189384408 Casanova Giacomo Historia de Mi Vida Libro II

December 8, 2018 | Author: xavi.hena | Category: Happiness & Self-Help, Love, Forgiveness, Soul, Wine
Share Embed Donate


Short Description

Casanova Giacomo Historia de Mi Vida Libro II...

Description

GIACOMO CASANOVA H I S T O R I A DE MI V I D A Prólogo Traducción

de F é l i x

y notas

de A z ú a

de M a u r o

Armiño

TOMO

I

ROBERTOKLES ROSANAE FECIT

GI ACO M O C A S A N O V A H I S T O R I A D E MI V I D A P R ÓL OGO F É L I X DE A Z Ú A

T R A D U C C I Ó N Y NOTAS MAURO ARMIÑO

ATALANTA 2009

VO LU M EN 2

‘ 744 C A P ÍT U L O I MI B R EV E Y D EM ASIAD O MOVIDA ESTA N C IA EN A N C O N A . C E C IL IA , M A R IN A , B E L L IN O . LA ESCLAVA G R IE G A D EL L A Z A R E T O . B E LLIN O SE DA A C O N O C E R

Llegué a Ancona el 25 de febrero del año 1744' cuando em­ pezaba a caer la noche, y fui a la mejor posada de la ciudad.2 Sa­ tisfecho con mi cuarto, le digo al posadero que quiero comer carne. Me responde que en cuaresma los cristianos hacen absti­ nencia. Le digo que el papa me ha dado perm iso para comer carne; me dice que se lo enseñe; le respondo que me lo dio de viva voz; no quiere creerme; le llamo estúpido; me conmina a que vaya a alojarme a otra parte; y esta última razón del posa­ dero, que no me esperaba, me sorprende. Ju ro y echo pestes, y en ese momento un grave personaje sale de una habitación diciéndome que hacia mal en querer comer carne, cuando en A n ­ cona comer de vigilia era mejor; que hacia mal queriendo obligar al posadero a creer bajo mi palabra que tenía permiso del papa; que, si lo tenía, hacía mal en haberlo pedido a mi edad; que hacía mal por no haberlo hecho poner por escrito; que hacía mal tra­ tando al posadero de estúpido, pues era dueño de no querer alo­ jarme; y, finalmente, que hacía m al al meter tanto ruido. Aquel individuo que venía a inmiscuirse en mis asuntos sin ser llamado y que había salido de su habitación para acusarme de lodos los errores imaginables, casi me había hecho reír. -A d m ito, señor -le dije-, todos los errores que me atribuís; 1. Este año sustituye en el manuscrito a 1743. Pero podría ser un nuevo dato erróneo; si es cierto que Casanova asistió a las operaciones militares en los alrededores de Rímini, podría haber llegado a Ancona en febrero de 1745. i. Sin duda la Osteria del Garofano (la «Posada del Clavel»), cerca de la porta Calamo. 281

pero llueve, tengo mucho apetito, y no tengo ganas de salir a esta hora para ir en busca de otro albergue. Y ahora os pregunto si queréis vos darme de cenar ya que el posadero se niega. - N o , porque com o soy católico ayuno; pero voy a calmar al posadero, que, aunque de vigilia, os dará una buena cena. Tras decir esto baja, y yo , comparando su fría calma con mi petulante viveza, reconozco que tiene derecho a darme leccio­ nes. Vuelve a subir, entra en mi cuarto y me dice que todo está arreglado, que tendría una buena cena y que me haría compa­ ñía. Le respondo que será un honor para mí, y para obligarle a decirme su nombre le digo el mío calificándome de secretario del cardenal Acquaviva. -M i nombre es Sancho Pico -m e d ijo -; soy castellano y pro­ veedor del ejército de Su Majestad C atólica, mandado por el conde de Gages* a las órdenes del generalísimo duque de Módena.4 Después de admirar el apetito con que cené todo lo que me sirvieron, me preguntó si había comido; y me pareció contento cuando le dije que no. - ¿ N o os sentará mal la cena? -m e dijo. -E sp ero , por el contrario, que me haga mucho bien. -Entonces habéis engañado al papa. Venid conmigo a la ha­ bitación de al lado. Tendréis el placer de oír buena música. La primera actriz se aloja aquí. La palabra «actriz» despierta mi interés y lo sigo. Veo sentada a una mesa a una mujer de cierta edad cenando con dos mucha­ chas y dos guapos muchachos. Busco en vano a la actriz. Don Sancho me la presenta señalando a uno de aquellos muchachos, de espléndida belleza, que no podía tener más de dieciséis o die­ cisiete años. Pienso enseguida que era el castrato que había hecho el papel de primera actriz en el teatro de Ancona,' sujeto }. Jacqucs Dumont de Gages (1682-1753), comandante de los ejér citos españoles en Italia desde el 21 de agosto de 1743, en sustitución de Montemar. 4. Francesco III Maria d’Estc, duque de Módcna de 1737 a 1780, generalísimo de las tropas españolas y napolitanas en marzo de 1743, tras haberse aliado con la casa de Borbón. f. El teatro La Fenice, inaugurado en 1 7 1 1 , fue construido sobre 282

a las mismas leyes6 que en Roma. La madre me presenta a su otro hijo, también muy guapo, pero no castrato, que se llamaba Petronio y que había interpretado el papel de primera bailarina, y a sus dos hijas, la m ayor de las cuales, llamada Cecilia y de doce años, estudiaba música. La otra, que era bailarina, tenía unce, y se llamaba Marina; las dos muy guapas. La familia era de Bolonia y vivía de sus talentos. L a amabilidad y la alegría su­ plían la pobreza. Cuando Bellino, que así se llamaba el castrato primera actriz, se levantó de la mesa y, a instancias de don Sancho, se puso al clavicordio, acompañó un aria con voz de ángel y una gracia en­ cantadora. El español, que escuchaba con los ojos cerrados, me parecía extasiado. Lejos de tener cerrados los ojos, yo admiraba los de Bellino, que, negros com o escarbunclos, despedían un fuego que me quemaba el alma. El joven tenía varios rasgos de doña Lucrczia, y maneras de la marquesa G . Su rostro me pare­ cía femenino. Las ropas de hombre no impedían que se viese el relieve de su pecho, y por eso, a pesar de la presentación, se me metió en la cabeza que debía de ser una muchacha: convencido de ello, no opuse ninguna resistencia a los deseos que me ins­ piró. Después de haber pasado dos horas deliciosas, don Sancho, al acompañarme a mi cuarto, me dijo que partía muy temprano para Senigallia7 con el abate de Vilmarcati y que volvería al día siguiente, a la hora de cenar. Tras desearle buen viaje, le dije que tal vez nos encontrásemos en el camino, porque esc mismo día yo quería ir a cenar a Senigallia. Sólo me detenía en Ancona un día para presentar al banquero mi letra de cambio y tomar otra para Bolonia. Me acosté turbado por la impresión que me había causado Bellino, molesto por tener que marcharme sin haberle dem os­ trado que hacía justicia a su belleza y que no me había engañado un edificio de madera donde se representaban óperas, destruido por un incendio en 1709. 6. En los Estados Pontificios (y Ancona lo fue desde 1532 hasta 1860, salvo breves periodos), las mujeres no podían pisar los escena­ rios; eran castratos los que se hacían cargo de los papeles femeninos. 7. Ciudad de la legación Urbino-Pésaro de los Estados Pontificios.

su disfraz. Pero por la mañana, nada más abrir mi puerta, lo veo delante de mí ofreciéndom e a su hermano para servirm e, en lugar del lacayo que tenía que contratar. Acepto su propuesta; el pequeño viene enseguida y lo envío a buscar café para toda la familia. H ago sentarse a Bellino sobre la cama con intención de tratarle com o a muchacha, mas, en ese instante, sus dos herma­ nas entran corriendo e interrumpen así mi plan. Pero sólo podía estar encantado con el atractivo cuadro que tenía ante mis ojos: alegría, belleza sin afeites de tres clases distintas, dulce familia­ ridad, ingenio de teatro, divertidas bromas, pequeños gestos de Bolonia que yo desconocía y que me entusiasmaban. Las dos muchachitas eran dos auténticos y vivos capullos de rosa, muy dignas de ser preferidas a Bellino si no se me hubiera metido en la cabeza que Bellino era una muchacha como ellas. A pesar de su gran juventud, se veía la marca de la pubertad precoz sobre sus blancos pechos. Llegó el café, traído por Petronio, que nos lo sirvió y fue luego a llevárselo a su madre, que no salía nunca de su cuarto. Petro­ nio era un verdadero G itón ,8 y lo era de profesión. N o es raro en la extravagante Italia, donde la intolerancia en esa materia no es ni irracional como en Inglaterra,, ni feroz como en España. Le di un ccquí para que pagase el café y le regalé los dieciocho paoli de la vuelta, que recibió ofreciéndome una muestra de su grati tud hecha para darme a conocer su inclinación: fue un beso con la boca entreabierta que aplicó sobre mis labios, creyéndome afi­ cionado a sus gustos. N o me costó mucho desengañarle, pero no lo vi humillado. Cuando le dije que encargara comida para seis personas, me respondió que sólo la encargaría para cuatro, porque debía hacer compañía a su madre, que com ía en la cama. D os minutos después subió el posadero a decirme que las personas a las que había invitado comían por lo menos por dos, y que sólo me serviría a seis paoli por cabeza. Le dije que estaba

conforme. Creyendo que debía dar los buenos días a la com pla­ ciente madre, vo y a su cuarto y la felicito por su encantadora fa­ milia. Fila me agradece los dieciocho paoli que había dado a su bien amado hijo y me confía la angustia de su situación. - E l empresario Rocco Argenti -m e dice- es un bárbaro que sólo me ha dado cincuenta escudos romanos para todo el carna­ val. Ya nos los hemos com ido, y sólo podemos volver a Bolonia a pie y pidiendo limosna. Le di un doblón de a ocho, que la hizo llorar de alegría. Le prometo otro a cambio de una confidencia. -C on fesad que Bellino es una muchacha -le digo. -P odéis estar seguro de que no, pero lo parece. Es tan cierto que ha tenido que dejarse inspeccionar.10 -¿ P o r quién? - P o r el reverendísimo confesor del señor obispo. Podéis ir a preguntarle si es cierto. - N o lo creeré hasta que no lo haya inspeccionado yo mismo. -H aced lo , pero en conciencia no puedo intervenir, porque, D ios me perdone, no conozco vuestras intenciones. Voy a mi cuarto, envío a Petronio a comprarme una botella de vino de Chipre, me da siete cequíes de las vueltas del doblón que le había dado, y los reparto entre Bellino, Cecilia y Marina; luego pido a estas últimas que me dejen a solas con su hermano. -M i querido Bellino -le d ig o -, estoy seguro de que no sois de mi sexo. -S o y de vuestro sexo, pero castrado; y ya me han inspeccio­ nado. -D ejad que también yo os inspeccione, y os doy un doblón. - N o , porque es evidente que me amáis, y la religión me lo prohíbe. - N o tuvisteis esc escrúpulo con el confesor del obispo. - E r a viejo, y además sólo echó un vistazo apresurado a mi desdichada conformación.

8. Nombre de un muchacho que se suma a las andanzas homose­ xuales de dos jóvenes, Encolpio y Ascito, y los enfrenta entre sí, en la novela el Satiricón, del escritor latino Cayo Petronio Arbiter (?-6s

A largo la mano, pero él me rechaza y se levanta. Esa obsti­ nación me pone de mal humor, pues ya había gastado de quince

d.C.). 9. En Inglaterra, así como en algunos estados alemanes, la pede rastia era castigada con la muerte.

10. En los casos dudosos, los castrados eran inspeccionados ofi­ cialmente. En 1744, el obispo de Ancona era el cardenal Mases de Montepulciano, muerto en 1745.

284

285

a dieciséis cequíes para satisfacer mi curiosidad. Me siento a la mesa enfadado, pero el apetito de las tres lindas criaturas me de­ vuelve todo mi buen humor y decido cobrarme en las dos pe­

lido en la cama, pero que, si yo quería retrasar un solo día mi marcha, me prometía satisfacer mi curiosidad. -D im e la verdad, y te doy seis cequíes.

queñas el dinero gastado. Sentados los tres ante el fuego comiendo castañas, empiezo a distribuir besos, sin que Bellino deje de mostrar complacencia. Toco y beso los nacientes pechos de Cecilia y de M arina, y Be­ llino, sonriendo, no rechaza mi mano, que entra en la pechera de su camisa y empuña un seno que ya no me dejó ninguna duda. -C o n unos pechos así -le digo-, sois una muchacha, y no po­

- N o puedo ganarlos porque, como nunca le he visto com ­ pletamente desnudo, no puedo jurar nada; pero probablemente es chico, porque de otra forma no habría podido cantar en esta ciudad.

déis negarlo. - E s el defecto de todos los castrados. - L o sé, pero entiendo bastante para reconocer la diferencia. Este seno de alabastro, mi querido Bellino, es el delicioso pecho de una chica de diecisiete años. C o m o yo era todo fuego, viendo que ella no hacía nada para impedir a mi mano gozar de su posesión, quise acercar mis la­ bios abiertos y descoloridos por el exceso de mi ardor. Pero el impostor, que hasta ese momento no se había dado cuenta del placer ilícito que yo pretendía, se levanta y me deja allí plantado. Y me encuentro ardiendo de rabia, y en la imposibilidad de des­ preciarlo porque habría debido empezar por mí mismo. En la necesidad de calmarme, ruego a C ecilia, que era su discípula, que me cante unos aires napolitanos. Luego me marché para ir a ver al raguseo Bucchetti, que me dio una letra a la vista sobre Bolonia a cambio de la que le presenté. De vuelta a la posada, me fui a dorm ir después de haber com ido en compañía de las dos chicas un plato de macarrones. A Petronio le dije que me bus­ case para el amanecer una silla de posta, porque quería irme. En el momento en que iba a cerrar mi puerta, veo a Cecilia que, casi en camisa, venía a decirme de parte de Bellino que le haría un favor si lo llevaba conm igo hasta Rím ini, donde estaba contratado para cantar en la ópera que debía representarse des­ pués de Pascua. -V ete a decirle, angelito mío, que estoy dispuesto a darle esc placer si antes viene a hacerme él a mí otro en tu presencia: de­ jarme ver si es chica o chico. Cecilia va y vuelve para decirme que Bellino ya se había me 286

-M u y bien. Me marcharé pasado mañana si tú quieres pasar la noche conmigo. -¿M e queréis entonces? -M u ch o; pero tienes que ser buena. -Seré muy buena, porque yo también os quiero. Avisaré a mi madre. -Segu ro que ya has tenido un amante. -N u n ca. Volvió muy contenta diciéndome que su madre me conside­ raba un hombre honrado. C erró la puerta y cayó en mis brazos muy enamorada. Resultó que era virgen, pero com o no estaba enamorado no me divertí. El Am or es la salsa divina que vuelve deliciosa esa pitanza; por eso no pude decirle: «Me has hecho feliz»; fue ella quien me lo dijo; pero no me resultó demasiado halagüeño. Quise, sin embargo, creerlo; ella estuvo cariñosa, yo estuve cariñoso, me dorm í entre sus brazos y cuando desperté, después de haberle dado tiernamente los buenos días, le di tres doblones que debió preferir a juramentos de eterna felicidad. Juram entos absurdos, que ningún hombre está en condiciones de hacer a la más hermosa de todas las mujeres. Cecilia fue a lle­ var aquel tesoro a su madre, quien, llorando de alegría, reforzó su confianza en la D ivina Providencia. M andé llamar al posadero a fin de encargarle una cena para cinco personas sin escatimar nada. Estaba seguro de que el noble don Sancho, que debía llegar al atardecer, no me rechazaría el honor de cenar conmigo. N o quise comer, pero la familia boloñesa no necesitaba esc régimen para tener apetito a la hora de cenar. Tras hacer llamar a Bellino para recordarle su promesa, me dijo riendo que la jornada aún no había terminado y que es­ taba seguro de viajar en mi compañía a Rímini. I.e pregunté si quería dar un pasco conmigo, y fue a vestirse. 287

Mientras, vino Marina a decirme, con aire m ortificado, que no sabía qué había hecho ella para merecer la muestra de des­ precio que y o iba a hacerle. -C ecilia ha pasado la noche con vos, mañana os marcháis con Bellino, yo soy la única desgraciada. -¿Q u ieres dinero? - N o , os amo. -E re s demasiado pequeña. - L a edad no importa. Estoy más formada que mi hermana. - Y quizá también tengas un amante. -¡E s o sí que no! -M u y bien, esta noche veremos. -E n ton ces voy a decirle a mamá que prepare sábanas para mañana, porque, de otro modo, la criada de la posada adivina­ ría la verdad. Estas bromas me divertían en grado sumo. En el puerto, adonde fui con Bellino, com pré un barrilito de ostras del Arse­ n al" de Venecia para homenajear a don Sancho, y, después de enviarlo a la posada, llevé a Bellino a la rada y subí a bordo de un barco de línea veneciano que acababa de terminar su cua­ rentena. A l no encontrar a nadie conocido, subí a bordo de un barco turco que se hacía a la vela rumbo a Alejandría. Nada más embarcar, la primera persona que aparece ante mis ojos es la hermosa griega a la que había dejado siete meses atrás12 en el lazareto de Ancona. Estaba al lado del viejo capitán. A p a­ rentando no conocerla, pregunto al capitán si tenía buenas mer­ cancías para vender. N os lleva a su camarote y nos abre sus armarios. En los ojos de la griega veía yo su alegría por volver a verme. N ada de lo que el turco me enseñó me interesaba, pero le dije que con mucho gusto le compraría alguna cosa bonita y 1 1 . Lugar donde estacionaban las galeras pontificias; en el manus­ crito parece poner «Venecia», pero también podría leerse la «Fenice», teatro que estaba cerca de ese antiguo Arsenal. También se ha supuesto que en el arsenal había una rada reservada a los navios venecianos. 12. Tres meses antes, en noviembre de 1743, Casanova había aban donado el lazareto de Ancona. La fecha parece indicar otra etapa en esa ciudad y reforzaría la hipótesis de un segundo viaje de Roma a Nápo les en agosto de 1744. 288

que pudiera agradar a su bella mitad. Él se echó a reír y, después de que ella le hablara en turco, se marchó. Se abalanza entonces a mi cuello y, estrechándome contra su pecho, me dice: «Éste es el momento de la Fortuna». C o m o yo no tenía menos valor que ella, me siento, la coloco encima de mí y en menos de un minuto le hago lo que su amo nunca le había hecho en cinco años. R e­ cogido el fruto, yo lo saboreaba, pero, para digerirlo, necesitaba un minuto más. Al oír que su amo volvía, la desdichada griega escapa de mis brazos volviéndome la espalda y dándome tiempo también para arreglarme la ropa y que él no pudiera ver un des­ orden que habría podido costarme la vida, o todo el dinero que tenía para arreglar las cosas por las buenas. En esta situación tan dramática lo que me hizo reír fue el asombro de Bellino, que, inmóvil, temblaba de miedo. Las baratijas que eligió la hermosa esclava sólo me costaron veinte o treinta cequícs. «Spolaitis»,‘ J me dijo en la lengua de su país, pero echó a correr tapándose la cara cuando su amo le dijo que debía darme un beso. Me marché más triste que alegre, com ­ padeciendo a aquella encantadora criatura a la que, pese a su valor, el cielo se había obstinado en favorecer sólo a medias. Ya en el falucho,'4 Bellino, recuperado de su miedo, me dijo que le había hecho asistir a un espectáculo cuya realidad no era vero­ símil, pero que le daba una extraña idea de mi carácter; en cuanto al de la griega, no comprendía nada, a menos que yo le asegurase que todas las mujeres de su país eran así. Bellino me dijo que de­ bían de ser desgraciadas. -¿C re é is entonces - le pregunté- que las coquetas son fe­ lices? - N o me gusta ni lo uno ni lo otro. Q uiero que una mujer ceda de buena fe al am or y que se rinda después de haber lu­ chado consigo misma; y no quiero que, movida por la primera sensación causada por un objeto que le agrade, se entregue a él com o una perra que sólo escucha a su instinto. Adm itiréis que esa griega os ha dado una prueba evidente de que le habéis gus­ tado, y, al mismo tiempo, una perfecta demostración de su bru13. F.n griego moderno: «Muchas gracias». 14. Pequeña embarcación estrecha y larga, a vela y remos, muy veloz. 289

talidad y de un descaro que la exponía a la vergüenza de ser re­ chazada, pues no podía saber si os había gustado a vos tanto com o vos a ella. Es muy guapa, y todo ha ido bien, pero a mí todo eso me ha hecho temblar. Habría podido calmar a Bellino y rebatir su justo razona­ miento contándole toda la historia, pero no me convenía. Si era una chica, me interesaba convencerla de que era escasa la im­ portancia que yo atribuía al gran asunto, y que no merecía la pena emplear engaños para impedir sus consecuencias con la ma­ yor tranquilidad. Volvim os a la posada, y al atardecer vimos entrar en el patio el carruaje de don Sancho. Salí a su encuentro pidiéndole dis­ culpas por haber contado con el honor que me haría de cenar con Bellino y conmigo. Subrayando con dignidad y cortesía el placer que había querido hacerle, aceptó. L o s platos selectos y bien cocinados, los buenos vinos espa­ ñoles, las excelentes ostras y, sobre todo, la alegría y las voces de Bellino y de Cecilia, que nos cantaron dúos y seguidillas, hicie­ ron pasar al español cinco horas paradisiacas. C uando, a media noche, nos despedim os, me dijo que no podía considerarse enteramente satisfecho si antes de acostarse no estaba seguro de que cenaría al día siguiente con el en su cuarto y con los mis­ mos comensales. Eso suponía aplazar mi marcha un día más. Le sorprendí aceptando. Entonces exigí a Bellino que cumpliera su palabra, pero el, respondiéndome que Marina tenía que hablar conm igo y que ya tendríamos tiempo de vernos al día siguiente, me dejó. Me quedé solo con Marina, que, muy contenta, corrió a cerrar mi puerta. Esta muchacha, más formada que Cecilia aunque más joven, estaba empeñada en convencerme de que merecía ser preferida a su hermana. N o me costó mucho creerla después de examinar el ardor de sus ojos. Temiendo verse desatendida por un hombre que la noche anterior podía haberse quedado sin fuerzas, des­ plegó ante mí todas las ideas amorosas de su alma. Me habló de talladamente de cuanto sabía hacer, exhibió toda su ciencia y me especificó todas las ocasiones que había tenido de convertirse en gran maestra en los misterios del amor, de su idea de sus pía ceres y de los medios que había utilizado para gozar de alguna 290

muestra. Vi, por último, que tenía miedo a que, al no encontrarla doncella, le hiciera reproches. Me agradó su inquietud, y me d i­ vertí asegurándole que la virginidad de las muchachas sólo me parecía una imaginación pueril, puesto que la mayoría no había recibido de la naturaleza más que los signos. Me burlé de quie­ nes con frecuencia cometen el error de convertirla en objeto de disputa. Me di cuenta de que mis ideas le agradaban, y vino a mis bra­ zos llena de confianza. C ierto, fue muy superior en todo a su hermana, y cuando se lo dije se sintió orgullosa. Pero cuando pretendió colmarme de felicidad diciéndome que pasaría con­ migo toda la noche sin dormir, se lo desaconsejé, demostrándole que saldríamos perdiendo, porque, si concedemos a la natura­ leza la dulce tregua del sueño, se declara agradecida al despertar aumentando la fuerza de su ardor. Después de haber gozado bastante y de haber dorm ido bien, repetimos la fiesta por la mañana; y Marina se marchó muy con­ tenta cuando vio los tres doblones que con la alegría en el alma llevó a su madre, mujer insaciable en contraer obligaciones cada vez m ayores con la Divina Providencia. Salí para recoger dinero en casa de Bucchctti, pues no podía adivinar lo que podría ocurrirm e durante el viaje a Bolonia. I labia gozado, pero había gastado demasiado. Aún faltaba B e­ llino, que, de ser chica, no debía encontrarme menos generoso que sus hermanas. La duda sobre él debía aclararse en aquella jornada, y y o creía estar seguro del resultado. Quienes dicen que la vida es un conjunto de desgracias quie­ ren decir que la vida misma es una desgracia. Si es una desgracia, la muerte debe ser entonces un bien. Quienes eso escribieron, no debieron de tener buena salud, la bolsa llena de oro y la ale­ gría en el alma después de haber estrechado entre sus brazos a las Cecilia y a las Marina, ni de estar seguros de tener a otras en el tuturo. Pertenecen a una raza de pesim istas1' (perdón, mi que­ rida lengua francesa) que sólo puede haber existido entre filó15. Los términos pessimisme y pessimiste eran neologismos tan re­ cientes que a Casanova le parecen audaces; no fueron admitidos por la Academia Francesa hasta 1878. 291

sofos indigentes y teólogos bribones o atrabiliarios. Si el placer existe, y si sólo podemos disfrutarlo en vida, la vida es entonces un bien. H ay, desde luego, desgracias, lo sé. Pero la existencia misma de esas desgracias dem uestra que la masa del bien es mayor. Y o , por ejem plo, me siento infinitamente com placido cuando, encontrándome en una habitación oscura, veo la luz a través de una ventana que se abre a un inmenso horizonte. A la hora de la cena entré en la habitación de don Sancho, a quien encontré solo y magníficamente instalado. Su mesa estaba puesta con una vajilla de plata, y sus criados iban de librea. Entra Bellino vestido, por capricho o por artificio, de chica, seguido por sus dos hermanas, muy bonitas, pero eclipsadas por él: es­ taba tan seguro en ese momento de su sexo que habría apostado mi vida contra un paolo. Era imposible imaginar una muchacha más bonita. -¿E stáis convencido de que Bellino no es una chica? -le dije a don Sancho. -C h ic a o chico, ¡qué importa! Le creo un castrato bellísimo; y he visto otros tan hermosos com o él. -P e ro ¿estáis seguro? -¡V álgam e D io s!'6 N o tengo ninguna gana de estar seguro. Respeté entonces en el español la sensatez que a mí me fal­ taba callándome; pero en la mesa no pude despegar en ningún momento los ojos de aquel ser que mi naturaleza viciosa me obligaba a amar y a creer del sexo que necesitaba que fuese. La cena de don Sancho fue exquisita, y, com o es lógico, su­ perior a la mía, porque de otro modo se habría creído deshon rado. N o s dio trufas blancas, mariscos de varias clases, los me­ jores pescados del A driático, champán sin espuma, Peralta,17 Jerez y Pedro X im énez.1* Después de la cena, Bellino cantó de una forma que nos hizo perder el poco sentido que los excelen­ tes vinos nos habían dejado. Sus gestos, los movimientos de sus ojos, su form a de andar, su porte, su aire, su fisonomía, su voz y, sobre todo, mi instinto, que, según mis cálculos, no podía ha-

cerme sentir su fuerza por un castrado, todo, todo me confir­ maba en mi idea. Sin embargo, tenía que asegurarme por el tes­ timonio de mis ojos. Después de haber dado efusivamente las gracias al noble cas­ tellano, le deseamos un buen sueño y fuim os a mi habitación, donde Bellino debía cumplir su palabra, o merecer mi desprecio y prepararse a verme partir solo al amanecer. Le cojo de la mano, le hago sentarse a mi lado delante de la chimenea y ruego a las dos pequeñas que nos dejen solos. Ellas se van al instante. - E l asunto terminará enseguida si sois de mi sexo -le d igo-, y si sois del otro, de vos dependerá pasar la noche conmigo. M a­ ñana por la mañana os daré cien cequíes y partiremos juntos. -Partiréis solo, y tendréis la generosidad de perdonar mi de­ bilidad si no puedo mantener mi palabra. Soy castrato, y no puedo decidirme a mostraros mi vergüenza ni a exponerme a las horribles consecuencias que esta aclaración podría tener. - N o tendrá ninguna porque, en cuanto haya visto o tocado, yo mismo os rogaré que vayáis a dorm ir a vuestro cuarto; ma­ ñana nos ponemos en camino muy tranquilos y entre nosotros no se volverá a hablar del asunto. - N o , ya está decidido: no puedo satisfacer vuestra curiosidad. Al oírle decir esto casi me dejo llevar por la ira, pero me d o­ mino e intento llevar suavemente la mano al punto donde debía encontrar la confirm ación de mis ideas o mi error; pero él se sirve de la suya para hacer imposible que la mía alcance lo que buscaba. -A p artad esa mano, mi querido Bellino. - N o , y absolutamente no, porque os halláis en un estado que me asusta. L o sabía, y nunca consentiré tales horrores. Voy a en­ viaros a mis hermanas.

16. En español en el original. 17. Ciudad al sudoeste de Pamplona, famosa por sus vinos, entre ellos el llamado rancio. 18. Vino blanco español de la zona de Granada.

L o retengo, finjo tranquilizarme, pero, de pronto, creyendo sorprenderle, alargo mi brazo a la parte baja de su espalda. Mi rápida mano hubiera aclarado todo por ese camino si él no hu­ biera parado el golpe levantándose y oponiendo a mi mano, que no quería ceder, la suya, la misma con la que se cubría lo que él llamaba su vergüenza. Fue en este momento cuando me pare­ ció un hombre, y creí verlo a pesar suyo. Sorprendido, molesto,

292

*93

m ortificado y disgustado, le deje irse. Vi a Bellino com o a un hombre de verdad; pero un hombre despreciable tanto por su degradación com o por la vergonzosa tranquilidad que vi en su rostro en un momento en que no habría querido ver tan clara la prueba de su insensibilidad. Al cabo de un momento llegaron sus hermanas, a las que rogué que se fueran porque necesitaba dormir. Les dije que ad­ virtieran a Bellino que vendría conmigo, y que mi curiosidad no volvería a importunarle. C erré la puerta y me acosté; pero muy descontento, pues, pese a que lo que había visto debería haberme desengañado, sentía que no lo estaba. Pero ¿qué más quería? ¡Ay de mí! Pensaba en ello, pero no se me ocurría nada. Por la mañana, después de haber desayunado en firme, me puse en marcha en su compañía, con el corazón desgarrado por los llantos de sus hermanas y por la madre, que, mascullando padrenuestros con el rosario en la mano, no hacía más que re petir el estribillo: «Dio proveder'a».’9 La fe en la Providencia eterna de la m ayoría de los que viven de oficios prohibidos por las leyes o por la religión, no es ni ab­ surda, ni falsa, ni deriva de la hipocresía: es auténtica, real, y, tal cual es, piadosa, ya que brota de una fuente excelente. C u ales­ quiera que sean sus vías, la que actúa es siempre la Providencia, y quienes la adoran con independencia de toda consideración no pueden ser sino almas buenas, aunque culpables de transgresión. Pulchra L a vem a D a m ihi fa llere; da justo, sanctoque vid eri; Noctem peccatis, ct fraudibus objice nubem !10 A sí es com o se dirigían en latín a su diosa los ladrones en tiempos de Horacio, quien, según me dijo un jesuíta, no debía de saber su lengua si había escrito «justo sanctoque».1' También ha 19. «Dios proveerá.» 20. «Bella I.averna, / permíteme engañarte, parecer justo y santo; / cubre con la noche mis pecados, y con una nube mis fraudes», Hora ció, Epístolas, 1, 16, 60-62. 21. En algunos manuscritos horacianos aparece «justum sanctuni que», que sería el texto conocido por el jesuita. 294

bía ignorantes entre los jesuitas. A los ladrones les importa un bledo la gramática. Heme, pues, de viaje con Bellino, quien, creyendo haberme desengañado, podía tener motivos para esperar que no volvería a sentir ninguna curiosidad sobre él. Mas no tardó un cuarto de hora en ver que se engañaba. Y o no podía fijar mis ojos en los suyos sin arder de amor. Le dije que, como aquellos ojos eran de mujer y no de hom bre, necesitaba convencerm e mediante el tacto de que lo que yo había visto cuando escapó de mí no era un clitoris monstruoso. -S i así fuera -le dije-, no me costaría mucho perdonaros esa deformidad, que, por otra parte, es ridicula; pero si no es un cli­ toris, necesito convencerme, lo cual es facilísimo. Ya no estoy interesado en ver, sólo pido tocar, y podéis estar seguro de que, en cuanto me convenza, me volveré dulce com o un pichón; en cuanto haya reconocido que sois un hombre, me será imposible seguir amándoos. Es una abominación por la que, gracias a Dios, no siento inclinación alguna. Vuestro magnetismo y, sobre todo, vuestros pechos, que ofrecisteis a mis ojos y a mis manos pre­ tendiendo convencerme así de mi error, me dieron en cambio una impresión invencible que me obliga a seguir creyendo que sois mujer. El carácter de vuestra complexión, vuestras piernas, vuestras rodillas, vuestros muslos, vuestras caderas, vuestras nal­ gas son copia perfecta de la Anadióm ena“ que he visto cien veces. Si, después de todo esto, lo cierto es que no sois más que un simple castrato, permitidme pensar que, sabiendo imitar per­ fectamente a una chica, tuvisteis el cruel propósito de hacer que me enamorara de vos para volverm e loco, negándome la con­ vicción, única prueba que puede devolverme la razón. Excelente médico, habéis aprendido en la escuela más perversa de todas que el único medio para impedir a un joven curarse de una pa­ sión amorosa a la que se ha entregado es excitarla; pero, mi que­ rido Bellino, admitid que sólo podríais ejercer esa tiranía odiando a la persona sobre la que debe causar tales efectos; y, de ser así, yo debería emplear la razón que me queda para odiaros lo mismo si sois m ujer que si sois hombre. Y también debéis 1 1 . Sobrenombre de Venus Afrodita; significa: «surgida del mar»

imaginar que, con vuestra obstinación en negarme la aclaración que os pido, me obligáis a despreciaros como castrato. La im ­ portancia que dais a este asunto es pueril y malvada. C on un alma humana, no podéis empeñaros en ese rechazo que, siguiendo mi razonamiento, me coloca en la cruel necesidad de dudar. En el estado de ánimo en que me encuentro, debéis daros cuenta de que, en última instancia, debo decidirme a recurrir a la fuerza, pues si sois mi enemigo debo trataros como tal, sin ningún res­ peto por nada. Tras estas palabras demasiado feroces, que escuchó sin inte­ rrumpirme, sólo me respondió de esta forma: -Pensad que no sois mi dueño, que estoy en vuestras manos por una promesa que me hicisteis a través de Cecilia, y que se­ ríais culpable de un delito si utilizaseis contra mí alguna violen­ cia. O rdenad al postillón que se detenga: me apearé y no me quejaré de esto a nadie. Tras esta breve respuesta, se echó a llorar poniendo mi pobre alma en un verdadero estado de desolación. Casi estuve a punto de creer que me había equivocado; digo casi porque, de haber estado convencido, le habría pedido perdón. N o quise erigirme en juez de mi propia causa. Me concentré en el silencio más som ­ brío y decidí no pronunciar una sola palabra hasta la mitad de la tercera posta, que acababa en Senigallia, donde pretendía cenar y dormir. Antes de llegar debía estar seguro de lo que buscaba. Aún tenía la esperanza de que entrara en razón. -H abríam os podido separarnos en Rímini como buenos ami­ gos - le d ije- y así habría sido si me hubierais demostrado algún sentimiento de amistad. C o n un poco de complacencia, que no habría llevado a nada, habríais podido curarme de mi pasión. - N o os habríais curado -m e respondió Bellino con un valor y un tono cuya dulzura me sorp ren d ió-, porque estáis ena­ morado de mí, sea hombre o mujer. Si hubierais encontrado que soy hombre, habríais seguido estando enamorado y mi recha­ zo no habría hecho más que aumentar vuestro ardor. A l en­ contrarme siempre firm e c inclemente, os habríais entregado a excesos que más tarde os habrían hecho derram ar lágrimas inútiles. - A s í creéis demostrarme que vuestra obstinación es razona­ 296

ble, pero puedo aseguraros que os equivocáis. Convencedme, y sólo encontraréis en mí un amigo bueno y honorable. -O s digo que os pondréis furioso. - L o que me sacó de quicio fue la exhibición que hicisteis de vuestros encantos, cu yo efecto no podíais ignorar, y debéis ad­ mitirlo. Si entonces no temisteis mi ardor amoroso, ¿queréis que crea que lo teméis ahora que sólo os pido tocar una cosa que no puede sino repugnarme? -¡O h ! ¡Repugnaros! E stoy seguro de lo contrario. Oídme: si fuera mujer, no podría evitar amaros, y lo sé. Pero si fuera hombre, mi deber es no permitiros la menor complacencia con lo que deseéis, pues vuestra pasión, que ahora sólo es natural, se volvería de pronto m onstruosa. Vuestra naturaleza ardiente se convertiría en enemiga de vuestra razón, y a vuestra misma razón no le costaría mucho ser complaciente, hasta el punto de que, cómplice de vuestro extravío, se volvería mediadora de vuestra naturaleza. La incendiaria aclaración que deseáis, que no teméis y que me pedís, no os dejaría seguir siendo dueño de vos mismo. Vuestra vista y vuestro tacto, buscando lo que no p o­ drían encontrar, querrían vengarse en lo que encontrasen, y entre vos y y o ocurriría lo más abominable que hay entre los hombres. ¿C óm o podéis imaginar, cóm o podéis presumir, con una inteligencia tan ilustrada, que, al ver que soy hombre, deja­ ríais de amarme? ¿Creéis que después de descubrir lo que vos llamáis mis encantos, y de los que decís que estáis enamorado, desaparecerían? Habéis de saber que probablemente su fuerza aumentaría, y que, para entonces, vuestra pasión, vuelta brutal, adoptaría todos los medios que vuestro espíritu enamorado in­ ventara para calmarse. Llegaríais a convenceros de que podéis metamorfosearme en mujer, o, imaginando que vos mismo p o­ déis volveros mujer, querríais que os tratase com o tal. Vuestra razón seducida por vuestra pasión inventaría innumerables so­ fismas. Diríais que vuestro amor por mí, siendo hombre, es más razonable de lo que sería si yo fuera mujer, porque no tardaríais en encontrar su fuente en la amistad más pura; y no dejaríais de alegar ejem plos de extravagancias semejantes. Seducido vos mismo por el relumbrón de vuestros argumentos, os transfor­ maríais en un torrente que ningún dique podría contener, mien­

tras que a mí me faltarían palabras para destruir vuestras falsas razones, y fuerzas para rechazar vuestros violentos furores. Ter­ minaríais por amenazarme de muerte si os prohibiese penetrar en un tem plo inviolable, cuya puerta la sabia naturaleza hizo únicamente para abrirse a lo que sale. Sería una profanación ho­ rrible que sólo podría tener lugar con mi consentimiento, pero me encontrareis dispuesto a m orir antes que a dároslo. -N a d a de todo eso ocurriría -le respondí abrumado por la solidez de su razonam iento-; y exageráis. C o m o descargo de conciencia debo deciros, sin em bargo, que, aunque ocurriera cuanto decís, creo que sería más fácil perdonar a la naturaleza un extravío de ese genero, que la filosofía sólo puede considerar como un acceso de locura sin consecuencias, que obrar de modo que resulte incurable una enfermedad del espíritu que la razón transformaría en pasajera. A sí es como razona el pobre filósofo cuando se le ocurre ha cerlo en momentos en que una pasión tumultuosa ofusca las fa­ cultades divinas de su alma. Para razonar bien no hay que estar ni enamorado ni irritado, pues esas dos pasiones nos hacen se­ mejantes a las bestias; y por desgracia, nunca nos sentimos más obligados a razonar que cuando som os presa de la una o de la otra. Llegam os a Senigallia muy tranquilos y, com o la noche era cerrada, nos apeamos en la posada de la posta. Tras haber hecho bajar y llevar a una buena habitación nuestro equipaje, encar gué la cena. C om o sólo había una cama, le pregunté a Bellino con voz muy tranquila si quería que encendiesen fuego para él en otro cuarto. Júzguese mi sorpresa cuando me contestó con dulzura que no tenía ningún problem a para acostarse en mi misma cama. Al lector no le costará imaginar el asombro en que me sumió esa respuesta, que nunca habría podido esperarme, y que nece sitaba para liberar mi ánimo del malhumor que lo turbaba. Vi que estaba acercándome al desenlace de la obra, pero no me aire vía a felicitarme por ello, pues no podía prever si ese desenlat oná se marchó el 12 de octubre; por lo tanto, la estancia de Casanova ti tío pudo durar seis semanas. 35'

-C re o , querido padre, que ningún pueblo ha adorado nunca una imagen, sino más bien la divinidad que la imagen represen­ taba. -Tam bién yo quiero creerlo; pero como D ios no puede ser materia, hay que alejar de las mentes vulgares la idea de que pueda serlo. Vosotros, los cristianos, sois los únicos que creéis ver a D ios. - E s verdad, estamos seguros, pero ten presente, te lo ruego, que nuestra seguridad se funda en la fe. —L o sé; pero no por eso sois menos idólatras, porque lo que veis no es más que materia, y vuestra certidumbre es cabal en lo que se refiere a esa visión, a menos que me digas que la fe la de­ bilita. -D io s me guarde de decírtelo; todo lo contrario, la fe la for­ talece. -É s a es una ilusión que, gracias a D ios, nosotros no necesi­ tamos, y no hay filósofo en el mundo que pueda probarme su necesidad. - E s o , querido padre, no pertenece a la filosofía, sino a la teología, que le es muy superior. -H ab las el mismo lenguaje que nuestros teólogos, que, sin embargo, se diferencian de los vuestros porque no se sirven de su ciencia para hacer más oscuras las verdades que estamos obli­ gados a conocer, sino para aclararlas. -Piensa, mi querido Yusuf, que se trata de un misterio. - L a existencia de D ios lo es, y lo suficientem ente grandepara que los hombres no se atrevan a añadirle nada. D ios sólo puede ser simple, ése es el D ios que nos anunció nuestro pro­ feta. H abrás de admitir que no podría añadirse nada a su esen cia sin destruir su simplicidad. N osotros decimos que es uno: he ahí la imagen de lo simple. Vosotros decís que es uno y tres al mismo tiempo: eso es una definición contradictoria, absurda e impía. - E s un misterio. -¿H ablas de D ios, o de la definición? Y o hablo de la definí ción, que no tiene que ser un misterio, y que la razón debe re­ probar. Al sentido común, hijo mío, debe parecerle impertinenteuna aserción cuya sustancia es un absurdo. Demuéstrame que-

tres no es un compuesto, o que puede no serlo, y me hago cris­ tiano ahora mismo. -M i religión me ordena creer sin razonar, y tiemblo, mi que­ rido Yusuf, cuando pienso que, com o resultado de un razo­ namiento profundo, podría verme obligado a renunciar a la religión de mi querido padre. Habría que empezar por conven­ cerme de que mi padre vivió en el error. Dim e si, respetando su memoria, puedo ser tan presuntuoso com o para osar conver­ tirme en juez suyo con intención de pronunciar una sentencia que lo condene. Tras esta reconvención vi emocionado al buen Yusuf. D es­ pués de deis minutos de silencio me dijo que, si pensaba así, te­ nía que ser grato a Dios y, en consecuencia, un predestinado;»9 pero que si yo estaba equivocado, sólo Dios podía sacarme del e rror, pues él no conocía ningún hombre justo capacitado para re-futar el sentimiento que acababa de exponerle. Hablam os luego de otras cosas muy agradables, y al atardecer me despedí tras haber recibido infinitas pruebas de la amistad más pura. De camino a mi alojamiento pensaba que cuanto Yusuf me había dicho sobre la esencia ele D ios bien podía ser verelad, puesto que, desde luego, el ser de los seres había de ser en esen1 ia el más simple de todos los seres; pero también me parecía imposible que, por un error de la religión cristiana, pudiera dejarme persuadir a abrazar la turca, que muy bien podía tener de I >ios una idea justísima, pero que me hacía reír, dado que debía mi doctrina al más extravagante de todos los im postores. Por otra parte, no creía que Y usuf hubiera tenido la intención de lucer de mí un prosélito. La tercera vez que com í con él, cuando la conversación vol­ vió a girar como siempre sobre religión, le pregunté si estaba se­ guro de que la suya fuera la única que podía encaminar al mortal lucia la salvación eterna. Me respondió que no estaba seguro de l|ue fuera la única, pero que lo estaba de que la cristiana era falsa porque no podía ser universal. I -¿P o rq u é ? Porque no hay ni pan ni vino en las dos terceras partes de

352

353

19. C a sa n o v a alude- al Kadr o ili-Minación de tod os los hom bres.

Takdir islám ico , creen cia en la prc-

nuestro globo. Y observa que el C orán puede ser seguido en todas partes. N o supe qué responderle, y no me preocupé de reflexionar. Cuando poco después dije, a propósito de D ios, que si no era materia debía ser espíritu, me respondió que sabíamos lo que no era, pero no lo que era, y que, por consiguiente, no podíamos afirm ar que fuese espíritu, dado que no podíamos tener de él más que una idea abstracta. - D io s -a ñ a d ió - es inmaterial: eso es cuanto sabem os, y nunca sabremos más. Me acordé de Platón, que dice lo mismo, y desde luego Yusuf no había leído a Platón. Ese mismo día me dijo que la existencia de D ios sólo podía ser útil a quienes no dudaban de ella, y que, por consiguiente, los mortales más desdichados eran los ateos. -D io s hizo al hombre a su semejanza para que entre todos los animales que ha creado haya uno capaz de rendir homenaje a su existencia - me d ijo -. Sin el hombre, D ios no tendría testi­ monio alguno de su propia gloria; y, por consiguiente, el hom bre debe comprender que su primer deber es el de glorificarle practicando la justicia y confiando en su providencia. Ten pre­ sente que D ios nunca abandona al hombre que en la adversidail se prosterna ante él e implora su ayuda; y deja perecer en la des esperación al desdichado que cree inútil la oración. -Sin embargo, hay ateos felices. -C ie rto ; mas, a pesar de la tranquilidad de su alma, me pare cen dignos de com pasión, pues no esperan nada después de esta vida y no se reconocen superiores a las bestias. Además, deben languidecer en la ignorancia si son filósofos; y si no piensan en nada, no tienen ningún recurso frente a la adversidad. Dios, poi último, hizo al hombre de manera que sólo puede ser feliz si no duda de su divina existencia. Cualquiera que sea su condición, tiene una necesidad absoluta de admitirla; de no ser por esa necc sidad, el hombre nunca habría admitido un D ios creador de todo. -P e ro querría saber por qué el ateísmo sólo ha existido en el sistema teórico de algún sabio, mientras que no tenemos ejeni píos de su existencia en una nación entera. - E s porque el pobre siente sus necesidades mucho más qut 354

el rico. Entre nosotros hay un gran número de impíos que se burlan de esos creyentes que depositan toda su confianza en la peregrinación a la Meca. ¡Infelices! Deberían respetar los anti­ guos monumentos que, estimulando la devoción de los fieles, alimentan su religión y los animan a sufrir las adversidades. De no ser por esos consuelos, el pueblo ignorante se entregaría a los peores excesos de la desesperación. Encantado de la atención con que yo escuchaba su doctrina, Yusuf se dejaba arrastrar cada vez más por la inclinación que tenía a instruirme. Empecé a ir a pasar el día en su casa sin ser in­ vitado, y nuestra amistad llegó a ser estrecha. Una hermosa mañana me hice llevar a casa de Ismail Efendi para alm orzar con él, com o le había prom etido; pero este turco, iras recibirme y tratarme con las más nobles cortesías, me invitó .1 dar un paseo por un jardincito donde, en un pabellón de re­ creo, tuvo cierto capricho que no encontré de mi agrado. Le dije riendo que no me gustaba aquel tipo de cosas, y al fin, harto de su cariñosa insistencia, me levanté algo bruscamente. Entonces Ismail, aparentando aprobar mi repugnancia, me dijo que sólo estaba brom eando. Tras los cum plidos de circunstancias, me despedí con intención de no volver más a su casa; pero tuve que hacerlo, como diré más adelante. Cuando conté al señor de Bonneval el episodio, éste me dijo que, según las costumbres turcas, Ismail había pretendido darme una gran prueba de amistad, pero que podía estar seguro de que no volvería a proponerme nada pa­ recido si volvía a su casa, tanto más cuanto que, hombre muy ga­ lante, Ismail tenía a su disposición esclavos de admirable belleza. Me dijo que la buena educación exigía que volviera por su casa. C inco o seis semanas después de habernos conocido, Yusuf me preguntó si estaba casado, y, al decirle que no, la conversa­ ción recayó sobre la castidad, que en su opinión sólo podía con­ siderarse virtud si se entendía com o abstinencia; y que, lejos de ser apreciada por D ios, debía desagradarle, porque violaba el primer precepto que el creador había dado al hombre. -P e ro quisiera saber -m e d ijo - en qué consiste la castidad de vuestros caballeros de Malta.40 Hacen voto de castidad, pero eso 40. I.a Orden militar de los Caballeros de Malta (Ordo militi# S. 355

no quiere decir que se abstengan de toda obra de la carne, pues, si es pecado, todos los cristianos lo han com etido en su bau­ tismo. A sí pues, esc voto sólo consiste en la obligación de no ca­ sarse. P or lo tanto, la castidad sólo puede ser violada por el matrimonio, y observo que el matrimonio es uno de vuestros sa­ cramentos. Esos caballeros únicamente prometen eso, que nunca realizarán actos carnales aunque la ley de Dios se los permita, re­ servándose sin embargo el derecho a cometerlos de manera ilí­ cita siempre que quieran, hasta el punto de poder reconocer por hijos a niños que sólo pueden haber tenido cometiendo un doble crimen. Llaman, a estos, hijos naturales, como si los nacidos de la unión conyugal caracterizada como sacramento no lo fueran. En suma, el voto de castidad no puede agradar ni a D ios, ni a los hombres, ni a los individuos que lo hacen. Me preguntó si estaba casado. Le respondí que no y que es­ peraba no verme obligado nunca a contraer esc lazo. -¿C ó m o ? -m e respon dió- Entonces debo creer que, o no eres un hombre perfecto, o que quieres condenarte, a menos que me digas que sólo eres cristiano en apariencia. -S o y hombre perfecto, y soy cristiano. Te diré además que adoro el bello sexo y que espero gozarlo felizmente. -T e condenarás, según tu religión. -E s t o y convencido de que no, pues, cuando confesamos nuestros pecados, nuestros sacerdotes están obligados a absol­ vernos. - L o sé; pero admite que es una estupidez pretender que Dios te perdone un pecado que tal vez no cometerías si no estuvieras seguro de que, confesándolo, te sería perdonado. D ios sólo per dona al que se arrepiente. - D e eso no hay duda, y la confesión presupone el arrepenti miento. Si no lo hay, la absolución es ineficaz. -Tam bién la masturbación es pecado entre vosotros. -M a y o r incluso que la copulación ilegítima. Joannis Bapt., hospitalis Hierosolomytani) es la orden religiosa militar más antigua. Nació en un hospicio construido para los peregrinos que iban a Jerusalén por un provenzal llamado Gérard a principios del siglo XII. Trasladada en 1291 a Chipre, pasó en los siglos siguientes a Rodas (131 o), Malta (1530) y por fin Roma (1857). 356

- L o sé, y siempre me ha sorprendido, pues todo legislador que hace una ley de imposible ejecución es un necio. Un hom ­ bre que no tiene una mujer, y que está sano, debe por fuerza masturbarse cuando la imperiosa naturaleza le hace sentir la ne­ cesidad, y quien, por temor a mancillar su alma, tuviera la fuerza de abstenerse contraería una enfermedad mortal. -E n tre nosotros se cree todo lo contrario. Pretenden que, masturbándose, los jóvenes dañan su temperamento y abrevian su vida. En bastantes comunidades los vigilan y no les dejan la posibilidad de cometer ese pecado consigo mismos. -E s o s vigilantes son estúpidos, lo mismo que quienes les pagan para que vigilen, pues la misma inhibición debe aumentar las ganas de infringir una ley tan tiránica y tan contraria a la na­ turaleza. - Y o creo, sin embargo, que el abuso de ese desorden debe perjudicar la salud, pues enerva y debilita. -D e acuerdo; pero ese abuso, a menos que exista provoca­ ción, no puede existir; y quienes lo prohíben son quienes lo pro­ vocan. Si en esta materia las muchachas tienen libertad para hacer lo que quieren, no veo por qué no se deba dejar hacer lo mismo con los muchachos. -L a s chicas no corren un riesgo tan grande, ya que es muy poca la sustancia que pueden perder y que, además, no procede de la misma fuente de donde se separa el germen de la vida hu­ mana. - N o sé nada de todo eso, pero algunos doctores nuestros sostienen que la palidez de las chicas deriva de eso. Tras estas y otras reflexiones parecidas, en las que parecía considerarme muy razonable aunque no com partiera su o p i­ nión, Yusuf A lí me hizo una propuesta que me asombró, si no en estos mismos términos, al menos de un tenor muy poco dilerente: -Tengo dos hijos y una hija. En los hijos he dejado de pen­ sar, porque ya han recibido la parte que les correspondía de lo que poseo; pero, por lo que atañe a mi hija, a mi muerte recibirá toda mi hacienda, y estoy en condiciones de hacer la fortuna de quien se case con ella mientras yo viva. Hace cinco años tomé una mujer joven, pero no me ha dado descendencia, y estoy se­ 357

guro de que no me la dará porque ya soy viejo. Esa hija mía, a la que llamo Zelm i, tiene quince años, es muy hermosa, castaña de ojos y cabellos com o su difunta madre, alta, bien formada, de carácter dulce, y la educación que le he dado la haría digna de poseer el corazón de nuestro señor.'1' Habla griego e italiano, canta acompañándose con el arpa, dibuja, borda y siempre está alegre. N o hay hombre en el mundo que pueda presum ir de haber visto nunca su cara, y me ama hasta tal punto que no se atreve a tener más voluntad que la mía. Esta hija es un tesoro, y te la ofrezco si quieres ir a vivir un año a A drianópolis41 a casa de unos parientes míos, donde aprenderás nuestra lengua, nues­ tra religión y nuestras costumbres. Al cabo de un año volverás aquí, donde, en cuanto te hayas declarado musulmán, mi hija se convertirá en tu mujer. Encontrarás una casa, y esclavos de los que serás amo, y una renta con la que podrás vivir en la abun­ dancia. E so es todo. N o quiero que me respondas ni ahora, ni mañana, ni en ningún otro plazo de tiempo determinado. Res­ póndeme cuando te sientas impulsado por tu G enio a respon­ derme, y será para aceptar mi ofrecimiento, pues si no lo aceptas es inútil que volvam os a hablarlo. Tam poco quiero recomen darte que pienses en este asunto, porque, desde el momento en que he echado la semilla en tu alma, ya no serás dueño ni de con sentir ni de oponerte a su cumplimiento. Sin apresurarte, sin de morarte y sin inquietarte, no harás más que la voluntad de Dios siguiendo el irrevocable decreto de tu destino. Te conozco lo bastante para saber que sólo te falta la compañía de Zelm i para ser feliz. Y preveo que llegarás a ser una columna del Imperio otomano. Después de esta breve arenga, Yusuf me estrechó contra su pecho y, para evitar que le respondiese, me dejó. Regresé hacia casa con la mente tan absorta en la propuesta de Yusuf que lie gué sin darme cuenta. Los bailes me vieron pensativo, lo mismo que al día siguiente el señor de Bonneval, y me preguntaron la causa; pero me guardé mucho de decírsela. L o que Y usu f me había explicado me parecía demasiado cierto. El asunto era de tal

importancia que no sólo no debía comunicárselo a nadie, sino que debía abstenerme de pensar en él hasta el momento en que tuviera la mente lo bastante tranquila para estar seguro de que nada, ni el menor soplo de aire, podría alterar la balanza que debía decidirme. Estaba obligado a silenciar todas mis pasiones, prevenciones, prejuicios e incluso cierto interés personal. A l despertarme al día siguiente hice una breve reflexión sobre el asunto, y me di cuenta de que pensar en él podría impedirme tomar una decisión y que, si debía venirme una decisión, sería como consecuencia de no haber pensado en ello. Era el caso del sequere D eum 41 de los estoicos. Pasé cuatro días sin ir a casa de Yusuf, y el quinto, cuando fui, estuvimos muy alegres y no pen­ samos siquiera en decir una sola palabra sobre un asunto en el que, sin embargo, era im posible que no pensáramos. A sí pasa­ mos quince días; pero com o nuestro silencio no era fruto del di­ simulo ni de ningún otro sentimiento contrario a la amistad y a la estima que sentíamos el uno por el otro, Yusuf, viniendo a ha­ blar de la propuesta que me había hecho, me dijo que se figuraba que yo había hablado sobre el asunto con alguna persona de re­ conocida prudencia en busca de un buen consejo. Le aseguré de lo contrario por pensar que, en caso de aquella importancia, no debía seguir el consejo de nadie. - H e acudido a Dios -le dije-, y, como tengo plena confianza en él, estoy seguro de que tomaré el mejor partido, bien porque me decida a convertirm e en tu hijo, bien porque siga siendo lo que soy. Mientras tanto, esc pensamiento ocupa mi alma de la mañana a la noche cuando, a solas conmigo mismo, se encuen­ tra en la m ayor tranquilidad. Cuando me decida, sólo a ti te daré la noticia, paleram u , 44 y en ese momento empezarás a ejercer sobre mí la autoridad de un padre. A estas palabras vi brotar lágrimas de sus ojos. Me puso su mano izquierda sobre la cabeza y el segundo y el tercer dedo de la derecha en medio de mi frente diciéndome que siguiera así y que estuviera seguro de no equivocarme. Le dije que también podía ocurrir que su hija Zelm i no me encontrara de su agrado. 43. «Sigue a Dios.» 44. Del griego moderno, «padre mío».

41. El sultán. 42. En la actualidad, Edirnc. 358

359

-M i hija te ama -m e respondió-; te ha visto, y te ve acompa­ ñada por mi mujer y su aya cada vez que comemos juntos; y te escucha con mucho placer. -P e ro no sabe que piensas dármela por esposa. -Sab e que deseo que te hagas creyente para poder unir su destino al tuyo. -M e alegro de que no te esté permitido dejármela ver, pues podría deslumbrarme, y entonces sería la pasión la que inclina­ ría la balanza; luego no podría jactarme de haber tomado mi de­ cisión con toda la pureza de mi alma. Fue grande la alegría de Yusuf al oírme razonar así, y desde luego no le hablaba como hipócrita, sino con total buena fe. La sola idea de ver a Zelm i me estremecía. Estaba seguro de que no habría dudado en hacerme turco de haberme enamorado, mien­ tras que, en un estado de indiferencia, también lo estaba de que nunca me habría decidido a dar un paso que, por otro lado, no ofrecía a mis ojos ningún atractivo; al contrario, me ofrecía una perspectiva m uy desagradable tanto sobre el presente como sobre mi vida futura. En cuanto a las riquezas, podía esperar en­ contrarlas equivalentes, gracias a los favores de la fortuna, en toda Europa, sin verme obligado, para vergüenza mía, a cam­ biar de religión: no creía que debiera ser indiferente al desprecio de cuantos me conocían y a cuya estima aspiraba. N o podía decidirme a renunciar a la hermosa esperanza de llegar a ser cé­ lebre en los países civilizados, bien en bellas artes, bien en lite­ ratura, bien en cualquier otra profesión, y tam poco podía so­ portar la idea de abandonar en favor de mis iguales los triunfos que tal vez me estaban reservados si seguía viviendo entre ellos. Estaba convencido, y no me equivocaba, de que la decisión de tomar el turbante sólo podía convenir a los desesperados, y yo no me hallaba entre ellos. Pero lo que me sublevaba era la idea de tener que ir a pasar un año a Adrianópolis para aprender una lengua bárbara por la que no sentía gusto alguno y que, por lo tanto, no podía esperar aprender a la perfección. N o podía re­ nunciar sin dolor a la vanidad de ser considerado buen conver­ sador, reputación que me había ganado en todas partes donde había vivido. Pensaba, además, que la encantadora Zelmi habría podido no serlo a mis ojos, y que eso habría bastado para ha360

cermc infeliz, porque Yusuf podría vivir veinte años todavía y sentía que el respeto y la gratitud nunca me hubieran permitido mortificar al buen anciano dejando de tener por su hija todas las consideraciones que le habría debido. Éstos eran mis pensa­ mientos; ni Yusuf podía adivinarlos, ni era necesario que yo se los declarase. U nos días después encontré a Ismail Efendi com iendo en casa de mi querido pachá Osmán. Me dio grandes muestras de amistad, a las que correspondí, pero pasando de puntillas sobre los reproches que me hizo de no haber ido a comer con él al­ guna otra vez; y no pude librarme de aceptar una nueva invita­ ción para ir con el señor de Bonneval a su casa. Fui el día acordado, y después de la comida gocé de un bello espectáculo interpretado por esclavos napolitanos de ambos sexos que re­ presentaron una pantomima y bailaron calabresas.4’ El señor de Bonneval habló de la danza veneciana llamada [uriana ,46 y, ante la curiosidad de Ismail, le dije que me resultaría imposible m os­ trársela sin una danzarina de mi país y sin un violinista que co ­ nociese la melodía. C o gí entonces un violín y le toqué la música, pero, aunque se hubiera encontrado a la bailarina, yo no podía tocar y bailar al mismo tiempo. Ismail se levantó entonces y habló aparte con un eunuco, que salió para volver tres o cuatro minutos después de hablarle al oído. Ismail me dijo que ya ha­ bían encontrado a la bailarina, y le respondí que también yo en­ contraría al violinista si él quería enviar una nota al hotel de Vcnecia. Todo se hizo en un momento. E scribí la nota, él la envió, y media hora después llegó con su violín un criado del baile Dona. Instantes después se abre una puerta que había en un rincón de la estancia y aparece una bella mujer con el rostro cu­ bierto por una máscara de terciopelo negro, de forma ovalada, que en Vcnecia se llama morettaS 7 L a aparición de la máscara sorprendió y encantó a todos los presentes, pues era imposible imaginar una criatura más interesante, tanto por la belleza de 4 $. B ailes p op u lares de C a lab ria. 46. D an za p o p u la r d e o rigen friu lan o , m u y ru id o sa y de ritm o rá ­ pido, bailada entre d o s; e stu vo de m oda en la V cnecia del siglo XVIII. 47. M áscara de tercio p e lo negro que se sujetaba m ediante un botón \ostenido con la b o ca; p o r eso n o pod ía h ablar quien la llevaba.

sus formas como por la elegancia de sus galas. La diosa se coloca en posición, yo la acompaño y bailamos seis / urianas seguidas. Al final yo estaba sin aliento, porque no hay danza nacional más violenta; pero la bella, que seguía de pie e inm óvil sin dar el menor indicio de cansancio, parecía desafiarme. Cuando hacía la pirueta, que es lo que más fatiga, parecía volar; el asombro me tenía fuera de mí: no recordaba haber visto bailar tan bien aque­ lla danza, ni siquiera en Venecia. Tras un breve descanso, algo avergonzado por mi desfallecimiento, me acerqué de nuevo y le dije: «Ancora sei, e po basta, se non volete vederm i a moriré».** Me habría contestado de haber podido, pues con una máscara de esa clase resulta imposible pronunciar la menor palabra; pero fue mucho lo que me dijo con un apretón de manos que nadie podía ver. Tras la segunda serie de seis furlanas, el eunuco abrió la misma puerta y ella desapareció. Ismail me dio encarecidamente las gracias, pero era yo quien debía darlas, pues ése fue el único placer verdadero que tuve en Constantinopla. Le pregunté si la dama era veneciana, pero sólo me respondió con una sonrisa sutil. H acia el atardecer, todos nos marchamos. -E ste buen hombre -m e dijo el señor de Bonneval- ha sido hoy víctima de su magnificencia, y estoy seguro de que ya está arrepentido de haberos hecho bailar con su bella esclava. Según los prejuicios del país, lo que ha hecho atenta contra su honor, y os aconsejo que tengáis mucho cuidado, porque habéis debido de agradar a la muchacha, quien, por lo tanto, tratará de envol­ veros en alguna intriga amorosa. Sed prudente, porque, dadas las costumbres turcas, todas las intrigas son peligrosas. Le prom etí que no me prestaría a ninguna intriga, pero no mantuve mi palabra. Tres o cuatro días más tarde, encontrándome en la calle, una vieja esclava me presentó una tabaquera bordada en oro, ofre­ ciéndomela por una piastra. Al ponerla entre mis manos supo darme a entender que dentro había una carta; vi que la vieja evi taba la mirada del jenízaro que caminaba detrás de mí. Se la pagué, ella se marchó y yo seguí mi camino hacia casa de Yusul, 48. « O tras seis, y co n e so basta si no qu eréis verm e m orir.» 362

donde, al no encontrarlo, me fui a pasear al jardín. Com o la carta estaba sellada y sin dirección, la vieja podía haberse equivocado: eso aumentó mi curiosidad. Estaba redactada en un italiano bas­ tante correcto, y ésta es su traducción: «Si tenéis curiosidad por ver a la persona que bailó con vos la furlana, id al anochecer a pasear por el jardín del otro lado del estanque, y daos a conocer a la vieja criada del jardinero pidiéndole limonadas. Q uizá p o ­ dáis verla sin correr ningún riesgo, aunque os encontraseis con Ismail: es veneciana; importa sin embargo que no habléis a nadie de esta invitación». - N o soy tan tonto, querida compatriota -exclam é entusias­ m ado-, com o si ella hubiera estado presente, y me guardé la carta en el bolsillo. Pero de pronto una bella anciana sale por detrás de un mato­ rral de espinos, se me acerca, me pregunta qué quiero y cóm o la había visto. Riendo le contesto que había hablado al aire creyen­ do que no me oía nadie. Ella me dice de buenas a primeras que estaba encantada de hablar conmigo, que era romana, que había educado a Zelm i y le había enseñado a cantar y a tocar el arpa. Me hace el elogio de sus bellezas y de las hermosas cualidades de su alma, asegurándome que desde luego me enamoraría de ella si la veía, y que sentía mucho que eso no estuviera permitido. -A h o ra nos está viendo -m e d ijo- desde detrás de aquella ce­ losía verde; y os queremos desde que Y usu f nos dijo que p o­ dríais llegar a ser el marido de Zelmi tan pronto como volvieseis de Adrianópolis. Le pregunté si podía dar cuenta a Yusuf de la confidencia que acababa de hacerme, pero, aunque me respondió que no, pronto comprendí que, a poco que hubiera insistido, se habría resuelto a procurarme el placer de ver a su encantadora pupila. N o pude soportar siquiera la idea de un acto que habría desagradado a mi querido huésped, pero tuve miedo, sobre todo, de meterme en un laberinto donde fácilmente habría podido extraviarm e. El turbante que me parecía vislum brar a lo lejos me espantaba. Vi a Y usuf venir hacia mí, y no me dio la impresión de que le irritase encontrarme entretenido con aquella romana. Me feli­ citó por el placer que debía de haber sentido bailando con una de las bellezas que encerraba el harén del voluptuoso Ismail.

-¿ E s entonces algo tan excepcional para que se hable de ello? - N o ocurre a menudo, pues el prejuicio de no exponer a las miradas de los envidiosos las bellezas que poseemos reina en la nación; pero en su casa cada cual puede hacer lo que quiera. Por otra parte, Ismail es hombre de mundo y persona inteligente. -¿S e sabe quién es la dama con la que bailé? -O h , no lo creo. Adem ás iba con máscara, y se sabe que Is­ mail tiene media docena de mujeres, todas igual de bellas. Pasamos el día com o de costum bre, muy alegremente, y al salir de su casa me hice llevar a casa de Ismail, que vivía en el mismo barrio. Me conocían y, por lo tanto, me dejaron entrar. Cuando me encaminaba hacia el lugar indicado por la nota, me vio el eunuco y vino hacia mí para decirme que Ismail había salido, pero que estaría encantado de saber que había ido a pascar por su jardín. L e dije que bebería con mucho gusto un vaso de limonada, y me llevó al quiosco, donde reconocí a la vieja esclava. Paseamos des­ pués más allá del estanque, pero el eunuco me dijo que debíamos volver sobre nuestros pasos, haciendo que me fijara en tres damas que el decoro exigía que evitásemos. Le di las gracias y le rogué que presentara mis saludos a Ismail, luego volví a mi casa, bastante satisfecho de mi paseo y con la esperanza de ser más afortunado otra vez. N o más tarde que al día siguiente recibí un billete de Ismail invitándome a ir al día siguiente de pesca, al anochecer; pesca riamos a la luz de la luna hasta bien entrada la noche. N o dejé de esperar lo que deseaba. Pensé incluso que Ismail era capaz de procurarme la compañía de la veneciana, y no me desanimaba la certeza de que él estaría presente. Pedí perm iso al caballero Ve nier para pasar la noche fuera, que sólo me concedió apenado, pues temía un accidente derivado de alguna aventura galante. Hubiera podido tranquilizarlo contándole todo, pero me pare­ cía obligada la discreción. A sí pues, a la hora concertada estaba en casa del turco, que me recibió con demostraciones de la más cordial amistad. Pero me sorprendió que, al subir a la barca, me encontrara a solas con él. Había dos remeros y un timonel, y pescamos algunos peces, que fuimos a com érnoslos, asados y acompañados de aceite, a la 364

luz de una luna que volvía la noche más brillante que el día. C onociendo sus gustos, no me sentía tan alegre com o de cos­ tumbre, pues, pese a lo que el señor de Bonneval me había ase­ gurado, temía que tuviera el capricho de darme pruebas de amistad com o las que había querido darme tres semanas antes, y que tan mal acogí yo. Semejante encuentro a solas me resultaba sospechoso, pues no me parecía natural. Y no conseguía estar tranquilo. Pero el desenlace fue el siguiente: -H ab lem o s en voz baja -m e dijo de p ron to -. O igo cierto ruido que me hace adivinar algo que va a divertirnos. N ada más decir esto, despide a sus criados y, cogiéndome la mano, me dice: -V am os a meternos en un gabinete, cuya llave tengo por suerte en mi bolsillo; pero guardém onos de hacer el menor ruido. El gabinete tiene una ventana que da al estanque, donde creo que en este momento dos o tres de mis mujeres han ido a bañarse. Las veremos y gozarem os de un espectáculo precioso, porque no pueden imaginar que alguien las vea. Saben que, salvo yo, nadie tiene acceso a este lugar. Mientras dice esto, abre el gabinete, llevándome siempre de la mano; nos rodeaba la oscuridad; delante de nosotros se ex­ tendía el estanque iluminado por la luna, que, por estar en la sombra, no se dejaba ver; pero casi delante de nuestros ojos po­ díamos contemplar a tres muchachas completamente desnudas que tan pronto nadaban como salían del agua para subir a unos escalones de mármol donde, de pie o sentadas, se exhibían, para secarse, en todas las posturas. El delicioso espectáculo no pudo dejar de excitarme enseguida, e Ismail, loco de alegría, me con­ venció de que no debía tener escrúpulo alguno, animándome por el contrario a dejarme llevar por los efectos que la voluptuosa vista debía despertar en mi alma y dándome él mismo ejemplo, (lom o él, me encontré reducido a desfogarme en el objeto que tenía a mi lado para apagar el fuego que encendían las tres sire­ nas que tan pronto contemplábamos en el agua como fuera, y que, sin mirar hacia la ventana, sin embargo parecían dedicar sus voluptuosos juegos sólo a los ardientes espectadores que allí es­ taban dedicados a contemplarlas. Q uise creer que así era, y eso aumentó mi placer mientras Ismail era feliz sintiéndose conde­ 365

nado a sustituir al objeto distante que yo no podía alcanzar. Hube de resignarme naturalmente a hacerle el mismo servicio. Habría sido descortés por mi parte negarme, y, además, le habría pagado con la ingratitud, cosa de la que era incapaz dado mi ca­ rácter. N unca en mi vida me he visto ni tan excitado ni tan fuera de mí. C o m o no sabía cuál de las tres ninfas era mi veneciana, imaginé que una tras otra lo eran las tres a expensas de Ismail, que me pareció que había recobrado la calma. El buen hombre me dio el más agradable de los desmentidos y saboreó la más dulce de todas las venganzas; pero si quiso ser pagado, hubo de pagar. D ejo al lector el problem a de calcular cuál de nosotros dos salió mejor parado, pues creo que, como Ismail hizo todo el gasto, la balanza debe inclinarse de su lado. En cuanto a mí, no estoy arrepentido, y nunca he contado esta aventura a nadie. La retirada de las tres sirenas puso fin a la orgía. En cuanto a no­ sotros, no sabiendo qué decirnos, nos limitábamos a reír. D es­ pués de habernos deleitado con excelentes confituras y de haber tomado varias tazas de café, nos separamos. Es el único placer de este género que tuve en Constantinopla, en el que participó más la imaginación que la realidad. U nos días después llegué temprano a casa de Yusuf, y, como una fina lluvia me impedía pasear por el jardín, entré en la es­ tancia donde comíamos y donde nunca había encontrado a na­ die. En cuanto aparezco, una encantadora figura de mujer se levanta cubriéndose deprisa el rostro con un espeso velo que deja caer desde la frente. Ju n to a la ventana, una esclava que, dándonos la espalda, bordaba en su bastidor permanece inm ó­ vil. Pido excusas mostrando mi intención de retirarme, pero ella me lo impide diciéndome en buen italiano y en tono angelical que Yusuf había salido y le había ordenado entretenerme. Me dice que me siente, indicándome un almohadón que había de­ bajo de otros dos más am plios, y obedezco. Se sienta en otro frente a mí, cruzando las piernas. C re í que tenía ante los ojos a Zelmi. Pienso que Yusuf estaba dispuesto a convencerme de que no era menos intrépido que Ismail; pero me sorprende, porque con su conducta desmiente su máxima y corre el riesgo de echar a perder la pureza de mi consentim iento a su proyecto ha­ ciéndome que me enamore; pero en aquella situación no tenía 366

nada que temer, pues para decidirme necesitaba ver la cara de la joven. -C re o -m e dijo la m áscara- que no sabes quién soy. - N o sabría adivinarlo. -S o y la esposa de tu amigo desde hace cinco años, y nací en Q uíos. Tenía trece cuando me convertí en su mujer. M uy sorprendido de que Y usuf se hubiera emancipado hasta el punto de permitirme una conversación con su mujer, me sentí más a gusto y pensé en llevar más lejos la aventura; para ello ne­ cesitaba ver su cara. Un bello cuerpo vestido cuya cabeza no se ve sólo puede excitar deseos fáciles de satisfacer; el fuego que enciende se parece al de la paja. Yo estaba viendo un elegante y bello sim ulacro, pero no su alma, porque el velo me ocultaba sus ojos. Veía desnudos sus brazos, cuya form a y blancura me deslumbraban, y sus manos de Alcina, d o ve né nodo appar né vena eccede,49 e imaginaba todo el resto, cuya viva superficie sólo podían ocultarme los mórbidos pliegues de la muselina; y todo debía de ser bello, pero necesitaba ver en sus ojos la prueba de que lo que me imaginaba tenía vida. El atuendo oriental deja ver todo y no oculta nada a la codicia que, como un hermoso barniz sobre un jarrón de porcelana de Sajonia, oculta al tacto los colores de las flores y las figuras. Aquella mujer no iba ves­ tida a la usanza turca, sino que, com o las hircanas'0 de Q uíos, llevaba unas faldas que no me impedían ver ni la mitad de sus piernas, ni la forma de sus muslos, ni la estructura de sus cade­ ras salientes, que iban disminuyendo para permitirme admirar la finura de un talle ceñido por un ancho cinturón azul bordado en arabescos de plata. Veía un pecho elevado, cuyo movimiento lento y a menudo desigual me anunciaba que aquella deliciosa prominencia estaba animada. Los dos pequeños globos estaban separados por un espacio estrecho y redondeado que me pare­ cía un arro yo de leche hecho para saciar mi sed y ser devorado por mis labios. 49. «Donde no aparecen ni nudo ni vena», Ariosto, Orlando fu ­ rioso, VII, 15, 4. 50. En el manuscrito, arconces, termino ilegible; probablemente hirinnaos, en alusión a Ircana, joven esclava circasiana de una obra de GolBoni.

Fuera de mí por la admiración, un im pulso casi involuntario me hizo alargar un brazo, y mi audaz mano estaba a punto de le­ vantar su velo si ella no la hubiera rechazado, incorporándose de puntillas y reprochándome con una voz tan imponente como su actitud mi pérfida osadía. -¿M ereces -m e d ijo - la amistad de Yusuf, cuando violas la hospitalidad insultando a su mujer? -Señora, debéis perdonarme. Entre nosotros, el más infame de los hombres puede fijar sus ojos en el rostro de una reina. -P e ro no arrancar el velo que se lo cubría. Yusuf me vengará. Creyéndom e perdido ante aquella amenaza, me arrojé a sus pies y tanto hice que se calmó; me dijo que me sentará de nuevo y ella misma se sentó cruzando las piernas de form a que el des­ orden de su falda me permitió vislum brar por un instante unos encantos que me habrían embriagado por com pleto si su visión hubiera durado un solo instante más. R econocí entonces ha­ berme equivocado y me arrepentí, pero demasiado tarde. -E stás excitado -m e dijo. -¿C ó m o no estarlo -le respondí- cuando tú me enciendes? Más prudente, iba a coger su mano sin pensar ya en su ros­ tro cuando me dijo: «A h í está Yusuf». Entra, nosotros nos le­ vantamos, me da la paz, yo le d oy las gracias, se marcha la es­ clava que bordaba y él da las gracias a su mujer por haberme hecho buena compañía. Al mismo tiempo le ofrece su brazo para acompañarla a su aposento. Cuando está en la puerta, ella alza su velo y dando besos a su esposo me deja ver su perfil fingiendo no darse cuenta. La seguí con los ojos hasta la última estancia. Al volver, Yusuf me dijo riendo que su mujer se había ofrecido a comer con nosotros. - C r e í -le d ije- que me encontraba frente a Zelmi. -H u b iera sido demasiado contrario a nuestras buenas cos­ tumbres. L o que he hecho es muy poca cosa, pero no sé de nin­ gún hom bre honrado lo bastante audaz com o para dejar a su propia hija a solas con un extranjero. - C re o que tu esposa es hermosa. ¿L o es más que Zelm i? - L a belleza de mi hija es risueña y tiene un carácter dulce. Fl de Sofía, en cambio, es orgulloso. Será feliz después de mi muer te. Q uien se case con ella la encontrará virgen. 368

Cuando conté esta aventura al señor de Bonncval y le exageré el riesgo que corrí tratando de alzarle el velo, me respondió: - N o , no habéis corrido ningún peligro, porque esa griega sólo ha querido burlarse de vos interpretando una escena tragi­ cómica. L o que le molestó, creedme, fue tener que vérselas con un novicio. Habéis interpretado una farsa a la francesa cuando debíais haber actuado com o hombre. ¿Q ué necesidad teníais de verle la nariz? Habríais debido ir derecho al grano. Si yo fuera joven, tal vez conseguiría vengarla y castigar a mi amigo Yusuf. I labéis dado a la hermosa una lamentable idea del valor de los italianos. La más reservada de las mujeres turcas sólo tiene el pudor en la cara; y si la lleva cubierta con el velo, está segura de 110 ruborizarse ante nada. E stoy convencido de que esa mujer ile Yusuf se cubre el rostro cada vez que él quiere reír con ella. -P e ro si es virgen. - E s o es muy difícil, porque conozco a las mujeres de Q uíos; pero tienen el arte de hacerse pasar por tales con mucha facili­ dad. Y usuf no volvió a pensar en concederme una galantería de aquella clase. Unos días después entró en la tienda de un arme­ nio en el momento en que yo examinaba varias mercaderías y que por parecerme demasiado caras me disponía a dejarlas allí. Después de haber visto todo lo que me había parecido dema\iado caro, Y usuf alabó mi gusto; y, diciéndomc que nada de todo aquello era demasiado caro, com pró todo y se marchó. A la mañana siguiente muy temprano me envió com o regalo todas aquellas mercaderías; y para que no pudiera rechazarlas me es­ cribió una preciosa carta en la que me decía que, a mi llegada a Corfú , sabría a quién debería entregar todo lo que se me en­ viaba. Eran telas de damasco satinadas en oro o en plata por el 1 ilindro; bolsas, carteras, cinturones, echarpes, pañuelos y pipas. I I valor de todo aquello ascendía a cuatrocientas o quinientas piastras. Cuando quise darle las gracias, lo obligué a confesar que me las regalaba. La víspera de mi partida vi llorar a este buen anciano al des­ pedirme de él; y mis lágrimas acompañaron a las suyas. Me dijo que, al no haber aceptado su ofrecim iento, me había ganado su estima hasta el punto de que no habría podido estimarme más si

lo hubiera aceptado. En el barco al que subí con el señor baile Giovanni Dona, encontré un baúl que me regaló y que contenía dos quintales de café de m oka, cien libras de tabaco gingé en hojas y dos grandes recipientes llenos, uno de tabaco zapandi, el otro de cantusado." Y además una gran boquilla de pipa de jaz­ mín rccubicrta por una filigrana de oro que vendí en C o rfú por cien cequíes. Sólo pude demostrarle mi agradecimiento en una carta que le escribí desde C o rfú , donde el producto de la venta de todos sus regalos me supuso una pequeña fortuna. Ismail me dio una carta para el caballero da Lezze, que perdí, y un barril de hidromiel que también vendí; y el señor de Bonneval, una carta dirigida al cardenal Acquaviva, que le envié a Rom a dentro de una mía en que le daba cuenta de mi viaje; pero esta Eminencia no me honró con una respuesta. Me dio también doce botellas de malvasía de Ragusa y doce de auténtico vino de Scopolo.’ 2 El auténtico es una verdadera rareza, y con él hice en C o rfú un regalo que me resultó de gran utilidad, com o se verá cuando llegue la ocasión. El único embajador extranjero con el que me vi a menudo en Constantinopla, y que me dio extraordinarias muestras de bon­ dad, fue el lord mariscal de Escocia K eith,” que residía allí al servicio del rey de Prusia. Su conocim iento me resultó útil en París seis años después. Ya hablaremos de él. Zarpam os a principios de septiembre,'4 en el mismo navio de guerra que nos había llevado, y llegamos a C o rfú quince días después. El señor baile no quiso bajar a tierra; llevaba consigo 51. No hay ningún dato sobre estas variedades de tabaco; algunos investigadores (Dickson) creen que zapandi podría ser una corrupción de Zipango, nombre antiguo de Japón, y que aludiría a un tabaco de ese nombre bastante difundido en el siglo XVIII; cantusado podría ser una corrupción de camisade (ataque nocturno de soldados; véase nota 29, pág. 221), y se trataría de un tabaco fumado por los soldados. 52. Vino famoso de Scopolo (Scoglio), isla del archipiélago enton­ ces bajo dominación turca. 53. Hasta 1755 nt> hubo embajador de Persia en Constantinopla, aunque George Keith, procedente de Rusia, y de camino a Venecia, pasó por la capital turca. 54. De hecho, el 12 de octubre; Dona llegó a Corfú el 1 de noviem

oche) magníficos caballos turcos, dos de los cuales todavía vi con viela en G orizia el año 1773. Nada más desembarcar con todo mi pequeño equipaje, y des­ pués de haberme instalado en un alojamiento bastante miserable, me presenté al señor Andrea D olfin ,” provisor general, quien volvió a asegurarme que en la primera revista me ascendería a teniente. Al salir de la sede del mando, fui a casa del señor Cam porese, mi capitán. Todos los oficiales del estado m ayor de mi regimiento estaban ausentes. Mi tercera visita fue para el gobernador de las galeazas,’* el señor D. R. a quien el señor D olfin, con el que yo había llegado a C o rfú , me había recomendado. N o tardó en preguntarme si quería entrar a su servicio en calidad de ayudante, y no vacilé un solo momento en responderle que no deseaba m ayor honor y que siempre me encontraría sum iso y presto a sus órdenes. Acto seguido me hizo llevar a la habitación que me había desti­ nado, y desde el día siguiente mismo me alojé allí. Mi capitán me asignó un soldado francés’ 7 que había sido peluquero, y me agradó, porque necesitaba acostumbrarme a hablar francés. Era granuja, borracho y libertino, un aldeano de Picardía que sabía escribir aunque muy mal, pero no me im portaba; me bastaba con que supiese hablar. También era un loco que sabía gran can­ tidad de sucedidos y cuentos picantes que hacían reír a todos. En cuatro o cinco días vendí todos los regalos que me habían hecho en Constantinopla, y me encontré dueño de casi q u i­ nientos cequíes. Seilo me quedé con los vinos. Retiré de manos de los judíos todo lo que había empeñado por mis pérdidas en el juego antes de ir a Constantinopla, y lo convertí en dinero, {5. Casanova comete un error: se trata de Daniele Dolfin, no de Andrea. El error se explica porque uno de los protectores de Casanova, embajador en París y Viena, se llamaba Daniele Andrea Dolfin (17481798). $6. Enormes galeras del siglo xvm, de bordo alto, tres velas latinas, treinta y de>s remos por cada lado, y armadas con treinta y seis cañones; llevaba una tripulación de 700 galeotes y soldados. El gobernador al que se refiere Casanova era Giacomo da Riva, que ocupaba esc cargo desde 1742. $7. En la época había muchos desertores franceses en los regimien­ te» venecianos de Levante.

bre de 1745. 37°

37«

firmemente decidido a no volver a jugar com o un prim o, sino sólo cuando tuviera de mi parte todas las ventajas que un joven sensato e inteligente puede emplear sin que lo llamen granuja. Es en este momento cuando debo dar cuenta a mi lector de la descripción de C orfú para que se haga una idea de la vida que llevábam os. N o hablaré del lugar, que cualquiera puede c o ­ nocer. Estaba entonces en C o rfú el provisor general, que ejerce una autoridad soberana y vive de forma espléndida: era el señor Dolfin, un septuagenario’8 severo, tozudo e ignorante, al que no le interesaban las mujeres y que, sin embargo, quería que le hicie­ ran la corte. Recibía todas las noches y daba de cenar en su mesa a veinticuatro invitados. Había tres oficiales superiores''' de la armada sutil,60 destina­ dos al servicio de galeras,61 y otros tres oficiales de la armada pe­ sada, que así es com o se llama a las tropas de los navios de guerra. La armada sutil es más importante que la pesada. Com o cada galera debe tener un gobernador llamado sopracomito,6i había diez en total; cada navio de guerra debía tener un coman­ dante, y también eran diez, incluidos los tres jefes de mar. Todos estos comandantes eran nobles venecianos. O tros diez nobles venecianos, de veinte a veintidós años, eran nobles de navio,6’ y estaban allí para aprender el oficio de la marina. Adem ás de todos estos oficiales, había ocho o diez nobles venecianos más que mantenían en la isla el servicio de policía y la administra­ 58. Danielc Dolfin había nacido en 1688, por lo que no tenía se tcnta años, sino cincuenta y siete. $9. El provisor de la armada Antonio Rcnicr, el capitán de galeaza Domcnico Condulmer y el gobernador ordinario de las galeazas Giacomo da Riva. 60. La flota ligera se componía de navios a remo; la flota pesada la formaban navios a vela. 61. Embarcaciones largas y de borda baja, que navegaban a vela y a remo. 62. Joven patricio, comandante de la galera, que reclutaba a sus ex pensas la tripulación; la República proporcionaba soldados y munido ncs. El sopracomito podía vender los cargos de oficiales subalternos de su galera. 63. Se les llamaba -nobili di nave», y su servicio duraba cuatro años. 372

ción de justicia: se les llamaba oficiales superiores de tierra.64 Los que estaban casados, si sus esposas eran bonitas, tenían el placer de ver sus casas frecuentadas por galanes que pretendían sus favores, pero eran raras las grandes pasiones porque en C orfú había en aquel entonces muchas cortesanas; y, com o los juegos de azar estaban permitidos en todas partes, el amor cons­ tante no podía tener mucha fuerza. De todas las damas, la que más se distinguía por su belleza y su galantería era la señora F.6’ Había llegado a C o rfú el año an­ terior acom pañando a su marido, gobernador de una galera. Deslum bró a todos los jefes de mar, y, creyéndose dueña de ele­ gir, dio la preferencia al señor D. R., dando de lado a cuantos se presentaron como aspirantes al chichisbeo.66 El señor F. se había casado con ella el mismo día que había zarpado de Venecia en su galera, y esc mismo día había salido ella del convento, en el que había entrado con siete años. Entonces tenía diecisiete. Cuando la vi enfrente de mí, en la mesa, el día que me instalé en casa del señor D. R., me quedé atónito. C reí ver algo sobrenatural y tan superior a todas las mujeres que había visto hasta entonces que no tuve ningún miedo a enamorarme. Me creí de una especie distinta de la suya y tan por debajo que sólo vi la imposibilidad de alcanzarla. Al principio pensé que entre ella y el señor D. R. sólo había una fría amistad basada en la costumbre, y me pare­ ció que el señor F. hacía bien en no tener celos. Por otra parte, el señor F. era estúpido en grado sumo. Ésa fue la impresión que me causó esta belleza el primer día que apareció ante mis ojos. Pero no tardó en cambiar de naturaleza de un modo totalmente nuevo para mí. Mi calidad de ayudante me procuraba el honor de comer a 64. Por Ierra, en Venecia se entendía la ciudadela de Corfú. 6{. Andrcana Longo, o Lando, casada en diciembre de 1742 con el sopracomito Vincenzo Foscarini. Nacida en 1720, tenía veinticinco años, no diecisiete, cuando Casanova la conoció. En 1796 aún vivía. 66. El chichisbeo (del italiano cicisbco) fue, en el siglo XVIII, una moda social: la dama tenía un acompañante oficial para acudir al baile, al teatro o a distintos lugares públicos, sustituyendo al marido, con la aprobación de éste y de la familia. Tenía origen español (según otros, genovés): cuando los maridos emprendían largos viajes, encargaban a algún amigo la vigilancia de su esposa. 373

su mesa, pero nada más. E l otro ayudante, alférez com o yo, y un necio de primera, tenía el mismo honor; pero no se nos consi­ deraba com o a invitados. N o sólo no se nos dirigía nunca la pa­ labra, sino que ni nos miraban. Y o no podía soportarlo. Sabía de sobra que no se debía a un desprecio calculado, pero, aun así, mi situación me parecía muy penosa. Estaba convencido de que Sanzonio era un zopenco, pero y o no podía tolerar que se me tratase de la misma forma. A l cabo de ocho o diez días, durante los que no se había dignado mirarme ni una sola vez, la señora F. empezó a desagradarme. Estaba ofendido, despechado e im ­ paciente, tanto más cuanto que nada me permitía suponer que evitaba mis ojos con un designio premeditado. Saberlo no me hubiera desagradado. Llegué a convencerme de que para ella yo no existía. Y esto era superior a mis fuerzas. Estaba seguro de ser alguien, y pretendía que también ella lo supiese. Por fin se pre­ sentó la ocasión un día en que, creyéndose obligada a decirme unas palabras, tuvo que mirarme de frente. Viendo delante de mí un magnífico pavo asado, el señor D. R. me dijo que lo trinchase, y enseguida me puse manos a la obra. L o partí en dieciséis trozos, y vi que, com o no lo había hecho bien, tenía necesidad de indulgencia; pero la señora F., sin poder contener la risa, me miró y me dijo que, si no estaba seguro de trinchar el pavo de acuerdo con las reglas, no habría debido prestarme a ello. Sin saber qué responderle, me puse colorado, me senté, y la odié. O tro día en que, para no sé qué, debía pro­ nunciar mi nombre, me preguntó cómo me llamaba, cuando, tras quince días de vivir en casa del señor D . R., ella ya debía saberlo, sobre todo porque la fortuna en el juego, que me favorecía cons­ tantemente, ya me había hecho célebre. Yo había confiado mi dinero al m ayor de la plaza, M aroli,67 jugador profesional, que tenía la banca del faraón en el café. Yo iba a medias con él, y le servía de crupier;6* él hacía lo mismo cuando yo tallaba, cosa que ocurría a menudo porque los puntos no lo apreciaban. Barajaba las cartas de una form a que daba miedo, mientras que yo hacía

todo lo contrario; y me sentía feliz, mostrándome simpático y risueño cuando perdía, y mortificado cuando ganaba. Maroli era el que me había ganado todo mi dinero antes de irme a C onstantinopla. Cuando, a mi regreso, vio que estaba decidido a no volver a jugar, me creyó digno de hacerme partícipe de sus sabias máximas, sin las que los juegos de azar llevan a la ruina a todos a los que gustan. Pero como no me fiaba del todo de la lealtad de M aroli, me mantenía en guardia. Todas las noches, cuando ter­ minábamos de tallar, hacíamos las cuentas, y el cofrecito que­ daba en manos del cajero. Después de repartir el dinero en metálico ganado, cada uno se lo llevaba a casa. Afortunado en el juego, con buena salud, y apreciado por to­ dos mis compañeros, que, llegado el caso, nunca me encontraban avaro, habría estado muy satisfecho con mi suerte si me hubiera visto algo mejor considerado en la mesa del señor D . R. y trata­ do con menos orgullo por su dama, que, sin razón alguna, pare­ cía complacerse en humillarme de vez en cuando. Yo la detestaba, y cuando, admirando sus perfecciones, meditaba sobre el senti­ miento de odio que me había inspirado, la encontraba no sólo im­ pertinente sino estúpida, diciéndomc para mis adentros que no le habría costado mucho conquistar mi corazón sin necesidad si­ quiera de amarme. L o único que deseaba era que dejase de obli­ garme a odiarla. Su comportamiento me parecía extraño, pues, si lo hacía a propósito, era imposible que saliera ganando algo. Tampoco podía atribuir su conducta a un espíritu de coque­ tería, pues nunca le había dado yo el menor indicio de toda la justicia que le hacía, ni a una pasión am orosa por alguien que pudiera volverle odiosa mi persona, pues el señor D. R. no le in­ teresaba demasiado, y, por lo que se refiere a su marido, lo tra­ taba como si no existiese. En fin, aquella joven era causa de mi desdicha y me sentía irritado contra mí mismo, pues sabía que, de no ser por los sentimientos de odio que me animaban, nunca habría pensado en ella. Y yo mismo me detestaba al descubrir en mí un alma rencorosa: nunca hasta entonces había sabido que fuera capaz de odiar.

67. Son varios los oficiales de esc apellido que pudieron ser com pañeros de juego de Casanova. 68. El socio del banquero, que estaba a sus espaldas y lo ayudaba en el manejo del dinero.

-¿Q u é hacéis con vuestro dinero? -m e dijo de buenas a pri­ meras un día después de cenar, cuando alguien me entregaba una suma perdida bajo palabra.

374

375

- L o guardo, señora -le respondí-, para hacer frente a mis fu turas pérdidas. -S i no gastáis nada, mejor haríais en no jugar, pues perdéis vuestro tiempo. - E l tiem po que uno pasa divirtiéndose no se puede llamar tiempo perdido. L o es en cambio el que uno pasa aburriéndose. Un joven que se aburre se expone a la desgracia de enamorarse y hacerse despreciar. - E s posible; pero si os divertís haciendo de cajero de vuestro propio dinero, demostráis avaricia, y un avaro no es más digno de estima que un enamorado. ¿P or qué no os compráis un par de guantes? Todos se echaron a reír entonces, y me sentí estúpido. Tenía razón. Entre las atribuciones de un ayudante figuraba la de acompañar a una dama hasta la silla de manos, o a su carroza cuando se levantaba para irse, y en C orfú la moda era servirla le­ vantando su vestido con la mano izquierda y poniéndole la de­ recha bajo la axila. Sin guantes, el sudor de la mano podía mancharla. Me sentí humillado, y la tacha de avaricia me llegó al alma. Atribuirla a falta de educación hubiera sido hacerme un favor. Para vengarme, en lugar de com prar un par de guantes, decidí evitar a la señora F., abandonándola a la insípida galante­ ría de Sanzonio, que tenía los dientes podridos, una peluca rubia, la piel negra y el aliento fétido. De este modo, vivía desdichado y rabiando por no poder dejar de odiar a aquella mujer. Des preciarla no me tranquilizaba en conciencia, pues con la cabeza fría no podía encontrarle ningún defecto. Ella no me odiaba, y no me amaba, así de sencillo; com o era muy joven y tenía nece sidad de divertirse, había puesto sus miradas en mí para entre tenerse com o habría hecho con un muñeco. ¿Podía sentirme conforme con eso? Deseaba castigarla, hacer que se arrepintiese, y rumiaba las venganzas más crueles. La de conseguir que se en amorase de mí, para tratarla com o a una cualquiera, era una de ellas; pero cuando me paraba a pensarlo, rechazaba esa idea con desdén: sabía que carecía del valor suficiente para resistir a la fuerza de sus encantos, y menos todavía a sus insinuaciones en caso de que se produjeran. Mas un golpe de fortuna dio un giro radical a mi situación. 376

El señor D. R. me envió, nada más cenar, a casa del señor de Condulm er,69 capitán de las galeazas, para entregarle unas cartas y esperar sus órdenes. Este capitán me hizo esperar hasta me­ dianoche, de modo que cuando volví a casa, como el señor D . R ya se había retirado, también me fui a la cama. Por la mañana, nada más despertarse, entré en su alcoba para darle cuenta del encargo. Un minuto después entra su ayuda de cámara y le en­ trega una nota diciéndole que el ayudante de la señora F. estaba fuera y esperaba respuesta. Sale acto seguido y el señor D. R. la abre y lee. Luego desgarra la nota y la pisotea en un ataque de luria; después pasea arriba y abajo por la habitación y finalmente escribe la respuesta a la nota, la sella y llama para que entre el ayudante, a quien se la entrega. Acto seguido, dando muestras de la m ayor tranquilidad, termina de leer lo que el capitán de las galeazas le respondía, y me ordena copiar una carta. Estaba él le­ yéndola cuando entró el ayuda de cámara para decirme que la señora F. tenía que hablar conmigo. El señor D. R. me dijo que ya no me necesitaba y que podía ir a ver lo que la Señora tenía que decirme. N ada más salir, vuelve a llamarme para advertirme que mi deber era ser discreto. N o necesitaba yo esa advertencia. Vuelo a casa de la Señora, sin conseguir adivinar para qué me llamaba. Flabía estado en su casa varias veces, pero nunca a pe­ tición suya. Sólo me hizo esperar un minuto. Entro y me quedo sorprendido al verla sentada en la cama, con el rostro encendido, arrebatadora de belleza, pero con los ojos hinchados y enroje­ cidos. Mi corazón palpitaba sin tregua y no sabía por qué. -Sentaos en esa butaquita -m e d ijo -, porque tengo que ha­ blaros. - O s escucharé de pie, señora, pues no me creo digno de ese favor. N o insistió, quizá recordando que nunca había sido tan ama­ ble conm igo y que nunca me había recibido estando ella en la cama. Después de recogerse un momento, me dijo: -A n och e mi marido perdió bajo palabra doscientos ccquíes en el café de vuestra banca, creyendo que los tenía yo y que hoy 69. Domenico Condulmer, nacido en 1709, capitán de galeaza desde 1742, mandaba los navios de guerra que dos años más tarde se encon­ traron ante Corfú durante una inspección del provisor general Dolfin. 377

podría pagarlos; pero yo he dispuesto de ese dinero y por tanto debo conseguírselos. H e pensado que vos podríais decir a Maroli que habéis recibido de mi marido la suma que perdió. Aquí tenéis una sortija, quedaos con ella y ya me la devolveréis el pri­ mer día del año cuando os entregue los doscientos ducados por los que os haré un recibo. -A cep to el recibo, señora, pero no quiero privaros de vues­ tra sortija. O s diré además que el señor F. debe ir o enviar a al­ guien a pagar esa suma a la banca; dentro de diez minutos me veréis volver para entregárosla. Tras haberle dicho esto, no esperé su respuesta. Salí, volví al palacete del señor D. R., metí en mi bolso dos cartuchos de cien y se los llevé, guardándome en el bolsillo el recibo en el que se com prom etía a pagarme la cantidad el primero de año. C uando me vio a punto de irme, me dijo estas palabras exac­ tas: -S i hubiera adivinado lo dispuesto que estabais a com pla­ cerme, creo que no habría tenido valor para decidirme a pediros este favor. -B ien , señora, para el futuro debéis pensar que no hay hom ­ bre en el mundo capaz de negaros uno tan insignificante si se lo pedís en persona. - E s muy halagador lo que me decís, mas espero no volver a encontrarme nunca en la cruel necesidad de hacer la experiencia. Me marché reflexionando en la sutileza de su respuesta. N o me dijo que me equivocaba, com o yo esperaba, porque se ha bría com prom etido. Sabía que yo estaba en el dorm itorio del señor D. R. cuando el ayudante le llevó su nota, y que debía de estar al corriente de que le había pedido doscientos cequíes, que él le había negado; pero no me dijo nada. ¡D ios mío, cuánto me gustó! L o adiviné todo. La vi celosa de su reputación, y la adoré. Q uedé convencido de que no podía amar al señor D . R ., y de que él tampoco la amaba, y mi corazón se alegró con este des cubrim iento. Ese día empecé a enam orarm e perdidamente de ella, con la esperanza de lograr conquistar su corazón. Nada más llegar a mi cuarto taché con la tinta más negra todo lo que la señora F. había escrito en su recibo, salvo su nombre. Luego lo sellé y lo llevé a casa de un notario, donde lo deposite 378

haciéndole firmar una declaración en la que se comprometía a no entregar el recibo sellado más que a la señora F., a su requeri­ miento y en propia mano. Esa noche el señor F. vino a mi banca, me pagó la suma, jugó con dinero en efectivo y ganó tres o cua­ tro docenas de cequíes. L o que me pareció más notable en esta simpática aventura fue que el señor D. R. siguió siendo igual de atento con la señora F., lo mismo que ella con él, y que él no me preguntó qué había querido su mujer de mí cuando me vio de nuevo en el palacio. Pero desde ese momento ella cambió com ­ pletamente de actitud conm igo. N o volvió a encontrarse frente a mí en la mesa sin dirigirm e la palabra, haciéndome a menudo preguntas que me permitían expresar comentarios críticos en un estilo divertido pero siempre con aire serio. El de hacer reír sin reír era en esa época mi m ayor talento. Lo había aprendido del señor M alipiero, mi prim er maestro: «Para hacer llorar, me decía, hay que llorar, pero no hay que reír cuando se quiere hacer reír».7® En todo lo que yo hacía, en todo lo que decía cuando la señora F. estaba presente, el único objetivo de mi pen­ samiento era agradarla; pero como nunca la miraba sin motivo, nunca le daba un indicio seguro de que mi intención fuera agra­ darla. Q uería obligarla a sentir curiosidad, a hacerle sospechar la verdad, a adivinar mi secreto. Debía ir paso a paso, pero tiempo era lo que me sobraba. Mientras tanto, gozaba viendo que el d i­ nero y la buena conducta me prestaban una consideración que no podía esperar ni de mi cargo, ni de mi edad, ni de algún ta­ lento especial para la carrera que había emprendido. Hacia mediados de noviem bre,71 mi soldado francés sufrió una fluxión de pecho. El capitán Cam porcse ordenó trasladarlo al hospital en cuanto se lo comuniqué. A l cuarto día me dijo que no volvería y que ya le habían administrado la extremaunción; y por la noche estaba yo con él cuando vino el sacerdote que había encomendado su alma a decirle que había muerto, entre­ gándole un paquetito que el difunto le había dado antes de en­ trar en agonía a condición de no dárselo al capitán hasta después 70. I.a máxima se encuentra en Horacio (Artepoética, 102), aunque más adelante (vol. 6, cap. X, pág. 1597), Casanova la atribuya a Volt.iirc: «S» vis me flere, dolendum est primum ipso tibi». 71. F.n realidad ese encuentro tuvo lugar en junio de 1741. 379

de su muerte. Era un sello de latón con un escudo ducal, una partida de bautismo y una hoja de papel en la que tuve que leer, pues el capitán no entendía el francés, lo siguiente, muy mal es­ crito y con una ortografía pésima: «Q uiero que este papel que he escrito y firm ado de mi pro­ pio puño no se entregue a mi capitán hasta que yo haya muerto con toda seguridad. De otro m odo mi confesor no podrá hacer ningún uso de él, pues sólo se lo confío bajo el sagrado secreto de la confesión. Ruego a mi capitán que mande enterrarme en una tumba de la que mi cuerpo pueda ser desenterrado si el duque, mi padre, lo pidiese. También le ruego que envíe al em­ bajador de Francia, que está en Venecia, mi partida de bautismo, el sello con las armas de mi familia y un certificado de mi muerte en debida form a para que lo envíe al señor duque, mi padre: mi derecho de primogenitura debe pasar a mi hermano el príncipe. En fe de lo cual, pongo mi firma, François V I, Charles, Philippe, Louis FOUCAULD, príncipe de LA ROCHEFOUCAULD». En el acta de bautismo, expedida en Saint-Sulpice,7' figuraba ese mismo nombre, y el del duque padre era François V. El nom­ bre de la madre era Gabrielle du Plessis. Cuando terminé esta lectura no pude impedir soltar una car­ cajada; pero, viendo que el estúpido de mi capitán, a quien mi risa le parecía fuera de lugar, se apresuraba a ir a comunicar el hecho al provisor general, le dejé para dirigirme al café, seguro de que Su Excelencia se burlaría de él y de que la extraordinaria bufonada haría reír a todo C o rfú . En Rom a, en casa del carde­ nal Acquaviva había conocido yo al abate de Liancourt, biznie­ to de C h arles, cuya hermana G abrielle du Plessis había sido esposa de François V; pero esto había ocurrido a principios del siglo anterior. En la secretaría del cardenal había copiado tam bién una declaración que el abate de Liancourt debía enviar a la corte de M adrid, y que contenía diversas circunstancias más re­ lativas a la casa du Plessis. Por otra parte, la impostura de La Va leur me parecía tan loca como singular, dado que, si todas esas circunstancias no podían darse a conocer hasta después de su muerte, no podían servirle de nada. 72. Iglesia de París, construida entre 1655 y 1745. 380

Media hora después, en el momento en que abría un mazo de cartas, el ayudante Sanzonio entra y cuenta la importante no­ ticia con la m ayor seriedad. Venía del gobierno militar, donde había visto llegar sin aliento a Cam porese y entregar a Su E xce­ lencia el sello y los documentos del difunto. Su Excelencia había ordenado seguidamente enterrar al príncipe en una tumba aparte con los honores debidos a su rango. O tra media hora después el señor M inotto,75 ayudante del provisor general, vino a decirme que Su Excelencia quería hablar conmigo. Terminada la partida, paso las cartas al m ayor Maroli y voy al gobierno militar. E n ­ cuentro a Su Excelencia a la mesa con las principales damas y tres o cuatro jefes de mar; también veo a la señora F. y al señor D. R. -¡B u en o ! -m e dice el viejo general-, de modo que su criado era un príncipe. -N u n ca habría podido adivinarlo, Monseñor, y ni siquiera ahora lo creo. -¡C ó m o ! H a muerto, y no estaba loco. Habéis visto su par­ tida de bautismo, su escudo de armas, el escrito de su puño y letra. Cuando uno está muriéndose, no tiene ganas de represen­ tar una farsa. -S i Vuestra Excelencia cree cierto todo eso, el respeto que os debo me impone silencio. - N o puede ser más que cierto, y me asombran vuestras dudas. - E s que, Monseñor, estoy informado tanto de la familia de La Rochefoucauld com o de la du Plessis; y, además, he con o­ cido dem asiado bien al hom bre en cuestión. N o estaba loco, pero era una bufón extravagante. Nunca lo vi escribir, y veinte veces me dijo que nunca había aprendido. -S u escrito demuestra lo contrario. Su sello lleva las armas ducales; tal vez no sepáis que el señor de La Rochefoucauld es duque y par de Francia. -O s pido perdón, Monseñor, sé todo eso, y más incluso, pues sé que François VI tuvo por esposa a una señorita de Vivonnc. -V os no sabéis nada. Ante semejante sentencia, me impuse silencio. Y vi con pla73. Un coronel Zuane Minotto aparece frecuentemente mencio­ nado en los despachos de Dolfin entre 1743 y 1744, que lo nombró su­ perintendente del servicio médico contra la peste en San Maura. 381

cer a todos los hombres presentes disfrutar con la humillación que suponían estas palabras: «Vos no sabéis nada». Un oficial dijo que el difunto era atractivo, que tenía un aire noble, mucha inteligencia, y que había sabido tomar tan bien sus precaucio­ nes que nadie habría podido imaginarse nunca que era quien era. U na dama afirm ó que, de haberlo conocido, ella lo habría des­ enmascarado. O tro adulador aseguró que siempre estaba alegre, que nunca era orgulloso con sus com pañeros y que cantaba com o un ángel. -Tenía veinticinco años -d ijo la señora Sagredo74 mirándo­ m e-, y si es cierto que poseía esas cualidades, vos debéis de ha­ berlas advertido. - N o puedo describíroslo sino como me pareció, señora. Siem­ pre alegre, a menudo hasta la locura, porque hacía cabriolas, cantaba coplillas subidas de tono y conocía un sorprendente nú­ mero de anécdotas populares de magia, milagros y maravillosas proezas que chocaban con el sentido común, y que por ese mo­ tivo podían hacer reír. En cuanto a sus defectos, era borracho, sucio, libertino, pendenciero y algo bribón. Lo soportaba por­ que me peinaba bien, y porque yo quería aprender a practicar el francés con las frases propias del genio de la lengua. Siempre me declaró que era picardo, hijo de un cam pesino, y desertor. Es posible que me engañara cuando me dijo que no sabía escribir. M ientras así hablaba, entra Cam porcse para anunciar a Su Excelencia que La Valeur aún respiraba. Entonces, mientras me dirigía una significativa mirada, el general me dijo que se ale­ graría mucho si conseguía superar la enfermedad. - Y también yo, M onseñor, pero seguro que el confesor lo hará morir esta noche. -¿ P o r qué queréis que lo mate? -P ara evitar las galeras, a las que Vuestra Excelencia lo con­ denará por violar el secreto de confesión. L os presentes sofocaron entonces las risas, y el viejo general frunció sus negras cejas. Al final de la recepción, la señora F., a quien yo había precedido hasta su coche mientras el señor I). R. 74. Lucia Elena Pasqualigo, casada en 1739 con Zuan Francesco S.i gredo, baile en Corfú de 1743 a 1745. 382

le daba el brazo, me dijo que entrase porque llovía. Era la p ri­ mera vez que me hacía tan señalado honor. -Pienso como vos -m e dijo-, pero habéis disgustado en grado mimo al general. -E s una desgracia inevitable, señora, porque no sé mentir. ■ -Podíais haber ahorrado al general la broma de mal gusto de que el confesor hará morir al príncipe -m e dijo el señor D. R. -Pensé que le haría reír, com o he visto reír a Vuestra E xce­ lencia y a la señora. Suele apreciar el ingenio que hace reír. -P e ro el ingenio que no ríe no lo aprecia. -A p u esto cien cequícs a que ese idiota termina curándose, y a que, con el general de su parte, va a sacar provecho de su im­ postura. Estoy impaciente por verlo tratado com o un príncipe, y a él haciendo la corte a la señora Sagrcdo. Al oír este nombre, la señora F., que no apreciaba a la dama, *0 echó a reír a carcajadas; y, al apearse del coche, el señor D . R. me dijo que subiese. Cuando cenaba con ella en casa del general, solían pasar juntos media hora en el dom icilio de la señora F., pues el marido nunca se dejaba ver. También era la primera vez que la pareja admitía a un tercero, y yo, encantado con la dis­ tinción, estaba lejos de creerla sin consecuencias. La satisfacción que sentía, y que debía disimular, no debía impedirme estar alegre y dar un tinte cómico a todos los temas que el señor y la señora pusieron sobre el tapete. N uestro trío duró cuatro horas. Volvimos al palacio a las dos de la mañana. Fue esa noche cuan­ tío el señor D . R. y la señora F. me conocieron a fondo. La se­ ñora F. dijo al señor D. R. que nunca se había divertido de aquella manera ni creído que unas simples palabras pudieran hacer reír tanto. Lo cierto es que su risa provocada por todas las cosas que yo contaba me hizo descubrir en ella una inteligencia infinita, y su entusiasmo me enamoró de tal modo que me fui a dorm ir con­ vencido de que ya no me sería posible hacer con ella el papel de indiferente. Al día siguiente, cuando me desperté, el nuevo soldado que me servía me dijo que La Valeur no sólo se encontraba mejor, sino que el médico del hospital lo había declarado fuera de pe­ ligro. Se habló de ello en la mesa, pero yo no abrí la boca. Dos

días más tarde fue trasladado, por orden del general, a un apo­ sento apropiado a su rango y le asignaron un lacayo; lo vistieron, le dieron camisas y, tras una visita que el ingenuo provisor ge­ neral le hizo, todos los jefes de mar, sin exceptuar al señor D. R ., se sintieron obligados a visitarlo. Había en todo ello mucho de curiosidad. L a señora Sagredo también fue a verlo, y todas las damas quisieron conocerlo, salvo la señora F., quien, riendo, me dijo que sólo iría en caso de que yo quisiera tener la amabi­ lidad de presentarla. Le rogué que me dispensase. Le daban el tí­ tulo de alteza, y él llamaba a la señora Sagredo «su princesa». Al señor D . R ., que quería convencerme para que fuera, le expli­ qué que había hablado demasiado para tener el valor o la vileza de desdecirme. Toda la impostura habría quedado al descubier­ to de haber tenido alguien un almanaque francés de esos en los que figura la genealogía de todas las grandes familias de Francia; pero nadie tenía ninguno, y el mismo cónsul de Francia, z o ­ penco de primer orden, no sabía nada. El bellaco empezó a salir ocho días después de su metamorfosis. Com ía y cenaba a la mesa del general y asistía todas las noches a la recepción, donde se quedaba dorm ido porque se emborrachaba. Pese a ello, seguían creyendo que era príncipe por dos razones: una, porque espe raba sin ningún temor la respuesta que el general debía recibir de Venecia, adonde había escrito de inmediato; la otra, porque so licitaba al obispado un castigo importante contra el sacerdote que había traicionado su secreto, violando el de la confesión. Y.» estaba encarcelado el sacerdote, y el general no tenía fuerza para defenderlo. Todos los jefes de mar lo habían invitado a comer, pero el señor D . R. no se atrevía a invitarlo porque la señora I le había manifestado con toda claridad que ese día ella se que daría a com er en su casa. Y o ya le había advertido respetuosa mente que ese día tampoco me encontraría a su mesa. Cierto día, al salir de la vieja fortaleza, me lo encontré en el puente que da a la explanada. Se para delante de mí y me hace rcíi reprochándome en tono de gran señor que no hubiera ido a verlo D ejo de reír y le contesto que debería pensar en huir antes d» que llegase la respuesta, porque entonces el general se enteraría di la verdad y se lo haría pagar caro. Me ofrezco a ayudarlo y a hacei gestiones para que un capitán de navio napolitano dispuesto .1 384

hacerse a la vela lo reciba a bordo y lo oculte. El desdichado, en lugar de aceptar mi ofrecimiento, se dedicó a injuriarme. La dama a quien este loco hacía la corte era la señora Sa­ gredo, que, halagada de que un príncipe francés hubiera reco­ nocido su mérito, superior al de todas las demás, lo trataba bien. Durante una comida de gala en casa del señor D. R., esta dama me preguntó por qué había aconsejado yo al príncipe la huida. - É l mismo me lo ha contado -m e d ijo -, sorprendido ante vuestro empeño en creerle un impostor. - L e he dado ese consejo, señora, porque tengo buen corazón y soy sensato. -En ton ces, ¿todos nosotros somos imbéciles, incluido el ge­ neral ? - N o sería justo deducir eso, señora. Una opinión contraria a la de otro no convierte en imbécil al que la tiene. Puede que den­ tro de ocho o diez días descubra que me he equivocado, pero no por ello me creería más estúpido que otros. Por otro lado, una dama tan inteligente como vos puede haberse dado cuenta de si ese hombre es príncipe o patán por sus modales, por la edu­ cación que recibió. ¿Baila bien? - N o sabe dar un paso, pero no le importa. Dice que no quiso aprender. - ¿ E s educado en la mesa? - N o es ningún remilgado; no quiere que le cambien el plato; come de la fuente del centro con su propia cuchara; no sabe con­ tener un eructo en el estómago, bosteza y es el primero en le­ vantarse cuando le da la gana. Es m uy sencillo: no ha recibido una buena educación. |

- Y sin em bargo es muy amable, ¿verdad? ¿Es limpio? - N o , aunque todavía no dispone de suficiente ropa. -D icen que es sobrio.

-E stáis de broma. Se levanta borracho de la mesa dos veces todos los días; pero hasta en ese punto es de compadecer: no puede beber vino sin que se le suba a la cabeza. Blasfema como un húsar, y nosotros nos reímos; pero nunca se ofende. I - ¿ E s inteligente?

I

-T ien e una memoria prodigiosa, porque todos los días nos cuenta historias nuevas. 385

-¿H ab la de su familia? -M u ch o de su madre, a la que quiere mucho. E s una du Plessis. -Si todavía vive, debe de tener, mes arriba mes abajo, ciento cincuenta años. - ¡Q u é locura decís! -S í, señora. Se casó en los tiempos de M aría de M ed id .7’ -P u es su partida de bautismo la nombra; y su se llo ...76 -¿Sab e siquiera las armas de su escudo? - ¿ L o dudáis? -C re o que no tiene ni idea. Todos los presentes se levantan de la mesa. Un minuto des­ pués anuncian al príncipe que entra en esc momento, y entonces la señora Sagredo le dice: -C asanova está seguro, mi querido príncipe, de que no co­ nocéis vuestros blasones. A estas palabras, La Valeur avanza hacia mí con una sonrisa burlona, me llama cobarde y me aplica un bofetón con el revés de la mano que me despeina y me aturde. Lentamente me enca­ mino hacia la puerta cogiendo al pasar mi sombrero y mi bastón, y bajo la escalera mientras oigo al señor D . R. ordenar a gritos que arrojen a aquel loco por la ventana. Salgo de palacio y me encamino a la explanada para espe­ rarlo, pero al verlo salir por una puertecita lateral me meto por la calle seguro de encontrarlo. L o veo, corro a su encuentro y empiezo a golpearlo con tal violencia que podía haberlo matado en una esquina formada por dos muros, donde, al no poder es­ capar, no le quedaba otro rem edio que sacar la espada; pero nunca pensó en ello. Sólo lo dejé cuando lo vi en tierra lleno de sangre. Pasé entre la multitud de espectadores que me hizo calle y me fui al café de Spilea77 para precipitar mi saliva amarga con 75. María de Medici (1 573-1642), hija de Francisco II, gran duque de Toscana, reina de Francia tras su matrimonio con Enrique IV y re gente en nombre de su hijo Luis XIII desde 1620. 76. La frase está inacabada en el manuscrito. Al parecer, Casanova escribió o reescribió la página siguiente sin darse cuenta de que no es taba completa la anterior. 77. Barrio de Corfú, al oeste de la ciudad y de la ciudadcla. 386

una limonada sin azúcar. En cuatro o cinco minutos me vi ro ­ deado por todos los oficiales jóvenes de la guarnición, que, como no hacían más que decirme que debía haberlo matado, em­ pezaban a fastidiarme. Si no había muerto después de la forma en que lo había tratado, no era por culpa mía. Q uizá lo habría matado si se hubiera atrevido a sacar la espada.78 Una media hora después se presenta un ayudante del general para ordenarm e de parte de Su Excelencia que me constituya arrestado en la Bastarda.7* Recibe este nombre la galera com an­ dante, donde el arresto consiste en verse con una cadena en los pies igual que un galeote. Le respondo que me d o y por ente­ rado, y se marcha. Salgo del café, pero cuando llego al final de la calle, en lugar de dirigirm e a la explanada, tuerzo a mi iz­ quierda y me encamino hacia la orilla del mar. Después de ca­ minar un cuarto de hora, veo una barca vacía, amarrada y con dos remos. Me meto en ella, suelto la amarra y remo hacia un gran caique80 de tres remos que bogaba contra el viento. Tras al­ canzarlo, ruego al carabuchiri81 que se ponga a favor del viento y me lleve a bordo de una barcaza de pescadores que se divisa­ ba y que iba hacia la roca de V ido.8í D ejo ir mi barca a la deriva. Después de haber pagado bien mi caique, subo a la barcaza y ajusto con el patrón un pasaje. En cuanto llegamos a un acuerdo, despliega tres velas y con viento de popa al cabo de dos horas me dice que estamos a quince millas de C orfú . C om o el viento paró entonces, le hice bogar contra corriente. Hacia mediodía me di­ jeron que no podían pescar sin viento y que dejaban de bogar. Me aconsejan que duerma hasta el amanecer, pero no quiero. Pago un poco más de dinero y me hago dejar en tierra sin pre78. En los despachos oficiales de Dolfin no se menciona este episo­ dio, que Casanova parece haber exagerado para dar una mala imagen de Dolfin, con quien probablemente tuvo dificultades durante su estancia en Corfú. 79. Tipo de galera comprendida entre la galera y el navio, más ro­ busta y mejor armada que aquélla. 80. Embarcación larga y estrecha, utilizada en los mares del Le­ vante. 81. Propietario o capitán de una nave. 82. Pequeña isla enfrente de la ciudad, cubierta de olivares en la época.

387

guntar dónde estábamos para no despertar sospechas. Sólo sabía que me encontraba a veinte millas de C orfú , y en un lugar donde nadie podía suponer que estaba. A la luz de la luna sólo veía una pequeña iglesia contigua a una casa, una larga barraca cubierta y abierta por am bos lados y, tras un ancho llano de cien pasos, unas montañas. Hasta el amanecer estuve bajo la barraca, dur­ miendo bastante bien tumbado sobre paja, a pesar del frío. Era el primero de diciembre, mas, pese a la suavidad del clima, como carecía de capa y mi uniforme era demasiado ligero, estaba tran­ sido de frío. A l oír sonar las campanas, vo y a la iglesia. El pope8’ de larga barba, sorprendido ante mi aparición, me pregunta en griego si soy romeo, griego; le respondo que soy fragico,** italiano; y acto seguido me vuelve la espalda sin querer escucharme. Entra en la iglesia y se encierra. Me vuelvo hacia el mar y veo una embarcación separarse de una tartana anclada a cien pasos de la isla, que viene con cuatro remos para dejar en tierra a las personas que iban dentro preci­ samente donde yo me encontraba. Veo a un griego de buen as­ pecto, a una mujer y a un niño de diez a doce años. Pregunto al hombre si había tenido buen viaje, y de dónde venía. Me res­ ponde en italiano que venía de Cefalonia con su mujer y su hijo y que iba a Venecia. Pero que antes de seguir viaje quería oír misa en la iglesia de la Santa Virgen de C asop o8' para saber si su suegro seguía vivo, y si estaba dispuesto a pagarle la dote de su mujer. - ¿ Y cóm o lo sabréis? -G racias al pope Deldim ópulo, que me trasladará fielmente el oráculo de la Santa Virgen. Inclino la cabeza y lo sigo a la iglesia. H abla con el pope, 1c da dinero. El pope dice la misa, entra en el sancta sanctorum, sale al cuarto de hora, sube otra vez al altar, se vuelve hacia nosotros, se recoge y, después de haberse arreglado su larga barba, pro

nuncia en diez o doce palabras su oráculo. El griego de C efalo ­ nia, que desde luego no era ningún Ulises, vuelve a dar dinero con aire satisfecho al im postor y se marcha. Cuando acompaño al griego a la barca, le pregunto si estaba contento con el oráculo. -Contentísim o. Sé que mi suegro está vivo y que me pagará la dote si consiento en dejarle a mi hijo. Sé que siente pasión por el, y se lo dejaré. -¿ O s conoce ese pope? -S ó lo sabe mi nombre. -¿Tenéis buenas mercancías en vuestro barco? -Bastante buenas. Venid a almorzar conm igo y las veréis. -A cep to con gusto. Encantado de haber sabido que siguen existiendo oráculos, y seguro de que existirán mientras en el mundo haya sacerdotes griegos, voy con el hombre a bordo de su tartana, donde ordena preparar un buen almuerzo. Sus mercancías consistían en algo­ dón, telas, uvas llamadas de C orinto, aceites y excelentes vinos. También llevaba calzas, gorros de algodón, capotes a la oriental, paraguas y galleta de munición,86que me gustaba mucho, porque entonces yo tenía treinta dientes tan buenos que era difícil ver­ los mejores. De esos treinta dientes hoy no me quedan más que dos; veintiocho se han ido junto con varias herramientas más; pero dum vita superest, bene est.8; Le compré de todo, menos algodón, porque no habría sabido qué hacer con él; y sin rega­ tear le pagué los treinta y cinco o cuarenta cequíes que me dijo que valía aquello. Me regaló entonces seis huevas de mújol ex­ celentes. Com o me oyera alabar un vino de Zante que él llamaba generoydes, me dijo que, si quería acompañarlo hasta Venecia, me regalaría una botella todos los días, incluso durante la cuaren­ tena. A lgo supersticioso como siempre, y tomando aquella in­ vitación por una voz de D ios, acepté de inmediato su propuesta por la más tonta de todas las razones: porque aquella extraña decisión no podía tener nada de premeditado. A sí era yo, pero,

83. Sacerdote griego ortodoxo. Casanova escribe siempre «papa-. 84. Romeo y fragico son términos griegos (romeos, francos) que sig nifican respectivamente «griego» y «europeo occidental». 85. Pequeña península en la isla de Oros y ciudad situada en ella, l.i antigua Casíope; tenía una pequeña iglesia, lugar de peregrinación.

86. Galleta de pasta de pan, de forma redonda, empleada como ali­ mento para las tripulaciones por su excepcional conservación. 87. «Mientras haya vida, todo va bien», verso del poeta latino Mece­ nas, citado por Séneca, Epístolas, CI.

388

389

para mi desgracia, hoy he cambiado. Dicen que la vejez vuelve al hombre sensato. N o sé cómo se pueden amar los efectos de una mala causa. En el momento en que iba a tomarle la palabra, me ofrece un bello fusil por diez ccquíes, asegurándome que en C orfú todo el mundo me ofrecería doce por él. A la palabra de C orfú creí oír a mi mismo D ios ordenándom e volver. C o m p ré el fusil, y el buen cefalonio me regaló una bonita cartuchera turca bien pro­ vista de plom o y de pólvora. Le deseé buen viaje y, con mi fusil cubierto por una excelente funda, tras meter cuanto había com ­ prado en un saco, regresé a la playa, decidido a alojarme de gra­ do o por fuerza en casa de aquel pope granuja. La agudeza que el vino del griego me había dado debía tener consecuencias. En los bolsillos llevaba cuatrocientas o quinientas gacetas de cobre*11 que me resultaban dem asiado pesadas; pero había tenido que procurármelas, por haber previsto fácilmente que en la isla de Casopo esa moneda podía resultarme necesaria. A sí pues, tras haber guardado el saco en la barraca, me di­ rijo, con el fusil al hom bro, a casa del pope. La iglesia estaba ce­ rrada. Pero ahora debo dar a mis lectores una idea exacta de mi situación en ese momento. Estaba tranquilamente desesperado. Los trescientos o cuatrocientos cequíes que llevaba encima no podían impedirme pensar que en aquel sitio me hallaba en peli­ gro, que no podría permanecer allí mucho tiem po, que sin mucho tardar se terminaría sabiendo dónde me encontraba, y que, por haberme com portado de form a contumaz, se me trata­ ría com o a tal. Me veía impotente para tom ar una decisión, y sólo eso basta para volver horrible cualquiera situación. N o podía regresar voluntariamente a C o rfú sin hacerme tratar de loco, porque, volviendo, habría dado un indicio irrefutable de !¡ gereza o de cobardía, y por otro lado no tenía valor para deser tar del todo. El principal m otivo de aquella impotencia moral no era ni los mil cequíes que tenía depositados en manos del ca­ jero del gran café, ni mi equipaje bastante bien surtido, ni el temor a no encontrar de qué vivir en otra parte; era la señora E , 88. Moneda veneciana con un valor de 2 sueldos. Su nombre derivo de ese valor de 2 sueldos, precio que costaba una gaceta. 390

a la que adoraba, y cuya mano ni siquiera había besado todavía. En medio de semejante angustia, no podía hacer otra cosa que dejarme llevar por la exigencia del momento. Y en ese instante debía pensar en buscar alojamiento y comida. Llam o violentamente a la puerta de la casa del cura. Se asoma a la ventana y, sin esperar a que le dirija la palabra, vuelve a ce­ rrarla. Llam o de nuevo, echo pestes y juramentos, nadie me res­ ponde, y, presa de rabia, descargo mi fusil en la cabeza de un cordero que pastaba junto a otros a veinte pasos de mí. Se pone a gritar el pastor, y el pope, asomándose a la ventana, grita «¡A l ladrón!» y, acto seguido, toca a rebato. O igo sonar tres campa­ nas al mismo tiempo y preveo que va a llegar mucha gente; ¿qué ocurrirá? N o lo sé, pero vuelvo a cargar mi fusil. O cho o diez minutos después veo bajar de la montaña un tropel de aldeanos armados de fusiles, horcas y largos espontones. Me retiro bajo la barraca, pero sin ningún miedo, porque no me parecía lógico que, estando solo, aquellas gentes quisie­ ran asesinarme sin escucharme antes. Los primeros que llegaron corriendo fueron diez o doce jó ­ venes con los fusiles preparados. Los detengo arrojándoles pu­ ñados de gacetas, que recogen asombrados, y sigo haciendo lo mismo a medida que llegan más pelotones, hasta que me quedo sin monedas y ya no veo venir a nadie más. Aquellos palurdos estaban allí como atontados, sin saber qué hacer contra un joven de aire pacífico que les tiraba de aquel m odo su dinero. Sólo pude hablar cuando las campanas que me ensordecían dejaron de sonar; pero el pastor, el pope y su sacristán me interrumpie­ ron, tanto más cuanto que yo hablaba italiano. Los tres se diri­ gieron al mismo tiempo a aquella chusma. Mientras tanto, me había sentado sobre mi saco y permanecía tranquilo. U no de los aldeanos, de aspecto razonable y edad avanzada, se me acerca y me pregunta en italiano por qué había matado el cordero. -P a ra comerlo después de haberlo pagado. -P e ro su Santidad bien puede pedirle un cequí. - A q u í está ese cequí. El pope lo acepta, se marcha, y toda la pelea queda zanjada. E l aldeano que había hablado conm igo me dijo que había ser­ 39i

vido en la guerra del año 16 y defendido Corfú.®9 L o felicité y le pedí que me buscara alojamiento cóm odo y un buen criado que supiera prepararm e comida. M e dijo que me conseguiría una casa entera y que él mismo me haría la comida, pero que había que subir. Me muestro conform e y empezamos a ascender se­ guidos por dos mocetones, uno de los cuales llevaba mi saco, y el otro mi cordero. Le digo al hombre que me gustaría tener a mi servicio veinticuatro mozos com o aquellos dos, con disciplina militar, a los que pagaría veinte gacetas diarias, y a él cuarenta en calidad de mi lugarteniente. Me responde que no estoy equivo­ cado, y que él me organizaría una guardia militar que me deja­ ría satisfecho. Llegam os a una casa muy cóm oda, en cuya planta baja yo disponía de tres habitaciones, cocina y una larga cuadra que en­ seguida transformé en cuerpo de guardia. Me dejó allí para ir a buscarme todo lo que necesitaba, y principalmente una mujer para hacerme camisas. C o n seguí todo aquello en la jornada: cama, muebles, una buena comida, baterías de cocina, veinticua­ tro mocetones todos ellos armados de fusil, y una vieja costurera junto con varias jóvenes aprendizas para cortar y coser camisas. Después de la cena me sentí del m ejor hum or del mundo en aquella compañía de treinta personas que me trataban com o a soberano y que no podían com prender qué había ido a hacer yo en aquella isla. Sólo me resultaba desagradable que las chicas no hablaran italiano; yo sabía demasiado poco griego para esperar refinarles las ideas con mis palabras. N o vi montada mi guardia hasta la mañana siguiente. ¡D ios, cuánto me reí! Todos mis bellos soldados eran palicari;90 pero una compañía de soldados sin uniforme y sin disciplina da risa. Parecía peor que un rebaño de corderos. Aprendieron sin em­ bargo a presentar armas y a obedecer las órdenes de sus oficia­ les. Dispuse tres centinelas, uno en el cuerpo de guardia, otro en mis habitaciones y el tercero a los pies de la montaña, desde donde se veía la playa; éste debía avisarnos si veía llegar alguna 89. En 1716, el conde Matthias Schulenburg rechazó el ataque de los turcos contra Corfú. 90. Término griego que significa «joven vigoroso y muy valiente». 39*

embarcación armada. Los dos o tres primeros días creía estar ju­ gando; pero dejé de considerarlo un juego cuando me di cuenta de que llegaría el momento en que tendría que utilizar la fuerza para defenderm e de la fuerza. Pensé en hacerles prestar ju ra­ mento de fidelidad; pero no me decidí, aunque mi lugarteniente me aseguró que sólo dependía de mí, porque mi generosidad me había ganado el am or de toda la isla. La cocinera, que me había encontrado costureras para hacerme las camisas, esperaba que me enamoraría de alguna, y no de todas; sobrepasé sus esperan­ zas; ella misma me procuró el goce de todas las que me gustaron, y fue recompensada. Llevaba una existencia verdaderamente feliz, porque mi mesa también era exquisita. N o comía más que suculento cordero y becadas com o no volví a probarlas iguales hasta veintidós años después, en Petersburgo.9' Sólo bebía vino de Scopolo y los mejores moscateles de las islas del archipiélago. Mi lugarteniente era mi único comensal. N unca salía a pasear sin él y sin dos de mis palicari, que me seguían para defenderme de algunos jóvenes que me odiaban al imaginar que mis costu­ reras, sus amantes, los habían abandonado por culpa mía. Pen­ saba yo que sin dinero habría sido desgraciado; pero no puede saberse si, en caso de no haber tenido dinero, me habría atre­ vido a salir de C orfú . A l cabo de una semana, cuando, tres horas antes de media­ noche, me encontraba en la mesa, o í el quién v iv e de mi centinela en el cuerpo de guardia. Piosine aftü.91 Sale mi lugarteniente y vuelve al momento para decirme que un buen hombre que ha­ blaba italiano venía a comunicarme algo importante. L o hago entrar, y, en presencia de mi lugarteniente, me dice con aire triste estas palabras que me dejan asombrado: -Pasado mañana dom ingo, el santísimo pope Dcldim ópulo fulminará contra vos la Cataram onaquia.9J Si no lo impedís, una fiebre lenta os hará pasar al otro mundo en seis semanas. -N u n ca he oído hablar de esa droga. - N o es una droga. Es una maldición lanzada con el Santo Sa­ cramento en la mano, y tiene ese poder. 91. Casanova viajó a Petersburgo en 1765. 92. Del griego moderno: poix einai afton («¿quién anda ahí?»). 93. Del griego moderno: calara («maldición») y moñacos («monje»). 393

-¿Q u e motivo puede tener esc sacerdote para asesinarme así? -Turbáis la paz y el orden de su parroquia. O s habéis apo­ derado de varias vírgenes a las que sus antiguos novios ya no quieren desposar. Tras haberle ofrecido de beber y darle las gracias, le deseé buenas noches. El asunto me pareció importante, pues, aunque yo no creía en la Cataram onaquia, sí creía, y mucho, en los ve­ nenos. A l día siguiente, sábado, al clarear el día, sin decir nada a mi lugarteniente, fui solo a la iglesia, donde sorprendí al pope diciéndole estas palabras: - A los primeros síntomas de fiebre que sienta, os salto la tapa de los sesos, o sea que andaos con cuidado. Echadme una mal­ dición que me mate en un día, o haced testamento. Adiós. Tras haberle dado este aviso, regresé a mi palacio. El lunes, muy temprano, vino a visitarme. Me dolía la cabeza. Cuando me preguntó cóm o me encontraba, se lo dije; y me reí mucho al verlo jurándome muy solícito que mi dolor sólo podía deberse al aire pesado de la isla de Casopo. Tres días después de esta visita, en el momento en que me disponía a sentarme a la mesa, el centinela avanzado que vigila­ ba la orilla del mar da la alarma. Sale mi lugarteniente y cuatro minutos después vuelve a decirme que un oficial había desem­ barcado de un falucho armado que acababa de llegar. Tras orde­ nar a toda mi tropa que se armase, salgo y veo a un oficial que, acompañado por un aldeano, subía en dirección a mis cuarteles. Traía calado el som brero y se dedicaba a apartar con su bastón la m aleza que le impedía el paso. Venía solo, por lo tanto no había nada que temer. Entro en mi aposento ordenando a mi lu­ garteniente que le hiciera los honores de la guerra y le dejara pasar. Después de ceñirme la espada, lo espero de pie. Veo entrar entonces a aquel mismo ayudante M inotto que me había ordenado considerarme arrestado en la Bastarda. -V enís solo - le d ije-, y por lo tanto venís com o amigo. Dé monos un abrazo. - E s preciso que venga com o amigo, pues com o enemigo no tendría la fuerza necesaria para cumplir mi cometido. Pero veo lo que me parece un sueño. -Sentaos, y comamos a solas. La comida será buena. 394

-C o n mucho gusto. Luego nos iremos juntos. -O s iréis solo, si eso os place. Yo no me iré de aquí hasta no estar seguro, no sólo de no ser arrestado, sino de recibir una sa­ tisfacción. E l general debe condenar a galeras al loco. -Sed sensato y venid conmigo por las buenas. Tengo orden de llevaros por la fuerza, pero, com o no soy lo bastante fuerte, haré mi informe, y enviarán a prenderos de tal form a que ten­ dréis que rendiros. -N u n ca, querido amigo; sólo me tendrán muerto. -Entonces os habéis vuelto loco, porque hacéis mal. Habéis desobedecido la orden que os transmití de quedar confinado en la Bastarda. Ése ha sido vuestro error, porque, en el otro caso, tenéis razón cien mil veces. Hasta el general lo dice. -¿D eb ía entonces considerarme arrestado? -C la ro . La subordinación es nuestro primer deber. - E n mi lugar, ¿habríais ido vos? - N o puedo saberlo, pero sé que, de no ir, habría cometido una falta. -S i voy ahora seré tratado como culpable, y con más dureza que si hubiera obedecido la orden injusta. - N o lo creo. Venid, y lo sabréis todo. -¿Q u e vaya sin saber mi destino? N o lo esperéis. Cenemos. Ya que soy tan culpable com o para que tengan que emplear la tuerza, iré a la fuerza; y no seré más culpable a pesar de que haya derramado sangre. -S í, seréis más culpable. Com am os. Una buena comida qui­ zás os haga razonar mejor. Hacia el fin de la comida oím os un gran alboroto. Mi lugar­ teniente me dijo que se trataba de bandas de aldeanos, que se reunían alrededor de mi casa para ponerse a mis órdenes, pues había corrido el rum or de que el falucho sólo había venido de C orfú para llevarme. Le ordené que calmara a aquellas buenas y valerosas gentes, y las despidiese dándoles un barril de vino de la Cavalla.94 A l marcharse descargaron al aire sus fusiles. El ayudante me dijo sonriendo que todo aquello parecía muy divertido, pero que 94 - Quizás un vino macedonio.

sería horrible si tenía que volver a C orfú sin mí, porque estaba obligado a ser muy exacto en su informe. -Ir é con vos si me dais vuestra palabra de desembarcarme en libertad cuando lleguemos a la isla de C orfú. -Tengo orden de entregaros al señor Foscari9' en la Bastarda. - P o r esta vez no cumpliréis esa orden. -S i el general no encuentra medio de hacer que obedezcáis, le va su honor en ello, y creedme que lo encontrará. Pero de­ cidme, por favor, ¿qué haríais si, para divertirse, el general deci­ diese dejaros aquí? N o , no os dejará. Cuando yo haga el infor­ me, decidirán terminar este asunto sin efusión de sangre. -Sin matanza será difícil. C on quinientos aldeanos aquí, no tengo miedo a tres mil hombres. -S ó lo utilizarán a uno, y os tratarán com o a jefe de rebeldes. Todos estos hombres, que tan fieles os son, no podrán defende­ ros de uno solo al que se pagará para que os vuele la tapa de los sesos. O s diré más: de todos estos griegos que os rodean, no hay uno solo que no esté dispuesto a asesinaros para ganarse veinte cequíes. Hacedme caso, venid conmigo, venid a gozar en C orfú de una especie de triunfo. Seréis aplaudido y festejado; vos mismo contaréis la locura que habéis cometido, y se reirán ad mirando al mismo tiempo que hayáis recuperado la razón en cuanto he venido a haceros que la comprendáis. Todo el mundo os estima. El señor D . R. os tiene en gran consideración tras el valor que demostrasteis al no atravesar con vuestra espada el cuerpo de aquel loco para no faltar el respeto a su palacio. Pro bablemente hasta el general os estima, pues debe recordar lo que le dijisteis. -¿Q u é ha sido de ese desgraciado? -H ac e cuatro días llegó la fragata del comandante Sordina” con despachos que, evidentemente, inform aron al general de todas las aclaraciones que necesitaba para hacer lo que ha hecho. H a hecho desaparecer al loco, nadie sabe qué ha sido de él, y

nadie se atreve a mencionárselo al general, porque su error fue demasiado burdo. -P ero , tras los bastonazos que le di, ¿siguieron recibiéndolo en las recepciones? - N i hablar. ¿N o recordáis que tenía una espada? Bastó eso para que nadie haya querido volver a verlo. Lo encontraron con el antebrazo roto y la mandíbula hundida; y ocho días después, a pesar del lamentable estado en que se encontraba, Su Excelen­ cia lo hizo desaparecer. L o único que pareció maravilloso a todo C orfú fue vuestra evasión. Durante tres días seguidos se creyó que el señor D. R. os tenía escondido en su casa, y se le criti­ caba abiertamente, hasta que durante una comida en casa del ge­ neral dijo en voz alta que no sabía dónde estabais. Su Excelencia mismo estuvo muy preocupado por vuestra huida hasta ayer a mediodía, cuando se supo todo. El protopope97 Bulgari recibió una carta del pope de aquí quejándose de que un oficial italiano se había apoderado desde hacía diez días de esta isla donde co ­ metía toda clase de violencias. O s acusa de corrom per a todas las jóvenes y de haberlo am enazado de muerte si os daba la Cataram onaquia. Cuando se leyó esta carta durante una recep­ ción, el general se echó a reír; pero no por eso ha dejado de or­ denarme esta mañana venir a arrestaros trayendo conm igo a doce granaderos. - L a culpa de todo esto la tiene la señora Sagredo. - E s cierto; y está muy mortificada. Haríais bien en venir con­ migo mañana a visitarla. -¿M añana? ¿Estáis seguro de que no seré detenido? -Sí. Seguro, porque sé que Su Excelencia es hombre de honor. - Y yo también. Embarquémonos. Partiremos juntos después de medianoche. -¿ P o r qué no ahora mismo? -P o rq u e no quiero arriesgarme a pasar la noche en la Bas­

tarda. Q uiero llegar a C o rfú en pleno día, así vuestro triunfo será más brillante.

95. Tal vez se trate de Alvise Foscari, nombrado comandante de l.i nave Bastarda en marzo de 1745. 96. Aunque el nombre aparece en diversos documentos relativos .1 la administración de la ciudad, no hubo ningún oficial de este apellido en Corfú. 396

-P e ro ¿qué haremos durante las ocho horas que faltan? 97. Dignatario del clero griego con rango de arcipreste; en sus Re­ futaciones, Casanova cita a un protopope Bulgari que relata cosas inte­ resantes sobre Corfú.

Cuando me presenté en casa del señor D . R., vi la alegría en todos los rostros. Los buenos momentos siempre me han com ­ pensado de los malos, hasta el punto de hacerme amar su causa. Es imposible sentir a fo n d o un placer si no lo ba precedido algún dolor, y la intensidad d el placer está en proporción al dolor su­ frido. El señor D. R. se puso tan contento al verme que me abra­ zó y, regalándome una bonita sortija, me dijo que había hecho muy bien en no decir a nadie, y sobre todo a él, el lugar donde me había refugiado.

-Irem os a ver a unas chicas como no las hay en C o rfú , y des­ pués gozarem os de una buena cena. O rdené a mi lugarteniente que llevaran de com er a los sol­ dados que estaban en el falucho y preparasen para nosotros la mejor cena posible sin reparar en gastos, pues quería partir a me­ dianoche. Le regalé todas mis provisiones, enviando al falucho las cosas que me quería llevar. Mis veinticuatro soldados, a los que di la paga de una semana, quisieron acompañarme al falucho con mi lugarteniente al frente, cosa que hizo reír a Minotto toda la noche. Llegam os a las ocho de la mañana a C o rfú , y me dejó consignado en la Bastarda después de asegurarme que, tras en­ viar inmediatamente todo mi equipaje a casa del señor D. R ., re­

- N o podríais creer -m e dijo con aire noble y sin cero- lo mucho que la señora F. se interesa por vos. Le daríais una gran alegría yendo a verla ahora mismo. ¡Q ué placer recibir aquel consejo de sus propios labios! Pero la expresión ahora mismo no me agradó, pues, tras pasar la noche en el falucho, tenía la impresión de que habría de parecerle espantoso. Sin embargo, tenía que ir, explicarle la razón e incluso hacer de ella un mérito.

dactaría su inform e al general. El señor Foscari, que mandaba la galera, me recibió muy mal. Si hubiera tenido un mínimo de nobleza de alma, no se habría dado tanta prisa en encadenarme. C on que se hubiera entrete­ nido un cuarto de hora hablando conm igo, no me habría sen­ tido tan humillado. Sin decirme la menor palabra me envió al lugar donde el jefe de Scala9* me hizo sentar y adelantar el pie para ponerme la cadena, que sin em bargo en ese país no des­ honra a nadie, por desgracia ni siquiera a los galeotes, a quienes se respeta más que a los soldados. Ya me habían clavado la cadena del pie derecho y me descaí zaban el zapato para ponerme la segunda en el izquierdo, cuan­ do un ayudante de Su Excelencia llegó ordenando al señor Fos cari que me devolviera la espada y me pusiera en libertad. Solicité presentar mis respetos al noble gobernador;99 pero su ayudante me dijo que Su Excelencia me dispensaba de hacerlo. Me dirigí acto seguido a hacer una profunda reverencia al ge ncral sin decirle una sola palabra. En tono grave me dijo que debía ser más sensato en lo sucesivo y aprender que mi primer deber en la profesión que había emprendido era obedecer; y, so bre todo, ser discreto y modesto. Com prendiendo toda la fuerza de estas dos palabras, decidí actuar en consecuencia. 98. Capo di Scala: comandante del puerto. 99. También el gobernador de Corfú, patricio veneciano, recibía el título de baile, así como todos los magistrados que representaban a la República en el Levante. 398

A sí pues, voy a su casa; aún dormía, y su doncella me hace pasar a su alcoba asegurándome que la señora no tardaría en lla­ mar, y que estaría encantada de saber que me encontraba allí. Durante la media hora que pasé en su compañía, la joven me contó gran cantidad de comentarios hechos en la casa sobre mi caso y mi huida. Cuanto me dijo no pudo dejar de causarme el mayor placer, pues quedé convencido de que mi conducta había conseguido la aprobación general. ¡

Un minuto después de entrar en el dorm itorio, me llamó. La señora mandó descorrer las cortinas, y entonces creí ver a la Aurora esparcir rosas, lirios y junquillos. Nada más decirle que, de no ser porque me lo había ordenado el señor D . R., nunca me habría atrevido a presentarme ante ella en el estado en que me veía, me respondió que el señor D. R. sabía lo mucho que es­ taba interesada en mi persona y que me apreciaba tanto como ella.

-Ig n o ro , señora, cóm o he podido alcanzar una dicha tan grande, cuando sólo aspiraba a sentimientos de indulgencia. -T od os admiramos la fuerza que demostrasteis al absteneros de sacar la espada y atravesar con ella el cuerpo de aquel loco al que habrían tirado por la ventana de no haber escapado.

- N o dudéis, señora, de que lo habría matado si vos no hu­ bierais estado allí. - E l cumplido es muy galante, pero no puedo creer que hayáis pensado en mí en ese momento de apuro. A estas palabras, bajé los ojos y volví la cabeza. O bservó ella mi sortija e hizo el elogio del señor D . R. cuando le dije cómo me la había regalado. L uego quiso que le contase la vida que había llevado después de mi fuga. L e conté todo fielmente, salvo el asunto de las mujeres, que desde luego no le habría gustado y a mí no me habría honrado. En el com ercio de la vida hay que saber poner un límite a las confidencias. E l número de verdades que hay que pasar en silencio es mucho m ayor que el de las es­ peciosas hechas para ser publicadas. A la señora F. le divirtió mucho, y, como mi conducta le pa­ reció m uy admirable, me preguntó si tendría valor para contarle al provisor general toda aquella historia en los mismos térmi­ nos. Le respondí que sí, siempre que el general me lo pidiese, y ella me replicó que estuviera preparado. -Q u iero -m e d ijo - que os aprecie, que se convierta en vues tro principal protector y os garantice sus favores. Dejadme hacer a mí. Fui a ver al m ayor M aroli para informarme sobre los asuntos de nuestra banca; y me alegró mucho saber que, cuando des­ aparecí, no dio por concluida nuestra sociedad. Tenía allí cua trocientos cequíes que retiré, reservándome el derecho a entrar de nuevo en la sociedad, según las circunstancias. Flacia el atardecer, después de haberme arreglado, fui a reu nirme con M inotto para visitar a la señora Sagredo. Era la favo rita del general y, exceptuando a la señora F., la más hermosa de las damas venecianas que había en C o rfú . Se sorprendió al ver me, pues, por ser causa de la aventura que me había obligado a salir pitando, creía que le guardaba rencor. La desengañé ha blándole con franqueza, y ella me respondió con las frases más amables, rogándome incluso que fuera a pasar alguna vez la ve lada a su casa. Incliné la cabeza sin aceptar ni rechazar la invita ción. ¿C óm o habría podido ir sabiendo que la señora F. no podí.i soportarla? Además, a la Sagredo le gustaba el juego y sólo apre­ ciaba a los que perdían o que sabían hacerla ganar. Minotto no 400

jugaba, pero gozaba de su favor en calidad de M ercurio galante. De regreso al palacio, encontré allí a la señora F. Se encon­ traba sola porque el señor D. R. estaba ocupado escribiendo. Me pidió que le contara todo lo que me había sucedido en C onst.mtinopla, y no tuve motivo de arrepentirme. Mi encuentro con la mujer de Yusuf le interesó muchísimo, y la noche que pasé con Ismail asistiendo al baño de sus amantes la encendió tanto que la vi sonrojarse. En mi relato ocultaba entre velos todo lo que podía, pero, cuando a ella le parecía oscuro, me obligaba a explicárselo algo mejor, y cuando yo me había hecho com pren­ der no dejaba de reñirme diciéndome que había hablado con de­ masiada claridad. Estaba seguro de conseguir insinuarle, por ese camino, alguna fantasía en mi favor. Quien causa el nacimiento de los deseos, fácilmente puede verse condenado a apagarlos: ésa era la recompensa a la que aspiraba y en la que había puesto mi esperanza a pesar de verla muy lejana. Aquel día el señor D. R. había invitado casualmente a cenar a mucha gente, y, com o es lógico, hube de hacer el gasto de la conversación contando de manera muy circunstanciada y con el m ayor detalle cuanto me había ocurrido después de haber re­ cibido la orden de consignarme arrestado en la Bastarda, cuyo gobernador, el señor Foscari, estaba sentado a mi lado. Mi na­ rración agradó a todos los presentes, y se decidió que el provi­ sor general debía tener el placer de oírla de mis labios. Com o había dicho que en C asopo había mucho heno, del que sin em­ bargo en C o rfú había gran necesidad, el señor D. R. me sugirió que debía aprovechar la ocasión para hacer méritos yendo a inlormar de ello al general, cosa que hice a la mañana siguiente. Su Excelencia ordenó enseguida a los gobernadores de galeras que cada uno de ellos enviase a C asopo un número suficiente de galeotes para cortarlo y transportarlo a C orfú. Tres o cuatro días más tarde, cuando se hacía de noche, el ayudante M inotto vino a buscarme al café para decirme que el general quería hablar conmigo. Fui inmediatamente.

401

CAPÍTULO V

P R O G R E S O S D E MIS A M O R E S . V O Y A O T R A N T O . E N T R O A L S E R V I C I O DF. L A S E Ñ O R A F. U N R A S G U Ñ O PROVIDENCIAL

Eran muy numerosos los invitados. Entro de puntillas, Su Excelencia me ve, desarruga el ceño y hace que las miradas de todos los presentes se vuelvan hacia mí diciendo en voz alta: -H e ahí a un joven que entiende de príncipes. -H e aprendido a entenderlos -le respondí- a fuerza de acer­ carme a los que se os parecen, Monseñor. -E stas damas tienen curiosidad por saber de vuestros labios todo lo que habéis hecho desde vuestra desaparición de Corfú. -C o n toda justicia me veo condenado a una confesión pú blica. -M u y cierto. Y tened mucho cuidado de no olvidar la menor circunstancia. Imaginad que yo no estoy aquí. - A l contrario, pues sólo de Vuestra Excelencia puedo espe rar mi absolución. Pero la historia será larga. -E n ese caso, el confesor os permite sentaros. Conté entonces toda la historia, omitiendo únicamente mis encuentros con las novias de los pastores. -T od o este caso -m e dijo el anciano- es muy instructivo. -S í, Monseñor, enseña que un joven nunca corre tanto pcli gro de perecer como cuando se ve sacudido por una gran pasión y tiene la posibilidad de satisfacerla gracias a una bolsa llena de oro que posee. Iba a marcharme porque empezaban a servir la mesa, cuando el mayordom o me dijo que Su Excelencia me permitía quedarme a cenar. Tuve el honor de sentarme a su mesa, pero no el de comer, pues la obligación de responder a todas las preguntas que me hicieron lo impidió. C om o estaba al lado del protopopc Bul gari, le rogué disculparme si en mi narración había ridiculizado el oráculo del pope Dcldim ópulo. Me respondió que se trataba de una antigua patraña difícil de remediar. A los postres, el general, tras haber escuchado algo que la si ñora F. le susurró al oído, me dijo que escucharía encantado lu 402

que me había ocurrido en Constantinopla con la mujer de un turco, y en un baño, en casa de otro, cierta noche. M uy sor­ prendido por la petición, le respondí que se trataba de travesutas que no merecía la pena que contase, y no insistió; pero me pareció increíble la indiscreción de la señora F., que no debía hacer saber a todo C orfú de qué especie eran las historias que yo le contaba en privado. C o m o amaba su reputación más todavía que su persona, no habría podido decidirme a comprometerla. Dos o tres días después, cuando estaba solo con ella en la te­ rraza, me dijo: -¿ P o r que no habéis querido contarle al general vuestras aventuras de Constantinopla? -P o rqu e no quiero que la gente sepa que me permitís que os cuente aventuras de este tipo. L o que me atrevo a contaros a solas, señora, no os lo contaría desde luego en público. -¿ P o r qué no? C reo, sin em bargo, que, si es por un senti­ miento de respeto, me debéis más cuando estoy sola que cuando me encuentro en público. -P o r aspirar al honor de divertiros, me he expuesto al riesgo de disgustaros; pero no volverá a suceder. - N o quiero adivinar vuestras intenciones, pero me parece que hacéis mal por exponeros al riesgo de desagradarm e por agradarme. Vamos a cenar a casa del general, que ha encargado al señor D. R. llevaros: os dirá, estoy segura, que oiría gustoso esas dos historias. N o os quedará más remedio que satisfacerlo. El señor D . R. llegó a recogerla, y fuimos a casa del general. I'cse a que durante el diálogo en la terraza había querido morti! ¡carme, me alegró muchísimo que un golpe de suerte la hubiera llevado a ese punto. O bligándom e a justificarme, había tenido que tolerar una declaración bastante explícita. El señor provisor general me hizo el favor, ante todo, de en­ tregarme una carta que, dirigida a mí, había encontrado en la co­ rrespondencia que había recibido en Constantinopla. Iba a guardármela en el bolsillo cuando me dijo que le gustaban las noticias frescas y que podía leerla. Era de Yusuf, anunciándome la mala noticia de que el señor de Bonneval había m uerto.' 1. Bonneval murió en realidad el 2} de marzo de 1747. 403

Cuando el general me o yó nom brar a Yusuf, me rogó que le contara la conversación que mantuve con su mujer, y entonces, com o no me quedaba otro remedio, le conté una historia que duró una hora y que interesó a todos los presentes, pero que in­ venté sobre la marcha. C o n aquella historia caída del cielo no hice daño alguno ni a mi amigo Yusuf, ni a la señora F., ni a mi persona. La historia me sirvió de mucho desde el punto de vista del sentimiento, y sentí verdadera alegría al mirar de soslayo a la señora F., que me pareció satisfecha aunque un tanto cortada. Esa misma noche, cuando volvim os a su casa, dijo en mi pre­ sencia al señor D . R. que toda la historia que había contado sobre mi conversación con la mujer de Yusuf era pura fábula; pero que no podía reprochármelo, porque le había parecido muy graciosa, aunque lo cierto era que yo no había querido com pla­ cerla en lo que me había pedido. -Pretende -sigu ió diciéndole- que, contando la historia sin alterar la verdad, habría hecho pensar a los reunidos que me en­ tretiene con cuentos lascivos. Q uiero que vos seáis su juez. ¿Q ueréis tener la bondad -m e d ijo - de contar esc encuentro en los mismos términos que utilizasteis para contármelo a mí? ¿Po déis hacerlo? -S í, señora. Puedo y quiero. Picado en lo vivo por una indiscreción que, por no conocer todavía bien a las mujeres, me parecía inaudita, y sin temor al fracaso, conté la aventura com o pintor sin olvidar describir los impulsos que el fuego del amor había despertado en mi alma .1 la vista de las bellezas de la griega. - ¿ Y os parece que debía contar esa historia a todos los pre sentes en esos mismos términos? -d ijo el señor D. R. a la señora. -S i hubiera hecho mal contando así a todos los presentes, ¿no habría hecho mal también cuando me la contó? -S ó lo vos podéis saber si hizo mal. ¿O s desagradó? Por lo que a mí respecta, puedo deciros que me habría disgustado mu cho si hubiera contado la aventura tal com o acaba de contar nosla. -¡B ie n ! -m e dijo ella entonces-, de hoy en adelante os ruego que nunca me contéis en privado lo que no me contaríais en pre sencia de cincuenta personas. 404

-O s obedeceré, señora. -P ero queda entendido -añadió el señor D. R .- que la señora \icmpre se reserva el derecho de revocar esa orden cuando le pa­ rezca oportuno. Disim ulé mi despecho, y un cuarto de hora más tarde nos despedimos. Empezaba a conocerla a fondo y adivinaba las crue­ les pruebas a las que había de someterme; pero el amor me pro­ metía la victoria y me ordenaba esperar. M ientras tanto, me aseguré de que el señor D. R. no tenía celos de mí, pese a que ella parecía desafiarlo a tenerlos. Y eso era muy importante. Pocos días después de haberme dado esa orden, la conversa­ ción recayó sobre la desgracia que me había acontecido cuando entré en el lazareto de Ancona sin un céntimo. -P ese a ello -le d ije-, me enamoré de una esclava griega que a punto estuvo de hacerme violar las leyes de los lazaretos. -¿C ó m o fue? -Señora, estáis sola, y recuerdo vuestra orden. - ¿ E s muy indecente? -E n absoluto, pero nunca querría contárosla en público. -¡B ie n ! -m e respondió rien do-, revoco la orden, com o el señor D. R. dijo. Hablad. Le hice entonces un relato muy pormenorizado y fiel de toda la aventura; y, al verla pensativa, le exageré mi desgracia. - ¿ A qué llamáis vuestra desgracia? La pobre griega me pa­ rece mucho más desventurada que vos. ¿H abéis vuelto a verla desde entonces? -Perdonadm e, pero no me atrevo a decíroslo. -A cabad la historia de una vez. Es una tontería. Contádm elo todo. Será cualquier perfidia de vuestra parte. - N o se trata de ninguna perfidia; fue un auténtico goce, aun­ que imperfecto. -C ontádm elo, pero 110 llaméis a las cosas por su nombre; eso es lo principal. Después de esta nueva orden, le conté sin mirarla a la cara todo lo que hice con la griega en presencia de Bcllino, y, al no oírla decirme nada, orienté la conversación hacia otra materia. Mis relaciones con ella eran excelentes, pero debía avanzar con cautela, porque, joven com o ella era, estaba convencido de que 405

nunca había tenido relaciones con personas inferiores a su rango, y el mío debía parecerle absolutamente inferior. Pero obtuve un favor, el prim ero, y de un género m uy particular. Se había pin­ chado con un alfiler el dedo medio y, como allí no estaba su don­ cella, me rogó que se lo chupara para que dejara de sangrar. Si mi lector ha estado enamorado alguna vez, puede imaginar con qué pasión hice el encargo; porque ¿qué es un beso? N o es otra cosa que el verdadero efecto del deseo de absorber una porción del ser amado. Tras darme las gracias, me dijo que escupiera en mi pañuelo la sangre que había chupado. - L a he tragado, señora, y sólo D ios sabe con qué placer. -¿H ab éis tragado mi sangre con placer? ¿Sois antropófago? -S ó lo sé que la he tragado involuntariamente, pero con pía-

I

cer.

I Durante una recepción se quejó de que en el próxim o carna­ val no habría teatro. Sin pérdida de tiempo me ofrecí a procu- I rarles a mi costa una compañía de cóm icos de O tranto si se me concedían por adelantado todos los palcos y se me otorgaba en exclusiva la banca de faraón. A cogieron mi ofrecim iento con presteza, y el provisor general puso un falucho a mi servicio. En tres días vendí todos los palcos, y a un judío todo el patio,2 salvo dos días a la semana, cuya venta me reservé para mí. El carnaval de ese año fue muy largo.5 Dicen que el oficio de empresario es difícil, y no es cierto. Salí de C o rfú al atardecer y llegué a O tran­ to al alba sin que mis remeros mojasen sus remos. D e C o rfú a O tranto sólo hay catorce insignificantes leguas.« Sin pensar en desembarcar debido a la cuarentena, que en Ita­ lia es permanente para todos los que llegan del Levante, bajé sin embargo al locutorio, donde, desde detrás de una barra, se puede í . En las antiguas salas de teatro, el patio (parterre) era el lugar donde el público, formado exclusivamente por hombres, asistía de pie a las representaciones. Sólo al final del siglo XVIII se introdujeron en ese patio 3. Elasientos. único año posible es 1745, cuando el carnaval duró desde el i(> de diciembre, día de inicio de la temporada teatral en Italia, hasta el 3 de marzo, miércoles de Ceniza. Si Casanova llegó a Corfú en mayo de 174 s y dejó la isla en octubre, no pudo haber participado en el carnaval. 4. La distancia entre Corfú y Otranto es de 180 kilómetros apro

hablar con todas las personas que, enfrente, se ponen detrás de otra, a una distancia de dos toesas.' En cuanto dije que estaba allí para contratar a una compañía de cómicos para Corfú, los di1 ectores de dos de ellas que entonces se encontraban en Otranto vinieron a hablar conmigo. Empecé diciéndoles que deseaba ver detenidamente a todos los actores de las dos compañías, uno tras «•tro. Me pareció cómica y singular una pelea que se produjo entre aquellos dos directores. Cada uno quería ser el último en mos­ trarme a sus actores. El capitán del puerto me dijo que sólo de­ pendía de mí acabar la disputa y dictaminar qué compañía era la que quería ver primero, la napolitana o la siciliana. Com o no co­ nocía a ninguna de las dos, dije que la napolitana, y a don Fas­ tidio, que era su director, le desagradó mucho, todo lo contrario que a don Battipaglia,6 seguro de que, hecha la comparación, yo daría la preferencia a su compañía. Una hora después vi llegar a don Fastidio con todos sus secuaces. N o fue pequeña mi sorpresa cuando vi a Petronio con su her­ mana Marina; pero aún fue m ayor cuando vi a Marina saltar al otro lado de la barra después de dar un grito y caer entre mis brazos. Entonces se armó un gran alboroto entre don Fastidio y el capitán del puerto. C om o Marina estaba al servicio de don Fastidio, el capitán del puerto debía obligarme a devolverla al lazareto, donde tendría que guardar la cuarentena a su costa. La pobre chica lloraba, y yo no sabía qué hacer. Detuve la disputa diciendo a don Fastidio que me hiciera ver uno por uno a todos sus personajes. Petronio estaba entre ellos, hacía los papeles de galán, y me dijo que tenía que entregarme una carta de Teresa. Vi a un veneciano de mi conocimiento que hacía de Pantalón,7 a f. 3,90 metros. 6. Casanova da a los dos directores nombres apropiados a sus tipos, sacados de la commedia dcll’arte; pero ni don Fastidio ni don battipaglia existían aún, aunque heredaron características de anterio­ res personajes de la comedia napolitana. El primero fue creado por el actor Francesco Massaro (muerto en 1768), a sugerencia del autor de comedias Giuseppe Pasquale Cirillo (1709-1778), y encarna al criado taimado e impertinente. Don Battipaglia, creado en 1750, terminaría llamándose Battaglia. 7. Máscara de la commedia dell’arte, encarnada por un viejo y bar-

ximadamente. 407 406

tres actrices que podían gustar, a un Polichinela,8 a un Scara­ mouche,9 en conjunto todo bastante aceptable. Pregunté a don Fastidio, para que me respondiera con una sola palabra, cuánto pedía por día, advirtiéndole que, si don Battipaglia me hacía una propuesta más ventajosa, lo preferiría. Me respondió entonces que tendría que alojar a veinte personas, por lo menos, en seis habitaciones, proporcionarle una sala libre, diez camas, viajes pagados y treinta ducados napolitanos10 diarios. Cuando me ha­ cía la propuesta, me entregó un libreto con el repertorio de todas las comedias que podía hacer representar a su compañía, depen­ diendo siempre de lo que yo ordenase para la elección de las obras. Pensando entonces en Marina, que tendría que ir a pur­ garse al lazareto si no contrataba a la compañía de don Fastidio, le dije que fuera a preparar el contrato porque quería marcharme enseguida. Pero ocurrió un incidente muy divertido: don Batti­ paglia llam ó a M arina «pequeña p ...» , diciéndole que había hecho aquello de acuerdo con don Fastidio para obligarm e a contratar a su compañía. Petronio y don Fastidio lo sacaron afuera, y se pelearon a puñetazos. Un cuarto de hora más tarde llegó Petronio trayéndom e la carta de Teresa, que se hacía rica mientras arruinaba al duque, y que, siempre fiel, me esperaba en Nápoles. H acia el anochecer partí de O tranto con veinte cóm icos y seis grandes baúles donde tenían cuanto necesitaban para repre­ sentar sus farsas. U n leve viento de mediodía que soplaba en el momento de la partida me habría llevado a C o rfú en diez horas budo negociante veneciano, de capa negra, camisa, zapatillas y gorro de lana. Creado durante el Renacimiento, en el siglo XVII aún llevaba pantalones largos, traje típico de Venccia adoptado más tarde en Fran­ cia por la Revolución; en el siglo xvm Pantalón volvió a vestir calzo­ nes cortos y medias rojas. 8. Máscara de la commedia dcll'arte que encarna al criado bufón, descarado y glotón; de origen napolitano, siempre hablaba en esc dia lecto. 9. Máscara de la commedia dell'arte que encarna al tipo de fanfa rrón cobarde; capitán napolitano, iba vestido de negro de la cabeza a los pies. 10. Ducados del Reino de Nápoles, acuñados en el siglo un valor de 10 cari¡ni. 408

XVI,

con

si, al cabo de una, mi carabuchiri no me hubiera dicho que, a la luz de la luna, veía un navio que parecía corsario y que podría apoderarse de nosotros. C om o no quería correr ningún riesgo, ordené plegar velas y volver a O tranto. A l alba partim os de nuevo con un viento de poniente que de todos modos nos habría llevado a C o rfú ; pero tras dos horas de mar, el timonel me dijo que veía un bergantín11 que sólo podía ser pirata, porque trataba de ponernos a sotavento. L e dije que cambiara la ruta y fuera a estribor para ver si nos seguía: hizo la maniobra y el bergantín maniobró también. C om o ya no podía volver a Otranto, y no te­ nía ninguna gana de ir a África, debía tratar de llegar a tierra a tuerza de remos, a una playa de Calabria y en el lugar más pró­ ximo. Los marineros contagiaron su miedo a los cómicos, que se pusieron a gritar, a llorar y a encomendarse a algún santo, ningu­ no a Dios. Las muecas de Scaramouche y del serio don Fastidio me habrían hecho reír si no me hubiera hallado en tan apurado trance. Sólo Marina, que no comprendía aquel peligro, reía y se hurlaba del miedo de todos los demás. Hacia el anochecer, como se había levantado un fuerte viento, ordené tomarlo de popa aun­ que aumentase. Para ponerme al resguardo del navio corsario es­ taba dispuesto a atravesar el golfo. Navegando así toda la noche, decidí ir a C orfú a fuerza de remos: nos encontrábamos a ochenta millas. Estábamos en medio del golfo, y al final de la jornada los remeros del falucho no podían más, pero ya no había nada que temer. Em pezó a soplar un viento de septentrión, y en menos de una hora se volvió tan fuerte que orzábam os de una manera espantosa. Parecía que el falucho iba a zozobrar en cualquier momento. Y o mismo sostenía el gobernalle con la mano. Todo el mundo permanecía callado porque había ordenado silencio so pena de la vida; pero los sollozos de Scaramouche debían de pro­ vocar la risa. C o n viento fuerte, y con mi capitán al timón, no tenía nada que temer. Cuando amanecía divisam os C o rfú , y a las nueve desembarcamos en el mandracchio.'1 Todo el mundo se quedó muy sorprendido de vernos llegar por aquel lado. 11. Pequeña embarcación a vela, con un puente y dos mástiles. 12. Termino veneciano: parte interior de un puerto, cerrada por una cadena, para refugio de pequeñas embarcaciones.

En cuanto la compañía quedó alojada, todos los oficiales jó ­ venes acudieron a visitar a las actrices, que les parecieron feas, salvo M arina, que recibió sin quejarse la noticia de que yo no podía ser su amante. Estaba seguro de que no le faltarían adora­ dores. Las cómicas, que habían parecido feas a todos los galanes, les parecieron guapas en cuanto las vieron actuar. H ubo una ac­ triz que gustó mucho, y fue la mujer de Pantalón. El señor D u o d o ,c o m a n d a n te de un navio de guerra, le hizo una visita y, com o su marido se m ostró intolerante, le propinó algunos bastonazos. Don Fastidio vino a decirme al día siguiente que Pantalón no quería seguir actuando, y su mujer tampoco. L o re­ medié dándoles el dinero de una representación. L a mujer de Pantalón fue m uy aplaudida, pero, considerándose insultada porque, cuando la aplaudía, el público gritaba bravo D uodo, fue a quejarse al palco del general, donde yo solía estar casi siem­ pre. Para consolarla, el general le prom etió que yo le regalaría los ingresos de otra representación al final del carnaval; y hube de confirm ar la promesa; pero si hubiera querido contentar a los demás actores, habría tenido que distribuir entre ellos la totali­ dad de mis diecisiete representaciones.'4 La que regalé a Marina, que bailaba con su hermano, fue más que nada por contentar a la señora F., que se declaró protectora suya en cuanto supo que el señor D . R. había alm orzado a solas con ella fuera de la ciu dad, en una casita propiedad del señor Cazzaetti. 1745. E sa generosidad me costó cuatrocientos cequíes por lo menos; pero la banca de faraón me produjo más de mil, pese a que nunca tuviera tiempo para llevar la banca. Y a todos les ex trañó que no quisiera tener la menor relación con las actrices. La señora F. me dijo que no me creía tan prudente, pero durante todo el carnaval las cosas del teatro me mantuvieron tan ocu pado que no me permitieron pensar en el amor. Y no fue hasta principios de la cuaresma,1' después de la mar cha de los cóm icos, cuando empecé a tomármelo en serio. 13. Domenico Duodo di Santa Maria Zobenigo, nacido en 1721, os taba al frente de la nave San Francesco en 1744. 14. En 1745 fueron diecinueve las representaciones que hubo du

A las once de la mañana llegaba yo a casa de la señora F. pre­ guntándole por qué había mandado llamarme. -P a ra devolveros los doscientos cequíes que tan amable­ mente me prestasteis. A quí los tenéis. O s ruego que me devol­ váis mi recibo. -V uestro recibo, señora, ya no obra en mi poder. Está depo­ sitado en un sobre bien sellado en casa del notario X X ..., que, en virtud de esta carta de pago, sólo a vos puede entregarlo. L ey ó entonces la carta de pago y me preguntó por qué no lo había guardado yo. -T u ve miedo a que me lo robasen, señora; tuve miedo a per­ derlo; tuve miedo a que me lo encontraran encima en caso de muerte o de algún otro accidente. -Vuestro proceder es desde luego delicado, pero creo que de­ bíais reservaros el derecho a retirarlo en persona de manos del notario. - N o podía imaginar que se presentaría la ocasión de verme en la necesidad de retirarlo. -S in embargo, esa ocasión habría podido presentarse fácil­ mente. ¿Puedo entonces mandar decir al notario que me traiga en persona el sobre? -S í, señora. Envía a su ayudante; viene el notario a traerle el recibo; se marcha; ella abre el sobre y encuentra un papel en el que sólo se veía su nombre; todo lo demás estaba tachado con una tinta muy negra, de forma que era imposible ver lo que se había es­ crito antes del borrón. -E sto prueba de vuestra parte una form a de actuar tan noble como delicada -m e d ijo -; pero habéis de admitir que no puedo estar segura de que éste sea mi recibo pese a que se lea en él mi nombre. -C ie rto , señora, y si no estáis segura he com etido el m ayor de los errores. -E sto y segura porque tengo que estarlo, mas admitid que no podría jurar que es mi recibo. - L o admito, señora. Los días siguientes aprovechaba cualquier ocasión para pirme. Ya no me recibía hasta que no se había vestido, y enton­

rantc el carnaval. 1 El 3 de marzo. 410

411

ces tenía que aburrirme en la antecámara. Cuando yo contaba algo divertido, fingía no comprender en qué consistía la gracia. Muchas veces ni siquiera me miraba mientras yo hablaba, y en­ tonces contaba mal las cosas. Bastante a menudo, cuando el señor D . R. se reía de algo que yo había dicho, le preguntaba por qué se reía, y, tras verse obligado a repetírselo, lo encon­ traba vulgar. Si se le soltaba una de sus pulseras, cuando me ha­ bría correspondido a mí abrochársela llamaba a su doncella diciéndome que yo no sabía cómo funcionaba el broche. Era evi­ dente que su actitud me ponía de mal humor, pero fingía no darse cuenta. El señor D . R. me animaba a contar algo agrada­ ble, y, com o no sabía qué contar, ella decía riendo que el saco se me había quedado vacío. N o podía dejar de admitir que tenía razón, y, mientras reventaba de despecho, no sabía a qué atri­ buir un cambio de humor para el que yo no había dado ningún m otivo. Para vengarm e, todos los días pensaba en empezar a darle muestras claras de desprecio, pero cuando llegaba el m o­ mento no era capaz de poner en práctica mi propósito; cuando estaba solo, lloraba muy a menudo. Una noche, el señor D . R. me preguntó si me había enamorado con frecuencia. -T res veces, Monseñor. - Y siempre correspondido, ¿verdad? -Siem pre despreciado. La primera, quizás porque, com o era abate, nunca me atreví a declararme. La segunda, porque un su ceso fatal me obligó a alejarme de la mujer que amaba precisa mente en el momento en que iba a conseguirlo. L a tercera, porque la compasión que inspiré a la persona amada, en lugar de animarla a hacerme feliz, provocó en ella deseos de curarme de mi pasión. - ¿ Y qué remedios empleó para ello? -D e jó de ser amable. -En tien d o: os maltrató. ¿ Y atribuís eso a com pasión? Os

-D e l todo, pues cuando me acuerdo de ella siento indiferen­ cia; pero la convalecencia duró mucho. -D u ró , creo yo, hasta que os enamorasteis de otra. -¿ D e otra? ¿N o habéis oído, señora, que la tercera vez ha sido la última? Tres o cuadro días después, el señor D . R. me dijo, al levan­ tarnos de la mesa, que la señora estaba indispuesta y sola, y que él no podía ir a hacerle compañía; me dijo que fuera yo, con la seguridad de que a ella le gustaría. Voy a verla, y le traslado el cum plido palabra por palabra. Estaba tumbada en una chaise longue. Me responde, sin mirarme, que debía de tener fiebre, y que no me invitaba a quedarme porque estaba segura de que me aburriría. - N o puedo irme, señora, a menos que me lo ordenéis expre­ samente, y aun así pasaré estas cuatro horas en vuestra antecá­ mara, porque el señor D . R. me ha dicho que lo aguarde. - E n ese caso, sentaos si queréis. Me indignaba aquella dureza de modales, pero la amaba; y nunca me había parecido tan hermosa. Su indisposición no me parecía falsa: su cara estaba encendida. Permanecía allí desde hacía un cuarto de hora totalmente mudo. Después de beber medio vaso de limonada, llamó a su doncella rogándome que sa­ liese un momento. Cuando me hizo volver a entrar, me preguntó dónde había ido a parar toda mi alegría. -S i mi alegría, señora, se ha ido a alguna parte, creo que ha sido por orden vuestra; llamadla, y siempre la veréis feliz en vuestra presencia. -¿Q u é debo hacer para llamarla? -S e r com o erais cuando vo lví de C asopo. O s desagrado desde hace cuatro meses, y, como no sé por qué, sufro. -P e ro si soy la misma de siempre. ¿E n qué os parezco dis­ tinta? -¡S an to cielo! En todo, salvo en lo físico. Pero he tomado mi decisión.

equivocáis. -Sin duda alguna -añ adió la señora F.-. Sólo se compadece .1 alguien que se ama; y no se desea curarlo haciéndolo desdichado

p - ¿ Y cuál es esa decisión?

Esa mujer no os amó nunca. - N o puedo creerlo, señora. -P e ro ¿estáis curado?

- L a de sufrir en silencio, sin que nada pueda menguar los sentimientos de respeto que me habéis inspirado, siempre insa­ nable por convenceros de mi completa sumisión, siempre dis­

4 12

413

puesto a aprovechar cualquier ocasión para daros nuevas prue­ bas de mi celo. - O s lo agradezco, pero no entiendo qué es lo que podéis su­ frir en silencio por mi causa. Me intereso por vos, y siempre es­ cucho com placida vuestras aventuras: siento tanta curiosidad por los tres amores de los que nos habéis hablado... O bligado a ser complaciente, inventé tres pequeñas novelas en las que hice ostentación de sentimientos y de un amor per­ fecto, sin hablar nunca de goce cuando me daba cuenta de que ella parecía esperarlo. La delicadeza, el respeto y el deber lo im ­ pedían siempre; pero un verdadero amante, le decía yo, no ne­ cesita esa convicción para sentirse feliz. Era evidente que ella imaginaba las cosas tal como eran; pero también me daba cuenta de que mi reserva y mi discreción le agradaban. Ahora la cono­ cía bien, y no veía medio más seguro para decidirla. C om en ­ tando el caso de la última dama a la que había amado, la que había intentado curarme por compasión, hizo una observación que me llegó al alma; pero fingí que no la comprendía. -S i es cierto que os amaba -m e d ijo -, puede ser que no haya pensado en curaros, sino en curarse. A l día siguiente de esta especie de reconciliación, el señor F. pidió al señor D. R. que me dejara ir a Butintro'6 para sustituir a su ayudante, gravemente enfermo. Debía estar de vuelta tres días después. Butintro está a siete millas de distancia de C o rfú . Es la loca­ lidad de tierra firme más cercana. N o se trata de un fuerte, sino de un pueblo del Epiro que hoy se llama Albania y pertenece a los venecianos. El axioma político «derecho descuidado es de recho perdido» hace que los venecianos envíen allí cuatro gale ras todos los años: los galeotes desembarcan para cortar leña, que cargan en barcas y transportan a C orfú. Un destacamento de tropas regulares form a la guarnición de esas cuatro galeras, y al mismo tiempo escolta a los galeotes, que, de no estar vigilados, fácilmente podrían desertar y pasar a convertirse en turcos. Una 16. La antigua Buthrotum, fundada por Héleno, hijo de Príamo, según Virgilio, se había convertido en la época en importante lugar es tratégico -aunque peligroso por la malaria, que al parecer contrajo ( i sanova- y contaba con un pequeño fuerte veneciano. 414

de esas cuatro galeras era la que mandaba el señor F.: necesitaba un ayudante y pensó en mí. Tardé dos horas en estar en el falu­ cho del señor F. La corta ya estaba hecha. Durante los dos días siguientes se embarcó la leña cortada; y al cuarto día estaba de vuelta en C o rfú , donde, después de haber presentado mis res­ petos al señor F., volví a casa del señor de D. R., a quien encon­ tré solo en la terraza. Era Viernes Santo. Este caballero, que me pareció más pensativo que de costumbre, me dijo estas palabras, nada fáciles de olvidar: —E l señor F., cu yo ayudante m urió anoche, necesita otro hasta que encuentre una persona que pueda sustituirlo. Ha pen­ sado en vos, y esta mañana me ha pedido que os ceda a él. Le he respondido que, com o no me creo con derecho a disponer de vuestra persona, puede dirigirse a vos. Le he asegurado que, si me pedíais permiso, no tendría la menor dificultad en concedé­ roslo, pese a que tengo necesidad de dos ayudantes. ¿N o os ha dicho nada esta mañana? -N ad a. Me ha dado las gracias por haber estado en Butintro en su galera y nada más. -Entonces os hablará hoy de ello. ¿Q ué le contestaréis? -Sim plem ente que no dejaré nunca a Vuestra Excelencia, salvo por orden vuestra. - Y o nunca os daré esa orden, así que no iréis. En esc momento, el centinela da dos golpes y aparece el señor F. con la mujer. Los dejo con el señor D. R., y un cuarto de hora después me llaman. El señor F. me dice, en tono de con­ fianza: - ¿ N o es cierto, Casanova, que vendríais de buena gana a ser mi ayudante? -¿M e ha despedido acaso Su Excelencia? -N a d a de eso -m e dijo el señor D. R .-; me limito a dejaros elegir. -E n tal caso, no puedo mostrarme ingrato. Me quedé allí, de pie, visiblemente desconcertado y sin poder ocultar una confusión que sólo podía ser fruto de la circunstan­ cia. C on los ojos clavados en el suelo, antes me los habría arran­ cado que alzarlos y mirar a la señora, que debía adivinar el estado de mi alma. Un instante después, su marido dijo fría­ 41 5

mente que, de hecho, en su casa, tendría mucho más trabajo que con D. R., y que, además, era m ayor honor servir al comandante de las galeras que a un simple sopracomito. -C asanova tiene razón -añadió la señora F. con aire avisado. Se habló de otras cosas y yo me fui a la antecámara para, echado en un sillón, reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir y tratar de aclararme. Llegué a la conclusión de que el señor F. no podía haber so­ licitado mis servicios al señor D. R. sin haber obtenido de ante­ mano el consentimiento de la señora; y hasta podía ser que me hubiera reclamado a instancias de ella, lo cual adulaba en grado sumo mi pasión. Pero mi honor no me permitía aceptar la pro­ puesta sin antes estar seguro de complacer al señor D. R. ¿Cóm o podía aceptarlo? L o aceptaré cuando el señor D . R. me diga a las claras que, yéndom e con el señor F., le hago un favor. El asunto dependía del señor F. Esa misma noche, durante la gran procesión en que toda la nobleza va a pie en honor de Jesucristo muerto en la cruz, me tocó dar el brazo a la señora F., que no me dirigió la palabra en ningún momento. En su desesperación, mi amor me hizo pasar toda la noche sin pegar ojo. Temía que mi negativa hubiera sido tomada por una muestra de desprecio, y esa idea me traspasaba el alma. Al día siguiente no pude comer, y por la noche no dije una sola palabra en la recepción. Me fui a dorm ir con escalo fríos, a los que siguió una fiebre que me tuvo postrado en cama todo el día de Pascua.'7 C o m o me sentía muy débil, el lunes no habría salido de mi cuarto si un criado de la señora F. no hubiera venido a decirme que quería hablar conmigo. Le ordené decirle que me había encontrado en cama, y que le asegurase que iría a verla dentro de una hora. Entro en su gabinete pálido com o un m uerto. E lla estaba buscando algo con su doncella. Me ve descompuesto, pero no me pregunta cóm o estoy. Cuando su criada sale, me mira y re flexiona un instante como si quisiera recordar por qué me había hecho llamar. 17. Corfú.

De 1745, antes del viaje a Constantinopla y tras una estancia en

4 16

-A h , sí. Ya sabéis que ha muerto nuestro ayudante y que ne­ cesitamos encontrar otro. A mi marido, que os aprecia y está convencido de que el señor D . R. os deja plena libertad, se le ha metido en la cabeza que vendríais si yo en persona os pido ese lavor. ¿Se equivoca? Si aceptáis venir, tendréis este aposento. Me enseña entonces desde su ventana las de una estancia contigua a la que le servía a ella de dormitorio, situada de flanco, siguiendo la esquina de tal manera que, para ver todo el interior, ni siquiera habría tenido que asomarme a la ventana. C om o tar­ daba en responderle me dijo que el señor D. R. no me aprecia­ ría menos, y que, viéndome todos los días en casa de ella, no olvidaría mis intereses. -D ecidm e, pues, ¿queréis venir o no? -Señora, no puedo. - N o podéis. Q ué raro. Sentaos. ¿C óm o es que no podéis si, aceptando venir a nuestra casa, estáis seguro de com placer tam­ bién al señor D. R.? -S i estuviera seguro de eso, no vacilaría un solo instante. Lo único que sé de sus labios es que me deja decidir. -¿Tem éis acaso desagradarle si venís a nuestra casa? - E s posible. -E sto y segura de todo lo contrario. -Tened la bondad de hacer que me lo diga. - Y en esc caso ¿vendríais? - ¡A y ! ¡D ios mío! Tras esta exclamación que quizá decía demasiado, aparté rá­ pidamente la vista por miedo a verla sonrojarse. Pidió su man­ tilla para ir a misa y, por primera vez, al bajar la escalera apoyó su mano completamente desnuda en la mía. Mientras se ponía los guantes me preguntó si tenía fiebre, porque mi mano estaba ardiendo. Al salir de la iglesia la ayudé a subir al coche del señor D. R., a quien encontramos por casualidad; y acto seguido me fui a mi cuarto, para respirar y dar rienda suelta a toda la alegría de mi alma, pues por fin el paso dado por la señora F. me hacía ver con toda claridad que me amaba. Estaba convencido de que iría a vivir a su casa por orden misma del señor D. R. ¡L o que es el am or! Por más que haya leído cuanto pretendi­ 417

dos sabios han escrito sobre su naturaleza, por más que haya pen­ sado sobre él a medida que me hacia viejo, nunca admitiré que sea ni bagatela ni vanidad. Es una especie de locura sobre la que la filosofía no tiene ningún poder; una enfermedad a la que está su­ jeto el hombre a toda edad, y que es incurable si ataca en la vejez. ¡Am or indefinible! ¡Dios de la naturaleza! No hay amargura más dulce ni dulzura más amarga. Monstruo divino que sólo se puede definir con paradojas. D os días después de mi breve coloquio con la señora F., el señor D . R. me ordenó ir a servir al señor F. en su galera, que debía dirigirse a G ou in ,1* donde se detendría cinco o seis días. Hago a escape mi equipaje y corro a presentarme al señor F., diciéndole que estaba encantado de verme a sus órdenes. Me res­ ponde que también él estaba muy satisfecho, y nos hacemos a la mar sin ver a la señora, que aún dormía. C inco días después regresamos a C orfú y acompaño al señor F. a su casa, pensando en volver enseguida con el señor D . R. después de haberle preguntado si ordenaba alguna cosa más. Pero en ese mismo instante aparece el señor D. R. en botas: entra y, después de haberle dicho « Benvenuto»,'* le pregunta si estaba satisfecho conmigo. A cto seguido me hace la misma pregunta, y com o am bos estábamos satisfechos uno del otro, me dice que puedo estar seguro de com placerlo si me quedo a las órdenes de F. O bedezco con un aire en que se mezclan sumisión y satisfac ción, y acto seguido el señor F. manda que me lleven a mi apo sentó, el mismo que la señora F. me había enseñado. En menos de una hora hago trasladar a él mi pequeño equipaje, y al ano checer vo y a la recepción. A l verme entrar, la señora F. me dice en voz alta que acaba de enterarse de que me alojo en su casa, cosa que la alegraba mucho. Le hice una profunda reverencia. Heme, pues, com o la salamandra, en el fuego en que deseaba arder. Nada más levantarme estaba condenado a presentarme en la antecámara del señor, y con frecuencia a las órdenes de la se 18. Forma arcaica de Govino, bahía a 7 kilómetros al noroeste d< Corfú, convertida por los venecianos, tras el asalto turco de 1716, en puerto militar con negocios, arsenales y canteras; sin embargo, la 111.1 laria acabó con él. 19. «Sed bienvenido.» 4 18

ñora, atento y sumiso, sin aire alguno de la menor pretensión, cenando a menudo a solas con ella, acompañándola a todas par­ tes cuando el señor D. R. no podía, alojado a su lado y expuesto a su vista cuando yo escribía y en todo momento, como ella a la mía. Transcurrieron tres semanas sin que mi nueva morada pro­ curase el menor alivio a mi ardor. Lo único que me atrevía a pen­ sar para no perder la esperanza era que su amor aún no tenía suficiente fuerza para vencer su orgullo. L o esperaba todo de la ocasión propicia, aguardaba esa ocasión, contaba con ella, ple­ namente decidido a no envilecer a la criatura que amaba descui­ dándola. E l enamorado que no sabe coger la fortuna por los pelos

que lleva en la frente, está perdido. Pero me desagradaba la distinción con que me honraba en público, mientras en privado se mostraba avara de cualquier amabilidad: yo deseaba lo contrario. Todo el mundo me creía afortunado, pero como mi amor era puro, en él no entraba la va­ nidad. -Tenéis enemigos -m e dijo un día-; pero anoche, asumiendo vuestra defensa, los hice callar. -So n envidiosos, señora, a los que, si supieran todo, les daría lástima y de los que fácilmente podríais librarme. -¿ P o r qué ibais a darles lástima, y cómo conseguiré libraros de ellos? - Y o les daría lástima porque me consumo de amor, y vos me libraríais de ellos si me tratáis mal. Entonces nadie me odiaría. -¿Seríais acaso menos sensible a mi maltrato que al odio de los malvados? -S í, señora, siempre que el maltrato público fuera compen­ sado por vuestras bondades en privado; pues, en la dicha que siento de pcrtencceros, no me anima ningún sentimiento de va­ nidad. Q ue me compadezcan, que yo estaré contento siempre que se equivoquen. -N u n ca podré representar ese papel. A menudo me situaba detrás de las cortinas de la ventana más alejada de las de su dorm itorio para contemplarla cuando pen­ saba que no la veía nadie. Habría podido verla levantarse de la cama, y gozar de ella en mi imaginación enamorada; y ella habría 4 19

podido conceder ese alivio a mi ardor sin comprometerse en ab­ soluto, pues bien podía dispensarse de adivinar que yo la ace­ chaba. E so era, sin em bargo, lo que ella no hacía, aunque yo tuviera la im presión de que mandaba abrir sus ventanas sólo para atormentarme. La veía en la cama. Su doncella iba a ves­ tirla colocándose delante de tal modo que yo dejaba de verla. Si después de levantarse del lecho se asomaba a la ventana para ver qué tiempo hacía, no miraba a las de mi cuarto. Estaba seguro de que sabía que yo la veía, pero no quería darme la menor satis­ facción de hacer un m ovimiento que pudiera hacerme suponer que pensaba en mí. Un día que su doncella estaba cortándole las puntas abiertas de sus largos cabellos, recogí y deposité en el tocador todos los mechones que habían caído al suelo, excepto unos pocos que me guardé en el bolsillo totalmente convencido de que no se daría cuenta. En cuanto la criada se marchó, me dijo con dulzura, pero con bastante firm eza, que sacase del bolsillo los mechones que había recogido. L o encontré excesivo, me pareció injusto, cruel y fuera de lugar. Temblando de despecho más aún que de cólera, obedecí, pero arrojando los mechones sobre su tocador con el aire más desdeñoso. -Señor, sois insolente. - P o r una vez, señora, habríais podido fingir que no habíais visto mi hurto. - E s m uy molesto fingir. -¿Q u é negrura de alma podía haceros sospechar un hurto tan pueril? -N in gu n a, pero sí unos sentimientos hacia mí que no os esta perm itido tener. -S ó lo pueden prohibírmelos el odio o el orgullo. Si tuvierais corazón no seríais víctima ni del uno ni del otro; pero sólo tenéis cerebro, y debe de ser malvado, pues se complace en humill.u Habéis descubierto mi secreto, pero a cambio os he conocido .1 fondo. Mi descubrimiento me será más útil que el vuestro; 1.1I vez me vuelva prudente. Tras este despropósito salí, y, al no oír que me llamase, me luí a mi cuarto, donde, confiando en que el sueño podría calmarme, me desnudé y me metí en la cama. En momentos como ésos, un 420

enamorado encuentra a la persona que ama indigna, odiosa y despreciable. Cuando vinieron a llamarme para la cena, dije que estaba enfermo. N o pude dormir, y, curioso por ver qué me ocu­ rriría, seguí en la cama y dije que estaba enfermo cuando me lla­ maron a comer. Por la noche me alegró encontrarme sin fuerzas. Cuando el señor F. vino a verme, me libré de él diciendo que era un violento dolor de cabeza, a los que era propenso, y del que sólo me curaría el ayuno. Hacia las once, la señora y el señor D. R. entran en mi cuarto. -¿Q u é os ocurre, mi pobre Casanova? -m e dice ella. -U n fuerte dolor de cabeza, señora, del que mañana estaré curado. -¿ P o r qué queréis esperar a mañana? Tenéis que curaros en­ seguida. He mandado que os preparen un caldo y dos huevos frescos. -N o , señora. Sólo el ayuno puede curarme. -T ien e razón -d ijo el señor D. R .-; conozco esa enfermedad. Mientras el señor D. R. examinaba un dibujo que había sobre mi mesa, ella aprovechó ese momento para decirme que le en­ cantaría verme tomar un caldo, pues debía de estar extenuado. Le respondí que había que dejar morir a los que eran insolentes con ella. Sólo me contestó poniendo en mi mano un paquetito; luego fue a ver el dibujo. A b ro el paquete y veo que contiene unos mechones. L o es­ condo a escape bajo la manta; pero en un instante la sangre se me sube a la cabeza de tal manera que me asusto. Pido agua fresca. La señora acude con el señor D. R., y ambos quedan sorprendi­ dos al ver mi cara toda encendida cuando un momento antes pa­ recía la de un muerto. Ella echa en el agua que yo iba a beber un vaso de agua de c a r m e lit a s ,la bebo, y al instante vom ito todo el agua junto con la bilis. Enseguida me encuentro mejor, y pido algo de comer. Ella me sonríe: llega la doncella con una sopa y dos huevos que com o con avidez, luego me río con ellos y les cuento a propósito la historia de Pandolfin.11 El señor D . R. creía asistir a un milagro mientras yo veía en la cara de la señora 20. Agua de melisa cuya fabricación era un secreto de los carmeli­ muy en boga en el siglo XVIII. 21. Probable diminutivo de Pandolfo, tipo de la comedia italiana

tas. Estuvo

421

F. amor, piedad y arrepentimiento. Si el señor D . R. no hubiera estado presente, esa habría sido la ocasión de mi felicidad; pero estaba convencido de que sólo se aplazaba. Tras haberlos entre­ tenido media hora con cuentos m aravillosos, el señor D. R. le dijo a la señora que, si no me hubiera visto vomitar, creería fin ­ gida mi enfermedad, pues, en su opinión, era im posible pasar con tanta rapidez de la tristeza a la alegría. - E s la virtud de mi agua -d ijo la señora m irándom e-, y voy a dejaros el frasco. -L leváo slo , señora, porque sin vuestra presencia el agua ca­ rece de virtud. -Tam bién yo lo creo -d ijo el señor-. Y por eso voy a dejaros aquí con el enfermo. - N o , no, ahora tiene que dormir. D orm í profundamente; pero soñando con ella de un modo tan intenso que tal vez la realidad no hubiera podido ser más de­ liciosa. Había avanzado mucho. Treinta y cuatro horas de ayuno me habían perm itido obtener el derecho de hablarle de amor abiertamente. El regalo de sus mechones sólo podía indicar una cosa: que le agradaba que siguiese amándola. A l día siguiente, después de haberme presentado al señor F , fui a esperar en el cuarto de la doncella, porque la señora aún dormía. Tuve el placer de oírla reír cuando supo que yo estaba allí. Me hizo entrar para decirme, sin darme tiempo para hacerle el menor cumplido, que la alegraba verme con buena salud, y que debía ir a dar los buenos días al señor D . R. de su parte. Una mujer hermosa está cien veces más deslumbrante cuando sale del sueño que cuando sale del tocador, y no sólo a ojos de un enamorado, sino a los de todos los que puedan verl.t en ese momento. Al decirme que me fuera, la señora F. inundo mi alma con los rayos que salían de su divino rostro con la misma rapidez que cuando el Sol derrama la luz sobre el uni verso. Pese a ello, cuanto más hermosa es una mujer, más apego siente por su tocador. Siempre se quiere sacar más partido de lo que se tiene. La orden que la señora F. me dio de dejarla me ase

guró mi inminente felicidad. Me ha despedido, me dije, porque ha previsto que, de seguir a solas con ella, le hubiera pedido una recompensa o, por lo menos, unas arras que no habría podido negarme. Feliz por la posesión de sus cabellos, consulté a mi amor para saber lo que debía hacer. Para reparar la falta que había cometido al privarme de los pequeños mechones que yo había recogido, me dio una cantidad lo bastante grande para hacer una trenza. Tenían vara y media de longitud. Tras decidir lo que debía hacer, fui a casa de un confitero judío cuya hija bordaba. Le encargué que bordase con el pelo las cuatro iniciales de nuestros nombres sobre una pulsera de raso verde, y empleé el resto en hacer una larga trenza que parecía un delgado cordoncillo. En una de las puntas había una cinta negra, y en la otra, la cinta, cosida y do­ blada en dos, form aba un lazo que era en realidad un nudo corredizo excelente para ahorcarme si el amor me hubiera redu­ cido a la desesperación. Me puse ese cordón alrededor del cue­ llo, sobre la piel, dándole cuatro vueltas. De una pequeña parte de sus mismos cabellos hice una especie de polvo cortándolos con tijeras muy finas en trozos muy menudos. Pedí al judío que los empastase en mi presencia en azúcar con esencias de ámbar,“ de angélica, de vainilla, de alquermes1* y de estoraque.'4 Y no me marché hasta que no me entregó mis grageas hechas con esos ingredientes. También mandé hacer otras de igual forma y sus­ tancia, salvo que no tenían cabellos. M etí las que los tenían en una bella caja de cristal de roca, y las otras en una de concha de tortuga. Después del regalo que me había hecho de sus cabellos, ya no perdía el tiempo con ella contándole historias: sólo le hablaba de mi pasión y de mis deseos. Le hacía ver que debía desterrar­ me de su presencia o hacerme feliz; pero no se decidía. Me re­ plicaba que sólo podíamos ser felices absteniéndonos de violar

que ya había dado título a una ópera de Giuseppc Scolari (1745) y a un interme/./.o de G. A. Hassc (1739), ambos estrenados en Vcnecia.

n . Producto de las secreciones intestinales de los cachalotes, el ámbar se utilizaba en la preparación de perfumes. 23. Licor de sabor dulce y color rojo vivo, que recibía su nombre del quermes, animal empleado para su coloración roja. 24. Sustancia aromática resinosa que se extraía de la corteza hervida del árbol homónimo.

422

4*3

cuencia de vuestros sofism as. Los dos m orirem os dentro de poco, vos de consunción, yo de inanición, porque me veo obli­ gado a gozar de vuestro fantasma día y noche, siempre, en todas partes, excepto cuando estoy en vuestra presencia.

nuestros deberes. Cuando me arrojaba a sus pies para obtener de antemano su total perdón por la violencia que iba a cometer con ella, me rechazaba con una fuerza muy superior a la que hubiera podido emplear la más vigorosa de todas las mujeres para re­ chazar los ataques del amante más emprendedor. Me decía, sin cólera ni tono imperativo, con una dulzura divina y unos ojos

Viéndola estupefacta y enternecida por estas palabras, creí que había llegado el momento de la felicidad, y ya le pasaba mi brazo derecho alrededor de la cintura, y mi brazo izquierdo iba a apoderarse d e... cuando el centinela dio los dos golpes. Me com pongo la ropa, me levanto, me sitúo de pie ante ella y apa­ rece el señor D. R., que esta vez me vio de tan buen humor que se quedó con nosotros hasta la una de la noche.

llenos de amor, sin apenas defenderse: - N o , mi querido amigo, moderaos, no abuséis de mi cariño. N o os pido que me respetéis, sino que me protejáis, porque os amo. -M e amáis, ¿y nunca os decidiréis a que seamos felices? N o es creíble ni natural. Me obligáis a pensar que no me amáis. Dejad que pose un solo instante mis labios en los vuestros, y os prometo no exigir más. - N o , porque nuestros deseos aumentarían y nos sentiríamos más infelices todavía. De esta form a me condenaba a la desesperación, y luego se lamentaba de no encontrar en mí, cuando estábamos en socie­ dad, ni aquel ingenio ni aquella alegría que tanto le habían agra dado a mi regreso de Constantinopla. El señor D . R ., que a menudo discutía conm igo, me decía por gentileza que yo adel gazaba a ojos vistas. Un día, la señora F. me dijo que aquello le desagradaba, poi que, cuando los maliciosos se fijaran, podrían pensar que me tra taba mal. ¡Extraña idea que no parece lógica, y que, sin embargo, era la de una mujer enamorada! E scribí con este motivo un idilio en forma de égloga, que aún hoy me hace llorar cuando lo Ico. - ¡P e r o cóm o! - le d ije-. ¿A dm itís entonces la injusticia de vuestro proceder, ya que teméis que el mundo la adivine? Sin guiar temor de una inteligencia divina que no puede ponerse de acuerdo con su propio corazón enamorado. ¿O s encantaría en tonces verme gordo y rubicundo, aunque los demás pudieran pensar que se debía al celestial alimento que daríais a mi amni ’ -Q u e lo piensen, siempre que no sea cierto. - ¡Q u é contradicción! ¿Sería posible que yo no os amaui, dado lo poco naturales que parecen estas contradicciones? P arcana, los grandes (las veintidós letras) y los pequeños (las nueve cili.is, sin el cero). Los arcana de los cabalistas orientales pasaron a los m.igos de la Edad Media y, a través de éstos, a los rosacruces. iX. Hacia las cuatro de la mañana.

456

457

El señor de Bragadin y sus dos amigos se quedaron como pe­ trificados. El señor Dándolo me pidió entonces que respondiera .1 una pregunta que él mismo iba a hacerme. Sólo él podía interpretar la respuesta porque nadie más que él sabía de qué se tra­ taba. Escribe la pregunta, me la da, la leo, no comprendo nada ni del asunto ni de la materia, pero no importa, tengo que res­ ponder. Si la pregunta era tan oscura que yo no podía comprcn-

der nada, tampoco debía comprender nada de la respuesta. R es­ pondo, pues, con cuatro versos en cifras corrientes, que sólo el podía interpretar, sin que yo preste el menor interés a la inter­ pretación. El señor D ándolo los lee, los relee, se muestra sor­ prendido, lo entiende todo, es algo divino, algo único, es un tesoro del cielo. Los números no son más que el vehículo, pero la respuesta sólo puede venir de una inteligencia inmortal. D es­ pués del señor Dándolo, los señores Barbaro y de Bragadin tam­ bién me hacen preguntas sobre todas las materias. Mis respuestas les parecen divinas, los felicito y me felicito por poseer una vir­ tud a la que yo no había hecho caso hasta ese momento, pero a la que se lo haría a partir de entonces viendo que con ella podía ser útil a Sus Excelencias. Entonces los tres, de común acuerdo, me preguntaron cuánto tiempo podría tardar en enseñarles la regla de aquel cálculo. Les contesté que era cosa de muy poco tiempo, y que lo haría a pesar de que el ermitaño me había dicho que, si se lo enseñaba a al guien antes de que cum pliese los cincuenta años, m oriría de muerte súbita tres días después. «N o creo en esa amenaza», les expliqué. E l señor de Bragadin me dijo entonces, en tono muy serio, que debía creerla, y, desde ese momento, a ninguno de los tres se le volvió a ocurrir pedirme que les enseñara a hacer la cá bala. Pensaron que, si conseguían unirme a ellos, el resultado sería el mismo que si la poseyeran. A sí me convertí en el hiero fante^ de aquellas tres personas, honestísimas y amabilísimas, pero nada prudentes, porque los tres sentían gran inclinación por lo que se llama la quimera de las ciencias: creían posible lo imposible en el orden moral. Creían que, teniéndome a sus ói denes, dominaban la piedra filosofal, la medicina universal,' el coloquio con los espíritus elementales' 1 y todas las inteligencia del ciclo, y el secreto de todos los gabinetes europeos. También

creían en la m a g i a , a la que daban el especioso nombre de física oculta. Una vez convencidos de la virtud divina de mi cábala me­ diante preguntas sobre el pasado, decidieron servirse de ella con­ sultándola siempre sobre el presente y el futuro; y no me resul­ taba difícil adivinar, pues nunca daba una respuesta que no tuviera dos sentidos; uno de ellos, que sólo conocía yo, única­ mente podía interpretarse después de ocurridos los aconteci­ mientos. Mi cábala nunca se equivocaba. Entonces supe lo fácil que había resultado a los antiguos sacerdotes del paganismo em­ baucar al ignorante y crédulo universo. Pero lo que siempre me ha extrañado es que los santos padres cristianos, que no eran simples e ignorantes como los evangelistas, creyeran que no p o ­ dían negar la divinidad de los oráculos y los atribuyesen al dia­ blo. N o habrían pensado eso si hubieran sabido hacer la cábala. Mis tres amigos se parecían a los santos padres: al ver la d ivi­ nidad de mis respuestas, com o no eran bastante malvados para creerme un diablo, creían en mi oráculo inspirado por un ángel. Estos tres caballeros no sólo eran cristianos fidelísimos a su religión, sino devotos y escrupulosos: los tres eran solteros, y los tres se habían convertido en enemigos irreconciliables de las mujeres tras haber renunciado a ellas. Según sus ideas, ésa era la condición principal que los espíritus elementales exigían a cuan­ tos querían frecuentarlos. Lo uno excluía lo otro. En los primeros tiempos de mi amistad con estos tres patri­ cios, me pareció muy singular el hecho de que poseyeran en grado sumo lo que se denomina inteligencia. Pero la inteligen­ cia preocupada razona mal, y lo importante es razonar bien. Muchas veces me reía para mis adentros oyéndolos hablar de los misterios de nuestra religión, y burlándose de los que tenían tan limitadas sus facultades intelectuales que consideraban incom­ prensibles esos misterios. Para D ios, la encarnación del verbo

í9 . Hierofante quiere decir literalmente «hombre que mucstr.i l.i« cosas sagradas»; en la cultura griega, sumo sacerdote que presidí.) los misterios de Elcusis. 30. La panacea (de Pankcia, hija de Esculapio a quien se atrilnii.i l.i facultad de curar todas las enfermedades), el aurum potabile de los il quimistas, que prolonga la vida y cura las enfermedades. 3 1. Espíritus de naturaleza muy sutil que presiden los elemento«

tiales y enseñaba los secretos para evitar desgracias, conseguir curaciones, J realizar cosas sobrenaturales, etc. La magia negra, o baja magia, se diri­ gía a los espíritus malos y se practicaba de noche, alrededor de tumbas.

458

459

según los cabalistas: los gnomos (la tierra), las ondinas (el agua), los sil­ fos (el aire), la salamandra (el fuego).

3*. La magia blanca, o alta magia, se interesaba por las fuerzas celes­

era una fruslería, y la resurrección tan poca cosa que no les pa­ recía un prodigio, pues, si la carne es lo accesorio y D ios no puede morir, Jesucristo tenía que resucitar necesariamente. En cuanto a la Eucaristía, la presencia real y la transubstanciación eran para ellos de una evidencia palmaria (praemissis concessis).J> Se confesaban cada ocho días sin sentir el menor apuro ante sus confesores, cuya ignorancia lamentaban. N o se creían obligados a darles cuenta de lo que creían que era un pecado, y en este

meter la barbarie de dejar expuestas aquellas tres honestas per­ sonas a los engaños de algún granuja deshonesto que hubiera podido introducirse entre ellos y arruinarlos, induciéndolos a emprender la quimérica operación de la gran o b ra?}4 Además, un invencible amor propio me impedía declararme indigno de su amistad por mi ignorancia, o por mi orgullo, o por mi des­ cortesía, de los que les habría dado pruebas evidentes despre­ ciando su compañía.

punto tenían toda la razón. Estos tres seres originales, respetables por su probidad, por su cuna, por su crédito y por su edad me agradaban mucho, pese a que su sed de conocim ientos me tuviera ocupado de ocho a diez horas diarias, con los cuatro encerrados e inaccesibles para todo el mundo. Me hice amigo íntimo suyo cuando les conté la historia de todo lo que hasta entonces me había ocurrido en la vida; y se la conté con bastante sinceridad, aunque no con todas sus circunstancias, com o acabo de escribir, para no indu­

Tomé la mejor decisión, la más noble, la única natural. La de ponerme en situación de no volver a carecer de lo necesario, y nadie podía ser mejor juez que yo de lo que era necesario para mí. C on la amistad de esos tres personajes me convertía en un hombre que iba a gozar en su misma patria de consideración y respeto. Además, debía de sentirme muy halagado por conver­ tirme en tema de sus conversaciones, y de las especulaciones de quienes, en su ociosidad, pretenden adivinar las causas de todos los fenómenos naturales que ven. En Venccia nadie podía com ­ prender mi amistad con tres hombres de aquel carácter, ellos todo ciclo y yo todo mundo; ellos muy severos en sus costum ­ bres, y yo entregado al m ayor libertinaje.

cirlos a cometer pecados mortales. Sé que los engañé, y que por lo tanto no actué con ellos con honestidad en toda la significación de este término; pero, si mi lector es un hombre de mundo, le ruego que reflexione un poco antes de creerme indigno de su indulgencia. Se me dirá que, si hubiera querido poner en práctica una moral muy pura, habría debido no unirme a ellos o desengañar­ los. Desengañarlos, no, respondo, porque no me creía con fuer­ za bastante para conseguirlo. Los habría hecho reír; me habrían tratado de ignorante y me habrían puesto de patitas en la calle. Por eso no me habrían pagado, y yo no me sentía encargado de ninguna misión para erigirme en apóstol. En cuanto a la heroica resolución que hubiera podido tomar de abandonarlos en cuan to vi que eran unos visionarios, responderé que, para tomarla, habría necesitado una moral propia de un misántropo, enemigo del hom bre, de la naturaleza, de los buenos modales y de sí mismo. En mi calidad de joven que necesitaba vivir bien y gozar de los placeres que la constitución de la edad implica, ¿hubiera debido correr el riesgo de dejar morir al señor de Bragadin y co 33. «Concedidas las premisas.» 460

A principios de verano, el señor de Bragadin se encontró lo bastante bien para volver al Senado. Y esto es lo que me dijo la víspera del día en que salió por primera vez: -Q uienquiera que seas, te debo la vida. Tus protectores, que quisieron hacerte sacerdote, médico, abogado, soldado y luego violinista, no fueron más que unos necios que no com prendie­ ron nada de ti. Dios ordenó a tu ángel guiarte hasta mis manos. Yo te he comprendido: si quieres ser hijo mío no tienes más que reconocerme por padre, y desde ahora hasta mi muerte te trataré como a hijo en mi casa. Tus habitaciones están preparadas, haz que traigan tus cosas, tendrás un criado y una góndola pagada, además de nuestra mesa y de diez ccquíes al mes. A tu edad yo 110 recibía de mi padre una pensión mayor. N o es necesario que te ocupes del futuro; piensa en divertirte y confía en mi consejo para todo lo que pueda ocurrirte o quieras emprender; siempre encontrarás en mí a un buen amigo. 34. I.a búsqueda de la piedra filosofal. 461

Me arrojé a sus pies para agradecérselo y darle el dulce nom­ bre de padre. Le juré obediencia en calidad de hijo. Los otros dos amigos, que también vivían en el palacio, me abrazaron, y los cuatro nos juramos fraternidad eterna. Esta es, querido lector, toda la historia de mi metamorfosis y de la feliz época que me hizo saltar del vil oficio de violinista al de señor.

1746 C A P ÍT U L O V III VIDA D ESO R D EN A D A Q U E L L E V O . ZAW O ISKI. R IN A I.D I. L’ A B A D IE . LA JO V E N C O N D E S A . EL C A PU C H IN O DON ST E FF A N I. A N C IL 1.A . LA R A M O N . ME EM BA R C O EN UNA G Ó N D O L A EN SAN GIOBBF. PARA IR A M ESTRE

La misma Fortuna que se plugo en darme una prueba de su despotism o haciéndome feliz por un camino totalmente desco­ nocido para la sabiduría, no consiguió hacerme abrazar un sis­ tema de vida que me habría capacitado para no volver a necesitar de nadie en mi vida futura. Empecé a vivir con auténtica inde­ pendencia de cuanto podía poner límites a mis inclinaciones. C om o respetaba las leyes, pensaba que podía despreciar los pre­ juicios y creía poder vivir con toda libertad en un país sometido a un gobierno aristocrático. Me habría equivocado aunque la fortuna me hubiera convertido en miembro del gobierno. La Re pública de Venecia, sabiendo que su primer deber es el de con servarse, es ella misma esclava de la imperiosa razón de Estado. Debe, llegado el caso, sacrificarlo todo a ese deber, ante el que hasta las mismas leyes dejan de ser inviolables. Pero dejemos cs.i materia, demasiado conocida ahora: todo el género humano sabe que la libertad no existe ni puede existir en ninguna parte. N o he abordado esta cuestión para ofrecer al lector una idea de mi con ducta en mi patria, donde esc mismo año empecé a recorrer un camino que debía llevarme a una prisión estatal, impenetrable precisamente por inconstitucional. Bastante rico, dotado por 11 462

naturaleza de un físico imponente, jugador decidido, manirroto, gran hablador siempre mordaz, nada modesto, intrépido, muje­ riego impenitente, dispuesto a suplantar a los rivales y aficio­ nado únicamente a la compañía que me divertía, sólo podía ser odiado. Siempre presto a dar la cara, creía que todo me estaba permitido, pues el abuso que me irritaba me parecía hecho para ser atropellado. Semejante conducta no podía por menos que disgustar a las tres buenas personas en cuyo oráculo me había convertido, pero no se atrevían a reprocharme nada. Sonriendo, el señor de Bragadin se limitaba a decirme que yo ponía ante sus ojos la loca vida que había llevado cuando tenía mi edad, pero que debía pre­ pararme a pagar su costo y a verme castigado com o él cuando tuviera sus años. Sin faltarle al respeto que le debía, convertía en bromas sus temibles profecías y seguía viviendo a mi aire. Pero he aquí cómo me dio la primera prueba de su carácter, la tercera o cuarta semana después de conocernos. En el casino' de la señora A vogadro,¡ mujer inteligente y amable a pesar de sus sesenta años, conocí a un gentilhombre polaco muy joven llamado C ayetano Z aw o isk i.1 Esperaba d i­ nero de su país y, mientras tanto, las mujeres venecianas se lo proporcionaban, encantadas con su belleza y sus modales pola­ cos. N os hicimos buenos amigos; le abrí mi bolsa, y él me abrió más ampliamente la suya veinte años después, en Munich.4 Era un buen hombre que sólo tenía una pequeña dosis de intcligen1. Los casini eran pequeñas construcciones, muy sencillas por fuera pero muy lujosas en su interior, que servían de lugar de encuentro, sobre todo amoroso. Durante el siglo XVIII estuvieron de moda entre la no­ bleza y la burguesía venecianas; los Inquisidores de Estado trataron de suprimir estos casini donde los patricios se refugiaban para llevar una vida privada que contrastaba con su vida pública. 2. Quizás Angela Vezzi, casada en 1717 con Marín Avogadro, única mujer de esa familia con esta edad. j . El conde Cayetano Zawoiski (1725-1788), gentilhombre de la corte de Sajonia y coronel de la infantería polaca, luchó al servicio del I.lector de Sajonia. Mariscal en la corte de Coblenza (176 5-177 1), ter­ minó siendo enviado como embajador a Dresde. 4. Casanova dirá entonces que le devolvió menos dinero del que le debía. 463

cia, pero la suficiente para vivir bien. M urió hace cinco o seis años en Dresde, siendo embajador del Elector de Tréveris.* H a­ blaré de él a su debido tiempo. Este amable joven, a quien todo el mundo apreciaba mucho porque frecuentaba a los señores Angelo Q uerini6 y Lunardo Venier,7 me presentó en un jardín de la Zuccca8 a una bella con­ desa extranjera que me gustó. Esa misma noche fuim os a su casa en la Locanda del Castelletto,1' donde, después de haberme pre­ sentado a su marido, el conde Rinaldi, nos invitó a quedarnos a cenar. El marido organizó una banca de faraón, en la que, pun­ tuando a medias con la señora, gané una cincuentena de cequíes. Encantado de haber hecho esta amistad, fui a verla a la mañana siguiente completamente solo. Su marido, tras disculparse por que su mujer aún estuviera en la cama, me hizo pasar a la alcoba. Cuando nos quedamos a solas, ella tuvo la habilidad de hacerme esperar todo sin concederme nada, y, cuando vio que me iba, me invitó a cenar. Fui, gané como la víspera, también a medias con ella, y volví a mi casa enamorado. Pensé que a la mañana siguien­ te se mostraría complaciente, pero cuando fui a su casa, me d i­ jeron que había salido. Volví por la noche, y, después de discul­ parse, jugamos, y perdí todo mi dinero, siempre a medias con ella. Después de cenar, los extraños se fueron y yo me quedé a $. Clemens Wenzeslaus (17 3 9 -18 12 ), hijo de Augusto III, rey do Polonia y Elector de Sajonia. Fue Elector de Tréveris de 1768 a 1802. 6. Angelo Querini (1721-1796), literato c historiador veneciano que mantuvo estrechos contactos con intelectuales de la época (con Voltaire, por ejemplo). Masón, fue uno de los amantes de la Cavamacchie. Inter­ vino activamente en la vida política veneciana, se enfrentó, siendo «aho­ gador del Común», al Consejo de los Diez y a los Inquisidores, y fue arrestado, aunque no tardó en ser puesto en libertad. 7. Lunardo Venier di San Felice, hijo de Niccoló, procurador de San Marcos. 8. La isla de la Giudecca, vulgarmente llamada la Zuecca, al sur de la ciudad. En sus numerosos jardines y viñedos se organizaban fiestas

solas con Zaw oiski porque el conde Rinaldi quiso darme la re­ vancha. Ju gu é bajo palabra, y el conde sólo recogió la baraja cuando vio que le debía quinientos cequíes. V olví a casa muy abatido: el honor me obligaba a pagar mi deuda al día siguiente y no tenía un céntimo. El amor acrecentaba mi desesperación, porque me veía haciendo el papel de un pordiosero miserable. Al día siguiente, mi estado de ánimo no se le escapó al señor Bragadin: me sondeó, me alentó tanto que le conté toda la historia y terminé diciéndole que me veía deshonrado y que me moriría por ello. Me consoló diciéndome que esc mismo día pagaría mi deuda si estaba dispuesto a prometerle que no volvería a jugar bajo palabra. Se lo juré, le besé la mano y salí a pascar muy con­ tento. Estaba seguro de que aquel hombre divino me daría q u i­ nientos cequíes esa misma tarde, y me alegraba por el honor que mi puntualidad me haría ganar ante la dama, que ya no dudaría en concederme sus favores. Era la única razón que me impedía echar de menos la cantidad perdida; pero, muy emocionado por la gran generosidad de mi querido amigo, estaba totalmente de­ cidido a no jugar bajo palabra. C o m í muy contento con él y los otros dos amigos sin hablar en absoluto del asunto. N ada más levantarnos de la mesa, llegó un hombre para entregar al señor de Bragadin una carta y un pa­ quete. L ey ó la carta: «Está bien». El hombre se marchó, y a mí me dijo que lo acompañara a su aposento. -E ste paquete te pertenece -m e dijo. Lo abro y encuentra treinta o cuarenta cequíes. Al verme sor­ prendido, se echa a reír y me da a leer la carta: «Aseguro al señor de Casanova que nuestra partida de la pa­ sada noche bajo palabra no fue más que una broma: no me debe nada. Mi mujer le envía la mitad del oro que perdió al contado. - E l conde R IN A I.D 1». M iro al señor de Bragadin, que se retorcía de risa al ver mi asombro. C om prendo entonces todo. Le doy las gracias, lo abrazo y le prometo ser más prudente en el futuro. Se me abren los ojos y me encuentro curado del amor, avergonzado de haber sido víctima del conde y su mujer.

durante el verano. 9. Grupo de casas en la parroquia de San Matteo, en Rialto, donde en 1360 se reunió a todas las mujeres de mala vida, que eran encerradas por la noche y durante los días de fiesta. Una vez abolida esta costum bre, las prostitutas se dispersaron por toda la ciudad. La posada citada por Casanova debía de conservar el nombre de la antigua construcción.

-E sta noche -m e dijo aquel sabio m édico- cenarás alegre­ mente con la encantadora condesa.

464

465

-E sta noche cenaré con vos; me habéis dado una lección de gran maestro. - L a primera vez que pierdas bajo palabra harás muy bien en no pagar. -Q uedaré deshonrado. - N o im porta. Cuanto antes te deshonres, más ahorrarás, porque te verás obligado a deshonrarte cuando te encuentres en la imposibilidad segura de pagar. Por eso, más vale no esperar a que llegue inevitablemente ese fatal momento. -P ero todavía vale más evitarlo jugando únicamente con di­ nero contante. -Sin duda, porque salvarás el honor y el dinero; pero ya que te gustan los juegos de azar, te aconsejo que no puntúes nunca; hazte cargo de la banca y ganarás siempre. -S í, pero poco. -P o co , si quieres; pero ganarás. El punto es un loco. El ban­ quero piensa. Apuesto, dice, a que no adivinas. El punto res­ ponde: Apuesto a que adivino. ¿Q uién es el loco? - E l punto. - A s í pues, en nombre de D ios, sé prudente. Y si se te ocurre puntuar y empiezas ganando, has de saber que sólo eres un necio si acabas perdiendo. -¿ P o r qué necio? La fortuna cambia. -D éjala en cuanto la veas cambiar, aunque sólo vayas ga nando un óbolo. Siempre habrás salido ganando. Yo había leído a Platón, y me maravillaba haber encontrado a un hombre que razonaba com o Sócrates. Al día siguiente Zaw oiski vino a verme m uy de mañana para decirme que me habían esperado a cenar, y que se había elogiado la puntualidad con que había pagado la suma perdida. N o quise desengañarlo; y no volví a ver al conde y a la condesa sino clic ciséis años después, en Milán. Zaw oiski no supo toda esa histo ria de mis labios hasta cuarenta años después, en K arlsbad.1 I >• encontré sordo. Tres o cuatro semanas después de este episodio, el señor do 10. Zawoiski estaba en Karlsbad en 1786 y Casanova fue a su en cucntro para verle desde í)ux. 466

Bragadin me dio otra segunda muestra, todavía más fuerte, de su carácter. Z aw oiski me había presentado a un francés llamado L’A b adie," que solicitaba del gobierno la plaza de inspector de todas las tropas de tierra de la República. Esa elección dependía del Senado. L e presenté a mi protector, que le prom etió su voto; y para impedirle que cumpliera su palabra, pasó lo siguiente: C o m o yo necesitaba cien cequíes para pagar unas deudas, le pedí que me los prestase. Me preguntó por qué no pedía ese favor al señor de L’Abadie. - N o me atrevería. -A trévete; estoy seguro de que te los prestará. - L o dudo mucho; pero lo intentaré. Voy a verlo al día siguiente, y, tras un preám bulo bastante breve pero cortés, le pido el préstamo; y con bastante cortesía también, se disculpa diciéndome todo lo que suele decirse cuan­ do no se quiere o no se pueden hacer favores de este tipo. Llega entonces Zaw oiski, me despido y voy a dar cuenta a mi bienhe­ chor de la inutilidad de mi intento. Sonríe y me dice que aquel francés no era demasiado inteligente. Ese mismo día debía ser presentado en el Senado el decreto para nombrarlo inspector de los ejércitos venecianos. Dedico el día a mis ocupaciones habituales, vuelvo a casa a medianoche, y, al saber que el señor de Bragadin aún no ha vuelto, me voy a la cama. Al día siguiente fui a darle los buenos días y le digo que voy a ir a felicitar al nuevo inspector. Me responde que me aho­ rre la molestia, porque el Senado había rechazado la propuesta. - ¿ Y eso por qué? Hace tres días L’Abadic estaba seguro de lo

contrario. - Y no se equivocaba, porque el decreto habría sido aprobado si yo no hubiera decidido oponerme. Dem ostré al Senado que una buena política no nos permitía conceder ese empleo a un ex­ tranjero. -M e sorprende, porque Vuestra Excelencia no pensaba así anteayer. 11. Según la documentación inquisitorial, L’Abadie, que firmaba como «barón de L’Abadie» y era de probable origen gasccSn, fue desteirado de los Estados Venecianos en 1756. Más tarde entró a formar parte, al parecer, del ejército austríaco. 467

- N o lo conocía bien. A yer me di cuenta de que esc hombre no tiene suficiente cabeza para el empleo que solicitaba. ¿Se pue­ de tener sentido común y negarte cien ccquíes? Esa negativa le ha hecho perder una renta de tres mil escudos, que ahora tendría. Salgo, y me encuentro con Zaw oiski y L’ Abadie, que estaba furioso. -S i me hubieras avisado -m e d ijo - que los cien ccquíes ser­ virían para hacer callar al señor de Bragadin, habría encontrado la manera de conseguíroslos. -C o n la cabeza de un inspector lo habríais adivinado. Este hombre contó la historia a todo el mundo, y me fui muy útil. Q uienes luego tuvieron necesidad del voto del senador su­ pieron el camino para conseguirlo. Pagué todas mis deudas. En esa época vino mi hermano Giovanni a Vcnecia en com ­ pañía del ex judío G u a r ie n ti,g r a n experto en cuadros, que via­ jaba a expensas del rey de Polonia y Elector de Sajonia. Fue él quien le facilitó la adquisición de la galería del duque de M ódena por cien mil ccquíes. Viajaron juntos a Rom a, donde mi hermano se quedó en la escuela del célebre Mengs. Hablaré de él dentro de catorce años. Ahora, como historiador fiel, debo narrar un suceso del que dependió la felicidad de una de las m u­ jeres más amables de Italia, que habría sido infeliz si yo me hu­ biera com portado con sensatez. 1746 A principios del mes de octubre, cuando ya estaban abiertos los teatros, salía yo enmascarado de la posta de Rom a cuando veo una figura de mujer joven, con la cabeza envuelta en la ca pucha de su capa, salir del barco c o r r i e r e de Ferrara, que aca baba de llegar. Al verla sola y observar su paso inseguro, me

siento impulsado por una fuerza oculta a acercarme y ofrecerle mis servicios en caso de que los necesitase. Me responde con voz tímida que precisaría de una información. Le digo que el mue­ lle donde estábamos no era un lugar apropiado para detenerse y la invito a entrar conm igo en una m alvasia,'■* donde podría ha­ blarme con toda libertad. Ella vacila, yo insisto, y termina rin­ diéndose. El almacén no estaba más que a veinte pasos; entramos y nos sentamos solos uno frente a otro. Yo me quito la máscara y la cortesía la obliga a abrir la capucha. Una amplia cofia que le cubre toda la cabeza sólo me deja ver los ojos, la nariz, la boca y el mentón; pero no necesito más para distinguir con toda cla­ ridad juventud, belleza, tristeza, nobleza y candor. Tan pode­ rosa carta de recomendación me interesa en grado sumo. Tras haber enjugado algunas lágrimas, me dice que es joven de con­ dición, y que se había escapado de la casa paterna com pleta­ mente sola para unirse a un veneciano que, tras haberla seducido y engañado, la había hecho desgraciada. -¿Tenéis entonces la esperanza de recordarle su deber? Su­ pongo que os ha prometido su mano. -M e dio su palabra por escrito. El favor que os pido es que me llevéis hasta su casa, me dejéis allí y seáis discreto. -P o d éis contar, señora, con los sentimientos de un hombre de honor. Lo soy, y ya estoy interesado en todo lo que os afecta. ¿Quién es ese hombre? - ¡A y de mí!, me pongo en manos del destino. Y, diciendo estas palabras, saca del seno un papel y me lo da a leer: se trata de un documento de Zanetto Steffani,1' cuya es­ critura conozco, de fecha reciente. Prometía a la señorita con­ desa A. S. casarse con ella en Venecia al cabo de ocho días. Le devuelvo la carta y le digo que conozco muy bien a su autor, que trabajaba en la cancillería1'’ y era un gran libertino que sería rico

12. Pietro Guarienti, nacido en Vcrona y muerto en Dresde (1676 1753), fue segundo inspector de la Galería de Dresde, que se vendió en septiembre de 1745. El apellido Guarienti pertenecía a una noble fami lia veronesa, que lo vendió a un hebreo en el momento de su convcr sión al cristianismo. 13. Era un burchiello («paquebote») la embarcación que cubría el servicio de Ferrara a Venecia por un canal directo. La posta de Roma, donde concluía su viaje el burchiello, tenía sus oficinas en la riva del

15. Zanetto Steffani era en 1744 uno de los giovanni di cancelleria, primer grado en la carrera de los secretarios. 16. En 1 268 se creó en Vcnecia el cargo de canciller, que ostentó en

468

469

Carbón, y una de las postas extranjeras servida por correos también ex­ tranjeros, no por la Compagnia dei Corrieri Veneziani. 14. En las malvaste se vendían toda clase de vinos de calidad, sobre todo la malvasia, vino griego importado del Peloponeso.

cuando m uriera su m adre,'7 pero que en ese momento estaba muy desacreditado y cargado de deudas. -Llevad m e a su casa. -H a ré cuanto me ordenéis, pero escuchadme y confiad ple­ namente en mí. O s aconsejo que no vayáis a su casa. Si ya os ha incum plido su palabra, no podéis esperar un amable recibi­ miento suponiendo que lo encontréis; y si no está en casa, sólo podéis ser mal acogida por su madre si os dais a conocer. C o n ­ fiad en mí, y creed que es Dios quien me ha enviado en vuestra ayuda. O s prometo que mañana a más tardar sabréis si Steffani está en Venecia, qué piensa hacer de vos y qué se le puede obli­ gar a hacer. Antes de dar este paso, no debéis hacerle saber ni que os encontráis en Venecia ni el lugar donde estáis. -¿A d on d e iré esta noche? - A un lugar respetable. - A vuestra casa, si estáis casado. -S o y soltero. Decido llevarla a casa de una viuda cuya seriedad conozco, que tenía dos habitaciones amuebladas y vivía en una calle sin salida. Se deja convencer y sube conm igo a una góndola. O r deno al gondolero llevarme a donde quiero ir. D e camino me cuenta que, hacía un mes, Steffani se había detenido en su ciudad para arreglar su coche, que se había roto, y que ese mismo día la había conocido en una casa a la que ella había ido con su madrepara felicitar a una recién casada. -F u e ese día -m e d ijo - cuando tuve la desgracia de inspirarle amor. Ya no pensó en marcharse. Se quedó en C . cuatro sema ñas, sin salir ni una sola vez de día de su posada y pasando todas las noches en la calle, debajo de mi ventana, desde donde ha biaba con él. Siempre me decía que me amaba y que sus inte» principio un ciudadano que no pertenecía a las familias patricias y ci.i elegido por el Gran Consejo. De cargo honorífico o administrativo ni sus inicios, terminó siendo de los más importantes. 17. Parece tratarse de la madrastra de Steffani, Cecilia Cavalli,
View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF