125811328 Babel Isaac Cuentos PDF

October 1, 2017 | Author: XCASTERAD | Category: Horses, Mary, Mother Of Jesus, Jesus, Paintings, Religion And Belief
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ISAAC BABEL

C U E N T O S

Isaac Babel CUENTOS

EDICIONESPDA LIBROS DIGITALES/CUENTO http://edicionespda.blogspot.com

ÍNDICE AUTOBIOGRAFÍA ............................................................................ 5 ISAAC BABEL................................................................................... 7 CABALLERÍA ROJA ........................................................................ 9 LA HIJA ........................................................................................ 10 LA IGLESIA DE NOVOGRADO......................................................... 13 LA CARTA ..................................................................................... 16 EL EMBAUCADOR ......................................................................... 21 LA MUERTE DEL BAUTISTA .......................................................... 24 EL SOL DE ITALIA ......................................................................... 32 GUEDALYE ................................................................................... 36 LA ESTRATEGIA DE MAJNO .......................................................... 40 EL RABINO ................................................................................... 44 LAS ABEJAS .................................................................................. 47 MI PRIMER GANSO ........................................................................ 50 LA MUERTE DE DOLGUSHOV ........................................................ 55 BUDIENNY ORDENA...................................................................... 60 EL YUGO....................................................................................... 63 VENGANZA ................................................................................... 69 HISTORIA DE UN CABALLO ........................................................... 71 RECONCILIACIÓN ......................................................................... 76 EL VENTRÍLOCUO ......................................................................... 78 TRES MUNDOS .............................................................................. 82 SAL............................................................................................... 86 UNA NOCHE ................................................................................. 91 POR UN CABALLO ......................................................................... 94 LOS AVIADORES.......................................................................... 102 EL DIÁCONO SORDO.................................................................... 111 EL CEMENTERIO DE KOSIN ........................................................ 119 LA VIUDA.................................................................................... 120 UN SUEÑO .................................................................................. 125 EL HIJO DEL RABINO .................................................................. 129 LA CANCIÓN ............................................................................... 132 TRAICIÓN ................................................................................... 135 CUENTOS DE ODESA ................................................................. 140 EL REY ....................................................................................... 141 ASÍ SE HACÍA EN ODESA ............................................................. 148 LIUBKA LA COSACO .................................................................... 166

HISTORIA DE MI PALOMAR ......................................................... 173 EL PRIMER AMOR ....................................................................... 185 EL FIN DEL ASILO ....................................................................... 193 EL DESPERTAR ........................................................................... 203 EN EL SÓTANO............................................................................ 211 DI GRASSO ................................................................................. 221 CARLOS-YÁNKEL........................................................................ 226 FRÓIM GRACH ............................................................................ 235 MAMÁ, RIMMA Y ALA ................................................................. 241 SHABOS-NAJMÚ.......................................................................... 251 CON LA EMPERATRIZ .................................................................. 258 EL CAMINO ................................................................................. 261 MIS PRIMEROS HONORARIOS ...................................................... 269

AUTOBIOGRAFÍA ISAAC BABEL (1896–1941) Nací en 1894 en Odesa, en el barrio de Moldavanka; soy hijo de un comerciante judío. Hasta los dieciséis años, a instancias de mi padre, estudié el hebreo, la Biblia y el Talmud. La vida en casa era difícil: de la mañana a la noche me hacían estudiar un sinfín de materias. Descansaba en la escuela, que llevaba el nombre de Primera Escuela Comercial «Emperador Nikolai I», de Odesa. Allí estudiaban hijos de mercaderes extranjeros, de contratistas judíos, de polacos acaudalados, de viejos creyentes y muchos billaristas que rebasaron la edad escolar. En los recreos solíamos ir al pantalán del puerto, a jugar al billar en los cafés griegos, a las bodegas de Moldavanka, a beber vino besarabo barato. Tampoco olvidaré esa escuela porque en ella enseñaba francés M. Vadon. Era bretón y tenía, como todos los franceses, dotes literarias. Me enseñó su lengua, estudié con él los clásicos franceses, establecí contactos estrechos con la colonia francesa de Odesa y a los quince años comencé a escribir relatos en francés. Lo dejé dos años después: los paysans y las digresiones me salían sin gracia; sólo el diálogo se me daba. Terminada la escuela me desplacé a Kiev y en 1915 a Petersburgo. En Petersburgo lo pasé muy mal, no tenía certificado de residencia y me ocultaba de la policía en la calle Púshkinskaya, en un sótano habitado por un camarero desgarrado y borracho. En ese año de 1915 empecé a llevar mis creaciones a las editoriales, pero me echaban de todas partes. Todos los redactores (el difunto Izmáilov, Possé y otros), me aconsejaban que me emplease en alguna tienda; no les hice caso y a fines de 1916 llegué hasta Gorki. Lo debo todo

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a aquel encuentro y hoy pronuncio el nombre de Alexei Maxímovich con cariño y veneración. El insertó mis primeros relatos en Létopis, en el número de noviembre de 1916 (a causa de estos relatos fui enjuiciado de acuerdo con el artículo 1.001), él me enseñó cosas de extraordinaria importancia, y después, cuando se aclaró que mis dos o tres tolerables experimentos de adolescente habían sido una casualidad, que con la literatura no me salía nada y que escribía asombrosamente mal, Alexei Maxímovich me envió a que me mezclara entre el pueblo. Durante siete años —de 1917 a 1924— viví entre el pueblo. En ese período fui soldado en el frente rumano, serví en la Cheka, en el Comisariado de Instrucción Pública, en las expediciones de 1918 para acopio de alimentos, en el Ejército del Norte contra Yudénich, en el Primer ejército de caballería, en el Comité regional de Odesa, fui redactor en la imprenta número 7 de Odesa, periodista en Petersburgo y Tiflís, etc. Sólo en 1923 aprendí a expresar mis pensamientos de manera clara y sin explayarme mucho. Por eso dato el inicio de mi labor literaria en los comienzos de 1924, cuando en el número 4 de la revista Lef aparecieron mis relatos: «La sal», «La carta», «La muerte de Dolgushov», «El Rey» y otros. I. BABEL

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Nació en las catacumbas irregulares del escalonado puerto de Odesa a fines de 1894. Irreparablemente semita, Isaac es hijo de un ropavejero de Kiev y de una judía moldava. El clima habitual de su vida ha sido la catástrofe. En los dudosos intervalos de los pogroms aprendió no sólo a leer y a escribir, sino a apreciar la literatura y a gustar de la obra de Maupassant, de Flaubert y de Rabelais. En 1914 se recibió de abogado en la Facultad de Derecho de Saratov; en 1916 arriesgó un viaje a Petrograd2. En esa capital estaban prohibidos «los traidores, los descontentos, los insatisfechos y los judíos»: clasificación un tanto arbitraria, pero que incluía ––mortalmente–– a Babel. Este tuvo que recurrir a la amistad de un mozo de café que lo ocultó en su casa, a un acento lituano adquirido en Sebastopol y a un pasaporte apócrifo. De esa fecha datan sus primeros escritos: dos o tres sátiras del régimen burocrático zarista, publicadas en el famoso diario de Gorki Los Anales. (¿Qué no pensará ––y callará–– de la Rusia soviética, que es un indescifrable laberinto de oficinas públicas?) Esas dos o tres sátiras le atrajeron la peligrosa atención del gobierno. Fue acusado de pornografía y de incitar al odio de clases. De esa catástrofe lo salvó otra catástrofe: la revolución rusa. Babel, a principios de 1921, ingresó en un regimiento de cosacos. Naturalmente, esos guerreros estruendosos e inútiles (nadie, en la historia universal, ha sido más derrotado que los cosacos) eran antisemitas. La sola idea de un judío a caballo les pareció irrisoria, y el hecho de que Babel fuera un buen jinete no hizo sino perfeccionar su desdén y su en1 2

Biografía sintética, El Hogar, 4 de febrero de 1938. Actual San Petersburgo.

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cono. Babel, mediante un par de hazañas aparatosas y bien administradas, logró que lo dejaran en paz. Para la fama, ya que no para los catálogos, Isaac Babel es todavía un homo unius libri. Ese libro impar se titula Caballería roja. La música de su estilo contrasta con la casi inefable brutalidad de ciertas escenas. Uno de los relatos ––Sal–– conoce una gloria que parece reservada a los versos y que la prosa raras veces alcanza: lo saben de memoria muchas personas. JORGE LUIS BORGES

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CABALLERÍA ROJA (1926)

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LA HIJA

El comandante de la sexta división comunicó que al amanecer el nuevo día había que ocupar Novogrado-Volynsk. El estado mayor abandonó Krapivno, y nuestro convoy, con gran estruendo, quedó como retaguardia a lo largo de la carretera, de aquella indestructible carretera que va de Brest a Varsovia, mandada construir un día por Nicolás I con huesos de campesinos. Florecen en torno, los campos de adormidera púrpura; el viento sur juguetea en los centenos amarillos; el tierno trigo sarraceno se recorta en el horizonte como el muro de un convento lejano. La apacible Volinia se extiende a nuestro lado; ante nosotros retrocede y se hunde en los bosques de abedules una niebla nacarina que escala luego las cuestas floridas, prendiéndose con sus tenues brazos a las ramas de lúpulo. El sol, de color naranja, rueda por el horizonte como una cabeza cortada; en las desgarraduras de las nubes se estremece una luz débil; sobre nuestras cabezas tremolan los estandartes del ocaso; el olor de la sangre vertida la víspera y el de los caballos muertos se filtra en el frescor vesperal. El Sbrutch se oscurece, murmura y enlaza los espumosos nudos de sus remolinos de agua. Como los puentes están rotos, vadeamos el río. Sobre las ondas reposa la luna mayestática. Los caballos se hunden en el agua hasta el lomo, y la corriente culebrea murmuradora entre los centenares de patas de los caballos. Un soldado que amenaza ahogarse reniega brutalmente de la madre de Dios. Las manchas negras de los carros cubren el río, lleno de ruido, de silbidos y de cánticos, que resuenan sobre la centelleante sierpe de luz lunar y los fulgentes remansos de las ondas. Muy entrada la noche, llegamos a Novogrado. En el alojamiento que me designan, encuentro una mujer embarazada, dos judíos rojizos de rostro enjuto y un tercero, dormido 10

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ya, con la cabeza tapada y apretado contra la pared. Los armarios están violentados; se ven por el suelo pingajos de pieles femeninas, excrementos humanos y trozos del vaso sagrado que los judíos usan una vez al año, en la pascua. ––Limpie usted esto —digo a la mujer—. ¡En qué porquería viven! Los dos judíos se levantan de sus asientos. Como japoneses en el circo, silenciosos, simiescos, calzados de fieltro, recogen del suelo a saltitos los pedazos. Van y vienen con los cuellos congestionados. Extienden para mí un lecho de plumas roto, y me echo contra la pared, junto al tercero, el judío que duerme. Sobre mi cama cae en el acto una miseria horrenda. Todo ha muerto en el silencio. Sólo la luna, cogiéndose con azuladas manos su cabeza redonda, luminosa, indiferente, pasa vagando por la ventana. Estiro los pies hinchados, me tiendo en el lecho desgarrado y quedo dormido. Sueño con el comandante de la sexta división, que galopa en su pesado caballo tras del comandante de brigada y le dispara dos balas en los ojos. Las balas atraviesan la cabeza del comandante de brigada, y los dos ojos caen al suelo. —¿Por qué has ordenado retirarse a la brigada? —grita el comandante de la sexta división al herido Savitski. Y entonces despierto, porque la mujer encinta me tienta la cara con los dedos. —Panie —me dice—, está usted gritando en sueños y dando vueltas. Voy a hacerle la cama en otro rincón, porque tropieza usted con mi padre. Levanta del suelo sus piernas flacas y el vientre redondo, y destapa al hombre que dormía. A mi lado veo a un anciano muerto, boca abajo, con la garganta abierta, el rostro partido y sangre azul en la barba como un pedazo de plomo. —Panie —dice la judía, mientras sacude el cobertor de plumas—, los polacos le han martirizado, y él suplicaba: "Matadme en el corral para que mi hija no me vea morir." 11

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Pero hicieron lo que quisieron. En este cuarto murió pensando en mí... Y ahora quisiera yo saber —dijo la mujer alzando horriblemente la voz de pronto—, quisiera saber dónde encontrará usted otro padre como el mío en la tierra...

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LA IGLESIA DE NOVOGRADO

Ayer me dirigí, con objeto de dar el parte, a casa del comisario militar, que vivía en el barrio abandonado por el clero católico. En la cocina me recibió pani Elisa, el alma de los jesuitas. Me dio un té de color de ámbar con bizcochos. Sus bizcochos olían como crucifijos, y dentro tenían un zumo embriagador y el perfumado enojo del Vaticano. Junto a la casa, en la iglesia, aullaban las campanas, desatadas por el loco campanero. Era una noche cuajada de estrellas de julio. Pani Elisa meneaba pensativa su cabello gris, sin dejar de amontonar pasteles delante de mí. Y me supieron bien las golosinas de los jesuitas. La vieja polaca me llamaba panie. En el umbral, de pie, había unos ancianos canosos, erguidos, aguzando el oído, y a la luz del crepúsculo se vio pasar por un sitio, como un reptil, el hábito de un monje. El padre había escapado, pero había dejado a su ayudante, pan3 Romualdo. Este Romualdo, un eunuco horrible, con cuerpo de gigante, nos llamaba compañeros. Paseando por el mapa su dedo amarillo, nos mostraba el terreno arrasado por los polacos. Presa de un bronco entusiasmo enumeraba los infortunios de su patria. ¡Rápido olvido se trague el recuerdo de Romualdo, que nos traicionó villanamente después y fue fusilado! Todas las noches su estrecha sotana se deslizaba rápidamente en todas las puertas, barría con fanático celo todos los caminos, y Romualdo sonreía a todo el que quería beber vodka. Aquella noche la sombra del fraile seguía todos mis pasos. Este pan Romualdo hubiera sido obispo de no haber sido espía.

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Señor, hidalgo polaco.

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Bebí ron con él. De las ruinas de la casa clerical se desprendía un hálito de cosas extrañas, nunca vistas, y sus cautivadores halagos paralizaban mi fuerza. ¡Oh, aquellos crucifijos chiquitines que recuerdan los talismanes de una cortesana, la vitela de la bulas papales y el raso de las cartas de mujer que amarillean en los corpiños de seda azul...! Te estoy viendo delante de mí, fraile traidor, con tu hábito lila, con tus manos gordezuelas, con tu alma felina, aduladora y despiadada; veo las llagas de tu Dios chorreando esperma, el veneno oloroso que embriaga a las vírgenes... Bebo ron mientras aguardo al comisario. Pero el comisario no vuelve. Romualdo se deja caer en un rincón y pronto se duerme. Duerme y tirita quedamente. Detrás de la ventana, en el jardín, bajo la negra pasión del cielo, se alarga una avenida. Sedientas rosas se mecen en la oscuridad. Verdosos relámpagos se encienden en las cúpulas. Un cadáver desnudo yace abandonado bajo el talud. Y la luz de la luna se vierte sobre las piernas muertas, esparrancadas. Yo, el intruso violento, tiendo en la iglesia un colchón piojoso abandonado por los siervos del Señor y pongo de cabecera los infolios donde está escrita la oración en honor del muy poderoso y radiante José Pilsudski, el coronel de los panies. Miserables hordas de mendigos inundan tus vetustas ciudades, ¡oh, Polonia! El cántico de la unión de todos los siervos resuena sobre ellas, y ¡ay de ti, república de Polonia!, ¡ay de ti, príncipe Radziwill!, ¡y de ti, príncipe Sapieha!; ¡ay de vosotros, los que estáis en contra nuestra! El comandante del estado mayor, Sch., está en el estado mayor, en el jardín, finalmente en la iglesia. La puerta de la iglesia está abierta. Entro y me hiere el brillo de dos plateadas calaveras en la tapa de un féretro roto. Aterrado, corro a meterme en cualquier sótano, bajo tierra. Una escalera de encina conduce al altar desde allí. Percibo numerosas luces zigzagueando allá arriba, bajo la elevada cúpula. Veo al comisario, al comandante de la sección 14

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especial y a cosacos con cirios en las manos. Contestan a mi apagado llamamiento y me sacan del sótano. Ya no me asustan las calaveras que adornan el catafalco de la iglesia. Juntos continuamos el registro del templo, que se lleva a cabo porque en el domicilio del cura se encontró todo un arsenal de material de guerra. Relucen en nuestras bocamangas los frenos bordados; cuchicheamos; chocan las espuelas, y giramos por el amplio y resonante edificio con los cirios de llamas abatidas en las manos. Los cuadros de la virgen, adornados de valiosas piedras, siguen nuestro camino con sus pupilas rojizas, como de ratones; la luz vacila entre nuestros dedos, y sobre las estatuas de san Pedro, de san Francisco, de san Vicente, sobre sus mejillas coloradas y sus barbas crespas, pintadas de carmín, tiemblan sombras cuadradas. Andamos buscando en torno nuestro. Bajo los dedos saltan botones de hueso, se abren cuadros de imágenes partidos en dos, quedan al descubierto subterráneos y huecos llenos de moho. Vieja y misteriosa es la iglesia. En sus paredes resplandecientes esconde pasos secretos y nichos y puertas que se abren sin ruido. ¡Oh, sacerdote estúpido, que cuelga los corpiños de sus cocineros en los clavos del Redentor! Detrás de la puerta de entrada encontramos un baúl con monedas de oro, un saco de cordobán con billetes de banco y estuches con anillos de esmeraldas de joyeros parisienses. Y en el cuarto del comisario contamos luego el dinero. Había columnas enteras, alfombras de piezas de oro. Y, por otra parte, las sacudidas del viento que soplaba sobre los cirios, la siniestra locura en los ojos de pani Elisa, la risa atronadora de Romualdo y el aullar incesante de las campanas, desatadas por pan Robatski, el campanero loco. —¡Fuera de aquí —me dije—, lejos de los guiños de estas madonas engañadas por los soldados!...

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LA CARTA

He aquí la carta que me dictó, para su casa, Kurdyukof, un soldado de nuestra sección. La carta merece no ser olvidada. La escribí sin el menor aditamento, y fidedigna y literalmente la transcribo. Querida madre Yefdokia Feodorofna: En las primeras líneas de esta carta, me apresuro a participarle que, gracias a Dios, vivo y estoy sano, lo cual desearía oír también de usted. Me inclino profundamente ante usted desde la blanca frente hasta la tierra húmeda... (Siguen parientes, padrinos, compadres... Prescindimos de todo esto y vamos al segundo párrafo). Querida madre Yefdokia Feodorofna Kurdyukova: Me apresuro a escribirle a usted que estoy en la caballería roja del compañero Budienny. Su compadre Nikon Vassilievitsch está también aquí. Ahora es un héroe rojo. Me ha llevado con él a la expedición de la sección política, desde donde enviamos al frente literatura y periódicos: Izvestia de Moscú, del Comité Central Ejecutivo, Pravda de Moscú, y nuestro querido e implacable periódico El Jinete Rojo, que todo combatiente en el frente más avanzado desea leer para batir luego con ánimo heroico a los insolentes nobles..., y a mí me va divinamente con Nikon Vassilievitsch. Querida madre Yefdokia Feodorofna: mándeme usted muchas cosas, todo lo que pueda. Haga el favor de matar el cerdo pío y mandarme un paquete a la sección política del compañero Budienny, para Vassili Kurdyukof. Todos los días me acuesto sin comida y sin ropa, así es que paso un frío horrible. Escríbame una carta sobre mi Stiopa y dígame si vive o no. Haga el favor de tener cuidado de él y escríbame si tiene todavía aquel defecto o ha pasado ya, y también sobre la matadura en la pata delantera y si le han herrado ya o no. Haga el favor, querida madre Yefdokia Feodorofna, 16

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de lavarle la pata con el jabón que le dejé detrás del santo, y si se ha gastado ya el jabón, compre más en Krassnodar y Dios no la abandonará. Puedo decirle también que esta tierra es muy miserable. Los campesinos huyen con sus caballos a los bosques ante nuestras águilas rojas. Trigo se ve muy poco y está bajísimo. Nosotros nos reímos de él. Los campesinos siembran centeno y avena también. El lúpulo crece aquí en estacas, lo cual da un gran aspecto. Hacen aguardiente de él. En las siguientes líneas de mi carta me apresuro a escribirle sobre padrecito, que hace un año mató a golpes a mi hermano Feodor Timofeyevitsch Kurdyukof. Nuestra brigada roja, la del compañero Paulitschenko, atacaba Rostof, cuando se cometió una traición en nuestras filas. Por entonces estaba padrecito con Denikin mandando compañía como suplente. Gente que le ha visto dice que llevaba su medalla como en tiempos del antiguo régimen. A consecuencia de aquella traición se nos hizo prisioneros a todos, y padrecito echó la vista encima de mi hermano Feodor Timofeyevitsch. Padrecito empezó a dar con el sable a Fedia, gritando al mismo tiempo: "Carroña, perro rojo, hijo de perro" y más todavía, y le siguió golpeando hasta que oscureció y hasta que mi hermano Feodor Timofeyevitsch cayó muerto. Entonces le escribí a usted una carta de cómo Fedia estaba enterrado sin cruz. Pero padrecito me pilló la carta y me dijo: "Hijos de madre, que habéis salido a la madre, sois una ralea de zorra. Yo he preñado a vuestra madre y volveré a preñarla. Mi vida camina a su fin; pero, en nombre de la Verdad, voy a exterminar a mi propia simiente...", y mucho más dijo todavía. Yo soporté ese sufrimiento como nuestro salvador Jesucristo. Pero pronto escapé de padrecito y volví a alistarme en las tropas del compañero Paulichenko. Y nuestra brigada recibió orden de dirigirse a la ciudad de Voronezh para equiparse, y allí nos dieron caballos, mochilas, polainas y todo lo que nos hacía falta. Puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, que Voronezh es una ciudad 17

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muy bonita; pequeña, aunque más grande que Krassnodar. La gente es muy guapa y hay allí un riachuelo que sirve para bañarse. Todos los días nos han dado dos libras de pan, media libra de carne y bastante azúcar, de manera que al levantarnos, y por la noche lo mismo, hemos tomado té dulce y hemos olvidado el hambre. A mediodía fui a ver a mi hermano Semión Timofeyevitsch para hartarme de ganso y de tortilla dulce. Después me dormí. Por entonces quiso todo el regimiento tener de comandante a Semión Timofeyevitsch por su valentía, y vino orden del compañero Budienny, y Semión Timofeyevitsch recibió dos caballos, magnífica vestimenta, un carro para el bagaje y la orden de la Bandera Roja, y yo, como hermano suyo, me he quedado con él. Si ahora nos ofendiese un vecino, Semión Timofeyevitsch podía matarle sin más ni más. Después empezamos a perseguir al general Denikin; matamos a miles de los suyos y los echamos hasta el mar Negro; pero ni rastro de padrecito, y eso que Semión Timofeyevitsch ha hecho indagaciones sobre él en todas partes porque le atormenta el recuerdo de su hermano Fedia. Pero, querida madre, ya conoce usted a padrecito y sabe usted lo testarudo que es. Se había pintado tranquilamente la barba roja de negro, y se hallaba vestido de paisano en la ciudad de Maikop, donde nadie podía conocer que era un verdadero sargento de caballería del antiguo régimen. Pero la verdad se abre paso siempre. Su compadre Nikon Vassilievitsch le vio por casualidad en una choza y dio cuenta de ello a Semión Timofeyevitsch. Montamos a caballo y corrimos furiosamente doscientos kilómetros, yo, mi hermano Semión y unos cuantos mozos voluntarios. Y ¿qué vimos en la ciudad de Maikop? Pues vimos que el interior no sufre como el frente, y que lo mismo que allí, en todas partes hay traición, y que todo está lleno de judíos, igual que en el antiguo régimen. Y Semión Timofeyevitsch disputó violentamente en la ciudad con los judíos, que tenían a padrecito bajo cerrojos y no querían entregarle di18

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ciendo que había llegado orden del compañero Trotski de no matar a los prisioneros; que ellos mismos le juzgarían; que no querríamos ser malos con ellos; que padrecito recibiría lo suyo. Pero demostró que era comandante de un regimiento y que poseía todas las órdenes de la Bandera Roja del compañero Budienny. Amenazó con apalear a todos los que defendían la persona de padrecito y no quisieran entregarle, y los mozos del pueblo amenazaban también con ello. Y cuando padrecito salió, empezó Semión Timofeyevitsch a pegar a padrecito y, según la costumbre de la guerra, apostó en el patio a todos los soldados. Y luego Senka le tira agua a la cara a padrecito Timofei Rodionitsch, y la pintura corría barba abajo. Y Senka preguntó a Timofei Rodionitsch: —¿Le va a usted bien en mis manos, padrecito? —No —dijo padrecito—; me va mal. Entonces preguntó Senka: —Y a Fedia, ¿le iba bien en sus manos cuando le mató usted a golpes? —No —contestó padrecito—; mal lo pasó Fedia. Entonces volvió a preguntar Senka: —¿Creía usted entonces, padrecito, que también usted lo pasaría mal alguna vez? —No —dijo padrecito—; no creí que lo pasaría mal. Entonces se volvió Senka a los que estaban presentes y dijo: —Yo creo que vosotros no andaríais con miramientos conmigo si cayera en vuestras manos. Con que, padrecito, vamos a terminar... Entonces Timofei Rodionitsch empezó con todo descaro a decir cosas a Senka, a la madre de Senka y a la madre de Dios, y Senka a pegarle en los morros; y Semión Timofeyevitsch me mandó salir del patio, así que no puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, cómo terminó padrecito, porque entonces precisamente me echaron del patio. Luego acuartelamos en la ciudad de Novorossik. De esta ciudad puede decirse que detrás de ella no hay más tierra 19

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seca... Agua, pura agua, el mar Negro. Allí estuvimos hasta mayo, luego fuimos al frente polaco y allí nos las entendimos con los nobIes hasta no poder más... Quedo de usted su querido hijo, Vassili Timofeyevitsch Madrecita, eche una mirada de cuando en cuando a Stiopa y Dios no la abandonará... Ésta es la carta de Kurdyukof, en la que no he cambiado una palabra. Cuando la terminé, cogió la hoja escrita y se la metió debajo de la camisa, pegada al cuerpo. —Kurdyukof —pregunté al mozo—, ¿era malo tu padre? —Mi padre era un perro ––contestó sombríamente. —¿Y tu madre es mejor? —¡Psss!... Si quieres verla... Aquí tienes a nuestra familia. Y me alargó una fotografía arrugada. Allí se veía a Timofei Kurdyukof, un sargento de caballería, ancho de hombros, con gorra de uniforme, la barba cuidadosamente partida, los pómulos salientes e inmóviles y los ojos fijos, sin color ni expresión. A su lado, en un sillón de mimbre, una campesina pequeña miraba vivazmente. Estaba sentada, con una blusa que caía sobre la falda y con un semblante enfermizo, dulce y tímido. Y en el inocente fondo de la fotografía —flores y palomas— estaban de pie como árboles, dos mozarrones; dos raros gigantes de mirada apagada, caras anchas, tiesos como a la voz de "¡Firmes!" Eran los dos hermanos de Kurdyukof: Feodor y Semión.

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EL EMBAUCADOR

Los gemidos llenan el pueblo. La caballería pisotea el grano. Y cambia los caballos. Deja los suyos derrengados y les quita a los campesinos sus caballos de labor. No hay juramentos que valgan. Sin caballos no hay ejército. Pero esto no es un consuelo para los campesinos. Porfiadamente se agolpan ante la residencia del estado mayor. Van arrastrando del ronzal caballos que se resisten y se desploman de débiles. Se ha despojado a los campesinos de su sostén y están llenos de amarga cólera. Saben que no podrán sostener mucho tiempo esa cólera, y sin embargo, se querellan desesperadamente a Dios, a las autoridades y a su amarga suerte. El comandante del estado mayor Sch., está con todo su uniforme en la escalera. Con los inflamados párpados caídos, escucha con visible atención las quejas de los campesinos. Sin embargo, su atención es una farsa. Sch., como todo jefe veterano y cansado, sabe eliminar completamente todo trabajo cerebral en los momentos libres de su vida. En esos pocos momentos de feliz inconciencia bovina se repone su gastada máquina. Y lo mismo pasaba entonces delante de los campesinos. Bajo el sedante acompañamiento de sus voces incoherentes y desesperadas percibe Sch., un ligero latido en el cerebro. Es la señal de que su pensamiento recobra la claridad y la energía. Cuando transcurre la pausa necesaria, se encuentra con la última lágrima de un campesino y entonces pone el semblante severo del cargo y entra en el despacho a trabajar. Pero en esta ocasión no consigue poner el semblante oficial. Dyakof, antiguo atleta de circo, ahora comandante de la remonta, galopa en su anglo-árabe ante la escalera: colo21

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rado el rostro, gris el mostacho, negro el capote y adornos de plata en el pantalón ancho y rojo. —Mi eclesiástica bendición a toda la venerable canalla —dijo haciendo que el caballo se parase y se encabritase en pleno galope. Al mismo tiempo rodaba bajo su estribo un rocín medio muerto, uno de los cambiados por los cosacos. —Mira, compañero comandante —gritó un campesino golpeándose el pantalón—; mira lo que nos colgáis. ¿Ves lo que recibimos? Trabaja tú con eso... —Por este caballo —comenzó Dyakof cortando las palabras y dándoles importancia—, por este caballo puedes reclamar con pleno derecho, mi respetable amigo, quince mil rublos de la reserva de caballos. Si fuera un caballo más vivo recibirías de la reserva, querido amigo, veinte mil rublos. El que se haya caído el caballo no significa nada. Si un caballo se cae y vuelve a levantarse, sigue siendo caballo. Si, por el contrario, no vuelve a levantarse, no es caballo ya. Pero a esta yegua sana la voy a levantar yo sin más ni más... El campesino alzaba los brazos: —¡Virgen María! ¿Cómo va a poder levantarse el pobre animal?... ¡Si está reventando la pobre bestia! —Estás ofendiendo al caballo, amigo —contestó Dyakof con íntima persuasión—. Tus palabras son blasfemias, amigo. Y Dyakof desmontó diestramente de la silla su atlético cuerpo. Estirando sus magníficas piernas, atadas con correas hasta las rodillas, se acercó orgulloso y ágil, como en un escenario, a la bestia moribunda. Desmesurados los ojos redondos y profundos, miraba lastimeramente a Dyakof y pareció lamer, de la colorada mano de éste, alguna orden invisible... Al momento el caballo exánime sintió la confiada fuerza que emanaba de aquel Romeo cano, radiante y joven. El caballo venteó, sus patas se fueron doblando; sentía el cosquilleo impaciente e imperativo del látigo en el vientre y, por fin, se levantó cauta y 22

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lentamente. En esto, todos vimos la delgada mano de Dyakof acariciando la sucia crin del jamelgo y el látigo silbó sobre el flanco cubierto de sangre del caballo. Estremecido todo el cuerpo, se irguió la yegua sobre sus patas sin apartar de Dyakof sus ojos de perro, temerosos y amantes. —Como ves es un caballo —dijo Dyakof al campesino. Y añadió suavemente: —Y te has quejado, querido amigo... El comandante de la remonta arrojó las bridas al ordenanza. Subió cuatro escalones de un salto y teatralmente, flotando el capote, desapareció en la residencia del estado mayor.

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LA MUERTE DEL BAUTISTA

La vida encantadora y sabia de pan Apolek me embriagó como un vino añejo. La suerte depositó a mis pies un evangelio que había permanecido ignorado del mundo, entre desoladas ruinas en la devastada ciudad de NovgorodVolynsk. Rodeado de puros, radiantes y santos resplandores, juré imitar el ejemplo de pan Apolek, y sacrifiqué al nuevo voto todas las dulzuras soñadas por el odio, todo mi acerbo desprecio hacia los perros y los cerdos entre los hombres, todo el fuego de una venganza silenciosa y embriagadora. En la vivienda abandonada por el cura de Novgorod pendía, en lo alto de la pared, un cuadro con la inscripción: La muerte del Bautista. Inmediatamente reconocí en Juan a un hombre que yo había visto ya una vez. Lo recuerdo: entre la nítida blancura de las paredes hilaba su serenidad una mañana de verano. Un haz de rayos de sol —remolino de luminoso polvo— iluminaba la parte inferior del cuadro. De la azul cavidad de la hornacina bajaba hacia mí la elevada figura de Juan. La negra vestimenta envolvía triunfalmente su cuerpo fanático, horriblemente flaco. En los redondos ojales de la vestidura brillaban gotas de sangre. La cabeza de Juan estaba cortada oblicuamente por el cuello y yacía en un plato de barro que sostenía un guerrero con dedos amarillos y grandes. Me pareció reconocer aquel semblante muerto. Presentí un secreto. Aquellos rasgos eran los de pan Romualdo, el acólito del cura fugitivo. De la boca abierta salía el cuerpo diminuto de una serpiente de escamas tornasoladas cuya cabeza, rosada y fina, se erguía viva en el fondo oscuro de la vestimenta. Me sorprendió el gran arte y la sombría inspiración del pintor. Pero más me asombró al día siguiente la virgen de sonrosadas mejillas colgada sobre la cama matrimonial de 24

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pani Elisa, el ama del viejo cura. Los dos cuadros delataban el mismo pincel. El rostro carnoso de la madre de Dios era el de pani Elisa. Entonces empecé a adivinar el misterio de las imágenes de Novgorod. La solución de este enigma me llevó a la cocina de pani Elisa, donde se reunían en las noches frías los conocidos de la vieja y atareadísima polaca, entre ellos aquel pintor idiota. Pero, ¿era verdaderamente idiota pan Apolek porque convirtiese en ángeles a los moradores de los pueblos comarcanos y porque hiciese un santo de Yanek, el cojo? Hacía treinta años que, un día sereno de verano, había llegado con Godofredo, el ciego. Los dos amigos —Apolek y Godofredo— se acercaron al ventorro de Schmerel, a unos dos kilómetros de la ciudad, en la carretera de Rofno. Apolek llevaba en una mano la caja de pinturas y con la izquierda guiaba al ciego tocador de acordeón. El paso melodioso de sus botas alemanas claveteadas resonaba confiado y tranquilo. Apolek llevaba al cuello un pañuelo amarillo canario, y en el sombrero tirolés del ciego se mecían tres plumas de color chocolate. En el ventorro, los caminantes dejaron sobre la repisa de la ventana la caja de pinturas y el acordeón. El pintor se quitó el pañuelo, que era interminable, como la cinta de un prestidigitador; se fue al patio, se quedó en cueros y roció su cuerpo enjuto, miserable, colorado, con agua sucia. La mujer de la posada llevó a los huéspedes aguardiente de pasas y una fuente de aromático guisado. Cuando Godofredo se hubo saciado, puso el acordeón en sus rodillas puntiagudas, echó la cabeza hacia atrás y movió sus dedos flacuchos. En el ventorro judío, ennegrecido por el humo, resonaron canciones de Heidelberg. Apolek acompañaba al ciego con su voz de hoja de lata. Parecía como si se hubiera llevado el órgano de Santa Indegilda a Schmerel y como si unas musas de pañuelos chillones y botas alemanas claveteadas se hubieran congregado en torno del órgano. 25

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Los dos huéspedes cantaron hasta la puesta del sol; dejaron luego el acordeón y la caja de pinturas en un saco de lienzo, y pan Apolek entregó con una profunda reverencia una hoja de papel a Braina, la mujer del cantinero. —Respetable pani Braina —dijo—, reciba usted de un artista caminante, bautizado con el nombre cristiano de Apolinar, este retrato como testimonio de nuestro íntimo respeto y como gratitud por su espléndida hospitalidad. Si Jesús, nuestro Señor, prolonga mis días y vigoriza mi arte, volveré para pintar el retrato al óleo. En su cabello quedarán bien unas perlas, y colocaré en su pecho una esmeralda. En una hoja de papel había dibujado con lápiz rojo el rostro sonriente de pani Braina, encuadrada en rizos rubios. —¡Borrachos! —exclamó Schmerel al ver el retrato de su mujer, y cogiendo un palo salió en persecución de ellos. Pero en el camino recordó de pronto el rosado cuerpo de Apolek chorreando agua al sol en un corral y el apagado son del acordeón. El tabernero quedó confuso, tiró el palo y se volvió. A la mañana siguiente presentaba pan Apolek al cura de Novgorod su diploma de la Academia de Bellas Artes de Munich, y doce cuadros sobre temas de la Sagrada Escritura. Eran óleos sobre delgadas tablas de cedro. El padre pudo ver sobre la mesa el rojo encendido de las vestiduras, el brillo esmeralda de los campos y los pórticos policromos de Palestina. Los santos de pan Apolek, aquel montón de ancianos alegres, sencillos, de barba gris y mejillas rosadas, aparecían cubiertos de seda en noche impenetrable. El mismo día recibió pan Apolek el encargo de pintar la nueva iglesia. Y mientras bebía una copa de benedictino, dijo el padre al artista: —Santa María, bienvenido pan Apolinar. ¿De qué país maravilloso le ha venido esta alegre ofrenda? 26

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Apolek trabajaba presurosamente, y un mes después se había llenado la iglesia con el balido de los rebaños, el áureo polvo del ocaso y las ubres pajizas de las vacas. Búfalos de vellosa piel arrastraban su tiro, perros de hocico colorado corrían delante de los rebaños, y, entre elevadas palmeras, se mecían en sus cunas rollizos niños. Andrajos pardos, hábitos franciscanos, cercaban las cunas. Calvas relucientes y arrugas sangrientas como heridas adornaban el cortejo de los profetas. En medio de ellos resplandecía la cara de zorro viejo y risueño de León VIII. También estaba allí el cura de Novgorod, teniendo en una mano el rosario de talla china con que oraba y bendiciendo con la otra al recién nacido Jesús. Durante cinco meses, solitario en su andamio, anduvo Apolek por las paredes de la cúpula y el ámbito del coro. —Tiene usted verdadera pasión por los rostros conocidos, dichoso pan Apolek —le dijo un día el cura al reconocerse a sí mismo en uno de los profetas y a pan Romualdo en la cortada cabeza del Bautista. El viejo padre sonrió a Apolek y mandó servir un vaso de coñac al artista que trabajaba debajo de la cúpula. No tardó Apolek en concluir la Santa Cena y la Lapidación de María Magdalena. Un domingo descubrió los muros pintados. Conspicuos ciudadanos aceptaron la invitación del sacerdote y reconocieron en el apóstol Pablo a Yanek, el sectario cojo, y en María Magdalena a Elka, la muchacha judía hija de padres desconocidos y madre de muchos expósitos. Los conspicuos ciudadanos mandaron revocar los blasfemos frescos y el viejo padre acumulaba amenazas sobre el impío. Pero Apolek no revocó las paredes pintadas. Así se desató una guerra inaudita entre la poderosa Iglesia católica y el irreverente embadurnador de Dios. Esta lucha duró treinta años y fue implacable como la pasión de los jesuitas. Poco hubiera faltado para hacer de aquel piadoso vagabundo el fundador de una nueva secta de herejes. Y la verdad: de todos los enemigos de la funesta y escanda27

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losa historia de la Iglesia romana hubiera sido el más ingenioso y el más extraordinario el que recorría el mundo, en una borrachera beatífica, con dos ratones blancos en el pecho y un puñado de pinceles finísimos en el bolsillo. —Quince monedas de oro por La Madre de Dios, veinticinco monedas de oro por La Sagrada Familia y cincuenta monedas de oro por la Santa Cena, representando en ella a todos los parientes del cliente. El enemigo de éste puede figurar como Judas Iscariote: para ello se satisfará un aumento de diez monedas de oro —así anunciaba Apolek en los pueblos vecinos, una vez que lo expulsaron de la iglesia profanada. No le faltaban encargos. Y un año después, al llegar aquella incomprensible delegación del obispo de Schitomir, llamada por el desesperado cura de Novgorod, encontró en las cabañas más pobres y más pestíferas aquellos asombrosos retratos de familia, impíos, ingenuos y animados como las flores de un jardín tropical. Se veía el cabello gris de José partido en raya, un Jesús cosmetizado, la María del lugar, varias veces madre, con las rodillas esparrancadas... Todos esos cuadros sagrados estaban en un rincón rojo, adornado con coronas y flores de papel. —Os ha elevado a la santidad en vida —contestaba el vicario de Dubno y Novokonstantinof a la multitud que defendía a Apolek—. Os ha circundado con los imponderables atributos de la santidad, a vosotros, misteriosos destiladores de aguardiente; a vosotros, usureros sin compasión, a los que falseáis el peso, a los que comerciáis con la inocencia de vuestras hijas, tres veces caídos en el pecado de la desobediencia. —¿En qué conoce —replicó al vicario Witold, el tullido, un visionario y guarda del cementerio— el Señor, clemente y todopoderoso, la verdad, y quién puede decir algo de ella al pueblo que habita en las tinieblas? ¿No contienen los cuadros de pan Apolek, que halagan nuestro orgullo, más 28

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verdad que vuestras palabras llenas de reproche y de cólera altanera? La multitud alborotada obligó al vicario a escapar. La sublevación de los espíritus amenazaba la seguridad de los servidores de la Iglesia en los pueblos. El artista que debía remplazar a Apolek no se decidió a borrar las figuras de Elka ni del cojo Yanek. Por eso pueden verse todavía hoy esos retratos en el altar lateral de la iglesia de Novgorod: Yanek, un renegado cojo y horrible, de apóstol Pablo, y ella, la cortesana de Magdala, en confusa danza, extenuada y loca, con las mejillas hundidas. La lucha contra el clero duró treinta años. Después las hordas de cosacos desalojaron al viejo monje de su nido de piedra, y Apolek —¡oh, mudanzas del destino!— se quedó en la cocina de pani Elisa. Y allí saboreé yo, huésped de un momento, el vino de su plática. ¿De qué me habló? Me habló de los románticos tiempos de los nobles, del horror del fanatismo de las mujeres, del artista Luca della Robbia y de la familia del carpintero de Bethlem. —Tengo algo que decir al escritor —murmuró a mi oído Apolek misteriosamente antes de la cena. —Bueno, Apolek —le contesté—, ya le escucho... Pero pan Robatski, el conserje, gruñón y serio, huesoso y orejudo, se sienta muy cerca de nosotros, envolviéndose ceñudamente en el sudario de un silencio hostil. —Tenía que decir al señor... —murmura Apolek y me lleva a un lado— que Jesús, el hijo de María, estaba casado con Deborah, una muchacha de Jerusalén, de familia humilde. —Ese hombre ––gritó desesperado pan Robatski—, ese hombre no morirá en su lecho. ¡Le va a matar la gente! —Después de la cena —me susurró al oído Apolek en voz baja, apagada—. Después de la cena, cuando pan escritor esté animado. 29

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Aquello me agradaba. Intrigado por la comenzada narración de pan Apolek, paseé por la cocina de arriba abajo, esperando la hora prometida. Detrás de la ventana se alza la noche como una columna negra. En la ventana se pasma el jardín animado, oscuro. Lechoso y lúcido, a la luz de la luna, corre el camino de la iglesia. La carretera queda en una luz opaca; de los árboles penden como joyas señoriales brillantes frutos. El aroma de los lirios es puro y penetrante como alcohol. La respiración densa, intranquila, de la estufa, aspira la frescura de ese veneno y amortigua el resinoso bochorno del abeto que hay en la cocina. Apolek, con pañuelo rosa al cuello y un gastado pantalón, también rosa, está acurrucado en su rincón como un animal manso y decrépito. Su mesa está llena de engrudo y colores. El viejo trabaja con movimientos ligeros y limpios. De un rincón sale un quedo tamborileo rítmico. Son los dedos temblones del viejo Godofredo. El ciego está inmóvil, sentado al resplandor amarillento y untuoso de la lámpara. Con la calva gacha, escucha la música monótona de su ceguera y el murmullo de su eterno amigo Apolek. —Y lo que le cuentan al señor los popes y los evangelistas Marcos y Mateo, no es verdad... Pero puede decírsele la verdad al escritor, a quien yo le haría con mucho gusto un retrato de san Francisco con paisaje verde y el cielo al fondo. Ése sí que era un santo todo sencillez: san Francisco. Y si el señor escritor tiene una novia en Rusia... Las mujeres tienen predilección por san Francisco, aunque no todas las mujeres, panie. Así empezó, en un ángulo donde olía a abetos, la historia del matrimonio de Jesús con Deborah. Ésta tenía un novio —según palabras de Apolek. Su novio era un joven israelita que traficaba en marfil. Pero la noche nupcial de Deborah terminó con disgustos y lágrimas. Ella se sintió sobrecogida de temor al ver al hombre acercarse a su lecho. Angustiosos sollozos la ahogaban. Arrojó todo lo que había gustado en la comida de bodas. La ignominia cayó sobre De30

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borah, sobre su padre, sobre su madre y sobre toda su casta. El novio la abandonó sarcásticamente e invitó a los convidados a retirarse con él. Y cuando Jesús vio el indecible deseo de la mujer, ávida de un hombre y no obstante temerosa de él, se puso la vestidura del esposo y se unió lleno de compasión a Deborah, que yacía humillada. Entonces salió ella triunfalmente a donde estaban los convidados, miró de reojo disimuladamente, como una mujer que está orgullosa de haber agradado. Jesús estaba a un lado. Un sudor de muerte cubría su cuerpo y el aguijón del dolor atravesaba su corazón. Sin ser notado, salió de la sala en fiesta y se dirigió al desierto, al este de Judea, donde le esperaba Juan. Y Deborah trajo al mundo su primogénito... —¿Dónde está? —exclamé yo riendo y aterrado. —Los popes le han tenido escondido —contestó solemnemente Apolek y se llevó a su nariz de borracho el índice descarnado y yerto. —Pan artista —exclamó de pronto Robatski saliendo de la oscuridad y moviendo sus ojos grises—, ¿qué dice usted a esto? ¡Esto es una insensatez! —Sí, sí —dijo Apolek agachándose y cogiendo a Godofredo—; así es, así es, panie... Arrastró al ciego a la salida, pero acortó el paso en el umbral y me hizo una seña con el dedo. —Un san Francisco —murmuró guiñando los ojos— con un pájaro en el brazo, con una paloma o un jilguero...; lo que quiera, pan escritor. Y desapareció con el ciego, su eterno amigo... —¡Que insensatez! —le gritó Robatski, el conserje—. Este hombre no morirá en su lecho... Pan Robatski abrió la boca y bostezó como un gato. Yo me despedí y me fui a dormir a casa de mi judío andrajoso. Sobre la ciudad vacilaba la luna sin patria. Me fui con ella, y en mí renacieron pensamientos en germen y canciones medio olvidadas. 31

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EL SOL DE ITALIA

Ayer volví a sentarme en casa de pani Elisa, bajo la corona de verdes ramos de abeto. Estuve sentado junto a la estufa caldeada y rumorosa y regresé a casa muy avanzada la noche. Abajo, en la hoz, brillaba como un cristal el Sbrutsch oscuro, de corriente mansa. Mi alma, llena de pensamientos dolorosos y embriagadores, sonreía inconscientemente a alguien, y la fantasía, esa mujer venturosa y ciega, conjuraba en la niebla de julio figuras remotas. La ciudad incendiada, con sus columnas partidas y sus escombros profundamente enterrados, parecía flotar en el aire, ingrávida e irreal como un sueño. La desnuda luz lunar caía sobre ella a raudales inagotables, y yo esperaba, impaciente, que apareciese entre las nubes un Romeo, un Romeo vestido de raso que cantase de amor mientras, entre bastidores, un maquinista aburrido abría la llave de la luz de la luna. Calles azules, semejantes a vías lácteas que manasen de numerosos pechos, pasaban a mi lado. Temía encontrar en casa a mi vecino Sidorof, que invariablemente dejaba caer sobre mí la pata peluda de su nostalgia. Por suerte, aquella lechosa noche de luna no habló Sidorof una palabra. Se hallaba sentado entre libros y escribía. Sobre la mesa oscilaba una vela torcida, la présaga luz de desventura de todos los cogitabundos. Me senté a un lado, me adormecí y los sueños, como jóvenes gatos, saltaron en torno mío. Muy tarde ya, me despertó un ordenanza que llamaba a Sidorof al estado mayor. Salieron juntos, y yo me dirigí precipitadamente a la mesa en que Sidorof había escrito y hojeé un libro. Era un libro para aprender italiano, con una reproducción del Foro romano y el plano de la ciudad de Roma. El plano estaba marcado con cruces en muchas partes. Mi adormilamiento desapareció. Me incliné sobre la hoja ma32

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nuscrita y leí, con la sangre paralizada y las manos temblorosas, una carta extraña. Sidorof, el melancólico asesino, carmenaba los rosados vellones de mi fantasía y me arrastraba por los siniestros caminos de su locura metódica. La carta estaba abierta por la segunda página, pero no me atreví a buscar el principio: …el pulmón está atravesado y mi mente un poco alterada, como dice Sergei, mi inteligencia ha volado. Pero, bromas aparte... pasemos a la orden del día, querida amiga Victoria... He hecho la campaña de tres meses de Majno, una serie agobiadora de canalladas, nada más... Sólo Volin sigue ahí. Volin se complace en el papel de apóstol y, poco a poco, va deslizándose desde el anarquismo a la doctrina de Lenin. Horrible. Y padrecito Majno le escucha, se acaricia el polvoriento pelambre de sus rizos y por sus dientes podridos se desliza rápidamente, como una serpiente, su sonrisa cazurra. Y no sé si en todo esto no se esconde un grano corrupto de anarquía y si no tendremos nosotros que limpiaros la excelente nariz a vosotros, autofabricados miembros del comité central, "made in Karkof", vuestra autofabricada capital. Vuestros jóvenes no quieren acordarse ya de los pecados de su anarquista mocedad, y se ríen de nosotros desde la altura de su sabiduría política... El diablo se los lleve. Luego caí en Moscú. ¿Cómo fui a caer en Moscú? La juventud le atropellaba a uno con requisas y otras medidas. Yo, adolescente como era, me metí en medio. Me azotaron a conciencia y con razón. La herida no era de importancia; pero en Moscú, ¡ah Victoria!, en Moscú la miseria me dejó mudo. Las hermanas del hospital me llevaban todos los días un poco de sémola. Con devoto semblante, llevaban la sémola en una fuente grande, y yo odiaba aquella sémola, aquella alimentación falta de plan y a Moscú que estaba sujeto a él. En la Dieta me encontré con un puñado de anarquistas. O eran holgazanes o viejos medio locos. Fui al Kremlin, y propuse un plan para un trabajo positivo. Me acariciaron la 33

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cabeza y me prometieron nombrarme suplente si me enmendaba. ¿Y qué vino después? Después vino el frente, la caballería y la vida de soldado, con su olor a sangre fresca y a cadáveres. ¡Sálveme, Victoria! La política me vuelve loco, el aburrimiento me enferma. No, no me ayudará usted, y yo reviento aquí sin plan alguno. Y ¿quién puede desear que reviente un compañero inorganizado? Usted no, Victoria, novia que jamás llegará a ser mi mujer. Para eso tiene usted también sentimentalismo..., ¡el diablo se lo lleve! Y ahora al asunto. Me aburro en el ejército. A causa de mi herida no puedo montar a caballo; luego no puedo combatir. Haga valer su influencia, Victoria. Que me envíen a Italia. Estoy aprendiendo ahora italiano y lo hablaré dentro de dos meses. Italia fermenta. Ya hay allí mucho preparado. Faltan un par de tiros, y yo dispararé el primero... El rey es allí un buen hombre. Se hace popular y se deja retratar con socialistas domesticados para los periódicos familiares. En el comité central y en el comisariado del exterior no debe decir nada de los tiros ni del rey. De lo contrario, le acariciarán a usted también la cabeza y replicarán a todo: "romanticismo". Diga usted sencillamente que estoy enfermo, que soy un amargado, que perezco de tedio y que suspiro por el sol de Italia y por los plátanos ¿He merecido esto o no? Tengo que curarme, y con esto basta. Si no quisieran, que me manden entonces a Odesa, a la Cheka... Ésta sabe lo que quiere, y... ¡Que estúpida, qué injusta, qué neciamente escribo, amiga Victoria...! ¡Italia! Esta tierra se metió en mi corazón y allí sigue. La idea de ese país nunca visto me es grata como nombre de mujer, como su nombre, Victoria... Leí la carta y me volví a mi lecho revuelto y sucio. Pero no pude dormir. Al otro lado lloraba amargamente una judía embarazada, y el murmurar suspirante de su zancudo 34

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marido era la respuesta. Ambos pensaban en su propiedad perdida y su desventura irritaba al uno contra el otro. Al alba regresó Sidorof. La vela que ardía en la mesa se estaba extinguiendo. Sidorof sacó de la polaina otra vela, y lenta y pensativamente apretó con ella el cabo gastado de la anterior. Nuestro cuarto quedó a oscuras. Todo exhalaba allí nocturno y húmedo olor nauseabundo. Sólo la ventana, bañada por la luna, resplandecía como una liberación. Mi atormentado vecino escondió inmediatamente la carta. Volvió a sentarse, a replegarse sobre la mesa, inclinado sobre el plano de Roma. Ante su rostro oliváceo, inexpresivo, se abría el magnífico libro de lomo dorado. Allí estaban las ruinas del Capitolio y del Coliseo a la luz del ocaso. Entre las hojas grandes y satinadas del libro había un retrato de la familia real: una hoja arrancada de un almanaque en la que se veía al simpático y débil rey Víctor Manuel, con su mujer, de negra cabellera, el príncipe heredero Humberto y una nidada de princesas... Así fue la noche: llena de lejanos y graves rumores; en la húmeda oscuridad, un resplandor cuadrado y, dentro de él, el rostro cadavérico de Sidorof, una máscara muerta sobre el fulgor amarillo de una vela.

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GUEDALYE

En la noche del sábado me agobia siempre la densa tristeza de los recuerdos. Esa noche mi abuelo, con su barba amarillenta, se inclinaba profundamente en otro tiempo sobre los libros Ibn-Ezra, y mi abuela, con su cofia puntiaguda, hacía movimientos extraños con los dedos sarmentosos sobre los candelabros y lloraba dulcemente. Esa noche se mecía en mi corazón infantil como un barquichuelo sobre encantadas olas. ¡Oh, libros viejos, talmúdicos, de mi niñez! ¡Oh, profunda tristeza de los recuerdos! Deambulo por Schitomir buscando el tímido lucero. Junto a la vieja sinagoga, junto a sus muros amarillentos e indiferentes, viejos judíos venden greda, azulina y mechas. Son judíos de barbas, como los profetas, con harapos sobre el pecho ardiente y hundido... Delante de mí está el mercado y la muerte del mercado. El alma grasa de lo superfluo está muerta; de las puertas de los comercios penden mudos cerrojos y el granito de la calle está liso como una calavera. El tímido lucero... brilla y se apaga... El éxito vino después. El éxito vino poco antes de la puesta del sol: la tienda de Guedalye está escondida entre los comercios cerrados. Dickens, ¿dónde estaba aquella noche tu sombra benévola? En aquella prendería hubieras encontrado zapatos dorados y cables marinos, un compás viejo y un águila rellena, una escopeta de cazador, grabados del año 1810, y una cacerola rota. Guedalye, el dueño de la tienda, bajo, con anteojos ahumados y una levita hasta los pies, mide en el rosáceo vacío de la tarde sus tesoros. Se restriega las manos, carmena su barba gris y escucha atentamente, con la cabeza baja, voces imperceptibles que vienen a buscarle. 36

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Aquella tienda parece la caja de un muchacho pretencioso y aplicado que un día será profesor de botánica. En esa tienda se pueden encontrar también botones y una mariposa disecada. Su diminuto señor se llama Guedalye. Todos abandonaron ya el mercado. Sólo Guedalye queda en él, girando en el laberinto de globos, caretas y flores marchitas, sacudiendo el polvo con un plumero de colorines hecho con plumas de gallo y soplando las flores muertas. Nos sentamos en unos barriles de cerveza. Guedalye arrolla su barba rala y la extiende de nuevo. Su sombrero de copa se cierne sobre nosotros como un torreón negro. Un aire cálido nos envuelve. El cielo cambia de color; del frasco vertido allá arriba fluye una sangre tenue. Me envuelve un ligero olor a moho. —¿Revolución? ¡Bueno! Diremos que sí a la revolución. ¿Vamos por eso a decir que no al sábado? —así empezó Guedalye, envolviéndome con la mirada de sus ojos color de humo—. Sí, yo llamo a la revolución, la llamo, la llamo; pero se me esconde y no se hace notar más que por tiros... —El sol no penetra en ojos cerrados —le digo al viejo—, pero nosotros abriremos los ojos cerrados. —El polaco me ha cerrado los ojos —murmura el viejo apenas perceptiblemente—; el polaco, el perro infame. Coge a los judíos y les arranca la barba... ¡Ah, perro! Y ahora le baten al perro infame... Esto es admirable. Esto es la revolución. Y luego viene a mí y me dice, la que ha batido a los polacos: "Trae acá tu gramófono, Guedalye". "Me gusta la música, panie" —contesto a la revolución—. "Tú no sabes lo que te gusta, y yo tengo que disparar, Guedalye, porque soy la revolución"... —Tiene que disparar, Guedalye —interrumpo al viejo––, porque es la revolución. —Pero el polaco ha disparado, mi afable panie, porque es la contrarrevolución. Vosotros dispararéis porque sois la revolución. Ahora bien: la revolución es un placer, y un placer no aguanta huérfanos en casa. Una persona buena hace 37

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cosas buenas. La revolución es una buena cosa de los hombres buenos. Pero los hombres buenos no matan; luego, la revolución la hacen los hombres malos. Pero los polacos son también hombres malos. ¿Quién le va a decir entonces a Guedalye dónde hay revolución y dónde contrarrevolución? En otro tiempo estudié el Talmud y me gustaban los comentarios de Rasche y los escritos de Maimónides. Y en Schitomir viven todavía otros hombres sabios. Y todos nosotros, nosotros, la gente que sabemos, nos arrojamos contra el suelo, gritando a voz en cuello: ¡Ay de nosotros! ¿Dónde está la dulce revolución? El viejo se calló. Y contemplamos la primera estrella que se abría camino en la Vía Láctea. —El sábado empieza —anunció Guedalye solemnemente—. Los judíos deben ir al templo, pan compañero —dijo, se levantó, y el sombrero de copa, como un negro torreón, vaciló en su cabeza—. Traed a Schitomir un par de hombres buenos. ¡Ay, en nuestra ciudad hay falta de ellos; hay falta de ellos!... Traed hombres buenos y les daremos todos los gramófonos. Somos ignorantes. ¿La Internacional?... Nosotros sabemos lo que es la Internacional, y también yo quiero la Internacional de los hombres buenos, y todas las almas deben ser registradas y recibir la ración alimenticia de la primera categoría. Ahí tienes, alma, come, goza de tu placer en la vida. ¡La Internacional! ¿Sabe usted, pan compañero, con qué se come...? —Se come con pólvora —le contesté al viejo— y se adoba con la mejor sangre... Y el nuevo sábado salió de la azul oscuridad y se dejó caer sobre su silla. —Guedalye —dije—, hoy es viernes y la noche ha entrado ya. ¿Dónde puede encontrarse una rosquilla judía, un vaso de té judío y algo de ese ex-Dios en el vaso de té...? —En ningún sitio —me respondió Guedalye y puso el candado a la puerta—. En ningún sitio. Al lado hay una 38

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fonda que antes estaba en manos de buenas gentes, pero ahora ya no se come allí, ahora se llora... Y abrochándose los tres botones de su levita, sacudiéndose el polvo con el plumero de plumas de gallo, se echó un poco de agua en las manos blanduchas y se alejó, diminuto, solo, meditabundo, con su sombrero de copa en la cabeza y un gran libro de versos debajo del brazo. El sábado empezó y Guedalye, el fundador de una Internacional irrealizable, se fue a orar al templo.

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LA ESTRATEGIA DE MAJNO

Me mandaron del estado mayor un cochero de treinta y nueve años, llamado Grischtschuk. Cinco años había pasado Grischtschuk prisionero en Alemania; se había fugado hacía unos meses; había atravesado Lituania y el noroeste de Rusia; había llegado hasta Volinia y, por último, una fanática comisión de reclutamiento le coge en Belef y le vuelve a la milicia. No había más que cincuenta kilómetros hasta el distrito de Kremenezker, de donde procedía Grischtschuk. En el distrito de Kremenezker tenía mujer e hijos. Hacía cinco años y dos meses que no había vuelto a casa. La comisión de reclutamiento le hizo cochero mío, y dejó de ser un paria a los ojos de los cosacos. Yo disponía de un carruaje con cochero. ¡Un carruaje! Esta palabra formaba la base del triángulo en que se concentraba nuestra vida: el matar––el carruaje––el caballo... El coche —ya se tratase de la calesa de un pope o de un funcionario del juzgado o de un sencillísimo carro corriente— ganó importancia por los caprichos de la guerra civil y se convirtió en un arma de combate móvil y terrible; creó una nueva estrategia y una nueva táctica; cambió el acostumbrado semblante de la guerra y produjo héroes y genios del carro. Así fue Majno, a quien nosotros vencimos, que había hecho del carro el eje de su estrategia misteriosa y astuta. Aquel Majno que suprimió la infantería, la artillería y hasta la caballería, y para sustituir aquellas pesadas masas montó en carros trescientos fusiles automáticos. Aquel Majno, tan diverso como la naturaleza. Carros de heno en línea de batalla conquistaban ciudades. Un cortejo nupcial que pasaba en sus coches ante el comité ejecutivo de un distrito, apenas llega abre un fuego concéntrico, y un pope flaco despliega la bandera negra de la anarquía y exige de las autoridades la entrega de la burguesía, la entrega del prole40

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tariado, vino y música. Un ejército de carros semejantes dispone de inauditas posibilidades para maniobrar. Budienny no le fue en esto a la zaga a Majno. Es difícil derrotar a un ejército así, e insensato provocarle a combate. Una máquina escondida en un montón de heno, un vehículo que puede meterse en la granja de un campesino, es una activa unidad de combate que se desvanece. Los puntos que se obtienen son cantidades de una adición desconocida cuya suma la da la estructura del pueblo ukranio, como era hace muy poco todavía: salvaje, levantisco y egoísta. En una hora pone Majno en pie de guerra un ejército así, con las municiones escondidas en todos los rincones. Y menos todavía necesita para hacerle desaparecer de nuevo. Entre nosotros, en la caballería regular de Budienny no predominaba tanto el carruaje; pero de todos modos todas nuestras secciones de artillería no iban más que en tales vehículos. La fantasía de los cosacos distingue dos clases de carruajes: el coche del colono y la calesa judicial. Lo cual, por otra parte, no es un descubrimiento, sino una diferencia que existe de hecho. En el coche judicial, esa calesa de funcionarios del tribunal, desvencijada, hecha sin cariño y sin ingenio, traqueteaban antes por las llanuras del trigo de Kubán los cuerpos miserables, de nariz alcohólica, de los funcionarios, un tropel de hombres siempre soñolientos, siempre apresurados para cobros y registros. En cambio, los coches de los colonos llegaban a nuestro país procedentes de Samara o del Ural, de las ricas colonias alemanas situadas junto al Volga. Los anchos adrales de encina de esos carros están adornados con pintura casera, con grandes guirnaldas de rojos colores. El sólido piso está ferreteado. La armazón descansa sobre muelles que no se oxidan. En esos muelles, que ahora se quiebran por las estropeadas carreteras de Volinia, está almacenado el sudor de muchas generaciones. 41

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Estoy encantado con mi nueva posesión. Todos los días enganchamos después de la comida. Grischtschuk saca los caballos de la cuadra. Van ganando de día en día. Ya descubro con orgullosa satisfacción un brillo mate en sus flancos almohazados. Les frotamos sus patas hinchadas, les recortamos las crines, los enjaezamos a la cosaca —con ese maremágnum, ese revoltijo de correas secas—, y salimos del patio al trote, Grischtschuk se sienta a un lado en el pescante. Mi asiento de cretona basta está relleno de heno y exhala un perfume de intimidad. Las altas ruedas chillan en la arena blanca y gorda. En la tierra se han pintado con encendidas amapolas campos cuadrados y en las colinas brillan iglesias destrozadas. Encima del camino se alza una estatua morena de santa Úrsula, con los brazos redondos y desnudos, en un nicho acribillado a balazos. Y unas letras finas, medievales, tejen una cadena irregular sobre el oro de la fachada, que se ha vuelto negro: "Honor a Jesús y a su madre celestial". Muertos lugares judíos rodeados de posesiones polacas. En las paredes de ladrillo que las cercan, brilla el blanco pavo, visión de serenidad en la azul lejanía. Oculta por chozas ruinosas se acurruca en la tierra miserable la sinagoga ciega y hendida, redonda como el sombrero de una chassida. Judíos desmirriados se tambalean tristes por las encrucijadas de los caminos. Y en mi recuerdo se ilumina la imagen de los judíos meridionales, joviales, barrigudos, chispeantes como el vino barato. No puede compararse con eso el amargo orgullo de estos otros de largas espaldas, huesudos, de barbas rucias y trágicas. A sus rasgos ardientes, atormentados, pronunciadísimos, les falta la grasa, la cálida circulación de la sangre. Los movimientos de los judíos galicianos y volinianos son desenfrenados, violentos, faltos de gusto, pero la fuerza de su dolor es de una austera sublimidad y el íntimo desprecio hacia el panie es infinito. Observándolos, comprendí la ardiente historia de ese país, los relatos de talmudistas que al mismo tiempo arrendaban fondas, de 42

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rabinos que eran usureros, de muchachas forzadas por mercenarios polacos y que provocaban duelos entre los magnates.

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EL RABINO

Todo es mortal. Vida eterna no es concedida más que a las madres. Si la madre no pertenece ya a los vivientes, deja detrás de ella un recuerdo que todavía no se ha atrevido a profanar nadie. El recuerdo de la madre nos nutre de piedad, como el océano, el océano sin límites, nutre a los ríos que surcan la tierra... Así hablaba Guedalye, grave, sugerente. La tarde moribunda le envolvía en el rojo hálito de su tristeza. El viejo continuó: —En las mansiones del chassidismo escudriñadas por las pasiones están rotas las puertas y ventanas; mas, no obstante, es inmortal como el alma de la madre. Perennemente permanece el chassidismo con sus órbitas derramadas en la encrucijada de las furiosas tempestades de la historia. Así hablaba Guedalye, y después de haber orado en la sinagoga me llevó a casa del rabino Motale, el último rabino de la dinastía de Chernobyle. Me dirigí con Guedalye a la calle principal. En la lejanía brillaban las iglesias blancas como campos de alforfón. Detrás de nosotros sonó un tiro. Dos campesinas encinta con sonoros collares salieron de la puerta y se sentaron en el banco. Una tímida estrella alumbró en la liza anaranjada de la muerte del sol. Y la calma del sábado se cernió sobre los tejados oblicuos del ghetto de Schitomir. —Aquí —susurró Guedalye, indicando una larga casa de fachada deteriorada. Entramos en un cuarto pétreo y vacío como un depósito de cadáveres. El rabino Motale estaba sentado a la mesa, rodeado de posesos y embaucadores. Llevaba un gorro de marta y una vestidura blanca atada a la cintura con una 44

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cuerda. Estaba sentado con los ojos cerrados, acariciándose con sus dedos flacos el vello amarillento de su barba. —¿De dónde viene el judío? —me preguntó levantando los párpados. —De Odesa —le contesté. —Piadosa ciudad —dijo de pronto el rabino en voz más alta que de costumbre—. La estrella de nuestro destierro, el forzoso venero de nuestros cánticos. ¿En qué se ocupa el judío? —Pongo en verso las peregrinaciones del señor de Ostropol. —¡Gran obra! —murmuró el rabino y cerró los párpados—. El chacal aúlla cuando está hambriento. Sólo el sabio rasga con su risa el velo de la existencia. ¿Qué ha aprendido el judío? —La Biblia. —¿Qué busca el judío? —Alegría. —Reb Mordsche —dijo el servidor del templo sacudiendo su barba—, este joven va a sentarse a la mesa y va a cenar esta noche de sábado con los demás judíos. Tiene que alegrarse de vivir y de no haber muerto todavía, tiene que batir palmas cuando sus vecinos dancen, tiene que beber vino cuando se le dé vino. Y Reb Mordsche, un viejo clown de párpados oblicuos y grandes, un viejo giboso con la estatura de un niño de diez años, se me acercó inmediatamente. —¡Ah, mi querido joven! —dijo el desarrapado Reb Mordsche haciéndome un guiño—. ¡Cuántos locos ricos he conocido en Odesa! Siéntese a la mesa, joven, y beba del vino que no le han de dar... Y nos sentamos todos en fila —los endemoniados, los embaucadores, los papanatas. En el rincón gemían aún sobre el libro de rezos, judíos de anchas espaldas que semejaban pescadores y apóstoles. Guedalye, con su bata verde, dormía junto a la pared como una avecilla de color. Y de 45

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repente veo a espaldas de Guedalye a un joven con los rasgos de Spinoza, con la pesada frente de Spinoza y el enfermizo rostro de una monja. Fumaba y temblaba al mismo tiempo como un fugitivo a quien se llevara de nuevo a la prisión. El andrajoso Mordsche se acercó a él por detrás, le arrancó el cigarillo de la boca y se volvió en seguida hacia mí. —Es Ilia, el hijo del rabino —gimió Mordsche volviendo hacia mí sus párpados desfigurados, con equimosis—. El hijo maldito, el último hijo, el hijo rebelde... Mordsche amenazaba al joven con su puño diminuto y le escupió a la cara. —¡Alabado sea el Señor! —resonó al mismo tiempo la voz del rabino Motale Bratslavski. Y con sus dedos de monje partió el pan—. Alabado sea el Dios de Israel que nos ha elegido entre todos los pueblos de la tierra... El rabino bendijo la cena y nos sentamos a la mesa. Detrás de la ventana pastaban los caballos y gritaban los cosacos. El desierto de la guerra bostezaba a la ventana. Y el hijo del rabino fumaba en el silencio de la oración un cigarrillo tras otro. Cuando terminó la cena me levanté el primero. —Querido joven —murmuró Mordsche a mi espalda tirándome del cinturón—. ¿De qué vivirían los santos si no hubiera en la tierra más que ricos malos y pobres vagabundos? Le di dinero al viejo y salí a la calle. Me separé de Guedalye y me marché a casa, a la estación, donde me esperaba el frenesí de los centenares de luces de la imprenta, los mágicos fulgores de la estación radiotelegráfica, el rodar sin tregua de las máquinas y el artículo inconcluso para el periódico El Jinete Rojo.

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LAS ABEJAS

Me dan lástima las abejas. Los ejércitos enemigos las aniquilaron. En Volinia no queda una abeja. Hemos destruido enjambres de un valor incalculable. Los hemos ahumado con azufre y volado con pólvora. La humareda de los restos despedía un olor horrible en la sagrada república de las abejas. Al morir, su vuelo era lento y su zumbido apenas perceptible. Como no teníamos pan, nos procurábamos miel con el sable. En Volinia no queda una abeja. La crónica de los crímenes diarios me atormenta incesantemente como una enfermedad del corazón. Ayer fue el primer combate en Brody. Nos habíamos extraviado sobre la tierra azul, pero ni yo ni mi amigo Afonka Bida lo presentíamos. Los caballos recibieron el pienso temprano. La cebada estaba alta, el sol brillaba magníficamente y el alma, que no había merecido aquel cielo radiante y vagaroso, estaba ávida de tormentos prolongados. Por eso obligué a inclinarse ante mi dolor a los labios inmóviles de Afonka. —Las mujeres en los pueblos hablan de las abejas y de su espíritu —contestó mi amigo el comandante del escuadrón—, hablan mucho sobre ello. Si los hombres han infligido o no un dolor a Cristo, sólo en el curso del tiempo lo reconocen los hombres. "Pero ahí tenéis —dicen las comadres en los pueblos— a Cristo padeciendo en la cruz. Todos los insectos vuelan hacia él para atormentarle. Pero él los mira y se contrista. Sólo a los mosquitos innumerables no los ve. Y la abeja vuela también alrededor de Cristo... "—Pícale —dice el mosquito a la abeja—, pícale y nosotros cargamos con la culpa. "—No puedo —dice la abeja alejándose de Cristo—. No puedo hacerlo porque es hijo de un carpintero" 47

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—Hay que tener en cuenta —concluye Afonka, mi comandante de escuadrón—que también la abeja debe padecer. También nosotros nos atormentamos por ella... Afonka hizo con la mano ademán de arrojar algo y empezó a entonar una canción. La canción del potro overo. Ocho cosacos de Afonka comenzaron a cantar con él, y hasta Grischtschuk, que estaba adormecido en el suelo, se echó el gorro a un lado. El potro overo, llamado Dschigut, pertenecía a un capitán de cosacos que se había emborrachado con vodka en la fiesta de la degollación de Juan. Así cantaba Afonka con extensa voz y se iba durmiendo poco a poco. Dschigut era un potro fiel, y el capitán de cosacos no conocía límites a sus deseos en las fiestas. Los deseos de aquel día eran cinco vasos grandes llenos. Después del cuarto montó en el potro el capitán y le guió hacia el cielo. La subida fue larga, pero Dschigut era un potro fiel. Llegaron al cielo, y allí se acordó el capitán de cosacos del quinto vaso. Pero el último vaso había quedado en la tierra. Entonces el capitán de cosacos lloró sus afanes estériles. Lloraba, y Dschigut miraba a su amo y meneaba las orejas. Así cantaba Afonka mientras se iba durmiendo. La canción se evapora como humo. Cabalgamos hacia la heroica puesta del sol, cuyos férvidos raudales se derraman sobre los paños abigarrados de los campos. La calma se hace púrpura. La tierra semeja el lomo de un gato cubierto con la piel tornasolada de los agros. En una colina se agazapa la blanca aldea de Klekoty. Detrás de ella nos espera la visión de Brody, la ciudad muerta y demolida. Pero en Klekoty nos salió un tiro a la cara. En una colina vigilaban dos soldados polacos. Sus caballos estaban atados a una estaca. Una batería ligera enemiga se dirigió velozmente a la colina. En fila, a lo largo del camino, estaban los proyectiles. —¡Adelante! —dijo Afonka. Y desaparecimos. 48

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¡Oh Brody! Las momias de tus pasiones holladas avientan hacia mí su veneno irresistible. Ya siento el frío de la muerte en mis órbitas llenas de lágrimas yertas. Pero el galope violento me lleva lejos de las piedras removidas de tus sinagogas.

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MI PRIMER GANSO

Savitski, el comandante de la sexta división, se levantó al verme, y me quedé asombrado de la belleza de su figura corpulenta. Se levantó con la púrpura de su pantalón de montar, ladeada la gorra color grosella, con sus condecoraciones cosidas al pecho, y pareció que partía en dos la choza, como un estandarte el cielo. De él emanaba un aroma de ricos perfumes y el olor insípido y frío del jabón. Sus piernas largas semejaban doncellas embutidas hasta los hombros en brillantes botas de charol. Me sonrió, golpeó con el látigo en la mesa y rápidamente cogió la orden que acababa de dictar el comandante del estado mayor. Era la orden a Iván Tschesnokof de avanzar con el regimiento a su mando en la dirección de TschugunofDobryvodka y aniquilar al enemigo caso de que opusiera resistencia... "...hago precisamente responsable de ese aniquilamiento —escribió el comandante de la división, ensuciando para ello todo el pliego— a ese Tshesnokof, bajo amenaza del más severo castigo, que ejecutaría en el acto; lo cual, compañero Tschesnokof, apenas dudará usted, pues no es el primer mes que trabaja usted conmigo en el frente..." El comandante de la división puso su enmarañada firma debajo de la orden, se la arrojó al ordenanza y volvió hacia mí sus ojos grises, en los cuales chispeaba la alegría. —Habla —gritó, y chasqueó el látigo en el aire. Luego me leyó un papel, en cuya virtud quedaba yo adscrito al estado mayor de la división. —Vale como orden —dijo el comandante de la división––. Excepto mujeres, puede contarse con todos los placeres. ¿Sabes leer y escribir?

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—Sé leer y escribir —contesté yo, envidiándole al comandante el hierro y el fuego de su juventud—. Soy estudiante de derecho de la Universidad de Petrogrado. —Entonces perteneces a los señores de Kinderbalsan — exclamó sonriente—. Y con unos anteojos en la nariz... ¡Valiente mozo! Gente como tú nos mandan sin consultarnos, pero aquí no queremos a la gente de anteojos. ¿Quieres quedarte con nosotros? —Con mucho gusto —contesté, y me fui con el sargento a buscar alojamiento en el pueblo. El sargento llevó mi maleta al hombro. La calle del pueblo se presentaba ante nosotros redonda y amarilla como una calabaza. El sol, moribundo, dejó sus resplandores rosa en el cielo. Llegamos a una choza con adornadas vigas. El sargento se detuvo y de repente me dijo, con una sonrisa culpable: —Aquí tenemos una verdadera calamidad con la gente de gafas. Nuestros hombres no la dejan en paz. Llega uno con la más alta distinción y se le irrita hasta sacarle de sus casillas. Si usted consiguiese deshonrar a una dama, a una verdadera dama, habría usted ganado a los soldados... Quedó todavía un momento parado con mi maleta al hombro, se me acercó, retrocedió luego violentamente y se precipitó en el primer patio, donde había unos cosacos sentados sobre el heno, afeitándose unos a otros. —Soldados —dijo el sargento dejando en el suelo mi maleta—: ahí hay un hombre a quien por orden del compañero Savitski tenéis que admitir en vuestro cuartel; pero sin hacer tonterías, porque es un hombre que durante sus estudios ha sufrido por nosotros. El sargento enrojeció y se marchó sin volverse. Yo llevé la mano a la gorra y saludé a los cosacos. Un jovencillo de rubio pelo liso, peinado hacia abajo, y de hermosísimo rostro de riazano, cogió mi maleta y la tiró fuera de la puerta. Luego me volvió el trasero y con una destreza extraordinaria empezó a soltar ruidos desvergonzados. 51

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—¡Tiro cero-cero! —le dijo riendo un cosaco más viejo—. ¡Fuego rápido! El joven terminó con su pobre arte y se alejó. Entonces, arrastrándome por el suelo, recogí todos mis manuscritos y los trajes viejos y rotos que se habían salido de la maleta. La recogí y la llevé al otro lado del patio. En la choza humeaba sobre unos ladrillos un caldero, donde se cocía carne de cerdo. Humeaba como humea a lo lejos en el pueblo la casa paterna, y el hambre se mezclaba en mí a una infinita soledad. Tapé con heno mi maleta rota, hice de ella una cabecera y me tumbé en tierra para leer en Pravda el discurso de Lenin en el segundo Congreso Comunista. El sol caía sobre mí, atravesando el festón de las colinas. Los cosacos saltaban por encima de mis piernas; el jovencillo se burlaba incesantemente de mí y las líneas queridas venían hacía mí por un camino de espinas sin alcanzarme. Tiré el periódico y me dirigí a la patrona, que devanaba hilo en la escalera. —Patrona —dije—, quiero comer algo. La vieja dirigió hacía mí el blanco apagado de sus ojos medio ciegos y volvió a bajarlos inmediatamente. —Compañero —dijo después de un corto silencio—, por todas estas cosas preferiría colgarme. —¡Maldita! —murmuré yo malhumorado y pegué a la vieja con el puño en el pecho—. No voy a perder mucho tiempo con vosotros... Me volví y vi un sable extraño allí cerca. Un admirable ganso se bamboleaba por el patio, arreglándose despreocupadamente el plumaje. Le eché mano y lo aplasté contra la tierra. La cabeza del ganso crujía bajo mi bota, crujía y sangraba. El blanco pescuezo yacía estirado en el estiércol y las alas se alzaban sobre el cuerpo del ave muerta. —¡Maldita! —dije atravesando al ganso con el sable—. Patrona, ásemelo. La vieja, cuyos ojos medio ciegos brillaban detrás de sus gafas, levantó el ave, le envolvió en su delantal y se deslizó en la cocina. 52

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—Compañero —dijo después de un silencio—, quisiera colgarme––. Y cerró la puerta tras de sí. Entretanto, los cosacos se habían sentado en el patio alrededor de su caldero. Estaban inmóviles, erguidos como sacrificadores, sin mirar al ganso. —El mozo encaja aquí —dijo uno de ellos, me hizo una señal y sacó del caldero una cuchara de caldo. Los cosacos cenaron con la atiesada dignidad de campesinos que se estiman mutuamente. Limpié el sable con arena y me marché a la puerta. Extenuado y rendido, me volví. La luna colgaba ya del patio como un pendiente barato. —Hermano —dijo de pronto Surovkof, el cosaco más viejo—, siéntate con nosotros y come hasta que esté arreglado tu ganso. Sacó de la polaina su cuchara de reserva y me la dio. Tomamos el caldo que habían cocido ellos mismos y comimos la carne de cerdo. —Y ¿qué dicen los periódicos? —preguntó el jovencillo del rubio pelo liso haciéndome sitio. —En el periódico escribe Lenin —dije sacando Pravda––. Lenin escribe que en Rusia hay una gran escasez de todo. Y en alta voz, como un tardo de oído, entusiasmado, leí a los cosacos el discurso de Lenin. La noche me envolvió en la vivificante humedad de su niebla; la noche puso sus manos maternales en mi frente abrasadora. Leí alegre y espié el pensamiento misterioso y retorcido de los cosacos con el pensamiento luminoso de Lenin. —La verdad salta a la vista —dijo Surovkof cuando terminé la lectura—, pero no llega uno a verla. Sin embargo, él la coge de golpe como las gallinas el grano. Esto dijo de Lenin, Surovkof, el jefe del escuadrón del estado mayor, y nos fuimos al pajar a dormir. Allí dormimos de seis en seis, entrelazando las piernas para calentarnos bajo aquel techo agujereado que dejaba pasar las estrellas. 53

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Yo veía mujeres en el sueño. Sin embargo, mi corazón, rojo de muerte, suspiraba y sangraba.

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LA MUERTE DE DOLGUSHOV

La nube de la batalla se iba acercando a la ciudad. Hacia el mediodía pasó galopando a nuestro lado, con su negro capote de fieltro, Korotschayef, el despreciado comandante de la cuarta división, que ahora luchaba solo, buscando la muerte. Al pasar me dijo: —Nuestras comunicaciones están rotas. Radsivilof y Brody están ardiendo. Y partió velozmente de allí con su capote flotando al viento, todo negro, con pupilas como carbones. En la planicie, lisa como una tabla, se agrupaban las brigadas. El sol rodaba entre una roja polvareda. En las zanjas mascaban algo los heridos, sentados. Las enfermeras, tendidas en la hierba, cantaban a media voz. Las patrullas de Afonka recorrieron el campo rebuscando en los uniformes de los cadáveres. Afonka se me adelantó dos pasos y dijo, sin volver la cabeza: —Esta vez no nos han pegado mal. Tan seguro como dos y dos son cuatro. Se dice que van a destituir al comandante. La gente ya no tiene confianza en él... Los polacos se han acercado al bosque, colocando ametralladoras en algunos puntos, a tres kilómetros de nosotros. Los proyectiles graneaban silbando. Su lamento se henchía insoportablemente. Los proyectiles caían en tierra y se metían en ella vibrantes de impaciencia. Witiagaichenko, el comandante del regimiento, que roncaba al sol, gritó en sueños y despertó. Montó a caballo y se puso a la cabeza del escuadrón. Su rostro estaba estrujado, lleno de rayas coloradas por la postura incómoda. Sus bolsillos iban llenos de ciruelas. —¡Hijos de perra! —refunfuñó irritado, escupiendo el pepitón—. ¡Maldito aburrimiento! Timoschka, iza la bandera. 55

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—¿Avanzamos? —preguntó Timoschka, sacando el asta del estribo y desplegando la bandera, en la que había pintada una estrella y escrito algo de la III Internacional. —Ya se verá —contestó Witiagaichenko, y de pronto gritó estentóreamente: —¡Muchachos, a montar! Reunid la gente... Los cornetas tocaron alarma. El escuadrón se formó en columna. De los fosos salió arrastrándose un herido que, poniéndose la mano delante de la cara, dijo a Witiagaichenko: —Taras Grigorievich, soy delegado...; parece como si tuviéramos que quedarnos aquí rezagados... —Arreglaos como podáis... —gruñó Witiagaichenko poniendo sus manos al caballo. —Tememos, Taras Grigorievich, que no nos las podamos arreglar de ningún modo —exclamó tras él el herido. —Dejadme en paz —dijo volviéndose Witiagaichenko—. No os voy a dejar atrás —y tiró de las riendas. Inmediatamente resonó la sollozante voz femenina de mi amigo Afonka Bida: —No galopees ahora, Taras Grigorievich; tenemos que recorrer cinco kilómetros. ¿Cómo vamos a pelear si los caballos están cansados? No tan de prisa, que tiempo te queda para morder la hierba. —¡Adelante! —ordenó Witiagaichenko sin levantar la vista. El regimiento montó a caballo. —Si es verdad lo que se dice del comandante de la división —murmuró Afonka—; si es verdad que le destituyen, ya podemos largarnos. Las lágrimas humedecieron sus ojos. Miré a Afonka lleno de asombro. Se volvió como una peonza, echó mano a su gorra y suspiró. Lanzó después un grito de combate y partió a rienda suelta. Grischtschuk, con el pesado carro, y yo, nos quedamos solos y anduvimos vagando hasta la noche entre casas ar56

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diendo. El estado mayor de la división había desaparecido. Otros destacamentos no quisieron acogernos. Los polacos ocuparon Brody, pero fueron desalojados de allí por un contraataque. Nos aproximamos al cementerio de la ciudad. Detrás de las tumbas surgió una patrulla polaca que quiso avanzar hacia nosotros con los fusiles en alto. Grischtschuk volvió grupas, lanzando su carro a toda marcha. El viento aullaba. —¡Grischtschuk! —exclamé yo en el viento ululante. —¡Un juego de niños! —contestó él tristemente. ––Estamos perdidos —dije yo con el entusiasmo de la muerte—; estamos perdidos, padrecito. —¿Para qué los afanes de las mujeres? ––dijo él más tristemente aún—. ¿Para qué el noviazgo, para qué la boda, para qué se alegran los parientes? En el crepúsculo de la tarde se encendió una franja rosa y volvió a extinguirse. La Vía Láctea apareció entre las estrellas. —Es cosa de risa —dijo Grischtschuk amargamente, indicándome con el látigo un hombre que estaba sentado en el camino—. Es cosa de risa. ¿Por qué se afanan las mujeres? El hombre que estaba sentado en el camino era Dolgushov, el telefonista. Con las piernas tendidas, nos miraba es-tupefacto. —Me muero —nos dijo Dolgushov cuando nos acercamos—. ¿Comprendéis? —Comprendemos —contestó Grischtschuk parando el caballo. —Tenéis que gastar un tiro para mí —dijo Dolgushov seriamente. Estaba recostado contra un árbol. Sus botas temblaban. Sin separar los ojos de mí, levantó con cuidado su camisa. Tenía el vientre abierto; los intestinos le salían hasta las rodillas, y se podía ver el latido del corazón. Dolgushov añadió: 57

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—Si vienen los polacos se van a reír de mí. Ahí están mis papeles...; escribid a mi madre cuándo y cómo... —No —contesté yo broncamente, metiendo espuelas al caballo. Dolgushov abrió sus manos, mirando incrédulo las azules palmas. —¿Te marchas? —murmuró desplomándose—. Márchate, inmundo. El sudor me corría por el cuerpo. Las ametralladoras martilleaban cada vez más fuerte, con una tenacidad histérica. Envuelto en los rayos del crepúsculo, galopaba Afonka Bida hacia nosotros. —Ya les tiroteamos —gritó alborozado—. ¿Qué pasa aquí? Le señalé a Dolgushov con el dedo y partí. Estuvieron hablando los dos un breve rato. No oí una palabra. Dolgushov alargó a mi amigo su libro de pagas. Afonka se lo guardó en la polaina y disparó un tiro en la boca a Dolgushov. —Afonka —le dije con una sonrisa lastimera acercándome al cosaco—, yo no tuve valor. —¡Marcha! —exclamó completamente pálido—. ¡Te mato! Vosotros, los de las gafas, tenéis compasión de nosotros como el gato del ratón... Y apretó el gatillo... Continué al paso sin volverme, sintiendo en la espalda frío y muerte. —Deja eso —oí detrás de mí a Grischtschuk—. No hagas tonterías —y cogió a Afonka por el brazo. —¡Canalla! —gritó Afonka—. No se librará de mi mano... Grischtschuk me alcanzó en la encrucijada. Afonka había desaparecido. —Ahí tienes, Grischtschuk —le dije—; hoy he perdido a Afonka, mi mejor amigo. Grischtschuk sacó del morral una manzana rugosa. 58

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—Come —dijo—; come, hazme ese favor. Y yo acepté la limosna de Grischtschuk y comí su manzana lleno de dolor y recogimiento.

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BUDIENNY ORDENA

Junto a un árbol se encontraba Budienny, de pantalón encarnado con franjas de plata. Acababan de matar al comandante de la segunda brigada. Para sucederle se había nombrado a Kolessnikof. Una hora antes Kolessnikof mandaba un regimiento; hacía una semana había mandado un escuadrón. El nuevo jefe de brigada recibió orden de presentarse a Budienny. El comandante le esperaba junto al árbol. Kolessnikof llegó con su comisario, Grischin. —La canalla nos pone en un aprieto —dijo el comandante del ejército con su fascinadora sonrisa—. Vencemos o perecemos. No hay otra solución. ¿Entendido? —Entendido —contestó Kolessnikof, con ojos saltones. —Si inicias la retirada, te mato —dijo el comandante del ejército; sonrió y miró al comandante de la sección especial. —¡A la orden! —dijo el comandante de la sección especial. ––Deja rodar la suerte —exclamó animosamente un cosaco que estaba a un lado. Budienny se volvió impetuosamente y saludó al nuevo jefe de brigada. Puso sus cinco dedos colorados, vigorosos, abiertos, en la visera, enrojeció y se alejó a lo largo de los linderos labrados. Sus jinetes le esperaban a unos cien pasos. Iba con la cabeza inclinada, atormentado, y lentamente, con sus piernas largas y tuertas. El sol poniente le bañaba en el insólito fuego rojo de la muerte próxima. En la tierra destrozada, en medio de los campos excavados, mondos, amarillos, vimos la espalda estrecha de Kolessnikof, sus brazos caídos y la cabeza abatida con su gorra gris. Un ordenanza le llevó un caballo. 60

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Saltó a la silla y, sin volverse, se dirigió hacia su brigada. Los escuadrones le esperaban en la gran carretera de Brody. El viento nos trajo un hurra apagado y fragmentario. Alcé el anteojo y vi al jefe de brigada cabalgando en nubes de polvo azul. —Kolessnikof manda la brigada —comunicó el atalaya, que estaba sentado en un árbol encima de nosotros. —Bien —contestó Budienny. En ese momento aulló el primer tiro polaco sobre nuestras cabezas. —Marchan al trote —comunicó el atalaya. —Bien —contestó Budienny, encendió un cigarrillo y cerró los ojos. Resonó un hurra apenas perceptible. El bombardeo aumentaba; se encendían las granadas; los proyectiles terminaban su trayectoria con sordos truenos. —La brigada ataca al enemigo —comunicó con voz cantarina el atalaya. Los hurras enmudecieron. El bombardeo cesó. En el bosque reventó una granada extraviada. Y oímos el combate ingente y mudo. —¡Bravo mozo! —dijo el comandante del ejército—. Tiene honor dentro. Creo que nos saca de un apuro. Budienny pidió un caballo y marchó al teatro de la lucha. El estado mayor le siguió. Una hora después del aniquilamiento de los polacos, aquella misma noche, encontré a Kolessnikof. Iba al frente de su brigada —solo—, en un overo de rara belleza, y dormía. Tenía el brazo derecho vendado. Diez pasos detrás, un cosaco llevaba la bandera desplegada. La cabeza del escuadrón cantaba indolentemente canciones indecentes. La brigada, polvorienta e interminable, recorría el camino como carretas de campesinos que van al mercado. Detrás de ella jadeaba la banda militar. Aquella noche la actitud de Kolessnikof me hizo recordar la indiferencia señorial de los kanes tártaros, y reconocí 61

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la escuela del famoso Kniga, del tenaz Paulichenko y del encantador Savitski.

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EL YUGO

¡Paisanos, compañeros, hermanos! Oíd aquí, en nombre de la Humanidad, la biografía del general rojo Matief Paulichenko. Este general fue en otro tiempo pastor en Lidino, la posesión del señor Nikitinski, y guardó los cerdos del amo, hasta que un día la suerte le concedió un entorchado, y con ese entorchado pasó a apacentar vacas. ¡Y quién sabe si nuestro Matief, esta antorcha, de haber nacido en Australia, no se hubiera elevado, queridos amigos, hasta los elefantes, y nuestro Matiuska hubiera apacentado elefantes! Pero mi gran dolor es que en nuestro gobierno no hay elefantes. Con toda franqueza debo confesaros que a la redonda no se encuentra un animal mayor que un búfalo. Pero el pobre no encontraba en el búfalo gusto alguno, pues el ruso encuentra aburrido gastar bromas con los búfalos. ¡Dadnos un caballo apocalíptico, un caballo que se beba los vientos! Paulichenko contaba: Apaciento el ganado vacuno y vivo en medio de las vacas, estoy harto de leche, hiedo como una ubre abierta y los recentales de un gris de ratón me rodean corteses. La libertad radica en los campos, la hierba susurra mansamente sobre el mundo entero, el cielo se abre sobre mí como un órgano polífono, y el cielo en el gobierno de Stavropol, amada gente, es a veces muy azul. Así apaciento el ganado, y para distracción toco al viento el caramillo. Pero un día se me acerca un viejo y dice: —Ven, Matief —dice—; ven a ver a Nastia. —¿Para qué, viejo? —digo yo—. ¿Queréis reíros de mí? —Ven —dijo él—; te llama ella. Y de esta manera fui a verla. —Nastia —digo, y me pongo muy colorado—. Nastia — digo—, parece que te estás riendo de mí. 63

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Pero ella no me dejó concluir, echó a correr delante de mí tan rápida como pudo y yo tras ella. Así corrimos juntos hasta que, fatigados, encendidos y jadeantes, llegamos a la pradera. —Matief —dice entonces Nastia—, hace tres domingos, cuando asomaron las oleadas de la primavera y los pescadores fueron a las riberas, fuiste con ellos con la cabeza caída. ¿Por qué dejabas caer la cabeza, Matief? ¿Tiene algún dolor tu corazón, di? —Nastia —digo yo—, no tengo nada que contarte. Mi cabeza no es ninguna escopeta ni tiene mira para apuntar, pero tú conoces mi corazón, Nastia. Está abandonado, y creo que ahogado en leche. Es terrible que un hombre como yo huela a leche. Y al decir esto, veo que Nastia se enfurece. —Voy a matarme —dice y ríe indómitamente, ríe a garganta plena, y en toda la estepa resuena su risa como si redoblara en un tambor—. Voy a matarme porque miras amorosamente a las señoritas... Y después de haber hablado durante algún tiempo cosas tontas, nos casamos. Vivimos a nuestro modo, como entendíamos la vida, y no la entendíamos mal. La noche entera nos era calurosa, hasta en invierno nos era calurosa; la noche entera andábamos desnudos, arrancándonos la piel del cuerpo. Bien vivimos, por el diablo, hasta que el viejo apareció por segunda vez. —Matief —dijo—, el amo ha tentado ayer a tu mujer por todas partes, y el amo quiere tenerla... Y yo: —No —digo yo—, no..., y perdona, viejo; acaba, porque si no, te mato aquí mismo. Y el viejo marchó apresuradamente sin decir palabra, y yo anduve a pie veinte kilómetros aquel día. Un gran pedazo de tierra me anduve a pie, y por la noche caí en la finca Lidino, de mi alegre señor Nikitinski. El viejo estaba sentado en el estrado, examinando tres sillas de montar: una in64

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glesa, otra de dragones y otra de cosacos. Yo me quedé en la puerta, como si hubiera echado raíces, y me estuve una hora entera de pie, como un lampazo, sin que ocurriese nada. Pero después me echó la vista encima: —¿Qué quieres? —me preguntó. —Quiero el despido. —¿Tienes algo contra mí? —No tengo nada contra usted, pero quiero franqueza... Entonces aparta la vista, la dirige altaneramente a un rincón, se levanta, extiende en el suelo una manta de fieltro de un rosa claro, más claro que la bandera de los zares, se planta encima y dice, alardeando y sacando el pecho como un gallo: —Allá cada cual con su voluntad. Con tu madre y con tu abuela, las buenísimas cristianas, hice lo que quise. Puedes marcharte si quieres; pero, amigo Matiuska, ¿no me debes todavía una pequeñez? —¡Ah, ah! —respondí yo riendo—. Es usted un bromista, como hay Dios, es usted un bromista. ¿No tengo que recibir salario de usted? —¿Salario? —preguntó furioso mi amo, me tiró al suelo, empezó a darme patadas a la vez que me soltaba toda clase de blasfemias—. ¿El salario quieres? ¿Has olvidado el yugo que el año pasado dejaste que rompieran los bueyes? ¿Dónde está el yugo? —Yo te devolveré el yugo —contesto a mi amo, levanto hacia él mis ojos inocentes y me arrodillo ante él como la criatura más baja—; yo te devuelvo el yugo, pero tú, viejo, no me has de agobiar con mis deudas y me vas a dejar un poco de tiempo... Y, ¿qué es lo que tengo que deciros, jóvenes de Stavropol, queridos paisanos, compañeros y hermanos? El señor esperó cinco años seguidos mis deudas; cinco años perdidos habían pasado, hasta que a mí, al perdido, me recibió el año diez y ocho. En vigorosos potros, en caballos padres retozones llegó el año diez y ocho. Venía rico de carga, entonando 65

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diversos cantos. ¡Ah, qué grato me eres, año diez y ocho! ¡Jamás podremos vivir ya tan alegres e indómitos, oh mi sangre, mi año diez y ocho! Disipadores, cantamos tus cánticos, bebimos tu vino y erigimos tu verdad, y ahora no nos queda de ti más que un puesto de escribiente. Aquellos días, queridos míos, no se vio un alma de escribiente por Kubán, y a un paso de distancia mandamos al cielo almas de generales. Matief Rodionich estuvo entonces herido en Prikumski. Sólo cinco kilómetros estuvo alejado Matief Rodionich de la finca Lidino. Y me fui solo, sin mi sección, y entré con tranquilidad y decencia en la casa. Allí se encontraban las autoridades del pueblo. Nikitinski las obsequiaba con vino y se captaba la simpatía de las gentes. Al verme, se quedó estupefacto. Yo me quité la gorra ante él. —Buenos días —dije a los reunidos—, buenos días. Acéptenme como huésped, señores, y díganme qué actitud se toma aquí. —Aquí, pacífica y cortés —me contestó uno que a juzgar por la manera de hablar debía ser apeador—. Pacífica y cortés; pero tú, compañero Paulichenko, vienes al parecer de muy lejos y tu cara está sucia. Nosotros, la autoridad del lugar, nos asustamos de una cara así. ¿Por qué? —Porque vosotros —contesté yo— habéis ejercido vuestro poder con demasiada moderación; porque a mí me abrasa hace cinco años una mejilla de mi cara; me abrasó en las trincheras; me abrasó en las marchas; me abrasó con las mujeres y me abrasará hasta el juicio final —digo mirando a Nikitinski, contento al parecer. Pero Nikitinski no tiene ya ojos sino dos bolas en medio del rostro, como si le hubieran aplastado en la cabeza esas dos bolas, debajo de la frente. Y la mirada empavorecida de aquellas dos bolas de cristal quería parecer alegre... —Matiusko —me dijo—, nos hemos conocido una vez y mi esposa Nastia Vassiliefna, que a consecuencia de los tiempos que corremos ha perdido la razón, fue una vez bue66

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na contigo; tú la cortejaste más que nadie, Matiuska... ¿Quieres verla ahora? —Puede ser —digo, y me voy con él a otra habitación. Allí empieza a estrecharme las manos: primero la derecha y después la izquierda. —Matiuska —me pregunta—, ¿eres mi destino o no? —No —respondo—, deja esas palabras. Nosotros somos un escupitajo de Dios. Nuestro destino no vale un céntimo; nuestra vida exactamente lo mismo. Deja esas palabras y oye, si quieres, una carta de Lenin para... —¿Para mí?... ¿Una carta? —Para ti. Y saco el diario de servicio, lo abro por una página en blanco y leo en ella, aunque ni siquiera conozco las letras: "En el nombre del pueblo —leo— y para fundamento de una vida futura esplendorosa, ordeno a Matief Rodionich Paulichenko que ahorque a algunas personas según su parecer... —Ésta es —digo— la carta de Lenin para ti... Y él a mí: —No, Matiuska, nuestra vida pertenece verdaderamente al diablo, y en el apostólico Estado ruso la sangre se ha puesto barata. Recibirás toda la sangre que te conceden y no olvidarás nunca la mirada de mis ojos moribundos... Pero ¿no sería mejor que te enseñara una parte de mi casa? —Enséñamela —contesto—, quizá sea mejor... Y recorro con él otra vez las habitaciones, bajamos a la bodega; allí quitó un ladrillo de la pared y sacó un cofrecillo. En él había anillos, collares y condecoraciones y un icono cubierto de perlas. Me tira el cofrecillo y se queda allí petrificado. —Te pertenece —dice—. Posee de aquí en adelante el icono de Nikitinski, y ahora, Matief, vuelve a tu antro... Entonces le cojo por el cuerpo, por el cuello, por los pelos. 67

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—¿Y qué voy a hacer con mi mejilla? —pregunto––. Di, hermano, ¿qué voy a hacer con mi mejilla? Y entonces rompió a reír de pronto, estrepitosamente, sobre sí mismo, y ya no intentó escapar. —Tienes la conciencia de un chacal. He hablado contigo como con un oficial de la Rusia zarista. Pero vosotros, vosotros, idiotas, estáis amamantados con leche de loba. Dispara, mátame, hijo de perra... Pero yo no disparé, porque no era un tiro lo que yo le debía. Le llevé a rastras a la sala. Allí estaba la loca Nastia Vassiliefna, paseándose de arriba abajo por la sala con un reluciente sable y mirándose al espejo. Cuando entré en la sala con Nikitinski, se fue a un sillón, en cuya tapicería de terciopelo había tejida una corona de plumas, se sentó ágilmente y me saludó con la espada. Entonces empecé a pisotear al señor, mi señor Nikitinski. Una hora o más estuve danzando sobre él. Con un tiro, por decirlo así, se queda uno libre de un hombre; un tiro es una gracia para él; para mí, un alivio abominable. Con un tiro no penetras hasta donde el hombre tiene el alma, no le obligas a manifestarse abiertamente. Tampoco yo tengo compasión conmigo mismo, y muchas veces me bato con el enemigo una hora o más, pues quisiera saber a toda costa qué es lo que el hombre lleva dentro...

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VENGANZA

Me abro paso hacia Leschniuf, donde se encuentra el estado mayor de nuestra división. Mi acompañante es el joven cosaco Prischchepa, vagabundo impenitente, comunista expulsado del que nacerá un contrarrevolucionario, un adicto de la sífilis y un embustero simpático. Lleva un capote grosella de paño ligero y un baschlyk de pluma que le cae hasta la espalda. En el camino me habla de él. Jamás olvidaré su historia. Hace un año Prischchepa desertó de los blancos. Éstos, en venganza, tomaron a sus padres de rehenes y los asesinaron. Los vecinos cargaron con todos los bienes paternos. Cuando los blancos fueron expulsados de Kubán, Prischchepa volvió al pueblo natal. Era una mañana, antes de la salida del sol. El aire tenía la acidez cálida del sueño de los campesinos. Prischchepa cogió un carro militar y recorrió el pueblo buscando gramófonos robados, cubas de kvass4 y los pañuelos bordados por su madre. Pasaba por la calle con un capote de paño negro y su sable curvo al cinto. El carro le seguía lentamente. Prischchepa iba de un vecino a otro, y sus suelas dejaban una huella sangrienta. En todas las isbas donde el cosaco encontró cosas de su madre o pipas de su padre, dejó viejas asesinadas, perros colgados encima de los pozos, iconos manchados con porquería. Los habitantes del pueblo fumaban sus pipas y seguían con turbia mirada el camino de Prischchepa. Los jóvenes cosacos huían a la estepa y contaban las víctimas. La suma iba creciendo; sin embargo, el pueblo callaba. Cuando Prischchepa terminó, volvió a la vacía casa paterna; allí colocó los muebles recuperados como los recordaba de su niñez, y mandó a buscar vodka. Se encerró en la 4

Bebida refrescante.

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isba, bebió dos días y dos noches, cantó, lloró y golpeó la mesa con el sable. La tercera noche el pueblo vio humo sobre la isba de Prischchepa. Achicharrado, deshecho, sin poder mover apenas las piernas, sacó la vaca del establo, le apuntó con el revólver al hocico y disparó. La tierra humeaba bajo él; un anillo de fuego azul salía por la chimenea y se desvanecía; en el establo se oía el bramido de los bueyes abandonados. El incendio resplandecía como un domingo. Prischchepa desató el caballo, saltó a la silla, se arrancó un mechón de pelos, los arrojó al fuego y se alejó al galope.

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HISTORIA DE UN CABALLO

Savitski, nuestro comandante de división, quitó cierta vez a Chlebnikof, el comandante del primer escuadrón, su semental blanco. El caballo tenía una soberbia presencia, pero estaba demasiado lleno, lo cual, a mi parecer, siempre le daba pesadez. Chlebnikof recibió, en cambio, una yegua negra, no de mala raza y de paso tranquilo. Pero Chlebnikof trataba mal a la yegua, ansiaba la venganza y esperaba la hora. Ésta llegó. A raíz de los desafortunados combates de julio, Savitski fue trasladado como castigo. Entonces envió Chlebnikof al estado mayor del ejército una instancia suplicando la devolución del caballo blanco. El jefe del estado mayor escribió la siguiente nota al margen: "Devuélvase el semental en cuestión al antiguo dueño." Triunfalmente recorrió Chlebnikof cien kilómetros para buscar a Savitski, que por entonces vivía en Radsivilof, una pobre ciudad miserable como un vestido roto. El comandante, detenido en su carrera, vivía retirado. Los ambiciosos en el estado mayor no querían reconocerle, y mientras lograban de la sonrisa del comandante del ejército, arrastrándose ante él servilmente, sabrosas sinecuras, volvían la espalda a Savitki, su alabado comandante de otro tiempo. Perfumado, semejante a Pedro el Grande, vivía el proscrito con la cosaca Paula, robada por Savitski a un intendente, a un judío, junto con veinte caballos de raza, todos de su propiedad. El sol poniente se esforzaba en hacer llegar a su patio sus rayos moribundos; los potros mamaban impetuosamente la leche de las madres; los mozos de cuadra, con las espaldas bañadas en sudor, echaban avena con cribas viejas, cuando Chlebnikof, impelido por su derecho, ávido de venganza, penetró en el patio, que tenía el aspecto de una barricada. 71

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—¿Me conoce usted? —preguntó a Savitski, tendido en el heno. —Parece que te he visto una vez ––contestó Savitski bostezando. —Entonces, aquí tiene usted la orden del estado mayor —dijo Chlebnikof duramente—, y le suplico, compañero de la reserva, que me mire con ojos de oficial. —No hay inconveniente —murmuró Savitski conciliadoramente, cogió el papel y empezó a leer con extraordinaria lentitud. De pronto llamó a la cosaca, que precisamente estaba peinándose debajo del cobertizo. —Paula —dijo—, desde esta mañana, vive Dios, te estás peinando. Más valiera que encendieras el samovar... La cosaca dejó el peine a un lado, recogió el pelo con ambas manos y se lo echó a la espalda. —Hoy estamos riñendo todo el día, Constantino Vasilievich —dijo ella con una indolente sonrisa de superioridad—. Tan pronto quieres esto como aquello... Y se dirigió hacia el comandante de división. Sus pechos se movían como tostones en un saco. —Todo el día estamos riñendo —repitió la mujer radiante, abrochando la camisa del comandante de división, que descubría el pecho. —Tan pronto quiero esto como aquello —dijo él riendo, incorporándose y abrazando los hombros rendidos de Paula. Luego vuelve a Chlebnikof la cara, cubierta rápidamente de mortal palidez. —Todavía vivo, Chlebnikof —dijo mientras le abrazaba la cosaca—. Todavía vivo, todavía se mueven mis piernas, todavía saltan mis caballos, todavía pueden alcanzarte mis brazos y todavía mi cuerpo da calor a mi arma... Y sacando el revólver que llevaba sobre el vientre desnudo, corrió tras el comandante del primer escuadrón. Éste salió del patio perdiendo las espuelas, como un ordenanza con un parte; anduvo otra vez cien kilómetros y se presentó al jefe de estado mayor. Pero éste le echó diciendo: 72

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—El asunto está concluido, comandante. Te he adjudicado el semental y tengo bastantes fastidios sin necesidad de ti. No quiso oír a Chlebnikof y devolvió al primer escuadrón su evadido comandante. Chlebnikof estuvo sin presentarse toda una semana. Entretanto, se nos había hecho acampar en los bosques de Dubenski; levantamos tiendas de campaña y la pasamos bien. Todavía recuerdo exactamente que un domingo por la mañana —era el 12— reapareció Chlebnikof. Me pidió un cuaderno entero de papel y tinta. Los cosacos levantaron el estipe de un árbol, puso el revólver y el papel encima y escribió hasta la noche, emborronando página tras página. —¡Ni el mismo Carlos Marx! —decía por la noche el comisario militar del escuadrón—. ¿Qué diablos escribes ahí? —Escribo diferentes pensamientos referentes a mi juramento —contestó Chlebnikof alargando al comisario militar la declaración de su retiro del Partido Comunista Ruso. El Partido Comunista —decía en ella— fue fundado, a lo que a mí se me alcanza, para el contentamiento de todos y para el cumplimiento de la verdad absoluta e ilimitada, y debe preocuparse también de los humildes. Ahora quiero aludir al semental blanco que yo hice soltar a los incorregibles campesinos contrarrevolucionarios y que entonces tenía un aspecto miserable. Muchos compañeros se rieron de él sin miramientos. Pero yo tuve la fuerza de aguantar sus risas y apretando los dientes cuidé el semental para nuestra causa común hasta que cambió como yo esperaba, porque yo, compañeros, soy un amante de los caballos blancos y los cuido con las pocas fuerzas que me quedaron después de la guerra imperialista y de la guerra civil. Estos sementales son los que conocen mis manos, pues yo comprendo su muda necesidad y sé lo que necesitan. La yegua que me han asignado, negra como un cuervo, no tiene para mí ningún valor; no la quiero, como pueden corroborar todos los compañeros, y se debería evitar una desgracia. Y toda vez que el Partido, 73

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a pesar de la resolución tomada, no puede devolverme aquel bien arraigado en mi corazón, no veo otro remedio que escribir esta declaración con lágrimas que, aunque no convengan a un guerrero, me salen continuamente de los ojos y desgarran mi corazón y mi sangre... Esto y mucho más escribió Chlebnikof en su demanda. Había estado escribiendo en ella todo el día, de manera que había resultado muy larga. Yo estuve trabajando con el comisario militar más de una hora para descifrarla completamente. —Estás loco —dijo el comisario y rompió el papel—. Ven a verme después de cenar y hablaremos. —No tengo más que hablar contigo —exclamó furioso Chlebnilcof––. Me has perdido, comisario militar. Y allí estaba de pie, con las manos en la costura del pantalón, meneándose y sin moverse del sitio, mirando a todas partes como si buscara un camino para huir. El comisario militar se acercó a él sin mirarle. En esto escapa Chlebnikof y echa a correr con todas sus fuerzas. —¡Perdido! —exclamó furiosamente, saltó al espite y se desgarró la blusa, ensangrentándose el pecho. —¡Pega, Savitski —gritó arrojándose al suelo—; pega! Le llevamos a la tienda ayudados por los cosacos. Le cocimos té y le hicimos un cigarrillo. Fumaba y seguía temblando. Hasta caer la tarde no se tranquilizó nuestro comandante. No volvió a hablar de su insensata declaración; pero una semana después se dirigía a Rofno para hacerse reconocer por la comisión médica. Se le licenció como inválido con seis heridas. Así perdimos a Chlebnikof. A mí me entristeció mucho, porque Chlebnikof era un hombre pacífico, de carácter semejante al mío. Era el único en el escuadrón que tenía un samovar. Los días de calma tomábamos juntos té caliente. Y me hablaba con tanto detalle de las mujeres, que yo me ruborizaba. Y me hacía bien oírle. Creo que era debido a que 74

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los dos teníamos las mismas pasiones. Considerábamos el mundo como una pradera en mayo..., como una pradera con caballos y con mujeres.

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RECONCILIACIÓN

Cuatro meses hacía que Savitski había despojado a Chlebnikof, el comandante del primer escuadrón, de su semental blanco. Chlebnikof había dejado el ejército después. Hoy recibió Savitski una carta de él: …y yo no guardo ya rencor a la caballería de Budienny. Yo sé lo que he sufrido en el ejército y guardo el recuerdo en el corazón, más puro que un santuario. Y la masa trabajadora del territorio de Vitebsk, donde soy presidente del Consejo Revolucionario, le envía a usted, compañero Savitski, héroe famoso, su saludo proletario: "¡A la revolución mundial!", y desea que el consabido semental blanco le lleve todavía muchos años por caminos suaves para bien de la ama-da libertad y de la república fraterna. Todo lo cual vigilaremos con ojo avizor, especialmente la administración en los pueblos... Contestación de Savitski: ¡Fiel compañero Chlebnikof! La carta que me has escrito es muy laudable para la causa común, sobre todo si se tiene en cuenta el dolor con que tú te tapaste los ojos con tu propia piel y saliste de nuestro Partido Comunista Bolchevique. Nuestro Partido Comunista, compañero Chlebnikof, es un férreo cortejo de guerreros que derraman su sangre en las primeras filas, y cuando fluye sangre por el hierro ya no hay bromas: se trata de vencer o morir. Eso pasa con nuestra causa común, cuyo triunfo no presenciaré yo, pues la lucha es dura y cada dos días tengo que reponer los efectivos de mis jefes. Hace treinta días y treinta noches que cubro con la retaguardia, expuesto al inminente fuego de la artillería y de la aviación enemigas, el invencible primer regimiento de caballería. Ha muerto Tardy, ha muerto Luchmanikof, ha muerto Lykoschenko, ha muerto Gulevof, ha muerto Trunof, y el semen76

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tal blanco ya no está conmigo; de manera que no puedes contar, compañero Chlebnikof, toda vez que la fortuna de la guerra es versátil, con ver otra vez a tu querido comandante de división Sa-vitski. Como suele decirse, nos veremos en el cielo; pero como para los viejos no debe haber allá arriba un cielo sino un verdadero burdel, y como para gonorrea bastante tenemos ya en la tierra, es probable que no nos veamos más. De manera que consérvate bien, compañeroChlebnikof.

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EL VENTRÍLOCUO

La paliza que dimos a los polacos detrás de Belaya Zerkof fue enorme. Hasta la naturaleza debió conmoverse. Yo recibí muy de mañana una buena reprimenda. Recuerdo que el día se acercaba a la noche. Yo había perdido la comunicación con el mando de la brigada, y de todo el proletariado no quedaban conmigo más que cinco cosacos. Alrededor se pegaba la gente como el pope con su mujer. Lentamente goteaba la sangre de mi cuerpo y de la paletilla del caballo... En una palabra... No, esto no puede decirse en una palabra. Spirka Sabuty y yo salíamos del bosque... lejos, lejos del bosque... y nos miramos. ¡Bonita situación! A unos trescientos metros... no más había... una nube de polvo. ¿Un estado mayor? ¡Bueno! ¿La impedimenta? ¡Mejor! Los uniformes y las camisas de los muchachos están miserablemente desgarrados y apenas cubren su desnudez. —Sabuty —digo a Spirka—, tú conoces a tu madre... y... ¡bueno!, por el estilo... Te concedo la palabra. Tú estás ahora en la lista de oradores. Aquello que marcha por allí es nuestro estado mayor... —Es verdad. Es nuestro ese estado mayor —contestó Sabuty—. Pero nosotros somos dos y allí hay ocho hombres. —¡A ellos, Spirka! —digo yo—. Me gustaría untarles esa casaca solemne. Muramos por un pepino y por la revolución mundial. Y corrimos hacia ellos. Eran ocho sables. Dos los barrimos inmediatamente con nuestras balas. Veo que Spirka lleva a un tercero al estado mayor de Duchonin para examinar sus papeles. Yo, en cambio, me entretengo con el as de triunfo. El as de casaca roja, cadena y reloj de oro. Le estrecho contra una granja, rodeada de manzanas y cerezos. El caballo del casaca roja se pavonea inquieto debajo de ellos como la hija de un tendero, pero se tranquiliza en se78

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guida. Entonces suelta el general las riendas, me apunta con el máuser y me hace un agujero en la pierna. —¡Bueno! —pienso yo—. Pero no te me escapas. Vas a morder la hierba. Meto dos tiros en el arma. El caballo me dio pena. Era un bolchevique, un verdadero bolchevique. Rojo de cobre como una moneda, redonda como una bola la cola, las patas tirantes como cuerdas templadas. Yo pienso: "El caballo se lo llevas a Lenin". Pero no resultó nada de aquello. Maté al buen animal. El caballo se desplomó como una novia, y mi as de triunfo saltó de la silla, se volvió otra vez y me hizo otro agujero en la figura. Así recibí mis tres señales en acción ante el enemigo. —¡Jesús! —pienso yo—. Va a acabar por matarme en regla. Meto espuela hacia él y entonces saca el sable, mientras ruedan las lágrimas por sus mejillas, lágrimas blancas, leche humana. —Por ti me dan la orden de la Bandera Roja —grito yo—. Ríndete, Excelencia, en tanto que me queda vida... —No puedo, panie —contesta el viejo—. Me matas. De pronto aparece Spirka delante de mí como llevado por el viento. Su rostro está jabonado con suciedad y los ojos le colgaban como una hebra de hilo sobre los morros. —¡Vassia! —me dice—. ¡La de hombres que he despachado hoy! ¡Era un placer! ¡Atiza! ¡Si tienes un general!... ¡Vaya la de cosas finas que tiene! A éste me gustaría despacharle. —¡Vete al diablo! —le digo furioso—. Esas cosas finas me están costando mi sangre. Y empujo al general con mi yegua hacia la era, llena de heno o algo análogo. Calma, oscuridad y frío reinan allí. —Panie—le digo—, cálmate, ríndete, por amor de Dios y luego descansaremos los dos, panie. Está de pie junto a la tapia, respira con dificultad y se frota la frente con sus dedos rojos. 79

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—No puedo —me contesta—. Me tendrás que matar. Mi sable no lo puedo entregar más que a Budienny. —¡A Budienny tengo que llevárselo yo! —y para mi mala suerte veo que el viejo va a desplomarse en seguida. —¡Panie! —grito y lloro y rechino los dientes—. Mi palabra de proletario de que yo mismo soy el primer comandante. No busques en mí cosas finas, pero un título sí que lo tengo: excéntrico musical y ventrílocuo de salón de la ciudad de Nischni..., Nischni del Volga... El diablo me hurgó. Los ojos del general ardían ante mí como linternas. La sangre se me agolpó al rostro. La ofensa se desleía como sal en mis heridas, pues vi que el viejo no me creía. Cerré la boca, muchachos, encogí el vientre, metí aire y se lo volví a echar al viejo, así, por broma, a estilo de soldado, como entre nosotros en Nischni, y demostré de ese modo al polaco mi arte de ventrílocuo. El viejo palideció, se llevó las manos al corazón y se desplomó en tierra. —¿Crees ahora en Vasska, el excéntrico, el comisario de la invencible tercera brigada de caballería? —¿Comisario? —grita él. —Comisario —digo yo. —¿Comunista? —grita él. —Comunista –digo yo. —En la hora de mi muerte —grita él—, en mi último suspiro, dime, amigo cosaco, ¿eres comunista o has mentido? —Soy comunista. Entonces se yergue el viejo, besa un amuleto cualquiera, parte el sable y en sus ojos se encienden dos chispas, dos linternas en la estepa tenebrosa. —Perdona —me dice—; no puedo rendirme a un comunista —y me alarga la mano—. Perdona —dice—, y mátame a estilo de soldado... Esa historia nos contaba un día en su habitual tono de broma, mientras descansábamos, el famoso Konkin, comisa80

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rio político de la brigada de caballería de Nischni y tres veces caballero de la orden de la Bandera Roja. —Bueno, ¿y cómo terminaste con el panie, Vasska? —¿Cómo había de terminar?... El viejo tenía carácter. Yo incluso me incliné ante él. Él siguió obstinado. Entonces le quitamos todos sus papeles y el revólver. La silla de aquel mochuelo raro la tengo todavía debajo de mí. En esto veo que me estoy desangrando más cada vez. Se apodera de mí un sueño terrible y mis botas están llenas de sangre... Y ya no pude ocuparme más de él. —¿De manera que disteis cuenta del viejo? —Cometimos el pecado.

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TRES MUNDOS

De Chotin nos fuimos a Berestechko. Los soldados iban adormilados en sus altas sillas. Una canción murmuraba quedamente como un río seco. Yacían cadáveres mutilados alrededor de las tumbas milenarias. Campesinos de camisas albas se quitaban la gorra ante nosotros; el capote negro del comandante de división Paulichenko ondeaba sobre el estado mayor como un estandarte fúnebre. Había echado sobre los hombros las cintas de su baschlyk y su sable curvo colgaba como pegado a su costado. Pasamos a caballo junto a las tumbas de cosacos y al túmulo de Bogdan de Chmelniski. Detrás de la lápida salió arrastrándose un viejo con una bandurria y cantó con delgada voz de niño una canción de la gloria pretérita del cosaco. Escuchamos la canción en silencio, desplegamos después los estandartes y entramos en Berestechko a los sones atronadores de una marcha. Los vecinos atrancaron las ventanas con barras de hierro y el lugar quedó atónito en un silencio que se cernía sobre todo. Me alojaron en casa de una viuda pelirroja, cuyo dolor de viudez le llegaba a uno desde lejos. Me lavé y me marché a la calle. En los postes del telégrafo había ya pegadas unas hojas diciendo que el comandante Vinogradof hablaría sobre el segundo Congreso de la Internacional Comunista. Delante de mi ventana había unos cosacos ocupados precisamente en fusilar por espionaje a un judío viejo de barba de plata. El viejo se lamentaba y se escapó. Entonces Kudra, un soldado de nuestra sección de artillería, atenazó la cabeza del viejo debajo de su axila. El judío enmudeció y esparrancó las piernas. Kudra sacó con la mano derecha su puñal y cautelosamente, sin una salpicadura, mató al viejo. Después llamó a una ventana cerrada. 82

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—Si alguien se interesa por él —dijo—, se lo puede llevar. Eso está permitido... Y los cosacos doblaron la esquina. Los seguí y vagué por el pueblo. Berestechko está en su mayor parte habitado por judíos, mientras que en los alrededores viven diseminados pequeños burgueses rusos, en su mayoría curtidores, en casas blancas con ventanas verdes. En vez de vodka los pequeños burgueses beben cerveza o aloja; plantan tabaco en sus huertos y lo fuman, como los campesinos de Galizia, en pipas largas y curvas. La vecindad de tres razas trabajadoras, emprendedoras, ha despertado en ellos esa obstinada laboriosidad propia del ruso muchas veces, cuando no es un piojoso. Cierto es que también en Berestechko las antiguas costumbres habían sido sorprendidas por las tempestades, pero todavía permanecían intactas. Ya habían durado tres siglos y, sin embargo, sus retoños seguían verdeando en Volinia con el tibio olor añejo del tiempo pasado. Los judíos unían, por el hilo del provecho, al campesino ruso con el panie polaco, al colono checo con la fábrica de Lodz. Eran los mejores contrabandistas de toda la frontera y casi siempre defensores de su fe. El chassidismo tenía a aquel activo pueblo de taberneros, buhoneros y agentes de cambio, en una abotagada prisión. Los muchachos, con sus kaftanes largos, seguían todavía el eterno camino hacia la escuela chassida, cheder, y las viejas seguían llevando a las novias al zadik y le suplicaban una oración para hacerlas fecundas. Los judíos viven aquí en casas espaciosas pintadas de azul claro. El tradicional desperfecto de su arquitectura se remonta a siglos atrás. Detrás de cada casa se alza un cobertizo de dos, a veces de tres pisos, en el que no entra un solo rayo de sol. Ese indescriptible y tenebroso cobertizo remplaza a nuestros patios. Pasos secretos conducen a la cueva y a las cuadras. En tiempo de guerra se ponen a cubierto de las balas y de los saqueos en esas catacumbas. Ahí se amontona días y días la porquería de los hombres y del 83

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ganado. Miedo y terror llenan las catacumbas con un olor corrosivo, con la acidez podrida de los excrementos. Berestechko sigue hediendo hasta el día de hoy y todos los moradores huelen a arenque podrido. El pueblo hiede en espera de una nueva era, y en lugar de hombres pasan por allí las sombras pálidas de los fronterizos miserables. Al acabar el día me aburrieron y me fui al límite de la ciudad, subí al monte y caí en el castillo devastado de los condes de Radsiborski, que todavía no hace mucho eran los señores de Berestechko. En la pradera del castillo se tendía azulada la paz de la tarde moribunda. Sobre el estanque se elevaba la luna, verde como un lagarto. Miro por la ventana la posesión del conde Radsiborski: las praderas y los campos de lúpulo, en torno a los cuales se tejía la niebla del ocaso. En el castillo vivía antes, con su hijo, la condesa, nonagenaria y loca. Despreciaba a su hijo porque no daba heredero a su estirpe, que se iba, y le pegaba por eso, según me aseguraron los aldeanos, con el látigo del caballo. Abajo, en la plaza de la ciudad, se reunían los habitantes para un mitin. A él acudían campesinos, judíos y curtidores de los alrededores. Sobre ellos tronaba la voz entusiasta de Vinogradof y se oía el tintineo argentino de sus espuelas. Hablaba del segundo Congreso Comunista Internacional. Pero yo me fui, bordeando las tapias, a los prados donde las ninfas de mis ojos vaciados danzaban un baile de rueda antiguo... Y en un rincón, en el suelo apisonado, encontré el fragmento de una carta amarillenta. Con una tinta pálida habían escrito allí: Berestechko, 1820. Paul, mon bien aimé, on dit que l'empereur Napoleón est mort, est-ce vrai? Moi, je me sens bien, les couches ont été faciles, notre petit hèros achève sept semaines...

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Y abajo sigue resonando la voz del comisario militar. Lleno de pasión, convence a los burgueses estupefactos y a los judíos estafados. —Vosotros sois la fuerza. Todo lo que hay aquí os pertenece. Ya no hay más panies. Paso a la elección del Comité Revolucionario...

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SAL

Querido compañero redactor: Voy a hablarle de las mujeres rezagadas que nos peijudican. Espero que en la visita al frente de la guerra civil, sobre la que ha tomado usted notas, no habrá olvidado la vieja estación de Fasfot, que está en cualquier parte en una lejanía desconocida de siete veces siete países. Naturalmente, yo he estado allí y he bebido cerveza hecha en casa. "El bigote se llena de espuma, a la boca llega apenas." De esa estación antes citada hay mucho que hablar, pero como se dice en nuestra condenada vida, "hay que dejar mucho bueno tranquilo." Por eso voy a escribirle sólo lo que yo he visto con mis propios ojos. Era una noche serena, amable, cuando, hace siete días, nuestro excelente tren de caballería, cargado de soldados, se detuvo allí. Íbamos en dirección a Berditschef y todos ardían por aprovecharse de la cosa común. Pero observamos que nuestro tren seguía parado. Nuestro Gavrilka no anima el vapor, los soldados se inquietan y discuten por qué se para allí tanto tiempo. Lo cierto es que la causa común sufre un grandísimo retraso a consecuencia de esos malditos enemigos, esa especie de hámsteres entre los que se encontraba una infinidad de hembras, que del modo más descarado se las entendían con las autoridades ferroviarias. Impertérritos se agarraban esos seres destructores a las manecillas de los coches, y una, dos, tres, se encaramaban a los techos, se revolvían de un lado para otro, sembraban en todo la confusión, y todos vieron arrastrar sacos que pesaban quintales, cargados con la no precisamente desconocida sal. Pero el triunfo del animal de presa capitalista no duró mucho tiempo. Los soldados salían arrastrándose del vagón y su iniciativa restableció la despreciada autoridad de los ferroviarios. Sólo las hembras quedaron en las proximida86

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des. Por compasión, dejaron los soldados que algunas de ellas, no todas, subieran a los vagones tórridos. También en nuestro vagón de la segunda compañía teníamos dos muchachas, y cuando dieron el segundo toque de salida se acercó una arrogante mujer con un niño de pecho en los brazos y dijo: —Dejadme entrar con vosotros, queridos cosaquillos; llevo una eternidad esperando en la estación con el crío en brazos, y ahora quisiera ir a ver a mi marido, pero no puedo por lo lleno que el tren va. ¿No lo he merecido de vosotros, cosaquillos? —¡Bueno, mujer! —le digo yo—. Lo que acuerde la compañía se hará. Y me dirijo a la compañía y le expongo claramente que aquella arrogante mujer quería ir a ver a su marido que estaba en el campo y que llevaba de verdad un niño con ella y que pregunta a la gente si quiere dejarla entrar o no. —Déjala entrar —grita la gente—; después de nosotros no va a quererla su marido... —No —les digo cortésmente—. Acato tu resolución, compañía, pero me admira oír de ti esa lascivia. Acordaos de vuestra vida, cómo estabais de niños con vuestras madres y veréis que no se debe hablar así... Y los cosacos vieron que yo, Balmaschef, había pronunciado un discurso convincente y dejaron entrar a la mujer en el coche. Ésta, agradecida, se arrastró en el interior. Y todos estaban tan conmovidos por la verdad de mis palabras, que se sentaron al lado de la mujer y le hablaban a porfía: —Siéntese, mujer, en el rincón; cuide usted al niño como conviene a una madre; nadie la molestará y llegará usted intacta a su marido como usted desea. Pero la comprometemos a que eduque a su hijo en la causa, pues el viejo se hace más viejo y del joven hay mucho que ver todavía. Hemos visto muchas desgracias, mujer, respecto al servicio mi87

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litar y más tarde también. El hambre nos ha agobiado y el frío nos ha curtido. Siéntese usted aquí tranquila. Y cuando dieron el tercer toque de salida, arrancó el tren. La noche, serena, extendía sobre nosotros su tienda de campaña. Y en aquella tienda de campaña lucían lamparillas de aceite..., las estrellas. Y los soldados recordaban las noches y la estrella verde de Kubán, su patria. Y el recuerdo volaba como un pájaro. Y las ruedas rechinaban. Pasado algún tiempo, cuando la noche fue levantada de sus pilares y los tambores rojos empezaron a redoblar diana, con sus tambores rojos se me acercaron los cosacos, pues me vieron sentado, desvelado y terriblemente triste. —Balmaschef —me dijeron los cosacos—, ¿por qué estás triste y tan desvelado? —Me inclino profundamente ante vosotros, soldados, y os suplico que me permitáis cambiar algunas palabras con esa ciudadana. Y temblándome todo el cuerpo, me levanto del asiento, que ahuyenta el sueño como ahuyenta al lobo una jauría de perros furiosos, me acerco a la mujer, le tomo el hijo de los brazos, arranco los pañales y todos los trapos que lleva y aparece un buen medio quintal de sal. —Es un niño interesante, compañeros, que no pide el pecho, que no se mea y que no interrumpe el sueño de las gentes. —Perdonadme, queridos cosaquillos —me dice la mujer bastante serena—; no os he engañado yo, os ha engañado mi mala suerte. —Balmaschef arreglará su mala suerte —contesto a la mujer—. Esto no es difícil para Balmaschef. Balmaschef no vende más caro de lo que compra. Pero habla con los cosacos que te han dejado entrar como a una obrera de la república. Avergüénzate ante esas dos muchachas que siguen llorando porque esta noche las hemos atormentado y ante nuestras mujeres, que en los campos de alforfón de Kubán trajinan sin ayuda de hombre y piensa en los combatientes solitarios 88

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que se ven obligados por la dura suerte a coger las muchachas que pasan... En cambio a ti, de quien querían apoderarse, precisamente a ti, desvergonzada, no te han tocado. Mira a Rusia que se ahoga de dolor... Y ella me dice: —Mi sal ya la he perdido, pero os voy a decir las verdades. Vosotros no pensáis en Rusia. Vosotros no salváis más que a los judíos... A Lenin y a Trotsky... —De los judíos no se habla ahora, ciudadana desvergonzada. Los judíos no tienen nada que ver en esto. Por lo demás, de Lenin no quiero hablar; pero Trotsky es el valeroso hijo del gobernador de Tamof y aunque pertenecía a otra clase se ha puesto al lado de la clase trabajadora. Como se libra a un condenado a trabajos forzados, así Lenin y Trotsky nos llevan a nosotros por el libre camino de la vida. En cambio, usted, ciudadana abominable, es más contrarrevolucionaria que aquel general blanco que nos amenazaba con el afilado sable, en su caballo, de mil formas diferentes. A él, al general, puede reconocérsele por todas partes; el trabajador tiene la penosa misión de exterminarle; pero vosotras, ciudadanas numerosísimas, con vuestros hijos que no piden el pecho y que no se mean..., vosotras sois invisibles como las sabandijas y roéis, roéis, roéis... Y lo confieso: durante el viaje eché del tren en un seto a aquella ciudadana. Pero era fuerte, se levantó, se arregló las faldas y echó a andar descaradamente. Y cuando yo vi a aquella mujer impertérrita y miré alrededor a Rusia, y los campos aldeanos sin espigas, y a las muchachas deshonradas, y a los camaradas, de los cuales tantos van al frente y tan pocos vuelven, quise saltar del tren y terminar con ella o conmigo. Pero los cosacos se compadecieron de mí y dijeron: —Dispárale un tiro. Y entonces descolgué el fiel fusil y lavé esa ignominia del semblante de la tierra de nuestra república obrera. Y nosotros, combatientes de la segunda compañía, le juramos, 89

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querido compañero redactor, y a todos vosotros, queridos compañeros de la redacción, que en lo sucesivo procederemos despiadadamente contra todos los traidores que nos llevan a la tumba, que quieren hacer retroceder la corriente y que quisieran cubrir a Rusia de cadáveres y de campos yermos. Por todos los combatientes de la segunda compañía, Nikita Balmaschef, soldado de la revolución.

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UNA NOCHE

¡Oh estatuto del Partido Comunista Ruso! Con la levadura de la literatura rusa te has abierto camino. Has convertido a tres corazones solos, apasionados, como las figuras de Jesús de Riazan, para la colaboración en el periódico El Jinete Rojo. Los convertiste para que día por día escribiesen una hoja temeraria llena de valor y de gracia chabacana. Galin, con la catarata en el ojo; Slinkin, el tísico, y Sytchof, el de la hernia, enfebrecen en el polvo infecundo de tierra adentro y llevan la violencia y el fuego de su hoja por las filas de los honrados cosacos, de la chusma de los caminos que se llaman intérpretes polacos y de las muchachas que, para descansar de Moscú, nos envían en el tren de la "sección política". Entrada la noche está siempre terminado el periódico, ese botafuego que se coloca debajo del ejército. En el cielo se apaga la linterna bizca del sol de provincia; las luces de la imprenta llamean y arden indomables como la pasión de la máquina. Más tarde, hacia media noche, sale Galin del vagón para temblar bajo el mordisco de su amor irrefrenable por Irina, la lavandera del tren. —La última vez ––dice Galin, el estrecho de hombros, el pálido y medio ciego Galin—, la última vez hablamos sobre el fusilamiento de Nicolás el Sangriento, a quien el proletariado de Iekaterinemburgo ajustició. Hoy queremos hablar sobre los otros tiranos que tuvieron muerte de perros. Pedro III fue estrangulado por Orlof, el amante de su mujer; Pablo fue dilacerado por sus cortesanos y por su propio hijo. Nicolás Palkin se envenenó; su hijo cayó el 1 de marzo; su nieto murió de borrachera. Todo esto debe usted saberlo, Irina. Mientras el ojo vacío de Galin, lleno de adoración, descansa sobre la lavandera, escudriña infatigablemente las 91

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tumbas de los zares caídos. La figura gibosa de Galin se alza a la luz de la luna, que vaga por allá arriba descaradamente. Las máquinas de la imprenta escandalizan en la cercanía, y la estación de radio brilla en pura luz. Irina se recuesta en el hombro del cocinero Vassili, oye el cuchicheo del amor de siempre y las estrellas se arrastran sobre ellos por el alma negra del cielo. La lavandera soñolienta bosteza, persigna sus labios abotagados y mira a Galin con desmesurados ojos, como una muchacha que suspira por las molestias de la concepción mira a su profesor consagrado a la ciencia. Y al lado de Irina se desgarran en un bostezo los morros de Vassili, que, como todos los cocineros, desprecia a la humanidad. Los cocineros tienen mucho que hacer con la carne de los animales muertos y con el apetito de los vivos, y por eso buscan en la política cosas que no les importan. Así era también Vassili, el de los morros hinchados, el vencedor de Irina. Se levantó el pantalón hasta la tetilla y preguntó a Galin por la lista civil de distintos reyes, por la dote de las hijas del zar, y dijo después bostezando: —Es de noche, Irischa. Mañana será otro día. Ven, vamos a coger pulgas... Cerraron la puerta de la cocina y dejaron a Galin solo, con la luna, que vagaba por allá arriba descaradamente. Y en el muelle de la estación, frente a la luna, con los anteojos en la nariz, úlceras en el cuello y los pies heridos, me senté ante el estanque dormido. Mi turbio cerebro de poeta estaba dirigiendo precisamente la lucha de clases, cuando Galin se llegó a mí con ojos enfermos de cataratas que brillaban apagadamente. —Galin –dije yo atormentado de tristeza y de soledad–, estoy enfermo. Mi fin parece próximo; me fatiga seguir sirviendo en nuestra caballería. —Es usted un mozalbete —me contestó Galin, y el reloj en su muñeca flaca señalaba la una—. Nuestra suerte es soportaros a vosotros, mozalbetes; todo el partido lleva blu92

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sas manchadas de sangre y porquería; estamos sacando para vosotros la pulpa de la cáscara; no se tardará mucho en que veáis la pulpa limpia, y entonces os sacaréis el dedo de la nariz y cantaréis la nueva vida en prosa no oída. Pero por ahora, mozalbetes, tenéis que estar tranquilos y no gimotear en nuestras manos. Se me acercó, me ajustó la venda suelta de la herida punzante y dejó caer la cabeza sobre su pecho de gallina. La noche nos consolaba en nuestro dolor. Un aire suave soplaba en torno nuestro como la falda de la madre, y abajo brillaban las hierbas frescas y húmedas. Las máquinas que retumbaban en la imprenta del tren empezaron a chillar, mas poco a poco enmudecieron. La aurora dibujó una cinta en la linde de la tierra. Chillando, se abrió la puerta de la cocina. Cuatro pies con gruesos talones se extendían fuera, al fresco, y vimos las regocijantes pantorrillas de Irina y los dedos gordos de Vassili, con sus uñas torcidas y negras. —Vassilok —murmuraba ella—, ¿quiere usted marcharse de mi cama, charlatán? Pero Vassili se limitó a menear el talón y se acercó todavía más a ella. —La caballería —continuó Galin—, la caballería es una obra de magia social, llevada a cabo por el Comité Central de nuestro Partido. La revolución ha colocado en el primer rango al cosaco voluntario, penetrado de tantos prejuicios, pero el Comité Central está alerta y barrerá con escoba de hierro esos prejuicios. Y Galin habló conmigo de la educación política del primer ejército de caballería. Habló mucho tiempo, sordamente y explícitamente. El párpado se movía sobre el ojo ciego y de la palma destrozada de su mano chorreaba la sangre.

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POR UN CABALLO

Combatíamos en Leschniuf. Alrededor, el muro de la caballería enemiga. La espiral de la nueva estrategia polaca reforzada se tendía con un ruido mensajero de desgracias. Cada día nos iban estrechando más. Por primera vez en toda aquella campaña sentimos con endemoniada intensidad en nuestro propio cuerpo el ataque por la espalda y el ataque de flanco, el golpe despiadado de la misma arma de que nosotros nos habíamos servido victoriosamente durante tanto tiempo. El frente fue mantenido en Leschniuf por la infantería. Por las trincheras, en ángulos oblicuos, caminaban paso a paso los campesinos de Volinia, rubios y descalzos. Ayer mismo habían sido arrebatados al arado para formar la reserva de infantes del ejército de caballería. Los campesinos iban al campo de buena gana. Se batían con la mayor abnegación. Su cólera espumajeante de labriego admiraba incluso a los soldados de Budienny. Su odio a los terratenientes polacos descansaba sobre una base invisible pero firme, de material perenne. En el segundo período de la guerra, cuando la gritería horrenda de los cosacos no podía obrar ya en la batalla sobre la fantasía del enemigo, y cuando se hicieron imposibles los ataques de la caballería contra el adversario soterrado, podía haber sido de gran utilidad aquella infantería creada en una noche. Pero nuestra pobreza era entonces muy grande. Se daba un arma para cada tres campesinos y cartuchos que no cabían en el arma, de manera que hubo que abandonar también el plan primitivo y mandar a su casa aquel ejército popular. Volvamos otra vez al combate de Leschniuf. La infantería se había enterrado a una distancia de tres kilómetros del lugar. Delante del frente caminaba de arriba abajo un 94

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joven encorvado, con lentes. A su lado se mecía un sable. Sus pasos eran irregulares, y su semblante, de disgusto, como si le apretasen las botas. Aquel capitán de infantes, elegido y amado por los campesinos, era un joven judío cegatón, con el rostro enfermizo y pensativo de un talmudista. En la batalla mostraba un valor prudente y una sangre fría semejante al arrojo de un fanático. Era hacia la hora tercia de un dilatado y caudaloso día de julio; en el aire llameaba la policroma telaraña del calor. Detrás de las colinas resplandecían los colores de fiesta de los uniformes y los arreos de los caballos, trenzados con cintas de colores. El joven dio la señal de ataque. Los campesinos, con sus sandalias de corteza, regresaron a sus puestos presurosamente y empuñaron las armas. Pero era una falsa alarma. En la carretera de Leschniuf aparecieron los abigarrados escuadrones de Maslak. Sus caballos, extenuados pero animosos todavía, trotaban lentamente. En astas doradas con borlas de terciopelo ondeaban magníficas banderas a través de calurosas columnas de polvo. Los jinetes cabalgaban majestuosamente, con una sangre fría retadora. La andrajosa infantería salió de sus trincheras y miró con la boca desmesuradamente abierta el esplendor elástico de aquel río que pasaba por delante lentamente. Al frente del regimiento, sobre un caballo de la estepa, cabalgaba el comandante de una brigada de la cuarta división. Maslak, un partidario inmejorable, mezcla de sangre ebria y de dulzura perezosa y grasa. Poco tiempo después traicionó al poder de los soviets. Su vientre descansaba, como un gato enorme, en el arzón de la silla, guarnecido de plata. Al ver la infantería se le encendió de alegría el rostro y pidió con una seña a su comandante de escuadrón, Afonka Bida, que se acercase. Nosotros llamábamos Majno al comandante de escuadrón por su parecido con el famoso padrecito Majno. Los dos, el comandante de la brigada y Afonka, cuchichearon entre ellos un minuto. Luego, Afonka se volvió al primer escuadrón, se dilató y ordenó a media voz: 95

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"¡Adelante!" Los cosacos se lanzaron al trote por compañías. Espolearon furiosamente sus caballos y volaron hacia las trincheras, desde las cuales la infantería contemplaba con regocijo aquel espectáculo. —¡Preparaos a combatir! —sonó la voz de Afonka cantando melancólicamente, como en una remota lejanía. Maslak, quejándose y resoplando, cabalgaba al lado, regocijándose con el cuadro. Los cosacos emprendieron el ataque. La mísera infantería se retiró de allí, pero tardó bastante. Los látigos de los cosacos caían sobre sus ropas andrajosas. Los jinetes corrían por el campo, blandiendo el látigo con insólita maestría. —¿Por qué esta pose? —grité a Afonka. —Por gusto —me contestó removiéndose en su silla y sacando de la maleza a un muchacho que se había refugiado allí. —Por gusto —repitió, y dejó caer el látigo sobre el muchacho, casi sin sentido. La broma no terminó hasta que Maslak, rebosando grandeza, nos hizo una seña con su mano regordeta. —No nos miréis así —gritó Afonka a los infantes, irguiendo pretenciosamente su cuerpo desmedrado—. ¡Hala, los de infantería, a buscar pulgas!... Los cosacos se reían y formaron otra vez. No se veía a la redonda rastro de la infantería. Las trincheras quedaron vacías, y únicamente el judío encorvado seguía en el mismo sitio, mirando a través de sus lentes a los cosacos con insistencia y altanería. El bombardeo de Leschniuf seguía furiosamente desencadenado. Los polacos nos iban cercando poco a poco por todas partes. Ya podía distinguirse con el anteojo cada figura de sus tropas de exploración. Surgían en un punto y desaparecían inmediatamente, como tenteborrachos. Maslak apostó su escuadrón, distribuyéndolo a ambos lados del camino. El cielo se desplegaba sobre Leschniuf, fúlgido, indeciblemente vacío, como siempre en las horas de peligro. El 96

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judío, con la cabeza echada hacia atrás, silbó recia y estridentemente en un silbato de metal. Y la infantería, aquella rara y vapuleada infantería, volvió a sus posiciones. Las balas nos pasaban rozando. El estado mayor de la brigada cayó en la zona de fuego de una pieza de artillería. Nos precipitamos en el bosque e intentamos abrirnos paso a la derecha de la carretera. Incesantemente chascaban sobre nosotros las ramas atravesadas por las balas. Cuando volvimos a salir del bosque, ya no estaban los cosacos en su puesto. Por orden del comandante de la división habían retrocedido hacia Brody. Únicamente los campesinos disparaban algunos tiros desde sus trincheras, y Afonka, que se había quedado rezagado, cabalgaba detrás de su escuadrón. Iba al borde del camino, mirando alrededor y venteando en el aire. El fuego cedió un momento. El cosaco pensó aprovechar aquel descanso y avanzó al galope. En esto, una bala atraviesa el cuello del caballo. Avanza todavía cien pasos, y allí, delante de nosotros, se doblan sus patas delanteras y se desploma silenciosamente. Afonka sacó lentamente el pie oprimido en el estribo. Se inclinó y metió en la herida su dedo cobrizo. Levantóse después Bida y escudriñó el horizonte con una mirada anhelante y rara. —Adiós, Stefan —dijo con voz balbuceante, separándose del animal moribundo e inclinándose profundamente ante él—. ¿Cómo voy a volver sin ti a mi tranquila aldea cosaca? ¿Qué voy a hacer con tu silla bordada?... ¡Adiós, Stefan! — repetía más alto. Le faltaba el aliento, chillaba como un ratón preso y lloraba a gritos. Sus sollozos llegaban hasta nosotros, y vimos a Afonka, como a una mujer posesa en el templo, haciendo profundas reverencias al caballo—. Pero no me rindo a mi destino —exclamó, y apartó las manos de su rostro, pálido como la muerte—. Ahora seré cruel con los nobles. Hasta en los más íntimos suspiros de su corazón les heriré, hasta en sus suspiros y hasta en la sangre de sus 97

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vírgenes. Esto te prometo, Stefan, aquí delante de estos queridos hermanos de mi aldea cosaca... Afonka arrimó la cara a la herida y se calló. El caballo alzó los ojos brillantes, profundos, color lila; miró a su amo y oyó el sollozar convulsivo de Afonka. La vida se le apagaba suavemente; restregó en la tierra su belfo abatido y la sangre corría como dos cintas de rubí por el pecho, que parecía relleno de músculos blancos. Allí permanecía, inmóvil, Afonka. Maslak se acercó al caballo con el menudo paso de sus piernas gordas; le puso el revólver a la oreja. Y apretó. Afonka se estremeció y volvió a Maslak su rostro varioloso y horrendo. —Quítale la brida, Afonka —dijo Maslak con ternura––, y vete con tu tropa. Desde el altozano vimos a Afonka, agobiado bajo el peso de la silla, con la cara mojada y roja como un pedazo de carne cortada, dirigiéndose con lentitud hacia su escuadrón, infinitamente solo, por el yermo polvoriento y abrasador de los campos. Le encontré luego, ya anochecido, durmiendo en el carro donde iba toda su hacienda: sable, ropa y monedas taladradas. La cabeza del comandante del escuadrón, cubierta de cuajarones de sangre, descansaba en la silla de montar, con la boca torcida, muerta, como clavado en la cruz. A su lado estaban los arreos del caballo muerto, el pertrecho fantástico y emperifollado del corcel de un cosaco: correas finas trenzadas en la cola con piedras de colores y riendas con incrustaciones de plata. A lo largo del lechoso camino del cielo corren las estrellas claras y en la fresca profundidad de la noche arden pueblos lejanos. Orlof, el suplente del comandante del escuadrón, y Bisenko, el de los bigotes largos, iban también sentados en el carro de Afonka y comentaban su desgracia.

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—Había traído el caballo de casa —decía Bisenko, el de los bigotes largos—. ¿Dónde se vuelve a encontrar un caballo así? —El caballo es un amigo —contestó Orlof. —El caballo es como un padre —suspiró Bisenko. Nos salva la vida incontables veces. Bida se muere sin su caballo... A la mañana siguiente había desaparecido Afonka. En Brody se desarrollaron unos combates que terminaron en seguida. Las derrotas turnaban con efímeras victorias. Se nombró un nuevo comandante de división. Afonka seguía ausente. Sólo un rumoreo amenazador en los pueblos —el eco de su paso vindicatorio, malvado y rapaz— nos mostraba el camino de Afonka, sembrado de cadáveres. —Quiere conquistar un caballo —decían de él en el escuadrón. Y en las infinitas noches de nuestro éxodo oí algunas historias de aquel botín sordo y cruel. Soldados de otros cuerpos, alejados una docena de kilómetros de nuestra posición, dispararon sobre Afonka. Éste, emboscado, acechaba el paso de los rezagados de la caballería polaca o recorría los bosques buscando los caballos escondidos de los campesinos. Incendiaba los pueblos y mataba a los ancianos, oíamos aquel furioso combate de uno solo, aquellos golpes audaces y piratas de un lobo contra un rebaño. Pasó otra semana. La amarga injusticia del día iba alejando de nuestros sentidos los relatos de la sombría temeridad de Afonka, y empezamos a olvidar a Majno. Luego llegó hasta nosotros el rumor de que unos campesinos galizianos le habían matado en los bosques, en cualquier parte. Y el día de nuestra entrada en Beresteschko, Yemelian Budiak, del primer escuadrón, se presentó al comandante de división para pedirle la silla de Afonka, con la enjalma amarilla de paño. Yemelian quería presentarse en la próxima parada con una silla nueva. Pero ocurrió otra cosa. 99

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Entramos en Beresteschko el 6 de agosto. Al frente de nuestra división se agitaba el beschmet asiático y la casaca roja del nuevo comandante de la división. Lievka, el palurdo desenfrenado, le seguía en una yegua de raza. Por las calles heridas y miserables voló una marcha guerrera como una amenaza de ritmo lento. Viejos callejones —un pintoresco bosque de balaustradas carcomidas y bamboleantes— surcan el lugar. Su corazón, corroído por el tiempo, nos arroja su triste olor a moho. Los contrabandistas y los encubridores se esconden en sus chozas espaciosas y oscuras. Sólo pan Liudomirski, el campanero, nos recibe en la iglesia con su levita verde. Vadeamos el río y nos abismamos en la profundidad de aquel lugar de pequeños burgueses. Nos acercábamos precisamente a la casa del cura polaco, cuando en una revuelta aparece Afonka jinete en un caballo grande y gris. —Mis respetos —dijo con chillona voz, metiéndose entre los soldados y ocupando su puesto en las filas. Maslak miraba fijamente la incolora lejanía delante de él y refunfuñó sin volverse: —¿De dónde es el caballo? —Mío —contestó Afonka liando rápidamente un cigarillo y humedeciéndolo con un ágil movimiento de la lengua. Los cosacos se fueron llegando a él en fila y saludándole. En lugar del ojo izquierdo brillaba en su rostro, que parecía ennegrecido con carbón, una hinchazón grotesca, colorada y horrible. A la mañana siguiente dio Afonka rienda suelta a su cólera. Abrió en la iglesia el sarcófago de son Valentín y quiso tocar el órgano. Llevaba una levita cortada de un tapiz azul con un lirio bordado a la espalda, y el mechón le caía al descuido sobre el ojo vacío. Después de comer ensilló el caballo y disparó contra las ventanas destrozadas del castillo del conde Radsiborski. Los cosacos le rodeaban en semicírculo. Levantaron la cola al caballo, examinaron sus patas y le contaron los dientes. 100

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—Este caballo vale un capital —dijo Orlof, el suplente del comandante del escuadrón. —Es un caballo irreprochable —confirmó Bisenko, el de los bigotes largos.

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LOS AVIADORES

A mediodía llevamos a Sokal el cadáver acribillado de Trunof, nuestro comandante de escuadrón. Había muerto por la mañana luchando contra la aviación enemiga. Todos los tiros le habían dado en la cara; tenía las mejillas llenas de heridas y la lengua arrancada. Lavamos lo mejor que pudimos el rostro del muerto para que no tuviera un aspecto tan horrible, colocamos su silla caucasiana a la cabecera del ataúd y le abrimos a Trunof una tumba en un sitio digno, en un parque público, en medio de la ciudad, junto a la catedral. Llegó nuestro escuadrón a caballo, el estado mayor del regimiento y el comisario militar de la división. Cuando dieron las dos en el reloj de la catedral disparó la primera salva nuestro cañón gastado y pequeño. Con su viejo calibre de sus buenas tres pulgadas, presentó al comandante muerto su saludo, un saludo cumplido, y luego llevamos el féretro a la tumba abierta. La tapa del féretro estaba levantada; el nítido sol meridiano iluminaba el cadáver rígido, la boca, con todos los dientes rotos, y las botas relucientes cuyos tacones se apretaban uno contra otro como si tuvieran vigor todavía. —¡Soldados! —dijo Pugachef, el comandante del regimiento, mirando al muerto y acercándose al borde de la tumba—. ¡Soldados! —dijo, trémulo, con la mano en la costura del pantalón—, enterramos a Paschka Trunof, el héroe celebrado, acordamos a Paschka el último honor... Pugachef elevó al cielo sus ojos inflamados por la noche de insomnio y pronunció a gritos un discurso sobre los combatientes muertos del primer ejército de caballería, sobre aquella orgullosa falange que descarga el martillo de la historia sobre el yunque de los siglos venideros. Pugachel terminó a gritos su discurso. Mientras habló estuvo temblando 102

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todo el tiempo, apretando la empuñadura de su sable curvo de Chechensko y removiendo la tierra con las espuelas de plata de sus botas rotas. Al acabar su discurso la orquesta tocó La Internacional y los cosacos se despidieron de Paschka Trunof. Todo el escuadrón montó a caballo, disparó una salva, nuestro cañón de tres pulgadas volvió a tronar y enviamos a tres cosacos a buscar una corona. Partieron al galope, sin dejar de disparar, dejándose caer en la silla, haciendo toda clase de filigranas ecuestres, y volvieron con un gran montón de flores rojas. Pugachef derramó aquellas flores delante de la tumba, y nosotros nos acercamos para dar a Paschka Trunof el último beso. Yo estaba en la primera fila tocando con los labios su frente transparente recostada sobre la silla. Luego me fui a la ciudad, al Sokal gótico que se encuentra en el polvo azulado del insuperable desierto galiziano. La gran plaza de la ciudad, con sus viejas sinagogas, se extiende a la izquierda del parque. Judíos con caftanes rotos disputan en la plaza y se desgarran unos a otros con insensata ceguedad. Algunos, entre ellos los ortodoxos, ensalzan la doctrina de Adass, el rabino de Bel, y por eso son atacados por los chassidas menos ortodoxos, los discípulos de Judas, el rabino de Hussyatin. Los judíos disputan sobre la cábala y citan en sus disputas el nombre de Ilia, el sacerdote de Vilna. Llenos de dolor los chassidas... —Ilia —decían a voces, volviéndose a un lado y a otro y abriendo desmesuradamente sus bocas rodeadas de espesas barbas. Los chassidas se olvidaban de la guerra y de las salvas inmediatas y ultrajaban el nombre de Ilia, el sacerdote de Vilna. Lleno de dolor por Trunof, también yo estuve gritando entre ellos para aliviar mi corazón, hasta que vi delante de mí a un galiziano esquelético, flaco y largo como don Quijote. Este galiziano llevaba una camisa de lienzo, blanca, que le llegaba hasta los talones. Iba vestido como para un entie103

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rro o para la Santa Cena y llevaba con una cuerda una vaca pequeña y esmirriada. Sobre su cuerpo gigantesco descansaba una cabecita menuda, siempre en movimiento, pelada al rape, como la de una serpiente, tocada con un sombrero de anchas alas que se mecía de un lado a otro. La infeliz vaca seguía al galiziano con un semblante imponente, y el esqueleto larguirucho del hombre se alzaba como un patíbulo en el esplendor del cielo. Pasó solemnemente por la plaza de la ciudad y se metió en una calle torcida, llena de una humareda asquerosa y espesa. En las miserables cocinas de las casuchas medio ahumadas imperaban judías que semejaban negras viejas, judías con senos grandes, desmedidos. El galiziano siguió adelante y se paró al final del callejón ante la fachada de un edificio en ruinas. Allí, delante de una columna torcida y blanca, estaba sentado el herrero, un gitano, herrando un caballo. El gitano daba en la herradura, sacudía su cabello pringoso, silbaba al mismo tiempo y se reía. Le rodeaban varios cosacos con caballos. Mi galiziano pasó al lado del herrero, le dio silenciosamente más de una docena de patatas asadas y se volvió sin mirar a nadie. Yo le seguí algunos pasos porque no podía comprender qué clase de hombre era y qué vida podía llevar en Sokal. Pero en esto me paró un cosaco de los que esperaban allí para herrar el caballo. Este cosaco se llamaba Seliverstof. Había dejado hacía mucho tiempo a Majno y ahora servía en el XXXIII regimiento de caballería. —Liutof —dijo, estrechándome la mano en un saludo––; eres el diablo, Liutof. A todos los azuzas. ¿Por qué lisiaste hoy por la mañana a Trunof? Y Seliverstof me salió con la necedad, que estúpidas conversaciones ajenas le habían llevado, de que yo había pegado en la mañana a mi comandante de escuadrón. Seliverstof me recriminó delante de todos los cosacos, pero en su relato no había una sola palabra de verdad. Era cierto que yo había disputado por la mañana con Trunof, porque 104

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éste seguía prolongando indefinidamente la aceptación de los prisioneros...; pero Paschka había muerto y ya no tenía más juez sobre la tierra. Y yo era el último de los jueces para él. La disputa entre nosotros se había desarrollado de la siguiente manera: Al romper el día habíamos hecho unos prisioneros en la estación de Savady. Los prisioneros eran diez. Al hacerlos prisioneros sólo llevaban la ropa interior. Junto a los polacos, en el suelo, había un montón de ropa. Era un ardid para que no pudiéramos diferenciar por el uniforme a los oficiales de los soldados. Por eso se habían desnudado; pero en esta ocasión, Trunof quiso sacar la verdad. —¡Preséntense los oficiales! —ordenó poniéndose ante los prisioneros y sacando el revólver. Trunof había recibido aquella mañana una herida en la cabeza, que llevaba vendada con un trapo. La sangre le corría como la lluvia por un almiar. —¡Oficiales, daos a conocer! —repitió, y empezó a disparar sobre los polacos. Entonces salió del grupo un hombre flaco, viejo, con la espalda desnuda, grande, huesudo, con pómulos amarillos y un bigote lacio. —¡Abajo la guerra! —dijo el viejo con increíble entusiasmo—. Todos los oficiales han escapado. ¡Abajo la guerra!... Y el polaco extendió sus manos azules al comandante. —Con estos cinco dedos —dijo llorando y dando vueltas a su mano marchita y grande—, con estos cinco dedos he alimentado a mi familia... El viejo se ahogaba; vaciló, derramó un mar de lágrimas de entusiasmo y cayó de rodillas ante Trunof. Sin embargo, Trunof le rechazó con el sable. —Vuestros oficiales son una banda de carroña —exclamó el comandante—. Vuestros oficiales han tirado ahí sus 105

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uniformes. Si sientan bien... Pronto vamos a verlo... Voy a probarlo. Y el comandante tomó inmediatamente del montón de uniformes andrajosos una gorra con trencillas y se la puso al viejo. —Le está bien —murmuró Trunof acercándose, y luego de nuevo—: Le está bien —y hundió el sable en la garganta del prisionero. El viejo se desplomó, meneó las piernas y de su garganta brotó un torrente de sangre espumosa y roja como el coral. Andriuschka Vosmilietof se deslizó junto al polaco, cuyos pendientes y cuya cerviz redonda de aldeano relucían. Le desabrochó los botones, moviéndole suavemente de un lado a otro, y se puso a quitar los pantalones al moribundo. Los arrojó sobre la silla, cogió otros dos uniformes del montón y se alejó de nosotros blandiendo su látigo. En aquel momento apareció el sol entre las nubes, iluminando claramente el caballo de Andriuschka, su trote jubiloso y el balanceo descuidado de su cola tiesa. Andriuschka se dirigió al bosque. Allí estaba nuestra impedimenta. Los cocheros se mostraban excitados. Silbaban y le hacían a Vosmilietof señas como a un sordomudo. Ya estaba el cosaco a mitad del camino, cuando Trunof se pone súbitamente de rodillas y le llama a gritos: —¡Andrei! —grita enronquecido el comandante mirando al suelo al mismo tiempo—. ¡Andrei! —repite sin levantar la vista del suelo—. Nuestra república soviética vive todavía. Es muy pronto para repartir sus bienes. Tira eso, Andrei... Pero Vosmilietof no se volvió siquiera. Seguía cabalgando con su extraño trote cosaco. Debajo de él, su caballo meneaba ágilmente la cola para un lado y para otro, como si nos hiciera señas. —¡Traición! —murmuró Trunof confundido—. ¡Traición! —exclamó colérico y cogió la carabina; pero la precipitación le hizo fallar el tiro. Andrei se paró. Volvió el caballo hacia 106

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nosotros y se sentó a mujeriegas en la silla. Su rostro se puso encendido y grave y meneaba las piernas. —¡Oye, paisano! —gritó acercándose y tranquilizándose en seguida al sonido de su voz profunda y fuerte—. Ten cuidado no te mate, paisano; ten cuidado de que no te mande al diablo. Apenas has despachado una docena de esos noblecillos y ya armas ese escándalo. Nosotros hemos despachado ya ciento, y no te hemos llamado para nada... Si eres un trabajador, cumple con tu deber... Andriuschka tiró de la silla los pantalones y los dos uniformes, resopló por la nariz, volvió la espalda al comandante y se dispuso a ayudarme para hacer la lista de los prisioneros supervivientes. Se las arreglaba para estar siempre a mi lado y resoplaba con un ruido enorme. Su solicitud era una carga para mí. Los prisioneros gemían y corrían ante este Andriuschka, que los perseguía y los cogía debajo del brazo, como un cazador un haz de juncos cuando ve una bandada de pájaros dirigirse al río a la salida del sol. En el trabajo con los prisioneros agoté todas mis maldiciones, y escribí a duras penas ocho nombres, el número de la sección de sus tropas y la clase de arma y me dirigí al noveno. Éste era todavía un muchacho que semejaba un gimnasta alemán de un buen circo, un muchacho con orgulloso pecho teutón y patillas. Llevaba un calzoncillo de punto y una camiseta de "cazador". Vovió hacia mí las dos tetillas de su alto pecho, se echó hacia atrás los cabellos sudorosos, de un rubio claro, y me dio el nombre de su tropa. En esto, Andriuschka le coge por los calzoncillos y le pregunta severamente: —¿De dónde tienes tú estos calzoncillos? —Los ha hecho mi madre —contestó el prisionero vacilante. —¿De modo que tu madre es propietaria de una fábrica? —dijo Andriuschka, mirando cada vez más atentamente al prisionero; luego tocó con la almohadilla de sus dedos las atildadas uñas del polaco. ¿De manera que tu madre es pro107

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pietaria de una fábrica? Entre nosotros ninguno lleva esos calzoncillos... Volvió a tocar los calzoncillos de lana y cogió de la mano a los nueve prisioneros para llevarlos con los demás, ya registrados. En este momento vi a Trunof arrastrándose detrás de un montón de tierra. De la cabeza del comandante brotaba sangre como la lluvia de un almiar; el trapo sucio se había desatado y le colgaba. Trunof se arrastraba sobre el vientre y llevaba la carabina en la mano. Era una carabina japonesa, lacada, con una gran fuerza de percusión. A una distancia de veinte pasos destrozó Paschka el cráneo del muchacho. Los sesos me saltaron a la mano. Trunof sacó del arma el cartucho y se acercó a mí. —Borra a uno —me dijo indicando la lista. —No borro a nadie —le grité con todas mis fuerza—. Al parecer, Trotski no escribe sus órdenes para ti, Pável... —Borra a uno —repitió Trunof señalando con el dedo negro el papel. —No borro a nadie —le grité con todas las fuerzas—. Eran diez, ahora son ocho; en el estado mayor no te tomarán a mal, Paschka... —En el estado mayor nos perdonarán merced a nuestra desgraciada vida —contestó Trunof acercándose a mí cada vez más, completamente destrozado, ronco, rodeado de humo; pero luego se paró, alzó al cielo su cabeza ensangrentada y me dijo con amargo reproche: —Ruido, ruido —dijo—. Allá hace ruido otro... Y el comandante señala cuatro puntos del espacio, cuatro aparatos de bombardeo que se deslizan por detrás de las refulgentes nubes de cisnes. Eran los aparatos de la flota aérea del mayor Fount-le-Roy, grandes aeroplanos acorazados. —¡A caballo! —dicen los jefes al verlos, y llevan el escuadrón al bosque al trote. Pero Trunof no sigue a su escuadrón. Se queda rezagado junto al edificio de la estación, se aprieta contra el muro y enmudece. Andriuschka Vosmilie108

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tof y dos soldados de artillería, mozos descalzos, con calzones de montar color grosella, se quedan solícitos a su lado. —Apretad los tornillos, muchachos ––les dice Trunof y deja de correrle la sangre por la cara—. Éste es mi informe a Pugachef... Y Trunof escribió con letras gigantescas de campesino, en una hoja de papel cortada oblicuamente: Puesto que voy a morirme hoy, creo mi deber colocar dos cañones para rechazar el enemigo en todo lo posible y al mis-mo tiempo entrego el mando al comandante del escuadrón, Semión Golof. Cerró la carta, se sentó en el suelo y se quitó trabajosamente las botas. —Usadlas —dijo, dando a los dos artilleros el uniforme y las botas—. Usadlas; son nuevas... Mucha suerte, comandante, murmuraron los soldados como respuesta, poniéndose ya sobre un pie, ya sobre otro y vacilando en irse. —También yo os deseo suerte a vosotros —dijo Trunof––. Arreglaos como podáis, muchachos. Luego se dirigió a la pieza de artillería que se encontraba en la colina, junto a la caseta vigía de la estación. Allí le esperaba ya Andriuschka Vosmilietof, el coleccionador de trapos. —De algún modo tenemos que hacerlo —dijo Trunof, y empezó a disponer las piezas de artillería—. ¿Te quedas conmigo, Andrei? —¡Jesús! ––contestó aterrado Andriuschka, sollozando, palideciendo y riendo––. ¡Santa María! Y apuntó al avión con el segundo cañón. Los aeroplanos volaban cada vez en círculo más apretado sobre la estación, crepitaban incesantemente allá arriba, se abatían, describían arcos, y el sol iluminaba con rayos rojos el resplandor amarillo de sus alas. Entretanto, el cuarto escuadrón seguía en el bosque. Desde allí presenciamos el desigual combate entre Paschka 109

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Trunof y el mayor del ejército americano Reginaldo Fountle-Roy. El mayor y sus tres bombarderos mostraron una gran actividad en aquel combate. Bajaron hasta una altura de trescientos metros y mataron con sus ametralladoras, primero a Andriuscka y luego a Trunof. Todos los disparos que hicieron los nuestros no causaron el menor daño a los americanos, los cuales se alejaron sin haber descubierto al escuadrón cobijado en el bosque. Así pudimos, pasada media hora, buscar los cadáveres. El de Andriuscka Vosmilietof se lo llevaron dos de sus parientes que servían en nuestro escuadrón, y el de Trunof, nuestro comandante muerto, lo llevamos nosotros al gótico Sokal y allí lo enterramos en un lugar digno, en medio de la ciudad, en un lecho de flores del parque municipal.

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EL DIÁCONO SORDO

Dos veces se había escapado ya del frente el diácono Iván Agueyef. Por este motivo se le mandó al regimiento penitenciario de Moscú. El comandante jefe, Serguei Sergueyitsch Kamenef revistaba su regimiento en Moschaisk antes de que partiera para el frente. —Imposible utilizarlo —declaró el comandante—. ¡A Moscú, otra vez, a limpiar letrinas! En Moscú se pudo formar del regimiento penitenciario una compañía. En ella cayó, entre otros, el diácono. Llegaba del frente polaco y se presentó allí como sordo. El ayudante sanitario Barsutski, de la sección de vendajes, que se las había entendido durante toda una semana con Agueyef, estaba asombrado del tesón del diácono. —¡Que se vaya al diablo este sordo! —dijo Barsutski al sanitario Soitschenko—. Pide en la administración un carruaje para mandar al diácono a Rovno para que le reconozcan. Soitschenko fue a la Administración y volvió con tres carros. El primero lo conducía Iván Akinfiyef. —Iván —le dijo Soitschenko—, vas a llevar al sordo a Rovno. —Puedo hacerlo. —Y me traerás un certificado. —Naturalmente —confirmó Akinfiyef—. Pero ¿qué pasa con su sordera? —Que lo que más quiere es la pelleja —dijo el sanitario—. Eso es todo. Un pillo, no un sordo. —Yo le llevaré —repitió Akinfiyef echando a andar tras de los carros... En la enfermería pararon los tres carros. En el primero se sentó una hermana a quien destinaban al interior, el se111

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gundo era para un cosaco enfermo de nefritis, y en el tercero se sentó el diácono, Iván Agueyef. Cuando todo estuvo dispuesto, voceó Soitschenko al ayudante sanitario Barsutski: —Nuestro pillo se marcha ya —le dijo—. Le he dejado contra recibo en el carro celular del tribunal revolucionario. Van a salir en seguida... Barsutski miró por la ventana, vio el carro y, arrebatado el rostro, sin gorra, se precipitó fuera de la casa. —¡Eh! ¿Quieres matarle? —gritó a Akinfiyef—. El diácono tiene que ir en otro carruaje. —¿Dónde vas a llevarle? —exclamaron riendo los cosacos que allí había—. Nuestro Iván le entregará bien... Iván Akinfiyef estaba con el látigo en la mano junto a sus caballos. Se quitó la gorra y dijo cortésmente: —Buenos días, compañero sanitario. —Buenos días, amigo —contestó Barsutski—. Eres un animal. El diácono tiene que ir en otro carro. —Me gustaría saber —dijo reprimiéndose el cosaco—, me gustaría saber —su labio superior se replegó hacia arriba, temblando sobre los dientes, refulgentes de blancura— si en una época en que el enemigo nos tiraniza de modo tan inaudito, en que cuelga de nuestras piernas como un lastre y nos maniata con serpientes, si es decente o no, en una hora como ésta de vida o muerte, soldarse los oídos... —Iván se pone de parte de los señores comisarios —dijo el cochero del primer carruaje—. ¡Pues sí que vale la pena!... —No se trata de eso —murmuró Barsutski volviéndose—. Todo vale la pena. Lo que se hace hay que hacerlo con arreglo a las instrucciones. —¡Pero si éste oye! —le interrumpió Akinfiyef dando la vuelta al látigo entre sus dedos y haciendo un guiño al diácono. Éste se sentó en el carro, dejó caer sus hombros enormes y meneó la cabeza. 112

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—¡Bueno, andando, en nombre de Dios! —gritó el ayudante sanitario desesperado—. Tú me sales responsable de todo, Iván. —De acuerdo —contestó Akinfiyef pensativo, asintiendo con la cabeza—. Siéntate más cómodo —le dijo al diácono sin volverse—. Más cómodo todavía —repitió el cosaco cogiendo las riendas. Los carros se colocaron uno tras otro y uno tras otro se lanzaron a lo largo de la carretera. Delante iba Korotgof; Akinfiyef era el tercero y silbaba una canción y bamboleaba las riendas. Así habrían andado quizá quince kilómetros, cuando, al anochecer, se vieron sorprendidos por un brusco ataque del enemigo. Aquel día, el 21 de julio, se las habían arreglado los polacos para entrar en Kosin, atacarnos por la espalda y hacer buen número de prisioneros de nuestra división. Los carros del tribunal revolucionario anduvieron dos días con dos noches entre el fragor de los combates dispersos, y hasta la tercera noche no lograron llegar al camino donde se había retirado el estado mayor de las etapas. Allí los encontré yo a media noche. Era después de la batalla de Chotin. Yo estaba aterrado. En aquella batalla me habían matado mi caballo Laurik, mi consuelo en la tierra. A consecuencia de aquella pérdida monté en un carro sanitario y recogí heridos. Los sanos los enviábamos otra vez al frente, y por fin me quedé solo en una cabaña derruida. La noche iba entrando impetuosamente. La gritería de la administración llenaba los espacios. Sobre la tierra henchida de gemidos callaban los caminos. Las estrellas se deslizaban sobre el fresco cuerpo de la noche y en el horizonte ardían algunos pueblos abandonados. Me descargué de la silla de montar y me fui bordeando un lindero removido; al llegar a un recodo me paré para aliviar una necesidad. Una vez aliviado, observé al abrocharme que tenía la mano mojada. Enciendo la linterna, miro en torno mío y veo 113

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en la tierra el cadáver de un polaco sobre el cual había caído mi orina. Desde la boca, la orina le había escurrido por los dientes, llenando las cuencas hundidas de los ojos. Al lado del cadáver había un libro de notas y fragmentos de un folleto de Pildsuski. En el libro de notas del polaco figuraban unos gastos, el repertorio del teatro dramático de Cracovia y el santo de una mujer que se llamaba María Luisa. Con la proclama de Pildsuski, el mariscal y jefe de ejército polaco, sequé del rostro de mi desconocido hermano el líquido hediondo... y me marché agobiado por el peso de la silla. En ese momento chirriaban por algún sitio, cerca, unas ruedas. —¡Alto! —grité estremecido—. ¿Quién va? La noche era todavía más oscura. Los incendios resplandecían en el horizonte. —Del tribunal revolucionario —contestó una voz apagada en las tinieblas. Marché hacia allá y me tropecé con un carro. —Han matado a mi caballo —dije a grandes voces—. Mi caballo pardo. Se llamaba Laurik. Nadie me contestó. Me subí al carro, puse la silla de cabecera y me dormí. Al amanecer me despertó el calor del heno podrido y del cuerpo de Iván Akinfiyef, mi vecino accidental. Éste despertó poco después que yo. —¡Gracias a Dios que ya es de día! —dijo, sacó su revólver y disparó un tiro al oído del diácono. Iba éste sentado delante de nosotros guiando los caballos. En la calva imponente de su cráneo se estremecían un par de pelos grises. Akinfiyef volvió a dispararle un tiro junto al otro oído y guardó el revólver en el estuche. —Muy buenos días, Iván —le dijo al diácono mientras se ponía las botas entre quejidos. Vamos a desayunar. —Muchacho —le grité, cuando logré reponerme—, ¿qué haces? 114

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—Todavía no hago bastante —contestó Akinfiyef sacando la vianda—. Hace tres días enteros que está haciéndose el simulador... Korotkof, el del primer carro, intervino entonces en la conversación. Yo le conocía del XXXI regimiento y me contó la historia del diácono desde el principio. Akinfiyef escuchaba atentamente. Luego sacó de debajo de la silla de montar una pierna de vaca, metida en una arpillera y con algunas pajas pegadas. El diácono bajó del pescante, se puso a mi lado y cortó con su navaja un pedazo de carne verduzca para cada uno de nosotros. Después del desayuno, Akinfiyef volvió a guardar en el saco la pierna de vaca y la metió en el heno. Iván dijo a Agueyef: —¡Ea, vamos! ¡A echar al diablo! Así como así tenemos que parar para que beban los caballos. Y sacó del bolsillo un frasco de medicina y una jeringuilla de Tarnovski y se lo alargó al diácono. Se apearon los dos del carro y se alejaron en el campo unos veinte pasos. —Hermana —dijo Korotkof desde el tercer carro—, no mires para allá si no quieres quedarte ciega con lo que le sobra a Akinfiyef. La mujer murmuró algo y se volvió. Akinfiyef se levantó la camisa, el diácono se arrodilló delante de él y le puso una inyección. Luego lavó la jeringuilla con un trapo y la miró a la luz. Akinfiyef se levantó el pantalón, se acercó al diácono por detrás en un momento propicio y le disparó al oído. —Mi saludo —dijo y se abrochó. El diácono dejó el frasco en la hierba y se levantó. Su par de pelos aleteaban en el aire. —A mí me juzgará el tribunal supremo —dijo sombríamente—. Iván, tú no estás por encima de mí... —Ahora todos pueden juzgar a todos —interrumpió el conductor del segundo carruaje que parecía un jorobado listo—. Incluso condenar a muerte. Muy sencillo. 115

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—Sería mejor —prorrumpió Agueyef irguiéndose— que me mataras, Iván. —Es una estupidez, diácono —dijo Korotkof dirigiéndose a él—. Ten en cuenta con quién viajas. Otro te hubiera retorcido el pescuezo como a un ganso sin andarse en más, y él en cambio quiere pescar la verdad de ti y te enseña algo, pope renegado. —Sería mejor —repitió el diácono tercamente, adelantándose— que me mataras, Iván. —Te vas a matar tú solo, inmundo —silbó Akinfiyef palideciendo—. Tú mismo vas a cavar tu fosa y tú mismo vas a enterrarte. Levantó el brazo, se arrancó el cuello y cayó al suelo con un ataque. —¡Ay, madre querida! —gritaba ferozmente, salpicándose el rostro de arena—. ¡Oh tú, mi amarga sangre, mi Poder Soviético! —Iván —dijo Korotkof poniéndole la mano suavemente en el hombro—. Iván, no te atormentes, amigo mío, no estés triste; tenemos que seguir, Iván... Korotkof tomó un buche de agua y roció con ella a Akinfiyef y lo subió después al carro. El diácono volvió a sentarse en el pescante y seguimos nuestro camino. Hasta la aldehuela de Werby no había más de dos kilómetros. Aquella mañana habían acantonado allí infinidad de tropas. La undécima división, y la decimocuarta y la cuarta. Los judíos con chaleco, encogidos de hombros, se estacionaban delante de las puertas como pájaros desplumados. Los cosacos paseaban por los patios, quitaban toallas y comían ciruelas verdes. Apenas llegados, Akinfiyef se tumbó en el heno y se durmió. Yo cogí una manta del carro y me marché para buscar una sombra. Pero el campo, a ambos lados del camino, estaba lleno de una porquería indescriptible. Un campesino barbudo, con anteojos de cobre y sombrero tirolés que leía aparte un periódico, sorprendió mi mirada y dijo: 116

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—Nos llamamos hombres, pero olemos peor que chacales. Debiéramos avergonzarnos de la tierra. Dio media vuelta y siguió leyendo el periódico a través de sus anteojos enormes. Me dirigí entonces hacia la izquierda, al bosquecillo, y vi al diácono que venía en mi dirección. —¿Adónde vas tú, paisano? —le gritó Korotkof desde el primer carro. —A una necesidad —murmuró el diácono, me cogió la mano y me la besó—. Es usted una buena persona —me decía en voz baja, haciendo muecas, temblando y tomando aliento—. Le ruego que mande usted noticias en un minuto libre a la ciudad de Kassimof, para que mi mujer pueda llorarme. —¿Es usted sordo o no, padre diácono? —le solté a boca de jarro. —¿Cómo? —me dijo poniéndose la mano en el oído. —¿Es usted sordo o no, Agueyef? —Sordo —contestó precipitadamente—. Hasta hace tres días tenía mi oído perfectamente, pero el compañero Akinfiyef con su tiroteo me ha estropeado los oídos. Tiene la obligación de llevarme a Rovno, pero qué sé yo si me llevará... Y el diácono cayó de rodillas, dobló la cabeza con sus pelos rebeldes y se arrastró entre los carros. Llegó a rastras al otro lado, se levantó y se fue a donde estaba Korotkof. Le echó tabaco en la mano, liaron un cigarrillo y se dieron fuego mutuamente. —Así es mejor —dijo Korotkof haciéndole sitio a su lado. El diácono se sentó y los dos permanecieron en silencio. En esto despertó Akinfiyef. Sacó la pierna de vaca del saco, cortó con el cuchillo la carne verduzca y dio un pedazo a cada uno. Cuando vi aquella carne podrida me puse mal y la rechacé desesperado. —¡Que os vaya bien, muchachos! —dije—. ¡Feliz viaje! —Adiós —contestó Korotkof. 117

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Saqué la silla del carro y me marché. En el camino seguía oyendo el refunfuñar interminable de Akinfiyef. —Iván —le decía a Agueyef—, te has equivocado, Iván. Mi nombre debiera haberte amedrentado. Tú, en cambio, te has sentado en mi carro. Hubieras podido seguir así antes de haber caído en mis manos, pero ahora..., bueno, ahora quiero convidarte otra vez a beber, y luego voy a terminar contigo, Iván.

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EL CEMENTERIO DE KOSIN

El cementerio de una pequeña ciudad judía: Assyria. Y el misterioso umbral del Oriente en los campos volinios, plagados de cizaña... Piedras grises talladas, con inscripciones de trescientos años. Relieves toscos cincelados en el granito. Un pez y un cordero sobre una calavera. Rabinos con gorros de piel. Las caderas estrechas de los rabinos están ceñidas con correas. Y bajo sus rostros ciegos se retuerce la línea de piedra de sus barbas ondulantes. A un lado, debajo de una encina partida por un rayo, la cúpula funeraria del rabino Asriel, a quien mataron los cosacos de Bogdan Chmelnitski. Cuatro generaciones yacen en esa sepultura, miserable como la choza del aguador. En la lápida, enverdecida de musgo, se entona una plegaria beduina y palabrera: Asriel, hijo de Chanaías, labio de Jehová. Elías, hijo de Asriel, cerebro que recogió el desafío con el olvido. Wolf, hijo de Elías, príncipe que fuiste arrebatado a la Tora en la decimonovena primavera. Jehuda, hijo de Wolf, rabino de Cracovia y de Praga. ¡Oh Muerte, oh ladrona codiciosa y voraz! ¿Por qué no nos perdonaste siquiera una vez?

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LA VIUDA

En el coche sanitario se muere el comisario del regimiento, Scheveliof. A sus pies está sentada una mujer. La noche, iluminada por el resplandor de los cañonazos, desciende sobre él, y Lievka, el cochero del comandante de la división, revuelve la comida en el cacharro de la cocina. El mechón de Lievka cae encima del fuego. En el soto corren los caballos en reata. Lievka revuelve con una rama el contenido del cacharro y dice a Scheveliof, tendido en el coche sanitario: —Yo he trabajado en la ciudad de Temryuk, compañero, como corredor y como atleta. Las ciudades pequeñas, naturalmente, son bastante fastidiosas para una mujer. Apenas me habían visto allí las damiselas, cuando ya se bamboleaba la pared: "Lief Gavrilytsch, no nos rechace usted una merienda à la carte”. No se quejará usted de haber perdido el tiempo... Fui con una cualquiera a un restaurante. Pedimos dos raciones de ternera y media botella de aguardiente. Nos sentamos muy tranquilos uno al lado del otro y bebemos... De pronto advierto que un desconocido, no mal vestido y bastante decente, se me acerca. Está sereno, y en toda su persona noto una gran presunción. —Perdone —me dice—, quisiera saber de qué nacionalidad es usted. —¿Cómo se le ocurre —pregunto yo— molestarme a causa de mi nacionalidad, precisamente estando en compañía de una señora? Y él responde: —¿Usted pretende ser un atleta...? Con el boxeo francés se zurra sencillamente a la gente como usted con un movimiento de mano. Pruébeme usted su nacionalidad... Yo sigo sin hacer caso. 120

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—Yo no conozco siquiera su nombre ni su apellido. ¿A qué viene un desafío que no conduciría, inevitablemente, más que a que uno cayese aquí en seguida o, con otras palabras, se tumbase a exhalar su último suspiro? —¡El último suspiro! —repitió entusiasmado Lievka levantando las manos al cielo y desperezándose en la noche. El viento infatigable, el puro viento de la noche, canta, se hincha de tonalidades y conmueve las almas. Las estrellas brillan en la oscuridad como anillos de esponsales, y caen sobre Lievka, se le enredan en el pelo y se apagan en su enmarañada cabellera. —Lief, ven aquí —murmuró repentinamente Scheveliof con los labios azulencos—. El oro que tengo pertenece a Saschka; los anillos, los arreos del caballo, todo es de ella. Hemos vivido lealmente juntos y quiero recompensarla por ello. Los trajes, los calzoncillos y la orden del heroísmo inquebrantable, mándalo a Terek, a mi madre. Mándaselo con una carta y escribe en ella: El comandante te saluda y no tienes que llorar. La isba te pertenece a ti, madre; vive en ella. Si alguien te molesta, vete en seguida a ver a Budienny y dile que eres la madre de Scheveliof... El caballo Abamka se lo dejo al regimiento en recuerdo de mi alma... —Lo del caballo lo he entendido —murmuró Lievka palmoteando—. Saschka —gritó a la mujer—, ¿has oído lo que ha dicho? Confiesa delante de él si vas a dar a la vieja lo suyo o no. —¡A mí qué me importa su madre! —contestó Saschka, y se marchó derecha como una ciega al soto. —¿Le vas a dar su parte? —y Lievka fue a buscarla y la cogió por el cuello—. Dilo delante de él. —Sí; se la daré. Déjame. Y una vez que Lievka le había arrancado esta confesión, quitó el cacharro del fuego y echó el caldo en la boca abierta del moribundo. La sopa se derramó por la cara de Scheveliof, la cuchara rechinó en sus dientes brillantes, muertos, y 121

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las balas cantaban cada vez más triste, cada vez más intensamente en la lejana espesura de la noche. —Con fusil tira esa canalla —dijo Lievka. —¡Maldita casta de nobles! —replicó Scheveliof––. Su fuego de artillería nos destroza el flanco derecho. Y con los ojos cerrados, solemne como un cadáver en la capilla ardiente, acecha Scheveliof el estruendo de la batalla con grandes orejas céreas. A su lado masca Lievka la carne con ruido y atragantándose. Cuando terminó, se relamió el labio y se fue al vallecito con Saschka. —Saschka —dijo él estremeciéndose, eructando y palmoteando––, Saschka, como delante de Dios te digo: los pecados se adhieren a nosotros como lampazos... Se vive una vez sólo y se revienta una vez también... Déjame, Saschka. Yo te lo agradeceré, y aunque me costase la sangre... Con él ya ha terminado todo, Saschka. Pero ante Dios, la vida sigue su curso... Se sentaron en la hierba. La luna salía arrastrándose vacilante detrás de las nubes y se detuvo sobre las rodillas desnudas de Saschka. —Vosotros os calentáis ahí —murmuró Scheveliof—, y el enemigo, mira, corre tras de la catorce división... Lievka jadeaba y en el soto se oían crujidos... La luna taciturna vagaba como un mendigo por el cielo. A lo lejos relampagueaba la artillería. Las balas zumbaban en la tierra inquieta y las estrellas de agosto caían sobre la hierba. Saschka regresó a su sitio de antes. Cambió al herido la venda y le alumbró con una linterna la boca podrida. —Mañana terminaste —dijo Saschka secando el sudor frío de la frente de Scheveliof—. En los intestinos tienes la muerte... En ese momento conmueve la tierra un estallido múltiple y funesto. Cuatro nuevas brigadas lanzadas al combate por el mando unido del enemigo empezaron a bombardear y destruyeron nuestras comunicaciones, incendiando toda la comarca donde se divide el Bug. En el horizonte se elevan 122

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dóciles hogueras y los funestos pájaros del bombardeo salen del fuego. Busk ardía. Lievka, el mozo desenfrenado, escapa en el frágil carruaje del comandante de la sexta división. Lleva vigorosamente las riendas grosella y pasa como una furia por el bosque, rozando con las lacadas ruedas los troncos de los árboles. El carro pequeño en que yace Scheveliof vuela detrás de él. Saschka conduce cautamente los caballos, que a veces se salen del carril. Así llegan a la linde del bosque, donde está la estación sanitaria. Lievka desengancha y va a ver al comandante para buscar una manta de caballo. Atraviesa el bosque lleno de carruajes. Entre ellos descansan los cuerpos de los sanitarios, y sobre sus zamarras tiembla el tímido arrebol de la mañana. Las botas de los durmientes están tiradas al azar; las bocas, abiertas como agujeros torcidos y negros. Lievka regresó con una manta a donde se encontraba Scheveliof, le besó en la frente y le tapó hasta la cabeza. Después se acercó Saschka al coche. —Paulik —gritó—. ¡Ah, Jesucristo! —y se arrojó sobre el muerto con su cuerpo enorme. —Casi se mata —dijo Lievka—. Hay que reconocer que los dos se entendían bien. Ahora tendrá que volver a fatigarse con todo el escuadrón. No es ningún placer... Lievka estaba precisamente comiendo cuando resuena en el camino un fúnebre trompeteo y el rumor de numerosas herraduras. Sobre un arzón iba expuesto el cadáver de Scheveliof, cubierto con banderas. Saschka seguía a caballo el féretro de Scheveliof, y en las últimas filas de jinetes resonaba una canción cosaca. El escuadrón pasó la carretera y dobló el río. Entonces, Lievka, descalzo y sin gorra, se precipita detrás de la tropa en marcha y agarra por la rienda el caballo del comandante del escuadrón: —...Calzoncillos —nos llevaba el viento fragmentariamente—. Su madre vive en Terek —oíamos la gritería incoherente de Lievka. El comandante del escuadrón no le escu123

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chaba ya, y se dirigió a Saschka. Pero la mujer meneó la cabeza y siguió andando. Entonces salta Lievka a la silla, coge a Saschka del pelo, le echa la cabeza hacia atrás y le da de puñetazos en toda la cara. Saschka se limpió con la falda la sangre y siguió andando. Lievka saltó de la silla. Y las trompetas estridentes siguieron guiando el escuadrón frente a la línea azulada del Bug. Luego volvió Lievka, el cochero del comandante de división, hacia nosotros, y gritó con ojos chispeantes. —Cuando menos no la he vapuleado mal. Ha dicho: "Mandaré las cosas a su madre cuando me venga bien." "Pero de veras no lo olvides, tú, hueso hediondo... Si lo olvidas, ya te acordarás otra vez. Y si lo vuelves a olvidar, volverás a acordarte..."

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UN SUEÑO

El comandante de división y su estado mayor se encontraban en una rastrojera a tres kilómetros de Samostye. El ejército se hallaba ante un inminente ataque nocturno. Según la orden, debíamos levantar ya nuestro campamento en Samostye. El comandante de la división sólo esperaba la noticia de la victoria. Llovía. Sobre la tierra empapada se cernían el viento y las tinieblas. Todas las estrellas estaban ahogadas por montones de nubes negras como tinta. Resoplaban los caballos extenuados, y en la oscuridad impenetrable, tan pronto descansaban en una pata como en otra. No había ya pienso para ellos. Até mi caballo a mi pierna, me envolví en mi capote y me eché en una hoya llena de agua. La tierra empapada me recibió en sus brazos serenos, como una tumba. El caballo tiró de la rienda y me arrastró. Había descubierto una mata de hierba y quería arrancarla. Al poco tiempo me dormí... y vi en sueños, en la era, el cereal recogido en parvas y el polvo áureo de la sonora trilla. Las gavillas de trigo subían hasta el cielo; el día de julio se metía en la noche y el sol poniente pesaba sobre el pueblo. Estaba tendido en mi lecho tranquilo; la blandura del heno bajo mi cerviz me arrebató los sentidos. La puerta de la cuadra se abrió rechinando. Una mujer en traje de baile se acercó a mí, fue despojando su pecho de encajes negros, circunspectamente, como una madre nutricia, y se reclinó en el mío. Un sofocante bochorno me abrasa las entrañas, las gotas de sudor, gotas de un sudor vivo, fluyente, hierven entre nuestros pechos. —Margot —quiero gritar—, la tierra me arrastra en la cadena de la miseria como a un perro que se resiste, pero la he visto a usted, Margot... 125

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Quiero gritar esto, pero no puedo abrir mis mandíbulas, ateridas por un frío repentino. Entonces se desprende de mí la mujer y cae de hinojos. —Jesús —dice—, recibe el alma de tu esclava muerta. Luego pone en mis párpados dos viejas monedas de cinco copeks y me tapa la boca abierta con oloroso heno. Un grito pugna por salir entre mis mandíbulas rígidas; las apagadas pupilas se mueven lentamente bajo las monedas de cobre; no puedo desenlazar mis manos... y despierto. Delante de mí se acurruca un campesino de crespa barba. Lleva un fusil en la mano. El espinazo de mi caballo parece una viga negra atravesada en el cielo. El apretado lazo del ramal se hunde en la pierna levantada. —Te has dormido, paisano —dice el campesino, y me sonríe con sus ojos trasnochados, insomnes—. El caballo te ha arrastrado un buen medio kilómetro. Aflojo las correas y me levanto. Por mi cara, desgarrada por las hierbas de la estepa, corre sangre. Ahí, a dos pasos de nosotros, se encuentran las avanzadas. Podía ver las chimeneas de Samostye, las linternas sordas de las callejuelas del ghetto y la torre de los bomberos con sus focos rotos. El rocío de la mañana nos anega como una inhalación de cloroformo. Sobre el campamento polaco se elevan verdes cohetes. Parecen estremecerse en el aire, se despliegan luego como rosas a la luz de la luna y van apagándose. Y en el ocaso oí un suspiro lejano. En torno se incubaba una muerte secreta. —Matan a alguien —dije—. ¿A quién matan? —El polaco está revuelto —me contestó el campesino—. El polaco está degollando a los judíos... El campesino pasó el arma de la mano derecha a la izquierda. Su barba estaba retorcida a los lados; me miró amistosamente y me dijo:

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—Largas son las noches en las avanzadas, interminables son esas noches. Y a veces tiene allí el hombre ganas de hablar con otro hombre, pero ¿dónde encontrarlo? El campesino me obligó a fumar de su cigarrillo. —Se les echa la culpa de todo a los judíos —dijo—, de nuestra desgracia, de la vuestra. Después de la guerra va a haber muy pocos. ¿Cuántos judíos hay en todo el mundo? —Diez millones —contesto yo y empiezo a preparar las bridas. —No van a quedar más de doscientos mil —exclamó el campesino, y me cogió la mano como si tuviese miedo de que me marchara. Pero yo salté a la silla y me dirigí adonde se encontraba el estado mayor. El comandante de la división se disponía a montar a caballo precisamente entonces. Los ordenanzas estaban delante en rígida actitud de firmes y se dormían en ella. Tropas de caballería ligera se movían a lo largo de las colinas húmedas. —Cada vez nos aprietan más los tornillos —murmuró el comandante de división marchando de allí. Le seguimos en el camino de Sitanez. Llovía aún. En el camino flotaban ratones muertos. El otoño aprisionaba nuestros corazones, y los árboles —cadáveres desnudos— se mecían en las encrucijadas. Llegamos a Sitanez en las primeras horas de la mañana. Yo vivía con Volkof, el contable del estado mayor, que había descubierto para los dos una isba libre en la punta del pueblo. —Trae vino —dijo a la dueña de la casa—, vino, carne y pan. La vieja se sentó en el suelo y dio de comer en la mano a un ternerillo metido debajo de la cama. —No tengo nada —contestó con frialdad—. Ya no me acuerdo del tiempo en que tuve algo. Me senté a la mesa, me quité el revólver y me dormí. Un cuarto de hora después abrí los ojos y vi a Volkof dobla127

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do sobre el alféizar de la ventana. Estaba escribiendo una carta a su novia. "Adorada Valya —escribía—, ¿se acuerda usted de mí?" Leí el primer renglón. Luego saqué cerillas del bolsillo y prendí en el suelo un montón de paja. El fuego ardió y vino hacia mí. La vieja se echó de bruces sobre el fuego y lo apagó. —¿Qué haces, panie? —dijo retrocediendo espantada. Volkof se volvió, miró fijamente a la dueña con sus ojos inexpresivos y continuó la carta. —Voy a quemarte, vieja —murmuro yo soñoliento—. A ti y al ternero que has robado. —Espera —gruñe la vieja. Sale y vuelve con una jarra de leche y pan. Apenas habíamos comido la mitad, cuando empezaron a caer tiros en el patio. El tiroteo persistía fuera hasta el punto de hacérsenos aburrido. Bebimos la leche, y Volkof salió al patio para ver qué pasaba. —He ensillado tu caballo —me dijo por la ventana. El mío lo han matado. Y aun hemos tenido suerte: los polacos han puesto ametralladoras a cien pasos de aquí. De manera que sólo nos quedó un caballo disponible, que a duras penas nos llevó a Sitanez. Yo iba en la silla y Volkof en la grupa. Los coches de la administración avanzaban estruendosamente, hundiéndose en el cieno. La mañana rezumaba sobre nosotros como el cloroformo en una mesa de hospital. —¿Está usted casado? —me preguntó de repente Volkof. —Mi mujer me abandonó —contesté yo y me adormecí breves instantes. Soñaba que dormía en una cama. Silencio. Nuestro caballo cede. —Dos kilómetros más y la yegua se para —dice Volkof. Silencio. —Hemos perdido la campaña —murmura Volkof y ronca. —Sí —constesto yo. 128

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EL HIJO DEL RABINO

¿Te acuerdas de Schitomir, Vassili? ¿En el río Teteref? ¿Y de aquella tarde en que el sábado naciente se iba deslizando a lo largo del ocaso, aplastando con sus tacones rojos las estrellas? La delgada media luna bañaba sus puntas en las aguas negras del Teteref. El gracioso Guedalye, el fundador de la IV Internacional, nos llevó entonces a casa del rabino Motale Brazlavski para la oración de la tarde. El gracioso Guedalye meneaba en la neblina roja de la tarde las plumas de gallo de su sombrero de copa. En el cuarto del rabino brillaban las pupilas ávidas de los cirios. Judíos de anchas espaldas, abismados sobre los libros de rezos, suspiraban quedamente, y el viejo bufón de los sabios de Chernobyle hacía sonar en su bolsillo roto las monedas de cobre... ¿Te acuerdas todavía de aquella noche, Vassili...? Detrás de la ventana relinchaban los caballos y gritaban los cosacos. El desierto de la guerra bostezaba más allá de la ventana, y el rabino Motale Brazlavski tenía sus dedos huesudos como engarfiados sobre su alba vestidura talar. Estaba orando en la pared que miraba al oriente. Luego se rasga la cortina del arca santa. Y vimos al triste resplandor de los cirios los rollos de la Tora envueltos en seda púrpura y azul, y el humilde y hermosísimo rostro de Ilia, el hijo del rabino, el último príncipe de la dinastía, inclinado sobre la Tora, en actitud inmóvil. Y hace tres días, Vassili, los regimientos del XII ejército han dejado romper el frente en Kovel. En la ciudad retumbaba despectivo el bombardeo del vencedor. Nuestro ejército temblaba y caía en el desconcierto. El tren del departamento político se arrastraba por el lomo de los campos muertos. Y Rusia, la admirable, la increíble Rusia, iba a los lados del vagón pateando con sus sandalias de corteza como una ma129

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nada de piojos vestidos. El ejército de campesinos que retrocedía como una marea iba rodando delante de él, el féretro acostumbrado del soldado: el tifus. Saltaban a los estribos de nuestro tren y caían otra vez al choque de las culatas de nuestros fusiles. Resoplaban, se sujetaban, rodaban como polvo hacia delante, silenciosamente. Y a los doce kilómetros, cuando ya no tuve una patata para ellos, les arrojé un montón de proclamas de Trotsky. Pero sólo uno entre ellos alargó su mano sucia de muerto para coger una proclama. Y reconocí a llia, el hijo del rabino de Schitomir. Le reconocí en seguida, Vassili. El príncipe había perdido el pantalón, se encorvaba bajo el peso de su mochila y me era tan doloroso verle, que, contra todas las instrucciones, le metimos en el coche. Torpe como una vieja, se pegó con el borde de hierro del estribo en la rodilla desnuda. Dos estenotipistas de pechos vigorosos con blusas de marinero arrastraron a la redacción el cuerpo largo, casto, del moribundo. Allí le dejamos en un rincón en el suelo. Los cosacos de anchos pantalones rojos sujetaron su pantalón caído. Las dos muchachas sostuvieron contra el suelo sus piernas torcidas y miraban indiferentes —¡inocentes hembras!— los órganos genitales, la masculinidad consumida, flácida y rizada de un semita moribundo. Y yo, yo que le había conocido en una de mis noches de éxodo, ordené la propiedad dispersa del soldado rojo Brazlavski. Todo estaba revuelto: los papeles del agitador con las notas del poeta hebreo. Las imágenes de Lenin y de Maimónides aparecían juntas: el voluminoso cráneo de hierro de Lerun y el semblante sombrío y suave como seda de Maimónides. En las "Conclusiones del VI Congreso del Partido" había un rizo de mujer. Líneas torcidas de antiguos versos hebraicos ornaban las márgenes de manifiestos comunistas. Páginas del Cantar de los Cantares y balas de revólver — ¡triste, infeliz lluvia!— cayeron delante de mí. Y me volví hacia el joven moribundo, echado en el rincón sobre un colchón despanzurrado. 130

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—Hace cuatro meses, Guedalye, el buhonero, me llevó un viernes por la noche a casa de su padre, del rabino Motale. Entonces no estaba usted en el partido todavía Brazlavski... —Entonces estaba en el partido —contestó el muchacho, se frotó el pecho y se puso febril—. Pero no podía dejar a mi madre... —¿Y ahora, Ilia? —La madre en la revolución no es más que un episodio —murmuró entrecortadamente—. Mi letra, la letra "B", llegó en turno y la organización del partido me mandó al frente... —¿Y así fue usted a Kovel, Ilia? —Sí, fui a Kovel —gritó desesperadamente—. Allí rompieron nuestro frente. Yo tomé la dirección de un regimiento formado rápidamente..., pero demasiado tarde: no tenía artillería... Antes de entrar el tren en Rovno, Ilia había muerto. Murió el último príncipe entre poesías, amuletos y arambeles. Le enterramos en una estación abandonada por Dios. Y yo, desatado el torrente de la fantasía ante aquel cuerpo de antiguo linaje, permanecí al lado de mi hermano hasta su último suspiro.

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LA CANCIÓN

Cuando nos alojamos en el pueblo de Budiatitschy me tocó una mala patrona, una pobre viuda. Algunas cerraduras rompí en su despensa, pero jamás encontré en ella cosa de comer. No me quedaba otro remedio que emplear la astucia, y un día, al llegar a casa al atardecer, vi que la mujer empujaba la puertecita del hogar, caliente todavía. En la choza olía a schtschi. ¿Quién sabe? ¡Quizá hubiera allí hasta carne!... Yo olí la carne en aquella sopa y puse el revólver encima de la mesa. Pero la vieja no se dejó intimidar. Apretó convulsivamente los puños sucios, su semblante se ensombreció y me miró asustada y con un odio extraño. Sin embargo, nada hubiera podido salvarla, la hubiera reducido con el revólver si no se presenta a molestarme Saschka Konayef, llamado Saschka Cristo. Entró en la choza con un acordeón debajo del brazo. Sus preciosísimos pies oscilaban en las botas gastadas. —¿Tocamos una canción? —dijo mirándome con sus ojos adormilados como tras de unos azules carámbanos––. Tocamos una canción —dijo Saschka, se sentó en el banco y empezó a tocar la introducción. Una entrada ensoñadora que sonaba como llegada de una remota lejanía. El cosaco se interrumpió y miró atónito y aburrido ante sí, con sus ojos azules. Apartó la vista de nosotros y empezó una canción de Kubán, porque sabía que con ella podía alegrarme. —Estrellas de los campos —cantó—, estrellas de los campos sobre mi casa paterna y la mano melancólica de mi madre... Me gusta esa canción. Me transportaba a un supremo entusiasmo espiritual. Saschka lo sabía porque la habíamos 132

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oído juntos por primera vez en las bocas del Don, en la aldea cosaca de Kagalniskaya. Un hombre que pescaba en aguas vedadas nos enseñó esa canción. En aquellas aguas vedadas desovan los peces y moran aves innúmeras. Los peces se multiplican en la desembocadura del Don de una manera indescriptible; se les puede pescar con artesas, con las mismas manos. Si se mete un remo verticalmente en el agua, se queda quieto porque los peces lo sujetan y lo empujan en direcciones contrarias. Nosotros mismos lo hemos visto y no olvidaremos jamás las aguas vedadas de Kagalniskaya. Todas las autoridades prohibieron con mucha razón la pesca en esas aguas; pero en el año diecinueve se desencadenó en la boca del Don una guerra cruel y el cazador Yakof, que ante nuestros ojos ejercía su industria ilícita, le regaló un acordeón al cantante de nuestro escuadrón, a Saschka Cristo, para que cerrase los ojos. Él mismo le enseñó a Saschka sus canciones, entre ellas viejas melodías conmovedoras. Nosotros le perdonamos todo al astuto cazador porque necesitábamos sus canciones. Entonces nadie podía prever aún el fin de la guerra, y sólo Saschka nos hacía llevadero el camino peligroso con tonadas y lágrimas. Una huella sangrienta marcaba nuestro camino y sobre nuestras huellas se mecían las canciones. Así fue en la campaña del verde Kubán, así en el Ural y en las montañas caucásicas, así hasta el día de hoy. Necesitamos la canción. El fin de la guerra no se prevé y Saschka Cristo, el cantante del escuadrón, no está todavía maduro para la muerte... Aquella noche, la del engaño de la sopa, me dulcificó Saschka con su voz apagada y trémula: —Estrellas de los campos sobre mi casa paterna y la mano melancólica de mi madre. Estaba echado en un rincón en un lecho podrido escuchando a Saschka. La nostalgia removía debajo de mí el heno enmohecido. A través de la lluvia candente de mi nostalgia apenas veía a la vieja que sujetaba con la mano su meji133

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lla lacia. Hundida su cabeza arañada, permanecía junto a la pared, sin moverse ni aún después de haber dejado Saschka de tocar. Éste dejó el acordeón a un lado, rió y bostezó como tras de un largo sueño; luego, viendo lo descuidado que la choza estaba, barrió el estiércol del banco y llevó un cubo de agua. —Ya ves, querido mío —le dijo la mujer restregándose la espalda contra la puerta y señalándome—, tu superior ha entrado antes, me ha chillado, ha dado patadas, ha roto todas las cerraduras de la choza y ha sacado el arma delante de mí... Es un pecado delante de Dios venirme con un arma a mí, a una mujer... Y volvió a restregarse la espalda contra la puerta y tiró algunas pieles sobre el hijo, que, tapado con pingajos, roncaba en la cama grande debajo del icono. El hijo era un muchacho mudo, con la cabeza grandota blanca y unos pies gigantescos como los de un campesino ya formado. La madre le limpió la nariz puerca y volvió a la mesa. —Querida mía —dijo Saschka después poniéndole la mano en el hombro—. ¿Tiene usted deseo? Puedo servirla... Pero ella hizo como si no hubiese oído sus palabras. —No he visto sopa alguna —dijo sosteniendo con la mano su mejilla—. Hace ya mucho tiempo que no queda nada de mi sopa. Siempre me amenaza la gente con las armas. Y una vez viene un buen hombre con quien yo podía darme un buen gusto y... ¡ay! estoy tan extenuada, que ya no encuentro placer en el pecado... Así se lamentaba, arrastrando una voz tristona. Luego murmuró algo y empujó al chico mudo hacia la pared. Saschka se acostó con ella en los harapos de aquel lecho. Y yo intenté dormirme. Y me forjé sueños para dormirme con hermosos pensamientos.

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TRAICIÓN

Compañero juez de instrucción Burdienko: A sus preguntas contesto que tengo el número 2 400 de legitimación del Partido, extendida por el Comité del Partido en Krassnodar para Nikita Balinaschef. Respecto a mi vida declaro que hasta 1914 fue una vida doméstica, pues me ocupaba con mis padres en trabajos agrícolas, y desde el campo fui a las filas imperialistas a defender al ciudadano Poincaré y a los verdugos de la revolución alemana EbertNoske, que al parecer se habían dormido y a lo sumo habían tenido en sueños una idea de cómo podría efectivamente ayudarse a mi patria, "Sankt-Iván", en Kubán. Y así se va tirando de la cuerda hasta que el compañero Lenin con el compañero Trotsky dan una vuelta a mi bayoneta bestializada y en vez de dirigirla a los intestinos que le estaban destinados la dirigen a unas nuevas entrañas del blanco más fácil. Desde entonces llevo el número 2 400 en la punta de mi despierta bayoneta, y es bastante bochornoso y ridículo por cierto oír de usted ahora, compañero juez de instrucción Burdienko, una habladuría insensata sobre el desconocido hospital de N. De ese hospital no me ocupé yo lo más mínimo, cuanto más para hablar de que le haya tiroteado o le haya asaltado, lo cual hubiera sido de todo punto imposible, pues los tres, es decir, el compañero Golovitsyn, el compañero Kustof y yo estábamos heridos y sentíamos una fiebre violenta en nuestros huesos. No asaltamos el hospital, sino que estábamos en traje de hospital en la plaza de la ciudad en medio del pueblo libre, de nacionalidad judía, y llorábamos. Y en lo que respecta al perjuicio de los tres cristales que al parecer rompimos con nuestros revólveres de oficiales, desde lo más profundo del corazón digo que esos cristales no respondían a un fin, pues pertenecían a la ventana de una despensa donde no cumplen misión alguna. Y 135

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el doctor Yavein, que vio desde la ventana del hospital nuestro tiroteo, se reía de nosotros sin parar, lo cual pueden comprobar así mismo, los judíos arriba citados, libres del lugar de Kosin. Contra el doctor Yavein aduzco todavía, compañero juez de instrucción, que también se rió de nosotros cuando los tres heridos, a saber: el compañero Golovitsyn, el compañero Kustof y yo, fuimos llevados al lazareto, y él, a las primeras palabras, nos dijo con bastante dureza: "Combatientes, tomad un baño cada uno, quitaos inmediatamente vuestras armas y vestidos, porque temo que puedan propagar el contagio y quiero hacerlas desinfectar absolutamente." Y cuando el camarada Kustof vio delante de él una fiera y no un hombre, adelantó su pierna destrozada y preguntó si un sable de Kubán podía contagiar a alguien que no fuese enemigo de nuestra revolución y se interesó también en saber algo de la desinfección; si allí encontraba uno verdaderamente un soldado del partido para todas las cuestiones o, al contrario, uno de la masa innominada. Y entonces vio claramente el doctor Yavein que nos dábamos cuenta de la traición. Nos volvió la espalda y nos mandó a la enfermería sonriente y sin decir una palabra. Renqueamos con nuestras piernas rotas, agitamos nuestras manos impedidas y nos sostuvimos mutuamente, puesto que los tres éramos compatriotas del pueblo cosaco de Sankt-lván, a saber: el compañero Gotovitsyn, el compañero Kustof y yo, paisanos con la misma suerte; el que tenía la pierna rota se apoyaba en el brazo del compañero, y el que no tenía mano se reclinaba en el hombro del otro. Obedecimos la orden dada y nos fuimos a la enfermería, donde esperábamos encontrar una labor cultural y desprendimiento por la causa. Pero es interesante hacer notar lo que encontramos en la enfermería: vimos allí soldados rojos —infantería exclusivamente— sentados en los camastros jugando a las damas, y en las ventanas había enfermeras altas, sonriendo a derecha e izquierda. Cuando vimos esto quedamos como heridos por el rayo. 136

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—¿Habéis terminado ya la guerra, muchachos? —dije yo a los heridos. —Sí —contestaron los heridos moviendo las piezas hechas de pan. —Muy pronto —contesté a los heridos, muy pronto habéis terminado la guerra los de infantería cuando el enemigo está a quince kilómetros de aquí avanzando solapadamente y cuando puede leerse en el periódico El Jinete Rojo algo sobre nuestra situación internacional, que es horrible y que presenta horizontes cubiertos de nubes. Pero mis palabras resonaron contra la heroica infantería como sirles de cordero en el tambor del regimiento. Y de toda la charla no vino a resultar sino que las enfermeras nos llevaron a la cama y allá empezaron otra vez a hablar de que debíamos dejar las armas, como si hubiéramos sido ya vencidos. A consecuencia de esto excitaron a Kustof hasta un punto que no puede decirse, y se arrancó el vendaje que llevaba en el hombro izquierdo encima del corazón sangrante del guerrero y del proletario. Conociendo su carácter, callaron las enfermeras, aunque sólo poco tiempo; luego empezaron otra vez a bromear como hace la masa innominada, y por último nos mandaban gente que se complacía en quitarnos la ropa mientras dormíamos y nos hacían representar como labor de cultura una obra de teatro, vestidos de mujeres, lo cual no era para nosotros. ¡Oh crueles enfermeras! Más de una vez intentaron dormirnos con narcóticos a causa de nuestro indumento, de tal manera que no descansábamos más que alternativamente y teníamos siempre un ojo abierto y hasta para las menores necesidades íbamos con todo el uniforme y con el revólver en la mano. Después de haber sufrido así una semana y un día enteros empezamos a delirar, a ver fantasmas y, finalmente, cuando el 4 de agosto, la mañana de la acusación, despertamos, vimos un cambio en nosotros; es decir, estábamos en mandil, cada uno con un número, lo mismo que 137

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reclusos, sin armas y sin los vestidos que habían cosido para nosotros nuestras madres, las pobres viejecitas de Kubán. Y vimos el buen sol iluminando magníficamente, mientras que la infantería, bajo la cual sufríamos los tres jinetes rojos, se burlaba de nosotros, lo mismo que las despiadadas enfermeras que nos habían dado la noche anterior un narcótico y ahora movían sus pechos jóvenes y nos traían fuentes llenas de cacao con tanta leche que se podía nadar dentro. Un alegre carrusel: la infantería golpeaba con sus muletas terriblemente y nos pellizcaba a los lados como a prostitutas venales: "El primer ejército del Budienny ha terminado también la guerra." Pero no, relamidos compañeros que habéis hinchado vuestros magníficos vientres y jugáis por la noche a las damas como si eso fuera un arma de artillería, el primer ejército no ha terminado la guerra. Los tres queríamos ir al retrete; nos encontramos en el patio y nos dirigíamos desde allá, todavía con la fiebre de nuestras heridas amoratadas, al ciudadano Boidermann, el presidente del Comité Revolucionario del distrito, sin el cual no hubiera habido, compañero juez de instrucción Burdienko, desacuerdo posible en el tiroteo por el cual nos vemos en tan grave confusión. Y aunque no podemos presentar material alguno respecto del ciudadano Boidermann, le comunico, sin embargo, que al entrar en la antecámara del presidente del Comité Revolucionario del distrito, nos llamó la atención un ciudadano viejo de pieles, judío de nacionalidad. El ciudadano Boidermann está sentado a la mesa, una mesa llena de papeles que no tenía un hermoso aspecto. Está mirando a todos lados y se ve que no entiende nada de aquellos papeles, que no le preocupan los papeles, tanto más por cuanto que tres combatientes desconocidos, pero de méritos, se adelantan amenazadores al ciudadano Boidermann y le exigen alimento, mientras que al mismo tiempo los funcionarios del lugar señalan la contrarrevolución de los pueblos comarcanos y además comparecen ante él otros funcionarios del 138

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centro que, lo más pronto posible y sin dilación, quieren casarse ante el Comité Revolucionario del distrito, pero también nosotros expusimos con voz tonante nuestro caso, la traición en el lazareto. Sin embargo, el ciudadano Boidermann nos miró con ojos atónitos y salientes y nos volvió a mirar por todos lados, y luego nos golpeó suavemente en el hombro, lo cual no es propio de la autoridad y sí completamente indigno de ella. No nos dio ninguna resolución, sino que se limitó a decir: "Compañeros combatientes, si es verdad que estáis por el poder de los soviets, abandonad este lugar." Con lo cual naturalmente nosotros no estábamos de acuerdo. Exigimos su documentación personal completa y como no la recibimos nos quedamos como anonadados. Y en estas enmarañadas circunstancias salimos a la plaza delante del lazareto, donde desarmamos a la milicia, consistente en un soldado de caballería, y con lágrimas en los ojos, destrozamos los inocentes cristales de la despensa anteriormente descrita. El doctor Yavein, ante este ataque ilícito, contrajo el rostro y siguió riendo, mientras el compañero Kustof tuvo que morir cuatro días después, de resultas de su enfermedad. En su breve vida roja fue intranquilizado infinitamente el compañero Kustof por esa traición, que tan pronto nos guiñaba el ojo desde la ventana como se burlaba del rudo proletariado... El mismo proletariado, compañeros, sabe que es rudo y sufre por eso; pero queremos vivir, queremos morir, el alma arde y arranca como fuego la prisión de nuestro cuerpo y el presidio de nuestras costillas, en donde no podemos resistir más. La traición, le digo, compañero juez de instrucción Burdienko, se ríe de nosotros en la ventana; la traición avanza descaradamente en nuestra propia casa; la traición se cuelga las botas a la espalda para que las tablas del piso no crujan en la casa despojada. Pero nosotros queremos arrancar el piso para que se levante contra nuestra inocente rudeza y derramaremos sangre negra en esas botas que han aprendido a andar sin crujidos. 139

CUENTOS DE ODESA (1931)

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EL REY

Terminada la bendición nupcial el rabí se dejó caer en un sillón; después salió de la habitación y observó las mesas a todo lo largo del patio. Eran tantas, que la cola asomaba por el portón a la calle Gospitálnaya. Cubiertas con terciopelo, las mesas serpenteaban por el patio como culebras de vientre recosido con remiendos multicolores; cantaban con voces graves los remiendos de terciopelo naranja y rojo. Los apartamentos quedaron transformados en cocinas. Por las puertas hollinadas salía una llamarada suculenta, llamarada borracha y rolliza. En sus rayos ahumados se tostaban rostros de ancianas, papos temblones de mujer, tetas sobadas. Un sudor rosado como la sangre, rosado como la baba de un perro rabioso, bordeaba aquellos montones de medrada carne humana y de dulce pestilencia. Tres marmitonas, sin contar las fregonas, preparaban la cena nupcial; dirigíalas la octogenaria Reizl, tradicional como un rollo del Thora, menuda y jibosa. Aún no iniciada la cena entró en el patio un joven desconocido por los convidados... Preguntó por Benia Krik y llamó aparte a Benia Krik. —Oiga, Rey —dijo el joven—, debo comunicarle un par de palabras. Me manda la tía Jana de la calle Kostétskaya... —Bien —respondió Benia Krik, alias el Rey—, venga ese par de palabras. —Ayer llegó a la comisaría el jefe nuevo; la tía Jana me encargó que se lo dijera. —Me enteré anteayer —observó Benia Krik—. ¿Qué más? —El comisario reunió al personal y le echó un discurso. —La escoba nueva barre limpio —respondió Benia Krik —. Quiere una redada. ¿Qué más? —¿Sabe usted, Rey, cuándo es la redada? 141

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—Será mañana. —Es hoy, Rey. ––¿Quién te ha dicho eso, niño? —Lo dijo la tía Jana. ¿Conoce a la tía Jana? —Conozco a la tía Jana. ¿Qué más? —El comisario reunió al personal y le echó un discurso. «Debemos aplastar a Benia Krik», dijo, «porque al lado de su majestad imperial no hay rey que valga. Hoy que Krik casa a su hermana y todos estarán allí haremos la redada...» —¿Qué más? —...Entonces los agentes se asustaron. Dijeron: «Si hacemos la redada cuando Benia anda de fiesta se disgustará y correrá mucha sangre». El comisario dijo: «Por encima de todo está mi amor propio»... —Bien, vete —respondió el Rey. —¿Qué le digo de la redada a la tía Jana? —Que Benia está enterado de la redada. El joven se fue y con él tres amigos de Benia. Dijeron que regresarían a la media hora. Y regresaron a la media hora. Eso fue todo. Se sentaron a la mesa sin tener en cuenta la edad. La vejez chocha es algo tan deplorable como la juventud cobarde. Tampoco se sentaron de acuerdo a las fortunas. El forro de una pesada talega está zurcido con lágrimas. En el lugar de preferencia se sentaron los novios. Era su ocasión. Después estaba Sénder Eijbaum, suegro del Rey. Era su derecho. El historial de Sénder Eijbaum es digno de conocerse: no es un historial cualquiera. ¿Cómo Benia Krik, atracador y cabecilla de atracadores, llegó a yerno de Eijbaum? ¿Cómo llegó a yerno de un propietario de sesenta menos unas vacas lecheras? Todo ocurrió a raíz de un atraco. Hacía sólo un año Benia escribió a Eijbaum una carta. «Mosié Eijbaum —le ponía—, ruego que coloque mañana bajo el portón de la Sofíyevskaya 17, veinte mil rublos. 142

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Si no, le espera algo jamás oído y Odesa entera hablará de usted. Respetuosamente, Benia el Rey.» Tres cartas, a cual más diáfana, no tuvieron respuesta. Entonces Benia actuó. Una noche se presentaron nueve hombres con palos largos. En los palos llevaban estopa embreada amarrada. Nueve estrellas fulgurantes se encendieron en la vaqueriza de Eijbaum. Benia rompió las cerraduras del establo y sacó las vacas, una por una. Un muchacho armado de cuchillo tumbaba la vaca de un golpe y clavaba el cuchillo en el corazón de la vaca. En la tierra encharcada de sangre las antorchas florecieron como rosas de fuego; sonaron disparos. Con los disparos Benia intimidaba a las empleadas apiñadas cerca del establo. Los otros asaltantes también dispararon al aire porque si no se tira al aire puede haber víctimas. Cuando la sexta vaca se derrumbó a los pies del Rey con un postrer mugido, en el patio apareció Eijbaum en calzoncillos y se interesó: —¿Qué consecuencias tendrá esto, Benia? —Que si yo me quedo sin el dinero, usted se queda sin las vacas. Como que dos y dos son cuatro. —Entra en el local, Benia. En el local se pusieron de acuerdo. Se repartieron a medias las vacas degolladas. La inviolabilidad de Eijbaum quedó garantizada y confirmada por un certificado acuñado. Pero lo más asombroso vino después. En el asalto de aquella terrible noche, cuando las vacas acuchilladas mugían y las terneras resbalaban en la sangre de sus madres, cuando las antorchas danzaban como negras doncellas y las lecheras se espantaban y chillaban intimidadas por las pistolas benevolentes, aquella noche terrible bajó al patio en camisa escotada Tsilia, la hija del viejo Eijbaum. La victoria del Rey se transformó en su derrota. A los dos días, sin aviso previo, Benia devolvió a Eijbaum el dinero arrebatado y una tarde se presentó de visita. Vestía un traje color naranja, bajo el puño de su camisa centelleaba una pulsera de brillantes; entró en la habita143

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ción, saludó y pidió a Eijbaum la mano de su hija Tsilia. El viejo sufrió un ligero ataque, pero se recuperó. Al viejo le quedaba vida para otros veinte años. —Oiga, Eijbaum —le dijo el Rey—, el día que usted se muera le entierro en el primer cementerio judío y muy cerca de la entrada. Le pongo, Eijbaum, un monumento de mármol rosado. Le hago parnas de la sinagoga Bródskaya. Dejo mi especialidad, Eijbaum, y me asocio a su empresa. Usted, Eijbaum, tendrá doscientas vacas. Mataré a todos los lecheros, excluyéndole a usted. Ningún ladrón rondará la calle en que usted vive. Le construyo un chalet en la estación dieciséis... Recuerde, Eijbaum: en su juventud usted tampoco fue rabí. No diremos en voz alta quién falsificó el testamento, ¿eh?... Usted tendrá por yerno a un Rey. No a un mocoso, sino a un Rey, Eijbaum... Benia Krik se salió con la suya porque era apasionado y las pasiones imperan en el mundo. Los recién casados pasaron tres meses en la exuberante Besarabia en medio de uvas, de comida abundante y de sudor amoroso. Después Benia regresó a Odesa para casar a su hermana Dvoira, una cuarentona que padecía la enfermedad de Basedow. Ahora, relatada la historia de Sénder Eijbaum, podemos retornar a la boda de Dvoira Krik, la hermana del Rey. En la cena de boda hubo pavo, pollo asado, pescado relleno y ujá5 con islotes de limón de reflejos nacarinos. Sobre las cabezas muertas de los pavos cimbreaban flores semejantes a penachos vaporosos. Pero ¿acaso la resaca del mar de Odesa deposita en la orilla pollos asados? Aquella noche estrellada y azul todo lo más noble de nuestro contrabando, todo lo que del uno al otro confin honra a nuestra tierra, dejó sentir su efecto destructivo y seductor. El vino forastero calentaba los estómagos, quebraba dulcemente las piernas, embotaba los cerebros y provocaba regüeldos sonoros como las notas de la trompa de guerra. El 5

Sopa de pescado.

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cocinero negro del «Plutarco», llegado hacía dos días de Port Said, trajo más acá de la raya aduanera barrigudas botellas de ron de Jamaica, oleoso vino de Madera, cigarros de las vegas de Pearpont Morgan y naranjas de las proximidades de Jerusalén. Eso deposita en la orilla la espumosa resaca del mar de Odesa, de eso se benefician en ocasiones los mendigos de Odesa en las bodas judías. En la boda de Dvoira Krik se beneficiaron de ron de Jamaica. Por eso, borrachos como cerdos, los mendigos judíos repiqueteaban ruidosamente con sus muletas. Eijbaum, el chaleco desabrochado, observaba con un ojo entreabierto la estruendosa asamblea y eructaba con esmero. La orquesta tocaba la fanfarria. Parecía la parada militar de una división. Fanfarria y más fanfarria. Los atracadores, sentados en filas estrechas, cohibidos al principio por la presencia de gente ajena, se fueron animando. Liova Katsap estrelló una botella de aguardiente en la cabeza de su querida. Monia, el artillero, disparó al aire. El entusiasmo llegó a su apogeo cuando, según las viejas costumbres, los invitados ofrecieron sus regalos a los novios. Los salmistas sinagogales se encaramaron a las mesas y, secundados por la estrepitosa fanfarria, contaban los rublos y cucharas de plata regalados. Los amigos del Rey hicieron gala de la sangre azul y de la caballerosidad inextinguida del barrio de Moldavanka. Con ademán descuidado dejaban caer en las bandejas de plata monedas de oro, sortijas y corales. La aristocracia de Moldavanka llevaba chalecos carmesí, abrazaban sus hombros chaquetas rojas y en sus piernas carnosas reventaba el cuero color turquesa. Erguidos, barriga en ristre, los bandidos palmeaban al son de la música, gritaban «amargo»6 y lanzaban flores a la novia. Esta, la cuarentona Dvoira, la hermana de Benia Krik, la hermana del Rey, desfigurada por la enfermedad, de papo abultado y 6

Los novios deben besarse para «endulzar» el vino.

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ojos desorbitados, estaba sentada sobre un montón de almohadas y tenía a su lado a un niño canijo comprado con el dinero de Eijbaum y mudo de angustia. La entrega de los regalos llegaba a su fin: los salmistas enronquecieron y el contrabajo se enemistó con el violín. De pronto, sobre el patio se extendió un ligero olor a chamusquina. —Benia —dijo papá Krik, un viejo carretero con fama de mal educado entre los carreteros—, Benia, ¿sabes qué me se ocurre? Me se ocurre que aquí arde el hollín... —Papá —respondió el Rey a su padre beodo—, coma y beba, por favor, y no se preocupe de esas tonterías... Papá Krik siguió el consejo de su hijo. Comió y bebió. Pero la nube de humo se hacía más asfixiante. En algunas partes el borde del cielo se tiñó de rosa. Una lengua de fuego, fina como una espada, lanzó una estocada por alto. Los convidados se levantaron y olfatearon el aire. Sus mujeres chillaron. Los atracadores se miraron unos a otros. Sólo Benia, que no notaba nada, estaba afligido. —Me están aguando la fiesta —gritaba con desesperación—. Queridos: coman y beban, por favor... Mas en ese momento apareció en el patio el joven que había estado antes de comenzar la fiesta. —Rey —dijo—, debo comunicarle un par de palabras. —Dilas —respondió Krik—. Tú siempre tienes en reserva un par de palabras... ––Rey ––pronunció el joven desconocido con una risita—, la cosa tiene gracia. La comisaría entera arde como una antorcha... Enmudecieron los tenderos. Sonrieron los atracadores. Manka, una sesentona, progenitora de bandidos del barrio, se metió dos dedos en la boca y produjo un silbido que hizo tambalearse a sus adláteres. —Mania, que no está usted en el trabajo —observó Benia—. Más paciencia, Mania... El joven mensajero seguía riendo. 146

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—Salieron de la comisaría unos cuarenta —decía moviendo la mandíbula— para hacer la redada. Se apartaron unos quince pasos y empezó el incendio... Corran a verlo, si quieren... Benia prohibió a los convidados ir al incendio. Fue él con dos compañeros. La comisaría ardía por los cuatro costados. Los policías corrían por la escalera meneando el trasero envuelto en humo y lanzaban cofres por las ventanas. Los detenidos aprovecharon la confusión y se fugaron. Los bomberos se sentían pletóricos de entusiasmo, pero en el grifo inmediato no había agua. El comisario, la escoba nueva que barre limpio, estaba en la acera de enfrente mordiéndose el mostacho, que se le metía en la boca. La nueva escoba estaba quieta. Benia pasó cerca del comisario y le saludó a lo militar. —Muy buenas, excelencia —dijo compadecido—. ¿Vaya calamidad, eh? Es algo de pesadilla... Detuvo la mirada en el edificio en llamas, meneó la cabeza y chasqueó los labios: —¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!... Benia retornó a casa cuando en el patio se apagaron los faroles y en el cielo se encendía la aurora. Los convidados se habían retirado; los músicos dormitaban con la cabeza descansando en el mástil de sus contrabajos. Sólo Dvoira no está dispuesta a dormir. Empujaba al marido asustado hacia la puerta del dormitorio conyugal; mirábale con la lascivia del gato que lleva un ratón en la boca y lo palpa suavemente con los dientes.

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ASÍ SE HACÍA EN ODESA

Empecé: —Rebe Arie-Leib —dije al viejo—, hablemos de Benia Krik. Hablemos de su comienzo fulminante y de su terrible final. Tres sombras interfieren el camino a mi imaginación. Fróim Grach. ¿Acaso el acero de sus actos no es comparable a la fuerza del Rey? Kolka Pakovski. La furia de aquel hombre tenía todo lo necesario para ordenar. ¿Acaso Jaim Drong no vislumbró el brillo del nuevo astro? Entonces, ¿por qué sólo Benia Krik subió la escalera de cuerda mientras los demás quedaron abajo, colgando de los vacilantes peldaños? Rebe Arie-Leib callaba encaramado en la tapia del cementerio. Ante nosotros se extendía la verde tranquilidad de las tumbas. El que espera respuesta debe armarse de paciencia. Al sabio le corresponde ser circunspecto. Por eso Arie-Leib permanecía callado en la tapia del cementerio. Por fin dijo: —¿Por qué fue él? ¿Por qué no ellos, desea usted saber? Bien. Olvídese por un rato de que tiene gafas en la nariz y otoño en su alma. Deje de armar escándalos ante su mesa escritorio y de tartamudear en público. Imagínese por un instante que arma escándalos en la plaza y que tartamudea en el papel. Es usted un tigre, un león, un gato. Es capaz de pasar la noche con una mujer rusa y la mujer rusa quedará satisfecha de usted. Cuenta usted veinticinco años. Si el cielo y la tierra tuvieran anillas usted se engancharía a las anillas y unía el cielo con la tierra. Su padre es Méndel Krik, el carretero. ¿En qué piensa un padre así? Pues piensa en soplarse una buena copa de aguardiente, en romperle los morros a quien sea, en sus caballos y en nada más. Usted quiere vivir y él le hace morir veinte veces al día. ¿Qué hubiera hecho usted en el lugar de Benia Krik? No hubiera 148

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hecho nada. Pero Benia sí hizo. Por eso él es un Rey, mientras que usted hace la higa en el bolsillo. Él, Bencito, fue adonde Fróim Grach, que ya miraba al mundo con un solo ojo y ya era lo que es. Dijo a Fróim: —Cógeme. Quiero arrimarme a tu orilla. La orilla a la que me arrime saldrá beneficiada. Grach le preguntó: —¿Quién eres, de dónde vienes y cómo respiras? —Hazme una prueba, Fróim —respondió Benia—, y dejemos de restregar las gachas blancas por la mesa limpia. —Dejemos de restregar las gachas —respondió Grach— Te haré la prueba. Los atracadores reunieron el consejo para pensar en Benia Krik. No estuve presente en el consejo, pero se dice que lo reunieron. El difunto Liova el Toro era el responsable. —¿Qué cosas oculta ese Bencito bajo la gorra? —preguntó el difunto Toro. Grach el tuerto opinó: —Benia habla poco, pero sustancioso. Habla poco, pero sientes ganas de que diga algo más. —Si es así —exclamó el difunto Liovka—, probémoslo con Tartakovski. —Probémoslo con Tartakovski —decidió el consejo, y todos los que aún albergaban vergüenza enrojecieron al escuchar la decisión. ¿Por qué enrojecieron? Lo sabrá si va adonde le llevo. Tartakovski tenía los motes de «Judío y medio» y de «Nueve asaltos». Le llamaban «Judío y medio» porque en ningún otro hebreo cabía tanta audacia ni tanto dinero como en Tartakovski. Era más alto que el policía más alto de Odesa y pesaba más que la judía más gorda. Le llamaban «Nueve asaltos» porque la firma «Liovka el Toro y Co.» lanzó contra su oficina no ocho ni diez asaltos, sino justamente nueve. A Benia, que aún no era Rey, le cupo el honor de perpetrar contra el «Judío y medio» el décimo asalto. Cuando Fróim se lo comunicó él dijo «sí» y salió dando un 149

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portazo. ¿Por qué dio un portazo? Lo sabrá si va adonde le llevo. Tartakovski tiene entrañas de asesino, pero es nuestro. Salió de entre nosotros. Es sangre nuestra. Lleva nuestra carne, como si nos hubiera parido la misma madre. Media Odesa está empleada en sus tiendas. Fue víctima de su gente, de los de Moldavanka. Dos veces lo secuestraron para lo del rescate y una vez, durante un pogrom, lo enterraron con cantantes. Los matones del suburbio maltrataron a los judíos en la calle Bolshaya Arnaútskaya. Cuando escapaba, Tartakovski vio un entierro con cantantes en la calle Sofiskaya. Preguntó: —¿A quiénes entierran con cantantes? Los transeúntes le contestaron que enterraban a Tartakovski. La procesión llegó al cementerio del suburbio. Allí los nuestros sacaron una ametralladora del ataúd y dispararon contra los matones del suburbio. «Judío y medio» no se imaginaba tal cosa. A «Judío y medio» le entró un susto terrible. En su lugar cualquier tendero hubiera hecho lo mismo. El décimo atraco a un hombre enterrado una vez era una grosería. Benia, que aún no era Rey, lo comprendía mejor que nadie. Pero dijo a Grach que sí y aquel mismo día escribió a Tartakovski una carta como todas las cartas de ese estilo: «Estimadísimo Ruvim Osipovich: El sábado tenga la amabilidad de poner bajo la barrica del agua de lluvia..., etcétera. Si se niega, como últimamente se lo estuvo permitiendo usted, le espera una gran decepción en su vida familiar. Con todo el respeto, su conocido Bención Krik.» Tartakovski no tuvo pereza y contestó inmediatamente: «Benia: Si fueras idiota te contestaría como a un idiota. Pero no te reconozco como tal y no quiera Dios que te reconozca. Por lo visto, te haces el niño. ¿No sabes que en la Argentina hubo este año cosecha a rabiar y que nosotros estamos con nuestro trigo sin estrenar?... Te digo con el co150

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razón en la mano que estoy harto de tragar a mi vejez un mendrugo tan amargo y de aguantar estos disgustos después de haber trabajado toda la vida como el último carretero. ¿Qué me queda después de esos trabajos forzados ilimitados? Llagas, pupas, quebrantos y desvelos. Déjate de tonterías, Benia. Tu amigo, más de lo que te imaginas, Ruvim Tartakovski.» «Judío y medio» hizo lo que debía: contestó a la carta. Pero el correo no la entregó al destinatario. Benia, al no recibir la respuesta, se encolerizó. Al día siguiente se presentó con cuatro amigos en la oficina de Tartakovski. Cuatro muchachos con antifaces y revólveres irrumpieron en la habitación. —Manos arriba —dijeron y comenzaron a agitar las pistolas. —Trabaja con más calma, Salomón —observó Benia a uno de los que más alborotaban—. Deja esa costumbre de ponerte nervioso en el trabajo. Se dirigió al dependiente que estaba blanco como la muerte y amarillo como la arcilla y le preguntó: —Está «Judío y medio» en el establecimiento? —No está en el establecimiento —respondió el dependiente, que se apellidaba Muguinshtein, de nombre Iósif, hijo soltero de la tía Pesia, la que vende gallinas en la plaza Seredínnaya. —Vamos, ¿quién sustituye aquí al dueño? —inquirieron al pobre Muguinshtein. —Yo sustituyo al dueño —dijo el dependiente verde como la hierba verde. —Entonces, ábrenos la caja con la ayuda de Dios —le ordenó Benia y comenzó una ópera en tres actos. Salomón, el nervioso, metía en la maleta dinero, papeles, relojes y monogramas; el difunto Iósif permanecía ante él con las manos levantadas, mientras Benia relataba historias de la vida del pueblo judío. 151

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—Ya que se hace el Rothschild —decía Benia refiriendose a Tartakovski—, que reviente. Tú dime, Muguinshtein, como a un amigo: él recibe de mí una carta oficial, ¿qué menos que tomar el tranvía por cinco kopeks y presentarse en mi casa para beber con mi familia una copa de aguardiente y comer lo que Dios nos dé? ¿Qué le impidió hablarme con franqueza? Me hubiese dicho: «Benia, hay esto y esto. Ahí tienes mi balance. Espera un par de días. Déjame respirar. Déjame desentumecerme.» ¿Qué le diría yo? Un cerdo jamás se encuentra con otro cerdo, pero un hombre con otro sí. ¿Tú me comprendes, Muguinshtein? —Sí, le comprendo —dijo Muguinshtein, pero mentía: no acababa de comprender para qué «Judío y medio», un rico respetado y más importante que nadie, tenía que tomar el tranvía para comer con la familia del carretero Méndel Krik. Mientras, la desgracia rondaba al pie de la ventana como el mendigo al amanecer. La desgracia entró estruendosamente en la oficina. Aunque esta vez traía el aspecto del judío Savka Butsis, la desgracia venía borracha como un aguador. —Go-gu-go —gritó el judío Savka—, perdóname, Bencito, por haber tardado. Y se puso a patalear y a bracear. Después disparó y la bala dio a Muguinshtein en la barriga. ¿Hacen falta palabras? Un hombre vivo dejó de existir. Un inocente solterón que vivía como el pájaro en la rama se murió por una tontería. Llegó un judío con mañas de marinero y no disparó contra una botella con sorpresa, sino contra la barriga de un hombre. ¿Hacen falta palabras? —A correr de la oficina —gritó Benia y salió el último. Aún le dio tiempo de gritar a Butsis: —Te juro por el ataúd de mi madre, Savka, que te enterrarán junto a éste... Ahora dígame, señorito que corta cupones de acciones ajenas: ¿Qué haría usted en el lugar de Benia Krik? Usted no sabe lo que haría. El sí lo sabía. El era un Rey, mientras 152

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que nosotros nos sentamos en la tapia del segundo cementerio judío y nos tapamos del sol con la mano. El desafortunado hijo de la tía Pesia no se murió en el sitio. A la hora en el hospital se presentó Benia. Invitó al médico jefe y a la enfermera y les dijo sin sacar las manos del pantalón color crema: —Tengo interés —dijo— en que el enfermo Iósif Muguinshtein sane. Por si acaso, me presento: Bención Krik. Con la mejor disposición denle alcanfor, almohadas de aire y habitación aparte. Si no, a cada doctor, aunque sea doctor en filosofía, le tocarán tres metros de tierra. No obstante, Muguinshtein murió aquella misma noche. Sólo entonces «Judío y medio» empezó a gritar por toda Odesa: —¿Dónde comienza la policía —vociferaba— y dónde termina Benia? —La policía termina allí donde empieza Benia —le respondía la gente sabia. Pero Tartakovski siguió sin calmarse hasta el día que un automóvil rojo con claxon musical tocó en la plaza Seredínnaya su primera marcha de la ópera «Ríe, payaso». El auto llegó en pleno día a la casa de la tía Pesia. El auto parecía rechinar las ruedas, escupía humo, despedía fulgores con su bronce, exhalaba gasolina y tocaba arias con el claxon. Alguien se apeó del automóvil y pasó a la cocina, en cuyo piso de tierra se retorcía la menuda tía Pesia. «Judío y medio» estaba sentado en una silla y hacía aspavientos. —Canalla —gritó al ver al visitante—, bandido. Que la tumba no te admita. Te echaste la moda de matar a gente viva... —Mosié Tartakovski —le respondió Benia Krik en voz baja––. Llevo un día y pico llorando al querido difunto como si llorase a mi hermano. Pero sé que a usted le importan un bledo mis jóvenes lágrimas. La vergüenza, mosié Tartakovski, ¿en qué caja fuerte guardó su vergüenza? Tuvo 153

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estómago para mandar cien míseros rublos a la madre de nuestro difunto Iósif. Cuando oí semejante noticia el cerebro y los pelos se me pusieron de punta. En este sitio Benia hizo una pausa. Vestía chaqueta color chocolate, pantalón crema y zapatos carmesí. —Diez mil de un golpe —rugió—, diez mil de un golpe y una pensión hasta su muerte y que viva ciento veinte años. Y si no, salgamos de este local, mosié Tartakovski, y subamos a mi automóvil... Después riñeron. «Judío y medio» riñó con Benia. No presencié la riña. Pero los que estaban la recuerdan. Quedaron en cinco mil al contado y en cincuenta rublos mensuales. —Tía Pesia —dijo Benia a la vieja desgreñada que se retorcía en el suelo—, si necesita de mi vida, tómela, pero todo el mundo comete errores. Hasta Dios. Fue un error enorme, tía Pesia. Pero ¿acaso no fue un error que Dios situase a los judíos en Rusia para que sufran igual que en el infierno? ¿Acaso hubiera estado mal que los judíos vivieran en Suiza, rodeados de lagos de primera calidad, de aire de montaña y de franceses a tutiplén? Todos cometen errores. Hasta Dios. Escúcheme con los oídos, tía Pesia. Usted tiene cinco mil en mano y cincuenta rublos hasta su muerte, viva usted ciento veinte años. Iósif tendrá un entierro de primera: seis caballos como seis leones, dos carrozas con coronas, el coro de la sinagoga Brodskaya, Minkovski en persona oficiará la misa de cuerpo presente... Al día siguiente fue el entierro. ¡Que le cuenten el entierro los mendigos del cementerio! Pregunte de él a los salmistas de la sinagoga, a los vendedores de carne trifa o a las viejas del asilo número dos. Un entierro como este jamás lo había visto Odesa y el mundo no lo verá. Ese día la policía se puso guantes de hilo. En las sinagogas, adornadas con ramas y abiertas de par en par, ardía la electricidad. En los caballos blancos que tiraban del carro se mecían penachos negros. Abrían la procesión sesenta cantantes. Los cantan154

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tes eran niños que cantaban con voz de mujer. Los parnases de la sinagoga de los que venden carne trifa llevaban a la tía Pesia del brazo. Tras los parnases marchaban los miembros de la sociedad de dependientes judíos; tras los dependientes judíos iban los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras parteras. A un costado de la tía Pesia se hallaban las vendedoras de gallinas del viejo mercado y al otro costado las respetables lecheras de Bugáyevka, envueltas en mantillas color naranja. Pateaban como los gendarmes en un desfile un día de fiesta. Sus anchas caderas olían a mar y a leche. Los últimos eran los empleados de Ruvim Tartakovski. Eran cien o doscientos, o dos mil. Vestían levitas negras con solapa de seda y zapatos nuevos que crujían como lechones en un saco. Pues bien. Hablaré como Dios habló en el monte del Sinaí desde la zarza ardiente. Ponga mis palabras en sus oídos. Todo lo que vi lo vi con mis propios ojos aquí sentado, sobre la tapia del segundo cementerio, al lado de Moisesito, el tartajoso, y de Shimsón, el de pompas fúnebres. Yo lo vi, Arie-Leib, judío arrogante que vive a expensas de los muertos. La carroza llegó a la sinagoga del cementerio. Colocaron el ataúd en la escalinata. La tía Pesia temblaba como un pajarito. El chantre salió del faetón y comenzó la misa. Sesenta cantantes lo coreaban. En esto apareció en un recodo un auto rojo. Tocó «Ríe, payaso» y frenó. La gente callaba como difunta. Callaban los árboles, los cantantes, los mendigos. Cuatro hombres aparecieron por debajo del techo rojo y con paso lento llevaron a la carroza un ramo de rosas jamás vistas. Terminó la misa y los cuatro hombres arrimaron al ataúd sus hombros de acero, y con fuego en los ojos y el pecho abombado caminaron junto a los miembros de la sociedad de dependientes judíos. Delante marchaba Benia Krik, al que nadie llamaba aún el Rey. Llegó el primero a la tumba, subió al montículo y extendió la mano. 155

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—¿Qué quiere hacer, joven? —se acercó a él Kofman, de la cofradía fúnebre. —Quiero decir un discurso —respondió Benia Krik. Y dijo el discurso. Lo oyó todo el que quiso. Lo oí yo, Arie-Leib, y Moisesito el tartajoso, sentado conmigo en la tapia. —Señores y señoras —dijo Benia Krik—, señores y señoras —dijo, y el sol se detuvo sobre su cabeza como un centinela con la escopeta—. Acudieron ustedes a dar el último adiós a un honrado trabajador muerto por una bagatela. En mi nombre y en el de los que aquí no están presentes les doy las gracias. Señores y señoras: ¿Qué vio en su vida nuestro querido Iósif? Vio un par de tonterías. ¿Qué hacía? Contar el dinero ajeno. ¿Por qué cayó? Cayó por toda la clase laboriosa. Unos ya están condenados a morir y otros no han comenzado aún a vivir. Una bala enfilada hacia un pecho predestinado atravesó a Iósif, que en su vida no vio más que un par de tonterías. Unos saben beber aguardiente y otros no saben beber aguardiente, pero lo beben. Los primeros se sienten a gusto en el dolor y en la alegría mientras que los segundos sufren por todos los que beben aguardiente sin saber beberlo. Por eso, señores y señoras, después que recemos por nuestro pobre Iósif, les ruego que visiten la tumba de Saveli Butsis, desconocido de ustedes, pero ya cadáver... Benia terminó el discurso y bajó del montículo. Callaron la gente, los árboles y los mendigos del cementerio. Dos enterradores llevaron un ataúd sin pintar hacia la tumba vecina. El chantre terminó la oración tartamudeando. Benia echó la primera palada y pasó adonde Savka. Los abogados y las mujeres con broches siguiéronle como ovejas. Hizo al chantre oficiar la misa completa sobre Savka y sesenta cantantes corearon al chantre. Savka jamás había soñado con una misa así, crea a Arie-Leib, un viejo anciano. Dicen que aquel día «Judío y medio» decidió cerrar el negocio. Yo no estaba presente. Pero que ni el chantre, ni el coro, ni la cofradía fúnebre pidieron dinero por el entierro, eso lo vi yo con los ojos de Arie-Leib. Arie-Leib es mi nom156

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bre. No logré ver nada más: la gente se retiró despacio de la tumba de Savka y se lanzó a la carrera como de un incendio. Salieron volando en faetones, en carros y a pie. Sólo los cuatro que vinieron en auto se fueron en él. El claxon tocó la marcha, la máquina se estremeció y partió. —Ahí va el Rey —dijo a su paso Moisesito el tartajoso, el que me quita los mejores sitios en la tapia. Ahora usted lo sabe todo. Sabe quién fue el primero en pronunciar la palabra «rey»: Moisesito. Sabe por qué no dio ese nombre a Grach el tuerto ni a Kolia el furioso. Usted ya está enterado de todo. Pero ¿de qué le sirve si sigue con las gafas sobre la nariz y con el otoño en el alma?... Grach siguió y vio en su patio a una mujer de altura descomunal, de caderas enormes y de mofletes color ladrillo. —Papá —dijo la mujer con atronadora voz de bajo—, me consumo de aburrimiento. Le estoy esperando todo el día... La abuela murió en Tulchin. Grach, desde el carro, observaba a su hija con ojos muy grandes. —No te revuelvas ante los caballos —dijo desesperado—, agarra al de varas por el bridón. No me eches a perder las caballerías... Grach, de pie en el carro, agitó el látigo. Baska tomó al de varas por el bridón y llevó los caballos a la cuadra. Desapareció y se fue a la cocina a preparar algo. Colgó de una cuerda los peales del padre, limpió con arena la cafetera entiznada y calentó croquetas en una cacerola de hierro. —Hay aquí una mugre espantosa, papá —dijo ella y echó por la ventana unas agrias pieles de oveja tiradas en el suelo—. Tengo que sacar toda la basura —gritó Baska y puso la cena. El viejo bebió aguardiente en una cafetera esmaltada y comió las croquetas que olían a infancia feliz. Después tomó el látigo y salió a la calle. Baska lo siguió. Se puso zapatos de hombre y un vestido naranja, se caló el gorro plagado de pajaritos y se sentó en el banco. La noche pasaba junto al 157

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banco, el ojo brillante del ocaso caía en el mar, más allá de Perésip y el cielo estaba rojo como un día festivo en el calendario. En la Dálnitskaya cerraron todos los comercios y los atracadores marcharon a la calle apartada donde tenía su burdel Ioska Samuelsón. Iban en calesas acharoladas, abigarrados como colibríes, vistiendo chaquetas de color. Con los ojos muy abiertos, con un pie en el estribo sostenían en sus férreas manos flores envueltas en papel de fumar. Sus calesas acharoladas avanzaban al paso; en cada carro iba uno con su ramo; los cocheros tiesos en sus pescantes, adornados con cintas, parecían padrinos de boda. Las viejas judías con escarcelas observaban apáticas el desfile habitual. Eran apáticas para todo las viejas judías, pero los hijos de los tenderos y de los carpinteros de ribera envidiaban a los reyes de la Moldavanka. Algunos, como Solomoncito Kaplún, hijo de un vendedor de ultramarinos, y Monia el artillero, hijo de un contrabandista, intentaban apartar la mirada para no ver el brillo de la ventura ajena. Ambos pasaron de largo, contoneándose como mozas que ya saben del amor, cuchichearon y mostraron con ademanes cómo abrazarían a Baska si ella quisiera. Baska quísolo inmediatamente: era una sencilla muchacha de Tulchin, ciudaducha, roñosa y cegarata. Pesaba cinco puds y algunas libras, vivió toda su vida entre una estirpe mortificadora de mediadores, libreros ambulantes y contratistas de madera de la Podolia y jamás había visto a personas como Solomoncito Kaplún. Por eso, al verle raspó el suelo con sus pies gordos, calzados con zapatos de hombre y dijo al padre: —Papá —dijo con voz atronada—, fíjese en ese señorito. Tiene unas piernecitas que parecen de muñeca. Cómo estrangularía yo esas piernecitas... —Vaya, señor Grach —susurró un viejo judío apellidado Golúbchik que se había sentado al lado—. Por lo visto, su criatura quiere pacer... 158

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—Era lo que me faltaba —respondió Fróim a Golúbchik, jugueteó con el látigo y marchó a acostarse. Durmió tranquilamente, porque no creyó al viejo. No creyó al viejo y no tenía razón alguna. La razón era de Golúbchik. Golúbchik arreglaba matrimonios en nuestra calle, velaba en casa de difuntos pudientes y conocía de la vida todo lo que de ella es dado conocer. Fróim Grach no tenía razón. La razón era de Golúbchik. Efectivamente, desde aquel día Baska se pasó las tardes en la calle. Se sentaba en el banco a coser su ajuar. Las mujeres encintas tomaban sitio a su lado, cúmulos de tela trepaban por las potentes rodillas esparrancadas de Baska: las mujeres encintas se hinchaban comiendo de todo, como la ubre de la vaca se hincha en el prado con la leche rosada de la primavera. Mientras, sus maridos iban regresando del trabajo. Los maridos de las mujeres rezongonas exprimían sus barbas bajo el grifo y cedían el sitio a viejas jibosas. Las viejas bañaban en las artesas a niños rollizos, azotaban las nalgas brillantes de los nietos, a los que arrebujaban en sus faldas raídas. Baska la de Tulchin observó la vida de Moldavanka, nuestra madre generosa, una vida atiborrada de niños chupeantes, de trapos colgados y de noches conyugales, llenas de elegancia de arrabal y de potencia soldadesca. La muchacha aspiraba a una vida semejante, pero supo que la hija de Grach el tuerto no podría esperar partida digna. Entonces dejó de llamar padre al padre. —Ladrón pelirrojo —le gritaba por la noche—, ladrón pelirrojo, a cenar. La cosa continuó hasta que Baska se hizo seis camisas de noche y seis pantalones con volantes de puntilla. Terminó de coser las puntillas y rompió a llorar con voz fina, tan distinta a la suya, y entre lágrimas dijo al impávido Grach: —Todas las muchachas —le dijo— tienen su propio interés en la vida. Yo soy la única que vive como el guardián que cuida de noche un almacén ajeno. Haga conmigo algo, padre, o pongo fin a mi vida... 159

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Grach escuchó todo lo que su hija le dijo, se puso una capa de lona y fue a visitar al tendero Kaplún, a la plaza Privóznaya. Sobre la tienda de Kaplún brillaba un letrero dorado. En ella olía a muchos mares y a vidas hermosas que no conocemos. Un niño salpicaba con una regadera la fresca profundidad de la tienda y entonaba una canción apta sólo para adultos. Salomoncito, el hijo del dueño, despachaba. Sobre el mostrador había aceitunas llegadas de Grecia, café en grano, vino «málaga» de Lisboa, sardinas «Felipe y Cano» y pimienta de Cayena. Kaplún padre permanecía en una galería de cristal aguantando el sol en chaleco y comiendo una sandía roja, una sandía roja con pepitas negras, con pepitas oblicuas como los ojos de pícaras chinas. La barriga de Kaplún descansaba al sol sobre la mesa y el sol no podía con ella. El tendero vio a Grach con la capa de lona y empalideció. —Buenos días, mosié Grach —dijo distanciándose—. Golúbchik me anunció su visita y preparé para usted una libra de té, algo extraordinario... Y comenzó a hablar de la nueva marca de té, llegada de Odesa en barcos holandeses. Grach le escuchó con paciencia, pero después le cortó: era un hombre sencillo y sin picardías. —Soy un hombre sencillo y sin picardías —dijo Fróim—. Me ocupo de mis caballos y de mis ocupaciones. El ajuar de Baska consta de ropa nueva, un par de monedas viejas y de mí. Al que le parezca poco que arda... —¿Arder para qué? —dijo Kaplún con prisa y acarició la mano del carretero—. ¿Para qué esas palabras, mosié Grach? Usted es un hombre capaz de ayudar al prójimo y, dicho sea, capaz de ofender al prójimo. Si usted no es rabí en Cracovia, yo tampoco tomé por esposa a la sobrina de Moisés Montefiore, pero... pero tenemos a madam Kaplún, una dama grandiosa que ni Dios sabe lo que quiere esa mujer... 160

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—Yo sí lo sé —cortó Grach al tendero––. Sé que Solomoncito desea a Baska, pero madam Kaplún no me desea a mí... —Eso, no le deseo a usted —gritó madam Kaplún, que escuchaba detrás de la puerta, y entró en la galería de cristal, ruborizada y con el pecho incandescente—. No le deseo a usted, Grach, igual que no se desea la muerte, igual que la novia no desea granos en la cabeza. No olvide que nuestro difunto abuelo fue tendero y que debemos agarrarnos a nuestra tonga. —Agárrense a su tonga —respondió Grach a la incandescente madam Kaplún, y se fue a casa. Allí esperaba Baska con su vestido naranja, pero el viejo, sin mirarla, estiró la pelliza debajo del carro y se tumbó. Durmió hasta que el potente brazo de Baska le expulsó de allí. —Ladrón pelirrojo —dijo la muchacha con un murmullo que no parecía suyo—. ¿Por qué tengo que aguantar sus modales de carretero y por qué se calla como un tarugo, ladrón pelirrojo?... —Baska —repuso Grach—, Solomoncito te desea, pero madam Kaplún no me desea a mí. Allí buscan a un tendero. El viejo arregló la pelliza y se escurrió debajo del carro. Baska desapareció del patio... Todo esto ocurrió un sábado, día festivo. El ojo purpúreo del ocaso, cuando rebuscaba la tierra al atardecer, tropezó con Grach que roncaba bajo su carro. El presuroso rayo se clavó en el dormido con ardiente reproche y lo sacó a la calle Dálnitskaya, que polvoreaba y brillaba como centeno verde al viento. Los tártaros marchaban Dálnitskaya arriba, tártaros y turcos con sus molas. Regresaban a sus casas en las estepas de Orenburgo y del Transcáucaso de una peregrinación a La Meca. Un barco los había traído a Odesa y ahora iban del puerto a la posada de Liubka Shneiveis, alias Liubka la Cosaco. Cubrían a los tártaros inflexibles albornoces rayados que inundaban la calzada de sudor broncíneo del 161

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desierto. Se enrollaban a sus feces toallas blancas, distintivo del que se postró ante los restos del Profeta. Los peregrinos llegaron a la esquina y torcieron hacia la posada de Liubka Shneiveis, pero no pudieron franquear la puerta porque se agolpaba mucha gente. Liubka Shneiveis, con un bolsón en bandolera, golpeaba y empujaba hacia la calle a un borracho. Le aporreaba la cara con un puño, como si fuese una pandereta, y con la otra mano sostenía al hombre para que no se tumbara. Al hombre le brotaban chorritos de sangre por los dientes y cerca de la oreja. Estaba pensativo y observaba a Liubka como a una persona ajena. Después se desplomó sobre los adoquines y quedó dormido. Liubka le pegó un puntapié y entró en su tienda. Evzel, su guardián, cerró el portón y saludó con la mano a Fróim Grach, que pasaba cerca... —¡Mis honores, Grach! —dijo—. Si desea observar algo de la realidad, entre en nuestro patio. Hay cosas graciosas... El guardián llevó a Grach hacia el muro al que estaban arrimados los peregrinos llegados la víspera. Un viejo turco con un turbante verde, un viejo turco verde y ligero como una hoja yacía sobre la hierba. Estaba cubierto de sudor perlado, respiraba con dificultad y movía los ojos. —Aquí tiene —dijo Evzel y se arregló la medalla en su chaqueta raída—. Aquí tiene un drama real de la ópera «El achaque turco». El viejito se acaba, pero no se puede llamar al médico: el que muere camino de su casa, después de visitar al dios Mahoma, para ellos es el más feliz y el más rico... Halvash —gritó Evzel al moribundo y soltó una carcajada—, que viene el médico a curarte... El turco miró al guardián con miedo y con odio infantiles y torció la cara. Evzel, satisfecho de sí, llevó a Grach a la bodega, en la parte opuesta del patio. En la bodega ya ardían las lámparas y sonaba la música. Viejos judíos con barbas graves tocaban canciones rumanas y judías. Méndel Krik, sentado a la mesa, bebía vino en un vaso verde y contaba cómo le habían magullado sus propios hijos: Benia, el 162

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mayor, y Liovka, el menor. Gritaba su historia con voz ronca y espantosa, mostraba sus dientes machacados e invitaba a que palpasen las heridas de su vientre. Zaddikes7 de Volín con caras de porcelana se situaron detrás de su silla y escuchaban aturdidos la jactancia de Méndel Krik. Se asombraban de todo lo que oían y Grach los despreciaba. —Viejo fanfarrón —masculló refiriéndose a Méndel, y pidió vino. Después Fróim llamó a Liubka la Cosaco, la dueña, que blasfemaba a la puerta y bebía aguardiente de pie. —Dime —gritó a Fróim y entornó los ojos colérica. —Madame Liubka —le respondió Fróim y se sentó a su lado—. Es usted una mujer lista y recurro a usted como si fuera mi madre. Confío en usted, madame Liubka. Primero en Dios y después en usted. —Dime —gritó Liubka. Recorrió la bodega y volvió a su sitio. Grach le dijo: —En las colonias —dijo— los alemanes tienen una buena cosecha de trigo y en Constantinopla los comestibles andan por la mitad de su precio. Compran el pud de aceitunas en Constantinopla a tres rublos y aquí venden a treinta kopeks la libra... Los tenderos viven a sus anchas, madame Liubka, los tenderos pasean muy rollizos y si se les trata con delicadeza uno llegaría a ser feliz... Pero quedé solo con mi quehacer; el difunto Liova el Toro ha muerto. No tengo ayuda de nadie y estoy solo como Dios en el cielo. —Benia Krik —le dijo a esto Liubka—. Lo probaste ya con Tartakovski. ¿No te gusta Benia Krik? —¿Benia Krik? —repitió Grach, lleno de asombro—. Creo que es soltero, ¿eh? —Soltero es —dijo Liubka—. Enlázalo con Baska, dale dinero y ponle en el buen camino... 7

Zaddik (hombre justo), santón hasidita.

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—Benia Krik —repetía el viejo como un eco, como un eco lejano—. No había pensado en él... Se levantó balbuceando y tartamudeando. Liubka salió. Fróim la siguió despacio. Cruzaron el patio y subieron al primer piso. Habitaban el primer piso las mujeres que Liubka mantenía para los huéspedes. —Nuestro novio está con Katiusha —dijo Liubka a Grach—. Espérame en el pasillo. Pasó a la última habitación, donde Benia Krik estaba acostado con una mujer llamada Katiusha. —Basta de babosear —dijo la dueña al joven—. Primero hazte con una ocupación, Bencito. Y después, a babosear... Te busca Fróim Grach. Busca a una persona para trabajar y no la encuentra... Y ella le contó todo lo que sabía de Baska y de las cosas de Grach el tuerto. —Debo pensarlo —respondió Benia, tapando con la sábana las piernas desnudas de Katiusha—. Debo pensarlo. Que se espere el viejo. —Espérale —dijo Liubka a Fróim, que permanecía en el pasillo—. Espérale. Debe pensarlo... La dueña puso una silla a Fróim y éste se sumergió en una espera infinita. Esperó resignado, como el campesino espera en una oficina pública. Tras la pared gemía Katiusha y reía a carcajadas. El viejo dormitó durante dos horas o quizás más. Hacía mucho tiempo que la tarde se había transformado en noche, el cielo ennegreció y sus vías lácteas se colmaron de oro, de brillo y de frescor. Cerróse la bodega de Liubka; los borrachos yacían en el patio como muebles rotos y el viejo mola del turbante verde murió a medianoche. Después llegó música del mar, trompas y cornetas de los buques ingleses, llegó la música del mar y enmudeció, pero Katiusha, la concienzuda Katiusha, seguía atizando para Benia Krik su paraíso ruso, policromo y sonrosado. Ella gemía tras la pared y reía a carcajadas; el viejo 164

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Fróim permanecía inmóvil, sentado a la puerta. Esperó hasta la una de la madrugada y llamó. —Hombre —dijo—, ¿te burlas de mí? Benia abrió por fin la puerta de la habitación de Katiusha. —Mosié Grach —dijo turbado, radiante y tapándose con la sábana—, cuando somos jóvenes creemos que las mujeres son mercancía. No son más que paja, que se inflama por nada... Se vistió, arregló la cama de Katiusha, mulló sus almohadas y salió a la calle con el viejo. Llegaron paseando hasta el cementerio ruso y allí, ante el cementerio, convergieron los intereses de Benia Krik y de Grach el tuerto, el viejo atracador. Acordaron que Baska proporcionaría a su futuro esposo una dote de tres mil rublos, dos caballos de pura sangre y un collar de perlas. Acordaron también que Kaplún debería pagar dos mil rublos a Benia, el novio de Baska. Era el culpable de la arrogancia de su familia, Kaplún el de la plaza Privóznaya; enriqueció con las aceitunas de Constantinopla y no respetó el primer amor de Baska, por lo que Benia decidió encargarse de cobrar a Kaplún dos mil rublos. —De eso, padrecito, me encargaré yo —dijo a su futuro suegro—. Dios nos ayudará a castigar a todos los tenderos... Fue dicho esto al amanecer, vencida la noche. Y aquí comienza otra historia, la historia de la decadencia de la casa Kaplún, un relato sobre su ruina paulatina, sobre incendios y disparos en la noche. Todo eso: la suerte del arrogante Kaplún y de la joven Baska quedaron echadas aquella noche en que el padre de ésta y su novio súbito pasearon cerca del cementerio ruso. Era la hora en que los muchachos llevaban a las mozas al otro lado de la tapia y los besos sonaban sobre las lápidas.

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LIUBKA LA COSACO

La casa de Liubka Shneiveis está en la Moldavanka, en la esquina de la Dálnitskaya y la Bálkovskaya. Tiene en la casa bodega, posada, expendeduría de avena y un palomar para cien pares de palomas «kriúkovski» y «nikoláyevski». Estas tiendas y el sector número cuarenta y seis de las canteras de Odesa son de Liubka Shneiveis, alias Liubka la Cosaco. Sólo el palomar pertenece a Evzel, el guardián, soldado retirado con medalla. Los domingos Evzel sale a la calle Ojótnitskaya y vende palomas a oficinistas de la ciudad y a los chicos del barrio. Además del guardián, en la posada de Liubka viven Pesia-Mindl, cocinera y alcahueta, y el administrador Tsudechkis, un breve judío que por su estatura y su barbita se parece a Ben Zjar, nuestro rabí de la Moldavanka. Conozco muchas anécdotas de Tsudechkis. La primera trata de cómo Tsudechkis entró de administrador en la posada de Liubka, alias la Cosaco. Hará cosa de diez años Tsudechkis agenció a un terrateniente una trilladora de tracción animal; por la noche fue con el terrateniente a casa de Liubka, a celebrar la adquisición. El comprador llevaba guías en los bigotes y calzaba botas altas de charol. Pesia-Mindl le puso para cenar pescado relleno judío y para después una señorita muy bonita llamada Nastia. El terrateniente pernoctó y el día siguiente Evzel despertó a Tsudechkis, acurrucado ante la habitación de Liubka. —Oiga —dijo Evzel—, anoche se jactaba de que el terrateniente compró la trilladora gracias a usted. Pues sepa que ése escapó a la madrugada como un miserable. Vengan dos rublos por lo consumido y cuatro rublos por la señorita. Por lo visto, usted es toro corrido. Tsudechkis no pagó. Evzel lo metió en la habitación de Liubka y lo cerró con llave. 166

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—Ahí te quedas —dijo el guardián—, hasta que venga Liubka de la cantera y te dé una somanta con la ayuda de Dios. —Presidiario —respondió Tsudechkis al soldado y examinó la nueva habitación—. Tú, presidiario, no te preocupas más que de tus palomas, pero yo creo en Dios, que me sacará de aquí como sacó a todos los judíos, primero de Egipto y después del desierto... El pequeño mediador quería decir a Evzel muchas cosas más, pero el soldado cogió la llave y se fue dando taconazos. Tsudechkis volvió la cara y vio a la alcahueta Pesia-Mindl que leía a la ventana el libro «Los milagros y el corazón de Baal-Shem». Mientras leía el libro hasidita con canto dorado, mecía una cuna de roble con el pie. En la cuna yacía Davidito, el hijo de Liubka, y lloraba. ––Por lo visto en este presidio hay una buena organización —dijo Tsudechkis a Pesia-Mindl—. Ahí hay un niño llorando a lágrima viva que da pena verle, y usted, gordota, permanece sentada como una piedra en el bosque y no es capaz de darle el chupete... —Déselo usted —respondió Pesia-Mindl sin dejar de leer—, si el niño acepta de un viejo marrullero ese chupete, porque ya es grandote como un ruso y sólo quiere leche de mamá y la mamá anda retozando por sus canteras, tomando té con los judíos en la taberna «El Oso», comprando contrabando en el puerto y pensando en su hijo igual que en la nieve del año pasado... —Sí —díjose entonces el pequeño mediador—, caíste en poder del faraón, Tsudechkis—. Se situó ante la pared del este, murmuró su rezo habitual con los suplementos y tomó al niño llorón en sus manos. Davidito lo miró asombrado y agitó unos piececitos color frambuesa cubiertos de sudor infantil; el viejo comenzó a pasear por la habitación y a balancearse como un zaddik al rezar y entonó una canción interminable. 167

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—A-a-a —cantaba—, a todos los niños azotes y a Davidito dulces para que duerma día y noche... A-a-a, a todos los niños azotes... Tsudechkis enseñó al hijo de Liubka un puñito con vello gris y repitió lo de los azotes y de los dulces hasta que el niño se durmió y hasta que el sol llegó a la mitad del cielo radiante. Llegó a la mitad y se estremeció como una mosca rendida por el calor. Los ariscos campesinos de Nerubaisk y de Tatarka, que paraban en la posada de Liubka, se metieron bajo los carros y cayeron en un sueño salvaje y aflautado; un carpintero borracho atravesó el portón, desparramó el cepillo y la sierra y cayó al suelo, cayó y ronqueó en medio del mundo, plagado de moscas doradas y de rayos azules de julio. No lejos de él se sentaron al fresco los rugosos colonos alemanes que trajeron a Liubka vino de la frontera besaraba. Encendieron las pipas; el humo de las enroscadas cachimbas se enredaba en las cerdas plateadas de sus mejillas desafeitadas y ancianas. El sol colgaba del cielo como la lengua rosada de un perro sediento, en lontananza un mar descomunal avanzaba sobre Peresip y los mástiles de buques lejanos helaban en las aguas esmeraldas de la bahía de Odesa. El día navegaba en una barca adornada, el día arribaba a la tarde; al caer la tarde, a las cuatro y pico, regresó de la ciudad Liubka. Llegó en un jamelgo rucio, barrigón y melenudo. Un mozo de piernas gordas y camisa de percal le abrió el portón. Evzel aguantó el ramal del caballo y entonces Tsudechkis gritó a Liubka desde su prisión: —Mis respetos a usted, madam Shneiveis y buenos días. Se marchó usted para tres años a sus asuntos y dejó al niño hambriento en mi regazo... —Chitón, jeta —respondió Liubka al viejo y se apeó—. ¿Quién abre la boca en mi ventana? —Es Tsudechkis, un toro corrido —respondió a la dueña el soldado de la medalla y empezó a contarle toda la historia del terrateniente, pero no terminó porque el mediador le interrumpió chillando con todas sus fuerzas. 168

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—Vaya frescura —chilló y arrojó al patio su bonete—, vaya frescura abandonar en el regazo a un niño ajeno y desaparecer por tres años... Venga a darle la teta... —Ahí voy, estafador —musitó Liubka y subió la escalera. Entró en la habitación y sacó el pecho de la blusa manchada de polvo. El niño se inclinó hacia ella, mordió el descomunal pezón, pero no sacó leche. Una vena se hinchó en la frente de la madre y Tsudechkis le dijo agitando el bonete: —Usted todo lo quiere para sí, codiciosa Liubka; tira hacia sí del mundo entero como los niños tiran del mantel con migajas de pan. Usted quiere el primer trigo y la primera uva, quiere cocer panes blancos al sol y mientras tanto su hijo pequeño, un niño como una estrellita, estira la pata sin leche... —¿De dónde saco yo la leche —gritó la mujer y exprimió la teta—, si hoy ancló el «Plutarco» y además hice quince kilómetros bajo el sol?... Su canción es demasiado larga, viejo judío. Hará mejor si paga los seis rublos... Tsudechkis no pagó. Desabrochó la manga, desnudó el brazo y metió el codo delgado y sucio en la boca de Liubka. —Trágalo, presidiaria —dijo y escupió hacia un rincón. Liubka mantuvo el codo ajeno en la boca, lo sacó, cerró la puerta con llave y bajó al patio. Allí le esperaba míster Trottibearn, semejante a un poste de carne pelirroja. Míster Trottibearn era el jefe de máquinas del «Plutarco». Vino a ver a Liubka con dos marineros. Un marinero era inglés, el otro malayo. Entre los tres metieron en el patio el contrabando traído de Port Said. El cajón era pesado y se les cayó al suelo; del cajón salieron cigarros enredados en seda japonesa. Un montón de mujeres se arrimó al cajón y dos gitanas forasteras, cimbreándose y tintineando, quisieron meterse por el costado. —Largo, pelones —les gritó Liubka y llevó a los marineros a la sombra de una acacia. Allí se sentaron a la mesa. Evzel les puso vino y míster Trottibearn desplegó su mer169

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cancía. Sacó del embalaje cigarros y sedas finas, cocaína y limas, tabaco sin precinto del Estado de Virginia y vino negro, adquirido en la isla de Quíos. Cada artículo tenía su precio y cada cifra se festejaba con vino besarabo que olía a sol y a chinches. El crepúsculo corrió por el patio, el crepúsculo corrió como una ola nocturna sobre un río ancho y el malayo borracho, lleno de asombro, tocó con un dedo el pecho de Liubka. Lo tocó con un dedo y con todos, consecutivamente. Sus ojos amarillos y dulces colgaban sobre la mesa como faroles de papel sobre una calle china; entonó una canción muy bajito y cayó al suelo cuando Liubka le dio un empujón con el puño. —Mira qué instruido es —dijo de él Liubka a míster Trottibearn—. Por culpa de ese malayo perderé la poca leche que me queda y aquel judío por esa leche casi me come... Señaló a Tsudechkis, que lavaba sus calcetines a la ventana. En la habitación de Tsudechkis un pequeño quinqué despedía hollín. La artesa espumaba y susurraba. Él asomó la cabeza por la ventana y al percatarse que estaban hablando de él, gritó desesperado: —¡Socorro! —gritó y agitó las manos. —Chitón, jeta —carcajeó Liubka—. Chitón. Arrojó una piedra al viejo, pero no acertó. Entonces la mujer agarró una botella vacía. Pero míster Trottibearn, el jefe de máquinas, le quitó la botella, apuntó y la coló por la ventana abierta. —Miss Liubka —dijo el jefe de máquinas levantándose y recogiendo las piernas borrachas—, mucha gente digna me pide mercancías, pero no las doy a nadie: ni a míster Kuninzón, ni a míster Batia, ni a míster Kúpchik, a nadie que no sea usted, porque me agrada su conversación, miss Liubka... Afincado ya sobre las piernas temblonas, abrazó por los hombros a sus marineros, inglés uno y malayo el otro, y co170

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menzó a danzar con ellos en el patio ya frío. Hombres del «Plutarco» —ellos bailaban en un silencio lleno de sabios pensamientos. Una estrella anaranjada se deslizó hasta el borde mismo del horizonte y los observó detenidamente. Cobraron el dinero y salieron a la calle, meciéndose como una lámpara colgada en un barco. Desde la calle veían el mar, el agua negra de la bahía de Odesa, banderas de juguete en los mástiles sumergidos y luces penetrantes encendidas en las espaciosas entrañas. Liubka acompañó a los visitantes, que marchaban danzando, hasta el paso a nivel, se quedó sola en la calle desierta, se rió de sus pensamientos y regresó a casa. El mozo soñoliento de la camisa de percal cerró el portón. Evzel entregó a la dueña la recaudación del día y ella subió a dormir. En el cuarto dormitaba ya Pesia-Mindl la alcahueta; Tsudechkis mecía la cuna de roble con los piececitos descalzos. —Nos tiene usted martirizados, bribona Liubka —dijo él y sacó al niño de la cuna––. Aprenda de mí, madre asquerosa... Puso un peine fino sobre el pecho de Liubka y llevó al hijo a la cama de ella. El niño se estiró hacia la madre, se pinchó con el peine y rompió a llorar. El viejo le dio el chupete, pero Davidito torció la cara. —¿Está experimentando conmigo, viejo bribón? —musitó Liubka adormeciéndose. —Silencio, madre asquerosa —le respondió Tsudechkis—. Silencio y aprenda, así reviente... El niño volvió a pincharse con el peine, tomó con vacilación el chupete y lo mamó. —Ya ve —dijo Tsudechkis y sonrió—, desacostumbró a su hijo. Aprenda y así reviente... Davidito, acostado en la cuna, mamaba el chupete y soltaba una baba feliz. Liubka se despertó, abrió los ojos y volvió a cerrarlos. Vio a su hijo y a la luna que penetraba por la ventana. La luna saltaba entre las nubes negras como un cordero extraviado. 171

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—Bueno —dijo entonces Liubka—, ábrele la puerta a Tsudechkis, Pesia-Mindl, y que venga mañana por una libra de tabaco americano... Al día siguiente Tsudechkis vino por la libra de tabaco sin precintar del Estado de Virginia. Recibió eso y un cuarto de té. A la semana, cuando fui a comprar palomas a Evzel, vi al nuevo administrador en el patio de Liubka. Era breve como nuestro rabí Ben Zjar. Tsudechkis era el nuevo administrador. Permaneció en el puesto quince años y en este tiempo supe de él un sinfín de anécdotas. Si soy capaz, las contaré todas por orden, porque son anécdotas interesantísimas.

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HISTORIA DE MI PALOMAR A A. M. Gorki.

De niño mi gran deseo era tener un palomar. Jamás conocí deseo más fuerte. A los nueve años mi padre me prometió dinero para tablas y para tres pares de palomas. Fue en mil novecientos cuatro. Yo me disponía a pasar los exámenes para el grado preparatorio en el gimnasio de Nikoláyev. Mi familia vivía en la ciudad de Nikoláyev, provincia de Jersón. Hoy la provincia no existe: nuestra ciudad fue incorporada a la región de Odesa. Contaba sólo nueve años y temía los exámenes. En ambas asignaturas, ruso y matemáticas, no podía sacar menos de cinco puntos. El cupo en nuestro gimnasio era muy pequeño: el cinco por ciento. De cuarenta niños sólo dos judíos podrían matricularse en el grado preparatorio. Los maestros preguntaban a estos niños con arte: a nadie preguntaban con tantas argucias como a nosotros. Por eso mi padre me prometió las palomas a cambio de dos cincos con cruces. Me tenía totalmente martirizado; caí en una interminable modorra, en un largo sueño infantil de desesperación. Sumergido en ese sopor acudí a examinarme; no obstante pasé el examen mejor que los demás. Las ciencias se me daban. Los maestros, pese a las astucias, no podían privarme de la inteligencia y de una memoria ávida. Las ciencias se me daban bien y obtuve dos cincos. Después todo cambió. Jaritón Efrussi, mayorista de cereales que exportaba trigo a Marsella, dio quinientos rublos por su hijo, a mí me pusieron cinco con un menos en vez del cinco y en mi lugar ingresó en el gimnasio Efrussi hijo. Mi padre no podía consolarse. Desde los seis años me venía enseñando todas las ciencias que yo podía asimilar. El signo menos le llenó de desesperación. Quiso pegar a Efrussi o sobornar a dos cargadores para que pegasen a Efrussi, pero mi madre le disuadió y yo comencé a prepararme para 173

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los exámenes del año siguiente, para el primer grado. Sin yo enterarme, mis padres animaron al maestro a pasar en un año el curso preparatorio y de primer grado y como estábamos desilusionados de todo, me aprendí de memoria tres libros de texto. Los tres libros eran la gramática de Smirnovski, el compendio de problemas de Evtushevski y la historia inicial de Rusia de Putsikóvich. Los niños ya no estudian por esos manuales, pero yo los aprendí de memoria, de cabo a rabo, y al año siguiente en el examen de lengua rusa el maestro Karaváyev me puso un insuperable cinco con una cruz. Ese Karaváyev era un hombre sonrosado y airado, procedente del estudiantado moscovita. Contaba treinta años escasos. En sus viriles mejillas ardían coloretes de rajaz campesino; en una mejilla tenía una verruga de la que nacía un matojo de cenicientos pelos de gato. Además de Karaváyev al examen asistió Piátnitski, adjunto del curador, considerado persona importante en el gimnasio y en toda la provincia. El adjunto del curador me preguntó sobre Pedro Primero; experimenté una sensación de aturdimiento, una sensación de proximidad del fin y del abismo, un abismo seco, solado de exaltación y de desesperación. Me sabía a Pedro Primero de memoria por el manual de Putsikóvich y por los versos de Pushkin. Verraqueé los versos, las caras humanas se volcaron en mis ojos y se confundieron allí como naipes nuevos. Allí se barajaron en el fondo de mis ojos mientras yo, temblando, irguiéndome y apresurándome gritaba a pleno pulmón los versos pushkinianos. Los grité durante mucho tiempo: nadie interrumpió mi demencial farfulla. A través de una ceguedad purpúrea, a través de la libertad que me arrebataba, sólo percibía el rostro viejo, inclinado de Piátnitski con su barba plateada. No me interrumpió y sólo dijo a Karaváyev, satisfecho de mí y de Pushkin: —Qué pueblo —murmulló el anciano—, estos judiítos. Llevan el diablo dentro. 174

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Cuando callé me dijo: —Bien, vete amigo mío... Salí del aula al pasillo y allí, recostado sobre la pared cruda, fui despertando de la convulsión de mis sueños. Los niños rusos jugaban alrededor, la campana del gimnasio pendía junto al hueco de la escalera oficial, el bedel dormitaba en una silla despachurrada. Yo observaba al bedel y despertaba. Los niños se acercaban a mí por todos los lados. Venían a darme capirotazos o a jugar y en esto apareció en el pasillo Piátnitski. Me rebasó y se detuvo un instante; la chaqueta formó una ondulación complicada y lenta en su espalda. Noté turbación en aquella espalda espaciosa, carnosa y señorial y avancé hacia el viejo. —Niños —dijo a los alumnos—, no toquéis a este muchacho—.Y colocó su mano gorda y suave en mi hombro. —Amigo mío —se volvió Piátnitski—, dile a tu padre que has ingresado en el primer grado. Una exuberante estrella refulgió en su pecho, las órdenes tintinearon en la solapa; su cuerpo grande, negro, uniformado, se alejó sobre unas piernas rígidas. El cuerpo iba comprimido por las hoscas paredes, se movía entre ellas como se mueve una gabarra en un canal profundo, y desapareció por la puerta del director. Un subalterno con un ruido solemne le llevó té y yo eché a correr a casa, a la tienda. En nuestra tienda un comprador aldeano se rascaba lleno de dudas. Al verme, mi padre dejó al campesino y no desconfió de mi relato. Gritó al dependiente que cerrara la tienda y se fue a la calle Sobórnaya para comprarme una gorra con escudo. Mi pobre madre me rescató con dificultad de aquel hombre enloquecido. En aquel momento mi madre estaba pálida y tentaba al destino. Tan pronto me acariciaba como me apartaba con repugnancia. Dijo que la lista de todos los matriculados en el gimnasio se publicaba en los periódicos y que Dios nos castigaría y que la gente se mofaría de nosotros si comprábamos el uniforme antes de tiempo. Mi madre estaba pálida, leía el destino en mis ojos y me ob175

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servaba con amarga compasión, como a un contrahecho porque sólo ella conocía la desdicha de nuestra familia. Todos los hombres de nuestra estirpe eran confiados con la gente y prontos a las acciones irreflexivas. No teníamos suerte en nada. Mi abuelo, rabí en Bélaya Tsérkov y expulsado por profanar, vivió ruidosa y pobremente otros cuarenta años, estudió lenguas extranjeras y comenzó a perder el juicio al rayar los ochenta. El tío Liev, hermano de mi padre, estudió en el seminario de Volozhin, se escapó en 1892 del servicio militar y raptó a la hija de un intendente del distrito militar de Kiev. Mi tío Liev llevó a su mujer a California, a Los Ángeles, la abandonó allí y murió en una casa de vicios, entre negros y malayos. Después de su muerte la policía americana nos envió la herencia de Los Ángeles: un gran baúl guarnecido color castaño. El baúl contenía pesas de gimnasia, mechones de pelo de mujer, el taled de mi abuelo, fustas con empuñadura dorada y té en estuches adornados con perlas baratas. De toda la familia sólo quedábamos mi tío Simón el loco que vivía en Odesa, mi padre y yo. Pero mi padre se fiaba de la gente, la ofendía con la exaltación del primer amor, la gente no se lo perdonaba y le engañaba. Por eso mi padre creía que su vida estaba regida por un hado maligno, por un ser inexplicable que le perseguía y que en nada se parecía a él. Así que de toda la familia a mi madre sólo le quedaba yo. Como todos los judíos era yo bajo de estatura, debilucho y tenía dolores de cabeza de tanto estudiar. Mi madre veía todo eso y jamás se dejó cegar por la soberbia mísera de su marido ni por su fe inexplicable de que nuestra familia algún día sería la más fuerte y rica del mundo. Ella no confiaba en nuestra suerte, temía comprar el uniforme antes de tiempo y sólo me permitió fotografiarme para un retrato grande. El veinte de septiembre de mil novecientos cinco en el gimnasio colgaron la lista de los matriculados en el primer grado. Allí estaba mi nombre. Toda la familia fue a ver aquel papel y hasta Shoil, mi tío abuelo, acudió al gimnasio. 176

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Yo quería a aquel viejo fanfarrón porque vendía pescado en la plaza. Sus manos rollizas, húmedas, cubiertas de escamas de pescado, hedían a hermosos mundos fríos. Shoil destacaba de lo común de la gente con sus inverosímiles historias sobre la insurrección polaca de 1861. Hacía mucho Shoil fue tabernero en Skvir y vio cómo los soldados de Nikolai Primero fusilaron al conde de Godlevski y a otros insurrectos polacos. Quizá no lo vio. Ahora sé que Shoil no era más que un viejo ignorante y un mentiroso sin picardía, pero no olvidé sus jácaras; estaban bien hechas. Así que hasta el mentecato de Shoil fue al gimnasio a ver la lista con mi nombre y por la noche danzó y taconeó en nuestra pobre fiesta. Mi padre, que no cabía en sí de alegría, dio una fiesta e invitó a sus compañeros: a traficantes de trigo, a intermediarios en venta de fincas y a los viajantes que en nuestra comarca vendían maquinaria agrícola. Aquellos viajantes vendían maquinaria a cualquiera. Los campesinos y los terratenientes les tenían pánico: era imposible desprenderse de ellos sin comprarles algo. Entre los judíos, los viajantes eran la gente más corrida y alegre. En nuestra fiesta entonaron canciones hasiditas cuya letra tenía sólo tres palabras, pero se cantaban mucho rato y con un sinfín de divertidas inflexiones. La gracia de esas inflexiones es accesible sólo al que celebró la Pascua entre los hasiditas, o al que estuvo en sus ruidosas sinagogas de Volín. Además de los viajantes vino el viejo Libermán que me enseñaba el Thora y el hebreo antiguo. En casa le llamábamos mosié Libermán. Bebió vino besarabo algo más de la cuenta, los tradicionales cordones de seda asomaron por debajo de su chaleco rojo y pronunció en mi honor un brindis en hebreo antiguo. En ese brindis el viejo felicitó a mis padres y dijo que yo vencí en el examen a todos mis enemigos, vencí a los mofletudos niños rusos y a los hijos de nuestros zafios ricachones. En la antigüedad, David, rey judío, también venció a Goliat y de la misma forma que yo me impuse a Goliat 177

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nuestro pueblo vencería con la fuerza de su inteligencia a los enemigos que nos cercan y que ansían nuestra sangre. Dijo eso mosié Libermán y se echó a llorar y llorando bebió más vino y gritó ¡Viva! Los invitados le hicieron corro y comenzaron a bailar en torno a él una vieja cuadrilla como en las bodas de un lugar judío. Todos estaban alegres en nuestra fiesta; mi madre sorbió vino, aunque no bebía vodka y no comprendía cómo podía gustar; por esa razón tenía a todos los rusos por locos y no concebía cómo las mujeres soportaban a los maridos rusos. Pero nuestros días dichosos vinieron más tarde. Para mamá vinieron con las mañanas en que antes de irme al gimnasio me preparaba bocadillos, cuando recorrimos las tiendas comprando mis utensilios de Reyes Magos: el plumero, la hucha, el cartapacio, los libros nuevos con pastas de cartón y los cuadernos con sobrecubiertas satinadas. En el mundo nadie siente las cosas nuevas con la fuerza que las siente el niño. El niño se estremece ante ese olor como el perro ante las huellas de la liebre y experimenta una locura que después, cuando somos mayores, se llama inspiración. Este puro sentimiento infantil de propietario de cosas nuevas se transmitía a mi madre. Estuvimos un mes habituándonos al plumero y a la penumbra matinal cuando yo me sentaba a tomar el té en una esquina de la espaciosa mesa iluminada y colocaba los libros en el cartapacio; estuvimos un mes habituándonos a nuestra vida feliz y sólo al terminar el primer trimestre volví a acordarme de las palomas. Todo lo tenía preparado para ellas: un rublo y cincuenta kopeks y un palomar que el abuelo Shoil construyó de un cajón. El palomar estaba pintado de marrón. Tenía nidos para doce pares de palomas, tablillas en el techo y un enrejado especial que yo inventé para atrapar mejor las palomas ajenas. Todo estaba dispuesto. El domingo veinte de octubre me dispuse a ir a la Ojótnitskaya, pero surgieron obstáculos imprevistos. 178

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La historia que estoy contando, mi matriculación en el primer grado del gimnasio, ocurrió en otoño de mil novecientos cinco. Fue cuando el zar Nikolai dio la Constitución al pueblo ruso; oradores con abrigos raídos se encaramaban a los guardacantones ante el Ayuntamiento y arengaban al pueblo. De noche en las calles sonaban disparos y mamá no quería que fuese a la Ojótnitskaya. La mañana del veinte de octubre los niños de la vecindad lanzaban una corneta frente a la mismísima comisaría de la policía y nuestro aguador dejó el trabajo y paseó por las calles engominado, con la cara colorada. Después vimos a los hijos del panadero Kalístov sacar un potro de cuero y hacer gimnasia en medio de la calzada. Nadie les interrumpió. Es más, el municipal Semérnikov les animaba a saltar más alto. Semérnikov llevaba un cinto de seda de fabricación casera y sus botas ese día habían sido lustradas con un brillo hasta entonces desconocido. Nada asustó tanto a mamá como el municipal vestido de forma antirreglamentaria; por ello no me dejaba salir, pero me escabullí y, cruzando patios, llegué a la Ojótnitskaya, detrás de la estación. En la Ojótnitskaya, en su lugar de siempre, estaba Iván Nikodímich, el palomero. Vendía, además de palomas, conejos y un pavo real. El pavo, con la cola extendida y encaramado en un palo, meneaba de un lado a otro su impávida cabezuela. Tenía una pata atada con un cordel; el otro cabo estaba cogido con la silla de mimbre de Iván Nikodímich. Nada más llegar compré al viejo un par de palomas rojizas de exuberantes colas despeinadas y un par de palomas de moño y las metí en una saca que guardaba en el seno. De la compra me quedaron cuarenta kopeks, pero el viejo no me cedía por ese dinero una pareja «kriúkovo». En las «kriúkovo» me gustaban sus picos cortos, granulosos, benevolentes. Cuarenta kopeks era su precio justo, pero el cazador regateaba y torcía su cara amarilla, abrasada por retraídas pasiones de pajarero. Terminaba el mercado y al ver que no 179

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aparecían otros compradores, Iván Nikodímich me llamó. Todo salió como yo quería y todo salió torcido. A las once y pico o algo más tarde cruzó la plaza un hombre con botas de fieltro. Caminaba ligero sobre sus piernas hinchadas y en su cara borracha ardían ojos entusiásticos. —Iván Nikodímich —dijo al pasar al lado del pajarero—, deje las herramientas: en la ciudad los hidalgos de Jerusalén reciben la Constitución. En la Ríbnaya al viejo Babel lo dejaron en las últimas. Lo dijo y pasó ligero entre las jaulas como el labriego que camina descalzo por el lindero. —Mal hecho —musitó Iván Nikodímich a las espaldas del caminante—, mal hecho —gritó con mayor severidad, recogió los conejos y el pavo real y me dio las palomas «kriúkovo» por cuarenta kopeks. Las metí en el seno y observé cómo la gente abandonaba la Ojótnitskaya. El último se iba el pavo real sobre el hombro de Iván Nikodímich. Iba como el sol en el húmedo cielo otoñal, como julio en la orilla rosada del río, un julio incandescente entre alta hierba fresca. En el mercado no quedaba nadie y los disparos retumbaban cerca. Eché a correr hacia la estación, crucé un jardín que se volcó en mis ojos e irrumpí en un callejón desierto con firme de tierra amarilla. Al final del callejón estaba en su silla de ruedas el cojo Makárenko que en su silla recorría la ciudad vendiendo tabaco. Los niños de nuestra calle le compraban tabaco, los niños le querían y yo corrí por el callejón hacia él. —Makárenko —dije con la respiración entrecortada por la carrera y acaricié el hombro del cojo—, ¿has visto a Shoil? El mutilado no respondió. Su cara tosca hecha de grasa roja, de puños y de hierro, transparentaba. Se removía nervioso en la silla: Katiusha, su mujer, volvió hacia él su fofo trasero mientras clasificaba los objetos apilados en el suelo. —¿Qué has contado? —preguntó el cojo y reclinó todo el 180

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cuerpo como si de antemano no pudiera soportar la respuesta. —Catorce polainas —dijo Katiusha sin incorporarse—, seis fundas de mantas, ahora cuento las cofias... —Cofias —gritó Makárenko; se le cortó la respiración y emitió algo así como un gemido—. Está visto, Katerina, que Dios me señaló a mí para responder por todos... La gente lleva el lienzo por piezas. La gente se lleva lo bueno y nosotros cofias... Así era. Por el callejón pasó corriendo una mujer de hermosa cara encendida. Llevaba un manojo de feces en una mano y una pieza de paño en la otra. Con voz feliz y desesperada llamaba a los hijos extraviados; arrastraba el vestido de seda y la chaqueta azul tras su cuerpo veloz y no oía a Makárenko que la seguía en su silla. El cojo iba quedando atrás, sus ruedas chirriaban; él movía las palancas con todas sus fuerzas. —Madamita —gritaba con voz estentórea—, ¿de dónde sacó el percal, madamita? Pero la mujer del vestido veloz ya había desaparecido. En dirección opuesta salió de la esquina un carro tambaleante. Un muchacho campesino iba en el carro de pie. —¿A dónde corre la gente? —preguntó el muchacho y levantó una rienda roja sobre los jamelgos que se agitaban dentro de sus colleras. —Toda la gente está en la plaza de la Catedral —dijo suplicando Makárenko—, allí está toda la gente, buen hombre. Todo lo que cojas, tráemelo, lo compro todo. El muchacho se inclinó hacia adelante y azotó a los jamelgos píos. Los caballos corcovearon como los becerros sus grupas sucias e iniciaron el trote. El callejón amarillo volvió a quedarse amarillo y desierto; entonces el cojo volvió hacia mí sus ojos apagados. —¿Es que Dios me señaló a mí? —dijo desfallecido—. ¿Es que soy yo el hijo del hombre?... Y Makárenko me tendió la mano salpicada por la lepra. 181

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—¿Qué llevas en el morral? —dijo y cogió la saca que me calentaba el corazón. La mano gruesa del mutilado alarmó a los tumbler y sacó a la paloma rojiza. El ave reposaba en su mano con las patas estiradas. —Palomas —dijo Makárenko y chirriando sus ruedas se aproximó a mí––. Palomas —repitió y me pegó en la cara. Me pegó de revés con la mano que sujetaba el ave. El trasero fofo de Katiusha se revolvió en mis pupilas y caí al suelo con mi nuevo abrigo. —Hay que eliminar a toda su semilla —dijo entonces Katiusha y se inclinó sobre las cofias—, no puedo ver a su semilla ni a sus hombres apestosos... Ella dijo algo más de nuestra semilla, pero no oí más. Estaba tirado en el suelo y por mi sien se escurrían los intestinos del pájaro despachurrado. Se escurrían a lo largo de las mejillas, serpenteando, salpicando y cegándome. La suave tripa de la paloma se deslizó por mi frente; cerré el último ojo sin tapar para no ver el mundo que se extendía ante mí. Ese mundo era pequeño y terrible. Una piedra yacía ante mis ojos, una piedra mellada como la cara de una vieja quijaruda; algo más allá había una cuerda y un manojo de plumas aún palpitantes. Cerré los ojos para no verlo y me apreté a la tierra que yacía debajo de mí con su mudez tranquilizadora. Aquella tierra apisonada no se parecía a nuestra vida ni a la espera de los exámenes en nuestra vida. Lejos de aquí sobre ella marchaba el dolor a lomo de un caballo grande, pero el golpeteo de los cascos se hacía más débil, se perdía y el silencio, el amargo silencio que algunas veces asombra a los niños en desgracia, borró la raya entre mi cuerpo y la tierra inmóvil. La tierra olía a suelo húmedo, a tumba y a flores. Escuché su olor y lloré sin miedo. Caminé por una calle ajena, llena de cajas blancas, caminé adornado con plumas sangrientas, sólo por el medio de las aceras barridas como si no fuese domingo y lloré con tanta amargura, plenitud y felicidad como jamás volví a hacerlo. Los cables blanquecinos susurraban sobre mi cabeza, un 182

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perro callejero corría delante de mí; en un callejón lateral un hombre joven con chaleco rompía un marco en la casa de Jaritón Efrussi. Lo rompía con un mazo de madera, se impelía con todo el cuerpo y, suspirando, sonreía a diestro y siniestro con la sonrisa bonachona de la embriaguez, del sudor y de la fuerza espiritual. La calle toda estaba llena de estrépitos, de crujidos y del canto de la madera quebrantada. El hombre maceaba sólo para tener motivos de inclinarse, de sudar y de gritar palabras extrañas en un lenguaje desconocido, no ruso. Las gritaba y cantaba, desgarrando por dentro sus ojos azules hasta que en la calle apareció la procesión que venía del Ayuntamiento. Ancianos con barbas teñidas portaban el retrato del zar peinado, los estandartes con santos sepulcrales se agitaban sobre la procesión, ancianas enardecidas avanzaban rápidas. El hombre del chaleco vio la procesión, apretó el mazo contra el pecho y corrió tras los estandartes; yo esperé el fin de la procesión y llegué a nuestra casa. Estaba vacía. Sus puertas blancas quedaron abiertas y la hierba al pie del palomar aplastada. Sólo Kuzmá no abandonó la casa. Kuzmá el barrendero estaba en el cobertizo y amortajaba al difunto Shoil. —Te lleva el viento como a la mala astilla —dijo el viejo al verme—, estuviste fuera una eternidad... El pueblo se cargó a tu abuelo. Ya lo ves... Kuzmá gimoteó, se revolvió y sacó de la bragueta del abuelo una perca. Dos percas metieron a mi abuelo: una en la bragueta y otra en la boca; el abuelo había muerto, pero una perca estaba viva y se estremecía. —Se cargaron al abuelo, a nadie más —dijo Kuzmá y tiró las percas al gato—. Los puso de vuelta y media y de qué manera; un tío formidable... Tápale los ojos con monedas, anda... Entonces, a mis diez años, no sabía para qué los muertos necesitan las monedas. —Kuzmá —le susurré—, sálvanos... 183

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Me acerqué al barrendero, abracé su vieja espalda derrengada, con un hombro sobresaliente, y vi a su espalda al abuelo muerto. Shoil yacía sobre serrín con el pecho aplastado, la barba erguida, los borceguíes calzando los pies desnudos. Sus piernas separadas estaban sucias, violáceas, muertas. Kuzmá trajinaba en torno a ellas. Amarró las mandíbulas y se puso a cavilar qué más podría hacer con el muerto. Andaba como si tuviese en casa muebles nuevos y se apaciguó cuando peinó la barba del muerto. —Los puso a todos de vuelta y media —dijo sonriendo y observó el cadáver con cariño—. Si hubiesen sido los tártaros, los hubiese echado, pero llegaron los rusos y con ellos las mujeres rusas. A los rusos les disgusta perdonar. Conozco a los rusos... El barrendero puso más serrín bajo el muerto, se quitó el mandil de carpintero y me tomó de la mano. —Vamos a ver a tu padre —murmulló cogiéndome más fuerte—, tu padre anda buscándote desde la mañana. No vaya a ser que se muera... Y Kuzmá y yo nos fuimos a casa del recaudador de impuestos, en la que mis padres se escondían del pogrom.

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EL PRIMER AMOR

A los diez años me enamoré de una mujer llamada Galina Apolónovna. Se apellidaba Rubtsova. Su marido, un oficial, se marchó a la guerra japonesa y regresó en octubre de mil novecientos cinco. Trajo muchas arcas. Las arcas contenían cosas chinas: biombos, armas valiosas, treinta puds en total. Kuzmá nos decía que Rubtsov compró aquellas cosas con el dinero hecho en la dirección de ingeniería del ejército de Manchuria. Eso decían otros, además de Kuzmá. Era difícil no chismorrear de los Rubtsov: Los Rubtsov eran felices. Su casa lindaba con nuestro patio, su terraza de cristal ocupó una parte de terreno nuestro, pero mi padre no protestó. Rubtsov, recaudador de impuestos, tenía en nuestra ciudad fama de hombre justiciero y mantenía amistad con los judíos. Cuando de la guerra japonesa vino el oficial, el hijo del viejo, todos comprobamos que vivían felices. Galina Apolónovna no soltaba el día entero la mano del marido. No cesaba de mirarle porque había estado año y medio sin ver al marido, pero a mí me daba miedo aquella mirada. Yo volvía la cara y temblaba. Veía en ellos la vida asombrosa y desconcertante de todas las gentes de la tierra y me entraban ganas de caer en un sueño extraño para olvidar esa vida superior a las ilusiones. Algunas veces Galina Apolónovna andaba por la habitación con la trenza suelta, con zapatos rojos y bata china. Bajo los encajes de su camisa muy escotada se veía el hoyo y el comienzo de unos pechos blancos, abultados, achatados hacia abajo y en la bata había dragones, pájaros y árboles ahuecados bordados con seda roja. Se movía el día entero con una sonrisa confusa en los labios húmedos, tropezando con las arcas sin desembalar, con las escaleras de gimnasia desparramadas por el suelo. 185

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De los golpes, a Galina le salían moraduras; subía la bata por encima de la rodilla y decía al marido: —Besa la pupa... Y el oficial doblaba sus largas piernas embutidas en pantalones de dragón con espuelas, con botas de cabritilla ceñidas, se hincaba en el suelo sucio y con una sonrisa iba moviendo las piernas y arrastrando las rodillas y besaba el lugar magullado, allí donde la liga había dejado una arruga carnosa. Yo veía desde mi ventana aquellos besos. Me hacían sufrir, pero no merece la pena contarlo; el amor y los celos de un niño de diez años se parecen en todo al amor y a los celos del hombre adulto. Estuve dos semanas sin arrimarme a la ventana y eludiendo a Galina hasta que por casualidad tropecé con ella. La casualidad fue el pogrom judío que en el año cinco se desencadenó en Nikoláyev y en otras ciudades del límite de residencia de los judíos. Una multitud de asesinos a sueldo saqueó la tienda de mi padre y mató a mi abuelo Shoil. Todo eso ocurrió en mi ausencia. Aquella mañana estaba yo comprando palomas al cazador Iván Nikodímich. Me pasé cinco años de mis diez soñando con pasión en palomas y cuando las compré el mutilado Makárenko las estrelló contra mi sien. Kuzmá me llevó a casa de los Rubtsov. La portilla de los Rubtsov tenía marcada con tiza una cruz; a ellos no les tocaban, y ocultaron en su casa a mis padres. Kuzmá me llevó a la terraza de cristales. Allí estaban mi madre con una pelerina verde y Galina. —Tenemos que lavarnos —dijo Galina—, tenemos que lavarnos, pequeño rabí... Traemos la cara manchada de plumas, y las plumas de sangre... Me abrazó y me llevó por un pasillo con olor penetrante. Mi cabeza descansaba en la cadera de Galina; la cadera se movía y respiraba. Llegamos a la cocina y Rubtsova metió mi cabeza bajo el grifo. Un ganso se asaba en la cocina alicatada, una vajilla llameante pendía de las paredes; al lado de la vajilla, en el rincón de la cocinera, colgaba el zar Niko186

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lai adornado con flores de papel. Galina lavó los restos de la paloma pegados a mis mejillas. —Serás novio, mi precioso —dijo besándome en los labios con su boca inflamada y volvió la cara. —Mira —susurró de pronto—, tu padrito tiene disgustos, anda todo el día por la calle sin ton ni son, dile que venga a casa... Desde la ventana vi la calle desierta con un cielo enorme sobre ella y a mi padre pelirrojo caminando por la calzada. Sin gorra, cubierto de ligeros pelos rojos alborotados, con una pechera de algodón, torcida y abrochada con un botón que no se correspondía con el ojal. Vlásov, un obrero macilento con andrajos enguatados de soldado, caminaba con insistencia detrás de mi padre. —Vaya —decía él con voz ronca y afectuosa y tocaba cariñosamente con las manos a mi padre—, no queremos la libertad, para que los judíos comercien a sus anchas... Tú dale la claridad de la vida al obrero por sus trabajos, por esta terrible inmensidad... Dásela, amigo, ¿me oyes?, dásela... El obrero imploraba algo a mi padre y le tocaba; en su cara los instantes de inspiración borracha se alternaban con la melancolía y la modorra. —Nuestra vida debe parecerse a los molokanos —balbuceaba y se tambaleaba sobre sus piernas quebradizas—, como los molokanos debe ser nuestra vida, pero sin ese dios sectario: de él sólo se aprovechan los judíos, nadie más... Y Vlásov gritó con desesperación del dios sectario que sólo compadeció a los judíos. Vlásov vociferaba, tropezaba y perseguía a su dios ignoto; en ese momento una ronda cosaca le cortó el paso. Un oficial con bandas en el pantalón, con cinturón plateado de gala cabalgaba a la cabeza del grupo; llevaba un casquete alto. El oficial iba despacio sin mirar a los lados. Parecía marchar por un barranco donde sólo se puede mirar hacia adelante. —Capitán —musitó mi padre cuando el cosaco pasaba a su lado—, capitán —dijo mi padre encogiendo la cabeza y se 187

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arrodilló en el barro. —A su disposición —respondió el oficial, siempre mirando adelante, y saludó con la mano enguantada en cabritilla color limón. Más allá, en la esquina de la calle Ríbnaya, la turba saqueaba nuestra tienda, sacaba cajones de clavos, máquinas y mi nuevo retrato con uniforme escolar. —Mire —dijo mi padre y no se incorporó—, están destrozando lo sudado, capitán... ¿Cómo puede ser?... El oficial murmuró algo, se llevó a la gorra el guante limón y soltó la rienda, pero el caballo no se movió. Mi padre se arrastraba de rodillas ante el caballo, se restregó contra sus patas cortas, bonachonas, despeluzadas. —A sus órdenes —dijo el capitán, tiró de la rienda y se fue. Los cosacos le siguieron. Cabalgaron impávidos en sus sillas altas, marcharon por el barranco imaginado hasta perderse en la bocacalle de la Sobórnaya. Galina volvió a empujarme hacia la ventana. —Llama a papá a casa —dijo—; está sin comer desde la mañana. Me asomé a la ventana. Al oír mi voz mi padre se volvió. —Hijito mío —musitó con ternura inexpresable. Juntos nos dirigimos a la terraza de los Rubtsov, donde yacía mi madre con su pelerina verde. Al lado de su cama había pesas y un tensor. —Malditos kopeks —dijo mi madre al vernos—, has sacrificado a ellos una vida humana, los hijos, nuestra dicha infeliz, todo... Malditos kopeks —gritó con voz ronca y ajena; se removió en la cama y calló. Y en ese silencio se escuchó mi hipar. Yo estaba con la gorra calada arrimado a la pared y no lograba contener el hipo. —Ten vergüenza, mi precioso —esbozó Galina su sonrisa despectiva y me golpeó con su bata inflexible. Con zapa188

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tos rojos caminó hasta la ventana para colgar las cortinas chinas de un extravagante bastidor. Sus manos desnudas se hundían en la seda, una trenza viva se movía en su cadera; yo la observaba arrebatado. Yo, niño culto, la miraba como se mira a un lejano escenario iluminado por muchos focos. Allí mismo me imaginé ser Mirón, hijo del carbonero que vendía en nuestra esquina. Me imaginé que pertenecía a la milicia judía y que, como Mirón, llevaba botas rotas amarradas con cuerdas. Llevo una escopeta inservible, colgada del hombro con un cordón verde, estoy de rodillas ante una vieja valla y disparo contra los asesinos. Detrás de mi valla hay un solar con pilas de carbón cubierto de polvo, la vieja escopeta tira mal, los asesinos de barbas y de dentaduras blancas avanzan; tengo la orgullosa sensación de una muerte próxima y en lo alto, en el azul del mundo, vislumbro a Galina. Veo una aspillera en la pared de un gigantesco edificio, construido con miríadas de ladrillos. Esa casa purpúrea aplasta el callejón de tierra gris mal apisonada; en la aspillera superior está Galina. Sonríe con su sonrisa despectiva desde su ventana inaccesible; su marido, un oficial a medio vestir, está a sus espaldas y la besa en el cuello... Me imaginé todo esto, mientras intentaba contener el hipo, para amar a Rubtsova con más amargura, pasión y desesperación y quizá porque la medida de la aflicción es demasiada para un hombre de diez años. Los sueños descabellados ayudáronme a olvidar la muerte de las palomas y la muerte de Shoil; quizá hubiera olvidado esas muertes, pero en ese momento apareció en la terraza Kuzmá con el horrible judío Aba. Oscurecía cuando llegaron. En la terraza ardía una mortecina lámpara ladeada; una lámpara centelleante, compañera de las desgracias. —Amortajé al abuelo —dijo Kuzmá al entrar—; ahora yace muy hermoso. Aquí traigo a un sacristán para que diga algo sobre el viejo. 189

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Kuzmá indicó al salmista Aba. —Que gimotee algo —dijo el barrendero en tono amistoso—; que llene la tripa el sacristán. El sacristán pasará la noche dando la tabarra a Dios... Allí estaba en el umbral Kuzmá, con su bonachona nariz aplastada, torcida en todas las direcciones; intentó contar lo más sentidamente posible cómo había atado la mandíbula al muerto, pero mi padre interrumpió al viejo. —Haga el favor, Aba —dijo mi padre—, de rezar por el muerto, yo se lo pago... —Yo me temía que no me lo pagase —respondió Aba con fastidio y puso sobre el mantel su cara barbuda y asqueada—; me temo que coja mi propina y que se largue a la Argentina, a Buenos Aires, para abrir un negocio al por mayor con mi propina... Al por mayor —dijo Aba; movió los labios desdeñosos y tiró del periódico «Hijo de la Patria», que se hallaba sobre la mesa. El periódico hablaba del manifiesto zarista del 17 de octubre y de la libertad. —«... Ciudadanos de la Rusia libre —deletreaba Aba mientras mascaba la barba que le llenaba la boca—, ciudadanos de la Rusia libre, os felicito con motivo de la radiante resurrección de Cristo...» El periódico estaba inclinado ante el viejo salmista y temblaba: él leía con somnolencia, como si cantara, y ponía acentos sorprendentes en las palabras rusas desconocidas. Los acentos de Aba recordaban el sordo lenguaje de un negro llegado de su patria a un puerto ruso. Hizo reír hasta a mi madre. —Cometo un pecado —gritó ella asomándose por debajo de su pelerina—; me estoy riendo, Aba... Mejor haría hablándonos de su vida, de la familia. —Pregúnteme de otras cosas —rezongó Aba sin soltar la barba de los dientes y continuando la lectura. —Pregúntale de otras cosas —repitió mi padre después de Aba y se situó en el centro de la habitación. Sus ojos que nos habían estado sonriendo entre lágrimas de pronto gira190

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ron en sus órbitas y se posaron en un punto de todos invisible. —¡Ah, Shoil! —pronunció mi padre con voz llana, falsa y preparativa—. ¡Ay, Shoil de mi alma! Vimos que se disponía a gritar, pero mi madre nos puso en guardia. —Manus —gritó ella desarreglándose momentáneamente y comenzó a rasgar el pecho de su marido—, mira qué mal lo está pasando nuestro hijito. ¿Por qué no oyes los hipos? ¿Por qué, Manus?... Mi padre calló. ––Rajil —dijo atemorizado—, no puedo expresarte qué pena me da de Shoil... Salió a la cocina y regresó con un vaso de agua. —Bebe, artista —dijo Aba acercándose—. Bebe esa agua que te aliviará como el incensario al muerto... Así fue: el agua no me dio alivio. Hipaba con mayor fuerza aún. Un bramido se escapaba de mi pecho. Un tumor agradable al tacto se hinchó en mi garganta. El tumor respiraba, se abultaba, obstruía la faringe y se desprendía del cuello. En él borbotaba mi respiración destrozada. Borbotaba como el agua en ebullición. Y cuando a la noche dejé de ser el niño orejudo de toda mi vida anterior y me convertí en un ovillo que se retorcía, mi madre me envolvió en un chal y, más alta y esbelta, se acercó a Rubtsova que estaba muerta de espanto. —Querida Galina —dijo mi madre con voz sonora y recia—, somos mucho trastorno para usted, para la cariñosa Nadezhda Ivánovna y para todos los suyos. ¡Qué vergüenza me da, querida Galina!... Con las mejillas encendidas mi madre hizo recular a Galina hasta la salida, después se lanzó hacia mí y me metió el chal en la boca para acallar mi quejido. —Aguanta, hijito —musitaba mi madre—, hazlo por tu mamita... 191

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Aunque hubiera podido no habría aguantado porque dejé de sentir vergüenza. Así comenzó mi enfermedad. Tenía yo diez años. A la mañana siguiente me llevaron al médico. El pogrom continuaba, pero a nosotros no nos tocaron. El médico, un hombre gordo, me halló una enfermedad nerviosa. Dispuso que saliéramos rápidamente a Odesa a que me vieran los profesores y a esperar allí el calor y los baños de mar. Así lo hicimos. Días después salí con mi madre para Odesa, donde vivían el abuelo Leivi-Itsjok y el tío Simón. Salimos en barco por la mañana y al mediodía las pardas aguas del Bug fueron desplazadas por la pesada ola verde del mar. Comenzaba para mí una vida al lado del demencial abuelo Leivi-Itsjok y me despedí para siempre de Nikoláyev, donde transcurrieron diez años de mi infancia.

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EL FIN DEL ASILO

En Odesa, en la época del hambre, nadie vivía tan bien como los asilados del segundo cementerio judío. Años atrás el pañero Kofman levantó en memoria de su esposa, Isabel, un asilo junto a las tapias del cementerio. En el café de Falconi fue muy celebrada tal vecindad. Pero Kofman acertó. Después de la revolución los viejos y viejas asilados en el cementerio acapararon los puestos de enterradores, chantres y amortajadoras. Se agenciaron un ataúd de roble con un manto y con borlas de plata que alquilaban a la gente pobre. En esa época en Odesa desaparecieron las tablas. El ataúd de alquiler no permanecía inactivo. El difunto yacía en la caja de roble en su casa y en la misa; a la tumba descendía envuelto en una sábana. Era una olvidada ley judía. Los eruditos indicaban que no se debía impedir a los gusanos tomar contacto con la carroña, cosa inmunda. «Tierra eres y en tierra te convertirás.» Gracias a esa resurrección de la vieja ley los ancianos lograron una adición a su racionamiento que en aquellos años no podía soñarse. Por las noches se emborrachaban en la bodega de Zalman Krivóruchka y repartían las sobras a los vecinos. Su prosperidad no se torció hasta el día de la insurrección en las colonias alemanas. En un combate los alemanes mataron a Guersh Lugovoi, comandante de la guarnición. Fue enterrado con todos los honores. Las tropas acudieron al cementerio con orquestas, cocinas de campaña y ametralladoras sobre carros. Ante la tumba abierta se pronunciaron discursos y se hicieron promesas. —El camarada Guersh —se desgañitaba Lionka Bróitman, jefe de división—, ingresó en el PSDOR bolchevique en mil novecientos once en el que realizó misiones de propagandista y de enlace. El camarada Guersh comenzó a so193

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meterse a represalias junto con Sonia Yanóvskaya, Iván Sokolov y Monoszón en mil novecientos trece en la ciudad de Nikoláyev... Arie-Leib, conserje del asilo, estaba con sus compañeros a la expectativa. Aún no había terminado Lionka sus palabras de despedida, cuando los viejos comenzaron a ladear el ataúd para volcar al muerto tapado con una bandera. Lionka tocó furtivamente a Arie-Leib con una espuela. —Largo —dijo—, largo de aquí... Guersh se mereció que la república... Ante los ojos atónitos de los viejos, Lugovoi fue enterrado con la caja de roble, las borlas y el manto negro que llevaba bordados la estrella de David y el verso de un antiguo réquiem judío. —Somos hombres muertos —dijo Arie-Leib a sus compañeros después del entierro—, estamos en manos del faraón... Y se fue adonde el gerente del cementerio, Broidin, a pedirle tablas para un ataúd nuevo y tela para un manto. Broidin lo prometió, pero no hizo nada. No entraba en sus planes enriquecer a los viejos. En la oficina manifestó: —Más me preocupa el paro en los servicios urbanos que estos especuladores... Broidin lo prometió, pero no hizo nada. En la bodega de Zalman Krivóruchka sobre su cabeza y sobre las cabezas de los sindicalistas de los servicios urbanos llovieron las interjecciones talmúdicas. Los viejos maldijeron el tuétano de los huesos de Broidin y de los miembros del sindicato, el semen fresco en las entrañas de sus esposas y desearon a cada uno una forma especial de parálisis y de úlcera. Sus ingresos bajaron. Ahora el rancho consistía en un bodrio azul con espinas de pescado. De segundo plato les daban gachas de cebada sin engrasar. Un viejo de Odesa come cualquier bodrio, no importa de qué esté hecho, pero con la condición de que tenga laurel, ajo y pimienta. Aquí no había nada de eso. 194

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El asilo «Isabel Kofman» corrió la suerte de los demás. La ira de los viejos famélicos crecía. La descargaron sobre quien no lo esperaba en absoluto, sobre la doctora Yudif Shmáiser que llegó al asilo a vacunar contra la viruela. El comité ejecutivo de la provincia había dispuesto la vacunación obligatoria. Yudif Shmáiser colocó sus instrumentos sobre la mesa y encendió el mechero de alcohol. Frente a las ventanas se alzaban los muros esmeralda de los matorrales del cementerio. La lengua azul de fuego se entreveró con los rayos de junio. El más cercano a Yudif era Méyer Beskonechni, un anciano magro. Él observaba sombrío los preparativos. —Déjeme pincharle —dijo Yudif; levantó la lanceta y comenzó a rescatar de los andrajos el sarmiento azul del brazo de Méyer. El viejo retiró la mano. —No tengo donde pincharme. —No le haré daño —gritó Yudif—, en la molla no hace daño... —No tengo molla —dijo Méyer Beskonechni—, no tengo donde pincharme. De una esquina de la habitación le respondió un sollozo sordo. Sollozaba Doba-Leya, antes cocinera de circuncisiones. Méyer contrajo sus mejillas consumidas. —La vida es una porquería —murmuró—, el mundo es un lupanar y los hombres unos granujas... Los quevedos en la naricita de Yudif se ladearon, su pecho saltó de la bata almidonada. Abrió la boca para explicar la importancia de la vacunación, pero le paró Arie-Leib, conserje del asilo. —Señorita —dijo él—, a nosotros, lo mismo que a usted, nos parió una mamá. Esa mujer, nuestra mamá, nos parió para que viviéramos, no para que sufriéramos. Quería que viviésemos bien y estaba en lo justo, como sólo una madre puede estarlo. El hombre que se contenta con lo que le suministra Broidin, ese hombre vale menos que el material 195

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empleado en hacerlo. Su objetivo, señorita, es vacunar contra la viruela y usted vacuna con la ayuda de Dios. Nuestro objetivo es vivir, no arrastrar la vida hasta el fin, y nosotros cumplimos ese objetivo. Doba-Leya, mujer bigotuda con cara leonina, lloró más aún al oír esas palabras. Lloró con voz de bajo. —La vida es una porquería —repitió Méyer Beskonechni—, y los hombres unos granujas... El paralítico Simón-Volf asió el manillar de su silla y, crujiendo y retorciendo las manos, rodó hacia la puerta. El bonete se ladeó en su hinchada cabeza carmesí. Detrás de Simón-Volf, al paseo principal, con rugidos y aspavientos, se precipitaron los treinta viejos y viejas. Agitaban las muletas y bramaban como burros hambrientos. Al verlos el guardia cerró el portón del cementerio. Los enterradores levantaron las palas con tierra y raíces adheridas y se pararon asombrados. Al ruido salió el barbudo Broidin con polainas, visera de ciclista y chaqueta raquítica. —Granuja —le gritó Simón-Volf—, no tenemos donde nos pinchen... En las manos no tenemos carnes... Doba-Leya enseñó los dientes y rugió. En su silla de paralítica avanzó sobre Broidin. Arie-Leib, como siempre, comenzó con alegorías y parábolas que venían desde lejos y hacia un objetivo que no todos veían. Comenzó con la parábola del rabino Osia que entregó sus bienes a los hijos, el corazón a su esposa, el miedo a Dios, el tributo al César y sólo retuvo para sí un sitio bajo un olivo donde más calentaba el sol del ocaso. Del rabí Osia, Arie-Leib pasó a las tablas para un ataúd nuevo y al racionamiento. Broidin esparrancó las piernas con polainas y escuchó sin levantar la vista. El valladar marrón de su barba descansaba inmóvil sobre la nueva guerrera: parecía sumergido en pensamientos tristes y pacíficos. 196

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—Debes perdonarme, Arie-Leib —Broidin suspiró al dirigirse al sabio del cementerio—, debes perdonarme si digo que no puedo por menos que ver en ti un doble sentido y a un elemento político... No puedo por menos que ver tras tus espaldas, Arie-Leib, a los que saben lo que hacen, igual que tú sabes lo que estás haciendo... Aquí Broidin levantó sus ojos que inmediatamente se anegaron con el agua blanca de la ira. Los montículos temblorosos de sus pupilas se clavaron en los viejos. —Arie-Leib —dijo Broidin con su potente voz—, lee el telegrama de Tartaria, donde abultadas cantidades de tártaros pasan hambre como locos... Lee el llamamiento de los proletarios petrogradenses que trabajan y esperan con hambre ante sus tornos... —Yo no puedo esperar —interrumpió Arie-Leib al gerente—, ya no me queda tiempo... —Hay personas —vociferaba Broidin sin oír nada— que viven peor que tú y hay miles de personas que viven peor que los que viven peor que tú... Estás sembrando disgustos, Arie-Leib, y vas a tener un sofoco. Si os doy la espalda seréis hombres muertos. Si me voy por mi camino y vosotros por el vuestro, moriréis. Morirás tú, Arie-Leib. Morirás tú, Simón-Volf. Morirás tú, Méyer Beskonechni. Pero antes de que os muráis, decidme, tengo interés en saberlo: ¿tenemos aquí poder soviético o no lo tenemos? Si no lo tenemos y me equivoqué, llevadme al señor Berzon, Deribásovskaya, esquina a Ekateríninskaya, donde trabajé de chalequero todos los años de mi vida... Di que me equivoqué, Arie-Leib... El gerente del cementerio se acercó a los inválidos, disparó contra ellos sus pupilas temblorosas, que cayeron sobre aquel rebaño aturdido y quejumbroso como los rayos de un reflector, como lenguas de fuego. Las polainas de Broidin crujían, el sudor hervía en su rostro cacarañado; seguía avanzando sobre Arie-Leib y pedía la respuesta: ¿Se habría equivocado al pensar que había llegado el poder soviético? 197

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Arie-Leib callaba. Ese silencio pudo ser su perdición, pero al final del paseo apareció Fiedka Stepún descalzo y en camiseta de marinero. Fiedka, que sufrió una contusión cerca de Rostov y estaba reponiéndose en una choza al lado del cementerio, llevaba un silbato atado a un cordón de policía color naranja y un revólver desenfundado. Fiedka estaba borracho. Sus pétreos bucles quedaron pegados a la frente. Bajo los bucles se retorcía en convulsiones su cara de pómulos salientes. Se acercó a la tumba, cubierta con ramos mustios. —¿Dónde estabas tú, Lugovoi —dijo Fiedka al difunto—, cuando yo estaba tomando Rostov? El marino rechinó los dientes, tocó su silbato de policía y sacó el revólver del cinto. La boca empavonada del revólver se iluminó. —Acabamos con los zares —gritó Fiedka—, ya no hay zares... Así que todo el mundo a yacer sin ataúdes... El marino empuñaba el revólver. Su pecho estaba desnudo. Llevaba en él tatuados la palabra Riva y un dragón con la cabeza revuelta hacia el pezón. Los enterradores con sus palas alzadas se apiñaron en torno a Fiedka. Las mujeres que amortajaban a los difuntos salieron de sus jaulas y se dispusieron a dar alaridos con Doba-Leya. Olas bramantes rompían contra el portón cerrado del cementerio. Los familiares que habían transportado a sus muertos en carretilla, reclamaban la entrada. Los pordioseros descargaban sus muletas contra la verja. —Acabamos con los zares —el marinero disparó al aire. La gente se lanzó a saltos por el paseo. Broidin fue empalideciendo poco a poco. Levantó la mano, aceptó todas las demandas del asilo, dio media vuelta a lo militar y entró en la oficina. El portón se abrió inmediatamente. Los familiares de los difuntos empujaban las carretillas con destreza por los senderos. Sedicentes chantres entonaron con estri198

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dente falsete el molei rahim8 sobre las tumbas abiertas. Por la noche festejaron el triunfo en la bodega de Krivóruchka. A Fiedka le pusieron tres cuartas de vino besarabo. —Gevel gavolim9 —dijo Arie-Leib, chocando el vaso con el marino—, eres blando de corazón, contigo se puede vivir... Kuloi gevel10... La dueña, la esposa de Krivóruchka, lavaba los vasos en el local contiguo. —Cuando un ruso sale con buen carácter es una verdadera ganga... Sacaron a Fiedka más allá de la una de la madrugada. —Gevel gavolim —repetía las funestas palabras incomprensibles, mientras zanqueaba por la calle Stepovaya—, Kuloi gevel... Al día siguiente repartieron a los viejos del asilo cuatro pedazos de cortadillo y carne para la sopa. Por la noche los llevaron al teatro de la ciudad, a un espectáculo que ofrecía el seguro social. Era la ópera «Carmen». Por primera vez en su vida los inválidos y esperpentos vieron los palcos dorados del teatro de Odesa, el terciopelo de sus barandales, el brillo aceitoso de sus lámparas. En los entreactos dieron a cada uno un bocadillo con salchichón de menudillos. Los viejos regresaron al cementerio en un camión militar. Con estampidos y estrépitos el camión se abrió camino por las calles heladas. Los viejos durmieron con las barrigas abultadas. Eructaban en sueños y temblaban de hartazgo como perros fatigados. A la mañana siguiente, Arie-Leib fue el primero en levantarse. Se volvió hacia el Oriente para rezar y vio en la puerta un anuncio. En aquel papel Broidin hacía saber que el asilo se cerraba por reparaciones y que todos los asilados deberían presentarse aquel mismo día en la sección provinMisa de difuntos. Vanidad de vanidades. 10 Y todo es vanidad. 8 9

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cial de asistencia social para registrarse en categorías laborales. El sol emergió sobre las copas del verde soto cementerial. Arie-Leib llevó los dedos a los ojos. De las cuencas apagadas se escurrió una lágrima. La vereda de castaños, resplandeciente, conducía al depósito de cadáveres. Los castaños estaban en flor, los árboles sostenían las flores blancas en sus zarpas abiertas. Una mujer desconocida, con un chal muy amarrado al pecho, mangoneaba en el depósito. Todo allí había sido rehecho: las paredes estaban adornadas con ramas de pino, las mesas acuchilladas. La mujer lavaba el cuerpo de un pequeño. Lo volteaba con gran agilidad, el agua formaba un chorro brillante en la jaspeada espalda hundida. Broidin, con polainas, estaba sentado en las escaleras del depósito. Tenía aspecto de veraneante. Se quitó la gorra y se limpió la frente con un pañuelo amarillo. —Eso mismo le dije en el sindicato al camarada Andréichik —la desconocida tenía una voz melodiosa—, no hacemos ascos al trabajo... Que se informen de nosotros en Ekaterinoslav... Ekaterinoslav conoce nuestro trabajo... —Acomódese, camarada Bliuma, acomódese —dijo pacífico Broidin y metió el pañuelo amarillo en el bolsillo—, conmigo se pueden hacer buenas migas... Conmigo se pueden hacer buenas migas —repitió y posó sus ojos brillantes en Arie-Leib, que había llegado al pie de la escalera—. Ahora, que no me escupan en el plato, ¿eh? Broidin no acabó su discurso: una calesa tirada por un alto caballo moro se detuvo ante el portón. De la calesa se apeó el jefe de los servicios urbanos con camisa de cuello vuelto. Broidin se apoderó de él y lo llevó hacia el cementerio. El viejo aprendiz de sastre mostró a su jefe la centenaria historia de Odesa que reposaba bajo las losas de granito. Le mostró los monumentos y criptas de los exportadores de trigo, de los mediadores y negociantes navieros que levanta200

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ron la Marsella rusa donde se hallaba el pueblo de Jadzhibei. De cara al portón yacían los Ashkenazi, los Hessen, los Efrussi, tacaños refinados, juerguistas filosóficos, los que dieron origen a las fortunas y a los chascarrillos de Odesa. Yacían bajo monumentos de labrador y de mármol rosado, separados por cadenas de castaños y de acacias de la plebe, arrebujada al pie de las tapias. —No dejaban vivir en vida —Broidin golpeó un monumento con la bota—, ni dejaban morir después de la muerte... Se animó y contó al jefe de los servicios urbanos su programa de reorganización de los cementerios y el plan de la campaña contra la cofradía fúnebre. —Y retiren a esos —el jefe señaló a los pordioseros alineados ante el portón. —Se está haciendo —respondió Broidin—, poco a poco se está haciendo todo... —Hala —dijo Mayórov, el jefe—, tú, padre, tienes las cosas en orden... Hala... Puso el pie en el pescante de la calesa y se acordó de Fiedka. —¿Qué jaleo fue ese? —Es un muchacho contusionado —dijo Broidin bajando la vista— y hay veces que no se domina... Pero ahora se lo explicaron y pide perdón... —Tiene pupila —dijo Mayórov a su acompañante al partir—, brega como es debido... El caballo alto llevaba a la ciudad a él y al jefe de urbanización. Por el camino encontraron a los viejos y viejas expulsados del asilo. Iban renqueando, encorvados bajo sus bártulos y caminaban en silencio. Soldados desenvueltos les hacían guardar fila. Chirriaban los carros de los paralíticos. Un silbido de asfixia, una crepitación sumisa se escapaba del pecho de los chantres retirados, de los payasos de bodas, de las cocineras de circuncisiones y de los dependientes cesantes. 201

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El sol estaba alto. El calor se cebaba en aquel montón de harapos que se arrastraba por la tierra. Caminaban por una lúgubre carretera de piedra, ante chozas de adobes, por campos aplastados por pedrizales, cerca de casas abiertas de par en par, destruidas por los proyectiles, vadeando la colina de la peste. En la Odesa de otros tiempos la ciudad estaba unida al cementerio por un camino de una tristeza indecible.

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EL DESPERTAR

Toda la gente de nuestra categoría: corredores, tenderos, bancarios y oficinistas de compañías navieras, enseñaban música a sus hijos. Nuestros padres, al no ver salida para mí, idearon una lotería. La montaron sobre los huesos de la gente menor. Odesa quedó afectada por ese delirio más que otras ciudades. Se debía ello a que durante decenios nuestra ciudad suministró niños prodigio a las salas de concierto del mundo. De Odesa salieron Misha Elman, Zimbalist, Gabrilóvich, aquí comenzó Yasha Heifetz. Al cumplir el niño los cuatro o cinco años, la mamá llevaba a ese ser minúsculo y enclenque al señor Zagurski. Zagurski tenía una fábrica de niños prodigio, una fábrica de enanos judíos con cuellos de encaje y zapatitos de charol. Los encontraba en los tugurios de la Moldavanka y en los patios macilentos del Bazar viejo. Zagurski daba la primera orientación, después los niños eran enviados al profesor Auer de Petersburgo. El alma de aquellos alfeñiques de hinchadas cabezas azules cobijaba una potente armonía. Llegaban a ser virtuosos de fama. Y mi padre quiso darles alcance. Tenía yo catorce años, había rebasado la edad de los niños prodigio, pero por mi estatura y flojedad bien podía pasar por uno de ocho años. En eso estaban todas las esperanzas. Me llevaron a Zagurski. Por respeto a mi abuelo accedió por muy poco precio: un rublo la clase. Mi abuelo, LeiviItsjok, era el hazmerreír de la ciudad y su ornato. Deambulaba con chistera y choclos y arrojaba luz sobre los asuntos más oscuros. Le preguntaban qué era un gobelino, por qué los jacobinos traicionaron a Robespierre, cómo se fabrica la seda artificial, qué es la cesárea. Mi abuelo podía responder a todas esas preguntas. Por respeto a su sabiduría y a su demencia, Zagurski nos cobraba un rublo por clase. Es más, 203

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por temor a mi abuelo perdía el tiempo conmigo, porque yo era un caso perdido. Los sonidos se desprendían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo aquellos sonidos me tronzaban el corazón, pero mi padre no me dejaba en paz. En casa sólo se hablaba de Misha Elman, al que el propio zar liberó del servicio militar. Zimbalist, según las noticias de mi padre, fue presentado al rey de Inglaterra y tocó en el palacio de Buckingham; los padres de Gabrilóvich compraron dos casas en Petersburgo. Los niños prodigio habían enriquecido a sus papás. Mi padre hubiera transigido con la pobreza, pero necesitaba la fama. —No puede ser —le susurraban los que comían a cuenta suya—, no puede ser que el nieto de un abuelo como ese... Yo era de distinta opinión. Cuando ensayaba los ejercicios de violín colocaba en el atril un libro de Turguénev o de Dumas y mientras rascaba el instrumento devoraba una página tras otra. De día contaba a los chicos de la vecindad patrañas que de noche pasaba al papel. En nuestra familia la escritura nos venía de herencia. Leivi-Itsjok, que a la vejez se chifló, durante su vida estuvo escribiendo una novela titulada «El hombre sin cabeza». Yo salí a él. Cargado con la funda y las notas me trasladaba tres veces a la semana a la calle Witte, antes Dvoriánskaya, a casa de Zagurski. Allí, sentadas a lo largo de la pared, hacían cola judías pletóricas de histérico entusiasmo. Sobre sus rodillas débiles soportaban unos violines que en tamaño superaban a quienes llegarían a tocar en el palacio de Buckingham. Se abría la puerta del santuario. Del despacho de Zagurski salían dando traspiés niños cabezudos, pecosos, de cuello delgado como el tallo de una flor y con rubor epiléptico en las mejillas. La puerta volvía a cerrarse, tragándose al enano siguiente. Tras la pared se desgañitaba cantando y dirigiendo el maestro, con pajarita, rizos peligrosos y piernas flacas. Él, gerente de la abominable lotería, poblaba la Moldavanka y los negros callejones del Bazar viejo con es204

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pectros del pizzicato y de la cantilena. Después, el viejo profesor Auer sacaba un brillo infernal a aquella solfa. En aquella secta yo no tenía nada que hacer. Enano como ellos, en la voz de mis antepasados escuché otra sugestión. Me costó dar el primer paso. Un día salí de casa abrumado con la funda, el violín, las notas y doce rublos —el pago por un mes de aprendizaje. Iba por la calle Nézhinskaya y tenía que torcer a la Dvoriánskaya para llegar hasta la casa de Zagurski, pero tiré por la Tiráspolskaya arriba y aparecí en el puerto. Las tres horas que me correspondían pasaron volando en el muelle Práctico. Era el comienzo de la emancipación. La antesala de Zagurski ya no me vio nunca más. Asuntos más importantes ocuparon mi cabeza. Con mi condiscípulo Nemánov comenzamos a visitar en el barco «Kensington» a un viejo marinero llamado mister Trottibearn. Nemánov, un año más joven que yo, se dedicaba desde los ocho años al negocio más extravagante del mundo. Era un genio de la compraventa y cumplía todo lo que prometía. Hoy es millonario en Nueva York, director de la General Motors Co., una empresa tan potente como la Ford. Nemánov me llevaba consigo porque yo le seguía sin rechistar. Él compraba a míster Trottibearn pipas metidas de contrabando. Un hermano del viejo marinero torneaba las pipas en Lincoln. —Gentlemen —nos decía mister Trottibearn—, recuerden que deben hacer a sus hijos con sus propias manos... Fumar una pipa de fábrica es lo mismo que meterse en la boca el pitorro de una lavativa... ¿Saben quién fue Benvenuto Cellini?... Fue un maestro. Mi hermano de Lincoln podría hablarles de él. Mi hermano no impide vivir a nadie. Pero está convencido de que los niños deben hacerse con las propias manos y no con manos ajenas... No hay más remedio que darle la razón, gentlemen...

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Nemánov vendía las pipas de Trottibearn a directores de banca, a cónsules extranjeros y a griegos acaudalados... Obtenía el cien por cien de ganancia. Las pipas del maestro de Lincoln transpiraban poesía. Cada una contenía una idea, una gota de eternidad. En su boquilla ardía un ojo amarillo, los estuches estaban forrados de raso. Yo probé a imaginarme cómo en la vieja Inglaterra vivía Matews Trottibearn, el último artífice de la pipa, que se resistía a la marcha de las cosas. —No tenemos más remedio que admitir que los hijos deben ser hechos con nuestras propias manos... Las olas macizas del espolón me alejaban más y más de nuestra casa con olor a cebolla y a suerte judía. Del muelle Práctico pasé a la otra parte del rompeolas. Allí, en un trozo de banco de arena, se instalaron los muchachos de la calle Primórskaya. Desde la mañana hasta la noche, sin ponerse los pantalones, buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos para la comida y esperaban la hora en que de Jersón y de Kamenka llegaban las lanchas con sandías que abrían golpeándolas contra el muelle. Mi ilusión era aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos muchachos bronceados que, habiendo nacido en Odesa, no había visto el mar hasta los diez años y que a los catorce no sabía nadar. ¡Qué tarde hube de aprender cosas útiles! En mi infancia, atado al Gemara, llevé vida de persona docta; cuando crecí empecé a subirme a los árboles. El arte de nadar resultó inasimilable. Me arrastraba al fondo la hidrofobia de todos mis antepasados —de rabís españoles y de cambistas francfortianos. El agua no me sostenía. Flagelado, rebosando agua salada, volvía a la orilla, al violín y a las notas. Estaba amarrado a las armas de mi delito y las llevaba conmigo. La lucha de los rabís contra el mar prosiguió hasta el día que de mí se compadeció Efim Nikítich Smólich, genio de las aguas de aquella comarca, lector de pruebas de «Novedades de Odesa». El pecho atléti206

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co de aquel hombre cobijaba compasión por los niños judíos. Nikítich acaudillaba a multitud de alfeñiques raquíticos; los hallaba en los chinchales de la Moldavanka, los llevaba al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia y buceaba con ellos, les enseñaba canciones y mientras se tostaba al sol que caía de plomo, contaba historietas de pescadores y de animales. A los mayores Nikítich explicaba que era filósofo naturalista. Los niños judíos se morían de risa escuchando las historietas de Nikítich, chillaban y se arrebozaban como cachorros. El sol les asperjaba con pecas inconstantes, con pecas color lagartija. El viejo observaba en silencio y de reojo mi cuerpo a cuerpo con las olas. Cuando vio que no había esperanza y que yo jamás aprendería a nadar, me incorporó al grupo de los moradores de su corazón. Allí estaba, con nosotros, su alegre corazón —no se inflaba, no se mostraba ávido, no se alarmaba... Con hombros de cobre, con cabeza de gladiador envejecido, con piernas de bronce, un tanto torcidas, se tumbaba con nosotros más allá del rompeolas, como soberano de aquellas aguas con cáscaras de sandía y manchas de gasolina. Amé a aquel hombre como sólo un niño afecto de histeria y con dolores de cabeza puede amar a un atleta. No me separaba de él y procuraba serle útil. Díjome: —No te apresures... Fortalece tus nervios. El saber nadar llegará... No puede ser que no te sostenga el agua... ¿Por qué no te va a sostener? Viendo mi esmero, como distinguiéndome entre sus discípulos, Nikítich me invitó a su casa, una buhardilla espaciosa y limpia con esteras, me enseñó los perros, el erizo, la tortuga y las palomas. En correspondencia a tales riquezas yo le entregué la tragedia que había escrito la víspera. —Ya me imaginaba que escribías —dijo Nikítich—, tienes mirada de eso... Por lo general no miras a ninguna parte... 207

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Leyó mis escritos, movió un hombro, pasó la mano por su pelo crespo y canoso y paseó por la buhardilla... —Cabe pensar —dijo alargando la frase, poniendo una pausa entre cada palabra—, que tienes madera... Salimos a la calle. El viejo se paró, descargó con fuerza el bastón contra la acera y me miró fijamente. —¿Qué es lo que te falta?... La juventud es lo de menos, eso se remedia con los años... Te falta el sentido de la naturaleza. Con el bastón señaló un árbol de tronco rojizo y de copa baja. —¿Qué árbol es ése? Yo no lo sabía. —¿Qué crece en esa mata? Tampoco lo sabía. Caminábamos por un jardincillo de la avenida Alexándrovski. El viejo señalaba con el bastón todos los árboles, me tomaba del hombro cuando pasaba un pájaro y me hacía escuchar sus trinos. —¿Qué pájaro canta? No lograba responder a ninguna de sus preguntas. El nombre de los árboles y de las aves, su clasificación por órdenes, adonde vuelan los pájaros, de dónde sale el sol, cuándo es mayor el rocío —yo desconocía todo eso. —¿Y te atreves a escribir?... El que no vive dentro de la naturaleza como vive en ella la piedra o el animal, no escribirá en su vida dos renglones dignos... Tus paisajes parecen una descripción de decorados. ¿En qué diablos estuvieron pensando tus padres estos catorce años?... ¿En qué pensaban?... En letras protestadas, en los chalets de Misha Elman... No se lo dije a Nikítich, me lo callé. En casa no toqué la comida. Se me atragantaba. «El sentido de la naturaleza —pensaba yo—, Dios mío, ¿por qué no se me había ocurrido a mí?... ¿Dónde busco yo ahora a quien me descifre las voces de los pájaros y me enseñe el nombre de los árboles?... ¿Qué sé yo de eso? Sólo podría dis208

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tinguir a la lila y sólo cuando está en flor. La lila y la acacia. Las calles Deribásovskaya y Grécheskaya tienen acacias...» Durante la comida mi padre contó otra historia de Yasha Heifetz. Antes de llegar a Robin se cruzó con Mendelsón, tío de Yasha. Resulta que el niño recibe ochocientos rublos por concierto. Calculen cuánto sale con quince conciertos al mes. Lo calculé y me salieron doce mil al mes. Multipliqué, llevé cuatro y miré a la calle. Por el patio de cemento, con la capa ligeramente ondeada, los bucles pelirrojos asomando por debajo del sombrero, apoyándose en el bastón, avanzaba majestuoso el señor Zagurski, mi profesor de música. No podría decirse que me echó pronto de menos. Habían pasado tres meses largos del día en que mi violín se posó en la arena del rompeolas. Zagurski se acercaba a la puerta principal. Yo me dirigí a la puerta de servicio: la habían tapiado la víspera por temor a los ladrones. Entonces me escondí en el retrete. Media hora después a mi puerta estaba congregada toda la familia. Las mujeres lloraban. Bobka restregaba su hombro carnoso contra la pared y se ahogaba en llantos. Mi padre callaba. Comenzó a hablar con una voz tan queda y clara como nunca hasta entonces. —Soy oficial —dijo mi padre—, y tengo un latifundio. Salgo de cacerías. Los campesinos me pagan renta. Ingresé a mi hijo en el cuerpo de cadetes. No tengo por qué preocuparme de mi hijo... Calló. Las mujeres resollaban. Después un golpe terrible cayó sobre la puerta. Mi padre cogía impulso y descargaba contra ella todo su cuerpo. —Soy oficial —gritaba—, salgo de cacerías... Le mato... Y se acabó... El picaporte saltó; quedaba un pestillo retenido por un solo clavo. Las mujeres se retorcían en el suelo, sujetaban a mi padre por los pies; enloquecido, él se liberaba de ellas. Al ruido acudió una vieja, la madre de mi padre. 209

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—Hijo mío —pronunció en hebreo—, nuestra congoja es grande. No tiene límites. Sólo sangre faltaba en nuestra casa. No quiero sangre en nuestra casa... Mi padre gimió. Escuché sus pasos que se alejaban. El pestillo colgaba del último clavo. Seguí en mi fortaleza hasta la noche. Cuando todos se acostaron, mi tía Bobka me llevó a casa de la abuela. Teníamos que caminar un largo trecho. La luz lunar quedó plasmada en arbustos ignotos, en árboles sin nombre... Un pájaro invisible silbó y se apagó, quizá quedó dormido... ¿Qué pájaro era aquél? ¿Cómo se llamaba? ¿Cae el rocío al anochecer?... ¿Dónde está la Osa Mayor? ¿Por qué parte sale el sol?... Íbamos por la calle Pochtóvaya. Bobka me sujetaba fuertemente de la mano para que no me escapara. Tenía razones. Yo pensaba en la fuga.

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EN EL SÓTANO

Yo era un niño mentiroso. La culpa era de la lectura. Tenía mi imaginación siempre incandescente. Leía en clase, en el recreo, camino de casa, de noche bajo la mesa, tapándome con un mantel que llegaba al suelo. Debido a los libros pasé por alto todas las cosas de este mundo: las escapatorias de la escuela al puerto, el comienzo de los billares en los cafés de la calle Gréchevskaya, los baños en Lanzherón. No tenía amistades. ¿A quién le agradaría tratar a un tipo así? Un día vi en poder de Mark Borgman, nuestro primer alumno, un libro sobre Spinoza. Él acababa de leerlo y sin poder contenerse comenzó a hablar a los muchachos que le rodeaban de la Inquisición española. Lo que contaba era una farfulla científica. Las palabras de Borgman estaban desprovistas de poesía. No aguanté y me entrometí. Hablé a los que quisieron escucharme del viejo Amsterdam, de las tinieblas del ghetto, de los filósofos-tallistas de diamantes. Agregué mucho de mi cosecha a lo leído en los libros. Sin eso no podía pasar. Mi imaginación confería fuerzas a las escenas dramáticas, trastocaba los finales, ponía misterio en los comienzos. La muerte de Spinoza, su muerte redimida y solitaria, quedó transformada por mi imaginación en una contienda. El sanedrín quiso obligar al moribundo a confesar, pero él no retrocedió. Allí mismo intercalé a Rubens. Me imaginé que Rubens había permanecido ante el lecho de Spinoza y había sacado la mascarilla mortuoria. Mis condiscípulos escucharon la fantástica novela con la boca abierta. Fue una novela contada con inspiración. Nos separamos con disgusto al oír el timbre. En el recreo siguiente Borgman se acercó a mí, me tomó de la mano y comenzamos a pasear juntos. Al poco rato nos pusimos de 211

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acuerdo. Borgman no tenía las fastidiosas características del primer alumno. Para su cerebro recio la ciencia escolar era como los garabatos al margen de un libro auténtico. Buscaba esos libros con verdadera ambición. Con la ingenuidad de nuestros doce años sabíamos ya que le esperaba una vida sabia, nada común. No preparaba las lecciones, sólo las escuchaba. Aquel muchacho juicioso y formal me tomó afecto por mi manera de trastocar todas las cosas del mundo, las cosas más simples que cabe imaginar. Aquel año pasamos a tercer grado. Mi cartilla estaba plagada de treses con menos. Con mis desvaríos era yo tan raro que los maestros, después de pensarlo, no se atrevieron a ponerme doses. A comienzos del verano Borgman me invitó a su casa de campo. Su padre era director del Banco Ruso de Comercio Exterior. Era uno de los que convertía a Odesa en una Marsella o en un Nápoles. Tenía madera de viejo negociante odesita. Pertenecía al grupo de los calaveras escépticos y corteses. El padre de Borgman procuraba no utilizar el idioma ruso; se expresaba en el lenguaje tosco y entrecortado de los capitanes de Liverpool. En abril nos visitó una ópera italiana y Borgman ofreció una comida en su casa a toda la compañía. Aquel banquero abotagado, el último de los negociantes de Odesa, sostuvo un romance de dos meses con la tetuda primera cantante. Ella se llevó recuerdos que no remordían la conciencia y un collar elegido con gusto y no muy caro. El viejo ocupaba el cargo de cónsul argentino y de presidente del comité bursátil. A su casa, pues, yo fui invitado. Mi tía —llamada Bobka— lo comunicó a todo el patio. Me endomingó lo mejor que pudo. Fui en el tren hasta la estación 16 del Gran Fontán. El chalet se hallaba sobre un acantilado rojizo a la vera del mar. En la ladera crecía un parterre con fucsias y con tuyas podadas en forma de esfera. Yo procedía de una familia mísera y torpe. El ambiente en el chalet de Borgman me asombró. En las veredas, ocultos entre el verdor, blanqueaban sillones de mimbre. La me212

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sa de comer estaba cubierta de flores, las ventanas estaban engastadas en jambajes verdes. Ante la casa había una espaciosa columnata de madera. A la tarde llegó el director del banco. Después de comer colocó un sillón de mimbre al borde mismo del acantilado, ante la llanura del mar, levantó las piernas con pantalones blancos, encendió un puro y se puso a leer «Manchester Guardian». Los convidados, señoras de Odesa, jugaban al póker en la galería. En una esquina de la mesa susurraba un samovar estrecho con asas de marfil. Aquellas mujeres —aficionadas a las cartas y a los dulces, lechuguinas desaseadas y libertinas secretas, de ropa perfumada y grandes caderas— agitaban abanicos negros y ponían monedas de oro. Hasta ellas, a través de un parral, llegaba el sol. Era un enorme disco de fuego. Los destellos de bronce hacían más pesadas las cabelleras negras de las mujeres. Las chispas del ocaso penetraban en los brillantes —brillantes que pendían en todas partes: en los hoyos de los pechos distanciados, en las orejas retocadas y en los dedos de hembras eróticas, azulados y mórbidos. Llegó la noche. Un murciélago voló con un susurro. El mar se abalanzó aún más sobre la roca colorada. Mi corazón de doce años estaba henchido de alegría y de la liviandad de la riqueza ajena. Mi amigo y yo, cogidos de la mano, paseábamos por una vereda apartada. Borgman me dijo que sería ingeniero de aviación. Se rumoreaba que su papá sería designado representante del Banco Ruso de comercio exterior en Londres; Mark llegaría a estudiar en Inglaterra. En nuestra casa, en casa de la tía Bobka, no se trataban esas cosas. Yo no tendría con qué pagar aquel esplendor continuo. Entonces le dije a Mark que, aunque en nuestra casa era todo diferente, mi abuelo Leivi-Itsjok y mí tío dieron la vuelta al mundo y pasaron miles de aventuras. Describí por orden todas las aventuras. El sentido de lo imposible me abandonó inmediatamente y pasé a mi tío Volf por la guerra ruso-turca hasta Alejandría, en Egipto... 213

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La noche se enderezó en los álamos, las estrellas se posaron sobre las ramas cedientes. Yo hablaba y agitaba los brazos. Los dedos del futuro ingeniero de aviación se estremecían en mi mano. Despertó con dificultad de las alucinaciones y prometió ir a mi casa el domingo siguiente. Con esa promesa regresé en el tren a casa, adonde Bobka. Toda la semana siguiente a mi visita me creí ser director de banco. Realicé operaciones millonarias con Singapur y Port Said. Adquirí un yate y viajaba solo. El sábado llegó la hora del despertar. Mañana me visitaría el pequeño Borgman. No había nada de lo que yo le conté. Había algo mucho más asombroso de lo inventado por mí, pero a mis doce años yo no sabía qué hacer con la verdad en este mundo. El abuelo Leivi-Itsjok, rabí expulsado de su lugar por falsificar en las letras de cambio la firma del conde de Branitski, era un loco, en opinión de nuestros vecinos y de los niños del barrio. Al tío Simón-Volf yo no lo aguantaba por sus extravagancias estrepitosas, llenas de fogosidad absurda, de gritería y de opresión. La única tratable era Bobka. Bobka se enorgullecía de que yo tuviera por amigo al hijo de un director de banco. Veía en esa amistad el comienzo de una carrera y preparó para el invitado una tarta con dulce y un pastel con semillas de amapola. Todo el corazón de nuestra tribu, un corazón muy curtido en la lucha, quedó expresado en aquellos pasteles. Al abuelo, con su chistera rota y su trapería en los pies hinchados, lo ocultamos en casa de los Apeljot, nuestros vecinos; le imploré que no apareciera hasta que el visitante se hubiera marchado. Con Simón-Volf la cosa también se arregló. Se marchó con sus amigos chalanes a tomar té en la taberna «El oso». En aquella taberna servían aguardiente además de té y cabía esperar que Simón-Volf tardaría en regresar. Debo decir que mi familia no se parecía a otras familias judías. En nuestro clan hubo borrachos, hubo seductores que se llevaron a hijas de generales y las abandonaron antes de pasar la frontera, mi abuelo falseaba fir214

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mas y componía para esposas abandonadas cartas de chantaje. Hice todo lo posible por mantener todo el día fuera a Simón-Volf. Le di los tres rublos ahorrados. Para gastar tres rublos se requiere un tiempo. Simón-Volf regresaría tarde y el hijo del director del banco jamás sabría que el relato acerca de la bondad y de la fuerza de mi tío era una patraña. Bien mirado, pensado con el corazón, era verdad y no mentira, pero el que viera a Simón-Volf, sucio y chillón, jamás llegaría a comprender esa verdad. El domingo por la mañana Bobka se puso un vestido de paño marrón. Su pecho bonachón y grueso se desparramó por todos los lados. Se colocó una pañoleta de negras flores estampadas, de esas pañoletas que se ponen para ir a la sinagoga el día del juicio final y en el Rosch Ha-Shanan. Bobka situó en la mesa pasteles, dulces y roscos y se puso a esperar. Vivíamos en un sótano. Borgman arqueó las cejas al pisar el suelo irregular del pasillo. En el zaguán había una tinaja con agua. Apenas entró comencé a distraerle con una serie de cosas curiosas. Le mostré un despertador hecho hasta el último tornillo por mi abuelo. El reloj llevaba una lámpara que se encendía cuando daban las medias y las horas. Le mostré también un tonelete con betún. La fórmula de aquel betún había sido descubierta por Leivi-Itsjok que no revelaba a nadie el secreto. Después Borgman y yo leímos algunas páginas del manuscrito del abuelo. Escribía en hebreo sobre unas hojas amarillas cuadradas, enormes como mapas geográficos. El manuscrito se titulaba «El hombre sin cabeza». Allí estaban retratados todos los vecinos de Leivi-Itsjok en los setenta años de su vida: primero en Skvir y Bélaya Tsérkov y después en Odesa. Los personajes de Leivi-Itsjok eran fabricantes de ataúdes, chantres, judíos borrachos, cocineras de circuncisiones y granujas que hacían operaciones rituales. Todos eran gente absurda, premiosa, con narices abultadas, granos en la coronilla y traseros ladeados. Durante la lectura apareció Bobka con su 215

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vestido marrón. Llegaba con el samovar en una bandeja guarnecida con su pecho grueso y bonachón. Hice la presentación. Bobka dijo: «Mucho gusto», alargó los dedos sudados e inmóviles y dio un taconazo. La cosa no podía marchar mejor. Los Apeljot no soltaban al abuelo. Yo extraía sus tesoros, uno por uno: gramáticas en todas las lenguas y sesenta y seis tomos del Talmud. Mark quedó cegado con el tonelete de betún, con el despertador y con la montaña del Talmud, algo que no se vería en ninguna otra casa. Tomamos dos vasos de té con tarta, Bobka desapareció asintiendo con la cabeza y reculando. Embargado por la alegría me puse en postura y comencé a recitar las estrofas que más me gustaban en mi vida. Antonio, ante el cadáver de César, se dirige al pueblo de Roma: «¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención! ¡Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle!».11 Así comienza Antonio el juego. Yo perdí la respiración y puse las manos sobre el pecho. «Era mi amigo, para mí leal y sincero; pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César?... Siempre que los pobres dejaban oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería ser de una sustancia más dura! Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado... Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? Pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado.» Ante mis ojos, en la niebla del universo, pendía el rostro de Bruto. Estaba blanco como la tiza. El pueblo romano, rezongando, marchaba sobre mí. Levanté la mano; los ojos de Borgman se desplazaron sumisos tras ella, mi puño apretaCitas tomadas de las «Obras» de William Shakespeare, editadas por «Aguilar». 11

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do tembló. Levanté la mano... y vi tras la ventana al tío Simón-Volf que cruzaba el patio en compañía del chalán Leikaj. Llevaba a cuestas una percha de astas de ciervo y un arca roja con colgantes en forma de fauces de león. Bobka también los vio por la ventana. Olvidándose del huésped irrumpió en la habitación y me agarró con manos temblorosas. —Corazón mío, ha comprado más muebles... Borgman, introducido en su uniformito, se levantó y asombrado hizo una reverencia a Bobka. Intentaban abrir la puerta. En el pasillo se oyó un estruendo de botas y el ruedo de un arca que se arrastra. Las voces de Simón-Volf y del pelirrojo Leikaj atronaban. Ambos estaban a medios pelos. —Bobka —gritó Simón-Volf—, adivina: ¿cuánto di por esos cuernos? Aunque chillaba como una trompeta, en su voz había vacilación. Simón-Volf, borracho como estaba, recordaba que odiábamos al pelirrojo Leikaj que le empujaba a comprar, que nos invadía con muebles innecesarios, absurdos. Bobka callaba. Leikaj algo murmulló a Simón-Volf. Para ahogar su silbido de serpiente, para acallar mi temor, grité con palabras de Antonio: «¡Ayer todavía, la palabra de César hubiera podido prevalecer contra el universo! ¡Ahora yace aquí, y nadie hay tan humilde que la reverencie! ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados...» En este lugar se escuchó un golpe. Golpeada por su marido, Bobka cayó al suelo. Por lo visto, hizo alguna observación amarga sobre las astas de ciervo. Comenzaba el diario espectáculo. La voz de bronce de Simón-Volf tapaba todas las rendijas del universo. —Estáis haciendo de mí gelatina —gritaba mi tío con voz estruendosa—, estáis haciendo de mí gelatina para ati217

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borrar vuestras bocas de perro... El trabajo me arrebató el alma. Ya no tengo con qué trabajar. No me quedan manos. No me quedan pies... Me cargasteis una piedra del pescuezo, tengo una piedra colgada del pescuezo... Nos maldecía a Bobka y a mí con imprecaciones judías, prometiéndonos que se nos vaciarían los ojos, que nuestros hijos comenzarían a pudrirse y a descomponerse en las entrañas de la madre, que no tendríamos tiempo para enterrarnos unos a otros y que nos arrastrarían por los pelos a una fosa común. El pequeño Borgman se levantó de su asiento. Estaba pálido y miraba a todos lados. Aunque desconocía los giros del sacrilegio judío, conocía las blasfemias rusas. Simón-Volf tampoco las desdeñaba. El hijo del director del banco estrujaba su gorrita en la mano. Él se dividía en mis ojos y yo intentaba acallar todo el mal del mundo. Mi desesperación agónica y la muerte de César se convirtieron en una sola cosa. Yo estaba muerto y yo gritaba. Los estertores se levantaban desde lo hondo de mi ser. «Si tenéis lágrimas, disponeos a verterlas. ¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los nevrios. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved qué brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le hirió su amado Bruto! ¡Y al retirar su maldecido acero, observad cómo la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él!...» Nada podía ahogar la voz de Simón-Volf. Sentada en el suelo, Bobka sollozaba y se sonaba. El impávido Leikaj movía un arca al otro lado del tabique. En esto mi demencial abuelo quiso acudir en mi ayuda. Se escapó de los Apeljot, se situó junto a la ventana y comenzó a rascar el violín, quizá para que los extraños no oyesen las blasfemias de Simón-Volf. Borgman se asomó a la ventana, abierta a ras de la calle y se retiró espantado. Mi pobre abuelo estaba haciendo muecas con su osificada boca azul. Llevaba una chistera retorcida, una clámide negra enguatada con botones de 218

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hueso y choclos en sus pies elefantinos. Su barba ahumada pendía en guedejas y se mecía tras la ventana. Mark huía. —No tiene importancia —balbuceaba cuando se escapaba a la calle—, francamente, no tiene importancia... Por el patio pasó rápidamente su uniformito y su gorra de ala subida. Mark se fue y yo me tranquilicé. Quedé esperando la noche. El abuelo rellenó de ganchos hebreos su cuartilla cuadrada (describió a los Apeljot con los que pasó el día por culpa mía), se tumbó en la cama y se durmió. Entonces yo salí al pasillo. El piso era de tierra. Yo caminaba en la oscuridad descalzo y con un camisón remendado. Por las rendijas de las tablas refulgían los adoquines con filos de luz. La tinaja del agua estaba en el rincón de siempre. Me metí en ella. El agua me cortó en dos. Sumergí la cabeza, me asfixié y salí. Desde lo alto, desde un estante, me estaba observando un gato somnoliento. La segunda vez aguanté más, el agua chapoteaba a mi alrededor, mi gemido se sumergía en ella. Abrí los ojos y en el fondo de la tinaja vi mi camisón haciendo vela y las piernas juntas. Volví a enflaquecer y emergí. Al pie de la tinaja estaba mi abuelo en blusa. Su único diente tintineaba. —Nieto mío —pronunció con desprecio y claridad—, voy a tomar aceite de ricino para tener algo que llevar a tu tumba. Fuera de mí grité y penetré en el agua con impulso. Me sacó la mano impotente de mi abuelo. Entonces rompí a llorar por primera vez en ese día y el mundo de las lágrimas era tan enorme y bello que de mis ojos se fue todo menos las lágrimas. Me desperté en la cama enrollado en mantas. Mi abuelo paseaba por la habitación y silbaba. La gorda Bobka calentaba mis pies en el pecho. —Mira cómo tiembla, nuestro tontín —dijo Bobka—, ¿de dónde sacará el niño las fuerzas para temblar así? 219

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El abuelo se dio un repelón en la barba, silbó y reanudó su paseo. Tras la pared, con dolorosa expiración, roncaba Simón-Volf. Como se pasaba el día peleando, de noche nunca despertaba.

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DI GRASSO

Tenía yo catorce años. Pertenecía al gremio intrépido de los revendedores de entradas de teatro. Mi patrón era un granuja con un ojo siempre entornado y enormes mostachos de seda. Se llamaba Kolia Schvarts. Caí en su poder aquel funesto año en que en Odesa quebró la ópera italiana. El empresario, haciendo caso de los críticos de prensa, no contrató a Anselmi ni a Tita Ruffo y se conformó con un buen conjunto. El pagó las consecuencias de esto y nosotros también. Nos prometieron a Shaliapin para enderezar el negocio, pero Shaliapin pidió tres mil por función. Lo sustituyó el trágico siciliano Di Grasso con su compañía. Los trajeron al hotel en carros atiborrados de niños, de gatos y de jaulas en las que saltaban pájaros italianos. Kolia Schvarts vio aquella gitanería y exclamó: —Hijos míos, eso no es mercancía... El trágico, nada más llegar, se fue con una cesta al mercado. Por la tarde se presentó con otra cesta en el teatro. El primer espectáculo apenas reunió a unos cincuenta espectadores. Pusimos las entradas en la mitad de su precio, pero no había compradores. Aquella tarde dieron un drama popular siciliano, una historia sencilla como el paso del día a la noche. La hija de un rico campesino se desposó con un pastor. Ella le fue fiel hasta el día que de la ciudad llegó un señorito con chaleco de terciopelo. Al hablar con el recién llegado la muchacha reía a destiempo y a destiempo callaba. El pastor los escuchaba y meneaba la cabeza como un pájaro inquieto. Se pasó todo el primer acto arrimándose a las paredes y saliendo no sé adónde con pantalones abombados; cuando retornaba miraba alrededor... —Un negocio perdido —dijo en el entreacto Kolia Schvarts—. Esta mercancía es para Kremenchug... 221

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El entreacto se hizo para dar tiempo a que la muchacha madurase para la infidelidad. En el segundo acto estaba desconocida: intolerable y distraída; apresuradamente devolvió al pastor el anillo de boda. Él la llevó ante la estatua pobre y cromada de la Virgen y en su dialecto siciliano dijo: —Signora —dijo él con su voz baja, y volvió la cabeza—, la Virgen quiere que usted me escuche... A Giovanni, que vino de la ciudad, le dará la Virgen tantas mujeres como él quiera, pero a mí no me hace falta nadie que no sea usted, signora... La Virgen María, nuestra inmaculada protectora, le dirá lo mismo si usted se lo pregunta, signora. La muchacha estaba de espaldas a la Virgen cromada. Escuchaba al pastor y taconeaba con impaciencia. En este mundo —¡ay de nosotros!— no hay mujer que no esté loca cuando se deciden sus destinos... En esos instantes se queda sola, sola, sin la Virgen María, a la que no consulta... En el tercer acto Giovanni llega de la ciudad y encuentra su destino. Mientras el barbero del lugar le estaba afeitando, extendía en el proscenio sus vigorosas piernas masculinas. Bajo el sol de Sicilia brillaban los pliegues de su chaleco. La escena representaba una feria de pueblo. En la esquina lejana estaba el pastor, silencioso entre la muchedumbre despreocupada. Permaneció con la cabeza agachada, levantóla después y Giovanni, bajo el peso de su mirada encendida y atenta, se removió, se agitó en el sillón y se levantó dando un empujón al barbero. Con voz chillona pidió al policía la expulsión de la plaza de todos los sospechosos cetrinos. El pastor —lo interpretaba Di Grasso— que estaba meditabundo, sonrió, se impelió y de un salto cruzó todo el escenario del teatro urbano, cayó sobre los hombros de Giovanni, le clavó los dientes en la garganta y, rezongando y mirando de soslayo, chupó la sangre de la herida. Giovanni se desplomó y el telón fue aproximándose amenazador y sin ruido hasta ocultarnos al muerto y al asesino. Sin esperar nada más nos lanzamos al callejón Teatralni, a la taquilla que debería abrirse para la función del día si222

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guiente. En cabeza corría Kolia Schvarts. Al amanecer «Noticias de Odesa» informaba a los pocos que asistieron al teatro que habían visto al actor más asombroso del siglo. En aquella ocasión Di Grasso interpretó «El rey Lear», «Otello», «La muerte cívica», «El pupilo», de Turguénev, confirmando con cada palabra, con cada gesto, que en el frenesí de una noble pasión hay más justicia y más fe que en las sombrías reglas del mundo. Para esos espectáculos las entradas se vendían cinco veces más caras. Los compradores andaban a la caza de los revendedores y los hallaban en las tabernas —chillones, colorados, vomitando sacrilegios inofensivos. En el callejón Teatralni penetró una corriente de bochorno polvoriento y rosado. Los tenderos en babuchas de fieltro sacaron a la calle verdes garrafas de vino y toneletes con aceitunas. Ante las tiendas, en calderas hervían en agua espumosa los macarrones; el vapor desprendido se esfumaba en las lejanías celestes. Viejas con zapatos de hombre vendían conchas y objetos de recuerdo y perseguían con un griterío atroz a los compradores indecisos. Los judíos ricos con sus bifurcadas barbas peinadas acudían al hotel «Severni» y picaban bajito a las habitaciones de las artistas de la compañía de Grasso, rollizas morenas de bigote. En el callejón Teatralni todo el mundo era feliz. Todos menos yo. Eran días en que se avecinaba mi perdición. De un momento a otro mi padre echaría de menos el reloj que le cogí sin permiso y empeñé a Kolia Schvarts. Acostumbrado a llevar reloj de oro y a beber al desayuno vino besarabo en vez de té, Kolia recuperó el dinero, pero no se decidía a devolverme el reloj. Así era él. El carácter de mi padre era exactamente igual. Apresado entre estos dos hombres yo veía pasar a mi lado los aros de la dicha ajena. No me quedaba más remedio que fugarme a Constantinopla. Ya estaba todo apalabrado con el subjefe de máquinas del barco «Duke of Kent», pero antes de hacerme a la mar quise despedirme de Di Grasso. Interpretaba por última vez al pastor, que un poder irresistible eleva del suelo. 223

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Al teatro acudieron la colonia italiana al frente del cónsul, calvo y apuesto, griegos ateridos, externos barbudos que clavaban sus miradas de fanáticos en un punto invisible y el manilargo Utochkin. Hasta Kolia Schvarts trajo a su esposa tocada con un chal violeta de flecos, mujer apta para el cuerpo de granaderos, larga como la estepa y con una carita ajada y somnolienta en un extremo. Al cerrar el telón la carita estaba arrasada en lágrimas. —Guiñapo —le dijo a Kolia al salir del teatro—, ¿te diste cuenta qué es el amor? Madame Schvarts caminaba con paso recio por la calle Lanzherón; de sus ojos de besugo se desprendían lágrimas, en sus hombros gordos se estremecía el chal de flecos. Iba arrastrando sus pies hombrunos y meneando la cabeza y con voz estentórea que oía toda la calle enumeraba a las mujeres que se llevaban bien con sus maridos. —Tsilita —así llaman esos maridos a sus mujeres—, cielo, niñita... Kolia marchaba sumiso al lado de su mujer y aventaba suavemente los mostachos de seda. Yo, como de costumbre, iba a su lado y gemía. En una pausa madame Schvarts escuchó mi llanto y se volvió. —Guiñapo —dijo al marido desorbitando sus ojos de besugo—, que yo no dure hasta la hora buena si no devuelves el reloj al niño... Kolia se detuvo en seco y abrió la boca; después se recuperó y dándome un fuerte pellizco me pasó el reloj por debajo de la mano. —¿Saco algún provecho de él? —lamentábase desconsolada, alejándose, la ruda voz llorosa de madame Schvarts—. Hoy una bestialidad, mañana otra bestialidad. Dime, guiñapo ¿cuánto puede esperar una mujer? Llegaron a la esquina y torcieron hacia la Púshkinskaya. Quedé solo, apretando el reloj y de pronto con una claridad jamás experimentada vi las columnas de la Asamblea apuntando hacia lo alto, el follaje iluminado de la avenida y 224

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la cabeza de bronce de Pushkin con el difuso refulgor de la luna sobre ella; por primera vez veía lo que me rodeaba en su justa realidad: sosegado y de belleza indecible.

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CARLOS-YÁNKEL

En los años de mi niñez, en Peresip tenía su fragua Yoina Brutman. Allí se congregaban tratantes de caballos, carreteros —en Odesa se llamaban bindiuzhniki— y carniceros de los mataderos de la ciudad. La fragua estaba en la carretera de Balta. Usándola como atalaya, desde allí se interceptaba a los campesinos que llevaban a la ciudad avena y vino besarabo. Yoina era un hombrecillo asustadizo, pero acostumbrado al vino; llevaba dentro el alma de un judío odesita. En mi época tenía tres hijos. El padre les llegaba a la cintura. En la orilla de Peresip recapacité por primera vez en el poder de las fuerzas enigmáticas de la naturaleza. Aquellos tres bueyes cebados, de hombros purpúreos y de pies como palas, se llevaban al agua al magro Yoina como se lleva a una criatura. No obstante, los parió él y nadie más. No cabía duda. La mujer del herrero iba a la sinagoga dos veces a la semana: el viernes por la tarde y el sábado por la mañana; la sinagoga era hasidita: en Pascua allí danzaban hasta el delirio, como los derviches. La mujer de Yoina pagaba tributo a los emisarios que los zaddikes de Galitzia enviaban a las provincias sureñas. El herrero no se inmiscuía en las relaciones de su mujer con Dios; terminada la faena se iba a la bodega próxima al matadero y allí, sorbiendo rosado vino barato, escuchaba con mansedumbre lo que decía la gente del precio del ganado y de la política. Los hijos salieron a la madre en altura y fuerza. Dos de ellos, cuando crecieron, se fueron a las guerrillas. Al mayor lo mataron cerca de Voznesensk; otro Brutman, Semión, se incorporó a la división de cosacos rojos de Primakov y fue elegido jefe de un regimiento cosaco. Con él y algún otro joven de barrios judíos comenzó esa insospechada raza de espadachines, jinetes y guerrilleros hebreos. 226

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El tercer hijo heredó el oficio de herrero. Trabaja en la fábrica de arados de Gen, igual que antes. No se casó y no tuvo a nadie. Los hijos de Semión se desplazaban con la división. La vieja necesitaba un nieto al cual hablarle de Baal-Shem. Polia, la mayor, le dio ese nieto. En la familia sólo ella salió parecida al pequeño Yoina. Era asustadiza, miope, fina de piel. Tuvo muchos pretendientes: Polia eligió a Ovsei Belotserkovski. No alcanzamos a comprender la elección. Tanto más asombró la noticia de que los casados vivían felices. La mujer está en su hogar y la gente no ve cómo rompe los platos. En esta ocasión el que rompió los platos fue Ovsei Belotserkovski. Al año de casarse denunció a su suegra, Brana Brutman. Aprovechando que Ovsei se hallaba en comisión de servicio y que Polia se curaba de mastitis, la vieja raptó al nieto recién nacido y lo llevó al auxiliar de operador Naftulá Guérchik; allí, en presencia de diez carcamales, de diez ancianos viejos y míseros, habituales de la sinagoga hasidita, fue circuncidado el bebé. Ovsei Belotserkovski se enteró al regresar. Ovsei figuraba aspirante al partido. Decidió pedir consejo a Bichach, secretario de célula en el departamento de comercio. —Te han manchado moralmente —le dijo Bichach—, debes dar curso al asunto. La fiscalía de Odesa decidió montar un juicio ejemplar en la fábrica «Petrovski». El auxiliar de operador Naftulá Guérchik y Brana Brutman, de sesenta y dos años, ocuparon el banquillo de los acusados. Naftulá era en Odesa una propiedad urbana como el monumento al duque de Richelieu. Solía pasar ante nuestras ventanas de la Dálnitskaya con un maletín de practicante, usado y mugriento. En el maletín llevaba su primitivo instrumental. De allí unas veces extraía una navaja, otras una botella de vodka y un melindre. Olfateaba el melindre antes de beber y rezaba después. Era pelirrojo Naftulá, como el más pelirrojo de la tierra. Después de cortar lo 227

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que le correspondía, en vez de aspirar la sangre por un tubo de cristal la chupaba con sus labios retorcidos. La sangre se escurría por su desgreñada barba. Ante los visitantes comparecía achispado. Sus ojitos de oso brillaban de alegría. Pelirrojo como el primer pelirrojo de la tierra, gangueaba la bendición del vino. Con una mano Naftulá vertía el aguardiente en el pozo intrincado, sinuoso, volcánico de su boca; en otra mano llevaba un plato. Yacía en él un cuchillo regado con sangre infantil y un trozo de gasa. Para recaudar dinero Naftulá pasaba ese plato entre los visitantes, se metía entre las mujeres, se reclinaba sobre ellas, las cogía de los pechos y gritaba a pleno pulmón: —¡Mamás gordas —gritaba el viejo, haciendo brillar sus ojos de coral—, estampad niños para Naftulá, trillad trigo en vuestras barrigas, esforzaos en provecho de Naftulá!... ¡Estampad niños, mamás gordas!... Los maridos echaban en el plato dinero. Las esposas limpiaban la sangre de su barba. Los patios de las calles Glujaya y Gospitálnaya no mermaban. Allí había niños como huevas en la desembocadura de un río. Naftulá andaba con un saco como el recaudador de tributos. El fiscal Orlov detuvo a Naftulá durante su cobranza. El fiscal tronaba desde su púlpito, intentando demostrar que Naftulá era un eclesiástico. —¿Cree usted en Dios? —preguntó a Naftulá. —¡Que crea en Dios el que ganó doscientos mil! —respondió el viejo. —¿No se extrañó usted de la llegada de la ciudadana Brutman a una hora intempestiva, con lluvia y con un recién nacido en brazos?... —Me extraña —dijo Naftulá— cuando alguien se comporta como un ser normal, pero cuando hace locuras no me extraña... Tales respuestas no satisficieron al fiscal. Salió a relucir el tubo de cristal. El fiscal demostraba que el acusado, al chupar la sangre con los labios, exponía a los niños al peli228

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gro de una infección. La cabeza de Naftulá —la desgreñada avellana de su cabeza— se movía casi a ras del suelo. Suspiraba, cerraba los ojos y limpiaba la boca hundida con el puñito. —¿Qué está murmurando, ciudadano Guérchik? —le preguntó el presidente. Naftulá puso su mirada apagada en el fiscal Orlov. —El difunto mosié Zusman —dijo Naftulá con un suspiro—, su difunto papá tenía una cabeza como no hay otra en el mundo. Gracias a Dios, no sufrió una apoplejía hace treinta años cuando me llamó a circuncidarle a usted. Hoy vemos que usted se hizo un hombre muy importante con el poder soviético y que Naftulá no cortó, además de ese trozo de pequeñeces, nada que después le habría hecho falta... Parpadeó sus ojitos de oso, meneó su pelirroja avellana y calló. Le respondieron cañonazos de risas, estruendosas descargas de carcajadas. Orlov, Zusman de nacimiento, agitaba los brazos, gritaba algo que las salvas no dejaban oír. Exigía que se hiciera constar en el acta... Sasha Svetlov, articulista de «Noticias de Odesa», le envió desde el palco de la prensa esta nota: «Eres un becerro, Sioma —decía la nota—, mátalo con la ironía; sólo mata lo ridículo... Tuyo, Sasha». La sala enmudeció cuando introdujeron al testigo Belotserkovski. El testigo repitió su declaración escrita. Era larguirucho, llevaba calzón y botas de montar. Según Ovsei, los comités del partido en las provincias de Tiráspol y de Balta le prestaron un gran concurso en el acopio de orujo. En plena campaña de acopio recibió el telegrama del nacimiento de su hijo. Consultó con el secretario de organización de la provincia de Balta y acordó no torpedear la campaña de acopio y limitarse a enviar un telegrama de felicitación; regresó solo a las dos semanas. En total fueron acopiados 64 mil puds de orujo. En casa no encontró a nadie, excepto a la testigo Járchenko, de profesión lavandera, y al hijo. Su mujer había 229

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ido a la clínica; mientras, la testigo Járchenko, meciendo la cuna, lo cual es una costumbre anticuada, arrullaba al niño con una canción. Sabía que la testigo Járchenko es una alcoholizada y no estimó necesario prestar oído a la letra de su canción, pero le asombró que llamase al niño con el nombre de Yánkel, cuando él había impartido indicaciones de que al hijo le diesen el nombre de Carlos en honor del maestro Carlos Marx. Desempañó al niño y comprobó su desdicha. El fiscal hizo varias preguntas. La defensa dijo que no tenía preguntas. El ujier del juzgado invitó a la testigo Polina Belotserkóvskaya. Esta se acercó tambaleándose a la balaustrada. La convulsión azulada de la reciente maternidad contrajo su cara, su frente tenía gotas de sudor. Recorrió con la mirada al breve herrero, emperifollado como en día de fiesta —con pajarita y zapatos nuevos— y la cara de la madre, bronceada y con bigotes canosos. La testigo Belotserkóvskaya no respondió a la pregunta sobre qué datos tenía del asunto en cuestión. Dijo que su padre era un pobretón que trabajó en una fragua del camino de Balta. La madre tuvo seis hijos: tres de ellos murieron, uno es militar rojo, otro trabaja en la fábrica de Gen... —Todos ven que mi madre es muy religiosa; siempre sufrió viendo que sus hijos no son creyentes y no podía concebir que sus nietos no fuesen judíos. Hay que tomar en consideración en qué familia se educó la madre... Todos conocen el pueblo de Medzhibozh: allí las mujeres llevan pelucas hasta hoy... —Responda, testigo —le atajó una voz brusca. Polina calló. Las gotas de sudor se tiñeron en su frente, parecía que la sangre había transpirado a través de su piel fina—. Responda, testigo —repitió la voz que pertenecía al ex asesor jurídico Samuil Líning... De existir en nuestros tiempos el sanedrín, Líning sería su jefe. Pero por falta de sanedrín, Líning, que aprendió a escribir en ruso a los treinta y pico, se dedicó a interpretar 230

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ante el senado recursos de casación que por su estilo no se distinguían en nada de los tratados del Talmud... El viejo se pasó todo el proceso durmiendo. Tenía la chaqueta cubierta de ceniza. Al ver a Polia Belotserkóvskaya se despertó. —Explique, testigo —crujió su dentadura azul de pez que se desencajaba constantemente—, ¿sabía usted la decisión de su marido de llamar Carlos a su hijo? —Sí. —¿Qué nombre le puso su madre? —Yánkel. —Y usted, testigo, ¿cómo llamó a su hijo? —Le llamé «chiquitín». —¿Por qué precisamente chiquitín? —Yo llamo chiquitines a todos los niños. —Prosigamos —dijo Líning; se le desprendieron los dientes, los retuvo con el labio inferior y volvió a encajarlos en la mandíbula—, prosigamos... La noche en que su hijo fue llevado al acusado Guérchik usted no se hallaba en casa, estaba en la clínica... ¿Lo expongo bien? —Estuve en la clínica. —¿En qué clínica la asistieron? —En la calle Nezhin, donde el doctor Drizó... —La asistieron donde el doctor Drizó... —Sí. —¿Se acuerda bien? —¿Cómo no me voy a acordar? —Debo presentar al tribunal un certificado —la cara sin vida de Líning se alzó de la mesa—, de este certificado el tribunal estatuirá que en el espacio de tiempo en cuestión el doctor Drizó se hallaba ausente, asistiendo a un congreso de pediatría en Járkov... El fiscal no se opuso a la archivación del certificado. —Prosigamos —dijo Líning crujiendo los dientes. La testigo recostó todo el cuerpo sobre la balaustrada. Su susurro apenas se percibía. 231

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—A lo mejor no era el doctor Drizó —dijo recostada sobre la balaustrada—, no puedo acordarme de todo, estoy cansada. Líning rascaba con el lápiz la barba amarilla, restregaba la espalda encorvada contra el banco y movía su mandíbula postiza. A la petición de que mostrara el certificado facultativo, Belotserkóvskaya dijo que lo había perdido... —Prosigamos —dijo el viejo. Polina se pasó la mano por la frente. Su marido estaba en un extremo del banco, separado de los demás testigos. Estaba muy tieso, recogidas las largas piernas con botas altas... El sol daba en su cara llena de travesaños de huesos menudos y rencorosos. —Encontraré el certificado —susurró Polina, y sus manos resbalaron de la balaustrada. En ese instante se oyó el llanto de un niño. Al otro lado de la puerta un niño lloraba y gemía. —¿En qué estás pensando, Polia? —gritó una vieja de voz espesa—. El niño está sin comer desde la mañana, el niño se encanó de tanto gritar... Los soldados se estremecieron y apretaron los fusiles contra el cuerpo. Polina se deslizaba más y más, su cabeza cayó hacia atrás y se reclinó sobre el suelo. Sus brazos se alzaron agitándose en el aire y se desplomaron. —Descanso —gritó el presidente. En la sala estalló el estrépito. Con un brillo en sus concavidades verdes Belotserkovski se acercó a su mujer con andares de grulla. —Que den de comer al niño —gritaron de atrás abocinando las manos. —Ahora mismo —respondió de lejos una voz femenina—, te estaban esperando a ti... —La hija es cómplice —dijo un obrero a mi lado—, la hija está en el lío... 232

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—La familia, amigo —objetó su vecino—, es asunto nocturno, confuso... Lo que se lió de noche no hay quien lo desanude de día... El sol sesgó la sala con rayos oblicuos. La multitud se movía lenta, transpiraba fuego y sudor. Trabajando con los codos alcancé el pasillo. La puerta del club estaba abierta. De allí llegaban el gemido y el chupeteo de Carlos-Yánkel. En el club había un retrato de Lenin, aquel en el que habla desde el carro blindado en la plaza de la estación de Finlandia. En torno al retrato colgaban diagramas multicolores de la fábrica «Petrovski». A lo largo de la pared había banderas y fusiles en armeros de madera. Una obrera con cara de kirguiza daba de comer a Carlos-Yánkel. Era él un hombre rollizo de cinco meses con calcetines de lana y un moñete blanco en la cabeza. Adherido a la kirguiza, gruñía y con el puño cerrado golpeaba los pechos de su nodriza. —¿Para qué armaron tanto ruido? —dijo la kirguiza—, ya habrá quien lo alimente... Por la habitación se movía una muchacha de unos dieciséis años, con pañoleta roja y unos mofletes abultados como un chichón. Estaba secando el hule de Carlos-Yánkel. —Será militar —dijo la chica—. Es pendenciero... La kirguiza fue apartándose hasta sacar el pezón de la boca de Carlos-Yánkel. Este gruñó y desolado recostó su cabeza de moñete blanco... La mujer sacó la otra teta y se la dio al niño. El observó el pezón con los ojos enturbiados y algo brilló en ellos. La kirguiza miraba a Carlos-Yánkel de arriba abajo, entornando su ojo negro. —Militar, no —dijo y arregló el bonete al niño—, será aviador, volará muy cerca del cielo. En la sala se reanudó la vista. Ahora la pelea se produjo entre el fiscal y los expertos que presentaron una conclusión muy ambigua. Incorporado, el acusador fiscal pegaba puñetazos sobre el pupitre. En las primeras filas del público descubrí también a zaddikes de Galitzia con sus gorras de castor sobre las rodillas. Acudie233

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ron a un proceso en el que, según los periódicos de Varsovia, iba a ser condenada la religión judía. Las caras de los rabís sentados en la primera fila se mecían en el resplandor agitado y polvoriento del sol. —Abajo —gritó un komsomol que logró llegar al pie del escenario. El combate se encarnizaba. Carlos-Yánkel me miraba con ojos inexpresivos y chupaba el pecho de la kirguiza... Más allá de la ventana salían disparadas las calles rectas, caminadas por mi infancia y mi juventud: la Púshkinskaya iba a la estación, la Malo-Arnaútskaya desembocaba en el parque junto al mar. En estas calles crecí yo; ahora le tocaba el turno a Carlos-Yánkel, pero por mí no se batieron como ahora se baten por él; a poca gente podía importar yo. —No puede ser —me decía— que no seas feliz, CarlosYánkel... No puede ser que no seas más feliz que yo...

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FRÓIM GRACH

El año diecinueve los hombres de Benia Kril atacaron por la retaguardia a las tropas voluntarias, pasaron a cuchillo a los oficiales y se apoderaron de parte del convoy. Como recompensa exigieron al Soviet de Odesa tres días de «insurrección pacífica»; al no obtener permiso sacaron las telas de todas las tiendas de la avenida Alexándrovski. Después trasladaron sus actividades a la Sociedad de créditos mutuos. Cedían el paso a los clientes y después entraban ellos; dirigiéndose a los empleados les rogaban cargar en un automóvil parado en la calle las sacas con dinero y joyas. Sólo al mes comenzaron a fusilarlos. Algunos comentaban que con las capturas y detenciones tuvo que ver Arón Peskin, dueño de un taller. No se supo qué se hacía en aquel taller. En el piso de Peskin encontraron un torno, una máquina larga con un eje de plomo retorcido; en el suelo había serrín y cartón para encuadernaciones. Una mañana de primavera llamó al taller Misha Yáblochko, amigo de Peskin. —Arón —dijo el visitante a Peskin—, en la calle hace un día estupendo. En mí tienes a un tipo capaz de coger media botella y fiambre e irse a respirar aire a Arkadia... Quizá te haga gracia un tipo así, pero de cuando en cuando me gusta borrar del cerebro todas esas ideas... Peskin se vistió y se fue en coche con Misha Yáblochko a Arkadia. Pasearon hasta la tarde. Ya oscurecido Misha Yáblochko entró en la habitación en la que madame Péskina bañaba en una artesa a su hija de catorce años. —Un saludo —dijo Misha descubriéndose—, pasamos un día formidable. El aire era algo jamás visto; sólo que para hablar con su marido hay que gastar flema... Es un pelma. 235

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—¡Si lo sabré yo! —pronunció madame Péskina, agarrando a su hija por los pelos y zarandeándola—. ¿Dónde está ese aventurero? —Descansa en el jardín. Misha volvió a levantar el sombrero, se despidió y se marchó en el coche. Como el marido no entraba, madame Péskina fue a buscarlo al jardín. Allí estaba sentado, con el jipijapa calado, apoyado en la mesa y enseñando los dientes. —Aventurero —le dijo madame Péskina—, ¿aún te atreves a reírte?... Cuando tu hija no quiere lavarse la cabeza, me entran ataques... Anda, vete a hablar con tu hija... Peskin callaba y seguía enseñando los dientes: —Necio —comenzó madame Péskina, miró a si marido por debajo del gorro y giró. Los vecinos acudieron al grito—. No está vivo —les dijo madame Péskina—. Está muerto. Se equivocó. Peskin tenía el pecho atravesado por dos balas y fracturado el cráneo, pero aún vivía. Lo llevaron al hospital judío. El propio doctor Zilberberg operó al herido, pero Peskin no tuvo suerte —se murió durante la operación. Esa misma noche la Cheka detuvo a un hombre apodado el Georgiano y su amigo Kolia Lápidus. Uno de ellos hizo de cochero de Misha Yáblochko, el otro esperaba al carruaje que iba a Arkadia, hacia el mar, en la bifurcación que lleva a la estepa. Los fusilaron después de un interrogatorio que duró poco. Misha Yáblochko fue el único que escapó a la redada. Su pista se perdió, pero día después en casa de Fróim Grach se presentó una vieja vendedora de pipas. En una mano llevaba una cesta con la mercancía. Una de sus cejas crecía como un espeso matojo color antracita y la otra, apenas visible, se arqueaba sobre el párpado. Fróim Grach estaba sentado, con las piernas esparrancadas, junto a la cuadra, y jugaba con su nieto Arkadi. El niño tres años atrás se había desprendido del vigoroso vientre de su hija Baska. El abuelo dio a Arkadi un dedo; éste quedó colgado y se columpió como en una barra. 236

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—Eres un tontín... —dijo Fróim al nieto, observándolo con su único ojo. Una vieja de poblada ceja y calzando zapatos de hombre amarrados con cuerdas, se acercó a ellos. —Fróim —dijo la vieja—, te digo que esos hombres no tienen humanidad. No tienen palabra. Nos están espachurrando por los sótanos como a perros en un pozo. No nos dejan hablar antes de morir... Hay que matarlos a dentelladas a esos hombres y arrancarles el corazón. —Callas, Fróim —agregó Misha Yáblochko—, los muchachos esperan a que dejes de callar. Misha se levantó, cambió de mano la cesta y se fue arqueando la ceja negra. Tres niñas con trenzas tropezaron con él en la plaza Alexéyevski, cerca de la iglesia. Paseaban cogidas de la cintura. —Señoritas —les dijo Misha Yáblochko—, no les doy té con pan ácimo. Les echó con el vaso pipas en los bolsillos y desapareció detrás de la iglesia. Fróim Grach se quedó solo en su patio. Permaneció inmóvil mirando al espacio con su único ojo. Las mulas rescatadas a las tropas coloniales rumiaban heno en la cuadra, las yeguas cebadas pastaban con los potros en la huerta. Los cocheros jugaban a la sombra de un castaño a las cartas y bebían vino en unas escudillas. Tórridas ráfagas de viento se estrellaban contra las paredes enjalbegadas, el sol se derramaba en su letargo azul sobre el patio. Fróim se levantó y salió a la calle. Atravesó la Prójorovskaya que exhalaba al cielo el mísero humo desvanecido de sus cocinas, la plaza del rastro con gente enrollada en visillos y cortinas que vendían unos a los otros. Llegó a la calle Ekateríninskaya, torció ante el monumento a la emperatriz y entró en el edificio de la Cheka. —Soy Fróim —dijo al gerente—, debo ver al patrón.

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Entonces era jefe de la Cheka Vladislav Simen, llegado de Moscú. Al enterarse de la llegada de Fróim, llamó al juez de instrucción Borovoi par preguntarle sobre el visitante. —Se trata de un tipo fenomenal —respondió Borovoi—. Odesa entera desfilará ante usted. El gerente introdujo en el despacho al viejo, tapado con una capa de lona, enorme como un edificio, pelirrojo, con un ojo tapado y un carrillo desfigurado. —Patrón —dijo el visitante—, ¿sabes a quién andas cazando? Andas cazando a águilas. ¿Con quién te quedarás, patrón, con la basura?... Simen hizo un movimiento y entreabrió el cajón de la mesa. —Vengo vacío —dijo entonces Fróim—, no llevo nada en las manos ni en los choclos ni dejé a nadie en la puerta... Suelta a mis muchachos, patrón; dime tu precio. Sentaron al viejo en una butaca y le trajeron coñac. Borovoi salió de la habitación y reunió en su despacho a los jueces de instrucción y comisario llegados de Moscú. —Os voy a enseñar a un muchacho —les dijo— que es toda una epopeya; no hay cosa igual... Y Borovoi les dijo que Fróim Grach, no Benia Krik, era el legítimo cabecilla de los cuarenta mil ladrones de Odesa. Se movía en la sombra, pero todo se tramaba según los planes del viejo: el asalto a las fábricas y a la tesorería de Odesa, el ataque a los voluntarios y a las tropas aliadas. Borovoi esperó la salida del viejo para hablar con él. Fróim no aparecía. El juez se cansó y fue en su busca. Dio una vuelta al edificio y pasó al patio interior. Allí yacía Fróim Grach, tendido bajo una lona, arrimado a la pared cubierta de hiedra. Dos soldados fumaban sobre su cadáver. —Parecía un oso —dijo el superior al ver a Borovoi—, ¡qué fuerza tenía!... Si no lo matamos, tendríamos viejo para rato. Llevaba dentro diez balas y seguía avanzando... El soldado se encendió, sus ojos brillaban, la gorra se le ladeó. 238

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—Hablas por los codos —le atajó otro escolta—, se murió y asunto concluido. Son todos iguales... —¡Qué va! —exclamó el superior—, unos ruegan y gritan y otros no dicen ni pío... ¿Cómo pueden ser todos iguales? —Para mí todos son iguales —repitió con terquedad el soldado más joven—, todos son parecidos, no los distingo... Borovoi se agachó y destapó la lona. En la cara del viejo perduraba un gesto de movimiento. El juez de instrucción regresó a su habitación. Era una sala circular forrada de raso. Allí se celebraba una reunión para tratar de las nuevas reglas de redacción de documentos. Simen hablaba del desorden con que había chocado, de las sentencias mal formuladas, de las actas carentes de sentido. Insistía en que los jueces de instrucción debían formar grupos de estudio dirigidos por jurisconsultos y redactar las actas según los formularios y modelos aprobados por la Dirección General de Moscú. Borovoi, sentado en su rincón, escuchaba. Estaba solo, lejos de los demás. Después de la reunión, Simen se le acercó y le cogió del brazo. —Ya sé que te enfadaste conmigo —dijo—, pero es que somos la autoridad, Sasha, somos la autoridad oficial, tenlo presente... —No me enfado —dijo Borovoi, y torció la cabeza—, usted no es de Odesa y no lo sabe: con ese viejo hay toda una historia... Se sentaron juntos: el presidente con veintitrés cumplidos y el subordinado. Simen mantenía la mano de Borovoi en su mano y la apretaba. —Respóndeme como chekista —dijo tras un silencio—, respóndeme como revolucionario: ¿para qué queremos un hombre así en la sociedad futura? —No lo sé —Borovoi no se movía y miraba de frente—, probablemente no lo necesitemos. 239

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Con un esfuerzo apartó de la memoria los recuerdos. Después se animó y habló a los chekistas llegados de Moscú de Fróim Grach, de su astucia y tenacidad, de su desprecio hacia el prójimo, de todas esas asombrosas historias que pertenecen al pasado.

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MAMÁ, RIMMA Y ALA

El día amaneció ajetreado. La víspera la sirvienta se plantó y se fue. Várvara Stepánovna tuvo ella misma que hacerlo todo. Además, trajeron muy temprano el recibo de la electricidad. En tercer lugar, los hermanos estudiantes Rastojin plantearon una demanda totalmente inesperada. Dijeron que de noche habían recibido un telegrama de Kaluga de que el padre estaba enfermo y que debían ir a verle. Como dejaban libre la habitación, pedían atrás los 60 rublos prestados a Várvara Stepánovna. Várvara Stepánovna respondió que no tenía explicación eso de dejar la habitación en abril, cuando nadie la alquilaría y que se veía apurada para devolver un dinero no prestado, sino abonado a cuenta del alquiler, aunque anticipado. Los Rastojin discreparon de Várvara Stepánovna. La conversación se hizo lenta y hostil. Los estudiantes eran unos majaderos tozudos e irresolutos de chaquetas largas y aliñadas. Pensaron que no volverían a ver el dinero. Entonces el mayor propuso a Várvara Stepánovna que pignorase el aparador y el espejo. Várvara Stepánovna se puso colorada y dijo que no permitía ese tono, que la propuesta de Rastojin era una sandez, que ella conocía de leyes, que su marido era vocal del tribunal distrital de Kamchatka, etc. El menor de los Rastojin se subió a la parra y dijo que le importaba tres cominos que su marido fuera vocal en Kamchatka, que el kopek que caía en manos de ella era dinero perdido, que el hospedaje en casa de Várvara Stepánovna —todo ese barullo, suciedad y desbarajuste— era algo imposible de olvidar, que el tribunal distrital de Kamchatka estaba lejos, mientras que el juez de paz de Moscú caía cerca... 241

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Así acabó la conversación. Los Rastojin se marcharon con morros, llenos de un odio estúpido, y Várvara Stepánovna se fue a la cocina a preparar el café a Stanislav Marjotski, otro estudiante hospedado. Hacía unos minutos que de su habitación llegaban timbrazos estridentes y prolongados. Várvara Stepánovna se hallaba en la cocina ante el mechero de alcohol, portaba sobre su gruesa nariz unos lentes de níquel, ensanchados de tan viejos, el pelo canoso desgreñado, la blusa rosa de la mañana con manchas. Mientras preparaba el café pensaba que esos mocosos jamás le habrían hablado en ese tono si no fuera por la eterna escasez de dinero, si no fuera por esa desdichada necesidad de andar pidiendo prestado, ocultándose y mintiendo. Hizo café y una tortilla a Marjotski y le sirvió el desayuno en su habitación. Marjotski era polaco: alto, huesudo, rubio, con unas cuidadas y largas piernas. Aquella mañana vestía una elegante chaqueta gris para andar por casa, con alamares. Várvara Stepánovna fue recibida con disgusto. —Ya estoy harto —dijo él— de que nunca haya criada, de tener que estar llamando una hora y tardar a clase... Era cierto que muchas veces no había criada y que Marjotski se pasaba largo rato llamando, pero esta vez el descontento se debía a otra causa. La noche anterior él y Rimma, la hija mayor de Várvara Stepánovna, estuvieron en el diván de la sala. Várvara Stepánovna los vio besarse unas tres veces y abrazarse. Allí permanecieron hasta las once, después hasta las doce y después Stanislav recostó la cabeza sobre el pecho de Rimma y quedó dormido. En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el rincón de un diván dormido sobre el pecho de una colegiala que conocimos por casualidad? La cosa no tiene nada de malo y no trae consecuencias, pero se debe tomar en consideración a los demás, que al día siguiente la niña deberá ir al colegio. 242

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Várvara Stepánovna sólo a la una y media comentó de mal humor que ya estaba bien. Marjotski, pletórico de soberbia polaca, mordió los labios y se enfadó. Rimma lanzó a la madre una mirada de indignación. La cosa no pasó de ahí. Pero por lo visto, Stanislav aún se acordaba al día siguiente. Várvara Stepánovna le puso el desayuno, echó sal y salió. Eran las once de la mañana. Várvara Stepánovna levantó las cortinas en la habitación de sus hijas. Los rayos ligeros y brillantes de un sol tibio se extendieron por el suelo descuidado, sobre la ropa desparramada, sobre el estante polvoriento. Las niñas ya se habían despertado. Rimma, la mayor, era delgada, menuda, de mirada rápida, morena. Ala, un año más joven —diecisiete escasos— era más corpulenta que la hermana, blanca, lenta de movimientos, de piel suave y blanducha, con una expresión dulce y pensativa en los ojos azules. La madre salió y Ala comenzó a hablar. Dejó caer el brazo relleno desnudo sobre la colcha, apenas movía los dedos blancos. —Verás lo que he soñado, Rimma —dijo—. Figúrate una ciudad rara, una ciudad rusa pequeña, incomprensible... El cielo es de un gris claro y está bajo y el horizonte muy cerca. En las calles el polvo también es gris, aplanado, tranquilo. Todo está muerto, Rimma. No se oyen sonidos, no se ven personas. Parece que ando por callejones desconocidos, cerca de casas de madera, pequeñas y silenciosas. Unas veces son callejones sin salida, otras es un camino y no veo más allá de los diez pasos, pero es un camino sin fin. Delante de mí va arremolinándose un polvo ligero. Me acerco y veo coches de boda. En uno va Mijail con la novia. La novia lleva velo y tiene cara de ser feliz. Yo voy al lado de los coches y me parece que soy la más alta y me duele el corazón. Después todos se dan cuenta de mi presencia. Se paran los coches. Mijail se me acerca, me coge la mano y despacio me 243

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lleva a un callejón. «Amiga Ala —dice con voz monótona—, ya sé que todo es triste. No hay remedio, porque no la amo a usted.» Yo sigo a su lado, se me estremece el corazón y vuelven a abrirse nuevos caminos grises. Ala calló. —Es un sueño de mal agüero —agregó— ¿Quién sabe? Como ahora todo me va mal, quizá después todo se ponga mejor y reciba una carta. —¡Naranjas! —respondió Rimma—. Debiste pensarlo mejor antes y no andar pelando la pava. ¿Oye? Hoy voy a hablar con mamá... —dijo inesperadamente. Rimma se levantó, se vistió y se acercó a la ventana. Moscú estaba en primavera. La humedad cálida puso brillo a la valla larga y sombría que se extendía por la acera de enfrente a todo lo largo del callejón. En el jardincito junto a la iglesia la hierba estaba húmeda y verde. En una imagen, instalada sobre un poste torcido al entrar a la iglesia, el sol doraba suavemente la orla empeñada y resbalaba por el rostro oscuro del santo. Las chicas pasaron al comedor. Várvara Stepánovna estaba allí; comía mucho y con dedicación; a través de los lentes iba observando los bizcochos, el café, el jamón... Apuraba el café a sorbos grandes y ruidosos y engullía los bizcochos con presteza y codicia, como si se ocultara. —Mamá —le dijo Rimma severa y levantó con arrogancia su carita—, quiero hablar contigo. No te pongas roja. Todo se tranquilizará de una vez para siempre. No puedo vivir más contigo. Déjame en libertad. —Si lo deseas —respondió Várvara Stepánovna tranquila, y puso en Rimma sus ojos incoloros—. ¿Por lo de ayer? —No por lo de ayer, sino con relación a ello. Aquí me asfixio. —¿Y qué piensas hacer? —Ir a unos cursillos, estudiar taquigrafía, ahora hay demanda. 244

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—Ahora hay taquígrafas a patadas. Anda, que te están esperando... —No te pediré ayuda, mamá —chilló Rimma—, no te pediré ayuda. Déjame en libertad. —Si lo deseas —repitió Várvara Stepánovna—. Yo no te retengo. —Dame la partida. —No te doy la partida. Hasta aquí la conversación había transcurrido en una calma sorprendente. Ahora Rimma sintió que la partida le daba razón para chillar. —Me hace mucha gracia —rió con sarcasmo—, ¿y dónde me registro sin la partida? —No te doy la partida. —Pues me voy de querida —gritó histéricamente Rimma—, me entrego a un gendarme... —¿Quién te va a coger? —Várvara Stepánovna observó con mirada crítica la figura temblorosa y la cara ardiente de la hija—. Como que el gendarme no encontrará nada mejor... —Me voy a la Tverskaya —gritaba Rimma—, me voy con un viejo. No quiero vivir con ella, con esta imbécil, imbécil, imbécil... —Así tratas a tu madre, ¿eh? —Várvara Stepánovna se levantó con dignidad—; en la casa hay miseria, todo se viene abajo, hay escasez, yo intento olvidarme, y tú... de esto se va a enterar papá... —Yo misma escribiré a Kamchatka —gritó Rimma frenética—, papá me dará el pasaporte... Várvara Stepánovna salió. Rimma, pequeña y despeinada, recorría la habitación agitada. En su cerebro surgían algunas frases de su futura carta a papá. «Querido papá —escribirá ella—: tú tienes tus asuntos, ya lo sé, pero debo contártelo todo... Dejemos a conciencia de mamá la afirmación de que Stasik quedó dormido en mi pecho. El dormía en un cojín bordado, pero el centro de grave245

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dad reside en otra cuestión. Mamá es tu esposa y tú serás parcial, pero no puedo quedarme más en casa, ella es inaguantable... Si quieres, iré contigo a Kamchatka, pero necesito el pasaporte, papaíto...» Rimma caminaba y Ala, desde el diván, observaba a su hermana. Pensamientos suaves y tristes se posaban en su alma. «Rimma se alborota —pensaba— y yo soy desdichada. Todo es triste, todo es inexplicable...» Se fue a su habitación y se acostó. Pasó Várvara Stepánovna en corsé, empolvada con abundancia e inocencia, roja, desconcertada y deplorable. —Ah, ahora que me acuerdo —dijo—, los Rastojin se mudan hoy. Hay que darles sesenta rublos, amenazan con llevar el asunto al juez. En la fresquera hay huevos. Cuécelos, que yo voy al monte de piedad. Cuando a las seis de la tarde Marjotski llegó de clase, en el recibidor vio unas maletas hechas. De la habitación de los Rastojin llegaba ruido; por lo visto, discutían. Allí mismo, en el recibidor, Várvara Stepánovna, de forma fulminante y con una decisión desesperada, le pidió diez rublos prestados. Sólo en su cuarto, Marjotski cayó en la cuenta de que había hecho una tontería. La habitación de Marjotski se diferenciaba de las otras en el piso de Várvara Stepánovna. Estaba limpia, llena de baratijas y de tapices. Sobre las mesas se hallaban en orden utensilios de dibujo, pipas elegantes, tabaco inglés, cuchillos blancos de marfil para cortar el papel. Stanislav no se había mudado aún, cuando en la habitación entró sigilosa Rimma. Fue recibida secamente. —¿Te enfadas, Stasik? —preguntó la muchacha. —No me enfado —respondió el polaco—, únicamente ruego que se me exima de la obligación de presenciar los excesos de su mamá de usted. —Pronto se acabará todo –dijo Rimma—, pronto seré libre, Stasik... 246

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Ella se sentó a su lado en el diván y le abrazó. —Soy hombre —comenzó entonces a hablar Stasik—, este vegetar platónico no me va, por delante tengo una carrera... Irritado, decía las palabras que casi siempre se dicen a ciertas mujeres. No hay de qué hablar con ellas, fastidia gastar ternuras en ellas, pero ellas se resisten a pasar a lo fundamental. Stasik decía que el deseo le consumía; eso le impedía trabajar, le inquietaba; de una forma y otra, pero había que poner fin a la cosa; en cuanto a él, casi le tenía sin cuidado qué decisión se tomara, pero que se tomara alguna. —¿A qué vienen aquí esas palabras? —profirió Rimma pensativa—. ¿A qué viene eso de que «soy hombre», de que «hay que acabar» no sé qué? ¿A qué viene esa cara tan enfadada y tan fría? ¿Es que no se puede hablar de otra cosa? Es triste, Stasik. Estamos en primavera, todo es tan bonito y nosotros aquí riñendo... Stasik no respondió. Ambos callaron. Junto al horizonte se apagaba un ocaso flámeo que arrebolada de brillo escarlata el cielo lejano. En el otro extremo colgaba una penumbra ligera, que se iba espesando lentamente. La habitación quedó llena de la última luz rubicunda. En el diván Rimma se inclinaba más y más cariñosamente hacia el estudiante. Ocurría lo que casi siempre les venía pasando a esa hora, la más hermosa del día. Stanislav besó a la muchacha. Ella recostó la cabeza sobre el cojín y cerró los ojos. Ambos se inflamaron. A los pocos minutos Stanislav la besaba sin cesar y en un arrebato de pasión ciega e insaciada comenzó a zarandear por la habitación su cuerpo delgadito y febril. Le rompió la blusa y el sujetador. Rimma, con los labios secos y ojerosa, ponía sus labios a los besos y con una mueca retorcida, dolorosa, protegía su virginidad. En uno de esos instantes picaron a la puerta. Rimma vagó aturdida por la habitación, apretando contra su pecho los jirones de la blusa destrozada. 247

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Tardaron en abrir. Era un compañero de Stanislav. Aquél, con la burla apenas oculta en la mirada, siguió a Rimma, que se escurrió de la habitación. Pasó a ocultas a su cuarto, cambió de blusa y se apoyó en el cristal frío de la ventana para calmarse. En el monte de piedad a Varvara Stepánovna por la plata familiar sólo le dieron cuarenta rublos. Diez rublos pidió a Marjotski, y fue a pedir el resto a casa de los Tijónov, a pie del Strastnoi a la Pokrovka. Estaba tan azorada que se olvidó del tranvía. En casa, además de los Rastojin amotinados, le esperaba para un asunto Mirlits, adjunto de abogado, un joven alto, con raíces podridas en lugar de los dientes y con ojos grises, húmedos y bobalicones. Hacía un tiempo, por falta de dinero, Várvara Stepánovna decidió hipotecar con poder la casa del marido en Kolomna. Mirlits trajo el texto de la hipoteca. A Várvara Stepánovna la cosa le pareció no del todo clara, que debiera consultar a alguien antes de rematar el asunto, pero demasiados sobresaltos ––se dijo— le habían caído en suerte... Vayan con Dios todos ellos, los huéspedes, las hijas, las groserías. Tratados los asuntos, Mirlits descorchó una botella de Muscat-Lunel de Crimea, que trajo consigo —conocía la debilidad de Várvara Stepánovna. Bebieron un vaso y se dispusieron a repetir. Las voces crecieron. A Várvara Stepánovna se le puso roja la nariz carnosa, las ballenas del corsé le sobresalían y podían contarse. Mirlits decía chistes y se desternillaba. Rimma, con la blusa nueva, cambiada, permanecía silenciosa en un rincón. Bebido el Muscat-Lunel, Várvara Stepánovna y Mirlits salieron a dar una vuelta. Várvara Stepanovna se notaba un poco borracha, sentía vergüenza de ello; mas por otra parte le daba igual, porque la vida, vaya por Dios, bastantes sinsabores tenía. 248

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Várvara Stepánovna regresó antes de lo que esperaba porque los Boiko, a los que quería ver, no estaban. Al regresar se asombró del silencio en la casa. A esa hora las chicas solían bromear con los estudiantes, carcajear, corretear. Sólo se oía ruido en el baño. Várvara Stepánovna entró en la cocina, desde cuya ventana podía observarse lo que pasaba en el baño. Se acercó al ventano y vio un cuadro extraordinario, raro; vio esto: El horno, en el que calentaban el agua, se puso al rojo vivo. La bañera estaba llena de agua hirviente. Ante el horno se hallaba Rimma de rodillas. Tenía en las manos unas tenacillas para rizar el pelo. Las calentaba al fuego. Ante la bañera estaba Ala desnuda. Sueltas las largas trenzas. De los ojos le caían lágrimas. —Acércate —dijo a Rimma—. Escucha, a ver si da golpes... Rimma puso la oreja sobre su barriga tierna, un tanto abultada. —No da —respondió—. De todas formas, no debes dudar. —Voy a morir ––musitó Ala—. El agua me escaldará. No lo aguantaré. Deja las tenacillas. Tú no sabes cómo se hace. —Todos lo hacen así —profirió Rimma—. Basta de gimotear, Ala. No es cosa de ponerte a parir, ¿verdad? Ala se disponía a entrar en la bañera, y no tuvo tiempo: en ese momento se oyó la voz inolvidable, débil, ronca de su madre: —¿Qué estáis haciendo, hijas? Dos horas después, Ala, abrigada, mimada y llorada, yacía en la cama ancha de Várvara Stepánovna Lo contó todo y se sintió aliviada. Se imaginaba pequeñita, con una ridícula pena infantil. Rimma, sin ruido, sin palabras, se movía por la habitación, hizo la limpieza, preparó té a su madre, la obligó a ce249

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nar, hizo todo para que el dormitorio estuviera limpio. Después encendió una lamparilla en la que desde hacía dos semanas no echaban aceite; al desvestirse procuró no hacer ruido y se acostó al lado de su hermana. Várvara Stepánovna estaba sentada a la mesa. Veía la lamparilla, su llama inmutable de un rojo oscuro, que iluminaba pobremente a la Virgen María. La chispa le seguía causando un ligero y raro mareo. Las niñas se durmieron pronto. Ala tenía la cara blanca, grande y tranquila. Rimma, arrimada a ella, suspiraba en sueños y temblaba. Cerca de la una de la madrugada Várvara Stepánovna encendió una vela, se puso ante sí una cuartilla y escribió al marido: «Querido Nikolai: Hoy estuvo Mirlits, un judío muy decente, y mañana vendrá el señor que da el dinero por la casa. Creo hacer bien, pero cada vez estoy más intranquila, porque no confió en mí. »Sé que tienes tus sinsabores, tu trabajo y no debiera escribirte eso, pero nuestra casa, Nikolai, no se arregla. Las niñas se hacen mayores, hoy la vida exige muchas cosas — cursillos, taquigrafía, las chicas quieren más libertad. Hace falta un padre, quizá haya que gritarles, pero en mí no se puede confiar. Sigo creyendo que tu viaje a Kamchatka fue un error. Si estuvieras aquí nos mudaríamos al Starokolenni, allí se alquila un pisito muy soleado. »Rimma adelgazó y tiene mal aspecto. Todo el mes cogimos nata en la lechería de enfrente y las niñas mejoraron mucho, pero hemos dejado de cogerla. Mi hígado tan pronto se deja sentir como se calma. Escribe más a menudo. Después de tus cartas me cuido, no como arenques y el hígado me deja tranquila. Ven, Kolia. Descansaríamos. Saludos de las niñas. Te beso muy fuerte. Tu Varia.»

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SHABOS-NAJMÚ (Relato de la serie «Guérshele»)

Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar. En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel12 con pasas. Después de la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha puesto a tocar al pie de la ventana. Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk. Guérshele festejaba uno de cada seis viernes. Las demás noches él y su familia las pasaban a oscuras y tiritando de frío. Los niños lloraban. La mujer le lanzaba reproches. Cada uno pesaba como un guijarro. Guérshele le respondía en verso. Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan. A cada pan le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa. Guérshele volvió a casa con la barriga más vacía que un instrumento de viento. —¿Has ganado algo? —le preguntó la mujer. —He ganado la gloria eterna —respondió—. Ricos y pobres me la prometieron. 12

Especie de fideos.

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La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno. Su voz retumbaba como el trueno en la montaña. —Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la lengua, a las manos y a los pies. —Amén —respondió Guérshele. ––En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda como la trenza recién lavada. Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo segundo. Pasó el tiempo y la mujer se cansó de gritar. Guérshele se retiró, tumbóse en la cama y se puso a pensar. —¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? ––se preguntó. (Como es notorio, el rabino Borujl padecía de melancolía negra y el mejor remedio era la palabra de Guérshele.) —¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl. Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada severa y triste. «Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena, anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida.» Guérshele no resistió la mirada atenta, bajó la vista y acarició los labios suaves del caballo. Después suspiró tan fuerte que el caballo se hizo cargo de todo, y Guérshele decidió: —Voy a ver al rabino Borujl a pie. 252

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El sol estaba muy alto cuando Guérshele emprendió la marcha. El camino caliente corría delante de él. Bueyes blancos arrastraban lentas carretas con heno oloroso. Los campesinos iban sobre las altas cargas con los pies colgados y blandían largos látigos. El cielo era azul y los látigos negros. Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas— Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía una ubre rosácea, cargada de leche. En el bosque, Guérshele se sumergió en el frescor, en la penumbra silenciosa. Las hojas verdes se inclinaban unas hacia otras, se acariciaban con las manos planas, murmuraban muy bajito allá en lo alto y retornaban a su sitio, susurrando y temblando. Guérshele no prestaba oído al murmullo. En la panza le tocaba una orquesta tan grande como la de un baile del conde Pototski. Aún tenía que recorrer un largo camino. Desde los costados de la tierra una ligera penumbra llegaba, presurosa, se cerraba sobre la cabeza de Guérshele y se desparramaba por el suelo. Inmóviles faroles se encendieron en el firmamento. La tierra quedó callada. Anochecía cuando Guérshele llegó a una venta. En la pequeña ventana ardía una luz. En un cuarto caliente, junto a la ventana, estaba la dueña, Zelda, y cosía pañales. Tenía un barrigón como para alumbrar trillizos. Guérshele observó la menuda carita roja con ojos azules de la mujer y la saludó. —¿Podría parar aquí, señora? —Sí. Guérshele se sentó. Las aletas de su nariz se hincharon como fuelle de herrero. Un fuego cálido brillaba en el horno. En una gran cazuela el agua hervía y cubría con la espuma blancos ravioles. Una gallina rolliza flotaba en un caldo dorado. El horno desprendía un olorcito a tarta con pasas. 253

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Sentado en un banco, Guérshele se retorcía como la parturienta antes de dar a luz. En un instante en su cabeza maduraron más planes que esposas tuvo el rey Salomón. La habitación estaba en silencio, el agua hervía y la gallina se mecía en las olas doradas. —¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Guérshele. —Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. La mujer volvió a callar. Sus ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo: —Estoy a la ventana y pensando. Quiero hacerle una pregunta, señor judío. Usted debe andar mucho por el mundo, estudió con el rebe y conoce nuestra vida, diga, señor judío: ¿vendrá pronto Shabos-najmú?13 «Ya, ya —pensó Guérshele—. La pregunta tiene miga. De todo hay en la viña del señor...» —Se lo pregunto porque mi marido prometió que iríamos a ver a mi madre cuando llegue Shabos-najmú. Te compraré un vestido y una peluca y pediremos al rabino Motalemí que nos nazca un hijo y no una hija —todo eso cuando llegue Shabos-najmú. Parece que es un hombre del otro mundo. —Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en sus labios tales palabras... usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo, señora. Los pañales rodaron de las rodillas de Zelda. Ella se incorporó y golpeó su pequeña cabecita contra la viga del techo, porque Zelda era alta y gorda, roja y joven. Sus pechos subidos parecían dos sacas repletas de trigo. Sus ojos azules se abrieron como los de un niño. —Yo soy Shabos-najmú —confirmó Guérshele—. Ya llevo andando un mes y pico, señora, ayudando a la gente. Del cielo a la tierra hay un gran trecho. He desgastado las botas. Y aquí le traigo un saludo de todos los suyos. 13

Fiesta judía

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—¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los conoce usted? —¿Y quien no los conoce? —respondió Guérshele— Estuve hablando con ellos como con usted ahora. —¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre los dedos temblones. —Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un hombre muerto? Allí, de fiestas nada... Los ojos de la dueña se llenaron de lágrimas. —Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles. ¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien años usted no verá allí ni una copa de aguardiente... —Pobre padrecito... —susurró la dueña asombrada. —En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el día... —Pobre tía Pesia —se echó a temblar la dueña. —Yo mismo paso hambre —profirió Guérshele, recostando la cabeza, y por su nariz rodó una lágrima que fue a perderse en la barba. Y no tengo más remedio que callarme, allí estoy considerado de la casa... A Guérshele no le dio tiempo a terminar la frase. Pisando con sus pies gordos, la dueña se acercaba apresuradamente a él: platos, fuentes, vasos, botellas. Y cuando Guérshele se puso a comer, la mujer se dio cuenta de que era un hombre del otro mundo. Para empezar, Guérshele comió hígado picado con rodajas de cebolla, rociado con una grasa transparente. Se tomó una copa de vodka señorial (en el vodka nadaban unas cortezas de naranja). Después comió pescado, mezcló la aromática ujá con patata blanda y apiló en el borde del plato medio tarro de rábano picante, de un rábano que haría llorar a cinco panes con sus monetes y sus caftanes. Después del pescado, Guérshele dio su merecido a la gallina y comió sopa caliente con gotas de grasa flotando. Los 255

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ravioles, que nadaban en mantequilla derretida, saltaban a la boca de Guérshele como salta la liebre que escapa del cazador. De más está contar lo que le ocurrió a la tarta. ¿Qué le iba a ocurrir si Guérshele se tiraba años sin ver una tarta? Acabada la cena, la dueña enfardó las cosas que por mediación de Guérshele mandaría al otro mundo al padre, a la tía Golda y a la tía Pesia. Al padre le puso un taled nuevo, una garrafa de kirsch, un tarro de dulce de frambuesa y una saca de tabaco. Para la tía Pesia mandó calcetines grises calientes. A la tía Golda le envió una vieja peluca, una peineta grande y un devocionario. Además suministró a Guérshele botas, una hogaza de pan, torreznos y una moneda de plata. —Muchísimos saludos, señor Shabos-najmú, muchos recuerdos a todos —decía a Guérshele, cargado con un pesado fardo—. Si no, espere un poco, mi marido está al llegar. —No —respondió Guérshele—. Llevo prisa, ¿cree que es usted sola? En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las hojas verdes. Las empalidecidas estrellas que nos custodian se durmieron en el cielo. A la versta de camino Guérshele se detuvo rendido, tiró la carga al suelo, se sentó sobre ella y comenzó a razonar consigo mismo. —Tengo presente, Guérshele —se dijo—, que en el mundo hay muchos imbéciles. La ventera es tonta. Pero puede ser que su marido es un hombre listo de puños grandes, carrillos gordos y látigo largo. Si regresa a casa y te echa mano en el bosque... Guérshele no se detuvo a buscar la respuesta. Enterró inmediatamente el fardo y puso una señal para después hallar pronto el lugar secreto. Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer Guérshele escuchó el 256

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silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú. Cuando llegó hasta el sitio en que Guérshele estaba desnudo y abrazado a un árbol, el ventero detuvo el caballo y puso la cara de tonto que pondría un monje al ver al diablo. —¿Qué hace usted aquí? —preguntó con voz sofocada. —Soy hombre del otro mundo —respondió Guérshele compungido—. Me robaron, me quitaron documentos importantes, que llevaba al rabino Borujl... —Sé quién le robó —gritó el ventero—. Yo también tengo con él cuentas pendientes. ¿Por qué camino se ha ido? —No sabría decirle el camino —murmuró amargamente Guérshele Si quiere, déjeme el caballo y le alcanzaré en un dos por tres. Espéreme aquí. Desnúdese, póngase bajo el árbol y aguántelo bien, hasta mi regreso. Es un árbol sagrado. En nuestro mundo muchas cosas se apoyan en él... Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual. Así, pues, el ventero se desnudó y se arrimó al árbol. Guérshele subió al carro y arrancó. Desenterró sus cosas, las echó al carro y las llevó al lindero del bosque. Aquí Guérshele cargó el fardo a la espalda, soltó el caballo y echó a andar por el camino que llevaba recto a casa del santo rabino Borujl. Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño. Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero tenía frío y continuamente cambiaba de pie.

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CON LA EMPERATRIZ (Del diario petersburguense)

En el bolsillo, caviar y una libra de pan. Sin cobijo. Estoy en el puente Anichkov, arrimado a los caballos de Klodt. Un viento hinchado avanza desde la Morskaya. Por la Nevski, deambulan lucecitas naranja, enredadas en algodón. Necesito un rincón. La ciudad me sierra como el niño inexperto la cuerda del violín. Repaso en la memoria los apartamentos abandonados por la burguesía. El palacio Anichkov penetra en mis ojos en toda su plena enormidad. Ahí está el rincón. No es difícil cruzar el vestíbulo sin ser visto. El palacio está vacío. Un ratón raspa sin prisa en una habitación lateral. Estoy en la biblioteca de la emperatriz viuda María Fiódorovna. Un viejo alemán, parado en medio de la habitación, coloca algodón en los oídos. Se dispone a salir. La suerte me besa en los labios. El alemán es conocido. En una ocasión inserté gratis su anuncio sobre la pérdida del pasaporte. El alemán me pertenecía con todo su mondongo honrado y fofo. Acordamos: yo esperaré a Lunacharski14 en la biblioteca porque, verá usted, debo ver a Lunacharski. El melódico tic-tac del reloj sacó al alemán de la habitación. Estoy solo. Encima de mí arden bolas de cristal con amarilla luz sedosa. De los tubos de la calefacción sube un calor indescriptible. Profundos divanes rodean de tranquilidad mi cuerpo. Un registro superficial da resultados. En la chimenea descubro una tarta de patata, una cacerola, una pizca de té y azúcar. Por fin el mechero de alcohol asoma su lengua azul. Esa noche cené como persona. Sobre la mesita china tallada, con destellos de barniz antiguo, extendí una finísiAnatoli Lunacharski (Comisario de instrucción pública después de la revolución). 14

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ma servilleta. Acompañaba cada trozo de este severo pan de racionamiento con sorbos de té dulce, humeante, con estrellas coralinas refulgiendo en las aristas del vaso. El terciopelo de los asientos acariciaba con manos rollizas mis flacos costados. Tras la ventana, sobre el granito petersburguense aterido de frío, caían vaporosos cristales de nieve. La luz, semejante a brillantes columnas color limón, se desparramaba por las paredes cálidas, tocaba el lomo de los libros que en respuesta centelleaban con su oro azul. Los libros —páginas consumidas y olorosas—me llevaron a la lejana Dinamarca. Hacía más de medio siglo fueron regalados a la joven princesa que se iba de su país breve y casto a la Rusia feroz. En los severos títulos con tinta descolorida, en tres renglones oblicuos, de la princesa se despedían las damas preceptoras y sus amigas de Copenhague — hijas de consejeros de Estado, los maestros-profesores apergaminados del liceo, papá-rey y mamá-reina, una madre que llora. Largas baldas con lomos dorados, lomos ennegrecidos, evangelios infantiles manchados con tinta, con borrones tímidos, con torpes súplicas improvisadas al Señor Jesucristo, tomos en cordobán de Lamartine y Chenier con flores secas, que se reducían a polvo. Voy hojeando las páginas carcomidas que sobrevivieron al olvido, y la imagen de un país ignoto, el hilo de días extraordinarios, surge ante mí — muros bajos en torno a los jardines reales, rocío en el césped segado, somnolientas esmeraldas de los canales y un rey largo con patillas de color chocolate, el tranquilo tañir de una campana sobre la iglesia palaciega, el primer amor y un breve susurro en las salas pesadas. Una mujer pequeña, de cara alisada con polvos, una ladina intrigante con pasión insaciable de mandar, una furiosa hembra entre los granaderos de Preobrazhenski, madre implacable, pero atenta, aplastada por la alemana, la emperatriz María Fiódorovna despliega ante mí el rollo de su vida sorda y larga. 259

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Sólo muy entrada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos fantasmas de calaveras sangrantes. Bajo el rebuscado techo marrón seguían ardiendo tranquilas las bolas de cristal, llenas de polvo arremolinado. Junto a mis borceguíes rotos, en las alfombras azules pasmáronse regueros de plomo. Agotado por la labor del cerebro y por el calor del silencio, quedé dormido. De noche, por el parquet opacado de los pasillos tomé el camino de la salida. El despacho de Alejandro III era un cajón alto con las ventanas que daban a la Nevski tapiadas. Las habitaciones de Mijail Alexándrovich —alegre apartamento de un oficial culto que hace gimnasia, paredes forradas de una tela clarita con manchas de rosa pálido, sobre las chimeneas bajas chucherías de porcelana, imitando la ingenuidad y la carnosidad innecesaria del siglo diecisiete. Esperé un largo rato recostado sobre una columna, hasta que se durmiera el último lacayo del palacio. Este agachó las mejillas arrugadas, afeitadas por vieja costumbre; un farol doraba débilmente su alta frente decaída. Cerca de la una de la madrugada salí a la calle. La Nevski me recogió en su regazo insomne. Fui a dormir a la estación Nikoláyevski. Sepan los de aquí huidos que en San Petersburgo un poeta sin hogar tiene donde pasar la noche.

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EL CAMINO

Salí del frente a la desbandada en noviembre del diecisiete. En casa mi madre me hizo un paquete con ropa y galletas. Caí en Kiev la víspera de que Muraviov comenzara a bombardear la ciudad. Mi meta era Petersburgo. Doce días nos tiramos en Bessarabka, en el sótano del hotel de Jáim Tsiriúlnik. El salvoconducto de salida me lo dio ya el comandante soviético de Kiev. En el mundo no hay espectáculo más deprimente que la estación de Kiev. Unos barracones provisionales de madera desde hace muchos años profanan la entrada a la ciudad. En las tablas mojadas crujían los piojos. Desertores, especuladores, gitanos, yacían mezclados. Viejas de Galitzia meaban de pie en el andén. Un cielo bajo estaba sesgado por nubes, saturado de tinieblas y de lluvia. Sólo a los tres días salió el primer tren. Al principio se paraba a cada versta, después cogió brío, las ruedas trepidaron con más fervor y entonaron una potente canción. Eso hizo feliz a todo nuestro furgón. En el año dieciocho la rapidez hacía feliz a la gente. De noche el tren se estremeció y paró. Se corrió la puerta del furgón, descubriéndonos el verde refulgor de las nieves. Un telegrafista de estación, con pelliza sujeta por un cinto y con ligeras botas caucasianas, entró en el furgón. El telegrafista extendió la mano y golpeó con el dedo la palma abierta. —Los documentos aquí... La primera de la puerta era una mujer agazapada entre bultos, a la que no se oía. Iba a Liubán, a casa de su hijo ferroviario. A mi lado, sentados, dormitaban el maestro Yeguda Véinberg y su esposa. El maestro se había casado hacía unos días y llevaba a su mujer a Petersburgo. Todo el camino estuvieron susurrando sobre el método combinado 261

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de la enseñanza, hasta que quedaron dormidos. En sueños sus manos seguían entrelazadas unas con otras. El telegrafista leyó su mandato firmado por Lunacharski, sacó debajo de la pelliza un máuser de cañón estrecho y sucio y disparó a la cara del maestro. A la mujer se le abultó el cuello suave. Ella callaba. El tren estaba parado en la estepa. Las nieves onduladas tenían destellos polares. De los furgones echaban a los judíos a la vía. Los disparos sonaban desacompasados, como exclamaciones. Un campesino con las orejeras de la gorra desatadas, me llevó tras una pila helada de leña y comenzó a cachearme. La luna, eclipsándose, nos alumbraba. La pared violácea del bosque humeaba. Los tarugos de los dedos helados, agarrotados, recorrían mi cuerpo. El telegrafista gritó desde la garita del furgón: —¿Es judío o ruso? —Ruso —murmuró el campesino rebuscándome—, tan ruso que vale para rabino... Acercó a mi su cara arrugada, preocupada, me arrancó del calzoncillo cuatro monedas de diez rublos de oro, que mi madre me había cosido para el camino, me quitó el abrigo y las botas, me puso de espaldas, me dio con el canto de la mano en el pescuezo y dijo en hebreo: —Ankloif, Jáim…15 Caminé, pisando la nieve con los pies descalzos. Una diana se iluminó en mi espalda, el centro del blanco traspasaba las costillas. El campesino no disparó. Entre las columnas de pinos, en el escondido sótano del bosque, se mecía una lucecita aureolada con una corona de humo purpúreo. Llegué corriendo hasta la cabaña. En la cabaña el guardabosques soltó un gemido. Sentado en un sillón de bambú forrado de terciopelo se había liado en tiras cortadas de pellizas y de capotes y desmenuzaba tabaco en su regazo. El

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Corre, Jáim.

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guardabosques, que gemía estirado por el humo, se incorporó y me hizo una reverencia: —Vete, padrecito... Vete, ciudadano querido... Me encaminó por el sendero y me dio un trapo para enrollar los pies. Ya muy avanzada la mañana llegué a poblado. En el hospital no había médico para cortarme las piernas heladas; al frente se hallaba un practicante. Llegaba todas las mañanas al hospital en un breve potro moro, lo amarraba al poste y entraba arrebolado, con los ojos brillantes. —Federico Engels —con las brasas de las pupilas encendidas, el practicante se inclinó hasta mi cabecera— enseña a vuestra gente que las naciones no deben existir y vosotros vuelta a que la nación debe existir... Arrancó las vendas de mis pies, se incorporó y rechinando los dientes preguntó en voz baja: —¿Adónde, adónde os lleva el diablo?... ¿Para qué viaja vuestra nación? ¿Para qué enreda y enturbia?... El soviet16 de noche evacuó en un carro a los enfermos que no hicimos migas con el practicante, a viejas judías con pelucas y a las madres de los comisarios. Mis pies sanaron. Yo seguí la ruta mendiga de Zhlobin, Orsha, Vitebsk. Entre las estaciones de Novo-Sokólniki y Loknia el cañón de un obús me sirvió de techo. Viajábamos en una batea. Fediuja, compañero accidental de viaje, que hizo el gran camino de los desertores, era cuentista, chistoso y dicharachero. Dormíamos bajo el potente y corto cañón, que apuntaba hacia arriba, y nos calentábamos mutuamente en un hoyo de trapos, mullido con paja, como la guarida de una fiera. Pasada Loknia, Fediuja me robó el baúl y desapareció. El baúl me lo había proporcionado el soviet del pueblo y contenía dos mudas de soldado, galletas y algún dinero. Dos días ––nos acercábamos a Petersburgo–– me pasé sin co16Equivale

al ayuntamiento.

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mer. Soporté el último tiroteo en la estación de Tsárskoye Seló. Un destacamento interceptor disparaba al aire a la llegada del tren. Sacaron a los especuladores al andén y comenzaron a despojarles de la ropa. En el asfalto, junto a personas de verdad, caían monigotes de goma, llenos de alcohol. Pasadas las ocho, la estación me lanzó de su presidio alborotador a la avenida Zágorodni. En la pared de la otra acera, junto a una farmacia tapiada, el termómetro señalaba 24 grados bajo cero. En el túnel de la Gorójovaya aullaba el viento; sobre el canal se extinguía una farola de gas. La Venecia de basalto, congelada, permanecía inmóvil. Entré en la Gorójovaya como en un campo helado, circundado por rocas. En la casa número dos, que fue Gobernación de la ciudad, se hallaba la Cheka. Dos ametralladoras, dos perros de acero, se plantaron en el vestíbulo con los morros levantados. Enseñé al comandante las cartas de Vania Kaluguin, mi suboficial en el regimiento de Shuya. Kaluguin era ahora juez de instrucción en la Cheka y me llamaba en sus cartas. —Vete al Anichkov —me dijo el comandante––. Ahora está allí... —No llegaré —y sonríe por respuesta. La Nevski se prolongaba a los lejos como la Vía Láctea. Los caballos muertos parecían mojones. Patas arriba, los caballos contenían al cielo bajo. Sus vientres abiertos en canal estaban límpidos y brillaban. Un viejo con aspecto de soldado de la guardia arrastró a mi lado un elegante trineo de juguete. Hincaba en el hielo con esfuerzo los pies de piel, en la cabeza llevaba una gorra tirolesa, un cordel amarraba su barba introducida en un chal. —No llegaré —dije al viejo. Se paró. Su rostro leonino, arrugado, rebosaba tranquilidad. Pensó en sí y tiró del trineo. «Así se hace innecesaria la conquista de Petersburgo» — pensé e intenté recordar el nombre de alguien que al final 264

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del camino fue aplastado por los caballos árabes—. Se llamaba Yeguda Halevi. Dos chinos con bombín, con hogazas de pan bajo el sobaco, se apostaron en la esquina de la Sadóvaya. Con la mano aterida marcaban trozos de pan y lo mostraban a las prostitutas que se acercaban. Las mujeres pasaban de largo en desfile silencioso. Cerca del puente Anichkov, al pie de los caballos de Klodt, me senté en un saliente de la estatua. El codo me resbaló y caí sobre la losa pulida, pero el granito me quemó, me disparó, golpeó y lanzó hacia el palacio. En un ala del edificio, de color granate, la puerta estaba abierta. Un mechero azul brillaba sobre un lacayo dormido en los sillones. De su cara arrugada, de un color cadavérico, colgaba el labio; una guerrera sin cinturón, con manchas de luz, cubría el calzón de cortesano, el galón dorado. Una flecha velluda, dibujada con tinta, señalaba el camino hacia el comandante. Subí una escalera y atravesé habitaciones bajas, vacías. Mujeres de colores oscuros, lóbregos, danzaban en los techos y paredes. Redes metálicas cubrían las ventanas, de los marcos colgaban bisagras retorcidas. Al final de una crujía, iluminado como en el escenario, sentado a la mesa, estaba Kaluguin, rodeado de una aureola de pajizos pelos de campesino. Sobre la mesa se apilaban juguetes infantiles, trapos de colorines, libros y dibujos rasgados. —Has llegado —dijo Kaluguin levantando la cabeza—, perfecto... Aquí haces falta tú... Retiré con la mano los juguetes desparramados sobre la mesa, me recosté en su tablero brillante y... me desperté — instantes u horas después— sobre un diván bajo. Los rayos de la araña fulgían sobre mí en catarata de cristal. Los harapos que me habían quitado se amontonaban en el suelo sobre un charco derretido. —A bañarte —dijo Kaluguin, parado sobre el diván, me levantó y me llevó a la bañera—. La bañera era antigua, de 265

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bordes bajos. En los grifos no había agua. Kaluguin me echaba agua de un cubo. Sobre los pufes pajizos de raso y sobre las sillas de mimbre sin respaldo estaba mi ropa: una bata con broches, una camisa y los calcetines de seda torcida, doble Los calzones me llegaban por encima de la cabeza, la bata había sido concebida para un gigante: yo me pisaba las mangas. —No es ninguna broma, Alexandr Alexándrovich —dijo Kaluguin, arremangándome—, el niño andaba por las once arrobas. Por fin amarramos la bata del emperador Alejandro III y regresamos a la habitación. Era la biblioteca de María Fiódorovna, una caja perfumada con armarios dorados, listados de franjas carmesí, arrimados a las paredes. Conté a Kaluguin quién había muerto del regimiento de Shuya, a quién eligieron comisario, quién se fue al Kubán. Bebíamos té. En las paredes, de los vasos de cristal cundían las estrellas. Y las tomábamos con chorizo de carne de caballo, negro y húmedo. Del mundo nos separaba la seda espesa y ligera de las cortinas; el sol incrustado en el techo se quebraba y brillaba, de los tubos de la calefacción soplaba un calor agobiador. —¡Ah, sea lo que sea! —dijo Kaluguin cuando hubimos despachado el chorizo de caballo. Salió y regresó con dos cajas regaladas por el sultán Abd al-Hamid al monarca ruso. Una era de cinc; la otra, con cigarros, llevaba pegadas cintas y órdenes de papel. «A sa majesté, l'Empereur de toutes les Russies —llevaba grabada la tapa de cinc— con afecto de su primo.» La biblioteca de María Fiódorovna se llenó del aroma que le fuera familiar hacía un cuarto de siglo. Los cigarrillos de 20 cm. de largo y de un dedo de gordos venían envueltos en un papel rosáceo; no sé si alguien, aparte del autócrata ruso, fumó aquellos cigarrillos; no obstante elegí un puro. Kaluguin me observaba sonriendo. 266

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—¡Sea lo que sea! —dijo— no deben estar contados... Los lacayos me dijeron que Alejandro Tercero era un fumador empedernido: le gustaba el tabaco, el kvas y el champaña... Fíjate: ceniceros baratos de barro en la mesa y los pantalones remendados. Era cierto, la bata en la que me metieron estaba mugrienta, brillaba y fue remendada un sinfín de veces. Pasamos el resto de la noche observando los juguetes de Nicolás Segundo, sus tambores y trenes, sus camisas de bautismo y las libretas con garrapatos de niño. Fotos de los grandes príncipes, fallecidos en la infancia, mechones de su pelo, diarios de la princesa danesa Dagmara, cartas de su hermana, la reina de Inglaterra. Todo eso, que olía a perfume y podredumbre, se pulverizaba en nuestros dedos. En los títulos de los evangelios y de Lamartine las amigas y damas —hijas de burgomaestres y de consejeros de Estado, con esmerada caligrafía inclinada se despedían de la princesa que se iba a Rusia. Luisa, su madre, reina minifundista, se empeñó en colocar bien a sus hijos; casó a una hija con Eduardo VII, emperador de la India y rey de Inglaterra, a otra con el Románov, al hijo Jorge lo hizo rey de Grecia. La princesa Dagmara en Rusia se convirtió en María. Muy lejos llegaron los canales de Copenhague y las patillas de color chocolate del rey Cristián. Cuando paría a los últimos monarcas la pequeña mujer con odio de zorra, rebullía en la empalizada de los granaderos de Preobrazhenski, pero su sangre puerperal se derramó en una tierra de granito, implacabe y vengativa... Hasta la madrugada no pudimos deshacernos de esta crónica sorda y trágica. El cigarro de Abd al-Hamid se consumió. Por la mañana Kaluguin me llevó a la Cheka, a la Gorójovaya 2. Estuvo hablando con Uritski. Yo me hallaba detrás de la cortina, que caía al suelo en olas de paño. Hasta mí llegaban palabras sueltas.

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—El chico es nuestro —decía Kaluguin—, el padre es tendero, comercia, pero él se separó de los suyos... Conoce idiomas... El comisario de asuntos interiores de comunas de la región Norte salió del despacho con su contoneo. Tras los cristales de los lentes se desplomaban los párpados hinchados, mullidos, quemados por el insomnio. Me hicieron traductor de la Sección Internacional. Recibí ropa de soldado y talones para comer. Me asignaron el rincón de una sala de lo que fue Gobernación y allí me puse a traducir las declaraciones de diplomáticos, incendiarios y espías. No había pasado el día y ya tenía de todo: ropa, comida, trabajo y compañeros fieles. Así, trece años atrás, comenzó esta vida mía, formidable, llena de sentido y de alegría.

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MIS PRIMEROS HONORARIOS

Vivir en Tiflis en primavera, tener veinte años y no ser amado es una cosa terrible. Eso me sucedió a mí. Tenía un trabajo como corrector de pruebas en los talleres de Impresión del Distrito Militar del Cáucaso. El río Kura bullía bajo las ventanas de mi buhardilla. Cuando se levantaba por detrás de las montañas, el sol iluminaba sus oscuros remolinos. Alquilé la buhardilla a una pareja de georgianos que acababan de casarse. El hombre tenía una carnicería en el Mercado Oriental. Al otro lado de la pared, él y su mujer, locos de amor, daban vueltas y se entrelazaban como dos grandes peces en un tanque pequeño. Las colas de estos dos peces frenéticos batían contra la pared. Hacían oscilar todo el desván, calcinado hasta la negrura por el sol, lo arrancaban de sus vigas y se lo llevaban al infinito. Sus dientes estaban herméticamente cerrados en la implacable furia de su pasión. Por las mañanas, la esposa, Miliet, bajaba a buscar pan. Estaba tan débil, que tenía que asirse del pasamano para no caer. Buscando a tientas los escalones con sus pequeños pies, tenía la sonrisa lánguida y vaga del que se está reponiendo de una enfermedad. Con la mano en sus pequeños senos, hacía una cortesía a todo el que se encontraba en el camino: al anciano asirio que estaba verde de vejez; al hombre que iba por allí vendiendo parafina; a las brujas viejas, agostadas y con profundas arrugas que vendían madejas de lana. Por la noche, los jadeos y gemidos de mis vecinos eran seguidos de un silencio tan penetrante como el plañido de una bala de cañón. Vivir en Tiflis, tener veinte años y escuchar las conmociones en el silencio de otras personas es una cosa terrible. Para huir de aquello, salí corriendo de la casa y fui hasta el Kura, donde el calor de baño de vapor de la primavera de Tiflis me abrumó. Lo derriba a uno al golpearlo con todas 269

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sus fuerzas. Vagué a lo largo de las gibosas calles con la garganta abrasada. La niebla del calor primaveral me hizo retroceder hasta mi desván, hasta aquel bosque de ennegrecidos tocones iluminados por la luna. No había más remedio que buscar amor. Desde luego, lo encontré. Por suerte o por desgracia, la mujer que escogí era una prostituta. Se llamaba Vera. Yo rondaba detrás de ella por las noches a lo largo de la Avenida Colovin, sin atreverme a hablarle. No tenía ni el dinero para ella ni las palabras. Esas palabras incansables, gastadas y machaconas del amor. Desde la niñez, toda la fuerza de mi ser había sido dedicada a la invención de cuentos, dramas y argumentos, miles de ellos. Yacían en mi corazón como sapos en una piedra. Estaba poseído de un orgullo diabólico y no quería escribirlos prematuramente. Pensaba que era malgastar el tiempo no escribir tan bien como León Tolstoi. Estaba decidido a que mis argumentos vivieran para siempre. Las ideas atrevidas y las pasiones consumidas sólo valen el esfuerzo que se gasta en ellas cuando están vestidas de noble ropaje. ¿Cómo se puede hacer este noble ropaje para ellas? Es difícil para un hombre que está a remolque de sus ideas, bajo el hechizo de sus miradas serpentinas, prodigarse en la espuma de insensatas y machaconas palabras de amor. Un hombre así es demasiado orgulloso para llorar de tristeza, y no sabe reír de alegría. Siendo un soñador, yo no había dominado el arte absurdo de la felicidad. Estaría forzado, por consiguiente, a dar a Vera diez rublos de mi pobre paga. Cuando me hube decidido, inicié la espera una tarde en la parte de afuera del restaurante "Simpatía". Tártaros en túnicas azules y botas de suave cuero pasaban con lento andar junto a mí. Limpiándose los dientes con palillos de plata, echaban ojeadas a las mujeres pintadas de carmesí, georgianas de pies grandes y muslos finos. En la luz, que palidecía, había una pincelada de turquesa. Las acacias en flor a lo largo de las calles empezaron a suspirar en tonos bajos, temblorosos. Una multitud de oficiales en capotes 270

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blancos se precipitó por el bulevar, y ráfagas de aire fragante del Monte Kasbek bajaron hasta ellos. Vera vino más tarde, cuando había oscurecido. Alta y pálida, se deslizó al frente de la simiesca muchedumbre como la Virgen María dirige la proa de una barca pescadora. Se adelantó hasta el nivel de la puerta del restaurante "Simpatía". La seguí tambaleándome: —¿Va a alguna parte? Su espalda ancha y rosada se movió frente a mí. Se volvió: —¿Qué es lo que dice? Frunció el ceño, pero los ojos reían. —¿Dónde va? Las palabras crujieron en mi boca como palos secos. Vera cambió el paso y caminó hombro a hombro conmigo. —Diez rublos, ¿está bien? Accedí tan rápidamente, que ella concibió sospechas. —¿Pero tienes diez rublos? Nos metimos en el vano de una puerta y le entregué el portamonedas. Contó los veintiún rublos que había en él; se excitaron sus ojos grises y se movieron sus labios. Separé las monedas de oro de las de plata. —Dame diez —dijo devolviéndome el portamonedas—, gastaremos otros cinco y guarda el resto para seguir viviendo. ¿Cuándo cobras otra vez? Yo respondí que dentro de cuatro días. Salimos del vano. Vera me tomó de la mano y apretó el hombro contra mí. Subimos la calle, que se estaba enfriando. El pavimento estaba cubierto de verduras secas. —Sería bueno ir a Borzhomi y salir de este calor… — dijo ella. El pelo de Vera estaba sostenido por una cinta que recogía y reflejaba curvos destellos de luz de los faroles. —Bueno, despeja para Borzhomi... Eso fue lo que dije: despeja. Por alguna razón, esa fue la palabra que usé. 271

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—No tengo la plata —dijo Vera con un bostezo. Y se olvidó completamente de mí. Se olvidó completamente de mí porque había hecho el día, y porque yo era dinero fácil. Sabía que no la entregaría a la policía y que no le robaría el dinero o los aretes durante la noche. Llegamos al pie del Monte San David. Allí, en un café, ordené kebab para los dos. Sin esperar que llegara, Vera fue a sentarse con unos viejos persas que trataban de negocios. Apoyados en sus pulidos bastones y moviendo los cráneos aceitunados, decían al dueño que era hora de que agrandara su comercio. Vera se metió en la conversación. Se puso de parte de los viejos. Era partidaria de transferir el negocio para el bulevar Mikhailovski. El propietario, demasiado flojo y cauteloso para ver el punto, se contentaba con resollar con dificultad. Comí mi kebab solo. Los brazos desnudos de Vera se salían de la seda de las mangas; golpeaba con el puño en la mesa, sus aretes volaban de acá para allá entre las espaldas largas y marchitas, las barbas amarillas y las uñas pintadas. El kebab estaba frío a la hora en que regresó a la mesa. Se había acalorado tanto, que tenía la cara roja. —Uno no puede cambiar la muía esta ... De verdad que se puede hacer negocio, tú sabes, en Mikhailovski, con la cocina oriental. . . Unos tras otros, conocidos de Vera pasaban junto a la mesa: tártaros en túnicas circasianas, oficiales de mediana edad, tenderos en chaquetas de alpaca y ancianos barrigones de rostros curtidos y espinillas verdosas en los carrillos. Ya era medianoche cuando llegamos al hotel, pero Vera tenía que hacer mil cosas aquí también. Había una vieja que se estaba preparando para ir a ver a su hijo en Armavir. Vera me dejó y fue a ayudar a hacer el equipaje. Se arrodilló sobre la maleta, ató almohadas unas con otras y envolvió empanadas en papel a prueba de grasa. La espalduda anciana, con un sombrero de gasa y una bolsa al costado, recorrió todas las habitaciones diciendo adiós. Arrastró por todos los corredores sus pies calzados con zapatos elásticos, 272

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sollozando y sonriendo con todas sus arrugas. Llevó toda una hora despedirse de ella. Esperé a Vera en un cuarto mustio con sillas de tres patas, una estufa de barro y manchas de humedad en las esquinas. Me habían arrastrado y atormentado por la ciudad durante tanto tiempo, que este amor que yo deseaba parecía ahora un enemigo, un enemigo ineludible... Afuera, en el corredor, había otra vida ajena que chancleteaba o estallaba de pronto en carcajadas. Unas moscas estaban muriendo en un vaso lleno de un líquido lechoso. Cada una tenía su manera propia de morir. La agonía de algunas era violenta y duraba largo tiempo. Otras morían tranquilamente, con un ligero temblor. Junto al vaso, en el estropeado mantel, había un libro: una novela de Golovin sobre la vida de los boyardos. Lo abrí al azar. Las letras se alinearon en una hilera única y formaron después un revoltillo. Frente a mí, en el cuadrado marco de la ventana, había una ladera pendiente y pedregosa por la que ascendía una tortuosa calle turca. Vera entró en el cuarto. —Acabamos de decirle adiós a Feodosia Mavrikeyevna —dijo—. Era lo mismo que una madre para nosotros, sabes. La anciana está viajando completamente sola, no tiene a nadie que la acompañe. . . Vera se sentó en la cama con las rodillas separadas. Sus ojos estaban muy lejos, vagando por los puros reinos de su inquietud y amistad por la anciana mujer. Después me vio con la chaqueta cruzada puesta. Se cogió las manos y se estiró. —Apuesto a que estás cansado de esperar... No importa, empezaremos dentro de un momento... Pero yo, sencillamente, no podía comprender qué iba a hacer Vera. Sus preparativos eran como los de un cirujano que se apresta a realizar una operación. Encendió un hornillo portátil y puso en él una cacerola con agua. Tiró una toalla limpia sobre la cabecera de la cama y colgó más arriba de ella una lavativa "con un depósito. El tubo blanco se co273

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lumpiaba en la pared. Cuando el agua se calentó, la vertió en el depósito, tiró un cristal rojo en él y empezó a quitarse el vestido, que se sacó por la cabeza. Una mujer grande, de hombros caídos y arrugado vientre estaba de pie delante de mí. Sus pezones nacidos, a ciegas, apuntaban oblicuamente. —Ven acá, mi vida —dijo mi amada—, mientras está el agua. No me moví. Me entumecía la desesperación. ¿Porqué había cambiado la soledad por la miseria de esta pocilga, por estas moscas agonizantes y las sillas de tres patas...? ¡Oh! ¡Dioses de mi juventud! Qué distinto era esto, este triste asunto, del amor de mis vecinos al otro lado de la pared, de sus largos, prolongados chillidos... Vera se puso las manos bajo los pechos y los movió de un lado a otro. —¿Qué es lo que te pone tan triste? Ven acá... Se subió el refajo hasta el vientre y se sentó en la cama de nuevo. —¿Sientes tener que gastarte el dinero? —No me preocupa el dinero —dije yo con voz rajada. —¿Cómo es eso? ¿No te preocupa el dinero? ¿Eres ladrón o algo por el... —No soy ladrón. —¿Trabajas para ladrones? —Yo soy un muchacho. —Puedo ver que no eres una vaca —murmuró Vera. —Soy un muchacho —grité—, un muchacho con los armenios, ¿no comprendes? ¡Oh! ¡Dioses de mi juventud!... Cinco de mis veinte años se habían gastado en la invención de argumentos, miles de argumentos que engordaban mi cerebro. Yacían en mi mente como sapos en una piedra. Desalojado por la fuerza de la soledad, uno de ellos había caído en la tierra. Fue, evidentemente, cosa del destino que una prostituta de Tiflis fuera mi primer "lector". Me dejó frío lo repentino de mi invención, y le conté mi argumento como "muchacho con los ar274

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menios". Si le hubiera dedicado menos tiempo y reflexión a mi arte, hubiese inventado un cuento gastado sobre que yo era el hijo de un rico funcionario que me había echado de la casa, un cuento sobre un padre tiránico y una madre pisoteada. Pero no cometí este error. Un relato bien ideado no necesita tratar de ser como la vida real. La vida real sólo es demasiado anhelante para parecerse a un bien ideado relato. Por esta razón (y por eso fue que le gustó tanto a mi oyente) nací en la pequeña población de Alyoshki, en la provincia de Knerson. Mi padre trabajaba como delineante en una compañía de vapores. Sudaba sobre su tablero de dibujar noche y día para darnos a nosotros, sus hijos, una buena educación; pero todos salimos a nuestra madre, una tonta que sólo se interesaba en pasar un buen rato. A la edad de diez años, empecé a robarle a mi padre. Cuando estuve crecido, me escapé para Bakú, a casa de unos parientes de mi madre. Estos me presentaron un armenio llamado Esteban Ivanovich. Me mudé con él, y vivimos juntos cuatro años. —¿Pero qué edad tenías entonces? —Quince años. Vera esperaba que le contara sobre la debilidad del armenio que me había corrompido, pero yo continué: —Vivimos juntos durante cuatro años. Esteban Ivanovich era la persona más decente y confiada que jamás yo había conocido. Creía cuanta palabra le decían sus amigos... Yo debí haber aprendido un oficio durante esos cuatro años, pero no hice nada... Lo único que me gustaba era jugar al billar... Los amigos de Esteban Ivanovich lo arruinaron. Él les dio letras de cambio sin fondos, y sus amigos las presentaron al cobro... "Letras de cambio sin fondos". No sé cómo me vinieron a la mente, pero hice perfectamente bien en introducirlas. Después de eso, Vera lo creyó todo. Se cubrió con el chal que temblaba sobre sus hombros. —Esteban Ivanovich estaba arruinado. Le echaron del apartamento, y se vendieron sus muebles en pública subas275

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ta. Se hizo viajante. Yo no iba a vivir con él ahora que no tenía dinero, de modo que me mudé con un capillero eclesiástico rico y viejo... El "capillero eclesiástico" fue robado a algún escritor: era la invención de una mente perezosa que no podía molestarse en crear un personaje de la vida real. Dije "un capillero eclesiástico", y los ojos de Vera titubearon y se escaparon a mi influencia. Entonces, para restablecer la situación, instalé asma en el pecho amarillo del viejo. Los ataques de asma lo hacían resollar roncamente. Saltaba de la cama por las noches y jadeaba en el aire cargado de parafina de Bakú. Murió pronto. El asma lo mató. Mis familiares no tenían nada que ver conmigo. De modo que aquí estaba en Tiflis con viente rublos en el bolsillo, los mismísimos veinte rublos que Vera había contado en el vano de la puerta en la Avenida Golovin. El camarero del hotel donde estaba parando me había prometido conseguirme clientes ricos, pero hasta ahora sólo me había mandado posaderos armenios con barrigas grandes y gordas... A estas gentes les gusta su propio país, sus cantos y sus vinos; pero pisotean a las otras personas, hombres y mujeres, como un ladrón pisotea el jardín dé su vecino... Y comencé a hablar un montón de basura que había oído sobre los posaderos... La lástima que sentía por mí mismo me partía el corazón. Parecía que yo estaba absolutamente condenado. Temblaba de tristeza e inspiración. Regueros de sudor helado comenzaron a bajarme por el rostro como culebras que se movían sobre la hierba calentada por el sol. Dejé de hablar, comencé a llorar y me volví. Había terminado mi cuento. Hacía mucho que el hornillo se había apagado. El agua había hervido y se había enfriado otra vez. El tubo de goma colgaba de la pared. Vera fue silenciosamente hasta la ventana. Su espalda, deslumbradoramente blanca y triste, se levantaba y bajaba frente a mí. En la ventana, iba apareciendo alguna luz alrededor de los picos de las montañas. 276

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—Las cosas que hace la gente... —susurró Vera sin volverse—. Dios, las cosas que hace la gente... Extendió los brazos desnudos y abrió las persianas de par en par. Los adoquines de la calle sisearon ligeramente al enfriarse. Había olor a polvo y agua... La cabeza de Vera se movía. —De modo que eres una perra... como nosotras las putas... Incliné la cabeza. —Una perra como tú... Vera se volvió hacia mí. El refajo le colgaba del cuerpo al sesgo, como un harapo. —Las cosas que hace la gente —dijo de nuevo en voz más alta—. Dios, las cosas que hace la gente... ¿Has estado alguna vez con una mujer?... Apreté mis labios fríos contra su mano. —No. ¿Cómo iba a poder? No me dejaban... Mi cabeza tembló contra sus pechos, que se derramaban libremente sobre mí. Los pezones tiesos se clavaron en mis mejillas. Estaban húmedos como las pantorrillas de una criatura. Vera me miró de lo alto. —Hermana..., —susurró, y se sentó en el suelo a mi lado—, mi hermanita... Ahora dígame usted, quisiera preguntarle: ¿Ha visto alguna vez un carpintero de aldea ayudando a un compañero a construir una casa? ¿Ha visto qué gruesas y ligeras y qué alegremente saltan las virutas cuando cepillan un tablón juntos? Aquella noche, esta mujer de treinta años me enseñó todos los trucos de su oficio. Aquella noche me enteré de secretos de los que usted nunca se enterará, experimenté un amor que usted nunca experimentará, oí las palabras que una mujer dice a otra. Las he olvidado; no se da por sentado que las recordemos. Caímos dormidos al amanecer. Nos despertó el calor de nuestros cuerpos, un calor que yacía en la cama como un pe277

Isaac Babel

CUENTOS

so muerto. Cuando despertamos, nos miramos riéndonos. No fui al taller aquel día. Tomamos té en el mercado de la Ciudad Vieja. Un plácido turco nos sirvió el té de un samovar envuelto en una toalla. Era de un rojo ladrillo, y emitía un vapor como la sangre acabada de derramar. El fuego brumoso del sol resplandecía en los bordes de nuestros vasos. El largo, prolongado rebuzno de los burros se mezclaba con el martillar de los hojalateros. Bajo unas tiendas, ponían en filas jarrones de cobre sobre alfombras descoloridas. Perros olfateaban por todos lados en las entrañas de las reses. Una caravana de polvo volaba hacia Tiflis, la ciudad de las rosas y el sebo del carnero. El polvo estaba empañando el fuego carmesí del sol. El turco nos sirvió más té, y llevó en el ábaco la cuenta de los panecillos que comíamos. El mundo era hermoso, simplemente, para ser gentil con nosotros. Cuando estuve todo cubierto de finas gotas de sudor, volteé mi vaso. Después que le pagué al turco, empujé dos monedas de cinco rublos hasta Vera. Su pierna rolliza estaba atravesada sobre la mía. Rechazó el dinero y quitó la pierna. —¿Quieres que tengamos una pendencia, hermana? No, yo no quería tener una pendencia. Acordamos encontrarnos por la tarde, y yo volví a poner las dos piezas de oro en mi portamonedas. Todo esto sucedió hace mucho tiempo y, desde entonces, a menudo he recibido dinero de editores, de hombres ilustrados y de judías que comercian con los libros. Por victorias que fueron derrotas, por derrotas que se convirtieron en victorias, por la vida y por la muerte que me pagaron sumas insignificantes, mucho más pequeñas que las que recibí en mi juventud de mi primer "lector". Pero no estoy amargado, porque sé que no moriré hasta que haya arrebatado una moneda de oro más, y ésta será la última, de las manos del

amor.

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