14-Píndaro

January 11, 2018 | Author: Franagraz | Category: Poetry, Religion And Belief, Philosophical Science, Science
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BIBLIOTECA DE RECURSOS ELECTRÓNICOS DE HUMANIDADES E-excellence – Liceus.com

PÍNDARO

ISBN: 84-96479-77-3

RAFAEL J. GALLÉ CEJUDO [email protected] Thesaurus: Píndaro, lírica coral, epinicios, Olímpicas, Píticas, Nemeas, Ístmicas, Baquílides, Simónides, Estesícoro,.

Artículos relacionados en Liceus: Baquílides (19), Íbico y Simónides (17), Alcmán y Estesícoro (16)

Esquema: 1. Introducción a la vida y obra poética conservada de Píndaro 1.1 Datos biográficos. 1.2. La obra pindárica. 2. Ideario poético y religiosidad en Píndaro. 2.1. Ideario. 2.2. La religiosidad pindárica. 3. Los Epinicios de Píndaro. 3.1. El epinicio en el contexto de los Grandes Juegos. 3.2. Estructura y unidad del epinicio pindárico. 3.2.1. Proemio. 3.2.2. Sección mítica. 3.2.3. Parte gnómica. 3.2.4. Vuelta al plano temporal del presente. 4. Obra fragmentaria. 5. Estilo, lengua, métrica y valoración estética. 6. Tabla cronológica de los Epinicios pindáricos. 7. Selección bibliográfica (en español)

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1. Introducción a la vida y obra poética conservada de Píndaro

1.1 Datos biográficos.

La fama alcanzada ya en vida por Píndaro hizo que muy pronto proliferara la actividad de filólogos y biógrafos sobre su figura, tratando de hacerse eco de ese prestigio. Por ello, como fuente documental para los datos biográficos del poeta contamos con numerosas noticias y escolios y con algunas Vidas (Ambrosiana, Metrica, Thomana, el artículo del Suda y una Vida de Eustacio). De entre los biógrafos más antiguos, hay noticias de que la vida de Píndaro fue objeto de estudio de Cameleonte o Istro, este último discípulo de Calímaco. Además, la actividad filológica sobre la obra de Píndaro continuó durante toda la época helenística y los períodos bizantino y medieval con una regularidad dispensada a pocos poetas de la Antigüedad. Toda esta información, sumada a los datos que se pueden deducir del contenido de la propia obra, permiten reconstruir a grandes rasgos algunos períodos de la vida del poeta. Sin embargo, el estudioso de este aspecto de la obra pindárica se enfrenta con dos grandes inconvenientes: la propia fama de Píndaro, que hizo que muy pronto proliferara también toda clase de información de tipo legendario y anecdótico, sobre cuya veracidad filólogos e historiadores de la literatura se han pronunciado, en ocasiones, con absoluta ligereza; y, por otra parte, la interpretación sesgada o a conveniencia de la propia obra, dando validez a fórmulas y expresiones literarias que podrían pertenecer al acervo genérico, manipulando acontecimientos de la vida del poeta para adaptarlos de manera forzada a otros modelos biográficos y, por último, no trazando convenientemente la línea divisoria entre los distintos planos del “yo poético”, lo que lleva a la confusión de manifestaciones y reflexiones estrictamente literarias con datos biográficos o históricos. Píndaro engrosa la lista de ilustres escritores surgidos en la “ruda y tosca” Beocia junto con Hesíodo, Corina o Mirtis. Nacido en Cinoscéfalas, pequeña aldea junto a Tebas, su acmé (época de madurez profesional) se hace coincidir con la invasión de Jerjes, lo que supone retrotraer la fecha de nacimiento ca. 520-518. Las noticias referidas a sus padres y hermanos son poco claras, pero aún más problemática es la interpretación de un discutido pasaje (P. 5.76) en el que “el poeta” se declara descendiente de los Egeidas. Podría ser éste un claro ejemplo de cómo a una fórmula poética o a una identificación entre lo que el poeta o el coro expresan se le puede dar validez biográfica. Ello está motivado por el deseo de buscar orígenes aristocráticos al poeta que, como se verá más adelante, defenderá como pocos esos valores y, de esta forma, emparentarlo con esta legendaria estirpe que la historia relaciona con la entrada

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de los dorios en territorio griego y con la fundación de Tera y Cirene. Ciertamente no están demostrados los orígenes aristocráticos de Píndaro aunque su ideario poético esté claramente polarizado hacia ese estamento. Píndaro nace en una época en la que los viejos regímenes oligárquicos, por más que aún detenten ciertas prebendas políticas y casi todas las culturales, lo cierto es que estaban dando paso ya a los nuevos gobiernos democráticos. Atenas, donde el poeta recibiría su formación básica, era un claro ejemplo de estos progresivos cambios políticos. Sostiene la Vita Ambrosiana que Píndaro fue iniciado en la técnica auletiké por un familiar no muy claramente identificado, pero que fue en Atenas, de la mano de Apolodoro y, sobre todo Agatocles, donde tendría su verdadera formación. La noticia de que también participara en esa formación Laso de Hermíone, a la sazón el gran creador del ditirambo y artista muy vinculado a la corte de Pisístrato, parece contar con menos garantías de ser cierta. En Atenas comienza su vínculo con los Alcmeónidas, única relación profesional destacable entre el poeta y la ciudad (P. 7). Bien por esa afinidad -profesional o por convicción- con el ideal aristocrático, bien por el expansionismo creciente de Atenas que colisionaba frontalmente con Tebas o Egina, lugares próximos cultural y sentimentalmente a Píndaro, lo cierto es que el poeta mantuvo una relación poco afín a la causa ateniense y que no cambiaría hasta muchos años después. En efecto, a la vuelta de su estancia en Sicilia, quizá hastiado por el poder asfixiante de Hierón, quizá convencido definitivamente de que Atenas, rechazando al persa, había hecho por occidente lo que los sicilianos rechazando al cartaginés, no duda ya en elogiar la hazaña de Salamina, celebrando la valentía de los eginetas (I. 5 y 8), rechazando los poderes tiránicos (P. 11.53) o dedicando a Atenas los más encendidos elogios en uno de sus ditirambos: Frgs. 76-77: ¡Oh, brillante, de violetas coronada, celebrada con cantos, pilar de la Hélade, afamada Atenas, divina ciudad! […] allí donde los hijos de los atenienses pusieron el brillante fundamento de la libertad… También Atenas correspondió adecuadamente al poeta concediéndole, entre otros honores, la proxenía (cfr. Isoc. 15.166; Aeschin. Ep. 4.2; Paus. 1.8.4). Tras una breve relación con Tesalia, donde al amparo de la familia de los Alévadas, compone su décima Pítica (a Hipócleas), y Macedonia (cfr. el encomio a Alejandro Fileleno en frgs. 120-121), el poeta se traslada a Sicilia para iniciar la que será la etapa de mayor florecimiento poético (casi una veintena de los epinicios conservados están dedicados a sicilianos). En Siracusa, en la corte de Hierón, y en Agrigento, con Terón, el poeta alcanzaría fama panhelénica. Y comienza también aquí la rivalidad, más que probablemente legendaria, con Simónides y Baquílides. En otro

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orden de cosas, la estancia de Píndaro en Sicilia coincidiendo con la invasión de Jerjes, apoyada por Tebas, ha sido interpretada como una “huida” del poeta deseoso de no tener que tomar una postura política que, en cualquier caso, sería comprometedora. Pero este razonamiento no sería más que una hipótesis que trataría de explicar ciertas dudas que ya suirgieran en el pasado. Asi, por ejemplo, Polibio (4.31) acusa al poeta de traición por el hiporquema en que Píndaro defiende a los oligarcas tebanos (cfr. frgs. 109-110). Sea como sea, la realidad es que el poeta no mostró, en principio, un excesivo entusiasmo ante la hazaña que supuso la expulsión del persa, teniendo en cuenta que para Simónides, por ejemplo, fue gran motivo de inspiración patriótica; y cierto es también que Tebas se puso del lado del invasor y que por ello fue duramente castigada. Es probable, por tanto, que Píndaro no quisiera verse mezclado con los acontecimientos (así se interpreta el encomio a la aurea mediocritas de P. 11), pero que tampoco los celebrara. Al poeta se le relaciona en sus últimos años con Cirene, colonia de Tera, de ascendencia doria, por tanto, y que aún continuaba bajo las riendas del oligarca Arcesilao IV (P. 4, 5 y 9). Por otra parte, la obra de Píndaro deja traslucir relaciones con prácticamente todas las regiones de

la Hélade: Argos, Egina,

Orcómenos, Opunte, Corinto, Rodas, Ténedos, Abdera, Naxos, Esparta e incluso Ceos, patria de sus “rivales poéticos” Simónides y Baquílides. Los últimos años de su vida y la muerte del poeta han quedado definitivamente en manos de la leyenda. De todo el anecdotario pindárico se podría destacar la longevidad que algunas fuentes le atribuyen y, sobre todo, la noticia que asegura que murió recostado plácidamente en las rodillas de su amado Teóxeno (cfr. Suda y Val. Max. 9.12, ext. 7), un don, como el de su poesía, tributo de la benignidad de los dioses. Sus versos grabados en oro en los templos de Atenea en Lindos (O. 7) y en Tebas constituyen sólo una prueba más de su fama en el mundo antiguo.

1.2. La obra pindárica.

La fama del poeta ya en vida, su inclusión en el canon y su calificación como el mejor de los nueve líricos (cfr. AP 9.184.1 “Píndaro, boca sagrada de las Musas”) hizo que desde muy pronto se realizara una labor antologizadora de su obra. Aun así es el poeta lírico mejor tratado por la tradición, ya que es el único de cuya obra poética se han conservado, y comentado ya en la Antigüedad y en el medievo, cuatro libros casi completos. Sabemos por los testimonios conservados que Aristófanes de Bizancio fue el encargado de la ordenación (que no la compilación) de los Epinicios pindáricos y que lo hizo siguiendo el canon aconsejado por Calímaco, es decir, por los juegos nacionales (Olímpicos, Délficos, Ístmicos y Nemeos), sistema que, sin embargo, no se siguió con la

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obra de Simónides o Baquílides. Dentro de cada libro el criterio clasificatorio parece más confuso, aunque todo apunta a una ordenación, salvo excepciones, por la importancia de la prueba. Los epinicios eran la parte final de una obra dividida en diecisiete libros, seis de los cuales estaban dedicados al culto (1 de himnos, 1 de peanes, 2 de ditirambos y 2 de prosodios), seis de carácter profano (1 de encomios, 1 de trenos y 4 de epinicios) y cinco de clasificación más imprecisa (3 de partenios y 2 de hiporquemas), pero, en definitiva, el conjunto responde la división antigua de la meliké poíesis, en poemas “a la divinidad” y “a los hombres”, seguidos de un grupo que podríamos definir como “mixto”. En los propios epinicios hay problemas de clasificación, ya que, aparte de los de dudosa adscripición al poeta como, por ejemplo, la Olímpica 5 o las Nemeas 9, 10 y 11, hay otros que difícilmente pueden ser considerados epinicios, por ejemplo, las citadas Nemeas 10 y 11, la Olímpica 12 o la Pítica 3 y otros que no corresponden a los juegos a los que se adscriben, por ejemplo, Pítica 2 (no se menciona el lugar) o Ístmica 3 (es más bien una Nemea). Por otra parte, fue precisamente la indefinición genérica de las Nemeas 9 a 11 lo que hizo pensar que la ordenación de las Nemeas e Ístmicas fuera en principio inversa, ya que además de responder mejor a la menor importancia de los juegos Nemeos, el hecho de que figuraran éstos los últimos podría haber provocado que se le fueran adhiriendo otras composicones que nada tienen que ver con las Nemeas. Posteriormente, una reordenación equívoca de los rollos hizo que las Nemeas antecedieran a las Píticas y así ha sido legado por la tradición manuscrita. Con el resto de la obra pindárica, en cambio, la tradición ha sido mucho menos benévola. Los papiros han rescatado algunas tiradas grandes de los peanes, pero del resto de la colección lo que se nos ha transmitido es muy limitado. Con todo, esos fragmentos dejan entrever “otro Píndaro” por momentos exquisito, locuaz y con ciertos detalles llenos de sentido del humor. Recuérdese que la etapa de creación de Píndaro abarca más de cincuenta años (498 la P. 10 al 446 la P. 8) y, aunque los cambios son mínimos, se puede adivinar cierta evolución. Por último, Eustacio transmite en su Vida de Píndaro (CVII 20) que se antologizaron y consevaron sólo los Epinicios porque “eran más humanos, menos mitológicos y no tan obscuros como los otros poemas”. Sin duda esta afirmación no contemplaba la exquisita sencillez de algunos partenios o encomios, ni la complejidad ideológica de algunos epinicios que incluyen arcanos motivos órficos y pitagóricos (O. 2).

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2. Ideario poético y religiosidad en Píndaro.

2.1. Ideario.

La obra de Píndaro deja entrever una clara inclinación del poeta hacia un ideal de vida que, ciertamente, en los momentos iniciales no comulgaba con los nuevos movimientos políticos y sociales de la Grecia de finales del s. VI principios del V. El poeta se decantó desde sus primeros pasos poéticos por un ideal de tipo oligárquico en el que prevalecían los valores de tipo innato o heredados (la phuá). La primacía política debía estar regida por el pilar básico de la aretá, entendida ésta como un valor innato en poder de una clase que detente el poder por su noble alcurnia, por la gloria de sus antepasados, por la riqueza y por una preeminencia física, todo ello corroborado por las victorias agonísticas. El poeta se desenvuelve en estos ideales aristocráticos, pero, consciente de su anacronismo, trata de actualizarlos y moralizarlos (P. 11). Píndaro, salvo excepciones (P. 4), no se implica con la realidad política, desde luego que no con los nuevos movimientos democráticos, pero tampoco con el gobierno de los tiranos, ni con la causa tebana, ni con la ateniense. El propósito de la oda se traduce, no obstante, en una reflexión sobre las circunstancias vitales y las fuerzas que determinan el devenir de los acontecimientos. Es por ello que la oda pindárica trasciende la mera función encomiástica y se proyecta hacia una nueva dimensión en la que priman los valores de la vida. El arte es, por tanto, un ejercicio al servicio de esos valores y, fundamentalmente, al valor humano. La aretá supone, en efecto, el impulso innato que experimenta una determinada clase hacia la perfección y que sólo ella tiene la fuerza necesaria para conseguirlo. No es la aretá una mera virtud agonística, técnica o competitiva, sino que se le presumen de forma natural los ideales de nobleza, justicia, equidad y prudencia, que conducen, como hacia un fin natural, a la victoria. El éxito implica, por tanto, la corroboración pública y natural de los más altos ideales que delinean el carácter y el físico: la prestancia y energía naturales, la hermosura, pero también la disciplina, la educación y la generosidad. Ahora bien, ese éxito sólo adquiere plena significación cuando encuentra de la mano del arte del poeta su ubicación entre los paradigmas universales (así en P. 3.114-5 o N. 7.10-16). Y es el poeta también quien, mediante un sofisticado juego de contrastes y confrontación entre los distintos planos temporales y entre realidades contrapuestas, puede llegar a revelar esos modelos en los que verse reflejados. La oda pindárica gira sobre un eje fundamental, el elogio, que se balancea entre dos polos: el elogio del vencedor y el elogio del arte del propio poeta. Y esa relación es absolutamente indisoluble, no sólo por lo simbiótica, sino también porque se

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fundamenta en que ambos, vencedor y poeta, comparten el mismo ideario. El elogio del vencedor se hace siguiendo un “programa” en el que se incluyen las alabanzas del personaje en cuestión, de sus victorias anteriores en otros certámenes, de su linaje, de su patria, de su formación técnica, de los juegos en que ha tenido lugar la prueba, del entrenador, etc. La función del poeta es perpetuar esos méritos que han conducido hacia la victoria y para ello necesita la bendición de la divinidad. Estos valores, así como los otros inherentes a la propia victoria, no cobran sentido si no tienen un reconocimiento público lo más inmediatamente posible y con la mayor expansión que se pueda, esto es, haciendo llegar la noticia de la victoria a todos los rincones de la Hélade (cfr., en este sentido, la hermosa príamel que encabeza el proemio de N. 5). Pero también debía ser lo más duradera posible, una “adquisición para siempre”, lo que significa que la ocasión para la ejecución no tenía por qué ser sólo la victoria. La ciudad compraba la composición, la archivaba y se volvía a interpretar en las grandes ocasiones, e incluso podía encargar una segunda oda. El poeta, portavoz oficial de la hazaña y conciencia pública de la comunidad, debía lograr que esos valores mantuvieran su vigencia y de ahí la necesidad de colmar también de elogios el arte del poeta. El poeta es consciente de que su arte es un arma de doble filo, ya que se puede mostrar veraz, pero también puede oscurecer la realidad. Ahora bien, el poeta se sustrae a esa tentación y utiliza su arte para lo veraz y no para la ganancia (kérdos; cfr. la denuncia de las motivaciones monetarias de los nuevos poetas en el proemio de I. 2). El poeta es sabio, es decir, tiene un conocimiento tan sólido y profundo de los hechos que le permite desenvolverse en tres planos temporales distintos, puede relacionar el presente con el pasado, pero también con la sabiduría general intemporal. Al mismo tiempo es consciente de que esos valores están insertos en un entramado interrelacionador, lo que le permite experimentar con las conclusiones extraídas por asimilación o contraste del acercamiento de lo similar o de la aproximación de contrarios. El poeta coral es un poeta inspirado por la divinidad, pero no se limita a reproducir, al modo épico, lo que la divinidad le insufla (aunque lo utilice como recurso poético, por ejemplo, en N. 3.1), sino que necesita un conocimiento profundo de una técnica, unos recursos y unas dotes naturales. Su fin primero es el estético. Por ello una de las cualidades más sofisticadas del poeta es la administración del sentido del kairós que, como bien lo definiera Fränkel, es “la norma del acierto en la elección y restricción prudente, el sentido de lo adecuado a las circunstancias, el tacto y la discreción que tienen como resultado la perfección en cualquier campo” (cfr. O. 13.47-48 o P. 9.78-9). Siendo esto así, resulta lógica esa simbiosis, a la que antes se hacía referencia, entre el vencedor y el poeta. Ni el triunfo del vencedor tiene sentido si no cuenta con el

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reconocimiento que sólo el poeta le puede otorgar, ni el arte del poeta adquiere significación plena si no es para transmitir esos valores. Ambos, vencedor y poeta, comparten ideario. En efecto, comparten una huperphuá, una excelencia, natural, innata o heredada, pero que tiene que ser cultivada mediante el entrenamiento y ser perfeccionada y pulida mediante la técnica y los recursos adecuados. Por otra parte, ambos están obligados por naturaleza a huir de la mediocridad de aquello que no supone un riesgo, por lo que, dotados de la naturaleza y formación debidas, están abocados siempre al éxito y no al fracaso. La victoria confirmará la nobleza natural y la del linaje, y llenará de gloria a la familia y la patria. Igualmente, vencedor y poeta, comparten ideal aristocrático. Se trataría de la versión arcaica, anacrónica por tanto, de una moral de tipo agonal, donde lo único que da sentido a esa naturaleza superior es el triunfo. Ese éxito se traduce posteriormente en gloria y prestigio en todos los sentidos, en lo político, lo social y, por supuesto, en lo económico, pero, en una especie de círculo vicioso, el prestigio y la riqueza sólo tienen razón de ser si se invierten en arte, en arte que perpetúe la gloria de la patria y de la estirpe y que, en definitiva, le dé sentido, haciéndola más grata, a la existencia.

2.2. La religiosidad pindárica.

Píndaro es un poeta imbuido de una profunda religiosidad que abarca todas sus manifestaciones artísticas y que, mediante una estudiada magnificencia expresiva, confiere a la obra una dimensión teológica y ética pocas veces alcanzada en la literatura griega antigua de tema no teológico. Ahora bien, la religiosidad en la obra pindárica alcanza plena significación desde el momento en que no se puede deslindar su ejecución del culto. Así, se ha hecho notar cómo, por ejemplo, las primeras composiciones de Píndaro, al menos la de los primeros diez años, son Píticas, lo que, de alguna manera, sería prueba del fuerte influjo que la religiosidad y el culto délfico habrían ejercido sobre el poeta. Píndaro es, en efecto, un poeta religioso, sabedor de que el orden humano, y físico en general, está sometido a una serie de poderes superiores y de que la línea divisoria entre uno y otro ámbito, el humano y el divino, está nítidamente trazada. La nobleza y el éxito, para el vencedor y el poeta, no pueden tener lugar si no es mediante la benigna intervención divina y, aunque el hombre con sus actos meritorios pueda acercarse a la divinidad, nunca se van a mezclar los dos planos. Por otra parte, se ha defendido, y no sin razón, que Píndaro profesa una fe tradicional, no especulativa, sino receptiva y adaptable. El poeta guarda una distancia prudente y respetuosa con la divinidad, sin cuestionarse a la manera de un crítico o un teólogo la naturaleza de los dioses. El poeta no penetra en profundidades teológicas, sino que se

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limita a presentar unos dioses llenos de dignidad y solemnidad, guardianes del orden y la justicia, de moral irreprochable y que, siempre observantes de los acontecimientos humanos, intervienen con sus actos en el devenir de los hombres. El poeta se desmarca así de la religiosidad homérica, llegando incluso a depurar la tradición, bien silenciando lo reprobable (mediante los llamados “silencios subrayados”), bien alterando la tradición a conveniencia. Mucho más discutible es, sin embargo, la posible relación de Píndaro con religiones de tipo mistérico, órfico concretamente, que se ha querido deducir a partir de ciertos pasajes en los que el poeta parece dar validez a dogmas como los de la vida más allá de la muerte o el de la transmigración de las almas, aunque, como ha sido refutado, y quizá no sin razón, en esos versos el poeta podría estar reflejando las inclinaciones o creencias de sus mecenas de la Magna Grecia o del ámbito siciliano (cfr. O. 2.81-86). Capítulo aparte merece, sin duda, en la “religiosidad” pindárica los que han sido dados en llamar los “Poderes” de Píndaro. En efecto, como complemento a los distintos moradores del panteón, el poeta trata de interpretar la existencia humana a partir del juego de fuerzas que ejercen los Poderes que en ella intervienen. Este recurso, que quizá deba ser entendido mejor en el ámbito exclusivamente mitológico y literario, no responde a otra cosa que a la mitologización, es decir, al proceso por el cual se produce la adquisición de la singularidad que convierte a nombres comunes y abstractos en nombres propios que personifican los actantes del mito. Estos Poderes se interpretan como realidades de validez intemporal, esto es, como seres intermedios entre la divinidad y los hombres, revestidos de religiosidad, que intervienen y permiten interpretar la existencia humana. Ahora bien, no faltan pasajes en los que este tipo de reflexión podría resultar excesiva al intentar definirse como una fuerza vital lo que no es otra cosa que una mera creación artística, un ente de ficción literaria, una abstracción reconocida por la tradición y dotada de unos efectos estilísticos claramente tipificados en el acervo literario griego antiguo. Así, no van a faltar en las odas pindáricas Encanto (O. 1 y 14, N. 10), Tiempo (O. 2 y 10, frg. 33), Hado (O. 2, frg. 39), Fortuna (O. 12, frgs. 38 y 40), Persuasión (P. 4 y 9), Tierra (P. 9), etc., pero mucho más interesante, es, por lo menos común, la presencia de Hora (O. 4 y 13, N. 8, frg. 30); Calma (O. 4, P. 8), como hija de Justicia; Temis y sus hijas Concordia y Justicia, y la amiga de la infancia Paz (O. 9 y 13), Verdad y Rectitud (O. 10; frg. 205), Insolencia y Demasía (O. 13), Excusa (P. 5), Victoria (N. 5), Alalá (= Grito de guerra, frg. 78) o la Divina (I. 5) como culmen de todos esos Poderes.

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3. Los Epinicios de Píndaro.

3.1. El epinicio en el contexto de los Grandes Juegos.

Al igual que en las grandes fiestas religiosas la representaciones dramáticas eran uno de los aspectos más atractivos para el pueblo, en los Grandes Juegos las pruebas deportivas eran, qué duda cabe, la parte más popular de una actividad de hondas referencias culturales. Y es en ese contexto litúrgico y agonal en el que hay que entender el desarrollo de todas las manifestaciones poéticas de la lírica coral, no sólo los epinicios, sino también peanes, himnos, etc. Por otra parte, la victoria, como ya se ha señalado, no constituía exactamente un triunfo personal (que también lo era; en Atenas, por ejemplo, se le reservaba al vencedor el máximo honor público, el pritaneo), sino más bien un mérito colectivo compartido por toda la comunidad y acompañado de unas prebendas económicas, pero sobre todo políticas y sociales. Los juegos tenían lugar en prácticamente todo el territorio heleno, en regiones o ciudades vinculadas al culto a un héroe local - al que por etiología popular o culta se atribuía la instauración de los juegos- y bajo el patronazgo de alguna divinidad. Competidores, filósofos y toda clase de poetas acudían a la llamada de cualquiera de estas celebraciones, pero las más importantes eran, sin duda, aquellas que tenían carácter panhelénico: las de Olimpia en la Élide, las de Delfos en la Fócide, las del Istmo de Corinto y las de Nemea en la región de la Argólide. Los Juegos Olímpicos son los más antiguos y su instauración mítica en honor de Enómao se atribuye a Pélope, aunque posteriormente fueran renovados por Heracles. Pero la verdadera institucionalización la adquieren cuando se declara la ekecheiría, o tregua religiosa que garantizaba la inviolabilidad de personas y enseres durante el traslado a Olimpia y durante el tiempo que duraba la celebración de los juegos (hieromenía), y cuando se producía el nombramiento de los hellanodikai o magistrados civiles y religiosos que habrían de velar por la correcta celebración de los agones y por el mantenimiento de la tregua, imponiendo fuertes multas a los contraventores de la norma. Los Juegos Olímpicos se celebraban en honor de Zeus Olímpico y tienen su origen en el 776 a.C. Tenían lugar cada cuatro años, en el mes de agosto coincidiendo con el plenilunio. El premio simbólico que recibía el vencedor era una corona de olivo. La celebración se interrumpió definitivamente a finales del s. IV d.C. (393) con el decreto de Teodosio que prohibía todas las manifestaciones paganas. La importancia y regularidad de los Juegos Olímpicos fueron tales que durante muchos siglos el período olímpico se utilizó como referencia para el cómputo cronológico.

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En Delfos, en honor de Apolo Pitio, se celebraban los Juegos Píticos. El aition mitológico que explica su origen es el episodio en el que Apolo da muerte a la serpiente Pitón. Se celebraban, al igual que los Olímpicos, cada cuatro años y coincidían también con el plenilunio del mes de agosto, regularmente dos años después de aquéllos. Su carácter panhelénico se sitúa ca. 582 a.C. El premio que recibía el ganador era una corona de laurel. En torno a la misma fecha (582 a.C.) habría que situar la condición panhelénica de los Juegos Ístmicos. Éstos tenían como divinidad protectora a Posidón y su etiología fundacional se remonta a Sísifo quien, tras rescatar del mar y enterrar al malhadado Melicertes (cfr. frgs. 6-5), instituyó unos juegos en su honor. Los Juegos Ístmicos eran bienales y tenían lugar en abril un año después de los Nemeos y cuatro meses antes de cada Olimpiada o Pítica. El vencedor recibía una rama de apio seco. En Nemea, por último, tenían lugar también cada dos años, pero en julio, los Juegos Nemeos en honor de Zeus Nemeo. Como en los otros juegos, las tradiciones mitológicas con las que se pretendía elaborar una etiología fundacional se entrecruzaban. En el caso de los Juegos Nemeos su fundación legendaria se atribuía a Heracles, cuando mató al león, o bien a Adrasto cuando, camino de Tebas para restituir en su legítimo trono a su yerno Polinices, protagonizó el desdichado episodio del niño Arquémoro. El carácter panhelénico, sin embargo, comienza en el 473 a.C. El premio del vencedor era una rama de apio fresco. De esta forma, un período olímpico, por ejemplo el de la Olimpiada 73 (488 a.C.) tendría la siguiente concatenación de acontecimientos: Olimpiada 73 (agosto de 488 a.C.), Nemea 44 (julio de 487 a.C.), Ístmica 48 (abril de 486 a.C.), Pítica 25 (agosto de 486 a.C), Nemea 45 (julio de 485 a.C.), Ístmica 48 (abril de 484 a.C.) y la siguiente Olimpiada 74 (agosto de 484 a.C.). El más alto galardón, conseguido por muy pocos competidores, lo recibía aquel que conseguía alzarse con la victoria en los cuatro Grandes Juegos en un mismo período olímpico. Éste recibía el nombre de periodonikas (así los destinatarios de O. 7 y 9). Por último, los agones que, en determinadas pruebas, tenían categorías infantil, juvenil y de adultos eran fundamentalmente los ecuestres (carreras de caballos o en carro de caballos o mulas) y los atléticos, que incluían distintas modalidades de carrera (simple, larga, doble, con armadura), la lucha (pugilato, pancracio) y el pentatlón. Había además certámenes musicales con la cítara, la flauta, la flauta solista o con la participación del coro (así P. 12 está compuesta por el triunfo de un flautista).

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3.2. Estructura y unidad del epinicio pindárico.

El epinicio es una composición lírica coral, es decir, cantada y bailada por un coro con acompañamiento musical de la flauta o la cítara y con la finalidad de celebrar el triunfo del ganador en una modalidad deportiva o musical. Su ejecución al amparo de determinadas festividades y juegos de tipo cultual confiere a la composición un carácter religioso indisoluble de lo puramente encomiástico. Poco sabemos de los orígenes de este tipo de composición, pero dada la perfección de los escasos restos conservados es bastante presumible que su naturaleza formal y de contenido estuviera muy pronto definida. Cierto es, en cambio, que tras Píndaro y Baquílides el epinicio agota su existencia en favor de otros géneros como el ditirambo o las formas dramáticas. Ahora bien, en un estudio del epinicio pindárico es obligado detenerse, aunque sólo sea fugazmente, en uno de los problemas que más ríos de tinta han hecho correr a lo largo de la historia de la literatura griega: el problema de la unidad. La cuestión surge a partir de la consideración de la oda pindárica como representante de un arte que, sin atrevernos a calificar de enigmático, es indudablemente exigente y alusivo. La riqueza y complejidad formal y de contenido, sobre todo en lo que implica a la forma en que se estructura la oda, de una parte, y, de otra, la flebilidad, brusquedad y arbitrariedad que para gran parte de la crítica se produce en las transiciones entre las distintas partes de la oda provocaron que, ya desde el s. XIX surgieran una serie de corrientes exegéticas que trataron de dar solución a estos problemas. Estas escuelas o corrientes podrían clasificarse, fundamentalmente, en dos tipos. Por una parte, las que intentan simplificar la cuestión reduciéndola a la necesidad de identificar el “hilo conductor” o la “idea básica” sobre la que se articula la composición, esto es, las llamadas corrientes unitarias, opuestas a los defensores del antiunitarismo que analizaban la oda pindárica a la manera de un colage plagado de digresiones mitológicas. Por otra parte estarían las corrientes que tratan de explicar el problema de la unidad sirviéndose de razonamientos en los que se involucraban la forma y el contenido y otros componentes de tipo objetivo y subjetivo. Sin embargo, ya desde la primera mitad del s. XX, a este tipo de propuestas interpretativas se suman las que acometen el análisis desde distintos planos compositivos: el estilístico-formal, el histórico-objetivo y el personal-subjetivo. En cualquier caso, el error estriba en buscar la unidad del epinicio pindárico en la estructura sin considerar la naturaleza de la composición y su finalidad primera, así como de los recursos de tipo poético y formular conducentes a la configuración de las mismas. No se trata, exactamente, de encontrar un pensamiento unificador de la oda, sino de tener siempre presente el referente ideológico del poeta, el mundo de los valores pindáricos y la técnica composicional que se articula por medio de la asociación de ideas, asociación

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que puede ser de tipo opositivo y que da lugar a los distintos paralelismos, contrastes y cortes en la línea argumental mediante las llamadas “fórmulas de ruptura” tan propias del usus auctoris pindárico. Esto significa que no se puede concebir el desarrollo compositivo de la oda pindárica a través de una única consideración lineal y sintagmática, sin la participación de un segundo proceso asociativo de tipo “vertical”, paradigmático y metafórico de las distintas imágenes y símbolos que pueblan la oda. En definitiva, entendemos que mediante una consideración menos prejuiciosa y encorsetada de los mecanismos de composición pindáricos se puede confirmar que en el conjunto de la oda nada queda pendens y que, desde luego, se puede superar la sensación de “caleidoscopio” que se le ha querido imputar.

3.2.1. Proemio.

El proemio es, con diferencia, la parte más elaborada del epinicio pindárico desde el punto de vista pragmático (cfr., por ejemplo, el altisonante exordio de P. 10, que obliga al propio poeta a atemperarse en su vehemencia). El poeta se desenvuelve en el plano temporal del presente para dar inicio a su “programa”: el elogio del vencedor, de su patria, de su linaje, de la prueba o de los juegos, de los triunfos anteriores y, también, del arte del propio poeta, sin mostrar excesivo interés por la prueba en sí misma, quizás, como se ha sugerido, para evitar la “crónica caduca” de un evento que no aporta un significado tan esencial y eterno como, por ejemplo, el mito. Ahora bien, en lo que realmente destaca la elaboración del proemio es en la espectacularidad que produce la introducción ex abrupto mediante la invocación resonante, la sentencia gnómica, el símil o la metáfora. Se trata de un procedimiento estilístico meditado y orientado fundamentalmente a producir un importante impacto sensorial en el auditorio. Veamos algunos ejemplos. La invocación no siempre se hace, como cabría esperar, a los dioses olímpicos o a las divinidades tutelares de las artes. Mucho más efectista son, en cambio, los altisonantes apóstrofes a divinidades de índole menor e incluso objetos y conceptos rara vez invocados, como, por ejemplo, a los Himnos, soberanos de la lira (O. 1), a la Forminge (P. 1), a la Calma (P. 8), a las hijas de Cadmo (P. 11), a Ilitía (N. 7), a Hestia (N. 11) o a Divinidad -Theia-, la titánide madre del Sol (I. 5); las invocaciones a ciudades y regiones casi personificadas, como Olimpia (O. 8), Siracusa (P. 2), Atenas (P. 7), Lacedemonia y Tesalia (P. 10), Agrigento (P. 12), o efectivamente personificadas en las ninfas epónimas como Camarina, hija de Océano (O. 5), Ortigia (N. 1) o Teba (I. 1 y 7). Un ejemplo curioso del proemio asentado sobre un símil puede leerse en los primeros versos de O. 7, donde se compara la ejecución del epinicio con un brindis nupcial. Ejemplos de proemios elaborados sobre una sentencia pueden leerse, por

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ejemplo, en P. 5: “La riqueza es poderosa, siempre que un mortal, al que se la haya otorgado el destino, la porte fundida con una virtud pura como amable servidora”; o en N. 4: “El mejor médico de las fatigas probadas es el gozo”. Pero mucho más impresionante resulta el proemio cuando se emplea la metáfora para comparar la oda con una obra grandiosa de arquitectura o escultórica. El ejemplo más precioso en este sentido podrían ser los primeros versos de O. 6, donde, por otra parte, queda patente la filosofía del poeta en lo que a la elaboración del proemio se refiere: “Erigiremos columnas de oro para soportar un bien amurallado pórtico de una mansión, como si fuera un admirable palacio, y las dejaremos bien fijadas; pero una obra hay que empezarla poniéndole una resplandeciente fachada”. Véanse también los versos iniciales de P. 7, en los que se define a Atenas como “cimiento” de la oda o P. 6, donde se define la oda como un “tesoro” de himnos, comparándola con los tesoros o templetes donde las ciudades depositaban sus riquezas. Para lo relativo a esta interesante cuestión no podemos evitar remitir al trabajo del Prof. García López citado en el repertorio bibliográfico de estas mismas páginas.

3.2.2. Sección mítica.

La consideración del mito como aspecto fundamental y base del interés artístico de Píndaro en el epinicio es matizable, ya que no son pocos los epinicios que carecen de esta parte (O. 4, 5, 11, 12 y 14, P. 7, I. 2 y 3, y vagamente expreso en N. 6 e I. 7) y porque, como ya sostuviera Eustacio, era precisamente por ser menos míticos por lo que los antiguos antologizadores prefirieron salvar los epinicios en el conjunto de la obra pindárica. Ahora bien, cierto es que cuando un epinicio contiene un mito el poeta centra el interés poético de la composición en éste, no tanto en lo que a la forma se refiere, sino por lo que representa en el conjunto de la oda. Como ya se ha señalado, el mito en la oda pindárica (salvo casos excepcionales y muy discutidos como en P. 10) no tiene carácter digresivo o meramente estético, sino que está imbuido de una finalidad compositiva incuestionable. La finalidad del epinicio es vincular la victoria presente y sus elementos adyacentes (lugar del triunfo y las circunstancias personales del vencedor) con el mundo intemporal del mito. Y para ello el poeta recurre al connatural valor paradigmático del mito. Como bien señala Suárez de la Torre, “el mito configura estructuras narrativas de comunicación básicas en la sociedad griega, acumula valores culturales, configura la mentalidad de la comunidad y hace tangible modelos (personales, de conducta, etc.) de esa sociedad”. Pero, aparte de que el elenco de valores humanos se encuentre íntegramente representado en lo que el repertorio mítico ofrece y de que, de esta forma, el poeta pueda contraponer el mundo ideal del mito a la

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realidad presente de la actualidad, el poeta está obligado a seleccionar la narración o el elemento mítico que tenga su motivación e idoneidad en la vida, circunstancias o triunfos del vencedor. Pues, en efecto, esos elementos míticos paradigmáticos constituyen la prueba intemporal de la areté del vencedor y, no en vano, en ocasiones el poeta busca, como si fuera el devenir natural de este proceso, aquellos paradigmas míticos que están vinculados por el linaje al vencedor, provocando así una cierta ambigüedad entre los ejes sintagmático y paradigmático o una clara interrelación entre los planos subjetivo y objetivo de la oda. Esta vinculación entre el mito y las circunstancias de la victoria indica que la elección del primero no respondía a una mera cuestión de repertorio. Es más, el poeta podía negar o corregir la tradición mítica cuando consideraba que no mantenía los mínimos exigibles a la dignidad de un dios o un héroe. Así se constata, por ejemplo, en O. 8, en la que se sostiene que Éaco ayudó a Apolo y Posidón en la construcción de las murallas de Troya, ya que la pietas pindárica no permite admitir que unos muros construidos por dioses sean expugnables; o en O. 9, donde el poeta niega expresamente, por indigna, la lucha entre Heracles y los tres dioses; o en N. 11, donde se silencia del mito el episodio en que Tideo moribundo devora el cerebro de Melanipo. Pero el ejemplo más significativo en este sentido lo constituye la alteración del mito de Pélope en O. 1.24 ss. La tradición mítica refería que Tántalo ofreció como tributo a los dioses a su hijo como manjar. Aquéllos, sabedores del crimen, se abstuvieron de probar la comida salvo Deméter que, afectada y desatenta por la pérdida de su hija, probó un bocado del hombro del muchacho. El joven fue resucitado por los dioses y Tántalo castigado. Sin embargo, Píndaro, en contra de la tradición, rectifica la versión mítica del sacrificio humano basándose en la incapacidad de reconocer apetitos caníbales en la divinidad y, sobre todo, porque “el hombre debe hablar con decoro de los dioses”. Sostiene Píndaro que el joven Pélope fue raptado por Posidón en un arrebato de furor erótico y trasladado al Olimpo. Pero tras la llegada de Ganimedes para hacer sus mismas funciones, el joven Pélope desapareció y fueron las mentes envidiosas las que pergeñaron la teoría del sacrifico humano. Como ya se ha señalado, el mito puede no aparecer en la oda y, en esos casos, es sustituido generalmente por un aforismo (O. 11, N. 6) o una anécdota (O. 4) de tipo legendario que cumple la función del ornamento poético o de enlace entre las distintas partes de la oda. Tampoco es necesaria su ubicación en la parte central de la oda (puede preceder o seguir a la sentencia) e incluso pueden concurrir en una misma oda más de un mito o varios mitemas y personajes míticos. Por otra parte, la extensión del mito o los mitos suele estar en función de la extensión de la propia oda, siendo un caso excepcional P. 4, donde el mito es tan extenso que se asemeja a un breve poema épico. Ahora bien, independientemente de estos hechos de elección formal, en lo que resulta

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fundamental la labor del poeta es en la integración y el correcto engranaje del mito en el conjunto de la oda. Los mecanismos con los que se propicia esa integración son variados, destacando por su relevancia el manejo magistral de la secuencia temporal, la técnica alusiva y la elección de otros recursos formales y compositivos. Detengámonos brevemente en estos tres aspectos. Por lo general, el desarrollo de la secuencia narrativa mítica en la oda pindárica no es lineal, sino que el poeta se sirve de intervalos cronológicos de tipo “retrógrado”, esto es, Píndaro altera a su arbitrio la secuencia temporal empezando en un punto cronológicamente más avanzado del relato y completando la trama mediante retrocesos en el tiempo, sirviéndose para ello en ocasiones del recurso de la profecía (cfr. O. 7, donde se produce la inversión cronológica de los tres mitos relacionados con la leyenda de Rodas; o en O. 13, de la historia de Belerofontes y Pegaso; o en P. 4, del mito de los argonautas; ejemplos de profecía en P. 4, en boca de Medea; o en P. 8, en boca de Anfiarao). En cuanto a las técnicas alusivas, el poeta se ajusta por lo general a la versión mítica conocida, pero rara vez ofrece el desarrollo completo. Píndaro recurre más bien al trazo alusivo y omite todo aquello que considera superfluo o fácilmente reconstruible por el auditorio. En este sentido, Píndaro no duda en transformar los detalles o la estructura del relato, pudiendo incluso variar la significación última del mismo. El poeta reelabora la tradición, alargando unos detalles en detrimento de otros o de la idea global, moralizándolos o destacando, desde el punto de vista estético, aquellos que le interesa resaltar para los fines laudatorios, ideológicos, ornamentales o gnómicos que persigue. Y es aquí donde reside uno de los aspectos más controvertidos de la oda pindárica, ya que, en ocasiones, el lector moderno, si no está familiarizado con la versión mítica o con la intención alusiva del poeta, a buen seguro encontrará dificultades para la correcta intelección de la composición. En tercer lugar, el empleo de otros recursos formales como la abundante dramatización, los comienzos in medias res y los finales ex abrupto, la príamel o la selecta proporción descriptiva y adjetival facilitan al poeta la presentación de un esquema narrativo bien aquilatado, estructurado mediante trazos esenciales y proporcionador, en definitiva, de una clara sensación de coherencia.

3.2.3. Parte gnómica.

La sentencia en la oda pindárica suele ir tras el mito, pero también antecederlo e incluso, como ya se ha señalado, servir de base al proemio. Supone, en efecto, una detención en el plano intemporal, pero su relación con el resto de la composición es indisoluble. La máxima constituye en la mayor parte de las odas el punto de continua confluencia de las distintas partes narrativas y en ella quedan implicados por igual el

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auditorio, el laudandus y el poeta. La sentencia es, por otra parte, el contrapunto esencial y natural del mito al encontrar en éste la demostración pragmática de los valores universales e intemporales contenidos en la máxima y al aportarle ésta, a su vez, las conclusiones de las acciones expresadas por aquél. Recogida en un estilo elevado y, a menudo, oracular, la sentencia es una máxima de validez universal y en ella se han querido vislumbrar los pensamientos del poeta. No pudiendo ser tan dogmáticos en este sentido, sí admitimos, en cambio, que, junto con el exemplum mítico, la sentencia sirve ciertamente al poeta para vincular el éxito presente del laudandus con el universo intemporal que supone la narración mítica y ubicarlo en el plano de los valores de la sociedad aristocrática. La sentencia sirve, en definitiva, a este poeta educador para expresar los fundamentos de una concepción de vida muy bien definida mediante una serie de reflexiones tomadas de la sabiduría tradicional y que se orientan, fundamentalmente, hacia el valor de la liberalidad, la necesidad del esfuerzo para lograr el éxito, el elogio de las virtudes innatas, lo imprevisible del destino y los vaivenes de la fortuna, la limitación del hombre frente a la omnipotencia de la divinidad o el poder de la poesía.

3.2.4. Vuelta al plano temporal del presente.

Los últimos versos de la oda pindárica suponen un abandono del plano intemporal en el que se sumerge la sentencia y una vuelta, como en el proemio, al plano temporal del presente. Su parca elaboración, en comparación con las otras secciones de la oda, hacen que gran parte de la crítica no termine de establecer este último distingo en la estructura de la composición, sino que lo considere englobado por la sentencia. En esta sección final se repiten las referencias al vencedor, a los miembros de su familia, a su patria o anteriores victorias y se vierten consejos orientados normalmente en el sentido de la moderación. Tampoco van a faltar nuevas referencias al arte del poeta para proclamar sus excelencias. Ahora bien, existe una diferencia sustancial entre estas consideraciones y las que en este mismo sentido se expresaban en el proemio. Y es que estas de ahora han pasado por el tamiz educador del paradigma mítico y la sabiduría universal de la sentencia, quedando así inevitablemente enriquecidas en su significado. Un ejemplo excepcional de esta cuestión se encuentra en la admonición a Arcesilao de P. 4.

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4. Obra fragmentaria.

Lamentablemente la que podría ser la parte más extensa e importante de la obra pindárica no se nos ha conservado. Pero las noticias que poseemos a partir de fuentes indirectas y citas en autores posteriores, así como el escaso material que los papiros nos han legado, permiten al estudioso concebir una idea del volumen y la calidad poética de esa obra perdida. El carácter cultual y religioso de la mayor parte de esas composiciones y su contenido primordialmente mitológico y local, pero sobre todo alusivo, las dotaba de una dificultad que ya desde la Antigüedad fue provocando su pérdida. Se conservan tan sólo restos de epinicios, peanes, himnos, ditirambos, prosodios, partenios, hiporquemas, encomios, trenos y una serie de fragmentos de difícil clasificación. Ahora bien, no quisiéramos dejar de destacar de toda esa producción los que han sido dados en llamar “poemas ligeros”, esto es, un tipo de composición de época de madurez, en la que el poeta se desenvuelve con gracia y humor, sirviéndose de convencionalismos formales para crear un tipo de poema en absoluto convencional y poseedor de toda su dignidad poética. Sirvan de ejemplo de este tipo de oda los fragmentos eróticos (frgs. 126-128) o los fragmentos 122 y 123 clasificados entre los Encomios: el primero dedicado a Jenofonte de Corinto por haber donado cincuenta heteras al templo de Afrodita y el segundo, dedicado al joven Teóxeno de Ténedos, en el que el poeta pone toda su fuerza lírica en un inigualable encomio de las relaciones homoeróticas.

5. Estilo, lengua, métrica y valoración estética.

Solemnidad, grandilocuencia, excesiva pompa o exuberante ornato son algunas de las características atribuidas normalmente al estilo poético de Píndaro. No se puede negar, en efecto, que el poeta gusta de un estilo, si no elevado, ciertamente poco común de poesía. Sin embargo, lejos de ver en ello un rasgo descalificador, se ha de entender que con Píndaro la poesía griega alcanza una de sus cotas estilísticas más elevadas. En Píndaro confluyen una serie de recursos, en absoluto novedosos, pero sí pocas veces reunidos en un mismo autor: la frase de intención perfeccionista se barroquiza y se hace más poderosa con el cambio de ritmo brusco y con un juego de contrastes basado en violentas antítesis (la conocida como “construcción pendular” pindárica). Entrecruzamientos, aceleraciones y morosidades en el tempo de la narración se ponen al servicio del detalle. Todo ello apoyado por un rico lenguaje ornamental, con un léxico de múltiples sugerencias, con novedosos compuestos y con la carga

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semántica sobre el sustantivo en detrimento de otros ornamentos adjetivales, dando lugar a períodos de grandiosa factura. El resultado es una rigurosa galería de imágenes (urbanas, marítimas, deportivas, de personajes, etc.) formadas con breves pero enérgicos trazos, evocadoras de escenas completas y capaces de estimular la imaginación del auditorio. La luz, el color, la forma, los sonidos y olores no son tan frecuentes como, por ejemplo, en la poesía de Baquílides, pero su aparición provoca un efecto muy conmovedor y estimulador del pathos. Con todo, el recurso que, sin duda, supone una verdadera revelación poética en la poesía pindárica es la metáfora y el magistral empleo que de ella hace el autor, ya que no sólo hay que dar por hecho el atrevimiento estilístico que la sinestesia posee por sí misma en lo que respecta a la estimulación de la capacidad sensorial del auditorio, sino que en ocasiones el tropo se desarrolla en un juego de traslaciones tan sofisticado que supera el sentido recto frente al figurado y se despliega en varios planos de referencia. Se trata, en definitiva, de un estilo poético orientado y educado por un poeta que, como bien se ha defendido, posee “una inmensa capacidad para crear belleza”. La obra pindárica debe ser valorada, por tanto, por su valor estrictamente literario. Y, si bien es verdad que no poseemos las tres cuartas partes del conjunto en el que se desarrolla la oda, dado que nos falta la música, la danza y el contexto agonal, no es menos cierto que sólo con lo que se nos ha conservado, “el libreto”, y haciendo el firme propósito de despojarlo del componente enigmático, inspirado e inaccesible que se le ha imputado tradicionalmente, podemos disfrutar de uno de los tesoros más espléndidos que nunca haya legado la tradición literaria. En cuanto a la métrica, el epinicio pindárico se articula generalmente en estructuras triádicas y las estrofas en cola de tipo eolo-coriámbico, yámbico, pero, sobre todo, dáctilo-epítrito. No faltan, sin embargo, en la colección pindárica odas en tiradas estróficas sin responsión. Mucho más complejo resulta, y en este sentido se encaminan los estudios más recientes, la interrelación entre la estructura estrófica y el desarrollo sintáctico, así como la relación entre esa misma organización estrófica y otros aspectos extraliterarios como la danza. Por último, en lo que respecta a la lengua, también se está produciendo en los últimos años una profunda revisión de la consideración diafásica de la lírica coral. Sin dejar de tener presente las posibles tergiversaciones dialectales que se hayan podido producir a lo largo de la transmisión del texto pindárico, hoy la crítica se inclina a adivinar cierto juego intertextual y, en lugar de simplemente identificar la pátina doria, los eolismos arcaizantes o los posibles homerismos del texto, se muestra mucho más interesada por desvelarlas posibilidades de evocación metaliteraria que aquél permite.

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6. Tabla cronológica de los Epinicios pindáricos.

Año (a.C.)

Año (a.C.)

498

P. 10 a Hipocles de Tesalia.

490

P. 6 a Jenócrates de Agrigento.

470

P. 1 a Hierón de Etna.

P. 12 a Midas de Agrigento.

470?

O. 12 a Ergóteles de Hímera.

I. 4 a Timasarco de Egina.

488?

O. 14 a Asópico de Orcómenos.

486

P. 7 a Megacles de Atenas.

468

O. 6 a Hagesias de Siracusa.

485?

N. 2 a Timodemo de Acarnas.

466

O. 9 a Efarmosto de Opunte.

N. 7 a Sógenes de Egina.

465?

N. 6 a Alcímidas de Egina.

483?

N. 5 a Píteas de Egina.

464

O. 7 a Diágoras de Rodas.

480

I. 6 a Filácidas de Egina.

478

I. 8 a Cleandro de Egina.

462

478?

I. 5 a Filácidas de Egina.

462/1 P. 5 a Arcesilao de Cirene.

476

O. 1 a Hierón de Siracusa.

460

O. 8 a Alcimedonte de Egina

O. 2 a Terón de Agrigento.

460?

O. 5 a Psaumis de Siracusa

O. 3 a Terón de Agrigento.

459?

N. 8 a Dinias de Egina.

O. 11 a Hagesidamo, locro

458?

I. 1 a Heródoto de Tebas.

epicefirio.

454

I. 7 a Estrepsíades de Tebas.

476?

N. 1 a Cromio de Siracusa.

452

O. 4 a Psaumis de Siracusa.

475?

P. 2 a Hierón de Siracusa.

452? O. 5 a Psaumis de Siracusa.

N. 3 a Aristoclides de Egina.

446

P. 8 a Aristómenes de Egina.

P. 9 a Telesícrates de Cirene.

446?

N. 11 a Aristágoras de Ténedos.

P. 11 a Trasideo de Tebas.

444?

N. 10 a Teeo de Argos.

474

474?

I. 2 a Jenócrates de Agrigento.

O. 13 a Jenofonte de Corinto.

P. 3 a Hierón de Siracusa. O. 10 a Hagesidamo, locro epicefirio. N. 9 a Cromio de Etna.

474/3? I. 3 a Timasarco de Egina.

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P. 4 a Arcesilao de Cirene.

7. Selección bibliográfica (en español).

La edición más completa sigue siendo la de B. Snell-H. Mähler, Pindarus. I Epinicia (Leipzig 1980); H. Mähler, II Fragmenta. Indices (Leipzig 1975); española parcial contamos con la de M. Fernández Galiano, Olímpicas (Madrid 1956), con comentario. Excelente traducción de la obra completa al castellano es la de E. Suárez de la Torre, Píndaro. Obra completa (Madrid 1988); correcta también, pero sólo de los epinicios es la de P. Bádenas- A. Bernabé, Píndaro. Epinicios (Madrid 1984), incluye un agudo estudio introductorio; completa es también la de A. Ortega, Píndaro. Odas y fragmentos (Madrid 1995). Otras parciales pueden leerse en C. García Gual, Antología de la poesía lírica griega (ss. VII-IV a.C.) (Madrid 1980): O. 1; P. 1, 4 y 8; frg. 123.

Estudios.

J. Alsina, “Simbolismo en la Pítica XII de Píndaro”, BIEH 2.1 (1968) 45-47. Bécares, V., La estructura del epinicio pindárico. Diss. (Salamanca 1979) [resumen en SPhS 3 (1979) 259-262]. Fernández Galiano, M., “Psaumis en las Olímpicas de Píndaro”, EM 10 (1942) 112- 48. Id., “A Píndaro I. VIII 70”, EM 11 (1943) 134-141. Id., “Enumeración de los papiros que contienen versos de Píndaro”, EM 16 (1948) 165-200. Fränkel, H., “Píndaro y Baquílides” en Poesía y filosofía en la Grecia antigua (Madrid 1993) [Múnich 1962], pp. 398-466. García López, J., “Los prooimia y preludios en los Epinicios de Píndaro”, EM 38 (1970) 395415. Guillén, L. F., Píndaro. Estructura y resortes del quehacer poético (Madrid 1975). Lasso de la Vega, J., “La N. 7 y la unidad de la oda pindárica”, EClás. 21 (1977) 59-139. Id., “La función del mito en la oda pindárica”, CFC egi 2 (1992) 9-35. Id., notas de crítica textual en Myrtia 7 (1992) 41-47; CFC egi 4 (1994) 9-119. y en J.A. López Férez (ed.), Desde los poemas homéricos hasta la prosa griega del s. IV a.C. (Madrid 1999), pp. 91-101. Macía, L. M., “Cronología de dos poemas pindáricos: N. 7 y P. 9”, EClás 78 (1976) 190-206. Id., “Sobre la autenticidad de Olímpica V”, EClás 79 (1977) 141-152. Id., “Adecuación de metro y contenido en O. 10 de Píndaro”, EClás 82 (1980) 33-61. Ortega, A., “Poesía y Verdad en Píndaro”, Helmantica 21 (1970) 353-372. Rico, M., Ensayo de bibliografía pindárica (Madrid 1969) [anejos Emerita 24].

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Suárez de la Torre, E., “Píndaro, escoliasta” en Actas del VI Congreso español de estudios clásicos. II (Madrid 1982), pp. 37-42. Id., “El mito de Cirene y la victoria de Telesícrates”, EClás. 87-88 (1984) 199-208. Id., “Adivinación y profecía en Píndaro”, Minerva 2-3 (1988-89) 79-119. Id., “Píndaro y la religión griega”, CFC egi 3 (1993) 67-97. Id., “La victoria de Hagesias de Siracusa y la O. 6 de Píndaro”, Habis 26 (1995) 13-28. Villarrubia, A., “Estudio literario del Dit. 2 de Píndaro (fr. 70)”, Habis 23 (1992) 15-28.

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