1976 Problemas de Filosofia Politica (D. D. Raphael) PDF
October 15, 2022 | Author: Anonymous | Category: N/A
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D. D. Raphael
Problemas de filosofía política Versión española de M.a Dolores González Soler
Alianza Editorial
Título original: Problems o f Pol Politic iticai ai Philosophy (Revised edition) The Macmillan Press. Esta obra ha sido publicada en el Reino Unido por
© D. D. Raphael, 1970, 1976 © Ed. casi. Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1983 Calle Milán, 38; V 200 00 45 I.S.B.N.: 84-206-8067-2 Depósito legal: M. 29.258-1983 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Hijos de E. Minuesa, S. L. Ronda de Toledo, 24 - Madrid-5 Printed in Spain
Indice
N O T A P R E L I M I N A R ............................................................................. 1.
¿QUE ES LA FILOSO FIA PO LITICA? .............................
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1. Teoría Teo ría científica científica y teoría filosófica, filosófica, 11.— 2. Valoración Valoració n crícrítica de las creencias, creencias, 14.— 3. Clasificación Clasificación de conceptos, conceptos, 21. 2 1. 4. Filosofía Filosofí a e ideología, 27.— 5. Metodología de las ci cienc encias ias sociales, 30. 2.
LA PO LITICA Y EL E S T A D O ................................................ 1. El ámbito de la política, 37.— 2. Asociaciones y comunidades, 43.— 3. Pautas de regul regulaci ación, ón, 45.— 4. Estado y Nación,, 49.— 5. Rasgos distintivos del ción del Estado, 52.
37
3.
SOBERA NIA, PODER Y A U T O R I D A D ...............................
65
1. Soberanía Soberanía del del Estado, Estad o, 65.— 2. La teoría teoría del poder, 66.— 3. Objeciones a la la teoría del poder, 70.— 4. Poder y autoridad, 77.— 5. Autoridad soberana, 86. 4.
LOS FUNDAMENTOS FUNDAMENTOS DE LA OBLIGA CION PO LITICA ...............................................................................................
89
1. Obligación moral y obligación prudencial, 89.— 2. Fundamentos morales de la la obligac obligación ión política, política, 93.— 3. La L a teo7
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Indice ndi ce
ría del contrato social, 96 96.— .— 4. La teoría del consentimiento, 105.— 5. La teoría teoría de la la voluntad gene general, ral, 108.— 6. La teoría de la justicia, 113.—7. La teoría del interés general o bien común, 118.— 8. Obli Obligación gación y autoridad, 120.— 9. Al alcance de la obligación política, 123. 5.
LIBERTAD Y A U T O R I D A D .................................................
127
1. L Laa idea de libertad, 127.— 2. La L a libertad y la ley, ley, 135. 3. Los límites de la autoridad del Estado, 144. 6.
L A D EM O C R A CI CIA A .............. ..................... .............. ............. ............. ............. ............. .............. .............. .......
155
1. Ideales democráticos, 155.—2. Gobierno democrático, 160.— 3. La democracia democracia en en la sociedad inter internacion nacional, al, 169. 7.
LA J U S T I C I A ........ ........... ...... ....... ....... ...... ....... ....... ...... ....... ....... ...... ....... ........ ........ ........ ....... ...... ....... ....... ...... ...... ... 1. Un concep concepto to complejo, complejo, 179.— 2. Eq Equid uidad ad e iimparcial mparcialiidad, 186 186.— .— 3. El dere derecho cho a la igualdad, igualdad, 198.— 198.— 4. Equidad Equid ad y utilidad, 209.
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NO T A P R E L I M I NAR
Este libro pretende introducir a los estudiantes en los problemas (no la historia) de la filosofía política sin presuponer ningún conoci miento previo de filosofía. En una introducción relativamente corta es inevitable que muchas cosas se digan a medias y otras no se digan en absoluto. El primer capítulo es visión personal del tema y no un programa de lo que viene después. En lo que sigue hay una selección y unos límites inevitables, que quizás se hagan más evidentes en lo relativo a la discusión sobre la democracia, tema al que sería necesario dedicar un libro en su totalidad. Los capítulos I-IV fueron escritos en el segundo de los cursos en los que estuve como profesor visitante en el colegio All Souls de Oxford y deseo expresar mi gratitud a su director y profesores por la oportunidad que me dieron para dedicarme de lleno al trabajo de la enseñanza, en un ambiente tranquilo y hermoso. La diferencia de trabajar en estas circunstancias puede observarse a través de esta comparación: los capítulos I-IV los completé en el colegio All Souls en el transcurso de seis semanas; la redacción de los
capítulos V-VII, bajo la presión de mis responsabilidades administra tivas y escolares usuales en Glasgow, sobrepasó las diez semanas. Quiero expresar también mi agradecimiento al Sr. Michael Lessnoff, quien leyó el libro mecanografiado y sugirió valiosas críticas; al Sr. J. L. Rees, quien me sugirió algunos comentarios sobre el primer 9
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Pr oblem as de filo so fía p olítica
capítulo, y a la Sita. Anne J. Hutton, quien mecanografió el trabajo y releyó las pruebas con su acostumbrada eficacia. Las secciones 1 y 3 del capítulo VI, conjuntamente con una parte de la sección 3 del capítulo III, son una versión revisada de un artículo titulado «Igualdad, democracia y derecho internacional», que ha sido pu publica blicado do een n NO NOMO MO S I X (Igualdad). La edición revisada tiene en cuenta los cambios políticos y legales ocurridos entre 1970 y 1975, que afectan a determinadas partes de los capítulos II, VI y VII. También pone al día diversos aspectos informativos, corrige las erratas y otros pequeños errores, y aclara ciertas afirmaciones que pudiesen parecer ambiguas. D. D. R. Londres, 1975.
Capítulo 1 ¿QUE ES LA FILOSOFIA POLITICA?
1. Teor Teoría ía científica y teoría filosó filosófica fica A menudo los términos «teoría política» y «filosofía política» se utilÍ2an alternativamente y, sin embargo, existe una reconocida diferencia entre el trabajo teórico de los científicos de la política y el de los filósofos políticos. Del mismo modo, existe cierta diferencia entre la teoría sociológica, investigada por los teóricos de la sociología, y la filosofía social. Al examinar la diferencia entre estas dos formas de la teoría, será útil considerar conjuntamente lo social y lo político. Existe por supuesto una diferencia entre lo social y lo político, pero mi propósito inicial es distinguir la especulación filosófica sobre la sociedad y el Estado de aquella otra especulación que llevan a cabo algunos científicos políticos y sociólogos. La definición de «política», o de lo que puede describirse como
«político», es objeto de controversia y se considerará en la sección 1 del capítulo II. Por el momento es más importante destacar que la idea de estudios «sociales» puede utilizarse en un sentido amplio o en un sentido restringido. En sentido amplio, la investigación social incluye el estudio de la política, abarcando todo aquello relacionado con las actividades de los hombres en la sociedad; gran parte de la teoría sociológica presenta esta característica. En un sentido restringido, la investigación social o sociológica se circunscribe a aquellas 11
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Problemas de filosofía política
áreas de actividad social que no constituyen el objeto principal de otras ciencias sociales, más claramente delimitadas, como la ciencia política o la economía; en esta categoría entra la investigación sociológica sobre la familia, o sobre la religión en tanto institución social, o sobre las instituciones educacionales. Normalmente, al hablar de teoría social o sociológica, o incluso al hablar de filosofía social, utilizamos el término «social» en el sentido amplio y no en el restringido. La filosofía social tiene un alcance más extenso que la filosofía política y puede decirse que la incluye, del mismo modo que la teoría social o sociológica posee un alcance más vasto que la teoría de la ciencia política. Lalos teoría social de y política, desde el punto de loscientífico sociólogos y científicos la política, es una teoría de en vista el sentido del término, y su objetivo es la explicación. Las ciencias sociales, como las ciencias naturales (las ciencias físicas y biológicas, por ejemplo), no sólo registran hechos individuales, sino que tratan de explicarlos como casos de leyes generales, y el intento de conseguir tales leyes generales explicativas constituye el aspecto teórico de la ciencia. Hasta ahora la sociología y la ciencia política no han conseguido los mismos resultados que la economía en este intento; pero muchas hipótesis interesantes han sido propuestas como candidatas al status de leyes explicativas, y estas hipótesis pueden analizarse del mismo modo que las de la ciencia natural. Algunos trabajos recientes de este estilo han presentado sofisticados «modelos» de conducta de grupo, pero, para el propósito de una ilustración elemental, será suficiente mencionar algunas generalizaciones menos novedosas aunque mejor conocidas. Un ejemplo es la teoría de Karl Marx de que el paso de una forma de sociedad a otra es
siempre resultado de la lucha de clases, debida a su vez a los cambios en las «fuerzas de producción», como, por ejemplo, los cambios en el material, herramientas o tipo de trabajo utilizados para producir bienes. Otro ejemplo es la «ley de hierro de la oligarquía» de Robert Michels, la tesis de que cualquier organización, incluyendo aquellas que comienzan de una forma democrática, acaba sometida al control de un pequeño grupo. Un tercer ejemplo, extraído esta vez de la sociología del derecho, es la generalización de Sir Henry Maine, según la cual a medida que progresan las sociedades sus sistemas legales pasan de la idea de status a la de contrato. Una hipótesis aún más limitada,
1. ¿Qu é es la filosofía política?
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tomada esta vez del área de la ciencia política, es la sugerencia de que un sistema político multipartidista conduce a un gobierno inestable. Tal vez ninguna de estas hipótesis sea una ley explicativa genuina; pero éste es el objetivo que persiguen: ser generalizaciones basadas en hechos empíricos que sirvan para explicar más hechos de este tipo. Las generalizaciones se construyen y contrastan del mismo modo que las hipótesis en las ciencias naturales. Se basan en la evidencia de casos reales, y pueden refutarse apuntando otros casos que no concuerdan con éstos. La filosofía social y política es diferente. Ahora bien, ¿de qué modo? Se dice a menudo que la filosofía social y política, tal y como la practicaban en el pasado los filósofos tradicionales, difiere del tipo científico de teoría en que es «normativa» en vez de «positiva». Lo que quiere decirse con esto es que la teoría científica se refiere a hechos positivos, a lo que ocurre en la realidad, mientras que la forma filosófica de la «teoría» es en realidad una doctrina, o una «ideología», que establece «normas» o reglas ideales para la sociedad y su gobierno, diciéndonos cómo deberían ser las cosas, o qué deberíamos hacer. Un ejemplo de primer orden lo constituye la República de Platón, que describe una utopía o sociedad ideal. A mi juicio, esta perspectiva de la filosofía política tradicional es cuestionable. Es verdad que algunos filósofos políticos clásicos han proyectado formas ideales de sociedad, pero en mi opinión esto no ha constituido su principal preocupación. Incluso en Platón, la descripción de una sociedad ideal tiene como propósito criticar la sociedad existente y promover la comprensión de conceptos sociales generales, como la justicia. La filosofía política y social puede considerarse normativa, aunque no de un
modo tan evidente. No obstante, en primer lugar hemos de describir en qué consiste. La filosofía social y política es, desde luego, una rama de la filosofía; representa una aplicación del modo de pensar filosófico a ideas acerca de la sociedad y el Estado. La filosofía ha adoptado muchas formas, pero estimo de utilidad interpretar la tradición principal de la filosofía occidental como si tuviera dos objetivos interrelacionados: (a) la aclaración de conceptos con el propósito de (b) hacer una valoración crítica de creencias. Al explicar estos dos objetivos de la filosofía tradicional me referiré en primer lugar a (b), ya que ése ha sido, en mi opinión, el obje-
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Problemas de filosofía política
tivo principal, independientemente de que, de hecho, pueda conseguirse o no. En la filosofía tradicional, el objetivo (a), la aclaración de conceptos, ha sido subsidiario y se ha perseguido únicamente como auxilio necesario para el objetivo básico de valorar creencias. Pero en la filosofía actual, el objetivo (a) es primario, y a menudo constituye un fin en sí mismo.
2. Valoración crítica de de las la s creencias Según esta interpretación de la filosofía tradicional, su objetivo fundamental ha sido la valoración crítica de las creencias, el intento de ofrecer bases racionales para aceptar o rechazar ciertas creencias que normalmente damos por sentadas sin considerar ninguna razón que las justifique. La filosofía difiere de la ciencia en que la segunda busca la explicación mientras que la primera busca la justificación. Sin embargo, la palabra «justificación» puede inducir a error si la interpretamos en el sentido de que se refiere únicamente a una justificación positiva. De aquí cabría suponer que la filosofía tradicional ha de ser conservadora, intentando defender siempre las viejas ideas frente a las nuevas, que alterarían el orden existente. Esto, desde luego, no es verdad. La filosofía escéptica ha sido como mínimo tan frecuente como la conservadora. Empleo la palabra «justificación» en el sentido de ofrecer bases racionales o justificadoras para aceptar o rechazar una creencia.
Este procedimiento ocupa también un lugar importante en la ciencia, como en cualquier otra actividad que pretenda ser racional. Cuando un científico aduce un argumento evidente y lógico a favor o en contra de una hipótesis, está ofreciendo bases racionales para aceptar la hipótesis como verdadera o rechazarla como falsa. Su trabajo difiere del del filósofo en el carácter de la hipótesis en sí, que normalmente adopta la forma de una explicación causal. El científico busca causas; y en esa búsqueda, dado que su empresa es racional, a diferencia de la suposición irracional de causas que se da en la superstición, también trata de hallar razones justificadoras. Al filósofo no le interesa especialmente la explicación causal (excepto cuando estudia el modo de proceder de la propia ciencia con el fin de comprender sus características), y, al contrario de los versados en una ciencia con-
1. ¿ Q u é e s la f il o s o fía p o lític a?
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creta, no está especialmente cualificado para ofrecer explicaciones cau sales. El filósofo está preparado para buscar las bases racionales que corroboran o desmienten no solamente las creencias sobre las causas, sino cualquier tipo de creencia. No quiere esto decir que los filósofos dirijan su atención hacia todas y cada una de las creencias en todo momento. Los problemas filosóficos acerca de determinados tipos de creencia derivan de cir cunstancias históricas. La necesidad de buscar bases racionales se pro duce normalmente cuando ocurre algo que nos hace dudar de la validez de una creencia que previamente se daba por supuesta, y este algo ha solido ser la aparición de una nueva creencia incompatible con la an terior. Por ejemplo, el surgimiento de la ciencia moderna alteró la validez de ciertas creencias religiosas tradicionales. La teoría de Copérnico sobre el sistema solar era incompatible con la idea, aparentemente confirmada por la observación de sentido común y por la cosmología del Génesis, de que la Tierra está fija y el Sol y la Luna giran a su alrededor. Asimismo, la teoría darwiniana de la evolución a través de la selección natural no concordaba con la explicación bíblica de la creación. Las nuevas teorías científicas se basaban en métodos racionales que exigían el respeto de aquellos que las comprendían. Como las nuevas teorías no concordaban con las creencias tradicionales, las exigencias que planteaba la coherencia hacían necesaria una de estas tres posi bilidades:
1. La Lass creencias tradicionales se podían califica calificarr de mito basado en la imaginación o en la evidencia limitada, y por tanto po dían descartarse. 2. La Lass nuevas creencias podían rechazar rechazarse, se, sobre la base de que los elementos de juicio en que se fundaban eran menos fiables que los de la Revelación. 3. Uno de los dos conjuntos de creencias podía modifica modificarse rse hasta lograr que ambos fueran compatibles. La segunda alternativa fue la que apoyaron los reaccionarios. Pero no duró mucho, ya que las afirmaciones de las nuevas creencias eran racionalmente convincentes. En consecuencia, las posibilidades primera y tercera acabaron imponiéndose.
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Problemas de filosofía política
Es aquí donde la filosofía del conocimiento (comúnmente llamada epistemología y metafísica) metafísica) ha desempeñado desempeñado su papel. En E n primer lugar, los filósofos han intentado sacar a la luz las implicaciones subyacentes en los dos conjuntos de creencias para mostrar donde reside la incompatibilidad. En segundo lugar, han recomendado determinados medios para resolver esta incompatibilidad, y éstos han adoptado, bien la forma del método 1, bien la forma del método 3. El método 1 lleva a la filosofía iconoclasta icono clasta o escéptica — es decir, escéptica en relación relación ccon on las creencias tradicionales o de sentido común, dado que a pesar de que esta clase de escepticismo puede conducir a un escepticismo más general, el escepticismo total ha sido de hecho algo poco frecuente y una especie de jeu d'es d'esprit. prit. Otros filósofos han aceptado el método 3 y se han visto conducidos a sugerir nuevos modos de considerar los datos, nuevos esquemas conceptuales, esto es, nuevos marcos de ideas en los que encajar todos los hechos relevantes de tal modo que se consiga la compatibilidad; consecuencia de ello ha sido una versión modificada ya de las viejas creencias, ya de las nuevas, o de ambas. Un proceso paralelo tiene lugar en la filosofía de la práctica (la filosofía moral, social y política). Dicho proceso no se refiere a las creeencias acerca de lo que es verdad, sino a las creencias o principios acerca de lo que es jus justo to o bueno para el hombre y la sociedad. Los principios tradicionales acerca de lo justo y de lo injusto, de lo bueno
y lo malo, vienen a ser cuestionados a la luz del conocimiento nuevo, como, por ejemplo, el conocimiento de que las normas varían según las sociedades, o los nuevos descubrimientos científicos acerca de las causas y efectos de determinados modos de conducta. Así, cuando los sofistas griegos viajaron a otras tierras y observaron diferentes costumbres y reglas morales en diferentes sociedades, se vieron abocados a cuestionar el carácter natural o absoluto de los principios morales; en consecuencia, se preguntaron qué reglas, en caso de que hubiese alguna, eran realmente justas, o si en realidad daba igual elegir unas u otras. Análogamente, los avances en la psicología han demostrado que determinados tipos de conducta socialmente dañina, observados en ciertas personas, se hallan determinados por anormalidades patológicas y han de considerarse como una enfermedad y no como un delito. Esto nos lleva a preguntarnos hasta qué extremos es lícito llevar la reinterpretación de una conducta así, y si resulta necesario revisar nuestras ideas acerca del crimen y la responsabilidad, y de un
1. ¿Q ¿Qué ué es la filosofía política?
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modo más general, acerca de lo que constituye una conducta moral o inmoral. Cuando se plantea este interrogante, el filósofo trata de considerar hasta qué punto, y sobre qué bases, pueden justificarse racionalmente tanto las ideas tradicionales como las más novedosas. Como en la filosofía del conocimiento, trata de extraer las implicaciones subyacentes en las ideas antiguas y en las nuevas, para situar los puntos exactos en donde se localiza la contradicción, y resolverla, bien rechazando las viejas creencias, o proponiendo un esquema conceptual revisado que incorpore todos los datos pero modificando uno o ambos conjuntos conflictivos de ideas. Esta ha sido, desde mi punto de vista, la tarea primordial de la filosofía tradicional, ya sea en el campo del conocimiento o en el de la acción. Desde luego, una vez que se plantea un problema y se afronta su solución a través de la proposición de un nuevo esquema conceptual o «sistema filosófico», otros pensadores se ven obligados a dirigir su atención hacia ese sistema. La filosofía pervive a través de una crítica constante; tiene su origen en las dudas y críticas a las ¡deas existentes, y permanece viva y saludable sólo si ejerce además la autocrítica. Por tanto, la creación de un nuevo esquema filosófico, como respuesta a un problema que se plantea en un primer momento fuera
de unsobre círculo discusión sobrelaelfilosofía, esquematiende mismoa alproducir igual que el de problema quefilosófica lo produjo. Del mismo modo que ocurre con la ciencia, una indagación originada en necesidades externas tendrá después continuación sobre la base de sus propios méritos. El esquema filosófico de un pensador será revisado por otros o sustituido por un esquema diferente que evite los defectos del primero. A veces, durante el desarrollo de la discusión filosófica, se olvida el problema original, o bien, cuando las dudas y dificultades de la vida real que lo produjeron han sido resueltas, se le sigue considerando como un problema intelectual. Es entonces cuando indagación se convierte para el hombre de la calle en unalainútil pérdidafilosófica de tiempo en asuntos carentes de importancia; es decir, la indagación ha degenerado en un ejercicio intelectual que interesa únicamente a un pequeño círculo de iniciados. Pero con el tiempo puede suceder que surja algún problema nuevo que, como el original, contradice creencias muy arraigadas que compartimos y utilizamos en nuestra vida diaria; es entonces cuando aparece una nueva corriente filosófica.
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Problemas de filosofía política
Mi exposición acerca del objeto primario de la filosofía tradicional es una interpretación personal, pero creo que muchos filósofos estarán de acuerdo en que es una descripción adecuada de una importante función que la filosofía desempeñó en el pasado. Actualmente se recela de este objetivo de la filosofía tradicional por la siguiente razón: si una creencia ha de justificarse racionalmente, ha de satisfacer para ello dos criterios. El primero es la coherencia, y el medio de prueba es la lógica, instrumento esencial para todo filósofo. Pero la coherencia, por sí misma, no es suficiente para hacer racionalmente aceptable una creencia o un conjunto de creencias. Supongamos que tenemos dos o más conjuntos de creencias, cada uno de los cuales tiene coherencia interna pero que son incongruentes entre sí en determinados aspectos, como en el caso de sistemas geométricos alternativos. ¿Cómo sabremos qué conjunto debe ser aceptado? Necesitamos, por tanto, un segundo criterio. En el caso de creencias sobre problemas fácticos, necesitamos saber cuál de las alternativas internamente coherentes es verdadera, esto es, cuál es aplicable a los hechos que se producen en el mundo o concuerda con ellos. Aunque los filósofos están bien cualificados para detectar la coherencia, no lo
están para decirclaro, cuáles los hechos relevantes. Su especialidad es el pensamiento noson la investigación fáctica; la investigación ordenada de los hechos es tarea de la ciencia. Por ello, muchos filósofos mantienen hoy en día que corresponde a la ciencia decidir si una creencia es verdadera o falsa; y si una determinada creencia resulta, por ahora o en principio, inasequible a la investigación científica, entonces no debemos preguntarnos si es verdadera o falsa. En cualquiera de los dos casos, la filosofía del conocimiento no puede determinar si una creencia supera la segunda prueba, de concordancia con los hechos. La dificultad es aún mayor en lo que respecta al objeto de la filosofía de la práctica (la filosofía moral, social y política). El filósofo puede utilizar de nuevo el primer criterio, el de la coherencia. Pero en este caso no está claro cómo ha de reemplazarse el segundo criterio, el de la concordancia con los hechos. No se trata de determinar qué es verdadero o falso, sino de establecer qué es correcto o incorrecto, bueno o malo. Los valores no son hechos en el sentido común de la palabra; y si existe una perspectiva desde la cual los valores pueden ser tratados como hechos, no existe un procedimiento reconocido para decidir cuál entre el conjunto de valores en conflicto ha de ser consi-
1. ¿Qué ¿Qu é es la filosofía política?
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derado objetivo o fáctico. No existe ciencia que responda a esto, y resulta difícil decir qué otro tipo de investigación podría hacerlo. Si, por ejemplo, diferentes personas tienen ideas distintas e incompatibles acerca de cuál sería el orden más justo para una sociedad, ¿cómo podemos decidir cuál es la idea correcta? Si determinados países adoptan principios democráticos y otros adoptan principios comunistas, incompatibles en muchos aspectos con los primeros, ¿cómo hemos de argumentar racionalmente en favor de unos y en contra de otros? Desde mi punto de vista, creo que sí existe alguna solución para este problema o, al menos, que sí existen métodos de investigación valiosos. Dado que la dificultad se hace especialmente aguda en relación con la filosofía de la práctica, y dado que mi meta principal en este libro es la filosofía política, me limitaré a esto último al exponer mi réplica a la crítica del objetivo tradicional. En mi opinión, la crítica subestima lo que puede hacerse negativamente para refutar un conjunto de principios; es decir, la valoración crítica no ha de tomar la forma de justificar directamente una creencia, sino la de apoyarla indirectamente á través de la eliminación de alternativas.
En el primer caso, la crítica subestima el grado en que el criterio de puede serlaconcluyente como prueba do, coherencia es posible descubrir falta de coherencia de unnegativa. conjunto Ademenuideas políticas, demostrando que, al menos tal y como están concebidas en ese momento, deberían rechazarse por irracionales. Tomemos como ejemplo el conflicto entre los principios democráticos y los principios nazis. En los años treinta algunos filósofos afirmaron que no había modo alguno de argumentar racionalmente en contra de las ideas nazis; era necesario elegir de acuerdo con los propios sentimientos y costumbres. Pero esto no puede aplicarse a todas las creencias nazis. Los nazis mantenían, por ejemplo, que un grupo de seres humanos, la «razaesaria», era de superior a otros gruposque humanos, lasinmune «razas no Esta la clase creencia ideológica se supone a laarias». refutación racional. Pero la doctrina nazi llegó al extremo de calificar a los «no arios» de «subhumanos» para justificar la opinión de que eran inferiores. Al sugerir que eran inferiores debido a que eran menos humanos, quedaba implícito que todos los seres humanos estaban en un nivel de valor superior, y esto naturalmente no concordaba con la afirmación de que un grupo de seres humanos tenía un valor mayor que otros seres humanos. La implicación subyacente en la utiliza-
Problemas de filosofía política 20
ción que los nazis hadan del término «subhumano» muestra que en el fondo compartían el punto de vista de los demócratas: que no es correcto situar a diferentes grupos de seres humanos en diferentes niveles de valor. No debe suponerse que la utilización de este criterio favorece siempre las creencias democráticasrTambién en el ámbito de las ideas democráticas pueden encontrarse incoherencias. Algunos piensan, por ejemplo, que la búsqueda de la libertad y la búsqueda de la igualdad, cada una de las cuales constituye un principio del pensamiento democrático, son incompatibles. Si estos dos fines son, de hecho, incompatibles, las exigencias de la razón hacen necesario que abandonemos o modifiquemos, al menos, uno de los dos. En segundo lugar, la crítica a la filosofía política tradicional menosprecia el papel que los hechos desempeñan en apoyo de los juicios de valor. A pesar de que los juicios de valor no pueden contrastarse directamente mediante el criterio de la concordancia con los hechos,
sí son susceptibles de una prueba indirecta de este tipo, dado que a menudo presuponen creencias sobre hechos que pueden ser sometidas a la prueba de concordancia. Es verdad que los filósofos no se hallan en una posición especial para descubrir los hechos, pero pueden utilizar los que los científicos han establecido, o que han sido confirmados mediante la observación, para demostrar que un principio político depende de presupuestos fácticos falsos. Tomaré de nuevo como ejemplo la doctrina nazi acerca de la superioridad de la «raza aria». Esta presupone que existe una cosa llamada raza aria en el sentido biológico del término, y podemos utilizar los datos que nos proporcionan la etnología y la filología para demostrar que este presupuesto fáctico es falso, y que la única distinción seria entre «ario» y «no ario» se refiere al lenguaje. Si no existe nada semejante a una raza aria, cualquier juicio sobre dicha raza, ya sea de hecho o de valor, carece de aplicación posible. Es obvio que este tipo de argumento no prueba que diferentes grupos humanos tengan el mismo valor, pero hace desaparecer uno de los soportes de la doctrina nazi, favoreciendo, por tanto, su descrédito. Análogamente, podemos refutar una doctrina política demostrando que se basa en presupuestos fácticos que la experiencia cotidiana de cualquier persona puede desmentir, sin necesidad de recurrir a la experiencia de los científicos o de los filósofos. Algunas impor-
1. ¿Qu é es la filosofía filosofía política?
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tantes doctrinas políticas presuponen que la única motivación de los seres humanos es el interés egoísta, pero si comparamos la autoridad política con la autoridad existente en cualquier otra forma de organización social, como la familia, la iglesia o el colegio, puede verse fácilmente que tal suposición es errónea y que ha sido aceptada debido únicamente a que la atención se ha limitado a determinadas formas de conducta y de autoridad. No es defecto de la filosofía el que el progreso de la valoración crítica dependa de refutar creencias, y no de establecerlas. La ciencia también progresa refutando hipótesis falsas, más que probando directamente aquellas consideradas válidas. No obstante, no estoy tratando de sugerir que todos los problemas de la valoración crítica en filosofía política puedan resolverse de este modo. A menudo, el conflicto entre dos conjuntos diferentes de principios políticos, por ejemplo, entre los principios de la democracia liberal y los del comunismo, o entre los
principios de los partidos Conservador y Laborista en Inglaterra, depende de contrapesar dos o más ideales y del valor comparativo que se atribuye a cada uno; el problema puede estribar en cómo valoremos la libertad por comparación con la fraternidad o la igualdad. Al examinar las aseveraciones contrapuestas que se producen en un conflicto de este tipo, los métodos filosóficos consistentes en mostrar la incongruencia o la falsedad de los presupuestos fácticos dejan sin resolver el problema fundamental: la falta de acuerdo sobre los valores comparados. No obstante, tales métodos pueden resultar eficaces para determinados problemas de la filosofía política. En cualquier caso, el concepto de valoración crítica, suponiendo que sea viable, queda aclarado. Me referiré ahora a la segunda función de la filosofía.
3. Clasificació Clasificación n de conceptos De acuerdo con la interpretación que he ofrecido de la filosofía tradicional, la aclaración de conceptos ha sido tradicionalmente considerada como una función subsidiaria que sirve al objeto primario de valorar creencias. Para demostrar si una creencia es defendible o si, por el contrario, padece alguna incoherencia, ya sea internamente o en relación con otras creencias aceptadas, es necesario comprender en
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Problemas de filosofía política
qué consiste exactamente la creencia y qué implica. Necesitamos saber exactamente qué quieren decir los términos utilizados en ella. En con secuencia, una buena parte de la filosofía se preocupa del significado de ideas o conceptos generales. Aquellos filósofos de hoy en día que consideran que la valoración crítica de las creencias es una meta erró nea o irrazonable para la filosofía, mantienen también que la aclara ción de conceptos es la única tarea que la filosofía puede desempeñar con éxito. Así pues, para ellos no se trata de una función secundaria, sino del objetivo principal de la filosofía. Pero sea o no la única tarea que la filosofía pueda cumplir eficazmente, el hecho es que buena parte de la investigación filosófica y la mayor parte de lo que se dirá en este libro se ocupa de ella. Un concepto es una noción o una idea general que se refiere a un
determinado número de cosas. A menudo, sirve de ayuda considerar los conceptos como usos de vocablos generales. En cualquier caso, los conceptos sólo pueden ser examinados teniendo en cuenta las acepcio nes de las palabras. Cuando hablo de «vocablos generales» quiero decir términos que aluden a un determinado número de cosas, al con trario que los nombres, que identifican cosas individuales. A veces los nombres no sirven para identificar. Una vez le pregunté a una estu diante americana, en un curso de filosofía, cómo se llamaba, y creí que se burlaba de mí cuando respondió «Sócrates»; de hecho era de origen griego y se llamaba Persephone Sócrates. Pero sea como fuere, en ese grupo, el nombre «Persephone Sócrates» se refería a una sola persona, mientras que el vocablo general «alumno» era aplicable a ella y a todos sus compañeros. No resulta difícil comprender lo que significa -«alumno» o la mayor parte de los vocablos generales. Los problemas filosóficos se refieren normalmente a conceptos muy gene rales, como persona, entendimiento, materia, espacio, tiempo, etc. Muchas de las ideas empleadas en el pensamiento político y social — sociedad, autoridad, clase social, justicia, justicia, libertad, democracia— democracia— no son únicamente generales en exceso, sino también imprecisas. Al intentar aclarar las ideas generales, la filosofía busca tres obje tivos conexos: el análisis, la síntesis y el perfeccionamiento de con ceptos. Por análisis de conceptos entiendo la especificación de sus elementos, a menudo a través de su definición; por ejemplo, podemos analizar o definir la soberanía como la suprema autoridad legal, espe cificando los tres elementos esenciales que integran el concepto. Por
1. ¿Q ué es la filosofía política?
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síntesis de conceptos entiendo las conexiones lógicas que presenta un concepto con otro u otros; por ejemplo, podemos mostrar una conexión lógica entre el concepto de derecho individual y el de obligación señalando que siempre que A tiene un derecho frente a B, ello implica que B tiene una obligación. Por perfeccionamiento de un concepto entiendo aconsejar una determinada acepción o definición que incorpore claridad y coherencia; por ejemplo, podemos recomendar (y en este caso lo considero adecuado) que el concepto de soberanía se utilice únicamente referido a la autoridad legal de un Estado, y no a su poder coercitivo. Las tres tareas de análisis, síntesis y perfeccionamiento son paralelas. A menudo, si no siempre, para analizar o definir un concepto,
hemos de tener en cuenta las conexiones, las relaciones lógicas. Consideremos un sencillo ejemplo a modo de ilustración. Si definimos al «hombre» como animal racional, no sólo estamos distinguiendo dos elementos del concepto, ser racional y ser animal, sino que estamos además clasificando una especie dentro de un género y diferenciándola de otras especies. En consecuencia podemos hacer la siguiente deducción: si hay algo que sea un hombre, ello ha de ser un animal. Estamos al comienzo de un pequeño esquema de síntesis o sistema lógico, que puede describirse como la inclusión de una clase de cosas, los hombres, en una clase más amplia, los animales, o como la bifurcación de la idea general, animal, en dos divisiones, racional y no racional; la primera división comprende a los hombres y la segunda a todos los demás animales. Estamos también perfeccionando, o al menos depurando, el concepto de hombre por comparación con su acepción o uso en la vida diaria, ya que cuando utilizamos el vocablo «hombre» en un contexto ordinario, no estamos pensando concretamente en la idea de animal racional, o en una clase de animales que excluye a los elefantes, los casuarios y los equinodermos. Muchos filósofos modernos rechazarán el perfeccionamiento de conceptos como objetivo adecuado para la filosofía, del mismo modo que rechazan la valoración crítica de creencias, y por la misma razón, a saber, porque consideran que no incumbe a la filosofía decidir lo que es mejor o peor, o decir que el cambio en el uso de una idea supondría un adelanto. Esto se debe, a mi entender, a que estos filósofos están más interesados en la filosofía del conocimiento que en la filosofía de la práctica. Los conceptos estudiados en la primera tienden
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Problemas de filosofía política
a variar lentamente, y quizás en algunos casos ni siquiera varían, y tales cambios, tal y como se producen, son normalmente el resultado del avance científico. Es, por tanto, bastante razonable, a primera vista, afirmar que un filósofo no está especialmente cualificado para recomendar el perfeccionamiento de un concepto; su tarea consiste en elucidar los sentidos en los que normalmente se utiliza o el significado de un cambio producido como resultado del avance científico. (Digo que es razonable a primera vista porque creo que, de hecho, esta visión de la función del filósofo debería cualificarse incluso con respecto a la filosofía del conocimiento.) Esta tesis, sin embargo, es menos plausible en relación con deter-
minados conceptos analizados en la filosofía de la práctica, y especialmente en relación con la filosofía social y política. En muchas sociedades tribales y campesinas del pasado, tanto las instituciones sociales como las ideas concomitantes permanecían estables durante largos períodos de tiempo. Pero las sociedades que engendran una reflexión filosófica sobre su propia estructura y sobre las ideas concomitantes son conduce sociedades sujetas a transformaciones claramente perceptibles, y ello indefectiblemente a cambios en el significado de algunas de esas ideas. Por ejemplo, las ideas de «justicia», «mérito» o «valor» no tienen el mismo significado en la literatura ateniense del siglo v que en los poemas homéricos, los cuales hacen referencia a una forma de sociedad más antigua, de carácter aristocrático. Por otro lado, aunque la sociedad ateniense era en ciertos aspectos más democrática que las democracias modernas, el concepto ateniense de justicia no incluía una noción explícita de los «derechos» de la persona, noción que desempeña un importante papel en el pensamiento social y político moderno. no sólo cómo amplía su el ámbito de Actualmente aplicación depodemos esta idea,observar sino también cómo se se modifica significado. Un filósofo puede pensar que su tarea consiste sólo en registrar los viejos significados y los nuevos, pero se me antoja que el proceso de aclaración debe incorporar inevitablemente una matización, y por tanto un cambio sutil, en el significado del concepto tal y como se emplea habitualmente. La razón de ser del objetivo primario de la filosofía tradicional, la valoración crítica de las creencias, estaba meridianamente clara —suponiendo naturalmente que dicho objetivo fuera realizable. Si
1. ¿Qu é es la filosofía política? política?
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el segundo objetivo, la aclaración de conceptos, se persigue al servicio de la valoración de creencias, su razón de ser se hará igualmente evidente. Así, por ejemplo, si deseamos considerar los métodos posibles para justificar la preferencia por la democracia por encima de otras fórmulas rivales, necesitamos saber exactamente qué significan los conceptos de democracia, de libertad y de igualdad, que comúnmente se estiman parte esencial de la doctrina democrática. Pero si, como piensan muchos filósofos de hoy en día, la valoración de creen-
cias es impracticable, ¿qué sentido tiene insistir en la aclaración de conceptos? He de dejar a otros la defensa de las extravagancias de la filosofía en general en lo que atañe al análisis de conceptos. En la filosofía política y social, por el contrario, no resulta difícil justificar un tratamiento puramente conceptual. Todos utilizamos términos como «democracia», «libertad», «justicia social» y, en nuestros días, «Estado del bienestar». Tenemos una idea aproximada de lo que queremos decir y la mayoría de las veces no tenemos dificultad en comprender estos términos cuando los utilizan los demás; por ejemplo, por democracia entendemos un Estado cuyo gobierno es elegido por sufragio popular. Pero, si hemos de contrastar un Estado democrático con uno totalitario, tal vez nos desconcierte observar que los países comunistas se autocalifican de «democracias populares». Ello nos lleva a preguntar: «¿No es también nuestra democracia una democracia popular? ¿Qué diablos quieren decir los comunistas cuando denominan a su forma de gobierno ‘democracia popular’? No parece que lo digan irónicamente.» Supongamos de nuevo que oímos, como yo he oído afirmar a los habitantes de Nueva Zelanda, que el sistema británico de educación universitaria es «antidemocrático». Bien, en cierto aspecto, podemos comprender lo que quieren decir, o al menos lo suponemos si nos resulta conocido el hecho de que la educación universitaria en Nueva Zelanda es asequible a un sector de la población más amplio que el nuestro. Pero podemos reflexionar del modo siguiente: «La democracia se refiere al gobierno, al hecho de que todo adulto puede votar, y no a la educación. ¿Por qué habla un neozelandés de ‘antidemocrático’ cuando quiere decir 'no igualitario’?» Por otro lado, la democracia tiene, desde luego, algo que ver con la igualdad, ¿pero de qué modo? De momento, ya hemos comenzado a intentar analizar el concepto de democracia, y a considerar su conexión lógica con el
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concepto de igualdad. Hemos comenzado, superficialmente, a pensar filosóficamente acerca de un concepto político. He aquí otro ejemplo. La historia de la filosofía política desde el siglo xvi contiene una gran cantidad de discusiones tediosas sobre el concepto de soberanía. La mayoría son en verdad bastante fastidiosas. Sin embargo, existieron importantes razones históricas para que los filósofos de los siglos xvi y xvn situaran la idea de soberanía
en un lugar destacado de su pensamiento; y el posterior desarrollo histórico ha convertido este concepto en una parte de nuestro bagaje intelectual y lingüístico a la hora de discutir sobre determinados problemas políticos. A menudo nos encontramos con que en los debates políticos relativos a la posibilidad de integración en una organización internacional o supranacional, como, por ejemplo, el Mercado Común, las personas aluden al hecho de «empeñar la propia soberanía» y discuten si ello debe hacerse o no. Correcta o incorrectamente, esto se consideró un aspecto fundamental que había de tenerse en cuenta, junto con otras otra s cuestiones políticas económicas, a la hora de bien, decidir si Inglaterra debía permanecer en elo Mercado Común. Ahora si no tenemos una idea exacta acerca del significado del término «soberanía», no sabremos de qué estamos hablando; nuestra «soberanía nacional» se convierte en un animal sagrado que no debe tocarse, y no sabemos por qué no debe ser tocado o qué clase de animal es. Esta es la clase de razones por las que la aclaración de conceptos es valiosa en sí misma, aun cuando pensemos que no puede utilizarse para el propósito de valorar creencias. Quizás sea necesario advertir que, a veces, los resultados de una investigación conceptual parecen desalentadores. La laaclaración de conceptos se trabajo parece no a laresulta limpieza de una casa. Cuando hemos limpiado, nuestro demasiado visible. No hemos adquirido nuevas pertenencias, aunque sí nos hemos desprendido de aquellas que no deseábamos y que constituían un estorbo. El resultado final es una casa más limpia, en la cual nos podemos desenvolver con mayor facilidad y en donde podemos encontrar las cosas cuando las necesitamos. La analogía es también válida en otro aspecto. La limpieza de una casa no es un trabajo que puede hacerse de una vez y para siempre. Hemos de hacerlo cada semana. El simple hecho de vivir produce desechos, que han de ser destruidos regularmente. La filosofía parece dar vueltas y más vueltas sobre los mismos problemas de siempre, sin
1. ¿Q ¿Qué ué es la filosofía política?
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lograr ningún progreso. De hecho, esto es una ilusión; el progreso se logra, aunque es gradual. Lo importante, sin embargo, es que la filosofía supone una clarificación mental, y no la adquisición de infor mación nueva. Es necesario que cada generación lleve a cabo la clari ficación con mejores medios, por así decirlo, utilizando el aspirador en vez del cepillo; y es necesario que se realice muy a menudo du
rante vida dedeuna Si ladespués leerpersona. una determinada obra de filosofía, sentimos que se han aclarado algunas cosas, no hemos de suponer por ello que está resuelto el problema. En un período de tiempo relativamente corto, observaremos que las primeras conclusiones necesitan ser reor denadas o incluso descartadas. Lo más importante que debemos esperar conseguir con el estudio de la filosofía política no es la respuesta final a los problemas, sino el hábito de un pensamiento cauteloso. Las dis tinciones realizadas en la aclaración de conceptos son a menudo bas tante simples, una vez que se comprenden; pero la comprensión inicial requiere tiempo y que esfuerzo. merece la pena. es Sinprobable las sen cillas distinciones aportaNo la obstante, filosofía social y política, que hablemos y actuemos de un modo confuso en los problemas socia les y políticos y nos veamos abocados a callejones sin salida en la ciencia social y política.
4. Filo Filosof sofía ía e ideología Habiendo examinado lo que es la filosofía política, podemos volver ahoraa a normativa? ahor un probl problema emaY, que planteó anteri anteriormente: ormente: ¿ E s la fi filosofía losofía política si losees, ¿en qué sentido? He mencionado en la sección 1 que, a menudo, se describe la filosofía política tradicional como una filosofía normativa o ideológica, que establece normas o modelos ideales para la sociedad y el gobierno. Aquí parece radicar la principal diferencia entre la filosofía política y la ciencia política, cuyo carácter es positivo y explica cómo actúan, de hecho, los gobiernos y cómo se conducen, de hecho, las personas en la búsqueda de objetivos políticos reales, en vez de prescribir lo que deberían hacer los gobiernos y cuáles deberían ser nuestros objetivos políticos. Talnormativo, como la he la filosofía política tiene también un carácter perodescrito, de un modo ligeramente distinto. Coñete-
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tamente, mi explicación no sugiere que sea ideológica, si por ideología se entiende, como suele hacerse, una doctrina prescriptiva no sustentada por un argumento racional. La valoración crítica de creencias es, desde luego, normativa en
tanto que impone una valoración; pero por «valoración crítica», tal y como he explicado, entiendo la búsqueda de bases racionales para aceptar o rechazar creencias, y en este sentido la filosofía no es ni más ni menos normativa que la teoría explicativa, ya sea en las ciencias naturales o en las sociales. Cuando la teoría explicativa ofrece elementos de juicio (con o sin el apoyo de argumentos lógicos) a favor o en contra de una hipótesis, nos brinda bases racionales para aceptar la hipótesis como verdadera o para rechazarla como falsa. La valoración crítica en la filosofía del conocimiento hace lo mismo, aunque normalmente se emplea más a fondo en el argumento lógico que en la presentación de pruebas fácticas. El resultado de la valoración crítica de una proposición en la filosofía del conocimiento consiste en ofrecernos las bases para aceptarla como verdadera o para rechazarla como falsa. El resultado de la valoración crítica en la filosofía de la práctica es bastante diferente. En vez de buscar las bases racionales que hacen que una proposición sea merecedora de aprobación (por ser verdadera) o que hacen que no lo sea (por ser falsa), la filosofía de la práctica busca las bases racionales que determinan que una proposición merezca llevarse a la práctica (por ser justa y por indicarnos lo que debemos hacer) o que nos inducen a rechazarla porque no lo merece (por ser injusta y porque nos indica lo que no debemos hacer). No obstante, tanto en la filosofía de la práctica como en la filosofía del conocimiento y en la teoría explicativa, la decisión de aceptar o rechazar una proposición no depende de preferencias emotivas, sino de la presentación de razones. Me he referido anteriormente a la importancia de la prueba lógica de la coherencia y de la prueba empírica de concordancia con los hechos para determinar qué doctrinas políticas han de desestimarse por irracionales. La argumentación racional sobre los juicios de valor tiene un amplio alcance, como lo tiene el mismo tipo de argumentación cuando se utiliza en el examen de los juicios de hecho. No pretendo sugerir que todas las controversias suscitadas en torno a valores puedan resolverse racionalmente, pero tampoco debe suponerse que el argumento racional está completamente fuera de lugar en la discusión sobre va-
1. ¿Q ué es la filosofía filosofía política? política?
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lores. De lo que se trata es de que la discusión filosófica de valores exige la utilización de un argumento racional, de un argumento racional como el que se utiliza en la filosofía del conocimiento y en la
teoría científica. Es normativo en el sentido de que trata de justificar (de ofrecer razones para) la aceptación o el rechazo de determinadas doctrinas; pero también la filosofía del conocimiento y la teoría científica tratan de justificar (de ofrecer razones para) la aceptación o el rechaz rec hazo o de creencias creencias sobre problemas fácticos.'En fáctico s.'En el primer caso, el ob jeto de la justificación pos positiva itiva o negativa es un juicio de valor, valor , y si se elimina con éxito una entre dos alternativas conflictivas, puede decirse que la investigación filosófica ha respaldado el juicio de valor que queda en pie. Pero el hecho de que la alternativa que goza de mejor respaldo sea un juicio de valor no añade nada ni altera el carácter normativo del proceso filosófico. Tal proceso es normativo sólo en el sentido de que ofrece razones para aceptar o rechazar una proposición. El poceso de razonamiento llevado a cabo en la filosofía del conocimiento o en la teoría científica hace exactamente lo mismo, y es normativo en idéntico sentido. Tampoco es ideológico. Un con junto de juicios de valor que no se ha sometid sometido o a un escrutinio racional mediante las pruebas de coherencia y concordancia puede calificarse de ideológico. Las conclusiones de la filosofía política, tal y como las he descrito, no pueden serlo. ¿Qué ocurre con la aclaración de conceptos? Aquellos que descartan la función primordial de la filosofía política tradicional, sobre la base de que es normativa o ideológica, dirán lo mismo en relación con el perfeccionamiento de conceptos, pero no en relación con el análisis o la síntesis; y, por tanto, practican los segundos, generalmente bajo el nombre de «análisis» solamente, y aseguran que no sugieren ningún perfeccionamiento de los conceptos que analizan. Obviamente, el perfeccionamiento de conceptos es normativo dado que recomienda determinados usos o definiciones. El análisis y la síntesis son positivos, en el sentido de que su objetivo consiste simplemente en poner en claro algo que ya está dado. Sin embargo, entiendo que es prácticamente imposible llevar a cabo análisis y síntesis sin sugerir al mismo tiempo cierto perfeccionamiento de los conceptos. Hasta la clase más simple de análisis o de definición, como el ejemplo trivial de definir al hombre como un animal racional, tiende a depurar un concepto, a delimitar algunas de sus conexiones y a iluminar cuál
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se considera su significado fundamental. De ello resulta que, una vez
analizado, el concepto, no tiene exactamente el mismo significado que en su uso ordinario. El hecho de que ahora sea más claro, en aquellos aspectos en los que resultaba antes impreciso o confuso, significa que ha sido depurado. Concretamente, en el estudio de materias socia les perfeccionamiento. y políticas, la aclaración su Pues de losconceptos conceptoscomprende generales obligatoriamente del pensamiento social y político se transforman cuando cambia la sociedad, y el filó sofo social, al analizar los conceptos y al revisar su historia, puede observar a menudo que los conceptos están experimentando un cambio implícito que él desea hacer explícito. Por tanto, su aclaración nos ofrece algo que no es exactamente lo mismo que el concepto que se utiliza en ese momento. Si no me equivoco, el segundo objetivo de la filosofía política, que aún conservan aquellos que descartan el primero, abriga también en parte una pretensión normativa. Sin embargo, del mismo modo que la valoración crítica de creencias, este objetivo no es necesaria mente ideológico, es decir, normativo en un sentido no racional. He señalado en la sección 3 que el objeto del perfeccionamiento de conceptos es la consecución de claridad y de coherencia, y la consecu ción de estas dos cosas constituye una meta racional. Coherencia sig nifica congruencia, o más profundamente, conexión lógico-positiva, y la claridad representa una ayuda para la comprensión y para evitar la confusión intelectual. Ambas funciones tradicionales de la filosofía política son normativas, y ninguna es ideológica.5 ideológica.5
5. Metodología de las la s ciencias socia sociales les No se debe establecer una separación rígida entre filosofía política y filosofía social. Algunos de los temas clásicos de la filosofía polí tica, tales como la naturaleza del Estado, la soberanía y los funda mentos de la obligación política, pertenecen claramente a la esfera de lo político; pero otros, como la autoridad, la libertad, la igualdad y la justicia, tienen una aplicación más amplia, y lo mejor es conside rarlos como pertenecientes a la esfera de lo social, en el sentido del término que incluye también el aspecto político. Una rama más re ciente de la investigación filosófica, denominada a menudo metodolo-
1. ¿ Q u é es la fi lo so fía po lític a?
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gía de las ciencias sociales, forma también parte de la filosofía social en este sentido amplio. No me propongo examinar en este libro ninguno de los problemas que plantea, ya que su relación con el objeto más específico de la filosofía política no es tan estrecha como el tratamiento filosófico de los conceptos de autoridad, libertad, igualdad y justicia. Conviene, sin embargo, decir algo aquí respecto a su relación con las funciones tradicionales de la filosofía. La metodología de las ciencias sociales es una rama de la filosofía de la ciencia. Muchas ciencias han surgido de la investigación filosófica, y este es ciertamente el caso de las ciencias sociales. La psicología tuvo su origen en la epistemología (teoría del conocimiento) y en la filosofía moral; la ciencia política, la economía, la sociología y la antropología social derivan directamente de la filosofía política, moral y social. Esta relación histórica entre las ciencias y la filosofía ha llevado a sugerir que la ciencia está ocupando el lugar de la filosofía. Un claro exponente de este punto de vista fue Augusto Comte, considerado a menudo el padre de la sociología. Comte 1propuso una «ley fundamental de desarrollo mental», con arreglo a la cual todas las ramas del entendimiento humano atraviesan tres etapas. En la primera, la etapa teológica o ficticia, los hombres tratan de explicar las cosas por referencia a fuerzas sobrenaturales. Esta visión queda relegada cuando los filósofos cuestionan la validez de la explicación por referencia a seres míticos; llegamos así a la segunda etapa, la metafísica o abstracta, cuando la explicación se fundamenta en abstracciones cosificadas, es decir, supuestas entidades reales denominadas mediante términos abstractos, tales como «realidad absoluta», «justicia absoluta» o «movimiento absoluto» (Comte diría que la física newtoniana, que utilizaba el concepto de movimiento absoluto, no era plenamente científica). Una vez comprendido, sin embargo, que tales términos son sólo abstracciones del lenguaje utilizadas para describir nuestra propia experiencia de fenómenos concretos, y que no hay razón para suponer que los términos abstractos denominen entidades reales, llegamos a la tercera y última etapa, la etapa científica o positiva. (Ha de tenerse en cuenta que el paso de la etapa metafísica a la científica, como el paso de la teológica a la metafísica, se debe al trabajo crítico de los filósofos, siendo el responsable directo de la tran1
Curso de Filosofía Positiva ,
Primer Discurso.
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sición a la última etapa David Hume.) En la tercera etapa, científica o positiva, la explicación adopta la forma de mostrar correlaciones entre los fenómenos observados en sí mismos; cesa todo intento de buscar, más allá de los propios fenómenos, entidades hipotéticas inaccesibles a lacalificó observación. Comte de «positivo» este tipo de explicación porque se limita a los hechos empíricos o positivos, a lo que se sabe que existe gracias a la observación. (Esta utilización del término «positivo» está indudablemente relacionada, aunque no es idéntica, con la utilización a la que he aludido anteriormente, cuando contrastábamos lo positivo o fáctico con lo normativo o ideal.) De acuerdo con la interpretación positivista de la ciencia, el objeto central de la teoría de la gravedad de Newton no es explicar el movimiento causado por una fuerza que escapa a la observación, sino correlacionar movimientos aparentemente diferentes (por ejemplo, el de los planetas y el de una manzana que cae), demostrando que siguen la misma fórmula matemática. En el campo de los fenómenos sociales, la explicación adopta la forma de demostrar las conexiones mutuas entre distintas especies de conducta social (por ejemplo, entre el estilo de vida y la ocupación) o con factores propios del medio ambiente (por ejemplo, entre ciertas clases de delitos y la pobreza). Carece de sentido tratar de demostrar que las normas de justicia constituyen un reflejo de una Justicia absoluta, o por lo menos no tiene más sentido que explicarlas como órdenes provenientes de seres sobrenaturales. Estas presuntas explicaciones no nos dicen nada y presuponen, además, entidades de cuya existencia no tenemos pruebas. Por el contrario, las normas de justicia de una determinada sociedad se explican demostrando cómo concuerdan con cualquier otro hecho social, como, por ejemplo, la supervivencia del grupo. A partir de esta consideración de la teología, de la metafísica (o filosofía tradicional) y de la ciencia como métodos sucesivos de explicación, se deduce que la teología ha sido desbancada por la filosofía y que la filosofía tradicional ha sido desbancada a su vez por la ciencia. La filosofía ha sido útil en su día, ayudando a crear la explicación científica; pero una vez aparecida la ciencia, la filosofía debería desaparecer. Vestigios de este punto de vista sobre la relación entre la filosofía y la ciencia pueden encontrarse en corrientes de pensamiento posteriores. Por ejemplo, la suposición de que la filosofía ha de limitarse al análisis conceptual y abandonar la valoración crítica puede
1. ¿Qu é es la filosofía política?
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considerarse como una variante de la posición de Comte, que establece que el descubrimiento de la verdad es un problema a resolver por la ciencia y no por la filosofía; antes de que existiesen las ciencias, los filósofos intentaron, de un modo «amateurístico», aislar los hechos ahora libre. que existen los profesionales, la filosofía hapertinentes; de dejarles pero el campo La filosofía todavía conserva la tarea de examinar el significado de las palabras, pero según algunos de los partidarios del punto de vista que venimos examinando, ello se debe exclusivamente a que todavía no existe una ciencia del lenguaje verdaderamente sólida. La atención filosófica a las diferentes dimensiones del significado posibilitará la aparición de una ciencia del lenguaje propiamente dicha, y entonces la filosofía se quedará sin trabajo, o tendrá que pensar en uno nuevo. En la medida en que, en el pasado, la teología y la filosofía trataron de ofrecer explicaciones los fenómenos observables (cosa que indudablemente hicieron), handesido reemplazadas, en este papel, por la ciencia. Sin embargo, el desarrollo de las ciencias ha provisto a la filosofía de un nuevo campo de investigación. Las ciencias no son estáticas; están en continuo desarrollo. Y conforme una ciencia o un grupo de ciencias evoluciona, es muy posible que altere su utilización de conceptos generales, sin reconocer a veces de un modo explícito cómo o por qué se ha realizado el cambio. Esto puede inducir a una confusión, al menos en las mentes de los legos en la materia, y quizás también en las mentes de los propios científicos, entre la nueva utilización de un la anterior, sigue aplicándose en la vida cotidiana. La concepto confusión,y que a veces que depende de una incongruencia aparente, hace necesaria la aclaración del concepto. Y ésta es una tarea filosófica, aunque ello no quiera decir que la vayan a realizar necesariamente mejor los filósofos que los científicos. El lugar de la filosofía precientífica ha sido ocupado hoy en día por la filosofía de la ciencia. Si un filósofo, a diferencia de un científico interesado en la filosofía, ha de realizar un trabajo útil para la filosofía de la ciencia, no hasta con que esté preparado en lógica y versado en el análisis conceptual; ha de saber algo de los conceptos que trata de aclarar y, por tanto, tener un conocimiento razonable de la ciencia o ciencias más importantes. No tiene sentido acometer la crítica filosófica de las ciencias sociales a menos que se posea un conocimiento razonable de dos o tres de ellas.
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A pesar de que la filosofía de la ciencia exige un conocimiento especializado, no se trata de un nuevo tipo de filosofía sino de una aplicación de las funciones vigentes de la filosofía a un campo nuevo. Por ahora me he referido a la aclaración de conceptos en proceso de cambio; añadiré la filosofíaCon de esto la ciencia incluye la valoración crítica que de creencias. no quiero decirasimismo que la filosofía de la ciencia pueda o deba intentar usurpar la función, que corresponde a la ciencia, de probar la verdad o falsedad de las hipótesis científicas. Eso sería absurdo. Lo que la filosofía de la ciencia somete a valoración crítica son ciertas presunciones que subyacen en el trabajo de los científicos. La necesidad de efectuar esta valoración surge del mismo modo en que se suscitan los problemas filosóficos fundamentales. El desarrollo de una ciencia puede producir una aparente incongruencia, o una falta de coherencia, respecto a las creencias de común,categoría o a los presupuestos de otra ciencia, o respecto a unasentido determinada de ideas profundamente arraigada que no constituye una ciencia teórica o explicativa. Por ejemplo, ¿es compatible la presunción científica de la necesidad causal con la presunción, establecida por el sentido común y por la disciplina del derecho, de que los hombres son responsables de la mayoría de sus acciones? Y análogamente, ¿aceptan las ciencias biológicas la misma noción de causación que las ciencias físicas? La reflexión sobre este tipo de problemas trae a colación lo descrito en la sección 2. Es necesario sacar a la luz las implicaciones de puntos de vista aparentemente incongruentes demostrar si existe o no realmente incongruencia, y en casopara de que exista, ver en qué grado; despuésuna habrá que revisar uno u otro o ambos puntos de vista conflictivos, para despejar la incongruencia. El hecho mismo de que la filosofía de la ciencia, o una parte de ella, se denomine metodología, confirma que su objeto no es sólo la aclaración de conceptos. El término «metodología» significa el estudio del método (aunque algunas personas, bastante absurdamente, lo utilizan como sinónimo de la palabra «método»). Los científicos, incluidos los científicos sociales, utilizan a menudo este término para referirse al estudio de tipos determinados métodosLos de filósofos indagación adecuados para determinados de investigación. lo utilizan en un sentido más amplio para referirse a los métodos de investigación comunes a todas las ciencias, es decir, a las clases de pruebas y de
1. ¿Qu é es la filosofía filosofía política?
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razonamientos comúnmente utilizados. Se consideró esto un problema filosófico porque la idea de que el principal método científico de razonamiento era la inducción, en vez de la deducción, suscitó la cuestión filosófica de la justificación de la inducción. Creo que la expresión «metodología de las ciencias sociales» es demasiado limitada para abarcar todos los problemas filosóficos que se plantean en relación con las ciencias sociáles, y prefiero referirme por tanto al examen de los presupuestos y del método. En las ciencias sociales el número de presupuestos capaces de plantear dificultades es mayor que en las ciencias naturales, y ello se debe a dos razones. En primer lugar, las ciencias sociales, en tanto ciencias, son disciplinas relativamente recientes y no están tan bien asentadas como las ciencias naturales. Tratan todavía de delimitar su campo de acción y necesitan un tipo de crítica filosófica que las ciencias naturales precisaron en su momento, aunque hoy en día ya no lo necesitan. En segundo lugar, dado que las ciencias sociales tienen como objeto la conducta humana, les resulta más difícil ajustarse de un modo consecuente a los hechos positivos y evitar los juicios de valor implícitos. Además de los problemas planteados por la aceptación de las leyes causales, aceptación que las ciencias sociales han deducido de las ciencias naturales, existe otro conjunto de problemas referentes a la cuestión de si las investigaciones sociales pueden o deberían estar «libres de valores». Aun cuando un investigador crea estar evitando los juicios de valor, puede presuponerlos inconscientemente de modo que afectan a su trabajo; y esto es algo que puede ser comprobado por un extraño adiestrado en buscar presupuestos. Los filósofos que afirman que el objetivo tradicional de la valoración crítica de creencias ha de abandonarse no sólo aceptan la llamada metodología de las ciencias sociales, sino que la consideran digna de todo respeto. También se muestran de acuerdo en que la «metodología», desde este punto de vista, incluye la crítica tanto del método como de los presupuestos. He tratado de demostrar que la crítica de presupuestos es sencillamente una forma de valoración crítica de creencias. Por lo tanto, en este campo al menos, se está de acuerdo en que el objeto tradicional de la filosofía es a la vez deseable y factible. De hecho, lo que hace la filosofía en la valoración crítica de creencias es en principio lo mismo que en la aclaración de conceptos. Analiza d signific significado ado exacto y las las implic implicacio aciones nes (incluidos los presupu presupuestos) estos) de
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una idea compleja; examina sus relaciones con otras ideas con el fin de llamar la atención sobre las incongruencias, por un lado, y sobre las conexiones lógicas, por otro; y al objeto de desechar las incongruencias y de producir una síntesis coherente, es probable que sugiera la revisión o el perfeccionamiento de una o varias de las ideas. La metodología de las ciencias sociales no es una parte de la filosofía política. Pertenece a un campo más amplio, el de la filosofía social. La he considerado aquí en términos generales para demostrar que lo que todos consideran una función estimable de la filosofía es, de hecho, una aplicación de las funciones tradicionales. Esto, junto con la analogía que puede establecerse entre la valoración crítica y la clarificación conceptual, puede ayudar a desterrar el prejuicio que supone considerar que la valoración crítica no es filosofía.
Capítulo 2 LA POLITICA Y EL ESTADO
1. El ámbito de la política Los autores actuales sobre ciencia política tienden a distinguir entre «gobierno» y «política». El «gobierno» se refiere al marco institucional de poder de un Estado, es decir, la estructura y el procedimiento del cuerpo legislativo (en Inglaterra, el Parlamento), los cuerpos ejecutivo y administrativo (en líneas generales el Gabinete, los demás cargos ministeriales y el funcionariado público), y las instituciones análogas de gobierno local. La «política» se refiere a la conducta de grupos e individuos en asuntos que afectan a la acción de gobierno; por ejemplo: al votar, al crear y poner en funcionamiento partidos políticos, o al presionar de cualquier otra forma sobre los responsables de la dirección del gobierno. Utilizaré el término «política» en un sentido más amplio, que abarca también el campo del «gobierno», y para ello incluyo en éste las instituciones que interpretan y hacen cumplir la ley, además de aquellas que la crean y la aplican. ¿Cómo hemos de configurar la esfera de lo político para distinguirla lo «social», es decir, de todasentre aquellas actividades tituyendeformas diferentes de relación personas que no que son conspolíticas? El modo tradicional de hacerlo sería decir que lo político es
todo lo que concierne al Estado, y en general este modo de delimitar 37
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la esfera de lo político me sigue pareciendo el más claro. Es obvio que se hace necesario, por tanto, especificar lo que se entiende por Estado, problema que discutiré más adelante en este mismo capítulo. Puede pensarse, sin embargo, que esta descripción de lo político es demasiado limitada. En primer lugar parece abarcar sólo al «gobierno» (incluyendo los procedimientos para interpretar y hacer cumplir la ley), pero no la conducta política de las personas y grupos cuando votan, de los partidos políticos, etc. En segundo lugar existen sociedades que no son estados, pero que incorporan actividades que cabe considerar políticas. Pero veamos estas objeciones detenidamente. (1) La primera objeción objeción consiste consiste en que, incluso incluso en aquellas sosociedades organizadas como estados, no toda la actividad política tiene que ver con crear, aplicar, interpretar o hacer cumplir la ley. Creo que esta objeción es errónea. Cuando votamos en una elección, estamos decidiendo qué personas formarán parte de la legislatura. Cuando participamos en las actividades de un partido político, o creamos uno nuevo, estamos intentando dar poder político a ese partido y ello significa darle una voz predominante en la decisión referente a lo que las leyes han de ser. El programa de un partido político es un con junto de propu propuesta estass para organizar los asuntos asun tos de Es Esta tado do,, y dicho programa sólo puede ser llevado a la práctica si es adoptado por los poderes legislativo y ejecutivo. Del mismo modo, los grupos de presión, o aquellas personas que tratan de ejercer influencias sobre miembros del Parlamento, ministros, funcionarios públicos, o sobre la opinión pública, intentan que sus puntos de vista sean incorporados en la legislación o en la aplicación de la ley. Todo el proceso de la conducta política depende del hecho de que exista un conjunto de instituciones llamado gobierno para regular los problemas de la sociedad. (2 (2)) La segunda objeción se refie refiere re a que existen sociedades que no son estados, pero que no obstante manifiestan una actividad política. El objetor puede estar pensando en las formas primitivas de sociedad, tales como las sociedades tribales, que no tienen la sofisticada estructura política que llamamos Estado. Tales sociedades poseen esquemas reguladores análogos al derecho y al gobierno en las sociedades que son estados. Es verdad que, en sentido estricto, no podemos
definir la política de tales sociedades como todo aquello que concierne al Estado. La noción de Estado tiene implicaciones no sólo respecto del carácter de la regulación gubernamental en el seno de la sociedad,
2. La política y el Estado
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sino también respecto de la relación de dicha sociedad con otras. Como veremos, en el mundo moderno el concepto de Estado incluye la idea de soberanía, que alude tanto a la relación entre un Estado y otro como a la relación de éste con grupos y personas que forman parte de él. No obstante, una sociedad tribal tiene una especie de gobierno, en la forma de un jefe o de un grupo de ancianos, a quienes se les reconoce la autoridad de establecer normas y ofrecer decisiones en caso de controversias. Por tanto, si queremos referirnos a la política de una sociedad así, deberíamos hablar de gobierno (o, si ello sugiere una forma de organización más compleja que la existente en realidad, podemos hablar simplemente de regulaciones [rule]) en vez de Estado. Incluso en sociedades así, existe un sistema de derecho, al menos en forma de normas consuetudinarias o decisiones autorizadas, respaldadas por el poder; y la política de tal sociedad, del mismo modo que la política del Estado, se compone de las actividades concernientes a crear, aplicar, interpretar y hacer cumplir el sistema de derecho o de regulaciones, así como de las actividades tendentes a presionar o influir sobre este sistema. En lo que respecta a la filosofía política, la política de tales sociedades puede ignorarse, ya que los problemas de filosofía política se plantean sólo en sociedades en las que se da un conjunto de ideas sofisticadas sobre su propia política, y tales sociedades suelen adoptar la forma de organización que llamamos Estado, aunque es necesario recordar que no todos los rasgos del Estado moderno aplicarse estados del estar pasado. Sinpueden embargo, nuestroa los objetor puede pensando en un caso diferente. En la conversación diaria podemos hablar de «política» para referirnos a ciertas clases de conducta observables en unidades sociales que forman parte de una sociedad más amplia, organizada como Estado; y cuando hablamos, por ejemplo, de «política universitaria» o «política eclesial» no queremos decir que tales actividades afectan a la sociedad en su totalidad y a su organización estatal. Los miembros de una sociedad o de una iglesia pueden hacer una campaña contra una ley que afecte a sus actividades, o en contra de un programa político que el Gobierno o el Estado se propone aplicarles, y esto es una conducta política común. Pero en el ámbito de la uni-
versidad o de la iglesia existe un campo en el que surgen problemas que deben resolverse del modo que la sociedad menor (unidad social) decida, y como es lógico a veces se producen diferencias de opinión
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entre sus miembros acerca de las decisiones que deben tomarse. En tales circunstancias, algunos miembros tienen más influencia en la toma de otros. Puedeuniversitaria», decirse de un yprofesor univer sidad quedecisiones es activo que en la «política de otrodeque per manece al margen. Lo que se denomina «política», en este contexto, tiene relación con la estructuración de los programas políticos y la toma de decisiones, pero no con los programas políticos o las deci siones de esa sociedad más amplia denominada Estado. Se la llama así porque, del mismo modo que las actividades políticas de la socie dad más amplia, se refiere a aspectos o problemas sujetos a contro versias. Creo que esta utilización del término «política» es metafórica, parasitaria de su uso más común. Dado que los asuntos políticos incluyen la búsqueda de poder y el ejercicio de influencia, la introduc ción de estos rasgos en otras esferas de la vida recibe el nombre de «política». Una evidencia del carácter metafórico de esta expresión puede encontrarse, creo, en el hecho de que se utiliza a menudo como insulto, sugiriendo que las decisiones concernientes a problemas de la universidad o de la iglesia han de lograrse de un modo más «racio nal» y «objetivo», emitiendo cada miembro su criterio sobre el asunto tal y como lo ve, sin recibir influencias extrañas, y estando todos satis fechos de no encontrarse entre aquellos que tratan de hacerse con el poder. Sea o no razonable esta representación ideal de lo que son deci siones racionales y objetivas, el uso peyorativo del término «política» en tales contextos implica que la búsqueda de poder y el trueque de votos son importaciones procedentes de la esfera de la política propia mente dicha, que es a donde realmente pertenecen. Aunque las per sonas están, pues, predispuestas a hablar de política de universidad, de facultad o de iglesia, no encontrarían adecuado añadir que la polí tica de universidad, facultad o iglesia se refiere a asuntos propiamente políticos. Las personas influidas por las objeciones que acabo de considerar suelen definir la esfera de lo político en términos de poder o en tér
minos de conflicto. Los políticos afirman a menudo, y no sin razón, que «la política tiene que ver con el poder» o que «la política es la búsqueda y el ejercicio del poder». Tales afirmaciones son bastante claras cuando aparecen en los discursos de los políticos profesionales, y no se puede decir que induzcan a error. Pero sí induce a error suge-
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rir que pueden conformar una definición de lo político que sirva para la discusión discusión teórica. Ya qu quee es neces necesario ario que nos preguntemos: ¿qué clase de poder es el que concierne a la política? No es un poder mecánico, como la potencia de una máquina de vapor; y si nos limitamos a los poderes de los seres humanos, no es su fuerza física, como, por ejemplo, correr una milla o ser capaz de retorcer los brazos a alguien. Tampoco es el poder de la voluntad, la fuerza de voluntad, como intentar dejar de fumar o trabajar media hora más cada día. Hemos de distinguir la clase de poder a la que nos referimos, especificándolo como poder político; pero incurriríamos en un argumento circular al tratar de definir lo político en términos de algo distinto que a su vez es descrito como «político». Si explicamos entonces que la clase de poder humano a la que nos referimos difiere del poderío físico o del poder de la voluntad en que consiste en la capacidad de hacer que otras personas hagan aquello que queremos que hagan, la definición se hace demasiado amplia, dado que esta clase de poder se ejercita en muchos contextos diferentes al político. Puede aparecer no sólo en la propia política y en la llamada «política» de sociedades no políticas, como la universidad o la iglesia, sino también en cualquier ejercicio efectivo de autoridad. Un oficial del ejército tiene normalmente la capacidad de hacer que sus subordinados cumplan sus órdenes, lo mismo que el director de una fábrica o que un capataz. Un padre es normalmente capaz de lo (¿oque he dice; de decir solamente a veces?) sus hijos hagan lo mismo ocurre con u un n conseguir profesor profe sor y que sus alumnos. Tampoco es necesario que nos limitemos a aquellos casos en los que podemos hablar de autoridad. Un atracador armado, o un chantajista, suelen lograr que sus víctimas les entreguen el dinero. Todos estos ejemplos pueden calificarse de casos de ejercicio del poder en el sentido que he explicado (aunque quizás para algunos de ellos la utilización de la palabra «poder», con el sentido que le damos actualmente, parezca inadecuada por razones a las que aludiré cuando haga referencia a las ideas de poder y autoridad en el capítulo III,
sección 4); pero sería absurdo decir que son ejemplos de poder político. El poder político constituye ciertamente esta clase de poder cuando se ejercita en un contexto político. Si un político dice que la política tiene que ver con el poder, se refiere a esta clase de poder; pero da por supuesto que sabemos que se está refiriendo a su búsqueda o a su ejercicio en un contexto político. Lo que ocasiona que
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el contexto sea político no puede ser explicado a través de la propia idea de poder. Lo mismo ocurre con la sugerencia alternativa de definir lo político en términos de conflicto. Existen conflictos políticos, y además otras clases de conflictos: conflictos armados, que pueden tener relación o no con una controversia política; conflictos físicos sin armas, en los deportes o en las competiciones; conflictos de ideas, unas veces políticas y otras, no, etc. El conflicto político no adopta normalmente un carácter físico, aunque a veces desemboque en ello. Es un conflicto de ideas acerca de lo que debe hacerse cuando es necesario tomar una decisión que afecta a una actividad colectiva. Ahora bien, un conflicto así es político únicamente si tiene lugar en un contexto político. He oído decir a un científico de la política que cualquier conflicto de la clase que he descrito es político, independientemente de su contexto; que, de hecho (el ejemplo es suyo y no mío), si dos amigos se proponen hacer una excursión por la tarde en un tándem, y no se ponen de acuerdo sobre si deben ir hada el norte o hacia el sur, están inmersos en un conflicto político. Esto es absurdo. De ser cierto tendríamos que calificar de político un desacuerdo entre marido y mujer acerca de si han de gastar sus ahorros en comprar una lavadora o una alfombra, o entre un grupo de niños que no saben si jugar a «tú la llevas» o saltar a la pata coja. Si todo desacuerdo existente entre amigos y compañeros acerca de una actividad colectiva ha de ser considerado un conflicto político, se le está atribuyendo a la palabra «político» un contenido diferente al de su significado característico. Las ideas de poder y de conflicto son claras para la comprensión de la actividad política, pero no pueden utilizarse como términos definitorios con el fin de distinguir las relaciones políticas de otro tipo de relaciones sociales.
Así pues, considero preferible el método tradicional de definir el ámbito de lo político función Las objeciones que puedan plantearse aquí noenafectan de del un Estado. modo fundamental al propósito de la filosofía política, y en cualquier caso son menos consistentes que las objeciones que suscita una definición en términos de poder o de conflicto, que de hecho presupone el punto de vista tradicional. Hemos de considerar ahora el concepto de Estado en sí mismo y para ello hemos de distinguir antes dos clases de grupos sociales.
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2. Asociaciones y comunidades comun idades Ferdinand Tonnies estableció una distinción entre Gemeinschafi (comunidad) y Gesellschaft (sociedad o asociación). La Gemein- schaft, forma primaria de grupo social, se caracteriza por una actitud de amistad natural; no está deliberadamente organizada, y se basa en la «voluntad natural». La Gesellschaft aparece en un estadio de desarrollo posterior; implica una actitud de cálculo o planificación deliberada, y se basa en la «voluntad racional». Al afirmar que la Gesellschaft aparece con posterioridad no quiere decirse que la Gemeinschaft cese de existir. Cuando planificamos algo y constituimos asociaciones deliberadamente, no dejamos por ello de tener amistades. El término Gesellschaft puede traducirse por «sociedad» o «asociación». En la lengua inglesa apenas existe diferencia entre estos dos términos. Podemos hablar, por ejemplo, de la Sociedad Real y de la Sociedad Legal, pero también de la Asociación de Profesores Universitarios y de la Asociación de Estudios Políticos. Si deseo crear una organización que proteja a los conferenciantes de silbidos, rumores o lanzamientos de bolas de papel, la podría denominar indistintamente Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Conferenciantes o Asociación Protectora de Conferenciantes. Sin embargo, para los propósitos técnicos de la teoría sociológica, una gran parte de los sociólogos utilizan hoy en día el término «sociedad» en un sentido amplio que abarca el objeto de estudio de la sociología en su totalidad, y, por tanto, tienden a utilizar la palabra «asociación» sólo para referirse a la Gesellschaft de Tonnies. Me propongo hacer lo mismo y considerar el vocablo «asociación» como un término técnico con un significado perfectamente definido. No pretendo sugerir, sin
embargo, que sea así como se utilice o deba utilizarse este término en la vida diaria. Defino una asociación como un grupo de personas organizado para la consecución de un objetivo común determinado o de varios objetivos. Esta definición exige dos condiciones para poder aplicar la etiqueta técnica de «asociación» a un grupo social. En primer lugar, los miembros del mismo han de tener un objetivo común específico o. un conjunto de objetivos comunes y, en segundo lugar, han de organizarse para alcanzarlo. Utilizo el término «objetivo» en vez del término
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«interés», dado que este último significa comúnmente algo que una persona desea o que produce satisfacción, mientras que un objetivo puede ser además el propósito o el fin de una decisión racional rela tiva a hacer algo que no depende necesariamente del deseo o de la obtención obtenci ón d dee satisfa satisfacción. cción. No todos los grupos sociales tienen un objetivo común, y no todos aquellos que lo tienen están organizados para conseguirlo. Un grupo de personas que viajan juntas en un autobús, constituyen tem poralmente un grupo, pero no una asociación. Constituyen un grupo social, en el sentido que dan los sociólogos a esta expresión, debido a que la conducta o disposición de cada uno de los pasajeros puede resultar afectada hasta cierto punto por el hecho de ser conscientes de la presencia de los demás. Al subir o al bajarse del autobús, por ejemplo, tendrán cuidado de no tropezar con los tobillos de otros pa sajeros; pero si alguno es de esa clase de personas que no se preocupa en absoluto de los sentimientos de los demás y va tropezando con todos los tobillos que encuentra en su camino, ha de estar preparado para recibir miradas hostiles y recriminaciones, por lo que su dispo sición, si no su conducta efectiva, sufre los efectos de ser consciente de la presencia de los otros. Pero un grupo así no constituye una asociación, ya que seguramente no todos los pasajeros tienen el mismo propósito: uno viaja en autobús para ir a su trabajo, otro para ver las bellezas de la ciudad. Si ocurre que todos tienen el mismo destino, se supone que su presencia en el autobús se debe a un propósito co mún; pero no es necesario que hayan acordado deliberadamente viajar juntos para conseguir ese prop propósito ósito.. Si, como sucede a menudo, ha han n acordado viajar juntos para ir a un concierto o a una excursión, cons tituyen una asociación temporal.
Normalmente hablamos de asociaciones cuando el grupo, delibera damente organizado para conseguir un propósito común, no tiene una duración tan corta. La organización, y el objetivo común, permanecen por un período de tiempo, no necesariamente largo. Un grupo de inquilinos puede formar una asociación con el fin de obtener la reduc ción de sus alquileres. Si tienen éxito después de un mes de campaña, pueden disolver la asociación, ya que han logrado su propósito. Por otro lado, el propósito de una asociación puede ser duradero. A los miembros de una asociación protectora de animales les gustaría pensar que llegará el día en que su asociación no sea necesaria, pero de mo-
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mentó no lo consideran probable. Una universidad, que tiene como objetivos la educación de la juventud y el progreso del conocimiento, no puede fijarse un plazo para la consecución de los mismos, pues cada nueva generación necesita ser educada y el límite del conocimiento potencial se puede suponer infinito. Al contrario que una asociación, una comunidad — por ejemplo, una familia, un pueblo, una nación— nación— no posee un conjunto conjunto específico de propósitos y no necesita estar deliberadamente organizada. El Estado nacional está altamente organizado para la consecución de ob jetivos jetiv os bastante basta nte definid definidos; os; pero encontraremos una razón para distinguir la nación del Estado. He mencionado que una comunidad no tiene por qué estar organizada deliberadamente, y con ello estoy cualificando la distinción de Tónnies entre las dos clases de grupo en términos de «voluntad natural» y «voluntad racional». Una comunidad religiosa, puede estar preparada para perseguir todo tipo de objetivos comunes y no sólo aquellos que algunas personas calificarían de específicamente «religiosos»; y ciertamente estamos inclinados a denominarla comunidad en vez de asociación, aunque a veces presente una organización deliberada. Lo mismo puede decirse de una organización comunal, como un kibbutz israelí. Los estrechos vínculos que produce la vida compartida en un grupo de esta índole, y la posesión común de sentimientos idealistas, se manifiestan en una lealtad que Tónnies calificaría de expresión de la voluntad natural, pero ello no excluye la existencia de la «voluntad racional» de organización.3 organización.3
3. Pau Pautas tas de regulación Existen en los grupos sociales organizados diferentes modelos de regulación. Nos resultan familiares los términos «democracia», «monarquía»,fórmulas «dictadura», «aristocracia», «oligarquía», que las describen diferentes de regulación política, según se tomen decisiones previa discusión general y de común acuerdo, o por el fiat de una o más personas que ocupan una posición de autoridad. Sin embargo, estos diferentes modelos de regulación no se limitan al Estado. Compárese la atmósfera de una familia victoriana, o la patria potestas de los romanos, con las familias de la moderna sociedad occidental, o el funcionamiento «democrático» de una comunidad religiosa como los
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cuáqueros con la estructura jerárquica de la Iglesia católica y con las situaciones intermedias entre estos dos extremos; o el esquema de autoridad que existe normalmente en una fábrica, donde los directores dan órdenes y los obreros las cumplen, con las propuestas de consulta entre directores y obreros, o con lo que a veces se denomina «demo cracia industrial». Una escuela está estructurada de tal forma que las decisiones las toman el director y los profesores; pero ocasionalmente un reformista, como A. S. Neill, puede experimentar con el método democrático y otorgar a los alumnos la misma capacidad decisoria que a los maestros para regular la disciplina o elaborar el plan de estudios. Estos ejemplos muestran que el modelo democrático de regula ción, que muchos aceptamos cuando pensamos en la política, no es necesariamente el mejor para organizar los asuntos de cualquier aso ciación o comunidad. En una familia resulta natural que los padres se encuentren en una posición de autoridad respecto de sus hijos, dado que éstos no son todavía capaces de decidir lo mejor para sí mismos; y la mayoría de nosotros diría lo mismo respecto de los profesores y los alumnos de un colegio. Puede argumentarse que este ejemplo también es válido para los otros casos, aun cuando la mayoría de los que miembros grupo sean Algunos estánlos másasuntos califi cados otros de paraunconseguir losadultos. objetivos previstos; espirituales exigen sabiduría; incluso los asuntos políticos requieren un juicio educado y prudente. Por otra parte, cabe alegar que la sa biduría colectiva es mejor que la individual, cuando la decisión que
ha de tomarse no se refiere a un asunto específico que requiera la intervención de un experto, o cuando las personas se sienten ofendi das si las decisiones las toman otros por ellas y prefieren tomar sus propias decisiones y cometer sus propios errores. Sea cual fuere el argumento preferido, no puede aplicarse sin problemas a cualquier tipo de asociación o de comunidad. Aristóteles Aristó teles 1 fijó su atención een n este aspecto cuando clasificó las diferentes clases de gobierno. Comenzaba con la clásica división tri partita: gobierno de un hombre, gobierno de unos pocos, gobierno de todos (o de la mayoría). Pero añadía que el problema de quién 1 Etica a Nicómaco, VIII, 10: Etica a Eudemo, VII, 9: Política, I, 1, 7, 12; III, 6-8.
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gobierna revestía menos importancia que el propósito del gobernante o de los gobernantes. El gobierno podía estar dirigido hacia la conse cución del bien común de todos o del bien del partido gobernante. Era necesario duplicar la clasificación tradicional con tres clases de «constituciones» justas o correctas, en las cuales el fin perseguido era el bien común, y otras tres clases de «constituciones» injustas o incorrectas, en las que el fin se restringía a la consecución del bien del gobernante o gobernantes. Aristóteles utilizó los términos «mo narquía» y «aristocracia» para referirse al gobierno «justo» de una persona o de unos pocos, y los términos «tiranía» y «oligarquía» para las formas «corruptas». Cuando trató de denominar las dos for mas de gobierno mayoritario, llamó «democracia» a la forma injusta y utilizó los términos «timocracia» y «Politeia» * para la forma justa. Aristóteles pensaba que la monarquía y la aristocracia eran las mejores formas de constitución de un Estado, si se era lo suficiente mente afortunado para poder evitar que estas formas se corrompieran. Pero añadió que se podía efectuar una elección diferente al decidir cuál sería la mejor forma de gobierno en una familia; la monarquía resultaba adecuada para la relación de un padre con sus hijos, la «Politeia» (la aristocracia en sus obras éticas) para la relación entre marido y mujer, y la de tiranía (o yel sus despotismo) paraeslanecesario relación seña exis tente entre el cabeza familia esclavos. No lar que Aristóteles ofrecía argumentos para apoyar su opinión de que
en el último ejemplo era justo (al contrario de lo que ocurre en el Estado, donde no lo sería) que el amo persiguiera su propio interés en su relación con los esclavos. No es posible estar de acuerdo con los argumentos de Aristóteles sobre este punto, ni con su opinión de que es «natural» o correcto que una persona pueda ser esclava. Lo importante para nuestro análisis es que Aristóteles comprendió que la mejor forma de organización para un Estado puede no ser la forma más adecuada para un tipo diferente de asociación o comunidad. Un último punto a destacar en el examen de Aristóteles es el si guiente: Como, a su entender, las formas corruptas de gobierno per siguen sólo el interés del gobernante o gobernantes, la oligarquía y la «democracia» son ejemplos de una forma de gobierno que favo* Según W. D. Ross, Aristóteles A ristóteles da a esta forma de gobierno el el nombre genéri genérico co de IloXrteia. «constitución», a falta de un término propio para designarla. (N. del F )
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rece los intereses de determinadas clases, concretamente la de los ricos y la de los pobres respectivamente. Ocurre, añade Aristóteles, que los ricos son siempre minoría y los pobres mayoría; pero si en contrásemos un Estado en el que hubiese más ricos que pobres, enton ces el gobierno de los ricos en favor de sus propios intereses sería fundamentalmente lo mismo que la oligarquía (a pesar de que, en sentido estricto, el término «oligarquía» significa el gobierno de unos pocos), y el gobierno de los pobres en favor de sus propios intereses sería lo mismo que lo que denominó democracia (aun cuando, en sen tido estricto, el término «democracia» significa el gobierno de todos o de la mayoría). En opinión de Aristóteles, las características de una forma de gobierno vienen dadas no tanto por el número de gober nantes como por sus fines y objetivos. Esto significa que la primera clasificación, basada en el número de gobernantes, ha sido desplazada, en la visión que acabó adoptando, por su segunda clasificación en función del propósito del gobernante o gobernantes y, cuando existe más de un gobernante, en función de las características sociales de la clase dirigente. Dado que la esencia de la oligarquía no es el go bierno de unos pocos, sino el gobierno en interés de los ricos, sería más adecuado denominarla plutocracia; y dado que la esencia de la democracia, tal y como la interpreta Aristóteles, es el gobierno en interés de los pobres, podría sugerirse, aunque él no lo hace, una
nueva denominación: «penetocracia» (de penes, palabra griega que significa «pobre»). Aristóteles no pensaba que toda forma de gobierno persiguiese el interés del grupo o clase gobernante. Antes bien, creía en la posi bilidad de encontrar «constituciones» o formas de gobierno en las que los gobernantes favoreciesen el interés de toda la sociedad. Pero reconocía que no era nada fácil localizar asociaciones políticas en las cuales se pudiesen realizar las formas de gobierno ideales — la monar quía y la aristocracia— aristoc , por pode r logobierno que estaba dispuesto uesto en a aceptar que la « Politeia» eraracia— la forma másdisp factible la práctica. No obstante, sólo es verdad esto en relación con el Estado. En una familia es perfectamente posible que un padre gobierne «monárqui camente», es decir, tomando él solo las decisiones, pero en favor de la familia en conjunto. Se oye decir a menudo que en la teoría marxista (me declaro incompetente para asegurar que este fuera el punto de vista del propio Marx) todo gobierno es un gobierno de clase que
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persigue únicamente los intereses del grupo dirigente. Se presupone que el motivo único de la acción es la búsqueda del propio interés, y que cualquier miembro del grupo dirigente que colabore en la con secución de los intereses del grupo lo hará porque es el medio mejor de asegurar sus propios intereses. Esta tesis tiene visos de placibi lidad y una apariencia de realismo cuando observamos la conducta efectiva de los partidos políticos, en el poder o en la oposición, o la conducta de los patronos y los trabajadores de una fábrica. Cabe poner en duda que resulte siempre cierta en lo que se refiere a la fábrica, aunque a veces lo sea y aunque en el siglo xix, con su con cepción del hombre como homo economicus, economicus, se diera por sentada (de ahí tal vez la generalización marxista). Pero ciertamente no se cumple en lo que atañe a la mayoría de las familias, de las comunidades reli giosas, de los colegios, etc. (Si el Sr. Squeers * fuera un maes maestro tro típico, el retrato que Dickens nos brindó de él habría errado el blanco.) Una comparación entre el Estado y otros grupos organizados, tal y como Aristóteles pretendió con su comparación y contraste en tre el Estado y la familia, puede demostrarnos que el presupuesto psicológico de la teoría clasista del gobierno es falso. Es más difícil percibir una preocupación por el bien general en una asociación muy
extensa que en una más pequeña, como una escuela, o que en una comunidad, como la familia o la Iglesia. El propio interés y el interés de clase han de tenerse muy en cuenta en la política. Pero no porque el interés egoísta sea el único motivo de la acción. Aquellos que de tentan una posición de poder en una familia, en una Iglesia o en una escuela rara vez lo ejercitan exclusivamente en favor de sí mismos.
4. Estado Esta do y nación nación Parece más adecuado considerar al Estado como una asociación, y no como una comunidad. Es obvio que el Estado está organizado; de hecho, quizás sea la más organizada de todas las formas de aso ciación. No resulta fácil, sin embargo, especificar un conjunto de objetivos concretos que puedan serle atribuidos. La ciudad-estado griega desempeñaba un número prácticamente ilimitado de funciones Personaje de la novela Nicholas Nickleby. (N. del T.)
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sociales; y las del Estado moderno han aumentado enormemente a lo largo de los siglos xix y xx. En un famoso pasaje, al comienzo de su Política (1.2), dice Aris tóteles que la polis nace por mor de la propia vida, pero una vez que existe asume como objetivo la buena vida. Es habitual traducir polis por «el Estado», y debido a ello, algunos filósofos, influidos por Aristóteles, han mantenido que el objetivo del Estado es la buena vida en todos los aspectos, esto es, todos aquellos objetivos que, a los ojos de los hombres, merece la pena tratar de alcanzar. Pero la polis griega estaba más próxima a la comunidad que el Estado moderno. «La buena vida», es decir, la suma de todos los propósitos comunes aceptados, puede considerarse como una función de la comunidad. La ciudad-estado de los griegos no era un Estado en el sentido actual del término, dado que el Estado de hoy cede en parte la consecu ción de la «buena vida» a otros órganos sociales, y a las personas. Podría argumentarse que toda la vida de una comunidad debería estar organizada por el Estado, que el Estado debería identificarse con la comunidad cuya población comparte, como ocurría en la ciu dad-estado de los griegos, en donde la religión, la moral y el arte, del
mismo modo que el orden y la defensa, formaban parte de las fun ciones de las polis. Podría argumentarse también que en una comuni dad excesivamente grande es imposible, o que no es deseable para ninguna comunidad, organizar centralizadamente todos los objetivos sociales, sin dejar ámbito alguno a la iniciativa privada. Pero en cual quier caso, el hecho es que el Estado moderno, a excepción del tota litario, no intenta organizar por sí solo todos los fines comunes, por lo que sus objetivos están limitados en la práctica. En el mundo moderno el Estado es normalmente un Estado na cional, es decir, una nación organizada como una asociación. La nación es una comunidad, un grupo de personas que reúne todas las condi ciones necesarias para la vida en común y que alienta sentimientos de lealtad y de identificación, pero que no se limita a un conjunto de fines determinados. Con el fin de observar la diferencia, consideremos los dos sentidos en los que se utiliza el término «nacionalidad». El libro de registros de los hoteles tiene normalmente una colum na con el encabezamiento: «Nacionalidad». Algunos escoceses tienden a escribir en esta columna «escocés» (Scot o Scottish) y otros «bri tánico». En el sentido legal del término, que es al que el registro se
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refiere, todos tienen la nacionalidad británica. Este concepto legal puede también denominarse ciudadanía. En el lenguaje legal de los Estados Unidos se habla de «ciudadano» de los Estados Unidos (ya que una expresión equivalente a «súbdito británico» sería inadecuada para aquellas personas que no deben obediencia a un rey o una reina). En la Commonwealth se habla de nacionalidad británica y, además, de ciudadanía del Reino Unido y Colonias, o de un determinado Do minio británico. Un escocés, lo mismo que un inglés, tiene pasaporte británico. La ley no reconoce la nacionalidad escocesa. Sin embargo, independientemente del concepto legal, existe lo que ha dado en lla marse el concepto de «nacionalidad personal». Esta consiste en un sentimiento de pertenencia a un grupo que habita (o, como en el caso de los escoceses de Canadá, habitaban) un territorio común, comparte el mismo lenguaje y tradiciones, tiene la misma memoria histórica, y prevé un futuro común. En este sentido una persona puede pensar que tiene nacionalidad escocesa, o inglesa, o galesa. Un «nacionalista», por ejemplo, un nacionalista escocés, es aquél que siente profunda mente la nacionalidad personal y trata de que su nación se organice como Estado independiente.
Tal y como demuestra mi ejemplo, nación y Estado no siempre coinciden. Algunas naciones están divididas, o repartidas, entre varios estados; y algunos estados abarcan más de una nación. El Reino Unido de Gran Bretaña incluye a la mayoría de los miembros de las naciones inglesa, escocesa, galesa y a la gente del Ulster (aunque en este último caso no sé si calificarla de nación separada o de parte de la nación irlandesa). El concepto de nación es impreciso. La gente del Ulster comparte con sus vecinos del sur el amor por el paisaje, por el modo de vida y, quizás, por el clima de Irlanda; pero un con flicto histórico de índole político-religiosa los divide en cuanto a sus sentimientos, del mismo modo que la frontera los separa en status legales diferentes. Una nación puede convertirse en un Estado, pero un Estado también puede dar origen a una nación. ¿Deberíamos decir por ello que el pueblo del Reino Unido constituye una nación, aun que en un sentido más vago que Inglaterra o Escocia? En cualquier caso, constituye una comunidad, determinada en parte por la organi zación política y por la consiguiente organización económica, que vinculan a las tres naciones que pueblan Gran Bretaña y a la cuarta nación, o parte de nación, que puebla Irlanda del norte.
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Aun cuando la nación y el Estado tengan los mismos límites territoriales, la pertenencia a una y otro no es necesariamente la misma cosa. Un inmigrante naturalizado y, por tanto, ciudadano de un Estado, con todos los derechos y obligaciones del ciudadano por nacimiento, no se sentirá, al menos por cierto tiempo, miembro de la nación ni será aceptado como tal por los demás. En general, las naciones y estados del mundo moderno suelen tener los mismos miembros, dado que el nacionalismo da lugar a nuevos estados nacionales y los vínculos resultantes de la estatalidad dan lugar a un sentimiento de nacionalidad. No obstante, sigue habiendo una diferencia de carácter entre Estado y nación. La nación es una comunidad y el Estado una asociación; la pertenencia a una nación es una cuestión de sentimientos, que dependen a su vez de la experiencia y de la historia comunes, mientras que la pertenencia a un Estado es una cuestión de status legales.
5. Ra Rasgos sgos distintivos del del E stad o Si queremos definir el concepto de Estado, hemos de diferenciar el Estado de otras especies del mismo género. El Estado es una asociación; pero, ¿en qué se diferencia de otras asociaciones? Hemos de considerar ciertas sugerencias. a) Jurisdicción universal dentro de límites territoriales Acabamos de ver cómo, aun cuando Estado y nación tengan los mismos límites territoriales, la pertenencia a ambos no es absolutamente idéntica. persona puede ser miembro de undeEstado pero no de la nación,Una y viceversa. La cualidad de miembro un Estado se aplica a casi todas aquellas personas que viven dentro de sus fronteras. Digo casi todas porque los derechos y privilegios de un ciudadano no son garantizados automáticamente y de una vez por todas a todo aquel que decida vivir dentro de las fronteras del Estado. Muchos estados conceden la ciudadanía a cualquiera nacido dentro de su territorio, pero un extranjero que inmigra y quiere convertirse en ciudadano, ha de esperar cierto tiempo y demostrar que merece la ciudadanía por naturalización. La ciudadanía, o pertenencia a un Estado,
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conlleva obligaciones del mismo modo que derechos y privilegios. Sin embargo, algunas de las obligaciones impuestas y de los derechos pro tegidos por el Estado se aplican a todas aquellas personas que se hallan dentro de sus fronteras, permanente o temporalmente, inde pendientemente de que sean o no ciudadanos del mismo. Por ejemplo, un extranjero residente no tiene derecho al voto, y si es un visitante temporal, puede no estar obligado a pagar algunos impuestos exigidos a los ciudadanos y a los extranjeros domiciliados en el país; pero sí está obligado a obedecer ordinarias del país, puede ser cas tigado si no lo hace. (Se las da leyes el caso excepcional de lay inmunidad di plomática, garantizada por mutuo acuerdo entre estados, por razones de conveniencia mutua; pero esto no nos concierne en este tema.) A la inversa, puede exigir la protección de sus derechos fundamenta les por parte de las leyes penales y civiles del país. Del mismo modo que se haría merecedor de un castigo si roba a un ciudadano o a cual
quier otra persona, también un ciudadano o cualquiera puede ser me recedor de castigo si le roba a él. La jurisdicción del Estado se aplica universalmente a todas aquellas personas que se encuentran dentro de sus fronteras. El alcance de la jurisdicción se limita aproximadamente al terri torio reconocido de un Estado (ampliado a sus aguas territoriales, es pacio aéreo y barcos bajo su bandera en aguas internacionales). Estos límites se definen a través de un acuerdo general de los estados sobre la base del derecho internacional, establecido para mitigar posibles fuentes de conflicto. La población mundial se reparte entre los distin tos estados, y cada uno ejerce una jurisdicción universal dentro de sus fronteras. Esto no puede decirse de ninguna otra forma de asocia ción. No quiero decir con ello que sea imposible en principio para cualquier otro tipo de asociación, por ejemplo una Iglesia, incorporar la característica de ejercer una jurisdicción universal dentro de un territorio, sino que en el mundo actual esta característica está restrin gida a los estados. b)
La jurisdicción obligatoria
El segundo rasgo del Estado está íntimamente conectado con el primero. La jurisdicción universal de un Estado dentro de un terri-
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Problemas de filosofía política
torio significa que todas las personas que se encuentren en ese territorio están sujetas a sus normas. A menudo, una proposición universal equivale a una proposición de necesidad, y esto es lo que ocurre en este caso: cualquier persona situada dentro de las fronteras de un Estado ha de estar sometida a sus normas, le guste o no. Pero una proposición universal no es siempre equivalente a una proposición de necesidad. A veces, «Todos los A son B » no implica que «Todo aquello que sea A debe ser B » . Puede existir una sociedad en la que cualquizás todos, llegó de hecho, sean en miembros de una determinada Iglesia, cosa a ocurrir algún momento con los habitantes de Utah. De ello no se deduce necesariamente que no se pueda ser miembro de esa sociedad sin pertenecer a esa Iglesia en concreto. Puede que todos los habitantes hayan elegido pertenecer a ella; o al menos, puede que nadie haya optado por no ser miembro de ella,
aunque pudiese hacer una elección diferente si lo desease. Sin embargo, en lo que atañe a la jurisdicción del Estado no existe posibilidad de elección. Si residimos, o incluso si nos encontramos de visita, en un determinado territorio, quedamos por fuerza sujetos a la jurisdicción del Estado que lo controla. No podemos decir que elegimos no estar sometidos a sus leyes. Si nos hallamos en un país, estamos obligados necesariamente por sus leyes, y si desobedecemos alguna, seremos merecedores de castigo sobre la base del supuesto de que estamos obligados por tales leyes. El sometimiento obligatorio a la jurisdicción de un Estado depende de la condición de que se permanezca dentro de sus fronteras. En otros tiempos, si un grupo de personas preferían no someterse a las leyes de su Estado, podían abandonarlo y fundar una nueva comunidad en cualquier otra parte con normas de su propia elección. Hoy en día, todavía resulta posible emigrar a otro país si no nos gustan las leyes del nuestro, pero no así crear una nueva comunidad con sus propias leyes. Todas las partes habitables de la Tierra (y también casi todas las inhabitables) han sido expropiadas y convertidas en nuevos estados o sometidas a la jurisdicción de estados ya existentes. Si no nos gustan las leyes inglesas y tenemos medios para emigrar, podemos escapar a la jurisdicción del Reino Unido, pero no a la jurisdicción de todos los estados. Si emigramos a Australia, quedamos sometidos a la jurisdicción de ese Estado. Por añadidura, está el hecho
2. L a polít ic a y el E st a d o
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de que muchos de los que desean abandonar su propio Estado carecen de medios para hacerlo, o en algunos países no les es posible obtener un visado de salida, o el permiso de entrada o de residencia permanente en el país que hayan elegido. El primer rasgo del Estado que hemos considerado, la jurisdicción universal, no se da hoy en día en ningún otro tipo de asociación y puede servir, por tanto, como característica que diferencia al Estado moderno de otras asociaciones. ¿Es aplicable esto al segundo rasgo? Se afirma a menudo que el Estado se distingue por ser una asociación compulsiva mientras que todas las demás son voluntarias. Si consideramos por un momento las asociaciones y las comunidades conjuntamente, no es cierto que la posibilidad de formar parte de
cualquier otra asociación distinta del Estado sea susceptible de elec ción. Se nace miembro de una familia, y a veces de una religión. No podemos elegir abandonar una familia, en el sentido de renunciar al parentesco biológico. Pero podemos decidir abandonar una familia en tanto grupo social, es decir, podemos renunciar a asociarnos con los demás reconocer obligaciones hacia ellos. Presumiblemente, miembros cabe decir oloa mismo de las comunidades religiosas. Puede haber ciertas comunidades religiosas que sostengan que, si se nace en su seno, se sigue perteneciendo a ellas aun incurriendo en apostasía o en un desprecio deliberado de sus normas y prácticas; pero como, al revés que el Estado, no pueden hacerla efectiva, esta doctrina de los vínculos de sumisión permanente puede calificarse de mito. Algunas personas pueden verse hasta cierto punto obligadas a afiliarse a un sindicato si desean conseguir un determinado trabajo. Pueden optar por abandonarlo, pero a costa de cierto sacrificio, a costa de dejar ese empleo por otro. Esto es semejante a la posibilidad de escapar a los inconvenientes de un determinado Estado a costa de emigrar a otro. Análogamente, en algunas regiones la renuncia a actuar como miembro de una determinada Iglesia o credo puede conllevar sacrificios tales como tener que afrontar un ostracismo social y quizás también económico. La obligación de aceptar la obediencia exigida por el Estado es de mayor grado que la exigida por otros grupos sociales, incluyendo asociaciones tales como los sindicatos, pero no parece que ésta sea una obligación diferente en lo que concierne a su carácter compulsivo.
Problemas de filosofía política
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c)
Funciones
Las distintas asociaciones tienen funciones diferentes. Ya he men cionado, en la sección 4, la opinión de que el Estado debería encar garse de llevar a cabo todos los fines públicos. Algunos filósofos han mantenido que el Estado se diferencia de otras asociaciones en que es omnicompetente en sus funciones; en que incluye dentro de sí a las demás asociaciones, siendo una asociación de asociaciones, la totalidad de la comunidad organizada en todos sus aspectos como una gran aso ciación. Este punto de vista ha sufrido la influencia de una concentra ción excesiva en la teoría y en las prácticas de la antigua Grecia, en donde la ciudad-estado constituía el conjunto de la comunidad orga
nizada, y en donde Platón y Aristóteles, en consecuencia, consideraron que la polis era omnicompetente. Algunos filósofos posteriores han aceptado esta tesis y estimado las funciones, mucho más limitadas, del Estado moderno como un defecto, olvidándose de las consecuen cias que tiene la diferencia de tamaño entre los dos tipos de Estado y la diferencia de carácter de la religión en Grecia y en el mundo moderno. Cabe apreciar una influencia parecida en la analogía entre el Estado y un organismo, que también debe mucho a la teoría griega y, en especial, a Aristóteles. Afirmar que el Estado es omnicompetente puede significar una de estas tres cosas: que el Estado puede hacerse cargo de todas las fun ciones posibles, que, de hecho, se hace cargo de ellas, o que debería hacerse cargo de ellas. En un capítulo posterior (V, sección 3) consi deraremos los puntos de vista relativos a que puede o debería hacerse cargo de todas las funciones. En la práctica ningún Estado lo hace. Tal vez los llamados estados totalitarios afirmen lo contrario, pero la realidad es que no han cosechado un éxito total (han fracasado, por ejemplo, en el terreno de la religión). Merece la pena observar que la pretensión de identificar de un modo absoluto al Estado con la comunidad suele ir de la mano con el intento de convertir a la reli gión, o algún sustituto de la misma, en una parte de la política. Esto se cumplía en el caso de la antigua Grecia y también en el caso de la ideología comunista de hoy en día; el comunismo puede considerarse a la vez como una especie de religión y como un sistema político. ¿Cuáles son entonces en la práctica las funciones del Estado mo derno? Su función primaria es la solución y la prevención de con-
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flictos, o, dicho de otro modo, el mantenimiento del orden y de la seguridad. Existen dos clases de seguridad: la seguridad dentro de la comunidad y la seguridad frente a las agresiones que provie nen del exterior. La primera significa seguridad frente a la infracción deliberada de los derechos de la persona o de la propiedad (por ejem plo, frente a la agresión personal o el robo) y frente a daños infligi dos de manera involuntaria (por ejemplo, los debidos a negligencia). La seguridad frente a agresiones exteriores abarca también el daño deliberado (ataques bélicos por parte de estados) y el involuntario (como cuando una industria nacional sufre las consecuencias de una inundación del mercado con mercancías extranjeras más baratas). La
seguridad interna se consigue manteniendo el orden, es decir, mediante la inculcación de conductas que garanticen dicha seguridad. El dere cho penal de un Estado, así como la mayor parte de su derecho civil, se orientan hacia este fin. Por tanto, se dice a menudo que el objetivo primario del Estado es preservar «la ley y el orden»; pero, en sentido estricto, esta definición confunde el propósito y el método. El obje tivo, fin o propósito es preservar c) orden; la ley, con sus sanciones, es el método utilizado por el Estado para hacer efectivo éste y otros objetivos. La seguridad frente a la agresión exterior se consigue a través del mantenimiento de las fuerzas armadas, el establecimiento de alianzas y tratados con los estados extranjeros y la concertación de medidas económicas tales como los acuerdos comerciales y arancelarios. Esta función primaria que acabamos de describir puede calificarse de negativa, en el sentido de que se encamina a proteger los derechos o el bienestar existentes contra posibles daños, a diferencia de una función positiva, que acrecentaría el bienestar, crearía nuevos dere chos o redistribuiría los ya existentes. El objeto de la función nega tiva es preservar el stalu quo de los derechos y oportunidades. En los siglos xvn y x v i i i la teoría liberal-democrática mantenía que ésta era la única función del Estado; la promoción o la búsqueda de ulteriores beneficios positivos correspondía al individuo, y para tal fin habría que concederle la mayor libertad posible. La actividad del Estado, que adopta la forma de crear y hacer cumplir las leyes, restringe la liber tad, en el sentido de que sus requerimientos de que hagamos o deje mos de hacer esto o lo otro limitan nuestra libertad de acción. El propósito de tales leyes, se decía, era prevenir que las personas usur pasen los derechos y libertades de los demás. La tarea del Estado
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consistía en asegurar a cada persona un área de libertad lo más amplia posible. Por tanto, su intervención debía ser mínima, limitándose a la función negativa de prevenir que una persona o grupo lesione la libertad de otra persona u otro grupo. En lo que atañe a la búsqueda de un bien bien positivo — felicidad, cultura, cultura, desarrollo moral— moral— , ésta ésta correspondía al individuo, libre de promover su propio bien según sus gustos y capacidades. Si fracasaba, por falta de esfuerzo, falta de capacidad, o mala suerte, desgraciadamente no podía recabar ayuda del Estado. Una asociación voluntaria, como, por ejemplo, una organización de caridad, podría hacer algo por él, pero no el Estado. Este
habría de mantenerse al margen de tales asuntos. Puede decirse, pues, que sus leyes reflejan el pensamiento satirizado por Arthur Hugh Clough: Tbou shalt not kill, bul need’st not strive Officiously keep alive *. Esta doctrina del Estado mínimo se encuentra en el polo opuesto de la que mantiene que debería hacerse cargo de todas las funciones sociales posibles. Como he señalado, la primera doctrina gozó de gran popularidad en los siglos x v i i y xvm. Hoy en día, casi todos los estados añaden una función positiva a la negativa de protección de los derechos establecidos. Existe una diferencia considerable entre las democracias liberales y los estados comunistas en cuanto al grado en que desempeñan la función positiva; y entre las mismas democracias liberales, algunas se han apartado más que otras del ideal del Estado mínimo. Los Estados Unidos, por ejemplo, se han apartado mucho menos que Gran Bretaña, aunque en su caso el Estado tampoco se limita exclusivamente a la función negativa de preservar el orden y la seguridad. La nueva función positiva del Estado moderno puede describirse como la promoción del bienestar y de la justicia. Actualmente se considera que el incremento de bienestar de los miembros de la comunidad, así como la distribución más justa de los derechos que detentan, es una responsabilidad que corresponde a la comunidad nacional en conjunto, en su forma organizada. Dado que la noción de justicia * No matarás, mas tampoco es necesario necesario que luches luches / oficiosamente por mantenerte mantenerte vivo.
2. La política
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el Estado
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se utiliza para referirse a todo aquello relacionado con los derechos, podríamos decir que también el Estado mínimo contempla la justicia como objetivo. Sin embargo, su práctica de la justicia es una función de conservación (podríamos decir incluso que se trata de una fun ción conservadora), mientras que la función positiva busca reformar el orden de los derechos legales, para hacerlo más concorde con las ideas morales existentes acerca de la justicia (denominada a menudo
«justicia social»), «Bienestar» es un término impreciso. Puede referirse exclusiva mente a los medios necesarios para conseguir el bienestar físico, tales como alimentos, vivienda y cuidados médicos; pero también puede incluir algunos de los medios necesarios para la consecución del bien estar mental o espiritual, tales como la educación, las galerías de arte, los museos y los teatros. Hoy en día, todos estarán de acuerdo en que un Estado debería hacerse responsable de la consecución de cierto bienestar material para todos sus miembros, de impedir, por ejemplo, que nadie muera de hambre a causa del desempleo o la enfermedad. Pero no así. todos al alcance habríapara de tener una medida Encoinciden Inglaterrarespecto existe un Servicio que Nacional la Salud, pero en Estados Unidos muchas personas se oponen a la idea de la «medicina socializada». El concepto actual de «Estado del Bienestar», en muchos países de la Europa occidental y de la Commonwealth, consiste en que el Estado debe responsabilizarse de obtener un míni mo básico de bienestar material para todos, y que la persona ha de asumir por sí misma la responsabilidad de intentar superar ese mí nimo básico; pero existen diferencias de opinión, entre los diversos partidos políticos y otros grupos, respecto a dónde ha de situarse la línea que fije o determine el mínimo básico. Cuando se alude a un tipo de bienestar no-material, existe incluso un acuerdo menor acerca del papel a desempeñar por el Estado. En los estados comunistas es donde cabe observar un mayor intervencionismo en este campo. Todos los estados toman medidas respecto a la educación, pero en las demo cracias liberales se piensa que la educación no puede ser monopolizada por el Estado. Si vamos más allá del tema educativo y de las institu ciones que contribuyen a la educación, tales como museos y galerías de arte, nos adentramos ya en terrenos muy resbaladizos. En Ingla terra, la mayoría opinamos que al Estado no le concierne, o le con cierne muy poco, el gozo estético (por no decir nada de las actividades
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religiosas), aunque, de hecho, el Estado actual ofrece cierta ayuda financiera no sólo para las galerías de arte, sino también para el tea tro, la música, la ópera, el ballet, y en menor medida para la literatura. No obstante, exceptuando el problema de la educación, estas cosas no se suelen considerar, fuera de los países comunistas, como respon sabilidades fundamentales del Estado. ¿Sirven las fundones del Estado para diferenciarlo de otras aso
ciaciones? función cuando la consideramos en elemento su totali dad, sí lo La hace; pero negativa, la función positiva no sirve como diferenciador. Una parte de la función negativa puede ser desempe ñada además por otras asociaciones. Una organización como «Securicor», que ofrece la custodia de dinero u otros objetos de valor, tiene como función principal la seguridad, aunque dentro de un campo de acción limitado. Un tipo diferente de asociación, una escuela o una universidad por ejemplo, pueden tener un procedimiento disciplinario para mantener el orden, pero tal procedimiento está subordinado a los fines de la asociación y queda restringido a los límites de la misma. Sólo el Estado tiene como fin efectivo la consecución del orden in terno dentro de la asociación, y sólo el Estado se ocupa simultánea mente del mantenimiento del orden interno y de la seguridad frente a una agresión externa. La función positiva, en cambio, no es exclusiva del Estado. Mu chas asociaciones y comunidades tratan de promover el bienestar y el trato justo de sus miembros; tal es el caso de la familia, las comu nidades religiosas, las organizaciones de caridad, los sindicatos y las asociaciones profesionales en general. De hecho, el Estado del Bienes tar ha asumido simplemente una parte de una fundón social que antes se atribuía en su totalidad, y en parte se sigue atribuyendo, al es fuerzo voluntario de las personas y de las organizaciones de caridad. La diferencia estriba en que cuando el Estado asume la responsabili dad de ayudar a los pobres y a los débiles, ésta cesa de ser una cues tión voluntaria para convertirse en una ley obligatoria. Esto nos lleva a la consideración de*otra característica del Estado, los métodos que utiliza para llevar a cabo sus funciones. d)
Métodos
El método prindpal que el Estado utiliza para llevar a cabo sus funciones es el sistema de derecho, es decir, un sistema de normas
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respaldadas por un poder coercitivo. Sin embargo, este método desempeña un papel muy pequeño en la consecución de seguridad frente a agresiones que provengan del exterior. En este caso es el poder coercitivo, reflejado en las fuerzas armadas y en los acuerdos sin fuerza de ley concertados con otros estados, el que se pone de relieve. Pero incluso en este campo el derecho ocupa un lugar, tanto en lo que se
refiere a las normas del derecho internacional como en lo que atañe a las leyes internas relativas al reclutamiento y mantenimiento de las fuerzas armadas o a la imposición de cuotas y aranceles. Para preservar la seguridad interna, y para llevar a cabo la función positiva de promover el bienestar y la justicia, el Estado se apoya de un modo absoluto en el método del derecho. La utilización de este método afecta a los tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. El legislativo hace la ley, o más exactamente, una de sus partes, la ley escrita. El ejecutivo (que en este contexto abarca no sólo al gobierno, sino también la larga lista de funcionarios públicos, esto es, la administración, la policía y servicios carcelarios, las fuerzas armadas, etc.), lleva judicial a efectointerpreta la ley aplicándola obligando a su cumplimiento. El poder la ley y, yademás, en la práctica, pero no en la teoría formal, ayuda a crear derecho en el caso del derecho consuetudinario o del derecho jurisprudencial. Tan fundamental es el derecho para el concepto de Estado que un teórico, Hans Kelsen, ha mantenido que la mejor forma de comprender al Estado es considerándolo simplemente el sistema del derecho. ¿De qué manera sirve el derecho para diferenciar al Estado de otras asociaciones? Todas, o casi todas, las asociaciones regulan la conducta de sus miembros a través de un sistema de normas, frecuentemente determinadas formalmente en una constitución. La diferencia entre las normas prescritas por el Estado, que denominamos leyes, y las normas de otras asociaciones reside en la combinación de dos elementos. En primer lugar, las normas del Estado están respaldadas por la fuerza. Las decisiones de los tribunales están respaldadas por el poder de la policía y los servicios carcelarios, y, en última instancia, el ejecutivo puede, si resulta necesario, utilizar el poder de las fuerzas armadas. Ha de tenerse en cuenta que la diferencia no reside simplemente en las sanciones, por ejemplo, los castigos por infracción de normas, sino en el poder de hacerlas cumplir. Cualquier asociación
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Problem as d e filo so fía polític a
puede imponer castigos por las infracciones de sus normas en que pueda incurrir uno de sus miembros. Un sindicato, el director y los profesores de un colegio, un organismo, como el Consejo General Médico, que regula la conducta de una determinada profesión, pueden prescribir castigos (tales como multas, privaciones de diverso tipo,
suspensiones o expulsiones) para las infracciones de normas. En algunos casos, el de la escuela, por ejemplo, los castigos sólo pueden ser llevados a efecto hasta cierto punto. Si el miembro infractor de la asociación rehúsa aceptar el castigo, o, como en el caso del niño en una escuela, logra que un adulto responsable cuestione si es adecuada o no la imposición del castigo, la asociación ha de recurrir a la autoridad de las leyes del Estado, de la cual se deriva su propia autoridad, y si es necesario la decisión disciplinaria de la asociación puede ser examinada ante un tribunal, cuyo fallo está respaldado por el poder del Estado. La mera utilización del poder coercitivo no constituye, desde luego, un monopolio del Estado; las bandas de rufianes y ladrones armados también se sirven de él. He venido refiriéndome al papel que desempeña el poder coercitivo para hacer cumplir las normas de una asociación, y no al que desempeña cuando fuerza la voluntad de una persona o de un grupo de personas. Sin embargo, ocasionalmente este último puede convertirse en lo primero. Así ocurre, por ejemplo, cuando una banda ilegal, como la mafia siciliana, actúa virtualmente como si estuviese ejerciendo las funciones de un Estado. Para poder observar nítidamente la diferencia entre las normas del Estado y las de otras asociaciones, hemos de añadir un segundo rasgo del derecho estatal. A ello he aludido al referirme a la autoridad del derecho estatal en relación con la autoridad de otras normas. Las normas de otras asociaciones sometidas a la jurisdicción de un Estado, y la autoridad que tales asociaciones poseen para crear y aplicar sus normas, está subordinada a las normas del Estado. Las normas del Estado son la norma suprema. Esto es lo que significa la soberanía de un Estado, concepto tan fundamental para todas las ideas asociadas con el Estado moderno que precisa analizarse por separado. e)
Soberanía
Afirmar que el Estado es soberano equivale a decir que el Estado tiene autoridad suprema o decisiva sobre una comunidad, que sus normas anulan las de cualquier otra asociación. Todas las asociaciones
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situadas dentro del territorio del del Estad Estado o — municip municipios, ios, fábricas, sindicatos, universidades— universidades— están sujetas a su aautoridad. utoridad. L Los os poderes legales que detentan les son concedidos por la autoridad legal del
Estado. Crean normas en tanto se lo permiten o exigen las leyes del Estado. Cualquier disputa interna dentro de una de estas asociaciones (por ejemplo, entre un miembro y el órgano directivo), o entre dos asociaciones (por ejemplo, entre un municipio y una universidad), está sujeta a la jurisdicción de los tribunales del Estado. Pero, al menos en el mundo actual, los poderes legales del propio Estado no están sometidos a ninguna autoridad superior. En otro tiempo podía decirse que la autoridad de un rey quedaba sometida a la autoridad superior de una Iglesia universal; y es fácil imaginar que quizás en el futuro la autoridad de los estados quede sometida a la autoridad superior de una organización internacional, del mismo modo que hoy en día la autoridad de estados no soberanos como Alabama o Michigan, miembros constituyentes de una unión federal, se subordina en muchos aspectos a la autoridad del Estado federal. A ello se debe que algunos hablen de «renunciar a nuestra soberanía» cuando se debate el ingreso en una organización política supranacional, como podrían ser los Estados Unidos Europeos (o, para el caso, el Mercado Común, si las aspiraciones políticas del Tratado de Roma llegan a hacerse realidad) o una forma revisada de la O.N.U. Pero, de momento, el Estado soberano constituye una autoridad final. Podemos Podem os pregunta preguntarnos: rnos: ¿q ¿qué ué ocurre con el derecho internacional? ¿No es acaso superior en autoridad al derecho de un Estado particular? Y ¿no es el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya, o las Cortes europeas de Estrasburgo y Luxemburgo, superior a los tribunales de Inglaterra o Escocia? La respuesta a la primera parte de este interrogante no es del todo clara, dado que el derecho internacional sirve para definir los límites jurisdiccionales de los estados soberanos, y en otros aspectos la autoridad del derecho internacional se está desarrollando marcadamente hoy en día. No obstante, desde un punto de vista legal, una respuesta escueta y general al problema sería que no lo es. Desde un punto de vista moral, en cambio, la respuesta podría ser afirmativa; es decir, cabe pensar que el derecho internacional debería considerarse superior al derecho municipal (esto es, nacional). Pero la doctrina legal vigente mantiene que muchas normas del derecho internacional (aunque no todas) son legalmente obliga-
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Problemas de filosofía política
torias para un Estado sólo si ese Estado acepta voluntariamente su obligatoriedad; y si lo hace, un método frecuentemente utilizado es
el de incorporar la parte pertinente del derecho internacional al propio derecho nacional. La relación entre un tribunal internacional y los tribunales ingleses no es igual que la existente entre un tribunal de casación y otro de primera instancia. Puede que algún día sea así; de hecho, cabe observar indicios de esta tendencia en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, creado para decidir sobre las demandas presentadas por una persona contra su propio Estado, una vez agotados todos los recursos asequibles a través de los tribunales del Estado. El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas es, en cierto sentido, superior a los tribunales de los estados miembros dentro de los límites fijados por el Tratado de Roma; sus interpretaciones del Tratado tienen carácter vinculante para los estados miembros, pero no ejerce las funciones de un tribunal de casación. Naturalmente, no afirmamos que el derecho de un Estado esté por encima del derecho internacional o del derecho de otro Estado. Sostener que el derecho de un Estado tiene una autoridad suprema no equivale a decir que carezca de iguales, o que es la única autoridad legal suprema del mundo. Los estados reconocen la soberanía igual de otros estados, del mismo modo que reconocen que el derecho internacional tiene una esfera independiente de autoridad. Afirmar que el Estado tiene soberanía o autoridad suprema significa que su autoridad legal no está subordinada a ninguna otra autoridad, y que al mismo tiempo se sitúa por encima de la autoridad de otras asociaciones que actúan dentro de los límites territoriales de su jurisdicción. Este examen de los rasgos distintivos del Estado demuestra que el Estado se diferencia de otras asociaciones por su jurisdicción universal y por su función negativa, y que el carácter específico del derecho le viene dado por el hecho de estar respaldado por la fuerza y de poseer autoridad soberana. La naturaleza obligatoria de la jurisdicción del Estado, así como su función positiva, difieren en grado pero no cualitativamente de los rasgos similares que presentan otras asociaciones. Así pues, podemos definir el Estado como una asociación ideada primordialmente para mantener el orden y la seguridad, que ejerce una jurisdicción universal dentro de unos límites territoriales, utilizando para ello el derecho respaldado por la fuerza, y a la cual se le reconoce una autoridad soberana.
Capítulo 3
SOBERANIA, PODER Y AUTORIDAD
1. Sobera Soberanía nía de dell Est Estad ado o En el mundo moderno hablamos de «estados soberanos». Pero no todos lo son. Aquellos que son miembros constituyentes de un Estado o unión federal carecen de soberanía, dado que, salvo en determinados campos de acción, están sujetos a la soberanía del Estado o unión federal. La soberanía que se atribuye a los estados que no son miembros constituyentes de un Estado federal reviste especial importancia desde el punto de vista de las relaciones internacionales. La soberanía del Estado no ha sido siempre una característica de la sociedad internacional del pasado, y puede que tampoco lo sea en el futuro. Sin embargo, desde hace tres o cuatro siglos ha sido un factor político esencial, y de hecho parece que lo seguirá siendo por el momento. Así pues, es importante aclarar qué significa este concepto. Una cuestión controvertida de la ciencia política es la referente a dónde se sitúa la soberanía de un Estado. ¿Reside acaso en el legislativo que detenta el poder de hacer leyes que pueden anular las normas del derecho consuetudinario u otras normas escritas anteriores en el tiempo? ¿ O en u un n Tribu Tribunal nal Supremo capaz de determinar si un acto del poder legislativ legislativo o es constitu constitucional? cional? ¿O , por eell contrario, reside en la misma Constitución, o en el órgano que tiene el poder para reformarla? De ahí que unas veces se hable de «la soberanía 65
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Problemas de filosofía política
del Parlamento» y otras de la «soberanía del pueblo». No me ocuparé de este espinoso problema, sino del significado del término «soberanía» cuando se aplica al Estado en su totalidad. Las actividades de éste se reparten entre diferentes órganos, ninguno de los cuales es supremo los aspectos. embargo, conesotras asociaciones en y todos con otros estados, Sin el Estado enensurelación conjunto considerado soberano. Soberanía significa supremacía. Pero ¿supremacía sobre qué? En el capítulo anterior he definido la soberanía en función de la autoridad legal. Decir que el Estado es soberano supone afirmar que sus normas, las leyes, tienen una autoridad final; no puede recurrirse contra ellas ante otro conjunto de normas con mayor capacidad decisoria. En cambio, las normas creadas por otras asociaciones o comunidades están subordinadas a la autoridad de las normas estatales. Quizás ciertos teóricos dirían que, a pesar de que este concepto de soberanía legal es sin duda útil para los abogados, tiene poca importancia para la política, por lo que se hace necesario un concepto diferente, el de soberanía política, definido en términos de poder en vez de autoridad legal. A mi entender, el denominado concepto de soberanía política, definido en términos de poder, es sencillamente confuso. Es indudable que el poder es esencial para la política, y también para el derecho, pero no creo que la soberanía del Estado pueda entenderse como algo diferente de la soberanía legal.2 legal. 2
2. La teoría del poder Plantearé el tema de la teoría del poder de la soberanía considerando por qué el concepto legal se estima imperfecto para fines políticos. La soberanía legal considera al Estado, o al sistema de derecho del Estado, como una autoridad legal suprema. El concepto ha de comprenderse desde un punto de vista legal. Desde un punto de vista moral, podríamos decir que las leyes del Estado carecen de autoridad suprema. Si la conciencia de una persona le dice que no debe obedecer una determinada ley, entonces, moralmente, su desobediencia está justificada, dado que en la mayoría de las cuestiones morales (algunos (alguno s dirán que en todas) la autoridad suprema es la conciencia. Pero no existe una justificación legal para que esta persona desobedezca. De
3. Soberanía, poder y autoridad
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existir esa justificación, la ley de que se trate carecería de una autoridad legal final; afirmar que está legalmente autorizado a desobedecer implica que existe una ley ley superior que permite que una ley particular sea desobedecida. Podemos ilustrar la diferencia mediante el ejemplo de la objeción de conciencia al servicio militar. Cuando existe el reclutamiento obligatorio, una ley determina que todos los hombres aptos de determinadas edades, y en algunos casos también las mujeres, puedan ser llamados a filas. Si una persona tiene objeción de conciencia fundamentada para realizar el servicio militar, está moralmente autorizada a rehusarse a cumplirlo. ¿Está también legalmente autorizada a ello? Esto depende ya de las leyes del país de que se trate. Si, como en el caso de algunos países, la lev no prevé la objeción de conciencia, no estará legalmente autorizada o justificada para rehusarse a cumplir el servicio militar; pero para esta persona es un problema de concienconciencia, es decir, de juicio moral, decidir lo que debería moralmente hacer, teniendo en cuenta el hecho de que existe, en general, una obligación moral de obedecer la ley, aunque esta obligación entre a veces en conflicto con alguna otra obligación moral. Si la persona decide que su deber moral es desobedecerla, el Estado está legalmente autorizado para imponerle los castigos previstos para los casos de transgresión de la misma; y en determinadas circunstancias, la persona puede incluso considerar que tiene la obligación moral y legal de aceptar tales castigos. Sin embargo, en Gran Bretaña, cuando se produce el reclutamiento, se acompaña de una legal paradice los casos de objeción de conciencia. Nuestra leyprevisión de reclutamiento que todos los hombres aptos de determinadas edades pueden ser llamados a filas a menos que que (entre otras excepciones) demuestren satisfactoriamente ante un tribunal que son objetores de conciencia. Por tanto, una persona está justificada moral y legalmente para rehusarse a cumplir el servicio militar a causa de la objeción de conciencia. Pero la previsión legal comprende únicamente la objeción de conciencia reconocida por un tribunal. Si una persona no logra demostrarla ante un tribunal, tiene la obligación legal de acatar el aviso de reclutamiento, pero puede ocurrir queenesta persona que está moralmente a desobedecerlo, cuyo caso sedecida hace legalmente acreedora aobligada las penas prescritas por el Estado.
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Problemas de filosofía política
Cabe apreciar, pues, que la asignación de la autoridad final se lleva a cabo desde un determinado punto de vista, sea legal o moral. Ahora bien, la ¡dea de soberanía del Estado, tal y como la he descrito, la idea de que las leyes del Estado constituyen una autoridad final, procede del punto de vista legal, o lo que es lo mismo, del punto de vista del propio Estado, dado que la ley es simplemente el conjunto de normas mediante las cuales el Estado regula sus actividades. Ciertamente, cabe la posibilidad de que una asociación o una comunidad diferente mantenga también que, desde su propio punto de vista, detenta la autoridad final. Del mismo modo que una persona puede decir que, desde el punto de vista moral, su propia conciencia es la autoridad final, así una Iglesia puede decir que, desde el punto de vista de la religión, sus reglas son la autoridad final. Puede incluso decir que no existe ningún aspecto de la vida que quede fuera del alcance de la religión. En consecuencia, es posible que una Iglesia mantenga que las decisiones políticas están subordinadas al juicio de la religión, y que las normas de la Iglesia tienen más autoridad que las del Estado. Esto es lo que pretendía el papa en la Edad Media. El conflicto entre el papa y el emperador radicaba en que ambas partes creían ser la autoridad superior. En esa época no hubiera podido darse un acuerdo general acerca de que los estados son soberanos, es decir, autoridades supremas. Cuando todos los reyes de la Cristiandad reconocían obediencia al papa, su propia autoridad no era suprema; era una autoridad subordinada. Pero cuando quebró la estructura de la sociedad medieval, se planteó la necesidad de reconocer una forma nueva de autoridad suprema, y cada Estado reclamó para sí tal autoridad, es decir, afirmó ser su propio amo y no estar sujeto al mando arbitrario de ninguna autoridad superior. Por tanto, la doctrina de la soberanía del Estado surgió conjuntamente con la creación de estados nacionales independientes, a causa de la ruptura de la comunidad organizada de carácter universal en que consistía la Cristiandad. En el conflicto entre Iglesia y Estado, ambas partes reclamaban autoridad, pero en la práctica el Estado venció a causa de su mayor poder. Ha de tenerse en cuenta que «poder» en este caso no significa simplemente la capacidad de hacer cumplir la propia voluntad, sino también la capacidad de hacerlo mediante la amenaza de la fuerza. El mayor poder del Estado era el poder de la fuerza de las armas. En
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consecuencia, algunos podrían decir que el único concepto de soberanía del Estado que realmente importa es el que alude al poder en este sentido, y no a la autoridad. Cualquier asociación o comunidad puede pretender ser una autoridad final desde su propio punto de vista, y cualquier persona puede pretender lo mismo desde el punto de vista de su propio juicio acerca de lo que debe hacer. Sin embargo, se podría decir que lo que realmente importa es el poder de llevar a efecto esta pretensión. Una persona puede asegurar que está justificada para desobedecer la ley, pero el Estado tiene el poder de obligarla a cumplir sus exigencias. He dicho anteriormente que un objetor de conciencia que no ha sido capaz de satisfacer a las autoridades del Estado puede considerarse moralmente autorizado u obligado a desobedecer la ley, y también moralmente obligado a aceptar las penas legales. Adoptará este último punto de vista si reconoce que tiene una obligación moral general de obedecer las exigencias del Estado, aun cuando considere que esta obligación general queda anulada, en lo que atañe al cumplimiento del servicio militar, por la obligación de respetar la vida humana. Pero naturalmente es posible que la objeción de conciencia de una persona vaya todavía más lejos y que considere que qu e no tiene tiene obligación moral moral 'd e aceptar las penas legales. legales. En ese caso, si se le encarcela, el castigo le es impuesto a la fuerza. Análogamente, una Iglesia puede considerar que el Estado no tiene derecho a limitar sus actividades; pero el Estado tiene poder, mientras que la Iglesia no lo tiene, y por tanto puede decirse que la Iglesia se ve forzada a someterse al Estado. Por razones como éstas, algunos teóricos hablan de un concepto de «soberanía política» diferente de la soberanía legal. El argumento trata de demostrar que la soberanía del Estado ha de definirse, para los fines de la política, como el poder coercitivo supremo, y no como la autoridad legal. ¿Logra dicho argumento demostrarlo? Que la posesión de poder coercitivo es fundamental para el Estado es algo que no necesita subrayarse. El problema estriba en si la soberanía o supremacía del Estado es una supremacía del poder coercitivo. El argumento demuestra ciertamente que el término soberanía no puede definirse como la pretensión a la autoridad suprema, pues también otras asociaciones o comunidades pueden abrigar idéntica aspiración, y la que es soberana es la que puede sustanciarla. El problema se convierte entonces ento nces en: ¿q ¿qué ué puede sustanciar un unaa aspiración a la la autoridad su su--
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prema? Y la respuesta que se nos sugiere es: la supremacía del del poder coercitivo.
3. Objeciones a la teoría de dell poder No creo que sea correcto decir que la soberanía del Estado consiste en la supremacía del poder coercitivo, y que esto, y sólo esto, justiñca la pretensión del Es Esta tado do a la autoridad autorid ad suprema. E l poder supremo no es ni (1) una condición suficiente ni (2) una condición necesaria para justificar esta pretensión. Consideremos cada una de estas objeciones por separado. necesaria
(1)sustanciar ) La supremacía del poder coercitivo no suprema. es siempreEllo puede para(1 una pretensión a la autoridad verse claramente en las relaciones internacionales. Concedo que, por lo general, el Estado puede hacer efectiva su pretensión a la autoridad suprema dentro de su propio territorio, siempre y cuando tenga en su dominio un poder coercitivo superior al de cualquier otro grupo o asociación dentro de su jurisdicción. Hay excepciones ocasionales, pero en general la autoridad del Estado y de sus leyes no permanecería a no ser que estuviese respaldada por un poder superior. Sin embargo, esto se cumplía también antes de que los estados fuesen considerados soberanos. La idea de soberanía cobra sentido fundamentalmente al examinar la relación de un Estado con órganos de autoridad no situados dentro de su propio dominio, principalmente otros estados y autoridades internacionales tales como la Iglesia universal, o una organización internacional legal o política. Es, por tanto, perfectamente adecuado señalar que en las relaciones internacionales el concepto de soberanía del Estado no exige la supremacía del poder coercitivo. Sin referirme por el momento a las potencias pequeñas y grandes, diré tan sólo que unos pocos estados, como Licchtenstein y San Marino, carecen virtualmente de poder en lo que se refiere a las relaciones internacionales, y sin embargo son estados soberanos. Sin duda, no conservarían este carácter si sus vecinos, estados poderosos, los invadiesen y anexionasen. Sea como fuere, existen, de hecho, estados soberanos cuyo poder, desde una óptica internacional, es muy
reducido.
3. Soberanía, poder y autoridad
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Los defensores de la teoría del poder aducirán que estos estados no son reales o eficaces; son estados de juguete, meras apariencias cuya existencia depende de la complacencia de los estados propiamente dichos, es decir, de los estados poderosos. Pero consideremos a dónde nos conduciría el hilo de este argumento. La teoría del poder mantiene que la soberanía consiste en la supremacía del poder coercitivo, o lo que es lo mismo, de un poder que capacite al Estado para formular y llevar a cabo sus programas políticos sin que su libertad de acción padezca restricciones por parte de cualquier otro organismo con poder. Esto implica que sólo aquellos estados que calificamos de grandes potencias son soberanos. Recordaré aquí una discusión mantenida en un congreso internacionall de ci ciona cienc encia ia política, celebrado en 19 1961 61,, entre el profeso profesorr Hans J. Morgenthau y el profesor Raymond Aron. Se refería a la noción de Estado «viable» y no a la soberanía, pero puede aplicarse a la teoría del poder que venimos analizando. Morgenthau había escrito que Gran Bretaña y Francia ya no eran estados viables, como lo habían sido antes de la Segunda Guerra Mundial, porque su libertad de acció acción n (por ejemplo, en la op operación eración de Suez en 19 1956) 56) estab estabaa mermada por los programas políticos de los EE.UU. y de la URSS. El profesor Aron replicó que eso implicaba que, de los cien o más estados existentes en ese momento, únicamente dos eran «viables», mientras que el resto eran «¡nviables». Señaló que la tesis del profesor Morgenthau suponía tan sólo unados forma nueva,potencias y ademásy desorientadora, de decir que sólo existen grandes que Gran Bretaña y Francia han dejado de serlo (cosa que nadie rebatiría). No obstante, añadió Aron, Gran Bretaña y Francia, y la mayoría de los demás estados, se las arreglan para mantenerse como tales y, por tanto, son viables. Un defensor de la teoría del poder de la soberanía no tiene más remedio que suscribir la opinión del profesor Morgenthau. Gran Bretaña y Francia solían tener suficiente poder como para gozar de la libertad de acción necesaria para llevar a efecto sus programas políticos, pero ahora su libertad de acción está limitada por el superior poder de los EE.UU. y de la Unión Soviética. Por tanto, sólo las grandes potencias son realmente soberanas. La denominada soberanía de los demás estados es una mera apariencia que depende de la buena
voluntad de los estados que realmente tienen poder soberano.
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Problemas de filosofía política
Ni siquiera una gran potencia disfruta normalmente de una libertad de acción total. Las dos grandes potencias del mundo actual se limitan respectivamente sus esferas de acción. Eso es lo que significa el «equilibrio de poder». La única clase de Estado con libertad de acción total sería aquel que controlase un imperio sobre todos aquellos pueblos con los que tiene una relación efectiva, como fue el caso de Roma en los primeros siglos de la era cristiana. Pero el tipo de límite que impone un equilibrio de poder es comparable al límite territorial que existe sobre la soberanía legal. La autoridad legal de cada Estado se reduce a su propio territorio y se ve contrapesada por la autoridad igual que los demás estados detentan en sus territorios. La supremacía de la autoridad legal no significa una autoridad superior a cualquier otra que exista, sino una autoridad no inferior ni subordinada a otra. Del mismo modo, la libertad de acción de una gran potencia se limita a su propia esfera de influencia y se ve contrapesada por una libertad igual de las otras potencias, en sus respectivas esferas de influencia. La supremacía del poder se refiere, por tanto, a un poder no inferior al ejercitado por otro Estado y, consecuentemente, sólo la detentarán las grandes potencias. Es obvio que las grandes potencias ocupan una posición clave en la política mundial, y si la teoría del poder nos dijese simplemente que la igualdad formal de la soberanía legal de todos los estados es ficticia cuando trata de determinar principios políticos para las relaciones internacionales, todos estaríamos de acuerdo. Pero ello no supone explicar el significado del concepto de soberanía del Estado, concepto que no se reduce a las grandes potencias y que ni siquiera los que lo interpretan en términos de poder coercitivo pretenden restringir de este modo.2 modo.2 (2) (2 ) Paso ahora a la segunda parte de mi mi crítica a la teoría del poder. La supremacía del poder coercitivo no es suficiente para sustanciar una aspiración a la autoridad suprema. Esto también puede ser ejemplificado a través de las relaciones internacionales, si pensamos en las circunstancias que llevan al reconocimiento de un Estado por
parte de los demás. El ejercicio de un control eficaz sobre un territorio es una condición necesaria pero no suficiente. Sin embargo, el fundamento de la crítica puede verse más claramente si observamos la situación internacional de un Estado.
3. Soberanía, poder
y autoridad
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En el siglo x v n , Thomas Hobbes Hob bes 12 empleó un un argumento para demostrar que el poder, por sí solo, no es suficiente para justificar la autoridad política, o, tal vez y como lo expresó, no es suficiente para constituir «dominio». A menudo se supone que Hobbes defendió una teoría del poder de la soberanía, pero, a mi juicio, el punto fundamental de su teoría reside en que tanto el poder como el reconocimiento de autoridad son necesarios. Hobbes mantiene el punto de vista de que el dominio de Dios está formado únicamente por poder, o al menos así parece reconocerlo en algunas de sus consideraciones acerca de Dios. Afirma que el poder de Dios es irresistible y que esto por sí solo justifica y explica el dominio divino sobre el mundo de la naturaleza, incluido el género humano. Pero en las relaciones entre los hombres ninguna persona o grupo ocupa la posición de Dios, es decir, ninguna puede ejercer un poder irresistible en todo tiempo y lugar; y este hecho es lo que determina que la posesión de poder sea insuficiente para el dominio político. Hobbes, no obstante, es perfectamente consciente de la importancia del poder en la política. En uno de sus libros 2 compara el ejercicio de la autoridad política con los triunfos en los juegos de naipes, y añade «permitidme decir que en materia de Gobierno, cuando no hay otras cartas descubiertas, los bastos son triunfos». (Hobbes probablemente pensó en este mordaz epigrama al recordar una anécdota sobre su padre, que era sacerdote pero no un ejemplo resplandeciente de clérigo. En realidad, prefería los juegos de naipes a los libros. Después de permanecer despierto hasta muy tarde un sábado por la noche jugando a las cartas, a la mañana siguiente se durmió durante el servicio religioso, y al parecer soñó con las cartas pues de repente gritó: «bastos son triunfos».) Adviértase que, tal y como Hobbes emplea la frase, los bastos son triunfos en política «cuando no hay otras cartas descubiertas». Si nadie tiene una carta normal de triunfo, un título ordinario a la autoridad política, como el consenso popular o la sucesión hereditaria, sólo, y sólo entonces, el poder llena el vacío existente.
A pesar queque Hobbes se percata plenamente de layimportancia del poder,decree es esencial distinguir entre poder dominio. 1 Véase es especi pecialme almente nte Leviatin, Leviatin, capítulos capítulos 20, 31. 2 Diálogo entre un filósofo y un estudiante de Common Law en Inglaterra.
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Un esclavo o un cautivo, afirma, están en poder de su amo, pero no por ello son súbditos, como lo es un ciudadano o un criado. Súbdito es poder, aquel que que su yamo no únicamente el de reconoce dictar órdenes, que,tiene por ello derecho, tanto, sey siente obligado y no sólo forzado a obedecer. Un cautivo o un esclavo obedece porque no tiene otra alternativa, pero si no se encuentra encadenado y entrevé la oportunidad de escapar a espaldas de su amo, no hay razón que le impida hacerlo. Un criado, al contrario que un esclavo, trabaja bajo un contrato de servicio que le obliga a cumplir la voluntad de su amo incluso en aquellas ocasiones en las que éste no le vigila; y de acuerdo con Hobbes, existe una diferencia análoga entre el ciudadano y el cautivo. Puede ocurrir, naturalmente, que los hombres se conviertan en súbditos de un nuevo soberano a resultas de una conquista, y Hobbes llegó al extremo de afirmar que si las gentes de un país son vencidas en la guerra y se someten al poder superior del conquistador, se convierten en súbditos suyos, es decir, quedan obligados a rendir obediencia a su nuevo gobernante. Ahora bien, se presume, en este caso, que han prometido tácitamente obediencia y que, por tanto, están moralmente obligados por esa promesa. Esta presunta promesa, claro está, la han hecho bajo el temor de que los maten, por lo que ha sido obtenida a la fuerza. Pero, según Hobbes, sin ella no existiría ni obligación ni dominio. Esto se parece a una distinción sin una diferencia. Hobbes dice que se supone que los súbditos están obligados por una promesa que se hace por miedo al poder del conquistador, y que sin ella no serían súbditos. Pero ¿existe realmente alguna diferencia entre un cautivo que obedece por miedo al poder de su amo, y un súbdito de quien se dice ha realizado una promesa tácita por miedo al poder del conquistador? Parece que la diferencia no es más que una distinción de palabras, como en el epigrama de John Harrington: Treason doth never prosper: wkat’s the reason?
For if it prosper, none daré cali it treason *.
Sin embargo, de hecho, en la distinción de Hobbes hay algo más. Sería una distinción sin una diferencia únicamente si el gobernante * La traic traición ión nun nunca ca prospera, ¿por qué raz razón? ón? porque si prosperase nadie se atrevería a llamarla traición.
3. Soberanía, poder y autoridad
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pudiese ejercitar su poder sobre todos de un modo permanente, es decir, si tuviese un poder de carácter universal e irresistible como el que Hobbes atribuye a Dios. Si consideramos lo que normalmente significa el poder coercitivo en un contexto político, observaremos que no consiste en la fuerza física, como cuando una persona fuerte presiona el dedo de una más débil sobre el gatillo de una escopeta, hiriendo de este modo a un tercero. Los funcionarios del Estado utilizan, en parte, esta clase de fuerza; así, cuando la policía arrastra a una persona que se resiste hasta la comisaría, o cuando se confina a la fuerza a los criminales convictos tras los muros y rejas de la prisión. Pero lo más frecuente es que el ejercicio del poder coercitivo en un contexto político sea como inducir a alguien a cumplir nuestra voluntad por miedo a las consecuencias que tendría no hacerlo. La mayoría de las personas a quienes se arresta «se entregan sin resistencia», porque saben que la policía puede Llevarlos a la fuerza si no lo hacen. Ahora bien, un gobernante (o un órgano de gobierno) con poder coercitivo, es decir, que dispone de los medios para hacer que las personas le obedezcan por miedo a consecuencias desagradables, no puede aplicar ese poder sobre todos de un modo permanente. No puede tener soldados armados o fornidos policías vigilando continuamente a todos sus súbditos para forzarles a que obedezcan sus órdenes. Todos sabemos que, en las novelas policiacas, el malo es puesto fuera de combate en cuanto comete su primer error. Si un gobernante se apoyase únicamente en su poder coercitivo, tendría que apuntar constantemente con un rifle a cada uno de sus súbditos. Al igual que en una prisión, sería necesario mantenerse siempre alerta frente a posibles intentos de fuga o motines. Empero, hasta en una prisión, a menos que las celdas permaneciesen siempre cerradas, el director de la misma no podría ejercitar su poder sobre los reclusos de no contar con la obediencia voluntaria de los guardianes. Aunque un tirano hiciese vigi-
lar a cada ciudadano por soldados armados, la propia obediencia de los soldados no podría conseguirse a la fuerza. Como señaló David Hume ',ecer ha mandar a sus soldados teniendo menos su «par «p arec er»; »;dey como dijera Platón 21 much mucho o antes, aluna bandaen decuenta ladrones sólo puede aterrorizar a la población si existe entre ellos una 1 «Sob re los Principios Principios Fundament Fundamentales ales de Gobiern o», en Ensayos sobre Moral Política y Literatura. 2 La República, I.
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lealtad no forzada. Pero, en cualquier caso, ningún Estado, ni siquiera uno puede si fuese unavoluntaria, cárcel. Alnomenos hastatotalitario, cierto punto, ha dirigirse de existircomo una obediencia obligatoria, lo cual significa un reconocimiento de la autoridad. Es indudable que las leyes del Estado tienen tras de sí la amenaza de la fuerza; ahora bien, si fuese necesario utilizarla cada vez que se plantea una posibilidad de desobediencia a la ley, el sistema se desmoronaría. De hecho, la mayoría mayoría de las personas cumplen la ley porque reconocen su autoridad y aceptan el deber de obedecerla. Un título para ejercer autoridad puede ser aceptado por diferentes razones. Una Una razón (bastante frecuente) es el ejercicio efectivo del poder. Esta es la verdad que se oculta tras la teoría de que el poder justifica la autoridad. autorid ad. Si un gobernante (o un grupo de gobernantes) gober nantes) se hace con el poder, puede ser calificado de usurpador en un principio y ser después reconocido como soberano. Aquellos que están en su poder dirán: «Nos sometemos, aceptamos tu gobierno porque tienes el poder.» Esto es lo que Hobbes tiene in mente mente al aludir a una promesa tácita cuando el dominio se establece mediante conquista. Su punto de vista puede verse claramente en la firma de un documento de rendición por parte de los representantes de una nación vencida en la guerra. El documento representa el «pacto» de Hobbes. La nación vencida está obligada, por una especie de promesa, a obedecer las condiciones impuestas por el conquistador. Las condiciones se aceptan bajo coacción, pero el tratado de rendición persiste en sus efectos de obligatoriedad después de que el conquistador ha retirado sus tropas. Así pues, hay algo en la teoría del poder, pero el control efectivo del poder no es la única razón para reconocer un título para ejercer
autoridad. La autoridad ha de ser reconocida sobre otras bases, tales como la sucesión hereditaria o el consenso general (este último sin duda alguna, ya que a veces el consentimiento de la mayoría no significa automáticamente la contribución de su poder en caso de guerra). Y a pesar de que el control del poder coercitivo es a menudo la causa de que las personas reconozcan una pretensión de autoridad, no siempre ocurre así. Cuando el poder se ejercita de una manera brutal e injusta, muchas personas del país pueden negarse a reconocerle, prefiriendo la resistencia a la sumisión, aun cuando las posibilidades de éxito sean muy pequeñas. También puede ocurrir que otros estados
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se nieguen a reconocer de iure al nuevo régimen, aun cuando reco nozcan que, de fado, tiene un control efectivo. No deja de ser verdad, sin embargo, que la clase de autoridad que el Estado ejerce exige cierto uso de poder coercitivo y que nunca desaparece la posibilidad de recurrir a la utilización de la fuerza cuan do sea necesario. Si pudiésemos confiar que las personas tomasen sus decisiones al modo de los cuáqueros, es decir, buscando «el sentir de la asamblea», el ejercicio del poder no sería necesario. Esto es lo que se halla implícito en la teoría marxista cuando se afirma que el Estado acabará por «desaparecer», esto es, que cuando los hombres alcancen un nivel en el que guíen sus acciones por referencia al bien común, voluntariamente aquello que lesyconviene y no necesarioacordarán obligarlos. En una comunidad religiosa, a menudo en será una familia adecuadamente dirigida, la autoridad, sea la de una sola per sona o la opinión de la mayoría, puede ser reconocida y aceptada sin el respaldo de la fuerza para hacerla cumplir. Pero, en el desenvolvi miento normal de la sociedad, esto no ocurre, y, por lo tanto, el Estado necesita disponer de un poder coercitivo en que basar su autoridad. La autoridad del Estado es, desde luego, la autoridad del derecho, y las leyes del Estado, como he señalado en el capítulo anterior, di fieren de las normas de otras asociaciones y comunidades por depen der de la fuerza y por tener autoridad soberana. La fuerza del poder coercitivo es tan esencial para el derecho como para otros aspectos de la política, pero la soberanía del Estado es un atributo de la auto ridad del derecho estatal, no un atributo de la fuerza o del poder que el Estado debe esgrimir para hacer eficaces su sistema de derecho o
sus programas program as políticos.4
4. Poder y autoridad Reviste importancia aclarar la distinción entre poder y autoridad, ya que a menudo se confunden tanto en la esfera del lenguaje como en la del pensamiento. Hablamos de que una ley da «poder» a un ministro para hacer esto o aquello, cuando queremos decir que le está dando autoridad. Del mismo modo, hablamos de actuar más allá de los «poderes legales», o de actuar ultra vires, cuando la palabra «auto-
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rielad» hubiese expresado de un modo más claro lo que queremos decir. Esta imprecisión del lenguaje aparece al comienzo mismo de la discusión teórica sobre la soberanía, en el siglo xvi, en la obra de Juan Bodino Bodin o Bodino escribe escribe que: « L a sobera soberanía nía es el poder [puissance] perpetuo y absoluto del Estado... es decir, el poder supremo de ordenar. Es necesario formular aquí la definición de soberanía, porque no existe ningún jurista o filósofo político que la haya definido, aunque es el rasgo principal y el más necesitado de comprensión cuando se aborda el tema del Estado.» Bodino continúa hablando de puissance souveraine y de puissance absolue, dando la impresión de que la soberanía esbien, una cualquiera cuestión detiene poder el sentido ordinarionecesarios de la palabra. Ahora el en poder o la capacidad para emitir una orden, pero no todos están autorizados o tienen derecho para hacerlo en determinadas circunstancias, y no todos son capaces o tienen el derecho de hacer cumplir sus órdenes. ¿Se refiere Bodino mediante la expresión «poder absoluto» a la capacidad de dictar órdenes efectivas, es decir, a la capacidad para hacer que las órdenes dictadas sean cumplidas? Esto, en rigor, sería el poder. ¿O se refería, más bien, al hecho de estar autorizado o tener derecho a dictar órdenes y a que éstas se cumplan? Esto sería la autoridad. Una lectura detenida de toda su explicación de la soberanía muestra que se refiere a lo segundo, pero su utilización de la expresión «poder absoluto» sugiere la primera interpretación. El significado más general del término «poder» es capacidad. Ello puede observarse claramente a partir del término francés pouvoir y
del término latino potestas, ambos derivados del verbo «poder» (pouvoir, posse). Debido precisamente a este significado general del término «poder», en inglés cabe utilizar la misma palabra — power — para referirnos a la potencia [power'] de una dinamo, a la fuerza [power] de voluntad o al poder [power] político. A este significado del término le llamaremos sentido 1. Sin embargo, cuando hablamos de poder en un contexto social, estamos pensando normalmente en un tipo determinado de capacidad, la capacidad de hacer que otras personas hagan aquello que queremos que hagan. Llamaremos a éste el sentido 2. El poder, según el sentido 2, puede depender de diferentes cosas. Una persona puede ser capaz de que otros hagan lo que ella1 ella 1 1 Los Seis Libros de la República, I, 8.
3. Soberanía Soberanía,, poder y autoridad
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quiere, debido a su especial locuacidad, o porque los demás confían en ella por su sabiduría o su integridad, o porque ocupa un determinado cargo, o porque tiene la fuerza necesaria para hacerles pasar un mal rato si se rehúsan. Estas cuatro razones pueden aplicarse al ejercicio del poder político, pero la última es especialmente destacable en situaciones conflictivas. Esto último es el poder coercitivo, el cual utiliza la amenaza de una fuerza superior para conseguir que otros hagan lo que deseamos cuando no quieren hacerlo. Llamaremos a esto el sentido 3. Debido a la importancia del poder coercitivo en los conflictos políticos, la palabra «poder», que en un principio significaba cualquier clase de capacidad, se asocia con la capacidad de coacción. Cabe observar esto en las dos palabras francesas pouvoir y puissance. Ambos sustantivos se derivan del verbo pouvoir, pero tienen connotaciones diferentes. Pouvoir, como la palabra inglesa potoer, es asociable a coacción, pero también admite los sentidos 1 y 2. En cambio, puissance tiene una tendencia más definida a incorporar connotaciones de poderío o fuerza y de posibilidad de coacción. Análogamente, el latín tiene los dos sustantivos potestas y potentia, derivados del verbo posse, pero potentia a menudo, aunque no siempre, lleva la connotación de poderío o fuerza, lo mismo que puissance. Por otra parte, potestas se utiliza frecuentemente para significar «autoridad», lo mismo que «poder» cuando hablamos de darle a alguien «poderes» legales. La razón para ello se deriva de lo que he dicho respecto a los diferentes fundamentos de que puede depender el término poder en
el sentido 2. Uno de estos fundamentos es el hecho de que la persona que detenta poder ocupe un determinado cargo o posición. Si una persona ocupa una posición de autoridad, y en virtud de dicha posición es capaz de conseguir que los demás hagan lo que les dice, su poder, según el sentido 2, consiste en el ejercicio de la autoridad. A ello se debe que quepa utilizar el término «poder» con el sentido de autoridad. Tener autoridad para hacer algo, es tener el derecho de hacerlo. Hemos de distinguir aquí dos sentidos del sustantivo «derecho». A veces, cuando decimos que una persona tiene el derecho de hacer algo, queremos decir simplemente que puede o se le permite hacerlo, que la acción que se propone llevar a cabo no está prohibida por ninguna ley o norma moral, o que una determinada ley le permite cometer acciones de esa clase. Según este sentido del sustantivo «de-
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recho», un derecho una libertad, unaen licencia, una autorización; lo denominaré «derechoes de acción». Pero, segundo lugar, a veces hablamos de tener un derecho refiriéndonos a un derecho a recibir algo, un derecho frente a otro, quien tiene la obligación de darnos aquello a lo que tenemos derecho. Así, si Jones tiene derecho a las cinco libras que le debe Robinson, es un derecho a recibir cinco libras, es un derecho frente a Robinson, y a él corresponde la obligación de pagar. Según este sentido atribuido al sustantivo derecho, un derecho es un título a algo que se nos debe; lo denominaré «derecho de recepción». La lengua francesa tiene en cuenta esta distinción empleando la expresión droit de para un derecho de acción, y droit á para un derecho de recepción. Ahora bien, no es necesario que el derecho de recepción implique recibir algo material. Puede consistir en el derecho a no ser molestado, en la ausencia de restricción para hacer aquello que decidamos hacer. Esto es el derecho a la libertad, el derecho a que los demás nos dejen tranquilos. Es necesario distinguirlo del derecho de acción, de la libertad o licencia para actuar de un modo determinado, aunque normalmente, cuando tenemos un derecho de acción, una libertad para actuar, tenemos también un derecho de recepción a esa libertad exenta de interferencias por parte de otras personas, para hacer aquello que legal o moralmente nos está permitido. Otra cosa inmaterial sobre la que podemos tener un derecho de recepción
es la obediencia. Podemos tener derecho a que se cumplan nuestras órdenes, y ello es un derecho de recepción, es un derecho frente a otra persona o personas, y la obligación que corresponda al mismo, es la obligación de cumplir las órdenes. La autoridad para dar órdenes supone esta clase de derecho de recepción. A veces hablamos de estar autorizados (y no tan a menudo, utilizamos la expresión: tener autoridad) para hacer algo, cuando estamos refiriéndonos a que tenemos un derecho de acción, pero dando a entender, además, que tenemos también un derecho de recepción a que no se nos moleste. Si tengo un carné de conducir, tengo derecho, o he sido autorizado, o me han dado permiso formal, para conducir un coche. Aquí «tengo un derecho» significa «puedo». Pero cuando una ley autoriza (o da el poder) a un ministro de la Corona para llevar a cabo determinadas reglamentaciones, ello no sólo le permite hacer algo, sino que impone también a los ciudadanos la obligación de aceptarlas. Por tanto, la ley le concede el derecho de recibir obediencia
3. Soberanía, poder y autoridad
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a sus reglamentaciones, y no sólo el derecho de dictarlas. La autoridad para dictar órdenes no es sólo un permiso o un derecho a hacer algo, como lo es el permiso (o la autorización) para conducir un coche; es también un derecho frente a aquellos a quienes se dirigen las órdenes, para que hagan lo que se les ordena. Es un derecho a recibir obediencia, al que corresponde la obligación por parte de los demás de concederla. Ambos sentidos «un derecho a» o «estar autorizado», pueden considerarse como una capacidad o un poder. Acabo de explicar que el poder de que otros hagan lo que exigimos puede depender del hecho de que ocupemos una determinada posición. En virtud de que ocupamos esta posición tenemos autoridad para exigir de otras personas determinadas cosas, y hacen lo que les exigimos porque reconocen nuestra autoridad. Nuestra autoridad y su aceptación es lo que nos da el poder para que hagan lo que les exigimos. Por tanto, cabe pensar que la autoridad es una forma de poder en el sentido 2, pero también una forma correlacionada con el sentido 3. La posesión de fuerza coactiva representa un medio para conseguir que otros hagan lo que queremos, una forma específica de poder en sentido 2; la posesión de autoridad, en el caso de que sea reconocida, es otra forma. No
ha de sorprendernos, tanto, que la palabra «poder» se utilice a menudo con el sentidopor de autoridad. Un derecho de acción acción pued puedee consid considerars erarsee un pod poder er een n sentid sentido o 1. Es una facilidad, y una suerte de capacidad, para hacer algo. En inglés se expresa que una persona tiene derecho o permiso para hacer algo diciendo: he may do it it [puede, moralmente, moralmente, hacerlo]. hacerlo]. Y en el lenguaje coloquial may may es reemplazado a menudo por can can [poder físicamente físicamente]. ]. En francés, puis-je puis-je es la forma normal de decir may I I [«¿puedo?»]. Sin embargo, en un inglés «correcto» se distingue entre may may y can. can. Al niño que pregunta si puede [can] [can] tomar más pastel se le dice: «No necesitas preguntar si puedes [can], [can], lo que quieres decir es si puedes [may].» [may].» Esta diferencia lingüística tiene su razón de ser. Muchas veces una persona posee la capacidad necesaria para hacer algo (sea comerse un pastel, sea robar o tomar prestado algo de otra persona) sin tener el permiso para hacerlo, y a veces se tiene el permiso sin tener la capacidad necesaria (por ejemplo, para montar en la bicicleta de un amigo). No obstante, una facilidad o un permiso puede considerarse un tipo de capacidad ya que suponen la ausencia de una res-
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P ro b lem as d e filo so fía polít ic a
tricción que, en caso de existir, nos impediría llevar a cabo una determinada acción, incapacitándonos, por tanto, para ejecutarla. Ahora bien, la restricción es normalmente metafórica. Un letrero que rece «Se prohíbe el acceso a este recinto a las personas no autorizadas» puede ir acompañado de barreras físicas, como verjas y muros elevados, pero la barrera legal a la que se alude en el letrero no me incapacita para entrar del mismo modo que la verja y los muros (a menos que no sea lo suficientemente ágil para escalarlos). La barrera que presenta el letrero es una ficción legal, como lo es considerar que permiso una licencia capacidad efectiva. quierunnorma queoestablezca queconceden hemos o una no hemos de hacer estoCualo lo otro ha de entenderse en el sentido de que establece una barrera u obligación metafóricos o ficticios, «obligando» o «compeliendo» a aquellos a quienes va dirigida, limitando su libertad de acción e «incapacitándolos» para actuar de una manera diferente a la prescrita. Esto puede aplicarse tanto a las obligaciones morales como a las legales. Cuando Martín Lutero afirmó: «Aquí estoy. No puedo hacer otra cosa», no era literalmente verdad que no pudiese, pero consideraba su compromiso moral como una obligación que lo incapacitaba para
actuar de otro modo. Análogamente, la ausencia de una norma restrictiva, o el repudio de una norma mediante la concesión de un permiso, pueden considerarse como el levantamiento ficticio o metafórico de una barrera también ficticia o metafórica que, en caso de existir, limitaría la libertad de acción, «capacitándonos», por tanto, para hacer aquello que de otro modo estaríamos «incapacitados» para hacer. Dado que las normas legales están amparadas por el poder coercitivo, el letrero que me prohíbe el acceso a terrenos privados conlleva la amenaza de que, si entro, mi libertad de movimientos puede verse recortada por una barrera real: la prisión. Pero, de momento, si el letrero no va acompañado de una barrera real compuesta de verja y muros, tengo la capacidad, o el poder físico, de penetrar en esos terrenos siempre que esté dispuesto a afrontar las consecuencias. El hecho de que no deba entrar — esto es, que no pueda moralmente entrar— conlleva la ficció ficción n de que no puedo ( físicamente) hacerlo. Las normas legales, morales y convencionales (incluyendo las relativas al lenguaje) nos transmiten la presencia y la ausencia de limitaciones, «obligaciones» y «derechos», «necesidades» y «posibilidades», todas de carácter ficticio. No es del todo cierto que estemos
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«obligados» o «limitados», es decir, que nos resulte necesario obser var una norma legal, moral, de etiqueta, lógica o gramatical, del mis mo modo que estamos obligados a ocupar un solo sitio en una fila, o del mismo modo que nos vemos obligados o necesitamos desviarnos, a causa, por ejemplo, de un corrimiento de tierras, para llegar a nues tro destino. Estas ficciones del lenguaje y del pensamiento humano tienen su razón de ser, precisamente, en el hecho de que la conducta, en su totalidad, de los seres humanos no se produce de un modo ne cesario, sino que, en cada área de pensamiento o de acción, tenemos la capacidad de elegir entre alternativas diferentes. Sólo cuando podemos de hecho realizar (o creer) cualesquiera de las posibilidades alter mos nativas, tiene sentido levantar o eliminar las barreras ficticias mediante los términos «deber» [ought~\ y «poder moralmente» [ ma may y ]. Las conexiones entre los conceptos de poder y autoridad, a las que me he venido refiriendo, quedan aclaradas en los usos ordinarios del lenguaje. Sin embargo, subsiste un foco de posible confusión en el análisis teórico. Los sociólogos citan con frecuencia la clasificación
tripartita de la autoridad o dominio (Herrschaft) (Herrschaft) de Max Weber, que distingue entre la legal-racional, la tradicional y la carismática. La autoridad la forma explícita que he venido con siderando:legal-racional un derecho aesdictar órdenes y a de quelo sean obedecidas, en virtud de la ocupación de un cargo o posición dentro de un sistema de normas deliberadamente estructuradas, que establecen derechos y deberes. E Exi xist stee autoridad autor idad tradiciona tradicionall cuando una una persona — un rey rey o un un jefe tr tribal, ibal, por ejemp ejemplo— lo— ocupa una posición posición superior superio r de man man do, de acuerdo con una tradición de larga data (?), y es obedecida porque todos aceptan el carácter sagrado de la tradición. La idea de autoridad carismática constituye una extensión del significado de la palabra griega chárisma chárisma (el don de la gracia divina) que aparece en el Nuevo Testamento. Tal y como Weber emplea el término, significa aquella autoridad basada en la posesión de cualidades personales ex cepcionales que ocasionan que una persona sea aceptada como líder. Puede tratarse de virtudes piadosas, que conceden a su poseedor una autoridad religiosa; o de cualidades como el heroísmo, la capacidad intelectual o la elocuencia, que despiertan una devoción leal en la guerra, en la política o en cualquier otra actividad. Algunos autores han supuesto que el tercer tipo de autoridad difiere del primero y del segundo en tanto y cuanto consiste en la
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Problemas de filosofía política
capacidad o el poder de imponer obediencia, mientras que los otros dos son ejemplos de un derecho a mandar. Opino que esta conside ración confunde la diferencia que existe entre los tres tipos de auto ridad. Weber está describiendo diferentes fuentes de autoridad, no diferentes sentidos o significados del término. En cada uno de los tres tipos se considera que la persona que ejerce la autoridad tiene el derecho a dictar órdenes, edictos o preceptos, así como el derecho a ser obedecida; pero este derecho surge de bases diferentes. En el caso de que la autoridad legal-racional, derechos se deduce de un conjunto normas definen explícitamente y deberes. En el de de la autoridad tradicional sucede lo mismo, pero aquí las normas no se «promulgan», sino que surgen; es decir, no han sido deliberadamente formuladas por considerarlas deseables o necesarias, sino que se han desarrollado gradualmente a lo largo de un período de tiempo, en el cual una práctica consuetudinaria, aquello que se hace usualmente, se ha ido solidificando hasta convertirse en una regla normativa, aquello
que debería hacerse. En lo que atañe a la autoridad carismática, el derecho proviene de la idea de que las especiales cualidades del líder le hacen idóneo para dirigir a los demás, o constituyen una señal de que ha sido autorizado por un ser sobrenatural acreditado con el dere cho de dictar órdenes y de delegar este derecho a sus vicarios en la Tierra. Una persona a la que se atribuye esta clase de autoridad tiene el poder o la capacidad para exigir obediencia por el hecho exclusivo de que sus seguidores piensan que tiene derecho a ello. Cuando se ejercita efectivamente la autoridad, la persona que la detenta tiene poder en el sentido 2. Es capaz de que los demás hagan lo que les exige. Pero su poder no es idéntico a su autoridad, ni tam poco es la consecuencia de la mera posesión de autoridad, sino más bien del reconocimiento de su autoridad por parte de aquellos a quie nes ordena. En el caso de la autoridad carismática, tal reconocimiento es una condición necesaria para la existencia de autoridad, por lo que aquél que la posee también tiene poder. Esto no se cumple necesaria mente en relación con la autoridad legal-racional o con la tradicional. A veces se inviste a una persona con la autoridad de un cargo de acuerdo con normas formales o con la tradición, pero por alguna razón (por ejemplo, una rebelión popular contra un rey o un gobierno) su autoridad no es reconocida por la mayoría de aquellos a quienes se supone sometidos a la misma. Se tiene entonces autoridad sin poder;
3. Soberanía, poder y autoridad
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se tiene el derecho de dictar órdenes y hacer que se cumplan, pero no se es capaz de conseguir obediencia. Por tanto, la autoridad puede existir sin poder; en este caso, aunque es ineficaz, responde al concepto de tenencia de un derecho. El poder también puede existir sin autoridad; puede tratarse de esa clase de poder en el sentido 2 que simultáneamente es poder en el sentido 3, el poder coercitivo. Una persona que ejercite un poder coercitivo es capaz de conseguir que otros hagan lo que ella desea, no porque se le reconozca un derecho, y menos aún tenga realmente, sino porque temen las consecuencias queporque puede lo acarrear la desobediencia. Se ven obligados o «forzados» a obedecer, en el mismo sentido en que un conductor ha de desviarse de su ruta a causa de un corrimiento de tierras. En sentido estricto, no están ante una situación inevitable. Pueden elegir rehusarse a obedecer acep-
tando las consecuencias, del mismo modo que el conductor puede no desviarse si está dispuesto a renunciar a su propósito de llegar al destino previsto. Pero, como las consecuencias de la desobediencia, o de no hacer el desvío, son menos deseables que la acción alternativa, se califica a esta última de «inevitable» o de que nos es impuesta «a la fuerza». Elegimos llevarla a cabo no voluntariamente, sino debido a que la alternativa que se nos ofrece se opone aún más a aquello que elegiríamos voluntariamente. No la consideramos una verdadera alternativa y decimos que somos forzados u obligados. El ladrón que esgrime una pistola y espeta: espe ta: «l «laa bolsa bols a o la la vida» vid a»,, obliga a su su víctima víctima a desprenderse del dinero porque la mayoría de las personas no podrían aceptar jamás la alternativa que se les ofrece. Efectivamente, la persona amenazada carece de elección posible. Obedece porque no tiene otro remedio. A la obediencia resultante del reconocimiento de autoridad también se la califica de una obligación debida, pero aquí la elección es menos renuente, puede incluso llevarse a cabo con entusiasmo (como en el caso de la autoridad carismática), y constituye una verdadera elección. En caso de no ser así, como cuando se trata del sometimiento a una ley impopular, puede observarse que el reconocimiento de la autoridad va acompañado de la amenaza del poder coercitivo, por lo que la obligación de obedecer a la autoridad va acompañada de la obligación (en el sentido de compulsión) de evitar consecuencias desagradables. La palabra «obligación» tiene, en parte, el mismo significado
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Problemas de filosofía política
en ambos casos, la exigencia o «necesidad» de elegir la obediencia. En rigor, no existe necesidad en ninguno de los dos casos, ya que existe una opción. Pero la obligación resultante de una coacción se parece mucho más a la necesidad, pues difícilmente podemos consi derar la opción como una opción auténtica. Cuando la obligación se debe exclusivamente al reconocimiento de la autoridad, existe la po sibilidad de elección, y la idea de necesidad o de «estar forzado», que sugiere la palabra «obligación», es ficticia o metafórica. Además de esta diferencia, existe también una diferencia parcial en el significado de la palabra «obligación». Cuando estoy obligado a hacer algo por miedo a consecuencias desagradables, estoy simplemente obligado a actuar. Pero cuando estoy obligado por el reconocimiento de la auto
ridad, no sólo estoy obligado a actuar, sino que estoy obligado hacia hacia alguien. Mi obligación hacia ese alguien se corresponde con el dere alguien. cho que tiene frente a mí. La «obligación» ficticia no sólo limita mi libertad de acción, sino que me «ata» a otra persona, la cual tiene un «poder» ficticio consistente en un derecho o una demanda de re cepción. Cuando soy compelido, la persona que esgrime el poder coer citivo tiene un poder real sobre mí; pero no decimos que estoy obli gado hacia ella o que tiene un derecho frente a mí.5 mí. 5
5. Autoridad soberana Aunque tenga sentido hablar de autoridad sin poder, la autoridad política que deja de ser efectiva tiende a desaparecer al cabo de cierto tiempo, incluso como tal autoridad. Dado que el objetivo principal de la autoridad política es mantener el orden y la seguridad en cues tiones conflictivas en potencia, no parece lógico atribuirle un derecho a dictar órdenes a m meno enoss que tenga una clara posibilidad de co conse nse guir su propósito. Si un sistema de derecho estatal ha de ser válido, ha de ser, en líneas generales, eficaz. Con ello no pretendo decir que un fracaso a la hora de capturar y condenar a algunos de sus transgresores invalide una ley, sino que el sistema en su conjunto ha de ser eficaz; y como no cabe esperar un reconocimiento unánime de la autoridad legal, o la obediencia de todos como consecuencia de dicho reconocimiento, la autoridad de la ley debe ir acompañada del poder coercitivo.
3. Soberanía, poder pode r y autoridad
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¿Po r qué ha de ser suprem ¿Por supremaa la autoridad d del el Estad Es tado? o? ¿P ¿Por or qué resulta necesario el concepto de autoridad soberana ? La respuesta que brinda Hobbes es que, sin una autoridad suprema, existiría el caos. Si dos personas o grupos de personas, cada uno de los cuales reclama para sí la autoridad, discrepan, no hay medio de resolver esta falta de acuerdo, salvo estableciendo una autoridad suprema que decida en las controversias. Hobbes mantiene que las personas no pueden resolver sus desavenencias mediante la discusión racional o la consideración mutua del punto de vista contrario. Como hemos visto, esto no siempre es cierto. No lo es, al menos, en lo que se
refiere a una congregación cuáquera, ni respecto a cualesquiera asociaciones o comunidades basadas en el amor, la amistad o el respeto mutuo. No obstante, sí se cumple en relación con lo que suele ocurrir en la vida social, y a ello se debe la necesidad de un árbitro último que resuelva las disputas, al objeto de que éstas no se resuelvan mediante la lucha, es decir, constatando sobre el terreno quién detenta el mayor poder de coacción. Ahora bien, no siempre es necesario recurrir al arbitrio del Estado para la resolución de controversias. Consideremos una disputa laboral relativa a los salarios. Puede que jefes y empleados alcancen un acuerdo a través de la discusión. Si éste no resulta posible, pueden recurrir a la utilización del poder coercitivo en la medida en que lo permita la ley — la huelga, por un lado, y la amenaza de despi despido, do, por po r otro— , o pueden elegir un método de arbitrio, acordando aceptar como dotada de autoridad la decisión que tome un Tribunal de Arbitraje. Ha de tenerse en cuenta que también hay casos en los que puede permitirse que continúe la disputa, sin daño y quizás con beneficio. Se trata aquí de problemas en los cuales la disputa gira en torno a opiniones, sin efectos inmediatos sobre la acción, o al menos sin esos efectos prácticos que constituyen un conflicto en acción. También puede argumentarse, como hizo John Stuart Mili ', que la discusión y el desacuerdo continuos en materia de opiniones son saludables, ya que representan el único medio de aproximarnos a la verdad. El argumento en pro de la necesidad de la soberanía no se restringe, de hecho, al ámbito del Estado nacional. La razón para tener una autoridad suprema es resolver las controversias sin recurrir a la1 la1 1 Sobre la Libertad, cap. 2. [Hay trad. cast. publicada por Alianza Editorial.]
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fuerza. El campo más necesitado de esta fórmula hoy en día es el de la resolución de conflictos internacionales, y, por tanto, cabría aducir numerosísimas razones a favor de la renuncia a la soberanía del Estado en asuntos exteriores y de una forma de soberanía internacional, suponiendo que pueda crearse una forma adecuada que sea aceptada por todos los estados. Aquí nos enfrentamos una vez más con el problema de la autoridad y el poder. Hemos visto que, aun cuando es posible tener autoridad sin poder, en la práctica, en la esfera de lo político, la autoridad ha de estar respaldada por el poder coercitivo. De ahí proviene la gran dificultad de establecer instituciones interna-
cionales con autoridad superior a la del Estado. Los estados pueden avenirse a aceptar ciertos tratados internacionales, pero cuando a un Estado le conviene incumplir un tratado, ¿qué sanción es capaz de impedir que éste sea considerado simplemente un trozo de papel? La autoridad internacional necesitaría la amenaza del poder coercitivo para proteger el imperio del derecho internacional; pero los estados están mucho menos inclinados a dejar el poder coercitivo en manos de una autoridad internacional que a firmar tratados. Al mismo tiempo, en lo que se refiere al derecho internacional, tampoco es cierto que el principal desiderátum sea el poder que tienen las sanciones para hacer que se cumplan las normas. Las leyes internas de un país también dependen de las sanciones, pero sobre todo dependen de que su autoridad sea generalmente reconocida sobre la base de razones diferentes a la amenaza de sanción. Algunos jurist jur istas as internacionales nos dicen que la aceptación general de los tratados y de la jurisdicción de tribunales internacionales reviste mayor importancia que la creación de una fuerza internacional pana hacer efectivas las decisiones judiciales. Construir instituciones políticas sin tener en cuenta las realidades del poder supone un riesgo, pero el reconocimiento de la autoridad del derecho y de sus procedimientos para la resolución de conflictos puede contribuir a hacerlo efectivo, y la eficacia que se consigue difiere conceptualmente de la que produce la utilización del poder coercitivo.
Capítulo 4 LOS FUNDAMENTOS DE LA OBLIGACION POLITICA
1. Obligación moral mo ral y obligación obligaci ón prudencial prudencia l 'La autoridad del Estado implica que aquellos que la ejercitan tienen derecho (de acción) a dictar órdenes y derecho (de recepción) a que tales órdenes sean obedecidas, y que, en relación con el segundo derecho, los ciudadanos tienen el deber o la obligación de obedecer las órdenes. En este capítulo me referiré al problema de por qué tiene el ciudadano un deber de obedecer las leyes del Estado. Este es el problema de los fundamentos de la obligación política. Existe, por supuesto, una respuesta sencilla y obvia a esta cuestión: el ciudadano está obligado a obedecer las leyes del Estado porque el que Estado autoridad soberana.esDe ello sisetiene deduce lógicamente si eltiene Estado tiene autoridad, decir, derecho a dictar órdenes a sus ciudadanos y a recibir obediencia por su parte, los ciudadanos están obligados a obedecer tales órdenes. El derecho de recepción del Estado a ser obedecido por los ciudadanos, y la obligación que tienen de obedecer, son dos maneras diferentes de expresar una misma cosa, el vínculo o conexión metafóricos existente entre las dos partes. Una respuesta así es formalmente correcta, pero no nos dice apenas nada, como cuando Polonio pregunta a Hamlet: «¿Qué lees, mi señor?», y éste contesta: «palabras». La respuesta elude el aspecto central de la pregunta. En el caso de nuestra interro89
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gante sobre la obligación política, la respuesta convierte a la pregunta en: ¿Por ¿P or qué está el ciudadano ciudadano legalmente legalmente obligado a obedecer la ley? Pero así construida, la pregunta carece de objeto, y la única respuesta posible sería una explicación sobre las implicaciones formales de los términos «ley» y «obligación legal». El ciudadano está legalmente obligado a obedecer la ley porque la ley es es justamente aquello
que generar impone una una obligación obligación legal legal.? Pero ¿Qué laotra cosa excepto la ley podría cuestión que planteábamos legal? — « ¿P o r qué tiene el ciudadano ciudadano el deber o la obligación obligación (o, por qué debería) de obedecer obedecer llaa ley ley o al Esta Es tad d o ?»— ?» — no tenía tenía ese sentido, sino que significaba: «¿Qué razones pueden darse para aceptar la jurisdicción legal del Estado?» En el capítulo III, sección 3, afirmé que un título a la autoridad puede ser reconocido por diferentes razones. Una es el miedo al poder coercitivo que la persona u órgano que reclama para sí la autoridad puede ejercer; pero existen también otras razones, como el consentimiento general, o la sucesión hereditaria, o la posesión de cualidades personales especiales por parte del que aspira a la autoridad. Es necesario que hagamos ahora una distinción entre los diferentes tipos de razones que pueden ofrecerse para reconocer un título a la autoridad. (1) Reconocer ese título por miedo o desagrado de las consecuencias de no hacerlo equivale a admitir una obligación prudencial. prudencial. Es decir, debo obedecer en mi propio interés; «es mejor» que haga esto, de lo contrario me ocurriría lo peor. (2) Reconocerlo porque se está convencido de que es justo equivale a admitir una obligación moral. moral. Es decir, tengo un deber moral de obedecer. Por tanto, la pregunta «¿por qué debo obedecer la ley?» puede contestarse desde dos puntos de vista, y en consecuencia puede ser comprendida y contestada desde cualquiera de ambas perspectivas: bien preguntándonos (1) ¿va en mi propio interés obedecer la ley?, lo que nos llevaría a preguntarnos qué es aquello que favorece nuestro propio interés; bien preguntándonos (2) ¿tengo un deber moral de obedecer la ley?, lo que nos llevaría a preguntarnos por qué es un deber moral. Los escritores de filosofía moral solían afirmar que la palabra «debe» [ ougbt ougbt ] tiene sentidos o significados diferentes diferen tes según exprese expr ese una obligación moralque o una prudencial. Hoycasos en día más corriente mantener la obligación palabra tiene en ambos el es mismo significado, pero que depende de diferentes tipos de razones en cada
4. Los fundamentos de la obligación obligación política
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situación. Esta particular discusión que se da en la filosofía moral no afecta a la distinción que he planteado. No importa que digamos que la pregunta «¿por qué debo [ought [ought I] obedecer la ley?» tiene significados diferentes o el mismo significado cuando se formula desde dos
puntos de vista distintos. Lo que importa es que, en respuesta a la pregunta, pueden ofrecerse diferentes tipos de razones. Sin embargo, hay que tener en cuenta que aunque la pregunta, enunciada de esta manera o de otra («¿por qué debería...?», «¿por qué estoy obligado a...?»), pueda hacerse desde ambos puntos de vista, ello no es cierto cuando se utiliza el sustantivo «obligación». La pregunta «¿por qué tengo una obligación...?», o «¿por qué estoy sometido a una obligación...?», no puede, al menos en mi opinión, referirse a una obligación prudencial, sino exclusivamente a una obligación legal o moral. He utilizado el sustantivo al hablar de una «obligación prudencial» para describir aquella situación en la que podemos decir que una persona «está obligada» por su propio interés a hacer algo. Pero, como he señalado en el capítulo III, sección 4, dicha obligación no es una obligación que se tiene hacia hacia alguien, como ocurre en el caso de la obligación moral o legal. No todos los deberes morales o legales son obligaciones hacia hacia personas concretas. Sin embargo, para los fines de nuestra indagación, es importante tener en cuenta que algunos lo son. También he mencionado en el capítulo III, sección 4, que los términos «obligado» y «forzado» se utilizan para referirse a acciones llevadas a cabo bajo coacción, ya que la elección planteada no puede estimarse como verdadera o efectiva cuando una de las alternativas es demasiado desagradable como para ser considerada seriamente. Con todo, no hemos de suponer que esto se cumple siempre en relación con la «obligación» prudencial, o que si se cumple para la mayoría de las personas que se encuentran en una determinada situación, se cumple también para todas. Ciertamente, podemos decidir si seguimos o no los consejos dietéticos de un médico, aun cuando creamos lo que nos dice sobre las consecuencias que podría tener dejar de seguirlos. La mayoría de las personas amenazadas por un ladrón armado pensarán que no tienen elección posible, pero algunos pensarán lo contrario. El hecho de que utilicemos a menudo los términos «deber» [ ought ought]] y «haber de» [should] [should] para expresar una obligación prudencial demuestra que pensamos que existe una elección. No tendría sen-
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tido emplear estos términos si creyésemos que una determinada actuación es inevitable. El ladrón armado no dice «deberías darme el dinero» (aunque es posible que diga «harías bien en...») del mismo modo que el doctor dice «deberías dejar el alcohol».
La pregunta «¿por qué debo obedecer la ley?» puede hacerse desde el punto de vista de la prudencia, y en ese caso será sensato responder: «Por «P orqu quee corres corres el riesgo de ir a parar a la cárcel cárcel si si desobedeces»; o «porque la ley está pensada para proteger tus intereses y los de las demás personas». No hay dificultad para responder desde el punto de vista del propio interés, y no es necesario razonar como un filósofo para descubrirlo. No obstante, las respuestas a esta pregunta dadas en términos del propio interés han figurado en la discusión filosófica sobre los fundamentos de la obligación política, y la razón es que se ha confundido el punto de vista de la prudencia con el punto de vista moral. Como las mismas palabras pueden expresar diferentes tipos de preguntas, se ha ofrecido a menudo una respuesta en términos del propio interés en vez de, o conjuntamente con, una respuesta en términos de deber moral. Puede que algunos se sientan inclinados a negar que la obligación política tenga algo que ver con el deber moral. Permítaseme demostrar, entonces, que una respuesta a nuestra pregunta en términos de interés no puede solucionar el problema planteado como consecuencia de la discusión del capítulo precedente. Nuestro problema es el de encontrar razones para reconocer la autoridad del Estado. Autoridad implica dos cosas: (1) una obligación de obedecer las órdenes dictadas por la persona órgano investido autoridad; (2) un uderecho a dictar órdenes y au ser obedecido por de parte de la persona órgano con autoridad. Ahora bien, si enfocamos el problema desde el punto de vista del propio interés y decimos que el ciudadano debe obedecer a los gobernantes porque sería peor para él si no lo hiciese, estamos demostrando que el ciudadano está obligado; le damos juna razón de por qué debe o por qué ha de obedecer, pero no demostramos que los gobernantes tengan derecho a sus pretensiones o a recibir obediencia. He señalado que disponen de fuerza o poderío, que tienen el poder de hacerle la vida imposible al ciudadano que no se conduce como se le exige. Pero la fuerza no es derecho. Cabe decir que el poder obliga, pero no que confiere un derecho. Además, si recordamos algo que señalé anteriormente, podemos observar que la
4. Lo Loss fundamentos de la obligación p política olítica
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«obligación» impuesta por el poder coercitivo no es una obligación
hacia los
gobernantes, a la que corresponde un derecho frente al ciu dadano, consistente en recibir su obediencia. Cabe asegurar que el ciudadano «está obligado» a obedecer, pero no consideraríamos ade cuado decir que «tiene una obligación» o que «está bajo una obliga ción», y sería claramente inexacto afirmar que se halla sometido a una obligación hacia los gobernantes o que éstos gozan de un derecho frente a él. En cambio, si en lugar de razones prudenciales ofrecemos al ciudadano razones morales para obedecer, éstas pueden mostrarle que está no sólo obligado, sino bajo una obligación hacia el Estado, quien en correspondencia tiene derecho a su obediencia. Y puesto que buscamos razones para reconocer la autoridad, necesitamos una expli cación en términos de obligación moral, y no de obligación prudencial. Podemos ver ahora más claramente el punto fundamental de la afirmación hecha en el capítulo III, sección 3, referente a que el po der por sí solo no es suficiente para constituir autoridad. El poder puede lograr que las personas se sientan (prudencialmente) obligadas a obedecer, pero no confiere un derecho a la obediencia y, por lo tanto, no confiere autoridad. También podemos ver ahora más clara mente el núcleo del argumento de Hobbes, curioso a primera vista, relativo a que el conquistador adquiere dominio sólo si se entiende que sus vasallos han prometido tácitamente obediencia. El miedo a su poder no los convierte en súbditos, ni le confiere autoridad, a me nos que exista el vínculo intermedio de la obligación moral creada por la promesa.2
2. Fundamentos morales m orales de la obligación obligación política política Suponiendo que las razones prudenciales para obedecer no pueden constituir razones para reconocer la autoridad, ¿se deduce de ello que bastan las razones morales? Si los derechos de recepción y las corres pondientes obligaciones hacia aquellos que los detentan pueden ser legales o morales, ¿por qué no han de poder serlo también las razo nes para reconocer la autoridad? Pueden aducirse razones legales para reconocer la autoridad de una determinada ley o de un determinado gobernante o funcionario, pero no para reconocer la autoridad del Estado como tal, o por decirlo de otra manera, del sistema de dere-
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cho en su totalidad. Ya he apuntado que es una tautología afirmar que estamos (legalmente) obligados a obedecer la ley porque la ley es la que impone una obligación legal. Las razones para aceptar la obligación legal han de buscarse fuera del sistema de obligación legal. Con todo, cabe ofrecer razones desde dentro del sistema para justificar la obediencia a un determinado poseedor de autoridad. He mencionado anteriormente que, aparte del miedo al poder coercitivo, podría reconocerse una pretensión de autoridad porque el demandante goza del apoyo del pueblo, o satisface una norma de sucesión hereditaria, o tiene algunas cualidades personales especiales. El apoyo del pueblo y las cualidades personales especiales pueden dar lugar a razones prudenciales o morales. Es posible considerar el apoyo popular como un poder coercitivo en potencia al que sería imprudente oponerse, o pensar que el consentimiento de la mayoría constituye una razón moral para su aceptación. Del mismo modo, el éxito que acompaña a un líder con destacadas cualidades personales de carácter o inteligencia puede dar lugar a razones prudenciales o morales para aceptar su liderazgo; puedo considerar que su éxito asegurará mi prosperidad y seguridad, o que sus fines, por ejemplo, la máxima prosperidad y justicia para toda la sociedad, son morales y que sus cualidades personales garantizan la mejor oportunidad para conseguirlos. Sin embargo, el problema es diferente cuando, como razón para reconocer la autoridad, aceptamos normas como las de la sucesión hereditaria. No es necesario decir que la lista de posibles razones que he presentado no era exhaustiva, y la sucesión hereditaria no es el único ejemplo de razón amparada por una norma constitucional. Ahora bien, si un gobernante sucede a otro por ser su heredero, o por haber sido debidamente designado con arreglo a otra norma constitucional, tiene la autoridad necesaria para ser obedecido porque existe una ley, una norma constitucional, a tal efecto. Esto nos proporciona una razón legal para reconocer la autoridad del nuevo gobernante. Análogamente, una determinada ley tiene autoridad porque ha sido elaborada de acuerdo con laslasnormas que establecen de ser creadas leyes. constitucionales Pero también podemos preguntarcómo por han qué hemos de aceptar las normas constitucionales, y en este caso estamos buscando razones para aceptar la autoridad del sistema fuera del propio sistema de leyes. Para responder a esta cuestión hemos de acudir
4. Lo s fundamentos de la obligación política política
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a alguna de las razones mencionadas anteriormente, como el consen timiento de la mayoría o el mejor medio de asegurar los fines morales. He mencionado esta complicación para decir unas pocas palabras sobre la teoría del derecho divino. En otro tiempo, una teoría sobre el fundamento de la obligación política consistía en que el soberano recibía su autoridad de Dios. Carece de objeto hoy en día cuestionar el derecho divino de los reyes porque nadie en un Estado moderno (dejando aparte el Tibet pre-comunista y algunos reinos tribales) lo reclamaría. Lo omitiré por tanto al revisar las teorías sobre el funda mento de la obligación política. El aspecto a destacar es que la teoría, del derecho divino, como otras, hace depender la autoridad legal del rey de la autoridad moral. Si se acepta, como hicieron sus defenso res, que la moralidad depende de la voluntad de Dios, entonces afir mar que el rey es investido de autoridad por la divinidad supone decir que su autoridad es moral y no meramente legal. El problema principal al considerar fundamentos de la obligación política es el de encontrar razones los morales para obedecer. Se supone que, a me nos que se ofrezcan razones morales, no existe justificación para reco nocer la autoridad del Estado. Cuando ya no fue posible mantener que el soberano estaba investido por Dios de autoridad, se hizo nece sario encontrar otros medios que ofreciesen una justificación moral de la autoridad política. También la noción de autoridad carismática suponía originariamente la autorización divina. Las excepcionales cua lidades personales de líderes religiosos como Moisés o Jesús de Nazaret eran señales de que Dios los había investido de autoridad, y se supo nía que la voluntad divina era la fuente de la moralidad. La concep ción secularizada de la autoridad carismática atribuye al líder una capacidad superior de juicio moral y de éxito en la consecución de lo que se considera son fines morales. ¿Por qué este problema de localizar las bases morales para el reco nocimiento de la autoridad se aplica especialmente a la obligación política? Los filósofos no han discutido del mismo modo al buscar razones para obedecer las normas de otras asociaciones. Han elabo rado teorías para justificar la obediencia a las leyes del Estado, pero no para justificar la obediencia a las normas de un club, o de una escuela, o de un sindicato. La razón por la cual el problema se plantea en relación de conlalajurisdicción obligación política se debe visto al carácter y compulsivo estatal. Hemos que la universal aceptación
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obligatoria de normas puede ser válida, hasta cierto punto y para algunas personas, en otras asociaciones, pero la universalidad de la jurisdicción del Es Esta tado do hace más evidente y profundo profun do su carácter compulsivo. La pertenencia a la mayoría de las asociaciones es voluntaria. Puedo decidir pertenecer y aceptar las normas, pero si no son de mi agrado, no es necesario que me haga miembro. Si decido ingresar en una de ellas, lo hago libremente, y el hecho de convertirme en miembro supone que prometo acatar las normas. Pero, en el caso del Estado, no tengo elección; soy miembro, o al menos estoy sujeto a las normas, me guste o no. Así pues, resulta natural preguntar por qué he de obedecer esas normas si no he elegido libremente hacerlo así. Hemos de tener en cuenta que algunas teorías tratan de responder a esta pregunta diciendo que, aunque parezca lo contrario, la situación no difiere de aquella que implica convertirse o no en miembro de una asociación voluntaria. Han argumentado que la obligación de obedecer las normas del Estado deriva de una promesa como la que hacemos al ingresar en una asociación voluntaria. Otras teorías, hoy en día tan desfasadas como la teoría del derecho divino, han comparado la autoridad del Estado con la del cabeza de familia, ya que la pertenencia a una familia, lo mismo que a un Estado, no es algo que elijamos, sino algo que nos es impuesto. Estamos ahora en disposición de examinar aquellas teorías sobre la obligación política que todavía, según mi opinión, conservan interés filosófic filosófico. o. Me referiré refer iré a cinco respuesta resp uestass a la pregunta: preg unta: ¿Cuál ¿C uáles es son los fundamentos de la obligación política? Las respuestas son: 1) 2) 3) 4) 5)
El El El El El
Estado Esta do Estado Estad Est ado o Estado Esta do Estado Estad o
se basa en en el contrato social. social. se basa en el consentim consentimiento iento.. representa la voluntad general. general. garantiza garantiza la justicia. justicia. persigue persigue el interés general general o bien común común..3
3. La teoría del contrato social La teoría del contrato social justifica la obligación política por estar basada en una promesa implícita, semejante a la de obedecer las normas de una asociación voluntaria. La teoría del contrato ha
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adoptado diferentes formas; analizaré aquí tres clases de teoría con tractual para referirme en la próxima sección a la teoría del consen timiento, teoría que depende de una idea similar pero que tal vez no implica una promesa o un contrato. (a)
E l contrato contrato de ciudada ciudadanía nía
Las teorías del contrato social se remontan muy atrás en la his toria. Dos versiones explícitas de esta idea fueron formuladas por Platón, y sin duda podemos localizar rasgos incipientes de la misma en escritos anteriores. La primera forma de supuesto contrato que quiero considerar puede denominarse contrato de ciudadanía, un con trato llevado a cabo entre cada ciudadano y el Estado o la ley. Un contrato implícito de esta clase se describe como fundamento de la obligación política en el diálogo Gritón de Platón. En él se propone el argumento de que si un hombre permanece en una determinada sociedad y disfruta sus privilegios, está también sujeto a aceptar las obligaciones. Sócrates dibuja una metáfora de las leyes del Estado al decirle que se ha cerrado un trato entre él y el Estado; al vivir en Atenas ha prometido de un modo implícito obedecer las leyes a cambio de los privilegios de que goza como ciudadano de Atenas. Una versión literal de está doctrina se adecuaría a una persona que adquiere la ciudadanía por naturalización. Esta persona solicita ser miembro del Estado, del mismo modo que solicitamos ser miem bros de una asociación voluntaria. Ha valorado los privilegios y las obligaciones, y está dispuesta a aceptar unos y otras. De hecho, en muchos países se le exige una promesa explícita de aceptar las obli gaciones, en la forma de un juramento de lealtad. Ahora bien, dado que su posición legal, una vez convertido en ciudadano, se supone que es exactamente la misma que la del ciudadano por nacimiento, parece razonable pensar que el fundamento de la obligación es simi lar en ambos casos, y dado que el fundamento de la obligación para el ciudadano naturalizado es manifiestamente una promesa de aceptar las obligaciones a cambio de los privilegios que recibe, parece razo nable afirmar que también para el ciudadano por nacimiento, a pesar de que no ha hecho ninguna promesa explícita, el fundamento de la obligación es también cuasi-contractual, siendo las obligaciones una retribución justa por los privilegios recibidos.
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En la realidad, sin embargo, esta analogía no es sostenible. Aun que al ciudadano naturalizado se le dice que tiene los mismos privi legios y obligaciones que el ciudadano por nacimiento, su posición no es idéntica. En Gran Bretaña, y en muchos otros países, el certi ficado de naturalización resulta revocable, si la persona que lo posee' es hallada culpable de un crimen grave. Esto significa que su adqui sición de los privilegios de la ciudadanía se encuentra condicionada a una conducta razonablemente correcta, y esto sí encaja con la idea de un contrato o convenio. Empero, en la mayoría de los países civi lizados, un ciudadano por nacimiento no está expuesto a la privación de su ciudadanía como parte del castigo correspondiente por un delito grave; y esto refleja la idea de que no se puede arrebatar legítima mente aquello que no ha sido otorgado. Al ciudadano por nacimiento no le ha sido otorgada su ciudadanía; la adquiere automáticamente. Aunque las dos clases de ciudadanos tuviesen el mismo status en cuanto a sus privilegios y obligaciones, de ello no se deduciría que el fundamento de la obligación sea el mismo para ambos. Esto puede ejemplificarse a través de una dualidad similar, existente en Gran Bretaña al menos, en relación con las especiales obligaciones militares de los voluntarios y de los reclutas en las fuerzas armadas. Un volun tario hace un juramento de obediencia; ha elegido aceptar las obliga ciones propias de un soldado (o de un marino, o de un aviador) y, al suscribir el juramento de obediencia, promete explícitamente obede cer a sus jefes superiores. Una persona reclutada no realiza un jura mento de obediencia; no ha elegido servir a la patria y, por tanto, no puede exigírsele una promesa; sus obligaciones militares le son im puestas por ley, y se fundamentan en la obligación general de obede cer las leyes. Sin embargo, una vez en el ejército, tanto el voluntario como el recluta tienen exactamente las mismas obligaciones y dere chos, aunque las fuentes de la obligación difieren claramente. ¿Qué diría la teoría del contrato de ciudadanía de una persona que no cree recibir beneficio alguno siendo miembro del Estado, que no desea ni los privilegios ni las obligaciones? Tal y como Platón presentó la teoría, afirmaría que, en ese caso, esa persona debería marcharse a vivir a cualquier otra parte. En la metáfora de Sócrates, el argumento de las leyes es que, al permanecer en Atenas, esta per sona demuestra que la prefiere a otras ciudades-estado y que, por ende, desea sus privilegios. Este tipo de razonamiento no podría apli
4. Lo s fundamentos de la obligaci obligación ón política
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carse tan fácilmente hoy en día, cuando muchas personas no son li bres, como lo lo era Sócrates, de convertirse en ciudadanos de otro Estad Estado. o. Cabe plantear, por tanto, dos objeciones a la teoría del contrato de ciudadanía. En primer lugar, se aplica de la misma manera a los ciudadanos que lo son por nacimiento y a los ciudadanos naturalizados. En segundo lugar, la teoría presupone la libertad de aceptar o recha zar el contrato, y esta libertad no existe hoy en día para muchas personas. (b)
El contrato de comunidad
En La República (Libro II), Platón considera otra forma de la teoría del contrato, pero no como un punto de vista que él mismo acepte. Esta teoría describe a los hombres como seres egoístas por naturaleza, que no piensan en nadie salvo en sí mismos. Todos, con secuentemente, están expuestos a sufrir y a causar daño, y debido a ello los hombres sellan un contrato o acuerdo entre sí para estable cer leyes que regulen su conducta. Este es, se supone, el origen de la sociedad y de la justicia. Las leyes restringen nuestra libertad de hacer lo que nos plazca, pero al propio tiempo nos protegen frente a los posibles daños que nos pueden infligir los demás. De ahí el interés de participar en el convenio. Hecho esto, estamos obligados a obedecer la ley porque lo hemos prometido en el acuerdo. Una versión similar de la teoría del contrato social la desarrolla Hobbes Hob bes 1 con má máss detalle. También opina que el hombre natu natural ral es un egoísta que sólo busca su propio beneficio. En consecuencia, si no existiese una sociedad política organizada, los hombres se encontra rían en un estado de guerra, en el que todos correrían el peligro de perder la vida. Podemos suponer que, con el fin de obtener seguridad, los hombres cierran un contrato para renunciar a su derecho natural a hacer lo que cada uno quisiese, e invistieron como soberano a una persona o grupo de personas con autoridad para hacer leyes que regu lasen su conducta. Los ciudadanos están obligados a obedecer la ley, tanto porque lo han prometido como porque la alternativa a una socie dad organizada políticamente es el «estado de naturaleza», en el cual peligra vida de todos. como la expone la teoríamoral com bina la la obligación moral Tal y lay prudencial. ExisteHobbes, una obligación 1 Leviatán, capítulos 13-18.
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de obedecer la ley porque hemos prometido implícitamente hacerlo. Existe también una obligación prudencial porque la alternativa es el caos. Por restrictivas que puedan ser las leyes de un Estado, señala Hobbes, cualquier forma orden modo es preferible resultante de su desmoronamiento. Deldemismo que en alla caos versión platónica de la teoría, Hobbes supone que el contrato se lleva a cabo por razones prudenciales, pero añade que nuestra obligación de obedecer la ley descansa en la base moral de la promesa y en la continuidad de la razón prudencial que nos indujo a realizarla. Esta forma de la teoría del contrato social ha recibido toda una serie de objeciones. Una de ellas atañe más a una teoría contractual de la ética que a una teoría contractual de la política. Si se supone, como parece suponer la versión platónica de la teoría en boca de Glaucón, que la ideadedelasobligación moral depende un acuerdo sobre el cum-‘, plimiento normas morales, que de de hecho, como dice Glaucón las leyes y los acuerdos pueden existir sólo después de haberse realizado un contrato social, entonces la teoría cae en un círculo vicioso. Si no pueden lograrse acuerdos en el estado de naturaleza, antes de que la sociedad se haya organizado mediante un contrato social, entonces resulta imposible llevarlos a cabo; si la idea de obligación moral depende de las convenciones del derecho, los hombres en el estado de naturaleza no concebirán la idea de obligación mediante contrato. Sin embargo, si el objetivo de la teoría contractual es simplemente explicar laPuede obligación política, no hace es necesario en esta dificultad. suponerse, como Hobbes,detenerse que los hombres en el estado de naturaleza son perfectamente capaces de hacer promesas y contratos y, por tanto, de conocer lo que es obligarse; pero como, fuera de la sociedad política organizada, no existe seguridad de que los hombres vayan a mantener sus promesas, cuando pueden quebrantarlas impunemente, resulta deseable instituir una autoridad soberana mediante el peculiar recurso del contrato social. Así pues, para lo que por el momento nos interesa, podemos ignorar la objeción de que cualquier teoría contractual de la obligación moral es circular. También podemos pasar por alto otra objeción a la teoría del contrato social, a saber, la que mantiene que esta teoría carece de validez1 validez1 1 La República, 359a.
4. Los fundamentos de llaa obl obligaci igación ón políti política ca
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histórica, ya que, de hecho, muy pocos estados han nacido a resultas de un contrato social. Ciertamente, algunos de los filósofos partida rios de la teoría del contrato social la consideraban como una expli cación del surgimiento de los estados organizados; pero una explica ción de esta índole, aparte de ser históricamente falsa, confunde el propósito que debe perseguir una teoría filosófica. Una descripción de cómo las cosas han llegado a ser como son constituye una explicación causal, del tipo utilizado en la teoría científica. La teoría filosófica, en cambio, trata de ofrecer razones que justifiquen la aceptación de una creencia (en este caso, la creencia de que debemos obedecer la ley), y no las causas que la explican o que explican sus fines. Como sucede en el caso de la respuesta a un problema filosófico, la teoría del con trato social no debería considerarse como una teoría sobre una génesis histórica. Al menos Hobbes es bastante claro en lo que a esto se re fiere. Sabe muy bien, y así lo dice, que la mayoría de los estados surgen como resultado de una conquista y no del contrato social. Pero añade, como hemos visto en el capítulo III, sección 3, que aquellos que se someten a un conquistador pueden convertirse en sus súbdi tos, es decir, están obligados a obedecer, sólo si se supone que han prometido implícitamente obediencia a cambio de salvar sus vidas. Dichos súbditos se han colocado bajo un contrato de ciudadanía (con la salvedad de que Hobbes considera que la promesa existe sólo en una de las partes, obligando a los súbditos pero no al soberano). Hobbes trata el cuadro mítico de un contrato de comunidad, y él lo reconoce como tal, porque permite apreciar con mayor claridad las implicaciones lógicas de la autoridad soberana y de las obligaciones de los súbditos. El propósito de la teoría del contrato social hobbesiana es aclarar los significados, la autoridad soberana y la obligación política, no explicar cómo aparecen los estados en la realidad. Hay, no obstante, una tercera objeción que sí hace al caso. La teoría, expuesta por Glaucón en La República y por Hobbes, presu pone que todas las formas de sociedad son artificiales, deliberada mente creadas, y que el hombre es por naturaleza un individuo soli tario que sólo piensa en su propio interés. La objeción es que esta presunción es falsa desde un punto de vista psicológico. El hombre es por naturaleza un «animal social». Los hombres manifiestan una predisposición natural a asociarse con sus semejantes, así como a te ner afecto por sus parientes y allegados más próximos.
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Problemas de filosofía política
La objeción es válida en la medida en que la teoría se propone justificar los vínculos de todas las formas de sociedad. E sa forma que Tónnies denomina comunidad se basa en la «voluntad natural», en vínculos de afecto e interés mutuo que se desarrollan de un modo natural entre personas próximas, como, por ejemplo, en la relación familiar. Pero lo que pretende, fundamentalmente, la teoría es justificar los vínculos existentes en una sociedad organizada de un modo deliberado, y especialmente los vínculos de la obligación legal existente en un Estado. Podemos estar de acuerdo en que una comunidad es algo natural, pero de ello no se deduce que el Estado sea natural. El verdadero defecto de la teoría, tal y como la presentan Glaucón y Hobbes, es que no distingue entre la comunidad y la asociación deliberadamente organizada que constituye el Estado. Supone que la única alternativa a un Estado organizado es una colección de individuos psicológicamente aislados, preocupados únicamente por sí mismos y sólo capaces de entablar contacto con los demás a través de relaciones sociales hostiles. He denominado «contrato de comunidad» a esta versión de la teoría. Tal y como está planteada debe rechazarse; sin embargo, puede modificarse en lo necesario para poder afrontar las objeciones. Pero entonces se convierte en una forma diferente de la teoría del contrato social. (c)
El contrato de gobierno
Algunos teóricos del contrato social han distinguido entre comunidad (o «sociedad») y Estado, y han hablado de un doble contrato, que podemos denominar contrato de comunidad y contrato de gobierno. De acuerdo con esta forma de la teoría, los hombres sellan en primer lugar un contrato entre sí para constituirse en comunidad (o «sociedad») y después llevan a cabo un segundo contrato, en el cual acuerdan constituir un Estado y prometen obedecer sus leyes. Una teoría del doble contrato como ésta fue notablemente defendida por Samuel Pufendorf, cuya obra es ligeramente posterior a Hobbes. La distinción entre las dos clases de unión social no era la distinción que hacía Tónnies entre comunidad y asociación, en la cual la propia descripción del término comunidad implica que es algo natural y no
artificial. La distinción de Pufendorf es entre «sociedad», en un sen-
4. Lo s fundamentos de la obligación política
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tido amplio del término, y esa forma específica de asociación que llamamos Estado. Dado que la «sociedad» en este sentido amplio incluye a la comunidad, la objeción a un contrato de comunidad pue de aplicarse también a la primera mitad del doble contrato de Pufendorf. Pero podemos dejar a un lado esta primera mitad y retener simplemente el contrato de gobierno, que sin duda era el que Hobbes y Glaucón destacaban. El objeto de nuestra investigación es encontrar razones que justifiquen la obligación de obedecer al Estado, y si cree mos que la idea del contrato puede darnos la respuesta, el único contrato que necesitamos proponer es el contrato de gobierno. Pode mos decir que la comunidad es una forma natural de asociación que depende de las tendencias y de las necesidades sociales de los hom bres, pero que la organización del Estado se lleva a cabo deliberada mente y que las obligaciones del derecho dependen de un contrato implícito. Cuando se modifica de esta manera, la teoría del contrato social elude la objeción que he hecho al contrato de comunidad, pero plan tea otra a su vez. El concepto de contrato de gobierno sí resulta apli cable a determinados ejemplos de gobierno político. Los padres funda dores de las antiguas colonias americanas suscribieron sin duda una especie de contrato social, porque supusieron, bajo el influjo de la filosofía política de la época, que ése era el método racional para instituir un nuevo Estado. Asimismo, si pensamos en la segunda ca tegoría de Hobbes, el pacto de obediencia hacia el conquistador por parte de todos los miembros de la sociedad conquistada, vemos que responde bastante bien a la firma de un tratado de rendición por parte de los representantes de una nación vencida en la guerra. Pero enton ces podemos preguntarnos: preguntarno s: ¿cómo puede pue de obligar la la promesa de una una generación a las generaciones posteriores? Los padres fundadores de un Estado han acordado voluntariamente establecer una forma de go bierno y cumplir sus normas, y los representantes de un país vencido en la guerra, mediante la firma del tratado de rendición, prometen en nombre de todos los ciudadanos que las condiciones impuestas por el conquistador serán acatadas. Su aceptación de la obligación ha sido voluntaria y, además, cabe suponer que la mayoría de los ciudadanos ha acordado aceptar las decisiones que sus representantes han tomado en su nombre. Pero se supone que los descendientes de la genera
ción que ha hecho la promesa están también obligados, a pesar de
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Problemas de filosofía política
que no han hecho ni acordado promesa alguna. No han elegido libremente aceptar su obligación. En cierto sentido, parece adecuado decir que los descendientes de una nación vencida están obligados por las condiciones de rendición que fueron aceptadas por la generación anterior. La dificultad estriba en que su obligación no es como la de una promesa normal, hecha libremente por todas aquellas personas de quienes se dice que están obligadas por ella. En este sentido, la generación precedente que aceptó las condiciones de rendición se encuentra, más o menos, en las mismas circunstancias. Por lo general, una promesa obtenida bajo coacción no se considera vinculante, pero ésta sí lo es. Parece necesario concluir que el acuerdo no constituye realmente una promesa, tal y como se entiende normalmente, sino que es un recurso o mecanismo análogo del ingenio humano para producir una obligación continua después que los medios coactivos que inducen a la obligación prudencial han desaparecido. En cualquier caso la analogía que la teoría del contrato social trataba de plantear, entre la obligación política y las obligaciones de un miembro de una asociación voluntaria, queda deshecha. No obstante, Hobbes dice algo que es cierto en relación con la obligación de obedecer a un conquistador. Una vez que ha retirado a la mayor parte de sus soldados esta obligación no puede fundamentarse únicamente en el miedo a su poder coactivo. Y al igual que las promesas y contratos son mecanismos para facilitar el funcionamiento de la sociedad, la rendición supone un mecanismo similar, aunque no idéntico, para conseguir que las futuras relaciones sean pacíficas. Esto significa que la razón última para atenerse a las condiciones, como de tener los dos tipos de mecanismo en el primer caso, es la utilidad general. Con todo, me da la impresión de que el fundamento inmediato de la obligación de acatar las condiciones de un tratado de rendición es similar al de la obligación que se deriva de las promesas. Aunque la obligación no es asumida con la plena libertad que se aplica al ofrecimiento de una promesa válida común, este recurso, como el de obligaciones. prometer, está específicamente pensado como un medio para asumir En el caso de las colonias americanas, el mecanismo utilizado fue literalmente el contrato social. La obligación de los miembros origi-
narios surgió, por tanto, de una auténtica promesa, y no podemos decir que la obligación de sus descendientes es la de mantener la pro-
4. Lo s funda fundamentos mentos de la obligación política
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mesa, ya que los descendientes no tomaron parte en el contrato original. La obligación de obedecer las leyes de su Estado de un ciudadano americano de hoy en día no difiere de la obligación correspondiente a que está sujeto un súbdito británico. La teoría del contrato de gobierno afronta la misma dificultad que la teoría del contrato de ciudadanía, a saber, que sólo puede abarcar un pequeño grupo de casos pertinentes. La teoría del contrato de ciudadanía sirve para justificar la obligación política de los ciudadanos naturalizados, quienes la aceptan voluntariamente a través de una promesa, pero no sirve para justificar la obligación de los ciudadanos por nacimiento, quienes no la han aceptado voluntariamente. De un modo similar la teoría del contrato de gobierno justifica la obligación de la generación fundadora de un determinado Estado, instituido mediante este mecanismo, pero no justifica la obligación de sus descendientes o de cualesquiera ciudadanos de estados que no han sido creados de este modo.
4. La teoría d del el consentimiento La doctrina del consentimiento es una versión diluida de la teoría del contrato social y está ideada en parte para evitar las dificultades que presenta esta última. Mantiene simplemente que la autoridad del Estado se basa en el consentimiento de los súbditos. La idea del consentimiento popular ha desempeñado un importante papel en el desarrollo de las instituciones parlamentarias inglesas. El proceso se originó en la Edad Media a partir de la idea de que los terratenientes no podían ser gravados por el rey con impuestos sin su acuerdo o consentimiento. Con el tiempo esto condujo al nombramiento de representantes, quienes aprobaban la elevación de los impuestos en nombre de los terratenientes y aprovechaban la oportunidad, cuando se reunían a tal efecto, para hacer llegar quejas al rey. En las costumbres parlamentarias de nuestros días todavía perviven elementos de este procedimiento. Todos los decretos del parlamento inglés declaran que la reina legisla «por y con el consejo y consentimiento» del parlamento. La idea es que los requisitos de una ley son válidos sólo si los representantes del pueblo han otorgado su consentimiento a los
mismos. Esto significa que alguna forma de consentimiento es esencial para que una determinada ley tenga autoridad. La idea de que el consen-
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timiento proporciona el fundamento de la obligación política en general se asocia comúnmente con la filosofía política de John Locke ’, neral aunque, de hecho, la teoría de Locke incluye también una especie de doble contrato (en rigor, un contrato y una actitud de confianza) conjuntamente con la idea, que discutiremos en la sección 6, de que el objetivo del Estado es proteger los derechos naturales. No obstante, tal y como lo plantea, se diría que el punto fundamental del contrato social reside en el consentimiento cuando afirma que los hombres permanecen en un estado de naturaleza, es decir, fuera de los vínculos de la sociedad política, «hasta que por su propio consentimiento se convierten en miembros de alguna sociedad política»*2, 2, y cuando repite que «nadie puede... estar sometido al poder político de otro sin su propio consentimiento»3. De hecho, Locke concibe este acto de consentimiento como un acto de prometer, por lo que su teoría sigue siendo contractual. La dificultad respecto a la teoría del contrato, como hemos visto, radica en que no puede decirse que la mayoría de los miembros de un Estado hayan otorgado literalmente una promesa. Una versión diluida de la teoría del consentimiento puede intentar afrontar esta dificultad a partir de la consideración de que si un ciudadano da su aquiescencia a las leyes que le son impuestas, puede suponerse que ha dado cencia su consentimiento. Es decir, si una persona, nacida en un determinado Estado, no elige abandonarlo, puede suponerse que ha consentido someterse a sus leyes. Esto es lo que argumenta Sócrates en el Critón Critón de Platón, cuando formula lo que he denominado teoría del contrato de ciudadanía. Sin embargo, tal y como queda planteado en la teoría del consentimiento a secas, no se supone que el ciudadano ha cerrado un contrato u otorgado una promesa. La cuestión que quiero proponer ahora es ésta: ¿Si ¿S i el consenticonsentimiento no implica una promesa, puede imponer una obligación? A mi entender, la respuesta a esta pregunta es «no». La promesa constituye un mecanismo para someterse uno mismo a una obligación uti-
lizando determinadas palabras 4. Hacer una promesa equivale a atar • Segundo Tratado sobre el Gobierno, especialmente Gobierno, especialmente el capitulo 8. 2 Capítulo 2. 15. 3 Capítulo 8, 95. 4 Este problema fue planteado por Hume, Tratado de la Naturaleza Humana, Humana, III, ü, 5.
4. Los fundamentos de la ob obligación ligación política
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se» en sentido figurado al cumplimiento de una acción o de varias; es asumir una obligación. Pero la ausencia de protesta o de resistencia ciertamente no crea una obligación. Puede considerarse como un signo o indicación de que se ha aceptado la autoridad, pero no como una razón de por qué se ha hecho. La idea de contrato sí proporciona esa razón, ya que en la noción de contrato está implícito que prometemos hacer algo a cambio de un beneficio que esperamos recibir: No quiero decir que el beneficio recibido o anticipado constituya la razón por la que estamos obligados a cumplir la promesa, sino que es la razón por la que la hemos hecho. La razón por la que estamos obligados a cumplir la promesa es sencillamente el hecho de haberla otorgado. Con ello no quiero decir que todas las promesas se hagan por razones de se interés egoísta. La opromesa unilateral beneficiar a aquel a quien hace la promesa, a un tercero, puededehacerse por razones altruistas; y a este respecto, el beneficio anticipado, como retribución a la participación en la promesa bilateral que supone un contrato, puede ser para un tercero. Lo que importa es que las obligaciones asumidas al llevar a cabo un contrato son inteligibles en razón de los beneficios que se espera recibir. Pero si afirmamos que la mera aquiescencia impone una obligación, de tal modo que el simple consentimiento de este tipo equivale a asumir una obligación, como sucede con una promesa, no se entiende por qué ha de suponerse que la persona que da su aquiescencia ha asumido una obligación. Naturalmente, si lo hace por temor a las posibles consecuencias que acarrearía resistirse o protestar, puede decirse, con Hobbes, que su consentimiento es interpretable como una promesa tácita, hecha por razones de interés egoísta. Pero puede que su aquiescencia obedezca a la apatía o al hecho de pasar por alto la existencia de posibles alternativas, y no cabe afirmar entonces que tiene una razón y que su aquiescencia puede interpretarse como una promesa. El mecanismo de prometer persigue un propósito, y aunque a veces tiene sentido
hablar de promesa tácita pese a que el mecanismo funciona normal mente mediante la utilización efectiva de palabras que expresan una promesa, no tiene ningún sentido hablar de una promesa tácita, o de asumir una obligación sin señales visibles de ello, cuando no puede atribuírsele razón alguna. Una persona puede hacer una promesa explícita sin pensar en lo que hace y sin tener razones para ello, y aun así puede quedar involutariamente obligada a causa de las con-
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venciones asociadas con esta utilización de las palabras. Pero si no ha empleado esa fórmula que convencionalmente se califica de pro mesa, no podemos atribuirle la asunción de una obligación a menos que sepamos que tiene buenas razones para haberla asumido. En definitiva, decir que ninguna persona puede estar sometida al poder político sin su consentimiento es una forma de establecer una distinción entre estar obligado por el poder coactivo y aceptar la autoridad. Es un medio de decir que la aceptación de autoridad es voluntaria, mientras que el ser coaccionado no lo es. Esta distinción tiene sin duda sentido. Pero no nos ofrece razones por las que deba mos aceptar la autoridad del Estado, que es lo que tratamos de aclarar al investigar los fundamentos de la obligación política. La teoría del consentimiento no brinda un fundamento de la obligación a menos que se interprete el consentimiento, como hizo Locke, como el otor gamiento de una promesa. Si estoy en lo cierto, la doctrina del con sentimiento no evita las dificultades de la teoría del contrato social: o bien es simplemente una forma de contrato social, o bien no pro porciona fundamento alguno para la obligación.5
5. La teor teoría ía de la voluntad ggener eneral al Consideraré ahora la teoría de la voluntad general porque esta teoría, al igual que la del contrato y la del consentimiento, trata de explicar que asumimos voluntariamente nuestra obligación de obede cer la ley. No ha de suponerse que esta teoría es históricamente an terior, o más sencilla desde un punto de vista lógico, que la teoría de los derechos naturales o la teoría de la justicia, que consideraré posteriormente. El concepto de voluntad general aparece por primera vez en el ssiglo iglo x xv v m en llaa obra de JeanJean-Jacque Jacquess Rousse Rousseau, au, mientras
que la teoría de los derechos naturales alcanzó notoriedad en el si glo xvxi. Por otro lado, un rasgo fundamental de la teoría de la voluntad general o «real» es la opinión de que la moralidad, inclu yendo los derechos, depende de la existencia de una sociedad organi zada; en algunos de sus defensores, como T. H. Green, la teoría comienza siendo una crítica a la idea de derechos naturales. Prácticamente todas las versiones de la teoría de la voluntad ge neral o «real», ya sean las de Rousseau, Hegel, los hegelianos ingleses,
4. Los fundamentos de la obligación obligación política
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Green o Bosanquet, son sumamente complejas y un tanto oscuras. El bosquejo que haré aquí de la teoría puede recibir la acusación de ser una parodia simplista, o incluso distorsionada, si se interpreta como representativo del punto de vista de algún filósofo importante. Ahora bien, este libro no pretende narrar la historia de la filosofía política, sino indicar, de una forma simplificada, sus problemas y las posibles soluciones a los mismos. No ha de pensarse que lo que digo en esta sección es una interpretación exacta del punto de vista de algún filósofo político, o que mi crítica elimina las importantes opi niones de un Rousseau o de un Hegel. Ciertamente, en el caso de Rousseau, cabe afirmar que su teoría no trata de ofrecer las bases de la obligación política en los estados reales, ya que su propósito es el de elaborar una situación hipotética o ideal que, en caso de ser factible,, pudiera reconci factible reconciliar liar libertad y autoridad Frente a esta inter pretación, sin embargo, la principal obra de Rousseau en el terreno de la filosofía política, Del contrato social, presenta rasgos que sugie ren que aborda tanto lo ideal como lo real. El hecho es que Rousseau no es un autor coherente. No obstante, no pretendo ofrecer una in terpretación exacta de Rousseau, ni de ninguno de los otros filósofos que he mencionado, sino exclusivamente un esbozo sobre un intere sante tipo de respuesta a la pregunta de por qué estamos obligados a obedecer la ley. La teoría en cuestión mantiene que hemos de obedecer las leyes del Estado porque representan la voluntad general. ¿Qué significa voluntad general? Podemos suponer que significa la voluntad de to dos los ciudadanos o la voluntad de la mayoría, pero obviamente la primera no hace al caso. Si voluntad general significase la voluntad de todos, la teoría no nos daría una respuesta a nuestra pregunta, ya que si todos deseasen lo mismo, no habría problema. «Todos» me
incluye a mí, y si el Estado hace lo que yo quiero que haga, no me preguntaré por qué debo integrarme en él. El problema se plantea debido a que a menudo las demandas del Estado chocan con los de seos del individuo, quien en consecuencia se apresta a preguntar: «¿Por qué he de hacer lo que el Estado exige si no quiero hacerlo?» En cualquier caso, si el Estado actuase sólo cuando existe unanimi-1 unanimi- 1 1 Véase, por ejemplo, el excelent excelentee aanálisis nálisis llevado a cabo por el profesor John Plamcnatz en Mand and Society Society (Londres, 1963), vol. I, pp. 391 ss.
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dad entre todos los ciudadanos, tendría que esperar un milenio antes de poder emprender cualquier acción. Pasemos a examinar la otra alternativa, más prometedora, que sugiere que voluntad general significa la voluntad de la mayoría. ¿Por qué la opinión de la mayoría impone una obligación sobre la minoría disidente? Supongamos que la mayoría desea que el Estado haga esto o aquello, por ejemplo, construir terraplenes para prevenir las inun daciones, pero que yo no estoy de acuerdo porque vivo en lo alto de una colina y no deseo pagar impuestos para la construcción de terraplenes que no me beneficiarán personalmente. ¿Por qué he de ser arrastrado por la mayoría? ¿Qué ¿Q ué justificación justificación existe para ace aceptar ptar su criterio? Una razón que cabe sugerir es la de que es más fácil que una mayoría esté en lo cierto que una minoría. Si dos cabezas valen más que una, entonces treinta millones son probablemente mejor que veinte. Probablemente, pero no con toda seguridad. Dos cabezas no siempre valen más que una. Algunas contienen un cerebro mejor que otras. Si cincuenta ovejas deciden seguir un camino, mientras que el pastor considera que deben seguir otro, no es muy probable que el pastor se deje impresionar por el argumento de que cincuenta cabe zas son mejor que una. Ahora bien, cuando las cabezas pertenecen a seres humanos, no resulta fácil decidir quiénes son las ovejas. A me nudo no hay medio de saber, especialmente en el terreno de la polí tica, quién tiene razón. También es necesario que nos preguntemos: ¿Razón sobre qué? En mi ejemplo de construir terraplenes para evi tar inundaciones, la diferencia de opinión se suscitaba en torno a los deseos de las personas. Si se supone que la política ha de referirse a los deseos de las personas, entonces, independientemente de los
cerebros, es de esperar que las personas sepan lo que desean; así pues, si el objetivo ideal, aunque inalcanzable, es satisfacer los deseos de todos, estaremos más cerca de conseguirlo satisfaciendo los de seos de la mayoría en vez de los de la minoría. De hecho, sin embargo, la teoría de la voluntad general no se refiere a los deseos de la mayoría. Rousseau dice, por ejemplo, que la voluntad general no se equivoca nunca l. Da la impresión de que acepta el punto de vista que supone que «cincuenta millones de fran-1 fran- 1 1 Del contrato social, II, 6. Rousseau aclara esta afirmación (en la segunda ver sión, revisada, de la obra) añadiendo «pero el juicio que la guía no siempre es ilus trado». [Hay trad. cast. de la obra publicada por Alianza Editorial.]
4.
Los fundamentes de la obligación políti política ca
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ceses no pueden equivocarse». Pero no quiere decir con ello que la mayoría siempre tiene razón. Sabe que no es así, y desea que su idea de voluntad general sea superior a la opinión falible de la mayoría. Si preguntamos, ¿razón sobre o acerca de qué?, la respuesta que recibiremos es «razón sobre el bien común (o interés común)». El objeto de la voluntad general es el bien común y no lo que cualesquiera personas deseen para sí mismas. El bien común se considera el objetivo de la voluntad moral, mientras que la voluntad general es la voluntad que cada persona tiene en tanto ciudadano o agente moral, y no la suma de deseos particulares que cada uno tiene en tanto persona no moral que piensa en sus propios intereses sin tener en cuenta los intereses de los demás. Ahora bien, si la teoría de la voluntad general afirmase simplemente que hemos de obedecer las leyes del Estado porque promueven el bien común y éste es el objetivo adecuado, o uno de los objetivos adecuados, para cada uno de nosotros en tanto agentes morales, no sería otra cosa que una versión de la teoría del bien común, que he dejado para el final de mi análisis, y que es una teoría claramente utilitarista sobre la obligación política. Pero al hablar de la voluntad general o real, la teoría va más allá de esto. No sólo mantiene que el bien común ha de ser nuestro objetivo moral, sino que tal objetivo es lo que «realmente» deseamos, y que, por tanto, el Estado, al perseguir un objetivo moral y al exigir, a veces forzándonos a ello, que lo llevemos a cabo, consigue que hagamos lo que deseamos, aunque parezca lo contrario. ¿Cómo llega la teoría a esta conclusión paradójica?
He señalado anteriormente que podemos justificar la aceptación de las preferencias de la mayoría si pensamos que toda decisión política ha de acercarse en lo posible al objetivo ideal consistente en dar a cada uno lo que desea. Ahora bien, puede que una persona desee algo que no constituya un bien para ella, y puede argumentarse que lo que constituye un bien para alguien es aquello que desearía si tuviese un conocimiento exhaustivo sobre las consecuencias que acarrea la satisfacción de diferentes deseos. Piensa que lo que ahora desea la satisfará, pero ello se debe a que desconoce ciertas consecuencias. De hecho, no le producirá una satisfacción duradera; se trata tan sólo de un bien aparente. Lo que constituye realmente un bien para ella, lo que le dará una satisfacción real o duradera, es aquello que desearía en caso de tener mayores conocimientos. Los
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defensores de la teoría de la voluntad general o real dan un paso más al decir que su bien real es aquello que «realmente» desea, aunque no sepa en qué consiste. También argumentan que el bien real o el interés de una persona ha de ser armónico con el de otras personas, dado que un conflicto de intereses perjudicaría a todos. Tal armonía podría lograrse si los intereses de todos constituyen el objetivo de cada uno. Este bien común o interés general es lo que debemos perseguir; es el objeto de la voluntad racional, real, o general, y por lo tanto es el bien real de cada persona. Dado que el Estado trata de proteger el bien común, el Estado o la ley es la expresión concreta de la voluntad general; por tanto, debemos obediencia al Estado, ya que si lo hacemos estaremos cumpliendo nuestra voluntad real, una voluntad general o común a todos los miembros del Estado. Si una persona no sabe lo que «realmente» desea y no quiere lo mismo que las demás, el Estado está justificado si le obliga a someterse. Existe en este argumento más de un punto insostenible, pero me limitaré a tres objeciones. En primer lugar, la teoría mantiene que el gobierno sabe mejor que el individuo lo que éste realmente desea. «Un miembro del gobierno sabe más.» Ahora bien, un miembro del gobierno puede saber más que yo sobre los efectos causales de los diferentes programas políticos. Su conocimiento de la economía, por ejemplo, le capacita para decir que si se electrifican los servicios ferro-
viarios serán el doble de rápidos y su coste también se doblará. Por el contrario, yo sé muy poco de economía y estoy dispuesto a reconocer que sus conocimientos son superiores a los míos al aceptar su conclusión. Ello no dice nada sobre mis deseos. Pero supongamos que el miembro del gobierno añade que es preferible un servicio más rápido a un servicio barato y que, por tanto, han de electrificarse los ferrocarriles. No hay razón para que yo suponga que sudeseo. opinión sobre este caso se debe a que conoce lo que yo realmente Si deseo un servicio rápido en vez de barato, será racional que esté de acuerdo en que los ferrocarriles deben de ser electrificados y que deba pagar más impuestos o tarifas más elevadas. Pero si decido que deseo un servicio barato en vez de uno caro, no es lógico decir que «realmente» deseo un servicio rápido porque el miembro del gobierno cree que eso será lo mejor para mí. Quizás lo sea, o quizás la mayoría de las personas lo desee, y cualquiera de ambas circunstancias será una buena razón para llevar adelante el programa político de que se trate,
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exigiéndome contribuir a su financiación. Pero subsiste el hecho de que no lo deseo. En segundo lugar, la teoría mantiene que todas las personas desean realmente las mismas cosas; no admite gustos diferentes. Supone que, fundamentalmente, la naturaleza humana es siempre la misma. Pero si, como supone la teoría, las personas difieren en sus conocimientos, ¿por qué no han de diferir también en sus deseos? Indudablemente el mero hecho de que difieran en sus capacidades intelectuales hace suponer que tendrán gustos diferentes con arreglo a estas mismas capacidades, y esto es lo que sucede en la realidad. En tercer la teoría interés. Afirma que lolugar, que debo haceridentifica es lo queobligación realmentemoral quierocon hacer; supone que la única obligación posible es la obligación prudencial, y a ello se debe la absurda suposición de que todos desean las mismas cosas. Ahora bien, no tiene nada de absurdo decir que todos comparten un conjunto común de obligaciones morales. Es perfectamente razonable decir que todos tienen una obligación moral de promover el bien común, es decir, de promover en lo posible los intereses de los demás al mismo tiempo que los propios. Podemos considerar que esta obligación moral es el fundamento de la obligación política, como hace la teoría utilitarista. En cierto modo, la teoría de la voluntad
general, como dije anteriormente, también mantiene esta opinión, pero esta tesis simple y sucinta se confunde y tergiversa en la teoría de la voluntad general, dado que se supone que sólo se nos puede obligar a hacer algo si ello redunda en nuestro propio interés, si constituye un medio de conseguir aquello que verdaderamente deseamos. El error es muy frecuente, pero, en el caso de la teoría de la voluntad general, va acompañado por la suposición de que la solución al problema de la obligación política ha de consistir en demostrar que, en cierto modo, el Estado es una asociación voluntaria.6 voluntaria. 6
6. La teoría de la justicia Las tres teorías que acabo de considerar tratan de explicar que la obligación política se asume voluntariamente y se fundamenta precisamente en esta aceptación voluntaria, independientemente de sus objetivos o de sus consecuencias. Las dos últimas teorías que vamos a
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examinar toman un camino diferente. Se basan únicamente en los objetivos o fines del Estado y argumentan que estamos moralmente obligados, en líneas generales, a obedecer al Estado porque éste es un medio para la consecución de fines morales que son en sí mismos objeto de obligación moral para todos. En principio, por consiguiente, la teoría de la justicia y la del interés general, o tesis utilitarista, adoptan la misma forma, y mi opinión es que deben combinarse. Sin embargo, han sido defendidas por separado debido en parte a que las ideas anteriores limitaban los fines del Estado a la función negativa, como he explicado en el capítulo II, sección 5 (c), y en parte porque la teoría utilitarista considera que el concepto de justicia está inmerso en el de utilidad. Por tanto, será conveniente al principio considerar ambas teorías por separado. De acuerdo con la teoría de la justicia, nuestra obligación de obedecer las leyes del Estado depende del hecho de que tales leyes aspiran a proteger la justicia o los derechos morales. Una versión de la teoría habla de «derechos naturales», concepción que desempeña un importante papel en la filosofía política de Locke, quien, como hemos
visto, propugnaba una doctrina del contrato social o consentimiento. Desde luego, es posible pensar que existe más de un fundamento de la obligación política y combinar, por tanto, dos o más teorías. La teoría de los derechos naturales mantiene que los hombres poseen ciertos derechos morales absolutos, como el derecho a la vida, a la libertad y a la oportunidad de buscar la felicidad. (Locke, de hecho, concibió la vida, la libertad y la propiedad como los tres derechos fundamentales; pero no estaba demasiado seguro respecto a unir un derecho natural a la propiedad con los otros dos derechos, ya que aun cuando consideraba evidente que todas las personas tienen un derecho natural a la vida y a la libertad, creyó necesario producir un elaborado argumento para sustentar el punto de vista de que también existe un derecho natural a la propiedad. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, profundamente influenciada por la idea de Locke de que el fin de la sociedad política es la protección de los derechos naturales, sustituyó «la búsqueda de la felicidad» por la «propiedad» en su enumeración de los tres derechos fundamentales.) Estos derechos se llamaban «naturales» porque se consideraban derivados del «derecho natural» o de la ley de Dios, pero no hay necesidad de incluir prejuicios metafísicos o teológicos en las ideas sobre
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los mismos. El «derecho natural» era simplemente una forma de describir principios de moralidad. Tales principios comprenden derechos y deberes, al igual que el derecho positivo, y el adjetivo natural se utilizaba para contrastar los principios y derechos morales con las leyes y derechos artificiales, creados por el hombre. Algunos derechos son claramente obra del hombre, como el derecho que poseen ciertas personas en Gran Bretaña a una pensión de vejez compuesta de una determinada cantidad de dinero a la semana. Este derecho no existiría si el Estado no lo hubiese creado. Cuando se dice que el derecho a la vida, o a la libertad, es un derecho natural, quiere decirse que no depende de leyes hechas por el hombre, sino que es un derecho independientemente de que el Estado o cualquier otra organización lo garantice. El punto de vista de Locke era que el Estado tiene como fin garantizar y proteger los derechos naturales. Si pensamos que la noción de justicia incluye algo más que lo que Locke consideraba derechos naturales, podemos ampliar su doctrina y afirmar que el Estado tiene
como fin garantizar la justicia, es decir, tanto los derechos establecidos como la imparcialidad en su aplicación. Podemos decir entonces que si, efectivamente, el Estado lleva a cabo esta función, estamos en obligación de apoyarlo obedecerde susnuestra normas. Desde este punto de la vista, la obligación políticay depende obligación moral de buscar la justicia. Los llamados derechos «naturales» pertenecen al género de los derechos morales de recepción, que son paralelos a las obligaciones «naturales», es decir, morales. Afirmar que una persona tiene un derecho moral a la vida y a la libertad constituye sencillamente un modo diferente de decir que las demás personas tienen la estricta obligación moral de no quitarle la vida o interferir en su libertad. Los «derechos naturales», o «derechos del hombre», o «derechos humanos», son derechos morales atribuibles a cada persona y corresponden a obligaciones «naturales» o morales que todos tienen. Pero como en la práctica algunas personas no respetan los derechos de los demás, es conveniente disponer de una mediación, el Estado, que proteja los derechos por la fuerza si es necesario. La teoría da por sentado que todos tienen una obligación moral de respetar los derechos y promover la justicia. En consecuencia, resulta moralmente obligatorio tomar las medidas necesarias para ese fin. Si el Estado sirve como medio, es
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moralmente obligatorio apoyarlo. Se considera, por ende, que la obligación política es una forma de obligación moral y que el Estado es el medio necesario para la consecución de un fin moral, la protección de la justicia. Adviértase que esta teoría sobre el fundamento de la obligación política implica que nuestra obligación existe sólo si el Estado asegura o protege la justicia. Si actúa injustamente, no es un medio para conseguir un fin moral y pierde su derecho a la obediencia. Locke consideró deliberadamente esta consecuencia. Quiso demostrar que estaba justificado rebelarse contrapolíticos los gobernantes de que tratasen de llevar a cabo programas injustos. en No caso obstante, Locke también diría que siendo como es la naturaleza humana, hay muy pocas oportunidades de asegurar la justicia dentro de límites aceptables a menos que exista un Estado que obligue a ello. Así pues, si vivimos bajo un gobierno injusto, según el punto de vista de Locke, tenemos derecho, incluso podríamos decir que estamos obligados, a sustituirlo por otro que tenga como objetivo asegurar la justicia. La rebelión, por sí misma, no está justificada; sólo lo estaría aquella que,
con una esperanza razonable de éxito, buscase reemplazar un régimen injusto por uno justo. La teoría de los derechos naturales ha sido criticada sobre la base de que no existen derechos absolutos y de que los derechos naturales son un mito. De hecho, no es necesario que la teoría los considere absolutos, es decir, que no existen circunstancias bajo las que una persona pueda perderlos. La mayoría de nosotros estaríamos de acuerdo en que un criminal pierda temporalmente su derecho a la libertad; y puede argumentarse que un asesino que fría y deliberadamente quita la vida a un semejante pierde su propio derecho a la vida, aunque ello no implique necesariamente que el Estado o cualquier otro deba ejecutarlo. Locke sin duda consideró que los derechos naturales se pierden si se dañan los derechos naturales de los demás. Algunos defensores de la doctrina que venimos examinando los han calificado de «inalienables» o de «imprescriptibles»; pero lo que han querido dar a entender es que los derechos morales no pueden perderse por decreto legal. Una persona puede perder sus derechos morales si daña deliberadamente los de otros, y la ley puede hacer efectiva esta pérdida clasificando los delitos e imponiendo castigos. Lo que no puede (moralmente) hacer, según la teoría, es privar a una persona
4. Lo s fundamentos fundamentos de la obligación política
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de sus derechos morales por razones no morales. Todas estas conside raciones reiteran que los derechos y las obligaciones morales no depen den del derecho, y que las obligaciones legales han de depender de razones morales para ser moralmente aceptables. La segunda objeción, que los derechos naturales son un mito, puede adoptar dos formas. (1) Puede significar que los presupuestos teológicos y metafísicos de Locke, y de otros, son un mito. Ante esto cabe responder que, como he mencionado anteriormente, la teoría de los derechos naturales puede sostenerse sin tales presupuestos; el término «natural» significa aquí no-artificial, y los derechos a los que alude son morales, diferentes de los derechos legales. (2) Sin embar go, la objeción puede entenderse como la negación de que exista algo como unos derechos morales diferentes de los legales. Puede aducirse que «derechos» es un término legal y que su utilización no sería ade cuada para referirse a otra cosa que no sean derechos legales. Para replicar a esta objeción, hemos de aceptar que el término «derechos»
se utiliza inicialmente en un contexto legal, pero que, por analogía, ha pasado a emplearse fuera de este contexto, y no veo por qué esta extensión del sentido del término haya de ser inadecuada. Estaremos de acuerdo en que existen obligaciones morales y legales. Las segun das se suelen corresponder con derechos legales y, por tanto, es ló gico pensar que a los derechos morales corresponden ciertas estrictas obligaciones morales. Esto viene a ser lo mismo que decir que las obligaciones son obligaciones estrictas y que son obligaciones hacia otras personas. Decir que A tiene un derecho moral frente a B es otra manera de decir que B tiene una estricta obligación moral hacia A. Quizás el significado de ambas aseveraciones no sea exactamente el mismo, dado que a menudo decir que A tiene un «derecho» moral implica que debería convertirse en un derecho legal, es decir, que la obligación de B hacia A debería ser exigida a través de la ley. Ciertamente, uno de los fines principales de la publicación de declara ciones sobre «los derechos del hombre», o «derechos humanos», es urgir para que estos derechos morales reciban protección legal y se conviertan, por tanto, en derechos legales. En ese caso, un detractor de la teoría puede pensar que sería más exacto hablar de intereses que deben convertirse en derechos en vez de denominarlos derechos morales. Pero si está de acuerdo en que B tiene una estricta obliga ción moral hacia A, esto es todo lo que exige la teoría de los dere
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chos naturales. Como explicación acerca de los fundamentos de la obligación política, la teoría mantiene que el Estado es un medio necesario para el cumplimiento de ciertas obligaciones morales que todos tenemos, y que, consecuentemente, estamos moralmente obligados a brindarle nuestro apoyo. En cualquier caso, todas estas objeciones a la idea de derechos naturales desaparecen si, como yo he hecho, ampliamos la teoría de los derechos naturales convirtiéndola en una teoría de la justicia. Pocos filósofos negarán que la justicia es una noción tanto legal como moral. Los utilitaristas rechazarán la teoría de los derechos naturales y la de la justicia, sobre la base de que ambas nociones son formas encubiertas de la idea de utilidad. Desde su punto de vista, el principio último y racional de moralidad es la promoción del bienestar general; y la justicia constituye un medio para conseguirlo. En mi
opinión, la idea de justicia no puede subsumirse totalmente en la de utilidad para el bienestar general, pero esta cuestión la dejaré por el momento para para discutirla en el capítulo V I I , secciones 1 y 4. Mientras tanto consideraremos la tesis utilitarista sobre el fundamento de la obligación política.7 política.7
7. La teoría te oría del interés interés general o bie bien n común común Esta teoría la mantienen los utilitaristas, quienes consideran que todas las obligaciones morales dependen de su utilidad para promover el bienestar o interés general. El Estado es un medio necesario para asegurar una parte fundamental de este fin moral, y, por tanto, estamos obligados a acatar la ley como condición necesaria para el cumplimiento de nuestras obligaciones morales generales. El Estado lleva a cabo su fin estableciendo leyes, respaldadas por la fuerza, que exigen que todos se abstengan de cometer acciones (crímenes y agravios) que constituyan un daño para el bien común, y que contribuyan mediante impuestos y otros gravámenes al sostenimiento de los servicios (de defensa, públicos, sociales) que promueven el bien común. Al igual que ocurre respecto a la teoría de la justicia, se deduce de la tesis utilitarista que si un determinado gobierno está causando daño en vez de ayudar a promover el bien común, pierde su derecho a la obediencia.
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Supongo que todos aceptarán que la teoría del bien común ofrece una de las bases o fundamentos de la obligación política. Sólo podría objetarse la idea de que brinda todos los fundamentos necesarios. Hemos visto que la teoría de la voluntad general incluye la idea de bien común como objetivo o fin del Estado. Sin embargo, tanto la teoría de la voluntad general como las teorías del contrato y del consentimiento afirmarían que esto no es suficiente porque la obligación política debe asumirse voluntariamente. De hecho, no es cierto que la mayoría de los ciudadanos hayan asumido voluntariamente, de forma clara y precisa, su obligación de obedecer al Estado, pero algo de verdad hay en la afirmación de que el consentimiento es en cierto modo una adición necesaria tanto para la teoría del bien común como para la teoría de la justicia. Analizaré este problema en la sección siguiente. Por el momento podemos considerar una objeción a la teo-
ría del bien común, derivada de nuestro examen de la teoría de la justicia. Tanto la teoría de la justicia como la teoría del bien común fundamentan la obligación política en las funciones que el Estado realiza para llevar a cabo un fin moral. Cuando me referí a las funciones del Estado en el capítulo II, sección 5 ( c ), señalé que su función negativa consistía en preservar el orden y la seguridad, y que su función positiva era promover el bienestar y la justicia. Las dos teorías que estamos considerando ahora pretenden abarcar la función negativa. La teoría de la justicia diría que esta función de proteger los derechos establecidos es un aspecto de la justicia; la teoría del bien común, que la función negativa consiste en prevenir el daño al bien común. ¿Qué ocurre respecto a la función positiva? No creo que pueda decirse que la promoción del bienestar es un aspecto de la justicia, por lo cual si aceptamos que la teoría de la justicia proporciona un fundamento para la obligación política, hemos de añadir que la teoría del bien común especifica un fundamento similar. De este modo, tendríamos una teoría mixta que mantiene que la obligación política se fundamenta en el carácter moral de las funciones del Estado, siendo estas la protección de la justicia y la promoción del bienestar. No obstante, la teoría del bien común diría que cumple todas las funciones, dado que el concepto de justicia queda comprendido en el de utilidad. Lo mismo que la protección de los derechos establecidos
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representa un modo de prevenir el daño social, así la redistribución de los derechos de manera ecuánime constituye una forma de promover el bienestar general. Consideremos, por ejemplo, el premio y el castigo. Según la tesis utilitarista, la recompensa resulta adecuada sólo en aquellos casos que constituyen logros útiles para la sociedad, y es adecuada porque son útiles y porque alentarlos mediante este incentivo es útil; el castigo sólo es adecuado para aquellas acciones que resultan perjudiciales para la sociedad, y es adecuado porque éstas son perjudiciales y porque reviste utilidad desalentarlas mediante el castig castigo. o. Resulta obvio que este punto de vista vista tiene tiene cierta cierta p l a c i bilidad. Como he señalado en la sección anterior, no creo que el concepto de utilidad pueda explicar todas las ideas incluidas en nuestro concepto de justicia y, por tanto, a mi entender, tanto la teoría de
la justicia como la teoría del bien común han de combinarse para proporcionar los fundamentos de la obligación política. Quienes consideren que la justicia queda subsumida en la utilidad pueden adoptar la teoría del bien común únicamente.8 únicamente.8
8. Obligación Obligación y autoridad auto ridad Ambas teorías, no obstante, todavía han de responder al argumento que plantean las teorías del contrato, del consentimiento y de la voluntad general de que no es suficiente referirse a las funciones morales del Estado. Hemos visto que es un error afirmar que la mayoría de los ciudadanos han asumido voluntariamente, en un sentido claro y preciso, sus obligaciones hacia el Estado. El Estado no es una asociación voluntaria. Con todo, el argumento no está desprovisto de razón, lo cual puede demostrarse del modo siguiente. Podría decirse que la autoridad, o el derecho a dar órdenes, ha de ser concedida por personas que se hallan en posición de otorgarla. El hecho de que un organismo persiga un fin moral no obliga, por sí solo, a que se le preste apoyo. De ser así, tendríamos que afirmar que nuestra obligación moral de ser caritativos implica la obligación de prestar apoyo a todas y cada una de las asociaciones de caridad, es decir, que no somos libres de cumplir con nuestra obligación moral del modo que elijamos.
4. Los fundamentos de la obligació obligación n política política
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Las teorías de la justicia y del bien común ofrecen una respuesta parcial a esta objeción recordándonos que consideran al Estado como un medio necesario para llevar a cabo algunas de nuestras obligaciones morales generales, y es esta necesidad la que encauza nuestra obligación general hacia la obligación política. El Estado, con su sistema de derecho, respaldado por la fuerza, constituye un mecanismo necesario para asegurar los derechos e intereses generales, y este hecho, conjuntamente con nuestra reconocida obligación moral de promover la justicia y el bien común, nos obliga a prestarle apoyo. Sin embargo, esto no responde plenamente a la objeción, ya que no tiene en cuenta el aspecto relativo a la autoridad o el derecho a
dictar órdenes. He dicho en la sección 1 que el problema de los fundamentos de la obligación política no puede resolverse en términos de una obligación prudencial, pues ello demostraría únicamente que estábamos obligados a actuar, y no que el Estado goce del derecho, implícito en la idea de autoridad, a dictar órdenes. Ahora bien, una explicación de la obligación política en términos de las funciones morales del Estado no aconvierte la laobligación en prudencial. Se limita demostrarciertamente que tenemos obligaciónpolítica de actuar, no que el Estado tiene autoridad. La respuesta a la objeción que he propuesto viene a decir que tenemos obligaciones morales hacia los miembros de nuestra comunidad nacional (del mismo modo que las tenemos, aunque a veces en diferente grado, hacia otras personas), que sólo podemos cumplir con algunas de nuestras obligaciones morales hacia otros miembros de nuestra comunidad nacional recurriendo a un mecanismo necesario, y que, por tanto, estamos «obligados» a utilizarlo, del mismo modo que una persona está «obligada» a desviarse si, debido a un derrumbamiento, éste es el único medio de llegar a su destino. La «obligación» de utilizar el mecanismo del Estado no es una obligación prudencial, ya que el fin perseguido no es el propio interés, sino el interés común, conjuntamente con la justicia. No obstante, su carácter obligatorio le viene dado por las exigencias de una situación, y no por una responsabilidad hacia alguna persona u organismo que tiene el correspondiente derecho a ella. Naturalmente, tenemos una obligación hacia los demás miembros de nuestra comunidad; pero cuando estamos obligados a obedecer al Estado, como medio necesario para poder cumplir algunas de nuestras supuestas obligacio-
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nes hacia los demás, esto no significa que se haya otorgado al Estado un derecho a dictar órdenes y a que sean obedecidas. Así pues, podemos ver que no era superfluo que la teoría de la voluntad general añadiese algo a la idea de promover el bien común, o que las teorías del contrato social y del consentimiento fijasen su atención en la idea de autorización. Una explicación de la obligación política que tenga en cuenta, única y exclusivamente, las funciones morales del Estado no es suficiente. ¿Qué debería añadirse? Si añadiésemos la idea de contrato social, podríamos decir que el contrato es un acuerdo de utilizar el mecanismo del Estado para promover
fines morales; constituiría una forma de autorizar al Estado a actuar en nuestro favor. Pero las objeciones que ha suscitado la teoría del contrato hacen muy difícil reintroducirla en este punto, aunque en la sección siguiente sugeriré que la idea de contrato social ocupa un lugar de cierta importancia en las instituciones de una sociedad democrática. ¿Qué ocurre con la noción más débil que supone el consentimiento en el sentido de aquiescencia? Creo que añadir esta noción basta para otorgarle al Estado un derecho a actuar del modo en que lo hace. He señalado en la sección 4 que, en su forma más débil, la teoría del consentimiento no ofrece un fundamento para la obligación; pero en la teoría mixta que estamos elaborando la obligación obligación no se deriva del consentimiento. Se deriva de la obligación moral de promover los fines de justicia y bien común que presuponemos y, a la vez, del reconocimiento de que el Estado es el medio necesario para la consecución de tales fines. El papel que se le atribuye al consentimiento estriba exclusivamente en permitir que el Estado actúe como agente del cuerpo ciudadano. Esto no requiere un contrato explícito. Para la mayoría de nosotros, el Estado es un fait accompli accompli que ya ejerce sus funciones; pero si reconocemos la necesidad de su existencia para asegurar la consecución de fines morales, y consentimos que continúe ejerciendo sus funciones, estamos permitiendo que actúe como el agente o canal a través del cual hemos de cumplir con una parte de nuestras obligaciones morales. El consentimiento añade al poder del Estado la autoridad o el derecho a dictar órdenes, y dado que actúa como agente o canal de ciertas obligaciones morales, nuestras obligaciones hacia las losmedidas demás ciudadanos en una obligación de aceptar tomadas porse eltransforman Estado.
4. L o s fundam en tos de l a o bligación política
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9. El alcance de la obligación política ¿Qué se deduce de esto en relación con el alcance de la obligación política? Como es obvio, no se sigue de ello que la obligación política sea absoluta, es decir, que los súbditos estén obligados a acatar cualquier cosa que el Estado pueda decretar. Por el contrario, como su obligación política depende de la persecución de los fines de justicia y bien común, no tienen obligación a menos que las leyes del Estado
se orienten efectivamente a la consecución de estos fines. Ahora bien, ¿quién ha de juzgar si las leyes del Estado se orientan efectivamente a la consecución de la justicia y el bien común? ¿Un miembro de gobierno, la mayoría, o cada persona por sí misma? Si una persona opina que una determinada ley es injusta o lesiva para el bien común, ¿está moralmente justificada a desobedecerla? Si respondemos afirmativamente, todo el sistema se haría inviable. Si el Estado tuviese que obtener la aprobación de todos los ciudadanos para cada ley, no se emitiría ninguna, y, sin embargo, a nadie se le escapa algún unanimidad tipo de normas ser elaborado y aceptado, aunque que no exista sobre ha losde detalles. Nos enfrentamos de nuevo con el problema de la voluntad general, y en este caso creo que podemos decir que, en una sociedad democrática, puede suponerse correctamente algo parecido a un contrato social. Si el sistema de derecho del Estado, considerado en su totalidad, está enfocado hacia la consecución de los fines de justicia y bien común, existe una convención de que las decisiones de detalle deben aceptarse como vinculantes. Esta convención resulta aceptable sólo si aquellos que toman las decisiones están autorizados para hacerlo por la generalidadunanimidad, de los ciudadanos, y dadoque quela incluso caso es imposible la se considera opiniónendeeste la mayoría (bien en el seno de la comunidad en su conjunto o, en el caso de estados de grandes dimensiones, en el de las unidades constituyentes) es la que más se aproxima a la voluntad general. Lo que trato de sugerir es que, en una democracia, opera algo parecido a un contrato social para la aceptación de las leyes concretas, siempre que pueda decirse que éstas reflejan fielmente la voluntad general, por estar autorizadas por la mayoría y guardar la debida consideración hacia los puntos de vista opuestos de la minoría. Puede afirmarse que la minoría ha otorgado su consentimiento a las deci-
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siones tomadas de este modo por representar la voluntad general. Mi sugerencia consiste en que la obligación general general de aceptar la autoridad del Estado depende de que éste persiga los fines morales de justicia justic ia y bien común; y que la obligación particular de acatar una determinada ley, de la que podemos disentir, puede considerarse contractual, dependiendo de que exista la convención de aceptar la deci-
siónCiertamente, de la mayoría. me opuse a la idea de contrato social, como fundamento de la obligación política en general, porque en rigor no cabe hablar de promesa en lo que se refiere a la mayoría de los ciudadanos. ¿Puede hacerse de nuevo la misma objeción? ¿Dónde está la promesa de acatar la decisión de una mayoría de representantes, o de un gobierno? Creo que podemos decir que una promesa de este tipo está implícita en el proceso de elección (o en un referéndum). Si una persona participa en una elección, o en una votación (ya sea un referéndum de toda la población o una votación en una asamblea legislativa), puede suponerse que está de acuerdo con los presupuestos del procedimiento de votación, a saber, que se considerará como decisiva la opinión de la mayoría. Tomar parte en una elección equivale a prometer implícitamente que se acepta el veredicto de la mayoría. Si esto es correcto, de ello se deduce que la exigencia coactiva de votar en las elecciones es contraria a la condición necesaria en toda promesa: que sea otorgada voluntariamente. En ocasiones, algunos estados han adoptado el voto obligatorio, y alguien puede decir que este hecho es un argumento en contra de la hipótesis de que participar en una elección presupone una promesa. Entiendo, por el contrario, que lo poco usual de esta práctica del voto obligatorio es indicativa de un oscuro sentimiento de que la exigencia coactiva de votar es inadecuada, aunque podamos argüir en su favor que, como ocurre con el servicio militar obligatorio, hace a cada ciudadano más plenamente consciente de sus responsabilidades en cuanto tal. Si la participación en una elección o votación de cualquier clase presupone una promesa, esto explicaría el sentir general de que una votación no puede ser obligatoria. ¿Qué ocurre con la persona que decide no ejercer su derecho al voto? vo to? ¿ E s razonable razonable imputarle imputarle la acept aceptación ación de la convenc convención ión d dee que el punto de vista de la mayoría será vinculante? En este caso, creo que lo único que podemos hacer es volver a la doctrina del con-
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sentimiento. La persona que se abstiene de votar no ha otorgado una promesa; pero si no protesta activamente contra todo el sistema, o intenta abandonar el país, cabe presumir que consiente. El punto fundamental reside en que los procedimientos de un gobierno demo crático le dan la oportunidad de protestar y, en caso de que pueda
persuadir a un número suficiente de personas, de cambiar el gobierno y las leyes. Si vive bajo un sistema de gobierno en el que el electorado carece de alternativas asequibles, no creo que podamos atribuirle una obligación, voluntariamente aceptada, de obedecer a un determinado gobierno. Desde luego, un ciudadano de un Estado así, si piensa que el gobierno está persiguiendo los fines adecuados, aceptará al gobierno por esta razón y reforzará su aprobación votando voluntariamente en su favor; pero de un ciudadano del mismo Estado que vote por miedo en favor del gobierno, o que se abstenga y le esté vedado aban donar el país, no puede decirse que haya aceptado la autoridad del gobierno o que tenga una obligación moral. Bajo un sistema democrático, ¿supone acaso la aceptación la autoridad gubernamental que nunca es moralmente justificable de rehu sarse a obedecer una determinada ley? Sin duda alguna, es justificable, y desde luego forma parte del proceso democrático hacer campaña en contra de una ley, es decir, tratar de persuadir a una mayoría para que se ponga de acuerdo con nosotros y lograr que cambie la ley. ¿Es también justificable actuar contrariamente a lo dispuesto por una ley cuando sabemos que estamos aún en minoría? Sí, puede serlo. La obligación política no agota todo el contenido de nuestra obliga ción moral, a menos que consideremos que el Estado es omnicompetente. Puede darse un conflicto entre obligaciones morales, y tam bién entre una obligación política y cualquier otra obligación moral. Tal es el caso, por ejemplo, del objetor de conciencia que no ha po dido convencer al tribunal, o del partidario del desarme nuclear que piensa que debe llevar a cabo su protesta en un área prohibida o negarse a pagar parte de sus impuestos. No obstante, dicha persona, antes de decidir que debe desobedecer la ley, necesita valorar cuida dosamente la razón de ser y el alcance de la obligación política, refle xionando sobre el hecho de que el Estado garantiza, mejor que nadie, la justicia y los intereses fundamentales. Pero si considera que la obligación conflictiva es absoluta (por ejemplo, abstenerse de dar muerte a seres humanos) o que es claramente superior en cualquier
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otro sentido, su desobediencia está moralmente justificada. Al mismo tiempo, si está de acuerdo en que, en general, su Estado trata de asegurar la justicia y los intereses fundamentales, y que, por lo tanto, ha de ser apoyado, puede deducir que tiene la obligación moral de
aceptar cualquier castigo que el Estado haya previsto para su desobediencia. Esto es lo que dije en el capitulo III, sección 2, respecto ael que un objetor conciencia pensar no debe cumplir servicio militar de pero que ha puede de aceptar sinque protesta la pena de prisión. Lo mismo podría decirse de una persona que apoyase el desarme nuclear y que se niega, por razones de conciencia, a pagar parte de sus impuestos, o que participa en una manifestación de protesta dentro de un área prohibida. Mi conclusión es que, en general, los fundamentos de la obligación política dependen de los fines u objetivos morales del Estado (con la salvedad de que el consentimiento es necesario para otorgar autoridad al Estado). Tenemos la obligación de obedecer la ley porque existe una obligación análoga de promover la justicia y el bien común y porque la acción del Estado representa un medio esencial para la consecución de tales fines. Cuando desaprobamos un determinado gobierno o una determinada ley, estamos no obstante obligados, en una sociedad democrática, a obedecer si el programa político de que se trate es aceptado por la mayoría; y esta obligación se deriva de que la participación en unas elecciones democráticas implica una promesa de acatar las decisiones de la mayoría. Y se sigue esta convención porque es la única aproximación factible al ideal de programas políticos universalmente aceptados. Así pues, hay algo de verdad en cada una de las teorías que he considerado, y a ello se debe que todavía conserven interés filosófico. Pero debo decir que las teorías de la justicia y del bien común, cuando se combinan con la teoría del consentimiento, ofrecen una explicación adecuada sobre los fundamentos de la obligación política en general.
Capítulo 5 LIBERTAD Y AUTORIDAD
1. La idea de libe libertad rtad «Libertad» significa ausencia de restricción. Un hombre es libre en tanto no sufre restricciones para hacer aquello que desea o aquello que decidiría hacer si supiese que podría hacerlo. La idea de elección implica ya de por sí cierta clase de libertad. Elegir es seleccionar una entre varias posibilidades. Y ha de sernos asequible más de una para que sea posible afirmar que podemos elegir. Si estuviésemos siempre obligados a hacer aquello que de hecho hacemos, no seríamos libres de elegir; no habría una voluntad libre. Sin embargo, el concepto que deseo discutir no es el de libertad de la voluntad o el de libertad de elección, sino el de libertad para llevar a cabo lo que hemos elegido hacer. Esto es lo que comúnmente se entiende por libertad en la discusión social y política. Habiendo distinguido la libertad de elección de la libertad de acción o libertad social, podemos definir esta última como la ausencia de restricción para hacer aquello que elegimos o aquello que elegiríamos hacer si supiésemos que podríamos hacerlo. No obstante, es necesario añadir que la restricción debe ser causada por la acción deliberada de otras personas o que debe ser eliminable por la acción de otras personas. Una persona encerrada en la cárcel no es libre, ya que su libertad ha sido restringida por la acción de otras personas; y cabe 127
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hablar de liberarnos de la necesidad, o de liberar a la humanidad del
azote del cáncer, cuando queremos decir que los impedimentos a los que nos referimos, aunque no han sido impuestos por la acción del hombre, son eliminables (confiamos) gracias a la acción humana. Pero no deberíamos decir que una persona carece de libertad cuando se encuentra por del impedimentos no pueden ser destruidos restringida por la acción hombre. Si naturales no poseo que la capacidad física para recorrer una milla en cuatro minutos, diremos que «no soy capaz», pero no que «no soy libre» de hacerlo. La definición que he dado es, desde luego, muy general. Cuando se alude a la libertad en cualquier contexto concreto, reviste importancia formular dos preguntas: ¿libertad frente a qué? y ¿libertad para hacer qué cosa? La primera cuestión se refiere a cuál es la clase de restricción a eliminar o evitar; la segunda, a qué clase de acciones han de estar exentas de restricción. Durante la Segunda Guerra Mundial el presidente Roosevelt y Churchill redactaron, en la Carta del Atlántico, una declaración sobre «Cuatro Libertades» que constituían sus objetivos bélicos: libertad de expresión, libertad de culto, libertad frente al miedo, libertad frente a la necesidad. Se observará que dos de estas libertades son libertades «de» y las otras dos libertades «frente a». El primer par de libertades se refiere a dos clases de acción que deberían ser libres o estar exentas de restricción; responden ponde n a la pregunta: ¿liber ¿libertad tad para hacer hacer qué cosa? cos a? La libertad libertad de expresión es la libertad de decir lo que nos parezca; la libertad de culto, la de practicar la religión de nuestra elección. El segundo par de libertades al que se aludía en la Carta del Atlántico especifica dos clases de restricciones que han de ser eliminadas o evitadas; en este caso se responde a la pregunta: ¿libertad frente a qué? La «libertad frente al miedo» afirma que el miedo no debe impedir a las personas hacer aquello que elijan hacer, sea el miedo a un gobierno con policía secreta, como el de los nazis, sea el miedo a la guerra y a la inseguridad. La «libertad frente a la necesidad» afirma que la necesidad — las estrec estrecheces heces o la pobreza debidas al desempleo, los salarios de hambre, hambr e, la incapacidad incapacidad laboral por po r enfermeda enfermedad d o vejez— no ha de impedir a las personas hacer aquello que elegirían hacer si pudieran. Hay que tener en cuenta otros dos elementos de la definición, pues traen a colación ciertas críticas tradicionales al concepto común de libertad. (1) En primer lugar, la definición es negativa; describe la
5 . L i b e r t a d y a u t o r id a d
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libertad como un concepto negativo, como la ausencia de restricción para hacer lo que elegimos. (2) En segundo lugar, es necesario decir algo sobre el término «elegir», utilizado en la definición. Normal mente, lo que elegimos hacer es lo que deseamos hacer. A veces, em pero, no es así. A veces, una persona elige hacer algo aunque en rea lidad le hubiese gustado hacer otra cosa. En tal caso escoge esa acción porque cree que es lo correcto. Por ejemplo, puede optar por defen der una causa impopular, que considera justa, aunque le resultaría más fácil y cómodo plegarse al criterio de la mayoría. Es decir, ante pone su conciencia a sus inclinaciones. En estas circunstancias, la li bertad de hacer lo que hemos elegido es la libertad de conciencia. Pero con más frecuencia, como ya he señalado, lo que una persona elige hacer es aquello que quiere hacer, y, por tanto, la libertad de hacer lo que hemos elegido es la libertad de hacer lo que nos plazca. Obrar como deseamos puede coincidir con obrar según lo que esti mamos justo, puede ser contradictorio con nuestra concepción de la justicia,, o puede no afectar para nada a cuestiones de concie justicia conciencia ncia.. Lo importante es que hacer lo que elegimos hacer suele equivaler a hacer lo que queremos hacer, por lo que la libertad, tal y como la he definido, supone las más de las veces una ausencia de restricciones para hacer lo que queremos. La definición de libertad que he propuesto es muy simple, y creo que eso, o algo parecido, es obviamente lo que queremos dar a en tender cuando utilizamos este término. Sin embargo, el concepto ordinario de libertad ha sido criticado por un gran número de filóso fos desde dos puntos de vista relacionados con los dos aspectos que he mencionado.1 mencionado.1 (1 (1)) En primer lugar, se ha han n puesto objeciones al carácter nega tivo de la noción común de libertad. La libertad, se afirma, es algo demasiado valioso para ser puramente negativo. Se trata de uno de los máximos valores de la vida humana y, por tanto, ha de ser algo esencial y positivo. Esta crítica proviene principalmente de los filó sofos idealistas, en el sentido técnico del término. El idealismo filosó fico es una doctrina metafísica que mantiene que lo mental y espi ritual es real y lo material no. Se denomina «idealismo» porque considera las «ideas», los contenidos y actividades mentales como la materia prima de la realidad. Esta doctrina metafísica no atañe direc-
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tamente a la teoría social y política; pero ocurre que la escuela idea lista más influyente también ha propugnado la teoría ética de la autorealización, teoría que mantiene que el fin de la vida humana es realizar el ser «verdadero» o «superior». Dado que estos filósofos piensan que la auto-realización es el valor máximo, han argumentado que la libertad ha de guardar una íntima conexión con ella para poder ser un valor. Mantienen que una persona es verdaderamente libre cuando se ha realizado verdaderamente. La libertad ha de definirse en función de la auto-realización, que es una noción positiva y no negativa. No creo que esta objeción a la definición de libertad que he pre sentado necesite preocuparnos. Lo que viene a decir es lo siguiente: si la libertad es un concepto negativo, entonces no puede constituir el valor máximo. Esta deducción puede aceptarse. Estemos o no de de acuerdo en que el valor máximo es la auto-realización, nuestra definición de libertad implica que la auto-realización o el auto-desarro llo tiene un valor. Si concedemos importancia a la libertad, entendida tal y como la he definido, ello significa que consideramos importante que las personas no deben sufrir restricción alguna que les impida poner en práctica sus elecciones. Sólo reconoceremos que esto es importante si concedemos valor a la elección y al ejercicio de la elec ción. La libertad es una condición necesaria para nuestro desarrollo y realización, y se valora como un medio para la auto-realización. Sin embargo, esto no significa que el auto-desarrollo o la auto-realización lo mismo
sean que ser la libertad. Tampoco libertad ca rezca de valor por sólo un medio paraimplica un fin.que El la hecho de que algo constituya un medio para un fin, y no un fin en sí mismo, no le resta importancia comparativamente. Si es un medio necesario para un valor fundamenta fundamental, l, ent entonces onces también es fun fundamental. damental. 2 (2 (2)) También se h haa critica criticado do el concept concepto o comú común n de libertad sobr sobree la base de que convierte la libertad en un medio para hacer lo que queremos, de que el fin a que sirve es «el mero deseo». Pero, conti núa el argumento, no hay valor alguno en el mero deseo. La clase de acción que posee valor es la acción moral, hacer aquello que es bueno o correcto. A menudo los deseos de las personas van en contra de la acción moral, y en este caso la libertad de hacer lo que desea mos no es libertad, sino libertinaje. Esta segunda crítica es muy anti-
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gua y se remonta a Platón y a Aristóteles. Pero, al igual que ocurre con la primera, aparece frecuentemente en las obras de los filósofos idealistas y está conectada con su concepto de la auto-realización. He definido, de hecho, la libertad en términos de elección, y no simplemente en términos de lo que una persona quiere o desea hacer. Pero estoy de acuerdo en que suele ser una cuestión de deseos, y éstos pueden ser tanto malos como buenos. ¿Qué hace que un deseo sea malo? Sugiero se debe al hecho de que es hostil a otros deseos, del propio agente o de otras personas. La satisfacción de cualquier deseo, considerada simplemente como un placer o un gozo, es en esa medida algo bueno, y una acción correcta no lo será a menos que, entre otras condiciones, se encamine a promover el interés de al guien, es decir, a satisfacer deseos, a corto o largo plazo. Cuando se juzga que la satisfacción de un determinado deseo es algo malo o reprobable, ello se debe a que impide la satisfacción de otros deseos potenciales, del agente o de otros, considerados por alguna razón más importantes que el primero. La bondad o la maldad de los deseos es trasladada a los medios utilizados para satisfacerlos. Si la satisfac ción de un deseo, considerada simplemente como tal, tiene algún grado de bondad, también lo tiene la libertad para obtenerla. Pero si la satisfacción de un determinado deseo impide la satisfacción de otros, ese impedimento constituye una restricción de libertad, por lo que la libertad para satisfacer un deseo conlleva a su vez una carencia de libertad para satisfacer los otros. El libertinaje, o libertad no apro bada, es una libertad de esta clase. Si la consideramos simplemente como un ejemplo de libertad, tiene en principio derecho a ser consi derada buena; pero si la libertad qu quee restringe tiene un derecho más fuerte, entonces su maldad como causante de una falta de libertad anula la bondad que se deriva del hecho de constituir un ejemplo de libertad. A la luz de las dos críticas efectuadas al concepto ordinario de libertad, los idealistas se han visto encaminados a identificar la «ver dadera» libertad con el cumplimiento del deber. Esto es positivo y siempre bueno. A veces, para ser exactos, se considera que un deber es una forma de restricción para hacer aquello que nos gustaría; pero esto, de acuerdo con los idealistas, no significa que no seamos libres al cumplir nuestro deber, dado que cuando lo cumplimos ejercemos la libertad de elección (o libre voluntad), que es la verdadera forma
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de libertad. La libertad de hacer lo que queremos, que puede ser restringida por las exigencias del deber, no es una libertad verdadera o real. Obviamente, una persona que sienta la llamada del deber como una restricción está atada a sus deseos, a su «ser inferior», no ha realizado plenamente su «ser superior», donde se localiza la libertad perfecta. Este razonamiento no traza la necesaria distinción entre libertad de elección y libertad para llevar a efecto nuestras opciones. Asimismo, confunde la libertad de elección con lo que cabría calificar de la «libertad de la armonía interior». Cuando una persona percibe que en el cumplimiento del deber no interviene tensión alguna con sus deseos, ha alcanzado una armonía entre conciencia y deseo, ya que no existe conflicto entre ambos, ni uno supone una restricción para el otro, y la preferencia por cualquiera de los dos está exenta de restricciones internas. Una libertad así, basada en la armonía interior, cuando está perfectamente desarrollada, puede constituir una forma de necesidad, en el sentido de que el agente carece de elección, hace lo que la conciencia y el deseo le mueven a hacer, no sufre restricción alguna, pero no tiene posibilidad de opción. Un santo (o, según la expresión de Immanuel Kant, una persona con «voluntad sagrada») poseería esta característica. Es adecuado decir que ejerce una forma perfecta de libertad, y de hecho la doctrina religiosa la describe así. Empero, ésta difiere de la libertad de elección, ya que la «voluntad sagrada» sigue necesariamente un camino, mientras que la libertad de elección supone la libertad para adoptar una entre dos (o más) posibilidades. La libertad de elección moral es la libertad de elegir el bien o el mal. La libre elección de algo erróneo no es menos libre, en este sentido de «libre», que la libre elección de aquello que es correcto. Así pues, los idealistas arriban al concepto de «verdadera» libertad confundiendo tres cosas diferentes: la libertad de la armonía interior, la libertad de elección y la libertad para llevar a efecto nuestras opciones. El santo que hace necesariamente lo que es correcto posee la primera de estas formas de libertad, pero carece de la segunda. La persona que tiene libertad de elección puede ejercitarla escogiendo indistintamente lo correcto o lo erróneo. Si posee además la libertad social de no sufrir restricciones para poner en práctica su elección, dicha libertad puede ser mala (cuando le lleva a hacer algo malo o dañino para los demás) lo mismo que buena. La libertad de
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la armonía interior puede calificarse de «perfecta» en el sentido de que su ejercicio no supone nunca algo malo. Pero esto no es lo que se entiende por «libertad» cuando empleamos el término en contextos sociales y políticos. La libertad social no es siempre y sin reserva algo bueno; es esencial imponerle ciertas restricciones. El hecho de que normalmente la consideremos buena no debe llevarnos a suponer erróneamente que siempre lo sea en realidad y a confundirla, por tanto, con una forma diferente de libertad, que hace al caso en los terrenos de la ética y la religión, pero no en el de la política. Pese a que el concepto idealista de libertad confunde diferentes sentidos del término, sí da en el blanco al dirigir nuestra atención hacia las capacidades potenciales de la naturaleza humana en vez de hacia los deseos que se dan en la realidad. Existen circunstancias en las que los deseos actuales de una persona no constituyen un factor determinante para poder decir si disfruta o no de libertad. Consideremos el ejemplo de un esclavo contento con su suerte, que no desea un status diferente. Si la libertad se define como la ausencia de restricción para satisfacer los deseos presentes, se deduce que el esclavo contento es libre. Un esclavo descontento, que desea salir de su estado actual, no es libre, porque las condiciones legales de su status suponen una restricción para sus deseos. El esclavo contento está sujeto a las mismas condiciones legales, pero éstas no representan una restricción para sus deseos, ya que no quiere cambiar su situación. Pongamos por caso a una persona que ha sufrido un «lavado de cerebro» hasta aceptar un régimen político represivo, como Winston Smith en la novela 1984, de George Orwell. Antes de sufrir el lavado de cerebro, Winston Smith no se sentía libre; una vez manipulado, ama al Big Brother (el dictador) y no desea que nada cambie. Es necesario que recordemos que existen dos maneras mediante las cuales una persona puede deshacerse de un obstáculo que le impide la satisfacción de un deseo. La más evidente es apartar el obstáculo para poder realizarlo; el medio menos evidente es dejar de desear, o que nos obliguen a dejar de desear, aquello que no podemos conseguir. Si ya no se tiene el deseo, puede decirse que la pérdida de libertad que suponía el obstáculo ha dejado de existir. El obstáculo permanece, pero ya no se opone a la satisfacción de un deseo. La persona está contenta con su situación, y, por tanto, tiene lo que quiere. No
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obstante, no deberíamos decir que un esclavo contento, o un Winston Smith que ha sufrido un lavado de cerebro, es libre porque sus actua les deseos ya no sufren restricción por su situación legal o política. Al pensar sobre la libertad, presuponemos una norma de la natura leza humana según la cual el deseo de auto-realización estaría restringido por condiciones como las de la esclavitud o las de un régimen gido político como el descrito en 1984. 1984. Suponemos (y creo que con buenas razones) que si se permitiese al esclavo paladear el sabor de la eman cipación y se le diese posteriormente a elegir entre ésta y su estado anterior, preferiría la emancipación. Aunque algunos esclavos, si reci ben un buen trato, se encuentran satisfechos con su suerte, y aunque algunos esclavos emancipados se sientan en un primer momento ago biados por la responsabilidad de tener que valerse por sí mismos, sería muy difícil encontrar uno que prefiriese permanecer como tal habiéndosele ofrecido la libertad, y más difícil aún encontrar a uno que, habiéndose emancipado, eligiese volver a la esclavitud, prefi riendo la vida regalada de Egipto a las penalidades del Sinaí. Análo gamente, está justificado contrastar la elección natural con la sumisión que es producto de lavados de cerebro o de técnicas similares. Los prisioneros de guerra sometidos a este tipo de tratamientos revierten a su estado normal tan pronto son liberados. La definición definición de libertad que he propuesto propuest o — la ausencia de res tricción para hacer aquello que hemos elegido o que elegiríamos hacer si supiésemos que podemos hacerlo— hacerlo— permite incluir incluir eso que acabo de calificar de norma de la naturaleza humana. Nuestra «norma», cuando consideramos el problema de la libertad, no es un ideal mí tico asequible únicamente a personas excepcionales; es la naturaleza humana que atribuimos a los seres humanos normales. En este sen tido, un esclavo ha sido deshumanizado: «Zeus arrebata la mitad de la virtud de un hombre cuando se le somete a esclavitud» '. Esto se hace aún más patente en el caso del lavado del cerebro. La norma de elecciones y deseos naturales que tomamos como modelo en nues tro concepto de libertad no se remite a un ser «superior» o «supre mo», como sugieren los idealistas, sino al carácter natural de un ser humano común en circunstancias normales.1 normales.1 1 Homero, La Odisea, Odisea, XVII, 322-3.
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2. L a liberta libertad d y la ley ley He mantenido en el capítulo IV que si ha de aceptarse que el Estado tiene autoridad, han existir bases morales para la obliga ción política. He sugerido quedetales bases pueden encontrarse en los fines perseguidos por el Estado. Si el Estado incorpora como obje tivos los fines morales de justicia y bien común, nuestra obligación moral independiente de perseguir estos fines implica una obligación de aceptar los medios necesarios para conseguirlos. Los medios en cuesdón son el aparato legal del Estado. La acción del Estado, es decir, la utilización de la ley y de sus sanciones, se aplica en una sociedad democrática únicamente cuando los fines morales pertinentes no pueden protegerse adecuadamente. La ley restringe la libertad al exigirnos tanto hacer cosas que de otro modo no desearíamos hacer como abstenernos de hacer otras que sí nos apetecerían. Las restricciones a la libertad impuestas por la ley pueden estar encaminadas a proteger la libertad de otros (o, a veces, la nuestra), en caso de que fuese estorbada por la conducta que se limita, pero también puede ocurrir que traten de promover valores diferentes a la libertad (aunque, como veremos, a menudo cabe con siderar que dichos valores promueven asimismo la libertad en algunos aspectos). Por cualquiera de estas razones, las restricciones de la ley pueden ser deseables, incluso esenciales. No obstante, no dejan de ser restricciones a la libertad, y, por tanto, las sociedades democráti cas, que atribuyen un valor muy elevado al mantenimiento de la máxima libertad, limitan deliberadamente el alcance de la autoridad estatal. La determinación del punto en el que han de fijarse los lími tes es, con todo, un tema controvertido. Hay opiniones para todos los gustos, no sólo en torno a detalles de aplicación, sino también en torno a los principios generales que han de determinar las fronteras entre los ámbitos de la ley y de la libertad individual. Podemos ilus trar estas dificultades en cuatro aspectos de la actividad estatal. a)
El delito
La prevención de los daños menores se atribuye a órganos dife rentes ren tes al Estado Esta do:: a la ins instrucci trucción ón que se imparte en el seno de la
familia, de las escuelas o de instituciones religiosas, y a la influencia
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que ejerce la opinión pública. La fuerza de la ley actúa únicamente cuando se considera que -un tipo de acción sodalmente nociva causa un daño grave a la sociedad (por ejemplo, el asesinato, el robo), o generalizarse podría estarde sancionada por ocasione la acción estatalo (por ejemplo, aparcar de un no coche tal modo que peligro molestias). Este tipo de acción es lo que se califica de delito y se afronta a través de una rama de la ley denominada derecho penal. A veces las personas distinguen entre crimen y pecado; pero dado que el pecado es un concepto religioso que significa el incumplimiento voluntario de un mandato divino, y dado que hoy en día muchas personas no serían partidarias de dar a la moralidad una interpreta ción religiosa, resulta más adecuado que, en lo concerniente a la dis cusión social, distingamos entre crimen y mal moral. No toda acción
injusta se considera crimen está prohibida la ley. penal En líneas generales, una acciónuninjusta es osancionada por elpor derecho sólo si reúne una de las dos condiciones que he especificado, es decir, que sea gravemente dañina para la sociedad o pueda causar un daño social generalizado cuando no está sujeta a control legal, aun cuando el grado de daño en cualquier caso particular no sea muy elevado. Así, tenemos leyes contra los daños menores (molestias, perjuicios, etc.) del mismo modo que contra el crimen y el robo. Si este criterio se aplicase siempre estrictamente, se deduciría que una acción que ocasione daño únicamente al agente no debería estar sometida a control legal, es decir, no debería considerarse delictiva. Esta postura recibe una vigorosa defensa en la obra de John Stuart Mili Sobre la Libertad, documento clásico del pensamiento democrático-liberal. Según este punto de vista, si una persona decide beber hasta emborracharse en su propia casa, en tanto no perjudique a los demás y en tanto su conducta no cause un daño a otros, como, por ejemplo, los miembros de su familia, será asunto de su exclusiva incumbencia que no concierne para nada al Estado. Podemos lamen tar el hecho de que se degrade moralmente, pero no utilizar las san ciones del derecho penal para evitarlo. Otros ejemplos serían la adi ción a las drogas (sujeta a control legal en la mayoría de los países), el suicidio o el intento de suicidio (hasta hace poco considerado delito en la ley inglesa).
Naturalmente, muchos discreparán con la postura de Mili. En su contra, cabe aducir dos tipos t ipos de razones. 1) Puede argumentarse que
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todas las acciones tienen efectos sociales; por ejemplo: no es frecuente que la conducta de los borrachos les afecte negativamente tan sólo a ellos; la mayoría suelen tener esposa y familia que sufrirán a causa de su despilfarro y de su embrutecimiento; en otros casos, existe al menos la perniciosa influencia de su ejemplo. Esta objeción no se refiere al principio de la postura de Mili, sino a la irrealidad de su argumento, a su falta de aplicabilidad. 2) No obstante, puede que otros objeten el principio mismo, afirmando que el Estado debería ocuparse del bienestar moral del agente individual. He aquí un tema espinoso, ya que pueden existir diferencias de opinión sobre los límites que deben tener las funciones del Estado. El argumento citado concierne a los límites respectivos de la autoridad del Estado y de la libertad individual. ¿Hasta qué punto debe ser un hombre libre para obrar según sus deseos en lo que atañe a su propia vida? b)
Litigios civiles
El derecho civil se ocupa de las disputas entre personas u órganos corporativos. En la medida en que se ocupa de faltas, se trata de faltas no conceptuadas como delitos, esto es, daños deliberados a la estructura de la sociedad organizada. Son acciones que han causado daño a otros, debidas, por ejemplo, a negligencia, y por las cuales una persona puede ser obligada a resarcir el daño, pero no se hace acreedora a un castigo. Puede que exista controversia acerca de quién tiene la razón de su parte, como en los casos de un despido injustificado, de una ruptura de contrato, de un divorcio, etc. Aquí, el aparato del Estado se constituye en árbitro de la contienda, dado que no está claro a quién asiste la razón, y alguien tiene que decidirlo. El Estado tiene que dirimir muchas disputas de esta clase porque los principios controvertidos son fundamentales para el buen orden de la sociedad, y porque un quebrantamiento de tales principios puede a veces afectar a cuestiones que sí están sujetas al derecho penal. Por ejemplo, algunos incumplimientos de contratos, en caso de ser deliberados, pueden implicar o rozar delitos tales como el fraude.
Algunos casos de negligencia (por ejemplo, al conducir un automóvil) pueden revestir tal gravedad que justifiquen una querella criminal, y consecuentemente las leyes penales no insisten siempre en la
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P r o ble m a s d e f il o s o fía política
doctrina de merts rea, que supone que una acción que causa daño no puede ser criminal a menos que se cometa deliberadamente. No obstante, no todas las disputas civiles que requieren la intervención de un árbitro se someten a los tribunales. No me refiero sólo a que las disputas puedan solucionarse «fuera de los tribunales» por abogados que saben bien cómo actuaría un tribunal si se pide su intervención para que decida. Me refiero a que las partes contendientes pueden acordar aceptar el veredicto de un árbitro que no tenga nada que ver con el Estado y sus tribunales. Por ejemplo, una póliza de seguros puede establecer que, en algunas circunstancias, un desacuerdo sobre la responsabilidad ha de someterse a un asesor independiente. Sin duda, una de las razones para preferir un procedimiento voluntario es la de que el coste es menor que si se recurre a los tribunales, pero esta no es la única razón. El arbitraje obligatorio no implica necesariamente la intervención de los tribunales y no ha de ser necesariamente costoso. Si se considerase preciso, podría exigirse, a través de la ley, que las compañías de seguros sometiesen sus controversias a un tribunal especial de arbitraje, cuya actuación podría ser tan poco costosa y rápida como un procedimiento voluntario. La razón por la que no se hace es que no resulta necesario. En una sociedad democrática, se prefieren los métodos voluntarios a la intervención del Estado en tanto el objeto de la controversia pueda resolverse con Así justicia claridadpor mediante métodos. que han de dirimirse pues,y existen un ladotales controversias ante los tribunales u otros órganos del Estado, y también disputas que no requieren la intervención del Estado. Entre ambos casos hay un área de incertidumbre, un área de disputas o desacuerdos que, según unos, demandan la intervención del Estado, y según otros, no. Pondré dos ejemplos. Un ejemplo clásico lo ofrecen los conflictos laborales. El problema relativo al grado de control que sobre empresarios y trabajadores debe ejercer el Estado, en lo referente a negociaciones salariales, es más adecuado para el próximo epígrafe, que trata del control económico,
que para éste, donde se analizan controversias sujetas al código civil. No obstante, se suscitan cuestiones de derecho civil cuando la huelga contraviene un contrato de empleo. Algunos piensan que tales huelgas deberían ser ilegales; otros, que esto supondría una obstaculización injustificable de la libertad de los trabajadores para obtener por sí
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mismos mejores condiciones. Una parte argumenta a favor de la intervención estatal para proteger los derechos derivados del contrato en interés de la justicia y del bien común. La otra lo hace en contra de esta intervención, sobre la base de que limitaría libertades fundamentales de personas y grupos sociales tales como los sindicatos. Mi segundo ejemplo se refiere a la libertad de prensa, en relación con el interés general o co con n la libertad de las personas. pers onas. En 195 1953, 3, los propietarios y editores de periódicos ingleses constituyeron un Consejo de la Prensa para examinar las quejas por conducta incorrecta. La ley restringe hasta cierto punto la libertad de prensa, por ejemplo, en casos de libelo. Pero en los periódicos aparecen muchas cosas que, aunque no son ilegales, cabe considerar sobrepasan los límites de la decencia; por con ejemplo, intromisión la vida que privada de personas relacionadas algúnlasuceso, quizásentrágico, ha saltado a la actualidad. Las decisiones del Consejo de la Prensa sobre las quejas que le son presentadas son sólo recomendaciones, y algunas personas no las consideran lo suficientemente eficaces. Ciertamente, podría recibir reconocimiento legal, como el Consejo General Médico, de tal modo que sus decisiones fuesen seguidas so pena de sanción legal. Quienes desearían reforzar la intervención del Consejo de la Prensa podrían aducir que lo exige el interés público o la salvaguardia de determinados derechos y libertades de la persona. Por otro lado, puede que abusos, la concesión a la prensa de unapara libertad máxima, pese a alegarse los posibles constituye un baluarte la protección del interés público. Nos enfrentamos de nuevo a un área de diferencias de opinión respecto a los límites de la autoridad del Estado. c)
Control económico
He aludido a las negociaciones salariales como un rasgo de la vida económica que puede o no estar sujeto al control del Estado. Ks obvio que la propia idea de negociación salarial sólo tiene sentido
cuando existe una economía de libre mercado. Bajo un régimen comunista los salarios se fijan a través de un organismo del gobierno; no existe contrato entre empresarios y trabajadores ni amenaza de huelga por un lado o de despido por el otro. Donde se da un sistema de negociación salarial, no se puede esperar que las soluciones a las controversias que puedan plantearse se alcanzan mediante la pura
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razón. Los empresarios y los trabajadores no siempre estarán de acuerdo acerca de lo que la empresa o la industria de que se trate puede permitirse, o acerca de la distribución justa de las ganancias entre salarios y beneficios. Parece, por tanto, inevitable que los trabajadores conserven su derecho a la huelga y los empresarios su derecho al despido, aunque no es necesario en ninguno de los dos casos que este derecho sea absoluto. La utilización indiscriminada de la huelga puede ser tan perjudicial para la comunidad que justifique cierto control por parte del Estado. Existen, empero, criterios muy dispares respecto al alcance de esta intervención. Dibujar una línea de separación entre una economía completamente libre y una completamente controlada es una tarea excesivamente ardua. Las relaciones industriales no son, desde luego, el único aspecto de la vida económica en donde se plantea este problema. Los utilitaristas del siglo xix mantenían que el Estado no debe interferir en la vida económica de la nación y que debería existir plena libertad para los fabricantes y comerciantes: laissez-faire, laissez-passer. Adoptaban el punto de vista de que la libre economía era la mayor contribución al interés general. Hoy en día, pocos confiarían de un modo absoluto en los beneficios de la libre economía, y todos estarían de acuerdo en que cierta parte de la economía ha de quedar sometida al control público. La energía atómica, por ejemplo, resulta demasiado peligrosa para dejarla en manos privadas. En lo que atañe a otras industrias y servicios existen diferencias de opiniones acerca de si es el control público o la empresa privada quien contribuye en mayor medida al interés general. Los socialistas tienden a pensar que la nacionalización de las industrias y servicios básicos beneficia al interés público; los conservadores, que la eficacia, y por tanto la me jor contribución al interés público, depende de los incentivos del beneficio y la competencia.
En algunos aspectos, la intervención estatal es cuestión de hacer justicia just icia a interese interesess particul particulares, ares, más que de contrib contribuir uir al interés general. Un ejemplo lo constituye la provisión de servicios aéreos para las Tierras Altas e islas escocesas, o los servicios ferroviarios para áreas no demasiado pobladas. Estos servicios no pueden costearse por sí mismos; pero con el fin de que los habitantes de esas áreas participen razonablemente de las comodidades de los transportes rápidos, asequibles a las personas que habitan otras partes del país, el gobierno
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puede exigir que los ferrocarriles y las líneas aéreas provean estos servicios. Del mismo modo, el Estado puede inducir a los empresarios a construir nuevas fábricas en áreas donde existe un desempleo permanente, aunque sería más rentable, por lo menos desde el punto de vista de éstos, aumentar las fábricas ya existentes en otras partes. Consideremos de nuevo el sistema impositivo. Un severo esquema impositivo, que conlleva exhaustivos deberes que «exprimen al rico», reduce las posibilidades de incrementar la propiedad privada, y puede también reducir los incentivos, dando por resultado un producto nacional menor de lo que se conseguiría en otro caso. La razón para que se tomen tales medidas es cierta concepción de la justicia o equidad; aunque también aquí existen diferencias de opinión con respecto al peso que debe darse a este concepto de la equidad y a la libertad y la iniciativa privada, respectivamente. En la Inglaterra de hoy, los partidos Conservador y Laborista concuerdan en que ha de concederse cierto peso a los incentivos, en consideración a la libertad individual y al mantenimiento de una producción nacional elevada, y también cierto peso a la reducción de la desigualdad, en consideración a la justicia socia social; l; pero los conservadore conservadoress inc inclinan linan la balanza a favo favorr de lo primero, mientras que los socialistas lo hacen a favor de lo segundo. Cualquier actuación del gobierno en el campo de la economía restringe la libertad de algunas personas; es decir, no les permite hacer lo que desean. Si se convierten en ilegales algunos tipos de huelgas, los trabajadores ven recortada su libertad de acción en lo que se refiere a las tácticas de negociación salarial. Si se nacionaliza la industria del hierro y del acero, los propietarios de fundiciones y altos hornos no son libres de dirigir sus propias empresas, tal y como desean, para su propio beneficio. Deberán vender o trasladarse a un tipo de empresa diferente, o si deciden permanecer como
directores, aceptar las órdenes de una junta o consejo creado por el Estado, y trabajar con un salario fijado de antemano. La línea aérea a la que se exige ofrecer servicios no rentables a áreas de poca población como condición para que pueda continuar llevando a cabo otros servicios, no tiene la libertad necesaria para conseguir la mayor cantidad posible de beneficios y todo aquel a quien se le exige pagar impuestos, en mayor o menor medida, no es libre de gastar su dinero como sea. Las restricciones gubernamentales a la libertad económica se imponen con el objeto de conseguir objetivos morales generales
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tales como el bien común y la justicia; y aunque hoy en día todos aceptaránnola hay necesidad que el Estado intervenga en fines la esfera económica, acuerdoderespecto al grado en que los morales del Estado justifican la restricción de la libertad individual. A menudo, en materia económica, el desacuerdo se refiere a los medios: si el control público, por ejemplo, de las industrias siderúrgicas, servirá de hecho al interés general mejor que la empresa privada. Pero, a veces, como ocurre en el caso del sistema fiscal, el desacuerdo atañe a los fines: al valor comparativo que ha de atribuirse a distintos objetivos morales. d)
La provisión del bienestar social
En la mayoría de las modernas sociedades avanzadas el Estado proporciona medios de subsistencia para afrontar sus necesidades básicas a personas que no pueden mantenerse a sí mismas a causa del desempleo, la edad o enfermedades. También puede ofrecer atención médica gratuita. Pero algunas de estas cuestiones plantean controversias. Todas las naciones civilizadas consideran que es responsabilidad del Estado proporcionar medios de educación, al menos a un nivel elemental, y aunque esto no se considera normalmente una característica del «Estado del Bienestar», de hecho, es algo de la misma índole, ya que supone satisfacer una necesidad social básica. Todos reconocen que en una u otra medida, la provisión de bienestar social es una función que corresponde al Estado. Al igual que ocurre con otras formas de actividad estatal, las leyes que llevan a efecto esta función restringen la libertad indivi-
dual. Lo hacen, obviamente, a causa de las exigencias económicas. La seguridad social y los servicios educativos deben financiarse mediante contribuciones especiales e impuestos, y como he señalado anteriormente, la exigencia legal de dar una parte de nuestra renta al Estado significa que no somos libres de hacer lo que queremos con el dinero. Existen también otras restricciones a la libertad. Por ejemplo, el Estado puede obligar a los padres a que eduquen a sus hijos, o, con el fin de prevenir epidemias, exigir que todos se vacunen contra determinadas enfermedades infecciosas. Los grados de obligatoriedad son variables. Puede ocurrir que el Estado decrete la educación obligatoria para todos los niños hasta, digamos, los quince o
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dieciséis años, o permitir que los padres elijan entre la educación pública y la privada. La vacunación inmediata de los neonatos solía ser obligatoria en Inglaterra; ahora sólo se recomienda; pero si se produjese una epidemia de viruela en una zona determinada, podría exigirse a sus habitantes que se vacunasen. Algunas de estas restricciones a la libertad se llevan a cabo en favor del bien común, otras por mor de la justicia. Los servicios educativos y sanitarios se establecen, en parte, en razón del interés general; un ciudadano educado y especializado es más útil a la comunidad que uno ignorante, y un trabajador sano es más útil que uno enfermo. Lo mismo puede decirse del seguro de desempleo, pero no de pensiones de avejez. Una persona demasiadoque viejarecibe; para trabajar no las puede devolver la comunidad el beneficio en este caso es la justicia y no el interés general lo que sirve de razón justificadora. Se piensa que toda persona tiene el derecho moral de que la comunidad vele por sus necesidades en la vejez. Consideraciones similares sobre la justicia o los derechos humanos afectan también a otras medidas. Cuando estimamos que todos han de recibir una educación razonable, servicios médicos y hospitalarios, en caso de necesitarlos, y medios de subsistencia, en caso de enfermedad o desempleo, estamos pensando seguramente en lo que se les debe como individuos, no campo en el beneficio potencial de como la sociedad. Eny el del bienestar social, en otros campos de la actividad estatal, existen diferentes opiniones acerca del alcance que han de tener las exigencias legales del Estado, en su restricción de las libertades en razón de los objetivos morales generales de justicia y
bien común. Para algunos, debería existir una posibilidad, lo más amplia posible, de elegir entre servicios médicos y educativos privados y públicos. Otros piensan que la desigualdad de trato entre ricos y pobres que ello conlleva supone una ofensa a la justicia social; otros, que los beneficios de la seguridad social deberían reducirse al mínimo, para que no reduzcan a su vez la iniciativa y alienten el parasitismo en el Estado; otros aún, que es mejor correr esos riesgos que consentir la indigencia. Muchas veces puede decirse que cuando el Estado recorta la libertad lo hace para incrementarla en otros aspectos. Me he referido a los objetivos morales del Estado, tales como la promoción de la justicia y del bien común. La «justicia» incluye aquí la función clásica
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de proteger los derechos establecidos y la más novedosa de conseguir una distribución más justa de los derechos; y dado que los derechos de una persona pueden ser considerados libertades, la protección o la garantía de un derecho equivale a menudo a la protección o la garan tía de la libertad. Por ejemplo, cuando las leyes penales restringen la libertad de arrebatar a otro sus bienes, al proteger la seguridad pro tege la libertad, ya que el robo es una restricción a la libertad del propietario para utilizar sus bienes como desea. Asimismo, la redis tribución de derechos, ya sea en términos de oportunidades, como en el caso de la educación, ya sea en términos de renta, como en el caso de la seguridad social, reduce la libertad de unos para hacer lo que desean e incrementa la misma libertad de otros. Lo mismo ocurre en lo que se refiere al objetivo de bien común o interés general. Inte rés general significa el interés de la mayoría de los miembros de la comunidad, y un programa político que promueve el interés de la mayoría de las personas es un programa que les ofrece mayores posi bilidades de hacer lo que desean. Por tanto, aunque la ley restringe la libertad, hay que decir también que sólo puede asegurarse cierta cantidad de libertad para todos dentro del marco de un sistema de derecho. No obstante, el hecho de que una libertad pueda entrar en conflicto conotros, otra, plantea o que una mayor libertad paray unos suponga menos para a menudo dificultades controversias cuando se trata de determinar los límites adecuados de la actividad estatal.3 estatal. 3
3. Lo Loss llímites ímites de la autoridad del E stado Nos enfrentamos de nuevo a una cuestión planteada por impli cación en el capítulo II, sección 5.b, en donde examinaré las funcio nes del Estado y me referí a ideas tan opuestas como Estado omnicompetente y Estado mínimo. ¿Podemos establecer algún principio general acerca de los límites justos de la autoridad del Estado? Los ejemplos que he propuesto sobre desacuerdos en diferentes campos de actividad estatal demuestran que no podemos esperar una res puesta exacta. Sería una filosofía errónea la que juzgase precipitada mente en un terreno en que la práctica procede con sumo cuidado. El punto de vista de una persona sobre estas controvertidas cuestio-
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nes dependerá de sus perspectivas morales y políticas generales, y éstas no pueden determinarse a través de la filosofía únicamente. No obstante, lo que la filosofía sí puede hacer es demostrar, a través de la aclaración de conceptos, que es necesario imponer ciertos límites a la actividad estatal y que la idea de Estado omnicompetente olvida a menudo ciertas distinciones fundamentales. Desde un punto de vista práctico, esto puede parecer una tarea trivial, ya que pocas personas, al menos en las democracias liberales, defenderían la omnicompetencia del Estado. Sin embargo, la idea de omnicompetencia ha resultado atractiva incluso para filósofos de mentalidad democrá tica, reviste importancia exponer teóricossuponer que podrían repe tirse.yPara la filosofía política resultaerrores muy tentador que puede brindar una guía positiva para la práctica, y la influencia que pueden tener semejantes intentos no es algo que debamos desdeñar. Si cree mos que estas tentativas son erróneas, el remedio es demostrarlo y no sólo desistir, por nuestra parte, de tales intentos. He escrito en el capítulo II, sección 5(c), que afirmar que el Estado es omnicompetente puede significar una de estas tres cosas: que el Estado puede hacerse cargo de todas las funciones concebibles; que de hecho se hace cargo de ellas; o que debería hacerse cargo de ellas. un He posterior añadido que en lalaspráctica ningún Estadoo lodebería hace, yhacerlo. aplacé para examen ideas de que podría
Me referiré en primer lugar a la idea de que puede. Sin pensamos no ya en los estados totalitarios, sino también en estados democráticos como Gran Bretaña que no tienen una consti tución permanentemente determinada, nos vemos inclinados a decir que los poderes del Estado son ilimitados. Esto no se cumple en el caso de un país que posee una constitución que determina de un modo permanente los límites de lo que puede hacerse. Sin embargo, una constitución así suele incorporar las provisiones necesarias para su propiaa cabo reforma. a través del procedimiento legislativo puede llevarse una Sireforma ilimitada, puede decirse que el poder del Estado es ilimitado; lo que queda limitado es el poder de una determinada rama o brazo del Estado. Sin embargo, en Gran Bre taña podría parecer que un brazo del Estado, el legislativo, tiene poderes ilimitados. Se ha dicho que «el Parlamento puede hacerlo todo excepto convertir a un hombre en mujer». En cierto sentido, es falso añadir la excepción; en otro, es falso afirmar de un modo
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general que «el Parlamento puede hacerlo todo», a menos que tal afirmación esté cualificada por excepciones de carácter más radical. Es necesario recordar los dos sentidos del verbo «poder» [can] [can] que distinguí en el capítulo III, sección 4. Si pensamos en las posibilidades legales, en lo que el Parlamento puede moralmente [may] [may] hacer, entonces es, sin duda, omnicompetente y no es necesario añadir ningún tipo de excepción. Pero si pensamos en las posibilidades prácticas de las leyes que el Parlamento puede hacer efectivas, caben muchas más excepciones de las que sugiere el viejo dicho. Si el Parlamento fuese tan tonto como para aprobar un proyecto de ley que dispusiese que, a partir de una fecha determinada, un tal John Jones será considerado mujer, ello no contravendría ninguna norma de derecho constitucional y, por tanto, no excedería los poderes legales del Parlamento; pero sería considerado una locura, y ni la extravagante ley ni el Parlamento que la aprobó merecerían respeto alguno. Como dije en el capítulo III, sección 4, los «vínculos», «poderes» o «capacidades» legales son ficciones, y no hechos naturales; pero, para que sean eficaces, deben poseer un carácter tal que la mayoría de las personas opte por actuar, con respecto a ellos, como si fueran hechos. Si chocan frontalmente con los hechos, especialmente con los hechos psicológicos que la gente está preparada para asumir, no ten-
drán fuerza alguna. No existen limitaciones legales a lo que el Parlamento puede moralmente [may] [may] promulgar, pero sí sustanciales limitaciones prácticas a lo que puede [can] [can] promulgar efectivamente. Estas limitaciones prácticas no dependen únicamente de los hechos naturales de la física o la biología, como sugiere la afirmación de que el Parlamento puede hacerlo todo excepto convertir a un hombre en mujer. Dependen también, más aún si cabe, de los hechos naturales de la psicología. En Alicia en el País de las Maravillas, Maravillas, el Rey de Corazoneslatrata de deshacerse Alicia que en el juiciomás de de la Sota, inventando norma: «Todas las de personas midan una milla han de abandonar el tribunal». Imaginemos que un Parlamento integrado de enanos conscientes de serlo aprobase un proyecto de ley ley que declarase que todas to das las personas pers onas de más más de 1,80 metros de altura serán ejecutadas. Una ley así sería válida y no habría imposibilidad física o biológica para hacerla efectiva, pero sería psicológicamente imposible. Si un proyecto así fuese aprobado por el Parlamento, estallaría una revolución. En cambio, si la mayoría de
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la población comparte los puntos de vista del legislativo sobre determinada medida, podría hacerse efectiva aun cuando esté en contradicción con ciertos hechos biológicos, como, por ejemplo, en el caso de unas leyes de discriminación racial que presupongan que las diferentes «razas» tienen diferentes estructuras cerebrales. Incluso en un régimen totalitario existen cosas que las personas no aceptarían. Ningún Estado tiene un poder político realmente ilimitado para crear las leyes que le plazcan, aun cuando posea un poder legal ilimitado. Los miembros de una asamblea legislativa, si tienen cierto sentido común y desean ser reelegidos o continuar en sus cargos, tendrán más en cuenta las posibilidades políticas que las legales, lo que pueden efectivamente hacer en vez de lo que pueden legalmente hacer. Paso a considerar ahora el otro sentido de la doctrina del Estado omnicompetente: que el Estado debería debería asumir todas las funciones que pueda acometer. El término «pueda» [can] [can] ha de entenderse aquí en el sentido de «poder efectivamente», y no en el sentido de poder moralmente [may]. [may]. Si no estoy capacitado para hacer una cosa, no tiene sentido considerar si debo hacerla o no. El hecho de
que no exista un obstáculo legal no hace al caso, y, por tanto, carecería de objeto preguntarse si el Estado debería hacer todo aquello que está autorizado a hacer. Lo que importa es si debe acometer todas las funciones que puede desempeñar desde los puntos de vista práctico y político. El defensor del Estado omnicompetente en este sentido puede argumentar fácilmente en el primer caso. El Estado existe «para facilitar la mejor vida posible», como dijo Aristóteles. Existe para fomentar objetivos morales tales como la justicia y el bien común; por tanto, ha de hacer todo lo posible para conseguirlos. Por otro lado, cabe aducir, asimismo en términos morales, que la acción del Estado inhibe la vida moralmente buena. Los métodos utilizados por el Estado son los de la coacción, es decir, la ley respaldada por sanciones. La razón de que se reclame la intervención del Estado para proteger un objetivo determinado se debe a que este objetivo no sería perseguido por todos a menos que algunos fuesen obligados a ello. Ahora bien, la coerción es moralmente cuestionable, ya que el fundamento de la acción moral reside en que ha de ser libremente decidida. Por tanto, prosigue el argumento, la
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utilización de la coerción legal para proteger objetivos morales des truye la posibilidad de actuar a partir de un motivo moral. Conse cuentemente, si el Estado intenta responsabilizarse de la consecución de la mejor vida posible, el modo de vida producido de esa forma deja de ser moralmente bueno. El argumento puede resumirse dicien do que la coerción legal inhibe el ejercicio de la libertad moral, la libre elección de la acción correcta por razones morales. Sin embargo, esta objeción puede incurrir en exageraciones. Si la ley exige o prohíbe algún tipo de acción, ello no implica únicamente que todos obedezcan a causa de la coacción en vez de por motivos morales. Bill Sykes se abstiene de robar sólo porque ve al policía vigilándole y tiene miedo de que le detengan y encarcelen; pero la mayoría de las personas se abstienen de robar porque lo consideran incorrecto. Como hemos visto en el capítulo III, sección 3, la auto ridad de la ley, aunque dependa y utilice las sanciones, no puede resultar efectiva a menos que la mayoría de las personas la acepten sobre bases morales. Si la mayoría reconoce una obligación moral de obedecer la ley, está actuando a partir de un motivo moral y no
por coerción. La objeción de que la acción del Estado inhibe la libertad moral, que es una forma de libertad de elección, no es particularmente sólida. Una objeción más fundamentada es la que mantiene que la coerción legal restringe la libertad social, la libertad de acción. Esta libertad representa también un valor, es una parte esencial del «buen vivir», y si la acción del Estado restringe la libertad social más de lo necesario, entonces el Estado reduce ese «buen vivir». De nuevo podría replicarse que la libertad no es el único elemen to constitutivo del buen vivir y que tal yez haya de sacrificarse el valor de la libertad en aras de uno mayor o más fundamental. Pero esta respuesta no basta para defender la doctrina del Estado omnicompetente, ya que admite que la libertad es un valor entre otros y que, por tanto, existe la posibilidad de que a veces la libertad pueda pesar más que otros valores rivales, tales como la seguridad. Es necesario que la autoridad del Estado esté limitada por esta posibi lidad. La mayoría de los teóricos de la política reconocen que la liber tad individual y la autoridad del Estado son antagónicas, por lo que se hace necesario lograr cierto equilibrio entre éstas y los valores
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que representan. Algunos, como Hobbes, se han atrevido a afirmar que la libertad ha de ser severamente limitada para que puedan aplicarse los beneficios de la autoridad del Estado. Otros, como Locke y J. S. Mili, creen que la autoridad del Estado ha de ser especialmente restringida, de tal modo que permita el mayor ámbito posible de libertad. Ambos, Hobbes por una parte y Locke y Mili por otra, están de acuerdo en que la libertad y la autoridad pueden ser conflictivas entre entre sí; no es posible la coexistenci coexistenciaa entre la liber libertad tad absoluta y la autoridad absoluta. Existe, sin embargo, una línea de pensamiento que trata de defender la concordancia de ambas y que la omnicompetencia del Estado es el único medio de asegurar una libertad plena y verdadera. Los argumentos utilizados para llegar a esta conclusión han sido extraídos de la doctrina platónica, desarrollados en la teoría roussoniana de la voluntad general, y continuados por los filósofos idealistas a quienes me he referido en la sección 1 de este capítulo. El resultado es una
conclusión paradójica, consistente en que la coerción ejercida por el Estado puede hacer más libre al hombre y no menos, en que, de hecho, una persona obligada por la ley en razón de fines morales puede ser, en palabras de Rousseau, «obligada a ser libre» *. Este extraordinario punto de vista se basa en la interpretación idealista que concibe la «verdadera» libertad como el cumplimiento del propio deber. La libertad de elección puede ejercerse en situaciones de conflicto moral, es decir, de conflicto entre lo que es moralmente correcto y lo que se desea hacer. Ahora bien, a veces, cuando una persona se deja llevar por sus deseos, decimos que es esclava de sus deseos. Si esto se produce en una situación de conflicto moral, el agente no tiene libertad de elección. A causa de esto, algunos teóricos, de Platón en adelante, han mantenido que cualquier acción motivada por el deseo no se elige libremente, sino que está determinada. Por el contrario, han argumentado, la acción motivada por el sentido del deber es racional (la razón se contrapone al deseo) y libre. De este modo desembocan eíi la defensa del punto de vista que mantiene que la única clase de acción libre es la acción moralmente correcta. Una persona que «elige» seguir sus deseos, en contra de su sentido del deber, no está actuando libremente; una persona que1 que 1 1 Del contrato social, 1,7.
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hace lo que quiere o desea, independientemente de que vaya en contra de su deber, no está actuando libremente; su acción está determinada o regida por el deseo. Sólo se obra libremente cuando se hace lo que es correcto, porque eso es lo racional. Añadamos la consideración de que lo que el Estado exige es correcto y podremos entender más claramente la teoría de la voluntad general o «real». El objetivo del Estado es el bien común, y esto es lo que debemos perseguir, lo que realmente deseamos. Así pues, somos realmente libres, hacemos lo que realmente deseamos y actuamos correctamente (se supone que ambas exigencias son idénticas) cuando perseguimos el bien común; y si una determinada persona desea conseguir algo que le interese a ella solamente, ésta sólo podrá ser su voluntad «aparente». Es lo que cree que desea, no lo que realmente desea. Si sigue su voluntad aparente, cree que es libre, cree que está haciendo lo que desea; pero en realidad no lo es, ya que no persigue lo
que realmente desea, el bien común. Está esclavizado por el deseo de sus intereses particulares, en vez de actuar libremente en favor del interés común. Cuando el Estado se obliga a actuar de tal modo que sirva al bien común, le está obligando a hacer lo que realmente desea y, por tanto, a ser libre. Algunos de los errores inherentes a este punto de vista son fáciles de apreciar a partir del examen de la teoría de la voluntad general que he llevado a cabo en el capítulo IV, sección 5, y de la teoría idealista sobre la libertad, en la sección I del presente capítulo. A todo ello debe añadirse un comentario en relación con el argumento de que la motivación fundada en el deseo es una forma de esclavitud. Me referiré a ello en primer lugar y repetiré después las objeciones que he presentado anteriormente.1 anteriormente.1 (1 (1)) Partiendo del hecho hecho de que a veces hablamos de una persona como si fuera esclava de sus deseos, la teoría deduce que la motivación fundada en el deseo es siempre una forma de esclavitud. Si esto fuese un argumento deductivo, sería obviamente una falacia; la proposición que afirma que algunas personas tienen la nariz roja (o que otras desean la esclavitud) no implica que todos tengan la nariz roja (o que todos deseen la esclavitud). Presumiblemente, de lo que se trata es de hacer depender el argumento de la analogía o de la inducción, por lo que la conclusión que presenta será sólo probable; pero en
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este caso, nuestra utilización de los términos esclavitud o servidumbre en relación con los deseos se limita a un reducido número de acciones, claramente diferenciables de las demás y que no pueden ser utilizadas como prueba para llevar a cabo una generalización a todas las acciones motivadas por el deseo. Una persona adicta a las drogas o al tabaco puede ser consciente de que preferiría dejar esos hábitos, pero es incapaz de hacerlo; se siente incapaz y no se considera libre de hacer lo que desea o decide. Nuestra experiencia es bastante diferente enlael preferimos. caso de cierto tipo en de deseos, cuando realizamos una acción porque Tanto nuestros pensamientos como en las expresiones que utilizamos para explicar una experiencia así, presuponemos que ejercemos nuestra capacidad de elección. El cleptómano cree estar sujeto a un impulso compulsivo, mientras que el ladrón
ordinario no lo cree así. Por ello, podemos distinguir entre la cleptomanía y el robo. Dado que una acción debida a la adición o a la neurosis se considera diferente de una acción normal, el hecho de que la primera pueda ser descrita como una forma de esclavitud del deseo no justifica que digamos que toda acción motivada por el deseo constituya una forma de esclavitud o una acción carente de libertad. (2 (2)) La teoría confunde confunde la la libertad de elecció elección n con la libertad de acción o la libertad social. Ser esclavo del deseo implica que no hay libertad de elección; pero cuando hablamos de tener o no libertad, en general o en un contexto político, nos estamos refiriendo a la libertad de acción o a la libertad social, como, por ejemplo, la ausencia de límites o de coacción causada por obra humana, incluyendo la coacción del Estado. Sin duda, la coacción ejercida por el Estado puede impedir que la coacción del deseo cobre efectividad, como cuando la ley controla la venta de drogas que pueden crear adición; pero esto equivale simplemente a sustituir una forma de falta de libertad por otra; no ofrece a la persona adicta la libertad de elección (a pesar de que puede ser un paso necesario para restaurar en la forma debida la libertad de elección), y ciertamente no le proporciona libertad de acción.3 acción.3 (3 (3)) Cuando Cuan do examin examinaa la libertad liberta d de eelecci lección ón en situaciones de conflicto moral, la teoría supone que la libertad moral se aplica únicamente en una dirección, la de la libertad de hacer lo que es correcto.
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P roblem as de filo so fía polític a
Pero, si la libertad moral no permite otras alternativas, hacer o no lo que es correcto, no es una forma de elección. La teoría deduce que se nos puede obligar a ser libres, porque equipara «ser libre» con «hacer lo que es correcto». La paradójica conclusión que resulta es que se nos puede obligar a hacer lo que es correcto. Esto podría ser justificable, pero no sobre la base de que nos proporciona libertad. Si somos obligados, no somos libres. Hacemos lo que es correcto, pero no lo hacemos libremente. (4 (4)) Aunque una persona no sepa siempre lo que desea, normal normal mente sí lo sabe, y en este caso no hay razón para decir que está en un error y que el Estado conoce sus deseos mejor que ella. Quizás
lo que desee hacer sea incorrecto, quizás cause daño a otros o a sí misma, y en este caso puede estar justificado reprimirla mediante la coacción legal, sobre la base de que lo que desea hacer es incorrecto. Pero no sería justificable sobre la base de que ahora está esclavizada y que la coacción legal la hará libre. La libertad obligatoria es una contradicción. La libertad no es el único valor estimable, y a menudo está justificado limitar la de una persona en aras de otros valores o de la libertad de otras personas; pero si creemos que una restric ción así está justificada, hemos de reconocer con todo que se trata de una restricción a la libertad y, como tal, no deseable. La conclusión positiva que resulta de nuestra crítica a la idea del Estado omnicompetente es que debería existir algún límite al ejer cicio de su autoridad, sencillamente porque la coacción legal restringe la libertad, y ésta es algo deseable. Incluso los defensores de la omnicompetencia están de acuerdo en que la libertad constituye un valor, y a ello obedece el que hagan hincapié en que el Estado omnicom petente incrementa la libertad. Por otro lado, la libertad no es el único valor y, por tanto, no podemos aceptar la doctrina del Estado mínimo, la cual mantiene que el único criterio estimable para esta blecer los límites de la autoridad del Estado es asegurar un máximo de libertad. Aun en el caso de que pudiera hacerse así, este criterio resultaría difícil de aplicar, dado que la libertad de una persona puede entrar en conflicto con la de otra. Restringir la libertad de los propietarios de una fábrica puede incrementar la de los trabajadores; pues la libertad que una vez tuvo el propietario, para hacer y des hacer a su gusto, suponía que a menudo el trabajador carecía de la
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libertad necesaria para ganar un salario suficiente. Podríamos decir que todas las ampliaciones de la actividad del Estado restringen la libertad de alguien para aumentar la libertad de otras personas. Pero esto implica un principio de justicia: que todos todos tienen el mismo mismo derecho a la máxima libertad. Así pues, creo que es más razonable derecho reconocer la complejidad de los fines morales que el Estado debe perseguir, y afirmar que la justicia y el bien común no son algo idéntico a la libertad, aunque guardan un estrecho parentesco con ésta. La idea de utilizar un máximo de libertad como criterio único en
relación con los límites de la actividad del Estado parece más factibla en el ámbito del derecho penal. Hace algunos años tuvo lugar en Inglaterra un animado debate acerca del justo alcance que deberían tener las leyes penales, siendo los principales protagonistas el profesor H. L. A. H a r t 1 y Lord Devlin 2. E l profesor Hart Ha rt argum argumentab entaba, a, siguiendo a J. S. Mili, que la tarea central del derecho penal es prevenir el daño que pueda causarse a otras personas. Lord Devlin consideraba que había que ir más allá de esto y prevenir aquellas conductas comúnmente consideradas inmorales, aun cuando no causen daño a otras personas. Creo que indudablemente el profesor Hart tenía razón en este debate cuando criticaba la postura de Lord Devlin, pero no llegó a ofrecer un critero determinante, dado que no estaba totalmente de acuerdo con Mili. Hart aceptaba la idoneidad de cierta legislación «paternalista», por ejemplo, en relación con el control de las drogas o con el daño infligido a las personas con su consentimiento 3. Un criterio establecido únicamente en términos de máxima libertad no es suficiente, ni siquiera para el derecho penal. Independientemente de esto, no está claro que podamos intentar aplicar de un modo razonable el mismo criterio a todos los ámbitos de la actividad estatal. En las democracias liberales del mundo occidental, las ramas más antiguas del derecho civil y penal conservan una tradición fuertemente enraizada que acentúan la protección de los derechos y libertades de la persona frente a interferencias por parte del brazo ejecutivo del Estado o de otras personas, mientras que las nuevas ramas del derecho, referidas al control económico y al bienes1 Véase especia especialmen lmente te Lato, Liberty and Morality (Londres, 1963). 2 The Enforcement of Moráis (Londres, 1965). 3 Devlin, The Enforcement of Moráis, ensayo 7.
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tar social, se orientan más a los fines de justicia y bien común, en un sentido reformador. Como hemos visto en la sección 2, en todos estos ámbitos de actividad estatal existen diferencias de opinión acerca de los límites de la autoridad del Estado y acerca del equilibrio a conseguir entre los fines de libertad, justicia y bien común. Este es uno de los aspectos en donde las diferencias entre los partidos políticos resultan más evidentes, y sus controversias acerca de tales cuestiones no pueden resolverse, aunque sí aclararse, a través del análisis filosófico.
Sin embargo, si estamos de acuerdo en que la libertad es en cierta medida un objetivo de gran importancia, podemos afirmar que el Estado no debería intervenir en la vida social a no ser para perseguir los objetivos de justicia y bien común. Y si, además, estamos de acuerdo en que la libertad no es el único objetivo, podemos decir entonces que las funciones del Estado no deberían limitarse a la tradicional función negativa de custodia de la libertad.
Capítulo 6 LA DEMOCRACIA
1. Ideales democráticos Las instituciones distintivas del gobierno democrático, al menos tal y como lo entendemos en el mundo occidental, están destinadas a asegurar un máximo de libertad para los ciudadanos. El gobierno, con sus normas de derecho, restringe nuestra libertad de hacer lo que queramos. Los demócratas reconocen que esto es necesario, pero creen que, en lo posible, las normas han de ser auto-impuestas o, en cualquier caso, concordar con la voluntad de los ciudadanos o tener su consentimiento. Si una persona se impone a sí misma una norma, o está de acuerdo en que otra se la imponga, no está siendo obligada, sino que, por de el «hágalo contrario, actúa voluntariamente. La democracia es una doctrina Vd. mismo», y como alguno ha destacado, a menudo el «hágalo Vd. mismo» se convierte en «laméntelo Vd. mismo». El demócrata prefiere cometer sus propios errores que ser dirigido por algún otro con mayor sabiduría. La idea subyacente es que la auto-dirección, elegir por uno mismo, es preferible con mucho a que otro tome las decisiones por nosotros y nos las imponga. Aquí radica el valor que se atribuye a la libertad. Para el demócrata, la libertad va de la mano con la igualdad. Cree que todos, o al menos todas las personas adultas, son capaces de ejercitar el poder de auto-dirección, y que deberían disfrutar de la 155
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oportunidad para hacerlo. El demócrata sostiene que todas las perso nas tienen un derecho igual a la libertad y a la auto-dirección. La libertad y la igualdad diferencian al ideal democrático de otros ideales políticos. Cierta idea de igualdad ha de figurar en cualquier concepto de justicia, pero lo hace de un modo prominente en el concepto democrático de la justicia. La libertad y la igualdad son los
objetivos la democracia. Que esto ha sido por siempre así puede característicos inferirse de lasdecríticas a la democracia realizadas Pla tón l. Este describe como fines de la democracia la libertad, la igual dad y la diversidad, y la critica a causa precisamente de estos rasgos distintivos. La libertad, en el sentido de obrar como deseamos, dice Platón, resulta atractiva, pero no puede durar; además es mucho menos deseable que hacer lo correcto, aun cuando la mayoría de las personas, al no ser lo suficientemente sabias para conocer y elegir por sí mismas lo que es correcto, han de ser dirigidas por otras. La igual dad, en su opinión, es injusta por ser contraria a la naturaleza; los hombres tienen diferentes capacidades y, por tanto, deben desempe ñar funciones diferentes con arreglo a sus capacidades. (La diversi dad la considera reprobable porque se contrapone a una sociedad integrada.) He venido hablando de fines o ideales democráticos, y con fre cuencia utilizamos los términos «democracia» y «democrático» para referirnos a estos ideales, o a uno de ellos en concreto: la igualdad. Esta última tendencia es particularmente común en un país como Nueva Zelanda, fuertemente imbuido de sentimientos igualitarios. Cuando pasé algunos años en Nueva Zelanda después de la Segunda Guerra Mundial, descubrí que la gente de allí estaba predispuesta a calificar de «antidemocrática» a la administración inglesa porque los licenciados de universidad accedían directamente al escalafón directi vo. También consideraban antidemocrático el sistema universitario inglés porque era más selectivo que el suyo. Por «antidemocrático» querían dar a entender poco igualitario. Pero no son los únicos que han utilizado el término en este sentido. Cuando leí por primera vez la conocida Historia de la Teoría Política de un erudito americano, el profesor George H. Sabine, me sorprendió la afirmación, en el capítulo dedicado al liberalismo, de que la obra de John Stuart Mili 1 La República, VIII (557-65).
6. La d democrac emocracia ia Sobre la libertad «era
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en cierto sentido una defensa de la libertad en contra de la democracia» l. Esto me pareció una contradicción hasta que recordé que Alexis de Tocqueville caracterizaba a La democracia en América * como el culto a la igualdad más que a la libertad. Sin embargo, en otros círculos o en otros contextos, los adjetivos «demo-
crático» y «antidemocrático» se refieren, respectivamente, al predominio o a la existencia de cortapisas a la libertad. A ello se debe que nos parezca extraño que los regímenes comunistas se autocalifiquen de «democracias populares». Sin duda, los comunistas justificarían la utilización que hacen del término sobre la base de que su forma de sociedad es igualitaria y sirve a los intereses de las masas en vez de a los intereses de la «burguesía» (como consideran que hace la democracia occidental). Así pues, existe un uso de los términos «democracia» y «democrático» que connota ciertos ideales sociales. En contraposición con este uso, sin embargo, existe otro según el cual «democracia» significa un conjunto de instituciones políticas. Las personas que no están de acuerdo con el denominado «ideal democrático», y especialmente con el ideal de la igualdad, protestan a veces enérgicamente en contra de la utilización de los términos «democracia» y «democrático» para describir fines sociales generales; la democracia, insisten, es una forma de gobierno. Sin duda, desde un punto de vista etimológico, el término «democracia» significó originariamente una forma de gobierno, «el gobierno del pueblo» en contraposición a «aristocracia», «oligarquía» (el gobierno de los mejores o de unos pocos) y «monarquía» (el gobierno de una sola persona). No obstante, mi cita de Platón demuestra que, al menos en un principio, el término «democracia» se asociaba con un conjunto de ideales tanto como con una forma de gobierno. Esto resulta bastante comprensible, ya que las formas democráticas de gobierno se adoptaron únicamente porque se consideraba que todos los ciudadanos tenían el mismo derecho a autodirigirse, es decir, porque se pensaba que existía un derecho a la libertad y a la igualdad. El concepto de aristocracia también puede emplearse indistintamente para significar un ideal social o una forma de gobierno. El ideal «aristocrático» valora más la cultura (entendida en el 1 1." ed. (Nueva Lor k y Londres, 1937), p. 667; aparentem aparentemente ente omiti omitida da en la eedidición revisada. * luciste luciste ttrad. rad. castell castellana ana publicada en Alianza Editorial.
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sentido de búsqueda del conocimiento y de la belleza) que una concepción igualitaria de la justicia. Un ejemplo reciente de la expre sión de valores aristocráticos, tal y como los que sostenía Platón, lo encontramos en la obra de Clive Bell Civilización, pero ha habido
muchas otras personas que comparten este punto de vista, aunque no es frecuente que se reconozca abiertamente en oposición a las ideas igualitarias de la justicia. Me he referido a ideales «sociales» en vez de «políticos». Los valores «democráticos» de libertad y de igualdad no son sólo princi pios políticos; con ello quiero decir que no se aplican únicamente a la organización del Estado. Podemos pensar que debería existir la igualdad de oportunidades en la educación, sin que ello implique que el Estado deba hacerse cargo de todo el sistema educativo. Pode mos pensar que debería existir la igualdad entre los sexos, no sólo en aspectos políticos como el voto o los derechos legales a la pro piedad, sino también en relación con las oportunidades profesionales, o con la igualdad de salarios en los mismos empleos, o con la posi ción de los maridos y de las esposas (o hijos e hijas) en la familia. Del mismo modo, en comunidades y asociaciones distintas del Estado se suscitan también problemas de libertad. Así como las leyes del Estado pueden restringir la libertad (o ampliarla para unos restrin giéndola para otros), también las normas, las costumbres y prácticas religiosas, instituciones educativas, órganos industriales y comerciales, inclusive las familias, pueden restringir o ampliar la libertad de sus miembros. Como hemos visto en el capítulo II, sección 3, al examinar los modelos regulativos, no puede darse por supuesto que si se con sidera que una forma democrática de organización es la mejor para el Estado, hemos de pensar necesariamente que es la mejor para cualquier clase de asociación o comunidad. Un derecho igual para cada adulto miembro de una iglesia, universidad o fábrica no es necesariamente el mejor modo de solucionar sus problemas. A veces, una asociación o una comunidad no-políticas puede dar a sus miem bros mayor libertad de lo que consideramos adecuado y práctico para los ciudadanos del Estado, otra ha de conformarse con menos. Re sulta, sin embargo, que si aceptamos los ideales «democráticos», la libertad y la igualdad son también para nosotros valores en otras esferas de la vida social. Quizás haya que restringirlas en favor de
6. La democracia
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otros valores, como ocurre en la vida política; pero siguen siendo valores a tener en cuenta.
Existe otro concepto que acompaña a la libertad y a la igualdad, al menos en una de las tradiciones del pensamiento democrático, el concepto de fraternidad. El lema de los revolucionarios franceses era «Libertad, Igualdad, Fraternidad». El concepto de fraternidad, la hermandad del género humano, y a fortiori de los miembros de una determinada comunidad nacional, expresa la idea de responsabilidad común, de responsabilidad hacia los demás, mientras que el concepto de libertad expresa la idea de responsabilidad por uno mismo. Entre estas dos responsabilidades puede producirse cierta fricción, y creo que es justo decir que el comunismo, en su aspecto más positivo, hace hincapié en la fraternidad mientras que la tradicional noción occiden tal de la democracia hace hincapié en la libertad. No obstante, esto supone considerar que el comunismo se basa en principios éticos, interpretación que sería rechazada por el marxismo ortodoxo, que se distingue a sí mismo de lo que denomina «socialismo utópico» '. Dentro de la concepción occidental de la democracia, podemos decir que el socialismo democrático destaca la igualdad y la fraterni dad, y que suele hacer menos hincapié en la libertad que el liberalismo y conservadurismo. El socialismo democrático actual comparte con el comunismo una doctrina de la organización económica. Acepta la tesis marxista de que el medio de lograr el progreso social es abolir ciertas (no todas) formas de propiedad privada; defiende la propiedad pú blica de los medios de producción, distribución e intercambio. ¿En qué se diferencia, entonces, del comunismo marxista? La diferencia estriba en que el moderno socialismo democrático comparte la con vicción de los socialistas o comunistas pre-marxistas de que los pro gramas políticos deberían fundamentarse en ideales éticos y especial mente en una idea de justicia social. Como otros demócratas, los socialistas basan los fines políticos en fines éticos. El comunismo marxista considera que un socialismo de este tipo es ineficaz, irreal, «utópico». En lugar de ello, la teoría marxista trata de derivar sus programas políticos de una sociología «científica»; trata de funda mentar la política en la ciencia.I ciencia. I I Cf. Friedrich Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico.
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2. Gobierno democrático
Pr o ble m as d e f ilo so f ía política
Abraham Lincoln describió la democracia, en su Discurso de Gettysburg, como «el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo». Pero todos los gobiernos son gobiernos del pueblo; y un despotismo benevolente puede ser, lo mismo que una democracia, un gobierno para el pueblo (es decir, en su propio interés), si bien la experiencia política de Europa, aunque quizás no siempre la de Asia, nos lleva a dudar que un régimen despótico pueda resultar bene volente de un modo duradero. La idea fundamental de un gobierno democrático es el gobierno por el pueblo. En sentido estricto, el gobierno por el pueblo en su totalidad significaría decisiones unáni mes; pero, en política, esto es a todas luces imposible. En la práctica, la democracia supone la aceptación del punto de vista de la mayoría. Tal vez al añadir «para el pueblo», Lincoln quiso dar a entender que el punto de vista decisivo, el cual por razones prácticas dene que ser el de tratar degeneral servir adelosRousseau, intereses aun de todos, como en la la mayoría, teoría dehaladevoluntad cuando no goce de aprobación unánime. Porque si no existe el peligro, tan temido por Tocqueville y John Stuart Mili, de que el gobierno de la mayoría se convierta en la tiranía de la mayoría. La democracia pura, un sistema en el que todos los ciudadanos participen en las decisiones de gobierno, es poco frecuente; salvo en sociedades muy pequeñas, resulta impracticable. Se dio, más o menos, en la ciudad-estado ateniense durante un período de tiempo relativa mente corto. Las decisiones las tomaba la Asamblea, a la cual podían pertenecer todos los ciudadanos varones adultos (pero no las mujeres ni los esclavos ni los extranjeros residentes). Pero incluso en Atenas muchas decisiones concretas se dejaban al arbitrio de funcionarios designados, al menos durante un tiempo, por sorteo, pues se conside raba que todos eran capaces de desempeñar esta función y que no había «mérito alguno en ello». Las decisiones importantes las tomaba la Asamblea en su totalidad. Sin embargo, en la mayoría de los estados democráticos, la demo cracia ha significado un gobierno representativo. El ciudadano común participa en el proceso emitiendo un voto en favor de un representante o del programa de un partido. Las decisiones sobre temas concretos se dejan a un cuerpo de representantes electos, el cuerpo legislativo,
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o a un grupo más pequeño, el gobierno o «ejecutivo», que actúa con
el consentimiento del primero. Así pues, lo que existe en la práctica es una oligarquía, el gobierno de unos pocos, pero elegida por el pueblo en su totalidad y responsable ante él, responsable en el sentido de que puede ser expulsada en las siguientes elecciones y reemplazada por un grupo diferente de gobernantes. Vestigios de un procedimiento democrático puro persisten en aquellos estados en los que se celebran referendums para determinar ciertas cuestiones fundamentales; pero, en general, la democracia en el mundo moderno significa un gobierno representativo, siendo el elemento democrático la elección popular y la posibilidad de destitución. La idea original de un representante era la de una persona elegida para expresar o reflejar (representar) los puntos de vista de sus electores. Pero esto tampoco resulta practicable, ya que requeriría que el representante reuniese a sus electores y averiguase cuál es el punto de vista mayoritario antes de votar sobre cualquier cuestión en la asamblea legislativa. Cada asunto habría de ser votado dos veces, primero en las diferentes asambleas electorales, en las que se llevaría a cabo un debate sobre dicho asumo, y en segundo lugar en la asamblea legislativa, en la que los representantes se limitarían a registrar las decisiones mayoritarias de sus electores. Esto es lo que ocurre actualmente en las elecciones presidenciales norteamericanas, aun cuando no fuese ésta la intención de los que redactaron la constitución. Un votante en una elección presidencial emite en realidad su voto a favor de uno de los candidatos a la presidencia, pero formalmente vota a favor de un candidato al Colegio Electoral. El Colegio Electoral lleva después a cabo la elección del presidente; pero en este proceso actúa meramente como correa de transmisión, ya que los miembros demócratas y republicanos del Colegio Electoral están respectivamente comprometidos a votar al candidato demócrata o republicano, por lo que la elección popular ya ha determinado el resultado. Obviamente esto significa que no hay necesidad de un Colegio Idee Id eetoral; tora l; la elección elección popul po pular ar podría p odría también ser formalmente, formalm ente, como ya es en la práctica, una elección entre candidatos a la presidencia. I?n existe una cuestión tan clara, que exige decisiónloscada cuatro no normalmente dificultad parauna averiguar deseos del años, pueblo. Pero sería obviamente imposible remitir cada cuestión política concreta a los votos de los distintos distritos electorales a lo largo y
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ancho del país. Por consiguiente, se desarrolló la idea de que el representante era elegido no para reflejar la opinión electoral de su distrito, sino como una persona de buen juicio en quien se podía confiar que formaría sus opiniones a conciencia; no habría de ser una especie de corresponsal de larazonable mayoría de ciudadanos ordinarios de su decidiría distrito, sino un ejemplo de los cómo el ciudadano ordinario (o debería decidir) en una cuestión controvertida. Cabe hallar una vigorosa defensa de este punto de vista en un discurso de Edmund Burke a los electores de Bristol en 1774. Burke estableció una distinción entre «representante» y «delegado». Tal y como utilizó estos términos, un delegado simplemente refleja y registra los deseos de sus electores, mientras que un representante es elegido para juzgar de acuerdo con su propia conciencia. (En un principio se pretendió que los miembros del Colegio Electoral de los Estados Unidos fuesen representantes en como delegados delegados.) .) este . sentido; pero hoy en día actúan simplemente Ahora bien, si los miembros de una legislatura son verdaderos representantes, en el sentido del término que le da Burke, no existirá un órgano fijo de la opinión mayoritaria. En una cuestión A votará con B, y en otra votará en contra suya, dado que son personas diferentes con diferentes experiencias y, por lo tanto, puntos de vista diferentes. En estas circunstancias, el gobierno, el órgano que elabora las medidas políticas, no tendría garantizada la mayoría en la asamblea legislativa para todos, o al menos para la mayoría, de sus proyectos. Sería un gobierno débil e inestable. En cambio, sistema de partidos bien disciplinados permite un gobierno fuerte y un relativamente estable. El desarrollo del sistema de partidos ha supuesto la paulatina desaparición del concepto de representante que tenía Burke. Un miembro de una asamblea legislativa elegido por una lista de partido no es ni un delegado, que actúa como mero espejo de sus electores, ni un representante en el sentido de Burke, que juzga con su propio criterio en todas las cuestiones. Para su partido, al menos hasta cierto punto, es simplemente una persona que obedece ciegamente. A casi siempre vota de acuerdo con B. En ocasiones, a los miembros del Parlamento inglés se les permite el «voto libre»,decuando se debate alguna fundamental en la cual la división opiniones trasciende las cuestión barreras de partido; pero la frecuencia con que se dan tales ocasiones es cada vez menor. El hecho de votar de acuerdo con un partido se acepta
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porque posibilita un gobierno más eficaz. Pero parece que una gran minoría, tanto de los representantes electos como de los electores (de hecho, el partido minoritario puede haber recibido la mayoría del total de votos emitidos en el país, aunque no haya obtenido la mayoría de los escaños), se encontrará con que su opinión es derrotada en las votaciones constantemente por el partido en el poder, por lo que se diría que sus puntos de vista no cuentan para nada en las decisiones gubernamentales. La defensa tradicional del gobierno democrático nos dice que la opinión de la minoría surte algún efecto. Se afirma que la función de la minoría en la asamblea legislativa consiste en expresar su oposición, criticar, demostrar la posibilidad de un programa político alternativo, y exigir así a la opinión dominante que avale con razones la supuesta superioridad de su punto de vista sobre el minoritario. Un rasgo esencial del gobierno democrático, según el mismo argumento, es que se trata de un gobierno que se sirve de la discusión, de la persuasión en vez de la fuerza. Cuando la discusión ha agotado ya toda su utilidad, y algunos no han sido aún convencidos, se vota, aceptándose la decisión de la mayoría en vez de recurrir a la fuerza: «contamos cabezas en vez de romperlas». Votar supone, en cierto sentido, admitir un relativo fracaso; el ideal sigue siendo la consecución de un acuerdo unánime. Pero como eso es imposible, la alternativa preferible es acatar la decisión de la mayoría. Esta representación del debate parlamentario como un genuino intento de persuasión sería perfecta si los participantes fueran realmente representantes en el sentido de Burke. Resulta aplicable, en el parlamento británico, a los debates en los que existe libertad de voto y a ciertas discusiones sobre detalles de los proyectos de ley a nivel de comisión. Pero allí donde exista un sistema de partidos fuerte, la pauta general que observará el voto en cualquier materia fundamental se puede conocer de antemano. En el sistema de gobierno inglés, las decisiones reales sobre temas importantes las toma el gabinete y no la mayoría de los miembros electos de la asamblea legislativa. Con todo, la opinión del partido mayoritario tiene, al menos, cierta influencia sobre la política gubernamental. La crítica eficaz no es necesariamente aquélla que tiene lugar ante el pueblo, en los debates públicos de la asamblea legislativa, aunque ésta, a pesar de que los elementos críticos del partido dominante suelen terminar votando a
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favor del gobierno, tenga sin duda cierto valor. En un sistema democrático de gobierno siempre existe una posibilidad de rebelión dentro del partido dominante, y (tomando de nuevo a Gran Bretaña como ejemplo) el gabinete ha de contar con el apoyo efectivo de la mayor parte de los parlamentarios de su propio partido en los debates que tienen lugar en la Cámara de los Comunes. Los líderes del partido pueden ejercer cierto control, pero no de un modo absoluto. En marzo de 1967, Harold Wilson intentó amenazar a los miembros del Partido Laborista que se abstuvieron de apoyar al Gobierno en una votación sobre una importante cuestión de política internacional: «A cada perro perro — les dijo— dijo— se le permit permitee un ladrido, ladrido, pero si ladra demasiado no le será renovada su licencia»; comentario que provocó la siguiente respuesta: «El Primer Ministro no nos da licencia a nosotros, nosotros se la damos a él». El hecho de que los parlamentarios puedan abstenerse de votar de acuerdo con su partido, y de que a veces lo hagan, aun cuando hoy en día sea muy raro, demuestra que el gobierno puede ir demasiado lejos al tratar a los parlamentarios como mero pasto de cabildeo. No obstante, aunque el gobierno ha de tomar buena nota de la opinión de su propio partido, no necesita prestar particular consideración a los puntos de vista de otros partidos respecto a los asuntos cotidianos. La crítica a la política gubernamental por parte de un partido de la oposición no se lleva a cabo con la esperanza de persuadir al algobierno que en cambie de opinión, con de la un de persuadir público para para que la próxima elecciónsino decidan modo diferente. En cada debate de importancia que se produzca, la oposición tiene la oportunidad de airear sus posiciones y de mostrar lo que intentaría hacer si estuviese en el poder. Las elecciones parlamentarias no se ganan y se pierden durante el breve período de la campaña electoral, sino en el curso de la vida parlamentaria entre sucesivas elecciones; y aunque la pérdida de apoyo popular por parte de un gobierno se deba a sus propios errores, a la mala suerte, o a la creencia pura y simple de que ha llegado la hora de cambiar, más que a la crítica de la política gubernamental que lleva a cabo la oposición, no obstante, esa crítica sirve para centrar los cambios de la opinión pública y para darles una forma concreta. Es justo decir, por ende, que la discusión es una parte fundamental del proceso democrático.
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Lo s diferentes mecani Los mecanismos smos del gobierno democrático democrático — las decisiones tomadas por votación mayoritaria; las elecciones periódicas, con la posibilidad de hacer salir a los que están en el poder; las asambleas de representantes, en las que sey dan una crítica y una discusión continuas, se denuncian injusticias se proponen programas políticos alternativos— se orientan a prevenir que la acción de gobierno restrinja la libertad más de lo necesario. Tales mecanismos otorgan a aquellos que no gobiernan la oportunidad de decir lo que les gustaría que se hiciese. Ciertamente, se reconoce que las riendas del gobierno han de ser empuñadas por un pequeño grupo, a quien se confía una considerable autoridad. Pero también se reconoce que el que detenta la autoridad siempre puede caer en la tentación de suponer que sabe mejor que nadie lo que es bueno para el pueblo, o incluso quedesear éste desea; puede llegar al extremo suponer que tiene lo que lo queque considera lo mejor para él. de Los mecanismos del gobierno democrático actúan como frenos a esta tendencia, garantizando la realización de frecuentes consultas periódicas al propio pueblo o a sus representantes. Un último mecanismo, no necesariamente «democrático» en la forma pero que sirve igualmente al objetivo democrático de moderar la autoridad y proteger la libertad, es la separación de poderes. El gobierno actúa a través de la ley. Esto conlleva hacer las leyes, aplicarlas y hacerlas cumplir, y a veces interpretarlas. Podemos hablar, por tanto, de tres funciones en ejercicio poder gubernamental: la legislativa, la conexión ejecutiva con y la eljudicial. (1)del Función legislativa: legisla tiva: ha de autorizarse a un conjunto de personas para que hagan leyes nuevas y revisen o deroguen las viejas, para que declaren lo que ha de ser ley ley.. (2 (2)) Función ej ejecutiva: ecutiva: ha de autoriz autorizarse arse a un conjunto de personas para que hagan efectivas las leyes y obliguen a cumplirlas. Los funcionarios (de la Administración central o del gobierno local) han de estar autorizados para decir a los ciudadanos que una determinada ley se les aplica de tal o cual manera, enviando, por ejemplo, devoluciones o formularios impresos del impuesto sobre la renta, letreros de «Prohibido etc. Otros funcionarios (laponiendo policía) han de estar autorizadosaparcar», para amonestar y arrestar a aquellos que infringen la ley; otros (los funcionarios de prisiones) han de hacer cumplir las penas prescritas para las transgresiones que se cometan contra la misma. (3) Función judicial: un conjunto de
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personas ha de estar autorizado para interpretar la ley, para decidir si una persona acusada de un crimen o de una falta civil ha transgredido o no la ley, así como para decidir, en las disputas que surgen entre los ciudadanos (o entre un ciudadano y una rama del ejecutivo), qué demandas se consideran legalmente válidas. Naturalmente, estas tres funciones puede llevarlas a cabo el mismo grupo de personas. En una monarquía propiamente dicha, el rey tiene autoridad para hacer todas estas cosas; y en una «monarquía constitucional», como la que tenemos en Gran Bretaña, todavía persisten las formas formas de la situación anterior. Así, se denomina al último acto del proceso legislativo el «Royal Assent» Assent» (el beneplácito real); el ejecutivo actúa en nombre de «la Corona», y los jueces representan la «justicia de la Reina». No obstante, en las constituciones democráticas, existe cierto grado de separación entre estas funciones, que se asignan a autoridades diferentes, relativamente independientes unas de otras. En el siglo xvm, cuando la libertad que se disfrutaba en Inglaterra era admirada y envidiada en el continente europeo, el teórico francés Montesquieu presentó la doctrina de la «separación de poderes», es decir, de los tres «poderes» o autoridades, legislativo, ejecutivo y judicial. La tesis de Montesquieu era que dicha separación constituía la mejor garantía de libertad para el súbdito, y alegaba que el grado relativamente alto de libertad en Inglaterra se debía al hecho de que los tres poderes estaban separados entre sí. La constitución inglesa era un sistema de frenos y contrapesos, en el que cada uno de los tres poderes tenía asignado su lugar y podía impedir que cualquiera de los otros se extralimitase en su función. Montesquieu concluía que la separación de poderes debía practicarse en todo Estado que tratase de conseguir un máximo de libertad. La influencia de su teoría se percibe especialmente en la constitución de los Estados Unidos, donde existe una clara separación de poderes, conjuntamente con un sistema de frenos y contrapesos. En Inglaterra no existe hoy una separación de los tres poderes, y no hay acuerdo acerca de si Montesquieu tenía razón al creer que el legislativo y el ejecutivo de la Inglaterra de su tiempo eran efectivamente autoridades independientes. Sin embargo, lo que éste consideraba de mayor importancia era que el poder judicial fuese independiente de los otros dos, y no
hay duda de que esto sí era así antes, y también ahora, en la constitución inglesa. Al menos hoy en día, fuere cual fuere la postura
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mantenida en el siglo x v i i i , las personas que se encuentran a la cabeza del ejecutivo, el gobierno, no sólo son miembros del legislativo, sino que lorespecto controlan. El parlamento tiene un judicial grado deactúa independencia relativo al gobinete, pero el poder realmente con independencia del parlamento y del ejecutivo. El hecho de que algunos jueces sean miembros de la Cámara de los Lores no tiene importancia. Cuando toman parte en los debates, por ejemplo, para refomar alguna ley, se pronuncian con una completa independencia; y, desde luego, cuando lo hacen en su capacidad judicial, las decisiones de la «Cámara de los Lores», como Tribunal Supremo de apelación, no tienen nada que ver con los procedimientos que lleva a cabo como segunda cámara del legislativo. Un hecho de mayor importancia quesólo a menudo las decisiones judiciales tienen los el jueces efecto de revisar es y no de interpretar la ley. La ley la hacen y el parlamento. Pero las actividades de jurisprudencia del legislativo y del ejecutivo en el campo del derecho e instrumentos estatutarios, por un lado, y la del poder judicial en el campo del Derecho consuetudinario, por otro, se mantienen separadas e independientes entre sí. Lo más importante de todo es la independencia del poder judicial frente al ejecutivo al interpretar la ley tal como es aplicada por los funcionarios civiles a los ciudadanos. Esto ha sido indudablemente un baluarte para preservar la libertad del súbdito contra los abusos de poder por parte del ejecutivo. Hasta cierto punto, los miembros del parlamento desempeñan una función similar en ciertas actividades en las que actúan como representantes en el sentido de Burke y no sufren limitaciones a causa de la lealtad debida al partido. Estoy pensando principalmente en las las «Preguntas Parlamentarias» y en los «D «Debate ebatess de Clausura» Clau sura» '.'.1 1 1 Lo s lectores que no estén familiarizados con con las prácticas parlament parlamentarias arias inglesas inglesas (lesearán saber qué son estas dos cosas. Las preguntas parlamentarias son preguntas que hacen a los ministros, a quienes se notifica previamente, los miembros del parlamento y se responden en el Question Time (Tumo de Preguntas), que constituye n menudo la parte más animada de la diaria actividad de la cámara baja. Los Debates ilc Clausura tienen lugar durante la última media hora de actuación de la cámara baja y puede iniciarlos cualquier miembro del partido, a diferencia de la mayoría de los
('tros debates, oficialmente proyectados en beneficio del gobierno o de la oposición. Ambos procedimientos ofrecen la oportunidad para llevar a cabo una crítica ad hoc «le la administración gubernamental, pero en un Debate de Clausura la crítica y la respuesta pueden desarrollarse durante más tiempo del empleado en el Tumo de Preguntas.
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Cuando estas dos prácticas parlamentarias conciernen a temas generales de política gubernamental, el ministro que contesta no dará normalmente oportunidad de que esto ocurra; la situación difiere poco de la de un debate sobre un proyecto de ley o una moción defendida por un portavoz oficial del gobierno o de la oposición. Pero cuando se refieren a reclamaciones de particulares, existe cierta posibilidad de que la crítica tenga efecto sobre las decisiones de altos funcionarios civiles, si no para el caso en discusión, al menos para el futuro. La Pregunta Parlamentaria, seguida de una sutil pregunta suplementaria, resulta a veces particularmente eficaz, ya que el ministro puede quedar en ridículo delante de la cámara, y ningún funcionario civil, y mucho menos el propio ministro, deja de avergonzarse esto ocurre. Pero si conforme crece el poder del ejecutivo, tanto del gabinete como de la Administración, a medida que se incrementa el ámbito y la complejidad de la acción gubernamental en una sociedad moderna, se hace cada vez más difícil para un parlamentario ordinario criticar eficazmente los detalles de la administración tal y como se aplica a los ciudadanos particulares. No tiene toda la información necesaria, y encuentra dificultades para sonsacársela a los ministros y para hacer que cambien de cantinela. A ello se debe el hecho de que recientemente Inglaterra haya copiado cosas de otras constituciones democráticas, instituyendo el ombudsman o comisario parlamentario. El ombudsman * en los países escandinavos lleva a cabo la misma función que un miembro del parlamento británico en la Pregunta Parlamentaria o en el Debate de Clausura; pero el ombudsman tiene la ventaja de estar autorizado tanto para utilizar los archivos departamentales pertinentes como para interrogar a los funcionarios civiles implicados en el caso de que se trate. Los poderes del ombudsman constituyen un mecanismo adicional para proteger la libertad de la persona de un ejercicio excesivo o injusto de autoridad por parte del ejecutivo.
He dicho en la sección 1 que la libertad y la igualdad son los principios distintivos de la democracia. La mayoría de los procedimientos o de las instituciones que he descrito en esta sección, como características especiales de las formas democráticas de gobierno, están En España, el «Defensor del Pueblo.» (N. del T.)
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enderezadas a promover el principio de libertad fundamentalmente. El principio de igualdad encuentra expresión en la idea general de go bierno poren el el pueblo en supropiamente totalidad, que en lasino práctica no significa participar gobierno dicho, participar en el proceso de elegir un gobierno. La oportunidad de tomar parte en este proceso la tienen por igual todos los ciudadanos adultos: una persona, un voto; y un voto, un valor.
3. La dem d emocracia ocracia en la sociedad internaci internacional onal He señalado en la sección 1 que los principios democráticos de libertad ye esto igualdad no setambién refierenenúnicamente a laa los organización del Estado, es verdad lo que atañe procedimien tos democráticos que les dan expresión. Tanto las ideas como los procedimientos de la democracia se adaptan a otras comunidades y asociaciones además del Estado, así como a las relaciones entre esta dos. Las nociones democráticas aparecen especialmente en los aspec tos legales de las relaciones internacionales. Los «ideales democrá ticos» tienen aplicación en las relaciones entre estados, en parte, por analogía con la democracia dentro del Estado mismo y, en parte, por analogía con las comunidades no políticas, especialmente con la familia. La idea de una sociedad internacional de estados se describe a veces mediante la expresión «la familia de las naciones» (en la cual «naciones» significa estados). Como ocurre en el lenguaje religioso, en el cual se habla de la «paternidad» de Dios y de la «hermandad» del hombre, se piensa que una metáfora extraída de la forma más íntima de comunidad humana expresa del mejor modo posible la noción de sociedad universal. En cierto modo, desde luego, esta metáfora representa una aspiración o ideal de las relaciones amistosas que deberían existir, y no una descripción de las relaciones que existen
en la realidad. No obstante, independientemente de la cuestión de los ideales, la noción de familia sí implica algo relativo a hechos, a saber, implica una perspectiva y unas tradiciones comunes. Las anteriores sociedades internacionales no fueron sociedades mundiales, pero a menudo se las podía calificar de familia de estados en este sentido. Las ciudades-estados griegas, por ejemplo, a pesar de sus frecuentes
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guerras, formaban una sociedad internacional con un lenguaje común, tradiciones comunes y algunas prácticas religiosas comunes, como el respeto al oráculo Delfos y la participación en estable, los Juegos cos. Aunque nuncadeconstituyeron una federación los Olímpigriegos se distinguían a sí mismos de los «bárbaros» (que, en un principio, quería decir gente que habla otra lengua). En cierto modo esto afectaba a su conducta; por ejemplo, no tenían inconveniente en reducir a la esclavitud a los prisioneros bárbaros, pero normalmente no solían hacerlo con los griegos. Análogamente, el mundo de la Cristiandad medieval era una sociedad internacional con una religión común y un sistema legal común (derivado del derecho romano). La sociedad internacional actual se ha desarrollado a partir de la medieval, y el derecho internacional entronca con la tradición derecho natural. Esto significa que la sociedad internacional actual del sigue las tradiciones y la estructura de la sociedad europea. Ahora bien, los países europeos pueden denominarse «familia» de naciones o estados precisamente porque comparten una tradición común, concretamente la del derecho internacional. Otros estados que han accedido a este sistema internacional han tenido que aceptar la tradición europea. A menudo esto no ha presentado excesivas dificultades, ya que las antiguas colonias de los países europeos tienen sistemas legales basados en los de los estados colonizadores. Así, los Estados Unidos de América y países deinglés, la Commonwealth poseen sistemas basadostodos en los el derecho los de las antiguas colonias legales francesas se basan en el derecho francés, etc. No obstante, en algunos casos los estados han tenido que adaptarse a la tradición europea. China y Japón, por ejemplo, no son en ningún aspecto miembros de la familia europea original. La tradición europea explica por qué la sociedad internacional de estados incluye ciertos procedimientos democráticos, y por qué estos procedimientos son aceptados por países no democráticos. Un
ejemplo de procedimiento democrático lo ofrece la doctrina de la igualdad soberana de los estados. En el derecho internacional de todos los estados son tratados como iguales, independientemente su tamaño o poder; de ello se deduce que cada Estado miembro de la organización de Naciones Unidas tiene un voto en la Asamblea General, y el punto de vista de una mayoría de estados, en cualquier votación llevada a cabo en la Asamblea, se considera el de la totalidad
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de la Asamblea. En ciertos aspectos esta es una práctica errónea, pero todos los estados la aceptan como «democrática» e inherente a la estructura de la sociedad internacional. He afirmado que el derecho internacional parte de la tradición medieval europea del derecho natural. Sin embargo, existe una diferencia entre la sociedad internacional medieval y la actual. El mundo de la cristiandad romana en la Edad Media no estaba constituido por un Estado único, pero tampoco por un conjunto de estados soberanos en el sentido actual del término. Hasta la época de la Reforma, el gobernante secular de un país europeo carecía de autoridad soberana (es decir, suprema); estaba sujeto a la autoridad superior de una Iglesia de carácter internacional. Cuando apareció el Estado nacional como unidad autónoma soberana, se reconoció que aún existía y debía existir cierta forma de asociación laxa entre estados, y este reconocimiento quedó representado en la común aceptación del derecho internacional. En el pensamiento de filósofos políticos del siglo xvn, como Hobbes y Locke, la noción de derecho natural, o de una ley de la naturaleza, estaba conectada con la noción de un «estado de naturaleza» que precedía a la sociedad civil y a la ley positiva de ésta. Posteriormente, Emerich de Vattel, un jurista internacional del siglo x v i i i , expuso la idea de que los estados, cuyas relaciones mutuas se regulan a través de unay especie natural y no de un derecho positivo impuesto coactivo,desederecho encuentran en un estado de naturaleza; y dado que los teóricos precedentes se habían referido a que las personas en un estado de naturaleza son libres (o independientes) e iguales, Vattel pensó que lo mismo debía de ser verdad en relación con los estados. Los estados son independientes, y han de considerarse iguales. La transferencia de los conceptos de libertad y de igualdad al
derecho internacional a partir de las ideas de los filósofos políticos sobre las personas individuales, indica que la sociedad internacional de estados se concibe como una sociedad análoga a la de las personas. Los estados son considerados, en cierto sentido, como personas. Esta doctrina tiene sus ventajas, y también sus peligros. Estos resultan familiares a los estudiosos de historia de la teoría política, pero en la teoría legal tales peligros son, a mi entender, de poca monta. Algunos filósofos políticos que han considerado al Estado como un organismo
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han llegado a la conclusión de que éste es un fin para el cual sus miembros son medios; y, por tanto, han considerado al Estado como una superpersona real. Pero cuando decimos que los estados son juzgados como personas (legales) (legale s) en el derecho internacional, esto no significa que se les considere personas reales. Los estados son enti dades puramente legales; cabe decir, incluso, que son ficciones. Los abogados saben cómo manejarse con ficciones convenientes, y no incu rren en errores por su culpa. Una corporación, por ejemplo, puede considerarse legalmente como una persona, es decir, como sujeto de derechos y obligaciones legales (que, como hemos visto en el capítu lo III, sección 5, pueden estimarse como ficciones si se comparan con los poderes y vínculos físicos); pero ningún abogado incurre en el error de considerar a una corporación como una super-persona real, coexistente con las personas naturales que actúan como agentes de ella. Análogamente, la idea de Estado como persona en el derecho internacional significa únicamente que es sujeto de derechos y obli gaciones gacio nes — —Es Estad tado o entiéndase por con contraposició traposición n a n naci ación ón— — , o a la persona que asume la jefatura del Estado, aunque naturalmente cier tas personas, como el secretario de Estado (o el ministro) para asuntos exteriores, actúan en su nombre cuando ejercitan los derechos o cumplen las obligaciones. Las ventajas de conceptuar a los estados como personas estriban en que esta concepción ayuda a asegurar la estabilidad. Los gobiernos se elevan al poder y caen; pero si es el Estado, y no un determinado gobierno o jefe de Estado, el que se considera sujeto de derechos y obligaciones, entonces los gobiernos sucesivos heredan la situación de sus predecesores. Resulta menos fácil para un nuevo Gobierno repudiar las obligaciones asumidas por su predecesor; y de la misma forma, tampoco es lícito que un gobierno extranjero aduzca: «Hici
mos un pacto con tu predecesor, no contigo, y, por tanto, no tienes los derechos derivados de ese pacto». Sin embargo, la utilidad de la noción de continuidad no requiere que la analogía entre estados y personas se amplíe para abarcar las ideas de libertad y de igualdad. En temas distintos al de la soberanía (es decir, la suprema autoridad legal), los estados no son ni libres ni iguales. Hemos visto en el capítulo III, sección 3, que ni siquiera una gran potencia goza de una completa libertad de acción política a menos que controle un imperio mundial, y que la libertad de los
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demás estados está limitada por los programas políticos de vecinos poderosos. Los estados son claramente desiguales en poderío militar o económico, y consecuentemente en influencia política y libertad de acción. Pero también las personas tienen capacidades desiguales, y consecuentemente también son desiguales en ciertos aspectos de la libertad de acción. El problema radica en si existe una buena razón para atribuir a los estados un derecho a cierta clase de independencia y de igualdad, del mismo modo que se presume, en un Estado democrático, que existe una buena razón para atribuir a las personas un derecho legal a ciertas clases de libertad y de igualdad. En lo que se refiere a la independencia, creo que existe una buena razón en tanto no dispongamos de una forma de organización internacional que pueda calificarse con propiedad de Gobierno Mundial. La resolución de controversias mediante procedimientos legales, y no recurriendo a la fuerza, requiere la existencia de autoridades legales supremas. Cualquier movimiento tendente a reforzar la autoridad del derecho y los tribunales internacionales con respecto al derecho y los tribunales nacionales ha de ser bienvenido. Pero dada la presente condición de la sociedad internacional, la doctrina de la soberanía del Estado resulta necesaria para preservar cierto respeto por la ley y el orden, basado en ciertos principios de justicia, y para hacer menos frecuente el recurso a la violencia y la amenaza de la fuerza por parte de los estados poderosos. ¿Qué ocurre con la igualdad? El concepto de los estados como personas legales implica, desde luego, la igualdad ante la ley; es decir, que un tribunal internacional que trate de resolver una disputa entre dos Estados, ha de tratarlos imparcialmente y no tener en cuenta sus diferencias de poder, o de cualquier otra cosa, del mismo modo
que un tribunal que trata de resolver una controversia entre personas ha de ser imparcial y no prestar atención a sus diferentes status en cuanto a riqueza, o a cualquier otra cosa. El derecho a la igualdad ante la ley es intrínseco a las concepciones de justicia natural bajo las opera la ley. iguales. Además,Un el Estado concepto de soberanía implica libertad oque independencia soberano es legalmente libre o independiente en el sentido de que no está sometido a una autoridad superior, excepto en lo que se refiere a las limitaciones que el derecho internacional impone a la soberanía. Ahora bien, si diferentes estados tuvieran diferentes grados de esta libertad, ello significaría que, o
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bien algunos estarían parcialmente sometidos a la autoridad de otros y, por lo tanto, no serían soberanos, o que no serían tratados imparcialmente por el derecho internacional. Desde luego, un Estado puede renunciar a su soberanía al acordar convertirse en miembro consti tuyente de una unión federal, transfiriendo al poder federal ciertos aspectos de su autoridad soberana, por ejemplo, en lo relativo a rela ciones exteriores. Dejaría entonces de ser soberano según el derecho internacional. La libertad legal de los estados soberanos ha de ser una libertad igual. La igualdad soberana de los estados es un concepto legal, que encaja bastante bien con los problemas jurídicos que puedan susci tarse en el derecho internacional. Más dudosa, en cambio, es su utilización para fines en los que el poder político cuenta más que el status legal. L. F. L. Oppenheim, en su manual sobre Derecho Internacional ‘, alude a cuatro importantes consecuencias de la igual dad de los est estados ados en el de derecho recho internacional: 1) En cuestiones c uestiones que han de resolverse mediante el consentimiento, cada Estado tiene derecho der echo a un voto y sólo uno. 2) «Leg «Legalmen almente te — aunque no política mente— mente — el vo voto to del Es Esta tado do más pequeño y m más ás débil tiene... el mismo valor que el voto del más grande y poderoso». 3) Ningún Estado tiene jurisdicción sobre otro. 4) Los tribunales de un Estado no cuestionan normalmente la validez de los actos legales de otro Estado. Los principios tercero y cuarto están, de hecho, más relacionados con la independencia de los estados, es decir, con la propia soberanía, que con su supuesta igualdad. (Oppenheim lo reconoce parcialmente cuando describe el cuarto principio como una «consecuencia de la igualdad — o inde independ pendenc encia— ia— de los esta estado dos». s».)) Sin embargo, eell pr pri i
mero y el segundo son implicaciones de la igualdad y contrapartidas directas de los procedimientos democráticos de votación: «un Estado, un voto» (igual que «un hombre, un voto»), y «un voto, un valor». Según Oppenheim, estos principios pueden cualificarse mediante acuerdo, y en el caso del vital segundo principio, distingue explícita mente entre el peso legal y el peso político de los votos. En las instituciones políticas de la Organización de Naciones Unidas, la doctrina de la igualdad de los estados se acepta como condición condic ión para pode poderr pertenecer, así como v vota otar, r, en la Asamble Asambleaal l Octava edición edición (Londres, 1955), editado por H. Lauterpacht, vol. I, p. 115. 115.
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General, pero no para pertenecer al Consejo de Seguridad. La Asam bleavoto» General se atiene a los principios democráticos de «un sin Estado, un y «un voto, un valor». El Consejo de Seguridad, em bargo, trata de otorgar la debida consideración a la especial posición que ocupan las grandes potencias, o en cualquier caso aquellos esta dos que eran potencias de primera fila en la época en que se creó la O.N.U. La constitución del Consejo de Seguridad da expresión a los hechos políticos reales, a saber, que las potencias dominantes han tenido siempre, y están abocadas a tener, una voz más fuerte en la conducción de los asuntos internacionales que las potencias menores. Consecuentemente, las normas de votación en la Asamblea General inducen a error, ya que ocultan los hechos inevitables sobre la toma de decisiones, y pueden ser motivo de descrédito para la organización internacional. Debido a los hechos de las relaciones internacionales, un voto mayoritario en la Asamblea de Naciones Unidas no vincula a aquellos que han perdido en la votación como hace el voto mayo ritario en un parlamento nacional. Las resoluciones de la Asamblea de Naciones Unidas constituyen únicamente recomendaciones. Sin embargo, faltaríamos a la verdad si afirmáramos que los procedi mientos democráticos de la Asamblea son simplemente un simulacro que oculta las realidades del poder. Aunque el voto sólo dé por resultado una recomendación, una votación general contra un Estado poderoso (como sucedió en 1956, contra la intervención de la Unión Soviética en Hungría, y contra la intervención de Inglaterra y Fran cia en la operación de Suez) tiene a veces cierta influencia sobre la política de ese Estado. No deberíamos exagerar la limitada influencia que tiene. La invasión soviética de Checoslovaq Checoslovaquia uia een n 1968 sugiere
que el recuerdo de 1956 no afectó profundamente a la decisión del gobierno soviético doce años después. No obstante, la opinión mayoritaria puede, hasta cierto punto, actuar como freno a que se confíe exclusivamente en el poder. La situación no es completamente dife rente al efecto de la opinión en una asamblea nacional. Allí, bajo un sistema democrático, el voto es formalmente decisivo; pero con el sistema actual de partidos el gobierno puede confiar en ganar las votaciones; la decisión final la toma el mismo gobierno antes del debate en la asamblea legislativa. Una fuerte opinión disidente en la asamblea, expresada abiertamente en el debate o informalmente en una reunión de parlamentarios del partido, no ocasionará que el
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Problemas de filosofía política
gobierno altere la decisión tomada; pero tendrá cierta influencia sobre la política a seguir en el futuro. Es obvio que existe una diferencia fundamental entre la utilización de procedimientos democráticos en los planos nacional e internacional, en el sentido de que, en un Estado democrático, un frente de opinión mayoritaria en contra de un gobierno puede derrocar a ese gobierno en las siguientes eleccio nes, mientras que en asuntos internacionales una gran potencia no dejará de serlo porque la opinión mundial le sea adversa. Teniendo presentes todas estas cualificaciones, puede afirmarse que la opinión mundial tiene cierta influencia. No obstante, la igualdad de los estados que se presupone no es un modo muy satisfactorio de calibrar la opinión mundial. Un Estado con cien millones de habitantes tiene un voto, y un Estado con diez millones también. Si diez Estados, cada uno con una población de diez millones, derrotan en una votación a uno que tiene una población de cien millones, el voto es de 10 a 1, pero las poblaciones repre sentadas por ambas partes son iguales. No es fácil, sin embargo, encontrar una alternativa más satisfac toria al principio de «un Estado, un voto». A partir de lo que he dicho, parece deducirse que el modo idóneo de evaluar la opinión mundial es en términos demográficos. A primera vista esto parece razonable, dado que el principio de «un Estado, un voto» se cons truye por analogía con el principio democrático de «un hombre, un voto». Ahora bien, si renunciáramos a la analogía entre hombre y Estado, y aplicásemos el principio original de «un hombre, un voto»
a los asuntos internacionales, deberíamos dar al voto de los estados un peso proporcional a sus respectivas poblaciones. Supongamos que asignásemos un voto a cada grupo compuesto por 10 millones de personas. Entonces (tomando las cifras de población que nos propor cionan los censos o las estimaciones demográficas para el período 1970-72) el Reino Unido, con 55 millones de habitantes, tendría cinco votos; los Estados Unidos, con 208 millones, 21; la Unión Soviética, con 244 millones, 24; la India, con 547 millones, 55; y China, con sus 732 millones de habitantes, tendría 73 votos. ¿Esta ríamos preparados para asimilar esto? Y en caso de no estarlo, ¿por qué? La razón no es sólo que nos disguste la política china. Nos desagradaría lo mismo conceder 55 votos a la India, aun cuando pre firiésemos su política a la de China. Nos desagradaría porque pensa-
6. La democracia
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riamos que lademayor de los millones de chinos, de los 547 millones indios,parte no están en732 posición de expresar unaoopinión sobre temas mundiales, mientras que, en cambio, la mayor parte de los 55 millones de británicos o de los 208 millones de americanos sí lo están. La opinión mundial no puede evaluarse en términos de población mundial. Si aceptamos este tipo de argumento, estamos presuponiendo la idea, que a menudo se cree ha sido abandonada por los demócratas actuales, de que una persona tiene derecho al voto sólo si posee un grado razonable de conocimientos y educación. En otras palabras, nuestra idea de democracia en la esfera internacional es la de una democracia limitada o cualificada. Quizás éste sea un punto de vista adecuado también en la esfera nacional. Imagino que los demócratas ingleses no se mostrarían muy inclinados a conceder el voto a todos los ciudadanos ingleses adultos si Gran Bretaña no viniese disfrutando de un sistema razonable de educación general obligatoria desde hace ya cierto tiempo. Esto sugiere la reflexión de que no debíamos esperar que un país como China practique la democracia hasta que los chinos hayan disfrutado durante cierto tiempo de un sistema razonable de educación universal. En cualquier caso, podemos observar que la transferencia de las instituciones democráticas a la sociedad internacional de los estados no resulta nada fácil. El concepto de «un Estado, un voto», aunque manifiestamente irreal e ilógico, llena de momento un hueco, pero no
podemos esperar que merezca demasiado respeto. En lo que atañe al sistema de voto, el procedimiento supuestamente democrático de la Asamblea de Naciones Unidas constituye en cierto modo un engaño. Pero no lo es en lo que atañe a la discusión en sí. Un procedimiento democrático no sólo significa decidir a través del voto mayoritario, sino también decidir después de discutir. En la Asamblea de Naciones Unidas, al igual que en un Parlamento nacional, la opinión y la crítica razonables pueden hacerse sentir, independientemente del número de votos que logren atraerse. La democracia es cuestión de libertad, además de igualdad, y en ella se incluye la libertad de expresar nuestras opiniones y críticas a aquellos que tienen la sartén por el mango. Postcriptum, 1975. La votación en la Asamblea de Naciones Unidas parece aún más inútil en 1975 de lo que parecía cuando este
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Problemas de filosofía política
libro se publicó por primera vez en 1970. Algunos de los nuevos estados que han alcanzado la independencia y se han integrado en la O.N.U. en estos últimos años tienen poblaciones muy reducidas; por ejemplo: Bahrain y Qatar, independientes desde 1971, tienen poblaciones de 127.000 y 80.000 habitantes, respectivamente, y Granada, independiente desde 1973, tiene 95.000. El principio de un voto para cada Estado da a éstos la misma fuerza de voto en la Asamblea que China con su población de 732 millones. Así, cuando los países que se han independizado recientemente del yugo colonial votan conjuntamente en una resolución, el resultado refleja un sentir general condicionado por una experiencia histórica similar, pero el número real de votos carece de verdadera significación.
Capítulo 7 LA JUSTICIA
1. Un concepto complejo Decir que algo es justo equivale a expresar la aprobación de que es correcto de un modo específico, pero delimitar ese carácter específico no es del todo fácil. La justicia es un concepto complejo. Se
utiliza en conexión con la ley y también con la moralidad social, y aunque las ideas de justicia legal y moral comparten ciertos principios comunes, no guardan la misma relación con sus áreas respectivas de operación, el derecho y la moral. Así pues, por un lado, la justicia puede considerarse como un concepto concerniente al orden de la sociedad en su totalidad, y por otro, como una expresión de los derechos de las personas, por contraposición a las exigencias del orden social general. Finalmente, el concepto de justicia tiene un cierto parecido con Jano, pues la justicia mira al pasado y al futuro, es a la vez conservadora y reformadora.1 reformadora.1 (1 (1)) En el derecho, el térmi término no «jus «j ustic ticia» ia» se utiliz utilizaa para cubrir todo el área de principios y procedimientos que deben seguirse. El sistema de derecho en su totalidad se denomina a menudo, en el lenguaje legal, el sistema de justicia. Los abogados distinguirán «los principios de justicia natural», como una parte relativamente pequeña, aunque fundamental, del sistema légal, del resto del sistema, pero la 179
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P r oblem a s d e filo so fía política
distinción no se traza entre la justicia y algo diferente; se trata de una distinción entre una parte básica de la justicia que puede calificarse de «natural» y la superestructura restante, que también es justicia, justici a, pero que depende de la costumbre, el precedente y la pro pro-mulgación. Por el contrario, en la moralidad social, la justicia no abarca todo el área de principios y acciones consideradas justas. La justicia es el fundamento de la moralidad social, y sin ella todo lo demás se vendría abajo; pero no comprende toda la moralidad social. Contrastamos la justicia con la generosidad o la caridad, que van más allá de ésta. Lo que una persona puede hacer, en justicia, lo denominamos sus derechos. En correspondencia con estos derechos de los beneficiarios potenciales de las acciones justas, están los deberes de los agentes potenciales. La generosidad o la caridad implican deberes para los agentes, pero no derechos para los beneficiarios potenciales. La ley no se ocupa de los deberes morales que conlleva la generosidad. La ley protege los derechos y hace cumplir los deberes que corresponden a los mismos. Esto no quiere decir que la ley abarca todo el ámbito de la justicia moral (o derechos morales). Vimos en el capítulo V, sección 2, que al menos las sociedades democráticas tratan de restringir el área de la autoridad legal (es decir, estatal)
para dejar a la libertad el máximo espacio posible, y que muchas formas de conducta moral errónea pueden limitarse sin recurrir a la prohibición legal. En otros casos (por ejemplo, en el de la reprobación del engaño) la «dura máquina» de la ley, como la llamó Sir James Fitzjames Stephen, no es un método eficaz para proteger los derechos morales, e invocarla acarrea más daño que beneficio. Sin embargo, el alcance moral de la ley queda confinado al área de la justicia moral. Un sistem sistemaa de derecho (ius) se ocupa de la protección de los derechos (tura). Es, por tanto, comprensible que el derecho utilice el término «justicia» para describir todas sus operaciones. Desde luego, esto no quiere decir que todo lo que ocurre en un tribunal haya de calificarse de justo. Puede considerarse injusto tanto desde un punto de vista moral como legal. Una ley puede merecer el calificativo de injusta porque no se atenga a ciertas ideas morales de la justicia; y la administración de la ley (independientemente de que una determinada ley aplicada a un caso sea moralmente justa o injus* ta) puede calificarse de injusta por no estar a la altura de los cánones de equidad que exigen los procedimientos del sistema legal.
7 . L a ju sticia
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(2) (2 ) La idea de justicia, justi cia, tanto en el pensamiento pensamiento legal como en el moral, se refiere directamente a la ordenación general de la sociedad. Una transgresión de ese orden se denomina una transgresión de la justicia, y los castigos para la infracción se invocan en nombre de la justicia. En concreto el derecho penal penal está ideado para proteger el orden de la sociedad en su totalidad. Los delitos se castigan no para dar satisfacción a la víctima, sino para proteger la estructura social. En la medida en que la víctima de un delito logra vindicar una demanda contra el criminal por el daño sufrido (y en general las disposiciones esto están de ser adecuadas), la vindicación adopta lalegales formapara de obtener unalejos reparación o una compensación por la pérdida o el daño, y no constituye en modo alguno la satisfacción de un deseo natural ver al agresor pagado con su propia moneda. En un sistema de leyes penales (al contrario que en un sistema de vendettas) ese deseo natural de una persona agraviada se funde en el deseo general de toda la sociedad de protegerse frente a esa conducta dañina, y el castigo lo impone la autoridad de la sociedad organizada para beneficio de toda la sociedad.
No obstante, también se utiliza el concepto de justicia para defender los derechos la persona, en caso Muchas de ser necesario contra de las exigencias delde orden social general. veces no en existe oposición entre ambos; derechos y exigencias van de la mano. La mayoría de las transacciones de derecho civil, por ejemplo, protegen el funcionamiento uniforme de la sociedad, en materia de contratos, prevención de negligencia, etc., y al mismo tiempo los juicios emitidos en caso de disputas o infracciones constituyen una defensa de los derechos de las personas. Pero a veces, sobre todo en el terreno del derecho penal y en la estructuración de la política gubernamental, puede existir un conflicto entre el interés social general y los derechos lospresenta individuos, eso de ocurre, es la Así, última la que sedenos bajoyelcuando estandarte la justicia. pornoción ejemplo, nadie que sea inocente de una infracción legal puede ser sometido justamente a castigo, castigo , aunque hay hay circunstancias en las que esto puede puede favorecer el interés general y el mantenimiento del orden público. Por ejemplo, si un determinado tipo de delito está muy generalizado, y si las pruebas indiciarías llevasen a muchos de los verdaderos delincuentes a pensar que la persona acusada está implicada, entonces su condena cond ena y encarcelamiento encarcelamiento actuarían como elementos disuasorio disua sorios, s, como
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si la condena y encarcelamiento fuesen para uno de ellos; pero pese a su utilidad, esto sería injusto. Asimismo, una persona culpable de un delito puede recibir injustamente un castigo mayor al merecido por su grado de culpabilidad. Esto no quiere decir que las exigencias del interés social hayan de ceder siempre paso a las de la justicia, sino sencillamente que la idea de justicia defiende los derechos de la persona, incluso los de una persona culpable, frente a las razones de utilidad. El principio de que un inocente no ha de ser sometido a castigos penales es absoluto en cualquier sistema civilizado de derecho penal; el «castigo» se define como la consecuencia de un quebrantamiento (normalmente voluntario) de una ley. No obstante, la consideración del interés social general puede, en circunstancias excepcionales, tenerse en cuenta para justificar la detención de una persona que no ha infringido infring ido ninguna ninguna ley. En Inglaterra, al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se confinó a los alemanes en centros de detención. Se denominó deten-
ción, no «encarcelamiento», pero para los detenidos no había gran diferencia. En este sentido, el aislamiento obligatorio de personas quelibertad sufren graves enfermedades contagiosas no difiere de la privación de que conlleva el encarcelamiento. Todo el mundo sabe que las medidas que se toman en tales casos vienen dictadas por el interés social general y que el problema de la justicia o de los derechos individuales queda al margen. Así pues, no hay posibilidad de conectar estas privaciones de libertad con la idea de castigo. Pero incluso en los procesos sujetos a las leyes penales, a pesar de que la conexión, lógicamente necesaria, entre las ideas de castigo y culpabilidad supone una barrera absoluta para castigar a un inocente por razones de utilidad, permitimos a veces que la utilidad anule a la justicia cuando esta barrera absoluta no está presente. Si una persona es culpable de cometer cierto tipo de delito que se está generalizando, toleramos la imposición de un castigo «ejemplar» que va más allá de lo que merece, con el fin de disuadir a otros delincuentes potenciales. Al admitir que «va más allá de lo que merece», reconocemos que existe un elemento de injusticia o de falta de equidad en el castigo, y ello implica cierto grado de remordimiento por permitir que la utilidad prevalezca sobre la justicia. Lo mismo puede ocurrir en la aplicación de una medida política por parte del gobierno, en la cual intervienen razones de utilidad y de justicia. Si un programa de reclutamiento
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en tiempo de guerra exime a los hombres que realicen trabajos civiles (por ejemplo, de ingeniería) especialmente importantes para la guerra, o si un programa de desmovilización al finalizar la misma da prioridad a aquellas ocupaciones civiles (como la construcción) que revisten especial importancia para la reconstrucción postbélica, admitimos que el interés nacional requiere este tipo de discriminación, pero lo hacemos a regañadientes y reconocemos que es injusto para aquellos a quienes se llama a filas en primer lugar y se les releva los últimos. La justicia o la equidad hacia las personas se contrapone a la utilidad o interés general, y sea cual sea la que prevalezca en una determinada situación, la oposición entre ambos principios persiste. En el pensamiento de la antigua Grecia (y lo mismo puede afirmarse sin duda alguna de la mayoría de las sociedades primitivas), la idea de justicia estaba casi siempre referida al orden social, o, por una transferencia natural de ideas, al orden cósmico. La justicia no
implicaba el mismo tipo de orden para una persona de opiniones democráticas que para un partidario de la aristocracia, pero para ambos tenía que ver con el orden social. A pesar de que la Atenas antigua constituía una democracia más radical que las democracias actuales, y aunque los demócratas atenienses valoraban la libertad y la igualdad, la idea de los derechos del individuo no se desarrolló hasta el punto de adquirir una expresión concreta en el lenguaje. Si quisiésemos traducir el sustantivo «derecho» al griego antiguo, ninguna palabra sería enteramente adecuada y tendríamos que utilizar, o bien una palabra que significase «privilegios», o una perífrasis. En La República de Platón aparece una noción idiosincrásica de «justicia del alma», que es comparada y contrastada con la justicia de la sociedad. Esto no supone una excepción a la generalización que he planteado sobre el pensamiento griego. La idea de «justicia del alma» se concibe como análoga a la de justicia de la sociedad y se refiere a cierta forma de orden, un orden armonioso entre los diferentes elementos del alma, del mismo modo que la justicia de la sociedad es, de acuerdo con Platón, un orden armonioso entre las diferentes clases sociales. El punto de vista platónico sobre la justicia es, de hecho, un punto de vista aristocrático, y en parte la intención de su analogía entre la sociedad y la persona es apoyar su preferencia por la aristocracia. No existe cosa semejante a una justicia dentro del individuo. Cuando el concepto de justicia se refiere a una persona,
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concierne a las relaciones entre esta persona y otras, o entre ella y un grupo (incluido el extenso grupo que constituye la sociedad orga nizada del Estado). Los derechos del individuo comprendidos en uno de los aspectos de la justicia son derechos frente a otras personas. Sin embargo, el concepto platónico de «justicia del alma» no per sigue únicamente apoyar un punto de vista aristocrático de la justicia en la sociedad. Da también expresión a la idea de que todas las for mas de acción moral deben estar guiadas por un espíritu de rectitud. Desde este punto de vista, se aproxima a las ideas judeo-cristianas sobre la autoridad de la conciencia y el valor del alma individual, aunque sin el igualitarismo implícito en ellas. Estas nociones fueron las que, con el tiempo, acabarían iluminando el aspecto de la justicia relativo a los derechos de la persona. La idea de tales derechos hizo su primera aparición, desde luego, en el lenguaje jurídico, y el con
cepto de derechos morales o «naturales», bajo la rúbrica de la justicia moral o «natural», supuso una extensión de ese lenguaje. La vincu lación de la idea de derechos morales o naturales a la noción de la persona individual sólo cobraría plena madurez en el siglo xvii, cuan do el protestantismo defendió la autoridad de la conciencia individual en materia de religión y de moral, y como consecuencia el individua lismo se s e extendió también al pen pensamiento samiento social y político. 2 (2 (2)) Una tercera dicotomía que ha de tenerse en cuenta es la que se produce entre la justicia considerada como un principio con servador o como un principio reformador. Me he referido a esto en el capítulo II, sección 5 (c), y en el capítulo V, sección 2 (d), al alu dir a las funciones del Estado. La justicia conservadora protege el orden establecido de la sociedad con su distribución establecida de los derechos, y en caso de transgresiones exige la restitución del statu quo, en tanto sea posible. La justicia reformadora exige revisiones del orden social y una redistribución de derechos más adecuada a las ideas sobre la equidad vigentes en ese momento. Creo que el segundo de estos conceptos es lo que las personas tienen in mente cuando hablan de «justicia social». El término «justicia social» suele brotar de boca de los reformadores, y aquellos que están satisfechos con el orden existente lo suelen considerar con recelo. No es, de hecho, un término idóneo para expresar las diferencias de opinión entre estos dos grupos, ya que el adjetivo «social» tiene implicaciones que indu-
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cen a error al sugerir que la justicia reformadora es social, mientras que la conservadora no lo es. Gimo hemos visto, la justicia tiene siempre una referencia social, en el sentido de que concierne al orden de la sociedad en su totalidad o a las relaciones entre personas o grupos de personas; de acuerdo con Platón, la justicia no representa una virtud que afecta únicamente a un agente individual, como sería el caso del auto-respeto y de la prudencia. Y si de lo que se trata, al hablar de justicia social, es de contrastar ésta con la justicia legal, constituye un error suponer que la justicia de la ley es siempre con servadora. Independientemente de las reformas legales que introduce el proceso político, en los países civilizados el sistema de justicia legal tiene la capacidad intrínseca de incluir procedimientos de auto-crítica y de reforma. El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha atrave
sado períodos de conservadurismo y de palpable reformismo. En la historia del derecho inglés, las courts of equity * modificaron la rigi dez del Common Law; Law; y aunque los tribunales de hoy en día dejan al parlamento la tarea de llevar a cabo las principales reformas por vía estatutaria, los jueces no son contrarios a reinterpretar las viejas leyes para que se adapten a las ideas y condiciones actuales. En líneas generales, es cierto que el derecho consuetudinario conserva ideas morales del pasado, y que la ley reforma el derecho a la luz de las ideas morales del presente, pero esto no es una regla universal. El hecho es que ninguna de las tres dicotomías que he expuesto coinciden entre sí. La distinción entre justicia legal y moral no es lo mismo que la distinción entre justicia del orden social y justicia para individuos; tampoco es lo mismo que la distinción entre justicia re formadora y conservadora. La justicia legal y la justicia moral se refie ren a un orden equitativo de la sociedad y a la protección de los derechos las personas frentefrente a lasa demandas de laAmbas sociedad, en caso de serdenecesario, así como otras personas. tienen a su vez vez un aspecto reform reformador ador y otro conservador conservador:: tanto el derech derecho o como la moral consideran injusto violar las expectativas basadas en situaciones de larga data; empero, ambos reconocen que un orden establecido está siempre expuesto a osificar concepciones que han quedado desfasadas, y esos cambios, materiales y espirituales, en el * Tribunales con jurisdicción jurisdicción sobre litigios de equidad que administran administran justicia y acogen recursos con arreglo a las normas y principios de la equidad. (N. del T.)
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carácter de la vida humana requieren cambios en la estructura social. Finalmente, es obvio que la distinción entre justicia reformadora y justicia justic ia conservadora difiere de la distinción entre justicia justic ia del orden social y justicia para los individuos. La justicia conservadora se orienta tanto a preservar las normas sociales establecidas como a proteger la libertad, la persona y la propiedad de los individuos. La justicia reformadora está enderezada, sin duda, a producir una sociedad más equitativa, como implica el término «justicia social», pero también a asegurar para aquellas personas que lo necesiten o merezcan los derechos a que crean ser acreedores.
2. Eq Equidad uidad e imp imparcial arcialidad idad La idea de justicia, a menudo, aunque no siempre, equivale aproximadamente a la idea de imparcialidad o de equidad. Frecuentemente se contrasta la equidad con la igualdad. «Porciones justas», por ejemplo, no es lo mismo que «porciones iguales». ¿En qué se diferencian? «Porciones justas» depende del mérito, necesidad y capacidad, que, desde luego, no están igualmente distribuidas. No es justo que los holgazanes reciban lo mismo que los diligentes, que aquellos con una necesidad mayor no reciban más que aquellos cuya necesidad es menor, que las oportunidades las tengan quienes no pueden beneficiarse de ellas y no los que sí pueden. (Quiere decirse con esto que la distribución injusta privaría a los capaces de las oportunidades que podrían utilizar. Hablamos de distribución justa o injusta para referirnos a la asignación de recursos que son escasos. Si existe más de lo necesario, de manera que todos puedan tomar lo que desean, no se suscita ningún problema relativo a la justicia.) Ahora bien, la palabra latina aequitas es sencillamente el sustantivo que corresponde al adjetivo aequus, y originalmente significó ni más ni menos que la simple igualdad. Además todos concuerdan en que la igualdad es en cierto sentido fundamental para la idea de justicia; la igualdad ante la ley, por ejemplo, es fundamental para la justicia legal. Platón y Aristóteles trataron de explicar la conexión entre equidad e igualdad distinguiendo la igualdad «aritmética» de la igualdad «geométrica» o «proporcional». La igualdad aritmética da porciones iguales a todos, independientemente de su valor. En el lenguaje de
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Platón y Aristóteles, se dan porciones iguales tanto a los iguales como a los desiguales; o recordando a Jeremy Bentham, «todos valen uno, nadie más de uno». Platón y Aristóteles consideraron que este principio era un error, subsanable a través de la igualdad geométrica o proporcional, dando porciones iguales a personas iguales y porciones desiguales a personas desiguales. Lo que querían decir era que los beneficios o las responsabilidades deberían ser proporcionales al valor (el mérito o la capacidad) de aquellos que los reciben. Como dijo Aristóteles l, si han de distribuirse flautas, las recibirán sólo aquellos que tengan la capacidad necesaria para tocarlas; e igualmente una porción de gobierno ha de darse sólo a aquellos que son capaces de
gobernar. La igualdad aritmética representa el concepto democrático de justicia distributiva, la igualdad proporcional, el concepto aristocrático. Aristóteles y Platón consideran a este último como una forma de igualdad porque iguala los beneficios y responsabilidades con el valor de los que los reciben, pero, desde luego, la distribución que exige es una distribución desigual. Es (al menos parte de) lo que comúnmente entendemos por equidad. La mayoría de los teóricos actuales, aun cuando sus criterios políticos sean democráticos en vez de aristocráticos, parecen estar de acuerdo con el punto de vista de Aristóteles (a Platón se le cita menos) de que la equidad es, de un modo absoluto, una cuestión de distribución proporcional, y de que no incluye ningún principio de igualdad estricta. La equidad permite, o más bien exige, la discriminación sobre la base de diferencias moralmente pertinentes, y la prohíbe en ausencia de tales diferencias. Es justo discriminar en favor de los necesitados, de los que lo merecen, o de los que son capaces, y es injusto hacerlo entre personas que padecen idéntica necesidad, tienen los mismos o son capaces. La modo regla desigual consiste los en tratar de unméritos, modo igual losigualmente casos iguales y de un diferentes. Dentro de una determinada categoría de personas, iguales en el aspecto pertinente, la equidad exige un trato igual o imparcial. Según aquellos que aceptan el punto de vista de Platón y Aristóteles, no existe un principio positivo de justicia que exija que todos los seres humanos, a diferencia de todos los miembros de una determinada categoría, hayan de ser tratados de manera igual. Lo único que* que * * La Politicé, III. 12.
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es necesario decir, alegan, es que, en ausencia de una diferencia conocida, deberíamos presumir que las personas pertenecen a la misma categoría. Pero cabe preguntarse por qué. Si la humanidad no es en sí misma una categoría pertinente para recibir un trato igual, ¿por qué habríamos de presumir, en ausencia de un conocimiento detallado, que las personas a las que afecta nuestra acción son iguales en lo que se refiere a su necesidad, mérito y capacidad, cuando sabemos que en general las personas pueden ser muy desiguales en estos aspectos? ¿Qué dirían los defensores de Aristóteles sobre el principio de
igualdad ante la ley? En este caso, por lo menos eso parece a primera vista, estamos ante una forma de igualdad estricta que todos aceptan como requisito de la justicia. Un juez no ha de calibrar a las personas. No debería favorecer ni al rico ni al noble ni al listo ni al que tiene más méritos, porque sean ricos, nobles, listos o meritorios. Tampoco debería favorecer a los pobres por el hecho de ser pobres, o a los humildes por el de ser humildes. Favorecer al rico sería un privilegio; al pobre, caridad o compasión. Tampoco sería justicia. Un juez ha de ser imparcial. La imparcialidad representa, representa , sin duda, una exigencia de la justicia, y nuestro ejemplo sugiere que es una forma de igualdad, a diferencia de la discriminación de la equidad. Sin embargo, en la práctica la imparcialidad de un juez encaja en la regla de equidad. La imparcialidad no significa que el juez deba tratar a todos, ovejas y cabras, inocentes y culpables, de igual forma. El juez tiene el deber de discriminar, pero únicamente en el caso de que existan diferencias «pertinentes»; y para el juez esa pertinencia está en función y dey lala inocencia (o, en los casos de derecho civil,dedelalaculpabilidad responsabilidad falta de responsabilidad), no en función de la riqueza y la pobreza, la nobleza y la humildad, la inteligencia y la estupidez, la hermosura y la fealdad, o incluso el mérito y el demérito como categorías morales generales (en contraposición con los méritos legales específicos de la causa de un individuo, tal y como los ponen de manifiesto las pruebas). La diferencia pertinente para la discriminación justa ha de ser pertinente también para el asunto de que se trate. Para el juez de un tribunal penal, cuya función es encarcelar o dejar en libertad, la diferencia pertinente es la culpabilidad o la inocencia. Para el hombre que reparte flautas (o, para
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actualizar el ejemplo de Aristóteles, para el comité que concede becas para un conservatorio de música) la diferencia pertinente es la capa cidad o incapacidad para tocar la flauta. El juez sigue el principio de equidad según el cual los casos iguales han de ser tratados de modo igual y los casos desiguales de modo diferente, con la condición nece saria de que la única desigualdad a tener en cuenta es aquella que resulte adecuada para su función. Su imparcialidad exige que ignore todas las diferencias la culpabilidad probada. Antes de emitir un veredicto, ha de menos tratar igualmente a todas las personas acusadas
de un delito, porque la ley presume que toda persona es inocente al menos y hasta que se haya demostrado su culpabilidad. Por tanto, durante el desarrollo de las causas, todos los acusados son iguales a los ojos de la ley, en relación con la cualidad de culpa o inocencia, y consecuentemente han de recibir un trato igual. Se ha sugerido sugerid o 1 que la imparcialidad es un principio puramente formal, un principio de lógica, de racionalidad, de coherencia, que no tiene que ver especialmente con la ética, sino con la racionalidad, tanto en las cuestiones teóricas como en las prácticas. El principio nos exige que tratemos los casos ¡guales de modo igual y los desigua les de modo diferente. Es irracional acordar un trato diferente para personas iguales respecto a alguna cualidad pertinente, lo mismo que decir que una hoja de papel es blanca y otra verde cuando, de hecho, tienen el mismo color. Se dice que las cuestiones éticas pueden plan tearse sólo cuando decidimos qué cualidades hemos de considerar pertinentes para un determinado propósito. Hacemos un juicio moral cuando decidimos que la necesidad, el mérito o la capacidad se ten drán en cuenta como cualidad pertinente para diferenciar lo que es igual de lo que es desigual; pero la regla de imparcialidad, relativa a que los casos iguales sean tratados de igual modo, es puramente formal. Me parece que este punto de vista está equivocado. La imparcia lidad de la justicia no obedece únicamente a la racionalidad de la lógica. Se debe decir que es insensato, y confuso, afirmar que una hoja de papel es blanca y otra verde si las dos son del mismo color, 1 De un modo notable por el profesor Ch. Perelman. Véase, por ejemplo, su libro The Idea of Justice and the Problem of Argument, Argument, Londres, 1963: Ensayo I, «Conccrning Justice*; ensayo 3, «The Rule of Justice»; ensayo 7, «Opinions and Truth» (especialmente la página 132).
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o dar una patada a una silla de una fila compuesta de sillas iguales para luego conformarnos con otra exactamente igual; pero no deberíamos decir que es injusto. injusto. La injusticia no es lo mismo que la irracionalidad. No hablamos de justicia, o de imparcialidad, al describir lo que hacemos a cosas materiales, ni tampoco, a mi entender, al describir lo que hacemos a los animales. Puede ser inconsecuente elegir un buey para sacrificarlo en vez de otro, pero ¿diríamos que es injusto? pensar que yesque triste mateético a los por su carne,Podemos y no a los caballos, hayque algosepoco ético enbueyes matar ani-
males para conseguir alimentos. Pero, ¿diríamos que los hombres son injustos con los bueyes, por comparación con los caballos, al comerse a los unos y no a los otros? El concepto de justicia se refiere sólo a nuestras relaciones con los seres humanos, y, por lo tanto, presupone la ¡dea de que hay algo especial en los seres humanos, por contraposición a las cosas materiales o los animales. Si la Reina de Corazones, Maravillas, dijese «¡Que les corten la caen Alicia en el País de las Maravillas, beza!» respecto de uno de cada dos jardineros o de uno de cada dos jugador es de croquet, jugadores croquet, sería injusto; pero no lo sería si lo dijese respecto de uno de cada dos rosales o de uno de cada dos flamencos. En cualquiera de los dos casos, se conduciría irracionalmente. La acción irracional o inconsecuente hacia miembros de la misma categoría, sólo se convierte en injusta si la categoría de los afectados por la misma se compone de seres humanos. Incluso en nuestras relaciones con los seres humanos, no todas las formas de trato diferencial se consideran injustas o parciales. Supongamos que debo una libra al lechero y otra al carnicero. Ambos pertenecen a la misma categoría, la de las personas a quienes debo una libra, por lo que debo tratarlos igualmente al pagar mis deudas. Tengo varios billetes de una libra y muchas monedas. Trataría a los dos de igual manera si doy un billete de una libra o diez monedas a cada uno, y los trataría de diferente manera si doy un billete a uno y monedas al otro. ¿Diríamos que la segunda acción era injusta o parcial comparada con la primera? No, porque en ambos casos el valor de lo recibido sería idéntico. Un trato diferente que no conlleva un beneficio diferente es inmaterial. Lo que importa es que la igualdad de trato que la justicia exige para casos iguales es de índole material, no formal; y lo que convierte el trato diferente que doy a las
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dos personas en materialmente igual es la cantidad de beneficio por contraste con las diferentes formas de transmitirlo. Del mismo modo que la concesión de un beneficio es una consideración material para una distribución justa, así también lo es el proceso opuesto de transmitir cargas. Supongamos que Juan y Jaime son dos de mis alumnos, que están en la misma clase y que tienen la misma capacidad. Si pongo a cada uno de ellos un examen sobre
diferente tema pero con la misma dificultad, no es injusto. Ni siquiera sería irracional, aunque bien podría ser considerado inconsecuente. La racionalidad de la acción no se agota en la consistencia lógica. Puedo tener buenas razones para el trato diferencial e inconsecuente que doy a Juan y a Jaime. Puede que tenga el motivo, perfectamente altruista, de que si tuviesen que hacer sus exámenes sobre el mismo tema, no podrían consultar fácilmente los mismos libros al mismo tiempo, porque no se dispone más que de un ejemplar de cada uno de ellos. Por otro lado, puedo tener el motivo egoísta de que no quiero aburrirme escuchando discutir el mismo tema dos veces. Cabe dudar que debamos calificarlo de un motivo «perfectamente bueno» como podíamos hacer con el motivo altruista; pero persiste el hecho de que el egoísmo puede ofrecer razones para la acción y puede convertir en racionales dos acciones inconsecuentes. En cualquier caso, el trato diferencial que doy a Juan y a Jaime no es injusto. Si los temas de ambos ejercicios son de análoga dificultad, e igualmente desagradables, ni Juan ni Jaime me considerarán injusto o parcial. Me considerarán un bruto por el simple hecho de examinarlos, pero no un bruto injusto. Por otro lado, si pusiese a Juan dos ejercicios y a Jaime uno, o si diese un tema obviamente más difícil a Juan que adeJaime, Juan sime considerar injusto. La diferencia cargas entonces no es injusta sonpodría igualmente gravosas. La discriminación es injusta sólo si conlleva una diferencia material, no una diferencia formal, y lo que cuenta como igualdad o desigualdad materiales es el peso de la carga. La justicia y la injusticia, la imparcialidad y la parcialidad, sólo se suscitan en nuestro trato con los seres humanos y únicamente en relación con la transmisión de beneficios o cargas. No se plantea una cuestión de justicia respecto a la acción del excéntrico que trata a sus sillas de diferente manera, o respecto al granjero que hace lo propio con su ganado. Tampoco existe en el trato diferente que doy al le-
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chero y al carnicero, en tanto ambos reciban los mismos beneficios, o en el que doy a Juan y a Jaime, en tanto reciban las mismas cargas. La imparcialidad, pues, no es un concepto puramente formal. No es sólo una regla para tratar los casos iguales de manera igual. Es una regla para tratar a personas personas iguales de modo igual en la distribución de beneficios o cargas. cargas. Incluso en su principio de imparcialidad, la
justi cia va más allá de la lógica, aproxim justicia aproximándose ándose a la ética. Presupon Presuponee un tipo específico de valoración de los seres humanos como personas, y tiene en cuenta lo que éstas estiman como beneficios y cargas. Hay un límite más a la exigencia de imparcialidad. Hoy en día somos tan conscientes de los males de la discriminación que tendemos a olvidar que no siempre es reprobable. M. René Maheu, ex director general de la UNESCO, afirmó, según una publicación oficial de su propia organización l, en una Conferencia Internacional sobre Derechos Humanos celebrada en 1968, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos «denuncia toda discriminación, del tipo que sea, entre los seres humanos». Pero esto no se atiene a la verdad. La afirmación más general sobre la discriminación o distinción, contenida en dicha Declaración, es el primer párrafo del artículo 2, que dice: «Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento, o cualquier otra condición.» El artículo exige sin duda la ausencia de «cualquier tipo de distinción», pero exclusivamente en lo que se refiere a «todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración». Sería absurdo denunciar «toda discriminación, del tipo sea, entre los seres humanos». El ejercicio de la discriminación no que siempre es injusto. Decir de alguien que «es un tipo que sabe discriminar» es una señal de elogio, y decir que «carece de sentido de la discriminación», una señal de censura. Es desacertado que un juez discrimine excepto en lo que se refiere a la culpabilidad o a la inocencia; pero también lo sería que no discriminase en ese terreno. No es bueno que un profesor universitario, al calificar los exámenes de sus alumnos, haga discriminaciones que no tengan que ver con la capacidad y el esfuerzo; pero tampoco lo sería que no discriminase sobre la base de esos 1 Unesco Chronicle, Chronicle, junio 1968, vol. XIV, núm. 6, p. 217.
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aspectos, al menos mientras se le exija calificar a sus alumnos mediante exámenes. Las personas que tienen el deber de ser imparciales, tienen también el deber de discriminar por razones adecuadas al caso. Inde pendientemente de esto, hay muchos contextos en los que el deber
de imparcialidad no se produce. No hay nada de injusto en discrimi nar en la elección de nuestros amigos; y habiéndolos elegido, no es injusto ser parcial con ellos. Por el contrario, mal concepto nos for maríamos de una persona que no tratase a sus amigos de modo dife rente a como trata a los extraños — a menos menos que que tuviese que tratar con ambos, amigos y extraños, en virtud de que ocupa un determi nado cargo o desempeña un puesto de autoridad, en cuyo caso tendría el deber de ejercer su cometido imparcialmente. La regla general de imparcialidad o no-discriminación se aplica únicamente en función de la ocupación de un cargo o puesto de auto ridad o de custodia. Tales papeles no se limitan, desde luego, a los cargos oficiales. Un padre se encuentra en una posición semejante respecto de sus hijos, y, en consecuencia, aunque pueda, como Jacob, querer más a uno de ellos, sería injusto o imparcial favorecer más a uno que a los otros; pero una vez más, como en los otros casos, también en éste resulta adecuado discriminar cuando existen razones apropiadas para ello. Por ejemplo, pagar la matrícula a aquel que tiene capacidad para beneficiarse de una educación universitaria. Pero no se trata sólo de que tendamos a olvidar que el deber general de ser imparcial se aplica únicamente al ejercicio de una fun ción de autoridad o custodia, también tendemos a olvidar que este deber es inherente a dicha función. Era, por ejemplo, completamente superfluo sugerir, como hizo el Secretario del Interior británico en 1968, que la Ley de Relaciones Raciales debía ir acompañada de una cláusula especial en el código disciplinario de la policía exigiendo que los funcionarios de la policía no discriminasen a las personas de color. Porque éstos se hallan obligados, debido a su cargo o función, a ser imparciales, salvo en lo que concierne a la distinción entre los que transgreden la ley y los que no lo hacen. Decir a un policía que co mete una falta al discriminar a una persona de color equivale a decir esto mismo a un juez o a un funcionario del Ministerio del Interior. La excusa que se daba consistía en que muchas personas de color creían, correcta o equivocadamente, que los policías las discriminaban. Pero muchas personas de color piensan lo mismo de los funcionarios
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del Ministerio del Interior. Si un policía o un funcionario público discrimina, de hecho, a una persona de color, está violando un deber de su cargo y puede ser castigado por ello. Si, por otro lado, algunas
personas de color imaginan equivocadamente que existe discriminación aunque no sea cierto, su error no se enmendará repitiendo en una cláusula especial un deber que ya está incorporado en las disposiciones generales del código de disciplina de la policía. Esto no significa que no tenga objeto legislar contra la discriminación. No todas las funciones incorporan deberes de imparcialidad. Sería ultrajante que se legislase en contra de la discriminación en la elección de los propios amigos, pero puede que existan buenas razones, en determinadas circunstancias, para legislar contra la discriminación en la elección de los propios clientes. Un tendero no ejerce una función de autoridad o de custodia, y si decide dar crédito a sus amigos y no a otros clientes, es asunto de su incumbencia. No viola ningún deber de su función (como haría si engañase en el peso). Asimismo, si un empresario, un hotelero o un propietario de bienes inmuebles discriminan en favor de un grupo o en contra de otro al ofrecer trabajo, aceptar clientes o vender casas, no están violando ningún deber de su papel de hombres de negocios. No obstante, si por razones especiales se ocasiona un grave daño social al dejar una libertad absoluta a los empresarios, hoteleros, propietarios de bienes inmuebles, etc., para que elijan aspirantes a los trabajos, clientes para las habitaciones o compradores de casas, el Estado estaría justificado para imponerles por ley un deber de no discriminar, que no tienen en virtud de su función, al revés que los policías, los jueces y los funcionarios públicos. ¿Qué clase de daño social justifica una legislación así? No habrá acuerdo general sobre la respuesta a esta pregunta. Como hemos visto en el capítulo V, sección 2, el grado en que el Estado debe restringir la libertad en favor de fines sociales valiosos es materia opinable. A mi juicio, la legislación contra la discriminación está justificada cuando la discriminación en cuestión tiene el efecto de privar a un grupo de personas de beneficios generalmente reconocidos como derechos públicos. A ello se debe que la Declaración Universal de Derechos Humanos limite su denuncia de la discriminación al área de los derechos humanos, o derechos comunes, considerados fundamentales
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para una vida humana tolerable en la sociedad civilizada. Por ejem-
plo, si existe la costumbre generalizada de discriminar a las personas de color al aceptar aspirantes a un empleo, o al alquilar habitaciones de hoteles, o al vender casas, ello supondría una grave dificultad para que una persona de color encuentre trabajo, una cama donde pasar la noche, o un sitio para vivir. Por otro lado, si la discriminación se convierte en una molestia y crea resentimiento, pero no constituye una dificultad real para la satisfacción de necesidades fundamentales, no existe una justificación suficiente para legislar. Por ejemplo, si un club privado de golf discrimina a las personas de color (o a otros grupos minoritarios, como los judíos) al aceptar solicitudes de admisión, esto, aunque es moralmente ofensivo, no priva a nadie de sus derechos públicos o necesidades fundamentales. Los solicitantes excluidos tienen la posibilidad, por supuesto, de jugar al golf en canchas públicas, o si pueden costearse la entrada en un club privado de golf, también pueden, presumiblemente, crear uno propio; o, en el peor de los casos, si no existen otras alternativas para jugar al golf, practicar otra forma de ejercicio o de deporte. Pero la persona de color excluida de un trabajo, o de la habitación de un hotel cuando va de viaje, carece de una alternativa aceptable. La persona a quien no se permite jugar al golf puede jugar al tenis, o dar un paseo, sin sufrir un perjuicio grave; pero el desempleo o un banco en el parque no sustituyen un trabajo o una cama. Algunos dirán que esto no basta. Alegarán que está muy bien valorar la libertad y ser cauteloso al imponerle restricciones legales; pero la libertad de ejercer prejuicios es peor que indigna. Aunque una forma de discriminación, como en el caso de la entrada a un club de golf, no prive a una persona de sus necesidades fundamentales, sí daña a la estructura social y, por tanto, desde ese punto de vista, ha de ser limitada en nombre de la justicia. Pero entonces, ¿dónde ha de situarse el límite, si no es en la protección de los derechos humanos o comunes? Es posible que un grupo de burgueses blancos y protestantes que crea un club de golf desee reservar sus actividades recreativas para ellos y los suyos, y, por tanto, se excluya a las personas de color, a los judíos, a los católicos, a los clérigos y a los abogados. Si convertirmos en ilegal una discriminación así, ¿qué diremos de un club creado por jóvenes judíos o católicos que restrinja la
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P ro blem as d e filo s o fía p olític a
posib ilidad de ser miembro a los jóvenes de la misma relig posibilidad religión? ión? ¿H ¿Haa de obligar la ley a admitir a los protestantes, a los viejos o a los chiquillos? O, lo que viene a ser lo mismo, ¿ha de exigir la ley a una persona que no limite su amistad a aquellos que comparten su opinión o con quienes congenia? Desde luego, esto es absurdo. Hacer amigos es un proceso bilateral, y en general, una persona a la que no quiero como amiga tampoco me querrá como amigo. Y si un club de golf practica la discriminación contra los judíos o contra los católicos, ningún judío o católico que se respete deseará verse humillado en ese club. Análogamente, si un hotel discrimina a las personas de color, ninguna persona de color que se respete a sí misma deseará que la humillen hum illen allí — siempre que disp disponga onga d dee una alternativa razona razonable. ble... El problema se plantea cuando ésta no existe, cuando son muchos los hoteles que discriminan, por lo que la persona de color no tiene la seguridad de encontrar una habitación. El argumento relativo al daño a la estructura social exige, no obstante, una ulterior consideración. Supongamos que hubiese hoteles adecuados, pero destinados sólo a la gente de color. Supongamos que hubiese colegios, piscinas, fábricas, sólo para la gente de color. ¿Es una situación satisfactoria que exista un apartheid social, con servicios «iguales pero separados» para los blancos y para los negros? Un sistema de castas puede evitar la tensión social, pero no deja de ser moralmente ofensivo. Dado que la justicia concierne al orden social y a la defensa de los derechos de la persona, ¿no estaríamos de acuerdo en que los servicios «iguales pero separados» son injustos aun cuando realmente sean iguales? El punto débil de esta objeción está en su irrealidad. Cuando se asegura, en los estados sureños de EE.UU., o en Africa del Sur, que a los negros se les da, o se les va a dar, medios iguales pero separadamente, la verdad es que los medios ni son ni pueden ser realmente iguales. Que no lo son es algo obvio para cualquier observador. Que no lo pueden ser se debe al hecho de que no existe igualdad de elección. La separación la impone un grupo más poderoso a uno menos poderoso. sean las intenciones de los lo que atañe Por a la sinceras igualdad que de servicios, el mero hecho de blancos que ellosentengan el poder político, y de que hayan tomado la decisión de que los servicios estén separados, significa que no puede existir una verda-
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dera igualdad. Un sistema de castas es moralmente ofensivo no sólo porque separa grupos diferentes, sino porque es una jerarquía en la que algunos grupos son considerados superiores a otros. Si los negros tuvieran las mismas posibilidades de elección que los blancos, y si ambos grupos decidiesen voluntariamente que preferirían tener los colegios y hoteles por separado, ¿sería el resultado moralmente ofensivo? Sería moralmente insatisfactorio, ya que debilita el sentido de la fraternidad, pero no injusto. Cabe opinar que semejante sociedad se ha dividido en «dos naciones», y que era preferible una sociedad única. El hecho es que si se llevase a cabo mi hipotético ejemplo, habría «dos naciones», que probablemente desearían disponer de sí mismas geográfica y políticamente como si fuesen dos estados, pero uniéndose quizás en una federación por motivos tales como la defensa y el comercio, en aras del beneficio mutuo. Un ejemplo más realista sobre servicios iguales pero separados lo encontramos en las instituciones educativas que las minorías religiosas pueden fundar por propia iniciativa, si deciden hacerlo, en Inglaterra. En una ciudad como Glasgow, en donde existe una importante minoría católica, los católicos pueden establecer sus propios colegios mantenidos o subvencionados por el Estado. No todos los católicos eligen enviar a sus hijos a esos colegios, pero muchos lo hacen, y nadie negaría que la educación que se recibe es tan buena como la de otros colegios que no son católicos. Algunas personas pueden lamentar que la separación es contraria a la fraternidad cívica, y pueden propugnar que no se estudie religión en los colegios. Por otro lado, las personas que profesan una religión, ya sean católicos o protestantes, alegarán que la educación religiosa y la práctica de la religión son una parte fundamental de la educación, tal y como ellos la entienden; y quizás añadan que constituyen el mejor modo de fomentar un espíritu de fraternidad. Sea como fuere, ¿quién diría que los servicios iguales pero separados son injustos o parciales? ¿Injustos para quién? La dimensión social de la justicia consiste en proteger las normas sociales aceptadas por la mayoría de los miembros de la sociedad en tanto que son generalmente beneficiosas para todos. Cuando existe el acuerdo de aceptar una diversidad de ordenaciones para grupos diferentes con el fin de afrontar sus distintos intereses, nos apartamos de la uniformidad pero no de la justicia.
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3. E l derecho derecho a la igualdad He señalado anteriormente que las personas que desempeñan una función de autoridad o de custodia tienen un deber de imparcialidad que es inherente a esa función. Para las personas que actúan en otras áreas no existe tal deber de imparcialidad o de trato igualitario; pero por determinadas razones este deber puede serles impuesto por ley, como en el caso de la Ley de Relaciones Raciales de 1968, para prevenir la discriminación racial en aspectos tales como el empleo y la vivienda, o en el caso de la Ley de Igualdad Salarial de 1970, o la Ley de Discriminación por Razones de Sexo de 1975, enderezada a promover la igualdad para las mujeres. Cuando existe un deber de imparcialidad implícito en una determinada función o impuesto por ley, aquellos que resultan afectados por las acciones de las personas que tienen el deber, tienen derecho a recibir un trato igualitario. Si favorezco a mis amigos ofreciéndoles regalos de Navidad, no daño los derechos de nadie, ya que no podríamos decir que alguien tenga derecho a recibir regalos de Navidad. Pero si la discriminación tiene el efecto de privar a algunas personas de medios normalmente asequibles para cualquiera, nos veríamos inclinados a decir que su derecho a recibir los mismos servicios que los demás debería ser reconocido y protegido por la ley. ¿Cuál es el fundamento de la creencia de que todos los seres humanos tienen derecho a recibir los mismos servicios, sean de la clase que fueren, y a qué clase de servicios iguales tienen derecho? Se dice, por ejemplo, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que «todos los hombres nacen iguales». ¿Es verdad esto? Las personas tienen capacidades diferentes, al igual que difieren en fuerza física, en inteligencia, o en belleza. Puede que la naturaleza sea injusta al dotarlas de un modo tan diferente, pero el hecho es que no nacen con las mismas características. Desde luego, nadie supone que se da tal situación. La afirmación «todos los hombres son iguales» (o «todos los hombres nacen iguales») se entiende a priori, no como todos la afirmación de untienen hecho, sino como la expresión un derecho: los hombres derecho a recibir un tratodeigualitario (en cierto sentido). ¿Cómo se justifica esta afirmación? Si los hombres no son, de hecho, iguales en sus capacidades, necesidades o méritos, ¿por qué
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se les ha de tratar de igual forma? Algunos filósofos alegan que ni existe derecho a una igualdad positiva de trato, ni igualdad fáctica entre las personas sobre la cual pudiese basarse tal derecho *. La de manda de dicha igualdad, dicen, es una demanda negativa para que se elimine la desigualdad arbitraria e injustificada. Por ejemplo, los revolucionarios franceses, al reclamar la igualdad, estaban reclamando la remoción de privilegios arbitrarios, tales como aquellos que limi taban los derechos políticos a los ricos y bien nacidos. Pero ¿cómo podemos juzgar que la discriminación es arbitraria o injustificada, que se basa en supuestos que no hacen al caso, a menos que presupon gamos una igualdad fundamental? Dar flautas a aquellos que tienen capacidad para tocarlas es discriminar sobre la base de razones que sí son pertinentes. Lo mismo ocurre cuando se concede el voto a aquellos que son capaces de ejercerlo. Otorgarlo únicamente a los ricos es arbitrario, porque la posesión de riqueza no tiene nada que ver con la capacidad de votar. Ahora bien, si los revolucionarios fran ceses hubiesen exigido que se diese el voto únicamente a los inteli gentes y a los que hubiesen recibido educación, podría haberse dicho que trataban de reemplazar una discriminación no respaldada por razones pertinentes por una discriminación basada en razones ade cuadas. Pero si se afirmase que el voto no debería ser privilegio de ningún grupo en concreto (excepto en lo que se refiere a la edad), que debería ser asequible a todos los adultos, ello presupondría segu ramente la idea de que todos los adultos tienen la capaádad necesaria para ejercitar el voto, por lo que se estaría aludiendo a una creencia en una forma de igualdad fáctica: que todo adulto tiene la capacidad necesaria para formarse un juicio político. Puede que, de hecho, la creencia no sea verdad. El demócrata que aboga en favor del voto para todos los adultos tal vez se equivoque en su presupuesto, como se equivocaría aquel que solicitase la distribución de flautas (o becas musicales) para todos; y ya he sugerido en el capítulo VI, sección 3, que el punto de vista del demócrata conlleva quizás la condición de que la capacidad para formar un juicio político exige añadir cierto grado de educación a la capacidad innata. No obstante, resulta bas tante claro que presupone, correcta o equivocadamente, que esta ca1 Véa se, por ejemplo, S. I. Benn y R. S. Peters, Pete rs, Social Principies and the Demo- cratic State (Londres, 1959), pp. 108-11.
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pacidad innata es universal. Del mismo modo, si afirmamos que todas las personas, independientemente de su color, han de recibir un trato igual en relación con las oportunidades de empleo o vivienda, estamos queriendo decir, no sólo que el color no hace al caso en lo que atañe a la capacidad para desempeñar un trabajo o alquilar una casa, sino también que toda persona necesita un medio de subsistencia y un hogar. Sin duda, las personas son diferentes en sus capacidades y necesidades; pero todos poseen por igual ciertas capacidades y necesidades básicas. Cuando se dice que todas las personas son iguales, no significa sólo que tienen un derecho igual de algún tipo, sino también que, a pesar de las muchas desigualdades naturales existentes entre los seres humanos, todos están igualmente dotados de ciertas capacidades y necesidades básicas, y que, en lo que se refiere a algunas de estas cualidades compartidas, difieren radicalmente de otros animales. ¿En qué consiste esta diferencia? Los seres humanos comparten con todos los animales la necesidad de alimento, y con muchos la capacidad de disfrutar con el placer y de sufrir con el dolor. También consideramos que algunos animales son, hasta cierto punto, capaces de pensar. Lo que no suponemos que tienen los animales es capacidad de elección racional. Esta, añadida a la capacidad de disfrutar con el placer y de sufrir con el dolor, es lo que consideramos distintivo de los seres humanos. Y como toda persona posee además la capacidad de la empatia, la capacidad de ponerse en el lugar de otro, puede comprender que otras personas, como ella misma, deseen vivir sus vidas a su manera. Algunos son más listos o más fuertes que otros, por lo que pueden hacer mejor uso de su capacidad de elección; pero todos pueden elegir y todos pueden disfrutar y sufrir. Esto es lo que constituye la humanidad común, y lo que sirve de base fáctica a la afirmación de que todas las personas tienen un derecho igual de algún tipo. Me ocuparé ahora de la siguiente cuestión: ¿A qué tiene tienen n ttodas odas las personas un derecho igual? Sin duda, no tienen derecho a un trato igual en todos los aspectos y en todas las circunstancias. Examinaré tres posibilidades: (1) que el derecho a la igualdad es un derecho a una consideración igual; (2) que es un derecho a una oportunidad igual; y (3) que es un derecho a la satisfacción igual de las necesi-
dades básicas.
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(1 (1)) La primera posibilidad, que eell derec derecho ho a la igua igualdad ldad es u un n derecho a la consideración igual, me parece totalmente inaceptable, ya que es demasiado imprecisa para dar cierta consistencia a la res puesta que estamos buscando. Afirmar que una persona debe recibir consideración quiere decir que no debe ser ignorada. Supongamos que no me gusta el pelo rojo y que, en el ejercicio de una función que exige imparcialidad, discrimino a alguien por ser pelirrojo. Podría decir: «Te traté con toda consideración-, con tanta atención como a los demás. Hice especial hincapié en averiguar si tu pelo rojo era natural o teñido, y como descubrí que era natural, te he rechazado.» Se dirá que poseer pelo rojo no es una cualidad pertinente para la elección que tenía que hacer. Pero, en cierto sentido, sí lo es. Lo que gusta o disgusta a una persona influye en las elecciones que hace. La cuestión es que cuando elijo en el ejercicio de un cargo de autori dad, debería dejar de lado mis gustos privados porque mi deber es elegir como persona pública y no como persona privada. Por tanto, no basta con afirmar simplemente que debo dar la misma considera ción a las personas afectadas por mi elección. Ello podría significar, sencillamente, que debería emplear la misma cantidad de tiempo o de esfuerzo al considerarlos. Lo importante es que debería considerar solamente aquellas cualidades adecuadas al fin del deber público que me ha sido impuesto. Decir que todos aquellos a quienes afectará mi decisión tienen un derecho igual a recibir consideración, equivale sencillamente a decir que tengo un deber de ser imparcial, de discri minar únicamente sobre la base de aquellas características adecuadas a la función que desempeño. (2 (2)) El derecho a una oportunidad igua iguall eess más sustanc sustancial ial y pa rece una posibilidad más prometedora como respuesta a nuestra pre gunta. Lo que sugiere es que todos tienen derecho a las mismas opor tunidades para auto-realizarse, para sacar el máximo provecho de las capacidades con que están dotados. La idea de oportunidad igual puede ejemplificarse especialmente a través de la educación. Si se da a todos una oportunidad igual para auto-realizarse a través de la edu cación, algunos (los mejor dotados por la naturaleza) demostrarán una capacidad mayor para beneficiarse de ella que otros; y algunos (los ambiciosos y los diligentes) elegirán beneficiarse de la oportuni
dad que se les ofrece, mientras que otros no lo harán. La oportunidad se distribuye de forma igualitaria, pero los beneficios resultantes serán
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desiguales debido a la diversidad de talentos y esfuerzos (por no decir nada de la suerte). No es necesario que las oportunidades iguales sean idénticas, y diversidad de talentos no quiere decir desigualdad de talentos. Para que dos cosas diferentes puedan calificarse de desiguales, la diferencia ha de ser cuantitativa pero dentro de una igualdad cualitativa, de modo que ambas cosas puedan situarse en la misma escala. Tiene sentido decir que diez años de educación no es lo mismo que veinte, o que un cociente de inteligencia de 100 no es lo mismo (es desigual) que uno de 150. Estamos puntuando dos cosas de la misma clase con la misma escala. Pero no tiene sentido hablar de una desigualdad entre la educación técnica y la musical, o entre el talento para la carpintería y el talento para tocar el violín. Se trata de diferentes clases de educación o de talento, y como no pueden ponerse en la misma escala, tampoco cabe considerarlos desiguales. Pero si un determinado talento y una determinada educación conducen a un trabajo que proporciona un salario de 40 libras a la semana, mientras que otro conduce a un trabajo que proporciona 80 libras a la semana, los beneficios salariales son desiguales, y esta desigualdad tiende a producir una valoración de ambos trabajos, y de los dos tipos de talentos y de educación, en términos de beneficios monetarios. La desigualdad se debe a estructuras sociales, no a la pura diferencia entre los trabajos, talentos y formas de educación. Y la desigualdad de beneficio y de status en la ordenación social se debe a consideraciones económicas de utilidad y de escasez. Se ofrece a los cirujanos tanto un salario como un status elevado porque el trabajo de un cirujano es muy útil y porque relativamente pocas personas son capaces de desempeñarlo. Consecuentemente, una distribución de oportunidades igualmente adaptadas a diferentes (pero no desiguales) talentos naturales puede dar por resultado remuneraciones desiguales (no sólo diferentes). Cuando las personas hablan de igualdad de oportunidades, a menudo están pensando, no en lacapacidades, diferenciación oportunidades para adecuarlas a las diferentes sinode máslasbien en la igualación de las oportunidades para poder competir por puestos relati-
vamente escasos de elevado salario y status. Concretamente, están pensando en anular aquellas restricciones sobre las oportunidades debidas, no a diferencias de capacidad natural y a las ordenaciones
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sociales que resultan de la utilidad y de la escasez de ciertas capacidades, sino a otros factores sociales. Puede que dos chicos tengan aproximadamente el mismo grado de la misma clase de capacidad necesaria para conseguir trabajos bien remunerados; pero pueden recibir oportunidades educativas diferentes y desiguales porque el padre de uno de ellos es rico, instruido y está ansioso por darle a su hijo una buena educación, mientras que el padre del otro es pobre, ignorante y no está interesado en su educación. De ahí la defensa de la «igualdad de oportunidades», en el sentido de que las oportunidades para la educación han de estar vinculadas a la capacidad y no al entorno social. Ahora bien, ¿no es contraproducente esta idea de la igualdad de oportunidades? Supongamos que fuese factible que todos los niños de una generación y de una determinada sociedad tomasen la salida en la carrera desde el mismo punto. Aquellos que tuviesen más capacidad (en el sentido de aptitudes socialmente útiles y relativamente escasas) y que se esforzasen al máximo, acabarán más instruidos y mejor situados. ¿Qué ocurriría con sus hijos? La persona que ha triunfado, que es rica e instruida, deseará dar a sus hijos mejores oportunidades, y estará en mejor situación para hacerlo que un fracasado. Aun cuando los colegios privados y de pago hubiesen sido abolidos, el rico podrá proporcionar a su hijo más libros, más viajes y más cultura en general. ¿Ha de despojarle el gobierno de su riqueza para que su hijo no pueda gozar de estas ventajas? Si ello es así, y si sabe de antemano que los frutos de su éxito le van a ser arrebatados, tendrá muy pocos incentivos para sacar el máximo rendimiento de sus aptitudes. En cualquier caso, aun cuando se le despoje de su riqueza, no se le puede arrebatar su saber, lo que de por sí proporciona una ventaja, a su hijo. Otra característica de esta idea de igualdad de oportunidades es que implica una idea de competición. Acabo de decir: supongamos que todos los niños de una generación tomasen la salida «en la carrera» desde el mismo punto. La idea de igualdad de oportunidades parece estar unida a la de una carrera por alcanzar una meta, una carrera en
estar unida a la de una carrera por alcanzar una meta, una carrera en busca de «brillantes premios», tales como la riqueza y el prestigio. Una cosa es hablar de adecuar las oportunidades a los talentos, de tal modo que todos puedan emplear sus aptitudes para conseguir una vida plena y agradable; otra muy distinta, hablar de igualdad de
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oportunidades para competir por los premios que ofrece la sociedad tal y como la conocemos, y sobre todo por la riqueza. ¿Es esto realmente lo que persiguen los ¡gualitaristas al defender la justicia «social» o reformadora? ¿Objetan a la importancia que se da a premios sociales, como la riqueza y el prestigio, o sólo al modo en que tales premios se distribuyen en la actualidad? ¿Pretenden, como Platón, que las personas «superiores por naturaleza» lo sean también socialmente? Entonces, si se considera injusto que las estructuras sociales favorezcan a unos en vez de a otros, ¿por qué limitarnos a la ordenación social? ¿No es acaso injusto que la naturaleza dé más inteligencia o más belleza a unos que a otros? otr os? ¿Por ¿P or qué habría de considerarse especialmente justo o imparcial adecuar la ordenación social a lo que sucede en la naturaleza? No siempre estimamos justo seguir el ejemplo de la naturaleza. Si puede curarse o prevenirse la enfermedad, pensamos que ello debe hacerse, aunque signifique ir contra la naturaleza. Si un niño nace ciego, no nos satisface dejarle que afronte solo toda la carga de la incapacidad que la naturaleza le ha proporcionado, sino que intentamos mitigar en lo posible su «inferioridad» tomando determinadas medidas hacia él. (3) (3 ) La idea de igualdad de oportunidades no es, por tanto, tan tan sencilla como parece a primera vista. ¿Es en cualquier caso suficiente para satisfacer la idea de un derecho a la igualdad? Si debido a la mala suerte una persona no es capaz de beneficiarse de sus oportunidades, ¿es correcto dejarla morir de hambre? ¿Es acaso justo? En la época del antiguo liberalismo de laissez-faire se pensaba que la función del Estado era favorecer la competitividad, dando a cada persona una libertad igual (una forma mínima de oportunidad) para hacer lo que pudiese por sí misma, y permitiendo el acoso a los débiles. La caridad podía salvar al débil, pero no tenía nada que ver con la justicia just icia o los derechos de la persona. Sin embarg embargo, o, el moderno Esta Es tado do del Bienestar da expresión a un significativo cambio de perspectiva. Se considera que todos tienen derecho a un medio de vida, aun
cuando noimplica lo hayan delpara Estado del Bienestar unmerecido. derecho aDe unhecho, medio la deordenación vida no sólo la persona que no ha tenido suerte, sino también para el holgazán que ha preferido no beneficiarse de sus oportunidades. No deberíamos decir que este último merece ayuda, a diferencia del primero, pero se con-
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sidera que la satisfacción de las necesidades básicas se debe debe todos como cuestión de justicia de derechos, y como un deber que la comunidad organizada tieneohacia todos sus miembros. La idea comunista de la justicia distributiva consiste en que la distribución de las cargas debería depender de las capacidades, mientras que la de los beneficios debería depender de las necesidades: «a cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad». El mérito no entra en consideración. Los beneficios no son la recompensa a la contribución al bien común. Se presupone que la recompensa es innecesaria, que, idealmente, las personas pueden desprenderse de su egoísmo y contribuir al interés general sin esperar nada a cambio. En una sociedad comunista, se imagina, las personas traba jarán en favor del bien común tanto como puedan, en la medida de sus respectivas capacidades, y que se conformarán con recibir lo que necesitan, sin pensar en lo que se han ganado con su esfuerzo. Desde luego, sus necesidades difieren en cierto modo, y, por tanto, no recibirán los mismos beneficios. Un estudiante necesita libros, un científico necesita material, y ambos necesitan una buena dosis de ocio y tranquilidad. Estas necesidades atañen tanto al cumplimiento de su función comunitaria como a la satisfacción personal que resulta de realizar las potencialidades personales. Pero en muchos aspectos todas las personas necesitan las mismas cosas y poseen la misma capacidad para disfrutar. Así, en una institución comunal, como un kibbutz israelí, no existen salarios. A todos se les permite utilizar kibbutz una casa, tienen acceso a comidas comunitarias, la misma cantidad de ropa y la misma cantidad de dinero para gastarlo, según sus gustos personales, en libros, vacaciones o cualquier otra cosa que se prefieran. La idea comunista de la justicia distributiva es idealista y sólo la pueden llevar a la práctica personas relativamente desinteresadas, kibbutz
kibbutz o de un monasterio. Esta idea no como los miembros de un kibbutz se lleva a la práctica en los estados comunistas, en donde se alaba de boquilla la idea de igualdad, mientras que las rentas pueden ser proFarm ’ , fundamente desiguales. En la obra de George Orwell Animal Farm «todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros». Animales, aunque * Literalmente la trad traducció ucción n del título de esta obra es Granja de Animales, la edición castellana ha sido presentada con el título de Revolución en la granja. granja. (N. del T.)
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El eslogan comunista puede contrastarse con lo que Marx consideró el principio de justicia distributiva de una sociedad socialista:Aquí «a cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo». los beneficios se distribuyen de acuerdo con ciertos méritos. Los que trabajan con más diligencia reciben más; los que se lo toman con calma, menos. Esta idea hace concesiones al natural egoísmo de la mayoría de las personas tal y como las conocemos. El incentivo del premio es necesario para que den lo mejor de sí mismos en pro del bien común. Si se les premia según sus méritos, en lugar de recibir beneficios según sus necesidades, esto será útil para la sociedad en general, pues supondrá un incentivo, tanto para ellos como para otros, para que se esfuercen al máximo. El concepto «socialista» de justicia difiere del concepto de justicia del liberalismo de laissez-faire en que el primero supone que las personas contribuirán voluntariamente al bien común y obtendrán su recompensa en términos de esa contribución y no en términos del esfuerzo realizado para su propio beneficio. El Estado del Bienestar es una amalgama de ideas extraídas del liberalismo y del comunismo. (Históricamente es la herencia del liberalismo radical.) Asegura un mínimo básico, la satisfacción de las necesidades fundamentales para la subsistencia a todos por igual, independientemente de sus méritos o de su trabajo. Pero traspasado el nivel del mínimo básico, deja en libertad a las personas para que compitan por conseguir recompensas mayores. Desde luego, no está claro dónde ha de situarse este nivel del mínimo básico. Los diferentes países, y los diferentes grupos políticos de un país, asumen diferentes puntos de vista acerca de cuáles son las necesidades básicas de la existencia humana a las que hay que proveer y que pueden ser cubiertas. No obstante, para el propósito de nuestra discusión conceptual, lo que importa es que el mínimo básico sea considerado como
un derecho, como algo que exige la justicia, mientras que por encima del nivel del mínimo básico queda un espacio para la vieja idea liberal de dejar al individuo en libertad para que se eleve o caiga por su propia diligencia o desidia, y por la buena o mala fortuna de sus aptitudes naturales y de las oportunidades que le brindan sus antecedentes personales y su ambiente. La satisfacción igualitaria de las necesidades básicas no implica siempre una distribución igual de los medios materiales que se requieren para ello. Todos necesitan alimentos para vivir, pero el diabético
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necesita además insulina. Todos los niños necesitan recibir educación, pero unprevistos niño ciego educado con los medios recursos normalmente para no lospuede demásser y han de proporcionársele especiales, más costosos. Las necesidades del diabético y del niño ciego son mayores que las de una persona normal, y, por lo tanto, los medios necesarios para cubrirlas son mayores de lo normal. Así pues, en cierto sentido la distribución de beneficios es desigual. Es una distribución equitativa, no una distribución aritméticamente igual, y está enderezada a proveer a necesidades desiguales. No obstante, esta distribución diferencial no es acorde con la naturaleza, como ocurre con la distribución diferencial de oportunidades y recompensas con arreglo a las aptitudes y el esfuerzo de cada uno. Es contraria a la naturaleza e implica la idea de que las desventajas naturales han de mitigarse en lo posible. Se presupone claramente la idea de que todos tienen derecho a la satisfacción igual, al menos en lo que se refiere a un mínimo básico, del deseo de seguir viviendo y de ejercer las facultades específicamente humanas, a pesar de que la naturaleza no proporciona a todos la capacidad necesaria para conseguir esto mediante métodos normales. Así pues, en cierto sentido, la distribución de beneficios, de satisfacción recibida, es igual, aun cuando la distribución de los medios necesarios para conseguirlos sea desigual debido a la existencia de necesidades especiales. El derecho a la igualdad propiamente dicha, a diferencia de la equidad globalmente considerada, es un derecho a la satisfacción igual de las necesidades humanas básicas, incluido la necesidad de desarrollar y utilizar aquellas facultades que son específicamente humanas. Cabe preguntarse: ¿H ¿Hast astaa qué extremos debe llevarse? ¿Cuándo se convierte un deseo general en una necesidad humana básica? El
ciego querría tener las ventajas que proporciona la vista. Las hermanas feas querrían tener la belleza de Cenicienta. Dado que toda persona desea ser hermosa, ¿ha de considerarse que la cirugía plástica es una necesidad básica? La respuesta a esto es la siguiente: io necesario vendrá dado por la consideración de cada caso. En lo fundamental, la provisión de las necesidades básicas consideradas un derecho la llevan a cabo las sociedades políticamente organizadas para sus miembros, y lo que una sociedad determina como nivel de necesidades básicas, que el sector público ha de satisfacer, depende de cómo se valoren las diferentes demandas y de los medios económicos
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de que se disponga. Hoy en día, en Inglaterra, las personas que padezcan defectos de visión pueden conseguir, por derecho, unas gafas del Servicio Nacional de la Salud; pero si consideran que una montura corriente no les favorece y solicitan una más a la moda, y más cara, o unas lentillas, que todavía lo son más, se supone que deben costearse por sí mismas estos caprichos estéticos. La autoridad, en nombre de la sociedad organizada, estima que las ayudas para me jorar la vista son una necesidad básica, mientras que las ayudas para mejorar el aspecto personal no lo son. Hay aplicaciones del dinero de los contribuyentes que son más acuciantes. En muchos otros países, unos más ricos, otros más pobres que Inglaterra, la provisión de cualquier tipo de gafas no es una carga pública. Si una determinada sociedad tiene medios para proporcionar cirugía plástica a todas aquellas personas que tengan una nariz fea, y si la mayoría de las personas de esa sociedad llegan a pensar que la desgracia de tener una nariz fea hace imposible un nivel de vida razonable, entonces, en esa sociedad, la cirugía plástica para los feos será considerada como una necesidad básica. Pero no podemos establecer a priori una categoría de satisfacciones que sean consideradas necesidades básicas para todos en todas partes. Algunas, como la protección frente al daño físico, están reconocidas por las leyes de todos los estados civilizados, que las consideran tanto necesarias como factibles. Podemos añadir que si en todas partes está reconocido el derecho a la vida como un derecho humano, su observancia exige no sólo que se prohíba el asesinato, sino también que se tomen medidas preventivas contra el hambre. Sin embargo, esto no siempre es factible, y una necesidad no
puede convertirse en un derecho (de recepción, que implica un deber por parte de los demás) si no resulta posible satisfacerla. Sin embargo, en la práctica, el nivel de necesidades básicas asumibles por el sector público ha de ser establecido para sí misma por cada sociedad políticamente organizada, a la luz de su propia situación económica y de la valoración que haga de las diferentes demandas. El análisis filosófico no nos puede proporcionar un modelo de necesidades básicas de aplicabilidad universal. Lo que he tratado de hacer es demostrar que la idea de distribución justa de acuerdo con las necesidades implica una noción positiva de igualdad de derecho y una noción positiva de igualdad fáctica entre las personas. No es verdad que la exigencia de la justicia en favor de un trato igual
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(en ausencia de razones pertinentes para la discriminación) sea una exigencia puramente formal de racionalidad o de coherencia, o una exigencia puramente negativa de que desaparezcan las desigualdades arbitrarias. Tal exigencia de la justicia incluye a ambas, pero es además sustantiva y positiva, y se halla relacionada con una combinación de cualidades que poseen todos los seres humanos y con una medida de satisfacciones iguales consideradas legítimas en razón de la posesión de esas cualidades humanas comunes a todos.
4. Equidad Equid ad y utilidad Una distribución equitativa puede diferir de una distribución igual basada en la necesidad, el mérito o la capacidad. Hemos visto en la sección 3 que la discriminación fundamentada en una necesidad especial supone, de hecho, una tentativa de aminorar las desigualdades y presupone un derecho a satisfacciones iguales hasta un nivel básico. La distribución efectiva es desigual, pero su objetivo es reducir la desigualdad. Esto no se cumple en el caso de la distribución desigual por razones de mérito o de capacidad. Con respecto a las tres razones posibles para el trato discriminatorio, podríamos preguntarnos hasta qué punto la razón que justifica la discriminación no es una razón de utilidad. Como he mencionado en el capítulo IV, sección 6, los utilitaristas sostienen que todos los principios de la justicia extraen su fuerza moral del hecho de que
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