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Anton y sus padres realizan un viaje turístico a Transilvania, donde vive ahora el Pequeño Vampiro y su familia. ¿Es el Conde Drácula un mito o una realidad? En Transilvania, Anton, una noche, desciende a la Cripta Negra en la que los vampiros celebran una gran fiesta... y conoce peligrosamente al padre de todos los vampiros. ¿Qué le deparará a nuestro protagonista este encuentro? Una nueva aventura del pequeño Vampiro, esta vez en el país del conde Drácula.
Angela Sommer-Bodenburg
El Pequeño Vampiro en el País del Conde Drácula El pequeño vampiro – 16
Título original: Der kleine Vampir und Graf Dracula Angela Sommer-Bodenburg, 1993 Traducción: José Miguel Rodríguez Clemente, 1994 Ilustraciones: Magdalene Hanke-Basfeld Digitalización: Javiera Leiva C. y Andrés Espinoza T.
Este libro es para burghardt bodenburg, que aunque sigue sin tener unos auténticos dientes de vampiro se vino conmigo a Transilvania en el verano de 1991 tras las huellas de los vampiros. ¡Y para Sara y Gerhard dootz, sajones de Viscri!
Angela Sommer-Bodenburg
Comienza la aventura
—Qué, Anton, ya estas emocionado, ¿eh? —preguntó el padre de Anton volviéndose hacia su hijo con una sonrisa en los labios. Anton iba sentado en el asiento de atrás del vehículo todoterreno y llevaba encima de sus rodillas un cuaderno negro: su diario de viaje. —No, para nada—afirmó Anton. Precisamente acababa de anotar en su diario: 6 de agosto. Empieza nuestro viaje al país del conde Drácula. ¡Estoy muy emocionado!... — ¡Oh, mirad allí!... ¡El Vampiro Express! —exclamó entonces su padre señalando hacia la derecha. La madre de Antón, que estaba leyendo su guía de Rumania, levantó la cabeza. — ¿Vampiro Express? —preguntó molesta. —Sí, La furgoneta que va delante de nosotros —dijo el padre de Anton. Anton, entre tanto, había descubierto ya la furgoneta. Encima de un número de teléfono decía: «Ayuda a preservar, dona sangre». —Eso es una ambulancia —declaró su madre—. Y no me parece que se deban gastar bromas sobre esas cosas —añadió dirigiéndose al padre de Anton. — ¿Cómo que bromas? —se defendió—. Pero si dentro de ese vehículo cabría muy bien el ataúd de un vampiro… — ¡Efectivamente! —le apoyó complacido Anton. Cogió su cámara y esperó hasta que se pusieron a la altura de la furgoneta. Entonces apretó el disparador.
— ¿Es que nada más empezar el viaje tienes que meterle en la cabeza a Anton todas esas estupideces sobre vampiros? —censuró la madre de Anton. — ¿Estupideces sobre vampiros? —Dijo su padre riéndose—. ¡Pero si por lo único que viajamos a Rumania es por los vampiros!... — ¡Sí, pero porque el señor Schwartenfeger nos aconsejó este viaje! — replicó—. ¡A mí nunca se me hubiera ocurrido viajar a Rumania! Anton esbozó una sonrisa. El señor Schwartenfeger era el psicólogo al que iban sus padres para hablar de sus problemas. Y uno de sus «problemas» era él, Anton y sus amigos los vampiros. Aunque sus padres no creían que Rüdiger von Schlotterstein y su hermana Anna fueran auténticos vampiros. Anton cogió otra vez su diario. ¡Si supieran donde están Rüdiger y Anna! ¿Estarán quizá en el Desfiladero de Borgo?, escribió. Hacía ya casi cinco semanas que el pequeño vampiro había entrado una noche en la habitación de Anton y le había contado que su familia iba a regresar a su vieja patria, Transilvania. Pero antes de que Rüdiger le pudiera contar más detalles la madre de Anton había llamado a la puerta y había preguntado a Anton si tenía visita. El pequeño vampiro se había marchado precipitadamente…
y desde entonces Anton no lo había vuelto a ver. Tres noches después, había encontrado en su ventana una nota que decía: ¡Ven a visitarnos! Nos encontrarás si sigues las huellas del conde Drácula. Tuyo, Rüdiger. Desde entonces Anton había aprovechado el tiempo que quedaba para las vacaciones de verano para convencer a sus padres de que tenían que hacer a toda costa un viaje al país de Drácula. En eso encontró el apoyo del señor Schwartenfeger. El psicólogo había explicado que con ese viaje Anton probablemente se curaría de una vez por todas de su «obsesión con los vampiros». Así fue como Anton, finalmente, logró convencer a sus padres para hacer un viaje por Rumania. Ahora iban en su todoterreno (con él se había visto cumplido un deseo que el padre de Anton tenía desde hacía mucho tiempo). Habló entusiasmado de unas «vacaciones de aventura»…, todo lo contrario que la madre de Anton. —Además —dijo Anton mirando a su madre—, sí que estoy emocionado…, sobre todo por ver los hoteles. Los mismos no tienen ni agua corriente… —Oh, seguro que sí — contestó ella—. ¡Con los precios que tiene las habitaciones!... —Si no, cogeremos el agua de la fuente —Dijo despreocupado el padre de Anton—. A mí eso me parecería muy romántico. —Pues a mí no —observó la madre de Anton.
Ver todo con buenos ojos
De todas maneras el primer hotel estaba todavía en Alemania, en Passau. Se llamaba Hotel Liebre Blanca, y no sólo tenía agua caliente y fría…, sino que el cuarto de baño era incluso mayor que el que tenían en casa. Después de aquel largo viaje en coche, Anton lo primero que hizo fue darse un buen baño. Luego fueron a cenar al restaurante Espíritu Santo. Hacía una noche templada y pudieron sentarse en el jardín, en un cenador cubierto de hiedra. Durante la cena Anton estuvo todo el tiempo mirando al cielo y pensando que aquella era una noche ideal para vampiros. Pero por allí no se veía ni a Rüdiger ni a Anna… — ¿Por qué estás tan pensativo, Anton? —preguntó su padre. —Sólo estoy cansado —contestó. —Deberíamos irnos a dormir —opinó la de madre de Anton—. Mañana nos espera un viaje agotador. —Sí, vámonos a dormir —dijo Anton. Y con una pícara sonrisa añadió—: ¡Así llegaremos antes a casa del conde Drácula! A la mañana siguiente continuaron el viaje hacia la frontera austriaca. Pararon a comer en Allant, una pequeña localidad de Austria, y a las siete de la tarde llegaron al palacio-hotel de Szirák, Hungría. La madre de Anton se había empeñado en ir a aquel —según decía el folleto— «artísticamente renovado palacio barroco». Por eso se quedó muy decepcionada cuando les explicaron que no iban a dormir en el palacio, sino en el edificio adyacente, en las antiguas cocheras. En el palacio aún quedaban dos habitaciones libres…, pero si querían dormir allí tenían que pagar otros sesenta marcos por cada habitación. —No, gracias —dijo la madre de Anton—. Para nosotros es demasiado por una sola noche. Así que se quedaron en las cocheras, en donde los cuartos de baño eran diminutos y, como en el propio Anton observó, no estaban demasiado limpios. —Bueno, es que ahora ya estamos en Europa del Este —dijo su padre riéndose—. ¡Y para ser un hotel de Europa del Este me parece que no está nada mal!
—Al parecer estás decidido a ver todo con buenos ojos —replicó incisiva la madre e Anton. —Sí, es verdad —dijo—. ¡Estoy decidido a que nada me estropee el buen espíritu viajero que tengo! Pero cuando al día siguiente tuvieron que esperar tres horas en la frontera húngaro-rumana, hasta el padre de Anton perdió el buen humor. Además, hacia tanto calor que hubieran podido freír huevos encima del capó. En tres ocasiones se acercaron unos soldados a su coche y les pidieron chicle y chocolate. Los padres de Anton se miraron indecisos; luego se desprendieron de una parte de sus provisiones para el viaje. — ¡Tenían que ser precisamente los barquillos y las galletas de chocolate! —se quejó Anton—. ¡Lo que más me gusta! —Por favor, Anton —dijo su madre—. Piensa que estamos en… —En Europa del Este, ya lo sé —dijo Anton suspirando. Ya eran más de las diez de la noche cuando llegaron por fin a Cluj-Napoca. El hotel Transilvania, resultó ser una horrible mole de hormigón. Pero Anton se alegró de tener su propia habitación y de poder dormir.
La próxima vez seremos más listos
A la mañana siguiente desayunaron en un salón enorme. —Esto es un auténtico salón de baile –opinó el padre de Anton señalando las arañas de cristal que colgaban del techo. Los camareros no habrían desentonado en un baile: vestían traje negro, camisa blanca y pajarita negra. Con el camarero joven que se acercó a su mesa los padres de Anton se entendieron en inglés; con poco éxito, le pareció a Antón, pues el camarero no hacía más que mover una y otra vez la cabeza y decir: «¡No!» —Tienen muy pocas cosas —le susurró su madre al oído a Anton—. No hay ni leche, ni huevos, ni yogur, ni cereales, ni fruta… — ¿Y qué vamos a desayunar entonces? —preguntó indignado Anton. —Espérate a ver qué nos trae el camarero —contestó su padre.
Un cuarto de hora después apareció el camarero con un vaso para Anton lleno de un líquido amarillo, dos grandes tazas de café turco para los padres de Anton, un plato con pan moreno chamuscado, un poco de mantequilla y mermelada y cuatro finas rodajas de embutido. Anton se quedó sin habla. —Se supone que tu bebida es zumo de naranja y al pan carbonizado lo llaman tostadas —dijo su madre intentando reírse. Le hizo una señal al camarero y pidió otra clase de pan…, ¡no tostadas! El padre de Anton probó el café y dijo. —Humm, está bueno…. ¡Nos lo hemos ganado después de la noche tan terrible que hemos pasado! — ¿Terrible? —preguntó Anton mordiéndose los labios—. ¿Acaso mamá ha gritado en sueños? ¿O es que ha roncado muy fuerte? — ¡Naturalmente que no! —contestó ella—. Lo que pasa es que tu padre tenía a toda costa que cambiar dinero anoche mismo… —Teníamos —corrigió el padre de Anton—. ¡Los dos queríamos cambiar dinero! Fuiste tú la que propuso que cambiáramos trescientos marcos. Yo hubiera cambiado sólo cien. — ¿Trescientos marcos? ¿Tanto? — se asombró Anton. Su padre asintió: —En cualquier caso, los dos empleados del hotel nos dieron más lei*1 rumanos de los que nos hubieran dado en una oficina d cambio. —Y después papá quiso tomarse de vino —siguió diciendo la madre de Anton. —Y tú también —recalcó el padre de Anton. —Sí, cuando aquellos dos jóvenes nos consiguieron la botella yo también bebí un vaso —admitió ella. —Y luego de repente empezamos a desconfiar —dijo el padre de Anton. — ¿A desconfiar? —repitió Anton—. ¿De qué? ¿De que fuera dinero falso? — ¡No, de que el vino estuviera envenenado! — ¿Envenenado? —Pensamos que tal vez le habían echado un somnífero. Es que la botella ya estaba abierta ¿sabes? —Y los dos empleados del hotel podían imaginar fácilmente que teníamos más dinero —añadió la madre de Anton—. De repente pensamos: ¿qué pasaría si han echado algo en el vino y esperan que nos quedemos dormidos? ¡Podrían
entrar entonces en nuestra habitación con su llave maestra y desvalijarnos! Y no nos daríamos cuenta de nada porque estaríamos bajo el efecto del somnífero. —Sí, y entonces no nos atrevimos a acostarnos —completó la frase el padre de Anton—. ¡Hemos pasado toda la noche despiertos! —La próxima vez iremos a una oficina de cambio —dijo la madre de Anton—. Aunque allí nos den menos lei. —Sí —corroboró el padre de Anton—. ¡La próxima vez seremos más listos! Pero la gran sorpresa se la llevaron cuando fueron a comprar vales de gasolina en la ventanilla para turistas del hotel. Descubrieron que la noche anterior no les habían dado más lei, ¡sino menos! Habían cambiado sus marcos alemanes por lei rumanos a un tipo de cambio completamente diferente al real. El padre de Anton había leído en una guía rumana que por cada marco alemán daban cinco lei rumanos. Los empleados del hotel le hubieran debido dar 1.500 lei por sus 300 marcos. Pero él les había pedido 2.000 lei…, pensando que así ganaba 500 lei. Pero en la ventanilla para turistas se enteró por un marco alemán no daban cinco lei, ¡sino 110! ¡Así que los empleados del hotel deberían haberle dado por lo menos 33.000 lei!
El amor a los vampiros
—Treinta y un mil lei de menos… —balbuceó el padre de Anton. Estaba lívido—. ¡Creo que nunca me perdonaré esta estupidez! —Los dos tenemos la culpa —repuso la madre de Anton—. No hubiéramos debido cambiar dinero en la habitación. —Y ni siquiera podemos demostrar que los empleados del hotel nos timaron —dijo furioso el padre de Anton—, pues, en primer lugar, está prohibido cambiar en el mercado negro. Y, en segundo lugar, ellos seguro dirían que nos dieron treinta y tres mil lei o incluso más. —Si he comprendido bien, la verdad es que no os timaron —objetó Anton. —Ah, ¿sí? ¿Tú crees? — ¡Sí! ¡Al fin y al cabo ellos si os cambiaron marcos por lei! Lo que os dieran muchos lei de menos no fue sino…, ¿cómo se dice?..., sí , ¡vuestro propio riesgo en el negocio! — Ya está Anton el sabelotodo, ¿no? —opinó su padre. —No le falta la razón —observó la madre de Anton—. ¡Pero no debemos permitir que esta historia nos estropee el primer día de vacaciones! Al fin y al cabo, hoy nos esperan cosas apasionantes: el hotel de Jonathan Harker*2, el Desfiladero de Borgo… — ¿Cómo conoces tú el hotel de Jonathan Harker y el Desfiladero de Borgo? —preguntó asombrado Anton. —Oh —dijo ella con una sonrisa—. ¡Papá y yo hemos tenido anoche mucho tiempo para leer! —Sí, y en ese tiempo mamá ha descubierto su amor a los vampiros — contó el padre de Anton. — ¿Qué ha qué?... —dijo perplejo Anton. —He comprobado que Bram Stoker no era un escritor malo, ni mucho menos —contestó su madre—. Esas historias del conde solitario en su castillo en los Cárpatos… ¡verdaderamente me han impresionado profundamente! —Fui a tu habitación por el libro de Drácula, mamá lo empezó, y no pudo dejar de leer —informó el padre de Anton—. Por supuesto, sólo te lo cogí
prestado —añadió al ver la cara de indignación que había puesto Anton. —Mamá antes se ponía hecha una fiera cuando yo leía Drácula… —Sí —dijo ella riéndose—. ¡Pero ahora estamos en Transilvania! — ¡En el país del conde Drácula! —añadió el padre de Anton. —No del todo aún —repuso Anton—. La auténtica Transilvania no empieza hasta Bistrica. —Sí, a ver si conseguimos llegar hasta allí… y perder de vista a estos vampiros de aquí: —dijo el padre de Anton lanzando una mirada sombría a su alrededor. Pero los dos empleados de la noche anterior eran los suficientemente listos para no aparecer por allí, o tal vez ese día libraban. — ¿Vampiros? —preguntó Anton mordiéndose los labios—. De haberlo sido no se hubieran interesado por vuestro dinero…
9 de agosto, escribió Anton en su diario. Ya sólo quedan unos pocos kilómetros para llegar Bistrica…
Sintió que el corazón le latía apresuradamente. Y eso que la región que estaban atravesando no era nada inquietante. Las pequeñas casas, pintadas de colores llamativos, las cercas de madera con aquellos bancos delante, las mujeres con sus pañuelos en la cabeza, los niños , muy morenos, que les saludaban con la manos, los carros tirados por los caballos, las gallinas y los gansos que andaban por la calle como si tal cosa… Todo aquello daba la impresión de una apacible vida aldeana. Pero las viviendas de nueva construcción que había en las afueras de la ciudad, con muchas de sus ventanas con los cristales rotos, sí que tenían un aspecto inquietante. Y llegaron a Bistrica. En la obra de Bram Stoker se decía que era «una antigua e interesante ciudad». Antiguas sí que parecían las casas, pero Anton no pudo descubrir nada «interesante». No se veía nadie por aquellas polvorientas calles y solamente había unas pocas tiendas. El hotel Corona de Oro también era diferente a como, Anton se lo había imaginado: se trataba de un aburrido edificio de hormigón que no tenía más de veinte años de antigüedad. Aquel hotel no podía ser del siglo pasado. ¡Y Drácula —de eso se acordaba muy bien Anton— fue publicado en 1897! —El hotel sólo se llama así por la novela —le explico su padre, al que la decepción de Anton no le había pasado inadvertida—. Por aquel entonces, cuando Bram Stoker escribió su Drácula, no existía ningún hotel Corona de Oro, los rumanos le han puesto ese nombre solamente… ¡por los turistas! — ¿Y cómo sabes tú eso? El padre de Anton sonrío satisfecho y dijo: —También yo he tenido mucho tiempo par a leer la noche pasada y me he estudiado a fondo las guías. Ahora sé, por ejemplo, que Bram Stoker jamás estuvo en Transilvania y que nunca existió el Desfiladero de Borgo. —Sí, eso también lo había leído yo —dijo Anton—. En realidad se llama puerto de Tihuta. ¡Pero qué más dará que el conde Drácula recogiera a Jonathan Harker en el paso de Borgo o en el de Tihuta! —Eso si es que le recogió allí —aventuró su padre. —¿Qué quieres decir con eso? —Bueno, en una de las guías decía que el puerto de Tihuta es una región suavemente ondulada y con colinas…, y no el escarpado y tenebroso paisaje montañoso que aparece en la novela. —Bram Stoker podría haberse equivocado en el nombre de la cordillera… —intervino la madre de Anton.
— ¿Equivocado? —repitió Anton—. ¿Y por qué se iba a equivocar? —Quizá el verdadero conde Drácula no viviera en los alrededores de Bistrica —contestó ella—. Ya has oído lo que ha dicho papá: Bram Stoker jamás estuvo en Transilvania. Así que pudo cometer algún que otro fallo. ¡Al fin y al cabo, el libro Drácula es una interesante mezcla de ficción y realidad!
—Y la realidad ya no se podrá descubrir jamás —completó el padre de Anton. — ¿Por qué no? —quiso saber Anton. —Porque el conde Drácula murió en el año 1476. ¡O sea, que lleva más de cinco siglos muerto! Anton contuvo la risa. —Muerto no diría yo…, porque se convirtió en vampiro. ¡Y los vampiros viven eternamente! —Pero en los libros —dijo su madre. —Ah, sí, mi libro Drácula —se acordó Anton—. ¡Necesito que me lo devolváis urgentemente!
Drácula-Turismo
A Anton le pareció que el puerto de Tihuta era verdaderamente más decepcionante que el hotel Corona de Oro. Una carretera bien asfaltada llevaba hasta un gigantesco hotel de nueva construcción con aparcamiento delante, cuyo tamaño estaba en consonancia con el del hotel. En un letrero luminoso leyó: «Night-Bar». —Esto no es el castillo del conde Drácula…, sino el centro del «DráculaTurismo» —bromeó su padre. — ¿Drácula-Turismo? —dijo Anton. — ¡Efectivamente! Con esto, el dictador Ceaucescu quería atraer a los turistas. ¡Y lo consiguió! —Ah, ¿sí? —opinó Anton. El aparcamiento no estaba precisamente lleno. Y tampoco se veía ningún autocar. — ¿Acaso nosotros no somos unos «Drácula-turistas»? —contestó su padre. — ¡Yo por lo menos, no! —dejó bien claro Anton. — ¡Pero tendrás que admitir que estamos visitando los mismos lugares que visitan los «Drácula-turistas»! — ¡A pesar de eso yo no soy ningún «Drácula-turista»! — ¿Y qué eres entonces? —preguntó la madre de Anton. Sonrió irónicamente y dijo: —Yo no he venido a Rumania como turista, sino exactamente igual que tú…, ¡por amor a los vampiros! Su padre se rió. —O mucho me equivoco o vamos a ver en seguida muchos vampiros, porque allí hay un restaurante Drácula —dijo señalando un cartel que había sobre la entrada del hotel. —Me parece a mí que te equivocas mucho —observó Anton—. ¡Al fin y al cabo, no se ha puesto el sol todavía! —Tal como él esperaba, en el comedor, amueblado con sencillas mesas de
madera, sólo había gente con aspecto normal. Anton y sus padres tomaron asiento en una mesa cerca de la ventana. —Espero que aquí la carta sea más variada —dijo el padre de Anton—. Estoy realmente hambriento. Es que la comida de Bistritz no ha sido muy abundante que digamos… Pero sólo había chuleta de cerdo o sado de vaca, patatas asadas chorreando grasa, ensalada de tomate y habas de lata. —En eso Jonathan Harker tuvo más suerte —dijo Anton—. En el libro se describe con todo detalle como saborea un sabroso asado y un exquisito vino de la tierra. Y en Cluj-Naproca le sirvieron Incluso el plato nacional: ¡pollo con pimentón! Después de la cena quisieron dar una vuelta por el hotel, pero no llegaron muy lejos: la mayoría de los corredores estaban cerrados y había montones de tablones, piedras y cascotes por todas partes. — ¡Pero si esto es una pura obra! —protestó la madre de Anton. A pesar de todo encontraron un escaparate donde había porcelanas con la inscripción de Hotel Drácula Castle. Anton se compro un plato. La mujer que había pintada en él, detrás de la cual se reconocía a un hombre con una capa negra, le parecía igual de hortera que a sus padres. Después regresaron a Bistrica. En el hotel Corona de Oro, Anton, de repente, tuvo una idea: ¿no había encontrado Jonathan Harker a su llegada un aviso? Fue a recepción y dio unos golpecitos en el grueso cristal. La mujer de mediana edad que estaba el otro lado le examinó con una mirada sombría. Volvió a llamar. Entonces la mujer abrió una pequeña rendija y dijo algo en rumano. —Yo… ¡Anton Bohnsack! —dijo. Luego hizo ademán de escribir y añadió—: ¡Carta! ¿Tiene alguna carta para mí? La mujer no reaccionó. —Aviso, correo, post… —siguió intentándolo. — ¿Postala?*3 —dijo rebuscando en un cajón—. ¡Nu!*4 —Gracias —dijo Anton. Lentamente subió por las escaleras a su habitación. De repente le pareció una locura haber hecho aquel largo viaje a Transilvania… ¡sólo con la esperanza de ver allí al pequeño vampiro! ¿Y si resultaba que no conseguía ver a Rüdiger y a Anna?
«!De eso nada!», se dijo luego Anton. No había ningún motivo para ver las cosas tan negras. Al día siguiente iban a visitar en Sighisoara la casa natal del conde Drácula, según había leído Anton. Ahora estaba incluso contento de que sus padres hubieran reservado una sola noche en el hotel Corona de Oro porque sus habitaciones —sobre todo los cuartos de baño— eran francamente modestas. Pero, naturalmente, un cuarto de baño como aquel también tenía sus ventajas: nadie le podía exigir a Anton que se pasara mucho tiempo en él…
En esta casa vivió Vlad Dracul
Poco después de la una del mediodía llegaron a Sighisoara. —No se hace justicia a la ciudad de Sighisoara si sólo se visita por hacer honor a Drácula —leyó en alto la madre de Anton en su guía. — ¿Y por qué? —preguntó Anton. —Se supone que aquí quedan todavía unas ciento cincuenta casas bien conservadas de los siglos XV y XVI —contestó ella. — ¡Pero la casa de Drácula es la más interesante! —declaró Anton. Parecía que esto no sólo lo opinaba Anton: en el casco antiguo no había ni un alma. Pero ante la casa de Drácula —un edificio pintado de amarillo con una placa conmemorativa y el escudo familiar dorado— se amontonaban muchísimos turistas. Anton, que quería hacer un par de fotos, tuvo que esperar a que la gente se metiera en la casa antes de poder disparar. — ¿Entiendes algo de lo que pone en la placa conmemorativa? —le preguntó a su padre. —Por supuesto —le dijo el padre de Anton—. Yo, como latinista… —Como antiguo latinista, se te ha olvidado decir —observó la madre de Anton…, un poco picada, pues, como Anton sabía, ella nunca había dado clases en latín. —Tan, tan viejo no soy, ni mucho menos —contestó su padre fingiendo indignación—. Bueno, si lo he entendido todo bien, la inscripción dice:
«En esta casa vivió, entre 1431 y 1435, el príncipe rumano Vlad Dracul, hijo de Mircea el Viejo». — ¿Cómo que sólo vivió? —dijo Anton—. ¡Yo pensaba que era su casa natal! —Hubo dos Vlad Dracul —aclaró su madre. — ¿Dos? — ¡Sí! —dijo ella señalando su guía—. Todo esto es un poco complicado. Vlad Dracul era el padre del famoso conde. El rey Segismundo le había nombrado «draco», o sea, caballero de la orden del dragón. De ahí en adelante llevó el sobrenombre de «Dracul», lo cual, por cierto, significa en rumano «diablo». —Ah, por eso ese dragón —dijo Anton dirigiendo la mirada hacia el escudo de armas familiar, que estaba sobre la puerta. Su madre asintió y siguió explicando: —Y el conde Drácula de la novela es el hijo de Vlad Dracul. Se cree que nació en esta casa, precisamente en 1431. Realmente le hubieran debido llamar
Vlad Draculea. Draculea en rumano quiere decir «hijo de Drácula». Pero él se ganó a pulso otro sobrenombre. — ¿Cuál? —Vlad Tepes. Tepes significa «el Empalador». En la guía pone que empalaba a sus enemigos en postes de madera. — !Brrrr! —Sí, era muy sanguinario, más sanguinario aún que la mayoría de sus enemigos, que no eran muy… melindrosos que digamos. Pero es que eran otros tiempos. Por aquel entonces se tenía poca consideración con la vida humana, y por el más mínimo delito se imponían las más terribles penas. — ¡Pero deberíamos ver de una vez su casa natal! —dijo el padre de Anton riéndose. —Eso creo yo también —dijo Anton, que ya estaba impacientísimo. Por eso se quedó aún más decepcionado cuando sólo vio en aquellas dos habitaciones diminutas con el techo combado unas mesas y unas sillas pintadas de negro y un mostrador lleno de vasos. — ¡Pero si es un mesón!... —murmuró. —Y desgraciadamente… tampoco es mejor que el hotel Drácula —dijo su padre señalando la comida que estaban sirviendo en una de las mesas: asado de vaca con grasientas patatas asadas y habas. A pesar de todo, como tenían hambre, tomaron asiento y pidieron… asado de vaca, porque no había otra cosa… —Si yo fuera el dueño sólo pondría en la carta platos a lo Drácula —dijo el padre de Anton—. Filetes casi crudos con mucho kétchup rojo, remolacha colorada, morcilla, naranjas sanguinas… —No creo que hoy día se puedan conseguir esas cosas en Rumania — repuso la madre de Anton—. He oído que a esta gente le va muy mal económicamente. —Pues en nuestra guía pone todo lo contrario —replico el padre de Anton—. Mira: La cocina rumana es probablemente una de las mejores y más variadas de Europa del Este. Cada región del país tiene algo que ofrecer. Y ya hemos recorrido media Rumania y… ¿qué nos dan de comer? Otra vez asado de vaca con verduras de lata. ¡Le traen a uno a este país diciendo cosas que no son ciertas! —Eso es verdad —dijo Anton mirando sombrío a su alrededor. Realmente hasta ahora había tenido bastante poco del conde Drácula. Y del pequeño
vampiro, mucho menos aún… Pero luego se acordó de lo que se había propuesto la noche anterior: ¡mirar hacia adelante y ser optimista! —El asado de vaca de aquí está mejor —afirmó, por decir algo positivo—. No sé…, está más jugoso. — ¿Más Jugoso? —dijo su madre, no demasiado convencida. —A mí me parece que esta carne está aún más dura —contestó su padre. — ¡Esperemos que en Brasov la comida sea mejor!
—Y las condiciones sanitarias también —completó la madre de Anton—, porque en el repugnante baño de Bistrica sólo me pude lavar como los gatos. Anton se rió burlón y dijo: —Ah, ¿tú también?
El castillo de Bran
Visto desde afuera el hotel Carpati Brasov era un edificio impresionante. Impresionante era igualmente el hall del hotel, con sus numerosas lámparas de globo y los pesados sillones de cuero. Las habitaciones eran espaciosas y, comparadas con las de Bistrica, eran hasta lujosas Los cuartos de baño daban incluso la impresión de ser modernos, aunque el agua de cisterna no paraba de correr, a no ser que uno tuviera la valentía del padre de Anton y metiera la mano dentro de la cisterna y ajustara el flotador. —Bueno, pequeños fallos hay en todas partes —intentó consolarse la madre de Anton. —Ahora sí que empiezan de verdad nuestras vacaciones —opinó el padre de Anton El único que no conseguía alegrarse del todo era Anton, porque en los mal iluminados salones de la recepción del hotel Corona de Oro, en Bistrica, con unos antiquísimos sofás de pana, dos pequeños vampiros apenas habrían llamado la atención, pero en aquel ambiente marcadamente «refinado» él no se podía imaginar a Rüdiger y a Anna. Además…, ¿cómo iban a poder encontrarle allí? Aquel hotel debía de tener cientos de habitaciones. A pesar de todo, Anton dejó abierta por la noche la puerta de la terraza y puso en la ventana su libro de Drácula. Pero, tal como se había temido, Rüdiger y Anna no aparecieron. «!Pues entonces nos veremos en el castillo!», se dijo a la mañana siguiente para infundirse ánimos. En cualquier caso, aún era de día cuando después de un viaje por un pintoresco paisaje montañoso llegaron al castillo de Bran, que, al estar situado en lo alto del monte, se divisaba desde lejos.
—Por cierto —observó la madre de Anton—, acabo de leer en la guía que con toda probabilidad Vlad Tepes jamás puso un pie en este castillo. — ¿Cómo?... —dijo Anton—. Pero, ¿acaso no es éste el castillo del conde Drácula? — ¡No! Es una fortaleza fronteriza construida en la Edad Media para proteger el comercio. Por aquel entonces había una ruta de comercio que partía de Transilvania y pasaba por los países balcánicos y llegaba hasta oriente. — ¡Pero así es como se imaginaba uno exactamente el castillo de Drácula! —replicó Anton levantando la vista hacia aquella imponente construcción que parecía salir de la propia roca. —Precisamente por eso unos hábiles agentes de turismo lo han convertido en el castillo de Drácula —contestó su madre—. ¡Porque responde perfectamente a las expectativas de numerosos turistas! — ¿Numerosos? —repitió el padre de Anton señalando burlón el aparcamiento, que estaba casi vació. —Sí, también a mí me había llamado la atención —dijo la madre de Anton. — ¿Tendrán acaso vacaciones de verano? — ¿Vacaciones de verano? —exclamó sobresaltado Anton—. ¿Queréis
decir que el castillo está cerrado durante las vacaciones de verano? —Me figuro que no. Pero cuando entraron en el aparcamiento vino hacia ellos un hombre y les dijo algo en inglés. — ¿Qué pasa? —preguntó Anton temiéndose lo peor. —Este hombre dice que las exposiciones —dijo el padre de Anton señalando varios edificios planos— las podemos visitar, pero que el castillo de Bran está cerrado por restauración. — ¿Cerrado? ¿Por restauración? —exclamó Anton. —Han descubierto algo malo en las viejas vigas de madera —explico su madre—. No he entendido el qué, pero ahora tienen que sustituir todas las vigas afectadas — ¿Y si le decís que hemos venido a Rumania sólo para ver el castillo de Bran? —les instó Anton— A lo mejor así nos dejan entrar en el castillo, ¿no? Ella volvió a hablar con aquel hombre, Anton vio que sacudía la cabeza. —Dice que tendremos que contemplar el castillo por fuera —tradujo el padre de Anton—. No se puede entrar. — ¡Qué faena! —exclamó Anton cerrando los puños. —Pero puedes hacer fotos —opinó su padre—. No nos hemos dado el paseo en balde. Anton le lanzo una mirada furiosa. Luego ascendió por la ladera del monte para llegar al castillo. —La recomendación del señor Schwartenfeger fue realmente buena —oyó que decía su madre—. ¡Este viaje a Rumania no le puede hacer más que bien a Anton! Cuando volvamos a casa poco le quedará de sus románticas ideas sobre los vampiros.
Las bellezas de la noche
A la mañana siguiente continuaron viaje hacia Sibiu, hasta que el hotel Imperatul Romanilor*5. Como la madre de Anton había leído que allí había estado incluso huésped el hijo de la emperatriz María Teresa, habían reservado habitación para cuatro noches. El hotel parecía de otro mundo, con su elegante vestíbulo, los bellos muebles antiguos y los pasillos con gruesas alfombras. Anton también estaba muy contento con su habitación. Se alegraba sobre todo por la televisión, en la que pudo sintonizar un programa alemán por satélite y un canal inglés de música. Después del paseo por las estrechas e intrincadas callejuelas de Sibiu hubiera preferido tumbarse en aquella ancha cama y ver tranquilamente la televisión. Pero sus padres opinaron que no podía perderse el desfile de modelos que una orquesta de baile iba a amenizar con música. —Un desfile de andrajos con música de instrumentos de viento, ¿no? — dijo Anton no muy entusiasmado. —Si no te interesan la moda y la música, seguro que te gustará la comida —contestó su padre—. ¡Me he enterado que con ocasión del desfile de modelos servirán exquisitas especialidades! Y sí fue. Hubo coca-cola, champán, queso, solomillo, muslos de pollo, pasta, auténticas patatas fritas y de postre «palatschinken»*6. Anton comió casi tanto como su padre. Cuando empezó el pase de modelos y comenzaron a desfilar junto a su mesa unas mujeres jóvenes con vestidos de noche muy escotados, Anton se quejó: —Me parece que me estoy poniendo malo… —Las bellezas de la noche te han debido sentar mal al estómago, ¿eh? — opinó su padre. —No, lo mucho que he comido —gruño Anton—. Y esa música, que ataca los nervios —completó mirando a los tres músicos, que se afanaban por interpretar canciones pop occidentales. — ¿Te quieres ir a tu habitación? —preguntó su madre.
—No sé… —murmuró Anton. —De todas maneras, aquí dentro el aire está muy limpio —declaró ella. —Eso es verdad —dijo su padre—. ¡Casi podría decirse que estamos sentados al aire libre! El restaurante en donde tenía lugar el desfile estaba situado en un patio interior. Y aquel patio interior tenía un gigantesco techo de cristal —una especie de techo corredizo— que ahora estaba abierto. Anton se inclinó y miró hacia arriba. Pudo reconocer una parte del hotel y, encima, el cielo, en el que vio brillar incluso un par de estrellas. De repente no podía creer lo que estaban viendo sus ojos: ¿no había allí cuatro piernas que se bamboleaban colgando del tejado hacia abajo? ¡Sí, era verdad, allí arriba estaban sentadas dos pequeñas figuras que llevaban unos oscuros leotardos de lana y unos zapatos pasados de moda, y que miraban a escondidas el desfile de modelos! — ¡Yo…, yo…, mejor me voy a mi habitación —balbuceó Anton, al que le costó muchísimo esfuerzo ocultar su excitación. Su madre asintió con la cabeza. —Realmente tienes aspecto de estar fastidiado. Anton caminó despacio hasta el otro extremo del salón, con el corazón palpitándole, sin perder de vista el techo de cristal. Vio al pequeño vampiro, que estaba mirando fijamente los largos y delgados cuellos de las modelos, y a Anna, que observaba con una triste sonrisa sus elegantes vestidos. ¡Al parecer aún no habían visto a Anton! Éste levantó la mano furtivamente y les hizo señas. Pero ninguno de los dos reaccionó. ¡Anton tenía que conseguir de alguna manera llegar hasta el tejado, hasta donde estaban ellos! De repente se acordó de que por la ventana de su habitación había visto un patio interior y un techo de cristal… Estuvo a punto de pegar un grito de alegría, pues ahora sabía que era aquel patio interior y que una de las ventanas que podía entrever al fondo era su ventana! De repente le entró mucha prisa por llegar a su habitación.
Un corazón blindado
Con dedos temblorosos Anton abrió la puerta y fue corriendo a la ventana. Suspiró aliviado cuando vio que los vampiros aún seguían sentados en el tejado. — ¡Rüdiger! ¡Anna! —Gritó, y lo hizo con tanta alegría que le salió la voz muy chillona. Volvieron sus cabezas. — ¡Anton! —exclamo Anna levantándose y corriendo hacia Anton. Pero el pequeño vampiro fue más rápido: voló por encima de Anna y aterrizo en la habitación. —Hola, Anton —dijo con una sonrisa — ¡Hola Rüdiger! —Dijo Anton—. Hola, Anna añadió rápidamente, pues Anna estaba entrando en la habitación. — ¡Bienvenido a Transilvania! —dijo el pequeño vampiro, dejando al descubierto sus fuertes y agudísimos colmillos y mirando con codicia el cuello de Anton. Anton dio un paso atrás. —Eh… —dijo—. ¿Qué es lo que te propones? — ¿Qué es lo que me voy a proponer? —pregunto el pequeño vampiro haciéndose el ignorante y acercándose a Anton. —Rüdiger solo quiere darte un susto —le aclaró Anna—. ¡Para que descubras lo mucho que se alegra de volver a verte! El pequeño vampiro se rió burlón y replicó: —Tú has hablado de Anton muchas más veces que yo —y volviéndose a Anton añadió—: Todas las noches preguntaba que cuando iba a venir por fin su Anton. — ¿Mi Anton? —Repitió Anna—. ¿Quiere eso decir que tu renuncias a Anton? —Naturalmente que no —gruñó el pequeño vampiro. — ¡Qué pena! —Opinó Anna—. Rüdiger te ha echado de menos tanto como yo —le desveló a Anton—. Lo que pasa es que no lo quiere admitir. El pequeño vampiro, cortado, hizo crujir sus largos y nervudos dedos.
—Es que tiene el… ¡corazón blindado! — dijo ella con una risita y, antes de que Anton pudiera explicarse cómo, Anna le había dado un beso en la punta de la nariz—. ¡Pero yo no tengo el corazón blindado! —hizo saber. —En cambio sí que tienes otra cosa—observo caustico el pequeño vampiro. — ¿Qué? — ¡Tienes poco tacto! Anna se puso colorada. — ¿A ti también te lo parece? —le preguntó a Anton. —Ejem… —dijo Anton carraspeando—. Yo no sé muy bien que es eso —afirmo; y para apaciguar los ánimos de Rüdiger añadió—: Y tampoco sé que es el tener el «corazón blindado». — ¡Bah! Probablemente porque tú también lo tienes blindado…, ¡igual que Rüdiger! —bufó Anna retrocediendo con rapidez hacia la ventana. — ¡Anna! —dijo consternado Anton. —Déjala —dijo el pequeño vampiro—. Al fin y al cabo, entre nosotros está de más. Anna sollozó, luego extendió los brazos debajo de su capa y salió volando. —Lo de «blindar mis sentimientos» también puede tener sus ventajas —observó el pequeño vampiro—. ¡Al contrario que Anna, esa resiemprida, yo tengo mis sentimientos bajo control! —Resentida— le corrigió Anton—. Se dice resentida. —Yo digo resiemprida… porque Anna siempre esta resentida—dijo con una risa que parecía un graznido—. ¡Bueno y ahora vente! — ¿Adonde? —pregunto dubitativo Anton. — ¡Quiero enseñarte mi vieja patria! El pequeño vampiro sacó otra capa de debajo de la suya y se la tendió a Anton. —Toma, hace ya casi una eternidad que cargo con esta capa. ¡Aunque ya no estaba muy seguro de que fueras a aparecer! —Es que no me podía imaginar que vivías en Sibiu —repuso Anton—. Mis padres y yo hemos recorrido media Rumania buscándote. — ¿En serio? —dijo halagado el pequeño vampiro—. ¿Y por donde habéis estado? —En Bistrica, en el Desfiladero de Bongo, en Sighisoara, en Brasov, en el castillo de Bran…
— ¡pues menuda vuelta habéis dado! —Opinó el pequeño vampiro—. Por cierto…, ¡yo no vivo en Sibiu!. —Ah, ¿no? ¿Dónde entonces? — ¿Por qué tan impaciente? —Contesto el pequeño vampiro— ¡Confía en mí y ponte en mis manos!... Y ponte de una vez la capa… Anton que se colocó despacio la agujereada capa de vampiro, que despedía un penetrante olor a moho y a naftalina. — ¿Qué pasa? —exclamó el pequeño vampiro, que ya estaba fuera, suspendido en el aire delante de la ventana. — ¡Ya voy! ¡Ya voy! Anton fue corriendo hasta la puerta de su habitación y echo el pestillo. Luego se subió al alfeizar de la ventana. Palpitándole el corazón miró el techo de cristal que había debajo. Allí seguían desfilando las modelos y el presentador continuaba haciendo sus comentarios en rumano. — ¿Tienes miedo? —preguntó con una risita sarcástica el pequeño vampiro. —El miedo es para vencerlo —contesto Anton esforzándose porque su voz sonara firme y decidida. Movió arriba y abajo los brazos por debajo de la capa… ¡Y echó a volar!
La tierra natal
Rápidamente dejaron atrás la ciudad. Ahora sobrevolaban campos, prados y pequeños pueblos, bañados por la luz de la luna. —Dime adónde volamos, anda —rogó. —Ya te he dicho. Volamos hacia mi vieja patria. ¡En seguida podrás ven con tus propios ojos el secular domicilio de los von Schlotterstein! — ¿Vuestro domicilio familiar? —Murmuró Anton. Por una parte, naturalmente, ardía en deseos de ver por fin aquel legendario lugar, pero, por otro al pensar que aquello iba a suceder enseguida, se sentía algo turbado… — ¿O te gustaría visitar primero nuestro antiguo cementerio? —Preguntó el pequeño vampiro. — ¿Vuestro antiguo cementerio? —Sí, aunque no hay mucho que ver, porque…, bueno, ¡porque por motivos profesionales tuvimos que volver a desenterrar nuestros ataúdes! Anton sintió escalofríos. Con lo de «motivos profesionales» Rüdiger aludía a que un vampiro está obligado a dormir siempre en su propio ataúd. El pequeño vampiro ralentizó su vuelo y aterrizó ante un alto portón de hierro forjado. — ¿Es esto vuestro antiguo cementerio? Preguntó Anton después de aterrizar al lado del pequeño vampiro. — ¡Sí! Sobre la puerta se veía una inscripción dorada. — Ort der Ruhe*7 —leyó Anton, descifrando las letras que brillaban a la luz de la luna—. ¡Pero si está en alemán! —se asombró. — ¿Qué es lo que te creías? —Pero si estamos en Rumania… —Transilvania, también llamada Sieteburgos, pertenece a Rumania desde hace solamente unos setenta años —explicó el vampiro—. ¡Sin embargo, los sajones de Sieteburgos viven aquí desde hace ya más de setecientos años! Y todos hablan alemán.
—Sí que estas enterado, ¿eh? —Observó Anton — ¡Es que estoy muy identificado con mi patria! El pequeño vampiro abrió el portón y entró. — ¡Ven! —le instó a Anton. De cualquier forma, aquel terreno cubierto por colinas no guardaba mucha semejanza con un cementerio. El césped estaba segado y Anton no encontró ninguna lapida ni cruz de madera…, sólo una zanja recién excavada. Pero era tan poca profunda que en ella no hubiera cabido ningún ataúd. Rüdiger hizo un amplio movimiento con los brazos y dijo ceremoniosamente: —Este es el lugar al que vinimos a reflexionar sobre el pasado y el futuro… ¡Nuestro lugar para el silencio y el recogimiento! Anton se estremeció y preguntó: — ¿Quieres decir que también vienen aquí otros vampiros? — ¡Claro que sí! —Entonces…, entonces quizá sí que deberíamos volar ahora hasta vuestro domicilio —propuso apresuradamente Anton. ¡Seguro que habría allí mejores escondites, pues los árboles, de mediana altura, apenas ofrecían protección!
—Aun no —replicó el vampiro con voz de ultratumba—. Primero tengo que tributar a mi tierra natal los honores que se merece… ¡Y tu también! — ¿Yo también? —dijo Anton sintiendo un profundo malestar. Tributar honores a la tierra natal… ¿Cómo se haría eso? ¿Quiza con… sangre? Pero luego, para alivio suyo, vio que Rüdiger caminaba varias veces de un lado a otro por aquella zanja poco profunda murmurando una y otra vez: «Oh, noble tierra natal, humildemente te saluda tu vampiro» —Bueno, y ahora te toca a ti —declaró Rüdiger. —Pero…, es que yo no puedo decir «Humildemente te saluda tu vampiro» —Pues entonces piensa en alguna otra cosa. —Si no queda otro remedio… Con las rodillas temblorosas Anton rodeó la zanja y dijo: —Oh, noble tierra natal, humildemente te saluda… ¡el amigo del pequeño vampiro! —No está mal —opinó Rüdiger frotándose sus huesudas manos—. ¡Y ahora…, a nuestro domicilio familiar! — ¿Está muy lejos? —Según se mire. El pequeño vampiro pasó volando por encima del portón de hierro y aterrizo junto a un mojón kilométrico. Anton le siguió —«Viscri, 8 kilometros. Dacia.» —leyó a media voz—. ¿Se llama así el pueblo en el que vivís? —Sí, pero Viscri es el nombre rumano —contestó el pequeño vampiro—. Los sajones lo llamaban Iglesia Blanca, y nosotros los vampiros lo llamamos Cripta Negra. -A ti no te gustan los rumanos ¿verdad? –preguntó Anton. — ¿Gustarme? —dijo el vampiro dejando al descubierto su poderosa dentadura—. ¡Sí que me gustan! —dijo haciendo castañetear los dientes. A Anton le entraron escalofríos…, igual que le pasaban siempre que el pequeño vampiro le recordaba sus…, ejem…, costumbres culinarias.
Yo no nos denominaría fantasmas
Desde la lejanía, Viscri no parecía diferenciarse de otros pueblos, pero según se fueron acercando Anton tuvo la impresión de que allí había más casas abandonadas y en ruina. Únicamente se veía luz en una ventana y había un silencio como el que reinaba en el «Lugar de paz» — ¡Pero si esto es un pueblo fantasma! —exclamó Anton bajando la voz instintivamente. —Yo no nos denominaría fantasmas… —repuso el pequeño vampiro. — ¿Es que aquí ya no hay ni un solo ser humano? —pregunto angustiado Anton. —No hay ni demasiados ni demasiados pocos —contestó el pequeño vampiro. — ¡Eso no lo entiendo! —Oh, eso es muy fácil de entender. Antiguamente, cuando en Cripta Negra vivían aún cientos de sajones de Sieteburgos, éste no era un lugar muy bueno para vampiros. ¿Por qué te crees que tuvimos que marcharnos de aquí mi familia y yo? —Ni idea —dijo Anton conforme a la verdad— ¡Pero me gustaría saberlo! —añadió. — ¿Ves las torres que hay allí atrás, en la montaña? —preguntó el pequeño vampiro—. Forman parte de la iglesia-fortaleza. — ¿La iglesia-fortaleza? —Sí. En Transilvania antiguamente las iglesias se construían como enormes fortalezas defensivas. — ¿Para defenderse de vosotros los vampiros quizá? —preguntó Anton. Rüdiger soltó una carcajada y contestó: — ¿Te has olvidado de que nosotros podemos volar? No, para defenderse de los otomanos, que irrumpían una y otra vez en Transilvania y asolaban y quemaban comarcas enteras. — ¿Asolaban? —dijo sorprendido Anton. — ¡Oh sí! —confirmó el pequeño vampiro—. ¡Nuestro castillo
Schlotterstein, que estaba no muy lejos de aquí, en un claro del bosque, lo destruyeron hasta los cimientos! Sólo pudimos salvar nuestros ataúdes. Desesperados, tuvimos que buscar refugio en la iglesia-fortaleza… ¡En el sótano abovedado, naturalmente! —añadió cuando vio la cara de incredulidad de Anton—. Allí estábamos a salvo de los otomanos. El pequeño vampiro suspiro y siguió diciendo: — ¡Pero entonces empezaron a sonar las campanas! Ya no pudimos volver a estar tranquilos: campanadas por la mañana, campanadas a mediodía, campanadas por la tarde…, y cuando moría alguien se pasaban una hora entera tocando las campanas. Mi madre, Hildegard la Sedienta, tenía continuos dolores de cabeza; a mi padre, Ludwig el Terrible, le salió una ulcera en el estómago; tía Dorothee estaba siempre irritada; mi tío Theodor se volvió melancólico; mi abuela, Sabine la Horrible, tenía arritmia; mi abuelo Wilhelm el Tétrico, perdió completamente el apetito; Lumpi estaba tan nervioso que le salió acné… Sí, y cuando al final, para bien o para mal —más bien para mal—, construyeron además la escuela justo encima de nuestra Cripta Schlotterstein…, ¡nos marchamos definitivamente de Transilvania! Sorbió por la nariz y añadió: —Sólo se quedó mi tía abuela Brunhilde. Imagínate: ¡le encantan las campanas! Pero es que está casi sorda y ya no puede oír nada excepto las campanas. — ¿Tienes otra tía? —dijo Anton pensando angustiado en Dorothee, la sanguinaria tía de Rüdiger-. —No es realmente mi tía —contestó Rüdiger—. Procede de la estirpe de los von Fledderzahn. ¡Y gracias a ella recibimos la maravillosa noticia! — ¿Qué noticia? — ¡Nos envió una carta a través de Richard el Rencoroso en la que nos decía que Cripta Negra había vuelto a ser un lugar agradable para nosotros los vampiros! ¿No lo ves? —dijo señalando una casa particularmente ruinosa que había debajo de ellos—. ¡De los sajones de Sieteburgos no queda ni uno! Anton se sobresaltó. — ¿Quieres decir que vosotros habéis…? Dudo si decir en voz alta o no lo que sospechaba. —No, no —le tranquilizó el pequeño vampiro—. Eso lo hicieron los rumanos. — ¿Ellos fueron los que…?
— ¡No, no es lo que estás pensando! ¡Los rumanos dejaron bien claro a los sajones que su presencia aquí ya no era grata y que debían regresar a su país del que vinieron hace setecientos años!
Cabezotas con pocas luces
El pequeño vampiro aterrizó en la copa del árbol. Anton siguió su ejemplo. —Aunque todavía quedan un par de cabezotas con pocas luces —dijo el vampiro señalando la ventana iluminada—. ¡Pero a ésos los vamos a espantar nosotros! Y tú nos puedes ayudar a hacerlo —añadió campechano.
— ¿Yo, por qué? —se defendió Anton. — ¿No quieres que nosotros, tus mejores amigos, nos sintamos a gusto en Cripta Negra? —replicó el vampiro en tono de reproche. —Sí… —dijo Anton intentando ganar tiempo—, pero precisamente porque vosotros sois mis mejores amigos… Pues, que… ¡yo pensaba que sólo veníais a pasar unas vacaciones aquí, en Transilvania!
— ¿Vacaciones? —bufó Rüdiger—. En primer lugar, los vampiros jamás tenemos vacaciones. Y en segundo lugar hemos estado esperando más de cien años este momento feliz en el que podemos volver a sentir nuestra querida y vieja tierra natal bajo nuestras uñas… Y para que lo sepas —añadió confidencialmente—… ¡ya estamos pensando en reconstruir nuestro castillo de Schlotterstein! — ¿En serio? El vampiro asintió y dijo: — Aunque eso nos va a llevar algunas décadas. —Entonces yo eso ya no lo viviré —opinó Anton. — ¿Y por qué no? —Porque sigo sin querer… ¡convertirme en vampiro! —Ah, ¿no? ¿Y entonces por qué has venido a Transilvania si no quieres convertirte en vampiro? —Pues, por ejemplo, para ver tu vieja cripta —dijo Anton—. ¿Me la enseñas ahora? —Por mi… —gruño el pequeño vampiro—. Aunque realmente quería antes molestar un poco a los Galimatías —observó echando una mirada a la ventana iluminada. —Los Galimatías… ¿son los cabezotas de los que hablabas antes? —Sí: Albert y Gesine Matías. Cuidan de la iglesia-fortaleza desde que se largó el cura…, ¡desgraciadamente! — ¿Cómo es que te lamentas de que el cura se haya marchado? — pregunto asombrado Anton. —De eso no me lamento —bufó el vampiro—. Todo lo contrario: ¡gracias a que se fue el párroco nosotros pudimos regresar! Cuando el cura hizo las maletas le siguió casi todo el vecindario. Sólo se han quedado personas viejas y enfermas…, y los Galimatías. Imagínate: ¡para este pequeño y perdido villorrio hasta tocan las campanas! — ¿Tocan las campanas? — ¡Sí! Mi tía abuela Brunhilde nos había escrito que en Cripta Negra había un magnifico silencio sepulcral. ¡Pero es que Brunhilde, entre tanto, se ha vuelto tan sorda como una tapia transilvana y ya no oye ni las campanadas! — ¿Y ahora tenéis que volveros a marchar de aquí? —preguntó emocionado Anton. «¡Quizá entonces regresen los vampiros al cementerio de Geiermeier!», se dijo.
Pero el pequeño vampiro sacudió la cabeza con decisión y aclaró: —Si alguien tiene que marcharse de aquí, esos son los Galimatías… Además —añadió—, ya sólo tocan muy poco. —Pero ¿y entonces no volveréis a tener todos esos padecimientos que antes me contabas? ¿Arritmia, úlcera de estómago, dolores de cabeza, pérdida de apetito? —objetó Anton. —Hasta el momento por lo menos no —contestó Rüdiger—. Probablemente a lo largo de los últimos cien años nos hemos ido acostumbrando al ruido que hacéis los seres humanos, que es cada vez mayor. Y tu casa tampoco era precisamente muy tranquila, ¿a que no? —No —tuvo que admitir Anton. —En comparación con el ruido que hacen los aviones a reacción, los camiones y las motos, las campanas de la iglesia son casi un alivio. El pequeño vampiro extendió los brazos y añadió: — ¡Bueno, y ahora te voy a enseñar dónde vivo!
Muftí Amor Transilvano
La iglesia-fortaleza estaba en las afueras del pueblo. En lo alto de una colina. —Primero, escóndete —dijo el pequeño vampiro cuando llegaron al muro que rodeaba la iglesia—. No creo que haya nadie en casa, pero nunca se sabe. Anton asintió y voló hasta unos árboles altos. —Y no te estropees el estómago comiendo nueces —le gritó el vampiro—. Todavía no están maduras. — ¿Qué nueces? —Estás en un nogal —le explicó Rüdiger riéndose estridentemente. Ahora Anton vio las numerosas nueces que colgaban de las ramas. ¡El sólo conocía las nueces envasadas en bolsas y no se había imaginado que crecieran en árboles! Mientras tanto el pequeño vampiro había aterrizado ante una enorme puerta lateral que tenía una puerta baja. Pero no entró, sino que siguió andando a lo largo de la parte exterior del muro. Anton le siguió con la mirada hasta que se lo tragó la oscuridad. Luego examinó la torre. ¿Se encontraría allí, en el sótano, la cripta de los vampiros? En el primer piso Anton descubrió dos grandes ventanas con los cristales hechos añicos. ¿Habría sido aquello acaso la escuela de Viscri? Por encima de las ventanas había unas estrechas rendijas en el muro; probablemente eran troneras. Y seguro que antiguamente habían disparado también desde el adarve que había alrededor de toda la torre. Anton levantó la vista hacia aquel adarve techado… y se le puso la carne de gallina: ¡allí arriba había alguien! Pero entonces oyó una risita que le era familiar y luego Anton descendió planeando desde la torre. — ¿Te ha vuelto a dejar tirado Rüdiger? —preguntó. —Sí…, digo, no —balbució Anton—. Ha…, ha ido a ver si «el aire estaba limpio». —Donde esté Rüdiger el aire jamás puede estar limpio… ¡Con ese «aroma» suyo tan especial! —dijo Anna, y se sentó junto a Anton en la horquilla de una
rama—. ¿Te gusta mi aroma? —preguntó—. Es nuevo… ¡está hecho con rosas de cementerio transilvanas, rojas como la sangre! Anton sintió que se le aceleraba el corazón. —Sss…, sí. — ¡Pues no pareces muy entusiasmado! Anton carraspeó y dio: —Me parece algo…, ejem…, algo pesado. «Pesado» era una expresión que solía emplear su madre cuando un perfume no le gustaba. — ¿Sabes? —añadió rápidamente—. A mí como más me gustas es tal como eres tú eres. —Pues entonces me podía haber ahorrado todo el esfuerzo —bufó Anna— . He estado semanas enteras juntando pétalos de rosa para hacer mi Muftí Amor Transilvano… ¡y ahora vienes tú y me dices que te gusto tal como soy! — ¿Acaso no deberías gustarme? —repuso Anton. —Sí —dijo Anna—. ¡Pero yo creía que con Muftí Amor Transilvano te iba a gustar aún más! —Y así es —aseguró…, no muy convincente; el mismo se dio cuenta.
Anna se pasó la mano por sus largos y alborotados cabellos. —No sé en qué, pero has cambiado
— ¿Qué he cambiado? — ¡Sí! Quizá… —le miró con los ojos muy abiertos—, quizá sea que estás empezando a hacerte mayor. — ¿Que yo estoy empezando a hacerme mayor? —se rió Anton sin poder dar crédito a lo que oía. Ella asintió con la cabeza. —Sí, algún día me haré mayor —le dio la razón Anton—. ¡Pero todavía queda mucho tiempo! Anna se quedó callada. Había cruzado los brazos sobre el pecho como si tuviera frío. —A lo mejor has sido tú la que ha cambiado —observó Anton. — ¿Yo? — ¡Sí! Al fin y al cabo, ahora estás otra vez en Transilvania, vuestra antigua patria. En aquel momento apareció el pequeño vampiro. —Todo está en orden —anunció—. ¡Puedes venir! —Nada está en orden, ¡nada! —exclamó Anna, y luego se marchó de allí aleteando apresuradamente. Anton voló hasta donde estaba Rüdiger. — ¿Habéis discutido? —preguntó el pequeño vampiro. —No sé —dijo Anton—. No sé por qué, pero Anna está rara. —Ah, ¿tú también te has dado cuenta ya? —dijo el vampiro con una risa que parecía cacareo—. Pues si…, ¡qué va a hacer la pobre si no hay leche! — ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Anton. — ¿Acaso tú has conseguido leche en el hotel? —replicó el pequeño vampiro. —No… — ¿Lo ves? Y Anna tampoco lo consigue. — ¿Quiere eso decir que ella...? —dijo Anton dejando la frase sin terminar. El pequeño vampiro asintió con la cabeza. — ¡Exactamente eso! —dijo—. Pero también ya iba siendo hora. Un vampiro que bebe leche, y además en Transilvania… ¡Eso sería una verdadera deshonra para toda la familia!... Por el momento Anna todavía no está del todo acostumbrada a esta nueva forma de… ji, ji…, alimentarse —siguió diciendo el vampiro—. Por un lado sí que quiere, y por otro no. ¡Se encuentra en un auténtico dilema! —dijo castañeando los dientes—. Pero tú, naturalmente,
podrías hacerle más fácil el cambio… — ¿Yo? —gritó Anton…, más alto de lo que realmente hubiera querido—. ¡De ninguna manera! Por suerte Rüdiger no se tomó a mal su desaire. El pequeño vampiro sonrió incluso pícaramente y dijo: —Tienes razón: ella tiene que conseguirlo por sí misma. ¡Después de todo, ella se llama a sí misma Anna la Valiente! Luego hizo un ademán invitándole: — ¿Vienes? Anton vaciló. Después de aquella conversación sobre las nuevas «costumbres alimentarias» de Anna ya no tenía en absoluto tanta prisa por ver la cripta de los vampiros… —Venga, vamos —dijo el pequeño vampiro—. ¿O es que vas a ser tú menos valiente que mi hermana pequeña? —No…
Blancanieves y los siete enanitos
Primero caminaron a lo largo del escarpado muro de un metro de altura. Luego saltaron una valla y atravesaron un prado. Se detuvieron ante una caseta sin puertas. Anton distinguió en su interior una especie de banco de madera. — ¿Es esto la entrada a vuestra cripta? —preguntó en un susurro. — ¿De verdad que no reconoces lo que es? —replicó divertido el pequeño vampiro. —No —dijo Anton volviendo a echar un vistazo al interior de la caseta—. ¡Con ese banco largo podría ser la casa de blancanieves y los siete enanitos! —Blancanieves y los siete enanitos… —El pequeño vampiro se echó a reír a carcajadas—. ¡No andas tan desencaminado con tu suposición! —añadió. — ¿Qué es entonces?
—Es donde blancanieves y los siete enanitos van a hacer sus necesidades. Anton tuvo la sensación de que se había puesto coloradísimo. — ¿Y ésa es la entrada a vuestra cripta? —pregunto muy enérgico para disimular lo cortado que estaba. — ¡Por supuesto que no! —contestó muy digno el vampiro—. Hemos aplazado la entrada…, obligatoriamente por la necesidad… Pero realmente la cosa no tiene ninguna gracia —añadió—. Nosotros los vampiros teníamos en este lugar nuestra bien camuflada entrada a la cripta…, y además mucho antes
de que a la gente de Viscri se le ocurriera construir aqui el… ¡brrr!... maldito retrete para los niños de la escuela —cerró los puchos y siguió diciendo—: ¡Construyeron su caseta justo encima de nuestra entrada! Y no quedó otro remedio que desplazar un poco la entrada… Aunque hicimos únicamente porque las instalaciones que hay aquí abajo son absolutamente únicas! — ¿Instalaciones? —repitió sorprendido Anton. — ¡Oh sí! Hace aproximadamente quinientos años los habitantes de Viscri construyeron un refugio bajo tierra con muchos corredores y muchas estancias. En algún momento los atacantes cegaron la entrada principal y la salida de emergencia. Con el paso del tiempo este refugio subterráneo cayó completamente en el olvido…, hasta que una noche Brunhilde, mi tía abuela, hizo una excursión a Viscri y perdió su trompetilla… ¡Justo en el sitio donde ahora está la caseta! Desesperada, la busco apartando una piedra tras otra…, y de repente descubrió un corredor que conducía hacia las profundidades. —Parece muy emocionante —opinó Anton. —Es que es muy emocionante —contestó orgulloso Rüdiger—. ¡Te vas a quedar boquiabierto cuando veas las instalaciones que tenemos ahí abajo! Se fue a buen paso hasta los altos abetos que había detrás de la caseta y Anton con sentimientos encontrados. El pequeño vampiro se dirigió a un abeto particularmente grande y apartó con el pie unas ramas. Quedo al descubierto una losa gris con una argolla. —Pero si esto es igual que en el cementerio de Geiermeier… dijo Anton. — ¿Qué? —preguntó el pequeño vampiro mientras tiraba de la argolla. — ¡Pues que vuestra entrada está bajo un abeto! —Sí, ¿por qué no? ¡Cuando se ve que algo es eficaz lo mantenemos! Además, los abetos tienen hojas también en invierno. El pequeño vampiro hizo un gesto invitándolole a pasar y dijo: — ¡Con lo cortes que yo soy, te cedo el paso! Anton soltó una tosecilla. — ¿No sería mejor que fueras tú adelante? — ¿Y quién va a volver a tapar entonces el agujero de entrada de nuestra cripta? —replicó el pequeño vampiro—. ¿O acaso te gustaría que se quedara abierto? —No, claro que no. — ¡Me resulta difícil creer que tu fueras capaz de entrar y correr al mismo tiempo esta pesada losa para tapar el agujero!
—Es verdad —admitió Anton. —Pero, ¿quién sabe?... —dijo el pequeño vampiro con una risita irónica—. Con el tiempo maduran…, las fuerzas del vampiro. Luego le dio un codazo a Anton y dijo: ¡Venga, anda, entra ya de una vez! — ¿Y crees de verdad que no habrá nadie abajo? —quiso asegurarse una vez más Anton con la mirada puesta en aquel oscuro agujero. — ¿Quiere eso decir que no te fías de mí? —resopló el vampiro. —Sí, sí, me fío. Anton hizo acopio de todo su valor y se dejó caer en la cripta.
El cuarto de los invitados
Llego a una especie de antesala que sólo estaba iluminada por una vela negra, muy consumida, que había en la pared. Cuando el pequeño vampiro aterrizó junto a Anton el pabilo de la vela empezó a temblar. «Espero que no se apague», pensó angustiado Anton. —No te preocupes, tenemos velas y cerillas en abundancia —declaró el pequeño vampiro, que parecía haber adivinado su pensamiento—. Aquí abajo estamos provistos de todo lo necesario para vivir… No, todo no —corrigió a si mismo mirándole el cuello a Anton—. Porque hay algunas cosas que se echan a perder en seguida… —No sé de qué me estás hablando —afirmó Anton. —Ah ¿no? –dijo el pequeño vampiro avanzando un paso hacia Anton—. ¿Sigues sin cambiar de opinión? — ¿Qué opinión? El pequeño vampiro se rió con estridencia. —Me apuesto lo que quieras a que en cuanto veas nuestra habitación de invitados te vas a querer instalar en ella. Se introdujo en el corredor y abrió de un empujón una puerta baja de madera. — ¿Qué? ¿No es superestupendo nuestro cuarto de invitados? —preguntó después de haber encendido las velas del candelabro de tres brazos que había encima de la mesa. —Humm…, sí —dijo Anton, que le había seguido titubeante—. Es…, es muy mono. No le quedó otro remedio que toser, de lo fuerte que era el olor a podredumbre y a Muftí Amor transilvano que allí había. — ¿Mono? —exclamó indignado el pequeño vampiro—. ¡Puf, más te vale que no te oiga Anna decir eso! Ella ha traído hasta aquí todas estas cosas… ¡y lo ha hecho solamente por ti! —dijo señalando la mesa redonda con sus tres sillas, el sillón de orejas y el gran baúl.
No, no era ningún baúl. Cuando lo observó mejor Anton se dio cuenta de que era… ¡un ataúd! Tragó saliva y preguntó con voz velada: — ¿Y cómo es que Anna ha traído hasta aquí todas estas cosas para mí? ¡Tú me habías dicho que esté era vuestro cuarto de invitados! —Y sí que lo es —contesto el pequeño vampiro—. Pero nosotros no esperamos a ningún otro invitado. ¡Nada más que a ti! — ¿Vosotros? ¿Acaso es que tus parientes también están enterados? — ¡No! Solo Anna, Lumpi y yo. Sí, y mi tía abuela Brunhilde. — ¡Qué! –gritó Anton—. ¿Le habéis hablado de mí a vuestra tía? Rüdiger asintió: —Sí, pero no entendió ni una sola palabra. ¡Con lo sorda que está!... Bueno, y ahora tienes que ver las demás habitaciones —añadió cogiendo el pesado candelabro—. Es decir, si no tienes previsto nada importante… — ¿Qué iba a tener yo previsto que sea más importante? —Bueno… -dijo el pequeño vampiro señalando el ataúd-. Lo mismo querrías… probar a echarte ahí… — ¡Ni hablar! —Pero si este ataúd tiene un forro de lo más mullido… —le explico el pequeño vampiro—. Y los cojines están rellenos de hojas de hediondo secas.
¡Ah, a mí sí que me gustaría dormir en este ataúd! Por desgracia mi abuela, Sabine la Horrible, no opina lo mismo. Dice que si duermo tan cómodo me voy a «afeminar». Bah, afeminarme yo… —bufo encolerizado—. ¿Por qué no vas a hacerte la vida vampiresca un poco más agradable si tienes esa posibilidad?... Pero nuestros padres y abuelos están apegados a las viejas costumbres vampirescas como… Rüdiger buscó una expresión apropiada. —Como tú a seguir siendo un ser humano —declaró luego de una risa irónica y visiblemente encantado con su comparación. — ¡En efecto! —ratificó Anton-. ¡Así es! —Ya veremos si sigues diciendo lo mismo cuando hayas visto el resto de nuestra cripta —contestó el pequeño vampiro caminando hacia la puerta. — ¡Seguro que si —dijo Anton…, alegrándose de poder darle la espalda al cuarto de invitados.
La sala de «reuniones»
— ¡Y está es nuestra sala de reuniones! —anunció el pequeño vampiro cuando entraron en la cámara contigua. — ¿Vuestra sala de reuniones? —se asombró Anton. No había ni un solo sitio donde sentarse…, ni siquiera ataúdes en los que uno pudiera tomar asiento. — ¡Es la sala donde «reunimos» nuestras colecciones! —especificó el pequeño vampiro levantando el candelabro con las tres velas para que Anton pudiera ver los estantes que había en la pared. Presumiblemente antes había servido para almacenar botellas de vino, pero ahora estaban atestados con las cosas más extrañas: Anton vio bastones, relojes sin agujas, sombreros aplastados, harapos, zapatos agujereados, jaulas de pájaro oxidadas… —En esta habitación guardamos cada uno nuestra colección —le reveló el pequeño vampiro. — ¿De veras? —dijo Anton, que realmente por colección no entendía un montón de cachivaches-. ¿Y tú también tienes una… colección? — ¡Claro! El pequeño vampiro dejó el candelabro en el suelo. Luego se acercó a uno de los estantes y empezó a rebuscar en él. Pasado un rato saco dos peines negros que apenas tenían púas. — ¡Mira! —dijo enseñándoselos con una sonrisa orgullosa de propietario—. Estos son los dos ejemplos más bellos de mi famosa colección de peines —se vanaglorió.
Anton se mordió los labios. — ¿Coleccionas peines? —dijo mirando las revueltas y enmarañadas greñas de Rüdiger—. Pues no se nota mucho… — ¡Bah! —bufó el vampiro—. Las colecciones no se hacen para utilizar las cosas, sino para tenerlas… ¡y para que no las consigan los otros! Y además —añadió de mal humor—, yo al principio no quería coleccionar peines. — ¿No? —No. Yo quería coleccionar limas de uñas, exactamente igual que Lumpi. Pero Sabine la Horrible está empeñada en que cada uno debe tener su colección propia e intransferible. — ¿Y quién de vosotros colecciona cuernos de vaca? —preguntó Anton señalando varios objetos acabados en punta. — ¡Por Drácula! ¡Cuernos de vaca! —exclamó Rüdiger soltando una risotada—. ¿Es que no tienes ojos en la cara? —Sí, tengo dos incluso —gruño Anton. El pequeño vampiro se dio unas palmaditas en los muslos. — ¡Pobre tía abuela Brunhilde! — ¿Cómo que pobre tía abuela Brunhilde? — ¡Porque son sus trompetillas para oír, idiota! —contestó el vampiro. Anton tenía la sensación de que se había puesto coloradísimo. —Pues a pesar de todo parecen cuernos de vaca —insistió. Y para vengarse de lo de «idiota», preguntó: — ¿Y Anna? Seguro que ella colecciona algo muy interesante. Quiero decir: más interesante que tus viejos rastrillos para piojos. El pequeño vampiro frunció los labios. — ¿Sí? ¿Tú crees? Pues yo no considero especialmente interesantes las patas de araña, las colas de rata y las cagadas de murciélago… — ¡Aaagg! —se le escapó a Anton—. ¿Anna colecciona esas cosas tan repugnantes? — ¡Pues sí! —confirmó el pequeño vampiro, que gozaba visiblemente con el asco de Anton—. ¿De qué te crees tú que hace los perfumes? —A mí me ha contado que reúne pétalos de rosas de cementerio… — ¡Ah, se me olvidaban los huesos de ratón! —Añadió el pequeño vampiro dándose golpecitos con el dedo en la frente—. Primero se trituran muy finos los huesos de ratón, luego los mezcla con las patas de araña y las cagadas de murciélago y finalmente disuelve todo en jugo hediondo.
—Déjalo ya, que me estoy poniendo malo… —gimió Anton. — ¿Cómo? ¿Tan pronto? —se hizo el sorprendido el pequeño vampiro—. ¿No quieres saber más cosas tiene Anna en su colección? — ¡No! —Sí, la verdad que a veces tiene unos gustos muy extraños. —el pequeño vampiro sonrió satisfecho y dijo a continuación—: ¡Ven que ahora te voy a enseñar dónde están nuestros ataúdes! Cogió el candelabro y abrió la puerta. En ese momento, de uno de los estantes se cayeron varios bastones justo a los pies de Anton. — ¡Eh! —exclamó sobresaltado Anton y se agachó. Volvió a oírse otro ruido, pero esta vez fue la puerta, que se había quedado cerrada después de salir el pequeño vampiro. Ahora en la sala de «reuniones» reinaba la más absoluta oscuridad. — ¡Rüdiger espera! —gritó Anton. Apartó los bastones y se fue a tientas hasta la puerta.
Por amistad
Cuando Abrió la puerta el pequeño vampiro había desaparecido. Anton se dirigió indeciso hacia la derecha. De pronto reparó en una puerta de hierro que estaba solamente entornada y detrás de la cual había luz. — ¿Rüdiger? –preguntó, y oyó entonces una voz de mujer que decía: — ¿Dónde estará? ¿Dónde estará? ¡Por todos los malos espíritus, estoy completamente segura de que la había debajo en mi ataúd! —Siguió diciendo la voz—. Aunque sea algo dura de oído… ¡Todavía veo muy bien! Probablemente Rüdiger me ha vuelto a hacer una jugarreta. O ha sido ese granuja de Lumpi. A Anton se le pusieron los pelos de punta. Tenía que ser… ¡la tía abuela Brunhilde!
Siguió andando de puntillas y sin hacer ruido. Finalmente el pasillo giraba a la izquierda y tras unos pocos pasos Anton se encontró ante unas escaleras excavadas de la roca. Con el corazón palpitante volvió hacia atrás, pero la tía abuela Brunhilde no le había seguido. Luego bajó lentamente aquellos estrechos y resbaladizos escalones. Llegó a una espaciosa cueva. En el suelo estaba el candelabro de tres brazos y a la luz de las velas Anton pudo ver nueve ataúdes… y al pequeño vampiro. Rüdiger estaba sentado encima de su ataúd riéndose. — ¡Eh! –exclamó—. ¡Ya creía que te habías perdido! —Pues, no me he perdido por los pelos —gruño Anton—. ¡Casi me pilla tu tía abuela Brunhilde! — ¿Te has encontrado con la tía abuela Brunhilde? —preguntó incrédulo el pequeño vampiro. —No, me he encontrado con ella, pero he oído como buscaba algo en su ataúd. —Sí, la tia abuela Brunhilde no duerme con nosotros —explicó el pequeño vampiro poniendo cara de lástima—. Al fin y al cabo vive sola como vampiro desde hace ya más de cien años. Y en esas condiciones es fácil volverse algo… ¡insociable! —dijo con una risita—. ¿Y qué era lo que buscaba? –preguntó —Creo que su trompetilla —repitió divertido el pequeño vampiro—. ¡Pero si con trompetilla esta tan sorda como sin ella! Pero a cambio de eso tiene mejor olfato, ¿o no? —replicó Anton. —Sí, ¿Por qué? — ¡Porque me parece una gran imprudencia por tu parte que te hayas ido delante sin más, dejándome solo con tu tía abuela Brunhilde! ¡Una imprudencia y una falta de amistad! El pequeño vampiro puso cara de ofendido. —Primero, si me he ido delante ha sido por amistad, porque te iba a enseñar nuestra cripta familiar. Y segundo, yo jamás te dejaría solo con la tía abuela Brunhilde. ¡Es poco de fiar! — ¿Poco de fiar? —Oh sí –confirmó el pequeño vampiro—. Primero nos cuenta que quiere ir a ver esta noche al conde Drácula para invitarle a nuestra fiesta de reunificación… ¡y luego va y vuelve en secreto a la cripta a buscar a su trompetilla!
A Anton se le quedó parado el corazón. — ¿El conde Drácula? ¿Está aquí? —Desgraciadamente no —repuso el pequeño vampiro—, En esta preciosa Cripta Negra reposamos sólo Brunhilde von Fledderzahn y nosotros, los von Schlotterstein: mi abuela, Sabine la Horrible; mi abuelo, Wilhelm el Tétrico: mi padre, Ludwig el Terrible; mi madre, Hildegard la Sedienta; Lumpi… —No me refería a eso —le interrumpió Anton—. ¡Yo lo que quería saber es si el conde Drácula está en Transilvania! —Te gustaría conocerle, ¿no? —preguntó el pequeño vampiro con los ojos relucientes. —No exactamente… conocerle —contestó Anton—. ¡Pero sí me gustaría verle! — ¡Y a quien no! —suspiró Rüdiger—. ¡Desde que estamos en Transilvania estoy esperando el gran momento de encontrarme ante nuestro famoso antepasado en persona! — ¿Entonces es que el conde Drácula no está en Transilvania? — ¿Quién sabe? — ¿No acabas de decir que tu tía abuela Brunhilde querría ir a verle esta noche? —Sí, quería, pero eso sólo significa que iba a recorrer volando la región a ver si lo veía. —Pero el conde Drácula podría venir, ¿no? —dijo Anton notando como sólo de pensarlo de entraban escalofríos. —Claro que podría venir —confirmó el pequeño vampiro—. ¡Y naturalmente la tía abuela Brunhilde le ha enviado una invitación por medio de Richard el Rencoroso! Solo que… en comparación con el conde Drácula nosotros, los von Schlotterstein, somos una de tantas familias de vampiros. Y no sé si el conde Drácula va ser tan condescendiente como para asistir a nuestra fiesta de reunificación… En ese momento resonaron unos pasos en la escalera. — ¡Rápido, metete en mi ataúd! —susurró el pequeño vampiro—. ¡Es la tía abuela Brunhilde! — Pero yo no puedo… —quiso objetar Anton.
Pero entonces el pequeño vampiro lo agarró, le arrastró hacia el ataúd y le metió dentro. Luego la pesada tapa de madera se cerró con un terrorífico gemido sobre Anton. Y a su alrededor todo volvió a estar negro como la pez.
Esta juventud de hoy en día…
A Anton la sangre le golpeaba en los oídos, y como desde muy lejos le llegó la voz de la tía abuela Brunhilde que decía: — ¡Me apostaría el cuello a que la has escondido en tu ataúd, Rüdiger! — ¡Pues apuéstatelo! —contestó el vampiro. — ¿Has dicho algo? —exclamó la tía abuela Brunhilde. — ¡No la tengo en mi ataúd! —aulló el pequeño vampiro, tan fuerte que a Anton la voz le penetró hasta los tuétanos. — ¿Qué has dicho? — ¡Que no tengo tu trompetilla en mi ataúd! —Está bien —exclamó la tía abuela Brunhilde—, si no quieres hablar conmigo, entonces miraré yo misma en tu ataúd. — ¡No! ¡No! —gritó el pequeño vampiro. Se oyeron fuertes golpes, gemidos y resoplidos. Sonaba como si estuvieran luchando entre ellos. — ¿Qué te propones, Rüdiger? —exclamó la tía abuela Brunhilde con voz estridente—. Por el amor de Drácula, ¿no me puedes explicar, aunque sea con una sola palabra, por qué quieres arrastrarme a toda costa escaleras arriba? — ¡Porque tu trompetilla está arriba, en la sala de reuniones! —gritó el pequeño vampiro. —Esta juventud de hoy en día… —protestó la tía abuela Brunhilde—. Más mudos que un pez… ¡En nuestro tiempo por lo menos teníamos respeto a nuestros mayores y contestábamos cuando nos preguntaban! Los pasos se alejaron. Anton suspiró aliviado. Con ambas manos empujó la tapa del ataúd para echarla a un lado, pero por mucho que Anton se esforzó no consiguió mover la tapa. Sintió que empezaba a sudar de pánico. Si el pequeño vampiro se olvidaba de él y le dejaba allí abajo…, ¿no se… asfixiaría? De repente le entró una terrible sospecha: ¿qué pasaría si Rüdiger le dejara a propósito en el ataúd para que Anton se convirtiera de esa forma en vampiro? ¡No era posible! Anton espantó enérgicamente aquel pensamiento.
Rüdiger era un vampiro, sí…, ¡pero antes que nada y por encima de todo lo demás era amigo de Anton! Y, en efecto, poco después se abrió la tapa del ataúd y Anton vio la cara del pequeño vampiro, que le sonreía amistosamente.
— ¡Pero chico —dijo Rüdiger—, si estás más blanco que la mortaja! Anton se levantó con las rodillas temblorosas. —Es que tu ataúd tampoco es precisamente un balneario con aire puro de la sierra… — ¿Insinúas acaso que mi ataúd apesta? —se hizo el indignado el pequeño vampiro. —Bueno, yo… —dijo Anton carraspeando. —Puedes decirlo tranquilamente —opinó Rüdiger—. ¡Para un vampiro no es ninguna ofensa que le digan que su ataúd huele como debe oler! —Como debe oler…., ésa es justo la expresión más apropiada —dijo Anton—. Como debe oler… ¡la jaula de una fiera! El pequeño vampiro sonrió satisfecho y dijo: —Por cierto…, a ti todavía no te he invitado a nuestra fiesta de reunificación de mañana por la noche, ¿no? —No… —Va a ser una fiesta fenomenal —dijo entusiasmado el pequeño vampiro—. Con baile, elección de Míster Vampiro y concursos. ¡No te la puedes perder! —Humm, y yo tampoco quisiera perdérmela —dijo Anton—, pero si están tus parientes…
—No hay problema —dijo el pequeño vampiro—. ¡Te prestaremos uno de nuestros antiquísimos trajes regionales transilvanos y ni un solo ser humano se dará cuenta de que eres un vampiro! — ¡¿Qué?!... —gritó Anton—. ¿Yo… un vampiro? — ¡Perdona! —dijo Rüdiger riéndose a sus anchas—. Naturalmente lo quería decir al revés: ¡que entonces ni un solo vampiro se dará cuenta de que eres un ser humano! ¡Aunque —añadió— no vendría nada mal que antes te pasaras algún tiempo echado en mi ataúd para que consigas tener un olor… como es debido! ¡Ji, ji! —No hace falta eso, lo conseguiré de todas maneras —replicó Anton—. Con los cuartos de baño que hay aquí en Rumania…
Biorritmo
— ¿Vienes entonces? —preguntó el pequeño vampiro. —No sé… murmuró Anton. — ¿O es que mañana ya continuáis el viaje? —No, hasta dentro de tres días no. —Entonces no hay nada que te impida venir a la fiesta —observó el pequeño vampiro. Anton vaciló —Si tú crees que no me puede pasar nada… —Pasarte pueden pasarte muchas cosas —contestó el pequeño vampiro— . Te puedes enamorar, te puedes marear bailando, te puedes dislocar un tobillo en los concursos… ¡Sí, y hasta puedes ser elegido Míster Vampiro! — ¿Yo? — ¿Por qué no? ¡Con la impresión que tú causas en el género femenino!... La tía abuela Brunhilde seguro te vota. Y Anna sin ninguna duda, y tía Dorothee, y mi madre, Hildegard la Sedienta… —No, gracias —dijo rápidamente Anton—. No me interesan para nada los concursos de belleza. — ¿Y quién ha dicho que se trata de belleza? Lo decisivo es el atractivo personal. ¡Y tú tienes un atractivo tremendo! — ¿Tú crees? — ¡Claro que sí! Aunque… en este momento no tienes un aspecto muy radiante que digamos… —dijo el vampiro soltando una carcajada. — Es que estoy muerto de cansancio —contestó Anton. — ¿Muerto de cansancio? ¿En serio? —Exclamó el pequeño vampiro. — No es lo que tú estás pensando —le contradijo Anton, asustado por lo imprudente que había sido—. Es…, es solamente una forma de decir que uno esta terriblemente cansado. ¡Y es que, después de todo, yo llevo ya despierto más tiempo que tú! — ¿Por qué tienes que levantarte antes de que se ponga el sol? —preguntó el pequeño vampiro.
— ¿Qué por qué? Porque mi madre me despierta todas las mañanas. Al parecer es lo que corresponde con nuestro biorritmo: levantarnos por la mañana temprano con los primeros rayos de sol. — ¿Biorritmo? —dijo el pequeño vampiro meneando las caderas—. ¿Qué es eso? ¿Un nuevo baile? ¡Me lo tienes que enseñar como sea! ¿Eh? ¡Eso sería bombazo para nuestra fiesta de reunificación! Anton se mordió la lengua para no reírse. —El biorritmo es una especie de reloj interno —explicó—. Pero si tú quieres puedo enseñarte un par de pasos de baile nuevos. ¡En cuanto lleguemos al hotel! añadió astutamente. — ¿Y por qué no aquí? —Porque aquí no hay música. —Es verdad —dijo el pequeño vampiro—. ¡Y en tu hotel toca esa orquesta tan increíblemente estupenda! A Anton no le había parecido que aquella orquesta y su música fueran «increíblemente estupenda». Pero, claro está, eso no se lo iba a decir a Rüdiger. — ¡Efectivamente! —dijo. —Pues entonces —dijo el pequeño vampiro con espíritu emprendedor— ¡démonos prisa! Abandonaron la cripta por la salida de emergencia. *imagen* Partía de la alcoba de la tía abuela Brunhilde…, bien escondida detrás de una losa sepulcral de la altura de un persona. Una vez que el vampiro echó un poco hacia un lado la losa sepulcral llegaron a un pasillo estrecho por el que sólo pudieron andar agachados. La salida de emergencia terminaba en una pesada puerta de madera con una gran cerradura que parecía nueva. A la luz de la vela Anton observó cómo el pequeño vampiro recogía una llave del suelo y abría con ella la cerradura. Para sorpresa suya, la puerta se abrió sin hacer absolutamente ningún ruido, como si le acabaran de engrasar. Fueron a parar a un sótano atestado de trastos viejos. El pequeño vampiro volvió a echar la llave a través de una rendija que había en la madera. Anton oyó cómo caía al suelo al otro lado de la puerta, en la salida de emergencia. Luego el pequeño vampiro extendió los brazos por debajo de la capa y salió volando elegantemente hacia la escalera del sótano mientras Anton tenía que escalar
montañas de muebles rotos y herramientas oxidadas.
Una escuela para vampiros
— ¿Por qué has venido andando? —se sorprendió el pequeño vampiro cuando Anton llegó fuera. —Porque con una mano no puedo volar —dijo Anton apagando la vela de un soplido. — ¿De veras? —preguntó el pequeño vampiro con una risita—. ¡A mi me parece que querías buscar allí abajo algo bonito con toda tranquilidad! —Lo has adivinado —gruñó Anton frotándose un tobillo, que se había golpeado contra el marco roto de un cuadro y que le dolía bastante. — ¡Pues si te entusiasman las antigüedades no te puedes perder los viejos muebles escolares! —dijo el pequeño vampiro señalando las dos ventanas que había en el primer piso de la enorme torre—. Nuestros pupitres y el atril del profesor son verdaderas antigüedades. — ¿Vuestros? —Sí. ¡Nos van a poner una escuela! — ¿Qué os van a poner una escuela? —dijo Anton sin podérselo creer—. ¿Una escuela para vampiros? El pequeño vampiro asintió: —Ha sido una idea de tía Dorothee. Ella ya ha solicitado incluso la plaza de maestra. ¡Ja, dice que nos va a leer a los clásicos griegos para que nos hagamos «cultos»! Cultos…, no quiero ni oírlo. ¡Los métodos de enseñanza de Anna me gustan mil veces más! — ¿Anna da clases? —No exactamente —contestó el pequeño vampiro—. ¡Pero con ella se divierte uno muchísimo! Ayer, por ejemplo, convenció a nuestro padre, Ludwig el terrible, para que participara. Tuvo que hacer de maestro que sólo se dedica a amenazar con el puntero y gritar «¡silencio!». ¡Como castigo Anna le colocó una esponja mojada encima del asiento, Lumpi escribió en la pizarra: «¡Profesores pedantes al ataúd!», y yo hice pedazos las hojas con nuestros dictados! —soltó una carcajada y luego añadió—: De todas formas, lo mejor es cuando hace de maestra la tía abuela Brunhilde. Entonces sí que podemos soplarnos lo que no
sabemos, armar el jaleo que queramos y soltar tacos y eructar y contar chistes… ¡y no se entera absolutamente de nada! —Eso suena bien —opinó Anton. — ¿Verdad que sí? —dijo el pequeño vampiro—. ¡Venga, vamos a jugar nosotros dos también un rato! Tú eres el alumno y yo te enseñaré buenos modales a base de puntero. ¡Te tiraré de las orejas, te dejaré media hora castigado de pie en un rincón y para finalizar te encerrare en el cuarto oscuro! —No, gracias —repuso Anton—. Por hoy ya tengo el cupo de cuarto oscuro cubierto. Me gustaría volver lo antes posible al hotel. Y si no nos vamos volando ahora mismo —añadió— igual cuando lleguemos la orquesta ya no está tocando. — ¿Qué? —puso el grito en el cielo el pequeño vampiro—. ¿Tú crees que van a terminar tan pronto? — ¿Pronto?... —dijo Anton señalando con la cabeza el reloj del campanario—. Pronto van a hacer las doce de la noche. — ¡Pues entonces deberíamos irnos a toda pastilla! —exclamó el pequeño vampiro. Se elevó en el aire y salió aleteando de allí.., tan deprisa que a Anton le costó trabajo seguirle.
Bailarines fantasmas
Después de un vuelo que, en el más estricto sentido de la expresión, cortaba la respiración, apareció debajo de ellos el hotel. El pequeño vampiro ralentizó su vuelo, señaló el restaurante y exclamó apesadumbrado: — ¡Las luces de colores están apagadas! —Quizá haya habido un apagón —opinó Anton. — ¿Un qué? —Un cortocircuito. A nosotros en casa también nos pasa a veces. Cuando ocurre se queda la casa temporalmente a oscuras. —Tu cerebro sí que parece que está completamente a oscuras —observó el pequeño vampiro—. ¿No ves que en esa ventana de allí tienen la luz encendida? —Sí —le dio la razón Anton. ¡Afortunadamente no era su ventana la que tenía la luz encendida! Aterrizaron en el techo de cristal, que seguí abierto. Pero allí abajo ya no bailaba nadie, los instrumentos musicales estaban tapados encima del escenario y sólo la luz de la luna se reflejaba en el suelo del parquet. — ¡Buena música! —gruñó el pequeño vampiro—. Y con bailarines fantasmas, ¿no? Anton se aguantó la risa. —Como me temía: aquí cierran temprano. — ¿Cómo te temías? —bufó el vampiro—. ¡Me apuesto lo que sea a que lo sabías! —Por supuesto que no lo sabía —le contradijo Anton—. Acabamos de llegar hoy al mediodía a Sibiru. Pero tú —añadió—, tú sí que deberías saberlo. Después de todo tú vives desde hace tiempo en Transilvania y conoces los horarios de apertura. —Vivo…, horarios de apertura… —le hizo burla indignado el pequeño vampiro—. Yo lo único que sé es cuando abro mi ataúd: cuando el sol se ha puesto y mi estómago gruñe —dijo mirando fijamente el cuello de Anton—. ¡Y
ahora me está gruñendo el estómago! —Ah, ¿entonces ya no quieres que te enseñe los nuevos pasos de baile? — se hizo el sorprendido Anton. — ¡Ja, qué bien, sin música!, ¿no? —dijo el vampiro—. ¡Me voy! — ¿Y qué pasa con lo de mañana por la noche? —preguntó Anton—. Me pasarás a recoger para ir a vuestra fiesta de reunificación, ¿no? — ¡Sí! —bufó el pequeño, y se marchó de allí. Anton se fue volando hacia su ventana. Cuando se dejó caer en su habitación le recibió una clara risita. — ¿Anna? —preguntó con el corazón palpitante. Se encendió la lámpara de la mesilla de noche. —Hola, Anton —dijo sonriendo Anna, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la cama de Anton—. ¡He estado medivampiritando! — ¿Medi…, qué? — Medivampiritando. Es una palabra nueva inventada por mí. «Medivampiritar»: ¡meditar un vampiro!
—Ah, ya —dijo Anton. Anton hizo un gracioso mohín — ¿Es que no quieres saber sobre lo que he estado medivampiritando? —Sí, sí —se apresuró a asegurar. —He estado medivampiritando sobre el fututo —le reveló ella. — ¿Sobre vuestro futuro en Transilvania? —preguntó Anton. —También —dijo apartándose un par de rizos de la frente—. Esto de aquí es maravilloso, ¿no te parece? —Humm…, sí… —dijo carraspeando—. Sólo la comida es algo…, ejem…, monótona. — ¡Sí, eso es verdad! Anna soltó una sonora carcajada. Luego, sobresaltada, se tapó la boca con la mano…, pero demasiado tarde, pues Anton ya había visto sus poderosos colmillos. Ella agachó la cabeza. —De mi futuro ya no se puede cambiar nada…, desgraciadamente — admitió avergonzada—. ¡A pesar de que lo he intentado todo para no convertirme en un auténtico vampiro! —Lo sé —dijo Anton con voz apocada. —Ahora ya sólo queda una posibilidad… —dijo ella mirándole y suspirando bajito. A Anton de repente se le hizo un nudo en la garganta. — ¿Ya sólo queda una posibilidad? —repitió él. — ¡Tú ya sabes cuál es! —asintió ella. —No —afirmó él. —Sí que lo sabes —replicó ella suavemente. Luego sonrió y dijo—: No te dolerá, te lo prometo. Y tampoco durará mucho. Anton quería replicar algo, pero tenía la garganta completamente oprimida. —Y en cambio nuestra felicidad sí que durará muchísimo… ¡Durará toda una eternidad! —susurró ella apasionadamente. — ¡No! —gritó Anton. Y luego otra vez—: ¡No! — ¿No? Dos grandes lágrimas rodaron por las pálidas mejillas de Anna. Entonces llamaron a la puerta de la habitación de Anton y resonó la voz de su madre: — ¿Anton? ¿Te encuentras mal? —He tenido una pesadilla —contestó después de un segundo de pánico—.
¡He soñado con vampiros! —añadió. El picaporte de la puerta se movió. Ahora Anton oyó la voz de su padre: — ¿Ha pasado algo, Helga? —Nuestro hijo ha vuelto a soñar con vampiros —dijo la madre de Anton con tono irritado—. ¡Y ahora vuelve a no querer abrir la puerta! —No, porque ya casi estoy otra vez dormido. Anton le hizo señas de que se quedara a Anna, que se había subido al alféizar de la ventana. — ¿Por qué no habremos viajado a cualquier otro sitio? —protestó la madre de Anton—. Al mar o a la montaña… ¡A cualquier sitio menos a esta horrorosa Transilvania! Las voces se alejaron; se oyó cerrarse una puerta. —Horrorosa… —dijo Anna temblándole los labios—. ¡A ti Transilvania también te parece horrorosa! —No —aseguró Anton. — ¡Pero no quieres quedarte aquí! —Bueno, es que… —empezó a decir Anton, que no deseaba de ninguna manera ofenderla—. Es que yo no soy de aquí. Anna le lanzó a Anton una sombría mirada. —Mi madre, Hildegard la Sedienta, dice que a veces hay que llevar a las personas a la fuerza hacia su felicidad —declaró. Luego salió volando en la oscuridad de la noche. Anton se fue corriendo a la ventana. — ¡Anna! —gritó…, pero ya había desaparecido.
Un gran conocimiento del lugar
Cuando su padre le despertó al día siguiente Anton tuvo la sensación de que hacía nada que se había quedado dormido. — ¡Las ocho y media!... ¡Es hora de desayunar! —gritó su padre a través de la puerta. Anton se tapó la cabeza con la manta. — ¿Sólo las ocho y media? — ¿Sólo?... —dijo su padre riéndose—. Mamá ya está muy impaciente. ¡Hoy vamos a hacer un recorrido por Transilvania y a ver un par de iglesiasfortaleza! — ¿Iglesias-fortaleza? —preguntó Anton, que de repente estaba despiertísimo—. ¿La de Viscri quizá? — ¡Date prisa! —se limitó a decir su padre, y se marchó. — ¿Vamos a ir también a Viscri? —preguntó excitado Anton mientras desayunaban. — ¿Viscri? —repitió su madre—. ¿Eso es una iglesia-fortaleza? — ¡Sí! ¡Y además es muy interesante! Ella miró en la guía, que estaba abierta al lado de su plato. —Aquí aparecen muchas iglesias-fortaleza interesantes —dijo—, pero no hay ninguna con el nombre de Viscri. Pero espera… —añadió inclinándose sobre la guía—. Efectivamente, he encontrado el sitio… ¡Está cerca del gran castillo campesino de Reps, que queremos visitar de todas formas! —Luego miró sorprendida a Anton y le preguntó—: ¿De qué conoces tú Viscri? —Conocerlo, conocerlo… —repuso Anton, diciendo casi la verdad, pues tras su breve visita nocturna apenas podía decir que lo conocía—. He visto fotos de la iglesia blanca —afirmó—. Es…, eh…, ¡es estupenda! — ¿Has visto fotos? —repitió su madre, más bien incrédula. —Si la tal Viscri está cerca de Reps podríamos pasarnos por allí —propuso el padre de Anton—. Si es que encontramos el camino —añadió.
—Está en Dacia —intervino Anton…, imprudentemente, como en seguida se dio cuenta. Su madre le miró de mal humor y observó: —Parece que tienes un gran conocimiento del lugar. Como si ya hubieras estado allí… Anton notó que se había puesto colorado. Se bebió con rapidez un trago de su repugnante «zumo de naranja» para que no se le notara el corte. —Quizá es que nuestro hijo hace excursiones nocturnas sin que nadie se entere —bromeó el padre de Anton—. ¡Con vampiros transilvanos! Se río… tan alto y con tantas ganas que la mujer morena que les había servido con cara de mal humor aquel frugal desayuno les lanzó una mirada todavía menos amistosa. —Con la pinta de haber trasnochado que tiene Anton bien podríamos creerlo —dijo incisiva su madre. —Bah —opinó Anton—, seguro que cuando lleguemos al coche estaré más fresco que una rosa. Pero apenas se pusieron en marcha Anton se quedó dormido. No se despertó hasta que su padre le sacudió por el hombro y le preguntó: — ¿Llevas ajo? — ¿A… ajo? —balbució. — ¡Sí! ¡Necesitamos ajo porque en seguida vamos a visitar un castillo de vampiros! Anton se froto los ojos. Se detuvieron en la plaza del pueblo bajo árboles grandes y umbrosos. Con una risita mordaz señaló un cobertizo de madera medio derruido y preguntó: — ¿Es ése tu castillo? —Claro que no —contestó su padre de buen humor—. ¡Primero tenemos que cruzar un oscuro bosque! ¿O crees que hasta un castillo de vampiros se puede ir en coche? —Bueno, ya está bien —dijo la madre de Anton—. ¡No estoy de acuerdo con que estés siempre contándole a Anton esas estupideces sobre vampiros! Su padre se rió despreocupado y dijo: —Pero si es que es mucho más apasionante imaginarse que vamos a visitar ahora un antiquísimo castillo de vampiros… —Pues a mí la verdad histórica me sigue pareciendo todavía más apasionante —declaró la madre de Anton abriendo su guía—. Por ejemplo esto
—dijo, y leyó en voz alta: En 1324 el Rey Carlos Roberto llegó a Transilvania, pero la fortaleza de Reps, en la que se defendían los campesinos insurrectos, resistió su asedio. —Esto es lo que a mí me parece apasionante. ¡Una fortaleza que en aquella época no pudo ser conquistada por nadie! —Ah, ¿entonces estamos en el castillo de los campesinos? —preguntó Anton. —Sí, pero tu padre quiere convertirlo a toda costa en un castillo de vampiros… —asintió ella. —Si se trata sólo de ese castillo seguiré durmiendo un poco —dijo Anton recostándose en el asiento—. Y soñaré con vampiros —añadió guiñándole un ojo a su padre. —Eso es lo que tú quisieras —contestó su madre—. ¡No, ahora te vas a bajar del coche y vas a ver esa antigua fortaleza con nosotros! — ¡A la orden! Anton salió del coche bostezando. El castillo le gustó mucho. Era una edificación impresionante que ocupaba toda la cima de la montaña. Naturalmente Anton no encontró indicios de la presencia de vampiros. —Por cierto —dijo cuando terminaron de ver todo aquello y llegaron a la entrada—, que sí que hubiéramos podido utilizar el ajo. —Ah, ¿tú también crees ahora que aquí hay vampiros? —No, eso no… —contestó aguantándose la risa—. ¡Pero ovejas, sí! —dijo señalando las cuatro ovejas que estaban allí pastando en el prado—. Y para hacer queso de oveja se necesita ajo, ¿no? La madre de Anton se rió bajito, tapándose la boca con la mano. Su padre frunció los labios, pero no dijo nada.
Un país en transformación
Ya en la carretera nacional, el padre de Anton preguntó — ¿Y por dónde se va ahora a tu legendaria Atlántida…, digo…, Viscri? Anton miró por la ventana. — ¡Acabamos de pasar un letrero que ponía Viscri! —exclamó. —Ah, ¿sí? —dijo su padre dudándolo. — ¡Sí! ¡Da la vuelta! El padre de Anton gruñó algo y dio la vuelta. Y efectivamente: en un letrero de madera viejo y corroído por el tiempo que indicaba hacia la derecha ponía «Viscri, 4 km». Así que se metieron por aquella carretera. Era estrecha y estaba llena de baches. Un par de ancianas, que permanecían sentadas a la puerta de su casa, les miraron pasar poniendo unas caras hostiles. — ¡Qué raro! —opinó la madre de Anton—. Parece que por aquí no pasan forasteros a menudo… —No me extraña, con esa carretera… —contestó el padre de Anton. Entonces divisaron unos barracones y veinte o treinta niños harapientos se abalanzaron gritando y gesticulando sobre su coche. — ¡Deprisa! ¡Sigue adelante! —exclamó la madre de Anton. El padre de Anton aceleró. — ¿Y por qué no habéis parado? —preguntó asombrado Anton, pues llevaban en el coche una bolsa con chicles, galletas y caramelos para regalar a los niños rumanos. —No hubiera sido inteligente por nuestra parte —contestó su madre mirando preocupada hacia atrás—. ¿No lo ves? ¡Ahora están tirando piedras! Afortunadamente el coche estaba bastante lejos para que no les alcanzara ninguna piedra. — ¿Vosotros creéis que los niños nos hubieran hecho algo si hubiéramos parado? —preguntó molesto Anton. —Es muy posible —dijo su padre—. Se oyen unas historias terribles. — ¿Unas historias terribles? —repitió Anton.
—Ayer en el desfile de modelos estuvimos charlando con un señor de la Cruz Roja —informó la madre de Anton—. Nos dijo que hace solamente unos días habían asaltado y desvalijado a un grupo de boy-scouts alemanes que estaban acampados en el bosque. ¡Los boy-scouts pueden dar gracias por haber salido con vida de aquello! —Y parece ser que los robos y los asaltos a coches también han aumentado terriblemente —continuó el padre de Anton—. Ceaucescu había montado en Rumania un sistema totalitario de control y espionaje. Bajo su régimen apenas había criminalidad ni violencia…, ¡a excepción de la del propio Ceaucescu y de su gente! Sí, y desde la muerte de Ceaucescu cada uno hace prácticamente lo que quiere y está todo manga por hombro. — ¿Quieres decir que en Rumania reina la anarquía? —preguntó muy redicho Anton. —Yo anarquía no lo llamaría —dijo la madre de Anton mirando sorprendida a su hijo, pues seguramente suponía que Anton ignoraba el significado de la palabra «anarquía»—. Rumania es un país en transición… ¡Es de esperar que en transición hacia algo mejor!... Eso es lo que cabe esperar, aunque no sea más que por la gente que sufre —añadió echando un vistazo atrás. Pero ya no se veía a los niños. —Quizá algún día arreglen también las carreteras —opinó el padre de Anton—. ¡Esto es un puro socavón! — ¡Pero si tenemos un todoterreno! —objetó Anton. —También a un todoterreno se le pueden reventar las ruedas cuando anda sobre piedras puntiagudas —contestó su padre. — ¡No tientes al diablo! —dijo preocupada la madre de Anton. —Papá debería tentar mejor al vampiro —observó Anton. —Ahora no es el momento más oportuno para tus bromas —repuso su padre—. Debían de acabar de pasar por un bache muy profundo, porque el coche se tambaleó peligrosamente. — ¿Cómo que bromas? —dijo Anton—. ¡Sí tuviéramos capas de vampiro podríamos ir volando a Viscri! Pero entonces divisaron a lo lejos un pueblo, sobre el que se elevaba majestuosa una iglesia. — ¡La iglesia blanca! —exclamó Anton.
Hombres-lobo
Entraron en el pueblo por una calle embarrada. A la izquierda y derecha de la calle había casas pequeñas y de variados colores cubiertas por todas partes y en los jardines de delante de las casas había flores. «!Un lugar idílico!», pensó Anton, decepcionado. La noche anterior aquel lugar le había parecido más insólito y sobre todo… ¡mucho más terrorífico! Pero ahora, a plena luz del día, Viscri no parecía diferenciarse del resto de los pueblos de Transilvania. — ¿Y para venir hasta aquí hemos tenido que arriesgar el cuello? —dijo descontenta la madre de Anton mientras el padre esquivaba un carro tirado por dos caballos tan cargado de heno que amenazaba con volcarse. — ¿Arriesgar el cuello? —preguntó Anton irónico—. Aquí estaremos completamente a salvo hasta que se ponga el sol. — ¿A salvo de qué? —preguntó ella. — ¡De los vampiros, naturalmente! —exclamó el padre de Anton sonriendo satisfecho—. Hay una cosa que está clara: ¡si aquí no hubiera algún vampiro haciendo de las suyas, Anton seguro que no nos hubiera traído a este pueblucho dejado de la mano de Dios! Y nuestro hijo no se había interesado por las iglesias hasta ahora, ¿no es verdad? — ¿Vampiros? —se hizo el ignorante Anton—. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar precisamente en vampiros? — ¿Qué iba a ser si no, si después de la puesta de sol ya no estamos a salvo de ello? Anton señaló un perro de mediano tamaño que estaba al borde de la calle. —Pues podría ser que en esta zona todavía vivieran lobos… Hombres-lobo —le corrigió su padre—. ¡Eso pega más con los vampiros! La madre suspiró con ostentación. Anton se mordió los labios y dijo: —Además…, a mí sí que me interesan las iglesias. —Ah, ¿sí? —dijo incrédulo su padre. —Oh, ¡sí! Al fin y al cabo, toda iglesia tiene un cementerio. Y a mí el
cementerio de Viscri me interesa especialmente. — ¿A qué estamos esperando entonces? —dijo el padre de Anton con espíritu emprendedor—. ¡Vamos a ver el cementerio! Y mamá se puede ir mientras tanto a la iglesia. Giró con ímpetu hacia la derecha… y se metió por un camino embarrado que conducía hasta la iglesia-fortaleza. — ¿No será mejor que vayamos andando? —preguntó la madre de Anton señalando los profundos canales que probablemente había causado la lluvia. — ¡Bah! —opinó despreocupado el padre de Anton—. ¡Ahora ya le acabo de coger el gustillo a estos caminos! Y, después de todo, ¿para qué tenemos un todoterreno? — ¡Efectivamente! —dijo Anton. Después de un corto trecho se detuvieron ante una verja de hierro forjado y se apearon.
— ¿Y dónde está ahora tu famosa iglesia blanca? —preguntó el padre de Anton mirando intencionadamente en dirección contraria. —Arriba, en la montaña, por supuesto —dijo Anton. — ¿Arriba, en la montaña? —repitió su padre—. ¡Yo sólo veo árboles! Realmente a través de aquellos grandes nogales no se divisaba bien la iglesia-fortaleza.
El Hotel de Viscri
Entonces salió de la casa de enfrente una señora. Llevaba una blusa clara y una falda de flores sobre la que se ataba un delantal. — ¿Quieren visitar la iglesia? —preguntó… en alemán, aunque a Anton le pareció que tenía un acento un poco extraño. — ¡Con mucho gusto! —dijo con vehemencia la madre de Anton—. Si es que se puede —añadió. —Nos alegramos cada vez que viene cualquier visitante —contestó la señora. «¡Cualquier visitante seguro que no!», pensó Anton. !Aunque, bien mirado, los von Schlotterstein no son visitantes, sino…, ¿cómo se dice?... «emigrantes repatriados!» Por lo menos los vampiros tenían derecho a residencia en Viscri desde mucho antes que la señora, que en ese momento se estaba presentando como guardesa y sacristana. El párroco, por lo que ella contó, se había ido a Alemania hace un año y desde entonces ella y su marido cuidaban la iglesia y el municipio abandonado. — ¿Entonces usted es la señora Matías? —exclamó Anton, que inmediatamente después se hubiera dado de bofetadas por aquella imprudencia. —Sí —dijo ella mirándole sorprendida—. Pero, ¿cómo sabes mi nombre? Sus padres le miraron más sorprendidos todavía. —Sí, ¿cómo es que conoces tú el nombre? —Yo, eh… —vaciló Anton, que se había puesto colorado—. En Sibiu he estado charlando con alguien que conocía a la señora Matías. —Ya, ya —dijo su madre—. ¿Y quién era ese misterioso «alguien»? Anton sonrió irónicamente. — ¡Un vampiro! —declaró…, consciente de que muchas veces cuando menos le creían era cuando decía la verdad. Como era de esperar, su madre sólo emitió un gruñido de indignación y se dirigió a continuación a la señora Matías.
— ¿Y cuentan ustedes con que el párroco regrese algún día? —No, pero a pesar de todo mantenemos la parroquia en orden…, por si algún día regresara —contestó la señora Matías. Abrió la reja y subieron detrás de ella por el sinuoso camino empedrado que conducía hasta la fortaleza. Anton sintió que el corazón le latía más deprisa. Incluso de día era una construcción grandiosa y que inspiraba temor. Pero lo que le pareció realmente inquietante fue la enorme torre lateral con los cristales de las ventanas hechos añicos: la «torre de los vampiros». La torre que parecía ejercer sobre él un mágico atractivo… — ¡Anton! —le llamó entonces su madre—. ¿Adónde quieres ir? — ¿Yo? Eh… ¡a ninguna parte! —contestó rápidamente, y se dio media vuelta. Sus padres habían entrado detrás de la señora Matías en la casa blanca que había fuera, al lado de las murallas. Anton les siguió. —Este es el hotel de Viscri —oyó que decía la señora Matías al entrar. «¿Hotel?», puso en duda Anton mirando los muebles que había en la habitación de delante: una cama metálica y una estufa de hierro. En la segunda habitación además de una cama de madera, sólo había una mesa alargada, tres sillas y un florero.
— ¡Desde luego, en comparación con esto, el hotel Coronas de Oro de Bistrica era first class!*8 —observó. La señora Matías sonrío y dijo dándole la razón: —Aquí no se pueden tener pretensiones. ¡Pero los tejanos estaban completamente entusiasmados y querían conservarlo todo exactamente como está! — ¿Los tejanos? —se sorprendió la madre de Anton. —Hasta hace poco han vivido aquí dos personas de Texas —informo la señora Matías—. Tienen proyectado escribir un libro sobre las iglesias militares de Sieteburgos. — ¿Vienen entonces muchos visitantes a Viscri? —se interesó el padre de Anton.
—En realidad, no —contestó la señora Matías—. Mi marido piensa que deberíamos hacer algo para que Viscri fuera más conocido. Le gustaría montar un museo en la antigua escuela. — ¡No! —gritó Anton. La señora Matías le lanzó una mirada irritada y dijo: —Los bancos y el atril de la escuela son del siglo pasado. —Pero si eso no le interesa a nadie… —afirmó Anton—. Nadie viajaría por ver eso hasta aquí. Pupitres, un atril de maestro… ¡Eso donde tiene que ir es a la basura! — ¡Anton! —dijo perpleja su madre. —Nuestro hijo siempre cree que todo el mundo piensa como él —dijo el padre de Anton sonriendo—. Como a él no le gusta ir a la escuela, piensa que a los demás les ocurre exactamente lo mismo. — ¿A su hijo no le gusta ir a la escuela? —se maravilló la señora Matías—. ¡A mí me encantaba ir a la escuela! Pero desgraciadamente tuve que abandonarla en cuarto curso. Entonces escolarizaron a mi hermano y el dinero no llegaba para tener dos hijos en la escuela. Antes las tarifas escolares eran muy elevadas. — ¿Tarifas escolares? —se sorprendió Anton. —Sí, claro —contestó su madre—. En casi todos los países los padres tienen que pagar mucho dinero si quieren llevar a sus hijos a la escuela. La señora Matías, perdida en sus pensamientos, miró por la ventana, que estaba abierta de par en par, y dijo: —Mi asignatura favorita era la geografía. Ver otros países era mi mayor deseo. Desgraciadamente jamás he salido de Viscri… —Pero ahora sí podría hacer viajes —dijo Anton—. ¡Por ejemplo, a Alemania, ahora que está su párroco allí! — ¿Y qué sería entonces de nuestra iglesia-fortaleza? —contestó la señora Matías—. Y a las personas mayores que hay en nuestro municipio… ¿quién las iba a cuidar? —Bah… —dijo Anton mordiéndose los labios—, ya hay aquí alguien que… — ¡Te estás poniendo bastante impertinente! —le reprocho su madre. Y dirigiéndose a la señora Matías dijo—: Les admiramos a usted y a su marido por haber asumido esa responsabilidad. ¡Anton iba a replicar que al final les iban a morder los vampiros, pero prefirió no mencionarlo!
El honor de la familia
El interior de la iglesia-fortaleza no le pareció a Anton especialmente emocionante. ¿O acaso fue sólo por el sueño que tenía? No podía evitar bostezar una y otra vez mientras iba trotando detrás de sus padres, que todo lo que la señora Matías les enseñaba lo encontraban «magnífico» y «único». Naturalmente, era digno de aprecio lo que habían construido allí hacía cientos de años —y sin máquinas— los habitantes de Viscri: aquellos muros de varios metros de altura provistos de un adarve techado, aquellas torres y, finalmente, aquella iglesia. A pesar de todo, a Anton le parecía algo exagerada la admiración de sus padres. Se detuvieron ante la gigantesca torre lateral de la iglesia, denominada «la paz de la montaña». —La altura de esta torre es el mayor logro arquitectónico —explicó la señora Matías—. Al principio tenía cinco plantas; posteriormente le añadieron una sexta. Una escalera de pesadas losas de piedra conduce desde la planta baja hasta las plantas superiores. Anton bostezó. — ¿Se puede visitar también esta impresionante obra arquitectónica? — preguntó su padre. — ¡Sí, si no le dan miedo los murciélagos! —Oh, nosotros somos una familia valiente —afirmó el padre de Anton—. ¡A nosotros no nos dan miedo ni los murciélagos ni los vampiros! —A mí, sí —se repuso Anton. Su padre se río. — ¿Te dan miedo los murciélagos? —No, los vampiros. Por lo menos algunos… —dijo Anton con la vista puesta en la «torres de los vampiros». Pero ahí dentro no tienen ustedes vampiros, ¿a que no? —bromeó el padre de Anton señalando «la paz de la montaña». La señora Matías puso cara de lamentarlo y dijo disculpándose: —Por desgracia, yo de vampiros no entiendo nada. Es que en Rumania no
ponen películas americanas, ¿sabe usted? — ¡Menos mal! —exclamó la madre de Anton—. ¡Me siento aliviada de que aún quede en el mundo un par de sitios que no estén contagiados por ese bacilo vampiresco! Anton tuvo que volverse para no soltar la carcajada. Oyó como la señora Matías preguntaba: — ¿Les gustaría entrar en la torre? — ¡Sí! —contestó su padre—. ¡Ven Anton! —exclamó. —No, gracias —rehusó Anton—. Yo no quiero tropezarme con ningún murciélago. — ¿Tropezarte? —dijo su padre con fingida indignación—. ¿Es que no os han enseñado en la escuela que los murciélagos emiten ondas ultrasónicas? Son capaces de evitar en vuelo cualquier obstáculo. —Prefiero esperar fuera. —Yo también —se le unió a Anton su madre. — ¡Bueno, pues entonces tendré que salvar yo solo el honor de la familia! El padre de Anton siguió a la señora Matías hasta el interior de la iglesia. La señora Matías había dicho que desde allí se llegaba a la torre por una puerta chapada de hierro. Pero no habían pasado ni cinco minutos cuando el padre de Anton salió de la iglesia corriendo y tosiendo fuertemente. — ¡Puf! —jadeó—. ¡Ahí tiene que haber miles de murciélagos! ¡Y cómo apesta! —exclamó estremeciéndose. Entonces apareció también la señora Matías. —Pero, ¿por qué no ha seguido usted? —preguntó—. ¡Si los murciélagos no hacen nada! Anton dijo con cierta ironía: —Me parece que lo de la salvación del honor de la familia ha sido un fracaso…
—Aguanta tú esa peste si quieres —replicó su padre—. Y encima con el estómago vació… —Miró su reloj de pulsera y añadió—: El desayuno no ha sido precisamente muy abundante y son ya las cuatro y media… ¿Se puede conseguir por aquí algo de comer? —le preguntó a la señora Matías—. ¿Hay quizá alguna tienda o algún mesón? —No, mesón no tenemos. Y nuestra pequeña tienda de pueblo está la mayoría de las veces cerrada. Pero tendría mucho gusto en invitarles a mi casa —dijo la señora Matías—. Si no les importa que todo sea tan humilde… —Oh, seguro que no —aseguró la madre de Anton. —Y además ya hemos visto lo más importante de la fortaleza; ¿qué opináis? —preguntó el padre de Anton. —Sí —dijo la madre de Anton. «¿Lo más importante?», pensó Anton. ¡Pero, naturalmente, no les iba a llevar a sus padres al sótano de la torre «torre de los vampiros», ni muchos menos a enseñarles la entrada!
Somos nosotros los que debemos darle las gracias
Poco después Anton y sus padres se sentaron a la mesa de la cocina de la señora Matías. Anton miró alrededor con curiosidad. Aunque la cocina era sencilla, con claros muebles de madera, un mantel de colores y muchas macetas en la ventana, parecía muy confortable. Aunque no tan confortable como la cocina de la casa de Anton. Había corriente eléctrica y la señora Matías tenía una pequeña nevera, pero el agua para el café tuvo que ir a buscarla al pozo que había en el patio. Al padre de Anton, al que según su propia expresión «le entró una necesidad apremiante», le mandaron a la pequeña caseta de madera que había detrás, en el jardín. La comida, para compensar, fue increíblemente buena: les dieron queso de oveja y jamón, pan crujiente, mantequilla, mermelada de ciruela y tarta de chocolate…, todo «hecho en casa», como les contó orgullosa la señora Matías. ¡Y tenían hasta leche! —Es leche de búfalo de agua —les explicó la señora Matías poniendo en la mesa una pequeña jarra. — ¿Leche de búfalo de agua? —repitió el padre de Anton. —Sí, tenemos dos búfalos —dijo la señora Matías—. Precisamente mi marido está ahora con ellos en el campo. —Durante el viaje hemos tenido que tomar siempre café solo —dijo la madre de Anton sirviéndose un poco de leche en su taza. — ¿Quieres probar la leche de búfalo? —le preguntó a Anton la señora Matías. —No sé… —dijo vacilando Anton. Ella llenó un vasito y se lo dio. —No se debe beber demasiado de una vez —le previno. —Oh, de eso no tiene por qué preocuparse —contestó, y con precaución dio un trago. Aquella leche tenía un sabor más fuerte que la de vaca, pero
estaba muy buena. —Esta ha sido la mejor comida hasta ahora en Rumania —dijo entusiasmado el padre de Anton cuando terminaron de comer. —Sí, es verdad —dijo la madre de Anton—. El pan, el queso, el jamón, la tarta…, ¡todo estaba exquisito! — ¡Gracias! —se alegró la señora Matías. —Somos nosotros los que debemos darle las gracias —contestó la madre de Anton. Anton, creyendo que aquellas eran las habituales frases hechas de despedida, se puso de pie y dijo: — ¿Nos vamos? — ¿Cómo se te puede ocurrir eso? ¡No! —dijo su madre—. Ahora la señora Matías nos va a enseñar la casa… y los antiguos trajes regionales de Viscri. ¡Probablemente hasta nos venda uno! Anton aguzó el oído. — ¿Tienes trajes regionales antiguos? ¡Sus padres debían haber hablado con la señora Matías de los trajes regionales cuando estaban en la iglesia! —Sí —confirmó la señora Matías. Pero antes que nada les enseño a Anton y a sus padres su huerto de verduras y hortalizas y la cámara donde ponían a secar los jamones. Sólo después entraron en las sala.
Los trajes regionales
La señora Matías fue hasta una cómoda enorme y dijo: —Es antes era nuestra cama. — ¿Su… cama? —se sorprendió la madre de Anton. —Sí. En el cajón de abajo dormían mis suegros. Y en el cajón de arriba dormíamos mi marido y yo. — ¡No! —Sí, antiguamente era así —contestó la señora Matías sonriendo—. Aunque en una cama así había que llevarse muy bien. Abrió el cajón de abajo. Dentro estaban los trajes regionales, muy bien doblados.
¡Oh! —exclamó la madre de Anton. Cuidadosamente, la señora Matías fue sacando uno por uno los trajes antiguos y los fue colocando encima del arcón que había al otro extremo de la
habitación: faldas negras, delantales blancos con adornos de encaje, chalecos de terciopelo azul oscuro, blusas blancas con mangas anchas y puños bordados, velos blancos de tul, largas cintas negras, cofias de terciopelo recamadas con perlas, altos sombreros negros parecidos a los sombreros de copa… y capas de color azul muy oscuro y con el forro interior de un color rojo brillante que a Anton le recordaron inmediatamente las capas de los vampiros. —Este es el abrigo con gorguera —les explicó la señora Matías—. Debe cubrir sólo la espalda. — ¡Hacer estos dobleces tan diminutos en esta tela tan fuerte tiene que haber sido un trabajo increíblemente duro! —dijo la madre de Anton. La señora Matías asintió. —Y esto lo llevan aquí los hombres los días de fiesta —dijo colocando encima del arcón junto a las demás prendas unos pantalones negros, un abrigo corto negro, unas botas altas negras, una camisa blanca adornada y un sombrero negro de ala ancha. La madre de Anton carraspeó. — ¿Y va usted a…, ejem…, desprenderse de alguna de estas preciosas prendas? — ¿Sabe usted?... —dijo la señora Matías acariciando el ribete bordado de un delantal—. Muchos de los habitantes de Viscri que se han marchado vendieron sus trajes regionales… a precios ridículos. A mi marido y a mí eso nos parece terrible. Algunas de las prendas de nuestro traje regional de Sieteburgos siguen siendo exactamente igual que las de hace más de ochocientos años… ¡y son las más antiguas de toda Europa! — ¿Tan antiguas son? —preguntó la madre de Anton. — ¡Sí! Y llevar puesto el traje regional siempre fue una muestra de elegancia y orgullo de nuestro pasado. Pero ahora… —suspiró la señora Matías—, ahora probablemente ya no queda nada de nosotros, los sajones de Transilvania… ¡Ni siquiera nuestros trajes regionales! —la señora Matías sonrió—: —No, un traje de muchacha sí que les puedo dar. Tengo dos. — ¿Un traje de muchacha? —repitió decepcionado Anton. — ¿No pretenderías ponerte tú el traje? —replicó su madre. —Bueno, sí, por carnaval… — ¿Por carnaval? ¡Ese traje regional lo expondremos en casa! — ¿Exponerlo? —Sí. Vamos a comprar un maniquí y le pondremos el traje regional.
La señora Matías había empezado a buscar las prendas. —El capirote, que es este sombrero alto y redondo que llevan las muchachas después de la confirmación, no se lo puedo dar —dijo lamentándose— porque es el único que tengo. Pero los padres de Anton aun sin él estaban encantadísimos. Después de pagar cien marcos (para la señora Matías, como ella dijo, «todo un capital») se despidieron. Cuando ya estaban dentro del coche la señora Matías salió corriendo a la calle y les dio media hogaza de pan y un gran trozo de jamón. — ¡Y vuelvan pronto por aquí! —les rogó.
Experto en vampiros
—No creo que vayamos a volver aquí —observó la madre de Anton cuando ya habían dejado atrás las últimas casas de Viscri. Ahora iban por una carretera con menos baches a Dacia. «Nosotros no», le dio la razón Anton para sus adentros. «¡Pero yo sí que voy a volver muy pronto!», se dijo pensando en la fiesta de reunificación de aquella noche… De repente le sacudieron por el hombro y luego oyó la voz de su padre: — ¡Despiértate, Anton! ¿O quieres pasarte la noche en el coche? —No, no… Con sorpresa vio que estaban parados justo delante del hotel Imparatul Romanilor. — ¿Ya hemos llegado? —Sí, y además te has perdido algo muy interesante —contestó su padre. —Ah, ¿sí? Anton se tapó la boca con la mano y bostezó. — ¡Hemos descubierto un cementerio antiquísimos con el misterioso nombre de «Lugar de paz»! — ¿Cómo? ¿Habéis estado en el cementerio? —exclamó perplejo Anton. —Yo desde luego no hubiera parado —dijo su madre—. ¡pero a tu padre no había quien le quitara de la cabeza que se trataba de un cementerio de vampiros! Y eso que no había casi nada que ver…, excepto esa inscripción y una zanja poco profunda con repugnante tierra negra. — ¿Cómo que repugnante? —repuso el padre de Anton—. ¡Con este mantillo de primera clase seguro que consigo que el pequeño naranjo que tengo en la cocina se convierta en un árbol grande realmente bonito! — ¿Es que has cogido tierra de allí? —preguntó alarmado Anton. —Sí —dijo su madre—. Papá ha vaciado una lata de galletas y la ha llenado de tierra de cementerio. — ¡No! —Sí
—Pe…, pero si eso no se puede hacer —balbuceó Anton—. Lo mismo ahora pasa algo terrible… — ¿Qué va a pasar? —preguntó su padre. —Quizá se convierta uno en vampiro si se lleva uno la tierra… —O sea, ¿Qué tú también crees que era un cementerio de vampiros? — ¡No digas estupideces! —protestó la madre de Anton—. ¡Si él ni siquiera ha visto el cementerio! — ¿Y dónde está ahora la tierra? —preguntó Anton con una voz chillona por la excitación. — ¿La tierra vampiresca? —dijo su padre—. Atrás, en el maletero del coche. Puedes mirarla todo lo que quieras. ¡Al fin y al cabo tú eres el experto en vampiros de la familia!... Y en caso de que fuera verdad que con la tierra se convierte uno en vampiro…, yo creo que tú serías el más apropiado de los tres —añadió sonriendo satisfecho. — ¡Pero yo no quiero convertirme en vampiro! —replicó Anton mirando un tanto angustiado por encima del respaldo del asiento. Allí estaba la lata de galletas…, y encima de la tapa cerrada se podían ver todavía incluso un poco de tierra negra. —Seguro que no le has tributado los honores necesarios, ¿a que no? — preguntó con el corazón palpitante. — ¿Que no he qué? —Cuando se toca tierra vampiresca —le explicó Anton—, hay que decir: «Oh, noble tierra natal, humildemente te saluda un vampiro». — ¡Me estoy empezando a hartar de esto! —exclamó la madre de Anton, y abrió indignada la puerta del coche—. ¡Por mí os podéis convertir los dos en vampiros! Con la cabeza muy alta se metió en el hotel y desapareció. — ¿Qué es lo que tiene mamá? —preguntó el padre de Anton con fingida inocencia. —Razón —dijo Anton. — ¿Razón? — ¡Tiene razón! Hubiera sido mejor haber dejado la tierra en el cementerio! —La verdad es que ahora me remuerde muchísimo la conciencia — bromeó el padre de Anton. — ¡Pues debería remorderte! —afirmó Anton sin reírse—. Pero ahora que
a no se puede hacer nada lo mejor es que yo coja la tierra… —dijo después de pensar un poco. —Sí, coge tú la lata —asintió aliviado su padre—.No quisiera que por esta estúpida tierra mamá y yo fuéramos a tener una pelea matrimonial. «¡Estúpida!», pensó Anton. «La tierra natal de los vampiros puede ser cualquier cosa menos “estúpida”. Puede ser, incluso…, ¡mortalmente peligrosa!». Cogió la lata con cuidado y se la llevó a su habitación. Tras cerrar la puerta con llave puso la lata encima de la repisa de la ventana. Luego se tumbó en la cama vestido para dormir un par de horas.
Algo especial que te espabile
— ¡Eh, colega abre los ojos! Anton pestaño. Vio a los pies de su cama una figura grande y fuerte con una capa negra… Aquella figura, con toda seguridad, no era la del pequeño vampiro… «¿Por qué no habré cerrado la ventana?», se le pasó por la cabeza. — ¿Estás durmiendo o estás muerto? —Preguntó aquella figura, riéndose con estridencia, mientras paseaba alrededor de la cama. —Estoy…, estoy despierto —dijo Anton con voz temblorosa—. ¡Hola, Lumpi! —añadió luego, pues, entre tanto, se había dado cuenta de que era Lumpi, el pendenciero e irritable hermano mayor de Rüdiger. En aquel momento volvió a sonar la música en el salón de abajo. — ¡Aquí sí que os lo montáis bien! —opinó Lumpi, que ahora estaba justo pegado a la cama con la boca contraída en una mueca burlona—. ¿Qué pasa, que necesitas algo especial que te espabile? —Preguntó haciendo chocar una y otra vez sus dientes. — ¡No! — ¿Estás seguro? —dijo Lumpi contemplando sus afiladísimas uñas—. ¡En mí los capones obran siempre verdaderos milagros! — ¿Los capones? — ¡Sí, como éste! —dijo Lumpi y, antes de que Anton supiera cómo, los nudillos de Lumpi le habían golpeado la frente.
— ¡Ay! —protestó Anton—. ¡Me has hecho daño! —Pero ahora por lo menos estas despierto —dijo Lumpi prorrumpiendo en carcajadas—. ¿Nos vamos? — ¿Tú?... ¿Tú has venido a recogerme? —preguntó incrédulo Anton. — ¿Qué iba a hacer si no? —contestó Lumpi. —Yo… —dijo Anton carraspeando—. ¿Y por qué no ha venido Rüdiger? Rüdiger y yo habíamos quedado. — ¿Quieres insinuar con eso que prefieres la compañía de ese aburrido a mí compañía? —bufó Lumpi. —No —se apresuró a decir Anton—. Lo único que pasa es que me sorprende que hayas venido tú… Pero naturalmente, me alegro mucho —añadió, aunque aquello no respondía a la verdad. ¡La diplomacia —o, mejor dicho, la diplovampiricia— tratándose de Lumpi era más importante aún, más importante, que sus hermanos! —Ah, estupendo —dijo alagado Lumpi—. Yo también me alegro…, ¡colega! —dijo con una risita, mirando a Anton como si quisiera hipnotizarle. Pero Anton volvió rápidamente la cabeza. —Entonces voy a coger mi capa dijo saltando de la cama.
— ¿Por qué tanta prisa? —contestó Lumpi—. Yo pensaba que íbamos a charlar antes un poco. —Eso también podemos hacerlo por el camino —dijo Anton mientras sacaba del armario la capa de vampiro, que estaba debajo de sus camisetas. —Pero es que nosotros aún no hemos llegado a conocernos como es debido —se quejó Lumpi—. ¡Siempre se nos ha metido en medio Rüdiger! — ¿Tú crees? — ¡Sí! Sólo que esta noche no lo va a conseguir… Hoy tiene que trabajar duro —dijo, y se rió alegrándose del mal ajeno—. ¡Ja, tiene que decorar la cripta! Anoche, en una asamblea extraordinaria del Consejo de familia, le propuse para ese cometido. Y la decoración de la cripta es un honor que no se puede rechazar, ¡ji, ji, ji! — ¿Tuvisteis una asamblea extraordinaria anoche? dijo sorprendido Anton—. ¿En vuestra Cripta Negra? — ¿Dónde iba a ser si no? Aunque no nos reunimos hasta poco antes de que empezara a amanecer porque antes teníamos que… —Lumpi enseñó los dientes—…, teníamos que solucionar un par de cosa, como quizá te puedas imaginar. Anton no respondió, pero se tapó más el cuello con la capa de vampiro. ¡Menos mal que la noche anterior no se había quedado más tiempo en la cripta de los vampiros! — ¿Y qué pasa con Anna? —preguntó — ¿Con Anna? ¿Qué va a pasar con ella? — ¿Ya no es miembro del Consejo de familia? — ¡No! Yo he asumido su puesto —contestó Lumpi con una risita—. Anna tiene ahora otras preocupaciones… Anton se estremeció.
¡Arréglate!
—Venga —dijo Lumpi—. ¡Todavía tienes que vestirte! —dijo, dándole un codazo amistoso a Anton. — ¿Vestirme? —preguntó Anton mirándose de arriba a abajo—. ¡Pero si ya estoy vestido! — ¡Parece que confundes nuestra fiesta de reunificación con un festival deportivo! —exclamó Lumpi señalando las zapatillas de deporte de Anton. —Seguro que no —aseveró Anton. — ¡Bueno, pues entonces arréglate, colega! — ¿Qué me qué?... —Drácula mío, qué pesado eres —se quejó Lumpi—. Que te pongas tu traje regional. — ¿Mi traje regional? — ¡Sí! ¡Rüdiger me ha contado que ibas a aparecer en traje regional, exactamente igual que nosotros! Lumpi se acercó a la ventana y la luz de la luna cayó sobre él y se abrió su capa de vampiro. Debajo de llevaba el traje regional de los hombres de Viscri: unos pantalones negros, una camisa blanca bordada y unas botas altas negras.
—Pero yo no tengo traje regional —repuso Anton. —Lumpi dio una vuelta en redondo sonriendo satisfecho de sí mismo. — ¿No? —dijo—. ¿Ibas a ir a nuestra fiesta de reunificación con tus pantalones vaqueros? —No. ¡Confiaba que Rüdiger me trajera un traje regional! —Ya, ya… El que se fía de mi hermano pequeño está realmente perdido…, abandonado de todos los buenos vampiros —opinó Lumpi—. ¿No te ha dicho Rüdiger que no tenemos ningún traje regional que podamos prestarte? — ¿No tenéis ningún traje regional de sobra? —repitió sorprendido Anton—. ¿Y qué pasa con el traje de tío Theodor? — ¿Te pondrás el traje regional de tío Theodor? —exclamó Lumpi. Anton asintió: — ¡Sí! — ¿Es que no sabes lo que juró tía Dorothee? —No… — ¡Juró que se casará con aquél a quien le quede bien el traje regional de su amado Theodor! ¿Seguirías poniéndote ahora el traje regional del tío Theodor? —No, naturalmente —se apresuró a contestar—. Y tampoco me valdría — añadió. — ¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó Lumpi entrelazando las manos, fingiendo estar desconcertado. —Yo quizá me podría poner… —dijo vacilante Anton. Mi madre…, le ha comprado a la señora Matías un traje típico de esta región. — ¿En serio? ¡Bueno, pues entonces ponte ese precioso traje de la señora Galimatías! Anton carraspeó. —Es que… es un traje de chica. — ¡Pero si eso es fabuloso! —dijo Lumpi sonriendo—. Con un traje de chica vas a tener unas posibilidades insospechadas. Por ejemplo…, ¡conmigo! — ¿Contigo? —repitió dudando Anton. —Seguro, porque yo conozco tu secreto: ¡que eres un chico con la piel de chica, ji, ji, ji! —Humm, no sé si es buena idea… —Claro que es buena. ¡Espera y verás con cuánta cortesía y diferencia te van a tratar todos! Al fin y al cabo, nosotros los von Schlotterstein nacimos en
una época en la que la caballerosidad era la principal virtud masculina. Lumpi le dio un golpe en un costado a Anton para animarle, pero se lo dio bastante fuerte. — ¡Ay! ¡Me has hecho daño! —se quejó Anton. — ¿Lo ves? —opinó Lumpi—. ¡A una chica yo jamás le haría una cosa así! —dijo golpeando a Anton por segunda vez. —Está bien —dijo Anton, vamos a recoger el traje regional. — ¿Recogerlo? ¿Acaso está aún en casa de la señora Galimatías? —No, lo tienen mis padres en su habitación. — ¿Y entonces, cómo vamos a llegar hasta el traje? —preguntó descontento Lumpi. —Muy sencillo: volando —contestó Anton—. Mi madre en una fanática de la ventilación y casi siempre deja su ventana abierta. —Oh… —dijo Lumpi con una amplia sonrisa—. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? —Anton le respondió con otra sonrisa irónica. — ¿Que por qué? Porque mi madre, además…, ¡es una fanática del ajo! — ¿Del ajo? —gritó Lumpi agarrándose la mandíbula—. ¡Puf, qué asco! ¡Me salen granos!
Una ropa de locura
—Pero aquí no apesta a…, ¡brrr!..., ajo —observó Lumpi cuando aterrizaron en la habitación de los padres de Anton. —Es imposible que apeste —replicó Anton—. Mis padres todavía están en el restaurante… ¡comiéndose sus filetes al ajillo! Lumpi y Anton habían dado primero una vuelta sobrevolando el patio interior y habían visto a los padres de Anton sentados en una mesa pegada a la pista de baile. — ¡Aaaagg! ¿Comen filetes al ajillo? —preguntó Lumpi estremeciéndose. —Sí —afirmó Anton. En realidad, no había identificado lo que sus padres tenían en el plato pero es probable que solo hubieran servido el asado de vaca de siempre. Encendió la lámpara del pasillo y abrió la puerta del armario. Lumpi silbó entre dientes. — ¡Tu padre tiene una ropa de locura! Paso la mano con admiración por las dos camisas negras de seda que la madre de Anton le había comprado a su padre para el viaje de Rumania. — ¡Ten cuidado! —Le advirtió Anton—. Con sus nuevas camisas mi padre no admite bromas. —Pero se las podrá uno probar, ¿no? — ¡No! Anton cogió la percha en la que estaba colgado el traje regional y cerró la puerta del armario. — ¿Y de verdad crees que me debo poner este traje regional de chica? —preguntó. Lumpi asintió: —El traje de Anna es exactamente igual…, con una diferencia… — ¿Con una diferencia? — ¡Sí! ¡Qué sus prendas están ya algo más gastadas! —contestó Lumpi—. Quizá deberíamos hacerle unos cuantos agujeros… — ¿Hacerles agujeros? ¿Te has vuelto loco? —exclamó Anton. — ¿Por qué? —se hizo el sorprendido Lumpi. —Porque este traje regional es muy valioso —replicó Anton—. Mi madre lo va a exponer en nuestra casa.
—Pues así se alegrará de que parezca realmente antiguo… —opinó Lumpi—. ¡Venga, dame las tijeras para uñas! —No —dijo Anton con voz firme—. ¡Este traje no se toca! Lumpi gimió y se golpeó en la frente. — ¡Tú y tu maldito traje! ¿Es que no puedes pensar en otra cosa que no sea el traje? Las tijeras las necesito para mis uñas. — Ah, bueno… Anton notó que se había puesto colorado. Se fue al baño y regresó con un estuche de cuero. —Oh… —se admiró Lumpi después de abrir el estuche y sacar de él las dos limas para uñas que había—. ¡Zafiro fino y zafiro grueso! Y el mango de cuero autentico… Tu madre tiene muy buen gusto… ¡Por lo menos en lo que al cuidado de las uñas se refiere, ji, ji! —Este estuche es de mi padre —le aclaró Anton. Lumpi no respondió nada. Con cara de concentración había empezado a limarse la uña del dedo índice de su mano derecha, que debía de medir aproximadamente centímetro y medio. —Voy a ponerme el traje regional —anunció Anton. —Sí, sí —dijo Lumpi sin levantar la vista—. Tómate tu tiempo.
Antonia
Anton entró en el cuarto de baño. La chica a la que en su día perteneció aquel traje regional debía de tener su misma talla, pues la falda, el delantal y el chaleco le quedaban perfectos. Únicamente las mangas de la blusa le quedaban algo largas. Cuando regresó al pasillo Lumpi seguía limándose las uñas y parecía haberse olvidado de todo lo demás. —Bueno, ¿Qué te parezco? —preguntó Anton. Lumpi levantó la cabeza… y pegó un grito. — ¡Por Drácula, qué susto me has dado! — ¿Tan mal estoy? —No —dijo Lumpi con una risa burlona—. ¡Pareces un auténtico vampiro! — ¿Verdad que sí? —dijo Anton, que se había esmerado mucho con el maquillaje. Había ocultado su bronceado bajo una capa de crema blanca para bebes; luego se había pintado unas ojeras oscuras, se había repasado los labios con un lápiz de color rojo y, para finalizar, se había revuelto el pelo. —Pero, ¿también crees que parezco una chica? —quiso saber. Lumpi sonrió aún más abiertamente. —Pues claro que sí… ¡Antonia! Anton, cortado, carraspeó y dijo: — ¿Nos vamos? — ¿Ya? —gruñó Lumpi observándose las uñas—. ¡Primero tengo que acabar de limarme las uñas! A no ser que… —dijo sonriendo dulcemente—. A no ser que me prestes este monísimo estuche por un par de noches… —De ninguna manera —dijo Anton—. Primero porque el estuche no es mío. Y segundo porque se perfectamente que es lo que vosotros los vampiros entendéis por «prestar». —Ah ¿sí? —fingió no tener ni idea Lumpi. — ¡Para vosotros, «prestar» es lo mismo que «regalar»! — ¡Efectivamente! ¿Estamos de acuerdo entonces? — ¿De acuerdo? ¿En qué? — ¡En que me lo regalas, Ji, ji! —contestó Lumpi, que pretendía ya hacer desaparecer el estuche debajo de su capa — ¡Alto! —Exclamó Anton—. ¡No estamos de acuerdo!
Con gesto ofendido Lumpi le tendió el estuche negro. —Toma…, ¡tacaño! Anton llevó el estuche otra vez a su sitio. —Ja, si hubieras sido un poco más esplendido te hubiera advertido que tus zapatillas no pegan con el traje regional —bufó Lumpi—. Pero así… — ¿Mis zapatillas de deporte? ¡Es que no me he traído ningún zapato! —dijo Anton—. Solo unas sandalias y unas botas de goma.
— ¿Y qué hay de tu madre? ¿Va siempre descalza? —No. La mirada de Anton fue a parar a los zapatos negros de tacón de su madre, que estaban en el pasillo. — ¿O es que tiene hongos en los pies? —preguntó Lumpi riéndose con estridencia. — ¡No! Anton se quitó sus zapatillas de deporte y se puso los zapatos de tacón. — ¡Sí, ya lo sabía yo! —dijo Lumpi—. ¡Te quedan fabulosamente bien! —Fabulosamente estrechos —gruño Anton. Dio un par de pasos con cuidado. Su madre usaba el mismo número que él, pero tenía sus pies mucho más estrechos. Por lo menos los tacones no eran demasiado altos… —Ahora ya lo único que te falta son unos bonitos leotardos agujereados —opinó Lumpi. — ¿Unos leotardos? —replicó Anton no muy entusiasmado. — ¿O es que acaso quieres dejarte puestos esos calcetincitos blancos? —preguntó Lumpi. — ¡No! Iba a ponerme unas medias negras hasta la rodilla. Al fin y al cabo la falda me llega casi hasta los tobillos. —Oh… —dijo Lumpo poniendo los ojos en blanco—, Drácula lo ve todo… — ¿Drácula? —exclamó sobresaltado Anton—. ¿Quieres decir que va a ir a vuestra fiesta? —No, no —le tranquilizó Lumpi—. Sólo era una pequeña broma —dijo golpeándole el hombro—. Pero no estás tú para muchas bromas, ¿eh? Anton apretó los labios. —En este momento sólo estoy para un par de cosas. Recogió del baño sus pantalones vaqueros y su camiseta y añadió: —Y ahora lo que tengo que hacer es llevarlo a mi habitación. — ¿Y eso por qué? —Porque no nos convendría que mis padres se encontraran esto aquí. Y no creo que se vayan a pasar toda la noche en el restaurante. Lumpi se fue a la ventana. — ¡Tienes razón! Los chicos de la banda ya están recogiendo sus instrumentos, ji, ji, ji. — ¿Cómo? ¿Ya están recogiendo? — ¡Sí!
Anton miró preocupado alrededor, pero por allí ya no quedaba nada, excepto sus zapatillas de deporte. Las cogió del suelo rápidamente, apagó la luz y se fue corriendo hacia donde estaba Lumpi.
Convoy vampiro
Diez minutos más tarde Anton y Lumpi se encontraban volando hacia Cripta Negra. — ¡Eh! —dijo Lumpi—. ¡No pareces estar muy feliz! ¿Es que no te alegras de ir a nuestra fiesta? —Sí —dijo Anton—, pero cuando estaré realmente contento será cuando hayamos llegado. Lumpi soltó una estridente carcajada. —Eso suena bien; sobre todo viniendo… ¡de un ser humano! —De una chica —le corrigió Anton. —Ah, sí —dijo Lumpi fingiendo que sentía haberse equivocado—. Seguro que esperas que te eche una mano para volar. ¿No, Antonia? ¡Al fin y al cabo vosotras las chicas tenéis una gran desventaja a la hora de volar, ji, ji! — ¿Quieres echarme una mano? —preguntó indeciso Anton. Realmente sí que había algunos problemas para volar: el viento se enredaba en su larga falda, le llevaba el delantal a la cara y le inflaba las anchas mangas de la blusa por debajo de la capa. — ¡Sí! ¡Sólo tienes que agarrarte fuerte a mí y haremos un convoy vampiro! —le ofreció dicharachero Lumpi. — ¿Y tú crees que eso va a funcionar? — ¡Claro que sí! ¡Podría llevar agarrados a media docena como tú! Lumpi redujo altura y Anton se abrazó a su cuello. Un contacto tan estrecho no era precisamente muy agradable… ¡Pero así al menos Anton podría reservar fuerzas para el vuelo de regreso! Por fin parecieron ante ellos las torres de Viscri.
— ¿No quieres dejarme en el suelo? —preguntó Anton, que hubiera preferido hacer el último trecho a pie. — ¿Dejarte ya en el suelo? —contestó Lumpi—. Podría seguir volando así contigo eternamente. ¡Tú y yo somos la pareja perfecta! ¡Somos unas auténticas «aves nocturnas»! —Pero es que ahí abajo esta ya Viscri…, digo… ¡Cripta negra! —Ah, ¿sí? Lumpi soltó una risita y luego voló en un peligrosísimo vuelo rasante por encima de los tejados. A Anton, que tenía miedo de estamparse contra una chimenea, casi se le para el corazón. —Esta noche deberíamos organizar también un concurso de convoyes vampiro. ¡Seguro que lo ganaríamos con la gorra! —opinó Lumpi. Voló rodeando los nogales y aterrizó en la parte de atrás de la iglesiafortaleza. Anton cayó sobre la hierba, pero se levantó enseguida. —Súper, ¿a que sí? —dijo Lumpi, y le miro esperando su aprobación. Anton movió los brazos y las piernas para comprobar si se había roto algo, pero parecía que no le había pasado nada. — ¿Y qué harías si ahora resultara que me he roto una pierna? —gruñó. — ¿Quieres decir si no pudieras andar? —preguntó Lumpi. — ¡Sí, exactamente! — ¿De verdad que no te lo imaginas? —contestó Lumpi haciendo entrechocar sus dientes. A Anton se le puso la carne de gallina. — ¡No! —afirmó.
—Bueno… —dijo Lumpi con una risita burlona—. ¡Si tuvieras una pierna rota, naturalmente yo, con lo caballeroso que soy, Antonia, te protegería de mis parientes! Anton miró asustado a su alrededor, pero no vio a nadie. —La fiesta… —empezó a decir— seguro que ha empezado hace ya mucho, ¿no? Seguro que ninguno de tus parientes está revoloteando por aquí fuera… —Oh, eso nunca se puede descartar —contestó Lumpi—. Si alguno quiere… tomar algo…, por ejemplo el fresco… —Pero ahora, en este momento, no hay nadie aquí afuera tomando el fresco, ¿verdad? —se aseguró Anton. —No, no hay nadie —confirmó Lumpi. Y después de una pausa dijo—: Aunque en cualquier momento podría venir alguno. ¡O, peor aún para ti, alguna!
La competencia
— ¿Alguna? —repitió Anton—. ¿Acaso… tía Dorothee? — ¡O la tía abuela brunhilde, o Hildegard la Sedienta, o Sabine la Horrible! —dijo Lumpi con una risita—. No les hace mucha gracia que les hagan competencia en su propia casa. — ¿Quién les va a hacer la competencia? — Chicas. Chicas guapas y jovencitas… ¡cómo tú! —No tienen por qué estar celosas de mí —replicó Anton—. No les voy a quitar a nadie. — ¿Qué no? ¿Y qué pasa conmigo? —repuso Lumpi—. ¡Llevo toda la noche esperando impaciente el momento de bailar contigo la «polo-besa» transilvana! — ¿La qué? —Bueno, llamaba «polonesa». Pero me debes ese baile. ¡Después de todo, te he traído hasta aquí sano y salvo! —Si te empeñas… — ¡Sí, sí que me empeño! ¡Bien, y ahora deberías seguir mi consejo y esconderte en la pequeña caseta hasta que yo vuelva de la cripta! — ¿Esconderme? ¿En el retrete? ¡Pero si ni siquiera tiene puerta! —Pero, ¿Cómo se te ocurre ir ahora al retrete? —No se me ocurre ir al retrete —replicó muy digno Anton—. Tantas ganas no tengo. —Pero si no necesitas entrar en el retrete… Tienes que ir a la caseta de Arthur e Isolde —dijo Lumpi señalando una pared hecha con tablas. —¿De Arthur e Isolde? —repitió desconfiado Anton—. ¿Quiénes son? ¿Parientes de Transilvania? —Oye, ¿por quién me has tomado? —exclamó Lumpi con la mandíbula desencajada—. ¡El que yo sea apacible y bondadoso, no quiere decir que sea una oveja! bufó. Anton simplemente soltó una seca carcajada. — ¿Insinúas acaso que no soy bondadoso? —exclamó Lumpi agarrándole por los hombros. —No, no —dijo rápidamente Anton—. Sólo que…, que no me podía imaginar yo que aquí hubiera ovejas.
—Ahora ya no las hay —contestó Lumpi sonriendo irónico—. Pobre Arthur, pobre Isolde; todos querían algo de ellas, los rumanos, la carne; los Galimatías la leche y la lana, y nosotros, bueno… ¡Venga, vete ya! —añadió dándole un empujón a Anton hacia la pared de tablas—. ¡Y ten cuidado, no vayas a destrozar tus elegantes ropas! Aquella advertencia se la podía haber ahorrado, pues Anton no pensaba entrar en aquella diminuta caceta que aún seguía oliendo a oveja. Se quedó de pie a la puerta, a la sombra de un viejo y nudoso árbol, esperando a que volviera Lumpi. Lumpi no tardó mucho en aparecer de nuevo. —La fiesta esta de lo más animada —anunció—. ¡Mis padres, Hildegard la Sedienta y Ludwig el Terrible, estaban bailando tango vampiresco! — ¿Y quién más hay abajo? —quiso saber Anton. — ¿Que quién más? ¡Pues todos! ¡Al fin y al cabo lo que estamos celebrando es nuestra fiesta de reunificación! —Y…, ejem…, ¿también hay vampiros de Transilvania? — ¡Pues claro que sí! Anton tragó saliva. — ¿Quién? — ¿Cómo que quién? —dijo Lumpi soltando una estridente carcajada—. ¿Quién va a ser?... Mi hermana pequeña, mi hermano pequeño, mis padres, mis abuelos, mis tías, yo… ¡Nosotros nacimos aquí, en Transilvania! — ¿Y no hay otros vampiros en la cripta? —Con esos ya es bastantes, ¿no? —Si, efectivamente —aseveró Anton—. ¡Desde luego, yo con esos tengo bastante! Se dirigieron al abeto grande y Lumpi retiró la losa. Llego hasta ellos una luz mortecina… y los acordes de un clavicordio. Lumpi hizo un gesto invitándole a entrar. —Pase usted si es tan avaro…, digo…, si es tan amable —bromeó. Anton se sentó en borde del agujero de la entrada, se recogió la falda por delante y se dejó caer dentro.
Una de los nuestros
— ¡Pero qué encantadora damisela viene volando a nuestra cripta! —le saludó una voz grave. Anton se quedó helado del susto. En la antecámara estaba… ¡Wilhelm el Tétrico! Era alto y fuerte, tenía la cara blanca y llena de arrugas y una enorme boca que, sin embargo, sonreía amistosamente. —Bu…, bu…, buenas noches —balbuceó Anton. — ¡A medida que avanza la noche, más guapos son los invitados! —opinó Wilhelm el Tétrico. Anton se acordó de lo que Anna y Rüdiger le habían contado de su abuelo: que siempre tenía muchísima hambre… Pero entonces, afortunadamente, Lumpi aterrizó a su lado. Como si fuera la cosa más natural del mundo, le pasó el brazo por el hombro a Anton y dijo: — ¿Conoces ya a mi novia Antonia, abuelito? — ¿Tu novia? —repitió Wilhelm el Tétrico, visiblemente sorprendido. —Sí —corroboró Lumpi—. Ya nos conocemos bastante bien, ¿no es verdad Antonia? —dijo dándole un pellizco a Anton. —Bastante bien —dijo Anton propinándole un codazo en el costado a Lumpi—. ¡Conocerse tan bien a veces es mala cosa! — ¡Que cosas tiene la vida! —observó Wilhelm el Tétrico con una risita—. Apenas hemos llegado a Transilvania y en nuestra familia todo cambia para bien: Anna deja por fin de beber leche, Lumpi encuentra novia, Rüdiger se convierte en un ser útil… —Ah, sí… —dijo Lumpi señalando unas cartulinas negras con monigotes pintados que colgaban de las paredes—. ¡Desde luego Rüdiger se ha dado una autentica paliza para hacer su galería de retratos de la familia, ji, ji,ji! — ¿Eso es una galería de retratos de la familia? —preguntó Anton, al que le costó mucho no echarse a reír. —Sí, nuestro Rüdiger nos ha hecho un retrato a cada uno de los miembros de la familia —explicó Wilhelm el Tétrico con orgullo de abuelo—.
Lamentablemente usted es la única que no está retratada, Antonia. —Puedes llamarla de tú, abuelito; al fin y al cabo Antonia es una de los nuestros —dijo Lumpi guiñándole el ojo a Anton—. ¡Por lo menos…, casi! — ¡Pero ese «casi» tiene para mí mucho valor! —recalcó Anton. — ¡Que hermoso! —suspiró Wilhelm el Tétrico —. ¡Así que la buena y vieja virtud de la castidad no ha caído todavía en el olvido!... Hay demasiadas cosas por las que merece la pena esperar dijo dirigiéndose a Anton. —Eso es verdad —le dio la razón Anton. —Pero yo ahora no puedo esperar más —dijo Wilhelm el Tétrico pasándose rápidamente la punta de la lengua por sus dientes de vampiro—. ¡Tengo el estómago tan vacío que me cuelga ya hasta las rodillas, ja, ja, ja! ¿No quieres venir conmigo, Antonia? —Eh…, ¿yo? —Sí, me gustaría invitarte a… —Eso es jugar sucio, abuelito —protestó Lumpi—. Es la primera vez que me traigo a una amiga a casa… ¡y vas tú y te falta tiempo para hurtármela! —Pero, ¿quién ha hablado de «hurtártela»? —preguntó indignado Wilhelm el Tétrico —. Yo sólo he pensado que quizá a Antonia le apetezca tomar un pequeño refrigerio. Esta tan pálida… — ¡No…, no tengo nada de hambre! —balbució Anton. —Y en el caso de que a Antonia le entre hambre puede servirse en el bufé
—declaró Lumpi. —Vosotros y vuestros modernos bufés… —resopló despectivo Wilhelm el Tétrico —. ¡Esas rancias conservas están terriblemente insípidas! Pues yo lo único que admito es lo que está fresco, lo natural… —Tosió y después añadió—: Ahora sí que tengo que irme de verdad. —Por nosotros no te entretengas, abuelito —opinó Lumpi. — ¡Hasta luego, Antonia! —dijo Wilhelm el Tétrico, y remontó el vuelo. Anton suspiró aliviado… cuando, de repente, por detrás de él, una voz aguda y débil le preguntó: — ¿Sabéis donde se ha metido Wilhelm? ¡Me ha prometió el próximo baile! Se dio la vuelta… ¡y vio la cara llena de arrugas de Sabine la Horrible! —El abuelo se ha marchado volando —contestó Lumpi—, pero seguro vuelve enseguida. Luego, con la voz más cariñosa que era capaz de poner, dijo: — ¿Conoces ya a mi novia? ¡Se llama Antonia! — ¿Tienes novia? Sabine la Horrible examino a Anton. Este, bajo su escrutadora mirada, sintió frio y calor a un tiempo; pero, por suerte, ella no parecía haber visto nada que despertara sus sospechas.
—Habría sido mejor que te trajeras a alguno de tus amigos —observó—. Tú ya sabias que éramos más mujeres que hombres. —Pero abuelita, es que los amigos los tenía en Alemania —dijo Lumpi—. Aquí, en Transilvania, he iniciado… ¡una vida completamente nueva! Lumpi miró a Anton y sonrió pícaramente. —Por cierto, que el abuelo se ha alegrado de que le haya presentado a Antonia… —Ya me lo imagino, ya —bufó Sabine la Horrible—. ¡A esta jovencísima criatura tenía que hacerle la corte, claro! ¡Pero cuando yo quiero bailar con él va y se larga! ¡Espera y verás! ¡Ése me va a oír! Hizo desaparecer su bastón debajo de la capa y voló en la misma dirección que Wilhelm.
Mis padres, tus padres
— ¿No sería mejor que me fuera? —murmuró Anton mirando angustiado hacia el fondo del pasillo. — ¿Cómo? ¿Quieres marcharte? —exclamó furioso Lumpi—. ¿Para qué he volado yo entonces tantos kilómetros haciendo un convoy vampiro? Para que nos divirtiéramos un poco juntos, ¡Para eso!... ¡Pero no para que emprendas la huida en cuanto tropiezas con el primer problemilla! — ¿Problemilla? —repitió Anton—. ¡Tu abuela está furiosa con tu abuelo por mi causa! Y como ahora tu madre, tía Dorothee y la tía abuela Brunhilde reacciones exactamente igual… —Seguro que no lo harán —contestó Lumpi—. ¡Al fin y al cabo ellas no tienen ningún…, ji, ji…, hombre con el que puedan pelearse por ti! — ¡Pero tú mismo has dicho que no les hace ninguna gracia que les hagan la competencia en su propia casa! —repuso Anton. —Bueno ¿y qué? Mientras me tengas a mí eso a ti te da igual —dijo Lumpi cogiendo del brazo a Anton y atrayéndole hacia sí. Al final del pasillo apareció entonces una figura. ¡Era Anna! Se detuvo. — ¿Quién es esta? —preguntó desconfiada. —Mi novia —contestó Lumpi. — ¿Tu… novia? — ¡Sí! — ¡No! —le contradijo Anton… imprudente, como en seguida pudo comprobar. Lumpi le dio un golpe en el costado y susurró: — ¡Eh, ten cuidado con lo que dices! ¡Hay vampiros en la costa! —luego anunció en voz intencionadamente alta—: Mi Antonia es todavía algo tímida. — ¿Anton-nia? Es un nombre poco corriente —opinó Anna, y en su cara se dibujó una sonrisa. Anton respiró aliviado. ¡Parecía que Anna le hubiera reconocido a pesar de su disfraz! —También Antonia es una chica muy poco corriente —declaró Lumpi—. ¡Y precisamente por eso congeniamos tan bien! Pero aun no os presentado… — dijo con una risita—. Antonia, esta es Anna, mi herma pequeña.
— ¡Mucho gusto! —dijo Anton recalcando la palabra «mucho» —Igualmente —contestó Anna poniéndose colorada. —Ahora que ya os conocéis seguro que no os importa que os deje a solas un momento, ¿verdad? —preguntó Lumpi—. Me gustaría echarle un vistazo al bufé. —Como si le quieres echar dos —contestó Anna sonriéndole a Anton—. Ya sabemos cómo pasar el tiempo. —Pero no os paséis —le advirtió Lumpi—. ¡Antonia es mi novia! ¡Y me tiene reservado el primer baile! Una vez dicho aquello, abrió con fuerza la puerta baja de madera que, por lo que Anton recordaba, conducía al cuarto de invitados. —Buenas noches, Anton —susurró Anna cuando Lumpi desapareció, y le miró con tanto amor que Anton se sintió confundido. —Hola Anna —murmuró. —Mira: ¡somos mellizos! —dijo Anna con una sonrisa señalando su traje regional. También ella llevaba debajo de su capa de vampiro una falda larga negra, un delantal blanco, una blusa blanca con anchas mangas y un chaleco azul oscuro.
—Pero tus prendas son más pequeñas —repuso Anton. —En los mellizos la talla no es tan importante —afirmó Anna—. ¡Lo importante, sobre todo, es que en su fuero interno se sientan mellizos!
—Y yo que siempre había creído que había otra cosa que era mucho más importante… — Ah, ¿sí? ¿El qué? — ¡Que tengan los mismos padres! —respondió Anton con una sonrisa irónica. —Si todo el problema es ése… —contestó Anna—. ¡Me apuesto lo que sea a que mis padres te adoptarían en seguida! Anton se sobresaltó. — ¿Adoptarme? ¿A mí? — ¡Sí! ¡Con lo dulce que eres! —Pero yo ya tengo una familia —replicó Anton—. Y a mis padres los quiero mucho —añadió rápidamente—. Además, ahora se han vuelto más comprensivos. Incluso están haciendo conmigo este viaje a Rumania. Y mi padre dice que mamá ha descubierto en Transilvania su amor a los vampiros. — ¿Su amor a los vampiros? —repitió Anna con voz temblorosa. Y luego, de forma completamente inesperada para Anton, se le lleno la cara de lágrimas. — ¡A mí también me gustan mucho tus padres! —sollozó—. ¡Mucho, mucho más que mis propios padres! Y para mí lo más maravilloso del mundo sería que tus padres me adoptaran a mí. Pero eso no puede ser. Solo podría ser al revés. Y por eso… Su voz se apagó. — ¡Anna! —dijo consternado Anton. — ¡Déjame! Se recogió la falda y salió corriendo de allí dejándole plantado. —Anna —volvió a decir Anton, pero ella ya había desaparecido. Inmediatamente después se oyó el ruido de la loza cerrándose sobre el agujero de la entrada. En ese momento se abrió la puerta de madera y entró Lumpi. — ¿Dónde está Anna? —preguntó. —Se ha ido —contestó Anton. Lumpi soltó una risita. —Ya, ya. Es exactamente igual que nuestro abuelo: ¡sólo le gusta lo fresco! Luego sacó del bolsillo de su pantalón un pañuelo sucio, se secó la boca con él y añadió: —Pero es eso no les falta razón. Esas conservas son algo insípidas. Avanzo un paso hacia Anton y le dijo: — ¡Bueno, y ahora te toca a ti!... ¡El baile! —añadió cuando vio la cara de susto de Anton.
—Pero es que yo no sé bailar demasiado bien —le previno Anton. —Oh, no importa nada —dijo Lumpi—. Siendo una chica lo único que tienes que hacer es dejarte llevar por mí con toda confianza. —Eso ya lo llevo haciendo desde hace rato —observó Anton. Habían alcanzado la escalera que conducía a la cripta de los vampiros. Y, ya fuera por el fuerte olor a moho o por la amenaza que suponía encontrarse con los vampiros, a Anton le entró de repente la sensación de que no podía respirar. Se apoyó en la pared de roca e inspiró y expiró unas cuantas veces. — ¿Se te ha caído el alma a los pies… de la falda? —preguntó Lumpi. —Me…, me siento muy raro —gimió Anton. —Tenías que haberte pasado por el bufé —opinó Lumpi—. Pero así sois las chicas: ¡siempre a régimen, ji, ji, ji! — ¿Lumpi? —resonó entonces una voz clara y penetrante en la cripta—. ¿Eres tú? —Sí —contestó Lumpi—. ¡Y también he traído a alguien conmigo, mamaíta! — ¿Te has traído a alguien? —exclamó una voz grave—. ¿A uno de los nuestros? —A una de los nuestros —contestó Lumpi—. ¡A mi novia! — ¿Es guapa? — ¡Ludwig! —exclamó una voz clara. —Es muy guapa, papaíto —contestó Lumpi. —Bueno, venga… —dijo Ludwig el Terrible—. ¡Que estamos impacientes, ja, ja, ja! — ¡Vamos! —dijo Lumpi dándole un codazo a Anton—. No hagas esperar a tus suegros. Lentamente Anton bajó por las escaleras detrás de Lumpi, con las rodillas temblorosas.
Bailando sobre el volcán
— ¡Permitidme que os presente a Antonia, mi novia! Lumpi se había detenido al pie de la escalera y con un gesto ampuloso señalo a Anton, que se sentía como si le estuvieran presentando en un plato o, mejor dicho, como si le estuvieran sirviendo en un plato… Pero al menos Ludwig el Terrible pareció recibirle amistosamente. Estrecho la mano de Anton y dijo con voz estridente; — ¡Bienvenida! —Gra…, gracias —dijo Anton. Preocupado, volvió la mirada hacia tía Dorothee e Hildegard la Sedienta, que también habían llegado a la entrada. Ellas no daban la impresión de querer darle la bienvenida. La única que hizo caso omiso de Anton fue una señora gruesa con una melena blanca hasta los hombros. Estaba sentada al fondo de la cripta —allí donde los vampiros habían amontonado sus nueve ataúdes—. Y tocaba un clavicordio que parecía antiquísimo. ¡Tenía que ser la tía abuela Brunhilde! Entonces una figura se abrió paso entre tía Dorothee y Hildegard la Sedienta. Era… ¡el pequeño vampiro! Examinó a Anton y empezó a reírse…, primero bajito, luego cada vez más alto y al final a carcajadas. — ¡Rüdiger! —dijo tía Dorothee en tono severo—. ¿Podrías explicarnos por favor que es lo que te parece tan gracioso? —Lo de… la novia —dijo el pequeño vampiro. —Pues a nosotros lo de la novia no nos parece gracioso —bufó tía Dorothee—. ¡Todo lo contrario! —Es verdad —asintió Hildegard la Sedienta. — ¿Cómo decís? —se indignó Lumpo—. Por fin he encontrado novia y… El pequeño vampiro sufrió un nuevo ataque de risa. —Por fin he encontrado novia —repitió Lumpi alzando la voz—, y como me preocupo tanto de la familia la invito a casa para presentárosla… — ¿Qué tú te preocupas de la familia? —exclamó sarcástica tía Dorothee—. ¡De eso nada! ¡Si fuera verdad te habrías traído a un par de jovencitos! — ¡Exactamente! —dijo Hildegard la Sedienta tocándose el blanco velo de tul que, igual que tía Dorothee, llevaba en la cabeza—. ¿Para qué nos hemos
entonces nuestro bonito traje de fiesta? — ¡Desde luego por esa no! —Exclamó tía Dorothee señalando a Anton. —Pues a mí, Antonia no me agua la fiesta —declaró el pequeño vampiro— . ¡A mí me parece aburridísimo bailar nada más que con mi abuela, con mi madre o con mi hermana pequeña! — ¡Rüdiger! —exclamaron al unísono tía Dorothee e Hildegard la Sedienta. — ¡Ja! ¡Eso es lo que tú quisieras! —dijo Lumpi dirigiéndose al pequeño vampiro—. ¡Pero Antonia es mi novia! ¡Y no he pasado toda la noche haciéndole la corte para que vengas tú ahora y me la burles! — ¿Y con qué le has hecho los cortes? —preguntó el pequeño vampiro burlándose descaradamente. Lumpi agitó sus grandes manos en el aire. —Espera y verás… — ¿Lo veis? —exclamó tía Dorothee—. ¡Esta muchacha lo único que trae a nuestra familia son peleas y discordias! — ¿Discordias? —repitió Ludwig el Terrible—. ¡Oh, sí! ¡Cuando dis…, digo…, dos vampiros se pelean siempre hay un tercero que se alegra, ji, ji, ji! —Pero si no nos hemos peleado, papaíto —se apresuró a asegurar Lumpi. Y Rüdiger corroboró sus palabras. — ¡No nos hemos peleado para nada! Pero Ludwig el Terrible ya había ofrecido el brazo a Anton y le llevaba al centro de la cripta… para «bailar sobre el volcán», como le susurró. Anton miró a Rüdiger y a Lumpi buscando ayuda, pero lo único que hicieron fue encogerse de hombros. — ¿Me concede usted este baile, bella Antonia? —dijo Ludwig el Terrible con una voz muy amable, haciéndole una reverencia. Anton sonrió con coquetería, como haría una chica, y susurró: —Con mucho gusto. — ¡Es para mí un honor! —dijo Ludwig el Terrible rodeando el talle de Anton con una de sus manos y cogiéndole una mano con la otra. Y entonces empezó el baile…, o mejor dicho: «la erupción del volcán», pensó Anton, pues Ludwig el Terrible se dedicó a dar vueltas en redondo de tal manera que Anton casi pierde el conocimiento.
Le parecieron una eternidad los minutos que pasaron hasta que Ludwig el Terrible hizo por fin una pausa. — ¿No se encuentra bien, Antonia? —preguntó contrayendo sus gruesos y rojos labios en una sonrisa. —No de…, demasiado —balbuceó Anton, a quien todo le daba vueltas. —Aún no ha comido como es debido —objetó Lumpi. —Pues debería hacerlo, Antonia —dijo Ludwig el Terrible—. ¡Si no, te vas a quedar en los huesos, ji, ji, ji! —Me iré con ella al bufé —anunció Lumpi. — ¡No, iré yo! —exclamó el pequeño vampiro. —Pues entonces iremos los tres —opinó Lumpi. —No, ira Rüdiger —determinó tía Dorothee—. ¡Tú y yo moveremos el esqueleto, Lumpi! — Y nosotros dos, también—dijo Hildegard la Sedienta arrastrando a Ludwig el Terrible hasta la pista de baile. — ¿Cómo? ¿Otra vez? —gruño Ludwig el Terrible. — ¿Y por qué no bailar con Rüdiger? —se dirigió malhumorado Lumpi a tía Dorothee —Con Rüdiger ya he bailado —contestó tía Dorothee—. Tu hermano, al fin y al cabo, no ha estado toda la noche «de caza» como tú. — ¡He estado buscando novia! —le contradijo Lumpi. Y con una risita burlona añadió—: Tú realmente deberías conocer la diferencia, tiíta…
—Ah, ¿sí? — ¡Sí! Después de todo tú tuviste durante semanas un pretendiente… ¡Hasta que se descubrió que tu Igno Rante no era ningún vampiro, sino un ser humano! Tía Dorothee pegó un resoplido de furia. — ¡No vuelvas a mentar jamás a ese traidor en mi presencia! Y dicho esto empujó a Lumpi hacia la pista de baile. —Venga, vámonos —susurró el pequeño vampiro a Anton tirándole de la manga. — ¿Adónde? — ¡De momento, fuera de aquí!
¡Deprisa! ¡Tenéis que huir!
—Al bufé no quiero ir de ninguna manera —aclaró Anton arriba, en el pasillo. Aunque ahora ya se encontraba mejor…, ¡no se sentía con fuerzas para ver un bufé de vampiro! — ¿No quieres ir al bufé? —se hizo el sorprendido el pequeño vampiro—. Pero si tenemos una enorme variedad… ¡De veras! En lo único que más vale que no te fijes es en las fechas de caducidad… — ¿En las fechas de caducidad? — ¿Crees que los farmacéuticos nos iban a regalar sangre en conserva que todavía esté bien? — ¿Los farmacéuticos os regalan sangre en conserva? —dijo Anton sin podérselo creer. —Bueno, algunas veces tenemos que persuadirles un poco. El pequeño vampiro se detuvo ante una puerta. — ¡Si no quieres ir al bufé, seguro que estas interesado en ver mi nueva colección! —dijo taladrando con la mirada a Anton. — ¿Es que ya no coleccionas peines? — ¡No! Tenías razón: aquellas piojosas púas estaban por debajo de lo que yo merezco. El pequeño vampiro abrió la puerta de par en par. En la sala de «reuniones» había varias velas gruesas encendidas y, así, Anton pudo ver, en toda su mezquindad, los «tesoros» que almacenan allí los vampiros. De cualquier forma, no pudo descubrir nada nuevo. —Sí, la he escondido bien —dijo Rüdiger. Extendió los brazos por debajo de su capa y se elevó en el aire hasta el estante de más arriba. Allí revolvió detrás de un montón de cajas de cartón antiquísimas. Volvió con una tabla carcomida que llevaba sujeto un fuerte alambre. —Mira —dijo tendiéndosela a Anton—. ¿Sabes lo que es? — ¿Un cepo para cazar ratones? — ¡Error! ¡Un cepo para ratas! — ¡Iiiih! —se le escapó a Anton—. ¿Tú cazas ratas?
— ¡Por todos los diablos, no! —exclamó el pequeño vampiro—. Yo jamás les haría nada a esos simpáticos animalitos. Sólo colecciono trampas…, ¡y además lo hago por simpatía con las ratas! — ¡Que conmovedor de tu parte! —se burló Anton—. Es que, claro, las ratas están en peligro de extinción… — ¿En serio? —dijo alarmado el pequeño vampiro, que al parecer no se había dado cuenta de la ironía que había en las palabras de Anton—. Pero aquí en Cripta Negra pronto volverá a haber muchas, muchas ratas —aseguró—. ¡Ahora que los Galimatías ya no tienen su cepo para cazar ratas! — ¿El cepo era de los Galimatías? El pequeño vampiro asintió con la cabeza. —Entonces ten por seguro que lo Galimatías van a fabricar un nuevo cepo —repuso Anton. — ¡Ojala! ¿Crees acaso que quiero tener una colección con un solo cepo? —dijo el pequeño vampiro, y prorrumpió en sonoras carcajadas… De repente se contuvo y escuchó atentamente. — ¿Qué pasa? —preguntó alargado Anton. Antes de que el pequeño vampiro pudiera responder la puerta se abrió de golpe y Anna entró atropelladamente.
— ¡Deprisa! —dijo impetuosamente—. ¡Tenéis que huir! ¡Viene Drácula! A Anton se le paralizó la sangre en las venas. — ¿Vie…, viene Drácula? ¿A vuestra cripta? — ¡Sí! —exclamó Anna—. ¡Daos prisa! — ¿Y por qué íbamos a salir huyendo de nuestro famoso pariente? — preguntó el pequeño vampiro poniéndose en jarras. — ¿Por qué va a ser?... ¡Por Anton naturalmente! De la excitación, a Anna le habían salido manchas rojas en la cara. — ¿Anton? ¿Qué Anton? —preguntó el pequeño vampiro girando la cabeza en todas direcciones—. ¡Yo sólo veo a una chica joven y atractiva que lleva nuestro antiguo traje regional transilvano! No, perdón, veo a dos chicas jóvenes y atractivas en traje regional —dijo sonriendo a sus anchas y señalando a Anna. —Muy gracioso —bufó Anna sin reírse—. ¡Desgraciadamente siempre escoges el peor momento para tus chistes! — ¿El peor momento? Todo lo contrario. ¡Lo único que pretendo es evitar que aquí cunda el pánico sin motivo! — ¿Qué cunda el pánico sin motivo? —exclamó Anton soltando un gallo—. ¿Y qué pasa si Drácula se da cuenta que soy un ser humano? —Si mis padres y mis abuelos no han notado nada, Drácula tampoco se dará cuenta —replicó en tono despreocupado el pequeño vampiro—. Y, además, esta noche has vuelto locos a todos los vampiros hombres. ¡Seguro que con el conde Drácula tienes el mismo éxito! Anna sacudió los puños y exclamó — ¡Qué a la ligera te lo tomas todo, Rüdiger! —Es verdad —contestó con una risita—. Esta noche tengo los sentidos maravillosamente ligeros. ¡Es por la alegría al saber que va a venir el conde Drácula! — ¡Egoísta! —gritó jadeando Anna—. ¡Tú no piensas más que en ti! — ¿Yo egoísta? —exclamó con fingida indignación el pequeño vampiro—. ¡Qué va! ¡Si se me derrite el corazón de amor al prójimo! — ¿Y qué prójimo es ese al que tanto amas? —bufó ella. —Por ejemplo, las ratas de los galimatías —contestó el pequeño vampiro balanceando la trampa para ratas. —Es la nueva colección de Rüdiger —observó furibundo Anton. — ¡Te equivocas! —dijo el vampiro tirando la trampa al rincón más alejado de la habitación—. ¡A partir de ahora ya sólo colecciono recuerdos del mismísimo conde Drácula en persona! —y dirigiéndose con marcada amabilidad a Anna preguntó—: ¿Y cuando has dicho que viene el conde Drácula?
—Probablemente ya estará aquí —contestó. — ¿Qué?... —gritó Anton. El pequeño vampiro se fue corriendo a la puerta y la abrió de golpe. —En efecto… —suspiró—. Está ahí, en la antesala… Luego cerró tras de sí la puerta y desapareció.
El conde Drácula
— ¿Y ahora qué? —preguntó Anton mirando a Anna en busca de consejo, pero ella parecía estar todavía más nerviosa y con más miedo que él. —Quizás deberíamos bajar donde están los demás —opinó mirando preocupada hacia la puerta—. Yo creo que allí, hasta cierto punto, estamos a salvo… — ¿Y qué hay de la salida de emergencia? —Eso sería demasiado peligroso —respondió—. Si Drácula observa que vamos a hurtadilla de una cámara a otra, entonces si va a desconfiar. Y por la salida de emergencia no salimos lo bastante rápido. No, entraremos en la cripta, bailaremos y haremos como si todo fuera completamente normal. ¿Completamente normal?... A Anton le palpitaba el corazón cuando salió al corredor siguiendo a Anna. Acechó temeroso hacia la izquierda. En la antesala vio al pequeño vampiro, que le estaba haciendo una reverencia a un hombre que llevaba una capa negra. Anton parpadeo. ¿Se suponía que aquel hombre de aspecto corpulento y nariz aguileña, apenas más alto que Rüdiger, era realmente el conde Drácula? En las películas de vampiros que Anton había visto en la televisión Drácula siempre era alto y delgado. Y nunca llevaba una melena rizada hasta los hombros, sino pelo corto y canoso. En aquel momento el hombre volvió la cabeza y con sus ojos llamativamente grandes examinó a Anton. Anton sintió su mirada igual que si fuera una descarga eléctrica. —No le mires tan fijamente —oyó que susurraba Anna—. Resulta sospechoso. —Ssss…, sí —balbuceó Anton, que solo haciendo grandes esfuerzos fue capaz de desviar la mirada. — ¡Ven! —exclamó Anna agarrándole de la capa y tirando de él hacia la derecha, en dirección a la cripta. — ¿Y ése es el conde Drácula? —preguntó Anton con voz temblorosa. —Sí —contestó ella, y también le tembló la voz. — ¡Tiene unos ojos muy inquietantes! —susurró Anton. Ella asintió: —Con la mirada hipnotiza a los seres humanos. — ¿Tú crees que… me ha hipnotizado a mí también?
— ¡No! —dijo Anna intentando sonreír—. Eso no se consigue tan rápido. — ¿Y crees tú que si nos confundimos entre tus parientes Drácula no sospechará nada? — ¡Esperemos que no! —contestó ella—. En cualquier caso no se me ocurre nada mejor en este momento —añadió después de una pausa. Anton se clavó las uñas en las palmas de las manos con tanta fuerza que se hizo daño. ¡Ver a Anna tan confundida y tan sin recursos acrecentaba su miedo de un modo casi insoportable! Hasta que no llegaron a la cripta y Ludwig el Terrible exclamó con alegría «¡Antonia!», a Anton no le disminuyó la opresión que sentía en el pecho. Y es que Ludwig el Terrible no era precisamente pequeño y debilucho. ¡Y si las cosas se ponían feas, seguro que podría defender a Anton de Drácula! — ¡Alto! ¡Tú te quedas aquí! —bufó Hildegard la Sedienta, sujetando por su capa a Ludwig el Terrible. — ¡Antonia! —exclamó Lumpi acercándose apresuradamente hacia Anton—. Ahora bailaremos tú y yo. — ¿Y qué pasa conmigo? —se quejó tía Dorothee—. ¿Me abandonas o qué? — ¡Yo bailaré contigo! —exclamó Anna muy oportuna. — ¿Tú? —preguntó tía Dorothee arrugando la nariz—. ¿El salto de la pulga? — ¡No, la bamba! — ¿La bamba? ¡Nunca había oído hablar de eso! —Es que es un baile nuevo —afirmó Anna, y, muy decidida, llevó bailando de un lado a otro por la pista a tía Dorothee, que abultaba casi el doble que ella, mientras la tía abuela Brunhilde seguía tocando el clavicordio. Lumpi había empezado a dar vueltas en círculo con Anton. — ¡Espera! Tengo que decirte una cosa como sea —susurró Anton—. El conde Drácula… Pero no pudo decir más, pues en ese momento unas pesadas botas taconearon escaleras abajo y una voz grave y gangosa exclamó: — ¡Por todos los diablos! ¡Qué reunión más aburrida hay aquí abajo! Por un momento todos los vampiros se quedaron como petrificados…; luego, empujándose unos a otros, se desplazaron hacia la entrada de la cripta. Lumpi también estaba entre ellos, a pesar de que Anton le había rogado en un susurro que no lo dejara ahora en la estacada. Pero con la inesperada aparición del conde Drácula ya ninguno de los vampiros parecía ser dueños de sus actos; ni siquiera Anna. También ella estaba con el conde Drácula, al que ahora saludaban con gritos de entusiasmo:
— ¡No! ¡Vaya sorpresa!... — ¡Que alegría tan infernal!... — ¡Bienvenido entre nosotros, estimadísimo maestro!... — ¡Nos sentimos tan honrados con su visita!... De repente se interrumpió la música y la tía abuela Brunhilde corrió hacia el conde Drácula con las siguientes palabras. —Pero, ¿es posible? ¡Si es nuestro admiradísimo ascendiente!
El que no quiere oír…
— ¡Brunhilde! ¡La música! —le reprendió tía Dorothee con tono severo. — ¿Qué dices? —preguntó la tía abuela Brunhilde sacando una trompetilla de oro con piedras preciosas. — ¡Que vuelvas a tu clavicordio! —gritó tía Dorothee—. ¡Queremos bailar! — ¿Cómo dices? —pregunto la tía abuela Brunhilde. — ¡Que el conde Drácula y yo queremos bailar! —aulló tía Dorothee directamente en la trompetilla. —Ah…, bailar… Al parecer esta vez tía abuela Brunhilde sí había entendido algo. Asintió con la cabeza y sonrió. Luego le hizo una reverencia al conde Drácula y susurró: — ¿Me concede este baile, estimadísimo maestro? — ¡Tú no! —gruñó tía Dorothee, y con el finísimo tacón de su zapato le pegó un pisotón a la tía abuela Brunhilde, cuyo pie sólo iba protegido por un zapato de seda. — ¡Ay! —aulló la tía abuela Brunhilde—. ¡Mis juanetes! ¡Mis callos! —El que no quiere oír tiene que sentir —replicó impasible tía Dorothee. Luego con voz dulce, dijo—: ¡Me haría inmensamente feliz, apreciadísimo señor von Drácula, si me concediera usted un baile! El conde Drácula echó hacia delante su ancho y grueso labio inferior y dijo con voz gangosa: —Más tarde. A Anton, que le observaba furtivamente, le pareció que la pálida cara del conde irradiaba antipatía y resultaba incluso repulsiva…, a pesar de que Drácula, con sus ojos verdes, sus largas y sedosas pestañas y sus negros rizos hasta los hombros, en realidad no estaba nada mal. ¿Se debía quizás a su anguloso mentón que le daba un aspecto feroz? ¿O eran sus ojos saltones, que parecían penetrantes y fríos a un tiempo? Entonces el conde Drácula dirigió su mirada a Anton. El corazón de Anton empezó a palpitar enloquecido. De repente tuvo la sensación de que Drácula había descubierto su engaño.
—Oye, pero ¿a quién tenemos aquí? —dijo el conde Drácula avanzando un paso hacia Anton. —Soy An…, Antonia —balbució Anton.
— ¡Una jovencita extraordinariamente apetitosa! —opinó Drácula—. ¿Y de dónde eres tú? —De… Alemania. —Vaya, vaya, de Alemania. El conde Drácula sonrió y Anton vio sus dientes de vampiro: los colmillos más largos y más afilados que había visto en toda su vida. Casi se le nubla la vista. —Ya, ya —observó el conde Drácula, al que parecía no escapársele nada —. Aun eres un poco impresionable, pero eso se corrige con las décadas. —Nosotros no hemos invitado a esta persona, créanos, estimado señor von Drácula —aseguró la tía Dorothee—. ¡Lumpi nos la ha pegado! — ¿Pegado? —repitió el conde Drácula—. Eso suena como si se tratara de un virus de la gripe…, ¡un vampirus de la gripe! Soltó una sonora carcajada y todos los vampiros rieron alegremente la gracia. —En ese caso, nuestra dulce jovencita necesita una pequeña vacunación preventiva. Sonriendo diabólicamente Drácula extendió hacia Anton sus anchas manos de uñas como garras y…, y entonces una voz aguda exclamó desde la escalera: — ¿Es verdad lo que estoy viendo? ¿Tenemos visita? — ¡Una visita maravillosa, queridísima Sabine! —dijo con voz de pito tía Dorothee—. ¡Es nuestro conde Drácula! —El conde Drácula… —exclamó extasiada Sabine la Horrible, abriéndose paso con su bastón entre el grupo de vampiros—. ¡Me conmueve tanto que nos honre con su estimadísima presencia! Anton, que se había creído que ya tenía un pie en el ataúd, retrocedió unos pasos temblando. — ¿Es usted, conde Drácula? —exclamó entonces Wilhelm el Tétrico, que estaba todavía en las escaleras—. ¡Qué alegría! —Alegría la que yo siento —contestó el conde Drácula, que no parecía estar alegre, sino más bien enfadado por la interrupción. — ¡Qué buen aspecto tiene! —exclamó Sabine la Horrible, que le había cogido la mano—. Qué sano y qué fresco… —Gracias —gruño el conde Drácula—. Tú tampoco has envejecido. —Me halaga usted —dijo con voz cantarina Sabine la Horrible. —Todo lo contrario —repuso el conde Drácula mirando de reojo a Anton con deseo. — ¡Entonces podemos empezar ahora mismo la ceremonia! —dijo Sabine la Horrible.
El conde Drácula frunció sus negras cejas y preguntó: — ¿Qué ceremonia? —Nuestra crónica de la familia von Schlotterstein dice que a la mujer vampiro de mayor edad le corresponde siempre el primer baile con nuestro querido ascendiente y señor, el conde Drácula. ¡Y por eso le ruego, venerabilísimo conde, que me conceda este primer baile! — ¿Eso pone en vuestra cronica? —preguntó el conde Drácula, que no parecía nada entusiasmado. — ¡Sí! —confirmó Sabine la Horrible, atusándose con una risita sus blancos ricitos. — ¡Yuju! ¡Yo soy la segunda más vieja! —exclamó Hildegard la Sedienta—. A mí me corresponde el segundo baile con usted, señor von Drácula. — ¡Y a mí el tercero! —proclamó tía Dorothee. Tía Dorothee agarró la trompetilla de la tía abuela Brunhilde, se la pego al oído y aulló: — ¡Música Brunhilde! — ¡No tienes por qué gritarme de ese manera! —replicó muy digna la tía abuela Brunhilde—. Te oigo muy bien. Con cara de ofendida volvió cojeando a su clavicordio. — ¡Brunhilde oye realmente muy bien! —le dijo tía Dorothee en voz baja a Hildegard la Sedienta—. Tan bien que no se ha enterado que el primer baile con el conde Drácula le correspondería a ella. ¡Al fin y al cabo es diez años mayor que Sabine! ¡Ji, ji, ji! Hildegard la Sedienta asintió, riéndose del mal ajeno.
Yo no soy ningún héroe…
El conde Drácula y Sabine la Horrible habían pasado a la pista de baile. Los vampiros formaron un coro a su alrededor, y cuando la tía abuela Brunhilde empezó a tocar llevaron el ritmo con las palmas, incluso Anna y Lumpi. Todos parecían estar bajo el hechizo del conde Drácula. No, todos no… De repente alguien tocó a Anton por detrás y cuando se dio vuelta vio la cara del pequeño vampiro. — ¿Ttt…, tú? —tartamudeó. — ¡Sí! —contestó Rüdiger, que estaba más blanco que la leche y tenía gotas de sudor en la frente—. ¡No debes quedarte aquí ni un segundo más! Anton asintió con la cabeza. Estaba demasiado excitado para replicar. — ¡Venga, vamos! —susurró el pequeño vampiro. El conde Drácula acababa de ejecutar un brioso giro y por un momento se quedó con sus anchas espaldas y su cuello fuerte como el de un toro, vueltos hacia ellos. Se fueron a toda prisa a la salida de la cripta, subieron las escaleras y cruzaron el estrecho pasillo… hasta llegar al dormitorio de la tía abuela Brunhilde. — ¡Corre! —exclamó el pequeño vampiro señalándole la salida de emergencia, que estaba abierta. La pesada lapida se encontraba apoyada contra la pared; al parecer Rüdiger ya la había echado a un lado antes. — ¿Y tú, qué pasa? —preguntó angustiado Anton—. ¿No te vienes? El pequeño vampiro sacudió la cabeza sin decir nada. —Pero… —dijo Anton, que sintió cómo le invadía el pánico—. ¡Yo solo no voy a encontrar el camino de vuelta! — ¡Sí, ya verás como sí lo encuentras! —contestó el pequeño vampiro entregándole la vela encendida—. ¡Porque a partir de hoy tú ya no eres Anton Bohnsack, sino Anton el Héroe! —Oh, no —le contradijo con vehemencia Anton—. Yo no soy ningún héroe… —Sí que lo eres —contestó Rüdiger—. ¡Un ser humano que ha sido amigo de vampiros tanto tiempo como lo has sido tú es un verdadero héroe! — ¿Ha sido? —dijo Anton, que sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas—. ¿Quiere eso decir que ya no somos amigos?
— ¡Por supuesto que seguimos siendo amigos! —aseguró el pequeño vampiro—. Y precisamente por eso debes desaparecer de aquí inmediatamente. Mis parientes…, ¡ya están en la escalera! Anton volvió a inspirar profundamente. —Yo no soy Anton el Héroe —dijo con voz ronca—. Seré Anton el Amigo de los Vampiros…, ¡para siempre! Agachó la cabeza y empezó a trepar hacia la salida de emergencia. Cuando se dio la vuelta vio que el pequeño vampiro estaba colocando algo en el suelo. A continuación la pesada lápida se volvió a correr cerrando el agujero. Luego Anton llegó hasta la puerta que tenía una cerradura grande que parecía nueva. Cuando vio la llave que estaba en el suelo el corazón le dio un brinco de alegría y de alivio. Se agachó rápidamente y la recogió. Entonces volvieron a oírse tras él ruidos y golpetazos, seguidos por un grito de dolor.
— ¡Por todos los infiernos! ¡Mi pie! —gritó una voz—. ¿Quién de vosotros ha sido el condenado que ha puesto aquí este cepo? —He sido yo —contestó el pequeño vampiro. — ¿Has sido tú el estúpido? —tronó el conde Drácula. —De estúpido nada —repuso Rüdiger—. En la salida de emergencia tenemos ratas.
— ¡Rüdiger! —le reprendió tía Dorothee—. ¿Cómo has podido causarnos este oprobio? Nuestro amado señor von Drácula… ¡Se ha herido su noble pie por tu culpa! —Pero es que yo no sabía que el conde Drácula… —se defendió el pequeño vampiro. Anton ya no oyó lo que dijo. Con dedos temblorosos hizo girar la llave en la cerradura y abrió la puerta. Luego caminó entre los trastos hacia la escalera del sótano.
Fue como una liberación cuando, ya fuera, el viento nocturno le impulsó y se lo llevó de allí… ¡Lejos del conde Drácula, lejos de Cripta Negra! Con sus últimas fuerzas Anton alcanzó el hotel. En su habitación fue aun capaz de acostarse en la cama antes de que le venciera el sueño.
El beso de despedida
—Déjame —gimió Anton, que estaba soñando que se hallaba en el ataúd de Rüdiger—. Estoy muy cansado… No, no quiero levantarme. Tengo que descansar… El pequeño vampiro siguió sacudiéndole y gritándole algo que Anton no entendía. Haciendo un gran esfuerzo abrió los ojos… y pegó un grito: ¡junto a su cama de la habitación del hotel había tres oscuras figuras con blancos rostros! —Estás más dormido que un muerto —opinó con una risita el pequeño vampiro. Anton se incorporó. — ¿Puedo…, puedo encender la luz? —Claro —dijo campechano Lumpi—. ¿No conoces el viejo refrán vampiresco que dice: «Para bien cuchichear, a oscuras tienes que estar. Pero para el beso de despedida, ten la lámpara encendida»? Anton se estremeció. — ¿Beso de despedida? No me iréis a…, ¿no? —No, no —le tranquilizó el pequeño vampiro—. Para eso, sería ya demasiado tarde. Es imposible que el conde necesite más de tres aprendices. — ¿Aprendices? —preguntó Anton encendiendo la lámpara de la mesilla de noche. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz vio que los tres vampiros llevaban otra vez sus viejas y apolilladas ropas.
— ¡Efectivamente! —confirmó Lumpi. Carraspeó y luego anunció—: Vamos a recorrer el mundo con el conde Drácula. —Desde esta misma noche —añadió el pequeño vampiro. — ¡Nnn…, no! —balbució Anton. —Sí —dijo Anna—. ¿No es maravilloso? — ¿Maravilloso? — ¡Y todo simplemente porque Rüdiger colocó el cepo para ratas en la salida de emergencia! —dijo Anna soltando una carcajada—. ¡El conde Drácula ha dicho que un joven vampiro que necesita un cepo para cazar ratas está tan mimado que ya lo único que le puede salvar es seguir un curso de aprendizaje dirigido por la máxima autoridad de todos los vampiros! —Pero Drácula también ha dicho algunas cosas más… —le recordó el vampiro. —Ah, ¿sí? —dijo Anna fingiendo no tener ni la más remota idea. — ¡Sí! También ha hablado de jóvenes vampiros que beben leche a los que no les vendría mal un período de aprendizaje con él. Anna se estiró y dijo: — ¡Desde que estamos en Transilvania no he bebido ni una sola gota de leche!
—Pero llevamos aquí muy poco tiempo, ¿no es cierto? —repuso el pequeño vampiro. — ¡Lo suficiente! —respondió muy segura de sí misma. —Y a mí el conde Drácula me va a dar clases de caballerosidad —informó con una risita Lumpi—. Opina que en nuestra fiesta de reunificación dejé desatendida a Antonia, mi novia-vampiro… Y que sólo por eso ella se largó tan precipitadamente… ¡antes que él, el conde Drácula, tuviera ocasión de conocerla mejor! Bueno, ¿qué dices tú a eso? —dijo dirigiéndose a Anton. — ¿Yo? —se sobresaltó Anton. Estaba demasiado desconcertado para decir nada. —En mi opinión debemos seguir el aprendizaje con el conde Drácula también por otro motivo… —observó con mucho misterio el pequeño vampiro. — ¿Por cuál? —preguntó Anna. Rüdiger se río irónicamente y dijo: — ¡Al fin y al cabo, alguna vez necesitará un digno sucesor! — ¡Es cierto! —exclamó Lumpi. —O a una sucesora —replicó Anna. Anton tragó saliva y preguntó: — ¿Y de verdad que os vais… a recorrer el mundo con el conde Drácula? ¿Y esta misma noche además? Los tres vampiros asintieron orgullosos con la cabeza. — ¡Es un gran honor para nuestra estirpe de los von Schlotterstein! — declaró el pequeño vampiro. —Pero… —dijo Anton buscando con desesperación las palabras más adecuadas—. ¡A un amigo no se le deja así tirado! — ¿Quieres venirte con nosotros? —preguntó el pequeño vampiro gratamente sorprendido. Y Anna opinó: — ¡Podríamos hablar otra vez con el conde Drácula! —No —dijo Anton moviendo la cabeza—. Yo no quiero acompañaros. De ninguna manera. Lo que quiero es que todo siga como hasta ahora. Inspiró profundamente y añadió—: ¡Entra otras cosas, que sigáis siendo mis amigos! —En eso tampoco va a cambiar nada —contestó Anna—. ¡Los amigos de verdad nunca se pierden! ¡Se llevan siempre… en el corazón! Se acercó a la cama y le dio un beso a Anton en la mejilla. No fue más que un roce, pero Anton sintió cómo la sangre le golpeaba la cara.
—Ahora tenemos que partir —tomó entonces la palabra Lumpi—. ¡El conde Drácula nos está esperando! —dijo caminando hacia la ventana con paso elástico—. Que te vaya bien, Anton, digo… ¡Antonia! —añadió soltando una carcajada. Anna había seguido a Lumpi y ahora levantó la mano y le dijo adiós a Anton. —No me olvides… —le rogó. — ¡Y tú a mí tampoco! —dijo él…, pero Anna ya estaba volando con Lumpi por el cielo nocturno. El pequeño vampiro, con una sonrisa amistosa, invitó a Anton a volver a la cama. —Sigue durmiendo —le dijo—. Así mañana pensarás que todo ha sido un sueño. —No, no ha sido ningún sueño —le contradijo Anton—. ¡No es ningún sueño! El pequeño vampiro sonrió. Con la vista fija en Anton avanzó lentamente hacia la ventana. Anton quiso ir detrás de él, pero estaba como paralizado. —Cuídate, Anton —dijo el pequeño vampiro con ternura. — ¡Cui…, cuídate tú también, Rüdiger! —contestó Anton temblándole la voz—. La capa… —se acordó de repente. —Puedes quedarte con ella —dijo el pequeño vampiro extendiendo los brazos—. Si no, ¿qué sería de Anton el Amigo de los Vampiros sin una capa de vampiro? Y con una sonrisa salió volando. Sólo entonces fue capaz Anton de saltar de la cama. Se dirigió hasta la ventana y gritó: — ¡No! Hay que decir otra cosa: ¿qué sería de Anton el Amigo de los Vampiros sin el pequeño vampiro? Pero Rúdiger ya no respondió, y lo último que vio Anton fueron tres oscuras figuras alejándose rápidamente bajo la plateada luz de la luna.
¡Eso no se acaba nunca!
— ¿Qué, Anton? —preguntó su padre cuando tres días después habían cruzado felizmente la frontera rumana y se encontraban de camino hacia Hajduszoboszlo, ya en Hungría—. ¿Tenía razón el señor Schwartenfeger o no? — ¿Razón? ¿En qué? —En su convicción de que con el viaje al país del conde Drácula te curarías de tu pasión por los vampiros. —Bueno… —dijo Anton en un tono misterioso—, con el tiempo salen los dientes… Su madre soltó un bufido de indignación. — ¿Quieres insinuar con eso que hemos tenido que soportar todas esas incomodidades, esos viajes agotadores, los primitivos cuartos de baño, la mala comida… y todo lo demás para nada? — ¿Cómo que para nada? —replicó Anton—. ¡Ha sido un viaje estupendo! —Sí, eso creo yo también —coincidió con él su padre—. Y aun en el caso de que Anton no se haya curado, ahora nosotros estamos mucho más unidos que antes —añadió volviéndose hacia Anton y guiñándole un ojo. —Exactamente —dijo Anton—. ¡Y si adelgazas un poco más te dejaré volar alguna vez con mi capa de vampiro! La madre de Anton suspiró profundamente. — ¿Es que no se va a acabar nunca eso de los vampiros?... — ¡No! —contestó Anton, y con una sonrisa burlona miró la lata con la tierra vampiresca que iba en la bolsa de viaje al lado del libro Drácula—. ¡Eso no se acaba nunca!
Notas *(1) :Unidad monetaria de Rumania, en plural. El singular es leu. *(2) :Joven ingles que, en la novela Drácula de Bram Stoker, viaja a Transilvania. *(3) :En rumano en el original: «¿Correo?». *(4) :En rumano en el original: «!No!». *(5) :Emperador Romano. *(6) :Especie de «crepes», dulces que suelen llevar por encima nata y chocolate líquido; son similares a las «filloas» gallegas. *(7) :En alemán en el original: «Lugar de paz». *(8) :En inglés en el original: «de primera clase».
ANGELA SOMMER-BODENBURG Nacida el 18 de Diciembre de 1948 en la localidad cercana a Hamburgo. Es una escritora alemana. Estudio Educación, Psicología y Sociología en la Universidad de Hamburgo. Ejerció de maestra durante doce años, dedicándose finalmente a sus dos pasiones, la pintura y la literatura. Ha escrito más de cuarenta libros entre poesía y novela. Su gran éxito han sido las novelas infantiles del Pequeño Vampiro, de las que ha vendido más de diez millones de ejemplares. Sus obran han sido adaptadas para el teatro, la radio, el cine y la televisión de medio mundo. En la actualidad vive en un rancho en California y se dedica exclusivamente a la literatura.
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