra y el viento —que reflejan perfectamente la fórmula ternaria tan cara a las creencias célticas, como veremos, el fuego, no siendo sino la transformación de los elementos anteriores y de la energía cós mica— . Y como maestros del tiempo les corresponde a los drui das, además, administrar y fijar el calendario. El texto epigráfi co en lengua céltica más largo que se conserva es el contenido en el calendario galo de Coligny (Ain), único documento que permite tener una idea razonable de la ciencia druídica. Incluido en un bronce de unos 60 x 30 cm. manifiesta el uso en la zona del Jura de un sistema científico de cálculo, de carácter civil y
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religioso a la vez, casi dos siglos y medio después de la conquis ta César, que, recordémoslo, decía de los druidas que eran ex pertos en materia de revoluciones astrales (BG 6, 14-6). Contie ne los meses correspondientes a un lustro, probablemente la me dida del tiempo, como sugiere un texto de Posidonio: Los galos guardan a los malhechores por un período de cinco años, y en ho nor de los dioses los empalan y en fuente de holocaustos añaden otras muchas ofrendas... (Diod. 5, 32, 6). El año céltico giraba en torno a cuatro fiestas fundamenta les. La principal es Samain, el 1 de noviembre (el término se corresponde con Samonios, primer mes de Coligny), que señala el comienzo del año. En ese día se abría el Sidh, el mundo de los dioses y héroes, y se producía la comunicación entre los vi vos y los muertos (la fiesta parece haber persistido en el día de los santos del mundo cristiano o en el Halloween anglosajón, que recoge los festines y mascaradas de la fiesta céltica). Imbolc se celebra el 1 de febrero, es decir, en el centro del invierno; se tra ta de una fiesta de exaltación del fuego y del agua lustral, con perduración en la cristiana de la Candelaria. Beltaine tiene lugar el 1 de mayo para celebrar el comienzo del universo diurno y la sacralización de la vegetación naciente; se trata de la fiesta sa cerdotal por excelencia, y es entonces cuando tienen lugar las in vasiones míticas de Irlanda. Por último, Lugnasad (La asamblea de Lug), el 1 de agosto, tiene un carácter real y patriótico, como fiesta garantizadora de la paz y la abundancia en la que partici pa todo el pueblo honrando el aspecto real de Lug, mencionado probablemente como Lugo en el calendario de Coligny (Lúnasa es todavía el nombre del mes de agosto en irlandés, y el festival se ha convertido en la tradicional fiesta de la cosecha cristiana). Los romanos aprovecharon políticamente su importancia, a juz gar por la celebración del Concilio de las Tres Galias en Lyon (Lugudunum, literalmente La colina de Lug) el 1 de agosto, en la fiesta máxima de exaltación del culto al emperador. El Pseudo-Plutarco nos ha dejado una narración sobre la fundación de Lyon: Cerca del río Arar se halla el monte Lugdunus, que cam bió su nombre por la razón siguiente: M omoro y Atepomaro, en cargados por Serenoreo, vinieron a esta colina, según la orden de un oráculo, para construir una ciudad en ella. Se excavaban f o
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sos para los cimientos cuando, de pronto, aparecieron cuervos que, volando aquí y allá, cubrieron los árboles del entorno. Momoro, que era hábil en la ciencia augural, llamó a la nueva ciu dad Lugdunum. Pues, en su lengua, el cuervo se llama lougos y un lugar elevado dounon, según nos enseña Clitofón en el libro decimotercero de sus Fundaciones (De Fluv. 4, 6). En realidad, la etimología del topónimo lionés no es la colina del cuervo (pues el nombre de este animal en galo es brennos), sino la colina de Lugus. Pero el pasaje es ilustrativo de la importancia del cuer vo, animal asociado a Lug, en la adivinación y rituales druídicos. Lo que caracteriza a los druidas sobre todo es su carácter emi nentemente social. Sería difícil encontrar otra religión más entrañada en la sociedad que la céltica, y lo distintivo del drui dismo no es —o no tan sólo— la puesta en orden de ciertas téc nicas rituales; en sus creencias, algunas de las cuales se analizan luego, subyace una dimensión espiritual que los antiguos griegos y romanos no comprendieron cabalmente, pero de la que dieron importante testimonio. Los druidas fueron víctimas—como la re ligión que sustentaban— de la lucha resultante de lo que se ha llamado la barrera moral entre dos culturas distintas, la céltica y la greco-romana. La intervención de Roma ocasionó su desapa rición, y en las zonas donde la romanización no afectó o lo hizo escasamente, se diluyó ante el cristianismo primitivo (como en Irlanda).
Los espacios sagrados y los ritos Tenemos más información sobre el ritual que sobre el pan teón céltico, lo cual no es de extrañar porque los escritores an tiguos se preocupan más por los ritos que por la naturaleza de los sistemas de creencias, a lo que se une la información abun dante que al respecto está dando la arqueología. La concepción del equilibrio y de la armonía del país — como señalaran Le Roux y Guyonvarc’h— se expresa geográficamen te por la reunión de caracteres sagrados en un territorio central y temporalmente por un soberano ideal, histórico o mítico. Cuando ambos caracteres de tiempo y espacio coinciden, se pías-
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ma la concepción cósmica de la realeza, claramente atestiguada en la Galia, Irlanda y —menos— en el País de Gales; en el caso galo, no por un individuo sino por un pueblo, el de los Bituriges (término compuesto de bitu-, a la vez mundo y edad, y del plu ral de rix, rey), situados efectivamente en el centro de la Galia; no es casual que su territorio tenga un Mediolanum (Chateaumeillant) y que fundaran otro (Milán) al conquistar la Cisalpina. Este topónimo, del que existen unos 60 por toda Europa, expre sa perfectamente la idea céltica de santuario central. Mediola num es, etimológicamente, el centro de la llanura, con un senti do más preciso y onfálico de lugar de fundación. La misma idea de centro se encuentra en Irlanda, dividida en cuatro provincias (Ulster, Leinster, Munster y Connacht), pero con un centro mí tico en la colina de Tara, Midhe (el Medio) onfálico donde reina teóricamente el A rd Rí, Rey supremo, de Irlanda, y en el que tie nen lugar las grandes reuniones políticas. El espacio cultual en la Céltica antigua, separado del hábitat hasta una época avanzada de La Téne, es el santuario a cielo abierto, que las fuentes clásicas definen con los términos de lo cus consecratus o hieron, y Lucano señala la ausencia de tem plos propiamente dichos. Los lugares sagrados están en relación con los elementos naturales —el agua, la tierra, el bosque o el cielo— . El santuario por antonomasia parece ser el nemeton, tér mino que designa la claridad sagrada y celeste (de la raíz nem-, cielo, de donde nemed, sagrado), que se manifiesta fundamen talmente por un claro en el bosque, lugar en el que tiene lugar la comunicación entre la tierra y el cielo. De acuerdo con las in formaciones de los autores antiguos, los druidas llevan a cabo sus enseñanzas y sus rituales en apartados bosques, y el irlandés antiguo atestigua un hombre genérico como fidnemed, bosque sa grado. La relación íntima de los celtas con el bosque se expresa a través de etnónimos (como Eburones, Eburovices, hombres del tejo, o Viducasses, que combaten por el bosque), del emplaza miento forestal de grandes santuarios (como el de las cercanías de Marsella destruido por César o el de Mona por Suetonio Pau lino) o de la extensión geográfica de topónimos como Nemetodunum (Nanterre), Nemetobriga en España, Medionemeton o Vernemeton en Britania... En otras ocasiones dicho santuario se
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sitúa en una isla en medio del mar (la de Mona en Britania —ac tual Anglesey— sería un buen ejemplo, al decir de Tácito), o bien en la cumbre de una montaña (como en Peñalba de Villastar, Teruel, donde se ubica el más importante centro cultual del dios Lugus —el Lug de las fuentes irlandesas— de que tenemos noticia). Todos son santuarios a cielo abierto que tienen un cla ro simbolismo de centro, de omphalos en el que tiene lugar la comunicación entre el mundo de los hombres y el de los dioses. Plinio, el famoso naturalista del siglo I d .C , alude a un inte resantísimo ritual (16, 249), que consiste en la recogida del m uér dago —que da fecundidad a los animales estériles y constituye un remedio contra todos los venenos— por parte del druida del tronco del roble, mediante una hoz de oro, en el sexto día de la luna y en una época del año que no se especifica. El muérdago — agua del roble, según una denominación bretona; uil-loc, cu ralotodo, en irlandés moderno y gaélico de Escocia— constitui ría una expresión inmejorable de la divinidad, lo mismo que el roble que lo porta, representación visible de lo divino para los celtas según Máximo de Tiro. Un reciente descubrimiento parece confirmar arqueológica m ente la cita de Plinio: en un pantano de Lindow (cerca de Wimslow, Cheshire, Inglaterra) se halló el cadáver de un hom bre, asombrosamente bien conservado —las circunstancias re cuerdan los paralelos de los pantanos daneses— , que revela un sacrificio humano como los que las fuentes atribuyen a los cel tas. La víctima sufrió una muerte triple: fue asfixiada por una cuerda, su garganta cortada con un cuchillo y ahogada. Sus in testinos contenían las gramíneas típicas de la Edad del Hierro (salvado, centeno, trigo, avena), pero lo que asegura el carácter ritual de la muerte es la presencia de polen de muérdago y de pan tostado (sobre este último existen referencias textuales y tra diciones orales en el mundo céltico: la persona a quien se desti naba una porción de pan tostado se sacrificaba para el bien de la comunidad). El hallazgo de Lindow es muy importante por diversas razo nes. Por un lado confirma arqueológicamente —como otros ele mentos a que luego se hace referencia— la validez de los sacri ficios humanos que las fuentes aluden respecto de los celtas;
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transmiten este tipo de información Posidonio (a través de Diodoro —5, 31, 3; 5, 32, 6— y de Estrabón —4, 4, 5—), Cicerón (Pro Fonteio 39), Lucano (quien alude a los árboles del bosque sagrado de las cercanías de Marsella que estaban purificados con sangre humana: Phars., 3, 399 ss.) o Tácito (que recuerda cómo los druidas de Anglesey mojaban sus altares con la sangre de pri sioneros y consultaban a sus dioses examinando las entrañas hu manas —Ann., 14, 30—). Por otro lado valida el texto pliniano. Pero, además, expresa un tipo de sacrificio indoeuropeo común a celtas y germanos, el de la muerte triple, en el que algún estu dioso ha visto la posible plasmación de la trifuncionalidad defen dida por Dumézil y sus discípulos. Dejando aparte las eviden cias existentes para los germanos, no hay duda de que el hom bre de Lindow atestigua textos pertenecientes a la Antigüedad o la épica irlandesa. Los comentaristas del texto de Lucano so bre las divinidades máximas de los celtas, Teutates, Esus y Taranis (Phars., 1, 445), indican que se aplacaba a éste mediante la cremación de las víctimas, al segundo mediante la suspensión de las mismas en los árboles y al tercero a través del ahogamiento en un gran caldero. Adamnán, que escribe en el siglo vil, cuenta cómo Columcille predice tres muertes diferentes a Aedh el Negro: por una lanza en el cuello, por la caída de un árbol y por ahogamiento. El relato del siglo XI Silva Gadelica recuerda que el rey Diarmaid, que viviera en el siglo V I, encontró la m uer te durante la celebración de una fiesta a través de una herida de arma, del fuego y del ahogamiento (en lo que parece la rem e moración de un ritual sacrificial más antiguo). Es difícil no sustraerse a la similitud de todas estas noticias, independiente mente de su conexión con deidades de la primera (estrangulamiento), la segunda (herida con arma o fuego) y la tercera fun ción (ahogamiento); para el mundo germánico las evidencias re lacionadas con la segunda son más bien escasas. A pesar de las noticias de las fuentes clásicas y de las creen cias tradicionales, excavaciones recientes han demostrado la exis tencia entre los celtas de recintos sagrados artificiales. Se trata de los Viereckschanzen, recintos cuadriláteros de forma regular con una superficie entre 5 y 15.000 m cuadrados, que se prolon garán en los templos galo-romanos construidos en piedra. El de
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Holzhausen en Baviera constituye un buen ejemplo, con una puerta monumental, dos terraplenes con empalizadas de m adera y sin rastros de ocupación. Dichos recintos contienen profundos pozos rituales, con restos de ofrendas sacrificiales. Diversos po zos, la mayoría de sección circular, hallados en Francia o Ingla terra han fortalecido la hipótesis de su carácter ritual y fune rario. El de Findon (West Sussex), con una profundidad de 76,2 m, contenía restos de cerámica y de astas de ciervo. Otros pozos presentan también restos cerámicos, cornamentas de cér vidos, huesos humanos o animales. No sabemos hasta qué punto estos fosos cultuales implicaban unas creencias similares a las del mundus romano como elemento onfálico que constituye la aper tura con el mundo infernal, pero su carácter ctónico parece fue ra de toda duda. En el recinto de Libenige (Bohemia), fechado en el siglo III a.C. y construido en función de la posición del sol en los solsticios, se han hallado evidencias sacrificiales de niños y animales, con el enterramiento de una mujer de edad avanza da, quizá la sacerdotisa del santuario. En Emain Macha (Armagh), una estructura circular de 38 m de diámetro presenta cin co círculos de postes de roble, con un enorme tronco del mismo árbol en el centro, sobre una plataforma, que alcanzaba 11 m de altura y constituía un punto sagrado referencial para todo el en torno; es posible que el conjunto cultual —que hacia el 100 a.C. sustituye a la antigua residencia real— estuviera techado; recor demos la importancia que Emain Macha tiene en la literatura épi ca irlandesa, como gran capital del Ulster; en ella se celebraba la fiesta de Samain. Poseemos otras evidencias arqueológicas so bre la importancia de los árboles en el ritual céltico. En el cen tro de los recintos sagrados de Goloring y de Goldberg (Alema nia), datables en el siglo VI a.C., se levantó un gran poste cen tral, auténtico foco cultual similar al de Emain Macha, y otros postes rituales aparecen en santuarios diversos de la Galia (Bliesbruck) o Inglaterra (Hayling Island, Ivy Chimneys). Desde la época de La Téne antigua se edificaron santuarios en algunos oppida, como el de Gournay-sur-Aronde (Oise), en territorio de los belovacos, que funcionó desde el siglo IV hasta la época de la guerra de las Galias, cuando fue destruido. Un foso cuidadosamente mantenido contenía las ofrendas, entre las
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que destacan centenares de armas —sistemáticamente rotas— asociadas a bóvidos, carneros y cerdos. El foso contenía asimis mo 80 huesos hum anos. La p a rte cen tral la ocupaban nueve fosos circulares que rodeaban a uno oval, sobre el que se construyó un templo de m adera que en la refacción de época postcesariana adoptó planta cuadrada (tras una larga etapa de desocupación, fue substituido en época bajoimperial por otra es tructura de piedra). En otro cercano santuario, el de Ribemontsur-Ancre (Somme), se encontró recientemente un amontona miento de huesos humanos (unos 2.000, tibias, fémures y húme ros esencialmente), formando una estructura cuadrada cuyo in terior serviría para albergar el producto de las incineraciones, con restos de armas en su torno. Si bien se ha interpretado la presencia de huesos humanos en ambos santuarios como expre sión de sacrificios humanos, parece más probable pensar en el carácter funerario del espacio, relacionado previsiblemente con un ritual de heroización especial. Estos santuarios belgas, al igual que otros del norte de Francia (Saint Maur, M irebeau), tienen como elementos constitutivos, además del cercado que sirve para definir el espacio sagrado respecto del profano (los términos temenos y templum designan en griego y latín al terreno cortado o circunscrito del culto), un centro en el que aparecen postes, fo sos o templos. La dimensión astronómica viene dada por la orien tación de los postes, indicando a veces los puntos cardinales. Igualmente, en Inglaterra surgen una serie de santuarios asocia dos a los hábitats fortificados de los últimos siglos antes del cam bio de era, que se distinguen de las construcciones domésticas por su forma cuadrangular —como en Danebury (Hampshire)— la misma que el templo de madera hallado en el aeropuerto lon dinense de Heathrow, al parecer del siglo III a.C. Los templos galo-romanos suelen consistir en una celia ro deada de una galería, en la que se practicaría una procesión ri tual, la circumambulatio de derecha a izquierda, de la que Posidonio nos da un testimonio muy ilustrativo, como también Plu tarco respecto de la rendición del más famoso caudillo galo: (Vercingetórix, habiendo tomado sus bellas armas y adornado su ca ballo, describió un círculo en torno a César sentado y, saltando de su caballo, arrojó las armas (Caes. 27). El sentido de esa no
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hace sino seguir el de la orientación del sol: los celtas tomaban como referencia el este —la salida del sol— ; a la izquierda está el norte, lado maléfico, y a la derecha, el sur, lado luminoso (de trás está el oeste, pero, de hecho, no existen más que tres pun tos cardinales, pues al cuarto no se le ve y se le considera el Otro Mundo invisible). Algunas monedas representan por otro lado, escenas rituales: citemos tan sólo las britanas acuñadas en Camulodunum (Colchester) y Verulamium (St. Albans), que exhi ben, respectivamente, una figura que parece portar una cabeza cortada, con un altar detrás, y otra sedente haciendo una ofren da a un caldero (ambas figuras han sido interpretadas como pro bables sacerdotes). Un carácter especial tienen los santuarios celto-ligures de la Provenza (Roqueperteuse, Entrem ont, Nages...), de los que han quedado restos de estructuras (pilares a veces perforados para alojar cráneos humanos, dinteles decorados con grabados, esta tuas de dioses, guerreros y animales). El mejor conocido es el de Entrem ont, con un edificio porticado de pilares sobre estilobato característico. No parece que el carácter de estos santua rios sea idéntico a los mencionados del norte de Francia; por el contrario, el carácter monumental de las estructuras, la presen cia de cráneos y de estatuas de guerreros o de dioses induce más bien a pensar en monumentos relacionados con el depósito de ofrendas religiosas o políticas, o bien con la gloria de héroes y antepasados. Junto a los pozos votivos, otro rasgo característico de los cel tas era el depósito de ofrendas de objetos de bronce y hierro en lagos, estanques y fuentes, que ha servido a diversos autores para aludir a un culto a las aguas como característico de la Céltica an tigua. En realidad, los celtas se sintieron siempre fascinados por cualquier tipo de abertura acuática hacia el Otro Mundo. Se sabe de ejemplos numerosos —quizá el mejor conocido sea el de La Téne, en Suiza— en Escocia, Gales, Inglaterra, Francia, Alema nia y la Europa central o el norte de Italia (la Galia Cisalpina). Este carácter tenía el aurum Tolosanum, es decir, las ofrendas votivas de objetos áureos robadas por los romanos del lago sa grado en 106 a.C. tras el saqueo de Tolosa (Toulouse). Uno de los hallazgos más impresionantes es el de las fuentes de Duch-
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cov (Checoslovaquia), donde apareció un gran caldero de bron ce que contenía 1.200 objetos metálicos del período medio de La Téne. En la antigua Céltica la personificación del agua como fuente de vida y medio de purificación material y espiritual es siempre femenina: lo prueban deidades como Coventina (vene rada en Britania, pero también en la Narbonense o en el noroes te de Hispania), la Sulis Minerva de Bath o deidades que han de jado sus nombres en ríos, como Sabrina (Severn), Verbeia (W harfe), Souconna (Saóna y Chalón) o Sequana. El santuario a esta última en las fuentes del Sena (Fontes Sequanae) consti tuye uno de los puntos de información más fascinantes sobre el ritual céltico. Unas 200 esculturas de madera han salido a la luz, en su mayoría representando peregrinos vestidos con la caracte rística capa con capucha, el bardocucullus; niños y adultos, ór ganos corporales (ojos, piernas, órganos internos, genitales) en fermos, todo este tipo de representaciones nos habla de las es peranzas y los temores de la sencilla población rural. Recorde mos que también en Irlanda los ríos más característicos recogen los nombres de diosas fluviales: Boyne (Bóinn), Shannon (Siannon), etc. También las grutas fueron objeto de depósitos de ofrendas. Una de las más espectaculares es la de Bycí Skalá, junto a Brno (Checoslovaquia), con un rico mobiliario típico de la cultura del Hallstatt y restos de ofrendas y sacrificios diversos —cereales, huesos humanos y animales dispuestos escrupulosamente— .
Los dioses Diodoro de Sicilia recoge la noticia de la hilaridad que pro voca a Breno la vista de las imágenes de los dioses en el santua rio de Delfos: Se rió porque se había supuesto a los dioses con formas humanas y se habían fabricado en madera y piedra (22, 17). ¿Quiere ello decir que los celtas de la época prerromana te nían una concepción abstracta de la divinidad? La respuesta afir mativa a esta pregunta convendría a las características del arte céltico en general, definido por el aniconismo y las tenden cias abstractizantes. La realidad es que, con algunas excepcio
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nes, las representaciones de dioses que se conservan en piedra son ya de época romana. Cabe pensar que los celtas las constru yeran de madera; recuérdese las aparecidas en santuarios como en el de las Fontes Sequanae: algunas pueden aludir a divinida des, como parece ser el caso de la enorme estatua de madera del Museo de Ginebra que representa a un personaje cubierto con capucha. Se ha dicho, a partir de estas noticias y de otras evidencias, que los celtas tenían una concepción universalista de la divini dad, escasamente antropomorfizada, que se correspondería bien con un pensamiento druídico caracterizado por el monismo más que por un politeísmo estricto. Los dioses del panteón céltico no serían sino las manifestaciones de la multiplicidad funcional de un dios absoluto e innombrable, que se supone en el origen de todo, al menos en el nivel más elevado de la clase sacerdotal. La tesis de un dios único original entre los celtas, de carácter plurifuncional, que se escindiría al contacto con las creencias re ligiosas greco-romanas en una serie de dioses especializados, pa rece afirmarse en la historiografía reciente, y autores como Le Roux y Guyonvarc’h, como Benoit, Lambrechts o Thevenot la sostienen con matizaciones diversas. Es posible que esa antigua divinidad fuera expresada por el pancéltico Lugus, o por el Mar te indígena, plurifuncional como éste y que no se reduce a la se gunda función guerrera del homónimo romano. En cualquier caso contamos con testimonios ilustrativos al respecto. Estrabón alude a las danzas que en el plenilunio los celtíberos y sus veci nos del Norte realizaban en honor de un dios innominado. Se gún el testimonio de Julio César, los galos se reconocían descen dientes —según las creencias druídicas— de un dios que él asimila al Dis Pater romano. Esa deidad se corresponde clara mente con el Dagda de las fuentes irlandesas, dios de los drui das, al que se llama Buen Dios y Ollathair, Padre de Todo: es el gran guerrero portador del caldero —elemento de un simbo lismo regenerador pancéltico de gran interés— y de la maza. Su equivalente en la Galia puede ser, entre otros, Sucellos, El Buen Golpeador, cuyos atributos —pátera y maza— son similares a los de Dagda y que, como Lug, Epona, Ogmios o la deidad que conocemos como Marte indígena, presenta rasgos antiguos.
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En la actualidad no podemos dar una visión orgánica e inte grada del panteón céltico, y ello debido al carácter asistemático y heterogéneo de la documentación. Aparte las fuentes litera rias, muy escasas pero significativas, es la epigrafía la que nos ha dejado los nombres de la mayoría de los dioses, unos 400 en todo el ámbito céltico, y en este terreno cabría distinguir tres ni veles distintos. Algunos nombres aparecen atestiguados en ám bitos diversos de la antigua Céltica, mientras que otros lo hacen sólo en un territorio o territorios determinados, y en muchas oca siones los teónimos aparecen sólo una vez, en relación con un lugar concreto: se trata de las deidades que podríamos llamar to pográficas. Ahora bien, lo que caracteriza a los dioses es su función, determinable a través de los mitos y rituales con ellos asociados; y la función de los dioses no puede deducirse de su naturaleza, es ésta la que debe inferirse de sus funciones. No puede decirse que los dioses célticos reflejen en su con junto la trifuncionalidad que se ha aplicado al conjunto de los panteones indoeuropeos; pero es evidente que no podemos concebir al panteón como un conjunto de dioses, sino como una estructura compleja de funciones divinas, como ha seña lado Dumézil. Y el conocimiento de esas funciones depende mucho —ante la escasez de las informaciones míticas o ritua les— de la iconografía divina, bien analizada recientemente por Green. Los romanos llevaron al ámbito céltico la tradición m editerrá nea de representar a sus dioses a través de imágenes, y ello se traduce en la heterogeneidad del horizonte iconográfico y en fe nómenos de hibridización —también existentes en la teonimia, por supuesto— en grado diverso: en un extremo tenemos a dei dades que, como Apolo o Mercurio, parecen haber conservado perfectamente su identidad iconográfica mediterránea; en el otro, deidades típicamente célticas como Cernunnos o el tricéfa lo; en el medio, representaciones con elementos iconográficos mixtos, prevalentemente greco-latinos o célticos. La asociación de epítetos célticos a teónimos o imágenes mediterráneas, o a la inversa, son elementos asociativos que atestiguan el janismo sin crético de ese estadio de la religión de los celtas marcado —he cho posible en su expresión plástica— por la romanización. De
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lo anterior se deduce que existe un número limitado de tipos di vinos desde el punto de vista funcional, y que la misma divini dad puede ser venerada bajo epítetos diversos en distintas zo nas: se trata de la reducción tópica de esas deidades universales. Los dos textos literarios capitales que nos transmiten los au tores antiguos sobre las deidades célticas pertenecen a la Galia y plantean grandes problemas a los estudiosos a la hora de in tentar su armonización. El primero corresponde a César y es un ejemplo característico de interpretatio romana: veneran ante todo a Mercurio, y después a Apolo, Marte, Júpiter y Minerva (BG 6, 16). Lucano, por su parte, nos da los nombres indígenas de la tríada divina adorada por los galos: Teutates, Esus y Taranis (Phars. 1, 441 ss.). Comentaristas tardíos del poeta latino (po siblemente del siglo IX) identifican a Taranis con Júpiter y Dis Pater (el dios infernal del que los galos se sienten descendientes, al decir de César), pero lo asimilan funcionalmente también a M arte pues preside las guerras; Teutates es identificado con M er curio (y secundariamente con M arte), y Esus lo es con Marte (y secundariamente con Mercurio). Estos tres dioses, tal como apa recen en los monumentos galo-romanos, manifiestan una clara polivalencia y no pueden reducirse a los caracteres funcionales que definen en el ámbito itálico a la tríada precapitolina (Júpi ter, Marte y Quirino). El nombre de Teutates (que aparece en algún topónimo, como Tutatio, cerca de M icheldorf—Austria— , donde se ha excavado un templo galo-romano) se relaciona con teuta, pueblo (a. irl. túath, oseo touto, gótico thiuda) y, en este sentido, parecería relacionarse con el romano Quirino y con el umbro Vofonio; es decir, una deidad de la tercera función: las víctimas de Teutates eran sofocadas en un caldero según los es colios de Lucano, al igual que el Nerto germano de Tácito, otra deidad de la tercera función. Esus puede significar simplemente Señor (y relacionarse con el latino erus, amo): y como el germa no Odín (el Wotanaz taciteo) recibe colgadas de un árbol las víc timas humanas, en lo que algún estudioso ha visto la variante sa crificial de la primera función soberana; así, teniendo en cuenta que, en la relación de César, Júpiter ( = Taranis) no figura a la cabeza del panteón galo, algunos autores piensan que Esus sería la deidad más importante. Taranis, por su parte, se relaciona con
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el término taranu (toran en a. irl., taran en galés, con el signifi cado de trueno), y su vinculación con los espacios celestes no lo desvincula de la primera función, antes al contrario. Se da, para acabar de complicar la cuestión, la paradoja de que estas tres dei dades aparecen muy poco consignadas epigráficamente (y la ter cera en forma metatésis de Tanarus). El dato de César de que Mercurio es el dios más venerado entre los galos (lo que también apunta Tácito para los germa nos) ha sido confirmado plenamente por la epigrafía: efectiva mente, es la deidad más ampliamente atestiguada, con cientos de inscripciones. Es muy probable que recubra en buena parte al céltico Lugus, de cuyo culto en la mayor parte de la Céltica antigua dan buena cuenta los topónimos Lugudunum (la colina de Lug) que aparecen en l as islas Británicas y el Continente —Lyon, Ludun, Laon, Leyden...— . Cabría, así, la asociación entre Lugus —cuyo culto está bien ates tiguado en la Celtiberia y el nordeste hispano— , Teutates (cuyo nombre significa el dios del pueblo) y el Mercurio galo-romano; tanto éste como el Lug de los textos irlandeses son politécnicos, inventores de todas las artes, de lo que cabría deducir que no es tán restringidos a una función determinada. Por otro lado, el as pecto solar de Lug, bien claro en los textos irlandeses, lo aproxi ma a la variante luminosa del Marte galo-romano, así como a Taranis y a Apolo-Belenus. El Júpiter galo-romano, por su parte, se asimila a esta Taranis, el atronador —su rueda, atributo so lar, aparece en inscripciones dedicadas a Júpiter—, pero tam bién a Teutates —que, a su vez, aparece en diversas inscripcio nes asimilado a M arte— y al Dagda irlandés; y Esus tiene puntos de contacto con Marte o Mercurio, pero también con Hércules (al que, según Lucano, los galos llaman Ogmios —la deidad de la comunicación, que aparece como Ogme en Irlanda y que da nombre a la escritura ogámica—). Como se ve, no resulta fácil llevar a cabo una adecuación en tre los principales dioses de los galos —cuyos nombres conoce mos básicamente gracias al texto de Lucano y a algunos pocos epígrafes— con los teónimos con que César y la mayoría de las inscripciones los presentan, interpretados ya desde una perspec tiva mediterránea. Puede ser ilustrativo el análisis del Marte ga
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lo-romano. Cabe pensar, como suponen algunos autores, que la deidad tópica y protectora de un determinado pueblo o territo rio fuera identificada por los indígenas con el Marte romano, dios de la guerra representante de la segunda función en las ca tegorías dumézilianas y asociado, quizá, a las élites ecuestres (Mars Mullo venerado en el noroeste de la Galia; Segomo —el victorioso— que parece dominar en el santuario de Bolards, en Borgoña, donde han aparecido abundantes terracotas de caba llos y jinetes). Una vez decrecida la tensión y normalizado el modo de vida bajo la tutela romana, el retrato original del dios nativo como Marte continuó; pero, como muestran muchas ins cripciones a través de sus epítetos y atributos iconográficos, es tamos ya ante una deidad en la que se subraya, además de su preeminencia (Rigisamus, rey supremo) y de su carácter lumino so (Loucetius, Belatucadrus), su función protectora local frente a todo tipo de daño y conservadora de la tradición cultural au tóctona, en relación, además, con la fertilidad de las tierras y las aguas curativas (lo que, por otra parte, lo relaciona claramente con Teutates, el dios de la tribu: Mars Teutates aparece en algu nas inscripciones). Respecto de las deidades que aparecen en los textos irlandeses, M arte admitiría una identificación funcional con Nuada y Ogme, mientras que Apolo se relacionaría con Diancecht, dios medicinal. Una de las deidades más representadas en los relieves de la antigua Céltica es Cernunnos, cuyo universo iconográfico es pro bablemente el más puramente indígena y menos contaminado por las influencias romanas. La evidencia de su culto es antigua, y figura ya en un relieve de la Val Camonica del siglo IV a.C ., en los Alpes italianos. El dios presenta siempre una cabeza con cuernos de cérvido y frecuentemente lleva un torques en el cue llo o en la mano (o en los cuernos, como en el relieve de Reims); se le suele asociar la serpiente con cuernos de carnero —emble ma de fertilidad y regeneración ctónica— , y en ocasiones, como en el famoso caldero hallado en Gundestrup (Dinamarca), apa rece como señor de los animales, asociado —además de la ser piente criófora— a un oso, un lobo y otros animales al fondo de la composición. A veces se le representa sentado en postura bú dica, con las piernas cruzadas —en actitud similar a las de las es
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culturas de los personajes de Roqueperteuse— . En esta deidad —y en los elementos a ella asociados iconográficamente— do mina la idea de la fertilidad ctónica y la regeneración próspera, el bienestar para hombres y animales, que comparten otras dei dades del mundo céltico, como el dios del martillo y las Matres. De Sucellos (el Buen Golpeador), representado con el martillo o la maza y envuelto en la típica capa céltica (sagum), se con servan unas doscientas representaciones. El martillo puede in terpretarse como arma para alejar los males o como símbolo de poder, pero también como elemento que procura la fertilidad y el despertar de la vida tras la muerte (de ahí su relación con ani males como el lobo, de características infernales, o con contex tos curativos); puede que la figura represente, en definitiva, a ese antepasado de los galos que César identifica con Dis Pater. En el mismo contexto se inscriben los dioses con cuernos, carac terísticos del norte de Britania, ejemplificadores de la virilidad —subrayada por el itifalismo que los caracteriza— , el poder fe roz, la fertilidad en definitiva. De atender al texto de César, Minerva es la deidad que tra duce a las categorías romanas a la gran diosa céltica. Su nombre puede ser Rigani (la Reina), como aparece en un grafito céltico descubierto en Lezoux, Cantismerta, Rosmerta (la Proveedora, con el mismo radical que aparece en Smertius, el Hércules galo, con el que quizá se relacione la gigantesca figura de 55 m de lar go dibujado en una ladera de Cerne Abbas, Dorset, al parecer en el siglo I a.C.), Belisama o la irlandesa Brigit (la M uy Alta, a la vez madre, esposa, hermana e hija de los dioses, a la que se atribuye el patronazgo de los poetas, herreros y médicos). Una divinidad ampliamente atestiguada por la iconografía es Epona, siempre asociada con los caballos (su nombre deriva del céltico epo, griego hippos, equus en latín). Aparece en el mundo célti co como una divinidad protectora de los difuntos, quizá como antropomorfización del caballo, animal portador de las almas de los muertos, debido a las influencias mediterráneas. Esas mis mas influencias le prestan atributos de la fecundidad, como la cornucopia. Epona se corresponde con las diosas irlandesas Etain, Medb y Macha, y con la Rhiannon (Rigantona, reina) galesa, y es la única de las deidades galas venerada oficialmente en
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Rom a, con una fiesta celebrada el 18 de diciembre. Algunos au tores han subrayado recientemente la importancia de la caballe ría céltica en la expansión de un culto de este tipo, y ello expli caría su particular intensidad entre los treviros o los eduos, por ejemplo. Otra divinidad femenina importante era Nehalennia, de la que conocemos un importante santuario de época romana im perial en Domburg (Holanda), con una treintena de inscripcio nes documentadoras de su culto entre los navegantes del Mar del Norte (su nombre, Guía, alude a esta función); entre los dedi cantes hay ciudadanos romanos, muchos nombres celtas y algu no germano. Un caso especialmente significativo es el de la dio sa Noreia, cuyo nombre se relaciona con el de los Norici y el de la provincia romana de Noricum, con un culto ampliamente ates tiguado en estas zonas (casi una veintena de inscripciones en Estiria, Carintia y Eslovenia). Otras diosas se relacionan específi camente con un animal determinado: tal es el caso de la Artio representada junto a un oso en Muri, en las cercanías de Berna, o de Arduinna, señora de los bosques de las Ardenas y asociada al jabalí. Este animal juega un papel muy importante en la ima ginación céltica, no sólo como expresión de la guerra y la caza —en virtud de su irreductible ferocidad— , sino también de la prosperidad (recuérdese la importancia del cerdo en general en los banquetes aristocráticos, en lo que sin duda se trata de una cocina ritualizada) y quizá, en definitiva, de la inmortalidad: de ahí la frecuencia de su aparición en las monedas, a veces asocia do a la figura humana (como sucede en acuñaciones de los Eburovices del norte de la Galia, en la famosa escultura de Euffigneix o en los cascos de los guerreros representados en el caldero de Gundestrup). De la misma forma, el cuervo —un animal ca racterístico de Lug— aparece asociado en la iconografía galo-ro mana a deidades como Epona, Nantosuelta o las Matres. O tra característica de las divinidades célticas, al menos en el ámbito de las Galias, es la asociación de un dios y una diosa para simbolizar el éxito en cualquiera de sus variantes, bien señala das por Green (en la guerra, contra la enfermedad, en la ferti lidad de la tierra o las transacciones comerciales): los casos de Sucellos y Nantosuelta, de Mercurio y Rosmerta o de parejas cu radoras como Apolo y Sirona son los más significativos. El pa-
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peí de Apolo es importante en época celto-romana como dios de las aguas y las fuentes termales, la adivinación y la medicina; de ahí sus epítetos: Borvo, Bormanus (el burbujeante, que ha de jado topónimos como Bourbon, Bourbonne, en lugares de aguas termales). Un ara del Museo de Colonia se dedica a Apadeva (li teralm ente, la diosa del agua): su primer elemento se repite en el venético Aponus y sirve para designar al elemento acuático en tre diversos pueblos indoeuropeos. Ya se ha aludido a la impor tancia que tenían entre los celtas las ofrendas realizadas en lagos, estanques o fuentes, así como las deidades femeninas aso ciadas a determinados ríos, y se pensaba que la confluencia de dos corrientes acuáticas tenía muchas veces una sacralidad espe cial en virtud de la especial fuerza vital allí contenida. El agua constituía un elemento de purificación esencial, tanto desde el punto de vista físico como espiritual, y la imagen cíclica del agua cayendo del cielo en forma de lluvia, siendo absorbida por la tierra y emergiendo de nuevo a través de manantiales no podía dejar de traducirse en la relación entre los mundos superior e in ferior, los poderes celestes y los ctónicos dispensadores de ferti lidad. De ahí también la relación entre el agua y el sol: se trata de dos elementos dispensadores de fertilidad y también de calor (en el caso de las aguas de diversos santuarios termales). Esta asociación se ilustra perfectamente en algunos epítetos del cura tivo Apolo venerado en santuarios acuáticos —Belenus (el Bri llante, dios propio de los habitantes del Nórico, al decir de Ter tuliano de Cartago), Grannus (epíteto que, como el anterior, alu de a la luminosidad del dios; grianainech, el rostro del sol, es uno de los epítetos de Lug en los textos irlandeses), Vindonnus (Blan co, Resplandeciente)— o en Luxovius, un dios de la luz venera do en el manantial sagrado de Luxeuil (Francia). Las divinidades célticas se distinguen en muchas ocasiones por una cualidad que desde hace tiempo ha intrigado a los estu diosos: su triplicidad. La representación triple de una divinidad simboliza de manera inmejorable en la mentalidad de los celtas la pujanza de la misma; se trata de una repetición de intensidad para enfatizar la totalización del poder divino. La mayoría de es tas tríadas son femeninas: en Irlanda existen las tres Brigits, las tres Machas, o las tres Morrigan. A ellas corresponden las tres
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diosas Madres (Matres o Matronae), que aparecen en numerosas inscripciones y relieves celto-romanos con atributos de fecundi dad: simbolizan, efectivamente, la fertilidad de la tierra y de las aguas. Esa triplicidad afecta también a los dioses masculinos: tan to en la Galia (especialmente en la zona de los belgas, al nor deste) como en Irlanda o en Inglaterra existen representaciones del dios de tres cabezas o caras, en tríadas aparecen los genii cucullati (cubiertos con capucha) en Britania, y algunas inscripcio nes citan a determinados dioses en plural para expresar sin duda las mismas ideas. El simbolismo trinitario es especialmente ca racterístico del mundo céltico; antes se ha hablado de la muerte triple, y el número 3 es un elemento muy significativo de los avatares de Cúchulainn, el gran héroe —hijo de Lug— de la epo peya del Ulster (cabello de tres colores y triple trenza, muerte a guerreros de tres en tres, etc.). Las representaciones del tricéfalo (que pasarán al arte cris tiano, como muestran representaciones diversas de iglesias entre los siglos XII y XV I en la zona del M ame y del Jura) se comple mentan con las esculturas jánicas de dos caras (mirando, quizá, a los dos mundos, el humano y el del Más Allá) o, incluso, de cuatro. La cabeza tiene en el arte y en la mentalidad de los antiguos celtas una significación especial. La arqueología ha ex humado numerosas cabezas de piedra y, aunque en menor pro porción debido a su difícil conservación, de madera (como en el santuario de las fuentes del Sena). El motivo aparece en elemen tos tan diferentes funcionalmente como los capiteles de Glanum o las esculturas de Noves (en la Provenza) y de Lindorf (Alsacia) —en las que aparecen sendas cabezas bajo las garras de un monstruoso felino— , o en las interesantes estelas antropomorfas de Anglesey, Lancashire o Kent, por no hablar de su frecuencia en las monedas. En el estilo de La Téne la cabeza o la máscara humana es omnipresente; a veces, como en los ejemplares de Heidelberg o de Pfalzfeld, con un tocado de corona de hojas —en forma de dos lóbulos— que quizá haga alusión a las hojas del muérdago según algunos autores. En páginas anteriores habla mos del rito de las cabezas cortadas, bien recogido por los au tores clásicos. La razón parece encontrarse en que la cabeza es un símbolo que resume inmejorablemente las concepciones reli
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giosas de los celtas, un ejemplo de cómo opera la pars pro toto en la antropología indígena. La cabeza humana es la esencia del ser y simboliza —como el muérdago o el roble— a la propia di vinidad; la literatura céltica insular contiene situaciones —re cuérdese la historia de Bran o episodios como el festín de Bricriu— en las que permanece viva tras la muerte del cuerpo, pue de moverse, cantar o hablar; puede advertir del mal o presidir el banquete del Más Allá.
Elementos de una mitología céltica Al contrario de lo que sucede con otros pueblos indoeuro peos —como los griegos o los indo-iranios— , los celtas no nos han dejado un material mítico estructurado o en estado puro por la sencilla razón de que operaron una historización del mismo (en operación análoga a la que llevaron a cabo los romanos, como muestran los primeros libros de la historia de Tito Livio). Y así, al igual que Snerri Sturluson presentó a los dioses escan dinavos como seres humanos en su Heimskringla, la mitología céltica —que conocemos de manera casi exclusiva a través de las fuentes épicas de Irlanda o Gales —transformó a los dioses en héroes, en un proceso de historización que no pudo por menos que afectar al contenido propio de los mitos. Uno de los escasos textos literarios susceptible de presentar una lectura mítica se debe a Plinio (NH 29, 52). En él se alude a un huevo de serpiente que flota en las aguas aunque esté en gastado en oro y que, según los druidas, debe cogerse en una fase determinada de la luna y da victoria en los procesos y rápi do acceso ante los reyes. El naturalista sigue diciendo que él ha visto tal huevo, notable por su dura corteza cartilaginosa, como los numerosos brazos de un pulpo. Por encima de la descalifica ción que hace Plinio de un hecho que no entiende y que relega a la categoría de superstición druídica, Le Roux y Guyonvarc’h han interpretado el texto como alusivo a un mito cosmogónico. El objeto, descrito como un erizo fósil, debió jugar un papel im portante en las creencias célticas, a juzgar por las evidencias ar queológicas, pues aparece con relativa frecuencia en sepulturas
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y yacimientos galo-romanos. En dos túmulos excavados en St. Armand-sur-Sèvre (Deux-Sèvres) y en Bajón (Côte d’Or), de unos 20 m de diámetro, lo único encontrado en su interior, en una zanja practicada hasta más allá del punto central a 3,50 m de profundidad, fue un erizo fósil: ello puede ilustrar la im portancia de la idea que motivó la construcción de túmulos de tales dimensiones que nada más contenían. El texto de Plinio contendría, así, un mito cosmogónico mutilado e inconexo, pero de cuya significación original puede dar idea la comparación con el Hitanyagarbha, el embrión de oro de los textos védicos que flota en las aguas primordiales, símbolo de todo lo creado. El eri zo fósil de los túmulos mencionados, o el extraño huevo de ser piente mencionado por el autor latino, serían símbolos del hue vo cósmico. No parece impertinente recordar al efecto la apari ción de huevos en las monedas, especialmente de los parisios y armoricanos, en relieves cultuales relacionados con Mercurio y Rosmerta (como los de Maguncia o Lyon, con gallo asociado) o en el huevo que sostiene la gran deidad representada en la es tatua de madera de Ginebra, bien que en estos últimos casos no se implique connotación cosmogónica alguna, sino, simplemen te, la idea de inmortalidad. En la parte centro-oriental de la Galia, y especialmente en la zona de los ríos Mosela y Rhin, ha aparecido un centenar y medio de restos de un monumento muy especial, ya de época ro mana imperial. Se trata de las llamadas columnas gigantes de Jú piter, en lo alto de las cuales se representa al dios celestial sobre un caballo, las patas delanteras del animal alzadas sobre el anguípedo, monstruo híbrido con cabeza y cuerpo humanos y pier nas de serpiente. Algunos autores interpretan estos monumen tos —en cuya iconografía no cabe descartar las influencias de las gigantomaquias griegas— a partir de un viejo fondo mitológico céltico y han prestado significado cosmogónico a estas represen taciones, que simbolizarían la victoria de la luz y el orden sobre el caos acuático como elemento posibilitador de la creación. In dependientemente de cuál sea el significado de estas representa ciones (en las que otros han visto la simbolización del triunfo del emperador sobre la barbarie, concretamente ultrarrenana), hay un elemento muy significativo en ellas: la propia columna. Las
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columnas se decoran normalmente con motivos foliáceos y, como sucede con la Columna Trajana de Roma, presentan el aspecto de la corteza de un tronco arbóreo. Lo más significativo es que en algunos monumentos, como en el de Hausen-an-der-Zaber —cerca de Stuttgart— , la columna está decorada con bellotas y hojas de roble, árbol que, como hemos visto, se constituía en el centro de los rituales druídicos y expresaba a la divinidad entre los celtas, al decir de Máximo de Tiro. Parece posible, en con secuencia, ver en estos monumentos unos auténticos axes mundi, árboles cósmicos relacionando el mundo superior y los domi nios terrestres, y relacionarlos de alguna manera con las creen cias célticas tradicionales, en las que el árbol y el bosque tienen tanta significación. Otros estudiosos han visto un resto de hierogamia cósmica en tre cielo y tierra —un mitema que aparece en muchas cosmogo nías— en la unión que se da en el Mabinogion galés entre Pwyll y Rhiannon, diosa que tiene un antecedente claro en la figura de Epona. Y la riquísima iconografía del caldero de Gundestrup (Dinamarca) —de origen controvertido y tradicionalmente data do en el siglo I a.C., pero recientemente un par de centurias an tes— ha sido también interpretado en el plano mítico a partir de la epopeya irlandesa —en relación con el episodio del Táin Bó Cúailnge (Olmsted)— o como expresión de una hierogamia de Rigani, la gran diosa m adre, sucesivamente con Taranis y con Esus-Cernunnos (en interpretación excesivamente aventurada de H att). En los relieves de dos altares de París y Tréveris se exhibe una escena en la que un personaje, identificado en el primero como el dios Esus, está podando con un hacha las ramas de un árbol. El relieve de Tréveris representa en éste a tres grullas y la cabeza de un toro, y en otra de las caras del monumento de París aparece el árbol —con las tres aves— asociado al mismo animal, representado en este caso entero, bajo la inscripción: Tarvos Trigaranus (el toro con las tres grullas). Mac Cana ha in terpretado la poda como una acción con propósito sacrificial, y se ha indicado la posibilidad de que se trate del Arbol de la Vida (uno de los elementos característicos de la mitología irlandesa es el árbol de Tir inna-mBéo, la Tierra de los vivos, que cobija el
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país afortunado del Más Allá en el que viven los dioses y al que van las almas de los muertos para esperar el momento de su reen carnación). D A rbois de Juvainville ponía en relación la escena con dos episodios del Táin Bó Cúailnge irlandés (el abatimiento de un árbol por parte de Cúchulainn para detener la marcha del enemigo y, por otro lado, la aparición de la diosa Morrigan —la Gran Reina— a Donn —el toro divino de Cúalinge por cuya po sesión luchan los reinos del Ulster y Connacht— en forma de ave; las tres grullas representarían a una diosa triple, parango n a r e a las irlandesas Morrigan, Bobd y Macha, cuya función guerrera ha sido subrayada por Le Roux y Guyonvarc’h). Anne Ross, por su parte, ha relacionado estos relieves del Tarvos Trigaranos con una leyenda irlandesa sobre las hijas de una bruja que, habiendo sido transformadas en grullas, no podían recobrar la naturaleza humana más que si se vertía sobre ellas la sangre de un toro sacrificado: el mito céltico original aludiría, según esta interpretación, a la transformación de las tres diosas en tales aves. En cualquier caso, parece claro que se trata de un ritual llevado a cabo por el dios Esus —al que, de atender al escolio de Lucano, se sacrificaban hombres colgados de los árboles— ; un rito similar, en la interpretación de Czarnowski, al de la re cogida del muérdago en los robles por parte de los druidas (si se considera al muérdago como el resumen del árbol o el ele mento en el que se concentra la pujanza divina). Podría aludirse a algún otro ejemplo en la comparación de evidencias célticas antiguas y episodios de la literatura irlandesa susceptibles de contener elementos de una mitología: ¿Cómo no poner en relación el episodio de Luciano de Samosata (Herakl, 1-7) sobre el Hércules galo con el episodio del Táin Bó Cúailnge en el que un hombre oscuro lleva siete cadenas en torno a su cue llo a las que se sujetan sendas cabezas humanas, o las monedas áureas de los armoricanos que presentan una cabeza humana de cuya boca sale una cuerda con varias cabezas también humanas? Es, sin embargo, en la literatura insular donde se han con servado mejor los elementos mitológicos célticos. La Irlanda que conocen los gaélicos, con una geografía mítica compuesta por los cinco cóiced (quintos) del Ulster al norte, Connaught al oeste, Munster al sur(oeste) y Leinster al (sur)este, todos en relación
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con Mide (el centro —condado de Meath— , lugar en que se asienta Tara, la sede del Ará-Rí o gran rey), es el resultado de una serie de invasiones de las que nos habla el Lebor Gabála (Li bro de las Conquistas). La historia viene definida en dos fases: la primera es la de Cessaid, la mujer primordial que desembarca en Irlanda para escapar de un diluvio que sabía inminente y que hunde en el caos al primer esbozo del mundo y de la humani dad. La segunda fase, postdiluviana, viene caracterizada por las cinco invasiones. La primera de ellas es la de Partholon y supo ne la regeneración de la humanidad. La segunda es la de Nemed y representa la aparición de lo sagrado y la espiritualidad (ne m ed significa cielo y sagrado). Vienen luego los Fir Bolg, repre sentantes de la función guerrera, que ponen orden en la socie dad mítica. La cuarta invasión es la de los Túatha Dé Dánann, las gentes de la diosa Dana que vienen de las islas del norte del mundo, introducen el druidismo y los cuatro talismanes que apa recen constantemente en las tradiciones célticas (la piedra de Fál o de la coronación, la lanza de Lug, la espada de Nuada y el cal dero de Dagda); son expertos en religión, sabiduría y magia, con el samh-il-dánach (politécnico) Lug a la cabeza, y organizan la geografía mítica de Irlanda en los cinco quintos antes menciona dos. En realidad, los Túatha simbolizan la totalidad de la socie dad indoeuropea y constituyen en la tradición druídica el m ode lo a imitar por los hombres. Tras ellos se produce la quinta invasión, la de los hijos de Mil, los gaélicos que abren la época actual. El tema recuerda, indudablemente, el mito hesiódico de las cinco razas y se inscribe claramente en una clave de lectura cosmogónica: una serie de estadios sucesivos a través de los cua les se conforma el mundo tal como lo conocemos, representado por el microcosmos de Irlanda. Para diversos autores la única expresión del panteón céltico en que las funciones divinas se muestran adaptables a las cate gorías dumézilianas se encuentra aquí, entre los dioses de los Túatha. Además del dios supremo, Dagda (derivación de dagodeuos, el Buen dios), el padre universal (Ollathair) aparece la tríada Nuada-Lug-Ogme, que se correspondería con la escandi nava de Tyr-Odín-Thor. Nuada y Lug representarían, así, las va riantes sacerdotal-jurídica (clara también en Dagda) y real-má
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gica de la primera función soberana para algunos autores. Sin embargo, en nuestra opinión destaca, sobre todo, la polifuncionalidad de Lug, dios excepcional no reducible a función alguna. La de la nobleza militar vendría expresada por el campeón Ogme (que es, asimismo, maestro de la elocuencia, creador de vida y dios de los muertos —y creador de la escritura, para los celtas variante muerta de la comunicación en relación a la palabra— : de ahí que Ogma tenga también una función mágico-soberana, como dios que ata similar a V aruna...). En cuanto a la tercera, sería representada por otros dioses que prestan su concurso a los Túatha durante la batalla: por ejemplo, Goibniu, el herrero, y Diancecht, dios de la medicina. Otro elemento claramente mítico en el contexto de las inva siones es el combate primordial entre los Tuátha Dé Dánann y los Fomoiré, del que nos informa el famoso poema Cath Maighe Tuireadh (La Batalla de Mag Tured). Se trata de la variante cél tica de un mitema, el de la guerra de los dioses, bien conocido en otros ámbitos indoeuropeos: Asuras y De vas en la India, Ases y Vanes en la mitología escandinava, Dioses y Titanes en G re cia. Los Fomoiré, contra los que tienen que combatir las dife rentes razas que invaden Irlanda, personifican las fuerzas som brías y maléficas. La segunda batalla de Mag Tured cuenta la vic toria de los Túatha —el orden divino creativo y luminoso— so bre los Fomoiré —el caos— , conseguida esencialmente gracias a la magia y el ardor de Lug. El texto describe a éste recorriendo los ejércitos con una mano, un pie y un ojo, lo que relaciona a la deidad con otros dioses tuertos (Odín) o mancos (Thor) de la mitología germánica, o con elementos historizados como el H o racio Cocles y el Mu ció Escévola romanos. Si, como parece posible, las luchas entre los ejércitos divinos en la batalla de Mag Tured fuera la expansión mitológica de otro tema, el de la matanza de Balor —rey de los Fomoiré— por su nieto { -h ijo ) Lug, cabría ver aquí en mi opinión la variante cél tica del conocido mitema del conflicto entre divinidades que caracteriza a otros ámbitos indoeuropeos, como el hitita (Kumarbi-Teshub) o el griego (Crono-Zeus); piénsese que Balor aparece en el Mabinogion galés de Kuhlwch y Olwen con el ape lativo de Yspaddaden Penkawr (El gigante jefe castrado).
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Un mito muy importante de la tradición céltica es el conte nido en el Combate de los árboles (Cad Goddeu): se trata de un poema atribuido al bardo Taliesin, que cuenta cómo Gwyddion salva a los bretones de un desastre transformándolos en árboles y haciéndoles combatir contra sus enemigos. El tema vuelve a aparecer en La muerte de Cúchulainn o en la Batalla de Mag Tured, y constituye una tradición que recogerá posiblemente Sha kespeare en el bosque que anda de su Macbeth. Pero más nos interesa la historización del mismo contenida en un texto de Tito Livio sobre el desastre del ejército romano del cónsul Postumio, adentrado en un bosque del territorio galo enemigo en la Cisal pina. La batalla tuvo lugar el año 216 a.C. Como los galos se en contraran en el extremo límite del bosque y en torno a ellos, en cuanto el ejército romano entró, empujaron los árboles más apar tados, que habían cortado por el pie. Los primeros cayeron sobre los más próximos y, siendo éstos tan inestables y fáciles de tum bar, todo fue arrastrado en su confusa caída, hombres, caballos y armas (23, 24). Perecieron la mayor parte de los 25.000 solda dos romanos en el bosque que Livio llama Litana. Ahora bien, Litana y Litava son los nombres con que los galeses designan a la Armórica bretona, pero, sobre todo, y simbólicamente, al O tro Mundo. Estaríamos, así, ante un mito que confirma la im portancia de los bosques, que presentan un valor adivinatorio tanto en la Galia como en las islas Británicas: el método de tirar los bosques aparece atestiguado en el derecho irlandés antiguo, y se ha dicho que la expresión coincide con los términos prinni loudi y prinni lag del calendario galo de Coligny.
Los muertos y la representación del Más Allá Uno de los elementos de la doctrina druídica que más llamó la atención a los escritores clásicos es la creencia en la inmorta lidad de las almas, como reflejan Diodoro y Estrabón (siguien do a Posidonio), Pomponio Mela, Amiano Marcelino (citando a Timágenes) y otros autores. Y César, Diodoro, Amiano o Valerio Máximo asocian dicha idea de la inmortalidad con la teoría pita
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górica de la emtempsicosis o transmigración de las almas. Pero esta última, entendida como el paso de elementos psíquicos de un cuerpo a otro, está ausente del mundo céltico. Lo prueba la li teratura insular, que, en cambio, da variados ejemplos de meta morfosis: He revestido multitud de aspectos antes de adquirir mi form a definitiva, dice el bardo galés Taliesin. Etain, la esposa de Midir, hermano de Dagda, es sucesivamente mujer del Otro Mundo, agua, lombriz, mosca y mariposa, otra vez lombriz y mu jer terrestre. Estas metamorfosis explican la inestabilidad m or fológica de los personajes míticos y divinos, pero sobre todo prueban la creencia de que el ser pertenece a todos los reinos y elementos del cosmos. La iconografía antigua presenta también elementos que se pueden entender mejor desde esta perspecti va: tal sucede con las representaciones del Tarvos trigaranos y con la transformación de diosas en grullas, como se vio antes, pero también con esos elementos monstruosos o híbridos que ca racterizan a la cerámica celtibérica de Numancia. Estamos ante una fluidez de conceptos característica que imposibilita una fron tera neta entre los mundos, en la que se funden lo físico, lo es piritual y lo imaginario. La inmortalidad del alma, capital en las enseñanzas druídicas, se ve confirmada por diversas fuentes. Ya se ha aludido a los versos capitales de Lucano en La Farsalia, según los cuales la muerte no era para los galos sino la mitad de un larga vida (1, 468). Pomponio Mela y Amiano Marcelino consideran que la presencia de los ajuares funerarios acompañando al muerto es una prueba de que los celtas creían en la inmortalidad del alma. Por su parte, Valerio Máximo subraya que los celtas solían pres tar dinero en la creencia de que las deudas les serían pagadas en el Otro Mundo. Ya se comentó anteriormente la importancia de la ideología del banquete funerario en el mundo de las tumbas principescas de época hallstáttica. Todo, en definitiva, apunta hacia la creencia céltica en una línea ininterrumpida entre este mundo y el otro, entre el pasado y el presente, entre éste y el futuro. Los cultos funerarios probablemente implicaban una reveren cia hacia los antepasados, típica en una sociedad aristocrática, cuya ideología agonística y guerrera contemplaba alguna forma
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de lucha en el Más Allá, a juzgar por las armas encontradas en los enterramientos. Los huesos humanos encontrados en el san tuario de Gournay-sur-Aronde presentan unos cortes que no pueden atribuirse a violencias sacrificiales o guerreras y que qui zá tengan un carácter funerario cuya significación se nos escapa. Los celtíberos y sus vecinos — al decir de Silio Itálico— no en terraban a sus guerreros muertos (lo mismo sorprende a los grie gos, según leemos en Pausanias, de los galos que invaden la Hélade para saquear Delfos), dejando que sus cadáveres fueran devorados por los buitres para que, así, sus almas remontaran a los cielos. Puede ser ilustrativo el texto de Eliano sobre los vacceos asentados en el valle del Duero: Los vacceos, pueblo de oc cidente, ultrajan a los cadáveres de los muertos por enfermedad, ya que consideran que han muerto de form a cobarde y mujeril, y los entregan al fuego. En cambio, a los que han perdido la vida en el combate los consideran nobles, valientes y dotados de valor, y, en consecuencia, los entregan a los buitres porque creen que és tos son animales sagrados (De nat. anim., 10, 22). Se trata de un ritual funerario excepcional que se reserva a los caídos gloriosa mente en la batalla, con expresión iconográfica en la Cisalpina (urna de Città della Pieve) o en la Celtiberia hispana (cerámica y estelas; incluso en el ámbito ibérico: estela de El Palao, Alcañiz, Teruel, o monumento de Binéfar, Huesca, y quizá también en la estatua jánica de Roqueperteuse; recuérdese, además, que una de las tres Morrigan —las diosas relacionadas con la batalla y la muerte en los textos irlandeses— , Babd, aparece frecuente mente en la forma de un cuervo o corneja. La misma idea de inmortalidad y de renacimiento está impli cada en la riquísima iconografía del caldero de Gundestrup (Di namarca), posiblemente procedente de un taller de Bohemia. En él, un gran personaje divino —quizá Teutates si atendemos a los comentaristas de Lucano, que indican cómo se le inmolaban víc timas humanas ahogadas cabeza abajo en cubas— va introdu ciendo a una serie de guerreros, que ocupan la parte baja de la composición, en un caldero, del que renacen cabalgando —so bre el árbol de la vida— hacia el Otro Mundo, simbolizado por la serpiente cornuda que los precede. El caldero, atributo del Dagda irlandés, es, pues, un instrumento de tránsito, renaci-
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miento y resurrección, y de su papel en la mentalidad religiosa de los celtas de buena cuenta la cantidad de recipientes de este tipo hallados en depósitos votivos y funerarios, así como las no ticias diversas existentes sobre su importancia en las fuentes an tiguas e insulares aludidas antes. Por el Mabinogion galés sabe mos que los guerreros muertos en combate revivían cuando un fuego calentaba el caldero que los contenía. Simboliza, en defi nitiva, la reserva de la vida cósmica y la abundancia. La epopeya irlandesa llama a ese Otro Mundo Sidh, Paz, y lo localiza al otro lado del mar, pero todo elemento acuático pue de servirle al hombre para acceder a él, a veces con la ayuda de un bansidh (mujer del Sidh) o de los cisnes que cantan la música divina. Son, como se lee en el mabinogion galés de Kuhlwch y Olwen, los pájaros de Rhiannon, que despiertan a los muertos y duermen a los vivos, con una música que representa, por otro lado, el arpa de Dagda. El Sidh es la perfección, el entorno en el que se han superado las contingencias de espacio y tiempo, donde se consumen manjares suculentos y se beben líquidos em briagadores (cerveza, hidromiel, vino). Én el Sidh no hay drui das ni guerreros, no existe la jerarquía humana. Es la casa de los dioses, donde se cree en la continuación de una existencia ma terial: de ahí los ajuares que acompañan a las tumbas. Los di versos nombres del Sidh que aparecen en los textos pueden dar idea de las concepciones célticas sobre el Otro Mundo: Tir na nOg, Tierra de los Jóvenes, Llanura del Placer, Gran Llanura, Tierra de los Vivos, Tierra de la Promesa, Tierra de las Mujeres... Conservamos alguna cita susceptible de proporcionar algún tipo de información sobre creencias escatológicas por parte de los celtas. Estrabón señala como característica del pensamiento druídico la idea de que algún día se destruirá todo reinando so los el fuego y el agua, y este mismo autor y Arriano narran cómo los celtas del Danubio dijeron a Alejandro que nada temían (en virtud, hay que pensar, de la inmortalidad de las almas), salvo que la bóveda celeste cayera sobre sus cabezas. Muy reciente mente, P. M. Duval ha señalado una posible confirmación ico nográfica de estas creencias en la numismática céltica de princi pios del siglo II a.C.: un moneda muestra a un enorme lobo a punto de devorar al sol y la luna, con un águila y serpiente entre
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sus patas, mientras una rama con hojas sale de su cola (la ima gen recuerda los relatos escandinavos sobre el fin del mundo, con el lobo Ferir devorando al sol y la luna). Se representaría, así, el final de un ciclo, pero también el comienzo de otro repre sentado por la vegetación verde que nace del cuerpo del animal.
B IB L IO G R A F IA
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Capítulo 9 EL ESPIRITU ARTISTICO
l i s posible que la más clara indicación a primera vista del carác ter heroico de la sociedad céltica la constituya el carácter de su rica tradición artística y de su literatura oral, pues ambas refle jan un patronazgo de naturaleza militar y aristocrática. Los ar tesanos que produjeron las obras de arte céltico para la nobleza (en un arte aplicado fundamentalmente a pequeños objetos: jo yas, vajillas, armas, m onedas...), gozaban de un estatus social muy especial, entre la aristocracia y los campesinos, y los poetas tenían una influencia política, si hemos de hacer caso a determi nadas fuentes, en la labra o ruptura de la reputación rea!. Se ha dicho de los celtas que, en el apogeo de su cultura, die ron muestras de una libertad de invención con escaso parangón en todo el mundo antiguo. Su estética viene caracterizada, como señalara Duval, por un conjunto original de cualidades: una pro digiosa facultad de asimilación acompañada de una instintiva po tencia de transformación, predilección por las flexibilidades di námicas y las creaciones híbridas, por el deslizamiento de lo real a lo ideal, pero con un gran rigor subyacente, cuya comprensión pasa por el desciframiento de la forma, la lectura de los motivos individuales y la interpretación de su significado o simbolismo. Los celtas, combinando los viejos ternas correspondientes al sustrato indígena de la Edad del Bronce —cisnes y símbolos so lares, por ejemplo— con las formas geométricas hallstátticas y los aportes procedentes del mundo clásico mediterráneo, y reci biendo diversos elementos del espléndido arte animalístico de los pueblos orientales de las estepas, crearon un nuevo estilo artís tico enteramente nuevo y original. Las influencias en el arte cél tico fueron complejas y diversas. No parece a muchos estudio sos en la actualidad que los más significativos elementos exóti-
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eos de su estilo más antiguo vinieran directamente del este. Cier tam ente, existen contactos y préstamos del mundo cimerio, y se ha aludido a la significación de la conexión aqueménida; pero esas tendencias abstractizantes o anicónicas de la sensibilidad cél tica se explican porque no se comparte la preocupación medi terránea por el retrato naturalista de la forma humana. Los orígenes del arte céltico tienen bastante que ver con la libre adap tación de elementos no representativos del arte griego —palme tas, zarcillos, formas fitomorfas— . Y, como señalara Jacobsthal, el arte de los celtas es —con todas sus paradojas y lejanía de la humanidad y transparencia del arte griego— un estilo real, la pri mera gran contribución de los bárbaros a las artes de Europa. Interesa señalar los elementos esenciales de la estética célti ca, en la que los diseños complejos y la proclividad a lo fantás tico sustituyen al naturalismo mediterráneo, reflejando, en suma, las características de su propio temperamento, su atrayente am bigüedad. Se trata de un estilo lejano del primitivismo y la sim plicidad, refinado en pensamiento y técnica, que se expresa a tra vés de lo que Gombrich llamara imágenes conceptuales o Layton metáforas visuales, cuyo significado varía con el contexto. Los ar tistas dependían en el arte céltico de la aristocracia, y ello se re fleja en la decoración de ornamentos personales —como el torques— , las armas o las vasijas para beber. Diversos autores han subrayado la movilidad de los artesanos itinerantes que produ cirían objetos de prestigio en unos determinados lugares, y qui zá no sea ocioso recordar la historia del herrero helvético Heli cón. que iniciaría, según Plinio, la penetración de los celtas en Italia (N H 12, 5). Los tratadistas distinguen una serie de estilos dentro de la evolución del arte celta, es decir, del arte definido en la época cultural de La Téne. El primer período corresponde al llamado estilo antiguo, entre ca. 450 y ca. 325 (La Téne A), que P. M. Duval ha bautizado como estilo severo y que Klindt-Jensen subdivide en dos momentos, el de los estilos flamígero (450-400) y fantástico (400-325). Se trata de una época en que, aunque ex perimental e inmaduro, surge un estilo ya definido de los prés tamos recibidos. Como antes que ellos los griegos y los etruscos, los artesanos de La Téne adoptaron un rico repertorio de temas
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decorativos que emanan del Próximo Oriente: palmetas, flores de loto, diseños de lira, bestias míticas..., por lo que se podría aplicar el término de orientalizante a esta etapa. Mientras que en las civilizaciones clásicas la adaptación de elementos orienta les desembocó en estilizados frisos de motivos florales o en el arte naturalista de la escultura y las escenas cerámicas, al norte de los Alpes una serie de artistas llevó a cabo una transforma ción hacia un arte abstracto, dinámico e intrincado, con másca ras humanas a veces disimuladas en diseños florales. El centro de las innovaciones fue la región del Rhin-Mosela, y el trabajo de los objetos metálicos el medio de transformación funda mental. La segunda fase del arte céltico se conoce con el nombre de estilo de Waldalgesheim (ca. 325-250), correspondiente a la fase B de La Téne, por los materiales procedentes de una tumba prin cipesca de dicha localidad. Las nuevas tendencias artísticas, que manifiestan un abandono de la rígida simetría y el desarrollo de una mayor libertad en las composiciones, se manifiestan desde Hungría a Inglaterra, aunque resulta difícil en la actualidad ha blar de talleres o artesanos individuales. El motivo de la vid, con los zarcillos, pimpollos o tallos entra en el repetorio de los artis tas latenienses, por lo que algunos autores hablan de un estilo ve getal continuo. Sería el resultado de la instalación céltica en el norte la Etruria padana y, como tal, elaborado en los talleres celto-itálicos de la Cisalpina. A partir de aquí el arte se desarrolló en dos direcciones, con temporáneas ambas. Por un lado, en los objetos de bronce fun dido, por ejemplo en los torques, se manifiesta una tendencia a acentuar las tres dimensiones, con acusados perfiles: se trata del estilo plástico de Jacobsthal. Se manifiesta en objetos de uso per sonal y en arreos de carro. A esa sensibilidad pertenece el cal dero de Bra (Dinamarca), que, con una capacidad de 127 litros, fue deliberadamente roto por razones rituales. Parece que hubo un centro de manufactura importante en Bohemia, del que pro cedería el citado caldero. Por otro lado, en las superficies planas dominó el ornamento inciso; ello se manifiesta especialmente en las vainas de las espadas, lo que llevó a Jacobsthal a bautizarlo como sword style o estilo de las espadas. Existen muchas varia
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ciones regionales, y una de las más interesantes se desarrolla en Hungría, con una evolución clara del estilo de Waldalgesheim. Se favorecen los diseños asimétricos y se hace hincapié en motivos geométricos estilizados, a veces como relleno de otros mayores. Otras escuelas se detectan en Suiza, el Nordeste de Francia o Britania. Duval ha llamado estilo neosevero a las manifestaciones pos teriores al 200 a.C. del arte lateniense (denominadas, más res trictivamente, estilo de Gundestup por Klindt-Jensen e istro-póntico por Megaw). El fin de La Téne B y los inicios de La Téne C marcan la mayor extensión del arte céltico lateniense. Los ti pos de espadas, los broches, los estilos se reconocen en formas similares desde Irlanda a la Turquía central y desde el norte de Italia al sur de Polonia. Sin embargo, pronto comenzó una regionalización creciente paralela al colapso de la expansión de los celtas y al final del comercio interno extensivo. A fines de La Téne B tan sólo algunos objetos de prestigio, como las espadas, tenían una distribución que superara el ámbito local. El impulso se encuentra a partir de las fases tardías de La Téne en las islas Británicas, donde los elementos no clásicos son más evidentes que en el Continente, con una concentración de motivos zoomorfos y ornitomorfos muy característica. Típicos son los espléndidos espejos, sin duda un símbolo del estatus del propietario, cuya fabricación parece haber alcanzado su culmen en el siglo I d.C ., antes de la intervención romana. En cuanto a Irlanda, único país céltico que escapó a la intervención directa de Roma, el repertorio limitado pero extraordinariamente inte resante de objetos latenienses, alude claramente a la llegada de gentes del Continente y de Britania a partir del siglo III a.C.; y, al contrario de lo que sucede en la inmensa mayor parte de la Céltica antigua, en la verde Erín será posible la perpetuación de sus propias peculiaridades sociales, de sus tradiciones y de su len gua, como reflejan los textos de su literatura vernácula. La penetración de la religión en las esferas de lo profano o decorativo se plasma en la aparición de elementos simbólicos (como la cabeza o la máscara humana —esa máscara elusiva de Gombrich— , animales sagrados como el jabalí, la serpiente cor nuda, el cisne, el caballo, el cuervo, el ciervo...) en los más di
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versos objetos y monedas. Efectivamente, diversos autores (como Kruta, Pauli, Duval o Hatt) han llamado la atención re cientemente sobre el sentido religioso del arte céltico, con una iconografía que imbuye aun a los más simples objetos con un gra do de lo misterioso y hasta de lo divino, en palabras de Megaw. Sin necesidad de llegar al extremo de —como hace Hatt— iden tificar sistemáticamente los elementos característicos de la deco ración céltica como símbolos de la gran diosa y de la tríada prin cipal mencionada por Lucano, la posibilidad de que el arte céltico se hubiera fundado desde sus orígenes sobre un sistema religioso estable, duradero y ampliamente difundido, podría ser una de la explicaciones de las notables semejanzas que se obser van sobre objetos creados en lugares diferentes y en un espacio de tiempo que cubre casi medio milenio. Es precisamente la actitud de los celtas hacia lo sobrenatural la base que explica determinadas características del estilo artís tico y de las representaciones figuradas de sus divinidades, en las que el énfasis y la exageración de determinados elementos (la ca beza, por ejemplo, o los ojos), la ausencia de proporciones o la abstracción y el esquematismo que se observa en la pequeña es cultura en piedra —frente a la más realista iconografía de los bronces o la escultura monumental, que siguen más de cerca los cánones greco-latinos— constituyen buena prueba de la transmu tación de la imagen mundana en el contexto sublime de lo sobre natural, en palabras de Green. Frente a la mimesis de las formas artísticas greco-romanas, preocupados por dar una imagen lo más verdadera posible de la realidad aparente, las célticas vienen de finidas por un simbolismo que expresaría ya no sólo una técnica, sino un sistema de pensamiento al que difícilmente podemos ac ceder muchas veces por la propia ambigüedad de los símbolos. Los dioses, como diría Breno en Delfos, son demasiado impor tantes para reducirse a la estrechez de una representación rea lista; pertenecen a un mundo superior y, por ello, no se deben ver sometidos a los cánones imaginarios que definen al de los se res humanos.
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BIBL IO G R A FIA
Los aspectos artísticos aparecen tratados en el estudio fundamental de P. M. D u v a l , L os celtas, Madrid, 1977 (en la serie «El Universo de las Formas»), Pue den consultarse, asimismo, la obra capital de P. J a cobsth a l , Early Celtic Art, Oxford, 1944, o diversas otras más recientes: A . V a r a g n a c , L ’art gaulois, Pa rís, 1956; I. F in la y , Celtic Art. A n Introduction, London, 1973; A A . W . L ’art celtique en Gaule, Paris, 1983; P. M. D uva l y Ch. H awkes (ed s.), Celtic A rt in Ancient Europe. Five Protohistoric Centuries, London-New York-San Francisco, 1976; A A . V V ., L ’art celtique en Gaule, Paris, 1983; F. S c h lette , Die Kunst der Hallstattzeit, Leipzig, 1984; I. M. S t e a d , Celtic A rt in Britain before the R o man Conquest, London, 1985; R. y V. M eg a w Celtic A rt from its Beginnings to the B ook o f Kells, London, 1989. Sobre la herencia céltica en diversos ámbitos de Europa: P. B erresfo rd E llis , Celtic Inheritance, London, 1985; A . y B. R ee s , Celtic Heritage, London, 1989 (especialmente centrado en las islas Británicas).
EPILOGO: ROMANIZACION Y CRISTIANIZACION
E n capítulos anteriores se ha aludido a los factores esenciales que motivaron la decadencia de los celtas: la conquista romana con el fenómeno de aculturación consiguiente en la mayor parte de la antigua Céltica, el empuje de los germanos o los dacios en las regiones de Centroeuropa y el Danubio. Y allí donde no lle gó la romanización, como en Irlanda, fue la expansión del cristianismo el elemento posibilitador de los cambios operados. Ciertamente, no se trata de dos factores que operen indepen dientemente uno de otro, salvo en la más occidental de las islas Británicas: en el resto la expansión de la religión cristiana se pro dujo en el marco de los cambios operados por la romanización. Los progresos de esta romanización son paralelos a las me didas sucesivas para eliminar diversos aspectos de la religión cél tica, y de ello tenemos información especialmente significativa para la Galia. De Augusto sabemos que prohibió la religio druidarum, mudó la antigua capital de los eduos, Bibracte, a la cer cana Augustodunum —donde creó un centro de enseñanza su perior para difundir la cultura latina— y creó en Lugdunum un centro cultual a Roma y al emperador centrado en la fiesta del 1 de agosto —el mismo día que se celebraba la antigua Lugnasad— con la reunión del concilium Galliarum, la asamblea de los representantes de las provincias galas. Por Plinio sabemos que Tiberio promulgó un decreto que implicaba la persecución de los druidas, medida que provocó, sin duda, la sublevación del año 21 encabezada por Julio Floro y Julio Sacroviro con centro en el san tuario druídico de Cenabum (Orleans), demostradora de la fuer za del druidismo tras setenta años de dominación romana. Suetonio añade que en el 54 Claudio prohibió los sacrificios roma nos y extendió la interdicción de participar en los ritos druídicos a los galos en general —y no sólo a los ciudadanos romanos— . Ya se ha aludido a la destrucción por parte de las tropas roma nas del santuario britano de Mona en el 58, que repercutió sin
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duda en el agravamiento de la revuelta de la reina Búdica. Qui zá encontramos la última expresión de la resistencia gala con oca sión de la crisis surgida en el 68 tras la muerte de Nerón: Tácito nos habla de un Maricco que se proclamó dios y libertador de la Galia, tras cuya muerte y con ocasión del incendio del Capitolio los druidas pronosticaron la ruina del Imperio romano y la tras lación de éste a la propia Galia... Todas estas medidas se explican, lo mismo que las tomadas contra los cristianos, a partir de una perspectiva política más que por la barbarie de una religión insoportable para una sensibili dad romana, que había prohibido taxativamente los sacrificios humanos en un decreto senatorial tan tardío como el del 97 a.C. Si, como ha subrayado Zecchini entre otros, Roma intentó su primir la religión céltica en la Galia es porque los druidas cons tituyeron un factor esencial en la cohesión de los sentimientos antirromanos. Ello explica las medidas llevadas a cabo por Roma tendentes a asegurar la pérdida de su estatus privilegiado y, en un segundo momento, su clandestinidad y su ilegalidad. Un tex to de Filostrato sobre la vida de Apolonio de Tyana (7, 4, 2) pa rece aludir a la huida de los últimos druidas continentales a Britania o Irlanda. A partir de la época flavia — desde el último tercio del si glo I d.C.— el druidismo aparece tan sólo de manera esporádica en las fuentes. Tal es el caso de los vaticinatores de la época de Antonino Pío. (en quienes habría que ver una degeneración de los antiguos sacerdotes célticos en el ámbito rural), o en las pro fecías de las druidesas a Alejandro Severo, Aureliano y Diocleciano. Sin embargo, el famoso poeta Ausonio de Burdeos revela que en pleno siglo IV y en el ámbito de los médicos y profesores universitarios galos se proclamaba la vieja ascendencia druídica: exhibición de eruditos locales, sin duda; pero también testimo nio de la consciencia orgullosa que los galo-romanos conserva ban de su propia celticidad. Y en una fecha tan tardía como el 364 se consagraba en Lydney (Inglaterra) un templo dedicado a Nodcns (el Nuada de la epopeya irlandesa). Las ofrendas voti vas encontradas indican por su riqueza que el recinto lo utiliza ban personas destacadas de la comunidad y que no se trataba de u n a supervivencia rural. Las últimas noticias sobre la persisten
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cia de las formas culturales tradicionales corresponden al siglo V (es decir, a la época en que se produce el colapso de la parte oc cidental del Imperio romano). Una obra anónima llamada Querolus escrita en torno al 418 alude, a propósito de una revuelta de bagaudas en la Armórica bretona, a juicios celebrados en los bosques por parte de los rebeldes, en los que se pronunciaban sentencias de muerte junto a un roble. Y la Historia Brittonum refiere cómo Vortigerno, proclamado rey frente a Roma, quiso fundar una fortaleza en el 430 y consultó a algunos magos, que les prescribieron la realización de un sacrificio humano. La con clusión de esta y otras noticias es que sólo la evangelización de Britania a lo largo del siglo vil liquidó definitivamente las prác ticas religiosas y culturales tradicionales.
Irlanda y la perpetuación del espíritu tradicional En lo tocante al dominio de las formas artísticas, han sido va rios los estudiosos que, minimizando la tenacidad de resistencia de éstas, plantearon su interrupción o desaparición más o menos brusca en coincidencia con la conquista romana. En realidad, la artesanía céltica no desapareció, al menos no en ámbitos como los de las islas Británicas. Los herreros (que, recordémoslo, te nían una alta estima y consideración social, como elementos en los que probablemente se creían depositados poderes mágicos) siguieron trabajando, adaptando los gustos tradicionales para un mercado transformado por la presencia cultural de Roma en mu chas partes de la antigua Céltica. En otras, como en las islas Bri tánicas y especialmente en Irlanda, el mundo místico y curvilí neo del arte y del pensamiento célticos fue capaz de sobrevivir al encuentro del mundo racional y naturalista de los romanos. Al contrario de lo que sucedió en la inmensa mayor parte de la Céltica antigua, englobada en la estructura imperial romana, en Irlanda fue posible la perpetuación de sus propias peculiari dades, de sus tradiciones y su lengua. Y la propia sensibilidad del arte céltico irlandés florecerá también en los tiempos medie vales a través del cristianismo (impulsado por la predicación en la isla de San Patricio durante el segundo tercio del siglo v). El
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cristianismo contribuyó decisivamente en la perpetuación del arte céltico, no sólo porque le prestó un nuevo patronazgo y una nueva razón de ser, sino porque, por vez primera, exigió el uso de un arte narrativo. Los monasterios (en cuya expansión jugó un papel especial San Columbano, que estableció en el norte de Britania el de lona en 563) se constituyeron en focos para el aprendizaje de la escritura, que gradualmente fue substituyendo a las tradiciones orales druídicas, y dicha escritura no sólo reco gió muchos materiales tradicionales, sino que incorporó los di seños célticos para iluminar textos de una religión que ya no era la céltica, en una tendencia hacia la decoración de todo espacio libre. El proceso, que fusionó elementos célticos junto a otros de procedencia m editerránea o incluso germánicos, cristalizó en obras como los libros de Durrow, Lindisfarne o Kells, e influyó decisivamente en el propio continente: miles de misioneros ir landeses propagaron su predicación desde Islandia a Kiev o Ita lia. La importancia de la iglesia céltica de Irlanda en la preser vación del patrimonio cultural ya no sólo céltico sino antiguo —escritos hebreos, griegos, latinos— durante los tiempos medie vales es perfectamente conocida. Pero ya antes, desde el siglo III, se había observado un rena cimiento céltico en diversos ámbitos del Imperio romano, coin cidiendo con las fuerzas centrífugas que se manifiestan en su con junto. Esa reaparición de las tradiciones indígenas enmascaradas por la romanización —que, en definitiva, no se impone de una manera exclusiva sino en el mundo de las ciudades— se muestra también en el arte y penetrará en los tiempos medievales como un importante componente cultural en diversas partes de la an tigua Céltica. El ciclo arturiano es sólo uno de sus elementos me jor conocidos. La céltica es una sociedad tradicional, en la que, lo hemos vis to, la transmisión oral es el elemento que vincula el pasado con el presente. El arte de contar historias tradicionales ha desapa recido probablemente de la mayor parte de Europa; posiblemen te quede tan sólo, por lo que respecta a la parte occidental del continente, en las zonas más remotas de Irlanda y en las islas oc cidentales de Escocia, donde tradicionalmente se ha seguido transmitiendo el caudal de los antepasados en una variedad te
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mática que tiene su esencia en los cuentos heroicos y maravillo sos. Un rasgo interesante del narrador es, como se ha señalado por parte de Rees, el uso de pasajes descriptivos estereotipados o retóricos, así como la declaración expresa de no ser el autor de los hechos que narra: He aquí mi historia. Si hay algo erró neo en ella, que lo haya. No he sido yo quien la ha hecho o in ventado. Lo cual contrasta claramente con el colofón latino al fi nal del Táin Bó Cuailnge, que expresa el punto de vista del es criba cristiano: Pero yo, que he escrito esta historia o narración, no doy fe a muchas cosas contenidas en ella. Pues algunas cosas son engaños de los demonios, otras ficciones poéticas, algunas son verdaderas y otras no, y algunas son meras diversiones de locos. Las tradiciones culturales célticas han persistido en la perife ria más occidental de Europa a través de la transmisión oral y escrita de un material en el que el enigma y la metáfora —aque llas características que Diodoro de Sicilia señalaba para el len guaje de los galos— , la metamorfosis y la ambigüedad dinámica constituyen elementos esenciales. Como ha señalado Caillois, ex presado en y por la liturgia, el enigma contiene la suma de las correlaciones por las cuales se revela la escondida arquitectura del universo. A través del juego de acertijos se descubren las grandes conexiones y las mayores equivalencias; se trata de un subterfu gio designado para admitir lo inefable en el discurso humano. Esa vigencia enigmática de los antiguos celtas queda explícita en los versos de Yeats: El tiempo gotea en decadencia como una vela consumida, y las montañas y los bosques tienen su día, tienen su día. Pero tú, amable muchedumbre antigua, no te desvaneces.
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BIBLIO G R AFIA G EN ER A L
Son bastan te escasas las síntesis sobre la Céltica antigua existentes en caste llano. C om o obras de alcance general pueden consultarse las siguientes: V. K r u TA, L os celtas, M adrid, 1977 (interesante y equilibrada com o introducción); H . H u b e r t , L os celtas y la civilización céltica, M adrid, 1988 (la prim era edición francesa es de 1932, pero sigue siendo una obra fundam ental para aspectos di versos); R . Sa in e r o , La huella céltica en España e Irlanda. M adrid, 1987; J. MoREAU, D ie Welt der Kelten, S tuttgart, 1958; T. G . E . POWELL, Les Celtes, Paris, 1961 (L ondon, 1958), síntesis m uy atractiva, al igual que la de J. F il ip . Die kel tische Civilisation und ihr Erbe, Prag, 1961; J. R a ftery (e d .), The Celts, C ork, 1964; H . J. E g g e r s , E . W il l , R . J offroy y W. H olm quist , Les celtes et les Germains ä Tépoque paienne, Paris, 1965 (B aden-B aden, 1964); L. L en g y el , L e secret des celtes, Paris, 1969; H . BlRKHAN, Germanen und Kelten bis zum Ausgang der Röm erzeit, W ien, 1970; J. J. H a t t , Celts and Gallo-Romans, L ondon, 1970; M. D illon y N. C h a d w ick , The Celtic Realrns, L ondon, 1972; J. M a r k a l e , Les celtes et la civilisation celtique, Paris, 1977, con especial atención al análisis de determ inados elem entos desde una perspectiva m ítica; B. W . C u n liffe , The Cel tic World, L ondon, 1979; L. P a uli (ed .), Die Kelten in Mitteleuropa, Salzburg, 1980; Chr. G uyonvä RC’H, L a civilisation celtique. R ennes, 1980; Die Kelten in Europa. Kultur, Kunst, Wirtschaft, H allein, 1980 (docum entado catálogo de la exposición); B. C u n liffe , L ’Univers des Celtes, Paris, 1982; R. O ’D riscoll (e d .), The Celtic Consciousness, New Y ork, 1982; N. C h a d w ic k , The Celts, L on don, 1984; A . R oss, The Pagan Celts, L ondon, 1986 (con la inclusión de datos muy recientes de la arqueología); K. H . Schmidt (e d .), Geschichte und Kultur der Kelten, H eidelberg, 1986; G . H e r m , Die Kelten. Das Volk, das aus dem Dun kel Kam, H am burg, 1989. E xisten, por últim o, diversas revistas periódicas cen tradas e n el estudio del m undo céltico; señalem os, entre ellas, Ogam-Celticum (Rennes), Révue Celtique y Etudes Celtiques (am bas editadas en París).
TEXTOS Y DOCUMENTOS
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t STE río (el Istro = D a n u b io ), j como es sabido, nace en la ciude los celtas dad de Pirene, en el país de los celtas y, en su curso, divide Europa por la mitad. Los celtas, por cierto, están más allá de las Columnas de Heracles y confinan con los einesios, que son, de todos los pueblos establecidos en Europa, los que habitan las zonas más occidentales. (Heródoto, 2, 33; trad., C. Schrader). Eforo exagera hasta tal punto las dimensiones de la Céltica que comprende, además de su territorio, la mayor parte del que conocemos hoy como Iberia, hasta Cádiz. Muestra a sus habi tantes como filohelenos y les atribuye él solo toda suerte de co sas, que en nada se parecen a la realidad de hoy día. El rasgo siguiente, por ejemplo, le pertenece en exclusiva: que los celtas se preocupan por no engordar, especialmente de vientre, y que se castiga al joven cuya cintura excede la medida fijada. (Estrabón, 4, 4, 6).
ODA la Galia está dividida en tres partes, una de las cuales la habitan los belgas, otra los aquitanos y una tercera un pueblo llamado en su propia lengua celtas, y en latín galos. Todos ellos difieren entre sí en lengua, instituciones y leyes. Los galos están separados de los aquitanos por el río Garona, de los belgas por el Marne y el Sena. (César, Comentarios a la guerra de las Gallas, 1 ,1).
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etruscos sg relaciona5an con
los galos por razón de vecindad, pero [os gaios miraban codiciosamente el país por su belleza. Buscaron un pequeño pretexto, invadieron aquellas tierras con un gran ejército, expulsaron a los etruscos de la re gión del Po y se quedaron con la llanura... Habitaban en aldeas no amuralladas, y no usaban de más ajuar que el estrictamente necesario. Dormían en lechos de hojarasca, comían carne y sólo praticaban la agricultura o la guerra, por lo cual su vida era muy simple. Entre ellos, las artes y las ciencias eran algo desconoci do. Sus únicos bienes eran el ganado y el oro, ya que, dado su género de vida, era lo único que podían llevarse fácilmente a to das partes y trasladarlo según sus preferencias. Ponían su máxi mo empeño en formar clanes, porque entre ellos se consideraba el más poderoso y el más temible el que diera la impresión de tener el máximo número de clientes y asociados. (Polibio, His toria Universal, 2, 17; trad., A. Díaz Tejera). Esto es lo que sabemos de las migraciones de los galos a Ita lia: cuando Tarquinio el Antiguo reinaba en Roma, los celtas, que representaban una de las tres divisiones de la Galia, estaban bajo la dominación de los bituriges, pueblo que daba el rey a la nación céltica. Ambigato se llamaba éste, y su talento, junto a su buena fortuna personal y general, le daba gran distinción. La Galia se hizo tan rica en grano y populosa bajo su mando, que parecía imposible gobernar a tan gran multitud. El rey, que era anciano y decidió aliviar a su reino de tanta carga, anunció su intención de enviar a Beloveso y Segoveso, los hijos de su her mana, dos jóvenes emprendedores, a la búsqueda de las nuevas tierras que los dioses designaran por augurios, y les prometió en cabezar un número de emigrantes tan grande como quisieran, a fin de que ningún pueblo quedara sin participar en los nuevos asentamientos. A Segoveso le correspondieron los montes Hercinios, mientras que a Beloveso los dioses le asignaron una vía más placentera, a Italia. Llevando con él a la población exceden te de sus pueblos..., marchó con gran número de infantes y ji netes hacia el país de los tricastinos. (Tito Livio, 5, 3, 4). Los galos por aquella época no conocían ni el vino de uva ni célticas a Italia
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el aceite de oliva... En aquella ocasión, cuando por vez primera probaron los frutos que nunca antes habían probado, quedaron maravillados y preguntaron al extranjero cómo se conseguían es tos artículos y quiénes los producían. El tirreno (Arrunte de Clusium) les confió que el país productor de estos frutos era grande y fértil y estaba habitado por poca gente, que en el combate se comportaban como las mujeres, y que no debían adquirir estos productos por compra sino ahuyentando a los actuales propieta rios y disfrutarlos ellos como dueños. Persuadidos por tales pa labras, los galos entraron en Italia. (Dionisio de Halicarnaso, A n tigüedades romanas, 13, 10, 14-17). Se dice que los galos, prisioneros como estaban por los Al pes, entonces una barrera insuperable, encontraron un primer motivo para invadir Italia en la circunstancia de que un ciuda dano helvético llamado Helicón, que había morado en Roma a causa de su habilidad artesanal, trajo consigo a la vuelta algunos higos secos, uvas y algunas cantidades de aceite y vino. A resul tas de lo cual, podemos perdonarles por haber tratado de obte ner estas cosas incluso a través de la guerra. (Plinio, NH, 12, 2, 5).
NTONCES Breno empezó, lo mismo en las asambleas que por expedición a Grecia separado a cada uno de los poderosos entre los gálatas, a ensalzar la expedi ción a Grecia, haciendo notar la pre sente debilidad de los griegos y las muchas riquezas de las ciu dades y las mayores aún de los templos con los exvotos de oro y de plata. Convenció, pues, a los gálatas de la expedición con tra Grecia y señaló junto a sí a otros jefes, entre ellos a Acicorio. Se llegó a reunir un ejército de 152.000 peones y 24.000 ca balleros, aunque el número real era de 61.200, pues a cada uno de los jinetes lo acompañaban dos esclavos montados e instrui dos también. Cuando los gálatas tienen un combate de caballe ría, estos esclavos se quedan atrás de las tropas y hacen el ser vicio de que cuando un jinete o su caballo caen, acuden bien a j
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ceder el caballo a su amo, bien a sustituirle montando el de éste si acaso ha muerto. Si han caído jinete y caballo, queda él como substituto dispuesto. Cuando el amo es herido, uno de los escla vos vuelve al campamento el herido, mientras el otro le sustitu ye en las filas... A esta disposición la llamaban trimarkisia en su lengua, pues el caballo en celta se decía marka... Después de la batalla en las Termopilas, los griegos enterra ron a los suyos y despojaron a los bárbaros. Los gálatas nos en viaron heraldos para rescatar a sus muertos, dándoles lo mismo que fueran enterrados que comidos por las aves. El que se cui den tan poco de sus muertos creo que se debe a dos causas, una, que creen asustar así a sus enemigos, y otra, que tienen tanta cos tumbre, que no hacen lamentaciones por sus muertos... Sucedió la expedición contra Grecia de los celtas y la destruc ción de éstos siendo arconte en Atenas Anaxícrates en el año se gundo de la olimpiada 125, en la que venció en el estado Ladas de Egion. Al año siguiente, siendo arconte en Atenas Democles, los celtas pasaron a Asia. Ha de saberse que esto sucedió así. (Pausanias, Descripción de Grecia, 10, 19, 5-10, 23, 14; trad., A. Tovar). Breno, el rey de los galos, al entrar en un santuario no en contró ofrendas de oro y plata, y cuando vio las imágenes de pie dra y madera se rió ante ellas, pensando que los hombres que creían que los dioses tenían forma humana, habían erigido sus imágenes en piedra y madera. (Diodoro, 22, 9).
E presentaron entonces ante Ale jandro embajadores de todos los danubianos pueblos independientes que habitan junto al Istro (Danubio), incluso algu nos del rey Sirmo y también algunos representantes de los celtas que están asentados en el golfo Jó nico. listos celtas eran de elevada estatura y muy preciados de sí mismos. Todos dijeron que venían solícitos de la amistad de Alejandro, quien a todos dio y de todos recibió buenas prome sas. Preguntó a los celtas qué era lo que más temían de las cosas
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humanas (esperaba él que su fama ya habría llegado hasta los cel tas y aún más lejos y que ellos confesarían que era él aquello que más temían); la respuesta de los celtas, sin embargo, le sor prendió. En efecto..., respondieron que lo que más temían era que el cielo se les cayese alguna vez encima, y que, aunque sen tían simpatías por Alejandro, no era por miedo ni por esperar nada por lo que se habían presentado ante él. Otorgóles, pues, el nombre de amigos y los hizo sus aliados, despidiéndolos a su país y comentando reservadamente: ¡Cuán fanfarrones son estos celtas! (Arriano, Anábasis de Alejandro Magno, 1, 4, 6; trad., A. Bravo).
OS galos son de alta talla, con po derosa m usculatura y blanca los galos Su cabello es rubio, y no sólo de modo natural, sino que utilizan me dios artificiales para aumentar el color distintivo que la naturaleza les da... Algunos se afeitan la barba, otros la usan un poco crecida, y los nobles rasuran su rostro pero se dejan crecer el bigote hasta que les oculta la boca... Los bra vos guerreros son recompensados con la elección de la mejor por ción de carne... Invitan a los extraños a sus fiestas y, hasta que la comida no ha concluido, no preguntan quiénes son y qué co sas necesitan. Y es su costumbre, incluso en el transcurso de la comida, discutir sobre cualquier asunto trivial para entablar una disputa y desafiarse en combate individual, sin consideración al guna hacia sus vidas; pues prevalece en ellos la creencia de Pitágoras de que las almas son inmortales y tras un número deter minado de años comienzan una nueva vida pasando el alma a otro cuerpo. Por ello se cuenta que en los funerales de sus muer tos algunos lanzan cartas que han escrito a sus difuntos a la pira, como si los muertos fueran capaces de leerlas. (Diodoro de Si cilia, 5, 28). Los galos llevan sayo y se dejan crecer los cabellos. Se visten con pantalones bombachos y blusas con manga... La lana con la que tejen los gruesos sayos, llamada laenae, es áspera pero tu
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pida... El armamento está en consonancia con la elevada esta tura de los hombres: una gran espada suspendida del costado de recho, un escudo oblongo de grandes dimensiones, largas picas y la madari, que es una suerte de jabalina. Disponen también de un arma arrojadiza análoga al pilum, que lanzan sin propulsor y que va más lejos incluso que una flecha, de la que se sirven en concreto para la caza, en especial la de aves. (Estrabón, Geo grafía, 4, 4, 3). A la simplicidad y exhuberancia de los galos se añade un ca rácter irreflexivo, una gran jactancia y pasión por los adornos. Les gusta cubrirse de oro, llevan collares de oro en torno al cue llo y pulseras áureas en brazos y muñecas, y los dignatarios lle van vestiduras teñidas en la tina y lentejuelas de oro. A causa de la ligereza de su carácter la victoria los hace insoportables, pero la derrota los hunde en el estupor. (Estrabón, Geografía, 4, 5). Estos hombres tienen un aspecto espantoso. Su voz tiene un sonido grave y una entonación ruda. En la conversación su pa labra es breve y enigmática, procediendo por alusiones y so breentendidos, a menudo hiperbólicos, cuando se trata de real zarse a sí mismos y de subestimar a los otros. Poseen un tono amenazador, altivo y trágico, y, sin embargo, un espíritu pene trante y no sin aptitud hacia las ciencias. (Diodoro de Sicilia, Bi blioteca Histórica, 5, 30).
~ “ La afícién p o r el vino y su comercio
w p L licor que se bebe en casa de los rjcos es v¡n0 traídcj de Italia y del pai's en torno a Marsella, y se bebe sin mezcla; en ocasiones se añade un poco de agua. Entre los menos favorecidos se bebe una cerveza hecha de trigo, con miel añadida, aunque la masa la bebe sola. Se llama corma. Beben a pequeños sorbos de la misma copa, pero lo hacen de forma bastante frecuente. El esclavo trae la bebida de izquierda a derecha y de derecha a izquierda: tal es la manera en que se sirve. Igualmente, veneran
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a los dioses volviéndose hacia la derecha. (Posidonio, en A te neo, 152, c-d).
A raza a la que se llama hoy en su conjunto gálica o galática es belicoso apasionada de la guerra, pronta a la cólera y a llegar a las manos, tosca de costumbres y sin vicios. A la menor excitación se reúnen en multitud y corren abiertamente al com bate, sin mirar a derecha o a izquierda. Son así fáciles de vencer por quien quiere combatirles a través de la maniobra: no hace falta sino provocarlos cuando o donde se les ve, por cualquier pretexto, y siempre se les halla dispuestos a aceptar el desafío o a arrostrar el peligro, sin otra arma incluso que su fuerza o su audacia. De otro lado, si se les convence por la persuasión se de jan de buen grado inducir a hacer algo útil, de lo que es prueba la aplicación que muestran hoy en día para el estudio de las le tras y la elocuencia... Él carácter de que hemos hablado explica también la facili dad con la que se desarrollaron las migraciones de los galos, no tanto porque cuando otros pueblos más fuertes los empujaban se desplazaran en hordas y en ejércitos compactos, sino sobre todo porque entonces abandonaron el lugar con todas sus familias... Se dice que los más valerosos son los belgas, nación dividida en quince pueblos que viven al borde del océano, entre el Rhin y el Loira, y deben a su valor el ser los únicos capaces de haber detenido la invasión de cimbrios y teutones llegados de Germania. Los mejores de entre ellos pasan por ser los belovacos y des pués los suesiones. La importancia numérica de la población gala se atestigua para los belgas, según nuestros autores, por la cifra en otro tiempo censada de 300.000 hombres con capacidad de portar armas, y para los helvecios, arvernos y sus aliados por los efectivos, igualmente elevados, que se han citado ya. Estos da tos revelan una fuerte población y demuestran —como dije más
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arriba— la fecundidad y las buenas cualidades nutricias de las mujeres galas. (Estrabón, Geografía, 4, 4, 2-3).
^ S su costumbre cuando están formados en batalla salir de sus lídesafío neas para desafiar al más valeroso de “ sus oponentes a un combate indivi dual, blandiendo sus armas para ate morizar a sus adversarios. Y cuando algún hombre acepta el reto de luchar, prorrumpen en cánticos alabando las hazañas de sus antepasados y se jactan de sus propios logros minimizando a su oponente, tratando, en suma, de afectar su espíritu antes del combate. (Diodoro de Sicilia, 5, 29, 2-3). Claudio relata que la batalla contra los galos tuvo lugar ese año (367 a.C.) junto al río Anio, y que tal fue la ocasión del fa moso duelo en el puente en el que Tito Manlio mató a un galo que le había retado en combate y lo despojó de sus torques a la vista de los dos ejércitos. (Tito Livio, 6, 42, 5). J
^ NTRE los gálatas, dice Filarco en J su sexto libro, se apilaban muy poetas cjias hogazas de pan y se servían con profusión en las mesas, así como tro zos de carne sacados de calderos. Na die prueba su parte antes de comprobar que el rey ha tocado la suya. El mismo Filarco dice en su libro segundo que Ariammes, un gálata muy rico, prometió públicamente mantener durante un año a todos los gálatas y cumplió tal promesa del modo siguien te. Dispuso recintos en diversos puntos del país, a lo largo de las vías más convenientes, y erigió en ellos puestos y cercados de junco y mimbre, cada uno capaz de contener cuatrocientos hom bres o más, de acuerdo con el espacio necesario en cada recinto para acoger a las multitudes que se esperaba llegar de ciudades
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y aldeas. Allí dispuso grandes calderos conteniendo toda clase de carne, que había mandado forjar durante el año anterior al del festejo, mandando buscar a artesanos del metal de otras ciu dades. Diariamente se sacrificaba a muchas víctimas, toros, cer dos, ovejas y a otra clase de animales, se prepararon toneles de vino y se mezcló una gran cantidad de harina de cebada. Filarco continúa: «No sólo se aprovecharon de todo ello los gálatas que llegaban de ciudades y aldeas, sino que no se dejaba partir a los extranjeros transeúntes por los sirvientes hasta que no hubieran probado parte de la comida que había sido preparada». (A te neo, Deipnosofistas, 4, 150, d-f). De nuevo Posidonio, describiendo la riqueza de Lovernio, padre de Bituis, que fue desposeído por los romanos, dice que para ganar el favor de la multitud cabalgaba por los campos en un carro repartiendo oro y plata a los numerosos celtas que le seguían. Igualmente, construyó un recinto de doce estadios de lado en el que dispuso tinajas llenas de excelente vino y preparó tan gran cantidad de alimento que durante varios días todos aquellos que lo desearan pudieran entrar y disfrutar de lo que allí había, siendo continuamente servidos. Tras haber puesto un límite al banquete, llegó tarde un poeta nativo, y dirigiéndose al jefe, cantó sus alabanzas en un himno alusivo a su grandeza y a la tardanza propia. Y el jefe, deleitado con ello, pidió una bolsa de oro y la lanzó al bardo que tras él corría. Este la cogió y can tó de nuevo en su honor, diciendo que las roderas del carro que había conducido llevarían beneficios a los hombres. (Ateneo, 4, 152, d-f).
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i c e Posidonio en el vigésimo ter cer libro de sus Historias: «Los d el campeón» celtas tienen a veces concursos gladiatorios duante los banquetes. Habien do tomado las armas, inician peleas y practican fintas entre sí, llegando en ocasiones a producirse he ridas; en cuyo caso, exasperados por las mismas, llegan incluso a matar si los compañeros no intervienen. En épocas pasadas, si
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gue diciendo, siempre que se repartían porciones de carne el me jor campeón recibía la mejor parte, pero si alguno la reclamaba, se iniciaba un combate individual hasta la muerte. Otros, habien do recibido oro o plata o un número de jarras de vino de otros compañeros, tras atestiguar solemnemente la donación, decre tan que ésta se reparta entre los parientes más próximos. A con tinuación se tumban de espaldas sobre sus escudos, y algunos de los presentes corta su cuello con una espada. (Ateneo, 4, 154, a-c).
ORTAN las cabezas de los eneEl ritual de las cabezas _ migos muertos en el combate y cortadas jas cueigan de los cuellos de sus caba_ Hos... Embalsaman en aceite de cedro las cabezas de sus enemigos más dis tinguidos y las guardan cuidadosamente en una caja, enseñán dolas con orgullo a los visitantes, diciendo que por esta cabeza uno de sus antepasados, o su padre, o el propio individuo rehu só el ofrecimiento de una gran suma de dinero. Dicen algunos de ellos se vanaglorian de haber rehusado el peso de la cabeza en oro. (Diodoro, 5, 9, 5). Posidonio dice haber visto él mismo en muchas ocasiones este espectáculo, que primero le repugnaba, pero que acabó con la costumbre por soportar serenamente. (Estrabón, 4, 4, 5).
A R ECE que la fortuna acumuló ese año (216 a.C.) todos los dede los árboles» sastres... Lucio Postumio, el cónsul electo, había perecido en la Galia Ci salpina con todas sus tropas. Había un vasto bosque, que los galos llamaban Litana, por donde condu cía a su ejército. A ambos lados del trayecto los galos habían cor tado los árboles de manera que todavía permanecían de pie pero estaban prestos a caer al menor impulso. Postumio tenía dos le giones y había alistado también a un número de tropas aliadas
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desde la costa del Adriático, con lo que entraba en territorio ene migo con una fuerza total de 25.000 hombres. Los galos le espe raban en el borde del bosque y, tan pronto como entró el ejér cito romano, empujaron los más alejados de los árboles corta dos. Estos cayeron sobre sus vecinos —tan inestables todos y fá ciles de desplomar— , y todo fue arrastrado en su caída, armas, hombres y caballos: apenas si diez hombres escaparon. La m a yoría sucumbió aplastada por los troncos y las ramas de los ár boles cortados, y los demás, aterrados por el desastre imprevis to, fueron masacrados por los galos, que cubrían armados toda la extensión del bosque... Los despojos y la cabeza cortada del general (Postumio) fueron llevados triunfalmente por los boyos al santuario más respetado de su nación. Después la cabeza fue vaciada y, según su costumbre, el cráneo fue recubierto de oro para utilizarlo en lo sucesivo como vaso sagrado para las libacio nes y copa en la que beber los sacerdotes y personal del templo; la presa no fue para los galos menos preciada que la victoria. (Tito Livio, 23, 24).
O no creo lo que toriador, que los cimbrios ameel mar» nazan y rechazan con sus armas a las ojas qUe su^en> nj ¡0 qUe cuenta Eforo al respecto de los celtas o galos, que, por no temer a nada, miraban tranquilamente al m ar des truir sus casas, contentándose con reconstruirlas luego, y que las inundaciones hacían entre ellos más víctimas que la guerra. (Estrabón, 1,2).
ATUVOLCO, rey de la mitad de los eburones, que se había asociado a los proyectos de Ambiorix, de bilitado por la edad y no pudiendo so portar las fatigas de la guerra y de la huida, habiendo maldecido
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a Ambiorix como responsable de la empresa, se envenenó con el tejo, árbol muy común en Galia y Germania. (César, 6, 31). César convocó a los principales de los eduos, que se encon traban en gran número en el campo, y entre ellos Diviciaco y Lisco, titulares de la magistratura suprema llamada por los eduos vergobretus, que es anual y da poder de vida y muerte. (Cé sar, 1, 16).
OS hombres ponen al casarse en comunidad tantos bienes cuancostumbres de los galos tos se estimaran equivalentes a la dote aportada por la esposa. Se hace de este capital una cuenta única y se ob servan los intereses: a la muerte de uno de los cónyuges, el otro recibe asimismo la parte del difunto con los intereses acumula dos. Los maridos tienen derecho de vida y muerte sobre sus mu jeres y sus hijos; y cuando muere un paterfamilias de ilustre ori gen, se reúnen sus parientes y, de existir sospecha sobre la causa de su muerte, se interroga a las esposas como se hace con los es clavos y, en el caso de ser reconocidas culpables, se las libra al fuego y a toda clase de torturas. Los funerales son magníficos y suntuosos según el ornato de los galos; se echa al fuego todo cuanto se considera querido por el difunto en vida, incluso ani males, y no hace mucho tiempo que los funerales completos re querían que se quemara con él a los esclavos y clientes que le hubieran sido queridos. (César, Comentarios a la guerra de las Gallas, 6. 19-20).
i L caso es que por j el gobierno de Britania Pulino santuario de Mona Suetonio... Y así, se dispone a atacar (Anglesey) ]a ¡s|a ¿e Monai poderosa por su población y guarida de fugitivos, y cons truye naves de fondo plano, propias para abordar costas bajas e inseguras. De este modo pasó la in
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fantería; la caballería la siguió por un vado o cruzó montada a nado donde las aguas eran más profundas. Ante la orilla estaba desplegado el ejército enemigo, denso en armas y en hombres; por medio corrían mujeres que, con ves tido de duelo, a la manera de las Furias y con los cabellos suel tos blandían antorchas; en torno, los druidas, pronunciando im precaciones terribles con las manos alzadas al cielo; lo extraño de aquella visión impresionó a los soldados hasta el punto de que, como si sus miembros se hubieran paralizado, ofrecían su cuerpo inmóvil a los golpes. Luego, movidos por las arengas de su jefe, y animándose a sí mismos a no tem er a un ejército mu jeril y fanático, y echando adelante las enseñas, abaten a los que encuentran a su paso y los envuelven en sus propios fuegos. Des pués se impuso a los vencidos una guarnición y se talaron los bos ques consagrados a feroces supersticiones. En efecto, contaban entre sus ritos el de honrar los altares con sangre de cautivos, y el de consultar a los dioses en las entrañas humanas. (Tácito, Anales, 14, 29-30; trad., J. L. Moralejo).
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~ ÚDICA, en un carro y llevando ante sí a sus hijas, iba pasando frente a los de cada pueblo, procla mando que ya era costumbre de los britanos luchar bajo el mando de las mujeres, pero que en aque lla ocasión trataba de vengar no su reino y fortuna, en cuanto nacida de tan grandes padres, sino, como una más del vulgo, su libertad perdida, su cuerpo acabado por los golpes, el pudor de sus hijas pisoteado. Les decía que las pasiones de los romanos habían llegado a tal punto, que ya no dejaban sin mancillar ni cuerpos, ni ancianidad ni virginidad; pero allí estaban los dioses para apoyar su justa venganza: había caído la legión que se ha bía atrevido a presentar batalla, los demás estaban escondidos en los cuarteles o buscaban por dónde escapar. Ciertamente —afirmaba— los romanos no habían de soportar el estrépito y clamor de tantos millares, por no hablar ya de su ataque y de su fuerza. Si echaban cuenta de las tropas y de las causas de la
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guerra, verían que en aquel combate había que vencer o morir. Tal era su decisión de mujer: allá los hombres sin querían vivir y ser esclavos. (Tácito, Anales, 14, 35; trad., J. L. Moralejo). Cuando hubo acabado de hablar, llevó a cabo una especie de práctica adivinatoria, dejando escapar una liebre de entre los pliegues de su vestido. Y, como el animal corriera hacia el lado considerado favorable, la multitud prorrumpió en gritos de con tento y Búdica, alzando sus manos al cielo, dijo: «Te doy las gra cias, Andraste, y me dirijo a ti como mujer que habla a otra mu jer; pues yo no gobierno sobre egipcios que soportan cargas, como Nitocris, ni sobre traficantes asirios, como Semíramis (pues estos conocimientos hemos ganado hasta ahora aprendiendo de los romanos), ni mucho menos sobre los propios romanos, como hizo una vez Mesalina, luego Agripina y ahora Nerón (quien, aunque masculino de nombre, de hecho es una mujer, como lo prueban su canto, el tañido de su lira y el embellecimiento de su persona). No, aquellos sobre los que reino son britanos, hom bres que no saben cómo cultivar el suelo o ejercer el comercio, pero que están profundamente versados en el arte de la guerra y todo lo poseen en común, incluidos hijos y esposas, de modo que estas últimas poseen el mismo valor que los hombres. Como reina, pues, de tales hombres y tales mujeres, te suplico y ruego por la victoria, la preservación de la vida y la libertad contra esos hombres insolentes, injustos, insaciables, impíos —si es que ver daderamente podemos llamar hombres a esas gentes que se ba ñan en agua caliente, comen golosinas artificiales, beben vino sin mezclar, se ungen con mirra, duermen en blandos lechos con muchachos como compañeros —muchachos que dejan su flor en ello— y son esclavos de un mezquino tañedor de lira. Por tanto, que la señora Domicia-Nerón no pueda reinar sobre mí o sobre vosotros, hombres; que cante la mozuela y gobierne a los roma nos, que seguramente merecen ser los esclavos de tal mujer tras haberse sometido a ellos durante tanto tiempo. Pero para noso tros, sé tú, señora, sola y siempre nuestra guía». (Dión Ca sio, 62, 6).
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A región que se extiende del Betis y que llega hasta el hispanos Anas se llama Beturia y se divide en dos partes y en otros tantos pueblos: los célticos, que lindan con la Lusita nia y que pertenecen al Convento Hispalense, y los túrdulos... Los célticos venidos de la Lusitania son oriundos de los celtíbe ros, lo que se manifiesta en los ritos religiosos, la lengua y los nombres de sus ciudades... (Plinio, Historia Natural, 3, 13). Los últimos son los ártabros, que habitan cerca del cabo que llaman Nerion, donde se unen el lado occidental y el septentrio nal (de la Península). En sus cercanías se hallan también los cél ticos, parientes de los que viven en el Guadiana. Estos em pren dieron con los túrdulos una campaña y dicen que, pasado el río Limia, desertaron. Y como tras la discusión sobreviniese la m uer te de su jefe, permanecieron dispersos allí, lo que hizo que a este río se le llamase también Leteo... En la región entre el Tajo y el país de los ártabros habitan unas treinta tribus. Esta región es rica en recursos naturales de frutos y ganados, lo mismo que en oro, plata y otros muchos metales; sin embargo, la mayor par te de estas tribus ha renunciado a vivir de la tierra y se dedican al bandidaje, luchando constantemente entre sí o atravesando el Tajo para provocar a los pueblos vecinos. Pero los romanos han puesto fin a este estado de cosas, obligándolos a descender de las montañas a los llanos y reduciendo sus ciudades a simples po blados... (Estrabón, 3, 3, 5).
ABIENDO hablado con deteniH ___ miento suficiente de los celtas, cambiaremos nuestra narración a los celtíberos, sus vecinos. En otros tiem pos estos dos pueblos, los iberos y los celtas, guerreaban entre sí por la posesión de la tierra, pero cuan do más tarde arreglaron sus diferencias y se asentaron conjunta mente en la misma, y acordaron matrimonios mixtos entre sí, re Una visión de los celtíberos
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cibieron la apelación mencionada. Este pueblo suministra a la guerra no sólo una excelente caballería, sino una infantería que sobresale por su poder y resistencia. Usan ásperos sayos negros, cuya lana recuerda la piel de las cabras. En cuanto a sus armas, algunos celtíberos usan escudos ligeros como los de los galos, y otros circulares... Sus espadas tienen doble fiio y están fabrica das con excelente hierro, y también tienen puñales de un palmo de longitud que utilizan en el combate cerrado. Siguen una prác tica especial en la fabricación de sus armas defensivas, pues entierran láminas de hierro y las dejan hasta que con el curso del tiempo el óxido se ha comido las partes más débiles, quedando sólo las más resistentes: de esta forma hacen espadas excelentes, así como otros instrumentos bélicos. El arma fabricada de la for ma descrita corta todo lo que pueda encontrar en su camino, pues no hay escudo, casco o hueso que pueda resistir el golpe dada la excepcional calidad del hierro. Entre ellos se da una cos tumbre peculiar y extraña, pues siendo cuidadosos y limpios en sus hábitos, observan una práctica grosera y sucia: pues se ba ñan el cuerpo y se lavan los dientes con orines, teniendo esta ac ción por cuidado y limpieza del cuerpo. (Diodoro, 5, 33).
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OS celtíberos consideran un ho nor morir en el combate, y un cadáveres en e l campo cr¡men quemar el cadáver del guerrede batalla r0 as¡ muerto; pues creen que su alma remonta a los dioses del cielo, al de vorar el cuerpo yacente el buitre. (Silio Itálico, Púnicas, 3, 340-343). Los vacceos, pueblo de occidente, ultrajan a los cadáveres de los muertos por enfermedad, ya que consideran que han muerto de forma cobarde y mujeril, y los entregan al fuego. En cambio, a los que han perdido la vida en el combate los consideran no bles, valientes y dotados de valor, y, en consecuencia, los entre gan a los buitres porque creen que éstos son animales sagrados. (Eliano, De nat. anim., 10, 22).
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OS celtíberos son crueles en sus costumbres hacia los malhechoceltibérica res y enemigos, pero honorables y humanos con los extranjeros. A aquellos que llegan ante ellos los invitan a de tenerse en sus casas y disputan entre sí por la hospitalidad, y aprueban a todo aquel que atiende a los extranjeros, conside rándolo amado por los dioses. (Diodoro, 5, 34).
P las j-ribus vecinas de los celtí beros, los más avanzados son el pueblo vacceo. Cada año dividen en tre sus miembros la tierra que culti van, y, haciendo de sus frutos la propiedad de todos, reservan su parte a cada hombre, y los cultivadores que se hubieran apro piado de algún lote son castigados con la muerte. (Diodo ro, 5, 34, 4).
NA costumbre particular se da entre los iberos y, más particularmente, entre los lusitanos. Cuando sus jóvenes llegan a la culminación de la fortaleza física, aquellos de entre ellos que tienen menos re cursos, pero que exceden en vigor corporal y audacia, se equi pan con no más que su valor y sus armas y se reúnen en las mon tañas, donde forman bandas de tamaño considerable, que des cienden a Iberia y obtienen riquezas en su pillaje. Y practican este bandidaje en un espíritu de continuo desdén, pues usando armas ligeras y siendo ágiles y rápidos, constituyen un pueblo muy difícil de someter. Y, en general, consideran los riscos y los intrincados montes como su tierra nativa, y huyen a estos luga res —difíciles de atravesar por ejércitos grandes y fuertemente equipados— en busca de refugio. (Diodoro, 5, 34, 6-7).
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“ ICEN que los lusitanos s tros en emboscadas y persecu tor Estrabón ciones, ágiles, listos y disimulados. Su escudo es pequeño, de dos pies de diá metro y cóncavo por su parte interior; lo llevan suspendido por adelante con correas, y no tiene, al pa recer, abrazaderas ni asas. Van asimismo armados con un puñal o cuchillo. La mayoría lleva corazas de lino, y algunos cotas de malla y casco de tres cimeras; otros se cubren con cascos tejidos de nervios. Los infantes usan grebas y llevan varias jabalinas, sir viéndose algunos de lanzas con punta de bronce. Entre los pue blos que moran junto al río Duero dicen que hay algunos que viven al modo lacónico, usan aceite, calientan sus recipientes con piedras enrojecidas al fuego, se bañan en agua fría y no hacen más que una comida, frugal y sencilla. Los lusitanos hacen sacrificios y examinan las visceras sin se pararlas del cuerpo. Igualmente observan las venas del pecho y adivinan palpando. También auscultan las visceras de los prisio neros, cubriéndolas con sayos. Cuando la víctima cae por mano del sacerdote, llevan a cabo una primera predicción por la for ma en que ha caído el cadáver. Amputan la mano derecha de los prisioneros y las consagran a los dioses. (Estrabón, 3, 3, 6).
•j j i La sociedad gala y los druidas
'E 1 N toda la Galia hay dos clases de hombres que cuentan y son considerados. En cuanto a las gentes del pueblo, apenas si son tratados de otra forma que los esclavos, no pudiendo permitirse iniciativa alguna ni siendo consultados en nada... De las dos clases mencionadas, una es la de los druidas, otra la de los caballeros. Los primeros se ocupan de las cosas divi nas, organizan los sacrificios públicos y privados, interpretan la religión: junto a ellos llegan a instruirse en gran número los jó venes y se les venera grandemente. Ellos son quienes resuelven casi todos los conflictos públicos o privados, y si se ha cometido
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un crimen, si ha habido un asesinato, si una diferencia ha surgi do a propósito de una herencia o de una delimitación, son ellos quienes juzgan y fijan la satisfacción que debe recibirse o donar se; y le prohíben los sacrificios al particular o al pueblo que no está conforme con su decisión. Esta es la pena más grave entre los galos... Todos estos druidas obedecen a un jefe único, que tiene entre ellos una gran autoridad. A su muerte le sucede quien se distinga por unos méritos extraordinarios: si muchos tienen igual dignidad, decide el voto de los druidas, y a veces incluso las armas. Cada año, en una fecha fija, se reúnen en un lugar consagrado del país de los carnutos, que tienen por el centro de toda la Galia. Allí arriban de todas partes todos quienes tienen controversias y se someten a sus decisiones y a su juicio. Se cree que doctrina es originaria de Britania y que desde ella ha pasa do a la Galia, y todavía hoy se dirigen allí quienes quieren co nocerla con mayor profundidad. Los druidas se abstienen habitualmente de ir a la guerra y no pagan tributo como los demás: son dispensados del servicio mi litar. Atraídos por tan grandes ventajas, muchos jóvenes llegan espontáneamente para seguir su disciplina, y otros son enviados por sus padres. Se dice que allí aprenden de memoria un núme ro considerable de versos, permaneciendo en el estudio no me nos de veinte años. Estiman que la religión no permite confiar a la escritura la materia de sus enseñanzas, mientras que para todo lo demás, para las cuentas públicas y privadas, se sirven del alfabeto griego. Creo que establecieron este uso por dos razo nes, porque no desean que sus doctrinas sean divulgadas, ni que, por otra parte, los alumnos descuiden su memoria confiándose a la escritura. El punto esencial de sus enseñanzas es que las al mas no mueren, sino que tras la muerte pasan de unos cuerpos a otros, y juzgan que esta creencia es el mejor estímulo del va lor, dado el desprecio implicado hacia la muerte. Además de sarrollan numerosas especulaciones sobre los astros y sus movi mientos, sobre las dimensiones del mundo y de la tierra, la na turaleza de las cosas, los poderes y potestades de los dioses, y transmiten todas estas enseñanzas a la juventud. La otra clase es la de los caballeros. Estos, cuando es nece sario y cuando estalla una guerra (lo que sucedía casi cada año
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antes de la llegada de César, sea que tomaran la ofensiva o que se defendieran), toman todos parte en ella y cada uno, según su nacimiento y su fortuna, tiene en torno suyo un número mayor o menor de ambactos y clientes. Este es el único crédito y poder que conocen. (César, 6, 13 y ss.).
vosotros, druidas, tras soltar las armas, habéis vuelto a vuestros bárbaros ritos y al hábito siniestro de — vuestros sacrificios. A solos vosotros es dado conocer a los dioses y los po deres del cielo, y a solos vosotros, ignorarlos: habitáis espesuras profundas en remotos bosques sagrados; conforme a vuestra doc trina, las sombras no emigran a las silenciosas moradas del Ere bo y a los pálidos reinos del subterráneo Dite: el mismo espíritu sigue rigiendo los miembros en otra región del mundo; si modu láis doctrina verdadera, la muerte es punto central de una larga existencia... De ahí la mentalidad de sus guerreros, con inclina ción a precipitarse sobre la espada, unas almas dispuestas a aco ger la muerte, y el sentimiento de que es una cobardía preocu parse por conservar una vida que ha de volver. (Lucano, Farsalia, 1, 448-464; trad., A. Holgado).
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Lucano sobre los
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i NTRE todos los pu j hay tres clases que gozan de hoñores excepcionales: los bardos, los vates y los druidas. Los bardos son cantores sagrados y poetas, los vates se encargan de los oficios sagrados y practican las ciencias de la naturaleza; los druidas, igualmente versados en las ciencias de la naturaleza, se consa gran a la parte moral de la filosofía. Estos últimos son conside rados como los más justos de los hombres y se les confía por ello el juicio en las diferencias públicas y privadas. Antaño eran tam
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bién los árbitros en las guerras, pudiendo detener a los comba tientes cuando se disponían a formar la línea de batalla, pero se les confía sobre todo la decisión en casos de homicidio... Afir man, y otros con ellos, que las almas y el universo son indes tructibles, pero que un día el fuego y las aguas prevalecerán so bre ellos. (Estrabón, Geografía, 4, 4).
ABÍA un bosque sagrado, jamás profanado desde remotos tiempos, que con sus ramas entrelazadas encerraba un espacio tenebroso y unas gélidas sombras en cuyas profundidades no penetraba el sol. Este bosque no lo ocupan los Panes, habitantes de los campos, ni los Silvanos, señores de los bosques, ni las Ninfas, sino los santua rios de unos dioses de bárbaros ritos: aras construidas para si niestros altares y todos los árboles purificados con sangre huma na. Si merece crédito la antigüedad, que.sintió admiración por los dioses del cielo, incluso las aves temen posarse en aquellas ramas y las fieras acostarse en aquellos cubiles; ni siquiera el viento se abate sobre aquellas espesuras ni los rayos que saltan de los negros nubarrones: un horror especial anida en aquellos árboles, que no ofrecen sus follajes a las caricias de brisa algu na. Además, cae el agua en abundancia de sombríos manantia les y las lúgubres imágenes de los dioses carecen de valor artís tico y se alzan, como bloques informes, de los troncos cortados... Este bosque manda César echarlo abajo a golpes de hacha... (Lucano, Farsalia, 3, 399 ss.; trad., A. Holgado).
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_ ^ Teutates, Esus y aranis
Ú también, tréviro, estás gozoso t]ei cambio de escenario de la guerra, y lo mismo tú, ligur, ahora ra pado, antaño sobrepasando a toda la Galia cabelluda con tus melenas derramadas graciosamente por la nuca; y vosotros, los que aplacáis con víctimas terribles al cruel
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Tcutates y a Eso, pavoroso en sus salvajes altares, y a Táranis, cuya ara no es menos atroz que la de la Diana escítica. (Lucano, 1, 440 ss.; trad., A. Holgado).
ERCU RIO es llamado Teutates en lengua gala y adorado por de Lucano medio de sacrificios humanos. Así se aplaca a Mercurio entre los galos: se introduce la cabeza de un hombre en una cuba llena de agua para lograr con ello su asfixia. Esus-Marte es aplacado de la manera siguiente: se suspende a un hombre de un árbol hasta que sus miembros son descuartizados en un baño de sangre. A Taranis-Dis Pater se le aplaca de la forma si guiente: se quema a unos hombres en unos cofines de mimbre. Encontramos igualmente versiones distintas en otros autores: Teutates-Marte es apaciguado con sacrificios humanos, bien por que los galos tenían la costumbre de inmolarle hombres como a otros dioses. Creen que Esus es Mercurio, si es adorado por los comerciantes, y a Taranis-Júpiter, que es el más grande de los dioses celestes y que preside las guerras, tenían antaño la cos tumbre de aplacarlo con cabezas humanas, aunque se con tentan con cabezas de ganado. (Lucani commenta Bernensia, en J. Zwicker, Fontes Historiae Religionis Celticae, Berlín, 1934, 50).
ENERAN sobre todo a Mercu rio, del que poseen numerosas principales según César representaciones. L ventor de todas las artes y por el guía en las vías y caminos, y creen que tie ne la máxima competencia en las ganancias y los asuntos comer ciales. Tras él adoran a Apolo, M arte, Júpiter y Minerva, de los que tienen una concepción aproximada a la del resto de las gen tes: Apolo aleja las enfermedades, Minerva enseña los princi
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pios de las técnicas artesanas, Júpiter detenta el imperio celes tial, Marte dirige las guerras. Es a esta deidad a la que, cuando deciden entrar en combate, prometen dedicar el botín... Todos los galos se pretenden descendientes de Dis Pater, se gún una tradición de los druidas. Por esta causa miden el tiempo no por el número de días, sino por el de noches; cuentan los ani versarios del nacimiento y los principios de los meses o los años como si el día siguiera a la noche. En los demás usos de la vida, la principal diferencia que los separa de los otros pueblos es que sus hijos no tienen derecho a presentarse ante ellos en público antes de la edad de portar armas, razón por la cual no pueden soportar que un hijo todavía niño aparezca en un lugar público a la vista de su padre. (César, Comentarios a la Guerra de la Galios, 6, 16-17).
Heracles los celtas lo llaman Ogmio, usando una voz del país, y céltico y la elocuencia ja imagen del dios la pintan muy rara. Sa^a Para ellos es un viejo en las últimas, calvo por delante, enteramente cano so en los pelos que le quedan, llena su piel de arrugas y tostada hasta la completa negrura, como los vie jos lobos de m ar... Pero, a pesar de sus trazas, tiene la indumen taria de Heracles: lleva ceñida la piel del león, tiene maza en la diestra, porta el carcaj en bandolera y su mano izquierda mues tra el arco tenso. En todos estos detalles es plenamente H era cles, sin duda. Yo creía, por consiguiente, que los celtas cometían estas ar bitrariedades en la figura de Heracles para irrisión de los dioses griegos, vengándose de él en las representaciones, porque una vez recorrió el territorio saqueándolo, cuando, en busca de los rebaños de Gerión, corrió la mayor parte de los pueblos de Occidente. Pero aún no he dicho lo más importante de su imagen. Ese Heracles viejo arrastra una enorme masa de hombres, atados to dos de las orejas. Sus lazos son finas cadenas de oro y ámbar,
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artísticas, semejantes a los más bellos collares. Y, pese a ir con ducidos por elementos tan débiles, no intentan la huida..., sino que prosiguen serenos y contentos, vitoreando a su guía, apre surándose todos con la cadena tensa al querer adelantarse; al pa recer, se ofenderían si se les soltara. Pero lo que me resultó más extraño de todo no vacilaré en relatarlo: no teniendo el pintor punto al que ligar los extremos de las cadenas, pues en la diestra llevaba ya la maza y en la izquierda tenía el arco, perforó la pun ta de la lengua del dios y representó a todos arratrados desde ella, ya que se vuelve sonriendo a sus prisioneros. Permanecí mucho tiempo contemplando el cuadro, lleno de admiración, extrañeza e ira. Y un celta que estaba a mi lado, no ignorante de nuestra cultura, como demostró en su magnífico do minio del griego —un filósofo, al parecer, de las costumbres pa trias— , dijo: «Yo te descifraré, extranjero, el enigma de la pin tura, pues pareces muy desconcertado ante ella. Nosotros, los celtas, no creemos como vosotros, los griegos, que Hermes sea la Elocuencia, sino que identificamos a Heracles con ella, por que éste es mucho más fuerte que Hermes. Y no te extrañes de que se le represente como a un viejo, pues sólo la elocuencia gus ta de mostrar su pleno vigor en la vejez... (Luciano de Samosata, Preludio Heracles, 1 ss.; trad., A. Espinosa).
T" .a . 7 ~~ T ? ueron l°s romanos los que pusieSacrm cios humanos ron fjn a estas costumbres y a todas las prácticas de sacrificio y de adi vinación contrarias a nuestros usos, pues buscaban los presagios en las convulsiones de un hombre designado como víctima, al que golpeaban en la espalda con una espada. (Los galos) no sacrifican jamás sin que un druida esté presente. Se cita entre ellos muchas formas de sacrificios huma nos: se mata, por ejemplo, a ciertas víctimas con golpes de fle chas, se las crucifica en los templos, o incluso se fabrica una efi gie gigante de paja y madera, con la que hacen un holocausto tras haber introducido dentro bestias y animales salvajes de todo tipo, así como hombres. (Estrabón, 4, 4, 5).
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OS druidas —así llaman a sus ma gos— nada tienen más sagrado que el muérdago y el árbol que lo por ta, si se trata de un roble. Eligen bos ques de estos árboles y en ellos no llevan a cabo ritos sin sus ho jas, de lo que puede suponerse que es por esta costumbre por lo que reciben el nombre de druidas según la interpretación grie ga (del término que significa «roble»). Consideran que todo lo que crece sobre los robles ha sido enviado por el cielo y lo tie nen por un signo de que el árbol ha sido elegido por la propia divinidad. El muérdago, no obstante, se encuentra rara vez en el roble, y cuando es descubierto se lo recoge con una gran so lemnidad, especialmente en el sexto día de la luna (que para ellos constituye el inicio de los meses y el año) y después del tri gésimo año del siglo, pues es entonces cuando crece en todo su vigor y no a la mitad de su tamaño. Lo llaman con una palabra nativa que significa «lo que todo cura», y preparan un sacrificio ritual y un banquete bajo un árbol y traen dos toros blancos cu yos cuernos han sido atados por primera vez para esta ocasión. Un sacerdote vestido con ropas blancas sube al árbol y corta el muérdago con una hoz de oro, recogiéndolo en su sayo blanco. A continuación inmolan finalmente las víctimas, rogando a dios que esta ofrenda sea propicia para aquellos en cuyo nombre se presenta. Creen que el muérdago mezclado en una bebida da la fertilidad a cualquier animal estéril y que es un antídoto para los venenos. (Plinio, Historia Natural, 16, 95).
i NTRE ellos prevalece la doctrina i pitagórica que enseña q del alma mas ¿g jos hombres son inmortales, reviviendo durante un número de años en otro cuerpo... Es por ello por lo que durante los funerales lanzan a la hoguera cartas escritas a sus muertos, pensando que éstos debieran leerlas. (Diodoro de Sicilia, 5, 28).
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Una de sus doctrinas más extendidas entre el pueblo es la de que las almas son inmortales y que hay una otra vida tras la muer te, lo que les hace más valerosos en la guerra. (Pomponio Mela, Corografía, 3, 3). Tras describir estas murallas (de Marsella), hora es de men cionar una antigua costumbre gala: se cuenta que se prestan unos a otros sumas de dinero que se devolverán en el otro mundo, pues están convencidos de que las almas de los hombres son in mortales. (Valerio Máximo, 2, 6, 60).
AY otra especie de huevo muy famosa entre los galos pero no mencionada por los griegos: innume rables serpientes se enrollan conjunta mente, segregando saliva de sus bocas y secreción de sus cuer pos, en un estrecho abrazo, al que se llama «huevo de serpien te». Los druidas dicen que se proyecta en el aire por los silbidos de las serpientes y que conviene recogerlo en una capa antes de que toque el suelo. Quien se apodera de él debe huir a caballo, pues es perseguido por las serpientes hasta que éstas se encuen tran con el obstáculo de un río. Se reconoce este huevo porque flota contra corriente, incluso aunque está engastado en oro. La astuta habilidad de los magos en encubrir sus fraudes se expresa en la opinión de que debe recogerse en una determinada fase de la luna, como si fuera posible hacer depender de la voluntad hu mana la coincidencia de las serpientes y la luna en esta opera ción. Yo he visto, ciertamente, este huevo, que tiene el tamaño de una manzana mediana y la piel cartilaginosa como los nume rosos brazos de un pulpo. Los druidas lo tienen en alta estima como donador de la victoria en los procesos y procurador de fá cil acceso a los potentados, y hasta tal punto son culpables de tal fraude que un caballero romano de los voconcios fue ejecutado por el difunto emperador Claudio por guardar un huevo seme jante en su pecho durante un proceso, y por ninguna otra razón. (Plinio, Historia Natural, 29, 12).
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AY en una parte septentrional y remota del Ulster, entre los Kenelcunil, una cierta tribu que acostumbra a elegir a su rey según un ritual abominable y excesivamente salvaje. Reunida la totalidad de la población en un lugar determinado, se trae una yegua blanca al centro de la multitud. Y aquel que va a ser promovido, no a príncipe sino a bestia, no a rey sino a forajido, procede públicamente de forma bestial, afirmando ser una bestia con un impudor que iguala a la locura. A continua ción se sacrifica a la yegua y se cuecen en agua los trozos de car ne, y en la misma agua se le prepara a él un baño. Entra en el baño y come la carne que se le ofrece, su gente rodeándolo y compartiendo con él la comida. Incluso bebe el caldo en que se baña, no con un recipiente o con su mano, sino con la boca. Cuando se cumple este ritual ultrajante, son consagrados su po der y su soberanía. (Geraldus Cambrensis, Topographia Hibernica; trad., J. Puhvel). La inauguración real en Irlanda
, TT UBO entonces una reunión para El TARBFES (festín del saber si se encontraría a alguien toro) y la elección real aj pudiera nombrarse rey supreen Irlanda mo pues n0 jes parecía adecuado que la colina de la soberanía y de la supre macía de Irlanda, Tara, no estuviera bajo el poder de un rey... He aquí los reyes que asistieron a esta reunión: Mebd y Ailill, Cu Roi y Tigernach Tetbannach, hijo de Luchte, y Find, hijo de Ross. Estos no pidieron el consejo del rey de los Ulates porque se habían aliado contra el Ulster, sino que organizaron el festín del toro para ver a quién se concedería la realeza. El festín del toro se realizaba de la siguiente manera: se ma taba un toro blanco. Un hombre debía cebarse de carne y caldo y adormecerse, y cuatro druidas cantaban sobre él una palabra de la verdad. El veía entonces en sueños al hombre que debía
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ser elevado a la realeza, su apariencia y carácter, su porte y el trabajo en el que se andaba ocupado. Cuando el hombre se des pertaba del sueño, contaba a los reyes que había visto un joven guerrero noble y fuerte, con dos cinturones rojos, junto al lecho de un hombre enfermo en Emain Macha. (La enfermedad de Cúchulainn; trad., Chr. J. Guyonvarc’h).
Túatha Dé Dánann
OS Túatha Dé Dánann estaba en las Islas del Norte del Mundo, aprendiendo la ciencia y la magia, el druidismo, la sabiduría y el arte. Ellos sobrepasaban a todos los sabios de las
artes del paganismo. Había cuatro ciudades en las que se aprendían la ciencia y el conocimiento de las artes diábolicas, a saber: Falias y Gorias, Murias y Findias. De Falias fue traída la Piedra de Fal que es taba en Tara. Gritaba bajo cada rey que tenía Irlanda. De Go rias fue traída la lanza que tenía Lug. Ninguna batalla se ganó contra ella o contra el que la tenía en la mano. De Findias fue traída la espada de Nuada. Nadie escapaba a ella ni se le resistía cuando se la sacaba de la funda de Bodb. De Murias fue traído el caldero de Dagda. Ninguna tropa lo abandonaba insatisfecha. Había cuatro druidas en estas cuatro ciudades. Moriese esta ba en Falias, Esras en Gorias, Uiscias en Findias y Semias esta ba en Murias. Estos son los cuatro poetas de quienes los Túatha Dé aprendieron la ciencia y el conocimiento. (Trad. Chr. J. G u yonvarc’h, Textes mythologiques irlandais, I, 61-62).
A B ÍA entonces tam bién dos porteros en Tara: sus nombres a Tara eran Gamal, hijo de Figal, y Camall, “ hijo de Riagall. Cuando uno de ellos estaba allí, vio venir una tropa ex traordinaria hacia él. Ante ella marchaba un joven guerrero ama
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ble y bello, con el equipo de un rey. Le indicaron que anunciara su llegada a Tara. El portero preguntó: «¿Quién es este?» «Es Lug Lonnadclech, hijo de Cian, hijo de Diancecht y de Eithne, hija de Balor. Es hijo adoptivo de Tallan, hija de M admor, rey de España, y de Eochaid el rudo, hijo de Duach». El portero pre guntó a Samildanach: «¿Qué arte practicas? Pues nadie sin ha bilidad puede venir a Tara». «Pregúntame, dijo, soy carpinte ro». El portero respondió: «No necesitamos uno; tenemos ya un carpintero, Luchtai, hijo de Luachaid». El dijo: «Pregúntame, portero, soy herrero». El portero le respondió: «Ya tenemos un herrero, Colum Cualeinech, el de los tres procedimientos nue vos». El dijo: «Pregúntame, soy campeón». El portero le res pondió: «No tenemos necesidad de ti. Ya tenemos un campeón, Ogme, hijo de Eithliu». El dijo de nuevo: «Pregúntame, soy ar pista». «No te necesitamos. Tenemos ya un arpista, Abhcan, hijo de Bicelmos, al que los hombres de los tres dioses eligieron en los side.» El dijo: «Pregúntame, soy héroe». El portero respon dió: «No tenemos necesidad de ti. Ya tenemos un héroe, Bresal Echarlam, hijo de Eochaid Baethlam». El dijo entonces: «Pre gúntame, portero, soy poeta e historiador». «No te necesitamos. Ya tenemos un poeta y un historiador, En, hijo de Ethaman». El dijo: «Pregúntame, soy mago». «No tenemos necesidad para ti. Tenemos ya magos; muchos de nuestros sabios y de nuestras gentes tiene tales poderes». El dijo: «Pregúntame, soy médico». «No tenemos necesidad de ti. Tenemos como médico a Diancecht». El dijo: «Pregúnta me, soy copero». «No te necesitamos. Tenemos ya como coperos a Delt, Drucht y Daithe, Tae, Talom y Trtog, Glei, Glan y Glesi». El dijo: «Pregúntame, soy buen artesano». «No tenemos necesidad de ti. Contamos ya con un artesano, Credne Cerd». El dijo de nuevo: «Pregúntale al rey si hay un solo hombre que posea todas estas artes y yo no entraré en Tara si lo encuentra». (La Segunda Batalla de Mag Tured; trad., de Chr. J. Guyonvarc’h).
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JÉ opinión emites al res pecto, muchacho?», preguntó Conchobar. «Si existe en Irlanda un perro joven de la misma raza, yo lo criaré hasta que sea tan fuerte como su padre. Mientras, yo mismo seré el perro que proteja los ganados, los bienes y la tierra de Culann». «Has expresado un buen juicio, muchachito», dijo Conchobar. «En verdad, dijo Cathbad, no hubiéramos podido encontrar uno que fuese mejor. ¿Porqué no llamarte entonces Cúchulainn (“Perro de Cu lann”)?». «No», contestó el muchacho, yo prefiero mi nombre, Setanta, hijo de Sualtam». «No digas eso. muchachito, dijo Cath bad, pues en cuanto oígan este nombre los hombres de Irlanda y de Escocia no harán otra cosa que hablar de él». «Sea cual fue re el nombre que tenga, será bueno para mí», dijo. Y a partir de ese momento tuvo este nombre célebre, Cúchulainn, porque había matado al perro del herrero Culann. (Las hazañas de la infancia de Cúchulainn; trad., Chr. J. Guyonvarc’h). El «bautismo» de Cúchulainn
AS interdicciones de la existencia de Cormac era las siguientes: le (GEASA) en Irlanda estaba prohibido escuchar el arpa en la cabeza perforada de Craiftine; le es taba prohibido cazar los pájaros de Mag Da Cheo; le estaba prohibido cazar los pájaros de Loch Lo; le estaba prohibido acudir a una cita de mujer en Senath-Mor; le esta prohibido cazar las bestias de la colina de Mag Sainb; le estaba prohibido cruzar a pie seco el Shannon y visitar el alber gue de Chocae. (Bruiden Da Chocae; trad., F. Le Roux y Chr. J. Guyonvarc’h).
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| La m etem psicosis de Toan Mac Cairil, nombre y druida primorá
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n p O D A la raza de Partholon murió X de enfermedad con la excepción (je un S0i0 hombre, Tuan, hijo de Sdarn, hijo de Sera, hijo del hermano ¿gj pacjre de Paitholon. Dios lo formó bajo muchas apariencias y sobrevivió desde los tiempos de Partholon hasta la época de Columbano. El reveló el conocimiento y la historia, las conquistas de Irlanda y los sucesos desde la conquista de Cessair hasta entonces. Es con esta intención como Dios lo m antu vo vivo hasta el tiempo de los santos, hasta que se llamó final mente Tuan hijo de Cairill, hijo de Muiredach Muinderg. He aquí cuáles son las formas bajo las que existió: trescientos años bajo la forma de un hombre, trescientos años bajo la forma de un buey salvaje en los desiertos, doscientos años bajo la forma de un macho cabrío salvaje, trescientos años bajo la forma de un pájaro, cien años bajo la forma de un salmón. Un pescador lo cogió en su red y lo llevó a la reina, la mujer de Muiredach Muinderg. Fue comido por ella y de esta manera fue Tan final mente concebido. (Textes mythologiques irlandaises, I, 8; trad., Chr. J. Guyonvarc’h).
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