2017 Insurrecciones Didi Huberman

April 26, 2018 | Author: malenalarocca | Category: Museum, Barcelona, Knowledge, Francisco Goya, Image
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Catálogo de la muestra Insurrecciones de Didi Huberman...

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INSURRECCIONES Georges Didi-Huberman

Esta edición ha sido publicada con motivo de la exposición Insurrecciones, organizada por el Jeu de Paume, París, en colaboración con el Museu Nacional d’Art de Catalunya

Es evidente que los museos se encuentran hoy en día en un momento de cambio y gran transformación, intentando encontrar una financiación sostenible, y a su vez convertirse en espacios legitimados socialmente, centros que a su misión de crear conocimiento y debate añadan una fuerte vertiente de uso social, que es lo que da, por último, pleno sentido a su existencia. En el caso del Museu Nacional, los cambios que se están produciendo en las colecciones permanentes ejemplifican muy bien este esfuerzo, que se concreta en unas propuestas mucho más críticas y abiertas, y una invitación clara y directa al público a discutir y participar, abriendo, como no puede ser de otra forma, una comunicación con nuestros usuarios en las dos direcciones. La muestra temporal que nos ocupa,Insurrecciones, supone también un paso adelante muy importante en esta dirección. Organizada conjuntamente con el Jeu de Paume de París y comisariada por el filósofo Georges Didi-Huberman, esta exposición propone una profunda reflexión sobre cómo los artistas han abordado a lo largo del tiempo el tema de la revuelta y la agitación política. Con un fundamento teórico e histórico muy sólido aportado por el comisario, la exposición amplía el terreno de alcance del Museo Nacional, y demuestra cómo se pueden incluir obras de nuestra colección en narraciones realizadas desde la contemporaneidad, con cuestiones que afectan e interpelan directamente al público. Tenemos que felicitarnos también por el carácter internacional del proyecto, que, presentado en París en primer lugar, viajará a las ciudades de Buenos Aires, México y Montreal después de su presentación en Barcelona. Quiero agradecer muy especialmente al Jeu de Paume esta colaboración con el --Museu Nacional, así como el excelente trabajo de los dos equipos que han hecho posible esta muestra.

Miquel Roca i Junyent Presidente del Museu Nacional d’Art de Catalunya

Tanto a través del programa de exposiciones como de las nuevas instalaciones de la colección, el Museu Nacional d’Art de Catalunya continúa desarrollando la línea de trabajo que parte de la idea que la colección es la razón de ser del museo, y que tenemos que reforzar la misión de servicio público para llegar a ser un espacio de debate y participación, estrechamente vinculado con la sociedad. La exposición Insurrecciones, producida por el Jeu de Paume de París y comisariada por el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman, es un proyecto especialmente relevante en este sentido; no únicamente por la temática que presenta, una reflexión profunda sobre las revueltas populares y los mecanismos de su representación artística. Sino porque se trata de una muestra interdisciplinar que, en palabras del propio comisario, trata sobre los acontecimientos políticos y las emociones colectivas derivadas de los movimientos de masas en lucha y reúne más de 290 obras de más de un centenar de artistas. En este sentido es muy importante poner énfasis en que, después de su presentación en París, la exposición se personaliza y se convierte en una versión nueva y adaptada para Barcelona. En concreto, en un trabajo de estudio y revisión de las colecciones del museo, nuestra presentación incorpora más de 90 pinturas, dibujos, carteles y fotografías no sólo de la colección del museo sino también del Arxiu Fotogràfic de Barcelona o del Arxiu Nacional de Catalunya. Resulta fundamental tener en cuenta esta cuestión, ya que la exposición se programó en el Museu Nacional justo por el acuerdo con el comisario y el propio Jeu de Paume de incorporar la colección del museo al relato de la muestra y hacer visible así, una vez más, su gran densidad y riqueza. De esta forma la Guerra de la Independencia, la Guerra Civil o la lucha antifranquista se incorporan a la exposición junto con otros temas que ya estabanpresentes, y artistas comoMartí Alsina, Mariano Fortuny , Juli González o Manel Armengol y Pilar Aymerich pasan también a estar presentes en el proyecto. Creo firmemente que se trata de una propuesta de gran valor y que recibimos con mucha ilusión en el museo, donde puede aportar nuevos públicos a nuestro centro y generar debate y discusión a su alrededor. Quiero agradecer muy especialmente a Marta Gili, como directora, y a todo el equipo del Jeu de Paume, su generosidad y espíritu de colaboración en este proyecto. Han entendido extraordinariamente bien la importancia de presentar en Barcelona una exposición diferente, replanteada de nuevo en el contexto de una colección con la densidad y la profundidad de la nuestra. Mi agradecimiento más profundo para Georges Didi-Huberman. Por su infinita paciencia con nosotros y por su visión brillante y lúcida, generadora siempre de tantas preguntas, de la que todos hemos podido disfrutar a lo largo de la preparación de este proyecto. Su esfuerzo por estudiar nuestra colección y hacerla presente en la muestra ha sido magnífico y con un resultado excelente. Tengo que destacar aquí también el trabajo inicial de Juan José Lahuerta en las discusiones con el comisario, y la selección cuidadosísima y muy acertada de obras del Museu Nacional realizada por Francesc Quílez para la elaboración de la lista final de obras presentadas en la exposición. Por último, mi reconocimiento a Núria Giralt, que ha trabajado en esta edición en unas circunstancias muy complicadas con la profesionalidad y excelencia habituales, y a Maria Jesús Cabedo y a todo el equipo del museo por hacer la exposición posible.

Pepe Serra Director del Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Índice

011 Prefacio Marta Gili 015 Introducción Georges Didi-Huberman 021 Revuelta Judith Butler 033 El acontecimiento levantamientos Antonio Negri 041 A «Los que están sobre la mar» Marie-José Mondzain 055 Un levantamiento puede

esconder otro

Jacques Rancière

061 Contraataques Nicole Brenez 077 Episodios insurreccionales en el

Museu Nacional d’Art de Catalunya Francesc Quílez i Corella

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Portafolio 084 100 108 120 136

I. Por elementos (desencadenados) II. Por gestos (intensos) III. Por palabras (exclamadas) IV. Por conflictos (encendidos) V. Por deseos (indestructibles)

145 Por los deseos

(Fragmentos sobre lo que nos levanta) Georges Didi-Huberman 145 146 147 148 149 151 153 154 157 160 162 165 169 172 176 181 190 200

Pérdida y levantamientos El fondo del aire es rojo Freiheitsdrang, el «Afán de libertad» Ceros en conducta Desde las profundidades Un gesto se levanta Del abatimiento al levantamiento Para desembarazarse del dolor Potencia contra poder, o el acto del deseo Duende de la transgresión El tiempo de la rebelión Masa y potencia Incluso el recién nacido se levanta Deseo, lucha, dominio, reconocimiento Eros político Rehusar, o la potencia de hacer otra cosa Desear, desobedecer, ejercer la violencia El mensaje de las «Mariposas»

211 Índice bibliográfico

Prefacio Marta Gili

Desde hace casi diez años, la programación de las exposiciones del Jeu de Paume se ha XXI no elaborado con la convicción de que los museos y las instituciones culturales del siglo pueden desinteresarse de los desafíos sociales y políticos de la sociedad de la que forman parte. Esta simple premisa, que nos parece llena de sentido común, ha dado forma a una programación que, lejos de querer seguir las tendencias del mercado o de buscar motivos de legitimidad complaciente en el ámbito del arte contemporáneo, ha decidido trabajar con artistas cuyas inquietudes poéticas y políticas converjan, precisamente, en la necesidad de explorar de manera crítica los modelos de gobernanza y las prácticas del poder que condicionan una gran parte de nuestra experiencia perceptiva y afectiva y, por esto mismo, social y política, del mundo en el que vivimos. Dado que el Jeu de Paume es un centro de la imagen, nos parece urgente y coherente en lo que respecta a su responsabilidad frente a la sociedad el hecho de que reactualice el análisis de las condiciones históricas donde se han desarrollado la fotografía y la imagen en movimiento durante los periodos moderno y postmoderno con todas sus posibilidades, provocaciones y contestaciones. Afortunadamente, la historia de las imágenes o de nuestras maneras de ver y de percibir el mundo a través de ellas no es ni lineal ni de sentido único. De ahí procede nuestra fascinación por esas imágenes que no dicen todo lo que muestran o por esas otras que se ven influidas por los avatares de nuestra condición humana. La fotografía, y la imagen en general, no representan únicamente la realidad, sino también lo que el ojo humano no percibe; la fotografía, igual que nosotros mismos, es capaz de esconder, de negar y de sufrir. Espera simplemente que alguien sepa escuchar sus alegrías y sus penas. La programación del Jeu de Paume se sitúa en este vaivén entre lo visible y lo invisible de la vida de las imágenes, con su mirada oblicua sobre la historia y el mundo contemporáneos, integra el acuerdo y el desacuerdo de las ideas, de los sentimientos y del conocimiento y asumiendo el hecho de que la coexistencia del conflicto y del antagonismo constituye una parte esencial de la construcción de la comunidad. Desde esta perspectiva y por todas las razones que acabamos de evocar, la magnífica propuesta del filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman de concretar, bajo la forma de una exposición, sus investigaciones en torno al tema de las «Insurrecciones» [Soulèvements] nos ha parecido un desafío intelectual, museográfico y artístico ideal. Si la noción de revolución, de rebelión o de revuelta no es desconocida en el vocabulario de la sociedad contemporánea, resulta que sus objetivos, sus gestos padecen amnesia e inercia colectiva. Por esta razón, analizar las formas de representación de los

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«levantamientos», desde los grabados de Goya hasta las instalaciones, pinturas, fotografías, documentos, vídeos y películas contemporáneos, es de una pertinencia inequívoca en nuestro contexto social de 2016. No se trata en ningún caso de construir un relato cronológico ni de pasar revista de manera exhaustiva a la historia de las «Insurrecciones». Existen millares de representaciones del gesto «no», del grito «basta» o de la bandera «no pasarán». Las mujeres, los hombres y los niños lo saben, los trabajadores, los artistas y los poetas lo saben, los que gritan, pero también los que callan, los que lloran y los que hacen llorar. «Insurrecciones» es un montaje de estas p alabras, estos gestos, estas acciones que desafían cualquier sumisión a un poder absoluto. El grito de desesperación del célebre poeta de Cádiz, Rafael Alberti, nos ha parecido del todo adecuado: Creímos en las sirenas que cantan entre las olas. Sus cantos nada nos dieron ni ayer ni ahora. Somos los mismos que el viento, nos tiró en las mismas olas los hijos pobres del mar de ayer y de ahora.1 Insurrecciones y sumisiones son, para Alberti, las dos caras de una misma moneda. Desafiando la gravedad terrestre, el viento levanta con su fuerza los cuerpos, la sal y la arena hacia un mismo destino; «los pobres hijos de la mar», los marineros de Cádiz, despojados de esos cantos de sirena, de las promesas de una vida vivida en la dignidad, entre cielo y mar. A esos desposeídos de la tierra alude igualmente Georges Didi-Huberman en su conmovedor texto de introducción a este catálogo. Esos miles de personas que atraviesan los muros de una sociedad que ha perdido cualquier atisbo de transparencia, cualquier facultad de dejar pasar la luz para permitir que otros cuerpos, otras almas encuentren su camino; esos seres visibles en carne y hueso y en imagen deambulan por nuestras calles y desfilan por las pantallas de televisión, aunque se les niegue el estatuto de ciudadanos de pleno derecho. La exposición Insurrecciones nos confronta a estas contradicciones, y a tantas otras, para las que no existen palabras de consolación, de gestos de indignación que sustituirían una acción común y solidaria, una acción de «ya basta». ¡Ojalá la exaltación del canto del poeta pudiera despertar nuestros sentidos…! Cantad alto. Oiréis que oyen otros oídos. Mirad alto. Veréis que miran otros ojos. Latid alto. Sabréis que palpita otra sangre.2 El equipo del Jeu de Paume quiere agradecer a Georges Didi-Huberman su pasión, su entusiasmo y su complicidad para la realización de este proyecto titánico. Su

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generosidad intelectual no conoce límites, y si nos ha implicado a todos plenamente en este proyecto, también ha enriquecido y ensanchado nuestra forma de pensar y de emocionarnos juntos. Queremos manifestar todo nuestro reconocimiento y nuestra admiración a los autores de este catálogo: Nicole Brenez, Judith Butler, Marie-José Mondzain, Antonio Negri, Jacques Rancière et Georges Didi-Huberman en persona. La sensibilidad de sus reflexiones y la profundidad de su pensamiento constituyen una aportación única para una publicación de una calidad sin precedentes. Es imposible realizar una exposición de esta importancia sin compañeros de viaje plenamente convencidos de la pertinencia social y artística de un proyecto de esta naturaleza. Todo nuestro agradecimiento a las cinco instituciones y a sus equipos que acogerán y adaptarán la exposición, junto con el comisario, en sus distintos países: Pepe Serra, director, y Juan José Lahuerta, conservador en el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) de Barcelona; Aníbal Jozami, director, y Diana Wechsler, conservadora del Museo de la Universidad Nacional Tres de Febrero (MUNTREF) de Buenos Aires; Danilo Santos de Miranda, director del SESC en Sao Paolo así como a Alain Bourdon, director del Institut Français de Brasil; Graciela de la Torre, directora, y Cuauhtémoc Medina, conservadora principal del Museo Universitario de Arte Contemporáneo de México (MUAC); y finalmente Louise Déry, directora de la Galerie de l’Université du Québec de Montreal (UQAM) y Guillaume Lafleur, programador-conservador de la Cinémathèque de l’Université du Québec de Montreal. El Jeu de Paume no posee colección propia. Las obras se exponen gracias a la implicación de coleccionistas, instituciones públicas y privadas. También les expresamos nuestro profundo reconocimiento pues, sin su noble y desinteresada generosidad, esta exposición no habría visto la luz. También queremos expresar nuestra gratitud a Maria Kourkouta y Estefanía Peñafiel Loaiza, que han respondido con total entrega al encargo del Jeu de Paume, produciendo obras srcinales especialmente para la ocasión de la exposición, así como a Marie Lechner, que ha explorado la temática del levantamiento en el ámbito de Internet y de las redes sociales. Para finalizar, agradecemos muy particularmente su apoyo generoso a este proyecto a la estilista parisiense Isabel Marant, así como su acompañamiento fiel a la Asociación de Amigos del Jeu de Paume.

Notas 1. Rafael Alberti, «Canción de los pescadores pobres», en Ora Marítima, seguido de Baladas y Canciones del Paraná, Buenos Aires, Editorial Losada, 1953, p. 49. 2. Rafael Alberti, «Balada para los poetas andaluces de hoy», ibid., p. 159.

Marta Gili

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Introducción Georges Didi-Huberman

La pesadez de los tiempos En el momento de escribir estas líneas –marzo de 2016–, unas trece mil personas que huyen de los desastres de la guerra se encuentran en calidad de detenidas, prácticamente recluidas, en Idomeni, en el norte de Grecia. Macedonia ha decidido cerrar sus fronteras. Pero en realidad es toda la Europa oficial, por medio de la voz oportunista y singularmente cobarde de sus dirigentes (no obstante, ¿no nos enseña la Historia que una sola cobardía política se paga muy cara a más o menos largo plazo?), la que niega a estas personas la hospitalidad mínima que exigiría el más elemental sentido ético y que prescriben, además, las propias reglas del derecho internacional. ¿Cuál es el destino de los pueblos cuando empieza a confundirse al extranjero con el enemigo? El cielo, pues, está pesado, sea como sea que lo queramos escuchar. Llueve en Idomeni, hoy. La gente, desposeída de todo, espera en el barro durante horas por una simple taza de té caliente o por un medicamento. Los miembros de las organizaciones no gubernamentales y, aún más, los grupos locales de solidaridad trabajan hasta el límite de sus fuerzas, mientras que los soldados vigilan tranquilamente que las alambradas sigan en su sitio. Pese a todo, muchos griegos de la región se acercan espontáneamente a ofrecer su ayuda: sin tener tampoco gran cosa, empobrecidos como están por las medidas de «austeridad» que les ha impuesto el gobierno europeo, dan lo que pueden, que es inestimable: a saber, consideración y hospitalidad, ropa, medicamentos, alimentos, sonrisas, palabras, miradas auténticas. Se diría que no han olvidado a uno de sus primeros grandes poetas: en efecto, hace unos dos mil quinientos años que Esquilo escribió Las suplicantes –una traducción reciente de la misma ha querido reformular su título de este modo: Las exiliadas–, una tragedia relacionada directamente con el mito fundacional de Europa, y que explica cómo unas mujeres «negras», venidas de Oriente Medio, son acogidas en Argos siguiendo la ley sagrada de la hospitalidad que está en conflicto con el cálculo político y gubernamental que su acogida hará nacer.1 Llueve en Idomeni. La gente quiere huir, encontrar un refugio, pero no puede. El cielo está muy pesado, sobre sus cabezas, los pies se les hunden en el barro, las alambradas les rasguñarían las manos si osaran acercarse a la frontera. El cielo está pesado sobre sus cabezas, pero sé perfectamente que hay un único cielo sobre la Tierra: estamos, pues, en contacto inmediato con su destino. Por supuesto que yo no he estado en Idomeni, escribo de oídas y por testimonios visuales interpuestos. Además, escribo esto como un exordio de un catálogo de arte. Aun así, no me desvío del tema, si aceptan la idea de que el arte

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no solo tiene una historia, sino que a menudo se da como «el ojo mismo» de la Historia. Desgraciadamente, no es la presencia de Ai Weiwei en Idomeni, con su piano blanco y su equipo de fotógrafos especializados, lo que ayudará a nadie ni a nada –los refugiados se mostraron completamente indiferentes a esta performance, tienen la cabeza en otra cosa, esperan cosas muy distintas– ante esta cuestión enorme. Veo ese piano blanco, surrealista en medio del terreno desnudo del campo, como el símbolo irrisorio de nuestras buenas conciencias artísticas: blanco como las paredes de una galería de arte, todo lo que hace es evocar el contraste por el que, con el corazón en un puño, observamos, en Idomeni o donde sea, la pesantez de los tiempos oscuros sobre la vida contemporánea. «Tiempos oscuros»: con estas palabras se expresó una vez Bertolt Brecht ante sus contemporáneos, y desde su propia condición de hombre rodeado por el mal y el peligro, de hombre exiliado, de fugitivo, de eterno «migrante» que esperaba meses para obtener un visado, para cruzar una frontera… Es por contraste con la misma expresión que Hannah Arendt querrá, unos años más tarde, extraer una cierta noción de «la humanidad» como tal: la ética de un Lessing o de un Heine –la de la poesía y el pensamiento libres–, fuera de todas nuestras brutalidades políticas dominantes.2 Tiempos oscuros. Pero ¿qué hacemos cuando reina la oscuridad? Podemos esperar, simplemente: replegarnos, aguantar. Decirnos que ya pasará. Intentar acostumbrarnos a ella. Quién sabe si, en la oscuridad, el piano se volverá blanco. A base de acostumbrarse –cosa que sucederá enseguida, porque el hombre es un animal que se adapta pronto–, uno ya no espera nada en absoluto. El horizonte de espera, el horizonte temporal, acaba por desaparecer como había desaparecido en las tinieblas todo horizonte visual. Allí donde reina la oscuridad sin límite ya no hay nada que esperar. A eso se le llama sumisión a la oscuridad (o, si lo prefieren, obediencia al oscurantismo). A eso se le llama pulsión de muerte: la muerte del deseo. Walter Benjamin, en un texto de 1933 titulado «Experiencia y pobreza», escribía que «un poco por doquier, las mejores mentes hace mucho que han empezado a formarse una idea de estas cuestiones [las cuestiones acuciantes relacionadas con la situación política del momento]. Se caracterizan por una falta absoluta de ilusiones sobre su época y, al mismo tiempo, por una adhesión sin reservas a esta».3 Este diagnóstico no ha perdido su vigencia en absoluto. Todo el mundo, o casi, sabe que pocas ilusiones puede hacerse uno en la oscuridad, salvo que le proyecten millones de títeres, como en las paredes de una caverna platónica forrada de pantallas de plasma. Una cosa es no hacerse ilusiones en la oscuridad o ante los títeres del espectáculo impuesto, y otra muy distinta doblegarse a este en la inercia mortífera de la sumisión, tanto si es melancólica como cínica o nihilista.

Levantar nuestras cargas Sigmund Freud, incluso antes de reconocer la eficacia de la pulsión de muerte –necesitará la Primera Guerra Mundial para ello–, había afirmado, al final de su gran libro sobre los sueños, «la indestructibilidad del deseo». ¡Qué espléndida hipótesis! ¡Hasta qué punto debería ser cierta! La indestructibilidad del deseo, he aquí lo que nos haría buscar, en plena oscuridad, una luz pese a todo, por tenue que fuese. Si te has perdido en el bosque en medio de la noche, la luz de una estrella muy lejana, de una vela detrás de una ventana o de una

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luciérnaga próxima te resultará asombrosamente saludable. Es entonces cuando los tiempos se sublevan. Encerrados en las oscuras mazmorras de principios del siglo XX, el anarquista andaluz o el gitano ladrón de tres aceitunas inventaron un estilo particular de «cantos de prisioneros» llamados carceleras, donde a menudo se decía que todo su horizonte podía apoyarse solo en el brillo de un cigarrillo consumiéndose en la oscuridad: A mí me metieron en un calabozo donde yo no veía ni la luz del día gritando yo me alumbraba con el lucerito que yo encendía. La voz, en estas condiciones, era el medio privilegiado para desear, para dirigirse al otro, para perforar las tinieblas, para atravesar las murallas. La lucecita, por su parte, era muy capaz de guiar al prisionero hacia lo que Ernst Bloch, en El principio esperanza, llama con acierto «imágenes deseo» o «imágenes anhelo», es decir, imágenes que pueden servir, escribía precisamente, como «prototipos para pasar fronteras».4 Los «tiempos oscuros» no lo serían tanto si no fuera porque vienen a tropezar contra nuestra frente, a comprimirnos los párpados y a ofuscarnos la mirada. Como fronteras que nos hubiesen puesto en el cuerpo y en el pensamiento. En realidad (si se miran desde cierta distancia) son grises. Gris alicaído de los cielos lluviosos y, sobre todo, gris antracita de las alambradas, de las armas de guerra o del plomo que emplearon las cárceles más crueles. Los tiempos oscuros son tiempos de plomo. Nos quitan no solo la capacidad de ver más allá y, por lo tanto, de desear, sino que además pesan mucho, nos pesan sobre la nuca, sobre el cráneo, que es una forma de decir que nos ahogan la capacidad de querer y de pensar. Con este paradigma del peso o del plomo, la palabra sumisión adquiere un sentido más evidente, más físico aún. Pero habrá que comprender, por tanto, que el deseo contra eso –la supervivencia del deseo en este espacio concebido para neutralizarlo– adquiere su verdadero sentido a partir de la palabra levantamiento, y del gesto que la palabra supone. ¿No tenemos que levantar nuestras múltiples capas de plomo a cada momento? ¿No tenemos, por ello, que levantarnos a nosotros mismos y, necesariamente –por extensa que sea la capa, por pesado que sea el plomo–, levantarnos juntos? No existe una escala única, para los levantamientos: va desde el más mínimo gesto de retirada hasta el movimiento de protesta más multitudinario. ¿Qué somos, pues, bajo el plomo del mundo? Somos al mismo tiempo titanes vencidos y niños danzantes, y quizá futuros ganadores. Titanes vencidos, ciertamente: como Atlas y su hermano Prometeo, antaño levantados contra la autoridad unilateral de los dioses del Olimpo, y después derrotados por Zeus y castigados, uno a llevar todo el peso del cielo sobre sus hombros (castigo sideral), y el otro a dejarse devorar el hígado por un buitre (castigo visceral). Fue así como los titanes se convirtieron en unos pobres «culpables» castigados por la ley olímpica. Así pues, según un destino común a muchos levantamientos, habían fracasado en el intento de tomar el poder en el Olimpo. ¿Es toda la lección de esta historia? En absoluto. Porque liberaron al género humano transmitiéndole –para compartir, poner en común– una parte crucial del poder de los maestros: un cierto saber (en lo que a Atlas se refiere, la ciencia de la Tierra y las estrellas) y un cierto savoir-faire (por lo que respecta a

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Prometeo, el dominio del fuego). Allí donde los titanes habían fracasado en la confrontación por el poder, habían logrado la transmisión de cierta fuerza –la fuerza de un saber y de un saber hacer indefinidamente prolongables.Y sabe Dios si a los dioses les gusta que alguien revele a todo el mundo sus secretos de Polichinela: por ejemplo, que basta con frotar dos piedras en la oscuridad para obtener el milagro del fuego y de la luz. Podemos imaginarnos que esta transmisión exitosa debe de haber puesto los fundamentos de nuevas confrontaciones, de confrontaciones futuras entre titanes –aliados del género humano o mezclados con él– y dioses del Olimpo. Podemos imaginarnos que un buen día el titán Atlas, después de cantar su última carcelera, lanzó, con un gran gesto de levantamiento liberador, su carga por encima de sus hombros machacados desde hacía tanto tiempo. Entonces podrá proclamar a los cuatro vientos su deseo: exponer la pulsión de vida y de libertad delante de todo el mundo y para todo el mundo, en el espacio público y en el tiempo de la historia. Una veintena de años después de que el espíritu de la Revolución Francesa se impusiera en Europa, Francisco de Goya podía dar forma a esta luminosa exclamación en el tejido mismo del lumpenproletariado, en algún punto entre el mozo de cuerda predestinado a ser aplastado bajo su carga y el obrero clamando –aunque de entrada fuera «para nada», es decir, para no obtener nada decisivo en esta historia que no hace sino abrirse a él– su revuelta. Es precisamente sobre este gesto, el gesto de levantamiento, que nos interrogamos en la presente investigación.

La evidencia de los levantamientos Me encontraba ya inmerso en este tipo de preguntas –me había bastado con el simple montaje de poner uno a continuación del otro los gestos de los dos dibujos de Goya, y una reflexión posterior sobre las representaciones de la revuelta en Eisenstein– 5 cuando Marta Gili, hace unos meses, me propuso que pensase en una exposición para el Jeu de Paume. Evidencia de los Levantamientos: t odo lo que hacía falta era que Atlas, el héroe de una exposición anterior celebrada en el museo Reina Sofía de Madrid,6 encontrase la fuerza, la libre energía de desprenderse de su carga –y con esta de su fracaso, de su tristeza– lanzándola por encima de sus hombros, y delante de sus amos del Olimpo. Justo cuando escribo estas líneas, ignoro lo que acabarán proporcionando los montajes de las obras que estamos intentando reunir, a veces en la disyuntiva entre lo que nos hubiera gustado y lo que se revela imposible de obtener para este tipo de empresa (con sus constricciones materiales concretas): ya no es tan fácil mover ciertos grandes cuadros de Joan Miró o de Sigmar Polke, ni La Libertad guiando al pueblo , de Delacroix, o L’Emeute, de Daumier… Pero las posibilidades siguen siendo inmensas, y es que el levantamiento es un gesto sin fin, recomenzado sin cesar, tan soberano como lo puedan ser el propio deseo o esta pulsión, este «impulso de libertad» (Freiheitsdrang) del que hablaba Sigmund Freud. El campo de los levantamientos es, por tanto, potencialmente infinito. En este sentido, la itinerancia prevista para esta exposición –Barcelona, Montreal, Ciudad de México y Buenos Aires– dará pie a una constante reformulación o transformación heurística gracias a la cual, espero, podrán desarrollarse nuevos aspectos del levantamiento, políticos, históricos

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o estéticos. Con todo, y por lo que respecta a esta alegría de la búsqueda, infinita por derecho –porque no se acaba nunca de aprender, de descubrir, de inventar nuevos montajes capaces de hacer que nazcan nuevas emociones y de encontrar nuevos paradigmas para el pensamiento–, hay que añadir que la inquietud también formará parte de ella, e incluso que será infinita por derecho: «gay saber inquieto», según la lección conjunta de Friedrich Nietzsche y Aby Warburg.7 Porque de hecho un proyecto como este no está exento de peligros importantes, ni tampoco de contradicciones: ¿por qué limitarse a una lista de obras a exponer cuando el estudio no se termina nunca? Los ensayos que proponemos en este catálogo, aunque puedan parecer largos y armados con una extensa bibliografía, no pasan de ser un punto de partida en el escrutinio necesario a través de los aspectos filosóficos o históricos, políticos o estéticos, del levantamiento. Es por eso por lo que a Marta Gili y a mí nos pareció necesario contar con pensadores o investigadores de horizontes diversos –Nicole Brenez, Judith Butler, Marie-José Mondzain, Antonio Negri y Jacques Rancière, personalidades a las que aún se añadirán otras en el marco de unas próximas jornadas de estudio–, con su propia experiencia, con su p ropia historia en la problemática de los levantamientos. Una última contradicción, y no menor, se podría formular así: hacer del levantamiento «objeto» de exposición, ¿no es traicionar este «objeto» tan particular –los levantamientos, que precisamente no son «objetos», sino gestos o actos–? ¿En qué se convierten los levantamientos y su energía limpia en las paredes blancas del white cube o en las vitrinas de una institución cultural? La objeción del piano blanco, ¿no corre el riesgo de abundar en la distancia que separa toda exposición del tema del que trata? Quizá alguien pensará que un proyecto estético como este –porque antes de nada se trata de mostrar imágenes que en buena parte son obras de arte– no hace nada más que «estetizar» y, por ende, anestesiar la dimensión práctica y política inherente a los levantamientos. Pese a todo, proponiendo reunir estas imágenes en el espacio público de una exposición no pretendo ni construir una iconografía estándar de las revueltas (como para minimizarlas), ni montar un retablo histórico, es decir, un «estilo» transhistórico, de los levantamientos pasados y presentes (tarea, de una u otra forma, imposible). ¿No se trata más bien de probar esta hipótesis o, aún más sencillo, de responder a la pregunta «¿por qué las imágenes beben tan a menudo de nuestros recuerdos para dar forma a nuestros deseos de emancipación? ¿Y cómo una dimensión «poética» logra constituirse en el núcleo mismo de los gestos de levantamiento y como gesto de levantamiento? ¿Quizá baste con recordar las frases de Baudelaire en Le Salut public (1848) o de Rimbaud en sus Cartas del vidente (1871), los dibujos de Courbet o de Daumier, las películas de Eisenstein o de Pasolini…? ¿Quizá baste con recordar la fórmula vanguardista por excelencia al final de la Primera Guerra Mundial: «Dada soulève tout!»? ¿No sucede lo mismo hoy, cuando, en su modesto calendario de 2016, que no aspira a la categoría de obra de arte, el Hospital Social de Tesalónica, donde son atendidos los más humildes, los rechazados por el sistema de salud pública, coloca juntos precisamente La esperanza del condenado a muerte , de Miró, y elNo de los griegos a los planes actuales de austeridad, las barricadas construidas por las mujeres de Barcelona en 1936 y los grandes gestos que los socorristas destinan a los refugiados sirios en la costa de Mitilene? Por otro lado, un poema de Borges, titulado «Los justos», acompaña esta imagen tan actual, tomada por una sanitaria benévola:

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Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre como placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.8 Uno no se levanta sin cierta energía. Pero ¿cuál? ¿De dónde viene? ¿No es evidente –para que se pueda exponer y transmitir a los demás– que es necesario saber darle forma? Una antropología política de las imágenes, ¿no debería partir también del simple hecho de que nuestros deseos necesitan la fuerza de nuestros recuerdos, a condición de darles una forma, la que no olvida de dónde viene y que, g racias a eso, es capaz de reinventar todas las formas posibles?

Notas 1. Eschyle,Les Suppliantes, trad. M. Mazon, París, Les Belles Lettres, 1921 (rééd. París, Gallimard, 1982). Id.,Les Exilées, trad. I. Bonnaud, Besançon, Les Solitaires intempestifs, 2013. 2. Hannah Arendt, «De l’humanité dans de “sombres temps”. Réflexions sur Lessing» (1959), trad. B. Cassin y P. Lévy,Vies politiques, París, Gallimard, 1974 (ed. 1986), p. 11-41. 3. Walter Benjamin, «Expérience y pauvreté» (1933), trad.

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P. Rusch, Œuvres II, París, Gallimard, 2000, p. 367. 4. Ernst Bloch, Le Principe Espérance III. Les imagessouhaits de l’Instant exaucé (1938-1959), trad. F. Wuilmart, París, Gallimard, 1991, p. 102142. 5. Georges Didi-Huberman, Peuples en larmes, peuples en armes. L’œil de l’histoire, 6, París, Éd. de Minuit, 2016. 6. Id., Atlas ¿Cómo llevar el mundo a cuestas? – Atlas. How to Carry

n t r o du c c i ó n

the World on One’s Back?, trad. M. D. Aguilera y S. B. Lillis, Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2010. 7. Id., Atlas o le Gai Savoir inquiet. L’œil de l’histoire, 3, París, Éd. de Minuit, 2011. 8. Jorge Luis Borges, «Los Justos» (1981), Obras completas. Emecé, 2006.

Revuelta Judith Butler

¿Quién se subleva en una revuelta? ¿Qué provoca que la gente se rebele? Se habla de un «estallido» de frustración o de rabia y, sin embargo, estos momentos tan viscerales suponen el reconocimiento de que un grupo de personas ha llegado al límite. Los seres humanos se rebelan cuando están indignados o cuando no pueden soportar más opresión, cuando, en definitiva, se ha traspasado un límite y se les ha negado durante demasiado tiempo algo indispensable para vivir con dignidad o libertad. Generalmente, las revueltas pretenden acabar con una situación que se ha soportado durante demasiado tiempo. Las revueltas siempre llegan tarde, incluso cuando intentan establecer un nuevo estado de cosas. Tienen lugar mucho después de que la opresión comenzase y, cuando ocurren, revelan el límite de lo que la gente puede soportar. ¿Cómo se explican las revueltas? ¿Qué se solivianta en un grupo cuando vive en condiciones más allá de lo razonable y estalla la revuelta? ¿Es una parte del alma que busca liberarse de la represión? ¿O la revuelta surge por el hecho de vivir en sociedad? Por supuesto, un solo individuo puede rebelarse contra una ley injusta desafiando heroicamente el mandato de dicha ley. Sin embargo, un acto individual, por muy provocador que sea, no es una revuelta. Una revuelta no es un asunto solitario. Un Estado no puede empezar una revuelta a pesar de que puede guerrear contra otros Estados o infligir la violencia contra sus ciudadanos o contra la población bajo su control. Cuando se produce una revuelta, son los individuos los que la protagonizan, pero su acción tiene una condición y un significado sociopolítico, aunque no haya ningún político involucrado. En esa acción social, ningún individuo actúa solo, pero tampoco surge un sujeto colectivo que niegue toda diferencia individual. Una revuelta no brota de mi indignación o de la tuya. Los que se sublevan lo hacen juntos, reconociendo que padecen como nadie debería hacerlo. Así que, una revuelta requiere reconocer no tan solo que se comparte el sufrimiento individual, sino también que un grupo de personas vive más allá de lo que considera sus límites. Tanto los individuos como los grupos pueden estar oprimidos y, al rebelarse, al unirse a otros comparten el rechazo a vivir más allá del límite de lo que puede o debe soportarse. Una revuelta puede ser local y dirigida. Puede producirse en contra de leyes o políticas específicas: impuestos injustos, segregación, discriminación, falta de vivienda o atención médica. También puede dirigirse contra todo un régimen jurídico, ya sea porque este apoya la esclavitud, el poder colonial, la ocupación, el asedio, el apartheid, o porque ampara un régimen autoritario, el fascismo, el capitalismo, la corrupción estatal o la austeridad. El inicio de una revuelta se debe a una creciente convicción de que la opresión no debe soportarse por más tiempo, a una idea compartida –nacida de historias individuales

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y grupales que convergen– de que las cosas deben detenerse y cambiar. Y, sin embargo, es erróneo pensar que todas las revueltas están justificadas. Al fin y al cabo, a veces se producen levantamientos en contra de regímenes democráticos. Aquí nos centraremos principalmente en las revueltas que buscan alcanzar objetivos democráticos. En general, las revueltas nacen de la indignación, son un rechazo airado de circunstancias que niegan o destruyen la dignidad que, a su vez, se apoya en los límites morales de lo que debe soportarse. Y esta indignación se extiende entre la gente y agrupa a los que han estado agazapados, a los que se han mantenido a ras de suelo o a los que han sido castigados de alguna forma, a aquellos para los que alzarse y mirar hacia adelante implica el riesgo físico de afirmar su dignidad. Ya no se agazapan, ni se mantienen a ras del suelo ni tratan de evitar los ojos de la justicia. Se alzan, pero no se ponen en pie simplemente, sino que se sublevan. Si solo estuvieran en pie, se darían a conocer, exponiéndose a la ley, a la policía, al ejército, al tribunal. Pero si se sublevan no planean sentarse o tumbarse en cualquier momento. Su acción es fruto de la reflexión: se alzan, toman conciencia de su cuerpo y asumen una postura erguida. Su acción tiene un objetivo: se levantan contra algo, saben lo que desean derrocar, a qué situación pretenden poner fin. Su acción tiene un propósito: buscan la libertad y la autodeterminación, la dignidad, la libre circulación, la justicia o la igualdad. Al alzarse se están preparando para actuar y para liberarse de las cadenas que han soportado durante demasiado tiempo. Si se levantan en público a pesar de estar prohibido –especialmente cuando la libertad de reunión ha sido suspendida o denegada– y se dejan detener, practican la desobediencia civil y corren el riesgo de ser castigados y encarcelados. Pueden hacerlo de forma individual o colectivamente. Pero si se rebelan y se oponen al poder, dan a conocer su intención de desafiar una forma persistente de injusticia o de derrocar el régimen basado en esa injusticia. Sublevarse es ponerse en pie con otros en contra de una forma de poder, es ser vistos y escuchados en condiciones en las que rebelarse, ser visto y oído, no está permitido, y no solo por el valor simbólico de aparecer en público cuando está prohibido. Uno se insubordina con cierta energía o fuerza, con una intención física y visceral que no es solo la propia, sino compartida, con una determinación transitiva para superar una condición común soportada durante demasiado tiempo. Soportar una condición que es insoportable puede romper a una persona, romper una comunidad, diezmar una sociedad, pero también puede producir la circunstancia paradójica en la que aquellos que han estado viviendo con algo que nunca deberían haber tenido que soportar ahora se movilizan para rechazar esas condiciones, optando por una vida llevadera. Se les ha exasperado, han sido negados, degradados, pero ahora, en el momento de la sublevación, reúnen cierta fuerza o la encuentran entre ellos, en su propia alianza formada por su rechazo compartido por lo insoportable, emergiendo como organismos cuya fuerza política radica en su número creciente. Tal vez una serie de indignaciones experimentadas individualmente se reconozca como una circunstancia compartida y un poder opresor se identifique con la oposición o el derrocamiento. Este reconocimiento, esta identificación compartida, se convierte en una primera oportunidad para reunirse. Sin embargo, una reunión no es todavía una revuelta. Quizás ese encuentro tome la forma de una reunión de la comunidad, de unas conversaciones en la calle o se comparta un artículo de periódico o se difunda ampliamente una imagen para llegar a un consenso sobre el carácter inaceptable de un incidente o

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circunstancia. Cada uno lo ve desde su propia ubicación o con un colectivo afín, y un grupo de personas se reúne en torno a la imagen que puede testificar la pérdida de una vida inocente o evidenciar torturas, pero también la dispersión de gentes forzadas a abandonar sus tierras y hogares, o la evidencia de que ciertas vidas son consideradas prescindibles, o la desigualdad racial convertida en norma legal y social, o incluso que el funcionamiento de todo un sistema jurídico o económico depende de los trabajadores o de minorías privadas de sus derechos. Una revuelta no exige un análisis complejo. No es necesario leer a Karl Marx o seguir los debates sobre el postmarxismo, pero rebelarse implica reflexionar. Lo único necesario es sentir que vivir en un régimen político o económico concreto implica un sufrimiento intolerable, tomar conciencia de que una vida así no se debe soportar y de que esta reivindicación es válida no tan solo para uno mismo, sino también para otros que ocupan posiciones similares en las esferas del poder. Durante la revuelta tiene lugar un cambio de perspectiva. No es tan solo que yo sufra, sino que tú lo haces también y un «nosotros» se forma en el curso del reconocimiento del carácter generalizado y sistemático de la subyugación que se ha infligido durante demasiado tiempo y que ahora llega a su término. Así pues, un «nosotros» se forma en la revuelta y cristaliza el sentimiento de indignación compartida. Pero también hay un «ahora», o un «basta» o un «nunca más» que indican que ya es tiempo de deshacerse de la opresión. En cierto sentido, toda revuelta es urgente y tardía. Muchos ya se han sometido a lo que les rompe o los ha roto, a menudo sufriendo pérdidas inconmensurables, y aun así, la revuelta significa que, estando herida la gente, no está completa o definitivamente rota hasta el punto de no poder rebelarse. Algunos de los que ya se habían rendido se sublevan, vivían encadenados pero ahora se mantienen unidos no solo para alzarse y juntarse, sino también para rebelarse y deshacerse de las cadenas que han soportado. Las revueltas tienden a basarse en una metáfora que las organiza: la imagen de alguien que se yergue, alguien para el cual erguirse significa una forma de liberación, alguien con la fuerza física para liberarse de las cadenas, de los g rilletes, de los signos de la esclavitud, de la servidumbre contratada. De hecho, es posible que en una revuelta no encontremos a nadie que se aproxime a esta figura, y, sin embargo, la figura está ahí, proyectando la sombra de su presencia física en el grupo. En alemán, «revuelta» es Aufstand, que puede significar indignación, sublevación o revolución dependiendo del contexto, pero implica la idea de erguirse y de alzarse. En hebreo, es hitqomemut ’amamit (revuelta popular), generalmente contra la autoridad establecida. En árabe es intifada, entendido no solamente como un temblor, un estremecimiento o una convulsión, sino que implica el acto de dejar de estar boca abajo en el suelo y sacudirse el polvo y las hojas. En francés, «revuelta» también implica la idea de alzarse, como si de repente existiera una fuerza suficiente para levantar y lanzar un peso enorme con el que cargábamos. En una revuelta puede que no haya cadenas en un sentido literal. Tampoco un cuerpo irguiéndose del suelo de repente puede describir los actos que significan una revuelta: juntarse, ponerse en movimiento, alzarse y resistir.Y sin embargo, estas imágenes transmiten la capacidad sin precedentes de un grupo que se forma y se pone en movimiento en gran número representando al poder popular. De esta velocidad y expansión corporal surge una forma de resistencia, pero también un problema demográfico cuando la policía y el ejército maniobran para contener las barreras humanas

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o se ignoran las normas de circulación. Se produce un problema que, si se agranda demasiado, se volverá incontrolable. Cuanto más grandes se hacen las cadenas, más parecen, de momento, rechazarse. Por supuesto, no todo el mundo p uede estar en la calle o sublevarse literalmente. Las revueltas contemporáneas son impensables sin el activismo en las redes sociales. En el curso de una revuelta, algunas personas se quedan atrás o permanecen a resguardo trabajando en Internet, buscando asesoramiento legal, ocupándose de la atención sanitaria, escribiendo un editorial o realizando tareas de difusión. Para algunos ponerse en pie puede que sea literalmente difícil o imposible, por eso llevan a cabo otras actividades. A pesar de todo, los cuerpos tienen siempre una manera de dar a conocer su presencia a través del espacio físico o virtual, aunque esta forma de «aparecer» no debe confundirse con la hipervisibilidad. Una revuelta no es lo mismo que una manifestación ocasional y limitada, pero cuando las manifestaciones duran más de lo esperado, pueden, en un momento dado, convertirse en una revuelta. A pesar de que hay algunas tentativas de calificar las revueltas como estallidos espontáneos e irracionales, estas son a menudo el resultado de largos procesos latentes de despertar y de creciente toma de conciencia. Se han formado, han tomado forma, antes de producirse como tales revueltas. Aquellos que reducen las revueltas a «estallidos irracionales» asumen que los procesos de toma de conciencia y de posición pueden separarse de los procesos viscerales de resistencia. Algunos afirman que las revueltas son desbordamientos bestiales y bárbaros que deben ser contenidos a fin de que modos de deliberación más «civilizados» puedan producirse en el seno de las estructuras políticas establecidas. Pero, ¿y si las revueltas fueran expresiones de una voluntad popular, una manera de reivindicar o de denunciar los límites injustos impuestos por las estructuras políticas existentes? ¿Y si estas estructuras existentes fueran responsables de condiciones que no pueden soportarse y que nadie debería soportar? Si un conjunto de estructuras políticas establecidas no refleja o representa la voluntad popular, ¿es todavía legítimo? ¿Hasta qué punto las estructuras políticas deben reflejar la voluntad popular para que puedan proclamarse legítimas? ¿Qué grupo de población cuenta como parte significativa de la voluntad popular? Y si las estructuras políticas persiguen enérgicamente romper la voluntad popular, ¿se srcina solamente una crisis de la democracia, o también un terreno fértil para una revuelta? Antes de llegar a la revuelta, cuando hay opresión existen maneras específicas y encubiertas de soportar y resistir situaciones insoportables. Para que se produzca una revuelta, es necesario que se establezcan vínculos entre los que soportan y resisten el día a día, aunque no posean el poder de hacer caer el régimen político, legal o económico que les oprime. Así pues, para que una revuelta tenga lugar, primero debe existir un conjunto de conexiones, redes, reuniones virtuales o f ísicas que no se organizan en base a principios dialógicos o de deliberación, sino que involucran a gente que es desplazada o que se desplaza. Pasan de una actitud indulgente a una posición activa y esta unión de cuerpos que quieren actuar juntos implica una convicción visceral, es decir, una manera de sentir y de pensar más o menos compartida. Se ponen en marcha y, al desplazarse de un lugar a otro, también pasan de estar postrados a estar de pie, de pie y en movimiento, contra todo pronóstico. Mientras se desplazan y juntan también se alzan, y su acción, aunque física no se reduce a esa imagen física. Levantarse y deshacerse de las cadenas es una representación

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física de un movimiento colectivo coordinado que busca impugnar frontalmente una forma de poder identificada como el srcen de la opresión. Es una forma de pensar y de actuar en conjunto contra el srcen de la opresión conocido por todos. Aprobemos o no una revuelta, es probable que malinterpretemos el fenómeno si no lo entendemos como una convicción política colectiva, una convicción visceral encarnada en una postura y en una acción. El rastro de esta encarnación persiste en la red o en los teléfonos móviles: alguien escribe, alguien hace fotos. ¿Qué poder tienen los que se alzan? ¿Es un poder popular? ¿Quién se alza? ¿Qué pasa si no lo hace todo el mundo? Por un lado, quienesquiera que sean, esas personas establecen una incuestionable presencia pública, física o virtual. Por otro, se exponen deliberadamente a un poder que puede disolverlos y destruirlos. A veces, los sublevados no tienen acceso a derechos básicos, protegidos por una constitución, como el de reunión o manifestación. En otras ocasiones, los que se alzan lo hacen porque reunirse y manifestarse, aunque esté permitido, no es suficiente para alcanzar sus objetivos. Si los derechos básicos de reunión y circulación están restringidos o prohibidos por un régimen legal, ejercer los derechos elementales –reunirse, manifestarse, distribuir folletos– se considera un delito. Los que defienden la democracia pueden callarse o bien optar por la resistencia clandestina. Pueden ir a la huelga, o intentar paralizar los medios de transporte pero ninguna de estas tácticas es una revuelta. Pueden manifestar su insubordinación en sus discursos o en sus escritos, pero esto no puede considerarse una revuelta. Una revuelta tiene lugar cuando la gente se empieza a congregar, a moverse y actúa para desmantelar el régimen o el poder responsable de su opresión. Su concentración, movimiento, apariencia y actos se fundamentan en el rechazo y la indignación, en la convicción de que la opresión no solamente ha ido demasiado lejos, sino que además es injusta. La revuelta es una forma de personificación colectiva de esta convicción en una situación en la que no hay un sujeto colectivo único. Es una convicción compartida, que circula entre la gente, heterogénea pero conjunta, encarnada de diferentes maneras y sin embargo colectiva. Cuando la gente se manifiesta de esta forma, puede que los que se oponen a sus objetivos o tácticas den otro nombre a su acción, la definan incorrectamente. Este empeño es comprensible a veces: después de todo, revueltas, rebeliones y sublevaciones pueden parecer, en cierto modo, lo mismo y, en ciertas condiciones, un concepto puede transformarse en el otro. Sin embargo, en otras ocasiones una mala definición indica que hay en juego un error de reconocimiento más importante. Los gobiernos y los medios de comunicación pueden llamar aquello que ven «manifestación», pensando que es temporal, o pueden calificarlo como un «disturbio», un estallido caótico sin reivindicaciones claras, o bien pueden considerarlo una fisura en la seguridad nacional por lo que se justifica la intervención policial o militar incluyendo la violencia, detenciones, arrestos y maniobras de dispersión a la fuerza. En este caso, no se considera que la gente que participa en una revuelta esté expresando la voluntad popular sino que se les trata como a una «población» que debe ser dirigida, contenida y controlada. La policía y el sistema penitenciario están siempre implícitos en una revuelta. El poder policial aguarda a la gente en el límite espacial o temporal de la revuelta, asegurándose de que se queda en un discreto evento espacio-temporal a fin de bloquear sus efectos transitivos y contagiosos. En el momento en que la policía se une a la multitud o baja sus armas, la revuelta se convierte en una revolución. Esto rara vez ocurre.

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Las revueltas del gueto de Varsovia en 1943 formaban parte de un movimiento mayor de resistencia de los judíos polacos durante la Segunda Guerra mundial contra los nazis y las fuerzas colaboracionistas en dos ocasiones distintas. En el verano de 1943, los habitantes judíos del gueto se sublevaron contra los soldados alemanes que querían entrar en el gueto y deportar a los judíos a Treblinka donde iban a ser exterminados. Después de la deportación de 30 0.000 judíos del gueto a Treblinka, la organización de resistencia judía Z.O.B. se sublevó a principios de 1943 con solo 750 combatientes que bloquearon las entradas del gueto y resistieron a los nazis. Pasó un mes entero hasta que fueron vencidos y decenas de miles fueron deportados a los campos de la muerte. A pesar de que la revuelta fue brutalmente reprimida y por tanto «fracasó», la historia de esta revuelta da testimonio de una voluntad de lucha p or la libertad incluso enfrentándose a una derrota casi segura. La historia de la revuelta del g ueto de Varsovia se ha convertido en emblemática para reflexionar acerca de las revueltas posteriores a la Segunda Guerra mundial. Nos habla de resistencia, de libertad y del deseo de liberación, y estos principios están claramente articulados en la narración de los historiadores. Las revueltas dan lugar a reconstrucciones posteriores a los hechos. Cuando ocurren, no siempre son ni prácticas ni calculadas. Aun así encarnan ideales que perviven en las narraciones posteriores a su fracaso. Incluso cuando son aplastadas, las revueltas tienen el poder de articular ideales. La derrota tiene como consecuencia el momento en el que la historia de la revuelta se convierte en una narración. La retrospectiva proporciona la ventaja de transformar la revuelta en un relato autónomo con un principio, una trama central y un final, acaso en la historia de una lucha valiente que ilustra los principios de libertad y j usticia. Generalmente las revueltas se perciben como formas de resistencia puntuales o periódicas, como tentativas de liberación en contextos donde se han negados las liber tades y los derechos políticos y donde se han soportado condiciones intolerables. Para los que se sublevan la propia revuelta encarna la libertad de forma provisional. Las revueltas duran más de un minuto o una hora. Empiezan, se desarrollan y finalizan. Una revuelta indefinida no es concebible a pesar de que las revueltas pueden reproducirse una y otra vez: las rebeliones de esclavos tuvieron que ocurrir muchas veces antes de que la esclavitud llegara a su fin; la intifada palestina se produce en oleadas y por etapas, alternando periodos de más actividad con otros más tranquilos. El final de una revuelta se produce no porque la gente esté agotada o se tope con sus propios límites internos, tampoco porque se hayan alcanzado los objetivos políticos o hayan triunfado los oponentes. Si un acontecimiento se califica como una revuelta en lugar de una revolución es porque, por muy valeroso que haya sido, el intento de alcanzar la liber tad finalmente fracasó. Si la revuelta se organiza contra el poder estatal, la p osibilidad de fracaso está siempre latente: ¿superarán y derrotarán los números y las tácticas el propio poder del Estado? ¿O el poder militar del Estado impondrá su propio final a la historia de la revuelta venciendo a los que aspiraron/ aspiraban a desafiar su autoridad o jurisdicción? Desde un principio una revuelta es un riesgo: ¿serán los que se alzan en contra del poder vencidos por ese mismo poder, o la revuelta se prolongará convirtiéndose en una situación revolucionaria que lleve a la liberación? Las revueltas siempre intentan cambiar de nombre y convertirse en insurrecciones o revoluciones perdurables que inicien un futuro liberador. Los que se alzan deben saber muy bien que la revuelta puede no «funcionar» y

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que el «fracaso» puede llegar a ser el fin de la historia o, al menos, una conclusión posible de la historia. No obstante, la historia de las revueltas fallidas puede convertirse en un hito y un precedente histórico para los que se subleven de nuevo. Una revuelta valiente que fracasa produce, sin embargo, héroes, mártires, historias de sacrificio por la nación, imágenes de esperanza. Mediante el fracaso, las revueltas tienen la posibilidad de convertirse en emblemáticas y, por tanto, de activar revueltas futuras. Una revuelta emblemática puede traducirse en otro espacio o tiempo, o puede reproducirse en el mismo lugar como parte de un proceso en marcha. La figura del poeta y luchador por la libertad José Martí instigó a los cubanos a liberarse de la dominación colonial española a finales del siglo XIX. Su imagen y sus versos se han evocado en casi todas las luchas p osteriores para preservar la independencia cubana y combatir la opresión y la explotación. Por supuesto puede suceder que se produzca una revuelta y que la historia la borre rápidamente o con el tiempo. Cuando esto ocurre, las citas sucesivas desaparecen y la tarea política es luchar contra el olvido. Las revueltas son acontecimientos específicos. Tienen un plazo. El fracaso forma parte de su propia definición. Por consiguiente, incluso cuando una revuelta fracasa en su objetivo «entra en la Historia» y esto es un hecho, un logro del discurso con implicaciones afectivas. Una revuelta fallida puede convertirse en un recuerdo transmitido por la Historia, una promesa incumplida recuperada por las siguientes generaciones que se comprometen a hacer realidad esos objetivos. Una revuelta cita a otra, se reaviva a través de las imágenes y las narraciones. Cuando empiezan a producirse revueltas aquí y allá se crea un legado histórico. Una revuelta fracasa y otra empieza, lo que sugiere que una historia acumulativa de revueltas implica que existe un proceso en marcha, una lucha que supera a cualquiera de las revueltas que la forman, una lucha que no tiene fin. Puede que una revuelta fracase pero es posible que un proceso continúe indefinidamente o se convierta en un movimiento revolucionario y, o bien llegue a su fin (cuando la revolución tiene lugar) o continúe en forma de un estado que, paradójicamente, se autodefina como «revolución permanente». El carácter contagioso y noticiable de las revueltas se hizo evidente en la Primavera Árabe de 2011. Las revueltas empezaron en 2010 con el suicido de un vendedor de fruta en Túnez que había perdido la lucha individual contra el Estado después de que le retiraran su licencia para vender mercancía en la calle. La imagen emblemática de su auto inmolación incitó a un gran número de personas en Túnez, Egipto, Yemen y en Libia cuyos dirigentes fueron finalmente apartados del poder. Las revueltas populares convulsionaron Bahréin y Siria. Tanto en Túnez como en Egipto los gobernantes perdieron el poder una vez que los militares empezaron a pasarse al movimiento popular. En el momento de escribir esto, muchas personas creen que la Primavera Árabe ha llegado a su fin, ha sido definitivamente derrotada dado que numerosos países involucrados han retornado a los regímenes autoritarios, pero quizás esta historia no ha terminado todavía. Quizás la gente se alce de nuevo de otra forma, con otros objetivos y continúe aumentando la cadena de citas sucesivas de las revueltas democráticas. En la Primavera Árabe, una revuelta siguió rápidamente a otra, pero el intervalo entre revueltas puede ser mucho más largo. Somos más conscientes de la transitividad de un modelo contagioso y muy rápido. A toda velocidad, una acción da paso a otra cuando una revuelta toma vida en Internet y opera en una red compleja de espacio físico y virtual. La

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revuelta es objeto de un reportaje y este le da vida virtual convirtiéndose, a su vez, en parte virtual de la revuelta. Este mismo acontecimiento, se convierte en noticiable una vez que ha sido difundido en la red. Identificado como suceso noticiable, el acontecimiento se despide de su propio espacio y tiempo e incita a los que reciben y transmiten las noticias que, de este modo, pasan a formar parte de la acción. Pero Internet no es suficiente para propagar la revuelta. Es necesario que la revuelta se repita una y otra vez y que se apoye en las acciones físicas conjuntas de los que se rebelan. La representación del acontecimiento provoca el deseo. A veces, como ha demostrado Ernesto Laclau, un término clave como «democracia» o «independencia» viene a nombrar e incitar un anhelo fundamental transmitido de un grupo a otro, vinculándolos entre sí a medida que se extiende. Por supuesto, las revueltas emblemáticas enaltecen historias de valor admirable y funcionan como paradigmas que establecen distinciones entre las revueltas que se consideran valiosas y las que se menosprecian o ignoran. Es curioso distinguir entre revueltas justas e injustas, pero, naturalmente, es posible que exista una revuelta de racistas que «se indignan» por la llegada de extranjeros al país. En 1676 se produjo en los Estados Unidos la «Rebelión de Bacon»: un grupo de colonos se sublevó contra el gobernador porque este no había masacrado a los nativos que habían atacado su asentamiento en un intento de defender sus tierras. Seguramente no es posible justificar los objetivos de todas las revueltas. Y sin embargo, a partir del momento en que a un acontecimiento se le ha dado el nombre de «revuelta» parece que sea «el pueblo» el que se levanta y que la revuelta es la expresión de la voluntad popular que debe ser honrada. Pero, si un grupo se manifiesta reclamando su derecho a ser racistas, y ese grupo siente «indignación» por el hecho de vivir en una sociedad multirracial, tenemos todo el derecho a condenar esa revuelta. Incluso podemos tomar partido por un Estado o una instancia internacional que simboliza y protege los principios de igualdad racial contra el rechazo populista a estos derechos. La confusión reina entre los que, por principio, creen que las revueltas son la pura expresión de la voluntad popular y la forma de expresión más democrática. Después de todo, si una revuelta implica que existe oposición a la subyugación, entonces, los que se oponen a la revuelta parecen estar a favor de la opresión, lo cual no puede ser nada bueno. Y sin embargo, si un grupo se percibe a sí mismo como «subyugado» por la democracia, la igualdad, los derechos de las mujeres, el matrimonio gay o el concepto de «género» ¿Cómo debemos actuar ante su revuelta? ¿Quiénes son? ¿Son «el pueblo»? Siempre es difícil decir si una revuelta representa a todo el mundo, a la esencia del pueblo o es una mera reivindicación democrática. Esta es una de las razones por las que no es posible afirmar simplemente que todas las revueltas son democráticas. A veces, las revueltas toman formas violentas que es necesario condenar. La opinión sobre las revueltas violentas puede matizarse si se distingue entre objetivos y tácticas. Una revuelta puede empezar con nobles ideales y terminar con destrozos a la propiedad o asesinatos, consecuencias destructivas que deben ser condenadas. Esto no significa, no obstante, que todas las revueltas tengan la destrucción como objetivo final. De hecho, numerosas revueltas estuvieron pobremente armadas, como en el caso de la mayor parte de las rebeliones de esclavos en las Américas que tuvieron lugar entre el siglo XVII hasta mediados del XIX –los esclavos rara vez tenían acceso a las armas al principio del siglo XVII–. Las luchas anticoloniales hicieron uso de las armas de modos bien distintos para alcanzar la

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independencia. Franz Fanon afirmó la necesidad de usar ciertas clases de violencia para dar fin al colonialismo, mientras que Mahatma Gandhi trató de establecer prácticas de desobediencia no violenta para terminar con la dominación colonial. Así pues, las revueltas plantean la duda de si la violencia es un medio legítimo para alcanzar los objetivos de libertad y emancipación. Si se considerara que la violencia está legitimada en algunos casos, ¿sería posible «contenerla» como un medio para lograr una finalidad, como un instrumento que se desestima cuando se ha alcanzado el objetivo? La violencia desplegada en una revuelta para liberarse de una opresión violenta ¿puede distinguirse de la violencia a la que se opone? Por supuesto que los levantamientos buscan desmantelar formas opresivas de poder y que, en cierto sentido, «desmantelar» puede parecer destructivo, pero con toda seguridad es posible distinguir entre formas violentas y no violentas de desmantelamiento. Jack Goldstone afirma que la mayor parte de revueltas se llevan a cabo por grupos de gente desarmada o pobremente armada. Sin embargo, los implicados en una revuelta se enfrentan constantemente con el dilema de la resistencia violenta: han tenido que p reguntarse si la resistencia violenta es menos condenable que la subyugación violenta, y, si es este es el caso, por qué. Las revueltas de esclavos y prisioneros tienen lugar en contextos en los que la ciudadanía ha sido negada o suspendida y el ejercicio de la violencia legal e institucional hace imposible participar en el sistema político. El resultado es, a menudo, la resistencia política. No obstante, sería un error asimilar toda revuelta a una resistencia violenta. La mayoría de revueltas que se produjeron durante la Primavera Árabe fueron no violentas: los que se congregaron en las plazas públicas se exponían desarmados a la amenaza militar que les rodeaba y hubo muchos heridos y muertos durante ese proceso. Uno de los p roblemas que surgen en el debate sobre la justificación de las tácticas violentas es que no siempre es fácil identificar la «violencia». Calificar una revuelta de «violenta» puede ser un instrumento dialéctico para su represión. Un Estado, por ejemplo, puede muy bien calificar una revuelta como «violenta» si esta desafía el monopolio del propio Estado sobre la violencia, constatable a través del poder policial y militar. El Estado puede calificar un acontecimiento como un «estallido violento» no porque se hayan producido actos violentos, sino por la simple razón de que la revuelta ha tomado el poder y las fuerzas policiales han sido reducidas o neutralizadas durante la revuelta. Un aumento significativo de los que se manifiestan no es lo mismo que un «estallido violento» incluso cuando una revuelta puede llevar a la resistencia violenta. Esta situación es sin duda distinta a que el Estado califique de «violenta» una revuelta mientras invoca a la «seguridad» para lanzar las fuerzas policiales o militares contra las personas que se rebelan contra un gobierno, un Estado, un régimen colonial o un modo de encarcelamiento. Si el Estado califica como violenta una revuelta en lugar de, por ejemplo, definirla como un movimiento democrático de resistencia, puede reprimir cualquier revuelta aduciendo este tipo de razones, justificando el ataque a su propio pueblo o a aquellos que no reconoce como suyos. La cuestión de si una revuelta debe convertirse en violenta es una pregunta ética recurrente para los movimientos de resistencia. Pero un debate tan importante difícilmente puede producirse si se presupone sistemáticamente que una revuelta es violenta. El escenario en el que se produce una rebelión es aquel en el que la libertad no autorizada se enfrenta a una autoridad que pretende privar a un grupo de la libertad que está ejerciendo. Si creemos que el objeto de una revuelta es parte esencial de ella misma,

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entonces podemos decir que una revuelta es un levantamiento contra la autoridad, poder, sistema de violencia o de privación de derechos. Desde esta perspectiva, las revueltas forman parte de la autodeterminación de un pueblo en un proceso de resistencia a una forma de poder existente. Tendríamos razón solo en parte si sostuviéramos que las revueltas incumben al poder popular y manifiestan la voluntad del pueblo. Pero más allá de la cuestión de «quién» cuenta como el pueblo en una revuelta popular, si la consideráramos solamente como una expresión popular, estaríamos confundiendo el objetivo propio de las revueltas: hacer oposición. Las revueltas nacen como oposición a condiciones intolerables. Aunque las revueltas pretenden representar la voluntad del pueblo, frecuentemente hay un grupo de personas que declinan ser representadas por los que se sublevan. Reivindicar la voluntad popular es una lucha permanente, una lucha por la hegemonía. Pese a que una revuelta pueda parecer la expresión de la voluntad popular, habría que preguntarse qué versión de la voluntad popular, quién no está incluido en esa versión y el porqué. ¿Son algunas personas o «el pueblo» el que se subleva en una revuelta? ¿Es la voluntad popular en una forma pura la que se rebela? ¿Qué se subleva en la gente cuanto de subleva? ¿Y qué historias se repiten de nuevo cuando hay una revuelta? ¿Qué fuerzas históricas actúan sobre las personas cuando se sublevan, y la propia Historia se subleva cuando lo hacen? EnEl 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), Marx afirma la célebre frase «la tradición de todas las generaciones muertas pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivos».1 Es especialmente en momentos en que la gente se une para crear algo nuevo, para hacer la revolución cuando el pasado surge de forma inesperada. Para Marx, esta manera inconsciente en que surge el pasado resulta ser una pesadilla vivida a la luz del día. Marx escribe: «precisamente en las épocas de crisis revolucionaria convocan ansiosamente los espíritus del pasado en su ayuda, y de ellos toman prestados nombres, slogans de barricada y vestidos, para presentar el nuevo escenario de la historia del mundo con este disfraz 2 santificado por el paso del tiempo, con este lenguaje prestado». Marx llama a esto «una 3 conjuración histórica de los muertos». Para Marx, la revolución decididamente burguesa que tuvo lugar en Francia entre 1848 y 1851 extrae su simbolismo y su propia concepción de la República y del Imperio romanos y de su necesidad de «el heroísmo, la abnegación, el terror, 4 la guerra civil y las batallas de los pueblos». Marx explica que esta curiosa resurrección de los muertos sirve para «para glorificar las nuevas luchas… para exagerar en la fantasía la misión grandeur romana en la figura del Napoleón trazada».5 Para Marx la pesadilla del retorno de la 6 es, de hecho, una pesadilla, puesto que Napoleón movilizó al «campesino conservador» proporcionándole la oportunidad de acceder a la propiedad, rompiendo así cualquier vínculo con el proletariado revolucionario. Para el campesino conservador la guerra es «su poesía».7 Las revoluciones que Marx aprobaba no tenían ninguna necesidad de resucitar el pasado imperial para proporcionar grandeur a sus propios objetivos. Eran «críticas» y XIX no «revolucionarias» y esta es la razón por la que aseguraba: «la revolución social del siglo 8 puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir». Y sin embargo, ¿tiene razón Marx al asumir que los movimientos revolucionarios extraen su inspiración únicamente del futuro y no del pasado? Si las revueltas se consideran estallidos puntuales de la voluntad popular o, al menos, una versión de la voluntad popular, se deduce que se reproducen frecuentemente basándose en las promesas incumplidas de episodios anteriores. Aunque efímeras, las revueltas, secuenciales, episódicas y acumulativas

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se inspiran invariablemente en revueltas anteriores o bien se alimentan de imágenes e historias de luchas valerosas mientras buscan continuar un movimiento o llevar a cabo un proyecto de emancipación. Las revueltas que acaban perdiendo el nombre y se transforman en revoluciones triunfan en el tiempo. Son, por lo tanto, un conjunto de fracasos que tienen éxito al completar la serie y transformarse en revoluciones. En 1831, los esclavos de Jamaica se declararon en huelga para exigir un sueldo por su trabajo. Sus amos rechazaron oír sus demandas y ellos quemaron casas y almacenes repletos de azúcar p ara dañar las explotaciones y la economía de los propietarios. Bajo el liderazgo de Samuel Sharp, 20.000 esclavos tomaron el control de más de 200 plantaciones y, aunque finalmente fueron dominados, hechos prisioneros y muchos fueron ejecutados, se considera que aquella revuelta contribuyó a que los británicos pusieran fin a la esclavitud en 1834. Todas las revueltas fracasan, pero tomadas en su conjunto, triunfan. Marx elaboró la reseña histórica de las «revoluciones prematuras» sugiriendo que la promesa revolucionaria emerge de manera parcial y episódica y que el pasado puede resurgir al realizar una promesa de futuro. Es probable que el pasado no tan solo pese como una pesadilla en el cerebro de los vivos. Si cada revuelta específica es una repetición, una cita, entonces lo que sucede ha estado sucediendo durante algún tiempo, vuelve a suceder en el presente, un recuerdo reencarnado en los acontecimientos episódicos, acumulativos y parcialmente imprevisibles. Aquellos a los que las revueltas les exaltan después se sienten frecuentemente desprotegidos, con un terrible sentimiento de decepción y de pérdida. En retrospectiva, podemos preguntarnos si ese fracaso tiene una historia, y un futuro.

Notas 1. Carlos Marx, El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Fundación Federico Engels. Madrid, 2003, p. 9. 2. Ibid., p. 9. 3. Ibid., p. 10. 4. Ibid., p. 10. 5. Ibid., p. 11. 6. Ibid., p. 106. 7. Ibid., p. 111. 8. Ibid., p. 12.

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¿Nos acordamos de aquellos ejercicios deportivos en que los atletas levantan pesas cada vez mayores? Se da una pausa, un instante larguísimo entre la acción de levantar la pesa desde abajo y la de levantarla en alto. Es esta pausa lo que debe analizarse, es en este intervalo en lo que debe centrarse la atención cuando se habla de levantamiento. Solo cuando el levantador ha completado su esfuerzo se puede hablar de peso «levantado». El levantamiento ha concluido, un participio pasado sustituye al verbo en infinitivo, a la acción. Por tanto, tenemos que centrar la atención en una pausa que no es tal: es movimiento en una duración breve, casi un descanso, una contracción temporal –al atleta las venas le estallan en los músculos y el cuello–, es un esfuerzo desmesurado. En ese instante ya no puede elegir, sino solo decidir, su gesto no conoce ninguna otra oportunidad ni alternativa, es una espiración, un «aliento». Como la creación del mundo. ¿Un dios? Es lo que se creyó cuando nacieron los juegos de Olimpia. Pero no, puede no salir bien. Tenemos que descubrir dónde se detiene el movimiento y fracasa el esfuerzo, es decir, la diferencia entre pausa e interrupción. Una vez establecida la diferencia, tenemos que procurar vivirla desde dentro, comprenderla, actuar en ella. Las imágenes se suceden. He aquí Atlante. Sostiene el cielo sobre sus hombros –lo ha levantado, quisiera alzarlo todavía más alto. No puede. Allí, en el jardín divino de las Hespérides, la pausa se ha convertido en una interrupción. La Ananké se ha superpuesto al esfuerzo del Titán: es así como Zeus lo ha querido. Es otro aspecto, pues, entre alzar y levantar, la necesidad que bloquea.Ananké, o la fuerza que aquí traduce el peso en límite, y después el límite en señal insuperable de la miseria humana, de la muerte siempre al acecho. En laIlíada, Zeus pesa las Keres, las almas de Aquiles y de Héctor, y en la balanza el alma de Aquiles sube mientras que la de Héctor baja a los infiernos. ¿Existe, por tanto, una gravitación que únicamente una fuerza gigantesca –¡aún nos hacemos ilusiones!– sea capaz de superar? Intentamos que esa interrupción se convierta de nuevo en pausa, no en parada, sino en breve suspensión. Solo concentrándose en el esfuerzo, el gesto se cumple. Ha tenido lugar un acontecimiento; por la potencia extraordinaria del gesto se da un exceso de ser. Es un gesto de fuerza, pero –observamos– es producido como en un «aliento». Retomemos esta trama desde un punto de vista colectivo. ¿Podemos entender este ser nuevo, este exceso, este «aliento» como experiencia colectiva? Es evidente que sí. Aún más, este exceso solo adquiere poderío cuando lo producimos juntos. Levantarse se hace en plural, se trata de un acontecimiento colectivo. Naturalmente, todo colectivo está constituido por individuos, y el levantamiento, por una multitud de singularidades,

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pero lo que es verdaderamente colectivo es el paso que transforma la pesantez y la insostenibilidad del vivir en la decisión de levantarse, en el esfuerzo y en la felicidad de hacerlo. Levantarse siempre es una aventura colectiva, una palabra que no existe si se individualiza. La ciencia política deja constancia de este hecho y exige que el soberano disponga los instrumentos para la represión de la revuelta siempre acechante. La ciencia del capital sabe que la eventualidad de la insurrección vive en todos los puestos de trabajo productivos y que solo existe valorización cuando esta potencia es arrancada a la insurrección, discriminada y mandada. Cuando se da una insurrección la tensión colectiva es recogida –antes de estallar– en un momento de pausa, en una p arada que revela un esfuerzo incierto previo a la decisión, para abrirse a la acción. Todos juntos. Si esto sucede, el momento resulta gozoso. Los poetas y los filósofos también desplazan el análisis de este intervalo al terreno social. Aquí el acontecimiento del levantamiento se confunde con el de levantarse y se convierte en un «aliento» colectivo potente. «Detesto la multitud, el rebaño. Siempre me parece o estúpida o llena de atrocidades infames. […] las multitudes nunca me han gustado, salvo en los momentos de insurrección, ¡y gracias! […] Tanto da, cuando esto ocurre se nota un gran aliento en el aire. Uno se siente embriagado por una poesía humana, tan amplia como la de la naturaleza, y más ardiente.»1 «¿De qué se compone la insurrección? De nada y de todo. De una electricidad liberada poco a poco, de una llama que brota de repente, de una fuerza errante, de un aliento que pasa. Este suspiro conoce cabezas pensantes, cerebros soñadores, almas sufrientes, pasiones abrasadoras, miserias que claman, y los arrastra. [...] Todo el mundo encierra en su alma una revuelta secreta contra no importa qué hecho del Estado, de la vida o de la fortuna, próxima a la insurrección, y, desde que irrumpe, comienza a estremecerse y a sentirse levantada por el remolino.»2 «La gente se rebela, es un hecho; y es por ahí que la subjetividad (no la de los grandes hombres, sino la de la gente anónima) se introduce en la historia y le insufla su aliento.»3 Hemos subrayado la diferencia entre pausa/intervalo en el gesto e interrupción/ruptura del gesto. Ahora bien, la interrupción puede transformase en el lugar de la utopía. Lugar negativo, representado por la ruptura, precisamente: cuando no se sopor ta el peso del levantamiento y se huye de la materialidad de este proceso. Se instala entonces un deseo vencido, frustrado, triste, acobardado, del que se desprende una idealidad reparadora. El episodio de la ruptura se aferra al dramático relieve de la insolubilidad de la relación espera/levantamiento, y nos hacemos la ilusión de que el bloqueo pueda ser reducido a una perspectiva consoladora de Apocalipsis y éxodo. Es decir: si este mundo corre irresistible hacia la catástrofe de sentido, la destrucción de la naturaleza y el fin de la Historia, y si está tan y tan corrompido, solo puede terminar en Apocalipsis. La denuncia que acompaña a la desesperación presenta variantes, bien místicas, bien cínicas, y esa espera de la tragedia del mundo se ve a sí misma como un éxodo. Un éxodo místico, New Age –o bien, menos frecuentemente, político: «Quieren obligarnos a gobernar, pero no cederemos a esta provocación». Pero ¿dónde, cómo y cuándo emprender el éxodo? No hay respuesta. Los sujetos que no tienen intención de levantarse en revuelta se imaginan vanamente que una mano mágica los salvará de la catástrofe esperada. Se dirigen hacia el

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éxodo como salvación –en realidad, construyen una ansiosa fuga y se obligan a una especie de continencia de la voluntad. Es el lugar de la ontología negativa. El tiempo de la pausa y el espacio de la parada están ocupados por un ángel malévolo que destruye su consistencia. La utopía es apología de una fuga en la idea, una fuga impaciente que no mide la pesantez ni el peligro de la acción. ¿Qué queda, del levantamiento proyectado? Memoria, sufrimiento, arrepentimiento, remordimiento... ¿y dónde ha ido a parar la subjetividad? La nostalgia hace que se apague el deseo de volver a empezar y deposita en el alma cansadas reminiscencias de esa experiencia antigua. La percepción de un aplastamiento del deseo ha sustituido al levantamiento. El alma rezuma vileza ante las dificultades, y rechazo de lo concreto. Paralelamente, se desarrollan mitologías –utopías de insurrección y revolución... «¡que vienen!». Pero ¿de dónde vienen; y cuándo, cómo? Son insurrecciones que evitan la subjetivación. Es el vano «quisiera» de los juegos infantiles y la atrofia del deseo de los adultos. La revolución vendría después de la catástrofe. El «aliento» del levantamiento se ha convertido en la llama del dragón que todo lo incendia y no existe ningún san Jorge... «que venga»... a liberarnos. Resulta más divertido que lúgubre reunir, abrazados ante este mismo destino, a marxistas de despacho y libertarios dadaístas. ¡Para unos levantarse presupone una caída (del capitalismo) que ha de acabar razonablemente bien; para los otros significa ceder a un catastrófico precipicio del que renaceremos con el alma pura! El Apocalipsis es central, necesario –en este punto sí están de acuerdo. Desaparece la subjetivación y, con ella, la capacidad de luchar para cambiar el mundo, de levantarse no por el placer del gesto sino por la urgencia de una acción transformadora. De este modo se descubre que solo cuando la subjetividad se introduce en la pausa, en el intervalo, como motor del levantamiento, la tensión del paso que va del levantamiento desde abajo y el levantamiento hasta el cielo puede producir acción. Ontología negativa del levantamiento: ya hemos aludido de paso a su definición. Pero ¿la comprenderemos mejor después de haber contestado la pregunta «¿qué es una ontología positiva del levantamiento?». Mejor dicho: ¿qué exige la definición de levantamiento para que se pueda desarrollar una ontología positiva? En primer lugar le exige tener los pies bien plantados en el suelo, estar inervada de pasiones e intereses, de voluntades radicales y de deseos orientados al futuro. En segundo lugar, convertirse en una máquina de producción de subjetividades que reúna, en un «nosotros» activo, un conjunto de singularidades. Siempre se produce un tránsito entre el primer momento y el segundo: ontológico, de espíritu y de pasiones, de materialidad y necesidades entre un momento de ruptura y un acto de construcción. En cambio, la ontología negativa es aquella que, separando ambos momentos, adopta vanamente las características de uno u otro. La ontología positiva es la que hace que los dos momentos converjan, que ancla en la tierra lo que se eleva hacia al cielo. Preguntémonos: ¿es posible pensar en el ritmo y desde el interior de los levantamientos? ¿El apagón eléctrico de 1977 en Nueva York, las revueltas de 1992 en Los Ángeles, la rebelión de los jóvenes de las banlieues francesas en 2005 y los riots ingleses de 2011, por ejemplo? Todos ellos, episodios iguales. Los jóvenes confinados en los espacios de apartheid, condenados a la miseria y al trabajo en condiciones brutales, estigmatizados por sus rasgos físicos o por su religión, discriminados por la ley y perseguidos por la p olicía,

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se rebelan. Episodios, todos ellos, diferentes en la medida en que están relacionados con las especificidades de las formas de represión estatal y con la rabia y la violencia de los sujetos en rebeldía. En todos estos episodios se libera la indignación moral y política. Una vez despejado el terreno de las fuerzas de la represión, la gente se apropia de bienes de consumo y ocio. Incendio y saqueo. ¿Escándalo? No. No son ángeles sino proletarios los que se sublevan. Sus alas son pesadas pero no les impiden levantar el vuelo. O bien son inmigrantes, que infringen la ley –inmigrantes por necesidad o por disentimiento político, o refugiados de guerra. De nuevo es un escándalo. ¿Por qué? Ejercen el derecho a la fuga, una sacrosanta aspiración, relacionada con la ley de supervivencia que nadie puede negarles. Huyen de la miseria, viven clandestinos y sin papeles después de haber cruzado fronteras furtivamente o por la fuerza. A pesar de todo, vuelve a ser un escándalo: ¡les quitan el trabajo a los nativos, ensucian la homogeneidad de la nación!, protestan los acomodados. Pues bien, esta fuga es un levantamiento. O bien las multitudes que se rebelan contra la austeridad y la deuda que el régimen neoliberal impone a lo s sujetos. También en este caso el levantamiento está plantado en la dura materialidad de la necesidad, que es lo que la multitud quiere satisfacer. Levantarse para transformar la tierra en la que uno está arraigado: ocupar las plazas para liberarlas del control y del miedo que la dominación provoca; atacar a Wall Street para restar legitimidad a la deuda; denunciar a los medios de comunicación, su naturaleza invasiva, para construir verdades alternativas; desmistificar la representación política para alzarse con el autogobierno. Los disturbios difícilmente se transforman en insurrección, y la revolución permanece tras la línea del horizonte. Sobre las migraciones se abaten dificultades cada vez más insuperables. El poder del dinero, del capital financiero, se ha elevado tan alto que el camino de la contestación parece que nunca podrá darle alcance. ¿Espontaneidad sin salida, por tanto? No, porque en el incendio y el saqueo, en el franqueamiento de las fronteras, en la clandestinidad de la vida y en las ocupaciones, la cupiditas , el deseo de libertad y de felicidad no se agotan, sino que más bien se excitan, sufren el fracaso no como impotencia sino como un duro límite que no obstante debe ser superado. La próxima vez. ¡Venceremos!4 En la ontología del levantamiento el deseo es tan intenso que produce subjetividades extremas. No hace que las conciencias maduren: las transforma. Si las conciencias simplemente madurasen, habría evolución, pero no la hay; tendría que haberla para que alguien en posesión de una verdad final las guiara, y eso es imposible, porque este fin no es una revelación sino que se construye en la lucha, y no es verdad sino «veridificación». Levantarse transforma las conciencias y en este movimiento las constituye en una forma nueva. Recoge necesidades y las convierte en aspiraciones, recoge afectos y los transforma en deseos, voluntades, y los somete a una tensión de libertad. Existe una línea roja entre el intento de romper el orden imperante y el proyecto de un mundo futuro: una línea que no es un proceso sino un salto, que no tiene un fin sino que lo produce, del mismo modo que siempre vuelve a producir subjetividades adecuadas a este fin. De la ruptura a la construcción, los disturbios ultrapasan el espacio que las separa. Sufre la pausa de un gesto que no es automático: el levantamiento no es ciego. Preguntádselo a quien haya vivido estas experiencias y haya participado en las pasiones de los sublevados. Os dirá: cada vez que tiene lugar, la revuelta es imprevista, pero siempre la hemos organizado nosotros. He aquí

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lo que se revela positivo en la ontología del levantamiento: el hecho de que el «aliento» – aunque imprevisto– se ha construido en el ejercicio colectivo del dolor y del deseo. Existe el límite –ya lo hemos visto– y la derrota. Las experiencias de derrota son desgarradoras. Sin embargo, es a partir del límite que se percibe el camino recorrido. Existe la derrota del levantamiento –pero también es el punto al que se ha llegado; un terreno ha sido conquistado, y la interrupción, desafiada. Siempre hay un límite en el levantamiento: el atleta deja caer la pesa. Pero este límite también es la señal de algo que se ha construido, de un depósito ontológico. Es un motor que volver a arrancar o que reparar. Tenemos a nuestras espaldas casi dos siglos de levantamientos obreros. Van desde junio de 1848 –«aquellos días para siempre malditos de la burgu esía», dice Marx– hasta la Comuna de 1871, de 1905 a 1917 y hasta los ciclos de lucha que aún ilustran nuestra existencia: últimamente los movimientos altermundialistas y las primaveras de la indignación. Estas luchas representan el paradigma de un movimiento que crece, continúa, se vuelve más profundo, incluso a través de las derrotas. ¿A cuánto de la dialéctica de la negatividad se le ha dado la vuelta en este camino de luchas: un pasado de catástrofes? No, el razonamiento no puede detenerse aquí. El Angelus Novus no es teología del pasado sino ontología del presente, del futuro. Hay una especie de entrenamiento secular que lleva a las multitudes a sacudir los límites del poder cada vez con más fuerza. Las derrotas constituyen un depósito y el depósito está vivo. No son cosas inertes sino pasiones que siguen produciendo subjetividades, producciones que nadie puede detener. Derrota también significa indicación de una fuerza subterránea siempre capaz de elevarse hasta la superficie. Se habla de la indignación como del elemento desencadenante de las insurrecciones. Es verdad, pero únicamente cuando la pasión triste del indignado recupera la potencia ontológica que muchas vidas de lucha han acumulado. Solo entonces se produce el levantamiento. Y resulta estimulante, para el militante, ver cómo en la historicidad concreta, en la imaginación productiva, el testimonio pasa de las revueltas campesinas a la insurrección obrera, de la insurrección de las segundas generaciones inmigradas a las ocupaciones de los precarios indignados. Existe un contenido común, un ansia de libertad que vive en la continuidad de los levantamientos: el «aliento» de un cuerpo que ya no quiere sufrir más. El paradigma obrero del levantamiento exige la acción constituyente para cumplirse. Este paso del levantamiento al deseo constituyente está arraigado en la ontología, y por ello es una pasión gozosa. En la Ética de Spinoza las pasiones tristes no pueden convertirse en motor de una producción de nuevo ser, mientras que las pasiones gozosas determinan el paso del odio determinado por la indignación, del dolor de la derrota a la explosión constructiva de la cupiditas y a su afirmación constituyente. La indignación puede ser una base pero nunca un destino, ocasión pero nunca motor. La indignación participa todavía de una ontología negativa. En cambio, habla de una ontología positiva, constituyente, el paradigma que alienta desde la Commune a los Soviets, desde las revueltas urbanas a las primaveras del nuevo proletariado. El paradigma produce institución. Pero ¿qué es institución en el movimiento del atleta que levanta pesas? Es la concentración intelectual, la tensión muscular que impide a la pausa ser interrupción del gesto. Es el desarrollo interior

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de la potencia. Ni siquiera el levantador de pesas se lo esperaba, alcanzar una meta tan alta... pero lo había organizado. Organizar es descubrir el excedente del depósito ontológico y ponerlo al servicio de la insurrección, de la expresión constituyente. Así pues, levantarse desencadena las necesidades de supervivencia, la resistencia ética y la indignación política contra el poder; inicia procesos subjetivos que producen intensos gestos de ruptura; quiere fijar el resultado de las luchas, inscribiéndolo en una constitución. Solo de este modo puede hacer caer al enemigo y destruirlo, y cuando no lo consigue siembra en los territorios deseos indestructibles de liberación, construye depósitos ontológicos para un nuevo levantamiento. «Desvestiros hasta quedar desnudos: nos veréis semejantes», dijo Maquiavelo a un rebelde anónimo de la revuelta de los Ciompi contra la clase trabajadora; «vestidnos a nosotros con su ropa y a ellos con la nuestra», continúa el anónimo agitador dirigiéndose a los ricos propietarios de las fábricas de lana: «nosotros sin duda somos nobles, y ellos lo parecerán». No existe razón alguna por la que los pobres sientan remordimientos por la violencia de su rebelión, puesto que «donde existe, como en nosotros, el miedo al hambre y a las cárceles, no hay lugar para el infierno». Los sirvientes fieles son siempre sirvientes, y los hombres buenos son siempre pobres. Ha llegado la hora, dice él, «no solo de liberarnos de ellos, sino de dominarlos, que sean ellos quienes os recriminen y os teman a vosotros.»5 «[...] mi moral teórica es [...] “antiestratégica”: ser respetuosos cuando una singularidad se alza, intransigentes cuando el poder transgrede lo universal. Elección simple, tarea complicada, porque es necesario vigilar al mismo tiempo, un poco por debajo de la Historia, lo que la rompe y la mueve, y vigilar un poco desde detrás de la política lo que la ha de limitar incondicionalmente. Al fin y al cabo, es mi trabajo; no soy ni el primero ni el último en hacerlo. Pero lo he elegido yo.»6 Así habla Foucault contra quien le acusa de haber hecho apología de una revolución perversa, la iraní. Que el levantamiento puede acabar mal ya lo sabemos. La Historia no permite el más pequeño error, está hecha de diferencias contiguas e imperceptibles. Es el «aliento» que compone las singularidades, da sentido a su proyecto y hace del levantamiento una potencia creativa. Pero si el «aliento» decae, los mínimos errores se convierten en agentes destructores. Pese a ello, en la experiencia del levantamiento, seguimos buscando el espíritu constituyente. En él confluyen varios elementos. En primer lugar, una práctica. Hay un kairós práctico que florece, una flecha que sale disparada, una avalancha que compone –no se sabe bien qué. Como enparresia la cínica en la que hacer lo verdadero es producirlo –construyendo a través del compromiso de la subjetividad un «nosotros» activo en la historia. Un «nosotros» complejo porque es un conjunto de singularidades, una multitud de diferencias: en esto consiste su potencia. Y no es la suya una actividad genérica: el decir es generador del «nosotros», el hacer es generador de subjetividad. Segundo: la toma de la palabra. En el levantamiento siempre está presente la palabra. El levantamiento es lingüístico, performativo, es un paso del dicho al hecho, pero sin el dicho no existiría. Un manifiesto, un escrito, un mensaje, un símbolo, una bandera o bien un simple apretón de manos para pedir o aprobar, o bien un puño cerrado –todo eso son palabras.

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Tercero: el ejercicio de la fuerza. La práctica del gesto y la toma de la palabra atacan y transforman y ultrapasan los límites de nuestra existencia. Esta producción de subjetividad genera violencia. Una violencia destinada a destruir la legitimidad de cualquier institución que pretenda ejercer un poder inhumano en nuestra humanidad. Se trata de «una violencia de otro género», dice Benjamin, desvinculada de la cólera del Estado y del patrón, una violencia inmediata, destructiva del poder pero p ura y purificadora. «En ausencia de toda creación de derecho [...] es lícito llamar destructiva a esta violencia; pero solo lo es relativamente, en relación con los bienes, el derecho, la vida y similares, y en ningún caso en relación con la vida del vivo.»7 La toma de la palabra que ha constituido en el levantamiento un «nosotros» y que ha mostrado la violencia transformadora quiere volver a pasar del hecho al dicho, para establecer una constitución. Pero ¿de qué constitución podemos llegar a hablar si por poder constituido entendemos bloqueo y fijación de la actividad constituyente? ¿Si la relación entre levantamiento de la libertad y eficacia de una toma de palabra siempre nueva se circunscribe a la red tupida de una organización de poder supuestamente indestructible? El levantamiento, como capacidad de resistir y transformar el contexto de la vida, no es tolerante con la fijación del poder. La disciplina de la organización del trabajo será destruida –si fuese necesario violentamente– para la autovalorización de las singularidades, establecida en el interior de la cooperación social. «Derecho a la autodeterminación», «derecho a tener derechos»: este es el paso adelante gigantesco que sustenta el levantarse. Y también la impenetrabilidad de los confines, la prohibición de la frontera serán justamente ultrapasados por el migrante, que de este modo establece un «derecho de fuga». Y el «derecho a lo común» contra la propiedad privada: este es el otro gran objetivo del levantamiento. En el levantamiento la propiedad privada siempre es acusada de lo que en realidad es: egoísmo, violencia indiscriminada, uso y abuso de las cosas y de los hombres, posesión y arrebatamiento de todo bien. La destrucción y el saqueo de la propiedad privada, que se muestran en los excesos del levantamiento, revelan así un sacrosanto reclamo de lo común, de un «derecho a lo común» que legitime las necesidades sociales justas. El levantamiento es «potencia divina», dice Benjamin, potencia irrefrenable de libertad. ¿Por qué no imaginar constituciones que afirmen, como un presupuesto, la prioridad de la autovalorización singular (en el trabajo colectivo) y la construcción de lo común y la destrucción de la propiedad privada? Pero nos hemos perdido en las estrellas. Bajemos otra vez entre nosotros, donde levantarse es la sal de la tierra. Levantamiento = resistencia, ya lo hemos visto. Pero reconquistemos también los matices de estos gestos. El levantamiento produceperformances que van, bajando y subiendo, de la expresión de un contrapoder constituyente al más diminuto «no» dicho contra el orden. Integremos, pues, la simple «diferencia» en nuestro cuadro: diferencia = resistencia = levantamiento. ¿Podrá ser una sonrisa? En los Souvenirs de Alexis de Tocqueville se narra un día de junio de 1848. Es la hora de cenar, en un piso elegante de larive gauche, VII arrondissement. La familia Tocqueville está reunida. Sin embargo, en la agradable velada resuenan de repente los cañonazos que la burguesía dispara contra los indeseables obreros insurrectos –un ruido lejano, de

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la rive droite . En torno a la mesa, todo el mundo se queda helado, en un silencio tenso, preocupado. Pero a una joven criada, que sirve la mesa y que viene del Faubourg SaintAntoine sublevado, se le escapa una sonrisa. La despiden en el acto. ¿Acaso no encerraba esa sonrisa el verdadero signo de la insurrección? ¿Lo que aterrorizaba a los zares, a los papas... y al Sieur de Tocqueville? ¿Acaso no había en ella el «aliento» de la alegría que constituye la chispa de la liberación?

A «Los que están sobre la mar» Marie-José Mondzain

De pie ¿Acaso vivimos un adormecimiento generalizado de los cuerpos y de los espíritus? Quizá. Ante el sopor político que entumece todas las facultades del sueño, el sentimiento del peso aplastante de una impotencia planetaria ¿acaso les otorga hoy día a ciertas palabras una especie de energía aérea y mágica? Digo: levantamiento, y creo oír cómo crece un rumor lejano, tan lejano que no sabría decidir si se trata del retorno exultante de un recuerdo muy antiguo o más bien del último murmullo de una voz que se aleja y se borra para no volver jamás. Una energía, he escrito, sin embargo. Pero ¿es necesario que esta energía escape al escepticismo que nos reconduce al sentimiento de lo irrisorio? Es necesario, también, que esto deje de resonar como el nombre de una pasión desconsolada. El levantamiento deja oír el rumor desde el horizonte de todas las figuras de la tempestad, de las de los vientos, de las de las olas, a continuación convoca la memoria secular de todas las insurrecciones, de las turbulencias de la naturaleza cuando se abandona al despliegue espectacular de lo sublime y de las que son del pueblo que quiere la revolución y que la hace. Pero si la insurrección de lo sublime conduce a saborear íntimamente la embriaguez de lo ilimitado, a gozar de un exceso hasta sentir un escalofrío de terror, la insurrección popular, por su parte, quiere poner fin a los excesos de poder que la oprime y organizar el nuevo orden de las libertades. La insurrección mantiene también de lo sublime la huella inherente a las tensiones contrarias que agitan todo levantamiento. Lo que ocurre es que el levantamiento juega paradójicamente entre unos límites y parece querer mantenerse en una zona donde sus movimientos desafían cualquier límite. Soberbia ironía de Beckett en Fin de partie [Fin de partida]:

Notas 1. Gustave Flaubert a Louise Colet, la calle Plumet y la epopeya 31 de marzo de 1853 de la calle Saint-Denis», libro en Gustave Flaubert, segundo – 5 de junio de 1832. Correspondance, II. París, 3. Michel Foucault,Dits et écrits, II. Gallimard, «Bibliothèque de la Gallimard, París, 1992, p. 793. Pléiade», 1980, p. 239. 4. En castellano en el srcinal. 2. Victor Hugo,Los miserables, (N. de la t.) 5. Niccoló Maquiavelo, «Historiae cuarta parte – «El idilio de

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«Clov: No puedo sentarme. Hamm: Exacto. Y yo no puedo ponerme de pie. Clov: Así es. Hamm : Cada uno su especialidad.» fiorentine», en Tutte le opere. Sansoni, Florencia, 1992, p. 701-702. 6. M. Foucault,Dits et écrits, op. cit., II, p. 794. 7. Walter Benjamin, Per la critica della violenza, Einaudi, Turín, 1962, p. 27.

Los personajes de Beckett habitan un espacio vibratorio que les despega del suelo y les impide volar. Poder o no poder estar de pie, sin apoyo, ¿es esa la cuestión? Soulèvement, uprising, Aufstand, sollevazione , levantamiento en todas esas palabras resuena un mismo llamamiento a levantarse, a erguirse, a ponerse en pie. «Levántate y anda» es la fórmula de los taumaturgos que deciden vencer a la muerte, exhortan a no quedarse acostado, sumiso, pasivo. No se trata seguramente de resucitar sino de triunfar de la

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pesadez y de la g ravedad de todo lo que obstruye la potencia y la ligereza de la danza de los cuerpos libres, vivos, pensantes y deseantes. «Arriba, parias de la tierra » Levantamiento emancipador, inevitablemente situado entre los excesos del desorden y el orden doloroso de la caída. A igual distancia del caos y de la caída, lo que se levanta se eleva entre aquello de lo que uno se despega y aquello a lo que uno quisiera adherirse. Pero el levantamiento se mantiene sin ataduras en esta zona indeterminada que se quiere abierta a todas las posibilidades, es decir, a la libertad. Nietzsche rimó en preludio esta advertencia que abre los despegues, las cabalgadas y las danzas eruptivas del Gay Saber:1 «¡No permanezcas en el llano! ¡No oses subir demasiado! Visto a media altura el mundo ofrece el más bello aspecto.» Y el libro se acaba con una canción para bailar, una canción dedicada al Viento Mistral, a la potencia de las olas y a las cabalgadas libres que encantan y liberan el cuerpo y la inteligencia. Es una oda a todos los levantamientos: «¡Viento Mistral, cazador de nubes, Muerte de la pena, pureza del cielo, cómo te amo, oh tú que bramas! […] He visto tus corceles al galope hollando los campos de los cielos […] Danza a partir de ese momento sobre miles de dorsos. Dorsos de las olas, astucias de las olas – ¡Viva quien crea nuevas danzas! Bailemos pues de mil maneras, ¡Libre – sea nombrado nuestro Arte! Gay–nombrado nuestro saber. […] ¡Levantemos el polvo de los caminos, en las narices de todos los delicados, asustemos a la raza débil!»2 Así se indica lo que el levantamiento debe a los vientos y a las olas, a la respiración y a la danza. Nadie que no baile se tendrá en pie, y en el levantamiento hay alegría.

Inspirar, ¿Desear? Pneuma, pulmón Cuando el silencio se impone a toda elocuencia del deseo, a los arrebatos de la razón, al júbilo de la sinrazón, el espectáculo real o imaginario del desencadenamiento nos vuelve

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sensibles al levantamiento de nuestros propios pulmones. Hace de nuestra respiración más íntima la respuesta del cuerpo a los trastornos del mundo. No hay insurrección sin el levantamiento de los pechos que hacen resonar las palabras y los cantos, que hacen surgir las imágenes que siempre señalan los momentos y los movimientos sísmicos que fracturan todos los lugares. Los ritmos del alboroto interno de los cuerpos se acoplan al clamor público y a la voz del Pueblo. Los tórax se hinchan y se levantan, y eso se llama en un principio el primer grito y, más tarde, el canto. Entonces sube la inspiración. Lo que nos llena no tiene peso, así es ese delirio sagrado llamado «entusiasmo», que hincha el corazón y el cuerpo del poeta, y del que Sócrates habla con el aeda Ión: la fuerza magnética del imán que levanta la limadura es la misma que la que atrae al amante de lo Bello, la que provoca la combustión sagrada de la creación poética. «Este talento que tienes para hablar bien sobre Homero no es en ti un efecto del arte […]. Es yo no sé qué fuerza divina que te transporta, parecida a aquella de la piedra que Eurípides ha llamado magnética […]. Esta piedra no solo atrae los anillos de hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos […]. Asimismo la musa inspira al poeta; este comunica a otros la inspiración el poeta es un ser ligero, alado, sagrado.»3 Lo que aligera y hace volar empieza por llenarnos de un éter impalpable en el que se mezclan las palabras, las imágenes y los sonidos suscitados por el soplo. Cuerpo, espíritu, alma son elevados por la divina energía del deseo.Pneuma, spiritus los filósofos no han dejado de usar metáforas aéreas y las del despegue o vuelo para describir todas las animaciones que hinchan y dirigen el pensamiento hacia un cielo tan astral como noético. En este cielo los caballos tienen alas. Para quien sabe oír, cuando un ángel pasa, es un estrépito de cabalgada. La bella yunta de nuestra alma, descrita por Platón en el Fedro, es agitada por un doble movimiento: uno que lo empuja hacia las alturas celestes y el otro que lo atrae hacia las tinieblas terrestres donde amenaza con caer.4 Todo levantamiento es un combate que triunfa de la caída. Pero todas las cabalgadas no son deseables, incluso cuando son las hijas encendidas del deseo. La elevación de las almas exige el levantamiento de los cuerpos pero el revoloteo de los cuerpos lo deberá todo a la acrobacia del alma. Sin tener que levantar un peso, el pensamiento creativo es un gesto de atleta.

Pesadez, peso, contrapeso Una rabia impetuosa nos despega del suelo; a riesgo de tener que pagar el precio, tan exultante como arriesgado, el precio de lo incontrolable. En el núcleo de la palabra misma se mantiene con firmeza lo que constituye el peso de la propia levedad, lo que constituye su valor, su precio: levis , ligero, levare, levantar, asociado a su movimiento nunca detenido desde un «debajo». La potencia del ser vivida en su levedad puede ser el «insostenible» movimiento de lo que rechaza toda asignación a un lugar fijo e identificable. Milan Kundera ha declinado las figuras deseantes y políticas del asunto. El levantamiento tiene que ver con el «enantiosema» pues está expresando a la vez el peso y la ligereza. Todo nos devuelve a la tierra, todo nos impone la gravedad, todo nos vuelve a hablar de polvo. Cuando el fardo del vivir se hace demasiado pesado, las fábulas y los mitos explican el esfuerzo atlético que impone el levantamiento de la carga en un movimiento que desafía

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la pesadez. Lo mismo oc urre con la tarea del Titán: Atlas, relata Hesíodo, soporta el peso del cielo como castigo por su insurrección contra Zeus. Quien se levanta contra Zeus padece la pena más pesada.5 Así es como Atlas ha podido convertirse en el nombre de esta vértebra que carga con el peso de la bola craneal, que debe a su compañera Axis el poder de moverse y pivotar. Atlas, pues, se arrostra, nunca mejor dicho, pero rostro y cabeza pesan tanto que desde la Melancholia de Durero hasta el Pensador de Rodin, el cuello de Atlas pide ayuda y sostén a la mano. La imagen del pensador no sabría separar el cráneo de la mano, peso capital del lugar de la palabra que sostiene la mano caritativa y socorrida. Para levantar la cabeza fue necesario el recurso de las manos. Es así como André Leroi-Gourhan describió el nacimiento de la humanidad hablante y actuante: el pie liberó la mano, y juntos hubieran puesto en pie ese cuerpo que no pedía más que incorporarse, levantar su rostro y contemplar debajo de él la infinitud celestial y el vuelo de los pájaros. Entonces el hombre puede hablar y producir un mundo de signos y de técnicas.6 Nacer es un levantamiento: es erguirse, incorporarse y mantener en su derechura lo que amenaza con doblarse, con caerse, con venirse abajo arrastrado por su propio peso. Más tarde, Atlas designó un libro donde se inscribe el archivo de las imágenes de la Tierra y del cielo. La ligereza de los signos y de las imágenes nos libra del peso aplastante del universo. Y aparece todavía Sísifo, también él castigado por Zeus y obligado a volver a subir sin cesar la cuesta con una roca que obedece a las leyes de la gravedad. «Vi de igual modo a Sísifo, el cual padecía duros trabajos empujando con ambas manos una enorme piedra. Forcejeaba con los pies y las manos e iba conduciendo la piedra hacia la cumbre de un monte; pero cuando ya le faltaba poco para doblarla, una fuerza poderosa derrocaba la insolente piedra, que caía rodando a la llanura. Tornaba entonces a empujarla, haciendo fuerza, y el sudor le corría por los miembros y el polvo se levantaba sobre su cabeza.»7 Ni el Titán ni Sísifo pueden aprovecharse del buen genio de Arquímedes, que permitió que todas las palancas desplazaran las masas aplastantes con la fuerza de un solo dedo y de astutas manivelas. «Dadme un punto de apoyo y una palanca, y moveré el mundo.» Arquímedes invierte la energía del levantamiento utilizando fuerzas descendentes para facilitar cualquier elevación. El levantamiento se convierte en un arte de la balanza, una ciencia del equilibrio en el juego de los contrarios. El arte de la palanca, que levanta las cargas más pesadas, es el arte del peso y del contrapeso sin el cual no hay ejercicio de igualdad y de justicia. Es la fuerza del más débil que levanta las masas. Pero la verdad de las fábulas y de los mitos no tiene nada que ver con el ingenio de los sabios y de los técnicos del equilibrio social y político. El levantamiento que se alimenta de las energías del desequilibrio no se arredra ante el conflicto. Es más, no ha habido palanca todavía que haya podido librar a la realidad de su peso, de la p esadumbre de las desgracias e infortunios distribuidos por los dioses o por los demonios. El levantamiento reparte la historia de todos nuestros fardos y desequilibra las balanzas. Quiere acabar con la pesadez del destino. Si el más pesado de todos nuestros fardos no es otro que la muerte, sentimos precisamente que este fardo no tiene peso, carece de materia, es invisible e impalpable como el propio tiempo. No tiene imagen. Solo las fábulas y las metáforas de la sombra quieren elevarnos lejos del suelo, lejos de todo lugar y fuera del tiempo. Poética del vuelo. Resurrección, ascensión, levitación, todas ellas no son sino ejercicios de eternidad. El levantamiento es una ficción constituyente que quiere escapar a toda gravedad

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constituida. La experiencia de la eternidad fue una fórmula espinozista. Gilles Deleuze ilustró los tres tipos de conocimiento en su comentario de la Ética de Spinoza utilizando la metáfora de la ola: la ola sacude y sumerge al que no sabe nadar, es la precipitación del naufragio; os encontráis la ola, os levanta y entra en composición de fuerzas cuando sabéis nadar; es el dominio de la razón y del saber; pero cuando la ola os encuentra y os levanta, formáis una unidad con ella «sintiendo y experimentando la eternidad». Beatitud en la inmanencia del levantamiento.

Entre Tierra y cielo Levantamiento rima con acontecimiento pero parece vacilar, incluso negociar, entre el movimiento continuo que «desplaza las líneas» hacia las alturas, sin brutalidad ni ruptura, y la potencia eruptiva del salto que toma los riesgos del vértigo y los de la caída. El levantamiento puede, en efecto, acoplarse a la paciente lentitud de un despegue progresivo desde una base pesada, con una solemnidad complicada, contemplando la soberanía de las alturas duramente conquistadas. Pero como toda conquista, extenúa la fuerza viviente del levantamiento confiriendo a alguna ficción suprema el privilegio del merecido reposo. Cuando se ha alcanzado el objetivo, lo erigido pierde la energía constituyente de un levantamiento sin reposo. Es grande la tentación, en su versión dialéctica, de reducir el levantamiento a no ser más que una etapa, un momento en el desplazamiento liberador que conduce al placer del concepto y de un gloria soberana. El pensamiento dialéctico tiende a hacer la economía del salto, de la ruptura en provecho de un pensamiento del proceso. La temporalidad del levantamiento es discontinua en la zona de indeterminación radical sin la cual nunca hay revolución. El levantamiento es una aventura que desafía los sitios del poder, sea el de la razón y el de la verdad. Huye del desvelamiento. En su zona movediza, la fluidez de las olas acoge tanto tempestad como cataclismos y fracturas sísmicas. El levantamiento ha hecho nacer las montañas, ha incendiado los volcanes. Nuestra historia política comparte intimidad radical con la historia geológica de los subsuelos desde un centro de tinieblas. Las divinidades de la fragua y del fuego, las del infierno y las de la venganza tienen su morada bajo tierra y están siempre a punto para surgir.

Levitación Lejos de la dialéctica en pos del poder, ¿qué ocurre con el poder sorprendente de que disponen aquellos y aquellas a los que ningún poder interesa? Si nos remitimos a los levantamientos celestes que llevan las almas y los cuerpos a los territorios de los pájaros, hay que hacer sitio para los ejercicios espirituales que llevan y transportan el alma y el cuerpo de quien se siente llamado, atraído irresistiblemente hacia los lugares supraterrestres y salvadores. La levitación es la experiencia singular de un cuerpo volando hacia el éter. Estas experiencias están testificadas por toda la tradición mística, desde el Este hasta el Oeste. Santa Teresa de Ávila, en su autobiografía, distingue el arrobamiento del rapto extático.

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«Querría saber explicar, con el favor de Dios, en qué la unión difiere del arrobamiento, o elevación, o el vuelo que llaman de espíritu, o arrebatamiento pues es todo uno […] también se le llama éxtasis.» 8 Teresa, pues, vive un levantamiento. Distingue diferentes p ruebas de levantamiento según el régimen de violencia y de gozo que experimenta. Lejos de abandonarse siempre al éxtasis de tales levantamientos, que el mármol de Bernini petrifica sin inmovilizar el arrobamiento, Teresa está quejumbrosa en el centro mismo de la más exquisita volatilidad. Su descripción del rapto aéreo por la divinidad ilumina la tensión paradójica de un estado cuya gracia es tan erotizante como incomodante. La visibilidad espectacular de las fuerzas invisibles que la hacen gozar está al límite de lo tolerable, incluso de lo confesable. «Aquí, casi nunca hay nada que hacer, pues a menudo, sin preparación del pensamiento, sin ayuda de ningún tipo, sobreviene un impulso impetuoso, tan presto, tan fuerte, que veis y sentís elevarse esa nube o esta águila poderosa, y os toma con sus alas […] a menudo he querido resistirme, oponiendo todas mis fuerzas, en particular ciertas veces que eso ocurría en público, y muchas veces también en secreto, por miedo a ser engañada. Alguna vez lo conseguí en parte […]. Otras veces era imposible, se llevaba mi alma, y detrás, la cabeza seguía, incluso casi siempre […]. Cuando quería resistirme, me sentía levantada bajo los pies por fuerzas de una tal potencia que no sé con qué compararlas, mucho más impetuosas que las cosas del espíritu de que he hablado; salía de ahí rota.» Teresa experimenta un arrancamiento, un salto la separa no solo del suelo sino de la comunidad. El orden sobrenatural del milagro está en ruptura con el orden de la naturaleza, con el orden social. En ruptura con este salto ascendente pero en esta vía mística del levantamiento, Simone Weil evoca el levantamiento de la gracia como prueba de la pesadez, aceptación de «la ley del movimiento descendiente». Rechaza el orgulloso gozo de los éxtasis ascendentes, defiende una gracia «a la segunda potencia» que lanza cualquier levantamiento hacia alguna altura: «Descender, es subir respecto a la pesadez moral. La pesadez moral nos hace caer hacia lo alto.»9 El levantamiento espiritual no escapa a la contradicción y lo que vuelve una y otra vez en los textos es el principio fundador de un desequilibrio. Simone Weil escribe: «El equilibrio solo destruye la fuerza. Si sabemos por dónde la sociedad está desequilibrada, hay que hacer lo posible p ara añadir peso en la balanza demasiado ligera. Aunque el peso sea el mal, manejándolo con esta intención, tal vez uno no se ensucia.»10 No hay levantamiento, incluso por la gracia, quedándose a resguardo de lo peor. Si Teresa teme, en su elevación, las astucias del demonio, Simone Weil, al contrario, piensa su elevación en una bajada hacia el mundo real, hacia el mundo del trabajo y el de la guerra. Escribe en Londres L’Enracinement [El arraigo] durante el invierno de 1943, había publicado en 1937 La Condition ouvrière [La condición obrera]. Para ella lo que eleva es el compromiso del espíritu y del cuerpo en el acompañamiento de los levantamientos. Así pues, se enroló en la columna Durruti, en 1936, durante la Guerra Civil española. Andreï Tarkovski también se enrola en la resistencia contra los dos mundos que rechaza, el universo estalinista y el mundo capitalista. Confía a los gestos cinematográficos la carga casi mística, pero no religiosa, de hacer actuar las imágenes del levantamiento. Reúne en tres películas la articulación de la fábula mística y del pensamiento político. En Andrei Rublev el campesino Efim ha fabricado una especie de globo con piel de animal. La gran bota de cuero, hinchada de aire, está destinada a permitirle volar

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y sobrevolar campos y bosques. Tarkovski dice al respecto: «Un campesino se construía unas alas, se subía al tejado de una catedral, desde donde se lanzaba, y se mataba […] Se trataba, por lo que parece, de un hombre que, toda su vida, había soñado en el día en que podría volar […] y a continuación, el salto […]. Entonces hemos pensado en un globo, para eliminar cualquier referencia a Ícaro […]. Según creemos, destruyó cualquier concepción errónea, y transformaba el acontecimiento en una referencia única.»11 La cuestión del acontecimiento es decisiva y vuelve con Solaris bajo el signo de la levitación de la esposa muerta del cosmonauta en una estación orbital. En el corazón del espacio sideral deben afrontar juntos dos tormentos: el levantamiento de los muertos y los temblores del magma srcinal. Finalmente en Stalker pone en la mirada de un niño el poder de levantar las cosas y de burlar las leyes de la gravedad. Marta, la discapacitada que hay que llevar, como un fardo ligero, encarna el acogimiento de la gracia sobre las espaldas «cristóforas» de Stalker. Conviene aquí escuchar a Apollinaire12 para restituir su ligereza enigmática a la gracia divina: «Es el Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores. Tiene el récord del mundo de altura.»

¿Elevar? Tales caminos acaso nos apartan de la energía inicial que reconoce en todo levantamiento el efecto de un trabajo del cuerpo y de la razón. Lo que ocurre es que existen otras figuras fundadoras de la reflexión y de las imágenes que exigen rendir homenaje a la gravedad de la ligereza.Gravis, pesado. La ley de la gravedad querría desanimar a todos los pájaros, a todos los risueños, a todos los bailarines, a todos los poetas y a todos los que creen en las fuerzas insurreccionales de la revolución. La gravedad da su seriedad a todo movimiento de elevación. El primer tiempo de esta elevación ¿no es, quizás, aquel que hace de un niño que educamos el sujeto lleno de gravedad que, por la potencia del juego, inventa las dramaturgias de su existencia de sujeto deseante ante las decepciones y decaimientos del mundo? Enseñar al alumno a transformar la ausencia de las cosas en profusión de los signos es ofrecerle los recursos de todo levantamiento. Desde esta profusión, hacer jugar sin fin y sin límite la volatilidad de las imágenes y de las palabras. Educar no consiste en enseñar a andar, a hablar, a hacer todo lo que los otros ya hacen antes que él en nuestra relación con el suelo, la lengua y el tiempo. El nombre del alumno afirma de entrada la potencia del despegue. Autorizándolo a hacer lo que nadie ha hecho antes que él, el maestro permite que el alumno emprenda el vuelo.

Volar Este niño alado es también Cupido. El arquero del deseo amoroso también toma el vuelo. Eros carece de gravedad y comparte el espacio de los ángeles y el de las mariposas. «Como la pluma al viento», la mujer ligera desafía al hombre promiscuo a la ligereza del libertinaje.

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El deseo levanta los velos pero a menudo prefiere adivinar lo que queda velado. Aquí hay sitio para todo lo que echa a volar, para la ventolera del respiradero del metro que levanta la falda de Marilyn, para la ráfaga de viento cantada por Georges Brassens cuando «azarosamente el viento pícaro» levanta la falda de las chicas bonitas. Pero el soplo del deseo puede traicionar al azar y transformarse en ejercicio sistemático. Philippe Halsman, convirtiéndose en fotógrafo «especialista en saltos», pidió a Marilyn, y a tantas otras, que saltaran con la secreta esperanza sin duda de captar la verdad de los cuerpos cuando se despegan del suelo. Es un extraño negocio con la danza que nunca ha dejado de interrogar la pesadez, de desafiarla, de negarla. Pero cuando la fotografía cede a la fantasía de la captura, el gesto que fija el levantamiento la destruye al congelarla. El bailarín y el acróbata obran sin fin contra la imagen, en la imposibilidad de toda fijeza. El levantamiento es necesariamente un entretenimiento fugitivo con el «instante de nuestra muerte». Hay que jugar con la proximidad de lo peor, como todo funámbulo.

Estasis: La insurrección Es hacia los griegos que hay que dirigirse aquí cuando el levantamiento se convierte en la amenaza inmanente para la paz democrática. Estasis es la palabra que los griegos han escogido para expresar a la vez la insurrección y el equilibrio paradójico de la «Ciudad dividida»: este es el título del libro notable que Nicole Loraux ha dedicado a la estasis. Se trata en efecto de ese estado de insurrección inherente al vínculo social y a la paz. El capítulo que analiza la ambivalencia constituyente de la estasis se titula Gegensinn. Significa en alemán la contradicción inherente al empleo de una sola palabra que dice una cosa y la contraria. Estasis expresa a la vez el estado fijo y constituido de lo que se sostiene en su firmeza y el movimiento insurreccional preparado para provocar la guerra civil. «Podemos decidir ignorarlo todo. Podemos despreocuparnos y refugiarnos tras la rúbrica de un Diccionario etimológico donde estasis se define como «estabilidad, lugar, acción de levantar, de ahí, sedición…». Propongo, por mi parte, complicar el doble sentido superponiendo a la oposición de la agitación y del paro la tensión entre lo que está derecho en un bloque –estasis, pues– y la representación normalmente asociada a estasis en la experiencia cotidiana, la de la división.» 13 De ahí la conclusión que viene en efecto a complicar la cuestión del levantamiento, iluminándolo con su fuerza no dialéctica: «La guerra civil es estasis en cuanto que el enfrentamiento entre dos partes iguales de la ciudad yergue en medio del territorio el conflicto, como si de una estela se tratara» La ciudad ateniense no es el modelo fantaseado de una democracia apacible que solo tiene enemigos exteriores a los que se hace la guerra y con los que se firma la paz. Bien al contrario, no hay paz interior, ni equilibrio interno de la ciudad sin la estasis, energía a la vez insurreccional y estabilizadora. La estasis es vínculo y desvinculación. Está claro en las Euménides de Esquilo que las Erinias tienen su morada en el subsuelo del tribunal, que el odio y la discordia son las brasas subterráneas sobre las cuales debe constituirse el ejercicio de la justicia. Las Bondadosas pueden en cualquier momento reconvertirse en perras sanguinarias y salir de su antro para reclamar lo suyo. Lo que la obra de Nicole Loraux aclara brillantemente es el lugar de la memoria en la distribución de las

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fuerzas que ligan y que desligan. Si el levantamiento de la memoria reactiva el deseo de venganza y suscita de nuevo los peores crímenes, la vida política ya no es posible. Así pues, para que la amenaza no se cierna ya más con su peso terrorífico sobre la ciudad, hay que otorgar a la palabra de los contratos y los juramentos la performatividad que deben a la amnistía sin amnesia. «La instalación de las Erinias al pie del Areópago simboliza claramente la presencia en la ciudad, domesticada pero siempre amenazante, del terror y de la cólera.» El levantamiento es como el lenguaje para Esopo, «la mejor cosa y la peor». Sin la amenaza fundadora de la insurrección y de la guerra civil, no hay contrato ni hay paz. Por esto Nicole Loraux traduce Hesíodo como exergo14 de su capítulo sobre la estasis: «No, bien se ve que no hay solo una clase de lucha; en el mundo son dos: una, aplausos tendrá del varón que la advierta; censuras la otra.» 15 El levantamiento insurreccional es una energía revolucionaria sin la cual todo orden no sería más que una dictadura burocrática. Si su amenaza de la violencia dejara de actuar y de alimentar el conflicto entre dominantes y dominados, ya no habría para la comunidad la posibilidad radical del acontecimiento. El ejercicio de la libertad solo puede mantenerse al precio de la posibilidad de la violencia, e incluso peor. Únicamente los poderes del conocimiento y de la creación pueden tratar este fenómeno intratable y por sus gestos construir la emancipación popular y ciudadana. Es lo que llevaba a Antonio Gramsci a declarar que no habría revolución política sin la formación y el desarrollo de las inteligencias mediante el trabajo del pensamiento y de la creación. La emancipación de la base es la razón de ser y la condición de la permanencia inherente a cualquier auténtico levantamiento político, y por tanto a cualquier transformación de las relaciones de producción y de reparto del poder. El laboratorio de la insurrección es la zona de la creación arriesgada y jubilosa de la que las fiestas y los gestos carnavalescos son los modelos fundadores.

El salto Los gestos de vaivén, de vuelco, la danza de las máscaras y el ejercicio de la confusión alimentan las energías políticas del levantamiento. Asimismo el odio del pensamiento y del arte es el nervio de la guerra librada por toda dictadura a los y a las que se quedan de pie como a los y a las que se despegan del suelo por la sola potencia del salto. Es sin duda lo Diario: «Extraña, misteriosa consolación dada por la que hizo escribir a Franz Kafka en su escritura, peligrosa tal vez, tal vez liberadora: un salto fuera de la fila de los mortales (das Hinausspringen aus der Totschlägerreihe), acto-observación. Acto-observación, porque se crea una observación en una especie más alta, más alta, no más aguda; y cuanto más se eleva, más inaccesible es a la «fila» [de los asesinos], también es más independiente, y así cuanto más obedece a las leyes propias de su movimiento, cuanto más su camino es imprevisible y alegre, tanto más asciende.»16 El salto difiere del vuelo en tanto que no tiene ninguna necesidad de una vía soñadora o taumatúrgica. Saltar solo es posible a partir de un suelo, de una base, de un trampolín

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si se prefiere, pero la cuestión del salto es inseparable del movimiento donde termina realizando o no algún fin o finalidad real o imaginaria. Si para Kafka escribir es «saltar fuera de la zona de los asesinos», escribir es inventar el suelo donde la vida está a salvo. Sin dar al salto ninguna tonalidad salvadora o soteriológica, el salto es aquí el gesto de vida y de libertad. Eso significa necesariamente que el punto de partida es tenebroso, criminal. No se trata solamente de eludir la violencia de los asesinos, sino de eludir uno mismo su devenir criminal. Por eso el uso que hace Heidegger del salto en el texto de los Beiträge traducidos.17 recientemente es problemático, puesto que se trata para él de saltar para «ser proyectado». «No se ha planteado que la proyección de la verdad del ser […] no hay más que una proyección, es decir, un salto que valga, el cual no puede sino extraer su necesidad de la más profunda historia del hombre […]. El camino trascendental (de otra trascendencia no obstante) no es más que provisional, con la idea de preparar el giro y el salto de inmersión.»18 Este texto, escrito entre 1937 y 1938, evoca la cuestión del salto en términos de verdad inmemorial, para hacer valer el acontecimiento bajo el signo impactante de una fuerza que hace acontecer la verdad del ser, la de la propia humanidad. El arrancamiento es retorno, refundación, anclaje en el estallido histórico de lo que va a lanzar el sujeto fuera de la indiferencia. Escribir aquí no ha sustraído al que escribe del rango de los asesinos. Entonces ¿de qué salto se trata? ¿Cómo no volver a la estasis y a la cita de Hesíodo traducida por Nicole Loraux?19 El levantamiento que se encarne en el salto tiene que hacer el duelo de la verdad y tomar el riesgo de la forma que será dada al movimiento, no del retorno sino del encuentro aventurado y del reparto. Es el encuentro del otro que da su resistencia a la curvatura del salto. Por mucho que torturemos la lengua para evitar lo que de la verdad se arraiga en el encuentro con el otro, la violencia aquí se ilumina ella misma por el hecho de la ausencia, de la elisión de lo que crea acontecimiento, a saber, la llegada, el arribo del recién llegado, de cualquiera que sea otro, que nos arranca de la indiferencia. Tal como lo enuncia muy bellamente Alain Badiou: «Hay esta inclinación muy alemana de preferir, de todas formas, los pájaros a los hombres.»20 Badiou elabora su análisis orientando el sentido de la salida de la indiferencia, no, como Heidegger, del lado del diferenciado, sino del lado de la «composición de alguien indiscernible». El levantamiento, tan pronto se establece –mucho menos a partir de las metáforas del arrancamiento y del despegue que del movimiento que levanta el párpado de la persona que duerme–, abre la oreja del sordo, devuelve la palabra al mudo cuando nuestra mirada, nuestra escucha y nuestra voz rechazan el sufrir pasivamente la tiranía del miedo. La «composición de lo indiscernible» es, simple y llanamente, la realización de nuestra potencia de creación de imagen que opera en todo encuentro. Ver por primera vez, oír por primera vez, decir por primera vez salto de la creación, surgimiento peligroso de lo inédito. Platón en el Timeo evoca la perturbadora pero necesaria hipótesis de un tercer género (tritongenos) del ser que permanece invisible en el lugar matricial donde puede nacer cualquier imagen cuando se convierte en aparición sensible de la idea. Es en este lugar indiscernible donde se dirime la prueba de nuestro discernimiento, el surgimiento en nuestros gestos de lo inédito, de lo inaudito Cuando lo inaudito se deja oír, a eso se le llamaba antaño una anunciación. A buen entendedor, un ángel dice: «Salud». «Salud», es así como la imagen hace anunciar su llegada incluso antes de que unos ojos puedan verla. Pero saludar no es salvar. La fábula es bella y sin misterio: anuncia la llegada del primer visitante, del que llega por primera vez y

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que, en este sentido, nunca acabará de llegar. Y además es necesario, para que haya en este nacimiento el enunciado de un nacimiento, es decir, el anuncio del régimen inventivo de todo acontecimiento revolucionario, que la fábula no se convierta en un cuento para niños buenos y para adultos soñolientos en presencia del seísmo de este anuncio.

Despertar del problema Para escapar a este adormecimiento de las miradas, de la sordera y del mutismo de los bebedores de misterios, de los comedores de imágenes, y otros devoradores de productos de todo tipo, hay que dejar sitio para aquellas y aquellos que, desplazando la cuestión que nos hace dar vueltas en cí rculos, consideran que lo único que hay que levantar es el problema. El problema del levantamiento produce tarde o temprano el levantamiento de su propio enigma. Parece bien que, siguiendo esta senda, sea a Marcel Duchamp a quien haya que rendir el mayor homenaje. Hablábamos anteriormente del ascenso o elevación de los alumnos, bien o mal educados. Cuando los alumnos se levantan para que se sepa que no pueden ser educados siendo a la vez oprimidos, ocurre lo que Jean Vigo filmó: la explosión jubilosa de almohadas y edredones que transforma el dormitorio en huracán de plumas. «Señor Director, le digo: ¡Mierda!» Que empiece la fiesta. El edredón de los pájaros pronto cubre el suelo en el candor de una alfombra donde los niños, en pie, caminarán con un buen paso de insumisión. Y, exactamente de este paso, el muy talentoso retoño de la historia de la p intura y de toda la historia del arte eligió levantarse y ponerse en marcha contra todo lo que se erguía bajo la figura del cuadro, de la contemplación de objetos venerados, de gramática dócil, de diferencias y de distinciones contrastadas. En absoluto embargado por una duda hiperbólica en busca de verdad, es una hipérbole totalmente distinta la que aquí viene a escandalizar el orden del respeto en nombre de las energías de lo ínfimo que imperceptiblemente agitan el espacio en un movimiento browniano. Pero se requiere una larga paciencia, hace falta tiempo p ara que venga a depositarse, sin color y sin ruido, la huella pulverulenta de innumerables e incesantes turbulencias. En 1920, Man Ray fotografió Le Grand Verre, que Duchamp había dejado que se llenara de polvo. Man Ray tituló la fotografía: «Vista tomada en aeroplano». El genio del levantamiento creó «levantamiento de polvo» en un gesto «transformador destinado a utilizar las pequeñas energías desperdiciadas como: el exceso de presión ejercida sobre un botón eléctrico» a partir de la «exhalación del humo del tabaco» hasta los «suspiros ».21 La lenta recogida de la materia gris se deposita componiendo la sombra encrespada e indescifrable del propio tiempo. La elevación de po lvo levanta la materia impalpable de todo acontecimiento dejando que se deposite. La meditación de Duchamp sobre el peso y la pesadez funda su concepción de lo Inframince [Infradelgado]. Se trata de la gravedad de todo lo que no t iene peso ni espesor. Arte de la travesía, levantamiento virginal de las membranas, recogida de la caída. El arte de la caída es aquí una redundancia. Así se eleva «Chanson»:22 «La revolución del peso-botella. Después de haber arrastrado el carro con su caída, el peso-botella se deja llevar por el gancho de la revolución. Se duerme remontando, y se

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despierta sobresaltado en punto muerto y cabizbajo. Ejecuta su pirueta, y a las órdenes de la pesadez se deja caer verticalmente.» El sobresalto, todavía más que el salto, entona la cantinela revolucionaria. No hay levantamiento sin caída, y viceversa. Los enunciados de Duchamp operan como anunciaciones: enuncia la naturaleza diáfana que separa lo visible y lo invisible; la encarnación se convierte en la operación de una máquina soltera y de una casada virginal por la gracia osmótica de un sitio membranoso. Himen diáfano, pantalla intacta en la que cualquier imagen puede aparecer. Lo visible vela lo invisible y lo manifiesta sin desvelarlo. Sobre este velo osmótico lo invisible se ofrece a la mirada. La fábula cristiana que explica el nacimiento mariano de la imagen remite al pensamiento platónico en este tratamiento osmótico de la Chora, ya citada por Platón, receptáculo y nodriza invisible de lo visible.23 El receptáculo virginal pone en el mundo la imagen consintiendo en no ser sino la pura pantalla de proyección de lo invisible en lo visible. El himen es inframince y se presenta como la recogida de todas las apariciones de lo posible.

Sentí, aunque ni la sombra ni el misterio Quebraran el hilo que me liga a la tierra, elevarme, crecer, entrar, casi en el último repliegue, como una extraña y terrible inundación de olvido; Sentí en la forma oscura por mí mismo Que soy, y que, como bruma, voy vagando en el problema […]» Tinieblas, extraña inundación, el tema del vagabundeo, de la soledad y de la duda, esas son las palabras que dicen lo que levanta la palabra del poeta y en el mejor de los casos de algunos filósofos. Es un asunto vago, pues es asunto que trata de oleajes. Por esto la última palabra aquí nos remite a Anacarsis, que hubiera dicho: «Hay tres tipos de hombres, los vivos, los muertos y los que están en el mar.»

«Lo posible es un inframince. […] Lo posible implica el devenir —el pasaje del uno al otro tiene lugar en el inframince.»24 Duchamp es sin duda alguna el artista insurreccional por excelencia que indica con una absoluta radicalidad que un gesto de arte no tiene más sentido que el de poner al espectador en el embrollo de un problema a la vez jubiloso y angustiante. La materia gris, pulverulenta, invisiblemente levantada por la fuerza de los soplos, remite en un mismo movimiento a la vida turbulenta e infinita de las partículas invisibles que componen el mundo y a la palidez mortal de las cenizas que nos llevan de nuevo a nuestro polvo. Una exposición que rendía homenaje al Levantamiento de polvo ha escogido poner en exergo une cita de T. S. Eliot : «y te mostraré algo que no es ni tu sombra por la mañana andando tras de ti ni tu sombra nocturna que viene a tu encuentro; te mostraré tu miedo en un puñado de polvo»25 ¿El levantamiento da miedo? ¿no se trata más bien de dar su forma sensible a lo que levanta en todo sujeto de la palabra y del deseo la potencia del problema? Levantar el problema exige del espectador venir al encuentro del enigma de su propia visibilidad, de experimentar el fracaso de las certezas unificantes para sumergirse en la multiplicidad de las temporalidades, en la reversibilidad de todas las orientaciones. levantar el problema es acoger la fecundidad siempre peligrosa de la desorientación. El Inframince es uno de los nombres del lugar de esta desorientación. Sorprendentemente, antes de Duchamp, en un breve y notable homenaje rendido por André du Bouchet a Victor Hugo, bajo el título de la frase deslumbrante sacada de Post-scriptum de ma vie [Postscriptum de mi vida]: «El ojo perdido en los pliegues de la obediencia a los vientos»,26 descubrimos que Victor Hugo estuvo obsesionado por la cuestión de la discontinuidad y del levantamiento. «En la oscuridad sorda, impalpable, inaudita, Me encontraba solo, pero ya no era yo; O al menos, en mi cabeza abierta a los vientos de pavor,

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Notas 01. Le Gai Savoir, «Prélude en rimes», 6, París, Gallimard, 1982, p. 32. 02. Ibid., p. 306. 03. Ion, 533d-534b. 04. Fedro, 246a sq. 05. Hesíodo,Teogonía, 507 sq.; Odisea, I, 52 sq. 06. André Leroi-Gourhan,Le Geste et la parole, 2 vol., t. I. Technique et langage, París, Albin Michel, 1964. 07. Odisea, XI, 593-600. 08. Autobiographie, chap. xx, en Œuvres complètes. París, Desclée de Brouwer, 1964, p. 129 sq. 09. La Pesanteur et la grâce[1948], París, Plon, 1988, p. 10. 10. Ibid., p. 193. 11. Andreï Tarkovski,Le Temps scellé , París, Cahiers du cinéma, 1989, p. 73-74.

12. «Zone»,Alcools, en Œuvres poétiques, París, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1956, p. 40. 13. Nicole Loraux,La Cité divisée. L’oubli dans la mémoire d’Athènes, París, Payot & Rivages, 1997, p. 103-106. 14. Los trabajos y los días, 11-13. 15. La Cité divisée, op. cit., p. 89. 16. Journal, 27 de enero de 1922, trad. M. Robert, París, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», t. III, 1984, p. 529. 17. Apports à la Philosophie. De l’avenance, trad. F. Feydier, París, Gallimard, «Bibliothèque de philosophie», 2013. 18. Ibid., p. 348-349. 19. Cf. supra nota 13. 20. Alain Badiou,Heidegger. L’être 3 –Figure du retrait– 19861987. París, Fayard, 2015.

21. Marcel Duchamp,Duchamp du signe [1976]. París, Flammarion, 2008 ; Projets, nota 187, p. 360. 22. Ibid., Le Grand Verre, nota 113, p. 320. 23. Timeo, 49a-50d. 24. Duchamp du signe, op. cit., p. 279. 25. T. S. Eliot,The Waste Land (1922), citado en el catálogo del BAL, Dust –Histoires de poussière d’après Man Ray et Marcel Duchamp, París, 2015. 26. André du Bouchet,L’Œil égaré dans les plis de l’obéissance aux vents seguido de L’Infini et l’inachevé, París, Seghers, 2001.

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Un levantamiento puede esconder otro Jacques Rancière

Algunas palabras parece que cumplan lo que designan y, mejor todavía, parece que indiquen el camino que va de las palabras a las cosas porque ya iba de las cosas a las palabras, porque el soplo que las emite pertenece al movimiento de la vida universal. «Levantamiento» es una de esas palabras. ¿Qué hay en el mundo que no se levante? Es ahí donde se reconoce la vida: el latido bajo la piel, la respiración que levanta imperceptiblemente una sábana, el viento que mueve igualmente el polvo que es el símbolo de la nada y la ola que sirve de símbolo del todo, pudiendo ser figura tanto de la calma de su movimiento regular como del desencadenamiento de tempestades. Entonces, ¿cómo no incluir, en la gran respiración de la vida que se levanta, el momento en que las olas de poblaciones cuyo soplo y cuya sangre palpitaban silenciosamente tras las paredes de las casas se echan ruidosamente a la calle tras unos puños levantados o unas banderas golpeando al viento? ¿Cómo no asociar los movimientos de las líneas sobre la tela y la respiración de las frases de los libros a la gran continuidad de la vida que se levanta? Sin duda el novelista aristocratizante clama que los hombres no son acaso más hermanos que las hojas de los bosques, que tampoco son iguales. «Se atormentan juntos, eso es todo.»1 Pero este «eso es todo» que en él es suficiente para dar luz a un amor a partir de un poco de polvo levantado bajo una puerta indica ya el camino que va del remolino de las hojas al tormento de las almas, y de las tempestades bajo las cabezas a la insurrección en las calles. Para el visitante de la Colección Phillips, los puños levantados de El motín de Daumier ocupan con naturalidad su lugar entre esos chiquillos de Soutine que corren por el camino después de la lluvia, las olas levantadas de El Mediterráneo de Courbet o delFerry de John Sloan, la vivacidad del Almuerzo de los remeros de Renoir o las volutas abstractas de los Equivalentes de Stieglitz. El mismo camino parece ofrecerse al lector, que sigue la manera retomada por Georges Didi-Huberman cuando vuelve sobre esas secuencias de El acorazado Potemkin a las cuales el mismo Eisenstein ha vuelto tan a menudo que no sabemos muy bien si son las imágenes en la pantalla lo que vemos o las que nacen de sus palabras.2 El análisis erudito y escrupuloso de Georges Didi-Huberman llama la atención del lector sobre cada articulación del montaje y sobre el salto que se opera a cada momento. Y sin embargo el lector se siente de entrada embarcado en el movimiento imperioso de un flujo continuo. Sobre el puerto de Odessa, flota esta bruma matinal que ya contiene, en sus velas, la luz deslumbrante del día; flotan esos reflejos danzando sobre las aguas que prefiguran las tempestades de la emoción: las lágrimas de un quejido llamado a transformarse en lamento dirigido contra los asesinos; la emoción de los llantos que devienen movimiento de los puños, primero ceñidos a la cintura antes de levantarse y de apelar al levantamiento físico de los cuerpos; el dolor de los

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individuos que se transforma en un actuar de la multitud. Así pues, los estancamientos de la emoción se convierten en el éxtasis de la revuelta, refutando la doxa que siempre opone la pasividad de la primera a la energía activa de la segunda. Y, del mismo modo, el montaje que encadena las emociones de cada uno y hace de este encadenamiento la potencia de una colectividad rechaza las fáciles oposiciones entre la pasividad identificadora y la distancia reflexiva, o la banalidad del sentido obvio y la singularidad desgarradora del sentido obtuso. Sean movimientos de las nubes o bien las olas al flujo de la multitud movilizada, a través de las lágrimas que se vierten sobre los rostros, un mismo levantamiento parece transformar el pathos en praxis y poner la dialéctica de la acción revolucionaria en la continuidad de las antiguas formas de pathos. Y este levantamiento parece perseguirse en las frases del comentarista o, para expresar el levantamiento de las imágenes, las palabras se inclinan sin cesar, como empujadas por el movimiento que sienten que prolongan y transmiten. Y, sin embargo, la vieja cuestión de lo activo y lo pasivo no se resuelve tan fácilmente. Hay que saber en primer lugar quién debe levantarse realmente y para qué acción. Es la cuestión que se plantea Eisenstein, poco amigo de convertirse en transmisor de emociones venidas del fondo de los tiempos, más proclive a verse como inventor de atracciones destinadas a producir las emociones de una multitud muy específica, un público de cine. Ha podido, sobre todo en los años en que la escritura le compensaba la imposibilidad de filmar, imaginar mil modelos para su práctica, desde el cálculo de la Sección Áurea hasta los ritos de nacimiento de los primitivos, desde las arquitecturas de Piranesi al teatro japonés o al paisaje musical chino. Pero en la época en que ruedaEl acorazado Potemkin , deja claro que las emociones que importan no son las que aparecen en la pantalla sino las que debe sentir el espectador que hay que «modelar en el sentido deseado a través de toda una serie de presiones calculadas sobre su psiquismo».3 Las lágrimas vertidas, como los puños levantados, fusiles que descienden en línea, una madre que sube la cuesta llevando a su hijo muerto, unos impertinentes que cuelgan o un cochecito que baja las escaleras son estímulos diferentes destinados a grabarse en el cerebro de los espectadores demasiado proclives a creer que la guerra ha terminado con la derrota del ejército de los blancos. Potemkin es un film de la época de la NEP [Nueva Política Económica], cuando la consigna era combatir a los burgueses con sus propias armas. Lanza un llamamiento a la actividad de los productores comunistas utilizando «todos los procedimientos del arte pasivo: dudas, lágrimas, sentimentalismo, psicología, sentimiento maternal, etc.»4 Nunca se sabe, naturalmente, si las provocadoras declaraciones del cineasta hay que tomarlas o no al pie de la letra. Pero se mantiene un mismo esquema dominante: se trata de producir un efecto (la actividad) mediante su contrario (la pasividad) y ello supone que los contrarios, incluso en caso de que deban inclinarse el uno en el otro, no dejen de ser contrarios. Es por ello que el efecto buscado en el montaje de las imágenes puede expresarse perfectamente en términos de contagio deliberadamente manipulado de las emociones «burguesas» o de la utilización formal de la lógica marxista de los contrarios. En ambos casos, la línea recta de las lágrimas a las armas queda interrumpida. La estructura del «tercer acto» lo ilustra perfectamente, pero también el vuelco que experimenta en el acto siguiente. El movimiento de multitud que culmina con la bandera roja izada sobre el barco al final de este acto tiene que ser lo contrario de la lamentación matinal de las mujeres mayores, y no simplemente su transformación. Pero en el acto siguiente la contradicción funciona en sentido inverso.

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El pueblo movilizado no es un pueblo en armas. Se ha convertido en una multitud de espectadores engalanados, saludando al acorazado desde los escalones de la escalinata. Y el giro de la dialéctica del reposo a la acción es obra de los guardias que les obligan a bajar los escalones para echarlos en brazos de los cosacos. En suma, sería siempre necesaria una acción, siempre un maestro de maniobras para transformar elpathos en acción. Pero el problema no es solo que este maestro nos describe, no el efecto de su maniobra, sino la imagen que se hace de ella. Lo que ocurre es que hay varias maneras de convertir lo p asivo y lo activo en entidades indistintas. El levantamiento, tal vez, es menos un devenir-activo del pathos que una manera de conjugar el movimiento y el reposo. La diversidad de los comentarios que Eisenstein da desde el pasaje de las brumas a la revuelta y desde la «superficie melancólica» del mar al «levantamiento que abraza toda la ciudad» 5 evoca una historia más antigua de relación entre el movimiento de las olas, la energía de los cuerpos y la libertad del pueblo. La paradoja de la actividad inactiva o de la inactividad activa ya estaba formulada en las líneas de Winckelmann describiéndonos los músculos del Hércules sin cabeza ni brazos ni piernas del Belvedere, que se funden los unos en los otros como olas que se elevan y vuelven a caer. La perfección de este movimiento inmóvil es, según él, el fruto de otra perfección; expresa la libertad de un pueblo. La libertad de un pueblo es su capacidad de no depender más que de sí mismo, lo cual no solo quiere decir ser independiente de una dominación exterior sino ser la fuente siempre renovada de su propio movimiento. La ola puede ser aquí un símbolo de libertad: no por su ímpetu extático sino por el hecho de caer y de remontar sin fin, por la propia repetición que sustrae su movimiento a la oposición de lo activo y lo pasivo, porque ella lo sustrae a lo que domina normalmente la actividad de lo activo y funda su privilegio sobre lo pasivo, aunque sea la prosecución de un fin. No es indiferente que esta libertad de la ola, que parecería que conviene más bien a la nobleza apolínea, se muestre sobre la espalda del héroe de los Doce Trabajos. El Hércules que simboliza la libertad griega no es solo un luchador en reposo, un trabajador que ha terminado el ciclo de sus trabajos. Es también un héroe que ha dejado de querer algo. Se ha pasado del lado de los dioses, más concretamente de esos dioses antiguos que la edad moderna ha inventado: dioses que no quieren nada y se prestan por ello a encarnar la libertad de un pueblo que no quiere nada –pues todo querer es testimonio de una carencia– sino que despliega simplemente la potencia que es su razón de ser: un pueblo jugador, dirá Schiller, desvirtuando la antigua oposición entre paideia y spoudé, para hacer del juego el estado sensible donde se anula la oposición entre la forma que domina y la materia que padece. Lo propio del juego, como el de la ola en movimiento, como el de la libertad, es el de no tener fin fuera de sí mismo. Esta libertad, que no impone ni se somete, ha desaparecido de la vida de los pueblos. Pero su idea está preservada en la indiferencia de esos rostros de piedra que no despiertan ninguna emoción y que no obligan a los que los miran a ninguna emoción determinada. Y esta libertad de la mirada que no ejerce ni padece ningún control es tal vez, dice Schiller, el principio de un nuevo arte de vivir y de una nueva comunidad sensible. Así el levantamiento se divide a sí mismo en dos: la ola de la libertad que se levanta se opone a los fines de la voluntad emprendedora. Esta paradoja no es únicamente una preocupación de artista o de filósofo soñando en nuevas comunidades que contemplan mármoles antiguos. La reencontramos en todos los lugares donde la actuación de la libertad

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está en juego y, así pues, también en el núcleo de los levantamientos del pueblo, o más bien de los levantamientos que dan razón de ser a un pueblo. No es suficiente con ser numerosos y activos. Es necesario que alguna inactividad, alguna finalidad sin fin se entremezcle. Las piedras de las barricadas parisienses no tienen aparentemente nada que ver con el torso del museo romano. Y sin embargo suponen, como él, una cierta interrupción del movimiento. El 1 de julio de 1848, la Illustrated London News proponía a sus lectores una imagen de la insurrección que acaba de levantar a los obreros contra el poder republicano. El grabado representa la gran barricada obstruyendo la entrada del barrio de Saint-Antoine. Parece que estemos más bien ante una escena de ópera. En la cima de la barricada, los obreros parece que posen para el dibujante, tal como posarán más adelante para los fotógrafos los combatientes de la Comuna. A cada lado, delante de la barricada, dos grupos de tres combatientes están dispuestos simétricamente. Detrás de uno de esos grupos, una especie de gruta dispuesta entre las piedras descubre otro trío con aspecto de conspiradores de opereta. Y, en el punto más alto de la barricada, a los pies del hombre con los brazos extendidos que sostiene la bandera roja, una pancarta anuncia: «Completo». El dibujante, ¿vio realmente esa pancarta? En cualquier caso, el mensaje que transmite a los lectores es claro: esos terribles insurgentes, sobre los cuales el texto de periódico detalla por otra parte las atrocidades imaginarias, son falsos hombres de acción, actores de teatro. Tiene razón y se equivoca al mismo tiempo. El vínculo entre el levantamiento de los obreros y el teatro no es un tema de espectáculo; tiene que ver con el reparto de los tiempos y de los espacios. El hecho es que esos hombres no tienen nada que hacer a esa hora en ese lugar. Platón lo dijo de una vez por todas: su lugar está en el taller donde el trabajo no espera, e, incluso si el trabajo en estos tiempos revueltos se hace más bien esperar, no es ciertamente el lugar donde encontrarlo. El año 1848, como en la ciudad platónica, el orden republicano quiere que cada uno esté en el lugar en el cual su trabajo le obliga y sus capacidades lo destinan: los obreros en el taller, los legisladores en la Asamblea y los guardias allí donde la defensa de la comunidad los llama. Desgraciadamente, existe un lugar –material y simbólico– donde los papeles y las identidades se mezclan, pues el trabajo consiste justamente en convertirse en otro diferente del que se es. Ese lugar se llama teatro. Su ejemplo empuja a los obreros a construir esta escena donde desempeñan el papel del pueblo en armas luchando por su libertad. Antes de ser un dispositivo militar, la barricada es un desorden de los lugares y de su uso. Más visionario que el dibujante del periódico inglés, Victor Hugo describiría más tarde la misma barricada como un barullo monstruoso donde se amontonan «vigas de los techos, pedazos de buhardilla con su papel pintado, marcos de ventanas con sus vidrieras en medio de los escombros […], chimeneas arrancadas, armarios, mesas, bancos, un desbarajuste tremendo y esas mil cosas de indigente, trastos que hasta el mendigo desecha, que contienen a la vez el furor y la nada».6 Con todo, más que de la ritual fraternidad victorhuguesca del Olimpo y de la cloaca, el desorden de la barricada está constituido por una alteración en la distribución de los lugares y de las ocupaciones. Ha sido edificada con las piedras que normalmente pavimentan las calles y crean un espacio de circulación, con los carros que sirven para el transporte de las mercancías, con los muebles y los colchones que son útiles en la vida de familia. El levantamiento de los obreros no es ni la ola de la emoción que se hincha ni la tierra que se remueve y que proyecta a la luz del día el caos de sus bajos fondos. Si contradice el reparto de lo activo y de lo pasivo, como ya

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lo hacía esa invención obrera, reciente en aquel entonces, que llamamos huelga, es porque desarregla el orden normal que asigna a las actividades a lugares y tiempos específicos. Es porque con ese mismo desorden construye el tiempo y los lugares de aparición de un pueblo diferente del que estaba incorporado en el orden existente de las ocupaciones. Por muy resuelto que sea, el levantamiento del pueblo en armas también es, a su manera, una incertidumbre. El estratega revolucionario no se equivoca en esto. La acción del pueblo de las barricadas es para él una actividad inactiva, desconectada del cálculo de los fines. ¿Qué es, pues, pregunta él, un movimiento que empieza por cortar las vías de circulación? ¿Acaso es otra cosa que una ola que se eleva únicamente para recaer hasta que la tropa, que no se priva de moverse, ponga fin a la acción? Cuando, veinte años más tarde, Blanqui hace el balance de la insurrección de Junio, denuncia la anarquía de esos levantamientos en los que algunas decenas de hombres, reunidos por azar en tal o cual calle, vuelcan coches y amontonan adoquines según su fantasía para construir esas barricadas que «hacen perder el tiempo, atascan las calles e imposibilitan la circulación necesaria tanto para un partido como para el otro». Exige sacar una lección de la derrota. Ya no es momento de tumulto de combatientes de azar y de construcciones heteróclitas. Para vencer al enemigo conviene dejar de «pertrecharse en su barrio»; hay que constituirse en ejército, organizado, entrenado y disciplinado como todo ejército y «actuando con todo el aparato estatal de una fuerza gubernamental».7 El razonamiento no admite réplica: solo un ejército organizado puede vencer a un ejército organizado. Desgraciadamente, el pueblo en armas no es un ejército organizado. No es una simple cuestión de medios. Es la propia relación de los medios con los fines lo que está en cuestión. Si el levantamiento popular corta las calles a la circulación, no es únicamente por ignorancia del arte militar, sino porque es este parón de la circulación, este cambio de afectación de los lugares, lo que constituye el acto del levantamiento y crea un pueblo. Lo más duro no es pasar de las lágrimas a las armas; es pasar de las armas a la armada. Del pueblo en armas a la armada victoriosa no hay una línea recta. Cinco años después, los communards lo verificarán mientras Blanqui meditará en prisión sobre el eterno retorno: la reactivación de los cañones de la colina de Montmartre no es una «toma de armas» de estratega revolucionario. Y si es necesario, en 1925, realizar un film sobre la victoria/derrota de 1905, lo es también saber que la toma del palacio de Invierno por un destacamento de soldados revolucionarios no era todavía la victoria del pueblo y que ésta todavía estaba por llegar, incluso si corresponde a los artistas el inscribirla ya en el orden de lo sensible. pathos a la praxis, existe la Tras la idea de la línea, aunque esté rota, que va del diferencia entre dos formas de revolución del mundo sensible: la que suspende el orden de los lugares y de las identidades y la que hace converger unas fuerzas hacia un punto central o un momento paroxístico. Conciliar Schiller (la revolución estética que libra la acción humana de la subordinación de los medios a los fines) y Blanqui (la estrategia que prepara minuciosamente los medios del fin y escoge el buen momento para ponerlos en práctica) quedará como el programa imposible de la revolución marxista. Es verdad que lo imposible de la política es con frecuencia lo posible del arte. Y las conciliaciones ideales aparentemente existen para los que han unido al estudio de la filosofía alemana el de las calles de París y han descubierto que el teórico de las tomas de armas era también el soñador del eterno retorno. «Dialéctica en suspenso» e «imagen dialéctica» son las

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nociones mediante las cuales Walter Benjamin intenta pensar la potencia explosiva del reposo, una potencia que Georges Didi-Huberman trata a su vez de combinar con la supervivencia de las Pathosformeln [imágenes arquetípicas] de Aby Warburg. Pero el artista que organiza las imágenes del levantamiento popular para soliviantar las emociones del público sabe bien que, en las pantallas de los cines, así como en las paredes de los museos, no hay emociones. Sólo hay imágenes. Y las imágenes no se soliviantan. Eisenstein había imaginado un estreno del Potemkin en el que, al final de la película, la proa del acorazado partiría la pantalla. No tenían, en aquella época, nuestros medios técnicos. Pero el mal, si es que existe, es más profundo. Las imágenes móviles solo existen para un espectador ante el cual, en la pantalla, se persiguen una a otra, a la vez que se encadenan. No hay ingeniero que sepa exactamente de qué forma el espectador hace la síntesis y lo que ésta produce. Las comparaciones y las metáforas de Eisenstein son testimonio de ello: compara a veces el contrapunto de las imágenes-choque que tienen que influir en los cerebros a un tapiz primitivo hecho de lanas entretejidas. Pero sabemos cómo hoy día nuestras exposiciones ofrecen un sinfín de «tapicerías» donde se armonizan en un conjunto apacible las imágenes de la violencia y las revueltas que sacuden nuestro mundo. Y a la inversa, el «paisaje musical chino» de brumas, de barcas ondulando sobre un mar tranquilo y unas gaviotas volando alrededor de las boyas que abre el «tercer acto» Potemkin del , puede hacer efecto, no de anticipar el desencadenamiento de las pasiones de dolor y de revuelta sino, al revés, alejando la realidad, a la manera del coro antiguo tal como lo veía Schiller: no es el pueblo interviniendo en la escena sino la barrera ideal que separa al público de la representación. Las lágrimas y los puños levantados tienen entonces su efecto en tanto que el espectador que queda separado por el coro de la confusión no está obligado a responder a su solicitación y esa incertidumbre crea una mirada, libre en general, de responder o de no responder a solicitaciones que educan la manera ordinaria de ver y de habitar un mundo. Levantar y levantarse, mover, conmover y movilizar se dice en varios sentidos y su ajuste es siempre problemático. Entonces puede ser útil el hecho de repensar su entrelazamiento y proponer figuras inéditas con tal de captar de nuevo la atención, desplazando las miradas y los pensamientos y gestos que generan, y recordar que el orden de las cosas no es hoy más necesario de lo que era ayer.

Notas 1. Gustave Flaubert, carta a Louise Colet, 26 de mayo de 1853, en Correspondance, París, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1980, t. II, p. 335. 2. Georges Didi-Huberman, Peuples en larmes, peuples en armes. L’œil de l’histoire , 6, París, Éd. de Minuit, 2016.

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3. S. M. Eisenstein,Au-delà des étoiles, trad. J. Aumont, París, UGE-10/18, 1974, p. 127. 4. Ibid., p. 35. 5. S. M. Eisenstein,La Nonindifférente Nature, trad. L. y J. Schnitzer, París, UGE-10/18, 1975, 2 vol., t. II, p. 69. 6. Victor Hugo,Les Misérables, parte

quinta, libro primero: «La guerre entre quatre murs», París, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1951, p. 1196. [cita traducida a partir del srcinal. N. del T.] 7. Louis Auguste Blanqui, «Instruction pour une prise d’armes» (1868-1869), passim.

Contraataques Sobresaltos de imágenes en la historia de la lucha de clases Nicole Brenez

Lo que está en juego en el cine comprometido tiene que ver con la eficacia histórica, y eso respecto a tres consideraciones, pues cada película singular organiza la sobreimpresión según los imperativos del combate. En el momento de los hechos: René Vautier ha bautizado «cine de intervención social» las filmaciones que son de inmediatez performativa, dirigidas al triunfo de la lucha y a la transformación concreta de una situación de conflicto declarado o de injusticia estructural. A medio plazo, el trabajo consiste en difundir una contrainformación y levantar las energías: así, por ejemplo, la Declaración de guerra mundial FPLP / ARJ (1971) realizada por Masao Adachi, que desde la Palestina ocupada describe la vida cotidiana de los guerrilleros y hace un llamamiento a la constitución de un Ejército rojo antiimperialista. A largo plazo, se trata de filmar para conservar unos hechos en vistas a la historia, constituir unos documentos, legar un archivo y transmitir la memoria de la lucha a las generaciones futuras. Esta dimensión determina la existencia de Douglas Bravo, la guerra de guerilla en Venezuela , realizado por Georges Mathieu Mattéi y Jean-Michel Humeau en 1970: el film se esfuerza no solo en apoyar en el presente la lucha de liberación sostenida por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), sino también en conservar con la mayor fidelidad posible la palabra y la presencia de Douglas Bravo, amenazado en su jungla, tanto como Ernesto Che Guevara en la suya en Bolivia. La misma dimensión de conservación irradia el film de Tobias Engel No Pincha!, largometraje documental en blanco y negro rodado en 1972 en la Guinea portuguesa entre las unidades del Frente Nacional de Liberación. La película documenta la vida cotidiana de los combatientes pero, tras el ejemplo trágico del asesinato de Patrice Lumumba, pretende igualmente conservar la imagen de su líder, Amílcar Cabral. De manera más íntima pero igualmente eficaz, el film Angela Davis: Portrait of a Revolutionary [Angela Davis: retrato de una revolucionaria] de Yolande du Luart (1971), que no tenía en un principio intención de apoyar a Angela Davis encarcelada, puesto que su arresto tuvo lugar entre el rodaje del film y su montaje, se propone en primer lugar describir la imagen, la palabra, la vida cotidiana, de una joven profesora de filosofía militante, en aquel momento desconocida más allá de su círculo y amenazada por la dirección de su universidad. El cine comprometido otorga tantos derechos como deberes a las representaciones, pues es consciente de todo el precio ético y político que puede costar una imagen (por oposición a su coste industrial), precio que puede llegar hasta el sacrificio de su vida, como fue el caso de Raymundo Gleyzer, miembro del Partido Popular de los Trabajadores, asesinado en 1976 por la dictadura argentina. En 1974, Raymundo Gleyzer comenta asíLos Traidores(1973), dedicado a la corrupción sindical: «El

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artista es un trabajador intelectual que, en tanto que pertenece al pueblo, tiene que elegir. O bien pone su conocimiento al servicio del pueblo para sostener la lucha y el desarrollo de los procesos revolucionarios, o bien está del lado de las clases dominantes para transmitir y reproducir los valores de la burguesía. […] Tenemos que ser tan útiles como la piedra que rompe el silencio o la bala que provoca la batalla.»1 A lo largo de la historia y en todos los países, hay cineastas, solos o en grupo, que se dedican a las iniciativas revolucionarias, acompañan en los combates de los campesinos, los obreros, las poblaciones colonizadas, las minorías oprimidas, los individuos que se rebelan. Gracias a la energía de las obras de Joris Ivens, Fernando Solanas, Octavio Getino, Chris Marker, Jean-Luc Godard, Ousmane Sembène, Masao Adachi, Safi Faye, Jang Sun-woo, Ken Jacobs y tantos otros de colectivos de todo el mundo, se elabora un conjunto de filmes a menudo menos conocidos, o incluso desconocidos, pero tan importantes como los demás por su poderío crítico. El modelo activista de La huelga de Eisenstein (1925) y de Cocktail Molotov de Holger Meins (1968), ha srcinado un recorrido en forma de instrucciones prácticas, sin esperanza pero no sin alegría, en homenaje a dos pilares de la eficiencia, Les Coulisses d’une Sûreté générale. Ce que tout révolutionnaire doit savoir de la répression [Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión], de Victor Serge (1921-1926) y Manual do guerrilheiro urbano [Manual del guerrillero urbano], de Carlos Marighella (1969).

fúnebre. Arbeiter verlassen die Fabrik de Fruhauf forma un díptico con Motion Picture (la salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon) (1984) de Peter Tscherkassky. Proyectando un fotograma del film de los Lumière sobre cincuenta tiras de película virgen, Peter Tscherkassky vuelve a llevar el conjunto del dispositivo cinematográfico a sus determinaciones fotográficas y transforma la imagen inicial en una sucesión continua en blanco y negro abstracto que indica el lugar concreto del trabajo fílmico: la intermitencia entre movilidad e inmovilidad. En la colección recopilada por Farocki no figura una de las imágenes emblemáticas de la condición obrera, el contraplano radical de la salida de los empleados Lumière: la obrera gritando que no quiere volver a la fábrica después del fracaso de la huelga general de 1968 y la traición de la clase obrera por parte de la CGT, filmada por Jacques Willemont y Pierre Bonneau en La Reprise du travail aux usines Wonder [La vuelta al trabajo en las fábricas Wonder]. En 1996, Hervé Le Roux parte de este cortometraje, busca a cada protagonista y Reprise cada detalle para establecer el panorama de los ideales y de las desilusiones obreras: [Versión]. Un viaje al corazón de la clase obrera relata tres decenios de luchas y las primeras oleadas de desindustrialización, iniciando la desaparición progresiva del proletariado industrial en los países del Primer Mundo.

1913 1895-1996 Inventar los recursos del diagnóstico visual Arbeiter verlassen die Fabrik [La salida de la fábrica Lumière en Lyon]: Auguste y Louis Lumière, Peter Tscherkassky, Harun Farocki, Siegfried Fruhauf (Francia/RFA/ Alemania/Austria). Una imagen seminal obsesiona la cinematografía. En 1995, Ouvriers quittant l’usine (Arbeiter verlassen die Fabrik ) de Harun Farocki parte de nuevo de las tres versiones del film centenario de los hermanos Lumière y selecciona las secuencias que tratan de la clase obrera para manifestar la perennidad y la evolución de este motivo. En las puertas de la fábrica, los obreros no solo deambulan sino que se pelean, debaten, quedan bloqueados, a veces mueren. Analizando la sucesión y el detalle de los planos de los Lumière, Farocki descubre el programa de la opresión y el de la resistencia que van a estructurar el siglo XX. El territorio alegremente iniciado por los Lumière (que desde 1909 los operadores de Albert Kahn habían recorrido para transformar el alegre grupo, sobre todo femenino, de la pequeña fábrica artesanal en un grupo industrial considerable), da visibilidad a la historia de los combates obreros, se convierte en la sede simbólica y sangrante, no solo de la lucha de clases y de la sociedad opresiva sino también de los conflictos sexuales. El compendio elaborado por Farocki transforma el cine en diagnóstico visual. En 1998, Arbeiter verlassen die Fabrik de Siegfried Fruhauf no reutiliza las tomas de los Lumière pero vuelve a usar el mismo título para mostrar cómo los obreros no lograrán nunca abandonar la fábrica: en vez de salir por el «fuera de campo» como en las escenificaciones de los Lumière en 1895, sus trayectos desde el fondo hacia el frente y después de la derecha hacia la izquierda forman una cruz plástica que remite a su propia muerte. A la puesta en escena armoniosa de los Lumière inventando una vida cotidiana dinámica y apacible le sucede una elegía

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Apoderarse de los medios de producción Le Vieux Docker, Le Cinéma du Peuple [El cine del pueblo](Francia) Octubre de 1913 es la fecha de la creación de una cooperativa anónima, Le Cinéma du Peuple; en el periódico Le Libertaire, dicha cooperativa reivindica «un cine que pertenece a la clase obrera. […] Nuestro objetivo es hacernos nosotros mismos nuestras películas, buscar en la historia, en la vida de cada día, en los dramas del trabajo, temas escénicos que compensen afortunadamente las películas deleznables servidas cada noche al público obrero.»2 Entre los siete filmes realizados por Le Cinéma du Peuple, subsisten las pruebas de cámara de un film de ficción,Le Vieux Docker, que trata sobre la muerte por agotamiento de un trabajador obligado a continuar su trabajo inhumano dado que el derecho laboral, en aquellos tiempos, no preveía el más mínimo retiro para el proletariado. Estos modestos planos que escaparon a la destrucción, todavía más elocuentes por su carácter de residuos del trabajo fílmico, atestiguan la existencia de generaciones enteras de obreros sucumbiendo a la tarea, explotados hasta la muerte por la patronal, en este caso bastante menos favorecidos que los esclavos de los tiempos antiguos, pues en aquel entonces sus amos al menos los alimentaban.

1928 Desarrollar la polifonía. Genjû Sasa (Japón) Debemos al cineasta Genjû Sasa uno de los primeros manifiestos proletarios recomendando el uso de las herramientas modestas a las cooperativas de contra-información fílmicas. En el artículo «Cámara juguete/arma» (revista Senki, junio 1928), Genjû Sasa programa las iniciativas prácticas que caracterizan todavía hoy el cine preocupado por emanciparse

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de las lógicas industriales: «La entrada de un estilo proletario y campesino en el día a día fotográfico se produce gracias a las cámaras de aficionados. […] Nuestras películas deben ser el género que despierte una conciencia de clase, que revele los resortes de la sociedad actual y ahonde en sus diferentes contradicciones. Las masas no organizadas se convertirán en participantes conscientes. […] Todos los materiales deberán ser dispuestos y transferidos de acuerdo con los deseos de la clase obrera. En consecuencia, el «montaje» de estos filmes documentales constituye el punto más importante para el cumplimiento de nuestra misión.»3 Genjû Sasa participa a continuación en la creación de Prokino que, hasta su disolución, debido al poder imperial en 1934, llega a realizar cuarenta y ocho p elículas (ficción, documentales, animación), de las cuales a día de hoy solo se han recuperado seis. Después de Le Cinéma du Peuple y el Kino-Pravda de Dziga Vertov, elProkino abre la vía a numerosos colectivos revolucionarios, a menudo comunistas y mantenidos por el Komintern durante los años 30 (como The Workers Film and Photo League en los Estados Unidos), y posteriormente, a grupos marxistas-leninistas o anarquistas durante las siguientes décadas.

1950 Tener cita con la historia Afrique 50, René Vautier (Francia) En 1947 es proclamada la «doctrina Jdanov», según la cual el Partido comunista soviético debe apoyar la lucha de los países colonizados en Asia y en África para contrarrestar el «bloque capitalista». Joven comunista francés, orgánicamente dedicado a todos los combates contra la opresión, la explotación y el racismo, René Vautier viaja al África-Occidental francesa bajo la égida de la Liga de la Enseñanza, que alberga en aquel entonces un buen número de los futuros cuadros de las luchas de liberación, empezando por Ouezzin Coulibaly, responsable de la Liga en Treichville, que aloja a René. En octubre de 1946, Coulibaly es uno de los cofundadores del Reagrupamiento Democrático Africano, movimiento seminal para cuya emancipación podemos ver ciertas manifestaciones a finales Afrique de 50. En 1949, el RDA organiza sus primeros grandes eventos políticos, que sistemáticamente concluyen siempre con un aumento de la represión colonial. Entre estos, una huelga de los impuestos violentamente reprimida por el ejército: «Viajando de Bamako hacia Abidjan, hemos seguido, 4 Raymond Vogel y yo, el trayecto de una de esas columnas de castigo», de las que la película recoge los vestigios sangrientos, para compararlas con los crímenes nazis en los pueblos franceses. Mientras que en la banda sonora se desgranan las cifras precisas de los beneficios de las compañías francesas y occidentales, la banda de imagen recoge las huellas de los abusos coloniales –las estructurales, del pillaje organizado, y las eventuales, de la represión militar–. En menos de veinte minutos, el film nos lleva desde el África inmemorial (paisajes de llanuras y de ríos, actividades artesanales y agrícolas, familias y juegos) hasta el estudio de los desastres del colonialismo que se ha instalado a partir de 1830, para terminar con la emergencia contemporánea de los movimientos africanos de emancipación, cuyos primeros éxitos políticos no se producirán hasta 1956. Afrique 50 combina, pues, las dimensiones de la polémica visual: informa sobre una situación de opresión económica y política; desmantela la ideología del progreso y señala los presupuestos racistas; hace un llamamiento a la lucha. Y, de manera análoga a lo que constituye una nación, Argelia, igualmente Vautier anuncia

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Afrique desde 1955 una independencia ineluctable, el impulso colectivo con el que se cierra 50, bajo sus aspectos de retórica optimista, sin dejar de constituir un compromiso de cita argumentada con la historia. Esas predicciones, que caracterizan la obra de René Vautier, se fundamentan, como todas sus películas y sus actos, a la vez en un análisis geopolítico, sobre su experiencia de resistente contra el nazismo, y en su confianza inquebrantable en el poder revolucionario de los pueblos.

1965 Abandonar el terreno del audiovisual Tres películas de Ulrike Meinhof (RFA), periodista comprometida, redactora jefa de la revista Konkret, analista política, Ulrike Meinhof se dedica a rendir cuentas de los aspectos oscuros del «milagro económico» alemán. En 1965 escribe tres documentales para la televisión alemana. Se difunden a través de una serie titulada «Panorama», son olvidados, y posteriormente exhumados en 2010 por el cineasta experimental Jean-Gabriel Périot en el curso de la preparación de su documental de archivos dedicado aRote la Armee Fraktion [banda Baader-Meinhof],Une jeunesse allemande[Una juventud alemana] (2015). Arbeitsplatz und Stoppuhr [Fábrica y cronómetro] analiza la introducción de un método americano de control del trabajo en las fábricas alemanas, el «MTM, measured-timemanagement» [gestión de medición del tiempo]. El 9 de agosto de 1965, los espectadores de la NDR (Radio Televisión de Hamburgo) oyen: «Hemos constatado que cada gesto de la mano puede ser subdividido en varios movimientos de base: tender la mano, coger, aportar, buscar, insertar, dejar. Haciendo miles de tomas fílmicas, se han evaluado los valores de tiempo constantes para cada movimiento. A continuación, las hemos inscrito en un cuadro. Hemos podido medir entonces la duración de cada manipulación de la mano con una precisión de una milésima de segundo. […] El provecho económico ligado a este proceso 5 es innegable. Por contra, hay que preguntarse si es humanamente aceptable.» El estudio llevado a cabo por Meinhof nos conduce implícitamente a los orígenes científico-militares de la invención del cine, es decir, a las investigaciones tanto de Eadweard Muybridge como las de Étienne Jules Marey y de Georges Demenÿ sobre la medición de los movimientos humanos y animales en vistas a un mejor rendimiento para el ejército y la patronal, proyecto resumido 6 bajo el concepto de «antropotecnia». Tomando un ejemplo concreto, «hace 4 años que Waltraud Voss trabaja en un puesto donde realiza cada día los mismos 5 gestos de la mano XX. durante 8 horas», Meinhof describe el destino común de millones de anónimos del siglo Pero, contrariaramente a lo que ocurre con la salida de las fábricas, la violencia de la jornada ordinaria, alegorizada para siempre en Tiempos modernos de Charles Chaplin (1937), casi no fue documentada, puesto que estaba prohibido filmar en las fábricas, excepto en el caso de películas de encargo, desde el punto de vista, por tanto, de la patronal. De la realidad del trabajo industrial quedan, pues, principalmente, o b ien imágenes clandestinas, como las de la obra maestra de Bruno Muel,Avec le sang des autres (1974); o bien planos realizados en fábricas en huelga, como en Sochaux el 11 de junio del 68 (groupe Medvedkine, 1970). La segunda película televisiva de Ulrike Meinhof, Arbeitsunfälle [Accidentes laborales], Gastarbeiter [Trabajador constata las carencias en materia de seguridad; la tercera, inmigrado], describe paso a paso la condición de los trabajadores inmigrados en la República

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Federal Alemana, la dificultad de encontrar vivienda, la insalubridad de los albergues de acogida, los obstáculos para el reagrupamiento familiar. Los tres filmes de Ulrike Meinhof documentan y critican de manera precisa las condiciones de vida de los obreros en una RFA en plena ascensión económica y siempre dirigida política y económicamente por un grupúsculo de antiguos responsables y colaboradores nazis. El llamamiento democrático al gran público para mejorar las condiciones de los obreros e inmigrados no obtiene respuesta, y Ulrike Meinhof busca salida en el individualismo revolucionario.

1967-2003 Hacer que los relatos vean la luz (Bretaña, Franco Condado, Norte, Paso de Calais) En Francia, el gran momento del cine proletario, es decir creado por los propios obreros, se pone en marcha en 1967 gracias al encuentro de Chris Marker y Mario Marret, de René y Micheline Berchoud, impulsores del Centro cultural popular de Palente-les-Orchamps, de Pol Cèbe, bibliotecario de la fábrica Rhodiaceta en Besançon, y de los obreros del equipo B de la fábrica, que juntos formaron los grupos Medvedkine de Besançon, después de Sochaux, acompañados por René Vautier, Jean-Luc Godard, Bruno Muel,Antoine Bonfanti Se conocen menos otras tres grandes experiencias cinematográficas en medios obreros: en Bretaña, Quand tu disais Valéry (1975), corealizada por René Vautier, Nicole Le Garrec y los obreros de la fábrica de caravanas Caravelair en Trignac, cerca de Saint-Nazaire, que describe paso a paso las tácticas propias de una huelga para proponerlas a otras fábricas; en Montbéliard, la experiencia llevada a cabo por Armand Gatti, Hélène Chatelain y Stéphane Gatti entre 1975 y 1977 bajo el título Le Lion, sa cage et ses ailes, fresco de autorretratos realizados por las comunidades inmigradas de la fábrica Peugeot; en los departamentos Norte y Paso de Calais, los filmes realizados por los mineros durante las estancias organizadas por Pierre Gurgan a finales de los años 70, cuando los pozos empezaban a cerrar. A partir de 2003, en el marco del colectivo marsellésLe Polygone étoilé, ese material de fotografía tradicional largamente olvidado vuelve a tomarse en cuenta y lo monta Aaron Nikolaus Sievers. «Se trataba de entrada de extraer la palabra de los mineros, de extraer su memoria y rescatarla a la luz del día. Se trata de tomarse el tiempo para sentarse con ellos en el bar de la esquina, para charlar Y tomarse una copa o escuchar unpoema escuchar las historias del trabajo, el odio, el combate y también sus historias de amor. En la respiración difícil de las voces de los afectados por la silicosis, lo que persiste, antes que nada, es esta memoria de Flaczynski, Flament, Jules y Marguerite Grare, los Debarge, la risa de Paul Beaulieu, las mujeres de 7 mineros polacos, el resistente Moreels y los otros sindicalistas cuyos nombres no sabemos.»

ordenación de un extremo a otro y la seriación de las secuencias convocadas caracteriza formalmente la mutilación. Die Schulung , 1987 [Adoctrinamiento] reproduce las imágenes de un seminario donde se inculca a los cuadros las prácticas de persuasión; Leben – BRD, 1990 [La Vida – RFA] observa el formateo de los comportamientos en diferentes oficios (escuela de policía, de comadronas, compañía de seguros);Die Bewerbung, 1997 [Aprender a venderse],Die Schöpfer der Einkaufswelten , 2001 [Creadores de los mundos de compra] son las películas etnológicas que merece el mundo occidental, sea capitalista o comunista, describiendo la vida administrativa y mutilada. Sin embargo, en filigrana psíquica de cada uno de los fotogramas, se inscribe el gesto de Harun chafándose un cigarrillo en el brazo en guisa de representación asintótica de los sufrimientos del pueblo vietnamita bombardeado con napalm (Nicht Löschbares Feuer, 1969 [Fuego inextinguible]. El gesto proporciona la imagen profiláctica, de una soberana simplicidad, capaz de destruir de entrada las consignas de la dominación, al igual, por ejemplo, que el movimiento de vacilación producido por el fusilero de El acorazado Potemkin (S. M. Eisenstein, 1925) que se niega a disparar a sus camaradas y provoca de este modo el motín general.

1970 Asegurar la libre circulación de las imágenes Repression [Represión], L. A. Newsreel (Estados Unidos) «Tenemos que unirnos en un solo pueblo conducido por la clase obrera: negro, moreno, amarillo, rojo y blanco, masculino y femenino.» Así termina Repression (1970), panfleto marxista-leninista de la rama de los angelinos del colectivo Newsreel, procedente del Black Panther Party [Partido de las Panteras Negras]. La posición internacionalista de la película se argumenta también en su utilización de las imágenes: pueden reconocerse planos procedentes de otras películas, sobre todo de Rio Chiquito de Jean-Pierre Sergent y Bruno Muel, rodada en la jungla en 1965, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia llevaban a cabo «una guerrilla pobre mantenida por campesinos pobres, que sin embargo eran capaces de resistir los ataques aéreos y terrestres de la armada colombiana».8 La libre circulación de las imágenes entre los colectivos militantes, emblematizada por la práctica de René Vautier (que perdió en la empresa un buen número de películas), prefigura un tiempo donde los bienes materiales e inmateriales, en particular culturales, estarán a disposición de todos y ya no serán propiedad de unos pocos.

1974-1980 1969 Concebir imágenes profilácticas Fuego inextinguible, Harun Farocki (Alemania) Harun Farocki pone en el centro de su proyecto la confrontación entre las representaciones dominantes y el análisis crítico de las imágenes. Preferentemente sin texto de acompañamiento, una serie de sus obras observa la manera cómo los cuerpos son atacados, formados, domesticados y vaciados mediante el conjunto de técnicas de control: la simple

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Transformar una película en plataforma colectiva. Pere Portabella (España), Rui Simões (Portugal) Después de treinta y seis años de dictadura, Franco muere en 1975. En 1977, Pere Portabella termina un fresco documental que emblematiza el principio de responsabilidad política en el cine, Informe general sobre unas cuestiones de interés para una proyección pública . Aquí, un film pone literalmente en solfa lo que preconiza: elaborar una plataforma concreta de discusiones para apoyar la transición del fascismo hacia la democracia. De ser solipsistas, encantados y taciturnos, los filmes de Portabella de golpe se vuelven bulliciosos, ruidosos

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y tumultuosos, preocupados por la claridad, por explicarse, pero siempre polimorfos y libres. Como ningún otro, Informe general nos restituye la palabra de un pueblo trabajando para constituir su propia organización, en el conflicto, la incertidumbre, la fragilidad y la necesidad del proceso democrático. Después de cuarenta y ocho años de dictadura, el 25 de abril de 1974, gracias a unos cuantos capitanes valientes inspirados por las luchas de emancipación en África, Portugal ve florecer la Revolución de los claveles. ¿Cómo un pueblo, de ser paciente, se convierte en agente histórico? ¿Cómo se deja confiscar su revolución por los aparatos políticos, o bien puede, por el contrario, llevarla a cabo con éxito? Adoptando una forma de reflexión visual y musical, Rui Simões dedica su obra maestra Bom Povo Português (1980) a estas cuestiones fundamentales, combinando, por una parte, retratos de multitudes, de grupos y de individuos, y por otra, escenas de debates políticos y descripciones de la condición obrera y campesina. Como enLa Tierra quema de Raymundo Gleyzer (1964), una miseria escalofriante, secular y abismal, se deja entrever a través de algunas figuras, sobre todo femeninas, que se expresan en la película. Pero la última palabra la tendrá un niño. En este viejo país católico, como en España, la Iglesia ha apoyado la dictadura, y un maestro pregunta a una clase de niños: «Según vosotros, ellos, ¿por qué han muerto?» (Un «ellos» que son anónimos, remitiendo al conjunto indefinido de los seres humanos que los rodean.) Uno tras otro, los escolares responden: «porque Dios los ha llamado», «porque han pecado» La película termina con la respuesta de un niño que sonríe tímidamente: «porque han trabajado mucho». Muertos de agotamiento, como el viejo descargador de muelle de 1913, como los miles de humanos y de animales tragados por la historia de la explotación.

2007 Volver a dar una perspectiva colectiva a la historia de las luchas. Profit Motive and the Whispering Wind[Motivo de provecho y el viento susurrante]de John Gianvito (Estados Unidos) En sus vidas anteriores y simultáneas, Gianvito fue conservador y programador en el Harvard Film Archive así como en el MIT, profesor de producción y realización en la universidad de Massachusetts y crítico de cine. Por decir que, cuando realiza una imagen, John Gianvito sabe en qué contexto inscribirla, a qué representaciones remite, de qué fuentes artísticas y sociales puede extraer sus fuerzas. En 2007, combinando las influencias conjugadasTrop de tôt trop tard [Demasiado pronto demasiado tarde] de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet (1980) con la de Howard Zinn,Profit Motive and the Whispering Wind eleva un himno visual a la historia de las luchas de emancipación en el territorio americano, desde las resistencias de los indios hasta las manifestaciones contra la guerra de Irak. «Hablar de política, para mí, 9 supone hablar de política de las imágenes.» En la batalla que hace furor entre los medios de comunicación libres y los grandes grupos, a contracorriente de los discursos habituales sobre la ineficacia del arte, John Gianvito sitúa con precisión las responsabilidades del cine: invitar a una «contemplación productiva», transmitir la memoria de las luchas sean cuales fueran sus causas, devolverles una perspectiva colectiva en tiempos de atomizaciones identitarias, robustecer el coraje de los que combaten, inflamar los debates. «Si las películas fueran incapaces de suscitar el mínimo cambio, ¿por qué son tantas las censuradas en tantos países?

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Salt of the Earth [La sal de ¿Por qué se hicieron tantos esfuerzos concertados para bloquear la tierra], de Herbert J. Biberman, 1954, en cada etapa de su fabricación? ¿Por qué hacer “desaparecer” a Raymundo Gleyzer? ¿Por qué mantener a Jafar Panahi en su domicilio bajo 10 vigilancia? ¿Por qué Dhondup Wangchen, cineasta tibetano, fue encarcelado y torturado?»

2008-2009 Explorar la polimorfía Lech Kowalski,Camera War [Guerra de cámara](mundo) Lech Kowalski encarna en el cine el movimiento punk: excitación máxima en búsqueda de singularidades inasimilables que obligarán al gran cuerpo social inerte a desplazarse lentamente, en un cara-a-cara extralúcido con la miseria (social, mental, sexual…), y un rechazo de la preservación de sí mismo, la escalofriantecrudeza estilística, eltrash como resurrección crítica del naturalismo. El arte no como producto emocionante sino como disturbio productivo. En 2008, Lech Kowalski crea el proyecto Camera War, uso ejemplar de las posibilidades logísticas y estéticas contemporáneas en materia de guerrilla visual: en ese portal, cuelga semanalmente los episodios de su crónica, que cuenta al final con setenta y nueve episodios. Camera War representa a la vez una síntesis espontánea de las formas clásicas del cine contestatario y una expansión de lo que en ellas permite una mayor ligereza. Retrato de individuos (Kellyann, por ejemplo, se inscribe en la línea de Portrait of Jason, de Shirley Clarke), captación de un discurso (el muy estructurado «Prisoner», saliendo de la cárcel), descripción devoradora de paisajes naturales o urbanos Apartment ( Building ), ready-made crítico a base de archivosHoly ( Year, 2000), informes de manifestaciones cuyos eslóganes asociados colman la necesidad de análisis político (fulminante pancarta «Jump, You Fuckers!» [¡Saltad, hijos de puta!] en los bajos de los inmuebles de Wall Street), seguidos de acciones (por ejemplo el viaje que siguen los boletines de voto), estudios etnológicos (la tribu de los que viven sobre los tejados,Before the Crisis) Muestrario y transformación delpresente en punteados históricos,Camera War se permite todo tipo de organizaciones: la descomposición de una situación o de un encuentro en varios episodios (el viaje a Italia; «Kellyann»); la puesta en serie (la de los «Fuck»; la de las «Stations de Croix»); la recurrencia, como las vueltas al Domenico, café utópico que sería respecto al espacio lo que Camera Wares al tiempo, un portal «que cambia el ambiente colectivo», como lo formula Lech Kowalski a propósito del café; y naturalmente, la yuxtaposición de las cosas únicas, es decir, las situaciones, los instantes, las personas, los gestos, todos fugaces y todos incomparables, este «imponderable» de la vida, tan querido por Jean Epstein y Henri Langlois. Como proyecto general, Camera War explora las bellezas estilísticas de la irregularidad para luchar contra la «Corporate Reality» [Realidad corporativa], título que es leyenda permanente en uno de los dos episodios constituidos por imágenes televisivas: la ceremonia de la elección de Barack Obama, refilmada sobre una gran pantalla y montada de nuevo con grandes resoplidos escépticos. La lógica de conjunto tiene que ver con la sedimentación, para retomar el término de un minero polaco deOn a Clear Day, según la cual los fenómenos no se reducen a ellos mismos sino que se insertan en unas estratigrafías temporales más vastas, moviéndose como aluviones, impregnándose y fertilizándose los unos a los otros, deslizándose de golpe en bloque como los iconos en galería en la página de camerawar.tv.

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Normalmente, para que un trozo de la realidad se ponga al descubierto, hace falta por ejemplo un huracán capaz de arrancar los tejados de chapa de la invisibilidad social. Camera War, sus panorámicas, sus zooms aéreos, sus montajes «cut», sus maneras de acercarse y captar en su energía los cuerpos que pasan cerca, sus saltos de un continente a otro, es ese gran soplo arremolinado que descama las creencias y expone la vida toda hormigueante de asperezas, de particularidades, de movimientos inesperados – sin tener necesidad, sin embargo, de destruir. Desde este punto de vista, el proyecto más cercano a Lech Kowalski Chronique d’un été [Crónica de un verano] no sería tanto el de Jean Rouch, Edgar Morin y su (1961, preguntando a los paseantes a lo largo de un corte temporal precisamente definido), como el de Albert Londres, capaz, en un oscuro presidio, de filmar los textos de todos los tatuajes y los graffitis de los prisioneros, palabras y símbolos arrancados en el fondo del fondo del infierno social.11 Porque filma a partir del tatuaje, del grafiti o del cuerpo tirado en la acera (Presidente Obama), cuando Kowalski describe una sopa de ortiga, un amish en Manhattan, unos bisontes, un concierto caricaturesco, unos puros habanos, un republicano, dos gitanos tomándose una hamburguesa, incluyéndolo a él mismo ofreciendo su arte poética (The Eye), la atención descriptiva constituye en sí misma un gesto de protesta, coleccionando y asociando la aspereza de las singularidades contra la laminación que suponen las simplificaciones y las difamaciones figurativas. A este respecto, la obra de Lech Kowalski cumple un ideal de cine popular, es decir, para y por un pueblo que no sería definido anticipadamente según una pertenencia geográfica o nacional, sino un pueblo que se reúne y se dibuja a la medida de los signos en los cuales el autor recoge la energía expresiva, depresiva, en fusión, sin coherencia, proporcionada a priori.

2008-2012 Auscultar la resignación

Doméstica [Empleada de hogar] de Gabriel Mascaro (Brasil) Remue-ménage dans la sous-traitance[Tejemanejes de la subcontratación]

de Ivora Cusack (Francia) Con Doméstica (2012), Gabriel Mascaro explora un campo de lo más ingrato, el menos susceptible de acontecimientos, de peripecias, de heroísmo positivo o negativo: el de la resignación. Ideando un dispositivo de delegación para la obtención de las imágenes (una serie de adolescentes filman a las empleadas del hogar que sirven en sus familias), Doméstica describe el conjunto de opresiones consentidas que pesan sobre siete empleadas del hogar: saturación física de su tiempo por un trabajo repetitivo y sin interés, saturación afectiva de sus espíritus por las necesidades de los otros, saturación psíquica de sus imaginarios por la televisión y la radio, explotación por parte de sus empleadores de una manera amable, y por ello mismo más tóxica, pobreza endémica, explotación por parte de sus parejas, a menudo ausentes en su vida diaria, explotación de su propia imagen por parte de los adolescentes que las filman. Las empleadas del hogar lloran a menudo, se derrumban a veces, cantan para evadirse y aliviarse un momento, bailan para crear un momento de placer. No protestan ni se rebelan nunca. El punto de vista de la película se encuentra en su estructura. Gracias al bucle que forma el séptimo episodio con el primero, el film construye un trayecto político: nos ofrece desde imágenes de cosificación (las telenovelas) hasta las

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fotografías de familia que dan fe con crudeza de la existencia de un destino económico. Dos niñas crecen juntas y son muy amigas, hasta que una se convierte en empleada de la otra, entonces, como dice la burguesa, con terrorífica violencia simbólica, de mala conciencia y de hipocresía: «he tenido que afirmarme como la patrona». En el curso de la película, es la propia noción de «domesticación» que aparece: la alienación de sí por la fuerza latente de las obligaciones familiares, el consentimiento tácito, la automutilación psíquica. Y eso, tanto por parte de los señores como de los esclavos. Cuando una madre de familia confiesa que ha acompañado a su sirvienta embarazada al hospital pero que no se quedó en el parto, con sus lágrimas de remordimiento, de vergüenza y de autocompasión se expresa toda la violencia ordinaria, no solo de la lucha de clases, sino de la manera en que cada cual se conforma cobardemente con su estatus social. Y eso es lo que es realmente servil, no la condición de empleada del hogar: la servitud a unos intereses de clase, la identificación con una posición económica, la conformación con un estatus social en lugar de la lealtad a los propios sentimientos. A los protagonistas de Doméstica nos gustaría poderles mostrar Remue-ménage dans la sous-traitance (2008), documental activista de Ivora Cusack. Durante cuatro años, dos colectivos documentaron la lucha de una veintena de asistentas de limpieza en París. Explotadas por una empresa de subcontratación, estas mujeres procedentes de Senegal, de Mauritania, de la Martinica, sobre las cuales pesan todas las desventajas sociales heredadas de la tradición y las injusticias multiplicadas por diez de la globalización, han aprendido a luchar, a defenderse, a conquistar sus derechos, a pelear por sí mismas y por las otras. Supuestamente ellas deben limpiar y ordenarlo todo, y han aprendido a desordenar: su estatus de esposas y de madres, los vestíbulos de los hoteles que las empleaban y donde vuelven para organizar pícnics de huelga, el orden social y económico que las arrinconaba a un estatus de esclavas mudas e invisibles. Desearíamos que pueda comunicarse la jubilación de las que, como Fatoumata Coulibaly, han conseguido superar la explotación, el despido, la timidez, su desconocimiento del derecho laboral y de la lengua francesa. Imaginamos a las empleadas de hogar brasileñas descubriendo el recorrido de sus homólogas inmigradas en Francia. Las vemos, quizá con el hijo magnífico de Doméstica a su lado, el que filma con tanta pertinencia política el momento en el que una sirvienta firma la autorización de utilizar sus imágenes, apagando la televisión para buscar en Internet el portal de la Organización Internacional del Trabajo.

1974-2009 Constituir el patrimonio de los desheredados Grève sauvage [Huelga salvaje] de Ratgeb (Bélgica) y revisitado por Chaab Mahmoud (Francia) ¿Desde cuándo el estatus de cineasta ya no indica nada de ese privilegio social que Luc Moullet describía en un artículo de 1967 titulado «Le cinéma n’est qu’un reflet de la lutte des clases»12 [El cine no es sino un reflejo de la lucha de clases], pues, según él, los realizadores provenían todos de la burguesía? Actualmente, al igual que Guillaume Massart, autorLesde dragons n’existent pas[Los dragones no existen] (2009), película magistral dedicada a los últimos fuegos de la desindustrialización en las Ardenas mediante una puesta en subasta,

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los cineastas reivindican su propio estatus de subproletarios como una fuerza estética, un punto de vista legítimo desde el cual dar testimonio de la pesadilla de las pauperizaciones contemporáneas. Las iniciativas de constitución de un patrimonio político y cultural por y para los que niegan todo valor a la posesión se convierten entonces en reivindicaciones ofensivas. Definiéndose a sí mismo como «obrero de la imagen», el franco-sirio-malgache Chaab Mahmoud desea de esta manera ofrecer un eco visual a uno de los panfletos más radicales del siglo XX, De la grève sauvage à l’autogestion généralisée [De la huelga salvaje a la autogestión generalizada] (1974) de Ratgeb, seudónimo de Raoul Vaneigem. «¿Os ha ocurrido el haber experimentado fuera del lugar de trabajo el mismo asco y aburrimiento que en la fábrica? ¿Habéis sentido el deseo de destruir con fuego una factoría de distribución (supermercado, grandes superficies, almacén)? ¿Tenéis la intención, a las primeras de cambio, de romperle la cara a vuestro jefe o a quien sea que os trate de subordinado? ¿No os desazona la destrucción sistemática del campo y del paisaje urbano?»13 En 2009, sobre planos secuencia en blanco y negro, eriales creados por la desindustrialización y ciudades periféricas donde se amontonan los olvidados de la sociedad, Grève sauvage (la génesis) permite leer textualmente las preguntas analíticas y beligerantes de Vaneigem la pertinencia de las cuales no ha dejado de aumentar en tiempos del capitalismo financiero, en francés y en inglés, para que resuenen un poco más lejos, armas de la razón en tiempos de la mundialización.

2006-2010 Desarrollar las formas cordiales Regardez chers parents [Mirad, queridos padres], Mory Coulibaly (France), Sou Hami. La crainte de la nuit, Anne-Laure de Franssu (Francia-Mali) Las iniciativas de Jean Rouch y del cine directo (en particular canadiense) han creado una rica tradición de formas colaborativas y participativas con los temas filmados. Pero podemos 14 hablar a partir de ahora de formas cordiales, en el sentido de Iván Illich, descubriendo las obras cada vez más numerosas que se esfuerzan para poner en circulación las imágenes de los – Notre corps est une arme[Prisiones-nuestro cuerpo es un otros, como Clarisse HahnPrisons ( arma], 2012, para unos activistas kurdos), Bijan Anquetil La(nuit remue, [La noche se mueve], Le(Pendule de Costel[El péndulo de Costel], 2012, para unos refugiados afganos) o Pilar Arcila 2013, para una familia gitana). En 2006, en el corazón de la lucha de los expulsados de Cachan que vio a un millar de personas atrapadas en las redes sin piedad de la política antimigratoria del gobierno francés, Mory Coulibaly, refugiado político marfileño y delegado de las familias expulsadas, filma los acontecimientos, ayudado por Anne-Laure de Franssu y su asociación «II mots en Images». El resultado esRegardez chers parents, documentación y reflexión sobre la lucha en curso. El año siguiente, Anne-Laure de Franssu et Mory Coulibaly emprenden un viaje a Mali, una gira por ciudades y pueblos donde Regardez chers parentses proyectada a unos espectadores estupefactos por la violencia del Estado policial, cuyas intenciones, que a menudo les afligen menos a ellos que a la Francia contemporánea, constituyen una de las críticas más potentes a día de hoy de la biopolítica europea. El informe de esta gira y de los Sou Hami. La crainte de la nuit debates suscitados por los acontecimientos de Cachan se titula [El temor de la noche] (2010), espléndido ensayo sobre el rol de las imágenes en las luchas.

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2010 Basarse en el salvajismo The Silent Majority Speaks [La mayoría silenciosa habla], Bani Khoshnoudi (Irán) «Cada rostro podría ser el de un preso político o el de un mártir», explica Bani Khoshnoudi en The Silent Majority Speaks, rodada en Teherán en 2009 durante la «Revolución verde» y difundida después clandestinamente bajo el seudónimo «El colectivo silencioso» hasta el 2013. Acreditar un levantamiento popular contra la dictadura sin poner en riesgo a los manifestantes filmados, recapitular un siglo de levantamientos políticos más o menos insurreccionales y siempre reprimidos a sangre y fuego, reflexionar sobre las funciones letales, tóxicas o, por el contrario, emancipadoras de las imágenes: el conjunto de estos objetivos alcanzados porThe Silent Majority Speaksindica de entrada la exigencia que anima a la artista plástica, cineasta y productora Bani Khoshnoudi. Rechazando cualquier dogmatismo y desarrollando lo que podríamos l amar «un activismo de la cuestión», se ha dedicado sucesivamente a documentar las manifestaciones populares en Irán, la política anti-migratoria en Francia, la cultura zapoteca en México. En una obra dedicada a la auto-emancipación, cuyo título,Les Sauvages dans la cité, tiene ecos del nombre escogido por Bani Khoshnoudi para su productora, situada así bajo la égida de Claude Lévi-Strauss, la «pensée sauvage» [El pensamiento salvaje], el historiador René Parize distinguía «el saber de sumisión» (único) y 15 Confrontada tanto a la censura político-religiosa «los saberes de revuelta» (numerosos). como a las estrategias de autocensura, el trabajo de Bani Khoshnoudi desarrolla los saberes y el «savoir-faire» de la revuelta, con un primer campo de acción, que es la manera cómo las opresiones íntimas somatizan y reconducen las represiones políticas.

1926-2011 No esperar a estar en posición de fuerza Rien que les heures [Sólo las horas], de Alberto Cavalcanti, Maàlich de Thomas Jenkoe (Francia) En 1926, para resituar el cine a la altura de los desafíos históricos que le son contemporáneos, Alberto Cavalcanti realiza la primera sinfonía urbana, Rien que les heures. Se trata de romper los clichés y de volver a empezar la representación en nombre del sufrimiento concreto de los excluidos: una mendiga recorre el film, pequeña silueta negra en los eriales desolados, fina aguja de una brújula que indicaría la dirección de una precisión figurativa. En 2011, Maàlich de Thomas Jenkoe retoma la antorcha encendida por Cavalcanti, que había sido relegado desde entonces por otros poetas visuales urbanos (Kenji Mizoguchi, Peter Weiss, Masao Adachi, Lionel Rogosin, Jérôme Schlomoff…). En vez del París partido entre el centro y las barreras de los años 1920, Maàlich encuentra su lugar en Chinagora, improbable complejo comercial en zona suburbial que desnacionaliza el territorio, transformado en lugar de repliegue de los fracasados de la mundialización económica. En lugar de los traperos alegóricos de Cavalcanti, unos individuos, encogidos en los rincones de hormigón como los inmigrados argelinos de los Trois Cousins(1970) de René Vautier, estaban enterrados en las grutas de las orillas del Sena, individualidades atrapadas en su propia complejidad, su capacidad de separación y a veces incluso de repulsión, y no se contempla ni un instante que el film pueda agotarlas. En vez de un autor soberano

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que regula y selecciona los regímenes de imágenes, un cineasta, sin duda mucho más perdido que las personas que encuentra, se lanza a conversar con ellas, como uno se tiraría de un tercero, convencido por la alucinación de caer en brazos de alguien. En vez de una exploración extensiva de las formas descriptivas propias del cine a lo largo de las horas del día, Maàlich impone una bajada con apnea en los recursos ópticos ofrecidos por la noche, la noche sola, la noche acogedora que nos libera de lo social y devuelve a cada uno a sus necesidades elementales, dormir, comer, querer, intentar asegurarse a pesar de todo. La noche, figura de la existencia reducida a una pesadilla material. Maàlich, destellos de humanidad, fulgores vacilantes en el umbral del sentido.

las páginas de Jean-Paul Sartre sobre la ocupación alemana a la situación libia; un mercenario conmovedor de Darfour cuyo nombre de pila es Gadafi ). Todavía más que la última toma de la fortaleza presidencial por parte de los zintaneses, algunos planos filmados a lo largo de la autopista mientras que la columna marcha hacia Trípoli, por sí solos justifican la existencia que, sin embargo, es habitualmente cosificante, de los aparatos contemporáneos de grabación: en los arrabales de Trípoli, las mujeres, los niños, los habitantes, familias enteras salen de sus barrios y avanzan hacia los combatientes para confraternizar, agitando los brazos, cantando victoria, saltando de alegría y de entusiasmo, mientras que les cláxones descontrolados de los rebeldes los saludan, como para sellar un casamiento con su libertad reencontrada.

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Notas 1. «The artist is an intellectual worker, who, as part of the people, must choose. Either use his skill in service of the people, urging-on their struggles and the development of a revolutionary process, or openly side with the dominating classes, serving as a transmitter and reproducer of bourgeois ideology. […] We must therefore serve as the stone which breaks silence, or the bullet which starts the battle.» Terry Plane, «Three Interviews with Raymundo Gleyzer in Australia», Adélaïde, junio de 1974. Disponible en línea: http://www. filmraymundo.com.ar/sitefinal/ english/documentos/doc03.swf 2. Laurent Mannoni, «28 octobre 1913 : création de la société Le Cinéma du Peuple», en «L’année 1913 en France», 1895, Revue d’histoire du cinéma, AFRHC, octubre de 1993, p. 100-107. 3. «It is the worker farmer style entry into daily lives of photography through amateur cameras. […] More than anything, our films at our present stage should be ones that awaken class consciousness, expose the elements of present-day society, and thoroughly gouge out all the various social contradictions. The unorganized masses will become conscious participants; the

Crear laUr-Information [Información srcinaria]. Tomorrow Tripoli, Florent Marcie (Francia-Libia) La popularización de las herramientas numéricas de realización y de difusión permite a los creadores y enunciadores de todos los órdenes una autonomía integral, en el sentido de que esta sostiene el conjunto de la cadena, desde la concepción hasta la puesta en circulación de las imágenes. Al binomio tradicional «desinformación y contra-información», hay que añadirle a partir de ahora el término deUr-Information, información srcinaria, en la medida en que esta precede a la información oficial, que la explora para deformarla, simplificarla y traicionarla. El final de los años 90 ve florecer simultáneamente colectivos de contra-información tales como IndyMedia, y políticas solitarias que practican el asalto visual tan libremente como Albert Londres el reportaje literario. Ejemplarmente, Florent Marcie, cronista de largo recorrido, emprende su primer viaje a Chechenia en 1996. Montada en 2007, Itchkéri Kenties el resultado de diez años de reflexiones y de viajes al núcleo de la resistencia chechena, a la XVIII medida de la historia de un pueblo en lucha con el poder central desde finales del siglo . Imágenes del ruso en Chechenia, imágenes del checheno según los rusos, filmes etnográficos del pasado, cinta videográfica de un presente simultáneamente vivido y reflexionado, como si Fabrizio del Dongo contemplara la batalla en plano general y en plano demasiado corto… Itchkéri Kenti, historia subjetiva de una situación colectiva, se toma el tiempo de exponer y de criticar las diferentes formas de conflictos, materiales, culturales, temporales, que estructuran Saïa, film experimental en el frente de una lucha popular. En el 2000, Florent Marcie rueda Afganistán. En 2015, acaba las dos otras secciones de su trilogía dedicada a los hombres en Commandant Khawani, esboza el la guerra (Chechenia, Libia, Afganistán). La segunda sección, retrato de un joven comandante afgano en la base de Bagram, en el 2001, en el momento Tomorrow Tripoli, describe la lucha de rebeldes libios de la toma de Kabul. La tercera parte, durante la revolución. Desde la ciudad de Zintan, en las montañas del Nefussa, un grupo de simples ciudadanos se organiza poco a poco, combate primero sobre el terreno al ejército de Gadafi que lo asedia, después baja hacia el mar, hacia Zawiya y hasta Trípoli. Bajo las balas y los obuses de mortero que llueven día y noche, en los campos de minas, progresa la columna y Florent Marcie va con ellos. A riesgo de morir casi a cada plano, Marcie documenta de forma impávida la guerilla montañesa y posteriormente urbana que retoma las carreteras y después las calles una por una, así como los encuentros más inesperados (un zintanés que ha leído tantas vecesQuatrevingt-treize [Noventa y tres] de Victor Hugo que lo ha estropeado y aplica

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organized masses will understand that will to struggle. […] Then all materials must be arranged and transferred according to the desires of the working class. Consequently, the «editing» of documentary film (jissha eiga) means the gravest settlement of that mission’saccomplishment.» Mamoru Makino, «Rethinking the Emergence of the Proletarian Film League in Japan (Prokino)», en Abé Mark Nornes y Aaron Gerow (dir.), enPraise of Film Studies: Essays in Honour to Makino Mamoru, Victoria (ColombieBritannique), Trafford/Kinema Club, 2001, p. 37-38. 4. René Vautier,Caméra citoyenne, Rennes, Apogée, 1998, p. 36. 5. Ulrike Meinhof,Arbeitsplatz und Stoppuhr, 1965. Traducido del alemán al francés por Michelle Brenez. 6. Véase Christian Pociello, La Science en mouvements. Étienne Marey et Georges Demený (1870-1920), París, PUF, 1999. 7. Aaron Sievers, Flacky et camarades (Le cheval de fer). Le cinéma tiré du noir de Aaron Sievers, Marsella, Commune, 2011. 8. Bruno Muel, en «Bruno Muel ou l’humanisme critique», programa de la Cinémathèque française, París, octubre de 2007.

09. John Gianvito citado por el autor en «John Gianvito, la contemplation productive», Cahiers du cinéma, 676, marzo de 2012, p. 80. 10. Ibid., p. 81. 11. Albert L ondres,Au bagne, París, Albin Michel, 1923. 12. In Luc Moullet, «Brigitte et Brigitte», Cahiers du cinéma, 187, febrero de 1967, p. 44. 13. Raoul Vaneigem,De la grève sauvage à l’autogestion généralisée, 1974, disponible en línea: http://1libertaire.free. fr/Autogestion17.html 14. Cordialidad: «Todas las relaciones autónomas y creativas entre las personas, por un lado, y las relaciones entre las personas y su entorno, por el otro», «que da al hombre la capacidad de ejercer la acción más independiente y más creativa, utilizando herramientas menos controlables por los demás». Iván Illich,La Convivialité (1973), París, Éd. du Seuil, 2010, p. 28 y siguientes. 15. René Parize, «Savoir de soumission ou savoirs de révolte? L’exemple du Creusot», en Jean Borreil (dir.), Les Sauvages dans la cité. Auto-émancipation du peuple et instruction des prolétaires au XIXe siècle , Seyssel, Champ Vallon, 1985, p. 91-103.

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Episodios insurreccionales en el Museu Nacional d’Art de Catalunya Francesc Quílez i Corella

Después de arrancar en París, el Museu Nacional d’Art de Catalunya acoge una exposición, comisariada por Georges Didi-Huberman, inconformista y comprometida con la causa de los insurrectos, los que no se resignan a aceptar una condición existencial alienada que les priva de poder ejercitar los mínimos derechos personales. En un contexto histórico lleno de adversidades, el rebelde convierte su gesto en la expresión de una insatisfacción que, en ningún caso deriva en una experiencia inhibida, o nihilista, sino que se transforma en una fuerza dinámica que lo subleva y lo impulsa a proclamar, aunque, a menudo, no supere la gestualidad del acto simbólico, la contrariedad que le desvela un entorno insolidario y poco comprometido con los valores de defensa de la dignidad humana. En este marco de referencias, la muestra que se presenta se convierte en una herramienta necesaria para estimular la capacidad de reflexión, así como para poner en evidencia la incapacidad para poder alcanzar el ideal de emancipación social y autorrealización personal, como dos de los cimientos sobre los que descansa un edificio, el de la modernidad, lleno de grietas. En este sentido, el material expositivo se convierte en un recurso instrumental muy útil para sacudir la consciencia adormecida y conformista de una sociedad que ha renunciado a la capacidad de transformación que caracteriza la actividad humana. El sentimiento de rebeldía se convierte en uno de los ejes vertebradores del recorrido expositivo que, en el caso de la itinerancia barcelonesa, se ve reforzado con una selección de un conjunto importante de obras pertenecientes a la colección del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Se trata de un grupo heterogéneo, cuya visibilidad revaloriza el significado de un fondo que, dada su riqueza y diversidad, permite desarrollar un enorme potencial, adaptándose a las necesidades y requerimientos complejos de los proyectos expositivos. Resulta especialmente estimulante pensar que unas producciones que se presentan como episodios aislados e inconexos, puedan encontrar un hilo conductor que facilite el establecimiento de relaciones entre ellas y las cohesione en un sistema interrelacional que supere las dinámicas históricas de corto recorrido o los condicionantes de tipo estilístico. Con esta mirada, las obras cobran una nueva dimensión, ya que dejan de ser contempladas como el resultado de un momento de inmanencia histórica y se convierten en símbolos, arquetipos de signo universal. No en vano, algunas de las obras expuestas suponen el descubrimiento de un material casi inédito, pero, sin embargo, sorprendentemente muy sugerente, atractivo y que ayuda a contextualizar históricamente el mensaje expositivo. Esta dimensión histórica que caracteriza gran pate de la obra del Museu Nacional también contribuye a arraigar la

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exposición en unas determinadas circunstancias históricas y en una realidad social y política muy vinculada a los avatares y acontecimientos que han configurado el relato histórico catalán. Ahora bien, sin menospreciar la importancia documental, o el testimonio histórico que representan algunas de las composiciones, no es menos cierto que algunas de ellas tienen suficiente entidad, fuerza y calidad como para superar la contingencia e inmanencia históricas y convertirse en arquetipos universales. Existen ejemplos notables, como algunas de las célebres creaciones de Juli González, en las que podemos observar la condición icónica de algunas imágenes que transcienden las circunstancias locales para transformarse en símbolos universales de la angustia existencial motivada por el ejercicio de la violencia irracional. Dicha proyección simbólica también la encontramos en algunas imágenes ambientadas en el contexto de la Guerra Civil española y que, por su carga empática, como representación de un abanico de sentimientos: de dolor, rabia, indignación e impotencia también han obtenido una gran difusión, hasta el punto de ser muy conocidas entre el g ran público. De alguna manera, esta irradiación también ha sido facilitada por la naturaleza de unas disciplinas, la fotografía o el cartel –con una destacada presencia en la exposición–, que en los contextos de conflicto se transforman en un instrumento ideológico, de carácter propagandístico. La popularidad de las composiciones mencionadas también convive con otras realizaciones que, a diferencia de las anteriores, han obtenido muy poco eco porque prácticamente han permanecido totalmente inéditas, hasta el punto de que algunas de ellas se exponen por primera vez. Es el caso, por ejemplo, de la serie de ocho estampas titulada Horrores de Tarragona, de la que el Museu Nacional conserva tres grabados y que con un lenguaje muy popular reflejan el uso maniqueista del repertorio iconográfico con la voluntad de juzgar moralmente la actuación de las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia Española. A pesar de no formar parte de la alta cultura gráfica, las estampas anónimas alimentan el imaginario de los artistas modernos, hasta el punto de que algunos historiadores han visto en ellas una fuente de inspiración de la emblemática obra de Pablo Picasso, El Guernica. Vale la pena remarcar el carácter sintético y sumario de toda la narración, muy perceptible en la reducción de los aspectos anecdóticos y descriptivos o en el uso de unas soluciones muy srcinales que contribuyen a revalorizar esta modesta aportación gráfica. Es evidente que el lenguaje y el estilo son deudores de la serie goyesca de los Desastres de la guerra . Igual que esta última, comparte una visión descarnada de los efectos perniciosos de la guerra y de la violencia que rapta y ofusca la razón humana. La existencia de esas coincidencias y analogías estilísticas, en especial en lo referente al tratamiento, entre ambas series, conduce a pensar en una más que probable influencia del maestro aragonés sobre el autor anónimo de los grabados de Tarragona. Si las primeras láminas de los Desastres aparecieron en 1810, no se puede descartar –aunque no dispongamos de pruebas documentales– que el grabador de los Horrores conociese los modelos goyescos y realizara una reinterpretación más libre. También constituyen una aportación muy singular los dibujos de Ramon Martí i Alsina. Más allá de tratarse de un grupo de obras muy desconocido, lo más relevante es que rompen con la imagen más tradicional del artista, la que lo ha convertido en el paradigma de un pintor convencional y adocenado. En este caso, sus producciones evidencian una

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factura vigorosa y transmiten una sensación de dinamismo e insólita espontaneidad. A pesar de tratarse de ejercicios compositivos, de carácter instrumental –pensados como estudios preparativos para la realización de grandes cuadros de historia– sorprenden por su atractiva vivacidad y por un informalismo avant la lettre . Tampoco podemos menospreciar el grupo de carteles expuestos, porque tienen un alto protagonismo y constituyen uno de los referentes visuales de la exposición. Además de los relacionados con la Guerra Civil española, al fin y al cabo los más conocidos y los que presentan un perfil más ideológico y propagandístico, también queremos revalorizar el cartel de Steinlen, artista del que el Museu Nacional conserva un importante número de obras, como una de las contribuciones más srcinales y que, a pesar de tratarse de una de las realizaciones más emblemáticas, no se había expuesto hasta ahora. Se trata de una prueba de estado avant la lettre del cartel, del año 1900, dedicado a difundir el semanario de ideas socialistas, Le petit Sou, dirigido por Alfred Edwards y donde, entre otros, colaboró el periodista, teórico político y revolucionario Paul Lafargue.

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Portafolio

I.

Por elementos (desencadenados)

Levantarse, como cuando decimos «una tempestad se levanta, se encrespan las aguas». Dar la vuelta a la pesadez que nos clavaba al suelo. Situaciones en que las leyes de la atmósfera en su totalidad serán contradichas. Superficies –paños, pliegues, banderas– que vuelan al viento. Luces que explotan con fuegos de artificio. Polvo que sale de sus rincones, que se eleva. Tiempo que sale de sus goznes. Mundo patas arriba. De Victor Hugo a Eisenstein y más allá, los levantamientos serán comparados a menudo con los huracanes o con grandes olas rompientes. Porque entonces los elementos (de la historia) se desencadenan. Uno se levanta en un principio ejerciendo su imaginación, aunque solo fuera en sus «caprichos» o sus «disparates», como decía Goya. La imaginación eleva montañas. Y cuando uno se levanta contra un «desastre» real, eso significa que, a lo que nos oprime, a los que quieren imposibilitarnos el movimiento, oponemos la resistencia de fuerzas que, en un principio, son deseos e imaginaciones, es decir, fuerzas psíquicas de desencadenamiento y reapertura de las posibles.

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Joan Masferrer «Levantamiento simultáneo de las provincias de España contra Napoleón en 1808», 1817

Ramon Martí i Alsina Estudios de cielo, hacia 1865-1870

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Ramon Martí i Alsina Estudio compositivo para el cuadro «El gran día de Girona», hacia 1863-1864 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Ramon Martí i Alsina Estudio compositivo para el cuadro «El gran día de Girona», hacia 1863-1864

Ramon Martí i Alsina Estudio para el cuadro «El gran día de Girona», hacia 1863-1864

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Mariano Fortuny Marsal Estudio para el cuadro «Playa de Portici», hacia 1874

Mariano Fortuny Marsal Croquis inconcreto, hacia 1874

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Apel·les Mestres Oñós Puesta de sol, 1880

Apel·les Mestres Oñós Puesta de sol en la Segarra, 1880

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Apel·les Mestres Oñós Puesta de sol, 1880

Apel·les Mestres Oñós Puesta de sol en la Segarra, 1880

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RETALLAR

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Isidre Nonell Monturiol La Anunciata, 1896

Théophile Alexandre Steinlen [Le Petit Sou], 1900

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Nicanor Vázquez Ubach Mujer en un campo de batalla, primer cuarto del sigloXX

Miguel Prieto Anguita Soldados en el frente, hacia 1937

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Claudi Carbonell Flo Viaje alrededor del mundo

Pere Català Pic Aixafem el feixisme, 1936

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II.

Por gestos (intensos)

Levantarse es un gesto. Incluso antes de emprender y de llevar a buen término una «acción» voluntaria y compartida, uno se levanta por un simple gesto que viene a dar un vuelco al abatimiento que, hasta aquel momento, nos hacía padecer la sumisión (fuera por cobardía, cinismo o desesperación). Levantarse es echar lejos el fardo que pesaba sobre nuestras espaldas y nos impedía movernos. Es romper un cierto presente –aunque fuera a golpes de martillo, como habrán querido hacerlo Friedrich Nietzsche o Antonin Artaud– y levantar los brazos hacia el futuro que se abre. Es un signo de esperanza y de resistencia. Es un gesto y es una emoción. Los republicanos españoles lo asumieron plenamente, ellos, cuya cultura visual había estado formada por Goya y Picasso, pero también por todos los fotógrafos que captaban sobre el terreno los gestos de los prisioneros liberados, de los combatientes voluntarios, de los niños o de la famosa Pasionaria, Dolores Ibárruri. En el gesto de levantarse, cada cuerpo protesta con todos y cada uno de sus miembros, cada boca se abre y exclama en el no-rechazo y en el sí-deseo.

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Juli González Pellicer Montserrat gritando, 1940 Museu Nacional d’Art de Catalunya

Restituto Martín Gamo Composición con nueve figuras sobre la muerte y la guerra, 1937

Juli González Pellicer Cabeza gritando, hacia 1936-1939

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Juan José Moreno Llebra La defensa de Madrid, hacia 1937

Arturo Ballester Marco 19 julio 1936, 1936

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Josep Espert El mando único, entre 1936-1939 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Pilar Aymerich Grupo de manifestantes en el monumento de la Diagonal / P. Gràcia con el lema «Libertad, amnistía, estatuto de autonomía». 1978

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III.

Por palabras (exclamadas)

Los brazos se han levantado, las bocas han exclamado. Ahora hacen falta palabras, hacen falta frases para decirlo, cantarlo, pensarlo, discutirlo, imprimirlo, transmitirlo. He aquí por qué los poetas se sitúan «por delante» de la propia acción, como decía Rimbaud en tiempos de la Comuna. Anteriormente, los románticos, después, los dadaístas, los surrealistas, los letristas, los situacionistas, etc., llevaron a cabo insurrecciones poéticas. «Poética» no significa «lejos de la historia», sino más bien al contrario. Existe una poesía de las octavillas, desde la hoja volante de protesta escrita por Georg Büchner en 1834 hasta las resistencias numéricas actuales, pasando por René Char en 1943 y los «ciné-tracts» de 1968. Hay una poesía propia en la utilización de periódicos en papel y de las redes sociales. Hay una inteligencia particular –atenta a la forma– que es inherente a los libros de resistencia o de levantamientos. Hasta que los propios muros tomen la palabra y que esta invista al espacio público, al espacio sensible en su totalidad.

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Helios Gómez Rodríguez Portada del libro «Viva Octubre: dessins sur la Revolution Espagnole», 1936 Museu Nacional d’Art de Catalunya

Pere Daura García Dibujo preparatorio para la cubierta del libro de John Reed Dieci «Giorni che sconvolsero il mondo», 1929

Helios Gómez Rodríguez 20 «…Sous le drapeau des alliances ouvrieres et paysannes vers la prise decisive du povoir», «Viva Octubre: dessins sur la Révolution Espagnole», 1936

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Helios Gómez Rodríguez L’Opinió, 1936

Josep Renau Berenguer El comisario, nervio de nuestro e jército popular, 1937

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Francisco Mateos González La Guardia Civil (serie El sitio de Madrid), 1936 Museu Nacional d’Art de Catalunya

Francisco Mateos González El Estado mayor (serie El sitio de Madrid), 1937

Francisco Mateos González El sitio de Madrid (portada de la serie ¡Salamanca!), 1937

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Joan Andreu Puig Farrán Mitin de clausura de la Semana de Solidaridad de Cataluña con Madrid en la plaza de toros Monumental (Barcelona), 1937

Anónimo Madrid. The ‘Military‘ Practice of the Rebels, hacia 1937 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Anónimo Cataluña venció el fascismo en 24 horas, 1936 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Pilar Aymerich Mitin de la CNT en Montjuïc donde participó Federica Montseny (por primera vez después de la Guerra Civil, 1977

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IV.

Por conflictos (encendidos)

Entonces todo se enciende. Unos solo saben ver puro caos. Otros ven surgir, en fin, las formas mismas de un deseo de ser libre. Durante las huelgas se inventan maneras de vivir juntos. Decir que «nos manifestamos», es constatar –incluso para asombrarse de ello, incluso para no comprender– que algo decisivo ha aparecido. Pero habrá sido necesario un conflicto para esto. Motivo importante de la pintura moderna de historia (de Manet a Polke) y de las artes visuales en general (foto, cine, vídeo, artes numéricas). Ocurre que las insurrecciones solo producen la imagen de imágenes rotas: vandalismos, ese tipo de fiestas en negativo. Pero se construirá sobre esas ruinas la arquitectura provisional de los levantamientos: cosas paradójicas, movedizas, hechas de cascotes y cachivaches, que son las barricadas. Las fuerzas del orden reprimen la manifestación, cuando los que se levantan no tenían más que el poder de su deseo (la potencia: pero no el poder). Y esta es la razón por la que tanta gente, en la historia, ha muerto por haberse levantado, rebelado.

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Francisco de Goya y Lucientes Los Desastres de la Guerra, 1863 Museu Nacional d’Art de Catalunya

Anónimo Horrores de Tarragona. Guerra de la Independencia, hacia 1811-1814 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Anónimo Horrores de Tarragona. Guerra de la Independencia, hacia 1811-1814 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Anónimo Horrores de Tarragona. Guerra de la Independencia, hacia 1811-1814

Mariano Fortuny Marsal Cabileño muerto, 1867

Museu Nacional d’Art de Catalunya

Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Anónimo Gráfico del movimiento faccioso en Barcelona. 19 de Julio de 1936, 1936

Anónimo La represión contra los obreros en Cataluña, por Ramon Xuriguera, hacia 1936-1937

Museu Nacional d’Art de Catalunya

Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Anónimo Hechos de la Comuna de París. Place Vendome, hacia 1871 Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Frederic Ballell Maymí Semana Trágica. Los hombres de la Cruz Roja acompañados por más gente, andando por la calle, julio 1909 Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Anónimo Hechos de la Comuna de París. Rue du Bosc, hacia 1871 Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Frederic Ballell Maymí Semana Trágica. Levantamiento de una barricada, julio 1909 Arxiu Fotogràfic de Barcelona

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Pérez de Rozas Entierro de Buenaventura Durruti L100 Cultura, 1936 Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Pérez de Rozas Mitin de la CNT-FAI en el Circo Olimpia. Parlamentos de Fco. Iglesias y Federica Montseny, 21 de jul io de 1937

Foto Marco Mitin de Federica Montseny de la CNT en la Plaza Monumental, 19 de julio de 1936

Arxiu Fotogràfic de Barcelona

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Manel Armengol Manifestaciones del 1 de febrero de 1976 en Barcelona. Convocatoria por la «libertad, amnistía, estatuto de autonomía», 1976

Manel Armengol Manifestaciones del 1 de febrero de 1976 en Barcelona. Convocatoria por la «libertad, amnistía, estatuto de autonomía», 1976

Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Manel Armengol Manifestaciones del 1 de febrero de 1976 en Barcelona. Convocatoria por la «libertad, amnistía, estatuto de autonomía», 1976 Museu Nacional d’Art de Catalunya

Manel Armengol Manifestaciones del 1 de febrero de 1976 en Barcelona. Convocatoria por la «libertad, amnistía, estatuto de autonomía», 1976 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Pilar Aymerich Huelga de los obreros de la construcción manifestándose por la calle Ferran, Barcelona, 1976

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V.

Por deseos (indestructibles)

Pero la potencia sobrevive al poder. Freud decía del deseo que es indestructible. Incluso los que saben que están condenados –en los campos, en las prisiones– buscan todos los medios para transmitir un testimonio, una llamada. Lo que Joan Miró evocó en una serie de obras titulada La esperanza del condenado a muerte, homenaje al estudiante anarquista Salvador Puig Antich ejecutado por el régimen franquista en 1974. Una insurrección puede acabar en las lágrimas de las madres sobre el cuerpo de sus niños muertos. Pero estas lágrimas no son solo de abatimiento: pueden todavía darse como potencias de levantamiento, como en esas «marchas de resistencia» de las madres y las abuelas de Buenos Aires. Son nuestros propios hijos quienes se levantan: ¡Cero en conducta! ¿Acaso Antígona no era casi una niña? Sea en la selva de Chiapas, en la frontera greco-macedonia, en alguna parte de China, en Egipto, en Gaza o en la jungla de las redes informáticas pensados como una vox pópuli, habrá siempre niños para atrincherarse.

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Josep Cañas Cañas Dinamitero, 1937

Juli González Pellicer Mano izquierda levantada, hacia 1942

Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Portafolio

Juli González Pellicer Cabeza de Montserrat gritando, hacia 1942

Joan Miró Ferrà Aidez l‘Espagne. Bienal de Venecia. Fundación Joan Miró. 1976-1977, 1977

Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Antoni Tàpies Puig Abolición pena de muerte, 1975 Museu Nacional d’Art de Catalunya

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Portafolio

Por los deseos (Fragmentos sobre lo que nos levanta) Georges Didi-Huberman

Pérdida y levantamientos ¿Qué nos levanta? Son fuerzas, evidentemente. Unas fuerzas que no nos resultan exteriores ni impuestas: fuerzas involucionadas en todo lo que nos concierne más esencialmente. Pero ¿de qué están hechas? ¿Cuáles son sus ritmos? ¿De qué fuentes beben? ¿No podríamos decir, para empezar, que casi siempre nos vienen, sobrevienen o vuelven a nosotros a raíz de una pérdida? ¿No es cierto que perder nos levanta después de que la pérdida nos haya hecho caer? ¿No es cierto que perder nos suscita deseos después de que el luto nos haya inmovilizado? Empecemos, pues, por la pérdida. Dos hermanas –de cuatro y seis años– acaban de perder a su madre. Pierre Fédida observa lo que pasa entre ellas. Es extraordinario o, sencillamente, vital: establecen un juego para imitar a la muerta, con su inmovilidad bajo las sábanas que repres entan el sudario. Luego, el juego se transforma de repente cuando la sábana blanca se mueve y se levanta; las niñas también se animan con «disputas», gritos y «sobresaltos alegres»: «Unos días después de la muerte de su madre, Laure –que tiene cuatro años– juega a estar muerta. Con su hermana –dos años mayor que ella– se disputa la sábana con la que le pide que la tape mientras le cuenta el ritual que debe llevar a cabo escrupulosamente para que ella pueda desaparecer. Su hermana sigue sus indicaciones hasta el momento en que, como Laure no se mueve nada, empieza a chillar. Laure reaparece y, para calmar a su hermana, le pide que ahora sea ella quien, a su vez, finja estar muerta ¡y le exige que la sábana con que la cubre permanezca impasible! Y Laure no deja de retocarla, ya que los llantos se han convertido de repente en carcajadas que arrugan la sábana con sobresaltos alegres. Y la sábana –que era sudario– se convierte en vestido, casa, bandera izada en lo alto de un árbol… antes de terminar desgarrada entre risotadas de farándula desenfrenada en la que se da muerte a un viejo conejo de peluche: Laure le revienta las tripas…». «Sin duda», concluye el psicoanalista, «el luto pone al mundo en movimiento. […] El mundo es impulsado por una movilidad nueva, ya que, de pronto, la muerte extrae su evidencia de un juego que simbólicamente cumple su deseo». Nos atreveríamos a decir que la pérdida, que en un primer momento nos abate, también puede –gracias a un juego, un gesto, un pensamiento, un deseo– levantar a todo el mundo. Y esta sería la primera fuerza de los levantamientos.1

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El fondo del aire es rojo Quien os dice «el fondo del aire es rojo» da a entender sin duda que una tempestad –una tempestad «roja», comunista– va a desatarse y a levantarlo todo, a llevárselo todo. Es una forma meteorológica, bastante antigua por otra parte, de hablar de los movimientos que influyen en la historia de las sociedades humanas: existen páginas magníficas de Los miserables sobre este tema, cuando Victor Hugo compara la insurrección parisina con una gigantesca tempestad oceánica. Entran ganas de remontarse hasta Lucrecio y su forma de describir las turbulencias sociales durante la p este ateniense. En el admirable prólogo de la película El fondo del aire es rojo , Chris Marker pone en pie imágenes recientes –relacionadas con las luchas políticas de los años sesenta y setenta– junto con los planos famosos, vueltos a montar, deEl acorazado Potemkin de Eisenstein, que narran el levantamiento de Odesa en 1905 a partir del duelo colectivo manifestado en torno al cadáver de Vakulintxuk, el marinero asesinado: «su muerte clama j usticia». Sobre la voz inimitable de Simone Signoret y la Musica notturna delle strade di Madrid de Luciano Berio, vemos que la «multitud que desciende hacia el velatorio del difunto» del Potemkin choca con el entierro de los muertos de Charonne en 1962. «Entierro de los muertos de Charonne», escribe Marker en el guion técnico. «Una mujer se seca las lágrimas. Potemkin: primer plano de una mujer secándose las lágrimas, concluyendo el gesto de la mujer de Charonne». ¿Qué nos dice la extraordinaria hipótesis –estética, pero sin duda también política e incluso antropológica– según la cual un gesto filmado en 1925 podría «concluir el gesto de la mujer de Charonne» de 1962? Nos dice, en primer lugar, que los levantamientos, desde el punto de vista de Chris Marker, suponen una solidaridad muy profunda que une a los protagonistas, con sus duelos y sus deseos, pero que también hace confluir las épocas por medio de las imágenes. Por ello vemos que en el Potemkin una multitud de puños se alzan al ritmo de los que se levantaron, el 4 de marzo de 1972, alrededor del ataúd de Pierre Overney, seguido por las calles de París por unas doscientas mil personas. O bien al ritmo de los puños que levantaban en Chicago, por esos mismos años, los Black Panthers. Y es de este modo cómo el montaje, en El fondo del aire es rojo , adquiere la forma de un auténtico atlas de conflictos, donde, a partir de Odesa –es decir, de las premisas de la Revolución de Octubre–, parece que las luchas se extiendan por todos los puntos del globo terráqueo y a todos los momentos de la historia, como para dar la imagen múltiple del mundo entero levantado: «Primer plano de una mujer despeinada que levanta la cabeza [Potemkin] en dirección a un guardia nacional de los Estados Unidos con casco, que lleva un lanzagranadas en la mano y gira el morro de su máscara hacia la multitud despavorida que baja la gran escalera de Odesa. Estampida de manifestantes que terminan chocando contra un cordón de policías norteamericanos que, sosteniendo con las dos manos las porras hacia delante, rodean a dos mujeres aterrorizadas [Potemkin] que ven acercarse un cordón de gendarmes franceses, sosteniendo el mosquetón con las dos manos, seguidos de un destacamento de la Guardia Nacional de los Estados Unidos, con la bayoneta calada, que avanza a paso de Potemkin: los primeros cuerpos carga hacia una sentada en medio de una calle de Berkeley. ruedan por los escalones. Rostro de una mujer estupefacta, ante la máscara de un policía antidisturbios. Primerísimo primer plano del dedo en el gatillo. En Berkeley, la punta de una

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bayoneta amenaza el cuello de una manifestante con el torso desnudo.Potemkin, Berkeley, India, Alemania, Bélgica, Japón, el Pentágono, cargas, estampidas, luchas cuerpo a cuerpo, peleas, confusión, rostro ensangrentado». No me extraña nada que una de las primeras imágenes del Potemkin convocadas por Chris Marker sea la de una gran sábana blanca: la lona que el oficial manda lanzar sobre los marineros antes de fusilarlos –un gran sudario, en definitiva, con una cruel dramaturgia inventada por Eisenstein–; pero precisamente es eso mismo lo que también los marineros lanzarán por encima de sus cabezas, en un gran gesto de liberación que es el primero de la película. Posteriormente vendrán las toquillas arrancadas con rabia por las viejas plañideras, la camisa desgarrada del joven sublevado cuando la cólera general sustituye al luto, las velas «fraternales» de las embarcaciones que acuden a ayudar a los amotinados, esperando la bandera roja izada en lo alto del mástil, incluso el desgarrón de la pantalla de cine prevista por Eisenstein para la proyección inaugural de la película, en diciembre de 1925. Entre el sudario y la lona, la lona y la bandera, la bandera y el desgarrón, es como si la tempestad de las revueltas encontrase el emblema más claro en el levantamiento de todas las superficies. El propio Eisenstein establecía una relación directa entre la idea de levantamiento político y el levantamiento físico de las superficies, poniendo el ejemplo –como premisas iconográficas de su propio Potemkin– de la bandera revolucionaria relacionada con el vestido en movimiento que deja los pechos al descubierto de La Libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix, estrategia figurativa pensada como un «relieve» de la desesperación expresada por Théodore Géricault en La balsa de la Medusa , con su vela irrisoria y trágica. 2 Freiheitsdrang, el «Afán de libertad»

Un sudario blanco inmóvil puesto encima de un cuerpo, pero que de repente se agita, se levanta, se convierte en vestido de novia o en bandera izada en lo alto de un mástil antes de desgarrarse alegremente, he aquí algo que manifiesta en las superficies –o en lo que Aby Warburg llamaba los «accesorios en movimiento», refiriéndose a lo que ha atravesado la historia de las artes como uno de los más antiguos «formantes estéticos», me refiero al drapeado– la fuerza de los levantamientos. Así pues, esta fuerza se manifiesta por medio de formas en movimiento: las formas se encargan de hacerla sensible, por más p rofunda que sea su fuente psíquica. En el ensayo Metapsicología, dedicado al duelo y a la melancolía, Freud observaba que la pérdida –si se trata de la pérdida de un objeto querido– suscita un movimiento psíquico fundamental: «Entonces se levanta (erhebt) en contra una rebelión comprensible (ein begreifliches Sträuben )», escribía. «La rebelión puede ser tan intensaso( intensiv) que uno acaba desviándose de la realidad y manteniendo el objeto por medio de una psicosis alucinatoria del deseo» (durch eine halluzinatorische Wunschpsychose). En este texto, Freud todavía no tenía en cuenta que la «rebelión comprensible» ante la pérdida pudiese crear una realidad nueva que correspondiese a su deseo en lugar de experimentar pasivamente una vana satisfacción alucinatoria de este mismo deseo. Uno no puede hacer que vuelva la madre muerta. Pero, eventualmente, se puede revelar contra ciertas coerciones del mundo que la ha matado. Freud, en todo caso, no

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consideraba la posibilidad de entender la polaridad entre «abatimiento» (Zerknirschung) y «levantamiento» (Auflehnung) desde la perspectiva de una dialéctica entre la «queja» a secas y el acto de «presentar una queja»; es decir, entre la pasión pasiva y la pasión de actuar, deactuar contra . Es precisamente la misma dialéctica que ponen en práctica todos los levantamientos –de los que el Potemkin puede erigirse en un primer paradigma– nacidos de una queja ante un muerto que «reclama justicia». Así pues, en El malestar en la cultura , Freud puede considerar que la Freiheitsdrang, el «afán de libertad», contribuye plenamente a lo que llama un «desarrollo de la cultura», a pesar de su aversión espontánea por los procesos colectivos, sobre todo cuando son destructores: «El afán de libertad que se manifiesta en una comunidad humana puede significar la rebelión frente a una injusticia preexistente, y, de esta forma, favorecerá el ulterior desarrollo de la cultura». ¿Qué nos levanta? Partamos pues de la hipótesis de que es la fuerza de nuestras memorias cuando estas prenden con la fuerza de los deseos cuando estos se inflaman –las imágenes, por su parte, se encargan de hacer arder los deseos a partir de las memorias, nuestros recuerdos hundidos en los deseos–. Lacan había observado, en los textos de Freud, que «la génesis de la dimensión moral no arraiga sino en el propio deseo», y el «estallido de Antígona», ese levantamiento tan antiguo, demostró toda su incandescencia política. Así, hay que entender –como han querido sugerir autoras como Julia Kristeva o Judith Butler– que no habrá levantamiento digno de este nombre sin la asunción de cierta «experiencia interior radical» en que los deseos llevan tan lejos porque tienen en cuenta, o bien toman como punto de partida, sus propias memorias enterradas.3

Ceros en conducta En el asfixiante colegio de la película Cero en conducta asistimos a un conflicto sin tregua entre un pequeño grupo de niños indisciplinados y el personal adulto cuya misión consiste en «disciplinar» a los alumnos. Resultaría demasiado reductor, dicho sea de paso, ver en este conflicto solamente una simple oposición entre los dos polos del «deseo» (el bando de los niños) y el «poder» (el bando de los adultos). También el poder está hecho de deseos, como cuando el rechoncho y libidinoso profesor de ciencias naturales acaricia el pelo del alumno Tabard antes de poner su mano sobre la del chico demasiado intencionadamente: deseo de seducción, del que Tabard se librará de inmediato dando media vuelta (un levantamiento del gesto) y lanzando un insulto (un levantamiento de las palabras): «¡Y yo le digo mierda!». Jean Vigo –el anarquista Vigo– convertía de este mo do en nativa una energía que había de tomar cuerpo en su película a través de lo que él mismo llamó «la juerga colectiva» de los niños que se rebelan. Quizá tenía grabado en la memoria que los adultos, que recién acababan de salir de la gran carnicería de la Primera Guerra Mundial, habían querido rencontrar y reconfigurar la energía del levantamiento en sus imágenes y en sus octavillas, en las que a menudo aparecen fórmulas como por ejemplo «¡Mierda!» o «¡Dadá lo levanta todo!». Sin duda ignoraba que, a principios de los años treinta, también el poeta Federico García Lorca se inventaba –para jugar y para pensar, para componer al mismo tiempo imágenes y palabras– un caligrama magnífico a partir de la palabra mierda .

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Sea como fuere, en el patio de la escuela de Cero de conducta se trama un «complot de niños», como escribe Vigo con todas las letras en un intertítulo. Es la escena extraordinaria de la revuelta de las almohadas en el dormitorio: «En plena noche deshacen las camas. La fiebre se contagia, y todos los alumnos quieren deshacer la cama de sus vecinos. Una vez están todas las camas deshechas, leen la proclama. Tabard lleva en la mano una bandera con una calavera y lee la proclama en medio del alboroto de los niños reunidos en torno a él, todos en camisón»: «Texto de la proclama . “Hemos declarado la guerra. ¡Mueran los vigilantes! ¡A hacer puñetas los castigos! ¡Viva la rebelión!… ¡La libertad o la muerte!… Plantemos nuestra bandera en el tejado del colegio. ¡Mañana, todos decididos a luchar con nosotros! Juramos que los días de fiesta bombardearemos las cabezas de los viejos disparando libros viejos, latas de conserva viejas, zapatos viejos –munición escondida en el desván–… ¡Adelante! ¡Adelante!». Y el guión sigue así: «Blandiendo el estandarte a través del dormitorio, Tabard arrastra a sus compañeros a la acción. Todas las camas están deshechas. […] Los niños se alborotan cada vez más y acaban jugando con las almohadas, que revientan. El plumón se extiende por el dormitorio y vuela como copos de nieve. Las camas están patas arriba; los orinales, esparcidos por el suelo. El vigilante Parrain, agotado, busca una silla para sentarse a través de una nube gruesa de plumas. Le apartan la silla y él se cae al suelo. Se abre la puerta del dormitorio. El vigilante general aparece y, ante la nube de plumas, cierra enseguida. Vuelta al dormitorio, cada vez más invadido por las plumas de las almohadas y de los edredones. Un niño ejecuta un doble salto peligroso […]. La acción transcurre entonces a cámara lenta, dando de esta forma una impresión aguda de sueño y de magia.» Esta explosión de revuelta infantil saturada de plumón es una imagen inolvidable, llena de futuro. Alegría con lentitud, ligereza con profundidad. Un alumno se eleva majestuosamente por el espacio, como un ángel que volase pese a la diseminación de sus alas en mil copos de plumas. La manifestación de los niños medio desnudos al asalto de una Bastilla imaginaria transcurre entonces con la fantasmagoría de los movimientos a cámara lenta, antes de que los «cuatro rebeldes», como los llama Vigo, bombardeen furiosamente el patio del colegio desde el tejado arrojando trozos de madera, zapatos e incluso –lo vemos escaparse de las manos de Tabard– un muelle, objeto celeste y, al mismo tiempo, irrisorio. Todo lleva aquí la marca del levantamiento gestual, verbal, psíquico o atmosférico. Desde los gestos más pequeños de la rebelión hasta el «texto de la proclama» y la ascensión final de los rebeldes al tejado de la 4 escuela, pasando por las sábanas lanzadas al aire y las almohadas reventadas.

Desde las profundidades Levantar al mundo. Para lograrlo, hacen falta gestos, hacen falta deseos, hacen falta profundidades. El niño que levanta las sábanas o que revienta la funda de la almohada pasa a convertirse él mismo –junto con sus amigos rebeldes, reales o imaginarios– en superficie que tiene que ser levantada y cuerpo que tiene que ser diseminado en el espacio, por todas

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partes. La alegría, todo el mundo lo sabe, es expansiva: en la medida en que es una alegría fundamental, el acto del levantamiento ensancha, dilata el mundo a nuestro alrededor y nos acopla a su ritmo. Henri Michaux, en sus experiencias psíquicas o «psicotrópicas», conseguía unos movimientos parecidos: «Salpicadura de blanco yesoso… Aparece una gran variedad de cosas blancas procedentes de todas partes. […] Sábanas blancas, sábanas blancas que serían agitadas vertiginosamente y temblorosas. Como si yo acabase de entrar en una nueva patria, donde, en lugar de la bandera tricolor, de colores, y de cualquier cosa, se enarbolase, y en cantidad increíble, únicamente el blanco, blanco diamante, extraña patria nueva donde, antes que cualquier otra ocupación, se prefiriese alzar y hacer ondear ropa blanca en una fiesta delirante sin fin». Asimismo en El infinito turbulento , de 1957, el poeta habla de los levantamientos profundos con que alcanza la exaltación a través de lo que denomina, admirablemente, una «confianza de niño»: «Exaltación, abandono, sobre todo confianza: es lo que hace falta para acercarse al infinito. Una confianza de niño, una confianza que se anticipa, expectante, que te levanta, una confianza que, al entrar en la tumultuosa mezcla del universo […], se vuelve un alzamiento aún mayor, un levantamiento extraordinario, un alzamiento jamás visto, un alzamiento por encima de uno mismo, por encima de todo, un alzamiento milagroso que al mismo tiempo es un consentimiento, un consentimiento sin límites, tranquilizador y excitante, un desbordamiento y una liberación, una contemplación, una sed de más liberación, y sin embargo bajo el temor de que no vaya a ceder el pecho en esta afortunada y excesiva dicha, de que no podamos albergar, de no habernos merecido esta dicha sobreabundante, ignorando si la recibimos o si la damos, y que es demasiado, demasiado… Fuera de sí, aspirando aún más que aspirante en una renovación que dilata, que dilata inefablemente, cada vez más». He aquí que abre, como escribirá posteriormente Henri Michaux, Una vía para la insubordinación, un texto raro que quiso titular igualmente Vía para la exasperación o para la esencial contestación-insubordinación . En él habla de «espíritus que se manifiestan dando golpes» y de «ruidos fantasmas», todo lo que constituye la materia de ciertas creencias populares y de ciertos géneros literarios fantásticos, antiguos o contemporáneos. Todo lo que asimismo constituye la verdad psíquica de ciertos gestos considerados anormales o asociales. Por otro lado, el sacudimiento de las sábanas, ¿no nos dice desde el principio que un espectro ronda por esta coreografía de los levantamientos? «De repente, los objetos se mueven solos, los cajones se abren, los utensilios son alzados, los muebles –tanto los macizos como el resto–, los baúles pesados cambian de sitio. […] Caen piedras, arrojadas no se sabe desde dónde, trozos de teja con una trayectoria absurda, imprevisible hasta el final». Todo ello emanado de una fuerza fundamental que es sobre todo revuelta psíquica: la «insumisión» de un niño deseoso de escapar del marco paterno y ansioso de sus propios «movimientos libres». Es Cero en conducta en un estilo gore, es como un inicio de lo que, a propósito de las películas de George A. Romero, se ha llamado la «política de los zombis», la de los disturbios y las manadas fantasmales.

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Michaux describe como sigue a la niña maléfica, «que golpea» e «insubordinada» de Poltergeist: «Por más tiempo que la observemos, no le vemos hacer ningún gesto sospechoso. Normalmente está tranquila. Ninguna señal de esfuerzo en su cara. Nada de crispación. Nada de tensión. En su aspecto, nada especial. [Pero] sería capaz de insumisión, y una famosa insumisión con una fuerza de gigante. Cansada sin duda de las actitudes de coerción, descuidaría el interior insoportable donde no pasa nada. No es arte –cosa que no le interesa–, ni siquiera el arte de las bromas, ni nada que se incline hacia la comedia o hacia la tragedia, o hacia el teatro. […] Ella comete atentados . Respuesta a la vida cotidiana por medio de objetos cotidianos, la niña ataca la colocación ordenada del mobiliario, la aparente ley de las cosas en el interior de una casa. Atentados contra la quietud, contra el ambiente plácido y burgués, contra la antigua prohibición de moverse». El poeta tiene razón al afirmar, en estas páginas –como, a su manera, repetirá Pasolini–, que si la insumisión es radical se debe a que no tiene nada que ver con ninguna forma de «voluntad de arte». Uno se rebela para manifestar su deseo de emancipación, no para exponerlo como un bibelot en una vitrina, como un vestido en un desfile de moda o como una performance en una galería de arte contemporáneo. La potencia y la profundidad de los levantamientos se deben a la inocencia fundamental del gesto que los decide. La inocencia, sin embargo, no es una cualidad estética. El «camino para la insubordinación» de Henri Michaux confluye aquí con todo lo que Federico García Lorca ya había enunciado del cante jondo o «cante profundo» a través de la categoría popular –inmemorial y siempre viva– del duende, que guarda cierta relación, etnológicamente hablando, con los «espíritus que se manifiestan dando golpes» de las tradiciones más septentrionales. Profundidad y levantamiento del duende: «El duende sube por dentro», fórmula que García Lorca, según cuenta, había oído decir a un viejo maestro guitarrista andaluz. Debemos recordar las distinciones que hace el autor del Romancero gitano : si el ángel nos eleva y la musa nos cautiva, elduende nos levanta desde sus profundidades ignoradas, que son nuestras mociones interiores, nuestros deseos más extremos: «Al duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre», escribe el poeta. Con ello quiere decir que, lejos de cualquier transcendencia (religiosa) o de cualquier ideal (artístico), el cante jondo debe su fuerza de levantamiento a la profundidad de su duende como deseo de ser libre; inmanente y libre hasta los puntos de ruptura en los que «no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que [el duende] quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, […] que hace que Goya, maestro en los grises, en los platas y en los rosas de la mejor pintura inglesa, pinte con las rodillas y los puños con horribles negros de betún», esos negros que vienen del fondo y más tarde se vuelven la materia misma de los lamentos, todas las oscuras bocas abiertas con las que el pintor supo representarnos lo que es el sonido negro del canto en el que se elevan los lamentos, las cóleras y la energía de insubordinación de los pueblos que sufren.5

Un gesto se levanta Incluso antes de afirmarse como actos o como acciones, los levantamientos surgen del psiquismo humano como gestos: formas corporales. Son fuerzas que nos levantan,

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indudablemente, pero son sobre todo formas que, antropológicamente hablando, las vuelven sensibles, las vehiculan, las orientan, las ponen en práctica, las vuelven plásticas o resistentes, depende de los casos. Contra una visión «antiexpresiva» o «antipatética» de la política, que encontramos, por ejemplo, en Alain Badiou, Giorgio Agamben quiso atribuir al gesto humano una dimensión política intrínseca, incluso «integral»: «La política», dice, «es la esfera de los medios puros; dicho de otra forma, de la gestualidad absoluta, integral, de los hombres». Conclusión magnífica de un texto con una premisa, sin embargo, discutible, según la cual «desde finales del siglo XIX, la burguesía occidental ha[bría] perdido definitivamente sus gestos». Gestos, no obstante, los hacemos cada día, durante todo el día, y también sin darnos cuenta. No perdemos los gestos –poco importa que uno sea burgués, proletario o cualquier otra cosa–, del mismo modo que no perdemos la «experiencia» (como escribía apocalípticamente Agamben en Infancia e historia ) o los deseos inconscientes. El hecho de que no dominemos totalmente los gestos significa que no los hemos perdido (o que no nos han abandonado). Los gestos se transmiten, los gestos sobreviven pese a nosotros mismos y pese a todo. Son nuestros propios fósiles vivientes, como unduende que «sube por dentro». En 1808, los resistentes españoles durante la ocupación francesa levantaban los brazos –especialmente en las imágenes de los Desastres de Goya–, como en 1924 se alzaron los brazos de los obreros en La huelga de Eisenstein. Y como debían de alzarse los brazos de los Black Panthers en Chicago en 1969. O como, en 1989, se levantaron los brazos de los rumanos cuando se percataron de su victoria sobre la dictadura de Nicolae Ceausescu, como puede verse en los Videogramas de una revolución , de Harun Farocki. Ejemplos multiplicables hasta el infinito: a cada minuto que pasa, hay, supongo, mil brazos que se levantan en alguna parte: una calle, una fábrica en huelga o un patio de escuela. En nuestros sueños, levantamos los brazos cuando nuestras emociones se pueblan y se transforman en disturbios. Resulta que la gente desesperada, cuando se cae desde una altura considerable, levanta los brazos, como si fuese su última protesta contra el orden del mundo. Aby Warburg creó el concepto de Pathosformel –o «fórmula de pathos»– para explicar la supervivencia de gestos en la larga duración de las culturas humanas. Los gestos se inscriben en la historia: son rastros o Leitfossilien, como a Warburg le gustaba decir, que combinan la permanencia del fósil con la musicalidad, el ritmo del Leitmotiv. Los gestos están relacionados con una antropología dinámica de las formas corporales, y, así, las «fórmulas de pathos» son una forma, visual y temporal al mismo tiempo, de interrogar al inconsciente en acción en la danza infinita de nuestros movimientos expresivos. Warburg, por lo tanto, se propuso hacer una historia y una cartografía de los «campos» y de los «vehículos» culturales por medio de los que toman forma nuestros gestos más fundamentales. Ahora bien, una de las polaridades más importantes de estos «formantes culturales» reside sin duda alguna en la dialéctica, psíquica y corporal, del abatimiento y del levantamiento. A primera vista, Aby Warburg se preocupó mucho por los abatimientos y muy poco por los levantamientos. En Mnemósine, su atlas de imágenes, dedica un lugar central al motivo de la lamentación (plancha 42). Las planchas introductorias nos sugieren una humanidad incapaz de salir de los marcos con los que el saber tradicional ha fijado la idea misma de cosmos (plancha B). Al titán Atlas solo se le ve padeciendo, a causa del castigo: aguantar el

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cielo sobre sus hombros (plancha 2). En la plancha 5, unas mujeres rehúyen un destino que sabemos ineluctable y, en la plancha 6, Laocoonte no consigue liberarse de las serpientes… El tema de la plancha 41 es el « pathos de la aniquilación» (Vernichtungspathos), y en ella vemos que Orfeo se deja destrozar por las Ménades enfurecidas. Los muertos y los heridos de Las matanzas de Quíos están tumbados en un rincón de la plancha 77. Y si algo similar a un fervor popular –no nos referimos al levantamiento– aparece en Mnemósine, no parece que tenga carta de naturaleza entre las diversiones carnavalescas, los resucitados de Miguel Ángel o los vencedores divinizados (planchas 54-56), como tampoco entre las multitudes romanas congregadas en 1929 para celebrar el concordato entre el papa Pío XI y el dictador Mussolini (planchas 78-79). Así pues, según parece, Aby Warburg desatendió los Pathosformeln del levantamiento político, y ello se debe sin duda al hecho de que le daban mucho miedo, ya que era incapaz de tener en cuenta los monstra (las profundidades temibles de la pulsión) y los astra (los levantamientos benéficos de la razón). Es por ello que, en las recopilaciones warburgianas de gestos fundamentales, difícilmente encontraremos imágenes de las luchas sociales y políticas que le eran contemporáneas: la revolución de 1917 en Rusia o el levantamiento espartaquista de Berlín de 1919. Sin embargo, sabemos que Warburg dio muestras de lucidez al considerar la historia de la cultura como una «tragedia» o un inmenso campo de conflictos . Lo demuestran sus trabajos sobre la imaginería de propaganda política en la época de la Reforma (actualizados más tarde por Robert W. Scribner, después ampliados en exposiciones como por ejemplo «Krieg der Bilder», dirigida por Wolfgang Cillessen). Coinciden con su interés apasionado por la iconografía de la Primera Guerra Mundial, que, como sabemos, lo llevó hasta los monstra de una psicosis, en la que entraba y de la que salía sin parar, entre fases de abatimiento total y episodios violentísimos a los que podríamos llamar «levantamientos».6

Del abatimiento al levantamiento Como en Nietzsche, como en Freud, en la obra de Aby Warburg existe una capacidad extraordinaria –incluso una teoría– de la transmutación de los valores aplicada a la esfera cultural en general. Su obra pública había empezado con el b ello «levantamiento» de las Gracias mitológicas de Botticelli o de la famosa Ninfa Fiorentina de Ghirlandaio: todo muy inocente, al parecer. Pero –como en el famoso vestido de Marilyn Monroe que se levanta sobre una reja del metro en La tentación vive arriba , de Billy Wilder–, se trataba ya de «persecuciones eróticas» y, por consiguiente, de una dialéctica del deseo; la violencia no estaba nunca por completo ausente, como en el caso de La primavera de Botticelli o de Apolo y Dafne de Bernini. Por otra parte, la Ninfa de Warburg transporta con ella, además de una gracia fundamental comparable con la de la Gradiva de Freud, una función crítica capaz de «transmutar todos los valores» atribuidos a las imágenes y a los gestos con los métodos tradicionales de los historiadores o de los historiadores del arte. Así pues, el «paso ligero de la criada», con su emotiva «brisa imaginaria» en el fresco de Ghirlandaio, comportaba algo parecido a un gran viento crítico , muy pronto una tempestad metodológica destinada a revolucionar nuestra visión, histórica y filosófica, de las imágenes y de los gestos.

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Ahora bien, Warburg, había entendido, de entrada, que los gestos poseen una notable capacidad de inversión o de transmutación: inversiones físicas que conservan su significación gestus general (como las caricias que se vuelven violencias en el interior de un mismo amoroso), o bien inversiones de sentido pero conservando su forma general. En el caso estudiado por Warburg en 1927, aparecen la supervivencia del gesto de los Nióbidas en el gesto delDavid de Andrea del Castagno:supervivencia acompañada de unainversión de sentido, ya que, en un caso, el gesto denota el estado del vencido, de su muerte próxima, y, Mnemósine en el otro, el estado del vencedor y de su triunfo próximo. La plancha 42 del atlas no solo trataba de la iconografía de la lamentación: en su propio título –y en su montaje– contenía la idea, mucho más profunda y dialéctica, de una «inversión energética pathos del del dolor» (Leidenspathos in energetischer Inversion ), la misma que Eisenstein había puesto en escena magistralmente enEl acorazado Potemkina través de la «inversión energética» del abatimiento ante el cadáver del marinero Vakulintxuk en levantamiento de todo un pueblo. Mnemósine Es remarcable, para concluir, que la plancha «testamentaria» del atlas –en la que Warburg trabajaba en el momento de su muerte, en octubre de 1929– se haya presentado como una interrogación, al mismo tiempo arqueológica y profética, sobre los poderes absolutos en el ámbito político: a un lado, el trono de san Pedro (emblema teocrático) y, al otro, el triunfo de Mussolini (héroe fascista). Entre los dos, una alusión a la historia del antisemitismo occidental, que ha hecho evocar la obra de Warburg, según la expresión de Charlotte Schoell-Glass, como un auténtico alegato a favor de una «política del espíritu» (Geistespolitik). No debe extrañarnos, pues, que, lejos de la pseudoinocencia de las ninfas botticellianas, la metodología de Warburg haya encontrado su valor de uso más fecundo en lo que los discípulos alemanes del autor de Mnemósine han acabado denominando una iconología política, como demuestra la creación, por Martin Warnke y hasta Uwe Fleckner, de una biblioteca dedicada precisamente a estos problemas entre las paredes de la casa de Warburg en Hamburgo. Alrededor de los trabajos pioneros de Martin Warnke sobre la iconoclastia y el papel de las imágenes en los conflictos políticos, hemos visto a Klaus Herding atravesar la historia de las propagandas revolucionarias; a Wolfgang Kemp hacer la iconología de la «multitud»; a Horst Bredekamp interpretar las «estrategias visuales» en la época de Jean Hus o de Thomas Hobbes; a James R. Tanis y a Daniel Horst reunir las imágenes de la época de la guerra de independencia holandesa (1568-1648); a Dietrich Erben estudiar la producción figurativa en pleno levantamiento de Masaniello en Nápoles (1647-1648); a Christoph Frank interrogarse sobre las imágenes de la Fronda (1648-1653); a Godehard Janzing descubrir la «figura del partisano» en las representaciones de la guerra de Goya; o incluso a Michael Diers aplicar esta clase de análisis a toda la época contemporánea… Varias formas de reconocer a las figuras –en la historia visual de los pueblos y de sus gestos– su capacidad de volver sensible la dinámica de los levantamientos reales o imaginarios.7

Para desembarazarse del dolor Lo que nos levanta son nuestros deseos, evidentemente. Pero ¿por qué nuestros deseos están destinados a exasperarse en el levantamiento? ¿Por qué no esperamos tranquilamente

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a que venga la satisfacción esperada? ¿Por qué los deseos se despliegan casi siempre en el elemento de la ruptura, de la superación de los límites y de una inquietud tan viva que la calificamos de trágica ? ¿Por qué lo que nos levanta se eleva –se aleja– sobre el fondo de un dolor inextinguible que es su terreno de nacimiento, su medio srcinario? Del medio srcinario, escribía Georg Simmel, el hombre «se separa y se le opone» a través de un «riesgo trágico» que él quiso denominar, sencillamente, cultura la . Sin duda, Aby Warburg, en su exploración de las fórmulas patéticas, prolongó la idea apreciada por Simmel –y también por Nietzsche– de una inevitable «tragedia de la cultura». Llegó a hablar de su campo de estudio iconológico como de un vasto «tesoro de sufrimientos» (Leidenschatz), del que las imágenes serían, en cierto modo, las pepitas de oro o las piedras preciosas. Aquí interviene una tradición filosófica que hace de la historia como tal una historia del dolor de los hombres . Es exactamente lo que decía Walter Benjamin en su libro sobre el drama barroco alemán, presentado como un estudio sobre «la exposición barroca de la historia como historia de los sufrimientos del mundo» (Geschichte als Leidensgeschichte der Welt). Pese a que en un autor como Bertolt Brecht aparezca «distanciada», eso no le impide a Hannah Arendt afirmar que «lo que trajo a Brecht a la realidad y casi mató a su poesía fue la compasión (Mitleid). Cuando el hambre causaba estragos, él se rebeló con los hambrientos». Y Arendt cita estos versos de Brecht (cuya poesía, pues, pese al riesgo, ha sobrevivido): «Me dicen: ¡Bebe y come! ¡Goza de lo que tienes! / Pero ¿cómo puedo comer y beber / si al hambriento le quito lo que como / y mi vaso de agua le hace falta al Minima Moralia, de llevar todavía sediento?». Mientras, Theodor Adorno no se abstuvo, en más lejos el negro diagnóstico: «La dimensión histórica de las cosas no es sino la expresión de los sufrimientos del pasado». Este elemento de sufrimiento está tan extendido, es tan observable y cotidiano para tanta gente, que parece existir la necesidad de contar con mitologías que canten su fatalidad y su universalidad; por eso vemos a Atlas bajo una carga inmensa y, en el otro extremo del mundo, a su hermano Prometeo atado al monte Cáucaso con las vísceras arrancadas. Conocemos bien la causa mítica de sus sufrimientos: se trata de castigos, casi podríamos llamarlos condenas políticas. Atlas y Prometeo, en efecto, cometieron el error de levantarse contra los dioses olímpicos, pero ahora están bien domesticados, es decir, domesticados por siempre jamás. Si pasamos de las mitologías paganas a las mitologías judeocristianas, nos encontramos, por ejemplo, con el destino de Eva: tras renunciar a las satisfacciones eternas del Paraíso, conoce el deseo y las ganas de saber, pero con todo ello se granjea –de hecho, es castigada– el sufrimiento y la condición mortal. Así es como nuestras tradiciones presentan las cosas: los dioses son el arché, principio y mandamiento de todo. Seréis, por tanto, severamente castigados si infringís sus leyes eternas. Pero ¿no es cierto que hay que concebir la posibilidad de que vuelva a empezar un tipo de lucha de clases mitológica? ¿No es cierto que hay que imaginar un Atlas levantado que se desembaraza, con un esfuerzo extraordinario que cambiaría de repente el curso de las cosas, Prometeo desencadenado que regresa entre de su carga? ¿Acaso no hay que esperar a un los hombres con el gran fuego que les ha transmitido? ¿Acaso no hay que desear a una Eva liberada de toda culpabilidad y de toda obediencia hacia la autoridad que la tutela? Lo que en definitiva le faltaba a Warburg tal vez fuese el «carácter destructor» que no le faltó, precisamente, al gran anarquista que era, por su parte, Walter Benjamin. Pero

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cuidado: la «destrucción» evocada en su famoso texto de 1931 no es una pura y simple tabula rasa, la aniquilación de todas las cosas, y comporta claramente ese elemento de memoria profética y de juego infantil que Jean Vigo estuvo a punto de poner en escena en Cero en conducta : «El carácter destructor conoce una única consigna: hacer sitio ( Platz schaffen); una sola actividad: desembarazar ( räumen). Su necesidad de aire fresco y de espacio libre (freiem Raum) es más fuerte que el odio. El carácter destructor es joven y alegre (jung und heiter). Destruir, en efecto, nos rejuvenece, porque así borramos las señales de nuestra edad, y nos alegra, porque desembarazar significa para el destructor resolver perfectamente su propio estado, incluso extraer de él la raíz cuadrada (Radizierung)». Desembarazar, «resolver su propio estado», hacer sitio y dejar que entre aire fresco en nuestra historia presente: tales son las acciones del «carácter destructor». Así pues, para levantarse es necesario saber olvidar cierto presente y, con este, el pasado reciente que lo ha srcinado. Benjamin, sin embargo, también escribió –ese mismo año o el siguiente– un texto magnífico titulado «Registros y recuerdo», en el que enuncia la idea de que desembarazar nuestros terrenos de actualidad implica, precisamente, actualizar, descubrir cierto pasado que el estado presente quería mantener prisionero, ignorado, enterrado, inactivo. Dicho en pocas palabras, en los levantamientos la memoria arde: consume el presente y, con este, cierto pasado, pero descubre también la llama escondida bajo las cenizas de una memoria más profunda. La memoria es infantil porque hay algo que los niños saben hacer muy bien: matar a los padres retomando el hilo de la memoria de los abuelos y de las abuelas. Por eso, Benjamin no exonera a su personaje de una «conciencia histórica», muy al contrario: «El carácter destructor posee la conciencia del hombre histórico, ya que su impulso fundamental es una desconfianza insuperable hacia el curso de las cosas y la prisa por constatar a cada instante que todo puede torcerse». «A los ojos del carácter destructor», dice Benjamin, «nada es duradero. Precisamente por eso ve caminos por todas partes. Allí donde otros chocan contra muros o montañas, él todavía ve un camino. Pero, dado que los ve por todas partes, necesita desbrozarlos por todas partes. No siempre con la fuerza bruta, a veces con una fuerza más noble. Viendo caminos por todas partes, siempre se encuentra en una encrucijada». Que Atlas se deshaga de su carga, que Prometeo se libere de las cadenas o que Eva se vuelva autónoma, en todos los casos estos personajes se encontrarán en una encrucijada –en una encrucijada mucho más abierta y peligrosa que en la disyuntiva tradicional, humanista, de Hércules entre el vicio y la virtud. Cuando se levanta, no existe una disyuntiva sencilla entre vicio y virtud: se da un «bullicio de posibilidades» –es Henri Michaux quien vuelve a hablar ahora, desde Miserable milagro–, «como si hubiese una apertura, una apertura que sería un reagrupamiento, que sería un mundo, que sería que puede pasar algo, que pueden pasar muchas cosas…». Así pues, no sería posible levantarse –como sugiere una vez más Michaux en Face aux verrous– sin desembarazarse del dolor y seguir, uno mismo con los demás, la dinámica de este impulso capaz de ponerlo todo patas arriba: «Un defenestrado al fin sale volando un arrancado de cuajo un arrancado de todas partes un arrancado nunca más agarrado […]

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movimientos de chorros múltiples movimientos en lugar de otros movimientos que no se p ueden mostrar pero que pueblan el espíritu de polvos de estrellas de erosión de desprendimientos de vanas latencias. Fiesta de las manchas, gama de los brazos movimientos se salta en la “nada” esfuerzos giratorios estando solo, uno es multitud ¡Qué cantidad incalculable avanza añade, se extiende, se extiende! Adiós, fatiga […] Gestos de superación de la superación sobre todo de la superación».8

Potencia contra poder, o el acto del deseo «Gestos de superación», escribe acertadamente Michaux. He mirado muchas veces los dibujos que ilustran sus obras –Emergencias-resurgencias , por ejemplo– como si fuesen clamores de tinta china, levantamientos de formas, disturbios de signos gráficos, manifestaciones públicas de seres que hasta entonces nos hubieran pasado desapercibidos y que, de pronto, hubieran salido ruidosamente de los agujeros innumerables que acribillan el espacio. Superar, pues: desembarazarse de la carga, salir del agujero. Pero ¿qué superamos, exactamente? ¿A nosotros mismos o a otro? ¿Solos o con otro? ¿Hacia dónde evolucionamos? ¿Cómo superamos? ¿No es delirar afirmar, como hace aquí Michaux: «Un defenestrado por fin sale volando»? ¿No es cierto que es mejor plantear la cuestión de otra forma y preguntarse de qué realismo, eventualmente, esta frase podría ser portadora? Levantarse significa romper una historia que todo el mundo creía concluida (en el sentido en que se habla de una «causa concluida», es decir, decidida): significa romper la previsibilidad de la historia, rechazar la regla que, según se pensaba, presidía su evolución o su conservación. Ahora bien, la razón política a través de la cual entendemos una historia se expresa muy a menudo en términos de poder: para muchos, la historia se resume con los traspasos de poder de unos a otros. Así pues, tuvo que darse la famosa Revolución Francesa, «momento histórico» por excelencia, para que un poder monárquico se viese derrocado por un poder republicano. Consideremos la situación, no obstante, un poco antes, consideremos la situación en su momento emergente: cuando se levanta (o incluso: para que se levante),

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un pueblo parte siempre de una situación de impoder. Levantarse sería, por tanto, el gesto por el que los sujetos del impoder hacen suceder en ellos –o sobrevenir, o volver a ocurrir– una especie de potencia fundamental. Potencia soberana, sin embargo, caracterizada por un impoder persistente, impoder que, a su vez, parece marcado por el sello de la fatalidad: entre 1661 y 1789 fueron necesarios 8.528 levantamientos para que se pudiese poner en marcha el proceso revolucionario como tal, según ha demostrado Jean Nicolas en su libro magistral sobre La rebelión francesa . Levantamientos, pues: potencias desde, o dentro de, el impoder mismo. Potencias nativas. Potencias nacientes, sin garantía de su propio fin, por tanto, sin garantía de poder. Sin tan siquiera, como pasa a menudo, un objetivo o una idea de poder. Por ejemplo, las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo, en Buenos Aires, no buscaron nunca el poder: solo querían tener noticias de sus hijos. No por ello dejaron de levantar a una sociedad entera y de despertar la conciencia política de todo el mundo. Así pues, hay que admitir como premisa necesaria para cualquier reflexión sobre las formas del levantamiento la distinción conceptual entre potencia y poder. Enseguida nos damos cuenta, confusamente, que la potencia pertenece a la categoría del recurso y del curso, como si plasmase el modo que tiene un torrente de crear, con su fuerza intrínseca, la forma que adoptará el lecho del río. Y también sentimos que el poder pertenece más bien a la categoría del canal o de la represa: una forma distinta de obtener, a partir del curso y de los recursos, una energía más útil, más controlable, en definitiva. Antaño, Aristóteles definió la potencia como «el principio del movimiento o del cambio» en todas las cosas. Todo se mueve, todo cambia, y su motor intrínseco se debe denominar dynamis, potencia. Aquí resulta muy significativo el ejemplo que pone Aristóteles cuando dice, en la misma frase, que el artetechnè ( ) tiene que asumir la misma función para todas las cosas que serán realizadas concretamente por la mano del hombre. Saltémonos los siglos en que se debatió arduamente esta cuestión, como la edad media, cuando Dios, artista y creador supremo, era interrogado en su «omnipotencia» problemática –¿puede Dios hacer solo lo que hace?, ¿puede Dios hacer solo lo que es mejor?, ¿puede Dios hacer que el pasado no haya transcurrido?… –, y vayamos a la frase «humana, demasiado humana» con la que, al concluir La interpretación de los sueños , Sigmund Freud enuncia algo esencial sobre la indestructibilidad de la potencia psíquica como tal, es decir, el deseo: «Representándonos un deseo como realizado (einem Wunsch als erfüllt vorstellt ), el sueño nos lleva realmente al porvenir (in die Zukunft ); pero este porvenir que el soñador toma como presente (gegenwärtig ) está formado por el deseo indestructible (durch den unzerstörbaren Wunsch ) conforme al modelo de dicho pasado (zum Ebenbild jener Vergangenheit gestaltet )». ¿No podríamos decir del sublevado lo que Freud dice aquí del soñador? (Y no sonrían por la supuesta poca consistencia de todo esto: ¿acaso Freud no nos ha enseñado precisamente que la potencia de los sueños nos «levanta profundamente» –como el duende de García Lorca– y transforma, sin que nos percatemos, la consistencia misma de nuestra realidad más activa, más concreta?) ¿No podríamos decir que el levantamiento nos «lleva hacia el futuro» por la p otencia misma de los deseos que realiza, sabiendo también que este futuro, convertido en «presente» para el levantado, también es modelado por la dynamis del «deseo indestructible» a imagen y semejanza de algún pasado? Gracias a la

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experiencia clínica del deseo inconsciente o a las lecturas filosóficas de Spinoza y Nietzsche, Freud había entendido a propósito del sueño y del síntoma que la dynamis psíquica hacía de ellos procesos completamente diferentes –nuevos, nativos, inesperados, imprevisibles– y repetitivos porque se movían a merced del «eterno retorno» de nuestros deseos más fundamentales. No nos debe extrañar que Gilles Deleuze –a partir de Freud, aunque se alejara mucho de él– también haya construido su pensamiento de la diferencia y de la repetición gracias a las lecturas de Nietzsche y Spinoza. En 1962, en su libro sobre Nietzsche, ya negaba que la voluntad de potencia tuviese que interpretarse en el sentido de voluntad de poder, como toda una tradición –definitivamente refutada por Mazzino Montinari– había querido dar a entender. La potencia nietzschiana es, en primer lugar, pathos, «poder de quedar afectado»; luego es «un principio esencialmente plástico», es decir, una aparición deformas en metamorfosis perpetuas; por eso Deleuze dirá que es «creadora y donadora», inclinándose, por tanto, hacia algo muy distinto del poder sobre los demás. Ahora bien, el «poder de quedar afectado» reaparecerá tal cual en el gran libro de Gilles Deleuze dedicado a Spinoza y el problema de la expresión. Quedar afectado no significa quedar pasivo: existe, esencial en nosotros, una potencia del sufrimiento , que vemos –no «con todas las letras», sino «en todos los gestos»– en películas como El acorazado Potemkin o El fondo del aire es rojo , y que preside y preludia todos nuestros gestos de levantamiento. Otro modo de reconocer, después de Spinoza, que la potencia (potentia) no es un poder (potestas ), aunque se pueda armonizar con la «fuerza de existir» que el autor de la Ética denominaba el conatus o la impulsión, el «esfuerzo», la energía misma –energía indestructible– de nuestros deseos. Spinoza afirmaba que esta energía o potencia forma una «esencia actual» (actualis essentia ) en la que, por más paradójica que nos pueda parecer según las categorías tradicionales, la potencia es el acto mismo y no su privación. La potencia del deseo no se agota jamás, excepto en la muerte (o la pulsión de muerte). No se opone, por tanto, al acto, y no deja nunca de proporcionarle nuevas formas. En una potencia así entendida, Spinoza encontró los principios fundamentales de lo que hace de nuestros deseos unos deseos de libertad. Por otro lado, es en nombre de la razón –una razón que no daba la espalda ni a los deseos ni a las emociones– que Spinoza odiaba el poder ejercido bajo la forma de una tiranía política. ¿Sería razonable que, si Dios existiese, su poder lo obligase a sojuzgarnos o bien a tiranizarnos? ¿No le basta con la potencia, la libertad de potencia , que, a su vez, también caracteriza al espíritu humano como tal? Un gobierno que quiera «controlar a los espíritus» (y parece que hoy en día estas formas de gobierno abundan) es, leemos en el capítulo XX del Tractatus theologico-politicus , una «autoridad política violenta», la más detestable de las tiranías. Pobre Spinoza, que tuvo que sufrir un gran terror institucional y que, entre sus numerosas muestras de valor, quiso pegar en las paredes de La Haya un cartel –en él se leía Ultimi Barbarorum , «los últimos Bárbaros– que quería sacudir las conciencias contra el asesinato de los republicanos Jan y Cornelis de Witt, el 20 de agosto de 1672. ¿Spinoza, filósofo del levantamiento? Se t endrá que esperar al trabajo valiente y riguroso de Antonio Negri para que sea llevada lo más lejos posible –es decir, con finalidades de emancipación de las que volveremos a hablar– la disyunción capital de la potencia y del poder.9

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Duende de la transgresión En 1921 podía leerse, un poco por toda Europa, esta fórmula impertinente y optimista: «¡Dadá lo levanta todo!». Después del gesto inaugural de los dadaístas, el surrealismo fundamenta su propia vocación, poética y política, para el levantamiento en la potencia y la indestructibilidad del deseo. Como si una ola de sueños, Une vague de rêves –título de una obra de Aragon publicada en 1924– batiera contra los espíritus con el fin de «ganar para la revolución las fuerzas de la embriaguez» y del inconsciente, como analizó muy bien Walter Benjamin a partir de 1929: «Desde Bakunin», afirma, «Europa no disponía de ninguna idea radical de la libertad. Los surrealistas tienen esta idea. Son los primeros que se han desembarazado del ideal esclerótico apreciado por los humanistas liberales y moralizadores, porque saben que [y Benjamin cita aquí Nadja, de André Breton] “la libertad, adquirida en este mundo al precio de mil renuncias, y de las más difíciles, exige que disfrutemos de ella sin restricciones durante el tiempo que nos es dada…”». Es lo que Benjamin llamará una «política poética» (dichterische Politik ), que, más allá de las conminaciones conocidas del Manifiesto comunista , fundamentaba la posibilidad de un «materialismo antropológico» (anthropologischer Materialismus ) capaz de entender –y hasta de producir– el momento de «tensión revolucionaria que se transforma en inervación del cuerpo colectivo» a partir de su potencia intrínseca, que es el deseo y su «espacio de imágenes» (Bildraum) libremente inventadas. En torno a André Breton surgirán las publicaciones sucesivas de La Révolution surréaliste entre 1924 y 1929, después de Le Surréalisme au service de la Révolution entre 1930 y 1933, publicaciones en que –como han demostrado, siguiendo el ejemplo de Walter Benjamin, autores como Rosalind Kraus, Michel Poivert o Clément Chéroux– la imagen fotográfica desempeñaba un papel paradigmático: el papel, podríamos decir, de unoperador de la transgresión . Pero nadie ha ido tan lejos, en este sentido, como Georges Bataille en los frentes sucesivos de las formas visuales, de la experiencia interior, del deseo y también de la economía política. La revista Documents, publicada en 1929 y 1930, aparece ya como unos fuegos de artificio –bellezas nacidas de explosiones– de formas levantadas o incesantemente «levantadas». Bataille contempla a los bailarines negros de los Black Birds en el MoulinRouge como unos «geniecillos turbios y encantadores» (una especie de duendes, pues), que «bailan y gritan» como si se levantasen por encima del «inmenso cementerio» que había construido su dominio colonial. ¿El polvo, según Bataille? Este no «se eleva», como habían dicho en 1920 Marcel Duchamp y Man Ray: más bien «se levanta» contra el orden y la limpieza de las mansiones burguesas que sigue visitando a pesar de las «chicas para todo» contratadas a fin de erradicarlo. Por lo que se refiere a los dedos gordos del pie que fotografía para Bataille su amigo Jacques-André Boiffard, surgen sobre las páginas de Documents (entre nuestras manos, pues) y se elevan, desproporcionados, tumefactos, como órganos sexuales y peligrosos. Si «la dislocación de las formas comporta la del pensamiento» –como Bataille analiza en Picasso–, ¿no significa eso que su «juego lúgubre» es tan subversivo como un escrito de Sade convocado expresamente para la ocasión? Y si el espacio es capaz de «seguir siendo vándalo», como dice Bataille, ¿acaso no es porque consigue levantarse contra la arquitectura misma en el momento en que, por ejemplo, los muros de una cárcel acaban de derrumbarse?

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Así pues, Benjamin estaba en lo cierto al reconocer la fecundidad del «materialismo antropológico»: Bataille demostrará más que ningún otro su pertinencia, pero también el valor transgresivo, al pasar, en pocas líneas, de los «errores de la naturaleza» en los levantamientos de El acorazado Potemkin –según un paradigma fundamental que denomina «dialéctica de las formas»– o al comparar al hombre con un volcán que se eleva (erección), se levanta para proyectar la lava (erupción) antes de relajarse, eventualmente, en una «caída vertiginosa». En el plano etnológico, Bataille, a partir de 1933, hará del potlatch el principio de un «gasto» considerado como «derroche» y «levantamiento del placer» más allá de cualquier utilidad, lo que, al final, denominará una «insubordinación de los hechos materiales» contra el orden establecido de las cosas reducidas a su valor de cambio. Por ello, según Bataille, la experiencia en el sentido radical adquiere valor de levantamiento contra todas las reglas impuestas. Tal es, pues, la «potencia del impoder» inherente al sacrificio –la «alegría ante la muerte» con frecuencia invocada por Bataille– y, sobre todo, el gesto de la rebelión. Pero ¿de qué rebelión, exactamente? Es, en primer lugar, la rebelión como contraofensiva al fascismo durante los años 19321939: Bataille, que participa en los trabajos del Círculo Comunista Democrático animado por Boris Souvarine, en 1933 se interroga sobre la «estructura psicológica del fascismo» antes de impulsar Contre-attaque junto con André Breton. En esta revista, Bataille se muestra partidario de «violentos sobresaltos de potencia» nacidos en la calle contra la «impotencia» de las dudas políticas frente a los movimientos fascistas. Entre 1937 y 1939, en el marco del Colegio de Sociología, buscará una posición que no sea ni fascista, ni burguesa, ni comunista, dedicándose –siguiendo los pasos de Marcel Mauss– a elaborar lo que entonces llamaba La sociología sagrada del mundo contemporáneo , basada enteramente en una noción filosófica y política de la «heterogeneidad». Episodios agitados en la trayectoria política de Georges Bataille antes de la Segunda Guerra Mundial, y que los especialistas estudiarán durante mucho tiempo. En todo caso, entre 1939 y 1945, Bataille quiso buscar, en medio del retiro y el silencio de la escritura, elduende de la rebelión en lo más profundo de sí mismo: es la época de Culpable, en que presenta la existencia humana, obligado por el estado de guerra, levantada hasta la «cumbre de un desastre»; y después de La experiencia interior , donde intenta contar sus «viajes al límite de lo posible» a partir de una «crítica de la servidumbre dogmática» inherente tanto a las ideologías como a los misticismos religiosos tradicionales. ¿Qué es, pues, lo que nos levanta tan radicalmente en las experiencias descritas en aquellos años por Georges Bataille? Algo que nos «sube por dentro». Un espíritu que se manifiesta dando golpes y que no supera nada sino que lo sobrepasa todo: «como en una caída en la que lanzamos un grito». Es «algo inmenso, exorbitante, [que] se libera en todos los sentidos con un ruido de catástrofe», de trenes que chocan o de disturbios violentos. Esto es, según Bataille, lo que tal vez sería «la revolución más profunda»: una experiencia en la que el tiempo se ve a sí mismo «fuera de sus casillas». Volvemos a encontrarnos, por tanto, muy cerca tanto de la potencia nietzschiana como del duende según García Lorca. ¿No fue Bataille, y precisamente en esta época, en el texto sobre Nietzsche titulado Voluntad de suerte , uno de los primeros en entender la inocencia y la alegría de la potencia nietzschiana? Es una auténtica potencia la danza dionisíaca, el baile jondo que levanta a las almas y a los cuerpos muy lejos de todas las

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«voluntades de poder». ¿Qué tiene de raro que en 1945 –el mismo año en que intentaba arrancar a Nietzsche de su utilización nacionalista y fascista– Georges Bataille haya vuelto al duende como potencia política fundamental, que, próxima a la «moral de la rebelión», inspiradora del surrealismo francés, lo conducía de Guernica a las peñas flamencas y los pueblos anarquistas de Andalucía, a todo aquello que –mientras, una vez liberada Europa del nacismo, Franco dirigía España, más que nunca, con mano de hierro– Bataille quiso llamar «la España libre»? No debe sorprendernos que Bataille, después de Nietzsche y Warburg, haya sentido fascinación por la desmesura o el exceso de los seguidores dionisíacos considerados como potencias extrañas a cualquier forma de gobierno y de poder: «Tengo que representarme la divinidad de Dionisos como la más extraña en el afán de revestir lo divino de autoridad […] es, parece, lo divino en estado puro, que no ha sido modificado por la obsesión de eternizar un orden dado. Lo divino está, en Dionisos, en las antípodas del Padre del Evangelio: es la omnipotencia, la inocencia del instante. […] La poesía que él encarna no es la melancolía del poeta; ni el éxtasis, el silencio de un solitario. No está aislado, sino que es la multitud; más que un ser, es una barrera derribada. El aire, en torno a él, es estridente con gritos, carcajadas, besos, cuando la antorcha humeante de la noche vela las caras e ilumina los…! porque no existe nada que el seguidor demente no pisotee ». Y, como en las fiestas andaluzas, hay que recrear cada vez la mezcla dionisíaca del éxtasis religioso y de la «embriaguez de las tabernas». Nadie ha expresado mejor que Bataille el valor transgresor del deseo como potencia de levantamiento. Es significativo, por ejemplo, que en El Aleluya, texto escrito en 1947, haya podido describir los actos sexuales a través de primeros planos visuales –«conjunciones de harapos desnudos de los sexos, estas calvicies y estas cuevas rosas»–, animados por primeros planos sonoros: ahora bien, solo se trata de «rumores de disturbios», dice. A partir de aquí, incluso la economía política (la de los intercambios y de los conflictos inherentes a las sociedades humanas) se regulará completamente según una economía psíquica de los fantasmas, de los deseos y de las pulsiones. Por eso, una noción como el «gasto», por ejemplo, ocupa en ella un lugar central. Con el mismo planteamiento escribe los dos volúmenes de La parte maldita , dedicados, respectivamente, a una historia económica del gasto –o «consumo»– y a una historia cultural del erotismo. En ambos casos, se trata de la misma «exuberancia», de la misma «rebelión», de la misma «energía excedente» y de la misma «transgresión», nociones, todas ellas, que en 1957 Bataille retomará escrupulosamente en El erotismo.10

El tiempo de la rebelión En 1951 apareceEl hombre rebeldede Albert Camus, con la famosa fórmula existencial: «Yo me rebelo, luego nosotros somos». ¿Rebelarse? Una mezcla de rechazo (hacia el estado presente de las cosas) y de asentimiento (hacia un movimiento futuro de las cosas). «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero, si bien rechaza, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde el primer movimiento». El hombre rebelde es, antes que nada, el hombre que dice sí al deseo de «volverse contra»: «El rebelde, en sentido etimológico, se

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vuelve contra alguien o algo. Andaba bajo el látigo del amo. Y ahora le planta cara. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. No todos los valores comportan la rebelión, pero todos los movimientos de rebelión invocan tácitamente un valor». Y, de esta forma, escribe Camus, «la conciencia nace con la rebelión» cuando esta, al salir a la luz, «fractura el ser y lo ayuda a desbordarse. Libera olas que se transforman de estancadas en furiosas». El tiempo de la rebelión sería, por tanto, el tiempo de un presente des eoso , de un presente en tensión, en movimiento hacia el futuro por el propio gesto de volverse en contra: un presente impugnándose desde su interior por medio de la potencia del deseo que se le escapa. Camus sugiere que es precisamente así como el tiempo se transforma , como la historia se constituye: «La historia de los hombres es, en cierto modo, la suma de sus rebeliones sucesivas». Es asimismo la historia de sus rebeliones traicionadas, y el «bloque soviético» proporciona a Camus el ejemplo más evidente: «El diálogo, la relación entre personas, ha sido sustituido por la propaganda o la polémica, que son dos formas de monólogo. La abstracción, propia del mundo de las fuerzas y del cálculo, ha sustituido a las pasiones auténticas, que pertenecen al ámbito de la carne y de lo irracional. El pan sustituido por el tique, el amor y la amistad sometidos a la doctrina, el destino al plan, el castigo denominado norma, y la creación viva sustituida por la producción…». De este modo, la Revolución Rusa, desgraciadamente, ha «renegado de sus orígenes rebelados». Que Albert Camus nos hable aquí de la «creación viva» opuesta a cualquier lógica productivista nos recuerda claramente el papel que quiere otorgar a la creación artística como paradigma esencial de cualquier rebelión: «El arte, así pues, tendría que ofrecer una última perspectiva sobre el contenido de la rebelión», más allá de sus fundamentos «metafísicos» (explorados en la primera gran parte del libro) o de sus encarnaciones «históricas» (que explora en la parte central). ¿Conserva Camus, a pesar de ello, la lección de las vanguardias dadaísta y surrealista? En absoluto, como demuestra la crítica dirigida al «poeta jefe» de La Révolution surréaliste : «André Breton quería, al mismo tiempo, la revolución y el amor, que son incompatibles. La revolución consiste en querer a un hombre que aún no existe». Breton le responderá que «en el juego de Camus se deslizan hoy algunas cartas trucadas». Antes de que Jean-Paul Sartre consuma, en Les Temps modernes, la ruptura política con su examigo. Georges Bataille, que ya se había peleado duramente con Sartre y con Breton, siguió atentamente el escándalo suscitado por la publicación de El hombre rebelde . En 1947 había detectado en La peste algo parecido a un «deslizamiento», decía, por el cual una «moral de la rebelión» podía hacer regresar al protagonista de la novela a una triste «moral deprimida». En 1951, sin embargo, Bataille, como si quisiera responder a los ataques de Sartre y Breton, saluda El hombre rebelde como un «libro capital». Añadiendo a continuación que «habría que estar ciego o tener mala fe para negarlo», parece aludir veladamente a los protagonistas principales de la polémica: André Breton en el papel de visionario ciego por excelencia y Jean-Paul Sartre en el del filósofo de (la) mala fe. Así que, para empezar, debemos rendir homenaje a un autor que no era –como el propio Bataille– ni filósofo profesional ni historiador profesional, pero que quería «captar en su coherencia el movimiento excesivo y precipitado que ha hecho de los siglos recientes una sucesión de destrucciones y de creaciones demoledoras».

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Bataille, no obstante, va más allá de la posición humanista de Albert Camus porque hete aquí que pasamos, sin ninguna precaución, de la «creación viva» en general a la dura cadena histórica de los levantamientos entendidos como «creaciones demoledoras». No por ello el autor de La parte maldita deja de poner en el mismo plano –o, en todo caso, en el interior del mismo campo de eficacia– la «rebelión de los oprimidos», que transmutan su estado de sumisión, y el «terremoto del lenguaje» que crea las condiciones, culturales y psíquicas, del levantamiento político (los primeros ejemplos dados aquí por Bataille son Sade y Nietzsche). Se entiende, pues, que la «coherencia de estos movimientos» de rebelión será la coherencia de un gesto capaz de crear derrocando o de derrocar creando . Bataille reconoce sinceramente que eso es lo que había hecho el primer surrealismo de André Breton, como si desease descubrir el espacio común que, a pesar de las polémicas de superficie, reunía en el fondo la vanguardia de los años veinte y el existencialismo de los años cuarenta: «Para Albert Camus, como para el surrealismo, se trata de encontrar en la rebelión un movimiento fundamental en que el hombre asuma plenamente su destino». ¿Asumir plenamente su destino? ¡Qué tarea más difícil! ¡Cómo nos divide, cómo nos rebasa y hace que nos retorzamos sobre nosotros mismos! Bataille nos da esta imagen, expresamente absurda: «Como si quisiéramos, con un acto de violencia, arrancarnos de los caminos trillados que nos unían y (únicamente el absurdo de esta imagen responde a este movimiento), agarrándonos a nosotros mismos por el pelo, tirarnos y saltar a un mundo nunca visto». ¿Cuál es, pues, la naturaleza de esta dificultad (que también es, probablemente, la causa del debate entre Sartre y Camus)? Bataille la denomina dilema o, mejor dicho, «discordancias de la rebelión»: «A menudo parece que, del lado de los rebeldes, solo exista capricho, preponderancia del humor inestable, contradicciones multiplicadas sin cesar! ¡En realidad es por eso que someten indefinidamente la rebelión al espíritu de sumisión! Es una necesidad inscrita en el destino del hombre: el espíritu de sumisión posee la eficacia que tanta falta le hace al espíritu de insumisión. La rebelión deja al rebelde frente a un dilema que le deprime: si la rebelión es p ura, intratable, él renuncia al ejercicio de cualquier forma de poder y llevará la impotencia hasta el punto de alimentarse con las facilidades del lenguaje incontinente; si la rebelión transige con la búsqueda del poder, se une al espíritu de sumisión. De ahí la oposición del literato y del político: el uno, sublevado de todo corazón; y el otro, realista». No resulta difícil reconocer, en todas estas discordancias, la oposición fundamental entre potencia y poder. En la potencia se encuentra por lo menos eso que Bataille llama «el primer movimiento de la plena desmesura», que es movimiento de insubordinación o de transgresión; mientras que elpoder, incluso para quien lo ejerce, supone una lógica de la sumisión y de la reclusión en las reglas. Ahora bien, no se debe actuar ni como esclavo ni como amo, sino como rebelde , aunque el rebelde se encuentre «en la situación más equívoca», como repite Bataille, en 1952, en una conferencia titulada «El no saber y la rebelión». ¿No brindó a Bataille finalmente la polémica de El hombre rebelde la ocasión de imaginarse, más allá del Atlas de Warburg o el Sísifo de Camus, el gesto radical de un Atlas levantado que, reconociendo el peso de las cosas, también lo rechazara arrojándolo bien lejos? «Para los hombres es esencial», dirá Bataille a André Gillois, «llegar a destruir la servidumbre a la que están sometidos, por el hecho de que han edificado su mundo, el mundo humano, mundo del que dependo y de donde me viene la vida, pero que no

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obstante contiene una especie de carga, algo infinitamente pesado que se encuentra de nuevo en todas nuestras angustias y que ha de ser levantado de un modo u otro…». En 1958, en las notas inéditas para La pura felicidad , Bataille escribirá aún: «Solo cuenta la infracción».11

Masa y potencia Felicidad de infringir, por tanto. ¿Contagia la potencia de transgresión (palabra que significa srcinariamente: paso, a p esar de todo, de una frontera cerrada, desobediencia a una regla que nos restringía la libertad de movimiento), su estilo al deseo? ¿Confiere la infracción (palabra que significa srcinariamente: ruptura de un marco o de un vínculo) su movimiento al deseo, aunque su forma sea rota, rompedora o zigzagueante? Se trata sin duda de una primera aproximación a los gestos del levantamiento: la potencia como deseo o el deseo que revela, por fin, su potencia. Ahora bien, en los levantamientos históricos, esa potencia anima, dicen, a lasmasas. Palabra –comopueblo– con una historia que parece haber estado condenada tanto al unanimismo de los eslóganes revolucionarios como al autoritarismo de los gobiernos totalitarios. Por eso, las masas dan miedo: hasta le dan miedo al psicoanalista (Sigmund Freud) cuando se pregunta sobre las posibilidades de una «psicología de las masas» (Massenpsychologie), y también atemorizan al escritor cosmopolita (Elias Canetti) cuando se atreve a hacer una antropología de la potencia de las masas (Masse und Macht ). Freud, como todo el mundo sabe, partía –pero, por una vez, quizá no se distanciaba lo suficiente de ellos– de estudios positivistas y reaccionarios, como los de Honoré Antoine Frégier (1840) o de Scipio Sighele sobre La multitud criminal (1891). Este, al igual que los criminalistas de su época, como por ejemplo Cesare Lombroso o Alphonse Bertillon, buscaba las leyes de una teoría policial de la «complicidad» que comportaba un arsenal completo de medidas represivas orientadas a prevenir y hacer abortar toda clase de levantamientos populares. Leídas en la actualidad, estas obras nos parecen manuales de paranoia policial. Igual que en el libro clásico de Gustave Le Bon, Psicología de las multitudes (1895) –el punto de partida del ensayo de Freud–, las masas, en este tipo de discursos, se veían más o menos condenadas a ser consideradas como «bestias» (brutos) que se pueden manejar como títeres, explotar o enviar a la guerra, o bien como «bestias» (animales) que han de ser encerradas en jaulas porque son salvajes, peligrosas y rabiosas. Freud, naturalmente, reconocía en la masa undeseo que, parafraseando a Gustave Le Bon, calificaba de «impulsivo» y de «cambiante» (es decir, que la histeria no está lejos): «Nada en ella [la masa] es premeditado. Aunque desee las cosas apasionadamente, pero a pesar de todo nunca durante mucho tiempo, es incapaz de una voluntad duradera. No tolera ningún aplazamiento entre su deseo (Begehren) y la realización efectiva de lo que desea. Tiene el sentimiento de la omnipotencia (Allmacht); para el individuo dentro de la masa, la idea de imposibilidad desaparece». Freud fue el contemporáneo y el espectador abrumado del nacionalismo guerrero entre 1914 y 1918, después de las grandes masas nacionalsocialistas de Múnich, de Núremberg o de Viena. Probablemente sea una de las razones por las que se sintió incapaz de detectar una auténtica «potencia» del deseo en acción en la sociedad de su tiempo:

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solo ve en ella el «malestar» y la desmesura de una «omnipotencia», el Allmacht, palabra que quedaría mejor traducida por «omnifuerza». Los terremotos del nacionalismo y del totalitarismo le llevaron a enfocar la psicología de las masas según el aglomerado paradójico de una «pulsión gregaria» (Herdentrieb) y de una «entrega al ideal» Hingebung ( an ein Ideal): lo peor de los monstra, por un lado, lo peor de los astra, por otro lado. ¿Verdad que las masas siguen su instinto como una consigna y las consignas de sus jefes como un instinto inherente a su constitución? De ahí el pesimismo radical expresado en 1929, desde el principio de El malestar en la cultura , con respecto a los valores –o, mejor dicho, a los «falsos criterios» (falschen Maßstäben)– que, según Freud, se apoderan casi fatalmente de las masas, las sociedades, las colectividades en general. Elias Canetti compartió este pesimismo fundamental, fruto de los mismos tormentos históricos. Ello no le impidió tener una gran pasión por entender, acompañada de un talento especial para la descripción: así, la antropología de Masa y poder se presenta como una gran fenomenología de los gestos de las masas. Partiendo del postulado que «lo que más teme el hombre es el contacto con lo desconocido», Canetti investiga a continuación cuál podría ser el gesto de liberación de esta fobia. No le atribuye ninguna función al erotismo, como habría hecho Georges Bataille, en el momento de superar la fobia de tocar. Solo tiene en cuenta la masa socializada: «El hombree solamente puede liberarse de esta fobia del contacto (von dieser Berührungsfurcht erlöst werden kann ) en la masa. Es la única situación en la que esta fobia se vuelve su contrario», que es efusión y fusión: la gran fiesta, por más cruel y violenta que sea, del contacto de los humanos entre sí. Canetti describe la masa como una formación: una morfogénesis. «He aquí un fenómeno enigmático y, al mismo tiempo, universal: la masa que aparece de repente donde antes no había nada. Puede que se hayan reunido algunas personas, cinco, o diez, o doce, no más. No se ha anunciado nada ni se espera nada. De repente, el gentío forma una mancha negra. De todas partes afluyen más personas, es como si las calles tuviesen una sola dirección. Muchos ignoran lo que ha ocurrido, dejan las preguntas sin respuesta; sin embargo, tienen prisa por llegar donde se encuentra la mayoría. Se mueven con una decisión que se distingue claramente de la expresión de curiosidad banal. El movimiento de unos parece comunicarse a los otros, pero no se trata solo de esto: tienen un objetivo, fijado antes de haber encontrado el medio de expresarlo. Y el objetivo es la negrura más intensa, el lugar donde se reúne la mayoría de la gente. […] Una vez constituida [esta masa espontánea], tiende a aumentar. La tendencia a crecer es la propiedad primera y dominante de la masa. Quiere englobar a todo aquel que está a su alcance. Cualquiera que tenga aspecto de hombre puede añadírsele. La masa natural es la masa abierta». Y, mientras se abre y se expande, la masa vibra y sigue un ritmo. Tiene espasmos – como Victor Hugo había descrito tan bien en Los miserables–, o lo que Canetti llamaba la «descarga» (Entladung). La descarga es liberación de toda carga. Ahora bien, esta libertad produce, por su propia dinámica, algo parecido a un reino de la igualdad: «Solo cuando están juntos se pueden liberar de las cargas de la distancia. Es exactamente lo que sucede en el interior de la masa. Gracias a ladescarga, se desembarazan de lo que los separa y se sienten todos iguales. En la compacidad, donde apenas queda lugar entre ellos, donde un cuerpo se aprieta a otro, cada uno se encuentra tan cerca de otro como de sí mismo. Alivio inmenso. Los hombres se convierten en masa para disfrutar de ese instante feliz en el que ya no existe

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nadie, ni nadie es mejor que otro». Canetti, sin embargo, denuncia la «ilusión fundamental», según él, de esta sensación de libertad: «Los hombres que se sienten de pronto iguales no se han convertido en iguales ni realmente ni para siempre». No por eso Canetti deja de describir la forma en que cien mil personas pueden formar un solo cuerpo del que «todos los brazos surgen como de un solo ser»: «Todo el mundo patea el suelo con los pies, y todos lo hacen del mismo modo. Todo el mundo balancea los brazos y mueve la cabeza. La equivalencia de los participantes se ramifica en la equivalencia de sus miembros. Todo lo que un cuerpo humano puede tener de móvil adquiere vida propia, cada pierna, cada brazo vive únicamente para sí mismo. Los miembros diferentes llegan todos a coincidir. Quedan muy cerca unos de otros, a menudo se apoyan unos en otros. A la equivalencia, se añade así la densidad; densidad e igualdad forman un todo. Al final se ve bailar a un solo ser, provisto de cincuenta cabezas, cien piernas y cien brazos…». Con frecuencia ocurre que las masas bailan con un movimiento unánime bajo la batuta de un dictador. Pero también ocurre –Canetti lo sabe perfectamente– que bailan para expresar su rechazo a ser dirigidas por los movimientos de una batuta. Que bailan, así pues, por el deseo de derribarlo todo. «Masas que rechazan» (Verbotsmassen), escribirá Canetti: «Algunos hombres, al juntarse, ya no quieren seguir haciendo lo que hasta ahora han hecho individualmente». El mejor ejemplo es la huelga, en la que «a partir del momento en el que dejan de trabajar, todo el mundo hace [verdaderamente] lo mismo, [de forma que] la interrupción de la actividad convierte a los trabajadores en iguales», algo que generalmente no son en la jerarquía impuesta de sus tareas. Pensemos asimismo en las «masas que derriban» (Umkehrungsmassen), a las que «todo les parece una Bastilla» que se ha de saquear, destrucción que invoca la alegría transgresora, inmensa, de las «masas que están de fiesta» (Festmassen). La fiesta, no obstante, será cruel, e incluso aterradora. Canetti no parece haber pensado –a diferencia de Eisenstein en La huelga, por ejemplo– que un levantamiento de las masas pueda ser al mismo tiempo liberador e inocente hasta el final. El destino de los levantamientos le parece que adquiere forma en lo que denomina las «masas amotinadas» (Hetzmassen): como si todos los disturbios tuvieran que terminar desplegando una jauría, terrible palabra que denota la horda de lobos, de perros de caza o bien las milicias de asesinos, de linchadores desenfrenados. Canetti no quiere ver que un disturbio caza a quien le oprimía, lo arroja literalmente lejos de él; mientras que una j auría caza para atrapar en una trampa a una presa más frágil que ella o más minoritaria. El disturbio caza para desasirse de un peso y liberare a sí mismo, la jauría caza para capturar y para matar a otro. En El acorazado Potemkin , la escena de lamentación se transforma en una rebelión. Y la multitud lincha a un miembro de las Centurias Negras –milicia de extrema derecha antisemita que actuaba por toda Rusia y fomentó los grandes pogromos de 1905–. Pero las superficies se levantan hacia el cielo de idéntico modo en que los cuerpos se levantan hacia un excedente de vida, a diferencia de la «jauría f únebre» (Klagemeute), descrita por Canetti como un proceso simple que va de la muerte recibida a la muerte dada. Es lo que también denomina la «rabia destructora» (Zerstörungssucht), emoción inicial de todas las masas en movimiento: «La masa destruye preferentemente casas y objetos. Como a menudo se trata de cosas frágiles (cristales, espejos, vasos, cuadros, vajilla…), se tiende a creer, además, que precisamente la fragilidad de los obj etos es lo

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que incita a la masa a la destrucción. Es verdad, evidentemente, que el cataclismo de la destrucción, el destrozo de la vajilla, el estrépito de los cristales contribuyen en gran medida a la alegría general: son los vagidos potentes de una nueva criatura, los gritos de un recién nacido. […] Pero hay más. El individuo tiene la sensación de que dentro de la masa trasciende los límites de su persona. Se siente aliviado porque se han suprimido todas las distancias que lo remitían a él mismo y lo encerraban en su interior. Al suprimir la carga de la distancia, se siente libre, y su libertad es la superación de estos límites. Lo que a él le ocurra les ocurrirá también a los demás, lo espera de ellos. Lo que lo excita, en una vasija de barro, es que se trata nada más que de un límite. Una casa lo excita por sus puertas cerradas. Ritos y ceremonias, todo aquello que mantiene las distancias lo amenaza y le resulta intolerable. Siempre se intentará que la masa disgregada entre en los recipientes preexistentes. Ella odia sus futuras cárceles, donde ha visto siempre cárceles. A la masa desnuda, todo le parece una Bastilla». La masa es, así pues, un monstruo. Descripción que Aby Warburg no habría desaprobado. Canetti vio Europa saqueada por las masas totalitarias. Por eso, en los levantamientos colectivos solo vio la etapa preliminar de un proceso de aniquilación de toda «distancia» y de toda libertad auténtica. Sus análisis, por más admirables que resulten, tienen limitaciones históricas, ya que Canetti es incapaz de examinar algunos fenómenos de disturbios, y no de jaurías, como por ejemplo el levantamiento espartaquista de Berlín en 1919 o la Comuna de Kronstadt en 1921. No debe extrañarnos que, filosóficamente hablando, Canetti haya expresado estas limitaciones en la manera de entender las relaciones entre «poder y potencia» (Gewalt und Macht ). Para Canetti, en efecto, lapotencia no se opone al poder. Al contrario, le parece una suerte de superpoder, alegorizado por la imagen del gato que juega con una rata que acaba de capturar: «Cuando el poder no tiene prisa, se vuelve potencia. Pero, en el momento de crisis que siempre acaba llegando, en el instante irrevocable de la decisión, vuelve a convertirse en poder, fuerza pura (reine Gewalt). La potencia es más general y más vasta que el poder, contiene muchas más cosas, y no es tan dinámica. Es más detallista y, al mismo tiempo, tiene cierto grado de paciencia. Con un ejemplo muy sencillo bastará para ver la diferencia entre poder y potencia: el gato y el ratón . El ratón, una vez capturado, está en poder del gato, que se ha adueñado de él, lo tiene cogido y está decidido a matarlo. Pero, cuando empieza a jugar con él, interviene un factor nuevo. El gato lo deja y le permite alejarse un poco. El ratón, volviéndole la espalda, se va, y entonces ya no está en poder del gato. Pero este continúa teniendo la potencia de volverlo a capturar. Si lo deja escapar, el ratón sale de la esfera de su potencia. Pero, mientras él está seguro de que lo puede atrapar, esta potencia se mantiene intacta. El espacio que controla el gato, los instantes de esperanza que permite al ratón, pero vigilándolo muy de cerca sin dejar de interesarse por él y por su destrucción, todo ello podría definirse como el cuerpo verdadero de la potencia, como la potencia misma». Macht es, con todo, la palabra alemana que traduce potentia la según Spinoza. Sin embargo, ¿no sugiere esta palabra espontáneamente al oído germánico algo así como el ejercicio o la posibilidad de una fuerza, incluyendo la fuerza militar (como en Wehrmacht), o de un poder político (como en la Machtergreifung, la «toma de poder» invocada por los nazis)? No ha de extrañarnos, pues, que Martin Saar, en su estudio de la política de

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Spinoza, haya criticado la oposición establecida por Antonio Negri –y, antes, por Gilles Deleuze– entre el «poder» y una «potencia», que, por tanto, queda más cerca de una palabra alemana que parece distinta pero con la que está emparentada etimológicamente, Vermögen. El sistema filosófico y textual de Elias Canetti, según el análisis detallado que de él ha hecho Peter Friedrich, estaba, por tanto, por así decirlo, lingüísticamente preparado para orientar la potentia hacia el lado del monstruo político , mezcla de poder y de potencia movida tanto por la «pulsión gregaria» como por la obediencia ciega a un dirigente, a un Führer idealizado… Así pues, ¿cómo podemos encontrar un lugar coherente para lapolítica del deseo tal y como se plantea en Georges Bataille o Pier Paolo Pasolini, Gilles Deleuze o Antonio Negri, incluso en pensadores políticos como John Holloway (que propone «cambiar el mundo sin tomar el poder») o Raúl Zibechi (que propone «dispersar el poder» en lugar de ejercerlo?).12

Incluso el recién nacido se levanta El poder no se ejerce en el momento del levantamiento. Sin duda, la tarea de «tomar» finalmente el poder –de instituirlo y de ejercerlo– correspondería a una revolución en su debida forma. ¿Qué debe de ser «la debida forma»? Esta es otra temible pregunta. En un levantamiento no se hace otra cosa –pero esto ya resulta considerable– que desplegar una potencia que es deseo y que es vida. Incluso Kant estuvo dispuesto a admitirlo y a juntar las tres palabras que acabo de subrayar: «La vida es la potencia Vermögen ( ) que posee un ser de actuar según las leyes de la facultad de desear (Begehrungsvermögen)». Kant define esta facultad o «potencia de desear», por su parte, como la dinámica capaz de levantar a un sujeto de manera que «sea por sus representaciones causa de la realidad de los objetos de estas representaciones»: es decir, su libertad de producir en la realidad lo que se le haya aparecido en la imaginación presionado por un deseo. Acabo de citar una nota de la Crítica de la razón práctica . Conviene añadir algunas reflexiones que Kant escribió en su maravillosa Antropología desde el punto de vista pragmático, sobre el deseo entendido como «la autodeterminación de la fuerza (Kraft) de un sujeto mediante la representación de un hecho futuro, que sería el efecto de esta fuerza. En todo deseo existe, sobra decirlo, «pasión» o «emoción», y el ejercicio crítico de la razón es imprescindible para moderar, para orientar todo esto. Si se observa una rebelión popular, por ejemplo, se entiende que Kant pueda considerar una «pasión» (Leidenschaft) lo que denomina la inclinación o la «tendencia a la libertad» (Freiheitsneigung) que la rebelión expresa. Esta pasión, sin embargo, no es como las demás: es fundamental, si no fundadora, para el sujeto humano. Hasta el punto de que Kant quiere interpretar el llanto del recién nacido como la expresión de esta tendencia a la libertad: «A diferencia de los demás animales, el niño, recién arrancado del seno de su madre, acompaña su entrada en el mundo con un grito, por la sencilla razón, parece, de que la incapacidad de servirse de sus miembros la experimenta como una coerción, y de este modo anuncia su aspiración a la libertad (Anspruch auf Freiheit)». La vida humana es, así pues, al menos deseo de libertad. La razón –las famosas «luces» del Aufklärung– tiene que encontrar, según Kant, las formas legítimas de este deseo. Pese a

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ello, algo parecido a un «afán de libertad» –la Freiheitsdrang, como dirá Freud más tarde– atraviesa muchos textos kantianos, por no decir todos. En 1781, en la Crítica de la razón pura, Kant define la libertad de la razón como la «facultad de comenzar por sí misma», al margen de toda determinación exterior o impuesta. En 1790, en la Crítica del juicio , Kant justifica la «libertad de la imaginación» porque está «de acuerdo consigo misma, siguiendo Lose Blätter , hojas sueltas de las obras póstumas de las leyes universales de la razón». Los Kant citadas por Rudolf Eisler, afirman que la libertad política «consiste en lo siguiente: que todo el mundo puede buscar la salvación según sus concepciones y que, además, es inaceptable que otros puedan utilizarlo como medio para su propia felicidad». He aquí por qué el famoso texto titulado Hacia la paz perpetua , publicado en 1795, presenta la «constitución republicana» –necesaria y, a un tiempo, no realizada, según el filósofo– como la más «sublime» de todas, ya que puede ser afín a los principios del «derecho cosmopolita» y de la «hospitalidad universal». Ahora bien, cuando introduce esa fórmula de la «constitución republicana», Kant interrumpe su exposición con una larga nota sobre lo que, según él, la fundamenta, es decir, la «libertad de derecho» (rechtliche Freiheit ). La opinión corriente sigue un razonamiento falso cuando define esta libertad como «la autorización de hacer todo lo que uno quiere siempre y cuando no perjudique a los demás». En este tópico, Kant ve un sofisma o, mejor dicho, una tautología («uno no perjudica a nadie […] a condición de que no perjudique a nadie»). Se debe instituir, al contrario, el principio según el cual la libertad «es la autorización de no obedecer a ninguna ley exterior a la que no haya podido dar mi asentimiento». Por eso, «el estado de paz debe ser instituido» (gestiftet): es una forma de decir que no es un estado de naturaleza. Kant tampoco considera como «natural» el derecho de los ciudadanos a levantarse contra un gobierno despótico, tal y como había afirmado Rousseau en un pasaje famoso de su Discurso sobre el srcen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: «El déspota es el amo durante todo el tiempo en que es el más fuerte, y tan pronto como se le pueda expulsar, no puede invocar nada contra la violencia. El disturbio que termina estrangulando o destronando a un sultán es un acto tan jurídico como los actos con los que la víspera disponía de las vidas y de los bienes de sus súbditos. Solo la fuerza lo mantiene, solo la fuerza lo derroca; todo sucede, por tanto, de acuerdo con el orden natural». Kant nos enfría un poco el entusiasmo cuando leemos estas admirables líneas de Rousseau. En 1797, en la «Doctrina del derecho», dentro de la Metafísica de las costumbres, Kant llega a refutar la legitimidad del «derecho de rebelión» (Aufruhr, rebellio) como asimismo la del «derecho de sedición» ( Aufstand, seditio )… a riesgo de introducir una tensión –un compromiso, incluso una autocensura, como ha indicado Domenico Losurdo– en su entusiasmo por la Revolución Francesa. Siempre existen varias formas de leer a un gran autor. Algunos han encontrado limitador todo lo que podía justificar, en el autor de la Crítica de la razón práctica , cierto legalismo de la razón. Pero también podemos mirar las cosas con más generosidad, como ha hecho François Proust al descubrir en Kant un verdadero «entusiasmo» por la razón como «potencia de libertad». En 1784, Kant respondía a la famosa pregunta «¿Qué es la Ilustración?» con la imagen del niño entregado a la ternura autoritaria de sus tutores: su «estado de naturaleza» no tiene nada de salvaje, al contrario, es la situación de un prisionero a quien le «impiden con solicitud atreverse a dar pasos sin los andadores

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infantiles en los que [sus padres lo han] encerrado». Y ocurre exactamente lo mismo con los súbditos políticos a quienes sus gobernantes «muestran el peligro que les amenaza si intentan caminar solos». Y, sin embargo, afirma Kant, «sin duda acabarían aprendiendo a andar», aunque la solicitud celosa de sus gobernantes «les vuelva tímidos y generalmente les disuada de cualquier otro intento posterior». Kant reivindica la palabra «Ilustración» ( Aufklärung) en este sentido, como la expresión, si no de un levantamiento en sentido estricto, al menos sí de un movimiento de salida liberador: la «salida Ausgang ( ) del hombre fuera del estado de tutela del que él mismo es responsable. El estado de tutela [es] la incapacidad de emplear el entendimiento sin la guía de otro». En 1789, en El conflicto de las facultades , Kant piensa los famosos «progresos de la razón humana» en función de la dinámica del movimiento de «salida» –idea en la que ya podemos percibir todos los armónicos de la evasión, de la gran escapada, del cruce de fronteras, de la transgresión fuera de los «andadores», todo aquello de lo que también se pueden deducir los levantamientos–. La pregunta filosófica más urgente, incluso antes de saber «cómo orientarse en el pensamiento», es, por tanto: ¿«cómo hacer que salga el pensamiento» fuera del estado de tutela que lo precede y lo oprime? Entonces la pregunta, en el mismo texto de El conflicto de las facultades , se convierte en: ¿cómo dar un contenido y una forma a nuestro deseo de libertad? ¿Cómo darse, escribe Kant, la «previsión de acciones libres»? Una cuestión difícil. Se puede prever la revolución de los astros gracias a las leyes de la astronomía, pero ¿quién puede prever la revolución de los pueblos en la Historia? ¿Qué filósofo alemán no ha quedado sorprendido por el acontecimiento de la Revolución Francesa? ¿Qué es, por otro lado, un «acontecimiento» –la toma de la Bastilla, por ejemplo– cuando quien lo observa desde Königsberg «no sabe qué resultado puede esperar de ello»? ¿Qué es un acontecimiento histórico que lleva la marca del «movimiento de salida» y que, por consiguiente, funciona como un «signo histórico» (Geschichtszeichen) con todos sus atributos? Esto, afirma Kant, se juzga no solo según la eficacia actual del acontecimiento –es decir, si es cierto que la Bastilla ha sido asaltada, y quién lo ha hecho–, sino también según un conjunto temporal completo cuyo «signo» ha de ser portador: signum rememorativum, demonstrativum, pronosticum , escribe en latín, es decir, con la autoridad que se da a los preceptos más fundamentales. Es una manera de afirmar que un signo, para que sea «histórico», tiene que cumplir estas tres cosas al mismo tiempo: llevar una memoria, demostrar una actualidad y anunciar un deseo, algo que Kant llama entonces una «tendencia [fundamental] del género humano». Es evidente que, para Kant, la Revolución Francesa constituía el «signo histórico» principal de su tiempo: memorativo de un intento de emancipación muy largo –los innombrables levantamientos durante el Antiguo Régimen, o la memoria de la República Romana, por ejemplo–, actual en sus peripecias políticas y pronosticador en su capacidad de abrir un futuro universal para la «tendencia del género humano» a salir de su tutela multisecular. Aquí vuelve a aparecer, de la pluma de Kant, el «entusiasmo» (Enthusiasm) fundamental que el levantamiento de un pueblo es capaz de desvelar más allá de sí mismo; más allá, puntualiza Kant, de su éxito o de su fracaso factuales: «Tanto da si la revolución de un pueblo lleno de espíritu, que hemos visto que estallaba en nuestra época, triunfa o fracasa, tanto da si acumula miseria y atrocidades hasta el extremo de que un hombre sensato que quisiera repetirla con la esperanza de conducirla a un desenlace feliz no se

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decidiría jamás a intentar la experiencia a este precio; esta revolución, decía, encuentra no obstante en el ánimo de todos los espectadores (que no han participado en este juego) una simpatía de aspiración que roza el entusiasmo y que, si se manifestara, comportaría un peligro; esta simpatía, por lo tanto, no puede tener otra causa que una disposición moral del género humano. La causa moral […] es, en primer lugar, el derecho que poseen los pueblos de darse una constitución política que sea de su agrado sin que las demás potencias se lo impidan». Michel Foucault, al comentar estas líneas, a la pregunta «¿Qué es la Ilustración?», propuso añadirle otra, también candente: «¿Qué es la Revolución?». Quería insistir precisamente en lo que Kant denominaba la «disposición moral de la humanidad», que «roza el entusiasmo» cuando un pueblo se levanta contra la tiranía, sea cual sea el resultado, grande o pequeño, logrado o fracasado, del acontecimiento, interpretado entonces como levantamiento del mismo tiempo histórico. Y tendrá que examinarse la potencia –en el doble sentido de fuerza y de virtualidad– del levantamiento, en lugar de la mera capacidad de la toma del poder: «La revolución, de todos modos, siempre corre el peligro de caer en los caminos trillados, pero, como acontecimiento […], su existencia testimonia una virtualidad permanente que no es posible olvidar». Con la condición, para esta memoria, de reconfigurar nuestros deseos en relación con la pregunta tan bien planteada por Foucault: «¿Cuál es el campo actual de les experiencias posibles?».13

Deseo, lucha, dominio, reconocimiento Quien se interroga sobre el deseo, en el contexto de la modernidad occidental, no puede evitar volver a Hegel. Asistimos a la irrupción del deseo a lo largo del famoso capítulo de la Fenomenología del espíritu sobre la formación de la «conciencia de sí». El Otro se presenta enfrente del Yo, y el filósofo nos cuenta lo que ocurre entonces, aunque al principio ello parezca un poco abstracto. Por una parte, dice Hegel, «la conciencia de sí tiene la certeza de sí misma solo por medio de la supresión (durch das Aufheben ) del Otro, que se presenta ante ella como vida independiente»; por otra parte, esta «supresión» no va hasta el final porque es una operación dialéctica de «relevo» (Aufhebung) que indica, precisamente, la fuerza constantemente renovada del «deseo» (Begierde): «La conciencia de sí no puede, pues, suprimir el objeto por medio de su relación negativa con él, por eso más bien lo reproduce, igual que reproduce el deseo. De hecho, la esencia del deseo es un Otro (ein Anderes) diferente de la conciencia de sí». Esta relación de deseo es el factor «principial», pero igualmente «reproducible» y renovable hasta el infinito gracias a la tensión que instaura, lo que demuestra su fecundidad y potencia, e incluso, como afirmará más tarde Freud, su «indestructibilidad». Pero también sabemos en qué se convierte muy pronto, según la dramaturgia hegeliana, esta relación de deseo: se vuelve «lucha por la vida y la muerte» (Kampf auf Leben und Tod), una lucha por medio de la cual la potencia del deseo se verá enredada en la relación de poder más prototípica: la relación de «dominio y servidumbre» (Herrschaft und Knechtschaft ), en la que, se sobreentiende, la posición del amo se definirá como la de «la potencia que domina» al Otro. Podría extrañarnos, en terminología spinozista, que una «potencia» (Macht), no

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contenta con expresarse por sí misma o en el deseo que la liga al Otro, finalmente, como escribe Hegel, se haya de alzar «por encima»über ( ) del Otro. ¿Acaso un deseo auténtico no nos pone a la misma altura, en igualdad con el Otro? En la Fenomenología del espíritu , sin embargo, las cosas suceden de otro modo, distinto y más cruel: forma parte del destino de la potencia ser relevada por una relación de poder; y del destino del deseo, ser relevado por una relación de dominio. Lo que nos lanzaba al uno hacia el otro y al uno con el otro ahora nos lanza al uno contra el otro o al uno por encima del otro. Pero esta dialéctica implacable conocerá, para terminar, el momento de reconciliación –Hegel lo denomina «reconocimiento» (Anerkennung)– cuando el Yo y el Otro «se reconocen recíprocamente [e instauran] la duplicación de la conciencia de sí en su unidad». Al final, pues, la lucha y la relación de dominio-servidumbre se realizan en «el momento del reconocimiento en el que la otra conciencia se suprime como ser-para-sí» y alcanza la condición ética por excelencia –y también la condición política– de ser-para-otro. Es un momento decisivo para todas las existencias humanas y sociales: como si, a partir de ahí, pudiesen elaborarse las grandes construcciones hegelianas del Sistema de la eticidad , de los Principios de la filosofía del derecho o de la Filosofía de la historia . El relato filosófico de laFenomenología del espíritu es tan seminal –o tan abismal– que ha sido leído, interpretado y usado en los sentidos más diferentes. La pregunta principal es: ¿tenemos que leer el texto desde el punto de vista de la potencia o desde el punto de vista del poder? Dicho de otra forma: ¿son el dominio y el reconocimiento aspectos o contrapartidas del deseo? Y a la inversa: ¿son el deseo y el reconocimiento aspectos o contrapartidas de la dominación? Alexandre Kojève, en sus famosos cursos sobre Hegel impartidos entre 1933 y 1939 en la Escuela Práctica de Altos Estudios –a los que asistía casi toda la intelectualidad francesa, de Maurice Merleau-Ponty a Éric Weil, de Raymond Aron a Jean Hippolyte, de Georges Bataille a Jacques Lacan, de Roger Caillois a Michel Leiris o de Raymond Queneau a Henry Corbin–, decantó su lectura, como obligaba la situación política, hacia el lado del poder y de la dominación, como demuestra el epígrafe de sus lecciones, tomado de Karl Marx. Sin duda, «el ser humano», afirma, «no se constituye más que en función de un deseo dirigido hacia otro deseo, es decir, a fin de cuentas, de un deseo de reconocimiento»… Pero la lucha a muerte y la relación de dominación-servidumbre impulsan de entrada a esta potencia deseante hacia el lado de una relación de fuerza y de una relación de poder. Como ha podido describir Judith Butler en 1987 en el libro Subjects of Desire –antes que Michael Roth (1988) o Allan Stoekl (1992)–, la recepción francesa de Hegel, si bien orientada decisivamente por las lecciones de Alexandre Kojève, se hizo más bien en el sentido de una «ontología del deseo» y no de una antropología política de la dominación, por ejemplo. Es un motivo que encontramos declinado desde Sartre hasta Derrida, pasando, evidentemente, por Jacques Lacan. Este, en un famoso artículo de 1960 titulado «Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano», quiso tomar la palabra a la dialéctica hegeliana tal y como la había comentado Kojève en 1933 cuando hablaba de un «deseo dirigido hacia otro deseo». Después la distribuyó, en cierto modo, en las dos direcciones concomitantes de la potencia inconsciente y del poder intersubjetivo: deseo inconsciente «ligado al deseo del Otro», que también instaura, simbólicamente, una «posición [de] Amo absoluto» para «Otro como lugar del sujeto puro del significante».

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Posición que hace poco ha querido prolongar Slavoj Žižek explicando a Hegel a la luz de Lacan y a Lacan a la luz de Hegel. Sin embargo, existe otra posición posible. Una posición menos «pura» y más arriesgada porque deja a la imaginación sus plasticidades y posibilidades, incluso sus conceptos erráticos. Es la que adoptó o, mejor dicho, experimentó, exigió e inició dolorosamente Georges Bataille. Se expresa muy claramente, después de muchos esbozos que podían leerse, aquí o allá, en Documentos, a través de un texto titulado «La crítica de los fundamentos de la dialéctica hegeliana», redactado con la ayuda de Raymond Queneau para La Critique sociale en marzo de 1932, cuando todavía no había empezado el curso de Kojève; su contexto era, pues, político. Y, sin embargo, se trataba de hacer intervenir la potencia contra el poder. Ahora bien, para conseguirlo, era necesario ni más ni menos que impugnar el poder filosófico de las ideas elaboradas en sistemas, aunque estas ideas fuesen, como en el caso de Engels, manifiestamente «materialistas». Debía, como obligaba el surrealismo, renunciar a les certezas de la idea general: reafirmar la soberanía de la experiencia contra la autoridad de las construcciones doctrinales. Esto implicaba regresar a un Hegel más joven, más romántico: un Hegel soñado, quizá. Seguidor, en todo caso, de la «caída de la idea» a partir del momento en que hubiese aceptado que la negación no fuera un simple operador lógico, sino, como escribe Bataille, que fuera «al mismo tiempo una rebelión y una incongruencia». Cinco años más tarde, mientras Kojève estaba comentando el edificio imponente que constituye la filosofía hegeliana de la historia, Bataille redactó una extraordinaria «Carta a X., encargado de un curso sobre Hegel». Se trataba, no hace falta decirlo, de Kojève, y se trataba de retomar una discusión que quizá había sido violenta, ya que Bataille anuncia que quiere responder al filósofo por «la acusación que me hace…». Pero es Bataille, en realidad, quien acusa al sistema hegeliano con unos argumentos que los filósofos profesionales calificarían sin duda de absurdos o de descerebrados: «La herida abierta que es mi vida… ella sola constituye la refutación del sistema hegeliano». Ahora bien, una posición tan radicalmente subjetiva, basada en la sensación existencial de una herida, se revela, paradójicamente, de una gran potencia porque lo que se discute es precisamente la misma idea de potencia, aunque sea, como en Nietzsche, la «potencia de quedar afectado». Sería la potencia negativa como tal, potencia que Bataille denomina aquí «negatividad sin uso»: una negatividad irrecuperable en la operación de la síntesis dialéctica donde la «negación de la negación» se resuelve siempre y reinstaura el reino de lo positivo. No por casualidad, en un texto de febrero de 1938, Bataille quiere situar la «potencia negativa» en el ámbito del deseo inconsciente y de aquel que la experiencia psicoanalítica puede poner al descubierto. Aquí tenemos, evidentemente, una forma muy poco conformista de leer a Hegel: existen motivos para irritar a muchos filólogos y filósofos demasiado familiarizados con el texto hegeliano, sobre todo porque ya no les sorprenden las asperezas de su lengua ni las audacias de su imaginación teórica. Así, Jürgen Habermas denuncia, en Bataille, una relación con Hegel basada en «el esfuerzo por querer llevar a término, a través de medios teóricos, la crítica radical de la razón». Que lo haga, además, por medio de la escritura erótica no mejora la situación, a causa de su modo de «acosar al lector con la obscenidad, [de] impresionarlo con el choque de lo que es inesperado e irrepresentable, [de] precipitarlo en la ambivalencia de la repulsión y del goce». Es difícil, a fin de cuentas, compaginarLa experiencia interior de Bataille con la Teoría de la acción comunicativa de Habermas,La parte maldita con Facticidad

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y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso o Las lágrimas de Eros con Aclaraciones a la ética del discurso . Habermas busca normas para las relaciones sociales, mientras que Bataille invoca la enormidad de un deseo entendido al mismo tiempo como matriz y como negatividad irreductibles de las relaciones sociales estandarizadas. La obra de Axel Honneth, por su par te, regresa a Hegel. Honneth es, hoy en día, la figura principal, después de Habermas, de la Escuela de Fráncfort. Un estudio de 2008 titulado «Del deseo al reconocimiento» subraya la distancia que separa la recepción francesa de Hegel, orientada por una antropología del deseo muy amplia, y el nuevo planteamiento de Honneth, orientado a hacer del reconocimiento solo el concepto central de las ciencias sociales, morales y políticas. Mientras que Lacan, por ejemplo, articulaba muy estrechamente deseo y reconocimiento, tanto en la lectura de Hegel como en la conceptualización psicoanalítica, Honneth los disocia decididamente, haciendo del deseo un simple «fracaso» de la conciencia de sí, un proceso «autorreferencial» –algo muy sorprendente– o de «satisfacción de necesidades orgánicas […], animales o eróticas»: muy por debajo, pues, de las esferas ética o política. Según Honneth, el deseo es meramente «egocéntrico», está privado de la reciprocidad que caracteriza al reconocimiento. Se trata, en el fondo, de saber si el reconocimiento es un momento inherente al mismo deseo (como pensaban Kojève, Bataille, Lacan y, sobre todo, Derrida y Foucault) o si, como piensa Honneth, únicamente podemos entender el reconocimiento si lo separamos del deseo como tal. La elección de este paradigma implica, en Axel Honneth, una explicación con las aportaciones de la tradición posthegeliana, marxista en primer lugar –focalizada, principalmente, en la figura de György Lukács, el inventor del concepto de «reificación»– y una atención especial al trayecto que reúne, en Hegel, la lucha contra el reconocimiento, que lucha por el reconocimiento . En también es, por tanto, según las palabras del propio Honneth, la conflictividad observable dondequiera en la vida de las sociedades, Honneth diagnostica acertadamente lo que denomina las «patologías de la libertad», dispuesto a redefinir, a causa del uso de este vocabulario, su relación con la historia de la Teoría Crítica y del psicoanálisis freudiano. Dispuesto a sugerir que se tienen que –pero ¿quién es entonces este «es» salvador?–curar estas patologías en lugar delevantarse contra las normas injustas y aberrantes de las sociedades en las que vivimos… La funesta reificación de las conciencias y de las relaciones sociales, a las que Axel Honneth ha dedicado una obra entera, sería la «patología» central contra la que se alzan, en efecto, las normas éticas y el «derecho a la libertad». Pero tenemos la impresión de que la conflictividad, introducida de una forma notable por Honneth en su interpretación de la «lucha por el reconocimiento», es desplazada, al final, por la problemática consensual de «reconocimiento de las normas» destinadas a «institucionalizar la libertad social», como han comentado recientemente Louis Carré o los estudiosos reunidos en 2104 por Mark Hunyadi. Hay que preguntarse, no obstante, ¿qué es el reconocimiento cuando persisten las relaciones unilaterales de dominio? El horizonte hegeliano de la reconciliación, cuando también el amo acaba «reconociendo» al esclavo, queda muy lejos del mundo histórico real, en el que nuestros amos no están nada dispuestos a reconocer la más mínima dignidad a sus servidores. ¿Qué significa, en estas condiciones, la idea de norma ética inherente a las

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teorías de Habermas y de Honneth? Paul Audi lo ha formulado a su manera, al escribir que «la cuestión puede resumirse en estos términos: ¿qué pasa con el respeto (y, por tanto, con el reconocimiento) que le es debido a quien dice no a la regla común, a las prescripciones generales, y que vive su libertad constitutiva solo en la subversión de las normas vigentes o en el rechazo a reforzar la estructura del orden social y político que no soporta o que le oprime?». El respeto y el reconocimiento, ¿acaso no deben arrancarse a quienes los niegan desde su posición de amos?14

Eros político ¿Verdad que es preciso levantarse –gesto de deseo, pero también de rechazo– para conseguir el más mínimo reconocimiento por parte de quien quiere, frente a nosotros, conservar unilateralmente su posición de dominio? En un prefacio reciente a la edición francesa de una recopilación de sus textos, Axel Honneth recordaba que, en la recepción francesa de Hegel, desde Kojève hasta Derrida, como asimismo en Bataille o Lacan, «la lucha desencadenada por el deseo de reconocimiento no puede desembocar [nunca] en un estadio superior de integración o de libertad […], algo que podríamos definir como un negativismo». Es como si el deseo mantuviese su posición negativa –más negativa cuanto más intervenga el inconsciente–, sea cual sea su «estadio de integración o de libertad», como señala Honneth. No es imposible que esta diferencia de tradiciones filosóficas se deba a la aceptación (por parte de Honneth) o al rechazo (por parte de los franceses) de las teorías anglosajonas del psicoanálisis, trabajos «positivos», positivistas incluso, duramente criticados por Lacan como trampas normativas e intentos de dejar fuera de juego al deseo inconsciente. Bataille, por su parte, no dejó nunca de pregonar, hastaLas lágrimas de Eros , el «juego lúgubre» y rebelde del deseo inconsciente, el juego de lo negativo. Enfrente de la negatividad de Eros, la posición de los teóricos de la Escuela de Fráncfort no fue, ni mucho menos, unánime, como se puede comprobar leyendo las grandes historias sobre este movimiento escritas por Martin Jay, Rolf Wiggershaus o Jean-Marc Durand-Gasselin. Lanegatividad, por ejemplo, no tiene el mismo estatuto ni el mismo valor de uso en Adorno, por una parte, o en Habermas o Honneth, por la otra. Tampoco eldeseo ocupa el mismo lugar en unos y en otros. ¿Por qué? Pues porque la función otorgada al deseo depende en cada caso de una decisión filosófica crucial, ella misma condicionada por la antropología en la que se basa. Todos los filósofos de la Escuela de Fráncfort estuvieron de acuerdo en algo: hacer una crítica incesante a la «reificación», diagnosticada en 1923 por György Lukács en Historia y conciencia de clase : la «reificación», inherente a la estructura mercantil de la sociedad capitalista, afecta a todas las relaciones sociales y srcina una «dislocación del sujeto», como si el «fetichismo de la mercancía», analizado por Karl Marx en el primer libro de El capital, fuese capaz de propagarse a los ámbitos más íntimos o espirituales, especialmente a los de la psicología y la cultura. No es casualidad que Lukács haya escogido, como epígrafe del capítulo central sobre «La reificación y la conciencia del proletariado», una frase de Marx extraída de la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel : «Ser radical significa coger las cosas por la raíz. Y, para el hombre, la raíz es el propio hombre». En pocas palabras: dime

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cuál es tu antropología y te diré (o tendré una idea de) quién eres, no únicamente en el plano filosófico y psicológico, sino también en el plano ético y político. Por eso, la noción de reificación depende totalmente de la idea que se tiene al principio del sujeto humano y, antes que nada, de sus deseos fundamentales. Así, Axel Honneth reivindica su retorno a Lukács, que algunos comentaristas –como por ejemplo Yves Charles Zarka– le discuten. Así, Herbert Marcuse, por su parte, siguió una trayectoria srcinalísima que iba de una crítica psicológica de la reificación a una brillante asunción política del deseo. Para ello era necesario reconstruir una hipótesis antropológica más general, inspirada –algo que no nos extraña en absoluto– tanto en la fenomenología hegeliana como en el psicoanálisis freudiano. En 1932 aparece La ontología de Hegel y la teoría de la historicidad , libro surgido de una tesis escrita por Marcuse bajo la dirección de Martin Heidegger. Es un intento de formular, a partir de Hegel, una ontología histórica , en una posición falsa respecto de las nociones heideggerianas de ser y tiempo, ya que la temporalidad, en Heidegger, se entiende en contra de toda historicidad. Marcuse hace en esta obra comentarios rigurosos sobre la Lógica y la Fenomenología del espíritu , y define «el ser como movilidad», «el devenir como movimiento» y «la movilidad como transformación» o metamorfosis dialéctica perpetua. Después, en el centro de la «movilidad universal de la vida» ( allgemeine Bewegtheit des Lebens ), descubrimos la instancia fundamental del deseo humano que nos impulsa, como forma de ser «srcinaria» ( ursprünglich), mucho más allá de todas las cuestiones estrictamente psicológicas. Al deseo no le basta una simple psicología: se le debe aplicar, como mínimo, una metapsicología o una antropología. El deseo, escribe así Marcuse, aparece, para el ser humano, como el «devenir esencial» Aufgabe ) o su «aspiración (wesentlich), el «signo de su verdadera tarea»eigentliche ( a la esencialidad»: «En el deseo orientado hacia el ente se expresa la aspiración al ser verdadero». Aspiración que no es otra cosa que un movimiento de asunción del serpara-otro, como decía exactamente Hegel. Y Marcuse describe, a su manera, la famosa «dialéctica del amo y del esclavo», con la dramaturgia de la lucha, de la dominación y del reconocimiento. Y añade que este modelo «quedará imperfecto» mientras la historia no haya realizado las condiciones políticas de lo que Hegel denominaba, enFenomenología la del espíritu , «el pueblo libre» (freie Volk). Esto era lo que le llevaba a decir: «En un pueblo libre, la razón está de verdad realizada efectivamente». Existen, pues, muchas formas distintas de «ser para otro»: por sumisión o por dominación: serlo debajo o serlo encima. También se puede serlo por emancipación o por liberación: levantarse –serlocontra– a fin de construir las condiciones históricas de una realización del ser-hacia o del ser-con. «Es solamente en y con el ser-para-otro que la verdadera autonomía, la libertad […], puede realizarse», escribía ya Marcuse para comentar el deseo hegeliano, revelando con medias palabras las condiciones de su filosofía futura: la «filosofía de la emancipación», como la ha denominado acertadamente Gérard Raulet. No es del todo irrelevante recordar que en 1919, cuando contaba veintiún años, Marcuse había participado en un consejo de soldados durante el levantamiento espartaquista de Berlín. Había dejado, asqueado por sus concesiones a las fuerzas de la extrema derecha, el partido socialdemócrata después del asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg. En 1933 tuvo que exiliarse de Alemania por el doble motivo de que era judío y de izquierdas. Tras pasar por Suiza y Francia, llegó a los Estados Unidos, donde lo contrató el Instituto

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de Investigación Social, instalado en Nueva York bajo la autoridad de Max Horkheimer. En 1939 publicó en inglés Razón y revolución , obra en la que, contra el «hegelianismo fascista», prolongaba su comentario de Hegel sobre el plano de un «nacimiento de la teoría social» que prefiguraba las posiciones contemporáneas de la Teoría Crítica. Después de la explicación basada en el deseo hegeliano, podía venir –por medio de un punto de vista antropológico y político inspirado directamente por Marx– una explicación basada en el deseo freudiano. En 1955 aparece Eros y civilización , como una doble respuesta, por así decirlo, a la hegeliana Filosofía de la historia y al freudiano El malestar en la cultura . De entrada –es la primera frase del libro–, Marcuse afirma que utilizará las «categorías psicológicas» con la conciencia crítica de que «han devenido categorías políticas». No se trata de «aplicar la psicología al análisis de los acontecimientos sociales y políticos», sino de hacer todo lo contrario: «desarrollar el contenido sociológico y político de las categorías psicológicas». Estamos avisados: hablar del deseo significará hablar inmediatamente de política; y Marcuse no pensará la política sin un pensamiento del deseo. ¿Cómo serían posibles la Historia y las relaciones sociales sin procesos de deseo? ¿Y cómo estos procesos se encuentran utilizados, orientados y reconfigurados por las relaciones, las decisiones o los acontecimientos políticos? Pregunta decisiva –a la vez, práctica y teórica–, en la que no será difícil reconocer, una vez más, la alternativa entre potencia y poder. En la vertiente del poder, he aquí cómo Marcuse ve las cosas: la teoría freudiana implica una equivalencia, generalmente admitida, entre el proceso de civilización como tal y el «sacrificio metódico de la libido, su desviación, rígidamente impuesta, hacia actividades y manifestaciones socialmente útiles». Pero… ¿socialmente útiles a quién? No parece que Freud se plantee esta pregunta, ya que ignora, además de la lucha de clases en general, toda relación entre el sacrificio de los sujetos y la dominación de aquellos a quienes están sometidos. He aquí, pues, donde Marcuse se propone trabajar: en el espacio de la paradoja – inherente a la historia moderna de Occidente– según la cual «la intensificación del progreso parece ir acompañada de la intensificación de la servidumbre» (intensified progress seems to bound up with intensified unfreedom ). La renuncia pulsional se convierte en renuncia al deseo, es decir,represión, y esta se convierte en una amplia estructura de alienación o de reificación física y psíquica, que crea una moral de esclavos, fomentada y exigida por los amos del juego social. Entonces se entiende que Marcuse proteste contra el principio según el cual «la civilización exige una represión cada vez más intensa». La paradoja es cruel. Confirma, en cierto modo, las conclusiones inherentes a la Dialéctica de la Ilustración , publicada diez años antes por Max Horkheimer y Theodor Adorno. Reconoce esta amarga verdad: que barrera la del «principio de la realidad» o de las estructuras psíquicas de la culpabilidad se convierte fácilmente en la cárcel de los deseos y de los pensamientos. ¿Necesidad psíquica de la contención? Sin duda. Ahora bien, ¿se debe prolongar fatalmente esto en el escándalo político de la represión? ¿Son una barbarie de primer nivel (regresiva, instintiva) y una barbarie de segundo nivel (racional, progresista), ambas resultado de un mal uso del deseo y de la represión las únicas opciones posibles? Entre las dos, naturalmente, todo es cuestión de dialéctica –o de política– del deseo. Algo que aparece muy claramente cuando la potencia de los levantamientos se diluye en el poder de las contrarrevoluciones, fenómeno recurrente que Marcuse explica desde una perspectiva trazada por Freud: la culpabilidad. «Después de las rebeliones y las revoluciones

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han venido las contrarrevoluciones y las restauraciones. Desde la rebelión de los esclavos en la antigüedad hasta la revolución socialista, la lucha de los oprimidos ha terminado con la instauración de un nuevo sistema de dominación […].Un elemento de autoderrota (selfdefeat) parece que intervenga en esta dinámica, incluso teniendo en cuenta el valor de otras causas, como por ejemplo el carácter prematuro de la acción y la desigualdad de las fuerzas. En este sentido, cada revolución ha sido, también, una revolución traicionada. La hipótesis de Freud sobre el srcen y la supervivencia del sentimiento de culpabilidad aclara, desde un punto de vista psicológico, esta dinámica sociológica: explica la identificación de los que se rebelan contra el poder contra el cual se rebelan». Entonces es como si las cosas quedasen petrificadas y reificadas en el terreno de las relaciones de identificación y de poder. Marcuse, no obstante, continuará su interrogación con un retorno al deseo estilo Hegel (dominación y reconocimiento), posteriormente estilo Nietzsche (placer y alegría). Antes de plantear la propuesta siguiente (que no se puede reducir, sea dicho de paso, al deseo estilo Wilhelm Reich): «En un mundo de alienación, la liberación de Eros (the liberation of Eros ) funcionaría inevitablemente como una fuerza destructora, fatal, como la negación total del principio que rige la realidad represiva». Si el famoso «principio de la realidad» se ha convertido en un guardia encargado de cerrar el paso a toda nueva realidad y, por tanto, de conservar nuestro estado de alienación, entonces se tendrá que pensar lo que podría ser un mundo «Más allá del principio de la realidad» (Beyond the Reality Principle , título de la segunda parte de la obra de Marcuse). ¿Cómo se puede conseguir? En primer lugar, se debe tener una conciencia crítica y exacta de las condiciones de nuestras servidumbres: por ejemplo, de la forma como el «principio de rendimiento», en las sociedades contemporáneas, srcina lo que Marcuse denomina una «organización represiva» que afecta tanto a las estructuras infrasubjetivas –hasta la intimidad de nuestra sexualidad– como a las relaciones sociales. Es necesario, por fin, pasar a la vertiente de la potencia. Marcuse afirma que en la «imaginación» (phantasy), encontraremos todas las premisas de una liberación que sería un error limitar exclusivamente a la esfera privada o a la «fantasía» personal. Se trata, para él, de introducir –a través de una referencia a Theodor Adorno hablando de la música contemporánea– la cuestión de la obra de arte como «negación de la alineación» (negation of unfreedom ). Existiría, pues, según Marcuse, una verdadera «función crítica de la imaginación» ( critical function of phantasy ) a partir del momento en que los deseos, incluyendo los sexuales, adoptarían una forma capaz de liberarse de las barreras de la dominación social: una forma al mismo tiempo de afirmación y de «gran rechazo», como él dice. Una forma de protesta ( protest). Una imagen de la «lucha por la forma definitiva de la libertad» (struggle for the ultimate form of freedom ), dirá Marcuse. Y es como si las «lágrimas de Eros» de ahora en adelante fuesen desplazadas por un Eros entendido como un arma decisiva contra las servidumbres contemporáneas. En 1964, Marcuse publica El hombre unidimensional , una acusación implacable contra la sociedad capitalista moderna. A diferencia de la integración forzada, brutal, de los totalitarismos clásicos, el capitalismo consigue la integración social por otros medios. De esta forma, crea una suerte de «sociedad cerrada. Cerrada porque hace pasar por el aro e integra todas las dimensiones de la existencia, privada y pública». Cerrada porque deviene una «sociedad sin oposición», capaz de diluir todo el pensamiento después de imponer la

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«parálisis de la crítica». Y Marcuse analiza, antes que Foucault y Deleuze, las «nuevas formas de control» por medio de las cuales un «estado de bienestar» coexiste atrozmente con un «estado de guerra», inmovilizando así cualquier veleidad de cambio social, absorbiendo todos los antagonismos en una indiferencia general que no tiene nada que envidiar a las futuras indiferencias de la época postmoderna. Marcuse se dedica a desmontar la lógica inherente al «lenguaje de la administración total», que él denomina el «universo cerrado», en unas páginas que no se abstienen de evocar, una vez más, los análisis futuros de Michel Foucault sobre los órdenes discursivos del poder. Pero, en su análisis de losdispositivos, Marcuse no abandona nunca el punto de vista de los deseos. De entrada, reflexiona, como es lógico, a través de Hegel (por ejemplo, cuando analiza lo que denomina «la conquista de la conciencia desgraciada») y, a continuación, a través de Freud (por ejemplo, cuando regresa a la cuestión de la culpabilidad). Si es verdad que el deseo es indestructible, entonces se ha de buscar lo que, en los pliegues o en los agujeros de la «sociedad unidimensional», en las sombras o en las fallas de las «formas reificadas», dejapara el deseo la posibilidad de crear, no un simple fantasma, sino una realidad, una práctica alternativa a las servidumbres habituales. Eros, pues: es la manera marcusiana de revalidar y retomar los motivos de la esperanza en Walter Benjamin (citado al final de la obra) o de la utopía en Ernst Bloch. Al hacer esto, Marcuse tendía un puente entre la Teoría Crítica de su cultura germánica y las prácticas del «gran rechazo» (Great Refusal ), como él lo denominaba, que observaba en las luchas sociales y políticas americanas de su tiempo: «Debajo de las clases populares conservadoras, está el substrato de los parias y de los outsiders, las otras razas, los otros colores, las clases explotadas y perseguidas, los que no tienen trabajo y los que no pueden tenerlo. Todos ellos se sitúan en el exterior del proceso democrático; su vida expresa la necesidad más inmediata y más real de poner fin a las condiciones y a las instituciones intolerables. Por eso su oposición es revolucionaria, aunque su conciencia no lo sea. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y, por tanto, el sistema no puede integrarla; es una fuerza elemental (an elementary force ) que transgrede las reglas del juego y, al hacerlo, demuestra que es un juego trucado. Cuando se reúnen, cuando salen a la calle, sin armas, sin protección, para reclamar sus derechos civiles más elementales, saben que se exponen a los perros, a las piedras, a las bombas, a la cárcel, a los campos de concentración y hasta a la muerte. Su potencia (force) aparece detrás de toda manifestación a favor de las víctimas de la ley y del orden. El hecho de que se nieguen a participar en el juego es quizá el hecho que señala el fin de un período y el comienzo de otro». Marcuse, como todo el mundo sabe, prosiguió hasta el final de su vida la crítica política de la «sociedad unidimensional», fustigando, por lo que se refierepoder al , la «tolerancia represiva», hipócrita, de las democracias contemporáneas; y buscando, por lo que se refiere a la potencia, los caminos de una «liberación» posible a través de las «fuerzas subversivas» inherentes a la asunción de Eros y a todas las «nuevas sensibilidades revolucionarias» que en 1972 describió en Contrarrevolución y revuelta. No nos tiene que extrañar, pues, que Marcuse haya sido el mascarón de proa de los levantamientos de estudiantes del año 1968. En una serie de fotografías sacadas por Michael Ruetz en la Freie Universität de Berlín, podemos ver dos imágenes sucesivas muy interesantes. La primera, con fecha de 8 de mayo de 1968, Konvent, el «parlamento» universitario: muestra una manifestación de estudiantes en el

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en la pizarra aparecen escritos toda clase de eslóganes, como por ejemplo «Estudio = opio» (Studium ist Opium ), o «Todos los profesores son tigres de papel»alle ( Professoren sind Papiertiger). En una fotografía tomada cinco días más tarde, podemos ver a muchos estudiantes contestatarios discutiendo en el gran anfiteatro de la universidad después de haber escuchado a Herbert Marcuse sobre el tema «Historia, transcendencia y cambio social»: el viejo filósofo, en mangas de camisa, está sentado en medio de los estudiantes (a su izquierda se encuentra Jacob Taubes), escuchando con atención todo lo que dicen. Como si, entre el viejo espartaquista exiliado y los jóvenes estudiantes berlineses pasase intensamente –pero modestamente, porque Marcuse no está allí en situación de preeminencia ni de 15 prominencia– un deseo común de liberación.

Rehusar, o la potencia de hacer otra cosa ¿No sería la evidencia de los levantamientos, de entrada, la del gesto mediante el que rechazamos cierto estado –injusto, intolerable– de las cosas que nos rodean, que nos oprimen? Pero ¿qué es rechazar ? No es solo dejar de hacer . No es, fatalmente, acantonar el rechazo solo en el reino de la negación. Rechazar, gesto fundamental de los levantamientos, consiste sobre todo en crear dialéctica: rehusando hacer lo que nos imponen abusivamente, no podemos (no tenemos que) conformarnos con eso, evidentemente. Uno no rechaza cierto estilo de vida limitándose a escoger no vivir. Así pues, en realidad la única forma de rechazar es decidir existir y hacer otra cosa . Allí donde algunos pretenden rehusar conformándose con el «prefería no», retirando –o disminuyendo– su fuerza, otros asumen el riesgo de exponer su rechazo incluso en el apoderamiento de otro hacer . Y cuando digo que se exponen, quiero decir que no tienen miedo –desde su posición inferior, su plaza de impoder– de «hacer algo» en el espacio público a pesar de todo. Probablemente es lo que Walter Benjamin pretendía dar a entender mediante la expresión: «Organizar nuestro pesimismo». A menudo empieza con brazos levantándose: desesperación, indignación que da paso a la cólera, que finalmente impulsa a «hacer algo». También empieza con un clamor, un grito. En 1793, Johann Gottlieb Fichte escribía, en la esfera de influencia de la Revolución Francesa, unaReivindicación de la libertad de pensamiento que apelaba directamente al grito como primera vía, o voz, para la emancipación política: «Gritad, gritad en todos los tonos al oído de vuestros príncipes, hasta que os oigan, que oigan que no dejaréis que os quiten la libertad de pensar, y mostradles mediante vuestro comportamiento que pueden confiar en lo que aseguráis. No os dejéis disuadir por el miedo». En efecto, el miedo se revela como el primer enemigo de los levantamientos: impone el silencio e inmoviliza los cuerpos, los gestos, los deseos, las voluntades. Es cuando envían el miedo a freír espárragos que los pueblos producen primero un murmullo, un «ruido sordo» o un «lamento sordo» que, en la expresión «voz de los pueblos», antes significaba la deriva hacia el disturbio, es decir, la sedición o el levantamiento propiamente dicho, tal y como recuerda, citando la Encyclopédie, Jean Nicolas en su gran libro La Rebelión Francesa . Murmuración, tumulto, y pronto una exclamación, un gran clamor. Todavía falta que el grito no se pierda en el desierto. Será necesario, pues, saber trabajar el grito, darle forma, y

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esforzarse por conseguirlo, aunque sea largamente y con paciencia. Nuestros gritos pueden adoptar mil formas posibles. Una de ellas es el libro, esa forma banal, discreta, reproducible y extremadamente móvil, con sus letras negro sobre blanco, sus palabras y frases sabiamente –en apariencia– dispuestas en el rectángulo de la página… Cuando el grito está trabajado, el acto de rehusar consiste en hacer brotar nuevas imágenes, nuevos pensamientos, nuevas posibilidades de acción en la conciencia pública que lo recibe bajo esta forma. Rehusar únicamente tiene sentido si es para inventar nuevas formas de vivir y de actuar. Un ejemplo entre muchos otros posibles: el 27 de junio de 1957 apareció, en Éditions de Minuit, L’Algérie en 1957, de Germaine Tillion, seguido por dos obras colectivas –Pour Djamila Bouhired y La Qüestion algérienne– y, más tarde, a principios de 1958, porLa pregunta, de Henri Alleg yL’Affaire Audin, de Pierre Vidal-Naquet. «Entre 1957 y 1959», dice Anne Simonin en El derecho a la desobediencia , «Éditions de Minuit asumió prácticamente sola la denuncia de la guerra de Argelia, relevada por la librería La Joie de lire, fundada por François Maspero y que, tan pequeña y testaruda como la editorial, difundió los libros de Éditions de Minuit incluso (y sobre todo) cuando fueron prohibidos. […] De los veintitrés libros publicados por Éditions de Minuit sobre Argelia entre 1957 y 1962, nueve fueron retirados, tres ellos dos veces, lo que da un total de doce […] por motivos tan graves como atentar contra la seguridad del Estado o la incitación de los militares a la desobediencia». Se sabe hasta qué punto Jérôme Lindon hizo de Éditions de Minuit una perpetua «actualización del pasado resistente» –expresión empleada por Anne Simonin en otra de sus obras, la que lleva este subtítulo: «El deber de insumisión»– que marcó, entre 1942 y 1944, la aventura clandestina de esta editorial. Es como si, incluso antes de publicar La Revolución permanente de León Trotsky, Jérôme Lindon hubiese querido regular toda su actividad a partir de la exigencia de una Resistencia permanente que en 1957 la guerra de Argelia y el comportamiento del ejército francés hacían más necesaria que nunca. ¿Acaso la vida intelectual y literaria en Francia no estuvo obsesionada, entre 1944 y 1956, por esta Revolución soñada cuya esperanza había esbozado la propia Resistencia, como atestigua el gran estudio realizado, con este título, por Michel Surya? Los libros publicados por Jérôme Lindon entre 1957 y 1962 sin duda merecen ser leídos como los rechazos argumentados de una situación que, aproximadamente una década después de la Liberación, veía al ejército francés empleando técnicas similares a las de la Gestapo. Fueron necesarios todo el rigor y la voluntad de Pierre Vidal-Naquet para demostrar que Maurice Audin –un universitario miembro del Partido Comunista Argelino– había muerto durante una sesión de tortura perpetrada por los militares franceses en junio de 1957. Ahora bien, antes incluso de sus rechazos pacientemente argumentados, las obritas publicadas en esta época por Jérôme Lindon se revelan como rechazos activos , como una especie de octavillas que –por experiencia el editor era muy consciente de ello– tan pronto aparecieran correrían el riesgo de desaparecer de todas las librerías. Hay tres aspectos que todavía impresionan cuando se observan –incluso antes de abrirlas– estas obras: son de tamaño pequeño (ideales para esconderlas en el bolsillo); llevan los títulos escritos en rojo (como carteles políticos minúsculos), y las palabras de los títulos también se presentan como estrategias políticas muy simples, y al mismo tiempo muy sutiles y muy eficaces. Por ejemplo, La pregunta se entiende enseguida como un interrogante fundamental (¿es posible que un ejército republicano practique la tortura?) y como una alusión (la «pregunta» de

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los inquisidores que, como se sabe, en francés designaba a la misma tortura). De forma parecida, La Gangrène (La gangrena), una obra anónima publicada por Jérôme Lindon en 1959 y con un postfacio suyo –consistente en la recopilación de siete testimonios directos de gente torturada–, expone en letras rojas esta palabra infamante dirigida contra las autoridades militares, que la utilizaban para designar la contestación interna dentro del propio ejército; pero, además, juega fonéticamente con la palabra vulgarmente empleada para denominar el instrumento de tortura más utilizado en aquella época, «la gégène» o generador eléctrico manual de los teléfonos de campaña… Lo mismo se podría afirmar de la obra debida a Charlotte Delbo –otra gran figura, con Germaine Tillion, de la Resistencia– y publicada en 1961 bajo el título acaso irónico Les Belles Lettres… Por tanto, en algún punto entre la libertad de toda literatura que se respete y la capacidad para el rechazo de todo pensamiento político atento a los tejemanejes y las mentiras del Estado, dicho con palabras que sin duda impresionarán al lector por su actualidad no desmentida: «¿Por qué la gente escribe cartas? Porque estalla de indignación. ¿Es esto algo nuevo? ¿No han existido siempre razones para indignarse? Por supuesto que sí. Pero mientras que antes –piénsese en los años que precedieron la guerra de 1939– la indignación estallaba en manifestaciones y en acciones colectivas, y se transformaba en actos con la intermediación de los sindicatos y los p artidos políticos, hoy en día no tiene forma de expresarse. El Parlamento solo existe nominalmente, las elecciones no pasan de ser actos gratuitos. Los ciudadanos están llamados a responder sí o no a las preguntas a las que les gustaría poder responder como mínimo con un “sí, pero”. Los consejos de ministros son reuniones secretas. La vida política ya no existe. […] Privada de otros medios de actuación, la gente escribe cartas». En 1961, Jérôme Lindon también fue condenado por haber publicado El desertor , una novela que firmó con el seudónimo de «Maurienne» –una elección parecida al «Vercors» de los tiempos de la Resistencia–. El juicio final, de unas diez páginas de extensión, concluye en estos términos: «El Ministerio público […] declara a [Jérôme] Lindon culpable del delito de incitación pública a la desobediencia»… Respuesta –rechazo activo, contrarréplica– del editor: la publicación, al año siguiente, de la obra titulada Incitación a la desobediencia , un título inatacable que, citando la misma condena, enseguida se transformaba en una llamada y en una… incitación, precisamente. El genio político del editor se apoyaba, una vez más, en la experiencia de la Ocupación para contestar al principio mismo contenido en la acusación del Ministerio público: «En efecto, todo francés sabe, desde el 18 de junio de 1940, que, en sí misma, la desobediencia no constituye necesariamente un crimen, y que en determinados casos –como se ha visto en la Liberación, por ejemplo, o después del 22 de abril– incluso corre el riesgo de ser condenado por no haber desobedecido a sus superiores. Resulta que existen órdenes ilegales. La tortura es una de ellas. […] Fue particularmente significativo este intercambio de réplicas entre el presidente y el testigo Jean Clay, que acababa de explicar en qué circunstancias había asistido al interrogatorio al que los

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gendarmes habían sometido a un joven argelino que él acaba de detener por no tener los papeles en regla: Jean Clay. –…Entonces lo ataron a un banco y empezaron a torturarlo. El presidente. – ¿Y usted no protestó? Jean Clay.– Sí protesté, pero esos hombres tenían cincuenta y cinco años, mandaban en la región desde hacía mucho tiempo… El presidente .– ¡Hubiera podido retirarse protestando! Retirarse protestando. En efecto, quizá habría sido la única solución posible. Pero lo que el tribunal aconsejaba hacer en este caso concreto al lugarteniente Clay que estaba testificando es realizado en términos absolutos por los personajes de la novela de Maurienne. Y finalmente decide que, dejándoles expresar estas opiniones en un libro, el autor y el editor eran culpables de incitación pública a la desobediencia. Recurrí la sentencia». Es sabido que, entretanto, en julio de 1960, una Declaración sobre el derecho a la insumisión en la guerra de Argelia , firmada por un grupo de ciento veintiún artistas e intelectuales, marcó un hito en este contexto histórico y político, difundida por una publicación importante de la editorial François Maspero (cuyos hechos más destacados recuerda Julien Hage en una «breve historia» de la editorial). El texto fue redactado colectivamente entre Maurice Blanchot, Jean Schuster, Dionys Mascolo y Maurice Nadeau. Se puede leer sobre todo en los Escritos políticos de Maurice Blanchot, y en él enseguida se capta este derecho al levantamiento que los «ciento veintiún» reconocen al pueblo argelino contra las operaciones de policía colonial desplegadas por el ejército francés: «De hecho, por una decisión que constituía un abuso fundamental, el Estado primero movilizó a clases enteras de ciudadanos con la única finalidad de cumplir lo que él mismo designaba como una tarea policial contra una población oprimida, que solamente se había rebelado por un motivo de dignidad elemental, porque lo que exige es ser reconocida por fin como una comunidad independiente. Ni guerra de conquista, ni guerra de “defensa nacional”, la guerra de Argelia casi se ha convertido en una acción propia del ejército y de una casta que se niegan a ceder ante un levantamiento cuyo sentido incluso el poder civil, dándose cuenta del derrumbe general de los imperios coloniales, parece dispuesto a reconocer». Georges Bataille no firmó el «Manifiesto de los 1 21»: ya era víctima de los tormentos de su enfermedad y, sobre todo, reivindicaba el «rechazo incondicional» que caracterizaba su toma de posición política, desde la publicación antifranquista de Actualités en 1945, basada en la negativa a tomar partido . Tiempo atrás ya lo había explicado en una carta privada a Dionys Mascolo –cuya obraEl comunismo, de 1953, puede ser leída, al menos en parte, como un ensayo de política batailliana–, que transmitió su mensaje en el primer número de la revistaLe 14 Juillet, en julio de 1958. En un texto titulado precisamente «Rechazo incondicional», Mascolo recoge la lección de la postura de Bataille, que de entrada supone que rechazar es una «empresa», es decir, un trabajo de largo aliento, y no una simple forma de decir que no. Pero él responde a su amigo que este rechazo –«hacia y contra todo el

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mundo»– en ningún caso constituye una postura de soledad ascética o aristocrática: «[Su “rechazo incondicional”] no es soledad. Puede equivaler a cierta forma de estar juntos, de formar una piña. Estamos menos solos que nunca». Un modo, para el militante, de rendir homenaje a la forma solidaria de esta postura solitaria –pero no arrogante ni despectiva– adoptada entonces por Georges Bataille. Que el acto de rechazo se fundamenta en una decisión solitaria y aun así capaz de generar una «empresa»solidaria es también lo que Maurice Blanchot querrá dar a entender, en 1958, en un artículo del segundo número de la revista Le 14 Juillet. Lo tituló «El rechazo»: «Llega un momento en el que, ante los acontecimientos públicos, sabemos que nos tenemos que negar. El rechazo es absoluto, categórico. No se discute, ni da a conocer sus razones. Aunque permanezca silencioso y solitario, incluso cuando se afirma, como es debido, a plena luz del día. Los hombres que rechazan y que están unidos por la fuerza del rechazo saben que todavía no están juntos. Precisamente los han privado del tiempo de la afirmación común. Lo que les queda es el irreductible rechazo, la amistad de este No seguro, inamovible, riguroso, que los une y los hace solidarios». En el acto de rechazo, pues, se da una soledad que exclama: «¡No!». ¿Cómo podría «la franqueza que ya no tolera la complicidad», como la denomina Blanchot, no ser solitaria en su decisión principal? El rechazo se ejerce en un enfrentamiento entre dos individualidades, compromete el momento del no en solitario. Pero hace mucho más que esto: ejerce solidariamente una «empresa» que es el trabajo, si no de todos, al menos de un nosotros. Acción solidaria basada, escribe Blanchot, en el «comienzo muy pobre» del sufrimiento experimentado «por los que no pueden hablar»: aquellos que Walter Benjamin había denominado en 1940 los Namenlosen, los «sin nombre». Aquellos de los que habla Blanchot en 1958: y son por descontado los argelinos en tanto que pueblo oprimido por las operaciones de policía desplegadas por el ejército francés. «Cuando rechazamos, rechazamos mediante un movimiento sin menosprecio, sin exaltación, y tan anónimo como sea posible, porque el poder de rechazar no se cumple por nosotros mismos, ni solo en nuestro nombre, sino a partir de un comienzo muy pobre que de entrada pertenece a los que no pueden hablar». Que la insumisión sea un derecho y no un deber, como expresará Blanchot en 1961, ¿no significa lo mismo desde el punto de vista de lo que supone el acto de rechazo? De entrada, el deber es colectivo, mientras que el derecho permite a todo el mundo adoptar, o no, una disposición común. En 1964, Herbert Marcuse quiso concluir El hombre unidimensional tratando el tema del «Gran Rechazo» emancipador, con la idea de rendir un homenaje conjunto a Maurice Blanchot (por su «rechazo» de 1958) y a Walter Benjamin (por su «esperanza de los desesperados» de los años treinta). Como ha explicado muy bien Christophe Bident –en una biografía con un título muy evocador:Maurice Blanchot, partenaire invisible–, los años sesenta fueron para el escritor un momento de «angustia personal» agravada por la enfermedad. Un momento de «dejarlo todo de lado», escribió. Así, hacia finales de 1967, «la renuncia personal a toda aparición pública parece más fuerte que nunca». Pero es en el propio centro de esta postura solitaria donde surgirá el momento solidario por excelencia: Mayo del 68.

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«Durante las semanas de la “revolución de Mayo”, lo menos sorprendente en Blanchot», afirma Bident, «no fue su salud decidida y la energía que conservaba a pesar de la debilidad y la fatiga, que le vieron vivir con una complicidad entre el cuerpo y el pensamiento los enfrentamientos nocturnos, las manifestaciones diurnas, las interminables sesiones de los comités, la multitud abrumadora de los mítines. Gritaba rara vez, sus íntimos a menudo tenían que sostenerlo, incluso esperarle ansiosamente durante las cargas policiales. Pero le gustaba mezclarse con los estudiantes, en aquellas carreras breves iniciadas al ritmo de los ¡hop! ¡hop! ¡hop!, que aceleraban regularmente el paso del cortejo. Hablaba en las asambleas, presidía sesiones del comité, con una autoridad dulce, una voz lenta y seca a la que a menudo le faltaba el aire pero que, quizá por la gracia de esa debilidad, enseguida llama la atención. Escrutaba el acontecimiento, observaba los movimientos de los cuerpos y el corpus de los grafitis, escribía octavillas, tuteaba a todo el mundo, menos a sus amigos. Cada día acompañaba a la calle a Dionys Mascolo, Robert y Monique Antelme, Louis-René des Forêts, Maurice Nadeau, Marguerite Duras, y a menudo también a Jean Schuster y Michel Leiris. El 13 de mayo anduvo hasta el agotamiento, de République a Denfert, en la manifestación más notable que París había conocido después de los hechos de Charonne y la Libération.» De este modo, Blanchot participó en la ocupación de la Société des Gens de Lettres, el 21 de mayo. Pidió a su amigo Jacques Derrida que redactase algunas octavillas. Buscó títulos para un boletín que quería p ublicar: Non, o L’Impossible, o Rupture, o hasta Commune… o, naturalmente, Le Refus. El 18 de junio de 1968 publicó una declaración que empezaba con el «poder del rechazo» y con el «movimiento incesante de lucha» necesario para la «exigencia revolucionaria». Otro texto de este período se titula «Afirmar la ruptura». Se trata, precisamente, de arrancar el rechazo de su mera y simple posición negativa para delegar en el discurso teórico –pero fuera de cualquier programa doctrinal o dogmático– esta valiosa tarea afirmativa: «Evidentemente, la teoría no consiste en elaborar un programa, una plataforma, sino al contrario, fuera de todo proyecto programático y hasta de todo proyecto a secas, en mantener un rechazo que afirma , en retirar o mantener una afirmación que no conviene, sino que molesta y se molesta…». Así pues, resulta que hemos pasado del «rechazo incondicional» al «rechazo que afirma». Vía en la que Blanchot persistirá, en 1981 , en una respuesta a un cuestionario sobre el compromiso artístico titulado «Rechazar el orden establecido». Pero fijémonos bien en la paradoja: ¿qué es lo que afirma exactamente el rechazo? Según la misma experiencia de Blanchot no es otra cosa que la comunidad éticamente y ontológicamente pensada –en las estelas cruzadas, aunque estén sujetas a tumultuosas interferencias, de Georges Bataille y de Emmanuel Levinas– como amistad. Si existe un pensamiento político que valga la pena retener en Blanchot, desde La amistad hasta La entrevista infinita , es aquí donde lo encontramos, en el puente tendido entre la potencia del rechazo y el reconocimiento del amigo: «Debemos renunciar a conocer a aquellos con quienes nos une algo esencial; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro distanciamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin cotidianeidad y donde, no obstante, cabe toda la simplicidad de la

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vida, pasa por el reconocimiento de la extrañeza común, que no nos permite hablar de nuestros amigos sino solo hablarles, no hacer de ellos un tema de conversación (o de artículos), sino el movimiento del entendimiento en el que, al hablarnos, reservan, incluso en la mayor de las familiaridades, la distancia infinita, la separación fundamental a partir de la cual lo que separa se convierte en relación». Jacques Derrida no se equivocó sobre la profundidad política de esta lección –«el reconocimiento de la extrañeza común»– al situar en el srcen de todo un desarrollo de sus Espectros de Marx en La amistad de Blanchot, o al titular dos de sus obras posteriores Políticas de la amistad (de 1994) o Política y amistad (de 2011). Es sabido que mientras tanto Jean-Luc Nancy, discípulo y amigo de Derrida –pero no de Blanchot–, dedicó un ensayo muy importante a la cuestión conjunta del rechazo y de la comunidad: escrito en 1983 como artículo para la revista Aléa y publicado en forma de volumen en 1986, La comunidad inoperante partía «de la disolución, de la dislocación o de la conflagración de la comunidad». Muy lejos, pues, del «comunismo como horizonte infranqueable de nuestro tiempo» anunciado en el pasado por Jean-Paul Sartre. Y perdidas, además, «la inmanencia y la intimidad [de toda] comunión»… Todo ello escrito a través de una relectura de Bataille, en quien la noción de experiencia fundamentaba la de una ociosidad esencial: «La comunidad no puede elevarse del dominio de la obra. No la producimos, vivimos esa experiencia (o esa experiencia nos hace) como experiencia de la finitud». Si sigue siendo una «voz» de la comunidad, solo sabrá ser la voz de la «interrupción», propone Nancy: «una voz o una música retirada». Voz «inconfesable», en definitiva. La voz denominada literatura. ¿Qué urgencia insólita debe de haber impulsado a Maurice Blanchot a publicar a partir de 1983 su respuesta a Nancy en La comunidad inconfesable ? Este no es lugar para tratar el asunto en profundidad. Sin duda bastará, para abordar el «reproche», incluso la discrepancia de Blanchot con respecto a Nancy, con subrayar hasta qué punto este hablaba de la comunidad según Bataille sin encarnarla nunca en lo que había sido su amistad con Blanchot (pero también con Michel Leiris, Dionys Mascolo y otros). Además, Nancy hablaba de ociosidad y de literatura sin aludir jamás a los motivos, por otra parte tan omnipresentes, incluso en su coincidencia teórica, en los textos de Blanchot. Asimismo, la expresión de Bataille –«la comunidad de los que no tienen comunidad»– utilizada como epígrafe en La Comunidad inconfesable no solo respondía «al nombre de Bataille»: pretendía designar sobre todo esa «comunidad negativa» que el autor de La experiencia interior había formado con el mismo Blanchot, y que Nancy no quiso poner en juego en La comunidad inoperante . Lo que Blanchot sin duda perseguía no era tanto recuperar el pensamiento de Bataille –tarea que Jean-Luc Nancy ya llevaba a cabo muy bien– como dar testimonio directamente, en su propio nombre, de unapolítica de la amistad inherente a su propia vida: su vida de La parte del fuego y el «derecho a la muerte», escritor para quien «literatura» significaba obra expuesta a su propia ociosidad, como puede leerse en El espacio literarioo también en El libro que vendráy en La entrevista infinita. Por otro lado, ¿no se despliega acaso esta última recopilación en textos tan radicales como «La pregunta más profunda» (que es una pregunta política) o «El gran rechazo» (que trata de «la ausencia de obra» en la obra literaria)? ¿Y no halla continuidad en ensayos tan fulgurantes como «La insurrección, la locura de escribir» (sobre el levantamiento de la lengua y del pensamiento en toda literatura que se respete)?

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Así, Maurice Blanchot sintió la exigencia de una política de la amistad y al mismo tiempo de una política de la literatura: algo que, como dice al final de La comunidad inconfesable, «nos hace responsables de relaciones nuevas, siempre amenazadas, siempre esperadas, entre lo que llamamos obra y lo que llamamos ociosidad». Por lo tanto, deberíamos saber rechazar incluso las obras que creemos construir sólidamente; pero también deberíamos saber obrar hasta los rechazos que creemos oponer al mundo. JeanLuc Nancy quizá homenajee esta dialéctica en La comunidad enfrentada , un libro dedicado a Blanchot en el mismo reconocimiento del «reproche» contenido en La comunidad inconfesable: «Blanchot me significa o más bien me señala lo inconfesable. Apuesto pero opuesto a lo ocioso de mi título, este adjetivo propone pensar que bajo la ociosidad todavía está la obra, una obra inconfesable». Más tarde, en 1984, publicará, con el títuloMaurice Blanchot: pasión política , la famosa «carta-relato» relativa a las actividades del escritor en tanto que «sublevado de extrema derecha» durante los años 1936-1939: «[…] el proyecto de reunir a los inconformistas de derecha y a los inconformistas de izquierda –lo que yo denominaba las disidencias– no me resultaba extraño en aquella época». «¿Ni derechas ni izquierdas»? Sabemos claramente, desde los trabajo s históricos de Zeev Sternhell, que este motivo fue fundamental y central en la ideología fascista en Francia (por otro lado, Sternhell menciona dos veces el nombre de Blanchot en su estudio). Y también sabemos que después del número especial de la revista Lignes dedicado a las «Políticas de Maurice Blanchot», en 2014 –con unos artículos en que la noción de «política imposible» pasaba de un valor batailliano, elogioso, a un punto de vista mucho más crítico–, y después del libro de Michel Surya El otro Blanchot , recientemente Jean-Luc Nancy ha querido terminar de pelearse con el autor de La amistad : así, en La comunidad desmentida , equiparará «lo inconfesable» de la política según Blanchot a un mero «recurso al mito» –una forma severa de juzgar al escritor considerando el trabajo anterior de Nancy (con Philippe Lacoue-Labarthe) titulado El mito nazi . Una forma, como dice él mismo –¡pero qué postura subjetiva tan rara, pensándolo bien!– de «ayudar a Blanchot en su confesión», su confesión de fascismo o de casi-fascismo, se entiende. Su confesión, por lo menos, de una postura «aristocrática y anárquica» (Nancy no dice «anarquista»), es decir, de todos modos profundamente antidemocrática. Y eso es lo que autoriza a Nancy a afirmar que en Blanchot se da una «evaporación de la política» en la inacción de la ociosidad o –como puede leerse en la entrevista de Mathilde Girard titulada Propiamente dicho – un imposible que recurriría al mito, el «recurso a una fundación»: «En términos políticos, eso se llama pensamiento de derechas o, mejor dicho, de extrema derecha…». Pero, para terminar, ¿qué nos dice todo ello sobre la economía del rechazo en Maurice Blanchot? ¿Y sobre el rechazo de este tipo de rechazo en Jean-Luc Nancy? Me impresiona mucho, en este debate –que parece lejos de estar cerrado–, el hecho de que la posición del escritor se haya ido encontrando cada vez más aislada e inmovilizada a medida que era cuestionada. ¿No debería imaginarse un cuestionamiento que no fuese la «pregunta», en el sentido que el mismo Blanchot, redactor y firmante de la Declaración sobre el derecho a la insumisión, contesta radicalmente en 1960? En el autor de Thomas el Oscuro no se da únicamente una dialéctica de la «escritura diurna» (de extrema derecha) y de la «escritura nocturna» (extremadamente profunda). Su misma «escritura diurna» –a saber, su posición

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pública– siguió la trayectoria dialéctica, la transformación de una suerte de rechazo en otro, que fue muy diferente del primero: que, de hecho, lo trastocaba completamente. Desde este punto de vista, la trayectoria política de Blanchot podría enseñarnos perfectamente algo más sobre una posible dialéctica del rechazo . Por un lado, estaría el rechazo que execra : este rechazo es rechazo, para lo que es execrado, de toda posibilidad de existir. Se trata de un rechazo agresivo, un rechazo-poder. Se impone al otro, aspira a ser total y destructor. Finalmente, será totalitario, pretendiendo basar su operación de rechazo en un «imposible» pensado como «mito», tal y como bien analiza Jean-Luc Nancy. Y he aquí que correspondería, sin duda, a todo lo que Blanchot, en sus textos de los años treinta, transmitía a sus lectores: «tradicionalismo», «pasión febril por Francia», «anticomunismo obsesivo», y hasta «cierto antisemitismo (en el sentido de antisemitismo cierto y de antisemitismo moderado […])», tal como ha querido resumirlo Michel Surya. Pero pasará algo distinto: algo que de entrada dobla, como un dobladillo invisible, la participación de Blanchot en las revistas partidarias de Pétain de los años de la Ocupación; algo que p ronto se convertirá en «transmutación de todos los valores» (para decirlo como Nietzsche) y conversión del pensamiento. Se trata de la amistad con Georges Bataille. En los años treinta, Bataille y Blanchot están en las antípodas: «En el mismo momento en que Bataille critica el idealismo de todo materialismo, Blanchot critica el materialismo de todo idealismo», observa sobre todo Christophe Bident. Pero desde principios de los años cuarenta el trato de los dos escritores inaugura una amistad esencial, profunda, transformadora para ambos. Amistad literaria y filosófica. Amistad política, desde el momento en que en el fondo la amistad es política . La amistad con Bataille –junto con la de Emmanuel Levinas– apartará a Blanchot para siempre de su posicionamiento de «disidente de extrema derecha». La misma amistad en la que, muy curiosamente (porque se lo saben todo de memoria), ni Jean-Luc Nancy ni Michel Surya no querrán profundizar. Ahora bien, las consecuencias de esta relación y de esta amistad –que Christophe Bident ha relatado minuciosamente– serán que a un rechazo le sucede un rechazo muy distinto: un rechazo que excede y no ya que execra. Es un rechazo que deja vivir y que no se impone autoritariamente. Pero que pese a ello excede todas las posiciones fijadas: es un rechazo-potencia. Se siente atado a lo «imposible» como deseo o exigencia ética, no como la fundación mítica de todo. Es esto precisamente lo que Blanchot dice admirar de las rebeliones de Mayo del 68: «El Mayo del 68 ha demostrado que, sin proyectos, sin conjuración, podía afirmarse (afirmarse por encima de las formas habituales de la afirmación), en el carácter repentino de un encuentro feliz, como una fiesta que invierte las formas sociales admitidas o esperadas, la comunicación explosiva , la apertura que permitía a todo el mundo, sin distinción de clase, de edad, de sexo o de cultura, alternar con el primero que pasaba, como con un ser ya querido, precisamente porque era el desconocido familiar. “Sin proyecto”: era esta la característica, angustiante y al mismo tiempo afortunada, de una forma de sociedad incomparable que no se dejaba sujetar, que no estaba llamada a subsistir, a acomodarse, aunque solo fuese a través de los numerosos “comités” por medio de los cuales se simulaba un orden desordenado, una especialización imprecisa. Contrariamente a las “revoluciones tradicionales”, no se

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trataba nada más de tomar el poder para sustituirlo por otro, ni de tomar la Bastilla, el Palacio de Invierno, el Eliseo o la Asamblea Nacional, objetivos sin importancia, ni tampoco de trastocar un mundo antiguo, sino de dejar manifestarse, fuera de cualquier intento utilitario, una posibilidad de estar juntos que brindaba a todo el mundo el derecho a la igualdad en la fraternidad por la libertad de palabra que levantaba cada uno. Todo el mundo tenía algo que decir, a veces que escribir (como en las paredes); pero ¿qué? Eso importaba menos. El Decir primaba sobre lo dicho. La poesía era cotidiana». Y cuando Blanchot, en estas páginas, habla de una «presencia del pueblo en su potencia sin límite», cuando dice que esta potencia, «por no limitarse, acepta no hacer nada», no significa que su manifestación consista en miles de Bartleby que preferirían n o, a fin de que «la política se evapore», como afirma Jean-Luc Nancy. Más sencillo, designa esa forma de hacer de otro modo que lleva al pueblo de París, por un momento entre dos conflictos, el 13 de febrero de 1962, a «acompañar a los muertos de Charonne [en] la multitud inmóvil y silenciosa» de un lamento colectivo: el mismo que Chris Marker, en El fondo del aire es rojo , querrá comparar con la gran escena de lamentación de El acorazado Potemkin de Eisenstein. Es esto, a fin de cuentas, lo que Blanchot querrá denominar una «declaración de impotencia» en tanto que «potencia suprema, porque incluía, sin sentirse disminuida, su potencia virtual y absoluta». No, entonces el rechazo no hacía «nada»: hacer huelga , por ejemplo, no es en absoluto «no hacer nada». Este rechazo solamente suspendía la puesta en práctica de su propio deseo durante un intervalo, un tiempo de suspenso, en que el gesto del luto para «acompañar a los muertos» se limitaba a anunciar los levantamientos futuros.16

Desear, desobedecer, ejercer la violencia No existe nada más antiguo, en su misma urgencia, que el deseo. Si es verdad que el deseo nos constituye –no en el sentido de que nos otorga una «constitución» estable, unnomos, sino en el sentido de que nos levanta, nos da la fuerza de nuestra dynamis–, entonces podemos afirmar que no existe nada más antiguo que el deseo, aunque sea el que siempre pauta nuestro presente, a cada instante, en nuestros movimientos para el acontecer, hacia el porvenir. Cuando publicó su libro explosivo (y sin embargo tan neutro, tan «objetivo») Incitación a la desobediencia , Jérôme Lindon quizá se acordase de una octavilla clandestina impresa por el diario Libération y que había circulado en Francia durante la Ocupación. Publicada de nuevo gracias a Pierrette Turlais, podemos leer en ella: «La desobediencia es el más sabio de los deberes». Y el texto que seguía precisaba bien la idea: «Saboteareis la ejecución de la ley alemana por todos los medios; Ralentizareis las tareas de censo mediante el retraso y la inexactitud de vuestras declaraciones; invocareis todos los motivos de salud y familiares para evitar ser deportados a zonas ocupadas, y después a Alemania;

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os haréis degradar profesionalmente si conviene; os opondréis hasta el final a la movilización con la desobediencia pasiva, absoluta. Contra una desobediencia general, la policía es impotente. PARA VENCER A los enemigos de la patria: desobediencia, más desobediencia, siempre desobedienCIA».

Desobedecer, he aquí un verbo que rima muy bien con desear. Desobedecer es tan antiguo, y a menudo tan urgente como desear. Jérôme Lindon lo sabía muy bien, porque en 1955 había traducido el libro bíblico de Jonás, ese gran texto profético –que, en la celebración del Yom Kippur, es leído «por la tarde, en el momento en que se decide la vida y la muerte, en el momento en que todo certifica que está en juego nuestra suerte»–, un texto que empieza, tan abruptamente, por una desobediencia a Dios, por un cambio tan radical: «Y la palabra de Adonai vino a Jonás, hijo de Amitai, diciendo: levántate. Ve hacia Nínive, la gran ciudad, y grita en dirección a ella, porque su mal ha surgido ante mí. Jonás se levanta [pero] para huir hacia Tarsis, lejos del rostro de Adonai». ¿Es pues necesario saber desobedecer para ser un auténtico profeta? ¿Y cómo no convocar, una vez más, los mitos de Atlas o de Prometeo? ¿O la historia de Eva? ¿Acaso no desobedeció con pleno conocimiento de causa? ¿No para seguir les perniciosas órdenes de la serpiente, sino simplemente para asumir con fervor su voluntad de conocer y de desear, a riesgo de sufrir todas las consecuencias que ello acarreaba: los dolores del parto, las penas del trabajo e incluso la condición mortal? Desobedecer: sería el rechazo hecho acción y, al mismo tiempo, la afirmación de un deseo en tanto que irreductible. Con sus héroes o heroínas que si nos parecen cercanos es porque los persiguen unos ceros de conducta muy crueles: Antígona ante la ley de la ciudad, en la tragedia de Sófocles; o Lisístrata (cuyo nombre significa «la que libera al ejército») en la comedia de Aristófanes. Siempre será un nomos o un poder al que desobedecen una dynamis o una potencia más fundamentales. Existe, naturalmente, una historia moderna de la desobediencia. Todo el mundo conoce, o debería conocer, la figura extraordinaria de Henry D. Thoreau, quien formuló, en el contexto de las democracias modernas, la noción de «desobediencia civil» (civil disobedience ). Tras negarse durante seis años a pagar un impuesto del Estado norteamericano que estaba destinado a financiar la injusta guerra de conquista de México, en julio de 1846 Thoreau fue encarcelado muy brevemente (por una sola noche). Su texto de 1849, en el que reflexiona sobre esta experiencia de conflicto con el Estado, llevaba por título Resistance to Civil Government , antes de ser publicado en forma de libro, con el título de Civil Disobedience . Su premisa podría evocar a Spinoza: ¿no es un contrasentido filosófico «dejar la propia consciencia en manos del legislador? ¿Por qué, pues, todos los hombres están dotados de una conciencia», si es verdad que solo la conciencia es en nosotros aquello que puede juzgarlo todo en total libertad? La conclusión es obvia: en toda lógica, hay que reconocer a los hombres «el derecho de rebelarse» contra el Estado: «¿Qué actitud conviene adoptar hoy con respecto al Gobierno norteamericano para comportarse realmente como un hombre? Tengo que responder que uno no puede relacionarse con él de ningún modo sin correr el riesgo del oprobio. No puedo, ni por

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un solo instante, reconocer como mía esta organización política que también es el gobierno de los esclavos. Todos los hombres reconocen el derecho de rebelarse, es decir, de negar su lealtad a un gobierno y de resistírsele (the right of revolution, that is, the right to refuse allegiance to and to resist the government ), cuando este da muestras, en un grado paroxístico y de modo insoportable, de su tiranía o de su incompetencia. […] En otras palabras, cuando una sexta parte de la población de una nación que pretende ser el santuario de la libertad está formada por esclavos, cuando todo un país [México] se ve ocupado injustamente, conquistado por un ejército extranjero y sometido a la ley marcial, considero que ha llegado la hora de que la gente honesta se rebele y aspire a la revolución (I think it is not too soon for honest men to rebel and revolutionize )». De este texto seminal –así como de su experiencia del «hacer de otro modo» del que habla Thoreau enWalden o la vida en los bosques – surge todo un abanico de derivaciones que transmiten la impresión de que la palabra «libertad» es susceptible de estallar en todos los sentidos, especialmente en los sentidos más distintos, incluso más conflictivos, que suponen adjetivos como por ejemplo «libertario», «libertino», «liberal» o hasta «neoliberal»… Por dar solamente unas pocas y breves referencias escogidas del ámbito de la izquierda, recordaremos que Thoreau aparece como una figura tutelar para todos los movimientos de desobediencia civil , algunas de cuyas síntesis –por ejemplo las de Hugo A. Bedau en 1991, Chaim Gans en 1992, José Bové en 2004 o Simon Critchley en 2007– apuntan las grandes tendencias: el anarquismo filosófico (según la expresión de uso general de Chaim Gans); la acción política no violenta (Gandhi y su vía de la no violencia, Martin Luther King y su Revolución no violenta, incluso Lanza del Vasto y su Técnica de la no violencia , o Joseph Pyronnet y sus Resistencias no violentas ); y, finalmente, el altermundialismo y la ecología política (César Chávez, Chiapas, la desobediencia civil enfrente de los OGM, etc.). En el contexto anglosajón, el gesto de Henry D. Thoreau fundó el gran movimiento, filosófico y político, de la democracia radical : y ello desde su contemporáneo Ralph W. Emerson hasta nuestro contemporáneo Stanley Cavell. En todos los casos, como ha demostrado Sandra Laugier, se trata de reivindicar un derecho y al mismo tiempo de dar derecho a la misma reivindicación, que en inglés expresa tan bien el verbo to claim . Contra el conformismo liberal del sistema gubernamental norteamericano –que utiliza, abusando totalmente del lenguaje, la palabra «democracia» como un dato inmutable, adquirido y preservado de la sociedad real–, la «democracia radical» intenta reinventar, sobre la base de una asunción de la desobediencia, las condiciones mismas de lo que tendría que significar «democracia». El gran libro de Stanley Cavell,The Claim of Reason, intentaba precisamente, en un plano fundamental, prolongar una filosofía del conocimiento (derivada de Wittgenstein) hacia los problemas de ética y de política ya contenidos en la simple palabra claim. ¿Puede la desobediencia constituirse en principio general? «Motivos para rebelarse no faltan», dicen Albert Ogien y Sandra Laugier al principio de su libro ¿Por qué desobedecer en democracia? «En una democracia, el espectro de la contestación del poder establecido va del voto a la insurrección, pasando por la abstención, el boicot, la petición, la manifestación, la huelga, la utilización moderada o simbólica de la violencia, los disturbios…». Pero «otra forma de acción política es la desobediencia civil, es decir, la negativa a respetar la ley –o

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alguna de sus disposiciones– regularmente votada por una mayoría de representantes del pueblo». Esta forma de acción política eventualmente podrá ser sustituida u organizada por partidos, sindicatos, asociaciones, fórums cívicos, la blogosfera, etc. Sin duda, la «voz» se inscribe en el principio mismo de la democracia representativa. Pero « to claim es lo que hace una voz cuando se basa solo en sí misma para proclamar un asentimiento [o un disentimiento común]: basarme en mí para decir lo que nosotros decimos. […] Es la posibilidad de esta reivindicación –por la voz– lo que permite prolongar hoy el modelo de la desobediencia». De modo que la desobediencia civil se manifestará como lo que fundamentalmente es: «una forma de acción política constitutiva [y no negadora] de la democracia». Esto significa que es necesario «refundar el espacio de la representación» política, ni más ni menos, tal y como afirman los mismos autores en un libro posterior,El Principio democracia , que se presenta como una «investigación sobre las nuevas formas de la política» actual. Porque las formas de la política no dejan de cambiar, aunque sean sostenidas por el recuerdo siempre vivo de las formas anteriores: ha existido 1968, y después 1989. En 2011 se produjeron levantamientos por todo el mundo: en Túnez y El Cairo, en Madrid y Atenas, en Nueva York y en Londres, en Quebec y en París, en Tel-Aviv y Saná, en Dakar y en Estambul, en Río de Janeiro, en Caracas, en Kiev, en Bangkok, en Phnom Penh… Albert Ogien y Sandra Laugier reconocen la potencia de estas rebeliones: es lo que denominan «la fuerza de la calle». Pero, por tradición filosófica, se conforman con el camino que ha hecho confundir la posición ética e individual de Henry D. Thoreau con una posición política estrictamente pautada por la no violencia: «La manifestación es, en democracia, un derecho reconocido y garantizado, aunque las reglamentaciones cada vez más drásticas tiendan a restringir la libertad de reunión y a regular las modalidades de su expresión. […] La rebelión es simplemente inaceptable para cualquier régimen; y, en nombre del mantenimiento del orden, de la preservación de la paz civil o de la salvaguarda de los bienes particulares, es sistemáticamente reprimida por la policía o el ejército, casi siempre con el asentimiento o el alivio de la población (siempre y cuando su intervención no sobrepase unos límites razonables), aunque a menudo sea una señal que el poder raramente deja de tomar en consideración a fin de prevenir el riesgo de un nuevo estallido». De ahí el esquema clásicamente «liberal»: por una parte, la visión weberiana del Estado como «detentador del monopolio de la violencia legítima»; por otra parte, la idea de que «el recurso a la violencia [frente a este Estado] conduce inevitablemente a una desnaturalización y a una perversión de la lucha» política propiamente dicha. Es insuficiente. Es poner la violencia al margen, cuando de hecho constituye el mismo núcleo del problema de cualquier política, en su abanico completo desde la tiranía hasta la emancipación. La violencia estaría en el centro del hecho político: sería el remolino que hace temblar o precipitarse a la historia de las sociedades humanas entregadas al enfrentamiento. Es lo más duro de pensar (y al escribir esta frase siento perfectamente que mi propia postura subjetiva ante esta cuestión no es ajena a esta confesión de debilidad: la que me paraliza, me petrifica de alguna forma, ante la cuestión de la violencia). A partir de 1921 –es decir, cuando aún

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no había cumplido los treinta–, Walter Benjamin intentó valerosamente una «Crítica de la violencia», que publicó en la tercera entrega del Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik (revista editada por Edgar Jaffé, Werner Sombart y el mismo Max Weber, que acababa de morir). Antes de este artículo existe, en particular, un fragmento inédito titulado «El derecho a recurrir a la violencia» (1920), y redactado como crítica a un artículo de Herbert Vorwerk del que tomó prestado el título exacto (Das Recht zur Gewaltanwendung ). Benjamin partía de sí mismo, a modo de esbozo problemático, y lo quiso denominar una combinatoria de cuatro «posibilidades críticas»: «Posibilidades críticas A) No reconocer al Estado y al individuo el derecho a recurrir a la violencia B) Reconocer sin reservas al Estado y al individuo el derecho a recurrir a la violencia C) Reconocer al Estado el derecho a recurrir a la violencia D) Reconocer únicamente al individuo el derecho a recurrir a la violencia». En una nota, Benjamin subraya que dicha tabla de las «posibilidades críticas» se basa en una oposición entre el individuo y el Estado, y no –se apresura a precisar– en una «oposición con la comunidad viviente». Así pues, hay un componente típicamente anarquista en esta oposición, si bien el «anarquismo ético» (ethische Anarchismus ), como lo denomina él entre comillas, unas líneas más abajo le parece «contradictorio como programa político». Entonces, Benjamin afirma que, «contra la actitud de la no violencia, cuando llega hasta el martirio, no hay nada que decir» –y pone este ejemplo ético-religioso para desmarcarlo de cualquier postura anarquista: «Cuando las comunidades judías de Galitzia se dejaron moler a palos en sus sinagogas sin oponer resistencia, eso no tiene nada que ver con el “anarquismo ético” como programa político, sino que el simple “no oponer resistencia al mal” como conducta moral aparece revestido de sacralidad». Datado en 1920-1921, el célebre «Fragmento teológico-político» proyectará el problema en el espacio de un «anarquismo metafísico» –como lo llamó, comentando este texto, Gershom Scholem–, anarquismo según el cual el horizonte mesiánico de la Historia humana sería «evanescencia total», a riesgo de que la acción política, a partir de ahí, se dedique a «buscar esta evanescencia» misma… Y después de la «Crítica de la violencia» encontramos el gran texto de Benjamin sobre Las afinidades electivas de Goethe, un texto en el que, entre muchos otros motivos, se atribuyen a la poesía o a la obra literaria en general las virtudes mismas de esta «búsqueda de la evanescencia» concebible como búsqueda de la libertad como tal: «Solo es posible hablar de poesía (Dichtung), en el sentido estricto del término, cuando el verbo escapa al cometido de cumplir una tarea, así sea la más noble de todas». He aquí pues planteada por fin la exigencia de emancipación de la palabra (Wort) a través de la poesía, como pronto lo será a través del espacio de imágenes (Bildraum) inventado por los artistas de vanguardia de los años veinte, de Brecht a John Heartfield, de Chaplin a Paul Klee o de Eisenstein a los surrealistas (en lo que Benjamin llamará, para finalizar, la necesaria «política de la embriaguez» artística). ¿Por qué, pues, una «Crítica de la violencia»? Porque la primera violencia –la que Max Weber había denominado «legítima»– es la del Estado, contra la que topan tanto el

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«individuo» como la «comunidad viviente». «Anarquismo ético», «mesianismo», «poesía» o «política de la embriaguez» serán algunas de las nociones experimentales convocadas por Benjamin para considerar los medios de escapar a esta violencia primera, para rechazarla desobedeciéndolo –siendo «lo» el Estado–. «La tarea de una crítica de la violencia p uede definirse diciendo que tiene que describir la relación de la violencia ( Gewalt) con el derecho (Recht) y con la justicia ( Gerechtigkeit)». Esta relación es planteada como una disyuntiva. No en lo que la violencia se opone al derecho (muy al contrario: porque es la propia violencia la que históricamente ha creado el derecho), sino en la medida en que la «justicia» define un espacio ético que se opone, según Benjamin, al espacio jurídico del «derecho» como tal. Aquí encontramos ya, sea dicho de paso, lo que opone firmemente Benjamin a la perspectiva de Carl Schmitt, para quien el derecho solo formaría el horizonte infranqueable de cualquier decisión política, hasta en la famosa noción de «estado de excepción». Que el derecho (Recht) monopolice la violencia es lo que nos divide actualmente, según si lo encontramos «legítimo» o, al contrario, peligroso para la justicia, para la misma equidad (Gerechtigkeit). ¿Por qué, por ejemplo, acepta el Estado conceder un «derecho de huelga» a los obreros? Casi siempre es porque este derecho es capaz de limitar los actos de violencia, de sabotaje de los medios de producción. Pero no puede decirse lo mismo por lo que se refiere a las «huelgas generales revolucionarias»: estas son reprimidas violentamente, razón por la cual Benjamin se muestra dispuesto a seguir a Georges Sorel –y sus Reflexiones sobre la violencia– sobre la base de un rechazo de toda «fundamentación jurídica» de la acción revolucionaria. Así, según Benjamin se debe «rechazar cualquier violencia fundadora del derecho», así como también cualquier «violencia conservadora del derecho», que es su «violencia administrada» por la policía, la cual está al servicio de los dirigentes y de su «violencia discrecional», la que se ejerce contra los oprimidos y persiste en proteger a los opresores. Entonces la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿existe una violencia humana que pueda ser considerada «justa» en el sentido ético, y no «legítima» en un sentido simplemente jurídico? Si la palabra Gewalt significa «violencia» y al mismo tiempo «poder», ¿habría una violencia humana que pudiese ser de potencia y no de poder? Por una parte, Benjamin responde afirmando que «la crítica de la violencia es la filosofía de su historia», como para advertirnos de que la violencia como gesto supera todos los esquemas previos de una doctrina filosófica general o abstracta. Por otra parte –o consecuentemente–, no concluye su texto: acaba abriéndolo a los cuatro vientos. Lo abre a la evanescencia mesiánica, con objeto de dejarlo filosóficamente y política inacabado. Antonia Birnbaum, en su libro sobre el «giro griego» de Benjamin, comenta el hecho de que un saber de la violencia «es inaccesible para siempre», y que esta misma inaccesibilidad –a través del ejemplo mítico de Niobe castigada por la violencia divina, ejemplo al que el propio Benjamin había recurrido– afecta fundamentalmente al problema de la «violencia pura del héroe trágico». Paralelamente, en un capítulo iluminador de su libro Walter Benjamin. Die Kreatur, das Heilige, die Bilder , Sigrid Weigel recuerda que esta inaccesibilidad afecta a lo que sería «monstruoso» (ungeheuer) en el hombre: Benjamin acordándose, a través de este mismo adjetivo, de la traducción de la Antígona de Sófocles a cargo de Friedrich Hölderlin –traducción inexacta, pero muy reveladora, del griego deinos–. Y he aquí que la tragedia recupera sus derechos en cuanto a la violencia: «sus derechos» que no son «el

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derecho», precisamente, porque esta, finalmente, solo nos habla y nos vuelve a hablar de la desobediencia a las leyes del Estado . Volvemos, pues, a la cuestión del principio. Una cuestión que Hannah Arendt quiso abordar en su recopilación De la mentira a la violencia, de 1962: para hacerlo tuvo que dar una orden conceptual –es decir, una orientación argumentativa y dialéctica– a sus tres capítulos con independencia de la cronología de su escritura. De este modo, de entrada trató sobre «De la mentira en política» (un artículo de 1971), después sobre «La desobediencia civil» (un texto de 1970 ) y, para terminar, sobre la cuestión crucial, «Sobre la violencia» (1969). Así, en el texto sobre la mentira de Estado, comprendemos que no se debe tener miedo a desobedecer. En el capítulo sobre la desobediencia civil, se remontará desde Henry D. Thoreau hasta Sócrates para dar a la desobediencia un substrato filosófico anclado en la más antigua tradición. Al mismo tiempo, admitirá la importancia política considerable de los movimientos civiles contemporáneos en Estados Unidos, sobre todo en cuanto al tema de las intolerables segregaciones raciales. El texto de Hannah Arendt «Sobre la violencia» parece marcado, pero silenciosamente, por la lectura del ensayo de Benjamin de 1921. Ello se percibe desde la tesis inicial sobre la «naturaleza instrumental de la violencia» y su relación, incluso en tanto que «medio», con una historia de la técnica (en particular militar). Y también se nota en el recurso al mismo texto de Georges Sorel,Reflexiones sobre la violencia : «Los problemas de la violencia siguen siendo todavía muy oscuros…». Pero la diferencia con Benjamin también se pone de manifiesto en la línea divisoria que Arendt pretende establecer: lejos de asimilar el poder a la violencia, los disocia y propone una tipología distinta, en el fondo más académica que verdaderamente dialéctica. Lejos del «anarquismo ético» y de los dilemas benjaminianos entre poder y potencia o entre «violencia conservadora» y «violencia pura», Arendt termina sugiriendo que el poder como tal no ejerce la violencia sino, al contrario, permite evitarla: «Sabemos, o deberíamos saber, que todo debilitamiento del poder es una invitación manifiesta a la violencia –aunque solo sea por el hecho de que los detentadores del poder, ya se trate de los gobernantes o de los gobernados, sintiendo que este poder está a punto de escapárseles, siempre experimentan las mayores dificultades para resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia». Esta relativa confianza finalmente concedida al poder –en la medida en que nos protegería de la violencia en nombre de su propia «violencia legítima»– contrasta sorprendentemente con un estado de hechos históricos sobre el que Arendt estaba, sin embargo, bien informada. Arendt describe con exactitud, por ejemplo, la violencia estatal de su tiempo, insistiendo en los «inquietantes progresos suicidas de las armas modernas» que corrían parejos con «la intrusión masiva de la violencia criminal en el dominio de la política». Entonces ve en la «política de no violencia», como la llama exactamente, una respuesta coherente a esta situación de violencia globalizada. Y después constata que entre la guerra de Vietnam y las luchas anticoloniales prevalece fatalmente una política de la violencia que encarna, por ejemplo, el santo y seña de Frantz Fanon Los en condenados de la tierra, consigna acentuada por Jean-Paul Sartre en el célebre prefacio de este libro: «Solo la violencia paga». Pero el pensamiento, en este dominio, parece funámbulo, suspendido de un hilo. Avanza a duras penas, como indefinidamente ralentizado por el movimiento del péndulo

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entre la respuesta política para dar a las violencias estatales –¿podría esta respuesta seguir siendo no violenta hasta el final?– y la puesta en guardia ética enfrente de toda violencia en general. Arendt, en este sentido, insiste en el hecho de que los defensores de la violencia política, Georges Sorel, Vilfredo Pareto o Frantz Fanon, «estaban animados por un odio profundo hacia la sociedad burguesa, por un rechazo de sus normas de moral mucho más radical que el de la izquierda clásica». No hace falta decir que una filosofía moral, en el sentido clásico, no sabría justificar la violencia como tal. En el Dictionnaire d’éthique et de philosophie morale dirigido por Monique Canto-Sperber, el artículo «Violencia», escrito por Giuliano Pontara, intentaba cumplir la «condición de adecuación normativa» de una definición de la violencia: «Una definición adecuada de la palabra violencia ha de hacer plausible el juicio según el cual un acto violento es un acto moralmente negativo», como si este juicio precediera a la misma definición… y aunque «queda por resolver la cuestión de la legitimidad del recurso a la violencia en tal o tal otra situación conflictiva». He aquí, parece, una buena forma de no avanzar nada, entre el abismo de la ética y el abismo de la política. Como si se tratara de dejar la violencia al margen de la interrogación moral, como un gesto juzgado de antemano (negativamente, claro). Finalmente, según este punto de vista simplemente no existiría ninguna ética posible de la violencia como tal, como si la disyuntiva entre ética y política nos persiguiese por doquier con sus efectos de double bind negativo: «No se debe recurrir a la violencia, ni siquiera cuando conviene». No me sorprende en absoluto que, en este artículo normativo, la lección metodológica de Benjamin –con tota su entera interrogación sobre la violencia– haya sido recibida en silencio: «La crítica de la violencia es la filosofía de su historia» –y no la filosofía de su moral sub specie aetern itatis . Resulta significativo, en este sentido, que el Dictionnaire d’éthique mencionado no dedique ningún artículo a la noción de rechazo ni a la de desobediencia, ni tampoco a la de rebelión y aún menos, si es posible, a la de los levantamientos . Pese a todo, está claro que existe una «desobediencia ética», desde la de Sócrates o de Thoreau hasta, por ejemplo, aquella cuya historia reciente (a propósito de la «resistencia en los servicios públicos» del Estado francés) ha estudiado Elisabeth Weisman. Entre los numerosos ejemplos posibles, destaca la aparición de las «nuevas políticas de la desobediencia civil» analizadas desde hace años por la revista Multitudes. Está el rizomático atlas de las formas contemporáneas del levantamiento, las Constelaciones o Trayectorias revolucionarias del joven siglo XXI publicadas por el colectivo Mauvaise Troupe en 2014: de Palestina a China, de Larzac a Génova, pasando por la Autonomía italiana y la ocupación de los bancos, sin olvidar el papel de los hackers y de la «desobediencia civil electrónica» de la que el Critical Art Ensemble dio un buen ejemplo a partir de los años 1994-1996. Por suerte o por desgracia, la lista es interminable. Uno no rechaza, uno no desobedece, uno no se rebela, uno no se insubordina sin violencia, sea en el grado que sea. De lo que se trata es de saber cómo criticar (cosa que no significa prejuzgar) en cada caso su práctica en la historia, al igual que Walter Benjamin nos lo proponía como tarea filosófica. Así pues, existiría un camino posible entre la ética del «derecho a rebelarse» (rebelarse contra el derecho mismo) según Henry D. Thoreau y la política del «tenemos derecho a rebelarnos», de acuerdo con la famosa fórmula de Jean-Paul Sartre. Ahora bien, raramente se da una rebelión sin violencia. Levantarse, como

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sabemos, a menudo esViolencia a la violencia , como el anarquista alemán Ernst Friedrich pudo proclamar en los años veinte en su obra ¡Guerra a la guerra! o como, antes que él, Auguste Blanqui había llamado a una «Guerra al capital» en sus «Instrucciones para coger las armas» de 1868. No obstante, es necesario analizar cómo las prácticas de la violencia pudieron llevar a determinados grupos revolucionarios –como por ejemplo la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia, Acción Directa en Francia o incluso el Ejército Rojo japonés– hacia «un f uncionamiento sectario y una descontextualización [política, popular] total que pretendería compensar la espectacularización de las acciones», como remarca Isabelle Sommier en su estudio sobre La violencia revolucionaria contemporánea. Al mismo tiempo, ¿cómo podemos no recordar la octavilla de Libération cuando señala tan claramente como «el más sensato de los deberes» el «sabotear la ejecución de la ley alemana por todos los medios»? En efecto, defender los propios derechos o los derechos de otros es «el más sensato de los deberes» éticos, aunque nos obligue a transgredir un derecho existente pero inicuo. Pero he aquí que también puede exigir de facto el ejercicio de violencias políticas, aunque sean en «legítima defensa». Sabemos que la ética y la moral hoy en día son objeto de debate en el seno de las ciencias humanas, ya sea la historia o la economía, la etnología o la sociología, como demuestra una reciente antología dirigida por los dos antropólogos Didier Fassin y Samuel Lézé. Reconocer al deseo una posición fundadora de toda transindividualidad –tal y como defiende toda una tradición spinozista, y más tarde hegeliana, que llega hasta el psicoanálisis y más allá– no es p osible sin reconocer en él también una potencia ética . Levantarse, dice en esencia Bernard Aspe, nos lleva hacia una transmutación de valores que, en sí misma, «obliga a considerar el elemento ético donde se ponen en juego las capacidades de cambio de cada uno…». Es entonces cuando la potencia del deseo encuentra su lugar de expresión o de expansión en el puente que tiende entre la dimensión del pensamiento, de la palabra, y la delacto político como tal. Antígona sería la heroína –trágica, se sobreentiende– de este giro, de este levantamiento o de este puente peligrosamente trazado entre las dos orillas de la vida transindividual. Su acto político consiste en seguir el impulso soberano de una potencia ética que es propiamente «justicia» (y donde podemos reconocer sin esfuerzo la Gerechtigkeit de la que habla Benjamin). Pero esta contraviene , como se sabe: desobedece, se opone y, en cierto sentido, responde con violencia a la prohibición y a la violencia propia del «derecho» (Recht) vigente en la sociedad. En la Fenomenología del Espíritu , Hegel vio con acierto hasta qué punto este giro o este levantamiento nos hablaba del conflicto fundamental entre «ley humana» (el derecho cívico encarnado por Creonte) y «ley divina» (el derecho sagrado de inhumar a un muerto) o bien, dice también Hegel, entre el «gobierno [como] potencia negativa» y la «relación ética entre el hombre y la mujer» que encarna tan bien la «relación sin mezcla entre el hermano y la hermana» en la tragedia de Sófocles. Le t ocará a Hölderlin, en su traducción excéntrica de Antígona, producir, en el corazón mismo de la tradición, esta «cesura de lo especulativo» de lo que Philippe Lacoue-Labarthe habla tan bien: un levantamiento moderno de la tragedia antigua, si puede decirse así. Por otro lado, los levantamientos modernos han terminado por cambiar de espacio y, por consiguiente, de temporalidad. Ya no vivimos en la pequeña ciudad de Tebas, sino en las

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grandes metrópolis de la Revolución Industrial.Y pronto en el espacio y el tiempo extraños, indiferenciados, del postmodernismo y del neocapitalismo. Luchas de clases que dan paso, se diría a veces, a luchas sin clases. Los pensadores marxistas contemporáneos, como Immanuel Wallerstein o Étienne Balibar, se interrogan sobre ello. A partir de aquí, ¿cómo repensar los movimientos por los que una potencia ética es susceptible de convocar un acto político? Balibar (no nos sorprende en absoluto) sitúa el problema precisamente en el plano de la violencia. ¿Cómo pensar, por tanto, lo que une la «civilidad», como la llama él, con la «guerra civil» omnipresente? ¿Qué vínculo establecer entre j usticia, derecho, excepción, guerra y revolución? Son algunas de las preguntas que se plantea Balibar al principio de su libro Violencia, identidades y civilidad . «De la violencia, en sus formas “individuales” y “colectivas” (siendo precisamente una de las cuestiones que se imponen saber si esta dicotomía puede ser retenida), “antiguas” (es decir, arcaicas) o “nuevas” (no solo modernas, sino también “postmodernas”), sin duda sería necesario saber decir algo más que: es insoportable y estamos en su contra. O incluso, según la célebre fórmula de Hobbes retomada por Kant, a propósito del “estado de naturaleza”: “Hemos de abandonarla”. Ahora bien, tenemos que confesarlo, no sabemos, o nos parece que ya no sabemos, “cómo salir de ella”. Y nos ocurre que sospechamos, por una nueva jugada de la historia menos favorable que la antigua, que esta incapacidad en que nos encontramos se convierte en una de las condiciones, una de las formas de su reproducción y de su propagación. Ya sean guerra o racismo, agresión o represión, dominación o inseguridad, desencadenamiento brutal o amenaza latente, quizá la violencia y las violencias actuales solo sean, en parte, la consecuencia misma de este no saber». En efecto, las sociedades burguesas occidentales parecen hablar con una sola voz para «condenar toda violencia»: la gente se escandaliza si le queda desgarrada la camisa blanca al director de Recursos Humanos de una empresa que, por otro lado, echa de repente y deja en el paro durante años a centenares de sus trabajadores. Corresponde a la clase oprimida –en este caso a los trabajadores despedidos sin miramientos– contestar a la institución cuando esta se apropia, además de los medios de producción, del monopolio de la violencia , menospreciando toda justicia (moral y social). ¿Cómo no oponerse entonces a ella a través de la «figura extralegal, y por tanto revolucionaria», de una violencia de levantamiento ? Étienne Balibar lo reconoce: «Hemos de referirnos asimismo a la idea de insurrección , o hasta de insurrección permanente, en el sentido más amplio». Una idea que supone igualmente no olvidar la dimensión íntima de los levantamientos en nuestros espacios y nuestras temporalidades cotidianas. Tanto es así, afirma Balibar, que «nadie puede ser liberado por nadie excepto por sí mismo, de la misma forma que nadie se puede liberar sin los demás…». Y el filósofo debe proponer la noción de «antiviolencia» –ni «no violencia» ni «contra violencia»– para repensar, siempre con Karl Marx, las relaciones conflictivas entre poderes instituidos y políticas revolucionarias en las sociedades contemporáneas, hasta querer trazar un camino – sorprendente– entre Lenin y Gandhi.17

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El mensaje de las «Mariposas» No basta con desobedecer. También es urgente que la desobediencia –el rechazo, la llamada a la insumisión– se transmita a los demás en el espacio público. ¿Levantarse? De entrada, levantar el miedo, sin duda. Arrojarlo muy lejos. Dicho de otra forma, tirárselo directamente a la cara de aquél o de aquellos que obtienen su poder gestionando nuestros miedos. Arrojarlo muy lejos, pero igualmente hacer circular ese mismo gesto. Darle, al hacerlo, un sentido político. Es haber levantado su deseo. Es haberlo cogido –y con él su alegría expansiva– para lanzarlo al aire, de manera que se propague por el espacio que respiramos, el espacio de los otros, el espacio público y político entero. Se pueden ver dos imágenes de esto –dos imágenes concomitantes– en el admirable film, largamente censurado, de Mikhaïl Kalatozov Soy Cuba. Se refieren al levantamiento popular, en un principio estudiantil, que fue abortado en 1956 en las calles de Santiago de Cuba y La Habana. La primera imagen es la de un brûlot: se ven en ella a unos jóvenes estudiantes lanzando cócteles Molotov a la pantalla de cine de un drive-in donde se están proyectando las imágenes oficiales del dictador Fulgencio Batista. Antiguamente, un brûlot era un barco cargado de materiales inflamables o explosivos, destinado a c hocar contra un navío enemigo para incendiarlo. Actualmente, en francés el término designa los escritos políticos subversivos, es decir, las octavillas que incitan a la rebelión. La otra imagen, precisamente, es la de las octavillas esparcidas por los mismos estudiantes revolucionarios. Las papillons, las mariposas –como a menudo se las conoce en francés, a causa de sus dimensiones, tan distintas de las de los carteles, por ejemplo– se elevan hacia las nubes, sin que nadie sepa aún si su mensaje se perderá en el vacío del cielo, o si su potencia de expansión muestra allí su carácter irresistible. Las «mariposas» de papel se elevan: nadie sabe quién recibirá, aquí o allá, llevado por el viento, su mensaje de rebelión. Es como un momento de lirismo extremo incluido en la lógica implacable de una escena de violencia extrema (una escena de represión policial en la gran escalinata de la Universidad de La Habana evoca, así pues, irreversiblemente, la gran masacre Eldeacorazado Potemkin en la escalera Richelieu de Odesa). Momento lírico y momento frágil: ¿de qué sirven estas pobres «mariposas» que como último recurso instan a las nubes a la rebelión, cuando los mismos jóvenes rebeldes, justo debajo, se dejan asesinar por la policía? Momento necesario, no obstante: momento debido, a pesar de todo . Las octavillas que aquí se ven elevándose hacia el cielo –lo contrario, por consiguiente, de las toneladas de propaganda descargadas sobre Cuba por los aviones de la US Air Force, por ejemplo– serían al espacio político lo que las luciérnagas son a una noche de verano o lo que las mariposas son a un día soleado. A saber, el indicio de un deseo que vuela, que va donde quiere, que insiste, que persiste, que resiste pese a todo. Existe una doble acepción de la palabra francesa tract (‘octavilla’). Por una parte, es un «corto tratado»: un género literario que, desde el siglo XV, ha dado innumerables opúsculos o folletos sobre temas políticos, morales o religiosos. Y, por la otra, se trata, según una acepción más reciente, de una simple hojita de propaganda política difundida de mano en mano. En ambos casos sobrevive etimológicamente el sustantivo latino tractatus , que significa la acción de tratar un tema, de llevar a cabo una deliberación, una discusión o un sermón; pero también –y antes que nada– la acción de tocar para coger, para arrastrar algo o a alguien fuera de su lugar habitual.

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Spinoza confeccionó tracts en ambos sentidos del término: tanto el considerable Tractatus theologico-politicus como el modesto cartel Ultimi Barbarorum , que redactó y que él mismo quiso pegar en las paredes de La Haya después del asesinato de los republicanos Jan y Cornelis de Witt en 1672 (pero su amigo Van Spick lo retuvo, con muy buen criterio, porque de lo contrario probablemente también habrían matado a Spinoza). El texto del primero (el «tratado») fue devotamente impreso, transmitido de generación en generación, mientras que el del segundo (el cartel) no es posible leerlo desde hace mucho tiempo, por lo menos que yo sepa. ¿Estaría destinada la forma tract a la paradoja de ser un escrito… pero que no «permanece»? ¿Un escrito que «vuela» o que «echa a volar» como las palabras dictadas por la urgencia que uno lanza al aire sin pensar en las consecuencias, sin preocuparse de hacer con ellas monumentos serios para los tiempos futuros? Las palabras echan a volar y los escritos permanecen, dicen, pero las octavillas, a medio plazo, solo son escritos destinados desde el comienzo a echar a volar… Tal y como se expresa en lengua alemana, en la que tract es Flugblatt, es decir, nuestra «octavilla». ¿Qué se escribe en una octavilla? ¿Cómo se escribe en ella para que lo escrito vuele tan de prisa hacia aquellos que no la esperan? Consignas, desde luego. Pero todavía falta algo más para que las palabras se eleven de verdad: hay que saber levantar la lengua , es decir, recurrir a la poesía –por urgente o trivial que sea. Cuando Charles Baudelaire cogió la pluma, el 27 de febrero de 1848, para escribir la primera «octavilla» de Le Salut Public , empezó, a coro con todos sus camaradas, por un sencillo: «¡Viva la República!». Pero casi de inmediato sus frases quisieron penetrar hasta el corazón mismo de lo que veía a su alrededor en la efervescencia revolucionaria, lo que denominaba «La belleza del pueblo»: «Un hombre libre, sea como sea, es más bello que el mármol…». En 1871, Arthur Rimbaud escribe, en la estela de la Comuna de París, unas frases ciertamente privadas –extraídas de sus cartas a Georges Izambard–, pero que muy pronto se convierten en las octavillas por excelencia de la insumisión poética para las futuras generaciones: «La Poesía ya no llevará el ritmo de la acción; irá a la cabeza ». ¿Y Victor Hugo? Peticiones, textos políticos, carteles, tomas de posición, juicios, exilios, discursos públicos… Tiene octavillas por todas partes, suntuosas. Incluso podríamos atrevernos a leer como octavillas los simples títulos de los capítulos de Los miserables: «Caza negra, jauría muda»; «Los cementerios cogen lo que se les da»; «El futuro [está] latente en el pueblo»; «Socorro desde abajo puede ser socorro desde arriba»; «Qué horizonte se divisa desde arriba de la barricada»; «Suprema sombra, suprema aurora»… Bastante más tarde, en marzo de 1937, protestando con toda su energía contra el ataque fascista lanzado por Franco contra la República española, René Char publicará su Cartel para un camino es colar , una selección de poemas cuya dedicatoria se imprimió en una octavilla vendida, para el pabellón español de la Exposición Internacional, a beneficio de los niños de España: «Niños de España, –rojos, oh, cuántos, empañando para siempre el estallido del acero que os destroza; – para vosotros. […] Niños de España, he compuesto este cartel cuando los ojos matinales de algunos de vosotros aún no habían aprendido nada de los usos de la muerte que se deslizaba en ellos. Perdón por dedicároslo. Con mi última reserva de esperanza».

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El poeta sabe mejor que nadie qué significa una «mariposa». Echa a volar, pero a menudo con torpeza. Te pasa muy cerca batiendo las alas, te sorprende por su belleza. Y puede cambiarte la vida. La mariposa puede caer muy fácilmente en la red de los depredadores, de los polis. Parece que no sabe adónde va y, pese a todo, consigue atravesar todas las fronteras y encontrar destinatarios. Pero ¿para qué mensaje? Georg Büchner solo contaba veintiún años cuando mandó imprimir, en la clandestinidad, su famosa octavilla del Messager hessois. El mensaje era claro: «Esta hoja quiere anunciar la verdad en el país de Hesse, pero quien diga la verdad se perderá; hasta puede ocurrir que quien lea la verdad sea castigado por unos jueces perpetradores de perjurio». La octavilla es algo p equeño, ciertamente: una simple hoja de papel con un puñado de palabras escritas. Pero puede ser tan peligrosa como un arma. De ahí los consejos de p rudencia que Büchner daba de entrada a sus lectores: esconder la octavilla y, aun así, hacer todo lo posible para comunicar su contenido a los amigos, etc. Finalmente, la llamada a la rebelión que contenía este Flugblatt de 1834 se veía escandida por llamadas a «levantar los ojos», a «levantar los brazos» y a derribar los muros de las cárceles para «construir la casa de la libertad» contra lo que el poeta ya denominaba la «violencia de la ley» policial. Así, en tanto que forma breve, la octavilla hace emerger, en el centro de su llamada a la acción , una especie depathos condensado: un lirismo del gesto , se podría decir, pero inherente a la decisión misma, política, de levantarse. Es lo que ya podemos captar en las octavillas –evidentemente ilegales– escritas en 1916 por Rosa Luxemburg, en que las reflexiones políticas y económicas redactadas en estilo severo dan paso, como rítmicamente, a unas llamadas vibrantes que con frecuencia son mucho más que simples consignas: «¡Esto no puede ser, esto no tiene que ser!». En 1943, cuando los jóvenes estudiantes Christoph Probst, Hans y Sophie Scholl lanzaron a los pasillos de la Universidad de Múnich sus octavillas llamadas de la «Rosa blanca», se inspiraban en la sabiduría filosófica que les transmitía, en sus clases, su profesor Kurt Huber (que también acabaría ejecutado en la primavera de 1943): Aristóteles y su crítica de toda tiranía política, pero sobre todo los románticos alemanes, empezando por Fichte («y debes comportarte / como si de ti y solo de tu acto / dependiese el destino del pueblo»), Schiller («Se puede sacrificar todo por el bien más alto del Estado, todo, excepto aquello a lo que el mismo Estado ha de servir, porque nunca es un fin en sí mismo»), Novalis («celebrar la paz»)… y empezando, naturalmente, por el propio Goethe: «Ha llegado la hora de que me encuentre con mis amigos reunidos en la noche para un silencio sin sueño, y la bella palabra libertad se murmura, se balbucea, hasta la novedad inaudita…». Este poema de Goethe, reproducido en una octavilla antinazi de 1943, evoca por sí solo la situación de quien la redactó: la «mariposa» se gesta en la sombra y, en este sentido, escribir una octavilla aparece como una actividad literaria y artesanal clandestina que no tiene nada de directamente «heroico» o «sublime», como insiste Inge Scholl en su

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relato de La rosa blanca . Pero, una vez compuesta, la octavilla aspira a todo el espacio: querrá moverse por el aire, de forma que la opresión ambiente deje paso a algo así como la expresión de un deseo, una anticipación, una llamada para vivir al aire libre. Ahora bien, para ello, de entrada hay que transcribir con paciencia. La octavilla de la Rosa blanca, después de citar el poema de Goethe, acababa, pues, con una llamada a seguir copiando: «Os pedimos que copiéis esta hoja, y que la difundáis». De este modo, como las luciérnagas y como las mariposas, las octavillas solo cobrarían sentido lanzando sus múltiples señales: ser multitud, dispersarse. Las octavillas necesitan la condición fundamental de su reproducción técnica. ¿Cómo no quedar impresionados por cierto parecido que relaciona el poema de Goethe, copiado por Hans Scholl en Múnich en 1943, con el famoso poema Libertad escrito per Paul Éluard en París en la misma época? ¿Pero cómo no ver, también, que la diferencia entre los dos poemas –el «clásico» y el «moderno»– estriba en la repetición incesante, en Éluard, del verso «Escribo tu nombre»: «En mis cuadernos escolares / En mi pupitre y en los árboles / En la arena y en la nieve / […] En todas las páginas leídas / En todas las páginas en blanco / Piedra sangre papel o ceniza»? ¿A partir de ahí, no se podría entender la repetición del verso «Escribo tu nombre» como una referencia al propio gesto de aquel que, en plena noche clandestina, copia o reproduce, en todos los soportes posibles e imaginables, las octavillas destinadas a ser dispersadas bajo el sol de un país donde todavía reina la opresión? Ahora bien, es precisamente eso lo que impresiona de entrada al lector que se acerca a consultar, en la sección de Reserva de Impresos de la Biblioteca Nacional de Francia, los treinta y dos archivadores –enormes– que custodian más de doce mil octavillas clandestinas producidas y distribuidas en Francia durante la Ocupación nazi, un corpus reunido per Paul y Renée Roux-Fouillet, y estudiado por Anne Plassard, actualmente accesible en una magnífica antología a cargo de Pierrette Turlais. Para la confección de estas octavillas se utilizaron todas las técnicas de reproducción, desde las más profesionales a las más primitivas: la tipografía de plomo o el fotograbado cuando se trata de octavillas de organizaciones de prensa clandestina bien equipadas, como por ejemplo Libération –es el caso de la octavilla impresa que recupera el texto de la «primera plana» publicada en el periódico del mismo título en fecha 1 de marzo de 1943: «La juventud francesa contesta: ¡Mierda!». Cuando la producción de estas octavillas surge de medios aún más marginales, los soportes y los procedimientos de impresión se vuelven más efímeros y artesanales: máquinas de escribir (con las sucesivas copias de carbón cada vez más desvaídas), con sellos de caucho (con las sucesivas imposiciones cada vez más desvaídas), plantillas stencyls, reproducciones mediante duplicadores rotativos (Gestetner, Neostyl, Ronéo), pero también las plantillas improvisadas e incluso la simple escritura manual (y el molesto proceso de copia que suponía). Hay quien, por ejemplo, escribe con pluma, en letras minúsculas, al dorso de un sello de correos: «Puercos alemanes». Y quien envía postales, anónimas y furiosas, al mariscal Pétain en persona. E incluso quien utiliza como soporte p ara su mensaje las pequeñas etiquetas de los cuadernos escolares. El 12 de abril de 1941, el comisario de la central de policía de Belfort envía una carta a su superior jerárquico de la prefectura, cuyo asunto es: «Octavillas manuscritas halladas en la vía pública». Y pega en la carta nueve minúsculas octavillas escritas a lápiz como

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por un colegial: «Fusilad a Hitler», o «Victoria» con una V mayúscula bien grande. Ese mismo año será el de la famosa «batalla de las V», resumida por Jean-Pierre Guéno en el segundo volumen de su obra ilustrada Palabras de la sombra : florecen por doquier las «V» de Victoria, incluidas las octavillas en las que la letra está recortada de un papel de color, como hacen los niños para las fiestas del colegio. Sea como fuere, la consigna siempre es la misma: «Copiad… Actuad de prisa… Hacedlo circular». Pero ¿qué es lo que se debía copiar y hacer circular, pues? ¿Qué era lo que podía impeler a la acción? ¿Qué p alabras? ¿Qué tipo de frases (porque las ilustraciones eran raras en aquella época)? El abanico de los géneros literarios es considerable: están las consignas, naturalmente; las llamadas (empezando por la del 18 de j unio tantas veces reproducida); los relatos (de deportación, de represión, como cuando nos cuentan las ejecuciones de Georges Politzer y de Jacques Solomon, de Gabriel Péri y de Lucien Sampaix); información (sobre la legislación antisemita de Vichy, por ejemplo); los mensajes cifrados con sus «alfabetos» especiales; los testamentos (como la última carta de Danielle Casanova)… Pero también los poemas (como la «Balada de los ahorcados» escrita a la manera de Villon y «en memoria de los patriotas ahorcados en Nimes el 2 de marzo de 1944» por las SS); las canciones, de las militantes (como el «Himno a los francotiradores») a las irónicas (como la titulada «¡Mariscal, ya estamos aquí!»). Las bibliotecarias hasta deben de haber reservado una rúbrica especial a la «facetia», un tipo de balada irónica que imitaba a los autores clásicos, billetes de banco parodiados (Pétain estrangulado por un trabajador) o postales para felicitar el año nuevo prediciendo el desembarco aliado… es a lo que los servicios alemanes intentaban responder mediante falsas octavillas comunistas (espantosas) o, simplemente, con informaciones falsas. Junto con el abanico amplísimo de las consignas tenemos el abanico de los afectos –el sentimiento de opresión, de urgencia, la rebelión, la dignidad, el rechazo, la cólera, el odio, la exigencia, la conminación a no ceder, el grito de esperanza al que parece inherente la misma desesperanza que se siente ante determinadas situaciones, por ejemplo la de los judíos en Drancy, para quienes se distribuyó en París una octavilla titulada «Atrocidades nazis»–. No cuesta mucho imaginar un posible montaje de estas doce mil octavillas, que podrían formar algo parecido a un poema oceánico de los levantamientos, de las rebeliones experimentadas, exigidas y vividas contra el opresor, y de las que este puñado de consignas, escogidas casi al azar, dan una idea: «En pie, sed libres» «Parisinos, levantaos» «Alzaos contra Hitler» «¡Todo el mundo en pie, adelante!» «Nos ahogamos» «Manifestaos delante de los ayuntamientos» «Manifestaos en masa contra la deportación» «La desobediencia es el más sabio de los deberes» «¡Muera el antisemitismo! ¡Fuera el racismo del Barrio Latino!» «Exigid la supresión inmediata de la estrella amarilla» «Sabotaje – Resistencia – Huelga»

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«Camaradas, sabotead la máquina de guerra alemana» «Falsead las listas, destruid los dosieres, extraviad las órdenes» «Mineros de Francia, el primero de mayo todos a la huelga» «¡Jóvenes, escondeos: resistid!» «¡Por la lucha armada!» «Queremos patatas» «¡Pan, pan! Vayamos al Ayuntamiento!» «Desalojen las cárceles» «¡Viva el Ejército Rojo!» «Han asesinado a Gabriel Péri» «Recordemos a nuestros muertos» «La venganza ya empieza a arder» «No existen acciones insignificantes» «Repetidlo en vuestro entorno» Y es así como, con cada octavilla, por modesta que sea, se experimenta concretamente la «novedad inaudita» de la palabra «libertad» tal y como ya hablaba de ella el poema de Goethe copiado en las octavillas de la Rosa blanca. Ahora bien, esta novedad o singularidad es tanto de gesto como de acción . Es tanto de gesto como lo fuera ese brazo alzado dibujado por Courbet y después grabado en el frontispicio deLe Salut public con motivo de la Revolución de 1848: es lírica, apela a una poesía afín a la «belleza del hombre libre» que canta Baudelaire en la misma octavilla. Pero también es de acción : es decir, concreta, técnica, precisa (como se puede ver, por ejemplo, en los actos del hombre que se evade en la película de Robert Bresson Un condenado a muerte se ha escapado ). Aquí, la precisión y la técnica son cuestión de vida o muerte, y es por eso que las octavillas «concretas», prácticas, son de las más conmovedoras que hay, como las que dan las recetas para fabricar explosivos o «pasta de multicopias», las listas de agentes dobles, la indicación de las ondas de frecuencia de radio. Veamos, si no, esta octavilla titulada «Indicaciones para dar a los hombres que quieran unirse al maquis»: «[…] Efectos y objetos que llevar: 2 camisas, 2 calzoncillos, 2 pares de calcetines de lana, 1 camiseta de lana, 1 pasamontañas, 1 jersey, 1 manta de lana, 1 par de zapatos de recambio, cordones, hilo y aguja, botones de pantalón, imperdibles, jabón, cantimplora, bol, tenedor, cuchillo y cuchara, linterna, brújula, arma si es posible, eventualmente saco de dormir. Llevar puesta ropa de abrigo, una boina, un impermeable, un buen par de zapatos claveteados. […] Venir con documentación incluso falsa, pero perfectamente en regla, con permiso de trabajo para pasar los controles; además, traer cartillas de racionamiento y hojas de cupones. Estas últimas son indispensables para facilitar el aprovisionamiento». Como vemos, pues, existen muchas formas de concebir, de escribir, de fabricar y de recibir octavillas. Como mínimo las hay de tantas clases como especies de mariposas existen. En efecto, como las mariposas, las octavillas son dobles, duplicados, y por eso eficaces: son frágiles y al mismo tiempo resistentes, poéticas y estratégicas, hechas

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de luces y de sombras, de gestos y de acciones, desesperadas y llenas de esa potencia que recibe el nombre de levantamiento . ¿Para empezar, son textos? Sí, porque tienen la misión de transmitir mensajes muy importantes. ¿De entrada, son imágenes? Sí, porque se parecen a las mariposas: como ellas, hasta saben aparecer y desaparecer modestamente. Baten las alas y se elevan en el aire. Su simetría –como en las alas de la mariposa adulta llamada imago – a menudo esconde un enigma al mismo tiempo que libera su belleza. Existen octavillas que se doblan para disimular su mensaje y para que vuelen mejor con el viento. O bien otras que han de doblarse para que se revelen , como esta, que llegué a tener en mis manos y que no he podido encontrar en los volúmenes de la Biblioteca Nacional de Francia. Escrita en mayúsculas, vehicula un elogio explícito a Hitler y Pétain: «QUEREMOS Y ADMIRAMOS A EL CANCILLER HITLER LA ETERNA INGLATERRA ES INDIGNA DE VIVIR MALDECIMOS Y APLASTAMOS EL PUEBLO DE ULTRAMAR EL NAZI EN LA TIERRA SERÁ LO ÚNICO QUE SOBREVIVIRÁ SEA PUES EL SOSTÉN DE EL FÜHRER ALEMÁN LOS BOYS NAVEGANTES ACABARÁ LA ODISEA SOLO ELLOS SE MERECEN UN CASTIGO JUSTO LA PALMA DEL VENCEDOR ESPERA LA C RUZ GAMADA»

Pero bastaba con doblar el papel por la mitad –como debe hacer toda octavilla que se precie– y utilizar los recursos poéticos del verso alejandrino partido por el hemistiquio para obtener, de repente, dos octavillas de la Resistencia: «QUEREMOS Y ADMIRAMOS A LA ETERNA INGLATERRA MALDECIMOS Y APLASTAMOS EL NAZI EN LA TIERRA SEA PUES EL SOSTÉN DE LOS BOYS NAVEGANTES SOLO ELLOS SE MERECEN LA PALMA DEL VENCEDOR

EL CANCILLER HITLER ES INDIGNA DE VIVIR EL PUEBLO DE ULTRAMAR SERÁ EL ÚNICO QUE SOBREVIVIRÁ EL FÜHRER ALEMÁN ACABARÁ LA ODISEA UN CASTIGO JUSTO ESPERA LA CRUZ GAMADA».

Acabo de encontrar un equivalente visual de esta estrategia del pliegue en la obra reciente de Zvonimir NovakAgit-tracts : se trata de un retrato de Hitler, fechado en 1942 y que está realizado en el estilo «duro», contrastado, típico de las publicaciones fascistas de los tiempos de la Ocupación. Pero en realidad la imagen está surcada en dos sentidos por un doblez. Si se despliega, el rostro se disloca y deja surgir la figuración caricaturesca de cuatro cerdos, con la indicación –característica de las imágenes de Épinal tan populares desde el siglo XIX– «Busquen el 5º…». Finalmente, hay que remarcar que las octavillas aparecerán como objetos dobles, desdoblados, duplicables, es decir, con duplicidad, en todos los sentidos posibles.Objetos de gestos, transmiten afectos (el levantamiento como pathos de la rebelión), como pudo verse,

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en todas partes, en Mayo del 68: «La imaginación al poder». Objetos de acciones , establecen tácticas y técnicas (el levantamiento como praxis de la confrontación), como se ve, p or ejemplo, en una octavilla redactada el 17 de mayo de 1968 y distribuida por el Movimiento del 22 de marzo para explicar cómo protegerse de los gases lacrimógenos utilizados por la policía contra los manifestantes: «Contra los gases. Medidas preventivas: A falta de máscara antigás: gafas de bucear, de moto, de esquí, etc. (herméticas). Tener en la boca medio limón (para la respiración). Ropa alrededor de la nariz y de la boca. No os quedéis en una nube de gas, derramad agua en la ropa con la que os tapéis la boca, abrid las llaves de paso del agua (no os mojéis con agua los ojos ni la cara, porque puede producirse una emanación de productos tóxicos). No respiréis los gases de granadas ofensivas (hacen mucho ruido cuando explotan). En la epidermis: una capa de maquillaje o crema grasa. Para los ojos: colirio con hidrocortisona». Antes de volverse hacia los semiólogos dispuestos a apropiarse de las octavillas estudiantiles, por ejemplo las de la Liga de Estudiantes Anarquistas, «midiendo [su] vocabulario y [su] contenido», como intentara un equipo de sabios reunidos en 1975 alrededor de Michel Demonet, es oportuno recordar que las rebeliones de 1968 fueron preparadas –entre otras cosas– por una octavilla anónima de 1966, surgida de la Internacional Situacionista, De la miseria en el ambiente estudiantil , así como por un tratado como Dios manda, de 1967, el Tratado de saber vivir a la manera de las jóvenes generaciones , de Raoul Vaneigem. En la octavilla se hacía una llamada a «gozar sin obstáculos» y, en el tratado, se afirmaba que «lo imaginario es la ciencia exacta de las soluciones posibles». Fórmula notable, que permite augurar la práctica, en los años siguientes, de las octavillas cinematográficas en Chris Marker, Alain Resnais, Jean-Luc Godard o Jean-Pierre Gorin: se trata de breves películas militantes que retoman y hacen suyos los principios de eficacia enunciados en los años veinte por Dziga Vertov con el término de «cine reclamo» o de Kinopravda . «Imágenes militantes, imágenes y sonidos militantes», escribe Godard en 1969 en su «Iniciación revolucionaria al cine»: «Es decir, imágenes y sonidos que no aparecen ni en la prensa ni en la televisión… y cuando hay una huelga, mostrar imágenes de huelga». El dazibao de Godard editado en Kinopraxis en 1970 por David C. Degener será considerado «el apogeo de la agit-prop» en el campo del cine, en una época en que el eslogan «Liberad la expresión» todavía estaba en boca de todo el mundo. Pero ¿no era también una forma de convocar las técnicas de grabación y de duplicación –el cine de 16 milímetros, y pronto el vídeo– con la finalidad de «repartir octavillas», del mismo modo que el grabado de Courbet y la tipografía que componía el texto de Baudelaire lo habían hecho en la octavilla de Le Salut public en 1848? ¿Decididamente, no le hace falta al lirismo del levantamiento el saber técnico de un artesanado capaz de difundir el frágil mensaje de las «mariposas»?18

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Notas 1. P. Fédida, 1978, p. 138. 08. G. Simmel, 1911, p. 177 y 214. 2. V. Hugo, 1845-1862, p. 827-854. M. Warnke, 1980, p. 113-186. Lucrecio, Nat., II, p. 143-150. W. Benjamin, 1928, p. 179. C. Marker, 1978, p. 17-20. S. M. H. Arendt, 1966, p.226. T. Eisenstein, 1945, p. 146-148. W. Adorno, 1951, p. 47. W. Id., G. Didi-Huberman, 2016, p. Benjamin, 1931, p. 330-332. 376-395. 1932, p. 181-182. H. Michaux, 3. S. Freud, 1916, p. 148 y 154-155. 1956, p. 622-623.Id., 1954, p. Id., 1929, p. 39. J. 435 y 438-439. Lacan,1959-1960, p. 11 y 28509. H. Michaux, 1972, p. 588-602. 298. J. Kristeva, 1997, p. 21-22. J. Nicolas, 2002, passim. Id., 1998, p. 31-32. J. Butler, Aristóteles,Met., XII, 15, 1997, p. 245-286. 1019a (p. 1813). O. Boulnois 4. J. Vigo, 1933, p. 133, 149, 177, (dir.), 1994, p. 21-66. S. Freud, 181,185 y 187. L. Le Bon (dir.), 1900, p. 527. M. Montinari, 2005, p. 286, 333, etc. M. 1972-1982, passim. G. Deleuze, Hernández, 1990, p. 167 y 207. 1968a, passim. Id., 1962, p. 57, 5. J.-L. Chrétien, 2007, p. 7-31. 70-71 y 97.Id., 1968b, p. 72-84 H. Michaux, 1957, p. 814-815 y y 197-213. Id., 1970, p. 134840. Id., 1980, p. 987-992. J.-B. 143. B. de Spinoza, 1675, III, Thoret (dir.), 2007,passim. F. 6-7 (p. 217). F. Alquié, 1959, p. García Lorca, 1930, p. 920-922. 347-368. C. Ramond, 1994, p. 6. A. Badiou, 2005, p. 67-87. 129-172. M. Revault d’Allonnes G. Agamben, 1992, p. 59 y y H. Rizk (dir.), 1994, passim. 71. Id., 1978, p. 19. G. DidiS. Sportelli, 1995,passim. M. Huberman, 2002, p. 115-270. A. Rovere, 2010, 2-6 y 105-141. Warburg, 1927-1929, pl. B, 5-6, F. Karaoui-Bouchoucha, 2010, 32, 39, 41-41a-77-79.Id., 1920, passim. B. de Spinoza, 1670, p. p. 245-294. R. W. Scribner, 1981, 896-897. Negri, 1981,passim. passim. W. Cillessen (dir.), 1997, Id., 1992,passim. passim. G. Korff (dir.), 2007, 10. L. Le Bon (dir.), 2005, p. 326 passim. G. Didi-Huberman, 2011, y 333. L. Aragon, 1924, passim. p. 175-296. W. Benjamin, 1929, p. 129-134. 7. A. Warburg, 1893, p. 47-100.Id., A. Bretonet al. (dir.), 19241900, p. 198-210. G. Didi1929, passim. Id., 1930-1933, passim. R. Kraus , 1985, p. Huberman, 2012, p. 177-206. Id., 2015,passim. A. Warburg, 197-235. M. Poivert, 2006, 1925-1929, p. 88-89.Id., passim. Q. Bajac y C. Chéroux 1927-1929, pl. 42 y 79. G. Didi(dir.), 2009, p. 20-61. G. DidiHuberman, 2016, p. 169-395. C. Huberman, 1995,passim. G. Schoell-Glass, 1998, p. 215-346. Bataille, 1929a, p. 186.Id., M. Warnke, 1973,passim. Id., 1929b, p. 197.Id., 1929c, p. 1986, p. 796-804.Id., 2011, 200-204. Id., 1929d, p. 212. p. 280-287. K. Herding (dir.), Id., 1930a, p. 227.Id., 1930b, p. 1992, passim. Id. y R. Reichardt, 228-230. Id., 1930c, p. 11-47. 1989, passim. W. Kemp, 1973, p. Id., 1933a, p. 302-320.Id., 249-270. H. Bredekamp, 1975, 1933b, p. 339-371.Id., 1932passim. Id., 1999, passim. J. R. 1939, passim. Id. y A. Breton Tanis y D. Horst (dir.), 1993, (dir.), 1935-1936,passim. D. passim. D. Erben, 1999, p. Hollier (dir.), 1979, p. 245-251. 231-263. Id., 2011, p. 103-111. G. Bataille, 1938b,passim. F. Marmande, 1985, p. 39-126. M. C. Frank, 1999, p. 264-275. G. Janzing, 2003, p. 51-65. M. Diers, Surya, 1992, p. 89-93, 195-233, 1997, passim. G. Didi-Huberman, 266-277, 318-330 y 385- 387. D. Kunz Westerhoff, 2013, 2013, p. 77-114.

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223

MUSEU NACIONAL D’ART DE CATALUNYA

EXPOSICIÓN

PUBLICACIÓN

Generalitat de Catalunya Ministerio de Educación, Cultura y Deportes Ajuntament de Barcelona

Organización

Edición

Museu Nacional d’Art de Catalunya, MNAC Jeu de Paume, JDC

Museu Nacional d’Art de Catalunya

Presidente

Dirección

Georges Didi-Huberman

Miquel Roca i Junyent

Pepe Serra, MNAC Marta Gili, JDC

Textos

Concepto

Vicepresidentes

Mecenas

Santi Vila i Vicente José María Lassalle Ruiz Jaume Collboni i Cuadrado

Obra Social ”la Caixa”

Vocales

Isak Andic Octavi Bono i Gispert Jusèp Maria Boya i Busquet Helena Cambó i Mallol Jordi Carulla i Font Isidre Fainé i Casas Manuel Forcano i Aparicio Salvador Gabarró Serra Miguel González Suela Lluís Juste de Nin Xavier Marcé Carol José Pascual Marco Martínez Jèp de Montoya e Parra Valentí Oviedo Cornejo Miguel Ángel Recio Crespo Eulàlia Serra Budallés Ana Vallès Blasco Pau Villòria i Sistach Secretaria

Anna Bernadàs i Mena Director

Pepe Serra Villalba

Benefactores

Comisariado

Georges Didi-Huberman

Nicole Brenez, Judith Butler, Georges Didi-Huberman, Marie-José Mondzain, Antonio Negri, Francesc Quílez i Corella, Jacques Rancière

Gas Natural Fenosa Santander

Para la selección de las obras en Barcelona

Protectores

Restauración

Endesa, Fira Barcelona, Fundació Abertis, Fundació DAMM, Transports Metropolitans de Barcelona

Elena López y Carme Ramells, MNAC

Corrección y traducción

Registro y coordinación

Susanna Méndez Maria Rosa Llaràs, Víctor Obiols, Xavier Rodrigo y Mercè Ubach

Colaboradores

Agrolimen, Antiga Fàbrica de Medalles Ausió, Confraria del Cava Sant Sadurní, D’Or Joiers, Fundació Agbar, Fundació Catalunya – La Pedrera, Hewlett Packard Espanyola SL, Institut català de les Dones, Institut del Teatre Diputació de Barcelona, Laie, Magma Cultura, Pro Helvetia, Valoriza Facilities Medios de Comunicación

Ara, Barcelona Televisió, Cadena 100, Cadena SER, El 9 Nou, El País, El Periódico de Catalunya, El Punt Avui, La Vanguardia, Rac1 / Rac105, Ràdio Televisió Espanyola de C atalunya, Regió 7, Segre, Televisió de Catalunya / Catalunya Ràdio, Time Out Barcelona

Francesc Quílez i Corella, MNAC

Coordinación editorial y producción

Núria Giralt y Joana Rosa

Susana López y Maria Jesús C abedo, MNAC Judith Czernichow y Marie Bertran, JDC

Diseño gráfico y maquetación Diseño y dirección del montaje

Toño Turtós

Jordi Ortiz Fotomecánica

Diseño gráfico

Jordi Ortiz

Marta Mérida Impresión

Producción Lluís Alabern,museográfica Dani Orit, Mireia Planes y Pilar Vila, MNAC Agradecimiento especial para la exposición en Barcelona

Pilar Aymerich, Francesc Balada i Bosch, Inma Navarro, Jordi Serchs Serra y Rafel Torrella

XXXXXXXX Créditos fotográficos © Museu Nacional d’Art de Catalunya / fotografies Calveras / Mérida / Sagristà Arxiu Nacional de Catalunya Arxiu Fotogràfic de Barcelona © Successió Miró © Fundació Josep Renau Museo Reina Sofia IVAM Fundació Tàpies Fons Català Pic Arxiu fotogràfic de Catalunya © Manel Armengol VEGAP © Pierre Daura © de esta edición: Museu Nacional d’Art de Catalunya Parc de Montjuïc 08038 Barcelona www.museunacional.cat © de los textos, sus autores © de las fotografías, sus autores Todos los derechos reservados Edición: febrero 2017 Depósito legal: B XXXX-2017 ISBN: 978-84-8043 x

El Museu Nacional d’Art de Catalunya, el Jeu de Paume y el comisario de la exposición quieren mostrar su agradecimiento a todas las instituciones públicas y privadas:

Así como a los artistas y coleccionistas sin los que no habría sido posible esta exposición

Agence AP/SIPA Agence VU’ Akademie der Künste, Archiv, Berlín Akademie der Künste, Berlín, Nachlassbibliothek Bertolt Brecht Akademie der Künste, Berlín, Bertolt Brecht Archiv Archival collection of the State Museum Auschwitz-Birkenau, Oswiecim Archivio Riccardo Toffoletti – Comitato Tina Modotti, Udine Arxiu Nacional de Catalunya Arxiu Fotogràfic de Barcelona Bayerische Staatsgemäldesammlungen – Sammlung Moderne Kunst in der Pinakothek der Moderne München. Leihgabe Sammlung Klüser, Múnich Benaki Museum Photographic Archive, Atenas Bibliothèque de documentation internationale contemporaine – BDIC, Nanterre Bibliothèque des Arts décoratifs, París Bibliothèque nationale de France, París CNAP – Centre national des Arts plastiques, París Centre Pompidou, Bibliothèque Kandinsky, París

Galerie Buchholz, Colonia Galerie Chantal Crousel, París Galerie Eric Dupont, París Galerie Marian Goodman, París, Nueva York Galerie Max Hetzler, Berlín, París Galerie NextLevel, París Galerie Françoise Paviot, París Galerie Lily Robert, París Galerie Michel Rein, París Galerie Natalie Seroussi, París Getty Images Haus Der Geschichte der Bundensrepublik Deutschland, Bonn IMEC, Institut Mémoires de l’édition contemporaine – Abbaye d’Ardenne, SaintGermain-la-Blanche-Herbe Instituto Moreira Salles, São Paulo Iskra, París Käthe Kollwitz Museum Köln, Colonia Kunstbibliothek, SMB, Photothek Willy Römer, Berlín Light Cone, París Ludwig Forum für Internationale Kunst, Sammlung Ludwig, Aix-la-Chapelle MACBA – Museu d’Art Contemporani de Barcelona, Barcelona Magnum Photos, París Médiathèque de l’architecture et du

Centro Documental Histórica, Salamancade la Memoria Chancellerie des Universités de Paris – Bibliothèque littéraire Jacques Doucet, París Fondation Cartier pour l’art contemporain, París FRAC Auvergne, C lermont-Ferrand FRAC Nord-Pas de Calais Fundación Federico García Lorca, Madrid Fundación MAPFRE, Madrid Institut d’art contemporain, Rhône-Alpes Collection Karmitz Les Abattoirs, Toulouse Musée départemental d’Art contemporain, Rochechouart Préfecture de Police, París – Département patrimonial du Service de la Mémoire et des Affaires Culturelles (S.M.A.C.) Fondation Gilles Caron Fondation Henri Cartier-Bresson, París Fundació Joan Miró, Barcelona Galerie 1900-2000, París Galerie Art: Concept, París Galerie Bendana Pinel, París

patrimoine,Art París Musashino University Museum & Library Musée Carnavalet – Histoire de Paris, París Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, París Musée des Beaux-Arts et d’Archéologie de Besançon Musée des Beaux-Arts, Orléans Musée national d’art moderne, Centre Pompidou, París Musée national Picasso, París Musée d’Orsay, París Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid Museum Folkwang, Essen Open Gallery, Londres RKD-Netherlands Institute for Art History, La Haye, Archives Theo and Nelly van Doesburg Secretaría de Cultura – INAH, México Succession Marcel Broodthaers Succession Jack Goldstein Succession Eustachy Kossakowski Succession Saburo Murakami / Artcourt Gallery University of Michigan, Joseph A. Labadie Collection, Special Collections Library

Pedro Motta Jean-Luc Moulène Anka Ptaszkowska Estefanía Peñafiel Loaiza Leticia et Stanislas Poniatowski Enrique Ramírez Pedro G. Romero Jesús Ruiz Durand Graciela Sacco Lorna Simpson

Paulo Abreu Dennis Adams Hugo Aveta Ismaïl Bahri Artur Barrio Taysir Batniji Francisca Benitez Bruno Boudjelal Claude Cattelain Chieh-Jen Chen Pascal Convert Isabel et Agustin Coppel Alexis Fabry, Paris David et Marcel Fleiss Gérard Fromanger Anna Gamazo de Abelló Agnès Geoffray Jochen Gerz Eduardo Gil Sylvie et Georges Helft Mat Jacob Tsubasa Kato Maria Kourkouta Annette Messager Ernesto Molina

Y a las personas que han preferido permanecer en el anonimato

De la misma manera, a todos los que han contribuido con su aportación al desarrollo de la exposición y la publicación que la acompaña, muy especialmente a: Catherine Amé, Louis Bachelot, Ana Belèn Lezana, Sylvain Besson, Dominique Blain, Anne Blondel, Bruno Bonnenfant, Daniel Boos, Paula Bossa, Emeline Bourdin, Chloé Braunstein Kriegel, Marianne Caron-Montely, Doriana Capenti, Nathalie Chemouny, Alain Chevalier, Nathalie Cissé, Christelle Courregelongue, Ghislaine Courtet, Philippe Crousaz, Laetitia Dalet, Violaine Daniels, Bénédicte De Donker, Laure Defiolles, Rebecca Donelson, Christiane Dole, Raphaëlle Drouhin, Marie-France Dumoulin, Sophie Duruflé, Lydie Échasseriaud, Sébastien Faucon, Victoria Fernández-Layos Moro, Valérie Fours, Jean-Marie Gallais, Hélène Gasnault, Claire Giraudeau, Friederike Gratz, Valérie Guillaume, Geneviève Guilleminot, Laure Haberschill, Heinz Hanisch, Nadine Henn, C arole Hubert, Jennifer Hsu, Ralph Jentsch, Alice Joubert, Michiko Kiyosawa, Simone Kober, Chantal Lachkar, Virginie Lanoue, Emmanuel Lefrant, Joëlle Lemoine, Antonio Manuel, Olga Makhroff, Claire Martin, Gabrielle Maubrie, Michel Marcuzzi, Nathalie Mayevski, Isabelle Mesnil, Stefanie Mnich, Brigitte Moral-Planté, Patricia Morvan, Julia Mossé, Rabih Mroué, Annja Müller-Alsbach, Sophie Nawrocki, Marie Okamura, Chiara Pagliettini, Agnès Petithuguenin, Mathilde Polidori, Aude Raimbault, Jeanne Rivoire, Annemarie Reichen, Perrine Renaud, Mélina Reynaud, Nicolas Romand, Alix Rozès, María Sanz, Anett Schubotz, Frieda Schumann, Christina Sodermanns, Patricia Sorroche, Miriam Stauder, Sally Stein, Anne Steiner, Ina Steiner, Annabelle Tenèze, Corinna Thierolf, Yoann Thommerel, Aliki Tsirgialou, Anne Verdure-Mary, Johanna Wistrom.

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